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1 2 Marcelo Isse Moyano LA DANZA MODERNA ARGENTINA CUENTA SU HISTORIA Historias de Vida Ediciones Artes del Sur

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Marcelo Isse Moyano

LA DANZA MODERNA ARGENTINA CUENTA SU HISTORIA

Historias de Vida

Ediciones Artes del Sur

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Página de legales

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A Gerardo Husseby Susana Tambutti y María del Carmen Isse Moyano

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NOTA PRELIMINAR En Argentina, la danza moderna comienza, de manera ininterrumpida y sin solución de continuidad, en la década de 1940. Su historia, sin embargo, todavía no ha sido sistemáticamente abordada. La danza moderna argentina cuenta su historia no se propone organizar una historia cerrada, definitiva, de este arte, sino que presenta un recorrido por ésta a partir de la narración de sus protagonistas: los coreógrafos y bailarines que hicieron y hacen danza moderna en nuestro medio. Integrado por veinte historias de vida (diecinueve de ellas en primera persona, una reconstruida, la de Ana Itelman, a partir del recuerdo de los entrevistados), en cada una de ellas se rememoran inicios, trayectorias, espectáculos, experiencias, proyectos. Estas historias individuales se cruzan, se contestan y se continúan una a la otra, armando así un entramado que constituye una historia de la danza moderna local. Organizadas cronológicamente, en ellas se pueden reconocer y reconstruir distintas búsquedas dentro de este campo, así como relaciones con la danza moderna de otros países y su inserción y repercusión dentro del campo cultural argentino desde su inicio hasta nuestros días. Las entrevistas realizadas por el Lic. Marcelo Isse Moyano que sirven de base a las historias de vida que conforman este libro se llevaron a cabo entre 1995 y 1996. Llegan hoy a su publicación luego de una reescritura a la que se añade un breve comentario final sobre las actividades de cada uno de sus protagonistas en esta última década. La historia de la danza moderna argentina se presenta aquí en tanto un rescate de la memoria y de la voz de quienes la animaron, construyendo parte de nuestro riquísimo patrimonio intangible, pero también como una historia inconclusa cuya vida y creaciones continúan y se proyectan hacia el futuro. Paulina Bettendorff Ediciones Artes del Sur

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INTRODUCCIÓN

Los prolegómenos de este proyecto remiten a mis trabajos como investigador del INSTITUTO DE ARTES DEL ESPECTÁCULO “DR. RAÚL CASTAGNINO” de la FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES y sus comienzos datan de 1995. La importancia de investigar sobre la historia de nuestra danza moderna se fundamenta en que la tradición y la riqueza que este nuevo arte ha desplegado en Argentina no habían sido hasta ese momento suficientemente documentadas. De ahí que muchos de los hechos, personas e hitos que animaron esta historia corrieran el peligro de quedar en el olvido. Esto, sumado a que todavía contábamos entre nosotros a los protagonistas, fuente privilegiada para la investigación, invitaba a adentrarse definitivamente en un terreno en el que varias veces se habían hecho intentos, pero nunca se habían conseguido resultados completos. Pocas veces la historia ofrece al investigador el contacto con las personas que originaron y animaron los fenómenos que se pretenden explorar. Este caso era uno de ellos. Por lo tanto me propuse no ser yo quien desarrollase el tema, sino servir de medio a través del cual la Danza Moderna Argentina contara su propia historia. Siguiendo la técnica de Historias de Vida tal como la exponen Guillermo Magrassi y Manuel Roca, realicé entre 1995 y 1996 diecinueve entrevistas con importantes coreógrafos, maestros y bailarines de diferentes generaciones. La elección recayó en quienes fueron y son, para mí, artistas representativos de cada época de nuestra historia de esta disciplina artística. En las entrevistas se acumulan datos, fechas, relatos, anécdotas, opiniones, demandas, quejas... constituyendo una invalorable muestra de 

Magrassi, Guillermo y Manuel Rocca, La historia de vida, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980. 9

nuestro patrimonio intangible recuperado gracias a la memoria viviente de la historia. En la transcripción he tratado de respetar la oralidad y hacer las mínimas adecuaciones necesarias para la versión de lectura. La consideración de este yacimiento que los mismos protagonistas han constituido, permite construir lo que llamo "la Historia Viva de la Danza Moderna Argentina". Los entrevistados fueron Renate Schottelius, Paulina Ossona, Luisa Grinberg, Otto Werberg, Rodolfo Dantón, Estela Maris, Iris Scaccheri, Susana Zimmermann, Ana Kamien, Oscar Aráiz, Susana Tambutti, Ana María Stekelman, Mauricio Wainrot, Alejandro Cervera, Roxana Grinstein, Diana Theocharidis, Miguel Ángel Elías, Miguel Robles y Carlos Casella. La memoria de Ana Itelman se rescató a partir del recuerdo de cada uno de los entrevistados. En esta presentación comienzo exponiendo una síntesis de la historia de nuestra danza moderna surgida de las entrevistas; ella pretende servir de marco para que el lector ubique el desarrollo posterior. El núcleo del trabajo lo constituyen las diecinueve Historias de Vida, con una brevísima actualización final. Por último, y por simple conjunción de los aportes de cada entrevistado, surge el perfil de Ana Itelman como una contribución para reconstruir su historia. Quiero agradecer a todos los entrevistados por su excelente predisposición. A mis amigos Eva Duarte, Cecilia Felgueras, Mariela Fischbarg, María Martha Gigena, María Rosa Jurado, María Fernanda Laquidain, Adriana Lauría, María del Pilar Orge Sánchez, Cecilia Scilingo, Diego Margarit, Eduardo Nievas, Gastón Prioretti, Fernando Ruggieri, y a Flehner Films quienes, de diferentes maneras, colaboraron conmigo para que este trabajo concluyera con éxito.

Marcelo Isse Moyano

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SÍNTESIS HISTÓRICA

Con la llegada a Buenos Aires de Miriam Winslow –heredera de la escuela Denishawn– en 1941, comienza la historia sistemática de la danza moderna en la Argentina. Con anterioridad a esta fecha habían aparecido en el país distintas figuras que, con posibilidades limitadas, habían intentado instalar, con suerte despareja, este nuevo estilo de danza. Tal el caso, entre otros, de Renate Schottelius, Otto Werberg o Francisco Pinter. Si tenemos en cuenta que el nacimiento de esta corriente de danza surge en Alemania con la llamada Danza Libre Centroeuropea en la década del veinte y en Estados Unidos con la formulación de nuevas técnicas a principios de los treinta, podemos considerar que la Argentina ocupa un lugar de privilegio. A otras latitudes, este arte de vanguardia, considerado por muchos "el arte del siglo XX", ha llegado recién en los últimos treinta años. Más allá de las razones puntuales de la primera visita de Miriam Winslow a nuestro país, que habrían tenido más que ver con motivaciones políticas en el marco de la Segunda Guerra Mundial que con razones artísticas, el tema a analizar es la facilidad con que la danza moderna –siendo un arte foráneo, nuevo y desconocido– interesó, creció y se desarrolló en Buenos Aires, sin ningún tipo de resistencia cultural. La respuesta a esta posible pregunta no debe centrarse en la época en la que la danza moderna apareció en nuestra ciudad, las primeras décadas del siglo XX, sino que hay que rastrearla desde los comienzos mismos de nuestra historia cultural. Lo que sigue es una posible y breve explicación sobre la calurosa bienvenida que le hemos dado a este nuevo arte que se ha establecido definitivamente desde la década del cuarenta.

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Buenos Aires fue en sus comienzos una gran aldea, poblada por los colonizadores españoles, los propios criollos y negros e indios. Hacia fines del siglo XIX se produce una inmigración masiva, circunstancia que seguirá sucediéndose periódicamente durante casi todo el siglo veinte. Los negros habían desaparecido en las guerras por la independencia y en la de la Triple Alianza contra el Paraguay; y los indios estaban cada vez más confinados hacia el sur del país y prácticamente diezmados en la llamada "Conquista del desierto". Queda entonces nuestra ciudad conformada por los españoles, italianos, polacos, ingleses, y más recientemente japoneses, chinos, coreanos y taiwaneses. La cultura se transforma en una suma de culturas. El fenómeno de la transculturación no es, como en otras sociedades, una mixtura y permuta con la cultura local (casi inexistente), sino una red de intercambio de usos, costumbres y valores entre los nuevos pobladores, que terminan produciendo una trama única y original, universal y ecléctica, en la que cada uno se siente representado. El factor común es el idioma, la lengua española que aglutina y que, a diferencia de otras sociedades, es hablada y compartida por todos, anulando la posibilidad de ghettos lingüísticos. Buenos Aires es el puerto, el ingreso. Pero desde allí, el modelo se reproduce en todas las grandes concentraciones urbanas del interior. La raíz indígena de nuestro país ha quedado reducida a la localización geográfica de catorce etnias en áreas de frontera, revalorizadas en algunas ocasiones históricas, pero con poca incidencia en el imaginario popular del "ser nacional". La Argentina es así un patchwork cultural en un solo tejido, que sólo puede representarse en su totalidad, sin posibilidad de síntesis, por ser, precisamente, un todo indefinido que no puede ser abordado o explicado desde sus partes componentes. La ciudad reproduce las fachadas parisinas, sus habitantes comen en trattorias italianas y compran en malls neoyorkinos. Pero no existe aquí conciencia de "lo extraño"

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ni de lo ajeno incorporado, ya que esta mezcla es lo único propio, típico y cotidiano que el ciudadano vive sin interpretar, porque en esa realidad nació y se formó y es, por otra parte, la única posible de transmitir. En este contexto de cultura sin barreras toda expresión es posible; toda manifestación es aceptada, y el arte siempre tiene su espacio. Esta universalización de la cultura y del arte como parte de ella, nos permite entender la legitimación que se efectúa de lo originado y producido en el exterior. Es sin duda alguna más probable que una obra o un artista extranjero sean objeto de mirada y aún de aprobación, que el resultado de nuestra propia producción. Es por ello que históricamente ha sido más valorizado lo que entra con prestigio externo, con un público más dispuesto a reiterar el halago que a reconocer un artista local que aún no ha salido de su territorio. Quien obtiene el éxito en otras tierras tiene asegurado un regreso triunfal. Tal el caso de Julio Bocca, primera figura de nuestro ballet, que sólo era conocido por un público especialista hasta ganar un primer premio en Moscú en 1985. De ahí en más logró el reconocimiento masivo, convirtiéndose en una de nuestras figuras más populares. Argentina tuvo frente a sí, por sus orígenes y desarrollo histórico, un gran espejo: Europa. Y en él se reflejó y creó sus propios rasgos. Ese fue el motivo que impulsó durante los años sesenta una de las grandes cuestiones en que se debatía la intelectualidad argentina: la búsqueda y el reconocimiento de la identidad nacional. “¿Qué somos los argentinos?” Era la gran pregunta de las aulas y la incógnita que se buscaba develar para poder pensar en construir nuestro propio proyecto de país. El modelo de desarrollo no pudo construirse desde esa respuesta, porque la única posible fue, precisamente, la ausencia de identidad. Si la identidad es lo que diferencia, nuestra identidad nos asemeja. Si la identidad separa, la nuestra nos acerca. "Ser nosotros", es precisamente, ser "los otros".

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Esa búsqueda de identidad exige a la danza moderna una representatividad simbólica imposible de lograr sin parcialidades. ¿A quién y qué representar? ¿A quién y qué mostrar? ¿Qué legitimidad adquiriría una visión parcializada de un todo complejo y, fundamentalmente, indescriptible? Cuando ya los teóricos de las ciencias sociales han comprendido la originalidad fenomenológica que impide decir "Argentina" es esto, y no otra cosa, es impracticable y absurdo esperar de una expresión artística una referencia específica a un elemento cultural concreto, a un hábito, a una creencia, a una costumbre; porque nada nos pertenece, y nada nos es ajeno. El tango, tanto en el aspecto musical como coreográfico, ha sido, muchas veces, invocado como expresión de Buenos Aires; sin embargo, no es aquí donde ha obtenido el mayor de los reconocimientos, ni el más sostenido aplauso. Y si los coreógrafos de danza contemporánea han debido recurrir a él, lo han hecho impulsados por aquella presión de la teoría y de la crítica, que les exige una danza representativa y simbólica, cayendo en el error de no entender a un país y una ciudad universal y cosmopolita. Si para León Tolstoi pintar una aldea era pintar el mundo, quien pinte el mundo pintará Buenos Aires. Por ello, quizás, quien ha sintetizado mejor esta idea es una reconocida coreógrafa y académica de nuestro medio, Susana Tambutti, quien en un reportaje explicó: "Lo argentino de mis coreografías es que las hago yo, que soy argentina". Por todo esto es que tenemos la suerte de tener una rica historia en danza moderna en nuestro país. Una historia que nos permite, en algunos casos, establecer relaciones de igualdad con aquellos centros donde nació esta expresión artística. Antes de la década del '40, la danza en Argentina se había manifestado fundamentalmente en el terreno del ballet. El TEATRO COLÓN era el escenario donde se

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desarrollaban costosas producciones y donde funcionaba la tradicional escuela de danza clásica. La danza moderna había aparecido sólo en visitas esporádicas. En 1916, Isadora Duncan bailó en el TEATRO COLÓN. Su paso por la Argentina no dejó seguidores. Hacía finales de la década del '30, Alexander y Clothilde Sakharoff llamados "Los poetas de la Danza", realizaron espectáculos y dieron algunas clases. Bailaron en el TEATRO COLÓN y en el desaparecido TEATRO ODEÓN1. Entre sus obras, muy musicales, se recuerdan: Arrullo de María, Danza macabra, Siesta de un fauno y Danza de Delfos. Años más tarde, hacia fines del cuarenta, se establecieron momentáneamente en nuestro país y constituyeron un grupo con bailarines argentinos, entre los que estaba Paulina Ossona, Estela Maris, Cecilia Ingenieros y Mara Dajanova. Por aquella época ya estaba en el país la uruguaya, de familia inglesa, Vera Shaw quien, a través de la materia Gimnasia Rítmica, que dictaba en el INSTITUTO DE EDUCACIÓN FÍSICA, introducía nuevos conceptos de movimiento relacionados con la danza moderna, que había conocido en Estados Unidos. Otro personaje de aquel tiempo es Francisco Pinter, quien además de ser bailarín del TEATRO COLÓN, tenía un pequeño grupo de alumnos a quienes enseñaba principios expresivos de la nueva danza. También durante esta década visitaron la Argentina varios representantes de este nuevo arte, tales como Ida Meval, solista del estilo de danza libre centroeuropeo, quien trabajó en el TEATRO DEL PUEBLO2; el solista alemán Harald Kreutzberg; el BALLET JOOSS, que puso en escena su famosa obra La mesa verde; y la chilena Inés Pizarro, formada en su país con la técnica Jooss-Leeder. Todos ellos despertaron el interés por la danza moderna e influyeron sobre algunos maestros que trataron de enseñar técnicas hasta ese momento desconocidas.

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Estaba ubicado en Esmeralda casi Corrientes. Hoy ocupa ese predio una playa de estacionamiento. Estaba ubicado en Corrientes 1530. Hoy ocupa ese predio el Teatro General San Martín. 15

Tal el caso de los alemanes Annelene Michiels de Brömli y Otto Werberg. Éste había estudiado en la ESCUELA JOOSS. Durante la Segunda Guerra Mundial, había sido tomado prisionero en un campo de concentración. De ese lugar fue rescatado por la maestra y coreógrafa del TEATRO COLÓN, Margarita Wallmann, quien, de paso por Europa, se interesó por su situación y consiguió traerlo al país con un contrato para actuar en el teatro. Werberg fundó una escuela y un grupo de danza moderna compuesto por doce bailarines solistas: TEATRO DEL BALLET. También por motivos que tuvieron que ver con la situación que estaba atravesando Europa, llega al país en 1936, Renate Schottelius, que había estudiado en la ÓPERA DE BERLÍN y estaba adentrada en las enseñanzas de Mary Wigman. Quien luego sería una de las más grandes maestras de danza moderna en la Argentina, comenzó su carrera tomando algunas clases en el CONSERVATORIO NACIONAL, luego ESCUELA NACIONAL DE DANZAS, y haciendo algunos solos. Cuando en el TEATRO COLÓN cancelaron los contratos de los extranjeros, Wallmann formó un grupo de cámara. Lo integraban, entre otros, Paulina Ossona, Emma Saavedra y Ciro Figueroa. El programa de este grupo consistía en tres cuartetos: uno de Haydn, uno de Schubert y otro de Villalobos. Otra figura para destacar de aquella época es Biyina Klappenbach, artista plástica y solista de danza que había actuado en el TEATRO CERVANTES. En 1941 llegó la bailarina y coreógrafa norteamericana Miriam Winslow, discípula de la Denishawn. Todavía no es claro el motivo por el cual esta coreógrafa vino a nuestro país. Lo que es indudable es que los espectáculos que ofreció con su partenaire Foster Fitz-Simmons en el TEATRO ODEÓN, repetidos a su vuelta en 1943, y su decisión de establecerse y crear una compañía en 1944, marcan el inicio del desarrollo continuo de la danza moderna en la Argentina.

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La primera compañía de Miriam Winslow estuvo formada por Cecilia Ingenieros, Renate Schottelius, Luisa Grinberg, Ana Itelman, Clelia Tarsia, Élide Locardi y Margot Cóppola. Por primera vez se creaba un grupo profesional, el BALLET WINSLOW, cuyos bailarines recibían sueldo para poder dedicarse por entero a la danza. Más adelante se agregaron a este grupo, Paulina Ossona, Angélica Dorrego, Ángela Cañás, Ema Saavedra, y los varones Paul D'Arnot, José Moletta, Enrique Boyer, Henry Brown, Rodolfo Dantón y Aníbal Navarro, un cubano que actuaba de partenaire de la Winslow. Durante la corta vida de este Ballet, ella misma se hizo cargo de todas las producciones. Se realizaron continuas giras por las provincias y hasta dos funciones diarias en Buenos Aires, con gran repercusión de público. Fue un verdadero suceso que terminó en 1946, por problemas internos, relacionados con el pago que reclamaron algunos bailarines para realizar una gira por Europa que había organizado la coreógrafa. Miriam Winslow retornó a los Estados Unidos. Sin embargo, de allí surgieron quienes serían los maestros y coreógrafos pioneros de este nuevo arte en Argentina. Renate Schottelius, nacida en Alemania, siguió actuando como solista y más tarde viajó a Estados Unidos y tomó clases con José Limón, Martha Graham y Hanya Holm. De entre sus alumnos, surgió hacía los años '50 el primer grupo cooperativo de danza contemporánea en Argentina, que por ese entonces ya experimentaba con la creación colectiva; se llamó GRUPO EXPERIMENTAL DE DANZA CONTEMPORÁNEA. Estaba compuesto por Susana Sommi, Gerti Sorter, Juan Carlos Bellini, Roberto Trinchero y Patricia Stokoe, quien luego se dedicaría a la expresión corporal. Este grupo derivó en el RENATE SCHOTTELIUS Y EL G.E.D.C. y actuó por todo el país. Ana Itelman fundó su escuela y su propio grupo, entre quienes se encontraban Estela Maris y Noemí Lapszeson. Luego viajó a los Estados Unidos y allí tomó contacto con las técnicas más importantes de la época. Después de doce años volvió a la Argentina y se

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convirtió en la gran maestra de composición coreográfica para las generaciones siguientes. Paulina Ossona se destacó como solista y luego formó un grupo llamado Nueva Danza, que integró, entre otros, Ana María Stekelman, quien luego sería una importante coreógrafa y directora del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN. Con el tiempo el grupo se reformó y pasaron a llamarse LOS CORIBANTES. Luisa Grinberg fue una pionera en la realización de obras que no estaban acompañadas con música, sino apoyadas en el ritmo de la palabra. Dirigió el BALLET STYLOS y fue la fundadora del CENTRO DE INVESTIGACIÓN, EXPERIMENTACIÓN Y ESTUDIO DE LA

DANZA (C.I.E.D.A.). El TEATRO ODEÓN y el TEATRO DEL PUEBLO eran los sitios donde todas ellas ofrecían

sus funciones. Élide Locardi, después de llevar la nueva danza al interior del país, dejó la coreografía y se dedicó de lleno a la enseñanza. Tuvo entre sus alumnos al destacado Oscar Aráiz. Es así como, de aquel primer grupo de danza de Miriam Winslow, surgieron los pioneros que dominaron, desde Buenos Aires, la escena de la danza moderna en la Argentina durante las dos décadas siguientes, ya sea bailando, creando o formando a las futuras generaciones, siempre partiendo de las influencias de la danza de expresión alemana y de las técnicas norteamericanas. Otra coreógrafa importante surgida por aquel entonces fue María Fux. Fue una autodidacta tanto desde el punto creativo como en el pedagógico. Trabajó en el país y en el exterior. Se destacó en la utilización de la danza con criterio terapéutico en el trabajo con sordomudos.

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Una visita fundamental a nuestro país fue la de Dore Hoyer a fines de los '50. El éxito de sus recitales en el TEATRO COLÓN fue arrollador. Esta alumna dilecta de Mary Wigman volvió en dos oportunidades más. En el año 1959 fue invitada por el gobierno a establecerse en el país y formar una escuela en la ciudad de La Plata. Con su presencia, la técnica del expresionismo alemán llegaba a la Argentina en su versión más pura. Durante su estadía formó un pequeño grupo con destacados bailarines de ese momento y otro más grande, que llamó CORO DEL MOVIMIENTO, en el cual había, además, actores. Concretó la realización de dos obras: La idea y Cadena de fugas. Razones políticas y financieras hicieron que su contrato terminase muy poco tiempo después. Dore Hoyer volvió a Alemania. Sin embargo, durante su existencia, su escuela formó a varias de las principales figuras de la danza moderna de los años siguientes, como Oscar Aráiz, Susana Ibáñez, Iris Scaccheri y Lía Jelín. Una maestra y coreógrafa importante, de características muy particulares, fue Flora Martínez. Directora del grupo COREIA, investigó en la combinación de forma, color, música y movimiento, generando un todo armónico que llamó Coreoformografía. En este estilo los bailarines mantenían sus cuerpos ocultos detrás de las formas coreográficas. Hacía comienzos de la década del '60 la danza moderna se había expandido y existían numerosos creadores y grupos. Es recién entonces cuando los coreógrafos argentinos formados por la generación anteriormente citada intentan buscar nuevos rumbos. Tres hechos fueron significativos por esos años: la inauguración del TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN, la fundación de la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA y la creación del INSTITUTO DI TELLA3. El 23 de noviembre de 1961 se inauguró en Buenos Aires el TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN, que albergaría años más tarde a la primera compañía oficial de 3

Estaba ubicado en Florida 936. Hoy ocupa ese predio un local comercial. 19

danza moderna. Aquella noche actuaron las figuras más notorias del quehacer cultural nacional y la danza moderna estuvo presente, en lo que constituyó el primer reconocimiento oficial a este nuevo arte. El grupo de Renate Schottelius presentó su obra Estamos solos. La ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA fue fundada en 1962 con el propósito de fomentar la creación coreográfica independiente y unificar las vertientes clásica y moderna de la danza que, por entonces, parecían irreconciliables. El objetivo era crear espectáculos con coreografías nuevas y alternar en las funciones obras de uno y otro estilo, con músicos, vestuaristas y escenógrafos argentinos. Gracias al esfuerzo de esta asociación, se brindó a coreógrafos ya consagrados y a jóvenes creadores un espacio para la generación de obras en la búsqueda de un estilo propio. Las funciones se realizaban los días lunes, en la sala Martín Coronado del TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN. Renate Schottelius, Estela Maris, Juan Falzone, Susana Zimmermann, Rodolfo Dantón y Oscar Aráiz, entre otros, realizaron sus creaciones en el marco posibilitado por AMIGOS DE LA DANZA. Se recuerda como un hito el estreno en 1966 de Consagración de la primavera de Aráiz, con Violeta Janeiro interpretando el rol de La Elegida. Hacía fines de la década, las funciones se trasladan al TEATRO COLISEO. Esta asociación desaparece en 1972. El CENTRO DE EXPERIMENTACIÓN AUDIOVISUAL DEL INSTITUTO DI TELLA proporcionó un ámbito propicio para la exploración y elaboración de trabajos de investigación que marcaron una nueva forma de expresión en el mundo de la danza. Allí trabajaron, entre otros, Ana Kamien, Susana Zimmermann, Marilú Marini, Iris Scaccheri, Graciela Martínez y Oscar Aráiz. Trabajando juntas o en forma separada, compartieron los principios basados en la ruptura con la danza que las precedía, creando un lenguaje nuevo e irreverente. Las producciones del INSTITUTO DI TELLA dieron lugar a la sátira, el absurdo y

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el juego, el trabajo con objetos, el happening y la improvisación y abrió un espacio de creación nuevo que compitió con la influencia expresionista y americana tradicional en la danza moderna argentina. El 17 de marzo de 1968 se creó por concurso el BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN bajo la dirección de Oscar Aráiz. Algunos integrantes de la primera compañía fueron Norma Binaghi, Esther Ferrando, Mario Galizzi, Irma Baz, Susana Ibáñez, Doris Petroni, Lía Jelín, Ana María Stekelman, Mauricio Wainrot, Cristina Barnils, entre otros. Esta fue, por muchos años, la única compañía oficial de danza contemporánea en la Argentina. Desaparecido el BALLET JUVENIL DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN que trabajó durante varios años integrado especialmente por alumnos y egresados del Taller de Danza de ese teatro, sólo se suma, actualmente, la COMPAÑÍA DE DANZA DEL DEPARTAMENTO DE ARTES DEL

MOVIMIENTO DEL INSTITUTO UNIVERSITARIO NACIONAL DEL ARTE. El BALLET DEL SAN

MARTÍN no tuvo actividad entre 1973 y 1977. Se recrea en 1977 como BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN dirigido por Ana María Stekelman y se crea también el Taller de Danza de ese Teatro. Fue dirigido más tarde por Mauricio Wainrot y luego, sucesivamente, por un triunvirato formado por Norma Binaghi, Lisu Brodsky y Alejandro Cervera, otra vez Stekelman, una vez más Oscar Aráiz y, desde 1998 hasta la actualidad, nuevamente Mauricio Wainrot. Para esta compañía crearon los más destacados coreógrafos argentinos: Ana Itelman, Renate Schottelius, Lía Labarone, Margarita Bali, Susana Tambutti, Inés Vernengo, Julio López, Roxana Grinstein, Diana Theocharidis, Miguel Robles, Carlos Trunsky, Diana Sjeimblum, Roberto Galván y, por supuesto, todos sus directores. Asimismo, el grupo tiene en su repertorio obras de numerosos y prestigiosos coreógrafos extranjeros. Desde la década del setenta comenzaron a crearse algunos grupos independientes con suerte despareja. Esos años no fueron los más propicios para la danza moderna en

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nuestro país debido a la falta de libertad que imperaba por la dictadura militar. La creatividad estuvo muchas veces cercenada. Sin embargo, cabe destacar la creación, en 1975, del grupo NUCLEODANZA dirigido por Margarita Bali y Susana Tambutti, e integrado en esa primera formación por sus directoras más Ana Deutsch y Julio López. Esta compañía, que cambió varias veces de integrantes, fue uno de los grupos independientes creados en la década del setenta que poseyó una larga y muy exitosa trayectoria nacional e internacional. Hacía comienzos de los años ochenta la danza moderna resurge en un ciclo que se llamó Danza Abierta, donde numerosos artistas ya reconocidos o noveles desplegaron una creatividad que resultó contestataria frente al régimen político imperante en nuestro país. Restaurada la democracia en 1983, la danza moderna argentina se desarrolló en cantidad y calidad de cultores y se abrió al mundo. Con relación a esto último se destacan las giras del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN por Latinoamérica, Estados Unidos y Europa, y de NUCLEODANZA por todo el mundo. Asimismo, Oscar Aráiz, Mauricio Wainrot, Ana María Stekelman, Susana Tambutti y otros jóvenes y nuevos coreógrafos, han dirigido o creado para prestigiosas compañías en el exterior. Si bien la danza moderna no es, todavía, un arte de gran popularidad en nuestro país, muchos jóvenes se han volcado en los últimos años a trabajar, crear e investigar nuevas formas en este campo. Las nuevas generaciones se encuentran frente a un arte con historia que les permite aprender diferentes técnicas, métodos y sistemas, y ponerlos exclusivamente al servicio de sus creaciones, porque vive despreocupada de presiones culturales y liberada de condicionamientos políticos. Mabel Dai Chee Chang, Miguel Robles, Brenda Angiel, EL DESCUEVE, Mariano Pattín, Mariana Bellotto, María José

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Goldín, Gerardo Litvak, entre muchos más, son el nuevo presente de nuestra danza moderna. Y por el grupo KRAPP, Rodrigo Pardo, Ana Garat, Soledad Pérez Tranmar, Pablo Rotemberg, Silvina Grimberg, Fabián Gandini, Gabily Anadón, David Señorán, Ramiro Soñez, Edgardo Mercado y Luis Garay, entre tantos otros, pasa, seguramente, el futuro próximo. Por último, quiero destacar que desde 1987 se estudia historia, teoría y estética de danza moderna en la carrera de Artes de la FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES; y, desde 1992, funciona el Programa Danza en el INSTITUTO DE ARTES DEL ESPECTÁCULO de la misma universidad, dentro del cual se han realizado importantes investigaciones en este terreno. Asimismo, el

INSTITUTO

UNIVERSITARIO NACIONAL DEL ARTE cuenta con un Departamento de Artes del Movimiento donde se estudia e investiga esta disciplina artística. Esta unidad académica cuenta además con una compañía de danza estable –dedicada a la danza moderna– de creciente prestigio. Por otra parte, en 1998 se realizó el primer festival de danza contemporánea organizado

por

la

asociación

COCOA-DATEI

(COREÓGRAFOS

CONTEMPORÁNEOS

ASOCIADOS–DANZA TEATRO INDEPENDIENTE) y, desde el año 2000, la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires organiza en forma bienal el FESTIVAL BUENOS AIRES DANZA CONTEMPORÁNEA. En esta misma Secretaría se creó en el año 2001 el INSTITUTO PARA EL FOMENTO DE LA ACTIVIDAD DE LA DANZA NO OFICIAL DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES (PRODANZA), cuyo objetivo es apoyar a la danza independiente otorgando subsidios a la creación; y desde el año 2004 el FONDO CULTURA BA otorga una importante suma de dinero destinada a la danza. Todo lo expuesto ha sido fundamental para que este estilo dancístico adquiera un merecido reconocimiento en nuestro acervo cultural.

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Marcelo Isse Moyano

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RENATE SCHOTTELIUS

Mi familia era muy chiquitita: éramos mi padre, mi madre, una abuela –la madre de mi padre–, y yo. Mi padre tenía varias profesiones: escritor, arqueólogo, director de teatro. Mi madre era pianista. Y a mí, me gustaba bailar. Por eso, y por otras razones, mis padres se mudaron finalmente a Berlín. Mamá había nacido e ido al colegio en Hannover, la misma ciudad donde vivía Mary Wigman, y ambas fueron juntas a unas clases de baile social, baile de salón; de manera que se conocían. Había un cierto conocimiento aunque no eran muy amigas. En esa época mamá contaba que Mary Wigman no tenía ningún talento para la danza. Finalmente, fue una de las precursoras de la danza moderna en todo el mundo. Llegados a Berlín, me tomaron una audición en el TEATRO DE LA ÓPERA MUNICIPAL y entré. Yo tenía ocho años. Tomábamos clases de danza clásica, danza moderna y acrobacia. Clásica y moderna todos los días, y acrobacia dos veces por semana. Esto, en el año 1929, era casi un milagro. Me podrán preguntar: ¿Qué era la danza moderna en aquel entonces? Bueno, era lo que Mary Wigman había inventado y enseñaba. En la Ópera enseñaban algunas de sus alumnas: Ruth Abramovich y Alice Uhlen, que eran excelentes bailarinas. Yo siempre tuve más inclinación hacia la danza moderna, pero pude bailar clásico perfectamente, y hasta el día de hoy me puedo poner en puntas. Ese estudio duró cinco años, hasta que me vine a la Argentina. En esa época, como se daban constantemente óperas y ballets, muchas veces utilizaban a los chicos de la escuela para intervenir. Yo bailé, por ejemplo, en Tanhäuser de Wagner. Nos quejábamos amargamente porque estábamos en el prólogo agitando velos con Venus. Después teníamos cuatro horas de espera y al final aparecíamos otra vez agitando velos alrededor de Venus. Eran cuatro horas muy horribles pero, en fin..., los tiempos eran otros.

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Yo tuve la gran suerte de tener una educación muy libre y muy agradable. A los diez años ya tenía las llaves de mi casa y volvía, después de las funciones, más o menos once y media o doce, sola, en subte. Además, mis padres estaban sumamente relacionados con muchos artistas. No hay que olvidarse que eran años muy importantes artísticamente, sobre todo en Berlín. He visto y he observado artistas como Brecht, Piscator, el director de cine Fritz Lang; todos eran conocidos de mis padres. Había un gran movimiento de artistas en casa y el ambiente era sumamente interesante. Iba a museos, a teatros, iba mucho a conciertos... He visto las actuaciones de Gret Palucca, de Mary Wigman, de un conjunto de Trudy Schoop, una bailarina suiza que tenía un conjunto muy interesante, parecido en cierta manera al conjunto de Kurt Jooss. A este último, no lo vi por primera vez allá, sino aquí en Buenos Aires. Había otras bailarinas interesantes en la ÓPERA MUNICIPAL DE BERLÍN: Meta Krahn, Julia Marcus –prima mía–, Ida Meval, que después vino para la Argentina. El ambiente artístico era sumamente interesante. Naturalmente, con la venida del nazismo, empezaron a haber muchos problemas. Mis maestras fueron echadas de la Ópera y yo ya no podía dar ningún examen. Es decir, esa carrera que yo había empezado y que pensaba seguir para el resto de mis días –ser primero alumna, luego bailarina de conjunto, y con suerte bailarina solista– se frustró. Se frustró ahí porque no había manera de seguir. Muchos años de mi vida pensé que fue una gran lástima, pero después aprendí que no. Creo que he tenido muchísima suerte al tener que salir de Alemania, pero eso es otro punto, otro tema. En Alemania cada vez se hacía más difícil la vida porque mi madre era judía, aunque mi padre no. Pero las razones principales eran, naturalmente, por un lado que yo era mitad judía, y por otro, que mis padres eran muy anti-fascistas; sobre todo mi padre. Por el año 1935, más o menos, recibimos una carta de un hermano soltero de mi padre que vivía en Buenos Aires. En su carta mi tío proponía que él podía mandar dinero,

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o hacernos una visita, o llevar a una de las personas de nuestra pequeña familia. Mis padres no querían separarse, y mi abuela dijo que era demasiado vieja y no quería emigrar. Yo tenía catorce años en ese momento, y dije: “¿Y por qué no me mandan a mí?” Y aquí estoy. Llegué a la Argentina un 24 de febrero, en medio del carnaval, en un barco que se había atrasado tres días pero llegó a Buenos Aires una hora antes. Entonces, el que no estaba era mi tío. Pero finalmente llegó, y como él era soltero, el juez de menores no permitía que viviéramos en el mismo lugar. Él había arreglado que fuera a vivir a casa de unos amigos. Pero lo que él no había entendido era que esos amigos tenían que estar en el puerto. Entonces existió el peligro de que yo hubiese tenido que quedarme tres días en el Hotel de Inmigrantes, porque era carnaval. Pero mi tío salió a los piques, buscó a los amigos y todo se salvó. Me acuerdo que estuve muy impresionada de ver que se vendía una docena de bananas por cinco centavos. Esa fue mi primera impresión de la Argentina. Corría el año 1936 y, bueno, naturalmente, me tuve que ganar la vida. Como no sabía castellano me empleé en una librería alemana donde también trabajaba mi tío. Luego tomé trabajos de secretaria. Primero en una oficina alemana y, luego, en la fábrica de medias París, donde había que estar a las ocho de la mañana. Mientras tanto trataba de seguir estudiando danza. La danza moderna, acá, en la Argentina, no existía. Unos amigos me llevaron al CONSERVATORIO NACIONAL, hoy ESCUELA NACIONAL DE DANZAS donde podía tomar clases de oyente porque, como tenía que trabajar, no podía tomar todas las clases que se exigían. Las clases eran de clásico, porque otra cosa no había. Paralelamente había dos señoras que daban gimnasia a señoras y a jóvenes. Una de ellas era Annelene Michiels de Böhmli, que había estudiado en Alemania, en un lugar 

En la actualidad es el Departamento de Artes del Movimiento "María Ruanova" del Instituto Universitario Nacional del Arte, ubicado en Loria 443. 27

que se llama Hellerau-Laxenburg, donde se hacía algo así como danza moderna, danza rítmica. Fuera de sus clases de gimnasia, ella tenía un pequeño conjunto y daba clases a un grupito de chicas que hacíamos danza, una o dos veces por semana. Con ella, incluso, llegamos a hacer dos o tres recitales. Creo que uno fue en el GRAN SPLENDID. Otra cosa de danza moderna no existía. Más tarde, en tiempos de guerra, vinieron Clotilde y Alejandro Sakharoff, una pareja de bailarines maravillosa que aquí fue llamada los “poetas de la danza”. Pero ellos no daban clases. Sí daban maravillosos consejos; sobre todo él. También llegó en esa época Margarita Wallmann, que originariamente había sido alumna de Mary Wigman y directora de la escuela Wigman en Berlín. Ella llegó al TEATRO COLÓN como coreógrafa y se quedó todo el tiempo de la guerra en la Argentina. Tenía un estudio donde daba clases. También formó con algunos bailarines de ese teatro un pequeño grupo moderno. Yo no tomé clases con ella porque no coincidían los horarios. En 1939, creo, trajo al TEATRO COLÓN a Otto Werberg. Yo sé que él, hasta el día de hoy, le agradece muchísimo esa posibilidad, porque pudo, a su vez, traer a su familia y rescatarla de los horrores de los campos de concentración de Alemania y Austria. Yo seguía estudiando sola, y por el año cuarenta comencé a elaborar un programa de solista. En aquel momento todo el mundo daba recitales de solista. Entretanto, también había llegado Ida Meval, a quien yo conocía de la ÓPERA DE BERLÍN, y a veces tomaba clases con ella, según mis posibilidades horarias, porque yo trabajaba todo el día. Empecé a preparar un recital, que di en el CONSEJO DE MUJERES, en M. T. de Alvear 1155, en el año 1941, y en el entonces llamado TEATRO DEL PUEBLO, en Corrientes 1530. Allí se daban piezas de teatro sumamente interesantes. Había una costumbre maravillosa: 

Estaba ubicado en av. Santa Fe al 1800. Hoy ocupa ese predio una importante librería comercial. 28

se traían grandes figuras extranjeras, pianistas, cantantes, bailarines, y se les pedía que después de sus recitales comerciales, dieran una o dos funciones en ese teatro. Se cobraba 30 centavos la entrada y estaba siempre lleno. Era un teatro pequeño, pero hermosísimo. Yo tuve la suerte, en 1941, que me pidieran si podía dar dos recitales, cosa que hice con gran alegría y gran éxito. Yo me inspiraba mucho en la música. Eso era también una costumbre de aquella época. En ese programa que hice en el TEATRO DE PUEBLO había un Coral de Bach que se transformó en mi lema. Tomé la costumbre de hacerlo siempre, como último número del recital. Por esta época había en Buenos Aires un movimiento antifascista, y todos nosotros, los inmigrados, músicos, pintores, y yo, que era la única bailarina, habíamos hecho beneficios para las víctimas de los campos de concentración. Más tarde fui como solista por toda la Argentina, el Uruguay y otros países. Cada tanto, llegaban compañías o solistas de Estados Unidos. Durante la guerra, indudablemente, los grupos norteamericanos no podían ir a Europa, entonces venían a Sudamérica. Nosotros tratábamos enloquecidamente de buscar información. Más tarde pude ver que sabíamos mucho más que ellos mismos de su propio movimiento de danza moderna. Y, por supuesto, ellos no sabían nada de lo que pasaba acá. En Alemania, debo aclarar, que con la venida del nazismo, la danza moderna prácticamente desapareció. En el 1941, llegó otra pareja de Estados Unidos: Miriam Winslow y Foster Fitz Simmons. Ellos dieron varios recitales en el TEATRO ODEÓN. Hacían solos y dúos. Ahí apareció por primera vez la técnica de la danza moderna norteamericana. Estábamos todos muy impresionados y nos encantaron. No siempre las coreografías, pero sí la maravillosa manera de bailar de esta gente. Al año siguiente ella vino de nuevo, ya sin su partenaire, y, por razones muy personales, se quedó en la Argentina. Miriam Winslow había estudiado en la Denis-Shawn, la gran escuela de Ted Shawn y Ruth Saint-Denis, de la cual salieron Doris Humphrey, Martha Graham y Charles

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Weidman. Le gustó la Argentina, vio que había tierra virgen en cuanto a danza moderna, y resolvió formar un grupo de chicas solas. En ese grupo estuvimos Cecilia Ingenieros, Luisa Grinberg, Élide Locardi, Clelia Tarsia, Margot Cóppola, Ana Itelman y yo. También nos daba clases. Era maravilloso. Primero teníamos clases y después ensayos. Actuamos en Buenos Aires, en el TEATRO POLITEAMA, y fuimos de gira. Eso fue el primer año. Los recitales se componían de solos de Miriam Winslow y de cuartetos, tríos y un septeto, la Sonata patética de Beethoven, en el que bailábamos todas nosotras. En cuanto a las clases de técnica, cuando Winslow vino la primera vez, dio un pequeño curso en el estudio de Vera Shaw, en la calle Santa Fe. Ella había sido una profesora de gimnasia. Bueno, yo, para entonces, también daba algunas clases. Pero nosotras, digamos, mi generación, que estaba interesada en danza moderna –como Cecilia Ingenieros, Paulina Ossona o Luisa Grinberg, que habían estudiado en algún momento clásico en el CONSERVATORIO NACIONAL–, no teníamos donde estudiar. Después del curso de Winslow, me acuerdo que nos reunimos Ana Itelman, Paulina Ossona y creo que Luisa Grinberg, nosotras cuatro, y nos dábamos clases mutuamente. Cada una de nosotras tenía su pequeño grupo de alumnos. También estaba Otto Werberg; él también daba clases. Pero otra persona, de más envergadura, no había. En el segundo año del entonces ya llamado BALLET WINSLOW, ella integró hombres y más chicas. Me acuerdo, por ejemplo, de Paul D’Arnot, Aníbal Navarro, Rodolfo Dantón, José Moletta, Henry Brown y Enrique Boyer. Fue una compañía de veintidós bailarines, dos pianistas, un percusionista, un manager y técnicos. Tengo que aclarar que Miriam Winslow era una persona muy pudiente y por eso pudo darse el lujo de pagarnos un sueldo decente. Ella manejaba la compañía como se suele manejar una compañía profesional. A la mañana, la clase y después, los ensayos. Trabajábamos seis o siete 

Estaba ubicado en Corrientes y Paraná. Luego demolido. Hoy ocupa su espacio una playa de estacionamiento. 30

horas al día en ensayos. Naturalmente toda esa gente, excepto yo, nunca había hecho moderno, así que ella los formó. Tanto a los hombres como a las mujeres. Era una profesora maravillosa, realmente una pedagoga muy impresionante, muy dedicada, aparte de ser una excelente bailarina. Actuamos en el TEATRO ODEÓN. En aquel entonces se daban dos funciones por día, durante quince días. Luego fuimos de gira a Rosario, a Córdoba, a Tucumán, Jujuy y a Montevideo. Las coreografías eran todas de Miriam Winslow. Sin embargo, yo era su asistente y ella me había invitado a hacer uno de mis solos con música de Padre Anglais, que hoy en día se llama Aria. La danza la hice inspirada en un poema de Oscar Wilde, que dice que sin dolor no puede realizarse ni el nacimiento de un niño ni el de una estrella. Yo hacía esa danza y también puse una danza de conjunto donde intervenía toda la compañía, que se llama Sólo hay que ir, una cita de Rilke con música de Bach. Más tarde estuvimos quince días en el TEATRO AUDITORIO de Mar del Plata. Ella tenía la maravillosa idea de llevar el conjunto a Europa. Eso ya fue en el año 1946, después de la guerra. Nos ofrecía el viaje en barco, ida y vuelta, y todos los gastos pagos: hotel, comida, etc. Además nos decía que mientras no se tuviera un contrato para la compañía nos daba –creo– una libra esterlina o un dólar por día, no me acuerdo, para pequeños gastos. Teníamos también seguro por enfermedad y todo, todo asegurado. Como ya la conocíamos mucho, sabíamos que en ella se podía confiar. Entre tanto se supo que Miriam Winslow era una persona pudiente y algunos de los varones de la compañía exigieron sueldos. Entonces ella explicó que eso era imposible, que el gasto de por sí de llevar toda esa compañía era demasiado grande, que ella no podía ofrecer más. Nos dio tres o cuatro meses para pensarlo, es decir, no a todos, sino a estos personajes. Al mismo tiempo había un conjunto de danza clásica en Buenos Aires dirigido por Boris Kniasef que prometía el oro y el moro a los muchachos. De manera que estaban entre

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dos fuegos. Finalmente decidieron decirle que no a Miriam Winslow. Aclaro que no fueron todos, pero fueron tres por lo menos. Entonces, nosotros, los demás, tratamos de convencerla de que ella tomara otras personas pero ella dijo: “No, yo no voy a entrenar gente otra vez, yo tengo todo el programa armado. Así que la cosa no se hace.” Y esto fue muy, muy triste. No solamente por todos nosotros, que lo perdimos, sino porque allí se terminó su carrera. Ella no tenía edad para dejar de bailar, ni tenía edad para dejar de dirigir un conjunto, pero se volvió a Estados Unidos. Ahí se terminó su carrera de coreógrafa y de bailarina, y eso fue un gran crimen. Fue a fines del año 1946. Yo entretanto había seguido dando clases. Miriam Winslow había aconsejado a todos los bailarines que siguieran tomando clases conmigo, cosa que algunos hicieron. Me dediqué plenamente a la danza. Tengo que aclarar que a partir de ser contratada por Miriam Winslow, pude, por suerte, dejar todo mi trabajo de secretaria en distintas oficinas. Cuando se disolvió el conjunto yo seguí solamente en mi tarea profesional de maestra. También estuve en la UNIVERSIDAD DE LA PLATA, en la ESCUELA DE BELLAS ARTES, donde se formó una escuela de danza cuya parte clásica la dirigía María Ruanova y la parte moderna, yo. Allí di clases para actores. Así que yo estaba bien ocupada; daba muchísimas clases durante toda la semana. A la vez elaboraba nuevas obras solistas, daba recitales en el TEATRO ALVEAR, en el TEATRO SMART, en el TEATRO ASTRAL e iba de gira al interior. He ido a grandes y pequeñas ciudades. A Córdoba, Rosario, Tucumán, Jujuy, Salta, Sunchales, Rafaela, Mendoza, Bahía Blanca, Azul... muchos lugares. En aquel momento había, todavía, muchas sociedades de conciertos en las ciudades grandes del interior. Estas asociaciones contrataban artistas extranjeros o del país. Era muy lindo y había mucho movimiento. Había mucho público y se hacía todos los años, casi como un circuito. Pagaban el viaje, la estadía y un cachet. De manera que yo iba con



Ubicado en Corrientes y Talcahuano. Luego, TEATRO BLANCA PODESTÁ. Hoy, MULTITEATRO. 32

mi pianista y a veces, también, con mi percusionista. No fui la única. María Fux y Paulina Ossona también fueron por estos circuitos. Entretanto, entre mis alumnos, se había formado un grupito a quienes yo daba clases de técnica y de composición. Un día me dijeron que querían unirse y si yo podía supervisar su trabajo. Yo dije que con mucho gusto y les presté mi estudio, en aquel momento, en Caballito. Hicieron trabajos sumamente interesantes. Era gente muy inspirada, que quería hacer algo nuevo, algo de ellos, no impuesto por la directora. Eran Patricia Stokoe, Ingelore Meyer, Gerti Sorter, Mercedes Camarucci, Mara Markova y Susana Sommi. Ese era el núcleo inicial. Luego se sumaron Juan Carlos Bellini, Roberto Trinchero

y

Alberto

Churba.

Se

llamaron

GRUPO

EXPERIMENTAL

DE

DANZA

CONTEMPORÁNEA. Al grupo de chicas solas les puse dos coreografías. Una fue un concierto de Telemann y el otro fue una sonata de Honegger. Corría el año 1953, y yo había tratado de salir del país para estudiar más. Tenía arriba de treinta años y tenía mucho, mucho deseo de poder acercarme a la técnica norteamericana de danza moderna. La gran traba era que no tenía pasaporte y era imposible poder viajar. Aún habiendo conseguido un pasaporte “no argentino”, no podía viajar a Estados Unidos. Pero los alemanes que habíamos sido expulsados pudimos volver a solicitar la ciudadanía alemana. Y así conseguí un nuevo pasaporte que tengo hasta el día de hoy. Pero Estados Unidos tenía una cuota para el ingreso de los alemanes, entonces era difícil para mí viajar, entrar y demás. Conseguí una visa de turista y finalmente, viajé. Pasé un año estudiando en Nueva York, maravillosamente bien. Pasé mucha hambre pero pude estudiar con todos los grandes: Martha Graham, José Limón, Hanya Holm, Doris Humphrey y Louis Horst. Con Doris Humphrey y Louis Horst composición y con los otros, técnica. Tuve la gran suerte que tanto Agnes de Mille, como Hanya Holm y José Limón, querían que integrara sus respectivas compañías. Pero eso

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era imposible porque el sindicato no lo permitía. Tratamos con Hanya Holm que yo entrara en el conjunto sin cobrar, pero ni siquiera eso fue posible. A veces pienso que esas cosas negativas de mi carrera, como no haber hecho la carrera en la ÓPERA MUNICIPAL DE BERLÍN, o no haber entrado en estos maravillosos conjuntos, al final de cuentas, fueron una gran suerte para mí. Me obligó a seguir siendo creativa, me obligó a seguir siendo una pionera de la danza moderna en la Argentina. Desde el día de hoy, viendo todo eso, creo que tuve una carrera muy hermosa, tanto de bailarina como de coreógrafa y maestra, que seguramente no hubiera tenido de haber hecho el curriculum en la ÓPERA MUNICIPAL DE BERLÍN o de haber ingresado como bailarina nada más, en estos maravillosos conjuntos. La experiencia en Nueva York fue enormemente interesante. Con José Limón y Hanya Holm nos hicimos muy amigos y quedamos en contacto hasta que ellos vivieron. Yo recuerdo que José Limón, años más tarde, vino a la Argentina y cuando lo vi me dijo: “Ay, Renate, por fin estoy en un país donde saben qué es la danza moderna”, y eso me llenó de orgullo y alegría. A la vuelta de los Estados Unidos me dediqué de pleno a hacer obras de conjunto. La primera fue una obra llamada Estamos solos con música del compositor argentino Adolfo Mindlin. En la primera versión, los bailarines eran todos del GRUPO EXPERIMENTAL DE DANZA CONTEMPORÁNEA, con quienes había seguido en contacto. Esa obra se dio mucho en la Argentina, con este mismo conjunto y con otros. Era una obra toda de mujeres con un bailarín y un actor. La llevamos en giras. Nuestro nombre era Renate Schottelius y el GRUPO EXPERIMENTAL DE DANZA CONTEMPORÁNEA. Hicimos una gira de un mes por catorce ciudades de Brasil, y fue muy lindo. Además pudimos dar dos obras de Miriam Winslow que ella me había cedido. Una era Saludo al mundo y la otra era Negro Spirituals, para hombres solos. Además, con este grupo experimental, hemos colaborado

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mucho con el COLLEGIUM MUSICUM de Buenos Aires. En sus festivales de fin de año se juntaban los coros del COLLEGIUM con nosotros. Además hicimos recitales para chicos. Más o menos con los mismos bailarines hicimos el primer recital de un conjunto argentino de danza moderna en el TEATRO COLÓN. Hicimos algunos solos míos, Estamos solos y La farsa de la búsqueda; ese mismo Bach que yo había hecho para Miriam Winslow; sus Negro Spirituals; y un solo, Mensaje, con música de Adolfo Mindlin para piano y percusión. Además de eso hicimos con la ÓPERA DE CÁMARA DE BUENOS AIRES, Le Renard de Stravinsky en el TEATRO ASTRAL. También se hizo para una asociación suiza La historia del soldado, de Stravinsky, Ahí hice la coreografía y Esmeralda Agoglia hizo la princesa. Esto se dio en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, con música en vivo dirigida por Juan José Castro. Estaba repleto. Fue otra hermosa experiencia. Por eso digo: “¡Qué maravillosa carrera me tocó!” El TEATRO GENERAL SAN MARTÍN se levantó en el mismo predio que ocupaba el TEATRO DEL PUEBLO, Corrientes 1530. Se inauguró el 23 de noviembre de 1961 y me invitaron a participar en el espectáculo-inauguración. Hubo danza clásica por parte del BALLET DEL TEATRO COLÓN, danza folklórica con Angelita Vélez y su BALLET FOLKLÓRICO, sketches y monólogos de actores muy famosos como Iris Marga, Alfredo Alcón, creo que María Rosa Gallo, y nosotros representamos a la danza moderna. Hicimos la obra Estamos solos con un grupo que era una transición entre el GRUPO EXPERIMENTAL DE DANZA CONTEMPORÁNEA y el grupo Renate Schottelius. En esa función bailamos Juan Carlos Bellini y yo, como solistas, Doris Petroni, Susana Zimmermann, Eda Aizenberg, Graciela Luciani y Lía Labaronne. Paralelamente, en 1960, se funda la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA. Ya había muchos conjuntos de danza moderna, cada uno por su lado. Paulina Ossona tenía uno, Luisa Grinberg tenía otro. Otto Werberg tenía un conjunto muy importante: TEATRO DEL

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BALLET. Y yo seguía con el mío. Un buen día nos juntamos varios amigos y colegas y se resolvió crear una asociación llamada AMIGOS DE LA DANZA donde todas las especialidades de la danza se unieran. Los fundadores fuimos los coreógrafos Tamara Grigorieva, Amalia Lozano, Ekatherina de Galanta, Roberto Giachero y yo. Luego, para llevar a cabo esta especie de sueño, se nos unieron los críticos Fernando Emery e Inés Malinow, el músico Mastronardi, y algunos amigos, como Walter E. Rosenberg. AMIGOS DE LA

DANZA fue un milagro, porque se unieron todos estos coreógrafos, más muchos

bailarines del TEATRO COLÓN y muchos bailarines modernos de los distintos grupos particulares. Todo el mundo trabajó gratis. A través de Luis María Campos Urquiza, que en aquel momento era Secretario de Cultura de la Municipalidad, se consiguió la sala Martín Coronado del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Las funciones eran una vez al mes, en un día lunes, es decir en un día de descanso del teatro. Pudimos dar funciones constantemente, durante toda la temporada. Se hacían los trajes gratis, se componía la música gratis y hubo un gran público que llenaba la sala en cada representación. Siempre combinábamos los estilos, es decir, en cada función se daban obras clásicas, obras modernas y, a veces, folklóricas. En el primer espectáculo empezamos los cinco coreógrafos fundadores. Pero luego, ya en el segundo año, invitamos a gente joven que tenía interés en producir alguna obra, algún ballet, alguna coreografía nueva. Las condiciones para trabajar eran entregar un material y mostrar, aunque fuesen cinco minutos, en vivo, alguna escena de ese ballet que querían poner. Este sistema me parece sumamente interesante y necesario hasta el día de hoy. No quiero decir con eso que siempre acertamos, que todas las obras fueron maravillosas, pero fueron siempre programas atractivos e interesante, novedosos. Así, por ejemplo las obras de Oscar Aráiz, como Consagración de la primavera, el dúo Halo y El Unicornio, la Gorgona y la Mantícora se dieron por primera vez para AMIGOS DE LA DANZA

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en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Las funciones empezaron en el año 1961 y se extendieron por diez años. Seis años en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, y después en el TEATRO COLISEO. También se hicieron pequeñas giras. En ellas, como íbamos invitados por direcciones de cultura o por asociaciones privadas del interior, los bailarines tenían un pequeñísimo cachet, pero si no, nadie cobró nunca, jamás, un centavo. Fue una unión muy grande. Se ensayaba donde se podía. Recuerdo en Radio Municipal, debajo del TEATRO COLÓN, en pasillos, en donde se podía. Y hubo, a raíz de eso, un gran movimiento en danza, una unión entre diferentes estilos que fue sumamente instructiva. Y formó un público sumamente interesante. Yo no estuve los diez años de AMIGOS DE LA DANZA. En el año 1965 vino una señora de Boston que vio mis clases y que a toda costa quería que yo fuera al BOSTON CONSERVATORY de música, drama y danza, y yo le dije que no. Esta señora volvió en 1966 y para entonces yo hacía como 25 años que estaba aquí, rompiéndome los huesos y la cabeza contra la pared. Y además, me pareció tan inusitado que de Estados Unidos quisieran importar una profesora de danza moderna que pensé: “Bueno, lo voy a probar.” Y fui a Boston, donde estuve prácticamente seguido seis temporadas, dando muchísimas clases de técnica, de composición y de pedagogía. También allí hicimos algunas obras mías con los estudiantes. En mis vacaciones, es decir, en el invierno de aquí, volvía y daba algún curso o ponía alguna coreografía. En aquel momento, por ejemplo, ya en 1968 estaba Oscar Aráiz al frente del recientemente creado BALLET DEL SAN MARTÍN y yo puse Recordad el amor, que había sido mi primera obra para AMIGOS DE LA DANZA y la repuse para el conjunto del SAN MARTÍN. También bailé, no me acuerdo dónde, un solo, que se llamaba Pièce héroïque, con música de Cesar Frank. Después volví a Boston y lo volví a bailar ahí, en un recital de los estudiantes, donde se dio también otra obra mía; y esa resultó ser la última vez que pisé el escenario como

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bailarina. Fue así, se dio así y creo que está muy bien. Yo tenía entonces cuarenta y cinco años, creo, o cuarenta y seis... Todavía podía bailar muy bien, no había empezado la curva para abajo, entonces... creo que la decisión estuvo bien. Cuando estaba por el sexto año en Boston, en cierta manera, se repitió la historia. Vino alguien de Suecia y quiso a toda costa que yo fuera allí, y yo dije que no. Al año siguiente volvieron a escribir y yo hablé con Boston: propuse hacer mitad y mitad, y así empezó. Después me quedé en Suecia. Otra vez de la misma forma, siempre volviendo aquí, siempre dando cursos en mis vacaciones. A raíz de todo esto he vivido dieciséis años en invierno sin interrupción. En Suecia daba, otra vez, técnica, composición y pedagogía. A la vez daba clases de técnica en la ÓPERA DE SUECIA y al CULLBERG BALLET. Fue una vida muy interesante, tanto en Boston como en Suecia. En Suecia ingresé en la Universidad. La primera cosa que tenía que hacer era integrar el jurado para aceptar al alumnado del año próximo. En ese jurado estaba Kurt Jooss y fue una gran alegría conocerlo. Él estaba justamente poniendo La mesa verde en el BALLET CULLBERG. Yo fui a los ensayos. Era una experiencia muy linda, muy interesante. Al año siguiente él estuvo como maestro en la escuela y vivíamos en la misma casa... Nos hicimos cada vez más amigos y como vivíamos en la misma casa, tomábamos el mismo ómnibus o me llevaba en el coche. Kurt Jooss era una persona sumamente inteligente, culta, tan maravillosa, con mucha chispa y mucho humor. Un día le dije: “¿No quiere venir a ver una clase mía?” Lo dije con mucho miedo y me respondió que sí. Yo estaba con mucho miedo pero di mi clase como de costumbre y después le pregunté y me dijo: “Muy bien, pero de algunas cosas se ha olvidado.” Le contesté: “Sí, es muy posible.” “¿Y si yo le doy una clase?”, me preguntó. Yo acepté y entonces él bajó a mi departamento, que era un poco más grande, empujamos todos los muebles y ahí estaba él con setenta años, yo con cincuenta y me dio una clase. Yo me moría de miedo de que

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él se lastimara, se cayera y él también de que me pasara algo a mí. Pero fue hermosísimo, por la experiencia de volver a recordar cosas de Alemania que yo me había olvidado en tantos años. Y aquí, tal vez, pueda decir que yo tengo esa gran suerte de tener incorporado en mi manera de enseñar, de bailar y de coreografiar, las dos tendencias, la alemana y la norteamericana, y esa unión es sumamente importante. Después –yo había hecho una cena–, nos sentamos, tomamos vino, y charlamos mucho más todavía. Fue muy lindo. Bueno, en Suecia me quedé otros seis años más aproximadamente, siempre con la interrupción de venir acá. Después de todos estos años de vagabundeo, que fue un trabajo lindo e interesante pero duro y de muchos viajes –porque, claro, siempre aproveché para ir a Alemania a dar alguna conferencia, o a Suiza, Francia u Holanda–, estaba un poquito cansada y quería volver a la Argentina. Pero, por otro lado, no había una oportunidad importante, salvo la de toda la vida: dar clases privadas. Y como cada año que volvía daba un curso de técnica al conjunto del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, en el 1981 u 82 me llega la oferta de Ana María Stekelman y Kive Staiff para dar cursos de composición y técnica en el taller y técnica al ballet. Y me trajeron de vuelta. Eso fue una gran alegría porque, básicamente, éste es mi país. No es Suecia, no es Estados Unidos. Me encanta viajar, pero vivir, quiero vivir acá. Entonces ellos me dieron la oportunidad, la posibilidad, los medios, en el sentido de que podía ganar suficiente para vivir acá. Aparte de eso volví a dar clases particulares. Eso no se ha interrumpido hasta, tal vez, hace tres años atrás. Yo sigo dando clases de composición en el taller de danzas del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Ya no doy clases de técnica al Ballet porque indudablemente tengo bastantes más años. Pero de vez en cuando doy algún curso, como en este momento, en algún estudio privado.

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Y aquí estamos, en 1996. Yo sigo llamándome Renate Schottelius y, aparentemente, todavía existo en el ambiente. Me pasan cosas, en algún recital, en alguna función, en algún concierto, gente menor que yo, bastante menor que yo, me dice: “Ah, pero usted es Renate Schottelius”, o alguien dice: “Yo la vi en el año...” mejor no decir cuál año, y me recuerdan. De alguna forma aún estoy vigente. También existen los casos donde estudiantes de danza, desgraciadamente, no saben quién es Ana Itelman, Luisa Grinberg, Paulina Ossona, Renate Schottelius, etc., etc. y eso es una pena, porque es una falla en la educación. Pero yo personalmente no me puedo quejar, sigo en cierta manera vigente en la vida cultural de Buenos Aires, de la Argentina y de otros países. A veces, tal vez más en otros países. Pero en el año 1990 Oscar Aráiz, que vuelve también del extranjero a Buenos Aires como director del BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN me propone ser asesora artística del Ballet. Bueno, y aquí estoy... soy la asesora artística del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO SAN MARTÍN. Trabajamos en conjunto con Oscar Aráiz y Doris Petroni. Sigo yendo a Corrientes 1530 todos los días, y es un placer poder mirar una carrera como esta, la mía. 9 de septiembre de 1995

Renate Schottelius continuó su tarea como maestra y asesora artística del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN hasta su fallecimiento el 27 de septiembre de 1998.

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PAULINA OSSONA

Yo nací como última hija de un matrimonio de madre francesa y padre tunecino. Mis hermanos eran tres. Nací en Buenos Aires, en la cortada Carabelas , que era el sitio donde iban todos los artistas de teatro después de terminada la función, a comer puchero, a beber y a pasar la noche hasta que amaneciera. En mi casa casi no se frecuentaban teatros. Pero parece ser que en una oportunidad, según me cuenta mi hermana que tiene quince años más que yo, fuimos todos a uno –supongo que habremos ido a ver una compañía de opereta francesa–, y allí había una bailarina. Me cuentan que quedé enloquecida y que bailaba todo el día. Yo todavía no sabía hablar, y en mi media lengua me movía y decía: “la nena baila”; pero de todo eso no me acuerdo, son narraciones que me hicieron. Ni se me ocurrió decir: “Quiero estudiar baile”; supongo que ya me sentía bailarina, creía que no necesitaba estudiar. Pero muchos años después las amigas de mi madre, que creían haber notado en mí cierta gracia, ciertas dotes para la danza, le insistieron a mi mamá para que me hiciera estudiar, cosa que mi madre dejó pasar hasta que un día le dijeron: “Pero usted, ¿no tendrá prejuicios?”. Entonces, claro, ante esa pregunta medio hiriente, decidió que yo estudiara danza. Al que no le gustó nada, cuando se enteró, fue a mi padre. Pero mamá, con esa astucia femenina, supo convencerlo de que era una manera de hacer ejercicio, que era elegante, que era culto y, además, era gratuito. La que hizo de puente fue mi profesora de piano. Porque eso sí, en casa había un piano, y mi hermano y yo lo estudiábamos. Ella fue quien orientó a mi madre, porque el CONSERVATORIO DE MÚSICA era el mismo que el de arte escénico y tenía una sección danza. Así que ahí me inscribieron.



Es sólo una cuadra que corre paralela a Carlos Pellegrini hacia el río, entre Pte. Perón y Sarmiento. 41

Nos tomaron un examen en el TEATRO CERVANTES, porque el Conservatorio funcionaba donde está hoy el museo del CERVANTES, y la sala de danza era el patio andaluz, que lo habían cubierto. Era un enorme y hermoso salón. El examen, entonces, fue en el escenario del CERVANTES. Allí estaban Dora del Grande, Mme. Smirnova y no me acuerdo qué otra profesora. A mí me bocharon, no fui aceptada. Pero me echaron por la puerta, y entré por la ventana; porque me inscribieron como oyente. Al año siguiente se olvidaron de que era oyente y me pasaron al inmediato superior. Allí, como había pocos profesores, se dictaba al mismo tiempo primero, segundo, tercero y cuarto preparatorio, todo junto, y cada cual hacía lo que le correspondía. Cada barra era una división. Después había que dar un examen de ingreso al curso superior que eran otros cinco años, y bueno, seguí toda mi carrera. Al principio la hacía con docilidad. Yo era una persona dócil, y además era un trabajo que me resultaba placentero. Pero no sentía que estaba bailando hasta que me enseñaron el primer pasito en el que ya levantaba una pierna y saltaba. Entonces sí, entonces sentí la danza, sentí la felicidad de bailar. En mi casa, todo el día iba de un lado para el otro con el pasito, y ahí empecé a amar la danza. Luego empecé a expresar. Quizá no hubiese sido muy buena bailarina clásica porque me gustaba demasiado la expresión y pienso que la danza clásica exige un estilo que no permite tanto la personalidad. En los últimos años empecé danzas españolas, donde ya podía volcar mi temperamento, y terminé la carrera. Había empezado a bailar, antes de terminar la carrera, en distintas compañías de danza clásica. Primero integré el grupo en el TEATRO COLÓN; habíamos hecho algunos pasitos como los muñequitos en Coppelia, y ese tipo de cosas. Así que el primer escenario que pisé como bailarina profesional fue el del TEATRO COLÓN. Pero no como profesional, sino como una alumna que hacía esos roles infantiles. Recuerdo la gran emoción y el gran terror que sentí cuando se abrió el telón sobre esa enorme boca, sobre

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el espacio oscuro lleno de gente esperando algo de los artistas que se encontraban en el escenario. Me gustaba mucho hacer danzas de carácter. Nos enseñaban fragmentos del Príncipe Igor, Czardas de Coppelia, distintas cosas. Un día, Margarita Wallmann, que era coreógrafa del teatro, y a quien no se le había renovado el contrato, pidió bailarinas para formar un grupo de cámara. Ahí me presenté. La prueba fue una danza que yo tenía hecha, del maestro José De Cherpino, una danza que hacía con mucho temperamento. A ella le gustó y me tomó en el grupo. Empezó por prepararnos, a dictarnos las clases de su escuela. Por primera vez experimenté el placer de esos grandes estiramientos que se prolongan hasta hacer perder el equilibrio, los balanceos, las contracciones y, lo más maravilloso, la improvisación. Así sentí la danza moderna en mi cuerpo. Yo había visto al BALLET JOOSS en el TEATRO ODEÓN y me había encantado, me había maravillado. Había sentido que eso era lo que quería hacer. Pero no percibía que, para lograr ese tipo de danza, que era la que a mí me gustaba, se necesitaba otra escuela; no percibía eso. Había visto a los Sakharoff, cuyo refinamiento todavía no había logrado evaluar realmente. También a Ida Meval en el TEATRO DEL PUEBLO presentada por el Seminario Coreográfico que dirigían Alicia y Emilia Rabuffetti. En el conjunto de Wallmann estaban una bailarina uruguaya, que había actuado con el BALLET RUSO DEL CORONEL DE BASIL, algunos bailarines del teatro TEATRO COLÓN, que eran los más profesionales, y los demás éramos todavía alumnos avanzados que, aunque egresados algunos, todavía no éramos artistas. El programa era de tres cuartetos: uno de Haydn, que era bailado en puntitas de pie, El cuarteto del pájaro y La niña y la muerte de Schubert que era mitad académico y mitad expresionista. En ese cuadro nosotros podíamos hacer lo que se hace en la escuela centroeuropea, es decir, crear nuestros propios movimientos. Lo que hacía Margarita era

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disponer la régie. Era muy graciosa, porque tenía un carácter muy especial. Por ejemplo, para que fuéramos a un lugar nos empujaba, porque uno, acostumbrado a no crear, iba caminando. Ella se enojaba y decía: “Ma... ¡baila!”, y entonces uno bailaba. Si a ella le gustaba, quedaba. Si no le gustaba decía: “¡Ma, no!, ¿quién le ha dicho que haga eso?” Entonces había que, más o menos, interpretar qué era lo que ella quería que sintiéramos y cómo quería que lo expresáramos. Pero claro, era una experiencia maravillosa de composición. Nos encontrábamos más los temperamentos parecidos; algunos eran más afines y otros no tanto. Yo me llevaba muy bien con una bailarina, Ema Saavedra. A ella le encantó cuando finalmente bailamos descalzas, que fue en el cuarteto de Villalobos; pero yo no tenía todavía una pasión por hacer algo nuevo. A mí me había conquistado la escuela, pero no había dejado de amar lo otro tampoco. Las funciones se representaron en el TEATRO ODEÓN, y después en el TEATRO CÍRCULO de Rosario. El grupo se disolvió, pero Margarita se quedó un tiempo más en Buenos Aires y me invitaba a sus clases. Yo prácticamente no pagué clases de danza moderna porque tuve la suerte de que los profesores me invitaran siempre. Si no, no hubiera podido, ya que no tenía posibilidades económicas. No había ninguna fuente de trabajo para un bailarín clásico. Por ahí, alguna compañía de opereta, pero eso duraba un mes o dos meses. Después, de vez en cuando, ella me llamó para participar en espectáculos, pero lo inmediatamente posterior fue ingresar en el segundo grupo de Miriam Winslow. Yo ya había empezado a hacer mis recitales. La primera danza “seria” que creé, que era en puntitas de pie, se la presenté a Margarita Wallmann para que me la juzgara, y ella no me dijo si le había gustado o no. Me dijo: “Hacer un baile solista es muy fácil, lo que es difícil es hacer una coreografía de conjunto.” Pero inmediatamente me pidió que lo bailara en un espectáculo donde a ella le habían pedido colaboración. Supongo que si me pidió eso, es porque sí le había gustado. Esa fue mi primera coreografía.

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Yo me había enterado que Winslow buscaba bailarinas. La había visto, con Foster Fitz Simmons, en el TEATRO DEL PUEBLO. Me había gustado tanto, era tal la pasión que sentía por esas dos figuras y por ese tipo de arte que dije: “No, me gustan demasiado y me van a influenciar demasiado.” Entonces no me presenté para su primer grupo. Una tontería, porque qué más quería yo que me influenciara gente de esa calidad. Pero al año siguiente sí, fui. La primera compañía había sido sólo de mujeres. Para el segundo grupo ella hizo una selección de bailarines, en este caso de ambos sexos. La selección fue un mes de clases diarias, porque como venía mucha gente que nunca había hecho nada de danza que no fuese académica, a través de ese mes ella pudo observar quiénes realmente se abrían a sus enseñanzas, o quiénes las adaptaban al estilo clásico. Lo cierto es que después del mes quedamos los del grupo de gente seleccionada. Pero en ese año ella tuvo que viajar a los Estados Unidos, así que después de habernos instruido mucho con las clases, nos dejó. Nos cedió el salón de estudio de Ekaterina de Galantha, un inmenso salón, para que nosotros, si queríamos, practicáramos. Al principio nos organizamos, pero después de un tiempo hubo discusiones y no seguimos adelante. Fue un desperdicio. En ese grupo ya no estaban más Ana Itelman ni Cecilia Ingenieros ni Luisa Grinberg. Era un grupo al que ella pagaba. Las clases que dictaba las pagaba, pero teníamos que darle todas nuestras mañanas. Renate Schottelius siguió porque consiguió una licencia, pero los demás..., no todos podían. Además de Renate estaban Margot Cóppola que venía del primer grupo, Angélica Dorrego, Angélica Cañás, que después se dedicó especialmente al clásico, y entre los bailarines estaban Rodolfo Dantón, Enrique Boyer, Paul D´Arnot, Enrique Muñoz, Aníbal Navarro, que era cubano, José Moletta y creo que nadie más. Para este segundo grupo no llegó a hacer coreografías, solamente dictó clases. Luego ella volvió a Estados Unidos por un año y cuando regresó retomó su grupo. Allí

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empezó a coreografiar. Ensayamos, no recuerdo cuántos meses, pero ensayamos mucho tiempo. La escuela americana, por lo menos la de entonces, no aceptaba la improvisación ni la composición grupal. Ella era muy severa y muy exigente. Incluso hay un detalle particular: ella era zurda, entonces cuando nos mostraba algo para el lado derecho, todos lo hacíamos perfecto, o lo que nosotros pensábamos que era perfecto; cuando lo hacía para el izquierdo lo hacía perfecto también, pero cuando nosotros intentábamos hacia la izquierda, no nos salía. Ese era un detalle muy especial, uno sentía que ya estaba bailando bien y de pronto... el balde de agua fría. Entre sus coreografías estaba La letra escarlata, para la cual nos hizo leer el libro. Era una coreografía bastante expresionista. Todos representábamos puritanos. Ella era la protagonista, Aníbal Navarro hacía el papel del esposo que se aleja y Paul D´Arnot hacía el reverendo con el cual ella tiene la aventura, cuyo resultado es el nacimiento de una niña. Esa era, digamos, la obra más fuerte. Después tenía los Valses nobles y sentimentales de Ravel, tenía danzas primitivas, y algunos otros dúos y tríos. En cuanto a la técnica que enseñaba consistía en una serie de ejercicios preliminares que eran de Ted Shawn y en ejercicios de movimientos que después se aplicaban en la coreografía. Es decir, no es que nos enseñaba para que nosotros aprendiéramos a bailar; ella estaba preparando a su conjunto para que pudiera ser buen intérprete de sus obras. Con todo, se aprendía enormemente, enormemente, era una gran artista. Había, por ejemplo, tanto ejercicios de piso como saltos. Algunas veces hacíamos clases de danza académica, y no nos gustaba mucho, porque preferíamos que nos enseñara lo propio de ella. Pero, bueno, de vez en cuando no tendría ganas de enseñar y nos hacía hacer clásico. El primer grupo lo presentó en el TEATRO ODEÓN, pero como el segundo era más numeroso, y el TEATRO POLITEAMA tenía un escenario más grande, trabajamos allí. Se

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hacían varias funciones. Estrenamos en el TEATRO ARGENTINO de La Plata, porque ella decía que en su patria, en Estados Unidos, las compañías no estrenaban en la gran capital. Primero estrenaban en el interior y después cuando ya estaban más avezados, iban a la capital. Después hicimos giras por Bahía Blanca y Rosario. Eso sí, no lográbamos enganchar muchas cosas, íbamos y volvíamos. Y después hicimos Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy. Era un grupo profesional, es decir que nos pagaba, y, por lo menos durante las giras, se podía vivir de eso. Cuando, por ejemplo, en el norte, los hoteles se fueron haciendo más caros, ella nos reunió y nos dijo que sabía, se daba cuenta, que la hotelería era más cara y que entonces nos iba a aumentar. Era una mujer de principios, de gran honestidad. No obstante yo me retiré por ciertas dificultades. Empezó a no gustarme el clima de mis compañeros; algo pasó. Al año siguiente no seguí en el grupo, pero muchos sí y además ingresaron otras personas nuevas. Por ese entonces entré con Alejandro y Clotilde Sakharoff. Mi experiencia con ellos fue maravillosa. Me enamoré de ellos como seres humanos, además de empezar a ponerlos en el altar que merecían como artistas. Los Sakharoff no nos trataban como el maestro al alumno ni como el director al bailarín. Ellos trataban de artista a artista, entonces uno se sentía mucho más obligado y mucho más comprometido. No creo que lo hicieran con esa intención, pero era lo que conseguían, que le diéramos todo. No pagaban los ensayos, ¡qué esperanza! ¿De dónde iban a pagar los ensayos? Pero les dábamos todos los ensayos que quisieran, de la mañana a la noche, porque nos hacían sentir artistas y teníamos que tener esa responsabilidad, por amor a lo que hacíamos, por amor a la coreografía, por amor a ellos, por amor al arte y a la danza. Formaron un grupo que duró poco. Estábamos Inés Pizarro, Laura Moret, Estela Maris, Cecilia Ingenieros, Mara Dajanova y yo. Éramos tres altas y tres chiquitas: Mara,

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Cecilia y Estela Maris, las tres altas y las más bajitas Inés, Laura y yo. Y varones estaban Miguel Pacheco, Paul D´Arnot y Aníbal Navarro. El estilo de los Sakharoff, comparado con el de Miriam Winslow, era más europeo, mucho más europeo. Él había repuesto, por ejemplo, algo que bailaba solo, que era Bacanales antiguas, en la cual yo tenía el honor de hacer la danza de Pura y los demás hacían otras variaciones. Eso estaba todo basado en los vasos griegos, en la plástica griega. Él era así, muy plástico. Amaba la plástica y había hecho otra obra que se llamaba Beatitudes, en donde todo era en un estilo botticelliano, entonces todo tenía que responder a ese estilo. Bacanales antiguas lo hacíamos sobre la música La danza de Debussy, y sobre una pavana de Debussy bailaban las tres bailarinas altas. Además Clotilde había hecho la Toccata y Fuga de Bach y La Habanera de Saint-Saëns. Y creo que eso era todo, ellos no hacían recitales con mucha cantidad de obras. A la gente de origen sajón, inglés, le gustaba mucho Miriam Winslow y, obviamente, también a toda la gente joven. Los Sakharoff ya eran adorados por sí. Algo positivo que yo creo que habíamos logrado, pero que al público no le gustó, era que todos parecíamos Sakharoff. A mí me parecía magnífico que si estábamos interpretando Sakharoff pareciéramos Sakharoffitos, pero al público no. Como que eran esos ídolos a los que no había que parecerse. Por otro lado, las críticas eran excelentes y muy elogiosas, tanto las de Miriam Winslow como las de los Sakharoff. Sobre todo en diarios y en la revista que todos comprábamos para leer la crítica que escribía Fernando Emeri. Era el crítico de danza por excelencia. Él trataba bien a la danza moderna, pero siempre ponía su ladito irónico. Por ejemplo, a las bailarinas nos decía “bailarinas reptantes”, porque hacíamos muchas cosas en el suelo. Pero a mí siempre me trató muy bien. Claro, no había críticos especializados, eran los críticos de música que también hacían la crítica de danza.

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Cuando se acabó la guerra, los Sakharoff viajaron a Europa, siempre soñando con volver, ya fuese a Uruguay o a Buenos Aires, pero no se les dio. Por ese tiempo yo, por primera vez, empiezo a querer tener un grupo. Entro como profesora de danza clásica a las Universidades Populares, y dentro de ese grupo de gente elijo a las más dotadas y empiezo a enseñarles danza moderna. Yo ya le había empezado a enseñar danza moderna a otra alumna que me había recomendado una compañera mía y que le había dicho: “Mirá, si Paulina Ossona no te saca expresiva, no te saca expresiva nadie”, entonces ella había empezado a estudiar conmigo. Después formé un grupo y lo llevé a mi estudio, que era una sala grande en la casa donde vivíamos. Empecé a enseñarles danza moderna y monté los tres Nocturnos de Debussy. Era un grupo de cinco chicas, todas mujeres. En lo que respecta a los varones..., apenas si el BALLET DEL COLÓN tenía alguna figura masculina. Y de todos esos varones que habían estado en el grupo de Miriam Winslow, muchos se fueron a Europa: Aníbal Navarro, Paul D´Arnot, Enrique Boyer, Enrique Muñoz. El único que se quedó fue Rodolfo Dantón. José Moletta ingresó al Colón como bailarín clásico. La danza moderna todavía seguía siendo de mujeres. Con este grupo debutamos en Bolivia. Se dio la coincidencia que una persona que había hecho una gira conmigo, una soprano, Blanca Rosa Baigorri, me pidió que yo le pusiera coreografías a las óperas que iban a hacer en una gira por Bolivia. Entonces mi grupo se inició en las tablas en La Paz, con danzas en óperas y con algunas danzas sueltas sobre arias de ópera, como La danza de las horas de La Gioconda. Al volver a Buenos Aires nos presentamos en el TEATRO ASTRAL. Yo hice primero todo un recital solista porque con esas tres obritas solas, con esos tres nocturnos solos, no podía armar un espectáculo. Cerraba la noche el grupo con los tres Nocturnos de Debussy. En esa época me gustaba mucho Debussy. Todavía no me animaba a hacer Bach, por ejemplo, o

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cosas así, tan respetadas. Con respecto al vestuario, en los primeros tiempos lo diseñaba yo, hasta que una vez me presentaron al pintor Ideal Sánchez para que me asesorara con las luces; esto creo que fue en el TEATRO PRESIDENTE ALVEAR. Al año siguiente me presentaron a Bruno Venier para que me asesorara con las luces y además para que me ayudara con los vestuarios. Yo hacía los vestuarios al gusto mío, más bien un vestuario que podía más acercarse a lo que sea la moda o de las cosas que yo había visto con Miriam Winslow, con Margarita Wallmann o con los Sakharoff. Pero Bruno Venier, como artista plástico, revolucionó todo eso y los vestuarios que él me diseñó entonces, y que me sigue diseñando hasta ahora, son muy plásticos. Son como pintura en movimiento. El único que vi que tenía vestuarios de ese tipo era Otto Werberg. En los demás, era como si el vestuario pasara a un segundo plano. Más adelante cuando hice espectáculos con otro grupo al que llamé NUEVA DANZA, en el TEATRO ARGENTINO de La Plata sí, ellos ofrecían la escenografía. Y ahí ya me daba el lujo de bailar con escenografía. Pero de otra forma no..., no se podía. Todas las coreografías para esa compañía las hacía yo. Nunca tuve un grupo del que estuviese tan orgullosa como para decirle a un colega que me pusiera una coreografía. Quizá hice mal, porque tuve muy buenos bailarines. Paralelamente también hacía recitales solista, especialmente en las giras. Era más fácil que una institución pagara a un solista y no que se pagaran los transportes, la hotelería y todos los gastos de un conjunto. Pero después también hice giras con el grupo. Éramos una cooperativa: yo ponía todos los gastos y después dividíamos las ganancias. Siempre se pierde plata con la danza. Este primer grupo se disolvió. La mayoría de la gente dejó la danza. Algunas que no estaban muy convencidas de mi estilo volvieron a la escuela clásica. Cuando ingresé como profesora de un grupo de post-graduados en la que ya era ESCUELA NACIONAL DE DANZAS, y que hacía un año que había dejado de ser la sección

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Danza del CONSERVATORIO NACIONAL, que dirigía Antonio Barceló, comencé a tener muy buena acogida por parte de algunos de los alumnos que ya habían gustado de la danza moderna. Fui seleccionando a las personas que me gustaban más cómo actuaban, cómo se movían, cómo expresaban, y los fui invitando a integrar un grupo. Lo llamé NUEVA DANZA. Creo que la primera experiencia fue con una obra de Astor Piazzola; una obra de cine experimental que hizo un señor Enrique de Rosas, el hijo del actor, que le gustaba el cine y quería hacer un tango-ballet, para lo cual Astor Piazzola hizo la composición y yo hice la parte danzada. Todavía yo no tenía mi propio estudio sino que iba ensayando en estudios alquilados o en lugares que me cedían. Seguí con este grupo componiendo distintas obras, como Danzas sagradas y profanas de Debussy, una suite de danzas antiguas –del siglo XII, siglo XIII– y una Petite Suite. Para ese entonces ya me manejaba con grabaciones. El entonces novio de una alumna mía me fue convenciendo de que para qué tenía que reducir mi coreografía a obras para piano solo, cuando se podía utilizar todo tipo de instrumentos y también orquesta. Y bueno, fui cediendo. Hasta ese momento lo único que había hecho con grabaciones había sido esa primera experiencia coreográfica de grupo que fue los tres Nocturnos de Debussy. Pero fui incorporando cada vez más grabaciones, cosa que no me alegraba mucho. Pero era lo más práctico que podíamos hacer los que no disponíamos de grandes medios como para pagar uno o dos pianistas y un percusionista. Es mucho más grato, para mí, ver un espectáculo con música en vivo. Pero es mucho más cómodo tener una grabación, porque la grabación difícilmente fluctúe en su ritmo, mientras que la música en vivo depende mucho del estado de ánimo del que está actuando en ese momento. Entonces, uno tiene que estar más ágil para adaptarse. Este grupo hizo su primera experiencia de gira en un viaje que debió ser por Neuquén y Bahía Blanca. Actuamos en Neuquén y cuando teníamos que actuar en Bahía Blanca,

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sucedió un cambio de gobierno provincial y quedó anulada la función. Quisiera justamente comentar que durante casi toda mi carrera de coreógrafa de grupos tuve este problema de la inestabilidad de los gobiernos. De pronto estábamos ensayando y llamaban los padres desesperados: “Miren que hay un golpe de estado, hay un estado de alerta, por favor que vuelvan a casa.” Y ahí se nos cortaba el ensayo. En una oportunidad íbamos de gira a Tres Arroyos. Primero el grupo femenino, porque no tenía obligaciones. Las chicas tenían cátedras pero podían delegarlas en otras personas. Después venía el grupo de los muchachos, que sí trabajaban todo el día, y por las noches ensayaban y bailaban. Había un golpe de estado y estábamos pendientes de la radio pensando: “¿Llegarán los muchachos, o no llegarán?” Llegaron y se hizo la función. Pero el regreso en tren fue permanentemente a oscuras porque si se veían las luces podía ser que el tren fuera blanco de balazos. Al llegar a Constitución estaban todos los padres o familiares ansiosos. Esperando a sus hijos o hijas. Pero así fue una constante con la inestabilidad. O teníamos ya todo previsto para hacer un espectáculo en una provincia y cambiaba el gobernador, cambiaba el ministro, cambiaba el intendente. En fin, pienso que eso se ha moderado mucho, pero algo todavía subsiste. La inestabilidad en la danza sigue existiendo. La danza, bien dice quien nos enseñaba, el Maestro Masami Kuni, es desequilibrio, es decir, cuando hay perfecto equilibrio, hay inmovilidad. NUEVA DANZA empezó siendo un grupo de mujeres y después fue incorporando varones. Estaban, entre otras, Ana María Stekelman, Clotilde Iglesias, Marisa Otaola. Los varones eran más bien actores que descubrían, a través del trabajo de movimiento que yo les enseñaba para la misma función teatral, que amaban la danza. Entonces, claro, no tenían la base técnica de las mujeres, pero ponían tanto amor y tanta interpretación que a veces gustaban más que las mismas chicas que venían desde su infancia trabajando su físico. También por aquella época hice una coreografía para la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA

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DANZA. Una fue Variaciones olímpicas, sobre la música de Roberto García Morillo, en la cual fueron actuando como solistas todos los primerísimos bailarines de danza moderna y mi grupo, NUEVA DANZA le hacía coro. Algunos venían del clásico, como Santamarina, que hacía de Zeus, Estela Maris hacía de Era, Jorgelina Martínez D’Ors hacía de Estia, Rodolfo Dantón hacía de Efestos y también bailaban Ana Labat, Marta Jaramillo, Beatriz Amábile y Ricardo Rivas. Esta coreografía gustó mucho, sobre todo a los bailarines clásicos, que les encantó cuando la puse en el TEATRO ARGENTINO de La Plata. No sé por qué les gustaba esa coreografía a los bailarines clásicos, porque no tenía nada de baile clásico. La otra coreografía que puse para AMIGOS DE LA DANZA se hizo en el TEATRO COLISEO. El grupo NUEVA DANZA llegó hasta uno de esos momentos de crisis que se arman en todos los grupos. Yo empecé a pensar que pronto iba a tener que dejar de bailar. Entonces rearmé el grupo y lo bauticé LOS CORIBANTES. Según el mito, Zeus devoraba a sus hijos. Los devoraba ni bien nacidos. Entonces su mujer va a una isla a tener a su hijo y para que el padre no perciba que nació, no escuche sus llantos, hace bailar a los Coribantes, los cuales hacían mucho ruido golpeando sus pies y sus escudos, y entonces cubrían el llanto del chico. Por eso, a mí me pareció que los Coribantes eran los que realmente mantenían la vida y que ese nuevo grupo que se denominaba LOS CORIBANTES podía mantenerme viva en la coreografía a través de sus cuerpos. Con todo, yo seguía bailando, pero un poco menos. Porque antes bailaba el grupo y yo bailaba con él; después bailaba yo solita, para que el grupo pudiera cambiarse con comodidad. Bailaba permanentemente y terminaba agotada. Pero para esa época ya no bailaba más con el grupo, hacía no más algunos solos dentro del programa. Con este grupo trabajamos en el TEATRO AVENIDA, en la nueva sala del TEATRO APOLO, en un teatro que nosotros creamos, que era una habitación de cuatro por cuatro, o algo así, que lo llamábamos 

Estaba ubicado en Corrientes al 1100. 53

LINEAMIENTOS. Trabajamos ahí con muy buena repercusión. Nos vinieron a filmar de Sucesos Argentinos y nos sacaron grandes críticas en los diarios. Vinieron a pedirnos de televisión si podíamos actuar, porque era asombroso que se viera danza en un lugar tan chico. Y verdaderamente, cuando entrábamos a ensayar antes de la función de cada fin de semana, nos parecía que era imposible. Pero después de un tiempo parecía que se iba ensanchando el espacio. Uno se iba adecuando, iba creando su propio espacio fuera del real. También trabajamos mucho en el TEATRO ARGENTINO de La Plata, muchísimas veces. LOS CORIBANTES siguió un tiempo hasta que hubo problemas. En un grupo a veces se arman tensiones por esta razón: porque los que tienen más antigüedad en el grupo –yo tuve bailarines que estuvieron hasta quince años en mis grupos–, se sienten un poco los dueños, y entonces cuando ingresa un elemento nuevo no lo aceptan y se arman unas tensiones que son muy incómodas para la persona que está al frente. Llegó un momento que corté, dije basta, y me alejé por un tiempo. Hasta que una vez hubo una profesora de danza folclórica que era del CONSEJO ARGENTINO DE LA DANZA que me dijo: “Mirá, yo tengo un grupo de chicas que, pobrecitas, porque quieren bailar están haciendo danza folklórica, pero en realidad no les gusta la danza folklórica... ¿vos no les pondrías un baile?” “Bueno”, dije yo, “está bien, que vengan”. Y les puse una obrita para chicos. Entonces con este grupo chico hice, a pedido, una coreografía, una obrita para chicos que denominé Amapola y sus bodas con el viento. Yo hacía toda la letra y el argumento, todo. Algunas partes eran armadas por mí, otras eran improvisadas por ellas mismas. A ese grupo lo llamé GRUPO JUVENIL, porque eran muy jovencitas. Después ya al año siguiente se volvieron a presentar. Fue en 1983, año en el que yo viajé. A mi regreso seguí, aunque ya no lo llamé más juvenil porque ya habían pasado dos años, lo llamé GRUPO DE DANZA MODERNA, nada más. Hice dos o tres espectáculos más. Uno se llamó Celebraciones, ya

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que eran todas las celebraciones que se hacen en un año desde la festividad del primero de año hasta el nuevo año otra vez. El otro se llamó Tiempo, de una a otra primavera y era sobre Las cuatro estaciones de Vivaldi. Por esa época, principios de los ochenta, empezaron los homenajes. Al primer homenaje que me hicieron, el premio Alicia Moreau de Justo dije: “Bueno, yo no me merezco el premio Alicia Moreau de Justo”, pero me gustó, me alegró. El segundo homenaje me lo hace Alicia Muñoz, y también me gustó. En el tercer homenaje me dan un diploma en el ciclo Danzado en el DISCÉPOLO, y ya empecé a decir: “Tanto homenaje, esto quiere decir que ya soy figura del pasado”. Cuarto homenaje: el CONSEJO ARGENTINO DE DANZA me entrega un diploma. Quinto homenaje, otra vez en la sala del DISCÉPOLO. Entonces, dije basta. “Voy a empezar a hacer algo”, pensé, y me reintegré reuniendo a parte de la gente que había pertenecido al último grupo y a Alicia Muñoz, que era del primer conjunto, NUEVA DANZA, y otra chica muy talentosa, Cinthya Ranieri. Entonces hice una obra que hace muchísimos años me había entregado un poeta amigo. La habíamos armado juntos pero que nunca se llegó a realizar. Se llamaba Los cóndores. Con este grupo continúo haciendo cosas. Creo que a medida que transcurre el tiempo va habiendo cosas muy positivas para el porvenir de la danza, sobre todo en la Argentina. Seguramente hay menos gente que estudie baile. Fue una moda eso de que todas las chicas tenían que estudiar baile en cualquier academia. Pero hay más gente que se interesa con detenimiento por la danza. Eso me parece muy auspicioso y, lo que me quede de vida, lo voy a dedicar a que esta situación crezca. Que haya no solamente más grupos de danza, sino más público, porque el público de danza está mermando. Que haya más público y que haya más comprensión para la danza, que haya más interés en la danza. El hecho de que en la FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES haya un interés, un grupo

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humano que se ocupa de la danza me parece que es haber sorteado, realmente, el enorme abismo que había entre el bailarín o el artista de la danza y el resto de los intelectuales que nos consideraban un poco como el adorno. Yo tuve una experiencia muy amarga de pedirle a un Secretario de Cultura de la Nación que creara un ballet nacional y que me contestara: “El día que esta casa esté terminada de arreglar, porque está muy fea, la vamos a adornar con la danza.” Me pareció tan hiriente que se nos considerara un adorno. La danza, que es fundamental, que es la vida misma. El mundo es danza, la naturaleza es danza. El ser humano danza desde su origen, desde los más primitivos orígenes siempre incorporó la danza a su vida cotidiana. Y si es considerada como algo superfluo, como algo superficial, el hombre pierde la gran oportunidad de vivir en profundidad. 28 de septiembre de 1995

Paulina Ossona continuó su labor como maestra, escritora, y ejerciendo su cargo de vice presidenta del CENTRO DE INVESTIGACIÓN, EXPERIMENTACIÓN Y ESTUDIO DE LA DANZA (C.I.E.E.DA.) hasta el día de su fallecimiento el 21 de septiembre de 2005.

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LUISA GRINBERG

Mis primeros recuerdos son de mis cuatro o cinco años. Yo vivía en Barracas, el lugar donde se afincaron mis padres cuando vinieron de Europa. Tengo un recuerdo vago de la escuela. Empecé a los cinco años, y el recuerdo que tengo muy grabado es que me habían elegido para cantar en un coro. Teníamos que hacernos un traje, que me hizo mi mamá. Una cosa muy importante que me impactó mucho por el color. La maestra nos había puesto movimientos para todo el canto que teníamos que hacer. Recuerdo una calle muy soleada, la calle Herrera, en Barracas, en donde estaba jugando a la mancha. Yo era muy chiquita. A mí me tocaba buscar a las compañeras, yo era la mancha, pero en realidad no las buscaba a ellas, yo miraba mucho el cielo porque había unas nubes blancas, muy hermosas, bordeadas como un festón de oro. Era el sol que estaba detrás. Buscaba a mis compañeras pero mirando al cielo y me di contra un lindo farol de hierro, enorme, que había, en ese entonces, en la calle. Pero no me di cuenta porque yo seguía mirando esas nubes, hasta que empezó a chorrear la sangre. Mi familia era pequeña: mamá, papá, una hermana mayor y un hermano menor. Yo fui la primera que nació después que mi madre llegó de Europa. Mi padre llegó antes y después la llamó a mamá que venía con la hijita mayor, y después nací yo. Mi papá era ruso, de Odessa, y mi mamá era de Rumania. Era gente muy trabajadora. Fueron dos seres excepcionales que hicieron mucho, e insistieron en la educación, en la moral y en la bondad. Eso es lo que uno tiene de bagaje y no lo olvida más. Después nos mudamos al centro y ahí proseguí mis estudios primarios. Me interesaba muchísimo aprender dibujo y pintura, pero yo era muy tímida y no pedía nada,

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así que no sé si mis padres se habrán enterado de eso. Yo quise ir a inscribirme a un Consejo Nacional de Educación, y fui. Esperé que me preguntaran que quería, pero nadie me preguntó nada, y cuando llegó la hora de cerrar me dijeron: "Nena, tenés que irte porque ya vamos a cerrar"; y me fui. Me quedé muy asustada porque nadie me había preguntado nada. Finalmente no fui a ninguna escuela a estudiar dibujo, ni pintura, que era lo que me gustaba. Otra cosa que me gustaba, estoy hablando de mis diez u once años, era aprender a tocar el violín. Pero la familia se opuso porque eso era una carrera para hombres. También me gustaba cantar, y todo lo que fuese teatro. Todo eso lo hacía sola, sin que nadie me viera. Y además tocaba el piano de oído. Tocaba lo que aprendía mi hermana porque yo no había ido a aprender. Después nos mudamos a una casa en la calle Humboldt, y ahí teníamos unos patios muy grandes donde jugábamos todos los hermanos. Por entonces éramos seis y venía el séptimo. En esos patios teníamos una balaustrada. De noche, en el verano, cuando todos mis hermanos y mis padres salían a la calle a tomar fresco, que era lo que se estilaba, yo me quedaba en el patio, sola. Me subía a la balaustrada y empezaba a hacer movimientos que se reflejaban en la pared de mi casa. Me quedaba un rato largo mirando el movimiento, cambiándolo, y ahí fue donde yo empecé a gustar del movimiento. Después cuando fui más grande, alrededor de los catorce años, una señora amiga me preguntaba qué era lo que yo quería aprender, porque veía que era una persona que no manifestaba nada, ni decía nada de las cosas que le gustaban. Me llevó al CONSERVATORIO NACIONAL DE

MÚSICA Y ARTE ESCÉNICO, me inscribió, di el examen y así fue como comencé a

estudiar. Con un permiso precario de un año por parte de mis padres, porque no era una carrera que se viera muy bien para una mujer. Estudiaba danza clásica con las materias complementarias, que en ese entonces no eran muchas. Mi primera profesora fue Mecha Quintana. Con ella cursé todos los años de la carrera. Me recibí en el año 1936, cursando

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algunos años en forma libre para poder terminar rápido. Apenas empecé a estudiar, y como parecía que tenía alguna capacidad rítmica, la profesora comenzó a distinguirme y alentarme bastante. Tal es así que cuando ella, que estaba trabajando en el TEATRO COLÓN, llegaba un poco tarde para dar clases, me decía: "María Luisa Grinberg, si yo no llego a tiempo, empieza tú la clase." Y yo, que hacía pocos meses que había comenzado, que nunca había visto bailar, que nunca había ido a espectáculos de danza, lo hacía porque me nacía. Cuando ingresé al Conservatorio comencé a tener más posibilidades de conectarme, de saber dónde había espectáculos e ir a verlos. En uno de ellos pude conocer a una bailarina alemana, Ida Meval. Fue en un teatro que estaba en la calle Corrientes, tal vez el TEATRO DEL PUEBLO. También vi, y me encantó muchísimo, al BALLET JOOSS, a Miriam Winslow con su parteneire Foster Fritz-Simons, y a La Merí. En ese entonces yo estudiaba danza clásica, pero había una cosa muy importante: desde que empecé, les decía a mis compañeras que me gustaba mucho lo que estaba aprendiendo, que realmente me gustaba bailar; pero lo que quería era otra danza, que iba a inventar otra danza, porque quería que el cuerpo fuese más expresivo, que tuviese mayor libertad; ese era mi deseo. Así que cuando yo vi al BALLET JOOSS y a Miriam Winslow, me di cuenta que era eso lo que me gustaba. Tanto es así, que soñaba con que yo seguía al BALLET JOOSS, que me iba con ellos. Conocí también a Alejandro y Clotilde Sakharoff en el TEATRO COLÓN. Nos regalaban muchas entradas para ver sus espectáculos. Lo mismo que a una gran bailarina, una gran maestra, Ekatherina de Galanta. Ella tenía un grupo danza; gente que bailaba muy bien. Cuando hacía algún espectáculo, yo que era tan tímida, no sé de dónde sacaba el coraje para ir a verla y le decía: "Señora, quiero ir a su espectáculo, ¿puedo ir al teatro?" Y

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entonces Galanta me daba entradas para mí y para todas mis compañeras de la escuela. Así que íbamos en tandas a ver sus presentaciones. En todo ese tiempo ya se había despertado en mí el deseo de conocer y de ver. El contacto con Miriam Winslow fue muy interesante. Había un maestro de música, acompañante y compositor, el maestro Egon Hobert, que tocaba en la escuela junto a Guillermo Iscla. Yo conversaba mucho con ese maestro y me enteré que trabajaba con Winslow, acompañándola en las danzas. Entonces le pedí que me la presentara para ver si podía tomar clases con ella; y así fue como empecé con Miriam mientras ya estaba en los últimos años de mi carrera en la escuela. Pero también había estudiado con gente del BALLET JOOSS, con Hans Ganser, que era un excelente bailarín. Recuerdo que, como tenía la técnica de danza clásica como si fuera la única, no tenía posibilidades de otra cosa y el maestro Ganser me decía que yo hacía las cosas pero siempre a través de lo que sabía del clásico. Yo quería hacer lo otro, pero mi mente y mi cuerpo estaban acostumbradas a eso; por eso creo que la gente que hoy aprende danza, tiene que tener una amplía visión de todas las técnicas para no anquilosarse en una. Me costó bastante conseguir el movimiento natural del cuerpo, conseguir relajamiento, pensar en las direcciones, en otras cosas que no se veían en la danza clásica. Pero cuando Egon Hobert me llevó a Miriam Winslow y ella me recibió en su compañía, yo empecé a estudiar danza moderna de lleno, y seguí, y seguí. Ya hacía un tiempito que trabajaba con Winslow y ella presentó su primer espectáculo con el primer grupo, formado por sus alumnas. Me parece que todavía no se llamaba compañía, era nada más que su grupo de bailarinas y ella, que bailaba como solista. Allí estábamos Renate Schottelius, Cecilia Ingenieros, Margarita Cóppola, Clelia Tarsia, Ana Itelman, Élide Locardi y yo.

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Después de esos espectáculos Miriam Winslow empezó a tener posibilidades de llevar esa pequeña compañía, integrada solamente por mujeres, al interior, con todas sus obras. Pero sucedió que tuve un problema en un pie y el médico me decía que era imposible que bailara. Así que no pude ir con ese primer espectáculo. Recuerdo también que, en esa ocasión, la que tampoco pudo ir fue Ana Itelman, y por eso Ana no integró más el grupo de Winslow. Yo podía haber seguido participando con ella pero tenía que trabajar para ayudar económicamente a mis padres. No pude aceptar el ofrecimiento de un contrato por cinco años con un viático para que no trabajara en otra parte y me dedicara sólo a bailar y a poder salir con Miriam, porque no cubría las necesidades económicas que tenía que afrontar en mi casa. En ese momento yo trabajaba en la Dirección Municipal de Asistencia Social a la Niñez, en los recreos infantiles que se formaron en esa época. Trabajé durante tres años ad honorem para formar la actividad. Después nos nombraron y pude seguir, pero cobrando. En esa ocupación tenía la dirección de las troupes infantiles del Parque Avellaneda; también estuve en las sedes infantiles de Parque Chacabuco y Parque Centenario, haciendo una actividad bastante intensa, en la que enseñaba y creaba danza, tenía un coro, hacía teatro, y también llevaba a cabo una actividad literaria. En ese lugar yo aprendí muchísima pedagogía infantil y también cuestiones filosóficas, de modo que yo estuve formándome en mi trabajo. Cuando la compañía de Miriam Winslow volvió de la gira del interior, yo no me reintegré y ella tampoco me volvió a llamar porque sabía cuáles eran mis dificultades. En ese momento incorporó hombres a su compañía. Pero yo continué siendo su alumna, haciendo danza moderna.

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Siempre seguí cerca de ella, fui su alumna; fui, creo, su alumna-amiga, porque iba mucho aún cuando no tenía clases. E inclusive fuimos, muchas veces, junto con Renate Schottelius, a cenar o a charlar con ella. Las clases eran muy lindas porque Winslow tenía un bagaje de conocimientos muy amplio, tanto de la técnica alemana como de la técnica americana, debido a que ella trabajó fundamentalmente con Mary Wigman y también con la Denishawn. Ella decía que tenía una técnica que le titulaba Winsloveske, porque había unido las dos técnicas; eso lo pude comprobar mucho más adelante, en una gira por Norteamérica, con Alwin Nikolais, Estando estudiando con él me dijo: "¡Pero caramba! ¡Qué cosa más linda esta argentina que tiene la técnica alemana y americana al mismo tiempo!". Y eso es lo que yo había estudiado con Winslow. Eran una serie de ejercitaciones muy interesantes que siempre hacíamos, donde se trabajaba mucho con el espacio, con la técnica de relajación y tensión, esa que yo hablé antes y que tanto me costó adquirir. Tenía secuencias fijas que a veces iba modificando hasta poner casi pequeñas coreografías en la clase, porque le parecía que era mucho más interesante y más ameno para el alumnado. El alumnado era un grupo que se dedicaba bastante, que asimilaba rápidamente y que se interesaba muchísimo por ese trabajo. Yo la recuerdo siempre porque nos ha dado un basamento muy sólido, muy importante, muy artístico. Ella, con su ejemplo, con su dedicación y su amor a la danza, y lo que iba transmitiendo sin retacear nada, fue mucho para nosotros. La recuerdo permanentemente. Yo daba clases en muchos lugares, y formé con mis primeras alumnas adolescentes un grupo juvenil. Al mismo tiempo que formé esa compañía, formé otro grupo de danza y para niños, con las alumnas que tenían más condiciones. Debuté con la primera compañía, en donde yo bailaba como solista, en el año 1948. Luego presenté el grupo de

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danza para niños. Posteriormente a este último grupo lo tuve que dejar porque dos cosas así, tan dispares, no podía hacer. Fundamentalmente porque el trabajo con los niños implicaba estar en contacto con los padres, con las madres; y cada madre quería que su hijo fuese un solista, aunque no tuviese tantas condiciones; y bueno, esas imposiciones no me gustaron. Yo quería tener libertad para poder trabajar con la gente y ponerla en el lugar donde debía estar y no por imposiciones. Pero seguí con el grupo juvenil y cuando lo sentí sólido, lo llamé BALLET STYLOS. También incorporé hombres. Por entonces tenía nueve bailarines y nueve bailarinas. La mayoría de las bailarinas eran de mi estudio. En ese grupo había bailarines que después han hecho carrera, como por ejemplo Lía Labaronne. Ella estuvo en mi estudio y empezó sus primeros movimientos conmigo. Después continuó con Renate Schottelius. También estaba Graciela Luciani que no era alumna mía, era del TEATRO ARGENTINO de La Plata. Tuve varias personas que todavía no tenían conocimientos de danza moderna. Venían, empezábamos a trabajar y a enseñarles. Los varones no eran formados por mí. Muchos venían del TEATRO ARGENTINO de La Plata, y otros tenían conocimientos basados en la danza clásica. Las coreografías que yo hacía no tenían nada que ver con danza clásica. En principio, cuando yo le puse el nombre de BALLET STYLOS, pensé que iba a utilizar las dos técnicas, pero decididamente me dediqué a la danza moderna, por ser una técnica más expresiva. Fue una técnica que me costó mucho imponer, porque a la gente cuando se le decía danza moderna, pensaba que era tango, o algo así. En mi estudio yo enseñaba danza moderna, pero en principio nadie supo qué era danza moderna. Como no pude poner ese nombre porque moderna era una palabra que estaba mal vista, entonces daba una clase de danza clásica y la otra se llamaba Introducción a la Danza. Después, a los alumnos de mi escuela empezó a gustarles esa clase y cuando eso entró bien, yo ya empecé a llamarlo como correspondía, danza moderna.

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Las clases empezaban con lo que había aprendido de Miriam Winslow. Las primeras clases pueden haber sido una copia de su técnica, pero luego la fui desarrollando. A mí me gustó siempre la creatividad y me gustaba realizar algo yo misma, porque el motivo de hacer danza moderna es llegar a la creatividad, y si no lo hacía, no estaba cumpliendo con lo que correspondía. Siempre intenté que todas las danzas tuvieran un mensaje, no era danza pura o danza por la danza misma, siempre tenía un mensaje, siempre tenía un tema para desarrollar. Recuerdo que con el BALLET STYLOS hice una obra que estaba realizada totalmente con el ritmo de la palabra, no había música. Eso no lo había visto nunca. Duraba veinte minutos. El texto no lo escribí yo, sino que se lo pedí a una amiga que escribía muy bien, pero yo le di el tema. Era todo lo que sucedía en un lugar, a través de las voces del campanario. La obra se llamó En la voz del campanario, la autora de la letra fue Elisa Campo. Pero con el correr del tiempo, una vez haciendo un curriculum, me di cuenta que ese trabajo no era tan nuevo para mí, que ya lo había hecho, al principio, cuando empecé a trabajar en la Dirección Municipal de Defensa Social a la Niñez y había puesto danzas con poesías. Eran danzas con el ritmo de la palabra, sin música, a las que llamaba Danza Declamada. En la voz del campanario tuvo gran repercusión. Recuerdo que Francisco Negrini, el director de la revista Lira sacó un artículo. Allí decía que la persona que él había visto usar danza con el ritmo de la palabra, hacía muchos años, era Antonia Mercé. Yo no lo había visto nunca ni se había hecho nada así en Buenos Aires. Pero es lógico, creo que las cosas se van recreando en cada etapa de la vida, y en cada época. Nada es totalmente nuevo. La compañía STYLOS duró más de diez años. Hasta los años sesenta. Porque cuando fui a cumplir con una gira mundial tuve que suspender las actividades con el grupo.

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Cuando volví, creo que algo lo continué. Después hubo cosas difíciles en la parte económica y ya formé otro grupo. Yo hice mucho con el ritmo de la palabra. Hice una obra del maestro Juan Francisco Giacobbe, que era músico, director de teatro, compositor y dominaba muchísimo las artes. Él tenía una obra, El romance de la pobre dama, y en una oportunidad que tuve de conversar con él, me dio su librito, el del romance de la pobre dama, que era sobre Santa Clara y San Francisco de Asís. Me dijo: "Luisa, lea este librito y si le parece que se le puede poner danza, me avisa." Yo lo leí en la esquina, después llegué a mi casa lo llamé y le dije: "Sí, maestro, puedo hacerlo." Y empecé a trabajar en eso. Esa obra tenía cuatro episodios. Era un poema coreográfico y coral, y tenía una hora y media de duración. Se hizo totalmente con el ritmo de la palabra, con voces solistas y con voces corales, en una iglesia desmantelada en Parque Lezica. Esto se hizo en Buenos Aires y en el interior muchísimas veces, con enorme cantidad de público. Y hasta hubo gente que después de muchos años de ver la obra me decía: "¡Qué lindo que estuvo eso, qué linda música tenía!" Yo me quedaba asombrada, porque de música no le había puesto ni una nota. Pero resultó musical en todo porque aunque todas las voces eran habladas parecían un coro perfecto como estaban utilizadas. Fue hermoso. El Papa de aquel entonces nos mandó desde Italia, a todos los integrantes de danza y la parte coral, una medalla que de un lado tenía la efigie de Santa Clara y del otro lado estaba San Francisco. Yo todavía la tengo. En una oportunidad, una colega, Cecilia Bullaude, iba a Europa y cuando me lo contó, yo le dije que también me gustaría ir. Entonces me dijo que le iba a hablar a su agente de viajes para que me vendiese un pasaje acomodado. Y le habló. Yo me pegué el susto del año, porque fue una cosa que la dije nada más por un deseo de hacer el viaje. Pero desde ahí empecé a trabajar para viajar. Me puse a pensar qué carácter le iba a dar al

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viaje. Yo quería ir a investigar, a hacer una gira grande. Un día estaba conversando con el Secretario de Cultura del Ministerio de Educación, y se enteró que iba a viajar:"¡Ah!", me dijo, "pero si usted viaja, yo voy a hacer que el Ministerio le pida hacer un trabajo sobre las distintas formas de tratar la danza en los distintos países, en los organismos oficiales y privados". Y así fue. Me hicieron una invitación muy especial para hacer ese trabajo y yo empecé a programar mi gira. La programé durante un año, con un plan muy completo que incluía la visita a los estudios de danza, a las escuelas de arte, de música, de pintura. Inclusive cuando estuve en Suiza, fui al INSTITUTO DALCROZE; visitaba a maestros, ballets. Fue un trabajo muy importante y muy cansador durante el año y medio que duró la gira mundial. Visité varios países. Empecé por Brasil y después fui a Europa. Estuve en Francia, Alemania, Italia, Suiza, Holanda, Bélgica, España, Inglaterra, Escocia. Después fui a China, de paseo, a Japón, donde hice algunos trabajos, y de Japón fui a Estados Unidos. Ahí hice dos becas que tenía en dos Universidades, la de Utah y la de New London. Para mí fue una cosa muy importante estar dedicada todas las horas del día a la danza y sus materias afines. Ahí estudié con muchísimos profesores, como por ejemplo con Alwin Nikolais. En algunos lugares, por ejemplo en Europa, donde conocí a Mary Wigman e hice algunas clases de composición coreográfica con ella, la danza no era tan creativa. Se trabajaba en secuencias, en diagonales, en vueltas, y se repetían, pero era sólo eso. No era como acá en donde las profesoras que hicimos los primeros programas para la ESCUELA NACIONAL DE DANZA habíamos insertado muchas cosas, como la improvisación en el tratamiento del espacio. En ese momento, recuerdo, un gran maestro vino a Buenos Aires, Masami Kuni. Era un japonés que había estudiado en Alemania y que creó una técnica propia para bailarines en la que se utilizaba mucho el espacio, el ritmo, la

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creatividad y las formas y reglas fundamentales que se utilizan en danza. Nosotros aplicamos todo esto en la ESCUELA NACIONAL DE DANZA. Nuestros programas eran bastante más completos y creo que los profesores eran más abiertos. Pero en Norteamérica había cosas muy hermosas y era todo muy creativo. En los cursos de Nikolais se hacían muchas cosas interesantes. Además había muchos profesores importantes. Yo estudié con Merce Cunningham y José Limón. La impresión que tuve de los cursos de Cunningham fue que eran muy técnicos. En todo el tiempo de duración de la beca, no vi en su clase cosas que se salieran de una técnica especialmente dispuesta para el curso. Cuando regresé de la gira mundial, que hice a partir de fines del año sesenta hasta el sesenta y dos, fundé una institución que se llamó CENTRO DE INVESTIGACIONES, EXPERIMENTACIÓN Y ESTUDIO DE LA DANZA, C.I.E.E.DA. Con anterioridad, antes de mi gira, yo era presidenta de la primera institución que se formó en Buenos Aires con egresados de la ESCUELA NACIONAL DE DANZA. Fui presidenta de esa institución durante diez años, desde que se inició en el año 1952. Era la ASOCIACIÓN ARGENTINA DE DANZAS, y solamente recibía egresados. Mientras estaba afuera, pensaba que era mucho tiempo el que había dejado la Institución. Que lo justo era renunciar para que presidieran otras personas. Pero cuando volví creé el C.I.E.E.DA. Yo quería que la institución se dedicara a formar seminarios y comisiones de estudio de distintas cosas. Por ejemplo, se hizo una comisión de estudio que tenía a su cargo recoger todos los tipos de escritura del movimiento, de lo cual yo había traído bastante material de mi gira. Se trabajó muchísimo. Se hicieron convenciones, en la capital y en el interior, se creó el CONGRESO PERMANENTE DE LA

DANZA y se formó la COMPAÑÍA DE DANZA TEATRO DEL C.I.E.E.DA., que formé con un

grupo de egresados de mi curso de composición coreográfica de la ESCUELA NACIONAL DE DANZA. Ese fue un grupo muy lindo, muy importante, que hoy está un poco diseminado

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por el mundo, ya que hay una bailarina que está en España, otra en Norteamérica, y en otros lugares. Hacíamos funciones en todas partes. Inclusive cuando la Secretaría de Cultura de la Nación hacía ciclos, nos invitaba. Todas las coreografías eran mías. Ahí también utilicé mucho el ritmo de la palabra porque hice El llanto por Ignacio Sánchez Mejía, totalmente bailado con el ritmo de la palabra, aunque en esta obra también se utilizaba música. Canto de cumbre y pampa que era una cosa de tipo folklórico en danza moderna, en donde yo empezaba a tomar toda la parte del norte hasta llegar a la sureña. Y la sureña tuvo como broche final una obra que habían puesto mis alumnas sobre el malambo. Era una coreografía tan hermosa, tan interesante, que la puse como broche de esa obra mía. Figuraba en el programa, por supuesto, con el nombre de las autoras. Yo también bailaba. Bailé hasta muchos años después. El grupo, creo, duró unos trece, catorce años. En el setenta y dos yo dejé de bailar y la compañía continuó. Las cosas fueron cambiando cuando la parte económica no logró compensar a la gente en su trabajo, y tuvieron que trabajar en otra cosa, entonces se hizo un poco difícil. Este es el problema de los grupos que no están subvencionados. Al no tener un ingreso mensual la gente se tiene que dedicar a otra cosa forzosamente. En estos últimos años, también fui coreógrafa en el TEATRO NACIONAL CERVANTES. Ya no tenía compañía pero puse coreografías a las tragedias griegas de Sófocles, Edipo rey y Edipo en Colona, con dirección de Rodolfo Graciano. Eran obras con actores, pero toda la parte del movimiento la hice yo. Además, antes de hacer eso, les di muchas clases a los actores. Todo el movimiento de danza lo hacían los actores, tanto hombres como mujeres. Era un trabajo nuevo para mí, pero recuerdo que el maestro Giacobbe decía que lo que yo había hecho con El romance de la pobre dama tenía mucho que ver con las tragedias griegas. Por otra parte, estudié escultura. Después integré un coro polifónico y

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también bailé allí. De esto hará dos años. Fue interesante porque era toda gente mayor. Y lo último que estuve haciendo, fue poner la coreografía de Círculo perenne sobre unos versos de Shakespeare. Le puse danza a tres personajes: la vida, la muerte y el destino. El texto decía: "Hora tras hora sin cesar, crecemos, y en cada hora de vivir, morimos, y esa es nuestra historia". Entonces yo le agregué el destino. Puse esa coreografía con bastante éxito en el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN, en el ciclo Ayer y Hoy. El año pasado puse la obra de una poetisa argentina María Paseyro: El aire de piernas largas con el ritmo de la palabra y también acompañada de música de Fleury, con un grupo de gente muy interesante con la cual hicimos muchos trabajos. Investigamos la forma de realizar danza, pero no solamente la parte del movimiento, sino la parte interior: cómo expresar, cómo trascender al público a través de la interpretación, que es una forma bastante especial de ubicarse mentalmente. Voy a tratar de decir sintéticamente qué es lo que estoy haciendo en la actualidad. Todo procede de todos los conocimientos que yo he adquirido durante mi larga vida. Tengo ochenta y tres años cumpliditos y muchas ganas de trabajar. Estoy contenta porque puedo hacer lo que quiero. Ahora estoy ocupada en dictar una materia que se llama Recreación a través del Ritmo y del Movimiento, en un asilo de ancianos de Burzaco. Voy todos los miércoles, viajo dos horas y media de ida y otras tantas de vuelta. Trabajo en un pabellón donde están las personas que tienen más falencias y dificultades de todo orden. La materia está basada en un programa que yo he formado, que ahora me queda muy chico porque estoy agregándole cada vez más cosas. Sigo creando, por eso estoy contenta, y sigo teniendo resultados hermosísimos de la gente. Porque a través del afecto, a través de la comunicación, de la persuasión, del interés por indagar en el alma de esa gente mayor, que es como yo –aunque yo estoy bien y ellos no–, los ayudo. Lo hago recreándolos por medio del ritmo, del movimiento, por medio de la voz hablada, de

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la voz entonada. Trabajo mucho, sobre todo, con mimo técnica, para hacerles trabajar la mente y estoy teniendo resultados maravillosos. La gente me espera, y yo también quiero ir porque cada vez consigo una cosa más. Todos los días que voy tengo una cosa más para anotar en mi álbum. El de mi vida. 22 de febrero de 1996

Luisa Grinberg siguió ligada a la danza como presidenta honoraria del CENTRO DE INVESTIGACIÓN, EXPERIMENTACIÓN Y ESTUDIO DE LA DANZA (C.I.E.E.DA.) y como maestra de danza. Falleció el 8 de octubre de 2002.

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OTTO WERBERG

Siempre me causa mucha gracia cuando me invitan a hablar. Sería mucho más fácil para mí no hablar, por eso escribo libros. Cuando los bailarines tienen cierta edad, empiezan a escribir libros. Si quieren saber algo de mi vida, es muy divertido porque yo, todo, lo trato de arreglar con humor. Yo digo siempre que es mejor reír que llorar. Nací en Viena junto con Mozart y Strauss. Estudié en la ACADEMIA DE BELLAS ARTES. Mis padres querían que fuera médico. Los padres siempre quieren lo mejor para los chicos, pero si yo veo una gota de sangre, me desmayo. Por casualidad, fui invitado para el recital de un bailarín. Nunca había visto bailar a un hombre, y me interesó mucho. Me causó gran sorpresa que una persona, con el movimiento, pudiese expresar tanto. Aprendí mis conocimientos iniciales con un primer bailarín de la ÓPERA DE VIENA y, según él, tenía mucho talento. Pronto fui el partenaire de las primeras bailarinas de Viena. Con esa compañía recorrí Francia, Holanda, Alemania, Checoslovaquia, Bélgica, Inglaterra y Dinamarca. Pero lamentablemente llegó un señor que es bastante conocido, se llamaba Adolf Hitler y me jorobó mucho. Entonces me di cuenta que tenía que tratar de huir. Tuve la suerte de que Kurt Jooss pasó por Viena, y aunque él nunca había invitado a un bailarín para su conjunto que no hubiese sido educado en su estudio, en su escuela, yo conseguí que me permitiera una audición. Él se impresionó tanto que fui al único que contrató. Pero no partí tranquilo a Londres, y volví a Viena para salvar a mi familia. Después, con mucha dificultad, huí a Suiza, a Bélgica, y allí me agarraron. Me llevaron a un campo de concentración. Pero tuve más suerte. Margarita Wallmann, que me había visto bailar en un Congreso en Viena donde recibí un primer premio, había ido con el director del TEATRO COLÓN y se interesó por mi caso. Entonces, el director del teatro pudo sacarme diciendo que el 71

gobierno argentino estaba interesado en mí y me contrató para el TEATRO COLÓN. Gracias a ella pude venir a Buenos Aires y, gracias a ella, pude salvar a toda mi familia, a quienes traje después a la Argentina. Así que la danza salvó toda mi vida y la vida de toda mi familia. Tuve la suerte de ser bailarín y no doctor. En Buenos Aires, enseguida, tuve que empezar a ganar plata porque tenía que pagar los viajes de cinco personas: mis padres y mis hermanos. Empecé a hacer un conjunto de bailarines que con mucho gusto trabajaron conmigo porque en ese tiempo los sueldos del TEATRO COLÓN eran muy pobres. Trabajamos en todos lados, teatros y cabarets. Aparte de esto empecé, enseguida, con el estudio de danza de la calle Florida. Primero, en la escuela del maestro José De Cherpino y luego hice mi propia escuela. Mi sueldo en el teatro era bastante aceptable porque yo era extranjero. Así que empecé trabajar en muchos lugares. Por ese entonces formé mi grupo: TEATRO DEL BALLET, donde trabajaron las primeras figuras de Buenos Aires. Tuvo mucha aceptación. Yo fui uno de los primeros que trajo a Buenos Aires la escuela de danza moderna. A mí siempre me interesó mucho más la interpretación que la técnica. Como empecé a estudiar a los dieciocho o diecinueve años, no tuve la oportunidad de ser una étoile, pero como tenía mucho amor propio, traté de ponerme más cerca de la interpretación o el mensaje. En este tiempo había una gran lucha entre la escuela clásica y la moderna. Más tarde comprendieron que una sin la otra no puede existir. Hoy no existe más esta lucha. Al contrario. Un bailarín de escuela o una bailarina blanca, que bailaba solamente La Sylphide, Lago de los cisnes y todos los otros gansos que no me recuerdo más como se llaman, empezaron también con la escuela moderna. Hoy, un bailarín sabe jazz, sabe acrobacia y toda otra cosa. En mi tiempo, cuando una bailarina hacía el puente con los brazos atrás, era una bailarina acrobática.

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Despacito, todos los bailarines en Buenos Aires se interesaron por esta nueva escuela y siempre, más y más, vino gente que, además de investigar nuevos caminos, educó a los chicos de acá, de Argentina. Buenos Aires, especialmente, fue un lugar que tuvo una avalancha de verdaderos talentos extraordinarios y muy pronto tuvo una serie de chicos que luego hicieron su propia escuela: Cecilia Ingenieros, Mara Dajanova, Aída Slon y muchos otros. Todas ellas estudiaron conmigo. Esto fue la semilla de la danza moderna. En esa época estaba Renate Schottelius que no solamente era una gran bailarina, sino una gran coreógrafa y una gran maestra. Ella hizo mucha escuela. Es, puedo decir, la más grande representante de la danza moderna en Argentina. El interés por la danza moderna fue más y más grande, aunque, lamentablemente tengo que decir, que Buenos Aires es igual que París, que está más del lado del baile clásico. Allá, todavía, el tutú tiene mucho más éxito que los recitales modernos. Volviendo al pasado, debo decir que el TEATRO DEL BALLET, la compañía que yo formé, fue una de las primeras de danza moderna que hubo en el país. Además estaba la de Miriam Winslow, una americana. También estaba Ana Itelman y muchos que hicieron fama porque hicieron grandes giras con sus propios conjuntos y tuvieron mucho éxito. Por aquella época yo trabajaba en casi todos los teatros. Estuve desde el TEATRO COLÓN hasta en la plaza de Tigre. A mí me interesaba mucho más llevar mi arte a ciudades donde no conocían todo esto nuevo, donde era una gran novedad. Yo llegué acá en el año treinta y nueve y, en ese tiempo, lo que hacía era sensacional. Hoy, en el potrero del pueblo más chiquitito se sabe quién es Julio Bocca. Todo gracias a la televisión, que en ese tiempo no existía. Yo bailaba sobre el dedo grande del pie que era probablemente una sensación que hoy ya no hago más. En mi compañía había hombres y mujeres, porque un ballet necesita de los dos. Yo, desde el principio, incorporé hombres. Además, no tuve un conjunto típico de danza

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moderna únicamente; tuve todos los géneros. Era, por ejemplo, gran admirador de la danza española. Tuve clásico, español y moderno, los tres géneros. A mí no me interesaba un estilo en particular. Me interesaba la interpretación y el mensaje, decir algo. Yo luchaba contra la guerra, contra la pobreza, contra el racismo. Mis interpretaciones tenían que tener una idea, un valor. No me interesaba lo típico de la danza clásica donde solamente es importante la técnica, o principalmente la técnica. Para mí, la técnica fue siempre un medio pero no un fin. No me interesa lucirme técnicamente. Hoy, lamentablemente, estamos en una nueva era, que a mí no me gusta nada, donde principalmente el éxito es el circo, no sólo la danza. Hoy el mejor pianista no es el que tiene gran interpretación, sino quien toca más rápido. Hoy, cuando se habla de un bailarín se dice: "¿Viste ese salto?" Esto no me interesa en absoluto. Yo estoy completamente en otro camino. Es muy lindo cuando se tiene una perfecta técnica. Es como un pintor: más grande es su paleta, más puede expresarse. Pero no es mi interés que el virtuosismo esté en primera línea, como en el clásico. Las coreografías del TEATRO DEL BALLET eran solamente mías. Había, como invitación, coreografías de otras personas. Pero lo mío era muy característico. Yo bailaba para gente con problemas. Me interesaban las personas del Borda, los asilos de ancianos, la tercera edad, el criminal. Fui mucho a Villa Devoto y a la cárcel de La Plata. Me interesa el ser humano como luchador. En un libro que estoy escribiendo que se llama Todo bajo control, empiezo desde mi nacimiento hasta el presente, contando mis visitas a todos esos institutos. Como si en una exposición se fuera de cuadro en cuadro, yo voy de acontecimiento en acontecimiento. Otro tema interesante de la época en que yo comencé era el de la homosexualidad. Era el gran error de la gente: pensar que todos los bailarines eran homosexuales. En mi

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tiempo, el bailarín tenía que ser marica y eso era terrible. Por suerte eso ha cambiando. Hoy siguen siendo casi todos homosexuales... pero ya no le importa a nadie. Yo, que conozco el hambre, la guerra, el racismo, conozco todo, siempre tengo la idea de que es mejor reír que llorar. Yo digo siempre: "Ríete y todo el mundo se reirá contigo, llora y llorarás solo." Entonces, en la situación más dramática he tratado siempre de salir con humor. Todo lo veo con humor. Siempre digo que si quieren que baile, bailo todavía. No pude bailar Don Quijote, pero bailé La muerte, bailé El idiota y muchas cosas interpretativas, que me permiten, a mi edad, todavía, subir a un escenario. Pasan los años y cuando me preguntan qué edad tengo, yo contesto que no puedo contestar porque cambio a cada minuto. Así que para mí la edad no corre, yo ignoro la edad. Este es un país muy raro. Todo el mundo habla de la edad. En Norteamérica preguntan: "¿Cuánta plata tiene usted?”, pero no: "¿Cuantos años tiene usted?" Acá, a cada rato preguntan cuántos años tiene alguien. O, "¿Usted baila todavía?" Yo les contesto: "¿Qué quiere decir todavía?" Yo recién empiezo mi carrera. No es ningún secreto, yo tengo ochenta y siete años, pero como bailarín pienso bailar hasta los cien años. No sé, a veces me piden que hable y es un error. A los bailarines les gusta mucho hablar y toman todo muy en serio. Cada homenaje que me hacen parece un velorio que yo no entiendo. No hablé de mis alumnos. En general, mucha gente que hoy es muy importante se olvida de sus maestros. Pero estoy muy contento de que un gran porcentaje de gente importante empezó conmigo. Pude darles un poquito para su vida. Es como la madre, que puede mantener diez hijos, pero diez hijos no pueden mantener una madre. No me interesa mucho qué dicen de mí. Aunque hay gente que siempre me nombra. Un tucumano, Zaraspe, siempre dice que tiene dos Biblias sobre su mesa de luz y una es mi 75

libro El hijo de Terpsícore. Otro fue Jorge Donn, que me estimaba mucho. Yo nunca dije que fue mi alumno, pero hizo algunas clases conmigo cuando empezó, antes de ir a Europa. Me escribía y me decía: "Yo también soy hijo de Terpsícore." Creo que un artista tiene que saber de todo. Yo, por ejemplo, en mis clases, no tengo pianista. Me acompaño solo, yo soy mi propio pianista. Me interesa todo lo que es arte. Creo que es necesario. Dicen que un bailarín no se preocupa mucho de todo. Si se le pregunta a un bailarín cuál es la diferencia entre una mazurka y un vals, no puede contestar. Lo que pasa es que se preocupa principalmente por sus piruetas y la cultura está en un segundo plano. También me he preocupado principalmente de llevar mi danza al interior del país. Expliqué que me interesaba llevar mi cultura, mis ideas, a pueblos que no conocían este arte. Fui a casi toda la Argentina y, en el extranjero, a Brasil. Fui a todos lados con mi TEATRO DEL BALLET. Yo fui el primero que habló en el escenario. Una vez me escribieron una crítica que decía que Otto Werberg no sabía la diferencia entre el ballet y el teatro. Hoy todo el mundo grita y habla en escena. En los ballets alemanes, todos. Yo trabajaba mucho en los nights clubs. Entonces, en mis recitales usaba los trucos que había aprendido en esos lugares. Entonces decían: “Se ve que Otto Werberg trabaja en cabarets, porque usa trucos que no se usan para la danza clásica.” Cuando más tarde lo usaron los alemanes, entonces fue permitido. Por eso yo digo siempre que cuando todos hacen lo mismo, no es lo mismo. Hay cosas que se parecen pero no lo son. Cuando el rico roba es cleptómano. Cuando un pobre roba, es un chorro. Cuando usted habla de los amores de la casa real, eso es cultura, eso es historia. Si habla de la vecina, es un chimento asqueroso. La

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misma cosa pasa cuando dos hacen lo mismo, no es lo mismo. Yo soy muy personal, hago lo que se me da la gana. Ahora me preocupa esta obra que estoy escribiendo: Todo bajo control, donde trato de hacer un caleidoscopio, como un cuadro, no solamente del bailarín sino del ser humano bailarín. Este es mi principal trabajo actual. Aparte doy clases, eso es todo. Es suficiente. Trabajo hasta las cuatro de la mañana. Pienso editarlo pronto, si no me llevan preso o me echan del país. Soy un tipo que odia la soledad. Escribí un libro que se llama: Mejor mal acompañado que solo. En general no vivo solo pero hace tiempo que estoy solo y todas estas cosas, mis recuerdos, me acompañan. Hace mucho tiempo que escribo y, como George Bernard Shaw, digo: "Cuando quiero leer un buen libro, escribo uno". 19 de abril de 1996

Otto Werberg siguió al frente de su estudio y publicó libros sobre danza. Falleció el 1 de febrero de 2002.

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RODOLFO DANTON

Nací en Buenos Aires, en un barrio de Pompeya, cerca de Puente Alsina. Mi llegada a la danza fue casi accidental; yo era muy bueno en gimnasia, en la escuela, y practicaba gimnasia libre. Un compañero tenía una amiga que estudiaba en el TEATRO COLÓN y cuando conocí a esta chica me sugirió que por qué no tomaba clases. Entonces fui a casa de un señor, que ahora es muy grande y muy amigo, en la calle Esmeralda, Roberto Campos, que también era bailarín de ese teatro y empecé a tomar mis primeras clases. No me gustaba mucho, me parecía demasiado rígido, pero empecé con él. Posteriormente tomé clases con Michel Borovsky, que era uno de los primeros bailarines del teatro. Más o menos tendría dieciocho años cuando empecé a estudiar danza seriamente. Después tuve que hacer el servicio militar y al salir hice algún pequeño trabajo fuera del teatro. En esa época casi todos los bailarines del TEATRO COLÓN hacían espectáculos fuera del teatro, en boites, etc., y yo también tuve una pequeña incursión en ese tipo de vida nocturna, por la calle Lavalle y Esmeralda. Después del servicio militar estaba decidido a retirarme porque no me parecía que esa era una carrera para mí. Además, por supuesto, la gente del barrio me miraba con ojos medio raros. No era una profesión considerada muy masculina. Creo que todavía hoy, todavía, no se la considera así, a pesar de que tenemos unos héroes geniales, como Julio Bocca y Maximiliano Guerra. Hace poco, justamente, en el Salón Dorado del TEATRO COLÓN, hablando no sé para qué acto, dije que antes nos conocían en el mundo por los jugadores de fútbol y ahora, hace poco, un amigo me contaba que en Milán tomó un taxi para ir de la estación al centro de la ciudad y el taxista le preguntó de qué nacionalidad era, él le contestó que era argentino

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y entonces le dijo: "¡Ah! Julio Bocca". Me parece una maravilla. De alguna manera nos hacen honor con su profesión. Bueno, salí del servicio militar, vi unas funciones de Miriam Winslow, que había venido con su partenaire Foster Fitz-Simmons, y realmente me interesó muchísimo su trabajo. No recuerdo exactamente dónde fue que la vi, pero pudo haber sido en el TEATRO ODEÓN. Aquí no se conocía mucho la danza moderna. Es decir, en esa época lo único que se veía –excepto alguna compañía que había venido hacía bastante tiempo, como el BALLET JOOSS– eran los números de boites que se llamaban danza moderna, pero no tenía nada que ver con una disciplina de danza profesional. Creo que por eso a ella le entusiasmó Buenos Aires. Aquí el material era totalmente virgen. Creo que fue eso lo que la impulsó a quedarse. Yo sabía que en una visita anterior había formado un grupo de mujeres, donde estaban Renate Schottelius, Ana Itelman, Cecilia Ingenieros, etc. Ahora estaba formando otra compañía, y había una audición. Me presenté y me aceptaron. Con Winslow, prácticamente, empecé de cero. Fue la primera compañía rentada que hubo en el país. Además nos daba posibilidades de hacer un tipo de danza que, de alguna manera, no era tan sofisticada como el ballet clásico. Es decir, había danzas sobre los deportes o negro spirituals que eran para hombres solos, con una característica que era muy fuerte. Con Winslow estuvimos trabajando tres años y algo. Otros varones de esa compañía eran Paul D'Arnot, que era uruguayo, un cubano, Aníbal Navarro, Henry Brown, José Moletta, Henry Boyer..., éramos cinco o seis. Las chicas eran Paulina Ossona, Renate Shottelius, Ema Saavedra, Élide Locardi, Ángela Cañás y otras más.

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Primero tuvimos todo un año de preparación, de formación, donde cobrábamos para estudiar. Eso era rarísimo. Además la Winslow era una persona excepcional. Creo que todos quedamos muy marcados por su concepción de la danza y además su paciencia para preparar esta gente. Algunos, como Renate o Paulina, tenían cierto nombre, pero yo era el último de la fila, o uno de los últimos. Trabajamos en Buenos Aires, hicimos una temporada de dos años. Después viajamos por el norte. Los viajes los financiaba Winslow, que era una persona de familia muy adinerada. Las coreografías eran prácticamente todas suyas. Pero le dio oportunidad, alguna vez, a Renate para poner una obra. Incluso Renate bailó un solo propio en la compañía. Los varones teníamos bailes como Negro Spirituals, que eran canciones negras americanas, muy dramáticas, muy fuertes en movimiento y además, como dije antes, temas de danza inspirado en juegos deportivos. Nosotros teníamos, todos los días, de lunes a viernes, una clase a las nueve de la mañana, en un estudio que desapareció, que era de Ekatherina de Galanta . Inmediatamente ensayábamos las coreografías. Una vez tuvimos la suerte de poder estar en contacto con Harald Kreutzberg, que fue un gran bailarín moderno, que estuvo en Buenos Aires. El resto de la mañana, hasta después del mediodía, eran los ensayos. A veces se hacían dos turnos. Alrededor del tercer año tuvimos una oferta. La codirectora de la compañía, una señora que se llamaba Grahame Booth, nos consiguió una conexión para viajar a Inglaterra. Es decir, ellos nos daban la posibilidad de viajar con todos los gastos pagos, excepto que no íbamos a tener sueldo, sólo un pequeño dinero para gastos. Algunos de la compañía no aceptaron y entonces nos dieron un tiempo para pensarlo. Se siguió trabajando, ensayando, pero finalmente esta gente no aceptó, y Winslow quedó muy



Estaba ubicado en Posadas y Cerrito, en un subsuelo. 80

decepcionada. Se desalentó y quedó ahí la cosa, se deshizo la compañía. Esto creo que fue en el año cuarenta y ocho. Ella decidió volver a su país. Nosotros quedamos muy amigos. Incluso yo viajé a Francia para visitarla, porque se había retirado. Después que se fue de Buenos Aires, vivió un tiempo en Boston, y después se fue a retirar a una especie de casa campo muy linda, y vivía allí, cerca de Calais. Cuando se disolvió la compañía, yo volví a mis clases con Michel Borovsky y Esmée Bulnes, que fue una pionera, también muy maltratada; fue realmente maestra de grandes bailarines. Estas clases eran de clásico. En esa época los bailarines modernos hacían recitales. Era una época maravillosa en ese aspecto. Los lunes y martes, por ejemplo, en toda la calle Corrientes, había recitales, cosa que después desapareció por completo. Nadie puede bancarse pagar lo que sale un teatro; los teatros son carísimos. Es decir, en esos recitales se presentaba todo el mundo que estaba en la búsqueda de un vocabulario de danza. Otto Werberg daba un estilo un poco específico que era del tipo expresionismo alemán. Renate Schottelius y Paulina Ossona daban clases. Otra gente empezó su esfuerzo solo. Yo seguí con la técnica clásica. Había aquí una compañía de folklore, que fue muy importante en toda América y en Europa, que era la de Joaquín Pérez Fernández. Fue un hombre de excelente gusto por lo estético y creaba a partir del folklore americano. Hacía cosas bellísimas. Con él estuve un año y medio trabajando. Ellos viajaban, hacían una gira por Europa, pero a mí me interesaba fijar un poco más mi trabajo con la técnica clásica y por eso me quedé en Buenos Aires. Y entré en el TEATRO ARGENTINO de La Plata, justamente para seguir con Borovsky y Bulnes trabajando allá. Estuve un año; en el cincuenta y uno. En ese año a Bulnes la contrataron de la SCALA de Milán, y para mí era 81

como quedarme sin la maestra. Coincidió que en la SCALA hubo un concurso internacional, para el cuerpo de baile, y dos argentinos nos presentamos. Yo ingresé. Entonces dejé el TEATRO ARGENTINO y me fui para Italia. Estuve casi siete años. Fue una época muy linda. Casi toda la década del cincuenta. Trabajando, haciendo giras con la compañía, trabajando con gente fantástica, maravillosa. Con los mejores coreógrafos que iban a la SCALA, con los mejores directores, como Luchino Visconti; con María Callas; todos monstruos sagrados. De danza moderna hacía bastante poco. Lo que podíamos hacer allá eran cursos o trabajos sobre jazz. Porque allá los bailarines hacían, en ese momento, muchas cosas del tipo acrobático. Entonces todo el mundo estudiaba, con lo que yo había comenzado, gimnasia del tipo artístico y jazz. También Donald Sadlers había venido a Italia a poner espectáculos de teatro musical, que tenían mucho éxito. Venían coreógrafos norteamericanos y dictaban cursos. Tomábamos esos cursos y hacíamos gimnasia, acrobacia y un montón de cosas. Después de casi diez años vuelvo a la Argentina. Tenía un mes de vacaciones. Como no era una época muy linda para estar en Buenos Aires, decidí volver a Europa. Mientras estuve en Buenos Aires había tenido un problema de salud y tuve que viajar en barco para descansar. Durante ese viaje en barco, recibí un telegrama de Renate Schottelius, diciéndome que me invitaba a bailar en un ballet estable. Era un concurso que hacía Cecilio Madanes de apuntes sobre danza. Creo que era en el TEATRO ASTRAL. Bailamos Renate con su grupo y yo, como invitado. Nosotros hicimos el espectáculo y la gente en la platea hacía diseños. Fue premiado un dibujo que hizo, nada menos, que Oscar Aráiz. Una de las obras que bailamos en esa oportunidad se llamaba Estamos solos, y después con Renate hacíamos un dúo de Bach. A partir de ahí bailé con todas las

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bailarinas de Buenos Aires, porque yo era el único, o unos de los pocos, que sabía ambas técnicas de danza. Entonces bailé con Renate, con Estela Maris, con Sara Pardo, que ahora está en Francia. Bailé en todos lados, hice giras por el interior, y también puse coreografías. Empecé también a dictar clases, en el estudio de Beatriz Ferrari en la calle Las Heras. Daba clases de clásico y de moderno al mismo tiempo. Digo que prácticamente era el único varón, porque casi todos los que habían trabajado con Winslow se habían retirado. Uno de los chicos se fue a vivir a Europa; Paul D'Arnot era un señor con un cierto nombre en Uruguay y se retiró del teatro. Aníbal Navarro se quedó aquí y trabajó con los Sakharoff, que habían venido a Buenos Aires, pero después desapareció. Creo que se volvió a Cuba. Había unos jóvenes que empezaron a surgir, alumnos de Ana Itelman o de Renate Schottelius, como Héctor Estévez y Amílcar Casetari. Luego tomé clases con Dore Hoyer en La Plata, cuando ella iba a organizar una compañía. Estábamos todos ahí. Casi todos los bailarines de Buenos Aires iban a La Plata para tomar clase con ella. A mí me pareció un poco cruel. La clase era muy fuerte y empezaban siempre con grandes estiramientos. Mi recuerdo es que era muy exigente y técnicamente las clases eran muy fuertes. Yo no creo que fuese una coreógrafa genial. Sus solos sí, eran fantásticos. Su trabajo personal era maravilloso. Lo que a mí no me gustaba mucho eran las cosas que hizo para grupo, como Cadenas de fugas. Tenía momentos, pero se ve que no era su fuerte trabajar con grupos grandes. Aunque indudablemente para algunas personas, como Iris Scaccheri u Oscar Aráiz, fue una persona muy importante. Más allá de mis impresiones personales, creo que fue uno de los fenómenos de este siglo en danza moderna que nos tocó conocer.

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Por esa época empecé a bailar en un grupo que dirigía Sara Pardo. Incluso hicimos funciones con el octeto de Piazzola, en vivo, en la FACULTAD DE DERECHO de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES. Con este grupo hicimos muchos espectáculos. Después con Estela Maris empecé a trabajar poniéndole coreografías, armando espectáculos especialmente para ella, como solista. Los hacíamos aquí, en Buenos Aires. Estela tuvo grandes éxitos. Era una intérprete excepcional. Luego viene la etapa de la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA. Yo entré un año después de que se organizó esto. Entré en el Consejo Directivo, y como coreógrafo y bailarín, porque todos los que estábamos ahí teníamos que estar al servicio de todos los coreógrafos que presentaban una obra. Si uno quería presentar una obra en AMIGOS DE LA

DANZA, presentaba el proyecto. El Consejo lo aceptaba y financiaba la puesta en

escena. Entonces el coreógrafo elegía a los bailarines que le interesaban. Yo todavía bailaba. Bailé en las dos obras que hizo Oscar Aráiz. Pero las coreografías más importantes que bailé fueron una cosa del mejicano Chávez, que era una sinfonía india y después, Crucifixión que era un negro spiritual, un dúo que bailé con Doris Petroni. Esa obra la había estrenado Oscar Aráiz con una bailarina de La Plata, de quien no recuerdo el nombre. También bailé una obra de Roberto Trinchero, la obra de Miriam Winslow..., bailé muchas cosas. En cuanto a mi trabajo como coreógrafo, puse una obra en colaboración con Estela Maris que era Cuadros de entrenamientos; después puse Valses de Ravel y también un solo para Estela que se llamaba Estudio para un monograma que era sin música, era en silencio, cosa muy rara para esa época, que tuvo un éxito sensacional. En general, yo no bailaba en mis coreografías. En ese período yo tenía un grupo, en el que estaban Estela Maris, Beatriz Amábile, Edda Aizemberg y algunos más. Un grupo de mujeres solas porque muchachos era muy difícil conseguir. Ya había empezado el problema de que además los chicos necesitaban

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trabajar. Nadie podía ensayar en los horarios que nosotros podíamos. Un bailarín tenía que pasar muchas horas ensayando. Empezó también el auge de la televisión. Yo hice televisión con grupos, con Beatriz Ferrari y con mi propio grupo, que no tenía nombre, era el grupo de Rodolfo Dantón. Aquí las coreografías eran, por lo general, mías. Además estuve en uno de los grupos que se creó en ese momento, que se llamaba SEXTETO DE DANZA, donde estaban Lía Labaronne, Estela Maris y las bailarinas que en ese momento eran las de más nombre. Tenía mucho trabajo. Seguí bailando, pero por poco tiempo más. Estuve viajando, y después volví a Buenos Aires. Continué dando clases y eventualmente hacía una coreografía. Puse coreografías para un grupo en Mar del Plata, en Bahía Blanca para el BALLET DEL SUR, y para el BALLET DE TUCUMÁN. Yo no decidí dejar la danza, la danza me dejó a mí. Porque como yo soy un enamorado de toda la gente joven con talento, entonces yo no me sentía capaz de ponerme a hacer cosas cuando, en Buenos Aires, había gente tan joven y con tanto talento que no tenía oportunidades. Hace poco vi en el TEATRO COLÓN una coreografía de Carlos Trunsky, Bailando Honegger que es una maravilla, es fantástico, es un excelente bailarín y además, un coreógrafo que promete, que va a dar que hablar, seguramente. Entonces pienso que hay que dejar la cosa para otro, para que surjan los nuevos. No obstante, sigo enamorado como siempre y voy a ver todos los espectáculos. Actualmente tenemos mucha gente muy talentosa, pero con pocas posibilidades por el problema económico, que, de alguna manera, nos toca a todos, y al teatro lo tiene por el piso. A veces falta apoyo. Antes, generalmente, todos los teatros se tomaban los lunes para hacer recitales de danza, o pequeños conciertos. Todo eso ha desaparecido; es muy caro. Invertir mucho dinero para hacer una función, es imposible. 30 de mayo de 1996 85

Rodolfo Dantón continuó ligado a la danza desde diferentes lugares de trabajo. Falleció el 14 de abril de 2004.

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ESTELA MARIS

Mi vida comienza en una familia muy amante de la ópera. Mis abuelos maternos, mi madre y un hermano de mi madre cantaban, o estudiaban canto. Toda la familia de mi madre era una familia muy amante de la música. Siempre me acuerdo de ser muy chica, vivir en Ramos Mejía, en una casa enorme y estar toda la familia al lado de la radio, escuchando las transmisiones de ópera del TEATRO COLÓN. A veces también escuchábamos transmisiones de ballet. Era muy gracioso, porque lo que se escuchaba de ballet, por supuesto, era el ruido que hacían las zapatillas de punta en el piso. Así fue toda mi infancia. En la casa de mi bisabuelo materno se hacían funciones de teatro. Toda la familia ensayaba obras, y se hacía una vez por mes una gran reunión, donde el asistente más importante era él, sentado en primera fila, y a quien se le hacía esa función de teatro. Así fueron pasando los años. Una prima hermana de mi madre, que le gustaba la danza, había empezado a estudiarla siendo muy grande. Ella venía mucho a mi casa, a Ramos Mejía y siempre bailábamos. Me enseñaba un poco de danza, hasta que mamá, por fin, decidió –a escondidas de papá, que le encantaba la ópera, pero no tener un artista en la familia– ponerme a estudiar en serio. Me empezó a llevar una vez por semana al estudio de su prima para que yo aprendiera danza clásica. Estuve muchos años estudiando, una vez por semana, hasta que fui más grande. Cuando nos mudamos a Buenos Aires empecé a estudiar bastante más seguido, siempre con esa prima. Me entrenaba bastante y ya, creo, sabía bastante. En un momento, a ella, que además era empleada de banco, le cambiaron los horarios. Entonces me puso como su ayudante para enseñar a los chiquitos. Así fue como yo empecé a enseñar y a bailar en los festivales de fin de año de esta prima.

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Yo reflexionaba sobre la técnica clásica. Pensaba cómo era posible que un arabesque pudiera significar dolor, tristeza, desesperación o amor, con un solo movimiento. En las clases con Olga Kirowa, conocí a una compañera que se llamaba Mara Dajanova, que hacía danza expresionista. Con ella charlaba mucho y le decía que yo no podía entender cómo con un mismo lenguaje, un mismo movimiento tuviera tantas significaciones. Así fue que empecé a buscar otra cosa. Montamos con ella una obra que era muy expresionista, que yo bailé en una función de estos festivales de fin de año. Después, en el año cuarenta y siete mi padre –siempre muy en desacuerdo, nos trataba mal, a mamá y a mí– compra un diario que se llamaba Noticias Gráficas, y en ese diario aparece un aviso que decía que Cecilia Ingenieros, de vuelta de su viaje a Estados Unidos, quería formar su compañía e iban a tomar pruebas. Indicaba día y hora. Así fue que aparecí en casa de Cecilia Ingenieros, en la calle Cangallo. La casa era impresionante, porque uno entraba y lo primero que hacía era encontrarse con una reproducción de la Venus de Milo. Bueno, me probó, y me dijo que a ella le gustaría mucho que yo estuviera en su compañía. Así fue como, por un aviso de un diario, empecé a hacer danza moderna. Eso fue en el año cuarenta y siete. A los dos o tres meses ya bailábamos. Habíamos ensayado muchísimo. En ese grupo había gente de la que nunca más supe nada. Estaban Ofelia Borzi, Inés Malinow, Horacio Gutiérrez Martínez de Hoz, que había sido patinador de hielo, y era muy famoso en ese momento, Miguel Pacheco, Carlitos Moro, Delma Canobbio, que fue la que me reemplazó cuando me fui de la compañía de Cecilia. Yo estuve desde el cuarenta y siete hasta el cincuenta y uno. Nos presentamos en el TEATRO ASTRAL, después bailamos en el TEATRO ALVEAR y en el TEATRO DEL PUEBLO. En el año cuarenta y ocho, Clotilde y Alejandro Sakharoff formaron una compañía. Los convencieron de que no bailaran solos sino que formaran un conjunto. Lo formaron

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con la gente más importante de ese momento, que eran Cecilia Ingenieros, Paulina Ossona, Inés Pizarro, Laura Moret, Horacio Gutiérrez Martínez de Hoz, Miguel Pacheco, Paul D'Arnot, un chico chileno que se llamaba Moncho Prieto, y además estuve yo. Moncho Prieto y yo éramos los benjamines de esa compañía, porque todos eran unos monstruos ya muy conocidos; gente que ya tenía una carrera, y nosotros éramos los más jovencitos y los que menos experiencia teníamos. La experiencia con los Sakharoff fue muy importante, muy interesante. Sobre todo Alejandro, que nos hablaba muchísimo. Aparentemente hacíamos poco de movimiento, pero él nos hacía hacer el paseo por el cuerpo, el famoso paseo por el cuerpo que era tratar de tomar conciencia de cada una de las partes del cuerpo y que esa parte del cuerpo se activara, tuviera movimiento aunque uno estuviera parado. Clotilde era mucho más vital, era una mujer muy movediza, muy liviana. Él, en cambio, era más filósofo, una persona tranquila. Con los Sakharoff teníamos un pequeño grupo de músicos. Con el grupo de Cecilia Ingenieros habíamos tenido una pianista, que era una manera bastante distinta de trabajar. Lo de los Sakharoff fue una temporada, nada más, porque ellos después se fueron. Hicimos bastantes funciones en el TEATRO ASTRAL. Seguí en la compañía de Cecilia Ingenieros, y con ella nos fuimos a Europa. Yo había ganado bastante dinero con los Sakharoff. Ellos nos pagaron y ese fue el primer sueldo que yo tuve como bailarina, porque generalmente se bailaba sin cobrar absolutamente nada. Además tenía ahorros, porque seguía dictando clases en el estudio de mi prima, y así pude ir a París. Nos encontramos con que en París no existía la danza moderna, y no solamente no existía, sino que además, se la rechazaba. París estaba en plena posguerra, y todo estaba racionado. Nosotros vivíamos en el pabellón argentino de la ciudad universitaria y teníamos unas libretas, con una especie de estampillas que se

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canjeaban por alimentos. Pero no había leche, no había queso, y al pan se le había levantado el racionamiento en esos días. Cecilia empezó a dictar clases en los ARCHIVOS INTERNACIONALES DE LA DANZA y, cosa extraordinaria, había muchas más alumnas norteamericanas que francesas. Ella no estaba bien de salud, entonces yo marcaba las clases. Preparó unas funciones que se hicieron en el TEATRO DEL VIEUX COLOMBIER. A mediados del año cincuenta, de vuelta en Buenos Aires, Cecilia forma de nuevo una compañía, y yo formo parte de ella. En un momento en el que estábamos ensayando tuvimos una discusión. No nos pusimos de acuerdo sobre determinadas actitudes que ella tuvo conmigo. Entonces, a pesar de tenerle un gran respeto y un gran amor, porque fue la que me abrió el camino, me separé. Todo el año cincuenta trabajé sola, y en el cincuenta y uno comencé a trabajar con Ana Itelman. Ana tenía un estudio que no existe más, en la calle Posadas al 1000, que había sido el estudio de Bustillo. Era una planta baja muy linda, y ahí ella comenzó a enseñar. Yo fui a tomar clases y ese año, el cincuenta y uno, y parte del cincuenta y dos, ella se enfermó mucho. Entonces Margarita Guerrero y yo quedamos en su reemplazo. Yo iba prácticamente todos los días a la casa de Ana porque estaba en cama, no se podía mover, y armábamos las clases. A tal punto que hicimos una carpeta –no sé si la tendrán sus herederos pero yo la conservo– donde hicimos una enorme cantidad de clases armadas desde el principio hasta el final. A mediados del cincuenta y dos Ana empezó a levantarse, y armó en el INSTITUTO DE ARTE MODERNO una serie de conferencias que Margarita y yo ilustrábamos. No recuerdo que hubiera varones en esas clases. A los varones los recuerdo mucho después, cuando Ana arma su compañía; pero eso ya fue en el cincuenta y cuatro, porque en la primera compañía de Ana éramos nada más que mujeres. La compañía estaba formada por Delfy Malvagni, que ahora está radicada en



Funcionaba en la Galería Van Riel, Florida 659. 90

Estados Unidos, Sara Pardo, que vive en París, Lidia Parada, que es profesora del Polivalente de Arte de Ezeiza, Cora Gorsse, Marta Río Francos y yo. Éramos todas bastante jóvenes. Bailábamos en un teatro que ahora es un estacionamiento, en la calle Montevideo, entre Corrientes y Sarmiento, que se llamaba TEATRO MONTEVIDEO. Las coreografías las montaba Ana. Para esa época yo había estrenado una zarabanda de Bach, que era una danza que duraba muy poco. Después, con la compañía grande, donde sí había varones, bailamos en el TEATRO CERVANTES. Hicimos una obra que se llamaba Esta ciudad de Buenos Aires, que años más tarde, cuando Ana vuelve de Estados Unidos, repone en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, pero con el nombre de Ciudad nuestra, Buenos Aires, y con un planteo totalmente distinto. Los varones que entraron al grupo eran Amílcar Cassettari, que se dedicó a la coreografía para televisión y ahora está retirado, Héctor Estévez, que sigue poniendo coreografías, y también trabajó mucho en televisión, Juan Carlos Berardi, que se radicó en Brasil, Carlitos Martínez y Eduardo Paz. Ana intentó una cosa muy importante, que fue que nosotros fuésemos bailarines de todo. Es decir que nosotros podíamos ser bailarines de concierto, o bailar en el TEATRO CERVANTES o en el TEATRO ASTRAL, podíamos hacer una comedia musical como fue Simple y maravilloso o hacíamos lo que en esa época se llamaba boîte, y hoy se llama boliche o disco, no sé. Las boîtes eran lugares donde la gente iba a pasar un rato, tenían show y después se bailaba. Nosotros hacíamos boîte en el EMBASSY, que tampoco existe más. También hacíamos televisión, temporadas enormes, en la época en que no había video, es decir que los programas salían en vivo. Se preparaban durante toda la semana y se hacían. Después se volvía a preparar otro programa y se hacía. Los programas eran de danza, pero generalmente tenían un hilo, un argumento. Hubo uno que se llamó 

Estaba ubicado en Suipacha al 600. 91

Drama en la ciudad que era sobre una mujer que se suicidaba. Después había otro que era una especie de transposición de uno de los shows que hacíamos en el EMBASSY, que se llamaba Puerto tropical con danzas tropicales, con mambos, era muy lindo. Otro programa se llamó La modelo, sobre la vida de una modelo de ropa. Es muy difícil explicar cómo era trabajar con Ana Itelman. Era muy incisiva. Si algo que nosotros hacíamos no le gustaba, o le parecía que estaba mal, decía que era una porquería. A veces era muy traumático. Yo supongo que con los años debe haber cambiado, o no, no sé, porque yo después no volví a trabajar con ella. Cuando se fue a Estados Unidos no trabajé más. Pero en aquel momento no le permitía a la gente elaborar la cosa. Ella necesitaba que todo saliera perfecto, aquí y ahora. Pero no todos tienen velocidad. Yo no era una bailarina veloz. Es decir yo hacía las cosas, pero después iba elaborando. Otra gente es distinta. Pero ella no entendía demasiado esas diferencias. Entonces las cosas eran medio torturantes. De todas maneras se aprendía cualquier cantidad, porque era una mujer enormemente creativa, con una gran inteligencia. Además tenía de nosotros, de esa compañía, toda nuestra admiración. Sin embargo, en determinado momento fue muy ingrata. Porque cuando decidió irse a Estados Unidos, nos reunió a todos, y nos dijo que no iba a seguir con la compañía; que se iba a Estados Unidos y que por fin iba a poder montar obras con bailarines que le respondieran. Un grupo de nosotros formamos lo que se llamó el SEPTETO DE DANZA. En canal siete había un programa que se llamaba Noches de ballet, que auspiciaba Pozzi. En esos programas la parte clásica estaba cubierta por Esmeralda Agoglia y José Neglia, pero la parte de danza moderna siempre la cubría el SEPTETO. Ahí hicimos largas temporadas. Las coreografías las hacía quien quería. Yo no, porque en esa época sostenía que era más bailarina que coreógrafa. Coreografiaban Héctor Estévez, Marta Jaramillo, Noemí

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Fredes, teníamos una coreografía de Renate Schottelius llamada Estamos solos, y Lía Labaronne. Después Lía se fue porque quería seguir con su carrera solista. Cuando vino Dore Hoyer al país y empezó a dictar clases en La Plata, todos íbamos allí. Algunos tomaban más clases que otros. Yo, por ejemplo, tomaba pocas clases porque ya, en ese momento, era profesora de la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS y también dictaba clases en la FACULTAD DE DERECHO, en el Departamento de Deportes. Además, dictaba clases de movimiento para actores en el INSTITUTO DE ARTE MODERNO. Por lo tanto, tenía una vida muy complicada. Entonces sólo podía ir una o dos veces por semana. Por fin Dore seleccionó a la gente para formar un grupo. Ahí prácticamente destruyó al SEPTETO, porque eligió a bastante de sus integrantes, yo incluida. Pero Héctor Estévez y yo le dijimos que no, porque ella quería exclusividad y nosotros le dijimos que queríamos seguir estando en el SEPTETO. Para ese entonces en el SEPTETO estaban además Ana Labat, Angó Domenech, Oscar Aráiz, Noemí Fredes, Susana Ibáñez y Marta Jaramillo. De todos estos se fue un grupo bastante importante, y nosotros quedamos prácticamente desmembrados. Teníamos que empezar todo de nuevo, con nueva gente. En ese momento no había mucho interés; el mayor interés estaba centralizado en Dore Hoyer. Cuando con Héctor le fuimos a decir que nosotros sí queríamos estar con ella, pero que íbamos a seguir con el SEPTETO, nos contestó que no se podía servir a dos amos. Le contesté que el SEPTETO era yo y no un amo. No nos pudimos entender y entonces, ni Héctor ni yo participamos de esa compañía que ella formó. Después de eso, casi simultáneamente, se forma la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, que fue un movimiento sumamente importante en Buenos Aires, porque reunía a los clásicos y los modernos que en ese momento estábamos en el candelero. Se hacían funciones una vez por mes, que casi siempre eran estrenos; había muy pocas reposiciones. Ahí bailábamos toda la gente que bailaba en el TEATRO COLÓN y toda la

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gente de danza contemporánea que los coreógrafos quisieran. Porque había una comisión a la que uno le presentaba el proyecto y si ese proyecto era aprobado había que montar una escena o una parte del ballet. Ellos lo veían y lo aprobaban o no. Yo presenté un proyecto con una compañera mía que era bailarina, Beatriz Amábile. Una obra que se llamaba Cuento de un amor burlado con música de Praetorius que se aprobó, y un diario que se llamaba El mundo de la danza, la mencionó como la mejor coreografía de danza moderna del año. Esto fue en el año sesenta y cinco. Los decorados y el vestuario eran de Mabel Astarloa, otra bailarina que trabajó mucho tiempo con Oscar Aráiz. Después, también con Beatriz Amábile, hicimos una obra de Gastoldi que se llamaba Balletti per cantare e suonare e ballare, con un telón y vestuario de Ibo Oyola Ortega. También presenté con Rodolfo Dantón Cuatro temperamentos, y nada más. Pero como bailarina participé en muchísimas obras que se hicieron para esa ASOCIACIÓN. Bailé las obras de todo el mundo. De Renate Schottelius estrené Recordad el amor. Después estrené En la búsqueda, que es una obra de Rodolfo Dantón y también de él estrené Estudio para un melodrama, una obra sin música, y Tres negros spirituals. Bailé en la reposición del Tango de Beatriz Amábile y Doris Petroni. También en una coreografía de Beatriz Amábile que se llamaba América, con poemas de autores latinoamericanos. Y otros estrenos de Renate como Galería humana y Credo. En Consagración de la primavera de Oscar Aráiz hacía la germinación, con una pollera enorme. También de Aráiz estuve en El Unicornio, la Gorgona y la Mantícora donde hacía la marquesa. Hice la Electra de Juan Falzone y Amor humano de Susana Zimmermann. También estuve en la reposición de Bernarda Alba de Ana Itelman, donde hacía una de las hermanas.

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En aquel momento, aparte de todo lo que hacía, de todas las clases que dictaba, trabajaba bastante en teatro. Por ese entonces se montó una comedia musical en el EMBASSY, que se había convertido en teatro, que fue bastante importante. Se llamaba Paren el mundo, quiero bajar con Osvaldo Pacheco y Mabel Manzotti que eran muy jóvenes. Tenía un coro de mujeres que hacían de todo. Ese era esencialmente mi trabajo. Hacían de máquinas, hacían de obreras, hacían de empleadas, de señoras, hacían de todo, es decir se iban cambiando los personajes. Eso lo dirigió Martín Clutet. Por aquel entonces se formó el BALLET DEL SAN MARTÍN. Oscar Aráiz me llamó para que rindiera un examen. En ese momento el director del teatro era César Magrini, quien fue el que prácticamente echó a AMIGOS DE LA DANZA. Yo estaba muy enojada porque se portó muy mal. Él hubiera podido construir con lo que ya existía, seguir construyendo, y no hacer lo que las razones políticas hacen eternamente la República Argentina: se acaba una dirección, viene la otra, barre con todo lo anterior y pone una cosa nueva. No estaba enojada con Oscar que es un tipo enormemente talentoso, pero sí con la actitud de Magrini. Oscar me llama para que rinda un examen y yo le digo: "Oscar, para qué querés que yo rinda un examen, si vos ya sabés." "Lo que pasa es que está Magrini, está éste y está el otro", algo así me contestó. Pedían una clase de danza clásica y una clase de danza moderna. Yo le dije que no iba a rendir ningún examen. No sé, tal vez estuve mal yo; fue un rasgo de orgullo que nunca jamás tuve, pero no me gustó. Además exigían el tiempo completo del bailarín, y yo siempre tuve que trabajar para vivir. En mi casa hacía falta el dinero que yo llevaba, y en ese momento yo tenía muchas horas en la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS. Entonces no podía decidir sobre algo incierto, ya que no sabía si eso iba a seguir o no. En ese momento no se hablaba de sueldo, no se hablaba de nada. Después lo tuvieron, por supuesto. Aunque le dije que no, yo le daba todo mi apoyo, porque a mí me gustaba mucho trabajar con Oscar, nos entendíamos muy bien. Así que

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no entré a esa primera compañía de danza, cosa que lamento enormemente porque hubiera sido volver a hacer una rutina. A tener la danza como profesión fundamental. Cuando se termina AMIGOS DE LA DANZA, algunos de nosotros formamos un grupo: Edda Aizemberg, Beatriz Amábile, Rodolfo Dantón, Doris Petroni, Susana Zimmermann, y yo seguimos bailando. El grupo se llamaba GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA. Trabajábamos muy bien, ensayábamos y hacíamos las obras. Trabajamos mucho en el INSTITUTO DE ARTE MODERNO y en el TEATRO CERVANTES. Los grupos siempre se armaban y se desarmaban de pronto, porque no se podía seguir. Entonces cuando se formaba un nuevo grupo, a veces con la misma parte de la gente, se lo llamaba de otra manera. Para esto desde el sesenta y ocho hasta el setenta y ocho, viajaba una vez por semana a La Plata y ahí dictaba clases de movimiento para actores, en el seminario teatral bonaerense que dirigía Juan Oscar Pont Ferrada. Simultáneamente, en el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN, Juan Falzone tuvo la oportunidad de crear un ciclo que duró bastantes años, que se llamó Expodanza. En ese ciclo bailamos casi toda la misma gente que había bailado con la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, más otros grupos. Ahí empieza una especie de eclosión de grupos en la capital. En ese ciclo bailo obras de Juan Falzone, de Rodolfo Dantón, de Marta Sol Bendahan y de Alicia Muñoz. En ese lugar, creo una coreografía sin música donde hago la descomposición de la palabra “palabra”. Eran tres escenas, donde digo palabra con distintos tonos. Después, para ese mismo ciclo, estrené un espectáculo que se llamaba Perfiles en el que empezaba hablando. Me iba cambiando en el escenario, poniendo y sacando cosas, mientras hablaba, y luego bailaba. También bailé una obra sobre Juana Azurduy, a quien admiro mucho; una adaptación de Juana de América de Andrés Lisarraga. Y por último hice Las pulsaciones de Piazzola, con coreografía de Rodolfo Dantón.

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En el año setenta y tres a Pont Ferrada lo nombran director del TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN y me invita a hacer una función yo sola. Yo en ese momento tenía muchas ganas de trabajar sola para probar qué podía hacer. Entonces hago en la sala Casacuberta, ese último espectáculo que había hecho en el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN. Tuvo bastante éxito. En el setenta y cuatro, me invita de nuevo Pont Ferrada y lamentablemente tengo un desprendimiento de retina y a casi una semana del estreno de un nuevo espectáculo, no lo puedo hacer. Estuve bastante tiempo sin bailar, sin moverme y sin dictar clases. A pesar de que me habían dicho que no iba a poder dictar más clases, ni hacer nada, ningún tipo de movimiento forzado, un médico genial, que ya no está más con nosotros, me fue siguiendo, y pude empezar a moverme de nuevo, a dictar clases y a entrenarme. Juan Falzone tenía un ciclo en el TEATRO PRESIDENTE ALVEAR, que no me acuerdo cómo se llamaba, y yo bailo allí varias obras de Rodolfo Dantón. Y bueno, todo ese tipo de trabajo se sigue haciendo hasta que a principios del setenta y nueve a mí me invitan a dirigir la ESCUELA MUNICIPAL DE DANZAS de Mar del Plata. Y me voy a vivir allá. Bailo para el CONSEJO ARGENTINO DE LA DANZA que hace una función en Mar del Plata y viajo de tanto en tanto a Buenos Aires porque siguen los ciclos que dirige Juan Falzone. Bailo en el TEATRO ALVEAR hasta el ochenta y uno, ochenta y dos, y ya después no bailo más, me dedico a hacer coreografías. Formamos con Marta Sol Vendan, que es una profesora que aunque es de Buenos Aires vive en Mar del Plata, un grupo que se llama GRUPO TALLER DE DANZA, que fue el primer grupo de danza contemporánea que hubo en Mar del Plata. Hoy son las mejores bailarinas que hay en esa ciudad, incluso ganamos un premio Estrella de Mar. Este grupo funcionó desde el ochenta y cuatro hasta el ochenta y siete.

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Yo fui fundamentalmente intérprete. A mí me da la sensación que la cosa es ahora muy distinta. Ahora todo apunta más a la cosa técnica. A mí me importaba mucho resolver los problemas técnicos, pero en general trataba de escuchar, de no tener preconceptos, de no opinar sobre eso que estaba escuchando, sino tratar de entender, aprehender aquello que me estaba diciendo el coreógrafo. La persona más difícil para entender, porque no era clara, era Ana Itelman. Ana era una mujer que hablaba mucho y decía muchas cosas. Era muy poco clara. Entonces uno tenía que tratar –y eso a mí me sirvió muchísimo– de tirar algo y ver si ese algo estaba en el camino, o no. Pero lo fundamental con todos los coreógrafos es que yo trataba de quedarme lo más puramente posible frente a él. Tratar de entender qué es lo que quería que yo dijera con eso que me estaba marcando. Eso es lo más importante, lo que más me importó en la vida, y lo que más me importa cuando estoy frente a una clase con gente que está tratando de aprender algo de lo que yo puedo darle. A mí me importa mucho el ser humano que tengo enfrente, sea coreógrafo o alumno. Yo no pienso que tengo alumnos, yo pienso que tengo seres que en ese momento tengo en mis manos y que tengo que hacer algo con ellos. Me importa entender cuáles son sus necesidades. Lo que me importa es que esa persona que está tomando clases conmigo llegue a ser tan sensible como para poder gozar del arte, vaya a ser bailarín o cualquier otra cosa. Es decir, a mí me importa formar seres gozadores del arte. Una cosa que no conté es por qué me llamo Estela Maris. Mi verdadero nombre es María Estela Sirolli pero me lo tuve que cambiar porque la familia de papá estaba horrorizada. Me catequizaban, me sentaban y me decían: "Vos, que sos una muchacha tan buena, por qué no aprendés." Claro, en la época en que yo era jovencita lo que había que aprender era a cocinar, a coser, a bordar y todo ese tipo de cosas. Pero yo, nada,

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muy lejos de todo eso. En ese sentido salí mucho más a la familia de mi madre, que también sabían coser y bordar pero... tenían inclinaciones artísticas. 25 de marzo de 1996

Estela Maris vive en Mar del Plata. Trabaja como maestra de danza y maestra de movimiento para actores. Hace algunos años ha dirigido y editado un importante video documental sobre la historia de la danza moderna en nuestro país.

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IRIS SCACCHERI

Yo creo que la danza no se puede hablar, hay que verla. Y la podemos ver a través de la historia o de la plástica. Yo voy a ver a Miguel Ángel y en cada movimiento de sus dibujos, veo danza detenida, que me habla de la historia del hombre. Cuando empecé a bailar, dicen que tenía menos de tres años –y me acuerdo como bailaba–, lo que me invitó a hacerlo fue estar en medio de un pasto alto, viendo cosas que se movían y escuchando sonidos de grillitos. Yo no sabía lo que era, pero eso me empezó a hacer mover. No sé si fue al pisar el pasto o al meterme dentro del pasto. Y esos sonidos hacían nacer en mí algo que se llamaba movimiento. Ya tenía un sentido. El segundo sentido fue cuando –me acuerdo muy bien–, vi que un pollito salió corriendo y no sé por qué dio una vuelta; y yo hice lo mismo. Por supuesto en mi casa escuchaba música clásica, música de todos los países. Tenía una hermana que tocaba catorce horas el piano, otra que recitaba y otra que cantaba, y bueno..., creo que todo ese ambiente me hacía creer que la danza era lo que estaba faltando. Pero no es que me condicionó el deseo de cubrir un lugar que todavía no estaba cubierto, nada que ver. Si yo me ponía a pensar que tenía que bailar, no entendía nada. Yo bailaba primero, y creo que debe ser así. Creo que el músico nace músico y después, a veces, lo descubre y mucho después sabe que ya no podrá cambiar de camino; y para el bailarín es lo mismo. Lo que sucede, lo que está pasando con la danza en estos momentos en el mundo entero, es que en el fondo creen que no pertenece a algo tan grande como puede ser el Arte con mayúscula, sino que ha entrado o en el plano del entretenimiento, de la acrobacia, o en el plano de la búsqueda intelectual de no sé qué. Y no pasa mucho, no pasa nada, porque la emoción en el arte está primero. No es una emoción simple, es una emoción que hace que al ser entero uno lo pueda tomar, por eso es que ya no pertenece

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ni siquiera al que lo produce. Y en ese momento ya sea a través de la danza, a través de la pintura, o a través de la música, en ese momento, juntos, podemos estar en otra dimensión. En el momento que la danza pierda la fuerza de dar esa dimensión, no existe. Sí existe para ir a una fiesta el sábado, para jugar, para entretenernos, para ver algo muy lindo, no sé si bello. Porque personalmente, cuando veo un sapo, más, un escuerzo, que son bastante feos, según como se muevan, su movimiento me parece bello, pero no me dice nada. Ese mismo movimiento hecho por un ser humano puede decirme todo. Cuando alguien me pregunta si hubiera cambiado, si hubiera hecho otra cosa a pesar de todos los inconvenientes que tuve, que tengo y que seguiré teniendo, contesto que no, que no puedo. Primero porque creo que cuando ya estaba bailando y después, cuando tomé conciencia, me di cuenta que me sentía en lo más pleno de mi vida. Entonces como nací para vivir, si bailar, para mí, es vivir, no podría dejar de hacerlo. "¿Y cuándo pensás dejar de hacerlo?" es otra de las preguntas. No sé cuándo lo empecé, por qué voy a saber cuándo lo terminaré. Cuando la danza no me diga más nada y no pueda decir más nada a través de mí. Porque yo creo que decir algo a través de la danza, que es un acto vivo, es una producción entre el que ve y el que hace, mucho más que el que se puede producir en la plástica donde ya hay una forma intermediaria que fue hecha en un momento dado y que ya está casi establecida. Mientras que en la danza uno puede encontrar la célula esa, la desarrolla, aparece el esquema, aparece la respiración, aparece la estructura, pero siempre una puerta abierta para producirse ese otro plano, y ese otro plano se va a producir con el que lo está viendo. Yo siempre pido, desde siempre, que cuando me van a ver bailar, que por favor se queden diez minutos en silencio, en su silencio interior. Pueden hablar, gritar, pero con su silencio interior, para ver si juntos podemos embarcarnos en esa otra dimensión que es la danza. Si a los diez minutos les produjo aburrimiento, un razonamiento intelectual o no sé

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qué cosa, pueden retirarse, pero si pasados los diez minutos todavía estamos juntos, seguro que va a pasar algo distinto. Yo empecé a bailar sola, inventando; después un día me dijeron si quería ir a aprender danzas clásicas y españolas. Yo ya bailaba danza árabe porque en mi familia es un folklore que se conservaba en las fiestas; así que yo ya me mandaba mis danzas. Y cuando fui a aprender danza clásica, me pareció hermoso que haya métodos para poder aprender danza. Me parecía increíble, y a partir de ahí, traté de aprender todos los métodos, porque todos dan algo. El que más me interesó fue el de la búsqueda del movimiento a través de la idea, y ese no lo podía encontrar en ningún lado más que en mí misma. Entonces ahí sí que me encerré mucho tiempo para poder descubrirlo. Y cada día, cada instante de mi vida cambia en la medida que vuelva a encontrar que esa misma forma me da otra idea. Cuando me preguntan: "¿Qué estilo haces?" Yo digo: "¿Qué tiene que ver el estilo?" Puedo meterme dentro de un estilo, puedo bailar español y buscar la esencia de lo español además de conocer la técnica de la danza española, pero llegado el momento, yo creo que personalidades como Isadora Duncan, que rompió todos los esquemas, Ana Pavlova, que estaba dentro absolutamente del estilo clásico, o Nijinsky, ya no se sabía a qué estilo pertenecían. Simplemente, llegaban a la danza. La danza tiene no sólo forma, la danza tiene color. Uno puede o no iluminarla, pero el cuerpo cambia de color porque la energía lo hace cambiar de color. Que el espectador lo vea o no, es otro tema, porque indudablemente hay todo un campo de desarrollo para poder ver la danza, que no se ve solamente con los ojos, sino que se siente con todo el cuerpo. Yo tuve espectadores que eran no videntes y que me contaron –tenían que estar bastante cerca de mi cuerpo–, qué bailé y por dónde fue. Lógicamente ellos tienen una sensibilidad mucho más grande que el vidente pero de todas maneras eso me daba la pauta de que existe esa otra vibración que creemos ver y

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que, sin embargo, no es solamente por la vista, sino por los sentidos y por toda esa forma que se forma. Cuando la danza se hace chiquitita y se relaciona solamente con lo inmediato, creo que como todo arte puede servir, puede gustarnos, puede hacernos intelectualmente razonar y decir: "¡Qué lindo está esto!", pero no va a marcar la historia que yo pretendo. Porque el instrumento que tenemos para estar en esta vida es este cuerpo, entero o a pedazos, es este cuerpo y es lo más inmediato, es lo más directo. Yo no creo en un cuerpo muerto que pueda bailar, yo no creo en un autómata que pueda llegar a la danza, yo no creo en un cuerpo que sea perfecto en cuanto a la línea si no es perfecto en cuanto a la línea interior, no lo puedo separar. Por supuesto yo tenía contradicciones como todo el mundo. Pero supe quedarme tranquila. Por ejemplo, con mis maestros de danzas clásicas; obedecí absolutamente. Hice la escuela de danzas clásicas del TEATRO ARGENTINO de La Plata, con todo el respeto; tuve hermosos maestros que eran primeros bailarines del TEATRO COLÓN de esa época. Algunos de ellos querían que yo viniera a este teatro a seguir mi carrera. Pero yo era todavía muy niña, vivía en La Plata y mis padres no podían dejarme sola en Buenos Aires. Además yo creo que para hacer danza tenía que saber pintura. Escribir, escribí desde siempre. Yo escribo la misma danza que hago, puede ser en términos de poesía o no sé que. Es decir, que llego a la danza por muchos puntos, y eso me ocupaba muchísimo tiempo, así que no podía ir al TEATRO COLÓN. Además estudiaba danza folclórica argentina, con sus sonidos, con sonidos de investigación, con un profesor de la universidad que era un estudioso de la lengua quechua. Entonces, yo intentaba ver si podía conocer esos sonidos y tener esos instrumentos, probarlo todo y... ¿para qué?, para la danza, para la extraña danza. Después hacía la conclusión en una danza que se llamaba, por ejemplo, Sapo pájaro. Sapo pájaro es un hombre que quiere ser sapo o pájaro; pero más allá de la descripción de sapo-pájaro, toca al hombre que tenemos

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adentro como sapo y como pájaro. Para poder llegar a eso que duraba tres minutos, tardaba dos o tres años, y además, nunca encontré la música, la tuve que inventar. Y de ahí me inventé todo un programa que se llamaba Ideas hechos, que recorrió el mundo pero que, para no meterme con problemas musicales, a toda su música le puse música anónima. Pero es mía, son sonidos míos, son ruidos míos y cosas mías que creé con un ritmo determinado. Así que siempre con mis cosas, como quieran llamarlas, creadas, coreografías. Imposible desligarme a mí de la coreografía, es decir, yo primero soy coreógrafa. Lo más fácil era tener mi cuerpo conmigo del cual me aproveché como pude. Además, con el público, desde que bailé la primera jota aragonesa, en danzas españolas, en el CONSERVATORIO VERDI, siempre me fue bastante bien. Hay una parte del público que, generalmente, me ama y por ahí alguno que no me ame e incluso me quiera pegar. Nunca lo entendí, pero me ha pasado así, en lo chiquitito y en lo grande. Estar bailando en el escenario y alguien de atrás diciéndome: "¡Fea, mala, horrible, salí, no te sale!" Y yo seguí bailando la jota. Cosas así que, después, en la misma medida, me sucedieron en el mundo. Por ejemplo, en mi gira por Inglaterra –siempre me acuerdo–, donde yo aparecía, aparecía un crítico de un diario que no lo voy a nombrar, porque no le voy a hacer honor a él, que se dedicaba a hablar mal de mi danza contra seis o siete diarios que hablaban bien. Así que ya lo esperábamos, casi yo creo que le dejaban el lugar. Era una época, en los años sesenta, en que había muchos festivales en Londres. Había festivales de música y de danza y realmente me iba muy bien con el público. Una vez que bailé en Washington, fui muy bien recibida, muy bien recibida, pero hubo un crítico que dijo que había que sacarme de todos los escenarios del mundo. Es muy cómico porque yo creo que soy una de las únicas bailarinas-coreógrafa-contemporáneas



Estaba ubicado al 700 de la calle 53 en la ciudad de La Plata. 104

que fui llevada en andas en varias partes del mundo. En París, cuando se hizo el FESTIVAL INTERNACIONAL DE LA DANZA, me llevaron en andas, aunque no gané el primer premio. Se lo dieron a un japonés. Era en el teatro donde bailó Ana Pavlova, un teatro muy hermoso, donde ahora, actualmente, se hace el FESTIVAL DE OTOÑO de música. En la Argentina, en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, creo que en treinta años del teatro, fui la única llevada en andas, sacada del escenario. Cosas muy lindas con el público para una bailarina sola. Vuelvo a mis seis años, de ahí en más, como digo, estudié teatro. Como oyente, porque era un poco pequeña. Tuve la oportunidad de estar en la ESCUELA DE BELLAS ARTES. Hasta que un buen día tuve un problema muy grande en mi pie y me dijeron que no podía bailar más. Entonces di mis exámenes en el TEATRO ARGENTINO, en el Conservatorio en ese momento, y era la despedida. Pero me tuvieron que enyesar una pierna y en mi último examen de danzas españolas, bailé la danza número cinco de Granados, con una pierna enyesada. Hice llorar a toda la mesa porque yo me inventé la danza pero la hice dentro de un estilo absolutamente español, nada más que fue de la cintura para arriba, porque si no, no podía dar el examen y perdía el año. El médico me habló muchísimo, dijo que me buscara novio, que me casara, que tuviera muchos niñitos, y qué sé yo cuánto, que no era fea, que era linda, que era simpática y le dije que se callara la boca, que hiciera lo que tenía que hacer, que yo iba a volver a bailar. Y esperé prácticamente un año y medio totalmente quieta. Les pedí a los ángeles y los ángeles me oyeron. Volví a bailar. El médico no me dejaba caminar pero me dejaba bailar. Me dejó bailar con mucha cautela, que me vino muy bien. Porque yo ya ahí, a los ocho años, ya me mandaba los sesenta y cuatro fouettés. Pero entonces fue como un volver atrás. Ya no podía hacer el fouetté hacia la derecha, podía hacerlo hacia la izquierda, porque soy zurda. Tenía que ganar otros campos y me hizo bien, porque entonces me concentré en poder estudiar más qué pasaba con los movimientos de cabeza, qué pasaba con cada

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una de las articulaciones y qué pasaba finalmente cuando uno no se podía mover; si podía bailar o no. Empecé a descubrir el estatismo en la danza, la quietud externa, con dimensiones internas que debían demostrarse por medio de algo, de una uña quizás. No tenía métodos y ahí fue lo difícil. Yo, que ya había llegado a todo técnicamente, de pronto no sabía nada. Entonces llega a Buenos Aires el maestro Ernst Uthoff, con un ballet chileno fantástico. No recibía a nadie, estaba como loco, loquísimo, muy ocupado. Entonces yo me puse en el escenario y caminé de aquí para allá y él dijo: "Esta niña loca, ¿quién es?". Todavía era niña y le hice así y así con los brazos y dijo: "¡Esta niña, baila!". Y ahí vino una entrevista. Le bailé un trabajo basado en la respiración. Con la respiración llegaba a crecer, y crecía... y crecía. Era salir de la cárcel de uno mismo, decía yo, y crecía y volvía después a la nada. Le bailé eso. Yo le llamaba La masa, la nada, o el todo. Y ahí me dijo unas cuantas cosas. Como que toda forma tenía forma. Ahí nos metimos en un campo muy difícil, porque yo sostenía que las formas sin forma daban otra forma. Y bueno... le pregunté si podía ir a su ballet a Chile. "No", dijo, "tiene que tener dieciocho años", y que me aconsejaba que otra vez tomara mis caminos y tomara otra vez la danza clásica, que quizás me ayudara a encontrarme. Además me dijo que había una bailarina en Alemania que me podría entender, que se llamaba Dore Hoyer. "Si viene a Argentina", dijo, "tratá de encontrarla y bailale de mi parte". Me escribe una carta en alemán por si alguna vez venía Dore Hoyer. Yo no la conocía, no me la mostró tampoco. Un día, de pronto, muy poquito tiempo después, aparece. Algo muy extraño. Dore era así. Aparece y dije: "¡Ah, Dore Hoyer!, tengo que ir a Buenos Aires a verla." Así que me llevan a Buenos Aires. La veo, ella lee la carta, y dijo que al día siguiente me esperaba para verme bailar. Algo muy extraño porque eso no era su costumbre. Fui. Ese día llovía. ¡Qué día! Me tuve que llevar un viejo grabador y bailé en el TEATRO ÓPERA porque Dore Hoyer estaba haciendo sus recitales en ese teatro. Le bailé

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La masa, otra vez lo que me había indicado Uthoff, y le bailé una obra que se llamaba Extranjero uno, con percusión hecha por mí. Dore Hoyer se levantó de la butaca, vino, me abrazó, lloró y me dijo que algún día quisiera volver a Buenos Aires, porque ella pensaba que en Sudamérica iba a nacer la danza del tiempo futuro. Y se fue. Pero me dio unas indicaciones muy interesantes. Entre ellas que viera a Inge Bayerthal que enseñaba en Uruguay. Yo estaba terminando mi secundario, estaba terminando las otras escuelas que me había organizado: pintura y todas esas cosas, pero fui a Uruguay y ahí me quedé con Miss Bayerthal. Las otras cosas las terminé cuando y como pude. Bayerthal enseñaba el método de la gimnasia consciente a partir de los movimientos de nuestros músculos, de los huesos, tal cual ellos habían sido señalados por la naturaleza. Era fantástico. No podía creer que eso existiera. Además, técnicamente hablando, llegar a una visión del cuerpo impresionante e interminable. Entonces, cuando me dicen: "Y vos..., ¿cuánto vas a bailar?" Yo les digo: "¡Y qué sé yo!" Porque las células tienen, cada una, su señal y su historia, y hasta que termine de descubrirla, no se qué tiempo me va a llevar. Y cuando me dicen: "¿Pero cuánto hace que no bailás en una función?" "¿Y qué sé yo? ¿Para qué? ¿Qué importancia tiene?", contesto. Tiene importancia en la medida que el otro quiera verme, pero en mi medida yo ya estoy bailando para el otro. Si no me ve, es un accidente. "¡Pero no vas a vivir doscientos años!" "No, no voy a vivir doscientos años...; no sé, capaz que vivo cinco, dos, tres, uno, un rato..., pero ese rato va a ser entero, con un cuerpo a pedazos pero entero en sí mismo." Es como el jorobado que es un perfecto jorobado en sí mismo. Es como el absoluto del que habla Ernesto Sábato, el absoluto del instante. Es como tener el entero, pero no por una comidita superficial, sino por una comida que da energía para otros. Porque la danza, si el cuerpo llega realmente a hacerla, no es algo como puede ser la

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acrobacia que uno ve, pom pam pim, pero uno no lo hizo. La danza debe dar la sensación en el que la ve, que también estuvo en eso, porque no es sensación, es realidad. Usted puso energía para ese traslado. Cuando uno sale de un espectáculo de danza muy contento, pero tanto en el cuerpo como en la mente de uno no cambió nada, eso fue un espectáculo, pero la danza no pasó en ese momento por el escenario. Y a veces eso lo vemos realizado en un niño. Yo invito mucho los niños a bailar. Ustedes notarán que si les hacen despertar esas ganas de bailar, en ese momento ellos tienen una fuente de energía que les da la danza, y ahí nos acordamos qué es la danza: el niño o el dios, en el medio no pasa nada. Puede pasar, puede tener éxito, pero la danza... ¿la llegó a tener? ¿Y se la llegó a hacer tener a usted? No sé, yo digo que es así, pero no lo digo por mí, lo digo cuando tengo posibilidad de ver a otro, lo digo objetivamente. Es más difícil saber y ver pintura que ver danza. Cuando dicen: bueno..., es para un grupo determinado, digo no, no es así. Si usted está vivo, la danza es para todos; es el arte más fácil para todos. Con Inge estudié doce horas diarias, me trató bárbaramente. Tenía que volver a aprender que no mover un pie o moverlo ahí, servía para algo. No solamente dentro de un trabajo, sino como técnica. Que hacer un dégagé en clásico o hacer un adelantado de brazo, si lo hacía mal rompía el espacio. Me llevó mucho tiempo, pero la verdad, fue volver un poco a mí misma, es decir a esa base primera que tenemos. Más adelante volvió Dore Hoyer a la Argentina y preparó un ballet en el cual estaban Oscar Aráiz, seis o siete más y yo. Pero debo confesar que fui la peor tratada. No se sabe por qué, pero nunca acertaba con el ritmo. Porque yo tengo una forma distinta de tratar la música. Cuando yo trabajo con un músico, que lo hago en muy pocas oportunidades, en ese caso me pongo absolutamente dentro del ritmo. Pero cuando tengo oportunidad de trabajar, por ejemplo, con la organista Adelma Gómez, o con guitarristas, o con algún pianista excepcional, entonces ya le digo de antemano que yo hago otros ritmos sobre el

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ritmo musical. Pero claro, en ese momento, yo no lo tenía consciente. Dore proponía un Bach absolutamente dentro del equilibrio Bach y yo hacía otra contraposición y yuxtaposición y contrapunto de los ritmos. Hasta que decidí hacer Bach-Bach, entonces ahí nos llevamos muy bien. Llegó a conclusiones con sus dos obras y se fue. Pero lo que sucedió es que yo fui a Frankfurt un año después para estar como primera bailarina en una obra que ella hacía en el teatro que se inauguraba en ese momento para hacer la obra Fausto. Lo interesante fue el reencuentro con Dore. Ella hacía clases en un estudio de Alemania y yo recibía esas clases, es decir, clases privadas. Ella hacía clases para ella sola y yo la seguía. Fue nuevamente un encuentro con Dore y ahí descubrí otras cosas: sus ejes, sus extraños ejes, sus extraños trabajos de la pelvis con relación a la dimensión, a la cuarta dimensión que puede dar la danza. Sus locuras con respecto a los aflojamientos de las falanges, a la llegada más allá de un metatarso, que inmediatamente lo llevaba a una idea de danza. No voy a contar la historia de Dore, pero sería interesante porque creo que nosotros, los de mi época, tuvimos tiempo de encontrar la danza de Dore Hoyer, que marca un tiempo muy importante, en Alemania y en Argentina. Eso se verá con la historia. Así como otros tuvieron oportunidad de ver a Winslow o a los Sakharoff y a otros que venían, que dejaron muchísima influencia en la Argentina. De ahí en más empiezan mis giras en Europa. Extrañas giras. Primero porque una bailarina solista es algo bastante difícil. Un empresario no se arriesga porque si se enferma es algo problemático. Yo batallé con dos cosas: una, la línea que yo le llamo de Ideas-hechos y Oye humanidad; y otra, la línea absolutamente musical con cosas que la gente ya conozca, como la música de Carmina Burana, que todavía la hago. Las formas que utilizo en Carmina Burana son a partir de la danza clásica. Por eso, a veces, soy discutida porque creen que mis formas son viejas. "Ya no estamos en eso", me dicen los de danza contemporánea, y yo me sonrío porque creo que, en danza, no se

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puede estar definitivamente en ninguna línea. Como estudio, el estilo en danza me parece fantástico, pero en el momento de la creación coreográfica no tiene importancia. Lo que tiene importancia es la idea que tenemos que dar, lo que queremos decir, lo que tiene que pasar más allá de lo narrativo, de lo descriptivo. No importa qué forma se necesita, sino utilizar la que se necesita. A veces someternos a un estilo nos hace someter la danza, lo cual me parece terrible. Yo tengo tantas anécdotas. Porque una bailarina que va a bailar desde el teatro más chiquitito a los espacios más grandes, se encuentra con gente muy distinta, ya sea antes o después del espectáculo. Por ejemplo, La muñeca era una obra que hablaba de la mujer, que la estrené en el FESTIVAL DE LA RISA, en Dinamarca. En realidad yo me reía de esa mujer que se entregaba y se transformaba en muñeca pero era muy triste, una risa triste. La bailé en Dinamarca y me fue bien, todo muy bien, todo bárbaro. Luego la traje acá. Pero un día fui a Tucumán a un teatro muy lindo, muy lleno, y vino una mujer, muy bella, con un traje muy bello, toda bella y me dijo de todo. Me dijo que le había arruinado la vida porque al ver ese trabajo, ella sintió que era eso y que en un solo instante se había acabado todo lo que había tratado de construir en su vida, se dio cuenta que había sido nada más que una muñeca. Yo le llamé La muñeca por llamarle "la cosa" y, sin embargo, eso lo hice con música de Soler tocando castañuelas, donde doy vueltas, girando, zapateando, y al final se empieza a deshacer toda y se deshace. Esta es una anécdota triste para mí. Paralelamente, en ese mismo lugar de Tucumán, salgo a la calle, voy caminando, y de pronto un auto frena y un señor me mira y me dice: "¿Usted es Iris?". "Sí", dije yo. Yo creí que me iba a pegar y me contesta: "A mí no me gusta la danza, pero tuve que ir ayer, tuve que ir, y si la danza es eso, me cambió la vida. Porque hace mucho que no pintaba y anoche cuando volví tuve que pintar toda la noche y me di cuenta que es lo que quería

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hacer." Había visto La muñeca. Para mí, esas son cosas fundamentales y que en ese momento, no sé si viene uno o vienen dos mil o veinte mil a verme, ya no tiene importancia, en ese momento digo, ¡vale la pena! Cuando en Buenos Aires me cerraron las puertas –a todos nos cierran las puertas en todas partes del mundo–, pero bueno..., estaba muy triste. Había bailado en el TEATRO COLÓN, muy bien, y quise volver a bailar. "Ya bailó", me dijeron. Entonces me fui caminando desde ese teatro hasta Constitución, porque yo vivía en La Plata. Fui caminando. Mientras caminaba, decía: "¡Qué lugar! ¿Qué es este lugar? ¿Dónde está el lugar? ¿De quién es el lugar? Lugar, lugar, lugar. Tome leche, tome leche, tome leche que hace bien. Digamos más, digamos más, digamos siempre más. Derecho, derecho, el verde, el rojo y el amarillo. Digamos más, digamos más. El verde, el rojo, el amarillo. Digamos más, siempre más, siempre más." Y así... llegué a Constitución y claro, caminando llegué a una obra que se llamó Oye humanidad. Cuando subí a ese tren yo me sentía bien porque había encontrado la respuesta a esa negación. Porque creo que en realidad las negaciones se pueden transformar en positivas. Y en ese momento, cuando caminaba, dije: "Qué bien, yo también puedo transformar las cosas en positivo." Porque puedo asegurar que ese día era para llorar. Cuando yo cuento las cosas negras que me pasaron o cuando uno las vive al lado mío, porque accidentalmente tiene que acompañarme, a veces son tan duras que no se las puede soportar. Todos quizás vivamos así, tal vez, no sé, pero a mí me tocó vivir en mi mundo, un mundo muy duro. Pero me las arreglo con la naturaleza, no sé cómo, para poder seguir, porque creo que la danza o el arte sostiene a uno más allá de esas cosas que nos pueden suceder. Llegué a Oye humanidad y se la ofrecí a Roberto Villanueva que estaba en el INSTITUTO DI TELLA, un espacio absolutamente nuevo, totalmente extraño, totalmente distinto. Con un escenario muy poco profundo. Yo me veía como un tronco caído con muy

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poco fondo. Ahí hice Oye humanidad, y no saben todos los que me vieron. Desfiló tanta gente hermosa por ese lugar..., era hermosísimo. Lo hacía a las once de la noche. Empecé en el mes de septiembre, creo que fue en el día de la primavera, y llegué a diciembre, así, con toda tranquilidad. Siempre era distinto. Vinieron muchísimas personas de teatro que no me conocían, que jamás hubieran ido al TEATRO COLÓN o a otro teatro y, allí, fueron. Después lo bailé en una especie de café, en Suecia, donde todo artista de éxito después de la función, a las dos de la mañana, pasaba por una pista de arena donde había un pequeño espacio y algo tenía que hacer. Se llenaba muchísimo. Luego bailé en Amsterdam, en un festival "off". Yo tengo la mala costumbre de bailar en un festival sagrado, institucional y después me invitan a un "off", y voy. Muchas veces no sé dónde. "¿Habrá escenario? ¿Habrá luces?" Y... no sé, pero algo haremos. Y resulta que ahí va esa gente que no va a ir jamás al otro teatro, y a esa gente no me la puedo perder. Entonces bailé allí también. Y yo no sé si en la pausa había marihuana, o algo por el estilo. Yo bailaba una obra que se llamaba Se hizo carne. Cuando estaba en lo mejor, cuando toda la gente estaba conmigo, se sube un joven. Subió un joven al escenario y empezó a imitarme. Pero no estaba borracho, estaba drogado. Y yo, en uno de los saltos que di, le di un empujón tan grande que fue a caer fuera del escenario, arriba de dos o tres personas. Pero yo no me aparté de la danza, yo hice a ese empujón, parte de la danza. Entonces alguien me dijo: "¡Qué bien! No sabía que habías agregado ese motivo." Entonces, no creo que haya sido accidental. Yo pongo la mano acá o aquí, pero si la energía que en ese momento produje es más grande o quizás más pequeña, o si hay un accidente, por ejemplo que cae algo y me pega, no voy a paralizarme, sino que recibo ese golpe para aprovechar la energía. Y eso, no sólo en el sentido físico, sino, por supuesto,

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en lo que va dictando el público. Yo trabajo mucho con el público y separándome de mi misma para sentir al público y a mí. A veces leo cosas fantásticas u horrorosas y otras veces bellas. Es muy fácil quedarse arriba del escenario y no dejar participar al público, porque es muy difícil estar arriba del escenario y hacer partícipe al público y llegar hasta el final. Eso es una técnica. ¿Cómo fue la experiencia del homenaje a Dore Hoyer? Bueno, Dore Hoyer quería dejar de bailar. Yo la había dejado de ver porque volví a Argentina. Después, fui a otros lugares de Europa, como por ejemplo España. Una vez yo tenía unos días de descanso y volví a Frankfurt para ver a unos amigos. Allí, un día de muchísima nieve, veo un cartel que decía: "Hoy Dore Hoyer, sólo hoy". Entonces paso por la puerta y la encuentro a ella con un músico y me dice: "¡Ah! te dejo una entrada." Hacía mucho tiempo que no me veía. Agregó: "Y mañana quiero verte, porque quiero enseñarte el Bolero por si me muero, y lo vas a hacer después." Habíamos hablado algunas veces de eso, porque ella no dejó a nadie sus coreografías. Lo que ella bailaba, ella creía que nacía con ella y moría con ella. Bueno, entonces nos metimos a trabajarlo, pero me exigió algunas cosas. En Bolero ella hacía ocho minutos, con piano, en un mismo punto y cerca del piano. A mí me dijo que tratara de hacerlo con la orquesta durante catorce minutos y medio. Ella gira hacia la derecha y yo giro hacia ambos lados, pero mi preferencia es hacia la izquierda. Entonces me dijo: "Bueno, hacelo hacia la izquierda." El otro problema es que Dore tenía los codos hacía adentro, es decir, formaba una equis y yo no, yo soy recta, y eso le daba en el momento otra forma. También me enseñó la tocata de Bach, un tango que ella quiso recuperar e Historia de una amiga, que se trataba de una amiga de ella que había muerto en Alemania, a la que había querido mucho. Era con música de Mahler. Bueno, yo lo dejé todo y me dijo: "Cuando me muera, lo hacés." Resulta que quince años después, llego a Berlín y ese día Dore bailaba allí.

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Era un lugar para mil personas y había seis, siete, de los cuales aplaudimos nada más que dos, un señor en una punta, y yo. Después no sabía si ir a saludarla, porque Dore era de carácter muy difícil y cuando me vio ahí, debajo de la nieve me dijo: "¿Así que andás con hombres vos? Estás con un gran amor, ahora, y la danza no tiene tiempo." Te hacía unas mezclas y unas referencias... humanamente siempre tan difícil. Ella era todo una agresión porque era una agresión para sí misma. Por ahí se castigaba cuando no le salía algo. Se pegaba con algo porque no le salía la danza. Total que ese día la veo bailar así y algo me dijo: "Andá a saludarla al camarín, no como persona, como arte." Yo sabía que estaba llena de amigos, amigos muy queridos, pero fui. Estaba sola, sola y llorando y me dijo: "Iris, la danza se terminó para mí. No te olvides lo que te pedí." Y yo hice un gesto muy significativo que es tirarme hacia el suelo y besar sus pies, para darle la fuerza que necesitaba y me dijo: "Gracias, pero ya terminé." Quince días después, Dore se mató. Pero fue algo extraño porque, aquel día, yo me encontré en el pasillo, con alguien muy, muy querido por ella, que me dijo: "Dore salió con el ensayo" y yo pensé, ¡qué horror! Si estas son las columnas para que nos sostengan, para poder seguir buscando y dando el arte... qué tristeza. En ese momento pensé, nunca me voy a olvidar que el día que yo deje de amar el arte, lo dejo de amar yo. Pero no porque mi ser más querido me lo diga. Y aunque me diga no se te terminó, si yo creo que se terminó, se terminó. Esas definiciones tan importantes son de uno mismo. Bueno, Dore se suicidó y yo realmente quedé muy triste, sola en una habitación, perdida. Alguien me dijo que salió una nota grande que decía que Dore terminó sola porque quería estar sola. Sí, yo también estoy sola, todos estamos solos, estamos solos en la medida que nos quieren romper lo que sabemos que vale. Si no podés estar acompañado todo el tiempo. Y tardé veinte años. Empecé a soñar con ella –mis sueños son raros–, y dije... bueno está bien, llegó el momento del homenaje. Entonces fui a Alemania y hablé con una

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amiga de ella, también bailarina, maestra, formadora de gente en Alemania y le dije: "Quiero hacer un homenaje a Dore." Entonces elegí a Susanne Linke, fui y le hablé. Susanne vino acá, a Buenos Aires y empezó el homenaje. En realidad iba a ser para el FESTIVAL DE BERLÍN, de larga data, que cumplía años de su creación. Hacían un gran festival internacional y entonces, era un buen eslabón para Dore, para entrar otra vez en la historia, porque estaba olvidada. Pero luego se hizo en Buenos Aires, en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Ahora estoy haciendo más de lo mismo, que para mí no es lo mismo. Lo que pasa es que decidí hacer alguna dirección actoral, porque lo que pasa es que yo puedo hacer coreografías para gente, impecable y puedo hacer coreografías para aquel humilde que me pide una coreografía. Porque sé que eso le va a dar bastante sentido a su vida y yo sé que sus condiciones, quizás, no sean grandes pero le da la posibilidad de bailar. Entonces le puedo hacer una coreografía a su medida. Pero si fueran otras clases de trabajo exigiría un profesionalismo muy, muy grande. Por otro lado, a nivel actoral puedo trabajar con gente, como lo he hecho en Suecia, con la línea de Bergman y con otros nuevos. Y en cine, dirigir a actores y hacer coreografía para actores. Pero actores ya consagrados, que les decís: "Póngase para arriba y ahí arriba cuénteme el cuento de Caperucita Roja al revés." Y lo hacen. O: "Salte así, tírese así y ta, ta, ta." O sea que tuve experiencias con gente de la línea de Bergman, y con el propio Bergman, que me dieron mucho. Antes me encontré con Fassbinder, en Alemania, que fue muy breve pero muy importante para mí. Es decir, lo de siempre, la parte actoral es muy importante para mí. También he trabajado con Lavelli, otro maestro, haciendo coreografías para él y bailando para él. Y he trabajado como actriz, que parece que soy interesante, en la medida que soy dirigida, aunque a mí me interesa la danza. En

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realidad siempre dije la danza..., el teatro, el teatro...., la danza, aunque alguien diga que es lo mismo, yo digo que no, que hay un abismo que los distancia. 10 de mayo de 1996

Iris Scaccheri sigue ligada al mundo de la danza como maestra y coreógrafa. Es socia honoraria del Centro de Investigación, Estudio, y Experimentación de la Danza (C.I.E.E.DA.).

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SUSANA ZIMMERMANN

Nací en Palermo Viejo, en la calle Soler, en una casa, como se solía nacer en aquellos tiempos. Mi familia es muy pequeña, soy única hija. Mi padre vino desde Ucrania y, aunque lo hizo a los doce o trece años, creo que eso marcó mi vida. Yo me recuerdo siempre en esa casa de Palermo Viejo, con un patio en el medio, y con todas las habitaciones dando a ese patio. Me recuerdo siempre jugando con una muñeca, alguna un poco rota, pero enseñándole a bailar, cosa que yo no sabía, pues a mí nadie me había enseñado a bailar. Pero desde que tengo uso de razón, lo único que yo quería era bailar y actuar. Tengo un recuerdo muy claro en que yo decía que hacía tragedias griegas. Tampoco sé de dónde lo sacaba porque ni la educación que tenía, ni la formación, ni el ámbito que me rodeaba tenía nada que ver con eso. Mi familia era más bien de médicos, abogados y amas de casa. No sé por qué apareció la danza en mí, ni cómo. Siento que nació de forma espontánea, porque nadie me lo propuso ni me lo mostró; es decir, yo nunca había visto bailar, pero ya sentía esta necesidad. Yo siempre juntaba amigos y hacía un espectáculo que era de tipo coreográfico. Y generalmente, después, recibíamos a otros amiguitos o parientes y terminábamos tomando algo; era todo un espectáculo completo, con comida incluida. Mientras tanto, yo vivía pidiendo que me llevasen a estudiar danza, pero nunca me dejaban porque yo era flaquita y, según mi familia, cosa que era cierto, yo no comía nada, o sólo caramelos. Era chiquita y no crecía; entonces decían: “¿Cómo puede ir esta chica a estudiar danza, que es una actividad físicamente fuerte?”, y por eso no me dejaban. Así pasaban los años hasta que un día un médico, a quien me llevaron para que engordara y para crecer, dijo que yo no iba a crecer nunca si no hacía un poco de actividad física.

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Entonces yo le dije que quería estudiar danza. "¡Ah! Muy bueno, eso es lo que tiene que hacer", me contestó. Ahí mi familia no pudo decir que no, porque parecía que la danza incluso me iba a posibilitar poder comer. Yo tenía una tía, Manola Breyter, que era la única que me entendía. Era una tía muy melómana y que vivía en el TEATRO COLÓN, siempre rodeada de música. Estaba enterada de toda la actividad artística de Buenos Aires y del mundo. Ella era la única persona de mi familia que podía entender esta necesidad mía, esta vocación. Entonces ella me dijo que me iba a llevar a ver todos los mejores estudios de danza de Buenos Aires, y yo podría elegir cuál me gustaba más. Y así hicimos. Un día que yo nunca podré olvidar, porque fue un día maravilloso, me llevó a los mejores lugares, donde había grandes maestros, como Cherpino o Ekatarina de Galanta. Al final, el que más me gustó fue el de Mercedes Quintana; me gustó ella, me gustó el estudio, que era maravilloso, y dije: "Acá me quiero quedar." Y ahí me quedé. En ese momento enseñaba Esmée Bulnes. Era una inglesa muy disciplinada, muy rigurosa, pero que realmente tenía una sabiduría pedagógica impresionante; seguía el método Cechetti y era capaz de transmitir el arte a un nivel muy especial. Tuve la posibilidad de estudiar un año con ella, pero después se fue a Milán por motivos políticos. A los nueve años empecé a estudiar con Mercedes Quintana, y enseguida ya estaba sobre las puntas de pie, y con un objetivo: ser bailarina clásica. Entre los tres y los nueve, fueron mis seis años de descubrir el cuerpo, y de inventar coreografías, sin saber que era un camino muy propio. Pero eso quedó ahí, en un costado, porque no tenía nada que ver con lo que estaba aprendiendo. Y así, poco a poco, fui bailando en los espectáculos que hacía Mecha Quintana, que era también muy buena coreógrafa. En ese momento ella dirigía el BALLET DEL TEATRO COLÓN. Era una persona de una gran actividad y de una gran trayectoria artística. Mi actividad con ella fue

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in crescendo; empecé estudiando dos veces por semana, hasta ir aumentando, y bueno, ya después era prácticamente todos los días. Hasta que un día, Mecha nos junta a un grupito de alumnas –aunque tenía un estudio con mucha gente–, y a un primer bailarín del BALLET DEL TEATRO COLÓN, Víctor Ferrari, y nos cuenta que la invitan a una gira por Europa, particularmente a Italia, y nos había elegido a nosotros ocho para formar parte de esa gira. Ella iba con sus coreografías y con muchos temas argentinos, música clásica argentina tipo Alberto Williams, Ginastera y también algo de tango. Para una chica de dieciséis años como yo, esto era realmente lo máximo a lo que se podía aspirar. Con eso llegué a mi casa, enloquecida, contenta y feliz, pero me duró poco. Ahí mismo me dijeron que no iba a ir a Europa, que no iba a ir a ningún lado, y que no iba a estudiar danza nunca más. Me lo prohibió toda la familia. Yo ya había perdido a mi padre hacía mucho tiempo, pero de todos modos mi madre, abuelos, el padrastro que tenía, hasta un novio, todos, absolutamente todos, se pusieron en contra. Entonces tuve que dejar. En esa época una no tenía tantas armas para luchar. Fue una etapa dura, la más dura que yo recuerde. A los dieciséis años era tronchar la carrera de una bailarina, sobre todo la de una bailarina que se postula para bailarina clásica. Fue terrible, porque no solamente no me dejaban ir de gira, sino que no me dejaban estudiar más. Era como decirme: "Olvídate de la carrera." Me prohibieron tanto ir a la gira como estudiar danzas, porque si seguía estudiando siempre podía pasar algo parecido; entonces fue como borrón y cuenta nueva. Fue una etapa terrible para mí, de gran frustración, de gran desesperación. Hoy en día creo que fue la etapa más importante de mi vida, porque esa prohibición significó, para mí, una nueva búsqueda que, seguramente, debe tener mucho que ver con mi propia metodología, con mi propia búsqueda, si no yo sería una bailarina clásica más de tantas que hay, no sé si hubiera hecho todo este recorrido que he hecho.

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Además de llorar y sufrir muchísimo, lo hacía sola, porque es difícil compartir esto; y yo casi no me comunicaba más con mis compañeras de danza, que las sentía del otro lado. Y no tenía amigas con quien compartir esto, pues las que tenía cerca eran amigas que no tenían nada que ver con la danza; así que era difícil compartirlo. Con la única, era con esa tía, pero ella tampoco sabía mucho qué hacer, porque la prohibición era de todo el resto, menos de nosotras dos. Además yo tenía rechazo a ver danza, porque si veía me descompaginaba emocionalmente, no lo podía resistir; entonces no veía. En cambio encontré una nueva ocupación que era leer sobre danza. Leía, leía, leía; todo libro que veía sobre danza lo compraba. A veces me escapaba del colegio y me escondía a leer libros de danza. Así descubrí a Alejandro Sakharoff, a quien yo había visto de chica, que escribió un libro maravilloso sobre la música del movimiento. Había hecho un recital en el TEATRO ODEÓN y me quedó muy grabado que era otro tipo de danza, que yo nunca había visto. Me impactó muchísimo. Me impactaron los dos, él y Clotilde. Todo lo que había visto de danza moderna no me gustaba. Una vez fui al TEATRO DEL LAGO a ver al BALLET WINSLOW y no me gustó nada. Me gustó Renate Schottelius, porque me pareció una bailarina exquisita, maravillosa. Era hermosísima, y bailando era una cosa exquisita; pero no me gustaron las coreografías. Lo que veía, la concepción estética, la ropa, los juegos espaciales, no me gustó nada. Y cada cosa que veía de danza moderna no me gustaba; lamentablemente no entendía. Los Sakharoff eran como una cosa emocional que me había tocado un poco más, pero en ese momento yo estudiaba clásico. Entre tanto yo seguí estudiando, leyendo, y el libro que llegó a mis manos y que me abrió la cabeza fue el libro de Isadora Duncan: Mi vida. Y ahí yo descubrí que había otro tipo de danza, que había otra puesta vital, otro compromiso con el movimiento, con la vida, con



Funcionaba en el lago del Rosedal, en Palermo. 120

las emociones, con la propuesta estética, con todo. Fue un descubrimiento impresionante y dije: "¿Todo esto, dónde estaba?" No obstante yo seguía sin bailar y sin poder ver danza, pero sabía muchísimo. Hasta que tuve que elegir una carrera porque ya terminaba mi escuela secundaria. La única carrera que me interesaba realmente era Filosofía. Además yo tenía el objetivo de investigar estética de la danza. Hice la carrera de Filosofía y Pedagogía en el Instituto del Profesorado Secundario, que en esa época tenía los mismos profesores de la facultad, y cuando tuve a Luis Juan Guerrero, que era profesor de Estética, establecí con él una gran conexión. Él estaba escribiendo su famoso libro Problemas de Estética Contemporánea. Yo tuve una larga charla con él, y le dije cuál era mi objetivo y así, poco a poco, empecé a trabajar a su lado. El primer trabajo que yo tuve en mi vida fue ser secretaria de Luis Juan Guerrero. Iba a la facultad y le hacía todos los apuntes de Estética. Ahí, en la calle 25 de Mayo, yo pasaba gran parte del tiempo. Por eso creo que tengo una deuda con la facultad; una deuda emocional, porque era la única manera en que estaba en contacto con la danza. Durante toda esta carrera, mis compañeras, que sabían que a mí me interesaba la danza, me hablaban de ello; una vez me dijeron que llegaba a la Argentina una bailarina alemana, que era muy interesante. "¿Por qué no la vas a ver?" "No, qué voy a ir a ver danza, no quiero." Es decir, yo me negaba siempre. Así pasó el tiempo y terminé la carrera de Filosofía. En ese tiempo me casé. Y un día mi marido sacó entradas para ver a Dore Hoyer, y fuimos al teatro, no recuerdo si era el TEATRO COLISEO o el TEATRO ÓPERA, pero me acuerdo que era la segunda o tercera fila. Era la primera vez que iba a ver un espectáculo de danza moderna, pero ya completamente con distancia. Y ahí fui. Tuve una especie de shock emocional, no pude parar de llorar durante toda la función, y cada cosa que veía era más impacto, más impresión, más fuerte, y salí preguntándome: "¿Y esto

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existía?" Eso era lo que yo siempre hubiera querido hacer. Fue encontrar algo que intuía, pero que no había visto jamás. Fue una revolución, y de ahí en adelante fui a buscar cómo podía hacer yo para estudiar eso. Y claro, ella no vivía en Buenos Aires, ella venía para hacer algunos recitales. En realidad, en ese momento, mi objetivo no era tanto bailar sino enseñar, porque justo en ese entonces me había juntado con una serie de compañeras del profesorado de filosofía, y también con algunas de la facultad, conjuntamente con dos psicoanalistas, y habíamos creado el primer colegio de orientación psicoanalítica de la Argentina: Maite. Mis compañeras me habían puesto a dirigir toda la parte artística de la escuela. Me pusieron un poco contra la pared diciéndome: "Vos te ponés a enseñar danza." Pero, ¿cómo? Si yo lo único que sabía de danza era danza clásica; y para enseñar danza, me parecía que eso estaba perimido. Me dijeron que buscara mi propia metodología, que tenía los elementos para hacerlo. Esto me obligó a buscar otra forma, pero yo conocía sólo ese lenguaje. Fue muy interesante porque empecé a buscar otros caminos, solita. Yo que no había conocido nada de danza moderna hasta que vi a Dore Hoyer. Así que era enfrentarse a crear algo que no existía para mí. Yo hacía ya seis años que había dejado de bailar, o sea que mi físico no estaba con el training que tenía cuando a los dieciséis años me habían elegido para ir de gira a Europa. Empecé a buscar maestros de danza moderna. Pero los principales, por ejemplo Ana Itelman o Renate Schottelius, estaban en Estados Unidos. Entonces busqué otros maestros que eran alumnos de Renate. Cuando Renate volvió fui a estudiar con ella. Y al poco tiempo me llamó Cecilia Bullaude, que había creado un grupo y que iba a hacer unas funciones en el TEATRO DEL BOTÁNICO, pues quería que yo bailara. Y yo le dije que no bailaba hacía mucho tiempo, pero ella me contestó que ahora iba a bailar; y así fue. Así que casi sin darme cuenta, aparecí otra vez y fue en el escenario del Botánico. 

Funcionaba dentro del predio del Jardín Botánico. 122

Recuerdo que, mientras ensayábamos con Cecilia, de una revista, creo que era la Selecciones del Reader's Digest, la llamaron para hacer fotos en los lagos de Palermo. Mientras estábamos haciendo esas fotos, vemos a dos mujeres que empiezan a mirarnos; se ponen a hablar en alemán y de golpe se nos vienen encima, a abrazarnos, a besarnos. Una de ellas era Dore Hoyer. Se acercó a hablar con nosotros. Y contó que ahora venía por un año y pico a la Argentina, a dar cursos en el TEATRO ARGENTINO de La Plata, y que iba a hacer un grupo y qué sé yo, y que vengan, después veremos. Así fue ese debut, o sea que prácticamente toda mi vuelta a la danza, a la contemporánea, tiene que ver con Dore Hoyer. De alguna manera o de otra siempre estuvo ahí, cerca, o por haberla visto o porque se apareció en los lagos de Palermo. Dore hace una convocatoria a toda la gente de danza que quiera acercarse; uno iba, se inscribía y pasaba un mes de prueba, si ella te quería, te dejaba, y si no, te sacaba; así de simple. Me acuerdo que en las primeras clases había más de cien personas, estaban todos los que alguna vez les interesó la danza moderna. Aunque también había mucha gente del TEATRO ARGENTINO de La Plata, bailarines clásicos, que se interesaban por ella porque era una figura muy especial. Recuerdo que las clases eran rituales, eran cosas inolvidables. Lamentablemente en esa época no se grababa, no se hacían videos, porque uno debiera tener todo ese material, que era algo maravilloso. Yo no recuerdo en mi vida haber tenido clases de esa intensidad, de esa fuerza, de esa movilización. Era un ser intenso, ella era un ser muy apasionado, era capaz de las mayores variaciones emocionales, desde cosas muy fuertes, muy violentas, hasta cosas muy tiernas, muy exquisitas. Ella podía pasar por cualquier espectro emocional, nunca estaba separada de la emoción. Es difícil describir cómo eran sus clases. Ante todo no era nada pedagógico, era todo lo contrario de la pedagogía. Nunca hubo dos clases iguales, ni una estructura parecida, ni nada; había días que uno iba y decía: "¡Dios mío, qué horror lo que está haciendo, nos

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está matando!" En frío te metía la pierna en la barra y te hacía hacer cosas terribles. Otro día venía que era una exquisitez, y te llevaba lentamente por un camino, al nirvana, al éxtasis. Era capaz de variar un movimiento entre semejantes extremos. Era capaz de cruzar un dedo y cruzar otro y transformarlo y enriquecerlo, hasta llegar a hacer de eso una secuencia única. No he visto nunca a nadie igual. Ella era cruenta para hacer las cosas: sacaba, sacaba. A veces era muy agresiva con la gente, a veces era muy tierna; era capaz de todo. Yo recuerdo una vez que se enojó conmigo, y me dio un golpe en la garganta con un instrumento de percusión. Y otra vez que me caí, y me hice mal en un pie, entonces vino y me besó el pie. Además había algo en sus clases que era absolutamente diferente de cualquier otra técnica y es que ella enseñaba improvisación. En aquel entonces la improvisación en la Argentina no se enseñaba más que como una introducción a las clases de coreografía; o sea, había algunos maestros que daban clases de coreografía, muy pocos, y antes de darte un ejercicio coreográfico te daban una base de improvisación sobre ese ejercicio, pero nunca dentro de las clases de técnica. En cambio, Dore desde el primer día dijo que daba dos días a la semana clases de técnica y un día improvisación. Así que eso pasó a ser una cosa habitual. Enseñar improvisación era una técnica, lo que para todos nosotros significó la apertura de un montón de cosas que no conocía nadie. Era la contrapartida de la escuela que nosotros conocíamos. De los iniciales quedamos alrededor de veinte personas, a quienes nos dijo que durante seis a ocho meses les iba a dar clases y después, con parte de esa gente, iba a formar un grupo. Entre esos veinte estaban: Susana Ibáñez, Ana Labat, Marta Jaramillo, Lía Jelín, Anna Cremaschi, Iris Scaccheri, Oscar Aráiz, Cecilia Bullaude, Angó Domenech y Noemí Fredes. Trabajaba, en realidad, con dos grupos. Había un grupo de bailarines, que éramos los veinte que quedamos; y después tenía otro grupo, que ella llamaba Coro de Movimiento, que eran una mezcla de actores y estudiantes de danza. En ese grupo de

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Coro de Movimiento estaban Norman Brisky, Pablo Herrera, Ángel Pavlovsky, Doris Petroni, Beatriz Amábile. Justo cuando ella forma el grupo hubo un concurso del FONDO NACIONAL DE LAS ARTES; la primera beca de esa institución para danza moderna; y yo me gané una beca para estudiar en Alemania. Allí estudié con Kurt Jooss. Fui a la FOLKWANG SCHÜLE, en Essen. Después fui a la escuela de Mary Wigman en Berlín, y estudié con Harald Kreutzberg; y también estuve en la escuela de Von Laban en Londres. Luego regresé a la Argentina cuando se empieza a formar la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, que fue una asociación sumamente interesante. Funcionó entre ocho y diez años en el TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN. Allí estábamos juntos bailarines clásicos y modernos; diferentes estilos de danza. Había gente del TEATRO COLÓN, gente independiente, coreógrafos de diferentes líneas. Todos trabajábamos intensamente como bailarines y como coreógrafos. Mis primeras coreografías de grupo las hice ahí. Además actuaba continuamente como bailarina en todos los roles. Nosotros no teníamos un sueldo, no era un ballet estable, pero nuestra carrera se armó, se organizó allí. La primera obra que hice para AMIGOS DE LA DANZA, que además fue mi primera coreografía grupal, fue en el año 1965 y se llamó Amor humano. Era una obra sobre poemas de amor recitados por María Casares, con escenografía de Luis Diego Pedreira, que después de muchos años repuse en el TEATRO CERVANTES. Esa obra fue bailada por los mejores bailarines de aquel momento como Estela Maris, Rodolfo Dantón, Doris Petroni, Héctor Estévez, Oscar Aráiz, Ana Labat, Gabriel Sala, Silvia Kaehler, Oscar Tartara, Beatriz Amábile. Eran cinco chicas y cinco muchachos; los mejores bailarines de aquel entonces. Mientras tanto yo vivía de enseñar. Cuando volví de Alemania, con todo ese bagaje de conocimientos y experiencias, sobre todo en esa línea tan intensiva del expresionismo

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alemán, me aboqué a crear una metodología propia. Sentía que acá los bailarines bailaban, pero que su rostro era estático, sus ojos estaban muertos y no sentía que tuvieran toda la fuerza expresiva que tenían que tener. Entonces, poco a poco, empecé a armar una nueva forma de enseñar. Junté a mis colegas, como los que bailaban en Amor humano, con mis compañeros de Dore Hoyer y con alumnos míos, y empecé con mi método, que yo llamaba improvisación, porque indudablemente era la única vertiente por la cual yo podía abrir un nuevo espectro de cosas. Era un trabajo de exploración profunda sobre el cuerpo. Y ahí empecé a gestar lo que después llamé Laboratorio de danza, un trabajo que tiene que ver con la investigación, con la exploración. Con Ana Labat armamos un grupo que no recuerdo si le habíamos puesto un nombre, y empezamos a trabajar en la ALIANZA FRANCESA, en Av. Córdoba al 900. Era un pequeño grupo de cámara. Cuando Oscar Aráiz vio nuestro trabajo, se acercó a nosotros y formó parte de esas clases que menciono. Actuó, incluso, en algunas conferencias públicas cuando yo mostraba este trabajo de improvisación, explicándolo, tanto en la ALIANZA FRANCESA como en el TEATRO DE LOS INDEPENDIENTES, que hoy es el TEATRO PAYRÓ. Para ese entonces era una metodología absolutamente diferente. Oscar había trabajado esta metodología; incluso creó un ballet con Ana Labat, dentro de estas clases. Me acuerdo que yo había propuesto un encuentro entre pies, un encuentro desde los pies, y él hizo después una coreografía muy hermosa, se llamaba Halo, un pas de deux, que es todo un encuentro desde los pies, y la hizo en esa clase; todo el trabajo empezó ahí, después, claro, lo pulió, puso el oficio. También creamos un ballet que se llamaba BALLET DE HOY. Con ese ballet hicimos muchos trabajos para niños, particularmente Ana y yo. Hicimos dos obras que tuvieron mucha repercusión; una, La danza panza, con música de María Elena Walsh, que

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después se incorporó en vivo, y ahí bailaba también Oscar. Después hicimos otra obra que se llamaba Danza tic, danza tac. Con estas obras ganamos premios en festivales. Entre medio, como yo tenía el objetivo de esta metodología que estaba creando, y que a cada momento iba incorporando cosas nuevas, y sentía que abría otra perspectiva del punto de vista estético, de la concepción de un espectáculo, se me ocurrió la idea de armar un espectáculo de improvisación pero totalmente estructurado. Parece una contradicción, pero eso era, y armé un espectáculo que se llamaba Danza ya, con la idea de la inmediatez de la danza ya, que es la que se crea en este instante, en este momento. La hice con un equipo de bailarines y de actores, una orquesta con el asesoramiento de Ary Brizzi, un grupo de plásticos que traían elementos y Rodolfo Alonso como poeta, porque también traíamos materiales de textos, que generalmente interpretaba Roberto Villanueva. Todo esto lo llevé al INSTITUTO DI TELLA y se interesaron. Entonces hice mi primer espectáculo que se llamaba Danza ya, que fueron en realidad ocho espectáculos irrepetibles, porque cada espectáculo, si bien la estructura tenía algo que ver, era un espectáculo de improvisación. Lo presenté allí porque era "el lugar" de ese momento. Por esa época apareció en los diarios una beca de la Embajada de Bélgica para teatro, donde había posibilidad de presentarse como director teatral, actor, coreógrafo, es decir diferentes actividades teatrales; y yo me presenté. Me llamaron un día de la Embajada –esto era en el medio de lo del DI TELLA, del BALLET DE HOY, de AMIGOS DE LA DANZA–, y me dijeron que yo había salido segunda, que primera había salido elegida una directora de teatro y que segunda era yo, como coreógrafa. Les di las gracias y se acabó; esto fue en el mes de julio o agosto, y yo el DI TELLA lo hice en septiembre y octubre. Al terminar allí, me llaman de la Embajada de Bélgica y me dicen que tenía que ir ya a Bruselas. "Pero, ¿cómo?, si me habían dicho que yo no había salido elegida en primer lugar", dije. Resulta que la persona que salió en primer lugar tenía problemas familiares y

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no podía ir, y así me tocaba a mí. Yo realmente sentí que se me caía el mundo, porque además era mi sueño ir a ver qué pasaba con Béjart allí, in situ. Porque Béjart había venido a la Argentina unos años antes, y para mí había sido maravilloso. Yo tenía una gira con el BALLET DE HOY por toda la Patagonia, así que me permitieron hacer la gira porque ya tenía un contrato firmado, y luego fui a Bélgica. Allí estuve un año, con Béjart; esa fue una experiencia muy movilizante, intensa, fuerte en muchos sentidos y, además, ver continuamente qué hacía un creador con ese material, es decir todo el tiempo viéndolo crear, trabajando con actores, con bailarines. Viví una gran experiencia que me marcó en todo sentido. Volví de Bélgica y retomé mi actividad en el INSTITUTO DI TELLA, ya dirigiendo un grupo, que se llamaba LABORATORIO DE DANZA, con la propuesta de Roberto Villanueva de hacerlo con continuidad, haciendo trabajo de investigación continua. Nos reuníamos dos, tres veces por semana, y ahí iban apareciendo todas las propuestas de espectáculo. Paralelamente me llama Oscar Aráiz que había creado recién el BALLET DEL SAN MARTÍN para integrarlo. Yo realmente me interesé un poco, pero deseaba particularmente seguir con mi trabajo de coreógrafa, y sentía que esa compañía me iba a absorber demasiado. Igualmente acepté, estuve más o menos veinte días y me fui, porque sentía que era hacer las obras de otros; mi interés no era tanto bailar sino crear. Después de haber estado un año con Béjart era difícil venir con ganas de bailar otra cosa que no fuera eso, o de crear otra cosa que no fuera mi propia obra. Entonces me aboqué a mis cursos en mi estudio y además al trabajo del DI TELLA, que me parecía que era lo esencial. Creo que hice alguna cosa más para AMIGOS DE LA DANZA, pero no me acuerdo bien. Creo que ahí puse Polymorphias, una obra basada en una música de Penderecki sobre un homenaje a las víctimas de Auschwitz. La obra tuvo

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mucha repercusión, excelente críticas y duró cuatro, cinco meses en cartel, lo cual no era común para una obra de danza, que en realidad era teatro danza. Esta obra ya la había hecho en el INSTITUTO DI TELLA y recuerdo que una vez estaba ofreciendo el espectáculo y explotó una bomba de gases lacrimógenos. En la cabina nos moríamos. Yo sólo bailaba un intermedio, y la mayor parte del tiempo lo pasaba en la cabina dirigiendo la luz y el sonido. La explosión de la bomba y el olor fueron terribles, nos ahogábamos. Yo decía que los chicos no iban a poder seguir actuando porque se iban a morir ahogados, pero igual siguieron. Cuando terminó el espectáculo, salíamos todos juntos a saludar, porque además todos los espectáculos terminaban con participación del público y después, mientras la gente se quedó hablando, una persona se me acercó y me dijo: "¡Ah, Susana!... ¿cómo hace usted para conseguir esos efectos, que hasta el olor se siente?" "¡Qué efecto fantástico!" "Pero, yo no lo hice. Fue una bomba de gases lacrimógenos." Se aterró cuando se dio cuenta. Eso era muy frecuente en el DI TELLA. Después hice el último espectáculo en el Instituto, que se llamaba Ceremonias. Era una propuesta sobre todas las ceremonias de los seres humanos, las ceremonias de la vida cotidiana, las ceremonias del cambio; era como un presagio de cambio, casi todas estas obras tenían un contenido social, político, no eran solamente obras decorativas de danza, sino que eran obras con un contenido fuerte. En el año 70, que fue el año del cierre del DI TELLA, vino Penderecki al TEATRO COLÓN, y Ginastera quiso que viera la obra Polymorphias. Penderecki había hecho declaraciones en los diarios diciendo que él no había hecho obras para el ballet, y que no sabía cómo a alguien se le había ocurrido hacer un ballet. Que en Alemania ya lo habían hecho y a él no le había gustado, y que se oponía a eso. Con ese incentivo hicimos la función para él, con un teatro lleno. Vio la obra, y al final vino a saludarnos, a besarnos, quedó enloquecido y dijo que él realmente dibujaba su música y mi coreografía coincidía

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con los dibujos de la música; que era la primera vez que veía que alguien interpretaba lo que él hacía. Así que fue una experiencia dura y con un final de cuentos de hadas. Después del cierre del DI TELLA, viene una etapa de búsqueda en la relación a otras disciplinas, sobre todo con la pintura, la escultura, el arte cinético. Empiezo a trabajar bastante sola, porque mantener un grupo sin la estructura de una institución era muy difícil. Comienzo a bailar sola dentro de muestras de pintura, de escultura; a hacer experiencias con pintores y con artistas cinéticos; a bailar en el MUSEO DE ARTE MODERNO. También inauguré el hall del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN como lugar alternativo de espectáculos, hice todo ese tipo de cosas. Eran tiempos muy duros, ya empezaban los tiempos difíciles en la Argentina. Y cada vez se hicieron más difíciles hasta que llegó el año 1976. Sabemos lo que pasó políticamente; en ese momento era todo difícil: vivir, crear, enseñar. Entonces opté por una propuesta que tuve, que era ir a crear algunos espectáculos en Italia, y me fui. Volví a Europa después de años que no había ido pero decidí hacerlo porque realmente la situación acá era insostenible. Y en Italia empecé una nueva etapa de creación, sobre todo en Florencia, y en muchas otras ciudades. He dado muchísimos cursos, he creado muchísimas coreografías y empecé otro tipo de trabajo coreográfico. Porque allí los que me convocaban eran bailarines del TEATRO COMUNAL, que sería como un TEATRO COLÓN; eran bailarines clásicos pero que querían hacer cosas completamente nuevas. Crearon el COLLETIVO DE DANZA CONTEMPORANEA DE FIRENZE. Era el colmo de lo extraño, las antípodas de Buenos Aires, donde las cosas estaban muy encasilladas. Entonces yo aproveché toda la experiencia de las diferentes épocas de mi vida y las fui volcando en eso. A la vez tuve la posibilidad de formar a mucha gente y esto se dio con continuidad.

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En el año 1977 volví a la Argentina por unos meses y tuve una propuesta en el SHA, de crear El cantar de los cantares, que era uno de mis grandes sueños, y lo hice. Fue una de esas obras que para mí marcaron una etapa muy importante, porque ahí vinculé temas bíblicos que me interesaban con toda esta experiencia de la danza. Durante esa época volvía regularmente a Buenos Aires, pero por muy poco tiempo. Yo estaba ocho meses en Europa, y dos, tres meses acá. De todos modos volvía y daba mis cursos, pero era como si yo me mantuviera fuera de todo este ambiente. Hasta que empezaron a cambiar las cosas en Argentina, comenzó a haber esta apertura fruto de que la democracia volvió a instalarse; y ahí sí, cuando vi que había esa posibilidad, volví, y me instalé otra vez. En los tiempos en Italia escribí el libro sobre mi método de trabajo, y en el ochenta y tres lo publiqué y se llama El laboratorio de danza y movimiento creativo. En ese año me quedé, reinicié mis cursos, e hice todo lo que se podía hacer para que se retome el país de otra manera. Y así fui convocada por Carlos Gorostiza, el dramaturgo que fue Secretario de Cultura con Alfonsín. Él me designó como la responsable de un área de danza que aparecería en la Secretaría de Cultura para funcionar en el TEATRO NACIONAL CERVANTES. Era un lindísimo equipo de gente que empezaba en ese momento en las diferentes áreas. Esa etapa, a pesar de que mi trabajo en Italia quedaba un poco trunco, significó un volver a mis raíces, en un país que yo sentía que era vivible, y al cual quería aportar todo lo que sabía y toda mi experiencia. Así me encontré no solamente como artista sino como funcionaria, cosa que nunca en mi vida hubiera imaginado. Uno de mis trabajos fue crear una compañía chica, un BALLET DE CÁMARA ARGENTINO. Pero tenía un proyecto más importante, que era la creación del BALLET NACIONAL. Como yo sabía que en Argentina estas cosas, así como se hacen, así se deshacen, se me ocurrió que lo mejor era crearlo por ley, para que una vez que se hiciera, ya fuera una ley. Y así hice durante los seis años de mi gestión; me ocupé de

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buscar diferentes políticas culturales para la danza. Después de seis años de lucha, y de haber conseguido que la creación del BALLET NACIONAL saliera por ley por unanimidad, firmada por todos y hasta por el presidente de la Nación, hice el proyecto de reglamentación y luego, nada pasó; la ley está ahí. Pero yo ahora no tengo ningún lugar en la administración pública. En estos últimos años la experiencia es otra. Hace poco tiempo viví mis primeros treinta años de estar haciendo toda esta tarea que llamo teatro danza, y eso me significó un revivir muchas cosas. A la vez tengo la sensación de que las nuevas generaciones no conocen nuestro aporte a la danza. Acá hay un corte histórico. Toda la etapa del DI TELLA, por ejemplo, toda la etapa de la experimentación, toda la etapa de la exploración, no se conoce. Mi idea es poder reponerlas, revivirlas. Yo quisiera reponer esta experiencia porque creo que hay muchas vinculaciones entre los creadores de los noventa y esa época. Creo que hay vinculaciones, pero también un gran desconocimiento porque la situación histórica nos llevó al silencio, nos llevó a no poder encontrarnos. Creo que este es el gran drama, el gran bache que tenemos. Quizá en otras disciplinas se dé lo mismo, pero en lo nuestro, en donde la danza está muy ligada a los ámbitos oficiales y por lo tanto, para mí, siempre teñida de alguna política, es muy difícil que los creadores que no estemos en los ámbitos oficiales, podamos tener la posibilidad de crear y de mostrar lo nuestro. Yo no tengo lugar en ningún lado en el país. Veo que no me es posible conformar un grupo, que es en lo que yo creo, y que es mi única forma de composición, de creación. Alguna gente me dice que seguramente no lo quiero hacer, pero yo lo quiero hacer con toda mi alma. Hace muchos años que presento proyectos en todos lados, y no consigo recrear, ni hacer nuevas obras con nuevas generaciones. Esto creo que es el drama más grande que puede vivir un coreógrafo en nuestro país.

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Creo que toda esta historia que yo estoy contando no se explica en los años noventa, en esta indiferencia total en la que los creadores estamos sumergidos y estamos viviendo. Quizá algunos tienen la posibilidad de trabajar con menos gente y más o menos poder manejar algo. Pero mi generación, nuestra generación, no tiene la posibilidad que tienen algunos o los jóvenes de hoy en día, pues algunas fundaciones están abiertas para los jóvenes pero no para los que tenemos trayectoria, años de experiencia: "¿Qué podemos hacer quienes tenemos todavía mucho para decir y no sabemos cómo estructurar esta posibilidad de realización?" "¿Quién, cómo, de qué manera podemos llegar a crear obras que lleguen al público?" Realmente esto es lo que a mí más me preocupa y me inquieta. Y por eso siempre termino creando espectáculos en el exterior, participando de festivales en Italia, pero no como creadora argentina. Creo que este es un momento muy injusto en donde hay algunos que tienen todas las posibilidades y otros que no tienen ninguna. Nadie se compra los teatros, nadie es dueño del arte, creo que todos tenemos derecho a decir nuestra verdad. 29 de febrero de 1996

Susana Zimmermann continúa su labor como coreógrafa y maestra de su método de Teatro-Danza. Ha participado como jurado en varios concursos. Dicta cursos, seminarios y conferencias en Buenos Aires y en diferentes lugares de Europa, donde también continúa con su tarea coreográfica en numerosos Festivales.

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ANA KAMIEN

Mi papá que vino de Varsovia, Polonia –por suerte antes de la Segunda Guerra Mundial–, tocaba la mandolina; y mi mamá, que había estudiado canto lírico, ópera específicamente, era ucraniana. En casa siempre había música, especialmente música clásica, y se escuchaban conciertos en la radio todo el tiempo. Mamá era una persona muy linda, muy coqueta, muy pendiente de las estrellas de cine. Hacía cursos nocturnos, aprendía a hacer sombreros y tomaba clases de canto. Como no tenía con quién dejarme cuando iba a la escuela donde ella estudiaba, me dejaba en el aula de danza. Yo tenía tres años. La profesora se me acercó y me dijo: "¿Nena, cuantos años tenés?" Yo le dije: "No sé, pero me parece que dieciséis". Esto fue lo que me contó mi mamá y debía ser cierto, porque en el año treinta y siete yo hice mi primera presentación en público, a los tres años de edad, y bailé el Vals de las flores. Después volví a bailar en el año treinta y ocho, con quien fue mi primera maestra, se llama Flora Martínez, que es una coreógrafa que tiene un estilo muy particular, muy renovador dentro de lo que fue, y es, la danza moderna en la Argentina. Empecé a estudiar danza de esa manera. Flora Martínez era profesora de danzas en esa escuela nocturna. Era una joven muchacha recién recibida en la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS y daba ballet clásico. Siempre me llevaban a estas escuelas nocturnas, que era lo que mi mamá podía hacer, o escuelas de ese tipo, que eran gratuitas; escuelas para adultos. Me dejaban en el aula de danzas, y yo siempre bailaba en esos festivales infantiles de fin de año. A los diez u once años, ya no me llevaron más porque ya no se podía, y entonces comencé a buscar mis clases sola. Así fue como aparecí en el club Huracán. Nos mudamos de donde vivíamos anteriormente –vivíamos, creo, por la calle Corrientes y Julián Álvarez y nos mudamos a Parque Patricios– y ahí fue, en el club Huracán, donde conocí a Lida Martinolli que era

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étoile del TEATRO COLÓN. Y seguí con mis estudios de danza, pero ya iba sola. Aprendía ballet. Empecé a sentirme temerosa, tal vez porque iba sola o tal vez porque me daba cuenta que era un mundo, un universo muy grande y vasto, lleno de madres ansiosas que miraban a sus hijas durante la clase. Había una profesora que en aquel momento a mí me intimidaba muchísimo, porque éramos muchísimas chicas, y ella, que a lo mejor hablaba fuerte, a mí me parecía que gritaba. No entendía nada de lo que me proponían. Creo que la pedagogía, en aquella época, era una pedagogía diferente, no era una pedagogía individual sino, más bien, grupal; el que entendía, entendía y el que no, bueno, copiaba. Yo me sentía tímida, sola, pero de todas maneras seguí. Ya de adolescente conocí a Renate Schottelius y ahí cambié. Yo no sabía nada de la danza contemporánea. Cuando tenía quince años, una amiga mía que vivía en Tucumán me mandó una carta y me dijo que había una profesora que hacía danza contemporánea, danza moderna, que había ido a dar un curso a Tucumán, que era maravillosa, y que tenía que contactarla, tenía que conocerla, tenía que buscarla. Yo no sabía lo que era la danza moderna. Alguna vez había creído ver algo de danza moderna, alguien que bailaba descalzo, que no estiraba los pies, que en vez de estar todo derecho, se quebraba todo o estaba descolocado desde mi punto de vista y me parecía espantoso. Porque mi formación, ya desde casa, era con la música clásica, con una formación más académica. Pero esta amiga mía, por suerte, vino a Buenos Aires, me dio la dirección, y fui a la casa de Renate a tomar una clase. Era cuando ella vivía en la calle Parral. Mi mamá me acompañó, cosa que fue un bochorno total. Decidí que iba a tomar clases de danza contemporánea porque, en el fondo, tenía que decidirme yo conmigo misma. Yo no había desarrollado amigas, ni compañeras, ni ambiente; como tantas adolescentes me había encerrado en mí misma y, por otro lado, en aquellos años se vivía un ambiente de privación, parecido a estos de ahora, pero con menos confort.

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Conocerla a Renate, fue un deslumbramiento. Porque vi a una muchacha; que a mí en aquella época me parecía grande; aunque era una muchacha, joven obviamente, que me pareció una persona angelical, volátil, encantadora, grácil, con toda una técnica que me pareció maravillosa. Yo fui a ver una clase, pero de nuevo me pasó de sentirme absolutamente perdida por no entender nada, no entender el código, no entender la propuesta; incluso el tipo de ropa que había que usar. Yo recuerdo que en aquella época se usaba malla negra y polleras, como usaban las expresionistas o las que se ven cuando uno ve una película de danza contemporánea expresionista; polleras negras cruzadas o con mucho vuelo. No sabía dónde se compraban las polleras, nadie me decía qué hacer, de dónde sacar una pollera. Yo me la pasé revisando entre las polleras de mi mamá y finalmente caí a la clase con una pollera de mi mamá que era de sarga. Era una pollera ancha que le puse un elástico y me la apreté. Ya estaba parecida, pero reconozco que mi inserción en el medio y en el aprendizaje siempre fue traumática, en el sentido de que tal vez mi carácter era apocado o tímido. No sabía hacer preguntas elementales como: "¿dónde se compra esto?”, para sentirme que pertenecía a ese grupo, a esa logia, digamos. Sus clases tenían una estructura bastante similar, supongo, a las que tienen ahora. Se empezaba siempre parados, haciendo un estiramiento en el centro, luego se trabajaba en el suelo y luego desplazamientos. Del estudio en su casa de la calle Parral, pasó a un estudio por Once y después a un estudio que hay en la calle Santa Fe y Callao. Digamos que esa fue mi primera incursión con Renate, creo que hice un paréntesis y después volví. Incluso, Renate me propuso en mi primera, primerísima época, hacer un seminario de coreografía. Para mí, eso de la coreografía... yo no pensaba estudiar coreografía, pero lo hice. Su primera propuesta, recuerdo, era que había que bailar adentro de un cuadrado; imaginar un cuadrado, representarlo o bailar dentro de él. Esa propuesta, para mí, era

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realmente muy hermética. Yo venía de una estructura en que se me decía exactamente lo que tenía que hacer, con la terminología que se usaba de los pasos de ballet. Los maestros de ballet no marcaban tanto, es decir, decían la terminología, marcaban un poquito y uno se copiaba de los compañeritos que más sabían. Pero en danza contemporánea, el maestro siempre, casi siempre, está al frente de la clase y está ahí, poniendo su cuerpo, su experiencia; es otra manera. Por lo menos ese es el recuerdo que yo tengo de esos años primeros. Así que abandoné ese seminario de coreografía. Por esa época, año cincuenta y uno o cincuenta y dos, yo estudiaba en la escuela secundaría de noche, porque trabajaba de día. En realidad, yo trabajaba desde los catorce años; hacía pequeños trabajitos y a los quince años, pasando a tercer año de la escuela secundaria, ya hacía la escuela nocturna y de día trabajaba, así que no tenía mucho tiempo. Siempre estaba condicionada por el tiempo. No obstante seguí las clases con Renate y ocasionalmente tomaba clase de ballet para ir manteniendo las dos técnicas. En el año 1958 me entero que hay un seminario de danza contemporánea que comienza en la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES; eran las épocas de Arturo Frondizi. El rector de la Universidad era Risieri Frondizi. Él contrata a María Fux para dirigir ese seminario de danza contemporánea, y es ahí donde conozco a Marilú Marini, a Juan Falzone, a Alberto Rivas, un muchacho que después fue integrante del BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN y que ya falleció, y a Ana María Stekelman, que tenía dieciséis años en ese momento. Es decir que en ese seminario, había mucha gente que luego se dedicó a muchas otras cosas: a danza contemporánea, a ballet, a yoga, algunos a teatro, etc. En aquella época vi a Béjart estrenando Bolero de Ravel. Lo estrenó con una bailarina llamada Tania Bari; lo vi desde la última fila del paraíso del TEATRO COLÓN. Yo aplaudía fervorosamente, pero no veía nada porque siempre fui muy miope. Pero estaba

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muy entusiasmada porque creo que ya vivía en aquella época lo que se vive hoy día en los rituales de conciertos de rock. Uno va a estar con la gente que va a ver lo mismo que uno, entonces uno también siente lo mismo que los demás aunque no vea lo que pasa, yo sentía que me pasaba eso. También vi a Dore Hoyer en el TEATRO ÓPERA. Ella vino con su pianista, que también tocaba percusión y no me voy a olvidar nunca que se proyectaba la sombra de los palillos del percusionista en el telón de fondo; era muy impactante. Ella hizo Bolero donde giraba, giraba y giraba, y me pareció que era una cosa bastante seria. En realidad no sé si me gustaba Dore Hoyer, no lo sé honestamente. A mí me gustaba mi maestra, que era Renate Schottelius. Bueno, ya no era más adolescente, no tenía ninguna excusa, estaba en el seminario de danza contemporánea de María Fux en la Universidad y el método, la manera, el modo de María de enseñanza era diametralmente opuesto al de Renate; creo que en aquel momento yo compartí las dos por poco tiempo. Primero la Universidad contrató el salón del Centro de Panaderos en la calle Sarmiento, que era enorme y luego nos mudamos a una dependencia que creo que luego devino en el Hospital de Clínicas. Era otro salón enorme en la calle Córdoba. Éramos muchos, arriba de treinta o cuarenta, no sé. Yo hice un año sólo. Recuerdo que María improvisaba. Ella daba algunos ejercicios de calentamiento, estiramiento, unos ejercicios de piso que eran diferentes a los de Renate. Después me di cuenta que eso tenía que ver con la técnica de Martha Graham, porque María había estado en Estados Unidos y había accedido a algunas de sus clases. Pero lo importante es que en aquel momento María introdujo el tema de la improvisación y a mí eso me gustó mucho porque tenía que ver con el libre albedrío de cada uno, donde uno se podía mostrar como uno era. Había un permiso para hacer, para equivocarse, para tropezar y para empezar a ejercitar la fantasía. Eso para mí fue la gran novedad, una cosa

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maravillosa. En aquel momento también la había visto a Dore Hoyer hacer La idea en el TEATRO COLÓN, donde Ana Cremaschi tenía un papel muy importante, y me gustó la danza suspendida, los silencios, es decir, cierto vigor en los movimientos. Se ve que eso yo lo bebí por los ojos, por la piel, por los sentimientos y empezó a aparecer en mis improvisaciones. Una cosa de mucha energía mía contenida que explotaba; lo que sería una catarsis, pero también una cosa de mucho suspenso, de un movimiento quedado, suspendido, o ambiguo podría llamarlo ahora. Bailamos en la inauguración del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Bailamos en una función diurna, algo que puso María, algo de Bela Bartok, y también hicimos unas improvisaciones con ritmos africanos, con música del Congo, que en aquel momento era todavía el Congo Belga. Así terminamos el año de trabajo. Bailamos ese tipo de música, con toda la polenta. Creo que ahí, ya de grande, fue la primera vez que me maquillé, me pinté los ojos, es decir, fue una cosa fantástica. Otra cosa que me pasó es que también me di cuenta que tenía que abordar, por alguna razón que desconozco, la autogestión. Sentía que yo tenía algo muy personal que decir, que no iba a estar encuadrado, que no estaba a tiro de estar de tropa, de algún grupo. Esto, tal vez, también se lo deba a María Fux. Cada alumno sentía que podía bailar, soltarse, crear sus cosas, y creaba una cosa de mucha libertad y de mucha autogestión dentro de sus alumnos; tal es así que a María le costaba mucho formar un grupo, porque todas sus alumnas estaban ensayando, a su vez, sus propias obras. Recuerdo en aquella época que nos conocimos con Marilú Marini y le dije: "Te voy a presentar a una amiga". Y empezamos, como cuando se conocen dos chicas, a contarnos nuestras vidas. Marilú tenía una vida muy distinta a la mía. Yo, para esa época, trabajaba en un banco, me había recibido de perito mercantil, estaba muchas horas en una máquina de contabilidad, todo el día sentada. Recuerdo que hablábamos y empezamos a tener algún que otro proyecto en común. La amiga que le presenté era

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Graciela Martínez. Graciela siempre dice que fue ella la que me presentó a Marilú... pero esa es una vieja disputa que tenemos, atribuible al paso del tiempo. En todo caso las tres coincidimos en una época de la vida. Para el año sesenta y tres, las tres elaboramos un proyecto. Debo decir que las que hacían punta eran Graciela y Marilú. Graciela ya había viajado a México, ya había bailado. Por aquella época estaba casada con Antonio Seguí, un pintor famosísimo, un chico de mucho talento. Marilú no estaba casada, se iba a casar pronto; yo vivía con mis padres y tenía que trabajar. Empezamos a elaborar un proyecto. Graciela trabajaba desde el punto de vista de la plástica, y Marilú desde el mundo que tenía y de lo genial que siempre fue. Ellas ya estaban trabajando en proyectos que tenían que ver con la plástica, con nuevas tendencias, con abrir el horizonte. Yo me acuerdo que, por aquella época, había funciones de la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA

DANZA, que se hacían una vez por mes en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Había

ballet

y danza moderna, compartiendo

las funciones.

También había grupos

independientes en otros espacios. Nosotras veíamos que, en ese momento, se bailaban los grandes temas de la humanidad: la angustia, el dolor, el sufrimiento, era una cosa de post-guerra; se bailaba Bach, Vivaldi, eran grandes temas, grandes gestos, grandes coreografías, y nosotras nos hicimos iconoclastas. Empezamos a querer derribar todo eso, a hacer otra cosa. En parte porque yo no tenía acceso a ese mundo; a las chicas creo que les preocupaba menos. Teníamos inquietudes de otra naturaleza y empezamos a preguntarnos: "¿Y el cuerpo humano? ¿Por qué no abstraer la figura?" Nos pusimos en una onda abstracta. Entonces empezamos con eso, aún antes de conocer de la existencia de Alwin Nikolais, por lo menos en mi caso y en el de las chicas. Porque creo que lo de Nikolais fue casi simultáneo, pero fue posterior su divulgación. Nuestras primeras funciones fueron en el INSTITUTO DE ARTE MODERNO, en la calle Florida.

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A ese lugar llegamos porque Graciela ya había bailado ahí; había hecho cosas maravillosas. Yo creo que mi deslumbramiento fue cuando la vi a Graciela, porque Marilú y yo podemos decir que en esta cosa de la danza moderna empezamos juntas. Pero yo la vi a Graciela, con la que habíamos sido compañeras por un breve lapso en el estudio de Renate, bailar La muerte del cisne metida dentro de una caja de cartón y se le escapaban las piernas por la caja desfondada, y no podía creer lo que estaba viendo. Era como cuando a uno le abren la cabeza diciendo: "Esto es otra cosa". Era algo muy ¡pum! Y ahí fue donde me le acerqué y donde se produce mi primer quiebre emocional con Renate. Porque Renate criticó muy ácidamente a esa coreografía y a mí me había parecido genial. Es como cuando los hijos rompen con los padres y después se vuelven a encontrar más adelante, ¿no? Me parecía que era un acto de audacia, de genialidad y que no había que respetar tanto que Ana Pavlova lo había bailado en puntas y había hecho movimientos agónicos. Me pareció que eso era otra cosa, otra propuesta. Yo sentí que para hacer mis cosas tenía que estar cerca de Graciela, que me daba la libertad que creo que todos, en algún momento necesitan para probar, simplemente para probar. Cuando trabajamos las tres juntas, si Marilú era la responsable de una coreografía, tenía que inventar el objeto, la coreografía y dirigir el trabajo. Graciela y yo hacíamos otro tanto. Eso era en las coreografías compartidas. Después había solos de cada una. Yo inventé una en que se abstraía la cabeza. Bailábamos con túnicas negras y en la cabeza nos poníamos unos poliedros blancos que la ocultaban. El trabajo se llamaba: ¿Le gusta el dólar, señor marciano?, porque ya era uno de los temas del momento; se estaba investigando en el espacio, y ya estaba la cosa del peso fuerte, estaba todo mezclado. Nosotras estábamos muy receptivas de lo que pasaba a nivel mundial. Ahí sí, y esto lo puedo ver más claramente ahora, todo era más intuitivo. Naturalmente cuando uno es más chico no piensa tanto las cosas, uno hace y después escribe la teoría, elabora los

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principios. De ese estar encerrados en un mundo de romanticismo empezábamos a estar atentas a lo que pasaba fuera de nuestro ámbito y fuera de las grandes líneas de las que habíamos bebido cuando estudiábamos, cuando aprendíamos. Marilú hizo una coreografía que se llamaba Autotriplicación. Éramos tres gusanos. Ya en aquella época, después de la guerra, había salido la fibra de stretch. Eran como tres gusanos con alambres que se podían chupar, estirar, encoger y el cuerpo quedaba oculto. No se nos veía de ninguna manera como seres humanos. Luego Graciela se fue a París, y con Marilú fuimos al INSTITUTO DI TELLA y hablamos con Roberto Villanueva. Ahí sí, nos pusimos deliberadamente en una línea de ruptura. A veces a mí me costaba mucho porque tenía una base académica. Sería porque a mí me gustaba hacer algunas cosas que tuvieran que ver con un ritmo establecido, con la musicalidad establecida. Pero en la obra que hicimos en el DI TELLA en el año sesenta y cinco, Marilú deliberadamente buscaba algo que fuera innovación y ruptura. La obra se llamaba Danse Bouquet. Yo sé que nosotras fuimos muy criticadas, sentíamos la crítica. Lo nuestro ya pasaba por la ruptura utilizando elementos banales. Si se quiere, tenían una cuota de frivolidad y de elitismo. Pero el elitismo a veces abre caminos, en el sentido que se arriesga a hacer cosas para poca gente, que después marcan caminos. Me acuerdo que íbamos a los kioscos y pedíamos las revistas Bazar, Vogue y mirábamos los diseños de ropa. Trabajábamos con chicos de aquel momento, como Alfredo Arias, el director de teatro, con Pablo Mesejean, Delia Cancela, que nos hicieron vestuarios, fondos para nuestros espectáculos, fondos escenográficos proyectados, objetos, etc. Hicimos una función con un objeto, que se llamaba: La supersónica 007, porque era la época de James Bond y nos volvíamos locas con todo eso. Le pusimos música de esas películas. Construimos una casita que plantamos en medio del escenario y nosotros bailamos adentro de ella. Casi no

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se nos veía. La casita tenía ventanitas y un orificio central de salida con una tela que tenía un tajo en el medio y tajos en las ventanitas. Empezábamos sacando puños, asomando codos, partes de los pelos, una rodilla y en un determinado momento, tirábamos a la platea –también era la época de la gran difusión del plástico–, una panera de plástico, después una pelota, después un patito, y nos los tiraban de vuelta desde la platea, es decir, era un bombardeo de pelotas, de paneras, de patitos, todos objetos de plástico que iban y venían. De repente todos las ventanitas empezaban a latir, y empezaba a salir una cabeza por el orificio central; finalmente la máquina estaba expulsando una persona y salía una, salía otra y ahí terminaba. Es decir, eran cosas que se nos podían decir que no era danza, pero había que hacerlo, había que estar. Lo hicimos con Mercedes Robirosa que luego fue modelo y Aída Laib, éramos cuatro en aquel momento. Salvo los solos, la autoría era del grupo. No me acuerdo si habré hecho algún solo, pero seguramente alguno hice. Era muy curioso, siempre bailábamos con objetos, siempre estábamos metidas adentro de algo y a ratos se nos veía. Eso sí, con Marilú, cuando teníamos función íbamos a la peluquería y nos lavábamos el pelo, lo planchábamos, lo estirábamos, nos hacíamos la belleza total y cuando salíamos de adentro de los objetos estábamos todas desgreñadas. Teníamos un público fantástico porque todo el mundo de la plástica nos seguía. Me acuerdo que en nuestras funciones estaban Luis Felipe Noé, Ernesto Deira, Antonio Seguí, Leone Sonnino, que ahora es mi marido, y muchos fotógrafos, porque las propuestas eran del tipo visual-plástico y no exclusivamente coreográficas. Teníamos mucho público aunque no eran muchas las funciones. Los afiches y programas antes del DI TELLA los hacía Edgardo Jiménez, y en el DI TELLA el equipo de gráficos encabezados por Juan Carlos Distefano. Me acuerdo haber hecho una obra que se llamaba Cascaflores y ahí fue donde saldé las cuentas con mis profesoras de ballet. Era una mezcla del Vals de las flores y

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Cascanueces, y le puse Cascaflores. Más tarde la reproduje en el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN. La hice con zapatillas de punta, con plumas en la cabeza y con plumas en el tutú. Luego hice ¡Oh! Casta Diva, ya sin Marilú. Ella se había ido o a Estados Unidos o a París en el sesenta y siete, y ahí me quedé sola. Mamá siempre cantaba el aria de Norma y, bueno, la mejor grabación era y es la de María Callas. Yo hice una bailarina o una diva, no sé, que entra gateando al escenario con una capa larguísima y que, cuando va llegando el final, lo único que pretende, es poder pararse sobre sus dos pies. Esa era la hipótesis de trabajo de la obra. Había que aprovechar los silencios, la respiración de María Callas cantando. Todo esto lo hice en el INSTITUTO DI TELLA, que era un lugar de reunión multidisciplinario. Uno iba allí y al Bar Moderno que quedaba en la calle Maipú, a la vuelta del Instituto, donde iban todos. También estaba el café Augustus, que estaba en la calle Florida, al lado del Florida Garden. Uno iba a las exposiciones, a las performances, a los happenings del DI TELLA. Recuerdo un happening de un francés, que pasó una película de un parto. Me acuerdo que a mí me impresionó mucho. Era sobre una mujer sonriente que estaba pariendo y el niño salía y después entraba, salía y entraba. Alguien leía en francés un manifiesto en el escenario. Este happening terminaba cuando todos nosotros nos encapuchábamos y caminábamos –una fila de cincuenta, sesenta, cien personas encapuchadas, como del Ku Klux Klan–, hasta la plaza San Martín. Éramos guiados por alguien que nos llevaba, de la organización el happening. En el pedestal donde está el monumento a San Martín estaba Antonio Gades que bailaba flamenco. Esas cosas pasaban en los años sesenta. En el DI TELLA, además de Susana Zimmermann, Iris Scaccheri y Oscar Aráiz, también trabajó Graciela Martínez, que trajo de París su espectáculo Juguemos a la bañadera con enorme éxito. Ese lugar tenía prensa. Era una gran caja de resonancia dentro de la cultura.

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Anteriormente yo ya había empezado a dar clases. Me acuerdo una vez que Marilú me llamó por teléfono a casa y me dijo: "Con Graciela estamos ensayando". Yo no podía ir porque era el horario en que trabajaba. Pero luego la llamé y ensayamos toda la tarde. Vale decir, la cosa era muy clara, había que estar o estar. Entonces yo le empecé a dar clases de danza a una prima en su casa. Le dije: "¿Querés tomar clases de danza?", y bueno... la prima me trajo su amiga y la amiga me trajo a su prima, entonces así se hizo una pequeña cadena en que yo enseñaba lo que estudiaba. Tomé un estudio por horas y renuncié a mi trabajo. Así de claro, porque yo quería seguir trabajando con mis amigas. Cuando se cerró el DI TELLA y se inaugura el TEATRO SHA (SOCIEDAD HEBRAICA ARGENTINA) y van a París a contratarla a Graciela Martínez para inaugurar ese teatro con una temporada de danza de vanguardia, y Graciela vuelve. Me acuerdo que volvió en barco en el año sesenta y ocho. Me invita a hacer la temporada con ella. El espectáculo se llamó Contratodo en el que bailábamos adentro de jaulas, con plásticos inflables y con una orquesta en vivo que tocaba jazz. Vale decir que la música era distinta. Más de lo pensado, porque es sabido que los músicos de jazz mandan reemplazos todo el tiempo. Vale decir que nunca sabían los pies que ellos tenían para acomodar su música a las acciones que nosotras desplegábamos en el escenario. Bueno, hicimos esa temporada y Graciela volvió a París. Entonces me invitan a mí pero no en la sala grande sino en el Auditorium y yo hago una breve temporada que se llamó Encuentros; ¿con quién?, porque estaba sin Graciela y sin Marilú. Con el público. Eso es lo que yo pensé, e invité a la otra bailarina que había participado en el espectáculo de Graciela, a que sea mi compañera de escena. Era Lizzy Longobardi que hoy día vive en Inglaterra y trabaja dando clases de historia de la danza. El espectáculo consistía en improvisaciones, pero ¿de qué manera? Yo llegaba al escenario y ponía dos, tres grabadores. El escenario del Auditorium era muy chiquito, yo

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llevaba un montón de cintas abiertas; no existía el cassette en aquel momento. Entonces me acercaba al proscenio y les decía: "Bueno, éste es un espectáculo de improvisación. Nosotras estamos dispuestas a bailar lo que ustedes quieran ver. ¿Qué es lo que quieren que hagamos?". Gran desconcierto en la sala porque generalmente el público está condicionado a que uno paga la entrada, se sienta y viene a recibir y no a proponer. Aquí había que arriesgar, abrir la boca, pensar un título. Y podía pasar que se hiciese un hilo conductor, de un título saltar a otro y se armase una historia. Eran épocas de Onganía, y una vez, me acuerdo, después de una especie de indecisión general, alguien arriesgaba algo como la “procesión a la Virgen de Luján”. Onganía había dedicado la ciudad a la Virgen de Luján, o algo así. Yo decía: "Tengo la música apropiada para esto". Entonces me acercaba al grabador, ponía deliberadamente cualquier cinta en cualquier lugar, no como una actitud de inconsciencia, sino poniendo en marcha una propuesta aleatoria. Ahí mis propósitos eran más deliberados. Estaba empezando a engendrar una especie de teoría de que casi todo sirve para todo. Había músicas clásicas, músicas de ballet; trabajaba mucho con Tchaicovsky que siempre me gustó. Ponía, por ejemplo, un pedacito de El lago de los cisnes. Entonces nos enfundábamos, nos poníamos unos mantos con Lizzie y hacíamos una coreografía que duraba un minuto. Eran cosas así. Entonces otro del público decía: “Bueno, ya llegamos a Luján, ahora descansemos un poco, bailemos la alegría de los prados”, y así se iba armando una coreografía. Hasta que alguien me pedía que bailase el triunfo del hincha de fútbol. Entonces yo pedía a la gente un pañuelo, hacía cuatro nudos en las esquinas, me lo ponía en la cabeza y decía: "Lizzie, vos hacés de arquero". A veces salía muy bien y a veces salía muy mal. Realmente no siempre la pegábamos. Me gustaba probar cosas y pensaba que era el ámbito para hacerlo. Tuve la mala suerte que en una función que no salió demasiado bien, creo que estuvieron Aráiz y un crítico y me hicieron un comentario terrible en una revista de la época, Primera Plana, que tenía mucha difusión.

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Yo empezaba a sentir que me gustaba estar sola en el escenario. Sentía que después de estar con mis compañeras en la década del sesenta, en trabajos sobre películas, los Beatles, James Bond, las revistas, la moda, la sofisticación, que se dio mucho en aquel momento, sentía que estaba pasando algo conmigo. Yo me estaba afirmando como persona sola y tenía cosas para decir. No de manera anunciada sino implícita en el discurso de la danza. Y mi próximo lugar de pertenencia fue, en la década del setenta, el cuarto piso del CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN, que cuando se inauguró tenía la dirección de Ricardo Freixá que después fue Secretario de Cultura de la Municipalidad. Era un lugar maravilloso en los años setenta porque toda la gente del DI TELLA estuvo por ahí, o mucha de esa gente, por lo menos. Marilú también había vuelto, y ya estaba haciendo teatro. Era la época del movimiento hippie, y la danza se estaba politizando. Ya estábamos con gobiernos de facto. En el setenta estaba Lanusse, y si bien no pasaba lo que pasó seis años después, bueno, de todas maneras, cosas pasaban, y la gente ya hablaba. Juan Falzone y un muchacho que se llamaba Ivo Oyola Ortega coordinaron un ciclo que se llamó Expodanza Setenta. Se hacía todos los miércoles, una función en que intervenían dos a cuatro grupos con pequeñas coreografías. Para esa época yo tenía mi propio estudio. Lo tenía desde el año sesenta y nueve. Era un lugar maravilloso, de trescientos metros cuadrados, que ya era un centro de gente, era un lugar muy lindo. Juan me invitó y me dio una fecha entera porque yo ya tenía una pequeñísima trayectoria. Incluso por ser distinta tenía una trayectoria. Ahí hice una función que se llamó simplemente Ana Kamien y que sentí que fue mi presentación en sociedad para lo que era la danza institucional; porque lo mío todavía formaba parte de lo trasgresor. Yo empecé esa función bajando una escalerita y barriendo el piso con un escobillón enorme. Así empezaba la función; barrí todo el escenario, barrí la escalerita, una vez abajo

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convertía al escobillón en muleta, fusil y mil otras cosas. Después lo dejaba apoyado contra la pared. El cierre de ese espectáculo, Heroica se llamaba, era la marcha fúnebre de la tercera sinfonía de Beethoven, que termina con un fusilamiento. Eso lo bailaba al final, al cierre del espectáculo. Lo que empezaba barriendo terminaba, bueno, de esa manera. Y en el medio bailaba metida adentro de una bolsa, recorría un poco la etapa con mis compañeras. Bailaba con música de Baden Powell, arrastrando los pies, y bailaba el pas de deux del Lago de los cisnes que era mi homenaje al ballet. En ese pas de deux mi partenaire era una silla. Este espectáculo lo preparé con mi marido: Leone Sonnino. Estábamos juntos en el estudio porque él tenía su estudio de fotografía y yo el de danza. Fue él que me hizo la puesta en escena. Él siempre hizo, después, cuando yo tuve grupo, las puestas en escena y colaboraba en la creación de los espectáculos. En

Expodanza

Setenta

participaron

Oscar

Aráiz,

Norma

Binaghi,

Susana

Zimmermann, bueno, mucha gente que todavía era de AMIGOS DE LA DANZA y que me valió que Rodolfo Dantón me invitase a bailar allí una coreografía junto a Estela Maris. Yo había sido y era transgresora, pero a partir de ahí sentí que era aceptada. Para mí fue muy importante. Lo que introdujo Falzone en ese ciclo fue el debate después de cada función. Es decir la gente preguntaba, y entonces los coreógrafos vanamente trataban de explicar. Nunca se llegaba a nada, pero no importa, yo rescato mucho esa época porque la gente hablaba. Y además era un lleno total, había unas colas impresionantes. En el año 1971 formé mi primer grupo con mis alumnos, y ahí bailaron por primera vez Susana Tambutti y Margarita Bali, recién venida de Estados Unidos. Creo que se acercaron a mi estudio porque, en ese momento, era el más grande que había en Buenos Aires y tenía fama de innovadora. Después hubo estudios más grandes y más lindos, pero

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ése tenía la movida de San Telmo, que se había puesto de moda. Era un estudio convocante en aquel momento. Yo hice una función para el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN que se llamó Cuerpos, e invité a las chicas que tomaban clases en ese momento conmigo. Yo hacía una parte solista y ellas hacían el coro, el grupo, pero igual todas tenían una parte, como un pequeño solo. Usé un collage de música de oud clásico, que es un laúd egipcio antiguo tocado por un maestro egipcio en una grabación, un bloco de Samba y terminaba con el Danubio azul. Las funciones del año setenta y uno tenían tema. En el año setenta eran libres, uno hacía lo que quería. Pero en el año setenta y uno, cuando me tocaba una fecha, Juan, por ejemplo, me decía: "tenés que trabajar con ritmos primitivos”. Me acuerdo que, ya en ese momento, la crítica de Napoleón Cabrera en Clarín la destacó a Margarita Bali. En el setenta y dos hago, yo sola, un espectáculo en el TEATRO EMBASSY, que se llamó Juego final. Además, ese año, hubo un homenaje a Renate Schottelius en el CENTRO CULTURAL SAN MARTÍN. Juan Falzone le quiso hacer un homenaje a su maestra. Se hizo una función de homenaje a Renate que para aquellos años repartía su tiempo entre Estocolmo y Boston. Un homenaje a nuestra maestra. Y yo bailé en esa función. Ya habían muerto los bailarines del TEATRO COLÓN en el accidente, y yo había hecho una función que se llamó Homenaje a los hermanos y la había bailado en el TEATRO SHA, donde para esos años, me habían vuelto a convocar. Entonces dije: "Voy a incluir una parte de Homenaje a los hermanos. Voy a bailar una partecita en que los bailarines se ahogaron en el Río de La Plata.” Bueno, la incluí, y ese día, en el año setenta y dos, había pasado algo terrible: el fusilamiento de Trelew donde fusilaron a los presos. La función no se suspendió. El teatro estaba que reventaba. Cuando terminé de bailar hubo una ovación. Hubo como una especie de tormenta de vivas, y qué sé yo qué. Creo que yo

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cerraba el espectáculo y la gente pensó que yo estaba bailando el fusilamiento. Yo había hecho la coreografía el año anterior, para los bailarines del TEATRO COLÓN que se habían ahogado y se la estaba dedicando en esta ocasión a Renate Schottelius. Fue una cosa muy fuerte. Ahí es donde más me di cuenta que la danza estaba muy vinculada a la realidad y se podía llenar de contenido una cosa sin significado aparente, y tal vez, aplicarla al momento que se estaba viviendo. Esto fue una cosa que me di cuenta en ese momento. Que cada cosa podía tener su significado si la dabas en el momento justo, en el momento propicio. Por suerte había una moderadora de debate que ponía las cosas en su lugar y no dejaba a los coreógrafos tan expuestos a los controles crecientes de la dictadura. Luego, en el año 1972 el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN me contrata para el año siguiente. Kive Staiff me ofrece bailar en la sala Casacuberta para hacer algo que yo ya había hecho en el CENTRO CULTURAL: un vals de Chopin. En el ínterin, ya en el año setenta y tres, asume Cámpora y a Kive lo echan. El TEATRO GENERAL SAN MARTÍN es tomado por la derecha del peronismo de la época y mis ensayos venía a verlos un señor, para ver qué era lo que yo estaba haciendo, qué estaba ensayando, porque la función tenía que ser “nacional y popular”. La obra tenía a una bailarina y una pianista que estaba todo el tiempo en el escenario de espaldas al público. La pianista nunca veía lo que yo hacía porque siempre estaba de espaldas y tocaba durante una hora el vals Op. 34 Nº 2 de Chopin y lo iba desfigurando y le iba dando distintos matices. Bueno, es decir que no tenía ningún contenido aparente. Este señor me aprobó el trabajo porque me dijo que Chopin era un compositor universal, por lo tanto era “nacional y popular”, con lo cual yo pude estrenar. Creo que en la época de la dictadura posterior, hubo un auge muy grande con la danza porque, como te demuestra la opinión de este señor, la danza utiliza un lenguaje no

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verbal, no explícito si no está escrito en el programa, que uno lo puede cargar de contenido, pero que a veces se hace incomprensible para un público no avezado o para censores no listos, digamos. Los estudios de danza eran lugares relativamente seguros. Creo que más seguros que los lugares de teatro donde se usa la palabra y se dicen cosas. Eran lugares de reunión, los estudios estaban llenos de chicos. Aunque parezca raro estaban llenos de muchachos; los muchachos se sentían seguros, era un lugar donde estaban aceptados en forma y condición. Los chicos sentían que podían expresarse, que podían estar, que se podían mostrar de todas formas posibles. Eran, yo creo, asilos culturales y de expresión, era un gran boom. Yo tenía el estudio lleno de gente en esa época. En el año ochenta y uno participé de Danza Abierta. Me acuerdo que en mi estudio se vendieron cualquier cantidad de abonos. La gente hacía cola en el TEATRO BAMBALINAS. Hacía cola por la calle Chacabuco y daba vuelta a la manzana. Yo hice un espectáculo con el grupo y en él bailaron Nora Codina y Ana Sanguinetti entre otros. Bailamos Visiones de milonga, que yo había esbozado en un pub en Londres en el setenta y cuatro. Danza Abierta '81 fue un evento histórico. En el año ochenta y dos hicimos un espectáculo que se llamó Cloltoc. Inventamos con Leone Sonnino un imperio, una cosa mítica que podía haber pasado en la más primitiva antigüedad o bien ser una civilización del futuro. Produjimos un vestuario muy atemporal con reminiscencias casi aztecas y toda una forma de lenguaje corporal, de gestos y de manos. Era un lugar ritual de mujeres que habían quedado solas, no se sabía que había pasado con los hombres. Se llamaba: El monte sagrado de Cloltoc. Estos después aparecían en el segundo acto que era El valle sagrado de Cloltoc. Posteriormente hicimos otro espectáculo que se llamó Viajes al enigma con música de 

Estaba ubicado en Chacabuco 955. Hoy ocupa ese predio la Federación de Sociedades Gallegas. 151

Elgar y una música de un contemporáneo alemán, una música progresiva en que los bailarines entraban al escenario en una fila muy apurada, muy obsesiva, muy maniática y súbitamente se desplomaban como ametrallados, pegaban un salto, se paraban y seguían marchando. Era una muestra de muertes sucesivas que deviene en una terminación muy lírica. Este espectáculo era un homenaje no explícito a los desaparecidos. Lo hicimos en el TEATRO ALVEAR. Esta última producción coincide con los finales del gobierno militar, fue el año ochenta y tres. Después estuve un año en Córdoba. Con el arribo de la democracia, en el año ochenta y cuatro, fui contratada por el director de cultura de Córdoba para introducir la danza contemporánea en el BALLET OFICIAL. Me encontré por primera vez con treinta y cuatro personas a mi cargo, para enseñarles un lenguaje y para que accedan a él. Repuse mis obras y gustaron mucho, porque el Ballet venía de hacer un repertorio clásico. Al año siguiente volví a Buenos Aires. El estudio había seguido funcionando con la ayuda de mis eficientes alumnas, secretarias, asistentes y bailarinas de mis grupos. Eso fue muy lindo. Se pudo trabajar casi como uno presume que se trabaja en Nueva York, que las alumnas toman las clases y hacen de secretarias. Para fines del ochenta y tres adoptamos una niña, Lucía, de tres años y medio. Entonces yo sentí que tenía el estudio, mi hija pequeña y mis padres muy grandes, y sentí que mi participación en lo que era el mundo de la danza ya no era en un plano de primer nivel. No tenía espacio, no tenía tiempo, no podía, sentía que estaba en un momento para dar un paso al costado. No dejarlo, pero sí de compartir con un montón de otras cosas que hasta ese momento no me habían pasado. Mi dedicación a la danza, hasta ese momento, hasta el año ochenta y tres, ochenta y cuatro, había sido absoluta, cien por cien. En el año ochenta y ocho mi marido dejó el estudio; no compartíamos más el

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espacio físico. Yo me había mudado a una cuadra del primer estudio de San Telmo. A un loft de tres pisos. Tenía que manejarlo como un complejo, digamos, y no podía. Lo cerré. Total, dije, voy a dar clase en los estudios de mis colegas, Margarita Bali o Roxana Grinstein. Es decir terminé dando clases en sus estudios. Bueno, yo no creo que la vida de una persona sea un debe y un haber. En algún momento tuve la suerte increíble de poder invitar yo a mi primerísima maestra de danza contemporánea, Renate Schottelius, a dar clases en mi estudio, cuando yo tenía mis trescientos metros cuadrados. Renate para aquella época, cuando venía a la Argentina y daba un pequeño curso, lo daba en el estudio de Estela Maris, que era un estudio realmente mucho más pequeño y las nuevas generaciones creo que ya habían perdido contacto con ella, porque en ese momento estaba muy de moda la danza americana, ya fuese la de Martha Graham, a través de Freddy Romero, o la de Jennifer Müller o José Limón. Cuando Estela Maris se mudó a Mar del Plata la fui a buscar a Renate y la invité a dar clase en mi estudio. Le gustó muchísimo; yo convencí a todo mi estudio que tenía que conocer a mi maestra, que tenía que tomar clases con ella, que tenían que conocer las corrientes del expresionismo, las nuevas viejas corrientes del expresionismo porque después eso apareció de nuevo a través de Pina Bausch y de Suzanne Linke, y le hice publicidad en las casas de danzas. Mi marido tenía fotos viejas de Renate que también repartí. Después me asusté y le dije: "Renate, usted, ¿con cuántas personas daría clase?", y Renate con la suavidad que la caracteriza me dice: "Con cinco, tal vez, vamos a ver"… Creo que había entre treinta y cuarenta personas el primer día de clase. Para mí fue maravilloso. Me siento como que la trajimos de vuelta a casa, de alguna manera, en aquel momento. Después ella siguió viajando y cuando me mudé, ya no quiso volver de

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vuelta a mi estudio, porque el nuevo ya no tenía las dimensiones apropiadas. Tenerla en mi estudio fue muy importante para mí. Yo creo que estoy bastante en paz, pero todavía me pregunto si no tengo que hacer algo más que dar clases. Ésta es una paradoja que nos pasa a los bailarines que hemos sido maestros casi desde el comienzo de nuestra trayectoria. Yo empecé a bailar y a dar clases simultáneamente, y a estudiar y a producir espectáculos. Porque una cosa es bailar cuando te dirigen, cuando te invitan y otra cosa es: mírenme, estoy acá, miren lo que tengo para mostrarles. En aquella época, por no estar en el medio oficial si no más bien trasgresor, hubo que abrirse camino. Yo creo que entre Marilú y Graciela abrieron ese espacio y yo me acoplé. Yo reconozco que no fui tan transgresora, pero estuve ahí, firme. En el año 1991, a los cincuenta y siete años de edad bailé una coreografía de Alejandro Cervera. Hicimos un proyecto juntos antes de que él se fuese como director al BALLET DEL SUR en Bahía Blanca. Que Alejandro Cervera, ex director del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO SAN MARTÍN me invitase, fue muy importante. El espectáculo se llamó Solo para bailarina con viola obligada y pudimos realizar ese ciclo en el INSTITUTO GOETHE con el aporte musical de Tomás Tichauer, gran músico, solista de viola, que murió recientemente. Su presencia en el escenario representaba al padre ausente, que yo invocaba. Yo le propuse mis músicas que eran las músicas de mi infancia. Pusimos un tapete en el piso, las partituras, muchos atriles y el piso estaba lleno de hojas secas. Esa fue mi última temporada como bailarina. Es decir, siento que fue un hermoso círculo, todavía no cerrado… 12 de marzo de 1996

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Ana Kamien es actualmente una prestigiosa maestra de danza y ha sido elegida como jurado en numerosas ocasiones. Se desempeñó como presidenta de la ASOCIACIÓN COREÓGRAFOS CONTEMPORÁNEOS ASOCIADOS – DANZA TEATRO INDEPENDIENTE (COCOADATEI) en el período 2001–2003 y como vocal de PRODANZA de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desde el 2003 hasta el 2005.

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OSCAR ARÁIZ

Nací en 1940, en Punta Alta, cerca de la ciudad de Bahía Blanca, en la provincia de Buenos Aires. Me crié con mi madre y con mis abuelos. Mis padres se separaron cuando yo era muy pequeño. Recibí muchas influencias de mi madre en mi educación, sobre todo en la cuestión musical y poética. Ella es escritora, poeta. Su nombre es Elvira Amado; ese es su nombre literario. A ella le he dedicado mi obra Noche de ronda, con boleros interpretados por Elvira Ríos, con quien comparte el nombre y la época. En realidad yo empecé, dentro de las artes, a aproximarme al dibujo y a la pintura, creo que encontraba allí una especie de refugio y eso continuó desenvolviéndose. Hasta que en un momento dado descubrí la danza con la posibilidad de estudiar y entrar en la disciplina; no como espectador, que ya lo era, sino como intérprete y jugador activo. La coreografía fue la especialización de ese impulso lúdico. Mi familia se trasladó a Buenos Aires más o menos en los años cincuenta, así que yo tendría diez años. En esa época mis juegos favoritos eran el dibujo y la pintura y me presentaba en concursos de manchas. De danza, en ese momento, veía los espectáculos del TEATRO COLÓN, y recuerdo recitales de María Fux y Renate Schottelius; básicamente eso. Recuerdo programas muy espectaculares, como por ejemplo un programa en el que se presentaron el BALLET DEL MARQUÉS DE CUEVAS, el BALLET DEL TEATRO COLÓN y el LONDON FESTIVAL BALLET, en el mismo programa. Algo muy espectacular. También recuerdo la emoción de ver la COMPAÑÍA DE JOSÉ LIMÓN en el TEATRO ÓPERA. Tuve allí un flash de lo que quería ser. Después vuelvo a Bahía Blanca. En realidad, mi infancia fue una especie de gitaneada, por razones personales, entre la provincia y la capital. En un momento dado,

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en Bahía Blanca, estudiaba pintura, y en el estudio conocí a Élide Locardi, quien había sido una de las bailarinas del mítico grupo de Miriam Winslow. Tuve un gran acercamiento con ella. Le mostré dibujos que había hecho para la Consagración de la primavera, que eran unas fantasías derivadas de esa música. Élide estaba en Bahía Blanca intentando suerte como maestra, huyendo un poco de la capital como sucedió en todos los tiempos; gente que sale de Buenos Aires para probar otros caminos. Y bueno, en alguno de esos caminos se encontró conmigo, o yo con ella, y tuvimos una relación decisiva para mí. En realidad yo hablo siempre de ella con mucha emoción y le agradezco el mundo que me ofreció, porque no solamente me dio una beca para estudiar danza, sino que me abrió la puerta del arte moderno en toda su amplitud. En la pintura, en la música, me hizo conocer mucho de lo que era el arte contemporáneo. Élide sintetizaba una conjunción de técnicas, para que se pueda comprender, también, por qué yo soy lo que soy, si es que alguien puede decirlo. Ella estaba formada en moderno por Miriam Winslow y en clásico por madame Smirnova, que fue una de las grandes maestras de ballet que hubo en Buenos Aires. Además, Élide tenía a la pintura como una de sus expresiones. Esto, quizás, pueda dar una idea de por qué, también, mis inclinaciones son abiertas y tienen un espectro bastante grande dentro de las etiquetas que todos tenemos. Élide me dio una beca para estudiar un año con ella y, prácticamente, era empezar a bailar. A través de sus enseñanzas canalicé mis inquietudes artísticas. Sobre todo, porque me volqué también al teatro que era una síntesis de mis búsquedas y de los lenguajes que me atraían. Ese período duró menos de dos años. Se interrumpió porque tuve que volver a la capital, también por razones familiares. Esa hermosa amistad y el proceso se cortaron; lo que lamenté muchísimo. Pero bueno, yo vine a Buenos Aires y volví a la pintura. Me presenté en un concurso de croquis sobre danza que estaba organizado por Cecilio Madanes, en el TEATRO

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ALVEAR. Era un domingo por la mañana; en el escenario estaba la compañía de Renate Schottelius y en el jurado había pintores muy destacados. Yo saqué un buen premio. En esa oportunidad la conocí personalmente a Renate. Después de haber recibido el premio en el escenario, me quedé, la saludé y me presenté. Le dije que yo había sido alumno de Élide –ellas habían sido compañeras, junto con Ana Itelman y todas aquellas grandes–, y le pregunté dónde podía estudiar con ella. Me contestó que estaba dando clases en La Plata y entonces decidí ir para allí. Más o menos en esa época empieza mi vida personal independiente, quiero decir, sabía lo que quería y vivía de mis esfuerzos por acercarme a eso. Comencé a tomar clases con Renate en la Escuela de Bellas Artes en La Plata y también, al mismo tiempo, entré en la Escuela de Ballet del TEATRO ARGENTINO de esa ciudad. Fui figurante de óperas y ballets. Así que ahí inicié mi formación clásica porque, en realidad, lo que yo había estudiado con Élide era moderno. Mi primer maestro de clásico fue Pedro Martínez, quien fue uno de los primeros bailarines del TEATRO ARGENTINO. Estando en esa escuela, y luego en el cuerpo de baile, tuve influencias de lo que era el repertorio del ballet. En ese momento, Tamara Griegorieva dirigía el ballet de ese teatro. Con ella descubrí en forma directa el repertorio de los BALLETS RUSOS, como las coreografías de Fokine o Massine. Participé en producciones como Scheherezade, Danzas polovztianas de El príncipe Igor, Paganini o Presagios sobre la 5ª sinfonía de Tchaicovsky. Para mí fue una época de oro. También fue importante entrar en un círculo profesional, donde yo me sentía con pares y todos hablaban el mismo lenguaje. Así que, también en lo personal, mi vida empezó a desarrollarse a partir de ese momento. Ahí, a fines de los cincuenta, a mis diecisiete, dieciocho años, empezaron mis satisfacciones. En aquella época, Dore Hoyer fue contratada por la Secretaría de Cultura de la Provincia para formar una escuela y posteriormente una compañía. Su llegada fue un gran impacto para el mundo de la danza contemporánea. Venían a tomar sus clases

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desde la capital o el interior. Estuvo un año formando lo que después fueron dos grupos, uno de solistas y otro mayor que ella llamó CORO DEL MOVIMIENTO, indudablemente derivados de los coros de Mary Wigman. En el grupo de solistas éramos nada más que siete u ocho: Angó Domenech, Olga Derwel, Anna Cremaschi, Susana Ibáñez, Iris Scaccheri, Lía Jelín, Marta Jaramillo y yo, que era el único varón. En aquella época, yo ya estaba coreografiando mis primeras tentativas, digamos, para lo cual trabajaba con mis compañeros del TEATRO ARGENTINO. Para ello les pedía que se quedaran después de los ensayos. Les gustaba lo que yo hacía, y se divertían y encontraban placer y, por supuesto, yo disfrutaba enormemente. Así que era como un acuerdo; no era una compañía, era un acuerdo de trabajar juntos. ¿No es ésta la condición de base en toda compañía? En cuanto espacio encontraba dentro del teatro para ensayar, allí me metía. Un día estaba ensayando en una sala, se abre una puerta y apareció Dore Hoyer con el Director, el Secretario de Cultura, una intérprete y toda una comitiva. Nos quedamos todos temblando contra la pared. Ella venía a conocer la sala en la que trabajaría. Esa sala después se llamó Dore Hoyer; desgraciadamente todo fue demolido luego del incendio del teatro. Cuando ella entró, aquel día, se interrumpió el trabajo, nos quedamos congelados. Estábamos ensayando un esbozo de una obra de Prokofiev El hijo pródigo. Entonces, Yolanda Montoya, que era una primera bailarina del TEATRO ARGENTINO y que se prestaba a mis “experimentos”, me sugirió que le mostrara lo que estábamos haciendo. Así fue que me presenté y le dije que quería mostrarle el trabajo. Y ante el espanto de toda la comitiva ella acercó una silla, dijo que sí, y yo le mostré lo que hacía. Cuando terminó, me separó hacia un rincón y me dio su opinión. Lo que más quedó en mi cabeza era su insistencia sobre la autenticidad del movimiento, como si su origen debería ser

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desde una zona más profunda. Me dio un beso, me dijo que le gustaría volverme a ver y se fue. Yo tendría dieciocho años. Dore hizo la convocatoria para tomar a la gente, me presenté y me aceptó. Pero para poder entrar a trabajar con ella, tenía que renunciar a mi trabajo, ya que después de haber hecho toda la escuela y de mucho esfuerzo, acababa de entrar como bailarín a la compañía del ARGENTINO. Pero no lo dudé, renuncié, y estuve un año muerto de hambre, pero trabajando con Dore. Yo no había visto sus recitales como solista, pero sabía muy bien de quién se trataba. Asimismo, conocerla y quedar fascinado era, para muchos, algo simultáneo. En realidad yo no estaba renunciando a mi trabajo, estaba renunciando a un sueldo. Esa era su condición: exclusividad total. Dore no compartía a nadie con nada. Eso produjo bastantes dilemas y conflictos. Exigía una entrega absoluta a jornada completa. El trabajo era muy fuerte, muy, muy fuerte. Pero así comprendí desde dónde fluía su propia intensidad. Estuvo un año dándonos clases, y luego decidió quiénes iban a ser del grupo de solistas y quiénes iban a ser del CORO DEL MOVIMIENTO. En este último había muchísimos actores, porque Dore trabajaba no necesariamente con bailarines profesionales, sino que trabajaba el movimiento orgánicamente, desde su teatralidad. Pero eso se acabó rápido. Ella se cansó de la Argentina y de los argentinos y se fue. Sólo duró un poco más de un año. Hicimos un primer y único programa en el TEATRO ARGENTINO y en el TEATRO COLÓN. Cuando se fue, me quedé en banda y pensé que ese era el momento para tomar nuevos caminos. Vendí mi motocicleta y me compré un pasaje a Europa en el “Salta”, un barco-vapor frigorífico convertido en buque de pasajeros. Yo trabajaba mucho con una compañera mía, Beatriz Margenat. Con ella hice mis primeros trabajos. Nos pusimos de acuerdo; ella se quiso venir conmigo, y nos fuimos. Mi primer viaje a Europa duró un año. Fernando Emery, quien fue uno de los críticos más importantes de danza y más tarde

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impulsor de la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, me entregó tres cartas de recomendación. Una era para Maurice Béjart, otra para Gert Reinholm y la restante para Alfredo Allaria. Como yo llegué a España, mi primer contacto fue con Allaria, que me dio un trabajo para participar en un music hall. Nos fuimos de Barcelona a Madrid y ahí estuvimos unos seis meses. También trabajamos en una película con él e hicimos unas giras. Al año siguiente volví a Buenos Aires. Poco antes de volver yo había conseguido una beca. Tuve una correspondencia con los Sakharoff, Clotilde y Alejandro, que daban clases en Siena, en Italia, para tomar clases con ellos, o acercarme a conocerlos. Creo que, con Beatriz, nos sentíamos un poco identificados con ellos: una pareja que bailaba en las iglesias, castillos y espacios no convencionales, con un lenguaje muy marcado por la pintura, la plástica y los temas sacros y profanos. Así era nuestra vida en esos momentos, creo que con una óptica bastante romántica, lo cual incluía sentimientos relacionados con el drama y la naturaleza, con cierta mística de la danza. Pero bueno, finalmente no pude aceptar esa beca por situaciones familiares que precipitaron mi regreso. Antes de volver a la Argentina, Beatriz y yo, habíamos conseguido una sala teatral en Barcelona, la sala GUIMERÁ, que tenía algo de under; un sótano en el barrio Gótico de Barcelona. Al empresario le gustaron nuestros trabajos y esos fueron mis primeros ensayos coreográficos. Así que, cuando volví, ya tenía el comienzo de un repertorio. En Buenos Aires formé mi primera compañía independiente e hice obras de grupo, al mismo tiempo que volví a formar parte del BALLET DEL ARGENTINO. Después de haber estado un año con Dore y otro año afuera, en esos dos años la compañía del ARGENTINO cambió; así que había gente muy joven, gente más fresca. Con parte de ellos se formó el grupo. Allí estaban, por ejemplo, Norma Binaghi, Mabel Astarloa, Irma Baz.

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Así empezaron mis trabajos grupales y mis primeras coreografías para compañías profesionales. Una fue para la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, donde presenté El Unicornio, la Gorgona y la Mantícora y prácticamente enseguida hice algo en el TEATRO ARGENTINO de La Plata. Ahí la conocí a Ana Itelman, cuando residía en Estados Unidos. Ana había sido contratada para montar un espectáculo en el ARGENTINO. Ella necesitaba gente que tuviera una sólida base clásica y contemporánea, lo que no era común. Yo me presenté con la esperanza de participar en su proyecto pero finalmente éste no se realizó y Ana volvió a Estados Unidos. En esa misma época, Ana recibió un contrato para montar un show musical en el Hotel Copacabana de Río de Janeiro. Esto era algo que Ana manejaba maravillosamente bien. Se realizaron audiciones, me presenté y estuve dos meses trabajando en el show, en el Golden Room del Copacabana. Eso también me hizo estar muy en contacto con Ana. Fue enriquecedor conocerla en un clima distendido y formar parte de su proceso creativo. En general, entre el coreógrafo y los intérpretes no existen horas compartidas, aparte de los ensayos. Estando allí, en Río de Janeiro, recibí una propuesta para montar un programa completo en el TEATRO ARGENTINO. El director del teatro en ese momento era Jaime Bauzá. Él produjo una renovación conceptual y estética en la programación. Jaime, al que luego me unió una entrañable amistad, me encomendó un programa compuesto por una obra de Pierre Henry de música concreta, El canto de Orfeo, otra con madrigales de Banchieri, La pazzia senile, y un dúo, un adagio de Albinoni que se llamó Halo. Era la primera vez que enfrentaba tanta responsabilidad, en una compañía numerosa, con orquesta y, además, una obra de música contemporánea. Fue una oportunidad muy grande y feliz para mí. Paralelamente continuaba con mi grupo independiente.

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Al grupo intenté ponerle varios nombres, AGON, GRUPO DEL UNICORNIO, pero no funcionó ninguno, porque se lo mencionaba como el grupo de Oscar Aráiz. Eso ocurrió con otras compañías, lo que me produjo algunos inconvenientes en el sector oficial. Mientras tanto, La consagración de la primavera se había convertido en una especie de obsesión para mí. Trabajaba permanentemente sobre esa partitura, y al decir trabajar, digo investigar en antropología, música, arte primitivo, mitología, historia. Llené muchos cuadernos con apuntes, dibujos y notas, estimulado, casi perseguido por Stravinsky. En 1966 lo propuse a la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA y la comisión lo aceptó, luego de escuchar mi proyecto y ver algunos fragmentos ensayados. Fue un estreno inolvidable y conmovedor. Para realizarlo se habían mancomunado bailarines de diversos credos, de diversas estéticas. Bailarines contemporáneos, de televisión, del TEATRO COLÓN, de jazz, del ARGENTINO, independientes y oficiales. Una experiencia de convivencia fenoménica. Violeta Janeiro estrenó el papel de la elegida. Después Ana María Stekelman la hizo mucho tiempo. Esta fue la segunda pieza que hice para AMIGOS DE LA DANZA. Al año siguiente de Consagración, se hace Crash en el INSTITUTO DI TELLA. Mi atracción por la composición me obligó a retomar profundamente la música. Estudié serialismo y llegué a hacer, junto con otro músico, la música para una pieza de teatro que se hizo en la ALIANZA FRANCESA. En este lugar se había presentado mi primer grupo. El INSTITUTO DI TELLA estaba en su apogeo. Yo había hecho una comedia musical, Kiss Me Kate, sobre La fierecilla domada de Shakespeare, en el TEATRO AVENIDA, con Pepe Cibrián y Ana María Campoy. Junto con Lía Jelín hacíamos un blues, con coreografía de Crandall Dhiell. Estos retornos a la comedia, al show, deben tener algo de lo que me dejaron Allaria o Itelman. Conocí a María Julia Bertotto que estaba trabajando como bailarina en Kiss Me Kate. María Julia me contactó con Roberto Villanueva, que era

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el director de teatro en el DI TELLA. Fue así que tuve la posibilidad de hacer un espectáculo en ese espacio tan particular. Yo no sospechaba hasta que llegué allí y empecé a trabajar el grado de genio que había en ese equipo, tanto en el campo de sonido, como en el visual y el de diseño. Era un lujo. Allí hicimos Crash. Éramos siete. Ana María Stekelman, Esther Ferrando, Lía Jelín, María Julia Bertotto, José Carlos Campitelli, Tony Abott y yo. Ya Consagración había sido un éxito grande con el público y los medios, con muchas notas, algo fuerte; y Crash, también resultó. Fueron años maravillosos para mí. Trabajé en óperas y piezas de teatro con gente impresionante, como David Stivel. Con él hice Libertad, libertad, libertad, y allí conocí a Carlos Cytrynowkski, con quien trabajé, después, muchos años. En el TEATRO COLÓN, luego del estreno de Estancia de Ginastera, que dirigía el departamento de música en el DI TELLA, y el montaje de Consagración, me llamaban para óperas, especialmente para las bacanales. Como Consagración de la primavera era una gran fiesta dionisíaca, me ocupé de todas las bacanales operísticas: Sansón y Dalila, Bomarzo, Moisés y Aaron, Padmavati. Sobre el final de Crash –1967– nombran como director del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN a César Magrini. Éste, desde El Cronista Comercial, me había hecho unas notas buenísimas. Magrini me cita para que le organice unos espectáculos de ballet y danza, estilo Gala de Invitados. Mi contraoferta fue que en vez de hacer recitales esporádicos, formáramos una compañía con continuidad y con un vocabulario actual. Bueno, primero me respondió que no, que no había antecedentes y que era muy arriesgado. Pero después me dijo que probáramos sin hacer demasiado ruido. Así que se creó el BALLET DEL

TEATRO SAN MARTÍN, en forma pirata. Al comienzo no se enteró nadie que se había

creado ese Ballet. Después del primer programa y cuando se vio que todo funcionaba

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bien, ahí recién se declaró su existencia. De alguna u otra manera era la primera vez que se creaba una compañía oficial que no era específicamente de repertorio clásico. Yo no puedo decir que el BALLET DEL SAN MARTÍN en sus primeros años fue una compañía de danza contemporánea, porque yo no era tampoco ni un bailarín, ni un coreógrafo contemporáneo, en el sentido más purista de la palabra –y parece que las palabras modifican sus contenidos con el tiempo– pero en todo caso fue la primera compañía donde dos técnicas se amalgamaban, con bailarines preparados tanto en lo académico como en lo contemporáneo de esa época. El elenco se formó por concurso y cada año se renovaba o aumentaba. Los jurados se constituían con maestros, personalidades y coreógrafos. Ana Itelman volvía de Estados Unidos. Ella me propuso un espectáculo que se llamó Ciudad nuestra, Buenos Aires, una nueva versión de otro que se ya había hecho en el TEATRO CERVANTES, Esta ciudad de Buenos Aires. Las dos versiones eran muy diferentes. Ambas tenían como base la música de Buenos Aires, la poesía de Buenos Aires. Había textos, poemas de Fernando Gibert, y collages que hacía Ana con sonidos, ruidos, tangos, o música contemporánea. Lo que pasaba en el escenario era también una especie de collage, de amontonamiento de imágenes, de personajes, de prototipos. De ese espectáculo, lo que sobrevivió fue el solo que bailé tantos años y que filmó Simón Feldman, amigo y colaborador de Ana. Ese tango fue también lo último que bailé. Itelman creó obras nuevas para la compañía –Doble Tres sobre una suite para cello de Bach, Fedra, un montaje cinematográfico-escénico revolucionario, Casa de puertas, Odi et Amo, sobre poemas de Catulo, y naturalmente asumió el rol de coreógrafa residente. Otra coreógrafa y guía de la compañía, en esa época, fue Renate Shottelius, que puso Recordad el amor, Lía Labaronne, con Movimientos, y Alejandro Ginert, con Krishnatantra, una coreografía de técnica hindú, dificilísima para trabajar, pero con un proceso muy interesante. Romeo y

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Julieta marca el comienzo de mi asociación con Renata Schussheim, con la que compartimos tantas aventuras creativas casi ininterrumpidas. Entre mis trabajos, fue importante para mí Symphonía. Contaba con el asesoramiento musical de Jacobo Romano, que me había hecho conocer Cage, Nono, Ligetti, Xenakis, Berio, Bark-Rabe. Fue un trabajo de una extrema libertad experimental y un rigor que me retrotraía a Dore. Me tomé todo el tiempo que necesité para estructurarla. Eran noventa minutos al hilo, sin descanso y era teatro de imagen, visual, pictórico, sonoro, sensorial. Empezaba con una película abstracta dibujada sobre el celuloide hecha por un joven realizador, Walmo, que había trabajado con McLaren en Canadá. Al comienzo se proyectaba en una pantalla que había en la sala Martín Coronado y al final se volvía a proyectar sobre la gente, que estaba vestida de blanco y hacía una especie de pantalla humana. Experimenté con la iluminación, influido por Cunningham y Nikolais, que habían visitado Buenos Aires. Jugué con los maquillajes, con el vestuario, con los objetos, y especialmente con el movimiento y lo gestual. Una de las secciones de esa obra se llamaba Gestos, un trabajo con improvisaciones bajo reglas muy determinadas en cuanto al uso del tiempo, las velocidades y las situaciones teatrales. De esa obra utilicé material para otras piezas, como una “obra madre" que sale de vez en cuando y de ahí seguís sacando propuestas. Intervenía toda la compañía. Al año siguiente de haberse creado, o sea en el año sesenta y nueve, hicimos una gira a Europa. La compañía se presentó en París, en Londres, en Madrid y en otras ciudades. Después las direcciones del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN fueron cambiando y el apoyo de la compañía iba perdiéndose. Hasta que llegó una dirección que decidió que el presupuesto del Ballet sería utilizado para traer a un importante director europeo. La compañía no se rindió y buscamos refugios alternativos. El secretario de cultura, Ricardo Freixá, nos dio amparo en el TEATRO CERVANTES, donde conseguimos un lugar para

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ensayar y firmamos algunos contratos que nos permitieron seguir trabajando, uno o dos años más. Luego siguieron cambiando las autoridades y seguimos perdiendo apoyo. Hasta que de todo eso quedó un grupo privado, con el cual hicimos algunos espectáculos, ya en forma independiente. Según cuál fuese el espectáculo convocaba a más o menos gente. Eso hizo que el grupo nunca fuera regular en cuanto al número de integrantes. En esa época hicimos Aráiz on the rock en el TEATRO ODEÓN, una especie de retorno a Crash, pero ampliado. Tuvo mucho éxito y participaban unos dieciocho bailarines. Después de estrenar Aráiz on the rock fui invitado para dar talleres en el FESTIVAL DE INVIERNO de Ouro Preto en Brasil. Formé un equipo de cuatro maestros y fuimos a dar clases: Cristina Barnils, Mauricio Wainrot, Bettina Bellomo y yo. Eran seminarios de composición, de ballet; creo que fueron las primeras clases de Cristina Barnils, ahí empezó su carrera pedagógica. En esa oportunidad conocí a un grupo de alumnos que eran hermanos, hermanas, novios y novias, un grupo bastante bizarro, que después constituyó el grupo CORPO. Eran la famosa familia Pederneiras. Fue ahí donde los conocí y se gestó este grupo. En el año setenta y cuatro estrené en el TEATRO ODEÓN una obra llamada Escenas. Sus intérpretes fueron Doris Petroni, Mauricio Wainrot, Daniel Angrisani, Irma Baz y Bettina Bellomo. Ensayábamos en estudios prestados cedidos, como el de Enrique Lommi y Olga Ferri. Durante ese ciclo de funciones tuve una invitación para montar un programa en el TEATRO MUNICIPAL de Río; así que el grupo se quedó trabajando, mientras yo estaba en Río. Por ese entonces llegó aquí el ROYAL WINNIPEG BALLET, sus directores vieron el espectáculo y me mandaron un telegrama a Río para encontrarnos allí, donde continuaban su gira sudamericana, también en el MUNICIPAL de Río. Allí conocí la Compañía y su Director, Arnold Spohr, me pidió Adagietto. Así comenzó una cadena de colaboraciones que duró varios años en los cuales monté Escenas, Magnificat, El

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Unicornio, la Gorgona y la Mantícora y una obra nueva, Eternity Is Now. Más tarde la hice en el TEATRO COLÓN, en la época en que dirigí el Ballet. En todas estas experiencias, sin saberlo, estaba conociendo a los elementos con los que después formaría el BALLET DEL GRAND THÉÂTRE en Ginebra. Cuando años más tarde, en el ochenta, me establezco en Ginebra, convoco a muchos de los bailarines que habían colaborado conmigo, y que habíamos quedado artísticamente atraídos, de Brasil, Canadá, Estados Unidos, entre ellos Bonnie Wyckoff, de quien Manucho Mujica Láinez dijo que era mi “musa”. Bonnie fue una de las bailarinas a cuyo contacto fluían naturalmente movimientos, ideas o intensidades disparados por su personalidad arrolladora. Algo muy especial. En los '70 mi carrera se expande en el exterior, especialmente en Brasil y Canadá. También aparece Robert Joffrey que me envía un telegrama muy impresionado luego de haber visto la versión de Consagración de la primavera que hacía el ROYAL WINNIPEG BALLET y me pide esa obra para su compañía. Yo le hice una contraoferta de otra obra que no fuera Consagración de la primavera y él eligió Romeo y Julieta. Allí comencé también otra sucesión de colaboraciones con Joffrey en Nueva York. A partir de Romeo y Julieta hice un ballet para ellos que se llamó Heptagon, un ballet para hombres sobre el Concierto para órgano de Poulenc. También puse los Preludios de Chopin que ya había hecho para el BALLET MUNICIPAL de San Pablo. Esos años entre el setenta y cuatro y el setenta y siete son años de muchas colaboraciones afuera. También para la misma época monté dos obras para la ÓPERA DE PARÍS. En el setenta y cinco se disuelve el grupo definitivamente. Para esa ocasión, y en forma de despedida, presentamos Canciones de Mahler. Recuerdo que en esa oportunidad bailaba también Margarita Bali. Y dentro de la obra hay una variación que fue un retrato-homenaje a Dore Hoyer, interpretado por Cristina Barnils.

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Colaboré en espectáculos musicales o con música de rock, géneros a los que me gusta volver. En esa época trabajé con el grupo Arco Iris. En realidad fue así: me llamaron del BALLET D'ANGERS para hacer una obra y utilicé música de Arco Iris; luego, en Buenos Aires, la presentamos con el grupo tocando en vivo, en el teatro GRAN REX. En el setenta y seis se hizo María María, el primer trabajo del GRUPO CORPO, de Belo Horizonte. Cuando el grupo se constituyó, me llamó y se formó un equipo en el cual estábamos Milton Nascimento en la música y Fernando Brant, el autor del libreto. El vestuario fue de Renata Schussheim. La obra estaba inspirada en un personaje mítico de la sociedad brasileña, negra esclava y servidora, sus orígenes, padecimientos y credos, su humor, sus ritos. Siempre encontré en mi trabajo como oportunidades de estudiar; es esa posibilidad de entrar en tema que se vuelve curiosidad, juego, obsesión. Con el BALLET DE HAMBURGO monté Escenas. John Neumeier hizo el rol del padre. También trabajé con Ragnar Grippe, un compositor sueco para el BALLET DE LA ÓPERA DE ESTOCOLMO, que dirigía Ivo Cramér. Se llamó Vänthall –sala de espera– con música electrónica. Ese mismo año, a Hugues Gall, el administrador de la ÓPERA DE PARÍS, le ofrecen la dirección del GRAN TEATRO de Ginebra. Él me propone la dirección del Ballet, con dos años de anticipación, idea a la que me resisto, porque tenía deseos de volver a Buenos Aires. Estaba bastante agotado de no tener ningún lugar fijo. Así me quedo en Buenos Aires y acepto la dirección del BALLET DEL TEATRO COLÓN, que duró muy poco por cierto. Cumplí el año, pero no fue una experiencia satisfactoria. Gall vuelve a insistir con su oferta y acepto un primer viaje para estudiar personalmente la propuesta. Todo fue llegar y aceptar. Era como el “sueño del pibe”. Comenzó un período en circunstancias ideales que constituyó una de las experiencias más productivas e intensas que recuerdo. Contaba con mucha libertad para reformar la compañía. Retuve a los elementos que más me interesaban. Invité a participar a bailarines de algunas compañías en las que había

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trabajado: del ROYAL WINNIPEG BALLET, JOFFREY BALLET, BALLET MUNICIPAL DE SÃO PAULO, del BALLET DEL TEATRO COLÓN. También fue una síntesis de mi repertorio y la oportunidad de ampliarlo con nuevas obras. Algunas son las que ahora estoy presentando aquí –en general en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, como El mar, Mathis der Maler, El carnaval de los animales o El niño y los sortilegios. Mientras tanto yo volvía todos los años a ver mi familia, mis amigos o por razones laborales. En esos años monté en el TEATRO COLÓN un programa con Magnificat, Pulcinella y Adagietto. También Mauricio Wainrot me pidió para el BALLET DEL SAN MARTÍN la obra Cantares. Otro trabajo aquí, por esa época, fue Fénix en el TEATRO ODEÓN, con Jean François Casanovas, y poco después, con el BALLET DE GINEBRA, invitado por el MOZARTEUM ARGENTINO, hicimos temporada en el TEATRO COLÓN y gira por el interior, en una tournée Sudamericana. Nos presentábamos en Francia, Alemania, Italia, España, todos los años, y especialmente en Rusia, China y Cuba. Los espectáculos que hacíamos en el GRAN TEATRO no eran muchos, tres o cuatro programas de siete o nueve funciones cada uno. El GRAN TEATRO es un teatro lírico, con un nivel de espectadores de alto prestigio social. Al comienzo estaba estimulado por el cambio y las posibilidades creativas que gozaba. Con el tiempo percibí que la gente joven y universitaria no frecuentaba el teatro, o porque representaba un status social aparentemente inaccesible, o porque no se desarrollaban políticas culturales para esos fines. De todos modos los ensayos generales eran abiertos a las escuelas. Por estas circunstancias, nuestra compensación era realizar espectáculos fuera del teatro. Yo sentía una creciente exigencia productiva. Por primera vez la profesión se me presentó con una estructura de mercado. Sospeché de estar repitiendo fórmulas, condicionado, por ejemplo, a utilizar forzosamente a la orquesta. Y era nada menos que la ORQUESTA DE LA SUISSE ROMANDE. Comprendí que tenía que respetar ciertas formalidades. Una forma de evadir esa estructura fue la creación de El

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público, que se montó sobre la pieza de teatro de Lorca. Se hizo un acuerdo con el THÉÂTRE DE LA COMÉDIE de Ginebra donde se representó. Era otro espectáculo de teatro físico y de imagen, a partir de caracteres y situaciones surrealistas donde trabajé la danza desde lo gestual con gran acento en lo plástico, casi esculturas vivas... en realidad eran los testimonios plásticos de la poesía de Lorca. Todo estaba muy relacionado específicamente con la poesía. Se podría decir como del género del misterio. Una pieza oscura, onírica, donde se tocan tabúes de la sociedad: el sexo, la ficción, ciertos ritos, las fuerzas inconscientes del público. Este trabajo me impregnó su melancolía y tuve deseos de retornar a la Argentina. Coincidía con un momento en que la compañía de Ginebra estaba cerrando su ciclo en la vida activa de los bailarines, que habían comenzado conmigo en su madurez así que muchos concluyeron su carrera en Ginebra. Era tiempo de reciclar, cerrar, cambiar de rumbo y separarse. Este proceso se hizo con mucho cuidado y en conjunto con el director del teatro durante dos años estuvimos buscando un nuevo director para el Ballet. Quiero destacar el nivel de civilidad con el que pueden resolverse situaciones críticas, sin el dramatismo al que los argentinos recurrimos en las mismas. Pretendía encontrar a alguien que tomara la posta, que continuara sobre lo construido. El BALLET DE GINEBRA había sido dirigido por personalidades como Balanchine, Serge Golovine, Patricia Nary, Peter Van Dyck, o sea que su trayectoria es riquísima. Con mi llegada la compañía modifica su vocabulario y era coherente seguir adelante. En aquel momento habíamos invitado a Mats Ek a montar una obra, Caín y Abel. Mats tuvo como asistente a Gradimir Pankof, que también era director del CULLBERG BALLET, en Suecia, o sea su propia compañía. Tuvimos a Gradimir como maestro y repositor y vimos pronto que era la persona indicada para sucederme. Aceptó y con su dirección el Ballet siguió incorporando coreógrafos como Kylian, Cristopher Bruce y Ohad

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Naharim, de origen israelí. Creo que el BALLET DE GINEBRA debe haber sido una de las primeras compañías europeas en presentar sus obras. Hubo en mi regreso a la Argentina también razones personales y familiares. Estuve uno o dos años fuera de Buenos Aires, encontré una casa en Córdoba y me entretuve con la vida salvaje, una antigua idea romántica que me persigue. Mientras tanto, volvía a Ginebra una vez por año, ya que mantenía un contrato como coreógrafo residente que me obligaba a hacer una creación anual. Durante un período de trabajo en Ginebra recibí un llamado de Emilio Alfaro que tomaba la dirección del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN y decide

relevar

a

Ana

María

Stekelman

del

cargo de

Directora

del

BALLET

CONTEMPORÁNEO, algo que a mí me sorprendió y no creí justo. Su posición fue muy firme, me ofrece la dirección, y a pesar de cierto resquemor, la tentación de volver al TEATRO GENERAL SAN MARTÍN fue más fuerte. Mi resistencia no venía solamente por el tema de Ana María sino de que yo realmente no tenía deseo de dirigir una compañía. Para eso se requiere un talento que combine lo artístico, lo administrativo, lo político y lo social, y que rara vez se da. Venía un poco agotado de tales exigencias y sufriendo una especie de crisis de producción en los últimos años de Ginebra. Tampoco quería sentir la presión de “crear”. De alguna manera traté de respetar la idea de esperar que apareciera el deseo, las auténticas ganas, la necesidad –siempre había sido así– y no sentirme obligado a producir para justificar mi etiqueta de “artista creador”, algo que íntimamente me molesta. Estuve un tiempo sin hacer nada nuevo, hasta que surgió Numen. Hacer esa obra me dio mucho placer y la oportunidad de sentir que algo en mi lenguaje se renovaba. Se estrenó en el TEATRO DEL SUR. El tema son los condicionamientos físicos y espirituales. Justamente, la idea surgió cuando conocí esa sala, tan pequeña y con una limitada capacidad de espectadores. Ese fue el desafío: ver qué se podía trabajar en ese espacio,

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que era como una cajita. Eso sumado a una música –Arbos de Arvo Part– que también tenía una carga espiritual muy fuerte. Fue en el año 1991. Mientras tanto continué trabajando fuera del país. El año pasado estuve invitado a una experiencia que se hizo en Suiza, donde hay una gran cadena de almacenes llamados Migros. Y existe una fundación que, desde los años treinta en que fue creada, recibe el uno por ciento de sus ganancias para una labor cultural en diferentes tipos de casas de cultura. En una de ellas, en un valle junto a un pueblito del siglo X, se realizan experiencias artísticas. Aceptan proyectos; residen temporariamente compositores o se organizan congresos de fotografía y diferentes tipos de eventos. El año pasado hubo un proyecto muy interesante, que fue la convivencia entre músicos, pintores y bailarines, trabajando interdisciplinariamente, y con una propuesta de convivencia y de creación paralela. Fue entonces una experiencia súper interesante, primero porque se trabajó muchísimo sobre la improvisación, y segundo porque la creación de ejercicios que nos envolvían a todos, que venían de cada uno de esos lenguajes, nos hacía tantear los límites y zonas de fusión de los mismos. Ese era el trabajo que hacíamos durante el día y a la noche se abrían las puertas de la casa a los habitantes de la región. Entonces hacíamos como una síntesis del día, con ejercicios, donde pasaba de todo, desde lo plástico, lo sonoro, lo gestual, lo teatral. Fue una experiencia bárbara, estimulante. A partir de Numen, mi producción se vuelve más espaciada, menos compulsiva. También ocurre que tengo mucho repertorio que parece vigente, de acuerdo a la demanda, y creo que es lo que estoy haciendo en el BALLET CONTEMPORÁNEO. Produzco cuando realmente necesito hacerlo. Pero siento que mi trabajo ha tomado un color diferente. Quizás porque intento poner el acento en la creatividad de mi vida personal. Sé que tengo otras facetas que todavía puedo desarrollar, como la organización o la promoción de gente más joven, la pedagogía, la sensibilización o la participación en otros

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eventos que tengan que ver con danza o no, no importa. En este momento, la dirección del TEATRO MARGARITA XIRGU es un desafío a ese potencial. Además, es un aprendizaje porque tengo que lidiar con temas que tienen que ver con lo administrativo, con lo empresarial, con lo promocional, con la publicidad, con los medios; tengo oportunidad de conocer otros círculos, de conocer más profundamente estos niveles de la música, del teatro, de la moda o lo que sea. Estoy sintiendo modificaciones y estoy contento de ellas. 26 de junio de 1996

Oscar Aráiz dejó la dirección del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN en 1997. Se desempeñó como director del BALLET DEL TEATRO ARGENTINO de La Plata y creó su compañía de danza independiente: BALLET DE BOLSILLO. Con esta compañía realizó estrenos y reposiciones. En 2005 fue nombrado Director del BALLET ESTABLE DEL TEATRO COLÓN.

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ANA MARÍA STEKELMAN

Yo nací en Almagro, en la calle Virrey Liniers, entre Venezuela y Belgrano. En una vereda muy rara que no se sabe bien si es Almagro, Boedo u Once. Bueno... desde ahí comienza la ambigüedad. Mis padres son de origen ruso pero nacionalizados argentinos. A veces me parece que algo de la danza viene por ese lado, por el lado de lo ruso. También por el lado de Almagro, con respecto al tango. En mi barrio había un cine que primero se llamó LUMIÈRE, y después se llamó ALAS. En ese cine, yo vi ballet por primera vez porque vino a actuar el ballet infantil de Beatriz Ferrari. Esta fue mi primera experiencia con la danza. Yo tendría ocho años y me gustó muchísimo. Me enamoré del príncipe. Bueno, ahí empezó todo mi deseo de estudiar danza. La conocí a Beatriz Ferrari y me llevaron a su estudio. Estudié un tiempo y entré al ballet infantil. Bailé en televisión y era interesante. Pero la verdad es que ella era un poco bruja, muy severa. No fue una experiencia del todo placentera, pero yo igual tengo un buen recuerdo y mucha admiración por esta mujer. Sobre todo por lo que ella hacía. Uno de los ballets en el cual yo participé, como cuerpo de baile fue Ondina, donde yo hacía de pescado. Mis alumnos se ríen mucho cuando yo digo esto, pero es verdad. Era muy linda la idea; los bailarines eran buenísimos y todos muy jóvenes. La primera bailarina tendría doce años y, bueno, no se repitió mucho esto en la cultura argentina. Creo que Rodolfo Olguín hizo un ballet para niños. Es muy bueno esto de los chicos bailando y mirando otros chicos bailando. Después estudié con Enrique Lommi, entré a la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS y ahí me pasaron cosas. Primero yo empecé estudiando clásico e iba muy bien. Pero un año hice como una debacle total. Me saqué diez en el primer trimestre, siete en el segundo y en el tercero, cinco. No sé que fue lo que me pasó. Mi interés decreció de alguna manera



Estaba ubicado en Av. Belgrano y Sánchez de Loria. 175

y, después de esto, aparece la danza moderna en la ESCUELA NACIONAL DE DANZA y cambian los planes de estudio. Esto ocurre hacia el año cincuenta y ocho o cincuenta y nueve. Fue bárbaro porque entraron Cecilia Ingenieros y Luisa Grinberg como maestras de composición, Paulina Ossona como maestra de técnica y Renate Schottelius dando un seminario. Esta es, realmente, mi entrada a la danza. Incluso yo termino el secundario antes de terminar la escuela de danza y comienzo a estudiar abogacía. Ingenuamente, creyendo que voy a poder estudiar abogacía. Pero me aburro muchísimo y me voy a bailar al Chaco con Paulina Ossona. Porque en realidad de la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS, pasé al ballet de Paulina Ossona, que para mí es un recuerdo fantástico. Siempre que puedo lo digo. La compañía de Paulina se llamaba NUEVA DANZA. Paulina era maravillosa. Algo bueno que le puede pasar a uno en la vida es conocer a Paulina y a Bruno Venier, su marido. Porque además el lugar era un ambiente muy artístico. Bruno es un gran pintor; todo olía a óleo. Paulina es una mujer muy culta y con mucho amor por lo que hace. Las coreografías de la compañía eran siempre de Paulina. Era muy lindo verla bailar en sus solos. Yo creo que, en un momento, Paulina coreografió para mí y para un varón de la compañía, cuyo nombre no recuerdo. Ella montó un dúo para nosotros. Y yo, bailándolo en un ensayo, sentí que bailaba por primera vez; sentí que estaba conectada con algo religioso y eso es muy fuerte. En realidad no recuerdo cómo se llamaba la obra, pero tenía la palabra romance. Sentí por primera vez que era protagonista, que era dueña de la música, del aire, de todo. Para esa época yo tomaba clases con otra gente porque con Paulina nosotros trabajábamos de noche. Trabajábamos de las seis en adelante. Entonces durante el día tomaba otras clases, de clásico o de moderno. Con Renate Schottelius, seguramente, o con otros maestros. Sin embargo, yo estaba muy entregada técnicamente a lo que hacía Paulina. Tomaba sus clases y también las de Renate que sentía que tenía

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una técnica muy orgánica. Las dos y clásico, eso lo tenía muy claro. Esas eran mis clases de técnica, y eran técnicas modernas y clásicas. Más tarde fui a Estados Unidos y ahí dejé NUEVA DANZA. Fui a estudiar a la escuela de Martha Graham, donde tuve una beca. O sea, a los seis meses de estar me presenté a una beca y la gané. Con lo cual me quedé un año más estudiando. Yo viví esto como algo muy espectacular. Es decir, para mí eran clases de danza como las de Paulina o como las de Renate, pero ella, Martha Graham era muy impresionante. La primera vez que la vi me petrifiqué. Me acuerdo que la vi porque yo venía subiendo una escalera y ella estaba parada. Yo estaba descalza y me dijo que no estuviera descalza porque había vidrios, algo había pasado. Ese fue mi primer encuentro. Ella no enseñaba en ese momento. Ya era grande cuando yo estuve en su escuela. Tomaba clases con gente muy de la primera ola, muy buena. Estaba toda la gente originaria de la compañía dando clases. Eso es bárbaro porque se recibe el material directo. Pero en algún momento tuve a Martha Graham como maestra en una clase especial que ella dio. Era sobre partes de sus coreografías. Tuve el privilegio de estar en eso porque yo estaba en un curso que era de "teenagers advanced", o sea jóvenes avanzados. Y ahí, bueno, ahí dijo un par de cosas muy fuertes, fue muy lindo tenerla de maestra, fue bárbaro. Cuando vuelvo, en el año sesenta y cinco, sigo un poco en NUEVA DANZA pero enseguida lo dejo. Empiezo a bailar para los ciclos de la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, bailo algunas cosas de Renate, conozco a Oscar Aráiz y ya empiezo a bailar cosas de él. Mis recuerdos de todo ese momento son muy lindos. Fue una época hermosa porque estaba todo por inventarse, todo por hacerse, todo nuevo. Renate me conocía de las clases que había tomado con ella, y Oscar también me conocía porque yo había tomado una clase con él. De Renate bailé Estamos solos. Después bailé una obra de Roberto Trinchero, que creo que era Catuli Carmina, no me

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acuerdo bien, pero me encantó. Era más bien neoclásico, no era moderno, moderno. Y de Oscar bailé el estreno de Consagración de la primavera. No hice el personaje central, que es la doncella, sino que bailé en el cuerpo de baile. Pero me encantaba, me encantaba bailar esa obra. No hacía cosas principales. Yo era muy joven en ese momento y, bueno, estaba la gente más importante como Estela Maris o, en el caso de Consagración, el personaje central lo hacía Violeta Janeiro, que era maravillosa. La gente de mi edad estaba haciendo roles más pequeños. Mientras, yo seguía tomando clases de moderno y de clásico. Recuerdo que tomaba clases con Renate. Con Paulina cuando se cortó la relación en el grupo, ya no tomé más clases. Mi ida del lado de Paulina fue rara. Porque era como un despegue, era muy difícil irme. Era como irse de la casa de tu mamá. Es muy entrañable, pero a la vez hay que irse. Paulina es una persona que yo recupero mucho después. La separación fue dolorosa. Aparte yo hacía algunos trabajos comerciales. Por ejemplo, trabajé en Hello Dolly, que fue entretenido, pero no me gustaba mucho porque las mujeres no bailábamos tanto como los varones. Esto lo hice con Libertad Lamarque, cuando regresó al país para hacer esta obra. También trabajé en otra comedia musical con Tania. Inmediatamente después de esto se estrena Crash de Aráiz en el INSTITUTO DI TELLA. Fue un gran éxito. Pero independientemente de esto, a mí me daba un enorme placer bailar esta obra. Ahí Oscar descubrió, un poco para él y para los demás, a los Beatles. Había cosas del disco Sargent Pepper, fue muy bueno. Crash tenía números muy cómicos. De eso se encargaban Lía Jelín y Esther Ferrando. Yo hacía las partes más líricas, pero también tenía partes cómicas. Tenía unas rancheras con unas trenzas enormes. O sea, tenía números muy graciosos. Yo recuerdo que hacía un pas de deux con Oscar, que me gustó muchísimo hacer. Al mismo tiempo que lo íbamos bailando, había diapositivas sobre las poses a las que íbamos llegando.

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Era un adagio, como un dúo de amor. Era muy cómico, muy lindo, muy fuera del género que uno está acostumbrado a ver. A mí me interesa eso, esa cruza de la danza moderna con el show. Yo a Crash lo vi como una cosa que tenía que ver con el show. Y ahora, que estoy trabajando mucho con el tango, me da mucho respeto toda esta cuestión de las danzas populares o los shows bien hechos. Yo creo que el éxito de Crash más todo el trabajo que se hizo en AMIGOS DE LA DANZA ayudó a que César Magrini, al tomar la dirección del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, decidiera crear un Ballet de Danza Moderna para ese teatro y darle la dirección a Oscar Aráiz. Ese es un momento muy importante: mil novecientos sesenta y ocho. Oscar me convocó para formar parte del primer grupo del BALLET DEL SAN MARTÍN. Además estaban Norma Binaghi, Betty Baz, que era mi bailarina favorita, Susana Ibáñez, Lía Jelín, Esther Ferrando, Cristina Barnils, Doris Petroni. Y de los varones estaban Julio López, Enrique Zabala, qué sé yo..., éramos muchos. Después fue entrando gente muy interesante: Freddy Romero, con quien me encantaba bailar porque era muy fuerte y Bettina Bellomo, su mujer en ese momento, que era una bailarina que venía de una escuela cubana. Era muy linda bailarina. Ahí se produjo un cruce, yo la miraba mucho y aprendí muchas cosas clásicas, y ella se fue haciendo cada vez más moderna. Yo creo que en ese Ballet había personalidades muy fuertes y que Oscar tenía esa maravilla que es ser un coreógrafo nato, eso es impagable. Oscar hizo la Consagración cuando tenía veinticuatro, veinticinco años. Es una obra monumental. Eso es ser coreógrafo de nacimiento, es una suerte, una iluminación. Después hay que mantenerlo, que es lo difícil. Ese era un buen momento, creo yo, porque se daba toda gente de danza moderna. Después llegó Ana Itelman, que venía de Estados Unidos. Ana se integró como coreógrafa bastante asidua. Pero tengo que reconocer que yo bailaba las obras de Oscar. O sea, en las demás, si me podía escabullir, lo hacía. A pesar de que bailé algunas obras de Ana que me encantó bailar. Pero tenía una identificación muy fuerte con lo que hacía

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Oscar. Me gustaban mucho sus movimientos, me gustaba bailar sus obras y por suerte, mientras estuve esos cinco años que duró el Ballet, Oscar coreografió bastante. O sea que yo me bailé todo. En Romeo y Julieta, por ejemplo, yo tenía un solo de violín, que me encantaba, y un dúo con Freddy, con la música del Cisne Negro que era precioso. Yo disfrutaba mucho siendo bailarina. Una se sentía muy contenida por Oscar. Muy contenida en sus obras. En esa época la rutina del Ballet era tomar la clase a las diez hasta las once y media y ensayar hasta las cinco de la tarde. Después del SAN MARTÍN hubo en mi vida como una zona de turbulencia que fue cuando entré al GRUPO DE ACCIÓN INSTRUMENTAL que ahora se llama OPERA COLLAGE, con central en París, que dirigen el musicólogo Jacobo Romano y el pianista Jorge Zulueta. Ahí fue muy raro porque yo perdí mi coreógrafo y obtuve estos dos hombres que tenían todo tipo de ideas que “yo” tenía que realizar. Tenía que hacer mi propia coreografía. Perdí mi contención, y fue terrible. Esto duró mucho tiempo porque lo que pasa con Jorge y Coco es que son personas con ideas muy potentes y te envuelven. Después uno tiene que encontrar adentro de su trabajo, su lugar, y eso lleva un tiempo. Ahí empecé a coreografiar, pero no lo considero coreografía porque lo que yo hacía eran mis personajes. Más tarde yo hice una obra para Margarita Bali y Ana Deutsch. Esa fue mi primera coreografía. No sé si ya estaba fundado NUCLEODANZA o no. Creo que fue en el año setenta y siete, anterior a la recreación del BALLET DEL SAN MARTÍN. Yo estaba fuera de la obra y tenía dos bailarinas a mi disposición. En ese momento yo era amiga de Ana y estábamos cerca. Además Kive Staiff quería organizar un ciclo de danza y, bueno, me llamó a mí como para decirme a quién llamaba y para asesorarlo. Yo llamé a Margarita y a Ana y no me acuerdo si a Susana Tambutti también, pero seguro a Margarita.

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La coreografía era premonitoria, porque era con una mesa y dos sillas, que yo seguí usando toda mi vida. Siempre usé mesas y sillas, no sé por qué, pero es así. Creo que, en realidad, la mesa yo la uso como un escenario arriba del escenario, como un tablado. La música creo que era de Beethoven, no estoy segura. Ahí me sentí bien. Me sentí bárbaro haciendo una coreografía para otros. Lo que no me acuerdo es dónde se hizo. Después la aprendió Daniel Angrisani, un bailarín hermoso, un peticito hermoso que murió. También era de la compañía original del SAN MARTÍN que dirigía Oscar Aráiz. En el año setenta y siete se recrea el BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN, ahí cumplo todas las misiones. La sensación que tiene la gente es que a mí me dieron el Ballet, y yo creo que es al revés. Yo creo que yo me entregué para dirigir el Ballet y el Taller cuando no estaba preparada. Me costaba muchísimo dirigir. Fui aprendiendo. Fui armando el Taller muy lentamente, con errores, pero que creo que con errores muy positivos. Se fue armando un elenco de maestros muy interesante que para mí fueron básicos. Ana Itelman en composición, Alejandro Cervera en música; porque Alejandro maneja danza y música, y es un maestro de música para bailarines totalmente ideal, soñado. Después estaba Cristina Barnils como maestra de técnica y estaba, creo, Amalia Lozano en clásico. Estuvo un año. Después estuvo también Fontán, estuvo Rivas, Héctor Louzau, hubo muchos maestros de clásico, pero se fue armando el Taller. Kive Staiff me propone que dirija ambas cosas a la vez, la Compañía y el Taller. Porque una cosa extraordinaria que pensó Kive fue recrear el Ballet pero al mismo tiempo crear el taller de danza, y esto era nuevo. Yo no estaba acá. Estaba en Inglaterra con el GRUPO DE ACCIÓN INSTRUMENTAL, actuando en Europa y recibí una carta que decía que existía la posibilidad de la creación de un ballet y de un taller, y si yo lo podía dirigir. Yo ya me quería ir del grupo, o sea, no es que me fui para dirigir el ballet, sino que me quería ir

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del GRUPO DE ACCIÓN INSTRUMENTAL porque ya había cumplido un ciclo. Aparte creo que no duro más de cinco años en ningún lugar. Estuve cinco años en el BALLET DEL SAN MARTÍN cuando lo dirigió Oscar Aráiz y creo que estuve cinco años con el GRUPO DE ACCIÓN INSTRUMENTAL, y cuando dirigí la primera vez el Ballet, del setenta y siete al ochenta y dos, también dirigí cinco años, y me fui de la dirección en forma voluntaria. Entonces, recibí esa carta y me gustó la idea de venir, pero también me aterró. Porque más que dirigir, era crear todo. Pero me animé. Allí yo hice una coreografía por año, como máximo. Incluso el segundo año cuando yo hice La Valse, ya la hice a medias con Alejandro Cervera. Yo no quería hacer sola una coreografía. Hicimos La Valse y Coppelia juntos. A mí me encanta Coppelia, es mi obra favorita de esa época. Yo tenía un amigo que es un gran escritor, Luis Gusmán, y le comenté que quería hacer algo con Coppelia y él me dijo que Coppelia está basada en El hombre de la arena. Entonces apareció este libro que es El hombre de la arena de Hoffmann, que es usado por Freud para hacer un estudio sobre lo siniestro. Entonces nosotros volvimos a la fuente. En vez de hacer una Coppelia como en el ballet, hicimos una sobre el original que es El hombre de la arena, donde Coppelia no se llama Coppelia, sino Olimpia. Fue muy lindo ese proyecto. Yo invitaba a otros coreógrafos y además creo, modestamente, que ayudé a formar ciertos coreógrafos, les di una oportunidad. Tanto Mauricio Wainrot como Alejandro Cervera coreografiaron bastante durante mi dirección. Ana Itelman también estrenó varias obras en ese período. Como Casas de Colomba, La historia de un soldado, casi una obra por año. Estrenó por lo menos cinco obras. Teníamos muchísimas más funciones que ahora. Yo creo que el primer año hicimos cien funciones. Es una barbaridad. Aparte viajábamos. Fuimos a Córdoba, a Mendoza, a Bahía Blanca. Estábamos cuatro días en las ciudades y hacíamos dos programas, estaba muy bien organizado. A los cinco años yo dejé la dirección del Ballet. Lo dejé porque

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quería estudiar coreografía conmigo misma. Quería descansar de dirigir. Quería dejar la ardua tarea de programar todo un año. Me quedé con la dirección del Taller. Lo dirigí como diez años. Allí trabajé mucho con los alumnos y preparaba las muestras de fin de año. La mayoría de los trabajos era de los alumnos de composición, o sea que la mayoría de los trabajos era de Ana Itelman. Pero yo también presentaba algunas cosas para dar la oportunidad a los estudiantes de bailar obras ya armadas, pero a la vez, con esto, yo estaba estudiando coreografía. Y me di cuenta, después, que cuando en el ochenta y cinco hago Jazmines, hacía mucho que quería bailar tango. Porque las obras son como un embarazo, es decir, se van formando adentro de uno. Esta obra la hice en MICHELANGELO. Igualmente no fue lo primero que hice con tango. Tengo una obra vieja que se llama Ragtime, con música de Pompeyo Camps que se hacía en dos escenarios. En uno se bailaba ragtime y en otro, tango. Está basada en un estudio que tiene él que se llama tango-ragtime. A veces cuando uno deja de dirigir un organismo surge lo que uno realmente necesita. Porque una cosa es lo que necesita un ballet o un grupo y otra cosa es lo que uno necesita, como coreógrafo, como creador. Y en este caso, al dejar eso, surgió esta necesidad mía que yo tenía, este proyecto y esta pulsión, para llamarlo con la palabra correcta. Porque yo no sabía que se iba a redondear un espectáculo, ni siquiera sabía que iba a tener orquesta. Esas cosas fueron surgiendo. Además yo quería hacer el espectáculo con Juan Carlos Copes. Pero Jazmines lo bailaba con mi partenaire, que era Miguel Zotto, que en realidad no es la persona a quien yo llamé. Yo llamé a Copes y él me dijo que sí, y después me dijo que no. Y las productoras me dijeron: "No importa, te bancamos igual el proyecto. Buscá a otro bailarín." Me recomendaron a Miguel, que era un estudiante y, bueno, lo hice con él. Es una obra que está basada en las mujeres del tango, pero en las letras. La idea era muy clara. No sé si después se llegaba a ver a través del espectáculo. Pero yo tenía muy claro que la novia blanca era la novia que

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espera y después la novia roja era la pasión y la novia negra era la muerte. Porque el tango es la muerte, el tango es terrible. Como todo lo popular es demoledor, es como un acto de purificación lograr algo con el tango y creo que no soy la única que piensa eso. El tango es muy traicionero y, por supuesto, tiene figuras sublimes, como todo lo popular, como todo lo que viene muy de abajo, va muy para arriba. Jazmines está más basado en toda la poesía del tango. Yo no sabía tango y Miguel, a quien llamé, tampoco sabía mucho, o sea que había pocos elementos de tango-danza verdaderos. Fue una investigación, en un sentido más espiritual, sobre estos personajes que yo escuchaba desde chica, en las letras de los tangos: “La que nunca tuvo novio”; “El responso por la muerte de Manzi” que escribe Troilo; “El Choclo”; “La Comparsita”; “La mujer muñeca”; “La milonguita”. Los poemas me gustaban mucho, y la danza estaba basada en lo que decía la letra. Luego de eso pasé a otra cosa que es lo que me interesa ahora, que es lo que coreográficamente yo considero el tango-danza separado del tango-música. Lo considero autónomo porque la frase famosa de que la danza es la hermana tonta de la música es cierto en todo y también es cierto en el tango. El tango-danza es muy interesante y tiene reglas muy propias que se pueden separar de la música-tango. Es muy interesante, es una danza asimétrica, completamente asimétrica, donde las energías están desatadas. En realidad aunque aparentemente el hombre lleva y la mujer obedece, eso es relativo. El tango es muy rico formalmente, cosa que yo trato de explotar en mis nuevos espectáculos. Casi todos están basados en sacar esa riqueza y separar la música del tango-danza. Me gusta mucho cuando logro hacer algo con pasos de tango que bailan Beethoven o Pérez Prado. Hay otra cosa que me pasó que es que me fue interesando más lo formal, me fui interesando por la forma. De alguna manera me dejé llevar por la forma y, a veces, a través de ella encontré el contenido, cosa que a veces sucede y a veces no.

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Yo seguía dirigiendo el Taller y también me convocaron del Ballet para hacer una nueva obra, e hice una obra que se llamó Imágenes con la música de Children’s Songs de Chick Corea, que me gustó mucho hacer. Creo que ahí por primera vez trabajé con Miguel Ángel Elías, como protagónico. Después Miguel estuvo en todas mis obras. Bueno, seguí dirigiendo el Taller, hice algunas otras obras, y después me vuelven a llamar para dirigir el BALLET DEL SAN MARTÍN. En el ochenta y ocho, Kive Staiff me convoca nuevamente y yo acepto, porque en realidad estaba más preparada. Gocé muchísimo de ese primer año. El segundo año estaba teñido por la amenaza de que nos iban a echar porque cambiaba el gobierno. Es decir, nos iban a echar a Kive y a mí. Entonces el trabajo se debilita porque se sabe que no va a haber continuidad. Pero el primer año estaba muy contenta e hice unas obras que me gustan mucho. Hice Triple tiempo y Bailando en la oscuridad. Y a fin de año hice una obra que para todos me salió mal pero que a mí me gustaba; trabajé sobre los hechos del rey Arturo. La coreografía se llamaba Sueños olvidados. Lo que me gusta de esa obra es que les gustó mucho a Cristina Barnils, que nunca va a vernos, y a Paulina Ossona, mi maestra. A mí me gustó toda la investigación para llegar a la obra. En Bailando en la oscuridad trabajé nuevamente con tango. Usé, por ejemplo, “La Comparsita”, que es una coreografía itinerante, es decir que estuvo en varias obras. Está ahí, en Bailando en la oscuridad, después está en Flores negras, después pasa a Tangokinesis y sigue estando en Tangokinesis bailada por Pedro Calveyra y Nora Robles. Bailando en la oscuridad se me ocurrió en el dentista. Porque estaba la música funcional conectada y empezó una melodía que me encantó, y cuando terminó dijeron: "Escuchamos Bailando en la oscuridad". Y yo tengo un amigo, Carlos García, que es un cinéfilo de ley y le pregunté de qué película era ese tema, entonces él me localizó de qué película era, qué escena era y quién la bailaba. La bailan Fred Astaire y Cyd Charisse. Están en un mateo por Central Park. Bueno, ese bailando en la oscuridad, esa pareja que

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en la noche baila con esa música inspiró mi obra. Pero yo usé otra música. Eso me pasa mucho. Yo estaba buscando boleros y escuchaba muchas cantantes. Finalmente Flavio Fernández me trajo a Elvira Ríos. Lo que pasaba es que yo había trabajado mucho Elvira Ríos con el GRUPO DE ACCIÓN INSTRUMENTAL, porque a ellos les encantaba. El segundo año, ochenta y nueve, fue bien hasta la mitad. En julio teníamos la gira al AMERICAN DANCE FESTIVAL. La gira fue un poco traumática porque el Estado nos sacó todo apoyo y el A.D.F. tuvo que pagar los pasajes. La gira a Estados Unidos se hizo porque yo ya había estado en ese festival y Alejandro Cervera también. Entonces su director, el señor Charles Reinhart, vino acá y vio al Ballet. Él ya conocía la obra Tango vitrola de Alejandro Cervera, porque Alejandro la comenzó en el A.D.F., y Charles quería llevar esa obra al festival, y que también fuera el Ballet. Cuando el Estado nos retiró el apoyo porque vino el cambio de gobierno, Reinhart decidió conseguir el dinero y que vayamos igual. O sea que ellos nos pagaron los pasajes y todo lo que nos iba a pagar la Cancillería. Kive hizo todos los trámites en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN para que pudiéramos ir. Nos fue muy bien y tuvimos muy buena crítica. Hicimos Tango vitrola, Bailando en la oscuridad y Triple tiempo. Fueron diez días fantásticos. Todos los bailarines podían tomar las clases que quisieran. Era muy lindo porque por suerte no fuimos por dos días, sino que nos permitieron estar diez días tomando todas las clases. Después, al mejor estilo Argentina, cuando volvimos, lo estaban sacando a Kive. El día que llegamos Kive salía del teatro. Entonces hubo medio año en que yo seguí dirigiendo pero todo ya estaba mal. Todo ese medio año yo supe que Emilio Alfaro, el nuevo director del teatro, me iba a sacar. Era una cuestión política, yo estaba identificada con Kive, y Kive estaba identificado con el radicalismo. Incluso, creo que cuando a Oscar Aráiz le dijeron que viniera a dirigir, él dijo: ¿Para qué si el Ballet va bien?, como diciendo

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"¿para qué me iban a sacar?" Igual es feo que a uno lo echen, es mejor irse como la primera vez, cuando yo dije que no dirigía más. No obstante, a mí me hizo muy bien salir de la dirección del Ballet porque volví al tango. Hice un proyecto que era mi proyecto, que no era el proyecto de un teatro. Porque indirectamente, siempre que uno dirige –salvo como es en Europa cuando le dan un teatro a Jiri Kylian, guardando las distancias, y es dueño de hacer lo que quiere–, es limitado y además yo particularmente sentía como una obligación de llamar a otros coreógrafos. Pasaron muchos coreógrafos y muchos maestros cuando yo dirigía el Taller y el Ballet y realmente es un compromiso, para bien y para mal, y por ahí no me gustaba esa tarea. A mí me gusta hacer coreografía, dedicarme a lo creativo. No me gusta tener que elegir todo el tiempo cosas, me encanta que las cosas me elijan a mí. Es decir, cuando uno hace su propio proyecto se siente elegido por una música que viene y te dice: "Acá tenés que ir para allá". En cambio dirigir es más férreo. En el año noventa, empecé a trabajar con Pedro Calveyra y Nora Robles. Después Pedro y Nora se fueron a Japón, pero yo estaba trabajando con Claudio Hoffman y Paola Parrondo, y también con Pilar Álvarez, y ellos querían bailar. Entonces yo les hacía coreografías. El juego del deseo es otro cuando estás fuera de una institución. Casualmente hicimos unas danzas en Exposhow y las vio el director del FESTIVAL DE NANTES y nos fuimos a Nantes. Después al año siguiente también fuimos a París. Nos llamaron, nos invitaron para otro evento y se fue constituyendo en un grupo sin querer. Después, en el noventa y tres, estrené como una especie de show en el teatro ANDAMIO, con TANGOKINESIS, ya armado como compañía, y lo vio el director del FESTIVAL DE JERUSALÉN y nos invitaron a ese festival. Así fuimos yendo de un festival a otro. En el año noventa y cuatro me convoca Oscar para poner otra obra en el BALLET DEL SAN MARTÍN. En realidad yo presenté un proyecto para hacer con mi grupo pero en el teatro no había presupuesto. Entonces Oscar dijo por qué no hacía el proyecto con el

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Ballet. Pero lo que yo quería era trabajar con mis bailarines porque ellos tienen la esencia del tango. Si no, se iba a ver como una obra moderna, o sea que los necesitaba, además ellos tenían que enseñar parte del material. Entonces fusioné. Primero estaban dos parejas de TANGOKINESIS. Estaban adentro de la obra, después ellos salieron y fueron reemplazados. Fue muy buena la experiencia. Yo me manejo como si fuera un amateur en mi grupo, o sea yo tengo que comprar la ropa y todas esas cosas, es una tarea muy pesada. En cambio en el Ballet, si bien tampoco es algo maravilloso, se dan mejores condiciones Por ejemplo, tener pago los tres meses de ensayo, poder tener a Jorge Ferrari de vestuarista, a Edgardo Rudnitzky componiendo la música, sin preocuparme del dinero, con el teatro ocupándose de eso y... fue un poco de gloria. La obra se llamó La tarde cae sobre una mesa. Y ahí pude volver a trabajar con Miguel Ángel Elías, mi bailarín favorito. Casi que lo hizo él solo. Porque cuando yo trabajo muy bien con un bailarín es como que la coreografía se la hace el bailarín. Yo le doy la idea y después vamos armando. Porque Miguel hace ahí un montón de cosas con el sombrero que salieron de él. También fue increíble porque la iluminación la hizo Oscar Aráiz. A veces, lo que a uno más le gusta de la danza es lo que no es la danza; por ejemplo La tarde cae sobre una mesa está inspirada en un poema que leí y releí, y... bueno, mi manera de expresarlo es a través de la danza. Pero en realidad de lo que yo estoy enamorada es del poema. Eso me pasa mucho con el cine. El cine es muy inspirador. Hay películas como Vértigo que tienen muchas capas, muchas interpretaciones, que son muy importantes como obra y que te impulsan a la creación, te ayudan a crear o te aportan imágenes muy fuertes. A lo mejor, más que la danza misma. Otra cosa que me parece importante es que yo no soy una coreógrafa nata, lo cual es terrible por un lado y bueno por el otro. Porque es algo que se hace con el esfuerzo personal, porque yo deseo estar en contacto con la danza y... bueno, no quiero bailar. Hace mucho que no quiero bailar,

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me pone muy nerviosa. Entonces fui tomando este camino de la coreografía y es muy esforzado porque no es lo natural en mí. Pero es muy bueno, es como un trabajo que uno hace y finalmente se convierte en algo muy propio, muy indispensable para la vida de uno y de mucho placer. Una cosa importante también es que la danza es como seguir una espiritualidad, que es mucho más pesado ahora. En los sesenta había una consigna de lo social, todo era social, todo era político, el hombre era un hombre social, era un hombre político. Ahora el hombre es un hombre económico. Esto, en la gente que hace arte, es muy determinante, es muy terrible. Porque la gente siente que si gana dinero y tiene éxito es y si uno no gana dinero y no tiene éxito, entonces uno no existe. Pero no es así. 25 de abril de 1996

Ana María Stekelman dirige actualmente su compañía TANGOKINESIS, una de las más importantes del país, en la que fusiona tango con danza contemporánea. Con esta compañía ha realizado numerosas y exitosas presentaciones en el país y en el exterior.

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MAURICIO WAINROT

Nací en un barrio que ahora está muy de moda, un barrio de tango, Villa Crespo. Era un barrio de trabajadores, de gente humilde, casi todos eran obreros y algunos comerciantes. Allí me crié y viví hasta los 20 años, en una casa en la calle Muñecas, entre Thames y Juan B. Justo. Descubrí desde muy chico que me interesaban las actividades artísticas como la pintura, el teatro, el cine y la danza. También me gustaba jugar al fútbol y con mis amigos de la cuadra jugábamos en la calle –había entonces muy poco tránsito– y en el potrero donde ahora se encuentra la cancha de Atlanta. Este era un espacio muy particular para todos nosotros, era inmenso, pegado a las vías del ferrocarril San Martín, y nos juntábamos allí por el fútbol, las peleas, los cigarrillos fumados a escondidas; era además el lugar donde nos rateábamos, y fue también el sitio donde tuvimos los primeros encuentros amorosos y sexuales… Mis padres, inmigrantes judíos-polacos, humildes trabajadores escapados de la barbarie nazi, eran socialistas que llegaron a la Argentina a fines de 1939 cuando la Segunda Guerra Mundial ya había comenzado. Desde siempre nos inculcaron a mi hermana y a mí sus importantes valores humanísticos: la cultura y el estudio, la solidaridad, la amistad y el del trabajo como forma primordial de superación. Mi padre era un ser particular. Teniendo yo seis años, tuvo la valentía de llevarme a la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS, porque yo había manifestado en mi casa que quería ser bailarín. Desde chico yo ya sabía que estaba predestinado a vivir en el mundo de la danza. Si quería bailar, él me llevaría al mejor lugar, me dijo, y como para mi padre la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS era el mejor lugar, allí se encaminó conmigo de la mano. Lamentablemente, mi primer acercamiento a la danza no fue lo que se puede decir un triunfo. De entrada me bocharon por tímido, cosa que en la actualidad me cuesta creer, de tímido no tengo nada. Pero me acuerdo muy bien del terror que me 190

produjo ese momento. Yo era el único varón que iba a audicionar para la escuela y mi papá era el único padre que estaba mirando mi prueba. Alrededor nuestro había cientos de nenas con sus respectivas mamás y, por supuesto, las profesoras de la escuela. Creo que la escuela estaba en la calle Quintana. Me pararon en el medio de una pequeña tarima y me piden que recite, que baile o que cante. Yo miraba a mi alrededor, a todos esos ojos femeninos que esperaban no sé qué cosa de mí, y, aterrado, me paralicé. Y simplemente no hice absolutamente nada, con la vista fija en el piso oscuro de esa tarima. La profesoras le dijeron a mi padre que era muy chico todavía para la escuela y que me trajera al año siguiente. Me bocharon y mi padre, y supongo yo con él, nos frustramos de nuestro primer fracaso en la danza. Por suerte no tuve muchos más en mi vida, pero ese día fue muy especial para mí y de alguna manera esa experiencia me marcó. Tuvieron que pasar catorce años más hasta retomar el sueño dormido de mi vocación, y mientras tanto en mi vida pasaron muchas cosas. La más traumática fue la muerte de mi querido padre, que murió con 52 años, cuando yo tenía diecisiete. Ahora, a la distancia, me impresiona mucho porque es casi la edad que tengo actualmente. Muerto mi padre y siendo un adolescente, se produce un enorme click en mi cabeza: tomo decisiones que serán fundamentales en mi futura vida artística y personal. En 1964 comienzo a estudiar teatro en el TEATRO DE LOS INDEPENDIENTES, con Onofre Lovero y Carlos Serrano. Debuté como actor en una obra fundamental del Siglo XX, Galileo Galilei de Bertolt Brecht, una obra magnífica que fue dirigida por los dos maestros. Realicé varios roles pequeños. La obra duraba casi cinco horas. Fue estrenada en pleno diciembre de 1964, en un pequeño teatro sin aire acondicionado. Nos asábamos dentro de ese sitio, en ropajes enormes creados por Gastón Breyer, junto al valeroso público que colmaba el teatro todas las noches. Hacíamos de todo. Además de actores, barríamos el teatro, acomodábamos al público, vendíamos las entradas, nos ocupábamos de la ropa. Fue una experiencia muy hermosa y solidaria, que recuerdo con muchísimo afecto.

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Paralelamente trabajaba en una obra para chicos llamada Pepona, que había escrito y dirigido Serrano... ¡donde yo tenía que bailar! O sea que mi inicio en la danza fue en esa obra para niños y no en un estudio de danzas. En el curso de teatro del TEATRO DE LOS INDEPENDIENTES tomábamos, además, clases de expresión corporal dictadas por Susana Zimmermann, una bailarina de danza contemporánea. La danza contemporánea era absolutamente ignota para mi cultura de esos tiempos. Susana nos hacía recorrer el espacio escénico caminando, corriendo, respirando, relajándonos, reconociendo nuestro cuerpo y también el de nuestros compañeros. Eran muy particulares las sensaciones que yo sentía –lo recuerdo muy bien–, realizando los ejercicios de contactos, algunos de los cuales los teníamos que realizar con los ojos cerrados. Susana nos pedía, entre otras tareas, que lleváramos piedras imaginarias de distintos pesos por diversos sitios solos o acompañados y, viéndome trabajar, me sugirió, en varias ocasiones, que comenzara a tomar clases de danza. Me decía: “Veo en vos condiciones físicas y expresivas muy particulares”. La escuchaba hasta ahí. Me sentía un poco mayor como para comenzar a estudiar danza con diecisiete años, y me interesaba más el teatro. Veía a la danza como una posibilidad muy lejana. Sin embargo, su consejo quedó guardado en algún lugar de mi cabeza. Y tres años después, finalizada mi etapa TEATRO DE LOS INDEPENDIENTES, me decido a tomar clases de danza a instancias de mi gran amigo y maestro Otto Werberg. El estudio de Otto Werberg estaba situado en Paraguay 814. A Otto lo adoraba y, como todos, lo admiraba por su generosidad y su humor. Con Otto tomaba sus clases de gimnasia y, también en su estudio, clases de teatro con Carlos Gandolfo. O sea que en el estudio de Paraguay 814 pasaban tanto bailarines, como actores y músicos, como muchas otras personalidades artísticas que venían a visitar al maestro “Ottito”, como le decíamos todos sus amigos. Veía a los bailarines y bailarinas que tomaban clase de danza clásica con Ana Marini, recién llegada de Cuba junto a su hermana Angélica. Era

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una verdadera fiesta verlos estudiar, era la gran tentación para mí. Otto me comenta que ve en mí a un buen bailarín y me habla de mis buenas condiciones. En realidad, con sus palabras logra apuntalar la decisión que ya tenía rondando: comenzar a estudiar danza. De esta manera me inicio con Ana Marini, que me prepara con fervor dándome clases particulares y me pone a estudiar con el grupo de los bailarines profesionales. “Si sabés mirar vas a aprender mucho”, me dijo, y seguí su consejo. Era solo el ABC de una carrera, y el tiempo y mi constancia me darían la respuesta. Quería bailar y actuar, pero también estaba nuestra empresa familiar, los negocios que había dejado mi padre. Mi madre viuda y mi hermana que se asustaban con mis elecciones de vida. Era un momento difícil para un joven sensible, que había perdido a su papá hacía poco, que no tenía con quién discutir o hablar de sus miedos, dudas y apetencias. No sabía muy bien en qué iba a terminar toda esta aventura, pero yo quería correr todos esos riesgos. Al año de comenzar mis estudios con Ana Marini, se abre una nueva puerta para mí. El INSTITUTO SUPERIOR DE ARTE DEL TEATRO COLÓN organiza su concurso anual para el curso acelerado de varones. Allí me presenté junto a unos treinta muchachos, y fui uno de los cinco o seis que entramos. En realidad con sólo un año de estudio, si bien había hecho muchos adelantos, mi técnica estaba apenas en formación. Al terminar el concurso, recuerdo muy bien el comentario que me deslizó al oído una de las maestras de la mesa, la excelente Aída Mastrassi: “Querido, vos no entraste por lo que sabés, sino por las condiciones que tenés, ¡aprovechalas!” Entrar a la escuela del TEATRO COLÓN, me obligó a cambiar mi forma de mi vida y mi relación familiar. Mi padre nos dejó al morir una fábrica de confecciones de ropa de hombre y varios negocios minoristas. Yo trabajaba en uno de esos negocios, en Pompeya. Me costaba mucho estar en ese lugar, y no me interesaba el comercio ni ser comerciante. Reconocía el gran esfuerzo que habían realizado mis padres en construir

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esa empresa. Los respetaba mucho, pero sabía que esa no era la vida que yo quería para mí. Entrar al TEATRO COLÓN fue maravilloso y desencadenante. Tenía entre 20 y 21 años. Mi camino se estaba aclarando; me imaginaba bailando a los príncipes de Lago de los cisnes y Giselle, bailar en Coppelia y Cascanueces. También me impresionaban los primeros bailarines de esa época: Wasil Tupin, Olga Ferri, José Neglia, Norma Fontenla, Esmeralda Agoglia, Antonio Truyol, Enrique Lommi, bailarines maravillosos que considero que, de alguna manera, han sido también mis maestros. Poder ver a estos grandes artistas en el escenario, en funciones y en las clases o donde ensayaban, en la Rotonda del Teatro, era para mí una escuela y una experiencia formidable, que sigo agradeciendo. Wasil Tupin, que era mi maestro de danza clásica, era un maestro y persona excelente, generoso y gran caballero, a quien yo me entregaba cada día a las 7,30 de la mañana en la primera clase del día que él nos daba. Me enseñó todo lo que tenía que saber como bailarín, desde la base técnica hasta el vocabulario de movimientos y el manejo de chicas en sus hermosas clases de partenaire. Además del maestro Tupin, estaba Eda Aizemberg, que nos daba clases de danza contemporánea. Eda, una belleza de mujer, con ojos y cuerpo felinos, explicaba sus ejercicios con una precisión y certeza que me impresionaban. Ella cambió en mí la visión de la danza que yo tenía hasta ese momento. Dejé de pensar en que quería bailar solamente clásico y, sobre todo, dejé de creer que el TEATRO COLÓN era el mejor destino para mi trabajo. Comencé a verme en un repertorio mucho más variado, y a estudiar la vida y obra de los maestros de danza moderna: Kurt Jooss, Mary Wigmann, José Limón, Martha Graham. Con sus clases y consejos me abrió a un mundo nuevo y diferente, al mundo de lo contemporáneo, y esto tenía mucho más que ver con mi espíritu. Gracias a Eda y al recordado maestro Tupin.

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En el TEATRO COLÓN estuve dos años. Como alumnos, estábamos obligados a bailar en las óperas, y no me gustaba hacerlo; de cualquier manera participé en muchas puestas que ahora recuerdo con ternura. Mi aspiración era poder formar parte del cuerpo de baile del Ballet, del que en alguna ocasión participé como refuerzo. En el medio existían algunos grupos independientes, y es otra pionera de la danza moderna, Paulina Ossona, la que me convoca a trabajar con ella y su grupo. Con Paulina bailábamos obras donde no siempre había música de fondo: utilizaba poemas, textos y palabras, algo totalmente nuevo para mí. Cursando el segundo año del INSTITUTO SUPERIOR DE ARTE DEL TEATRO COLÓN, se produce un hecho trascendente para la danza argentina. A instancias de César Magrini, Director General del TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN, se crea la primera compañía oficial de danza contemporánea del país: el BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO SAN MARTÍN, que sería dirigido por un joven y muy talentoso coreógrafo, Oscar Aráiz, a quien yo no conocía personalmente. Sólo había visto, en los famosos lunes de la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, una obra de él: El Unicornio, la Gorgona y la Mantícora y había quedado muy impresionado con ese nuevo vocabulario. Oscar me invita a participar en una audición que estaba preparando. Nos presentamos unos diez muchachos más y todos entramos en el primer intento. A Oscar le habían hablado de mí, y vino a verme a una clase en lo de Otto Werberg. Nos conocimos, y es otro de los momentos que quiero destacar. Se inicia de esta manera una nueva relación laboral, que será muy rica y fecunda. Una colaboración conformada por varios proyectos artísticos, en los cuales me sentiré muy cómodo y podré ir reconociendo mi crecimiento y el de la compañía. Nuevamente me encontraba ante una encrucijada: dejar el sueño de bailar en el TEATRO COLÓN o creer en un coreógrafo que me proponía un trabajo de una dimensión

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nueva e inédita para mí. La ideología del trabajo sería muy diferente, eso me gustaba, y desde entonces sería contratado año a año y no un bailarín estable como los bailarines del TEATRO COLÓN. Elegí el BALLET DEL SAN MARTÍN y fue la decisión correcta. Me jugué por el camino que esta nueva compañía me prometía, y no me equivoqué. Era el sesenta y ocho, tenía entonces veintiún años y era el menor de la compañía. Estaba hecho para estar en el mundo de la danza, y estaba entrando. Supe ver, como me había aconsejado Ana Marini, y aprendí a ser un bailarín profesional, a entender y a creer en los coreógrafos y en sus obras; también en mis posibilidades y límites, y algo muy importante, cómo ir expandiéndolos. Me veía crecer como artista y disfrutaba de las creaciones que se hacían. Participaba en proyectos interesantes con verdadera vocación. Trabajamos con Oscar Aráiz como coreógrafo residente y sentíamos un gran respeto por él, que realizaba la mayoría de las obras. Renate Shottelius, como invitada, nos daba muy buenas clases de danza moderna. Luego vendría Freddy Romero. En danza clásica estaban Carlota Pereira e Ilse Wiedmann, que se ocupaba mucho de mis progresos. Ana Itelman montó tres obras: Casa de puertas, Ciudad nuestra Buenos Aires y Dobletres, donde tuve mi primer rol protagónico en la compañía. Era una obra con música de Bach, abstracta, de movimiento puro, algo inusual en la carrera de Ana Itelman. Shottelius por su parte montó Recordad el amor. El primer año de trabajo con la compañía fue valioso y difícil al mismo tiempo. Seguí en la escuela del TEATRO COLÓN hasta casi fines de septiembre. No podía ser profesional en un teatro y alumno al mismo tiempo, no me daban los horarios. No sin tristeza me fui del COLÓN y de mis dos queridos maestros: Eda y Tupin. Dos años después, debido a que el BALLET DEL SAN MARTÍN fue disuelto, sin trabajo y por ende sin clases, volví a la escuela del TEATRO COLÓN a finalizar mi segundo año. Las clases entonces las dictaba Antonio Truyol.

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Lamentablemente el BALLET DEL SAN MARTÍN tuvo una muy corta duración, solo tres años, desde 1968 a 1970, pero fueron muy importantes para nosotros. Estando a fines del año setenta, las nuevas autoridades del TEATRO SAN MARTÍN deciden disolver el BALLET CONTEMPORÁNEO. Los responsables, según lo que pudimos saber en Cultura de la Municipalidad, era el triunvirato que dirigía en esos momentos los destinos del teatro: Iris Marga, Osvaldo Bonnet y, por estar en esos años bajo un gobierno militar, un representante de la aeronáutica cuyo nombre era Lanús o algo parecido, da lo mismo. Nos dieron una reverenda patada en el traste. Fue una pésima decisión y la cultura de nuestro país perdió una compañía de danza y un espacio de cultura de gran relevancia. De esta compañía saldríamos los que seríamos posteriormente los protagonistas de un nuevo resurgimiento de la danza en nuestro país: Ana María Stekelman, Norma Binaghi, Freddy Romero, Cristina Barnils y yo mismo. Ana María y yo como directores del futuro GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA del TEATRO SAN MARTÍN, a formarse en 1977, y los otros tres colegas como profesores de danza y pedagogos, formadores de numerosos bailarines y bailarinas. Norma también pasaría por la dirección artística, por un corto período, junto a otros dos co-directores. Oscar Aráiz había creado y montó con nosotros importantes obras como Consagración de la primavera, El mandarín maravilloso, Magnificat y Romeo y Julieta, que fueron recibidas con éxito por el público y la crítica. Mi preferida era otra obra que me encantaba bailar, Symphonía, una obra muy hermosa, hermética, con un clima muy especial. En su estreno no fue totalmente bien recibida por el público, y eso nos desconcertó a todos. La obra salía de los cánones tradicionales de ese momento. Lo del público fue duro al comienzo. Alguna vez se suspendieron funciones por falta de espectadores. Eso sucedió algún sábado o domingo en un horario tempranero, y fue cuando comenzábamos. El éxito llegó más tarde con Romeo y Julieta. Fue una gran emoción.

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A mediados de 1971, sin trabajo desde meses y buscar sin éxito ayuda en algunas empresas privadas, ésta finalmente llegó de la mano de Ricardo Freixá, Secretario de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires. Nos contrató por uno o dos años como Compañía independiente sin tener una sede o teatro estable. Ensayábamos en Radio Municipal, y luego pasamos al TEATRO CERVANTES. Nuestros espectáculos eran tanto en ese teatro como en el TEATRO COLISEO. Esos dos años pasaron rápidamente. Luego de este período continuaríamos trabajando en un circuito más comercial. Realizamos varias temporadas exitosas en el TEATRO ODEÓN, contratados por su propietario Budy Day, y llegamos a ser muy populares. A fines de 1975 las dificultades para proseguir juntos eran tan grandes, que dejamos de existir como compañía, grupo o lo que fuere. En esos años de independientes estrené dos de las mejores obras que Oscar había creado hasta entonces: Adagietto, junto a Ana María Stekelman, el 10 de noviembre de 1971 en el TEATRO COLISEO y Escenas de Familia, en el TEATRO ODEÓN, junto a Doris Petroni, Daniel Angrisani, Betty Baz y Bettina Bellomo. Fue una gran satisfacción para mí bailar sus obras y haber podido participar en los procesos de creación. En 1972 nos invitaron al FESTIVAL DE INVIERNO en Ouro Preto, Brasil. Allí nos fuimos en mi Fiat 128 con Oscar, Bettina Bellomo y Cristina Barnils. Hicimos ese viaje de más de 3.000 km, manejando por unas rutas que no son las de ahora para llegar en tres días de Buenos Aires a Ouro Preto en el Estado de Minas. Íbamos cargadísimos, con nuestras valijas personales y vestuarios. En Ouro Preto nos invitaron a dar clases y a bailar en un teatro hermoso que tiene la ciudad. Todo ese viaje terminó siendo una gran experiencia para todos. El festival era extraordinario. Duraba todo el mes de junio, donde convivían numerosas disciplinas artísticas y culturales, en una ciudad única, declarada por la



Funcionaba en el TEATRO COLÓN, Viamonte y Libertad. En 1970 se trasladó al CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN, Sarmiento 1551. Hoy se llama Radio Ciudad. 198

UNESCO Patrimio Cultural de la Humanidad. En ese festival comencé a dar clases de danza contemporánea por primera vez. En 1975, tras años de lucha por seguir estando juntos, finalmente se desmembró. No pudimos seguir más tiempo juntos. Oscar se fue para Brasil. Otros fundamos pequeños grupos, como el que conformé junto a Doris Petroni, Cristina Barnils y Daniel Angrisani, el GRUPO ORIÓN, de corta vida artística. Allí realizaría mi segunda obra: Tiempos, con música de Mahler, con esos bailarines más Alberto Arcajo. En 1974, 1975 y 1976 bailé como primer bailarín invitado en el TEATRO MUNICIPAL de Río de Janeiro, en Caracas y con el ROYAL WINNIPEG BALLET. Otros compañeros se fueron para Alemania, algunos dejaron la danza y otros de vivir, como Julio César Guiñez que falleció muy joven en Berlín. Así se fueron y terminaron ocho años en los que trabajé cerca de Oscar Aráiz. A él le agradezco mucho su confianza, las obras que bailé y todos esos años de trabajo, lucha y experiencias únicas que compartimos. En 1975 nos despedimos. Sería la diáspora. En 1974 había hecho mi primera coreografía, que era un dúo en un espectáculo conformado por otras obras de Oscar. La había comenzado a crear, como nos suele pasar a muchos coreógrafos, como un juego entre bailarines. Comencé sin muchas expectativas de poder representarlo. Lo creé sobre la Canción de la estrella de Wagner, y se estrenó en el TEATRO ODEÓN por Betty Baz y Hugo Travers; Norma Binaghi y yo nos alternábamos con ellos. No imaginaría que esa primera coreografía haría despertar una nueva vocación: la coreografía. Desde ese momento comenzaría a desarrollar un vocabulario propio de movimientos y dinámicas, que se han convertido en una forma de firma personal, que es mi propio estilo de trabajo. Tampoco podía imaginar que ese dúo sería el inicio de una extensa carrera coreográfica, que me llevaría luego en los ochenta y noventa, a colaborar con numerosas compañías de danza y ballet y escuelas de danza en diversos países del mundo. Actualmente son más de treinta las compañías que tienen en

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su repertorio obras de Mauricio Wainrot, entre ellas THE ENGLISH NATIONAL BALLET, BALLET ROYAL DE WALLONIE en Bélgica, THE JUILLIARD DANCE ENSAMBLE de New York, THE CINNCINATI BALLET, BALLET FLORIDA, HUBBARD STREET DANCE CHICAGO de los Estados Unidos, BAT DOR DANCE COMPANY OF ISRAEL, BALLET NACIONAL CHILENO y BALLET DE SANTIAGO, GÖTEBORG OPERA BALLET de Suecia, WIESBADEN STAATSTHEATER, HANNOVER STAATSTHEATER, HILDESHEIM STADTHEATER, MAINZ STAATSTHEATER en Alemania. Fui coreógrafo residente y Director Artístico de LES BALLETS JAZZ de Montréal, de Canadá, compañía para la cual monté varias obras en diferentes temporadas. Colaboré como profesor invitado, dando clases, cursos y workshops, en la HOCHSCHULE FÜR MUSIK UND DARSTELLENDE KUNST de Frankfurt, un equivalente a la Universidad de artes del espectáculo. En esta institución sería invitado en cuatro oportunidades y, en Londres, con el ENGLISH DANCE STUDIO, creando una obra que fue estrenada en el famoso teatro SADLER'S WELLS, con música de Piazzolla. Finalmente en Mudra en la ESCUELA DEL BALLET DEL SIGLO XX de Maurice Béjart, fui contratado como maestro invitado y monté la Sinfonía de los salmos. Desde 1992 soy Permanent Guest Choreographer del ROYAL BALLET OF FLANDERS de Bélgica. He creado para esta gran compañía europea que dirige Robert Denvers, uno de los más prestigiosos maestros de danza en la actualidad, Beyond Memory, Firebird, El Mesías, Looking Through Glass. Retomando el relato, y volviendo a mi etapa como bailarín, en 1975 el BALLET DE CÁMARA DE CARACAS, dirigido por una joven venezolana, María Barrios, me invita a formar parte de su temporada; bailé con María varios meses. Nos conocimos y me contrató en New York, luego de estar por segunda vez como Guest Principal Dancer en el ROYAL WINNIPEG BALLET. Venía de hacer giras con ellos por todo Canadá y me habían ofrecido ser miembro estable de esa gran compañía canadiense. Me encantaba bailar con ellos, pero el factor frío y un amor que tenía en Buenos Aires me hicieron desistir de quedarme más tiempo. Con el ROYAL WINNIPEG BALLET aprendí cómo debería ser una compañía

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profesional, era excelente en lo artístico y en lo administrativo. Esa compañía tenía una reputación internacional muy importante y bailar con ellos, con rango de Primer Bailarín invitado, fue altamente positivo para mí. Esa experiencia marcó lo que yo quería encontrar de ahora en adelante en las compañías en que iría a trabajar, ya sea en Argentina o en cualquier otro sitio. Me ocuparía luego, en mis años de Director Artístico del GRUPO DE DANZA DEL SAN MARTÍN y de LES BALLETS JAZZ de Montréal, en implementar algunas de esas enseñanzas. En Caracas estuve cuatro meses, y trabajaría con un gran maestro, un coreógrafo internacional de la talla de John Buttler, y esa posibilidad me resultaba muy interesante. Buttler es un artista que ha renovado el vocabulario neoclásico y también el de la danza contemporánea americana. Después de varios años, he vuelto al BALLET DE CÁMARA DE CARACAS, esta vez como coreógrafo con Anne Frank, que bailaron María Barrios y su marido Offer Zaks en el espléndido teatro TERESA CARREÑO. Si debo lamentar una decisión tomada a destiempo, es la de no haber formado parte de la compañía de Merce Cunningham. Esto fue en 1972 o 1973, cuando en Buenos Aires estábamos luchando por cómo subsistir con nuestro grupo. Me interesa relatarla aquí. En esos años yo iba a New York casi todos los años a estudiar en nuestro verano. Tomaba clases en la JUILLIARD SCHOOL con dos grandes maestros, Stanley Williams y nuestro Héctor Zaraspe. En las clases de Stanley Williams, casi todos los días estaban tomando clases Nureyev o Baryshnikov, Villella o Bujones. Esas clases han sido, para mí, inolvidables. De tarde iba a tomar clases al estudio de Merce Cunningham, que está aún en el Village. Era “el” estudio de New York en los setenta, un santuario de la danza contemporánea donde todos teníamos que pasar por allí. Éramos cincuenta o más alumnos por clase, una multitud apilada esperando la llegada del Gurú de la danza contemporánea americana. Cada día, un miembro diferente de la compañía daba las clases. No se sabía nunca qué maestro nos iría a enseñar cada día, pues las clases eran

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dictadas por los distintos bailarines de su compañía. Era un método muy raro para mí, eso de enfrentarme a diferentes maestros que yo no había elegido. Sin embargo, las clases eran súper interesantes y me llevaba muy bien con esa nueva escuela de movimiento. Una tarde se abre la puerta y para mi gran sorpresa apareció Merce, con todo su halo a cuestas, a dictarnos clase. Se acercó a mí en algunas ocasiones, y de manera muy suave me corrigió. Al finalizar me preguntó de donde venía. A la semana siguiente se repitió la escena. Merce nos volvió a enseñar en dos horas una parte de su fascinante mundo. Me hizo varias correcciones que entendí con rapidez, y al finalizar su clase solicita que me acerque. Me dice: “Tengo un contrato para ofrecerle para formar parte de nuestra compañía. Es a partir de septiembre. Me interesa como bailarín." Demás está decir cuál fue mi sorpresa. No estaba allí para audicionar, y no era mi intención hacerlo para él o para ninguna otra compañía en ese momento. Me interesaba su técnica y su trabajo y me halagó mucho su propuesta, pero estábamos en enero y faltaban ocho meses hasta septiembre. Pensé que quedarme tantos meses en New York sería una complicación, y le contesté a Merce Cunningham que lamentablemente no podía aceptar su invitación. También le agradecí su gentileza. Uno es la suma de sus decisiones, y yo sentía en esa época que todavía debería quedarme en Buenos Aires más tiempo. Aquí me esperaba la lucha diaria de saber si podíamos seguir juntos con la compañía que comandaba Oscar Aráiz, con posibles funciones en el TEATRO ODEÓN, y elegí estar aquí. Al volver a Buenos Aires me proponen participar en un espectáculo inédito para mí. Era una forma de comedia musical que se haría en el TEATRO SAN MARTÍN, dirigido por Esther Ferrando, que se llamaría La historia de la danza, con los actores Alberto Segado y Adriana Aizemberg, y además Norma Binaghi, Ana María Stekelman, Ana Deutsch, Lisu Brodsky, bailarines que al año siguiente íbamos a formar parte del GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA del TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN que se iba a crear.

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Este nuevo grupo lo integraríamos nueve bailarines, dirigidos por Ana María Stekelman, una bailarina de una fuerza muy especial y que ya había realizado algunas coreografías. A mí me ofrecieron el cargo de Asistente Coreográfico del grupo, que acepté. En este grupo estaban además: Margarita Bali, Mónica Fracchia y Liliana Sujoy. Éramos de verdad un grupo, y no una compañía, con bailarines que apenas conocía. La palabra grupo me hacía pensar en algo extraño. Venía de bailar con el ROYAL WINNIPEG BALLET, una compañía con 35 excelentes bailarines, donde mi rol había sido Primer Bailarín Invitado. Hacía sólo unos pocos meses que había bailado recorriendo el Canadá y finalizado en el NATIONAL ARTS CENTER de Ottawa, bailando Adagietto de Aráiz, ante los reyes de Bélgica, Balduino y Fabiola, en un teatro espectacular de 2.900 butacas. O sea que la idea de formar parte de un grupo pequeño y tan diverso no me entusiasmaba mucho. De cualquier manera decidí darme una chance y, por supuesto, se la di al grupo. De mis compañeras Binaghi y Stekelman, con quienes me unía una larga historia profesional, no dudaba, y las respetaba por serias y excelentes bailarinas. De Ana Itelman, que montaría alguna de sus obras, tampoco. Me interesaba trabajar con ella, aunque conocía que era difícil de complacer. Mi preocupación pasaba, y mucho, por estar en un grupo tan heterogéneo, sin coreógrafos de mayor envergadura, salvo Itelman. También me preocupaba la ausencia de muchachos, éramos sólo tres; dos de ellos muy jóvenes, Carlos Zibel y Eduardo Arrigone, el tercero era yo. El grupo se crea a instancias de Kive Staiff luego del suceso de La historia de la danza. Kive accedió a patrocinar al GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA, y también a crear el Taller de Danza del SAN MARTÍN, semillero de la compañía y de muchos de los grupos de danza independiente que ahora hay en Buenos Aires. Ana María Stekelman sería la directora de ambas instituciones, logrando realizar un meritorio trabajo.

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El primer programa del grupo de danza, estaba constituido por cuatro obras: Memorias, de Ana María Stekelman, una obra con un clima particular y misterioso, con música de Schumann; Casa de puertas de Ana Itelman, obra basada en La casa de Bernarda Alba de Lorca, con música de Carlos Surinach; Biosfera de Margarita Bali, collage musical; y Y ella lo visitaba de Ana Itelman, sobre un muy buen collage musical donde se destacaban músicas de Éric Satie, que bailábamos Margarita Bali y yo. Creo que ese dúo es la mejor obra que Ana Itelman creó en su vida. No bailé en el segundo programa del grupo, lo vi desde la platea a mi regreso de Canadá. Nuevamente había sido invitado al ROYAL WINNIPEG BALLET. Bailé con ellos durante varios meses. Sería la última vez. El segundo programa del grupo fue: El rincón de los niños de Lía Jelín, con música de Debussy, y Casa de Colomba de Itelman, otra buena obra de Itelman con música de Gershwin. De regreso en Buenos Aires y a la rutina del grupo, me sentía muy extraño, y veía todo en un tono muy monocorde, sobre todo por el repertorio que teníamos. En esa época todos los programas estaban formados por coreografías creadas por mujeres, y para mí, como bailarín, de alguna manera, eso era un gran problema. Yo sentía que no me utilizaban con todo mi potencial masculino, ni por mi técnica ni por mis posibilidades expresivas, ni tampoco por mi experiencia. Sin duda las coreógrafas, en esa época, no entendían el universo artístico que podía ofrecerles un bailarín como era yo, y terminaba haciendo roles, en sus obras, que no me satisfacían del todo. Pesaba en mí lo realizado en mis experiencias anteriores, algunas de ellas sólo pocas semanas atrás, con el ROYAL WINNIPEG BALLET, y otras más lejanas con John Buttler en Venezuela y con Oscar Aráiz. Con Ana María Stekelman en la dirección del grupo, los varones teníamos un peso artístico relativamente menor que nuestras pares mujeres. Salvo Alejandro Cervera, que ya era bailarín del grupo en esa época, y que colaboró con Ana María en dos obras,

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Coppelia y La Valse, no había ningún otro coreógrafo que montara coreografías para nosotros. Respetaba mucho el esfuerzo de Ana María, y su tarea como directora por ser una persona muy seria, además de ser muy buena maestra, pero esperaba sin embargo que la situación del repertorio del grupo cambiase. Salvo por algunas obras que me gustaba hacer como She Was a Visitor, Memorias o Casas de Colomba y Suite de percal, en menor medida, no me sentía del todo feliz con lo que me tocaba bailar en esos años, y en 1979 ya estaba preparando mi equipaje para volver nuevamente a Canadá. Afortunadamente, el cambio se fue produciendo en esos tiempos de dudas y fue por iniciativa de la propia Ana María Stekelman. Lo positivo fue poder comenzar a crear coreografías para el grupo. Le agradezco a Ana María esa invitación. Para mí fue un cambio muy significativo, inspirador y anímico. Primero creé una obra corta, Batuta, con música de Verdi. Luego vino Reflejos con música de Mahler que fue mi espaldarazo como coreógrafo y sería mi primera obra destacada. Se estrenó en la sala Casacuberta en noviembre del 1978, con Ana Stekelman y conmigo en los dos roles principales, y con Norma Binaghi, Liliana Sujoy, Inés Vernengo, Alejandro Cervera y Sandro Nunziatta, todos muy bien en sus roles. Reflejos es una de las muy pocas coreografías mías en las que bailé y es, sin duda, un punto de partida importante en mi trayectoria. Luego vino Fiesta con música de Ravel, Concierto en sol mayor, nuevamente con Ana María, otra vez excelente en el rol protagónico y con Alejandro Cervera y Norma Binaghi en otros roles muy destacados, y toda la compañía. Con Fiesta investigo nuevas formaciones grupales y exploro las tensiones entre los grupos y los protagonistas, que luego utilizaré en otras obras. También aparece la voz por primera vez en un trabajo mío. Fiesta, al igual que Reflejos, están hoy en el repertorio de varias compañías en el mundo. El período de Ana María en la dirección del grupo, duró cinco años, donde ella dio lo mejor de sí. Su gestión, lamentablemente, terminó de

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manera muy abrupta. En los primeros días febrero de 1982, y sin previo aviso, Ana María renunció a la dirección del ballet. Kive Staiff, el Director General del TEATRO SAN MARTÍN, no conocía la decisión de Ana María de dejar la compañía a dos días de iniciada la temporada. Tampoco estaba preparado como para buscar y meditar un posible reemplazo. Estábamos tomando clases, pero nadie sabía cuáles eran los planes de Ana María para ese año. Tampoco habíamos sido informados de cuáles serían los programas a realizar, qué obras se montarían, quiénes vendrían como coreógrafos o maestros. Estábamos en una gran nebulosa. Fue un momento muy difícil para todos. No sé cuáles fueron los motivos de su decisión. Pero supongo que tuvo que ver con el desgaste de los cinco años anteriores y la presión que el cargo lleva. Ana María ha sido siempre una gran luchadora, sin descanso, pero a veces con nervios no muy fuertes y, por ende, en varias ocasiones con problemas estomacales y gástricos. Hacia finales del año anterior a su partida había creado una obra en la que ella había puesto muchas expectativas, titulada Un cuarto de mujer. Lamentablemente, la obra no gustó lo que estábamos esperando. Ana María sufrió mucho por esa situación. Varias veces había tenido episodios estomacales y puede ser que ése haya sido el desencadenante de su manera de dejar la dirección artística del grupo. Fue difícil poder aceptar la forma que ella eligió para hacerlo, dada su responsabilidad como directora. Ante esta nueva situación, sin dirección ni planes para el año que ya había comenzado, Kive Staiff me ofrece imprevistamente la dirección artística del grupo, anunciándome en su oficina que Ana María había renunciado. Pensé que iba a pensarlo unos días, no lo hice. Pensé en la gente. Sabía que yo ejercía un liderazgo importante sobre mis compañeros, por mi trayectoria como bailarín y por ser el asistente de la compañía. Además yo había montado dos obras con esos mismos bailarines que habían

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funcionado muy bien. Era yo el destinatario natural de ese cargo a los ojos de Kive, y supongo también que a los de Ana María. Lo positivo de esa situación es que Ana María quedó como directora del Taller de Danza del teatro durante varios años más y continuamos trabajando juntos en una buena y mutua colaboración. Durante mi dirección artística le ofrecí sin éxito, en varias ocasiones, montar alguna obra nueva con el grupo. Sí repuse Memorias. Kive es un hombre brillante, un empresario que sabía muy bien lo que quería hacer con el teatro. Controlaba todo lo que sucedía y no sucedía en la institución. Era una época muy difícil, vivíamos bajo una tremenda dictadura militar y no era nada fácil para él saber cuáles eran los límites de sus propias libertades artísticas. Además hay que tener en cuenta que ya se sabía de la gente desaparecida y muerta por la dictadura. Su tarea fue enorme. Eran tiempos durísimos para todos, de miedo y de angustia y también de pérdidas. Bajo esas circunstancias el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN era, como todos sabíamos, una especie de isla cultural, puesta en cualquier parte del planeta, pero no en la Argentina. Kive te escuchaba y era una persona que te daba muchas oportunidades para realizar tus proyectos. Pero, al mismo tiempo, esas chances tenían un límite, que era el propio Kive. Él necesitaba estar arriba, controlando todo, aunque a veces, como hombre de teatro, no conociera bien los mecanismos de un grupo o compañía de danza o los intrínsicos procesos de crear una coreografía. Uno se olvidaba de las presiones que sin dudas a él también le pendían. Por supuesto me interesaba mucho la opinión de mi director-productor, y necesitaba poder participar con él el fruto de mi trabajo y decisiones artísticas. Pero Kive tenía sus asesores, o se asesoraba sobre temas puntuales con gente que tal vez no conocía bien sobre danza, lo que resultaba ser, para mí, una incoherencia hacia mi cargo de Director Artístico del grupo. Sabiendo esto, y todas las otras bondades que el cargo, la institución y el propio Kive Staiff me ofrecían, que no eran pocas, acepté ser Director Artístico del grupo. Muchas gracias, Kive, por la oportunidad.

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Rápidamente, en semanas, organicé una temporada como pude. Preparé espectáculos en el hall. Hicimos Los cuarenta, una nueva obra que creé con música de los años cuarenta, con escenografía y vestuario de Germán Gelpi, y Suite de percal, de Itelman. Para el primer programa en la sala Coronado, invité a Oscar Aráiz, que estaba dirigiendo el BALLET DE GINEBRA a montar su obra Cantares, con música de Ravel, y le solicité a Renate Schottelius una obra nueva, Caminantes, con música de Brahms. Por mi parte, creé Sinfonía de los salmos de Stravinsky que es otra obra que se encuentra actualmente en el repertorio de varias compañías. Este primer programa obtuvo una enorme repercusión por muchos motivos. En primer lugar, porque para conformarlo tomé audiciones y aumenté el número de varones del grupo. Bajo mi dirección inmediatamente llegamos a ser 22 bailarines en total, 11 chicas y 11 varones. En Sinfonía de los salmos se destacan las danzas masculinas y la energía del conjunto. Aparecen los grandes grupos que serán un denominador en mis grandes obras futuras, como El Mesías o Consagración de la primavera. El inicio de la obra es una danza de hombres muy fuerte, algo inédito en nuestra trayectoria hasta ese entonces, que impresionaba por su fuerza. Con esa obra comienzo a cambiar el repertorio de la compañía, con obras de un carácter bastante diferente. Creo una nueva ideología y una imagen masculina que la compañía no tenía hasta ese momento, equiparándola a la muy buena labor que tenían las mujeres. Durante mi gestión, desde 1982 a 1986, todos los programas que representamos fueron seguidos y distinguidos con un muy buen suceso. La calidad artística de nuestros bailarines, al tener que enfrentarse con obras más técnicas y más fuertes, iría mejorado de manera elocuente. Entre el ochenta y dos y el ochenta y seis, hicimos un muy buen repertorio: Libertango, Casas de Colomba, Suite de percal, Sinfonía de los salmos, Cantares, Memorias, Anne Frank, que posiblemente sea la obra que más suceso obtuvo. A Ana Itelman, le encargué dos trabajos, 20 x 12 más una fuga, sobre variaciones sobre un

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tema de Pagannini y El capote sobre un cuento de Gogol. Una hermosa obra, donde se destacaba magníficamente Norma Binaghi en un trabajo memorable. Esta obra se estreno el 16 de septiembre de 1985, junto a una nueva versión mía de Fiesta y el Adagietto de Oscar Aráiz. Este será mi último programa como Director Artístico del GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA. Unos meses después me estaba despidiendo de mis bailarines. También invité a Susana Tambutti, que hizo una obra titulada Los de al lado, un trabajo que me resultó muy interesante. En los dos años previos a mi partida, generé dos workshops de coreografía con nuestros bailarines. Esto produjo en la compañía una dinámica muy movilizadora. El resultado fueron ejercicios coreográficos interesantes que fueron mostrados al público con entrada libre. Al mismo tiempo generé giras al exterior, ya que por contactos personales llegué a concretar que por primera vez la compañía se presentara en Río de Janeiro, en el PRIMER FESTIVAL INTERNACIONAL DE DANZA en el TEATRO MUNICIPAL de Río. Luego nos presentaríamos en el PALACIO DE LAS ARTES de Belo Horizonte. En 1983 estrenamos un espectáculo en Montevideo, en el TEATRO SOLÍS, con Sinfonía de los salmos, Cantares y Suite de percal. En 1984 realizamos la gira más importante de mi gestión, que será a la Unión Soviética y a España. Nos presentamos en Leningrado, en un teatro enorme, en el Palacio Vivorsky, con una capacidad para 3.000 espectadores. Realizamos 12 funciones, y en la ciudad de Riga, 9. Veía que la compañía era muy bien recibida por otros públicos, y que especialmente mis obras eran las que al público más le interesaban.

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La gira a la Unión Soviética se realizó en octubre de 1984. A pesar del gran suceso que Anne Frank había tenido en Buenos Aires y en Brasil, no pudimos llevar esa obra a la gira. No sirvió ni siquiera el gran esfuerzo de Kive Staiff, y el mío propio, para mostrar esta obra, por problemas que nos sobrepasaban. Era la época en que todavía existía la Unión Soviética y, por ende, tuvimos que pasar una serie de examinaciones y mostrar a personas de la embajada soviética en nuestro país el repertorio de obras que queríamos llevar a la gira. Así fue que Anne Frank no pasó la prueba de “los expertos” que la vieron. Obtuvimos una rotunda respuesta: Anne Frank no es del gusto del público soviético. No pudimos manifestar nuestro malestar porque queríamos mostrar nuestro trabajo en la Unión Soviética. ¡Qué bailarín o coreógrafo de mi época no había soñado con ir a ese país! Pero lo que sucedía con Anne Frank en esos momentos con los funcionarios soviéticos, era lo que cuenta mi obra. Era la visión y la acción de un régimen dictatorial totalitario. Mi obra denunciaba el fascismo de derecha, rotundo y terrible, que comete los peores atropellos a la condición humana, que era lo mismo que les sucedía a millones de personas bajo el régimen soviético, que era de izquierda. Los extremos de dos horribles regímenes políticos se encontraban. El público soviético fue muy caluroso con nuestro trabajo y nos dio una gran bienvenida; nos trató de maravillas. La compañía obtuvo un enorme suceso tanto en San Petersburgo, como en Riga, dos muy bellas ciudades. Luego de la Unión Soviética nos presentaríamos en Madrid y en varias ciudades de Galicia, con el mismo repertorio que nos presentamos en Rusia. Los espectáculos fueron siempre con teatros llenos y esto nos emocionaba mucho. Veía que mis coreografías eran muy bien recibidas. Especialmente Sinfonía de los salmos. En ese momento yo tenía treinta y ocho años, y me ilusionaba con la idea de poder mostrarme como coreógrafo fuera de la Argentina. Empecé a pensar en todo eso justamente durante esa gira y comencé a escribir a compañías de todo el mundo para ver cómo podría relacionarme con ellos. No tenía

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experiencia sobre cómo funcionaba el mundo de la danza fuera de la Argentina y cómo debería profesionalizarme. No teníamos ni llegaban publicaciones de danza. De cualquier manera consigo mandar cartas y relacionarme con el mundo de la danza, y ese mundo, a veces, me contestaba. En 1985 se produce otro hecho fortuito en mi carrera. Llega a Buenos Aires LES BALLETS JAZZ de Montréal. Su directora es la muy inquieta Geneviève Salbaing. Geneviève quiso conocerme y vino a ver un ensayo de nuestra compañía que estaba realizando en esos momentos funciones en la Coronado, con Fiesta, Adagietto y El capote. Geneviève se conmueve con Fiesta, creada con música de Ravel. Le muestro además un video tape de Libertango. Así nos contactamos y seríamos socios por varias temporadas. Primero me ofrecerá ser coreógrafo residente de su compañía por varios años, y luego me propone, en dos oportunidades, ser su sucesor. En la segunda acepto. En 1993 y 94 fui el Director Artístico de LES BALLETS JAZZ de Montréal. Firmamos los contratos de Fiesta y Libertango de inmediato. Las dos puestas se harían en 1986. Geneviève, gracias por todo. LES BALLETS JAZZ de Montréal es una de las compañías que más giras hacen en el mundo. Entre 130 a 170 funciones por año cubriendo Europa, Asia, Latinoamérica, Canadá y los Estados Unidos. Esta compañía ha llevado las siete obras de mi autoría que tienen actualmente en su repertorio y mi nombre, por una cantidad de festivales, países y ciudades imposible de contar para mí. Desde Tokio, París, Londres, Sidney, Osaka, Beijing, Moscú hasta la misma Buenos Aires. Ninguna otra compañía ha mostrado mis trabajos con la frecuencia que lo ha hecho LES BALLETS JAZZ de Montréal. El 5 de mayo de 1984 estrené Anne Frank en el TEATRO SAN MARTÍN. La compañía en esos momentos se llamaba GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA DEL TEATRO SAN MARTÍN, un nombre que a mí no me gustaba, y yo era el Director Artístico de la misma desde hacía

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dos años, desde 1982. En 1982 estábamos aún gobernados por la última dictadura militar, y en plena guerra de las Malvinas, uno de los peores momentos que recuerdo; tristísimo para todos los argentinos. Es en esos tiempos y en ese clima de dolor, que comienzo a pensar en una obra sobre Anne Frank. Le presento el proyecto a mi Director General, Kive Staiff, y le comento la idea diciéndole: “siento que todos vivimos como Anne Frank, encerrados en un mundo que no elegimos y con terror. Como podemos continuamos con nuestra cotidianeidad, algunos creando a pesar de la opresión, como Anne Frank lo hizo con su diario. Necesito hacer una obra que de alguna manera represente lo que nos pasa ahora en la Argentina, que siento es un paralelo de lo que pasó en Europa, con mi familia y millones de personas durante la Segunda Guerra”. A Kive le interesó mi idea y comencé a trabajar en la obra. Pero esta obra sólo pudo ser estrenada dos años después, en 1984, durante el gobierno del Dr. Raúl Alfonsín. El estreno de Anne Frank no fue fácil. Manos anónimas quemaron el vestuario el día del ensayo general. La gente de los talleres del TEATRO SAN MARTÍN, en un gesto que los ennoblece y agradezco profundamente, trabajaron toda la noche para rehacer el vestuario. Al otro día una bomba incendiaria quemó parte de la consola de luces. También ésta se pudo reparar y, finalmente, no sin miedo, pudimos estrenar mi obra, con la policía en la sala vigilando y cuidándonos. No fue fácil estrenar una obra que hablaba en contra del fascismo en la Argentina, a sólo dos años de finalizada la dictadura. Anne Frank fue un éxito memorable y es, sin duda, mi obra más querida. La que me dio la posibilidad de conectarme con un mundo nuevo, y me abrió a una carrera internacional. Andrea Chinetti era Anne Frank, Otto Frank fue Alejandro Cervera, Norma Binaghi, la madre, Inés Vernengo, su hermana Margot, Daniel Goldín, fue Peter, los Van Daam, Sandro Nunziatta y Liliana Sujoy, el Sr. Dussel, Eduardo Avellaneda, la prisionera, Carolina Boselli, la Gestapo, Milena Pleps, Roberto Galván y Martín Miranda. Los demás bailarines de la compañía haciendo roles pequeños. A todos ellos, mi mayor

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agradecimiento, como al apoyo que me dieron las autoridades del teatro para poner la obra en escena. A las pocas semanas de estrenar Anne Frank –el programa se completaba con otra obra mía con música de Piazzolla, Libertango, y Los de al Lado de Susana Tambutti–, estrenada en el hall del TEATRO SAN MARTÍN, se me presenta un señor rubio, despeinado, que comienza a hablarme en inglés. Para ese entonces mi inglés era menos que básico, pero logré entender lo que Ulf Gaad me estaba diciendo. Ulf Gaad era el Director Artístico del BALLET DE LA ÓPERA DE GÖTEBORG de Suecia. ¿Qué hacía en Buenos Aires? Estaba de vacaciones y buscaba música para una nueva obra de tango que quería crear. En los ochenta no teníamos muchos turistas en Buenos Aires. Era muy raro que un señor sueco estuviera de vacaciones por aquí; era junio y estábamos en invierno. Tuve la suerte de que él viniera a nuestro país, en vez de estar tomando sol en Marbella, o algún otro destino que a los suecos les encanta. También me acompañó la fortuna de que en ese momento en que Ulf estaba en Buenos Aires, el BALLET CONTEMPORÁNEO estuviera haciendo funciones y que él se decidiera a ver nuestro espectáculo. Las coordenadas del destino estaban marcadas para ese encuentro crucial de mi vida. Ulf se emocionó con Anne Frank de inmediato, y me ofreció ir a montarla a Suecia. También me propone ver otras obras mías. Libertango le gusta pero como él iba a crear una obra de tango, no le parece bueno incluirla junto a Anne Frank. Elige entonces La sinfonía de los salmos, creada en 1982. El arreglo entre nosotros se confirma de inmediato, luego de proponerme montar un dúo con música argentina. Allí surge la idea de Las tres danzas de Ginastera. Al enterarme que el estreno será el 1º de marzo de 1986 –estábamos en junio de 1984–, y que faltaban casi dos años para ese momento, me desanimé. No era habitual tener planes con tanta antelación en la Argentina. Estábamos acostumbrados a planear nuestros proyectos en semanas, o a lo sumo en meses, pero nunca en años. Sin embargo

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al poco tiempo de la partida de Ulf, cuando pensaba que toda esta historia había sido una ilusión, el contrato llegó. ¡Muchas gracias, Ulf, nuevamente! A fines de 1985, el 21 de diciembre me voy por primera vez a montar mis obras en Suecia, invitado por el BALLET DE LA ÓPERA DE GÖTEBORG. ¡Qué ilusión! Es casi imposible explicar ese salto y el cambio de 180 grados que produjo este hecho en mi vida. Esta experiencia que será el cambio más complejo y fundamental en toda mi carrera artística, y sus importantísimas consecuencias, las vería muy pronto, en muy pocos meses. En marzo de 1986 comenzará la etapa más fructífera de todo un proceso de trabajo elaborado pacientemente. Luego de esta primera experiencia en Göteborg me invitarán a colaborar con las numerosas compañías de danza que mencioné al comienzo de mi relato, creando y montando un importante número de obras. Mi vida iría a cambiar al irme de Buenos Aires, el lugar que tanto me había costado dejar en mi etapa de bailarín. Yo no vislumbraba ni imaginaba cuánto. En Suecia me invitan a presentar un programa completo con Anne Frank, La sinfonía de los salmos y un dúo, Las tres danzas argentinas de Ginastera. Sería la primera vez que montaría un programa compuesto por tres obras de Mauricio Wainrot, algo nuevo para mi trayectoria hasta entonces. Además el programa se presentaría con música en vivo, pianista, orquesta y coros. Las críticas fueron excelentes y hablaban de mi trabajo con sumo respeto y un reconocimiento inédito. Durante todo 1986, dos veces por semana, Anne Frank fue, además, representada para niños en edad escolar, convirtiéndose en la obra de la temporada. Ese programa de Göteborg, me abrió las puertas a un nuevo universo que yo no imaginaba. De inmediato comencé a recibir invitaciones de compañías de danza y de ballet europeas y americanas, y no volví a Buenos Aires por mucho tiempo. La repercusión de Anne Frank fue excelente tanto en Suecia como en Alemania. La prestigiosa revista alemana, Tanz-Archiv, publicó una foto de la obra, a toda página, en el suplemento internacional de 1986. Dos meses después fue estrenada por el BALLET DE LA

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ÓPERA DE WIEBADEN en Alemania. Así comienza un ciclo de invitaciones de importantísimas compañías de Alemania, Estados Unidos, Londres, Bélgica y Venezuela. Anne Frank es para mí no sólo una obra coreográfica, es también un manifiesto político antifascista. Es una voz contra la violencia y la opresión y creo que eso es lo que la hace tan potente y es el motivo por el cual la gente de tantas culturas y países se sienta tan identificada. Más tarde aparecieron contratos para ir a Alemania. Tenía más de un año para organizar mi trabajo con el GRUPO DEL SAN MARTÍN y poder aceptar los contratos. Hablé con mi director, Kive Staiff, apenas comenzada la temporada de 1985 y le comenté que había recibido invitaciones y que tenía contratos en mi poder. Le expliqué que a fines de diciembre del ‘85 me iba a trabajar a Europa, que la duración del viaje sería de unos cuatro meses y que mi regreso estaba previsto para mediados de abril. También que podría retomar mi trabajo en el grupo, o no, según fuese su decisión. Teníamos todo un año para organizarnos; y el tiempo para planear la temporada y/o futura dirección artística del grupo. Estaba dando todos los tiempos que me parecían justos y actuando con responsabilidad. Sin embargo, a pesar del tiempo dado y de mi franqueza, me fui de una manera bastante triste del teatro. Al final, en los últimos meses de 1985, hubo algunos momentos de tensión tanto con mi director como con algunos de los bailarines por mi partida. Estar en el SAN MARTÍN ha sido siempre una fantástica escuela. Lo que aprendí y experimenté en mis años de trabajo ya sea dirigiendo, coreografiando o bailando fue muy provechoso para mi carrera en todo sentido. Durante mi gestión en la dirección del grupo, pude implementar formas y modalidades que yo había visto y realizado como bailarín en el exterior, en otras compañías. Pude poner en práctica una disciplina artística y de trabajo potente y muy profesional. Aporté una nueva manera de trabajar y de ver la danza con un fuerte repertorio de obras y por ello los bailarines, sobre todo los varones, dieron un salto

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cualitativo muy alto en su nivel. Mis decisiones artísticas han tenido un fin: el beneficio de todos los artistas que conformábamos el grupo, y seguir creando nuevos públicos porque tenía conciencia de que estábamos en un teatro manejado con fondos públicos, y apunté siempre a la excelencia. No he aceptado discutir sobre mis decisiones artísticas, salvo con mi director general, porque he sido el total responsable de las mismas. Posiblemente para los que no conocen cómo funciona una buena compañía de danza o ballet en el mundo, los que no han tenido la suerte de tener esa experiencia, ni conocen cómo se trabaja con el rigor y la excelencia que yo me exijo y quiero de la gente que me acompaña en mis proyectos, les cueste entender mi accionar y más de una vez he sido criticado por ello. Yo no quería realizar concesiones sobre las decisiones que tomaba, basadas en mi experiencia y en mis conocimientos, y también por lo que veía que estaba sucediendo con otras compañías en el país. Me importaba crear una mística de trabajo y un espíritu particular en nuestros ensayos y clases, y siento que lo habíamos logrado por los buenos resultados obtenidos. Si alguna vez llego a volver a dirigir alguna compañía en la Argentina, va a ser exactamente de esa misma manera. Creo que en la danza como en la vida sin una disciplina que conduzca nuestros pasos es imposible poder avanzar. Y la compañía avanzó, y mucho, durante mis años de dirección, entre 1982 a 1985. No estaba equivocado por el buen rumbo que la compañía tuvo en mi época, ni por el destino que iba a tener mi carrera coreográfica en un futuro muy inmediato. Ya han pasado once años desde que dejé la dirección del grupo; once años en que vivo fuera de nuestro país, entre Bruselas y Montréal, dos ciudades que amo. Decir que me nutro cada día con proyectos de trabajo excitantes y maravillosos son sólo palabras, porque dentro mío, hay un artista que crece día a día con todo esto que me está sucediendo, y que yo provoco de manera continua.

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En diez años he trabajado con treinta instituciones diferentes de danza y he montado unas cien obras. Más de ocho obras por año, y he creado unas veinte coreografías nuevas. Esto habla de un ritmo de trabajo muy intenso y una riqueza artística especial, que me ha dado además una experiencia enorme en todo sentido, en áreas profesionales, administrativas y también mediáticas. Cuando vuelvo al país, que es casi todos los años, veo que hay menos gente que va a ver los espectáculos de danza del TEATRO SAN MARTÍN, y me apena. Respecto de las maratones de Julio Bocca o de Maximiliano Guerra, creo que son eventos especiales que llevan mucho público, y me alegro por ellos. Son maravillosos bailarines, que tienen una producción mediática atrás muy fuerte, que ojalá pudieran tener los teatros municipales. Sin duda esto ayuda al suceso de estos eventos, sin desmerecer sus dotes artísticas, o sea que han profesionalizado sus productos artísticos de una manera excelente y por ello sus resultados. No he visto al BALLET DEL TEATRO COLÓN últimamente, porque no han coincidido mis viajes a Buenos Aires con sus funciones. Pero también tengo entendido que va menos público a ver sus espectáculos de ballet. La última vez que vi al BALLET DEL COLÓN fue en 1993 cuando trabajé con ellos en Anne Frank, y realmente los bailarines trabajaron muy bien y estoy muy satisfecho con ese trabajo y su repercusión. En cuanto a los grupos independientes, sé bastante poco. Estuve el año pasado viendo algunas cosas que había en un ciclo del CENTRO CULTURAL RECOLETA. Lamentablemente no vi nada que me haya interesado, o que me haya llamado la atención. Sí vi un trabajo de Carlos Trunsky, Bailando Honegger, que me gustó. Siento a la danza desamparada. En general no hay apoyo del gobierno, ni hay apoyo de las empresas o de gente que realmente podría aportar dinero, que en cambio dan importantes aportes para espectáculos de fútbol o para eventos deportivos masivos. En el exterior existe, por parte de las empresas, esa manera de posicionarse. Espero que pronto

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haya una ley de mecenazgo. Es lamentable que la danza vaya desapareciendo, y que ir a ver un espectáculo de danza no sea una opción familiar; una opción de una salida familiar de fin de semana, como lo es el cine, el fútbol o ir a una disco. Algún día esto va a cambiar y depende de todos nosotros, y de nuestro empeño. 2 de abril de 1996

Mauricio Wainrot dirige nuevamente el BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN desde 1999. En esa compañía ha realizado un importante trabajo, renovando la mayoría de sus integrantes quienes se destacan por su excelencia técnica. Durante su gestión se han producido estrenos y reposiciones de su autoría y de otros coreógrafos argentinos. También se ha invitado a importantes coreógrafos extranjeros como Ginette Laurin, Jean-Claude Gallotta, Marc Godden, Nils Chiste, Robert North, David Parsons, Ton Wiggers, Serge Bennahtan, Richard Wherlock y Vasco Wellencamp. Ha sido Coreógrafo Invitado Permanente del BALLET ROYAL DE FLANDRES desde 1992 hasta el 2004. En colaboración con Carlos Gallardo, artista plástico argentino, ha creado un equipo de trabajo de gran solvencia artística. Gallardo ha creado los vestuarios y las escenografías para toda la producción coreográfica de Wainrot, desde hace más de 20 años.

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SUSANA ANA TAMBUTTI Atentando contra la paciencia del lector, este relato biográfico no se parece en nada a las biografías que muestran en la televisión por cable, en donde oscuros personajes del espectáculo se lanzan a todo tipo de excesos, ¡no!, los bailarines de mi generación tuvieron y tienen, por lo general, una vida bastante monástica, cultivadores del ascetismo, del apoliticismo, de la frugalidad en las comidas y de la moderación en la bebida, lo que podríamos decir…una vida sin pecados interesantes, sin desviaciones extravagantes, sin sucesos rimbombantes. Nací en el oeste, en un barrio decente y plateado por la luna, noble vecindad marcada por el cuadro de mis amores: Vélez Sarsfield. Perteneciente a un tradicional sector de clase media baja viví hasta los veintidós años en un barrio de obreros y empleados. Curiosamente, mi madre me enseñó a leer y a escribir a los tres años, cosa que me permitió pasar por encima de los primeros grados de la escuela y unirme a niñas mayores, lo cual provocó la necesidad de sobreponerme a mi timidez para sorprender a todos con anécdotas, chistes e imitaciones que poco a poco me hicieron conocida en ése, mi pequeño mundo. Pero siempre, tanto en mi casa como en la escuela fui considerada como una “oveja negra” porque el esfuerzo que invertía en la sobreadaptación producía exactamente el efecto opuesto. A tal punto que en la escuela primaria las profesoras, incluso de espaldas a los alumnos, ante cualquier desorden en el aula, sencillamente decían: “Tambutti, ¡salga!”. Pero, a pesar de aquella natural rebeldía, el signo de la educación católica, apostólica y romana impartida en el colegio secundario, me obligó a aprender rigores y disciplinas. Víctima no sólo del crucificado sino de un martirio aún mayor, el matriarcado familiar, desde pequeña empecé a recorrer todos aquellos lugares en donde mi madre, seguramente, se hubiera destacado.

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Todo empezó por Casualidad que, aunque no lo es, debería ser una diosa del Olimpo. Y fue porque ella quiso, la Casualidad, que exactamente al lado de mi departamento F, pasillo al fondo, viviera una profesora de danzas clásicas y españolas. Allí empecé a estudiar danzas cuando tenía seis años. Este desliz duró más o menos un año, porque en cuanto esta actividad comenzó a poner en peligro la sensatez de mi educación, mi madre decidió impulsarme a artes más serias, por ejemplo el dibujo, cosa que luego marcó el inicio de mi futuro en la arquitectura que, naturalmente, llegó mucho después. Fue en aquel pequeño estudio de barrio, con un gran ventanal a la calle por donde se encimaban vecinos curiosos, mis primeros y sufridos espectadores, siguiendo atentamente nuestros progresos en las acrobacias propias del ballet y en el golpeteo de las castañuelas –claro, había un solo canal de televisión en esa época–, allí, ante esos improvisados admiradores, me inicié en el en dehors y las bulerías. Aquellos vecinos a los que se sumaron parientes y amigos resignados nos acompañaron desde aquel ventanal hasta el final, o sea, hacia la culminación de aquel año de iniciación con el consabido espectáculo en el CONSEJO NACIONAL DE MUJERES, en M. T. de Alvear al 1100. Muchos años después, cuando estrené La puñalada en el TEATRO DEL GLOBO, me di cuenta que el CONSEJO NACIONAL DE MUJERES estaba en ese lugar y vino la memoria en torbellino… Aquella lejana primera función organizada por Irma Pino, tal era el nombre de mi profesora de danzas clásicas y españolas, tiene todavía hoy un color –si puede utilizarse esta palabra para hablar de un espectáculo de danza–, muy especial: ¡el color rojo sangre! Aunque el tiempo ya ha hecho no sólo estragos sino profundas grietas en mi memoria, nunca olvidaré aquella mezcla de admiración y asombro que brotaba a borbotones de mis ojos infantiles cuando la profesora Irma, en un glorioso cierre de espectáculo, con esmero y prolijidad, se internaba en la última escena de La muerte del cisne. Metida adentro de un tutú impecable y enfundada en un corset cubierto por

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innumerables, incalculables plumas de todo tamaño, la profesora Irma dolorosamente las iba arrancando una por una, o sea, se iba desplumando, y entonces el cisne-Irma se moría dejando ver un pecho sangrante color rubí. Pero eso no fue todo en aquella inolvidable noche. Algo impensado hizo que me tocara bailar el Tico-Tico. Aquel Tico-Tico cambió mi vida futura, claro que todavía no lo sabía. Mi compañera de Tico-Tico, Adrianita, era la dueña de los trajes, lo que quería decir que imponía las condiciones. No había varones en la clase, por lo tanto, aunque Adrianita me llevaba una cabeza, su mamá puso como condición que yo hiciera de varón. Sin amilanarme por ese súbito cambio de identidad acepté, sin protestar, que me pusieran un enorme sombrero caribeño, unos pantalones pescadores verdes, una camisa llena de volados de colores, tomé las maracas, y salí a hacerle frente a la rumba. ¡Oh, sorpresa! ¡Oh, felicidad! El público se moría de risa y yo comprendía que esa diversión causada por el absurdo de mi personaje era un signo que anunciaba algo. Primera premonición: en un mismo y único acto, aquel lejano debut me había acercado a la muerte trágica e injusta de un ave y a la chispa de la risa encendida por el desconcierto escénico. Drama y Comedia, todo en una misma noche. Gracias, Irma Pino. En una segunda navegación por la danza, llegó a mi vida la danza folklórica; por supuesto sin nunca salir del barrio de madreselvas en flor que me habían visto nacer y empezar a bailar. El grupo de niños folkloristas se llamaba LAS DOS PALOMITAS. La profesora Isabel era mala y gordísima. En un aprendizaje signado por el miedo a la ira de la gorda, traté de comportarme correctamente y tomar las órdenes de la gorda como un mandato divino: amar la danza nacional sobre todas las cosas, no olvidar los pasos del gato, respetar el revoleo del poncho en el pala-pala, honrar la zamba tucumana y, por sobre todo, no olvidarme nunca de desplegar mi pañuelo celeste cuando el grito de ¡Pabellón Nacional!, anunciaba en el Pericón el momento sublime de armar la celeste y blanca…momento que siempre me emocionó un poco. Pero como todo amor, también el

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amor a la tradición tenía problemas. La gorda tenía una hija, chiquitita y simpática, digamos una Shirley Temple del folklore, y nosotros éramos una especie de coro a su alrededor porque, naturalmente, era la absoluta protagonista de cuanta chacarera, cueca o zamba se interpretara. Todo el show era un eterno pericón, armado alrededor de la hija de la profe. Por suerte, yo también tenía una madre que, aunque no era gorda, no se dejaba amedrentar. Conciente de que a la oportunidad la pintan calva –refrán que me parece ofensivo para los calvos–, en la muestra de fin de año, mi abnegada madre me

ayudó a lanzarme, sorpresivamente diría yo, sobre la cuidadosa coreografía que la gorda había armado para la ocasión. Mi madre, que comprendía perfectamente la ley competitiva del capitalismo tardío, me llevó a otra profesora, también del barrio, y, por supuesto, enemiga de la gorda, para que me adoctrinara en los secretos de la supercueca-espectáculo y, de ese modo, planchara a la hija de la profe bailando sorpresivamente una especie de Broadway-cueca que no diera lugar a dudas: ¡así se baila la cueca! Obviamente, aquella desobediencia a la gorda fue mortal para mi carrera de folklorista. Entre todos los pequeños folkloristas que bailaban la cueca –incluida la hija de la gorda–, había alguien que estaba bailando otra cosa: yo. Movimientos grandes, proyección escénica hacia el público, sacudida de la pollera con toda la furia como sólo podría haberlo hecho una Jane Avril bailando el can can. Segunda gran lección: mi madre inauguraba la cueca posmoderna: pluralidad de técnicas, tomar la tradición pero despojada del espíritu que le dio origen, libertad expresiva, etc., etc.… al tiempo que templaba mi alma en la guerra escénica y me enseñaba a reconocer que la vida nos presenta cosas que están más allá de nuestro control, en este caso la gorda, su hija, la cueca y mi madre. Llegado este punto quiero aclarar que ya lo hasta aquí sucedido me costó una suma importante invertida en el diván. Estas fueron mis únicas dos incursiones infantiles en la danza. Como ven, más que suficientes para recibir dos grandes enseñanzas. Pero esto no quiere decir que acá se

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terminaban las aventuras escénicas… ¡Noooooo! Habrá que esperar y atravesar un período en que, después de abandonar cualquier pretensión artística, fui una oveja más del rebaño del Señor. Escuela religiosa, el secundario, casi por equivocación me hago monja, luego quise ser partera, también se me había ocurrido ser patinadora y, finalmente, no sé bien cómo, llegué a la FACULTAD DE ARQUITECTURA de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, y allí me quedé, aunque no para siempre. La universidad acabó con lo poco que quedaba de mi etapa mística que no fue larga. La vida universitaria me inició en el latinoamericanismo de izquierda, en las últimas espirales de la marihuana, el hippismo, el rock and roll, la paz, el sexo, el Libro rojo de Mao, el Manifiesto comunista…y ¡¡¡la danza moderna!!! Nuevamente la diosa Casualidad, esta vez bajo la forma de Cocó Larrañaga, una compañera de facultad, se cruzó en mi camino. Cocó, bella mezcla de diosa y pantera, estudiaba danza moderna. Algo indescifrable e indefinible en la década del ´60. Nadie sabía decir bien qué era. Atrás quedaban el cisne-Irma, las mangas de colores, las maracas, la Gorda con el ombú, el payador y la divina Cruz del Sur. Llegaban a mi vida las neo-vanguardias de los ‘60 bajo la forma de Ana Kamien y comenzaba así mi tercera navegación en la danza. Ana, bailarina y maestra auténtica, convencida del sacerdocio y militancia que la danza exigía me instó a elegir: la Bolsa o la Vida. Arquitectura o Danza. Las dos al mismo tiempo ¡imposible! En medio de aquel momento de decisión, de pronto, me sentí vieja. A la Facultad de Arquitectura y Urbanismo había llegado demasiado temprano. Tenía 15 años cuando ingresé siguiendo aquel comienzo temprano en la lectura. Y ahora estaba llegando tarde a lo que posiblemente era mi destino. Tenía 19 años. Entre dudas, incertidumbres y vacilaciones, comencé a tomar clases de Danza Moderna. Corría la década del sesenta, y yo corría de la facultad a la clase de Ana, de la clase de Ana a mi casa, de mi casa a mi trabajo en el estudio del Arq. Mario Roberto Álvarez –alias Mario

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Roberto–. Estaba en todas y en ninguna parte, preanunciando la desintegración del cuerpo futuro y justo en el momento en que estaba por estallar en mil fragmentos, como diría Baudrillard, nuevamente atacó la diosa Casualidad junto, esta vez, con la neovanguardia surrealista argentina. Era la época del INSTITUTO DI TELLA, corría el año 1967, cuando el multipremiado poeta Mario Trejo, me invitó a bailar en una de sus obras: Libertad y otras intoxicaciones, primer tratamiento de la tortura y los derechos humanos. Evidentemente fue mucho. Muy lejos de inquietarme por los designios de la obra, de consustanciarme con sus connotaciones, de indagar en la profundidad poética de la propuesta o reflexionar sobre las denuncias que nos ayudarían a despojarnos de todas las falsas moralidades, mi única e insuperable preocupación era un único y “pequeñísimo” problema: debía bailar metida en una diminuta bikini y, en ese momento, no era una prenda que formara parte de mi guardarropa, a pesar de todo, todavía de percal –ya avisé acerca del ascetismo, la moral barrial, etc., etc. al principio de este relato–. Hice todos los ensayos puntualmente, y además faltaba a la facultad, llegaba tarde al trabajo y mentía en mi casa –quiero aclarar que no me era permitido llegar después de las 22 horas–. Es decir, la oveja estaba por volcar, lo que se llama oveja descarriada. Las letras de algún tango me martillaban en la cabeza: “¡Pobre mama...! En la balanza fui justo un drama pa' tu esperanza...” Estaba por tirar por la borda años de sacrificio familiar al mismo tiempo que me perdía el último bondi para llegar a la vanguardia nacional. Presa de un panic attack, que en ese entonces no se llamaba así, en el momento de la función, tomé una decisión, le dije a Trejo: “Trejo, te dejo”. Trejo frunció el entrecejo y me mandó lejos. Simplemente decidió eliminar mi personaje ese mismo día, transformándome en un beat-nik, término muy de moda en aquel momento que venía de beaten down (derrotado). “Derrotada” así era exactamente como quedé: derrotada por

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una diminuta bikini, y por todos aquellos años familiares de innumerables sacrif… bla, bla, bla. Momento de decisión, le dije a Ana Kamien...”ya vuelvo” y...Tambukán ¡al abordaje!, ¡Al título! lo más rápido posible: decidí poner mi vida artística en stand-by y recibirme de arquitecta, lo más rápido posible. ¡Ya! Para finalmente acceder a esa hermana hermosa nombrada por Calamaro: la libertad. Me recibí. Alegría familiar. ¡Ahora sí! ¡Libre! Corriendo con mi bolsito al estudio de Ana Kamien y…”como decíamos ayer”… ahí mismo en una selección distinguidísima realizada por Ana en persona pasé a formar parte de un grupo selecto que se llamaba GRUPO OPERATIVO, algo así como un grupo de élite. No nos olvidemos que en ese momento estaba muy de moda la terapia de grupo, una de las expresiones sanadoras características de la década del ‘60. Este GRUPO OPERATIVO estaba integrado sólo por cuatro o cinco personas y allí, finalmente, pude responder aquella lejana pregunta rara y fatal. Con el alma encendida por la pasión artística, dije, ante la Bolsa o la Vida… ¡la Vida!, o sea la Danza… ¿la danza? ¿Danza o Vida? pero el arte era la vida, ¿arte o vida? o ¿Arte y Vida? Sin duda, ya estaba en la cuarta navegación de mi historia con la danza… mi cabeza estaba invadida por las “o” y las “y”, o sea, los lemas de las vanguardias y el pop. Después de Ana Kamien, llegaron en alegre torbellino el develamiento de la técnica Graham de la mano de Ana María Stekelman, los secretos del pas de bourrée revelados por Roberto Giacchero, las intimidades del ball-change bajo la estricta mirada jazzística de Noemí Coelho, a estos siguieron otros maestros que, uno a uno, fueron dejando sus huellas en mi mente y en mi cuerpo, y a quienes mucho agradezco. A principios de los setenta el barrio iba quedando atrás, al mismo tiempo que se abría paso la construcción del amor conyugal y sus lemas: amarnos, respetarnos y cuidarnos, en la riqueza, en la salud o la enfermedad, para toda la vida... pero nada es para siempre.

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También a principios de los setenta tuve el primer encuentro fugaz, en el estudio de Ana Kamien, con Margarita Bali. Bióloga, había estudiado en Estados Unidos y su danza era diferente. ¿Qué digo su danza? Su cuerpo era diferente. ¿Qué digo su cuerpo? Su forma de

ser-en-el-mundo

era

diferente.

Sin

rastro

alguno

de

ese

expresionismo,

sentimentalismo o psicologismo que inundaban algunas de las modalidades artísticas del momento, Margarita se deslizaba entre los mortales desoyendo cualquier grito sagrado proveniente de los mandatos del legado expresionista tan influyente en nuestro medio. Ya en agosto de 1972: una beca y un viaje a Londres, pero un duelo en el alma. Fusilamiento en el penal de Rawson. Tenía 23 años, se llamaba María Angélica. Fue fusilada el 22 de agosto. Su papá se esforzaba en recordar si el último beso se lo había dado en la frente o en la mejilla. Se abría un período sangriento, se iniciaba el terrorismo de Estado. Aquel viaje estuvo enmarcado por dos hechos cruentos: nos fuimos después de la masacre de Trelew y llegamos después de la masacre de Ezeiza. Todo empezaba a ser diferente. Lejos de las estructuras militantes y en un mundo aparte, el ámbito de la danza permanecía inconmovible. Londres y el LONDON CONTEMPORARY SCHOOL OF DANCE, especie de sucursal de la escuela Graham de Nueva York, me inició en el pensamiento disciplinario, herencia del academicismo del Rey Sol. Mi primer contacto telefónico en Londres fue con Noemí Lapzezon, profesora y gran figura artística de la escuela. Ante mi ilusionada necesidad de averiguar cómo podía entrar en ese antro de elegidos por Terpsícore, la primera sentencia telefónica proclamada por Noemí fue: “¡¿Cuántos años decís que tenés?!” Tímida respuesta, del otro lado de la línea: “22”... “Nooooo, sos muy grande para entrar en la escuela”. Fin: end of the conversation. Recordé inmediatamente las palabras de Pablo Picasso: “Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”. Ahí no más me fui para la escuela. Se iniciaba de ese modo mi quinta navegación en la danza. Aprendizaje tardío, formal y organizado en una escuela seria,

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responsable, última palabra en la danza europea de principios de los setenta –en este momento Pina Bausch estaba en Estados Unidos y todavía no se había producido el boom Bausch–. En la sucursal Graham las verdades eran claras y transparentes: allí me enseñaron, entre otras cosas, el famoso Principio de la Contracción, o sea, cómo puedo distinguir una contracción falsa de una verdadera. Repito: todavía no estaba de moda en la danza la angustia abismal neoexpresionista. A través de todo ese año, inicié un intercambio de cartas con Margarita y, así, por carta apareció el nombre posible para nuestro futuro grupo: NUCLEODANZA. Todavía guardo esas cartas donde iban y venían ideas y proyectos. Curiosidad: ¿por qué NUCLEODANZA? En octubre de 1973, regreso. Argentina y un cielo oscuro. El día de mi llegada, fui casi directamente desde el aeropuerto a una gigantesca manifestación en contra del golpe pinochetista. El debut de NUCLEODANZA estaba preparado para un 1º de julio. La coreografía en la que habíamos estado trabajando era Climas sónicos, de Margarita Bali. Ese 1º de julio de 1974, moría el presidente Juan Domingo Perón y su esposa María Estela Martínez asumía la presidencia, bajo la conducción derechista de José López Rega. Dos años después comenzaba una historia de campos de concentración clandestinos, centros de tortura y unidades especiales militares y policíacas, cuya función era secuestrar, interrogar, torturar y matar. Pronto se agregaría un nuevo término a nuestro lenguaje: "Desaparecidos". La inestabilidad política que había acompañado a nuestra generación se iba a transformar en una asfixiante dictadura militar que nos pondría en suspenso, y ante aquella mezcla de perplejidad, incredulidad y terror se tornaba necesario encontrar un significado y un sentido para quienes no habíamos asumido un lugar en la lucha política. Todo había estallado.

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Lo que ocurrió en esos años tuvo aquel oscuro telón de fondo. Comenzamos a buscar un sentido en ésta, nuestra minúscula historia como grupo de danza independiente, que para ese momento estaba también integrado por Ana Deutsch y Julio López. En pequeños teatros como el TEATRO PAYRÓ, el TEATRO PLANETA, y otros similares, nos fuimos creando un refugio del horror. Joaquín nació en 1975. El grupo funcionó hasta 1977, fecha en que se creó el BALLET DE DANZA CONTEMPORÁNEA del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Julio López, Ana Deutsch y Margarita Bali fueron convocados para el evento y el grupo, que se había empezado a consolidar lentamente, se deshacía, mientras yo me quedaba esperando un llamado telefónico que nunca sucedió. Después de un esfuerzo enorme, aquello que había tomado forma se desarmaba. Buscando nuevos horizontes encontré en Ana Itelman alguien que podía mostrarme un nuevo rumbo y un nuevo sentido para mi profesión…así empecé en la coreografía y a estudiar teatro. Además de integrar como bailarina diversas compañías independientes como la de Adriana Coll, Ana Kamien, Noemí Coelho, Mirta Blostein, el encuentro con Ana Itelman fue lo más importante de ese momento. Estudié teatro con Beatriz Matar y Carlos Gandolfo. Dirigida por Ana Itelman hice dos trabajos de los cuales aprendí mucho. Uno fue con Beatriz Matar, se llamaba No hablo en mi dormitorio porque vivo sola, el otro trabajo, junto a Olkar Ramírez, se llamaba Los vértices. Mientras las obras coreográficas huían a un “mundo interno”, el mundo externo nos golpeaba: futbol-football-fulbo-Argentina'78-worldcup-copadelmundo-desaparecidos. Era la época de "Los argentinos somos derechos y humanos". Si bien en algunas obras de



Estaba ubicado en Florida al 600. 228

arte lo político se hacía cada vez más fuerte, en la danza de aquel período los temas no daban cuenta del momento, la danza seguía en su viaje transmundano. Cuando Margarita Bali deja el BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN, decidimos rescatar del olvido la idea del grupo: NUCLEODANZA volvía. Mi primera obra coreográfica para el grupo fue Espejismos, con Margarita y un actor, Miguel Guerberoff, se estrenó en el TEATRO PAYRÓ. Era una obra delirante. Recuerdo que la gente se reía muchísimo, especialmente Ana Itelman, viendo surgir aquella iconografía loca que allí se había dado cita: las monjas irracionales de mi infancia, un convulsionado mundo de imágenes, brazos de plástico voladores, intestinos que se desparramaban, enanos con cabezas que se separaban de los cuerpos, en fin, ninguna posibilidad de explicación, una alucinación. Fue mi debut coreográfico. La otra coreografía de la noche, compartida con Graciela Concado, se llamaba Cubo Cubo, y era un intento opuesto: una danza no narrativa, racionalista, investigación de espacio y movimiento, homenaje arquitectónico a mi pasado. En aquel momento tuve también un paso breve por el grupo de Oscar Aráiz. El grupo se llamaba LES BALLETS de Oscar Aráiz. Oscar lo había armado como grupo de repertorio. Fue una experiencia muy linda porque era la primera vez que integraba de manera orgánica una compañía de danza cuyo nombre me recordaba a LES BALLETS RUSSES de Serge Diaghilev. Pertenecer, aunque fuera sesgadamente como en este caso, a una compañía dirigida por Oscar Aráiz fue algo así como lograr el reconocimiento que la exclusión de la Selección Nacional me había negado. En los comienzos de la década del ´80 se realizó DANZA ABIERTA, que fue casi como un manifiesto político. Las funciones de DANZA ABIERTA eran una especie de fiesta popular. Allí estrené Pasos perdidos y Como de costumbre. NUCLEODANZA se consolidaba. En el año ochenta y tres se hizo un importante concurso coreográfico: Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias. En el jurado estaban Ana María Stekelman, Ana Itelman y Néstor Tirri. Gané este concurso con una coreografía que se llamaba Living Room. Allí estaban

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en la sala Martín Coronado del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, mis padres por primera vez aceptando que la arquitectura había quedado atrás. En el ochenta y cuatro fui invitada a montar una obra para el Sacro Imperio: el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Mauricio Wainrot me invitó a hacer una coreografía para el Ballet. Existiendo ese único grupo estable y legitimado, la invitación era una especie, no sé si de condecoración pero, por lo menos, de carnet de pertenencia a ese pequeño mundo de las instituciones. Ese pequeño mundo conformado por la crítica de danza, las instituciones establecidas, los funcionarios que suben o bajan el pulgar de subsidios y apoyos de todas las actividades artísticas. Los de al lado podía haber sido el pasaporte a ese pequeño mundo. Junto con Mónica Toschi, vestuarista y escenógrafa, y Edgardo Rudnitzky, músico, decidimos suicidarnos en masa. Para Edgardo era la primera composición completa musical que hacía para danza y para mí era nuevo trabajar bajo una presión auto inferida que nunca imaginé que fuera de semejante poder. La obra fue experimental en un lugar que no había sido creado para la experimentación. A pesar del apoyo moral y de todo tipo brindado por Mauricio –al que le costaba disimular su preocupación–, la obra seguía su camino obstinado hacia el desastre. Debut y despedida. Se me había ocurrido trabajar con unas cajas enormes de cartón donde metía a los bailarines, y allí estaban aquellos magníficos bailarines hooorasss metidos adentro de las cajas y yo sin tener la más remota idea de qué hacer con ellos…y con las cajas. Otra vez panik attack. Lo que se dice: perdida como perro en cancha de bochas, como turco en la neblina, como cucaracha en baile de gallinas, cualquiera de estos dichos me caía justo. Entraba al hall del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN y solo el olor tan propio de ese hall me hacía crecer en el pecho la misma angustia que sentía al entrar en la sala de espera del dentista. Y como ustedes sabrán, la cuestión no es llegar, sino mantenerse…debo decir que llegué pero obviamente no me pude mantener. La danza me daba otra gran lección: aceptar las derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos.

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Por suerte siempre hay un mañana y siempre la vida nos da otra oportunidad. Pino Solanas nos invitó a hacer la coreografía de la película El exilio de Gardel. Mediodía de un martes soleado para mi completa desolación y oscuridad. Ese mismo año: la muerte de mi padre. El silencio, la ausencia y un último recuerdo detenido. Ya nada era terrible. Lo terrible ya había pasado. ¿Que a Pino no le gustaba que las secuencias de movimiento fueran de izquierda a derecha? Nada era terrible ¿Que los bailarines no estaban dispuestos a ensayar más de lo pactado con la productora? Nada era terrible ¿Que el vestuario era inconveniente? Nada era terrible. Quizás por eso pude disfrutar de esta experiencia auténtica y apaciblemente, mientras el resto del equipo enloquecía ante los desbordes creativos de Pino. La coreografía de la película fue realizada con los integrantes de NUCLEODANZA de ese momento: Nora Codina, Inés Sanguinetti, Germán Altamirano, Sandra Halpern, Alejandra Trincavelli, Olkar Ramírez y Guillermo Angelelli, a los que se sumaron algunos bailarines invitados. Posiblemente lo que más me impactó de este trabajo fue la escena coreográfica de la persecución y tortura, la manera en que Pino utilizó la cámara ampliaba el espacio coreográfico aumentando la tensión potenciada por los gritos de los bailarines. El trabajo con Solanas fue ampliamente enriquecedor en cuanto a su tratamiento de los problemas estéticos y en cuanto a la relación arte-política. La película tuvo mucha trascendencia, ganó un premio muy importante en el FESTIVAL DE VENECIA y la coreografía ganó el Premio Especial de la Crítica. Coincidentemente con esta experiencia NUCLEODANZA iniciaba otra muy diferente. En recuerdo de Wagner y su "trinitaria expresión del arte humano", había llegado la hora de aventurarnos en la investigación de las “artes hermanas”: danza, música y poesía, en este caso. El objetivo fue Fedra, la tragedia griega que llegaba de la mano de Ellen Stewart proveniente del CAFÉ LA MAMMA de Nueva York. Ellen nos caía como “peludo de regalo”, lo que quiere decir sorpresiva e inesperadamente, digamos que fue una suerte de

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presente griego que llegaba a través de la Embajada de los Estados Unidos. Ellen quería hacer del arte una provocación, transgredir convenciones, buscar la originalidad, desacralizar la producción artística, aprovechar los aportes del azar, expandir los límites de cada una de las disciplinas hasta borrar o hacer difusas las fronteras entre unas artes y otras… y todo eso lo quería hacer ¡con nosotros! Síííí, había llegado a NUCLEODANZA, de la mano de Ellen, claro, la interdisciplinariedad, la intertextualidad… y sobre todo la internación en terapia intensiva que casi nos provoca esta experiencia. Estoy convencida que ahí empezó mi adicción a la cafeína. ¡Oh, paradoja! La jefa, el alma mater del CAFÉ LA MAMMA, la reina del off-Broadway de los sesenta, o sea, La Mamma en persona estaba con nosotros y para poder resistirlo, litros de cafeína inyectable debían correr por nuestras venas. No exagero. Ellen quería hacer Fedra en siete días. Claro que esta premura tenía un antecedente bíblico, pero Aquél que había descansado al séptimo día era superado por esta neoyorquina de algo más de 70 años en una nueva aventura creativa. No sé exactamente la edad que tenía Ellen, sólo sé que con un infarto en su pasado y muchos años a la vista, Ellen podía no dormir horas, días, semanas, quizás meses… Así estuvo los siete días, con los ojos abiertos de par en par tratando de hacer con este humilde, independiente,

estoico

NUCLEODANZA la

representación de una tragedia griega. Ante mis ojos fascinados veía a Margarita haciendo de Afrodita, con un humor de perros y haciéndome responsable de este delirio, cosa que no favorecía su interpretación de aquella diosa surgida de la espuma del mar, con una panera en la cabeza pintada de plateado. Margarita con su estilo más cercano a Cunningham que a Graham hacía denodados esfuerzos por simbolizar la pasión desencadenada que destruiría a Fedra –que era yo… en serio, no se rían–. Inés DianaCazadora Sanguinetti, con su arco y flechas plateados, corría de un lado para otro hasta que un fuerte calambre en las nalgas la paralizó en el medio de la escena. Inés-Diana, Luna, que en la mitología romana, esposa del Sol y reina de los bosques, caía ante un

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calambre posiblemente enviado por el rayo de Zeus. Nora Ariadna Codina, con toda la cabeza cubierta por un chal plateado que llevaba puesto durante tooooda la obra, intentaba cumplir bien su papel, consolándose en los brazos de Dionisio y, finalmente, Luis Teseo Baldasarre, mi marido, también plateado, representaba dignamente aquel hijo del rey Egeo… y finalmente Fedra-Tambutti, hija de Minos y Pasífae, hermana de Ariadna… con el pelo duro por la pintura plateada, trataba de suicidarse, a esta altura, creo que en serio... ¡Ah! no podían faltar las amazonas, representadas en este caso por una experta folklorista en el manejo de las boleadoras…por supuesto, plateadas. Todo era plateado. En uno de sus arrebatos artísticos y al grito de la palabra ¡Arte!, Marta Minujín nos había pintado a todos de plateado… y así empezó esta tragedia. Mientras Edgardo Rudnitzky intentaba en vano revivir el milenario coro dionisíaco, narrar sus abismos y encrucijadas y nosotros nos adentrábamos en explorar el alma del hombre, se produjo lo inesperado: la cafeína que habitualmente producía insomnio en un efecto paralelo, a nosotros nos empezaba a producir sueño, fatiga, cansancio, ¡agotamiento! y... un ataque de risa incontrolable. Era mirarnos y reírnos, incontinencia emocional, le dicen. De poco sirvió tratar de explicarle a Ellen que un virus había atacado nuestras áreas del cerebro. Nunca nos creyó, pero de este modo insospechado yo revivía aquella antigua y barroca experiencia originaria: lo trágico y lo cómico como unidad dialéctica. Gracias, Ellen Stewart. Es interesante acotar, como ejemplo paradojal de la tarea crítica propia de nuestra disciplina, que las críticas fueron buenísimas y trascendieron la frontera de lo nacional. En nuestro recorrido como NUCLEODANZA, y después de haber recibido críticas en numerosos diarios internacionales y nacionales, podemos dar cuenta de la tarea crítica de danza a la que muchas veces le encaja el término "calumnistas" de opinión. Gracias a estas críticas, sumadas a la película Tangos, el exilio de Gardel y a las pilas, a los montones, a los cúmulos de cartas escritas –no existía el e-mail y fueron mil

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en total– a distintos festivales y teatros en el extranjero, se produjo, en el año ochenta y cinco, el lanzamiento internacional de NUCLEODANZA. Primera expedición: Nora Codina, Inés Sanguinetti, Margarita Bali, Jorge Merzani, iluminador y técnico, y yo. Fueron diez años on the road. Recorrimos lugares en los que nunca hubiéramos imaginado estar: desde países de Europa occidental como Bélgica, Francia, Suiza, España, Gran Bretaña, Italia, Portugal y Alemania; países de Europa del este como Hungría, Polonia y Checoslovaquia; países asiáticos como India y Corea; el continente australiano; Indonesia; dentro de América Latina, Brasil, Uruguay y Venezuela; también estuvimos en México y varias veces en Estados Unidos. Fue una época de mucha producción y viajes. A ese período pertenecen obras mías muy diferentes como La puñalada, Patagonia Trío, Jugar con fuego, Misteriosamente esto no pasa, Como un pulpo, La espera, como así también Noches de garufa, Rara Avis, Saco y corbata, Risas en la oscuridad, Cadáver exquisito, de Margarita Bali. Estas obras eran parte del repertorio que llevábamos de gira. Alguna vez invitamos a otro coreógrafo, tal fue el caso de Ana Itelman quien montó para nosotros Cuatro entre tiempos y de Don Asker, coreógrafo australiano, que había trabajado con el LONDON FESTIVAL BALLET y en el NETHERLANDS DANCE THEATRE, que nos puso The Tango at the Side of Angels. A lo largo de los años, NUCLEODANZA tuvo tres formaciones base. La primera, de 1983, la de los comienzos, fue integrada por Nora Codina, Alejandra Trincavelli, Alejandra Libertella, Sandra Halpern, Ana Sanguinetti, Ruth Guelman, Loreley Postolowsky, Rubén Celiberti, Roberto Galván, José Abaca, Claudio Fernández, Luis Baldasarre, Filiberto Mugnani. En la etapa siguiente, la del comienzo de los viajes, la compañía se redujo a Inés Sanguinetti, Nora Codina, Margarita y yo. A este grupo se agregó más tarde Mariana Blutrach, Laura Hansen, Gustavo Lesgart y Miguel Robles. Esta fue más o menos la base de NUCLEODANZA durante un buen tiempo, hasta fin del noventa y uno.

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El siguiente grupo de bailarines que integró NUCLEODANZA estaba conformado por Ana María Garat, Paula de Luque, Gabriela Prado, Daniel Visicaro y Rodolfo Prantte, como grupo base. A estos bailarines se les sumaban otros nombres, según las propuestas coreográficas lo requirieran. Así por NUCLEODANZA pasaron Gerardo Litvak, Carlos Osatinsky, Edgardo Mercado, Juan Pablo Sierra, Fernando Pellicori, Inés Rampoldi, Fabiana Capriotti, entre otros. Todos los artistas que integraron NUCLEODANZA eran muy talentosos y especialmente, algo que valoro mucho, tenían un considerable sentido del humor. Todos los viajes estaban poblados de anécdotas sumamente divertidas. Sin duda, creo que fue el período más alegre de mi vida. Nuestro trabajo se ubicó dentro del modo representacional, lo que quiere decir que la reproducción de la realidad o de las emociones hegemonizaron nuestras expresiones estéticas. En aquella década del ochenta nos eran totalmente ajenos los planteos teóricos que preanunciaban el rechazo de los formatos tradicionales. No teníamos idea de las corrientes que se generaban ante el creciente dominio de lo que se ha dado en llamar crisis de la representación. En otras palabras: todos aquellos planteamientos teóricos o estéticos que, pasada la ola Bausch, comenzaban a aparecer en la Europa de fines de los ochenta y que desarrollaban postulados sumamente críticos referidos a los modos representacionales en la danza, me producían cierta desorientación. En nuestro medio no había ningún tipo de debate acerca del creciente alejamiento de la referencialidad y de la crisis del “neoexpresionismo” en los discursos coreográficos. Junto con la dirección del grupo, trabajé con otras compañías… y si tuviera que hablar de alguna obra en particular mencionaría La puñalada, porque fue la obra que mejor describió y preanunció mis próximos diez años. Esta obra fue bailada por varias intérpretes increíbles: la primera fue Inés Sanguinetti. Luego siguieron Laura Hansen, Ana María Garat, Paula de Luque, todas ellas magníficas intérpretes. Janet Eilber, solista de la COMPAÑÍA GRAHAM, bailarina de Bob Fosse y partenaire de Nureyev, la bailó en un

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programa estrenado en el KENNEDY CENTER. Allí se mostró junto a solos destacados de la Historia de la Danza. Fue emocionante para mi alma cholula ver mi pequeño grotesco criollo junto a obras como Lamentation de Martha Graham y La bruja de Mary Wigman. La etapa NUCLEODANZA fue maravillosa. A pesar de los infinitos problemas humanos, económicos y organizativos que incluía, fue casi la creación de una familia monster, parecida a los locos Adams. Algo inesperado e importante, por la proyección que tendría después, sucedió a mediados de los ochenta: fui convocada por el profesor Francisco Javier para cubrir un cargo de profesora titular en la carrera de Artes de la FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES. Fui nombrada profesora de una materia que se llamó Teoría General de la Danza. Los estudiantes habían logrado, después de una ardua lucha, tener un nuevo plan de estudios que otorgaba un espacio a la danza. ¡Miràcolo, miràcolo!... la danza formaba parte de una carrera de Artes. Acepté, aunque creía que era para mí algo temporal, sin saber que iniciaba la que en un futuro sería mi manera de estar en la danza. Pensamiento, reflexión sobre lo hecho por otros; una mirada pero, esta vez, desde otra perspectiva. Para fines de los ochenta mi propia familia se había desvanecido en el aire. Podría sintetizar en dos frases aquellos primeros años de los noventa: “todo lo que creía sólido (matrimonio, amigos, trabajo) se disolvía en el aire” y “toda mi familia de origen (como Dios) había muerto”. Disueltos todos los puntos de referencia que creía firmes e inalterables, aquellos que me permitían orientar mis acciones en la vida y sentirme parte de un proyecto, de un sentido, aquello capaz de sostenerme en la existencia, había desaparecido o estaba en vías de desaparecer. Época de desgarro. Con NUCLEODANZA recorrí un largo camino, veintidós años. Pero nada es para siempre. La relación con Margarita fue y estoy segura seguirá siendo, quizás en otro plano, increíblemente enriquecedora… es un poco como el gordo y el flaco. NUCLEODANZA

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tuvo sus momentos de comedia, con peripecias y accidentes, que ahora me causan gracia. Siempre había una escalera a la que le faltaba un escalón o un banco recién pintado en el que terminábamos sentadas. La relación con Margarita tuvo también algo de película muda. Fue un entendimiento o un disentir casi sin palabras. Le agradezco infinitamente la paciencia que siempre me tuvo. Creo que lo mío, no sé si lo de ella, pero seguro lo mío, fue posible porque me asocié con ella. Quiero decir, la posibilidad de la lucha. No soy tan perseverante, tan firme. Actualmente se abre una nueva etapa que, posiblemente, incluya nuevas elecciones para ambas. Creo que el camino de NUCLEODANZA llegó a su fin. Mi última obra se llama “casualmente” Muerte prevista en el guión, que es un viaje por la historia de la danza, específicamente la muerte de personajes paradigmáticos. Cinco muertes clásicas: La muerte del cisne, Giselle, Carmen, La dama de la camelias, y el sacrificio de la doncella en la Consagración de la primavera. Esta es, por ahora, mi última obra porque todo aquello que envolvió mi vida en los últimos veinte años hoy me enfrenta a nuevas problemáticas que creo deben ser desarrolladas por las nuevas generaciones. Me refiero al cambio profundo, fundamental, que se manifiesta actualmente en la gran riqueza en cuanto a producción y desarrollo del arte de la danza en el mundo. Acciones, performances, instalaciones, arte sonoro, desarrollo del pensamiento visual, nueva visión de los conceptos espaciales y temporales, vivimos el momento de la participación del espectador dentro de un nuevo paradigma. Los coreógrafos, hoy, más intensamente que ayer, tenemos que plantearnos cuestiones del dinero, de difusión, lidiar con las organizaciones culturales, etc... Ni el Estado ni las pocas organizaciones que otorgan subsidios van a invertir de forma notoria en la danza. El camino sigue siendo, por ahora, el de la autogestión, y creo que quiero dar una mirada a todo eso desde una distancia…”estética”. Pero como sin ilusión y proyectos difícilmente se puede disfrutar de

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la vida. Veremos cuál será mi nuevo proyecto…puede ser que vuelva a la coreografía de otro modo o quizás me reinserte en el ámbito de la Universidad… ¿destino o fatalidad? 6 de mayo de 1996

Susana Tambutti y Margarita Bali tomaron caminos diferentes. Susana Tambutti es una prestigiosa docente de Historia y Teoría de la Danza en distintas universidades y un referente en composición coreográfica para las nuevas generaciones. Asimismo se desempeña como asesora artística del FESTIVAL INTERNACIONAL DE TEATRO, DANZA, MÚSICA Y ARTES VISUALES organizado en forma bienal por la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Margarita Bali fue la primera presidenta de la ASOCIACIÓN COREÓGRAFOS CONTEMPORÁNEOS ASOCIADOS–DANZA TEATRO INDEPENDIENTE (COCOA-DATEI) cuya principal conquista fue la promulgación de la Ley Nº 340 que crea el Régimen de Fomento para la Actividad de la Danza no Oficial de la Ciudad de Buenos Aires. Continúa con su carrera artística como coreógrafa y se ha volcado, con gran éxito y reconocimiento internacional, al video danza y al multimedia.

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ALEJANDRO CERVERA Yo nací en Floresta, un barrio de la Capital Federal, el once de diciembre de 1951. Pasé mi infancia bastante recluido porque no era un chico de andar demasiado por ahí, por la calle. En general estuve entre las cuatro paredes de mi casa, que era muy grande, que tenía un fondo muy grande y un jardín adelante. Viví con mi madre y mi hermana. Fue una infancia tranquila. Al lado de mi casa vivía una profesora de piano que se llamaba Mabel Monti y, como mi habitación estaba pegada a su estudio, donde tenía el piano, yo escuchaba permanentemente lo que tocaba. Ella era alumna de Eugenio Burés que fue un gran maestro de música, de piano, y tenía un repertorio muy importante. O sea que de chico, a través de la pared, empecé a escuchar obras de mucha envergadura musical. Mi madre se dio cuenta de esta atracción que tenía esta pared para mí. Hay una anécdota: un día me encuentra con una copa apoyada en la pared, yo tenía cinco años y se ve que había visto que si uno ponía una copa escuchaba mejor. Entonces ahí hablamos seriamente y empecé a estudiar música con Mabel Monti. Empecé junto con la escuela primaria lo cual hizo que me recluyese más, porque aparecieron los estudios musicales y había que estudiar el piano, que todavía conservo, tres o cuatro horas por día. En ese sentido fue una infancia trabajosa. Di los primeros exámenes en el conservatorio que se llamaba ANTIGUO CONSERVATORIO BEETHOVEN en la calle Santa Fe, y me fue bien. Un poco alentado por esta profesora entré al CONSERVATORIO MUNICIPAL MANUEL DE FALLA, que en esa época tenía un edificio muy viejo en Cangallo y Pasteur. Era una casa antigua, como un petit hotel, semiderruido, pero con mucho encanto. Después se trasladó donde está hoy, en el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN en la calle Sarmiento. Así que me inicié básicamente por la música y era claro que me gustaba mucho, no solamente tocar sino escuchar. Siendo muy chico, en los años sesenta, esta profesora de música me regaló un abono en cazuela en el TEATRO COLÓN para la

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SINFÓNICA NACIONAL que tenía un ciclo los días lunes a las nueve de la noche. Así empecé a escuchar conciertos sinfónicos. Y al entrar a ese teatro me empezaron a interesar otros géneros; empecé de a poco a ver ópera y ballet, que ya había visto de más chico. Me habían llevado a ver El lago de los cisnes, que me había gustado mucho, a pesar de haberlo visto desde las localidades más altas. Pero me acuerdo que lo que me impresionó muchísimo de la obra fue el piso del tercer acto que era la fiesta en el palacio. El piso era, después de grande me enteré, una lona que se extendía y se clavaba. Era un damero, un piso de cuadrados blancos y negros. Me impresionó mucho el cambio. Yo en ese momento pensé: ¿cómo hicieron para poner un piso? Porque entendía que se pudieran cambiar las escenografías pero... ¿un piso? Y también me llamaba mucho la atención el ruido de las zapatillas de punta; yo pensaba que era una danza más silenciosa, pero las puntas hacían ruido. Sin embargo, ese ruido también me gustaba. Más adelante, ya a los catorce, quince años, me interesaba todo. Fueron momentos muy buenos. En Buenos Aires había mucho para ver. Estaba el INSTITUTO DI TELLA al que yo conocí tangencialmente. Me perdí un poco toda esa vanguardia de aquellas épocas porque estaba más focalizado en lo académico, tanto por lo musical como por los espectáculos que veía. Aunque en el año sesenta y seis vi Lulú de Alban Berg. Pero bueno, era el envase de una ópera tradicional. También, en esa época, ya existía el BALLET DEL SAN MARTÍN y, movido por la importancia de la música, vi algunos espectáculos de Oscar Aráiz que me impresionaron mucho, como Romeo y Julieta y el Magnificat. Me gustaba mucho lo que se veía, pero lo que me impresionó mucho fue la música que yo no conocía: el Magnificat de Bach. Eran obras visualmente bellísimas. Eran trabajos muy lindos y los vestuarios de Renata Schussheim eran realmente fantásticos. Pero hubo algo que me movió mucho y fue un recital de Iris Scaccheri en el TEATRO COLÓN. Bailaba Carmina Burana, estaba ella sola bailando con una malla blanca y el pelo

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rojo y justamente eso, ver eso en el TEATRO COLÓN, fue algo que me llamó realmente la atención. Porque en ese ámbito donde yo estaba más acostumbrado a ver el repertorio de la ópera tradicional, o algún que otro ballet clásico, ver a una bailarina solista definitivamente distinta a lo que yo había visto siempre, me impresionó mucho. Me acuerdo que la fui a saludar al camarín. No sé como entré allí, yo tendría como quince años. No había mucha gente en el teatro pero la ovacionaron, y yo también, porque el trabajo era muy impresionante. Después la volví a ver en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN con otra visión más profesional, pero igual es un trabajo que tiene una gran potencia. Verla a Iris bailando eso, es realmente fantástico. Y después pasaron otras cosas muy fuertes. En el sesenta y siete vino Nureyev por primera vez, con Margot Fonteyn, y ahí yo hice como un día de cola, más o menos, una fila larguísima y conseguí unas entradas para ver Giselle, que era una obra que yo no había visto nunca. Después en otro programa ellos hicieron El Corsario y Margarita y Armando, y tuve la suerte de verlos. Sobre todo a Nureyev que me impresionó de una manera poco común. Después de eso nunca más lo vi, nunca más quise volver a verlo. Porque aunque después volvió, me dijeron que no era lo que había sido en el sesenta y siete. Yo en ese momento estaba en la escuela secundaria, tenía quince, dieciséis años, no sé bien. Iba a un colegio que quedaba cerca del TEATRO COLÓN, el Nacional Sarmiento, que era un colegio terrible, con muy mala fama. Pero yo había ingresado allí porque me quedaba cómodo para hacer las dos cosas; o sea salía de Libertad y Juncal que era donde estaba el colegio y me iba caminando hacia el conservatorio. Entonces como estaba mucho tiempo en la zona del centro, podía al mismo tiempo hacer otras cosas que quedaban en el camino. Y un mediodía hubo un tumulto en el TEATRO COLÓN, en la entrada de Cerrito, y yo no sé cómo me metí, pasé por la puerta giratoria y estaba Nureyev, ahí parado con una boina, con botas, totalmente excéntrico y terriblemente

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atractivo. También estaba Norma Fontenla. Estaban ahí, y Nureyev estaba muy hosco, estaba como medio enojado. Pero yo llegué y abrí la carpeta, porque tenía la carpeta del colegio secundario, y él me firmó un autógrafo. Bueno, era una época un tanto disociada digamos, porque mis compañeros de colegio eran unos vagos, como éramos todos; a nadie le interesaba mucho estudiar. Había algunas materias que me interesaban, que me gustaban bastante. Pero la gente mucho no entendía esta tendencia mía a ver espectáculos tan cultos y a estudiar música. Yo también, en ese momento, que eran los últimos años del conservatorio había empezado a estudiar oboe porque el tema de ver las orquestas y el tema del teatro, específicamente el TEATRO COLÓN, me daban ganas de hacer algo que me permitiese a mí entrar a ese teatro. Entonces pensé que un instrumento de viento me iba a permitir entrar a una orquesta. Pero después lo dejé. Porque no se podía estudiar piano, sobre todo los últimos años en los que había programas importantes para hacer, la escuela secundaria, y además oboe. Además tenía un perro que gritaba mucho cuando yo estudiaba el oboe, se ponía a llorar y era un poco escandaloso. Así que dejamos el oboe, para beneplácito de mi perro y de la familia, y seguí con el piano. Terminé las dos carreras al mismo tiempo. También había empezado a estudiar y a leer algunas cosas que tenían que ver con la problemática social. Tenía una prima más grande que yo que estudiaba sociología y bueno, por algún motivo, me había hecho amigo de ella y de su novio. En la casa de ella había charlas y discusiones acerca de la cuestión política y social, con lo cual había un ingrediente más en mi cabeza que era esa preocupación acerca de lo que pasaba, de la realidad más allá de lo artístico. Empiezo a estudiar sociología en la facultad y al mismo tiempo, como era profesor de música, empiezo a dar clases. O sea, también había visto que no iba a ser un gran intérprete. Quiero decir que la carrera de concertista era algo un poco difícil para mí, por condiciones técnicas y aparte por esta suerte de dispersión

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general que yo sentía en mí y que sigo sintiendo. Entonces me pareció que se me iba a hacer difícil, por lo que veía de mí, ser pianista. Empecé dando clases en colegios secundarios y más tarde en la enseñanza diferencial. Fue muy raro porque tenía dieciocho años y todos mis alumnos eran mucho más grandes que yo, porque eran personas que hacían la escuela secundaria de noche. Eran todos hombres y algunos se quedaban dormidos en la clase de cultura musical, que era en las últimas horas. Otros se escapaban de la clase y otros me decían cosas como que tenían la mujer enferma. Pero igual fue muy lindo y al mismo tiempo bueno. A veces le decía al director: "Mire, hoy hay un muy buen concierto en el Colón". Entonces en vez de dar la clase, que por ahí a la gente no le interesaba tanto, podíamos llevarlos a que escuchen un concierto. En más de dos oportunidades, fuimos con el curso al paraíso, de pie. La entrada costaba un peso, que era muy barato, y ellos negociaban el hecho de ir al teatro y pagar un peso, con salvarse de toda una noche de clases. Mis colegas se ponían muy contentos porque tenían las horas libres. Me acuerdo con precisión un día que la FILARMÓNICA DE BUENOS AIRES tocaba El Tangazo de Piazzolla, que a los alumnos le encantó, y la tercera de Beethoven, que ya la venían escuchando, porque yo iba a la clase con grabador, además de libros y diapositivas. Al mismo tiempo, casualmente, como yo me había inscripto, me llaman para dar clases en colegios primarios diferenciales, que era como el reverso absoluto de la moneda, porque eran chicos y físicos que tenían problemas muy serios; y ahí entonces empiezo a trabajar en otro mundo. No sé cómo serán este tipo de colegios ahora, pero en aquel momento tenían un médico, una kinesióloga y una psicóloga que coordinaban la acción de todos los docentes que estábamos ahí. Estaban los docentes que les enseñaban a leer y a escribir, y estábamos los especiales que éramos los de música, los de educación física y dibujo. Fue un trabajo muy lindo porque podía encarar la enseñanza de música desde un lugar que nunca había pensado, que nunca había sospechado.

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Quiero decir que esto de trabajar con estos chicos que tenían dificultades tan serias para moverse, dificultades para caminar, para quedarse quietos, para coordinar y controlar el movimiento. El hecho de trabajar con estos profesionales de la salud y guiados por ellos, hizo que el trabajo de la música, de la enseñanza de la música, tuviera que ver con aspectos que después iban a aparecer en mi carrera específica de la danza. Por ejemplo, uno de los puntos que había que trabajar era la orientación de estos chicos en el espacio. Saber lo que quería decir adelante y atrás, saber las cosas que estaban adelante y las cosas que estaban atrás; que cuando ellos se cambiaban había otras cosas que estaban adelante y otras cosas que estaban atrás. O el tema de la lateralidad, de la izquierda y de la derecha, o el tema de qué era arriba y qué abajo, y fundamentalmente el tema de la coordinación. Años más tarde, en el setenta y siete, cuando se crea el Taller de Danza Contemporánea del SAN MARTÍN, y Ana María Stekelman me propone dar música para los bailarines, yo encontré que todo aquello que había trabajado con diferenciales, con chicos que tenían estas dificultades, era muy aplicable a los bailarines; o sea que el tema de la coordinación, el tema de la orientación clara y precisa en el espacio, todo esto, de alguna manera, lo volví a aplicar con bailarines. Con la ventaja de que ahora tenía cuerpos privilegiados, o sea que no tenían ninguna dificultad para hacer estos ejercicios. Pero al mismo tiempo, me di cuenta que eran muy útiles o al menos así ellos mismos lo decían, lo reconocían. Por aquella época, un día leo en el diario que se abre una escuela de danza para varones y a mí me interesaba el tema de poder moverme, de poder hacer algo con el cuerpo. Era un llamado para la calle Córdoba 1155. Cuando llego me doy cuenta que es el TEATRO CERVANTES. Me atiende un asistente y me dice: “¿Vos venís a la prueba de danza?” "Sí", le contesto, "pero quiero saber si es teórico o qué va a ser”. "Es una prueba de danza", me dice, "pero es ahora, así que cambiate y la hacés". Y yo le dije: "¿Cómo cambiarme?” "Sí, tendrías que ponerte la ropa de danza." Yo no tenía nada porque jamás

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había tomado una clase de danza, o sea que estaba vestido con un saco azul, un pantalón gris y una camisa. Como me vieron alto seguramente igual me dejaron hacerla. Me saqué los zapatos, me aflojé la corbata y me saqué el saco. Me agarré a la barra, rodeado de otro montón de bailarines que estaban con sus mallas multicolores. Y bueno, fue raro, porque era una clase de Ilse Wiedmann y había muchísima gente. Yo me agarré de la barra y empecé a hacer las cosas que hacía la persona que estaba delante de mí. Era una clase de danza clásica y, bueno, me tomaron. Yo quedé sorprendidísimo. Tomaron como a treinta personas sobre sesenta que habría. Y después de eso dijeron: "Bueno, ahora va a venir un examen de danza moderna." Y yo seguí. Dije: "Ahora voy a hacer esto otro." Ese examen de danza moderna lo tomó Ana María Stekelman que también hizo como una especie de piso, digamos como una especie de diagonal. Me acuerdo que yo estaba sentado en el piso y Ana María vino y me puso la rodilla en la espalda para ver si la espalda se podía enderezar o no, y parece que sí. Entonces pasé también ese examen y quedamos veinte varones. Recuerdo que andaban por ahí Oscar Aráiz, Renate Schottelius, Ana María Stekelman, Esther Ferrando, Doris Petroni, gente del BALLET SAN MARTÍN. Ellos estaban mirando ahí, en la mesa, qué sé yo, como asistentes, y Oscar dijo: "Las clases empiezan mañana, tienen que traer un equipo de danza profesional". Yo me acuerdo que le pregunté: "¿Dónde lo puedo comprar?”, y él me dijo: "Acá enfrente, cuando salgas podés cruzar la calle Córdoba y ahí lo podés comprar"; y me compré todo. Compré una malla, una remerita, zapatillas, todo. Ellos explicaron que eran clases para aprender, que era un curso intensivo. Yo creía que iba a ser como algo teórico, algo más sencillo, pero me dije, bueno, de todas maneras yo quería hacer algo con el cuerpo. Empecé y estuve todo ese año. Fue muy bueno porque nosotros teníamos las clases en un espacio muy grande, que es el piso once del TEATRO CERVANTES y Oscar ensayaba con la compañía en el piso nueve. O sea que

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cuando llegábamos más temprano podíamos ver algunos ensayos de la compañía con los bailarines que yo había visto bailar en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN: Romeo y Julieta, y el Magnificat. Me acordaba muy bien de Cristina Barnils, que me había gustado mucho, de Freddy Romero, de Susana Ibáñez, de Ana María Stekelman, todos esos bailarines que yo había visto y que ahora los veía todos los días. Los veía trabajar de refilón, pero veía más o menos cómo podía funcionar una compañía de danza. Y me fue interesando cada vez más. También Oscar nos invitaba a las funciones. Él estaba montando Reina de hielo y entonces podíamos ver los ensayos que eran en el TEATRO COLISEO. Ese año se terminó, vinieron las vacaciones y yo hice un viaje al sur. Fui hasta Ushuaia y cuando volví hablé con unos compañeros que me dijeron que se había disuelto la escuela. No le daban más el espacio a Oscar y se había terminado todo. Nos quedamos pensando qué hacer y nos enteramos que en el TEATRO COLÓN había un curso acelerado de varones. Nosotros habíamos hecho un año de clásico y de contemporáneo. Entonces algunos de nosotros nos metimos en el INSTITUTO DE ARTE DEL COLÓN, que era un

mundo

muy

distinto,

completamente

distinto,

con

bailarines

que

querían

definitivamente ser bailarines clásicos. Ese no era nuestro caso. Los que veníamos de la escuela de Oscar Aráiz queríamos bailar como se bailaba en el ballet contemporáneo y este era un mundo distinto. Pero al mismo tiempo, era un mundo muy atractivo y de alguna manera, para mí era estar en el TEATRO COLÓN. Se cumplía aquel sueño que yo había tenido de chico, en otro lado, no con una orquesta, pero con el ballet. Allí estuve un tiempo, un año y pico. Hice algunos trabajos en el escenario que me encantaron. Hice El retablo de maese Pedro, que montó Jorge Petraglia. Como yo era bastante histriónico, me llamaban un poco por eso. Ahí hacía de un músico que tenía que moverse, una especie de pantomima. Después Antonio Truyol puso La viuda alegre y ahí me tocó bailar un vals con la soprano. Yo bailaba vals de chico, porque mi hermana, mayor que yo, practicaba el vals conmigo, que tenía ocho años, para su fiesta de quince. Así que sabía bailar bien el

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vals, algo que muchas veces los bailarines no saben hacer. Parece que esto a Truyol le gustó mucho. Entonces yo tenía ahí como un destaque, adelante. Después hice otra coreografía con Olga Ferri en El murciélago, una opereta que ella montó. También estuve en El lago de los cisnes, justamente en aquel tercer acto que a mí me había impresionado tanto de chico. Ahí me enteré que ese piso era una tela extendida que unos señores ponían y clavaban en el intervalo. Me encantaba, porque además la obra me encanta, y ahí me tocó hacer todos los lugares de extra posibles que hay en el tercer acto: en el trono de la reina, en la escalinata, de trompetero, hice todos esos. En esa época bailaban Liliana Belfiore y Violeta Janeiro, que eran bailarinas muy impresionantes para una persona que relativamente recién empezaba a estar al lado de esta gente. Era muy lindo, y además el escenario, la magnitud del escenario, de la producción, de la cantidad de gente y la cantidad de público, una época de oro del BALLET DEL

COLÓN. Tenía muchísimo público y las temporadas eran larguísimas. Yo me acuerdo

que había muchísimas funciones porque hacía el tercer acto y me sacaba esa especie de malla que teníamos y siempre veía el cuarto acto desde la platea y lo tenía que ver parado porque estaba lleno. Así que, bueno, fue como un flirteo, un romance con la danza clásica, aún proviniendo inicialmente de la danza moderna. Después me fui y decidí seguir estudiando danza por mi cuenta. Seguí trabajando con Ana María Stekelman en contemporáneo y con Norma Binaghi en clásico. Pero eran estudios particulares. Me llamó Marisa Otaola para un grupo de danza moderna en el que también estaba Jorge Micheli. Con ella hice algunas cosas en danza moderna. Ya para esa época estaba bastante sumergido en el mundo de la danza y del teatro. Así que un buen día rendí unas materias en la facultad, que fueron Economía y Estadística y me harté, no me gustó. Decidí no ir más, lo cual produjo cierta desazón en mi familia porque yo dejaba la universidad y era claro que me abocaba más a lo artístico. Pero luego se volvieron a poner contentos porque yo empecé a salir en televisión.

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Hice bastantes shows. Uno se enteraba, por ejemplo, que Esther Ferrando tomaba gente para el show en televisión de Andrés Percivale. Además era un trabajo con dinero. Entonces empecé a hacer televisión y conocí a muchos famosos y famosas populares. Aparecía en la tele y, claro, mi familia y mis sobrinos, me reconocían en la televisión, era muy gracioso. Esto fue alrededor del setenta y tres, setenta y cuatro, por ahí. Y después aparece una audición para un espectáculo comercial que se iba a hacer en el TEATRO COLISEO con coreografía de Lía Jelín. Entonces yo voy, audiciono y Lía me toma. Fue un espectáculo rarísimo que se llamaba Cien años de canciones italianas donde se bailaba mucho. Se hacían muchos numeritos. El vestuario era de Aníbal Lápiz y la dirección general y la puesta de luces era de Roberto Oswald, con quienes me tocó trabajar después, muchísimos años más tarde. Y con eso casi me convertí en un bailarín profesional porque bailaba todas las noches. Para esa época yo ya tenía amigos del medio. Me había hecho muy amigo de Horacio Fontova, que en ese momento hacía de mimo. Nos enteramos que Ana Itelman estaba tomando pruebas para un espectáculo con Nacha Guevara. Yo no la conocía a esa señora, pero me presento y entro para hacer ese show. El espectáculo se llamaba Las mil y una Nachas 2. Nacha había hecho su primer espectáculo en el TEATRO MARGARITA XIRGU. Yo lo había visto. Era un espectáculo precioso, un espectáculo fantástico, que tenía coreografía de Antoinette San Martín. Pero esto tenía coreografía de Ana Itelman y era mucho más grande. Era para el TEATRO ESTRELLAS1, que era ese teatro que estaba en la calle Riobamba. Era un cuerpo de baile de varones solamente. La ropa y la escenografía eran de Claudio Segovia. Eran fabulosas. Bueno, ensayamos, ensayamos muchísimo y el espectáculo se estrenó. Ese día hubo problemas bastante serios: técnicos y de sonido, pero igualmente fue una noche memorable, con muchísima gente y muchísimos personajes del espectáculo. Pero como no había salido bien el día del 1

Estaba ubicado en Riobamba 280.

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estreno nos citan para el día siguiente para un ensayo antes de la función. Y cuando estamos ensayando hay un gran estruendo y se corta la luz. Yo me acuerdo que lo único que vi antes que se cortara la luz fue como caía polvo del techo del teatro. Nos quedamos a oscuras y a los tres, cuatro minutos sube Nacha gritando, desesperada, diciendo que habían puesto una bomba, que habían matado a dos personas. Así que eso fue terrible, fue durísimo. El espectáculo quedó así, con una sola función. Nacha desapareció, tuvo que viajar al Perú porque estaba amenazada por la Triple A. Quedó una producción entera. Quedaron todos los contratos en pie, quedó el espacio previsto para las funciones y el cronograma del teatro. Así que tuvimos algunas reuniones, fundamentalmente con Ana Itelman para ver qué podíamos hacer, porque había muchísimo trabajo hecho y todo eso se desbarrancaba. Ni nosotros, ni Ana, podíamos hacer nada porque no éramos los productores. Pero teníamos la intención de seguir. Además nosotros queríamos saber qué iba a pasar con nuestros contratos. Si se nos iba a pagar o no. En medio de toda esta inquietud y de toda esta situación tan penosa que significaba haber ensayado tantos meses y haber abortado, aparece Antonio Gasalla, compra toda esta producción y hace un nuevo espectáculo. Fue realmente un gesto fantástico por parte de él, porque continuó con todo. En este caso la coreografía la retomó Doris Petroni. En ese espectáculo estaban, además, Gabriela Acher, Mirtha Busnelli y Cecilia Rossetto, que hacían imitaciones de cantantes, y nosotros teníamos un número donde hacíamos la familia Mores; también aparecía como invitada Amelita Vargas porque con Nacha había un numero tropical que era muy lindo, un número precioso, que lo hizo Amelita. Después hubo otro, Lo mejor de Gasalla, que lo hicimos para hacer giras, y fue bárbaro porque venía muchísima gente. Debo decir que trabajar al lado de Nacha, como trabajar al lado de Antonio, son experiencias muy potentes y muy enriquecedoras para cualquiera que esté abierto, porque son artistas muy sólidos y muy profesionales. Esta era una época muy turbulenta. El golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 nos agarró en un

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ensayo. Me acuerdo que Antonio llegó y dijo: "Váyanse, váyanse porque está todo muy mal". Pero bueno, a pesar de eso, el espectáculo anduvo bien. Yo seguía tomando todas las clases que podía. En el setenta y siete se recrea el GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN y Ana María Stekelman, que lo dirigía, me invita a participar. Esto fue una iniciativa de Kive Staiff, que la llama a Ana María y le propone eso. Le propone que haga un grupo de danza que, de alguna manera, tenía el antecedente más directo en el grupo que había dirigido Oscar Aráiz. Además, paralelamente, le propone crear una escuela, entonces Ana María me invita a dar clases de música en esta escuela. Nuevamente retomo la actividad docente con toda aquella experiencia que ya he contado: la de mis alumnos de escuela secundaria, más mi experiencia como bailarín de show, porque el show tiene una disciplina y tiene una rigurosidad en lo rítmico muy grande. También había estudiado zapateo americano con María Amuchástegui. Tenía varias cosas para poder unir y empezar a hacer un trabajo específico con bailarines. Eso fue el principio del setenta y siete. Rápidamente, para el segundo programa, Ana María me invita a trabajar en el grupo como bailarín, y eso marcó un reencuentro con Ana Itelman. Ana era profesora de composición en el taller y empieza a montar Las casas de Colomba. También marcó un reencuentro con Lía Jelín, porque Lía montó El rincón de los niños, con música de Debussy. Así que ahí, de alguna manera, definitivamente, me hago bailarín contemporáneo. Y es allí donde empieza este período que va del setenta y siete al ochenta y siete, en el cual yo estoy absolutamente vinculado al TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. También empiezo a hacer coreografías. Mi primera coreografía fue un trabajo que hice con Sandro Nunziata, que es un amigo mío. Lo hicimos para el TEATRO DE LA FÁBULA, un teatro mínimo que hay en la calle Agüero 444. Esa coreografía tenía música de los Rolling Stones porque Sandro era bastante rockero y yo no tenía una buena formación en

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el rock and roll. A través de él conozco a los Rolling Stones y con una canción de ellos un día dijimos: "Bueno, ¿por qué no hacemos algo?" Había un ciclo de coreógrafos buenísimos en este teatro y ahí hicimos ese primer trabajo donde además nosotros bailábamos. También estaban Horacio Fontova, su mujer y otro amigo nuestro que hacían una serie de acciones. Después yo monté, también para ese ciclo, una coreografía que tuvo mucho éxito que se llamaba El café con leche. Era una coreografía montada para mí y un niño, que tendría unos diez años. Era Gustavo, el hijo de Susana Ibáñez. La música era el Vals de las flores de Tchaicovsky. Duraba lo que dura eso, que serán unos nueve minutos aproximadamente. Y lo que contaba la historia eran los pensamientos y las imaginaciones de una persona que estaba tomando el café con leche a la mañana, o sea que está desayunando, y que tiene algunas imágenes o algunos pensamientos. Esto tiene mucho que ver conmigo porque para mí la mañana no es una muy buena hora, siempre estoy medio atormentado. Y ahí aparecían estas imágenes de este chico que era yo mismo yendo a la escuela, vestido de futbolista. Después aparecía una bailarina vestida de bailarina clásica con un tutú romántico. Todo era bastante disparatado, pero funcionaba muy bien. En un momento yo tiraba a Gustavo, que desaparecía por la pata del escenario, y estaba Sandro que lo tenía que atajar. Ana María Stekelman me pide ayuda para hacer su primera obra para el TEATRO SAN MARTÍN, que fue Memorias con música de Schumann. Entonces yo ahí la ayudé mucho con respecto a los cortes musicales, repeticiones, etc. Éramos amigos, entonces Ana María sabía de mis inquietudes con respecto a la música y a lo coreográfico. Por otro lado, Ana María había trabajado con el GRUPO DE ACCIÓN INSTRUMENTAL, aquí y en Europa, y era un material que a mí me gustaba muchísimo. El trabajo en el TEATRO SAN MARTÍN fueron diez años donde pude sistematizar toda mi experiencia, y acrecentarla, por el hecho de poder trabajar dentro de una institución tan abarcadora, tan omnipresente, y con una estructura tan sólida en todos los aspectos.

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Convengamos que fue una época brillante de ese teatro. Si bien fue el inicio de este grupo de danza contemporánea, había una gran libertad en lo creativo. A pesar de ser años oscuros, muy oscuros para el país, dentro del teatro creo que se vivió una época de gran creatividad artística. Ahí yo conocí a la gente que me formó y me sistematizó de alguna manera. Entre ellos, Ana María Stekelman con sus trabajos, Ana Itelman con toda su producción, nuevamente ahí las clases de Renate Schottelius, los maestros de danza clásica y los coreógrafos que vinieron invitados de afuera. También el hecho de poder empezar a hacer coreografías. En el año setenta y ocho, creo, hacemos con Ana María, La Valse que fue un espectáculo integral. Fue un poco un caleidoscopio, una cosa ecléctica que duraba algo más de una hora. Después también con Ana María, hicimos Coppelia. La primera coreografía que hice solo creo que fue Dirección obligatoria. Es del año ochenta y tres. Yo ya había hecho cosas más pequeñas pero Dirección obligatoria es la primera obra. Apareció de una manera realmente mágica. Me apareció toda en una sola noche, se presentó sola. Yo tenía algunas intenciones de trabajar sobre determinadas temáticas. Y bueno, aparecía toda esa temática, que estaba fuera del teatro, que era todo el tema de la dictadura y la guerra. Yo tengo familiares en el sur y en la época de la guerra de las Malvinas sufrí mucho. Tenía la sensación de que iban a bombardear el sur donde estaban mis tíos. Entonces me pareció que todo eso se podía canalizar en un trabajo, que tenía que ver con el autoritarismo, tenía que ver con la dictadura, tenía que ver con la guerra, tenía que ver con toda esa serie de calamidades juntas. Apareció la idea de un espacio único, apasillado, de donde uno no puede salir, donde hay una obligatoriedad de seguir siempre para ese mismo lugar. Creo que era lo que le pasaba a uno, no se podía cambiar, digamos. Esta propuesta tampoco era tan abstracta, si bien el planteo espacial era muy abstracto. En Dirección obligatoria lo que se va contando en ese transcurrir, en esa cinta, es bastante puntual y hace referencia muy clara a la Argentina de

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esa época. Yo se lo comenté a Kive Staiff y él me dijo: "Vamos a hacerlo, vamos a correr este riesgo". Además estaba la opinión de Ana María que era la directora de la compañía. Y ella es lo menos parecido que hay a la idea de censura. Ella se caracteriza por una enorme libertad. Cuando convoca a alguien para hacer un trabajo dice: "Hacé lo que quieras hacer". Eso es realmente muy bueno en una dirección porque cuando sos coreógrafo invitado te llaman y te dan un encargo. Pero Ana María, en general, siempre fue lo contrario. La obra fue muy bien. Apareció la música de Steve Reich, que yo había conocido un tiempo antes. Una amiga me había prestado un disco. Acá, en la Argentina, todavía no se conocía el tema del minimalismo y a mí me impresionó muchísimo. No dudé en tomar nuevamente a Steve Ray para Dirección obligatoria. Trabajé con Tito Diz en iluminación. La obra fue muy bien recibida, recuerdo que fue bien en comentarios y críticas. Luego viene una etapa en la que yo estaba un poco en crisis con el BALLET DEL SAN MARTÍN, en el ochenta y cuatro, y también lo que iba del ochenta y cinco. Sentía que tenía que producir algún cambio en mí. Esto me suele pasar cada tanto. Las etapas se terminan y hay que cambiar. Yo seguía bailando y estaba haciendo coreografía. Después de Dirección obligatoria hice El monte atávico y los proletarios de Dios que fue una obra que me salió mal. No funcionó. Eso fue en el ochenta y cinco. Yo creo que en eso mi cuerpo estaba hablando y estaba diciendo que no quería bailar más. Me costaba el tema de la disciplina diaria, de la clase, etc. En ese momento decido hablar con Kive Staiff. Mauricio Wainrot estaba en la dirección del Ballet, pero yo lo recordaba a Kive como la persona que me había tomado, que me había llamado. Entonces le dije: "Mirá, estoy pensando en dejar el Ballet", y él me contestó: "Es probable que ocurran cambios en la compañía referentes a la dirección, pero no te vayas, seguí un tiempo más y vamos a ver qué pasa".

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Y bueno, era evidente que se estaba hablando de la salida de Mauricio. Todo se arregló cuando Mauricio deja la dirección. Kive nos propone a mí, a Norma Binaghi y a Lisu Brodsky para que hagamos un cuerpo colegiado para dirigir, como directores asociados. Esto sucedió desde finales del ochenta y cinco hasta el ochenta y siete. En este último año yo empiezo a viajar, voy a Estados Unidos al AMERICAN DANCE FESTIVAL. En ese momento tenía la idea de hacer un espectáculo de tango para el BALLET DEL SAN MARTÍN. Entonces llevé algún material que tenía, los tangos de Juan José Castro, que siempre los quiero hacer, y que todavía no los hice, y algunas grabaciones antiguas de tango. En la compañía teníamos Suite de percal, con coreografía de Ana Itelman y Libertango de Mauricio Wainrot. Estas son obras que funcionan muy bien, que gustan mucho. Tanto lo de Ana Itelman como lo de Mauricio siempre fue éxito, en el hall, en el teatro, fuera del teatro, en la Unión Soviética, en México. Creo que el tango tiene una riqueza musical y de movimiento que realmente es una suerte que nos pase esto a los argentinos. Me pareció que era el momento para volver a hacer una obra sobre tango. Yo pienso que las compañías, cada dos o tres años, deberían hacer una nueva obra de tango, es un enriquecimiento para ambos y se establece un cable a tierra con el país. Entonces me pareció que ese era un buen momento. Suite de percal es una obra bastante antigua y Mauricio había hecho Libertango a comienzos de los ochenta. Por eso digo que el ochenta y seis era bueno. Empecé a trabajar esto en el AMERICAN DANCE FESTIVAL y gustó mucho; tanto que me invitaron para el año siguiente. Volví con la recomendación de los directores, Charles y Stephanie Reinhart, de terminar la obra para el BALLET DEL SAN MARTÍN. Así terminé lo que había comenzado en Estados Unidos y que estrené en el ochenta y seis: Tango vitrola. Allá se llamó East Gym Tango. La obra se hizo en un gimnasio que se llama East Gym. Le pusieron ese nombre porque yo usé unas galerías

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que tiene ese lugar y una especie de sótano. La obra se hizo en un rincón. El público no estaba de frente, el planteo del espacio era muy lindo. Tango vitrola se estrenó muy al final del ochenta y seis, y la obra salió inmediatamente de gira. La compañía tenía una gira por México y Puerto Rico. Salimos casi inmediatamente y diría que, oficialmente, la obra se estrenó en México. Es una obra que viaja mucho porque funciona, a la gente le gusta y yo la quiero mucho. Esta obra me llevó a Estados Unidos un par de veces más, para montarla allá y a México también. La han bailado en Corea, en Francia, en un montón de lugares. Eso me hizo dejar la dirección de la compañía. Un poco porque yo tenía estas invitaciones que me venían para trabajar afuera. También porque yo sentía que estaba cumpliendo diez años en el teatro y sentía que tenía que despegarme de esta estructura tan fantástica, de esta posibilidad donde uno lo tiene casi todo, digamos, y me parecía que no debía seguir estando allí. Debía, eventualmente, estar de otra manera, pero no en la dirección. Esto fue muy hablado con Kive y con Norma. Yo creo que básicamente sentí eso. Quería separarme de la institución y de hecho así fue porque hasta que yo tomé el BALLET DEL SUR estuve trabajando free lance, que es completamente distinto a dirigir una compañía oficial. No obstante sigo trabajando como coreógrafo invitado. Ana María Stekelman, que pasó a ser la directora, me invita para ese año, el ochenta y ocho, a hacer una coreografía. Hago Azul veinte, Danza para cinco percusionistas, y creo que en el ochenta y nueve, hago Bach n° 3. Azul veinte fue un trabajo muy complejo, porque había que hacer la música. Yo soy músico, me interesa lo que los músicos hacen. En esos viajes a Estados Unidos, yo había visto muy buenas duplas, coreógrafo, músico y compositor, y además, en el AMERICAN DANCE FESTIVAL es tan potente lo que funciona que uno a veces guarda ideas, sin darse cuenta, por mucho tiempo.

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Entonces me decidí a escuchar, a trabajar con Pedro Aznar a quien yo no conocía. Conocía su música, pero cuando vi Hombre mirando al sudeste fue determinante. Vi la película y me encantó la música. Le dije a Hugo Soto que era compañero nuestro en el teatro: "Quiero conocer personalmente a Pedro Aznar". Me dio el teléfono y lo llamé. El trabajo con Pedro fue fantástico, fue una experiencia lindísima, muy buena. Es una de las experiencias más lindas que tengo. Creo que también la obra marcó, junto con Tango vitrola, una línea de más apertura en el teatro. El elenco era muy lindo y grande. Pudimos ampliar el número de bailarines. Norma Binaghi, que también es una persona muy preocupada por lo social, que se preocupa mucho por el tema de la difusión, me dijo: "Mirá, me conecté con gente de los centros culturales barriales y nos proponen hacer funciones en esos centros." Esa fue una experiencia riquísima porque pudimos llevar Azul veinte, Tango vitrola, lo de Ana Itelman, a lugares muy alejados del centro de Buenos Aires, aún siendo Capital Federal. Me acuerdo una experiencia que hicimos en Villa Soldati, donde había una población de bolivianos, y la coordinadora dijo: "Ustedes hagan esto, traigan lo suyo pero nosotros también queremos mostrar lo nuestro". Toda esta fue una gran etapa, donde los integrantes del grupo del Ballet del setenta y siete, nos asentábamos como coreógrafos. Ni yo, ni Ana María, ni Mauricio teníamos una gran experiencia. Bach n° 3 fue un trabajo difícil. Yo creo que tenía una buena intención, pero hubiera sido necesario hacerlo con orquesta. Los tempos del tercer movimiento son demasiado altos y los bailarines no podían seguirlos. De eso me di cuenta después. Los bailarines llegaban muy cansados al final del primer movimiento, había una transición muy corta y ya tenían que salir al tercero y todavía estaban cansados del primero. Yo creo que los chicos no podían realmente llegar a los movimientos que yo había planteado. Creo que el error mío fue no darme cuenta de esto, no darme cuenta que los movimientos, como se dice habitualmente, no entraban en la velocidad de esa música. Pero por otro lado a veces yo

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empezaba a ensayar el tercer movimiento y había gente que lo hacía perfectamente. Pero eran los bailarines más rápidos, como el caso de Miguel Ángel Elías o Lía Fernández, que además de ser rápidos, son bajos y son veloces, cosa que no pasaba con los bailarines más altos, que realmente no podían llegar al movimiento. Entonces la obra salía desdibujada, necesariamente salía desdibujada. También era sumamente abstracto. Creo que era una obra que tenía mucho diseño: había una escenografía de Carlos Mayo que era una apuesta al color. Yo, en ese momento, estaba muy impresionado por el color. En esos viajes a Estados Unidos, conocí la pintura de algunos norteamericanos sumamente abstractos en el manejo del color y de la imagen, que me impresionaron mucho y un poco así, como yo había hecho Azul veinte, que es una obra azul, también había hecho Tango vitrola que es una obra negra y Danza para cinco percusionistas que es blanca, apareció este trabajo Bach n° 3 que es colorado. Se podría decir que podría englobar esa serie de trabajos en una referencia clara hacia el color y hacia lo abstracto que es el color. El color es abstracción pura, digamos. Creo que estuve bastante influido por esa idea y posiblemente la Argentina no sea un país donde la abstracción tenga un pie del todo puesto. Este es un país más anecdótico, es un país más teatral, es un país más de la palabra, más del contenido. Yo creo que las obras más abstractas, de alguna manera son más resistidas. Creo que el público se siente mejor cuando está guiado por alguna anécdota. Esto es difícil para los coreógrafos porque el movimiento es un lenguaje en sí mismo, pero el público dice: "Sí, me gustó pero no lo entendí, no sé qué me quisieron decir." Y uno tiene que contestar: "No te quisieron decir nada, porque es danza y la danza no quiere decir nada." Pero también decir eso es como una trampa, porque hay una cantidad de sensaciones y de emociones que aún en lo más abstracto uno percibe. Pero a veces el público es como si no se quedara conforme con eso, como si necesitara que le explicaran más. Entonces cuando hay una obra más teatral o con algún dramatismo más presente, la gente se

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queda más tranquila y se siente más ayudada; la gente tiene mucho miedo de no entender la danza. Yo prefiero que me digan que no les gusta, me parece mucho mejor a que me digan que no la entendieron. Es como querer entender la poesía. Lo que pasa es que la poesía tiene palabras y uno cree que entiende mensajes porque tiene palabras; o uno cree que entiende un cuadro porque en algún momento, en algún lugar hay una manzana. Entonces uno dice: "¡Ah!, Magritte pintó una manzana". Pero el tema de la narración en ese cuadro es totalmente secundario. También a veces uno pregunta: "Bueno, vos no entendiste esta obra, pero decime, ¿qué entendiste de la quinta sinfonía de Beethoven?" La gente dice: "A mí me encanta Beethoven", y Beethoven no se puso a explicar nada, nunca. Todo esto que se dice de los sentimientos son asociaciones libres, cada cual asocia con lo que quiere. Pero la danza tiene como esa desgracia, por estar emparentada con el teatro, y aparte porque el ballet, o la tradición romántica del ballet, es narrativo y sale de la literatura. Y esta tradición todavía pesa mucho en la danza moderna, cuando la danza moderna se vuelve abstracta. Cuando me fui del San Martín seguí trabajando con distintas compañías. Hice bastantes viajes a México, a Estados Unidos y después por el interior. Mandaba cartas y una me la contesta Rubén Chayán que, en el año noventa y uno, era director del BALLET DEL

SUR de Bahía Blanca. Me dice que a él le gustaría que yo fuese a montar Azul veinte

porque la había visto. Era una compañía grande, necesitaría una obra para mucha gente. Entonces me pareció que Azul veinte, que también tiene cierta vuelta sobre el vocabulario neoclásico, la compañía la podría hacer. Entonces fui invitado ese fin de año, y me fue más o menos bien. Se hizo la ropa, estaban las luces, se inauguraba un piso nuevo y la obra más o menos anduvo,... anduvo bien, a la gente le gustó. Fue un montaje rápido. La compañía estaba acostumbrada a hacer montajes muy extensos, de mucho tiempo, de meses y meses y, bueno, yo monté muy rápido. Eso les gustó mucho. La obra fue muy bien

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recibida a pesar de que Bahía Blanca es una ciudad muy tradicionalista. Pero se acercó otro público, también distinto, sabiendo de este estreno. Rubén me engañó, porque me dijo: "Vos vení como coreógrafo invitado, pero quedate." Entonces me ofreció la dirección. En principio me propuso Petrushka para que yo montara en el año noventa y dos. Esa es una obra que yo amo, que siempre estoy coqueteando con ella, y que conozco muy bien musicalmente. Con una compañía grande, con la posibilidad de una producción, volví a Bahía Blanca y dije: "Sí, vamos a hacer Petrushka." Y entonces cuando dije que sí para Petrushka, él me dijo: "Bueno, sé el director de la compañía porque yo estoy muy cansado." Así fue. Empecé en el noventa y dos, y no con Petrushka finalmente, porque los tiempos se dilataron un poco y además esa obra había que hacerla con orquesta. En fin, hay algunas características de los teatros más líricos, como es el de Bahía Blanca, que requieren que la orquesta esté presente. Entonces ese proyecto se pospuso. Yo arranqué en Bahía Blanca con parte de mi repertorio y dos obras nuevas que me permitían, en ese primer programa, tener a toda la compañía trabajando. En estas compañías tan grandes, uno de los problemas más serios es cuando los bailarines se quedan sin trabajar. Nunca me terminé de ir a vivir a Bahía Blanca, en general en esos primeros años estuve por ahí cinco días en Bahía y dos días en Buenos Aires. Bueno, llevó todo un tiempo, además, armar la compañía de la manera que yo quería. Ahora la compañía está funcionando más sola, o sea, yo estoy dirigiendo, pero tengo dos asistentes que son fantásticas. Tengo una maestra de danza que es muy buena y la gente está muy organizada. Hay un ritmo de trabajo muy claro. Creo que es una compañía ágil y dúctil, a pesar de las enormes limitaciones que tiene. Este es el quinto año y hay mucho repertorio armado en clásico y en contemporáneo y las reposiciones se hacen muy rápido. Estoy muy cansado, son cinco años de mucho viaje y son cinco años también de mucha lucha. Hay muchas falencias de todo tipo. Cuando uno trabaja en Argentina, en

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general, es mago. Pero cuando uno trabaja en el interior de la Argentina, uno es como dos magos al mismo tiempo. Porque uno no tiene presupuesto y entonces tiene que ver cómo se saca el dinero. Hay que conocer mucho el medio. El interior no tiene el público que tiene Buenos Aires. Hay que ser muy cuidadoso con eso. Yo creo que una de las prioridades fundamentales es no despegarse del público, sino convocarlo, atraerlo y acrecentarlo. Y un coreógrafo como yo, que soy contemporáneo, tengo que negociar conmigo mismo. O sea, a veces, hago obras que a mí, particularmente, me interesan desde mí y hago otras obras que me interesan menos, que ponen otras personas. Pero sé que esas obras tienen que estar porque forman parte del repertorio, porque van a llamar a mucho público. El año pasado Mario Gallizzi hizo El lago de los cisnes completo. La producción completa que por todo lo que implica, en trajes, escenografía, orquesta, y todo lo demás, es un trabajo enorme. No es un trabajo mío como coreógrafo, es un trabajo mío como director, casi diría, como productor. Me encanta hacerlo porque lo que uno aprende es increíble. Saco este dinero que tengo y lo pongo acá, y veo cuál cobra menos para hacer esto, o veo si las telas se compran en Buenos Aires y se envían, y si se envían, quién me las manda gratis, todo eso. Hay toda una cuestión económica por medio que es muy fuerte. Sé que ahora estoy en una transición nuevamente. Yo soy una persona muy afortunada con el trabajo y puedo decir que nunca me faltó. Todo lo que tengo lo hice con mi trabajo, no heredé nada. Pero en estos años también tuve buenos trabajos en Buenos Aires y hubo algunas cosas que me interesaron mucho. Roberto Oswald, a quien yo había conocido en mis épocas de bailarín de shows, me llamó el año pasado, para hacer Venus de Tanhauser. Fue una experiencia lindísima. También trabajé para el CENTRO DE EXPERIMENTACIÓN DEL TEATRO COLÓN, con una obra de Monteverdi. También puse coreografía para Werther, y este año que pasó, el noventa y cinco, hice la coreografía y

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muchas cosas de la puesta en movimiento de Wozzeck de Alban Berg. Todas estas cosas en el TEATRO COLÓN. Pude volver a esa casa de mi juventud. Vuelvo con la danza pero también con la música y con la ópera, que es un género que me interesa mucho y en cual me gustaría incursionar más, en la dirección. Creo que poder trabajar al lado de Oswald, de Cecilio Madanes, con quien me toca trabajar ahora, para Romeo y Julieta y después nuevamente con Oswald para Aída, es muy interesante porque son personalidades muy fuertes. Uno encuentra con que siempre hay un maestro. Esto lo decía siempre Ana Itelman, y es fantástico, ¿no? 16 de marzo de 1996

Alejando Cervera ha continuado en los últimos años ligado a la danza y a la música. Ha realizando coreografías de óperas en el TEATRO COLÓN. Actualmente se desempeña como programador de danza del CENTRO CULTURAL RECTOR RICARDO ROJAS perteneciente a la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES.

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ROXANA GRINSTEIN Nací en Rosario. Mis padres eran rosarinos, se casaron y luego se instalaron en Buenos Aires. Mi madre, cada vez que tenía familia, iba para esa ciudad. Así que tengo el sello de rosarina, pero viví todo el tiempo acá, en Buenos Aires. Mi padre es ingeniero civil, mi madre un ama de casa que le gustaba mucho la escultura. Mandaban a sus dos hijas, desde muy chiquitas, a clases de danza en el barrio. Yo empecé a tomar clases e intervenía en casi todos los espectáculos del jardín y de la primaria. Una vez tuve que bailar y me olvidé la coreografía. Entonces me puse a improvisar, cosa que a mí me gustaba muchísimo y recibí un gran reto de mi maestra de danza, motivo por el cual dejé todo tipo de clases. Después de ese reto no quise saber más nada de la danza. Mi hermana siguió, la llevaban al COLLEGIUM MUSICUM, algo muy tradicional; en mi caso no quise hacer nada más Mi padre, amante de la pintura, casi todos los sábados nos llevaba a ver exposiciones de cuadros. Siento que él me dio una gran formación artística Desde muy chiquita fui a ver artes plásticas y eso fue asentándose en mí. Me mandaron a tomar clases de pintura, cosa que seguí durante mucho tiempo. Hice mi escuela primaria, empecé mi secundaria, y muy cerca de mi adolescencia tenía ganas de hacer algo distinto. Entonces le pedí a mi mamá que me llevase a algún lugar para trabajar con el cuerpo, y fui a hacer expresión corporal con María Fux. Ese fue mi primer contacto, después de aquella pelea, con el trabajo corporal. Comencé a tomar clases con María y, paralelamente, organizaba todo tipo de actos en la escuela. Me acuerdo que vino una delegación de Panamá e hice mi primer boceto de coreografía con la Misa Criolla. Me exceptuaban en las clases y yo me la pasaba en el teatro, mejor dicho, en una especie de salón de actos, que para mí tenía la magia de un teatro.

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Yo iba a la Escuela Normal N° 6, que en un momento dado se convirtió en una escuela piloto, y yo terminé siendo bachiller físico matemático; o sea, nada que ver. Buena parte de mi tiempo me la pasaba en el salón de actos. Así organicé durante dos años seguidos distintas representaciones. Bueno, igual las matemáticas me gustaban y no me venía mal un pensamiento abstracto. Ya para entonces estaba metida en la expresión corporal, pero sentía que cuando me decían: "Volá como un pájaro", me caía, porque no tenía la musculatura formada para hacer eso. Entonces resolví empezar a estudiar nuevamente danza, y ahí empecé a estudiar fuerte. Hacía clásico y contemporáneo todos los días. Dos clases diarias con muchísima disciplina. El primer estudio que pisé fue el de Ana Kamien, un estudio muy bello que había en la calle Balcarce, de unas dimensiones increíbles. Me acuerdo que fui a hablar con ella y cuando iba camino a probar mi primera clase, tomé un colectivo y me perdí. Así que decidí cambiar de maestra porque me resultaba muy lejos. Y fui al estudio de Olga Kirowa, donde daba clases Graciela Luciani, quien entonces era un nombre bastante importante en Buenos Aires. Empecé con Graciela Luciani y fui a ver un espectáculo de ella en el TEATRO PAYRÓ porque allí se hacían ciclos de danza. Después me metí a hacer clásico con una profesora que me habían recomendado en el estudio, Clotilde Freyre. Y ya a partir de ahí tomé muchísimas clases en ese estudio. Tomé clases con Gustavo Mollajoli, con un montón de personas que daban clásico ahí, y contemporáneo siempre con Graciela. En ese tiempo ocurrían muchísimos eventos culturales. Por ejemplo estaba el DI TELLA, muy de moda. La veía a Susana Zimmermann, a Iris Scaccheri y a María Fux que también hacía sus espectáculos y trabajos de Oscar Aráiz. También estaban las funciones de AMIGOS DE LA DANZA en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Había un ciclo muy importante que se llamaba Danza Confrontación, que organizaba Juan Falzone y se hacía en el CENTRO CULTURAL SAN MARTÍN con multitudinaria presencia de público. Ahí empecé a ocuparme muchísimo

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de la danza. Un día, fui a ver un espectáculo en el TEATRO CERVANTES, era Romeo y Julieta de Oscar Aráiz. Me acuerdo que Freddy Romero cruzaba el escenario con tres saltos y yo dije: "Quiero tomar clases con este hombre." Lo busqué en la guía, encontré que Freddy daba clases y fui a tomar clases con él en lo de Olga Ferri. Para entonces Freddy no estaba de manera estable en Buenos Aires, sino que trabajaba con Alvin Ailey, y cada tanto venía y daba unos cursos. Después Graciela Luciani, que había sido mi maestra, me convocó para hacer un trabajo en Avellaneda, en el TEATRO ROMA. Iba todos los martes y jueves a las nueve de la mañana. Tomaba el colectivo N° 10. No sé cuanto tardaba ese colectivo de ida y de vuelta, pero siempre me quedaba dormida. Durante un año íbamos todos los martes y jueves, improvisábamos y supuestamente íbamos a hacer algún espectáculo que jamás hice porque al concretarse yo ya estaba en otro trabajo. Allí participaba Jorge Ferrari, el vestuarista, porque él también hacía danza. Seguí tomando clases en muchos estudios y un día me encontré con un divino, un bailarín que se llamaba Daniel Angrisani. Con él compartíamos bastantes clases, y una vez me dijo: "¿Por qué no venís que hay una prueba con Oscar Aráiz?” Esto fue en el año setenta y tres. La prueba era para hacer Trescientos millones, en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Oscar tenía para entonces una escuela para varones y estaba haciendo Aráiz on the rock en el TEATRO ODEÓN. Tenía que hacer Trescientos millones y necesitaba bailarines, porque sus bailarines estaban en el ODEÓN. Me presenté a la audición y allí encontré gente que yo la tenía como muy superior a mí. Me tomó, y para mí fue algo increíble. Este fue mi primer trabajo profesional. Recuerdo que en la audición había una compañera a quien yo veía en las clases de Freddy, que me parecía fantástica y no entró. Me sentí con muchísima culpa y le compré un chocolate. Los que integrábamos ese elenco éramos Lisu Brodsky, Silvia Bolster, Susana Nova, Guillermo Arrigone, que está bailando en

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Alemania, un coreógrafo que está ahora en Brasil, Luis Arrieta, Eleonora Deller y otros que no recuerdo. De ahí en más trabajé en danza sin parar. Seguía tomando clases con Freddy, con Enrique Lommi, con Gloria Kazda, con Gustavo Mollajoli. También hice un curso con Renate Schottelius. Ella le daba clases a la compañía que dirigía Oscar. Esa compañía de Aráiz trabajó en los teatros ODEÓN, CERVANTES y COLISEO. Veía muchísima danza. También se hacían distintas funciones en el TEATRO DEL LAGO. Allí conocí a Ana Itelman como coreógrafa. De quienes tomábamos cursos en aquella época, recuerdo a Cristina Barnils, Susana Tambutti, Margarita Bali, Bettina Bellomo, Betty Baz. En ese momento surge un primer trabajo conjunto de Margarita con Susana, el famoso Climas sónicos. En algún sentido éramos todas compañeras. Después Ana María Stekelman comenzó a dar clases y yo empecé a concurrir como alumna. Desde el año setenta y tres estuve con distintos coreógrafos, como Juan Falzone, quien en ese momento tenía bastante renombre. Con Juan hicimos una obra que se llamaba La inmortal Celestina. Bueno, así fue como año tras año, me fui insertando en el mundo de la danza. También tomaba clases de teatro con Beatriz Matar. Nunca pensé que iba a ser actriz, sino que me interesaba el tema de la interpretación. Paralelamente estudiaba psicología. Mientras tanto iba haciendo pruebas como bailarina y trabajaba de eso. De todas las clases que tomaba, las de Freddy fueron muy importantes, sobre todo por lo que me enseñó de la técnica de Martha Graham y el estilo de Alvin Ailey. Hacia el setenta y siete, Oscar Aráiz hacía trabajos para Alpargatas. Tenía una coreografía que se llamaba Beat Suite que esa firma grabó para una publicidad. Pero Oscar se fue y la llamaron a Ana Itelman. Es ella quien se queda haciendo el trabajo de Alpargatas y convoca a una audición donde quedo seleccionada. Integrábamos el elenco Elena Orfila, Susana Nova, una bailarina colombiana y yo. Allí la conozco a Ana y ella me

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pide que dé clases en su estudio. Para entonces ella tenía el estudio montado de esta manera: ella daba clases de improvisación y otro docente daba clases de técnica. Después, un pequeño grupo le pedimos que nos dé clases de composición. En ese grupo estábamos Lisu Brodsky, Ethel Bendersky, Graciela Concado, Sandro Nunziata y yo, entre otros. Para ese entonces Ana no daba composición. Ella daba improvisación y dinámica del movimiento. Esto no duró mucho. Como buen grupo cerrado tuvo corta vida. Para entonces, fines de los setenta, se arma nuevamente la compañía de BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN. En esa época había muchos grupos de danza independiente. Estaba el grupo de Adriana Coll, donde yo también bailaba, con Liliana Toccacelli y Mónica Fracchia; estaba el grupo de Ana Kamien, y también NUCLEODANZA. Ana María Stekelman, quien es la designada para armar esta compañía, toma algunos bailarines de estos grupos independientes, tal el caso de Liliana Toccacelli, Mónica Fracchia, Margarita Bali, Ana Deutsch, Liliana Sujoy, etc. Para entonces no existía el Taller de Danza del TEATRO SAN MARTÍN, sino que se comenzó a armar en esa época. Para ese entonces yo decido ir a estudiar a Estados Unidos. Yo seguía trabajando, dando clases en lo de Ana Itelman. Lo de dar clases fue algo muy fuerte durante toda mi vida. También trabajé con Doris Petroni para un espectáculo de Antonio Gasalla. Allí estaba también Alejandro Cervera. Me acuerdo que Alejandro me tomaba las lecciones de psicología. Recuerdo que sábados y domingos nos íbamos de gira, y era la única que se volvía en ómnibus de noche, porque los días lunes tenía facultad. Beatriz Matar me ofreció un papel en una obra que se llamaba Los pájaros y no acepté porque para entonces yo quería bailar y hacer danza "pura", así, entre comillas. También en aquel momento bailaba con Paulina Ossona. Recuerdo que tuve un rol que en otra época hacía Ana María Stekelman. Con Paulina me queda siempre un gran afecto porque es una persona muy importante dentro de la danza. Pero yo estaba muy interesada en la técnica de Martha Graham y por eso me fui a Nueva York.

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Viajé a través de la escuela de Martha Graham y viví allí casi un año y medio. En esa escuela tomaba clases todos los días. Y también tomaba clases en lo de Ailey, y muchísimo clásico. Para mí, en ese momento, lo más importante era entrenarme como bailarina. La escuela de Martha Graham te nivela mucho. Tuve una maestra alemana que daba clase los martes y jueves. Era ella quien me iba a pasar de nivel. Pero los lunes, miércoles y viernes teníamos otra maestra. Esto da muchísima agilidad mental porque uno no sabe con quién va tener clase. Por un lado se tenía la idea de lo que significaba un maestro como persona conductora que se hace cargo de tu proceso y, por otro lado, la variedad. La variedad dentro de una misma técnica. Un día yo estaba espiando una clase de nivel superior y me crucé a Martha Graham, así, en vivo, tal cual se la ve, toda de negro, con su rodete, y me dijo: "Señorita, ¿usted no sabe que no se puede ver una clase?" Creo que me morí. No podía ni decirle que venía de Sudamérica y que para mí era muy importante; pero, bueno, quedé pasmada con esa imagen. Haber estado allí fue muy importante porque fue tener muy claro lo que uno veía o escuchaba desde acá. Era como tener la historia viviente. En un momento dado empecé a sentir que quería probar otras cosas, y una persona me aconsejo la escuela de Louis Falco. En ese entonces Louis Falco era el partenaire de Jennifer Müller. Y ahí fue mi primer acercamiento con un estilo un poco menos rígido que la técnica de Graham. Empecé a hacer este nuevo estilo. También hice un pequeño curso con Cunningham, pero nunca me sentí bien en esa técnica. Después de todo eso –incluso llegué a hacer un trabajo, a bailar con una compañera de la escuela de Martha–, empecé a sentir que Estados Unidos era fantástico, pero que había algo que no se podía hacer ahí. Que era un buen lugar para ir a aprender, un muy buen lugar para ir a conocer, para ir a ver cosas, muy estimulante, pero no era mi lugar. Entonces decidí volver. Esto fue en el ochenta.

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Cuando vuelvo empiezo a tomar clases con Nenúfar Fleitas. Me ocupo mucho de hacer barre á terre y clásico. Me invitan a dar clases en distintos estudios. Doy clases allí y en el estudio de Adriana Coll, que lo tenía junto con Vivian Luz, en la calle Vicente López. Me llama para bailar nuevamente Paulina Ossona, pero yo estaba buscando algo distinto. Entonces le digo a Paulina que no, y empiezo a trabajar con Silvia Vladimivsky, quien era compañera de las clases de Nenúfar Fleitas. Estuve en uno de los primeros trabajos de Silvia, en un ciclo que hizo el CONSEJO ARGENTINO DE LA DANZA en el TEATRO ALVEAR. Luego ella crea lo que se llamó Teatro Fantástico, en el que hacíamos una mezcla de danza, teatro y mimo. Éramos un montón, muchísima gente que ahora está haciendo cosas. Estaba “la Pepa”, como le decíamos a María José Gabín, la colorada de las GAMBAS AL AJILLO, Olkar Ramírez, Nora Constantino, Marita Picasso y un montón de gente. Armamos un grupo con el cual empezamos a tener bastante trabajo en Buenos Aires, de una manera muy independiente. En el año ochenta y dos, abro mi propio estudio, justo con el comienzo de la guerra de las Malvinas, el dos de abril del año 1982. Nenúfar que tenía su propio estudio, tenía muchísimo trabajo con barre á terre y muchísimos alumnos, como Liliana Cepeda, Martín Miranda y Rubén Celiberti. Ella viene con toda su gente a mi estudio porque cierra el suyo. Para las clases de moderno convoco a Ana María Stekelman. Empiezo ahí a dirigir mi propio estudio y sigo bailando con Silvia mucho tiempo. Intervinimos en TEATRO ABIERTO. Había un espacio en TEATRO ABIERTO que se llamaba Experimental. Y allí hubo un trabajo de Silvia, y también un trabajo de Carlos Veiga, quien también, en ese momento, hacía danza experimental. Luego se hizo un ciclo de apoyo a TEATRO ABIERTO con las mejores obras y queda la de Silvia que se llamaba El barco. Todo esto era en el MARGARITA XIRGU, haciendo incluso dos funciones los días sábado. Por ser danza experimental, tener dos funciones los días sábado y con el teatro colmado, creo que fue un evento único.

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Paralelamente empiezo, nuevamente, a tomar clases de composición con Ana Itelman. Con Silvia habíamos estado en un evento, en el TEATRO DEL PICADERO, que se llamaba Tres coreógrafas, con mucha repercusión de público. Las tres coreógrafas eran Ethel Bendersky, Mariana Schusterman y Silvia Vladimivsky. Esto se hizo dos años seguidos en el PICADERO e iba un montón de gente. Después de eso tratamos de reciclar esta idea de Tres coreógrafas y nos juntamos Silvia, Alba Ferreti y yo. Las coreografías las hacía siempre Silvia. Hasta ese momento yo no había hecho ninguna coreografía en mi vida. Recién empezaba a tomar clases de composición con Ana Itelman, y empecé a probar cosas de las clases de Ana con bailarines de afuera. Se me ocurrió empezar a trabajar algo con la misma gente con la cual trabajaba con Silvia y armamos un primer trabajo que se llamó La espera encantada. Lo presentamos en el TEATRO CATALINAS. Empiezo a hacer ese trabajo y me gustó muchísimo. Para entonces tenía gran cantidad de alumnos, eran casi setenta, o sea que era una maestra muy de moda. Una alumna, la actriz Alicia Zanca, me invita a que haga un trabajo. Me pide que le monte una pequeña coreografía y ahí hago Los compadritos que era de Tito Cossa, con la dirección de Villanueva Cosse y Roberto Castro, quien finalmente terminó siendo mi marido. Hice los tres años de composición con Ana Itelman y también empecé a hacer su curso de máscara, uno de danza-teatro, y otra serie de cursos. Me invitan a hacer un trabajo en una obra teatral que se llamó Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, de Fassbinder, donde yo interpreté a Marlene, un personaje mudo. Trabajé como actriz pero el papel tenía partes bailadas. Fue una experiencia fantástica. Se estrenó en el TEATRO CATALINAS. Empecé a meterme en esta tarea de inventar cosas y el papel de Marlene, que lo hice muchas veces, fue lo último que hice como bailarina, pisando un escenario ya que había empezado a sentir un gran placer en armar cosas, y ver las cosas que armaba. 

Ubicado en el actual pasaje Enrique Santos Discépolo, entre Corrientes y Callao. 269

En el año ochenta y seis viajo nuevamente a Estados Unidos y a Francia. Vuelvo y hago una obra que se llamó Buscando el uno, que lo estrené en el CENTRO CULTURAL RECOLETA y luego lo hice en el TEATRO ALVEAR. Los bailarines usaban unos pantalones y unos sacos de personas gigantes, donde la idea era el diálogo entre las piernas y los torsos. Yo quería trabajar en el TEATRO CERVANTES. Entonces le muestro a la directora del departamento de danza, Susana Zimmermann, Buscando el uno en vivo, porque no había video. Después de un tiempo Susana me invita a hacer un trabajo que era para el TEATRO COLISEO. Era de música electroacústica y danza. Me dijo que había tres músicas, que eligiera una e hiciera una obra. Yo le pregunté cuánto tiempo tenía y me contestó que un mes. Dije: "Bueno, ¿cuál es la música más cortita?", y me dieron la música más cortita. Cuando la escuché dije: "Dios, ¿qué hago?" Y ahí se me ocurre la famosa obra mía que fue Reverberancias, la de las velas. Porque para bajar ese clima metálico que tenía la música, se me ocurre empezar a explorar un elemento muy noble, muy cálido, como el fuego. En esa obra usé una de las pautas de las clases de Ana Itelman que eran visiones, distancias próximas, distantes y propias. Y armo todo el trabajo. Claro que yo hago todo el trabajo para el TEATRO COLISEO y a Ana no le digo nada. Cuando un día ella pide el ejercicio de visiones, yo no lo tenía, porque estaba trabajando a full para mi obra. Entonces le pido si me deja traer bailarines de afuera y me dice que sí. Llegado el día, apago la luz, prendo las velas y hago el trabajo. Me acuerdo que Ana se cayó de culo, sacó sus anteojos y me dijo: "Esto es algo más que un ejercicio, yo lo quiero ver aparte." Entonces lo ve y lo empieza a controlar. Que acá, que allá, qué se yo, se hace como mucho cargo de esa obra. La presento en el TEATRO COLISEO y fue de terror porque yo dije que iba a prender velas y me dijeron: no, no, no, y después sí, sí, sí, y cuando prendí las cincuenta velas se me vinieron todos encima; era bastante complicado. Finalmente como alguien me había dicho que sí, accedieron. En vez de hacerlo con cincuenta velas,

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negociamos un número menor. Ana Itelman, que se sentía como muy madraza de esta obra, vino al ensayo. Es el día de hoy que la veo entrar a la colorada –como le decían–, para ver cuánto de refuerzo de luz le iba a poner a esa obra. Ana me dijo que insista con el espacio que se generó en esa coreografía, y que la siga trabajando; que siga usando esa idea de otra manera. Y así es como finalmente convoco al músico Gabriel Valverde y le digo que yo quería ampliar la obra, con una suerte de nuevos tríos, dúos y solos. Y así sigo trabajando hasta que, en el año ochenta y siete, estreno Reverberancias, como una de las obras que a mí me cambió, giró totalmente mi trabajo en positivo. Empecé a trabajar desde otro lugar, yo sentí que en todas mis obras anteriores, de alguna manera, estaba muy pegada a lo que yo hacía como intérprete. Y es en esta obra que siento un cambio. Ahí empecé a trabajar “yo”, realmente. No seguir imitando las formas del intérprete, lo que uno a veces hace cuando está bailando mucho tiempo en distintos grupos; sino que empecé a encontrar un método de trabajo. Ya había terminado mis cursos de composición con Itelman, había hecho el seminario en máscara, de danza-teatro y todas esas cosas que Ana siempre inventaba para que sigas siendo su alumno. Había empezado a trabajar Reverberancias con Florencia Tacchetti, pero luego ella se fue afuera, y sentí que había perdido algo muy importante. Me sentía como si me hubieran dado un tacazo, estaba medio paralizada. Fue Ana quien programó la obra para una muestra de su curso y me obligó, de alguna manera, a que yo buscase otra intérprete. La busco, la encuentro y repongo la obra. Ahí, creo, que fue uno de los primeros momentos en que entendí algo del oficio. De esto que tiene que ver con desprenderse del intérprete y que tu obra siga estando. Al principio, intérprete y obra estaban muy pegadas, y ese fue el primer momento en que volví a ver mi obra bailada por otro. Empecé a entender que la obra existe más allá del intérprete; cosa que todo el mundo sabe, pero que hay que vivirlo.

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Con esta obra se reabre el TEATRO MARGARITA XIRGU, que estaba cerrado para entonces. Fue en el año ochenta y siete, con luz de velas y los chicos desnudos. Fue una coreografía que yo sentí que me insertó en el medio desde otro lugar. Una obra muy importante para mí. En el año ochenta y ocho estrené todo un programa nuevo en el TEATRO CERVANTES, donde ya me encantó trabajar con músicos que me hicieran las músicas especialmente para mis obras. Después, ese mismo año, hago otras dos obras nuevas que se llamaron Tres en un tiempo, con música de Ricardo Dal Farra y Ningún lugar es el lugar con música de Alejandro Cervera. Posteriormente me llamó Daniel Suárez Marzal para que ideara la coreografía de La Traviata que se montó en el Parque Centenario. Allí se hizo un ciclo muy famoso llamado DANZA VIVA. Luego se hace la BIENAL DE ARTE JOVEN y yo estoy ahí como un grupo invitado. En el año noventa me presento con Reverberancias en un festival en Ecuador. Fue otra experiencia fantástica. Yo estaba asustadísima porque tenía miedo que la obra fuera muy hermética. El evento fue tan impresionante que la gente hacía cola y si llegabas tarde, no podías entrar. Como era gratis, todo el mundo quería verlo. A mí jamás me había pasado semejante convocatoria para ver danza. La obra encantó ya que los ecuatorianos le dieron una connotación mística con relación al fuego. Bueno, a partir de ahí comienza esto de salir a trabajar fuera del país. Finalmente me invitan a llevar todo mi espectáculo a Ecuador. Vuelvo a ir, pero ya no a un festival, sino a montar todo un espectáculo. Luego me invitan dos veces más, a montar algo a la COMPAÑÍA NACIONAL DE QUITO. La segunda vez que voy, inauguran un lugar muy grande, enorme, una fábrica. Hacen una retrospectiva de afiches, y resulta que Ana Itelman había ido a la misma compañía, y había montado una coreografía que se llamaba Prohibido no pasar. Así que fue súper emocionante cuando vi ese cartel y pensé que ella había sido mi maestra. Finalmente me traje el afiche de Ana porque había estado en la misma compañía que yo.

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Después de estas dos veces, la directora de la compañía sabía que la iba a tener que dejar, por cambios políticos, y me invita a que yo me haga cargo. Yo le digo que no porque no tenía demasiado en claro irme a vivir a otro lugar. Entonces vuelvo, y ya para entonces había fallecido Ana Itelman. Sigo siempre trabajando, haciendo mis propios trabajos, mi propia autogestión, mi propia producción. Presento mis obras en los ciclos que había en el TEATRO ALVEAR, en el Parque Centenario, en el TEATRO CERVANTES. Después de eso, trabajo sobre una obra que ya había empezado en Ecuador, que ahí se llamaba Insinuando una historia y que aquí se llamó El escote. En realidad todo esto surge incluso antes de Ecuador. Yo empiezo a investigar sobre lo que se ve y no se ve y hago Fragmento de lo oculto, donde está la idea del ocultamiento y la fragmentación de los cuerpos. En esta obra hay un personaje que nosotros llamamos la descabezada y yo me quedo con esta historia. Sigo con este personaje y hago El escote, siempre con la idea de trabajar sobre lo oculto y la sensualidad. Esta ha sido una obra que también ha tenido buena leche, digamos. Gana el premio Bienarte en Córdoba, después la ven en México, en España, en Italia y finalmente la llevan al FESTIVAL DE CÁDIZ. Recibo premios internacionales. Todo a partir de aquel viaje que hice a México, un viaje costosísimo porque no conseguía los pasajes; pero la FUNDACIÓN ANTORCHAS me dio una parte. En México me había presentado en un evento que se llamaba MERCADO DE LAS ARTES, y allí había un montón de productores que consigo que vengan a verla, y me invitaron a distintos países. En el noventa y cuatro me llaman de la dirección del BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO SAN MARTÍN para que monte algo. Yo estaba embarazada. Tuve a mi hija el doce de febrero y el primero de marzo ya estaba trabajando con la compañía. Un poco por el tema del embarazo y porque, aparte, venía Jennifer Müller y estaban los horarios muy ocupados, ellos eligen hacer Reverberancias, o sea, una obra ya hecha. En junio viajo a

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Italia y en agosto a México; todo esto con una nena de cuatro años y un bebé de tres meses colgado de la teta. Así que íbamos todos de viaje. Después hago Cuatro paredes de John Cage para el TEATRO COLÓN, que también fue algo que adoré hacer. Realmente para mí fue muy importante porque trabajé como una régie, o sea, más allá de la coreografía. Me ocupaba de la cantante, por dónde entraba, qué hacía cuando cantaba, qué no hacía, dónde estaba la pianista, cómo tocaba. En diciembre del noventa y cuatro nos vamos a Costa Rica. Ahí paro un poco porque fue un año un poco traqueteado para mí; y en el noventa y cinco resuelvo quedarme tranquila y armar otros dos nuevos proyectos, Cuerpos en juego y Todo a medias. Esta última había sido una obra que yo había empezado a trabajar con Liliana Toccacelli en el año noventa y tres. A todo esto yo siempre me presentaba a las becas de la FUNDACIÓN ANTORCHAS y nunca ganaba. Por eso, creo que le debo a esa Fundación la mayor parte de mis obras, porque me incentivaba a crear, o sea, le debo Fragmento de lo oculto, le debo El escote, le debo Todo a medias, le debo lo de John Cage; todas estas obras han sido obras que yo presenté en ANTORCHAS y no me iba bien, pero era como un incentivo para armar nuevos trabajos. Aparte cuando yo empiezo algo lo termino de cualquier manera. Pero como todo tiene un final feliz, finalmente gané la beca de la FUNDACIÓN ANTORCHAS. 12 de mayo de 1996

Roxana Grinstein continúa su tarea como coreógrafa, habiendo estrenado numerosas obras. Ha realizado coreografías para óperas en el TEATRO COLÓN. Asimismo es docente de composición en el Departamento de Artes del Movimiento “María Ruanova” del INSTITUTO UNIVERSITARIO NACIONAL DEL ARTE y es la actual directora de la Compañía de Danza de ese Departamento. Es la propietaria de EL PORTÓN DE SÁNCHEZ, uno de los teatros independientes donde se estrenan muchas de las obras de danza.

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DIANA THEOCHARIDIS

Las elecciones no siempre tienen comienzos precisos y motivos exactos. No sé cuándo ni por qué empecé a bailar. Si sé, en cambio, que desde el comienzo y hasta ahora la danza estuvo entrelazada con otras disciplinas. Más allá de unos estudios aparentemente circunstanciales, a los ocho o nueve años, la época en la que comencé a estudiar danza fue al final de la secundaria. Luego de unos años ingresé al Taller del TEATRO SAN MARTÍN al mismo tiempo que estudiaba en la Universidad. El taller lo cursé a la vez que la carrera de psicología. Y en esa misma época la coreografía empezó a interesarme. Nací en Buenos Aires, soy argentina pero, para muchos –y muchas veces para mí también– soy “la griega”. Un apellido, pero también padre y familia extranjeros, comidas, costumbres, refranes, maneras de ver el mundo, hacen que uno, sin saber exactamente quién es, sea exactamente quien es. Mi madre, por otra parte, es de origen judío. Allí hay también, entonces, una mezcla y un entrelazamiento. La pasión más fuerte, durante la infancia y la adolescencia, había sido la música. Había empezado a estudiar piano a los ocho años y me dediqué a tocar ese instrumento. Estudié música hasta más o menos los quince años –más tarde retomé los estudios teóricos de música con Sergio Hualpa y, más adelante, en el IRCAM de París–, hasta que, misteriosamente, tampoco sé por qué, a los dieciséis, diecisiete, decidí volver a hacer clases de danza. Era algo que tenía pendiente. Yo lo sabía, y todos los años decía que iba a volver, iba a empezar, pero por algún motivo no lo hacía. Entonces empecé a tomar clases de ballet en el estudio de Mura Astrova hasta que terminé la secundaria y tuve mucho más tiempo; entonces decidí tomar clases de danza contemporánea. Tomé clases de técnica Graham con Carlos Fabris y de ballet con Margarita Terragno, con quien estudié más de quince años. Y así, de repente, desde que volví a retomar los estudios de 275

danza, con un bache muy importante en el cual hice música, empecé a tomar clases casi todos los días. Digamos que no estaba en mis planes ser bailarina. No estaba en mis planes y esto me empezó a preocupar muchísimo porque justamente yo había terminado la secundaria y mi idea era estudiar filosofía y seguir con la música. Ingresé a la FACULTAD DE

FILOSOFÍA Y LETRAS y cursé estudios de filosofía durante tres años. Luego me pasé a la

carrera de Psicología. Era una disociación bastante importante porque mi cabeza estaba en ese momento en la danza. Estuve oscilando bastante, hasta que a los veintidós años, entré al TALLER DEL

SAN MARTÍN que estaba dirigido en ese entonces por Ana María Stekelman. Allí tuve

la suerte de tener muy buenos maestros, especialmente Ana Itelman y Renate Schottelius, con las cuales, además, tuve vínculos muy fuertes y que perduraron durante muchos años. Hice el Taller y la carrera de Psicología a la vez. O sea que todavía estaba compartiendo dos actividades que me insumían mucha energía. Fue una época muy estimulante y muy intensa. En esa época también comencé a interesarme por la coreografía a partir de las clases de composición y de los trabajos de coreografía que hacíamos los alumnos en el marco de esas clases. El grupo de compañeros era un grupo muy especial. Éramos doce personas y a todos nos interesaba componer. Los trabajos de composición eran una cosa muy seria. Nos reuníamos varias veces por semana y se trabajaba mucho. Los tres años de composición fueron con Ana Itelman. Si bien supongo que la expectativa de los alumnos del Taller era entrar al Ballet, yo no estaba tan segura de eso, no sé, quizás porque yo era sapo de otro pozo. O sea, para mí, fue bastante extraño compartir mi vida con bailarines, porque era gente muy distinta a la que yo estaba acostumbrada. Entonces me costaba entrar en ciertos códigos, no digo que no me gustara, pero me resultaba extraño. Había algo que me molestaba profundamente: una cierta actitud o pose en contra de lo intelectual. Yo no me considero

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una intelectual, porque para mí es una palabra bastante seria, quiero decir que hay grandes intelectuales, pero de todas formas para mí estudiar filosofía o psicoanálisis fue una gran pasión. Era una gran pasión por entender determinadas cosas. También había una costumbre de hablar, en cierta forma, de un modo infantil, yo no entendía demasiado, estaba acostumbrada a otra forma. Cuando entré en la carrera de Filosofía tenía diecisiete años y mis compañeros tenían de treinta para arriba. Entonces estaba acostumbrada a estar con gente mayor y a hacerme la grande, no a hacerme la chiquita. Y otra cosa era que había una especie de fascinación por todo lo que tiene que ver con lo imaginario, con la imagen. Eso me llamaba la atención, como una especie de imperio de la imagen; era muy difícil de romper esa fascinación. En cuanto a pasar al Ballet, mi año fue un año muy raro. Porque creo que al Ballet habrá pasado una sola persona, Alejandra Díaz. Pero hubo varias personas que estuvieron cerca de entrar o tomaron clases. Pero fue un año realmente maravilloso; esto dicho por los mismos maestros que todavía lo deben recordar. Fue uno de los mejores años, si no fue el mejor. Gente realmente muy creativa. Quizás fue coyuntural que en ese momento no hubiera vacantes en la compañía. No sé por qué motivo no entraron más, pero realmente las muestras de fin de año eran impresionantes. A mí me gustaba mucho cómo trabajaban mis compañeros. Apenas terminé el Taller, que coincidió con que también me había recibido en la universidad, me fui a Europa. Estuve viviendo un año y medio entre Italia y Francia. Seguí estudiando allá y ahí creo, recién en ese momento, ya estando recibida y habiendo terminado el Taller, fue cuando decidí que no iba a ejercer jamás la profesión de psicóloga, ni iba a estudiar más filosofía. Me costó mucho llegar a eso. En Francia conocí a Alwin Nikolais, que estaba dando un seminario que tuvo una gran influencia sobre mí. También tomé clases con Carolyn Carlson entre otros maestros.

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El tiempo que pasé en Italia fue una época muy buena. Estudié con Elsa Piperno y tomé varios seminarios con gente que venía a Roma, como por ejemplo Malou Airaudo, de la compañía de Pina Bausch. Pero sobre todo, lo que me pasó, que creo que fue una de las cosas que más me marcó artísticamente, fue que conocí a un compositor, que en ese momento tendría alrededor de ochenta años, que se llamaba Giacinto Scelsi. Él fue uno de los compositores más importantes de Italia. Nos juntábamos muchas veces en su casa con otros artistas y él nos hablaba. Yo lo considero mi maestro aunque no fui su alumna. Fue, además de mi trabajo, lo más importante que me pasó en Roma. Allí presenté mis primeros trabajos en festivales de verano como la RASSEGNA DI DANZA CONTEMPORANE E NUOVE TENDENZE. Volví en 1987 y me dediqué seriamente a componer. Empecé a estudiar armonía y análisis musical con Sergio Hualpa. Ahora los estudios de música estaban claramente orientados hacia la coreografía. Comencé a hacer creaciones que involucraban un número mayor de gente que colaboraba conmigo. Al poco tiempo de haber vuelto, me llamaron Ana Itelman y Renate Schottelius para co-organizar el ciclo OTRAS DANZAS, un ciclo de danza independiente que se hacía en espacios no convencionales en el CENTRO CULTURAL RECOLETA. Me habían invitado anteriormente como coreógrafa y bailarina para componer una obra en una escalera rodeada de vidrios que se encuentra en un patio de ese centro cultural. Hice dos cosas en esa escalera: un trabajo junto a Susana Szperling con música de Stockhausen y un trabajo que a Ana Itelman le encantaba, que yo había hecho cuando estaba en el primer año del Taller. Fue mi primer trabajo de composición y Ana siempre que podía lo ponía por todos lados. Era un solo con música de Ravel. Ya lo había presentado en Italia apenas salí del Taller. También comencé a componer unas obras breves sobre piezas de Giacinto Scelsi. Todas estas obras sueltas empezaron a conformar una unidad y surgió la oportunidad de

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hacer un programa entero. Entonces hice un programa entero en el C. C. RECOLETA, y después en el MARGARITA XIRGU. Para este último convoqué a más gente. Algunos habían sido compañeros míos del Taller, entonces era gente que ya conocía. Otros eran compañeros de algún curso que yo tomaba. Por esa época, Sergio Hualpa tenía un conjunto, un ensemble de música contemporánea, realmente buenísimo. Como yo tenía una muy buena relación con ellos, empezamos estudiando y terminamos trabajando. Entonces decidimos formar un grupo, una compañía que desde entonces se llama ESPACIO CONTEMPORÁNEO, que es una compañía de músicos y de bailarines. Hicimos varios espectáculos juntos, uno de los cuales fue una de las cosas más importantes que yo hice en mi vida. Lo hicimos en el TEATRO CERVANTES, con todo el grupo de Hualpa, más músicos invitados. Eran como quince músicos y nosotros, ocho bailarines. Trabajamos un año para eso, fue en el año 1989. Después presentamos otros programas con música contemporánea, en general con obras de autores argentinos. Cuando Hualpa falleció, me costó mucho hacer funciones con cinta grabada. La relación en un espectáculo o, incluso, cuando uno está trabajando, con un sonido que sale de un CD, es totalmente distinta a un sonido en vivo. Mi idea era recuperar el sonido, no como algo externo al movimiento, sino la presencia material del sonido mientras estábamos bailando; eso era muy importante. Mientras tanto, yo seguía tomando clases de composición y de técnica con Renate Schottelius, de clásico con Margarita Terragno y de contemporáneo con Juan Carlos Bellini. A partir de un concierto en Buenos Aires, se creó una buena relación con un ensemble de música contemporánea italiano, con el cual descubrimos que teníamos muchísimos puntos en común. Este grupo italiano se interesó mucho en nuestro trabajo y, producto de esa relación, seguimos yendo al FESTIVAL INTERNACIONAL DE MÚSICA CONTEMPORÁNEA en Torino. El tema, para mí, sigue siendo trabajar con un conjunto que

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está produciendo, no sólo que esté haciendo conciertos, así tenemos la posibilidad de estrenar obras en primera audición y de música que está muy fresquita, muy nueva. Con este ensemble italiano trabajamos mucho. No nos veíamos tanto, pero intercambiábamos material, partituras, videos y cassettes. En el 90 armamos un espectáculo en el TEATRO CERVANTES. Fue una época de un nivel de trabajo y de producción impresionante. Yo en esa época producía tres, cuatro obras al año. Con ANTIDOGMA MÚSICA, hicimos una obra que se llama Urania. Además hicimos otras dos obras de Scelsi: Ko-Lho y Ko-Tha, esta última con una guitarra trabajada como percusión; eran trabajos muy lindos de hacer. También en la misma obra hay variaciones de dos, tres minutos. Entonces es fantástico porque se abre completamente otra parte del cuerpo. Yo hasta puedo tener esa relación con una grabación, porque lo vivo de otra forma. Con ANTIDOGMA MÚSICA presentamos un programa de danza, música y video en el TEATRO CARIGNANO de Torino y otro programa en Saluzzo y Manta años después con música de compositores italianos. A partir del trabajo tanto con el grupo de bailarines como cuando colaboramos con los músicos, puedo decir que no me siento sola trabajando y que ni siquiera pienso que soy el centro de ese trabajo. Quizás soy la que genero los proyectos o la que imprimo una cierta dirección. Pero trabajo en equipo; trabajo en equipo con las luces, trabajo en equipo con la música y trabajo en equipo con los bailarines. Para mí siempre hay un espacio para los músicos. Siempre, cuando hago un espectáculo, pienso que lo voy a hacer con músicos en escena. Ese proyecto, que existe como tal a partir de que se llamó ESPACIO CONTEMPORÁNEO, terminó siendo una de las compañías más estables de Buenos Aires. Laura Goyechea, una excelente bailarina, estaba conmigo desde los primeros espectáculos, además de Elisabeth Westberg y Fabián Péez. Y después, claro, nuevos integrantes. En 1992 llamé a

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una audición y en ese momento entró toda una nueva camada: Florencia Tacchetti, Teresa Del Río, Jorge Solís, Eleonora Castelli, Ana Garat, y otros. Después de esa experiencia con ANTIDOGMA MÚSICA, estrené una obra que Sergio Hualpa había compuesto para mí. No sé si exactamente así como lo digo, pero mientras la componía me la iba contando y yo sabía que era una situación transferencial conmigo. O sea que así como yo la tuve con él, creo que él la tuvo conmigo. Estrené esa obra que se llama Expansiones, con la cual gané el premio Coca-Cola. Fue un año muy extraño porque a pesar de todo este nivel de producción, era una persona que vivía muy adentro del estudio: nunca salía, vivía bastante para adentro. Pero pensé que tenía que conseguir una salida para la gente que trabajaba conmigo. Quería más funciones, que hubiese algún tipo de satisfacción económica, y me presenté a cuanto concurso hubo en Buenos Aires. Entonces, ese año, gané el concurso Coca-Cola, el del FONDO NACIONAL DE LAS ARTES, el de la ESCUELA NACIONAL DE DANZA, y después gané el premio ANTORCHAS, todo junto en cuatro meses. En esa época trabajaba mucho; sigo trabajando mucho, pero en esa época producía mucho, realmente tenía un alto nivel de producción. Entonces tenía distintas obras para mostrarlas a distintos concursos. Antes yo tenía algo en contra de los concursos, una cosa un poco adolescente. Pero ese año me presenté a todos. Era una cuestión casi deportiva. No tenía expectativas ni nada; fue así y fue bárbaro. Además en los seis concursos en que me presenté había jurados distintos. Me acuerdo de que en esa época el grupo estaba corriendo de un lado para otro, preparando obras. Ir a un concurso era una cosa cotidiana, se perdió la timidez. En el concurso Coca-Cola tuve que presentar tres fragmentos de distintas obras y eligieron las tres en la prefinal. Entonces presenté las tres enteras y gané con una de ellas. Todos los bailarines de la compañía ganaron premios o recomendación del jurado como intérpretes. Una de las chicas, Paula De Luque, ganó el primer premio como

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intérprete. Después, en la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS, gané dos premios con dos obras, el primero y el segundo premio. En el FONDO NACIONAL DE LAS ARTES, con otro proyecto de obra. En la FUNDACIÓN ANTORCHAS gané con Dedalus, que era un proyecto de obra del cual mostré diez minutos. Era una obra sobre los laberintos de Borges, con música de alguien que también es muy importante para mí, un compositor argentino que vive en Francia que se llama Martín Matalón. Hasta el día de hoy sigo trabajando con él. Fue Martín Matalón, además, quien me presentó a Pablo Ortiz, un compositor argentino residente en Estados Unidos, con el cual también hicimos muchas obras. Volviendo a la época de Dedalus, ese año fue excelente porque tenía con qué producir las obras en las que estaba muy entusiasmada. Para algunas de ellas tuve que llamar a una audición, ya que necesitaba más gente. Además me empezaron a llamar de distintos lugares para hacer funciones. Ese año hicimos varias giras por el interior; fuimos a casi diez provincias de la Argentina. Era una compañía independiente pero funcionaba con un ritmo de funciones muy alto. En ese momento éramos como doce o catorce y casi todas las obras eran para alrededor de cinco personas, entonces estaban en doble reparto. En Buenos Aires trabajé muchísimo en el TEATRO ALVEAR, en el CENTRO CULTURAL RECOLETA, en el TEATRO CERVANTES, en teatros más chicos y en el Parque Centenario. En 1993 hicimos una gira muy linda por la Patagonia. Yo viajé con un director de orquesta, Santiago Santero y dimos un curso de música para bailarines. La gira por la Patagonia fue maravillosa porque hubo que enfrentarse con lugares donde nunca, nadie, había visto danza. Para mí fue una de las mejores experiencias que tuve en mi vida. Ese año hice una obra de un compositor mexicano, Mario Lavista, a quien había conocido en una gira que yo había hecho en Venezuela. Había ido a bailar tres solos y a este compositor, que es en este momento uno de los más importantes compositores de su país, le interesó mi trabajo con la música. Me vino a saludar después del espectáculo para

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decirme eso y yo no sabía ni quién era. Pensé que era alguien del público. Cuando empezamos a conversar dijimos que íbamos a trabajar juntos, y me mandó una de sus obras. Era una pieza de diez minutos. Estuve trabajando en esto todo el año. Me llevó mucho tiempo. Su obra se llama Reflejos de la noche. A fin de ese año Oscar Aráiz me llamó para poner una obra en el BALLET DEL SAN MARTÍN. Me puso muy contenta porque eso es muy importante para cualquier coreógrafo, mide un cierto grado de reconocimiento. En ese entonces empezó a ser duro el tema de sostener una compañía de diez, doce personas. No tenía para ofrecerles ni dinero, ni una gran cantidad de funciones al año. Por suerte se dio por otro lado. Para el BALLET CONTEMPORÁNEO puse la obra Dedalus porque me interesaba mucho poner una obra de un compositor argentino. Hubiera puesto Expansiones, que era la otra obra que tenía de un compositor argentino, pero era muy corta. En el 94 empecé a preparar otra obra que es la que más tiempo me llevó. Antes hacía obras muy cortas, era una cosa casi biológica. Renate me decía que yo tenía una gran condensación en cuanto al material, pero no quería hacer obras largas; inclusive he hecho una obra de menos de tres minutos. Ese año empecé a maquinar un trabajo que me llevó un año y medio, el Cuarteto para el fin del tiempo, que estrené recién en el 95. Ese año tuve la suerte de poder estar con mi compañía, ESPACIO CONTEMPORÁNEO, en la sala Martín Coronado del TEATRO MUNICIPAL GENERAL SAN MARTÍN. Esa obra me consumió mucho esfuerzo porque la hicimos con músicos en vivo. Yo quería que se hiciera en vivo, por eso tardé mucho en estrenarla. Es una obra muy difícil de tocar y quería que esa música, compuesta por Olivier Messiaen en un campo de concentración, fuera interpretada por los mejores músicos de Buenos Aires. Lo conseguí. Otra cosa que me pasó antes del estreno del Cuarteto… fue muy interesante. Me invitaron a Saluzzo, una ciudad italiana que tiene un conservatorio de música muy importante y donde hay un festival de música contemporánea y me di el gusto, otra vez,

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de trabajar con músicos integrados a la escena. Todas obras en primera audición, o sea que se estrenaban ese día, tanto para mí como para todos los músicos. Para mí sigue siendo muy importante generar un espacio para la música y la danza. Yo siento que la danza está más cerca de la música que del teatro, tal vez porque mi formación no es teatral, es más bien musical. Yo sé que la constante de todo mi trabajo hasta ahora, no quiere decir que lo siga haciendo, fue hacerlo en relación a la música, siempre. Para mí la danza esta más cerca de la música; yo sé que para mucha gente está más cerca del teatro y supongo que todos hacemos un evento que tiene algo que ver con lo teatral. Pero para mí el contacto primario es con la música. No quiere decir que esa sea la única fuente para empezar a trabajar, pero también sé que hablando de la danza en general, el noventa y nueve por ciento de las coreografías se han hecho con música. O sea que muchas veces se plantea el tema de la literalidad de la danza con la música, por una especie de calco de la estructura musical y coreográfica que han hecho muchos coreógrafos. Hubo y hay todavía, todo un período y una corriente de coreógrafos que dice que hay que trabajar con independencia de la música y me parece bárbaro. Creo que la danza y la música son totalmente autónomas, pero el noventa y nueve por ciento de esos coreógrafos trabajan con música, aunque la pongan de fondo. Yo no la uso como fondo. Puedo trabajar con la música a nivel estructural, a nivel tímbrico, puedo trabajar la música a partir de lo que me sugiere. Para mí escuchar música no es una cosa intrascendente. No puedo estar haciendo otra cosa mientras escucho. No sé como definirlo pero siempre mi trabajo fue en relación con la música. Incluso algunas veces hago lo que la música está diciendo, no veo nada de malo en hacerlo. Hay veces en que la relación entre la música y la danza es agresiva, es horrible, o no tiene nada que ver. Yo doy el ejemplo de alguien que para una coreografía pone una música de Mozart maravillosa, y uno se engancha con la música, no con lo que está viendo. En ese caso me parece que hay demagogia y una falta de respeto al compositor

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al utilizarlo de esa forma; porque uno sabe que eso va a pegar por otro lado y no por lo que uno hace. Además para el intérprete es importante trabajar con la música en vivo. El bailarín es muy particular, tiene un registro de duraciones que no son blancas, corcheas o negras, son duraciones de una media punta, de una levantada de un brazo o de una respiración, y la tiene registrada en su cuerpo, como una grabación. Entonces, cuando trabaja en vivo, se tiene que volver mucho más poroso, tiene que abrir completamente su oído, todo su cuerpo, porque el músico lo va a tocar cada día diferente. Es más, se va a equivocar –se equivoca muchísimo–, igual que nosotros, y, además, en la misma obra hay variaciones de dos, tres minutos. Entonces es fantástico porque se abre completamente otra parte del cuerpo. Yo hasta puedo tener esa relación con una grabación, porque lo vivo de otra forma. Pero cuando estábamos haciendo el Cuarteto… trabajábamos con siete distintas versiones en CD para prever cualquier tipo de posibilidad de que la cosa no funcionara, porque sabía que no íbamos a tener muchos ensayos con los músicos. Y cuando los tuvimos, los bailarines tardaron muchísimo en acostumbrarse. Hasta que finalmente, cuando se abrieron completamente, dijeron: "toquen como quieran". Ya estaba. Y creo que así es como debería ser siempre. 28 de mayo de 1996

Diana Theocharidis continuó realizando coreografías con su compañía ESPACIO CONTEMPORÁNEO. Fue la primera directora del BALLET DEL DEPARTAMENTO DE ARTES DEL MOVIMIENTO DEL INSTITUTO UNIVERSITARIO NACIONAL DEL ARTE (I.U.N.A.). Actualmente es co-directora del CENTRO EXPERIMENTAL DEL TEATRO COLÓN.

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MIGUEL ÁNGEL ELÍAS

Nací en Buenos Aires, en el barrio de Palermo, y luego pasé por otros barrios: Devoto, Belgrano y mucho del bajo Belgrano. Mi familia tiene mucho que ver con el arte. Mis padres eran bailarines y docentes de folklore, así que un poco, la afición por la danza viene por ese lado. De todos modos, no sentía la vocación por la danza conscientemente. En realidad nunca, por aquel entonces, pensé en dedicarme a bailar. Sí me daba cuenta de que era muy físico; hacía deporte, tenía mucho interés por el movimiento. Fueron mis padres los que, un día, me mandaron a una clase de danza clásica. Empecé cuando tendría catorce años a hacer esta clase, que era muy elemental, éramos dos alumnos. El maestro que se llamaba Mario Ronco, ex bailarín –padre de Claudia Ronco bailarina del TEATRO COLÓN–, daba clases en el estudio de Soledad Velázquez. Ella era una bailarina española conocida de mis padres y tenía un grupo y una academia, que ya no existe, en Paraná y Lavalle. Empecé a hacer esas clases para moverme de otra manera y me empezó a gustar. El profesor se entusiasmó con las posibilidades físicas que yo tenía. Esto fue un período corto de seis meses. Ahí mis padres se trasladaron a Salta. Fue la época en la que se crearon escuelas de arte en las provincias (CENTRO POLIVALENTE DE ARTE), en el setenta y cuatro más o menos. Así que nos fuimos todos para Salta y empecé a hacer los estudios de danza clásica allá. Ya en Salta, por decisión propia, empecé a tomar clases. Allí no había muchos varones que estudiaran danza, era una rareza en aquella época. En realidad era el único, así, joven, chico; tendría catorce, quince años. Había dos o tres bailarines mayores, pero eran actores que se movían. Fue raro empezar en Salta, pero también fue el lugar donde empecé a tener contacto con obras y repertorio. Me acuerdo que algunos bailarines del TEATRO COLÓN iban a tomar esos famosos exámenes al interior. Entonces siempre se armaban espectáculos en donde intervenían alumnos de estas academias junto a ellos.

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Ahí empezamos a tener esta pequeña participación, y fue muy bueno. Hice algunos cursos de invierno acá en Buenos Aires, pero siempre en el marco de la danza clásica. Digamos que mi formación primera tiene que ver con la danza clásica. Cursé un año en el INSTITUTO SUPERIOR DE ARTE DEL TEATRO COLÓN, y en esa época, ya setenta y siete, setenta y ocho, mi principal maestro fue Wasil Tupin; también Rodolfo Fontán y Alfredo Gurkel. Me siento formado por ellos. Paralelamente estuve estudiando arquitectura durante un tiempo, pero después dejé la carrera, cuando decidí que la danza era mi vocación y que me iba a dedicar a bailar más allá de otras carreras que pudiera hacer. Esto habrá sido hacia el año ochenta, cuando ya tenía unos cuantos años de estudio de clásico y sentía que el estudio que yo quería hacer de la danza requería un tiempo que era difícil compartir y compatibilizar con otra carrera. Cuando tuve que optar, confié en que realmente lo que quería hacer era eso, bailar. Igual fue difícil, porque siempre había que asegurarse de tener una carrera, un título terciario o universitario. Pero mi familia siempre me apoyó en las decisiones que tomé. Incluso me alentaban a que si tenía esta inclinación artística, la desarrollara. De todas formas, igual hice el profesorado de folklore en la ESCUELA NACIONAL DE DANZAS. Después hice la carrera de museología en la ESCUELA NACIONAL DE MUSEOLOGÍA, que en aquella época funcionaba en el Cabildo y en el Museo Histórico. Una carrera terciaria de tres años. La orientación era museología histórica, y me encantó. Pero es algo que lo tengo ahí, medio latente, tal vez era para no sentirme del todo culpable, que no estudiaba y que bailaba. Porque la pregunta era siempre esa: “¿Qué haces? ¿Bailás? ¿Cómo? ¿Y de qué trabajás? ¿Qué estudiás?” Creo que ahora eso ya no es así. Lo mismo me pasa con el folklore, doy clases, o sea, sigo bastante vinculado. Y en ese momento de decidir por dedicarme a la danza, lo compartí mucho con la danza folklórica. Yo integraba ballets en grupos folklóricos y viajé por todo el país, yendo de festival en festival. Fue una época hermosa, participando en esta modalidad más popular

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y masiva, porque en el interior, en esa época, los festivales eran realmente de mucha afluencia de público. En el campo de la danza clásica era todo más arduo, por la competitividad. Las posibilidades reales de acceder a un trabajo eran difíciles. Y cuando hubo audiciones en el TEATRO ARGENTINO de La Plata, me presenté a un concurso y entré. Allí estuve durante casi cuatro años, bailando. Por suerte fue una experiencia buena porque tuve muchas oportunidades de bailar roles importantes, hacer trabajo de filas, de cuerpo de baile, y siento que me sirvió mucho en todo lo que hice posteriormente. Esta vinculación con la danza clásica en un momento se empieza a agotar. A mí me encanta la danza clásica, los ballets de repertorio; hay obras que me parece que son obras maestras, por eso sobreviven a través de los años y me parece que está bien que perduren y que existan, si es que tienen además un público que se interese por eso. Pero yo sentí que desde mi lugar de bailarín tenía ganas de hacer otro tipo de danza. Ya desde que empecé a estudiar danza clásica, era muy fanático de los films musicales de Hollywood: Gene Kelly, Fred Astaire, todo ese mundo ejercía cierta fascinación. Al comenzar a estudiar fue el clásico, no pensé otra opción. Tampoco nunca pensé en la danza moderna como una posibilidad, tal vez por desconocimiento, no sé claramente. Y esos caminos me llevaron para el TEATRO SAN MARTÍN y también, un poco inconscientemente, creo, un día me enteré de que había un concurso para integrar el que en aquel entonces se llamaba GRUPO DE DANZA CONTEMPORÁNEA de ese teatro. Era el año ochenta y cuatro y, bueno, me presenté al concurso. Luego de una selección quedamos siete, que a la vez tuvimos una prueba como de diez días tomando clases con la compañía. Yo prácticamente no conocía, ni de nombre, a las personas que en ese momento integraban el jurado. Estaban Mauricio Wainrot, que entonces era el director de la

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compañía, Ana Itelman, Cristina Barnils, que era asistente, Alejandro Cervera, que también era bailarín asistente del grupo, y no recuerdo si había alguien más. Yo fui, me agarré de la barra, súper clásico, con malla, media punta y remerita blanca. No tenía muy claro los códigos en ese momento, de cómo era la danza moderna, en el SAN MARTÍN por lo menos. Después de este período de prueba quedamos dos bailarines, Patricio Vargas y yo. Patricio a los pocos meses dejó la compañía y se fue, pero yo seguí. Ese primer año fue de estudio, de prueba, porque sobre todo en aquella época, los que recién entraban estaban, no digo condenados, pero debían estudiar todos los lugares que hubiese en las obras y prepararse para ser reemplazo, o sea que había que pagar el derecho de piso. Igual, afortunadamente, yo participé ese año en la gira que hizo el grupo a la Unión Soviética y a España. Allí fui como reemplazo, haciendo algunas cosas menores en obras que ya estaban en el repertorio armado. Mucho lugar propio no tenía, salvo en los reemplazos o turnos, pero fue bárbaro. Era la primera vez que yo salía con una compañía al exterior, e ir a la Unión Soviética en ese momento fue interesante. Por lo difícil y a la vez por lo llamativo, pues los auditorios se llenaban, pero no sabíamos bien quién era la gente que iba; terminábamos de bailar y era un desierto. Además las costumbres y la vigilancia que nos proporcionaban nos llamaban bastante la atención. Las obras gustaban, la gente aplaudía, aplaudía muchísimo. Recuerdo algunas: de Oscar Aráiz Cantares, y Sinfonía de los salmos y Libertango de Mauricio Wainrot, y otras que creo no se llegaron a hacer como Casas de Colomba y Suite de percal de Ana Itelman. Gustaron mucho en la Unión Soviética. Después seguimos a España y fue muy lindo porque bailamos en Madrid y en muchas ciudades de Galicia. El ritmo era bastante agotador, en el sentido de que eran muchas ciudades y viajábamos en ómnibus. Bailábamos y viajábamos, bailábamos y viajábamos. Encontrábamos teatros lindísimos y otros que

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había que rearmarlos. La repercusión fue muy buena. Ese fue el año en que empecé a contactarme realmente con la danza contemporánea, a conocerla, a estudiarla desde un lugar más serio. En el Ballet tomé clases con Ana María Stekelman, con Cristina Barnils y cursos con Renate Schottelius. Fuera de nuestro horario, estaba todo el tiempo yendo a estudiar con Ana María, en el TALLER DEL SAN MARTÍN y clases de danza clásica por otro lado. De a poco, en el BALLET DEL SAN MARTÍN, fui descubriendo un mundo distinto al que yo estaba acostumbrado. Quedé bastante fascinado y capturado por lo que iba aprendiendo, además con una renovada sensación de compromiso. Creo que estábamos muy involucrados en las obras y en los proyectos. A mí me pasaba de tomarlos casi como propios. Si bien desde la dirección se propiciaba eso, en esa época también había un grupo de bailarines que eran los más antiguos y que tenían mucho peso. Estaban Norma Binaghi, Alejandro Cervera, Liliana Toccacelli, Mónica Fracchia, Inés Vernengo, Liliana Sujoy, Eduardo Avellaneda... un grupo consistente. Mauricio, que también bailaba, intentaba que tomáramos las obras como algo propio, no era solamente “hacer” la obra del coreógrafo. Me parece que eso también jugaba un papel importante. Mauricio es una persona súper activa y tenía muy arriba a la compañía; además fue un momento numeroso de bailarines. En esa época éramos alrededor de veintidós con una importante cantidad de varones nuevos que entraron y que contribuyeron a que se equilibrara bastante la proporción. Me parece que su gestión y dirección era buena más allá de lo coreográfico. Muchas obras que se hacían eran de él y tenían enfoques distintos, y por eso siempre había alguna en donde uno podía estar más cómodo y más feliz. Bueno, como era mi inicio, ese año en el BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN fue espléndido para mí. Cabe comentar que cada bailarín tiene más afinidad con algunos directores que con otros. Ahora me siento muy cómodo con Ana María Stekelman y con Alejandro Cervera. Adhiero a la línea de Ana María, tal vez porque fue maestra mía

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y porque, bueno, la sentí como una guía muy clara y fuerte desde un comienzo. Digamos que el compromiso que yo sentía en esa época, bailando obras de ella era de una intensidad muy grande. La sensación era que con Ana María quedaba exhausto pero estaba feliz. Era esa cosa de amor incondicional, aunque a veces titilara; es como una cosa pasional lo que sigue sucediendo con ella. En el ochenta y cuatro, cambiamos la dirección del Ballet y entra el triunvirato formado por Lisu Brodsky, Norma Binaghi y Alejandro Cervera. La compañía siguió saliendo de gira, fuimos a Puerto Rico, a México... A mí me parece que había un enfoque y una finalidad bastante claros. En ese entonces se hicieron obras que tenían que ver con algo más popular, que también apuntada a la gente joven. Fue una época en la que se trabajó con muchos músicos y desde unas propuestas estéticas que, me parece, podían captar al público joven y mayoritario. Recuerdo las obras de Alejandro: Azul veinte, Tango vitrola, Danza para cinco percusionistas y Bach n° 3. Además seguíamos con obras de Ana María Stekelman, y con El capote y She Was a Visitor de Ana Itelman. Hacíamos presentaciones en distintos lugares de la ciudad, cosa que fue bastante beneficiosa para nosotros como grupo, y también para sectores que no iban al TEATRO SAN MARTÍN. Hicimos toda una serie de funciones yendo a bailar a centros culturales barriales, llevando obras que eran muy fáciles de adaptar a espacios que, a veces, no tenían una planta de luces, que no tenían un escenario, pero sin embargo se podían adaptar. La respuesta de la gente era muy buena, era muy cálida. También es esa la época de Triple tiempo, que para mí fue bastante demarcatoria; yo sentía que podía empezar a desarrollar mis posibilidades y que el ballet me facilitaba el campo para poder crecer como intérprete. Ya al año siguiente de entrar, empecé a tener oportunidades. Creo que fui muy afortunado por poder bailar todo ese repertorio. Para mí fueron significativos los lugares que me tocaron, más allá de que fueran solos o grupos. Trabajando muy de cerca con los

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coreógrafos, que es, me parece, lo más gratificante para el intérprete. Uno siente que si bien hay una demanda del coreógrafo, también hay un requerimiento del bailarín en referencia a lo que está haciendo y por qué lo está haciendo, y se comparte el proyecto. Me involucro mucho afectivamente y eso hace que me ocupe en profundidad; así el trabajo coreográfico puede crecer de una manera realmente fuerte. Muchas veces los procesos de creación fueron más interesantes que el producto en sí mismo. Me encantaba ensayar las obras; para mí eso era muy bueno, las horas de ensayo eran un placer. Después algunas obras tenían más éxito que otras, pero yo como intérprete estaba siempre contento. Luego viene la época en que Ana María Stekelman reasume la dirección de la Compañía. Ana María no era alguien de afuera que venía a dirigir. Sabía el elemento que había y, bueno, nosotros también la conocíamos bastante a ella. Fue algo bueno. Fue una época en donde el grupo se redujo un poco, si mal no recuerdo, pero se trabajó mucho y también viajamos. Hicimos giras al interior y al Uruguay. También viajamos a Estados Unidos, al AMERICAN DANCE FESTIVAL. No fue muy extenso, hicimos dos presentaciones, dos funciones. Llevamos Tango vitrola, Triple tiempo y Bailando en la oscuridad, no sé si hubo algo más. Además como al comienzo de ese año había venido a Buenos Aires Donald McKayle a montar El arco iris sobre mis hombros, hicimos una muestra de esa obra para la gente que participaba en el ADF. La experiencia de bailar esa obra fue muy particular. Por un lado era el peso de bailar una obra que tenía una cantidad de años y una historia, y era un desafío lindo hacerla. Por otro lado era difícil porque tiene un feeling que era complicado para nosotros poder captarlo en su totalidad. Es una obra que fue creada para ser bailada por negros, entonces tenía la dificultad de transitar una cualidad de movimiento que no era la nuestra. Además era una obra en donde éramos siete varones y una sola chica, el peso de la coreografía estaba puesto en los hombres. Nosotros sentíamos que nos matábamos

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bailando y a veces por más que uno sienta que se mata, lo que se ve tampoco es lo que tiene que ser. Pero me parece que fue un buen intento hacer esa obra con la compañía. A nuestro regreso tuvimos problemas de espacio en el teatro, porque las salas estaban ocupadas, y empezamos a trabajar en otro lugar. Nos asignaron el estudio donde ahora funciona el estudio de danza IL BALLETTO en la calle Paraná entre Lavalle y Tucumán. Estuvimos muchos meses ahí, hasta que nuevamente cambió la dirección del teatro y volvimos al TEATRO SAN MARTÍN. En el noventa, con este cambio de autoridades el Ballet tiene como director a Oscar Aráiz, con Doris Petroni como directora asociada y Renate Schottelius como asesora artística. Ahí sí hubo un gran cambio. Primero hubo un concurso por el cual entró mucha gente nueva. Estábamos con un número algo bajo de bailarines cuando sale Ana María. Las vacantes se incrementan nuevamente, pasamos a ser veintidós bailarines. Además entra más de lleno el repertorio de Oscar. Ya el año anterior habíamos hecho Stelle, una obra que él había montado para el Ballet. Había sido una experiencia buenísima para nosotros. Era también una obra difícil desde lo interpretativo, había que mantener un pulso interno constante, trabajar con la cara tapada. Manejar todos esos elementos no era fácil, pero cuando uno entraba en su código, era una obra muy linda de hacer, muy placentera. Me parece que Oscar tiene una producción enorme y empezamos haciendo obras que él ya había estrenado, ya sea en Ginebra o con la compañía misma en sus primeras épocas. Me parece que es importante poder estar cerca de esas obras porque de alguna manera Oscar es “el maestro”, y es muy atractivo verlo trabajar. Ver cómo piensa, cómo compone, cómo maneja a la gente y los recursos que utiliza, que en él son muy claros. Por ahí hay otros coreógrafos que trabajan, no digo desorganizadamente, pero en donde es más difícil seguirle el discurso o saber adónde van a llegar. Son otros caminos. Con Ana María me pasaba que cuando empezábamos una obra no sabíamos adónde íbamos, ni cómo iba a terminar y por ahí, tenía miles de modificaciones, nos dejábamos llevar. Con Oscar creo

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que hay una cosa mucho más dirigida y conducida, y entonces es un trabajo más claro. Al menos eso es lo que transmite. Para esta época, en un rapto de entusiasmo, yo me voy del BALLET DEL SAN MARTÍN con la compañía de Julio Bocca que recién se había formado, el BALLET ARGENTINO. Era el primer grupo que se formaba y, tentado por los viajes, que me encantan, hice todas las giras con el BALLET ARGENTINO. Viajamos muchísimo. Irse del BALLET DEL SAN MARTÍN es todo un tema. Nosotros somos contratados, o sea que legalmente no tenemos algunos derechos o privilegios que por ahí puede tener una persona que es estable. En ese año teníamos contratos por seis meses, en mi caso se había terminado, hablé con Oscar y no se me contrató más. Con el BALLET ARGENTINO estuve casi un año. Al año siguiente, en una de las vueltas de los viajes, hablé con Oscar y me preguntó si me interesaría volver al BALLET DEL SAN MARTÍN ya que el ARGENTINO iba a tener como un impasse. Esto fue en el noventa y uno. Yo tenía ganas de volver, realmente sentía que era muy lindo viajar, que era bárbaro estar con Julio –éramos muy amigos–, pero tenía ganas de hacer otro tipo de obras. Así que volví con mucho entusiasmo a los contratos habituales. Por fuera de esas compañías, hice un musical, un par de meses, pero lo compartía con el trabajo del SAN MARTÍN. Se dio la oportunidad de hacer Cats y no me arrepiento para nada. Me divirtió, me sentí bárbaro, pero también siento que no era lo que esperaba, o a lo que verdaderamente me gustaría dedicarme. Hice Cats durante tres meses seguidos. Yo ya había estado en conversaciones pero al final lo había descartado. Prácticamente una semana antes del estreno hubo problemas con un personaje del musical y me llamaron. Me entusiasmé, me metí y, en una semana, estaba ahí de gatito, con unas pelucas negras y un maquillaje que llevaba un tiempo enorme. Era el Gato Mágico, bajaba colgado de una soga y bailaba haciendo trucos y destrezas. Me

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impresionó el ritmo que se lleva en ese tipo de espectáculos y fue muy buena la relación con los compañeros. Me gustó mucho; pero fue eso, un momento. Además hice algunas otras cosas desde lo coreográfico, ya haciendo algún tipo de trabajo o participando en grupos. Mi acercamiento a lo coreográfico partió de querer hacer cosas que no podía hacer en el BALLET DEL SAN MARTÍN. La compañía me ofrecía todo un espectro de posibilidades, pero había otras que no quería privarme de hacer y me las creaba yo mismo. Lo que pasa es que, a veces, hay épocas en que las programaciones de un teatro oficial pueden llegar a hacer el trabajo rutinario. Se hacen muchas reposiciones y es más atractivo hacer cosas nuevas. A mí me gusta mucho iniciar trabajos y sentir esa cosa vital. Yo creo que lo que me gustaría hacer es algo donde realmente me pudiera divertir mucho, algo que tuviera humor. No tengo recuerdos de haber hecho algo humorístico. Con El capote de Ana Itelman sí me pasó. Era una obra que permitía ciertas licencias. En general el BALLET DEL SAN MARTÍN no hace obras que apunten al humor. Las obras a veces tienen el humor de sus coreógrafos o el humor que los bailarines le puedan poner, pero no es que apunten a eso específicamente. En general trato de divertirme bastante, disfruto de todo lo que hago. A veces esto de divertirse se confunde con el sentir placer o sentirse pleno. Yo en algunos casos me divierto y, por ejemplo, en el solo de La tarde cae sobre una mesa de Ana María Stekelman, además, siento un gran placer. La cosa se dio así. Ana María estaba trabajando sobre algunos poemas y estaba armando la obra, sabía que quería determinadas imágenes y determinados elementos. Un día aparece con un bombín y me dice que le gustaría que hubiera una danza en donde intervenga ese bombín, que yo hiciera algo con él. Empezamos a probar posibilidades de hacer algo como de malabares y medio gracioso, y se fue armando con lo que yo, más o menos, podía aportar y lo que a ella le gustaba. Fue variando, hasta que llegó a un solo.

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Al principio iba a ser el bombín conmigo y una pareja bailando alrededor, después un grupo de chicas, después se fue limpiando, descartando y quedó el bombín solo. A mí me produce mucho placer porque tiene cierto riesgo y vértigo y eso me gusta; sentir cierto límite peligroso. Algo de eso me pasó también cuando hice Sílfides revisitada de Ana María, en la que tenía que trabajar con un aro de mimbre. Fue lindo porque sentí esa misma sensación de riesgo. Para mí, que todo me salga bien, es que yo pueda hacer realmente lo que tenga ganas, haciendo la obra; más allá de que me caiga o no, o de que se me vea lindo o feo. Me encanta poder estar en ese terreno, ya sea desde el lugar de la emoción o la imaginación. A mí me funciona mucho el tema de asociar continuamente, de imaginar, y en mi cabeza, a veces, pasa de todo, a veces no pasa nada, y eso es un motor bastante fuerte. No desde una cosa teatral ni mucho menos, sino desde el movimiento mismo. Poder relacionarlo conmigo, con el espacio, con la gente, con la música. Eso me lleva directamente a asociar, y así se me resuelven muchas cosas. En la Compañía tenemos clases diarias de danza clásica y alternamos con danza moderna. Es una clase de una hora y media, después tenemos unas cuantas horas de ensayo. Nuestro horario es de diez de la mañana a cinco de la tarde. De diez a once y media tenemos nuestra clase y a partir de las doce menos cuarto comienzan los ensayos, que están generalmente divididos en dos bloques con un intervalo de cuarenta y cinco minutos, que utilizamos para descansar, para comer. Así que, en general tenemos cinco horas de ensayo prácticamente diarios y en donde se ensaya lo que esté en la programación. En cuanto al número de integrantes, ahora somos menos, somos dieciséis, producto de la reducción que hubo en 1995. Esa fue una situación bastante conflictiva, tanto para la dirección como para nosotros. Porque en un momento sabíamos que seis de nosotros no íbamos a seguir más en el Ballet, no por una cuestión artística sino más por un tema

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económico, presupuestario, que recayó en los bailarines. Fue difícil, y no sé si estamos repuestos o no pero el trabajo igual sigue adelante. El clima en la compañía es bueno, se trabaja con comodidad. Tenemos la suficiente confianza para poder hablar si es que hay problemas entre nosotros y nos divertimos mucho en los ensayos. Entre los dieciséis que somos hay personalidades fuertes, pero yo creo que nos ayudamos mucho. Me siento muy contento. Además yo quiero mucho a mis compañeros, y me siento querido también por ellos. Eso hace mucho más fácil todo. Ya hace un par de años que me pregunto qué voy a hacer de acá en adelante; cuánto tiempo seguiré bailando, cuánto tiempo seguiré en el SAN MARTÍN, ya sea por decisión propia o porque por ahí un día me digan que necesitan otro tipo de bailarín. No lo tengo muy claro. Sé que a mí bailar –y por momentos se me escapa esta sensación pero luego reaparece siempre– es lo que más me gusta y me produce realmente un placer que es insuperable. A esta altura de mi vida ya me parece que el movimiento es algo tan importante como comer o respirar; no creo que deje de bailar. No sé cómo voy a seguir bailando, ni haciendo qué. También creo que hay una cosa técnica que tampoco me interesaría tratar de seguir manteniendo cuando no pueda, porque tampoco me interesan las obras en donde el virtuosismo tenga un papel preponderante. No me llaman la atención, ni pretendo hacerlas. Así que no sé cómo será el futuro. Por otro lado yo doy clases de danza y creo que ahí, en ese lugar, deposito mucho de lo que aprendí trabajando con todas estas personas; aunque no haya hecho un curso con ellos, son como maestros. Porque trabajando a diario con Oscar, con Mauricio, con Ana María, con Alejandro, con quienes estoy muy cerca, se aprende mucho, si se sabe mirarlos. Dar clase es algo que me gusta bastante. Y tal vez haciendo algunos intentos coreográficos de vez en cuando. Yo no soy un coreógrafo nato, no me siento un hacedor, pero me interesa bastante la composición como para poder plasmar algunas ideas o conceptos míos.

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El rol del bailarín es un rol que tiene un camino no muy fácil. Yo estoy en un lugar que, de alguna manera, creo que es privilegiado. Estar en una compañía oficial que tiene una estructura, un escenario, una cantidad de luces, técnicos a disposición, maestros, coreógrafos, realmente no creo que sea despreciable. Después están todos los grupos independientes y los bailarines que tratan de hacer un camino en la danza moderna por su propio esfuerzo. En realidad creo que hay mucha gente que tiene talento pero que no puede llegar a concretar lo suyo porque aquí hay siempre muchas dificultades. Tampoco la danza moderna tiene un alcance tan masivo en estos momentos. Es difícil atraer la atención de un público para estos espectáculos. Es difícil que se interesen por la danza moderna si no están atraídos por una figura, por un gran despliegue técnico o por un músico que sea un hit. De todas maneras me parece que hay mucho trabajo que se hace y me parece que se tiene que seguir haciendo. Sería bueno que hubiera más posibilidades reales para poder mostrarlo, para poder salir adelante. Porque es muy desalentador para los bailarines estudiar y no poder mostrarse en un escenario, o participar de una compañía o de grupos. Creo que hay un punto en el cual los bailarines, por más talentosos que sean piensan en dedicarse a otra cosa. Es difícil. 15 de mayo de 1996

Miguel Ángel Elías dejó de bailar en el BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN en 2002, pero sigue ligado a él como asistente coreográfico. Asimismo desarrolla una importante tarea como maestro del Taller de Danza de ese teatro y en el INSTITUTO SUPERIOR DE ARTE DEL TEATRO COLÓN. Además continúa bailando en compañías independientes.

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MIGUEL ROBLES

Me llamo Miguel Ángel Robles. Aunque en la adolescencia decidí que no me iba a llamar Miguel Ángel, creo que he vuelto a ese nombre. Siempre fue una lucha entre llamarme Miguel o Miguel Ángel. Pensé en diferentes nombres artísticos, pero quedó este que es mi nombre original. Mi papá se llama Miguel Robles. Ahora volví a mi nombre completo porque tiene que ver con mi nueva obra. Yo siento que esta obra, Miserere, tiene más que ver con mi nombre completo. Siento que los espectáculos anteriores tienen que ver más con mi padre, tienen que ver con mi historia. Tienen que ver con ciertos lugares terribles, oscuros, que viví dentro de mi historia familiar. Aprender que todo eso no tiene que ver exactamente conmigo, con mi esencia, fue mi tema de psicoanálisis. Y creo que Miserere está cerca de este redescubrirme y volver a verme limpio de mi pasado y de mi historia familiar. Yo nací en la Patagonia. Nací en Caleta Olivia, el 26 de noviembre de 1968. Como mi padre comenzaba a trabajar para la industria petrolera se fueron para allá, y allí nací. Y después me pasé toda la infancia por la Patagonia. Fueron años muy lindos porque vivía en la tierra, vivía dentro de la agreste naturaleza. Recuerdo que vivíamos en un pueblito que se llamaba Cañadón Seco, que era un campamento de petroleros perteneciente a YPF. Veíamos el atardecer con unos soles enormes, el cielo rojo, el frío seco y la nieve. Después mi padre fue convocado por Pérez Companc y fuimos a otro lugar que se llama Colonia Catriel, que era un pueblo fantasma, en Río Negro. Estuve ahí hasta los nueve años, hasta que en 1978 mi padre fue trasladado aquí, a la Capital. Para mí fue todo un problema el tema del desarraigo. Nosotros viajábamos una vez por año a La Plata donde vive la familia de mi mamá y venir a la Capital siempre fue muy extraño. Yo era muy chico, tenía nueve años, pero sentía que tenía que venir aquí, sabía que tenía que venir a Buenos Aires. No me podía quedar en el sur porque allí no tenía futuro y porque había

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algo que yo tenía que hacer en la Gran Ciudad; me generaba mucha expectativa. Llego a Buenos Aires y me encuentro con que es un horror. La incomunicación, la crueldad de toda ciudad grande vista desde la perspectiva de un niño. Entonces fueron otros tres años de adaptación a esta ciudad, con muchos llantos, catarsis. Me ponía muy mal, no tenía amigos y todo esta desadaptación me generó mucha angustia. En la etapa del secundario, las cosas no cambiaron demasiado. Pensaba que a partir de ahí iba a ser todo distinto. Quise ir a un colegio de curas y ahí empieza la otra historia, la de la religión católica. Fui al colegio San José. Un chico como yo, en un colegio de curas... difícil la cosa. Yo estaba buscando un lugar de contención. Mi familia era un caos, entonces ir a un colegio de curas era como un bálsamo, claro.... en mi imaginación. Por otra parte yo ya tenía una pequeña historia con el catolicismo. A los ocho años, en una capillita en Catriel quería hacer el catecismo. Quería ir a ese lugar, quería hablar con Dios. Entonces le dije a mi mamá que me llevara y ella, siempre desde un lugar mucho más comprensiva, me llevó. Fui a catecismo y la pasé bárbaro. Conocí a una señora divina y a los amigos del grupo. Le conté a mi papá que iba a catecismo y casi me mata. No fui nunca más. Entonces yo seguía arrastrando la culpa de que quería conectarme con todo eso y que no había podido. Llego al colegio de curas y son tres, cuatro años de reencontrarme con la religión, pero desde un lugar mucho más severo. Además es un colegio de varones en el que había que jugar al fútbol, había que jugar al rugby... la masculinidad como bastión y todas las historias que eso conlleva. Yo con una sensibilidad enorme, sin poder encausarla en ningún lado; no me podía acomodar en ningún sitio. Fue muy difícil. Había dos o tres amigos con quienes me entendía, nos llevábamos mejor, y fue un poco empezar a descubrir la vida. Ahí descubrí el teatro, porque se forma un grupo amateur y empezamos a hacer comedias musicales que también dirigía. Pero lo mío viene signado con este tema de la religiosidad. ¿Cuál es la primera obra que hacemos? La novicia rebelde. Yo hacía el

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capitán y sermoneaba a la novicia. La segunda obra que hacemos es El diluvio que viene donde Dios manifiesta su disconformidad ante el celibato del sacerdote. Sentía que me movía como pez en el agua con esos temas y que me gustaban, me atraían mucho y que generaban cierta incomodidad dentro del Colegio; era desafiante. Además me atraían desde lo musical, desde las canciones que cantábamos, desde el despliegue escénico, desde las posibilidades expresivas. Tanta dedicación a estas obras se contradecía con mi rendimiento escolar. El refugio que había encontrado se había convertido en mi única pasión, así fue que repetí el tercer año, entonces me tuve que ir. ¡Toda una “bendición”! Fui a la Escuela Cangallo, y ahí paso tres años más. Fue bárbaro, ya que estaba en un grupo heterogéneo: judíos, católicos, ricos, pobres, heterosexuales, homosexuales, todos juntos. Allí descubrí que la vida tenía un montón de posibilidades y que no era una sola cosa. Fueron tres años con muchísimos amigos, con otra historia para contar. En esa época estaba decidiendo qué iba a ser de mi vida, qué iba a hacer, quién quería ser, y fue raro. Las cosas se dieron por casualidad. Yo venía con el tema de las obras hechas y entonces decidí hacer un curso de comedia musical. Me anoto en una escuela de comedia musical para estudiar canto, baile y teatro. Era una escuela que habían creado en el TEATRO DEL GLOBO, dirigida por Alberto Closas y Alberto Rodríguez Muñoz, que es un escritor y director de teatro. Y me encuentro con que me podía expresar muy bien en el teatro. Que me podía expresar en el canto, más desde lo expresivo que desde lo técnico, y que me podía expresar mucho mejor en la danza. Allí tuve una maestra que fue casi mi primer contacto con la técnica de danza. Es una bailarina maravillosa y se llama Graciela Ríos Saiz. Es una bailarina de español, con muchísima escuela clásica y una persona entregadísima al arte. Descubro a esta persona que da las clases con una pasión impresionante y yo no lo podía creer. Me gustó mucho y, entonces, empiezo a hacer un poco de jazz y a estudiar tap con Alberto Agüero. Empiezo a transitar por estos estilos, más ligados a la historia de la comedia musical, al

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"show". Me entero que hay un taller de danza, de una escuela de contemporáneo y dije: "¿Qué es esto?". Fui al TEATRO SAN MARTÍN, al que prácticamente no iba. En la adolescencia iba a ver el teatro comercial, la comedia musical. Así descubro el teatro. Encuentro una compañía de danza contemporánea, y la primera vez que la veo es en el hall, donde daban Tango vitrola y Azul veinte de Alejandro Cervera y El capote de Ana Itelman. No sabía si me gustaba mucho, pero encontré que se movían de forma diferente. Me anoto en el Taller para dar el examen con un miedo terrible. Esto fue en el año ochenta y siete. En el Taller me pusieron en una barra de clásico. Tenía algunos conocimientos globales que me había dado Graciela, pero de técnica clásica y contemporánea no sabía nada. En la audición estaban Ana María Stekelman, Ana Itelman y Lisu Brodsky. Yo pensando que ni me iban a llamar. Yo copié, empecé a copiar. Me habrán visto una carita de ganas porque tampoco me pude mover mucho dentro del estilo. Me habrán visto condiciones... y entré entre los diez chicos que había. Entré ahí y sentía que me empezaba a cambiar la vida o que empezaba a aparecer algo que no sabía muy bien como se había dado. Pensé: “¿Qué estoy haciendo?” ¿Bailando?”, no lo podía creer. Cuando entro, me pongo a estudiar clases paralelamente y sigo estudiando con Graciela. Antes de esa época estudiaba con Moira Chapman, con Alberto Agüero, gente distinta. Hice una clase con Roxana Grinstein, pero Roxana me dijo que no tenía condiciones, y que esperara más adelante para dar el examen. Yo no le hice caso, y no fui más. Por supuesto que me frustró. Ella esto lo sabe, se lo dije luego cuando ya era un corógrafo reconocido… Me encontré en un primer año del taller con un montón de gente que venía de otras escuelas con conocimientos técnicos. Fueron años difíciles porque yo sabía poco, la exigencia era alta y había que rendir exámenes constantemente. En ese sentido el taller fue muy importante para mí porque me empezó a dar las bases, la disciplina, el esfuerzo

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que significa dominar las técnicas. Cómo se debe trabajar, la cotidianeidad del bailarín, su rutina. Por ese entonces Ana María Stekelman terminaba la dirección del Taller para pasar al Ballet y empezaba a dirigir Lisu Brodsky. Pero ella tenía la misma ideología porque como director del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN estaba Kive Staiff. Venían todos de la misma historia. Lisu conmigo siempre tuvo una actitud muy colaboradora. Era crítica, pero a la vez, siempre quería que yo mejorara, me exigía mucho. Yo sentía que era mucha presión pero creo que ella intuía que yo tenía condiciones y posibilidades. Además era muy lindo estar en las clases de composición con Graciela Concado y empezar a experimentar un poco. Encontré que ahí también había una posibilidad. Ese año terminó mejor de lo que yo hubiese imaginado. A fin de año ya había empezado a trabajar. Había entrado con Pepe Cibrián; me habían dado un personaje para mí, tenía un montón de posibilidades. Era en una obra que ahora no recuerdo el nombre. La cuestión es que es en esa obra donde yo descubro que toda mi fantasía de comedia musical se había ido al bombo, que lo mío no era eso. Y por más que me dieron un buen personaje y que iba a ganar plata, renuncié. Me planteé seguir estudiando. Lo mío iba por otro lugar, no sabía por dónde, pero iba por otro lugar. Dupliqué la apuesta y me metí a tomar más clases porque lo necesitaba; necesitaba estudiar más. En segundo año aparece Ana Itelman. También había otros maestros, como Sonia Von Potovsky y Cristina Barnils, dos personas que me dieron mucho, me formaron, me contuvieron y me orientaron en muchos momentos. Pero Itelman aparece con una fuerza en mi vida difícil de definir. Descubro una persona tremendamente compleja que para seguir su línea de trabajo había que estar de una manera que, hasta ese momento, yo no había experimentado. Era muy terminante y las cosas había que hacerlas tal cual ella decía. Esto fue en el año ochenta y nueve, el año en que, en septiembre, Ana Itelman muere.

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Antes de que muriera, estando en composición, yo estaba haciendo un trabajo. Había leído un libro de Milan Kundera que me había gustado mucho La insoportable levedad del ser, y había elegido un capítulo para trabajar. Tomándolo como disparador empiezo a trabajar sobre ese capítulo y convoco a dos de las chicas del taller para hacerlo afuera. Trabajamos un montón durante medio año y no se me ocurre mejor idea que llamarla a Ana Itelman y decirle: “Ana, ¿puede venir fuera del taller para vernos?” Y la vieja, divina siempre, muy generosa, vino. ¡Qué no me dijo! Yo me quería morir, había sido un kamikaze. ¡Si me iba bárbaro en taller con esta mujer! Yo la llamo... y me destruye. Ella tenía razón, por supuesto. Pero me dio sin piedad, porque para el trabajo no tenía piedad. Decía lo que pensaba y a rajatabla. Renuncio a esa idea y sigo trabajando en el taller. Sigo estudiando composición, y en la devolución de cuatrimestre me transmite algo importante. Se queda minutos mirando sus anotaciones y no habla inmediatamente. Luego me dijo que el problema conmigo era que yo estaba buscando mi propia danza y que por el camino donde estaba yendo no era, que todo tenía una complejidad que aún no podía comprender. Yo me quedé realmente muy confuso. Empecé a preguntarme por dónde sería entonces el camino. Siento que me orientó porque tuve que excavar muy dentro mío para ver qué era lo que me pasaba con la danza. A los pocos meses de esto ella se tira del noveno piso. Yo sentí que me dejó solo. Era algo personal; era conmigo. Yo decía: “Vieja, me dejaste solo. Me mandaste todo esto y ahora no estás”. Y ahora, ¿cómo me arreglaba? ¿Quién me decía ahora cuál era el camino a seguir? Y ahí nació Insomnio. Nace de esto, nace de un gran dolor, nace de una gran tristeza. Su muerte me conectó con mi propio interior e hizo salir lo que yo no podía sacar. Me daba mucho dolor, me daba mucha bronca, me daba frustración, no podía entender, no podía comprender semejante soledad. Yo decía: "Tiene tanto para dar, tiene tantos alumnos, tiene tantas obras para crear, tiene público, tiene posibilidades, tiene prestigio, ¿qué pasó?”

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Insomnio fue una obra en que yo empezaba arriba de una mesa, con los ojos vendados, parado en el límite con el deseo de tirarme. Así empezaba; en el límite del abismo. La hice en un mes y medio, y la estrené en el CENTRO CULTURAL RICARDO ROJAS. Fue bárbaro y yo sentí que estaba hablando de mí, de lo que me pasaba. Sentí que por ahí era la cosa. Que no tenía que agarrar un libro y tratar de buscar por afuera, que la historia era crear de adentro hacia afuera, que había que encontrar la propia manera de moverse, tratando de desaprender lo que había aprendido, para poder generar una nueva manera de danzar. Yo estaba en el Taller y cuando uno está allí tiene expectativas de la compañía oficial. Entonces llega Oscar Aráiz. ¡Oh..., Oscar Aráiz!, el mito de la danza argentina. Bueno, llega “él” y todos corriendo a la audición. Yo estaba en segundo año y Cristina Barnils, muy sabiamente me dijo: "Vos estás bien, pero no vas a entrar". Tenía razón. En la audición, Norma Binaghi que ya era la directora del Taller porque ya había cambiado el gobierno, me hace sacar la remera, me hace mostrar todo, tenía como ganas de que me vieran bien. Doy todo lo mejor de mí, pero había gente esperando para entrar, por supuesto. Después se acerca Aráiz, y a mí y a otros dos chicos que éramos del Taller nos dice: "Quédense un año más que el otro año probamos”. ¡OK! A mí ese año se me da la posibilidad de audicionar para NUCLEODANZA y nuevamente en este dilema: sigo estudiando, sigo pasándome horas en una clase o voy a la acción. Yo ya necesitaba ir a la acción, sentía que también era una manera de aprender. Entonces no tuve paciencia para esperar otro año en el Taller. No se había dado el Ballet, tenía que buscar otra oportunidad. Y Susana Tambutti, junto con Inés Sanguinetti, me prueban para NUCLEODANZA para un nuevo proyecto que estaban haciendo, un dúo. Yo la pasé bárbaro con la Sanguinetti, nos revolcamos por el piso. A la Tambutti le gusté y entré a NUCLEODANZA.

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Paralelamente, a partir de lo que había pasado con Insomnio, empiezo a descubrir que en la coreografía puedo expresar todo eso que no puedo hablar; todo eso que no puedo comunicar; todo eso que no puedo escribir; todo lo que no puedo dibujar. Empiezo a encontrar que desde el cuerpo tengo un canal directo de expresión que me permite hablar de lo que hasta ese momento eran miedos, fantasmas, lugares oscuros. Me permite encontrarme con mi interior. Hacia fines del ochenta y nueve, bailando en NUCLEODANZA, se da la posibilidad de una beca a los Estados Unidos para el AMERICAN DANCE FESTIVAL. Hablo con Susana de que me gustaría ir allá; si ella creía que había posibilidades. Hablamos con los norteamericanos y me dan una beca para poder seguir estudiando. Fui en el noventa, y estuve dos meses estudiando allá. El AMERICAN DANCE FESTIVAL es otro lugar, pasó lo mismo que me pasó cuando entré al Taller. Era otro nuevo mundo a conocer. No podía creer que las cosas funcionaran tan bien, que hubiera una universidad solamente para la danza. Que hubiera espectáculos todas las noches, que uno pudiera tomar tantas clases, que pudieras bailar con diferentes coreógrafos, que pudieras mostrar tus cosas. Yo descubro nada más y nada menos que a las Compañías de Martha Graham, a Eiko & Coma, a José Limón, a Cunningham, entre otras. Descubro todo un mundo nuevo. Descubro las posibilidades que tiene la danza, cómo se codifican las técnicas, cómo se empiezan a codificar los sistemas, en sistemas muy claros, en técnicas muy específicas. El Taller del SAN MARTÍN da las técnicas pero desde un lugar mucho más mixturado, en un punto menos “puro”, donde la tradición no es tan fuerte. Lo que sí es “puro” es en la técnica del ballet. Pero esto es en todos los lugares de mundo porque es una técnica madre. Pero en contemporáneo se tienen libertades y posibilidades de expandir el trabajo y tomar diferentes escuelas. Ahora, encontrar que hay una escuela de cada técnica, eso

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es interesante como posibilidad. Después uno puede volver a mixturar todo, pasar por ese punto fue muy bueno para mi aprendizaje. Además yo había ido al ADF asistiendo a Ana María Stekelman con quien había empezado a trabajar dos meses antes de irme. Yo seguía en NUCLEODANZA pero en los momentos en que no ensayaba, trabajaba con Ana María. Ella empieza a montar conmigo lo que va a ser la obra que va a montar con quince bailarines en Estados Unidos. Conmigo comienza a probar las primeras ideas y yo me fascino con ella. Me doy cuenta que Ana tiene algo que Susana y Margarita no tienen: lenguaje de movimiento. Susana y Margarita trabajan ideas sueltas y van viendo como van llegando, pero no hay un sistema coreográfico. Ellas, por ahí, piensan que así no tiene que ser la danza, pero yo coincidía más con Ana en la manera de acercarse a la composición. Entonces descubro en Ana María que ella, en su propio cuerpo, genera un lenguaje claro. La obra se llamaba Winter in the Hot Space. Trabajamos fuerte y la monta en Estados Unidos. Yo le hago la asistencia, incluso la ayudé a elegir los bailarines. Ella se enfermó dos días, se puso mal, estaba con mucha presión supongo y no fue dos días al ensayo. Me dijo que tomara el grabador, montara la última escena que la había montado conmigo y la pasara a todo el elenco. Me encontré en el estudio con quince americanos tratando de no equivocarme. Cuando volvió Ana dijo que estaba perfecto, sólo había que revisar detalles. Para mí fue bárbaro porque yo sentí que había dirigido a una compañía en dos ensayos y había montado lo que ella me había pedido. Creo que del ADF ésa fue la experiencia más linda. También mostré Insomnio, pero me miraron con caras raras. Era un trabajo mucho más expresivo que de movimiento. Después me quedo un tiempo en Nueva York y sigo estudiando más de las mismas técnicas. Vuelvo a Buenos Aires porque seguía mi compromiso con NUCLEODANZA y además porque quiero dar clases con lo aprendido. Nueva York me daba la posibilidad de estudiar pero no de probar como yo quería probarme. Necesitaba dinero, necesitaba un

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estudio y necesitaba gente. Lo veía inalcanzable, imposible. Tendría que haber hecho un trabajo de hormiguita y yo estaba ansioso y quería “hacer”, sea en Buenos Aires, o en cualquier otro lado. Además no me fascina Nueva York. Me fascina como posibilidad, pero no como decisión final. En NUCLEODANZA seguimos trabajando y me dan una posibilidad que fue muy buena. Se hizo un convenio entre el grupo y ANTORCHAS para ir a dar clases por el interior. Y ahí empiezo a descubrir que también puedo dar clases a muchísimas personas. Que puedo hacerlo lo más bien, que mis clases pueden gustar, que tengo conocimientos, que tengo algo para dar y decir. En eso nos metimos nosotros tres: Margarita, Susana y yo. Cosa que era más gratificante que estar con el grupo. Era difícil ser un bailarín más, ser compañero de los demás. Había cosas ríspidas. En la compañía había solamente dos varones, y Gustavo Lesgart, que estaba de antes, tenía prioridad, y las obras que estaban en repertorio habían sido montadas con él. O sea que a mí no me tocaban esos roles. Entonces venía mi pelea todo el tiempo: “¿Cuándo bailo yo? ¿Para qué me tienen acá?” A mí porque realmente me gustaba dar clases, sentía que ahí trascendía, pero si a uno no le gustaba la docencia, humm... yo no cuadraba en NUCLEODANZA. De todas formas algo bailé en aquel momento… Donde bailé un montón fue cuando hicimos la última gira de un mes y medio a Europa en el noventa y dos, que fue también la despedida. Hicimos una gira muy linda, unos festivales en Suiza, compartiendo con la compañía de Martha Graham entre otras y después en Holanda. Pero yo empecé a tener muchos problemas con la gente. Fue lo definitivo. En el escenario todo bien, pero fuera del escenario, todo mal. Es así, es esta cuestión de piel. Somos todos artistas, estamos sobreexpuestos, estresados y nos cuesta controlarnos. Si tenemos algo que decir, lo decimos, no nos medimos en esas cosas. Además sucede que es muy difícil tener una compañía con dos cabezas que la puedan dirigir y donde, a veces, esas dos cabezas, son tan contradictorias. Yo no podría porque entonces la dirección que se toma no es clara.

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Puede funcionar un tiempo pero hay un momento que no va para ningún lado. Es muy difícil cuando cada uno tiene una idea diferente a la del otro. En un sentido creo que Susana y Margarita se complementan y eso es un gran mérito. Pero en otro sentido creo que no se complementan nada. Entonces cuando se complementan está todo bien y cuando no se complementan está todo mal. Yo aprendí muchas cosas con Susana. A pesar de que, a veces, no puede medir lo que dice, lo que puede lastimar con su palabra. Es una persona que trata de dar, y yo he aprendido mucho con ella. Fuera de NUCLEODANZA, cuando da sus clases de análisis coreográfico o de historia de la danza, me ha dado datos importantes. Es una persona que me ayudó para que fuera al ADF. Además respeto mucho sus coreografías. Es una persona que aprecio y a la que le estoy agradecido. Margarita también tiene sus cosas, no sé... con ella me pasa algo diferente. Volví de la gira y no más NUCLEODANZA. “¿Qué hago de mi vida?”, pensé. Era la oportunidad que tenía para probarme a mí mismo. “¿Pero qué hago?”, me preguntaba. Y... hago lo mío, fue la respuesta. Y ahí empecé. Un bailarín de acá y un bailarín de allá, y hacemos una obra que se llamó El ansia. Armé el grupo ANTIKOS, que todavía no se llamaba así. Laburamos un bolero que se llama Piensa en mí, lo hicimos en BABILONIA y a la gente le encantó. Yo empiezo a ver que hay una posibilidad. Entonces se termina de conformar ANTIKOS y empezamos a hacer otra obra que se llamó Frío ascético. Yo había venido del viaje de Europa, venía muy inspirado por lo gótico, las catedrales, muy de todo lo que había visto, del medioevo, venía con toda esta información. Luego de la gira me quedé viajando por Europa con el bailarín Daniel Vulliez y le dije que ya sabía lo que quería hacer. Había que esperar llegar a Buenos Aires para poner manos a la obra, ya sabía lo que quería hacer. Y bueno..., ahí aparece Frío



Estaba ubicado en Guardia Vieja 3360. 309

ascético que tiene que ver con todo esto. Está presente el tema de lo teológico y está presente el gótico, esto que fue la inspiración de esa obra. Primero audicionamos para ANTORCHAS, pero ese año se lo gana Mariano Pattín. Entonces seguimos laburando sin un mango. Estrenamos en el CALLEJÓN DE LOS DESEOS y nos va muy bien. Hacemos algunas funciones. Al principio impactó porque era medio raro. Hay gente que le gusta mucho y gente que no le gusta nada. Porque uno cree que le va a agradar a todo el mundo y de repente se empieza a entender que esto es una carrera como cualquier otra, que podés agradar o no. Podés gustar o no, te pueden querer y a veces no te quieren. Pero no sé por qué cuesta aceptar eso. Bueno, la cuestión es que, después, el CELCIT se interesa por el trabajo y nos invita a hacer una gira. Se arma la movida. Estamos en un festival que se hace en Buenos Aires en el TEATRO NACIONAL CERVANTES, después vamos a Mendoza y a Santa Fe y además la directora de la Escuela Municipal de Mar del Plata, Marisa Gozzi, nos invita a que presentemos Frío ascético en esa ciudad, en el AUDITORIUM. Así que entre el noventa y tres y el noventa y cuatro estrenamos y viajamos a todos estos puntos del país, con muchísimo éxito en la gente del teatro. La gente de danza estaba como... no sé, decían: “¡Ah! muy lindo, pero la temática no me gusta”. Había mucha paquetería. En cambio, la gente de teatro: "¡uh...! que buenas ideas, que bárbaro". Entonces la gente de danza tenía la sensación que era un espectáculo para la gente de teatro, porque no había girito, no había titititi, no había pampampam. Y era trabajo de movimiento, era del cuerpo. Finalmente la obra es premiada en el certamen de danza teatro organizado por LIBERARTE. Uno de los pocos premios privados que se han organizado dentro de la danza contemporánea de Buenos Aires. Después, no contento con esta experiencia de creación “negra”, digo: “Hay que sumergirse más en la oscuridad”. Investigar qué pasaba por estas mismas ideas pero desplazadas en el espacio. En Frío ascético teníamos unos trajes donde los pies

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quedaban sobre la tela, entonces, resbalábamos muy lentamente, una cosa muy tensa. ¿Qué pasaría si esa misma idea ahora se desplazaba por el espacio a más velocidad, en circularidad? Vuelve a aparecer el tema de lo religioso. Los personajes de Frío ascético que son más ambiguos se definen ahora más hacia el lugar de los personajes eclesiásticos, pasando por sacerdotes, obispos, santos y mártires inspirados dentro de la iconografía medieval, oscura y sufriente. Y entonces comienza la creación de Fábula apócrifa que fue un trabajo de experimentación. Fue insoportable porque fue muy delirante. Era muy fuerte eso de “sumergirse” con todo y después volver a la realidad. Yo siento que en esa obra yo perdí mi realidad cotidiana durante el proceso. Allí es donde yo tengo una crisis muy fuerte de identidad. Empiezo a socavar en mi interior. Leyendo material de esoterismo voy encontrando los personajes. En un ensayo en el que circulamos alrededor de velas y empezamos a girar, a girar, a girar pensando en la presencia del mal, invocando casi una fuerza oscura y... crease o no, algo pasa. Lo que pasa es que en el interior se abre algo muy fuerte, muy poderoso, que puede ser muy destructivo. Como este proceso sin forma es muy vago y no tiene límite, uno empieza a tener el registro de “no límites”. Después se coreografía todo esto y se trata de llevar esa esencia que habíamos encontrado durante el proceso, a los personajes de la obra. En algún punto se logra, en algún punto no. La crítica habló de todo esto. De la oscuridad, del mal, de lo medieval, del ritual oscurantista, de los elementos del lenguaje coreográfico que aparecían. En Fábula apócrifa está muy presente el expresionismo alemán, toda la inspiración estilo Harald Kreutzberg o Dore Hoyer. Las manos, los trajes, las actitudes, la manera de expresión saturada, al máximo. Tuvo buenas críticas. Estaba logrado, se había logrado el espectáculo. Con esta obra también nos presentamos en ANTORCHAS, pero ni siquiera pasamos a mostrar el trabajo. Entonces vamos al FONDO NACIONAL DE LAS ARTES y nos dan una media beca para hacer el espectáculo.

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La hicimos en el CENTRO CULTURAL RECOLETA con el apoyo del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN que nos ayudó a hacer los programas. Además contamos con los bien queridos directores del CELCIT que, una vez más, nos apoyaron para poder seguir laburando y mostrando lo que estábamos haciendo. Cuando se terminó Fábula apócrifa, el tema fue: “Ahora, ¿qué hay para decir? ¿Hay algo nuevo para decir?” Y, lo que había para decir era que estas mismas temáticas tienen su lado inverso. Entonces, bueno, es empezar a buscar por ahí. Justo en el noventa y cinco aparece –yo ya lo había visto en Europa– Jiri Kylian que vino a Buenos Aires, y me encantó. Me encantó ver que un mundo tan complejo, de tanta complejidad física, de tanta complejidad coreográfica, había muchísima poesía; no sé si en todas las obras, pero sí en las últimas, en las del noventa. Y así me volví a encontrar con la danza, con cosas que se estaban haciendo en danza, porque estoy harto de ver postmodernismo, danza vacía. Porque me parece que el artista debe conservar una línea de trabajo. Aunque las temáticas se repitan de una manera siempre diferente, debe haber una base sólida, coherente. No creo en: hoy hago una idea, mañana hago otra. Debe haber un sistema. ¿Por qué existe una Martha Graham? Porque tuvo un sistema. ¿Por qué existe una Pina Bausch? Porque son cíclicas las obras. Se siguen repitiendo. No repitiendo de una manera absurda, sino de una manera coherente que tiene que ver con sus propias inquietudes interiores y que se van plasmando obra tras obra. Yo siento que el camino va por ahí, por sumatoria. Yo creo que la cosa es sumar, aunque a veces salga no como uno quisiera, pero sumar en una misma línea. Así aparece Miserere, con esta búsqueda. Yo quería buscar más el trabajo de movimiento y empiezo a investigar como en las obras anteriores. Voy a mis cuadernos y empiezo a tirar ideas, a escribir conceptos. Ahora empiezo a descubrir que yo puedo escribir mucho limpiándome de la oscuridad extra, dejándola asentada en un papel. Lo que yo intenté hacer fue tratar de liberar mi inconsciente y quedarme en la sala de ensayo con lo que no podía definir con palabras y

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que solamente iba a poder definirse a través del la danza, en la acción teatral, en el cuerpo, en la luz o en los movimientos. Estoy muy contento con Miserere. Sentí un enorme riesgo. Tuve mucho miedo porque fue una manera distinta de crearlo. Nos pasamos todo el noventa y cinco trabajando, pero tuvimos que cortar, porque llegó un punto en que todo empezó a ser muy difícil dentro del grupo. Hay que convivir día a día, cuatro años juntos, y seguir adelante por un proyecto. Con las dificultades en las vidas personales, sin dinero, con más amor por el trabajo que otra cosa, no es fácil. Tuvimos que cortar y retomamos para hacer nuevamente la audición de ANTORCHAS. Supusimos que esta vez ANTORCHAS nos iba a dar una ayuda, y esta vez ANTORCHAS tampoco nos ayudó. Dieron tres becas y en ninguna estuvimos. Nos enteramos veinte días antes del estreno y fue un cachetazo, una vez más… Pensamos que todo estaba mal, que la obra era horrible y que no le iba a gustar a nadie, que era un desastre. Pero no..., en realidad a la gente le llegó profundamente y se va conmovida del teatro. Siente que le regalamos algo y eso no tiene precio. Hicimos una coproducción, otra vez, con el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, contamos con el apoyo del CENTRO CULTURAL ROJAS y, por supuesto, el apoyo del CELCIT. Quisiera decir algo de ANTORCHAS. Finalmente pregunté por qué no me habían elegido. En realidad, primero quería probar frente al público, porque si el público no respondía, bueno, yo me quedaba tranquilo. Pero como dije, el público y la crítica respondieron. Entonces quise averiguar que había pasado en ANTORCHAS. Me dijeron que esa idea ya la habían visto, que se repetía como en las obras anteriores; que ellos querían ver obras nuevas, ideas diferentes. Entonces yo contesté que lo que se estaba haciendo era diferente al resto y me contestaron que sí, pero que era la misma idea que habían visto antes. Yo no creo que sea así. Creo que tiene que ver con lo que intenté expresar antes, con una línea que uno puede, con mucha convicción, mantener. Con una

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coherencia, un sistema de lenguaje y de trabajo, y que no todo el mundo tiene la posibilidad de mantener. Me gustaría agregar que vivir de la danza, hoy, aquí, es muy difícil, casi imposible. Hay que bajar todas las expectativas. Uno sabe, por ejemplo, que no tiene vacaciones. Mis amigos, gente de mi misma edad que conozco, se van de vacaciones o descansan los fines de semana. En cambio para nosotros no hay vacaciones, no te comprás ropa, no sé..., como que los placeres empiezan a ser menores. El único placer es el momento en que uno está en el trabajo, en la creación, pensando en cómo estrenar. Se hacen malabares, pero las cosas, aunque con muchos obstáculos, se dan. No podría vivir de otra forma. Sé que hay un montón de cosas que no tengo. Yo podría vivir con un foquito de luz y un colchón, y si no estoy viviendo así es porque tengo una familia que me ha ayudado. Yo aprendí muchísimo de mi familia, es una base muy importante. Además me ayudaron con la producción de mis espectáculos. Frío ascético está producido por la familia Robles. Si mis viejos no hubiesen laburado toda la vida y yo hubiese tenido que ir a hacer cualquier otra cosa para sobrevivir, no estaría haciendo lo que hago. Mi línea estética es desnudarse en escena y hablar desde lo más profundo de mí. No todo el mundo tiene ganas de hacerlo, más allá de que todos podamos tener posibilidades. El exponerse en el escenario, le gusta más al espectador que al colega. Yo creo que el mundo interior de todos es rico para poder ser dicho; pero no sé si todo el mundo tiene ganas de decirlo. Creo que la única manera de subirse al escenario es poder hablar del interior, un interior no cerrado, un interior que pueda trascender más allá de uno pero que está en su interior y puede ser expresado. Siento que a los coreógrafos de generaciones más arriba no les gusta eso. No les gusta porque están todavía muy pendientes de las estructuras. Siguen viviendo en 1970, haciendo la patita arriba, girando lindo. Creo que esos trabajos carecen de expresión y profundidad, no quieren salirse de lo que ellos fueron. Además quisiera ver producciones

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nuevas y menos reposiciones. Y la gente de la generación más cercana a mí quiere ser más “moderna”, colgarse, trabajar con músicas más de actualidad. Y creo que tampoco la gente se anima. Para hacer un proceso profundo hay que sufrir un poco. Yo sufro mucho en los procesos, siento que si no, no hay verdad. Sufrir para después que salga todo eso a la luz. Aunque se sufra, hay que entrar en el interior, hay que bancar noches, hay que bancar vigilias, hay que bancar insomnios, hay que bancar dolores, hay que revisar, hay que leer lo que a uno no le gusta leer. Ahí está el compromiso del creador, si no, no hay compromiso, si no es video clip, y yo quiero zafar del video clip. 22 de mayo de 1996

Miguel Robles está desarrollando una importantísima tarea como coreógrafo. Se destaca nítidamente en el campo de la danza independiente actual. Asimismo ha sido convocado para montar una obra para el BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Participó de distintos festivales nacionales e internacionales. En el año 2004 fue invitado como coreógrafo al AMERICAN DANCE FESTIVAL (EE.UU.).

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CARLOS CASELLA

Soy Carlos Casella y nací en 1967. Mi familia es de Belgrano, clase media, padre, madre y dos hermanas. Yo soy el menor. Después que murió mi papá, en mi adolescencia, quedé como único varón de la familia, como responsable del apellido. Mi familia no es una familia de artistas ni mucho menos, es una familia que festeja mucho las virtudes artísticas de los demás. Seguramente en las cenas siempre se pide que alguien toque la guitarra, o se me pide a mí que haga imitaciones de personajes de la familia, pero nunca hubo un empujón hacia lo artístico porque nunca hubo tradición artística. Lo que sí se me aplaudía mucho, en la escuela, era el bufoncillo que llevo adentro. Actuaba en las obritas de teatro, era solista del coro, el locutor que presentaba los actos, como una especie de hombre orquesta. Estaba en la obra de teatro, después bajaba, presentaba al coro, subía, cantaba y volvía a presentar el próximo acto. Era algo así como la estrella de la escuela primaria. Cuando vino el secundario, todo eso termina, y quedó un vacío, con respecto a todo eso que a mí me llenaba cuando era chiquito. Durante el secundario no hice nada que colmara mi espíritu artístico. Por aquel entonces tenía proyectos de ciertas carreras que después iba a seguir, carreras que de alguna manera rozaban lo artístico, o al menos para mí lo rozaban. Me gustaba ingeniero agrónomo o veterinario. Cuidar plantas, armar plantas y regarlas, como una construcción, y la veterinaria ahora que lo pienso, tocaba mi lado sensible. Cuidar a los animales, que tengan una familia, algo muy de cuidado. Cuando me enteré que a los animales, si les dolía la panza, los veterinarios tenían que operarlos porque era cuestión de salvarles la vida, se me borró toda idea de la cabeza. Yo conocí a Ana Frenkel, compañera mía de casi toda la vida, en el secundario. La conocí a los catorce años y fue mi compañera inseparable, tanto en el colegio como después, en el trabajo. Ya cuando nos conocimos empezó a haber cierto juego en lo 316

artístico. A los dieciséis años, se empezaba a armar algo entre nosotros, todo dentro del juego. Nos juntábamos en su casa a tomar la leche después del colegio, y siempre había música, baile o alguna fantasía que armábamos juntos. Había que jugar, sacarse fotos o esas cosas. Empezábamos a hablar de lo que después, en realidad, plasmamos en las obras. En quinto año, ya terminando mi secundario, me llama un grupo de amigos para cantar en un grupo de rock. Así que formé parte de ese grupo. Yo canto bastante bien, me gusta mucho cantar. Con MODELO BLANCO –así se llamaba el grupo underground de rock– trabajamos mucho. Durante un año y medio fue mi primer trabajo en serio, casi a nivel profesional. Porque si bien éramos bastante chicos, teníamos diecisiete años, lo tomaba muy en serio. Ensayábamos todos los días y tocábamos en todos los lugares que existían en ese momento en el circuito de rock. Ahí fue cuando decidí que mi vocación no iba por otro lugar que no fuera lo artístico. MODELO BLANCO se terminó pero mi relación con Ana siguió muy fuerte y finalmente en el año ochenta y siete formamos un trabajo juntos, un trío: Ana, Silvia Brunelli y yo. Era un trabajo en conjunto, muy bailado, muy cercano a lo afro. Nosotros disfrutábamos mucho de juntarnos a bailar cualquier tipo de música, sentir el ritmo, la sensación del cuerpo bailando. Eso fue lo que plasmamos en este primer trabajo, que duraría ocho o nueve minutos y que se llamaba Gozón, aludiendo un poco a algo que tuviera que ver con el gozo. Junto con otra gente empezamos a armar los encuentros de danza en CEMENTO. Se juntaba gente de la escuela de Margarita Bali, que tenía sus propios trabajos, y nosotros, que si bien no éramos de esa escuela, estábamos asociados a la gente que estudiaba y bailaba con ella. Para mí, en ese momento, no hacía falta estudiar danza. No veía la necesidad de tener que ir a tomar clases. Lo mío era instintivo. La técnica de danza era otra cosa, y en ningún momento se me cruzaba ir a estudiar o a prepararme especialmente. 

Estaba ubicado en Estados Unidos al 1200.

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Yo hacía capoeira en el CENTRO CULTURAL RICARDO ROJAS y a eso le daba a fondo. Todos los días, sábados y domingos hacía capoeira. Esa era mi única preparación física. Ana sí estudiaba, tomaba clases de Graham con Cristina Barnils y clásico con Luis Baldasarre. Yo empecé a pedir que me inviten a clases. Le pedía a Luis Baldasarre si me invitaba a una clase, y tomaba una. Al otro mes le pedía a otro profesor que me invite a tomar otra clase y así, iba tomando clases únicas, para ver qué pasaba con eso, con aprender, con fortalecer el cuerpo de otra manera. Hacer un trabajo muscular que me permitiera hacer cosas que a lo mejor en ese momento no podía lograr solo. Tomé clases con Cecilia Szperling, y con ella me quedé un tiempo. Me puse a trabajar un poco más seriamente todo mi cuerpo. Cecilia daba clases en su casa. Era como un estudio de las Szperling, de las hermanitas Szperling. Pero mi primera relación con la danza fue en el entorno de la escuela de Margarita Bali. Los primeros trabajos de danza que vi, las muestras de los alumnos, fue mi primer acercamiento. En ese momento, con Ana, empezamos a hacer otro trabajo. Gozón había sido un primer intento de hacer una coreografía, donde habíamos puesto mucha fuerza. Lo bailamos una vez y quedó absolutamente en el recuerdo. Nos pusimos a hacer un trabajo nosotros dos solos y trabajamos muy bien. Ana, a su vez, entró en el Taller del SAN MARTÍN, entonces ya estábamos teniendo una intensidad fuerte. Yo, por mi lado, estaba tomando clases con Cecilia y con Luis, y ella en el Taller. Comenzó el trabajo a fondo de un dúo que se llamó Rojo paso y que presentamos en la BIENAL DE ARTE JOVEN en el año ochenta y nueve. Nosotros nos sentíamos absolutamente off de cualquier concurso, nos sentíamos que estábamos en el lugar más under de la danza.

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Todas las funciones que habíamos hecho, o en las cosas que habíamos participado habían sido en CEMENTO. Yo no sentía que estaba en la main stream, en la corriente principal. En mi curriculum puse tres años de capoeira, un mes con Luis Baldasarre y dos meses con Cecilia Szperling. En el jurado estaban Ana Itelman, que era el referente en danza, Ana Deutsch y Rubén Szchumacher. Nosotros presentamos las carpetas en la BIENAL. Había que pasar ese filtro y luego te llamaban para que audiciones en vivo. Nos preparamos y lo hicimos. Nosotros ya habíamos bailado Rojo paso en CEMENTO. Ya la habíamos estrenado y era como una función que hacíamos para Ana Itelman, que en ese momento era la única que estaba. Fue en el octavo piso del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Tuvimos dos audiciones. Ahí Ana Itelman nos hizo una crítica bastante fuerte pero dijo que, igualmente, el trabajo le parecía interesante. Audicionamos de vuelta con todos los que tenían que hacerlo nuevamente. Fue como una segunda oportunidad para ver el trabajo corregido. Para nosotros fue buenísimo. El encuentro con Ana fue fuerte porque veníamos con un montón de prejuicios. Yo, personalmente, venía con prejuicios sobre todo lo técnico, sobre la gente que manejaba todo lo técnico. Estaba Ana Itelman, que era una maestra de composición, pero era una señora de sesenta y pico de años, y yo, bueno..., iba muy negativo. Pero sentimos que Ana interpretó perfecto lo que nosotros queríamos hacer en la obra, y nos condujo de una manera más blanda para que lleguemos al lugar donde nosotros queríamos llegar. Ella vio todo lo que nosotros habíamos escrito sobre la obra y dijo que había puentes que no estaban construidos del todo. Nos sentimos súper comprendidos y salimos reconfortados. Estar en la BIENAL nos dio mucha fuerza. Dijimos: “Ya está, estamos creando, somos un dúo de coreógrafos independientes, vamos a trabajar bien a fondo”. Ese año, en el ochenta y nueve, di el examen y entré al Taller del SAN MARTÍN. Ese fue el último año de Lisu Brodsky como directora. A mitad de año del ochenta y nueve hubo todo el cambio de

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dirección en el TEATRO SAN MARTÍN. Entonces también vino el cambio en el Taller. Estuve cuatro meses bajo la dirección de Lisu Brodsky y después el resto de mi curso en el Taller fue bajo la dirección de Norma Binaghi. Allí hay un régimen bastante estricto en todo. El Taller es un lugar que forma bailarines y años atrás eran bailarines que tenían que ir directamente al Ballet. Eran bailarines creados con un fin muy determinado. Era el semillero de la compañía. Ahora la compañía no absorbe más gente, entonces hay que buscarle otra vuelta al tema porque los que salen, a algún lado tienen que ir. Todos los días teníamos dos clases de técnica. Tuve muchísimos maestros que fueron cambiando. Estaban, entre otros, Norma Binaghi, Roberto Dimitrievich, Héctor Luzeau, Freddy Romero, Andrea Chinetti, Virginia Manzini, Marijó Álvarez y Marina Giancaspro. Marina Giancaspro es la maestra más importante que tuve. No llegué a tener clases con Ana Itelman, ya que ese año ella daba en segundo y tercero, para los más avanzados, y yo estaba en el primero, recién empezando. Ese año ella murió. Tuve composición con Graciela Concado y con Sofía Balvé. Después tuvimos algunos encuentros con Renate, pero fueron encuentros muy cortos. Nos hubiera gustado tenerla como maestra. Yo no pude tenerla ni en técnica, ni en composición. No podía tomar más clases afuera porque terminaba el Taller y no podía más, estaba muerto. También trabajaba a la noche, bailando en una obra de teatro que se llamaba Madame Butterfly, en la calle Corrientes. Dirigía Sergio Renán y había un grupo de chinos, entre guerreros y acróbatas, que tenían que salir a destruir todo el escenario. Ahí estaba todas las noches; entonces, no me quedaba aliento para nada. Primer año del Taller es a la mañana, desde las nueve hasta la una. En ese horario hay dos clases de técnica, una atrás de la otra, clase de técnica y de composición, o técnica y música. En música tuve a Omar Berti.

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El Taller es muy importante, no sólo por la formación técnica, sino porque uno está los tres años con los mismos compañeros, donde uno se siente contenido y puede contener a los demás. Además es un momento en el que todos están creciendo artísticamente. Para mí fue muy importante estar ahí. En el ochenta y nueve empezaron las primeras funciones de EL DESCUEVE. En realidad todos juntos empezamos en el noventa, pero desde el año anterior yo ya tenía un dúo con Ana, y María Ucedo y Mayra Bonard tenían sus propios trabajos elaborados. Ellas trabajaban juntas. Gabriela Barberio y Andrea Servera también. Entonces nos juntamos entre todos y seguimos haciendo funciones en CEMENTO. En esas funciones utilizamos el nombre EL DESCUEVE. Esa es una expresión chilena. En Chile el “descueve” es como decir el “desconche”, es algo muy salido de sus casillas. Es como un festejo, y quedó. Porque para nosotros hacer funciones era una fiesta. El nombre era perfecto. Hicimos varias funciones y de ahí salió una idea. Lo único que hacíamos era compartir la producción, el cartel y pagar los programas

todos

juntos.

Era una

especie

de rejunte

de coreógrafos,

todos

independientes. Con Ana lo que seguíamos presentando era Rojo paso. Hasta el momento sólo habíamos bailado en CEMENTO, que tiene el piso de cemento, durísimo para un bailarín. En ese momento ni nos imaginábamos que podíamos bailar sobre un piso de madera. Obviamente había una gran comunicación entre todos nosotros. A mí me gustaba mucho lo que hacían María y Mayra y a Gabriela le gustaba lo que hacíamos nosotros. Cuando llegó fin de año nos propusimos juntarnos en marzo del año siguiente para trabajar juntos a ver qué pasaba. El proyecto era que ninguno fuera director fijo del grupo, que siguiéramos siendo todos coreógrafos y todos intérpretes. Esa fue la propuesta inicial y no era muy fácil, porque si bien entre nosotros nos gustábamos, también teníamos

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cosas que no nos gustaban. Además los trabajos no eran parecidos, eran trabajos muy diferentes. De ahí salió un sistema rotativo, en el cual, uno por vez, se hacía cargo de estos encuentros creativos. Dirigir significaba que se tenía un poco más de poder que los demás, o si no, también, quería decir que se era el que coordinaba las creaciones de los demás. Para nada algo piramidal de poder. En cualquier momento los demás pueden destituir al director si lo que está diciendo no identificaba al resto. Por eso dirigir, dentro de EL DESCUEVE, es para mí el rol que en realidad a todos les gusta ocupar. Porque es donde se supone que se puede plasmar un poco más la propia identidad como artista. Pero en realidad es muy difícil ser el director, porque se tiene que congeniar con las cinco personas que están creando, y hay que tratar que todos se identifiquen al mismo tiempo con la idea de lo que entre todos estamos haciendo. Es bastante difícil. A veces es un caos y hay que tolerarlo hasta dejar que se encause. En EL DESCUEVE somos cinco personas que tenemos el mismo poder de decisión y ninguno tiene una verdad más elaborada que los otros. Todos somos muy parejos y cada uno tiene características muy definidas. La política del grupo es que todos tenemos la misma posibilidad de probar, de explicar, de llevar a cabo, y en todo caso después sí, es anulado. Es desgastante y a la vez, enriquecedor. En un principio es desgastante porque hay que poner mucha energía para explicar exactamente lo que uno quiere, que los demás lo puedan entender tal cual lo está entendiendo uno. Después se lleva a cabo esa idea y si los demás la entendieron, bueno..., que quede. Eso desgasta porque, obviamente, si yo fuera coreógrafo de una compañía, simplemente tengo que explicar y no tengo que convencer a nadie de nada, porque se supone que ellos están para interpretar y yo para coreografiar. Pero es muy enriquecedor porque justamente las ideas nunca son totales, nunca están del todo cerradas, son sólo ideas. Eso es un poco el secreto para crear en conjunto; que las ideas sean claras pero que siempre tengan un agujero en donde el otro pueda meter su propia

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idea. Por eso es la elección de trabajar los cinco juntos porque, más allá del potencial artístico de cada uno, hay como una potencia entre los cinco que es todavía más fuerte. Después de eso, Mayra y María vinieron con la primera propuesta de empezar a trabajar sobre algo específico y pidieron la dirección. Y fue un momento buenísimo, de plena investigación. Estábamos conociéndonos entre nosotros y descubriendo todos los días elementos del lenguaje que después íbamos a sentir como propios. Improvisábamos muchísimo. Los dos primeros meses de trabajo juntos fue una especie de shock, de bomba, era como una especie de derroche de creatividad. Me hubiera gustado tener una cámara para usar un montón de cosas que salieron, y que ahora no me acuerdo. El trabajo que dirigieron las chicas se llamó Criatura y fue la primera obra que hicimos entre nosotros; era un quinteto. Entonces ahí ya teníamos una obra grupal. Éramos Ana Frenkel, María Ucedo, Gabriela Barberio, Mayra Bonard y yo. Andrea fue por otro camino. Ella se fue a vivir afuera, así que no formó parte del grupo. Criatura, que fue el primer trabajo importante de EL DESCUEVE, la estrenamos en LA CAPILLA –hoy Sala Auditorio– del CENTRO CULTURAL RECOLETA. En ese momento creo que Silvia Pritz estaba haciendo ciclos de danza, y EL DESCUEVE participó compartiendo con otro grupo que no recuerdo. Esto fue en el noventa. Para nosotros fue un bochorno porque el espacio es muy chico. Era una obra para hacer en un espacio más grande y fue una decepción, porque estábamos mostrando el producto de nuestro esfuerzo a todos nuestros amigos, a toda la gente que a uno le interesa y a la gente del medio. Nos estábamos presentando. La producción era absolutamente nuestra. Obviamente todo lo que fuera sala de ensayo lo teníamos que pagar nosotros, cuando teníamos dinero. Era como acumular deudas y pagar cuando se podía, porque hacer una obra lleva muchísimas horas. No es juntarse dos veces por semana, es verse varias horas todos los días. Sale muy caro.

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Después ese año yo insistí mucho para que nos presentáramos para la beca ANTORCHAS. Estábamos con problemas económicos graves; con mucho potencial para crear, pero con muy poco dinero. Entonces había como un desfasaje. Nos sentíamos creciendo en un sentido y en otro, muy estáticos. No veíamos mucha salida. No veíamos cómo crear una nueva obra. Porque cuando se termina una obra de producción totalmente independiente, es como que se termina en la más absoluta de las pobrezas. Nos presentamos a la FUNDACIÓN ANTORCHAS, al subsidio de creación. No había mucha fe porque se presentaba gente que tenía mucha más trayectoria que nosotros. Lo que presentamos fue el trabajo de investigación de un mes. Tuvimos que presentarlo en vivo. Fue el primer año que se presentó en vivo; antes los proyectos eran seleccionados por carpeta y video. Lo que presentamos nos gustaba mucho. Era material sin terminar, muy boceto, y seguramente encajamos en un momento en que la FUNDACIÓN ANTORCHAS eligió gente muy joven que no tuviera trayectoria y con características diferentes. Y nosotros éramos diferentes. Yo era el titular para la ficha, así que, en realidad, para las notas y todas las cosas que salieron en el diario, quedó como que me lo había ganado yo. Pero era un proyecto totalmente grupal, lo que pasa es que la fundación no acepta más de un titular en la planilla. O sea que lo ganamos. Con ese subsidio hicimos nuestra segunda obra que fue La fortuna. Con ésta y la anterior, Criatura, se armó un espectáculo donde hacíamos una detrás de la otra. Eran bastante diferentes estéticamente, pero había muchos nexos entre una y otra, entonces quedaban perfectas como espectáculo. No llegábamos a llenar una hora de programa pero eran muy sustanciosas y no se necesitaba una tercera coreografía. En el noventa y uno ya estaba saliendo del Taller, siempre a los ponchazos porque siempre quedaba libre. En EL DESCUEVE éramos cinco personas que teníamos un compromiso de juntarnos a trabajar casi todos los días y a veces se cruzaban los horarios. Yo siempre le daba prioridad al grupo. Después tuve medidas disciplinarias por

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las que tenía que hacer una tercera clase por día para recuperar las clases a las que no había ido. Lo tuve que hacer durante varios meses hasta que me levantaron la pena. En tercer año tenía tres clases; entraba a las doce y media, y como por la medida disciplinaria tenía que hacer una cuarta clase, salía como a las ocho de la noche; era demasiado. No era que el cuerpo no me diera, sino que era el cerebro, quedaba quemado. De EL DESCUEVE éramos tres los que estábamos en el Taller: Ana, Gabriela y yo. Y a pesar de todo lo que conté, fui el único que lo pudo terminar. La formación era bastante dirigida para ser un bailarín. Y yo con la necesidad que tenía por manifestarme como coreógrafo siempre estaba medio rengo porque no podía identificarme totalmente con el rol de bailarín. Internamente me sentía más coreógrafo que bailarín. Bailaba mis cosas pero no sentía que podía llegar a bailar cosas de los demás. Para nada era ese mi objetivo con la danza; lo mío era crear mis cosas y punto. Pero sentía que igual tenía que estar ahí, que era un lugar que me contenía, que estaba con gente paralela a mí, haciendo un camino. Con EL DESCUEVE fue todo bien, estrenamos la obra, cada vez con más éxito. Estrenamos en el GALPÓN DEL SUR, que ya no existe más. La fortuna es una obra más bien en blanco y negro. La idea era dar una sensación de ausencia de color, como en sepia, y el GALPÓN DEL SUR era el marco perfecto. Al terminar el Taller, trabajé con la compañía. Me llamaron para reemplazar a Gustavo Firpo, que no sé por qué no estaba trabajando con el Ballet. Yo tenía que cubrir sus papeles en una gira. Me acuerdo que Oscar Aráiz me llamó por teléfono varias veces y yo me preguntaba para qué me llamaría. Pensaba que algo podría pasar con la beca de ANTORCHAS, ya que él era jurado en ese momento. Y no, era para invitarme. Entonces nos reunimos y yo le dije: “Oscar, ¿a vos te parece que yo lo puedo hacer?” “A mí me parece que sí”, me contestó. “Además me parece que le tenés que dar una posibilidad a tu rol 

Estaba ubicado en México al 800.

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como bailarín. Vos siempre investigás en el rol coreográfico pero nunca te pusiste a ver qué pasa formando parte de una compañía. Me parece que podés aprender mucho y que te puede servir para lo otro”. Y salió todo bien. O sea que tuve mi experiencia con el BALLET CONTEMPORÁNEO DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Fue redondito. Terminé el taller y trabajé tres meses con la Compañía. Hicimos una gira por España y Grecia. Una gira que se hizo con una producción de Lino Patalano, en la que también venía Julio Bocca. Yo bailaba Pléyades y Carnaval de los animales, ambas de Aráiz. Sinceramente la experiencia fue buenísima. Cuando uno está afuera de la Compañía siempre la ve como un mito, donde está todo bárbaro y los bailarines ganan re-bien. Hay una imagen muy formada desde afuera de la Compañía, como eso de que los que entran se quedan mucho tiempo. Y bueno, yo entré. Entré para cubrir ese reemplazo y después tuve el ofrecimiento de continuar. Oscar me dijo por qué no me seguía quedando para la temporada del noventa y dos. Yo pregunté cuánto tiempo era eso y cuando me dijeron que era todo el año dije que no. A mí todo el año no me interesaba, no iba a poder. Ese año hicimos funciones de EL DESCUEVE en el TEATRO ALVEAR, con Criatura y La fortuna y, a la vez, tuvimos el apoyo del INSTITUTO DE CULTURA IBEROAMERICANA. Nos daban cierta plata para que hagamos algo para ellos, para trabajar en ese espacio. Al principio nos pareció raro porque era un espacio con columnas, no entendíamos qué podíamos hacer ahí. Nosotros siempre habíamos trabajado para espacios muy convencionales; habíamos hecho siempre cosas para escenarios a la italiana. Yo pedí la dirección del grupo porque tenía ganas de que trabajásemos algo totalmente nuevo. Empezamos a trabajar con objetos, un código más teatral dentro del movimiento porque esa era nuestra necesidad. Hasta ese momento habíamos trabajado siempre muy dentro del movimiento, muy dentro de lo coreográfico. Y ahora queríamos darle prioridad a la interpretación. Ir de lo teatral al movimiento.

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En dos meses hicimos el boceto de lo que íbamos a presentar. El proyecto era hacer un trabajo que no estuviera terminado y mostrarlo en el ICI. No tenía por qué ser una obra, le pusimos Corazones maduros, y tenía mi dirección. Hasta ese momento yo había sido el único varón del grupo pero en Corazones maduros para el ICI, entró otro hombre, Juan Pablo Sierra. Después, cuando la obra siguió evolucionando y se fortaleció como para escenario, fue Gustavo Lesgart. Después de hacerla allí, quedó abandonada ya que seguíamos con muchísimo trabajo con Criatura y La fortuna. Tuvimos el primer viaje a Europa, a Estado Unidos, a Brasil y creo que fuimos a otro país de Latinoamérica. O sea que hasta fin de año estuvimos viajando muchísimo. Fue el primer año en donde realmente empezamos a salir y a mostrar nuestro trabajo afuera. Ese año nos dimos cuenta cómo nuestro trabajo podía tener más trascendencia afuera que aquí, que era más aceptado afuera que acá y que inclusive económicamente nos convenía mucho más presentarlo afuera, ya que volvimos con bastante plata. Corazones maduros quedó para el noventa y tres, en donde lo empezamos a trabajar de vuelta para presentarlo en PRIX D’AMI que es un local que no tiene nada que ver con un circuito teatral, sino que era un lugar de rock. Ahora no existe más. Ahí nos empezamos a meter con la escenografía. Tenía una puesta bastante pretenciosa. Tenía un piso de goma espuma. Queríamos estar dentro de una caja blanca, tenía unas paredes que enmarcan la obra forradas de lycra, un techo subido con roldanas, era toda una empresa. Quedó como nosotros queríamos que quedase, pero gastamos un montón de plata. Volvimos a ser un poco independientes, ya no teníamos la plata de ninguna institución. Esa, en realidad, fue la última obra que hicimos con EL DESCUEVE. La hicimos hasta el noventa y cuatro, año en el que se embaraza una de las chicas. Así que vinieron las panzas, vinieron los bebés y Corazones maduros quedó medio ahí, aletargado. Pasaron los embarazos y quisimos volver a trabajar juntos. Entonces hubo un 

Funcionaba en Monroe 2315.

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momento medio raro. Quisimos preparar un proyecto para ANTORCHAS pero algo no funcionó y vino una propuesta de afuera, de que todo el grupo formara parte de otro grupo, que se llama DE LA GUARDA. Éramos convocados como intérpretes, como creativos y trabajando bajo la dirección de ellos. El espectáculo lo estrenamos el año pasado en Francia. Es un espectáculo que mezcla muchas disciplinas, artísticas y no artísticas. Algunos somos bailarines, hay gente que viene del teatro, hay alpinistas, hay un arquitecto, hay músicos, o sea que es un espectáculo que combina muchas disciplinas. Yo supongo que para nosotros fue muy fuerte la apertura que hicimos durante los primeros tres años y medio, casi cuatro. El quinto año que estuvimos juntos fue bastante difícil de llevar porque el grupo se disolvió, se abrió un poco, cambió su formación, justamente por esto de que las chicas se embarazaron, entonces entraron a reemplazarlas otras. El ofrecimiento de DE LA GUARDA vino en un momento en el que nosotros veníamos de estar medio débiles creativamente porque hacía bastante que no creábamos juntos. Tampoco teníamos ningún plan para el futuro, no teníamos una obra que estuviera viva porque Corazones maduros ya venía de dos años. Queríamos algo nuevo, pero tampoco teníamos proyectos para hacer funciones. En todo caso lo que íbamos a hacer era ponernos los cinco de vuelta en funcionamiento para crear una cosa nueva. En ese momento que estábamos como reestructurándonos, los chicos de DE LA GUARDA nos ofrecieron formar parte de este espectáculo: Período Villa Villa. Obviamente no dijimos sí en seguida. Fue bastante desequilibrante porque de alguna manera íbamos a perder identidad. Si formábamos parte de ese espectáculo, por más que seamos EL DESCUEVE, íbamos a estar dentro de un espectáculo de DE LA GUARDA. Nuestro rol de directores quedaba totalmente guardado y teníamos que mandarnos en la de intérpretes, en la de aportar ideas y aportar creatividad, pero ya no íbamos a ser los que decidiéramos. Eso quedaba para ellos. Quizás como EL DESCUEVE en sí, estamos en un momento de

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transición hasta volver a hacer algo juntos. Y me parece que esta transición dentro de otra compañía, en realidad, es un crecimiento. Es cierto que estamos un poco más off, si el público no se pone a leer en el programa, no se da cuenta que hay otro grupo funcionando adentro, entonces nosotros estamos medio borrados. Pero creo que estamos adquiriendo un montón de experiencia en ese espectáculo que solos quizás no la hubiéramos podido adquirir. Decir cuál es la línea estética de EL DESCUEVE me parece bastante complicado. Creo que lo que fundamentalmente nos unió desde el principio es un objetivo muy parecido entre nosotros y una fuerza muy parecida que cada uno tenía. El objetivo de encontrar un lenguaje propio, trascender con ese lenguaje y también pensar que la danza no es una cosa establecida, como que no hay una forma de bailar. Un poco el objetivo era romper las barreras y traspasar a ver qué pasa más allá. Yo creo que encontramos un lenguaje propio pero no se puede explicar con palabras. Uno siente que encontró un lenguaje cuando siente que se está identificando totalmente con lo que está haciendo. Creo que el espectador se olvida, cuando ve EL DESCUEVE, que está viendo estrictamente danza. Nuestra búsqueda siempre fue a través del movimiento, hacer creaciones bastante vivas, en donde se vea la persona explotando en el escenario, fallando si eso le aporta al personaje, o a la serie de movimientos que está haciendo. No quedarse en lo coreográfico, sino al contrario, lo coreográfico es una excusa para que en realidad se vea mucho más. Es como el aspecto humano del bailarín, la parte más expresiva. Esto lo digo desde mí y desde EL DESCUEVE, que es lo mismo. Hablar de mí o de EL DESCUEVE es lo mismo, es mi sello. Siento que es decir lo mismo, por más que lo comparta con otra gente. Uno de los objetivos o de los perfiles que siempre manejamos, o que siempre tratamos de mantener es la forma de crear. Nosotros creamos en un escenario y creamos a través del movimiento. Pero los nutrientes vienen de otros lugares,

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no vienen sólo del movimiento o del teatro. Vienen de la pintura, de la plástica, vienen de la oración, de lo cotidiano. Por eso en un reportaje que me hicieron dije que me encantaría pensar que EL DESCUEVE en el futuro, no sea un grupo de bailarines, sino quizás un grupo de músicos. Que nosotros nos transformemos realmente en una orquesta, o nos transformemos en un grupo de plásticos. Me parece que, internamente, en el laboratorio de EL DESCUEVE todos funcionamos un poco así. No se siente que estamos creando danza, sentimos que estamos creando, que hay creación. Siento que EL DESCUEVE podría dispararse para cualquier otro lugar y, obviamente, yo también. 27 de abril de 1996

EL DESCUEVE retomó sus creaciones. Carlos Casella lo continúa co-dirigiendo y el grupo es hoy uno de los más importantes y con identidad propia en el panorama de la danza contemporánea argentina actual. Cada una de sus presentaciones genera mucha expectativa y atrae mucho público. En 2005 Carlos Casella coreografío y dirigió un espectáculo sin EL DESCUEVE, con bailarines de danza independiente.

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ANA ITELMAN Nace en Chile en 1927 pero vive desde su infancia en la Argentina. Desde muy temprano comienza sus estudios de danza. Sus primeros maestros fueron Ekatherina de Galantha, Aída Mastrazzi e Irma Villamil. A los 17 años egresa del CONSERVATORIO NACIONAL DE MÚSICA Y ARTE ESCÉNICO, después ESCUELA NACIONAL DE DANZAS. Siendo aún muy joven integra la primera compañía de Miriam Winslow, en la que actúa durante un año. En 1945 viaja a Nueva York donde estudia con importantes maestros. Regresa en 1947. Durante esos primeros años se dedica a los recitales de solos que presenta en los teatros SMART y ALVEAR de Buenos Aires y recorre el interior del país. En 1952 abre una escuela de danza contemporánea. Al año siguiente estrena sus primeras obras grupales con una compañía propia. En 1956 es contratada por el Hotel Copacabana de Río de Janeiro para montar shows allí. En 1957 se radica en Nueva York y tiene contacto con los principales maestros de danza moderna de ese momento. Estudia con Hanya Holm, Martha Graham, José Limón, Louis Horst, Merce Cunningham, Alwin Nikolais y Daniel Nagrin. También estudia escultura y pintura en el BROOKLYN MUSEUM OF ART, dirección de televisión en la UNIVERSIDAD DE NUEVA YORK y actuación con Lee Strasberg en el ACTOR´S STUDIO. Regresa asiduamente a Buenos Aires donde monta coreografías en el TEATRO COLÓN, en el TEATRO SAN MARTÍN para la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA y para el BALLET DEL SAN MARTÍN que por entonces dirige Oscar Aráiz. Regresa en forma definitiva a la Argentina en mayo de 1969 y a partir de ese año comienza a estar estrechamente ligada a la docencia de composición coreográfica. Además se destaca en la realización de coreografías para shows musicales. En 1970 abre un estudio en el sótano de una galería de la avenida Santa Fe. Allí mismo inaugura su CAFÉ ESTUDIO que funciona como escuela y Café Concert los fines de

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semana. Luego donaría este espacio para el funcionamiento del TALLER DE DANZA DEL TEATRO SAN MARTÍN. Desde 1977 trabaja regularmente para el recreado BALLET DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN para el que crea numerosas coreografías. En 1987 dirige junto a Renate Schottelius el ciclo OTRAS DANZAS en el CENTRO CULTURAL RECOLETA en el que se exploran nuevos espacios para la danza contemporánea. Para esa fecha ya es un referente para las nuevas generaciones de danza de nuestro país. Se suicidó el 16 de septiembre 1989 a causa de una profunda depresión. Entre su larga lista de obras se pueden mencionar: Casa de puertas, versión de La casa de Bernarda Alba de García Lorca, Odi et Amo, Dobletres, Ciudad nuestra, Buenos Aires, La historia de un soldado, Suite de percal, Alicia en el país de las maravillas, Las casas de Colomba, Y ella lo visitaba, Paralelo al horizonte y El capote.

Marcelo Isse Moyano

Nos conocimos a los comienzos de la llegada de Miriam Winslow al país. Ana tenía en ese momento 17 o 18 años y también formaba parte del primer grupo de mujeres que formó Winslow. Pero estuvo poco tiempo ya que una enfermedad le impidió salir de gira con nosotros. Luego se fue a Estados Unidos a estudiar, donde permaneció varios años. Volvió para dar clases en un estudio propio y dio algunos recitales espléndidos. Era una bailarina extraordinariamente dotada. Recuerdo sobre todo sus danzas Sarcasmo y Disco Virgen. Otra enfermedad fue la causa por la cual resolvió no bailar más. Formó un conjunto importante con el cual dio recitales, shows, etc., y también tuvo larga actuación en Brasil. Nuevamente se fue por muchos años a Estados Unidos, ya como maestra en el BARD COLLEGE, regresando de a ratos a la Argentina, donde desarrolló mucha actividad. Finalmente se volvió a radicar aquí, poniendo nuevamente un estudio que muchos años después donó al Taller de DANZA DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, creando

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coreografías para obras de teatro, shows, y naturalmente para el BALLET DEL TEATRO SAN MARTÍN. Durante todo el tiempo competimos alegremente en nuestras carreras. Coincidimos, al final de su carrera, como maestras de composición en el Taller de DANZA DEL TEATRO SAN MARTÍN y, en general, nuestras opiniones y juicios sobre trabajos presentados, también coincidían. En algunas oportunidades Ana me propuso asociarnos, pero creo que para entonces nuestras carreras ya estaban tan definidas que era mejor seguir cada una por su lado. En los dos últimos años de su vida nos unimos para organizar el ciclo OTRAS DANZAS en el CENTRO CULTURAL RECOLETA y fue allí donde conversamos más y más profundamente. Siempre me dio muchísima pena que Ana no pudiera valorar su propio trabajo y gozar de la gran influencia que ejercía con sus alumnos, con los bailarines y en el ambiente artístico en general. Trabajaba excesivamente y no pudo encontrar la alegría que significaba ser pionera de la Danza Moderna en la Argentina y de haber formado varias generaciones de bailarines y creadores, a pesar del gran reconocimiento que se le profesaba. En nuestras conversaciones al respecto, su actitud era, lamentablemente, muy autodestructiva y pesimista.

Renate Schottelius

Conocí a Ana Itelman en el desaparecido y magnífico estudio de Ekatherina de Galanta. Ella recién llegaba de su primer viaje de estudios a los Estados Unidos y se la sentía llena de euforia y gozo por haber estudiado con lo más granado de los maestros en distintas especialidades.

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Poco después asistí a su primer recital como solista. Unía a un perfecto dominio físico, una energía convincente y una espectacularidad emanada del uso violento de las fuentes de iluminación, además de temáticas a la vez originales y profundas. No era ajeno al gran efecto que producía su actuación, el color rojo de su cabellera que fue sabiamente explotado en los afiches que anunciaban sus espectáculos. No era en esa época proclive a unirse en compañerismo o amistad con sus colegas, dando la sensación de que se sentía exageradamente superior. Fue muy discutido el hecho, entre nosotros tabú, de que no desdeñara componer coreografías para espectáculos comerciales, como las comedias musicales. En ese aspecto rompió con un prejuicio muy arraigado que nunca me detuve a pensar si era o no justificado. Creo que todo depende de las circunstancias. Entre nosotros Ana conquistó inmediatamente una admiración incondicional como bailarina, la que se extendió a su labor de coreógrafa a tal punto de que se admiraban de que pusiese una coreografía sobre música de tango, como si fuese la primera persona a quien se le ocurría, aunque yo misma había incursionado antes en esa fuente temática, y antes de mí, mis propios maestros como Mercedes Quintana y José de Cherpino, entre otros. Después de años de ausencia en los cuales enseñó en los Estados Unidos con apenas un aporte para la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA DANZA, para la cual compuso una excelente versión de La casa de Bernarda Alba, volvió a la Argentina como “señora” del BALLET DE DANZA MODERNA DEL TEATRO SAN MARTÍN y ya fue completamente imposible acercársele a menos que fuera para serle útil. Ignoro las causas, pero ha sido una actitud muy destructiva, especialmente para ella, tal como demuestra su lamentable final, en un momento de plena productividad. Guardo un recuerdo respetuoso de su talento y siento el vacío que dejó en la danza argentina.

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Paulina Ossona

Recordar a Ana Itelman es rememorar a una artista de envergadura que integró el grupo de profesionales que consolidaron en nuestro país la nueva tendencia moderna de la danza. La recuerdo como bailarina, pues integraba la compañía de Miriam Winslow, junto a mí y otros profesionales. Como solista presentó espectáculos con danzas de su propia creación y lo hacía con un nivel excepcional tanto en la técnica como en lo expresivo. Como maestra era excelente y a través del C.I.E.E.DA. (CENTRO DE INVESTIGACIÓN, EXPERIMENTACIÓN Y ESTUDIO DE LA DANZA), entidad que fue creada y dirigida por mí, se la contrató para los ciclos de Danza Moderna que organizaba la entidad. En esa oportunidad desfilaron por su estudio figuras relevantes que hoy se destacan por su trayectoria, tanto en el país como en el exterior. Como coreógrafa presentó importantes trabajos de los cuales destacaré algunos: en el TEATRO NACIONAL CERVANTES, organizado por la Dirección Nacional de Cultura, en un ciclo que compartíamos, presentó un ballet moderno cuya temática era el convivir de la gente. Utilizó unas estructuras realizadas con caños que semejaban un edificio de muchos pisos, dentro del cual estaba la gente que lo habitaba representando sus amores, sus pasiones, sus angustias, etc. Oscar Aráiz tuvo allí una destacada participación bailando con otros dos bailarines un tango callejero. Realmente era una coreógrafa de garra, muy original y presentaba a los grupos que dirigía con un ajuste y exigencia profesional de alto nivel. Su desaparición privó a nuestro país de una embajadora del arte y una creadora de gran valor, dejando un vacío difícil de llenar.

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Luisa Grinberg

Bueno, es un lugar común decir que Ana Itelman fue maestra de uno, pero creo que lo fue. Yo digo que yo no estudié coreografía con nadie, porque Ana Itelman enseñaba composición en el Taller, pero yo era colega. Yo enseñaba música y quizás torpemente, nunca se me ocurrió que podía haber tomado esas clases. Pero tuve la suerte de estar en todas sus producciones, en todo lo que ella montó para el BALLET DEL SAN MARTÍN. Y aún en un momento en que yo no podía bailar, fui asistente de ella. Malo, pues yo soy muy mal asistente, pero bueno, estuve cerca de ella. Yo creo que Ana es, posiblemente, una de las pocas personas que vi tan seriamente involucrada con la danza. Creo que fue alguien que tuvo una intención más allá de la creación, más allá de la docencia. Tuvo también la intención de la sistematización de las cosas; las cosas de las que ella hablaba en sus cursos y de las que ella hablaba en sus montajes. También con Ana era claro siempre, que el trabajo iba a ser difícil. Uno siempre decía: “Viene Itelman. ¿Qué va a pasar?”. Porque las propuestas de Ana siempre eran complicadas, eran difíciles y llevaba tiempo encontrar el camino que ella quería seguir, el camino que ella quería mostrar. Después era un placer. A veces un placer en el displacer, porque había algunos movimientos que eran muy difíciles de automatizar. O había algunas situaciones en las obras que eran incómodas, que eran como a contramano. Pero la concepción, la vuelta intelectual que tenía todo esto, a mí me resultaba muy atractiva. Creo que había propuestas deslumbrantes. Lo que me deslumbraba de ella era su abordaje a los trabajos. No escatimaba dificultades. Si había que leer la obra entera, había que leerla y había que saberla, ya fuera Un tranvía llamado deseo o esos burócratas de El capote. Había que hacerlos y entenderlos. Y si había que mover esas puertas, había que moverlas, porque eso tenía una funcionalidad dramática. Cuando uno adhería a toda esa propuesta, era muy placentero. Por otro lado Ana fue muy amiga mía.

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Yo pude tener una charla muy fluida con ella y plantearle muchas dudas que a todos se nos producen cuando uno está creando. Fue una buena interlocutora, alguien con quien yo podía hablar. Llamarla por teléfono a las dos de la mañana y preguntarle si le parecía bueno ese título para esta obra que yo estaba haciendo. Ella me atendía y me decía si le gustaba o no, o me aconsejaba que buscara otro. Recuerdo ir a comer a la casa y que hubiese preparado una comida maravillosa, porque era una cocinera fantástica. Ana fue una persona fantástica en mi vida.

Alejandro Cervera

Han dicho todo de ella y todo lo que han dicho es poco. Yo no puedo decir más porque le tuve una gran admiración. Lamento mucho que se haya ido de esta vida, fue un gran dolor para mí que hasta hoy no puedo aceptar, ni soy capaz de entender. Hoy lamento mucho la pérdida para todos nosotros. Imagino las obras que podría brindar todavía si estuviera con vida. Es muy lamentable que tomara esa determinación.

Otto Werberg

Ana Itelman, en este momento, es un personaje mítico y también lo era en vida para nosotros, para todos los que trabajamos con ella, y tuvimos realmente la suerte de conocerla. Yo era muy amigo de Ana, la admiré y la sigo admirando. Pero no puedo dejar de recordar ciertas cosas. Todos temblábamos cuando Oscar Aráiz anunciaba que Ana venía a montar una obra, porque era terriblemente ruda con todos nosotros cuando trabajábamos. Tampoco puedo olvidar que, cuando yo, como director, invitaba a Ana a montar un espectáculo había situaciones de tensión, en el sentido de incomprensión a los bailarines.

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Desde el punto de vista artístico ella fue la persona que nos enseñó a inventar. De una manera como nadie lo había hecho hasta ese momento. Yo la invitaba año tras año. La invité a montar espectáculos porque me parecía maravilloso su caudal de invención y sus obras. Aunque algunas no eran tan buenas como otras, siempre tenían cosas impresionantemente nuevas, o el punto de vista que nunca a nadie de nosotros se nos había ocurrido. Nos abría la cabeza para nuevos caminos. Pero la relación personal siempre fue conflictiva, siempre. Mauricio Wainrot

Voy a hablar de Ana Itelman desde el lugar de espectadora. A mí me parece que era muy auténtica, llegaba a hacer una coreografía del principio hasta el final con toda la limpieza y la autenticidad de una obra, de una composición. Además buscaba esa “otra danza”, como ella le llamaba, con elementos muy simples y muy de ella. Sabía manejar un equipo de gente y llegaba, partiendo de la base de cosas muy simples, a poder estar en otro lugar. Creo que fue una coreógrafa que va a quedar para siempre con nosotros. Yo nunca tuve contacto directo con ella.

Iris Scaccheri

Mis vivencias con Ana Itelman son vivencias del medio, ya que no tuve la suerte de estudiar con ella. Pero nuestro trato era muy afectuoso. En realidad cuando yo hice mi primera presentación en el año setenta en el CENTRO CULTURAL GENERAL SAN MARTÍN, ella volvía de Estados Unidos y ponía su estudio. Me invitó a participar en una función de televisión y me recomendó al productor. Me dio una hora completa para hacer mi programa, ese fue nuestro primer encuentro.

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Otro recuerdo lindo que tengo de ella fue una vez que la encontré en un estreno de Oscar Aráiz y me dijo que había donado su estudio al Taller del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN, que ella ya tenía un camino hecho, que ya estaba. "¿Ana, qué vas a hacer?", le dije. Me llamó mucho la atención. Y un posterior y postrer encuentro fue en el año ochenta y nueve, cuando fuimos a comer con mi hija a un restaurante en la esquina de la SOCIEDAD HEBRAICA ARGENTINA. Mi hija, Lucía, tenía que dar un examen porque la habíamos cambiado de colegio. Aparece Ana y se pone a comer sola en una mesa. La dejé a mi hija con sus amigas y fui a charlar con ella. En esa charla yo le dije que me sentía rara sin estudio, que no tenía mi lugar, no tenía donde hacer las cosas y la vi a Ana muy enjoyada, muy pintada para escena. Es un recuerdo curioso y muy hermoso, viéndome qué decir ante esa situación, como compartiendo mi sensación, un poco de estar en el aire. Yo la vi también a ella en el aire. Posteriormente Ana murió. Pero comimos juntas.

Ana Kamien

Un recuerdo muy fuerte que tengo es de cuando yo estaba en el BALLET DEL TEATRO GENERAL SAN MARTÍN que dirigía Oscar Aráiz y llegó Ana que venía de Estados Unidos. Su presencia era muy fuerte. En ese momento se hicieron obras como Ciudad nuestra Buenos Aires, la primera versión de Casa de puertas. En esa época era como que le tenía miedo. Aparte eran roles: ella era coreógrafa y yo era una bailarina más del grupo. Después la fui conociendo mejor, la fui conociendo desde otro lugar porque yo la llamé cuando dirigí el Ballet para que coreografiara. En el Taller había dos opiniones que eran muy fuertes para mí, que eran la de Ana Itelman y la de Cristina Barnils. Yo siento hasta el día de hoy la falta de Ana como coreógrafa y, muchísimo, como maestra de composición. Porque hay cosas que no se reemplazan. La visión coreográfica de Ana y su

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manera de enseñarla eran tan fuertes, que producía muchas ideas y muchas realizaciones en la gente joven. Mi relación con Ana era muy rara. Cuando murió no lo pude creer. Yo la veía como una persona tan arreglada, tan perfecta siempre, que nunca imaginé que Ana podía quitarse la vida. Fue un shock, fue muy fuerte. Si se tiene en cuenta que se mató el día de mi cumpleaños, fue peor. Nadie me quería llamar y yo me enteré muy tarde a la noche. Fue muy triste, muy terrible.

Ana María Stekelman

Con Ana yo tuve una relación básicamente de admiración. Por sus pensamientos acerca de la danza, por el diálogo que me permitió entablar con ella, pero el mayor contacto lo tuve a través del trabajo concreto. Yo hice dos trabajos con ella. Uno se llamaba No hablo en mi dormitorio porque vivo sola, y el otro Los vértices, y fueron dos procesos de aprendizaje. Desde mi óptica, Ana era una persona que pudo reflexionar acerca de qué es una coreografía, qué es una composición. Por supuesto que hay otros profesores de coreografía, pero yo no me refiero a ubicar la coreografía en un punto de fórmulas, sino trascender lo que es la instrumentación de lo que es una coreografía. En eso Ana tenía una visión que posiblemente el teatro le haya dado, o su estadía en Estados Unidos. No sé cómo, pero tenía una visión que era única. Me parece que su límite, y por eso chocábamos, era que Ana, si bien era una persona que en lo suyo era muy rebelde y revolucionaria, como maestra era un poco dirigista. Había otra línea dentro de esos coreógrafos incipientes que tomaban clases con ella; sin embargo, Ana era muy terminante con respecto al para qué de una obra, al para qué de un movimiento. Pero había coreógrafos que se inscribían en una línea que tenía más que ver con la búsqueda del lenguaje. Yo, en muchos momentos, no me sentía demasiado libre para poder mostrar mis trabajos sin un juicio estricto como el que yo sentía que Ana aportaba. Por supuesto

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que en mi caso particular, me he peleado mucho con ella, inclusive sobre estos temas. Nos peleábamos a gritos, enojándonos, pero igual pude seguir el diálogo con ella. Tuvimos una reunión un mes antes de que se suicidara. Yo había estrenado una obra que se llamaba Jugar con fuego y ella en ese momento me dijo: "Bueno, a partir de esta obra yo ya te puedo llamar coreógrafa." Para mí, fueron palabras muy importantes, más allá de que yo también consideraba coreografía a las otras que había hecho antes. Pero era un reconocimiento. Yo lo sentí así. Ana fue una maestra, pero en el sentido de guía. Más que dar conocimientos acerca de la coreografía, fue como una guía acerca de qué es la danza como arte.

Susana Tambutti

Yo no estudié composición con Ana Itelman, de hecho no pasé por el TALLER DEL SAN MARTÍN en la época en que ella era maestra de composición. Pero me vi vinculado a ella desde lo coreográfico, participando en las obras que ella montó. En algunas participé. El primer recuerdo que tengo de Ana son sus aros enormes, eso es como un símbolo para mí. Era muy difícil seguirle el pensamiento en los primeros trabajos. Era bárbaro cómo sus ideas y sus conceptos derivaban en el movimiento; realmente era llamativo, pero a veces costaba seguirle ese tren. La recuerdo con mucho humor en los ensayos. Los ensayos de El capote en donde tuvimos una primera etapa de improvisaciones, fueron muy productivos y, a la vez, en donde se pusieron de manifiesto muchas de estas propuestas que ella hacía. Era alguien a quien era difícil acercarse. Pero siempre tenía esa bondad de saber indicar y saber mirar, en este caso a mí, que era un novato. Una persona querible, desde mi lugar de bailarín, ya que yo tuve una relación más que nada de trabajo. Compartí sí, alguna reunión, algunos cafés, y siempre me reía bastante con lo que ella contaba, y las cosas que a ella le pasaban que a mí me divertían mucho.

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Miguel Ángel Elías

Para mí, lo más doloroso de la muerte de Ana es no haberla podido conocer más profundamente, no poder saber más de ella. Uno puede saber de ella a través de las obras, pero me hubiese gustado que ella esté en este momento. Me gustaría que hubiese estado viendo mis obras y escuchar sus críticas. Su presencia de cualquier manera está muy cerca. En Fábula apócrifa, estuvo muy presente en un sueño fuerte que tuve con ella, donde me guiaba a una ventana llena de cruces de bronce negras, que para mí, fue una guía en ese trabajo que yo estaba haciendo. Cuando era mi maestra, vio una cosa que yo estaba haciendo en ese momento fuera de la escuela y me criticó mucho, fue muy tajante en su opinión. Me dijo que yo tenía que profundizar el camino y que tenía que buscar mi propia danza, que no tenía que copiar, que tenía que hacer un trabajo mucho más profundo, que tenía que esperar, que tenía que ver mucho y que tenía que tener más experiencia. Era una persona muy generosa. Creo que todos descansaban en ella, porque ella era “mamá Itelman”. Entonces “mamá Itelman” arreglaba concursos, “mamá Itelman” organizaba, decía lo que había que hacer; todo el mundo descansaba en que estaba ella. Y cuando no estuvo Itelman se generó una cosa de que alguien tenía que estar para apoyar a la danza independiente y nadie tuvo esa fuerza. La generosidad que tuvo esa mujer, ninguno la pudo igualar. El talento y la profundidad, tampoco. Eso tiene que ver con una dote natural que tenía Ana, que transmitía y enseñaba, más allá de su consciente; algo que estaba en su piel, que tenía que ver con su persona. Es una pena que se haya ido así. Yo hubiese querido otro final.

Miguel Robles

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Ana Itelman ha sido mi maestra, ha sido la conductora de un trabajo creativo y un referente artístico muy importante para mí. Con ella, yo me ubiqué siempre como alumna o como maestra en su escuela, pero no como amiga. Era una persona a la cual uno le podía mostrar los trabajos y ella siempre opinaba. Una de las cosas que me encantaba es que ella opinaba sobre mis obras y yo sabía desde qué lugar opinaba. Esto me servía para decodificar los mensajes que me enviaba y, finalmente, modificar cosas. Una vez le llevo una obra y ella la descalifica totalmente. Yo escucho lo que ella dice y trabajo con eso. Finalmente la termino estrenando en el TEATRO CERVANTES y el día del estreno me dice: "¿Sabes una cosa? Creo que me equivoqué." Y en realidad no creo que ella se hubiese equivocado, sino que a partir de lo que ella me dijo y mi decodificación, yo pude rearmar totalmente esa obra y trabajarla desde otro lugar. Ana ha sido eso para mí, una persona muy importante y una maestra.

Roxana Grinstein

Para mí Ana Itelman fue la pionera de las bailarinas argentinas, la que introdujo la danza moderna americana en Argentina. La primera vez que la vi bailar fue en un recital en la calle Corrientes. Además de un dominio absoluto de su cuerpo, era de una personalidad muy fuerte. Ana, además de una técnica fabulosa, de una gran personalidad, era una artista y una maestra excelente. Yo creo que cada persona que tomó clases con ella, de alguna manera quedó marcada por su método, por cómo organizaba sus coreografías, sus grupos y, además, por sus clases. Realmente una sola cosa me apena y es que yo nunca trabajé a su lado, porque la única vez que podría haber trabajado me lastimé una rodilla. Ella me tomó una prueba, aún con la rodilla enferma, pero no pudo ser. Era algo que estaba preparando para hacer en La Plata o acá en

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Buenos Aires, no recuerdo, pero después no se hizo. Yo siempre lamenté no haberlo hecho porque toda la gente que trabajó con ella tiene algo muy especial. Además, otra cosa que hizo Ana fue trabajar con actores, hacerlos mover y hacer parecer que fueran bailarines, sin bailar. Ana conseguía que la gente se moviera de manera particular. En eso también fue una pionera.

Rodolfo Dantón

Yo la conocí a Ana Itelman en el Taller de Danza del TEATRO SAN MARTÍN. Estuve con ella los tres años de mis primeras clases de composición. Creo que ella trabajó de distintas formas a lo largo de su vida pero la verdadera medida es la cantidad de gente a quien ella ha posibilitado trabajar. Gente que por ahí nunca hubiera pensado que podía ser coreógrafo, o que podía bailar sus propias obras. Ana despertó en una cantidad impresionante de gente esa posibilidad de generar movimientos y de generar obras. A mí me llama mucho la atención, porque es gente que no tiene nada que ver entre sí. Pero ella no marcó con su estilo a la gente. No es que todo el mundo que estudió con Ana Itelman compone igual o baila igual. Todos los que estudiaron con Ana Itelman componen o bailan distinto. Yo creo que es el único maestro en el mundo de esas características, nunca vi algo así. Actores, bailarines y todo el mundo dice que empezó gracias a Ana Itelman. Por supuesto que llevaban algo adentro que necesitaban expresar, pero creo que la mayoría de esa gente, si no hubiera aparecido Ana Itelman, por ahí no hubiera existido como artista. Ana tenía una manera que parecía muy libre de proponer los trabajos y de hecho lo era. Pero a la vez, creo que marcaba las cosas de manera tal que en el fondo había algo muy retórico, muy estructurado de su parte. No obstante, se hacían trabajos completamente distintos con la misma consigna. Yo creo que tenía un gran talento para eso.

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Era muy importante el esfuerzo que ella hacía para generar espacios para la gente joven. Por ejemplo en el ciclo OTRAS DANZAS, en el CENTRO CULTURAL RECOLETA, empezaron a hacer sus primeros trabajos gran parte de los coreógrafos que están produciendo en este momento. Sandro Nunziata, Liliana Toccacelli, Sonia Carioni, Brenda Angiel, y otros importantes que ahora me olvido, empezamos allí. Eran trabajos muy cortitos, en tres distintos espacios y ella había conseguido que pagaran. Era poco, pero era realmente muy significativo. También en cuanto a la cantidad de gente que venía, la posibilidad de hacer funciones durante un mes, de repetir los trabajos. Ana era una de esas personas que se le ocurrían ese tipo de cosas. Además ella era artista, era coreógrafa, no es que se dedicara sólo a la docencia, eso era lo notable. Sembraba, pero ella también era un terreno muy fecundo, pienso que no es uno de esos maestros que uno lo lleva como un peso.

Diana Theocharidis

A Ana Itelman la conocí como jurado de la BIENAL DE ARTE JOVEN del ochenta y nueve. Había escuchado el nombre un par de veces, sabía que era vieja y no me gustaba mucho que fuera vieja, porque no me sentía identificado con un jurado viejo. Pero nuestro trabajo no estaba terminado. Nosotros ya lo habíamos estrenado en CEMENTO, pero realmente cuando nos enfrentamos a ella nos dimos cuenta que el trabajo no estaba terminado. Queríamos expresar un montón de cosas que estaban escritas en una hoja y que en realidad en vivo no estaban, no se producían. Ana nos dijo exactamente lo que nosotros queríamos y exactamente lo que se veía, y nos dijo que nosotros nos teníamos que dar cuenta que las dos cosas eran buenas, pero que no se unían. Ese fue un momento fuerte. Esa señora nos estaba interpretando exactamente a nosotros que tenemos veinte años y que nos consideramos el centro del mundo, nos consideramos lo

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máximo. Seguimos la dirección de ella y el trabajo creció muchísimo, no sólo que entró en la Bienal, sino que se transformó de una secuencia de movimiento, en una pequeña obra. Después, en la Bienal, fue una hecatombe. A los dos minutos de estrenar nuestra coreografía, felices en el escenario, se reventó el equipo de sonido. Nosotros nos desesperamos. Después de estar todo el verano ensayando, era nuestra primera función importante, vino todo el mundo y la gente pensó que a los dos minutos había terminado el trabajo. Entonces aplaudía muchísimo porque en realidad podía haber sido que terminara ahí. Entonces me vino la ira y tuve que mandar un texto al público muy enojado: "¡Esta coreografía no terminó!" Salimos, y al camarín entramos en crisis, llorando. A mí me agarró un ataque de nervios. Le gritaba a Rubén Szchumacher, le gritaba a Ana Itelman: “¡¿Cómo puede pasar esto?! ¡¿No se dan cuenta que estuvimos ensayando todo el verano y que por un equipito se arruinó todo?!” Yo estaba en un ataque de nervios total, era como si me hubieran arrancado el corazón y Ana, de a poco, nos endulzó. Nos empezó a decir lo valioso que era nuestro trabajo, lo valioso que era nuestra labor para la danza en sí; que nosotros éramos los nuevos personajes de la danza, que porque se rompa un grabador no podíamos dejar a todo un público así, que el público se merecía que nosotros saliéramos. Nos fue llevando, nos fue llevando, y de repente estábamos de vuelta en el escenario empezando la coreografía. Fue como un arrullo maternal, como quien le calma el llanto a un bebé. Fue muy lindo.

Carlos Casella

Mis encuentros con Ana fueron esporádicos, en parte porque durante mi formación ella estaba radicada en los Estados Unidos enseñando en una universidad. Durante esa época yo estudié danza contemporánea con Renate Schottelius y Dore Hoyer, aunque ya tenía largos años de danza clásica. Otros artistas de entonces hablaban de Ana. Algunos

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habían estudiado con ella y otros bailaron en su compañía como Estela Maris, Graciela Luciani y Héctor Estévez. De modo que, aunque no la conocía, podía tener una idea de ella. También pude ver algunas de sus coreografías, como un solo de Bach creado para Estela Maris, creo que Zarabanda, con una pollera pegada al piso que me impresionó como un verdadero hallazgo. Era una bella obra y estaba maravillosamente interpretada por una de las más grandes bailarinas de esta parte del mundo. Otros recordaban sus trabajos en la comedia musical y en el show. Finalmente en 1963 pude conocerla. Volvió a la Argentina y la ASOCIACIÓN AMIGOS DE LA

DANZA le pidió que pusiera una coreografía que había estrenado con sus alumnos en la

universidad en Estados Unidos. Así que pudimos bailar y conocer La casa de Bernarda Alba, sobre la obra de García Lorca, que ella llamó Casa de puertas. Ese fue el primer trabajo coreográfico de grupo que le conocí. Y creo que es una de las obras de mayor intensidad dramática. Después de varios años, alrededor del 69, vuelve a radicarse en el país y entonces pude ver otras obras suyas, pero ya con un estilo diferente a las anteriores. En 1983, si bien la dictadura militar todavía dominaba el país, el panorama político se empieza a abrir. Ana se acercó, junto con Mauricio Wainrot, Susana Tambutti, Mario Gallizzi y Gerardo Finn a una comisión de discusión sobre temas políticos culturales de la que Juan Falzone y yo fuimos coordinadores en la parte de danza. Aquí, por algunos meses, tuvimos largos diálogos, y conocí otra dimensión de Ana Itelman.

Susana Zimmermann

Ana tuvo una gran confianza en mí cuando se enfermó y me largó toda la escuela. En ese momento ella tenía como alumnas, por nombrar gente conocida, a quienes llamábamos las tres chiquitas, porque eran tres niñas muy jovencitas, Noemí Lapzeson

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que tenía trece años, Laura Yussem que tendría catorce o quince, y Nora Muchnik. Eran tres joyas. Cuando Ana volvió a bailar no podía entrenarse porque ella dictaba las clases. Entonces dictábamos las clases entre las dos. Es decir, un día dictaba ella y yo me entrenaba, y otro día dictaba yo y se entrenaba ella. Yo era un poco la que la iba siguiendo. Por ejemplo, cuando montó Esta ciudad de Buenos Aires, la hizo con una velocidad impresionante. Venía, montaba, se iba y seguía componiendo. Yo era lo que ahora se llama "ensayadora". Le iba puliendo a la gente, haciendo ensayar, memorizar y analizar. Por eso a mí me ofendió tanto cuando dijo que se iba a Estados Unidos y entonces podría trabajar con verdaderos profesionales. Ana decía muchas cosas que no tenía que decir. Después cuando volvió tuve poco contacto porque ella estaba muy metida en el TEATRO GENERAL SAN MARTÍN. Así que no sé si habrá cambiado. A mí me ha dicho cosas terribles. Para mí ir a sus clases de coreografía, mostrar los ejercicios, era como una especie de tortura, era terrible. Pero igual lo hacía porque ella sabía mucho. Recuerdo aquel homenaje que le hicieron en el CENTRO CULTURAL RECTOR RICARDO ROJAS, aquel primer homenaje que le hicieron enseguida de fallecida. Yo no sé quiénes eran las personas que estaban ahí, no tengo la menor idea, no conocía a nadie, sólo a Ana Deutsch y Doris Petroni. Pero había una serie de mujeres que empezaron a hablar como si ellas hubieran descubierto a Ana Itelman y como si ellas la hubieran hecho. A Ana Itelman la hicimos nosotras. Aquella primera compañía de mujeres que teníamos que aguantarnos cualquier cosa. Al punto que había una danza que yo detestaba, que me parecía horrible y que, gracias a Dios, después de muchos años, Ana reconoció que era una porquería, y que por su imposición tuve que hacer igual. Esas somos las que descubrimos e hicimos a Ana Itelman, no la gente del TEATRO GENERAL SAN MARTÍN.

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Cuando ellos la recibieron, Ana Itelman era una señora que tenía unos antecedentes maravillosos.

Estela Maris

Me dicen que ya son quince años desde tu salto en el vacío, desde la marca de tu ausencia física, desde tu silencio. Sin embargo, mencionando conceptos ya conocidos, sabemos que vacíos y silencios fueron herramientas de tu trabajo y de tu vida; que tenías el don coreográficocinematográfico de compactar el tiempo, de expandir el espacio y sumergirnos en zonas imposibles de medir con instrumentos convencionales. Los años se vuelven segundos, un plano largo en un primer plano. Decías que un coreógrafo debe controlar sus herramientas, conducir la atención del público. Esa fue para mí una de tus grandes lecciones, la que confirmó nuestro amor compartido por la invención de otros tiempos y otros espacios, pero que están insertados en el aquí y ahora; amor por las frases y las estructuras, por el relato descompuesto y reconstituido, por la edición, la ruptura y la fusión, lo abigarrado y lo despojado, el ir y venir, el peloteo entre valores polares, el razonamiento analítico obsesivo, la sorpresa distendida del humor, la sorpresa amenazante del rigor, el buceo entre las sombras. Una vez, a pocos días del estreno de Fedra, celebramos el absurdo de la vida, así, a secas. ¿Habrá sido esa aceptación de lo incontrolable una señal dramática? Porque nuestro afán constructivo y reconstructivo no es nada menos que la desesperada búsqueda de una compensación ante el absurdo de aquél, de otros, de todos, de este momento.

Oscar Aráiz

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POSTFACIO Desde el momento que se creó, en 1992, el Programa Danza en el INSTITUTO DE ARTES DEL ESPECTÁCULO “DR. RAÚL CASTAGNINO” de la FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS de la UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, el Licenciado Marcelo Isse Moyano fue su entusiasta animador. A su formación en la carrera de Artes de la Facultad, unía su desempeño en la Cátedra de Teoría General de la Danza y su interés por los espectáculos de danza del país y del extranjero –especialmente, en los Estados Unidos–, y su dedicación a las publicaciones sobre el tema. Organizó para el INSTITUTO DE ARTES DEL ESPECTÁCULO una celebrada Mesa Redonda en 1993 en homenaje a los pioneros de la danza moderna en el país que reunió a Renate Schottelius, Paulina Ossona, Otto Werberg, Luisa Grinberg, Élide Locardi y Rodolfo Dantón. Desde 1995 publicó tres cuadernos de la especialidad. En 1997 organizó las Primeras Jornadas de Reflexión sobre Danza, que ya van por su quinta edición. Además, fue el encargado de crear la videoteca de danza de este Instituto, una suerte de consultorio permanente para los estudiantes que cursan las dos materias que sobre el tema se dictan en la Facultad. En mi carácter de director del Instituto tuve conocimiento de su propósito de reunir en una publicación las entrevistas que realizó, como becario del FONDO NACIONAL DE LAS ARTES, a diecinueve importantes personalidades del medio de la danza y acompañarlas con presentaciones y comentarios. Sin ninguna duda, la publicación resulta de gran interés por la excelencia del material, por el valor patrimonial, y por el hecho de que no existe en el país nada que cubra esta vacancia. Hoy la publicación cobra realidad gracias a sus meritorios esfuerzos. Para mí significa una gran satisfacción responder a su pedido de escribir sobre tan valioso material. Y

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consignar no sólo la historia del libro sino destacar la labor del autor. Porque a su idoneidad de estudioso que es el Lic. Isse Moyano se suma su muy infatigable disposición para organizar actividades académicas en torno de la danza moderna y para ensanchar el horizonte de tales estudios en el país. Por eso la difusión del libro que aparece ahora puede celebrarse como un acontecimiento académico y artístico.

Dr. Jorge Lurati (Francisco Javier)

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BIBLIOGRAFÍA Falcoff, Laura (dir.), Ballet Contemporáneo, 25 años, Buenos Aires, Teatro Municipal General San Martín, 1993. Isse Moyano, Marcelo, “Susana Tambutti. Biography”, en The International Dictionary of Modern Dance, Chicago, St. James Press, 1998. Isse Moyano, Marcelo, “Alejandro Cervera. Biography”, en The International Dictionary of Modern Dance, Chicago, St. James Press, 1998. Isse Moyano, Marcelo, "Modern Dance in Argentina" en Encyclopedya of Dance, New York, Oxford University Press, 1998. Isse Moyano, Marcelo, "Oscar Aráiz. Biography" en Encyclopedya of Dance, New York, Oxford University Press, 1997. Isse Moyano, Marcelo (dir.), Cuaderno de Danza Nº 1, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1995. Isse Moyano, Marcelo, "To be or not to be. Modern Dance in Argentina", en Network Vol. VI, New York, American Dance Festival, 1994. Isse Moyano, Marcelo (dir.), Cuaderno de Danza Nº 3, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2004. Magrassi, Guillermo y Manuel Rocca, La historia de vida, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980. Reinhart, Stephanie, “Renate Schottelius: Dance at the bottom of the world in Argentina”, en Dancing Female, New York, Harwood Academic Publishers, 1997. Tambutti, Susana (dir.), Cuaderno de Danza Nº 2. Aproximación a un estudio de la Historia de la Danza en Occidente. Buenos Aires, Oficina de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1995.

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ÍNDICE Prólogo Introducción Síntesis histórica Renate Schottelius Paulina Ossona Luisa Grinberg Otto Werberg Rodolfo Dantón Estela Maris Iris Scaccheri Susana Zimmermann Ana Kamien Oscar Aráiz Ana María Stekelman Mauricio Wainrot Susana Tambutti Alejandro Cervera Roxana Grinstein Diana Theocharidis Miguel Ángel Elías Miguel Ángel Robles Carlos Casella Ana Itelman Postfacio Bibliografía

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