La cuestión de la autenticidad en la filosofía actual

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La cuestión de la autenticidad en la filosofía actual La filosofía tiene dos modos de generar sus problemas. Uno, el más básico, el que le da su vida y sustento permanente, el que marca su dinamismo, es la aparición de aporías en el curso normal de su reflexión. Son, pues, las trampas que el pensamiento mismo coloca en su camino las que proporcionan la savia de la que se alimenta la filosofía.

Pero hay un segundo tipo de cuestiones, no menos relevantes y que por momentos parecen ser más urgentes. Son aquellos que la realidad, que el entorno, natural o histórico, ofrecen como reto a la reflexión filosófica. Las más de las veces, tales retos aparecen porque es la vida misma de la especie la que se pone en cuestión. Las formas de aparición de la vida se ven complicadas o entrampadas, asumen apariencias o entran en cursos oscuros y confusos, de los que los medios usuales de administración y conducción de los asuntos humanos no pueden zafarlas. Sólo en rarísimas ocasiones, en momentos inusuales y, en sentido estricto, cruciales, confluyen las dos esferas de la problemática filosófica y entonces, las aporías se hace vital y la vida depende del pensamiento. El despliegue de la energía no puede continuar libremente sin la guía prudente de un pensamiento desentrampado y ligero. Sin claridad intelectual no hay vitalidad. Tal es el momento en que nos encontrarnos. Nunca ha sido más evidente, para quien tenga voluntad y la capacidad de ver, que sin una nueva forma de pensar el curso actual de la vida de la especie conducirá irremediablemente a un descalabro. Tal vez haya sido esa la más importante intuición del pensamiento de Heidegger. El reconoció que el orden vital actual está fabricado por el saber científico, y se percató también de que ese orden encontraría unos límites de los cuales solamente podría escapar con formas nuevas de pensar. Es la naturaleza de ese nuevo pensamiento, que obviamente debe incluir y superar al de la ciencia, lo que hoy está por determinar. Pero hay una tarea previa a resolver, a saber, la superación de la ilusión absolutamente suicida, pero arrogante, que la forma tradicional del pensar científico puede ella sola generar las bases para sacar a la especie de su aporía vital. En un artículo relativamente reciente, destinado a mostrar que la filosofía nada tiene que aportar a la ciencia y que el avance de ésta es totalmente autosuficiente. Richard Weinberg – premio Nobel de Física – dice que la madurez de la técnica de indagación de las ciencias empíricas, pero también la imagen del mundo fabricada por ella, son tan complejas que cualquier interrogante que se genere podrá ser resuelto sin necesidad de recurrir a otras formas del pensar. Esta misma arrogancia, producto de comprensibles pero exagerados entusiasmos pasajeros, es la que llevó a Fukuyama a proclamar el fin de la historia. Una ciencia emancipada del saber filosófico difuso e inexacto, aparece como el correlato perfecto de formas políticas y económicas triunfantes. El pensamiento puede dejar de indagar sobre sí mismo, puede descansar y olvidarse de los arduos trabajos de invención. El futuro, que en esencia será la repetición cada vez más refinada de los mismo, está ya enmarcado, las vías y los caminos trazados, sólo queda por ende transitarlos una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Estas dos actitudes son las que marcan y poner los parámetros para el pensar filosófico actual. Ya la dicotomía idealismo/materialismo no es la más relevante. Ahora el dilema que colorea el espíritu del filosofar es el que contrapone un preguntar radical y sin cortapisas a un preguntar menguado y prudente. Detrás de cada una de estas posibilidades hay, como pensaba Fichte del dilema anterior, una actitud frente a la vida y un tipo de ánimo determinado. Los espíritus conformistas y temerosos optan generalmente por el preguntar menguado, que equipara la filosofía a la ciencia y que busca rigor a costa de la profundidad. Los espíritus inquietos optan por un preguntar como el que tradicionalmente caracterizó a la filosofía, una indagación sin pausa ni limitaciones preestablecidas, que puede ser tanto o aún más rigurosa que la anterior, pero que no sacrifica la radicalidad. Esta actitud corresponde a su vez a convicciones sobre la marcha futura de la sociedad humana. Unos creen que no se avecinan cambios importantes en la condición humana o, que si tales cambios han de venir, es el quehacer mecánico el que los provocará y eventualmente generará una resolución adecuada a los problemas

que se planteen. Otros creen que tales cambios no podrán ser favorables espontáneamente a la especie, sino que deberán ser diseñados y, por ende, inventados para acomodar las demandas que las necesidades y la historia propongan. Como es evidente, en esta segunda interpretación las ideas son cruciales, pues res solamente con ideas nuevas y apropiadas que podrían construirse un mundo capaz de albergar ventajosamente a la especie. Tales ideas tendrían además que estar referidas a todas las esferas relevantes de la existencia, empezando ciertamente por la más importante: la moral. Es en este contexto y en estos términos que, a mi juicio, debe plantearse hoy la cuestión de la autenticidad del pensar filosófico. Se trata de una triple autenticidad: el reconocimiento explícito de parte del filósofo de las premisas de su pensamiento, el carácter del compromiso con su oficio y el compromiso con su entorno. En este sentido, la búsqueda de la autenticidad no es ni más ni menos que la búsqueda de la verdad en la versión más amplia y plena del término. EL DICTUM “LA VERDAD ES REVOLUCIONARIA” La filosofía – especialmente la moderna – ha mantenido siempre una relación tensa y ambigua con la noción de “verdad”. Quizá el momento de mayor problema fue cuando los utilitaristas y muy enfáticamente Hume – al priorizar las ansias de eficacia – optaron por recusarla, relegarla al saco de los conceptos desechables, y sustituirla para todos los fines prácticos y teóricos relevantes por la noción de “utilidad”. Una filosofía que busca la utilidad del saber y no la verdad, es ante todo un pensar de horizontes estrecho. La ligazón, el diálogo inmediato con el entorno, es el que cuenta. El presente adquiere en ese caso un peso preponderante sobre las otras dimensiones del tiempo. La vida misma se convierte en nada más que una sucesión, mejor dicho, en una yuxtaposición de presentes. Se alcanza así la versión humanamente factible de la temporalidad. No es de extrañar, por eso que los intentos de principio de siglo de recuperar las perspectivas tradicionales que valoraban la noción de verdad, corrieran, por lo general, parejas con la revalorización de la temporalidad. El redescubrimiento del tiempo fue el correlato natural del redescubrimiento de la verdad. Pero si la tradición utilitarista se tendió a minimizar el concepto de verdad, ha habido, en el transcurso de la filosofía moderna, una posición intermedia que ha querido salvar a la vez las nociones de verdad, temporalidad y utilidad. La expresión más destacada y notable de esta actitud es la frase de Carlos Marx: “la verdad es revolucionaria”. Vista la realidad por quien estima insoportable su condición y aspira a dotarse de un entorno vital más favorable, la idea de que no haya seguridad alguna de que el instante venidero sea mejor que el actual, es aterradora. Se requiere una cierta garantía de que exista un camino que conduzca a situaciones mejores. Que los esfuerzos bien enrumbados de hoy producirán mañana efectos beneficiosos. Tal cosa ocurre solamente si el buen pensamiento coincide plenamente con el bien y con la buena vida. La verdad es entonces garantía de felicidad. Tal es el sentido del profundo del Dictum marxista. La cuestión es si podemos hoy mantener la misma certeza. En el caso de Hume, la verdad no puede encontrarse. Porque, strictu sensu, no existe en el sentido clásico o, si existe, es irrelevante. En el caso de Marx, la verdad, una vez encontrada, nos conduce por la buena senda. Algo queda allí – a pesar, o tal vez debido justamente a los resabios kantianos – de la noción kantiana de la “vía real a la verdad”. Pero, ni la condición de Hume ni la de Marx eran abismales. La nuestra lo es. Por ello, la verdad tiene que ser útil, pero antes que nada, tiene que ser verdad. Veamos en qué sentido es sensato afirmar eso. La prescindencia de la noción de “verdad”, en el caso utilitarista, no afectaba sustantivamente su optimismo vital. Los utilitaristas compartían, en dicho sentido, plenamente el mito moderno del progreso. La confianza plena de que el futuro sería mejor que el presente, se basa no en una apuesta a la bondad intrínseca del entorno, sino en las potencialidades de la “naturaleza humana”, como la llamaba Hume. Parecería que esta interpretación está en contradicción evidente con la que tradicionalmente se acepta de las doctrinas utilitarias, especialmente con la negación expresa de que exista una generosidad natural en el hombre. No es ese el caso, sin embargo. En efecto la noción que sirve de tabla de salvación para el optimismo utilitarista es el de la “mano invisible”, tan bien aplicada contemporáneamente por autores com Nosick y otros que comparten esta perspectiva

filosófica. Los seres humanos – superadas las trabas artificiales – encontrarían en el juego libre de las pasiones niveles de equilibrio y de armonía suficiente como para garantizarles una existencia cada vez mejor. La expresión más lograda de esto la encontraremos en el optimismo progresista de J.S. Mill. La fórmula: un máximo de libertad, más ciencia y educación (es decir, la posesión de más conocimiento útil) librarán a la especie de todos sus males tradicionales (hambre, enfermedades, etc.) y permitirán establecer un orden en el cual la búsqueda de la felicidad individual coincida plenamente con la promoción de la felicidad colectiva. Hay aquí una profunda confianza en el espontaneísmo. Las cosas llegarán por su propio peso, pues, en cierta medida, la naturaleza humana está programada para alcanzar la delicidad. La posición marxista – y por cierto la positivista, con la cual tiene una deuda innegable – pone su confianza en la naturaleza misma. El hombre, como parte y continuación de la naturaleza, no puede desligarse de ella y comparte su destino. La naturaleza signada por el dinamismo interno, hace así avanzar a la especie, a la que sirve de motor oculto. En la medida que la especie aclare sus términos de relación con la naturaleza – para lo cual requiere cobrar plena conciencia de sus mecanismo internos, es decir, descubrir “la verdad” – y aprenda a utilizarla en provecho propio, podrá alcanzar mejores niveles de vida. La verdad asegura el futuro. Tal es la confianza que desde la condición abismal en que hoy nos encontramos ya no es posible mantener, pues la causa primera y más importante de la condición abismal es la aplicación sistemática de la “verdad” de los modernos. El abismo ha sido el fin del recorrido de la modernidad. Cualquier orden “posmoderno”, por ende, tendrá que estar basado en una postverdad, y no podrá estarlo en nada que signifique una modificación meramente cosmética de la posturas modernas, ya sea que provenga de la tradición utilitarista o de la racionalista, por llamarla de alguna manera. A estas alturas, es obvio que hay que aclarar qué se entiende por condición abismal en este contexto. Sin entrar en mayores detalles, podemos decir que abismal es una condición vital, en la cual está en cuestión la posibilidad misma de subsistencia de la especie, ya sea en las formas en que tradicionalmente ha venido desarrollándose o, más drásticamente, en sí misma, porque su extinción está planeada como una probabilidad relativamente alta. Últimamente – aunque todavía de manera marginal y tímida – se han planteado ambas posibilidades. Las dudas sembradas por quienes han llamado la atención sobre una posible catástrofe ecológica apuntan en una dirección; voces de alarma, como las de Viviane Forrester respecto del fin del mundo del trabajo, apuntan en la otra. La pregunta relevante, desde el punto de vista de la filosofía, para una especie que ha alcanzado una situación límite es: ¿Qué tipo de conocimiento se requiere poseer? Los que anunciaron el peligro de que seamos barridos por un incontenible oleaje irracionalista, si las dudas sobre la pertinencia de las formas actuales del conocimiento se generalizan, no dejan de tener razón. Ciertamente la amenaza mayor - condiciones abismales – es el irracionalismo, entendido como la apuesta a formas de conocer basadas en fantasías, emociones desbordadas o formas de razonamiento poco críticas y reflexivas. La amenaza existe y es sumamente peligrosa. Más aún, en las actuales circunstancias, sería suicida. Pero la respuesta a la pregunta ¿Qué tipo de conocimiento necesitamos? No puede dejarse mediatizar por el temor al irracionalismo. Es en este sentido que la filosofía no puede renunciar a su esencia radical, a su animadversión instintiva a cualquier cosa que quiera limitar su compromiso con la búsqueda de nuevas formas y variaciones del conocimiento. Frente a quienes quieren que la filosofía se mediatice, la única respuesta sensata es, por ende, una reafirmación del compromiso de la filosofía consigo misma; con su proyecto de radicalidad en la búsqueda de la verdad. ¿CON QUÉ ESTÁ COMPROMETIDA LA FILOSOFÍA? Sucede que la frase “la filosofía está comprometida con la verdad” es tan verdadera como oscura. ¿Qué podemos objetarles por ejemplo a las ciencias contemporáneas? ¿Habremos de pretender que no han permitido conocer alguna verdad? Eso sería absurdo pues, es obvio que la comprensión del mundo que se puede poseer hoy, tras varías centurias de ejercicio de la ciencia moderna, para hablar solamente de ella, es muchísimo mejor que la que se tenía poco antes del renacimiento.

El tener modelos plausibles para explicar la composición de la materia, la reproducción de los seres vivos, la formación de las estrellas y del universo mismo no es poca cosa. Más impresionante aún es percatarse del hecho que estos modelos respetan la exigencia platónica de ser capaces de “salvar los fenómenos”, es decir, de dar cuenta de modo más o menos consistente de los hechos más relevantes del entorno. No es pues en la producción de modelos plausibles en lo que ha fallado la ciencia moderna. No es por eso que nos ha conducido al borde del abismo. Su falla mayor reside en dos ámbitos: no ha logrado plasmar su ideal principal, aquel que animó su producción, a saber, convertir al hombre en amo y señor de la naturaleza; y no ha logrado tampoco tener éxito en la tarea de la cual Hume hacía depender todas las demás: el conocimiento de la naturaleza humana. Las limitaciones principales de la ciencia contemporánea están vinculadas a su actuación como plataforma básica para la acción colectiva. Es en el ámbito de la práctica donde se revelan mejor las carencias y deficiencias de la ciencia como productora de conocimientos. Si la finalidad expresa de la ciencia moderna hubiera sido simplemente permitir una mejor contemplación del universo, sus fallas tal vez serían hoy menos notorias. Pero las cosas hay que juzgarlas en función de sus propios objetivos, sobre todo cuando su naturaleza es, como en el caso que nos ocupa, autoimpuesta. La ciencia moderna nació para que el hombre dominara la naturaleza. Hoy la naturaleza está a punto de destruir a su presunto dominador, justamente debido a la acción desarrollada por ese dominador sobre ella, con ayuda de lo que debió ser el instrumento de dominación. Esto hay que aclararlo así, pues lo que está en cuestión no es el sentimiento de pequeñez de Pascal. Cualquier pedazo de piedra, de eso que pululan por millones en el espacio, bastaría para producir la extinción de la especie humana. Pero lo que interesa aquí no es examinar la pequeñez humana en sí misma ni su exposición permanente al azar. Lo que interesa es examinar los resultados de un proyecto de dominación encarnado por la ciencia moderna. Quienes hoy pretenden liberar a la ciencia moderna de su proyecto fundacional y hacernos creer que se trata simplemente de una apuesta más a la búsqueda de la verdad, simplemente no saben lo que hacen, pues ni siquiera podrán comprender el método mismo de las ciencias que desarrollan. El método de Galileo y de Newton es un método diseñado para generar un conocimiento que sea verdadero porque permite buscar la verdad y la felicidad simultáneamente. Así pues, si quienes debían hacerse felices por sus acciones, terminan siendo aniquilados por ellas mismas, obviamente equivocaron de dirección y de método. Pero la cuestión mayor está en ese segundo punto señalado arriba: que él éxito relativo en el conocimiento de la naturaleza no haya correspondido a un éxito similar en el conocimiento de la naturaleza humana. El debate sobre las ciencias del hombre, aunque por lo general esté totalmente mal planteado, no es un debate menor o marginal, por el contrario, es el gran debate actual sobre las ciencias y su utilidad. Durante siglos se ha esperado que se cumpliera la predicción brillantemente inferida por Vico de las premisas de la ciencia moderna: si el hombre es el fabricante de su entorno social, es posible construir una ciencia, un conocimiento profundo de ese entorno que sea a la vez muchísimo más riguroso que el de las ciencias naturales, que está referida a una realidad no hecha por el hombre. La promesa ha quedado incumplida y además se ha entrampado en el ejercicio para hacerla realidad. El debate en torno a los proyectos reduccionistas es simplemente absurdo y no está destinado a producir nada bueno, pues ni siquiera permite la superación de las premisas dualistas que lo originaron. La cuestión no es si las ciencias del hombre son distintas a las ciencias de la naturaleza. La cuestión es por entero otra: ¿puede el proyecto humano desarrollarse sin unas ciencias del hombre maduras y rigurosas? Si las ciencias de la naturaleza han de ser funcionales para la búsqueda de la felicidad, entonces, son ellas las que dependen de las ciencias del hombre y no al revés. Tal vez la clave para comprender el fracaso de la ciencia moderna, para evitar la situación actual de crisis terminal, esté precisamente en el hecho que no se haya podido alcanzar el objetivo planteado por Vico. La pregunta siguiente es si ese fracaso se debe fundamentalmente a una cuestión metodológica o si hay asuntos más profundos y complejos de por medio. La naturaleza humana, entendida como naturaleza, es decir, como el conjunto de mecanismo bioquímicos y sociales que hacen posible la existencia humana son, en realidad, bastante menos complejos que lo que se

tiende a imaginar. Esto significa, simplemente, que de ellos es posible ya producir una descripción básica plausible. El descubrimiento de la célula y de los mecanismos de almacenamiento y transmisión de información biológica nos permite tener una idea bastante clara de cómo funciona la vida. Una teoría general de la acción social, que muestre las condiciones de posibilidad de la vida social humana, dará cuenta, por su lado, de la relativa simplicidad de la moralidad, esto es, de los fundamentos universales de la conducta social humana. Allí, ciertamente, no está el problema. Recordemos la tesis central de este debate: vivimos o estamos a punto de vivir una situación abismal. Para un biólogo y/o moralista que esté a punto de decidir si debe o no arrojarse al abismo, y que tenga en su bolsillo un disquete con toda la información necesaria para comprender cabalmente las condiciones de posibilidad de la existencia biológicas y de la vida moral en general, lo relevante no es ese saber, sino las razones que podría alegar ante sí mismo para desistir de sus propósitos suicidas. Lo que se demanda – en términos de conocimiento relevante para la especie hoy, y siguiendo la analogía anterior hasta donde es sensato hacerlo – es un saber que permite un reconocimiento de su condición real y de sus posibilidades efectivas de subsistencia, pero, que a la vez proporciones indicios sobre las mejores alternativas a seguir. Vistas las cosas hacia atrás desde una situación terminal, resulta claro que el conjunto de acciones realizadas, pero sobre todo – para ser consecuentes con las preocupaciones multiculturales de hoy – los conjuntos de fines y objetivos que los distintos grupos humanos trazaron para sí mismo, han tenido perspectivas y horizontes limitados. Y si bien eso no los invalida de manera absoluta, ciertamente los torna absurdos e inelegibles como opciones valorativas para el futuro. La perspectiva que se impone a una especie que en su conjunto está ante el abismo, es una perspectiva de innegable e inevitable universalidad de fines y objetivos. Esto no se debe a que se presuma la existencia ya de ninguna forma real de solidaridad universal, sino simplemente al hecho de que todos los grupos humanos comparten o están a punto de compartir una misma condición: la de la posibilidad efectiva de extinción. Es necesario recalcar esto, porque el problema moral hoy es otro. Uno que con mucha claridad Vivian Forrester ha recordado en su libro reciente. En un mundo escindido cada vez más entre privilegiados y marginales – en el cual estos marginales avanzan a pasos agigantados a tornarse “desechables” – la posibilidad de que se rompan los frenos que todavía las morales tradicionales imponen a la acción de los poderosos y privilegiados, que impiden que estos opten por el aniquilamiento de los desechables, es creciente. Si así fuera, sin embargo, lo que estén a punto de morir deberán recordar a sus verdugos lo que Sócrates mando decirles a los suyos “la naturaleza los ha condenado a ustedes también a la extinción. Y podrán decir eso, justamente porque el problema actual del saber se ubica en dos niveles. Respecto de las ciencias llamadas naturales, cuyo conocimiento son la base para la administración de la vida material, distinción de la vida material, distinguimos dos niveles de problemas: el primero, relativo al método que genera conocimiento difícilmente integrables en una imagen de conjunto de la realidad; y el segundo, que esta relativa dispersión de los conocimientos no permite una acción predictiva suficientemente poderosa como para controlar el entorno sobre el cual se actúa. La integración de conocimientos en la ciencia actual se hace solamente a partir de procedimientos de reducción sucesivos. La reducción supone siempre niveles de simplificación que, si bien facilitan la comprensión en algunos casos y la acción sobre la realidad comprendida en otros, resultan inadecuados para un manejo global de esa realidad, esto es, para un manejo que permita prever el conjunto de combinaciones que cada acción producirá de manera simultánea en todos los niveles de la realidad. De otro lado, todos los sistemas de valores existentes sin excepción, incluidos aquellos que postulan la universidad en principio, adolecen de un contenido fuertemente excluyente, es decir, no son aptos en la práctica para servir de base a ningún proyecto cosmopolita. La literatura filosófica y sociológica actual tiende a diagnosticar este problema como un producto del autocentrismo. La receta curativa que se recomienda, por ende, pasa por alguna forma de multiculturalismo, aunque en la práctica sea muy difícil comprender en concreto que sea eso. La mera yuxtaposición de culturas y la tolerancia mutua, aunque fuera la más absoluta, no garantiza de modo alguno que se solucionen los problemas que son percibidos como centrales en la actualidad. Por ejemplo, no es claro que con esta fórmula se puedan resolver la contradicción principal, a saber, la que enfrenta la globalización cultural con la demanda de identidad particular que muchas comunidades parecen exigir. Más aún, en el debate actualmente parecen

confundirse dos cuestiones por entero diferentes. Una cosa es el análisis del proceso de disolución del orden anterior y otra muy diferente, la caracterización del orden futuro, concebido ya sea como deseable o como posible en la práctica. En efecto, la preeminencia del modelo político moderno del estado-nación, implicó una fuerte presión homogenizante. Las culturas “espontáneas” y nativas fueron erradicadas ora sometida en los procesos de invención y creación de “nacionalidades”. Frecuentemente se olvida que tales procesos han sido básicamente políticos y, por ende, su contenido represivo era bastante alto y determinante. En muchos casos – dado el acelerado ritmo de desarticulación y pérdida de vivencia de los estados nacionales – son las nacionalidades espontáneas las que afloran ahora con ímpetu contestatario y autoafirmativo. Pero es al mismo tiempo obvio que tales ímpetus poco o nada pueden hacer frente a la fuerza dominante de la época, que es la homogenización globalizante. Serbios y croatas se matan por el control de determinadas zonas, pero ambos grupos contrincantes visten a sus milicianos con zapatillas “Reebok” y pantalones “Levis”. Lo mismo ocurre en el África, cuando se pelean a muerte entre sí hutus y tutsis. Otro fenómeno que puede minimizarse es el de las reacciones en el ámbito de la cultura frente a occidente. Es obvio que estamos ante los estertores del fenómeno colonial e imperialista. No podemos olvidar que para proporciones de la humanidad, la descolonialización ha sido un proceso muy reciente. A este fenómeno de búsqueda desesperada de la propia identidad, como mecanismo central de construcción o reconstrucción de la propia autoestima y dignidad, ha venido a sumarse la reacción frente a una universalización que tiene dos características. Es, en primer lugar, la imposición de una nueva cultura, sino la imposición de una cultura altamente contaminada por los venenos generados durante la experiencia colonial e imperialista. La globalización cultural aparece como una contraofensiva de la cultura de Occidente, la misma ante la cual se debería rendir pleitesía de manera humillante hasta hace poco tiempo en muchos de los pueblos de los que solía llamarse el Tercer Mundo. Adicionalmente, como para añadir más ofensa a la injuria, resulta que este proceso de globalización cultural viene acompañado por una intensificación de la polarización entre poderosos y débiles. Los poderosos son en su mayoría, todavía, herederos de occidente. No es de extrañar que revivan y se reactiven, por ende, como regresión a las tradiciones. Tal es la naturaleza del fundamentalismo, especialmente en regiones en las cuales la experiencia en la época postindependencia con la cultura occidental y los modelos económicos sociales de occidente ha sido catastrófica y negativa desde todo punto de vista. Al respecto, vale la pena considerar un ejemplo. El fundamentalismo japonés, muy poderoso y activo en las primeras etapas de la consolidación del poder económico nipón en los años inmediatamente posteriores a la postguerra, se ha ido diluyendo conforme se consolidaba la posesión del Japón como potencia mundial reconocida. Lo contrario ha ocurrido en lugares como Egipto, Irán y otros, donde la occidentalización de la clase dirigente ha ahondado los problemas, antes que contribuido a su solución. Lo que no podemos saber hoy es hasta cuando durarán estos procesos, ni hasta qué extremo pueden conducir. Ciertamente sería temerario afirmar que no se seguirán produciendo conflictos sangrientos y terribles debido a la exacerbación de concflictos culturales. Pero parecería que es igualmente temerario pretender – como lo hace brillantemente pero equivocadamente Samuel Huntington – que los principales conflictos del futuro, serán de tipo de conflictos. Bien puede ser que si la humanidad se divide en bloques antagónicos cada uno de ellos desarrolle una cultura más o menos diferenciada. Pero lo que sí puede saberse, es que esas culturas serán en lo sustantivo enteramente diferentes a cualquiera de las presentes, puesto que todas han sido concebidas para ayudar a las gentes a vivir en situaciones y circunstancias radicalmente superadas y distintas a las que priman en una situación terminal y abismal como la actual. La cultura dominante del futuro seguramente recogerá muchísimos elementos de las culturas actuales. Pero su núcleo, su sentido vital, su dinamismo, tendrá características totalmente novedosas. Cualquier diversificación posterior a la afirmación de esa nueva cultura universal, deberá hacerse como un proceso de diferenciación tomando como punto de partida elementos comunes básicos. La diferenciación será producto de la emergencia de exotismo, pero no es en base a exotismo que puede construirse la cultura que en el futuro pueda sostener la vida sobre el planeta.

El aporte de la filosofía, en este contexto, es central. Ella está llamada a cumplir a cabalidad con sus tareas tradicionales. La creación de una nueva cultura, es decir, de bases y criterios para organizar y guiar la conducta colectiva de los miles de millones que habitan el planeta en el futuro, deberá estar basada en una nueva concepción de la naturaleza de la sociedad; deberá, a su vez, traducirse en la formulación de nuevas tablas y sistemas de valores. Esta es, pues, una hora de privilegio para un pensar filosófico dispuesto a volar alto. Aquí no hay que esperar a que los hechos se desarrollen para que vuele el búho de minerva. Necesitamos un pájaro que sepa anticipar el día y que pueda asegurar con un cantar fuerte, nítido, potente y enérgico, que el día será soleado y propicio”. LOS CAMINOS PRINCIPALES A RECORRER Entonces, la pregunta puede ser ¿qué debemos pretender para disponer de un filosofar auténtico aquí y ahora? Para responderla volvamos al principio. Tenemos, en primer lugar, un pensamiento plagado de aporías y preso de las premisas que sirvieron de plataforma de vuelo en otras épocas y circunstancias. Todo el pensar constituido a partir de la idea de “individuo” se muerde ahora la cola, tanto en el ámbito de la comprensión de la naturaleza, como en el del mundo humano. La fanfarria triunfalista que acompaña hoy los debates, cada vez más escolásticos, sobre la sociedad y la naturaleza, simplemente sirve para impedir una visión descarnada y precisa de las fuerzas que están a pinto de borrar del universo, no solamente al individuo, sino también a toda la especie como tal. Tenemos un pensar sobre el hombre que no da cuenta de su nueva condición en el cosmos, y un pensar sobre la naturaleza que apenas si la comprende por trozos y que al pretender mejorarla, logra sólo arañarla. La tarea más urgente, más difícil y más importante, es en consecuencia la comprensión de la condición humana y la situación de la especie en el cosmos. Esto equivale a pedir una refundación, una más de las varias que ha tenido el pensamiento filosófico. Pero la demanda, como se tiene dicho, surge a la vez de la lógica interna del desenvolvimiento del pensamiento y de las exigencias que la condición humana, intuitivamente comprendida ahora, impone a ese mismo pensamiento. Consideremos dos situaciones límite. Supongamos en primer lugar que un cometa de grandes dimensiones ha sido descubierto y se establece que su curso lo lleva indefectiblemente a una colisión con nuestro planeta. Entonces, los que vamos a morir simplemente tendríamos que saludar al cosmos, mientras que nuestras últimas reflexiones apenas podrían estar encaminadas a evaluar el paso de la especie por el mundo visible. La historia, entonces, sí que habría terminado y la filosofía no podría sino tratar de construir uno o muchos relatos más o menos sofisticados sobre el sentido o sinsentido de la existencia. La otra situación es más parecida a aquella en que nos encontramos. Se ha construido la torre de Babel y es cada vez más difícil mantenerla enhiesta. Porque no poseen técnicas de cálculo ni materiales adecuados para asegurar la firmeza de estructuras de una dimensión tan grande, ni se ha generado habilidades y procedimientos administrativos capaces de ayudar a manejar ordenadamente a las crecientes multitudes que, al adicionar pisos nuevos, se suman a los residentes de la torre. Quien crea –ofuscado por la gritería y el desorden y abrumado por las dificultades – que los habitantes de la torre están condenados a persistir en el proyecto o a parecer, simplemente no está en capacidad de comprender las alternativas de otro tipo que se le ofrecen a quien, parado en la cima de la torre, vea los espacios aledaños. Será un mal filósofo. La cuestión es si tomamos o no en serio dos ideas extraordinariamente simples sobre las que se ha gestado el pensamiento moderno y que sí parecen corresponder a rasgos importante de la condición humana en general: que los seres humanos somos libres y que lo somos especialmente en relación a nuestras obras. La situación en la que se encuentra la humanidad hoy es producto de su propia acción. De una acción en parte determinada por fuerzas naturales, es cierto, pero en última instancia dependiente de las opciones vitales, de las imágenes, de las ilusiones y expectativas que los seres humanos de cada época, y principalmente de las más recientes, se ha ido forjando Si nos dejamos abrumar por el peso de la historia o por comodidad pasajera que pueda brindarnos la persistencia en lo familiar, sin duda nos negaremos a nosotros mismos la posibilidad de hacer una filosofía

conveniente para enfrentar a los retos y las demandas de nuestra condición actual. No hay lugar en el pensamiento serio para timoratos. Así como fue la imaginación filosófica la que permitió dar el gigantesco paso que origino el desarrollo de la ciencia moderna, será hoy un despliegue aún más audaz de la imaginación filosófica el que permitirá construir un pensar capaz de ayudarnos a encontrar nuevas vías de salida al entrampamiento en que hoy se encuentra la vida humana en el planeta”. Abugattas, Juan. "La cuestión de la autenticidad en la filosofía actual". En Logos Latinoamericano, Año 3, Nº 3, UNMSM - FLCH, Lima, 1998. Páginas 179-1991

Los fabricantes de Dios La cuestión de Dios ha sido siempre, en su formulación más interesante y provocadora, la cuestión del sentido de la existencia de la especie. Y es en esos términos que parece pertinente replantearla ahora, más de un siglo después que Nietzsche lo proclamara definitivamente muerto. El propio autor de Gaya Ciencia reconocía que durante miles de años la “sombra” de Dios seguiría apareciendo en algunas remotas cavernas(1). Su error de visión, comprobable por doquier, es que, lejos de debilitarse, la demanda de sentido se ha extendido con inusitada fuerza y se reconoce, disfrazada de múltiples maneras, en el ánimo de la inmensa mayoría de las personas con capacidad de reflexión. Tal demanda de sentido no es, por cierto, incompatible con el pleno reconocimiento que reclamaba Nietzsche de que los hombres somos naturales y parte de una “naturaleza pura, descubierta y emancipada”. Ni es incompatible tampoco con la convicción que el estado normal de la naturaleza es la ausencia de “orden, de estructura, de forma, de bondad, de sabiduría y demás estetismo humanos”. Lo que sucede es que la muerte de Dios, seguida del desvanecimiento de la confianza ciega en el “progreso” y en la infalibilidad de la ciencia, ha generado lo que Castoriadis ha denominada aptamente “un ascenso de la insignificancia”(2), pero de una sensación de insignificancia no solamente relativa al valor de la sociedad, sino de la existencia misma de la especie. Es pues primariamente desde la condición humana actual que debemos preguntarnos por el significado de nuestra existencia colectiva, siendo los más débiles y pobres, aquellos que aparecen como “disfuncionales” al sistema social, quienes con mayor urgencia y ahínco debe formularse tal pregunta, pues son ellos lo que aparecen como menos significantes y más prescindibles. Es obvio que cabe la posibilidad que la existencia de la especie carezca por completo de sentido. Y seguramente, vista las cosas desde la perspectiva de los procesos aleatorios que al parecer van determinando la trayectoria del universo en todos sus niveles, esa posibilidad es la más sensata. No es de extrañar, por ello, que la mayor parte de los científicos actuales adopten ese punto de vista. Pero, hacerlo, implica simplemente volver al error de óptica más antiguo y persistente de la tradición intelectual de Occidente. Es menester, por ello, indagar sobre este error antes de empezar cualquier reflexión propositiva sobre el tema. Podemos reconocer a grandes rasgos dos maneras tradicionales de abordar la cuestión del sentido de la existencia a partir de la idea de “Dios”. Una primera es imaginar un Dios personalizado que preexiste al mundo y que ora lo crea de la nada, ora le da forma a partir de un caos original y, al hacerlo, le impone un cierto sentido a su evolución. La otra, imagina a Dios como consustancial a la materia, de modo que él mismo se realice en el curso de su desenvolvimiento. La historia es la historia de Dios y su fin la autorrealización de Dios. El Panteísmo, pero de cierta manera el hegelianismo, participan de esta perspectiva. Quisiera argumentar brevemente a favor de la idea que ninguna de estas opciones es conveniente. La noción de Dios que preexista a la materia, implica que se conciba a la naturaleza como amarrada a un proceso determinado de desenvolvimiento, cuyos pasos están previstos y se suceden uno a otro en un orden necesario. La aparición de la especie humana y de cualquier otra especie de seres dotados de conciencia estaría entonces prevista desde siempre y su sentido estaría dado por la función que Dios le haya reservado. Esta manera de ver las cosas entrampa inevitablemente el debate acerca del sentido de la especie en un complejo laberinto de aporías. Una primera tiene que ver con las necesidades de "probar" la existencia de Dios, no simplemente como un principio de la física, es decir, como un primer motor, sino como un ente cuya existencia es imprescindible para comprender todo proceso físico y metafísico. La filosofía cristiana enmarcó esta cuestión en la pregunta sobre el "mal físico".

Pero si algo ha demostrado la historia de la ciencia natural en los últimos siglos es que, como decía Laplace, la hipótesis de Dios no es imprescindible ni para explicar el origen de la materia, ni para dar cuenta de su desenvolvimiento, es decir de los procesos dinámicos en los que está envuelta, ni para explicar el surgimiento de la vida en sus formas consciente, sintiente e inconsciente. La gran maniobra teórica del padre George Lamaítre, al abrirle un espacio a Dios a partir de la teoría del “átomo primordial”, hoy convertida con el nombre de teoría del Big Bang en el modelo estándar de explicación de los procesos cosmológico, no resuelve la cuestión, pues es posible imaginar opciones explicativas a partir ora del supuesto que tales átomos son infinitos y que por ende existen infinitos universos, ora de una tesis que suponga el movimiento cíclico de la materia. Pero aun en el caso de que exista un solo universo y que se quiera explicar su inicio a partir de un suceso singular, tal explicación, como es sabido, puede construirse plausiblemente extrapolando premisas de la teoría de los cuanta. Los fenómenos físicos en general parecen tener un dinamismo intrínseco que no requiere ser explicado a partir de orígenes extra-físicos. La racionalidad de la naturaleza, la lógica de su funcionamiento es perfectamente comprensible en términos de una combinación de procesos aleatorios que alcanzan etapas de equilibrio con niveles diversos de precariedad y de un sistema de reforzamientos mutuos y de retroalimentación. Ni la formación de átomos, como forma fundamental de la materia, ni la de la molécula ni siquiera la de moléculas vivas o autoreplicadoras necesita de un esquema explicativo más complejo. Los recientes empeños de Daniel Dennett, Richard Dawkins(3) y otros pensadores con sensibilidad filosófica para defender este punto de vista contrastan con la sutil idea de Etienne Gilson y de Teilhard de Chardin(4) en el sentido de percibir en el curso de la naturaleza cierto nivel de diseño o de finalidad. Gilson, quien se da perfecta cuenta que esa tesis no puede ser probada en sentido estricto y que ni siquiera es imprescindible para explicar los procesos naturales, se refugia en la postura más sutil según la cual la noción de “finalidad” es una “inevitabilidad filosófica”(5). A mi juicio, ese debate es innecesario para tratar la cuestión del sentido o significado de la existencia de la especie humana, pues como punto inicial de la reflexión es suficiente lo que el propio Chardin llama el “fenómeno humano”, es decir, la existencia real de seres humanos sobre la tierra, sin necesidad siquiera de suponer que sean “eje y flecha de la evolución”, Lo cierto es que si hubiera un Dios anterior al universo para realizar sus propios fines, siendo ese Dios omnipotente nada debió haberle impedido realizarlo de inmediato, instantáneamente, sin necesidad de tomarse la molestia de esperar tanto el largo proceso de desarrollo de la materia, como el de la historia universal. Un Dios Que se tome la molestia motivado por alguna generosidad divina, es un Dios poco interesante. Tiene más utilidad filosófica poner un Dios al final del proceso, esto es, como una criatura producida por la propia historia, pero carente de toda preexistencia. Algunos de los fenómenos que acaecen en el universo, y algunas de sus criaturas pueden “fabricar a Dios”. Lo que hay que demostrar es que tal esfuerzo vale la pena y que aporta algo sustantivo e importante a sus ejecutores, incluyendo al género humano. Desde siempre se ha tenido la intuición que la existencia de seres humanos sobre la tierra es un hecho con más carga significativa que la existencia de otras especies animales y otras formas de materia. Esa intuición, que bien podría corresponder a una suerte de narcisismo de especie, de nada vale si no va acompañada de una argumentación sólida sobre la posibilidad de que la existencia humana pueda traducirse en un cambio sustantivo en la naturaleza. Es decir, la existencia de la especie será significativa si a) se puede demostrar que la naturaleza sin su presencia se conformaría de una manera distinta a la que, de hecho, su presencia impone y b) que la conformación que incluye a la especie es, en algún sentido importante, mejor que la que no la incluye. Hay aquí un serio peligro de dejarnos llevar por un comprensible entusiasmo narcisista. En su celebérrimo Himno a la Alegría, ya Schiller exclama, movido por el éxtasis de la alegría, que en el cielo debe haber un padre amable, y Chardin dice que le es inconcebible que el pensamiento y la

capacidad de invención existan por gusto, sin ninguna finalidad ulterior. En el mismo sentido, en un libro relativamente reciente, Paul Davis afirma que tiene dificultades en aceptar que “nuestra existencia en el universo sea casualidad, un accidente de la historia, un fogonazo incidental en el gran drama cósmico… La especie física homo puede no contar para nada, pero la existencia de una mente en algún organismo sobre algún planeta en el universo ha generado autoconciencia. Esto no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas inconscientes, carentes de espíritu. Está verdaderamente dispuesto que estemos aquí”(6). Pues bien, esto es justamente lo que hay que demostrar racionalmente pues de otro modo se corre el riesgo de cometer esa vieja falacia que da por probado lo que se tiene que probar. Para empezar, decir que “esta dispuesto” que estemos aquí, tiene un sentido plenamente aceptable si lo que indica es que el entorno es tal que nuestra existencia en él es comprensible, o dicho de otro modo, que estamos aquí porque desde un inicio las fuerzas forjadoras del universo han conspirado para que así sea, el juicio resulta obviamente infundado y, según lo que se tiene dicho, infundable. Decir esto es pertinente, pues últimamente se ha puesto de moda insistir en la utilidad de los llamados “principios antrópicos”. Tal hipótesis puede tener un gran valor metodológico, si de lo que se trata es de comprender, de sacar a luz las condiciones generales que hacen que la vida pueda formarse en la tierra o algún otro punto del universo. Carece empero de significación alguna, tanto su formulación débil (Robert Dicke) como en la fuerte (Brandon Cartes) cuando se pretende que lo que significa es que el universo entero existe y se ha formado y ha evolucionado como lo hace primariamente para que el hombre aparezca sobre la tierra. Baste recordar al respecto que así como si se alteran las condiciones mínimas vigentes hoy, microcósmica, el universo no sería compatible con la vida, tampoco lo sería con muchísimo otros fenómenos conocidos. Por lo tanto, mientras no se demuestre que entre todos los mundos posibles, el que contiene al ser consciente es mejor, todos los universos posibles seguirán teniendo el mismo valor. Sucede que justamente es un atributo del ser consciente el poder de comparar y valorar. Por lo tanto, aquí estamos nuevamente ante un peligro inminente de caer en un razonamiento falaz. El problema se suscita porque, sin quererlo, quienes razonan a partir de la versión fuerte del principio antrópico están presos de la metafísica tradicional, de carácter marcadamente antropocéntrico. Decíamos que lo que hay que probar es que la acción consciente del hombre puede incidir de alguna manera relevante sobre el entorno. Si tal incidente fuera solamente con la finalidad de asegurar su subsistencia como ser biológico, resultaría irrelevante para los fines metafísicos que estamos discutiendo, aunque ya constituiría un importante indicio de cómo debiera funcionar un mecanismo de producción de sentido último. En este contexto, hipótesis como la de J.E. Lovelock(7), tan duramente criticado por algunos biólogos y naturalistas, no deja de ser interesante. Pues es evidente que el sistema que sostiene la vida sobre la tierra no solamente es un sistema cerrado y autorregulado, sino que sin una fina cadena de interrelaciones mutuas y de retroalimentaciones simplemente no funcionaría de modo que la subsistencia de la vida quedara asegurada. La pregunta que podemos formularnos en este punto es: ¿por qué habría de pensarse que la especie homo tiene, entre todas las conocidas, una significación potencial mayor para el universo? Hoy sabemos que, desde el punto de vista de la sobrevivencia estrictamente biológica no hay diferencia sustantiva entre una especie y otra. Esto es, cualquiera podría ser tomada como ejemplificadora del fenómeno vida, siendo la diferencia entre unas especies y otras apenas medibles en términos de la complejidad de sus estructuras de ADN. Cabe imaginar, en este sentido, como se ha hecho frecuentemente en el pasado, que la existencia de las otras especies, aun de las más complejas, es funcional a la supervivencia de la especie humana. Esa manera de pensar las cosas es tan admisible como la tesis discutidas anteriormente elaboradas sobre la base de lecturas peculiares y sesgadas del principio antrópico. El ser humano se ha impuesto de facto sobre las demás especies, lo que queda demostrado no solamente porque

ocupa la mayor parte de la superficie terrestre, sino porque se ha dotado de medios que le permitirían aniquilar a casi todas las demás especies animales. Aquella que no puede todavía aniquilar, le puede causar desde dolor hasta la muerte, como por ejemplo ciertas bacterias. Pero el hombre, constituido como lo quería Descartes en “amo y señor de la naturaleza”, tiene que evitar, si desea pensar rectamente, la falacia de deducir derechos de situaciones de facto. Equivocaron malamente el camino los filósofos modernos cuando pensaron que la prueba máxima y más contundente de la superioridad de la especie humana sobre las demás se mediría en relación al grado de sometimiento que aquella le impusiera a estas. El verdadero reto legitimador de la existencia de la especie lo afronta ésta en relación a su propia capacidad de autodestruirse. Es por ello que los dilemas que verdaderamente debe enfrentar la especie se han dibujado con mayor nitidez solamente a partir del momento en que se tomó conciencia de la posibilidad de autoaniquilación por medio de la guerra con armas de destrucción masiva, o cuando se realizaron proyecciones sobre la posibilidad de una extinción a lo dinosaurio a partir de un desastre cósmico o de la contaminación terminal del entorno natural, es decir, a partir del dislocamiento de Gaia. En otras palabras, el reto moral final no está en la relación con las otras especies, sino en relación a la capacidad de autocontrol, de autorregulación de las pasiones destructivas que caracterizan a la especie homo. Consciente de que puede autoaniquilarse, la humanidad deberá decidir si le conviene hacerlo o no, si debe suicidarse colectivamente o no, o, dicho en mejores términos, si su vida tiene sentido o no. He allí el sentido más profundo y serio de un debate sobre el significado último de la vida humana. La decisión colectiva de preservar la vida no tiene porque responder necesariamente a una lógica similar a la que podría aplicar un sujeto individualmente. El más grande defecto, la limitación más importante de muchas teorías de la ética se percibe justamente en la confusión de planos a este nivel. Tomemos como ejemplo el utilitarismo. La capacidad del individuo aislado de alcanzar el placer, que puede ser tomada como un criterio individual para marcar el curso de la vida, extrapolada a la especie en general, aún aplicado la clausula adicional común que incluye que la felicidad del mayor número de personas es deseable, no proporciona de modo alguno un criterio suficiente para optar por la preservación de la especie en casos de plantearse el dilema radical antes mencionado. Que la humanidad deba existir en función de su capacidad de generar placer para sí misma es una tesis insatisfactoria a todas luces, pues de ella no puede derivarse que su existencia pueda contribuir significativamente a la generación de un universo intrínsecamente mejor que ningún otro poblado de seres vivo con capacidad de gozo, pues en algún sentido importante el gozo de cada especie es estrictamente equiparable al de las demás. La cuestión central aquí radica en que la capacidad de gozo no es sino el mecanismo más eficiente con el que cuenta todas las especies sentientes para indicarse a sí misma la ausencia de problemas orgánicos de envergadura. El placer no es nada más que un mecanismo corporal que, como decía Aristóteles, corona una acción biológica exitosa. El placer supone cierto grado de pasividad respecto al entorno, mientras que, como veíamos arriba la autorealización de la especie en su sentido más alto supone una alta capacidad de incidencia y de transformación deliberada sobre él. Históricamente se ha podido comprobar, por lo demás, que una acción colectiva de la especie sobre el entorno guiada centralmente por el afán de placer lo que genera es una distorsión significativa y peligrosa de las condiciones mínimas requeridas para subsistencia de la especie. Tales distorsiones demandan justamente la intervención de la razón, de la conciencia cognitiva y de la regulación racionalmente determinada de la acción para ser corregidas. Es por allí, por ende, por donde debe buscarse la posible contribución positiva de la humanidad del universo. No basta tampoco postular como mecanismo central de la autojustificación de la existencia de la especie la capacidad contemplativa y el goce que naturalmente se deriva de ella. Que el universo se pueda contemplar a sí mismo a través de la conciencia humana es, sin duda, un hecho valioso, pero la contemplación pasiva de un orden de cosas dominado por el caos y el azar, que alcanza

apenas niveles de estabilidad precarios, como aquel que implica la formación de la vida, no proporciona mayor justificación a la especie que realiza la observación y eventualmente el registro de los hechos extraordinarios, que el que un turista puede darse a sí mismo visitando lugares exóticos. Si la humanidad ha de ser algo más que un turista en el universo, si ha de ser algo más que un notario, entonces deberá estar en condiciones de juzgar sobre el valor de lo que en sí mismo sería contingente y de actuar de modo que aquello que haya sido estimado valioso pueda ser preservado. Es pues en la capacidad de acción de la especie, y no en sus dotes para la realización pasiva y receptiva con el entorno, donde hay que buscar sus ventajas comparativas. Dios, es decir, el significado profundo de la existencia de la especie, puede así ser definido como la principal criatura, el principal producto de la acción consciente del hombre o de cualquier especie consciente sobre el entorno. Dios es así, como bien lo había percibido Feuerbach, una proyección del hombre fuera de sí mismo, pero no una proyección que se alimente a costa de su creador, sino que crezca y se perfeccione a partir del crecimiento y perfeccionamiento de su creador. Dios no devora al hombre. Es más bien el caso que ambos se retroalimentan. Desde esta perspectiva, no vale en absoluto el duro dictuim de Feuerbach: “Para enriquecer a Dios, el hombre debe empobrecerse; para que Dios sea todo, el hombre ha debe ser una nada”(8). Dios no es sino aquello que el hombre, con su acción vital racionalmente determinada sobre el universo, puede lograr para darle a éste un valor que en sí mismo no puede poseer. Si existieran otras especies similares a la humana, tal tarea de creación de Dios sería por ende colectiva y cooperativa. Es probable que Dios se esté fabricando desde innumerables rincones de nuestro universo. La incidencia colectiva de seres racionales sobre procesos físicos, en la medida en que tienda a darle mayor seguridad a esas especies y a potenciar su capacidad de acción sobre el universo, es la creación de Dios, es decir, de un estado de cosas que esas mismas especies puedan valorar como objetivamente superior a cualquier estado de cosas que no las incluya. La religión no es, entonces, más que la confianza en que esta posibilidad es realizable. La religión no demanda una mala metafísica, no es un sustituto de la metafísica. Demanda por el contrario, contra lo que suponía Schopenhauer, la mejor de las metafísicas, aquella que permita al hombre y a cualquier especie racional percibirse a sí misma como actor principal en el drama universal. “La religión, decía el pensador alemán, es la metafísica de las masas”(9). Pero sucede que las masas requieren, hoy más que nunca, de la mejor metafísica, es decir de una que les permita concebir la vida como una empresa con sentido. Es precisamente en este punto que la concepción de Dios como un producto de la incidencia de la conciencia sobre el universo resulta bastante más útil que las concepciones tradicionales. Entre las tradicionales, sin contar las panteístas, podemos, a grandes rasgos, distinguir tres formas de representación: a) el Dios del ama de casa, el Dios de la Hausfrau de Kant; b) el Dios de los eventos, el Dios impulsor de la historia; c) el Dios redentor. El primero de esos dioses, el de la Hausfrau, tiene una ventaja enorme, pues es interlocutor directo del más humilde, es capaz de preocuparse por cada uno que lo invoca y que le formule promesas o peticiones. Pero ese Dios es indiscriminado, excesivamente dadivoso y, por ende, no funciona como un referente útil para distinguir el bien del mal ni, menos aún, para ayudar a precisar el rumbo de la historia. Ese Dios de la cotidianidad resulta además abusivamente represor de las grandes olas de transformación y renovación, que chocan en un momento dado con las normas y los prejuicios establecidos. Apenas sirve para responder a las demandas inmediatas y a las aspiraciones más limitadas. Tiene la virtud de servir a todos, pero de manera arbitraria. El Dios de los grandes eventos, el Dios de la historia es el Dios del sacrificio, del “costo social”, como se dice ahora. Es un Dios capaz de sacrificar generaciones en aras de un “progreso” que bien puede que nunca llegar y que, funcionalmente, ha servido más a la represión y a la justificación de la injusticia, que a la emancipación de la humanidad. Por lo demás, es un pésimo interlocutor de los más débiles y de aquellos que tienen una preocupación o un temor o un deseo pequeño.

El Dios redentor es el menos útil, pues su mera existencia implica la noción de una malformación congénita de la especie, de un mal original por el que habría que pagar en vida. Es pues, contrario a una ética de autoafirmación y de elevamiento. Obviamente, la caracterización de cada una de estas modalidades de Dios requeriría un debate muchísimo más detallado y preciso, que no es momento de desarrollar. Aquí de lo que se trata es simplemente de mostrar la ventaja de poner a Dios, es decir, al sentido de la existencia, al final del camino y concebir esa finalidad como algo que debe construirse, pero que podría frustrarse. La vida, así entendida se convierte en un reto colectivo de envergadura, reto respecto del cual nadie, ningún ser humano es de por si ajeno. Cualquiera de nosotros, desde el más humilde hasta el más encumbrado, puede ser partícipe, si así lo desea, de esta misma aventura. Pues mientras que la Hausfrau, aparentemente ajena y desconectada de los grandes eventos, dedica su vida a la preservación y reproducción de la vida, el líder imprime un curso a la historia. Pero, lo importante es que no cualquier rumbo es igual desde esta perspectiva, que hace aparecer el mal como la más neta negación de la vida y, sobre todo, de la posibilidad de un despliegue libre y pleno de las potencialidades de la conciencia. En efecto, un proyecto histórico que corresponda a la tarea de construir significados o de dar sentido a la existencia de la especie debe ser por necesidad inclusivo y universalizante, en el sentido que no deje a nadie de lado, que no propicie el enfrentamiento de uno contra los otros, y en el sentido más firme, que perciba el conjunto de los esfuerzos por desplegar la conciencia en su máxima potencialidad, sin importar la forma exterior o particular que ese despliegue asuma, como bien en sí mismo. Podría objetarse aquí que el valor de la conciencia es relativo, y que, por ende, se está dando un salto lógico injustificado al pretender atribuirle un valor absoluto. Lo cierto es que la conciencia, en su modalidad original más primaria fue, sin duda, un instrumento de sobrevivencia del mismo modo que podría serlo las garras, o las alas. Una teoría del conocimiento que ignore este hecho carece por entero de validez. El asunto es que la conciencia se ha mostrado capaz de trascender ese uso original, su naturaleza inicial y que ha agregado a sus funciones elementales otras más significativas. Así como se lleva dicho, de ser un instrumento diseñado para la sobrevivencia de la especie, y tomando como punto de partida su capacidad crecientemente desarrollada para construir un entorno artificial, ha trascendido sus funciones y propósitos originales y se ha convertido en un instrumento capaz de incidir sobre la propia naturaleza. Si su relación inicial con la naturaleza era difícil y conflictiva, pues debía aprender a arrancar de ella condiciones no dadas inicialmente para la supervivencia del cuerpo humano, hoy su relación con la naturaleza puede basarse en lo que Prigogine ha llamado un nuevo pacto, es decir, el hombre puede actuar sobre la naturaleza como un elemento forjador de órdenes inesperados, pero más estables que los que se generan de manera espontánea. Esa es la tarea que está por emprenderse. Por ahora vivimos en una encrucijada, pues esa tarea podría dejar de desempeñarse en la medida en que actitudes que corresponden a la conciencia original y primaria se mantengan y se lleguen a imponer sobre actitudes más innovadoras. Nada asegura que la posibilidad de continuar la construcción de Dios sobre la tierra se mantenga vigente. El mal, en la forma de una actividad consciente, pero destructiva de la vida podría prevalecer y, si todo se mantiene como hasta ahora, si las mismas fuerzas e ideas que hacen andar al mundo hoy se mantienen vigentes y dominantes, esto último es lo más probable. La creación de Dios, es decir, la instauración de una cierta racionalidad y de una garantía de permanencia de los sistemas sostenedores de la vida consciente en el mundo, depende entonces de un mayor desarrollo de la conciencia entendido como una mayor claridad sobre las posibilidades de despliegue de las potencialidades humanas, un orden más inclusivo en los ámbitos diversos de la vida social, y, sin duda, una ciencia más potente y que garantice un manejo más eficiente y fluido del entorno.

Esta perspectiva es evidentemente contradictoria con el endiosamiento de cualquier tipo de espontaneísmo. Dios es un artificio, una creación deliberada, o no es nada. Es por ello que los criterios para evaluar las opciones abiertas a la acción humana son de tanta importancia. Hasta ahora tales criterios o no han existido o han sido arcaicos. Hoy vemos que mantener esa situación puede ser funesto en el muy corto plazo, especialmente si tenemos en cuenta que se está abriendo la puerta a la posibilidad más grande de manipulación, a saber, la automanipulación de la naturaleza, a través del manejo deliberado del código genético. Las repercusiones potenciales de este fenómeno relativamente novedoso son incalculables, y serán infinitamente negativas si las decisiones que haya de adoptarse sobre este punto se toman sobre la base de valores, criterios y prejuicios que corresponden a una infravaloración de las potencialidades de la conciencia para construir a Dios. Una manipulación genética que busque, por ejemplo, maximizar el placer o la acumulación de bienes con ese fin, o que apunte a consolidar estructuras jerárquicas de dominación hoy más o menos inestables, sería catastrófico. Ante tal panorama, la reflexión sobre Dios y el sentido último de la vida se torna más urgente y demanda una precisión de criterio cada vez mayor. Pero esa reflexión, como tenemos dichos, no puede seguirse basando en las discontinuidades y parcelaciones que son hoy todavía el marco dentro del cual se desarrollan las ciencias y la filosofía. En la medida en que la acción consciente del hombre incide sobre el entorno con más fuerza, en esa misma medida la separación de regiones de la realidad se hará menos precisa y sus reflejos intelectuales menos útiles. La metafísica ya no puede desligarse de la física, pero tampoco puede la ciencia natural desentenderse de las reflexiones sobre la sociedad y los valores. Pareciera, pues, que estuviéramos condenados a un pensamiento unitario, globalizante, y que ese pensamiento esté marcado por una impronta ética. Lo cierto es que si bien Dios no es un ser necesario, sí es posible y es cierto también que la realización de esa posibilidad depende de nosotros y de cuanto ser racional exista en el universo. Introducir a Dios en el universo, esa es nuestra tarea más interesante y más revolucionaria, pues el orden de cosas actual es absolutamente incompatible con su realización.