La Cámara - Mayt

La cámara Mayt Descargo: Xena, la Princesa Guerrera, Gabrielle, Argo y todos los demás personajes que aparecen en la ser

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La cámara Mayt Descargo: Xena, la Princesa Guerrera, Gabrielle, Argo y todos los demás personajes que aparecen en la serie de televisión Xena, la Princesa Guerrera, así como los nombres, títulos y el trasfondo son propiedad exclusiva de MCA/Universal y Renaissance Pictures. No se ha pretendido infringir sus derechos de autor con este fanfic. Todos los demás personajes, la idea para el relato y el relato mismo son propiedad exclusiva de la autora. Este relato no se puede vender ni usar para obtener beneficio económico alguno. Sólo se pueden hacer copias de este relato para uso particular y deben incluir todas las renuncias y avisos de derechos de autor. Antecedentes: Esta historia hace alguna referencia a mis demás historias, en cuanto a la forma en que la relación de Xena y Gabrielle llegó a ser totalmente íntima. Si tenéis dudas sobre el desarrollo de su relación, encontraréis mis respuestas en Silencios y Silencios II. No es necesario que leáis esos relatos antes de La cámara. El acontecimiento que pone en marcha los hechos de La cámara tiene lugar antes de Cara a cara con la muerte. Comentarios: Siempre se agradecen, los buenos y los no tan buenos. Subtexto: Esta historia describe una relación amorosa entre dos mujeres. Si sois menores de 18 años o si para vosotros es ilegal leer este texto, no continuéis. [email protected]. Título original: The Chamber. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2006

1: La cámara El espacio era negro. Pasó la mano por el borde del camastro, midiendo su longitud y su anchura. Alargó la mano más allá del borde para dar con el suelo. El instinto la llevó a apartar la mano. No sabía qué había debajo y por ahora ejercitaría su paciencia con la esperanza de que el nuevo día cortara la oscuridad con su luz. No oía nada aparte de sus propios movimientos. Se quedó inmóvil. Sólo oyó el latido de su corazón y su respiración. Se abrazó a sí misma. Intentó recordar cómo había acabado en esta oscuridad. Fue una emboscada. Ella, Xena y un pequeño contingente de su tribu volvían de una exitosa cacería. La escapada había sido un regalo que le había hecho a Xena. Fue idílico. La guerrera y la bardo. La reina y su campeona. Las amantes. Era de noche. Estaban dormidas. Gabrielle alargó la mano en la oscuridad, anhelando a su compañera en la vida y en la muerte. Encontró el vacío. Le dolía la cabeza. Se tocó la sien y notó los restos de sangre seca y la piel desgarrada. La herida era reciente. No recordaba el golpe que se la había causado. Debió de ser lo que la dejó sin sentido. Con la inmovilidad era totalmente consciente de su cuerpo. No notaba más cortes ni golpes. Sólo esta herida le había tocado la carne. Su anhelo por Xena insinuaba una violación mucho más profunda.

Era difícil calcular cuánto tiempo había pasado. Ahora oía ruidos, pasos que agitaban metal, y voces apagadas. Alguien se acercaba. Calculó tres o cuatro en total. Volvió la cabeza hacia la izquierda, atenta al ruido de llaves en una puerta. La pesada puerta se abrió con violencia. Sabía que todo era cuestión de efecto, la fachada del que o la que quería intimidar contra la persona a la que trataba de intimidar. Con antorchas en la mano, tres figuras entraron en la habitación. Las llamas la cegaron y alzó la mano para protegerse de la luz despiadada. Notaba el calor cerca de ella, pero tuvo cuidado de no apartarse demasiado rápido. Su concentración tenía un propósito, que era conservar el control de sus actos y reacciones, evitando cualquier muestra de debilidad ante su enemigo. El líder se daba aires. Era un hombre grande y fornido, cuya fealdad se debía más a su falta de aseo que una deformidad física. —Vaya, estás despierta. Bien. —¿Quién eres? —preguntó Gabrielle, apartando ligeramente la vista. Draxis se detuvo. La prisionera estaba haciendo preguntas como si esperara una respuesta. Eso no le gustaba. Sin embargo, decidió contestar. Adoptó una pose satisfecha. —Me llamo Draxis. Recuérdalo. Si tú no lo recuerdas, otros lo harán. He cambiado el curso de la historia. —¿Cómo has hecho eso? —Xena está muerta. Gabrielle se quedó perpleja. Por mucho dolor que sintiera, no iba a hacer ademán de apartarse de este hombre. —No eres el primero que cree haber matado a Xena. Draxis se echó a reír. —Tienes razón. Sabes, amazona, he oído historias sobre vosotras dos. Toda Grecia y toda Roma saben que yo he hecho lo que César no logró hacer. He metido a la Princesa Guerrera en una tumba de la que jamás saldrá. Está enterrada bajo tierra. Ahora es pasto de los gusanos. Puedes visitarla cuando me entreguen el rescate. Gabrielle no reveló emoción alguna. No se vendría abajo ante la fachada jactanciosa de Draxis. Decepcionado por la respuesta impasible de Gabrielle, Draxis se esforzó por disimular su ego herido. —Bueno, parece que no te importa mucho. Eso demuestra que no hay que fiarse de las leyendas. Los muertos, cuanto antes se los olvide, mejor. Tú, amazona, harías bien en preocuparte más por tu propio pellejo. Los dos vamos a descubrir la clase de reina que te considera tu tribu. Lo que exijo como rescate es un precio altísimo del que ningún hombre sería digno, y mucho menos una mujer. —Mi tribu tiene orden de no negociar jamás por mi vida.

—Bueno, puede que sea cierto, pero las amazonas no son más que unas mujeres lastimosas y sentimentales. Negociarán. Eres la reina de una panda de necias y tú eres la más necia de todas por pensar que no van a intentar salvarte. Gabrielle sabía que su pueblo intentaría salvarla. Sólo que las amazonas no pagan rescates. Matan a quien desea hacerles daño. Draxis se volvió hacia los carceleros. —Ya conocéis vuestras órdenes. Una voz áspera respondió: —Sí, señor. Draxis echó a andar hacia la entrada de la cámara. Fue entonces cuando, con las tres antorchas portadas por tres hombres distintos situados en distintos rincones de la estancia, Gabrielle pudo tomar la medida al espacio que la encerraba. Era bastante grande, construido con piedra, con un orinal en un rincón y una silla en el otro. Draxis se detuvo y se volvió de nuevo hacia Gabrielle. —Los dos veremos cómo aguantas mi hospitalidad. Draxis y el segundo portador de una antorcha salieron. El tercero se quedó allí en silencio. La voz áspera lo llamó: —Malcolm, vamos, chico. El tercero, Malcolm, se acercó vacilante a la puerta. La silueta del hombre, o en realidad muchacho, era lo único que veía Gabrielle. Se volvió hacia ella un momento y luego salió en silencio, cerrando la pesada puerta de la cámara. Al poco, se abrió una contraventana por encima de ella. Gabrielle vio los techos altos, la ventana con barrotes, el brillo fragmentado del sol. Aguardó vigilante hasta que pasó una sombra y sintió que nadie la observaba. Entonces, en privado, cayó de rodillas. Gabrielle levantó la mirada hacia la luz. El llanto de la reina amazona era implacable. Se tapó la boca con las manos, intentando sofocar el sonido de sus sollozos. Sus carceleros no obtendrían la satisfacción de su dolor. Una vez agotado el llanto, sintió que la oscuridad la oprimía. Necesitaba la luz. Conocía una herramienta que nadie podría arrebatarle. Clavó los ojos en el vacío negro que tenía delante. —Canto sobre Xena...

2: La pesadilla El ruido de la angustia despertó a la joven. Alzó la cabeza. Su vista atravesó las brasas de una hoguera ahora apagada hasta la guerrera tumbada al otro lado. La mente de Xena, atrapada por Morfeo, se había trasladado a la tierra de los malditos. La joven se sentía insegura, confusa. La guerrera invencible yacía atormentada. Había visto la vulnerabilidad de Xena cuando como hija se presentó ante su madre en busca de perdón. La reconciliación con Cirene no había bastado. Gabrielle se incorporó y observó a Xena. No sabía si debía intervenir. La mano de la joven tocó con cautela a la guerrera. Su voz, un mero susurro, salió de unos labios casi pegados al oído de Xena. Gabrielle repitió el nombre de Xena una y otra vez en vano. La joven se había fijado en los brazos y las manos de la guerrera. Conocía su fuerza y sabía que tenía que hacer gala de una gran cautela si quería evitar daños.

Los ojos de Xena derramaban lágrimas. La guerrera farfullaba palabras, súplicas de perdón, exclamaciones de negación. La joven decidió cambiar de táctica. Cogió el brazo de Xena con la mano, apretándolo al tiempo que decía el nombre de la guerrera. El cuerpo de Xena se echó hacia delante y el brazo que tenía sujeto se movió para librarse de la mano de la joven. El impulso pilló a Gabrielle desprevenida y salió despedida hacia atrás. Exclamó para defenderse: —¡Xena, no! ¡Soy yo! La guerrera posó la mirada en la joven. Gabrielle percibió la profunda crueldad que había en sus ojos. La joven habló para explicarse antes de que se dictara sentencia: —Estabas soñando, tenías una pesadilla. —¿Y has intentado despertarme? —La voz de la guerrera resultaba áspera e hiriente para la delicada joven. Gabrielle hizo un esfuerzo, traicionando su miedo, y balbuceó una sola palabra: —Sí. El miedo de la joven penetró las defensas de Xena. —No lo hagas. —¿Xena? —Te podría haber matado. —Tú no me harías daño. La guerrera reflexionó sobre la sinceridad y la inocencia de la joven. Gracias a la interrupción, logró hacerse con el control de sus energías desbocadas. —No sabría que eras tú. Por puro reflejo, te habría hecho daño. —He tenido cuidado. —No deberías despertarme a menos que sea absolutamente necesario. —La pesadilla... Xena volvió a su ser. —Tendrás que acostumbrarte a ellas. Las tengo a menudo. —¿Qué te atormenta, Xena? La joven había ido demasiado lejos. El tono de Xena se volvió severo. —Vuelve a la cama. Gabrielle estuvo a punto de responder, pero la frialdad del tono de Xena la dejó helada. Regresó a su petate. No se volvió a oír una palabra.

Mientras el sol cortaba el horizonte, Xena observaba a la joven. ¿Qué iba a hacer con la chiquilla? Había cosas que Gabrielle tenía que aprender si quería sobrevivir. Xena le había permitido un acceso que pocas personas en su vida habían tenido. Xena agradecía que Gabrielle no fuese su enemiga. La joven podría haberle clavado fácilmente un puñal a la guerrera en el corazón durante la noche. Como señora de la guerra, Xena no era consciente de sentirse atormentada. Ahora, los pecados del pasado pesaban como una losa sobre su alma y por ello sentía una inquietante vulnerabilidad. Cómo envidiaba a la joven. Llegaría el momento en que Gabrielle se enfrentara a un desafío, pero no por causa de la guerrera, sino por causa de la vida misma. Xena se preguntaba si la bondad podía triunfar en el mundo. Tal vez la joven le enseñaría un mundo nuevo, un mundo que la guerrera creía fuera de su alcance. ¿Qué te atormenta, Xena? Xena no podía ni imaginarse diciendo la verdad. La verdad ahuyentaría a cualquiera, sobre todo a esta inocente. Costaba razonarlo, pero Xena sabía que por el momento agradecía la inesperada compañía. Era una pequeña brecha en su profunda soledad. Xena sabía que había estado desagradable. Esperaba que el cuenco de moras frescas que había recogido fuese suficiente compensación y aliviara la tensión que había entre ellas. Dejaría a la joven dormir hasta mediodía de ser necesario. Al contrario que en las mañanas previas, hoy no despertaría a Gabrielle. A Xena sólo le cabía esperar que su gesto comunicara lo que iba a quedar sin decir. Gabrielle había dormido mal tras haber sido enviada de vuelta a su petate. Se sorprendió al descubrir la fuerza de los rayos del sol en los ojos. Ni Xena ni Argo estaban en el campamento. Por un instante temió que la guerrera la hubiera abandonado. Soltó un suspiro de alivio cuando tras un rápido repaso a su entorno vio que el petate y las demás pertenencias de Xena estaban dispuestos y preparados para la recogida. En la hoguera había brasas humeantes con una taza colocada junto al borde. Al lado de la taza había un plato tapado con un paño. La joven alargó la mano, apartó el paño del plato y descubrió un cuenco de moras frescas, con queso y pan a cada lado. Se llevó una mora a los labios y la mordió para saborear su jugo dulce y fresco. Se dijo a sí misma:

—Disculpas aceptadas. El desayuno fue una alegría. Sólo podría haber mejorado si hubiera estado en compañía de la guerrera. En la soledad de la prisión, Gabrielle alzó la voz: —Xena, ¿me oyes? ¿Estás al lado de Miguel y los demás arcángeles? Un cuenco de moras y té caliente: esa mañana estuve segura de la ternura que llevabas en el corazón. Aprendí a fijarme más en tus actos que en tus palabras. Aprendí a esperarme que te dejaras llevar por tu genio, pero también a aguardar, porque con el tiempo me mostrarías tu compasión. Volviste a mí al cabo de una marca. Te di las gracias por el desayuno. Te encogiste de hombros y te pusiste a cargar nuestras cosas sobre Argo. ¿Sabías que vi los arañazos que tenías en la mano? Arañazos de la zarza. ¿Sabías que fue en ese momento, en el momento en que vi los arañazos que tenías en las manos, cuando empecé a quererte?

3: Privaciones Llegó la noche y con ella Gabrielle vio la luz de una, dos, tres estrellas que entraba por el marco de la ventana del techo. No eran estrellas suficientes para crear una imagen aparte de una figura

de tres lados desiguales. Suficiente para recordar las noches pasadas bajo el dosel de innumerables luces individuales. ¿Dónde estaba la luna? Echaba de menos la luna. ¿Sería creciente o llena? Tal vez esta noche era nueva y también estaba a oscuras. —Maldita sea, chico, son órdenes. —La voz áspera rompió el silencio. Le siguió el cierre estrepitoso de las contraventanas. La oscuridad completa regresó y con ella volvió el silencio. Falta de luz, falta de sonido, por ahora a Gabrielle le resultaba soportable, pero se preguntó cuánto continuaría así. No se podían contar las marcas. No se podía medir el tiempo más que con su respiración y los latidos de su corazón. El hambre le daba una pista adicional. A medida que disminuía el dolor de su herida, el hambre iba en aumento. Si tenía suerte, los guardias seguirían al menos una costumbre.

4: La fiebre Xena desnudó despacio a Gabrielle. Hacerlo le resultaba incómodo. La joven nunca había descubierto su figura completa ante la guerrera. A Xena no le quedaba más remedio. Tenía que enfriar a la bardo y el río era la mejor opción. Envolvió a Gabrielle en una manta y la levantó en brazos. En la orilla del río quitó la manta y la dejó en la hierba. Xena se metió en el agua hasta la cintura y sumergió con cuidado a Gabrielle en la corriente. El cuerpo de la joven se contrajo como reflejo por el frío. Xena la sujetó con más fuerza. Xena habló suavemente al oído de Gabrielle: —Confía en mí, Gabrielle, esto ayudará a bajarte la fiebre. Gabrielle suplicó débilmente: —Xena, por favor, tengo frío. —Un poquito más. Te prometo que jamás te haré daño. Para calmar a la joven Xena se puso a cantarle. La canción no tenía letra. Era una melodía que pertenecía a las aves canoras. La joven se acurrucó pegando el cuerpo a quien la cuidaba. La rendición se obtuvo no por la fuerza, sino por la compasión. Xena sintió que se le abría el corazón mientras observaba cómo se movía el largo pelo rubio de Gabrielle en el agua. Examinó el cuerpo sin cicatrices. Retrataba una perfección engañosa. La inocente no era tan inocente. Gabrielle sabía lo que era ser capturada por tratantes de esclavos. Gabrielle, en el poco tiempo que se conocían, había visto derramamientos de sangre que ninguna jovencita debería conocer. Xena sintió las primeras punzadas de dolor por una vida que estaba cambiando bajo su protección. Eran cambios que Xena no podía impedir y que en algunos sentidos estaba provocando. Xena consideraba sus actos como nada menos que un crimen consentido. Luchaba contra él intentando apartar a la joven. Y sin embargo, esta joven poseía una terquedad que no se doblegaba ante los bruscos argumentos de la guerrera. Gabrielle se mantenía firme, convencida de que su sitio estaba al lado de la guerrera en sus viajes. Xena advirtió que la respiración de Gabrielle se había hecho más lenta y fatigosa. La joven no podría soportar mucho más el frío de las aguas. Gabrielle dormía en brazos de Xena. Ésta notaba los temblores del frágil cuerpo de la joven. Había pasado mucho tiempo. En realidad Xena no recordaba cuándo había sido la última vez que sostuvo a alguien con tanto cariño con la sola intención de consolar, no de manipular, ni de conquistar sexualmente.

La guerrera sostuvo a la bardo mientras la luz iba muriendo y durante toda la noche. Xena sentía palabras que no se atrevía a decirle a la joven. En lugar de palabras la guerrera depositó un beso en la frente de su paciente. Era un gesto privado. Ojalá sus labios pudieran transmitir su fuerza a la joven y devolverle la salud a Gabrielle. Al mediodía siguiente, la fiebre de Gabrielle cedió y los ojos de la joven se abrieron a la calidez del sol. La guerrera se mostraba fría y estoica mientras se ocupaba de las tareas del campamento. Gabrielle se dio cuenta más tarde de su desnudez. Tenía un vago recuerdo del río y de la canción de la guerrera. Por osada que pudiera ser la bardo, no comentó el tema de sus cuidados con la guerrera. El cuerpo recuerda lo que la mente no se atreve. Gabrielle cerró los ojos y recordó el fuerte abrazo y el tierno beso. En el fondo de su corazón, sabía que era cierto. La guerrera que ahora le daba de beber un caldo sin revelar el menor matiz de preocupación se había mostrado de otra manera la noche antes. Lo que había surgido entre ellas en el curso de la estación pasada era todavía demasiado nuevo para reconocerlo. Gabrielle sabía que hablar supondría un riesgo demasiado grande. Ésta fue su primera lección de silencio.

5: El día olvidado Como tenían por costumbre, la joven y la guerrera estaban echadas la una frente a la otra con la fogata en medio. Xena observaba la espalda de Gabrielle. La oía llorar y veía cómo se agitaba su cuerpo con cada sollozo apagado. Xena no pudo seguir presenciando la tristeza de la joven sin manifestar su preocupación. La voz de la guerrera flotó suavemente por encima del fuego. —Gabrielle, ¿qué te pasa? Gabrielle se sintió expuesta. Tomó aliento, intentando controlar el torrente de lágrimas que amenazaba con destruir la poca serenidad que le quedaba. —Nada... es una tontería. La guerrera estaba decidida a resolver el misterio. —Cuéntame. —Xena, duérmete. —Me cuesta un poco con tanto llanto. Gabrielle, por favor, a lo mejor te puedo ayudar. —No puedes. —Déjame intentarlo. Has estado callada todo el día. ¿No te encuentras bien? —Estoy bien. —La vergüenza de la joven se estaba transformando en impaciencia. —¿Es que he hecho algo? —No. —¿Es que no he hecho algo? La joven no quería mentir a la guerrera, de modo que guardó silencio. —Es eso. ¿De qué se trata?

—Xena, no lo sabías. —¿Qué no sabía? Habría que insistir más para lograr una confesión. —Gabrielle, estoy perdiendo la paciencia. —Es mi cumpleaños. Xena miró a la tímida joven, tan alejada de su habitual locuacidad. Xena se imaginó las celebraciones que había tenido Gabrielle en el pasado. De repente, la guerrera se sintió muy insuficiente. —Echas de menos a tu hermana y tus padres. La voz de Gabrielle flotó con la brisa hacia un lugar lejano. —Mi madre me haría una tarta. Xena sabía que eso superaba sus capacidades. La guerrera se puso de pie. —Vamos. Obedeciendo la orden, Gabrielle se incorporó. —¿Dónde? ¿Ahora? —Sí, ahora. Sigue siendo tu cumpleaños, ¿no? —Sí, pero... —Nada de peros. Vamos. Xena sacó dos velas de su alforja y le dio una a Gabrielle. Luego se acercó al fuego y encendió su propia vela. Vela en mano, fue hasta la joven y encendió la de Gabrielle. —Sígueme. Xena llevó a Gabrielle por un estrecho sendero en cuesta. Incluso con las velas no era fácil ver por dónde iban. —Xena, mi cumpleaños no es tan importante como para correr el riesgo de matarnos. La sonrisa de Xena pasó desapercibida a la joven. —Ya casi estamos. Gabrielle protestó sin ganas: —Siempre dices lo mismo. —¿No es cierto siempre? —la retó Xena. Reconoció la derrota:

—Sí, pero... Xena la interrumpió: —Por aquí. —La guerrera subió a una alta peña de un salto. Se volvió hacia la joven, se agachó para cogerle la mano y la subió hasta la roca plana—. Bueno, ¿qué te parece? Gabrielle miró a su alrededor. Estaban rodeadas de oscuridad. En lo alto y hasta el horizonte, el cielo relucía lleno de constelaciones. La joven se quedó anonadada. Dijo algo obvio: —Es distinto desde aquí arriba. Xena se mostró satisfecha. —Sí que lo es. Gabrielle se quedó callada. Xena esperaba que el motivo fuera positivo. —¿El paseo ha merecido la pena? —Sí. —En el tono de la joven había un matiz de tristeza. La guerrera sintió su propia decepción. —Ya sé que no es un regalo de verdad. Gabrielle protestó. Posó la mano en el brazo de la guerrera. —Xena, de ahora en adelante, cuando mire las estrellas recordaré esta noche. Recordaré que me apreciabas lo suficiente para traerme hasta aquí. Xena observó a su compañera. La joven era sincera. La guerrera no dejaba de asombrarse por el valor que daba Gabrielle a las cosas más sencillas. Xena no le había dado a la joven nada más que un recuerdo agradable y sin embargo, para Gabrielle era tan preciado como una joya impagable.

6: Presentación de la voz áspera —¡Eh, reina! —Un puño golpeó la puerta—. Despierta. —Más golpes. Gabrielle percibía el regocijo de su tono—. Aquí tienes la comida. —El guardia abrió un ventanuco situado en la parte inferior de la puerta de la cámara—. ¿Lo ves, reina? Cógelo antes de que lo huelan las ratas y se cuelen. No queremos ratas en tu celda, ¿verdad? Los ojos de Gabrielle se acostumbraron a la rendija de luz. Vio el plato de comida y empezó a acercarse a él. El guardia no tenía paciencia. —Vamos, reina. ¡Coge la comida o me la llevo! Gabrielle se agachó para coger el plato. —¡Bien! —El guardia cerró el ventanuco de golpe, dejando a Gabrielle de nuevo en la oscuridad.

Se apoyó en la pared. No sabía si merecía la pena comerse esa bazofia, pero tenía mucha hambre y sabía que tenía que conservar las fuerzas. Usó los dedos para coger los trozos más grandes del estofado. Con cautela, se puso la carne en la boca. Estaba salada. Sorprendentemente, no se le revolvió el estómago. Exploró el plato con la mano, buscando lo que pensaba que era un trozo de pan. Lo encontró y partió un trozo. Estaba recién hecho. Comió rápidamente, devorando hasta la última gota de estofado. Se dejó caer despacio al suelo. No soltó el plato. Todavía no. Era algo sólido. Le aseguraba que iba a ver luz, aunque sólo fuese por un instante.

7: El punto —¿Yo? —Sí, tú. —Pero no puedo. —Gabrielle, preferiría no ir sangrando por todas partes, y por muchas cosas que sepa hacer, no me alcanzo el omóplato. —¿No podemos buscar a un sanador? —¿Dónde? Estamos a un largo día a caballo del pueblo más cercano. Te he visto coser. No es nada difícil. —Xena, eso es para arreglar la ropa. Esto es distinto. Estamos hablando de tu carne. —¿Te crees que no lo sé? Vamos, Gabrielle. Confío en ti. Gabrielle introdujo la aguja por primera vez. Xena gritó de dolor. Gabrielle soltó la aguja y retrocedió. —Por los dioses, Xena, lo siento. Xena se echó a reír. —Era broma. —¿Qué? La miró por encima del hombro. —Era broma. Sólo quería que te relajaras. —Xena, no ha tenido gracia. Siguió sonriendo sin que Gabrielle la viera. —Sí, tienes razón. Perdona. Jo, debería tener más cuidado. ¿Todavía tienes la aguja? —No lo voy a hacer.

—Oh, ya lo creo que lo vas a hacer. Tienes que acostumbrarte a este tipo de cosas si quieres viajar conmigo. —Sí, y hacerte daño. —Gabrielle, por lo que más quieras. No me has hecho daño. Mira, te prometo que me quedo quieta. No diré ni una palabra. Xena respiró hondo para calmarse. La pobre joven estaba nerviosísima. Ya encontraría una manera de pedirle disculpas por su falta de delicadeza. —¿Gabrielle? —Aquí estoy. —Coge la aguja. —Xena sintió un ligero tirón en la herida—. ¿La tienes en la mano? —Sí. —Bien. Ahora da un solo punto. Concéntrate en la herida y olvídate de que soy yo. Xena notó el punto. El trabajo de la bardo era delicado y suave. Tras el pinchazo de tres puntos, Xena notó otra sensación. Una gota y luego otra sobre su hombro. Levantó la vista hacia el cielo encapotado. Comentó en voz alta: —No me digas que está empezando a llover. ¿Y qué más? Entonces se dio cuenta de que no caía lluvia a su alrededor. La guerrera volvió la cabeza y miró a Gabrielle, concentrada en su tarea e incapaz de contener el torrente de lágrimas. Xena guardó silencio y volvió a posar la mirada en sus propias manos callosas. Las punzadas de otro punto tras otro siguieron adelante. Y entonces no sintió nada. Gabrielle dijo suavemente: —He terminado. Xena sintió alivio, más por la joven que por sí misma. —Haz un nudo en el hilo. Usa mi cuchillo para cortarlo. Gabrielle hizo lo que se le decía. —Te lo voy a vendar. Xena se volvió y cogió a Gabrielle de la mano. Gabrielle intentó ocultar la cara. Xena murmuró: —Gracias. —Qué blanda soy. Sé que tengo que mejorar para que me dejes seguir contigo. Xena protestó: —Oye. Yo nunca he... de aquí no te mueves. Gabrielle dijo abatida:

—Por ahora. —Gabrielle, mírame. La joven alzó los ojos hacia la guerrera. —No estaríamos viajando juntas si no quisiera que vinieras conmigo. ¿Me crees? La bardo asintió. Xena se levantó y cogió la cara de Gabrielle entre sus manos. —Bien. —La seriedad de la guerrera quedó suavizada por su sonrisa acogedora.

8: Malcolm El ruido de la cerradura de la puerta al girar llamó la atención de Gabrielle. El guardia entró con una antorcha en la mano. Al igual que en todas las ocasiones anteriores, la luz de las llamas era cegadora. Se tapó los ojos con el brazo. —Lo siento, no tardaré. —Era el guardia más joven, Malcolm. Su voz era amable, con un matiz de sincera preocupación. —¿Dónde está el otro guardia? —¿Ogden? Se está curando una herida de cuchillo. Tengo entendido que le dijo algo que no debía a un hombre que no debía cuando estaba bebiendo en una taberna. —¿Tú te llamas Malcolm? —Sí. Me han dicho que eres una reina amazona. Gabrielle no contestó. No estaba de humor para aguantar burlas. —No pretendo faltarte al respeto, pero sería más fácil si supiera cómo te llamas. Ogden tampoco lo sabe. Gabrielle desconfiaba de los motivos del guardia. Pensó que si no dejaba de tener presente la amenaza de manipulación, podía permitirse correr un riesgo. —Gabrielle. —Gabrielle. Suena bien. Ga-bri-elle. Dime, ¿alguien te llama Gabby? Gabrielle se quedó pensativa. —Mi hermana Lila y un amigo mío, Joxer. Malcolm emprendió la tarea de inspeccionar la celda. Completó su labor metódicamente. —Yo tenía una hermana. Murió de la fiebre. —Lo siento.

—Fue hace tiempo. Ah, qué incordio era cuando éramos pequeños. Siempre quería estar conmigo. Era más pequeña que yo... ¿Tú eras la pequeña o la mayor? —La mayor. —Entonces ya sabes cómo son esas cosas. —Sí, lo recuerdo. Malcolm se acercó y se detuvo ante ella. Gabrielle lo miró desconcertada. —¿Qué pasa? —Tengo que pedirte que te muevas. Tengo que inspeccionar el catre. Gabrielle se levantó y fue al rincón del fondo. Observó mientras él quitaba las mantas y el colchón. Comprobó el correaje y las juntas de la madera. Lo hacía con mucha atención. Devolvió con cuidado el catre al estado en que lo había encontrado. —Hala, ya he terminado. Gabrielle quiso darle las gracias, pero sabía que no había motivo. Se había asegurado de que ella no había hecho nada que pudiera indicar un intento de fuga. Malcolm regresó a la puerta y empezó a abrirla. Se detuvo y se volvió hacia la prisionera. —Gabrielle, tengo órdenes estrictas sobre lo que puedo o no puedo hacer por ti. Si pides algo y no he recibido una orden en un sentido u otro, estoy dispuesto a tener en cuenta tu petición. Sus palabras fueron recibidas en silencio. Se volvió para marcharse. —¿Malcolm? —¿Sí? —¿Ha salido el sol? —No, Gabrielle, es de noche. —Gracias. —De nada. Los ojos de Gabrielle se clavaron en la llama cuando ésta devoró la sombra que era Malcolm. Por sus mejillas empezaron a caer lágrimas silenciosas.

9: Jugando La guerrera y la joven caminaban la una al lado de la otra. Xena llevaba las riendas de Argo en una mano. —¿Jugar? —El tono de la guerrera era incrédulo. —Sí, jugar —contestó Gabrielle. —Yo no juego —afirmó Xena con su tono más tajante.

—¿Por qué no? —insistió la joven. —Los guerreros no juegan. La irritación de Gabrielle salió a la superficie. —¿Quién se ha inventado esa regla? —¿Podemos cambiar de tema? —Xena no estaba de humor para discusiones. La joven se mostró implacable. —No. ¿Por qué tienes que estar siempre tan seria? La única vez que te veo sonreír de verdad es cuando estás en medio de un buen combate. —¡Eso es mentira! —Xena no estaba dispuesta a aceptar el retrato que hacía Gabrielle de ella. La joven se detuvo y se apoyó en su vara. —Está bien. Entonces, ¿cuándo sonríes? Xena se paró. —Sonrío siempre. —Menciona una sola vez que hayas sonreído la semana pasada. —Gabrielle. —La guerrera reemprendió la marcha. —No, en serio, Xena, di una vez —exclamó la joven mientras seguía a la guerrera. La guerrera sabía qué le daba alegría. Estar con la joven le provocaba una sonrisa constante, pero reconocía que esas sonrisas las mantenía lejos de la vista de Gabrielle. Su respuesta tenía que ser más neutra. Xena le dijo a Gabrielle por encima del hombro: —Cuando estuve pescando. —¿Pescando? —Sí, pescando. —El tono de Xena era malhumorado. Gabrielle suspiró. —Vale. Te creo. —¡Oh, gracias! —Xena se había hartado. Había llegado el momento de enzarzarse en una pelea con palabras. —Pescar es muy parecido a jugar —argumentó Gabrielle. La guerrera no daba crédito a la insistencia de la joven. —¿Cómo que es muy parecido a jugar? ¿Qué consideras tú que es jugar? ¿Tienes una definición exacta?

—Pues en realidad —respondió Gabrielle enfáticamente—, sí que la tengo. Xena le dijo a Argo: —Ésta sí que va a ser buena. —Jugar es libertad. —¿Libertad? —Sí, libertad. Sin expectativas. Sin normas. Sin principio ni fin. Pura diversión. Xena preguntó con calma: —¿Los juegos cuentan? —Claro. Xena dijo con engañosa inocencia: —Los juegos tienen reglas. —Echó una mirada a la joven, intentando con todas sus fuerzas disimular todas las indicaciones visibles de lo mucho que disfrutaba con lo que consideraba un pequeño triunfo. Por la reacción de Gabrielle, Xena supo que se había apuntado un tanto. La joven acusó a la guerrera: —Sólo intentas llevarme la contraria. Xena sonrió. —No. Bueno, sí, pero si quieres que juegue, me lo vas a tener que explicar. —¿Quieres que te enseñe a jugar? —Dado que pareces ser una experta en la materia... —Luego. —¿Luego? —Sí, luego. No se puede jugar por obligación. Xena acarició a Argo. —Jo, parece que ése era el propósito de todo esto. Gabrielle dice, ¡juega, Xena! La bardo señaló un arroyo cercano. —Voy a llenar mi odre. Xena no se pudo contener: —Sólo estaba... Gabrielle exclamó, levantando la vara como advertencia:

—¡Ni lo digas, guerrera! La guerrera se sintió libre de echarse a reír suavemente. Este momento era una prueba de la alegría que afectaba a su vida todos los días. Miró a su caballo. —Argo, ¿tú crees que algún día lo entenderá? Era de noche y las viajeras estaban sentadas la una frente a la otra. La hoguera ardía entre ellas. La expresión pensativa de Gabrielle llamó la atención de Xena. La tierna voz de la guerrera expresó la pregunta: —¿Qué te pasa, Gabrielle? La pregunta sacó bruscamente a Gabrielle de sus reflexiones. Miró a Xena y ladeó la cabeza, indecisa. —Pareces estar en otra parte. Gabrielle habló sin preocuparse de censurar sus palabras. —Estaba pensando en ti. Intentaba imaginarte de niña. Algún día espero que me cuentes... —La joven se quedó callada. —¿Que te cuente el qué? —Nada de especial. Debes de tener algunas historias que contar. ¿Historias felices? Una expresión de tristeza veló el rostro de Xena, pero entonces recuperó un recuerdo y sonrió, con esa sonrisa magnífica que tenía. La sonrisa que Gabrielle ansiaba ver más a menudo durante sus primeros años juntas. En ese momento, Gabrielle sospechó que Xena había regresado a otro lugar, a otro tiempo. —Siempre estábamos juntos Liceus y yo. Madre decía que desde el día en que nació fuimos inseparables. Cuando llegamos a una edad en que madre se fiaba lo suficiente para dejarnos a nuestro aire, nos dedicamos a explorar el bosque. Yo lo pasaba en grande viendo cómo Liceus descubría cosas nuevas. El nido de un pájaro que se había caído, distintas flores, la diversión de perseguir conejos, quedarnos sentados inmóviles, cosa que, te advierto, a él le resultaba casi imposible, para poder ver un ciervo. Le enseñé a subirse a los árboles y empezamos a aprender maniobras con la espada usando ramas peladas. Llegó un día en que le pedimos a madre que nos dejara pasar la noche fuera. Madre consintió después de elegir un lugar para acampar no muy lejos de la posada. Teníamos una tela de lona como tienda de campaña, comida que nos había preparado madre, pedernal para hacer fuego y nuestras cañas de pescar. Era una noche clara. Nos tumbamos en nuestros petates. Había luna llena. Era verano. La noche era cálida y soplaba una ligera brisa que se movía por las copas de los árboles. Los dos éramos muy pequeños, pero nos teníamos el uno al otro. Cuando los ruidos nocturnos del búho o de los grillos o de saben los dioses qué animal que se movía empezaron a oírse a nuestro alrededor, noté que Liceus se pegaba más a mí. Yo era su hermana mayor y aunque yo misma empezaba a sentir miedo, sabía que no podía dejar que él lo notara, por lo menos en ese momento. Al cabo de un rato, Liceus se quedó dormido y yo lo seguí. Por la mañana me despertó todo emocionado. Lo noté en sus ojos. Estaba orgullosísimo de sí mismo por haber conseguido pasar toda la noche fuera sin volver corriendo a casa con madre. Y sé que se sentía agradecido por haberme tenido ahí con él. Nunca llegué a decirle que yo también tenía miedo y lo necesitaba tanto como él a mí.

La tristeza regresó y Gabrielle supo que Xena estaba llorando una vez más la muerte de su hermano. La joven se dio cuenta de que la mujer de Anfípolis nunca estaba perdida del todo. Xena cuidaba de ella todos los días como había cuidado de Liceus. No hacía falta decir mucho. En realidad, Gabrielle sabía que cualquiera que estuviera al cuidado de Xena sabía lo que significaba para la guerrera. No era posible que Liceus no hubiera comprendido el amor de su hermana. —¿Xena? La guerrera salió de su ensueño. —Sí. —¿Mañana podemos parar un poco para nadar? Me vendría bien un descanso. —Claro. Se hizo un silencio incómodo. Gabrielle sentía que su conversación había quedado sin terminar. También sentía que ya se había inmiscuido suficiente por un día y no quería seguir presionando. —¿Gabrielle? —Sí, Xena. —No, nada. —Xena se detuvo con atípica incertidumbre. Eso se notó también en lo último que dijo—: Deberías descansar un poco. —Dentro de nada. Quiero escribir un rato. —Gabrielle supo entonces que había algo sin expresar en la vacilación de la guerrera. Sólo le cabía esperar que llegara un día en que Xena dejara de dudar y compartiera sus pensamientos con más libertad. A la mañana siguiente, en lugar de ir directamente a la orilla del lago que Gabrielle había visto el día anterior, Xena le dijo a la joven que viajarían cuatro marcas más antes de detenerse. Había otro lago que la guerrera quería enseñarle. Xena le prometió a Gabrielle que acamparían temprano y descansarían. Se desviaron del camino principal y subieron por un paso de montaña bien disimulado. El lago no era muy grande. Estaba rodeado de abruptos acantilados. En el extremo oriental había una cala natural excavada en la roca. En el lado norte, desde lo alto del acantilado, una cascada alimentaba una pequeña poza que luego se vaciaba en el lago principal. Las dos se quedaron en silencio, la una al lado de la otra. Gabrielle cogió la mano de Xena. La joven sentía que Xena le había hecho un regalo y quería darle las gracias. La guerrera habló primero, alzando la mano. —¿Ves esas burbujas de ahí, junto al sauce? Gabrielle asintió. —Debajo hay una fuente termal. El agua está siempre caliente y no es muy profunda. La joven murmuró: —Parece casi un crimen meterse en la poza. —Sería un crimen mayor no aceptar los pequeños placeres que nos da la vida.

—A veces llegan cuando menos te los esperas. Xena miró fijamente a la joven. —Sí, así es. El manantial mantenía la poza caliente, pero Gabrielle tenía ganas de nadar y pasó al lago. Sus aguas eran frías, refrescantes. Gabrielle sabía que sólo tenía que regresar a la poza para entrar en calor. Xena no se unió a ella. Gabrielle salió a la superficie y se quedó flotando, mirando a su alrededor. Xena montaba reconfortante guardia a distancia. Gabrielle la saludó agitando la mano. Su recompensa fue la sonrisa de Xena. Gabrielle se sumergió para explorar el mundo azul y verde donde el movimiento parecía tenue y los sonidos apagados. Sus ojos se posaron en una serie de piedras que reposaban en el fondo del lago. Gabrielle recogió la más brillante, no más grande que una moneda ateniense, y regresó a la superficie. Buceó varias veces más hasta que consiguió dos piedras definitivas, una azul y otra verde. Ni zafiro ni esmeralda: eran las joyas de una chica pobre. Gabrielle nadó hasta Xena. Al llegar a la poza, sus pies tocaron fondo y fue andando hasta la guerrera. El calor que sentía Gabrielle tenía poco que ver con las aguas del manantial. —Xena, dame la mano. Gabrielle observó mientras Xena calculaba si la joven se traía una travesura entre manos o no. Xena decidió correr el riesgo o simplemente darle un gusto a la joven que tenía delante. La guerrera alargó la mano. En ella Gabrielle depositó las dos piedras.

Xena las contempló pensativa. Con una sonrisa, preguntó: —¿Así que éste es tu tesoro? Como ocurría con tanta frecuencia en sus primeros tiempos, Gabrielle habló sin vacilar. —Hace ya tiempo que tengo mi tesoro. —Las palabras se colaron libremente en el momento. Gabrielle notó que se ruborizaba. Pero siguió adelante—. Ojalá pudiera darte un zafiro a juego con el color de tus ojos. La mirada de Xena era firme. —Gabrielle, he tenido zafiros. Ninguno significaba nada para mí. Pero estas piedras me las voy a quedar. Es decir, si puedo. Gabrielle asintió llena de timidez. —Gracias. —De nuevo se hizo el silencio, pero esta vez Gabrielle sintió que se producía tras algo que había quedado completo, o al menos tan completo como podía quedar entre ellas. —Oye, ¿has visto peces ahí abajo? Ya es casi la hora de comer. —Había algunos bailando por ahí. —Bailando. Bueno, pues vamos a bailar con los peces. —Xena se levantó y colocó las piedras encima de su camisa, que se estaba secando en la orilla. Volvió con Gabrielle y la cogió de la mano—. Sabes, Gabrielle, tú eres la que se merece tener joyas. —Los ojos de la guerrera

regresaron a las piedras—. Algún día encontraré una esmeralda que te haga justicia. —Xena volvió a sumirse en un silencio pensativo. Gabrielle casi no se atrevía a interrumpir la quietud. —¿Xena? La expresión de la guerrera se aclaró. —Venga. Vamos a jugar. Y, efectivamente, jugaron. Gabrielle se dio cuenta aquel día de lo mucho que jugaban. Pocas tareas se vivían como tareas pesadas. Xena inyectaba una sensación de aventura en muchos de sus quehaceres cotidianos.

10: Olores La cámara de la reina estaba limpia. Draxis quería hundir su mente y su espíritu a toda costa, pero no estaba dispuesto a poner en peligro su salud física. No, no habría enfermedades para la reina amazona. El suelo era de madera, las paredes de piedra y mortero en los cuatro lados, la puerta de metal negro. Olía a almizcle. Gabrielle se agachó y se tumbó en el suelo. Sus manos se movieron despacio, palpando la fibra. Aspiró el olor de la madera. Era dulce. Y luego estaba la pequeña abertura de arriba. Sabía que Draxis estaba jugando con ella. El acto de abrirla y cerrarla no coincidía con el paso del día y la noche. Draxis quería desorientarla, hacer que dudara de todo, romper los cimientos mismos de su vida, desmoronar su realidad. Aceptaba que mientras estuviera en esta cámara, jamás sabría cuántos días y noches había pasado en cautividad. Se acordó de que Xena le había dicho lo fácil que podía ser dominar a un hombre, torturarlo sin orden ni concierto. Llega un momento en que el hombre siente auténtica gratitud hacia sus torturadores por la más mínima muestra de humanidad, un sorbo de agua, un contacto que no cause dolor. Gabrielle se aferraba a ese conocimiento. Jamás se permitiría sentir gratitud por recibir comida, agua o luz.

11: La putilla Gabrielle había terminado su historia. Los clientes de la taberna aplaudieron. Había dos hombres sentados a una mesa cerca de Xena. Uno había bebido demasiado, el otro el doble que él. Las exclamaciones y comentarios de éste, un tipo grande y pendenciero, habían sido bastante inocuos. Ahora, con otra jarra de hidromiel, su tono cambió. —Esa putilla no tiene mal aspecto, ¿no crees? El más pequeño miró a la bardo y dijo: —Ya lo creo. El grandullón anunció: —Cuando termine de contar historias, me la llevaré a la cama. Su amigo se echó a reír. —¡Ja! Eso dices tú.

—¿Y por qué no? ¿Quién se atrevería a impedírmelo? —Eric, a lo mejor no te desea. —Fíjate lo que me importa. No veo a ningún hombre con ella. Cualquier moza que se dedique a viajar sola está pidiendo compañía a gritos. Una nueva voz invadió la mesa. —Disculpadme, chicos. —Xena se inclinó hacia ellos con cuidado—. No he podido evitar oír vuestra conversación. Sólo quiero que tú —posó la mirada directamente en Eric, con la intención de penetrar su bruma alcohólica—, sepas que esa bardo de ahí —señaló a Gabrielle—, es amiga mía. La conozco bien y esta noche no va a querer compañía. —¿No? —preguntó Eric, atontado por la bebida. —No —afirmó Xena. —Vaya —respondió Eric, más para sí mismo que para los demás. Tras una pausa, dio la impresión de despertarse. Y sintió una nueva acometida de beligerancia. Golpeó la mesa con el puño. Sacudiendo la cabeza, declaró—: Pues yo digo que no. Será mía. —El hombre procedió a levantarse. Se encontró cara a cara con la guerrera. El tono de Xena era severo. —No te conviene hacer esto. Eric miró a Xena de arriba abajo. Sonrió lascivamente. —¿Tú conoces a esta bardo? —Sí, la conozco. Eric se echó a reír. —Dime, ¿eres bastante hombre para ella? No tendría que haber dicho eso. No iba a permitir que nadie, absolutamente nadie, sobrio o borracho, insinuara lo que acababa de decir él, de esa forma tan repugnante. Con el dorso de la mano, Xena le quitó al hombre la sonrisa de la cara. Atónito, retrocedió tambaleándose. —¡Zorra! Xena avanzó un paso. —Escucha, a mí puedes llamarme lo que quieras. Lo he oído todo. Pero ella —señaló de nuevo a Gabrielle—, ella es intocable. La respuesta de Eric fue poco afortunada. —¿Quieres decir que tu puta es sensible? Xena había estado intentando no excederse, no montar una escena demasiado llamativa que desviara la atención de la actuación de la bardo. Cierto, lo había intentado, pero este hombre se

había pasado de la raya y sintió que no tenía elección. Tal vez no lo mataría, pero para cuando acabara con él, habría uno o dos huesos rotos. —¿Xena? —La voz de la bardo confirmó que Xena no había logrado disimular su presencia. La guerrera habló sin apartar los ojos de Eric. —Sí, Gabrielle. —Me lo prometiste. —No he roto mi promesa. Eric y yo vamos a dar un paseíto para charlar sobre lo que es el decoro apropiado al hablar de las señoras. ¿Verdad, Eric? —Dicho lo cual, agarró al borracho por el pescuezo y lo obligó a salir por la puerta de detrás. Gabrielle los siguió hasta el umbral. Se detuvo a escuchar y se encogió al oír el impacto y el quejido resultante. Uno. Dos. Tres. El último fue el definitivo. La bardo retrocedió y esperó a que Xena regresara. —¿Ha aprendido la lección? —No sé yo. Era un poco lento de entendederas. Vamos, tienes historias que contar. Gabrielle, tumbada en el catre, sonrió al recordarlo. Cómo intentaba Xena protegerla en sus primeros años, como si hubiera una forma de salvarla de la crudeza de la vida.

12: La borracha Xena se despertó con un sabor horrible en la boca seca. Había sido una fiesta amazona en toda regla y ella había participado lo suyo. La guerrera estaba echada en un camastro en la cabaña de la reina. No había ni rastro de Gabrielle. La guerrera se estiró. Oh, había bebido demasiado vino. Sus recuerdos eran difusos, una neblina densa y continua. Le vendría bien un poco de té. El sol brillaba con fuerza. Veía los rayos que atravesaban el interior en penumbra. Sí, el té le vendría bien. Xena se encaminó a la cabaña del comedor comunal. Ephiny estaba fuera con Eponin. Las dos observaban con gran interés a Xena mientras se acercaba. Ephiny habló primero: —Xena, antes de que entres. Xena se sentía impaciente. —Ephiny, ¿no puede esperar? Ephiny insistió. —Xena, ¿qué recuerdas de anoche? Fue el tono de la regente lo que preocupó a la guerrera. —No mucho, ¿por qué? Ephiny se volvió a su hermana amazona. —Eponin, ¿nos disculpas?

Aliviada, Eponin se marchó. Ephiny habló en voz baja. —Xena, no oí lo que os decíais, pero algo ocurrió entre Gabrielle y tú que dejó a mi reina muy afectada. Xena dijo con sinceridad: —No me acuerdo. —Y tras pensar un momento—: ¿Gabrielle está dentro? —Sí, y no ha hablado una palabra con nadie. No es propio de Gabrielle estar tan callada. Con una taza de té en la mano, Xena se detuvo ante Gabrielle. —¿Puedo sentarme contigo? Los ojos de Gabrielle tenían una expresión distante. —Sí. —El silencio que había entre ellas era incómodo. Gabrielle habló sin ganas—. ¿Qué tal has dormido? Xena agradeció un motivo para hablar. —Bien. ¿Tú te has levantado temprano? No hubo respuesta. La incomodidad de Xena fue en aumento. Decidió mostrarse directa con la joven. —Gabrielle, confieso que no recuerdo gran cosa de anoche. ¿Hice algo que no debía? Gabrielle respondió con tono apagado: —No hiciste nada. —Me emborraché —dijo Xena, afirmando lo evidente. —Igual que la mitad de la Nación Amazona. —No te gusta que beba. Intentando desviar la conversación, Gabrielle ofreció a Xena un poco de tolerancia. —Xena, tampoco es que te pases la vida bebiendo. Xena no se dejó distraer. —Pero... Gabrielle confesó: —Es difícil. Nunca sé si vas a ser la Xena dulce y tontorrona o la guerrera furiosa y brutal. —¿Cuál de ellas fui anoche?

Gabrielle dudó. —Las dos. Xena conocía muy bien a su amiga. El dolor de Gabrielle había salido a la superficie. —Te hice daño. —No me tocaste —argumentó Gabrielle. Xena habló con ternura. —Hay más de una manera de causar dolor. ¿Qué dije? El temple de la joven se despertó. —Dijiste que no era más que una niña. —Y... Gabrielle se sintió inmediatamente aplastada por una ola de decepción. Xena no lo comprendía. —Eso fue todo. Xena miró a la joven y dijo la verdad: —Gabrielle, eres joven. La muchacha se irguió con dignidad. —Soy una reina. —Una reina joven. La siguientes palabras de Gabrielle mostraron el filo de su rabia. —Ephiny me tiene más respeto. Xena se quedó desconcertada. —¿Te falté al respeto? La reina se sentía desalentada. —Olvídalo. Xena se preguntó si lo que le había dicho a la joven había sido en broma o con crueldad. No creía que la reacción de Gabrielle hubiera sido tan fuerte si lo hubiera dicho bromeando o haciendo el tonto. Pero, si lo había dicho con crueldad, tenía que haber un contexto que lo justificara. A Xena le costaba aceptar que pudiera haber dicho nada para herir a su compañera. Había llegado a querer a la joven como a una amiga, como más que a una amiga, aunque nunca hablaría de esa emoción. Lamentaba haber bebido hasta el extremo de no recordarlo. Xena interrumpió el silencio.

—Gabrielle, ¿soy aceptada por la Nación Amazona? La confusión de Gabrielle era evidente. —¿A qué te refieres, Xena? —¿Soy parte de la Nación Amazona? —Siempre niegas ser una amazona. Xena insistió. —¿Tú me consideras amiga de las amazonas? —Sí, por supuesto. —¿Soy la campeona de la reina? —Siempre. Xena se levantó. Gabrielle sabía en el fondo de su corazón que, de las dos, Xena era la que tenía un aire más regio. La guerrera poseía una nobleza ganada a pulso. Gabrielle era la aprendiza de Xena, su tutelada, y cada día Gabrielle aprendía de Xena una nueva lección en el arte de liderar. La guerrera se sacó la espada de la vaina y la sostuvo en horizontal sobre las dos manos. El gesto fue muy elegante. El arma parecía flotar en el aire. La guerrera miró a la reina hasta que sus ojos se encontraron. Inclinó entonces la cabeza ligeramente al tiempo que se llevaba el arma a los labios, y besó la empuñadura. La guerrera, la maestra, la amiga que sujetaba la espada se arrodilló ante la reina. Xena habló con voz clara, espléndida, fuerte y generosa. —Gabrielle, reina de las amazonas. Mi reina. Juro que mi espada protegerá a tu majestad de todo aquel que quiera haceros daño a ti y a tu nación. Si alguna vez traiciono este juramento, si alguna vez te hago daño, te permito que me quites la vida con esta espada. Sin tu fe en mí, mi vida no tiene valor. Gabrielle se quedó atónita por el pronunciamiento. Que Xena se postrara públicamente ante ella había sido algo inimaginable hasta este mismo instante. No cabía duda de la sinceridad de Xena. Esto no era un acto para apaciguar a una joven enfurruñada. Esto era claramente una demostración de respeto y admiración. Tan herida como se había sentido Gabrielle la noche anterior, tanto más se animó esta mañana. No sabía qué decir, pero sí sabía que como reina no podía librarse de la responsabilidad de responder, dado que tanta gente había detenido sus quehaceres para ser testigo del profundo gesto de Xena. La reina alzó la mano y la puso en el hombro de su campeona. Cuando la joven habló, la primera palabra transmitió la emoción de su corazón. El resto de su declaración pertenecía de nuevo a la reina. —Xena, tu juramento me honra y te acepto como mi campeona. Estoy segura de que nunca me darás motivo para dudar de ti. Una vez más, Xena inclinó la cabeza ligeramente. —Mi reina.

Se puso en pie, envainó la espada, se dio la vuelta y se marchó sin decir nada más. Los miembros de la tribu se apartaron, abriendo paso a la campeona de la reina. No había nadie, incluida Ephiny, que no se sintiera conmovida por lo que acababa de suceder. Era muy significativo, tanto en el caso de la reina como de la guerrera. Xena sabía que había declarado su amor por la bardo, su bardo, de la única manera aceptable que conocía. Aunque Gabrielle fuera demasiado inocente para comprenderlo, estaba claro por la forma en que Ephiny tocó brevemente el brazo de Xena cuando la guerrera abandonó el comedor que la regente reconocía la naturaleza y la profundidad del compromiso de Xena. Ésta no lamentaba lo que había hecho. Sentía alivio. Ephiny acudió a Gabrielle ya más avanzado el día. La intención de la regente era vencer el silencio de su reina. Pasearon por el prado del norte. —¿Me quieres contar qué te dijo Xena anoche? Gabrielle se sintió avergonzada. —No fue nada. Al pensarlo ahora me parece tan trivial comparado con lo que ha hecho Xena esta mañana. —Cuéntamelo. —Le comenté lo felices que parecían Jesa y Tamara desde su unión. Xena dijo que era la luz de un amor joven. Yo dije que esperaba tener algún día esa clase de amor. Ella se rió de mí y dijo que no era más que una niña. Dijo que no podía saber lo que era el amor verdadero. Ephiny, no fueron sólo las palabras. Fue la dureza con que las dijo. Como si la hubiera herido y quisiera hacerme sangre para vengarse. —Lo siento. —¿Cómo puede tener tan baja opinión de mí por la noche y entregarme su vida a la mañana siguiente? La regente se daba perfecta cuenta de qué era lo que había motivado el ataque de la guerrera. Por desgracia, sabía que no le correspondía a ella explicarle la verdad a su reina. La esperanza de amar que tenía Gabrielle era una cruel herida para la guerrera que amaba a la joven reina, pero que jamás podría albergar la esperanza de ver su amor correspondido. Borracha, Xena debió de sentir el amor con la acritud de la bilis y lo escupió con asco. A la luz de la mañana, con la mente despejada y un corazón devoto, no pudo hacer menos que ofrecer su vida como compensación. —Xena se atravesaría con su propia espada antes que hacerte daño a propósito. —Ephiny hizo una pausa y cogió a Gabrielle del brazo—. Eso lo sabes, ¿verdad? Al mirar a Ephiny a los ojos, Gabrielle supo que era la verdad. Por segunda vez en el día, el lugar que ocupaba Xena en su vida se veía confirmado. —Lo sé. —Lo que Gabrielle no sabía era cómo había ocurrido. Algo había cambiado entre las dos. Lo que había sido sutil y nebuloso ahora era tangible, con peso propio, aunque igualmente inexpresivo. La reina y su campeona no iban a volver a verse a solas hasta esa noche. Durante el resto del día hubo una especie de timidez entre ellas. Gabrielle entró en la cabaña de la reina. Xena estaba

sentada en su camastro afilando la espada. La reina soltó un suspiro y luego se sentó al lado de la guerrera. —¿Xena? Sin perder el ritmo, contestó: —Sí. —¿Me prometes una cosa? —Gabrielle se detuvo sin saber cómo expresar su petición. Xena dejó de trabajar y volcó toda su atención en la joven. La incomodidad de Gabrielle siempre era motivo de preocupación para la guerrera. La voz de Gabrielle traicionó su vulnerabilidad. —Prométeme que nunca... Xena intentó ayudarla. —¿Que nunca qué, Gabrielle? —Ya sé que cuando estoy ahí fuera soy la reina y que tú debes tratarme como a una reina... —Es lo que quieres, ¿no? —Sí. —Gabrielle se esforzó por encontrar las palabras—. Xena, por mucho que necesite tu respeto ahí fuera, aquí dentro te necesito más como amiga. Por favor, prométeme que nunca seré tu reina en la intimidad de nuestro... Gabrielle no pudo decir la última palabra, "hogar". Xena conocía la palabra, la palabra no pronunciada, y percibió el peligro que entrañaba. —Todo lo que te he dicho esta mañana, lo he dicho en serio. Me enorgullece dejar que todo el mundo me vea y me oiga entregarte mi espada. —Eres mi amiga. —Siempre. Buscando seguridad, Gabrielle preguntó: —Y ser mi campeona no lo cambiará. —Todavía no lo ha hecho. Jamás lo hará. —Xena dejó a un lado la espada y la piedra de afilar. Se agachó sobre una rodilla ante la joven—. Gabrielle, escúchame. Eres joven. Eso no es una crítica. Es la verdad. Me tienes a mí. —La guerrera hizo una pausa para calmar sus emociones—. Y tienes a Ephiny para darte consejo y protección. No hay nada malo en ello. Crecerás y aprenderás y con el paso de las estaciones nos necesitarás cada vez menos hasta que tu sabiduría sea lo bastante grande para ayudarte en los momentos más difíciles. No tengas prisa por crecer. Todo tiene su momento y su lugar. Date tiempo y perdóname si alguna vez digo o hago algo que te disminuye. Posees una sabiduría impropia de tus años. Tu compasión hace que me sienta humilde. Seré tu amiga hasta cuando quieras y me sentiré privilegiada y agradecida por ello.

La prisionera sintió un escalofrío. Pasarían años antes de que Xena y ella volvieran a recordar aquel día comprendiendo claramente lo que había ocurrido entre ellas. Gabrielle tenía que reconocer que había sido joven y, sin embargo, hasta el día de hoy se preguntaba lo distinta que podría haber sido su vida si Xena o ella hubieran confesado su amor a la otra en los primeros tiempos de su amistad. Al mirar atrás, Gabrielle era también muy consciente de que si Xena se la hubiera llevado a la cama en aquella época, posiblemente ella nunca habría crecido hasta adquirir su propia luz.

13: Voces Ciega en la oscuridad, sorda en el silencio. —Entono un canto —dijo débilmente. ¿Ese sonido era suyo o era su imaginación? Gabrielle levantó la mano y en el curso del movimiento, cerró el puño. Fue el puño el que cayó sobre el catre. Oyó y sintió el impacto. Draxis no podía privarla de todos sus sentidos. El pan más anodino tenía sabor. La cámara tenía su propio olor. Podía sentir calor y frío físicos por igual. Oía el sonido de sus movimientos y a veces los sonidos de la vida al otro lado de la piedra y el mortero. Era de noche cuando los sonidos ya no ascendían hasta la cámara ni obtenía consuelo de la luz del sol, pero tampoco de la luna y las estrellas. Hubo un fuerte golpe en la puerta de la cámara. Gabrielle saltó del catre. Agachó el cuerpo, alerta, tensa. Esperó. Entonces oyó la risa. —Hijo de bacante. —Pues presta atención, imbécil, o te estampo contra otra pared. Eres un soldado penoso. Ven. Te invito a una copa para consolar tu ego herido. Los dos salieron arrastrando los pies. Se fueron. El silencio regresó. Gabrielle se preguntó qué era la vida cuando una se sentía agradecida por los ruidos de sus carceleros.

14: Madre e hija Habían regresado a Anfípolis para visitar a la madre de Xena. Cirene tenía unos cuantos huéspedes en la posada, de modo que ofreció a sus hijas habitaciones separadas. Gabrielle miró a Xena con la esperanza de que dijera algo para poder pasar toda la noche juntas, pero no lo hizo. A Gabrielle le resultaba extraño dormir fuera del alcance de Xena y no poder verla al levantar la mirada. Gabrielle se despertó en medio de la noche y buscó a la guerrera. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba y por qué Xena no estaba con ella. Gabrielle fue abajo con intención de ponerse un vaso de leche. En realidad, no quería estar sola, sentirse tan sola. Se detuvo ante la puerta cerrada de Xena. Quería entrar, estar con su amiga, pero no sabía cómo explicarlo. Gabrielle oyó voces en la cocina. Cirene estaba sentada a una mesa, centrada en la figura alta e inquieta de su hija. —Hija, ¿has tenido una pesadilla? —No, madre. Ahora las tengo con menos frecuencia.

Gabrielle se dio cuenta de que Cirene guardaba silencio con la esperanza de que Xena le dijera algo por su propia voluntad. —¿Cuánto tiempo vas a estar de morros? —No estoy de morros. —Cuéntame. —En la voz de Cirene se oía la compasión de una madre. Gabrielle supo ahora de dónde salía esa palabra que le decía Xena tan a menudo cuando intentaba hacer hablar a la bardo. Era la palabra de Cirene. Una puerta que una madre abre a una hija y una amiga a otra. —No creo que lo entiendas. —Dame la oportunidad de intentarlo. Gabrielle también sentía curiosidad y esperaba que Xena pudiera expresarse. Gabrielle sabía que no debía estar escuchando, pero no se movió de su escondrijo. —Echo de menos... —¿Echas de menos? —A Gabrielle. Gabrielle se quedó sin aliento. Cirene sostuvo tiernamente a su hija con los ojos. Xena continuó. —Ojalá no nos hubieras dado habitaciones separadas. —¿No podrías haberme dicho que no? —¿Cómo podría haberlo explicado? —¿Es que hay algo que explicar? —Sí, que a la feroz Princesa Guerrera no le gusta dormir sola. La bardo no pudo evitar sonreír al oír la descripción que hacía Xena de sí misma. —¿No te gusta? —No, no me gusta. Estoy tan acostumbrada a oír la respiración de Gabrielle. Ahora que colocamos los petates el uno al lado del otro, a veces me despierto y me la encuentro abrazada a mí. Gabrielle se sonrojó. Su cercanía física con Xena no era algo que le apeteciera compartir. —¿Os abrazáis? Xena explicó: —Gabrielle me abraza. Yo no la aparto. Me he acostumbrado a ella. Se llega a pasar frío viviendo en el camino.

—Así que dejas que se te pegue para mantener el calor. Muy práctico. Si te preocupa el calor, esta noche no deberías tener problema, la posada está bien caliente. Cirene lo estaba pasando en grande jugando con su hija. Gabrielle supo entonces que Xena siempre sería hija de su madre. La gran guerrera no podía competir con la mujer que la había visto dar sus primeros pasos. —No me refiero a ese tipo de calor. Como he dicho, estoy acostumbrada a oírla respirar. Siento el calor de tener a otro ser humano, de tener a Gabrielle conmigo. Me siento sola sin ella. Cirene habló con falsa seriedad. —Vaya, bueno es saberlo. —¿Qué tiene de bueno para mí? —Xena estaba, efectivamente, de morros. Su madre sonrió ampliamente. —Pues que ahora sé que no debo daros nunca habitaciones separadas. La dignidad de Xena se encontraba al borde de un precipicio. —¡Te estás riendo de mí! —No, hija. Me da gusto ver esta faceta tuya. Me alegro de que me hayas dicho la verdad. Tal vez ahora puedas decírselo a Gabrielle. La guerrera respondió con tono grave y tajante: —No. Cirene no pudo evitar desafiarla. —¿Pero por qué no? La voz de Xena cambió, suplicando comprensión. —¿Por qué Gabrielle no debería tener lo mejor? No voy a quitarle la poca comodidad que le ofrece el camino. —Así que aguantarás pasar las noches en blanco —inquirió Cirene. —Sí. —Xena se mostró decidida. Gabrielle había oído suficiente. Subió y entró en la habitación de Xena, acomodándose en su cama. Las sábanas olían a la guerrera. Era un olor agradable y familiar y Gabrielle supo que eso también era parte de lo que echaba de menos. Su inquietud se debía a todo lo que no lo era, no a lo que sí lo era. No tardó en quedarse dormida. Gabrielle notó la manta que pasaba por encima de ella. Se movió. Oyó la voz de Xena. —Tranquila, Gabrielle. Vuelve a dormirte. Habló medio dormida: —Te echaba de menos. ¿Te molesta si me quedo?

Gabrielle notó que Xena se metía en la cama a su lado y la abrazaba. —Claro que te puedes quedar. Le diré a madre que ya no necesitamos la otra habitación. —Gracias. —De nada, bardo mía. Gabrielle recordaba que esa noche fue la última que cogieron habitaciones separadas. Lo recordaba porque no sólo había averiguado que Xena había empezado a considerarla parte de su vida, sino también porque fue la primera vez que Xena dijo las palabras "bardo mía".

15: Risa Gabrielle no podía parar. Cada vez que miraba a Xena, le daba un ataque de risa. La guerrera aguantó su mejor sonrisa y meneó la cabeza sin dar crédito. —Basta, Gabrielle. —No puedo. —Se buena. Dale una oportunidad. —Los ojos de la guerrera se posaron en el campesino, reconociendo su sinceridad—. A lo mejor sólo está entrando en calor. —Su mirada volvió a la bardo—. Estás siendo cruel. —¡Cruel! Oh, no, yo no. ¿Pero lo has oído? Es él quien está siendo cruel. ¡Está asesinando esa canción! Por lo menos, creo que es una canción. ¡Está claro que esta gente necesita nuestra ayuda! Xena echó un vistazo por la taberna. Paseó la mirada por los rostros de los clientes, carentes de expresión, petrificados por el mismo asombro. —¿Es que no se da cuenta? Gabrielle tomó aliento a bocanadas cortas, intentando serenarse. —No lo creo, porque habría parado. —Por alguna razón, a Gabrielle la velada le hacía muchísima gracia y se regodeaba en la absurda actuación del campesino—. Espera, espera, escucha —exclamó Gabrielle. Se quedaron esperando mientras él intentaba alcanzar las notas más altas. Se le quebró la voz como si fuera arcilla cocida al sol al lado de una orilla seca—. Xena, cierto que yo canto de pena, pero al menos lo sé. Xena reconoció por fin: —Es horrible, ¿verdad? —Tal vez deberías mostrarte misericordiosa y acabar con nuestro sufrimiento. Bastaría un rápido golpe de chakram. Xena fulminó a la bardo con la mirada. Gabrielle protestó: —Oh, no me mires así. Sólo era una broma. —La guerrera sacudió la cabeza—. ¿Qué? — preguntó Gabrielle.

Soltó un suspiro de alivio. —Se acabó. La canción ha terminado. —Por los dioses. A Gabrielle le entró la sospecha de que Xena se había fijado en el brillo malicioso que había aparecido en sus ojos, porque la guerrera se puso muy seria. —¿Gabrielle? Gabrielle se puso a aplaudir. —Bis. Otra. Otra. —¡Basta! La bardo lo estaba pasando en grande. —¿Qué? —Si no lo dejas, cantará otra y los aldeanos intentarán pegarte por animarlo. No nos conviene una pelea en un bar. —Sólo intento mostrarme caritativa. El pobre hombre... —Al Tártaro con ese hombre. Sube ahí y cuenta una historia. —¿No habíamos quedado en que esta noche íbamos a dejar que se encargara otra persona del entretenimiento? —Eso era suponiendo que en esta aldea hubiera alguien con talento. —¿Por qué yo? Tú cantas mejor que ninguna mujer que he oído en mi vida. —Canto para mí misma. —Justo. O él o tú. Sálvanos a todos y canta para ti misma, guerrera. Xena bajó la cabeza. —Oh, no. —¡Oh, sí! —Exclamó Gabrielle con regocijo—. Otra canción. —Bajó la voz con falsa seriedad—: Es un poeta lamentable, ¿no? Hasta la letra da pena. La bardo observó a la guerrera con malvado deleite. La lucha de Xena por conservar la paciencia era monumental. Gabrielle había visto a su compañera pegar a otras personas con menos motivo. La bardo siguió riéndose lo más bajito posible. —¡Se acabó! —Xena se levantó de la silla y señaló al campesino. —¡Xena, no lo mates!

Xena le clavó una mirada aviesa. Gabrielle se rió aún más. La bardo observó mientras la guerrera iba hasta el escenario improvisado de la taberna y tiraba del campesino para llevárselo a un lado y susurrarle al oído. Los clientes miraban con curiosidad, por no decir aprensión. ¿Iba a haber una ejecución por el sacrilegio contra una musa? Gabrielle no pudo por menos de imaginarse el tipo de amenaza que Xena le estaba planteando al patético hombrecillo. La imagen hizo que se le saltaran las lágrimas de risa. Ante su sorpresa, Xena no sólo se quedó en el escenario, sino que se situó en el centro. Su presencia física por sí sola llamó la atención de todo el mundo. —Me gustaría cantar una canción y Delvin ha tenido la amabilidad de cederme el escenario. Delvin estaba a un lado del escenario. Ruborizándose, saludó a Xena inclinándose un poco, agradeciéndole la cortesía y tal vez también que le hubiera perdonado la vida. Esto, pensó Gabrielle, era un acontecimiento sin igual. Costaba mucho convencer a Xena para que le cantara en la intimidad de un bosque, y mucho más en público. La canción de Xena era una que Gabrielle nunca había oído hasta ahora. Era una canción de anhelo, la canción de una mujer en busca de la luz de su alma, tras haberla perdido. Su alma residía en lo que temía que fuera una oscuridad impenetrable. Era la canción de una mujer que encontraba la luz en los brazos de una joven anónima, una joven de corazón sincero que aceptaba compartir su vida con la mujer perdida. Juntas creaban un hogar. Al final de la canción, el anhelo de la mujer se había calmado, aunque sólo fuera porque su sitio estaba con la joven, pertenecía a la joven. Sin que ella lo supiera, la luz que había estado buscando era el amor. Un amor que entregar. Un amor que recibir. La voz de Xena resonaba por la taberna y contaba con la atención de todos. La sala estaba inmóvil salvo por las olas creadas por su canto. Los que estaban dentro de la sala no temían a la Princesa Guerrera ni se inclinaban ante la presencia de una artista. Estas personas no eran los pretenciosos, los sofisticados, los entendidos. Eran esforzados campesinos y comerciantes que vivían día a día. Xena se había apoderado de su corazón. Oían en la canción a la Xena que Gabrielle había llegado a adorar. Era un regalo único el que les estaba dando Xena. Gabrielle sabía que el regalo era para ella. Los demás eran beneficiarios sin importancia. Las lágrimas de risa de Gabrielle se transformaron en lágrimas de amor. Cómo amaba Gabrielle a Xena. Se habían intercambiado palabras de amor en los años que llevaban juntas. Un amor casto, de una profundidad y una amplitud inconmensurables. Gabrielle por su parte guardaba otro amor que en esa época permanecía callado. Era la pasión de Gabrielle lo que Xena tocaba de una forma tiernísima. Cada vez que se conmovía por su amor no correspondido, el dolor que le causaba era agudo, agridulce. Gabrielle amaba a Xena y estaba convencida de que nunca tendría, nunca podría tener a la guerrera. Las lágrimas de Gabrielle, aunque eran pocas, siguieron cayendo. La canción de Xena terminó. El silencio resultante fue total. Gabrielle no oyó nada más. Sentía una opresión en el pecho. La bardo se fijó en la entrada lateral de la taberna y se marchó. Gabrielle necesitaba desesperadamente recuperar el equilibrio. Gabrielle necesitaba regresar con Xena como amiga, sin más expectativas. Necesitaba distanciarse de Xena para encontrar el camino de vuelta a la guerrera. Gabrielle se apoyó en un poste del porche, capturando la estabilidad de éste para sustituir a su propio desequilibrio. —Gabrielle, ¿estás bien? La bardo notó a Xena detrás de ella. No confiaba en su capacidad para hablar. Asintió con la cabeza. Oyó que la guerrera avanzaba un paso. Soltándose del poste, ella hizo lo mismo.

Necesitaba la distancia. ¿Comprendía Xena que la bardo se acercaba peligrosamente al borde de una confesión? Xena guardó silencio, pero no pudo aguantarlo mucho tiempo. —No pretendía hacerte llorar. Gabrielle oyó el remordimiento en la voz de Xena. Gabrielle sabía que hacerle daño era uno de los mayores temores de Xena. Empeñada en cuidar de ella, la guerrera avanzó otro paso. Esta vez Gabrielle dejó que Xena cubriera la distancia. La bardo se estremeció al sentir que la mano de Xena se posaba delicadamente en su hombro. Gabrielle miró hacia arriba. Hacía una noche despejada, sin luna. Las estrellas eran incontables. —Xena, qué noche tan bonita. Cuántas estrellas hay hoy. —Sí que las hay. —Xena sabía que Gabrielle necesitaba hablar a su modo. —Creo que las estrellas están siempre ahí. Sólo que la luz del sol no deja que se vean sus luces más pequeñas. —Creo que tienes razón —dijo la guerrera para animar a la bardo a continuar, cosa que hizo. —Poder ver la luz de las estrellas es importante. Es como esas partes de nosotros mismos que ocultamos a los demás, pero que tienen su oportunidad de brillar cuando nuestra parte más visible se queda a un lado. Xena se acercó y se puso al lado de Gabrielle. Dijo con tono compungido: —¿Como cuando una guerrera canta una canción? —A veces desearía poder ver esas pequeñas luces más a menudo. —Lo sé. —Xena tiró de Gabrielle para acercarla y le dio un beso en la cabeza.

16: El enfrentamiento Gabrielle oyó exclamar a Malcolm: —No, Ogden, no puedes hacer eso. La voz áspera gritó a su vez: —Chico, quítate de en medio. Los dos se estaban acercando. —Draxis lo ha prohibido. —¡Y qué! —Gabrielle reconoció la forma imprecisa de hablar del guardia más viejo. Había estado bebiendo—. Draxis no es un dios. No puede decirme lo que puedo o no puedo tener. —Ogden, Draxis nos matará a los dos. Le prometió a la regente amazona que la reina no sufriría daño alguno.

—¿Y Draxis cómo lo va a saber, chico? Nadie lo sabrá, salvo tú y yo. Chico, las mujeres sólo sirven para una cosa. —No lo dices en serio. Sé que no lo dices en serio. —Tú no sabes nada. —Estás borracho. Espera a que se te pase y luego dime lo que querrías hacer. —¡Vete al Tártaro! —Ogden, como des un paso más, te mato. Gabrielle oyó el ruido de una espada al ser desenvainada. —¿Me matas? —El guardia se echó a reír con descaro—. No podrías ni de cerca. —Tal vez no, pero te mancharás las manos con mi sangre. Todo se quedó en silencio. Ogden rompió el cuadro. —¿Valoras más a esa puta que a mí? —No, valoro más mi vida que la tuya. —Cachorro egoísta. —Sí, viejo, eso es lo que soy. —La quieres para ti, ¿a que sí? —Lo que tú digas. —Pues digo que tengo sed. —Sé dónde podemos conseguir hidromiel. —¿No me digas, chico? ¿Y qué hacemos aquí? Llévame hasta él. —Por aquí, viejo. Odgen se echó a reír de nuevo, pero esta vez la amenaza había desaparecido. —Como me llames viejo otra vez, tendré que darte una dolorosa lección, cachorro. —Siempre estoy dispuesto a aprender. A continuación se oyó el ruido que hacían al marcharse. Gabrielle estaba de pie junto a la puerta de la cámara. Su cuerpo se había dejado llevar hasta la puerta en el curso de la conversación entre los dos hombres. Soltó un suspiro para librarse de la tensión.

Habría luchado con Ogden hasta la muerte. Con otro barril de hidromiel y sin Malcolm, tal vez tendría que hacerlo en el futuro. Cuántas vueltas había dado su vida. Cuántas batallas había librado. La amenaza de Ogden tenía poca importancia comparada con sus peores miedos.

17: Pena Habían pasado dos ciclos lunares desde su odisea en Ilusia. Xena dejaba el campamento con el pretexto de explorar el perímetro. Gabrielle había notado que Xena tardaba más de lo acostumbrado. Esta noche decidió salir en busca de su compañera ausente. Gabrielle encontró a Xena de pie, muy pensativa, con los ojos clavados en el horizonte. Gabrielle se alejó sin que la oyera. Las desapariciones de Xena se convirtieron en una costumbre constante. A veces Gabrielle buscaba a Xena, debatiéndose entre su deseo de estar con ella y su respeto a su intimidad. Gabrielle mantenía la distancia, como observadora solitaria. Ella mejor que nadie sabía lo destrozada que estaba Xena por la pérdida de Solan. Dado su propio papel en la tragedia, Gabrielle sentía que no tenía derecho a expresar su preocupación. También dudaba de que Xena quisiera tenerla a su lado en esos momentos de soledad. En el fondo de su corazón Gabrielle temía que Xena necesitara distanciarse de ella, que su compañía le resultara más dolorosa de lo que Xena estaba dispuesta a reconocer. Pasó otro ciclo lunar. Las desapariciones de Xena eran cada vez más difíciles de soportar para Gabrielle. La culpabilidad por el asesinato de Solan a manos de Esperanza iba en aumento, después de conocer un breve alivio tras el propio perdón de Solan. En una noche fría de cielo despejado y luna casi llena, Gabrielle acudió a Xena. Se quedó a unos pasos de la guerrera, esperando a que advirtiera su presencia, pero Xena no le hizo ningún gesto. ¿Era confianza, indiferencia o desprecio? Gabrielle no lograba calibrar el talante de Xena con ninguna certeza. La guerrera tenía la cara pálida. Su postura parecía frágil. Por los dioses, Gabrielle sabía que se estaba portando de una forma egoísta. Fue hasta la mujer que tenía delante y le cogió la mano. Gabrielle miró a Xena y luego siguió su mirada fija hasta el horizonte. Xena había estado clavada en la puesta de sol. La muerte del día llegaba con una promesa de luz y vida, aunque sólo fuese por un número establecido de marcas, por la mañana. Tal y como había sido su costumbre en otro tiempo, Gabrielle se descubrió pegando su cuerpo a la guerrera. Xena aguantó el peso sin moverse. Pegadas la una a la otra en silencio, el tiempo fue pasando. Por fin, Xena miró a la bardo como si Gabrielle fuese una aparición que ahora veía por primera vez. Sin decir palabra, Xena llevó a Gabrielle de vuelta al campamento. Sólo al llegar, soltó Xena la mano de la bardo. Al día siguiente se encontraban en otro sitio, montando un nuevo campamento. Durante la comida, Xena se fue quedando callada. Gabrielle respetó la separación de la guerrera, segura de que Xena iba a hacer lo de siempre. Xena se levantó y examinó los alrededores con la mirada. Sus ojos terminaron la breve inspección posándose en la bardo. Xena le ofreció la mano. Gabrielle cogió la mano de la guerrera. La sonrisa que le dirigió Xena era triste. En silencio, Xena llevó a Gabrielle hasta un claro donde contemplaron la puesta del sol, una hoguera de colores brillantes extinguida poco a poco por la oscuridad de la noche. Gabrielle se volvió hacia Xena. Había derramado lágrimas en el silencio que compartían. Las palabras de la bardo surgieron sin pensar. Salieron directas del corazón. —Lo siento.

Xena abrazó a la bardo. Gabrielle la estrechó con fuerza. El riesgo de perder a Xena era real para ella, por segura que hubiera parecido Xena al expresar su perdón. Xena susurró al oído de Gabrielle: —Lo sé.

18: El regalo Xena y Gabrielle habían decidido visitar a Cirene. La madre de la guerrera siempre agradecía sus visitas. Gabrielle gozaba con la aceptación que le daba Cirene. Lo único que lamentaba era que su propia madre no le ofreciera el mismo amor incondicional. Se acababa de hacer la cosecha. Anfípolis se había tranquilizado. La posada tenía pocos huéspedes. Gabrielle se despertó con el calor de los rayos del sol. Las visitas a Cirene siempre le permitían despertarse con pereza. Gabrielle sabía que encontraría a Xena con su madre en la cocina. Ella fomentaba los momentos que podían pasar a solas. La bardo sonrió, pues sabía que las dos se beneficiaban de la situación. Volvio la cabeza hacia la mesa que estaba al lado de su cama. Encima había tres pergaminos atados con una cinta roja, una pluma y un pequeño recipiente de arcilla. Se incorporó y alcanzó el recipiente. Al abrirlo, descubrió que estaba lleno de tinta. Gabrielle fue abajo. Xena estaba, como ya sabía, sentada a la mesa de la cocina observando a su madre mientras ésta amasaba el pan de ese día delante de ella. —Buenos días, Cirene. —Buenos días, jovencita. —Cirene sonrió a la mujer que le había robado el corazón a su hija. Gabrielle alargó la mano hacia Xena. —Coge mi mano. Cirene observó atentamente. Sabía lo del regalo. También sabía que aunque era de corazón, su hija era torpe a la hora de demostrarle su afecto a la joven bardo. Xena cogió la mano de Gabrielle y la siguió al exterior. Caminaron una corta distancia hasta un grupo de árboles. Gabrielle se detuvo y se plantó delante de su amiga. —Gracias, es un regalo estupendo. Xena se sintió cohibida. Soltó la mano de Gabrielle y se alejó unos pasos. —No es nada. —¿Nada? —Es que pensé que te vendrían bien. —Los pergaminos nunca han sido una necesidad. —Para ti sí. —Pero no para ti.

—Eres más feliz cuando escribes. Gabrielle sabía que la afirmación de Xena no se sostenía. —No, eso no es cierto. Escribir no lo es todo para mí. La bardo se acercó a la guerrera. ¿Por qué les resultaba tan difícil? La incomodidad de Xena fue en aumento. Tenía que distraer a la bardo. —Madre tiene intención de hacerte una tarta. —¿Por qué, si no es mi cumpleaños? Xena, ¿por qué hoy? Xena sonrió. —Hoy hace tres años. —Por los dioses, te has acordado. —¿Cómo podría olvidarlo? La bardo se puso de puntillas y le dio un beso a Xena en la mejilla. —Gracias. Xena se sintió tímida. —De nada. Gabrielle sentía un optimismo arrollador. —¿Y ahora qué? —¿A qué te refieres? —Hoy, mañana. ¿Qué es lo siguiente? Contrariamente a las expectativas de Gabrielle, la respuesta de Xena fue sombría. —No lo sé. Sí sé que has cambiado mi vida y que no quiero perderte... perder tu amistad. Ésta fue una de las raras ocasiones en que Gabrielle se quedó sin habla. —Xena. La guerrera sintió el impulso de hacer la pregunta que reflejaba todos sus miedos. —Gabrielle, ¿eres feliz? La bardo no se esperaba esta conversación. —¿Feliz? Cuando estamos tú y yo solas y no nos estamos enfrentando al mundo, sí, soy feliz.

Xena sabía que había recibido sólo una respuesta a medias. —¿Y cuando nos enfrentamos al mundo? Gabrielle habló con convicción. —Me enorgullezco de estar a tu lado. Así y todo, Xena sentía que no había obtenido una respuesta completa. —¿No lamentas nada? —Xena, todos lamentamos cosas. Yo acepto mi vida. Estoy convencida de que la estoy viviendo como tenía que vivirla. La guerrera sonrió levemente. —Has crecido. Gabrielle copió la sonrisa de Xena. —Después de tres años, espero que te hayas dado cuenta. —Me he dado cuenta. Fue ahora Gabrielle quien hizo la pregunta. —¿Y tú? ¿Lamentas algo? A Xena le dolió el corazón. La joven inocente se había convertido en una joven fuerte, bella y madura. Había veces en que echaba de menos a la inocente. Y sin embargo, celebraba el crecimiento de Gabrielle. —Algunas cosas. Ha habido cosas que desearía que no te hubieran ocurrido. —Me han convertido en la persona que soy. He aprendido del dolor tanto como de la alegría de nuestra vida. —Te quiero, Gabrielle. —Las palabras sin censura salieron directas del corazón de Xena. No era la primera vez, pero distaba mucho de ser algo diario. Para Xena, expresaban mucho más que la amistad. Se sintió desnuda por la confesión. Tenía que suavizarla—. Eres mi mejor amiga. Gabrielle volvió a pensar: ¿Por qué nos resulta tan difícil? No tenía respuesta. —Yo también te quiero. —Ahora le tocaba a ella aliviar la tensión—. Me vendría bien tomar un té y desayunar. ¿Vienes conmigo? —Siempre.

19: Las habitaciones

Sus vidas continuaron. Por fin se confesaron el amor que sentían la una por la otra y su relación se fue haciendo cada vez más íntima, cada vez más rica. No dejaban de aprender. Había tantos misterios que explorar. Los mayores se encontraban dentro de sí mismas, dentro de cada una. La taberna rebosaba de actividad. La gente comía y bebía en abundancia. Gabrielle se acercó a la guerrera, que estaba hablando con dos hombres sobre la pesca de la zona. Puso una mano en el brazo de Xena. Ésta se volvió hacia su compañera. —¿Va todo bien? —Voy a subir a nuestras habitaciones. Ha sido un día muy largo. —¿Quieres que vaya contigo? —No, quédate. Lo estás pasando bien. Buenas noches. —Gabrielle estaba claramente cansada. Xena se quedó mirando a la bardo mientras se alejaba. Algo la impulsó a decirle: —Subo dentro de poco. Pasaron varias marcas hasta que Xena entró en su habitación. Gabrielle estaba dormida en la cama, ocupando el centro mismo. Xena conocía el razonamiento de Gabrielle, aunque nunca lo había confirmado preguntándoselo. Mejor no llamar la atención sobre lo que podía ser un acto inconsciente. Xena sabía que nunca podía meterse en una cama, a un lado u otro, sin que Gabrielle notara su presencia. En el momento en que la bardo percibía a su compañera, su cuerpo se pegaba a la guerrera, por muy dormida que estuviera. Xena se desnudó sin hacer ruido y se unió a ella. Como siempre, la bardo se movió. —¿Xena? —Aquí estoy. Se hizo el silencio en la habitación. —¿Gabrielle? —Sí. —Gracias por dejarme pasar un rato con los otros. —Yo no puedo serlo todo para ti. Pasar un tiempo separadas puede ser bueno. —Tal vez. Pero no demasiado tiempo. Xena acarició el pelo de la bardo. Gabrielle abrazó a la guerrera. Xena sintió una oleada de inseguridad. —Podrías olvidarte de que me quieres. —No, eso no podría olvidarlo nunca. —¿Quieres que pasemos un tiempo separadas?

Al oír esto Gabrielle levantó la cabeza. Necesitaba ver los ojos de Xena. No había el menor asomo de humor. La guerrera hablaba en serio. —No, ¿por qué lo preguntas? —No sé. —Sí que lo sabes. —Has demostrado que puedes ser feliz sin mí. —Tal vez sí, pero eso no significa que quiera. —Gabrielle necesitaba aligerar la conversación. Posó la mano sobre la de su amante—. ¿No es más importante saber que aunque podría estar bien sin ti, elijo estar contigo? Xena guardó silencio. —Por los dioses, guerrera, a veces me sacas de quicio. Después de todo lo que hemos pasado juntas, todavía hay que convencerte. Te quiero con todo mi corazón y toda mi alma. Me perteneces y jamás renunciaré a ti. Tienes el poder de dejarme, pero no tienes el poder de apartarme de ti. —Basta ya. —¿Estás segura? Puedo seguir hasta el amanecer si es lo que hace falta para convencerte. Ahora el humor hizo acto de presencia en la voz de la guerrera. —Hay otras formas de convencerme. Gabrielle se acercó más, con los labios a un centímetro de los de Xena. —¿Te sirve un beso? —Es un buen comienzo.

20: Joyas No mucho tiempo después, Xena se acercó a Gabrielle y le puso un paño en la mano. —¿Qué es esto? Xena se quedó callada. Los ojos de Gabrielle pasaron de la guerrera al paño. Un cordel cerraba el pequeño paquete. —¿Xena? Xena cogió la otra mano de Gabrielle y la puso encima del paquete. Como sabía que no iba a obtener más explicación, Gabrielle desató el cordel. Al abrir el paño, descubrió una pulsera de plata finamente trabajada. Llevaba grabadas una espada y una vara. En el centro había dos piedras de igual tamaño, la una al lado de la otra, una esmeralda y un zafiro. Susurró el nombre de Xena. Gabrielle levantó los ojos para mirar a su amor. Sabía que Xena se sentía insegura. Gabrielle se inclinó hacia la guerrera y la besó suavemente en los labios. Xena aceptó el gesto en silencio.

Gabrielle sostuvo el paño y la pulsera en una mano y alargó la otra. Comprendiendo, Xena cogió la pulsera y se la puso a Gabrielle en la muñeca desnuda. Se miraron a los ojos. Fueron las tiernas palabras de Xena las que rompieron el silencio. —Hace mucho, mucho tiempo, me diste dos piedras, una verde y otra azul, como regalo. ¿Te acuerdas? Gabrielle asintió. —Siempre he dicho que tú eras la que se merecía las joyas. Siento haber tardado tanto en darte esto. Gabrielle, bardo mía, tú eres mi destino.

21: Confiando en Malcolm Las voces indicaron que alguien se acercaba. Era Ogden. —Chico, creo que estás colado por ella. —Ogden se echó a reír sonoramente—. Está bien, es toda tuya. Cuanto menos trabajo tenga yo que hacer, mejor. La puerta de la cámara se abrió. Malcolm entró con cautela. Alzó la antorcha hacia el catre. Gabrielle no estaba allí. Paseó la llama por la estancia. —¿Gabrielle? —Estoy aquí. —Gabrielle estaba sentada en la única silla en el rincón noroeste de la estancia. Su voz sonaba apagada. —¿Estás bien? Gabrielle no respondió. Malcolm continuó indagando. —¿Le pasa algo al catre? —El guardia se acercó más a la prisionera—. ¿Le has hecho algo que deba saber? Había un matiz de desesperación en la postura de Gabrielle. —No, puedes examinarlo si quieres. —Me fío de tu palabra. —¿Por qué? —Porque eres una mujer de honor. ¿Por qué la silla? —Echo de menos a mi amor cuando me tumbo. Deseo sentirla a mi lado. —Las palabras de Gabrielle fueron una confesión inesperada para los dos. La desazón de Malcolm aumentó. —Ah. —Miró la cama vacía—. Draxis ha dicho que Xena está muerta.

Gabrielle miró al joven. No pretendía ser cruel. Eso lo sabía. Se volvió hacia ella y la miró a los ojos. La pena se había transformado en rabia. Tenía que disculparse rápidamente. —Lo siento. —Tomó aliento para intentar serenarse—. Tengo una cosa para ti. —Se metió la mano en la camisa y sacó dos velas largas y delgadas—. Sé que no es gran cosa, pero algo de luz mientras comes no te vendría mal... ¿verdad? Gabrielle se mostró escéptica. —¿Cómo las voy a encender? —Encenderé una con la antorcha. No te puedo dar pedernal. Hasta estas velas contravienen las órdenes de Draxis. —¿Por qué haces esto? Malcolm dudó. —No sé. No estoy de acuerdo con todas las tácticas de Draxis. —¿Y por qué estás con él entonces? —Oh, es un señor de la guerra competente. Los hay peores. Xena no siempre fue la más noble de las guerreras. —No, no lo fue. —¿Habrías estado con ella en aquellos años? ¿Habrías sido indulgente con ella si hubieras estado segura de que en el fondo de su corazón había algo bueno? Gabrielle no quiso contestar. Sabía que a lo largo de los años había habido momentos en que no había estado de acuerdo con las decisiones de Xena. Su desacuerdo nunca había acabado con una ruptura irreparable de su relación. —¿Por eso estás con Draxis? ¿Tiene un lado bueno? —Si se escarba lo suficiente, sí, creo que lo tiene. No te ha matado y ha prohibido a los guardias que... —Malcolm se calló avergonzado. —Que me violen. Así que debería agradecerle a Draxis que sólo me haya privado de luz, sonido y contacto humano. —Me tienes a mí. —Malcolm se calló de nuevo, cohibido por el papel que se había arrogado. —Malcolm, ¿qué quieres de mí? —Nada. Gabrielle, no quiero nada de ti. Debería irme. —Señaló el plato de comida—. La comida no está mal. Yo he comido lo mismo. —Gabrielle no respondió. Él encendió una vela con su antorcha—. No dejes que la cera de la vela caiga en el plato. Ogden no puede verlo. Informaría a Draxis. Ogden protegerá su propio pellejo a toda costa. —Malcolm sintió que su esfuerzo era inútil. Se resignó a aguantar la desconfianza de Gabrielle. Se dirigió a la puerta de la cámara. Había una cosa más que tenía que decirle a la reina. Se volvió hacia ella—. Gabrielle, hay algo que puedes hacer por mí. Aférrate a tu esperanza. Tengo entendido que las negociaciones con tu tribu van lentas, pero seguras. Draxis y tu regente llegarán a un acuerdo y

obtendrás tu libertad. —Dicho esto, Malcolm se marchó de la cámara. Gabrielle se quedó contemplando la vela vacilante. Había sido un regalo estupendo. En cierto modo, lamentaba no haberle dado las gracias al guardia. 22: Un pensamiento constante Llegaron de visita a la aldea amazona. Gabrielle pidió pasar una tarde en el prado del norte. Se quedó de pie entre las altas hierbas, disfrutando del cosquilleo que le producían en la piel. Xena se sentó en una gran peña cerca del arroyo, mirando atentamente a la bardo, la reina. La guerrera estaba segura de que Gabrielle tenía algo en mente y estaba deseando saber qué era. —¿Qué? Gabrielle miró a la guerrera. Sonrió. —Nada. Xena no se rindió. —Ah, no, sí que hay algo. —Vale, hay algo, pero no es nada nuevo. —Una vieja idea. —Más bien un pensamiento constante. —Constante, ¿eh? —Sí, no desaparece nunca. —¿Y me lo vas a decir? —No. —¿Por qué no? —Porque ahora mismo me hace mucha gracia ver cómo te reconcomes. Xena dijo con un puchero evidente: —Pues muy bien. —Te quiero. —Ya, dime algo que no sepa. —Ya te he dicho que es un pensamiento constante. —¿El qué? —Que te quiero. —¿Es eso?

La bardo sonrió. —Es eso. Xena se lanzó hacia Gabrielle. La bardo no tuvo tiempo de reaccionar. Xena se puso a la bardo al hombro. Gabrielle chilló el nombre de Xena protestando con pocas ganas. Xena echó a andar por el prado, transportando el peso ligero con regocijo. —Xena, ¿dónde me llevas? —No te lo digo. —¡Xena! Dio un azote a Gabrielle en el trasero. —Piensa, Gabrielle. Puede que no sea un pensamiento constante, pero cuando lo tengo, produce un placer constante. —¡Guerrera, bájame! Xena dejó a Gabrielle de pie y la abrazó. Gabrielle se reía y Xena sonreía de oreja a oreja. —¿Sí, bardo mía? —Por los dioses, Xena. —Gabrielle hizo una pausa para tomar aliento—. Soy la mujer más feliz que existe. —Una de las dos más felices, amor mío. Lo que siguió fue más que un beso.

23: Hermanas Lila se acercó a Gabrielle. La amazona levantó la vista y sonrió. —Gabby, algo va mal entre Xena y tú, ¿verdad? Gabrielle se quedó sorprendida por la pregunta. —¿Por qué piensas eso? —No está aquí contigo. —Le pedí a Xena que no viniera. Lila se arrodilló al lado de su hermana. —¿Por qué? Gabrielle se conmovió por la evidente preocupación de Lila. La hermana mayor alargó la mano hacia la pequeña y la puso sobre la mano de Lila.

—Porque tengo que tomar una decisión y dependiendo de lo que decida, la presencia de Xena puede que no sea muy buena idea. —No entiendo. —Ya sé que no. No puedes, a menos que... Lila, mi decisión también te afecta a ti. Había un matiz de temor en la pregunta de Lila: —¿Cómo? —Te voy a pedir... —Gabrielle se detuvo para tomar aliento. Tenía que concentrarse—. Te pido que honres mi deseo de... La alarma de Lila era evidente. —¿De qué? Gabrielle, me estás asustando. —Si alguna vez me pasa algo, quiero ser enterrada al lado de Xena. —Gabby, no te va a pasar nada. Gabrielle posó los ojos en el horizonte. Llevaba impreso el recuerdo de Alti, la imagen de su crucifixión era demasiado vívida para olvidarse de ella. Gabrielle habló al vacío. —Créeme, Lila. Mi vida con Xena... —Una vez más, no supo encontrar las palabras. Se volvió hacia su hermana y miró directamente a los ojos titubeantes—. Tengo que asegurarme de que mamá, padre y tú no me traéis de vuelta a Potedaia. Lila se miró las manos. Tenía miedo por Gabrielle, pero todavía era un miedo lejano. Ya no podía negar la realidad de que Gabrielle había sufrido en el pasado y podía sufrir fácilmente en el futuro. El miedo le había quitado todo atisbo de humor. Gabrielle continuó: —Si Xena me sobrevive, ella decidirá por mí. Si no es así, llevadme a Anfípolis y su madre, Cirene, sabrá qué hacer. Lila se dejó llevar por una oleada de rabia. —Eso está mal, Gabrielle. Nosotros somos tu familia. Gabrielle apretó el brazo de Lila. —Sí, lo sois. Que quiera a Xena no significa que os quiera menos a ti o a mamá o a padre. Lila protestó: —Nunca he entendido por qué te quedas con ella. Al principio, entendía que quisieras escapar, pero ya no la necesitas. Puedes ir donde quieras y hacer lo que quieras. Gabrielle rogó delicadamente: —Lila, ¿no te das cuenta de que eso precisamente es lo que estoy haciendo? Soy libre de elegir y he elegido estar con Xena.

—Estás malgastando tu vida. Puedes encontrar otro amor después de Pérdicas. No tienes por qué seguir negándote el amor y la felicidad. Gabrielle suspiró. Supo que había llegado el momento. —Lila, ¿conoces mi vida con las amazonas? —Sí, ¿y? —¿Sabes que muchas de las amazonas eligen amar a otra? La pregunta fue recibida en silencio. Gabrielle continuó: —Así amo yo a Xena. Lila, ella es mi amor, mi pareja, y no quiero estar sin ella, jamás. Lila desafió a su hermana. —Te ha seducido. Gabrielle sonrió. —En realidad, algunos dirían que ha sido al revés. Lila se quedó callada. Gabrielle se armó de paciencia. La hermana pequeña rompió el silencio. Lo hizo con un tono más suave. —¿Desde cuándo? La respuesta de Gabrielle fue cauta. —¿Desde cuándo nos queremos? Lila hizo un gesto afirmativo. Gabrielle sonrió. —Yo la quise desde el principio. Para llegar a lo que ahora compartimos hizo falta tiempo, años. No recuerdo ni un momento en que no haya querido a Xena. Lila, prométeme que honrarás mis deseos. Prométeme que te enfrentarás a padre por mí. Sé que mamá se sentirá herida, pero lo aceptará. Las siguientes palabras de Lila fueron más una afirmación que una pregunta. —¿No se lo vas a decir? —Eso es lo que aún tengo que decidir. —¡No! —¿No? Lila estaba decidida a convencer a su experimentada hermana.

—Sabes que padre se niega a tolerar la presencia de Xena cerca de Potedaia. Si lo supiera... Gabby, te repudiaría. No vale la pena pagar ese precio. No quiero perderte por completo. Tienes que poder venir de visita. —Lila, por favor... —No, Gabby. Lo sé. Puede que no sepa mucho del mundo que hay fuera de Potedaia, pero sí que conozco este pueblo. Padre te convertirá en una proscrita. Puede que te quiera, pero es orgulloso. Debes creerme. Si juro enterrarte junto a Xena, ¿no se lo dirás a padre? Gabrielle cedió. —Si crees que es lo mejor. Lila dijo tajantemente: —Lo creo. —Pues quedamos así. Lila alargó la mano y la posó sobre la mejilla de Gabrielle. —Por los dioses, Xena y tú. Gabrielle sonrió. Lila dijo ahora con timidez: —¿Te trata bien? —Lila, me quiere. No te haces idea de lo que significa tener el amor de Xena. No hay nada más fuerte. Lila contestó: —Oh, sí que lo hay. Has sido tú quien ha abierto su corazón. Gabrielle se quedó callada, atónita por la rápida comprensión de su hermana del amor que sentía por la guerrera. —¿Dónde está? —Aquí cerca, esperándome. —Ve con ella. —Lila, puedo quedarme un poquito más. —Gabby, dime que no lo deseas. Gabrielle murmuró: —La echo de menos. —Ve. Les explicaré a mamá y padre que te han llamado y no podías esperar a que volvieran.

Gabrielle discutió sin muchas ganas: —Marcharme no va a solucionar nada. Lila sonrió. —Quedarte tampoco. Gabby, tú nunca has formado parte de nosotros. Nunca hemos podido sujetar tu espíritu. ¿Para qué fingir ahora? Gabrielle abrazó a Lila. —Te quiero. —Siempre serás mi hermana rebelde. Dile a Xena que tiene suerte de tenerte y que la próxima vez que estéis en Potedaia, quiero verla. Soltando a su hermana pequeña, Gabrielle se echó a reír. —Se lo diré. Gabrielle llegó al campamento portando una antorcha para iluminarse el camino. Xena estaba preparada para el combate, espada en ristre. Gabrielle levantó la voz. —Xena, soy yo. Al oír el añorado sonido de la voz de Gabrielle, Xena bajó la espada. La luz de la antorcha era cegadora. Una figura se acercaba entre luces y sombras. Gabrielle tiró la antorcha a la hoguera. Xena estaba preocupada. No se esperaba que Gabrielle volviera hasta por lo menos dos días más. La bardo, la amazona, la joven ya no llegaba a los brazos de la guerrera con delicadeza. Gabrielle levantó la mirada y pegó sus labios a los de Xena para besarla con voracidad. Cuando terminaron, Gabrielle habló primero. —Lila te manda su cariño. Quiere que la próxima vez vayas a verla. Xena se quedó algo sorprendida por la invitación. —¿En serio? —Xena, ha prometido honrar mis deseos. —¿Y tus padres? —No se lo he dicho, pero Lila lo sabe todo. —¿Todo? —Todo. Si es necesario, se pondrá de tu parte contra mis padres. Xena palpó la cintura de la bardo con las manos. Ansiaba abrazar a su amante. La guerrera no había dormido bien durante su corta separación. Pero primero tenía que ocuparse de las necesidades de Gabrielle. —Debes de estar cansada. —Lo estoy.

—Ven a la cama. —Xena se dio la vuelta, sujetando aún una de las manos de Gabrielle. —¿Xena? —Gabrielle cogió entre sus manos la de Xena. La predicción de su muerte prometía que sus manos conocerían la violencia de una crucifixión, de unos clavos incrustados en su carne. Xena la miraba en silencio. Conocía la expresión pensativa que se le había puesto a Gabrielle. La había visto demasiadas veces. Conocía la causa. La guerrera se acercó a Gabrielle, levantándole la barbilla con la mano libre. —Ven a la cama. Quiero... necesito tenerte entre mis brazos. Necesito sentirte a mi lado, oír los latidos de tu corazón y absorber tu calor. Gabrielle sostuvo la mirada de Xena con la suya. —Tómame. Xena levantó a Gabrielle en brazos y llevó a la bardo hasta su petate. Ésta no iba a ser simplemente una noche de hacer el amor. Iba a ser un momento para que las dos viajaran al corazón y la mente de la otra en la quietud de la noche. Iba a ser un momento para que sus espíritus se tocaran. Iba a ser la hora en que sus almas se unirían, reafirmando la razón por la que compartían su vida.

24: Ogden de nuevo El guardia estaba sentado en una silla al lado de la prisionera, que estaba sentada en el catre. —Ogden no está tan mal. Es perro viejo, ladra mucho, pero ya no muerde con fuerza. —Te cae bien. —Gabrielle confirmó el juicio emitido por Malcolm sobre el guardia más viejo. —Sí, me cae bien. Es un zafio, pero yo no finjo ser mejor. —¿Qué aspecto tiene? No lo vi bien la única vez que entró en la celda. —¿No? —Lo único que vi fue la llama de la antorcha. La primera vez que me pareció verte de verdad fue el día en que me trajiste las velas para darme luz. Malcolm miró las velas que iluminaban la celda. Se consoló al saber que su conversación reconfortaba un poco a la reina. —No me había dado cuenta de que supusieran tal diferencia. Gabrielle respondió con la verdad. —Pues sí. Él recuperó el hilo. —Bueno, pues Ogden... es un poco más alto y un poco más ancho que yo.

Gabrielle sonrió. —Sólo un poco. Malcolm se echó a reír. —Tal vez más. Tiene barba. Se la arregla. En sus buenos tiempos lo consideraban guapo. Tiene esposa y tres hijos, dos chicos y una chica. Es un buen padre cuando controla su genio. No sé si pierde los estribos con ellos. No lo creo, es la bebida más que otra cosa lo que le causa problemas. A mí me gusta cuando está sobrio. Me recuerda a uno de mis tíos. Se interesa por mí. Quiere asegurarse de que sigo vivo con toda la chusma que nos encargan vigilar. —Gracias —respondió Gabrielle con falso aire ofendido. —Sabes que no me refería a ti. La reina sonrió. —Lo sé. —Tras una cómoda pausa, añadió—: Así que Ogden es inofensivo. Malcolm se puso serio. —No, yo no diría eso. Sabe usar una espada. Es bueno. Los otros hombres lo respetan. En sus tiempos jóvenes lo temían. No creo que quiera hacerte daño. Lo escucho cuando habla de su hija. Hacerte daño sería demasiado personal para él. ¿Sabes a qué me refiero? Cuando los hombres son padres, o al menos algunos hombres... pues son padres. Gabrielle se acordó de cuando Xena hablaba de Borias. También sabía que aunque su padre y ella tenían sus diferencias, no cabía duda de que él quería lo que creía mejor para ella. —Piensas que es un buen hombre. —Gabrielle, no me malinterpretes. Ha jurado lealtad a Draxis. Es un hombre de honor. Es leal. Acabará contigo si le das motivo. Si haces lo que dice, tienes muchas posibilidades de salir de aquí viva e ilesa. Gabrielle alargó la mano y tocó la del guardia. —¿Y tú qué, Malcolm? ¿Has jurado lealtad a Draxis? —Yo voy por libre. Gabrielle miró al hombre que a veces parecía tanto un niño. —¿Sí? Malcolm insistió. —Sí. —¿Qué quiere decir eso para ti? Malcolm miró intensamente a la joven reina. —Quiere decir que seguiré a Draxis mientras crea que me conviene.

—¿Y cuando no te convenga? —Eso no ha ocurrido. —¿Qué haría falta? —Espero no tener que descubrirlo nunca.

25: La oración Uno y uno no es siempre igual a dos. A veces es igual a uno cuando dos almas que buscan se encuentran y se unen, entrelazándose, convirtiéndose en compañeras de vida, abrazando la vida, con actos intencionados, expandiendo sus percepciones, imaginando sueños que jamás podrían concebir en soledad. En la oscuridad de la cámara, Gabrielle cayó de rodillas y rezó al alma esquiva que consideraba su amor. —Te he perdido por el Paraíso, mi amor, pero no del todo. Siempre serás parte de mí. Nadie puede dar como dabas tú y desaparecer sin más. Mi corazón todavía es capaz de amar. Renunciar a ello sería traicionarte, traicionar aquello en lo que nos convertimos al unirnos. Tú nunca olvidaste quién eras. Nunca abandonaste tu camino cuando lo encontraste. Nunca me pediste que fuera nadie más que quien era en cada momento. Éramos tan distintas y, sin embargo, en esencia, las dos nos veíamos impulsadas a ver realizado el bien supremo. Sé que estás conmigo. Te siento conmigo. Uno y uno no siempre es igual a dos. Dos en unión no son uno. Eran una paradoja que nadie salvo ellas podía entender.

26: El incendio —Mi reina, las cuadras están ardiendo. Gabrielle y Ephiny salieron corriendo de la sala del consejo. Las puertas de las cuadras estaban abiertas. El ruido del fuego se mezclaba con los gritos de las mujeres que guiaban a los caballos asustados a través de las llamas. Argo superó el peligro a la carrera. La voz de una niña gritó el nombre de Xena. Gabrielle dijo en voz alta: —¿Xena? —Gabrielle quiso avanzar. Ephiny la sujetó. Gabrielle se soltó—. Xena está ahí dentro. Ephiny la sujetó con firmeza. —No puedes entrar ahí. Es un infierno. —Ephiny, suéltame. Eponin salió corriendo de las cuadras. Ephiny la llamó. —¿Qué ha pasado?

—Xena y yo volvíamos del campo de entrenamiento cuando vimos el fuego. Soltamos a los caballos. —El ruido de las paredes de las cuadras al combarse llamó su atención. Eponin se volvió para mirar. Gabrielle gritó por encima del ruido. —He oído el grito de una niña. —Es Juna. Estaba en el pajar. Xena ha ido a buscarla. Ephiny exclamó señalando: —Ahí está, gracias a Artemisa. Xena salió con Juna en brazos. Las tres amazonas se acercaron. Gabrielle advirtió que Xena, que había dejado en el suelo a la niña de siete años, escuchaba atentamente a la alterada pequeña, que señalaba el edificio en llamas. Xena levantó a la niña y la depositó en brazos de su madre. Ante la incredulidad de Gabrielle, Xena volvió a entrar en las cuadras. La reina gritó: —¡Xena! ¡No! Al llegar junto a Juna y su madre, Tari, Ephiny exigió una explicación. —¿Por qué ha vuelto a entrar Xena? Tari respondió con la verdad. —No lo sé. Me ha dado a Juna y se ha vuelto sin decir palabra. Juna señaló las llamas. —¡Mora! ¡Mora! Gabrielle agarró a Eponin. —¿Había otra niña? Tari estaba petrificada. —¡Oh, no! Ephiny preguntó: —¿Qué pasa? Tari abrazó a Juna con fuerza. —Mora es la muñeca de Juna. Ephiny sintió una acometida de miedo. —¿Xena ha vuelto para buscar una muñeca?

Eponin volvió a mirar las llamas. —Puede que no lo supiera. Cuando Gabrielle corría hacia las puertas de las cuadras, el tejado del edificio se hundió. La fuerza tiró a Gabrielle al suelo. Se levantó. Pronunció el nombre de Xena como una oración desesperada. Eponin se acercó a las vigas ardientes todo lo que se atrevió. El calor era insoportable. Una brigada contra el fuego había empezado a trabajar duramente para contener el incendio. Otro grupo hacía todo lo posible por capturar a los caballos y llevarlos al otro extremo de la aldea, lejos del caos. Ephiny cogió a Gabrielle y la sujetó, negándose a escuchar las súplicas de su reina para que la soltara. La reina cayó de rodillas, con la regente a su lado. —Gabrielle, ha muerto —dijo Ephiny suavemente. Gabrielle se calló y miró a Ephiny. Ésta afirmó sus propias palabras asintiendo con la cabeza. Gabrielle volvió a mirar el fuego. La pira funeraria de Xena estaba ante sus ojos. No tenía que acabar así. No ahora, no sin aviso. Xena debía ser enterrada junto a su hermano Liceus. Eponin fue requerida por Solari y otras tres amazonas que luchaban contra el fuego por el lado opuesto. Al rodear todo el edificio, advirtió que el número de mujeres que estaban trabajando había aumentado. Trabajaban a toda velocidad, como si tuvieran un propósito en mente. Al pensarlo, Eponin aceleró el paso hasta echar a correr a toda velocidad. —Sol, ¿la habéis encontrado? Solari señaló una estructura humeante donde estaban concentrando sus esfuerzos. Eponin vio la figura. Se movía ante sus ojos. —No es posible que haya sobrevivido a esto. —Es Xena, Ep, y está viva. —No podemos dejar que Gabrielle la vea así. Haré lo que sea necesario para llevar a Gabrielle de vuelta a su cabaña. Trae aquí a Simina con una litera. Las demás llegad a ella lo más deprisa que podáis. Me da igual que os queméis las manos y los pies en el intento. —Esto último no era necesario. El trabajo se realizaba deprisa, pero con cuidado, pues el riesgo de hacer que otras vigas en llamas cayeran sobre la guerrera estaba siempre presente. Eponin regresó con Ephiny y su reina. Ephiny miró a la serena capitana de las guardias. La regente estuvo a punto de hablar, pero se contuvo cuando Eponin hizo un gesto negativo con la cabeza. Eponin se arrodilló al lado de Gabrielle. —Mi reina, deberías volver a tu cabaña. Te llevaré noticias en cuanto las tenga. Sin moverse, Gabrielle dijo lo que Eponin ya sabía, pero que había esperado que no dijera: —No voy a dejar a Xena. Eponin miró a Ephiny buscando su ayuda.

—Gabrielle, deja que cuidemos de ti. El tono de Gabrielle fue tajante: —No soy yo la que necesita cuidados. Eponin agarró a Gabrielle del brazo y tiró suavemente de ella. —Mi reina. Gabrielle se enfureció bruscamente. —No me toques. No voy a dejar a Xena. Ephiny intervino para calmar los ánimos. —Nos quedaremos aquí hasta que sepamos qué ha sido de Xena. Eponin bajó los ojos derrotada. Alargó la mano y la posó en el brazo de Gabrielle. Un gesto poco frecuente en ella. —Mi reina. —Al oír esto Gabrielle miró a Eponin a los ojos—. Hemos encontrado a Xena. Apenas vive. —Gabrielle se encogió y se levantó. Eponin la siguió, sin dejar de sujetar la mano de su reina—. Te ruego que esperes a que la traslademos a la cabaña de la sanadora. El fuego no ha tenido piedad. Gabrielle se volvió hacia el grupo de gente que trabajaba al otro lado. Se soltó de Eponin y echó a correr hacia allá. Eponin y Ephiny corrían a su lado. Al llegar a la esquina, Gabrielle recorrió la zona con la mirada. —Eponin, ¿dónde está? Eponin alzó la mano y señaló la viga que sostenía el tejado caído. —Debajo, mi reina. Gabrielle siguió la indicación y entonces vio el leve brillo del bronce y el cuero negro y quemado y la piel que se movía al respirar. Ephiny había mirado en la misma dirección y había visto lo mismo. Rezó: —Que los dioses le concedan la paz. Al oírlo, Gabrielle gritó: —¡No! Está viva y vivirá, Ephiny, vivirá. Ephiny estrechó a la reina, su amiga, entre sus brazos y la sostuvo cuando Gabrielle se vino abajo por la angustia. Simina y las que llevaban la camilla se acercaron. Simina examinó la situación y se puso a dar órdenes a las trabajadoras con la intención de evitar que resultaran heridas y que la guerrera sufriera más. Simina acudió a la reina. —Irás a la cabaña de la reina y esperarás. Te llamaré. —Simina. —La voz de Gabrielle suplicaba sin saber el qué.

—Mi reina, debes confiar en mi criterio. Gabrielle miró bien a la anciana. Pocas personas se habían ganado la confianza de Gabrielle como Simina. La reina se alejó perseguida por el ruido de las brasas ardientes, los maderos rotos y las mujeres que trabajaban. Apartaron las últimas tablas de los restos. Simina llegó hasta la figura apenas reconocible. Xena estaba viva y respiraba con dificultad. Estaba, gracias a Artemisa, inconsciente. La colocaron con cuidado en la camilla. El olor a carne quemada pudo con una de las mujeres. Solari la apartó y ocupó su lugar. Xena fue trasladada con cuidado hasta la cabaña de la sanadora. Simina echó a todo el mundo salvo a su aprendiza, Riena. —La desnudaremos con cuidado y le lavaremos las heridas. Luego la taparemos con un paño sujeto con soportes para que no la roce. Debemos averiguar cuánta carne ha sobrevivido. Riena hizo la pregunta obvia: —¿Vivirá? Simina miró atentamente a la guerrera. —No, pero se lo digas a nadie. ¿Me has entendido? —Sí. Riena se quedó mirando a Simina mientras ésta trabajaba con delicadeza. —Riena, coge las tijeras. Tendrás que cortarle el pelo quemado. Salva todo lo que puedas. El trabajo continuó. El propósito principal de Simina no era salvarle la vida a Xena. No era posible. Conocía los límites de sus artes curativas. Esperaba mantener a Xena lo más cómoda posible hasta que la muerte la cogiera de la mano. Esto supondría mantener a la guerrera dormida a base de administrarle dosis regulares de sus medicinas más potentes. Mientras Simina trabajaba con Xena, sus pensamientos también se dirigían a la reina. Simina sabía que el vínculo que unía a la reina y su campeona era de una profundidad que superaba cualquier otro que hubiera visto en su vida. La reina era en muchos sentidos una niña cuando se conocieron. La reina se había hecho mujer al lado de la guerrera. La guerrera siempre había tenido cuidado de no hacer sombra a la joven y la había animado a encontrar su propio camino, a ser dueña de su propia identidad y sus dones. Y aunque la reina era muy independiente, su amor por la guerrera había sido la única constante de su vida. Simina no sabía cómo iba a sobrevivir la reina a esta pérdida. Los próximos días podrían destruir lo mejor de su ser. Una vez terminado el trabajo, llegó el momento de informar a la reina. Simina se lavó las manos. Miró a Riena. —Volveré con nuestra reina. Cuando lleguemos, te marcharás sin decir palabra. La intimidad de la reina estará a nuestro cuidado tanto como Xena. ¿De acuerdo? —Sí, Simina, no traicionaré a mi reina ni a Xena. —Bien. Riena, reza a Artemisa para que nunca tengas que... —La anciana se miró las manos envejecidas. La pena de la sanadora era profunda. Había perdido a su compañera hacía mucho tiempo. Era una pérdida que todavía la atormentaba, incluso con la bendición de haber tenido tiempo para despedirse. Aunque su amor había sufrido dolores, no era ni por asomo lo que tendría que sufrir Xena nada más recuperar el conocimiento... si lo recuperaba.

Simina fue a la cabaña de la reina. Gabrielle se presentó ante ella. La reina había recuperado la serenidad. ¿Cómo podía ser tan fuerte? Su capacidad era extraordinaria. Simina estaba convencida de que la fuerza de la reina se había forjado con el martillo de penas interminables. Ésta podía ser la más brutal. —Simina. —Mi reina. Xena vive, pero apenas. He hecho todo lo que he podido para que esté cómoda. Puede que nunca se despierte. Si se despierta, el dolor será el peor imaginable en este mundo y mi deber será darle pócimas para volver a dormirla. Si los dioses se muestran misericordiosos, tendrás unos pocos minutos, entre el momento en que se despierte y el momento en que la pócima haga efecto, para hablar con ella. No sé cuántas veces podrá despertarse Xena. Debo aconsejarte que te despidas sin dilación, pues es posible que no tengas una segunda oportunidad. Gabrielle se apartó. ¿Qué otra cosa se esperaba, podía esperarse? Se volvió de nuevo hacia la sanadora. —Simina, siempre me has servido con sinceridad. Siempre me has dicho la verdad cuando otros habrían dudado. Gracias. Simina se inclinó. —Mi reina. —¿Puedo verla ahora? —Sí, mi reina. Gabrielle entró en la cabaña de la sanadora acompañada por Simina. Ephiny se quedó fuera. Al ver a su reina, Riena se marchó tal y como se le había dicho. Gabrielle se quedó de pie al lado de Xena, mirando el cuerpo de la guerrera. La mayoría de los daños no estaba a la vista. Tenía la cara quemada por un lado, así como la parte visible de sus hombros. Al mirar por debajo del borde, Gabrielle vio que ni los brazos ni las manos de Xena se habían librado. Gabrielle se arrodilló junto a la guerrera. No sabía qué se le permitía hacer. Volviéndose, los ojos de la reina hicieron la pregunta a la sanadora. —Sólo donde no está quemada. Gabrielle asintió y volvió a mirar a la guerrera. Se inclinó sobre la oreja de Xena. No pudo evitar captar el olor a carne quemada mezclado con los aceites aplicados a la piel menos dañada. Simina retrocedió unos pasos, para darle la mayor intimidad posible a su reina sin salir de la estancia. —Xena, amor mío. Estoy aquí. Estoy contigo. No estás sola. —Gabrielle contempló la cara que todavía le parecía la más bella que había visto nunca. Acarició con ternura la mejilla indemne de Xena—. Por los dioses, eres preciosa. —Gabrielle no medía el paso del tiempo. Simina esperaba pacientemente. No se debe correr cuando se hace el duelo. La respiración de Xena se hizo más fatigosa. Gabrielle miró a la sanadora. La sanadora se lo explicó. —Estoy segura de que al respirar el humo y el calor, se ha quemado los pulmones. Cada vez irá respirando peor.

—No la voy a dejar. —Te prepararé un sitio para que descanses. —Gracias. Pasaron las marcas. Gabrielle mantenía la vigilia, siguiendo cada trabajosa bocanada de aire que inhalaba y exhalaba la guerrera. —Gabrielle. —Xena tosió intentando quitarse la capa de muerte de los pulmones. —Aquí estoy. —Gabrielle se movió para que Xena pudiera verla—. Hola. —El incendio. —Sí. Hemos perdido las cuadras. —La niña. —Está bien. —No, no pude encontrarla. A Gabrielle le costó mirar a Xena a los ojos. —Ha muerto —dedujo Xena—. Me lo puedes decir. —Xena, no había ninguna niña. Mora era la muñeca de Juna. Xena habló con gran dificultad. —¿Muñeca? —Sí. No ha habido pérdidas humanas. Te doy mi palabra. —¿Yo? —Xena miró hacia abajo. —Tienes quemaduras muy graves. Los ojos de Xena se llenaron de lágrimas. —Xena, Simina está haciendo todo lo que puede por ti. —El dolor, Gabrielle. No sé si... —Simina ha preparado una poción para ti. Te hará dormir. La usaremos hasta que disminuya el dolor. Xena se quedó mirando a Gabrielle, consciente de que se estaba muriendo y de que su amor no estaba preparada para despedirse. —Te quiero, bardo mía. —Te quiero, Xena.

—Menuda historia va a ser ésta. ¿Quién se habría imaginado que la Princesa Guerrera caería a causa de una muñeca? —Creías que había una niña en peligro. —Gabrielle, el dolor. —Llamaré a Simina. —Gabrielle hizo llamar a la sanadora. Simina entró en la habitación y fue derecha a sus medicinas. Cogió una ampolla. —Guerrera, sé sincera conmigo. ¿Puedes soportar el dolor? —Agradeceré el sueño si me lo puedes dar. —¿Habéis hablado la reina y tú? Xena miró fijamente a la sanadora a los ojos. —¿Volveré a despertarme? —No lo sé. —Pues espera un momento. Simina retrocedió. Gabrielle se adelantó y se arrodilló al lado de la guerrera. —¿La has oído? —Sí, pero te pondrás bien. Con una mueca de dolor, Xena luchó por hablar. —No estoy tan segura. —Xena, bébete la poción. No tienes por qué soportar el dolor. —Debo de tener una pinta horrible. —Estás preciosa. —¿Te despedirás de mí? —No. En los labios de Xena se formó una pequeña y conocida sonrisa de medio lado. —Tú eres la terca, no yo. Está bien. —Xena se esforzó por respirar. Se calmó bajo la mirada de Gabrielle—. ¿Un beso? Gabrielle se echó hacia delante y rozó suavemente los labios de la guerrera con los suyos. Luego se echó hacia atrás sobre los talones para hacer sitio y dejar que Simina administrara la poción. —Espera, sanadora.

—Sí, guerrera. —Tu palabra. Siempre me dirás la verdad. —Xena, eres mi paciente y nadie, ni siquiera la reina, me impedirá tratarte con la dignidad que te mereces. Tienes mi palabra. Contestaré cualquier pregunta que me hagas con la verdad. —Bien. Nos entendemos. Ahora dame la poción antes de que me ponga a gritar.

Xena gritó de dolor. Al principio de forma inconsciente y luego con clara conciencia de los nervios en carne viva expuestos al calor. Simina había convencido a la reina de que fuera a bañarse y a comer con el consejo de la aldea y la sanadora se alegró por ello. —Simina, el dolor. —Xena, no puedo hacer mucho más por ti. Unas dosis mayores te matarán. —Pues mátame. —La voz de Xena, aunque débil, era tajante. Simina disculpó las palabras de la guerrera. —No estás en tu sano juicio. Xena no quiso ni oírlo. —¡Dime que no me estoy muriendo! La sanadora dijo la verdad. —No puedo. La guerrera indagó. —¿Gabrielle no lo aceptará? Simina habló despacio y comedidamente. —Mi reina tiene esperanza. El dolor atravesó a la guerrera. Xena cerró los ojos. Nunca había conocido tal tormento físico. —Mátame. Simina ansiaba tocar a su paciente. Siempre había sido su medio para conectar, para calmar. Pero las quemaduras no le dejaban más posibilidad que mantenerse físicamente distante. Confesó, más para sí misma que para Xena: —He jurado salvar vidas. Xena razonó implacable: —Tendrías más piedad de un perro.

Dado que no podía defender su postura con la lógica, Simina acudió a la noble tradición amazona. —Xena, eres la consorte y la campeona de la reina. —Las palabras sonaron huecas, falsas, cobardes. —Esa Xena ya no existe. —Suplicó débilmente, pues había perdido las pocas fuerzas que le quedaban—: Déjame morir. —Haré lo que pueda para calmarte el dolor, pero no te haré daño. ¿Por qué no había consuelo en el murmullo de un corazón solitario? Ninguno se sentía más solo que el de la sanadora. —Las dos sabemos que no hay nada que pueda calmar el dolor de mis heridas. Me haces daño al obligarme a vivir. —No actúo. No voy a interferir en la voluntad de los dioses. Al oír eso, la guerrera sintió una acometida de rabia y alzó la voz. —Los dioses. —Xena cerró los ojos y volvió a bajar la cabeza—. Incluso ahora me torturan. —No sabes lo que me estás pidiendo. Xena intentó negociar. —Deja la poción. Encontraré una forma de llevármela a los labios. Será decisión mía. —No. La guerrera estaba desesperada. —¿Y si tu reina está de acuerdo? Simina se quedó mirando atónita a la guerrera. Por un momento no supo qué decir. —¿Se lo pedirías a ella? Xena no pudo soportar más la discusión. —Simina, dame la dosis que te permita tu conciencia y cuando me despierte, si lo hago, decidiré qué le pido a Gabrielle. La sanadora llevó la poción a los labios de Xena. —Duerme, guerrera. —Xena bebió con dificultad. Simina esperó y cuando estuvo segura de que Xena dormía, elevó su plegaria—. Que los dioses te concedan tu deseo sin mi intervención.

—¿Por qué no has enviado a buscarme? —Mi reina, el rato que ha estado despierta ha sido breve y doloroso. Me pidió una dosis y se la he dado. Se ha quedado dormida inmediatamente. ¿Querrías que prolongara su sufrimiento?

—No, claro que no. —Gabrielle hizo un esfuerzo por concentrarse—. ¿Cuánto le dolía? —Le resultaba difícil de soportar. Gabrielle sabía que la tolerancia de Xena al dolor era muy grande. —No me vuelvas a pedir que la deje. —No, mi reina.

El dolor rompió el hechizo que había dado a Xena alivio momentáneo. El movimiento empeoraba el tormento. Siguió con los ojos cerrados. Su voz sonaba ronca: —Sanadora. Xena oyó la voz de Gabrielle llamando a Simina y luego la sanadora se dirigió a ella como solía: —¿Guerrera? —Libérame. —No puedo. Gabrielle preguntó: —¿A qué se refiere? Xena maldijo. —Sanadora, conozco el infierno y te veré allí. La confusión de Gabrielle fue en aumento. —¿Xena? Simina colocó una ampolla de la poción sobre los labios de Xena. Le ordenó: —Bebe. —Una gota de agua para combatir un incendio no acabará con tu culpa —dijo Xena sin la menor compasión. Se mostraba cruel al no tener en cuenta los propios sentimientos de Simina. Gabrielle escuchaba en silencio, fijándose primero en una y luego en la otra, intentando descifrar lo que ocurría entre la paciente y su sanadora. Simina insistió: —Bebe y llévale tu tormento a Morfeo. —El tono brusco de la sanadora revelaba el dolor que había detrás: el dolor que uno siente al ahogarse sin poder hacer nada. Xena dejó que el líquido bajara por su garganta destrozada. Agradecía cualquier cosa que la alejara de la brutalidad implacable de la huella del fuego sobre su carne.

Gabrielle permaneció junto a Xena hasta que la guerrera se quedó inconsciente. La reina fue a ver a la sanadora, que se había retirado a la estancia adyacente. —Quiere morir. —Gabrielle llevaba esa conclusión en el corazón. —Sí, mi reina. —La pena de Simina era innegable. Gabrielle habló con tono suave y tranquilo. —Quiere que la ayudes a morir. —Sí, mi reina. —Tú te niegas. —Gabrielle necesitaba confirmar la raíz del conflicto entre Xena y la sanadora. —No me corresponde a mí acabar con una vida. La compasión de la reina por Simina era comparable a su lealtad hacia Xena. —Y ella te maldice por ello. La sanadora habló con convicción. —No temo la ira de los mortales. —¿Temes a Artemisa? —Gabrielle sabía que sus métodos eran éticamente reprobables. Simina se quedó atónita. —¿Quieres que haga lo que pide Xena? —Desde el día en que conocí a Xena, se ha esforzado por aliviar el dolor y el sufrimiento de los demás. Ha sufrido esas quemaduras al intentar salvar la vida de una niña que creía en peligro. ¿Su recompensa debe ser una muerte lenta y dolorosa mientras los que la quieren se quedan mirando? Simina se quedó pensando y miró sus medicamentos. —Me pides que mate. Gabrielle necesitaba llegar a un compromiso. —Te pido que prepares la poción. Con la bendición de Artemisa, yo seré quien haga honor a la petición de Xena. —¿Sólo con su bendición? —Te doy mi palabra. Simina miró hacia la habitación donde estaba Xena. Las llamas le habían arrebatado las fuerzas y lo que quedaba era algo oscuro y destrozado que ya no era la humanidad de una orgullosa guerrera. —Muy bien.

—No —dijo la diosa simplemente. No obtenía placer alguno con su decisión. —Quieres que sufra. Se ha quemado intentando salvar a una niña de tu tribu. —Jamás te lo perdonarás a ti misma. —Lo que yo sienta no importa. —Sí que importa. Eres mi elegida. —Artemisa. —Gabrielle, escucha atentamente lo que digo. No le deseo a Xena mal alguno. Agradezco todo lo que ha hecho por las amazonas. Tampoco he olvidado cómo traicionó a mi tribu del norte. Los mortales son imperfectos. Hacen cosas buenas. También hacen cosas malas. De un individuo a otro no hay manera de establecer un equilibrio o una equidad, aunque en total el equilibrio se mantiene y se hace justicia. Los dictámenes de las Parcas superan incluso mi propia comprensión. No voy a interferir. Éste es el destino de Xena. Debes aceptarlo igual que lo he hecho yo. No eran palabras de consuelo. Eran palabras adecuadas para el nacimiento de una discusión. Gabriele no dudaría en desafiar a cualquiera de los dioses si su vida colgara en precario ante ellos. —¿Lo has aceptado? Tú no la amas. Artemisa conservó una fría serenidad. —Tal vez no, pero es una mujer admirable. Gabrielle avanzó un paso. —¿Tu decisión sería distinta si se tratara de mí? La diosa mantuvo su postura. —No voy a especular. Estamos hablando de Xena. A Gabrielle le costó reprimir sus emociones. —Que yace sufriendo... El tono de Artemisa fue tajante. —Tal y como han decretado las Parcas. Gabrielle dio la espalda a Artemisa, la diosa de las amazonas que había sido su única esperanza, y se marchó del templo. Simina y Tari la estaban esperando. La sanadora alargó la mano y la puso en el brazo de Gabrielle. —¿Mi reina? —Artemisa ha rechazado mi petición. —Gabrielle alzó los ojos para mirar a Simina.

Tari retrocedió. Gabrielle se volvió hacia la madre de Juna. Era incapaz de definir sus emociones. —Tari, ¿por qué estás aquí? Tari se quedó callada, con los ojos clavados en el suelo. Gabrielle respondió al malestar de Tari. En ese momento la capacidad de la reina para la compasión aumentó más de lo que ella misma habría creído posible. Gabrielle se acercó a la madre de Juna, pues así veía a Tari. La madre de la niña que había enviado a Xena a un infierno en busca de una muñeca. ¿Cómo de intensa debía de ser la pena de Tari? ¿Cómo de sola se debía de sentir? ¿Quién la estaba consolando? La voz de la reina se suavizó. —Tari, ¿qué te trae ante mí? La mujer vaciló. —No debería haber venido. —Tari, soy tu reina. También quiero ser tu amiga. Tari contempló la sinceridad de los ojos de Gabrielle. —Es Juna. No consigo consolarla. Se echa la culpa por... Gabrielle sabía que ningún niño debía cargar con el peso de semejante culpa. —¿Quieres que hable con ella? —Todas saben que el vínculo entre tu consorte y tú es muy fuerte. Si Xena no puede perdonarla, tendrías que hacerlo tú. —No hay nada que perdonar. Vamos a ver a Juna. —Gracias, mi reina. Gabrielle se volvió hacia Simina. —Regresaré con Xena en cuanto pueda. Simina se inclinó ligeramente. En cuanto estuvo a solas, entró en el templo.

La cabaña de Tari era bastante más pequeña que la de la reina, pero así y todo tenía tres habitaciones, la sala común y otras dos, una para la madre y otra para la niña. Al entrar en la sala, Tari le indicó a Gabrielle la habitación más pequeña de Juna. Antes de entrar, Gabrielle le pidió: —Me gustaría estar a solas con ella. Tari asintió. La niña estaba sentada junto a una ventana, mirando el patio desierto. Gabrielle sintió que la soledad de la niña impregnaba toda la habitación. Se le partió el corazón por las dos. Cada una había sufrido una pérdida incomprensible. Sabía que la más cruel era la de la niña, pues su inocencia había desaparecido para siempre. Nunca volvería a mirar las llamas de un fuego con la misma emoción y agradecimiento por su calor y su luz. La fuerza destructiva del regalo de

Prometeo la perseguiría y atormentaría. Si los dioses eran misericordiosos, lo peor iría pasando, pero sólo con el tiempo. —Juna. La niña habló sin dejar de contemplar el vacío que tenía delante. —Lo siento. Gabrielle fue a sentarse a su lado. —Sé que no querías hacer ningún daño. La niña exclamó: —¡Xena me odia! La respuesta de la reina fue a la vez firme y tierna. —No, no te odia. Juna se volvió hacia su reina. —¿Has hablado con ella? —Sí. Quería saber si estabas bien. —¿En serio? —De todas las personas que viven en la aldea, sé que Xena quiere a las niñas, incluida tú, más que a nadie. Juna dijo con inocencia: —Eso no es cierto. Xena te quiere a ti más. Gabrielle sonrió. —Te voy a contar un secreto. Yo todavía era una niña en algunos sentidos cuando conocí a Xena. Creo que por eso le gustaba mi compañía. —Ya no eres una niña. —No, no lo soy. En los años que llevo con ella he aprendido que el amor de Xena no tiene límites. La timidez de Juna volvió a la superficie. —¿Xena va a vivir? Gabrielle podía mentirse a sí misma, pero no podía mentir a la niña. La reina alzó la mano para acariciar el pelo castaño rojizo de la niña. —Juna, no lo creo.

Juna se quedó hundida. Se echó a llorar rápidamente. Gabrielle la abrazó, ofreciendo consuelo tanto a la niña como a sí misma por su pérdida inminente.

Gabrielle entró en la cabaña de la sanadora. Xena dormía profundamente. Le dijo a Riena: —¿Dónde está Simina? —Se acaba de marchar, mi reina. Dijo que necesitaba pensar a solas y que no tardaría en volver. —Quiero quedarme con Xena. —Estaré en la otra habitación si me necesitas. —Gracias. Gabrielle se acercó a Xena y se arrodilló a su lado. Acarició el pelo recortado de la guerrera. El cuerpo de Xena se encogió como si sufriera el tormento de una pesadilla. —Amor mío, déjate ir, deja de luchar. No queda nada que tengas que expiar. —Gabrielle se inclinó y besó tiernamente los labios de la guerrera. El sabor era amargo: un resto de la lucha del cuerpo de la guerrera por eliminar la ceniza que llevaba dentro—. Te equivocas al decir que Simina se reunirá contigo en el Infierno. Conocemos el Paraíso. Espérame allí y si no puede ser, recuerda que volveremos a estar juntas. Una vida nunca ha sido suficiente para ninguna de las dos. Nuestro amor es nuestro destino. Simina entró corriendo en la enfermería. Gabrielle miró a la sanadora. —Simina, ¿qué ocurre? Simina se quedó callada mientras intentaba recuperar la serenidad. Sus ojos se posaban alternativamente en su reina y la guerrera. —Quería estar aquí para hablar contigo. ¿Cómo está la niña? —Tardará en hacer el duelo. —Sí, es difícil aceptar lo que no se puede entender. —Simina posó la mirada en sus medicinas—. Mi reina, sobre lo que me has pedido... —Simina, no volveremos a hablar de ello. No me esperaba la negativa de Artemisa. Haré honor a tu derecho de seguir el dictado de tu conciencia. Mantendremos a Xena dormida hasta que su alma se libere. La sanadora estaba angustiada. —Mi reina, le he dado la poción a Xena. —¿Qué? Simina se debatió, bajando la mirada e intentando justificar lo que había hecho. —No he podido decirle que no a la guerrera. Se despertó. Estaba enloqueciendo de dolor.

Gabrielle sabía que la responsabilidad era excesiva para que Simina cargara con ella. —¿Por qué no has...? Quería estar con ella. —El razonamiento de Artemisa no me afectaba a mí. La reina se dio cuenta de que la lealtad de su sanadora no conocía límites. Una idea, una idea pasmosa, se apoderó de ella. Gabrielle miró a Xena y con los dedos trazó el contorno de los labios de la guerrera. —Dime, ¿le costó tragar? Simina respondió, regresando al núcleo de su ser, el lugar donde residía la sabiduría de su arte. —La poción tiene un sabor amargo, pero Xena se las arregló bien. Gabrielle sonrió. —¿Amargo? ¿Hace falta una dosis muy grande? La sanadora agradecía la oportunidad de explicar que había sido considerada en el momento de llevar la muerte a Xena. —No, mi reina. Es una droga potente y sólo hacen falta unas pocas gotas. Tarda un tiempo en hacer efecto. La respiración de Xena ya se ha hecho más lenta. Pronto se detendrá. Temía que no regresaras para estar con ella y había ido a buscarte. La mirada de Gabrielle no se apartaba de la guerrera. —Me he pasado por mi cabaña. Tenía que recoger una cosa. —La reina se volvió hacia la sanadora—. Simina, has mostrado tu piedad. Pase lo que pase, quiero que sepas que cuentas con mi gratitud. La sanadora se consoló con las palabras de la mujer afligida. —Sí, mi reina. —Me gustaría quedarme a solas con ella. —Como desees. Gabrielle se quedó mirando a Simina mientras ésta salía de la habitación. Se llevó los dedos a los labios, saboreando de nuevo el amargor de la poción. Sabía que su primer contacto con la poción había sido un accidente. Las Parcas continuaban con sus nudos y giros imposibles. No iba a hacer nada para contrarrestar el efecto del veneno. Artemisa no podría juzgarla. No era que Gabrielle hubiera elegido la muerte. La muerte la había elegido y ella había consentido. Por preciosa que le pareciera la vida, aceptaría su destino sin discusión. Una vez más, su destino estaba inextricablemente unido al de Xena. Volvió a posar la mirada sobre la guerrera caída. —Pronto, mi amor. Pronto volveremos a estar juntas.

La reina y su campeona yacían la una al lado de la otra en la cabaña de la reina. Simina estaba sentada muy abatida en un rincón. Era ella quien las había encontrado. Gabrielle se había echado con Xena en el camastro. En la mano sostenía un brazalete de plata con una esmeralda y un zafiro. Simina recordaba las últimas palabras que le había dicho la reina. Mirando atrás,

estaba segura de que la reina sabía que se avecinaba su muerte. La sanadora se echaba la culpa. Si no le hubiera dado la poción mortal a Xena, su reina seguiría viva. —Sanadora, ¿qué has hecho? Simina levantó la mirada. Artemisa estaba ante ella. La anciana cayó de rodillas. —Le administré la poción a Xena con tu aprobación. —Te culpo por esto. Simina guardó silencio. La diosa preguntó: —¿No tienes nada que decir? Simina dijo que no con la cabeza. —¿Cómo consiguió la poción mi elegida? La sanadora sintió que su profunda vulnerabilidad no tenía nada que ver con la diosa que se cernía ante ella. No temía por su integridad física. Sentía que su alma estaba al borde de un precipicio, situada allí por su propio acto de misericordia. —No lo sé. No dejé nada en la cabaña. —La estaba vigilando atentamente. Entró, besó a Xena y le pidió que aceptara la muerte. Simina levantó la cabeza. —Perdóname, pero ¿cómo besó la reina a la guerrera? Artemisa dijo con impaciencia: —¿Cómo crees? —Puede que quedara veneno en los labios de Xena. La reina no lo habría sabido. Artemisa pasó la mirada de la sanadora a los dos cuerpos que yacían en la cama. —Hablaré con Atenea. Simina se quedó sentada en la cabaña esperando una señal de Artemisa. Les había dicho a las guardias de la reina que no dejaran entrar a nadie. El funeral tendría que esperar. Las piras funerarias no arderían. Las marcas fueron pasando hasta adentrarse en la oscuridad de la noche. Se despertó al notar una mano posada en su muslo y oír la dulce voz de su reina que la llamaba. Se encontró con los ojos de esmeralda de Gabrielle, pues la reina estaba arrodillada ante ella. —Buenos días. Simina levantó la cabeza y vio a la guerrera completamente curada, con una mano en el hombro de la reina. —¿Mi reina?

—No sé cómo lo has hecho, pero te doy las gracias por traernos de vuelta. —Yo no he hecho nada. Artemisa estaba furiosa conmigo. Dijo que hablaría con Atenea. Gabrielle miró a Xena. —Debería ir al templo para darles las gracias a las dos. Xena se mostró de acuerdo. Gabrielle se levantó y se volvió hacia la guerrera. Puso las manos en los brazos de Xena, notando su fuerza y su salud. Con la otra mano acarició el largo pelo negro de Xena. La guerrera habló con delicadeza. —Gabrielle, ve al templo. Estaré aquí cuando regreses. —Y añadió con una sonrisa—: Simina y yo tenemos que hablar de unas cuantas cosas. ¿Verdad, sanadora? Simina le sostuvo la mirada. —Efectivamente, guerrera.

27: El desafío —No —dijo Gabrielle categóricamente. —¿Cómo que no? —Xena no podía creer que estuvieran teniendo esta conversación. —Es mi lucha. —Gabrielle, Xena es tu campeona —intervino Vaela, guardia real de Gabrielle. La reina conocía su poder. —Sólo si acudo a ella. —Miró a Xena—. Por favor, compréndelo. Vaela continuó intentando persuadirla. —Gabrielle, por el bien de la tribu nuestra guerrera más fuerte debe luchar para defender tu trono. —Vaela, ha llegado el momento de que la reina defienda el trono. Xena intervino: —Lo dices en serio. La reina dijo: —Nunca he hablado más en serio. Al oír esto, Xena se marchó de la sala del consejo. El hecho de que Anais hubiera decidido desafiar a la reina no era muy extraño. La joven guerrera amazona estaba muy pagada de sí misma. Necesitaba, como otras que habían osado hacer lo mismo en el pasado, que le dieran un buen baño de realidad. Siempre había sido el papel de Xena hacer tal cosa. El hecho de que

Gabrielle insistiera en luchar con Anais había sido un giro asombroso e inesperado. No era una lucha que la guerrera quisiera presenciar. Gabrielle entró en la cabaña de la reina en busca de Xena. Encontró a la guerrera recogiendo su alforja. —¿Qué haces? Xena siguió con su tarea sin mirar a su compañera. —No esperarás que me quede a ver cómo te matan, ¿verdad? —¿Cuántas veces he presenciado yo tus combates? Nunca te he dado la espalda. —Esto es distinto. —¿Porque eres mi campeona? ¿Porque la gran Xena, Princesa Guerrera, puede ser llamada a la defensa de la Nación Amazona? Xena cerró su alforja y se volvió para mirar a su amor. —No te burles de mí, Gabrielle. Es evidente que piensas que no me necesitas. —Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver con la clase de reina que me exijo ser. ¿Discutirías la decisión de la reina si Ephiny estuviera en mi lugar? —Ephiny era una guerrera veterana. —Creía que habías empezado a verme como la persona que he llegado a ser, pero es evidente que me equivocaba. —Haz lo que tengas que hacer. Xena se puso la alforja al hombro y empezó a marcharse. Gabrielle alargó la mano y se la puso a Xena en el brazo. El tono de la amante era una súplica. —Xena, si ésta va a ser mi última noche, no me obligues a pasarla sola. —Estoy segura de que cualquiera de tus súbditas estaría encantada de hacerte compañía. Las palabras fueron duras y crueles. Gabrielle dejó caer la mano. Xena avanzó hacia la puerta. Si fuera la última noche de Gabrielle. Sin volverse, Xena dijo: —Por última vez, pídeme que sea tu campeona. —Esperó, con los músculos tensos, el corazón desesperado. El tono de la reina fue tajante. —No. Xena agachó la cabeza, derrotada. Las dos sabían que no se marcharía. Gabrielle se acercó y agarró la alforja con cuidado. Xena la soltó, dejando que Gabrielle se la quitara del hombro y la dejara en el suelo. Regresó con la guerrera y apoyó la cabeza en la espalda de Xena.

—Si pensara que de verdad supone una amenaza para mí, serías mi campeona. Pero no es más que una cría y me ocuparé de ella fácilmente. Conoces mi capacidad. Sabes que digo la verdad. Xena afirmó un hecho: —Eres una guerrera por derecho propio. —Sí, lo soy. —No me enorgullezco de haberte ayudado a convertirte en guerrera, a saber lo que es matar. —No voy a matar a Anais. Lucho por no matar. Igual que tú, mato cuando debo hacerlo. —Igual que yo. —Había amargura en el tono de Xena. —El camino del guerrero es honorable. También lo es mi camino. Lo sabes. Xena asintió. —Lo sé. —Quédate a mi lado mañana. Xena se volvió de cara a Gabrielle. —Hazlo deprisa. Gabrielle puso una mano en la mejilla de la guerrera. —Te lo prometo. Xena cogió la mano de Gabrielle y le dio un beso en la palma. —Que así sea.

28: La palabra de Malcolm —¡Guardia! Malcolm exclamó: —¿Quién anda ahí? —El pasillo estaba a oscuras. —No sufrirás ningún daño. Era una voz de mujer. Malcolm escudriñó en esa dirección. —¿Quién eres? La mujer salió de las sombras. Malcolm contempló su figura imponente. Era alta, de pelo negro, pómulos altos y marcados y piel bronceada. Tenía marcas de heridas: un vendaje en la parte superior del brazo izquierdo y una serie de puntos visibles en la frente. —Soy la mensajera de mi regente. Me han dicho que tú eres uno de los guardias de mi reina.

—Si has venido a matarme... La amazona lo interrumpió. —Te he dicho que no sufrirás ningún daño. —La mensajera respiró hondo para calmar su corazón acelerado—. Draxis ha declarado que mi reina está ilesa. ¿Es eso cierto? Malcolm miró a la izquierda y luego a la derecha. La mensajera intentó aplacar la desconfianza del guardia. —He venido sola. Sólo quería saber si Gabri... —La mensajera se interrumpió—. Si mi reina está bien. Malcolm sintió alivio por poder decir la verdad, aunque sabía que encerrada en ella había una mentira por omisión. —Sí. Nadie le ha hecho daño. La mensajera no desvió la mirada. —Dime, ¿Draxis es un hombre de honor? —Eso pienso yo, amazona. —Bien. Será mejor que regrese a las negociaciones. Malcolm la llamó: —Espera. La mensajera agradeció la oportunidad de continuar la conversación. —Sí. —¿Pagaréis el rescate? La mensajera interpretó las palabras del guardia más como una afirmación, tal vez incluso una súplica, que una pregunta. Respondió con cautela. —Estamos siguiendo las órdenes de nuestra reina. —Gabrielle dijo que teníais órdenes de no pagar un rescate. La mensajera advirtió la familiaridad con que se refería a ella. —¿Eso dijo? —Sí. No parece tener miedo a la muerte. La amazona respondió con sequedad: —No lo tiene. —¿Cómo es posible? —El guardia parecía sinceramente perplejo.

La guerrera habló pensativa. —Porque ha conocido la muerte íntimamente. Malcolm no se dio por satisfecho. —¿A qué te refieres? La mensajera fingió impaciencia. —Yo no soy bardo. Guardia, ni se te ocurra hacerle daño a mi reina. Quien haga daño a un alma tan pura no conocerá la paz. El guardia se rebeló. —A mí no puedes intimidarme. La calma de la mensajera rechazó la rabia de Malcolm. —No tengo por qué hacerlo. Simplemente digo la verdad. El espíritu de Malcolm se doblegó. Su tono se suavizó. —Amazona, ¿tú conocías a Xena? Eso despertó el interés de la mensajera. —Sí, la conocía. ¿Por qué lo preguntas? —Por Gabrielle. Tu reina la amaba, ¿verdad? —Sí. —¿Y Xena? ¿Amaba ella a la reina? La mensajera hizo un esfuerzo por mantener la serenidad. —Se dice que nunca ha habido un amor más grande. —Me pregunto... —El guardia se quedó callado. —¿El qué? —La mensajera quería continuar. El miedo se dejó ver en el tono de Malcolm. —Si la reina querrá seguir viviendo sin ella. La mensajera avanzó un paso. En su voz se advertía un tono apremiante. —¿Qué quieres decir? —No lo sé. Es fuerte, pero tengo la impresión de que también está perdida. —Tiene una hija.

Esto sorprendió a Malcolm. Gabrielle no había hablado de una hija en los fragmentos de historias que le había oído recitar. —¿Sí? ¿Cómo se llama? —Eva. —Ésa es la hija de Xena. —Eva es tan hija de Gabrielle como lo es... lo era de Xena. Eva ostenta el derecho de sucesión de nuestra reina. —Espero que su unión tenga la fuerza suficiente para hacer que Gabrielle siga viviendo. La mensajera estaba ahora segura de que este guardia ofrecía una posibilidad. —¿Cómo te llamas? El guardia dudó un momento y luego decidió responder. —Malcolm. —Bueno, Malcolm. No sé qué va a pasar con nuestras negociaciones. Sí que te puedo decir que nuestra regente no traicionará a mi reina. Si Gabrielle está dispuesta a morir por su tribu, no nos corresponde a nosotras cambiar su destino. —Si Xena estuviera viva... —Pero no lo está, ¿verdad? —Draxis no tardará en perder la paciencia. —Como he dicho, nuestra tribu honrará a nuestra reina. No la desobedeceremos. La conclusión de Malcolm resonó con la rabia que surge del miedo. —¡Entonces morirá! La mensajera le planteó un desafío. —¿Impedirías su asesinato o eres el que llevará a cabo la orden? Malcolm retrocedió un paso como si le hubiera dado un golpe. —Yo no la voy a matar. —Pues puedes unirte a ella en la muerte. No conozco a ningún señor de la guerra digno de ese nombre que esté dispuesto a tolerar la insubordinación. —Soy guardia, no verdugo. —Aunque la orden la cumpla otra persona, tú eres cómplice. No te mientas a ti mismo: eres el verdugo de mi reina, tanto si asestas tú el golpe como si no. Malcolm exclamó:

—¡Pagad el rescate! La mensajera le propuso una alternativa. —Ayúdame a liberarla. —¿Qué? —El guardia no daba crédito a la audacia de la amazona. —Podemos trabajar juntos. Te prometo que no correrá la sangre. Malcolm intentó resistirse a su propia conciencia. —¡Yo no soy un traidor! —Malcolm, debes decidir si quieres ser el verdugo de Gabrielle o el guardia traidor de Draxis. Si nos ayudas, te garantizo la huida con dinero suficiente en la bolsa para llevar una vida decente. —Si estáis dispuestas a pagarme a mí, ¿por qué no pagáis a Draxis? —La Nación Amazona no recompensa el mal. —¡Vete al Tártaro! La mensajera habló de corazón. —Hasta que mi reina esté libre, vivo en el Tártaro. No puede ser peor que esto. Si decides ayudar, ponte en contacto con nuestra regente a través de una de nuestras guerreras. Malcolm se dio la vuelta y se alejó. Xena se quedó mirando al joven guardia. Esperaría a ver si volvía como aliado.

Malcolm había conseguido llevarle a Gabrielle un suministro constante de velas. Tenía la esperanza de que con la luz su aislamiento disminuyera. Temía que su depresión fuera en aumento. Gabrielle estaba cada vez más callada. Parecía vivir en un mundo que existía fuera de la celda. A veces la oía contando historias en la oscuridad. Si estaba lo bastante cerca de la puerta, conseguía seguir la historia. Estaba impresionado por la delicada belleza de la joven, por su título de reina amazona, por su reputación como hábil guerrera y astuta estratega y negociadora. Sólo más adelante se dio cuenta de que Gabrielle también era la famosa Bardo de Potedaia. Sus historias, al menos las que él oía, trataban todas de Xena, la Princesa Guerrera, la campeona y consorte de la reina. Si la mitad de las historias de Gabrielle eran ciertas, tanto ella como Xena eran en verdad mujeres extraordinarias. Gabrielle no se fijó ni en la luz de la vela, ni en la comida, ni en Malcolm, ni en la antorcha. Malcolm intentó entablar conversación, pero Gabrielle no estaba dispuesta. Se acercó a la reina y se agachó ante ella sobre una rodilla. —Gabrielle, me han dicho que Xena tenía una hija. Que tú le diste tu derecho de sucesión. —Sí. —¿No merece la pena vivir por ella? Gabrielle miró a Malcolm.

—No tienes ni idea de lo que pienso o siento. —No, sólo puedo imaginármelo. —Dicho esto, el guardia se levantó y salió de la cámara. Gabrielle siguió su sombra como había hecho ya tantas veces. Se dijo en voz alta: —No, no lo sabes.

29: No es hija de la reina Xena fue a su cabaña. No había guardias en la puerta. Eva no estaba por ningún lado. La guerrera salió, recorriendo el patio con los ojos. Empezó a sentir un escalofrío de miedo por la espalda. La protectora maternal avanzó paso a paso. Cada zancada era amplia, para hacer frente a la temida amenaza. Llamó a la capitana de las guardias, Vaela, que estaba fuera de la sala del consejo: —¿Has visto a mi hija? —No, Xena, no la he visto. —¿Dónde está la reina? —Los miembros del consejo y ella están en el comedor almorzando. Xena se giró bruscamente, luego se detuvo y volvió a mirar a Vaela. —¿Han dicho algo de la niña? —No, Xena. Xena aceleró el paso. Oía a un bebé. Estaba convencida de que era Eva. El llanto del bebé salía de la cabaña de la sanadora. Temerosa de que Eva estuviera herida o enferma, Xena no se anduvo con miramientos ni cortesías. Entró en casa de Simina apartando de un tirón la cortina que tapaba la puerta. Con alivio, encontró a Eva sentada en el regazo de Simina. La sanadora le puso un dedo en la boca a la niña. —Xena, ¿ocurre algo? —¿Por qué está Eva aquí? —A la niña le están saliendo los dientes, como bien sabes. Mi reina me indicó que le aliviara las molestias. A ambos lados de la sanadora estaban dos de las guardias reales. Xena se dirigió a ellas. —¿Por qué no se me ha informado? Cadin, la mayor, habló primero. —Xena, acudí a la reina en busca de instrucciones. Fue ella quien nos envió a Simina. —¿A la reina? Acudís a mí. ¿Me entendéis? Eva no es hija de la reina. Esta niña es mi hija. La incomodidad de Cadin aumentó visiblemente. Desvió los ojos. Xena decidió seguir la mirada de la guardia. Ahí estaba la reina. A su lado estaba Vaela. Gabrielle pasó la mirada de Cadin a Eva y por fin a Xena. La reina habló:

—Xena, no quería interrumpir tu entrenamiento. No volverá a ocurrir. Lo siento. Una sombra había caído sobre Gabrielle. Sus ojos estaban apagados y distantes. Se dio la vuelta y salió de la cabaña seguida de Vaela. ¿Cómo podía Xena explicar su reacción? Era su miedo. La vida de Eva había corrido peligro desde su concepción. No había miedo materno que pudiera estar más justificado. Simina no era de las que rehuían un enfrentamiento. Su actitud lo decía todo. Sus palabras fueron concisas mientras les indicaba a las guardias que esperaran fuera. —Coge a tu hija. Xena alargó las manos y cogió a Eva de brazos de Simina. Abrazó a esta vida inocente. Aspiró el dulce olor de su cuerpo, dejando que la suavidad del tacto de Eva se adueñara de ella. —Xena, nadie te arrebatará jamás el amor de tu hija por ti. Por grande que sea tu amor por ella, sé que eso no ha disminuido tu amor por mi reina. Debes saber que Eva puede querer a otros y seguir queriéndote a ti por encima de todos y más allá de lo que puedas imaginarte. Y recuerda, las palabras, sobre todo las inducidas por el miedo, son capaces de causar una herida mucho más profunda y mucho más incurable que cualquier espada. Lo que decía la sanadora era cierto. Xena lo sabía y su alma clamó por recuperar el favor de Gabrielle. —Simina, ¿querrías cuidar de Eva hasta que vuelva? —Por supuesto, guerrera. Xena sonrió. El uso que hacía Simina del término "guerrera" lo había acabado convirtiendo en un término cariñoso. Xena sabía que Simina reconocía y aprobaba lo que se debía hacer. La madre le dio un beso a su hija en la mejilla antes de consentir en separarse de ella. —Puede que tarde. —Estoy dispuesta a darle todo el tiempo que necesite. Xena sabía que se refería tanto a Eva como a la reina. Xena volvió a encontrarse a Vaela fuera de la sala del consejo. —¿Está aquí la reina? —No, Xena. Me ha dicho que me quede aquí y ha echado a andar hacia el prado del norte. — Xena guardó silencio mientras pensaba en cómo interrumpir la soledad de Gabrielle. La voz de Vaela la sacó de sus reflexiones—. Xena, estoy segura de que mi reina daría su vida por tu hija. A Xena no le cabía duda. Gabrielle había demostrado la veracidad de lo que decía Vaela una y otra vez. —Lo sé, Vaela. —Quiere a Eva como si fuera suya. —Sí, es cierto.

Vaela dijo, más como pregunta que como desafío: —Pero para ti mi reina nunca podrá ser tu igual como madre. —Te equivocas, Vaela. Gabrielle es tan responsable de traer a Eva al mundo como yo. —Ojalá ella creyera que eso es lo que piensas. —Si no lo cree por mis palabras, me aseguraré de que lo crea antes de que acabe el día. —Hace falta valor para reconocer un error. —Tal vez. Pero creo que esta vez hará falta humildad para corregir una injusticia. —Tú sabrás. —¿El prado del norte? Se inclinó levemente. —El prado del norte.

El prado del norte era el preferido de Gabrielle. Estaba rodeado de altos árboles. La hierba era alta. Se inclinaba con la brisa, agitándose como la ola de un océano. Un riachuelo lo atravesaba con el agua fresca de las montañas. Con él llegaba la música de las leves corrientes al pasar por encima de las piedras. Gabrielle y Xena habían pasado juntas más de una noche allí, bajo las estrellas. Durante la cosecha, cuando la luna era grande y brillante, a Gabrielle le parecía que podía levantar la mano, tocar el astro y absorber la sabiduría de todos los tiempos. Ahora no era una noche de seguridad. No estaba echada al lado de Xena. Era mediodía. El calor del sol caía sobre sus hombros desnudos y le subía por las piernas desde la tierra. La reina contuvo sus emociones hasta que llegó a la pequeña extensión de tierra junto al gran árbol que siempre les daba sombra. Se inclinó hacia el árbol, sujetándose con las manos, notando su fuerza, percibiendo la vida de su savia que palpitaba como la sangre de sus propias venas. Fue aquí, en medio de toda esta vida, donde abandonó el control que se había impuesto a sí misma y se permitió llorar. La pena se le atravesó en la garganta. En su mente resonaba la declaración de Xena: "Eva no es hija de la reina". Por sangre, eso era cierto, pero sólo por sangre. Gabrielle no podía hacer nada, ni podía decir nada, para rebatirlo. Se hundió física y emocionalmente como no lo había hecho desde su crucifixión. Desde el momento de la resurrección, aceptó su propia fuerza y luchó ferozmente. Protegió a Xena y la promesa de un hijo. Y cuando nació Eva, la promesa se hizo carne y hueso. Claros ojos azules, manos suaves y osadas, una voz empeñada en imitar el grito de batalla de su madre. Por todo lo que significaba la vida, amaba a la guerrera y a la niña. Tal vez había hecho mal en desear que Eva formara también parte de ella, pero se estaría engañando a sí misma si dijera lo contrario. Era el deseo de su corazón. Ahora Xena había establecido el límite sin lugar a equívocos. "Eva no es hija de la reina". Gabrielle se dejó caer de rodillas, con la espalda encorvada sumisamente, doblegada por un peso terrible. Siguió llorando. La pérdida era doble. No sólo de esta forma Eva quedaba distanciada de su amor, sino también la guerrera. Su unión se había alterado. Ya no ocupaba un lugar al lado de Xena como su igual en la vida. La niña había ocupado su lugar. La bardo no era capaz de

enfurecerse. No podía condenar el amor de una madre. Conocía ese amor demasiado bien. Había jurado proteger a Eva con su vida. Tenía toda la intención de asegurarse de que Eva no tuviera que luchar constantemente por ser feliz. Las tragedias de Esperanza y Solan no iban a repetirse. Volvió el cuerpo y se apoyó en el inmenso tronco, sujetándose, sintiendo el anhelo del corazón humano que subía desde los rincones más profundos de su alma hasta la superficie. El círculo de su vida, en el que habían estado incluidas Xena y Eva, se había reducido, colocándolas a las dos fuera de lo más íntimo, dejándola a ella en una soledad que amenazaba con quitarle el aliento. Lo que consideraba su razón para vivir, la capacidad de demostrar su amor sabiendo en lo más profundo de su ser que su amor era bien recibido, necesitado, deseado, todo esto era ahora objeto de duda. Xena oyó a Gabrielle antes de localizarla debajo del árbol. El remordimiento de Xena amenazaba con consumirla. Las suyas habían sido unas palabras brutales para la bardo. Había esperado algo de misericordia, que el dolor de Gabrielle no fuese tan profundo, pero la guerrera sabía que no iba a ser así. La naturaleza de Gabrielle era tal que jamás podría dejar de sentir del todo la dureza de la vida. La guerrera se detuvo a cierta distancia. Por un momento se sintió cobarde. No creía ser capaz de decir las palabras adecuadas. Seguiría la mejor lección que le había dado Gabrielle a ella. Xena permitiría que su corazón la guiara. Reina, bardo, guerrera por derecho propio, todo eso carecía de importancia. Gabrielle era una mujer que sufría. No percibió a su compañera como sólo ella podía. No lo hizo hasta que la mano de la guerrera le cogió delicadamente la muñeca y le bajó el brazo para destaparle la cara cubierta. Sintió el tirón de Xena cuando la abrazó. Xena se arrodilló delante de la bardo. Habló primero con el tacto. Gabrielle siguió llorando. La pena de la bardo tenía sus raíces en su humanidad. No había vergüenza alguna en su fragilidad. Una vez más, pidió disculpas: —Lo siento. El tono de Xena transmitía su remordimiento. —No lo sientas. No has hecho nada malo. Estaba asustada. A ti te confío el cuidado de Eva. Me cuesta confiar en los demás. —Sé que tu amor por Eva es lo primero. Xena se sintió atravesada por la rabia. —No. No digas eso jamás. Gabrielle, mírame. —Xena se apartó de Gabrielle—. Mírame. Gabrielle obedeció con timidez. —Te amo. Durante todos los años que hemos estado juntas, tú has sido el centro de mi vida. Eso no ha cambiado. Jamás cambiará. ¿Me oyes? —Xena. —No, no voy a perderte. Otra vez no. Me niego. —Pero Eva...

—Eva es nuestra hija. ¡Nuestra! Cuando nos abraza, nos abraza juntas, no por separado, no aparte. Cuando pienso en ella, la imagino en tus brazos, en el centro de mi vida. Las dos, juntas. Gabrielle alargó la mano y acarició la mejilla de Xena. Ésta alzó la mano y se la puso a Gabrielle en el antebrazo. —Gabrielle, jamás te consideres nada menos que mi amor.

30: Esperando Como esperaba, Malcolm aceptó organizar la liberación de Gabrielle. Se moverían deprisa. Había que completar todos los preparativos antes de su siguiente turno. Gabrielle no sabría que iban a venir. Xena sabía que debía ser paciente durante unas cuantas marcas más. Habían tardado más de lo que la guerrera esperaba en asegurar la libertad de Gabrielle. Ella había tardado en curarse de la caída por el acantilado. Uno de los hombres de Draxis le pegó un golpe en la cabeza por detrás mientras luchaba contra otros tres. Su caída provocó una pequeña avalancha de rocas y tierra, lo cual hizo creer a Draxis que había quedado sepultada viva. Para acallar sus temores, Draxis hizo que sus hombres examinaran el lugar. No encontraron ni rastro de ella. Y de esa forma, se marchó con Gabrielle como premio. Las amazonas de la tribu heridas pero vivas fueron mucho más diligentes. Encontraron a la guerrera y la desenterraron. Xena tardó en estudiar las defensas de Draxis. Eran fuertes. Advirtió irritada que el señor de la guerra era inteligente y estaba bien armado. Sabía que tenía que poder garantizar la seguridad de Gabrielle desde dentro al infiltrarse en la prisión. Malcolm era su forma de acceso. El chico no sabía qué aspecto tenían ni la Princesa Guerrera ni la regente. Xena se hizo pasar a propósito por una de las guerreras de la reina. Si Malcolm traicionaba a las amazonas, las defensas de Draxis serían aún más fuertes si se sabía que ella seguía viva. Acudir a Malcolm había sido un riesgo, pero Xena necesitaba oír la voz del guardia, observar su lenguaje corporal antes de poner en marcha su estrategia. Para Xena era evidente que el joven guardia había tomado afecto a su compañera. Al apelar a su corazón obtuvo la respuesta necesaria. Malcolm había asumido la carga del papel del traidor entre los hombres de Draxis. El joven no tardaría en ganarse su gratitud y su amistad. La preocupación del guardia por Gabrielle dejó muy afectada a Xena. Gabrielle había sido libre toda su vida: si no físicamente, todavía podía escapar por medio de su imaginación. Xena se consoló pensando que Gabrielle estaba utilizando su don como narradora para aguantar. Hasta qué punto había resultado herido el espíritu de Gabrielle era algo que no se sabría hasta que estuvieran reunidas. Para Xena la separación había sido casi insoportable. Obligó a su cuerpo a adelantarse a su curación. Simina discutió, pero como siempre, la sanadora acabó apoyando a la guerrera. Xena dictó cada palabra intercambiada oralmente o por carta. El arrogante deseo de Draxis de presentarse como el que la había matado se usó en provecho de la tribu. Fingieron desorganización y pidieron tiempo para poner en orden su gobierno. Alargaron las negociaciones e hicieron creer a Draxis que tenía la ventaja al acceder a su exigencia de que todos los encuentros tuvieran lugar en su cuartel. La labores de espionaje fueron exhaustivas, pero muy largas. Xena se mantuvo todo el tiempo en la sombra, a lo lejos, como un espectro inalcanzable. Nunca conseguía acercarse lo suficiente para ver a la bardo. Los informes decían que la reina amazona estaba encerrada en una cámara, nada menos que una prisión en el centro mismo de la fortaleza de Draxis. Los pasillos para llegar a Gabrielle estaban diseñados como un intrincado laberinto. Malcolm era la llave para llegar y abrir la puerta de la cámara de Gabrielle.

La guerrera anhelaba a la bardo. Echaba todo de menos: su presencia, su sabiduría, su compasión, todo lo cual irradiaba de su voz, su risa, su sonrisa, sus caricias. Echaba de menos el olor que le quedaba después de compartir horas de pasión. Echaba de menos su humanidad sin compromisos. Lo que Xena no echaba de menos porque hacía tiempo que se había aposentado en su corazón era el amor de Gabrielle. Ningún tipo de separación le arrebataría jamás eso a la guerrera.

31: El futuro Gabrielle abrió los ojos a la oscuridad implacable. No hacía mucho que Xena y ella habían sido salvadas por Artemisa. Al principio de su vida con la guerrera era su optimismo lo que la ayudaba a llegar al día siguiente. Murió en la cruz, con Xena a su lado. Conoció el Paraíso y probó el Infierno. Tanto Xena como ella volvieron a vivir de nuevo. Su vida cambió tras su resurrección. Era difícil de definir. Era una consciencia que no podía expresar con palabras. Miraba a Xena sabiendo que la guerrera lo era todo para ella. Aunque al saber esto, sabía más. Sabía que había promesas entre ellas y que esas promesas eran más grandes que la vida misma. En el Paraíso sabía que tenía que luchar con el alma corrupta de Xena. Sabía que Xena, la Xena a quien amaba, habría preferido la aniquilación antes que hacer más daño. Sabía que Eva se centraba en torno a otra promesa. La vida de la niña tenía más importancia que la vida de las dos por separado o unidas. En la oscuridad sabía que la muerte a la espera en los labios de Xena la noche después del incendio ya no era aceptable. Mientras que antes sólo miraba a Xena, ahora estaba obligada a ver a Eva. Ésta era el futuro y Gabrielle tenía la obligación de luchar por el derecho de estar al lado de Eva, de ser su madre, amiga, maestra y reina. Sabiendo que el alma de la niña había sufrido grandes tragedias en una vida anterior, le correspondía a Gabrielle suavizar la maldición de perder a su madre de bebé. Malcolm le había dicho el tiempo que había pasado. Llevaba en la cámara un ciclo lunar y medio. Su pueblo cuidaría de su hija. El hecho de que Eva era su hija tras la muerte de Xena había sido declarado y registrado por el consejo gobernante. Lo mismo con el derecho de sucesión. Su regente estaba negociando por su vida y su deber por encima de cualquier otro consistía en vivir por su hija. ¿Cuántas veces había perdido a la guerrera? Cada una de esas veces había puesto a prueba su decisión de vivir, de seguir adelante, de honrar el legado de la vida que habían compartido. Había demasiados recuerdos para escoger únicamente las lágrimas. El mejor era el día en que nació Eva, la alegría indescriptible de una segunda oportunidad. La pérdida de Solan jamás se olvidaría. Eva era un regalo de absolución, una oportunidad para que dos vidas se entregaran a preservar la inocencia de una niña. Cuánto lloraba Gabrielle a Xena y cuánto anhelaba igualmente sostener a su hija en sus brazos. Gabrielle cerró los ojos y se concentró en la niña. Las manitas, los ojos como platos que lo absorbían todo, la sonrisa espontánea, el grito maravillado. Oía a Eva. Veía a la niña, nunca muy lejos de la guerrera, su madre, el amor de Gabrielle. Ésta se aferró a esos recuerdos. Draxis podía jactarse de la muerte de Xena, pero no se jactaría de haber destruido a la reina amazona. La puerta de la celda se abrió con un violento tirón del cerrojo. Se acercó una llama. Gabrielle tuvo que taparse los ojos. No era Malcolm. El paso era rápido y brusco. Se preguntó si había perdido a su aliado con el cambio de la guardia. El intruso no estaba solo. El ruido de múltiples pisadas era difícil de cuantificar. —¡Gabrielle!

La voz era demasiado familiar. Resonó en las paredes. La reverberación le atravesó la piel y le temblaron hasta los huesos. —Xena. —Aquí estoy. ¿Te han hecho daño? Malcolm intervino: —¿Tú eres Xena? Xena respondió sin apartar la vista de Gabrielle. —Sí. —Te he dado mi palabra. Xena se volvió hacia el guardia que era su cómplice y luego de nuevo hacia su bardo. —¿Gabrielle? —Xena, estoy bien. —Vamos a sacarte de aquí. Gabrielle necesitaba saberlo. —¿Y Draxis? —Vivo si tiene la inteligencia suficiente para dejarnos marchar. No como ese necio guardia viejo. Gabrielle miró a Malcolm. —¿Ogden está muerto? Malcolm contestó: —Sí. Iba a dar la alarma. Xena interrumpió: —Evitemos que el buen hacer de Malcolm no sirva para nada. Gabrielle, tenemos que irnos. Podemos hablar luego. —Malcolm, ¿has matado tú a Ogden? —No he tenido elección. La impaciencia de Xena llegó al límite. Cogió a Gabrielle en brazos y se la llevó para ponerla a salvo. Gabrielle le dijo al guardia: —Lo siento.

32: Resoluciones Gabrielle estaba de pie en la intimidad de la cabaña de la reina. Xena estaba sentada mirando a su compañera. Malcolm era ahora un fugitivo. Xena había cumplido la promesa que le había hecho. Recibió fondos suficientes para emprender una nueva vida lejos del señor de la guerra. Se marchó de la provincia con un contingente de guerreras amazonas en cuando todos escaparon de la fortaleza de Draxis. Gabrielle fue a la cuna y acarició el naciente pelo del bebé. Las manos de Eva eran milagrosamente pequeñas y sin embargo fuertes al agarrar el dedo de Gabrielle. Ésta sonrió. Esta niña inocente auguraba el crepúsculo de los dioses. Ni Xena ni ella sabían por qué o cómo iba a ocurrir esto, sólo que ellas vivían para que la niña pudiera vivir, para que la niña pudiera conocer el amor más grande. Por eso aguantaba Gabrielle. Aguantaba por su familia, su hogar. Fue hasta Xena y apoyó la cabeza en el regazo de la guerrera. Ésta acarició el corto pelo rubio de su compañera. —Te quiero, Xena. —Y yo a ti. —Xena había notado hacía ya tiempo que con la madurez la bardo hablaba menos. No era propio de Gabrielle llenar todos los silencios con preguntas y observaciones. Gabrielle había visto y vivido tanto que sus ojos se maravillaban menos con lo extraordinario. Mejor dicho, descubría la maravilla de la vida en lo cotidiano. Aunque lo extraordinario afectaba a sus vidas, no era algo que buscaran. La jovencita del pasado quería aventuras. La mujer del presente quería paz. Xena sabía que no podrían tener paz enfrentadas al odio de los dioses. Así y todo, todavía podían compartir momentos como éste. Sin duda se producían sin la bendición de los dioses—. ¿Qué tal tienes los ojos? —Se van adaptando. Los colores, las caras de la gente, incluso las que algunos considerarían feas, tienen su propia gracia. Esto lo sabes cuando te lo quitan y anhelas recuperarlo. —Te he echado de menos, bardo mía. —Nosotras nunca acabaremos. —Gabrielle levantó la cabeza y se quedó mirando los ojos de zafiro que la atravesaban, tocándole el alma. Gabrielle se refería a mucho más que su amor. Más que a Eva, que iba a ser su legado en carne y hueso. Para Gabrielle, su historia era el testamento de todos aquellos cuyas vidas habían tocado y que las habían tocado a ellas. Su legado era cada acto de caridad, cada defensa de los débiles, los pobres o los oprimidos. Ellas sacaban su fuerza la una de la otra, eso era cierto. Pero la razón de su existencia se extendía más allá de la otra hasta el bien supremo. Su vida tenía un aspecto público y otro privado. Cuando estaba presa, Gabrielle se había concentrado en lo privado, lo personal. Su amor por Xena era el origen de su pasión por la vida. Sin embargo, ahora que las dos estaban libres, seguirían adelante. Volverían a entrar en el terreno público y continuarían con su empeño de dar donde otros no podían o no querían. Pronto reanudarían el viaje hacia su destino.

FIN