Koselleck - Progreso y Declive

“Progreso” y “declive”. Apéndice a la historia de dos conceptos* REINHART KOSELLECK La historia que sigue se produjo en

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“Progreso” y “declive”. Apéndice a la historia de dos conceptos* REINHART KOSELLECK

La historia que sigue se produjo en los años ochenta del siglo XIX, en la aldea de Frenke, en el valle del Weser. El segundo hijo más pequeño de una familia de artesanos había sido confirmado. Tras volver a casa, recibió por última vez una cachetada y pudo, entonces, sentarse a la mesa. Hasta entonces, como todos los niños, tenía que comer de pie. Ésa era la costumbre. Y ahora viene la historia, tal como me la relató su protagonista1. Él era el hijo menor de la familia, todavía sin confirmar, y también a él se le permitió sentarse a la mesa, sin recibir ninguna cachetada. Cuando la madre, sorprendida, preguntó qué era aquello, el padre dijo: “Esto es el progreso”. El joven estuvo atento en su pueblo intentando descubrir, en vano, qué era el progreso. El pueblo se componía entonces de cinco propietarios de arriendos completos, dos propietarios de medios arriendos, siete artesanos y siete agricultores. Pero ninguno sabía la respuesta. Y, sin embargo, era un término en uso: podía ser un término leído o bien una frase de moda captada en la ciudad, y se ajustaba al nuevo estado de cosas. Una vieja costumbre desaparecía. No sabemos cómo describió la madre ese acontecimiento. Si hubiese dominado, lo cual no era el caso, el lenguaje culto de la nostalgia, habría quizás podido utilizar el concepto de decadencia, de declive, para describir el mismo acontecimiento, aunque desde otro punto de vista. En este punto nos abstendremos de sugerir que nuestra historia es sintomática del largo proceso a través del cual Europa se ha transformado y se sigue transformando en el mundo de las sociedades industriales modernas. Queremos preguntarnos, ante todo, acerca del uso de esa palabra, acerca de lo que el empleo de esa palabra nos manifiesta aquí. Obviamente, la caracterización “esto es el progreso”, situaba en una perspectiva temporal esa repentina injerencia en la estructura social tradicional de un hogar artesano. Con anterioridad, se consideraba la confirmación no sólo como un rito religioso, sino como un rito de iniciación social: ahora eso estaba cambiando. El acceso a la mesa de los adultos se desvinculaba de la costumbre religiosa. Antes de un modo, ahora de otro, ésa es la articulación mínima que nuestro testigo principal nos brinda en el uso de la palabra progreso. Y, al mismo tiempo, es perceptible el matiz de que la nueva práctica es mejor que la pasada. Pero hay algo más que se recalca: sentar al hijo a la mesa no es un acto propio del padre, sino que “es el progreso”. Así pues, el artesano no hace sino llevar a cabo lo propio de su tiempo. El agente empírico de la acción se libera de su carga, no hace sino realizar un acto cuyo origen y sentido son atribuidos

*

Reinhart Koselleck, “‘Fortschritt’ und ‘Niedergang’. Nachtrag zur Geschichte zwier Begriffe”, en R. Koselleck y P. Widmer (eds.), Niedergang: Studien zu einem geschichtlichen Thema, Stuttgart, KlettCotta, 1980, pp. 214-230. Recogido también en The practice of conceptual history, Stanford, Stanford University Press, 2002, pp. 218-35; y en Begriffsgeschichten, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2006, pp. 159-81. 1 Prof. Dr. Heinrich Grupe (1878-1976).

2 al progreso. El acto individual se descubre como un devenir que se hace efectivo a través de los agentes. Hemos obtenido, así, dos criterios que caracterizan este uso verbal en el ámbito cotidiano en torno a 1890: en primer lugar, se trata de un concepto que implica una perspectiva temporal y, en segundo lugar, es un concepto que implica un sujeto activo transpersonal: “es el progreso”. Con ello nos encontramos ya en el centro de nuestro planteamiento. Pues ambos aspectos (la perspectiva temporal y el empleo del progreso como un órgano suprapersonal de realización del devenir) reaparecen tanto en el plano del lenguaje cotidiano como en el plano del lenguaje político y científico. En las páginas que siguen describiré el surgimiento y el empleo del concepto de progreso en tres etapas, para preguntarnos después cómo se opone a él el concepto de declive. Como anticipo de mi tesis diré: el de progreso es, al contrario que el de declive, un concepto moderno, cuyo contenido de experiencia y cuyo excedente de expectativa no existían con anterioridad al siglo XVIII. Los conceptos premodernos de declive o decadencia cambian, de forma consiguiente, su filiación topológica en la época contemporánea. Puede presuponerse sin disputa que el concepto de progreso está específicamente calibrado para poder asumir experiencias modernas, en concreto el hecho de que las experiencias tradicionales son sustituidas por otras nuevas a una velocidad increíble. Recuérdese únicamente el cambio desde el coche de caballos al automóvil y el tren, hasta llegar al avión a reacción, a la aceleración que ha supuesto y por la que, en siglo y medio, los elementos espaciales de la naturaleza han sido completamente reconfigurados. Y, al mismo tiempo que cambian las formas de desplazamiento de los humanos, cambia también su día a día, cambia su mundo laboral y cambian sus expectativas. Pero detrás de la aplicación del término “progreso” (que, debido a sus consecuencias negativas, se emplea con escepticismo creciente) a un proceso técnico-social, hay un problema de nuestro lenguaje, del lenguaje que se ocupa de las transformaciones y los procesos políticos, sociales e históricos. Tanto “progreso” como “declive” son palabras que pretenden conceptualizar desarrollos del tiempo histórico. Pero, lingüísticamente, es necesario un enorme esfuerzo de abstracción cuando es el tiempo mismo el que debe ser redescrito, pues el tiempo escapa a la intuición. Por supuesto, el pasado puede ser mostrado de modo intuitivo: las arrugas en la cara señalan la edad y la intensidad del trabajo del tiempo sobre el rostro. La altura de los árboles o el estilo de los edificios o los tipos de coches nos permiten reconocer en un vistazo el tiempo pasado, el inicio, crecimiento o la perduración y decadencia. El pasado puede ser mostrado. Pero no es posible hacer visible el entrecruzamiento de futuro, pasado y presente, que es una precondición en los seres humanos, y mucho menos el futuro en sí mismo. Este hallazgo antropológico repercute en el uso de las expresiones históricas que deben tematizar el tiempo. Para ser comprensibles, casi todas esas expresiones han de hacer referencia a un trasfondo de carácter espacial y natural. El término “movimiento” (Bewegung) incluye el “camino” (Weg) que se recorre; “progreso” (Fortschritt) implica el acto de desplazarse (fortschreiten) espacialmente de aquí a allá; en “decadencia” o “declive” se apunta un recorrido descendente y se hace alusión también al proceso de degradación de

3 un cuerpo vivo; incluso “revolución” tuvo inicialmente un significado espacial referido a la órbita circular recorrida por las estrellas, antes de que la expresión se aplicara a procesos sociales y políticos. Así pues, las expresiones sobre la historia, especialmente sobre el tiempo histórico, toman su terminología en primer lugar de la naturaleza de los seres humanos y de su entorno. A ello hay que añadir numerosos préstamos tomados de los ámbitos de experiencia dominantes en un determinado tiempo, del mito, del constitucionalismo político, de la Iglesia y la teología, de la técnica y las ciencias naturales, para explicar los fenómenos históricos. Por de pronto, no existen conceptos auténticamente históricos, que sólo tengan que ver con el tiempo histórico. Se trata siempre de metáforas. Por tanto, en las páginas que siguen tendremos que prestar atención al contenido metafórico de nuestros conceptos, para poder sopesar mejor su capacidad de expresión de la historia. Al comienzo se ha presupuesto simplemente que el concepto de progreso es un concepto moderno. Ahora, mi tesis respecto a la historia de este concepto sería ésta: el concepto de progreso se ha convertido en un concepto moderno porque ha abandonado o ha olvidado su referencia de fondo al desplazamiento espacial. La referencia figurativa se ha difuminado. El concepto de progreso se convierte en torno a 1800 en un auténtico concepto histórico, mientras que “declive” y “decadencia” no han podido abandonar del mismo modo su referencia de fondo natural y biológica. Para mostrarlo, permítaseme primero volver la mirada a la Antigüedad y a la Edad Media. I Es una afirmación trivial la de que, siempre que los seres humanos participan de la historia, se producen experiencias de transformación y de cambio, que afectan, para mejor o para peor, a los implicados en ellas. En este sentido, hay numerosas expresiones en Grecia y Roma, que pueden manifestar un relativo progreso en el ámbito objetivo y de experiencia de ese periodo: “prokope”, “epidosis”, “progressus”, “profectus” – así como las manifestaciones contrarias de una “metabole” con la tendencia a la decadencia, “tarache kai kinesis”, en el sentido de confusión y destrucción o las metáforas de la enfermedad, para describir la desintegración política2. Recuérdese ahora la figura de los ciclos constitucionales, con cuya ayuda pueden describirse las oscilaciones en la organización humana. Así, por ejemplo, describe Polibio, resumiendo argumentos helenísticos, el surgimiento de las tres formas puras de gobierno y su correspondiente decadencia en el espacio de tres generaciones. En este sentido, ascenso y declive son dos conceptos en los que uno deriva del otro. Se trata, dentro de las mismas comunidades de acción política, de conceptos sucesivos. Y si se comparan dos comunidades diferentes, por ejemplo Grecia y Roma, entonces el declive de una puede ser asociado o contrastado con el ascenso de la otra. Entonces se trata de conceptos opuestos del mismo rango, al parecer utilizados con menos frecuencia en la Antigüedad. Las constituciones quedan siempre, en todo caso, dentro del ámbito de unas posibilidades finitas y prefijadas de modo natural, 2

Véase el volumen editado por Reinhart Koselleck y Paul Widmer, Niedergang. Studien zu einem geschichtlichen Thema, Stuttgart, 1980; y, en él, las contribuciones de Walbank, Franz Georg Maier y Herzog; además, Christian Meier, “‘Fortschritt’ in der Antike”, en Otto Brunner et alii (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe, vol. 2, Stuttgart, 1975, pp. 353-363.

4 que no pueden ser sobrepasadas. La única acción que parece capaz de atravesar ese ámbito es la mezcla, políticamente acertada, de diferentes elementos constitucionales, para lograr una mayor estabilidad. Y si ello evita la normal decadencia, no por ello abre un camino de progreso hacia un futuro mejor. Conviene recordar esto, cuando describamos más adelante el moderno concepto de progreso. Añadamos una segunda nota al uso clásico de esos conceptos. Cuando en la Antigüedad se registran progresos, se trata siempre de una mirada retrospectiva, nunca de la apertura de un nuevo horizonte. Tucídides muestra, en su conocida introducción a la historia de las guerras del Peloponeso, cuánto se diferencian los griegos de los bárbaros gracias a su ordenamiento jurídico y a su desarrollo técnico y militar. Es posible que antes los griegos vivieran como los bárbaros, llevaran armas en tiempos de paz, secuestraran a las mujeres y que tuvieran otras costumbres similares a las de los bárbaros. Ahora, es decir, en el siglo V, los griegos han dejado ya bien atrás esa situación. Pero precisamente a causa de su organización en polis, de su activo comercio y de su elevado potencial militar se habían vuelto capaces de sostener una guerra civil, cuya crueldad y cuyo coste no habían sido sobrepasados hasta entonces. Formulado de modo moderno, nos hallamos ante un cierto modelo de progreso que, a partir de la historia pasada y de la comparación con los bárbaros contemporáneos, concluye la singularidad y la excepcionalidad del grado de civilización alcanzado por los helenos. Pero no es un camino que lleve hacia el futuro. El resultado, esto es, la guerra civil, sólo puede ser descrita mediante las categorías médicas de la enfermedad, alejadas de un nuevo progreso abierto hacia el futuro. Falta, por tanto, en Tucídides, un concepto genérico que conciba la historia pasada de los griegos como un proceso de progreso. Añadamos otra nota más: cuando, en la Antigüedad, se registran progresos, son siempre parciales, por ejemplo en la ciencia o en la pacificación del Mediterráneo por la Pax Romana, pero nunca se refieren a procesos sociales globales, tal y como hoy ligamos nosotros el progreso con, por ejemplo, la tecnificación o la industrialización. Lo que la dominación mundial de la Roma Eterna podía ofrecer era perduración y estabilidad, pero no el progreso hacia un futuro mejor. De hecho, una de las formas más habituales de interpretación histórica de la época de los césares consistía en valorar dicha época según el modelo pasado de la República. La duración del Imperio y su decadencia se complementaban mutuamente, cubriendo siglos de experiencia. Que el mundo se halla en un estado de vejez es una interpretación que la Antigüedad tardía hace de sí misma y que siempre se relaciona con el mismo concepto: el de “senectus”3. El concepto de “declive” era, por tanto, más adecuado para describir un desarrollo social global, de dimensiones casi cosmológicas, que las variantes de un avance parcial. Lo dicho es igualmente válido para los paganos y para los cristianos. Es cierto que para los fieles cristianos se había abierto un nuevo horizonte de futuro, el de la esperanza de la Jerusalén celeste, pero se trataba de un reino que se haría realidad tras el fin de la historia. En este mundo podían aferrarse a la perduración de Roma o del Imperio romano, en especial desde que el cristianismo se había convertido en religión del imperio, hecho en el que podían entrever un cierto progreso frente a la época de su persecución. Pero eso no 3

Véase la contribución de Franz Georg Maier en el volumen citado.

5 restaba un ápice a la esperanza de que el mundo se transformaría con la segunda venida de Cristo y de que el Juicio Final pondría fin a la existencia anterior. Igualmente, siguiendo la doctrina cristiana del intervalo entre la creación y el fin del mundo, una vez producido el nacimiento de Cristo, el mundo, en realidad, se hallaba en la última edad, en la última “aetas”, es decir en la “senectus”, dentro de la que nada fundamentalmente nuevo podía ocurrir. La metáfora biológica de la “senectus” podía, por tanto, ser entendida tanto al modo pagano (como la esperanza de una nueva juventud, que por todas partes reabriría el ciclo), como al modo cristiano, como un presagio del fin del mundo y de la resurrección de los muertos. Allí donde los teólogos hablaban de “profectus” o, menos frecuentemente, de “progressus”, ese progreso hacía referencia a la salvación de las almas4. Así, San Agustín compara, en una metáfora biológica, al pueblo de Dios con una persona educada por Dios. De edad en edad, el pueblo de Dios avanza en el tiempo, para –y es un punto crucial en esta metáfora– elevarse de lo temporal a la experiencia de lo eterno, para ascender de lo visible a lo invisible5. Esta forma de progreso será descrita una y otra vez por los Padres del la Iglesia y por los escolásticos: “profectus hominis donum Dei est”6, o, tal y como predicó una vez Bernardo de Clairvaux: “in via vitae non progredi, retrogredi est”. Quien no avanza, retrocede, o: “nadie es perfecto, si no aspira a una mayor perfección”7. Encontramos aquí ya la relación asimétrica predominante entre progreso y retroceso, que opone al perpetuo cambio de la existencia terrenal un movimiento dirigido y orientado a un fin, movimiento que, en otro contexto, puede parecer moderno. Pero este progreso –profectus dirigido a la perfectio– afecta al reino de Dios, que no debe ser confundido con el reino de este mundo. El camino a la perfección no puede apreciarse en años, sino sólo en las almas: “perfectio non in annis, sed in animis”8. En el uso verbal de la Edad Media, se trata muy frecuentemente de conceptos correlativos, cuyo sentido se deriva de la doctrina de los dos mundos. Si bien la doctrina de los dos reinos, el divino y el terrenal, sufrió muchas metamorfosis a lo largo de la Edad Media, raramente han llegado estas metamorfosis tan lejos como para considerar el progreso una ley terrenal. Por el contrario, en Otto de Freising, por ejemplo, el envejecido mundo se hunde cada vez más en la miseria –“defectus”– en la medida en que los fieles son más conscientes de la proximidad del venidero reino de la paz eterna – “perfectio”. Referidos a este mundo, para Otto de Freising, los conceptos de ascenso a la perfección y declive son conceptos correlativos –a menudo descritos verbalmente–: cuanto más miserable este mundo, más cercana la salvación de los elegidos. Pero el futuro no es una dimensión del progreso, sino del fin del mundo, cuyos presagios se buscaban una y otra vez, y una y otra vez eran hallados9. 4

Sobre lo que sigue, véase mi artículo, “Fortschritt”, en Geschichtliche Grundbegriffe (ver nota 2), pp. 363423. 5 De Civitate Dei 10.14. 6 Isidoro de Sevilla, Sententiae 2.5.3, Migne, Patrologia Latina, t. 82 (1862), 604. 7 Sermones de Sanctis. In purificatione B. Mariae 2,3, Migne, Patrologia Latina, t. 183, 369 C, y Epistolae ad dragone monachum, § I, Migne, Patrologia Latina, t. 182, 100. 8 Paulino de Aquileia, Liber exhortationis, vulgo de salutaribus documentis, c. 43 (ca. 795), Migne, Patrologia Latina, t. 99, 246 A. 9 Sobre ello, Melville, en el volumen citado arriba (nota 2).

6 Por supuesto, en la Edad Media, como en la Antigüedad, había también, dentro de este mundo, progresos excepcionales u ocasionales: en las ciencias o en la doctrina imperial del camino del Oeste al Este, en la arquitectura y en el ámbito de las novedades técnicas, en el derecho canónico, o, desde un punto de vista social, también, pasaderamente, en tiempos de paz: pero dichos progresos parciales no niegan la experiencia básica de que el mundo, en su conjunto, envejecía y se apresuraba a su final. Los progresos en lo espiritual y el declive terreno eran en esa medida conceptos correlativos, los cuales impedían concebir el paraíso terrenal, como tal, en términos progresivos. II Debo disculparme por resumir dos milenios de un modo tan general, pero era importante poder situar la fase que se abre contra el telón de fondo de un pasado diferente, lo que nos ayuda a colocar el concepto moderno de progreso en perspectiva. El concepto moderno de progreso se diferencia de sus significados religiosos originales en que este transforma la expectativa permanente del fin del mundo en un futuro abierto. Terminológicamente, el “profectus” espiritual es desplazado o sustituido por un “progressus” secular. Este proceso se extiende a lo largo de toda la Edad Moderna. El Renacimiento trajo la conciencia de una nueva época, pero no la de un progreso hacia un futuro mejor, en cuanto que la Edad Media aparecía como un intervalo oscuro, por encima del cual la Antigüedad se presentaba como modelo. Fue el creciente conocimiento de la naturaleza, en el que la autoridad de los antiguos fue desplazada por el uso autónomo de la razón, el que abrió –inicialmente de modo sólo parcial– una interpretación progresiva del futuro. La naturaleza permanecía idéntica, pero su conocimiento avanzaba metódicamente y, con él, el dominio de la misma. De ello se seguía la posibilidad de establecer metas, con amplia repercusión, de mejora de la existencia terrenal, lo que permitía que el riesgo de un futuro abierto desplazara la doctrina de las Últimas Cosas. Desde entonces, pasado y futuro se diferencian de modo cualitativo y, en esa medida, fue descubierto un auténtico tiempo histórico, conceptuado por primera vez en la noción de progreso. Para describir ahora el desarrollo del concepto moderno de progreso, evitaré ocuparme de sus referencias objetivas, del contenido de experiencia del concepto. La invención de la imprenta, la difusión de la lectura, la invención de la brújula, del telescopio y del microscopio, el desarrollo de las ciencias experimentales, el descubrimiento del globo y la colonización ultramarina, la comparación con los salvajes, la disputa del arte moderno con el antiguo, el ascenso de la burguesía, el desarrollo del capitalismo y de la industria, la liberación de las fuerzas de la naturaleza mediante la técnica – todos ellos son experiencias o hechos repetidamente evocados y ligados con el concepto de progreso, y, en concreto, con el de progreso a mejor. Aquí, me ocupare únicamente de la descripción lingüística del concepto, un concepto que finalmente reunió todos los fenómenos citados en una sola expresión; o, dicho de otro modo, que resumió en una palabra la experiencia de una nueva época. 1. El empleo de nuestra expresión muestra, en primer lugar, una desnaturalización del las metáforas de la vejez. La edad creciente del mundo

7 pierde el sentido biológico-moral de la decadencia. La asociación con el declive es suprimida y se abre con ello un progreso infinito. La cada vez mayor conciencia de la apertura del futuro puede medirse en el cambio de las metáforas del crecimiento. Toda metáfora del crecimiento natural contiene, tomada literalmente, la inevitabilidad de la decadencia final. Quien se toma en serio la categoría de la naturaleza, debe, por tanto –como se hacía en la Antigüedad–, asumir que la decadencia seguirá al progreso. En esa medida, el curso de la juventud a la vejez excluye la posibilidad de un progreso hacia un futuro siempre abierto. A lo sumo, la doctrina del renacimiento podía ligarse con las metáforas naturales de juventud y vejez. Por ello, tanto las doctrinas cíclicas de la Antigüedad como la doctrina cristiana del mundo que envejece, que permanecía encerrada en un horizonte escatológico de expectativa, podían hacer uso, aunque de forma distinta, de la comparación con las edades de la vida. Hay, no obstante, numerosos testimonios en los siglos XVI y XVII, que muestran cómo se estaba buscando, en el mundo de la cultura, una expresión temporal libre de referencias naturales. Así, Bacon negó a las autoridades antiguas su pretensión eterna de verdad, afirmando que más bien la verdad es hija de su tiempo. Veritas filia temporis10. Dicho crudamente: la verdad era conocida y aceptada, sólo en la medida en que se ajustase a la concreción temporal de los conocimientos humanos – y era, por tanto, superable. El paso –ya difundido en la Alta Edad Media– desde la aspiración cristiana al reino de la verdad eterna hacia un proceso de progresivo conocimiento en este mundo, es particularmente perceptible en Pascal, en su tratado sobre el vacío, Traité du vide. El ser humano, se dice allí, en contraste con los animales, que son siempre perfectos en sí mismos, es un ser instalado permanentemente en la infinitud. Está hecho para la infinitud, pero en un doble sentido. Pues la infinitud ya no consiste en pensar más allá de la acción humana, sino que más bien el individuo va aprendiendo, y van aprendiendo a la vez todos los individuos, cada vez más, avanzando así día a día en la ciencia, de modo que la humanidad se halla desde su juventud en un continuo progreso – en la medida en la que el propio mundo envejece. “Tous les hommes ensemble y font un continuel progrès à mesure que l’univers vieillit” 11. De la educación divina del pueblo de Dios se llega ahora a la auto-educación de todos los individuos dotados de razón. Al progreso infinito se le abre así un futuro, que se escapa a las metáforas naturales de la vejez. El mundo, como naturaleza, puede envejecer con el paso del tiempo, pero para la humanidad en su conjunto no hay ya decadencia ligada a ese proceso. Finalmente, en 1688, Fontenelle repudiaba abiertamente la comparación con las edades de la vida, porque ya no era válida para describir el progreso. Todo en el mundo apunta a que la razón se perfecciona de modo constante; por ello la razón comparte las ventajas de la juventud y las del individuo maduro y juicioso: “C’est-à-dire, pour quitter l’allégorie, que les hommes ne dégéneront jamais...” (“es decir, para abandonar la alegoría, que los hombres no degenerarán nunca”)12. 10

Francis Bacon, Novum Organum I, p. 84; Works, 1864, vol. I, pp. 190 y ss.; traducción alemana, Neues Organ der Wissenschaften, traducido y editado por Antón Theobald Brück, Leipzig, 1830, pp. 62 y ss., nueva impresión, Darmstadt, 1962. 11 Blaise Pascal, Fragment de préface sur le traité du vide, en Oeuvres, éd. Léon Brunschvicg y Pierre Boutroux, t. 2, París, 1908, pp. 138 y ss.

8 Leibniz, finalmente, fue un paso más allá y desconectó las metáforas de la vejez del propio cosmos. El progreso continuo no era para él el producto únicamente del espíritu humano, sino que se refería al universo. La felicidad, decía, exige un avance incesante hacia nuevos deseos y perfecciones, por lo que el universo no podía alcanzar nunca un último grado de madurez. El universo en su conjunto no retrocede nunca, ni envejece, “nunquam etiam regreditur aut senescit”13. Por tanto, no sólo el ser humano, sino el mundo entero mejora de forma constante, y si se produce algún retroceso, no es sino para que luego siga avanzando el doble de rápido y el doble de lejos. En una frase: “el mundo es el mejor de los mundos posibles, porque mejora incesantemente” (“progressus es in infinitum perfectionis”)14. Sin pretender reducir la complejidad de Leibniz a ese pensamiento central, sí puede decirse que anticipó todas la posiciones que se utilizarían en el siglo XVIII para interpretar el mundo histórico recién descubierto. La idea de que el progreso es continuo y general, mientras que el retroceso, el declive o la decadencia se producen siempre de modo parcial y pasajero, es una idea ampliamente difundida en el siglo XVIII y con posterioridad. Dicho de otro modo, decadencia o retroceso ya no son conceptos netamente opuestos a los de avance o progreso. Ello puede comprobarse en numerosos autores; mencionaremos solamente a Turgot, Condorcet, Iselin, Wieland o Kant o, en el siglo XIX, a Engels, Haeckel o Eduard von Hartmann. La asimetría entre progreso y declive ya no se relaciona en estos autores, como en la Edad Media cristiana, con, por una parte, el más allá y, por otra, este mundo, sino que el progreso se ha convertido en una categoría secular de la historia, cuyo sentido consiste en interpretar todo revés como pasajero e, incluso, como estímulo para nuevos progresos. 2. Para caracterizar el surgimiento del nuevo concepto, introduzcamos un segundo aspecto: la temporalización, en un sentido que voy a explicar a continuación. Hasta bien entrado el siglo XVIII, se habla menos de “progresos” o “avances”, que de “perfectio”, de la perfección como meta a la que aspirar tanto en las artes y en las ciencias como, finalmente, en la sociedad en su conjunto. Descubrir las leyes eternas de la naturaleza quería decir fijarse una meta finita, a partir de la cual el ser humano sería capaz de someter la naturaleza. O descifrar las leyes de la moral, por ejemplo mediante métodos matemáticos, significaba asimismo, lograr una meta, a partir de la cual la sociedad humana podía ser organizada de modo justo. Estas metas se temporalizan en el siglo XVIII, es decir, se insertan en la realización de la historia humana. Claramente, la metafísica de Leibniz ha influido aquí en varios ámbitos. Observando la historia de la palabra, puede mostrarse que “perfection” fue lentamente desplazado y sustituido por el nuevo concepto de “perfectionnement”, tal como aparece por primera vez en St. Pierre en 1725. De la “perfection” al “perfectionnemet”: de la fijación de una meta se extrae una categoría procesual de movimiento. La perfección única a la que se aspira se 12

Bernard de Fontenelle, Digression sur les anciens et les modernes, en Oeuvres complètes, éd. G. B. Depping, t. 2, París 1818, reimpresión Ginebra, 1968, p. 364. 13 Tomado del legado manuscrito de Leibniz, citado por Ernst Cassirer, Leibniz’ System in seinen wissenschaftlichen Grundlagen, Marburg, 1902, p. 444. 14 Leibniz, Kleine Schriften zur Metaphysik, editado por Wolf von Engelhardt y Hans Heinz Holz, Frankfurt am Main, 1965, pp. 368 y ss., “De progressu in infinitum”.

9 coloca ahora en el modo iterativo. Así, Turgot hablaba primero de la masa entera del género humano marchando sin descanso a su “perfección”; para luego corregirse y decir que el género humano, a través de la felicidad o la pena, de la paz o el desasosiego, se hallaba del mismo modo en el camino hacia una perfección cada vez mayor15. Anticipándose a Hegel, Condorcet pudo, finalmente, resumir en un concepto esa incoherencia, esa contradicción lógica: el “perfectionnement” del género humano es al mismo tiempo meta, “terme”, e ilimitado, “indéfini”. La fijación de la meta se insertará en el propio proceso de mejora incesante. Como decía el mismo Condorcet: los límites de los diferentes progresos son los progresos mismos16. Con ello quedaría descrita esa temporalización, que en el siglo XVIII fue incluyendo cada vez más ámbitos de experiencia y de expectativa. Del sistema de la naturaleza surge una historia de la naturaleza, de las leyes del orden político surgen las leyes de su mejora constante. En palabras de Lessing: “Pienso que el Creador debió hacer todo lo creado capaz de hacerse más perfecto, para permanecer así en la perfección en que había sido creado”17. El lema cristiano medieval nos viene a la mente: nadie es perfecto, si no aspira a una mayor perfección. Esa frase, relativa al principio al alma individual, se transforma ahora. Apunta al futuro en este mundo y ofrece, vinculada a la conciencia humana, una dirección a la historia. Es, por así decir, el progreso del progreso, que supera todo retroceso. El “progreso” se convierte en un concepto procesual de reflexión. Por utilizar un lugar común, puede decirse que el tiempo histórico se dinamiza de algún modo, al ser descubierto como proceso. O, como dijo Kant: “La creación nunca está completa. Tiene ciertamente un comienzo, pero no terminará nunca”18. Ninguna experiencia anterior bastaba para no seguir elevando de forma continua las expectativas futuras. La experiencia del pasado y la expectativa del futuro se separaban, se disgregaban progresivamente, y esa diferencia fue resumida en el concepto de progreso. 3. Lo descrito hasta ahora como temporalización y apertura de un horizonte abierto de futuro era la génesis del nuevo concepto. Quizá sorprenda ahora oír que la palabra “el progreso” (der Fortschritt), en alemán, se forma hacia finales del siglo XVIII. Hasta ahora nos hemos ocupado, por tanto, y en lo que hace al ámbito lingüístico alemán, sólo de la prehistoria del concepto. Hemos visto que las expresiones latinas de “profectus”, “progressio”, “progressus” y otras variantes estaban disponibles desde hacía tiempo. En francés, “le progrès”, en singular, no se utilizaba apenas, generalmente se hablaba de “les progrès”, los progresos, relacionados con sectores particulares. El propio Condorcet habla sólo de la suma de progresos individuales, no del “progrès” como tal, que es un sujeto aparte. También en inglés se utilizaba “progress” casi exclusivamente en plural, junto a “improvement” o “advancement”. De modo similar, el uso en alemán era muy diverso. Con marcada inclinación hacia el significado espacial, se hablaba de avance (Fortgang) o progresión (Fortschreiten, Fortschreitung), o utilizando metáforas 15

Véase mi artículo “Fortschritt” (citado en nota 4), p. 377. Condorcet, Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain (1794), editado por Wilhelm Alff, Frankfurt am Main, 1963, pp. 364, 382, 388. 17 Lessing, carta a Mendelssohn, 21-1-1756, Sämtliche Schriften, vol. 17, 1904, p. 53. 18 Kant, Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels, en Werke: Akademie Textausgabe, vol. 1, 1902, pp. 256, 314. Sobre ello, Hans Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit, Frankfurt am Main, 1966, pp. 182 y ss., 427 y ss. 16

10 biológicas, se hablaba de crecimiento (Wachstum), aumento (Anwachs), incremento (Zuwachs), o en sentido moral, de mejora (Verbesserung) o, de modo general, de perfeccionamiento (Vervollkommnung). En todos los casos falta una expresión central, que reuniera en un concepto común todos los diferentes matices de significado y de uso. Pues bien, “el progreso” (der Fortschritt) –documentado por primera vez en Kant– era una palabra que, de modo conciso y manejable, reunía en un único concepto la variedad de los significados científicos, técnicos e industriales de progreso, así como los significados socio-morales o incluso los relativos a la historia en general. “El progreso mismo” es un colectivo singular. Reúne en una sola expresión numerosas experiencias y es uno de esos colectivos singulares que se multiplican rápidamente hacia finales del siglo XVIII para resumir en un mayor grado de abstracción experiencias cada vez más complejas. Se trata de un proceso en la historia del lenguaje con el que se corresponden, de un modo que está aún por investigar, en lo político la Revolución Francesa y en lo económico el comercio mundial y la revolución industrial. La manera en que surgió “el progreso” como colectivo singular y se convirtió, desde entonces, en un concepto histórico guía, puede describirse de modo formal. Se forma en tres fases, que se solapan: en primer lugar, se universaliza el sujeto del progreso. Ya no se refiere a ámbitos delimitables, como la ciencia, la técnica, el arte, etc., que hasta entonces habían sido el sustrato concreto de los progresos respectivos. Más bien, el sujeto del progreso se expande hasta ser un agente de la máxima generalidad, o con una apremiante aspiración de generalidad: se trataba del progreso de la humanidad. Al comienzo, la “humanidad” no era un sujeto activo, sino un sujeto referencial, en el sentido por ejemplo de ese “pueblo hipotético” que Condorcet supone, como constructo intelectual, en todos los progresos individuales. El pueblo elegido de la tradición judeo-cristiana se convierte en hipóstasis del progreso. Enseguida podrá hablarse del “progreso del tiempo” y, mucho más tarde, del “progreso de la historia”. Así, de las historias de los progresos particulares se llega al progreso de la historia. Ésa es la segunda fase. Pues en el proceso de la universalización de nuestro concepto, sujeto y objeto cambian sus papeles. El genitivo subjetivo se convierte en genitivo objetivo: en la expresión “progreso del tiempo” o “progreso de la historia”, el progreso toma el papel dirigente y se convierte él mismo en agente histórico. Recuérdese nuestro ejemplo inicial: “Es el progreso”. La modalidad temporal se inserta en la función del agente. En una tercera fase, esta expresión se emancipa: el progreso se convierte en “el progreso a secas”, en un sujeto por sí mismo. Si se seguía hablando como siempre del progreso del arte, de la técnica, o finalmente del tiempo o de la historia, en el siglo XIX se hará cada vez más habitual y frecuente hablar sólo del progreso. Con ello, la expresión se convierte en lema político, un lema que, al principio, tiene un carácter partidario y de formación de conciencias, pero que, finalmente, sería aceptado de modo paulatino en todos los ámbitos. Pues desde el siglo XIX se hace difícil obtener legitimación política sin ser progresista. Así, por ejemplo, en un panfleto católico del año 1877, aparecido en Paderborn, se decía lo siguiente: “la Iglesia católica es la fuerza social conservadora por excelencia y, por tanto, la creadora de la libertad y del

11 progreso”19. Pero no voy a seguir ahora la historia de ese lema en el siglo XIX, lema que ya hacía fines de ese siglo había perdido fuerza y en muchos ámbitos había caído en descrédito. Más bien, para concluir quiero fijar la atención en lo ocurrido en el campo conceptual del declive, la decadencia o el retroceso. 4. Hemos visto los conceptos de progreso y declive como conceptos sucesivos en la Antigüedad, y como conceptos correlativos en la Edad Media, los cuales se comportaban de modo diferente en relación con el reino de Dios y con este mundo. En la Edad Moderna, los conceptos de retroceso o declive son claramente mediatizados, en la medida en que todo paso atrás se contabiliza a favor del progreso. Progreso y decadencia mantenían una tensa relación de asimetría, que permitió a los ilustrados interpretar todo retroceso y todo desvío como un paso al que seguiría un progreso más rápido. Como es sabido, este esquema mental sigue en uso hoy en día, cuando las ideologías políticas asumen un progreso lineal que, si bien acepta interrupciones, ofrece legitimación política en su inexorabilidad. Sin embargo, no es un esquema que se haya cumplido. Por lo que podemos preguntar qué ha quedado del concepto de declive, de caída, de decadencia (recuérdese únicamente La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler). El declive aparece, una y otra vez, bien como la aporía del progreso o bien como la reproducción del declive a través del propio progreso. Debe recordarse que si muchos tipos de progreso pertenecían a la experiencia del siglo XVIII, el progreso no era, sin embargo, ese concepto general exclusivo desde el que explicar la historia. Si bien Diderot publicó su Enciclopedia para acelerar la ilustración general, no obstante, percibía, de modo análogo a la Antigüedad, una catástrofe amenazando en el horizonte. Así, su Enciclopedia, que había procesado todo el conocimiento, debía ser un Arca de Noé del saber, que salvaría todos los conocimientos existentes para transmitirlos a épocas venideras. También Voltaire, que mediante su aguda crítica de las injusticias buscó siempre estimular todos los progresos particulares, se mantuvo receloso ante todo optimismo. El panorama de la historia se le aparecía lleno de altibajos. Historiográficamente sólo admitía cuatro momentos cumbre de la cultura –en Atenas, en la Roma de Augusto, en el Renacimiento y en la época de Luis XIV–, cumbres seguidas siempre por la decadencia. Su Candide es una crítica demoledora de visiones del progreso como la ofrecida por la metafísica de Leibniz. Ni Diderot ni Voltaire defendían el dogma de un progreso lineal, ni siquiera el de un progreso discontinuo. Demasiadas experiencias en sentido contrario, así como su formación clásica mediante la que interpretaban dichas experiencias, se lo impedían. Así pues, es aportación de Rousseau el haber reunido progreso y declive en una fórmula complementaria, apropiada para captar numerosos fenómenos de nuestra Edad Moderna. En sus dos discursos, tematizó las contradicciones que le parecían reinar entre el progresivo desarrollo del arte y la ciencia, por una parte, y la moral y su decadencia, por otra; o las contradicciones perceptibles entre los progresos civilizadores, por un lado, y la creciente desigualdad política, por otro. Para explicar esa tensión, Rousseau acuñó el término de “perfectibilité”, toscamente traducido al alemán como “Vervollkommungsfähigkeit” o “Vervollkommlichkeit”, o, simplemente 19

Franz Hitze, Die sociale Frage und die Bestrebungen zu ihrer Lösung, Paderborn, 1877, p. 182.

12 germanizado como “Perfektibilität”. Como decía Novalis: “Los seres humanos se diferencian del resto de seres por su progresividad (Progressivität) o su perfectibilidad (Perfektibilität)”20. La capacidad de perfeccionarse, la perfectibilidad, era para Rousseau el criterio que separaba tanto al individuo como al género humano en su conjunto de los animales. La perfectibilidad no era una determinación empírico-histórica, sino una categoría antropológica o metahistórica. Definía la determinación básica del ser humano como ser histórico, la condición de toda historia posible. El ser humano está destinado a progresar, a dirigir todos sus esfuerzos a dominar las fuerzas de la naturaleza, a introducir los pilares de la civilización en su cotidianidad, a organizarse políticamente para poder vivir, y a desarrollar su industria mediante el uso creciente de la razón. Pero esta suma de progresos es sólo un lado del balance. En el otro hallamos: pérdida de la inocencia natural, decadencia de las costumbres, instrumentalización de la lengua a costa de la unidad de sentimiento y razón. El progreso produce, por tanto, decadencia. Pero no se trata aquí de elaborar los elementos de crítica cultural o de neurosis de Jean-Jacques Rousseau. Lo que debería quedar claro aquí es que el concepto de perfectibilidad es un concepto temporal de compensación. Con su perfectibilidad, el ser humano está siempre en disposición, incluso condenado a producir de modo constante decadencia, corrupción, crimen. Más aún, si el progreso es irreversible, cosa aceptada por Rousseau, entonces se abre en el tiempo una especie de tijera. Cuanto más obligado está el ser humano a perfeccionarse y a civilizarse, más posibilidades hay de que pierda su integridad21. Con ello, Rousseau establece un modelo de pensamiento, ciertamente hipotético, que sin duda es apropiado para comprender numerosas experiencias de la Edad Moderna, de nuestro propio tiempo. Precisamente, el progreso reproduce numerosas manifestaciones de decadencia que le son atribuidas a él específicamente. Y cuanto más poderoso es el progreso, piénsese en la energía atómica y en la bomba, en el gas y en las cámaras, mayor es la capacidad humana de causar catástrofes. También Kant lo había tenido en cuenta. Consideraba el progreso como una tarea moral y de ahí deducía que el ser humano progresaría a mejor, porque debía progresar. La tesis de un declive continuo, que arrastraba al mundo en una acelerada caída hacia su final – dicha contratesis no debía ser tenida en cuenta, decía Kant, pues, de ser así, hace mucho que nos habríamos extinguido. Por el contrario, en principio no habría ningún obstáculo en la perspectiva infinita hacia el futuro. Pero, y eso es algo que Kant nunca se oculta a sí mismo, con ello se abre al mismo tiempo la visión de “una infinita sucesión de males”22. En eso Kant es deudor de Rousseau. Fue por tanto la visión contrafactual de Rousseau la que le permitió ser el primero en ver la aporía del progreso. Precisamente porque y en la medida en que el progreso es interminable, hace que crezcan las posibilidades de decadencia – que ya no ha de entenderse como una metáfora de la naturaleza, sino en el sentido de las catástrofes que los propios seres humanos se han vuelto capaces de producir con sus medios técnicos.

20

Novalis, Fragmente und Studien, 1799-188, en Gesammelte Werke, vol. 3, 1968, p. 668. Para matizar lo dicho, véase el trabajo de Starobinski en el volumen citado arriba (nota 2). 22 Kant, Das Ende aller Dinge (1794), en Werke: Akademie Textausgabe, vol. 8, pp. 334 y ss. 21

13 Es otro pensador aparte, Nietzsche, el que ha analizado la estructura aporética del progreso de un modo nuevo y aún más provocativo que Rousseau. “Progreso” y “retroceso” le servían como categorías de diagnóstico, que, al mismo tiempo, desenmascaraba como ilusiones históricas y de perspectiva, aunque sólo fuera “para administrar el deseo de acabar a aquello que, degenerado, desea morir”23. Pero detengámonos aquí24 y echemos la vista atrás. El concepto de progreso ha realizado una contribución histórica excepcional. Pues va implícito en él que, desde la industrialización y la tecnificación, las condiciones de nuestra experiencia actual no bastan para prever futuras sorpresas y novedades. El progreso produce desde el siglo XVIII una necesidad de planificación, cuya meta, sin embargo, debe ser continuamente redefinida en función de la entrada incesante de factores nuevos. El concepto de progreso encapsula precisamente esa experiencia de nuestra Edad Moderna, de nuestro propio tiempo, que produce sin cesar novedades imprevisibles, las cuales apenas son comparables con nada ocurrido en el pasado. Tener eso en cuenta, precisamente, se ha convertido en un elemento del concepto de progreso, que le ha dado una connotación conservadora y estabilizadora dentro de la modernidad. La confianza en un progreso que no se detiene ha pasado de moda, por decirlo de alguna manera, sin por ello haber perdido del todo su justificación. En primer lugar, su primer rasgo distintivo fue el hecho de tematizar la excepcionalidad del cambio. La transformación del mundo estamental agrario, con sus recurrentes crisis de alimentos, en una sociedad industrial moderna y dominada por la técnica era –en comparación con toda la historia anterior– única. Nuevos ámbitos se abrían con rapidez creciente, no en la expansión a lo ancho del globo terráqueo, sino sobre todo en la movilidad entre lugares y en la mejora de las condiciones sociales de las masas, en el aumento del consumo y de la comodidad casi para todo el mundo. La esperanza media de vida, finalmente, se alargó hasta casi el triple que en la Edad Media. Pero todo ello se produjo de forma escalonada en el tiempo y en el espacio. Los mencionados fenómenos de progreso indiscutible se distribuyen de forma distinta entre las clases sociales y permanecen limitados hasta ahora al mundo atlántico, a Europa y Norteamérica, extendiéndose gradualmente a Japón y a otras islas en el resto de continentes. La mayor parte del globo ha permanecido hasta ahora al margen de este progreso o ha sido perjudicada por él. En términos de política de poder, es fácil hacer un contrabalance. Las relaciones entre los agentes políticos en el globo no pueden ser entendidas linealmente en la escala de una única progresión. La merma del poder europeo, antes central, ha hecho aparecer grandes desproporciones entre el progreso civilizador y las potencias políticas. Ha surgido ahí una discrepancia, que Paul Valéry diagnosticó en 1919 con sorprendente claridad25. Antes 23

Nietzsche, Nachgelassene Fragmente, mayo-julio 1885, 35 (82), Kritische Studienausgabe, editado por G. Colli y M. Montinari, 2ª ed., Munich, 1988, vol. 11, p. 547. 24 Véase el trabajo de Bernhard Lyppp en el volumen citado más arriba (nota 2). 25 Paul Valéry, La crise de l’esprit, en Oeuvres, editadas por Jean Hytier, Bibliothèque de la Pléiade, 1968, t. I, pp. 988-1040. Sobre ello, Hano Kesting, Geschichtsphilosophie und Weltbürgerkeit, Heidelberg, 1959, pp. 111 y ss., “Die Krise des Fortschrittsglaubens”; y Karl Löwith, Paul Valéry, Grundzüge seines philosophischen Denkens, Göttingen, 1971, capítulo IV, “Kritik der Geschichte und der Geschichtsschreibung”, pp. 89-113.

14 modelo y precursor de todo progreso, el liderazgo europeo ha decaído. Y surge la pregunta de si la autodestrucción imperialista de los grandes poderes europeos no se está repitiendo a escala global, de modo que también aquí las condiciones que hacen posible el progreso son también las que lo obstaculizan. Haciendo abstracción de los niveles escalonados de progreso, nos queda todavía el contrabalance inmanente, que Rousseau fue el primero en realizar. Las posibilidades de destrucción masiva mediante el uso de medios técnicos han crecido de forma paralela a los logros civilizadores – y se han hecho realidad, lo que aumenta la amenaza mortal de las armas atómicas, biológicas y químicas, en posesión de un número cada vez mayor de manos. Así que nos queda la oportunidad de mirar las experiencias de épocas pasadas para, con la perspectiva ganada, relativizar históricamente el progreso. La antigua fórmula de que, para un único agente político, a todo progreso le suele suceder el declive, y de que, además, en el caso de diferentes agentes políticos, el ascenso de uno implica la caída del otro, permanece insuperada. Pero la interpretación cristiana del “profectus”, para la serenidad y el equilibrio espiritual en contraposición a la confusión de este mundo, tampoco admite refutación para las personas que se sienten afectadas por ella. Se impone, pues, la conclusión de que el progreso de la modernidad – pese a su aspiración a la universalidad– constituye sólo una experiencia parcial, coherente en sí misma, pero que, por razones comprensibles, ha ocultado u oscurecido otro tipo de experiencias. Es claro que hay estructuras de larga duración que permanecen en la historia humana sin haber sido afectadas en absoluto por un progreso de carácter técnico e industrial. Esto puede mostrarse ya en el marco de la discusión mantenida entre los progresistas desde el siglo XVII: en cuanto nuestra categoría se llenó de sentido, se destapó la discrepancia entre el progreso técnico y civilizador y la actitud moral de los seres humanos. Una y otra vez se repite que la moral renquea detrás de la técnica y su desarrollo progresivo. Ése fue el punto de partida de Hobbes cuando dirigió todos sus esfuerzos a buscar para el Estado unas reglas que fueran tan fijas como las de la geometría. Kant partió de la idea de que la civilización ya había progresado hasta la saciedad, mientras que el hombre como ser moral sólo con grandes esfuerzos podría recuperar la ventaja, y que debería apresurarse, si quería llevar la moral al estadio en que se hallaban los conocimientos técnicos. También en el siglo XIX era frecuente la aseveración de que la técnica y la industria avanzaban en progresión geométrica, mientras que la moral lo hacía en progresión aritmética. Es esta diferencia la que, presente desde el comienzo del progreso, constituye su aporía: que no puede dar alcance a lo que él mismo ha activado, o, dicho de otro modo, que la planificación del progreso no puede nunca seguir esa dirección, en la que el “progreso a secas” se cumple por encima de los partícipes en él. – TRADUCCIÓN DE SANTIAGO LEONÉ PUNCEL.