Kolakowski Leszek - Husserl Y La Busqueda de Certeza

Leszek Kolakowski: Husserl y la búsqueda de certeza El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid Título original: Hu

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Leszek Kolakowski: Husserl y la búsqueda de certeza

El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid

Título original: Husserl and the Search for Certitude Traductor: Adolfo Murguía Zuriarrain

PWhera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1977 Kí^»unda edición en «E l Libro de Bolsillo»: 1983

© 1975 by Yale University © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1977, 1983 Calle Milán, 38; ® 200 00 45 ISBN: 84-206-1658-3 Depósito legal: M. 14.811-1983 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L. Impreso en Artes Gráficas Ibarra, S. A. Matilde Hernández, 31. Madrid-19 Printed in Spain

Estas tres conferencias se pronunciaron en la Univer­ sidad de Y ale en febrero de 1974. Al prepararlas he uti­ lizado algunos fragmentos de mi artículo escrito en ale­ mán con el título «Das Suchen nach der Gewissheit» y publicado en la colección Information und Imagination por la Editorial Piper, Munich, 1973. Utilicé, además, un corto fragmento de mi libro, escrito en polaco y pu­ blicado en polaco y alemán por el Institut Littéraire de París y la Editorial Piper en Munich, respectivamente. (El título alemán es Die Gegenwártigkeit des Mythos, 1972.) Estoy muy agradecido a la señora Jane Isay por su gran esfuerzo en traducir este texto al inglés de un idioma extraño, desconocido para los estudiosos.

1.a conferencia: Los fines

Por qué pienso que el tema es importante. Husserl aparece aquí más bien como un pretexto para discutir el problema de la certeza. Este pretexto, sin embargo, está lejos de ser arbitrario; y en verdad sería difícil encontrar uno mejor. No pretendo ser un experto en Husserl, como muchos lo son, que analizan cada paso de su desarrollo intelectual, que siguen incluso los cambios más minucio­ sos en sus formulaciones y que tratan de justificar todo cuanto dijo. Tampoco creo, como hacen algunos, que si se profundiza suficientemente en su trabajo, uno podría iniciarse en un método de pensamiento absolutamente confiable. Sin estar interesado en este tipo de búsqueda debo admitir que Husserl fue verdaderamente un gran filósofo debido a la extraordinaria obstinación de su es­ fuerzo sin fin: restaurar la esperanza en el retorno a una intuición absolutamente primordial en el conocimiento y en la victoria sobre el relativismo y el escepticismo. Leer a Husserl es a menudo irritante. Durante su vida amontonó un gran número de distinciones y conceptos muy detallados que fácilmente pueden despistar al lector

que no dedica su vida a estudiar a Husserl. El lector tiene muy a menudo la impresión de que estas distincio­ nes se hacen sobre material vacío. La fenomenología aparece muy a menudo al lector como un eterno progra­ ma que nunca es aplicado; un método que es continua­ mente perfeccionado, pero rara vez mostrado in actu (y sabemos que en filosofía, a diferencia de en tecno­ logía, describir un método nunca es suficiente para que la gente pueda aplicarlo— el método nunca está claro hasta que no se lo ha mostrado en su aplicación). Bergson tenía probablemente razón cuando afirmaba que cada filósofo en su vida sólo dice una cosa, una in­ tención o idea rectora que llena de sentido todas sus obras. Podemos rastrear tal intuición básica, continua­ mente presente en todo el esfuerzo gigantesco de Husserl. Al igual que la mayoría de los filósofos, durante toda su vida estuvo escribiendo el mismo libro, volviendo siempre al comienzo, corrigiéndose, luchando con sus propios supuestos. La meta era invariablemente la mis­ ma: cómo descubrir el fundamento absolutamente in­ cuestionable, inamovible, del conocimiento; cómo refu­ tar los argumentos de los escépticos, de los relativistas; cómo librarse de la corrosión del psicologismo y del historicismo; cómo alcanzar un fundamento perfectamente sólido en el conocer. Yo mismo fui sumamente depen­ diente de Husserl, de modo negativo. Pienso que no descubrió ese fundamento autofundante de nuestro pen­ samiento. Pero su esfuerzo no fue en vano; creo que la fenomenología fue el intento mayor y más serio en nues­ tro siglo por alcanzar las fuentes últimas del conoci­ miento. Para la filosofía es de la mayor importancia el preguntar: ¿por qué fracasó este intento y por qué (como lo pienso) debía fracasar?

La enfermedad escéptica: liberación de la ciencia. La fenomenología aparece a primera vista como una clase

de filosofía muy «técnica». Aspira a ser una ciencia, no una Weltanschauung. Pero su tendencia hacia una Weltanschauung aparece una y otra vez. El mismo Husserl esperaba que su método jugaría un gran papel en la sal­ vación de la cultura europea de la decadencia escéptica. Como todo filósofo, él sólo es inteligible en contraste con y contra el trasfondo de la cultura filosófica a la que atacaba. Su manera antididáctica de escritura desani­ mó a bastantes lectores ante muchas de sus obras; para Husserl lo único que contaba era la disciplina del conte­ nido. De este modo se disimulaba a menudo su tendencia hacia una Weltanschauung. Sin embargo, aparece algunas veces claramente (como en Philosophie ais s tren ge Wissenschaft o en Krisis). Y, después de todo, sin saber eso no sabríamos para qué es su filosofía. El concepto de certeza puede ser considerado como la clave del pensamiento de Husserl. El se dio cuenta de que el proyecto de filosofía científica, en el sentido en que fue popularizado por los pensadores alemanes en la segunda mitad del siglo diecinueve, era inconducente y peligroso. La consigna de «cientificidad» introducía sub­ repticiamente una renuncia a lo que había valido como ciencia en sentido genuino — platónico— a través de la tradición intelectual europea. Abandonaba la distin­ ción fundamental entre doxa y episteme, entre opinión y conocimiento. Al dejar de lado la tradición del idealis­ mo alemán, la filosofía dejó de lado su independencia de las ciencias. Comenzó a considerarse como síntesis de las ciencias o como análisis psicológico. Incluso nuevas formas de kantismo cedieron al punto de partida psico­ lógico y explicaron el a priori kantiano no como un con­ junto de condiciones trascendentales del conocimiento (válido para cualquier ente racional), sino como cuali­ dades específicas de la psique humana, lo que llevó fatal­ mente a un relativismo genérico. El concepto husserliano de «filosofía científica» era en­ teramente distinto. La filosofía no debe aceptar resul­ tados de la ciencia ya dados y luego «generalizarlos». Su tarea es preguntar por el significado y fundamento de

dichos resultados. La filosofía no debe ser una «corona­ ción» o una síntesis, sino una actividad que halla los significados que preceden lógicamente a las ciencias, en cuanto que ellas son incapaces de interpretarse. La idea de una epistemología basada en una ciencia, sobre todo en la psicología, es desagradablemente absurda. Creer en una epistemología psicológica equivale a creer que podemos aceptar los resultados de una ciencia particular para legitimar la pretensión de objetividad de cualquier ciencia, o para dotar de sentido a todas las ciencias, y esto implica obviamente un círculo vicioso. Por ello Husserl retomó la tradición antiescéptica de la filosofía europea. La tradición de Platón, Descartes, Leibniz y Kant, todos los que se habían preguntado: 1.° ¿de qué se puede dudar y de que no? y 2.° ¿estamos capacitados para preguntar (y para responder) no sólo «cómo es el mundo», sino también «cómo está el mun­ do constreñido a ser»? y ¿cuál es el sentido y finalidad de la última pregunta? Husserl creía que la búsqueda de certeza era consti­ tutiva de la cultura europea y que abandonar esa bús­ queda llevaría a destruir dicha cultura. Husserl proba­ blemente tenía razón: la historia de la ciencia y de la filosofía en Europa sería ciertamente ininteligible si pa­ sásemos por alto la búsqueda de certeza, una certeza que es algo mayor que lo que satisface la práctica; una búsqueda de la verdad como algo distinto de la búsqueda de conocimiento apoyado en la técnica. No tenemos ne­ cesidad de explicar por qué buscamos certeza cuando la duda obstaculiza nuestra vida práctica; pero la búsque­ da de certeza no es tan obvia cuando no se mezclan en ella consideraciones directa o indirectamente prácticas. Cualquier estudiante sabe que la geometría, tal como lo indica su nombre, surgió de la necesidad de medir la tierra. Sin embargo, sería difícil de explicar cómo al me­ dir la tierra se hizo necesario el sistema axiomático de Euclides; un sistema que aún hoy admiramos como a un milagro. Sabemos para qué es la matemática, pero ninguna necesidad práctica pudo haber incitado a Eucli-

des a construir su famosa y bella prueba de que el con­ junto de números primos es infinito. Es difícil imaginar cómo el conocimiento de que el conjunto de números primos es infinito, en lugar de finito, pudo significar alguna diferencia en la práctica. Ninguna consideración práctica puede explicar los grandes momentos de cambio en la historia del conocimiento, incluso si sus resultados se muestran de gran utilidad práctica. Que esto es así lo prueba el que si la gente no hubiese esperado obtener de su conocimiento algo más que utilidad técnica y si no hubiesen considerado la verdad y la certeza como valores en sí mismos, no habrían producido ciencia técni­ camente fructífera. Esto confirma la idea de que en cien­ cia lo que paga es prescindir de la utilidad posible, pero no explica por qué la gente, de hecho, prescindió de ella. De esta búsqueda nos ha sido revelado solamente el fruto, y no las razones. La tarea que desde el comienzo, y no solamente des­ de Descartes, se propuso la filosofía europea, fue ésta: destruir las certezas aparentes para obtener las «genuinas»; dudar de todo, para liberarse de toda duda. De hecho, sus resultados destructivos se mostraron más efectivos y convincentes que sus programas positivos; los filósofos siempre han sido más fuertes en disipar las viejas certezas que en establecer nuevas. Sólo había dos ámbitos en los que el sentido común buscaba las fuentes de la certeza: las percepciones directas y las verdades de las matemáticas (al menos aquellas directamente inteli­ gibles). El problema de la certeza apareció cuando los filósofos comenzaron a criticar la certeza de la percep ción, a discutir acerca de las ilusiones de los sentidos, a estigmatizar ojos y oídos como a «malos testigos», y a atribuir las cualidades sensibles más bien al perceptor que a lo percibido. La distinción entre percepciones «co­ rrectas» e ilusiones no era muy apta para disipar las dudas, ya que era fácil darse cuenta de que lo que sabe­ mos acerca del mundo lo sabemos mediante la percep­ ción. Carecemos por lo tanto, en principio, de medios para confrontar el contenido de las percepciones con el

original que conocemos por otras fuentes y determinar así su corrección. Y se objetó a las proposiciones mate­ máticas que su certeza aparente se fundaba únicamente en que eran tautologías vacías, que no nos dicen nada acerca del mundo. La sospecha de que el conocimiento matemático debe su certeza a su carácter analítico había aparecido ya entre los antiguos escépticos aunque bajo una forma algo diferente: bajo la de la objeción según la cual el razonamiento deductivo implica siempre una petitio principii porque las conclusiones siempre están incluidas en las premisas. Esto proporcionaba a los es­ cépticos la base para su interpretación pragmática del conocimiento. — Ya que nunca podemos alcanzar las úl­ timas fuentes de la certeza, deberíamos considerar a nues­ tro conocimiento no como verdadero en el sentido co­ rriente, sino como un conjunto de instrucciones prácti­ cas, de signos de orientación, indispensables para huir del sufrimiento, pero que no nos dicen cómo es el mun­ do, y, menos aún, cómo debería ser. Los antiguos escép­ ticos afirmaban prácticamente todo lo que afirmarían los modernos positivistas: no hay juicios sintéticos a priori; y todo lo que en nuestro conocimiento reviste carácter necesario se halla incluido necesariamente en juicios ana­ líticos que regulan nuestro uso del lenguaje, pero que de otra manera son vacíos. Lo cierto son los contenidos de las percepciones individuales cuya subsiguiente acu­ mulación en una así llamada «ley de la naturaleza» es necesaria para la vida, pero lógicamente arbitraria, ya que no podemos legitimar la inducción sin razonamiento inductivo, lo que constituye un círculo vicioso. El cono­ cimiento empírico no se diferencia de los reflejos con­ dicionados más que en que los entes humanos, a diferen­ cia de otros animales, poseen mejores modos de acumu­ larlo y de transmitirlo a sus descendientes. Lo que real­ mente conocemos son percepciones individuales inútiles acerca de cuyo significado ontológico no debemos pre­ guntar; si vamos más allá de este conocimiento no es por­ que nos hallemos lógicamente calificados para hacerlo, sino porque, de otro modo, no podríamos vivir. Junto a

las verdades analíticas de las matemáticas (y de la lógica) y las afirmaciones empíricas que se hallan encerradas en su hic et nunc, sólo hay algunas afirmaciones muy im­ portantes de las ciencias empíricas que son de gran uso práctico, pero a las que sería un abuso denominar «ver­ dad». Ya que construimos barcos y embarcaciones, hemos de comportarnos como si la ley de Arquímedes fuera válida, de otra manera nos hundiríamos. Pero carecemos de una razón para afirmar que hay una propiedad del mundo tal como la ley de Arquímedes.

Vanos intentos de definir la certeza. El pensamiento trascendental en sus diversas formas se rebeló contra estas irritantes conclusiones. Descartes hizo dos distincio­ nes cuya validez es decisiva para el destino de la cues­ tión de la certeza: 1. La distinción entre el sentimiento subjetivo de evi­ dencia («obviedad») y la evidencia objetiva de la verdad. 2. La distinción entre la certeza «moral» y la meta­ física. Ambas se mostraron de alcance muy limitado. El que el sentimiento de evidencia no es lo mismo que el cono­ cimiento que la evidencia desarrolla en el acto de perci­ bir, es algo que concluimos sólo del hecho de que a me­ nudo nos vemos obligados a rechazar este sentimiento como ilusorio (inducidos por un estado mental patoló­ gico), pero esto no implica que tengamos un criterio que nos permita distinguir la certeza «subjetiva» de la genuina certeza que emana del objeto. Y Descartes fue incapaz de establecer tal criterio sin la ayuda de la veracidad di­ vina, lo que restauró nuestra confianza en el sentido común. Pero los primeros críticos repararon en un círcu­

lo vicioso de su razonamiento: Descartes había hecho uso del criterio de la evidencia para probar la existencia de Dios, y luego utilizó a Dios para validar el criterio de evidencia. No nos hallamos en mejor situación al discutir la se­ gunda distinción, aquella entre certeza moral y certeza metafísica. Según Descartes estamos moralmente ciertos de un juicio si se halla fundamentado de tal modo que podemos aceptarlo para todos los fines prácticos y para usarlo en el razonamiento. La certeza metafísica otorga una calidad a los juicios que los hace no sólo utilizables prácticamente, sino inconmovibles apodícticamente. Pero, nuevamente, para convencernos de que hay tales juicios debemos recurrir a la veracidad divina. Para Descartes la diferencia no es de grado de probabilidad, sino una diferencia de carácter. Para los fines prácticos la certeza moral es suficiente. Pero para Descartes necesitamos más, no para mejorar nuestras habilidades técnicas, sino para ayudar a descubrir un orden del mundo significativo y nuestro lugar en él; y esto incluye no sólo el acto del cogito, sino también toda la cadena de razonamientos que conduce al divino Fundador del ser. Si Descartes se hubiese detenido luego del primer paso, luego del «cogito», su descubrimiento habría sido estéril. No hubiera yo sabido más que «soy», sin ser capaz de decir qué significa este «soy» u otorgar a esta verdad un significado universal. De hecho, el cogito sólo puede ser expresado en la primera persona singular, y sería absurdo decir «Juan piensa, por lo tanto Juan exis­ te». El mismo Descartes subraya que el cogito, a pesar del «ergo» que lo compone, no era propiamente una in­ ferencia, sino un acto indivisible, un acto en el que capto tanto mi propia existencia como la de un ente pensante. Es sólo' luego de que la existencia real de Dios aparece apodícticamente probada y que con El es restaurado el orden significativo del mundo y la confianza en nuestros sentidos, que sabemos para qué existe la «certeza meta­ física». Pero, desde el comienzo, este paso del cogito a Dios mostró tantas lagunas que los esfuerzos de Desear-

tes resultaron contrarios a sus intenciones: su rigor res­ pecto de la firmeza de los modos corrientes de conoci­ miento pareció mucho mayor que su deseo de construir un fundamento sólido para una nueva clase de certeza; el lado escéptico actuó mejor que la reconstrucción del universo en un orden significativo pero lógicamente frágil. Es útil volver a Descartes no porque él haya restau­ rado las viejas objeciones acerca de la confiabilidad de la percepción y con ello haber dado el mayor ímpetu al idealismo moderno, sino porque su distinción entre cer­ teza moral y certeza metafísica fue la oportunidad para distinguir la verdad de la probabilidad de tal manera que «probable» se convirtió no en «parecido a la ver­ dad», no en «aproximándose a la verdad», no en «una verdad inexacta, imperfectamente fundada», sino más bien en una simple apariencia de verdad, en un pseudoverdad. Se vio que una vez que abandonábamos la idea de una verdad apodícticamente cierta (y no analítica), no necesitábamos, y no éramos tampoco capaces de for­ jar concepto alguno de verdad; tampoco una vez que somos incapaces de decir cómo es. Este fue el importante resultado de la crítica positivista posterior; cuando desa­ parecen la verdad absoluta y la certeza metafísica desapa­ rece también la verdad tout court; al rechazar los juicios sintéticos a priori la verdad queda vacía. Ciertamente permanece la distinción entre lo que es aceptable y lo que no, pero ser aceptable no equivale a «ser aceptable como verdadero». Significa «de acuerdo con la experiencia» más que «de acuerdo con el mundo tal como es». La ciencia no necesita más. No puede recubrir con sentido el concepto de verdad como conformidad con las cosas. Medir la probabilidad no es «medir» la distancia de la verdad en un sentido trascendental — como si supiéra­ mos ya dónde se halla verdad como para medir nuestra distancia de ella (si lo supiésemos ya estaríamos allá, no habría ya distancia alguna). La verdadera tarea de alcan­ zar la verdad en el sentido corriente (trascendental) se mostró autocontradictoria: saber acerca del mundo-en-

sí-mismo lleva a un saber acerca del mundo el cual es completamente independiente del hecho de ser conocido, es decir, obtener una situación cognoscitiva que no im­ plica al objeto del conocimiento, o una situación cognos­ citiva que no es tal. Esta es, dicho rápidamente, la ma­ nera en que Descartes y Hume fueron interpretados por los empiristas alemanes y franceses de fines del siglo diecinueve, en particular por Mach y Avenarius. Estos sostuvieron que no podemos preguntar por el mundo sin incluir al mundo en el acto mismo de la pregunta y que, por lo tanto, el acto mismo de preguntar no podría ser eliminado del contenido de la cuestión. Una pregunta referida al «mundo independiente» no podría, en con­ secuencia, ser planteada, ya que cada acto de preguntar establecía una interdependencia. Preguntar acerca del ser-en-sí-mismo significa cómo conocer al mundo sin conocerlo. Así planteadas, las preguntas de Descartes, Locke y Hume se mostraron erróneamente formuladas. Se suponía que la actividad cognoscitiva revelaba su sen­ tido real, biológicamente determinado. El conocimiento es una clase determinada de conducta del organismo hu­ mano, y su función consiste en restaurar el equilibrio continuamente alterado por los estímulos provenientes del medio ambiente. Los predicados «verdadero» y «fal­ so» no se hallan en la experiencia (a semejanza con los predicados «bueno» o «malo», «hermoso» o «feo»). Per­ tenecen a la interpretación humana de la experiencia. Toda actividad congnoscitiva, incluidos el pensamiento filosófico y religioso, debe ser considerada como una cla­ se de reacción biológica. El conocer es posible, el cono­ cimiento es posible, pero no la teoría del conocimiento que legitimaría sus pretensiones de «objetividad».

¿Por qué pensaríamos lógicamente? Los resultados de esta crítica — en particular la renuncia a la «verdad» y la «certeza» en sentido tradicional— llevaban, al pare­

cer de Husserl, a la ruina de la cultura europea. La inter­ pretación de la lógica con categorías empíricas, el «psicologismo» en lógica, le parecía especialmente peligroso y destructor. Para él era natural comenzar con esta pre­ gunta, ya que no se podía decidir sobre la posibilidad de certeza mientras ignorásemos cómo se justificaban las condiciones formales de la justeza del pensamiento. ¿Có­ mo sabemos que dos juicios contradictorios no pueden ser verdaderos? ¿Por qué creemos que las reglas lógi­ cas son válidas o que nuestro pensar debería adecuarse a ellas? El psicologismo en su versión extrema consistía en afirmar que la lógica describe las leyes del pensamien­ to, y que el pensamiento era un proceso psicológico. Las proposiciones lógicas nos dicen así cómo pensamos. Ellas describen regularidades que gobiernan un cierto ámbito de la conducta humana. Por qué pensamos según estas reglas se debe, ya a que nuestro cerebro está de tal modo construido que no podemos hacer otra cosa, o bien por­ que ellas gobiernan nuestros procesos psicológicos (sea cual fuere su relación con el cerebro). La lógica como ciencia no es otra cosa más que una descripción abstracta de hechos psicológicos empíricos. Husserl estaba seguro de que el psicologismo desem­ bocaba en el escepticismo y en el relativismo, de que hacía la ciencia imposible, y de que destrozaba el legado intelectual de la humanidad. Luego de Natorp, Frege y Bolzano (quien en su opinión, no había destruido al ene­ migo de modo suficiente), Husserl atacó al psicologismo. Husserl trató de mostrar que esa teoría era autocontradictoria, que se basaba en confundir el significado de los juicios con los actos de juzgar, y que absurdamente se distorsionaba el sentido que realmente le atribuimos a la lógica. Para los seguidores del psicologismo, argu­ mentaba, las reglas de la lógica, lejos de ser mandatos obligatorios, simplemente señalan hechos empíricos. Las consecuencias del pensamiento, por lo tanto, no son consecuecias lógicas del pensamiento, sino relaciones causa­ les entre los hechos y nuestra conciencia. Decir que la oración «todos los perros son mamíferos» implica la

oración «algunos mamíferos son perros» no significa realmente que algo siga lógicamente a algo. Simplemente expresa una relación causal en relación con estos dos juicios. Alguna misteriosa ley natural conecta estos dos actos en una sucesión causal de acontecimientos. Las leyes lógicas, por lo tanto, son relativas, si no a los indi­ viduos, sí al menos a la especie humana. Por lo tanto nada nos impide suponer que no poseen validez univer­ sal, y que podrían perderla para otro organismo sentiente; quizá podrían perderla para nosotros si la evolución cambia algunos mecanismos de nuestro sistema nervioso. Quizá hay un mundo donde los entes racionales piensan según el principio «si p, entonces no-p». ¿Qué hay de malo en tal concepción? Según Husserl, mucho. En su crítica hay muchos argumentos antiescépticos tradicionales: las palabras «verdadero» y «falso» poseen en nuestro lenguaje un significado bien determi­ nado; quien dice que un juicio puede ser verdadero para nuestra especie y no-verdadero para otra, no puede usar el término «verdadero» en su sentido usual, mientras que, al mismo tiempo, atribuye a su afirmación el valor de verdad en sentido usual. No podemos mantener los significados de «verdadero» y «falso» negando validez al principio de contradicción. Decir que algunos entes pensantes no lo siguen significa, o bien que piensan erróneamente — lo cual les sucede también a los huma­ nos, y el que gente de hecho piense ilógicamente no es un argumento contra la validez de la lógica— o que viven en un mundo en el que «la verdad» no está some­ tida al principio de contradicción, lo que prueba que el término «verdad» no puede tener el sentido que le atri­ buimos. El mismo concepto de verdad hace imposible decir «no hay verdad», ya que significaría «es verdad que nada es verdad». Sin embargo, si la verdad tiene sus fuentes en cualidades genéricas del hombre, esto implica que nada es verdad hasta no ser aceptado como tal; y esto significa precisamente que no hay verdad sin los humanos. — Que «es verdad que nada es verdad». Más aún, según el sentido corriente del término debemos

afirmar que, suceda lo que suceda, la afirmación de que sucede es verdadera; si no hay verdad alguna, no hay ningún mundo del que podría la verdad ser dicha; o estamos obligados a admitir que la misma existencia del mundo depende de la constitución de la especie hu­ mana. Aquellos que esto afirman se apoyan en la exis­ tencia de conexiones entre nuestro pensamiento y los hechos biológicos de la evolución humana, y aceptan estas conexiones como verdaderas, incurriendo así de nuevo en hysteron proteron. El psicologismo, sostiene Husserl, ignora la distinción entre el significado del juicio y el acto de juzgar. Mi acto de afirmar el juicio según el cual 2 + 2 = 4, está causal­ mente determinado, pero sería absurdo decir que la ver­ dad de este juicio está causalmente determinada. De otro modo nos veríamos obligados a admitir que la verdad surge en el acto de ser pensada o que el teorema de Pitágoras fue válido sólo en el momento de ser des­ cubierto por Pitágoras. Y así, en contra del psicologismo, Husserl construye su programa de lógica pura cuya validez no depende de la psicología o alguna otra ciencia, de los hechos empí­ ricos, de la existencia de la especie humana, de la exis­ tencia del mundo, de las conexiones causales o del tiem­ po. A semejanza de la aritmética, la lógica se basa en el significado de categorías ideales, empleadas en todos los ámbitos del conocimiento humano. Estos significados, sin embargo, no poseen una categoría ontológica similar a las ideas platónicas. De hecho, su categoría ontológica no está clara: no son entidades ideales autónomas ni actos psicológicos. Constituyen el conjunto de normas tras­ cendentales en sentido kantiano. Parecen ser entidades a priori, válidas no solamente para nuestra especie, sino que contienen reglas universales de racionalidad. Tanto la lógica como las matemáticas se ocupan con objetos ideales, eternos. La verdad es eterna, y así son también las leyes de la lógica («eterna» no significa «que dura siempre», sino «sin tiempo»). El que 2 + 2 = 4 no depen­ de de si hay o no quien piense y razone. Esta verdad

es referida a todos los juicios posibles como significados ideales. Para la validez del principio de contradicción es irrelevante el que sea o no psicológicamente posible el desafiarlo. Incluso si estamos hechos de tal modo que pensamos de acuerdo con los requerimientos de la lógica bivalente, esto no significa que las leyes lógicas rijan nuestra conciencia. A diferencia de las leyes empíricas, las leyes lógicas no pueden ser aproximadas, o más o menos probables; no corren el riesgo de una refutación por la experiencia, ni necesitan una confirmación empí­ rica. Las conocemos a priori, gracias a una facultad es­ pecial de penetración que nos permite aprehender su necesidad en el mismo momento de comprenderlas. Esta certeza no es un sentimiento subjetivo (un tal sentimiento puede ser equívoco y no prueba nada), sino que provie­ ne del mismo significado de los juicios, y una certeza apodíctica habita ese significado. Husserl recogió la dis­ tinción cartesiana entre la «evidencia» apodíctica y la sensación psicológica de evidencia. Su propósito es com­ batir el principio protagórico según el cual el hombre es la medida de todas las cosas, y restaurar la validez absoluta de la verdad, abolir la contingencia del cono­ cimiento y su dependencia de la especie humana. Que las leyes de la lógica son independientes de los hechos empíricos no significa que sean tautologías en el sentido ampliamente aceptado en la tradición positivis­ ta; ellas no son válidas en virtud de convenciones lin­ güísticas (ni en el sentido según el que la ley «si p y q, entonces p y q» no puede ser negada sin violar el significado de ia palabra «y», del mismo modo que la sentencia «todos los solteros son no-casados» sólo podría ser negada por alguien que no entiende la palabra «sol­ tero» o la palabra «no-casado» o ambas). Si las leyes de la lógica dependieran de las convenciones del lengua­ je en el que son empleadas, la lógica podría ser tan con­ tingente como esas convenciones mismas. Este no es el modo como Husserl expresa su pensamiento, pero tal es obviamente su intención. De otro modo (es decir si in­ terpretásemos las leyes lógicas como tautologías), no

tendría sentido decir que ellas son válidas sin referirlas a la especie humana, ellas serían relativas al lenguaje e incluso a cada lenguaje étnico en particular, ya que no hay nada a lo que llamar lenguaje en general, sólo len­ guajes particulares. E incluso si es verdad que todos los lenguajes conocidos poseen rasgos particulares, sedi­ mentados como leyes lógicas, permanecemos siempre dentro de la relatividad genérica — dentro de un modo de «naturaleza humana»— que no explica nada. Las pre­ guntas subsistirían: ¿por qué obligan todos los lengua­ jes a pensar a todos según la misma lógica? ¿por qué generan todos las mismas convenciones? Podemos ima­ ginar, por supuesto, que se puede hallar una respuesta en la antropología, que una razón para esta identidad puede ser hallada en las circunstancias genéticas o en las propiedades de nuestro sistema nervioso. Pero tales respuestas, incluso si aparecen, no nos permitirían ir más allá de un relativismo genérico. Para Husserl no son las convenciones lingüísticas quienes deciden acerca de la validez de los conceptos, y estos significados deben ser distinguidos tanto de los objetos aludidos como de nuestros actos de pensamiento. La crítica de Husserl al psicologismo involucra un germen ya bien desarrollado de su teoría posterior acerca de la racionalidad trascen­ dental. Queremos huir del escepticismo extremo que reduce las leyes del pensamiento a cualidades contin­ gentes de una determinada especie, que destruye la va­ lidez objetiva de nuestro conocimiento y que considera a la verdad como propiedad de nuestra conducta. Una vez que nos entregamos al escepticismo nos negamos el dere­ cho de comprender el mundo. Lo que queda es una ima­ gen contingente producida en el cerebro como resultado de circunstancias contingentes. Si queremos salvar la confianza en la Razón, en la validez del conocimiento, y preservar el significado mismo del concepto «verdad», no debemos basar la lógica en leyes psicológicas. Debe­ mos hallar el fundamento trascendental de la certeza. Esta fue la idea que llevó a Husserl de sus ataques contra el psicologismo a su programa de fenomenología

como un método para descubrir estructuras necesarias del mundo, un método libre del impacto de las construc­ ciones psicológicas. Esto lo llevó eventualmente a la idea de la conciencia trascendental, que constituye estas estructuras como correlatos de sus propios actos inten­ cionales, al idealismo trascendental. Es importante tra­ tar de aprehender una cierta «lógica» en el movimiento que comenzó una lucha contra el idealismo psicológico en nombre de la «certeza objetiva» y terminó en otra forma de idealismo. Sea que se considere esta evolución como un accidente personal del pensamiento de Husserl, o como la maduración orgánica de sus propias premisas, esta cuestión no es importante sólo histórica, sino tam­ bién filosóficamente.

Qué es convincente y qué no lo es en el primer paso de la búsqueda de certeza por parte de Husserl. ¿Son irrefutables los argumentos contra el psicologismo? ¿Es clara la idea de Husserl de la lógica pura? Ciertamente no podemos basar nuestra creencia en la validez de la lógica en el hecho de ser éste el modo de pensar de la gente, ya que ésta comete errores lógicos, e incluso el descubrimiento de algunos grupos humanos cuyo hablar y pensar desafía el principio de contradicción a nuestros ojos no refutaría dicho principio. Los argumentos de Husserl contra la afirmación según la cual la lógica es, de hecho, una descripción de las formas de los razona­ mientos humanos dados, son convincentes. Pero no lo son así sus argumentos contra una interpretación humeana o machiana de la lógica, lo que no implica que las leyes lógicas puedan ser probadas o justificadas mediante hechos psicológicos. Mach sostiene que el concepto de verdad, en su uso corriente, es inútil, una reliquia de prejuicios metafísicos. El concepto empírico de aceptabi­ lidad es muy satisfactorio. La ciencia, según su opinión, es una continuación de las reacciones de la vida cotidia­

na, que emplea el mismo criterio de aceptabilidad del sentido común. Es una especie de sistema de reflejos condicionados socialmente registrado. Como cualquier sistema nervioso que luego de un cierto número de aso­ ciaciones «admite» espontáneamente que «vale la pena» establecer (provisoriamente) determinadas conexiones co­ mo válidas, así la ciencia, un órgano social, afirma las regularidades de la naturaleza. Los humanos poseen otros instrumentos para acumular su conocimiento y ordenarlo en la forma del lenguaje, y la lógica es sólo un instru­ mento que hace posible dicha acumulación, de hecho es relativa al lenguaje, pero no a los procesos actuales de pensamiento. «Aceptable» no significa «admitido como verdadero». Planteado de esta manera, el problema de la verdad es ciertamente insoluble, no debido a un mis­ terio, sino por estar erróneamente planteado. La ciencia puede operar sin él y sin pretender un valor trascenden­ tal. Esta interpretación no es autocontradictoria o ab­ surda en el sentido de Husserl, aunque no nos ofrece una escapatoria del relativismo y, de hecho, implica la renuncia al concepto de ciencia, concebida como una co­ pia cada vez mejor del mundo-en-sí-mismo. Los críticos de Husserl han notado repetidamente que su ataque al psicologismo tenía supuestos arbitrarios acer­ ca de las unidades ideales de significado, los que no eran producto del pensamiento humano, y eran independien­ tes de la psicología, biología e historia humanas. ¿Qué razones poseemos para creer en este esquema del signi­ ficado? Y ¿cuál es el modus essendi de estas entidades, que no son las ideas platónicas ni tampoco actos psicoló­ gicos? ¿Qué otras razones podríamos ofrecer en este sentido excepto el que de otra manera no podemos legi­ timar las pretensiones de la ciencia a la «verdad» en sentido tradicional? Husserl, un poco como Descartes, no logró proporcio­ nar una distinción clara entre la certeza objetiva y la cer­ teza psicológica. Habla de la intuición como de una expe­ riencia especial, pero la experiencia es un hecho psicoló­ gico, y, ¿cómo podemos hablar sobre el significado en

cuanto independiente de esos hechos? Se supone que esta experiencia especial descubre el significado, no que lo produce, pero ¿cómo podemos asegurarnos de haber al­ canzado el significado correcto? Los criterios para dis­ tinguir los dos tipos de certeza son precarios. Probable­ mente aparecerá que el contenido último de la experien­ cia no es comunicable. Ciertamente todos los contenidos son incomunicables. Pero la validez en el conocimiento humano sólo es concedida a lo que es comunicable en el lenguaje (al menos en la ciencia), y la experiencia de la certeza en sentido husserliano parece tan incomuni­ cable como una experiencia mística. La teoría de Piaget es una interpretación psicológica de la lógica que resiste a los argumentos de Husserl. El trató de mostrar cómo las normas de pensamiento se for­ maban, psico y ontogenéticamente, bajo el influjo de tres factores: la comunicación social (la que ella sola puede proporcionar la necesidad de probar algo, de fundamentar la propia posición), las manipulaciones prácticas de ob­ jetos en la primera infancia, y el lenguaje. (Este no im­ pone esquemas lógicos como si fuera condición suficiente para ellos, pero hace posible su articulación.) Ignoramos al espíritu como tabula rasa, hallamos algunos esquemas cognoscitivos en la conducta más temprana, y el en­ cuentro de estos esquemas con las nuevas percepciones produce las normas de la lógica socialmente adaptadas. El principio de contradicción es una condición necesaria de toda solidaridad y comunicación humanas, y ello lo hace una norma universal de pensamiento. Las reglas lógicas no poseen una validez anterior a su constitución efectiva en la vida social y en el pensamiento. Ellas son creadas como formas de comunicación práctica entre la gente. Lo mismo puede ser dicho de los conceptos geo­ métricos y aritméticos. Sería tonto afirmar, de acuerdo con Piaget, que «en la naturaleza misma» el sistema so­ lar tiene nueve planetas. En la naturaleza no existe nada tal como un «nueve». El «nueve» como una propiedad posible de ciertos sistemas en el mundo surge con la presencia del «nueve» en nuestro pensamiento, en la

conducta y en el lenguaje. La lógica no necesita ser va­ lidada en la experiencia, pero la experiencia hace posi­ ble los instrumentos conceptuales que otorgan su «ver­ dad» a las reglas lógicas. Este es, ciertamente, un relati­ vismo genérico que, en los escritos de Piaget, no tiene consecuencias filosóficas visibles. La pregunta permanece: ¿cómo podemos superar el relativismo genérico desde dentro del esquema conceptual producido históricamente por nuestra especie?, ¿cómo podemos hacer válida la cer­ teza objetiva sin liberarnos de la dependencia de nuestro condicionamiento biológico e histórico? La controversia entre las interpretaciones psicológicas y husserlianas es la controversia entre el empirismo y la creencia en la Razón trascendental. La filosofía de Husserl es, después de la de Leibniz, la argumentación más fuer­ te en favor de la tesis según la que, desde el punto de vista empirista, el concepto de verdad es inútil, y así lo es también el concepto de ciencia como búsqueda de la verdad. A los adversarios de la perspectiva trascendental no les agrada esta conclusión. Cuando Popper arguye que, en el desarrollo de la ciencia podemos eliminar cier­ tas hipótesis, basándonos en fundamentos empíricos, y que tal eliminación nunca pone a las hipótesis rivales como verdaderas, Popper debería concluir que nunca podemos (ni podremos) excluir la posibilidad de que nuestro conocimiento del mundo esté enteramente cons­ tituido por afirmaciones falsas. Sin embargo, de ser así, no tiene ningún sentido hablar acerca del desarrollo de la ciencia como de un movimiento cada vez más cercano a la verdad. Con todo, es precisamente así como Popper ve a la ciencia. Creo que en este punto se equivoca. Creo que todo aquel que rechaza la idea trascendentalista debe rechazar no sólo la «verdad absoluta», sino la verdad tout court, no sólo la certeza como algo ya ganado, sino incluso la certeza como una esperanza. Es discutible que la controversia no puede ser deci­ dida apelando a premisas que los antagonistas — un em­ pirista y un trascendentalista— reconocen ambos como válidas. El empirista dirá que los argumentos trascen-

dentalistas implican la existencia del conjunto de signifi­ cados ideales, y que carecemos de razones empíricas para creer en él. EÍ trascendentalista argüirá que este mismo argumento, presentado por el empirista, implica el mono­ polio de la experiencia como tribunal supremo de nuestro pensamiento, que esta posición de privilegio es lo que está precisamente en cuestión, y que tal monopolio es arbitrario. El trascendentalista, por amor a la congruen­ cia, obliga al empirista a renunciar al concepto de verdad. El empirista obliga al trascendentalista a confesar que para salvar la fe en la Razón, se halla obligado a admitir un reino de entes (o quasi-entes), a los que no puede justificar. Este fue el gran mérito de Husserl: llevar esta discusión a su punto extremo.

Segunda conferencia: Los medios

La necesidad de ir más allá de la duda. Los rigores de Husserl ante el psicologismo se basan en el supuesto de que nuestro pensamiento no tiene otra garantía de al­ canzar «las cosas» a menos que logremos una intuición absolutamente original que cumpla dos condiciones. Pri­ mero ha de ser independiente del hecho de que «yo», el sujeto cognoscente, soy una persona psicológica, mezcla­ da en condiciones históricas y sociales y determinada biológicamente. Segundo, no debe solamente alcanzar «hechos», sino dar acceso a la verdad universal. — Algo que no se da sólo hic et nunc, sino que revela conexiones «necesarias» en el mundo. Estos dos postulados se expre­ san en dos consignas de Husserl: «regresar de las cosas mismas», y «la filosofía debería ser una ciencia rigurosa». La primera consigna contiene dos requisitos más espe­ cíficos: primero, deberíamos asegurarnos de que la ver­ dad que obtenemos es independiente de prejuicios filo­ sóficos y de abstracciones artificiales, y que se halla enraizada en una intuición absolutamente primordial, y ésta es la misión de la filosofía — revelar el significado

de todas las ciencias particulares. La filosofía ha de ser autónoma — libre de supuestos— y no debe aceptar sin más los resultados de la ciencia. Si los filósofos creen que pueden «generalizar» esos resultados, deben acep­ tarlos como son, y de este modo renuncian al radica­ lismo autocrítico necesario si la tarea de la filosofía — reconstruir como un todo el conocimiento humano— ha de ser realizada. Una comprensión significativa del lenguaje no puede surgir de su acumulación en las cien­ cias naturales. La masa creciente de hechos, teorías, hipó­ tesis y clasificaciones que nos permite predecir aconte­ cimientos y mejorar nuestra tecnología, no nos ayuda en realidad a comprender el mundo. Mientras aumenta su poder sobre la naturaleza, el hombre aumenta la dis­ tancia entre su habilidad tecnológica y su capacidad de comprender. Las ciencias miden las cosas sin tener en cuenta qué miden. Llevando adelante actos de conoci­ miento, son incapaces de darse cuenta de estos mismos actos. Ellas no pueden producir su propio significado espontáneamente ni justificar sus aspiraciones a la obje­ tividad. Husserl critica especialmente tres actitudes inte­ lectuales que o bien no llegan a la cuestión epistemoló­ gica (en sentido kantiano) o la rechazan explícitamente. El primer blanco es el naturalismo, que considera a la conciencia como un objeto en el mundo, que ha de ser investigado psicológicamente. Según este esquema pode­ mos analizar los contenidos de la conciencia, pero ello no nos permite preguntar por su validez (el que distin­ gamos ilusiones de percepciones «correctas» es algo epis­ temológicamente irrelevante, ya que la psicología experi­ mental proporciona criterios para mostrar que las per­ cepciones correctas llegan realmente a las cosas). El se­ gundo blanco es el historicismo, en el que analizamos al conocimiento como producto de la historia humana, como un conjunto de hechos de cultura. Al hacerlo así relativizamos los contenidos cognitivos viéndolos en si­ tuaciones históricas cambiantes, los interpretamos gené­ ticamente, y dejamos de lado la distinción entre la cien­ cia como un hecho cultural y la ciencia como conoci-

miento válido e inválido, y dejamos de lado la ciencia como objeto de evaluación epistemológica. El tercer blan­ co es la Weltanschauungsphilosophie, en la versión de Dilthey u otras. Dicha orientación considera a la filo­ sofía como una expresión de valores históricos, sociales o personales, válidos para un período particular o para una comunidad humana dada. No puede establecer (ni tampoco lo quiere) que algo posee valor real (cognitivo u otro), independientemente del período, de su comu­ nidad o de la persona. Apartándose del cientificismo, del positivismo y del relativismo — gérmenes todos ellos de la disolución de la cultura europea— Husserl busca un método que justifique las pretensiones del conocimiento a una validez independiente de la historia, la persona y la sociedad o la circunstancia biológica. El busca criterios que mantengan su fuerza exista el mundo o no. De este modo la filosofía tiene que dejar de lado el cuerpo del conocimiento existente en su conjunto: la realidad que la ciencia presenta no se halla mediatizada por teorías o conocida sólo como una corriente de per­ cepciones subjetivas que siempre pueden ser sospechosas de no ser otra cosa que productos de una psique personal. La filosofía debe prescindir de toda la evidencia de la vida diaria. Rechaza todas las creencias de la actitud natural que acepta al mundo como un dato incuestiona­ ble y que es incapaz de afrontar los problemas de existen­ cia y validez. Pero hay una intuición original donde las cosas se revelan directamente a la conciencia, «corporalmente», sin distorsión. No es la percepción común, con sus creen­ cias subyacentes, ni el conocimiento analítico. La feno­ menología quiere ofrecernos un acceso a esa intuición, a investigar estructuras significativas esenciales — cone­ xiones en el mundo que no son simplemente empírica­ mente percibidas, sino apodícticamente necesarias, inde­ pendientemente de la experiencia actual. Para elaborar ese método no podemos depender del criterio empíricocrítico de la neutralidad ontológica de la experiencia. No podemos afirmar simplemente que los elementos de la

experiencia no son ni reflejos de cosas ni combinaciones de contenidos psicológicos. No podemos aceptar esta opinión por tres razones. Primero, no resuelve el proble­ ma de la validez, sino que simplemente lo niega como sinsentido. Segundo, reduce la noción de verdad a la noción pragmática o la reemplaza por la noción de acep­ tabilidad, definida ésta por las necesidades prácticas. Tercero, dicha opinión admite que las teorías científicas describen regularidades de la experiencia relativamente constantes, pero que no descubren ni pretenden descu­ brir ninguna necesidad inmanente. De este modo no se gana certeza, sino que se la difiere como problema. En consecuencia, deberíamos comenzar nuestra recons­ trucción del significado y del mundo dejando de lado todos los resultados de la ciencia, todos los hechos em­ píricos como «dados» dentro del mundo, nuestro propio «ego» y la misma existencia del mundo y de las otras personas. Todo ello puede ser puesto en cuestión. Y, ¿qué no?

El camino hacia una intuición inmediata. Para res­ ponder a esto Husserl sigue el camino de Descartes y retoma su razonamiento con alguna modificación, si bien importante. No puedo comenzar con la creencia en la existencia trascendente del mundo tal como él aparece. Sin embargo, el hecho de que mis percepciones son tal y cual es un hecho en sentido absoluto. Los contenidos de mis cogitaciones actuales (en el amplio sentido carte­ siano) me son dadas originariamente, inmanente, inne­ gablemente, aunque ignoro acerca de la naturaleza de los cogitata (objetos) o del sujeto cognoscente. Tratamos con fenómenos, con cualidades cuyo modo de ser no es «da­ do» directamente. El puro fenómeno de mi percibir, juz­ gar, experimentar, querer, puede ser el objeto de una intuición directa. Se halla inmanentemente presente, aquí.

Lo podemos describir tal como aparece sin decidir qué es, pero aún podemos esperar que en el cómo aparece podremos descubrir algunas cualidades del mundo nece­ sarias, constitutivas. De este modo imitamos a Descartes en cuanto no ve­ mos nada obvio en el hecho de la existencia del mundo. Sin embargo, el error de Descartes consiste en su deci­ sión de que podía dudar de la existencia del mundo pero no de su propia existencia — de que su Ego le era dado en absoluta inmediatez y de que él era una sustancia pen­ sante. Pero en los fenómenos puros no aparece ninguna sustancia pensante. Por tanto hemos de eliminar tam­ bién al Ego sustancial. Una tal purificación del campo de la conciencia de toda existencia — esta reducción tras­ cendental— es la primera y necesaria operación en el camino hacia la certeza. Ella me libera de todos los pre­ juicios del sentido común, en particular acerca de la exis­ tencia tanto del mundo como del sujeto. Ambos son suspendidos o puestos entre paréntesis o calificados con el «indicador epistemológico cero». No negamos su exis­ tencia, ni siquiera dudamos de ella, sino que simplemente dejamos la cuestión provisionalmente de lado. Suspen­ demos toda trascendencia, todo aquello que vaya más allá del puro fenómeno de la cogitatio. Este fenómeno es dado, pero no así el hecho de que sea «m ío», de que pertenezca a una persona empírica. Tampoco es un hecho dado el que un fenómeno «representa» a un objeto. (La diferencia con el concepto kantiano de fenómeno es ine­ quívoca: para Kant el fenómeno es una apariencia de al­ go. Que los fenómenos revelaban cosas era para él algo obvio, directo. Nosotros no sabemos cómo es la cosa en sí misma, pero sabemos inmediatamente que ella es reve­ lada en el fenómeno. Como si la existencia de las cosas — aunque Kant no lo dice así— fuera una verdad ana­ lítica, incluida en el mismo sentido de la palabra «fenó­ meno». Esto no está implicado en la concepción de Hu­ sserl, ya que la existencia es excluida de la inmediatez aceptable.) Toda la evidencia alegada, todas las realida­ des de la vida diaria — cuerpos externos, mi propio cuer-

po, mí mismo (como parte del mundo), las construccio­ nes de las ciencias físicas, sociales y matemáticas, todo ello es suspendido provisoriamente. Dentro de un campo así purificado no conozco al mundo ni a la conciencia como perteneciendo a él, conozco solamente fenómenos como correlatos intencionales de mis actos conscientes. El mundo antes y después de la reducción no difiere de contenido, sino sólo en mi actitud, en el significado de la «trascendencia» que yo solía atribuirle. (Los tér­ minos «reducción trascendental» y «epojé» pueden ser tomados como equivalentes. La distinción posterior entre ambos es aquí de menor importancia.) El mismo término «trascendental» no se halla suficien­ temente explicado en los escritos de Husserl. En un pasaje él dice que la reducción es trascendental — lo que significa que ella anula la creencia en la trascen­ dencia. En la mayoría de los contextos decir que el cono­ cimiento es trascendental significa precisamente que su validez es independiente del hecho, que es experimen­ tada, aceptada o no, por sujetos definidos biológica, psi­ cológica, histórica y socialmente. Que la función de la reducción es a la vez negativa (purifica a las cogitationes de los prejuicios acerca de la trascendencia) y positiva (da acceso a la conciencia trascendental). Lo que permanece luego de la reducción son los con­ tenidos de los fenómenos y el lugar donde ellos aparecen, o Ego trascendental, no-empírico, el sujeto puro del co­ nocimiento, el receptor de los fenómenos, algo que no posee ninguna de las propiedades comúnmente atribuidas a los sujetos psicológicos, y manteniendo, sin embargo, la relación intencional con su objeto. Debe distinguirse entre el acto de la cogitatio y su contenido, noesis y noema, pero ambos sólo se dan juntos. Un objeto es ob­ jeto sólo para el Ego, y el Ego está siempre dirigido hacia un objeto. El mundo, así reducido por ambos lados, puede ser investigado y puede revelarnos el secreto del significado de nuestro conocimiento. Dentro de él podemos comen­ zar reconstruyendo el mundo de valores (como fenóme­

nos). La dicotomía de hechos y valores, de juicios des­ criptivos y de valor, es anulada. Luego de la reducción son igualados como fenómenos: «color rojo» es tanto un fenómeno como «amor» o «sacrificio». Desde el punto de vista empirista la dicotomía es inevitable, como lo es la cuestión acerca de cómo los valores pueden ser inferidos de los hechos, pero en el mundo fenomenal — luego de la suspensión de las preguntas ontológicas— la dicotomía desaparece. De este modo la fenomenología promete superar no sólo el relativismo epistemológico, sino también el ético. La reducción parece haber sido concebida como pro­ visional. No decidimos acerca de la realidad del mundo ni acerca de su prioridad sobre la conciencia, y sin em­ bargo tampoco decidimos por anticipado que estos pro­ blemas no pueden volver a presentarse o que son insolubles o sinsentido. La cuestión acerca de si y cómo lo que logramos en el mundo fenomenal aparecerá como válido para el mundo «real», permanece abierta. Para decirlo brevemente, dejamos abierta la posibilidad de que se quiten los paréntesis. Sin embargo, preguntaría­ mos si es verdad que dentro del programa husserliano podremos quitar alguna vez los paréntesis sin alterar los resultados de la reducción. De este modo la intuición directa o evidencia incon­ movible a la que nos da acceso la reducción parece, al principio, limitada en sus aspiraciones, pero enseguida aparece luego que sus aspiraciones son ilimitadas. Hu­ sserl sostiene que descubrimos una nueva e incuestiona­ ble esfera del ser (puro fenómeno) en la que nada es excluido de la búsqueda y todo proporciona certeza. Des­ cribimos los fenómenos tal como aparecen, y tratamos de aprehender sus estructuras. Nuestras descripciones, aunque apodícticas, nunca son completas, y en esto son similares a la percepción ingenua, «natural», pero nos permiten ver directamente tales conexiones de las cosas que una vez aprehendidas, sabemos que no puede ser de otra manera, alcanzamos realmente su necesidad —Des­ cartes, aunque ya en el dominio de la subjetividad tras­

cendental, no la alcanzó. El decidió que lo que resiste a todas las dudas es el Ego sustancial y lo conservó como una pieza intacta del mundo «natural». Una vez que qui­ tamos incluso esta pieza, comenzamos a tratar con el significado, del cual la referencia mundana es descono­ cida, y no cuestionada. El mundo aparece como el fenó­ meno del mundo.

Dudas acerca de la reducción trascendental. ¿Es prac­ ticable una tal suspensión de la existencia, y qué es lo que ella implica? Husserl tiene razón cuando afirma que Descartes trató de salvar al ego como algo que forma parte del mundo, como un resto irreductible, y que pro­ visionalmente adoptó el punto de vista solipsista. Esto es lo que Husserl le objeta: deberíamos excluir toda la existencia para lograr la intuición radical. ¿Comprende­ mos lo que eso significa? Puede argüirse, como lo hizo Kant, que la existencia no es un predicado real, al menos en relación con el mundo como un todo. Para efectuar la reducción debemos primero comprender lo que signifi­ ca la existencia del mundo (incluido el ego), en sentido absoluto. ¿Es que lo comprendemos? Cuando pregunta­ mos si una cosa existe, preguntamos si pertenece al mun­ do, si es una parte del mundo. Aprehendemos la exis­ tencia sólo como perteneciendo al mundo. Esta es la razón por la que el significado de la pregunta «¿existe todo?» (incluyendo al sujeto) es terriblemente oscura. Cuando privamos a todo del predicado de la existencia (aparentemente) nada cambia. Parece que comprendemos la así llamada controversia acerca de la existencia del mundo solamente en sentido cartesiano, la comprendemos como la cuestión del solipsismo, pero una vez que me suprimo como ego empírico, la pregunta pierde signifi­ cado. Uno no puede preguntar racionalmente si todo existe. El mundo, dice Husserl, puede ser un sueño con­ gruente. Quizá. Imagino vagamente qué significa ello

cuando me imagino a mí mismo soñando. Cuando dejo de ser el sujeto soñante, no veo cómo expresar la dife­ rencia entre el mundo como un sueño y el mundo como algo real. Ello es la razón por la que es sumamente du­ doso que la reducción nos abra un nuevo ámbito del ser. Más aún, no sabemos qué es realmente el Ego tras­ cendental, que permanece luego de la reducción. Tampoco está claro por qué es usada la palabra «Ego». El, dice Husserl, no es una parte del mundo, no soy yo, ni una persona humana que se conoce a sí misma en la expe­ riencia natural. Cuando la repetimos suficientemente esta distinción entre el Ego psicológico y el trascendental (el último un puro sujeto no-psicológico de conocimiento), comienza a ser por fin inteligible. Pero se trata de una inteligibilidad ilusoria. El Ego trascendental es un reci­ piente vacío de contenido cognoscitivo y nada más, un lugar donde aparecen los fenómenos. Husserl experimen­ tó quizá este tipo de reducción de sí mismo, pero para que un método sea de valor, ha de poder ser utilizado por otros. La palabra «Ego» es equívoca. Decir «yo existe», es gramaticalmente incorrecto, y también lo es decir «el yo existe» dado que «yo» es un pronombre y no un nombre, esto es así de simple. Evitamos la difi­ cultad usando la palabra latina «Ego», pero ello es sólo un truco verbal. Ciertamente se pueden llevar adelante muchas investi­ gaciones, y de hecho se hacen, en todas las ciencias, sin preguntarse por el contenido ontológico de los objetos. Pero no es de esto de lo que habla Husserl, ya que tales investigaciones no nos proporcionan certeza alguna. La pregunta ontológica es simplemente desdeñada, y no conscientemente dejada de lado mediante una cuidadosa purificación del campo de la percepción. Parece que la búsqueda de certeza implicaría, según Husserl, la afir­ mación explícita de que la certeza excluye todos los pre­ juicios existenciales. Y surge la pregunta: ¿acerca de qué es esa certeza y cómo puede ser comunicada?

La búsqueda de universales. La respuesta se encuen­ tra en el paso siguiente del método husserliano, la re­ ducción eidética. Si la descripción de un fenómeno apre­ hendiese sólo su hic et nunc de hecho tendríamos sí una certeza, pero científicamente no tendría valor. La tarea de la fenomenología no consiste en describir un fenó­ meno particular, sino descubrir en él la esencia univer­ salmente válida y científicamente fértil, el eidos. La intuición eidética, sin embargo, no es un procedimiento de abstracción, sino una clase especial de experiencia directa de los universales, que se nos revelan con autoevidencia irresistible. No suponemos ningún reino de las ideas separado, autónomo, y permanecemos dentro del ámbito de la conciencia trascendental. Nuestra intuición, sin embargo, es irreductible a las percepciones particu­ lares, y así lo es su noema. Lo que hacemos para llegar al universal no es simplemente generalizar, abstraer o simplemente desdeñar algún aspecto de los objetos. Hu­ sserl rechaza la teoría tradicional empirista de la abs­ tracción, según la cual la experiencia directa trata siempre con singulares, y el proceso de abstracción no es otra cosa que una rotación simbólica económica apta para registrar algunas cualidades comunes importantes de mu­ chos objetos. Tal teoría implica que cualquier abstrac­ ción es tan apta como cualquiera otra, que cada concepto está correctamente formado si puede ser aplicado a la finalidad para la que fue creado, y que todos los crite­ rios para seleccionar cualidades son igualmente correctos y todos producen una especie de distorsión prácticamen­ te útil. Esta teoría supone además que el conocimiento de los universales no añade nada a la experiencia de los particulares, no posee valor cognoscitivo autónomo y no revela nada del mundo que no se hallase incluido en las percepciones individuales. Para Husserl, por el contrario, los universales no son inferidos de los particulares sino que son dados directa, «corporalmente». Como esta concepción se opone al rea­ lismo platónico (que acepta un mundo de los universa­ les separado, trascendente), a la teoría de los universales

in re (implicando que la esencia es una cualidad de un objeto trascendente), a la interpretación conceptualista (que acepta la «universalidad» como una propiedad del espíritu) y al nominalismo (que considera la universalidad como una propiedad del lenguaje, un modus loquendi), la perspectiva específica de Husserl presupone su con­ cepto del sujeto trascendental. Un eidos se revela a sí mismo en un objeto individual, pero el objeto aparece sólo como un correlato del acto intencional, sin ser una construcción arbitraria. De este modo el eidos no va más allá del sujeto. Sin la experiencia de la esencia no sería posible ningún significado ni tampoco ningún juicio significativo; sea lo que fuere que digamos de los obje­ tos, reales o imaginarios, nos referimos a un «ente de una especie». Diciendo «esta piedra es gris» no nos referimos a una grisaceidad individual, sino al género gris, y este género es dado inmediatamente. Por supues­ to que un nominalista podría decir que estamos tratando con la semejanza de objetos en algunos aspectos y que aprehendemos esta semejanza en predicados abstractos. Según Husserl esto es falso. El sujeto verdadero de tales juicios (o su significado) no es una grisaceidad individual No podemos afirmar la semejanza sin conocer previamen­ te en qué son semejantes los objetos, y entonces no estaremos ante la semejanza, sino ante la identidad. (Siendo simplemente grises, todas las piedras grises son idénticas.) Un nominalista dice que tales conceptos tu­ vieron su origen en actos de comparación, pero para Husserl, primero, la pregunta genética es epistemológi­ camente irrelevante y, segundo, el acto de comparación mismo implica la presencia de esencias. Y así cuando los empiristas arguyen que confrontamos semejanzas de cosas bajo distintos aspectos podríamos preguntar: ¿qué hace que esta y aquella semejanza sean ambas semejanzas? La respuesta es su semejanza con el género semejanza. (Este modo de razonar típicamente platónico — la seme­ janza es lo que hace a las cosas semejantes— de hecho no se halla lejos del enfoque de Russell en su obra «Inquiry into Meaning and Truth».) El argumento prin­

cipal parece ser que seríamos incapaces de elaborar cate­ gorías conceptuales basados en la semejanza a menos que no conociésemos previamente el género «semejanza». Consecuentemente, hay semejanza, y no solamente obje­ tos semejantes. Lo que es verdad para la percepción es a fortiori verdadero para los objetos matemáticos ideales. Así las esencias, aunque aparecen sólo dentro de la intuición de objetos particulares, de ejemplos, son irre­ ductibles a los particulares; ellas son intemporales y noespaciales (el mismo fenómeno del tiempo es también intemporal, no contiene al tiempo real). Incluso apre­ hendiendo un objeto como particular, implicamos que lo concebimos como una particularización de algo universal, y así la individualidad misma, cuando es el objeto de nuestra intención, muestra el eidos. Es en la percepción misma que vemos el significado de «ser rojo», y no hay cosas que podrían ser rojo «en general», dado que lo rojo tiene muchos matices. Lo mismo hay que decir de ver el significado de «ser de algún color», y ningún objeto está coloreado en general. Y así es también al percibir que todo lo coloreado es extenso: esto no es una oración analítica, ni una compulsión lingüística. Una vez que lo decimos, sabemos que no puede ser de otra ma­ nera, y que reconocemos una necesidad en las cosas mis­ mas, siendo esta necesidad independiente de si las cosas realmente existen. No necesitamos muchos ejemplos para obtener un conocimiento de esta clase, universal y nece­ sario, y este conocimiento no surge por acumulación; tampoco necesitamos saber si hay algo real correspon­ diente a esos objetos. Tratamos de hallar las estructuras necesarias de los universales, determinar las cualidades que necesariamente les pertenecen, de tal modo que si ellas se perdiesen, los objetos perderían su identidad. En lo que Husserl llama «la libre variación imaginaria» tratamos de imaginar el objeto (un universal), si bien dejando de lado o cam­ biando mentalmente algunas de sus propiedades, y así concluimos que, incluso si algunas de ellas empíricamente siempre acompañan al fenómeno no le pertenecen es­

tructuralmente, y su ausencia deja intacta la naturaleza del fenómeno; otras, en cambio, no pueden ser abolidas sin abolir con ello la identidad del fenómeno. Esta ope­ ración se ocupa de las cosas (los fenómenos) como dota­ dos de sentido, y no con los sentidos convencionales de las palabras. Los resultados aparecen, en consecuencia, no en forma de juicios analíticos, sino como descripcio­ nes fenomenológicas eidéticas. Podemos analizar todo tipo de conexiones entre estructuras (su similitud, ana­ logía, dependencia, mutua dependencia, prioridad formalontológica, etc.), y construir así muchas ciencias eidéticas correspondientes a disciplinas individuales, empíricas y deductivas. Ellas explicarán y describirán el significado originario de los conceptos básicos de una ciencia dada (como el concepto de número en matemáticas o el con­ cepto de obra de arte en historia del arte), sin presu­ poner ninguno de los logros de hecho de ciencia alguna. Esto es lo que puede proveer a las ciencias particulares de una autoconciencia de sus propias operaciones; ellas comprenderán realmente de qué se están ocupando. Una tal «estructuración fenomenológica» del aparato concep­ tual de la ciencia según cree Husserl, no es algo arbi­ trario. No define términos sin más ni acepta esquemas y clasificaciones conceptuales existentes. Nos ofrece estruc­ turas significantes cuya plenitud de sentido u orden teleológico no son impuestos por convenciones ni por cir­ cunstancias psicológicas («no puedo pensar de otra ma­ nera»), sino que irradian del objeto con innegable autoevidencia.

El deseo de inmediatez contra el deseo de ser cientí­ fico. Tal es el sentido de la consigna «regreso a las cosas mismas» al ser desvelada. Significa «regreso a los universales», pero a los universales que no son produ­ cidos arbitrariamente o en bien de la conveniencia y que no constituyen un ámbito de ser separado; es decir,

«regreso a los universales como objetos directos de la intuición intelectual». Queremos saber si nuestra ciencia y nuestro sentido común recortan el mundo según sus junturas «naturales» o según nuestras necesidades prác­ ticas y convenciones (diferencia que no puede ser hecha dentro de cierto fenomenalismo y empirismo). Queremos saber si los conceptos científicos están correcta y signifi­ cativamente construidos (según propiedades necesarias de estructuras eidéticas). Husserl es un platónico en la me­ dida en que cree en la clasificación natural de las cosas. Pero este modo de búsqueda no pertenece propiamente a ninguna ciencia particular. (La historia del arte trata con obras de arte, pero el análisis de qué sea la obra de arte en general, y qué deba ser, es algo que va más allá de sus fines, las relaciones causales son estudiadas en todas las ciencias, pero el eidos de la causalidad en nin­ guna.) De tal investigación no se excluye en principio a nin­ gún objeto, podemos agrupar y clasificar fenómenos indefinidamente. Mi intuición puede ser vaga, pero pue­ do dirigir mi atención hacia la vaguedad como propiedad de mi intuición y obtener una clara visión de la vague­ dad, y luego puedo estudiar el acto de la percepción como vago, y luego el acto claro de percepción dirigido hacia la vaguedad, y así siguiendo. Y todo depende en último término de la calidad de la intuición originaria en que las cosas se revelan. Alcanzamos una certeza noanalítica. ¿Cómo podemos asegurarnos de que poseemos una certeza genuina? La fenomenología no provee de una respuesta: o se tiene la intuición o no se la tiene. Y surge entonces nuevamente la pregunta: ¿cómo puede ser comunicada esa certeza? Al tratar de responder nos encontramos con un choque entre las dos consignas bási­ cas de la fenomenología: «Regreso a las cosas mismas» y «la filosofía debería ser una ciencia rigurosa». Que una búsqueda sea rigurosa implica que pueda ser comuni­ cada: debemos poder ser capaces de volcar su contenido en palabras de tal modo que todo aquel que nos entienda llegue a la misma certeza. Este no es el caso de la feno­

menología. La certeza se da en el acto de la intuición, no en el discurso. La tarea de la fenomenología consiste en describir una cierta esfera particular de la experiencia, y la descripción no puede reemplazar a la experiencia; en el mejor de los casos ella puede facilitar a otra persona el logro de tal intuición. Lo mismo, por supuesto, puede decirse de cualquiera otra experiencia directa. El conte­ nido cualitativo no es comunicable simbólicamente, y ésa es precisamente la razón por la que la descripción cuali­ tativa no pretende ser «ciencia rigurosa».

¿Hay algo malo en la reducción eidética? Lo proble­ mático con el método de Husserl es que en sus escritos aparecen muy pocos ejemplos. Un método es «riguroso» cuando al ser aplicado conduce siempre al mismo resul­ tado (al menos aproximadamente). Pero, ¿cómo podemos asegurarnos de que realmente es así? Muchos fenomenólogos trataron ciertamente de aplicar el «método» y no sólo de describirlo. La descripción eidética es universal­ mente aplicable; podemos describir el eidos del color rojo, de la relación de semejanza, de la arquitectura, el estado, la religión, el amor, el valor moral, cambios so­ ciales, y nuestros actos de ver cada uno de estos objetos. Podemos, por ejemplo, reflexionar sobre el «eidos» de la religión: ¿constituye la creencia en una deidad personal su parte necesaria?, ¿o lo es acaso la existencia de una organización religiosa, la creencia en la supervivencia o la experiencia de «lo sagrado»? No hay razones para suponer que todos llegarán a las mismas conclusiones, y si alguien dice «yo he tenido la intuición, usted no», la discusión se termina. Para Husserl el contenido último del conocimiento no es comunicable, pero lo comunica­ ble es de gran importancia; la habilidad de un fenomenólogo no consiste en recordar verdades ya hechas, sino en un esfuerzo constante por purificar la propia con­ ciencia de estereotipos ingenuos y de creencias de la vida

cotidiana, de la aparente evidencia de la ciencia, de los conceptos habituales y equívocos o de la confusión de la distinción entre los hechos de la conciencia y su conte­ nido. Sin embargo, lo grande de las enseñanzas de Husserl — su autocrítica radical, su coraje en volver obstinada­ mente al principio— no es suficiente para fundar su creencia en haber descubierto un método apto para obte­ ner certeza no-analítica. Tomemos de Husserl el ejemplo más simple de una verdad sintética necesaria: «lo colo­ reado es extenso». Parece que no se trata de una asocia­ ción accidental. Una vez que conocemos el «color», sabe­ mos inmediatamente que no puede ser de otra manera, que no hay números o sentimientos coloreados. Pero, ¿en qué sentido es nuestro conocimiento a priori? Un escéptico podría argüir que una vez que tenemos el con­ cepto de color, éste es aplicable obviamente sólo a su­ perficies, y por ello la oración antes citada es un juicio analítico, no diferente de la oración «todo triángulo tie­ ne tres lados». Otro ejemplo: se supone que «el naranja está entre el rojo y el amarillo» es apodícticamente evi­ dente. ¿Por qué? La palabra «entre» describía origina­ riamente una relación topológica. Si damos luz al espec­ tro, o si observamos el arco iris, vemos que el naranja se halla topológicamente entre el rojo y el amarillo, pero es algo estrictamente empírico. En otro sentido dicha afirmación puede querer significar que al mezclar pin­ tura roja y amarilla obtenemos el naranja, pero, de nue­ vo, no hay en esto nada a priori. Me es lícito negar que la afirmación es apodícticamente obvia. Un fenomenólogo, en tal caso, sólo puede responder que soy estúpido, y ello pone fin a la discusión. Es posible decir que muchas de las observaciones de Husserl al hecho de que en nuestra percepción e imagi­ nación aprehendemos «directamente» algo universal, son fundadas. Quizá el sentido de esta universalidad es di­ ferente del que él pensó. La idea de que existen per­ cepciones atómicas de las que luego son extraídos los conceptos ha sido criticada a menudo, no sólo desde el

punto de vista fenomenológico (por ejemplo en la psico­ logía gestáltica). Decir que un «significado», y conse­ cuentemente un «universal», forma él mismo parte de la percepción, es algo que resulta convincente: un bebé no ve la misma cosa que un adulto cuando «mira» los obje­ tos, ignorando su función y lugar en el orden de los fi­ nes; un adulto percibe los objetos como algo dotado de sentido, y no agrega el sentido a sus percepciones; cuan­ do yo veo un automóvil veo un automóvil y no una superficie coloreada a la que interpreto separadamente como parte de un universo organizado en función de fines; cuando observo un texto escrito en un alfabeto que desconozco no veo lo que ve una persona que puede leerlo, y no percibo las diferencias que él ve directamen­ te, su comprensión del texto y su verlo convergen en un único acto. Todos están de acuerdo en que la per­ cepción es selectiva, ya que se realiza bajo la presión de las circunstancias biológicas y sociales. Esto no im­ plica que experimentemos esencias, solamente que nues­ tra experiencia está culturalmente condicionada, entre otros factores por el lenguaje. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, reflexionar sobre el eidos de la religión o de la relación causal «sin presupuestos», de tal modo que los resultados de esa reflexión fueran válidos, sin tener en cuenta el que exista o no alguna religión? Podemos tra­ tar de fijar la «sencia» sólo bajo la condición de que hemos entendido — aunque sólo fuera vagamente— el significado del fenómeno tal como aparece en el lengua­ je. Y esto significa, tal como lo tomamos de la experien­ cia colectiva. El lenguaje divide al mundo de un cierto modo, y sin duda nuestra percepción sería diferente sin él, pero una vez que decidimos comenzar analizando «la esencia» de algo, tratamos siempre con la sedimen­ tación de las experiencias seculares de la humanidad y estas experiencias, aunque explicables históricamente, no implican necesidad lógica alguna. En consecuencia, algu­ nos elementos del sentido común están inevitablemente presentes en los actos que constituyen el método feno­ menológico; en toda experiencia hay residuos irreducti­

bles del sentido común, aunque realizemos la reducción trascendental no nos podemos librar del lenguaje, y esto significa: de toda la historia cultural de la humanidad. Parece difícilmente posible, tal como Husserl parece creer­ lo, que podamos regresar a la inocencia cultural de un recién nacido y seguir siendo fenomenólogos. Ya que existen tales residuos en nuestro espíritu, no tenemos ga­ rantía alguna contra las ilusiones; en otras palabras, no tenemos ninguna fuente de certeza. No puedo tener una intuición fenomenológica sin ser capaz de dar un nom­ bre al objeto de mi intuición. Un peligro adicional del método de Husserl consiste en que nos dispensa totalmente de aprender historia. Ninguna «esencia» surgirá de amontonar ejemplos. Para elaborar una teoría fenomenológica general de la novela basta con haber leído una novela, para construir una teoría universal de la religión no necesitamos conocer más que una religión. Esta es quizá una de las razones por las que la fenomenología no parece haber contribui­ do a hacer «más rigurosas» las investigaciones en cien­ cias humanas. Hizo, en cambio, más fácil la libre especu­ lación. Husserl planteó ciertamente preguntas de la mayor importancia para las humanidades: ¿cómo sabemos que nuestros conceptos están debidamente construidos?, ¿es acaso nuestro «recorte» del mundo arbitrario, guiado por consideraciones prácticas, o encaja en la estructura «real» de las relaciones? Mientras no seamos capaces de con­ testar tales preguntas no sabemos qué aprehende nues­ tro pensamiento, si es que aprehende algo, o si es algo más que un instrumento práctico. Más aún, no tenemos criterios universalmente válidos para atrapar estructuras significativas. La necesidad de tales criterios ha sido muy sentida en las ciencias humanas, y ha cristalizado en diversos intentos, dependientes o no de la fenome­ nología. El problema es que para estas preguntas cada uno tiene una perspectiva distinta, lo que prueba que estamos lejos de la evidencia objetiva. Lo honesto sería decir que el destino del proyecto de Husserl fue similar

al de Descartes: su pars destruens se mostró más fuerte y más convincente que su creencia en haber descubierto un campo propio de certeza. Ello parece ser el destino común de los filósofos.

Tercera conferencia: Los resultados

Cómo puede ser el mundo el mismo ayer y hoy. Dentro de la reducción trascendental todas las cosas ob­ tienen un significado que surge de la conciencia, pero la diferencia entre acto y contenido (o noesis y noema), como la diferencia entre sujeto y objeto, no desaparece. Por el contrario, una propiedad esencial de los actos de la conciencia es su intencionalidad: los actos están diri­ gidos directamente hacia un objeto (ver es ver algo, un deseo tiene un objeto deseado, y lo mismo debe decirse de las percepciones, actos volitivos, emociones, esperan­ zas y juicio). Brentano, que definió a los fenómenos psi­ cológicos como intencionales (en contraste con los fenó­ menos psíquicos), fue incapaz, según Husserl, de aban­ donar el enfoque psicológico porque no distinguió el Ego psicológico del Ego trascendental. La categoría «intencionalidad» es fundamental para la descripción husserliana de los actos de conciencia, por­ que lá conciencia sólo puede identificar la identidad del objeto en los diferentes actos considerada como inten­ cional, lo que la lleva a aprehender el significado. Una

vez que suponemos, como lo hicieron Hume y Mach, que cada percepción es atómica y puntiforme, y que represen­ tamos «objetos» por razones prácticas, separando algu­ nas cualidades más o menos estables de la corriente de impresiones, nos vemos forzados a aceptar sus conclu­ siones: que nuestra idea de la identidad de un objeto puede ser explicada genéticamente, aunque no justificada empíricamente. La ilusión de la identidad de una cosa surge por lo tanto del hecho de que algunos conjuntos de cualidades relativamente duraderos se hallan sedi­ mentados en el lenguaje (de aquí el concepto sin sentido de «sustancia» o de vinculum substantiale). No podemos evitar esa conclusión si no hacemos la distinción entre actos y contenidos, si tratamos a las propiedades de un objeto como si fueran elementos reales de la conciencia (como lo hacemos en el idealismo psicológico). Cierta­ mente, una vez que caemos víctimas de esta confusión, no puede aparecer nuevamente ningún elemento del contenido (y esto quiere decir, el acto de mi experiencia real): de otra forma pretenderíamos que podemos ha­ cer retroceder el tiempo. Desde este punto de vista po­ demos aceptar la similitud de cualidades, pero constitui­ ría un sin sentido hablar de la identidad de un objeto; esto significaría que afirmamos la identidad de dos o más actos psicológicos, llevados a cabo en distintos momentos temporales. Pero si tenemos el cuidado de no pasar por alto la distinción mencionada podemos salvar la creencia del sentido común según la cual la piedra que veo ahora es la misma piedra que vi hace un minuto, y no solamen­ te que estas dos percepciones poseen cualidades similares. Esta identidad es válida luego de la reducción, luego de haber anulado la fe en la «trascendencia» de los ob­ jetos. Sin embargo, lo importante para Husserl no es tanto la identidad de los objetos físicos cuanto la de los ideales, tales como los universales, los conceptos mate­ máticos y lógicos, y los significados ideales. Para decirlo nuevamente, sin ser capaces de salvar su identidad, no poseemos títulos suficientes para justificar ninguna pre­ tensión de «objetividad» y de certeza en el conocimiento.

No hay ningún género que sea siempre el mismo en muchos actos de contar y que sea independiente de ellos, sólo hay actos individuales de contar, y que no se refie­ ren a nada idéntico. Cada noema (o contenido) es indi­ vidual, pero muchos noemata pueden referirse al mismo objeto, único numéricamente, aprehendido en diferentes actos (de percepción, juicio, recuerdo, sentimiento y así siguiendo). Esto, sin embargo, sólo es posible si la per­ cepción no es puntiforme, si cada acto intencional con­ tiene la continuidad de experiencia realmente percibida. Cada cogito, cuando se dirige a lo cogitatum, no es como una tabula rasa, sino un acto de síntesis, que enlaza datos en el mundo continuo de los fenómenos. La conciencia interna del tiempo es la «forma de la síntesis», y es a través de ella que aprehendo el objeto no como una par­ te de la conciencia, sino como un significado objetivo. Este es el rasgo inalienable de los actos intencionales: que cada proceso subjetivo tiene un «horizonte de refe­ rencia». Toda experiencia real incluye realmente a la po­ tencial y esto tanto en los aspectos espaciales y tempora­ les de las cosas. Cuando veo una cosa, mi intención se dirige hacia aspectos no-percibidos. Que un objeto posee un lado posterior no es una afirmación intelectual, sino un elemento real del movimiento intencional. Lo mismo debe decirse de los aspectos temporales: dentro de la in­ tención misma existe la retención, un horizonte de pasa­ do, una experiencia de la continuidad atenta hacia atrás, y existe la protención, la anticipación de la cosa como futura. No hay ninguna cogitatio temporalmente punti­ forme, ninguna percepción limitada a la pura actualidad, cada una se extiende hacia atrás y hacia adelante más allá del campo de lo actual. Esto es lo que revela a un objeto como idéntico. Esto es, en consecuencia, lo que nos permite hallar el significado y la referencia del objeto al eidos (no sería realizable ninguna reducción eidética sin la síntesis intencional). Y así se ha descubierto el segundo error de Descartes. Descartes no sólo creyó equivocadamente haber tenido acceso al Ego substancial, concebido como una parte del

mundo, sino que creyó no menos equivocadamente, que era posible un cogito no intencional, que él podría ob­ servar su propia conciencia como un acto puro de cogi­ tado sin cogitatum. Para el análisis intencional, sin em­ bargo, no hay un acto puro del cogito sin un objeto. Y desde que realizamos la reducción, la invalorable conquis­ ta de este método, el cogitatum nos es dado tan directa­ mente como el cogito. No hemos abolido el objeto, sino que hemos abolido toda mediación entre acto y objeto (debido a su reducción al estado de fenómeno). La iden­ tidad del objeto, en consecuencia, aparece con la misma certeza que la identidad del Ego trascendental. El mundo como un resultado de la conciencia. Vemos muy pronto, sin embargo, que el movimiento intencio­ nal de la conciencia no sólo identifica los objetos, sino que también los constituye. Nos aproximamos aquí al discutido tema del significado de esa posición a la que el mismo Husserl denominó «idealismo trascendental». (Digo discutido porque hay comentadores que no pien­ san que aquí estemos ante el idealismo en sentido ontológico. La mayoría, sin embargo, se refiere a las expre­ siones de Husserl que son tan inequívocas que no tienen otro sentido en este contexto.) De todas formas, el con­ cepto de constitución sigue siendo vago: no es una crea­ ción ex nihilo, es más bien el acto de dotar al mundo de sentido. En la conciencia trascendentalmente reducida, sin embargo, cada acto de alcanzar el objeto es un acto de suplantarlo con significado; cualquier sentido es el producto de la constitución, incluyendo, en especial, el sentido de un objeto como existente. «L a existencia» misma es un determinado «sentido» de un objeto. Para Husserl, en consecuencia, sería absurdo decir que un ob­ jeto «existe» independientemente del verbo «existir» — independientemente del acto de constitución llevado a cabo por la conciencia. La cuestión no es saber si el paso al idealismo estaba incoado ya en el punto de partida de la filosofía de Hus-

serl, o si fue (como creen muchos fenomenólogos orien­ tados en el realismo) el resultado de la evolución perso­ nal del filósofo, que podría haberle llevado por otro ca­ mino. (Ingarden, entre otros, sostenía que los mismos principios de la fenomenología, expuestos en las Investi­ gaciones lógicas no suponen la conclusión idealista, sino que son perfectamente compatibles con la posición rea­ lista.) La fenomenología puede ser ciertamente definida de diversas maneras, y de hecho lo ha sido. Para Husserl, sin embargo, ella incluía la reducción fenomenológica. De este modo podríamos preguntar: ¿es la reducción de verdad ontológicamente neutral? ¿Es sólo un método, o decide también en cuanto tal, sobre cuestiones ontológicas? ¿Es un método reversible? ¿Nos permitirá el in­ tento de fundar la objetividad del conocimiento (y de los valores) ubicándolos dentro de la subjetividad tras­ cendental, el quitar alguna vez el paréntesis provisorio del mundo trascendental? ¿No aparecerán estos parén­ tesis como impedimentos eternos, ligando para siempre el mundo con el sujeto reducido? En las Investigaciones lógicas no hay ciertamente nin­ guna teoría de la constitución. Sin embargo, puede argu­ mentarse que el paso al idealismo de 1907 en adelante (las conferencias de Góttingen), sin ser una conclusión de la temprana teoría del significado, era la única solu­ ción congruente con el problema que comenzaron a en­ frentar esos primeros escritos. La teoría de la constitu­ ción implica que cualquier ente posee validez sólo en la medida en que obtiene significado en los actos de la con­ ciencia trascendental. El concepto mismo de una realidad absoluta, autosuficiente, no relacionada con la conciencia, es absurda y contradictoria. Los objetos son sedimenta­ ciones («resultados» más que «productos») de actos creativos de la conciencia, siendo esta última la fuente última de su forma cristalizada. Desde este momento en adelante, los paréntesis provisorios impuestos al pro­ blema de la existencia se convierten en un muro indes­ tructible.

¿Cómo sucedió ello? ¿En virtud de qué lógica llega Husserl, que había comenzado con ataques al subjetivis­ mo (en el sentido de relativismo, irracionalismo, el con­ cepto de verdad como relativo a la conciencia), a la con­ clusión de que la «objetividad» sólo puede alcanzarse dentro de la conciencia trascendental, de que ningún ra­ cionalismo es posible a menos de basarse en la concien­ cia como única realidad autofundante? Pienso que su desarrollo, lejos de ser una aberración accidental, era muy coherente y puede ser reconstruido del modo si­ guiente: el escepticismo y el relativismo sólo pueden ser superados si descubrimos la fuente de la certeza abso­ luta. Esta certeza puede ser obtenida allí donde no de­ bemos preocuparnos por «el puente» entre las percep­ ciones y las cosas, allí donde hay una inmediatez abso­ luta, allí donde el acto de conocimiento y su contenido no se hallan mediatizados en forma alguna (incluso si su distinción sigue siendo válida), allí donde simplemente no podemos preguntar cómo sabemos que nuestros actos alcanzan el contenido tal como realmente es — allí donde el contenido es absolutamente transparente al sujeto o es inmanente. La racionalidad y la certeza pueden así fundarse sólo si la objetividad no es un «reflejo» de los objetos (si lo es, el problema del puente sigue tan insoluble como siempre), sino algo que los constituye. El objeto es accesible de un modo que hace la duda impo­ sible sólo como dependiente de los actos cognoscitivos. Con el correr del tiempo Husserl repite para la concien­ cia trascendental todos los argumentos del idealismo empírico, de Fichte a Avenarius. Luego de la reducción el mundo es un significado, las cosas y los otros son fenómenos constituidos; los predi­ cados «existente» y «no-existente» se refieren a lo sig­ nificado y solamente como tal. Los predicados «verdade­ ro» y «falso» se refieren a actos de intención. La pro­ piedad de existente o no-existente está correlacionada con actos de verificación y anulación basados en la intui­ ción. El objeto es «inmediatamente intuido» sobre la base de esta intuición, es «dado originariamente», o dado en

el modo de «él mismo ahí». Guarda su identidad; puedo volver a él. El mundo no es lo que es realmente perci­ bido, es una potencialidad infinita, pero una potencia­ lidad de conciencia. El Ego no es una substancia, es real solamente en cuanto dirigido hacia algo; el Ego es cono­ cido solamente como substratum de actos, pero el Ego y el objeto juntos no tienen otro nombre que los agrupe más que conciencia trascendental. En este punto decisivo reaparecen todos los viejos esquemas idealistas (cosa que Husserl no parece notar): no hay verdad independientemente del conocimiento de la verdad; pero decir «sucede esto o aquello» es equi­ valente a decir «es verdad que sucede esto o aquello»; decir, en consecuencia, que algo sucede con independen­ cia de la conciencia, significa que un juicio puede ser significativo y verdadero sin necesidad de haber una con­ ciencia — lo cual es absurdo, ya que el significado y, a jortiori la verdad, son relativos a la conciencia, y así lo es cualquier objeto posible de verdad. Todo aquello sobre lo que podemos hablar con sentido es significativo (ob­ jeto posible de un enunciado), y decir por lo tanto que un objeto determinado es independiente de la posibilidad de efectuar un juicio sobre él, lleva a decir que estamos hablando sobre lo que no estamos hablando, lo cual es ob­ viamente una contradicción. En último término todo es una versión de las tautologías tradicionales: «No podemos pensar sobre algo que no está siendo pensado», «nada puede ser objeto de un juicio que no sea un objeto de un juicio». Una vez que hablamos de algo lo constituimos como objeto de un juicio y, por lo tanto, «ser indepen­ diente de la conciencia» es un concepto autocontradictorio. Husserl (congruente con su perspectiva) concluyó que el «realismo» es autocontradictorio y que si suprimimos la conciencia suprimimos el mundo y que solamente la conciencia puede tener una existencia autofundante.

Este razonamiento tradicional no concluye en el rela­ tivismo precisamente porque Husserl creía haber des­ cubierto una conciencia que no está en el mundo (no es una parte de él), sino que es enteramente indepen­ diente de la conciencia empírica, del mundo empírico, de la psicología humana, de la biología y de la historia. La intuición que proporciona esta conciencia está libre de todas las ataduras con el mundo. Ciertamente siem­ pre podríamos decir que, en la perspectiva de Husserl, lo que está relacionado conmigo es existencia «para mí» (ésta fue la razón por la que algunos críticos cuestiona­ ron el idealismo de Husserl, como si no estuviera hablan­ do sobre la existencia en general, sino sólo sobre la exis­ tencia «para mí»), pero no me es permitido hablar con sentido acerca de la existencia sin implicar la existencia «para mí». Esta es la razón por la que la reducción no es una suspensión temporaria de la que podríamos esperar que luego es dejada de lado. Me evita para siempre el hablar acerca del ser que no está referido a la conciencia; de hecho hace de tal concepto un sinsentido. No hay ningún camino que nos lleve de regreso de la reducción, excepto el regreso a las actitudes ingenua, «natural» y «acrítica», que no proporcionan certeza alguna. Una vez que comen­ zamos la búsqueda de certeza, no podemos retroceder sin anular todos los resultados de la reducción. Dentro del proyecto fenomenológico no hay ninguna posibilidad lógica de fundar una epistemología no-idealista. Husserl, a diferencia de Kant, creía que las condiciones trascendentales del conocimiento lo abarcan todo, tanto la forma como el contenido de la percepción. No hay el dualismo de la hyle contingente y las formas racio­ nales organizadoras. La constitución es omniabarcadora, y no hay ninguna facticidad o contingencia dejada de lado. El ego, sin embargo, no tiene existencia indepen­ dientemente de su enfrentarse con los objetos: él se costituye a sí mismo de alguna manera al constituir los objetos. Conserva su identidad, y puede volver a sus primeras percepciones (incluso es denominado substra-

tum de sus propiedades, pero el significado de esta pala­ bra en el contexto husserliano es oscura). En la búsqueda de necesidad cognoscitiva, hallamos a la conciencia como único ser necesario, la única causa sui, y ello es debido a que solamente la conciencia es absolutamente «dada» a sí misma. Este razonamiento revela el sentido de todos los in­ tentos de alcanzar la certeza absoluta. Los escritos sobre Husserl enfatizan a menudo que su concepto de intui­ ción nada tiene que ver con el correspondiente bergsoniano, que más que místico es cartesiano. La diferencia es obvia desde el primer momento. Para Bergson la in­ tuición es un modo de auscultación intelectual que nos lleva al «interior» del objeto y nos permite comunicar con lo que en el objeto es único, y consecuentemente, inexpresable, es un acto en el que la conciencia se iden­ tifica con un objeto que previamente se hallaba entera­ mente «fuera» e independiente de ella. En Husserl no aparece ninguna intuición así. Pero entre ambos existe una profunda afinidad, no sólo en sus metas (obtener perfecta certeza), sino también en su modo de proceder. Para ambos filósofos se muestra con claridad que certeza última sólo puede ser obtenida en la inmanencia, y que el contenido último de dicha certeza es incomuni­ cable. Para obtener la certeza debo tener una intuición que consiste en una convergencia inmediata, perfecta, de acto y contenido. La intuición no puede ser reemplazada por un mensaje verbal, el que, por definición, es un acto mediador. De esta manera, la intuición tiene en Husserl y Bergson, los rasgos básicos de una experiencia mística, y es tan incomunicable como ella. El racionalismo de Husserl es místico, porque todo lo comunicable en pala­ bras es algo mediatizado, y la certeza se basa en que para la conciencia su propio acto y su propio contenido no pueden ser puestos en duda (como puede serlo todo lo demás). Aunque la distinción entre noesis y noema se mantiene, los cogitatae sólo tienen tanta certeza cuanta tenga el cogito. El idealismo no puede ser criticado en base a sus pro-

pios supuestos. Husserl dice que mientras permanezca­ mos en la actitud «natural» somos incapaces de llegar a la pregunta trascendental: «¿cómo podemos ir más allá de la isla de la conciencia?» Dado que nos consideramos como ya siendo «en el mundo» no podemos ponernos en la postura de quien cuestiona, y de este modo, pre­ juzgamos acerca del problema de la existencia. Un argu­ mento similar puede ser aplicado a Husserl: Una vez que, según su terminología, realizo la «suspensión» de la existencia, prejuzgo acerca del problema como tal, y no puedo plantear la pregunta trascendental: «¿cómo puedo salir de la isla?» ya que es sabido que nunca sal­ dré de ella. Aquí se detiene la discusión. Una vez que aceptamos plantear la cuestión del «puente», nos entre­ gamos al idealismo. Si rechazamos la cuestión entonces la solución realista o idealista es una elección que de­ pende de una serie de supuestos filosóficos. La historia de la filosofía parece enseñar, sin embargo, que todos los argumentos en favor de una u otra solución presuponen lo que ha de ser probado.

¿Cómo pueden existir los otros? Si el sujeto que desea descubrir la necesidad eidética y restaurar el sig­ nificado del mundo debe permanecer dentro de sus pro­ pios límites, si la misma «trascendencia» es un significado constituido en el Ego, surge naturalmente el problema del solipsismo y de la realidad del alter ego. ¿Cómo po­ demos permanecer fieles a los principios de la reducción e imaginar al alter ego como supuesto, pero no consti­ tuido de la misma manera que todos los demás objetos? Hemos llegado ahora a lo que es quizá el lado más os­ curo de la filosofía de Husserl. Está claro que él busca evitar el solipsismo sin renunciar a la teoría de la cons­ titución, y que se da cuenta de las dificultades de dicha empresa. El cree no sólo que el solipsismo puede ser

superado sino también que ello sólo puede ser hecho dentro del idealismo trascendental. La certeza que él creía haber descubierto se suponía que debía ser univer­ salmente válida — válida para cualquier ente racional y accesible a todo. ¿Es que no contradice acaso el resultado a la inten­ ción? Incluso si se obtiene la certeza en este sentido, nada puede concluirse acerca de la existencia efectiva de otros entes racionales mientras nos falten instrumen­ tos que nos den un contacto real con los otros, mientras nos falte una teoría trascendental de la empatia. Husserl cree que el alter ego se constituye en el movimiento in­ tencional. El alter ego va más allá de mi mónada, yo lo constituyo como reflejado en mi propio ego. ¿Cómo es esto posible? Husserl trata de resolver la cuestión con la ayuda de la segunda epojé. Dentro de la experiencia trascendental yo separo lo que es particularmente mío de los fenómenos referidos a los otros egos como suje­ tos, por ejemplo, los predicados culturales que implican una comunidad de muchos sujetos. Lo que permanece luego de esta exclusión es la «Naturaleza» (como el sig­ nificado «Naturaleza»), incluido mi propio cuerpo y mi ego empírico como objeto. De este modo aparece que yo, ego humano, estoy constituido como parte del mun­ do y, al mismo tiempo, constituyo todos los objetos, lo cual es, según Husserl, una paradoja. Como ego trascendental, yo separo lo que me perte­ nece del ego absoluto, omniabarcador, doblemente redu­ cido y, dentro suyo, separo el conjunto de su «unidad» de la «otredad». Presupongo que no todos los modos de mi conciencia son modos de mi autoconciencia, que el ego tiene una intencionalidad con el sentido de existen­ cia, y con la ayuda de esta intencionalidad puedo ir más allá de su propia existencia. Al constituir el mundo le doy el sentido de ser acce­ sible a las conciencias de los otros y, por lo tanto (una conclusión inesperada) el primer no-ego con el que trato es el alter ego, otro sujeto. Esta es la comunidad de mó­ nadas que hace posible la naturaleza objetiva. Esta inter-

subjetividad trascendental tiene su correlato en el mundo común de la experiencia. El alter ego es «dado» personalmente en mi experien­ cia, aunque no originariamente (lo cual aparentemente sólo significa que no participo directamente en su expe­ riencia). Mi sentir empáticamente al alter ego (o apresentación) es, por lo tanto, indirecto. Esto no significa que consista en una actividad intelectual, o que es una inferencia por analogía (de la conducta a la subjetividad). Es una intuición de la presencia de otra persona como sujeto. Mi cuerpo tiene siempre para mí el modo «aquí» y en empatia, el otro cuerpo en modo «allí» indica el mismo cuerpo en modo «aquí», lo cual significa que el cuerpo es experimentado por la otra mónada como suyo. Así veo al cuerpo de otra persona como tal, y no como un síntoma de otra persona. Sin embargo, la otra persona tiene la categoría de alter ego solamente cuando es cons­ tituida dentro de mí campo trascendental. La intersubjetividad trascendental de las distintas mónadas se forma en mí, pero como una comunidad que se constituye igual­ mente en cada otra mónada. Mi ego sólo puede conocer el mundo en comunidad con otros egos y solamente es posible una comunidad monadológica (no puede haber muchos conjuntos de mónadas mutuamente opacos, por­ que cuando pienso acerca de ellos no pueden seguir sien­ do completamente opacos, los constituyo como comu­ nidad). En consecuencia sólo son posibles un mundo y un tiempo, y este mundo está obligado a existir. De esta manera, señala Husserl al final de sus Meditaciones, la monadología trascendental entrega algunos resultados metafísicos. Sin embargo, no abandono la epojé en ninguna etapa de esta reflexión. Solamente explico la necesidad del alter ego como un significado constituido, y supero así el solipsismo rechazando al mismo tiempo la meta­ física ingenua de las cosas en sí mismas. La intersubjetividad trascendental, al ser la fundación absoluta, so­ porta el mundo — y el conocimiento absolutamente fun­ dado se basa en el autoconocimiento universal. La insuficiencia del método husserliano para alcanzar

una certeza absoluta se ve particularmente en esta cues­ tión crucial de la intersubjetividad. Su explicación es sencillamente burda, incluso si es obvio que hizo en su construcción todo lo posible para evitar conclusiones solipsistas. Luego de todas sus explicaciones seguimos sin saber cómo llegamos a la otra persona en cuanto subjetividad real. Que no participamos en la experiencia del otro es verdad, pero también algo trivial. Es posible afirmar que existe algo llamado empatia — que yo per­ cibo a otra persona como persona, y no como a un autó­ mata, no por inferencia ni por analogía, etc., sino en una especie de comunicación especial, diferente de las otras percepciones y no basada necesariamente en el contacto verbal (podemos adivinar que un niño de tres meses se comunica con los adultos, que hay un entendimiento ru­ dimentario, a pesar de la falta de contacto verbal, y que ciertamente no se hace por inferencia analógica). Muchas de las descripciones de Scheler en este punto son con­ vincentes. Pero afirmar esto o llamar «apresentación» a esta percepción no resuelve el problema del solipsismo ni necesita o implica la reducción trascendental. El in­ tento de reconciliar la reducción con la monadología trascendental no puede ser llevado a cabo sin inconsis­ tencias y sin oscuras construcciones especulativas. En el mismo fragmento de las Meditaciones dice Husserl que el alter ego precede al mundo común de las mónadas y que es dado en una intuición indirecta por intermedio del cuerpo (el cual es una parte del mundo); dice también que el alter ego es el primer no-ego, y que es dado como resultado de la separación de aquellos predicados que re­ velan la comunidad humana (de aquí que no es primero). No veo de qué forma estas afirmaciones no son contra­ dictorias. La misma capacidad de alcanzar el alter ego me es concedida por una construcción sumamente artificial y no convincente: llevo a cabo una segunda reducción que, den­ tro del Ego trascendental separa el Ego propio de la «otredad». Pero es ininteligible cómo dentro del campo trascendental que está presente solamente como corre-

lato de mis actos trascendentales podrían constituirse otros Egos absolutos en el mismo sentido en que yo lo soy. Cuando caigo en la cuenta de que solamente la conciencia puede ser concebida como realidad autofundante, ésta sólo puede ser mi conciencia, o mejor yo mismo, un sujeto que imagina que-suspende la creencia en su propia existencia como sujeto psicológico. Desde este punto de vista los otros sujetos no pueden aparecer en la misma forma de independencia. El alter ego no puede ser otra cosa más que una concretización de mi conciencia. Decir que yo constituyo todos los objetos, y entre ellos a mí mismo como objeto, es autocontradictorio; y llamar paradoja a una contradicción no la hace desaparecer. La monadología de Husserl es para mí otro ejemplo de la impractibilidad lógica de todos los esfuerzos filo­ sóficos que comienzan por la subjetividad y tratan luego de restaurar el pasaje hacia el mundo común. Es así más significativo aún el que Husserl comienza con la subje­ tividad trascendental, no psicológica. Su método de argu­ mentación considera al principio la reducción sólo como reducción metódica: suspendamos la creencia en la rea­ lidad del mundo, incluido el ego, ya que en él no halla­ mos certeza; concentrémonos en los contenidos de la conciencia purificada. Sin embargo, una vez que nos ha­ llamos en el terreno de la conciencia trascendental nos damos cuenta de que ésta siempre tiene que ver con un mundo que es hecho consciente. Nos damos cuenta de que el mundo es el «significado-mundo», constituido en la conciencia; de que el concepto de cosas-en-sí es ab­ surdo; de que sólo la conciencia es una realidad autofundante — todos éstos son en Husserl variantes de los argumentos tradicionales del idealismo. Uno no puede pensar sobre el mundo que no está siendo pensado; una vez que pensamos sobre la cosa en sí misma ésta se con­ vierte en objeto de pensamiento, y de este modo el con­ cepto de cosa-en-sí, de una cosa que no es objeto del pensamiento, es autocontradictorio. Este argumento es irrefutable porque es tautológico. La filosofía de Husserl

confirma por lo tanto la crítica de Gilson (dirigida a los cartesianos, kantianos y aquellos cristianos realistas que imitan a Descartes y Kant): si comenzamos por el mundo inmanente terminaremos también en el mundo inmanen­ te, una vez que aceptamos el modo idealista de interro­ gar aceptamos su respuesta. El idealismo no puede ser superado sobre la base de su propia pregunta, aceptando el cogito (yo conozco directamente sólo mis propias cogitaciones; cómo construir un puente de las impresiones o pensamientos a las cosas). El problema del puente es insoluble; no hay un pasaje lógico. Por lo tanto, según Gilson, el realismo no puede ser una conclusión del co­ gito, sino solamente un modo de pensamiento. Afirmar esto no significa resolver la cuestión «del puente», sino sólo rechazarla. Una pregunta puede ser rechazada tanto si implica falsos supuestos cuanto si en sí misma es ininteligible. No entraré ahora en esta dis­ cusión eterna. El problema, como todas las preguntas acerca de la relación de la «subjetividad» con el mundo, es que no somos capaces de expresarlas o responderlas más que con ayuda de símbolos espaciales, sabiendo que lo que importa no son relaciones topológicas. Expresio­ nes tales como « en la conciencia», «dentro de la per­ cepción», «fuera», «dentro», «ser parte de», «alcanzar el interior», «hallarse delante», «ser dado directamente», «inmanente», «trascendente» — incluso las palabras «ob­ jeto», «sujeto» y «percepción»— son todas derivados de relaciones y movimientos espaciales. Nuestras descrip­ ciones parecen depender necesariamente de este lenguaje espacial, y no podemos alcanzar la forma literal. Quizá como diría Bergson (quien realizó un gran esfuerzo aun­ que no muy exitoso para combatir las analogías espacia­ les describiendo la conciencia), ése es el rasgo constante del lenguaje mismo.

La moraleja de la historia. La evolución de Husserl del ideal de la validez incuestionable del lenguaje al idea­

lismo trascendental sugiere tres observaciones: primero, Husserl creía haber abierto el camino hacia la certeza en el sentido del conocimiento que es totalmente indepen­ diente de nuestra condición como entes biológica, cul­ tural e históricamente determinados. Obtener esa inde­ pendencia nos lleva a conquistar el puesto de los dioses, quienes pueden observar los espíritus humanos (empíri­ cos) totalmente desde el exterior. Husserl reclamaba al mismo tiempo que volviésemos a una total frescura es­ piritual, a la posición de la tabula rasa, en la que nuestra visión del mundo no es perturbada en forma alguna por el lenguaje o por la herencia cultural. El quería de la filo­ sofía que estuviese en contacto inmediato con las cosas mismas y que, al mismo tiempo, fuese una ciencia estric­ ta — que fuese lenguaje comunicable. Estas dos tareas se contradicen. Un crítico católico de Husserl, Quentin Lauer, observó que Husserl, tratando de mejorar el in­ tento cartesiano, había fracasado en aprehender la im­ portancia del hipotético genio maligno en el razona­ miento cartesiano. Dado que no podemos excluir la posi­ bilidad de una voluntad diabólica que podría pervertir todos nuestros esfuerzos cognoscitivos y dotar a las más fantásticas desilusiones con el peso de la autoevidencia, nos damos cuenta de que nada es obvio ni cierto a menos que creamos en la voluntad benefactora de Dios, que evita que el mal nos conduzca sistemáticamente al error. Esto es verdad en el sentido en que el absoluto episte­ mológico es ciertamente imposible sin el absoluto ontológico, lo que combina la cualidad de ser un fundamento del mundo autofundante con la perfecta sabiduría y la perfecta bondad. Descartes se equivocó al creer que había probado la existencia del Creador divino, pero tuvo pro­ bablemente razón al afirmar que la fundamentación de la certeza sólo podía ser descubierta gracias a la omnis­ ciencia divina y a la confianza en su veracidad. Segundo, sobre la base del desarrollo de la filosofía desde Husserl en adelante es posible sospechar que si comenzamos por el Cogito, podemos reconstruir el mun­ do solamente en cuanto correlacionado de alguna manera

con la subjetividad, a menos que utilicemos algunos re­ cursos lógicamente espúreos, tales como la divina vera­ cidad de Descartes o la armonía preestablecida de Leibniz (esta teoría nos da la garantía de que la percepción de muchas mónadas converge, a pesar de la falta de re­ laciones causales entre ellas — lo que de nuevo supone la inteligencia divina). La relación conversa es, también, probablemente válida. Si comenzamos por la cosa o «el ser» en el sentido de Parménides o de Spinoza, las cate­ gorías aplicables a él no nos permiten describir la irre­ ductible subjetividad, este «milagro de los milagros» (Husserl), este estar-dirigido-hacia-uno-mismo, este acto de experimentarse a sí mismo — a menos que lo constitu­ yamos arbitrariamente junto al mundo (como hizo Spi­ noza). Es muy dudoso el que alguien haya tenido éxito en obtener un lenguaje que reúna estos dos puntos de vista: uno dirigido directamente hacia el cogito y el otro dirigido hacia las cosas. Es posible que la filosofía se halle fatalmente condenada a oscilar entre estas dos pers­ pectivas, ambas arbitrarias y que se cierran mutuamente el paso, si se admite una de ellas, y al mismo tiempo, ambas tácitamente juntas en el mismo discurso. Final­ mente, es posible sostener — nuevamente una moraleja del desarrollo de Husserl— que una búsqueda de certeza verdaderamente radical termina siempre concluyendo que la certeza es accesible sólo en la inmanencia, que la per­ fecta transparencia del objeto se halla sólo cuando el sujeto y el objeto (no importa si es el Ego empírico o trascendental), llegan a la identidad. Esto significa que una certeza mediatizada en palabras no es ya más certeza. Llegamos a la certeza, o creemos haber llegado a ella, solamente en la medida en que obtenemos, o creemos haber obtenido, una perfecta unidad con el objeto, una identidad cuyo modelo es la experiencia mística. Esta experiencia, sin embargo, es incomunicable; cualquier in­ tento de transmitirla a otros destruye la inmediatez que se suponía constituir su valor — y consecuentemente des­ truye la certeza. Todo lo que entra en el campo de la comunicación humana es inevitablemente incierto, siem­

pre cuestionable, frágil, provisorio y mortal. Sin embargo, es improbable que abandonemos la búsqueda de la cer­ teza, y podemos dudar que sea deseable el detenerla. Esta búsqueda tiene poco que ver con el progreso de la ciencia y de la tecnología. Su trasfondo es más religioso que intelectual; es, como sabía Husserl perfectamente, una búsqueda de significado. Es un deseo de vivir en un mundo del que se ha desterrado la contingencia, don­ de a todo se le ha dado sentido (y esto significa finali­ dad). La ciencia es incapaz de proveernos de ese tipo de certeza, y es poco probable que la gente abandone sus intentos de ir más allá de la racionalidad científica.

Terminaría diciendo que mi intención no era sugerir que la búsqueda de Husserl de la nueva racionalidad tras­ cendental y de la fuente de perfecta certeza era algo sin valor. Pienso que este intento fracasó en llegar a su meta como sospecho que están llamados a fracasar todos los intentos de alcanzar el absoluto epistemológico. Pero in­ sisto en considerar su obra como de enorme valor para nuestra cultura, y ello por dos razones. El, mejor que nadie, nos obligó a darnos cuenta del penoso dilema del conocimiento: o un empirismo coherente, con sus resul­ tados relativistas, escépticos (un punto de vista al que muchos consideran descorazonante, inadmisible, y, de hecho, ruinoso para la cultura), o el dogmatismo trascendentalista, que no puede realmente justificarse a sí mismo y se queda, al final, en una decisión arbitraria. Debo admitir que aunque la certeza última es una meta que no puede ser alcanzada dentro del esquema raciona­ lista, nuestra cultura sería pobre y miserable sin gente que tratara de alcanzar dicha meta, y nuestra cultura di­ fícilmente podría sobrevivir abandonada totalmente a las manos de los escépticos. Creo que la cultura humana no puede alcanzar una síntesis perfecta de sus componentes

diversos e incompatibles. Su riqueza misma se apoya en esta incompatibilidad de sus ingredientes. Lo que man­ tiene viva a nuestra cultura, más que la armonía, es el conflicto de los valores.

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