KASPER, W. - Fe e Historia - Sigueme, 1974

i0)c £m¡ E 4 1 verdad Cf. K. MARX, Tesis sobre Feuerbach, o.c. 109 s. 69 SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE POSIBILIDAD

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E

4 1

verdad

Cf. K. MARX, Tesis sobre Feuerbach, o.c. 109 s.

69

SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE

POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS

toda experiencia se incardina y clasifica dentro un contexto humano de significación totalmente determinado. Cada lengua encierra en sí una visión del mundo totalmente determinada y constituye el recuerdo de largas experiencias históricas en relación con el mundo. Hoy, en virtud de la técnica, vivimos, desde un punto de vista histórico y de civilización, completamente en un mundo secundario y más que secundario, que al principio hemos descrito como mundo mundanamente secularizado, en el que a primera vista Dios no aparece. Por consiguiente, la pregunta por el sentido de toda la realidad se nos plantea actualmente como pregunta por el sentido de la historia. La cuestión sobre la posibilidad de experimentar a Dios se convierte en la cuestión de cómo puede experimentarse a Dios como sentido de la historia, dicho bíblicamente, como Señor de la historia21. En un principio parece imposible responder a la pregunta sobre el sentido de la historia, ya que la historia no se desarrolla siguiendo unas leyes fijas y férreas. Son los hombres quienes hacen la historia, determinada decisivamente por la libertad humana. Por eso no se da en ella un progreso rectilíneo hacia lo mejor y más perfecto. Continuamente nos sentimos decepcionados, continuamente se echan a perder los mejores planteamientos y se dejan pasar las ocasiones más propicias. Desde siempre la tontería y la maldad, la injusticia y el odio, fueron las objeciones más fuertemente sentidas contra la aceptación de un sentido global de la historia. Con mayor razón el mal y el sufrimiento en el mundo siguen siendo los obstáculos y dudas más fuertes para creer en Dios. ¿Quién querrá encontrar un sentido en ese acontecimiento espantoso, que se expresa con la palabra Auschwitz? Sólo el querer hacerlo

tonstituiría ya un nuevo agravio a las víctimas. Frente a ION horrores de las guerras modernas, en que se aniquila ii masas, no cabe el pensar en problemas de teodicea, pues Non simplemente insolubles. Entonces, ¿hay que dar la nllima palabra a una total falta de sentido? Aun concediendo todo su peso a esta idea, la respuesta debe ser decididamente negativa. Si todo fuera algo sin sentido, no podríamos vivir un momento más, pues en cada acto Cf. M. BUBER, Werke I I , 275 s, 504 s, 619 s; H. D. PREUSS, Jabweglaube und Zukunftserwartung, Stuttgait 1968, 14-23 (Bibliografía); E. ZENGER, Jabwe und die Cotter: Theol. Phil. 43 (1968) 338-359.

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exaltación. El humanismo cristiano se funda en el acontecimiento pascual y significa una pascua permanente, una continua conversión y un perpetuo renacer31. Si de todas estas reflexiones se deriva algún postulado para la predicación, no es desde luego el de tener que borrar, con una malentendida liberalidad, la diferencia de lo cristiano. Ahora bien, eso específicamente cristiano no puede hacerse valer como ley, sino como evangelio; hay que decirlo de tal forma que no sea algo destructivo, sino que sirva constructiva y creadoramente a la libertad del hombre. El mensaje cristiano, por defender precisamente algo que nunca puede ni debe mediatizar, es decir, la divinidad de Dios, establece un campo de lo absolutamente no manipulable ni funcionalizable, y en último término sólo así puede uno oponerse y resistir a la amenazadora manipulación y funcionalización del hombre. En este sentido la oración, la meditación, la contemplación y la liturgia, precisamente por su carácter no utilitario, prestan un servicio a la libertad y a la dignidad del hombre, que no viene dada sólo por su acción y su reconocimiento social. Por tanto no sólo se sirve a Dios cuando se sirve al hombre, sino que también se presta un servicio al hombre cuando se sirve a Dios. El defender la divinidad de Dios como algo que siempre nos supera, rompe todo sistema cerrado en sí mismo y toda respuesta acabada, ofreciendo así continuamente una posibilidad y alternativa a la libertad humana. Dios no es simplemente, como afirma una moderna canción religiosa un tanto estúpida, la respuesta a todas las preguntas, sino que es también la pregunta a todas las respuestas. Por eso la fe en Dios tiene que traducirse como apertura siempre mayor y problematicidad siempre más pro31 Cf. J. RATZINGER, Grada praesupponit naturam, en Einsicbt und Glaube editado por J. RATZINGER - H. FRÍES, Freiburg i. Br. 1962,148 s. '

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funda32; sólo entonces volvería a ser creíble como promesa de esperanza para el mundo.

TERCERA TESIS

El cristianismo es Jesucristo en persona33 Esta tesis está ya implícita en el fondo de todo lo dicho y resume las dos tesis anteriores. En Jesucristo se nos da tanto el carácter histórico como el suprahistórico del cristianismo en una unidad singular. En él la historia humana ha llegado definitivamente a la meta que la supera radicalmente, a Dios, al haber aceptado Dios totalmente la historia y al haberse comunicado a ella34. Por eso la fe cristiana proclama de Jesucristo: él es verdadero hombre y verdadero Dios en una persona. En nuestro contexto no podemos expresar con más detalle este misterio de la cristología; basta por tanto esta alusión a él. Nuestra pregunta sería qué supone eso para la comprensión del cristianismo. La primera consecuencia, en un plano puramente formal, sería que Jesucristo en persona tiene que ser el criterio por el que debe medirse todo lo que quiera ser cristiano. Cristiano es, en el sentido más pleno y fundamental, la persona que se deja determinar por Cristo. Sólo se puede ser cristiano cara a cara con Jesucristo, y ser cristiano significa seguimiento de Jesús. Este presupuesto fundamental estaba en la raíz de todo lo dicho hasta 83 En relación con este carácter crítico-negativo del hablar acerca de Dios cf. E. PRZYWARA, Analogía entis (Schriften 3), Einsiedeln 1962, 135-141. 33 Cf. H. KÜNG, Christozentrik, en LThK II, 21958, 1169-1174. 34 En relación con esta interpretación del dogma cristológico cf. K. RAHNER, Problemas actuales de cristología, en Escritos de teología I, Madrid 3 1967, 167-223; ID., Para la teología de la encarnación, Ibid. IV, Madrid 1964, 139-159; B. WELTE, Zur Cbristologie von Chalkedon, en Auf der Spur des Ewigen, Freiburg i. Br. 1965, 429-458.

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ahora. Esta decisión básica de la fe representa a la vez el escándalo fundamental de lo cristiano, sin que se pueda seguir preguntando más allá de él. Lo único que se puede indicar es que la persona toma de hecho tal opción fundamental y vive desde lo más profundo según un determinado modelo. A la pregunta de por qué tomamos precisamente a Jesucristo por modelo nuestro, en último término sólo se puede responder: ¿a dónde iremos?, ¿en qué otra parte encontraremos tales palabras de vida? (cf. Jn 6,68 s). Esa decisión fundamental se aclara y se justifica en seguida intrínsecamente, si damos un contenido material a esa consecuencia formal, pues entonces resulta que Jesucristo es precisamente lo que más profundamente necesita el hombre. Si nos fijamos en el contenido, la comunicación de Dios y hombre dada en Cristo origina la «inversión de todos los valores» y la revolución de todos los órdenes: la gloria se manifiesta en la debilidad, la abundancia en pobreza, lo que es libertad como obediencia y lo infinito desemboca en la finitud35. Con esto, salir uno de sí mismo se convierte en la esencia de lo cristiano y en la forma de la libertad. La verdadera libertad es tan libre que puede darse a sí misma, y esta donación es precisamente lo que la hace ser ella misma36. Así tenemos que la existencia cristiana se vuelve pro-existencia, ser para los demás, ser que da lugar a los demás, logran35 No en vano la cristología más reciente se mueve en estas paradójicas afirmaciones de identidad, cf. F. LOOPS, Leitfaden zum Studium der Dogmengescbicbte, editado por K. ALAND, Tübingen e1959, 70 s, 108 s, 124 s; A. GRIIXMEIER, Ute tbeologische und sprachliche Vorbereitung der christologischen Formel von Chalkedon, en Das Konzíl von Chalkedon I, Würzburg 1951, 5-54; J. LrEBAERT, Cbristologie. Von der Apostolischen Zeit bis zum Konzil von Chalkedon (451) (Handb. d. Dogmengesh. I l l / l a ) , Freiburg i. Br. 1965, 25 s, 32 s, 43 s. Este tipo de cristología todavía se enfoca bajo la doctrina de las dos naturalezas del concilio de Calcedonia, cf. P. Th. CAMELOT, Epbesus und Chalkedon (Geschichte der okumenischen Konzilien 2), Mainz 1963,155-169. 36 Cf. H. SCHLIER, Über das voükommene Gesetz der Freibeit, en Die Zeit der Kirche, Freiburg i. Br. 21958, 193-206; ID., Eleuzeros, en ThWNT II (1935) 484-500, especialmente 492 s.

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do precisamente así su propia consistencia37. «Quien quiera salvar su vida la perderá pero quien pierde su vida por mí, ése la salvará» (Le 9, 24). «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él sólo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Esto hace que términos tales como representación, solidaridad, se conviertan en la actualidad en términos fundamentales de la existencia cristiana. Aquí sólo podemos indicar brevemente cómo esas ideas pueden ayudar al crisitano, en la situación actual del mundo, a llegar a una nueva autocomprensión de sí mismo. Lo primero y más sencillo de ver es que así se fundamenta una nueva espiritualidad cristiana, caracterizada por la unión del amor de Dios y del prójimo y por la idea de la fraternidad cristiana. Quien, contrario a esto, protestara en seguida y dijera con cierto recelo que el cristianismo no puede reducirse a «mera» solidaridad humana, debería preguntarse primero si protesta con igual fuerza contra la deshumanización que existe en el mundo, en parte también por culpa y tolerancia de la iglesia y de los cristianos. Y quien objete que la expresión fraternidad cristiana es sólo un pretexto para hacer las cosas más fáciles, puede volver a leer el sermón de la montaña y el canto a la caridad en el capítulo 13 de la primera carta a los corintios. Probablemente descubrirá en ellos que la fraternidad cristiana rectamente entendida es una cosa muy distinta de la pura acomodación a un humanismo general, flojo y sin energía y sin consecuencias personales; más bien es una protesta extraordinaria contra un cristianismo aburguesado, peligro real que acecha a la iglesia actual. Quizá podemos expresar bien lo que se en37 Cf. J. RATZINGER, La fraternidad cristiana, Madrid 1962; ID., Sustitución - Representación, en Conceptos fundamentales de teología IV, Madrid 1966, 292-303; ID., Introducción al cristianismo, 217-220; D. BONHOEFFEE, Resistencia y sumisión, Barcelona 1969, 225 s.

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cierra de positivo en esto que acabamos de decir con una frase de D. Bonhoeffer, según la cual sólo aquellos que en el tercer Reich socorrieron activa y arriesgadamente a los judíos, tienen derecho a cantar también una coral gregoriana. Lo dicho anteriormente puede servir también de base para una nueva autocomprensión de la iglesia. Por desgracia con bastante frecuencia, la iglesia reacciona también como todas las demás instituciones, que buscan autoafirmarse y garantizar su supervivencia. En lugar de representar los intereses de los demás, la iglesia bastante a menudo defiende sólo sus propios intereses. Sin embargo la esencia de la iglesia casi se definiría por su carácter provisional en relación con el reino de Dios y su mero carácter de signo respecto del mundo. La iglesia no puede concebirse sino como iglesia para los demás 38 . La diferencia entre una actitud eclesial abierta y una cerrada no debería juzgarse tanto por la toma de posición respecto a nuevas cuestiones marginales y fronterizas, sino por lo que la iglesia arriesga por los demás, por su disposición a aceptar, sin reserva, las cuestiones que le plantean desde fuera y a entrar, en su preocupación por el hombre, por caminos hasta ahora no pisados y de los que no se sabe de antemano adonde llevan. La cuestión es si la iglesia, como Cristo y como de otra forma Moisés, está dispuesta a arriesgarse por la salvación de los demás. Sólo así confiesa verdaderamente a Cristo como señor suyo. Pero entonces muchas de sus manifestaciones tendrían que ser de otra manera; menos determinadas por sentimientos apologéticos de seguridad y más por su espíritu de riesgo. Finalmente, lo dicho puede servir, al menos en principio, de fundamento para una autocomprensión de la so38

D. BONHOEFI™» Resistencia y sumisión, 227 s.

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ciedad de cuño cristiano. La idea de la solidaridad podría suponer una alternativa que llevara más allá del orden liberal occidental, orientado al propio interés, y del orden totalitario del este. Concretamente la solidaridad significa que cada uno es para todos y todos para cada uno. Cada uno para todos, distanciándose con eso de todo individualismo sea del matiz que sea; todos para uno, lo cual marca la diferencia con el colectivismo, en el que se sacrifica el sujeto particular al Moloch del estado, del partido, de la clase, del pueblo o también de la iglesia. Por tanto, solidaridad significa que la libertad del particular sólo es posible si existe un orden que posibilite la libertad para todos. Ahora bien, ese orden sólo sigue siendo un orden de libertad mientras todos responden de la libertad de cada uno. Por eso, a fin de cuentas, el sínodo resultaría un fracaso si sólo se ocupara de cuestiones intraeclesiales y no aportara nada al problema de la paz, de la libertad y del hambre en el mundo y a la solución de los conflictos más recientes de nuestra sociedad.

davía con esta respuesta histórica. Sin embargo la predicación debe estar abierta a los múltiples indicios dispersos, que apuntan hacia una nueva configuración de lo cristiano, propia de nuestra época. Aunque a veces puedan resultar poco claros y desfigurados, todos remiten a una interpretación de lo cristiano concreta, histórica y, en un sentido rectamente entendido, humana, cristalizada en torno a la idea de la solidaridad humana y cristiana. Tal comprensión de lo cristiano exige un cambio de mentalidad y de praxis por parte de la iglesia. En los últimos siglos se ocupó casi exclusivamente de defender lo que Dios, Jesucristo y la eucaristía son en sí, sin decir con igual claridad lo que todo eso significa para nosotros. Nuestro mundo actual sin Dios es en parte una consecuencia de haber predicado un Dios sin referencia al mundo m. Si el sínodo se limita a afirmar principios cristianos ortodoxos y abstractos sin tener el coraje de hablar concretamente, no sólo no superará esta crisis de fe, sino contribuirá a ahondarla más. El hecho de que el derecho canónico fundamentalmente vigente sólo asegura el «sistema», ignorando los derechos individuales de la libertad del sujeto, está en perfecta correspondencia con el carácter abstracto de la doctrina eclesial. Después de todo lo que se lee y se oye sobre la nueva lex fundamentalis, hasta ahora no se ha cambiado nada. Finalmente la idea de la solidaridad cristiana exige que actualmente no acentuemos tanto los límites y fronteras de la verdad católica, sino su amplitud universal, de manera que sepamos reconocer lo que haya de verdad en los planteamientos de los demás y que nos sintamos solidarios con ellos como iglesia que pregunta, busca y discute.

Aquí no podemos ampliar más estas perspectivas, sino que debemos cortar y volver a preguntarnos, una vez expuestas estas tres tesis, qué es lo cristiano propiamente tal, qué es lo decisivo y lo específico cristiano. Después de todo lo dicho no cabe como respuesta una breve fórmula 39 o un principio general, desligados de toda referencia a la situación concreta. Se requiere una respuesta histórica, necesariamente parcial e históricamente condicionada. El que quiera decir siempre lo mismo, al final termina por no decir nada en absoluto. Sin duda la crisis de la iglesia actual también consiste en que no cuenta to39 En relación con el problema de la fórmula breve cf. K. RAHNER, Die Forderung nach einer «Kurzformel» des chrisllichen Glaubens, en Schriften zur Theologie VIII, Einsiedeln 1967, 153-164; una visión de conjunto la da HerderKorrespondenz 23 (1969) 32-38.

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40 Y. - M. CONGAR, Cristo en la economía salvíjica y en nuestros tratados dogmáticos: Concilium 11 (1966) 5-29.

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Permítaseme a modo de epílogo una comparación41: hubo un tiempo en que los dinosaurios de la antigüedad estaban bien defendidos bajo su pesado caparazón. Pero el no haber sabido renunciar oportunamente a él supuso su extinción, habiendo determinado la evolución posterior formaciones más ligeras. La meta de la evolución biológica no eran esos pesados dinosaurios de la antigüedad, sino el hombre. La iglesia no puede actualmente asemejarse a un fósil dinosaurio. Al final de la evolución social no está el caparazón, sino lo humano. En la plenitud de los tiempos se nos ha manifestado en Jesucristo la bondad y humanidad de Dios (Tit 3, 4). Por eso el humanismo cristiano tiene que eliminar todo caparazón para dar paso a una moralidad y vitalidad flexibles, que correspondan sólo a la libertad del hombre y a la libertad del espíritu de Dios.

IV Realización de la fe en la iglesia 41 Debo esta comparación a H. SCHURMANN, Der gesellscbaftlicbe Dieust der Kirche, 161.

7 ¿TIENE SENTIDO LA MISIÓN? * i LA ESCATOLOGÍA COMO HORIZONTE DE LA MISIONOLOGÍA Parece que uno de los problemas más difíciles, no sólo para los teólogos actuales, dedicados a cuestiones de misionología, sino más aún para los misioneros en activo, es el no ver ya claro el sentido y motivo del trabajo misional. El motivo de la salvación de las almas, al menos en su expresión más simple e inmediata, ha dejado de ser una razón sólida desde que el Vaticano n declaró doctrina explícita de la iglesia lo que en realidad dijo siempre la primera carta a Timoteo: que Dios quiere la salvación de todos los hombres. El que Dios quiera la salvación de todos los hombres supone que esa voluntad suya no es algo vacío e inoperante y que Dios por tanto quiere esa salvación de una forma efectiva; esto significa que todo hombre debe tener una posibilidad real de salvación. Entonces, ¿qué sentido tiene la misión, si también el pagano puede ser eventualmente un «cristiano anónimo»? Como es sabido, existe otra línea dentro de la teolo* El artículo es la reproducción de un comunicado ante la reunión de miembros del Consejo católico de la Misión, tenido el 20 de junio de 1968 en Würzburg. Publicado por primera vez en Ordenskorrespondenz 9 (1968) 247-261.

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gía de la misión, con mucho influjo hasta hoy, que ha intentado fundamentar la misión no tanto a partir de la idea de la plantaüo ecclesiae, de la extensión y nueva implantación de iglesias. Sin embargo, si esta concepción no se incardina en un marco más amplio, tropieza también con bastantes dificultades teológicas. Las dificultades comienzan en el plano de la teología ecuménica. El Vaticano I I ha declarado expresamente que las comunidades eclesiales no católicas pueden considerarse como iglesia en un sentido teológico, correspondiéndoles por tanto una verdadera función salvífica. Todavía no se ha tenido en cuenta explícitamente la importancia de esta afirmación en orden a una estrategia misional. Las dificultades aumentan al considerar que la iglesia, y consiguientemente su propagación, propiamente no tiene un sentido en sí misma. La iglesia es una realidad simbólica y toda su esencia la constituye el servicio. Esto significa que la iglesia no existe para sí y que no puede afirmarse y propagarse en razón de sí misma. Ahora bien, si no puede decirse sin más que el fin de la iglesia es la salvación de sus miembros, ¿cuál es entonces su finalidad? Por tanto, tropezamos inevitablemente con la necesidad de preguntarnos de una manera nueva por la razón y finalidad, por el horizonte dentro del cual son posibles la teología de la misión y el trabajo misional práctico. En los últimos años cada vez se ha ido viendo más claro que ese amplio horizonte, no sólo de la teología de la misión, sino de la teología en general, parece ser el mensaje escatológico del antiguo y nuevo testamento. Pero más o menos desde comienzos de siglo, en la teología protestante desde J. Weiss y A. Schweitzer, se ha ido comprendiendo que la escatología no constituye sólo un tratado particular que gozaba de una existencia bastante pobre al final de la dogmática, sino que representa el horizonte y el marco básico de la teología en su conjunto

y lo propiamente específico del mensaje salvífico cristiano frente a otras religiones. La «diferenciación de lo cristiano» debe hacerse sobre la base de la escatología cristiana. Si tomamos escatología en este sentido amplio, no hay que entender por eschata sólo las llamadas realidades últimas. No se trata de «realidades», es decir, de dimensiones objetivamente cognoscibles, ni de «últimas». Para la escritura, el eschaton, lo último y con ello también lo primero, es Dios mismo. La esperanza del antiguo testamento consiste simplemente en que Dios es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo. El «día de Yahvé», punto central de la promesa veterotestamentaria, es la revelación de la gloria, es decir, del dominio de Dios sobre todo el mundo y la historia. Como la historia pertenece a Dios, también le pertenece el futuro: él al final será «todo en todo». La fe bíblica en Dios aparece intrínsecamente como «portadora de futuro», no pudiendo constituir nuestro futuro nada sino la gloria y dominio de Dios. Esto es el eschaton, que no existe sólo al final, sino que ya penetra ahora la realidad, califica el presente y compromete al hombre. Por eso las afirmaciones escatológicas no son especulaciones sobre un futuro lejano y pendiente, sino sobre un futuro que nos sale al encuentro aquí y ahora, determinando la realidad presente. La escatología constituye un fermento de continua y permanente inquietud, que no deja ni un momento en paz a la historia, que le impide permanecer, satisfecha y centrada, en el statu quo, que le abre continuamente a nuevas metas y a un futuro más amplio. No en vano categorías como éxodo, conversión y esperanza están íntimamente relacionadas con el mensaje escatológico del antiguo y nuevo testamento. Aquí debemos limitarnos a indicar estos aspectos, sin poder fundamentarlos detalladamente, ni desarrollarlos, ni asegurarlos contra posibles malentendidos tanto de

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derechas como de izquierdas. Tenemos que pasar al tema que nos ocupa y preguntarnos en qué sentido ese horizonte escatológico que nos presenta la escritura representa un fundamento adecuado para la misión. Como es sabido, tanto en el antiguo testamento como en el Jesús histórico no se encuentra nada de lo que actualmente entendemos por misión. La misión es sólo un fenómeno pospascual. Esta constatación no debe tomarse simplemente como una respuesta negativa, sino que debe hacernos caer en la cuenta de que la misión no representa una dimensión originaria, sino derivada; se basa y está enraizada en una verdad fundamental de fe, siendo inteligible sólo a partir de ella. El hecho de que el antiguo testamento ignore la dimensión misionera, no significa que defendiera un particularismo primitivo y nacional respecto a la salvación. Israel, cuando llegó a la cumbre de su comprensión teológica, siempre entendió su existencia como un servicio representativo y vicario. Ya en la vocación de Abrahán se da a entender que en él han sido bendecidos todos los pueblos de la tierra. La vocación de uno como primer padre del pueblo tiene a la vez una significación salvífica para todos los pueblos. Desde el principio, la elección particular tuvo una tendencia universal. Ahora bien, Israel nunca dedujo de este sentido salvífico universal la necesidad de una actividad misionera. No aparece en el antiguo testamento ningún esfuerzo activo por la conversión de los paganos. Y la salvación de los pueblos se ve como una acción propia de Dios, esperada al final. La epifanía de Dios al final de los tiempos hará que los paganos sean atraídos por la gloria y grandeza de Dios y que se vuelvan hacia Jerusalén, reuniéndose los distintos pueblos e incorporándose al pueblo de Dios. Por tanto, el movimiento no es centrífugo sino centrípeto. El pueblo de Dios no envía sus mensajeros para convertir y enriquecer

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a los demás pueblos, sino que los pueblos son los que afluyen, trayendo sus dones, para enriquecer así a Israel. Este motivo de la peregrinación de los pueblos, que se encuentra especialmente en Isaías, Miqueas y Zacarías, constituye el trasfondo de toda la esperanza escatológica veterotestamentaria. El profetismo clásico desconoce la diferencia entre una acción de Dios intrahistórica y otra que se dará al final de la historia; esta distinción aparece sólo con la literatura apocalíptica. La genuina esperanza escatológica del antiguo testamento, no está orientada a un reino de Dios, que esté más allá de la historia, sino a un reino de aquí, reino de paz, de justicia y de salvación de toda criatura. «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2, 4). «Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia» (9, 6). Estas citas, a las que fácilmente podrían añadirse otras, muestran el fondo de la esperanza salvífica universal, que no se refiere a un reino sobrenatural del más allá y que no contiene una dimensión puramente espiritual. Tal sobrenaturalismo y espiritualismo es totalmente extraño y ajeno a Israel. La salvación universal de todos los pueblos consiste en un reino universal de justicia y de paz. J. Jeremías sobre todo y recientemente F. Hahn, han puesto de relieve que la actitud de Jesús respecto al problema de la misión no ha ido fundamentalmente más allá de este horizonte veterotestamentario que acabamos de exponer. Jesús, durante su vida terrena, no misionó nunca fuera del ámbito judío, ni envió tampoco a sus discípulos más allá de las fronteras de Palestina. En cambio, sí conoció la idea de la peregrinación de los diversos pueblos al monte Sión (Mt 8,11 s). Sin embargo, existe algo nuevo en Jesús: se veía a sí mismo como comienzo de

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esos acontecimientos escatológicos. El fenómeno inesperado de encontrar fe entre los paganos, mientras su pueblo se la negaba, significó para él una señal clara de que habían comenzado los eschata (Mt 8, 5-10; Le 7,1-9; Me 7,24-30; Jn 4,46-53). El evangelio de Juan ve en la venida y acercamiento de los griegos el comienzo del tiempo escatológico (12,20 s.). Ahora, ante su venida y la gloria de Dios que se revela en ella, los pueblos empiezan a reunirse. Es verdad que al principio se unieron en la falta de fe; la muerte de Jesús, históricamente considerada, no fue sino el resultado de una refinada combinación entre las autoridades judías y romanas. Pero teológicamente la carta a los efesios presenta esa muerte como instrumento creador de paz entre judíos y paganos, por la que se repara la primera división de la humanidad, que representa simbólicamente todas las demás divisiones. «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo...» (Ef 2,14). Cristo en su cuerpo ha reconciliado y unido a los pueblos. La cruz y la pascua crearon una situación nueva. La misión que ahora comienza tiene como finalidad, ante el apremiante momento escatológico, el reunir a los pueblos. Se trata de reunir a todos en la alabanza a Dios. En las últimas cartas de Pablo, en las de los efesios y colosenses ya se incluye en este plan a toda la creación y toda la historia de salvación. Ahora la gran meta es la recapitulación de todo en Cristo (Ef 1,10), la unión y restablecimiento del universo. Por tanto, el objetivo de los planes de Dios no es la iglesia sino, a través de la iglesia, el mundo, la paz y la unidad entre los pueblos en el reconocimiento común del único Dios. Todo lo dicho hasta ahora se resume y condensa maravillosamente en Mt 28,18 s, en la conocida gran orden

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de misionar. También aquí el objetivo es hacer discípulos a los diversos pueblos. «Id y haced discípulos a todas las gentes...» Y vuelve a fundamentarse esta misión universal en la soberanía universal de Cristo, en su poder en el cielo y en la tierra, es decir, sobre todo el universo. El fin de la misión no es sino lograr la realización y manifestación de esta soberanía universal de Cristo. Resumiendo podemos decir que la misión sirve para la epifanía de la soberanía y dominio de Dios sobre la historia, siendo su meta el reunir a todos los pueblos y gentes en la común alabanza a Dios. En ese reconocimiento común de Dios y de su soberanía, tal como ha acontecido en Jesucristo, encuentran las gentes también de nuevo la paz y unidad entre sí. Permítaseme resumir en dos puntos el significado de esta fundamentación escatológica de la misión: 1. La iglesia es sólo el instrumento, pero no la meta y objetivo de la misión. Objetivo de la misión es la unidad escatológica de los pueblos y gentes, la promoción de la paz y justicia entre los hombres y con ello el logro de un mundo en paz y libertad. La iglesia, y esto vale especialmente para la iglesia de misión, se entiende a sí misma con el Vaticano n como signum et sacramentum unitatis de toda la humanidad. La iglesia se sitúa en el plano del signo sacramental y no en el de la res sacramenti; ella no es la realidad misionera, de la que se trata, sino que en toda su forma concreta, en sus formas de vida y en su estrategia misionera debe centrarse en la realidad significada. Debe tener tal configuración que en su existencia concreta como signo pueda dar a entender que es posible que hombres de diversos colores, razas y naciones, de diversos sistemas políticos, sociales y económicos y de diversas culturas tengan en cuestiones decisivas de su existencia, usando palabras de la escritura, un mismo corazón e inteligencia y que por esa coincidencia

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en cuestiones fundamentales de la existencia humana estén dispuestos a una cooperación que sirva a una mayor unidad entre todos los hombres. Esta concepción del trabajo misionero podría tener consecuencias muy concretas para la colaboración entre los misioneros y las sociedades misioneras, para el acuerdo entre misioneros y sacerdotes nativos, entre el clero secular y regular; y, sobre todo, podría y debería tener consecuencias para la cooperación de las iglesias. Resulta realmente paradójico que en sesiones y comités ecuménicos se esté continuamente hablando de que el problema de la praxis misionera (no sólo de la iglesia católica) representa uno de los mayores obstáculos en el camino hacia una mayor unidad entre las iglesias. Sólo si se alcanza la mayor unión y colaboración posibles dentro de la iglesia y entre las iglesias, podrá ser creíble y auténtico el servicio a esa unión más amplia en el mundo. 2. Como acontecimiento escatológico, la misión es un proceso histórico. En todo proceso histórico se da esencialmente la imprevisibilidad de la libertad y lo creadoramente nuevo. A la escatología pertenece la llamada a la conversión, la disponibilidad para el éxodo, la apertura al futuro de Dios siempre mayor. Desde su comienzo la misión sólo es posible sobre el principio básico de la libertad del evangelio. Por eso, por medio de la misión, entendida escatológicamente, no sólo se dilata la iglesia, sino que más bien la iglesia nace en cada pueblo en forma nueva. No se trata de adoctrinar, de ganar nuevos miembros, de lograr un nuevo campo de reclutamiento, sino de un acontecimiento histórico. Al predicar el evangelio, se origina un proceso que no se puede ni prever ni planear de antemano. En un principio es una cuestión abierta la forma en que se reúne concretamente al pueblo de Dios. La misión es un acontecimiento creador, y sólo concibiéndola así, conserva la libertad del evangelio, que

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está en su origen. La ortodoxia eclesial es sin duda una condición necesaria e indispensable de la predicación misionera, pero no constituye su meta. El evangelio sólo alcanza su objetivo cuando se predica de tal manera que ilumina la situación concreta y la lleva a sus máximas posibilidades intrínsecas. La predicación sólo puede existir referida siempre a una situación, debiendo poseer por tanto una pauta temporal totalmente concreta. Cuando se da esto, entonces ya no consiste la misión en que los ricos van a los pobres para llevarles algo, sino por el contrario, significa un enriquecimiento de la iglesia, proporcionado por los diversos pueblos. La iglesia no sólo reparte, sino recibe en primera línea de los diversos pueblos y gentes su propia plenitud, catolicidad y ecumenicidad. Hasta ahora hemos intentado presentar el contorno más amplio, todavía demasiado formal, dentro del cual tiene que darse el trabajo misionero de la iglesia. Lo dicho hasta ahora sólo representa el marco, que vamos a llenar a continuación en una segunda parte. Tenemos que plantearnos cuál es la tarea específica de la iglesia, más concretamente de la misión eclesial, dentro de ese gran objetivo que supone la libertad y unidad del mundo. Vamos a preguntarnos ahora por el servicio específico de la iglesia dentro de la gran tarea de la unidad del mundo. Con otras palabras: tenemos que preguntarnos por la esencia concreta del servicio salvífico eclesial.

II OBJETIVO SALVÍFICO DE LA MISIÓN ECLESIAL Cuando la escritura habla de la salvación no emplea ideas o definiciones abstractas, sino utiliza una gran abundancia de imágenes: reino de Dios, vida, misericordia,

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verdad, luz, alianza, justicia, paz, gozo, libertad, gracia... Esto supone una gran oferta y desde luego no podemos desarrollar todas esas ideas. En general, la teología y la predicación nunca deben pretender decirlo todo, a no ser que no quieran decir nada. Ante una oferta tan amplia, tenemos que escoger aquellos aspectos que puedan ser hoy actuales y sugerentes. La predicación y la teología deben tener siempre una referencia temporal e histórica. Por todo esto, hemos elegido una idea, a la que hoy parece corresponder una especial actualidad, precisamente en lo referente a la misión, y que resultaría idónea para exponer todo el mensaje cristiano de la salvación. Vamos a partir del concepto schalom {paz). Paz es uno de los conceptos más amplios en la escritura, no pudiendo por tanto limitar su significado sólo a la paz interior de las almas, ni a la paz externa en cada pueblo y entre los diversos pueblos. La paz tiene más bien una dimensión universal, que comprende todos los campos del ser: paz en la naturaleza, paz entre los pueblos, paz entre Dios y el hombre. Originariamente, schalom significa sencillamente la situación normal de las cosas, su prosperidad y salud, la integridad y plenitud de su existencia cósmica, política y humana. Esta paz no es algo externo que el ser del mundo y del hombre pueda tener o no tener sin más; donde falta o está amenazada la paz, la criatura se siente alcanzada en su ser y cuestionada desde lo más profundo. Por con* siguiente, paz no es sino el orden sano de todas las cosas, incluyendo por tanto la justicia, la verdad, la libertad, la vida, etc. Es el concepto que corresponde a lo que queremos decir concretamente cuando hablamos de salvación, gracia y redención. Esta paz, según la escritura, viene sólo de Dios, llegando a ser incluso un nombre para Dios (Sant 6, 24); Dios es un Dios de paz (1 Cor 14, 33). Por sí mismo el

hombre no puede estar en paz (Sal 73, 3; Is 48, 22; Jer 6, 14; 28); por eso, la paz es suma y compendio de la promesa escatológica de Dios (Is 2, 7 s; 9, 7; Zac 9, 9 s; Sal 28, 11; 71, 7). El mesías (Miq 5, 3), Jesucristo, es por ello nuestra paz (Ef 2, 14). El evangelio es el evangelio de la paz (Ef 6, 15). La paz es el don del resucitado (Le 24, 36; Jn 20,19.21.26) y la herencia de Jesús que sube al Padre (Jn 14, 27). El trabajo misionero de sus discípulos debe comenzar con el saludo de paz (Mt 10, 12; Le 10, 5); y Pablo introduce sus cartas también con ese saludo (Rom 1,7; 1 Cor 1,3). El servicio salvífico eclesial es servicio de reconciliación (2 Cor 6, 18) y, en cuanto tal, testimonio y servicio de paz. De todo lo anterior resulta lo siguiente para la comprensión del servicio salvífico de la iglesia: a) Ese servicio no es nunca una mera «cura de almas». Este término se presta a tantos equívocos y malentendidos que se debería evitar totalmente. El servicio de la iglesia, en cuanto cuidado y atención salvíficas, es la preocupación por todo el hombre, visto como unidad, y por todo el mundo, por su salud, bienestar y salvación, y no en último lugar por su paz y su unidad, que sólo son posibles en un orden justo que respete la libertad. La iglesia tiene también que comprometerse allí donde se trata de difundir la libertad y la justicia, no pudiendo mantenerse al margen en las grandes polémicas sociales. Sólo así puede ser s'tgnum et sacramentum unitatis (LG, 9; GS, 42). La tarea salvífica de la iglesia tiene por tanto una dimensión corpórea, política y universal, no pudiendo quedarse en un espiritualismo unilateral, en una mera atención privada individualizante y en un estrecho provincialismo. Tiene que preocuparse tanto de los pequeños problemas concretos como de los grandes y mundiales, y atender a todos ellos; llevando a efecto y haciendo que se experimente en ellos concretamente la fuerza reconci-

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liadora de la gracia cristiana; de otra manera la predicación y la acción de la iglesia se convertirán en una pálida abstracción y en una ideología piadosa. b) La misión salvífica de la iglesia tiene sin duda que realizarse en el mundo y atendiendo a los problemas concretos del mundo; sin embargo, la salvación que tiene que defender la iglesia no es de este mundo. La iglesia proporciona una paz que el mundo no puede dar (Jn 14, 27) y tiene una misión de un carácter peculiar; la iglesia sirve a la paz de Dios en el mundo. Esta acción creadora de la paz de Dios, ni está desvinculada de la acción y obrar humanos, ni compite con ellos en un plano paralelo o igual. Más bien es la razón trascendental que hace posible la acción humana en cuanto tal, liberándola en sí misma. Es la libertad intrínseca de nuestra libertad y la reconciliación intrínseca de nuestros esfuerzos reconciliatorios. De manera semejante también sirve la iglesia al mundo, al activar y alentar desde la perspectiva de la fe todo lo verdadero, humano, justo, amable, noble y virtuoso (Flp 4, 8). El servicio de paz que presta a la iglesia es un servicio a los servicios de paz de los demás, reconciliando y liberando al hombre en sí mismo para que así pueda servir a la paz del mundo. La iglesia se solidariza con todos los hombres de buena voluntad precisamente cuando conserva el carácter específico de su misión. A este respecto amenaza a la iglesia una doble tentación: un integrismo de derechas y otro de izquierdas. El de derechas es una especie de totalitarismo eclesial, que identifica con demasiada ligereza y precipitación la iglesia y el reino de Dios, lo que le hace suponer que sirve a los objetivos de Dios en el mundo por medio del máximo poder e influjo de la iglesia; esto le lleva a procurar dirigir y reglamentar lo más posible, directa o indirectamente, los campos mundanos de la vida. El integrismo de izquierdas es una especie de liberalismo eclesial

que confunde el progreso humano con el crecimiento del reino de Dios y ve la misión de la iglesia con mayor o menor exclusividad en un compromiso puramente ultramundano, social y político. En realidad la eclesialización del mundo y la mundanización de la iglesia desembocan en lo mismo: en ambos casos no se guarda la diferencia entre la misión eclesial y las tareas mundanas. c) El servicio salvífico eclesial se distingue del compromiso puramente ultramundano no sólo por su origen sino también por su contenido y objetivo. Este servicio consiste en la actualización rememorativa de la acción salvífica de Jesucristo, que por su obra de reconciliación es nuestra paz (Ef 2,14), y en la anticipación de la glorificación escatológica de Dios. Actualmente resulta especialmente difícil comprender este contenido específico de la misión eclesial. Pero la iglesia, precisamente por el hecho de superar el campo de lo meramente sociopolítico y de lo psico-arvtropológico, sirve una vez más al verdadero humanismo del hombre y a la paz de la humanidad. Una paz definitiva y universal nunca puede ser objeto del obrar humano particular. El criterio de realizar intrahistóricamente lo total y definitivo, lleva necesariamente consigo el carácter de lo totalitario y lo violento. La salvedad escatológica, según la cual esta paz universal y definitiva sólo puede ser obra de Dios, significa así la oposisíón intrínseca más fuerte contra toda forma de totalitarismo intrahistórico. Sin embargo, la esperanza y paciencia cristianas no dispensan de la acción intrahistórica, sino que respetan lo dado aquí y ahora y se comprometen tanto más con ello, por ser lo único posible al hombre; pero preservan de falsas utopías, que pretenden sacrificar la generación presente por una generación utópica futura. Obligan a la tolerancia aun frente a aquellas personas que aparecen como contrarias, porque nadie puede reivindicar para sí el poseer simplemente «la» verdad, «el con-

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cepto exacto» y «la» solución. Finalmente, sólo así puede fundamentarse la inviolable dignidad de aquellas personas que por enfermedad, desgracias, edad, etc., no pueden ya aportar nada al progreso. Sólo puede darse una fundamentación definitiva de la dignidad del hombre, si se reconoce la libertad (trascendencia) de Dios. Sólo puede oponerse y resistir a la instrumentalización del hombre, quien reconozca que el fin del hombre está en último término en lo que no tiene fin. De esta forma la iglesia, precisamente por su misión específica, presta un servicio a la paz dentro de la historia. La oración, meditación y contemplación, precisamente por su falta de finalidad intramundana, prestan un servicio esencial a la paz y a la libertad. La iglesia no sólo sirve a Dios al servir al hombre, sino también presta un servicio al hombre al servir a Dios. El amor a Dios y al prójimo constituyen una unidad esencial e inseparable; ahora bien, precisamente por eso no pueden simplemente igualarse o identificarse. Precisamente la tensión escatológica entre ambos constituye en este tiempo intermedio — entre la primera y segunda venida de Cristo — la mayor garantía para la paz y la libertad. Por consiguiente el servicio salvífico de la iglesia y con ello la misión están en estrecha relación con uno de los deseos básicos y más vitales de nuestro tiempo: la preocupación por la paz y el anhelo por la unión de la humanidad. La misión puede empalmar con este gran deseo de nuestro tiempo y así volver a hacerse «inteligible». Por otra parte también puede mostrarse lo específico de la misión salvífica eclesial a partir del servicio a la paz: sirve a la pacificación de los esfuerzos de paz del hombre. Supuesto este planteamiento, se puede presentar en una tercera parte la incardinación de la misión en la situación de nuestro mundo. Por eso vamos a pregun-

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tamos ahora por el lugar histórico-teológico de la misión en la actualidad. III LUGAR HISTÓRICO-TEOLÓGICO DE LA MISIÓN EN LA ACTUALIDAD Actualmente, la palabra clave con la que frecuentemente se procura determinar teológicamente la situación histórica actual es la de secularización. Con este término se expresa el proceso de emancipación por el que el pensamiento y la praxis del hombre se desvinculan de prejuicios tradicionales tanto religiosos como metafísicos. Se trata de un proceso de mayoría de edad, de querer juzgar y actuar uno por sí mismo. Es lo que Kant definió como el programa de la ilustración: «atrévete a servirte de tu propia inteligencia». Naturalmente esta emancipación no se limita al campo religioso, sino que es un fenómeno humano global, que se traduce igualmente en esfuerzos por conseguir una mayoría de edad y autonomía en lo político y en cuestionar estructuras sociales tradicionales y tradiciones espirituales de todo tipo. En lo religioso se traduce en que la tradición religiosa deja de ser un factor determinante para el pensamiento y la acción. El hombre quiere juzgar por sí mismo y consiguientemente ya no considera el mundo como lleno de lo divino (Tales de Mileto), sino mundano y ve que debe tratarlo desde una perspectiva política, económica y sociológica. En la antigüedad encontramos ya en un cierto grado esta secularización, con toda claridad en los sofistas y los estoicos. Sin embargo, como fenómeno general, empezó a partir del comienzo de la época moderna, siendo favorecido considerablemente por el pensamiento moderno científico-natural. Actualmente, debido a la comunicación de la civilización europeo-occidental con los pueblos asiá-

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ticos y africanos, la secularización se ha convertido en un fenómeno universal. Aun allí donde las antiguas religiones todavía son algo vivo, cada vez se ven más impotentes para determinar y confirmar la nueva mentalidad que se va imponiendo por la industrialización y la tecnificación. De resultas de todo esto ha cambiado totalmente la situación respecto a la misión. Ya no puede empalmar simplemente con los planteamientos de las religiones y donde el planteamiento religioso no es ya algo vivo parece caer totalmente en vacío. La impresión es de que la misión no corresponde ya a ninguna pregunta y expectación vital de muchos pueblos. En un principio, la iglesia y la teología reaccionaron frente a este moderno proceso de secularización, hoy universal, casi sólo en una forma apologética y fundamentalmente negativa, considerando esta emancipación de la tradición religiosa como una defección, algo híbrido o hasta decadente. Sólo recientemente se ha dado un giro total a través de la «teología de la secularización» y en la actualidad se reconoce casi generalmente que la secularización no representa en absoluto un fenómeno anticristiano, sino específicamente poscristiano, siendo fundamentalmente un efecto intramundano del mismo cristianismo. Las primeras páginas de la escritura, el conocido relato de la creación, son ya a su modo una especie de secularización, pues al considerar al mundo como creación, eso significa que Dios no es una dimensión intramundana y que el mundo no está «lleno de lo divino», sino que Dios es trascendente al mundo y por consiguiente que el mundo sólo es mundo. Por ello resulta sumamente significativo que el primer relato de la creación, de una forma totalmente prosaica y quizás hasta polémica, llame lumbreras al sol y a la luna, a los que todos los pueblos de entonces reverenciaban como algo divino y que los vea en un plano puramente funcional y en cierto modo en su función

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técnica. Por la misma razón, el relato de la creación expresa el encargo cultural hecho al hombre, en el que se ve a éste como señor del mundo, a cuya responsabilidad se confía ese mundo. La escritura presenta todavía otro rasgo, único y absolutamente inconcebible en el ambiente religioso de entonces: Dios envía sus profetas para criticar al rey, cuando el rey en aquella época representaba la institución sacral. Para la escritura, en cambio, el rey sólo es legítimo si responde a su misión; si no es éste el caso, puede hacerse la revolución. De la misma manera encontramos tanto en los profetas como en Jesús una declarada crítica del culto. «Misericordia quiero, no sacrificios». Los signos de un auténtico servicio a Dios no son el culto, sino la justicia, la verdad, la misericordia y la humanidad. El cristianismo no ha logrado todavía en su historia asimilar y llevar a la práctica esta nueva forma de pensamiento «secularizado». Tanto entre nosotros en occidente como en el nuevo mundo, el cristianismo se desarrolló en el marco del orden religioso antiguo, que sólo rompió en aquellos casos en que la concepción cristiana y la pagana se encontraron en directa oposición. Sólo después de un tiempo de incubación relativamente largo, se consiguió cambiar el marco, las formas de pensamiento y las mismas estructuras, pero esto ya no se dio ni en la iglesia ni por medio de ella; esos cambios sucedieron sin duda en una continuidad histórica con el evangelio, pero fuera de la iglesia y no raras veces contra la iglesia, que se identificó durante mucho tiempo con las antiguas estructuras y formas de pensar. Por eso, muchas ideas originariamente cristianas (por ejemplo, la libertad de conciencia) al principio se impusieron de hecho y se llevaron a la práctica fuera de la iglesia y bastante a menudo contra la iglesia, dando ésta cada vez más la impresión de una subcultura autónoma y algo anticuada.

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El ejemplo más llamativo de secularización de ideas originariamente cristianas es el pensamiento y el dinamismo históricos, asumidos por el mundo moderno. Según el Vaticano II lo que caracteriza a nuestro tiempo es el haber pasado de una concepción más bien estática de la realidad a una concepción dinámica. Esta visión dinámico-histórica del mundo representa en gran parte una secularización de la escatología cristiana y ha metido en la humanidad la idea de la historia universal. Actualmente es el marxismo el que defiende umversalmente esta idea, intentando utilizarla para sus fines. Con esto el cristianismo se encuentra hoy prácticamente en la situación curiosa de tener que anunciar su mensaje bajo presupuestos, en parte causados por él mismo. Precisamente con la desaparición de los antiguos puntos de empalme religiosos se nos dan actualmente categorías y posibilidades de conexión totalmente nuevas para atestiguar la fe cristiana. La predicación misionera puede conectar con las cuestiones más vitales que mueven a la humanidad actual. Por eso no tenemos motivo para deplorar el proceso moderno de secularización, sino deberíamos concebirlo y captarlo positivamente como mera posibilidad en el desempeño del encargo y tarea misioneros. El conocido científico de la historia de las religiones M. Eliade, declaró en una ocasión que sólo el cristianismo es capaz de ser la religión del hombre moderno, cuya forma de pensamiento es histórica. Todas las demás religiones tienen como base de su pensamiento el esquema del cosmos y de la naturaleza, esquema que en nuestro mundo técnico ha cedido al de la historia y el progreso. Sin embargo sólo podremos aprovechar las posibilidades que ofrece nuestra situación, si asumimos el riesgo de un cambio histórico profundo de la iglesia y de la misión y si nos atrevemos a realizar el cristianismo en formas adaptadas a nuestro mundo secularizado. A continuación

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quisiera exponer dos características estructurales de la iglesia y consiguientemente de la misión en un mundo secularizado.

1.

Situación universal de diáspora

Es un hecho sabido que la misión eclesial no puede hacer frente al aumento de población bruscamente ascendente. Por otra parte, aunque es cierto que a menudo sienta mal el oírlo, apenas puede discutirse que también en el mundo europeo y norteamericano se está pasando de una iglesia de masas a una iglesia más reducida, basada en la confesión personal de la fe. Por tanto, nos vamos a encontrar con una situación universal de diáspora. En el futuro los cristianos serán una minoría. Sin embargo esto no significa que pueda concebirse alguna vez la iglesia como una secta esotérica, pues la exigencia de universalidad del cristianismo es irrenunciable por estar basada inmediatamente en el carácter escatológico del cristianismo. Por eso no es admisible el concebir, a partir de esta situación fáctica de diáspora, una ideología del pequeño rebaño o de un resto santo, entendido erróneamente como secta. Pero una vez que se ha extinguido el sueño de un corpus christianum, debe realizarse la misión universal de la iglesia en forma nueva. Esto tiene consecuencias inmediatas para la autocomprensión de la misión. Lo primero que habría que hacer es no procurar paliar esta nueva situación, intentando por una hábil dialéctica metafísica, trascendental o teológica hacer «cristianos anónimos» a todos aquellos que ni pertenecen ni quieren pertenecer a la iglesia. Esta especulación aparentemente salva la exigencia de universalidad, pero a costa de que esa universalidad en realidad ya no valga nada.

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Una especulación, que dispensa de la acción, en lugar de liberar y capacitar para ella, siempre es falsa, pues la teoría y la praxis están esencialmente unidas. Si esta conocida tesis sólo quiere indicar que también los no cristianos tienen una posibilidad real de salvación, naturalmente no hay nada que oponer a ella en cuanto al contenido. Pero habría que distinguir la situación individual respecto a la salvación y la situación de cristiano. La cuestión de la salvación personal afecta al particular en cuanto particular; la cuestión del ser cristiano le afecta en su responsabilidad pública universal. Se es cristiano por el hecho de confesarse públicamente por y en favor de Cristo y esta confesión pública significa representativamente algo para la salvación de los demás. Con esto la idea de la representatividad se convierte en la categoría teológica que nos ayuda a conciliar la situación de diáspora y la de una minoría efectiva y real con la exigencia de universalidad del cristianismo. La idea de la representatividad, tan central tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, corresponde a una concepción social del hombre. Ningún hombre es simplemente una mónada aislada, sino cada uno está mediatizado en lo que es, también en lo que es ante Dios, por lo que son los demás. Cada uno significa para los demás una amenaza y un apoyo. No se haría justicia a esta estructura ontológica, entendiéndola sólo como un influjo moral o algo semejante. El ser del otro afecta en mi ser. La humanidad es una indivisible comunidad de destino. La idea de la representatividad hace suya esta estructura natural. El testimonio cristiano y la adhesión a Cristo representan algo positivo para todos los hombres. Por eso la misión no es tanto un servicio a la salvación del individuo cuanto a la de la sociedad, a la salvación de la humanidad en su conjunto. No apela al deseo de seguridad salvífica del individuo, sino a su generosidad en el ser-

vicio a los demás. Parte de la convicción de que el testimonio cristiano es necesario para la paz y unidad del mundo. Este servicio representativo es al que está llamada la iglesia también en situación de diáspora y especialmente su trabajo misionero.

2.

Iglesia de los

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pobres

Esta característica está íntimamente relacionada con la anterior. La situación de diáspora significa también que la iglesia ya no puede ser una entidad que goce de los privilegios de los ricos y poderosos y que la era constantiniana ha pasado ya definitivamente. Esta pobreza, según la escritura, es un signo esencial del carácter escatológico de la iglesia y, según el Vaticano n , también un signo especialmente actual del evangelio en nuestro tiempo. Iglesia de los pobres significa en la práctica solidaridad y tomar partido por los pobres, por los oprimidos, los perjudicados, los privados de derechos; significa también crítica a la injusticia, al abuso de poder, a la falta de libertad social y política. Esta actitud tan directamente relacionada con el mensaje de los profetas y con el mensaje y la conducta de Jesús nos sitúa actualmente ante un problema político mundial, el problema del tercer mundo, y con esto ante un problema que concierne inmediatamente a la misión. La contraposición entre rico y pobre ha adquirido actualmente una dimensión universal y va a sustituir la oposición entre el este y oeste por una oposición entre norte y sur. En el campo de la teología esto ha llevado a una nueva corriente teológica, a la «teología de la revolución», que desde el Consejo mundial de las iglesias, celebrado en Ginebra en 1966, ocupa un lugar central en la discusión dentro del protestantismo y que está reper-

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cutiendo en el campo católico, favorecida en parte por el movimiento estudiantil. En cierta forma, la declaración de 15 obispos sudamericanos puede considerarse un fruto de esta teología. En pocas palabras, podía resumirse la tesis central de esta teología de la revolución diciendo que el cristianismo por esencia no es una fuerza conservadora, no es el asilo de los interesados en la conservación del statu quo, sino que por su carácter escatológico, su llamada a la conversión y su misión en favor de la paz posee un dinamismo transformador del mundo, o mejor dicho, debería poseerlo. Ahora bien, como actualmente este progreso, y aquí se abandona la argumentación teológica dando paso a un juicio práctico de la situación, está en manos de los poderes establecidos, el cristianismo está llamado a tomar partido en favor de los pobres y de los privados de libertad y a desarrollar una especie de estrategia de guerrilla cristiana para lograr un cambio revolucionario del mundo que posibilite un orden más justo, más libre y más humano. Aquí no podemos exponer totalmente esta teología de la revolución, ni analizarla de una manera amplia y eventualmente criticarla. Hay que reconocer como aspecto positivo de esta teología el haber captado algo que es esencial al cristianismo, el tomar partido a favor de los pobres. Otro aspecto positivo es el que esta teología corrige una mentalidad hasta ahora bastante corriente, de matiz puramente conservador. El carácter escatológico del cristianismo encierra sin duda un dinamismo de futuro en la dirección de un mundo justo y fraternal. Y hace poco la encíclica Populorum progressio ha reconocido también que en determinadas condiciones puede existir el derecho y aun la obligación de hacer la revolución. A pesar de eso me parece peligroso deducir un principio teológico de un caso límite y desarrollar en seguida toda

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una teología de la revolución. Se corre el peligro de convertir el cristianismo en un mesianismo político, pasando por alto que es verdad que Jesús ha asumido el título de mesías, título originariamente político, pero que lo ha reinterpretado de una forma muy radical en el sentido de siervo doliente de Dios y del hijo de hombre. Lo que el cristianismo tiene que atestiguar en primera línea es la revolución del amor. Sin duda debería expresarse, con mucha más claridad de como se ha hecho hasta ahora, que el amor significa algo verdaderamente revolucionario y que no comprende sólo una referencia individual, sino que incluye totalmente el cambiar las estructuras inhumanas. A este respecto la iglesia no sólo está obligada a prestar un estímulo espiritual y un apoyo moral. La idea de la iglesia pobre y servidora, tan continua y fuertemente puesta en primer término por el Vaticano ii, si no se entiende sólo como frase piadosa, sino como tarea práctica de un tomar partido por los pobres, podría indicar también el nuevo papel que corresponde a la misión entre los pueblos del tercer mundo. La pregunta de la que hemos partido era si la misión tenía todavía un sentido. Ahora podemos dar una respuesta repitiendo de nuevo los puntos más importantes: la misión es necesaria para manifestar el dominio escatológico de Dios entre los pueblos; es necesaria por causa de la paz, porque esta paz no es posible sólo políticamente, sino que primero tiene que ser libre para sí y liberada en sí misma; finalmente, la misión es necesaria por el servicio representativo que los cristianos deben a todos los hombres, especialmente a los pueblos pobres. La misión es necesaria para lograr un mundo sano y salvo.

8 ESENCIA Y FORMAS DE LA PENITENCIA * REFLEXIONES EN TORNO A LA RENOVACIÓN DE LA PRACTICA DE LA PENITENCIA EN LA IGLESIA El Vaticano n ha encomendado a todos los católicos, más especialmente a los sacerdotes, la tarea de la renoación de la iglesia y de sus campos más vitales. Desde titonces es mucho lo que se ha puesto en movimiento, ero a nadie, que considere la situación de la iglesia desués del concilio sabia y objetivamente, podrá ocultarde el hecho de que este movimiento de renovación ha lído en una crisis seria: unos se encuentran profundaíente preocupados, otros decepcionados. Unos temen ue se haya renunciado a la seriedad e incondicionalidad el evangelio, al espíritu de penitencia y a la herencia de i tradición; otros en cambio piden un cambio de menilidad todavía mucho más radical, si queremos responder las exigencias de nuestro tiempo. Existe el peligro de :ñir de confusión el término renovación y su contenido, olviéndose entonces dudosos e inauténticos. Todo esto parece exigir en el momento actual una * Conferencia tenida en varias reuniones de pastoral en la diócesis de Münster. Publicada por primera vez en Katechetische Blatter/Jugend-seelsorger 92 (1967) 737-753.

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nueva reflexión sobre la verdadera esencia de una renovación cristiana y eclesial, pues sólo si existe un auténtico y adecuado espíritu de renovación, podrán encontrarse formas adecuadas para llevarla a cabo. Para la escritura, renovación significa siempre renovación del corazón, conversión del hombre y por tanto penitencia. También los textos del concilio expresan con mucha frecuencia unidas las ideas de renovación y purificación. Por eso el programa de renovación no tiene en absoluto nada que ver con un reformar por reformar, ni tiene nada en común con una acomodación superficial, sino que está enraizado en la médula del mensaje cristiano: «convertios y creed en la buena nueva» (Me 1,15). La capacidad de despertar este espíritu de penitencia y la seriedad de la conversión es el criterio de toda renovación intraeclesial y también la pauta que nos ayuda a distinguir lo útil de lo secundario. Sin duda también es cierta la afirmación que resulta de dar la vuelta a la frase: toda penitencia bien entendida supone también una renovación, debe tener una orientación hacia adelante, tiene que estar dispuesta a cambiar la mentalidad y a escuchar los signos de los tiempos, por los que Dios nos llama. Todo esto hace que sea una decisión positiva y estimulante el poner el mensaje de la penitencia en el centro de la praxis pastoral de los próximos tiempos. Una vez tomada esta decisión, tenemos sin embargo que constatar con la necesaria sobriedad que actualmente la palabra penitencia no cae ni suena bien, prestándose a muchos malentendidos y a sentimientos contrarios. Los equívocos y malentendidos, y es necesario ser muy conscientes de esto, no sólo se dan sobre formas concretas y particulares, usadas hasta hoy, de la praxis de la penitencia y el ayuno; más bien afectan a la misma sustancia de la penitencia, en especial a su carácter sacramental. Evidentemente esto no se soluciona con haber dado

al tiempo cuaresmal una forma algo más ágil y más acomodada a nuestros tiempos. Lo que se ha de hacer, para decirlo con palabras de Juan xxm, es un «esfuerzo nuevo» por entender teológicamente de una manera nueva el significado y sustancia de la penitencia cristiana y predicarla en forma nueva. Primero, tanto sacerdotes como fieles, tenemos que volver a aclararnos sobre el concepto y la esencia teológica de la penitencia en general; sólo entonces podremos intentar traducir esas ideas, renovando creadora y adecuadamente las antiguas formas de penitencias eclesiales, hoy en parte relegadas al ovido. Por eso a continuación vamos a intentar formular dos afirmaciones teológicas fundamentales: primero vamos a tratar de la fe como alma de la penitencia y después del amor como forma de ella. Después hablaremos de las posibles formas de penitencia que pueden darse en la actualidad. I LA FE COMO ALMA DE LA PENITENCIA

1.

La penitencia como gracia de Dios

Lo primero que hay que decir teológicamente sobre la penitencia es que significa una gracia y que primordialmente es obra de Dios. La escritura afirma que la penitencia es algo que se concede al hombre y que éste no puede exigir. Como acción y actitud del hombre se funda en la gracia anterior de Dios, que ya nos amó cuando todavía éramos pecadores (Rom 5, 8). La penitencia es la gracia de poder empezar de nuevo, es el don de la libertad de los hijos de Dios que nos libera de la esclavitud del pecado y de la culpa. Nadie puede romper por sus propias fuerzas la ligazón a las ataduras de su propio pasado y ese estar enredado en la culpa solidaria

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de todos los hombres, siendo por eso necesarias la acción y la gracia de Dios. Según el mensaje neotestamentario la penitencia es en cierto modo sólo lo negativo, la cara oscura de algo positivo, de la venida del reino de Dios. La conversión y la penitencia del pecado y de la exigencia de penitencia sólo es el lado oscuro del anuncio del amor del Padre, que entrega a su Hijo para buscar lo que estaba perdido. Y la penitencia sólo es posible porque el hijo perdido ya sabe o por lo menos confía que el Padre, tal como se dice en la parábola, está buscando y esperando; sólo así puede atreverse a presentarse delante de su padre y a confesar: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Le 15,21). Todavía podemos avanzar un poco más y decir: sólo a la luz de la cercanía de Dios descubre el hombre su lejanía actual de él y su situación de perdición; sólo ante el amor de Dios experimenta y vivencia la necesidad de conversión. Sólo en ese momento ve claro que no basta «ser un hombre decente y no haber matado a nadie», sino que le resulta vergonzoso corresponder tan perezosamente al amor de Dios y reaccionar tan mezquinamente. Si como predicadores queremos volver a despertar en nuestras comunidades el espíritu de penitencia, no podremos hacerlo teológica y psicológicamente, si no hablamos primero con la necesaria amplitud y profundidad de la cercanía de Dios en Cristo. No se lleva a nadie a penitencia a base de presentarle y echarle en cara una lista de pecados lo más grande y drástica posible, ni zahiriéndole en su vida, ni descubriéndole, con una especie de desvelamiento ramplón e indiscreto a nivel psicológico profundo, sus motivos sin duda frecuentemente lamentables, ni poniendo de relieve la deficiencia moral que a veces sólo con gran esfuerzo se oculta bajo la capa de una decencia burguesa. Esto es crítica de la sociedad, que también tiene su lugar, pero que no constituye la primera

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tarea del predicador; y sobre todo no se logra con ella lo que debe ser la penitencia cristiana. ¿Qué es esta penitencia? Este primer aspecto, la penitencia como acción y gracia de Dios, nos permite ya rechazar tres falsas interpretaciones de la esencia de la penitencia, que históricamente han tenido bastante influencia. A la primera podríamos llamarla el error pagano. Consiste en identificar la penitencia con las prácticas externas de penitencia tal como propiamente las encontramos en todas las religiones: penitencia de saco y ceniza con gritos de arrepentimiento, disciplina, ayuno, vigilias y otras mortificaciones semejantes. Si estas prácticas externas se convierten en esencia de la penitencia, el hombre llega a figurarse que puede y debe por sí mismo hacer cambiar a Dios de opinión y reconciliarse con él, mientras que la fe nos dice que es Dios mismo quien nos reconcilia consigo (2 Cor 5,18). Hay que reconocer, si somos sinceros, que muchas manifestaciones en la historia de la piedad y santoral cristianos se acercan mucho a este error pagano. En segundo lugar podemos citar el error judío. En la época del judaismo que siguió al exilio, se confundió en gran manera la penitencia con la conversión a la ley, con un apartarse de infracciones concretas junto con el propósito de una nueva fidelidad a la ley. En esta concepción la relación con Dios corre el peligro de derivar a lo moral o a lo casuístico-legal. También aquí vale aquello de anima semper iudaica. Finalmente tenemos todavía que aludir al error griego, en el que la penitencia se convierte en cambio de manera de pensar, recogimiento interior, examen de conciencia y reflexión. En la actualidad necesitamos enormemente este recogimiento, si queremos salvar lo humano en el hombre y muchas veces hasta puede representar el

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presupuesto humano para llegar a la penitencia propiamente humana y cristiana; pero ésta no significa sólo recogimiento, sino conversión y vuelta a Dios; no consiste sólo en un volverse el hombre sobre sí mismo, sino en volverse a Dios. Con lo anterior desembocamos ya en la segunda afirmación sobre la esencia de la penitencia cristiana.

El hombre sólo puede comprender y asimilar desde dentro de las obras y prácticas de la penitencia, viéndoles un sentido, si aparecen como expresión de fe. Por eso, la penitencia entendida desde la fe, resulta también algo totalmente positivo y no tenebrosa mortificación, ni desprecio no cristiano del mundo, ni estoica frialdad afectiva y escepticismo intelectualista, sino que va siempre acompañada de alegría. Procede de la alegría en Dios y su grandeza y engendra alegría porque encuentra en Dios consistencia y certeza, vida y fuerza. De todo eso se sigue una forma de humor superior, que no sobreestima ni sobrevalora con una seriedad brutal las cosas de la vida, sino que las pone en su sitio, dándoles el derecho que les corresponde. Sólo puede darse el humor cuando existe una cierta distancia; y una distancia frente al mundo sólo se «logra» humanamente cuando se da con humor. Dos parábolas del nuevo testamento, la del tesoro oculto en el campo y la de la perla (Mt 13, 44 s), presentan con gran belleza este aspecto. En ambos casos se trata de un hallazgo feliz inesperado, que despierta alegría. En alas de esta alegría el que ha encontrado el tesoro va corriendo y lo vende todo para adquirir el tesoro oculto o la perla. Esta persona casi se convierte en un aventurero, que lo deja todo sin reserva, que apuesta todo a una carta para lograr así su felicidad. Por tanto la penitencia primordialmente es algo positivo, es alegría, satisfacción, sentirse ganado y subyugado. Sólo esta perspectiva positiva es la que lleva a lo aparentemente negativo, al liberarse, al dejar y abandonar unas realidades por algo más grande y mejor. En último término la penitencia no es sino libertad y dilatación interior, siendo idéntica a la libertad para la que Cristo nos ha liberado (Gal 5,1). Con esto llegamos al tercer aspecto de nuestra tesis «la fe como alma de la penitencia».

2.

Penitencia como vuelta personal a Dios

La penitencia por parte del hombre es la respuesta de la fe a la oferta de amor de Dios. Ya los profetas del antiguo testamento, al predicar sobre la conversión, trataban de la vuelta de todo el hombre a Dios. Dios no quiere sólo obras aisladas de penitencia y «sacrificios» sino que, según los profetas, quiere el corazón del hombre, es decir, que éste oriente toda su vida y todos los campos de ella hacia Dios. El pecado es el intento de asegurar la propia vida de una manera falsa por la política y el dinero, por la propia ciencia y poder. Conversión significa buscar la consistencia última de la vida totalmente en Dios, desprendiéndose de falsas seguridades, que en el fondo no son sino una fe deficiente. Conversión y gracia significan fundar toda la existencia en Dios, tomar en serio a Dios como Dios, como la realidad última y absolutamente decisiva para el hombre. Sólo a partir de aquí nace la consecuencia de dejar lo visible y aparentemente seguro por la esperanza y la confianza en la promesa de Dios. Por tanto el espíritu y la actitud penitencial se fundan totalmente en el espíritu y la actitud de fe. Fe y penitencia son las dos caras de una misma cosa. Una predicación de la penitencia bien orientada debe ser predicación sobre la fe y llevar a una profundización de la fe.

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3.

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La penitencia como seguimiento de Cristo

La fe cristiana es siempre pistis en Christón, teniendo en Cristo su punto de referencia y su centro. Por eso siempre hay que entender la penitencia cristiana como seguimiento de Cristo, como vida en Cristo, quien vicaria y representativamente ha hecho penitencia por nosotros de una vez para siempre. Precisamente, cuando se capta la penitencia en toda su plenitud y radicalidad, surge irresistiblemente la cuestión siguiente: ¿quién de nosotros puede ser capaz alguna vez de una entrega tan total y de tal libertad y elevación interior? De hecho sólo existe una persona que haya vivido hasta lo último esa entrega a la voluntad del Padre y esa autoentrega: Jesucristo. Su voluntad humana fue totalmente receptáculo de la acción de Dios en él y por medio de él. De esta forma, Dios a través y por medio de él pudo reconciliar el mundo consigo (2 Cor 5,18). Jesucristo con su obediencia ha hecho penitencia vicaria y representativamente por todos nosotros, poniendo así un nuevo comienzo. Nuestra penitencia sólo puede consistir en que nos identifiquemos cada vez más con la actitud de obediencia y servicio de Cristo, en que vivamos en él y él en nosotros. Esta conformación con la imagen de su muerte se da primera y fundamentalmente en el sacramento de la fe, en el bautismo (Rom 6, 3 s). Por eso, la penitencia cristiana tiene su fundamentación en el bautismo; esa penitencia consiste en dejarse coger cada vez más por Cristo para así irse desarrollando dentro de la realidad que se implantó con el bautismo. No en vano el tiempo dedicado especialmente a penitencia dentro de la iglesia, la cuaresma, es a la vez tiempo de preparación para el bautismo o bien para los ya bautizados tiempo de reno-

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vación del bautismo. Esta base cristológica y sacramental de la penitencia es esencial para evitar de antemano una falsa interpretación de ella en una línea moral y ascética demasiado unilateral. De aquí la importancia de unir una renovación de idiosincrasia y práctica de la penitencia con una renovación de la fe y de la predicación de Cristo. Ciertamente supondría un cerrar los ojos a la realidad pastoral el creer que hoy se puede dar por supuesta esta fe en Cristo y que la pastoral sólo tendría que ocuparse de consecuencias teóricas y sobre todo prácticas. Considero que uno de los problemas pastorales y teológicos más difíciles y centrales en la actualidad es el de volver a lograr la fe en Jesucristo, de tal manera que no se quede en una pura repetición de antiguas fórmulas tradicionales, sino que constituya una asimilación viva y personal y una comprensión existencial. El principal error que debe eliminar una fundamentación cristológica y sacramental de la penitencia es el de creer que con ella tenemos que reconciliar a Dios con nosotros y reparar de nuevo la ofensa infinita del pecado. ¿Cómo podría ser esto posible? A este respecto se debería haber hecho, hace ya tiempo, una revisión radical de las oraciones penitenciales de nuestros libros de devoción. Porque no sólo se trata de formulaciones teológicamente equívocas, sino que, dada la actitud de conciencia del hombre actual, tales formulaciones obstaculizan la apertura interna a la esencia de la penitencia. No somos nosotros quienes tenemos que reconciliarnos con Dios; es más bien Dios quien, en Jesucristo, se ha reconciliado con nosotros de una vez para siempre. La tarea que nos concierne es la de abrirnos al espíritu de Cristo, llegar a configurarnos con él, que se ha humillado a sí mismo (Flp 2, 5 s). Con todo lo anterior espero haber expresado lo esencial en lo que se refiere a la primera tesis «la fe como

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alma de la penitencia». Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora resulta todavía demasiado abstracto y en gran manera ininteligible para el hombre actual. El hombre de hoy vive con mucha urgencia la cuestión de cómo se puede vivenciar todavía a Dios en la actualidad, cómo «se hace eso» de encontrarle, cómo se debe seguir a Cristo y por tanto cómo se puede realizar la penitencia en su forma concreta. Intentaremos tratar de esto ahora en una segunda parte: «el amor como forma de penitencia».

aparentemente tan ingenua, a un difícil problema práctico y especulativo es la que concuerda con la disposición de ánimo del hombre moderno y con su manera de entender la realidad. Actualmente vivimos en un mundo técnico, que equivale a decir en el mundo de lo mensurable, planificable y manipulable; a primera vista parece que en ese mundo queda poco sitio para un misterio, situado en el más allá y no manipulable. Sin embargo, en el tú del prójimo descubre el hombre actualmente un campo, que ni es instrumentalizable, ni puede serlo nunca, un campo de trascendencia en medio de la inmanencia. Esta experiencia, actualmente muy viva, puede constituir un acceso a la experiencia de la trascendencia, de la no manejabilidad y libertad de Dios. Existe en este punto una afinidad básica entre el evangelio y la experiencia vital de nuestra época, con lo cual tanto el evangelio como los signos de los tiempos dan la razón a nuestra tesis: la forma concreta, hoy especialmente actual, de la fe y de la penitencia es el amor. La conversión a Dios pasa por la conversión al hermano. Y con toda la brevedad que exige esta exposición, es oportuno recordar que el padrenuestro une el perdón de nuestros pecados por parte de Dios, con la medida en que nosotros perdonemos las faltas de los demás (Mt 6,12) y que Cristo nos promete que el juicio escatológico, que se actualiza anticipadamente en el juicio de la penitencia, se ajustará a las obras de nuestro amor activo (Mt 25, 35 s). Por tanto podemos constatar lo siguiente: penitencia significa concretamente compromiso fraternal, compromiso mundano, disposición de servicio y ayuda, bondad, amabilidad, cortesía, miramiento, paciencia, magnanimidad en soportarse recíprocamente, también significa humor y alegría y otras muchas actitudes importantes que podrían enumerarse en el campo interpersonal. En este contexto, la teología actual habla a veces de

II EL AMOR COMO FORMA DE PENITENCIA En la actualidad tal vez una de las cuestiones más difíciles tanto para el predicador como para el teólogo sea la de qué significa hablar de Dios. Si no quiere caer en una ruptura insípida e irresponsable tiene que plantearse precisamente hoy, cómo se puede hablar de Dios, de tal manera que ese hablar se convierta en una fuerza que mueva la vida de los hombres y no parezca sólo una reliquia, muerta y venerable, de una época pasada. Aquí tropezamos con una de las cuestiones más actuales y a la vez más radicales de la teología actual, profundamente agitada por el problema de Dios.

1.

El amor al prójimo como forma del amor a Dios y de la penitencia

El nuevo testamento responde a esta pregunta de una forma extraordinariamente llana y simple: encontramos a Dios en el prójimo, en el tú del hermano, que necesita nuestra ayuda. Pero precisamente esta respuesta,

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una conversión al mundo, sin la cual la conversión a Dios no es ni seria, ni cristiana, ni adecuada. Se habla también de una santidad mundana, aludiendo con ello a aspectos esenciales del ser cristiano. En la medida en que esta piedad mundana corresponde a una fe atenta a los signos de los tiempos, a través de los que Dios nos habla, y en la medida en que procede de un espíritu de servicio en el seguimiento de Cristo, en esa medida está libre de convertirse en una piedad mundanizada y de degenerar en un puro humanismo intramundano, del que por desgracia existen actualmente muchos brotes. Por tanto, penitencia y renovación de la vida cristiana significan apertura y vuelta hacia el mundo. Existe también una falsa distancia respecto al mundo, que responde a un terror de responsabilizarse o al miedo; existe una distancia del mundo, que significa retirada al gueto y falta de solidaridad con los problemas y preocupaciones de los hombres. Muchas formas de lejanía y apartamiento del mundo son sólo una cierta «pose» y una obstinada cortedad y conservadurismo, que se sustrae y se cierra pecadoramente a la llamada de Dios en el momento actual, y esto a veces aun poniendo el pretexto del evangelio. Hay un apartamiento del mundo, que es pereza espiritual y que responde a una falta de disponibilidad para cambiar de modo de pensar, para estar aprendiendo continuamente y para saber oír en las preguntas, exigencias, necesidades y también en los ataques y reproches del prójimo lo que Dios quiere actualmente de nosotros. Sin embargo muchos ataques a la iglesia, exactamente considerados, no son sino preguntas encubiertas y gritos de socorro. Y penitencia sería entonces negarse un poco a sí mismo y, en lugar de devolver el golpe, saber ser autocrítico y poner remedio dentro de lo posible. Ahora bien, la forma humanitaria y social de la penitencia, de la que hemos hablado hasta ahora, encuentra

una condensación última y una representación simbólica en el sacramento de la penitencia, en cuanto forma y concreción eclesial de nuestra penitencia personal. Vamos a tratar ahora de esta cuestión.

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2.

El sacramento como forma eclesial de la penitencia

El hecho de que la penitencia no deba ser un acto solamente personal, sino que sea un sacramento, teniendo que ver por tanto con la institución y el ministerio, con normas concretas y formas obligatorias, resulta actualmente bastante difícil de comprender. Muchos piensan que «podrían arreglar sus cosas» a solas con Dios. El hombre actual siente una necesidad cada vez mayor, por otra parte perfectamente fundada, de defender su esfera íntima de la intromisión de instituciones públicas. Apenas responde a estas dificultades una fundamentación de la sacramentalidad de la penitencia puramente biblicista y positivista, que afirma que Cristo fue quien la instituyó y que la iglesia, después de una larga y sabia experiencia, ha encontrado la forma actual de este sacramento. La fundamentación de la sacramentalidad de la penitencia debe partir más bien de la dimensión social de nuestra relación con Dios y de la dimensión social del pecado; no sólo destruye nuestras relaciones con Dios, sino perturba también las relaciones con el prójimo y el orden social. Así se comprende que no es posible la reconciliación con Dios sin reconciliarse con la comunidad de los hermanos. Esta reconciliación con la comunidad es verdaderamente el signo visible, la forma externa de la conversión a Dios. De esta forma el retorno a la comunidad de la iglesia y la admisión del pecador a la plena comunidad eclesial

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pueden convertirse en el signo sacramental de la nueva relación y comunión con Dios. En este sentido hay que entender las citas de la escritura sobre «el atar y desatar» (Mt 16, 19; 18, 18), decisivas para la fundamentación de la sacramentalidad de la penitencia. No significan que el confesor tenga el poder de perdonar o no perdonar, como a menudo se presenta en muchos manuales; en el sentido del evangelio esto supondría un poder muy notable y extraño. ¿Podemos rehusar también el perdón a quien tenga un verdadero arrepentimiento? En el lenguaje de la escritura, atar y desatar significa excomulgar y liberar de la excomunión. El pecador, por su acción, se excluye de la comunidad; ésta lo único que hace es sacar las consecuencias jurídicas de esta autoexclusión; éste es el sentido original de la excommunicatio, que significa la exclusión de la plena communio de la iglesia, que se concreta especialmente en la communio eucarística. El pecador por tanto no es digno de la eucaristía. Si se convierte de nuevo, entonces la comunidad eclesial por medio de su jefe superior le quita la excomunión; la comunidad realiza la reconciliatio y admite de nuevo al antiguo pecador a la comunión eucarística. Esta reconciliación con la iglesia es signo sacramental y eficaz de la reconciliación con Dios y del restablecimiento de la relación y comunidad con Cristo, cuya manifestación más visible se da en la eucaristía. Ésta era aproximadamente la concepción fundamental del sacramento de la penitencia en la iglesia antigua y conforme a ella se celebraba entonces este sacramento en la forma de una fiesta litúrgica de toda la comunidad; todos los miembros de la comunidad rezaban y hacían penitencia vicaria y representativamente por los pecadores; el obispo, ante toda la comunidad, por la imposición de manos efectuaba la reconciliación y la readmisión a la comunidad eucarística. Sólo más tarde, por múltiples defi-

ciencias pastorales de esta práctica penitencial y a través de una evolución complicada, larga y penosa, se llegó, a partir de la alta edad media, a la actual forma privada de la penitencia, quedando reducida su forma litúrgica a una forma de arrepentimiento minimalista. La confesión sacramental actual apenas puede seguirse considerando como liturgia y difícilmente puede verse algo de su dimensión social y eclesial. Esto dificulta a muchas personas una comprensión intrínseca y profunda de este sacramento. Pero si volviera a hacerse patente la dimensión eclesial de la penitencia, muchas cosas volverían a verse con una perspectiva nueva, sobre todo el sentido original de la confesión de los pecados. Por su confesión el pecador se abre de nuevo a la comunidad y esa confesión posibilita a la comunidad el ponerse a favor de él, haciendo penitencia y rezando con él, de manera que hace suyo el peso de esos pecados, está al lado del pecador aconsejándole, es decir, le presta una asistencia y una ayuda vital cristiana, ayudándole a encontrar la forma y medida adecuada de la penitencia práctica. Finalmente, la confesión de los pecados es exhomológesis confessio, una forma de confesión que celebra y glorifica la gracia de Dios; sólo puede uno confesar sus pecados, porque a la vez confiesa la gracia perdonadora de Dios. Esto libra al sacramento de la penitencia de toda apariencia de falsa autoacusación y de indigna autohumíllación. La confesión de los pecados se convierte así en cierto modo, en la cara oscura de la alabanza de la misericordia de Dios y en la expresión de la felix culpa. Por tanto, el sacramento de la penitencia es a su manera liturgia de toda la comunidad. En ella no sólo se realiza una especie de concelebración, una acción conjunta de la penitencia personal del pecador y la colaboración vicaria de toda la iglesia, representada ministerialmente por el obispo o por el sacerdote comisionado por él. La

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acción del penitente en este sacramento, al menos según la opinión tomista, no es sólo disposición, sino que penetra hasta la misma realización sacramental. Se trata de una liturgia, pero en ella tiene que darse también una actuosa participatio de toda la comunidad. En la actualidad, esta liturgia penitencial ha quedado práctica y totalmente confinada al ámbito, extrasacramental y paralitúrgico, de las celebraciones vespertinas o nocturnas. Toda nuestra exposición nos muestra muy claramente que por lo que respecta al sacramento de la penitencia hemos olvidado muchas cosas y otras las practicamos sólo de una forma muy reducida y rudimentaria. Después de haber reflexionado en la primera parte sobre la fe como alma de la penitencia y en la segunda sobre el amor como forma de ella, que en su forma plena asume una configuración litúrgica, vamos a reflexionar en una tercera parte sobre las formas posibles en las que podría convertirse actualmente la penitencia y sobre una posible renovación creadora de la antigua tradición penitencial de la iglesia.

y sin embargo no se confesó nunca. Los cambios son tan considerables para el historiador que, considerado el fenómeno desde una perspectiva puramente histórica, a primera vista apenas puede sospecharse que se trate de uno y el mismo sacramento. Desde luego, esos cambios son mucho más considerables que aquellos por los que ha pasado la celebración litúrgica de la eucaristía, respecto a la cual la investigación histórico-litúrgica nos ha hecho conscientes también de mucha atrofias y evoluciones equivocadas. Entretanto, los conocimientos histórico-litúrgicos han llevado en el campo de la eucaristía a una renovación, todavía en curso, de la forma original. En cambio, en el sacramento de la penitencia no contamos con nada parecido, debido a la falta de investigaciones históricas de la historia de la disciplina penitencial. Sin duda, la gran obra de Bernhard Poschmann puede ponerse a la misma altura que el Missarum sollemnia de J. A. Jungmann, pero hasta ahora no ha influido eficazmente en la praxis eclesial. Sólo recientemente parece perfilarse un cambio y se ha caído en la cuenta de que la renovación de la penitencia forma parte de las exigencias más fundamentales de la pastoral actual. El concilio, en la constitución sobre la sagrada liturgia, dedica únicamente una frase a todo este asunto: «Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y efecto del sacramento» (n. 72). Esta constatación lapidaria presupone sin embargo claramente que la forma actual de la práctica sacramental no cumple plenamente eso. Naturalmente la revisión a la que se alude no puede orientarse en contra de la tradición, sino debe hacerse partiendo del espíritu de ésta. Pero la historia anterior de la disciplina penitencial hace ver que contamos con márgenes muy amplios para ello. A continuación vamos a indicar primero algunas pre-

III NUEVAS FORMAS DE LA PENITENCIA ECLESIAL

1.

Lo mutable e inmutable en el sacramento de la penitencia

De lo dicho hasta ahora se deduce que en el curso de la historia el sacramento de la penitencia ha pasado por cambios muy considerables tanto en su forma exterior como también en la diversa acentuación dentro de su concepción teológica. Desde luego, no fue san José el que hizo el primer confesonario y un santo como Agustín, una vez bautizado, hizo penitencia durante toda su vida

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formas sacramentales y luego nuevas posibilidades para la configuradón de la forma plena sacramental, tal como parecen ofrecerse a partir de la historia anterior de la penitencia.

2.

Preformas sacramentales de la penitencia

Según el testimonio de la escritura, el poder de perdonar pecados corresponde sobre todo a la predicación y lectura de la palabra de Dios hecha con fe. Ciertamente la fe como alma de la penitenda sólo es posible como respuesta a la palabra de la predicadón (Rom 10, 14) y la palabra predicada del evangelio es siempre palabra eficaz, que realiza lo que dice. Así como el sacramento es signum efficax, también la palabra en cuanto sacramentum audihile (Agustín) es un verbum efficax. Por eso la predicación no sólo habla sobre la reconciliación y la paz con Dios, sino realiza y lleva a cabo también el perdón, la reconciliación y la paz. La liturgia romana expresa esto mismo, cuando hace decir al sacerdote después de la lectura y anuncio del evangelio «por las palabras del evangelio se borren nuestros pecados». Así se explica también que la constitución sobre la sagrada liturgia, entre las recomendaciones que hace para el tiempo penitencial de la iglesia, recomiende en primera línea: «el oír más intensamente la palabra de Dios». La palabra de Dios posee en cierto modo fuerza sacramental; el sacramento de la penitencia no es sino una concretización especial, una condensación y una representación simbólica eficaz de la palabra de perdón, graciosamente concedida. La eficacia de la fe en la palabra de Dios debe mostrarse de las formas más diversas. Pero eso, la oración, las obras de caridad en servicio y ayuda de los demás, sacri-

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fióos y renundas, en los que se expresa la fe que supera el mundo (1 Jn 5, 4) son otras formas concretas de penitencia. Tanto el antiguo y el nuevo testamento como la tradición de la iglesia antigua y la de la alta edad media les atribuye el poder de perdonar pecados. Según Agustín, por esas obras pueden borrarse nuestros pecados cotidianos. Actualmente las obras de caridad en servido y ayuda a los demás podrían constituir una forma especialmente apropiada de expresar la penitencia cristiana, pues por poseer un carácter simbólico y eclesial, participan de la fuerza del sacramento de la penitencia. La carta pastoral de los obispos alemanes habla sufidentemente de estas formas y posibilidades; por eso, podemos contentarnos con estas breves indicaciones. En cambio, parece oportuno tratar más ampliamente de otra forma de penitencia eclesial, sólo apuntada en dicha carta pastoral, pero que en la tradición de la iglesia ha jugado un gran papel y actualmente ha caído mucho en el olvido: la confesión entre laicos. En la carta de Santiago 5,16.19 se encuentra la siguiente exhortación: Confesaros, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder... Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados.

Siguiendo a la mayoría de los exegetas modernos, no puede admitirse que este texto se refiera a la penitencia sacramental en sentido estricto, pues no se atribuye a los presbíteros ninguna función especial. Por tanto, nos encontramos claramente en una invitación a la confesión entre laicos. Según la antigua regla de la comunidad, expresada en Mt 18, 15-18, la iglesia oficial sólo debe intervenir por medio de su representante cuando no ha servi-

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do de nada la conversación y diálogo con varios miembros de la comunidad. Por consiguiente, la forma ministerial de la penitencia, consistente en la exclusión y mera recepción en la comunidad de la iglesia, representa, en cierto modo, sólo la ultima ratio, no el medio ordinario, sino el extraordinario para que el pecador vuelva a Dios y a la comunidad. Según la práctica penitencial de la iglesia antigua, toda la comunidad intercedía y hacía penitencia ante Dios por el pecador, teniendo especial importancia la oración de los mártires y de los monjes. A partir de aquí se desarrollaron en la alta y baja edad media la teoría y la práctica de la confesión entre laicos, considerándola la mayoría de las veces como el medio ordinario para borrar los pecados cotidianos y como medio extraordinario para borrar pecados graves en caso de necesidad, en el que no se contara con ningún sacerdote. En este último caso la confesión entre laicos se consideraba comúnmente como una expresión, especialmente realista, del votum sacramenti. Por esto, Tomás de Aquino llama a la confesión entre laicos un sacramento incompleto y Alberto Magno hasta llega a llamar al laico, con el que se hace la confesión, minister vicarius, al que corresponde el poder necesario en razón de la unidad de la iglesia en la fe y en el amor; pero por otra parte niega a este tipo de confesión la sacramentalidad en sentido propio y pleno. Tomás de Aquino y sobre todo Duns Scoto pusieron tan en primer término la absolución sacerdotal, que se fue perdiendo cada vez más la costumbre de la confesión entre laicos. Finalmente, a través de diversas consolidaciones antirreformistas, se llegó tan lejos que en este punto se perdió un aspecto valioso de la tradición. Superadas estas parcialidades antirreformistas, sería muy de desear que se redescubriera esta forma de penitencia en la iglesia. La confesión entre laicos podría te-

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ner importancia sobre todo para la «acción sacerdotal doméstica» de los padres en relación con sus hijos, de los esposos entre sí y de los amigos; también sería oportuno entre laicos de una madura espiritualidad cristiana y de una rica experiencia vital. En cuestiones de la vida cristiana cotidiana los laicos, en la mayoría de los casos, tienen sin duda más experiencia que el sacerdote. Esto hace que la confesión entre laicos tenga su lugar en el caso de problemas, fallos y progreso espiritual relacionados con la vida cristiana cotidiana. En cambio, si un cristiano se ha separado totalmente de Cristo y de la comunidad de la iglesia (lo que se presupone claramente en Mt 18, 15), es decir, si vive verdaderamente en pecado mortal, entonces ese tipo de confesión sólo es adecuado como medida extraordinaria y de emergencia. En este caso la iglesia tiene que actuar por medio de sus representantes oficiales y ejecutar el sacramento de la penitencia en el pleno y estricto sentido de la palabra. Según esto una confesión entre laicos comprendería esencialmente los tres elementos siguientes: 1. un convencimiento recíproco, por tanto un sensibilizarse, inteligente y lleno de tacto, a faltas, peligros y actitudes defectuosas; 2. la asistencia de la gracia de Dios, la palabra alentadora, el consejo espiritual, la ayuda vital cristiana, el estímulo al bien, el mostrar posibilidades de realización concreta del ser cristiano; 3. la intercesión por los demás y la penitencia vicaria. La disponibilidad para esto último serviría de criterio inequívoco para distinguir el afán autosufidente de crítica de la auténtica corrección fraterna. Una variedad de la confesión entre laicos es la confesión de reconciliación, en la que se reconoce inmediatamente la falta hecha a otra persona, contra la que se ha pecado por riñas, calumnias, maledicencias y cosas parecidas. Esta forma de penitencia no necesita ningún

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ritual y puede realizarse con toda sobriedad por un pedir perdón, darse la mano, una expresión de reconciliación (quizá ni siquiera explicitada, sino silenciosamente presupuesta) y rezando el uno por el otro. Estas formas de suyo humanas, cuando se dan entre cristianos, adquieren siempre a la vez una significación en el plano de la salvación. Muchas dificultades y entorpecimientos en familias, comunidades, órdenes y autoridades eclesiásticas nacen de que no se toma en serio ni se practica esta forma de penitencia, produciéndose y consolidándose tensiones, que complican y dificultan extraordinariamente la realización y el cumplimiento de las tareas comunes cristianas y eclesiales. La palabra del Señor hace depender el acercamiento al altar de una confesión de este tipo (Mt 5,23s). Con esto podemos dar por citadas las preformas sacramentales más importantes. Intencionadamente no hemos hablado de formas presacramentales, sino de preformas sacramentales, porque estas posibilidades penitenciales pueden tener también un carácter cuasi-sacramental.

prácticamente ha caído en desuso y ciertamente ya no es posible revitalizarla en esa forma. Con todo uno puede hacerse las siguientes preguntas: cuando empezó el movimiento litúrgico existió la «regla del oficio solemne». ¿No debería existir también algo parecido para la renovación del sacramento de la penitencia? Esta «regla del oficio solemne» significaría que al tratar de renovar la penitencia no se puede tomar como punto de partida la forma litúrgica actual tan reducida, la confesión privada, análoga a la de la misa rezada, sino que habría que tomar como modelo la forma solemne original e intentar restaurarla de nuevo de una manera adecuada. Por eso, en mi opinión, a la larga no conduciría a nada el querer corregir sólo la forma actual de la confesión individual, pues sería una cura sintomática de efecto sólo pasajero. Sin duda, es importante el dar una forma más viva y personal y sin duda también algo más humana a la confesión individual. Ciertamente la confesión individual significa hasta hoy para muchas personas una bendición incalculable y una gran ayuda. También es indudable que la mayoría de los que la buscan, la toman muy en serio y hay que seguir recomendando una confesión regular, como con toda razón lo hacen los obispos alemanes en su carta pastoral. Nada de esto se puede ni debe discutir. Pero tampoco es necesario hablar detalladamente de eso, porque cabe pensar que, por muy importante que sea en concreto, ya no satisface plenamente las exigencias actuales. Por eso, aunque se subraye enérgicamente todo lo dicho, también hay que decir lo siguiente: 1. Existen actualmente muchos cristianos serios que, queriendo hacer penitencia, no encuentran ya en la forma actual de este sacramento un camino adecuado para ello. 2. La forma que reviste actualmente este sacramento, representa un producto relativamente tardío dentro de la historia de la

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3.

La forma plena sacramental de la penitencia

Fijémonos ahora en la forma plena sacramental. El Pontificóle romanum actual conoce todavía la forma de la penitencia pública (no de la confesión pública, que como regla no existió tampoco nunca en la iglesia antigua), según la cual los pecadores en el marco de una fiesta litúrgica se colocan en el sitio de los penitentes y después de haber cumplido la penitencia impuesta son recibidos de nuevo en la comunidad eucarística. Por tanto, desde un punto de vista puramente legal, todavía está en vigor la liturgia penitencial de la iglesia antigua; sin embargo

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penitencia, que tiene muchas ventajas, pero que en su forma concreta sin duda no puede reivindicar simplemente un valor eterno, pudiendo admitir perfectamente una reforma sensata y con sentido. 3. No se puede celebrar liturgia alguna en el breve tiempo y en las estrechas condiciones de un confesonario; a la larga una práctica de este tipo tiene que llevar a la desvalorización del símbolo y del sacramento y favorecer un cierto automatismo sacramental. Por todas estas razones y otras muchas que podrían añadirse tenemos que procurar actualmente una reforma fundamental no sólo de la cuaresma, el ayuno y la abstinencia, sino de la misma práctica penitencial sacramental. La carta pastoral conjunta de los obispos alemanes ha dado un primer paso en esta dirección, remontándose a la antigua tradición de la liturgia penitencial. Ciertamente ahí tenemos una base muy aprovechable para una nueva configuración de la penitencia sacramental. Permítasenos por ello algunas observaciones históricas y teológicas en relación con este tema. La celebración litúrgica de la penitencia, a la que se unía una confesión general de los pecados, es decir, común y no especificada, puede reivindicar a su favor el testimonio de la escritura. El antiguo testamento conoce una confesión general de los pecados por parte de la comunidad reunida. Algunos indicios en el nuevo testamento y en los padres apostólicos permiten sospechar lo mismo en la primitiva liturgia cristiana. En el siglo v y vi se une todo el pueblo para rezar por los penitentes; todavía hoy conservamos un resto de esta liturgia penitencial en la orado super populum durante la cuaresma. También muy pronto empezó a participar todo el pueblo en la readmisión de los penitentes que se tenía el jueves santo. A partir del siglo x se empezó a tener esta reconciliación también en otros días. Desde comienzos del siglo xi contamos con muchos testimonios de que esas

absoluciones se unían a menudo con la predicación; el predicador hacía que la comunidad levantara las manos o rezara el confíteor y luego les daba la absolución. Por tanto, podemos hablar de una especie de absolución general, que entonces cumplía la función de nuestra confesión de devoción, pues además se exhortaba al pueblo a confesar los pecados graves en una confesión particular. Esta especie de absolución general siguió perviviendo más allá de la edad media, aunque más tarde se le negó el carácter estrictamente sacramental, en el «confíteor» de la misa y en el de las horas (prima y completas) y en la «culpa general» que hasta nuestro siglo se hacía en muchos sitios después de la predicación dominical. En ambos casos nos encontramos con una liturgia penitencial rudimentaria. En la iglesia oriental sigue existiendo hasta hoy esta forma de perdón sacramental de los pecados fuera de la confesión individual privada. En el culto protestante sigue vigente hasta hoy por lo menos la confesión general de los pecados, a la que sigue una oración de intercesión por parte del párroco. La insatisfacción por la práctica actual de la confesión, especialmente en las aglomeraciones antes de los días festivos con la consiguiente mecanización posible de la confesión, ha vuelto a plantear la discusión también en la iglesia católica sobre la restauración de la confesión general en el marco de una liturgia penitencial. Tal liturgia penitencial comprendería los siguientes elementos: lectura de la escritura, cantos, predicación, preguntas sobre pecados inteligentemente formuladas y que cada uno respondería para sí delante de Dios, una confesión general de la culpa, ocasionalmente alguna oferta y finalmente la absolución sacramental por la oración y gesto de la mano extendida por parte del sacerdote. Esta forma de penitencia no tiene por qué llevar a la derogación y desvalorización de la confesión individual,

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que podría y debería seguir siendo ahora como antes una prescripción positiva y que también debería seguirse recomendando y aconsejando para aquellas personas que la deseen como dirección y formación de conciencia. Por tanto no existiría la preocupación de que, al introducir una liturgia penitencial sacramentalmente entendida, pudiera convertise la confesión individual en una especie de confesión pública, pues entonces sólo recurrirían a ella los que tuvieran pecados graves. Puede estarse firmemente convencido de que también en el futuro muchos cristianos seguirían deseando la confesión individual, aunque no estuvieran en pecado grave, como entrevista y búsqueda de consejo. En cambio, una liturgia penitencial como la descrita podría descargar la confesión individual de la aglomeración masiva usual, permitiéndole así volver a cumplir la función por la que se recomendaba la mayoría de las veces. Tal liturgia penitencial, por la predicación y las preguntas ya indicadas, podría servir a su manera para la formación de la conciencia, por lo menos tan bien como el promedio de las confesiones particulares. Por otra parte expresaría con más fuerza el carácter comunitario de la penitencia y podría despertar el espíritu de penitencia en su aspecto vicario y de intercesión. Finalmente así se renovaría en forma adecuada una parte de la antigua tradición eclesial. Todo esto hace muy deseable la implantación de esa liturgia penitencial, sobre todo durante los antiguos tiempos penitenciales de la iglesia, en adviento y cuaresma. La carta pastoral de los obispos alemanes todavía no va explícitamente tan lejos. No atribuye a la penitencia general de la liturgia penitencial una fuerza sacramental. Sin embargo supone claramente un primer paso en esta dirección. Sin duda resultaría poco inteligente querer precipitar las cosas a este respecto, pues sólo pueden em-

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prenderse reformas institucionales, una vez que se hayan creado las necesarias condiciones teológicas y psicológicas, no dándose esto en la actualidad. Para llegar a ello, primero hay que hacer redescubrir al creyente por medio de la predicación el sentido intrínseco y la obligación de la penitencia en general, y luego en concreto su carácter social y eclesial. Por último, habría que buscar además abundantes experiencias de esta forma de liturgia penitencial. Entonces, a su debido tiempo, la implantación de la forma sacramental de esta liturgia penitencial sólo significaría un pequeño paso adelante, que quizá se impondría por sí mismo. Entretanto, pueden adoptarse diversas soluciones de transición. Se podría celebrar, por ejemplo, la liturgia penitencial como preparación común de la comunidad para la confesión, dando oportunidad de confesarse individualmente, contando para ello con un número suficiente de confesores. Así se justificaría perfectamente la brevedad de la confesión individual, que litúrgicamente se limita a lo más esencial. En todo caso, lo que sí es evidente es que nos quedaríamos demasiado cortos si no sacáramos de la pastoral de los obispos más de lo que se viene haciendo hasta ahora en las habituales celebraciones vespertinas y nocturnas. Como conclusión, hay que volver a recalcar lo siguiente: sería totalmente falso considerar como lo más importante estas perspectivas futuras de una liturgia penitencial sacramental. Lo más decisivo, al menos por el momento, es una adecuada predicación sobre la penitencia y el despertar un nuevo espíritu personal de penitencia. Si no precede esta renovación al cambio de mentalidad en relación con la penitencia, toda reforma de la práctica penitencial quedaría en el aire.

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4.

REALIZACIÓN DE LA FE EN LA IGLESIA

Penitencia cristiana en este tiempo

Hemos partido del hecho de que la iglesia se ha puesto en movimiento; ha vuelto a hacer claramente consciente su carácter esencialmente peregrinante. Este mensaje está en estrecha relación con el mundo moderno, que según la constitución pastoral «sobre la iglesia en el mundo actual» se caracteriza por haber pasado de una forma de pensar fija y estática a un dinamismo de dimensiones insospechadas (n. 4 s). Esto significa que la iglesia en su práctica penitencial también tiene que adoptar una forma de pensar más flexible y dinámica, dejando un margen para mayores diferenciaciones. En un mundo cada vez más pluralista y diferenciado ya no cabe el atarse sólo a una forma, que se constituyó históricamente en un momento dado. Naturalmente una mayor diferenciación y una práctica más flexible no significa que ahora de repente haya que poner todo «más barato y, en cierto modo, a precio de venta». Una «ola muelle» sería lo que estaría menos de acuerdo con la seriedad penitencial de la fe cristiana. Muy al contrario, para poder vivir un cristianismo adaptado a nuestro tiempo y para hacer justicia a la actual situación de la iglesia, se requiere precisamente una renovación y profundización, y a menudo un nuevo despertar, del espíritu de penitencia. Actualmente se necesitan más que nunca, una libertad interior y una alegría superior al mundo, una disponibilidad de servicio y frutos sinceros de penitencia cristiana. Por esto es necesario que la penitencia vuelva a ocupar un puesto más central tanto en la conciencia como en la praxis de nuestras comunidades. Naturalmente todo esto sólo será posible si por medio de la predicación enseñamos a los fieles a concebir

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de nuevo la penitencia desde el centro de la fe cristiana, entendiéndola como realización esencial de una fe viva, que debe expresarse en un amor servicial. Hay que volverla a entender y practicar, partiendo de lo positivo. Sólo entonces deberíamos también tener ánimo para acometer reformas institucionales y renovar el rico tesoro de tradición de la iglesia, reformas inteligentemente pensadas y cuidadosamente preparadas. Si renovamos así el espíritu y las formas de la penitencia, no tenemos que preocuparnos por la ulterior renovación de la iglesia, pues podemos estar seguros de que irá adelante, confiando en que lo hará en la dirección correcta y adecuada.

V La iglesia y sus ministerios

9 ESTRUCTURAS COLEGIALES DE LA IGLESIA *

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Ya se ha convertido en un tópico hablar de la «democratización de la iglesia» y pasa lo que con todos los tópicos, que contienen un anhelo y un deseo justo y urgente, pero reducen y desfiguran el problema. Por eso, tales tópicos la mayoría de las veces perjudican a ese deseo justo, que defienden y representan. El deseo justo contenido en esa exigencia de democratización en la iglesia, se ve inmediatamente claro al leer los textos del concilio que hablan del «establecimiento e instauración de nuevas estructuras eclesiales»: sínodo de obispos, conferencias episcopales, consejos diocesanos y parroquiales, consejos de laicos, consejos presbiterales. Y el mismo concilio representa en cierto modo un elemento estructural democrático en la iglesia. Lo que se busca con todos estos gremios, en parte modernos, es el ejercitar también a un nivel comunitario la responsabilidad y misión común de todos los cristianos. El modelo de tal responsabilidad común lo ha esbozado el concilio en la doctrina de la colegialidad de todo el episcopado con y bajo el obispo de Roma. En muchos puntos el concilio todavía no ha llevado esta doctrina hasta sus últimas consecuencias y la ha aplicado con cierta inconse* Publicada por primera vez en Sein und Sendung 1 (1969) 5-55.

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cuencia; sobre todo habría que trasladarla también a todos los otros planos de la vida eclesial. El debate posconciliar sobre la democratización de la iglesia, representa en cierto modo la prolongación de un deseo y anhelo fundamental del concilio. Los empequeñecimientos y desfiguraciones, surgidos a propósito de este tema, se explican perfectamente si se tiene en cuenta que es relativamente reciente la liberación de la doctrina católica sobre la iglesia de una «cautividad babilónica», sufrida durante muchos años, consistente en el predominio de categorías sociológicas aplicadas directamente y acríticamente a la iglesia. No ha hecho más que volver esa doctrina católica a la concepción original de la iglesia como pueblo de Dios y cuerpo de Cristo, cuando ya la vuelven a amenazar fundamentalmente los mismos peligros de intrusión por otro lado. Resultaría verdaderamente fatal que esas falsas confrontaciones llevaran a descuidar una de las tareas más esenciales, planteadas actualmente a la iglesia: la creación de estructuras eclesiales, en las que se exprese y sea efectiva la responsabilidad común de todos los cristianos. Si esto sucediera, se perdería uno de los motivos más esperanzadores del Vaticano n. Por eso, a continuación vamos a exponer algunas reflexiones fundamentales sobre la teología de esa responsabilidad colegial institucional de todos los cristianos. Intentamos con ello remontarnos, más allá de planteamientos superficiales, a la esencia y estructura fundamental de la iglesia, pues sólo así se puede iluminar teológicamente algo nuestra problemática actual.

I LA ESTRUCTURA FUNDAMENTAL CARISMÁTICA DE LA IGLESIA Ekklesia, la palabra griega para iglesia, significa en el griego profano la reunión del pueblo. La ekklesia es la reunión de los ciudadanos libres, anunciada por el heraldo y convocada para deliberar y decidir sobre los asuntos políticos de la comunidad. Es la reunión de los convocados. En la traducción griega del antiguo testamento hebreo se utilizó el término ekklesia, originariamente político, para traducir el término veterotestamentario quehal Yahwe, la reunión del pueblo por parte de Dios. La iglesia es por tanto el pueblo convocado por Dios. Pueblo de Dios es la forma más amplia y más fundamental de determinar la esencia de la iglesia. Este planteamiento ha estado olvidado durante mucho tiempo; sólo los textos conciliares han vuelto a poner claramente en primer término la determinación de la iglesia como pueblo de Dios. En griego pueblo de Dios se dice laós ton theón. De la palabra griega laós proviene la palabra alemana Laie (laico). Por lo tanto laico, en el sentido amplio de la palabra, es todo aquel que pertenece al pueblo de Dios y en este sentido los clérigos, el papa y los obispos son también laicos. La idea de laico, según su sentido original, comprende a toda la iglesia, tanto a clérigos como a laicos, en el sentido restringido del término. Por eso, para determinar la esencia de la iglesia nunca puede tomarse como punto de partida la diferencia entre clérigos y laicos, pues esta diferencia siempre tendrá sólo importancia secundaria. Lo común y la igualdad de todos precede a toda diferencia ulterior y sigue persistiendo en esas diferencias.

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Por esta razón la misión de la iglesia primeramente es algo común a todos los cristianos bautizados. Según la 1.a carta de Pedro, todos los cristianos forman el pueblo de Dios, pueblo sacerdotal y real, llamado a anunciar las proezas de Dios y a ofrecer sacrificios espirituales (1 Pe 2, 5-10; cf. Ap 1, 6; 5, 10). Por consiguiente, todo el pueblo de Dios está llamado a la predicación, al ofrecimiento de sacrificios espirituales y al gobierno real. Corresponde por tanto a todos los cristianos y es una función común de la iglesia la predicación, la liturgia y la responsabilidad por la unidad de la iglesia. Esto significa que todos los cristianos tienen parte en la triple función doctrinal, pastoral y sacerdotal, existiendo una responsabilidad común y colectiva respecto a la iglesia. El responsable propio y primario de la misión salvífica eclesial es toda la iglesia y cada individuo en particular, ya sea papa, obispo, sacerdote o laico, sólo puede ser eficaz y efectivo en unión con la totalidad y como órgano del todo. Cada uno puede y debe predicar, pero sólo puede hacerlo atendiendo y escuchando el testimonio de fe de los demás. Cada uno celebra la eucaristía, pero sólo lo hace en comunión con toda la comunidad y toda la iglesia. Por tanto, no sólo el episcopado, sino todo el conjunto de la iglesia tiene una estructura colegial. Este sacerdocio de todos los bautizados no consiste sólo en servicio mundano, quedando reservado el servicio salvífico al sacerdocio ministerial; tampoco puede determinarse como mera participación del sacerdocio ministerial. Y lo que desde luego no es admisible es fundamentar la misión de los laicos simplemente en la falta actual de sacerdotes. El punto de partida debe ser la unidad del pueblo de Dios y de su misión común. Ahora bien, la iglesia no es un pueblo cualquiera, no ha sido llamada y convocada por un cualquiera y no busca un fin común cualquiera. La iglesia es pueblo de Dios,

es decir, pueblo llamado y convocado por Dios, destinado a vivir y a anunciar el dominio y la soberanía de Dios. La iglesia, según la acertada diferencia de Lutero, es creatura verbi, criatura de la palabra. Sólo puede haber iglesia en la respuesta de la fe a la palabra de Dios, que es quien llama y convoca. Esta llamada y esta misión constituyen y determinan la esencia y la estructura fundamental de la iglesia, no pudiendo por tanto manipularse y fijarse a propia voluntad. Por la palabra de Dios ha sido dado a la iglesia un orden determinado. Por tanto, aun existiendo esa responsabilidad y misjón común de todos Tos^ cristianos, la iglesia no es una democracia en eFsentido formal de esta palabra, pues en las democfacTás todcTel poder proviene del pueblo; en la iglesia en cambio^ proviene de Cristo. Ahora bien, el que la iglesiaTñó sea~una democracia en sentido estricto, no excluye el que muchas formas democráticas puedan encontrar un uso y explicación análogos en la iglesia. La responsabilidad común y la colegialidad están exigiendo verdaderamente tales formas democráticas que, desde luego, pueden reivindicar para sí un derecho mucho mayor que las formas monárquicas, feudales, aristocráticas, autoritarias y otras semejantes de tiempos pasados. La iglesia desde siempre, a la hora de configurar concretamente su esencia, se ha atenido con bastante ingenuidad y despreocupación a las formas sociales de su tiempo. Este estilo democrático y la corresponsabilidad de todos los miembros de la iglesia cuenta a su favor con una buena y larga tradición, tanto en la iglesia antigua, como en la medieval. Recuérdese por ejemplo el conocido principio fundamental: lo que conviene a todos debe ser decidido por todos. De él se deriva para nosotros actualmente la necesidad de instaurar nuevas estructuras institucionales, que garantizaran la corresponsabilidad de todos. Debe haber consejos diocesanos y parroquiales ver-

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daderamente representativos y con capacidad.jie_djecisión; debe ser posible la codecísióñ en todos los planos de^la vida eclesial; parece constituir sobre todo una necesidad imperiosa una especie de tribunal contencioso-administrativo eclesiástico; sería necesaria una mayor separación de los diversos poderes; sobre todo hay que hacer más públicas las deliberaciones y decisiones, así como las razones que las han fundado; finalmente habrá que proceder más demnrrátirampntñ en• Ja_gjggj^n jpTpajyi y de los_jobi§pos así como en el nombramiento^ y designación dejsárrocos. Todo esto se deriva de la definición de la iglesia como pueblo de Dios. Sin embargo, la responsabilidad y la igualdad fundamental de todos no significa que en la iglesia todos lo puedan hacer todo. Más bien existen en la iglesia «diversos servicios» (1 Cor 12, 5). Pablo enumera las siguientes funciones (carismas): apóstoles, profetas, poder de milagros, don de curaciones, servicio de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas (1 Cor 12, 28). No hay que considerar esta lista como exhaustiva, como se ve por las otras listas de carismas en Rom 12, 6 s y Ef 4, 11 s. Los carismas, por provenir de la libertad del espíritu, pueden variar según las diversas circunstancias históricas. Sin : embargo la iglesia, por estar edificada sobre el cimiento \ de los apóstoles y profetas (Ef 2, 20), no es sólo iglesia í apostólica, sino también iglesia de la profecía carismá* tica. Por eso, los carismas pertenecen a la estructura pei renne de la iglesia1. Desde el montañismo los carismas -••[ Ja mayoría de las veces o han quedado marginados o se los ha relegado a la oposición o fuera de la iglesia. Esto ha llevado a un empobrecimineto de la vida interna de la iglesia. Sin embargo, los grandes santos han ejercido de continuo una función carismática, profética y crítica. En 1

Lumen gentium, n. 12.

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la situación actual parece que se debería volver a dar una importancia y significación decisivas a la dimensión carismática de la vida eclesial. Por tóntopodemos j e ñ a l a r j o siguiente: la estructura fundamental de la iglesia^ como pueblo~i3e"Djoj es de tipo" carismítlco. Dentro de la gran comunidad de todos loTcréyeñTéT'a cada cristiano le corresponde su carisma y su función. Normalmente no hay que figurarse que estos carismas son sólo fenómenos extraordinarios y especialmente llamativos. Pablo interpreta el carisma como una función de servicio en la iglesia (1 Cor 12, 4 s; Rom 12, 4). Todo cristiano en principio tiene su función de servicio, que normalmente se relaciona con sus capacidades y aptitudes naturales, con su profesión y condiciones de vida. Así un artista, un científico, un economista, un administrador, etc., pueden tener también en la iglesia un carisma correspondiente. En este mismo sentido hay que ver a los colaboradores en el ámbito parroquial, diocesano o de asociaciones, ya sean de dedicación completa o parcial o no retribuida. El número cada vez mayor de teólogos laicos (profesores de religión laicos) constituye igualmente un nuevo estamento dentro de la comunidad, que había que integrar aún mejor y hacerle participar más. Sin duda debe darse además en la iglesia siempre el carisma no institucionalizado y libre, que en cada época habla de manera profética la palabra del evangelio críticamente e indicando el camino a seguir- La iglesia necesita precisamente esta voz profética cuando habla en forma molesta y sacudiendo las conciencias. Por tanto tiene que haber en la iglesia una abundancia y riqueza de carismas, que son dones del Espíritu y que provienen de la libertad y riqueza del Espíritu santo. Por tanto no proceden de la jerarquía. Los carismas no son sólo órganos auxiliares de la jerarquía eclesiástica, sino que tienen su propia misión y su propia responsabilidad.

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Existen en la iglesia por derecho propio y no pueden concebirse como ramificaciones de la jerarquía. No tienen necesariamente que juntarse en un mismo sujeto, el magisterio (en sentido amplio) y el gobierno, el ministerio profético y el apostólico. En el curso de la historia se ha dado ji este respecto^ima^yolución verdaderamente fatal: un carisma, el ministerio^ ierárquico, ha acaparado todos losjeoíás carismas, de tal forma jque actualmente el obispo pretende ser^máestro^y pastor, ejercitar el ministerio profScoTy~apostólica_En este punto haría falta un desentrelazamiento y separación. Síñ duda el ministerio férárquico tiene también en la iglesia una función esencial e insustituible pero sólo representa una función de servicio entre otras. El carisma ( esgecfficodel ministerio jerárquico es el de gobierno (1 Cor 12, 28), siendo especialmente responsablede la unisi dJcTjPor tanto IaTuncióñ del ministerio jerárquico no es la acumulación de todos los carismas, sino su integración; es un servicio para los otros servicios. La norma para la actuación armónica y conjunta de los carismas individuales no es primariamente la obediencia al ministerio jerárquico; Pablo sólo indica como una norma el que todos los carismas deben servir al bien común (1 Cor 12, 7). Para Pablo la suma y norma de todos los carismas es el amor (1 Cor 13 s). Por tanto, los carismas tienen que subordinarse, limitarse, corregirse e integrarse recíprocamente. Nadie puede poseer todos los carismas y nadie puede serlo todo en la iglesia. Cada uno tiene que oír a los demás y necesita del otro como correctivo y complemento. Lajerarquía^ tiene que oír a los profetas y maestros enjiqueltajiue sea tarea de los profetas y maestros; y por su parte, los profetas y maestros tienen que escuchar a~lajerarquía enaquello que es funciónj;special_y pjro¿^ djejla. Por tanto, si se concibe la estructura fundamental de la iglesia en forma carismática, la relación

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entre la jerarquía y los otros carismas, no puede determinarse simplemente con el esquema de superioridad y subordinación. Al menos no puede concebirse la subordinación «en una sola dirección», sino más bien tiene que ser recíproca. Lo fundamental y básico para la vida de la iglesiajio debería ser la obediencia, sino el amor ."la fraternida3 y el resr^to^mutuoT ~"~~ Para evitar posibles malentendidos hay que añadir todavía lo siguiente: fue especialmente Rudolf Sohm, canonista protestante, el que planteó en ef último siglo" la tesis acerca de la estructura fundamental carismática de la iglesia. Sohm la entendió antijerárquica y en cierto sentido también antiinstitucionalmente, pues, según él, no¿, exísteningún fundamento_teológicoLP_ara__un_ministerio jer^rquicoTñitltucional en la iglesia, ^ino sólo una_ jundamentaciónHBlslicia ~ éri éT derecho humano LTOSÍÜVO. La teología católica La recEazado unánimemente la concepción, planteada por Sohm, de una estructura inicial puramente carismática, pues no sólo va contra el concepto dogmático de iglesia de la doctrina católica, sino también en contra de los hechos históricos. Según Pablo, el ministerio mismo es un carisma esencial de la iglesia. La estructura carismática contiene por tanto elementos jerárquicos y tal como la entendemos aquí puede integrar perfectamente en sí los elementos esenciales de la doctrina católica tradicional. Por consiguiente, resumiendo puede decirse lo siguiente: la iglesia es el pueblo de Dios, que se constituye por la fe y por el amor recíproco. Este pueblo de Dios en su conjunto es enviado a dar testimonio en el mundo de su fe y de su amor. Por principio, cada uno sólo p'uede actuar en comunidad y de acuerdo con todos los demás. El testimonio de cada cristiano depende de la medida en que es apoyado por el testimonio de todos los demás. Dentro de esta comunidad y fraternidad global de todos,

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cada uno tiene su función determinada y su carísma, teniendo también el ministerio jerárquico su carisma peculiar e insustituible. Por consiguiente no_se_debe calificar la estructura^fundamental de la jglesia como jerárquica^ sino como carismática. La estructura fundamental carismática no_ excluye el elemento jerárquico, sino lo incluye y lo comprende. Los elementos jerárquicos, esenciales paraTa iglesia, sólo pueden entenderse adecuadamente dentro"3e una estructura fundamental carismáticajnás^amplia.

sociológico tan amplio y radical y la tendencia general a la democratización de nuestra sociedad actual. En el pasado el ministerio eclesiástico ha adoptado en gran parte las formas sociológicas externas de cada época respectiva. Así nos encontramos con que siguen perviviendo todavía en su forma concreta muchos elementos feudales, otros propios del estado autoritario y de formas de gobierno anteriores, mientras en el resto de la sociedad van desapareciendo irresistiblemente. Esto provoca una disociación interna, no sólo en muchos laicos, sino más aún en muchos sacerdotes especialmente en los más jóvenes, planteándoles la dificilísima tarea de separar en la concepción del ministerio eclesiástico mantenida hasta ahora, lo que es esencial e irrenunciable de lo que sólo son formas antiguas, y ejercitarlo de una manera nueva y adaptada. Esta tarea se hace más difícil por existir un segundo grupo de dificultades más bien de tipo teológico: la fundamentación bíblica del ministerio eclesiástico resulta cada vez mas-~3ífícil. La comprensión y el ejercicio del ministerio sacerdotal, visto desde la perspectiva de la historia de los dogmas y de la iglesia, ha pasado por cambios y variaciones muy considerables. La fuerte acentuación de la responsabilidad de todos los cristianos hace cada vez más difícil la delimitación de las funciones entre el ministerio y la comunidad o bien entre los distintos grados del ministerio. Es claro, que teológicamente en este punto cabe un margen de variación bastante grande. Por tanto, ¿qué es lo esencial e irrenunciable del ministerio eclesiástico?, ¿cuáles son sus funciones esenciales?, ¿en qué se distingue esencialmente de la misión y responsabilidad de los laicos? Primero, desde un punto de vista negativo, hay que decir lo siguiente: no se puede determinar la esencia y función del ministerio eclesiástico, trasponiendo sin más a la iglesia y a su ministerio categorías sociológicas y po-

II EL MINISTERIO ECLESIÁSTICO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO La discusión sobre el papel de los «consejos de laicos» en la iglesia está íntimamente relacionada con la cuestión sobre el puesto y función del ministerio eclesiástico; por eso en una segunda parte hay que tratar explícita y detalladamente sobre la tarea del ministerio eclesiástico. La cuestión de cómo entender el ministerio eclesiástico es uno de los puntos neurálgicos en la iglesia posconciliar y la inseguridad, ampliamente extendida, en la respuesta a esta pregunta presenta cada vez más el carácter de una crisis seria. La falta de vocaciones sacerdotales, la discusión sobre la obligatoriedad del celibato, los deseos de reformar la formación sacerdotal, las crisis humanas y profesionales en la vida de muchos sacerdotes, las muchas animosidades entre sacerdotes y laicos, entre sacerdotes y sus autoridades superiores, en gran parte son sólo epifenómenos de esta amplia situación crítica. Son múltiples las causas para poner en cuestión la concepción dogmática del ministerio eclesiástico mantenida hasta ahora. Aquí sólo podemos indicar algunas de esas causas. En primera línea hay que señalar el cambio

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líticas del ámbito «mundano». Por tanto no se puede determinar el ministerio ni partiendo de concepciones monárquicas o feudales, ni explicándolo simplemente según una concepción democrática. La escritura, al caracterizar los ministerios eclesiásticos, para designar la autoridad ministerial, evita deliberada y conscientemente el empleo de todo título «mundano», de los entonces existentes (arché, exousía, télos, timé), sustituyendo esos términos entonces familiares, por conceptos que expresan