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PROLOGO Hay momentos en la vida de algunas personas que están destinados a cambiar la vida de muchos. En ese « vuelco del destino » se pueden luego distinguir con claridad un « antes » y un « después ». En el instante mismo en que ocurren esos acontecimentos, el protagonista toma de pronto conciencia de que su vida ha dejado casi de pertenecerle, de que está llamado a cumplir con un destino para el que ha sido designado y que ya es ineluctable. Puede entonces abandonarse, con terror y con felicidad a la vez, a las manos de la suerte. Podríamos creer, en la apasionante lectura que nos aguarda, que ese destino se le reveló a Guillermo Giacosa el día en que supo que viajaría a Africa y Europa, abandonando una insólita vocación de avicultor por la de explorador de las pasiones y las costumbres humanas, por la de constructor de utopías, y tejedor de sueños. Yo creo firmemente que ese destino se le reveló a Guillermo por intermedio de la mujer que lo liberó del temor al infierno con una simple frase pronunciada con el tono de la evidencia ; la que, a su lado desde siempre, supo despertarle la curiosidad infinita por los seres y las cosas, el respeto permanente del otro y de sí mismo y, sobre todo, la alegría inacabable del vivir cotidiano. Esa mujer se llamaba Amanda y era su madre. Fue ella también quien jugaría un papel importante para que nuestro protagonista diera desde niño tantos de los pasos que hicieron luego de él, a los 22 años, el « candidato ideal » para una beca de la Unesco. Y fue allí, suspendido entre mar y cielo, en ese no-lugar y en ese « tiempodetendido » en el que nos embarca cada vuelo, pegado a la ventanilla triangular del avión que lo llevaba hacia Monrovia, en que comenzaron para Guillermo las angustias de la nostalgia. Y una nostalgia aún mayor por lo desconocido que ya no habría de abandonarlo. Las sorpresas serían muchas, los personajes que se cruzaron en su camino, tan pintorescos como los de una novela, pero el verdadero descubrimiento, la conmoción interior llegaron muy pronto, apenas pisada la otra orilla del Atlántico. Fue allí en que, nos cuenta el autor, « abandonando el lastre de la cotidianeidad y de las respuestas mecánicas, aparecía el desafío de elaborar nuevas respuestas. Sobre el fondo implacable que es la necesidad de sobrevivir, se dibujan alternativas inéditas, impensadas, estremecedoras, y no sólo se dibujan, se plasman, se convierten en nuevas actitudes, en comportamientos que aunque parezcan comenzar a aprenderse, siempre han estado ahí: larvados, replegados, latentes. » El flamante becario se paseará tanto por los vericuetos de una geografía insólita a la que su ruta de experto en derechos humanos lo había convocado como por los de la memoria, que traen a la luz, cuando menos se los esperan, a toda una galería de personajes entrañables. Así saltaremos de plantaciones de caucho en Liberia a los asépticos corredores de la Unesco, de la magia de una noche romántica en un castillo encantado del valle del Loira, a una España que se debatía aún en las eras del franquismo. Al

rigor ordenado de la Ginebra de aquellos días, se sucederán las mañanas gozosas en Piazza Navona, que precedieron la partida hacia Filiates, aquel remoto pueblito griego en la frontera con Albania, esa « antesala del infierno en la que seguramente reinó Hades » donde lo esperaba un imposible contingente de voluntarios de Naciones Unidas. Obispos y campesinos, las vanguardias izquierdistas italianas, aristócratas franceses nostálgicos de la Argelia recién perdida, funcionarios internacionales, andaluzas insomnes, bailarinas coreanas se cruzarán en la ruta de aquél viaje en el que tampoco faltó Julio, Cortázar naturalmente, una mañana cualquiera por los corredores de la UNESCO y las calles de Paris. El destino pareció ser esa ciudad. Más precisamente el N° 12 de la Avenida de Versailles. Pero otros eran los dados que habían sido echados. En Rosario, en la Argentina, en su ciudad, los amigos de toda la vida, los discípulos de su madre, muchos otros jóvenes, estaban, sin saberlo, aguardando impacientemente su llegada. Juntos tenían que empezar una aventura solidaria en la que « ayudando a los otros habían de construirse a sí mismos ». Esa aventura duró 15 años. Marcó para siempre a aquellos que la vivieron. Abrió puertas, derribó fronteras, indicó caminos. Nadie salió indemne. Aun hoy, en nuestras convicciones, en nuestras prácticas políticas, intelectuales, profesionales, en nuestra manera de acoger con las brazos abiertos a los amigos de siempre, de reanudar instantáneamente el diálogo, que ninguna distancia pudo nunca interrumpir, en la alegría de cada reencuentro y en la emoción de cada despedida sabemos que fue ciertamente Guillermo el artífice que permitió soñar y construir esa experiencia. Vendrían luego la militancia política, la pavorosa época de la represión y de la dictadura militar, los años de exilio, Madrid y un París reencontrado, en el que se entretejieron otras historias, en el que empezó una nueva vida. Cuenta Guillermo que, sin duda inspirada por Amanda - de mis maestras la más querida- yo lo conminé un día a escribir un libro. Ese día llegó. Capítulo tras capítulo se fue gestando ese libro, que está hoy entre mis manos. Mañana estará en las de ustedes. Los invito al privilegio de compartir esta lectura. Silvia Torelli de Costanzo Marly le Roi, noviembre, 2004

INTRODUCCION Silvia no es autoritaria, Silvia tiene autoridad. Silvia reclama lo justo y contradecirla es enfrentarse a una empresa de demoliciones. Tiene un arsenal de argumentos, esos que solo salen de un cerebro femenino evolucionado. Están destinados a convencer pero aplastan, sobre todo a los hombres con sus dos hemisferios cerebrales tan separados, tan viendo una parte del mundo y haciendo como que la otra no existe. Tan pasajeros sin destino. Tan cazadores nosotros, ufanándonos cuando atrapamos la presa y lamentándonos hasta el desamparo cuando fracasamos en el intento. Tanto músculo frágil, tanto desamparo buscando madre. En fin conociendo a Silvia supe, cuando después de muchos años nos reencontramos en Lima, que el: “Flaco cuando te vas a decidir para escribir tu historia”, era una orden que bajaba del cielo. Mi tímido, aunque honestísimo ¿a quién le importa?, fue triturado por los engranajes de la moledora de su cerebro femenino. Concluyó con un “Amandita te hubiese dicho lo mismo” que pulverizó mis resistencias. Citar a mi vieja, de quien Silvia fue alumna primero y amiga después, era un golpe bajo o alto, no se, pero golpe al fin de cuentas y me rendí. Empezó así esta autobiografía, nombre rimbombante para quien no es Napoleón, Einstein, Hesse o Evita y siente, además, que la vida es sólo un parpadeo. Mas allá de mis objeciones escribir esto fue una experiencia emocional absolutamente increíble. Gracias Silvia. Descubrí que los recuerdos, archivados desprolijamente en mi consciente, estaban ordenaditos en mi interior y que cada uno se había almacenado con la emoción respectiva. Allí estaba el regusto a amor que sentí cuando a los seis años una bronco pulmonía casi termina conmigo o el sentimiento de culpa cuando planté una novia cerca del altar o el miedo cuando las bandas asesinas de la policía argentina acababan con nuestros amigos y yo sentía tener una equis gigante y luminosa en la espalda. Cada recuerdo exigía su lugar. Algunos recibieron inmediata autorización para salir, a otros les plantee batalla pero finalmente me ganaron. Ganaron –que quede claro- contra mi voluntad y por ello esta es una autobiografía no autorizada. Me fue impuesta en una lucha interior totalmente desigual. El ser domesticado tratando de guardar la formas y el otro, ser abisal y desaforado, gritando sentimientos, confesando culpas, exponiendo miedos, tratando, sin ningún pudor estético o moral, de exhibirme desnudo como si allí estuviera la gracia. No lo apruebo, pero en beneficio de la armonía que exige nuestra coexistencia en el tiempo que nos queda por delante, debí darle su lugar. Cada quien juzgará si fue una decisión acertada. Guillermo Giacosa Lima, 2003, 2004, 2005.

I Si estos negros podridos no me sueltan las manos, les voy a tener que romper la cara. Sólo lo pensaba. Era imposible agredir a Lincoln y a Jefferson que me sonreían constantemente. El paseo por Monrovia era en un suplicio. Llevado de las manos por este par de ridículos con nombres ridículos, me sentía escarnecido. Al carajo con las diferencias culturales, a quién se le ocurre llevar a pasear a otro hombre de la mano. Y uno de cada lado, ni siquiera me puedo rascar. Mientras tanto Jefferson: “ese es el hotel más moderno de la ciudad” y Lincoln: “las cabras que están al lado son de una familia de parientes del cocinero”. Y yo, si me vieran los muchachos de Rosario, “very nice, very nice”. Todo era very nice con tal de que mis anfitriones me dejaran de joder, por Dios que me suelten. Sólo unos días antes de que Jefferson y Lincoln me pasearan como a un minusválido por las calles de Monrovia, África era para mí sólo una palabra con negros, tambores y alguna vaga referencia a la reina de Saba y a Haile Selassie que solía sorprendernos por la televisión paseando con sus leopardos y que en ese año de 1962 acababa de anexar Eritrea a su reino de Etiopía. Y fue con esa vagas nociones y alguna lectura de último momento sobre Liberia, que abordé el Comet 4 de BOAC. Nunca antes había estado en un avión y por ello me convertí, sin saberlo, en el pasajero que me precedía en procura de asiento. Sus gestos se adueñaron de mí. El horror del debut me transformó en otro. Copié todo hasta que la azafata le señaló, al remedo en el que me había convertido, una fantástica ventanilla suavemente triangular que, quince años después, se reveló como el motivo de que esos aviones estallaran en el aire. Pero ese no era tiempo de estallidos, era altamente improbable, por no decir imposible, que ocurriera un accidente en un avión inglés en el que un joven argentino, de Rosario para más seguridad, emprendía un viaje hacia Monrovia becado por la UNESCO. El cruce inédito de circunstancias tan aparentemente desvinculadas excluía, como cualquier persona sensata puede comprender, toda posibilidad de imprevistos fatales. A estas tranquilizantes matemáticas mágicas se agregaban factores que aumentaban la invulnerabilidad: nadie sale de una hepatitis

devastadora para morir luego en un avión británico. Nadie deja, a la fuerza, un extraordinario trabajo de avicultor que cuida sus aves evocando a Tagore o creyéndose un personaje de Hesse, para desintegrarse en el espacio o perderse en el Atlántico. Nadie. Y menos yo que luego debía seguir viaje a Europa, regresar a Argentina y cumplir con un fantástico destino que aún no lograba explicarme pero que, de todas maneras, iba a ser fantástico. Era cuestión de tiempo y por el momento no tenía apuro. Dakar, el Hotel N´Gor, 24 horas de espera para partir hacia Monrovia y un balcón hacia el Atlántico me hicieron añicos. Asomarse desde la orilla opuesta del océano es mucho más que asomarse desde la orilla opuesta. Es estar en la orilla opuesta. Solo, sin tribu, sin códigos. Absolutamente solo. Pensé en el tango “Sur, paredón y después...” era yo, yo solo, contra el paredón y la incógnita del después que comenzaba a morderme la mano. Las embrolladas calles de Dakar, sus coloridas y desparpajadas gentes y un pasmoso mercado, operaron una cura temporal. Una masa negra, informe y ligeramente movediza, borró finalmente mi angustia transformándola en curiosidad y luego en estupor cuando, gracias a la diligente acción del carnicero, comprobé que se trataba de un modesto trozo de carne sobre el que las moscas, cubriéndola en su totalidad, transitaban zumbonas e indolentes y con el derecho que otorga ser partes de un paisaje que nadie objeta. Ellas, disciplinadamente, abandonaban su presa cada vez que algún inoportuno cliente solicitaba adquirir parte del producto. Nadie ignoraba que bajo las moscas estaba la carne. Marketing senegalés, pensé. Sofocado por imágenes inéditas regresé al Hotel. Antes que las moscas abandonaran mi mente comprobé que la italianita, con tetas a lo Lollobrígida, que venía en el avión, también seguía viaje a Monrovia. No podía ser casualidad. Alguien desde algún lugar me estaba invitando a algo. Tenía que actuar. Convaleciente de hepatitis no podía aflojar los nervios con un trago. Solo le dije. “Vas a Monrovia”. Suficiente, se invitó a cenar. Puso sus opulentos senos sobre la mesa y me cenó. Se comió quince días de mi plata para el resto del viaje. Mientras ella comía yo intentaba hallar la palabra italiana adecuada para luego poder contarle a mis amigos la primera de una larga serie de aventuras que seguramente el África había preparado para mí.

Y mientras yo pensaba, ella, ya de pie: “arrivedercci caro, ce vediamo domani” (1), yo: arrivedercci, sólo arrivederci carajo, creo que no era la palabra pues la enternecedora historia, que ya había empezado a contarme a mí mismo, y que me ubicaba como audaz don Juan en tierras desconocidas, permutó, instantáneamente, del don Juan avasallante al noble joven Guillermo víctima de su propia inocencia y bondad. Con una sublime facilidad para justificarme, de la que me ha costado años y golpes desprenderme, acomodé la historia a las imperiosas necesidades del ego. Cuando a la mañana siguiente, próximos a descender en Monrovia, la vi salir de la cabina del piloto tratando de arreglarse la blusa y el pelo, comprendí que una cifra en dólares, más que una palabra, hubiese funcionado a la perfección. Las tetamentas italianas fueron oscurecidas por la selva y su inmensa plantación de caucho donde miles de familias, clavando pequeños cuencos bajo las heridas recién abiertas en los árboles, cumplían monótonas jornadas de trabajo. Eso era la Firestone, también Liberia, la república más antigua del Africa occidental y la tierra, entre otros, de los kpelliés, bassas, gios, krus, grebos. Una ensalada gigantesca que los americanos terminaron de aderezar en el siglo XIX con el envío de los esclavos emancipados que se convirtieron, ellos y sus descendientes, en los américo liberianos Y en el medio de la propiedad de la cauchera el único aeropuerto de Monrovia para aviones de fuselaje ancho. De allí a la sede de la conferencia de la Federación Mundial de Asociaciones pro Naciones Unidas donde la argentina Cristina de Aparicio, cuya mano se había movido detrás de mi beca, me devolvió el placer tranquilizador, del que comencé a ser consciente por primera vez en mi vida, del infinito valor que tiene para cada ser humano poder usar los propios códigos, los de la infancia, los del día a día. Sin ellos acecha el desamparo. No me alojé, por justas razones económicas, en el hotel imponente de la conferencia, sino en un modestísimo albergue en cuya planta baja la juventud monroviana contorsionaba poseída por el rock and roll. Del cielo de la música pasaba al infierno del insomnio pues la batahola rockanrolera duraba hasta la extenuación de los danzantes que solía producirse en vísperas del alba. (1)

chau querido, nos vemos mañana.

Mi habitación situada sobre el bar improvisadamente bailable, era un cubículo musical alumbrado por la luz intermitente que anunciaba la existencia del hotel. Hasta allí llegaron la primera mañana Jefferson y Lincoln, los dos jóvenes liberianos responsables de mi bienestar. Todo hubiese sido normal si no hubiese padecido el detalle de tener que pasearme por toda Monrovia tomado de las manos de mis nuevos amigos. Sepultado en mis prejuicios sentía a Freud bailotear en el transpirado encuentro de esas manos que me conducían por la desoladora pobreza de una ciudad donde alternaban lujosos edificios con chozas miserables. Las manos juntas frente a las cabras que pelaban el paisaje, las manos apretadas frente al imponente palacio presidencial, las manos angustiadas frente al cuartel del ejército. Las manos hablándome en un inglés que apenas comprendía y de un mundo cuyos límites, unas horas antes tan sólidos y seguros, comenzaban a alejarse a una velocidad de pánico. Como en Dakar, la textura de lo cotidiano me devolvió a un mi mismo que cada vez era menos yo mismo y cada vez más alguien diferente a aquel muchacho de 22 años que sólo 72 horas antes había abordado el avión de la BOAC. El viaje pensado y masticado poco tenía que ver con las sensaciones que experimentaba. El entorno crudamente extraño, en lugar de distraerme, me llevaba hacia adentro, el paisaje exterior, hecho de imágenes, gestos, palabras, desconocidos hasta entonces, se transformaba en un impulso que gestaba nuevos estados de mi conciencia. Abandonado el lastre de la cotidianeidad y de las respuestas mecánicas, aparecía el desafío de elaborar nuevas respuestas. Sobre el fondo implacable que es la necesidad de sobrevivir, se dibujan alternativas inéditas, impensadas, estremecedoras. Y no sólo se dibujan, se plasman, se convierten en nuevas actitudes, en comportamientos que aunque parecen comenzar a aprenderse, siempre han estado ahí: larvados, replegados, latentes. Es como ocupar una habitación nueva en la propia casa. Una habitación cuya puerta disimulada nos hacía pensar que no existía. Descubrir una es saber que hay otra, y otra y otra.

La textura de lo cotidiano fue, en este caso, la alegría de Jefferson y Lincoln que me tenían aprisionado con sus manos y que disfrutaban del carapálida sudamericano asombrado y desamparado por tanta novedad exterior y por tanto golpe interior. Muchos años después, en mi enésimo asombro y mientras, también de manos dadas, discutía con el Ministro de la Juventud y de los Deportes de la República Popular de Benín, recordé aquel primer contacto físico al estilo africano y sentí que los miedos perdidos eran en realidad un hallazgo. Me dije, no perdiste, encontraste. Y reí mucho, reí con un ministro que reía de otra cosa, porque en Porto Novo, capital de Benín, podía discutir asuntos intrincadamente burocráticas con las manos enlazadas a un ministro, mientras los chillidos de los monos me recordaban que la vida es una sola y que está hecha de la misma y corruptible materia. Esa segunda noche Jefferson y Lincoln me dejaron solo. Caminé hasta la extenuación por el barrio del hotel. Intenté comunicarme con gente que me sonreía. Viví, en la agobiante noche monroviana, el placer de observar, desde afuera, el monótono transcurrir de la vida cotidiana. Seis meses después, ya en Italia y siendo huésped del conde Umberto Morra, leí los artículos que él había escrito sobre ese tiempo que compartimos en Monrovia, y me enteré, con estupor, que el barrio que había visitado era uno de los tantos sitios donde, anualmente, un blanco servía de banquete en una vieja tradición antropofágica. Mi respeto por las culturas ajenas no se hubiese podido desarrollar si, esa noche, yo hubiese sido el elegido para cumplir las obligaciones del ritual. La Firestone, que a los hombres prefiere masticarlos a crédito, nos invitó a un banquete no antropofágico que sirvió de preludio a una visita guiada por la plantación en la que mi interés por los trabajadores y no por el caucho encolerizó a los anfitriones. “Por acá señor, por acá. Eso no tiene importancia.” “Eso” era el cauchero que intentaba mostrarme su choza. La plantación de Liberia, como la de los países asiáticos son producto de un robo histórico: el de las semillas de caucho sustraídas al Brasil por marineros de su majestad británica. De la selva organizada de la Firestone, pasamos a la selva aparentemente anárquica de las comunidades nativas.

Delgadísimo, desgarbado, blanco hasta hacer doler el ojo de los negros, fui la fiesta de los niños de la aldea que me siguieron e imitaron como si yo fuese un espectáculo montado especialmente para que ellos mostraran su total desinhibición ante los descoloridos visitantes. La densidad de la atmósfera selvática es como una piel pegada a tu propia piel. Su feracidad es casi indecente. No hay murmullo que parezca ajeno a la gestación o a la muerte. No es la vida lo que se percibe, es el hacer de la vida, la vida en sustancia y movimiento, la vida procreándose y destruyéndose. Fascinación y espanto. Ese aliento respirando sobre los contornos de la aldea me atrajo como un imán hacia una senda por la que me perdí ajeno a todo lo que no fuera el jadear obsceno de tierra, árboles, animales, aire, todo vivo, todo presente, todo adherido a ti, todo latiendo, como si se tratara de un vientre inmenso lanzando las primeras aguas de un parto. Luego vino el grito, pero no el grito de la naturaleza instándome a entrar en ese juego de vida y muerte, a fundir mi insignificante memoria individual en la gran memoria de las especies, sino el grito del guía que me devolvió a la realidad de la que provenía. “Usted es un blanco”, me dijo”. Evidentemente que soy y seré un blanco, atiné a responder con orgullo cartesiano. “No –insistió- usted es un blanco para los animales de la selva, no por su color, por su olor” Me enteré luego que por esas sendas los nativos marchan armados pues los ataques no son imposibles, aunque sí poco frecuentes. Es probable, me explicó, que esos animales teman a los negros, pero no a los blancos sobre cuya capacidad destructiva no están enterados. Ignoro si estos conceptos son exactos, pero sirvieron para moderar mis desatinos emocionales. Mi pasado siempre me ha parecido la historia de otra persona, para contarla siento estar construyendo un personaje que me asombra por sus salidas y me atemoriza por su total irresponsabilidad para cuidar su vida. ¿Guillermo 22 años se sentía protegido por una fuerza superior? Es verdad que hasta los ocho años veía colores en torno a las personas y que a los 16 el grupo religioso de Lanza del Vasto le auguró un futuro de predicador. Pero en realidad los colores desaparecieron y el temor a ser como los que le auguraban tal destino, lo condujo a ser escrupuloso en la administración de una hipersensibilidad que lo tenía a mal traer. No halló mejor fórmula que

pensar que era un cuerpo con un alma posible y no un alma con un cuerpo usado de instrumento. Había pues que atender ese cuerpo y el primer paso se lo debo al filósofo Vicente Fattone quien me recomendó leer a Hermann Hesse. Aunque sus recomendaciones eran Demian y La Ruta Interior, el primero en llegar a mis manos fue Siddartha. Y Siddartha me condujo a depositar prolijamente en un cajón toda la imaginería católica que, presidida por un enorme cuadro de San Luis Gonzaga, se había adueñado de mis emociones religiosas. Siddartha, fantástico espíritu santo de las santas ganas de vivir, borró del plumazo que estaba esperando, el patético sentimiento de culpa inculcado por el catolicismo. ¡Qué libertad! Que sentimiento espléndido era saber que los impulsos del cuerpo no constituían un pecado o una ofensa a Dios. Que juerga tremenda poder vivir sin la atroz sensación de estar alterando el orden natural del universo. Mi madre había abonado el terreno para que Hesse sembrara. “No te creas todo lo que los curas dicen” era su sensata respuesta a las obsesiones que me inculcaron en el único y aciago año que debí pasar por una escuela religiosa. La idea del infierno se había transformado en un infierno interior, cerrado, sin rendijas, pues no quería preocupar a mis padres. Una noche en la cama con mi obsesión hecha entraña y sin que yo hubiese mencionado el tema, mi madre se sentó junto a mi y dijo: “Guillermito el infierno no existe, es un invento de los curas para darle miedo a la gente”. Desde ese instante se apagaron las llamas internas, el infierno desapareció para siempre de mi vida y el sentimiento de culpa se redujo a los límites de su propia ridiculez. Hesse luego haría el resto. Con cuanta superioridad solía mirar a mis compañeros cuyas madres, seguramente aleccionadas por los curas, no revelaban la verdad a sus hijos sobre los sucios trucos inventados para hacerles la vida imposible. De ese año de 1950, Año del Libertador General José de San Martín, según rezaba en todo escrito, cuaderno o publicación, recuerdo la única cachetada que recibí en mi vida y a cuyo autor busqué mucho tiempo para regresársela, no con la palma de la mano sino con un largo y elaborado discurso que hiciera que sus tripas se retorcieran hasta el vómito.

El autor fue el Padre Sentol, un cura joven y neurótico que me vio conversando mientras hacia fila para la confesión y sin anuncio previo me descargó una soberbia bofetada. Pasados más de cincuenta años aún puedo revivir las sensaciones del instante. La humillación, la ira, el odio me fueron sembrados de manera fulminante por ese torpe pajarraco enlutado. Mi padre me había advertido que si algún cura me tocaba un solo pelo me escapara de la escuela y lo fuera a buscar que él le iba a “romper la cara”. La imagen de mi padre rompiéndole la cara me complacía, pero la imagen ulterior de verlo preso por romperle la cara a un representante de Dios me horrorizaba. Humillado y muerto de miedo oculté prolijamente lo ocurrido y realicé, a los diez años mi primer gran sacrificio para proteger la libertad de don Lorenzo Giacosa, mi padre. El año terminó sin otras cachetadas y nunca más volví a pisar, como alumno al menos, un colegio religioso. La bofetada africana fue distinta. No me humilló. Me abrumó, me arrinconó en un espacio sin respuestas mecánicas. Me mostró la dramática presencia del otro y me entregó algunas claves, que aún sigo descifrando, sobre los laberintos de la comunicación humana. Pero no es tiempo de jeroglíficos, en un par de horas parte el Boeing 707 de Air France. París y Ginebra, estoy seguro, deben estar impacientes por verme llegar.

II Paris fue sólo un hotel en el aeropuerto a la espera de la conexión matutina. Luego Ginebra y los planes para conocer a fondo el sistema de Naciones Unidas. Suiza después de Liberia era saltar de una palmera en la selva a un témpano en el Ártico. Ahora todo era cortés y helado. Nadie intentó pasearme de la mano. De vez en cuando, gentilmente, me acercaban un trozo de hielo para que supiese que mi existencia era percibida. Cuando esto no ocurría me sentía invisible.

Una tarde, ahogado por el síndrome de la invisibilidad, me senté sobre el escritorio de Marie José Protáis, responsable de mi programa ginebrino. Ella leía una novela y el hombre invisible repetía “no me muevo de aquí hasta que me expliquen”. No recuerdo que quería que me explicasen, creo que ni yo lo sabía, pero la invisibilidad daña el cerebro y sobretodo al ego produciendo curiosos síntomas. Cuando ella comprendió, mirando por sobre su novela, que yo no era una parte del mobiliario importado de Argentina, me devolvió con palabras heladamente afectuosas, parte de mi masa corporal. No toda, no exageremos. Sólo lo estrictamente necesario para que yo pudiese decirme a mí mismo “me hablan, luego existo”, y además sintiera que podía ser percibido como una masa corporal por los funcionarios de Naciones Unidas que sabían de mi existencia. Esa humanidad disminuida se paseaba por los pasillos del Palacio de Naciones, sede europea de la ONU, asistía a conferencias incomprensibles de la Organización Mundial de la Salud, visitaba las oficinas de la OIT, hablaba con funcionarios que sin dudar de mi existencia, dudaban sobre si valía la pena perder el tiempo conmigo. Quien dudaba, en realidad, era yo, pero las dudas son tan contagiosas que terminaba pegándoselas a mis interlocutores. Me fue mejor con las innumerables ONGS de Ginebra e inmejorable, al inicio, con mi compañero de habitación en el Centro Massaryk. Salomón Diakité, senegalés, comenzó por mostrarme las fotos de sus 29 hermanos. Pregunté si su padre se había casado varias veces y él, con naturalidad me hizo saber que tenía seis esposas y que todas vivían con él. Sin saber por qué pensé en mi tía Lily tan vilipendiada y transformada en un silencioso y silenciado escándalo familiar porque abandonó a mi tío por un hombre normal. Mi tío tenía úlceras y despechado por el abandono, dejó el bufete de abogado y se fue a vender tomates a Mar del Plata donde, descubierto por turistas rosarinos, confesó con vergüenza que la ingrata era la única mujer en su vida que le había provocado erecciones. Mi padre le frustró la prometedora carrera de verdulero y lo trajo a vivir un tiempo con nosotros. Todas las cenas confesaba envidiarnos mucho y que no se mataba porque era un cobarde. No entendía por qué en mi familia no había peleas. Nosotros no entendíamos porque él no entendía. Con mis hermanos tampoco entendíamos que no debíamos hablarle del suicidio

y nos seducía inquirirle sobre qué métodos había elegido y cómo pensaba llevarlo a cabo. Nunca se suicidó, tenía razón, era un cobarde. Salomón Diakité tenía seis madres y ningún tío suicida. Cada noche, sin importarle la hora, me despertaba para relatarme sus últimas aventuras amorosas. Sin morbo, por el solo placer de sentirse escuchado. Por hábito gregario quizá o quizá porque él también temiera volverse invisible. Tengo sueño, dije una noche, no me jodas, déjame dormir. Se ofendió mortalmente. Debo haber transgredido alguna norma importantísima de su cultura porque a partir de ese momento no volvió a hablarme nunca más. También me volví invisible para Salomón. Antes de que esto ocurriera me había explicado que le gustaban mucho las europeas, entre las cuales tenía un éxito notable, pero que no había nada comparable a masturbarse con una mosca. Más por la masturbación que por la mosca el tema me capturó. Fingiendo desinterés apunte mentalmente cada uno de los detalles de esta técnica senegalesa. Capturas una mosca, le cortas un ala, aquí comencé a desanimarme, la untas de aceite, demasiada tecnología pensé, y la colocas sobre el glande. El insecto comienza a girar en redondo y según Salomón el mundo se pierde en un orgasmo africano y alado. No me convenció, además en Suiza no es fácil conseguir una mosca. Ni un bello lago, ni los cisnes de ese lago, ni callecitas medievales son suficientes a los 22 años. A mis 22 años, al menos, no lo eran. Los ruidos necesarios para verificar la propia existencia están ausentes. A las seis de la tarde, terminado el trabajo, el mundo quedaba desierto. Ginebra era un paisaje postnuclear. Las oficinas eran cestos de basura prolijamente repletos y yo un sobreviviente a la búsqueda de prójimos que sonrieran o escucharan. Cualquier conversación, por banal que fuera, me parecía un tesoro. No encontrarla me obligaba a imaginar diálogos o inventar encuentros por los que terminaron desfilando todos mis amigos y ex novias de Rosario, cada uno de ellos se llevó palabras propias de un moribundo que quiere dejar un buen recuerdo. Me reconcilié hasta con la vecina de enfrente que nos denunciaba a la policía cuando jugábamos al fútbol en la calle y con el lechero que me lanzó un latigazo cuando lo increpé por maltratar a su caballo. Sin más enemigos a la vista que los indiferentes ginebrinos, cualquiera que me prestara una hora de atención real alcanzaría, en mi conciencia, el carácter de beato en

comunicaciones. Toda mi capacidad de rencor estaba dirigida a la sociedad suiza que me era tan ajena y extraña como una aldea liberiana. La monotonía la rompió una invitación oficial del Director General de la Organización Mundial para la Salud, en cuya conferencia anual estaba participando como parte de mi programa de formación, para asistir al cóctel de bienvenida a los delegados. Fui el octavo en llegar, estaba ligeramente aterrado pues desconocía los rituales del protocolo y estaba seguro que tarde o temprano iba a meter la pata. La metí temprano pues era de noche y asistí con un traje verde clarito. Parecía una aceituna desteñida en medio de solemnes señores de gris, azul oscuro o negro. El embajador del Brasil me salvó de mi verde soledad y me inició en los misterios de lo qué se hace y no se hace en ese tipo de reuniones. El último de mis cincuenta días en Ginebra Madame Piaget me invitó a comer una “fondue” casera. Pensé que les gustaba más despedir que recibir, defendiéndose, como si los intrusos pudiesen revelarles la dimensión de su aburrimiento. Esa noche descubrí lo que Madame Piaget había ocultado en todas nuestras semanas de trabajo, ella no era un robot adherido a una máquina de escribir, tampoco era fría, indiferente, o aburrida. Era, como anfitriona, más eficiente que como secretaria. Cálida, afable, entretenida. Un estado de ánimo para cada función, pensé. El cómo lograrlo podría ser el tema de un best seller norteamericano. Casi un manual de autoayuda. Hasta el segundo vaso de vino no estaba dispuesto a hacer concesiones, luego brindé por la maravillosa sociedad suiza donde cada uno tiene el estado de ánimo que corresponde en el sitio que corresponde. De otro modo Guillermo Tell no hubiera atravesado la manzana y se habría quedado sin hijo. El alcohol contribuyó a la comprensión internacional, me volvió visible y, en la euforia, hasta voluminoso. Pude contarles mis atardeceres a caballo en la pampa húmeda, mi pasión por la mitología griega, mi obsesión porque Tachero y su familia abandonaran la Villa Miseria y curaran la tuberculosis, mi trabajo en el hospital, mi, mi, mi... en fin creo que logré abrumarlos. Les hice pagar, en esa noche de “fondue fromage”, el precio de 49 días de cortés indiferencia.

Regresé cargado con todas las medallas al reconocimiento personal, yo era yo, que embromar, no cualquier becario de morondanga. Ahora, estaba seguro, estarían lamentando haber perdido tantas horas de conversación con alguien tan interesante. Ya le contarían a Mr. Perera, ese singalés picado por la viruela que vino de Sri Lanka para ser jefe de la oficina responsable de mi beca, la ocasión perdida para ensanchar su horizonte cultural. Podía ver a Madame Piaget diciéndole: “Guillermó c´est quelque chose...oh la la”(1) Si hubiese sido visible para Salomón le hubiese refregado por su negra nariz, por su bigotito de pituco africano y por la foto de sus 29 hermanos y el recuerdo de sus seis mamás, todas y cada una de las medallas obtenidas. Embriagado por el éxito dormí acariciando, con fines de inventario, cada una de las partes del cuerpo recién recuperado. Ahora a Saint Dalmas de Tende, a los Alpes Marítimos franceses, a podar un bosque y a seguir cosechando medallas. (1) En traduciòn libre: “Guillermo es sorprendente”

III Guillermo de la Argentina. Fue suficiente para que los dos suecos dejaran de saludar mecánicamente y me escrutaran como si se tratara del último ejemplar del demonio de Tasmania. ¿De la Argentina? Oui, de l´Argentine. Argentine. Arkentina, pensé, como decía mi abuela italiana. Yes, I am coming from

Argentina, dije con un orgullo totalmente natural y justificado. Ah.... southamerica exclamaron los suecos y volvieron a mirarme procurando distinguir el lugar exacto de la pluma ausente. ¿Tú eres de la clase alta? No, soy de la clase media y cuando me iba a internar en una accidentada perorata en franglish sobre la poderosa clase media argentina, presentaron a un turco que correspondía exactamente a los estereotipos de los suecos que estaban encantados de ver un turco que parecía un turco, no como ese argentino que parecía un italiano del norte y hasta con un poco de esfuerzo podría ser sueco. Algunas de las medallas adquiridas en Suiza perdieron brillo ante el desconcierto escandinavo. Era cuestión de esperar, ya comprenderían que yo no venía de cualquier país, venía del Granero del Mundo, del país que comía el doble de carne de la que comen los americanos, del país en el que la tierra arada huele a patria y es mejor que siga arando como decía una propaganda, del país en el que podíamos pasar horas tomado mate sin que la economía se afectara, del país que no se dejó engatusar por los ingleses y no entró en la Segunda Guerra Mundial, del país de Martín Fierro y el asado con cuero, etc. Pensé cuántas etcéteras tiene la Argentina. No sabía que todos los tenían. Cada uno es un refugio, una salida, una coartada para tranquilizarse con los códigos propios y descansar en el espíritu de la tribu. Allí, en los Alpes franceses, el trabajo era podar árboles en un bosque. Éramos veinte nacionalidades podando árboles, viviendo en una enorme cabaña de madera, tomando vino caliente por las noches, cantando y contándonos historias. Allí yo era yo, el turco era el turco y los suecos, a pesar de todos nosotros, eran los suecos. Nadie era indiferente a las otras personas. No la necesitaba pero el día que me atacó un enorme y sanguinario oso pude haberme colgado otra medalla. Era un domingo apacibilísimo y yo descansaba contra un terraplén de tierra sobre el que estaba construida la cabaña veinte metros más arriba. Aunque cegado por un fortísimo sol que me daba de frente, pude ver el animal que estaba a poca distancia. Grité: “un oso”. Grité por segunda vez en francés: un os, un os y nadie entendía porque yo vociferaba tanto anunciando, un hueso, un hueso. Será un hueso real o un hueso simbólico conjeturaron los suecos. Será un hueso otomano o un hueso cristiano, se preocupó el turco. Supe en ese instante dramático que las clases de francés y mi aplicación que me llevaba a ir al estadio de Rosario Central repitiendo en los entretiempos, je suis, je ne suis pas, je ne suis pas encore, je voudrais, j´ai voulu, no eran suficientes. Podía comprar una baguette, pero no podía alertar ante un oso. Podía invitar a una cita amorosa, pero no podía preservar mi vida. Podía usar formas verbales extravagantes, pero no podía mencionar ese animal enorme cuyo aliento comenzaba a sentir en mi nuca. Es verdad que los enfrentamientos con osos no estaban previstos en esa beca de la UNESCO, pero debí ser más precavido. En un fugaz instante de gloria me vi como el primer becario devorado por un oso. No estaba del todo

mal, pero no creo que mis padres lo aprobaran. Al fin y al cabo ellos habían invertido casi más de lo que podían para que yo dejara una marca en el mundo y no creo que esa fuera la marca que ellos esperaban. El peligro vuelve vertiginosos los procesos mentales, es casi imposible reconstruirlos. Ignoro cuanto tiempo pasó, sé, eso sí, que no tuve la visión global que les adjudican a los moribundos. Recuerdo que cuando voltee mi cabeza vi avanzar hacia mí, en lugar del oso de pesadillas, un pequeño perro vagabundo, que, si bien tenía el color pardo de algunos osos y la misma estructura en su cabeza, era, digamos, 40 veces más pequeño. Ignoro si fue una metamorfosis instantánea, un ardid sueco para descubrir aborígenes encubiertos o una jugarreta de mis sentidos, pero que el oso o su representación estuvieron ante mí, eso, para mi cerebro, es absolutamente innegable Cuando me preguntaron por qué me había puesto a gritar en medio de esa bucólica mañana de descanso: un hueso, un hueso, la dificultad para mentir sin que mis gestos me transformen en un muñeco desarticulado y cierto regodeo masoquista, me condujeron a describir lo sucedido con pelos y detalles. Los suecos se miraron entre ellos. El turco movió la cabeza de izquierda a derecha aprobando en gestos turcos, los otros movieron la cabeza de arriba hacia abajo, aprobando en gestos occidentales. No me quisieron menos por intentar amedrentarlos con un hueso. La historia del oso regresó en diez idiomas por la noche mientras la salamandra ponía luces de fuego, el vino caliente circulaba y algunos ojos, más brillantes que de costumbre, anunciaban que esa sugerencia de dormir temprano para trabajar bien quedaba definitivamente abolida. Ignoro si mi historia del oso actualizó el sentimiento sobre la fragilidad de la vida, pero lo cierto es que así ocurrió y un simple perro, anunciado como un hueso obró como estímulo para iniciar el cultivo de una sana pereza. Podar bosques era menos seductor que poder observar a los últimos nómadas de Europa. Por esa región de los Alpes Marítimos franceses solía pasar un pequeño pueblo en procura de aguas y pastos para sus ovejas. Vivían en carpas, recogían leños y no entendían que hacían esos intrusos hablando cada uno su propia lengua y podando árboles en un territorio que era propiedad de la memoria de sus ancestros. No supe o no recuerdo su nombre, no eran gitanos. A pesar de la extensión de la pampa y las leyendas de los gauchos nunca había visto una población nómada como ésta, jamás. Con el tiempo este pueblo sería para siempre como imaginaría a los nómadas: Seres cuyo andar sin arraigos visibles es una bella y dramática metáfora de la existencia. Los suecos me miraban como si yo mismo fuera nómada. Creo que les extrañó que no me sumara al contingente de trashumantes. El turco, fiel a su cultura, movió la cabeza de arriba abajo diciendo esto no ocurre en Turquía. O al menos él no estaba enterado. Llegó del último día, la última noche y con más vino caliente que de costumbre brindaron y cantaron por Guillermo que se va a Paris. Y se fue creyendo que retendría los rostros y los nombres que se han borrado definitivamente, que

recordaría canciones cuyas letras, salvo ese himno llamado Monsieur le President, se mezclaron luego con otras canciones de otras despedidas que nunca quiso que llegaran. Sólo queda la gran cabaña con su atmósfera de vino y fuego, el oso jibarizado, el turco con sus gestos a contramano y los suecos a quienes los años y la globalización les habrán enseñado la inutilidad de las ideas preconcebidas. Ahora, en el tren Marsella-París, tenía doce horas completas para que mi fértil imaginario chapoteara a gusto en las fantasías que haría realidad tan pronto desembarcara en la gran ciudad.

IV La familia Domergue vivía en la banlieu parisina. “Hemos oído hablar mucho de usted.” fueron sus palabras de bienvenida. “Yo también” respondí mecánicamente. Es verdad, mis padres siempre hablaban de mí y por lo que recuerdo lo hacían siempre en los mejores términos. Los Domergue, de amabilidad superlativa, dejaron pasar mi “yo también” y me instalaron entre las habitaciones del diligente Jean y la atractiva Francoise, los hijos de la familia. El primer domingo fuimos al bosque y allí, junto a 600 personas devoramos ciervo y jabalí mientras todos proferían insultos terribles contra el hexágono. Si bien la geometría fue uno de mis enemigos más encarnizados durante el bachillerato, nunca llegué a experimentar odio contra triángulos o cuadrados y mucho menos contra el hexágono que era una de las figuras menos utilizadas por nuestro detestable profesor de matemáticas. Esto, que parecía un mitin de reprobados en geometría, se transformó de pronto en una manifestación de fanáticos de la historia, entre bocado y bocado comenzaron los viva Carlomagno, ¡que viva Carlomagno, que viva! y en un instante el bosque se llenó de banderas con símbolos bellos y extravagantes. Cantaron algo que no era La Marsellesa, volvieron a insistir con Carlomagno y luego dijeron cosas terribles sobre la traición de Charles De Gaulle y la infame entrega de Argelia. Mi conocimiento del francés era demasiado débil para tanta pasión. Hablaban de gente de pies negros, que los verdaderos héroes ¿eran? ¿tenían? los pies negros. Que desconcertante drama escuchar insultos

inspirados en la geometría, vivas a un rey muerto en el año 814 y la exaltación de los pies negros. Pensé que en la selva liberiana todo era más sencillo, por no hablar del silencio suizo o la camaradería en los Alpes. Cuando logré pescar el hilo del discurso pregunté atónito a Francoise si hablaban en serio. “Mais oui, bien sur” me respondió casi malhumorada. Traduje literalmente: Pero si, bien seguro. Es decir por supuesto de supuestos. Era verdad, reclamaban el Imperio Franco de Carlomagno y despotricaban porque Francia se había reducido al hexágono europeo, a esa poca tierra en forma de hexágono que tenían en Europa. Descubrí que los pies negros, había algunos entre nosotros que por desgracia para mi curiosidad, estaban occidentalmente calzados, eran los franceses oriundos de Argelia y que así se llamaban por haber nacido en África. Pies negros, pero alma, cuerpo y cerebro de blancos, no confundan. Sobre todo si estás en una reunión como esa que había convocado la derecha nacionalista francesa para llamar traidor a De Gaulle, vivar a Carlomagno y apoyar indirectamente a la tenebrosa OAS (Organización del Ejército Secreto) que descuajeringaba árabes en Argelia y colocaba bombas en Paris. El doctor Domergue, físico nuclear, no era el más entusiasta al gritar pero sí el más sólido al argumentar. Me dio una explicación de la que sólo he retenido la leyenda sobre el pie de Carlomagno que sirvió para establecer la medida de longitud que hoy llamamos pie y que su madre Bertrada fue luego conocida como Berta la del Gran Pie. Entre los pies de Carlomagno y su madre y los pies negros de Argelia tuve la sensación de haber asistido a un gran congreso podológico al aire libre. Mi condición de huésped y mis dificultades con el francés transformaron en estúpida sonrisa las objeciones que no salían de mi boca. En todo caso di a entender que el ciervo y el jabalí habían estado excelentes y que las banderas eran muy vistosas y ya me enteraría yo más sobre ese señor Carlomagno que tan rápido había pasado por mis lecciones de historia. Gente tan simpática y hospitalaria no podía tener malas intenciones. Y seguramente no las tenían, sólo querían restaurar, supongo que con algunas modificaciones, un imperio que había comenzado a derrumbarse en los siglos IX y X y mantener algunas colonias agregadas posteriormente. Nada complicado. Pensé que a los

alemanes no les iba a hacer mucha gracia pero en fin allá ellos, no sería yo quien les debilitara el ánimo para una empresa tan idealista. Por lo que he leído en la prensa, 40 años después de ese picnic gigante, presumo que no han tenido éxito. ¿Cómo, siendo un becario del sistema de Naciones Unidas, que había obtenido el viaje por mi trabajo sobre Derechos Humanos, fui a parar a una casa tan encantadoramente fascista? Lo ignoro. Quizá deseaban que Francoise practicara español. En su momento me pareció extravagante y divertido. Evoqué esa genial perogrullada de Saint Exupery que, hablando de la guerra civil española, afirma que todas las ideologías tienen las mismas emociones. Aún recuerdo con cariño a Francoise, a Jean y, por supuesto, a Carlomagno con su histórico pie incluido. Arturo Despueoy, talentoso, irreverente y para colmo de bienes uruguayo, fue mi guía oficial en la UNESCO. Hombre de la tribu de enfrente era capaz de compartir códigos con bosquimanos, esquimales o argentinos. Los treinta años de edad, no nos separaban, por el contrario, encendían conversaciones en las que, como buen fanático de la lucidez, Arturo pulverizaba con humor los razonamientos provincianos que yo le arrimaba. Disfrutaba generosamente con mi asombro, lo elevaba a la categoría de bautismo y cada día solía premiarme con una nueva iniciación. Compartimos teatros, cines, restaurantes, un fantástico club de jazz en los Champs Elysées y una inolvidable mañana en la que me presentó a un argentino al que saludó diciéndole en francés, buen día hombre éxito; nada de éxito, le respondió, hombre a secas; este es Guillermo, tu compatriota es nuestro becario; nos saludamos. Conversamos animadamente, luego Au revoir, Arturo, au revoir, Guillermo, nosotros, au revoir Julio. - ¿Cómo no lo conocés a Julio?, me espetó asombrado y con un acento rioplatense que hasta entonces no le había oído. - No lo conozco, cuál es su apellido - Cortazar Me lamenté durante varias semanas no haber sido capaz de imaginar que detrás y dentro de esa cara de niño inmenso estaba Julio Cortazar. Nos volvimos a cruzar en ascensores y pasillos pero sin más tiempo

que el imprescindible para decir y escuchar palabras rutinarias y descoloridas. Años más tarde me pasaría algo similar con Julio Ramón Ribeyro a quien siempre tuve por un disciplinado y burocrático secretario de la representación del Perú ante la UNESCO. Arturo vivía en un lujoso departamento en el XVI, el barrio más caro de París, cuando llegamos para una cena largamente prometida por su esposa, Arturo, acorde con la elegancia del sitio, lanzó un refinadísimo “bonsoir” que resbaló por espejos y cristalería. La respuesta de su cónyuge fue un rugido en el más duro castellano de España, que bonsoir, ni bonsoir, aquí se habla español coño, buenas tardes. Luego del saludo y la cena comprendí porque Arturo podía inventar los pretextos más inverosímiles para retardar el regreso a casa. Arthur Gilles encarnaba el compromiso social con sueldo asegurado y promesa de jubilación. Nacido en los Estados Unidos mezclaba obsesiones morales calvinistas con pinceladas marxistas y dirigía un comité no gubernamental de servicio voluntario por el cual la UNESCO tenía especial debilidad. Era algo mayor que yo y aunque su humor me desconcertaba, era el único que me ofrecía una posibilidad de transformar en trabajo real la beca obtenida. El fin de semana llegó antes que el trabajo y Arthur, sin imaginar que estaba iniciando la dramática historia de un matrimonio que murió de falso paludismo antes de realizarse, quiso que lo acompañara al Valle del Loira. Y allí, en el Castillo de Chambord, durante un seductor espectáculo de luz y sonido, me enamoré de una princesa encerrada cuyos pesares sufríamos en el jardín desde donde podíamos observar su ventana. La princesa era invisible, intangible, inalcanzable, sólo una voz que reclamaba, pero Catherine estaba a mi lado y encarnó en ella todo el embelesamiento producido por el espectáculo. Catherine fue el Siglo XVIII, la princesa desprotegida, la música barroca en el castillo y la mano esperada tras 15 mil kilómetros de viaje y tres meses de soledades desconocidas, fue, en realidad, todo lo que había estado esperando. A partir de esa noche no hubo más. Había llegado al puerto, buscando ese puerto había dejado Rosario tres meses antes, tres años antes, tres siglos antes, todo parecía que acababa de comenzar.

El vino atizó la euforia, Rosario descendió a las tinieblas y, en la noche en Vouvray, la casa de Catherine se convirtió en el punto exacto que solían alcanzar mis fantasías cuando, antes de dormir, construía las paredes del lugar deseado. Y ese era el lugar. La convicción me duró hasta el día, dos años después, en el que le anunciamos a Jeannine, su madre, la decisión de casarnos. Pero faltaba mucho para ese momento. Aún ignoraba los sentimientos de Catherine, aún faltaba regresar a Paris, intentar conocernos en un espacio ajeno al Castillo de Chambord o la casa-sueño perfecto de Vouvray. Regresamos juntos. La proyección de mi ansiedad debe haber sido un misil porque no fue necesario hablar demasiado, en una lengua en la que jamás me había enamorado, para que Catherine comprendiera cuán feliz podía ser con este prometedor becario. A los seis días estaba instalado en su departamento de la Avenue de Versailles y como todos, tuvimos nuestra primera noche. Fue un domingo. Cenamos sopa de cebollas en Les Halles, el vientre de Paris, entre camioneros en camiseta y aristócratas en smoking. Bebimos una última cerveza en Saint Germain de Prés y luego a casa, por Dios que bien sonaba ese “a casa”. Chez nous. Nuestra casa. Era la primera vez que todo iba a ser distinto. Y lo fue. Cuánto sol tuvo ese primer amanecer en el departamento, mientras los parisinos caminaban bajo la lluvia. La felicidad no logró tapar los excesos y esa mañana todos opinaron en la UNESCO que si yo no estaba enfermo, seguramente estaba por enfermarme. Los días eran impecables. Recordé que cuando niño me resultaba imposible imaginar que alguien pudiera ser feliz fuera del territorio exacto de Zevallos 829, la casa de mi infancia. Las casas y las cuadras anteriores y posteriores eran sólo pretextos para su existencia. Ese mismo sentimiento regresó con cambio de domicilio. Ahora no sólo era el segundo piso del 12 Avenue de Versailles, era un estado nuevo que nada tenía que ver con los romances descoloridos de la adolescencia pasada. Eufórico escribí una carta estúpida e imprudente en la que califique de semivírgenes a las doncellas rosarinas con las que había pasado largas horas refregándome en zaguanes o cines, creyendo, con fatalismo musulmán, que así eran las cosas y que el cielo no se toca.

Ana María, que esperaba enamorada mi retorno, leyó la carta y empuñándola como una antorcha fue a pedir explicaciones a mis padres que, siempre educados, tuvieron que hacer esfuerzos mayúsculos para ocultar su jocosa perplejidad. “Ese no es el Guillermito que conocemos, algo le está pasando” dijeron casi a coro, para luego consolar a la agraviada con las palabras que ella esperaba oír y que Amandita, mi madre, tenía maestría en administrar. Amandita solía confesar una de sus debilidades diciendo que las cosas que están mal, dejan de ser tan malas cuando es tu hijo quien las hace. Me sentí culpable de provocar este dolor, pero el enamoramiento es una fuerza centrífuga que todo lo traga y todo lo disuelve. El pasado se vuelve opaco y el futuro se oculta tras ese estar viviendo como quien galopa desbocado, anhelante, blandiendo el zorro, luego de una larga cacería. Las emociones que parecían serlo todo, me dejaban, gracias a la paciencia de Catherine, espacio para aprender. Ella era etnóloga y a sus 24 años, tenía una vitrina sobre Afganistán a su nombre en el Museo del Hombre del Palais Chaillot. El mismo empeño puesto en Kabul para averiguar secretos afganos, lo puso en atacar muchas de mis aristas más primitivas. Esa mujer sí que sabía lidiar contra el subdesarrollo. En ocasiones solía dejarme grogui con sus observaciones aparentemente inocentes. Esa noche, en la esquina del Café Deux Magots, en Saint Germain de Prés, me tumbó. Yo inicié todo diciendo: - Mira ese hombre. - ¿Qué tiene? - Tiene el pelo como una mujer - ¿Y que tiene? - Tiene aretes - ¿Y........? - Tiene las uñas pintadas - ¿Y a ti que te importa? Yo, el jovencito tolerante y difusor de los derechos humanos, acababa de ser masacrado por la lógica sin retórica de esta princesa rescatada de Chambord. Decir que enmudecí significaría decir que me quedé sin habla, fue mucho más que eso, me quedé sin piso, sin reflejos, hundido en una vergüenza cocinada en mi propio escándalo interior.

Hubiese querido que los días de la Avenue de Versailles no terminaran nunca. El “haz esta noche perpetua” del bolero me mordía los talones. El inventario cotidiano era abrumador. Sólo faltaba tiempo. Catherine y París eran inagotables y sorprendentes. Debía partir. Roma, Atenas y el norte de Grecia eran los destinos previstos para el joven becario enamorado.

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V

Roma y Grecia, era como entrar al viejo libro de historia al revés. La primera mañana en la Pensione Martíni me despertó la camarera con un anuncio dramático y preñado del acre sabor de los malos augurios: “Bongiorno signore, la prima colazione.” (1) La colazione, repetí mientras accedía a la vigilia, la colazione, salté de la cama lúcido como animal en peligro: la colazione,.....la colazione, un colacionado de Argentina. Un telegrama colacionado (2) con noticias terribles. Grité al abrir la puerta “Dove esta la colazione, dove”.(3) La camarera sorprendida ante hambre de tal magnitud respondió con serenidad europea: “in la sua camera, signore”(4) y en sus manos, en lugar del telegrama devastador que unos instantes antes me había dejado sin familia, ni futuro en Argentina, apareció una bandeja con humeante café y dos soberbias tostadas. El acre sabor de los malos augurios se transformó, en esa espléndida mañana romana, en el gusto delicioso, en el delicioso gusto de tener 22 años para siempre. Sorteada la adversidad, borré la muerte y fui eterno e incontrolablemente feliz por el lapso de un desayuno. Quise cumplir con el rito de enviar la primera carta de la nueva ciudad a mis padres. Hice cola pacientemente ante una ventanilla y cuando entregué la carta conteniendo la historia de la colazione, la historia narrada ya no era la última 1. 2. 3. 4.

Buen día señor, el desayuno. Tipo de telegrama utilizado en la Argentina para despedir a alguien de su empleo. Dónde está el desayuno, dónde. En su habitación señor

- ¿Qué hago con esto? - Es una carta para la Argentina, dije con acento italiano. - Esto es un banco, tiene que ir al correo, que pase el siguiente. Nada me es tan frustrante como la imposibilidad de compartir, con el corazón aún caliente, los desatinos de mi distracción. Escribir no era lo mismo, pero era lo único. Y esa mañana, antes de ir al correo agregué, en un bar de Piazza Navona, las últimas emociones. Mis anfitriones italianos pertenecían a las vanguardias izquierdistas y me invitaron a un casamiento donde los contrayentes, futuros compañeros del lecho matrimonial pero irreconciliables adversarios políticos en la calle, juraron fidelidad y amor portando cada uno el diario de su propio partido bajo el brazo. El amor lo podía todo menos cambiar lealtades o los matices ideológicos que caracterizaban cada grupúsculo. Curiosamente en ese medio inusitadamente circense, el folklórico era yo y me trataban con cariño indiferente, sin prestar demasiada atención a mis opiniones que les parecían estúpidamente humanistas. Esa izquierda iluminada lo sabía todo y sus profecías, que no se han cumplido, eran el marco que me concedían para que yo interpretara la realidad del mundo y la de Argentina, en la que nunca habían estado pero que parecían conocer mejor que yo. Sus certezas me irritaban. Si la realidad no coincidía con lo que ellos pensaban la equivocada era la realidad. Felizmente estaba el conde Umberto Morra, conocido como el Conde Rojo, quien en Monrovia me había invitado especialmente a su casa en la Toscana. Cortona era el destino y en su estación me esperó Umberto con su chofer y los tres nos embarcamos en una Fiat diminuto que, sin chofer, hubiese resultado mucho más confortable. El conde tenía 40 años más que yo, era vicepresidente del Pen Club que presidía Alberto Moravia y disfrutaba con la conversación y el buen vino. Luego de cada almuerzo me acompañaba hasta mi habitación y solemnemente me decía: “nos vemos a las cinco”. A esa hora tomábamos el té en su biblioteca que estaba pintada como si fuera el interior de un aduar y luego íbamos al jardín a gozar de los cambiantes colores del paisaje toscano o salíamos a conocer la región. Por la noche, después de cenar, nos refugiábamos en su estudio de la planta alta y allí, rodeados de recuerdos increíbles, conversábamos y escuchábamos fados portugueses cantados por Amalia Rodrigues. Los recuerdos eran fotos y objetos, pero ninguno era común. Muchos

pertenecían al rey Víctor Manuel del cual el conde, según escuché luego, era hijo putativo. Los otros pertenecían a la dinastía Romanov. El conde padre había sido embajador en Rusia, antes del comunismo, y allí había trabado una sólida amistad con Nicolás II y su familia. Muchas fotos, con Umberto niño eran testigo de ello. No obstante el conde era un hombre de izquierda y muchos lo llamaban el Conde Rojo. Catorce años después, en esa misma sala, junto a quien en ese momento era mi mujer, me sentí quebrado por la emoción. De paso por Roma una amiga nos invitó a descansar el fin de semana en la Toscana: - Conozco la Toscana, estuve en Cortona y en Terontola. - Mi casa está en Cortona – dijo nuestra amiga. - ¿No me digas que conoces al conde Morra? - Es mi vecino – replicó. Junto al inevitable “que chico es el mundo” la noticia se convirtió en un argumento suficiente para abandonar Roma. Instalados ya en Cortona fuimos a la casa del conde. Estaba en Roma, llegaría por la noche. Regresamos a la hora que nos indicaron y el conde, muy circunspecto, nos invitó a pasar a la sala de los recuerdos. Conversamos cortésmente, sin mayores efluvios, hasta que en un momento Umberto preguntó dirigiéndose a mí: - Quizá lo conozca, yo tengo un gran amigo en la Argentina. En ese momento, sabiendo lo que iba suceder, comencé a transpirar y a sentir todo lo que se puede sentir cuando uno deja de manejar sus emociones. - Se llama Guglielmo Giacosa – continuó el conde. - Guglielmo sono io, Umberto, Guglielmo sono io- repetí con un nudo en la garganta que desarticuló etiquetas y protocolos. Nos abrazamos largamente ante el desconcierto de mi mujer y nuestra amiga y ante la mirada inmóvil del rey Victor Manuel y del zar Nicolás II. Luego, a mi súplica, volvimos a escuchar los fados de Amalia Rodrigues y recordamos aquellos días en los que visitamos la tumba de Santa Margarita y almorzamos en el palazzeto del conde Passerini, en un mesa inmensa junto a la condesa y el condesito y en la cual, el único plebeyo, era este becario venido de las pampas.

Los diez días laboralmente inútiles en Roma y la maravillosa estancia en la campiña toscana se agotaron y el calor de agosto me atrapó en una Atenas tropical e irrespirable. El modesto hotel cercano a Plaza Omonia era un caldero. El clima estrangulaba la curiosidad y el llamado de la recepción, cuando aún no había abierto la maleta, convocaba los fantasmas: - Le mando una chica - ¿Cómo? - Si le mando una chica - No, gracias - ¿Y un chico? - ¿Qué? - Un chico, si no quiere una chica querrá un chico - No gracias estoy agotado y hace mucho calor. No habían transcurrido cinco minutos y mientras yo trataba desesperadamente de averiguar qué comportamientos de nuestro breve encuentro habían inducido al recepcionista a ofrecerme un chico, volvió a sonar el teléfono y la misma voz, esta vez muy alegre: - Eh mister se decidió, una chica o un chico, precios razonables - Gracias. - ¿Le mando o no le mando? - No, gracias, - ¿Están aquí abajo, no quiere conocerlos? - No, gracias estoy agotado y hace mucho calor. - Pueden quedarse los dos. - No gracias, carajooooo. El carajo en do mayor irritado fue más convincente para él que para mí. Cortó y no volvió a insistir, pero yo quedé con mi imaginación trepando las paredes y una sensación inexplicable de haber perdido el último tren del día. En los foros cotidianos sobre la sexualidad, celebrados durante nuestra adolescencia, el trío amoroso era visto como una demoníaca puerta de entrada a la mariconería. Si lo hacés te volvés puto (1), sentenciaba Omar. Y citaba casos de personas desconocidas para nosotros que habían terminado abandonando la familia. Siempre te rozan y le podés agarrar el

gustito, reforzaba el gordo Delpino. Y ahí empezaba una larga discusión sobre los efectos mariconizantes del roce. Según donde te roce, decía atemorizado y atragantado el insignificante Mateo a quien algunos asediaban teatralmente en la ducha por su decorativo culito de manzana. Si te habrán rozado a vos Mateito, dale contá, te convencieron, inquiría empírico el Mellizo. Luego la despedida “si querés que te roce me avisás” o “cualquier cosa yo rozo a domicilio” y al día siguiente el foro perpetuo volvía sobre ese y otros temas con las vagas ideas de siempre y el imprescindible humor que nos alejaba del caos. Ríes, ríes, pero algo queda. Yo lo supe en Atenas cuando no pude evitar asomarme a la escalera, para espiar ese par de sinvergüenzas que me había alterado la tarde y transformado la primera noche en Grecia en un violento monólogo interior en el que, al amanecer, aún no había un ganador. Los sinvergüenzas se quedaron rondando Plaza Omonia y yo partí la madrugada siguiente, con mis fantasmas a cuestas, hacia Filiates en la frontera con Albania. Durante las doce horas en un autobús desvencijado y cuyos asientos parecían hechos para escarnecer el cuerpo y ahuyentar el pecado, debí soportar al ciego del asiento delantero cantando letanías que, atractivas al inicio, terminé odiando furiosamente a la quinta hora de audición. Descubrí en ese trayecto que la sotana era la prenda ideal para llevar una botella de vino en el bolsillo. Por lo menos así lo hacían varios sacerdotes católicos ortodoxos a los que vi jugar a las bochas en los poblados que atravesábamos y así lo hacía el cura de la tercera fila a quien creí, en un momento, el cura oficial del autobús. Descendí en Ioaninna donde se iniciaron complicadas gestiones policiales para viajar a la peligrosa zona vecina al mundo comunista. Nadie hablaba otra lengua que no fuera griego, no había otras letras que no fueran griegas, había ingresado plenamente al mundo del analfabetismo total. - ¿Onoma matera?, exclamó el comisario mientras me entregaba un formulario casi artesanal, cubierto de los caracteres con los que solía amedrentarme la profesora de álgebra. - Matera, matera, qué cosa matera, por Dios, matera... - Gineca, gineca, acotó un policía desaliñado y sonriente.

- Gineca, gineca, ginecología, grité, mujer, el nombre de mi mamá, Amanda, Amanda, repetí, y lo dibujé en el papel. - ¿Onoma patera? Liberado por el ejercicio anterior respondí riendo a los bigotes del policía que seguía desaliñado y sonriente, ignorando al comisario que comenzaba a aburrirse. - Antropo, hombre, Lorenzo, y lo escribí. La ficha se llenó con más datos obtenidos gracias al humor griego y la sólida versación en lengua helénica obtenida por el joven becario durante el trayecto Atenas – Ioaninna. Horas después pernoctaba en el campamento de Naciones Unidas destinado a mejorar las condiciones de vida de los refugiados albaneses. Filiates con cinco mil habitantes, además de los refugiados que superaban esa cifra, no tenía absolutamente nada que ver con lo previsto en mis fantasías. Era un lugar yermo, soso, con temperaturas que a la siesta podían alcanzar los 50°C. Era imposible imaginar ninfas o faunos, centauros o cíclopes en un sitio tan desolador. Dionisos, Hermes o Afrodita hubiesen desertado de la mitología griega si hubiesen conocido Filiates. Era la antesala del infierno. Seguramente allí reinó Hades. Y si mi fantasía aún podía lidiar con el ambiente, le era imposible hacerlo con el disciplinado contingente anglosajón de voluntarios de Naciones Unidas, al que se habían sumado cuatro alemanes y un irlandés salvador. Dios creó a los celtas para auxiliar a los latinos. Mucho tiempo después mi amigo McCall me reveló que Irlanda era una bella y soleada isla en el Mediterráneo a la que los malos vientos o alguna venganza divina transportaron hacia el norte. Trabajábamos bajo un sol opresivo dando los últimos retoques a las casas construidas para la población albanesa. Al quinto día la bella enfermera sudafricana, viéndome blanco e inmóvil, me tomó la fiebre y me dio una cifra sajona que yo traduje como 35° de los nuestros. Mi cuerpo en ese horno era un témpano. Esa noche me diagnostiqué, con la hipocondría heredada de mi padre, recaída de la hepatitis y recordé que mi tía Leonor había muerto por esa causa. Mi cuerpo no tenía sensibilidad, ni tampoco la tenían los alemanes compañeros de habitación, para darse cuenta que estaban compartiendo los últimos instantes de un témpano moribundo.

El témpano moribundo, aceptando fatalmente su condición, redactaba cartas imaginarias, decía adiós a sus amigos, se condolía de sí mismo, repatriaba el cadáver, lo recibía en Rosario, consolaba a los deudos, despedía su propio cuerpo y declamaba una oración fúnebre que destacaba las virtudes del extinto. La incomprensible conversación en alemán que servía de fondo a esta dramática partida, era una expresión de la indiferencia del mundo. La imagen de mis viejos puso fin al delirio y con el mantra: Nometengoquemorircarajo, nometengoquemorircarajo, repetido hasta desaparecer en el sueño, terminé mi última noche en el mundo de los vivos. Despertar a la mañana siguiente, con la enfermera a los pies de mi infame camastro de madera, me produjo la euforia propia de una resurrección. Has estado insolado, me informó en el inglés más dulce que jamás había oído. Levanté la cabeza y, una vez más, repetí la única frase completa que sabía en la lengua del país: “No hablo griego”. Esperaba, como ya me había sucedido antes, que mi interlocutor fuese incapaz de comprender que alguien no hablara su idioma y me castigase con una larga perorata en la que mi falta de respuesta sería un accidente sin importancia. Esta vez fue distinto, Anastasio Collusi pronunció un: “Yo hablo castellano”, que, luego de casi un mes sin escuchar una palabra en mi idioma, sonó a himno nacional con símbolos patrios incluidos. - Usted es español..... - No – me replicó- soy argentino... En realidad Anastasio era griego pero había pasado 25 años en la Argentina y no hacía mucho había regresado con la secreta intención de morir en su tierra. La terapia de poder conversar fluidamente me devolvió tantas cosas que, sin pensarlo, m repuse inmediatamente de la insolación y acepté la invitación para pasar el fin de semana en su casa. Anastasio vivía en la montaña, en un villorrio llamado Sideri, cuya población no excedía los 300 habitantes. Para que pudiera llegar sin tropiezos confió al farmacéutico la tarea de encaminarme y regresó de inmediato para preparar los festejos a los que obliga la hospitalidad de los campesinos.

El sábado por la mañana me puse en manos del farmacéutico que, en un caos de sonidos ininteligibles, me hizo comprender que no podría acompañarme y con un jeroglífico inaccesible escrito en alfabetagama y dibujado por él, trató de suplir su indispensable compañía. Solo, papel en mano, con una temperatura de 40°C y una insolación como antecedente, me puse en marcha. No se trataba de un camino convencional, eran senderos casi imperceptibles. Las referencias una que otra casa y uno que otro árbol. Luego de perderme varias veces di con un aguatero al que al decirle Sideri, respondió Sideri. Estaba salvado. Recorrimos juntos lo que restaba de camino intercambiando sonrisas inútiles hasta que una fuente, en la que tres niñas vestidas de negro me ofrecieron espontáneamente un cántaro de agua helada, anunció el comienzo del villorrio. Allí mismo me esperaba un grupo de niños que, riendo emocionados, me condujo hasta la bodega del minúsculo poblado. En su interior, formando un cuadrado y sentados contra la pared estaban los notables, todos hombres por supuesto y en el exterior el resto del pueblo, sin mujeres, naturalmente. Lo cierto fue que nadie quería perderse el espectáculo y todos se habían dado cita para conocer esta rara especie llegada de los confines de América del Sur, cuya presencia, lo supe después, estaba destinada a devolverle la honra a un hombre. Anastasio me abrazó y tradujo diligentemente cada una de mis palabras. Junto a los vecinos más importantes tomamos yerba mate, que yo había tenido la precaución de llevar conmigo, y ouzo, la bebida tradicional de los griegos. Luego que todo Sideri me vio y pudo comprobar que anatómicamente en nada me diferenciaba de ellos y que mis ropas eran relativamente normales, la multitud se dispersó, los notables regresaron a sus hogares y Anastasio me condujo a su casa, no sin antes ufanarse del magnífico local de la fábrica de aceite de oliva en la que trabajaban dos obreros, claro que por turnos, pues juntos no cabían. Ya en su casa Anastasio me mostró a su mujer. “Esa que esta ahí, esa es mi mujer”, dijo desinteresado, creo que un poco avergonzado y dando por sentado que para mi la señora Collusi no era otra cosa que un objeto más de la casa, un semoviente sin importancia. Se quejó, eso sí, de lo mucho que había envejecido en los 25 años que él había

estado ausente. Es verdad que pocas veces recordó enviarle dinero, pero, caramba, ese no era un motivo para que no lo esperara joven, lozana y ansiosa como estaba en el momento en el que él, prometiendo un pronto regreso, partía hacia la Argentina. En ningún lugar que no fuera ese hubiese podido mantener con Anastasio una conversación que excediese los tres minutos. Su conducta, herencia de cuatrocientos cincuenta años bajo la dominación del imperio otomano, era, para mis patrones sociales y para mi dificultad de entonces de comprender el relativismo cultural, medieval y aberrante Los hombres de la casa, Anastasio, su hijo y yo cenamos en la mesa principal, mientras la mujer y la nuera de mi anfitrión nos observaban a prudente distancia y prestas a obedecer cualquier deseo de sus propietarios. Se me asignó para dormir la cama de la señora Collusi mientras ella, sin decir esta boca es mía, se acostaba juiciosamente en el suelo. Mis intentos de protesta se diluyeron en un contexto cultural tan sólido que resultaba invulnerable a cualquier alteración. Al día siguiente, luego del desayuno, me puse en marcha. La despedida tuvo gusto a confesión. Anastasio había tratado de explicar infructuosamente a sus conciudadanos que la Argentina, país donde había vivido veinticinco años, no era un país habitado por aborígenes oscuros y emplumados. Nunca nadie le creyó. Cuando supo de mi presencia en Filiates se puso inmediatamente en marcha pues, ya viejo, podía ser ésta su última oportunidad para recuperar el prestigio perdido por haber vivido tanto tiempo entre salvajes. Ignoro si mi presencia logró convencerlos. Hice lo que pude. Jamás podré saber si fue suficiente. La entrega de las casas fue una fiesta de discursos breves, bailes interminables, copioso vino, ouzo a discreción y muchas emociones. Al día siguiente partimos a visitar el puesto fronterizo con Albania en un crucero marítimo que parecía un remedo del carnaval de Venecia. La mitad del barco estaba ocupada por una orquesta, la otra mitad por los marineros, los voluntarios de Naciones Unidas y por un obeso obispo ortodoxo ataviado espléndidamente y absolutamente fascinado

por mis ridículas piernas que acarició cada vez que la marea humana me arrastraba hasta sus manos regordetas y anilladas. Grecia estaba llena de sorpresas, primero me ofrecen una chica, luego un chico, después los dos juntos y ahora era el turno de un obispo. Sobre el particular nuestro foro sexual adolescente nunca se había expedido. Es verdad que una vez consideramos como tema secundario la vida sexual de las monjas, pero nunca ascendimos al plano obispal. Carecía, por lo tanto, de elementos de juicio. Pasé el resto del viaje esquivando al prelado lo que, dadas su gordura y mi delgadez, no resulto demasiado complicado. Al mediodía estábamos en la línea de frontera ante seis valerosos y hastiados soldados de su Majestad el rey Constantino II. El obispo se olvidó de mí y de mis piernas para dirigirles una arenga y regalarles un paquete de cigarrillos a cada uno. El acto-sainete a orillas del Egeo en medio de un paisaje desértico, contaba con seis soldados, un obispo, una orquesta, cuarenta voluntarios y un sol que, sin hacer distinciones, nos achicharraba democráticamente a todos. Luego de la ceremonia ascendimos a un monte para visitar la exacta línea demarcatoria de la frontera lo que es, más o menos, como visitar al hombre invisible transitoriamente mudo por haber sido operado de la garganta. Quiso la orquesta que el regreso fuera inolvidable. Bailamos mil veces “Nunca en Domingo” sobre las aguas del Egeo, bebimos “resina” un conmovedor vino de madera, terminamos con “ouzo” y descendimos en las cercanías de Filiates convencidos de que sólo la buena voluntad de Poseidón pudo mantener a flote ese dramático cascajo obispal y bailable. Los festejos culminaron con un viaje en camión a un valle en cuyo centro, solitario, aparecía el Anfiteatro de Dodona, donde el Teatro Real de Grecia representó, ante público venido de toda Europa, una incomparable Medea de Eurípides. De Filiates viajé a la pequeña ciudad provinciana de Levadia para otra reunión de jóvenes pro Naciones Unidas. Alojado en una casa de familia pregunté, señalando el monte frente al balcón. ¿Onoma? Parnasus, dijo sin emoción una voz. ¡Parnaso! Carajo, el Monte Parnaso, miraba a mí alrededor procurando el indispensable eco para una emoción tan legítima pero

nada, vino la señora y moviendo negativamente la cabeza repitió: Ne, Parnasus. ¿Ne Parnasus?, pregunté al borde de las lágrimas. Neeee Parnasus, repitió la dama volviendo a negar con su maldita cabeza empañuelada y sonriendo maternalmente. La operación de preguntas y respuestas se repitió dos veces más. Cuando iba a iniciar la tercera ronda la señora se acomodó el pañuelo y yo grité: es turca, es turca. Ohi turca, Parnasus, afirmó esta vez orgullosa la dama. Volví a señalar el monte y filialmente pregunté ¿Onoma? Parnasus, dijo la señora. Me tranquilicé, era el Monte Parnaso. En realidad luego supe, con justa indignación, que la cadena montañosa se llamaba Parnaso y no el monte específico frente a la casa de mis anfitriones. La señora se retiro riendo y diciendo, mientras me miraba, turca, turca, turca. Dije turca, inspirado por alguna musa del monte, cuando comprendí que su presunta negativa con la cabeza era un gesto de afirmación. Desbloqueado recordé lo elemental, “ne” es sí y “ohi” es no. Y la cabeza, como los turcos, la mueven al revés. Para la señora de ahí en más yo siempre fui “turca turca”, calimera turca turca, calimera señora. Ese era nuestro buenos días de cada mañana. De ahí turca turca a la Conferencia, la señora a sus tareas. Turca turca no perdía el tiempo y desde el inicio de la conferencia, a la que asistía como delegado, concentró sus baterías en una pequeña y adorable coreana con nombre de leyenda. Luego me enteré que casi todos se llaman así. Hasta un presidente. Quien conquista un obispo bien puede conquistar una coreana, se decía turca turca y no recordaba haber jurado fidelidad a Catherine. Amor sí, a montones, pero fidelidad no recordaba. La princesa rescatada de Chambord era etnóloga e interpretaría este hecho, que seguramente le sería contado por el mataobispos, como un rasgo cultural modificable con el tiempo. Ya se ocuparía ella de eso, mientras tanto yo debía ocuparme de esta bella representante de Tae-han Min-guk como ella misma me enseño a decir para nombrar a su país. Not Corea del Sur, repeat: Tae-han Minguk. No sé que hubo entre nosotros, pasamos largas horas tomados de la mano contándonos cosas inverosímiles, las suyas para mí, las mías, seguramente, para ella. Nunca me permitió que le tocara la cabeza, era budista, sólo las manos. Me consultaba todo lo que iba a hacer en la

Conferencia y a su manera, budista y coreana, hacía lo que yo le sugería con una gracia y una feminidad que nunca más volví a disfrutar en mi vida. La noche de la despedida bailó envuelta en bellos atuendos de su tierra y yo quedé hechizado, prisionero del mensaje raigal de hembra-madre, de hembra-principio, de hembra-origen que transpiraba cada movimiento de esta pequeña criatura. Después de Kim, sí, se llamaba como el presidente eterno de Corea del Norte. Is not Corea del Norte, decía ella, repeat with me: Choson Minchu-chui Inmin Konghwa-guk. Y los dos recitábamos, como si fuera un poema de amor, el prosaico nombre del díscolo hermano entregado al comunismo. Después de Kim, decía, me costó mucho no sentir que las mujeres occidentales eran rudas, cuando no masculinas. La Conferencia fue inaugurada en el Anfiteatro de Delfos y el segundo día, mientras yo pensaba de qué tamaño sería el camión que pasaba detrás de nosotros, pues hasta las mesas temblaban, Marie Jose Protáis, mi ineficiente anfitriona en Ginebra, que presidía la Conferencia, se levantó gritando: terremoto, nadie se mueva, es por su seguridad y salió corriendo como alma que se lleva el diablo. La calma regresó, Marie José también. El primer día me saludo cordialmente en griego pues además del whatisyourname, el howareyou y el aiamspikinglish, ignoraba cualquier lengua que no fuera la suya. Era un tipo simpatiquísimo y afectuoso, se llamaba Constantino, como el rey. Al segundo día me fue a buscar a la casa y me acompañó a la conferencia, el tercer día me cantó una canción, el cuarto día me invitó a la casa de su novia. Los italianos opinaban que se había enamorado de mí. Yo sumé, chica, chico, los dos juntos, obispo, Constantino, novia de Constantino, algo va a pasar. No pasó nada y apareció Sultana que cada mañana dejaba una inmensa canasta de frutas frente a mi asiento en la sala de conferencias. Sultana me llevó a su casa, me presentó a sus padres, todo en griego, me sentía un semoviente. Hablaban de mí, me sonreían, me daban de comer, me dejaban solo con Sultana, yo estiraba la mano y toda la familia aparecía como si hubiese tocado un timbre. Mi brazo derecho estaba cosido a la familia de Sultana. Ellos se movían cuando yo lo movía. Constantino no cedía, cuando no estaba con Sultana, o con Kim, estaba con Constantino, quien siempre

preguntaba por Sultana sin que yo pudiese hacer otra cosa que asentir con la cabeza. Entonces yo preguntaba por Melina, la novia de Constantino. Y él preguntaba por Kim. Luego todo se reducía a sonrisas, palmadas fraternas y parlamentos en griego que yo aprobaba sin tener la menor idea de su contenido. Era como ser parte de una película cuyo final se conoce. A la larga, a pesar de la confusión, habría un final acorde a las normas establecidas, Constantino se casaría con su novia, Sultana encontraría un novio y yo regresaría a Rosario. Nunca podré explicarme qué ocurrió en Levadia. O mejor dicho qué no ocurrió en Levadia. Yo era tímido y sexualmente, a pesar de las lecciones de Catherine, un provinciano con prejuicios que se sentía obligado a creer en la buena voluntad de todas las personas. Tampoco estaba acostumbrado a tanto éxito amoroso. Nunca había sido un paria, pero esta seguidilla griega con un obispo, una coreana, una mujer exótica y un joven levadiense en menos de un mes me tenía sobresaltado. ¿Qué señales estaría enviando para atraer personajes tan dispares? ¿Vendrían luego una equilibrista, un clown y una abadesa? Gracias al italiano Franco y a su mujer que compartían conmigo la hospitalidad de la familia Ghizikis, todo lo que estaba aconteciendo era objeto de comentarios satíricos que no permitían que yo tomara demasiado en serio esta experiencia de acoso indefinido. Franco solía presentarme como el don Juan de las pampas y advertía a todos que debían cuidarse del joven sátiro sudamericano que, a pesar de su cara inocente, era capaz de rendir aun a los más recalcitrantes obispos. Constantino y su novia, junto a Sultana y un mequetrefe que, para aumentar mi confusión, actuaba como su novio, me despidieron en la estación de buses de Levadia con un afecto fresco, natural y emotivo.

En Atenas, lejos de las tentaciones de Plaza Omonia, nos dedicamos con Franco y señora a visitar ruinas, museos y restaurantes. A separar la Atenas clásica, de la Atenas herencia del imperio otomano. El final fue un asombroso concierto en la Acrópolis con Herbert Von Karayan y la Orquesta Sinfónica Real de Grecia, haciendo que Bach cubriera con su música las ruinas más significativas de nuestra civilización. Sentado en el suelo, apoyado en una piedra, mirando alternativamente el cielo y el Partenón, sentí, mucho más de lo que pensé, que no era

yo quien estaba ahí. En realidad era sólo un destello de conciencia, tan breve y fugaz como lo fueron los destellos de quienes en ese mismo sitio, 2500 años antes y buscando las mismas respuestas que seguimos buscando, dejaron una impronta que se continuaba en mí y que se hacía evidente, en esa noche, mientras escuchaba a Bach y sentía la oceánica embriaguez de estar vivo.

VI Regresar es otra cosa. La sorpresa que todo lo subordina desaparece y deja espacio para los verdaderos descubrimientos. Rehacer un camino, como el que yo rehice junto a Catherine para llegar al 12 de la Avenue de Versailles, fue como ver por primera vez, pero ahora con ojos sosegados, los detalles que antes se devoraba la emoción. Todo parecía en su lugar. Era como lo recordaba, pero mucho más hermoso. Nunca había visto ese picaporte, ni aquel balcón y mucho menos ese trozo de muro medieval incorporado a la construcción. Ahora todo volvía a comenzar. Le pregunté a Catherine: - ¿Tú crees que todo lo que vivimos no es sino un comienzo? - ¿Has oído hablar de Heráclito?, inquirió pedagógica la princesa. - En Argentina no hacemos otra cosa que hablar de Heráclito, cuando no estamos hablando de fútbol estamos hablando de Heráclito, respondí traicionado una vez más por el humor. - Me lo figuraba, desde que te conocí supe que era así, dijo fascinada de ver que mi tendencia al desvarío no había sido quebrada por los embates amorosos del obispo ortodoxo. - Verdad –juré- mi madre cuando llegaba a casa lo primero que preguntaba era ¿de qué están hablando de fútbol o de Heráclito? - ¿Y ustedes? - Nosotros a coro, de fútbol Amandita, de fútbol. - ¿Era verdad? - No, pero ella odiaba perderse las conversaciones sobre Heráclito.

Y reíamos, reíamos de todo, incluido el propio Heráclito, quien en la versión que fuimos elaborando terminó siendo un viejo desmemoriado que nunca encontraba el camino al río y siempre terminaba bañándose en cualquier parte. De ahí su peregrina afirmación de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Con lo cual, concluíamos, se hacía evidente que las posturas filosóficas eran producto de distracción, error, casualidad o simple senilidad como en el caso de Heráclito. O interpretación, acotaba sutil Catherine, alguien pudo escuchar al vejete diciendo que no se podía bañar dos veces en el mismo río y elevó una queja de carácter puramente higiénico a premisa filosófica. Nos fuimos conociendo mientras explorábamos Paris. Finalizado el trabajo, nos dábamos cita en una estación del Metro distinta cada día y de allí partíamos en una tarea de rastrillaje minucioso, pero no obsesivo. A veces nos bastaba una casa, una calle o la disposición de un banco o un farol junto a un árbol, si luego aparecía un bar que nos atraía podíamos terminar la noche allí conjeturando sobre lo visto y construyendo en un juego dialéctico lo que no habíamos visto. Con el tiempo confundo cada vez más lo que vi con lo que imaginé y vivo saturado de paisajes sobre cuya existencia real no podría dar fe. Tampoco estoy seguro sobre cuál es el instante en que uno realmente incorpora definitivamente el objeto descubierto: si cuando le ve, si cuando lo transforma, si cuando lo recuerda transformado. Sí he comprobado que una vez transformado se sigue transformando continuamente. ¿Qué parecido real tiene ese objeto dinámico en nuestro interior con el objeto estático que lanzó el proceso? Generalmente ninguno, basta regresar a los árboles y a los inmensos y luminosos patios de nuestra niñez, para darse de narices con arbustos y mezquinos rectángulos oscuros. Pero ese no era aún tiempo para evaluar la cosecha. Y aunque el sembrar y el recoger se suceden invariablemente, durante la juventud ambos movimientos se transforman en uno solo que se devora a sí mismo para alimentar la insaciable necesidad de respuestas. Vivíamos y honrábamos el presente como si el pasado y el futuro no estuvieran allí. Era nuestra pequeña apuesta por la eternidad. Valía la pena, encajábamos como piezas de un rompecabezas.

Esa noche, en La Coupole, Catherine quiso conocer los detalles de mi experiencia en Grecia. Las piezas de un rompecabezas no pueden mentirse, a menos que quieran dejar de ser lo que son. Dilaté el relato hasta que terminada la primera copa de Saint Emilion me lancé al ruedo enarbolando historias y fantasías, con una libertad que en Rosario, con Ana María, me hubiese costado soportar su desconsolado llanto, y recibir un sillazo en la cabeza y una severa condena social de parte de toda la ciudad, que en pocas horas estaría al tanto de mis perversiones. Sería condenado sin duda y sin que nadie se tomara el tiempo de pensarlo dos veces, a cadena perpetua por malas intenciones. Catherine parecía más interesada con mis reflexiones que con las historias propiamente dichas. Asentía, sonreía, escuchaba como si perder una sola palabra la privara de comprender el conjunto. -¿Lograste ver al chico y a la chica que te ofrecieron en Atenas?, interrumpió con más curiosidad que morbo. - Espié, pero estaba tenso. Me temblaba todo el cuerpo, era un cóctel de sobrexcitación y terror. - ¿A qué tenías miedo? - A mí mismo naturalmente. - Es la sensación de estar frente a una puerta cerrada. - Con el picaporte en la mano y sabiendo que la puedes abrir. - Miedo edénico. La puerta es el árbol del bien y el mal, acotó académica para luego cambiando el tono agregar risueña: - ¿Y qué le pasó a mi Adancito pampeano? Trate de traducir al francés una expresión argentina que reflejaba con exactitud mis emociones, creo que no fue muy feliz mi traducción de “Me cagué en las patas” (1) porque a Catherine se le atragantó el vino, lo que se tenía bien merecido y la confesión debió ser momentáneamente suspendida. Desde que una tarde se cruzó con nosotros un señor con una sola pierna y Catherine me dijo: voilá un unijambiste y yo de inmediato desafiando la Real Academia Española inventé la palabra unipiernista, no habíamos tenido otra sesión tan rica en logros lingüísticos como esta de La Coupole. En efecto, Grecia y mis confesiones quedaron suspendidas en beneficio de un profundo intercambio cultural sobre esta escatológica forma argentina de expresar el miedo. Luego de aclarar que las patas

eran las piernas y no las tartas que estaban sobre la mesa, llegamos a la conclusión de que escatología y miedo tenían un matrimonio bendecido por la fragilidad de los esfínteres y que mi expresión había sido, una vez más, feliz y exacta. (1) Patas en castellano por piernas. En francés “pate” es masa de pan

Después de mi madre Catherine era la mujer que más elogios me había dispensado, en poco tiempo se había ganado un cómodo y honroso segundo puesto. - Nos quedamos en “chier dans son froc”, dijo intentando vanamente traducir el más visual “me cagué en las patas”. - Todo quedó ahí. Salí a cenar temblando de miedo y muriendo de ganas de encontrar la pareja. No estaban o estaban trabajando con alguien menos complicado que yo. Al regresar era otro el recepcionista y por su trato imaginé que ya le habían hablado del asceta de la habitación 29. Me encerré, tome un valium y dormí. Eso fue todo. - Eso no fue todo –dijo Catherine- todo es lo que no ocurrió en la realidad pero pasó por tu cabeza. Eso fue todo. - La verdad es que no hablé más de dos minutos en total con el recepcionista, lo demás estuvo a cargo mío. - Ahora la pregunta petit Adán: ¿hubieses querido que entrasen a tu habitación sin aviso previo? Quedé mudo, miré la mesa contigua como sintiéndome descubierto. Debí recordar que estaba en París y con Catherine y que además era una pieza del rompecabezas con responsabilidades ineludibles para salvar el sentido del juego. Levanté mi copa de vino, pensé: que rápido se acaba debo pedir otras dos, miré a través del cristal y allí, agazapado tras la copa la fui bajando lentamente mientras decía, con una sinceridad que me hizo correr un breve escalofrío por todo el cuerpo: - Por Dios que es exacto, claro, clarísimo, ahora lo veo, es trasparente, hubiese querido que entrasen sin que mi voluntad interviniera. De ese modo era una víctima y las víctimas no tienen culpa. Con la cartesiana princesa de Chambord era imposible quedarse en la superficie. Acostumbrado a los reclamos de las novias adolescentes,

disfrutaba el placer poco usual de sentir un crecimiento compartido. Sentía, además, que comenzaba a merecerlo. Con la tercera copa de Saint Emilión, esta vez acompañado por lo que los franceses llaman secamente un sándwich camembert, llegó Constantino de Levadia. Así decidí llamarlo esa noche pues de esa forma agregaba el encanto de sentir que teníamos entre nosotros, por lo biensonante de su nombre, a un personaje de Stendhal. - ¿Qué te desconcertó de la conducta de Constantino?, dijo más sherlockholmiana que etnológica la princesa. - Que me besara en la boca, respondí con ánimo lúdico. - ¿Y te emocionó? Esta mujer era imposible, jamás reaccionaba como la especie que yo estaba habituado a tratar. Debía haber dicho ¡cómo!, ¡qué!, ¡imposible! Cosas así, cosas que evidenciaran que cualquier duda sobre mi virilidad era inadmisible. Pero no, preguntó si me había emocionado. Desde mi óptica aún provinciana tenía el carácter de una abominable injuria. - Catherine por Dios, no me besó ni en la frente. - ¿Te estás lamentando? - No. Nunca. Hasta que lo dije hace un instante jamás había pensado una cosa así. - ¿Y ahora que rompiste el tabú y lo dijiste, te lamentas? Relato y diálogo habían transformado a Catherine en una interlocutora aguda que mezclaba la supuesta sabiduría de Freud con la evidente impiedad de Torquemada. La Coupole había dejado de ser el sitio acogedor y estimulante, donde bebíamos Saint Emilion, para transformarse en un inmenso laboratorio psicoanalítico, en el que se me administraban moderadas dosis de cicuta. ¿Sería esa la manera francesa y civilizada de expresar los celos? ¿Me estaba castigando? Parecía no saber que ningún hombrecito de 22 años, que cree haber deslumbrado a su compañera con una seguidilla de erecciones felices y un par de malabares sexuales de pacotilla, puede aceptar que duden de sus inclinaciones. Yo no era una excepción. Mi ventaja es que lo que pensaba era incapaz de decirlo y ese silencio expresaba una madurez exterior, que no se compadecía de mi agitada tormenta interior. - No. ¿Cómo se te ocurre?, dije procurando mostrarme sereno.

- Pasó por mi cabeza. - No, no lo lamento, dije algo más aliviado, quizá por el efecto de la cicuta. - ¿No pensaste que lo de Constantino podía ser una modalidad cultural distinta? - Eso pensé, pero Franco y señora, que eran mucho mayores que yo, insistían tanto en que se había enamorado de mí, que comencé a dudar. - ¿Te asustaste? - No porque tenía la sensación de estar de paso, todo lo que pasaba allí, en realidad no pasaba. Era una realidad prestada. Eso es lo que sentía y además… - Además –dijo Catherine- allí no estaba el ojo de Dios para castigarte. - Es verdad, el ojo de Dios se quedó en Rosario. En Levadia no había una sociedad que me juzgara, no había pasado, ni futuro, no había familia, ni amigos. En cierto sentido estaba solo. Era libre. - ¿Te asustaba serlo? - Creo que me cargaba de erotismo. Esa sensación de falta de límites es realmente erotizante. - De ahí el éxito, el erotismo es como un imán, se transmite y tú lo transmitías. - Nunca tuve ese imán en Rosario, confesé sin vergüenza - El ojo de Dios neutraliza esos imanes, no gusta de la libertad. De ti esperan que no pases el límite. De otro modo eres un ejemplo terrible. - ¿Cuándo regrese todo volverá a ser igual?, pregunté con tono filial a la princesa de Chambord, Torquemada y Freud. - Eso depende ti, respondió tiernamente, mientras me miraba con la cabeza inclinada, ya despojada de títulos nobiliarios, inquisitoriales y psicoanalíticos Luego me acarició la cabeza, me beso ambas manos, golpeó contra el mío su vaso de vino y logró que La Coupole volviera a ser La Coupole y que los fantasmas, que minutos antes había refregado contra mi nariz, se fuesen a pasear por Paris o se regresasen a Grecia. Catherine ponía sobre la mesa mi mundo interior con la misma facilidad con la que desplegaba un mantel. Ahí estaba yo, desnudo,

desamparado, mirándome en un espejo en el que nunca me había visto. Tenía ojos de cartógrafa para los límites y sabía cuándo y cómo poner fin a la tempestad. También sabía premiarme. Catherine festejaba mis avances, yo, mucho más elemental, trataba de sellar algo que creía una reconciliación. Siempre resultaba una noche inolvidable. Luego de la tormenta en La Coupole tomamos el último metro para Place des Vosges. “Es deslumbrante, un París diferente”, decía la princesa. Y luego, cuando comenzaba a relatar la historia, ambos quedábamos atrapados como si el mundo sólo se hubiese reducido a ese espacio y el tiempo sólo fuera el del relato: “era la plaza preferida de los duelistas y el 12 de mayo de 1627 allí, ves, allí, bajo el número 21, donde vivía el cardenal de Richelieu, se batieron a duelo, para desafiar la ordenanza real que los prohibía, el conde de Montmorency y el marqués de Beuvron acompañados de sus segundos, uno murió, otros huyeron a Inglaterra y el conde de Montmorency fue condenado a muerte y decapitado. Y en el 11, allí donde están los geranios, vivía Marian Delorme una famosa cortesana que según chismes de la época solía visitar a Richelieu vestida de hombre, parece que el religioso para que no se impresionara con el púrpura cardenalicio se ponía un hábito de satén gris bordado de plata y oro y que le pagaba el equivalente al precio de sesenta pistolas”. Y las historias y las especulaciones continuaban hasta regresar al departamento donde Catherine, según el rigor de la jornada, proponía o no un champagne helado y yo afilaba uñas y fantasías para demostrarle que los argumentos sexuales de su Adancito pampeano eran muchos, variados e indiscutibles, sobre todo indiscutibles. Esa noche en la que ya en La Coupole me habían decapitado como al conde de Montomorency, me porté, como supuse lo haría el cardenal de Richelieu cuando recibía a la irresistible Marian Delorme. No pude ofrecerle a Catherine el equivalente a 60 pistolas, pero supongo que mi excitación azuzada por tantas horas de purgatorio y mi cara de felicidad por haber accedido al cielo, habrán sido suficiente recompensa. La mañana siguiente, sábado, desayunamos con Mozart como siempre y con sol, como de vez en cuando. La princesa, ahora en su papel de

meteoróloga, supo que el tiempo era apropiado y preguntó, mientras yo asociaba el olor del café con la música de Mozart: - ¿Cómo era el obispo ortodoxo? - Más gordo que Richelieu, con el pelo más largo, con una barba enorme, sin la sotanita gris y con un bastón del que nunca se separó, además sospecho que no hubiese recibido a Marian Delorme en su habitación. - ¿Qué te dijo? - Algo en inglés sobre la Argentina, luego dijo que Onassis había vivido en la Argentina y yo le respondí que Onassis se había nacionalizado argentino. Luego de un silencio asiéndose a la carnecita de mi fémur me pregunto si me gustaba María Callas. - ¿Cómo te agarró el fémur? - Como alguien que compra un hueso en la carnicería y lo agarra para llevárselo. Para colmo yo estaba en shorts. - ¿Qué pensaste? - Nada, su mano regordeta y anillada sobre mi pierna blanca y raquítica me parecía graciosa. - ¿Cómo te liberaste? - El calor era insoportable y le hice señas que quería asomarme a la baranda. Simplemente me soltó. - ¿Y te alejaste? - Era casi imposible alejarse, el barco estaba atestado, seguí la conversación lo más lejos posible del alcance de sus manos, por desgracia un vaivén del barco le permitió posarla nuevamente sobre mi pierna, esta vez ensayó la caricia. La enfermera sudafricana que me había salvado de la insolación miraba azorada la escena y no queriendo atenderme ahora por violación obispal comenzó a gritarme, única forma de comunicación posible ya que la orquesta sonaba con estridencia: come here, Guillermo, come here. Zafé de la zona erótico-religiosa y me senté bajo los pechos protectores de la Cruz Roja. - ¿Fue todo? - Hubo dos o tres roces más pero salí ileso y sin faltarle el respeto a la iglesia de Oriente que ya bastante había tenido con la Cruzada que mandó el Papa contra Constantinopla.

Hicimos compras para almorzar en casa. Era uno de esos días que uno no quisiera que terminen. A menos que ocurra algo como pareció que iba ocurrir hacía el mediodía cuando la salsa estaba lista, los escalopes debían freírse y acabábamos de descorchar una prometedora botella de Cote du Rhone. . ¿Porqué nunca me preguntaste por Kim?, dije tomando la delantera a lo que inevitablemente ocurriría. - Grrrrrr, dijo riendo Catherine - Te da rabia, afirmé haciendo una dolorosa regresión a mi adolescencia y a los noviazgos superados. Catherine se quedó inmóvil, debió decir “eres imbécil o te haces”, pero sólo preguntó: ¿Por qué habría de darme rabia? Y me lapidó con la sonrisa más tierna de su repertorio. Era evidente que yo aún no había asimilado la batalla de La Coupole y una parte de mí clamaba venganza. Y fue esa parte, esa estúpida parte mía la que dijo: - Lo que pasa es que estás celosa y no lo quieres admitir. Por un instante desee con toda mi vida ser Catherine para poder castigarme en el mismo nivel en el que me estaba comportando. Como era imposible me quedé aterrado esperando su respuesta. Sabía que sería demoledora, Torquemada y Freud volverían a asociarse y me castigarían hasta dejarme sin aliento. Y fue así, Catherine dijo con una expresión que no le conocía: - Otra vez te equivocaste, esas copas son para vino blanco, mejor saca las otras que están en el armario de arriba, busca bien tú sabes cómo encontrarlas. Es verdad que yo sabía como encontrarlas, pero había que hacer un esfuerzo, las otras me quedaban más a mano. Estaban en el lugar exacto en el que siempre habían estado en el armario de mi casa. Sabía que no eran las adecuadas, sin embargo los atavismos de una cultura no se diluyen con facilidad. Parecen desaparecer pero en verdad están agazapados, cuando no disfrazados con el traje vistoso, prendido sólo por alfileres, sin costuras, ni botones, de las nuevas adquisiciones. Mi idiota interno, el que había equivocado las copas, parecía controlado pero no encontraba las palabras con las cuales rearmar la relación. Sólo había que gritar: “SOY UN CRETINO”, pero para eso se necesitaba la misma fuerza que para evitar cometer los errores

cometidos. Era evidente que mi razón, cuyo comportamiento era impecable, estaba varios puntos por encima de mis turbulencias emocionales. Me aconsejé: si piensas bien y obras mal quiere decir que necesitas una mordaza. Me senté a la mesa con la servilleta cubriéndome la boca, Catherine, que nunca parecía sorprendida, me dijo: - ¿No te gusta mi comida? Yo sé que a veces te cae mal pero al final tu pancita y tu almita gauchescas todo lo digieren. No es fácil acostumbrarse a los nuevos alimentos, si fuera por uno seguiría tomando la teta. Pero no dijo teta, dijo “nichon” que es teta en francés pero que a mí me sonaba a sepultura y gracias a esa gloriosa teta francesa, con sabor a cementerio, me pude sacar la mordaza, dejar al idiota emocional de lado e internarme en uno de esos laberintos lingüísticos de los que tanto gozábamos. - No es serio llamarle “nichon” a la teta, dije con convicción. - A mi me parece menos serio llamarle teta al nichón, replicó una Catherine recuperada para el juego y el amor. - Veamos aplicaciones prácticas: ¿cómo le llamas a una teta enorme? - Un gran nichon. - Demasiado previsible, escucha y evalúa: una tetaza o un tetón o en el colmo de la poesía: una tetonaza. - Una teta grande puede ser masculino - La teta tiene parte en la vida de los grandes hombres y puede ser femenina, masculina o lo que se le dé la gana. En cambio un “nichon” siempre será un nichon. - Lamento comunicarte que “nichon” es masculino. - Es decir que la teta francesa es una teta cautiva de un género. ¿Te parece justo que una teta no pueda definirse a sí misma? Y Catherine rendida ante las evidencias o quizá pedagógica hasta el límite bajó la cabeza aceptando la superioridad de la teta y, cambiando bruscamente de tema dijo: - He visto danzas coreanas y son bellísimas. - Si, son muy estilizadas, contesté un poco desconcertado por la brusca variación y desilusionado de verme apartado de un tema tan variado como la teta. - ¿Kim bailaba profesionalmente?, preguntó.

- Era parte del cuerpo de baile de su universidad y entrenaba tres horas por día. - Y además se ocupaba de temas de Naciones Unidas. - Si, le preocupaba la situación de la mujer en Corea. - Es más de lo que se puede pedir a una mujer oriental, ¿fue eso lo que te atrajo de ella? Guillermo no puedes ponerte idiota, me repetí antes de contestar, no uses argumentos subdesarrollados, no te está peleando, sólo te quiere conocer, ¡Guillermo!, ¡Guillermo!, idiota, cállate, pero era demasiado tarde, y el argumento idiota dijo presente: - No me atraía, sólo me llamaba la atención, me acerqué como amigo, porque la veía muy sola, incluso creo que no sabía como desempeñarse en la Conferencia. - Me imaginé –dijo una Catherine aparentemente satisfecha- tú siempre te has ocupado de viejitas y desamparados. - Bueno, tampoco era un paria, acoté con el amor propio natural de quien no anda recogiendo desperdicios. - Pero si no hubiese sido por tu ayuda seguramente la pobre Kim la hubiese pasado muy mal, a lo mejor hasta se le olvidaban los pasos de baile, remarcó con esa cara de piedra dulce que me desconcertaba. - Catherine no juegues con el subdesarrollo, le dije en el único arranque de inteligencia de las últimas 48 horas. - Está bien, pero tú no me trates como a subdesarrollada. Di, vi una coreana guapa, me gustó y me le acerqué. Es normal. - Después del obispo hasta Golda Meir me hubiese parecido guapa. - Entendido. Necesitabas reafirmar tu masculinidad luego del obispo y ante la presencia inquietante de Constantino. - Nunca pensé eso. - Es que uno no piensa me acosan un obispo y un levadiense, tengo que conquistar una coreana. Simplemente actúa. - Y según tú actué como conquistador. - Eso creo. - ¿Y tú que sientes?, dije en el segundo arranque de inteligencia. - Siento que los hombres y las mujeres somos muy diferentes. La biología nos condiciona. Ustedes andan obsesionados por poner su semillita en cualquier parte, nosotras nos preocupamos por

crear condiciones adecuadas para el caso de que esa semillita prospere. - Entonces el amor es imposible, dije con un principio de angustia. - El amor es otra cosa. No lo confundas con el enamoramiento, ni con la distribución de semillitas. - ¿Y nosotros en qué estamos?, pregunté mientras me imaginaba sacudiendo el pene por campos recién arados. - Nosotros estamos pasando de un enamoramiento de los sentidos a una etapa de reconocimiento recíproco que, como te habrás dado cuenta, no es nada fácil. - Carajo con la francesa, exclamé mientras abrazaba a Catherine como si quisiera cerciorarme que ese fantástico ser humano todavía era parte de mi vida. Nos quedamos así un largo rato, estáticos, inmóviles, como si fuésemos un solo cuerpo y como si todo en nuestro derredor se hubiese vuelto aterradoramente frágil. Luego, lentamente, guiados por una fuerza que estaba más allá de nosotros, nos incorporamos y en silencio, como si entre ambos estuviésemos llevando un objeto extremadamente delicado, recorrimos el tramo que nos separaba del dormitorio, allí, sin decir palabra, con gestos mínimos y delicados, nos aplicamos para encontrar, en el lenguaje del cuerpo, aquellas respuestas que jamás surgirían con el sólo ejercicio de la razón. Sólo volvimos a hablar de Grecia para condimentar nuestros duelos lingüísticos o para asignar nuevos e imaginarios papeles a quienes ya habían ingresado como personajes a nuestra vida, así el obispo pasó a ser mozo en La Coupole, clochard bajo los puentes del Sena y regenta de un lupanar de la calle Saint Dennis, Kim abandono el baile para dedicarse a la filatelia, Sultana se convirtió en una exitosa frutera y Constantino en un agente de viajes que solía aparecer en televisión aconsejando visitar el Monte Parnaso. El rompecabezas había crecido pero sus piezas seguían encajando a la perfección. Ahora debía enfrentar la prueba de la separación. Los días se nos escapaban de entre las manos, apenas nos quedaba tiempo para un viaje a Vouvray, una visita a Chambord, una noche en Les Halles, en suma un maldito recorrido sentimental, planificado, en este caso, por el idiota común que había nacido del miedo de separarnos.

La Iglesia nos salvó de este peregrinaje masoquista, efectivamente una mañana, luego de haber decidido que ir a Notre Dame era más importante que ir a trabajar, iniciamos un detallado recorrido por ese incomparable monumento. Nuestro interés atrajo la atención de un individuo llamado Marcus que, luego de relatarnos que Notre Dame de Paris había sido consagrada al culto de la diosa Razón el 20 brumario del año II, en cristiano el 10 de noviembre de 1793 y que en el lugar del altar se había erigido un montículo con los bustos de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Franklin, nos reveló, poniendo la cara más esotérica que he visto en mi vida, que esta iglesia es un libro jeroglífico cuya lectura está reservada a los iniciados. Para colmo fue mi tocayo Guillaume de Paris, quien siendo un alto maestro de los misterios, mandó construir la fachada de Notre Dame y allí se pueden encontrar los caminos que conducen a la verdad. Durante una semana buscamos toda la literatura existente sobre el tema y regresamos cada día puntualmente a Notre Dame para comprobar las fantásticas historias de Marcus. No teníamos intención de hallar el camino hacia la verdad, pero nos fascinó descubrir en Victor Hugo la afirmación de que “Notre Dame es un satisfactorio resumen de toda la ciencia hermética”. No logramos hacer ningún hallazgo pero si logramos que mis últimos días en París transcurriesen sin que nuestras cabezas estuviesen pendientes del almanaque. Aún estaba lejano el tiempo en el que un falso paludismo se interpondría definitivamente entre nosotros. A pesar de Notre Dame el día llegó. Esa tarde debía partir hacia Barcelona abandonando una intensa vida de 40 días. Toda una vida. Mi vida. En ese momento pensé que era la vida que siempre había querido. Hicimos promesas y nos mantuvimos firmes y silenciosos hasta el último llamado para embarcar. En el avión me ajusté el cinturón de seguridad, comprobé la indiferencia de quienes me rodeaban y silenciosamente, mientras oía la aceleración de las turbinas, abrí el libro de Baudelaire que Catherine me había entregado con su último abrazo y leí: “No importa lo que ocurra, eres lo mejor que me ha pasado en mi vida”.

VII Lo mejor que le había pasado en la vida a Catherine llegó a Barcelona con su libro de Baudelaire bajo el brazo y recibió el primer golpe de la realidad cuando el grupo de recepción le dirigió palabras que le era imposible comprender. ¡Carajo me olvidé el español!, No puede ser, ¿qué dicen? Y el grupo continuaba con su formal letanía jeroglífica en la que algunas palabras eran reconocibles pero el resto inalcanzable. Un minuto después el oscuro discurso de bienvenida se volvió diáfano. El español volvió a ser español y el joven becario enamorado comprendió que lo habían recibido en catalán y que esa era la forma revolucionaria de protestar contra el imperialismo cultural del castellano impuesto por Francisco Franco: - Creí que me había olvidado el español, confesé justificando mi espléndida cara de estúpido del primer contacto. - Eso se llama castellano, debes decir castellano no español, sobre todo en Cataluña. Aquí hablamos catalán aunque le pese al miserable. El miserable era naturalmente el Caudillo. No era necesario que me explicaran el por qué, nieto yo mismo de Manuel Antelo, un sólido español de Galicia, pertenecía a una familia anticlerical y antimilitarista que detestaba a Franco con tanto entusiasmo como los propios opositores españoles. Durante mi infancia escuché hablar de Franco, Hitler y Mussolini como de demonios encarnados y, con la frescura de la edad, los consideraba tales e imaginaba en ellos deformaciones físicas que generalmente no solían coincidir con las fotos que veía en los diarios. Luego de enterarme, gracias a una instructiva película sobre el conde Drácula, que los vampiros no se reflejan en el espejo, colegí que los rasgos demoníacos de estos dictadores se volvían invisibles en las fotos y solía pasarme horas con una lupa tratando en encontrar evidencias con las cuales sorprender a mi familia y porqué no al mundo entero con un hallazgo que delatara y desnudara a estos asesinos. Estaba convencido que si la gente pudiera ver sus verdaderos rasgos todo volvería a ser como debía ser, que no sabía exactamente como era, como tampoco lo sé en la actualidad, pero que podría parecerse un poco a la forma como vivíamos en mi casa, donde los gritos y las peleas estaban desterrados y cada uno hacia lo que quería, incluso Albina, nuestra cocinera, o

especialmente ella que cocinaba según el humor con que se levantaba y nos dirigía la palabra cuando se le daba la gana. Gracias a Quevedo, Pío Baroja, Azorín, Valle Inclán y sobre todo a Ortega y Gasset, España, esa España invertebrada, era parte de mi vida, y ésta se sintió desgarrada cuando a los 17 años leí “La Forja de un Rebelde” de Arturo Barea. Sus relatos de las terribles carnicerías vividas durante la guerra civil y particularmente los mensajes de sus transmisiones radiales en un Madrid sitiado por el fascismo me enardecían y sólo lamentaba no haber podido luchar por la República. Tan pronto mis anfitriones catalanes hubieron constatado mis credenciales democráticas y tomado disimulado examen a mis convicciones y lealtades, creció entre nosotros uno de esos afectos imprevistos y tempestuosos que era imprescindible, estábamos en España, carajo, celebrar constantemente con almuerzos y cenas generosos en vinos y comidas. - Mañana te esperamos a almorzar en casa. - ¿A qué hora? - A las cuatro hombre, a las cuatro. Luego de cenar en Paris a las 6.30 de la tarde, almorzar a las cuatro requería un proceso de adaptación que, debo admitir, no me costó más que el asombro inicial. Me fascinaba prolongar la sobremesa hablando pestes de Franco y descubrir que antes que nos hubiésemos levantado del almuerzo comenzaban los preparativos para la cena a la que no estaba invitado, pero a la que era convidado tan pronto me levantaba con la intención de retirarme. Los argumentos eran variados y contundentes: “¿Dónde vas tío, no ves que en la calle débil y mal alimentado como estás te pueden asaltar?” “De aquí nadie sale hasta que se acabe el vino.” “Una caridad hombre, ayuda a esta pobre gente a comer lo que les sobra. ¿No ves que se pueden enfermar?” “El que se marcha es franquista” Sensible tanto a la buena comida como al espíritu gregario de los españoles nunca pude repetir un “me tengo que ir”. El proceso de alimentación, no sé de qué otra forma llamarlo, comenzaba a las cuatro y terminaba, con suerte, a la medianoche. De ahí regresaba caminando hasta mi pensión para intentar, por lo general infructuosamente, que mi estómago no me torturara por los excesos

cometidos. No pocas veces la locuaz dueña de la pensión, a la que bauticé como la Andaluza Insomne, me recibía por las madrugadas con un -Venga hombre que bueno que ha llegado, no se irá usted con hambre a la cama, no va a decir luego que pasó hambre en Cataluña y menos pasaría en Sevilla que esa es mi tierra, tiene que probar este...... Y una vez era jamón, otra cantinpalo, otra alguna especialidad de Andalucía o un queso desconocido o una berenjena en escabeche y por supuesto un vaso de vino. O dos. Y luego era imposible no conversar con esta andaluza encantadora, aunque ligeramente franquista que insistía, totalmente convencida, que si no iba a Sevilla es como si nunca hubiese estado en España. Y tras escuchar la infaltable afirmación: “ya verá usted allí lo que es un buen gazpacho”, me iba a la cama con las primeras luces del alba. Nunca antes y sólo nuevamente en España después, llegué a sufrir el martirio de tener que comer el tamaño de mi hambre multiplicado por tres, cinco, ocho, dependiendo de los días y de la generosa voluntad de mis anfitriones. En una ocasión me rescataron de una casa donde ya había cenado, para llevarme a otra donde habían preparado una cena para mí. Esa noche dormí sentado, luego de haber ingresado a la pensión casi subrepticiamente aterrado por la posibilidad de que la Andaluza Insomne me atacara con una paella o un bocadillo de jamón. Para poder resistir los embates gastronómicos de España sólo tomaba una taza de té digestivo por la mañana y no probaba alimentos hasta que se iniciaba la cotidiana maratón gastronómica a las cuatro de la tarde. La información de mi antifranquismo se había corrido discretamente entre los miembros de la asociación pro Naciones Unidas que me recibía y todos se disputaban el placer de poder hablar mal del Caudillo de España por la Gracia de Dios con un extranjero. La vida en Barcelona me dejaba poco tiempo para la nostalgia, a menudo trataba de imaginar cómo reaccionaría Catherine, tan ordenada y reservada, ante esta tempestad de afectos. Curiosamente debo admitir que no he logrado recordar los nombres de mis anfitriones. Recuerdo sí, las comidas, el ambiente y la amenazadora presencia de la Andaluza Insomne atacándome con un plato siempre rebosante, pero no los nombres y muy poco las caras.

Venía de un mundo de emociones controladas y donde cada palabra podía ser largamente justificada por una disertación casi sin fisuras. El mundo de ahora, ahogado en una dictadura perversa, privilegiaba los sentidos, daba permiso a las emociones y se preocupaba más por la forma en que algo se decía (siempre que no se tratase de Franco) que por el contenido propiamente dicho. Aquí podía dar rienda suelta al animal emotivo y afectuoso que había en mí, pero no podía gozar de mi faceta lúdica que amaba jugar con las palabras y crear mundos imaginarios. Una noche, en el barrio gótico, descubrimos una exposición de Dalí. Allí sentí casi como un dolor la ausencia de Catherine. Pensé que era extraordinariamente parecida a Gala, la mujer que Dalí enamoró cubriéndose de boñiga la cabeza y la cara. Su respuesta a esa ridícula búsqueda de atención, se parecía mucho a las respuestas con las que Catherine solía calmarme. Menos escatológico y menos audaz que Dalí, sólo me cubría con mi desamparo. Catherine sabía oler el desamparo masculino, lo intuyó aquella noche en Chambord y se adelantaba con delicadeza cada vez que lo veía reaparecer. Poseía el consistente instinto que las hembras han perfeccionado en miles de años para servir de amparo y protección a la vida. El juego exige que quien ampara satisfaga el ego de quien es amparado y por ello deben cambiarse simbólicamente los roles. Esa es la única razón por la cual las mujeres, incluida Catherine, permiten que se las califique de sexo débil. Dadas las condiciones políticas, las actividades de una asociación pro Naciones Unidas no podían ser muy profusas y por lo tanto mi estada en Barcelona fue un espléndido paseo turístico. El tramo Barcelona–Madrid a bordo de un Super Constellation es una experiencia que sigue produciendo ruido una hora después de bajar del avión. Imposible conversar, imposible tener otro pensamiento que no sea el de maldecir el ruido que se ha apoderado de todo y de todos. Sí, por supuesto, se puede comer. En esa España franquista, que estaba descubriendo, lo único que siempre se podía hacer, incluso en el Super Constellation, era comer. Interpreté ligeramente que el comer era para los españoles un sustituto de las libertades cercenadas pero admito que era un error ya que muchos años después regresé a una

España abierta y democrática y todo había cambiado, menos la voracidad para comer y el placer de compartir la mesa. Recuerdo, de esa segunda etapa, haber visitado un viejo amigo devenido ministro y en su imponente despacho, antes de saludarme, me señaló con su dedo índice y exclamó: - ¿Carne o pescado? - Carne, respondí por decir algo. - Entonces señorita –dijo a su secretaria- me reserva ya sabe donde. Luego, volviendo a las formas tradicionales de cortesía y como si hubiese acabado de cumplir un deber ineludible, dijo: - Ahora podemos hablar.

Madrid no era Barcelona. La presencia de Franco se olía como la de una bestia arrastrando carroña. Muy pocos se permitían los excesos de los catalanes. Aunque se bebiese y se riese el espíritu se había replegado mientras los medios de comunicación loaban, con el tedioso lenguaje de las honras fúnebres, los logros de la dictadura. Me acostumbré a ver, en los sitios públicos, la mano de mis anfitriones agitándose hacia abajo para moderar los ya moderados comentarios que yo solía hacer. En privado no ahorraban críticas a la dictadura aunque algunos manifestaran que las ideas de José Antonio Primo de Rivera tenían una prensa, no española, que se había ensañado contra ellas más de lo que lo merecían. No faltaban las referencias al “genio nacional” y a “virtudes castizas” inspiradas en Menéndez y Pelayo que, por ese tiempo de mi vida, me parecían interesantes y nos llevaban a esotéricas conversaciones en las que tratábamos de encontrar qué rasgos de ese “genio nacional” español habían florecido en la cultura argentina. Más de una vez, buscando esas raíces recité, bajo el oído atento de mis anfitriones, versos del Martín Fierro, que, a menudo, eran interrumpidos con comentarios tales como: “eso es del Corán”, “eso es las Sagradas Escrituras”, “eso es de Confucio”. Muchos años después descubrí que las afirmaciones eran ciertas y que José Hernández, el autor del Martín Fierro, era un hombre muy versado que había puesto en boca de los gauchos, debidamente adaptados, sentencias y proverbios que eran parte de la

cultura universal. No era ningún pecado, pero, en ese momento, me irritaba muchísimo pues destruía todo el imaginario que yo había construido sobre la cultura de las pampas argentinas. Construcción disparatada por cierto, pero construcción al fin que, al derrumbarse, agregaba a mi profunda sensación de desamparo cósmico, el aterrador desamparo cultural que me convertía en una indefensa pluma al viento. Quince años después en una habitación de un hotel de Argel, mientras intercambiábamos alcoholes de distintas procedencias para paliar el aburrimiento de la conferencia de UNESCO a la que asistíamos, se produjo, a partir de mi militancia en el peronismo, una conversación que permitió a Rao, rígido hindú de la casta de los brahmanes, entender que le quería decir yo cuando le explicaba, meses atrás, que él, con su solidísima cultura hindú tenía una respuesta preparada para cada situación, mientras que yo, oriundo de un país con tradiciones muy superficiales, debía inventar, cada vez que me enfrentaba a una nueva situación, una respuesta nueva. Y solía agregar, para evitar comparaciones desventajosas entre las culturas hindú y argentina, que si bien la cultura ofrece un marco tranquilizador, a la postre es un obstáculo para la creatividad y para asumir los cambios que acompañan los tiempos que corren. La conversación en esa noche argelina la inició, whisky en mano y dirigiéndose a mí, el irlandés McCall: - ¿A quien quieres más a Perón o a tu papá? - Los quiero igual, respondí con ánimo lúdico. - A lo mejor a tu papá no lo quieres mucho, insistió McCall. - Salvo que no me deja acostar con mi mamá, por lo demás no tengo nada contra él, respondí siguiendo el juego que el irlandés disfrutaba. - ¡Entendí, ahora entendí!, gritó el hindú azorado, sin una gota de alcohol en sus venas, con un triste pepino con yogur flotando en su estómago y olvidando que ahora los que no entendían eran los otros que nada sabían de nuestras diarias conversaciones en París. - Tú –continuó Rao señalándome- has dicho eso sobre tu mamá con tanta naturalidad como si hablases del clima y yo soy absolutamente incapaz siquiera de pensar algo así. No puedo pensarlo. No puedo.

Su último “no puedo” merecía un glorioso carajo de cierre pero tampoco podía eso. Su cultura tampoco se lo permitía. Ignoro si éste “no puedo” de Rao, dicho con tanta vehemencia, era de aflicción o de regocijo. Me inclino a creer, dada su condición de brahmán desde la cual me vería casi como un “intocable”, que su expresión manifestaba regocijo por haber interiorizado, hasta el punto del bloqueo, el tabú del incesto. Los brahmanes acapararon el servicio a los dioses y la transmisión de las tradiciones sagradas desde épocas muy remotas, Rao demostró ser un verdadero brahmán pues, con paciencia, terminó acaparando todo el poder en el trabajo que compartíamos. Era comprensible que así actuara, él había nacido de la boca de Purusha, el origen del universo, y se debía considerar, aunque nunca lo dijo, como se consideran o se consideraban todos los brahmanes: “dioses en forma humana”. Imagino que si él había nacido de la boca de Purusha, yo, pobre bárbaro pampeano con pensamientos incestuosos, debo haber nacido de alguna otra parte que él, naturalmente, no podía ni siquiera pensar. La estada en Madrid era mi última escala antes de regresar a la Argentina y eso me ponía en un estado de ánimo que mezclaba la ansiedad con la euforia. Aún ignoraba que había nacido por un sitio innombrable de Purusha y por tanto mi autoestima seguía elevada. También ignoraba que algunos años después, víctima de la intolerancia y la inmensa estupidez de la extrema derecha argentina, recalaría durante un año en Madrid, con una familia a cuestas, en procura de un trabajo que nunca encontré. Si en el Madrid de Franco todo me pareció sombrío, en el luminoso Madrid democrático, cuya intensidad vital me sedujo, comprendí que la fiesta no era para todos. Los “sudacas” que nos colamos por la ventana, no estábamos invitados y sufrimos el martirio del desempleo acompañado por un diálogo kafkiano convertido casi en letanía: - Si quiere trabajar precisa un permiso. - Me lo puede explicar de nuevo. - Muy simple, para tener un trabajo en España hay que tener un permiso y para obtenerlo hay que tener un trabajo. - Es decir que... - Nada hombre, nada. Así de claro.

Y era realmente así de claro. Se trataba de un NO redondo envuelto en palabras. Algunos mascullaban el galimatías creyendo que tantos años de subdesarrollo sudamericano no les permitía comprender un pensamiento tan refinado. No había nada que comprender. Simplemente no estábamos invitados a la fiesta. No confundiré jamás a ningún pueblo con su burocracia. El pueblo español es el que me rebajó el alquiler del departamento sólo porque tenía un pariente en Chile, ni siquiera en Argentina, el que me prestaba su carro para hacer las compras, el que una noche en una taberna madrileña me dijo: - Hombre que mañana te vienes a Ronda conmigo. - Mi familia llega en una semana, no puedo moverme, repliqué. - Que sí hombre, que te vienes a Ronda que mi mujer quiere conocerte. - Pero si a ti te conozco hace apenas una hora cómo ella puede querer conocerme, decía yo invocando argumentos que no hacían mella en la lógica andaluza de mi flamante amigo. - Verás que sí hombre, yo la conozco a ella y estoy seguro que ella quiere conocerte. No me discutas. Rendido ante evidencias invulnerables a los razonamientos que yo consideraba normales, entraba gozoso a su lógica y brindaba por su hermosa mujer, ya que si ella quería conocerme sin saber que yo existía, era normal que yo supiese de su belleza y hasta de su talento para el gazpacho. Y hasta de esa casa tan guapa que tenéis, agregaba estimulado por el vino y considerando que al fin y al cabo todos tenemos algo de gitanos. La hora de la partida se acercaba y no podía concentrarme en otra cosa que no fuera el regreso. Dormir me era casi imposible y el día señalado estaba absolutamente agotado por la tensión. Todo pareció muy rápido pues no había habido, felizmente, tiempo para inaugurar nuevos afectos. Me depositaron en el aeropuerto de Barajas y libre de la obligación de fingir interés en otra cosa que no fuera mi regreso, deambulé absorto como si estuviera a la espera de una señal, hasta que una voz en los altoparlantes informó:

Aerolíneas Argentinas anuncia la salida de su vuelo 829 con destino final la ciudad de Buenos Aires. En ese exacto instante Europa desapareció. Se borraron repentinamente un año de proyectos y ocho meses de conmovedoras vivencias. Sólo quería volver. No quería volver, quería estar ya. Descubrí que nada me importaba más que mi pequeña tribu, en mi pequeño terruño. Estaba mucho más conmovido que en el momento de la partida hacia la gran aventura africana y europea. No había espacio para otras reflexiones. Ahogado por la emoción abordé el avión rogando a Dios, con quien mi relación era esporádica, poco consistente y contaminada por las dudas, que no se distrajese ni un instante pues ese vuelo de regreso lo había estado esperando aún mucho antes de que supiera que iba a viajar.

VIII El buey solo bien se lame. Es lo primero que pensé una vez instalado en el vuelo 0142 de Aerolíneas Argentinas. La relación entre lo que estaba sucediendo y la monótona vida de los bueyes no es muy clara. Nunca he sido de lamerme mucho. Más bien poco y en privado. De vez en cuando algún dedo con resabios de dulce de leche u otro dedo después de haberlo paseado por anatomías ajenas y deseadas. Pecadillos menores y sin estatus para aparecer en circunstancias tan dramáticas como las que estaba viviendo. Ahora, colgadito del cielo, a diez mil metros de altura, encerrado en una cáscara de lata pintada con los colores de mi país, sentía que todo había transcurrido en un lapso brevísimo. El viaje que fue preparado al calor de espléndidas fantasías y que durante ocho meses trastornó mi precaria visión del mundo, era, en este instante, un insignificante recuerdo subordinado a la ansiedad por el retorno. Los afectos raigales regresaban descomedidamente voraces reclamando su parte. Durante el asombro provocado por los descubrimientos supieron replegarse cautelosamente, ahora, aprovechando la fragilidad del momento, reaparecían demandando, con apetito feroz, toda mi atención. Necesitaba abrazarme a la tribu,

sumergirme en los códigos con los cuales crecí y sentir que ahora mis palabras y mis acciones podían salir a la superficie sin pasar por crueles aduanas interiores o, en todo caso, sólo debería someterme a los viejos controles con las que mi propia cultura me había domesticado. La tormenta interior se agitaba, todo parecía comenzar de nuevo. La inevitable evocación de Heráclito me devolvió a las horas disfrutadas con Catherine. Nuestro Heráclito personal, senil y desmemoriado, fue un ´clic´ que ancló en la tempestad como legítimo representante de los ocho meses durante los cuales exploré, con dolor y gozo, mis propios límites. El whisky ensanchó la ventana abierta por Heráclito y hubo un instante de euforia que hubiese querido compartir con la azafata si ésta, en vez de atiborrarnos de alimentos y de sonrisas prefabricadas se ocupase del alma del pasajero que es la que suele estar en vilo durante un vuelo y para la cual no son necesarios cinturones de seguridad, pero sí oídos y atención. Es lo menos que se puede pedir a diez mil metros de altura, mientras a novecientos kilómetros por hora se regresa a ese sucedáneo del perfecto útero que es la patria. - Señorita su atención por favor – imaginé que le decía. - Si señor es toda suya. - Siéntese a mi lado – mi imaginación se ponía audaz. - Ya sé, no me diga, le alegra volver, pero le entristece partir. - ¿Siempre es así? - mi imaginación reclamaba consuelo. - Siempre que uno ha comprometido sus sentimientos. - Todo es muy confuso ahora. - Todo se pondrá en su lugar. En su país usted vivía, sin saberlo, en libertad condicional, luego experimentó la libertad no condicionada de ser un desconocido. - ¿Y ahora temo volver a la libertad condicional? - Lo teme y lo desea –dijo la azafata ideal. - Lo deseo, quiero mucho a mi gente. - El afecto también limita – respondió cada vez más audaz. - Depende – mi imaginación recordaba a mi madre y a Catherine cuyos afectos arrastraban como locomotoras. - En todo caso no se preocupe, es posible que en un par de meses olvide el viaje y vuelva a disfrutar de la libertad

condicional. Todos lo hacen, al fin y al cabo pretender más es cosa de jóvenes. El vehemente “jamás” que iba a lanzar se chocó con la azafata real que me entregó, a cambio de todas las confesiones que no escuchó, una bandeja con prosciuto italiano, bife argentino y pan español. No era el consuelo que buscaba, pero acompañada por un tinto Don Valentín, tampoco era un consuelo despreciable. La comida y el vino hicieron lenta y entrañable la rebelión de emociones y recuerdos. El estar regresando inmovilizó la razón y liberó al niño y al adolescente. De la penumbra a la que habían sido consignados, retornaron luminosos los inmensos patios de la calle Zeballos y pude sentir, como he sentido ahora mientras escribo, una indestructible continuidad entre el niño que descubría, el adolescente agitado por la desmesura de sus sentimientos, el joven desgarrado y ansioso que retornaba hacia su libertad condicional y, en este instante, el adulto conmovido por haber resucitado, al escribir, emociones que, hasta ayer, sólo lograba verbalizar racionalmente como si se tratara de objetos inertes expuestos en el museo de una vida que fue. No es así, en algún lugar del cerebro, aislado y temido, cubierto de telarañas, hay un prolijo anticomputador sentimental que todo lo conserva y que toma, desde su destierro, puntual revancha por nuestros olvidos. Si una región del cerebro conserva intacto el pasado mediato, es lícito preguntarse si no habrá otra región, de más difícil acceso, que sea el nexo que nos devuelva los hilos ausentes que alimentan nuestro total desamparo cósmico. Los recuerdos, como procesión o jauría, creaban un mundo turbulento donde ángeles y demonios se disputaban el derecho a acompañar mi viaje. Arrinconado en esa extraña vigilia escenas del pasado regresaban para modificarse a la luz de una conciencia cada vez más abierta y menos permisiva. Recordaba y descubría. Creo que Federico, mi hermano mayor, necesitaba sorprenderme. Una mañana, jugando en la cama, me dijo: “mirá como me clavo la tijera”. Y se la clavó despiadadamente en el muslo de su pierna derecha. La sangre, los gritos de Albina y la cara de éxtasis de Fede no han

desaparecido. Más tarde me sorprendió presentando sucesivamente 18 novias oficiales, con sus respectivas familias, a mis desconcertados padres. Cuando pensamos que era una más, se casó. De tanto creer que, fiel a Heráclito, su gusto era la novedad y el cambio, llegué tarde al festejo matrimonial. Mis prolijas rondas por el espacio mágico de la vieja casa me deparaban sorpresas como aquella mañana en la que descubrí, en la mesa de noche de mis padres, un pequeño paquete cuadrado envuelto en papel de celofán. Intenté, sin rasgarlo, averiguar qué contenía. Mis inexpertos deditos descubrieron algo blando, me pareció un aro de jebe e inmediatamente deduje que no era una de las tantas pastillas para dormir que tomaba mi padre y que, por el contrario, se parecía a las argollas que nos daban en los parques de diversiones para ensartar los cuellos de las botellas y ganarnos así un premio. Mi madre, que nunca huía de una pregunta, me explicó que se trataba de una suerte de medicina destinada a evitar las sorpresas. Al menos eso fue lo que comprendí. Lo que no comprendí y tampoco pregunté era porqué había que evitar las sorpresas y de qué modo se usaba esa medicina. Para mí las sorpresas, en ese tiempo, eran Papa Noel, los Reyes Magos, los regalos imprevistos y lo que podía ocurrir en los fantásticos viajes a la Estancia donde vivir entre caballos y perros era mi máxima felicidad. En cuanto a su uso, sólo tenía como referente empírico, de algo que no se tomaba por la boca, a los supositorios Parke Davis Largos para Infantes que era lo que leía en su envase cada vez que me torturaban con uno. Pero eso no era un supositorio, era blando, tenía un agujero al medio, era sí, un evita sorpresas, mi madre nunca se equivocaba, pero cómo y por dónde las evitaba siguió siendo mi obsesivo enigma de muchas noches. Las futuras experiencias con el condón no me desconcertarían como este primer contacto pero sustituirían las dudas por una inenarrable vergüenza. Decenas de veces, ya adolescente, he ingresado a una farmacia con los nervios empapándome las manos y decenas de veces he salido con una aspirina en el bolsillo, en lugar del condón que había ido a comprar. El día que me animé y con una voz que no me pertenecía solicité el objeto deseado, sin mirar la cruz que presidía ungüentos y medicinas,

el farmacéutico, un católico cascarrabias, me espetó indignado: “aquí no vendemos esas porquerías”. “Libertad condicional” diría la azafata ideal del vuelo 0142. Cada noche, ya acostado, preguntaba a mi madre en el cuarto contiguo: “¿me moriré?”, “no Guillermito dormí tranquilo”, “¿soñaré pesadillas?”, “no Guillermito”. Luego, indómito, acurrucado y con la almohada entre las piernas, me sumergía en aventuras fantásticas en las que el niño temeroso de la muerte desafiaba peligros desmesurados. El certificado de eternidad que mi madre renovaba diariamente era una garantía que me convertía en el dueño absoluto de mis noches. El Gordo, mi vecino y amigo entrañable, era víctima de una opresión atroz por parte de sus padres: cada vez que salía tenía que pedir permiso, tenía horarios para regresar y hasta lo regañaban cuando traía malas notas. Un absurdo. Llegué a creer que eso era la esclavitud y varias veces lo insté a rebelarse. Me decía que sí, que claro que se rebelaría, pero sus ocho años de edad siempre se dejaban avasallar por la prepotencia del tamaño. Mis ocho años, en cambio, tenían toda la vida a su disposición. Anunciaba a mis padres, por cortesía, lo que iba a hacer. La palabra permiso no se conocía. Cuando en las heladas mañanas de julio yo salía apenas abrigado mi madre exclamaba: ¡“Que maravilla Guillermito que no tengas frío, yo estoy helada y vos tan campante”! Por supuesto que ante un comentario tan sensato y luego de recibir la cachetada gélida del exterior regresaba y me abrigaba adecuadamente. Libertad condicional pero con privilegios excepcionales, le hice notar a la ilusoria azafata del vuelo 0142. Con las comidas no había problemas, nací y creo que moriré omnívoro y ansioso por los alimentos, pero mi hermano Federico siempre encontraba pelos en la sopa y recitaba su letanía de “me gusta, no me gusta; quiero, no quiero”, y mi madre, tan natural, sin alterarse jamás: “No querés comer Federiquito, no comás”. Y a la noche igual y al día siguiente Federiquito, a quien sentaban enfrente de mí por consejo médico, inspirado en mi voracidad terminaba comiéndose hasta las uñas.

Pero Federiquito se vengaba sobre su hermano menor diciéndome que por haber nacido último iba a ser el último en morirme y que en consecuencia me iba a quedar solo en la bola del mundo y que iba a ser el único boludo. El boludo lo repetía varias veces hasta que yo, angustiado ante perspectiva tan nefasta, gritaba: “Mami no quiero ser el único boludo”. Y mi madre, sin dramas, sin siquiera reprender al terrorista que azuzaba mi angustia, me acariciaba, se reía y era más que suficiente. Yo sabía que jamás podría reír si algo grave me fuese a ocurrir. Alguien que cada noche me daba un salvoconducto para seguir viviendo nunca permitiría que yo fuese el único boludo. Mi preocupación era la soledad, no la boludez. Esta me era indiferente. Por esa época era para mí, no para Federico, un concepto referido exclusivamente al globo terráqueo. Mi hermano gozaba con la inocente interpretación y con los pedidos de auxilio. Mi voracidad alimenticia tomaba revancha por mí y, sin pensarlo, ni siquiera imaginarlo, lo obligaba a comer aún lo que más detestaba. Libertad condicionada para ambos por mutua dependencia, aseguró la azafata. Más allá de eso vivimos muchos años pendientes el uno del otro con más complicidades que peleas. Una tarde decidimos organizar una pequeña fogata en la terraza. No era lo más aconsejable, pero uno no puede jugar a los pieles rojas sin prender una fogata. El fuego consumió un enorme depósito de muebles inútiles que teníamos al aire libre y de pura timidez, o quizá para obligarnos a hablar de un milagro, no incendió el resto de la casa. Cuando llegaron mis padres, Albina los esperaba en la puerta dichosa de poder dar una noticia tan mala, era parte de su personalidad gozar esos momentos. “Chicos que locos, miren si se quemaban, que bueno que no pasó nada”, fue la intervención de mi madre a quien mi padre secundó con un “deben tener más cuidado”. Luego de un examen en el lugar de los hechos mi madre opinó, para horror de Albina, que en realidad habíamos hecho una excelente limpieza y que todo estaba ahora mucho mejor. Por la noche el incendio ya era parte del folclore familiar y, a pesar de Albina, lo mencionábamos con mucho humor y sin pizca de preocupación.

Libertad condicional, pero sin miedo, sin cárcel y sin represores, sentenció la azafata. Para pintar una habitación parte de la cristalería de la familia, más otros objetos valiosos, fueron colocados sobre una mesa con una pata suelta. El peso afirmaba la pata y no había de que preocuparse. Mientras mi madre nos buscaba para almorzar, Juan Carlos, mi hermano menor, luchaba a brazo partido con la pata que, desde su punto de vista, debía salir como salía siempre. Y salió. La cristalería estalló sobre el patio. Se hizo un gran silencio y mi madre dijo: “Vamos a almorzar, que se enfría, después recogemos todo.” La libertad condicional sin miedo a las represalias y con protección garantida es lo más cercano a una bendición. María Luisa, nuestra vecinita de cinco años y cuyos mocos esparcidos por todo el rostro eran parte de los comentarios familiares, fue el primero de los caso de meningitis de una vasta epidemia que asoló Rosario. Murió en menos de tres horas. Esa misma mañana, con bolsitas de alcanfor colgando de nuestro cuello y mientras Albina enfrentaba la desgracia refregando los patios con creolina, partimos a la casa de mi abuela. De allí a la Estancia. El campo en pleno mes de julio, en lugar de la escuela, era una bendición. Fue el invierno más feliz de mi vida. Eran varias familias amigas. El aislamiento y la necesidad de huir de la angustia que provocaba la epidemia, creó una convivencia festiva donde los niños tenían todos los privilegios, incluso el de salir a caballo a horas inusuales, vivir vestidos de gauchos o jugar hasta que el sueño nos vencía. Lo único que no podíamos hacer era quitarnos las bolsitas de alcanfor, pero no importaba, eran ya parte de nuestra anatomía y estábamos más convencidos que nuestros propios padres sobre su poder mágico para exorcizar al perverso bichito de la meningitis. Esas vacaciones regaladas por la catástrofe sólo duraron dos meses y durante ese tiempo la sola idea de regresar a la ciudad me producía una angustia incontrolable. En el campo era un pez en el río, en la ciudad un pequeño animal de zoológico. La meningitis de la vecina fue mi segundo contacto con la proximidad de la muerte. En el primero fui figura estelar y actor exclusivo. Todo

comenzó una mañana en la casa campestre de mis tíos Lilia y Pepe que no tenían hijos y manifestaban una especial debilidad por mí. Era una fiesta pues mi tía Lilia fue la primera en tener licuadora de toda la familia, una Turmix de acero reluciente que parecía una nave espacial de la que surgían unos licuados de banana con leche que hubiesen modificado, según mi punto de vista, el carácter destructivo del mismo Hitler. No dudaba, quién podía resistirse a esos licuados de la tía Lilia. Mi tío Pepe no sabía usar la licuadora pero conversaba conmigo, que tenía cinco años, como si fuese un adulto. Disfrutaba enormemente con mis ocurrencias pero nunca supe, para poder envanecerme, de que ocurrencias se trataban. Esa mañana me contó que se sentía muy mal pero que él sabía de un lugar “donde voy a estar fenómeno, Guillermito, fenómeno, pero no quiero ir y por ahora no voy a ir.” Estos caprichos de los adultos me desconcertaban, había que tener un poco de paciencia. Recuerdo con claridad que traté de hacerlo entrar en razón: que por qué no iba, que no fuera sonso, que fuera, que la tía Lilia iba a estar contenta, que yo la podía acompañar para que no se sintiera sola y muchos otros argumentos que en mi cabecita sonaban como categóricos e inapelables. El licuado de banana con leche y la Turmix funcionando sólo para mí era un aliciente suplementario para insistirle al tío Pepe sobre la necesidad de ir a ese lugar donde se iba a sentir fenómeno. No sabía mi tío con quién se había metido, a esa edad dejar una discusión por la mitad me parecía inconcebible. Era como interrumpir un partido de fútbol o comer sin postre. ¿A quién se le puede ocurrir una cosa así? El pobre tío Pepe me subestimó. Creyó que podía decirme a mí lo que le ocultaba a los demás sin que yo me diera cuenta. Nada de eso, me convertí en una pulga en la oreja hasta que lo obligué a confesar y, por causa de esa confesión, recuerdo exactamente todo y en particular cuando me dijo que el lugar en el que se iba a sentir fenómeno…. “es el cementerio, Guillermito, el cementerio, pero no me quiero morir.” Lo abracé y le prometí que no se iba a morir. Si mi madre conjuraba todas las noches mi muerte, por qué no podía conjurar yo, en ese luminoso mediodía y con licuados aguardándome, la muerte del tío Pepe. Le prometí que no le diría nada a la tía Lilia y recuperados nos fuimos almorzar esperando, creo que yo más que él, las sorpresas que nos iba a deparar la Turmix ese día.

Pero la jornada de licuados y confesiones aún no había terminado. En realidad, a pesar de haber conducido casi hasta el cementerio a mi tío Pepe y haber ingerido varios licuados, aún no había comenzado. Hacia las cuatro de la tarde me atacaron unos feroces dolores en la espalda, una hora después tenía cuarenta grados de fiebre, a las seis de la tarde estaba de regreso en mi casa y a las siete el doctor Siquot había diagnosticado bronco pulmonía. A las ocho comenzó el desfile de abuelos y tíos frente a mi cama. Todos parecían muy abatidos pero en ningún momento relacioné sus caras con mi enfermedad. Además seguro que esa noche mi madre me extendería de nuevo el certificado diario de inmortalidad. Era 1945, acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y dos años atrás Alejandro Flemming, a quien le debo la vida, había descubierto la penicilina. La inyección me la pusieron en la pierna y creo que era una de las primeras experiencias, sino la primera, del doctor Siquot con este antibiótico. No parecía muy tranquilo y acompañó toda mi gozosa convalecencia como si hubiese sido un familiar. Fue en realidad un tiempo de privilegios, más aún de los que ya tenía. Mis deseos se satisfacían al instante: libros de cuentos, revistas, figuritas, el aparato de radio al lado de la cama, comidas especiales y una tarde, como coronación de tanta dedicación, la tía Chocha, mi madrina, hizo venir un joyero con una muestra de relojes para que yo eligiera el que más me gustara. Elegí un Lanco, cuadrado y color marrón que fue el mejor reloj que tuve en mi vida. Mis recuerdos de la bronco pulmonía son el dolor inicial, el traslado y más tarde la gloria de comprobar que realmente era el centro del universo. No tenía dudas, pero el reconocimiento permanente de los otros era una fiesta de nunca acabar. Fue un tiempo maravilloso, dentro de otro tiempo maravilloso. Ahí, mi querida azafata ideal, mi libertad era la libertad de mi imaginación. Todos vivían en función de mí, la libertad condicional era la de ellos. Vivía en el centro de un mundo que me protegía pero no me ahogaba. Que me amaba, pero no me exigía. Si la bronco pulmonía fue una fiesta, la apendicitis de Federico fue un drama. Cuando mi madre me contó que “a Fede hay que hacerle un tajito arriba de la pierna y por eso se va ir unos días al Sanatorio”, comencé un llanto silencioso que se agravaba cada vez que espiaba a mi hermano por una rendija de la puerta. De tanto en tanto me hacía

de coraje y atravesaba la habitación simulando jugar. La cama de Federico, hasta hace unos minutos territorio de juego, se transformó, repentinamente, en una suerte de altar de sacrificios al que me aterrorizaba acercarme y desde el cual mi hermano partiría hacia un destino que no podía dibujar en mi mente. Ignoraba cómo estaba gozando Federico por haberse transformado, ahora él, en el centro absoluto del universo. La radio, las revistas, los libros, todos los placeres de esta vida rodeándolo así lo atestiguaban. Tampoco imaginaba que iba a sacar amplio partido de su operación exhibiendo, a todos cuantos lo quisiesen ver, su terrible herida y su glorioso apéndice en formol. Un trofeo de guerra como ese no era cualquier cosa. Ya hubiera querido yo, centro natural del universo, poder lucir un atributo de mis entrañas como el que Federico mostraba para envidia de los chicos y, creo, no lo puedo confirmar, asco de los adultos. Era como un amasijo de diez chicles masticados juntos y cuidadosamente estirados. Una verdadera maravilla. Hubo dolores que escaparon en su momento a mi sensibilidad. El de Albina, por ejemplo, el día que murió Eva Perón. A las 8.25 de la noche, del 26 de julio de 1952, la radio anunció “el paso a la inmortalidad de María Eva Duarte de Perón”. Yo estaba junto a mi padre, un furibundo antiperonista que, al escuchar la noticia, se incorporó como si hubiese ganado la lotería y gritó, mientras corría por toda la casa: “por fin murió la víbora”, “por fin murió la víbora”. Mi madre sólo sonrió discretamente y siguió con sus ocupaciones. Albina se encerró en su cuarto, donde una foto de Perón y Evita, desafiaba las convicciones de sus empleadores. Los infaltables bifes a la plancha quedaron a nuestro cargo mientras mi padre brindaba y Albina, aislada y muda, iniciaba una de sus más prolongadas etapas de rabia e indiferencia. Veinte años después, bajo la enésima dictadura militar, el grupo Montoneros juzgó y mató al General Aramburu, otrora uno de los líderes en el derrocamiento de Perón y por lo tanto ídolo de mi padre. El tono de las amenazas militares por la televisión fue tan dramático que, uno de mis amigos, comentó: “mirá como se ponen cuando tocan a uno de ellos”. Mi padre se indignó tanto por este comentario que, a pesar de estar en su casa, se fue y no regresó hasta medianoche, con tan mala suerte que la primera persona con la que se cruzó fue Albina.

“¿Se da cuenta que irrespetuosos son estos muchachos?”, le dijo esperando recoger adhesiones a su indignación. La respuesta de Albina fue lapidaria: “¿Se acuerda señor cuando murió Evita, a usted tampoco le importaron mis sentimientos?” El cuchillo afilado cuidadosamente durante veinte años finalmente había destripado al autor de la ofensa. De todos los recuerdos que brotaban durante el vuelo 0142 de Aerolíneas Argentinas el que más se aferró al olvido fue el de aquella noche, víspera de un partido matinal de fútbol, en la que con apenas siete u ocho años decidí evitar que mi padre se matara. Es el único cono de sombras de una infancia sin tormentos. Mi padre acababa de tener algo que él llamaba “ataque al hígado” y por cuarta vez en el mes había caído en la desesperación de sus dolores. Mi tío Atilio, el médico de la familia, le había recetado una ampollas de Spalmalgine que mi padre se aplicaba él solo luego de pedirnos que le hirviéramos las jeringas. Esa noche, sin embargo, mi madre le dijo, creyéndonos dormidos y con un tono autoritario que jamás le había escuchado: - Se acabaron las inyecciones, no te ponés una inyección más. Esas palabras en boca de Amandita eran un terremoto. - Me muero de dolor- replicó con voz afligida mi viejo. - Te lo aguantás- dijo una Amandita severa e irreconocible. - No puedo – adiviné que mi padre estaba llorando - ¿Pero no te das cuenta que te estás matando?, el Spalmalgine tiene morfina, te vas a volver un morfinómano. - Bueno voy a hundir esta basura que soy- dijo mi padre usando un lenguaje dramático heredado de mi abuela que solía morirse una vez al mes. - Si te vas cuando vuelvas ni yo ni los chicos vamos a estar aquí- dijo Amandita dando por sentado que la amenaza histriónica de mi viejo era el punto final de su verdadero propósito. Luego silencio y yo, el súper enclenque, listo para saltar de la cama e impedir que mi padre se vaya. No pasó nada. El Spalmalgine fue expulsado y los “ataques al hígado” se fueron espaciando hasta que desaparecieron definitivamente. Conciente de mis responsabilidades

como testigo de la tragedia, a la mañana siguiente, para sorpresa de mi madre que parecía fresca y calma como siempre, no fui a jugar al fútbol. Solo un niño de mi edad que ame jugar a la pelota podrá comprender la magnitud de mi sacrificio. Con mi madre he hablado de todos los temas imaginables menos de esta noche oscura que fue una tragedia para mí pero que jamás se evidenció en las amorosas relaciones que durante cuarenta años más mantuvieron mis padres. La tendencia melodramática de mi abuela se prolongó en mi padre. Ella tenía su propia muerte como tema predilecto. Por eso el día que anunció, en la gran tallarinada familiar de los domingos, que el año próximo viajaría a Europa, todos sabíamos que se trataba de una nueva estratagema para hablarnos de su pronto fallecimiento. Mi tía Haydee, siempre oportuna, le replicó sin dilaciones: - ¿Pero mamá, sabés lo caro que va a resultar pasear el ataúd por toda Europa? - Me conformo con regresar al Piemonte, a Cuneo, replicó feliz por la mención del ataúd. - Aún así mamá, va a salir carísimo. Ahora la sonrisa de mi abuela era total. Paladeaba, junto con los tallarines que había amasado por la mañana, el gusto de una nueva victoria sobre la incredulidad familiar. Como no podía ser de otro modo mi abuela finalmente cumplió su palabra y murió. Con quince años de retraso, pero cumplió. Este juego obligó a la familia a protegerse tras un oxigenante humor negro que algunos despistados calificaban como sadismo. El tema no se agotó con la muerte de mi abuela, mi padre recogió las banderas y decidió que el próximo era él. Tanta era su convicción que cada vez que alguien sin sensibilidad le respondía: “Vamos Don Lorenzo, si usted nos va a enterrar a todos”, él se indignaba y simulando indiferencia hacia el tema cambiaba de conversación. Tampoco entendía muy bien cómo había gente que podía morirse antes que él. Mirá –decía- se murió Fulano, ¿quién iba a decir que se iba a morir antes que yo?” Dos o tres veces, siendo niños, nos convocó alrededor de su cama para despedirse. No guardo un mal recuerdo de esas despedidas pues mi madre nos guiñaba el ojo y sabíamos que sólo se trataba de un

juego en el que él jugaba a morirse y nosotros, todos de un humor inmejorable, a asistir a los prolegómenos de su muerte. Las frases de mi madre, dichas en tono de susurro, se repetían cada ocasión: “no le hagan caso, no tiene nada, quiere que le presten atención, mañana va a estar bien”. Más allá de lo heredado de nuestra abuela, su madre, había otros justificativos para esta conducta. De joven había padecido tuberculosis y cuando se casó, mi tío Atilio, el médico, sí, el mismo que le recomendaba Spalmalgine, le dijo a mi madre con una solemnidad en la que ese bondadoso y querido tío era maestro y con el tono histriónico que los Giacosa se trajeron del Piemonte: “Quiero que sepas, Amandita, que Lorenzo no va a vivir más allá de los treinta años”. Así como le recomendó Spalmalgine es posible que esto mismo se lo haya dicho a mi padre. Murió a los 72 y la noche posterior a su entierro recuerdo haberle dicho a mi madre: “Vieja no te podés quejar, te duró 42 años más de lo previsto”. Nunca me quejo, respondió Amandita que realmente nunca se quejaba y volvió a sumergirse en un interminable coloquio lúdico amoroso con sus nietos. Ni el viaje, ni mis recuerdos habían llegado a la mitad. El viaje, con hoja de ruta y horarios, era más previsible que mis recuerdos que llegaban desordenados y partían porque otro reclamaba su lugar. Catherine no logró bloquear, más allá de la línea ecuatorial, los amores adolescentes. La calle España era una de las pocas que aún conservaba árboles en el centro de Rosario. Por allí fuimos esa noche con Marisa, ella catorce años, yo quince. Yo la había sometido, mientras bailábamos y podía hacerlo sin que me viera la cara, a la formula ritual de la época, sin la cual ninguna relación podía iniciarse: - ¿Te querés arreglar conmigo? - Sí. Estábamos arreglados, era fantástico, Marisa era la más linda, un poco bajita, pero la más linda. Pasé semanas reuniendo fuerzas para sacar de mi interior ese “Te querés arreglar conmigo”. Lo tuve en la punta de la lengua cien veces pero no había caso, no salía. Salió solo, sin

que me diera cuenta estaba diciendo “te querés arreglar conmigo” y ella, sí, sólo sí. Tan simple y ya estábamos arreglados. Y arreglados volvimos por la calle España y arreglados nos paramos bajo un árbol y arreglados nos dimos un beso que desató en mí interior un torrente de lava que desarregló todo el mundo construido hasta entonces. Me arreglé con Marisa pero me desarreglé con el resto. Había que empezar todo de nuevo en la condición de arreglado con Marisa. Me sentía Goldmundo, el héroe de Hermann Hesse que abandona el convento y encuentra la verdad en el dolor y en el pecado. Ese beso bajo lo árboles de la calle España tenía el sabor de todos los pecados juntos de Goldmundo y la gloria de permitirme estrenar una vida nueva. Si con Hesse ingresé a un universo de libertad, con Marisa comencé a intuir los goces que me estaban reservados. Esa noche incomparable terminé en casa de mi amigo Héctor consultándole sobre el contenido moral de ese paso terrible que acababa de dar. Me absolvió a condición que nunca engañara a Marisa y la tratara con el mayor de los respetos. El romance duró un año y acumulamos muchísimas horas de caricias y deseos frustrados por una cultura de la represión que ambos habíamos interiorizado con igual prolijidad. Eso sí era libertad condicional disfrazada de libertad total. Nadie nos vigilaba. Nosotros nos vigilábamos. El guardián estaba adentro. La confianza que nuestros padres tenían en nosotros era un compromiso adicional imposible de quebrar sin quebrase uno. Héctor tenía mi edad pero era un moralista nato. Cuando fuimos a la ciudad de Paraná para festejar el fin de nuestro bachillerato llegamos los cuarenta compañeros gritando: “Pasarela Pasarela, Nacional a toda vela”. Pasarela era el nombre del prestigioso prostíbulo local y Nacional el nombre de nuestro colegio. A toda vela pensábamos llegar a la Pasarela para dejar bien sentados los pergaminos viriles de Rosario. La experiencia fue bochornosa, la Pasarela envió tres prostitutas a nuestro alojamiento y, colegí, a pesar de mi inexperiencia, que no eran las mejores. Pocos dientes y tetas caídas eran el común denominador de estas ninfas que habían habitado, antes de conocerlas, nuestros sueños y fantasías. Algunos siguieron operando con la imaginación, otros, más materialistas,

sentimos que la realidad nos oprimía. No obstante se decidió lanzar una colchoneta al suelo y allí los más audaces y soñadores comenzaron la faena. Coqui, cuyo padre jamás le hubiese perdonado este comportamiento y temeroso de que una enfermedad lo delatara, se echó alcohol puro sobre el pene luego de su experiencia amatoria. Su imagen, corriendo desnudo por los largos pasillos desiertos y gritando como un marrano que está siendo degollado, me acompaña desde entonces. Unos quince de nosotros espantados por la realidad y liderados por Héctor, que lanzó una arenga moral anticuada pero eficiente, renunciamos a participar y nos fuimos a una fiesta con las niñas “bien” de Paraná. El ómnibus regresó a buscarnos con los 25 fornicadores y las tres prostitutas a bordo. El enfrentamiento entre la “virtud” y el “pecado” provocó una patética escena en la que un compañero acaramelado con una prostituta se enfrentó a Héctor que gritaba a voz en cuello: “que se bajen estas putas”. Las damas, habituadas a estos tratos, prefirieron descender no sin antes despedir cortésmente a los fornicadores con el apelativo de “amorcitos” y a nosotros con el menos honroso de “pajeros”. Este sí, querida azafata, es un caso patético de libertad condicional. Dependía de cada uno tener o no sexo pero la decisión operaba más en nuestro temor a la punición del grupo que en impulsos sexuales auténticos. Optamos por hacer lo que realmente queríamos porque parte del grupo así lo hizo. Una decisión individual hubiese sido casi imposible. Los demás machos del grupo estaban evaluando, con una obsesión inscripta en sus genes, nada menos que tu comportamiento reproductor. Después de Marisa, vinieron Ana María, Elvira, Nené y un gran fracaso, la inconquistable Poupée, que era más baja aún que Marisa pero tenía unos inmensos ojos azules. Simultáneamente amaba en secreto a Doris Day lo que bastaría para probar todas las teorías sobre la ceguera del amor. La imaginaba cantando “Tea for two” exclusivamente para mí y sentándose en el borde de mi cama. No tenía fantasías sexuales con ella, creo que nunca nadie pudo tener fantasías sexuales con Doris Day. Sólo me fascinaba.

A los dieciocho años apareció Clide y ese fue mi primer romance a caballo. Sentí que eclipsaba al mismísimo Goldmundo quien jamás pudo ni siquiera imaginar un amor en la vastedad de la pampa. A sesenta kilómetros de Rosario instalamos un criadero de aves en el que yo encontré el pretexto perfecto para reanudar mi romance con las soledades del campo. Era una vieja estancia que aún conservaba un mirador para anticipar los posibles ataques de malones indígenas. Pasaba allí la mitad de la semana y por las tardes visitaba a caballo la población más cercana. Clide despachaba en un pequeña tienda y entre qué hora es y qué lindo es tu caballo hicimos una amistad que la picardía de cambiar el caballo por un sulky con capota1 me permitió transformar las palabras accidentales en un delicioso idilio campestre. - ¿Cómo no viniste a caballo? - Preferí el sulky, tengo que llevar unos encargos. - Ese es el sulky de la Estancia, de chiquita me moría porque me invitaran a pasear. - Ya no sos tan chiquita pero podemos dar un paseo. Así de sencillo fue el inicio de este romance campestre que me costó una pelea con mi socio que sostenía infantilmente “yo la vi primero”. Y yo: “no hay que confiar en la vista, Jorge”. Y él: “andá a la mierda”. En realidad yo pasaba mucho más tiempo que él en la Estancia y Clide evaluó adecuadamente esta ventaja. No es el sulky el medio de transporte ideal para materializar un romance, tampoco es el peor. Su desventaja radica en la posibilidad que tiene el caballo de interrumpir la más bella frase amorosa o el beso más profundo, con un clamoroso pedo, como realmente ocurrió más de una vez. Además en el sulky el anca del animal esta a poco más de un metro de los sentidos humanos y como los caballos tienen la ventaja de defecar trotando era normal que su verde e inodora (gracias a Dios) boñiga, cargara de simbolismos escatológicos los duelos amorosos a los que nos entregábamos. Descubrimos que todo debía ser hecho en movimiento pues los poblados pequeños tienen mil ojos y cualquier detención del vehículo podía dañar, aún más, la reputación de mi silvestre enamorada. Con el cierre del criadero de aves se clausuró el romance por la dificultad para vernos y por la falta de sulky”. 1

Vehículo de dos ruedas tirado por un caballo muy común en las zonas rurales de Argentina

Aquí sí el control social operaba de manera siniestra. En las comunidades donde todos se conocen cara a cara la seguridad reemplaza la libertad y cada uno es esclavo del papel que se le ha asignado. Mientras estudiaba Ciencias Políticas y Diplomacia decidí seguir un curso de Técnico Avicultor como forma de vincularme a la vida del campo. Lo logré con mi primer criadero de aves y toqué el cielo cuando me ofrecieron organizar el segundo a sólo a treinta kilómetros de Rosario. La experiencia duró sólo siete meses pero ni el inicio, ni el dramático final, ni cada uno de los días transcurridos dejó de tener algo que ver con el resto de mi vida. Hasta hoy sigo atando cabos tratando de comprender cómo y por qué pasó lo que pasó. El propietario me nombró socio industrial y su secreto deseo era lograr que un hijo suyo, aparentemente abúlico y ajeno a toda preocupación práctica, tuviera una experiencia real de trabajo. José Luis tenía mi edad, era inteligente, cálido y transparente. No tenía nada que ver con la descripción de su padre. En menos de tres días de convivencia en un gélido galpón en medio del campo, nos transformamos en los mejores amigos del mundo. Yo había llegado a esa suerte de destierro feliz con Simonne de Beauvoir, Hermann Hesse, Ranbindranath Tagore, Azorín, Pío Baroja, Homero y no sé cuántos libros más. José Luis se fue acercando a ellos con una curiosidad que se transformó en pasión y desde el atardecer a medianoche, a la luz de un farol de kerosene, leíamos, discutíamos, nos emocionábamos. Simonne de Beauvoir nos pobló de angustias, Hesse nos devolvió la esperanza, Homero atizó la imaginación, Tagore nos estimuló a gozar por la primera gota de rocío, por la última luz del día y por la oscuridad de la noche. Estábamos vivos y eufóricos. Trabajábamos desde el amanecer sin descanso, hacíamos nuestra comida y todo en nuestro derredor parecía impregnado por la magia de esos sentimientos desbordados. Convivíamos con Mireya, la perra, Ganzúa, la gata, Silja, la yegua y Evelyne, la chancha. A cualquier sitio al que nos dirigiéramos juntos, los animales, salvo la pobre Evelyne que estaba encerrada, venían con

nosotros. Si salíamos nos esperaban a la entrada del campo. Cuando almorzábamos Silja nos miraba desde la ventana. Volver a la ciudad era un martirio. En uno de esos regresos mi madre me propuso presentarme a una beca para estudiar Educación de Adultos en Puerto Rico. Respondí que me sentía demasiado feliz como para abandonar esta aventura. Era mucho más que criar aves. Amandita, respetuosa hasta el delirio de las decisiones de su hijos, dio, muy a pesar suyo según lo supe mucho tiempo después, por válidos mis argumentos y no volvió a mencionar el tema. Cuando ingresábamos al séptimo mes José Luis, luego de una reunión con su padre, me anunció que éste por razones que nunca comprendí, había decidido cerrar el criadero. El mundo no se me hizo añicos, simplemente desapareció. No estaba preparado para un golpe así. Tardé mucho en recuperarme. La única respuesta que consideré sensata por todo lo que ocurriría después me la dio, ¿accidentalmente?, Arthur Koestler en uno de sus libros: “El enemigo es la mano de Dios que te está guiando”. Aunque poco afecto a las explicaciones mágicas esa afirmación de Koestler ayudó a que me sostuviera. Cuando llegué a mi casa después del drama habían transcurrido varios días para dejar las cosas en orden. Sólo José Luis, su padre y yo sabíamos lo que estaba pasando. Le conté todo a mi madre. Esta, antes de decir nada me pidió que llamara a Albina. “Albina, cuéntele su sueño, por favor”. Y Albina relató con pelos y señales todo lo que había ocurrido en mi pequeño paraíso perdido desde el momento en que me anunciaron su cierre. El día posterior a la tragedia mi tía Nenina que me quería mucho pero que jamás había preguntado específicamente por mí en los últimos seis meses llamó a mi madre muy preocupada: “Amandita ¿qué pasa con Guillermo, por qué está tan mal?”. “Nada que yo sepa”, respondió con un inicio de angustia que no la abandonó hasta que yo llegué con las noticias. Dos días después mi madre, con una carta en la mano, me dice: “Guillermito hay una beca para un sudamericano para estudiar el sistema de Naciones Unidas, ¿te querés presentar?” Terminé de almorzar y llamé a Chelita, mi queridísima prima y compinche: - Chela me voy en marzo del año que viene a Africa y Europa.

- ¿Te ganaste una beca? - No, todavía no, pero la voy a ganar. Es seguro. - ¿Tenés algún contacto especial? - No, no conozco a nadie, pero la voy a ganar. A partir de ese momento, sin una sombra de duda, comencé a estudiar francés y me preparé para el viaje. Cuando, seis meses después, llegó la carta que anunciaba el otorgamiento de la beca por parte de la UNESCO, sólo tuve que cerrar las valijas y disponerme a partir. Ese viaje, que ahora estaba concluyendo, cambiaría mi vida. Si el anuncio de la beca que lo posibilitó hubiese llegado unos pocos días antes, yo hubiese optado seguramente y por segunda vez, por permanecer en mi pequeño paraíso. Me complacía pensar, mientras elaboraba el duelo de la pérdida y comenzaba a construir nuevas fantasías, que el enemigo había sido la mano de Dios.

IX “La tía Martha no pudo venir pero te manda un beso”, dijo mi madre en medio del barullo y la algarabía con que veinte familiares y amigos festejaban el reencuentro. El baño tribal era prodigioso. Una mirada, un gesto, eran más que un discurso. Todos me encontraban más gordo, más flaco, más pálido, más bronceado, más maduro, más viejo, más juvenil. Todos me encontraban algo que tenía que ver con lo que yo, como cualquier otro ser humano, significaba para cada uno de ellos. Pensé, en medio de esa fiesta de los afectos improvisada en el aeropuerto: “Para cada uno soy una persona distinta”. Me alegró que fuera así porque así era y antes no lo sabía. En Sunchales, la vieja estación de trenes de Rosario, el baño tribal se repitió con amigos y desconocidos. Me comprometí con UNESCO a gestar un movimiento de jóvenes pro Naciones Unidas y algunos de

los presentes eran parte de la incipiente organización. Mis cartas circularon más de lo previsto y muchos ya estaban manos a la obra. No imaginé, la mañana de mi arribo, que lo que allí comenzaba marcaría, para bien y para mal, la vida de gran número de personas. Trece años después de ese día iniciaríamos nuestra diáspora enaltecidos por el recuerdo de horas de extraordinaria plenitud humana y atosigados por la incapacidad de la sociedad argentina para resolver, sin violencia y destrucción, los conflictos que la paralizaban. Todo comenzó como un juego cuyas reglas fuimos aprendiendo de la propia realidad. Ningún problema se resolvía como nosotros creíamos. Las fórmulas importadas de Europa parecían destinadas a normar las vicisitudes de un juego de salón y no a responder a las necesidades de una sociedad dividida e injusta. Buscar respuestas en la realidad no transporta al mejor de los mundos. Destruye ingenuidades y utopías y puede conducir a la desesperanza. Faltaba aún mucho tiempo para eso, ahora todos querían escuchar sobre Europa y poner en práctica experiencias de trabajo social como las relatadas en mis cartas. También querían, cuando sólo quedábamos varones, saber si todas las francesas eran putas, si era verdad que los latinos despertábamos pasiones sexuales incontrolables, si me había acostado con una negra, si era cierto que las europeas no se depilan, si el olor a sobaco de esas minas 2 era insoportable, si se bañaban todos los días, si, como le había pasado a un NN que nunca era posible identificar, te “la agarraban” delante del marido porque a éste le gustaba mirar, si me la habían “agarrado” en la calle o en el metro, si se veían parejas de maricones sueltas por ahí, si había tiendas porno, si había streap- tease callejero, si las tetas de las italianas eran como las de las películas, si, si, si, si, interminables, casi todos envueltos en forma de afirmación que busca ser confirmada. Catherine hubiese sucumbido ante tal avalancha de prejuicios. La noche en Saint Germain de Pres, cuando me avergonzó por mi idiota apreciación de un hombre con pelo largo, regresaba cada vez que salían estos temas. A ellos se agregaban otras convicciones no ligadas al sexo pero igualmente insensatas: “Te acepto lo que quieras pero no jodas en ningún lugar se come como en la Argentina”; “Las minas de este país 2

Mujer, muchacha

son las más lindas del mundo”; “Dónde vas a comer carne como acá”; “En ninguna parte se vive como aquí”; “Los europeos son unos degenerados”; “Europa está muerta”; “Somos el granero del mundo” La distancia me había abierto los oídos y tuve la sensación de escuchar estos argumentos por primera vez en mi vida. Me llevó tiempo comprender que son los argumentos propios de la tribu. La seguridad tribal se refuerza con estas afirmaciones que valorizan lo autóctono y desvalorizan lo foráneo. Sucede, incluso, en sociedades desarrolladas como la francesa donde el grupo de carlomagnistas ponía a Francia en la cima del mundo, o en España donde me hablaron del “genio de la raza” u otras irracionalidades que, magnificadas, producen fenómenos tan trágicos como el nazismo. La idea de superioridad racial, que carece de sustento científico, pareciera ser parte de los comportamientos destinados a asegurar la supervivencia. Afirmaciones en apariencia inocentes como “es una bendición haber nacido en este país” o “como mi tierra no hay”, esconden el germen de un peligroso y limitante localismo. La defensa irracional de lo propio abarca todos los campos y muy específicamente los más elementales como la alimentación. - No vas a comparar la carne con otra comida – Afirmaba en nombre de las grandes mayorías carnívoras un eventual interlocutor. - Vos te criaste comiendo carne, tu gusto y tu organismo están habituados a la carne, por eso te parece lo mejor, quienes se criaron comiendo arroz piensan del arroz lo mismo que vos pensás de la carne.- le respondía con calma y tratando de que mi gusto por el bife chorizo y el asado de tira no interfiriera en mi razonamiento. - Pero no es lo mismo, no vas a comparar las proteínas de la carne con el arroz.- insistía mi interlocutor dispuesto a morir por la patria. - Más allá de las proteínas importa el valor que cada pueblo le atribuye al alimento que consume, –insistí pedagógico. - Pero la carne tiene un valor objetivo superior- clamó el patriota. - Sí, pero la carne produce enfermedades que el arroz no produce. En todo puedes encontrar beneficios y desventajas.

- La carne es la carne, concluyó tautológico. - Ahora me convenciste, en eso estoy de acuerdo, y si es así el arroz es el arroz, luego para vos es buena la carne y para otros el arroz, eso no hace que una cultura sea mejor que otra. Diálogos rudimentarios como este se sucedían a diario con los más jóvenes y con los menos abiertos y por supuesto, siempre que comíamos juntos, pedían a gritos un plato de arroz para mí: “El señor sólo come arroz, es un chino disfrazado”. Para desgracia de mis argumentos llegó un becario de la India que, transitoriamente, reforzó sus prejuicios. Era un joven abogado de un metro 55 de estatura, color aceituna y dueño de una incomparable simpatía. El primer día en casa de mis padres le ofrecimos un espléndido plato de verduras mientras al resto de la familia nos servían los infaltables bifes. - ¿Cómo no hay bife para mí? – preguntó asombrado por tanta descortesía. - Pero tú eres hindú, tú no comes carne, las vacas son sagradas – dije pausadamente. - Sagradas son las vacas de la India, las de la Argentina son riquísimas – replicó contundente y herético el pequeño picapleitos oriental. Otro becario anterior, que también se alojó en mi casa, provenía de Sri Lanka, se llamaba Mahipala Banda Adikaram y él sí supo guardar sus tradiciones vegetarianas. Era budista y solía envolverse en un manto anaranjado para meditar. Todos los días a determinada hora se encerraba en mi habitación para realizar sus ejercicios espirituales. Nadie le importunaba y la familia se había habituado tanto a esta rutina que cuando llegó uno de mis primos de visita no se le previno y al minuto lo vimos salir azorado del cuarto de la meditación informándonos, como si nosotros no lo supiéramos, que arriba de la cama había un negro, envuelto en naranja, que ni siquiera lo miró y que estaba rígido como una estatua. “¿Es loco el negro ese?”, preguntó. “No, es budista”, respondimos casi a coro como si una cosa excluyera la otra. Pero Adikaram no era ni loco ni negro, era centradísimo, color aceituna y solía contarnos historias maravillosas sobre el Monte Adán

de Sri Lanka que lleva ese nombre pues, según creen los musulmanes, allí fueron a refugiarse Adán y Eva cuando Dios los expulsó del Paraíso y allí están sepultados. “Adán era enorme –decía Adikarammucho más grande que tú Guillermo, era un gigante de varios metros”. Gozaba relatando estas leyendas y gozaba con las interpretaciones inocentes, irónicas o perversas que hacían los argentinos. También nos contaba sobre Rama, encarnación del dios Visnú, que conquisto Sri Lanka para recuperar a Sita, su esposa y sobre el Templo del Diente que, esta vez según los budistas, es depositario de un diente de Buda. Quien sí era negro, casi azul, era el becario de Tanzania. Originario de Mwanza, puerto del lago Victoria, vivía en Dar es Salaam, pertenecía a la etnia de los swahilís y hablaba esa lengua, además del inglés. Todas las mañanas escuchábamos su “hujambo”3, “hujambo Guillermo, hujambo Amanda, hujambo Albina”, nadie se salvaba de su cariñoso hujambo. Cuando salía o entraba la familia decía automáticamente hujambo. Luego al mediodía anunciaba: “Nataka kula chakula”4 y se sumergía, gozoso, en los bifes o milanesas que se le brindaban según la ocasión y nunca se levantaba de la mesa sin decir un sonoro “asante sana”5 Era, políticamente, un apasionado seguidor del gran líder nacionalista tanzano Julius Nyerere. En Rosario era rarísimo ver un negro y mucho menos un negro azulado como nuestro becario. Mi sobrina Guillermina luego de darle un beso corrió al espejo para ver si se le había pegado el color. Las jovencitas de la organización estaban muy alborotadas y cuando le preguntaban si se podía enamorar de una blanca, él respondía: “Mahaba ni Tongo”6 Con el hindú, el cingalés 7 y el tanzano penetramos en mundos desconocidos.

3

buenos días tengo hambre 5 buen provecho 6 uno nunca sabe 7 originario de Sri Lanka, antiguamente llamado Ceilán 4

Curiosamente comunicábamos más fácil con ellos, que pertenecían a culturas que nos eran ajenas, que con los europeos que, en la década de los sesenta, llegaban con un irritante y cuadriculado libreto de la salvación que partía de la premisa no explícita, pero si muy idiota, de que cada uno de nosotros era tan subdesarrollado como lo era nuestra economía. Creo, exagerando, que les asombraba vernos comer y comportarnos como ellos. Jerry, una guapa estadounidense del Cuerpo de Paz creado por Kennedy y que trabajaba en Bolivia, pasó accidentalmente por mi casa y viendo a mi familia dijo, para horror de nuestros sentimientos antiimperialistas: “parece una familia americana”. Salvo mi padre, que admiraba a los Estados Unidos, los demás tardamos en reponernos de ese elogio. Los visitantes venían por los programas de la organización creada a partir de la beca de la UNESCO. Y todos ellos, más las experiencias de trabajo con sectores marginales, sacudieron nuestra visión del mundo, excluyeron prejuicios y descartaron respuestas ajenas a la razón. Dejamos de ser “el mejor país del mundo”, para ser un país en el mundo; nadie abandonó la carne, pero todos comprendieron que era absurdo juzgar el valor de otro pueblo por su alimentación; el prójimo, nacional o foráneo, obrero o universitario, indio, negro o blanco, pasó a ser sentido como una extensión de nuestra propia posibilidad humana. Fue una experiencia privilegiada por la que tuvimos que padecer un par de días en la cárcel, mucho miedo y años de destierro. Todo lo vivido estalló en mi cara una noche de 1977 cuando mi querido amigo Juan Calderón, ecuatoriano, novio de la vedette más linda del Moulin Rouge y militante convencido de toda causa justa, me dijo en Paris, en una fiesta que ofrecían unos artistas en un departamento todo pintado de negro: - Guille, dile a Ibrahim que quiero ir a pelear con ellos. - ¿Al Medio Oriente? - Sí – respondió con naturalidad impropia de un futuro mártir. - Juan es la guerra, te van a matar, todavía eres un pibe. - Hazlo ñañito o me llevas donde Ibrahim. - No puedo, Juan, no puedo, estás loco………………….

A partir de ese “estás loco” comencé a llorar y no pude detener mi llanto hasta la madrugada, seis horas después. Ibrahim Souss, maravilloso concertista de piano, era el aterrado representante de la OLP en Francia. Era un artista metido en la obligación de hacer política y sin los reflejos apropiados para ese oficio. Una amiga libanesa de la UNESCO me había introducido al círculo social de Ibrahim y solíamos compartir charlas de café en las que obviábamos los temas políticos en favor de la salud mental del hombre de la OLP que vivía en permanente stress.

Cuando Juan me dijo que quería ir al Medio Oriente a pelear junto a los palestinos una barrera se rompió dentro de mí. La barrera había sido cuidadosamente construida para no enfrentar los jóvenes fantasmas de los muchos amigos asesinados por la policía, el ejército y los fascistas de la AAA (Alianza Anticomunista Argentina). Nuestro trabajo asistencialista mutó, por las lecciones de la realidad, hacia un compromiso esencial: que los jóvenes y privilegiados identificaran las causas del subdesarrollo. Pasábamos los veranos en zonas pobres trabajando y viviendo con la población local y el resto del año preparando esa tarea y difundiendo nuestra experiencia. Algún militar sentenció: son guerrilleros sin armas. Fueron doce años intensos, felices y dramáticos. Descubrimos el país real, desarrollamos reflejos solidarios, aprendimos a vivir comunitariamente, exploramos nuestros límites personales, derrumbamos prejuicios y estereotipos. Crecimos. Logramos que muchos tomaran conciencia de su responsabilidad social, pero no supimos ofrecer alternativas que evitaran que algunos de ellos fueran atraídos por los grupos que proponían la violencia. El llanto de esa noche en París fue acumulado lágrima a lágrima por los amigos que pagaron con su vida la decisión de tomar las armas, por los largos días donde todos teníamos el coraje de callar nuestro

miedo, por el espanto que me producía sentir que la realidad devoraba cíclica e inexorablemente la fe de quienes creían poder modificarla. Nuestra primera experiencia con la prisión comenzó con una bienvenida. Esa mañana habían llegado a Rosario jóvenes de Buenos Aires, Brasil y Alemania Federal. Venían de realizar experiencias de trabajo social voluntario en el sur de Chile y de Argentina. Se alojaron en mi casa, situada en un barrio obrero con vastos descampados en su derredor y una Villa Miseria a cien metros. Los dejé al mediodía y a la noche cuando regresaba: - “¿Van a lo de Guillermo?” – nos gritó una voz autoritaria mientras un hombre armado descendía del carro y nos apuntaba con una ametralladora. - “Guillermo soy yo”– dije en un tono de voz que parecía una confesión de inocencia. - “Lo agarramos jefe, lo agarramos” – volvió a rugir la voz que pertenecía al cabo San Juan, célebre por su crueldad y más tarde asesinado por un comando revolucionario. - “¿Quien es Osvaldo?”, volvieron a gritar. - “Soy yo”, respondió mi amigo. Al tercero de nosotros no le preguntaron quién era, pero fue a dar, también, al interior del Ford Falcon que identificaba a las bandas homicidas de la policía argentina en esos tiempos de represión desaforada. Durante el viaje alternaron las amenazas de tortura con preguntas más o menos sensatas a las que respondí con una tranquilidad de la que aún hoy –transcurridos treinta y tantos años- me siento incapaz. Tan pronto descendimos en el cuartel central de la policía, el conductor del carro, aparentemente el más centrado y el de mayor autoridad, me tomó del brazo y me arrojó violentamente contra la pared, se acercó con aire intimidante y cuando ya, cara a cara, yo esperaba el golpe demoledor, me susurró al oído: - Hablá vos pibe que hablás bien, me parece que metimos la pata de nuevo, no va a pasar nada – y volvió a lanzarme con igual violencia hacia donde estaban mis compañeros. En el oscuro pasillo del cuartel al cual fuimos conducidos, diez jóvenes aguardaban aterrorizados. Eran los huéspedes de mi casa y algunos compañeros de nuestra organización.

Explicar a los militares argentinos que condujeron el interrogatorio que esos jóvenes representaban la alternativa no violenta era poco menos que imposible. Su visión perversa y deformada de la realidad y de los propósitos ajenos les hacía invulnerables a cualquier explicación. Tenían la mente intacta de quienes han dividido el mundo entre buenos y malos y creen honestamente haberse ubicado en el lado correcto. La doctrina de seguridad elaborada desde la paranoia del Departamento de Estado de los Estados Unidos fue deglutida con voracidad de asnos por estos insignificantes uniformados argentinos y, por ello, cualquier razonamiento que excediera su esquema era un sofisma para confundirlos. Les era imposible comprender, por ejemplo, que en el peligrosísimo casete en portugués que habían hallado en mi casa, la palabra “comunicacao” significara comunicación y no comunismo. Por ser una conferencia sobre las comunicaciones esta palabra se repetía constantemente para horror y placer de los cazadores de brujas. Recién quedaron satisfechos luego que un experto en lenguas, avalado por la recalcitrante derecha católica, dio por válida nuestra versión. No obstante, tres de nosotros fuimos llevados a una habitación donde un cartel rezaba: “Si lo sabe, cante” en alusión a un programa de televisión y anunciando que a partir de ese límite las palabras serían arrancadas por los métodos que fueran necesarios. Estábamos en la antesala de la temida cámara de torturas de la policía de Rosario. Allí nos dejaron con un agente cuya consigna era la de disparar si nos movíamos. Descubrí que en uno de mis bolsillos llevaba una carta fechada en el presidio brasileño de Tiradentes. Contenía denuncias contra las torturas que allí se practicaban. Estaba escrita en un papel grueso y ordinario. Me la comí. Sin prisa, sin pausa y sin apetito. Lo que en ese cuarto experimenté, frente al policía gordo y felizmente indiferente, fue un momento privilegiado. Sentí, junto a la angustia y el miedo, un amor desmedido, purísimo, incomparable, por Silvia y Osvaldo, los dos amigos entrañables con los que compartí esa patraña intimidatoria. No he vuelto a tener, al menos con la intensidad de esa noche, un sentimiento parecido. La proximidad de la tortura, que había sido una posibilidad durante tanto tiempo, me sensibilizó a un extremo tal que mi cuerpo se aligeró como si su densidad física

cediera paso a un huésped olvidado. Y ese huésped, que tomo el control, era el responsable de esos sentimientos. Pensé en Tolstoi: “El verdadero amor es el que se puede sentir por el enemigo”. Antes me parecía una frase bellísima, en ese instante pensé que Tolstoi estaba loco. Sin embargo el amor que sentía por Silvia y Osvaldo era suficiente para derrumbar el mundo. No hizo falta derrumbar nada, ni siquiera las paredes de ese albañal nauseabundo, al mediodía siguiente salíamos libres y sin cargos. Pero el horror no había terminado. Los policías que se quedaron custodiando mi casa bebieron todo lo que hallaron a mano y la mezcla hizo vomitar a estas naturalezas sensibles. En su extrema delicadeza, quizá para no ensuciarme el water o para no malograr mi modesto jardín, las bellas criaturas no encontraron nada mejor que vomitar dentro de las valijas de mis huéspedes y sobre mi ropa en el closet. Un conmovedor detalle de buen gusto que retrata de cuerpo entero el exquisito nivel mental y moral de quienes ejecutaban la represión en la Argentina durante la década de los setenta. Lo que no vomitaron se lo llevaron como justo “souvenir” de esa noche inolvidable. Desvalijaron impúdicamente la casa. Al día siguiente, desoyendo los consejos de mi abogado, me presenté al jefe de asuntos políticos de la policía, que había tenido a su cargo el operativo. Llevaba una lista de todo lo que faltaba. - “¿Usted de quién sospecha?” – preguntó el canalla. - “De nadie ¿De quién puedo sospechar? Usted es el único policía que conozco y pensé que me podía orientar” – repliqué poniendo mi mejor cara de idiota y consciente de que ambos sabíamos exactamente de qué se trataba esta conversación. - “Déjeme la lista, veré que puedo hacer”. Por supuesto que no hizo nada. Felizmente, porque hacer algo, para esa banda de psicópatas, era destruir o desaparecer a quienes los acusaban. El abogado que me aconsejó no realizar esta queja fue, a la larga, menos cauto que yo. Cuatro años después la policía depositó su cadáver en la puerta del departamento de su esposa, en un noveno piso, desnudo y con los testículos atados al cuello.

La segunda prisión fue en Tartagal, provincia de Salta. Habíamos instalado varios campamentos para trabajar con las poblaciones indígenas del lugar. Mi misión era coordinar estas experiencias y tratar con las autoridades locales. Cuando tenía tiempo libre cooperaba con el equipo médico. El nuevo paisaje era la selva chaco salteña con mosquitos y alimañas incluidos. Los jóvenes del campamento de Tartagal colaboraban con una misión franciscana que se ocupaba de los indios matacos. En nuestra ingenua apertura habíamos aceptado dos sacerdotes católicos tercermundistas entre los participantes. Estos, proselitistas por vocación, incorporaron misas al aire libre, manipularon a gente más joven e inexperta que ellos y terminaron alzando el campamento contra los franciscanos y contra la autoridad. Abandonaron todo afirmando infantilmente lo que nadie ignoraba: que los indios eran explotados, pero agregando que los franciscanos “eran cómplices de esa explotación” y todo el rollo marxista cristiano de la época. Cuando llegué a Tartagal fui detenido y las autoridades me exigieron sacar un comunicado desmintiendo a los sublevados. Escribí, borré, volví a escribir, finalmente salió un comunicado muy enrevesado que afirmaba que la explotación de los indios en la Argentina tenía sus raíces en la propia historia del país y que achacarles la culpa a los franciscanos y a las autoridades actuales era un exceso. Luego fui puesto en libertad. Los sublevados respondieron, en uno de los actos de idiotez más refinado y mezquino que me tocó vivir, que “nuestros objetivos eran crear conciencia entre los jóvenes sobre las causas de la miseria y el hambre”. Delataron irresponsablemente nuestros propósitos pero olvidaron agregar que nuestra única ideología era la Declaración Universal de Derechos Humanos y que quienes conducíamos la organización éramos contrarios al uso de la violencia. Fue una canallada de dos mesiánicos profesionales de la manipulación y un par de irresponsables más que, provenientes de la clase alta, habían descubierto la miseria y la opresión y querían resolverla de inmediato. Como si el mundo de los desposeídos hubiese estado esperando su misión redentora. El mesianismo, alimentado por los profesionales de la palabra iluminada, arrojó a miles de jóvenes idealistas y bienintencionados a una muerte siniestra. Mientras esos jóvenes, la mayoría sin ningún tipo de entrenamiento militar, luchaban contra

una policía y un ejército dispuestos a todo, los jefes observaban y ahorraban. La mayor parte de esos muchachos murió atrozmente. De los vinculados a nosotros no queda ninguno vivo. Ellos, que hoy son un doloroso recuerdo, solían acusarnos de cobardes por no compartir sus puntos de vista. - “No hay condiciones para una guerra popular en un país donde la gente come aún más de lo que puede digerir” – solíamos argumentar. - “Lo que pasa es que ustedes son unos cagones y se niegan a ver la realidad”– respondían con la violenta e ingenua certeza de los adolescentes. - “No están dadas las condiciones objetivas” – decíamos usando el lenguaje marxista que tanto les seducía. - “¡Qué saben ustedes de condiciones objetivas!” - retrucaban con la mente puesta en la última arenga del jefe de turno. Infelizmente teníamos razón. Fueron cayendo uno a uno mientras la sociedad argentina, aterrorizada, miraba hacia otro lado y fingía no saber lo que estaba ocurriendo. Fue una masacre que devastó una generación y creó las condiciones ideales para cultivar el individualismo y la indiferencia que tan útiles serían para implantar, sin ruido, un neoliberalismo fundamentalista e inhumano que gobierna este principio de milenio. Tampoco el trabajo con la comunidad era ajeno a los pesares. Entre 1966 y 1968 algunos de nosotros nos instalamos en una Villa Miseria de pescadores a orillas del río Paraná. Durante los fines de semana y el verano nos secundaban nutridos contingentes de voluntarios. Dos años viviendo en un rancho de barro y trabajando intensamente, no fueron argumento suficiente para evitar que las autoridades de la ciudad, furiosas por nuestra negativa para hacer proselitismo electoral a su favor en la Villa, tramasen expulsarnos. Ese último viernes, como todos los viernes durante dos años, nos reunimos con los integrantes de la Cooperativa. No parecía una noche cualquiera. Su gente estaba mustia. Evitaba mirarnos. Tuiti, inquebrantable compañero de trabajo y yo, sentíamos que la tensión se había apoderado del espacio.

- “¿A ver muchachos de qué vamos a tratar hoy?” – dije por decir algo que decía habitualmente pero que en esta ocasión sentía como sonando en lugar inadecuado o fuera de tiempo. - “Bueno” – respondió Mario Olivera, secretario de la Cooperativa y amigo solidario que siempre nos había demostrado un afecto incondicional - “Hablá Mario, desembuchá,8¿qué pasa?, cuenten - “Tuiti, Guillermito creo que se van a tener que ir” – cada una de sus palabras era emotiva, angustiada, salía dibujada de su boca como si alguien le apretase el pescuezo. - “Si eso es bueno para ustedes no hay problema, nos vamos” – argumentó Tuiti asido a una racionalidad que solía equilibrar mis tormentas emotivas. - “¿Pero digan por qué?” – agregué. - “Las tierras Guillermito, las tierras” - dijo Mario con voz apagada. - “¿Les van a dar las tierras?” – pregunté exaltado. - “Si ustedes se van sí”, eso piden. - “Y claro que nos vamos, lo que la Cooperativa quería eran los títulos sobre las tierras, ya los tienen, no se preocupen”. - “Para nosotros es mejor así”– mintió Tuiti - “Por supuesto, mucho mejor” – mentí yo No era un final cualquiera, era cerrar un proyecto en el que habíamos invertido dos años de nuestra vida y un gigantesco capital de ilusiones. Era organizar una comunidad pobre para que por sus propios medios, sin caridades ni lástimas ajenas, accediera a un nivel de vida digno. Trabajamos en educación y salud, luchamos para vencer las naturales resistencias al cambio de los pobladores, quebramos nuestras espaldas para construir un centro de 400 metros cuadrados hombro a hombro con la propia comunidad. En fin, dejamos los pellejos de las manos y del alma en un proyecto que ahora, por intereses políticos minúsculos, era enviado al basurero. Nos fuimos recompensados por el afecto incondicional de la gente y convencidos de que el engaño, esa vieja tradición con la que se ha alimentado a generaciones de desposeídos, había logrado una nueva e

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Di lo que tienen guardado

inevitable victoria. Fue así, nunca les entregaron los prometidos títulos de propiedad sobre la tierra que habitaban. Fueron dos años de privaciones materiales atenuadas por la seguridad de saber que, a sólo cien kilómetros, estaban nuestros hogares con agua caliente, buena comida y camas confortables. No intentamos desclasarnos, sólo intentamos seguir siendo nosotros pero viviendo con ellos y con ingresos como los de ellos. Es verdad que el nuestro era un rancho sofisticado. Paja y barro por fuera; libros, afiches, discos e interminables tertulias por dentro. Nos visitaban regularmente y ambos, ellos y nosotros, descubrimos mundos que hasta entonces ignorábamos. Para reforzar la experiencia llegaron tres voluntarios británicos, Alison, socióloga; Susan, enfermera y Nigel, trabajador social. Alison, que pernoctaba en una casa de clase media fue un vendaval. No sólo alteró el funcionamiento hormonal de su anfitrión y el sistema nervioso de su anfitriona sino que promovió, con menos inocencia de lo que presumí al principio, una primitiva competencia por acceder a sus favores. “Take your time”, solía decir con su espléndida sonrisa de ojos azules cuando pasábamos la línea imaginaria que ella había trazado y que sólo ella sabía donde se encontraba. Era una frontera móvil, dependía de su estado de ánimo o de su cálculo para evitar que alguien abandonara la batalla por su conquista. Hábil, inteligente y de prudentes hábitos liberales era, y no por su culpa, una prodigiosa emisora de señales sexuales que, en una Argentina mojigata y conservadora, ponía a los machos cabeza para abajo y alteraba los ritos tradicionales de la conquista. Con esta joven de 24 años, nacida en la Isle of Man, Escocia, solíamos pasearnos por despachos ministeriales procurando apoyos al proyecto. Era inevitable que luego de nuestra exposición, en la que Alison jugaba el papel de carnada muda, el funcionario en cuestión preguntara, sin quitar la vista de los exitosos pechos de la escocesa: “¿Usted hasta cuándo se queda, señorita?”. Ahí la carnada pasaba a ser el centro de atención y llovían las ofertas de apoyo. También invitaciones que eran postergadas para el momento de festejar la obtención de la ayuda. Susan, la enfermera, era rolliza, de un blanco transparente, depresiva y totalmente ajena a los usos y costumbres locales. No le interesaban, ella había venido a poner inyecciones y atender primeros auxilios. Lo

demás era su vida privada. Transportar hábitos británicos a una Villa Miseria argentina no siempre da buenos resultados o por lo menos no los dio en esta ocasión. Vivía en la propia Villa y cada mañana salía completamente desnuda para higienizarse en el patio de su rancho. El patio no era un patio, hacía de patio. Susan no lo comprendía. Para ella estar dentro de su propiedad la habilitaba para hacer lo que quisiera aunque lo que allí hiciera pudiese ser visto libremente por todo el mundo. Niños, jóvenes y adolescentes asistían, desde distintos sitios, al baño matinal de este carnoso ejemplar anglosajón. Por las tardes la enfermera iba al bar, bodega y almacén donde, a pesar de usar siempre faldas y de no usar nunca prendas interiores, se sentaba con las piernas abiertas para regocijo de la muchachada que hallaba, en esta treintañera venida del frío, una inesperada inspiración para sus placeres manuales. Manuel, un joven albañil apuesto e inteligente conquistó a la enfermera, pero nunca logró que abandonara sus baños matutinos, ni sus visitas al bar. Sus primitivos celos latinos no pudieron contra el duro corazón de la anglosajona. Nigel, el trabajador social, era demasiado inocente para los muchachos de la Villa que lo trataban como si el inglesito fuese poco más que una mascota. Changa, empleado bancario por obligación y amigo incomparable por vocación, llegaba todos lo fines de semana para ordenar las cuentas de la cooperativa con el Pelado Mancini, rubicundo carpintero, componedor de botes y por sobre todo una bestia fenomenal para todo lo que no fuera su oficio. Era hombre de martillo, no de lapicero. De clavos, no de números. Pero no había otro más honesto y despiadado y la cooperativa lo eligió como tesorero. Pedirle algo demandaba horas de esfuerzo verbal y mímico, sólo Changa había logrado domesticarlo, pero ignorábamos las palabras mágicas que usaba para encender su inteligencia y nunca pudimos acceder ni siquiera a los umbrales de sus manifestaciones como ser racional. Por lo menos en el ejercicio de su función. Creía que más que tesorero era guardián y que su misión era evitar que la gente sacara plata. Se debatía en el esfuerzo de impedir que los pocos dineros de la cooperativa fueran utilizados. Las razones, por atendibles que fueran, siempre se detenían ante la imperiosa frente colorada del Pelado Mancini y allí, lentamente, se iban disolviendo mientras buscaban un resquicio para penetrar en ese extraño cerebro

poblado de tenazas, martillos, destornilladores y una autoimagen de custodio de campo de concentración que no coincidía con sus buenos sentimientos naturales. Esgrimíamos el arma de la compasión y el respeto en una sociedad de altruismos aislados y de conductas ajenas a la solidaridad. Cuando decidimos que a través del quehacer político podríamos dar otro vuelo a esta visión de las relaciones humanas, hallamos que en el estricto campo de la política, que debiera ser el campo de la preocupación por el bien general, se reproducían, agravadas, las conductas egoístas y los comportamientos prepotentes. Los enfrentamientos ciegos y la incapacidad para el diálogo eran el amargo pan que debíamos consumir cada día. Estuvimos, literalmente, desarmados en medio de un campo de batalla y con la voz empequeñecida por el furor encendido e irracional de contendientes que se consideraban dueños absolutos de la verdad y por lo tanto amos de la vida y de la muerte de quienes no pensaban como ellos. Me lastimó, como siempre, el olor acre y espeso de las flores que comenzaban a marchitarse. En la gran mesa de la sala alternaban tazas de café a medio consumir con armas de distintos tipos y calibres, los cigarrillos aplastados por todo sitio revelaban el hastío de una larga noche, la mirada provocativa de los guardaespaldas se había diluido en la pastosa lenidad de su cansancio, las ofrendas florales contenían los nombres de numerosos sindicatos argentinos. Una, con letras cursivas, decía: “Isabel Perón”. El cadáver, situado en el medio de ese teatro del espanto, tenía la cabeza vendada y sólo podía verse la parte de su rostro que no había sido desfigurada por las balas; la madre del muerto le miraba fijamente como quien intenta el milagro de atrapar una señal, una sola señal, que indique que todo eso, en realidad, no está ocurriendo. Me acerqué al ataúd con el paso inseguro que nos impone el inaccesible dolor de los otros. Mi mano quedó en el aire, mi beso en mueca, la madre me abrazó con gestos descontrolados y gritó: “Sí, sí, lo mataron, lo mataron, pero él antes hizo cagar a unos cuantos.”9

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Mató unos cuantos

Se detuvo para cerciorarse si era yo, de quien su hijo con seguridad le había hablado favorablemente, luego recorrió morosamente el espectáculo a su alrededor y volvió a gritar, a modo de letanía, quizá como último consuelo: “El antes hizo cagar unos cuantos, él antes hizo cagar unos cuantos.” Se olvidó de mí, regresó a la intimidad de su dolor. Me sentí pavorosamente solo. Era poco menos que un náufrago en ese escenario de seres convencidos de que todas las respuestas estaban en los caños de sus armas. Allí la muerte era presencia y diálogo; presente y futuro. No fue difícil deducir del sinfín de murmullos poco disimulados y de gestos inequívocos que el “El Negro”, ese sindicalista limpio, honesto, siempre dispuesto a servir a sus compañeros, era, además, un disciplinado y sanguinario militante de la intolerancia dispuesto a matar y morir, como de hecho acababa de ocurrirle. Tampoco fue difícil enterarse, al amparo de la aparente impunidad que ofrecía el haber pagado con la vida de uno de los suyos el precio de lo que ellos denominaban su lucha política, que “El Negro” había sido ultimado por la facción opuesta del peronismo local liderada por Jorge, quien a su vez había sido asesinado y arrojado al río por “El Negro” y sus secuaces a inicios de esa misma semana. Ambos grupos se habían logrado descabezar y en ese inusual amanecer, velando la muerte del último caído, se pergeñaban las próximas revanchas. Mi espanto me arrojó a los límites mismos de la esquizofrenia. Jorge, por quien mi aprecio seguía vigente, había sido mi amigo durante algunos años y sólo dejamos de vernos cuando su paso a la clandestinidad política nos alejó física e ideológicamente. “El Negro”, líder del sindicato de trabajadores de la televisión era, en aquellos tiempos en los que buscábamos afanosamente el modelo de un hombre nuevo, un ejemplo aparente de sindicalista honesto, justo, competente. Ambos eran parte de mis afectos y estoy seguro que, depuestos los fanatismos, se hubiesen llegado a entender cordial y fraternamente en torno a una mesa de café. Creo, incluso, que hubiesen llegado a ser grandes amigos. La mañana del velorio mi razón no pudo impedir el colapso emocional que me provocó descender a las entrañas de ambos crímenes. La evidencia de los seres queridos asesinando y asesinándose desarticuló mi bien montado sistema de defensas y justificaciones.

Entre brumas, a partir de ese momento mi mente comienza a bloquear los registros, recuerdo haberle preguntado a alguien, a quien le entregué las llaves de mi carro, si sabía conducir. Fui sacado del velorio y llevado, a mi pedido, a las afueras de Rosario, a cualquier sitio con campo y cielo abiertos. Allí, con la dramática sensación de estar partiéndome lentamente por la mitad, pude, acuclillado sobre la tierra, llorar desconsoladamente por los muertos, por los vivos, por la cordura olvidada, por el siniestro rumor de la violencia, por el esfuerzo estéril en un espacio cuyos rumbos habían sido borrados. Habíamos llegado a los límites. Cuáles eran y dónde estaban era imposible precisar. ¿Qué nos arrastró? ¿Los amigos asesinados?, ¿Las frecuentes amenazas de muerte? ¿La imposibilidad de que nuestra débil voz fuese oída? ¿La dramática sensación de ser solo espectadores de un torneo cuyos actores se asesinaban sistemáticamente? ¿Era el miedo? Ese miedo, controlado y socialmente oculto, que nos acompañó los últimos tres años con una fidelidad que hubiésemos deseado no tuviera. Ese miedo que hacia saltar chispas de adrenalina cada vez que un auto desconocido se detenía frente a nuestra casa o que el teléfono sonaba a deshora. Ese miedo articulado a nuestra existencia como una alerta funcionando sin descanso. Recuerdo una mañana en la que, atravesando una plaza, sentí una enorme envidia de una pareja de ancianos que tomaba sol. Con cuántas ganas le hubiese cambiado mi miedo por sus años. Que carga enorme además disfrazar cotidianamente el miedo para que los otros crean que nada es tan grave como parece. Repetíamos la enorme mentira “no te preocupes, no va a pasar nada”, mientras todo pasaba y cada día había más sangre para recordar y menos espacio para creer. Alguien dijo una vez, con mucho humor, pero interpretando un sentimiento que flotaba en el ambiente: “nos quieren amedrentar” y luego agregó para que a nadie le quedara ninguna duda: “yo quiero hacerles saber a esos señores que ya estoy amedrentado”. Creo que todos lo estábamos y no sólo porque sintiéramos miedo, sino, básicamente, porque no teníamos esperanza.

La falta de esperanza es un vacío con el peso de una montaña. Es un ahogo cotidiano, un mirar sin ver, una presencia que está en otro sitio. El mandato interno, atornillado en los genes, ordena sobrevivir. No es una sugerencia, es una orden. La vida se organiza para que así ocurra y salvo en el caso de los suicidas, así ocurre. La esperanza es su señuelo, el miedo una de sus tantas estrategias. Actúan de consuno. El uno sin la otra conduce inevitablemente a la autodestrucción y ésta parece no corresponder al plan que la vida tiene para sí misma. Ignoro si esta vida es un chiste cósmico, un lusus naturae como decían, pero estoy convencido que está impulsada por el imperativo de sostenerse y multiplicarse. Todo lo viviente es parte de ese impulso y los seres humanos que han logrado verbalizarlo y encuadrarlo en un lenguaje que lo vuelve comprensible, no pueden, no obstante, aislarse o liberarse de ese determinismo. La esperanza es parte del ardid urdido por la vida, agotada una instancia se renueva en otra y luego en otra y aunque se vaya empequeñeciendo suele tener siempre la misma capacidad de convocar nuestros sentidos a favor de la prolongación de la existencia. No es fácil saber en qué momento uno sustituye una ilusión por otra. Una mañana cualquiera comenzamos a hablar del presente como si fuera pasado, de las ideas –hasta ayer propias- como si fueran ajenas, del lugar que amamos encarnizadamente como si sólo fuera un punto de partida. Hemos roto algo, algo se ha roto en nosotros y algo nuevo comienza a perfilarse. Sin saber qué es, contiene el atractivo de la aventura y sustituye, con incomparables ventajas, las tinieblas del miedo. Algunos años después, un amigo uruguayo al que daba por muerto se apareció por mi oficina en la UNESCO. Pasado el estupor, no es fácil conversar con quienes vienen de la muerte, me contó que luego de cinco años en las cárceles uruguayas, los militares de ese país, cediendo a la presión internacional, le soltaron no sin antes darle una nueva y soberbia paliza cuyas marcas aún conservaba. - “Todos te creíamos muerto” – dije mientras constataba una y otra vez que se trataba del viejo y querido amigo. - “Mi familia pensó por un tiempo que estaba muerto”. - “¿Cuándo llegaste a Paris?”

- “Hace tres días”. - “¿Dónde estás alojado?” - “En casa de unos compatriotas que apenas tienen para comer”, me prestaron un rinconcito en el suelo. - “¿Tenés posibilidades de trabajar?” – insistí tratando de ser práctico. - “Por ahora no tengo nada, ni trabajo, ni plata, solo un colchón en el suelo”. - “¿Y cómo te sentís?” - “Feliz” – casi gritó mientras volvía a abrazarme- “soy el tipo más feliz de la tierra”. No hacía falta que explicara nada. Luego vinieron el vino y las lágrimas para consagrar, una vez más, esa fe irracional por la vida y esa dramática apuesta por la esperanza. Dos seres absolutamente desamparados en un suburbio del universo, sin más patrimonio que sus pequeñas y efímeras existencias, compartían la euforia de haber postergado su regreso a la nada. Pero aun faltaba mucho para que ese encuentro se produjese o para que nuestras ilusiones fueran destripadas por la realidad, apenas era 1963 y a inicios del 64, si el Ejército Argentino lo permitía, yo debía partir nuevamente a Paris donde, una Catherine convertida en leyenda, sería confrontada con el ser de carne y hueso que la encarnaba.

X - “Faltan diez dólares, esperá aquí Flaco que ya los traigo” – dijo Changa cuya profesión real era la de resolver problemas ajenos. - “Tiene que ser antes de las tres” – ratificó, diligente, el empleado de la agencia de viajes.

- “Ya lo dijiste diez veces, no insistas, somos menos boludos de lo que parecemos” – le aclaré en el umbral de la desesperación. No era un viaje lo que perdía, eran diez meses de libertad. Si no viajaba debía regresar al servicio militar obligatorio que, desde hacía sesenta días, cumplía para espanto de mi sensibilidad y escándalo de mi razón. Nunca había vivido nada tan parecido al infierno de la estupidez como esos primeros días “al servicio de la Patria”. Nunca había conocido personajes tan primitivos y aparentemente insensibles como aquellos uniformados a cuyas órdenes me habían colocado las leyes argentinas. - “Acá está la guita” – exclamó triunfante Changa. - “Y acá el pasaje”– replicó nuestro agente viajes, mientras nos entregaba un inmenso boleto de barco Buenos Aires – Génova – Buenos Aires a sólo 280 dólares. - “Sos libre Flaco, rajá a Europa y dejate de joder” – dijo Changa evadiendo la incomodidad del agradecimiento. No podía creerlo, iba a ser el primer soldado raso argentino que se ausentaba a Europa con permiso especial del Ministro de Guerra y con ayuda moral y económica de Changa. Todo comenzó con un: - “Parte para mi sargento ayudante” – dicho a los gritos - “Diga soldado”. - “Pido permiso para hablar con el sargento primero” – continuaban mis gritos. - “Concedido”. - “Parte para mi sargento primero” – siempre gritando. - “Pido permiso para hablar con el sargento principal”. - “Concedido”. Y así, gritando y gritando fui ascendiendo de uniformado en uniformado, sin saltearme uno solo, hasta llegar al general Rozas, Jefe del Segundo Cuerpo de Ejército con sede en Rosario. Ese día mis superiores inmediatos estaban más aterrados que yo. - “Soldado Giacosa su instrucción militar es deficiente”, preséntese de civil. - “Sí, mi sargento ayudante, de civil” – respondí.

- “Y no se presente como si fuera una reunión social”. - “No mi sargento ayudante, no me presentaré como si fuera una reunión social”. - “Diga siempre mi general”. - “Si mi sargento ayudante, diré siempre mi general”. - “Cuádrese cuando entre e identifíquese. Vamos a practicarlo a ver cómo lo va a hacer” – inquirió casi desesperado el sargento ayudante. - “Permiso mi general, soldado Giacosa, Clase 40……” Pasaron varias horas antes que el soldado Giacosa diera pie con bola. - “Civil, usted es un civil” – me gritó aturdido el sargento ayudante como si eso constituyera un insulto descomunal. - “Sí, mi sargento ayudante soy un civil” – dejé escapar sabiendo que ya todas las cartas estaban en mis manos. - “No tiene cura, vaya, que sea lo que Dios quiera”– dijo ese tipo que escondía bajo el uniforme un alma casi candorosa. Fui. Me presenté como si él no fuera un general ni yo un soldado. Me invitó a sentarme, me ofreció un cigarrillo y conversamos como si fuéramos civiles, es decir, civilizadamente. Sin gritos ridículos, ni gestos ortopédicos. - “Usted comprenderá que el Ejército no puede hacer excepciones” – dijo el general - “Comprendo general, pero era mi obligación transmitirle el interés de la UNESCO para que yo participe en la conferencia que le detallé”. - “Veré que puedo hacer, no creo que haya antecedentes, no le prometo nada”. Cuando regresé al cuartel el sargento ayudante, lívido aún pues intuía que el general lo iba a mandar preso por la deficiente instrucción del soldado Giacosa, me esperaba con ansiedad de novia. - “Parte para mi sargento ayudante” – grité aún vestido de civil. - “Dejese de partes y de boludeces Giacosa, cuente, cuente, ¿qué pasó? ¿Le preguntó sobre su instrucción militar?” - “No me preguntó nada de eso. Sólo se interesó por la conferencia. Me pareció una persona macanuda” - dije distendido y cómplice.

- “Vio que todos los milicos no son una mierda como usted piensa” – dijo un sargento ayudante a quien mi suprema ineptitud para la vida militar le había ablandado el alma. De alguna forma me consideraba un minusválido. - “Empezando por usted mi Sargento Ayudante. Si fuera civil seguro que trabajaba con nosotros”. No había sido fácil domesticar al sargento ayudante Giosa. Todo comenzó luego de una severa jornada de instrucción individual, él ordenando ridiculeces y yo tratando de interpretarlas, que agotó al sargento ayudante y desequilibró mi frágil psiquis de ciudadano deshabituado a los gritos y a las amenazas. Impulsado por una rabia incontrolable y con torrentes de adrenalina zapateando por mis entrañas, subí a la oficina de Giosa, golpee su puerta y sin darle tiempo a reaccionar me senté frente a él. Mi ego en añicos exigía una reparación y ese insignificante acto de heroísmo estaba destinado a superar lo que, neuróticamente, comenzaba a sentir como una humillación que me descalabraba. - “¿Podemos hablar como seres humanos?” – dije ante un estupefacto interlocutor cuya cara se había llenado de tics y crispaciones. - “No estoy acostumbrado a que me traten así. Si usted me explica yo entiendo pero si me grita y me amenaza me bloqueo” – seguí parloteando mientras el Sargento Ayudante se reponía de su asombro inicial y decidía, magnánimamente, no fusilarme, ni enviarme al calabozo con el que tanto me amenazaba, sino escucharme y darme una explicación. - “Vea Giacosa si en el Ejército contempláramos casos individuales como el suyo no podríamos cumplir la misión que nos corresponde. ¿Se imagina que uno debiera explicar o discutir cada orden? ¿Se imagina una situación así en un campo de batalla?” Sus argumentos eran impecables, pero yo era demasiado joven y con un ego de titán como para sentirme avergonzado. En el fondo creía estarle haciendo un favor. Giosa no desaprovechó la oportunidad y peroró en profundidad sobre el Ejército.

Me asombró saber que alguien podía amar el orden y la disciplina como fines en sí mismos. Sus historias, en las que el respeto a la jerarquía era el personaje central, expresaban veneración por la verticalidad y la intransigencia. Su desinterés por todo aquello que no fuera la estricta observancia de los códigos de conducta militar, impregnaba sus palabras de destellos místicos. Mis oídos, transformados en esponjas, excitaron la locuacidad del sargento ayudante que, en medio de su éxtasis, concluyó contándome que era soltero y que vivía sólo para el Ejército y para cuidar a su madre enferma. Un tango. Un verdadero tango con uniforme. - “Esta es mi vida”, exclamó, “el Ejército es mi vida”. La fascinación había reemplazado a la rabia. Seguir el pensamiento del suboficial me había conducido hacia la cara oculta de la luna. Comprendí que en aquel lugar y en aquellas conductas que yo consideraba las antípodas del bien, había también honestidad, entrega, pasión y buena fe. Aceptarnos recíprocamente fue un triunfo para ambos. Unos años después supe que el sargento ayudante Giosa, que acostumbraba comprar billetes de lotería asociado con sus soldados, les había hecho prometer a éstos que si ganaban el premio donarían una parte al trabajo social que nosotros realizábamos. Nunca más lo he vuelto a ver pero guardo un recuerdo calidísimo de ese aparentemente gélido devoto de los códigos militares. Mi permiso salió. El Ejército Argentino autorizó al soldado raso Giacosa viajar a Linz, Austria, para participar de una reunión de UNESCO, etc, etc. Sin embargo cuando fui a la Policía Federal a retirar mi pasaporte el encargado de turno me dijo: - “Debe presentar una carta del Ministro de Guerra dirigida al Jefe de Policía”. Era como pedirme un autógrafo de Blancanieves o que Superman aceptara darme clases de vuelo. Desalentado fui al Ministerio de Guerra y le expliqué a un Capitán lo que ocurría: - “No te preocupés pibe, son unos boludos” – y él mismo redactó y firmó una carta que una hora más tarde convencería a los cuadriculados empleados de la Policía.

La pequeña odisea de mi permiso para salir del país fue publicada en un libro que me hacía aparecer como el primer objetor de consciencia de Sudamérica. Falso, nunca tuve el valor de negarme a hacer el servicio militar, sólo gestioné una licencia que se prolongó hasta mi baja, para cumplir con algo que el Ejército justificó como una misión en Europa. Nunca sabré que hilos se movieron para que una institución rígida como el Ejército accediera a liberar a un soldado común y corriente de una obligación que constituyó una religión nacional durante muchos años. No creo que mi dramática nulidad como hombre de armas haya influido. Me inclino a pensar que se trató de una equivocación de las tantas que solía provocar el esotérico prestigio de la UNESCO, que no es –como alguien dijo- una bailarina griega como su nombre lo indica, sino una burocracia internacional como su nombre lo oculta. Años más tarde presidía yo un comité de la UNESCO y en esa condición viajé a Panamá. Fui recibido por un carro en la escalerilla del avión y trasladado con dos custodios a un lujoso hotel. Durante una semana se me cuidó como el alto dignatario que no era. Mis guardaespaldas observaban todos mis movimientos y me aconsejaban sobre cómo evitar ser raptado. Creyeron que era el presidente de la UNESCO y como tal me atendieron a pesar de mis súplicas. Nunca sabré si estaban seguros que UNESCO no era un país de la polinesia. Cambiar los “sí mi mayor, sí mi sargento, sí mi coronel” y otras rutinas militares por un viejo transatlántico, infundía un estado de ánimo similar al de Cenicienta antes de medianoche. Hasta que no confundí las manos de los amigos con las manos de otras despedidas y luego al viejo puerto de Buenos Aires con un punto de luz, no tuve la certeza de que ese vetusto barco no se convertiría en una calabaza, sus marineros en ratones y yo en el humilde recluta de los últimos meses. Alta mar fue, en esos días sin calendario, un espacio para resucitar la imaginación y recuperar el privilegio de la libertad. El mar en lugar del ejército era un regalo que no estaba dispuesto a desperdiciar. Devoré amaneceres, ocasos, libros y algunas privilegiadas conversaciones con un joven poeta italiano cuya inteligencia y madurez estimularon la capacidad de asomarme a mis

propias limitaciones. Teníamos la misma edad y no podía evitar compararme con ese ser luminoso que cada día, mientras observábamos las toninas que escoltaban el barco o simplemente descansábamos de tanto descanso, me deslumbraba, sin quererlo y sin saberlo, con sus intensas y dolidas reflexiones sobre el oficio de existir. En Lisboa, como en otras escalas, pudimos disponer del día entero en la ciudad. Alguien pregunto durante el paseo “¿Dónde estará el correo?”. Respondí: “en la otra cuadra doblando a la derecha hay una plaza y al lado del bar está el correo”. Cuando encontramos el correo, en el exacto lugar que había indicado, mi perplejidad no me permitió convencer a mis ocasionales compañeros que era la primera vez en mi vida que estaba en Lisboa. No fue un deja vu, fue sólo una frase pronunciada como si otra persona hablase por mí, dicha, además, con la profunda convicción de estar en lo cierto. Mi oficio de clarividente se inició y finalizó en Lisboa y no dejó más huella que la de una simple anécdota. Entrar al Mediterráneo y luego regresar al Atlántico no era problema mayor para una pasajera que pidió al capitán del barco que por favor fuera primero a Barcelona y después a Lisboa porque ella estaba muy apurada. Ni ella logró convencer al capitán para que se portase como un caballero y cumpliese su deseo, ni el capitán logró convencer a la pasajera que su pedido estaba contra la lógica, la economía y las obligaciones elementales que tenía la empresa naviera para con sus pasajeros. Ella se quitó con un “ya no quedan caballeros” y él disfrutó contando la historia en la cálida cena de despedida que nos ofreció. En Génova, Livio, mi joven maestro durante el viaje, desapareció abrazado a una fragante e impecable mujer que, a la sombra de una pamela elegantísima, reía y lloraba apretada contra el hijo que acababa de regresar. Nunca más supe de él. Esperé en el bar de la estación de trenes de Innsbruck la salida del sol. Tras los cristales el invierno austriaco no parecía dispuesto a ofrecer una tregua. Aguardar la aparición del sol en esa mañana era fruto de mi ignorancia, si quería disfrutarlo debería quedarme allí los tres

meses que nos separaban de la primavera. Mis zapatos argentinos ignoraban como comportarse ante la nieve, mis pies, también argentinos, aturdidos por el frío, reclamaban, cada cien metros de servicio, el consuelo de un sitio seco y abrigado. Ellos me conducían, burlando mi agnosticismo y defendiendo mi economía, a la acogedora protección gratuita de las iglesias, donde, arrodillado en los bancos, podía secar las suelas de los zapatos con el potente calefactor que se hallaba a mis espaldas y a la exacta altura de mis pies. Nunca mi cuerpo, a partir de mis bases físicas, había experimentado gracia tan divina. No diré que me fue devuelta la fe, pero si que me fue quitado el frío y ese dato figura y figurará siempre en el débil activo que la Iglesia Católica tiene en mi cosmovisión. Disfruté, en una de las tantas iglesias a las que me arrojaba el frío, de una boda que concluyó con valses en la misma puerta del templo. En esas calles del siglo XVI, la música impregnaba paisaje y personas. Hasta mis pies, sordos por decisión de la naturaleza, me regalaron una tregua para que ensayara unos pasitos solitarios y terminara – ante la natural indiferencia de los invitados al casamiento – abrazando a un árbol, único ser vivo en los alrededores dispuesto a acoger, sin desconfianza, la euforia de un soldado recuperado para la vida. Luego vino el Salzburgo de Mozart y finalmente Linz donde tendría lugar la conferencia de la UNESCO que me había liberado del yugo militar. Entre la nieve exterior y los papeles interiores, entre los ruidos de la burocracia y la lucha de idealismos de distinto signo, yo, a quien la realidad le había comenzado a demostrar que las cosas no eran exactamente como se discutían en Europa o en los organismos internacionales, terciaba ofreciendo alternativas que desafiaban la concepción ombligocéntrica de europeos, americanos y comunistas. Ya no era sólo el ego quien hablaba, dos años zamarreado por la disonancia entre la teoría y la práctica me habían llevado a desconfiar de soluciones concebidas bajo una óptica cultural ajena y paternalista. Cuando la Conferencia me aburría, y eso ocurría bastante a menudo, pensaba en el inminente regreso a París. No sabía aún lo peligroso que resulta intentar revivir situaciones que el paso del tiempo ha idealizado. Sin embargo lo intuía y temía que la Catherine de carne y hueso, fuese distinta a la Catherine de los recuerdos y la melancolía.

Nuestra correspondencia había sido menos frecuente de lo que nos habíamos prometido y abundaba más en reflexiones sobre la vida y sobre lo compartido, que en protestas de amor. No hacíamos proyectos en común. ¿No eran necesarios o simplemente temíamos provocar una palabra del otro que lo descalabrara todo? Cada uno necesitaba la relación a su manera y cada uno ignoraba, o yo lo ignoraba al menos, de qué forma la precisaba ella. Muchas veces sentí que algunas personas me eran imprescindibles, pero nunca me sentí imprescindible para nadie. Con los años aprendí que es éste un sentimiento frecuente en quienes poseen la capacidad de establecer vínculos no posesivos. O no totalmente posesivos ya que la posesión es un ingrediente inevitable de toda relación que comprometa algo más que una emoción superficial. Está determinada por el imperativo de prolongar la vida. Ser dos aseguró por millones de años la supervivencia de la prole de la especie humana. Ya no es imprescindible, pero el mandato interno sigue operando en nuestro cerebro como si el dormitorio de nuestra casa fuera el desprotegido rincón de una cueva o nuestros supermercados un peligroso territorio de caza. Catherine no era una cromagnon, ni yo un neandertal y nuestra relación no nos permitía actuar bajo el supuesto: “tú eres mía, yo soy tuyo”. No lo mencionamos jamás en nuestra convivencia, menos podría haber estado presente en nuestra correspondencia. Lo pensé pero nunca lo hice palabra. Actué como creí que esperaban que actuara y al hacerlo olí en mí el tufillo de una inquietante falta de sinceridad. Pero aún era tiempo de conferencia, reencuentros y noches en las que el frío y la nieve nos apiñaban en los bares cercanos. Como era costumbre cada uno había llevado su trago nacional y era obligación rendir culto a las distintas patrias alcohólicas y reconocer sus méritos: slivobitza, barak palinka, vodka, acquavit, cachaca, armagnac, pisco, grappa, ouzo, eran nombres que desfilaban en una competencia con más aclamaciones que razonamientos y con más entusiastas que indiferentes. Mientras castigábamos nuestros hígados alejábamos prejuicios que, seguramente, recuperaríamos a la mañana siguiente. Muchos años después en Hungría he visto a soviéticos y a americanos entonar juntos La Internacional y el Puente sobre el río Kwai, abrazados a varias botellas de excelente vino Tokay y sólo horas antes

de batirse descomunal y canallescamente por uno de los miserables asuntos que los separaban. Definitivamente el alcohol no es el mejor camino para la comprensión internacional aunque, en algún momento, cree esa ficción. Pareciera que nos han amasado con prejuicios para hacer más consistente esta destartalada humanidad hecha de temores, susceptibilidades y desconfianzas. El prejuicio, como una fuerza centrífuga, nos aglutina en torno a unas cuantas simplificaciones que enarbolamos como valores, verdades o lealtades y de allí sólo nos mueve el descalabro o la amnesia. Esa “nada capaz de Dios” que según Pascal es el hombre, suele comportarse como un lunático, náufrago de toda razón, cuando el piso sobre el que está erguido, y que se hizo sólido menospreciando a los que no pertenecían a su tribu, es sacudido por ideas, actitudes o comportamientos que no le son familiares. Las conferencias internacionales, que reúnen sin que se destripen a personas de culturas e ideologías diversas, representan la avanzadilla minúscula de una humanidad dispuesta siempre a almorzarse al que es diferente y también, si existe la oportunidad, al igual que es más débil. Acuerdos, tratados, protocolos, tienen un carácter simbólico y anticipan el futuro que debería existir si antes no predomina el miedo a la diferencia y todos terminamos cocinados en un holocausto nuclear, o transformados en marionetas invertebradas por un ataque químico o bacteriológico. O simplemente nos quedamos sin planeta, porque en lugar del miedo a la diferencia o junto a él, predomina la necesidad de reconocimiento que para la gran mayoría sólo otorga el poder económico. Sobrevivir y ser reconocidos son las llaves maestras que mueven la conducta humana. Aun los kamikazes, que han llenado de estupor el primer año del siglo XXI, lo hacen buscando el reconocimiento de su pueblo y de su dios y la supervivencia de su propia tribu y con ella su visión del mundo. En 1964 en Linz solíamos decir que el lugar más apartado de la Tierra sólo quedaba a 24 horas de vuelo y que esa realidad constituía un mandato imperativo para acercarnos culturalmente, tolerarnos y vivir en paz. Con el tiempo el mundo continuó achicándose pero ello, al contrario de lo que imaginábamos, atizó los prejuicios, exaltó los nacionalismos y llevó a enfrentamientos que ninguno de los que allí

estábamos, enarbolando una visión irreal y romántica de la sociedad, hubiésemos podido siquiera imaginar. Mientras racionalmente me debatía por defender una nueva forma de inserción de nuestro trabajo a favor de los marginados, hormonalmente hervía en fantasías que anticipaban el reencuentro con Catherine y que, más allá de la forma que adquiriera nuestra relación, exigían revivir las horas en las que las que cuerpos e instintos nos alojaban en la breve eternidad de prolongarnos el uno en el otro. Antes de partir de Linz cometí un disparaté que me costó angustias, kilos de mi magra figura y largas noches de insomnio: ofrecí la ciudad de Rosario como sede de la próxima conferencia general. Nunca había sido realizada en América Latina y todos aceptaron con euforia. Un año más tarde comprendería esos extraños discursos sobre el valor del silencio. Dos años más tarde, cuando finalmente la fecha llegó, deseé que el sargento ayudante Giosa me hubiese depositado en un calabozo a la hora que di mi primer paso para iniciar el viaje. Mi emoción y mi boca me lanzaron, en menos de dos meses, al ruedo de organizar una conferencia internacional para 200 personas y a rearmar mi vida estructurando una familia con un pie en la Argentina y el otro en Francia. El placer de satisfacer los arrebatos debe ser el más efímero y peligroso de los placeres. Aparece como una emoción intensa que, guiada por una idea obsesiva, nos somete a las órdenes de torrentes químicos desenfrenados por el cuerpo, mientras, con artificios, distrae la parte racional del cerebro. Cuando ésta recupera el control y comprueba el estado en el que se encuentra la casa, ordena a la angustia una limpieza general que suele parecerse a un descenso a los infiernos. Allí estuve yo un largo tiempo con fiebres propias de sitio tan caliente y con la brújula imantada en el centro de un dolor desconocido. El itinerario hacia el desconcierto comenzó con el regreso a París y con el desenfreno del reencuentro. La alegría es la carnada ideal para quienes nos agitamos en un presente continuo. Allí vamos, locos por abrevar y seguros de quedarnos para siempre. Así ocurrió esa vez y aunque los “siempres” se vuelven efímeros, ocurrió muchas veces más como si la memoria fuera un trasto inútil para esa adicción prepotente.

Pero ahí estaba París por tercera vez. Mi tercer París. Igual pero distinto. El placer de encontrar un sitio donde lo dejamos la última vez es una constatación de que Perogrullo cumple una función en nuestras vidas. Dejé la valija en la estación y salté al bar más cercano para beber un vino, que no era un vino, era un rito que el cantinero, aun ignorando su papel de oficiante, cumplió con la fidelidad que yo esperaba. Mi tercera comunión con la ciudad cuyo espacio me obligó a caer sobre el centro de mí mismo, parecía un nuevo punto de partida. Ignoraba, como siempre, el destino. Sabía, como nunca, que era allí y nada más que allí que quería estar. No para repetir lo vivido, sino para vivir repetidamente la sensación del descubrimiento. Del ritual del vino, descendí a esos teléfonos parisinos que conviven promiscuamente con los baños de los bares, para anunciar, lleno de ansiedad, mi llegada: - “Bonjour, je suis a Paris” (1) – dije con un placer que me permitió masticar cada palabra como si fuera a comerla. - “Catherine n´est pas ici” (2) – respondió del otro lado una voz masculina que parecía saber de mi llegada pero que evitó todo tono de bienvenida. - “Merci” (3) – dije y corté con el alma repentinamente desinflada y la euforia destripada por el desconcierto. El segundo vino tenía ya otro gusto. El sacerdote oficiante del rito volvió a ser el cantinero y comprobé que su cara era gorda, roja y desagradable. Además el bar, hace unos instantes capilla, se había transformado en un tugurio de mala muerte. Rodó tenía razón: el paisaje es un estado del alma. Pasé la tarde caminando. Desconcertado. Con la indefinible, injusta y neurótica sensación de haber sido abandonado. Me era imposible ser razonable. Era tan sencillo pensar: “Catherine tuvo que salir”; “Catherine vuelve más tarde”, etc. Pero no. Controlada por la emoción mi mente sólo lanzaba hipótesis devastadoras, mientras la energía generada por la angustia me llevaba a caminar incesante y precipitadamente como si estuviese llegando tarde a una cita. No estaba en París, no estaba en ningún lado que no fuera mi perturbado corazón. Llamar nuevamente me producía espanto, me aterraba que me respondiera la misma voz. Voz canalla, despreciable, injusta, indiferente. A las siete de la tarde,

empequeñecido y preparado para lo peor, volví a desafiar al maldito auricular: - “Bonjour, je…” - “Guillermo hace tres horas que espero tu llamada” – respondió la Catherine tierna y ecuánime de mis fantasías. El alma se recompuso de inmediato. Paris volvió a ser espléndido y aunque al júbilo le pesaban las ocho horas de tren y las seis horas de caminata, estaba dispuesto a escalar la Torre Eiffel si por acaso a Catherine se le ocurría poner a prueba mis sentimientos. - “¿Podemos vernos?” – susurré ahogado en una repentina inseguridad. - “Seguro, ven pronto que te cuento, hay algunos problemas esta noche…” Nos abrazamos como viejos amigos. Ninguno de los dos sabía exactamente cómo debía abrazar al otro. El temor al rechazo había impregnado el ambiente y ambos, con cautela, esperábamos señales que nos revelaran hacia dónde dirigir el próximo paso. Sentados descorchamos un vino mientras, atropelladamente y en un frañol (1) desaliñado tratábamos de que las palabras pusieran orden en nuestras emociones. Lo logramos, lentamente fuimos desacelerándonos y en media hora de medias palabras recreamos el entorno en el que vivimos atrapados 16 meses antes. Sentí una dicha digna de figurar en un catálogo de la felicidad y tuve la sensación de no haberme ido nunca. Lo dije. Catherine confirmó que en las cosas de a dos los sentimientos suelen reflejarse. “Yo siento que nunca te fuiste”, declaró suspendida de una sonrisa secuestrada de un cuadro de Botticelli. Todo era mejor de lo que había imaginado. Hablábamos de nuestra correspondencia y de lo que cada uno hizo, como si habláramos de otras personas. Nosotros, realmente nosotros, habíamos estado siempre allí. La imagen que cada uno acuñó del otro era el sujeto exacto de nuestra comunicación. La Catherine de carne y hueso no difería de la imagen que me había acompañado. Las evidencias físicas de nuestra separación eran las cartas, el boleto de avión, el pasaporte, los regalos

aún sin abrir. Lo otro, lo inmaterial, esa marea que nos comunicaba, permanecía aparentemente intacta. Y lo estaba, claro que lo estaba, pero no duraría mucho tiempo, sólo las próximas 24 horas y luego de una primera noche inesperada e insólita. El padre de Catherine, la maldita voz de mi primer llamado, pasaba su segunda noche en París junto a unos amigos, albergado en la casa de su hija. Partiría la mañana siguiente pero el escenario, con público tan diverso, no era el apropiado para celebrar un reencuentro. Decidimos que yo dormiría en el Citroen deux chevaux (1) de Catherine estacionado a la vera de la todavía apacible ribera del Sena. Provisto de frazadas y una almohada quité los asientos y me dispuse a disfrutar de esa minúscula aventura y de la promesa de una mayor para el día siguiente. No habían transcurrido dos horas cuando fui despertado por un chapuzón primero y por sirenas y luces policiales que llegaron de inmediato. La idílica orilla del río se transformó en un pandemonio. Aterrado y en posición fetal respiraba aceleradamente mientras me imaginaba cómplice del delincuente que se había arrojado al agua o instigador del posible suicida. No sabía bien de que se trataba pero si yo estaba ahí, en ese desgraciado instante por culpa del desgraciado padre de Catherine, dueño de esa desgraciada voz que pulverizó mi entusiasmo, alguna conexión se me atribuiría. A ningún policía se le ocurrió mirar el interior del viejo Citroen y en media hora, mientras yo seguía fabricando explicaciones en francés, volvió la calma exterior. Sólo la exterior. Mi sistema nervioso, castigado por tantas emociones, me mantuvo despierto hasta el amanecer. Cuando Catherine llegó para anunciar que ya no había moros en la costa, encontró un Guillermo exangüe y dispuesto a dar su vida por una caricia, un baño y una taza de café. Y fue allí, en ese baño, acostado dentro de esa bañera tibia y perfumada, mientras la puerta entreabierta me permitía escuchar a Mozart y ver el ir y venir de Catherine por la casa, que surgió la inevitable idea que jamás antes me había planteado: “Me tengo que casar con Catherine”. Sonaba tan lógico, tan natural, tenía los contornos de ser la promesa exacta para una vida donde nuestra química sería un estímulo constante para hallar ese plus de la existencia que sólo aparecía cuando estábamos juntos. Claro que sí, esta misma tarde se lo diría, no a la salida del baño, claro que no, eso

merecía una fiesta y ambos teníamos trabajo por delante. Sí señor, estaba decidido. No pude pensar otra cosa durante el resto del día. Ensayé fórmulas, busqué palabras, por momentos pensaba que debía decírselo el español, al instante siguiente que lo ideal sería en francés o porqué no en inglés un idioma neutro. Por un instante surgió la idea del rechazo. Si me dice que no todo se va al diablo. Pero el ímpetu del arrebato de la bañera continuaba intacto y el amniótico recuerdo del agua continuaba haciendo de las suyas. A las tres de la tarde le llamé por teléfono y luego de las amorosas palabras que siempre nos prodigábamos dije con toda la escasa solemnidad de que soy capaz: - “Esta noche tengo algo importante que decirte”. - “Bueno” – rió Catherine acostumbrada a mis disparates. Eran las siete de la tarde. Llegamos casi en el mismo momento lo que interpreté como un signo auspicioso. Nos paramos frente a la ventana y tan pronto salió el: “¿Qué me tenías que decir?”, arremetí como un toro miura y lancé, en un dudoso francés, el muy mal meditado: - “Me quiero casar contigo” Me sonó a frase de compromiso, sin emoción, sin alma. Fue como decir: quieres que prepare la comida o quieres un manta para abrigarte. Catherine permaneció en silencio, insistí: - “¿Qué dices?”. - “Je dit oui naturallement” (1) – respondió una Catherine sin asombros y a quien la perspectiva de casarse conmigo le parecía normal, casi inevitable. Y ahí, como si hubiese estallado una bomba destinada a disolver emociones y recuerdos, comenzó el antimilagro. El inexplicable derrumbe de todo. La química se esfumó como por encanto. El acogedor líquido amniótico de la bañera transmutó en hirientes estalactitas heladas. La habitación se transformó en un sitio inhóspito que era urgente abandonar. Quedé sin fuerzas, como si hasta ese momento sólo me hubiese sostenido el poder de la decisión tomada.

Recibido el “sí” tan deseado el mundo se hizo trágicamente incomprensible. Lo que me rodeaba parecía un borrador de mal gusto del sitio que hace un instante rozaba la perfección. Catherine, aún ajena a la borrasca, me mostraba sus dientes en una mueca desconocida. ¿Qué hacíamos allí, dos desconocidos, decidiendo el futuro? Asombrado por lo que acababa de hacer, en lugar de acercarme, me senté, como si en esa posición pudiese conjurar la corriente de lava que deformaba y petrificaba lo que hasta entonces había sido la más espléndida promesa de vida a la que me había asomado. Todo lo que había frente a una Catherine sosegada era un despojo humano, sin voluntad, sin brújula. -

-

“Es normal” – dijo suavemente mientras acariciaba mi nuca. “¿Qué es normal?” – pregunté por decir algo. “Que te sientas así”. “¿Cómo ´así´?” – dije entrando en una de mis variantes idiotas. “Así quiere decir asustado. Has asumido una responsabilidad que, de momento, parece excederte”. “¿Sí?” – pregunté mientras recuperaba, gracias al masaje de nuca, un punto de apoyo en el mundo exterior. “Sí, ya va a pasar” – afirmó Catherine con la misma voz que empleaba mi madre para anunciarme el fin de un dolor, pero sin darme el mínimo espacio para retirar la propuesta. “Sí, seguro que va a pasar, soy un boludo. Excusez- moi”. (1) “Tres boludo, tres, tres boludo” (2) – dijo Catherine procurando modelar la plastilina en la que me había convertido y evocando esta palabra cuya sonoridad le apasionaba y cuyo significado nunca terminó de comprender.

En este caso el uso del ´boludo´, que solía dispararme a radiantes meditaciones metafísico- testiculares, cayó en un vacío que debió alarmar a la futura madre de mis hijos y abuela de mis nietos. En las orillas del drama decidí quemar las naves: - “Vamos a casarnos ahora mismo”- exclamé con la voz compungida de quien propone visitar al médico una vez que los remedios caseros han fracasado.

- “¿Ahora?, ¿Maintenant?” (1) - dijo Catherine tratando de entender y más sorprendida por la prisa que por el tono funerario en el que la propuesta fue formulada. - “Sí, ahora, tiene que ser ahora” – insistí poseído por una histeria premonitoria. - “Pero son las siete de la tarde” – argumentó. - “No importa, la hora no importa” – insistí decidido a masacrarme por no haber sabido callar a tiempo. - “Mais tout est fermée maintenant (2) y además mamá se va a poner muy contenta si se lo contamos a ella primero que a nadie”. - Está bien – asentí aliviado sin saber que a partir de ese instante todo lo que hiciéramos se convertiría en un recuerdo que cada uno, por distintas razones, evitaría evocar. Catherine propuso cenar, como terapia de shock para mi desolación, en un restaurante ruso cuyo bortsch y cuyas balalaikas solían encender mi ánimo y atizar mis hormonas. Todo tuvo gusto a desastre. No podía, por más esfuerzos que hacía, sacar la cabeza del pantano. Ni el buen vodka, ni el mejor vino, ni el coro del Ejército Rojo como música de fondo, hicieron efecto. Me era imposible desalojar al imbécil que se había apoderado de mí. A la mañana siguiente, aún en estado de conmoción pero con la careta mejor adaptada, acepté la propuesta de Catherine de ir a Vouvray para anunciárselo personalmente a Jeannine, su madre. Mi voluntad, pulverizada por el terror, había desaparecido. Si me hubiese propuesto una expedición en camello a Mauritania también habría aceptado. El vendaval interior era tan penoso que las voces exteriores llegaban huecas y deformadas. Por la noche desembarcamos en Vouvray y, por primera vez, dormimos en un espléndido lecho nupcial que parecía anticipar el futuro. El cuerpo, dueño de proyectos propios y con sus propios objetivos, cooperaba activamente para que mi desazón no se manifestara en indiferencia física. Años más tarde, en situaciones semejantes, envidiaría esa juvenil capacidad de desdoblamiento que tantas ansiedades, propias y ajenas, puede calmar. No fingía, simplemente me internaba en un papel que silenciaba momentáneamente las dudas.

Esa mañana, durante el desayuno, Jeannine se abalanzó sobre mí con más abrazos y besos de los que yo podía imaginar en una juiciosa dama francesa. “Je le savais deja, je le savais deja” (2) exclamaba mientras me miraba con los ojos empapados y una sonrisa que no le conocía, era como si acabase de resolverles un gran problema familiar. Había desatado, sin quererlo, una locura colectiva, en la que yo sería la primera víctima. Esa mañana en Vouvray fue de inusitados preparativos prematrimoniales y se coronó con un almuerzo donde los futuros esposos y la futura suegra descorcharon varios vinos chenin de la región que hacia tiempo esperaban esta ocasión. Por la tarde iniciamos la procesión por la familia. Primero la abuela que me auscultó serenamente, luego, delante de ella, fui sometido a la imprescindible ceremonia llamada “la prueba de los niños”. El horrible experimento consistió en lanzarme una jauría de criaturas para observar sus reacciones frente al desconocido que pretendía ingresar en la familia. Si ellos te aceptan, se supone que eres buena persona y serás un buen marido, si te rechazan, hay que desconfiar. Los niños, que eran mi penúltima esperanza para que todo volviera a ser bello y prometedor como antes de pronunciar el “me quiero casar contigo”, parecían encantados de tener un tío nuevo y desgarbado que venía de un país remoto y carnívoro. Los tuve trepados a mi cabeza durante un par de horas lo que sirvió para convencer a la familia que Catherine, finalmente, había hecho una valiosa adquisición. Sufridas todas estas penurias regresamos a la casa campestre de Vouvray donde, por primera vez, la incomprensible alegría de ambas mujeres eclipsó felizmente la aguda sensibilidad que solían tener para captar malestares ajenos. Y aunque dadas las circunstancias esto era lo mejor que podía ocurrir, me sentí solo, desamparado y con una enorme dificultad para elaborar respuestas racionales. Todo volvía obsesivamente al “me quiero casar contigo” y las cuatro minúsculas palabras se engullían cualquier intento para explorar una salida que no condujese a la angustia. La idea del matrimonio había debilitado el magnífico aparato racional de Catherine y mi único punto de apoyo se había evaporado. Catherine amante transformada en Catherine futura esposa y Guillermo amante transformado en Guillermo mártir, desarmaban, sin quererlo, el prolijo rompecabezas resuelto juntos. Cada pieza de ese juego estaba hecha a partir de una visión del otro que disolvía las diferencias en una intención lúdica sin pasado, ni

futuro. El “hoy es todo lo que tenemos” de los días felices, se convirtió en un “¿qué vamos a hacer mañana?”, y provocó un atolladero de respuestas irresueltas que enrareció la comunicación. Mis tempestades internas permanecían ocultas. El lento tsunami que se gestaba estallaría, unos meses más tarde, en una localidad rural cercana a Rosario. Mientras tanto el roer interior de las emociones reprimidas era controlado por la obra sinérgica de sexo y valium. El frenesí nocturno creaba la apariencia de una comunicación intensa. Pero ya el “antes” y el “después” habían dejado de ser los instantes de fiesta de nuestra relación. Ahora honrábamos el orgasmo y el sueño. Me aproximaba, me alejaba, era uno con Catherine, luego la burbuja reventaba y me volvía extraño, distante. Rozaba el cielo, estallaba contra los adoquines del infierno, rebotaba de un sentimiento a otro, el presente ardía, el futuro cegaba. Aunque el sólo pensarlo resultara ridículo en una sociedad como la francesa, mi ultima esperanza radicaba en una negativa tajante, musulmana, con anatemas y amenazas, por parte del padre. Tenía cara de pocos amigos y era el único de la familia que jamás se rindió al arma de mi simpatía. De cejas espesas y unidas como las del hombre lobo, era accionista de una gran compañía naviera y solía burlarse de mi mal francés. Pero mi suerte estaba echada: el irresponsable cejijunto aceptó. Sólo propuso una suerte de condición que su hija querida y un semoviente llamado Guillermo aceptaron: debíamos pasar seis meses en Argentina y seis en Francia, él se haría cargo de todos los gastos. La estimulante promesa sirvió, ignoro la razón, para incrementar mi angustia. Puesta a andar, la maquinaria matrimonial era un monstruo con inercia propia: los primos de Catherine que vivían en un fantástico chateaux medieval, lo ofrecieron para la fiesta y nos reservaron una habitación, cuyo lecho tenía el tamaño de una piscina olímpica, para la noche de bodas. Luego de una breve conferencia íntima mis futuros suegros me comunicaron que ellos invitaban, con todos los gastos pagos, a mis padres para participar de la ceremonia y pasar unos días en familia. El cerco se había cerrado definitivamente. La angustia tornó claustrofobia. Acorralado y obligado a fingir sólo esperaba con ansiedad treparme al barco que desde el puerto de Le Havre me devolvería a la Argentina.

Pero antes regresamos a París en estado de ex amantes, actuales novios, futuros esposos. Yo con nueva abuela, sobrinos rarísimos y endemoniados, suegro cejijunto, suegra criadora de perros de carrera, una bodeguita de vinos nada despreciable, la herencia de un mini emporio naviero, la promesa de una vida seminómada y una incalculable angustia que, pensaba, debería administrar por todo el resto de mi existencia. Pasada la euforia de los preparativos familiares Catherine reparó en el objeto viviente que la acompañaba. - “No te veo muy contento” – dijo Haendel había escrito su Aleluya para ese momento, estoy seguro. Y aunque no escuché el coro, saber que podría decir lo que sentía, me produjo un alivio que precedió al largo discurso acumulado. Eligiendo las palabras dije: “Son muchas cosas nuevas, tengo que digerirlas” y me quedé callado como si eso tradujese los enormes deseos que tenía de salir corriendo, de evaporarme o de que alguien me revelara que todo había sido un sueño. Y agregué en el mayor acto de amor jamás tenido para con Catherine: “No te preocupes”. Para luego, reconfortado por mi exquisito masoquismo, tratar de intentar la recuperación del tono lúdico de nuestras conversaciones. No lo logré plenamente, pero fue suficiente como para tranquilizar a la princesa de Chambord. Con ocupaciones reales o inventadas logré que los últimos días transcurrieran sin espacios para hacer más planes relacionados al ya inevitable matrimonio. Necesitaba volver al “hoy es todo lo que tenemos” para rehacer los lazos estragados por mi pavor ante la formalización de las relaciones. Si no lograba irme con una ilusión nunca volvería. Mis sentimientos, trasegados por fuerzas interiores que no comprendía, debían volver a su lugar. Estaba seguro que era posible. O casi posible. O estaba casi seguro, no sé. Sé que debía intentarlo. El recuerdo de la euforia compartida no había desaparecido. Sólo había desaparecido la euforia. ¿Cómo recuperar la emoción en un sitio donde todo es distinto? La casa y los objetos habían perdido luz, sabor la comida, emoción los reencuentros, sorpresas la conversación. Vivíamos ahora en un simple departamento de la Avenue de Versailles, y no como antes en el único sitio posible donde todo era

una fiesta y la vida un renovado rito iniciático para descubrir su sentido. Mis esfuerzos, los de Catherine y la voluntad de engañarse siempre recurrente, hicieron el resto: crearon la trama mínima indispensable para que la ficción siguiese su curso. Y tanto lo siguió que el día en que me embarqué en Le Havre no dudaba que cinco meses más tarde estaría, junto a mis padres, en Vouvray, para celebrar una boda cuya sola mención me congelaba el alma.

XI Nadie notó, felizmente, que cuando abordé al barco que me llevaría de regreso a la Argentina, tenía una enorme argolla rodeando mi cuello y un cable de quince mil kilómetros que me traería de vuelta en poco tiempo. Todos parecían indiferentes a este sujeto engrillado, desmoralizado, que se decía debussolé10 en francés, porque su desorden era netamente francés y que para que alguien lo entendiera en ese barco del Río de la Plata debiera haber confesado que su cabeza nadaba en una nube de indescriptibles flatulencias. Sólo sabía que me iba para volver y casarme, de eso no me cabía duda. El mar, un director de cine y un cuidador de caballos de polo como compañeros de camarote, más los códigos de la infancia que flotaban conmigo en ese trasatlántico argentino, me permitieron aflojar los grilletes de la asfixia matrimonial y volví a respirar como solía hacerlo antes de caer en mis decisiones apresuradas. Casi parecía una persona normal, o esa era, al menos, la impresión que me dejaba el espejo y las respuestas sin espanto que recibía de la gente. Simón, el director de cine, acababa de divorciarse y no tenía la mejor opinión sobre el matrimonio, Clemente, el hombre de los caballos, sólo pensaba en yeguas y para él en una mujer no era otra cosa que una yegua en dos patas. No eran la mejor orientación para un desenamorado buscando la pista perdida, pero serían mis compañeros de habitación durante veinte días y eran lo único que tenía a mano.

10

Sin brújula

Simón a veces se compadecía y mirando el mar, como quien quiere ahogar sus mentiras antes de que salgan, decía: parece una buena chica, es inteligente, te quiere, creo que no te vas a arrepentir. Y antes de que fuera él quien se arrepintiera, yo cambiaba de tema y todo quedaba en el mismo limbo en el que venía flotando desde mucho antes de subir a bordo. En realidad el barco era para mí como un útero gigante con vista al mar: flotaba, me alimentaban todo el día, no tenía decisiones que tomar. No quería ir a ningún lado: ni regresar a Europa, ni llegar a la Argentina. El útero, una vez más, el lugar ideal, pero, como siempre, con un cronograma implacable. Para Simón la televisión era un portento que podía cambiar la conducta de la gente. Al menos eso era lo que él creía hasta que le conté mis jornadas televisivas con los Di Fonzo en Buenos Aires. Tanto le impactó que cada vez que alguien se incorporaba a nuestras charlas Simón repetía, ¿Cómo eran los almuerzos en casa de los Di Fonzo Guillermo? Y yo, que adoraba evocar esas jornadas de hombre aún libre, repetía: En casa de los Di Fonzo el almuerzo dominguero era una institución hasta que llegó la TV. El tío Gilberto, cabeza de la familia, decidió colocar el inmenso aparato presidiendo la mesa y ahí comenzó el delirio. Nadie comprendió nunca cabalmente que el televisor no era un comensal más. Brillaba, sonaba, a veces, acaparaba la atención. Merecía una respuesta, era gente educada y si alguien les hablaba, aunque fuera desde un aparato, ellos contestaban. Ese domingo María Clara me invitó al almuerzo familiar. La mesa sin Pampita -la abuela- era, según el tío Eduardo, como un agujero sin bordes -“Mamá estamos en la mesa, vení”, rugió el tío Gilberto, siempre frenético y siempre usando una voz que parecía hecha para comunicaciones a larga distancia. Sus amigos sostenían que era el primer hombre que había nacido con megáfono incorporado, una envidiable joya de la tecnología argentina. - “Estoy rezando el rosario”, replicó Pampita a quien no la intimidaban los alaridos de su hijo y mucho menos que éste perteneciera al Partido Comunista. - “Vení lo terminás mientras comés, dale que se enfrían los ravioles”. Raviol, palabra dominguera como ninguna, interrumpió el soliloquio místico y nos trajo a Pampita. Apareció rosario en mano, nos saludo con esa sonrisa envuelta como para regalo y, frente a los ravioles humeantes, intento concluir su última cuenta. Pampita no contó con el televisor que acababan de encender y que lanzaba imágenes que trastornaron a los Di Fonzo. Eran danzas folclóricas argentinas pero las muchachas habían reemplazado las prendas tradicionales por faldas minúsculas y provocativas. Cada giro dejaba a los Di Fonzo sin respiración, hasta que el tío Gilberto bramó: - “¿Dónde está el pudor de las paisanas argentinas?”

- “Eso, clamó al televisor Carmen, madre de María Clara, el pudor, dónde está el pudor de nuestras paisanas”. - “Ellas son modositas, opinó un tío de pocas opiniones” - “Bestias, bestias, clamó la mesa al aparato”. Mientras el tío Gilberto ya de pié lo amenazaba se escucho la voz de Pampita que, siguiendo con el ritmo de las letanías de su rosario dijo: - “unca nadie isto elulo de naisana gentina” - “¿Cómo mamá?” , todos querían la opinión de Pampita - “Digo”, -dijo hablando con normalidad y alejando el rosario como para que no la oyera- “que nunca nadie hasta ahora había visto el culo de una paisana argentina y perdonen pero si no termino mis rezos después no puedo hacer la siesta”. La opinión de Pampita cohesionó aún más la ira familiar que por consenso, para el que fui consultado pues democracia es lo que sobraba en esa casa, decidió suprimir esa obscenidad y seguir comiendo los ravioles. Dónde se ha visto, carajo, paisanas de nuestra tierra mostrando el culo, fue la conclusión final de ese improvisado simposio sobre folclore y pudor. Mientras el barco entero se preparaba para los festejos del cruce de la línea ecuatorial, los cincuenta años de Simón y los veinticuatro míos armaban y desarmaban mundos en torno a la vida de pareja. Yo trataba de atrapar el vínculo perdido con Catherine, contándole lo mejor de los mejores momentos. Creía que el clic amoroso se había perdido como se pierden los objetos y que como a éstos podría volver a encontrarlo. Estaba casi convencido que si hablaba de ella como lo hacia cuando ella era indispensable, para que mi vida fuera mi vida, podía recuperar el sentimiento extraviado. Si lo encontraba, todo volvería a tener sentido y el viaje de regreso a Francia sería una fiesta y no un funeral como anticipaban todos los pronósticos de mi meteorología interior. El oído atento de Simón me empujaba a nuevas conclusiones que no siempre eran felices. La confianza creciente entre nosotros me hizo menos prudente a mí y más inquisitivo a Simón. - ¿Por qué se me vino el mundo abajo cuando Catherine dijo sí? - Porque lo tuyo era una fantasía y cuando las fantasías aterrizan se hacen añicos. - Una fantasía que resistió dos años de separación. - Mientras no se confronte con la realidad el tiempo que dura una fantasía no tiene importancia. Las fantasías religiosas nunca pueden ser confrontadas con la realidad y duran eternamente. - Lo que no entiendo –repliqué- es cómo una sola palabra, o cuatro, porque Catherine dijo “Je dit oui, naturalement”, pudo borrar instantáneamente la ilusión, el entusiasmo, todo, todo, hecho mierda porque a esa boluda se le ocurrió decir “Je dit oui, naturalement”.

- Eh che ¿qué te pasa? –dijo un Simón asustado por mi principio de histeria- es la primera vez que hablás así, ahora resulta que el ángel comprensivo y tolerante se transformó en una boluda ¿qué mierda querías que te dijera? ¿y si te decía no carajo, no quiero, sos un inmaduro, ibas a reaccionar de la misma manera? - Quería -dije, tratando de saber qué es lo que quería, pensando en voz altaquería que contestara como lo hubiera hecho mi mamá, que me explicara que mi intención era estupenda, propia de un tipo excelente como yo, pero que era apresurada, que había que pensarlo mejor, que había mucho tiempo por delante. No sé qué mierda quería. Creo que cualquier respuesta hubiese provocado una hecatombe pues la idea misma del matrimonio significaba cancelar lo vivido hasta entonces. Fue como decir hasta aquí llegamos, las cosas no van más como estaban. El matrimonio no era un nuevo comienzo, era un punto final y lo que yo esperaba, creo, es que Catherine dijera algo sensato, porque en esa pareja ella representaba la sensatez. Debe haberme matado que primara en ella la idea de institucionalizar la felicidad, porque ella y yo sabíamos que era imposible. Pasamos horas haciendo el elogio del momento, de la necesidad de atraparlo, vivirlo, desmenuzarlo y después, si te quedaban ganas, usarlo de recuerdo. - Guillermito escuchá bien, ¿sabés lo que vos querías? Vos querías que te siguiera inflando el ego sin comprometerte, y ahí sí fue una boluda porque no se dio cuenta que el último envión para inflarte te reventó”. La lucidez de Simón hizo pasar el ocaso, fiesta cotidiana en medio del mar, a segundo plano. Otra vez todo el mundo era sólo mi barullo interior. No obstante lancé la frase personal más lúcida de todo el viaje: - Sabés Simón que mi vieja nunca me exigió nada. Simón, que era cineasta, que era buenísimo y que por nada del mundo me hubiese querido joder, dijo: - Después de una confesión así la cámara hace un paneo por cubierta, incorpora el balanceo del mar y termina yéndose con este atardecer del carajo. Luego - agregó como para que todo terminara como siempre terminaban nuestras conversaciones- aparecés vos vomitando por la borda. Finalizada la sesión de terapia marina nos fuimos a cenar y a escuchar, como cada día, las hazañas de nuestros compatriotas en tierras europeas. Los comentarios eran tan edificantes como “no vas a comparar un bife argentino con esas salsitas de los franchutes”; “no saben morfar11, no saben”, “qué van a saber, comen carne una vez a las quinientas”; “no vas a comparar las pizzas argentinas con las de los tanos”; “y las pastas che, las pastas argentinas son mejores, claro tenemos mejor harina”; 11

comer

“como la Argentina no hay, que va a haber, no jodan”. Yo –ante tanta profundidad de opiniones- no podía evitar el recuerdo de una propaganda durante la Segunda Guerra Mundial que, luego de hacer alusión al horror en Europa, decía, refiriéndose a la Argentina “tierra arada huele a patria y es mejor que siga arando”. Simón callaba, sonreía e intercambiaba miradas cómplices conmigo. Los dichos de la mesa solían luego mezclarse en nuestras conversaciones con los pesares de mi promesa matrimonial y de vez en cuando, si yo le daba un respiro, con algún recuerdo de mi paciente amigo. - ¿Y qué pensás hacer ahora que la tenés más clara?, preguntó Simón después de esa cena filosófica y seguramente sintiendo que mis desvaríos eran más interesantes que las opiniones sobre lo maravillosa que era la Argentina. - Casarme - ¿Casarte? - Tengo que hacerlo, no sé si porque no me animo a volver atrás o porque me quiero castigar, pero es lo que voy a hacer. Cuanto menos me quiero casar, más dispuesto estoy a hacerlo. No entiendo, es como una compulsión. - Estás rayado, escribile una carta, explicale lo que te pasa, decile que necesitás más tiempo, boludeces así, al final van a terminar jodiéndose los dos, o no, a lo mejor le agarrás el gustito a eso de vivir seis meses en Argentina y seis en Francia. - Esa fue una imposición pre matrimonial del hijo de puta de mi suegro, además Catherine, cuando estemos en Argentina va a vivir en Tierra del Fuego, quiere estudiar los restos de la cultura ona. - Con una mina así no te podés aburrir - Nunca me aburrí con ella, o gozaba, o aprendía o sufría como un hijo de puta, pero nunca tenía tiempo de aburrirme. O me tenía en el aire como un barrilete o me pateaba por el piso como a una pelota. Y eso de volar o arrastrarme dependía exclusivamente de mí, ella era siempre la misma.

-

Cómo hubiese querido contarle a Simón que Catherine me confesó un día que tenía un amante o, mejor dicho, que yo era su amante y que su novio de verdad, el firme, el fijo, el para toda la vida se llamaba Yves. Pero para mi desgracia no fue Catherine, fue Mireille y ocurrió catorce años después cuando, ya instalado en París, había desactivado los hábitos provincianos y me proponía, como todo cuarentón, a revivir la adolescencia. Oportunidades no faltaban. Esa mina te saludo, dijo Osvaldo en la cafetería de la UNESCO ¿Cuál, la morocha? Ese avión que está ahí, mirala te sonríe. ¿Nos conocemos?, dije acercándome a una de las sonrisas más seductoras de todos los organismos internacionales reunidos.

- No pero podemos conocernos, respondió Mireille quien, desde ese momento y casi por dos años, siguió sorprendiéndome con respuestas y comentarios que crearon en mi una adicción irresistible. Y nos conocimos. El primer acto fue una fiesta de anarquistas en la banlieu parisina. Allí, mientras los abuelitos se reunían en torno a un acordeón, sus hijos conversaban cerca de la parrilla, los nietos bailaban, las lesbianas se decían piropos encendidos, los gays jugaban sus juegos y los niños corrían entre todos como si fueran una cinta de transmisión entre las diversas posibilidades de la fauna humana. No estaba asombrado de la diversidad, París ya me había acostumbrado, estaba asombrado del respeto y del clima de fiesta. Una de las dueñas de casa, era un condominio en forma de herradura con jardines comunes, nos comentaba al ver la conducta de su hermana: -En todas las fiestas se pone ligeramente lesbiana, el resto del tiempo vive persiguiendo chicos. - Es la edad, reflexionó Mireille, como si estuviera hablando del acné. Pensé en los comentarios sombríos que habrían atravesado mi cabeza unos años atrás y, sintiéndome extraordinariamente feliz, descubrí, igual que en Chambord en 1962, que había estado esperando este momento toda la vida. Pero Mireille no era Catherine y mi euforia era otra. No tenía que hacer nada para conquistar a esta libanesa que parecía encantada de tenerme a su lado. Me sentía una presa de lujo. Un rehén equivocado. Esta mujer, que arrancaba suspiros en la UNESCO, estaba decididamente loca o había hecho una promesa. Ni una cosa, ni la otra, Mireille disfrutaba viéndome disfrutar y sentía que ponía tanta atención en ella que, en pocos días, nos convertimos en amantes, amigos, cómplices. Nos contamos todo. Todo. Era inevitable que no hubiera secretos pues su casa estaba sembrada de fotos de Yves, apuesto y atrevido francesito que, por orden de aparición, era el novio de mi amante. Mireille me contó a mí, su amante latinoamericano, la historia de sus padres bombardeados diariamente en Beirut y la de su compañero francés con el mismo encanto con el que Sherezade contaba sus cuentos al sultán. Nunca supe si fue el encanto oriental o la calentura de mi segunda adolescencia, pero nada, absolutamente nada que dijera Mireille, sonaba mal. Su francés delicioso y sus interjecciones en árabe construían un mundo donde Yves y yo encajábamos a la perfección. Parecía incluso que las cosas debían ser así. No trataba de convencerme, sólo me hizo parte de una historia que acepté sin chistar. No era resignación. Era observar la realidad desde otro ángulo. Todo volvía a parecerme imprevisible y maravilloso. Mi turno iba de lunes a jueves, el fin de semana, con viernes por la noche incluido, pertenecía a Yves. En esas andábamos cuando un martes a las siete de la tarde, día y hora que me pertenecían, sonó el timbre. - ¿Quién es? Pregunté apoltronado y en pantuflas como parte de ese hogar de cuatro días y medio.

- Es Yves, respondió impasible la libanesa y agregó, no se qué tiene que hacer aquí un martes. Todo esto dicho como si hablara de su último resfrío o siguiera el hilo de un relato sin importancia que se iba produciendo a medida que lo contaba. - ¿Qué hago?, pregunté - Nada, qué vas a hacer, quédate donde estás. Luego de las presentaciones Mireille no dejó solos y se abocó a desarmar dos o tres maletas donde Yves, el último fin de semana, había dejado olvidadas sus raquetas de tenis. - Te llamas Guillermo como Vilas, dijo relajado el novio de mi amante que, hasta el presente, no había sido informado de mi presencia en su vida. - Si, ¿qué tal Vilas, ganó bien el Roland Garros? Pregunté aprovechando que mi compatriota acababa de ganar ese torneo. - Tenis atómico, dijo Yves y luego me dio una serie de precisiones técnicas que si bien me importaban un comino, me parecían ideales para evadir otros temas. Nunca imaginé que alguien pudiera demorar tanto en buscar una raqueta de tenis. Pero Mireille era imprevisible para todo, hasta para buscar raquetas de tenis en las maletas que cada fin de semana usaba para abandonarme e irse con ese truhán, simpatiquísimo, corpulentísimo y, hasta ese momento, tolerantísimo. Finalmente las raquetas aparecieron, nos despedimos con la cortesía y los “encantado” de rigor y volvimos a lo nuestro, a lo de Mireille y mío digo, que era un yo preguntar y ella asombrarme, encantarme, mostrarme la superficie del planeta Marte en el que parecía haber estado viviendo hasta un instante antes de que Yves llegara y se fuera: - ¿Et maintenant que vais je faire?12 Dije usando la melodía de una canción de Gilbert Becaud. - Rien de rien13, contestó Mireille recordando a la Piaf - ¿Qué te dijo? - ¿Quién? Dijo Mireille como si no acabase de caer sobre nosotros un meteorito. - ¿Yves, quién más? - Nada qué me va a decir - Pero se dio cuenta - ¿Cuenta de qué? Siguió la impasible libanesa divertidísima con mis sustos de amante latinoamericano pescado in fraganti. - De mí, de mí, dije tratando de explicar lo que no requería explicación - Tonto no es, dijo Mireille mientras retiraba unos papeles de la mesa y me hacía ver que era hora de cenar y que esa noche me tocaba cocinar a mí. Aunque yo moría por seguir con el tema, Mireille, sin evitarlo, lo trataba como si fuera algo más, algo tan importante como el almuerzo del mediodía o el 12 13

¿Y ahora que voy a hacer? Nada de nada

espectáculo de flamenco que habíamos visto el día anterior. Nada alteraba a esta libanesa a cuyos padres debía llamar cada día a Beirut para saber si seguían vivos. El viernes nos dijimos “chau, buen fin de semana” y yo, esa vez, audaz, agregué: “saludos a Yves”. Merci dijo Mireille mientras hacía sus últimos aprestos para el fin de semana con su novio y yo regresaba a mi departamento de soltero en la Rue Laugier. El lunes, a primera hora Mireille apareció radiante como nunca y bellísima como siempre y me conminó a desayunar con ella. - No imaginas lo que pasó el fin de semana - No, ni idea, respondí sabiendo que con aquellas mujeres del primer mundo mis cálculos nunca daban en el blanco. - Estábamos cenando con un grupo de amigos –dijo Mireille con una sonrisa capaz de detener el tiempo- cuando Yves comenzó a hacer sonar su copa con el cuchillo y después de ponerse solemnemente de pié y toser como quien va a decir algo muy importante, dijo: “quiero hacer un anuncio: Mireille tiene un amante, es argentino, se llama Guillermo como Vilas, es muy simpático y yo estoy muy contento porque así Mireille está bien acompañada.” - ¿Eso dijo?, no podía creerlo, le pedí que me lo contara de nuevo y de nuevo y que lo jurara, y que me lo dijera despacito, casi deletreando, para saber si yo no estaba escuchando lo que quería escuchar. - No terminó ahí, estaba encantado con el tema y decía riéndose que tú te levantaste de “su” sillón y lo saludaste como si lo conocieras de toda la vida. “me hizo sentir como si estuviera en casa, es un encanto ese argentino”. - ¿Eso hice? Pregunté alelado conmigo mismo y sintiéndome más que feliz de haber parecido tan civilizado. - Ah, insistió la libanesa, y te agradece tus saludos y me encargo de darte los buenos días. - ¿Civilización o barbarie? Pensé recordando, no se bien por qué, un libro de Sarmiento. Todo eso hubiese querido contarle a Simón. Decirle que no era tan idiota como parecía, pero por ese tiempo era tan evidentemente idiota como parecía y Simón se quedó con mis quejas adolescentes, mis ayes de inmaduro y mi mirar el mundo tratando de encontrar alguien que me explique de qué se trata. La postal que envié desde las Canarias a Catherine decía: “Pienso en ti”, no decía de qué modo, ni en medio de qué torturas, sólo decía la verdad. Desde Río la segunda postal decía: “Te encantaría Guanabara”, nada de te quiero, te recuerdo. Las postales eran como decir presente cuando pasan lista y después estar en otra cosa. Atenuaban mi sentimiento de culpa.

El puerto de Buenos Aires, como París en verano, era una fiesta. ¡Y qué fiesta! Mis viejos, mis amigos, yo, todos agitando brazos, vociferando sonidos primitivos que pretendían ser palabras, haciendo gestos que me decían la tribu esta con vos, que les decían yo estoy con la tribu. Útero, códigos, oasis, la paz en el único lugar del mundo donde la vida merecía vivirse.

XII Solía atravesar a menudo el Río de la Plata en el Vapor de la Carrera. El viaje entre Buenos Aires y Montevideo era una fiesta. Un paréntesis a la realidad agobiante que vivíamos entre el fin de la década del sesenta y el inicio de la década del setenta. Partía por las noches de la capital argentina y llegaba a las seis de la mañana al puerto de Montevideo. Nadie dormía, nadie quería perder esa noche casi irreal. Para mí, era también un viaje por el tiempo. El Vapor de la Carrera estaba cargado de historia, allí se habían palpitado desde los años 20 los clásicos hípicos de Palermo y Maroñas. Allí las burguesías argentina y uruguaya olvidaban diferencias, trenzaban alianzas y, mientras trataban de asegurarse que el futuro fuera siempre así, con ellos jugando y el pueblo yugando14, barajaban pronósticos de las carreras que se avecinaban. Siempre jugando, con caballos o con seres humanos, a veces dueños de los resultados y siempre dueños de la historia. Eso pensaba mientras atravesábamos ese río que no es río, sino un mar de aguas marrones y sentía nostalgias de un pasado que sólo conocía a través de la literatura argentina. Era también como revivir el mundo de mis padres que, más favorecidos por el dinero que sus hijos, solían escaparse a Montevideo o a Punta del Este cuando les asomaban las ganas. En este milenio el Vapor de la Carrera se ha convertido en un museo-mercado inmovilizado en Buenos Aires, en las aguas del inmundo riachuelo de la Boca. Allí intenté sentir nostalgias de aquellos viajes y nostalgias de las nostalgias que me poseían cada vez que trepaba a ese barco. No fue posible. Sólo visité una nave estática a la cual el óxido, bajo la pintura que brilla, le ha devorado hasta los recuerdos. En ese tiempo, con menos hechos para recordar, tenía más nostalgias. Ahora, con tantos recuerdos, mi nostalgia parece haberse mudado para dejar espacio a la curiosidad por el presente. En mí las nostalgias pesaban cuando aún mi futuro personal me interesaba. Eran como un puente que me hacía sentir vivo y continuando una propuesta que, aunque difusa, siempre tenía la forma de algo que puede existir. Luego, los años, que según creía debían sumergirme en los 14

trabajando

recuerdos, me han liberado, no de ellos, pero sí de la ansiedad por repetir la historia. Fue en el regreso de uno de esos viajes, que el mundo, que ya se me había venido varias veces encima sin lograr que reaccionara, comenzó a abrir los entresijos para que intuyera los peligros del berenjenal por donde andaba chapoteando sin más conciencia que mi entusiasmo y una buena fe que le sabía a mermelada a los buitres que, a balazos y dentelladas, usaban la desorientación y el afán de absoluto de los jóvenes para transformarlos, sin preparación alguna, en soldados de una causa irrealizable. Escuchar a muchachos de veinte años hablar de su propia muerte con una naturalidad que ni siquiera suelen usar los ancianos era aterrador. Mi sentido común y los pliegues más primitivos de mi cerebro se resistían a aceptarlo. Desconcierto, dolor, rabia y repugnancia eran los pilares sobre los que me apoyaba para entender y responder a aquello que excedía mi razón. Tom que viajaba conmigo y que en materia de ver detrás de las apariencias era casi tan estúpido como yo, dio la patada inicial: - No fue casualidad –dijo como quien descubre la aguja en el pajar. - Que mierda va a ser casualidad, respondí sin saber que iba a responder eso. Luego vino un soliloquio al que Tom solía invitar con su silencio y con una suerte de reverencia hacia quien jugaba a la inocencia con apuestas más fuertes que la suya. Habíamos ido a una de las tantas reuniones internacionales en las que el tema, como siempre, era la solidaridad, la pobreza, la marginación, el trabajo social. Nos hospedaron unas monjas encantadoras y vivarachas. Se vestían de azul y nos atendían con un cuidado que nos hacía sentir que el mundo dependía de nosotros. Terminada la primera jornada un grupo de desconocidos nos cambió de alojamiento, con un estilo cortés pero imperativo, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte. Y se trataba, lo olí al instante, de una cuestión de vida o muerte. Una hora después el local de las monjas era intervenido por la policía. Dicen que Dan Mitrione, el jefe de la CIA en Montevideo, ya sabía de qué se trataba. Los Tupamaros, guerrilleros lúdicos y cancheros hasta el hartazgo, le ganaron de mano y nos mandaron a un sitio donde al día siguiente la reunión concluyó sin sobresaltos. Nadie, que yo supiera, pertenecía a la guerrilla, sin embargo ésta, en Uruguay, pretendía vincularse con todas aquellas personas a las que consideraban posibles agentes de cambio. No sé si coparon la reunión, si la organizaron o si pasaron de casualidad, sé que la paranoica policía uruguaya, desde que fotografiaron a su presidente orinando, veía todo color tupamaro, y por poco no nos sumamos a los desaparecidos de la época. - Ves Tom, decía, estamos en el medio. En el puto medio. Para la guerrilla somos fachos, para la policía somos comunistas y nosotros como boludos hablando de Derechos Humanos como si fuera el tema más inocente del mundo. En Rosario les presto el mimeógrafo a los troskos hijos de puta en nombre de la libertad de expresión, el local a los marxistas en nombre de

la libertad de pensamiento. Estoy loco, Tom, estamos locos. Seguro que terminamos todos en cana. Si el Viejo (Perón) no vuelve y pone orden nos vamos todos a la mierda. ¡Que quilombo por Dios! Pucho, el revolucionario ideal, preso por sacar a hacer turismo a los de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) en un auto robado. Sí, estaban haciendo turismo, aunque no lo creas, conociendo Rosario. Venían a planificar la lucha armada y de paso ventilaban el alma conociendo las bellezas de la ciudad. Con pelotudos así cómo carajo podés cambiar algo. Y ahora el boludo escribe desde la cárcel que nunca se sintió tan bien. Se siente héroe y como ahí no puede decidir un carajo está feliz. Volvió al útero. Irresponsabilidad absoluta. Cuando salga seguro que lo matan. (desgraciadamente así ocurrió un par de años más tarde) Si la cárcel es la felicidad, la muerte debe ser el paraíso. Y nosotros planificando experiencias de trabajo social para que la gente sepa cómo es su país y cuáles son sus responsabilidades. Lo averiguan después de haber vivido en el limbo veinte años y se sienten tocados por el Espíritu Santo, quieren hacer justicia con sus manos, se preguntan con cara de cojudos cómo la historia los ignoró por tanto tiempo y ponen manos a la obra, hacen la más fácil, matan o instan a matar a explotadores o represores como si todo se redujera a eso. Desde el momento que toman conciencia ya la revolución corre por su exclusiva cuenta, navegan como hipnotizados por los extremos y los que no piensan igual son unos cagones y sus antiguos amigos unos irresponsables. Van a terminar todos presos o muertos. Y nosotros atrás haciendo cola para que la bronca recién estrenada de estos termine arrastrándonos. Esto va a acabar mal, acordate lo que te digo. El otro día vino Carlos M. a casa, hacía un montón de tiempo que no lo veíamos, se corría la bola de que se había metido con los Montoneros. ¿Sabés qué nos dijo el hijo de puta: “Esta noche la policía viene a buscarlos a ustedes. Lo se de buena fuente”. Estaba con Tuiti y Osvaldo en la casa. No nos cabía un alfiler en el culo del susto. ¿Y qué hacemos? Fue la pregunta. “Se vienen a Venado Tuerto15 conmigo. Yo los escondo en casa, nadie va a sospechar y cuando todo pase regresan”. - ¿Y ustedes qué hicieron?, Tom comenzaba a enterarse que el mundo no era tan simple como solíamos presentarlo en nuestras charlas. - Conversamos un rato a solas. Le dijimos a Carlos M. que nos esperara. Los tres tuvimos la misma opinión: no nos vamos ni cagando a ningún lado, si vienen que vengan, ya veremos qué hacemos. Carlos M. estaba azorado, no podía entender que fuéramos tan boludos, tan irresponsables o tan lúcidos. Vaya a saber qué pensaba ese fanático. Se dio por vencido y se fue.

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ciudad situada a 100 kms de Rosario

- Buen tipo el Carlos M. –dijo un Tom cuya cándida boludez era incorregible. - ¡Qué va ser buen tipo! Es un reverendo hijo de puta, ¿para qué te crees que nos vino a buscar? Para hacernos montoneros a la fuerza, boludo, a eso estaba jugando, a reclutar. Nos llevaba a Venado Tuerto, nos tenía un mes escondidos y cuando la gente viera que habíamos desaparecido de circulación, dejado el barrio y el laburo16 y nadie supiera más de nosotros, se armaba la historia de que habíamos pasado a la clandestinidad. La policía se enteraba en un santiamén y nos metía en la lista de montoneros buscados. A partir de ese momento nuestro único recurso iban a ser ellos. Quedábamos totalmente en sus manos. A su puta merced. Al principio creímos que era honesto, que se estaba jugando por nosotros pero esa noche, que fue una de las peores de mi vida, la policía no apareció, ni tampoco a la siguiente, ni a la subsiguiente. Era evidente que se trataba de una trampa. Mucho tiempo después que eso ocurriera una mañana Carlos M. apareció en el bar y me dijo: “Anoche tuvimos una reunión y decidimos que no vamos a matarte”. ¿Quién mierda son ustedes para decidir sobre mi vida? Fue lo único que atiné a decirle mientras él, oliendo la gloria de su destino, emprendía la retirada arrastrando ese aire mezcla de guerrillero, compadrito y mafioso que había perfeccionado desde que decidió ingresar a la historia por la puerta grande. Cuando lo conocí, muchos años atrás, era gandhiano, creía que ningún ser humano tenía derecho de destruir ninguna forma de vida y cosas por el estilo. La militancia lo cambió. Antes gozaba con la no violencia, ahora, diciéndole a sus amigos que tenía poder de vida y muerte sobre ellos. Ambos principios los defendía con la misma insana pasión de los que no encuentran sentido a nada que se aleje de las posturas absolutas. No sólo los Montoneros habían sido ganados por la soberbia y el infantilismo de izquierda. Los del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo, de orientación trotskista) aunque ideológicamente más sólidos, también tenían lo suyo. Una de sus más prominentes guerrilleras, a la que años después conocí en París y a la que todos rebautizamos casi espontáneamente como Pepita la Pistolera, nos contaba alucinadas historias de aquellos seres casi míticos a los cuales el ejército y la policía argentinas perseguían con obsesión. “Un día –relataba Pepitafuimos invitados a cenar a casa de unos amigos que ignoraban nuestra militancia. No podíamos desairarlos, pero como esa noche teníamos planificada una operación de secuestro fuimos con el auto que acabábamos de robar y lo dejamos estacionado en la puerta de nuestros anfitriones”. “Estábamos totalmente locos, nos había ganado un sentimiento de omnipotencia que no tenía nada que ver con la realidad”, recuerda Pepita sin ningún tipo de nostalgia. 16

trabajo

“Otra día –sigue Pepita que nos tenía absolutamente embelesados con sus relatos- salí con los capos máximos, incluido el gran Santucho17, teníamos que robar un carro para la operación nocturna. Santucho decidió exhibir la técnica ideal y cuando ya estaba a un paso de sorprendernos, apareció una vieja con ruleros y una escoba y lo corrió a escobazos. ¿Sabés lo que fue ver nuestro líder corrido a escobazos por una vecina cualquiera? Me acuerdo que le preguntamos por qué no reaccionó y, descendiendo al plano de los mortales que parecía haber abandonado hacía rato, dijo ¿Y qué querían que hiciera?” Al parecer ni Trotsky, ni Mao enseñaron cómo enfrentar vecinas furiosas desfiguradas por los ruleros y empuñando antirrevolucionarias y peligrosas escobas. Pepita, que otrora dirigió la operación que terminó con primer rapto de importancia en Argentina, repite una y otras vez en esa noche parisina: “Estábamos locos, completamente locos”. “Yo me di cuenta –prosigue- cuando luego de mil peripecias y de ser la última y única guerrillera del ERP que quedaba con vida en Rosario, pude pasar con documentos falsos al Brasil. En ese momento, con mis hijos en brazos, el alivio que sentí fue tan enorme que fue como si un viento me hubiese despejado la mente. No sentí que salía de la Argentina, sentí que pasaba de lo locura a la vida real”. Pepita era menuda, muy bonita, graciosa, extremadamente simpática, inteligente. No había ninguna relación entre lo que imaginábamos como los audaces guerrilleros del ERP y esa figura que ahora vivía cómoda y pacíficamente en Europa gracias a un pasaporte que le otorgaron los italianos y que le permitía ostentar la misma nacionalidad del industrial que ella secuestró y que fue noticia en todo el mundo18. Así de desprolija era la revolución de los setenta en la Argentina. Ni las fuerzas del cambio, ni las del orden establecido, estuvieron jamás a la altura de sus responsabilidades. Los primeros por inmaduros, desordenados, improvisados, a veces también por sus acciones estúpidas y, en la mayoría de los casos, políticamente inoportunos, los segundos, habituados a la defensa de sus intereses sin importarles el costo, dejaron todo en manos de una banda de fascistas enfermos y criminales. La consiga era “Roben lo que quieran, hagan lo que quieran, pero no dejen un revolucionario en pié”. Todo estaba permitido, hasta el mismísimo Henry Kissinger, secretario de Estado de los Estados Unidos, le había hecho un guiño al gobierno argentino instándolo a acelerar su conducta homicida antes de que un cambio de administración en su país pudiese empañar la carnicería. El peronismo, que la gente más humilde sentía y vivía casi como una religión, pretendía ser aprovechado por alucinados jóvenes de la clase media poseídos por complejos mesiánicos y por dirigentes gremiales, en algunos casos admirables, pero en su mayoría oscuros y venales. Todos, una y otra vez, eran devorados por la coyuntura y por políticos sin imaginación. La indisposición para 17 18

jefe del ERP se refiere al caso Sallustro

comprenderse era tan descomunal que parecíamos sumergidos en un universo cuyos códigos se habían transformado en cifras crípticas que ya nadie lograba interpretar. Ese cataclismo se convirtió en muerte y exilio. Los más afortunados iniciamos una diáspora involuntaria. Decirles a nuestros padres que habíamos decidido partir provocaba en estos un júbilo que sólo podía explicarse por el olor a muerte prematura que rodeaba a cada uno de los jóvenes que, con ideas o con armas, combatía la dictadura o simplemente objetaba el orden vigente. Mi madre no fue una excepción. Yo acababa de llegar de una reunión de UNESCO en Argelia. Era uno de esos meses de enero en los que Rosario se convierte en la antesala del infierno y mientras mi compañera, que era actriz, se quedaba representando su obra de teatro, nosotros nos escapamos a una casita de la familia a orillas del Paraná. Luego de la parrillada ritual, que supo a gloria tras quince días a puro cordero y té de menta en Orán y Argel, mi madre, cuya salud era motivo de la tranquilidad y la envidia de todos nosotros, tuvo una extraña descompensación. Regresamos a la casa de mis padres, acompañados de un primo médico y vivimos una noche cuyo recuerdo aún me angustia. Su corazón había dado un aviso y no lograba estabilizarse. Al día siguiente fui a hablar con su médico personal que de alguna manera, ahí lo supe, se había transformado en su confidente: - ¿Qué tiene exactamente la vieja doctor? - Nada que usted no pueda curar, me respondió. - Pero el médico es usted, ¿qué puedo hacer yo? - Usted es el único culpable de lo que le pasa a Amandita. - ¿Yo? - Sí, usted. - Pero si yo no paso dos días sin visitarlos o sin invitarlos a comer o a pasarla en mi casa, jamás discutimos por nada – hubiese querido que el doctor se hubiese equivocado de hermano, que me hubiese dicho Federico o Juan Carlos son los culpables de lo que le pasa a su mamá, pero no, era yo y eso era más de lo que podía soportar. Sin saber que lo que venía era muchísimo más de lo que ya en ese momento no podía soportar. - Doctor ¿usted me está hablando en serio? - Guillermo su mamá, Amandita, recibe todos los días llamados anónimos diciéndole que lo van a matar a usted. - Nunca me dijo nada, repliqué espantado, no por las amenazas de muerte ya que yo también las recibía a diario y que aún atormentado de miedo trataba de procesar sin involucrar a nadie. - Porque es Amandita, porque respeta su trabajo, su vocación, porque respeta su vida. Usted la conoce mejor que yo, ya sabe porque lo hace. Decir que me sentí abrumado es casi no decir nada. Abrumado por el amor y por el espanto. Porque entre los llamados infames y el silencio de mi madre cabían todas las posibilidades humanas. Desde las comportamientos violentos del

cerebro primitivo hasta el éxtasis del desprendimiento total. Desde la cobardía feroz del que amenazaba por teléfono al inusual coraje de respetar tu integridad como ser humano, incluso por sobre tu propia vida. Ya me decía la vieja cuando niño, sin que yo entendiera mucho de qué se trataba: “tu vida es tuya Guillermito, vos sos mi hijo pero no sos mío”. Creo que lo aprendí por ósmosis y recién lo hice parte mía esa tarde con ese médico revelándome los misterios del viejo código. Código que a fuerza de escucharlo se incorporó a mi vida transformándome en un extraño individualista, que no permitía que nadie decidiera nada por él, pero con comportamientos gregarios y preocupaciones sociales. Si de niño no era propiedad de mi vieja, quién podía pretender tener autoridad sobre el pequeño anarquista que comenzaba a gestarse. Muchos años después, cuando la violencia política nos obligó a dejar el país, mi madre resumió la vieja enseñanza. Una de sus cartas terminaba diciendo: “Te extrañamos mucho, pero te queremos más”. Primero respetó mi integridad y mis decisiones, luego, cuando el fantasma de la muerte desapareció, expresó sus sentimientos sin dejar de ser fiel a lo que siempre había pensado. Quizá la herencia que nos dejaron los viejos no fue la más apropiada para enfrentar la vida. Nos prepararon, tal vez, pero no para usar armas convencionales. En mí sembraron lo que yo he definido como “la patología del regalo”. De niño nomás mis viejos me inocularon el virus. Cada vez que a alguno de los crápulas de mis amiguitos se les ocurría tentarse con mis juguetes, mi madre o mi padre, el que estuviera presente, destruía mi sistema de defensas diciendo: “¿Por qué no se lo regalás, Guillermito?” Y Guillermito comenzó así su desatinada carrera de regalador. Mi tía Carmen y mi madre, dos expertas en el tema, se habían adiestrado recíprocamente en no hacer elogio de nada que fuera de la otra porque ésta prestamente se lo regalaba. Un “ay que lindo” y ya tenías el objeto en el bolsillo. La penúltima escala de mi primer viaje a Europa fue Barcelona donde acababa de ocurrir una catástrofe que dejó a mucha gente sin hogar. Dejé mi ropa. Mi madre dijo en Rosario, “seguro que con esto de Barcelona Guillermito vuelve sin ropa” y Guillermito volvió sin ropa. En una sociedad atragantada por el concepto de propiedad mi conducta era, por decir lo menos, inapropiada. No es generosidad, es incompatibilidad con el exceso de bienes. Una cierta incomodidad que nunca entendí muy bien pero que no logró arrastrarme a un psicoanalista para resolverla porque poseo una habilidad inusitada para justificar ante mi mismo cada uno de los huecos de mi personalidad y porque nunca interfirió demasiado en mis proyectos de vida. Con los años he comprendido que ese comportamiento, sin embargo, no es sólo un hueco, es también un arma no convencional que, sin saberlo o quizá premeditadamente, dejaron los viejos entre mis manos para enfrentar una sociedad donde sólo la abundancia de bienes parece ser fuente de placer o alegría. Casi digo plenitud. Pero la plenitud precisamente se encuentra en la otra orilla. En no pertenecer a los objetos. En no ser como aquel reloj al que un día le regalaron un señor llamado Julio Cortazar. Recuerdo los casinos de Curazao

donde seres vivos con aspecto humano, atosigados de tics nerviosos y cábalas inexplicables, se prosternaban ante la mesa de la ruleta como quien espera recibir una revelación. Hombres mayores que deberían estar arreglando sus cuentas finales con la vida, sólo hacían cuentas de los números que se repetían o de los que no había salido aún y repasaban, con una angustia que impregnaba el ambiente, sus sucesivos estados financieros castigados por una rueda, algunos números y una bola. El “no va más” del croupier se parecía a las advertencias de la troyana Casandra que nadie escuchaba. Me parecía extraño que nadie entendiera que el “no va más” se refería a la vida y no el juego. Pero eso fue después. Ahora era 1965 y en agosto de ese año yo debía partir a Europa, junto a mis padres, para casarme con todas las de la ley en la ciudad de Tours, cerca de Vouvray, con una ex princesa de Chambord plebeyizada por el arte de mis dudas. Ese matrimonio hubiese impedido parte de esta historia. Digo hubiese pues allá por el mes de marzo fui atacado por unas extrañas fiebres. Amanecía bien pero a mediodía ya estaba en 39° y en la tardecita en 41°. Dos días con ese cuadro y al tercero una jornada enteramente normal. Luego la historia volvía repetirse y las fiebres altísimas se alternaban con días apacibles sin que ningún análisis diera indicios inteligibles sobre lo qué estaba ocurriendo con mi cuerpo. Como había estado en África todos apuntaban al paludismo. “Seguro que tiene malaria” decían con indisimulado orgullo mis amigos. Era comprensible, no cualquiera en Argentina tenía un amigo con malaria. Pero fue inútil, los análisis no revelaban nada porque no tenían nada que revelar. La mía no era una enfermedad que se descubriera en los laboratorios. Ante el fracaso de esas pruebas sólo restaba intentar ir un poco más allá. Eso fue lo que hizo uno de los médicos que me atendía y cuyo nombre y rostro mi memoria ha guardado en una caja de seguridad cuya clave desconozco. Una tarde se sentó en mi cama y preguntó, a boca de jarro y con esa cara que no recuerdo y con un descaro que yo había estado esperando largamente: - ¿Cuáles son tus planes, Guillermo? - ¿Mis planes? ¿Qué planes quiere que haga con esta fiebre? - Digo tus planes para cuando te sanes, estas fiebres no son eternas. - Me caso en agosto doctor, me caso en Francia. - ¿Y te querés casar realmente?, preguntó sin darme tiempo para levantar la guardia. Un temblor de tierra me hubiese sorprendido menos pues en ese tiempo todos daban por sobre entendido que yo me casaba porque me quería casar. A nadie, salvo a ese inspirado médico, se le ocurriría preguntar algo tan personal y aparentemente inoportuno como ¿Y te querés casar realmente? Era casi una descortesía, una intromisión en mi vida privada. Pero la respuesta no consideró estas variables. Brotó transparente, como si en pocas palabras se estuviese resumiendo una historia:

- Nooooooooooo doctor, no me quiero casar. El no fue tan contundente que hasta yo mismo logré convencerme. Se había estado amasando en los oscuros circuitos del cerebro y sólo las fiebres y la debilidad le permitieron salir. Estaba casi escandalizado conmigo mismo. Nunca me había sentido tan desnudo, tan frágil, tan expuesto y a la vez tan libre. - Eso es todo lo que te pasa, dijo el médico aparentemente ajeno al vendaval que había desatado. Y agregó: escribile una carta y contale todo lo que te pasa. No omitas nada. Se absolutamente sincero. Si lo hacés ya mismo se acaban las fiebres. Te lo prometo. Por supuesto que escribí esa carta. Fue el esfuerzo imprescindible por despojarme de la fiebre y reapropiarme de mi vida. Fui sincero contando las mismas debilidades que miles de hombres habrán invocado tantas veces para no asumir un compromiso que determine sus vidas. La ligereza con la que le propuse matrimonio aquella noche en la Avenue de Versailles, contrastaba con la pesadez que sentía para detallar cada uno de los argumentos que escribía. Todo me parecía tan vano, tan etéreo, tan grotesco. Sentía vergüenza y alegría. Cada párrafo era una pequeña venganza hacia ella por no haberme hecho reflexionar en el momento oportuno y un gran desgarro interior pues sentía que todo lo que decía era cierto, pero no expresaba, de ningún modo, lo que realmente pasaba en mí. Expresaba lo que quería pero al transformarlo en palabras sentía que se volvía falso. Una verdad que desembocaba en un embuste, un embuste que nacía de una verdad. No era eso realmente, no podía estarle diciendo eso a una persona a cuyo lado había buceado mi propio interior con armas de las que antes carecía. Cómo poner en palabras: la magia terminó, cuando la magia compartida seguía en mí, aunque de otra forma. Cómo decir: fue una etapa, como si fuese pasado, cuando en cada gesto esa etapa seguiría siendo parte indesligable de mí. No, era evidente que las palabras, además de insuficientes, eran traidoras. En el fondo sabía, con egoísmo masculino, que la lucidez con la que Catherine había enriquecido mi vida, le permitiría comprender lo que mis palabras no lograban decir. Y así fue. A vuelta de correo me devolvió mi vida sin reproches. La devolución llegó en un sobre vía aérea con una bella estampilla de 6 nuevos francos y las palabras exactas para hacerme sentir el más inmaduro de los seres humanos. Una vez más lograba desarmar mis argumentos sin golpes bajos, ni lamentos. Racional hasta en la derrota lograba que mi liberación tuviera sabor a nada. Cuarenta años más tarde volví a la Avenue de Versailles para confrontar mis recuerdos y allí revivió un rastro del sabor a nada de mi liberación. La autopista que ahora bordea el Sena creó un claro cortocircuito en mi memoria y no pude reconstruir la noche que fui testigo de un suicidio, ni las mañanas con una baguete bajo el brazo, ni esas interminables despedidas en la calle cuando cada uno partía para su trabajo, ni esas madrugadas regresando de comer sopa de cebollas en Les Halles. Pensé en un teatro vacío, en un estadio de fútbol sin

público ni jugadores con un único y atónito observador esperando que la vida retorne. Nada me fue devuelto, la memoria, en este caso, fue un silencioso y solemne cementerio. El escenario era sólo una carcasa en la cual no podía ni reconocerme ni conectar con mi emoción. Solo, con sesenta y cuatro años, pisaba la tierra de alguno de mis recuerdos más deslumbrantes y no sentía, ni siquiera, la necesidad de regresar al pasado. Sólo una vaga curiosidad por saber qué había ocurrido realmente y por tratar de descifrar algunas de las trampas que mi memoria, con seguridad, había urdido a favor de mi equilibrio interior. Ignoro si es una victoria o una derrota. Quizá no sea ni una cosa ni la otra, ambas, en todo caso, son categorías inventadas para justificarnos, para darle a nuestra existencia una dimensión de la que carece. Es posible que una lenta apatía vaya debilitando las emociones de la memoria y los hechos, todos los hechos casi sin distinciones, pasen a registrarse como las cifras monótonas y casi idénticas de un calendario convencional. Los recuerdos, otrora cargados de inusitada intensidad, comienzan a parecerse más a la realidad, no porque la reflejen tal como fue, lo cual es imposible, sino porque se acomodan a su verdadero tamaño. Lo que en otra etapa de nuestra vida fuimos agrandando y embelleciendo, en la necesidad de hallar un sentido a la existencia, nos llevó a ignorar cual era el límite exacto entre la realidad y la fantasía. Tal vez porque ese sea el resquicio exacto en el que debemos ubicarnos para poder soñar. Libres de esa exigencia, por falta de interés y de proyectos, los recuerdos vuelven a ocupar el espacio real. Están allí sólo para ser recordados y no para justificar una aventura, una pérdida, un lamento o una ilusión. Quizá la madurez, o esto que llamamos madurez, no sea otra cosa que la capacidad de mirar la vida de frente, sin necesidad de maquillar la supuesta belleza o el supuesto horror. Sin necesidad de retornar al pasado pero también sin prisa para que el futuro nos transforme en nada. Esa extraña aceptación del destino final y esa también extraña y apacible sensación de que la vida es sólo un parpadeo que quizá ni siquiera se registre en la memoria del cosmos, posee el regusto a un regalo inesperado y hasta posiblemente inmerecido que hoy, tan cerca y tan lejos de todo lo que ocurrió, me permite sonreír sin esperar absolutamente nada de lo que vendrá y gozar sin ansiedad los movimientos convulsos de este estar en el mundo. Esta distancia para observar la otra orilla sin temor y seguir husmeando con placer el buen olor de la vida es, quizá, lo que siempre estuve buscando.