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OBRA SELECTA î JOHANN GOTTFRIED HERDER i r a r a a œ g w g a 'f f g i OBRA SELECTA DIARIO DE MI VIAJE DEL AÑO 1769

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OBRA SELECTA

î

JOHANN GOTTFRIED

HERDER

i r a r a a œ g w g a 'f f g i

OBRA SELECTA DIARIO DE MI VIAJE DEL AÑO 1769 ENSAYO SOBRE EL ORIGEN DEL LENGUAJE SHAKESPEARE OTRA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA METACRÍTICA OTROS ESCRITOS

Prólogo, Traducción y Notas Pedro Ribas

EDICIONES

A LFAG ^RA

I N T R O D U C C IO N ..................................................................................

X III

C R O N O L O G I A .......................................................................................

XLV

B I B L I O G R A F I A ........................................................................................

SILVAS CRITICAS

ü ^ A

X L IX

1

DIARIO DE MI VIAJE DEL AÑO 1769 ...

23

ENSAYO SOBRE EL ORIGEN DEL LENG U A JE ...........................................................

131

Primera p a r te ................................................. Primera sección.......................................... Segunda sección.......................................... Tercera sección......................................... I. Sonidos............................................... II. Lenguaje sin v o z................................

133 133 149 165 166 174

Segunda p a r te ................................................. Primera ley natural.................................... Segunda ley natural.................................... Tercera ley natural ... ............................... Cuarta ley natural......................................

195 195 208 215 222

EXTRACTO DE UN INTERCAMBIO DE CARTAS SOBRE OSSIAN Y LAS CAN­ CIONES DE LOS PUEBLOS ANTIGUOS.

233

SHAKESPEARE

249

I.

L O S P R IM E R O S AÑOS

0HANN Gottfried Herder nació en la pequeña ciudad de Mohrungen, en la Frusta Oriental, el 25 de agosto de 1744. De esa región procedían también dos contemporá­ neos suyos influyentes, Kant y Hamann, ambos mayores que Herder. Kant había nacido en 1724 y Hamann en 1730. Como veremos más adelante, la vecindad geográfica no sig­ nificaría necesariamente proximidad de ideas, sobre todo en relación con Kant y Herder. Aunque el primero fue maestro del segundo, sus estilos de pensamiento fueron distintos y, en algunos casos, sumamente antagónicos. Herder procedía de una familia de artesanos: su abue­ lo paterno era maestro tejedor; su madre venía de una fami­ lia de zapateros. El padre de Herder fue campanero, sacristán y portero de un colegio femenino. Este medio social del que procedía Herder hacía depender su acceso al mundo de las letras y de la cultura del favor de quienes poseían entonces los resortes de ese mundo, es decir, de la nobleza y de la Iglesia. Para la cultura y la ciencia mismas tal situación no era marginal ni indiferente, sino que impregnaba su propio contenido. La teología y la religión invadían todos los terre­ nos, actuando como una aduana cuyo control era inevitable pasar. Aunque ese estado de cosas fuera vivido por la gente de entonces, o al menos por mucha gente, como un orden normal, la historia de la ciencia, de la filosofía y de la cul­ tura en general, nos muestran ejemplos abundantes de las limitaciones que eso significaba para la libertad de los hom­ bres dedicados a la ciencia, a la filosofía, al arte en cualquiera de sus manifestaciones. En realidad, esa limitación era la simple expresión, dentro del plano cultural, del dominio de la Iglesia y de la nobleza dentro del plano económico y po­ lítico.

7

X IV

INTRODUCCION

El encargado de los asuntos espirituales de la parro­ quia (Mohrungen contaba entonces algo más de mil habi­ tantes) desempeñó un papel importante en la educación de Herder, aunque la religiosidad que impregnó toda su vida venía ya del ambiente familiar y, especialmente, del pietismo de su madre. El diácono Trescho, que regentaba la parroquia de Mohrungen desde 1760, se fijó en el joven Herder. Este había comenzado su aprendizaje en la escuela municipal de la pequeña ciudad, dirigida por un maestro rígido, Grimm, del que Herder guardará un recuerdo de gratitud, aunque rechace con duras palabras su método pedagógico. Más tarde atacará el aprendizaje mecánico de la gramática latina, tal como se estudiaba en la escuela de Grimm. Trescho poseía una buena biblioteca que estuvo a dis­ posición de Herder. Las lecturas que éste pudo efectuar en ella estimularon las ansias de conocer que anidaban en el alma del joven. Allí encontró escritos de Hamann, de Lessing, de Klopstock, de Wieland, de Rousseau. Sus padres, en cam­ bio, no veían con entusiasmo que Herder estudiara. Trescho lo desaconsejaba también. «Debido a innumerables prejui­ cios — escribirá Herder más tarde— mis padres no querían destinarme a la ciencia. Un hipócrita que me pintaba a los hipócritas como lo más denigrante y que se entrometía mu­ cho en los asuntos de mi familia, aumentó infinitamente esta dificultad. Aturdido, ignorante, tenía que obedecer ciega­ mente» l. Herder fue, no obstante, a la Universidad. En 1762, a sus dieciocho años, marchó a Königsberg y jamás volvió a Mohrungen. En Königsberg se matriculó como teólogo. Su estudio iba unido a muchas horas de trabajo docente. Por una parte, enseñaba, durante unas cuatro horas al día, en la escuela elemental, y, por otra, daba lecciones privadas. En Königsberg residió en el Collegium Fridericianum, el mismo en el que había estudiado Kant sus primeras letras’2. Aunque no era subvencionado por sus padres, sin cuyo permiso había marchado, pudo desenvolverse gracias a lo que ganaba en la escuela elemental y en sus lecciones privadas. Además, recibía una pequeña ayuda procedente de una beca fundada por una familia de Mohrungen para los jóvenes de esta ciudad.

XV

INTRODUCCION

II.

D iscípulo

de

K ant

y de

Hamann

Su dedicación a la teología no pudo ser muy inten­ sa, dadas las horas que consagraba a la enseñanza. El maes­ tro que más cautivó su atención fue Kant. Obsérvese, sin embargo, que el Kant que Herder tuvo por maestro en Kö­ nigsberg es el llamado Kant precrítico, el de los años ante­ riores a la publicación de las Críticas. Una prueba de que los problemas relativos a la teoría del conocimiento, cuyo tra­ tamiento sería lo que más fama había de conceder al filósofo Kant, no' interesaban de forma especial a Herder, estriba en el hecho de que las lecciones preferidas por el joven de Mohrungen eran las que Kant daba sobre antropología y geo­ grafía física. Más tarde, cuando Kant recensione sus Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, Herder reaccionará acremente contra su antiguo maestro. El autor que no sólo atrajo al estudiante Herder, sino que ejerció con su amistad un verdadero influjo sobre él fue Hamann, el llamado «mago del norte». Este había cur­ sado teología, literatura y filosofía, pero nunca terminó sus estudios. Herder aprendió inglés con él, despertándosele du­ rante este aprendizaje la admiración hacia Shakespeare. El amor a las lenguas y a la literatura orientales, al mundo bí­ blico como expresión simultánea de la palabra divina y de la poesía oriental, fueron facetas herderianas que debieron mu­ cho a Hamann. En general, la posposición de la razón a los sentidos y a la experiencia, así como la tendencia a conver­ tir la filosofía en filosofía del lenguaje, son aspectos que emparentan ampliamente a Herder con Hamann. Los escri­ tos de este «mago del norte» constituían una protesta contra la cultura racionalista, en la que él veía un empobrecimiento de la vida interior y de los sentidos. Su oposición a la Ilustra­ ción y al pensamiento metódico llega tan lejos, que rechaza toda filosofía sistemática como «palabrería vacía». Para Hamann, el sentimiento es el fundamento del alma. Ni se puede separar la sensación de la razón ni la razón del senti­ miento. Por otro lado, a través de la poesía se manifiesta Dios, y en la pasión y el entusiasmo poéticos se expresa la originaria fuerza creadora del hombre. De ahí que el genio, como poder no mensurable por los cánones racionalistas, ocupe un lugar primordial en la concepción de Hamann. El genio no necesita confrontar su saber con la ciencia estable-

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INTRODUCCION

cida, sino que lo extrae de su propia fuerza creadora. «¿Qué es — escribe Hamann— lo que sustituye en Homero a su ignorancia de las reglas, descubiertas por Aristóteles después de él, y qué es lo que sustituye en Shakespeare a su ignoran­ cia o transgresión de esas leyes críticas? El genio es la uná­ nime respuesta» 3. Esta fuerza creadora surge de las potencias ocultas del hombre y, en definitiva, emana del creador del hombre y del mundo. Toda esta concepción de Hamann se basa en una visión religiosa donde se entremezclan la Biblia, como contraposición a la antigüedad clásica, y Shakespeare, como encarnación del genio bárbaro. Herder compartirá con Hamann esta rebelión contra las reglas que el racionalismo ilustrado había impuesto en todos los ámbitos de la cultura, sea en la literatura, la filo­ sofía, la arquitectura o la música. Esas reglas no eran, a fuid o de ambos, más que trabas destinadas a refrenar la capa­ cidad creadora del hombre. A finales de 1764 Herder marchó a Riga como pro­ fesor de la escuela de la catedral. Riga, capital de Livonia, dependía entonces de Rusia, aunque conservaba algunos de­ rechos de autonomía. Como se observa en sus escritos, Her­ der no era en absoluto nacionalista. A pesar de defender una concepción opuesta al típico cosmopolitismo del si­ glo XVIII, ya que destaca de forma especial los caracteres individuales — de la lengua, de la cultura, etc.— , puede ha­ blarse, con razón, de un cosmopolitismo en Herder. Pero se trata de un cosmopolitismo que, en lugar de poner de relieve las formas universales, que son las que igualan a los hombres, se encariña con lo distintivo, con lo «nacional», que no im­ plica jerarquía de valores, sino expresión de la rica variedad del espíritu humano. Leyendo a Herder se observa que ensal­ za o critica lo ruso y lo alemán como algo propio. Efectivamente, no dejemos de recordar que en este terreno el influjo de Herder, o de aquella modalidad de crí­ tica cultural que él hizo posible, desde el Sturm und Drang hasta fines del XIX, será tan profunda como decisiva. Her­ der contribuye a derribar el concepto absoluto de la cultura como una tradición única compuesta de modelos y dechados umversalmente válidos. Nos hallamos ahora ante una plura­ lidad de culturas, todas ellas arraigadas en una nación y un pueblo, o en un folklore, o en una psicología «diferente». Sin tal modalidad de pensar sería difícil concebir el renací-

INTRODUCCION

X V II

miento durante el siglo XIX, no ya del amor a la poesía popular o a los teatros nacionales, sino de idiomas y litera­ turas enteras, del este al oeste de Europa, anteriormente sometidas a criterios represivos.

III.

Primeros

escritos

Ordenado pastor en Riga, Herder gozó muy pronto de fama de buen predicador. Pero, al lado de su actividad predi­ cadora, se desarrolla su labor de escritor. En 1767 aparece So­ bre la literatura alemana reciente. Fragmentos4, como escrito anónimo. La práctica del anonimato era frecuente en la época. Sin embargo, no tardó en hacerse público el nombre del autor, que tuvo que soportar duras acometidas de parte de los guar­ dianes de la estética. El tema principal de los Fragmentos era el lenguaje. Según Herder, «quien escribe sobre la lite­ ratura de un país no debe desatender su lengua». En efecto, «el pensamiento se halla unido a la palabra», y por ello el lenguaje es «instrumento, depósito y compendio de la lite­ ratura». La lengua pasa por diversas etapas que Herder suele describir en paralelo con las edades biológicas del individuo o de la especie humana. En su edad infantil, la lengua se expresa con ásperos monosílabos que transmiten los afectos y las pasiones de forma igualmente áspera, proceso que se mitiga en la adolescencia, pero sin dejar de constituir una «naturaleza que canta», singende Natur. De ahí que entre los antiguos hablar y cantar no se distinguieran. La época de los poetas constituye el florecimiento de la lengua. Homero per­ tenece a esa etapa. En su edad madura, en cambio, la lengua deviene «bella prosa». Se torna arte, pero pierde poesía a medida que se aleja de la naturaleza. Llegada a su vejez, la lengua sólo entiende lo correcto, no lo bello: es la edad de la filosofía. La lengua alemana se halla, opina Herder, en la edad de la prosa, entre la etapa dominada por lo sensible y la regida por lo correcto, entre lo bello y lo perfecto. La lengua alemana puede, pues, todavía escoger entre un estilo vivo, creador, bello, y un estilo correcto, claro, «filosófico». Ya se advierte en los Fragmentos la nueva orientación que rompe con una estética literaria que olvidaba, o incluso despreciaba, la literatura popular. Herder piensa, por el con­ trario, que precisamente los escritores que «aprovechan el

X V III

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peculiar sentido de su lengua, que extraen ventajas de lo su­ perfino e irregular de la misma, que escriben como sólo en esa lengua puede escribirse, constituyen un tesoro de la na­ ción». Herder sostiene que la lengua alemana puede apren­ der de otras: «... de la griega, la sencillez y dignidad de la expresión; de la latina, la pulcritud del estilo medio; de la inglesa, la concisa plenitud; de la francesa, la amena vive­ za, y de la italiana, un dulce elemento pintoresco». Pero Her­ der rechaza el intento de suplir la falta de originalidad con la imitación de autores extranjeros, antiguos o modernos. «Con la excepción de unos pocos ejemplos, un escritor origi­ nal, en el elevado sentido de los antiguos, es siempre un autor nacional.» De ahí la necesidad de que el escritor conozca al pueblo. Sólo en contacto con el «espíritu» del pueblo evitará el escritor la vaciedad pedante y conseguirá hablar un len­ guaje vivo. En este contexto se refiere también Herder a la poe­ sía popular, poniéndola a la misma altura que la celebrada poesía griega, naturalmente que son dignos de imitar los grie­ gos. Pero de lo que se trata no es de seguirlos ciegamente, sino de analizar sus obras y de comprenderlas a la luz de su época; se trata de seguirlos con una mirada histórica, com­ parando sus méritos con los de otros. De esta forma, no ocu­ rriría lo que, según Herder, estaba ocurriendo con el latín y la cultura romana, que estaban maniatando la educación alemana. Ante el latín, como lengua académica, se estaba desdeñando la cultura popular, la lengua viva. Cuando se in­ tentaba darle rango académico se hacía con cánones latinos, en vez de enriquecerla desde su propia tradición. Sin ánimo de quitar al latín su carácter de vehículo de comunicación universal, Herder insiste en que si en la poesía se hallan unidos palabra y sensación, pensamiento y expresión, es ne­ cesario que el poeta escriba en su lengua materna. Los Fragmentos aparecieron ya escritos en el estilo que sería el habitual en Herder, es decir, como conjunto de sugerencias donde se suceden las ideas sin aparente orden sistemático. En su apelotonamiento, estas ideas producen im­ pacto más por el peculiar calor que les imprime el fogoso temperamento de Herder que por un desarrollo cuidadosa­ mente construido. Lo cierto es que con los Fragmentos Her­ der se había colocado de repente en el podio de la crítica alemana.

INTRODUCCION

X IX

Poco después seguirían las Silvas críticass, en las que sigue debatiendo problemas de estética, enfrentándose a Klotz, profesor de la Universidad de Halle. La primera de las silvas, dedicada al Laocoonte, de Lessing, nos muestra la veneración de Herder sentía ante todo por Winckelmann. Esta silva es, a la vez, un anticipo de las consideraciones sobre Ossian y una muestra más de la adoración de Herder hacia la poesía primitiva, poesía que es valorada por él tan altamente como la del culto pueblo griego. La hondura con que la poesía refleja el espíritu del pueblo, no su refinamien­ to, constituye la grandeza de esa poesía. «... donde el cora­ zón del pueblo es guijarro — escribe Herder— allí no pro­ duce el más fuerte dolor, tanto si golpea el cuerpo como el alma, más que chispas de heroísmo» 6. En esta primera silva, desarrollada con mucha más coherencia de lo que es habitual en Herder, los elogios a Lessing no le impiden tomar partido en favor de 'Winckel­ mann, en quien descubre una valoración del arte más en con­ sonancia con la suya propia. De todas formas, la comparación entre los dos autores, Winckelmann y Lessing, no va tanto encaminada a descubrir sus debilidades cuanto a poner de manifiesto sus méritos. Y es que, para Herder, la crítica, más que censura, es Einfühlung, empatia, comprensión. Este mé­ todo de comprensión le lleva a descubrir que los objetivos perseguidos por Lessing y por Winckelmann eran distintos: Lessing se opone al gusto poético equivocado y determina las fronteras de dos artes distintas, la poesía y la pintura; Winckelmann, en cambio, no se ocupa de la crítica del gusto, sino que intenta «suministrar una metafísica histórica de lo bello», extraída especialmente de los griegos. Winckelmann ha leído a los griegos como artista emocionado por el descu­ brimiento de la belleza. Los dos autores son, pues, distintos, y su diferencia no tiene por qué ser descrita al modo de los críticos que elogian a uno a costa del otro: Winckelmann es «el artista que ha educado; Lessing el poeta creador. Cada uno de ellos, un excelente maestro del arte» 7. Tenemos aquí un ejemplo de la mencionada Einfüh­ lung herderiana. Toda esta primera silva es una brillante ilus­ tración de los sorprendentes resultados que nuestro autor es capaz de conseguir con su método de empatia. La Einfühlung no impide a Herder, sin embargo, señalar su desacuerdo tan­ to con Lessing como con Winckelmann. Con Lessing por

XX

INTRODUCCION

cuanto Herder rechaza el contraste que aquél establece entre la pintura, que sería arte espacial, y la poesía, que sería arte temporal. En el caso concreto de la primera silva, Herder reprocha a Lessing que emita sobre los griegos enunciados muy generales, extraídos de ejemplos insuficientes para pro­ bar la tesis pretendida. En cuanto a Winckelmann, Herder no acepta tampoco el modelo clásico griego como ideal abso­ luto. El arte y la cultura de cada país poseen una individua­ lidad y una personalidad propias. Herder recoge toda una serie de poesías de diversos países, sobre todo escandinavas y escocesas, para ilustrar el hecho de esa singularidad de los diversos pueblos. Los grie­ gos tienen que ser situados en la historia como los demás pueblos y culturas. De la expresión de los sentimientos hu­ manos, que es el tema que debate Herder en la primera silva —la ofrecida en esta traducción—, afirma que constituye el reflejo vivo del alma del pueblo. «No todos los pueblos — es­ cribe Herder— tienen un corazón igualmente tierno para las tristezas suaves. En algunos, incluso las lamentaciones po­ seen una tosca firmeza, un heroico rugido en el que quedan entrelazadas. Un pueblo así es posible que esté muy poco familiarizado con el lenguaje de esas dulces lágrimas, a pesar de tener grandes poetas en otros aspectos. Así ocurre con los nórdicos escandinavos que, endurecidos por el heroísmo, in­ cluso en los casos de duelo apenas exhalaban unos breves suspiros... y callaban; cuando cantaban, su canto era casi la triste lágrima elegiaca» 8. Danto estas ideas sobre el espíritu del pueblo como otras sobre la singularidad de la poesía en cuanto expresión del alma diversa de cada pueblo, serán temas a los que Her­ der volverá una y otra vez en obras posteriores, y constituirán una provechosa fuente de inspiración para los románticos alemanes, especialmente para ]ean Paul, Novalis, los herma­ nos Schlegel. Aunque la admiración que Herder sentía por la poesía primitiva había sido estimulada por Tbomas Percy y los primitivos escoceses, fue él quien impulsó en Europa el conocimiento y difusión de la poesía popular. Su extensa labor como traductor de Poesías populares (Volkslieder) res­ ponde a esa admiración. Las Silvas críticas habían aparecido también bajo el anonimato. Cuando Klotz sacó a relucir el nombre de Herder como su autor, éste negó serlo. El escándalo consiguiente le

INTRODUCCION

XXI

costó disgustos de los que ya le habían advertido amigos su­ yos como Hamann. La vida se le fue haciendo insoportable en Riga y decidió, a toda costa, emprender un viaje.

IV.

El

gran viaje .

«D iario »

El Diario de mi viaje del año 17699 fue escrito du­ rante ese periplo por Europa. El Diario no es un detallado recuento de las impresiones de cada día, siguiendo el orden del calendario. No se indican en él más que once fechas, diez de ellas en la primera página. Tampoco es lo que suele en­ tenderse por «memorias·». De lo que menos se habla en esta obra de Herder es de lo que indica su título, del viaje mismo. A lo que más se aproxima tal vez es a unas «confesiones». El interés de las mismas reside quizá en la espontaneidad con que están escritas, ya que no es una obra destinada a ser publicada. Aparte de los rasgos autobiográficos en general, el Diario encierra una cantidad de proyectos que revelan los intereses y preocupaciones de Herder. Por otro lado, no se trata de la acostumbrada retrospectiva de lo ya hecho, de lo ya vivido por un personaje famoso. Nos hallamos más bien ante los planes de acción de un hombre de veinticinco años, que ha dado ya sus primeras señales de talento literario y ha gozado y sufrido las primeras consecuencias de la publicidad. Herder tiene vocación de reformador: «Trabajo tan a fondo para el Liceo y tan dignamente para la humanidad, que si mis planes y proyectos llegaran a encontrar un puesto digno, dondequiera que fuera, no podrían ser desconocidos. ¿Por qué ha de haber pasado el tiempo de los Licurgo y Sócrates, de los Calvino y Zuinglio, de esos creadores de pequeñas re­ públicas? ¿Por qué no tiene que haber una fecha posible para una institución capaz de convertirse en escuela-plantel, en formación, en modelo, de cara al presente y al futuro? En el mundo que veo no poseo nada que no tengan los demás; ninguna vena para la comodidad, poca para el placer, nada para la avaricia. ¿Qué me queda sino obrar y hacer méritos? Ardo en este sentido, recorriendo el mundo, y mi corazón me impulsa hacia los pensamientos de soledad y hacia los proyectos dignos» 10. El sueño de ser un Licurgo en Livonia no se realizó, pero su vocación de pedagogo se plasmará en todas sus obras.

X X II

INTRODUCCION

En el Diario encontramos anticipadas buena parte de esas ideas pedagógicas herderianas que tanta influencia ejercerían en Europa. Herder ha sufrido en carne viva los errores de una enseñanza rígida, abstracta, destinada no a despertar y fomentar la curiosidad del niño, sino a hacer de él un viejo prematuro. «¡Maestros!: en filosofía, física, estética, moral, teología, política, historia y geografía, ni una palabra sin concepto, ni un concepto anticipado; nada más que aquello que un alma humana sea capaz de entender por sí misma se­ gún su edad; en- los primeros años ello no quiere decir otra cosa que conceptos pasados por los sentidos» 11. Los sentidos, he ahí la reivindicación de la pedagogía herderiana. Y no sólo de la pedagogía. La idea del hombre y de sus creaciones va siempre unida a una destacada función de los sentidos. Sor­ prende, por ejemplo, el papel que Herder atribuye al tacto, sentido que, según él, se ve suplido por el ojo, pero de forma inadecuada. El radio de acción del alma depende de la capa­ cidad y riqueza de las sensaciones. Con la moderna civiliza­ ción, con el aprendizaje de conceptos generales, con una educación centrada en la transmisión de conocimientos ya elaborados, se ahoga la sensibilidad. Herder opina que la fuer­ za creadora del genio tiene que ser fecundada por la rica variedad de sensaciones. «¡Oh!, dadme un alma juvenil in­ corrupta, no ahogada con abstracciones y palabras, tan viva como es ella; ponedme después en un mundo donde pueda ofrecerle todas las impresiones que quiera: ¡cómo vivirá! Un libro acerca de la educación debiera establecer qué impre­ siones y en qué orden e intensidad han de ofrecerse ¡para hacer surgir al hombre de genio y para que éste se despierte! Mediante representaciones de cosas para la vista, pero más todavía para el tacto; mediante ejercicios corporales y expe­ riencias de todo tipo; mediante necesidades y satisfacciones, sean las que sean.» Veremos que el papel de los sentidos no sólo es relevante en las ideas herderianas sobre la educación, sino en las relativas a la estética, al surgimiento del lenguaje, al desarrollo histórico en general. Ese destacado papel de los sentidos es lo que denominaremos el sensualismo de Herder. Si el Diario decepciona a los biógrafos porque ape­ nas cuenta el viaje al que se refiere el título y decepciona a los historiadores del siglo X V III porque es incompleto (hay dos interrupciones y se ha perdido el final), es, en cambio, un precioso documento a la hora de caracterizar la persona-

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X X III

lidad íntima de Herder. En efecto, aparte de frecuentes alu­ siones al mal sabor de boca que le han dejado las polémicas en torno a sus Silvas críticas 12, hallamos referencias que son todo un cuadro del alma «prerromántica» de Herder: «Mi alma — escribe— está, pues, vertida hacia el sentimiento de lo sublime: este sentimiento orienta mi amor, mi odio, mi ad­ miración, mi sueño sobre la felicidad y la desgracia, mi pro­ yecto de vida en el mundo, mi expresión, mi estilo, mis modales, mi fisonomía, mi conversación, mi ocupación, todo» 13. Su romanticismo y su introversión son todavía más patentes cuando habla de «mi gusto por la especulación y por lo oscuro de la filosofía, de la poesía, de los relatos, de los pensamientos; de ahí mi inclinación hacia las sombras de la antigüedad y la lejanía de los siglos pasados, mi incli­ nación hacia los hebreos, considerados como pueblo, hacia los griegos, egipcios, celtas, escoceses, etc.»M. Herder es muy consciente de su inclinación hacia lo oscuro, de la que se lamenta como de un obstáculo que le impide gozar de lo inmediato, de lo presente: «¿A qué cir­ cunstancia de mi pasado estado se debe el que sólo esté determinado a ver sombras, en vez de sentir cosas reales? Gozo poco, es decir, demasiado, en exceso, y, consiguiente­ mente, sin gusto: el sentido del tacto y del mundo de la vo­ luptuosidad no los he gustado; veo y siento de lejos; me im­ pido a mí mismo el gusto con una inoportuna anticipación, con la debilidad y la timidez en el momento mismo de sen­ tir.» «Siempre me acompaña, pues, de antemano una imagi­ nación desbordada que me aparta de la verdad y mata el gozo, que lo fatiga y lo adormece» 1S. El Diario nos instruye igualmente de cómo ve él la cultura francesa con ocasión de su visita a Francia, a sus veinticinco años de edad. El cuadro que de tal cultura nos pinta Herder es sumamente negativo. En algunos casos es claramente injusto, como cuando no reconoce la grandeza del lenguaje roussoniano. Sin embargo, a la hora de juzgar la crítica herderiana a la cultura francesa no debe olvidarse que tal crítica ocupa un lugar destacadísimo si se compara con las breves referencias que dedica a otras culturas eu­ ropeas, lo cual revela por sí solo la importancia que concede al mundo cultural galo. Por otro lado, los puntos negativos que Herder señala en la literatura francesa del momento le sirven para destacar las posibilidades de la lengua alemana.

X X IV

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Así, cuando reprocha al teatro francés su afectación y a la literatura francesa de la época en general su excesivo cuidado de la forma, de los «bellos giros», en seguida opone a todo ello el valor que los alemanes dan al contenido, a la verdad: «El francés se limita a las convenciones de lo social en la filo­ sofía que practica y persigue; nosotros apreciamos la verdad abstracta, que merece estima por sí misma» 16. Herder insiste varias veces en que la literatura fran­ cesa se halla en decadencia, «la época de su literatura está acabada», «se vive sobre ruinas». La profusión de las pala­ bras «muerto» o «desaparecido» para referirse a los diversos aspectos que Herder considera decadentes queda contrastada por la abundancia de vocablos como «vivo», «viviente» o «verdadero» para designar precisamente aquello que encuen­ tra a faltar en la literatura gala, es decir, el calor de las pa­ siones, los afectos no recubiertos por la politesse francesa, lo humano inmediato. Escribe a este respecto: «...ninguna nación sabe describir mejor, más fina, exacta y ricamente que ésta. Pero lo que hará tal descripción será mostrar que saben describir, que son educados, que no son groseros como los alemanes, más que aparecer como la lengua del ímpetu de la verdad y del sentimiento» 17. El ímpetu (Sturm) es lo que falta en Francia. Ahí tenemos el espíritu del Sturm und Drang, del que este Diario constituye una muestra. Frente al refinamiento y el culto a la forma en la lengua francesa, Herder indaga «dónde está el genio, la ver­ dad, el vigor, la virtud». Y llega a la conclusión de que «la filosofía de la lengua francesa impide... la filosofía del pen­ samiento». Reconoce, ciertamente, que la uniformidad en la construcción evita las ambigüedades que se producen en otras lenguas, como la alemana. Desde este punto de vista, d francés es un idioma muy apto para la filosofía. Pero, en ■definitiva, el genuino producto de la literatura francesa, el «gusto», constituye precisamente el signo de su incapacidad para transmitir el calor de la fantasía y de los afectos. Herder no cree que la literatura francesa pueda ser el modelo para toda Europa. En relación con este pensa­ miento, alude a la posibilidad de trasladar a Riga el sentido del honor según Montesquieu, conforme al intento de la em­ peratriz Catalina II, y considera tal intento como destinado al fracaso. En un gobierno despótico, como el ruso, el resorte no puede ser el honor, ya que lo dominante es el «temor es-

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X XV

clavo». El tema no posee en Herder una simple vertiente literaria o estética. Sus sueños de reforma en Riga incluyen una intencionalidad política manifiesta. La ciudad de Riga, hoy bajo bandera soviética, había sido fundada en el siglo X II por comerciantes alemanes. En 1282 ingresó en la Liga hanseática; en 1380 se apoderó de ella la Orden Teutónica; en 1582 se convirtió en ciudad polaca; en 1621 fue conquistada por los suecos y en 1710 por los rusos. En el momento en que escribe Herder, Riga se hallaba, pues, bajo dominio ruso. De ahí que él hable como súbdito de la emperatriz Catalina II. Sin embargo, del especial estatuto de que gozaba esta ciudad puede dar idea el hecho de que Herder nunca necesitara aprender ruso, a pesar de vivir en ella. Sus sueños de reformador de Livonia (una de las tres provincias bálticas de Rusia —Estonia, Li­ vonia y Curlandia—, dividida en 1918 entre Letonia —hoy Latvia— y Estonia) enlazaban, naturalmente, con el favor que la culta emperatriz rusa dispensaba a los hombres de le­ tras. Herder pretende hacer de Riga, capital de Livonia, una república verdadera, es decir, libre. El joven autor del Diario escribe de forma inflamada contra la corrupción administrativa. No puede hablarse de un Herder defensor de la democracia porque en aquellos mo­ mentos la democracia se hallaba tan lejos de la realidad como de las mentes, sobre todo en territorio ruso, donde se­ guía existiendo la esclavitud. Pero no deja de llamar la aten­ ción el que hable de Rusia como sede de la renovación de la humanidad. «Ucrania se convertirá en una nueva Grecia. El hermoso cielo de este pueblo, su naturaleza alegre, su fér­ til tierra, etc., despertarán un día. De tantos pequeños pue­ blos incultos como fueron también los griegos en otros tiempos surgirá una nación civilizada. Sus fronteras se exten­ derán hasta el Mar Negro y desde allí a todo el mundo» 18.

V.

E ncuentro

con

G oethe . B ückeburg

La siguiente etapa tras el viaje por diversos países de Europa sería Bückeburg, donde ocupará, desde 1771, el cargo de consejero consistorial y de párroco mayor. El año anterior había conocido a Carolina Flachsland, que sería después su esposa. En ese mismo año se había encontrado casualmente

XXVI

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con Goethe en Estrasburgo, a donde Herder había acudido para operarse de una fístula en el ojo. De este llamado «en­ cuentro del siglo» surgió una amistad que, a pesar de algunos altibajos, ligaría por mucho tiempo a ambos autores. Goethe reflejó en Poesía y verdad (Dichtung und Wahrheit) tal encuentro y sus consecuencias sobre su vida. He aquí algu­ nas de sus pertinentes palabras sobre Herder: «Por lo que hace a Herder, el predominio de su humor contradictorio, amargo, mordaz, procedía seguramente de su mal y de los dolores que éste le ocasionaba [ . . . ] Todo el tiempo que duró esa cura visité a Herder mañana y tarde. Permanecí incluso días enteros junto a él, y así pronto me acostumbré tanto mejor a sus regaños y reproches cuanto que aprendí a estimar cada día más sus bellas y grandes cualidades, sus ex­ tensos conocimientos, sus profundas ideas. El influjo de este pendenciero bonachón era considerable. Era cinco años ma­ yor que yo, lo que significa una diferencia grande en la edad juvenil; y como yo lo tenía por lo que era, puesto que pro­ curaba apreciar lo que ya había producido, tenía que obtener una superioridad sobre mí. Pero la situación no era cómoda. En efecto, las personas mayores con las que hasta entonces habla tratado habían intentado formarme con delicadeza, me hablan mimado quizá con excesiva indulgencia. De Herder, en cambio, jamás podía esperarse una aprobación, cualquiera que fuese la forma en que uno se presentara. Así, pues, dado que la gran inclinación y veneración que sentía hacia él, por una parte, y el malestar que despertaba en mí, por otra, se hallaban en conflicto permanente, surgió en mí una escisión, la primera de este género que haya experimentado en mi vida. Como sus conversaciones eran siempre importantes, tanto si preguntaba como si respondía o expresaba algo de la for­ ma que fuese, tenía que fomentar en mí todos los días, e incluso todas las horas, ideas nuevas. [ . . . ] Herder amargaba siempre los días mejores, para sí mismo y para los demás, pues aquel mal humor que se había apoderado de él en la juventud no pudo ser después moderado por la fuerza de su espíritu» 19. El período de Bückeburg se abre con la publicación de Ensayo sobre el origen del lenguaje20, obra premiada por la Academia de Berlín. Herder defiende que el lenguaje no tiene origen, en sentido propio, sino que es connatural al hombre. Este se distingue del animal precisamente por su

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carácter de hablante. La lengua es un órgano del alma. Pre­ guntar por el origen del lenguaje es preguntar por el origen de la razón humana, ya que no se puede usar el lenguaje sin razón, ni la razón sin lenguaje. El papagayo no puede hablar, aunque sea capaz de emitir sonidos parecidos a una palabra humana, porque carece de inteligencia. «No es una determi­ nada organización de la boca la que produce el lenguaje, pues también el mudo de nacimiento, si es hombre, si tiene memoria, lo posee en su alma. Tampoco las voces de la sen­ sación, ya que no ha sido una máquina dotada de respiración la que ha inventado el lenguaje, sino una criatura reflexiva. No es un principio anímico de imitación: si hay imitación de la naturaleza, constituye un simple medio en orden a un fin único que tenemos que explicar aquí. Tampoco es, me­ nos todavía que cualquier otra cosa, un acuerdo, una arbi­ traria convención social; el salvaje, el que vive solo en la selva, se habría visto obligado a inventar el lenguaje para sí mismo, aunque jamás lo hubiese hablado. El lenguaje es acuerdo del alma consigo misma, un acuerdo tan necesario como el de que el hombre sea hombre»21. El tema del lenguaje es constante en Herder. No hay apenas una obra suya en la que no aparezca. Aunque Herder no lo abordara de forma rigurosamente sistemática, el lector, incluso el lector especialista de hoy, quedará sorprendido de la variedad de matices que nuestro autor saca a relucir en torno al problema. Las reflexiones herderianas al respecto poseen tanto más interés cuanto que la importancia del len­ guaje, a la hora de tratar aspectos como el conocimiento, era casi desconocida por filósofos de la categoría de Kant. La línea de interpretación que defiende Herder se mueve en lo que ha llamado Chomsky la «lingüística carte­ siana». La actualidad de la problemática debatida en Ensayo sobre el origen del lenguaje queda realzada por esta circuns­ tancia. En cualquier caso, el interés del ensayo no se reduce al aspecto puramente lingüístico, sino que abarca aspectos antropológicos, literarios, de historia de la cultura, etc. Qui­ zá sería más correcto decir que a Herder le preocupaba el lenguaje en todos esos sentidos, como creación humana, pero también como creador de cultura y como expresión de la li­ bertad humana. Uno de los puntos relevantes de la tesis de Herder es que el hombre necesita el lenguaje para compensar la imperfección de sus instintos, comparado con el animal.

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«El hombre es la criatura más ignorante al venir al mundo, pero en seguida se hace aprendiz de la naturaleza de un modo diferente al de cualquier animal» 22. Si es verdad que el hombre se halla en desventaja respecto del animal, en lo que a la perfección de los instintos se refiere, su falta de determinación, de especialización, le destinan a una esfera universal, a diferencia del reducido campo de los instintos animales. El hombre puede prescindir de tal especialización porque duermen en él «otras facultades ocultas en lugar de los instintos» 23. Tales facultades constituyen lo distintivo del hombre. La diferencia entre hombre y animal no consiste, para Herder, en una diferencia de «grados o aumento de las facul­ tades, sino en la total diversidad de orientación y desarrollo de todas las facultades». En una palabra, se trata de una diferencia cualitativa. Igualmente ha subrayado el «espíritu descubridor» que pone de manifiesto el lenguaje, así como el hecho de que la lengua encierra la cultura de quienes la hablan, aspecto tan vehementemente expresado también por el español Unamuno. La pequeña ciudad de Bückeburg, con sus dos mil habitantes, no era un lugar donde Herder pudiera encontrar­ se a gusto. Sus relaciones con el conde Wilhelm von Schaum­ burg no eran todo lo cordiales y francas que Herder esperaba de su nuevo señor. Carolina, con la que había contraído matrimonio en 1773, se había trasladado a la enorme casa parroquial donde vivía Herder. La compañía de Carolina hizo más soportable la estancia en Bückeburg. En 1774 apareció El más antiguo documento de la especie humana24, escrito sobre el sentido de la revelación bíblica, en el que se transparenta su visión teológica de la historia. La obra no obtuvo mucha aceptación, salvo excepciones como la de Hamann. Kant, por ejemplo, no podía sino expresar reservas ante un libro en el que el desbordamiento literario sobrepasaba con mucho la documentación histórica y la argumentación ri­ gurosa.

VI.

Shakespeare

y

O ssian

El año anterior, 1773, había aparecido el ensayo so­ bre Shakespeare, contribución de nuestro autor a la colee-

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ción Von deutscher Art und Kunst (Sobre la forma y el arte alemanes), donde figuraba también el canto lírico de Goethe «Von deutscher Baukunst» (Sobre la arquitectura alema­ na), dedicado a la catedral de Estrasburgo. En dicho ensayo es especialmente visible la admiración de Herder hacia la poesía popular y, sobre todo, la forma según la cual él la entiende. Shakespeare es para Herder el genio, el creador de lo que él llama el «drama nórdico». El mismo estilo del escrito refleja el anticlasismo del Herder del Sturm und Drang. Comparando a un dramaturgo griego con el autor de Hamlet, dice: «Si aquél representa, enseña, conmueve y forma griegos, Shakespeare instruye, conmueve y forma hom­ bres nórdicos. Cuando leo al autor británico desaparecen para mi teatro, actor, bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mun­ do, volando en la tempestad de los siglos, distintos caracteres de los pueblos, de las clases sociales, de las almas, todos ellos como las más distintas y separadas máquinas actuantes que somos todos en manos del creador, como instrumentos ciegos e ignorantes del todo de un cuadro teatral, de un acontecimiento con una grandeza tal, que sólo el poeta lo abarca con la mirada. ¿Quién puede imaginar mayor poeta en la humanidad nórdica y en su época?» Shakespeare ha tomado su «materia» de baladas históricas. En esto consiste su carácter «nacional». Shakespeare es el «dios dramático» que crea vida auténtica, y en esto consiste su parecido con Sófocles, a la vez que su diferencia respecto del teatro fran­ cés, al que Herder califica de esa «cosa brillante, clásica, que nos han suministrado los Corneille, Racine y Voltaire». El verso del teatro francés es «el más bello que pueda quizá imaginarse», pero sus escenas poseen «un sentimiento de tercera mano, nunca, o pocas veces, las emociones inmedia­ tas, primarias, sin afeites». Una vez más, Herder es duro con el teatro neoclá­ sico. Desarrolla aquí una crítica que se hallaba ya esbozada en el Diario. Reconoce que «todo lo que sea imitación del teatro griego, apenas puede idearse y llevarse a cabo de modo más perfecto que en Francia. No quiero pensar sólo en las llamadas reglas del teatro que se atribuyen al bueno de Aris­ tóteles: unidad de tiempo, de lugar, de acción, de conexión de las escenas, verosimilitud de escenificación, etc.» 25. Sí, el teatro francés cumple escrupulosamente esas reglas. Pero

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en el interior del mismo «nada hay que sea idéntico al griego, ni acción, ni costumbres, ni lenguaje, ni propósito. ¿De qué sirve, pues, conservar tan cuidadosamente la identidad exte­ rior?» Herder concluye que ese teatro francés puede agra­ dar, puede constituir una escuela de expresión, de buenos modales, pero no es tragedia griega, porque no conmueve, no sacude el corazón. «No es, consiguientemente, ... drama griego.» «Como imitación, se le parece, pero a la imitación le falta espíritu, vida, naturaleza, verdad» 26. Todo lo que falta al teatro francés lo encuentra Her­ der en Shakespeare. En el drama de éste el alma siente «el todo del acontecimiento y lo sigue profundamente hasta el fin». Shakespeare ha tenido la genialidad de usar las circuns­ tancias de lugar y tiempo para realzar la fuerza de la acción. Shakespeare hace sentir la escena. Esto es lo que emparenta su teatro con el drama griego: «Shakespeare es hermano de Sófocles precisamente ahí donde exteriormente parece tan distinto de él, ahí donde en el fondo se le asemeja por ente­ ro» 27. En definitiva, el tiempo del drama no es el del reloj. Tiempo y espacio no son en el teatro sino «las cosas que tienen mayor relación con la existencia, la acción, la pasión, el razonamiento y la medida de la atención dentro o fuera del alma» 28. El breve ensayo de Herder sobre Shakespeare no constituye lo que se entiende normalmente por crítica litera­ ria. Es más bien una rapsodia en que su autor se deja llevar de los sentimientos del momento. Sin embargo, el ensayo no es sólo un ejemplo del estilo y de los recursos literarios de Herder, sino una documentación de cómo ve él el teatro, de cómo ve la historia, y una importante acción cultural: se despeja el camino para la revalorización durante la época romántica, por ejemplo por August Wilhelm Schlegel, de todo un teatro — también el español: Calderón— que la an­ tigua ceguera neoclásica ignorara. La historia es un teatro en el que se suceden las esce­ nas. Como toda escena lo es del hombre, de la humanidad en desarrollo, merece atención por parte del historiador. En las Cartas sobre Ossian, publicadas el mismo año que el Sha­ kespeare, escribe que ninguna escena puede ser considerada como la única, advertencia que iba dirigida, naturalmente, contra los ilustrados incapaces de percibir el valor de lo pri­ mitivo, de lo no clásico. El entusiasmo de Herder por Ossian

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es explicado por él mismo como entusiasmo por los sentimien­ tos humanos no pulidos por una cultura que ahoga la sensi­ bilidad. Este aspecto, el cultivo de la sensibilidad, es, como ya hemos apuntado, una de las constantes de las ideas pe­ dagógicas de Herder. El que Ossian se revelara como un poema no original no afecta apenas al valor de las conside­ raciones de Herder sobre el mismo, ya que lo que él escribe sobre Ossian es como un resumen de lo que piensa sobre los cantos primitivos. En tales cantos percibe Herder los sonidos, las voces, la vida y el ritmo de aquellos pueblos en los que el oído, el tacto, el movimiento, desempeñaban un papel que hoy nos es desconocido. Herder no vivió lo suficiente para comprobar que Macpherson no había recopilado poesías de Ossian, héroe y bardo escocés del siglo III, sino que las había escrito él mismo. En efecto, la poesía tradicional en lengua erse o gaè­ lica había permanecido olvidada hasta que James Macpher­ son (1736-1796) publicó en 1760 varios fragmentos que hizo pasar por traducciones inglesas de textos originales en lengua erse. El éxito obtenido por los Poemas de Ossian le animó a publicar posteriormente otros como Fingal, poema épico en seis cantos, y Temora. Vero cuando se exigió de Macpher­ son que enseñara los originales, jamas se obtuvo una respues­ ta satisfactoria. En las Cartas sobre Ossian, Herder se felicita de que Denis haya traducido el Ossian a la lengua alemana. Pero le reprocha que lo haya hecho en cultos hexámetros, frente al — en opinión de Herder— estilo primitivo, conciso, viril del Ossian original. Hoy nos sorprende que Herder insistiera tanto en considerar modelo de poesía popular y primitiva una poesía creada en el mismo siglo XVIII, como lo era el Ossian mon­ tado por Macpherson. Pero no debe olvidarse que esas com­ posiciones monótonas y sentimentales produjeron gran im­ pacto en la época, y su difusión en la Europa continental fue enorme. En cualquier caso, más allá del poco acierto con que Herder juzgó una poesía erróneamente considerada como pri­ mitiva, su entusiasmo por Ossian refleja el que sentía por la poesía primitiva en general. En el fragmento aquí ofrecido de las Cartas puede observarse cuán universal es su interés, como lo prueba el que traduzca también al alemán poesías tomadas del Inca Garcilaso. En la versión alemana que Her-

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der efectúa de esas poesías, es de señalar el intento de reco­ ger el contenido de las mismas en un estilo verdaderamente popular. Una vez más, Herder une poesía, pueblo y «el alma distinta de cada nación». Conjunción, como es sabido, que será enormemente influyente.

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filosofía de la historia »

En 1774 apareció también Otra filosofía de la histo­ ria 29. Aquí se manifiesta plenamente lo que Haym, biógrafo de Herder, escribió sobre su «estilo declamatorio, de elipsis e interjecciones». Nos hallamos ante el Herder del Sturm und Drang. Este escrito es la respuesta de un clérigo lute­ rano a la ilustración francesa, especialmente a Voltaire. Her­ der se opone polémicamente a que el siglo X V III sea la cul­ minación de una línea del progreso que ha dejado las sombras de la Edad Media y, especialmente, la teocracia de las épocas pasadas. Todo el libro de Herder pierde su sentido de res­ puesta «actual» si se deja a un lado su intención anti-A.\úVTirung. El desprecio de los ilustrados hacia los hebreos o hacia la Edad Media es convertido aquí en una justificación del des­ potismo oriental30, de la Edad Media cristiana y, en general, de una historia providencialista. Herder adopta la imagen biológica de la infancia, la adolescencia, la juventud, etc., para caracterizar las diversas épocas de la historia, procedimiento que no le distingue de los ilustrados, ni siquiera de Hegel. Lo que sí le diferencia es la distinta aplicación de esa imagen. Tara Herder, la infan­ cia de la humanidad está en el oriente bíblico, del que des­ taca con predilección la época patriarcal, frente a la China agrícola y no cristiana celebrada por Voltaire. Se puede ha­ blar muy bien, por tanto, de una oposición entre Sturm und Drang y Aufklärung. Mientras ésta es laica y ensalza la Gre­ cia pagana y el Renacimiento, el Sturm und Drang de Her­ der y Hamann es un intento cristiano de realzar lo bíblico. De cualquier forma, Herder da pruebas de su sentido histó­ rico al protestar de que se juzgue a los diversos pueblos se­ gún cánones griegos o incluso modernos. El arte, los gustos, las costumbres de cada pueblo, han de ser valorados desde dentro del pueblo y de la época, no desde fuera. Esta tesis herderiana poseía su buena carga polémica frente a Winckel-

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mann, por ejemplo, quien consideraba, con muy poco sentido histórico, que hay unos cánones eternos en las formas artís­ ticas. Para Herder, la historia tiene una racionalidad, es decir, hay un plan debajo de la variedad de las épocas y de los pueblos. Al explicar esta racionalidad acude a la típica metáfora de la historia como «teatro de la divinidad». Para la mirada del Aufklärer el mundo es a menudo un caos, y de ahí la duda y el escepticismo. «La última moda filosófica, especialmente entre los filósofos franceses, es la duda, la duda presentada en cien formas distintas, pero todas ellas con el deslumbrante título: ‘De la historia del mundo’» 31. La mira­ da profunda descubre, en cambio, que «el desarrollo progresa hacia lo grande; se convierte en aquello de lo que la historia superficial tanto se envanece y de lo que muestra tan poca cosa, teatro de una intención rectora sobre la tierra, aunque no veamos su propósito final, teatro de la divinidad, aunque sea sólo a través de las aberturas y los restos de escenas ais­ ladas» 32. Herder quiere presentar su consideración como ob­ servador imparcial. Pero su partí pris es tan manifiesto, que asombra su pretensión de imparcialidad. Nos hallamos ante una visión que uno se sentiría tentado a calificar de conservadora si no fuese porque tal calificativo, utilizado sin más preámbulos para un autor del siglo XVIII, denotaría una injustificable falta de sentido his­ tórico, falta tanto más imperdonable tratándose de Herder, uno de cuyos temas preferidos es precisamente la singulari­ dad específica de cada época. Lo cierto es que afirmaciones como la de que el individuo es incapaz de transformar el curso de la historia, o la de que los acontecimientos se pro­ ducen contra la voluntad de individuos y grupos, constituyen pensamientos repetidos por Herder. Su contenido sería acep­ tado por la mayoría de los historiadores. Lo que no aceptarían sería que la racionalidad tuviera que ser ajena, o dicho en términos hegelianos, que el hombre no pudiera hacerse su­ jeto de la historia, que tuviera que ser permanente juguete de una divinidad exterior al mundo. «¡Todo es un gran des­ tino impensado, inesperado, no producido por el hombre! ¿No ves, hormiga, que no haces otra cosa que deslizarte sobre la gran rueda del destino.?»33 Desde este momento, la racionalidad queda convertida en pura arbitrariedad. El pa­ pel del hombre en el desarrollo histórico se limita al de

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instrumento de una voluntad extramundana; no puede ser autor de ese desarrollo, ni puede, por tanto, corregirlo cons­ cientemente. Desde una perspectiva actual, lo que más se echa a faltar en las consideraciones herderianas acerca de la histo­ ria es una'inclusión y una valoración de factores materiales, de las instituciones económicas, de las causas de los antago­ nismos sociales. Esta falta no es, sin embargo, exclusiva de Herder, sino que afecta casi por igual a los autores a quienes contesta. En realidad, esta falta es característica de la llamada «filosofía de la historia» en los siglos X V III y XIX. Nor­ malmente, esa disciplina se compone de consideraciones que no son resultado de análisis históricos, sino de especulaciones, con frecuencia grandilocuentes, en las que el área geográfica se reduce a la occidental y donde se intenta construir lo que llama Kant el «hilo conductor a priori» de la historia34. El fondo cristiano-luterano de esta visión se perci­ be en la justificación de todo el acontecer histórico como obra de Dios, obra no comprensible para el filósofo, y en la roussoniana queja de que la cultura pervierte las buenas costumbres. El matiz luterano de su filosofía de la historia es especialmente manifiesto en su rehabilitación de la Edad Media. En efecto, esta rehabilitación no significa una apolo­ gía del medioevo al estilo de la efectuada por el católico Novalis, apología en la que se ensalzaba la unión europea bajo el signo de la cruz, así como el orden y la cultura cris­ tianas. Herder, muy al contrario, exalta el desorden y la vitalidad de los bárbaros. La rehabilitación de la Edad Me­ dia no significa tampoco que deje de considerar tal época histórica como una época de ignorancia y de barbarie, con­ forme a la opinión de los ilustrados. El acepta en realidad tal opinión, pero, a diferencia de los ilustrados y en polémica con ellos, sostiene que esa barbarie constituye precisamente el signo del vigor, de la fuerza, de aquella época, frente a las finuras y afeites que corrompen la civilización ensalzada por Voltaire. «¡Hay, desgraciadamente, tanta luz en nuestro si­ glo!», exclama Herder. «Si el cielo no nos hubiese enviado los tiempos bárbaros ni los hubiese conservado tanto tiempo bajo tantos golpes y ataques, pobre Europa ordenada, que devora o expulsa a sus hijos: ¿qué serías con toda tu sabidu­ ría? ¡Un desierto!» 35

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En definitiva, no son demasiado convincentes los ar­ gumentos con los que justifica la Edad Media. Pero, en cam­ bio, queda claro que se opone a la «incredulidad, el despo­ tismo y la abundancia» propugnados por «todos los libros de nuestros Voltaire y Hume, Robertson e Iselin»36. En cualquier caso, Herder demuestra tener más sentido histórico que los ilustrados, quienes vetan su propia época como cul­ minación de todo el tiempo pasado, pero eran incapaces de juzgar este pasado con cánones distintos de los establecidos por el siglo XVIII. Una y otra vez repite que no se puede valorar el arte egipcio desde el gusto griego, como no se debe intentar comprender el conjunto de una época o de un pue­ blo partiendo «del manual» del propio siglo. Herder combate el cosmopolitismo del siglo XVIII, así como el uso de criterios culturales absolutos: no se puede legislar para el mundo entero. Cada pueblo es peculiar. El intento de crear una cultura universal desde las cortes ilus­ tradas de Europa es visto por nuestro autor con el mayor escepticismo y ridiculizado como juego de niños y pérdida de tiempo. En esta crítica se percibe una clara, aunque tá­ cita, alusión a Federico I I el Grande, entonces monarca ab­ soluto de Frusta. «A los propagadores del medio de tal cul­ tura — escribe Herder— podría dejárseles siempre el lenguaje y la ilusión de que ellos educan a la humanidad; a los filóso­ fos de París en particular, la creencia de que educan toute l’Europe y tout l’Univers» 37. Ningún tema de los tratados en Otra filosofía de la historia ocupa tantas páginas como las de­ dicadas a ironizar sobre el Siglo de las Luces y sus preten­ siones de universal uniformidad bajo cánones parisinos. Her­ der piensa que educar, legislar, enseñar, son tareas que sólo pueden realizarse partiendo de la específica cultura, costum­ bres y conocimientos de cada pueblo. En esta filosofía de la historia, la humanidad pasa por una infancia, representada por el oriente bíblico, espe­ cialmente por los Patriarcas. Sigue después una adolescencia, cuya encarnación es el antiguo Egipto, una juventud (Grecia) y una madurez (Roma). Los germanos, al invadir el Imperio romano, significan un rejuvenecimiento de la historia. El sí­ mil de las edades biológicas por el que el desarrollo histórico es comparado a la vida de un individuo no es inventado por Herder, como ya hemos dicho, sino que es típico de los en­ sayos históricos de los siglos XV II y XVIII. Este símil era

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precisamente el instrumento utilizado para señalar el presen­ te como culminación de las etapas pasadas y, por ello mismo, como cúspide superior a todas ellas. En Herder, sin embargo, la comparación tiene un sentido distinto, ya que para él el Siglo de las Luces es una época decadente. La decadencia reside, sobre todo, en aspectos que ya hemos visto resaltar en obras anteriores, es decir, en la falta de vigor humano bajo el brillo de unas formas sin espíritu. Es el eterno tema herderiano del Sturm und Drang. «La luz — escribe— se ha elevado y extendido al infinito, mientras que la inclinación, el instinto de vivir, se hallan desproporcionadamente debi­ litados» 38. Aunque la filosofía de la historia de Herder posee una evidente intención ¿«¿/-Aufklärung, antiiluminista, esta posición debe ser matizada, pues los aspectos que configuran dicha intención quedan diluidos entre los que hacen de Her­ der un Aufklärer con idénticas preocupaciones a las de Mon­ tesquieu, de Voltaire, de Les sing, de Leibniz. Dicho en otras palabras: el Sturm und Drang herderiano se opone a las «luces» en lo que éstas tienen de ataque al dogmatismo cris­ tiano, pero se mueve en el mismo terreno por su antidogma­ tismo, por su valoración relativista o autónoma de las diver­ sas culturas humanas. Un análisis detallado de la obra mos­ traría que la polémica de Herder con los filósofos de las luces es un audaz reconocimiento del valor autónomo de cada cultura, con todas sus manifestaciones, ¡incluida la religión! Por ello repudiará diez años más tarde, en Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, el relativismo de Otra filosofía de la historia. Sin embargo, tras constatar esto, el análisis nos hará chocar con múltiples contradicciones: cada religión es apropiada para el pueblo que la ha creado y practicado, pero, a la vez, Otra filosofía de la historia pro­ clama que los pueblos no influidos por el cristianismo que­ dan en la sombra; Herder intenta recoger y reflejar lo ori­ ginal popular y detesta la imitación, pero, a la vez, Otra filosofía de la historia está llena de citas bíblicas y pretende conscientemente imitar el tono bíblico, tono de inspiración, no de exposición razonada; el pueblo, no las dinastías, es el portador de la cultura —algo que Herder ha aprendido de los filósofos de las luces— y del desarrollo histórico en ge­ neral, pero, a la vez, encontramos en Otra filosofía de la historia un entusiasta elogio del genio. Las contradicciones

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podrían multiplicarse, cosa nada sorprendente desde el mo­ mento en que la obra es producto de la inspiración, más que de la reflexión. La oposición al clasicismo francés es preci­ samente una reivindicación del sentimiento, del calor huma­ no, frente a los artificios de un mecanicismo trasladado a la literatura.

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LOS AÑOS POSTERIORES

En Bückeburg nacieron los dos primeros de los ocho hijos de Herder. En 1775 estuvo a punto de ir a la Univer­ sidad de Góttingen como profesor de teología. El proyecto no prosperó porque Herder se negó a aceptar un humillante examen oral en el que debía mostrar previamente su ortodo­ xia luterana. Pero aceptó al año siguiente una oferta de Goe­ the para ir a Weimar como superintendente y párroco mayor. Mientras tanto, Herder había publicado otros escritos sobre teología y había recibido otro premio de la Academia de Berlín por su ensayo Causas de la decadencia del gusto entre los diferentes pueblos en los que ha florecido. La época de 'Weimar, donde la familia Herder resi­ dirá hasta la muerte de nuestro autor, señala el apogeo de su vida como literato y como hombre de acción. En la pequeña corte de 'Weimar tendrá que recortar sus proyectos de refor­ ma pedagógica. El duque Karl August von Sachsen tenía cosas más urgentes que promover el nivel educativo del du­ cado. Herder gozará con frecuencia del apoyo de Goethe, que, a pesar de haber llegado al ducado sólo un año antes que él, rápidamente se convertirá, según palabras del mismo Herder, en «el factótum de Weimar». Pero tampoco faltarán las tensiones entre los dos hombres, en parte debidas a sus distintas ideas sobre la moralidad, como no faltarán tampoco las intrigas de palacio. Weimar, convertido en centro cultural de la nueva Alemania —Schiller se sumó en 1799 al grupo de promi­ nentes—, fue la patria de Herder durante sus últimos treinta años. Aquí surgió su obra, generalmente valorada como cum­ bre, Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, donde reúne en su consideración histórica todos los aspectos previamente anticipados: el lenguaje, la religión, la política, el arte, la economía. La obra, que comenzó a aparecer

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en 1774, fue celebrada por Goethe y ejerció gran influjo so­ bre el despertar de la conciencia histórica dentro y fuera de Alemania. La crítica que más dolió al autor de las Ideas fue la contenida en la recensión que publicó Kant en 1785. Herder nunca digirió del todo esta critica de su antiguo maes­ tro, que, en sustancia, venía a decir que idea y experiencia se hallaban en desacuerdo en el pensamiento herderiano. Según Suphan, la destemplada crítica de la filosofía kantiana en los últimos años de Herder posee motivos de orden pastoral o de celo teológico. Herder observaba, como examinador, que los jóvenes teólogos dejaban que desear en su formación científica y moral, debido a una precoz dedi­ cación al estudio de la filosofía crítica. Suphan añade, ade­ más, como motivo de una polémica en la que antes no había pensado Herder, la recensión que un kantiano había escrito en 1798 de Escritos cristianos, obra en la que Herder creía haber puesto más de sí, descontada Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad. Que él no consideraba a Kant como un adversario lo demuestra lo que sobre él escribía en 1792, siete años antes de la publicación de la Metacrítica: «De mis años juveniles recuerdo con gratitud y alegría el conocimiento y las clases de un filósofo que era para mí el auténtico maestro de humanidad. En­ tonces, en la plenitud de sus años, poseía la feliz agi­ lidad de un adolescente, agilidad que creo le acompa­ ñará hasta su más avanzada edad. Su frente abierta, hecha para el pensamiento, era el asiento de la ame­ nidad, y de su boca locuaz fluía el discurso más agra­ dable y más denso de pensamientos. La broma, el in­ genio, el buen humor, se hallaban a su disposición, siempre en el momento oportuno, de forma que si al­ guien reía, él permanecía serio. Su exposición pública era como un trato conversacional. Hablaba sobre su autor, pensando por sí mismo, a menudo yendo más allá de él. Pero, durante los tres años en que le oí a diario y acerca de todas las ciencias filosóficas, nunca advertí en él el menor rasgo de arrogancia. Tenía un adversario que pretendía haberle refutado y en el que nunca pensaba; presentó uno de sus escritos a un pre­ mio y merecía ganarlo perfectamente, pero sólo recibió el accésit, noticia que acogió con la alegre explicación

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de que lo que le interesaba era hacer conocer sus tesis por una academia, no el premio. Oí de él sus juicios sobre Leibniz, Newton, Wolff, Crusius, Baumgarten, Helvetius, Hume, Rousseau, algunos de los cuales eran entonces escritores recientes; observé el uso que hacía de ellos y no encontré en él sino un noble celo por la verdad, el más bello entusiasmo por los descubrimien­ tos importantes para el bien de la humanidad, la más desinteresada emulación de todo lo grande y bueno. No sabía de cábalas, y el espíritu de partido o de secta le era completamente extraño; el ganar discípulos o el dar incluso su nombre a algún grupo de seguidores no era la corona a la que aspiraba. Su filosofía despertaba el pensamiento propio, y no puedo imaginarme nada más exquisito y eficaz, a este respecto, que su expo­ sición: sus pensamientos parecían manar de él al ins­ tante; había que seguir pensando con él; el dictar, adoc­ trinar y dogmatizar, le eran desconocidos. La historia natural, la teoría de. la naturaleza, la historia humana y la de los pueblos, las matemáticas y la experiencia, eran las fuentes preferidas de su saber humano, de las que extraía, a partir de las que vivificaba todo. A ellas remitía. Su alma vivía en la sociedad, y todavía recuer­ do las amables palabras que me dijo sobre ello al des­ pedirme. Ese hombre, amigo mío, se llamaba Immanuel Kant; tal es su imagen delante de mí» 39. Si se compara la simpatía de este cuadro con la caus­ ticidad de la Metacrítica, se diría que son dos autores dis­ tintos los que escriben. En las Cartas para el fomento de la humanidad Herder dejaba entrever ya una censura al uso que se hacía del criticismo kantiano, pero dejaba completa­ mente a salvo la obra misma de Kant. En la Metacrítica, por el contrario, se aborda el contenido de la Crítica de la razón pura“10; en 1800 el ataque se extenderá, en Calígona, a la kantiana Crítica del juicio. La crítica dirigida a la Crítica de la razón pura es una reafirmación de tesis herderianas, la mayoría de ellas cono­ cidas ya. En este sentido no representa ningún especial enri­ quecimiento de su obra. En el momento de publicar la Me­ tacrítica, Herder era ya un autor aislado, enfrentado a los que dominaban la escena de las letras alemanas, Goethe y

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Schiller sobre todo. El tono agrio de este último Herder no debe desligarse de tal contexto. De todas formas, teniendo en cuenta la obra con la que quiere ahora ajustar cuentas, hubiera sido de esperar que Herder hubiese afilado las armas cuidadosamente. Pero no, la Metacrítica fue escrita, con su típico apresuramiento, en unos pocos meses. El resultado fue, naturalmente, un escrito en que se mezclan los lugares comunes del pensamiento general de nuestro autor con las más sorprendentes simplificaciones de Kant. A pesar de que descubre puntos indudablemente vulnerables en la Crítica de la razón pura, como, por ejemplo, la falta de atención y va­ loración del lenguaje, buena parte de la exposición de Her­ der se mueve en lo que, desde el punto de vista kantiano, habría que calificar de pensamiento precrítico. El sensualismo de Herder, puesto de manifiesto en sus ideas sobre el origen del lenguaje y sobre la estética, se mueven en un nivel realmente incompatible con el apriorismo kantiano. Pero, en lugar de elaborar los argumentos en favor de tal sensualismo y en contra del apriorismo de Kant, Herder construye su ataque a base de consideraciones de un ingenuo empirismo y, sobre todo, con una imprecisión que contrasta infinitamente con la elaborada terminología de Kant. Así, escribe Herder: «... la universalidad y necesidad de las proposiciones matemáticas no reposan sobre la propie­ dad negativa de ser independientes de toda experiencia, sino que se basan, por el contrario, en la propiedad eminente­ mente positiva de ser ciertas, en virtud de su naturaleza, para nuestro entendimiento, es decir, de estar ligadas a la expe­ riencia de la forma más íntima y de ser ellas mismas ex­ periencia, aun en el caso de que no fueran demostradas» 41. Cualquier lector mínimamente educado en el rigor del razo­ namiento se preguntará qué quiere decir «ser cierto en virtud de su naturaleza» o «estar ligado a la experiencia de la forma más íntima». Herder no podía ganar ninguna batalla con se­ mejantes armas, y menos todavía, una batalla contra la Crí­ tica de la razón pura. En resumen, se podría decir que Herder debe su gran­ deza no al hecho de haber concluido una teoría estética, lin­ güística o histórica, sino al inmenso estímulo que significó en todos estos campos. Sus escritos son, en su mayoría, ensa­ yos cuyos títulos mismos indican su carácter introductorio: Silvas críticas, Fragmentos, Hojas dispersas, Cartas sobre...,

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Ideas sobre... Lo expuesto en un ensayo es retomado y am­ pliado en el siguiente, de forma que no puede hablarse apenas de una obra concluida. Sin embargo, este mismo carácter de ensayo exploratorio da a los escritos de Herder una fres­ cura permanente. Su curiosidad infinita sigue constituyendo una incitación hacia la búsqueda y valoración de las posibi­ lidades creativas del hombre, de lo que él llamó la «huma­ nidad» (Humanität). Y así lo percibieron los grandes hom­ bres con los que tuvo contacto, como Goethe. Por lo demás, temas como el espíritu del pueblo (Volksgeist), la conexión de nación y lenguaje, de individuo y sociedad, de nación y estado, son tratados por Herder de una forma que es tan interesante para el lingüista como para el historiador del pen­ samiento político. Por supuesto, la misma multiplicidad de los intereses de Herder indica que sus lectores no necesitan ser especialistas. Al mismo tiempo, estas circunstancias dificultan enor­ memente el presentar una antología de Herder, ya que el estudio de un aspecto, sea, por ejemplo, el lingüístico, exigi­ ría el estudio de toda la obra de Herder. Aun así, he prefe­ rido escoger unos cuantos ensayos completos que acumular fragmentos. Teniendo en cuenta que Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, obra de la madurez, ya hace tiempo que está traducida al castellano, mi criterio ha sido el de ofrecer una imagen de Herder en la que está represen­ tada su juventud, durante la cual se gestan sus proyectos y se perfilan sus temas de interés, y en la que se abarque, a la vez, el horizonte teórico, por así decirlo, de esa amplia gama temática. Sólo en este sentido aspira a ser completa la anto­ logía. El Diario ha sido traducido enteramente; el Ensayo sobre el origen del lenguaje, Shakespeare y Otra filosofía de la historia han sido igualmente traducidos íntegros; la Metacrítica es, en cambio, una colección de fragmentos en cuyo criterio de selección me he servido a menudo de la antología de Erich H eintel42. De las Silvas críticas, sólo he vertido la primera. Del Extracto de un intercambio de cartas sobre Ossian y las canciones de los pueblos antiguos, el fragmento inicial. La presente edición no pretende ser crítica, tratán­ dose de una selección, pero sí reflejar con fidelidad el texto de Herder, por una parte, y, por otra, dar al lector no espe­ cialista la información necesaria para seguir sin grandes difi-

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mitades el contenido de ese mismo texto. Como base de la traducción he tomado siempre la edición de Suphan (en 33 volúmenes), pero en los casos del Diario y de Otra filo­ sofía de la historia he confrontado el texto de Suphan con la excelente edición efectuada por K. Mommsen43 y la apa­ recida en editorial Suhrkamp, con apéndice de H. G. Gadam er44. Las interrupciones se señalan con puntos suspensivos entre corchetes. En nota se indica el texto correspondiente de Suphan, que señalo con la sigla S, seguida del tomo y la página. Dado que muchos de los autores mencionados por Herder no son familiares para un público español, y menos teniendo en cuenta la distancia temporal que nos separa de él, he intentado recoger una breve información sobre ellos en nota, con el fin de que el lector pueda seguir el texto herderiano sin grandes dificultades. Tal información sólo se hallará la primera vez que aparezca el nombre, no cada vez que Herder lo mencione. En consecuencia, se recomienda el uso del índice onomástico para hallar la nota correspon­ diente a un autor determinado. He intentado igualmente dar información sobre las abundantes citas de Herder, citas de las que con frecuencia él no da referencia alguna, o bien no da una referencia exac­ ta, ni por lo que se refiere al autor ni por lo que atañe a la obra a la que pertenecen. Cuando las citas se hallan en len­ gua distinta de la alemana, se ofrece su traducción en nota. Los corchetes indican añadidos del traductor. Por fin, los conceptos y palabras menos familiares son enriquecidos con breves informaciones en notas con vis­ tas a facilitar la lectura del texto. En cualquier caso, tén­ gase presente que las frecuentes elipsis en la escritura de Herder producen a menudo frases inacabadas o, al menos, ambiguas. En la traducción he respetado, las más de las veces, tanto lo uno como lo otro. Pedro R ibas

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NOTAS A LA INTRODUCCION 1 Citado por F. W . Kantzenbach, Herder, Rowohlt Taschen­ buchverlag, Hamburg, 1970, p. 12. 2 El colegio poseía una escuela elemental donde ahora enseña­ ba Herder. 2 Werke, ed. Nadler, II, p. 292. 4 Über die neuere deutsche Literatur, Fragmente. 5 Kritische Wälder. 6 P. 19 de esta edición. 7 P. 7 de la presente edición. 8 P. 17. 9 Journal meiner Reise im Jahr 1769. 10 Carta de Herder a su editor, Hartknoch, de octubre de 1769. 11 P. 121. 42 Herder había polemizado con Klotz en la segunda y tercera silva, pero siempre bajo el anonimato. Su negativa a reconocer públi­ camente la paternidad de las Silvas llegó tan lejos, que hizo imprimir en el periódico Vossische Zeitung una declaración en la que negaba expresamente ser autor de las Silvas criticas, declaración que asombró a amigos y extraños. i3 P. 109. w Ibid. is P. 116. m P. 90. 17 P. 98. ■i* P. 77. 19 Goethe, op. cit., pp. 404-411 del tomo I X de Goethes Wer­ ke, 14 vols. (más índices), Hamburg, Christian Wagner Verlag, 1952-64. 20 Abhandlung über den Ursprung der Sprache. 21 Herder, Ensayo sobre el origen del lenguaje, p. 158 de esta edición. 22 Herder, Ensayo sobre el origen del lenguaje, p. 198 de esta edición. 23 Ibid., p. 149. 24 Alteste Urkunde des Menschengeschlechts. 23 P. 256. 24 P. 257. 27 P. 266. 28 P. 267.

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NOTAS

29 Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der M en­ schheit. 30 «Lo que llamas despotismo, en su germen más tierno era sólo autoridad paterna para regir la familia y la tienda. Mira cuántas cosas hizo de las que tú ahora, con toda tu fría filosofía del siglo, tendrías que prescindir. Mira cómo, si bien no demostró qué era lo recto y bueno, o parecía al menos tal, lo fijó en formas eternas, con un briHo de divinidad y de amor paterno, con una dulce envoltura de costumbre primitiva, con todo lo vivo de las ideas infantiles de su mundo, con todo el gozo primero de la humanidad, transformándolo por hechizo en un recuerdo que no tiene igual en el mundo.» Otra filosofía de la historia, pp. 279-80 de esta edición. 31 Otra filosofía de la historia, p. 303 de esta edición. 32 Ibid., p. 304. 33 Ibid., p. 320. 34 Kant era, sin embargo, muy consciente de las dificultades de la empresa. Escribe a este respecto: «Se interpretaría mal mi propósi­ to si se creyera que pretendo rechazar la elaboración de una ciencia histórica (Historie) propiamente dicha, es decir, empíricamente con­ cebida, cuando propongo la mencionada idea de una historia universal que, en cierto modo, tiene un hilo conductor a priori. Sólo constituye el pensamiento de lo que una cabeza filosófica (que, por lo demás, tendría que ser muy versada en cuestiones históricas) podría intentar siguiendo otros puntos de vista» (Filosofía de la historia, Buenos Aires, Ed. Nova, p. 54). 35 Pp. 313 y 314-15. 36 P. 313. 37 P. 328. 38 P. 326. 39 Briefe zur Beförderung der Humanität, Berlín y Weimar, Aufbau Verlag, 1971 (2 vols.), vol. 2, pp. 350-51. Esta edición de Cartas para el fomento de la humanidad, cuyo texto correspondiente se haHa en los tomos 17 y 18 de la de Suphan, es más completa y, sobre todo, más elaborada (índices y notas) que esta última. 40 En el prólogo de la Metacrítica escribe Herder: « ... se trata de un libro, no de un autor. Menos todavía, de las dotes e intencio­ nes de un autor. El debate versa, por el contrario, sobre el contenido y los efectos del libro. Quien tergiversa estos conceptos y convierte al autor en libro y éste en autor nada sabe ni de razón pura ni de crítica y metacrítica» (Sämmtliche Werke, ed. Suphan, t. 22, p. 8). 41 Metacrítica, p. 387 de esta edición. 42 Johann Gottfried Herder's Sprachphilosophie, Hamburg, FeHx Meiner Verlag, 31975, 248 pp. 43 Journal meiner Reise im Jahr 1769, Stuttgart, «Historisch­ kritische Ausgabe», Philip Reclam Jun., 1976. 44 Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der M en­ schheit, Frankfurt a/M ., Suhrkamp Verlag, 1967, con alguna leve modificación respecto del texto de Suphan.

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Nace en Mohrungen (Prusia Oriental) el 25 de agosto. Es el tercer hijo del matrimonio formado por el sacristán y portero Johann Herder y Anna Elisabeth Pelz. Ingresa en la Universidad de Königsberg como estudiante de teología. Trabaja como maestro auxiliar en el Collegium Fridericianum. Asiste a las clases de Kant. Es llamado por la escuela catedralicia de Riga. Über die neuere deutsche Literatur. Fragmente (Sobre la lite­ ratura alemana reciente. Fragmentos). Über Thomas Abbts Schriften (Sobre los escritos de Thomas Abbt). Kritische Wälder (Silvas críticas). Viaje a Francia. Reisejournal (Diario). Viaje a Holanda. Visita a Lessing. Educador del príncipe von Holstein-Gottorp en Eutin. Conoce en Darmstadt a su futura mujer, Caroline Flachsland. Es operado, sin éxito, en Estrasburgo, donde Goe­ the entra en contacto con él. Abhandlung über den Ursprung der Sprache (Ensayo sobre el origen del lenguaje). Se casa con Caroline Flachsland. Briefwechsel über Ossian (Car­ tas sobre Ossian). Shakespeare. Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Men­ schheit (Otra filosofía de la historia). Älteste Urkunde des Menschengeschlechts (El más antiguo documento de la especie humana, t. I). Nace su primer hijo, Gottfried. Ursachen des gesunkenen Geschmacks bei den verschiedenen Völkern, da er geblühet (Causas de la decadencia del gusto en los pueblos en que ha florecido). Erläuterungen zum Neuen Testament (Exposiciones en torno al Nuevo Testamento). Älteste Urkunde des Menschengeschlechts (El más antiguo do­ cumento de la especie humana, t. II). Superintendente general en Weimar gracias a la mediación de Goethe. Nace su segundo hijo, August. Von der Ähnlichkeit der mittlern englischen und deutschen Kunst (Sobre la semejanza entre el arte medio inglés y alemán). Plastik (Plástica). Vom Erkennen und Empfinden der men­ schlichen Seele (Sobre el conocer y sentir del alma humana).

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Volkslieder (Canciones populares, 1* parte). Nace su tercer hijo, Wilhelm. Über den Einfluss der schönen in die höheren Wissenschaften (Sobre el influjo de las bellas artes en las ciencias superiores). Volkslieder (Canciones populares, 2.a parte). Nace su cuarto hijo, Adalbert. Tensión con Goethe. Vom Einfluss der Regierungen auf die Wissenschaften und der Wissenschaften auf die Regierung (Del influjo de los gobiernos sobre las ciencias y de las ciencias sobre el gobierno). Briefe das Studium der Theologie betreffend (Cartas en torno al es­ tudio de la teología, 1.a y 2.a parte). Briefe das Studium der Theologie betreffend (Cartas en torno al estudio de la teología, 3.a y 4.a parte). Von Geist der ebräischen Poesie (Sobre el espíritu de la poe­ sía hebrea, 1.“ parte). Von Geist der ebräischen Poesie (Sobre el espíritu de la poe­ sía hebrea, 2.a parte). Reaproximación a Goethe. Nace su quin­ to hijo, Emil. Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, 1.a y 2.a par­ te). Zerstreute Blätter, 1. Sammlung (Hojas dispersas, I a reco­ pilación). Zerstreute Blätter, 2. Sammlung (Hojas dispersas, 2.a recopi­ lación). Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, 3.a parte). Zerstreute Blätter, 3. Sammlung (Hojas cflspersas, 3.a recopila­ ción). Nace su sexto hijo, Alfred. Viaje a Italia. Muere Hamann. Nace su séptimo hijo, Rinaldo. Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, 4.a parte). Zerstreute Blätter, 4. Sammlung (Hojas dispersas, 4.a recopila­ ción). Visita a F. H. Jacobi. Zerstreute Blätter, 5. Sammlung (Hojas dispersas, 5.a recopila­ ción). Briefe zur Beförderung der Humanität, 1. und 2. Sam­ mlung (Cartas para el fomento de la humanidad, 1.a y 2.a re­ copilación). Briefe zur Beförderung der Humanität, 3. und 4. Sammlung (Cartas para el fomento de la humanidad, 3.a y 4.a recopila­ ción). Briefe zur Beförderung der Humanität, 5. und 6. Sammlung (Cartas para el fomento de la humanidad, 5.a y 6.a recopilación). Terpsichore (1.a y 2.a parte). Briefe sur Beförderung der Humanität, 7. und 8. Sammlung (Cartas para el fomento de la humanidad, 7.a y 8.a recopila­ ción). Terpsichore (3.a parte). Briefe zur Beförderung der Humanität, 9. und 10. Sammlung (Cartas para el fomento de la humanidad, 9.a y 10.a recopila­ ción). Zerstreute Blätter, 6. Sammlung (Hojas dispersas, 6.a re­ copilación).

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Metakritik (Metacritica). Kalligone (Caligona). Adrastea (1* y 2.a parte). D er Cid (El Cid). Adrastea (3.“ y 4.a parte). Adrastea (5.a y 6.a parte). Muere el 18 de diciembre.

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BIBLIO G RAFIA 1.

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PRIMERA SILVA

1 L Laocoonte 1 del Sr. Lessing2, obra auspiciada por las tres Gracias entre las ciencias humanas, la musa de la filosofía, de la poesía y de las bellas artes, ha constituido para mí, entre toda la actual bazofia crítica alemana, uno de los agradables fenómenos que Demócrito3 pidió a los dioses como dicha de su vida4. Podría igualmente compa­ rarla con la escultura que le da nombre, si no fuera precisa­ mente porque lo que menos quiere este Laocoonte es asumir el aspecto de lo perfecto, del ¿TOvqcrE literario. Quédese, pues, este lenguaje de las comparaciones para nuestros culti­ vadores de la estilística. Yo prefiero considerar el Laocoonte como una colección de materiales, como un conjunto de compendios, e incluso como tal merece harta consideración. Un rebaño de criaturillas, los críticos de arte de nuestro tiempo, parecen haber sido desterrados ahora por Apolo Esmínteo5 a nuestra querida patria para devastar tam­ bién las escasas praderas con abundancia de flores y frutos que aquí y allá han quedado como tierras del genio. Por lo general, esos enviados de Apolo no han sabido elogiar a Laocoonte más que a costa de Winckelmann6, pues ¿qué elogio sale más fácilmente de los labios de los grandes per­ sonajes que el hecho a costa de un tercero? Se dice que Lessing mostró a Winckelmann tantas faltas imperdonables, que le enseñó a filosofar, que le señaló los límites y la esen­ cia del arte y que, sobre todo, descubrió que el conocimiento de los antiguos tiene, en sus escritos, una base vacilante. ¿No sería mucho eso? A un Winckelmann, que se ha forma­ do tan por entero según los antiguos, que vive en Grecia,

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cuyo conocimiento de los antiguos produce admiración, para el que Homero7, según escribe él mismo, ha sido la devota plegaria de todas las mañanas, ¿mostrar a ese hombre que no ha leído a Homero, que no conoce a los griegos? ¿Por qué? ¡Porque Lessing los conoce, porque Lessing ha leído a Homero! Más deplorable es oír que Winckelmann no es filósofo al estilo de Lessing, sino que prefiere la academia de los viejos sabios griegos y, sobre todo, viaja al sagrado Iliso8. Y lo peor es, desde luego, enseñar a Winckelmann la esencia del arte. ¡Oh, desdichados jueces que, sordos y estúpidos, como Claudio, no juzgan sobre los más grandes escritores de nuestro tiempo sino en sueño, sino como sobre alumnos a los que hay que examinar acerca de lo que saben, acerca de lo que indican y no indican, y en especial, acerca de lo que les falta frente a éste y aquél! * También Lessing, como es justo y correcto, ha te­ nido que ser objeto de reproche por parte de los ilustrados críticos de arte, quienes muestran así ante el público S u agu­ deza. Si para uno era el mayor anticuario de nuestra época, el primer maestro del arte, para otro era, desgraciadamente, una cabeza ingeniosa; para un tercero era un piadoso y crí­ tico cristiano **, un filósofo académico, un esteta de la escuela de Baumgarten n, un esteta que, según el lenguaje de nuestros nuevos críticos, quería enfréntame a los sabios de todos los tiempos con unas onzas de filosofía baumgartiana. ¡Sí, con los oídos tapados, a través de esos coros de ranas croando, como Ulises a través del canto de las sirenas! Para mí, el Laocoonte posee por sí solo suficiente belleza como para no necesitar obtenerla mediante la compa* De estos graves juicios sobre Winckelmann, citaré sólo uno: Klotz, Acta litter., vol. II I, p. 319, donde se lee, con ocasión del Laocoonte: «Reddiderunt forte virum doctum nimiae laudes securiorem, quibus prima illius opuscula, multo meliora eo, quod de allegoria compilauit, extulerunt quídam, quibus si me quoque accensueris, nec miror, nec indignor. Vtinam ne exemplo Winkelmannus suo aliquando doceat, saepe nocere auctorum famae et ingeniis praeconum et amicorum voces, plausus et laudes, minuete diligentiam, addere fastum et fiduciam9!» Si no dice esto por propia experiencia, no sé si los diferentes juicios que el Sr. Klotz ha proferido sobre Winckelmann y las correcciones que ha tenido a bien endosarle, le autorizan a dic­ tar un juicio tan decisivo sobre Winckelmann, sin prueba ninguna. ** También aquí citaré un solo testigo: Huch sobre la sáti­ ra de Arquíloco l0; podría aportar otros para todos los aspectos mencio­ nados si valiera la pena hacerlo.

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ración con otra cosa. Lo que antes o después del mismo tenga Lessing contra Winckelmann, o bien no son más que parerga12, que serán considerados por ambos como tales, o bien no afecta al menos al objetivo principal de Winckel­ mann, el arte. Así, pues, Laocoonte, como tratado sobre los límites de la poesía y la pintura, posee valor y exquisitez. Ahora bien, el considerarlo como escrito polémico, como examen de toda la obra de Winckelmann, es, a mi entender, el punto de vista más erróneo. Además, el genio de Lessing y el de Winckelmann son demasiado diferentes como para conseguir yo ahora confrontar el uno con el otro. En el Laocoonte escribe y habla Lessing del modo más logrado cuando es el crítico quien lo hace; como juez del gusto poético, cuando es el poeta. Como sufre el Filoctetes 13 de Sófocles14 y lloran los héroes de Homero, y el Laocoonte de Virgilio 15 abre la boca y los dolores corpo­ rales pueden llorar en el teatro; como pintan a Laocoonte Virgilio16, Petronio 17 y Sadoleto 18, y el poeta al artista y el artista al poeta, y el artista puede imitar al poeta ... ¿quién habla en todos estos casos sino el crítico del poeta? Este crítico es el que da al Filoctetes de Chateaubrun 19 una bofe­ tada que pone en evidencia las faltas de Spence20 y Caylus21, el que clasifica los versos poéticos de Homero, el que distin­ gue la belleza poética de la pintoresca, siempre el crítico del poeta: tal es su ocupación. Hablar contra el gusto poético equivocado, determinar las fronteras de dos artes distintas para que la una no se anticipe a la otra, le invada el terre­ no, o se le aproxime demasiado: tal es su sentido. Lo íntimo del arte que así descubre lo adopta, claro está. Pero más todavía Lessing, el crítico poeta, que se siente él mismo poeta. Winckelmann, en cambio, maestro del arte griego, incluso en su historia del arte se cuida más de suministrar una metafísica histórica de lo bello de los antiguos, espe­ cialmente de los griegos, que una historia propiamente dicha, y menos todavía, una crítica del gusto. El gusto equivocado de otras épocas y de otros pueblos jamás han sido objeto principal suyo; solamente lo corrige cuando se le pone a la vista ante los antiguos; de lo contrario, cuán a menudo ha­ bría tenido que corregir su exquisita idea griega y fatigar su mano con golpes secundarios. No escribe, pues, como crí­ tico del gusto artístico; tanto más alejado del crítico de poe-

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sía. Ha leído a los poetas como artista; como profesor de arte, los necesita, y no habría podido escribir así de haberlos leído de otro modo, y no como artista. El, a quien, como a aquel artista griego22, se había manifestado la belleza mis­ ma (pero la belleza artística), embrujado por ello, buscó su figura con el fuego grabado en su espíritu, ardiendo en sus ojos y emocionándose en su corazón: buscaba en todas par­ tes esta forma de la belleza artística, esta imagen del amor; quería verlas incluso en su mero reflejo; las adivinaba, como el Amynt de Kleist23 a su amada Lalage, incluso en sus pasos, incluso en la imagen del agua, en el hálito del céfiro, que podía venir, cómo no, de otra Lalage (la amada del poe­ ta). Así, pues, con el sentimiento de esa belleza plástica, no poética, su actitud era igual ante el Laocoonte de Virgilio y ante el de Polidoro24, y así es como debe ser leído. En efec­ to, el ser capaz de ver sólo una cosa, la que sea y de la forma que sea, constituye una limitación de la naturaleza humana. Tal limitación era en Winckelmann el arte. ¿Voy a negarle, pues, conocimiento de los antiguos por no haber leído a Ho­ mero como poeta, sino como artista; por no haberlo leído, consiguientemente, en virtud de la esencia poética de su musa, a diferencia de Lessing? ¿Tengo acaso, para explicar su arte, que computar como delito principal suyo esa mirada de soslayo que él dirige a la poesía, aun en el caso de que tal mirada no acierte tampoco con lo íntimo del arte poético? ¿Tengo que considerar a Winckelmann un ingenio especu­ lativo por el hecho de que él lo extrae todo del fondo del alma, y aun en el caso de que en sus amenas conclusiones hubiese ido demasiado lejos, debo tenerlo por una cabeza adivinadora? ¿Por qué no podemos tomar a dos pensadores tan originales, Winckelmann y Lessing, como es cada uno de ellos? Incluso en su forma de escribir poseen ambos una Gracia griega amiga, sólo que no es la misma para ambos. El estilo de Winckelmann es como una obra de arte de los antiguos. Cada pensamiento, elaborado en todos sus aspectos, se destaca y está ahí, noble, sencillo, elevado, com­ pleto: existe. Puede haber nacido donde o como sea, con es­ fuerzo o por sí mismo, en un griego o en Winckelmann; basta que, gracias a éste, como una Minerva salida de la cabeza de Júpiter, esté ahí y exista. Por eso, al igual que en la orilla de un mar de pensamientos desde cuya altura la mirada se pierde en las nubes, así me hallo ante sus escritos

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y observo el panorama. En un campo lleno de guerreros re­ clutados a lo largo y a lo ancho, se mirará primero, prolon­ gadamente, sobre el conjunto, pero, finalmente, cuando desde esa distancia la mirada vuelva atrás más elevada, se fijará en cada uno de los guerreros y preguntará de dónde viene y considerará quién es, pudiéndose enterar entonces de muchas biografías de héroes. La forma de escribir de Lessing es el estilo de un poeta, es decir, no de un escritor que ha llevado a cabo una obra, sino que la está realizando, no que pretende haber pensado, sino que piensa delante de nosotros; vemos su obra haciéndose, como la señal de Aquiles en Homero. Parece ponernos ante los ojos el motivo de cada reflexión, dividirla en partes, recomponerla. Después salta el resorte, corre la rueda, un pensamiento, una conclusión suministra la otra, la consecuencia se aproxima, ahí está el resultado de la con­ sideración. Cada sección, una idea acabada, el TETUANTAS más cosas revelan las investigaciones sobre la > historia de los pueblos más antiguos, sobre sus migra­ ciones, su lengua, sus costumbres, inventos y tradiciones *, tanto más aumenta con cada nuevo descubrimiento la vero­ similitud de que toda la especie tenga un mismo origen. Nos acercamos progresivamente al clima feliz en el que una pa­ reja humana, bajo la más suave influencia de la providencia creadora y asistida por las más favorables circunstancias en derredor suyo, urdió el hilo que después se extendió tan con­ fusamente a lo largo y a lo ancho del mundo; nos acercamos, pues, al punto en el que todos los primeros azares pueden considerarse como disposiciones de una maternal providencia para desarrollar los dos tiernos gérmenes de la especie entera con toda la selección y previsión que siempre tenemos que suponer en el creador de una especie tan noble y en su vi­ sión, que abarca siglos y eternidad. Naturalmente, esos primeros desarrollos fueron tan simples, tiernos y maravillosos, como los que vemos en todas las creaciones de la naturaleza. La semilla cae en la tierra y muere: el embrión se forma ocultamente, como apenas lo aceptarían los cristales del filósofo a priori, y aparece com­ pletamente formado. La historia del primer desarrollo de la especie humana, tal como lo describe el libro más anti­ guo, puede parecer tan breve y apócrifa, que no nos atreve­ mos a presentarnos con ella ante el espíritu filosófico de nues­ tro siglo; lo maravilloso y oculto es lo más odiado por este espíritu. Precisamente por ello es verdadera dicha historia. Una sola observación, por tanto: ¿no parece hacer falta, in-

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a Asia.

Las investigaciones históricas y los viajes más recientes

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cluso a los ojos de topo de este siglo ilustrado, una vida más larga, una naturaleza activa más tranquila y coherente, en una palabra, una época heroica de los tiempos patriarcales, para imprimir para siempre en los padres de toda la posteri­ dad las primeras formas de la especie humana, cualesquiera que fuesen? Ahora no hacemos más que ir de paso por el mundo; sombras sobre la tierra. Todo lo bueno y lo malo que traemos (y traemos poco porque lo recibimos todo cuan­ do llegamos aquí) estamos destinados, de ordinario, a llevár­ noslo de nuevo: nuestros años, nuestro historial, nuestros modelos, nuestras empresas, nuestras impresiones, el conjun­ to de nuestra obra en la tierra, se reducen al sueño inconsis­ tente de una vigilia, ¡palabrería! Tú les haces ir . . . 1 Si tenemos en cuenta la provisión de fuerzas y habilidades que encontramos desarrolladas de antemano; la rápida circulación de nuestros humores y emociones; las épocas de nuestra vida y los planes ideados, cada uno de los cuales se apresura a perseguir y destruir al otro, como las burbujas de agua; la relación — tan a menudo discorde— entre fuerza y reflexión, entre capacidad y sagacidad, entre disposición y buen cora­ zón, elementos que siempre caracterizan un siglo de decaden­ cia; si tenemos en cuenta que en todo esto se revelan el pro­ pósito y la ponderada sabiduría capaces de moderar y dar firmeza a la gran masa de energías infantiles por medio de una vida corta y carente de fuerza, ¿no era igualmente nece­ saria aquella primera vida tranquila, aquella eterna vida ve­ getal y patriarcal, como único medio de que las primeras in­ clinaciones, costumbres e instituciones echaran raíces firmes? ¿Cuáles eran esas inclinaciones? ¿Cuáles iban a ser? Las más naturales, las más fuertes, las más sencillas, el fun­ damento eterno de la educación humana a través de los siglos: sabiduría, en lugar de ciencia; temor de Dios, en lugar de sabiduría; amor a los padres, amor entre los esposos, amor a los hijóis, en lugar de cortesías y desenfreno moral; orden en la vida, dominio y gobierno divino en la casa, modelo de todo orden y organización social: en todo esto el más sencillo gozo humano, pero, a la vez, el más profundo. ¿Cómo podría todo ello, no diré formarse, sino simplemente prefigurarse, desarrollarse, a no ser mediante aquel poder sereno y eterno del modelo y de una serie de modelos que impusieran el do­ minio en torno suyo? A juzgar por nuestras actuales formas de vida, todo invento se habría perdido cien veces, se habría

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esfumado y evadido como una ilusión. ¿Qué menor de edad iba a adoptarlos, qué persona iba a obligarle a que lo hiciera, cuando ella misma se había vuelto menor demasiado pronto? Los primeros lazos de la humanidad se deshicieron, pues, en el origen; o mejor, ¿cómo hubiesen podido convertirse esos hilos tan finos y cortos entonces en los fuertes lazos a falta de los cuales la especie humana sigue disolviéndose todavía hoy, después de milenios de formación, y ello tan sólo por debilitarlos? No, con trémulo gozo estoy allí, ante el sagrado cedro de un padre del mundo. En derredor suyo se levantan ya centenares de jóvenes árboles en flor, bello bosque de la posteridad, de la inmortalización. Pero he ahí que el viejo cedro sigue floreciendo; sus raíces se extienden en un amplio radio, y sostiene el joven bosque entero con la savia y la fuer­ za que extrae de su raíz. ¿De dónde ha tomado el patriarca sus conocimientos, sus inclinaciones y costumbres, qué son éstas y cuál es su escaso número? Sea de ello lo que sea, alrededor suyo se ha formado y afirmado un mundo y una posteridad conforme a tales inclinaciones y costumbres por la sola visión serena, poderosa y eterna, de su ejemplo divino. ¡Dos milenios eran sólo dos generaciones! Sin embargo, aun prescindiendo de ese heroico comienzo de la formación de la especie humana, ¿qué circunstancias pueden idearse, a la vista de las ruinas de la historia universal y del fugaz razonamiento volteriano sobre la misma, para atraer, formar y afirmar las primeras inclinaciones del corazón humano, a no ser las que encon­ tramos efectivamente aplicadas en las más remotas tradicio­ nes de nuestra historia? La vida pastoril en el más bello clima del mundo, donde la naturaleza satisface espontáneamente las necesidades del hombre; la vida a la vez serena y nómada de la paternal tienda patriarcal, con todo lo que ella ofrece y lo que sustrae a la vista; el conjunto de necesidades de entonces, de ocupaciones y diversiones, además de todo lo que, según la fábula o la historia, intervenía para dirigir esas ocupaciones y diversiones, piénsese todo eso en 'su luz natu­ ral y viva: ¡qué selecto jardín divino para la educación de las primeras y tiernas plantas humanas! Mira ese hombre lleno de fuerza y de sentimiento de Dios, pero que siente de forma tan íntima y serena cómo sube la savia en el árbol, cómo el instinto, que distribuido de mil maneras distintas entre las criaturas, actúa en cada una de ellas con toda la

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fuerza de que es capaz ese impulso natural, sereno y sano, concentrado en ellas. El mundo entero, lleno de bendición, en derredor suyo; una grande y valerosa familia del padre de todos; este mundo en su panorama diario; a él se halla liga­ do por necesidad y placer; ante él se esfuerza con su traba­ jo, su previsión y su benévola protección. Bajo este cielo, en este elemento de fuerza vital, ¡qué forma de pensar, qué corazón tenía que formarse! Grande y alegre como la natu­ raleza; sereno y valiente como ella en todo su proceder; vida larga, gozo espontáneo, exento de cualquier análisis, división de la jornada en virtud del reposo y la fatiga, aprendizaje y retención de lo aprendido: he ahí lo que era el patriarca por sí solo. ¿Por sí solo? ¿Dónde era más íntima la bendi­ ción divina a través de la naturaleza entera que en la imagen de la humanidad, tal como esa imagen se siente y se desarro­ lla: en la mujer, creada para él; en el hijo, hecho a imagen suya; en la especie divina que llenaría el contorno de la tierra después de él? La bendición de Dios era su bendición, como eran suyos aquellos a quienes regía, aquellos a quienes educaba; suyos eran los hijos y los hijos de los hijos hasta la tercera y la cuarta generación, todos los cuales eran diri­ gidos por él religiosa, recta, ordenada y felizmente. Tal vez era el ideal, sin coerciones, de un mundo patriarcal hacia el que toda la naturaleza empujaba; fuera de él no era posible pensar un objetivo en la vida, un momento de bienestar o de aplicación de energía. ¡Dios, qué estado para formar la naturaleza en las inclinaciones más simples, sencillas, nece­ sarias y agradables! Ser humano, hombre, mujer, padre, ma­ dre, hijo, heredero, sacerdote de Dios, regente y padre de familia, tenía que formarse para todos los milenios. Eterna­ mente, aparte del reino milenario y de las fantasías poéticas, eternamente será el país de los patriarcas y la tienda patriar­ cal la época dorada de la humanidad en su niñez. A este mundo de inclinaciones corresponden incluso circunstancias que nosotros, engañados por nuestra época, so­ lemos imaginar excesivamente extrañas y terribles, cosa que podría mostrar una inducción tras otra. Hemos aislado un despotismo oriental partiendo de los fenómenos más exage­ rados y violentos que se manifiestan en unos imperios en decadencia las más de las veces, en unos imperios que no hacen con su despotismo sino erizarse con el postrer terror de muerte (precisamente así ponen de manifiesto su agonía).

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Desde el punto de vista de nuestro pensamiento (y quizá sen­ timiento) europeo, nada más terrible puede mentarse que el despotismo. Por ello produce consuelo apartarlo de sí y lle­ varlo a lugares donde no era seguramente la cosa terrible que imaginamos desde nuestra situación *. Es posible que en la época patriarcal sólo reinara el prestigio, el arquetipo, la autoridad y que, por ello mismo, fuese el miedo, según la sarta lingüística de nuestra política, el resorte de ese régi­ men. No te dejes confundir por la palabra del filósofo espe­ cialista **; mira antes de qué prestigio y de qué miedo se trata. ¿No hay en la vida humana una edad en la que no aprendemos nada mediante la seca y fría razón y en la que aprendemos todo por inclinación, por formación, de acuerdo con la autoridad, en la que no tenemos oídos ni sentido ni alma para la especulación y el razonamiento acer­ ca del bien, la verdad, la belleza, una época en que lo tene­ mos todo, en cambio, para los llamados prejuicios e impre­ siones de la educación? Pero mira qué fuertes, profundos, útiles y eternos son esos llamados prejuicios, entendidos sin Barbara, Celarent, sin ir acompañados de pruebas de derecho natural. Son los pilares de todo cuanto deberá ser construido más adelante, o más bien el germen de todo lo que viene después de forma más débil, por muy glorioso que sea el nombre que lleve (todo el mundo razona de acuerdo con sus sensaciones); son, pues, los rasgos más fuertes, los que duran eternamente, los que son casi obra de Dios, los que nos hacen dichosos o desgraciados, los que nos dejan abandonados de todo si nos abandonan ellos. Mira, lo que es indispensable en la niñez de cada hombre en particular no lo es menos, con seguridad, en la infancia de la especie humana entera. Lo que llamas despotismo, en su germen más tierno era sólo autori­ dad paterna para regir la familia y la tienda. Mira cuántas cosas hizo de las que tú ahora, con toda su fría filosofía del siglo, tendrías que prescindir. Mira cómo, si bien no demos­ tró qué era lo recto y bueno, o parecía al menos tal, lo fijó en formas eternas, con un brillo de divinidad y de amor pa­ terno, con una dulce envoltura de costumbre primitiva, con * Boulanger, D u despotisme oriental; Voltaire, Philosophie de l’histoire, D e la tolérame, etc.; Helvetius, De l’esprit, discours III, etcétera. ** La masa de seguidores de Montesquieu y el imitatorum servum pecus.

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todo lo vivo de las ideas infantiles de su mundo, con todo el gozo primero de la humanidad, transformándolo por he­ chizo en un recuerdo que no tiene igual en el mundo. ¡Qué necesario era, qué bueno y útil para toda la humanidad! Así se colocaban las primeras piedras, y no podían ponerse de otro modo, no podían ponerse tan fácil y profundamente. Ahí están. Siglos enteros han edificado sobre ellas; las tormentas históricas las han inundado con desiertos de arena, como el pie de las Pirámides, pero no han sido capaces de conmo­ verlas. Ahí siguen todavía, y es una suerte, pues todo se apo­ ya en ellas. Oriente, con razón has sido elegido tierra de Dios. La fina sensibilidad de esas regiones, con su imaginación ágil y voladora, que tanto gusta de vestirlo todo con ropaje divi­ no; el respeto ante todo aquello que significa poder, presti­ gio, sabiduría, fuerza, huella de Dios y, a la vez, una sumi­ sión infantil que en ellos se une al sentido de respeto de forma incomprensible para nosotros, los europeos; el estado de indefensión, la diseminación y amor a la paz, semejante a la vida que los pastores quieren vivir dulcemente, sin es­ forzarse, en una llanura de Dios; todo ello ha servido de instrumento, claro está, al posterior despotismo de los con­ quistadores, hasta el punto de que el despotismo será tal vez eterno en Oriente y que ninguno ha sido hasta ahora derri­ bado por fuerzas extranjeras. Al no hallar resistencia, al haberse extendido enormemente, tenía que caer por sí mismo, por su propio peso. De todos modos, ese despotismo ha dado lugar también a menudo a los efectos más horribles y, como dirá el filósofo, el más horrible de todos es que un oriental, en cuanto tal, apenas puede tener idea apropiada de una mejor constitución humana. Pero dejando todo esto para más tarde y aceptándolo: ¿no era precisamente el orien­ tal, con su tierno sentido infantil, el más feliz y dócil apren­ diz bajo el dulce gobierno paternal del comienzo? Todo sabía a leche materna y vino paterno. Todo se conservaba en el corazón infantil, y allí recibía el sello de la autoridad divina. El espíritu humano adquirió las primeras formas de sabiduría y de virtud con una simplicidad, una fuerza y una grandeza que — para decirlo sin rodeos— ahora, en nuestro filosófico y frío mundo europeo, no tienen equivalente ninguno, abso­ lutamente ninguno. Si las tomamos a burla y las negamos es precisamente porque somos tan incapaces de comprenderlas,

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de sentirlas, y no digamos de gustarlas; he ahí la mejor prueba. La religión formaba indudablemente parte de todo ello, o mejor, era «el elemento en el que todo vivía». Aun dejando a un lado toda impresión divina en la creación y primer cuidado de la especie humana (el cuidado de los pa­ dres es tan necesario al todo como lo es a cada niño indivi­ dualmente después de nacer); aun dejando a un lado que el anciano, el padre, el rey, representaban a Dios con tanta naturalidad, al igual que la obediencia a la voluntad paterna, el apego a las viejas costumbres y la respetuosa sumisión a la señal del superior, el cual conservaba el recuerdo de los viejos tiempos *, iban unidos a una especie de sentimiento infantil de religiosidad; aun dejando a un lado todo esto, ¿era necesario, como lo pensamos con tanta seguridad desde el espíritu y el corazón de nuestra época **, que fuesen im­ postores y malvados los que impusieron tales ideas, los que las inventaron astutamente e hicieron de ellas un uso furiosa­ mente abusivo? Es posible que, como elemento de nuestras acciones, ese sentimiento religioso sea, tanto interna como externamente, vergonzoso y nocivo en grado sumo para nues­ tra época erudita, para nuestra incrédula constitución. (Des­ graciadamente, creo que con tal sentimiento ocurre algo más todavía, que es imposible.) Seguro que, si apareciesen ahora, los mensajeros de Dios serían impostores y personas malin­ tencionadas. ¿No ves que el espíritu del tiempo, del país, de la etapa de la especie humana, era completamente distin­ to? En todos los países, la más antigua filosofía y forma de gobierno ha tenido que ser originariamente teología, y ello de forma tan natural. El hombre se asombra de todo antes de verlo; sólo a través de la admiración llega a la idea clara de lo verdadero y de lo bello; sólo mediante sumisión y obedien­ cia alcanza la primera posesión del bien; lo mismo ocurre seguramente con la especie humana. ¿Has enseñado acaso la lengua a un niño partiendo de la gramática filosófica? ¿Le has enseñado a andar partiendo de la más abstracta teoría del movimiento? ¿Ha sido necesario hacerle entender el más fácil o el más difícil deber presentándole una demostración de la doctrina moral? ¿Acaso es permisible tal procedimien* **

Montesquieu, Esprit des lois, I, 24, 25. Voltaire, Phil, de l'bist.; Helvetius, Boulanger, etc.

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to, acaso es posible? Afortunadamente, no es ni lo uno ni lo otro. Esa tierna naturaleza ignorante y, por ello, deseosa de todo; crédula y, por eso, capaz de toda impresión; llena de compasión y, por tal razón, con tendencia a ser llevada a todo lo bueno; comprendiéndolo todo con imaginación, asombro y admiración, pero, precisamente por ello, apro­ piándose de todo de forma tanto más firme y admirable. «En su tierno corazón fe, amor y esperanza.» ¿Criticarás aca­ so la creación de Dios? ¿O es que no ves en cada uno de los llamados defectos tuyos el vehículo, el único vehículo, de todo bien? ¡Qué insensato querer grabar en esa ignoran­ cia y admiración, en esa imaginación y respeto, en ese entu­ siasmo y sentido infantil, las más negras formas diabólicas de tu siglo, la falsedad y la estupidez, la superstición y la esclavitud, las cuales pretenden inventar un ejército de sacer­ dotes satánicos y de tiranos fantasmas que sólo existen en tu alma! ¡Qué necedad mil veces mayor aún sería que preten­ dieras ofrecer generosamente a un niño tu deísmo filosófico, tu virtud y tu honor estéticos, tu amor a los pueblos en general, lleno de tolerante sometimiento, explotación e ilus­ tración, de acuerdo con el elevado gusto de tu época! ¿A un niño? ¡Oh, tú, el peor, el más imprudente de los niños! Así le arrebatarías sus mejores inclinaciones, la dicha y el apoyo básico de su naturaleza. Si tu plan insensato se realizara, harías de ese niño la cosa más insoportable del mundo: un anciano de tres años. Nuestro siglo ha escrito el nombre «filo­ sofía» sobre su frente con agua fuerte que parece manifestar su fuerza en lo profundo de la cabeza. Me he visto, pues, obligado, aunque a disgusto y con repugnancia, a correspon­ der con un vistazo a la ojeada de esta crítica filosófica de los tiempos más antiguos que, como se sabe, abunda ahora en toda filosofía de la historia y en toda historia de la filosofía, sin que me parezca necesario ocuparme de las consecuencias de lo uno ni de lo otro. Ahora, lector, vete y siente la pura naturaleza oriental que tanto tiempo se ha conservado, des­ pués de miles de años; vivifícala desde la historia de los tiempos más antiguos y descubrirás inclinaciones que sólo podían desarrollarse en esa tierra, según esa forma, en orden a los grandes objetivos de la providencia respecto a la especie humana. ¡Qué cuadro, si pudiese ofrecértelo tal como fue!

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La providencia guió el hilo del desarrollo — desde el Eufrates, el Oxus y el Ganges hacia el Nilo y las costas fenicias— . ¡Gran paso! Pocas veces me alejo sin veneración al considerar el antiguo Egipto y lo que ha sido de él en la historia de la es­ pecie humana. Un país en el que una parte de la adolescencia de la humanidad debía desarrollar inclinaciones y conocimien­ tos, al igual que su infancia en Oriente. La metamorfosis se produjo allí tan inadvertidamente como aquí la génesis. Egipto carecía de pastos y de pastoreo; perdió, por tanto, el espíritu patriarcal de la primitiva cabaña. Pero, casi con la misma facilidad, se desarrolló, gracias al limo del Nilo y fecundada por él, la más destacada agricultura. El mundo de las costumbres, inclinaciones y conocimientos pastoriles se transformó así en una región de agricultores. La vida nó­ mada dejó de existir: aparecieron los asentamientos fijos y la propiedad del suelo. Hubo que medir la tierra, determinar la parte correspondiente a cada uno, proteger las posesiones individuales. Era, pues, posible encontrar a cualquiera en su propiedad. Apareció la seguridad del país, la atención judi­ cial, el orden, la administración, todo lo cual no había sido nunca posible en la vida nómada del Oriente: surgía un mun­ do nuevo. Nació una industria que el dichoso y desocupado habitante de las cabañas, el peregrino y extraño en la tie­ rra, no había conocido aún. Se descubrieron artes que éste no necesitaba ni sentía ganas de necesitar. Teniendo en cuen­ ta el espíritu de exactitud y la laboriosidad de los egipcios, tales artes no podían menos de alcanzar un elevado grado de perfección mecánica; el sentido del trabajo riguroso, de la seguridad y el orden, se extendió a todo. Todo el mundo conocía la legislación y estaba obligado a ella en sus necesi­ dades y en sus placeres. Así, pues, los hombres se hallaban también ligados bajo la misma. Las inclinaciones que antes sólo habían sido paternales, infantiles, propias del pastor y del patriarca, se hicieron ahora propias de la sociedad, del pueblo, de la ciudad. El niño había dejado sus pañales; el adolescente estaba sentado en el pupitre de la escuela y apren­ día orden, trabajo y costumbres sociales. Una comparación exacta entre el espíritu oriental y el egipcio debiera poner de manifiesto que la analogía que he tomado de la vida humana no es un juego. Evidentemente, se quitó a todo cuanto ambas edades tenían de común el

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matiz celestial, y fue sustituido por la propiedad de la tierra y la agricultura. Los conocimientos de Egipto no eran ya los oráculos paternales de la divinidad, sino leyes políticas, re­ glas de seguridad; el resto de esos oráculos se pintó en la mesa como simple imagen santa, con el fin de que rio desapa­ reciera y de que el adolescente la tuviese presente, la desarro­ llara y adquiriera sabiduría. Las inclinaciones de Egipto no poseían ya la ternura infantil del Oriente; se debilitó el senti­ do de la familia y fue sustituido por el cuidado de la misma; por la posición social, por el talento artístico, que, al igual que la casa y el campo, se heredaba con dicha posición social. La inactiva tienda donde el hombre dominaba se convirtió en una cabaña de trabajo en la que también la mujer era una persona, donde se establecía ahora el patriarca como artista y se ganaba la vida. El libre prado de Dios, lleno de rebaños, se transformó en un campo lleno de pueblos y ciudades; el niño que bebía leche y miel se convirtió en adolescente re­ compensado con dulces por sus obligaciones. En todo había una nueva virtud que nosotros llamaremos laboriosidad egip­ cia, fidelidad cívica, pero que no constituía un sentimiento oriental. ¡Cómo le repugna todavía al oriental la agricultura, la vida ciudadana, la esclavitud en los talleres! ¡Qué poco ha avanzado en todo ello después de miles de años! Vive como un animal libre sobre el campo. ¡Cuánto odia, en cam­ bio, el egipcio al pastor, cuánto le repugna, él y todo lo que él implica! Exactamente igual que después se elevaría el más refinado griego sobre el paciente egipcio: ello sólo significaba que el adolescente sentía repugnancia ante el niño con paña­ les; el joven odiaba la prisión escolar del adolescente; pero, en su conjunto, los tres se superponían y se sucedían unos a otros. Sin la enseñanza infantil del Oriente, el egipcio no sería el egipcio, como el griego no sería el griego sin la labor educativa de Egipto. Es precisamente ese odio el que mani­ fiesta desarrollo, progreso, escalonamiento. Son asombrosos los fáciles caminos de la providen­ cia. Esta, que atrajo y educó al niño mediante la religión, desarrolló al adolescente sin otros elementos que las necesi­ dades y la amable obligación de la escuela. Egipto carecía de pastos: sus habitantes tuvieron, pues, que aprender la agricultura. ¡Cuánto contribuyó a facilitar este duro apren­ dizaje el fértil Nilo! Egipto carecía de madera: hubo que aprender a construir con piedra. Existen abundantes cante-

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ras, y el Nilo ofrece comodidad para su transporte. ¡Qué altura adquirió el arte! ¡Cuánto contribuyó a desarrollar otras artes! El Nilo producía inundaciones: hacían falta medicio­ nes, derivaciones, diques, canales, ciudades, pueblos. ¡De cuántas formas se estaba ligado a la tierra, pero cuántas crea­ ciones se debieron también a ella! Sobre el mapa, la tierra no es para mí más que una tabla llena de figuras en las que cada uno ha desarrollado un sentido. Si original es este país y sus productos, no menos lo es su especie humana particu­ lar. La mente del hombre ha aprendido mucho de ella, y tal vez ep ningún lugar del mundo este aprendizaje ha sido tan claramente como aquí cultura de la tierra. China sigue siendo todavía su imagen; juzgúese y adivínese a partir de este últi­ mo país. También en este caso es una necedad el destacar una única virtud de Egipto, del tiempo de adolescencia del es­ píritu humano, para juzgarla a la luz de una época diferente. Si, como ya hemos mostrado, los griegos eran capaces de equivocarse tan rotundamente en relación con los egipcios y si los orientales eran capaces de odiarlos, creo que el pri­ mer pensamiento debiera ser considerarlos simplemente en su situación; de lo contrario, se verá, especialmente desde Europa, la caricatura más deformada. La evolución se produ­ jo en Oriente y en la niñez: naturalmente, el vehículo de la formación tuvo que seguir siendo la religión, el temor, la autoridad, el despotismo, pues no se puede razonar con el niño de siete años como puede hacerse con el anciano y el hombre maduro. Naturalmente, desde el punto de vista de nuestro gusto, este vehículo de formación tuvo también que dar lugar a una dura corteza y, a menudo, a las inco­ modidades y enfermedades que llamamos luchas infantiles y guerras cantonales. Puedes desahogar la furia que quieras sobre la superstición y la clerigalla egipcias, como lo ha he­ cho, por ejemplo, ese amable Platón de Europa * que inten­ ta modelarlo todo excesivamente de acuerdo con la historia griega: todo eso sería cierto y estaría bien si el mundo egip­ cio fuese para tu país y para tu época. El vestido del adoles­ cente es, sin lugar a dudas, demasiado pequeño para el gi­ gante, y el mozo que va con su novia siente repugnancia frente a la prisión escolar. Pero he aquí que tu toga es, a su Shaftesbury, Caracteres, tomo II I de Miscelánea.

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vez, demasiado grande para aquel muchacho. ¿No ves, si co­ noces un poco el espíritu egipcio, que tu prudencia cívica, tu deísmo filosófico, tu fácil galanteo, tu circular por todo el mundo, tu tolerancia, tu cortesía o como quiera llamarse todo el resto de cosas parecidas, de nuevo habrían hecho del adolescente un niño anciano? Tenía que estar encerrado; tenía que pasar por cierta privación de conocimientos, de inclinaciones y virtudes, para desarrollar lo que había en él, desarrollo que, en la serie de acontecimientos del mundo, sólo ese país, sólo ese lugar eran capaces de ocasionar. Así, pues, eran desventajas para él, o bien males inevitables, como lo son el cuidar al niño con ideas que le son extrañas, como lo son para el adolescente el andar sin rumbo fijo y la disci­ plina escolar. ¿Por qué quieres apartarlo de su lugar propio, de su edad? ¿Por qué quieres matar al pobre muchacho? ¡Qué gran biblioteca de libros en que unas veces se hace a los egipcios demasiado viejos, extrayendo una impresionante sabiduría de sus jeroglíficos, de sus comienzos artísticos, de su ordenación administrativa *, mientras que otras veces se los rebaja frente a los griegos **, simplemente por ser egip­ cios y no griegos, como han hecho normalmente los amantes de Grecia una vez regresados de su país favorito! ¡Injusti­ cia evidente! El mejor historiador del arte de la antigüedad, Winckelmann, sólo ha juzgado las obras de arte egipcias — ello es manifiesto— a la luz de criterios griegos, con lo cual las ha caracterizado muy bien desde el punto de vista negativo, pero tan insuficientemente en lo que se refiere a su natura­ leza e índole propias, que casi todas las afirmaciones que hace en este capítulo revelan unilateralidad y camuflaje. Lo mismo ocurre con Webb cuando opone la literatura griega a la egipcia; así hacen otros muchos que han escrito acerca de las costumbres y la forma de gobierno de los egipcios, pero con espíritu europeo. Como se suele estudiar a los egipcios desde Grecia y, consiguientemente, con criterios griegos, ¿qué cosa peor puede ocurrir a aquéllos? Mira, grie­ go querido: esas estatuas iban a ser nada menos que modelos (como podrías percibirlo en todo) del arte según tu ideal, * Kirchner, D ’Origni2, Blacwell3, etc. ** Wood, W ebb4, Winckelmann, Newton, Voltaire; este últi­ mo hace unas veces lo primero y otras lo segundo, según el lugar y el momento.

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lleno de atractivo, acción y movimiento, cualidades que o bien eran totalmente ignoradas por el egipcio, o bien le im­ pedían precisamente su objetivo. Esas estatuas pretendían ser momias, recuerdos de padres o de antepasados muertos, con toda la exactitud de sus rasgos fisionómicos, de su esta­ tura, según cien reglas establecidas a las que el niño se hallaba ligado; carecían, naturalmente, de atractivo, de ac­ ción, de movimiento, precisamente por su actitud fúnebre, con las manos y los pies llenos de quietud y muerte; momias eternas de mármol, he ahí lo que querían ser y lo que son; lcf son en el más elevado grado de técnica artística, en el ideal que persiguen. ¡Cómo se diluye entonces la crítica que habías proyectado! Si, por medio de una lente de aumento hicieras del niño un gigante diez veces mayor y proyectaras luz sobre él, no lograrías explicar más cosas en él; toda su actitud infantil ha desaparecido y, sin embargo, es nada me­ nos que un gigante. *

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Los fenicios eran, o llegaron a ser, una formación opuesta a la de los egipcios, por muy emparentados que es­ tuvieran con estos últimos. Los egipcios, al menos en sus últimos tiempos, odiaban el mar, así como a los extranjeros, «con el fin de desarrollar todas las potencialidades y artes del país» sólo desde dentro del mismo. Los fenicios, en cam­ bio, atravesaron montañas y desiertos y se establecieron en la costa para fundar un nuevo mundo sobre el mar. ¿Sobre qué mar? Sobre un estrecho poblado de islas, sobre un golfo que, entre costas, islas y cabos, parecía formado expresa­ mente para facilitar los esfuerzos de una nación hacia la na­ vegación y el refugio de los barcos. ¡Qué célebre eres, archi­ piélago y Mediterráneo, en la historia del espíritu humano! Fue el primer estado comerciante, plenamente basado en el comercio, el primero que extendió de verdad el mundo más allá de Asia, el primero que fundó pueblos y los ligó entre sí. ¡Qué gran paso adelante en el camino de la evolución! Naturalmente, la vida pastoril del Oriente tenía que dejar casi de poder compararse con este naciente estado: el sen­ tido familiar, la religión y el sereno gozo del campo desapa­ recieron; la forma de gobierno dio un importante paso hacia la libertad de la república, de la cual ni los orientales ni los

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egipcios habían tenido aún una idea propia. En una costa comercial, el saber y la voluntad pronto tenían que conver­ tirse de nuevo en aristocracias, por así decirlo, de ciudades, de casas y de familias. ¡Qué cambio implicaba todo ello en la forma de la sociedad humana! Al desaparecer, pues, el odio a los extranjeros y la reserva frente a otros pueblos, se puso de manifiesto, a pesar de que los fenicios no visitaban otras naciones por razones filantrópicas, una especie de amor a los pueblos, de conocimiento de éstos, de derecho de gentes, de lo cual nada podía saber, naturalmente, una raza encerrada en sí misma o un pueblecito de Colchis. El mundo se hizo más ancho; las diferentes variedades humanas se ligaron más estrechamente. Con el comercio se desarrollaron multitud de artes, especialmente una propensión artística hacia lo venta­ joso, la comodidad, la abundancia y la magnificencia. De re­ pente, la laboriosidad humana de la pesada industria de las pirámides y de la agricultura descendió y se convirtió en un «lindo juego de pequeñas ocupaciones». En lugar de aquellos inútiles obeliscos de una sola pieza, la arquitectura se volcó hacia los fraccionados barcos, constituidos por partes que eran todas útiles. La muda pirámide inmóvil se transformó en el mástil navegante y hablante. Tras la escultura y la industria egipcias vertidas hacia lo grande y colosal, se ju­ gaba ahora ventajosamente con vidrio, con metales dibujados, con púrpura, con telas, con instrumentos del Líbano, con joyas, vasos, decoración. El juego ponía las mercancías en manos de las naciones extranjeras; ¡qué diferente mundo de ocupaciones, de objetivos, de utilidad, de inclinaciones, de aplicación del alma! Naturalmente, la difícil y misteriosa escritura jeroglífica tenía que convertirse ahora en un «fácil, abreviado y provechoso arte de letras y de cálculo; el habi­ tante del barco y de la costa, el expatriado marino que re­ corría mares y pueblos, tenía que parecer una figura com­ pletamente distinta a los ojos del habitante de la cabaña y de la choza. El oriental pudo reprochar al fenicio el haber debilitado el sentido de la humanidad; el egipcio, por su parte, el haber debilitado el sentido de la patria; el primero, el haber perdido la vida y el amor; el segundo, el haber perdido la fidelidad y el espíritu de trabajo; el primero, el ignorar por completo el sagrado sentimiento religioso; el se­ gundo, el haber exhibido en sus mercados el secreto de las ciencias, al menos en forma de residuos». Todo ello es cier-

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to. Pero, en cambio, se desarrolló algo totalmente diferente (que no pretendo comparar con lo anterior, pues no me gus­ tan las comparaciones): la actividad y la sagacidad fenicias, una nueva forma de comodidad y de vida agradable, transi­ ción hacia el gusto griego, así como una especie de conoci­ miento de los pueblos, transición hacia la libertad griega. Egipcios y fenicios eran, pues, a pesar de su diferente manera de pensar, hermanos, gemelos que habían nacido de una ma­ dre oriental y que, conjuntamente, configurarían la posterior Grecia y, a través de ésta, el mundo subsiguiente. Así, pues, ambos fueron instrumentos del progreso en manos del desti­ no y, si se me permite seguir con la alegoría, el fenicio fue el adolescente algo mayor que corrió de un lugar a otro y llevó al mercado y a la calle, con una moneda más fácil, los restos de la sabiduría y habilidad ancestrales. ¡Cuánto debe la formación de Europa al pérfido e interesado fenicio! Pasemos ahora al bello joven griego. *

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Si, de modo especial, nos acordamos con gusto y ale­ gría de la juventud, la cual ha formado nuestras fuerzas y nuestros miembros hasta la flor de la vida, ha desarrollado nuestras facultades hasta la grata locuacidad y la amistad, ha dirigido todas las inclinaciones hacia la libertad y el amor, el placer y la alegría, todo ello con el primer acento de dul­ zura, de igual forma consideramos esos años como la edad de oro, como el Elíseo de los recuerdos (pues ¿quién se acuerda de su niñez antes de desarrollarse?) que más viva­ mente llaman nuestra atención, precisamente en el momento de abrirse la flor que lleva en su seno toda la actividad y esperanza futuras. En toda la historia, Grecia será siempre el lugar donde la humanidad ha pasado la más bella juven­ tud y la flor virginal. El joven ha dejado ya la edad de la cabaña y de la escuela y está ahí, noble adolescente de bellos miembros ungidos, favorito de todas las Gracias y amante de todas las Musas, vencedor en Olimpia y en el resto de los juegos; su cuerpo y su espíritu no son, en su conjunto, más que una flor abriendo sus pétalos. Los oráculos de la infancia y las ilustraciones de la fatigosa escuela quedaban casi olvidados. El joven extraía de ellos todo lo que necesitaba para la sabiduría juvenil y

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la virtud, para el canto y la alegría, para el placer y la vida. Despreciaba las obras de arte toscas, como también la mag­ nificencia puramente bárbara y la vida del pastor, demasiado simple. Pero de todo ello extrajo la flor de una bella natura­ leza nueva. Por obra suya, la artesanía se convirtió en bellas artes; los siervos del campo se transformaron en gremios de ciudadanos libres; la pesada densidad de significación del severo Egipto dio paso en todos los terrenos a la ligera afi­ ción griega. ¡Qué nuevas y bellas inclinaciones y habilidades, ignoradas por las épocas primitivas, aunque éstas fueron el embrión de las mismas! ¿No era necesario que el despotismo paternal de Oriente fuera destronado por la agricultura gre­ mial egipcia y por la semiaristocracia fenicia antes de que pudiera surgir la bella idea de una república en sentido grie­ go: «obediencia unida a libertad, y ambas enlazadas por el nombre de patria»? La flor se abrió, ¡dulce fenómeno de la naturaleza! ¡Se llama «libertad griega»! Era necesario que la inteligencia viajera de los fenicios suavizara el sentido paternal de los orientales y el sentido egipcio del trabajo a jornal, y he aquí que la flor se abrió produciendo «la agili­ dad, la suavidad y simpatía griega hacia los pueblos». El amor tenía que descorrer gradualmente el velo del harén an­ tes de convertirse en el bello juego de la Venus griega, de Amor y de las Gracias. De esta forma, la mitología, la poe­ sía, la filosofía, las bellas artes, resultado de antiguos gérme­ nes que hallaron aquí su estación y su sitio, comenzaron a florecer y a inundar el mundo entero con su perfume. Grecia fue la cuna del sentimiento humanitario, del amor a los pue­ blos, de la bella legislación, de lo más agradable que poseen la religión, las costumbres, el estilo literario, la poesía, los usos y las artes. Todo era en ese país alegría jovial, gracia, juego y amor. Se ha explicado casi suficientemente cuáles son las circunstancias que han contribuido a la producción, única, del género humano; me limito a exponer el conjunto de las conexiones generales entre las etapas temporales y los dis­ tintos pueblos. Mira ese bello clima griego, mira en él la especie humana bien constituida, con la frente libre y con agudo sentido; era un verdadero intermediario de cultura, donde confluía, desde dos extremos distintos, todo cuanto los griegos transformaron tan fácil y noblemente. La hermo­ sa novia era servida por dos jóvenes a su derecha y a su iz-

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quierda, y no hacía más que idealizar bellamente. Fue preci­ samente la unión de la mentalidad fenicia y egipcia, cada una de las cuales suprimió la obstinación nacional y cerrada de la otra, la que orientó las cabezas griegas hacia el ideal, hacia la libertad. Nos encontramos ahora con los peculiares motivos de división de Grecia, de su unión desde los tiempos más remotos: su dispersión en pueblos, en repúblicas, en co­ lonias y, a pesar de ello, el común espíritu de todos, el sen­ timiento de ser una nación, una patria, una lengua. Las peculiares circunstancias que formaron su común espíritu, desde la expedición de los argonautas y las campañas de Troya hasta las victorias frente a los persas y la derrota ante los macedonios, donde Grecia halló la muerte; sus institu­ ciones de juegos y competiciones comunes, siempre con esca­ sas diferencias y modificaciones, incluso en las regiones y pueblos más pequeños; todo ello y mucho más recibió de Grecia una unidad y una diversidad que configuraron el más bello conjunto. Lucha y cooperación, esfuerzo y moderación: las fuerzas del espíritu humano llegaron a los más hermosos equilibrios, así como a los más hermosos desequilibrios. ¡Ar­ monía de la lira griega! Pero ¿quién negará que de esta forma tenía que per­ derse también una inapreciable dosis de fortaleza y de sus­ tancia alimenticia de antaño? Siempre cabe la posibilidad de que, una vez abandonada la pesada envoltura de los jeroglí­ ficos egipcios, se evaporara, al atravesar el mar, algo profun­ do, natural y lleno de sentido, algo que constituía el carácter de la nación egipcia. Los griegos no conservaron más que la bella imagen, el mecanismo, el espectáculo encantador, llá­ meselo como se quiera, frente a aquella mayor pesadez egip­ cia; esto le bastaba al griego; no aspiraba a nada más. La religión oriental fue despojada de su velo sagrado. Natural­ mente, una vez llevado todo al teatro, al mercado, a la pista de baile, pronto se convirtió en «fábula bellamente desarro­ llada, persuasiva, compuesta y vuelta a componer, en sueño de adolescente y leyenda de jovencita»; la sabiduría orien­ tal, privada del velo de sus misterios, se convirtió en ligera charlatanería, en teoría y disputa de las escuelas y mercados griegos. El arte egipcio fue despojado de su pesado ropaje artesanal; de esta forma perdió igualmente el severo carácter de una precisión excesivamente mecánica y artificial, lo cual no constituía ninguna aspiración griega. El coloso quedó con-

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vertido en estatua, mientras que el templo gigantesco se transformaba en escenario; espontáneamente, el orden y se­ guridad de Egipto fueron perdiendo fuerza dentro de la va­ riedad griega. Aquel viejo sacerdote podía decir desde más de un punto de vista: «¡Sois unos niños eternos, que habláis tanto y no sabéis nada, que jugáis tanto y no hacéis nada, que no tenéis nada y lo exhibís todo tan bien!5» El viejo oriental sería todavía más violento desde su cabaña de pa­ triarca: podría acusar a los griegos de haber convertido la religión, el sentimiento de humanidad y la virtud en mero galanteo, etc. Sea. Llega un día en que la vasija humana es incapaz de perfección alguna: siempre tiene que abandonar algo a medida que avanza. Grecia avanzó. La industria y el orden de los egipcios no podía ser útil a los griegos, porque no estaban ya en Egipto ni poseían un Nik>, como tampoco la sagacidad comercial de los fenicios, pues los griegos no tenían detrás de sí ni un Líbano ni una India. Había pasado el tiempo de la educación oriental; bastaba ya de ella. El país se convirtió en lo que fue: Grecia, prototipo y modelo de toda belleza, de toda gracia y de toda simplicidad, flor juve­ nil de la especie humana. ¡Si hubiese podido durar eterna­ mente! Igualmente creo que el lugar donde sitúo Grecia con­ tribuye en alguna medida a esclarecer «el permanente conflic­ to acerca de la originalidad de los griegos o su imitación de otras naciones». Con sólo haberse entendido mejor se hubie­ se logrado el acuerdo desde hace tiempo, en éste como en todos los problemas. Que Grecia recibió de otros lugares las semillas de su cultura, de su lengua, de su arte y de su cien­ cia, me parece algo innegable. Además, en algunos casos puede ponerse claramente de manifiesto en la escultura, en la arquitectura, en la mitología, en la literatura. Pero creo también que se verá con la misma certeza, con el desarro­ llo de algunas ideas, que los griegos no conservaron casi nada de todo ello, de que le imprimieron una naturaleza completamente nueva, de que lo «bello», en todos sus gé­ neros y en el sentido propio del término, fue, sin lugar a dudas, la obra griega. Ningún elemento oriental, fenicio o egipcio conservó su especie propia: se transformó en griego. En no pocos aspectos, los griegos fueron casi excesivamente originales, ya que lo transformaron y revistieron todo según su estilo. Desde el mayor invento y la historia más importan-

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te hasta la palabra y el signo, todo está lleno de semejante transformación; desde un paso al otro, ocurre lo mismo en todas las naciones: quien quiera seguir construyendo siste­ mas o discutiendo sobre nombres, que lo haga. *

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Llegó la edad viril de las fuerzas y aspiraciones hu­ manas, los romanos. Virgilio los caracterizó una vez, frente a los griegos, dejando a éstos las bellas artes y los ejercicios juveniles: tu regere imperio populos, Romane, memento 6 con lo cual definió también, aproximadamente, su distintivo respecto de los nórdicos; éstos les superaban quizá en dure­ za bárbara, en fuerza atacante y en ruda valentía, pero tu regere imperio populos; la bravura romana idealizada: ¡virtud romana!, ¡sentido ro­ mano!, ¡orgullo romano! La generosa disposición del alma para prescindir de lo voluptuoso, de lo dulce e incluso de los placeres algo más refinados y para actuar en favor de la patria; el heroísmo más atento a no ser nunca temerario y a no exponerse al peligro, sino a esperar, a reflexionar, a preparar y a actuar; fue la inquebrantable marcha dispuesta a no dejarse intimidar por nada que significara dificultad, a ser los más grandes precisamente en la desgracia, a no deses­ perar; fue, finalmente, el gran plan, constantemente seguido, de no darse por satisfecho mientras el águila romana no cu­ briera la esfera terrestre. Quien pueda acuñar la interesante palabra capaz de incluir a la vez la viril justicia de los ro­ manos, su sagacidad, la perfección de sus proyectos, de sus resoluciones, de sus realizaciones y de todos los asuntos de su edificio mundial, que la diga. En fin, en Roma surgió el varón que aprovechó y aplicó los frutos del adolescente, pero que no quiso llevar a cabo sino las maravillas de la bravura y de la virilidad por medio de la inteligencia, del corazón y de los brazos. ¡A qué altura se elevó el pueblo romano, qué gigan­ tesco templo elevó sobre esa altura! Su edificio estatal y

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guerrero, el plan y los medios para realizarlo, ¡un coloso para todo el mundo! ¿Podía cometerse una chiquillada en Roma sin que corriera la sangre en tres continentes? ¿Dónde y cómo influían en el exterior los grandes y dignos persona­ jes de ese imperio? ¡Qué miembros de esa enorme máquina la movían casi inadvertidamente, con fuerzas tan ligeras! ¡A qué nivel se elevaban y afirmaban todos sus instrumen­ tos: senado y arte de guerra, legislación y disciplina, propó­ sito de Roma y fuerza para realizarlo! ¡Me invade el es­ tremecimiento! Lo que entre los griegos había sido juego, experiencia juvenil, se transformó entre los romanos en or­ ganización seria y firme. Representados a esa altura y con esa fuerza, los modelos griegos encerrados en un pequeño esce­ nario, en un istmo, en una pequeña república, se convirtieron en actos admirados por todo el mundo. Sea cual sea la forma en que se aborde el asunto, fue la «madurez del destino del mundo antiguo». El tronco del árbol, una vez crecido hasta su mayor altura, se esforzó en extender sus ramas y tomar bajo su sombra pueblos y nacio­ nes. El objetivo principal de los romanos nunca fue emular a los griegos, fenicios, egipcios y orientales. Pero, dado que aplicaron virilmente todo lo anterior a ellos, ¡qué universo romano surgió! Este nombre unió pueblos y regiones que hasta entonces no se conocían ni de nombre. ¡Provincias romanas! A todas ellas llegaron los romanos, las legiones ro­ manas, las leyes, los modelos de costumbres, virtudes y vi­ cios. El muro que separaba las naciones saltó hecho pedazos; se produjo el primer paso encaminado a destruir el carácter nacional de todas ellas, a introducirlas todas en un único molde que se llamaba «pueblo romano». Naturalmente, este primer paso no representaba todavía la obra terminada; cada nación conservó sus derechos, libertades, costumbres y reli­ gión. Es más, los romanos las halagaban llevando a su propia capital una imagen de tal religión. Pero el muro estaba en el suelo. Los siglos de dominación romana ejercieron un po­ deroso influjo, como se observa en todos los continentes donde estuvieron. Fue un huracán que penetró en lo más ín­ timo de la mentalidad nacional de cada pueblo. Con el tiem­ po, los lazos se hicieron cada vez más firmes; finalmente, el Imperio romano en su totalidad tuvo que convertirse, por así decirlo, en Roma capital exclusivamente, a la vez que todos

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los súbditos eran declarados ciudadanos, hasta que el mismo Imperio se hundió. No se hable en absoluto de ventajas o desventajas to­ davía, sino de influjo. Un día todos los pueblos dejaron en cierta medida de ser lo que fueron bajo el yugo romano, y así se introdujo en toda la tierra una política, un arte de guerra, un derecho de gentes de los que ningún ejemplo se había dado anteriormente, un día se sostuvo la máquina, un día se derrumbó y las ruinas cubrieron todas las naciones del mundo romano. ¿Hay en la historia de todos los siglos un espectáculo más grande? Todas las naciones construyen­ do a partir de estas ruinas o sobre ellas. Un mundo entera­ mente nuevo de lenguas, costumbres, inclinaciones y pueblos, otra era se inicia; es como una mirada hacia el ancho mar abierto de las nuevas naciones. Permítasenos, de todos mo­ dos, echar todavía un vistazo, desde la orilla, a los pueblos cuya historia hemos recorrido. *

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I. Nadie en el mundo siente más que yo la debili­ dad de las caracterizaciones generales. Pintamos un pueblo entero, una época, una región, ¿a quién hemos pintado? Re­ sumimos los pueblos y las épocas que se suceden en una alternativa infinita, como las olas del mar, ¿a quién hemos pintado? ¿A quién se refiere la palabra que describe? En definitiva, no los resumimos más que con una palabra gene­ ral con la que cada uno piensa y siente acaso lo que quiere. ¡Imperfecto medio de descripción! ¡Con qué facilidad po­ demos ser entendidos de forma equivocada! ¿Quién ha observado que es imposible expresar la peculiaridad de un ser humano, señalar su distintivo distin­ guiéndolo, el modo como siente y vive, la diferente y pecu­ liar manera de apropiarse de todas las cosas una vez que su ojo las ve, que su alma las compara, que su corazón las sien­ te? ¡Qué profundidad reside simplemente en el carácter de una nación! Por muy a menudo que la hayamos percibido y nos hayamos asombrado de ella, huye de la palabra y, al menos en ésta, ocurre tan pocas veces que todo el mundo reconozca que la comprende y comparte. Si es así, ¿qué su­ cederá al pretender abarcar el océano de todos los pueblos, épocas y países, al pretender resumirlos en una mirada, en

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un sentimiento, en una palabra? ¡Pálidos e incompletos re­ flejos las palabras! A ellas debiera seguir, o bien preceder, el cuadro completo y vivo del modo de vida, de las costum­ bres, necesidades y peculiaridades del país y de su cielo. Para sentir una sola tendencia o acción de una nación, para sentir el conjunto de las mismas, debiera comenzarse por simpatizar con esa nación, encontrar una palabra en cuya plenitud pen­ sáramos todo eso; de lo contrario, leemos ... una palabra. Todos nosotros pensamos poseer aún hoy los instin­ tos paternales, familiares y humanos del oriental; pensamos ser capaces de conservar la fidelidad y el celo artístico del egipcio, la actividad fenicia, el amor a la libertad de los griegos, el alma fuerte de los romanos. ¿Quién no cree sen­ tirse dispuesto a todo ello si el tiempo y la ocasión ...?; pero mira, lector, ahí es donde nos encontramos. El más cobarde malvado sigue indudablemente poseyendo una leja­ na disposición y capacidad para convertirse en héroe gene­ roso, pero entre éstas y «el sentimiento completo del ser, de la existencia según ese carácter» ... ¡un abismo! Por lo tanto, aunque no te faltara más que el tiempo y la ocasión para transformar en habilidad y en instinto genuino tu dis­ posición para seguir al oriental, al griego, al romano, ¡un abismo! No se trata más que de instintos y de habilidades. Hay toda una naturaleza anímica que domina sobre todo, que modela todas las demás inclinaciones y facultades del alma de acuerdo consigo misma, que colorea incluso los actos más indiferentes; para compartir tales cosas, no basta que res­ pondas de palabra; introdúcete en la época, en la región, en la historia entera; sumérgete en todo ello, sintiéndolo; sólo así te hallas en camino de entender la palabra, pero de esta forma se desvanecerá también el pensamiento, «como si tú mismo fueses todo eso tomado en particular o en su conjun­ to». ¿Tú todo eso en su conjunto? ¿Tú quintaesencia de to­ das las épocas y de todos los pueblos? Ello pone de mani­ fiesto, por sí solo, la insensatez de la pretensión. ¡Carácter de las naciones! Sólo los datos de su cons­ titución y de su historia deben decidir. Aparte de las incli­ naciones que asignas a un patriarca, ¿no tuvo, no pudo tener acaso otras distintas? A ambas preguntas respondo simple­ mente: por supuesto que sí; por supuesto que tuvo otras, rasgos secundarios que se desprenden por sí solos de lo que he dicho o de lo que no he dicho, rasgos que yo conozco

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en la palabra, y conmigo quizá otros que tienen presente la historia patriarcal; es preferible que pueda tener otros mu­ chos rasgos, en otro lugar, conforme a la época, al progreso dé la cultura, bajo otras circunstancias. ¿Por qué no iban a ser elegantes hombres de nuestro siglo un Leónidas, un César, un Abraham? ¿Por qué no podrían serlo? ¡Pero no lo fueron! De esto se trata; sobre ello hay que preguntar a la historia. Así me dispongo igualmente a las insignificantes con­ tradicciones extraídas del gran detalle de los pueblos y de las épocas: que ningún pueblo continuó siendo lo que fue, ni podía serlo; que cada uno, al igual que todo arte y toda ciencia — ¿y qué excepción hay en el mundo?— , ha tenido su período de auge, de florecimiento y de decadencia; que cada uno de esos cambios no ha durado más que el tiempo que la rueda del destino humano podía otorgarle; que, final­ mente, no hay en el mundo dos momentos que sean idénti­ cos; que, consiguientemente, tampoco los egipcios, ni los romanos, ni los griegos, fueron iguales en todo tiempo. Me estremezco pensando en las objeciones que pueden presentar a este respecto las personas sabias, especialmente los cono­ cedores de la historia. Grecia se componía de múltiples paí­ ses: atenienses y beocios, espartanos y corintios, estaban muy lejos de ser iguales. ¿No se practicaba ya en Asia la agri­ cultura? ¿No llegaron los egipcios a comerciar tan bien como los fenicios? ¿No fueron los macedonios tan conquistadores como los romanos? ¿No fue acaso Aristóteles una cabeza tan especulativa como Leibniz? ¿No superaban en bravura a los romanos nuestros pueblos nórdicos? ¿Eran todos los egip­ cios, griegos y romanos iguales, lo son todas las ratas y ra­ tones? ¡No! Pero son ratas y ratones. ¡Cuán fastidioso tiene que ser hablar a un público donde constantemente hay que soportar tales objeciones y otras más fastidiosas todavía —y en qué tono son expues­ tas— de parte de los que gritan (los que piensan guardar silencio), para tener que soportar, a la vez, que las repita en seguida el gran rebaño de carneros que no distingue su derecha de su izquierda. ¿Puede haber un cuadro general sin subordinar unas cosas a otras y ordenarlas entre sí? ¿Puede haber una amplia perspectiva sin cierta elevación? Si te acercas mucho al cuadro, si haces cortes en él, si te fijas sólo en ese grumo de pintura, nunca verás el conjunto

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del cuadro, ¡lo que menos verás será el cuadro! Si tu mente está vertida hacia un grupo por el que te has chiflado, ¿pue­ de abarcar tu mirada un conjunto de épocas tan distintas, puede ordenarlas, seguirlas dulcemente? ¿Eres capaz de aislar en esa escena los efectos principales, de seguir plácidamente los acontecimientos que ocurren? ¿Y sabes ahora darles el nombre? Si eres incapaz de todo ello, si la historia centellea y vacila ante tus ojos; si se convierte en una maraña de es­ cenas, pueblos y períodos, comienza por leer y aprende a ver. Además, sé, como lo sabes tú, que todo cuadro general, todo concepto universal, es pura abstracción. Sólo el creador es capaz de concebir la unidad global de todas y cada una de las naciones, con toda su variedad, sin que ésta sea mo­ tivo para que desaparezca la unidad. II. Fuera, pues, esas objeciones que son erróneas en su propósito y en su punto de vista y situémonos en el ob­ jetivo de la gran secuencia global. ¡Qué miserables son «no pocos juicios de moda en nuestro siglo, extraídos de meros conceptos generales de la escuela, en relación con las prefe­ rencias, las virtudes y la felicidad de naciones tan lejanas y distintas!» La naturaleza humana no es una divinidad espontá­ neamente orientada hacia el bien; tiene que aprenderlo todo, desarrollarse progresivamente y avanzar paso a paso en una lucha constante. Naturalmente, de esta forma se desarrolla­ rá, sobre todo, o únicamente, en los aspectos desde los cua­ les es motivada hacia la virtud, la lucha o el progreso. Hasta cierto punto, toda perfección humana es, pues, de una na­ ción, de un siglo, y, considerada con la mayor exactitud, de un individuo. No se desarrolla más que aquello a lo que la época, el clima, la necesidad, el mundo, el destino, dan lu­ gar; lo otro queda descartado; las inclinaciones o aptitudes latentes en el corazón nunca pueden convertirse en habilida­ des prácticas. La nación puede poseer, pues, las más sublimes virtudes, por un lado, mientras, por el otro, tiene deficiencias y excepciones, ofrece contradicciones e incertidumbres que producen asombro. Pero sólo lo producen en quienes llevan la imagen ideal de virtud extraída del manual de su propio siglo y tienen la suficiente filosofía como para pretender ha­ llar toda la tierra en un pedazo de ésta; no lo producen en nadie máf. Para todo aquel que quiere conocer el corazón humano a partir del aspecto de sus circunstancias vitales

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esas excepciones y contradicciones son perfectamente huma­ nas; se trata de una proporción de fuerzas y de inclinaciones tendentes a un objetivo que, sin aquéllas, jamás podría ser alcanzado; no son, pues, excepciones, sino reglas. Es posible, amigo mío, que aquella infantil religión oriental, aquel apego al tierno sentimiento de la vida huma­ na, dieran lugar, por otro lado, a debilidades que tú condenas a la luz de modelos procedentes de otras épocas. Un patriar­ ca no puede ser un héroe romano, un corredor griego o un comerciante de la costa, como no puede ser tampoco aquello a que artificialmente lo elevaría el ideal de tu cátedra o de tu capricho, para elogiarlo después falsamente o censurarlo duramente. Es posible que, a la luz de modelos posteriores, ese patriarca te parezca miedoso, lleno de temor ante la muerte, débil, ignorante, inactivo, supersticioso y, si la bilis no se te sube a los ojos, repugnante; es aquello que Dios, el clima, la época y el estadio alcanzado en aquel período, po­ dían hacer de él: un patriarca. Por consiguiente, en compa­ ración con lo que perderán las épocas posteriores, posee inocencia, temor de Dios, sentimiento humanitario, propie­ dades en virtud de las cuales será eternamente un Dios para todos los tiempos venideros. El egipcio puede ser tenido por servil y esclavo, por un animal de tierra, por supersticioso y triste, por duro frente a los extranjeros, por un producto de la costumbre maquinal, bien sea en contraste con el ágil griego que lo configura todo bellamente, bien sea en con­ traste con el amigo del hombre —de acuerdo con el elevado gusto de nuestra época— , el cual lleva toda la sabiduría en su mente y todo el mundo en su corazón. ¡Qué figura! Pero toma también esa infatigable paciencia, esa fidelidad, esa tranquilidad vigorosa del egipcio: ¿puedes acaso compa­ rarlas con la amistad juvenil de los griegos, con su juvenil galanteo en torno a todo lo bello y agradable? ¿Vas a des­ conocer, una vez más, la ligereza griega, su jugueteo con la religión, su falta de cierto amor, de disciplina y honradez, cuando desees adoptar el ideal de no sé quién? ¿Podían aca­ so desarrollarse aquellas perfecciones a ese nivel y a ese grado sin tales defectos? La misma providencia, ¿lo ves?, no lo ha exigido. No ha querido sino alcanzar su objetivo cambiando, promoviendo el' surgimiento de nuevas fuerzas y la desaparición de otras. ¿Acaso lo sabes mejor que ella, tú,

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filósofo de la tierra nórdica, con el pesabebés de tu siglo en la mano? Sentencias laudatorias y críticas que nosotros derra­ mamos sobre el mundo entero, procedentes del pueblo que nos resulta favorito en la antigüedad, del pueblo del que nos hemos enamorado, ¿qué derecho os asiste? Aquellos ro­ manos fueron capaces de ser lo que no fue nación alguna, de hacer lo que nadie hará de nuevo: eran romanos. Se halla­ ban en lo alto de una cumbre y todo era valle en torno suyo. En esa altura se encontraban desde su juventud, eran edu­ cados en el sentido romano y actuaban en conformidad con él. ¿Qué hay en ello de asombroso? ¿Qué hay de asombroso en que un pequeño pueblo de pastores y labradores en un valle de la tierra no se convirtiera en una fiera de hierro capaz de actuar como los romanos? ¿Qué tiene de extraño que esos pueblos, a su vez, poseyeran virtudes de las que carecía el más noble romano, que éste, acosado por la necesidad desde su altura, fuera capaz de cometer a sangre fría crueldades que el pastor, desde su pequeño valle, no acogía en su alma? En la cumbre de aquella gigantesca máquina el sacrificio humano era, lamentablemente, unas veces algo carente de importan­ cia; otras, una necesidad; otras (¡pobre humanidad, qué esta­ dos eres capaz de adoptar!), una obra de caridad. La misma máquina que hizo posible tan considerables vicios fue la que elevó las virtudes a tal altura, la que extendió de tal forma su radio de influencia. ¿Es capaz la humanidad, en su estado actual, de perfección pura? La cima y el valle son colindan­ tes. Alrededor de los nobles espartanos vivert ilotas inhu­ manamente tratados. El triunfador romano, teñido de rojo divino, está también, aunque de forma invisible, teñido de sangre: el robo, el crimen, los placeres, pululan alrededor de su carro; delante de él, la opresión; detrás de él, la miseria y la pobreza. En este sentido igualmente, los defectos y las virtudes siempre se hallan, pues, juntos en la cabaña del hombre. Evocar en su esplendor sobrehumano al pueblo fa­ vorito de la tierra es una bella poesía; ésta es, además, útil, ya que el hombre se ennoblece con los bellos prejuicios. Aho­ ra bien, si el poeta es un historiador, un filósofo como pretenden serlo la mayoría, si intenta modelar todas las épo­ cas de acuerdo con la forma exclusiva de su tiempo — a me­ nudo muy pequeña y débil— , ¿qué sois a la luz de la verdad

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vosotros, Hume, Voltaire, Robertson7, clásicos fantasmas del crepúsculo? Indudablemente con intención elevada, la culta so­ ciedad de nuestra época * propuso la pregunta siguiente: «¿Cuál ha sido el pueblo más feliz de la historia?» Si en­ tiendo bien la pregunta, si no se halla fuera del horizonte de las respuestas humanas, sólo sé decir que en una deter­ minada época y bajo determinadas circunstancias cada pueblo tuvo un momento de felicidad así, o bien no la hubo en ab­ soluto. En efecto, la naturaleza humana no es, por su parte, un vaso de felicidad absoluta, independiente, inmutable, a la manera como la define el filósofo, pero acoge siempre toda la felicidad de que es capaz; es un barro dúctil, susceptible de adoptar diversas formas en las situaciones, necesidades y agobios más distintos; la misma imagen de la felicidad cam­ bia con cada situación (¿y en qué otra cosa consiste sino en la suma de «deseos satisfechos, de objetivos realizados y de necesidades dulcemente superadas», todo lo cual toma una forma distinta según el país, el tiempo y el lugar?) En el fondo, toda comparación resulta, pues, dudosa. Tan pronto como ha cambiado el sentido íntimo de la felicidad, la incli­ nación, tan pronto como las circunstancias y necesidades ex­ ternas forman y fortalecen un sentido distinto, ¿quién puede comparar la distinta satisfacción de sentidos distintos en mun­ dos distintos: el pastor y el padre oriental, el agricultor y el artista, el marinero, el corredor de competiciones, el ven­ cedor del mundo? Al igual que cada esfera posee su centro de gravedad, cada nación tiene su centro de felicidad en sí misma; esta felicidad no reside ni en la corona de laureles, ni en el abundante rebaño, ni en el barco mercante, ni en las banderas capturadas, sino en el alma que ha adquirido esas cosas, que aspiraba a ellas, que las ha conseguido y no quería sino conseguirlas. La buena madre ha tenido igualmente su oportuna previsión. Ha puesto en el corazón disposiciones en favor de la diversidad, pero haciéndolas tan poco apremiantes que, simplemente con que algunas se realicen, el alma forma un concierto a partir de los tonos suscitados y no siente los * Esos señores deben haber tenido un ideal terriblemente ele­ vado, pues, que yo sepa, jamás han encontrado cumplido ninguno de sus objetivos filosóficos.

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no suscitados sino en la medida en que, aun siendo mudos y oscuros, sirven de apoyo al canto que resuena. Puso en el corazón humano disposiciones orientadas hacia la diversidad, pero una parte de ésta la situó en círculo alrededor nuestro, a nuestra disposición. Moderó la mirada del hombre de forma que, tras un corto período de adaptación, ese círculo se con­ virtió en horizonte, impidiendo que pudiera ver más allá, que pudiera preguntar por lo que hay más allá. Todo cuanto guar­ da todavía homogeneidad con mi naturaleza, todo cuanto puedo asimilar, lo deseo para mí, aspiro a ello, me lo apro­ pio. En relación con lo que se halla más allá de eso la be­ nigna naturaleza me ha armado, en cambio, de insensibili,dad, frialdad y ceguera. La naturaleza puede hacérseme inclu­ so desprecio y aversión, pero no persigue otra cosa que devol­ verme a mí mismo, que satisfacerme desde el centro que me arrastra. El griego toma del egipcio lo que necesita para sí, al igual que hace el romano respecto del griego; cuando ya está saciado, lo demás cae al suelo, sin que él lo ambicione. O si, en esta configuración de las tendencias nacionales hacia la felicidad de la propia nación la distancia entre pueblo y pueblo es ya excesivamente grande, mira cómo odia el egip­ cio al pastor, al trashumante, cómo desprecia al irreflexivo griego. Lo mismo ocurre cuando dos naciones poseen incli­ naciones y esferas de felicidad que se repelen entre sí: es lo que se llama prejuicio, vulgaridad o nacionalismo limitado. El prejuicio es bueno, en relación con su época, pues hace feliz. Empuja a los pueblos hacia su centro, fortalece los lazos de la raza, hace florecer a esos pueblos en su forma propia, los hace más ardientes y, consiguientemente, más fe­ lices en conformidad con sus inclinaciones y objetivos. La nación más ignorante y con más prejuicios suele hallarse en primera línea a este respecto; la época en que se desea emi­ grar a otro sitio, en que se espera viajar al extranjero, es ya enfermedad, flato, plenitud malsana, presentimiento de la muerte. III. El tono general, filosófico y filantrópico de nues­ tro siglo ¿no concede gustosamente a toda nación alejada, a toda época del mundo, aun la más remota, «nuestro propio ideal» de virtud y felicidad? ¿No es de esta forma el juez único capaz de juzgar las costumbres de esas naciones, de condenarlas, de recrearlas bellamente, todo ello según los propios criterios? ¿No está diseminado el bien sobre la tie-

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rra? Como una sola forma de la humanidad y una sola región de la tierra era incapaz de abarcarlo, se dispersó en mil for­ mas de humanidad y recorre ahora — eterno Proteo— todos los continentes y todas las épocas; sea cual sea el modo se­ gún el cual se mueva y avance, no es mayor la virtud ni la felicidad a la que aspira el individuo; la humanidad sigue siendo simple humanidad; a pesar de ello se hace visible un plan de avance progresivo, ¡mi gran tema! Los que hasta hoy han intentado desarrollar el avan­ ce de los siglos lo han hecho normalmente siguiendo la idea favorita de un progreso hacia una virtud y una felicidad mayores en los sucesivos individuos. Luego se han destacado o se han inventado hechos para confirmarlo; los contraejem­ plos han sido, en cambio, reducidos o pasados por alto; páginas enteras han sido encubiertas; se han tomado palabras por palabras8; ilustración, por felicidad; las ideas más abun­ dantes y refinadas, por virtud. De esta forma, «el progreso general del mundo» se ha convertido en una novela que na­ die, al menos el verdadero estudioso de la historia y del corazón humano, creía. Otros, que vieron el lado desagradable de semejante fantasía y no eran capaces de encontrar nada mejor, descu­ brieron que vicios y virtudes se sucedían como los climas, que las perfecciones nacían y desaparecían como las hojas de primavera, que las costumbres e inclinaciones humanas vola­ ban y se transformaban como las hojas del destino. Ningún plan, ningún avance, eterna revolución; ¡tejer y destejer, la labor de Penélope! Cayeron entonces en un torbellino; les invadió el escepticismo respecto de la virtud, la felicidad y el destino del hombre; con este escepticismo trenzaron la historia, la religión y la moral. La última moda filosófica, es­ pecialmente entre los filósofos franceses *, es la duda, la duda presentada en cien formas distintas, pero todas ellas con el deslumbrante título: «De la historia del mundo», contra­ dicciones y olas del mar; se naufraga, o bien apenas merece * El iniciador fue el honesto Montaigne; el dialéctico Bayle9, un pensador cuyas contradicciones, según los artículos donde se revela su forma de pensar, la del diccionario, no pudieron ser superadas por Crousaz10 y Leibniz, amplió su difusión en la época. Después, los filósofos más recientes, Voltaire, Hume, los mismos Diderot, dudan de todo con las más osadas afirmaciones de su parte; ¡es el gran siglo de la duda y de las aguas removidas!

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ser mencionado lo que de moralidad y de filosofía se salva del hundimiento. ¿No debiera haber un progreso y un desarrollo evi­ dentes, pero en un sentido más elevado del que se había creí­ do? ¿No ves cómo corre ese río, cómo, tras haber nacido en una pequeña fuente, crece, arranca allí materiales, los deposita en otro lugar, serpentea siempre y sigue perforando cada vez más profundamente, pero continúa siendo agua, corriente, gotas, nada más que gotas, hasta que desemboca en el mar? ¿Y si sucediese lo mismo con la especie humana? ¿Ves ese árbol que crece, ves a ese hombre que aspira a ele­ varse? Tiene que atravesar diversas etapas en su vida, todas ellas en evidente progreso; es un esfuerzo en sucesión conti­ nua. Entre cada una de esas etapas hay momentos de reposo aparente, revoluciones, cambios; y, sin embargo, cada una posee en sí misma el centro de su felicidad. El adolescente no es más feliz que el niño inocente y satisfecho; el sosegado anciano no es más infeliz que el hombre de esfuerzos vio­ lentos: el péndulo golpea siempre con la misma fuerza, tanto si alcanza su punto más alto y se esfuerza con tanta mayor rapidez, como si oscila a la mínima velocidad y se aproxima al reposo. A pesar de todo, se trata de un esfuerzo persistente. Nadie está solo en su época, sino que edifica sobre la ante­ rior, que no es más que el cimiento de la época futura, ni pretende ser otra cosa. Así es como se expresa la analogía en la naturaleza, el modelo de Dios que habla en todas sus obras; lo mismo sucede, evidentemente, en la especie huma­ na. El egipcio no podía existir sin el oriental; el griego edi­ ficó sobre aquél; el romano se levantó sobre las espaldas del mundo entero: hay un verdadero avance, un desarrollo pro­ gresivo, aunque ningún individuo haya ganado nada con él. El desarrollo progresa hacia lo grande; se convierte en aque­ llo de lo que la historia superficial tanto se envanece y de lo que muestra tan poca cosa, teatro de una intención rectora sobre la tierra, aunque no veamos su propósito final, teatro de la divinidad, aunque sea sólo a través de las aberturas y los restos de escenas aisladas. Esta visión va al menos más lejos que esa filosofía que mezcla el fondo y la superficie, que se para aquí y allá en desórdenes particulares y lo convierte todo en juego de hormigas, en impulso de inclinaciones y energías aisladas, ca­ rentes de finalidad, en caos, ya que se desconfía de la virtud,

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de la finalidad y de la divinidad. Si consiguiese enlazar las escenas más dispares, sin confundirlas, hacer ver su mutua relación, su derivación unas de otras; si consiguiese mostrar cómo desaparecen las unas en las otras, cómo no son, toma­ das individualmente, más que momentos, medios encamina­ dos a fines merced al progreso únicamente, ¡qué panorama, qué noble aplicación de la historia humana, qué estímulos a la esperanza, a la actuación, a la fe, aunque no se vea nada, o no todo! Prosigo.

Segu n d a

s e c c ió n

La constitución universal de Roma llegó igualmente a su fin, y cuanto mayor era el edificio, cuanta más altura había alcanzado, tanto mayor fue su caída; medio mundo quedó en ruinas. Pueblos y continentes habían vivido a la sombra del árbol, y ahora, cuando la voz de los guardianes sagrados gritó: «Cortadlo», ¡qué gran vacío, qué grieta en el hilo de los acontecimientos mundiales! Nada menos que un nuevo mundo hacía falta para reparar la rotura. Fue el norte. Sean los que sean los orígenes y siste­ mas que se imaginen sobre el estado de esos pueblos, lo más simple parece lo más cierto: en la calma eran, por así decirlo, «clanes patriarcales en la forma en que podían serlo en el norte». Como en ese clima era imposible una vida pastoril al modo oriental, había pesadas necesidades que oprimían el espíritu del hombre de modo más intenso que en los luga­ res donde la naturaleza actuaba casi sola para el hombre. Pero precisamente esas necesidades, juntamente con el aire nórdico, endurecían a los hombres más de lo que podían endurecerse en el cálido y aromático invernadero del este o del sur. Naturalmente, permanecían en un estado más rudo; sus pequeñas comunidades se hallaban más aisladas y eran más salvajes. Pero los lazos humanos eran fuertes, el instinto y la energía se encontraban en su plenitud; el país podía convertirse en lo que describe Tácito. En cuanto ese océano de pueblos nórdicos se puso en movimiento con todas sus olas, éstas se empujaron unas a otras, los pueblos pre­ sionaron sobre los pueblos. Los muros y los diques y Roma estaban rotos; los mismos romanos les habían enseñado las fisuras y los habían atraído para repararlas. Cuando, por fin,

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se desmoronó todo, ¡qué inundación del sur por parte del norte! Y tras las sacudidas y atrocidades todas, ¡qué nuevo mundo nòrdico-meridional! Quien observe el estado de los países romanos en sus últimos siglos (entonces constituían el mundo culto), se asom­ brará y admirará el camino tomado por la providencia para preparar un tan singular relevo de energías humanas. Todo estaba agotado, crispado, descompuesto, abandonado de los hombres, habitado por hombres crispados, hundiéndose en la opulencia, el vicio, el desorden, la libertad y el salvaje orgu­ llo guerrero. Las bellas leyes y los conocimientos romanos eran incapaces de sustituir unas fuerzas que habían desapa­ recido, de reponer unos nervios que no sentían el espíritu vital, de estimular resortes que estaban abatidos; es decir, la muerte, un cadáver rendido, tendido en la sangre; fue en­ tonces cuando nació un nuevo hombre en el norte. Bajo el fresco cielo, en el desierto y en la selva, donde nadie lo supo­ nía, surgió una primavera de plantas fuertes y nutritivas que, trasplantadas a los más bellos países del sur — entonces cam­ pos tristes y vacíos— , debían asumir una nueva naturaleza y proporcionar una gran cosecha para el destino universal. Godos, vándalos, borgoñones, anglos, hunos, hérulos, fran­ cos y búlgaros, eslavos y lombardos, vinieron, se asentaron, y todo el mundo nuevo, desde el Mediterráneo al Mar Negro, desde el Atlántico hasta el Mar del Norte, es obra suya, su descendencia, su constitución. No se limitaron a introducir energía humana en el teatro de la formación del mundo, sino que aportaron tam­ bién algunas leyes e instituciones. Es cierto que despreciaban las artes y las ciencias, la opulencia y el refinamiento, que habían destruido la humanidad. Pero al aportar naturaleza en lugar de las artes, el sano entendimiento nórdico en lugar de las ciencias, las buenas y duras costumbres —a pesar de ser salvajes— , en lugar de las costumbres refinadas, y al fo­ mentar todo ello conjuntamente, ¡qué acontecimiento! Véanse sus leyes: ¡cómo exhalan bravura viril, sentimiento del ho­ nor, confianza en la inteligencia, lealtad y veneración de Dios! Su organización feudal, ¡cómo socavó el hervidero de las ciudades populosas y opulentas, edificó el país, ocupó ma­ nos y hombres, creó gente sana y, por ello mismo, satisfe­ cha! Su ideal ulterior, más allá de las necesidades, se orien­ taba hacia la castidad y el honor, y ennoblecía la mejor parte

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de las inclinaciones del hombre; aunque novela, era una no­ vela elevada: una verdadera y nueva floración del alma humana. Piénsese, por ejemplo, en el plazo de recuperación y de ejercicio que adquirió la humanidad en los siglos de dicha fermentación debido al hecho de caer todo en peque­ ñas asociaciones, divisiones, subdivisiones, resultando tantos, tantos miembros. Cada uno rozaba con el otro y todo se mantenía fuerte y en tensión. Epoca de fermentación; pero fue precisamente ella la que sostuvo tanto tiempo el despo­ tismo (verdaderas fauces devoradoras de la humanidad que, en expresión de ese mismo despotismo, lo reduce todo a tranquilidad y obediencia, pero que, de hecho, lo mata y aniquila todo en la uniformidad). ¿Es acaso mejor, más sa­ ludable y apto para la humanidad no producir más que los engranajes inertes de una gran máquina rígida, carente de pensamiento, o bien despertar y suscitar energías? Aunque tuviese que ser al precio de las llamadas constituciones im­ perfectas, del desorden, el pundonor bárbaro, el salvaje afán de pendencia y cosas parecidas, es siempre mejor, una vez alcanzado el fin, que estar muerto y podrido en vida. Sin embargo, la providencia había creído oportuno preparar y añadir con destino a esa fermentación de zumos nórdico-meridionales un nuevo fermento: la religión cristia­ na. No tengo, pues, necesidad de comenzar por disculparme ante nuestro siglo cristiano si hablo de tal religión como de un resorte del mundo: me limito a considerarla como fermento, como levadura, para bien o para mal, como se quiera. Este punto, que ha sido entendido erróneamente des­ de dos perspectivas, merece alguna discusión. La religión del viejo mundo, que había pasado del Oriente a Egipto y de aquí a Grecia, se había convertido, en todos los sentidos, en algo marchito y carente de fuerza, en el verdadero caput mortuum 11 de lo que había sido y debía ser. Basta considerar la tardía mitología griega y la imagen política de la religión de los pueblos entre los roma­ nos; no es necesario decir nada más. Sin embargo, apenas había entonces «otro principio de virtud» en el mundo. Ha­ bía descendido el espíritu de sacrificio de los romanos en favor de la patria y se había empantanado en la orgía y la inhumanidad guerrera. ¿Qué se había hecho del honor juve-

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nil de los griegos, de su amor a la libertad? ¿Dónde estaba el antiguo espíritu de los egipcios, una vez que griegos y ro­ manos se habían establecido en su país? ¿Dónde hallar un sustituto? La filosofía no era capaz de suministrarlo: se había convertido en el más degenerado producto de los so­ fistas, en arte de disputar, en baratillo de opiniones sin fuer­ za ni convicción, en un mecanismo cargado de trapos, pero sin influencia en el corazón humano y, mucho menos aún, de cara al mejoramiento de una época decadente, de un mun­ do que declinaba. Ahora bien, sobre sus ruinas debían levan­ tarse aquellos pueblos que, por su estado, necesitaban todavía religión, que sólo mediante ella podían ser orientados, que introducían en todo el espíritu de la superstición. Pero esos pueblos no hallaron en su nuevo escenario más que lo que despreciaban o no podían entender: mitología y filosofía ro­ manas, así como estatuas y formas morales. Su religión nór­ dica, resto oriental desarrollado a la manera nórdica, no bastaba; necesitaban una religión más fresca y activa. Y he aquí que la providencia la había hecho surgir en el lugar de donde menos se esperaba que viniera un relevo para todo el mundo occidental: ¡entre las peladas montañas de Judea!, poco antes de la caída de todo ese desconocido pueblo, preci­ samente en su última y más miserable época, de una forma que será siempre milagrosa, nació tal religión, abriéndose ca­ mino entre abismos y cavernas de forma igualmente singular, sobre un escenario que tanta necesidad tenía de ella, sobre un escenario en el que tanta, tanta influencia ejerció. Sin duda, fue el acontecimiento más extraordinario del mundo. Fue” ciertamente un espectáculo grande y digno de atención el hecho de que las dos religiones más conocidas, la pagana antigua y la cristiana reciente, lucharon bajo Julia­ no 12 por nada menos que el dominio del mundo. La religión, con toda la fuerza de la palabra, era indispensable a su época decadente; eso lo veía él y todo el mundo. La mitología griega y el ceremonial del estado romano -—lo vio igualmen­ te— no era suficiente en relación con los objetivos de su época. Acudió, pues, a todo cuanto pudo; a la religión más fuerte y más antigua, la oriental. Suscitó en ella todas las fuerzas milagrosas, encantamientos y manifestaciones, de for­ ma que la religión se convirtió por completo en una teurgia13, recurrió cuanto pudo a la filosofía, al pitagorismo, con el fin de dar a todo la más refinada apariencia racional; lo

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montó todo en un carro triunfal del mayor esplendor, tirado por los dos animales más indomables, el poder y la exaltación, dirigido por la más refinada política: ¡todo inútil! Esa reli­ gión sucumbió. Pobre atavío de un cadáver que sólo en otra época había sido capaz de hacer milagros: la nueva religión cristiana, sin adornos, salió vencedora. El que considera el tema es, como se ve, un extraño que podría ser un musulmán o un mameluco y escribir esto mismo. Continúo, pues. Pero esta misma religión, nacida de forma tan singu­ lar, tenía que convertirse (no digo que lo haya hecho en la práctica de cada época) en la verdadera religión de la huma­ nidad, en un instinto de amor y en un lazo que ligara todas las naciones transformándolas en un ejército de hermanos, objetivo que perseguía desde el comienzo hasta el fin. Es igualmente cierto que tal religión (aunque hicie­ ran luego de ella lo que quisieran quienes la profesaban) fue la primera en enseñar verdades espirituales tan puras y debe­ res tan entrañables, tan desprovistos de toda envoltura y su­ perstición, sin adornos ni coerción, como fue también la pri­ mera en querer perfeccionar el corazón humano tan por sí sola, de forma tan general, sin admitir la menor excepción. Las anteriores religiones de los tiempos y pueblos mejores no poseían más que un estrecho carácter nacional; estaban recubiertas de imágenes y ropajes, de ceremonias y hábitos locales; los deberes esenciales no hacían más que acompañar­ los, añadirse a ellos. En una palabra, eran religiones de un pueblo, de una región, de un legislador, de una época: la cristiana era, evidentemente, lo contrario en todo, la más pura filosofía de la doctrina moral, la más pura teoría de las verdades y deberes, independiente de toda ley o pequeña constitución. En suma, era, si se quiere, el deísmo más filan­ trópico. Y en este sentido era, sin duda, religión universal. Otras religiones demostraron ya, e incluso sus enemigos, que semejante religión no podía, indudablemente, brotar, pros­ perar o introducirse —llámeselo como se quiera— en otra época, más temprana o más tardía. Antes de que el ideal religioso, el deber y la unión de los pueblos, comenzaran a verse, a concebirse, a aceptarse, la especie humana tuvo que prepararse para el deísmo durante muchos milenios; tuvo que levantarse poco a poco de la niñez, de la barbarie, de la

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idolatría, de lo sensible; tuvo que desarrollar sus facultades anímicas a través de muchas formas nacionales, la oriental, la egipcia, la griega, la romana, etc., como a través de gra­ dos y vías de acceso. Diríase que el espíritu conquistador de los romanos, incluso considerado como simple instrumento, tuvo que preceder para abrir caminos en todas partes, para establecer entre los pueblos un vínculo político que antes era desconocido, para poner en marcha sobre esos mismos cami­ nos la tolerancia, las ideas sobre el derecho de gentes con una amplitud igualmente desconocida hasta entonces. De esta forma se extendió y aclaró el horizonte y, como diez nacio­ nes de la tierra irrumpieron en ese claro horizonte, crearon una predisposición hacia la religión que precisamente nece­ sitaban, y todas ellas la fundieron con su propio ser. Fermen­ to, ¡de qué forma singular fuiste preparado y lo preparaste todo en torno a ti! ¡Cuán profunda y ampliamente fuiste asimilado! ¡Cuánto tiempo y con qué fuerza creció y fermen­ tó! ¿Qué más fermentará? Así, pues, es precisamente aquello que suele ser ob­ jeto de burla tan ingeniosa y filosófica («¿dónde se ha pre­ sentado pura esa levadura llamada religión cristiana, dónde ha dejado de mezclarse con la masa, sea de la propia menta­ lidad, sea de otra muy diferente y a menudo abominable?») lo que me parece ser la clara naturaleza de la cosa. Si tal reli­ gión, como lo es efectivamente, fue el refinado espíritu, «un deísmo filantrópico» que no debía mezclarse con ninguna ley civil determinada; si tal religión fue esa filosofía del cielo que, precisamente en virtud de su elevación y su pureza supraterrena, fue capaz de extenderse por la tierra entera, creo que hubiese sido imposible que su fino aroma existiese o se aplicara sin mezclarse con materias terrenas, sin tener nece­ sidad de ellas como vehículo suyo, por así decirlo. Este fue, naturalmente, el modo de pensar de cada pueblo, sus costum­ bres y sus leyes, sus inclinaciones y aptitudes, ya se tratara de una mentalidad fría o ardorosa, buena o mala, bárbara o culta, todo según era. La religión cristiana pudo penetrar, y tuvo que hacerlo, en todo, y quien concibe las disposiciones divinas en el mundo y en el reino humano de forma que no sea a través de móviles terrenos y humanos, posee desde luego más condiciones para la abstracción utópico-imaginativa que para la abstracción filosófica. ¿Cuándo ha obrado la di­ vinidad, en toda la analogía de la naturaleza, de modo que

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no fuese a través de la naturaleza? ¿Acaso no hay por ello divinidad, o no es ella misma la que, inundándolo todo, in­ fluye a través de todas sus obras de modo uniforme e invi­ sible? Haz representar en un teatro humano todas las pasio­ nes del hombre, presentándolas en cada época según su grado de desarrollo, así como en cada continente, en cada nación. La religión no tiene que hacer más que alcanzar objetivos a través de los hombres y para los hombres. Levadura o teso­ ro, cada uno lo lleva en su recipiente y lo mezcla con su masa. Cuanto más fino es el aroma, cuanto más ,tiende a des­ vanecerse, tanto más hay que mezclarlo para hacer uso de él. No veo sentido humano alguno en la opinión que sos­ tiene lo contrario. Pues bien, fue también así como, por no hablar más que en un sentido físico y humano, la mezcla de la religión cristiana fue la más selecta que pueda casi imaginarse. Esta religión se ocupó de la miseria, diariamente en aumento, de los pobres, hasta el punto de que ni el mismo Juliano fue capaz de negarle este mérito halagador. En posteriores tiem­ pos de confusión, fue el único consuelo y el único refugio frente a la opresión general (no hablo de ello en el sentido en que los eclesiásticos lo utilizan constantemente); es más, desde que los bárbaros mismos se convirtieron al cristianis­ mo, esta religión se transformó en el orden y seguridad efec­ tivos del mundo. Una vez amasados los feroces leones y ven­ cidos los vencedores, ¡qué fácil levadura para penetrar en lo profundo, para extender su acción a lo lejos, eternamente! Las pequeñas organizaciones donde podía abarcarlo todo, las distanciadas clases sociales, entre las cuales actuaba como clase intermediaria, las grandes deficiencias de las constitu­ ciones feudales y meramente guerreras, donde la religión cris­ tiana suplía todo lo relativo a la ciencia, a la jurisprudencia y al influjo en el modo de pensar; en todas partes se hizo indispensable, convirtiéndose en el alma de unos siglos, por así decirlo, cuyo cuerpo no era más que espíritu guerrero y agricultura servil, ¿podía ser otra que la devoción el alma que uniera esos miembros y que vivificara ese cuerpo? Si en el plan del destino se había acordado que fuera ése el cuerpo, ¡qué insensatez pensar que tuviese un espíritu ex­ traño al propio de su época! Era, me parece, el único medio de avanzar.

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¡Quién no ha visto que en cada época el llamado «cristianismo» adoptaba plenamente la forma o la analogía de la organización con la cual o en la cual vivía; que el mis­ mo espíritu gótico penetraba también en lo interno y lo ex­ terno de la Iglesia, configurando vestidos y ceremonias, doc­ trinas y templos, afilando el báculo episcopal para convertirlo en espada cuando todo el mundo llevaba espada, creando pre­ bendas, señoríos y esclavos eclesiásticos, porque era lo que había en todas partes! Imaginémonos, siglo tras siglo, aque­ llas formidables organizaciones de cargos eclesiásticos hono­ ríficos, conventos, órdenes monásticas y, posteriormente, in­ cluso cruzadas y evidente dominio del mundo. ¡Enorme edificio gótico!: sobrecargado, opresor, oscuro, carente de gusto — el mundo parece hundirse debajo de él— , pero ¡qué grande, rico meditado, poderoso! ¡Estoy hablando de un acontecimiento histórico, milagro del espíritu humano y, sin duda, instrumento de la providencia! Si el cuerpo gótico removió fuerzas con toda su fer­ mentación y frotamiento, a ello contribuyó lo suyo el espíritu que lo vivificó y le dio cohesión. Si en virtud de aquél se difundió por toda Europa una mezcla de ideas y tendencias elevadas que antes nunca habían ejercido influencia en seme­ jante mezcla y semejante grado, era indudablemente la pro­ videncia 14 la que actuaba también ahí. Sin que pueda entrar ahora en detalles acerca de los diversos períodos del espíritu medieval, lo vamos a llamar espíritu gótico y caballería nórdica en el más amplio sentido; fenómeno grande de tantos siglos, países y situaciones. Al seguir siendo, hasta cierto punto, el «conjunto de todas las tendencias desarrolladas anteriormente por cada uno de los pueblos y períodos», éstos se reducen a tales tenden­ cias, pero el elemento efectivo que los enlazaba todos y hacía de ellos una viva creación divina no es idéntico en cada uno tomado en particular. Tendencias paternales y sagrada vene­ ración del sexo femenino; inextinguible amor a la libertad y despotismo; religión y espíritu guerrero; orden exacto, so­ lemnidad y singular inclinación hacia la aventura, todo ello se confundía. Ideas y tendencias orientales, romanas, nórdi­ cas, sarracenas: sabemos cuándo, dónde y en qué medida se han fundido y modificado aquí y allá. El espíritu de la época impregnaba y ligaba las peculiaridades más diversas: bravura y monacato, aventura y galantería, tiranía y nobleza de alma;

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todo ello formaba el todo que hoy se halla delante de nos­ otros ■ —entre los romanos y nosotros— como un fantasma, como una aventura romántica; un día fue naturaleza, fue ... verdad. Ese espíritu del «honor caballeresco del norte» ha sido comparado * a los tiempos heroicos griegos, y se han encontrado puntos de comparación, claro está. Sin embargo, creo que tal espíritu sigue siendo algo único en la serie de todos los siglos, algo que sólo se parece a sí mismo. Se ha hecho tan formidable burla de él por hallarse entre los ro­ manos y nosotros — quanti viril15— , ¡nosotros! Otros, con más fantasía en el cerebro, lo han elevado, en cambio, por encima de todo; a mí me parece que no es ni más ni menos que un «estado único del mundo», no comparable a ninguno de los anteriores, con sus ventajas y sus desventajas, igual que ellos, y basado en los mismos, cambiando sin cesar y prosiguiendo el esfuerzo hacia lo grande. Los aspectos oscuros de esa época se hallan en todos los libros; todo pensador elegante y clásico que considere el orden de nuestro siglo como el non plus ultra16 de la huma­ nidad tiene ocasión de declarar contra siglos enteros de bar­ barie, de derecho público miserable, de superstición y nece­ dad, de costumbres defectuosas y de falta de gusto, en los templos, en los conventos, ayuntamientos, gremios de arte­ sanos, cabañas y casas, así como ocasión de ensalzar las luces de nuestra época, es decir, su frivolidad y desenfreno, su ca­ lor de ideas y su frialdad de actos; de ensalzar la fortaleza y libertad aparentes de este siglo y su mortal debilidad y fatiga de hecho bajo la incredulidad, el despotismo y la abun­ dancia. De ello están llenos todos los libros de nuestros Voltaire y Hume, Robertson e Iselin, y resulta un cuadro tan bello de la forma según la cual derivan ellos la ilustración y progreso del mundo a partir de los turbios tiempos del deísmo y despotismo de las almas, es decir, la ilustración y mejora del mundo conducen de tal modo a la filosofía y la tranquilidad, que el corazón de los amantes de su tiempo rebosa de alegría. Todo eso es cierto y no lo es. Lo es si, a la manera infantil, se enfrentan los colores entre sí para obtener un cuadro luminoso y claro; ¡hay, desgraciadamente, tanta luz Hurd, Letters on chivalery.

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en nuestro siglo! No lo es si se considera la época de enton­ ces de acuerdo con su ser, sus objetivos, su gusto y sus cos­ tumbres, especialmente como instrumento en el curso del tiempo. En esas instituciones y asociaciones aparentemente solía haber una firmeza, una unión, una nobleza y una gran­ deza señorial que, a decir verdad, nosotros, con nuestras cos­ tumbres afortunadamente refinadas, nuestros gremios disuel­ tos y, a cambio, nuestros países en conexión, nuestra inteli­ gencia innata, nuestro amor a los pueblos, que llega hasta los confines de la tierra, ni sentimos, ni somos ya apenas ca­ paces de sentir. Mira: te burlas de la servidumbre de enton­ ces, de las toscas residencias de la nobleza, de las múltiples y pequeñas islas y subdivisiones, así como de lo que ello conlleva; nada elogias tanto como la disolución de aquellos vínculos, ni conoces otro logro mejor que el conseguido por la humanidad el día en que Europa y, con ella el mundo en­ tero, adquirió la libertad. ¿Adquirió la libertad? ¡Dulce so­ ñador! ¡Si al menos eso y sólo eso fuera cierto! Pero mira también cómo en virtud del estado de aquella época se rea­ lizaron cosas que, de lo contrario, toda la sabiduría humana hubiese tenido que ignorar: Europa se pobló y edificó; linajes y familias, señores y siervos, reyes y súbditos, se compe­ netraron más fuerte y estrechamente; las llamadas toscas residencias impidieron el insalubre crecimiento de las ciuda­ des, esos pantanos para las fuerzas vitales de la humanidad; la ausencia de comercio y de refinamiento impidió el desen­ freno y mantuvo una humanidad simple: castidad y fecun­ didad en el matrimonio, pobreza, laboriosidad, cohesión en la familia. Las rudas corporaciones y los señoríos producían el orgullo de caballeros y artesanos, a la vez que preservaban autoconfianza, estabilidad en el grupo propio, virilidad en el núcleo en el que se vivía, frente a la peor plaga de la huma­ nidad, el yugo de la región y de las almas bajo el que, desde entonces, han sido abiertamente disueltas todas las islas, bajo el que se hunde todo el mundo alegre y libremente. Así pu­ dieron surgir algo más tarde tantas repúblicas guerreras y ciudades fortificadas. Las fuerzas fueron primero sembradas, nutridas y cultivadas con fricciones de las que vivimos hoy todavía en un triste resto. Si el cielo no nos hubiese enviado los tiempos bárbaros ni los hubiese conservado tanto tiempo bajo tantos golpes y ataques, pobre Europa ordenada, que

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devora o expulsa a sus hijos: ¿qué serías con toda tu sabi­ duría? ¡Un desierto! «¡Que haya gente en el mundo que no entienda que la luz no alimenta a los hombres, que la paz, la abundancia y la llamada libertad de pensamiento nunca pueden significar la felicidad y el destino general!» Las sensaciones, el movi­ miento, la acción, aunque después se revelen inútiles (¿qué hay en el escenario humano que posea una utilidad eterna?), aunque ofrezcan sacudidas y revoluciones o sensaciones que resulten aquí y allá exaltadas, violentas e incluso horribles, ¡qué poder, qué efectos en cuanto instrumentos en manos del curso del tiempo! Ha sido el corazón, y no la cabeza, quien ha servido los alimentos, quien lo ha unido todo con inclinaciones e instintos, no con pensamientos enfermizos. Piedad, honor caballeresco, intrepidez amorosa y vigor ciu­ dadano, constitución política y legislación, religión. No pre­ tendo defender las migraciones eternas y las devastaciones de los pueblos, las hostilidades y las guerras feudales, los ejércitos de monjes, las peregrinaciones, las cruzadas; sólo pretendo explicarlos, explicar cómo alienta el espíritu en todo ello. Fermentación de fuerzas humanas. Fue una gran cura de toda la especie mediante un movimiento violento y, si se me permite expresarme con tanto atrevimiento, el des­ tino subió las pesas (aunque con gran estruendo y sin que pudieran colgar tranquilamente) del gran reloj parado; por ello rechinaron los engranajes. ¡Cuán diferentes me parecen los siglos bajo esta luz! ¡Cuánto hay que perdonarles, ya que veo cómo ellos mismos han combatido sus defectos sin cesar, luchando en pos del perfeccionamiento, y esos siglos ciertamente más que otra época! ¡Cuántas difamaciones francamente falsas y exagera­ das, ya que sus abusos eran o bien inventos de algún cere­ bro extraño, o bien eran entonces más suaves e inevitables, y quedaban compensados por el bien opuesto, o los percibi­ mos hoy claramente como instrumentos del gran bien futuro en el que ellos no pensaban! ¿Quién leerá esta historia sin exclamar a menudo: ¿qué ha sido de vosotras, inclinaciones y virtudes del honor y de la libertad, del amor y la bravura, de la cortesía y la palabra?; vuestra profundidad se ha es­ tancado; vuestra estabilidad consiste en un delicado suelo arenoso lleno de granos de plata, donde nada crece. Sea como fuere, dadnos en numerosos aspectos vuestra piedad y supers-

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tición, vuestra oscuridad e ignorancia, vuestro desorden y rudeza de costumbres; tomad, en cambio, nuestra luz e in­ credulidad, nuestra frialdad sin nervio y nuestro refinamiento, nuestra fatiga filosófica y nuestra miseria humana. Además, montaña y valle tienen que ser colindantes, naturalmente, y la sólida y oscura bóveda no podía ser otra que la sólida y oscura bóveda ... ¡gótica! Paso de gigante en la marcha del destino humano. Admitamos simplemente que ha habido antes corrupciones para producir mejoramiento y orden: ¡gran paso! Para dar luz fue necesaria una sombra tan grande; había que afianzar el nudo con tal fuerza para que después tuviera lugar su desatarse: ¿no era necesaria una fermentación para ofrecer la divina bebida pura, sin poso? Creo que esto se seguiría inmediatamente de «la filosofía favorita» del siglo. Ahí te­ néis una espléndida posibilidad de mostrar cuántas aristas han tenido que ser violentamente limadas antes de que sur­ giera la cosa redonda, lisa, linda, que somos nosotros; de mostrar que tenía que haber en la Iglesia tantas atrocidades, errores, falta de gusto, blasfemias; que todos los siglos tenían que luchar, clamar, esforzarse en busca del progreso; todo ello antes de que vuestra Reforma o vuestro brillante y lumi­ noso deísmo pudieran nacer. La mala política tenía que reco­ rrer el ciclo de todos sus males y horrores antes de que nues­ tra «política», en la completa acepción de la palabra, pudiera surgir como el sol de la mañana surge de la noche y de la niebla. Sigue siendo, pues, un bello cuadro, así como orden y avance de la naturaleza, y tú, brillante filósofo, cabalgas sobre las espaldas de todo ello. Pero no puedo creer que haya nada en todo el reino de Dios que sea sólo medio; todo es, a la vez, medio y fin, y lo mismo puede decirse, sin duda, de esos siglos. La flor del espíritu de la época, «el sentido caballeresco», era ya de por sí un producto del pasado entero bajo la genuina for­ ma nórdica; si hasta entonces no se había conocido la com­ binación de las ideas del honor y del amor, de la lealtad y la devoción, la bravura y la castidad, que en aquel tiempo constituían un ideal, ve en tal combinación, frente al mundo antiguo, en el que el vigor de cada uno de los caracteres na­ cionales se había perdido, ve en esa combinación el relevo y el avance hacia lo grande. Desde Oriente hasta Roma se extendía el tronco; ahora nacían las ramas; ninguna de ellas

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poseía la estabilidad del tronco, pero eran más extensas, más ligeras, más altas. A pesar de la barbarie, los conocimientos desarrollados al modo escolástico eran más refinados y ele­ vados; las sensaciones aplicadas según las formas bárbaras y clericales, eran más abstractas y más altas. De ambas cosas surgieron las costumbres, que eran un reflejo de aquéllas. Por muy miserable que fuese el aspecto de esa religión, nin­ guna época anterior supo apenas nada de ella; incluso lo más refinado de la religión turca, lo que nuestros deístas tanto valoran en ella, había nacido «gracias a la religión cristiana», y hasta las más miserables sutilezas monacales, las fantasías más novelescas, ponen de manifiesto que había en el mundo el refinamiento y la habilidad suficientes para imaginarlas y para entenderlas, que se comenzaba a respirar con auténtico vigor en tan refinado elemento. El papado nunca habría po­ dido existir en Grecia ni en la antigua Roma, no sólo por las razones que suelen aducirse, sino también debido efecti­ vamente a la antigua simplicidad, pues no había todavía un sentido, no había espacio, para un sistema refinado de esa índole; el papado del antiguo Egipto constituía, desde luego, un mecanismo mucho más tosco y grosero. Semejantes for­ mas de gobierno, con ese gusto gótico, apenas habían exis­ tido hasta entonces, con esa idea de jerarquía bárbara, que partía de la base y llegaba hasta la cumbre, con los renovados intentos de establecer vínculos entre todo de forma que, sin embargo, nada quedara vinculado. El azar, o más bien la ruda fuerza ejercida libremente, se agotó en pequeñas formas de la forma grande, como apenas un político era capaz de imaginarlo: caos donde todo tendía a una nueva creación más elevada, sin saber cómo ni con qué forma. Las obras del espíritu y del genio procedentes de esa época son de la misma índole, repletas del aroma combinado de todos los tiempos; están demasiado cargadas de bellezas, de refinamien­ tos, de invención, de orden, para que quede una belleza, un orden, una invención; son como los edificios góticos. Si el espíritu se extiende hasta las instituciones y los usos insig­ nificantes, ¿es injusto que siguiera apareciendo en esos siglos una corona del antiguo tronco? (Que ya no era tronco; ya no podía ni tenía que serlo, pero sí corona.) Era precisamente la falta de unidad, el desconcierto, la rica abundancia de ra­ mas y divisiones, lo que constituía su naturaleza. En esas ramas crecen las flores del espíritu caballeresco; de ahí sal-

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drán un día los más bellos frutos una vez que la tormenta haya arrancado las hojas. Tantas naciones hermanas, y no una monarquía so­ bre la tierra. Cada una de esas ramas formaba hasta cierto punto un todo y producía sus renuevos; todas crecían jun­ tas, se entrelazaban, se confundían, cada una con su propia savia. Esa multiplicidad de reinos, esa coexistencia de comu­ nidades hermanas; todas ellas de origen germánico, todas con el ideal de una misma constitución; todas creyentes de una misma religión; cada una luchando consigo misma y con sus miembros; casi invisible, pero muy intensamente em­ pujadas y movidas por un mismo viento sagrado, el prestigio papal. ¡Cómo se ha conmovido el árbol con las Cruzadas, con las conversiones de los pueblos! ¿Dónde ha dejado de echar ramas, flores, raíces? Si los romanos se habían visto obligados a contribuir a crear entre los pueblos una especie de «derecho de gentes y de reconocimiento de la universal condición de romanos» — aunque no de la mejor forma, al subyugar la tierra— , el papado, con toda su violencia, cons­ tituyó en manos del destino el mecanismo de una «unión más elevada todavía de cara a un universal reconocimiento de quienes debían ser cristianos, hermanos, hombres». La canción adquirió un tono indudablemente superior por las disonancias y el afinamiento de los gritos; diversas ideas, tendencias y estados se extendieron por el mundo tras haber sido abstraídos y tras haber fermentado. ¡Con qué rapidez crecieron las ramas y retoños del viejo y simple tronco de la especie humana! *

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Finalmente vino, como decimos, la disolución, el de­ sarrollo; la noche eterna se transformó en la luz de la maña­ na: fue la Reforma, el Renacimiento de las artes, las cien­ cias, las costumbres. La levadura descendió y se convirtió en ... ¡nuestro pensamiento, nuestra cultura, nuestra filoso­ fía! On commengoit á penser comme nóus pensons aujourd’ huí: on n’étoit plus barbare17. Ningún momento del desarrollo del espíritu humano ha sido más bellamente descrito que éste. Como todas nues­ tras historias y todos los discursos de introducción a la Enci-

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clopedia del saber humano universal se refieren a él *; como de Este a Oeste todos los hilos que se han atado desde el comienzo, o flotan en la cabeza como telarañas, enlazan con él como cumbre suprema de la cultura humana; como el sistema es ya tan brillante, conocido, acogido con agrado y está perfectamente establecido, no me atrevo a añadirle nada. Me limitaré a unas pequeñas observaciones marginales. En primer lugar, respecto de la exagerada gloria del entendimiento humano ** tengo que decir que, más que el entendimiento, siempre fue un ciego azar, si se me permite expresarlo así, el que lanzó y dirigió los acontecimientos, el que influyó en esta universal transformación del mundo. O bien han sido sucesos tan grandes, tan fatales, por así decirlo, que sobrepasaban todas las fuerzas y horizontes hu­ manos, sucesos a los que normalmente los hombres se han opuesto y en los que nadie esperaba el resultado en cuanto plan meditado; o bien han sido pequeños azares, más hallaz­ gos que invenciones, aplicaciones de algo conocido desde hacía ya mucho, pero no observado ni aplicado antes; o bien no se trataba más que de un simple mecanismo, de un nuevo recurso, de un nuevo oficio, que cambiaban el mundo. Filó­ sofos del siglo x v i i i , si ello es así, ¿qué es de vuestra idola­ tría del espíritu humano? ¿Quién situó Venecia en este lugar, bajo el apremio de la más intensa necesidad? ¿Quién pensó que sólo en este sitio pudiera y tuviera que estar durante todo un milenio al servicio de todos los pueblos de la tierra? Quien echó al pantano ese estrecho lleno de islas, quien llevó ahí a esos pocos pescadores, era el mismo que hace caer la semilla que, en su tiempo y lugar, se convertirá en encina, el mismo que plantó la cabaña junto al Tíber para que de ella saliera Roma, eterno caudillo del mundo. Como fue el mismo el que un día condujo los bárbaros a la destrucción de la literatura del mundo entero (la biblioteca de Alejandría, un continente que se hundía, por así decirlo) y el que hace ahora que men* Hume, Historia de Inglaterra y Escritos diversos; Robert­ son, Historia de Escocia y Carlos V ; D ’Alembert, Mélanges de litté­ rature et de philosophie; Iselin. Historia de la humanidad, 2.a parte, Escritos diversos, y toda la corte que va detrás de ellos repitiendo lo mismo. ** Gloire de l’esprit humain, ses progrès, révolution, son dé­ veloppement, sa création, etc.

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diguen y conserven un pequeño resto de ella y, de un modo completamente distinto, por caminos que nadie había pen­ sado ni deseado, que lo traigan a Europa. El mismo que aho­ ra hace destruir por medio de esos bárbaros una ciudad imperial18, con el fin de que las ciencias, que nadie iba a buscar y que eran allí inútiles, huyan hacia Europa. ¡Todo es un gran destino impensado, inesperado, no producido por el hombre! ¿No ves, hormiga, que no haces otra cosa que deslizarte sobre la gran rueda del destino? Si nos introducimos algo más en las circunstancias de todas las llamadas ilustraciones del mundo vemos siempre lo mismo. Aquí en gran escala, allí en pequeña escala, azar, des­ tino, divinidad. Lo que puso en marcha las reformas fueron siempre pequeños detalles que nunca iban inmediatamente acompañados del grandioso plan que exhibieron posterior­ mente. Al contrario: cuantas veces ha sido un hecho ese grandioso plan humano previo, meditado, otras tantas ha fra­ casado. Todos vuestros grandes concilios eclesiásticos, em­ peradores, cardenales y señores del mundo, nunca cambiarán nada. Lo hará, en cambio, Lutero, ese monje sin finura, igno­ rante. Y lo hará a partir de cosas pequeñas, cosas con las que lo que menos pensaba era llegar tan lejos; con medios que, en términos de nuestra época, expresado filosóficamen­ te, nunca hubiesen hecho esperar tal resultado; las más de las veces él fue quien menos lo produjo; simplemente incitó a otros, suscitó reformadores en todos los demás países; él se puso en pie y dijo: «Yo me muevo; existe, pues, el mo­ vimiento.» Así se produjo lo que resultó, ¡la transformación del mundo! ¡Cuántas veces habían surgido Luteros anterior­ mente y habían desaparecido! ¡Cuántas veces se les tapó la boca con humo y con llamas, o bien su palabra no encontró el ambiente donde resonara! Pero ahora es primavera: la tierra se abre, el sol la incuba y surgen mil plantas nuevas. Hombre, nunca has sido, casi contra tu voluntad, más que un pequeño instrumento ciego. «¿Por qué — exclamó el apacible filósofo— no se han producido todas esas reformas sin revolución? Se hubiese te­ nido que dejar simplemente que el espíritu humano siguiese su camino tranquilo, para evitar que las pasiones creen aho­ ra nuevos prejuicios en el tumulto de la acción y se sustituya un mal por otro mal.» Respuesta: porque semejante camino tranquilo en la marcha del espíritu humano hacia el perfec-

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cionamiento del mundo no es más que un fantasma de nues­ tra cabeza, nunca el procedimiento divino en la naturaleza. Esa semilla cae al suelo; ahí se queda encogida; pero viene el sol a despertarla; ella se abre, sus vasos se dilatan con fuerza y atraviesa el suelo; así surge la flor, así el fruto; ni la fea seta del campo crece tal como tú te imaginas. La causa de toda reforma ha sido igualmente una pequeña semilla de ese tipo que cayó al suelo silenciosamente, sin merecer ape­ nas ser mencionada; los hombres la poseían ya desde hacía mucho, pero no se fijaban en ella ni le prestaban atención. Sin embargo, en virtud de la misma cambiarían y se crearían de nuevo inclinaciones, usos, un mundo de costumbres. ¿Es eso posible sin revolución, sin pasión ni movimiento? Lo que dijo Lutero se sabía desde hacía mucho tiempo, pero en esta ocasión lo dijo Lutero. Cuando Roger Bacon 19, Galileo, Des­ cartes, Leibniz hicieron sus descubrimientos reinaba la cal­ ma: fue un rayo de luz; pero sus inventos abrirían una bre­ cha, harían desaparecer ideas, transformarían el mundo; se produjo una tormenta, una llamarada. El reformador puede haber tenido pasiones innecesarias para el asunto, para la ciencia, pero la introducción de ésta las exigía, y precisa­ mente el hecho de que tenía pasiones, de que poseía las suficientes para llegar desde la nada a algo que no habían sido capaces de conseguir todos los siglos anteriores con sus instituciones, su maquinaria y su especulación, ese hecho cons­ tituye justamente las credenciales de su misión. «Las más de las veces fueron simples hallazgos mecá­ nicos que, desde hacía ya mucho tiempo, habían sido parcial­ mente vistos, conocidos, con los que se había jugado, pero que sólo entonces, aplicados así y no de otro modo en virtud de una ocurrencia, transformaron el mundo.» Así, por ejem­ plo, la aplicación del cristal a la óptica, del imán a la brúju­ la, de la pólvora a la guerra, de la imprenta en favor de la ciencia, del cálculo a un mundo matemático completamente nuevo; todo adquirió un espacio distinto. Se había modifi­ cado el instrumento, se había descubierto un lugar fuera del mundo antiguo y así se había removido éste. Descubierta la artillería, he ahí que desaparecía la antigua bravura de Teseo, de los espartanos, romanos, caba­ lleros y gigantes; la guerra era otra cosa y ¡cuántos otros aspectos cambiaban con esta guerra distinta!

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Descubierta la imprenta, ¡qué cambio, qué alivio y extensión, qué claridad y llaneza en el mundo de la ciencia! Todo el mundo puede leer, deletrear; todos cuantos saben leer adquieren cultura. Con la pequeña aguja sobre el mar, ¡quién puede con­ tar las revoluciones producidas por ese hecho en todos los continentes! Regiones mucho mayores que Europa, descu­ biertas; costas llenas de oro, plata, piedras preciosas, espe­ cias y muerte, conquistadas; hombres convertidos o educados para ser introducidos en las minas, en los ergástulos70, en el vicio; Europa despoblada, con sus fuerzas más íntimas consumidas por la enfermedad y la opulencia: ¡quién puede contarlo, describirlo! Costumbres, inclinaciones, virtudes nue­ vas: ¿quién puede contarlas, descubrirlas? El círculo en el que se mueve el mundo desde hace tres siglos es infinito. ¿A qué se ha debido, qué ha sido lo que lo ha impulsado? La punta de esa aguja, dos o tres ideas mecánicas. IE De ahí precisamente se seguirá que una gran par­ te de esa llamada nueva cultura sea, a su vez, verdadera mecánica. Considerada ésta más de cerca, ¡qué espíritu más nuevo constituye! En la mayoría de los casos, los nuevos métodos de todas clases y de todas las artes cambiaron el mundo, pero esos mismos métodos dejaron en la inutilidad una serie de fuerzas que antes eran necesarias y que ahora se pierden con el tiempo (pues toda fuerza no utilizada se adormece). Ciertas virtudes propias de la ciencia, la guerra, la vida cívica, la navegación, el gobierno, dejaron de ser ne­ cesarias: el resultado fue una máquina y la máquina es regida por un solo individuo; con un pensamiento, con una señal: ¡cuántas energías duermen también por ello! Una vez inven­ tada la artillería, ¡qué debilitamiento de nervios, de la ruda fuerza corporal de la guerra, del vigor guerrero del alma, de la bravura, de la fidelidad, de la presencia en cada una de las circunstancias, del sentido del honor del mundo antiguo! El ejército se ha convertido en una máquina pagada, carente de ideas, de fuerza, de voluntad, dirigido por la cabeza de un solo hombre, como un muñeco movible, como un muro vi­ viente al que se paga para que dispare balas y las pare. En el fondo, pues, un romano y un espartano quizá dirían: «Se han extinguido las virtudes en el hogar más íntimo del cora­ zón y se ha marchitado la corona del honor militar.» Y ¿qué hay ahora en su lugar? El soldado es el primer sirviente

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pagado por el estado con librea de héroe: he ahí su honor y su profesión. El existe, y con la mayor facilidad hace volar los restos de las existencias individuales: la antigua forma gótica de la libertad, de los gremios, de la propiedad; el mi­ serable edificio de mal gusto es derribado y destruido; sus pequeñas ruinas quedan tan estrechamente bloqueadas que, si bien el país, el habitante, el ciudadano, la patria, represen­ tan a veces algo, el señor y el siervo, el déspota y el sirviente de librea de cada cargo, oficio y condición, desde campesino a ministro, desde ministro a sacerdote, lo representan todo. Esto se llama soberanía, política refinada, nueva forma filo­ sófica de gobernar, y es efectivamente distintivo del rango y corona de los tiempos modernos. Pero ¿en qué se basan éstos? Como lo muestra la conocidísima águila solar en todas las monedas, en tambores, banderas, proyectiles y gorras de soldados siempre dispuestos. El espíritu de la nueva filosofía: pienso que la mayor parte de sus creaciones muestra que no puede ser más que una especie de mecánica. Con su filosofía y su erudición, ¡qué ignorantes y faltos de vigor en cuestiones de la vida y del sano entendimiento! En los siglos antiguos el espíritu filosó­ fico nunca existía por sí solo, sino que surgía de las activi­ dades y se apresuraba a volver a ellas; de ahí que no tuviera otro objetivo que producir almas enteras, sanas, activas. Desde que el espíritu filosófico se halla aislado y se ha con­ vertido en una profesión, es eso, profesión. ¿Cuántos de vosotros consideráis la lógica, la metafísica, la moral como lo que son, órganos del alma humana, instrumentos con los que hay que actuar, modelos de formas de pensar que no tienen que suministrar a nuestra alma más que su propio y bello modo de pensar? En lugar de ello se disponen mecá­ nicamente los pensamientos dentro de tales disciplinas, ju­ gando y haciendo prestidigitación con ellos, ¡el más arries­ gado de los luchadores de esgrima baila con la espada sobre la cuerda académica, causando la admiración y la alegría de cuantos se hallan sentados alrededor y aclaman al gran artista porque no se rompe cabeza y piernas: es su arte. Si queréis arreglar mal un asunto dádselo al filósofo. Sobre el papel, ¡qué limpio, qué suave, bello y grande, pero qué fatal a la hora de ejecutar! A cada paso se asombra y se queda parado ante las dificultades y consecuencias que no había visto. Con todo, los niños fueron realmente grandes filósofos: sabían

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contar y jugar corrientemente con silogismos, con figuras, con instrumentos, a veces tan alegremente, que surgían nuevos silogismos, resultados, lo que llaman descubrimientos — ¡fru­ to, honor, cima del espíritu humano!— mediante un juego mecánico. Esa ha sido la filosofía difícil; ahora la fácil, gracias a Dios. ¿Qué hay más mecánico que ésta? En las ciencias, en las artes, en las costumbres, en el modo de vida donde se ha introducido, donde constituye la savia y la flor del siglo, ¿qué hay más mecánico que ella? Precisamente la antigua costum­ bre, el disparatado prejuicio según el cual había que apren­ der y madurar lentamente, penetrar en lo profundo y juzgar una vez alcanzada la madurez, ha sido rechazado por ella como un yugo opresor. ¡Qué bello, fácil y libre juicio ha in­ troducido en nuestras salas de justicia midiéndolo y despa­ chándolo todo a la luz de dos sucesos y pasando por alto lo individual, que es donde reside la spedes factí21, atenién­ dose a la clara y superior generalidad, en lugar de los cono­ cimientos menudos, minúsculos, detallados, en los que cada caso tiene que tratarse y examinarse tal como es! En lugar de juez, ser filósofo (¡flor de nuestro siglo!). ¡Qué vista de águila ha aportado la filosofía a nuestra economía nacional y a nuestra ciencia política en lugar de los conocimientos — trabajosamente adquiridos— acerca de las necesidades y verdadera condición del país! ¡Qué panorama de conjunto, como sobre un mapa o sobre una tabla filosófica! Principios desarrollados por boca de Montesquieu, a partir de los cuales y según los cuales cien regiones y pueblos distintos son eva­ luados en un instante, improvisadamente, según la tabla de multiplicar de la política. Lo mismo puede decirse de todas las bellas artes, las profesiones y casi los más pequeños tra­ bajos de jornaleros: ¿quién necesita bajar a ellos penosamen­ te, recorrerlos en distintas direcciones como en una cueva abovedada, trabajarlos? ¡Se emplea la razón! Diccionarios y filosofías sobre todas esas cosas, sin entender una sola de ellas con el instrumento en la mano. Todas se han convertido en un abrégé raisonné22 de su previa pedantería, en espíritu abstracto, en filosofía de dos ideas, en la cosa más mecánica del mundo. ¿Se me permite demostrar qué noble cosa mecánica es el espíritu moderno? ¿Hay una lengua y una estructura­ ción de períodos más cultivadas, es decir, una horma más

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estrecha para el pensamiento, el modo de vida, el genio y el gusto que las del pueblo desde el cual ese espíritu se ha pro­ pagado por todo el mundo del modo más brillante? ¿Qué espectáculo es más marioneta de una regla de belleza, qué modo de vida es más monería de una cortesía, de un buen humor, de unos ornamentos verbales, fáciles y mecánicos, qué filosofía se ha convertido más que la suya en escaparate de unos pocos sentimientos y en un tratamiento de todas las cosas del mundo de acuerdo con esos sentimientos? Son mo­ nos del sentimiento de humanidad, del genio, de la alegría, de la virtud, y precisamente porque no son más que eso, y por ser tan fáciles de imitar, lo son para toda Europa. III. Se comprende, pues, bien hacia qué punto tien­ de y es dirigida la cultura una y otra vez: «¡Filosofía, pen­ samiento, fácil mecánica, razonamiento que se extiende hasta unos pilares de la sociedad que hasta entonces se limitaban a estar en pie y a sostener!» Y tampoco en este caso soy apenas capaz, desde las perspectivas más distintas, de enten­ der cómo puede emplearse la razón en presentar eso, con tal generalidad y exclusividad, como la cumbre y la meta de toda cultura humana, de toda felicidad, de todo bien. ¿Acaso está todo el cuerpo dispuesto para la visión? Si la mano y el pie quieren ser ojo y cerebro, ¿no sufrirá el cuerpo entero? Un razonamiento extendido con excesiva imprudencia e inutili­ dad ¿no puede debilitar, no ha debilitado de hecho, la incli­ nación, el instinto de vivir, la acción? De todos modos esa fatiga puede ser conveniente al espíritu de algunos países: los miembros agotados tienen que desaparecer; no poseen fuerza más que quizá para opo­ nerse de pensamiento. Todos los engranajes permanecen en su sitio debido al miedo, a la costumbre, a la opulencia y a la filosofía, y ¿qué otra cosa son numerosos rebaños filosó­ ficamente regidos que un conglomerado forzosamente unido, que ganado, que madera? ¡Piensan! Quizá se extiende el pensar entre ellos, pero hasta cierto punto, para que de día en día vayan sintiéndose más máquinas, o bien sientan de acuerdo con los prejuicios establecidos; para que aprendan a rechinar y tengan que irse. Rechinan, claro, no saben ha­ cer otra cosa que rechinar; su vida se alimenta de librepen­ samiento. Caro, agotado, fastidioso, inútil librepensamiento, sustituto de lo único que quizá les haría falta: ¡corazón, ca­ lor, sangre, humanidad, vida!

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Que cada uno haga una valoración. La luz se ha ele­ vado y extendido al infinito, mientras que la inclinación, el instinto de vivir, se hallan desproporcionadamente debilita­ dos. Las ideas de amor a los hombres, a los pueblos, al ene­ migo, han crecido; el cálido sentimiento de las inclinaciones paternales, maternales, fraternales, infantiles, amistosas, ha disminuido. Los principios de la libertad, del honor de la virtud, se han extendido tanto, que todo el mundo los ad­ mite de la forma más clara, que en algunos países todos, hasta los más insignificantes, los tienen en los labios; pero, al mismo tiempo, cada uno de ellos los lleva unidos a la peor cadena de timidez, vergüenza, opulencia, servilismo y mise­ rable falta de plan. Los recursos, las facilidades, se han pro­ pagado infinitamente, pero esos recursos se juntan en manos de uno solo o de unos cuantos que son los que piensan: la máquina ha perdido las ganas de vivir, de actuar, de vivir con nobleza humana, humanitariamente, satisfecha: ¿vive más la máquina? En su conjunto y en su parte más pequeña, no es más que el pensamiento del maestro. ¿Es éste el bello estado ideal al que todo nos prepa­ ra, que se extiende cada vez más en Europa, que se difunde por todos los continentes, que pretende ordenarlo todo para que sea lo que somos nosotros: seres humanos? ¿Ciudada­ nos de una patria? ¿Seres destinados a ser algo por sí mis­ mos en el mundo? Tal vez, pero todo ello, desde luego, según el número, las necesidades, el objetivo y la determinación de un cálculo político. Cada uno con el uniforme correspon­ diente a su posición: ¡una máquina! Ahí están esos brillantes mercados destinados a formar a la humanidad: el pulpito y el escenario, las salas de justicia, las bibliotecas, las escuelas y, particularmente, la coronación de todo ello, ¡las ilustres Academias! Solemnemente consagradas, ¡con qué brillantez!, a la gloria eterna de los príncipes, a los grandes objetivos de la formación e ilustración del mundo, de la felicidad de los hombres. ¿Qué hacen esas Academias? ¿Qué pueden ha­ cer? ¡Juegan! IV. Así, pues, una palabra acerca de algunos de los más conocidos medios que, ¡honra de nuestro siglo!, poseen el propósito creador de «formar a la humanidad». Llegamos así, al menos, a una faceta muy práctica de este libro. Si desde el comienzo no he escrito en vano, se verá que la formación y el desarrollo de una nación nunca es otra

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cosa que obra del destino, resultado de mil causas cooperan­ tes, de algo así como la totalidad del elemento en que viven. Si ello es así, ¡qué juego de niños basar esa formación exclu­ sivamente en algunas ideas claras sobre las que cabalgaría­ mos casi desde la regeneración de las ciencias! Ese libro, ese autor, esa multitud de libros, tienen que formar; el resul­ tado entero de los mismos, la filosofía de nuestro siglo, tiene que formar. ¿Qué quiere decir esto sino suscitar o reforzar las inclinaciones mediante las cuales la humanidad adquiere su felicidad? Y ¡qué abismos tenemos que franquear para que ello suceda! En realidad, las ideas no suministran más que ideas: más claridad, corrección y orden en el pensamiento; pero esto es todo cuanto puede esperarse con seguridad, pues ¿cómo va a combinarse todo ello en el alma, cuál será la intensidad y la duración de tal cambio, y, finalmente, cómo se mezclará e introducirá en las mil diferentes circunstancias y caminos de la vida humana, por no decir de una época, de todo un pueblo, del mundo entero (como pensamos modesta­ mente)? ¡Dioses, qué nuevo mundo de preguntas! Una persona que hubiese aprendido el artificial modo de pensar de nuestro siglo; que leyera todos los libros que, desde niños, leemos, elogiamos y de acuerdo con los cuales —según dicen— nos formamos; que recogiera los principios que, expresa o tácitamente, admitimos y que nosotros adap­ tamos también con ciertas facultades anímicas, etc.; que quisiera extraer de todo ello una conclusión relativa al me­ canismo viviente global del siglo ... ¡lamentable error! Pre­ cisamente porque estos principios son tan corrientes, por­ que, al igual que los juegos, corren de mano en mano y, al igual que las palabras, van de boca en boca, precisamente a ello se debe con toda probabilidad el que sean ya incapaces de producir efecto alguno. ¿Se necesita aquello con lo que se juega? Si poseemos tanto trigo, que no se siembra ni plan­ ta el campo, sino que nos vemos obligados a llenarlo como un granero, ¡árido y seco granero! ¿Puede echar algo raíces en él, puede levantarse? ¿Entra siquiera algún grano en la tierra? ¿Para qué voy a buscar ejemplos de una verdad de la que, desgraciadamente, casi todo serviría de ejemplo? Re­ ligión y moral, legislación y costumbres corrientes, ¡cuán inundadas de bellos principios, desarrollos, sistemas, inter­ pretación! Inundadas hasta .el punto de que ya casi nadie ve

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el fondo ni hace pie. Pero precisamente por eso tampoco se hace otra cosa que sobrenadar todo ello. El teólogo hojea las más conmovedoras exposiciones de la religión, las aprende, las sabe, las demuestra y las olvida. Desde nuestra infancia, todos somos educados para convertirnos en esa clase de teó­ logos. En el pulpito resuenan los principios que todos profe­ samos, sabemos, encontramos hermosos, pero que dejamos sobre ese mismo pulpito o a su lado. Igual puede decirse de la lectura, la filosofía y la moral. ¿Quién no está cansado de leerlas? Y ¿qué escritor no asume como su principal tarea la buena presentación, el limitarse a dorar una píldora ca­ rente de fuerza? Cabeza y corazón van entonces separados. El hombre ha llegado, desgraciadamente, al punto de actuar, no según lo que sabe, sino según lo que le gusta. ¿De qué sirven al enfermo todas las golosinas que sus dolencias no le dejan saborear? Es más, precisamente la abundancia de tales golosinas le ha causado la enfermedad. A los propagadores del medio de tal cultura podría dejárseles siempre el lenguaje y la ilusión de que ellos edu­ can a la humanidad; a los filósofos de París, en particular, la creencia de que educan toute l'Europe y tout l'Univers. ¿Ya se sabe lo que significa el lenguaje? Tono, frases convencio­ nales, bellos giros o, a lo más, ilusiones útiles. Pero si tam­ bién recurren a tales medios de cultura diletante los que manejan instrumentos completamente distintos — cuando son precisamente ellos los que, con la ayuda de esos medios, pro­ porcionan a nuestro siglo bellas emanaciones— , si también ellos ponen los ojos en el brillo de esa inefectiva luz para te­ ner el corazón y las manos libres, ¡error y pérdida! ¡Sois deplorables! Hubo una época en que se consideraba la legislación como el único medio de formar a las naciones, y este medio, abordado de la forma más singular, no debía ser las más de las veces sino una filosofía general de la humanidad, un có­ digo de la razón, de la especie humana y qué sé yo cuántas cosas más. Sin duda, la cosa era más deslumbrante que útil. Pero así era posible agotar todos los «lugares comunes sobre lo justo y sobre el bien, así como los relativos a la filantropía y la sabiduría, a las perspectivas extraídas de todos los tiem­ pos y de todos los pueblos para todos los tiempos y todos los pueblos». ¿Para todos los tiempos y pueblos? Consi­ guientemente, no para el pueblo a la medida del cual tenía

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que estar precisamente cortado ese código, como su traje. Una recopilación tan general ¿no constituye quizá también la espuma que se funde en el aire de todas las épocas y pue­ blos? ¡De qué forma más distinta hay que ofrecer alimento a las venas y tendones del propio pueblo para que éste sea fortalecido y refrescado hasta la médula! Entre una generalidad cualquiera — aunque constitu­ ya la más hermosa verdad·— y la menor de sus aplicaciones hay un abismo. ¿Y la aplicación al único lugar adecuado, al fin conveniente, sólo del mejor modo? El Solón23 que ha desterrado una sola mala costumbre en una aldea, que ha puesto en movimiento una corriente de sentimientos y acti­ vidades humanas, ha hecho mil veces más que vuestros pen­ sadores sobre la legislación, entre los cuales todo es verda­ dero y todo es falso, ¡miserable sombra general! Hubo un tiempo en que la creación de academias, bibliotecas, salas de arte, se llamaba educación de la huma­ nidad. ¡Magnífico! Esa academia es el nombre de la corte, el digno pritaneo 24 de hombres de mérito, apoyo de ciencias valiosas, excelente sala para el cumpleaños del monarca. Pero ¿qué hace para educar al país, a la gente, a los súbditos? Y en caso de que hiciera todo eso, ¿hasta qué punto propor­ cionaría felicidad? ¿Pueden hacer esas estatuas, aunque las pongáis sobre pilares a lo largo del camino, que cada tran­ seúnte las vea y las sienta como griego, que se encuentre a sí mismo en ellas? Difícilmente. ¿Pueden esas poesías, esas bellas lecciones de estilo ático, crear una época en que esas poesías y discursos operen y produzcan milagros? No lo creo. Si los llamados restauradores de las ciencias, por más que fuesen papas o cardenales, hicieron intervenir continua­ mente a Apolo, las musas y los dioses en la nueva poesía latina, sabían que se trataba de un juego. La estatua de Apo­ lo podía estar siempre al lado de Cristo y Leda25: el efecto de los tres era el mismo: ¡ninguno! ¿Creéis que se tendría en pie vuestro escenario, vuestro púlpito, si la presentación, el escenario, pudieran producir heroísmo y crear Brutos y Catones? Finalmente, se amontona Osa sobre Pellón26 en las ciencias más nobles, ¡gran empresa! Apenas se sabe para qué se amontona. Los tesoros están ahí, pero no son emplea­ dos; lo cierto es que no es la humanidad la que los utiliza. Hubo un tiempo en que todo se precipitaba sobre la educación y en que ésta se asentaba en bellos conocimientos

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reales, en la instrucción, en la ilustración, en facilitar la com­ prensión, incluso en el temprano refinamiento encaminado a enseñar buenos modales. Como si todo esto pudiese cam­ biar y producir inclinaciones sin pensar en ninguno de los despreciados medios a través de los cuales se restauran y re­ crean buenas costumbres, prejuicios incluso, ejercicios y ener­ gías, únicos instrumentos con los que podría crear un «mun­ do mejor». La formulación, el plan, fue redactado, impreso, olvidado: ¡un manual de educación de los que poseemos mi­ les, un código de buenas reglas de los que tendremos todavía millones, mientras el mundo sigue tal cual es! ¡Cuán diferente era antiguamente la forma de pensar sobre ello entre los pueblos y en las épocas en que todo era aún tan estrechamente nacional! Toda educación surgía de las más peculiares necesidades individuales y a ellas volvía, pura experiencia, acción, aplicación de la vida, en la esfera más concreta. Aquí en la cabaña patriarcal, allí en el estrecho territorio agrícola, allí en una pequeña república de hombres en la que se conocía, se sentía todo, en la que también se ofrecía, pues, algo que sentir, donde se iba con el corazón en la mano y se dominaba con la vista aquello de lo que se hablaba. Es, por tanto, un reproche positivo el que nuestro ilustrado siglo dirige a los griegos, menos ilustrados, cuando les acusa de no haber filosofado de forma realmente general y puramente abstracta, de haberse movido siempre en la na­ turaleza de pequeñas necesidades, en un escenario limitado. Su lenguaje tenía aplicación, toda palabra encontraba su si­ tio. Y en los tiempos mejores, cuando no se hablaba todavía con palabras, sino con actos, con costumbres, con símbolos, con mil influencias, ¡qué diferente era la enseñanza, qué con­ creta, fuerte y eterna! Nosotros hablamos a la vez de mil posiciones sociales, clases, especies humanas, para no decir nada de cada una de ellas: nuestra sabiduría, tan fina e incor­ poral, es espíritu abstracto que se esfuma sin utilidad nin­ guna. Allí era y continuó siendo sabiduría del ciudadano, historia de un objeto humano, savia llena de poder nutritivo. Si mi voz tuviese fuerza y auditorio, ¡cómo gritaría a todos los que trabajan en la educación de la humanidad!: nada de lugares comunes del perfeccionamiento, de cultura libresca, y no basta el estar dispuesto: ¡hay que actuar! De­ jadles hablar y decir disparates a los que tienen la desgracia de no poder hacer otra cosa. ¿No ocupa el preferido de la

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novia un puesto más hermoso que el poeta que canta para ella o que el casamentero que pide su mano para el novio? Mira, quien más bellamente sabe cantar la filantropía, el amor de los pueblos, la fidelidad a la patria, proyecta quizá darle la más profunda puñalada, con efectos que duren siglos. El que parece más noble legislador es quizá el más íntimo destructor de su siglo. No intentaba obtener un mejoramien­ to, un sentido humano y una felicidad internos; se movía de acuerdo con la corriente del siglo, convirtiéndose en el sal­ vador de la especie humana según la manía de la época, con­ siguiendo, claro está, la breve recompensa de todo ello: el efímero laurel de la vanidad, convertido mañana en polvo y ceniza. La gran obra divina, consistente en educar a la huma­ nidad, en silencio, con fuerza, en secreto, eternamente, no podía ir unida a la vulgar vanidad. V. Indudablemente se acudirá, tras lo que llevo es­ crito, a la conocida frase de que siempre se elogia lo lejano y se lanzan quejas contra lo actual; de que son los niños los que se enamoran del oropel lejano y, debido a que lo desco­ nocen, entregan por él la manzana que tienen en la mano. Pero tal vez no sea yo uno de esos niños. Examino todo lo grande, lo bello, lo singular de nuestro siglo y, a pesar de mis reproches, siempre me he apoyado en él, en su «¡Filoso­ fía, su difundida claridad, su habilidad mecánica, su facilidad de asombro, su suavidad!» ¡Cuántos progresos ha hecho nues­ tro siglo en este sentido desde la restauración de las cien­ cias! ¡Con qué medios más extraordinariamente sencillos ha subido a lo alto! ¡Con qué vigor y seguridad ha garantizado tales logros para la posteridad! Creo haber ofrecido obser­ vaciones al respecto, en lugar de las exageradas declaraciones laudatorias que se encuentran en todos los libros de moda, especialmente en los franceses. Gran siglo, ciertamente, como medio y fin; sin duda ninguna, la más elevada cima del árbol en relación con todas las que nos han precedido y nos sirven de base. ¡Cómo hemos aprovechado tanta savia de raíces, tronco y ramas cuanta ha podido asimilar el estrecho vértice de nuestro árbol! Esta­ mos 27 por encima de los orientales, griegos, romanos, espe­ cialmente de los bárbaros godos. Nuestra mirada domina, pues, la tierra; hasta cierto punto, todos los pueblos y conti­ nentes de la tierra se hallan a nuestra sombra^ y cuando una tormenta sacude dos pequeñas ramas en Europa, ¡cómo se

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estremece y sangra el mundo entero! ¿Cuándo ha marchado el mundo tan universalmente unido como ahora, estando li­ gado por tan pocos hilos? ¡Cuándo hemos tenido más poder y más máquinas capaces de sacudir naciones enteras con una simple presión, con sólo mover un dedo? Todo se mueve en torno al vértigo de dos o tres pensamientos. Simultáneamente, ¿cuándo han sido tan universales como ahora las luces en el mundo? Y continúa ilustrándose ininterrumpidamente. Si la sabiduría se limitaba antes a ser estrechamente nacional y penetraba, por ello, más profunda­ mente y atraía con más fuerza, ¡cuán lejos llegan ahora sus destellos, con qué amplitud se leen los escritos de Voltaire! ¡Casi el mundo entero resplandece con la claridad de Vol­ taire! ¡Y cómo parece seguir siempre adelante este proce­ so! ¡A dónde no llegan ya y llegarán las colonias europeas! En todas partes los salvajes irán madurando —y tanto más cuanto más se aficionen a nuestro aguardiente y a nuestra opulencia— para convertirse a nuestra civilización. Todos los hombres se aproximan a nuestra cultura, especialmente a través del aguardiente y la opulencia; en todas partes serán todos, con la ayuda de Dios, como nosotros, hombres bue­ nos, fuertes, felices. Comercio y papado, ¡cuánto habéis contribuido ya a esta gran tarea! Españoles, jesuítas y holandeses, naciones filantrópicas, desinteresadas, nobles y virtuosas, ¿qué no tie­ ne que agradeceros ya en todos los continentes la cultura de la humanidad? Si esto marcha en los otros continentes, ¿cómo no va a marchar en Europa? Vergüenza para Inglaterra que Irlanda haya permanecido tanto tiempo salvaje y bárbara: ahora está organizada y es dichosa. Vergüenza para Inglaterra que los escoceses del norte hayan ido tanto tiempo sin pantalones: ahora los llevan al menos consigo en una percha y son dicho­ sos. ¡Qué imperio ha dejado de desarrollarse en la grandeza y felicidad de nuestro siglo! Uno solo quedaba, para vergüen­ za de la humanidad, a medio camino, sin academias, sin so­ ciedades agrícolas, llevando bigote y, en consecuencia, ali­ mentando regicidas. Pero he ahí lo que la magnánima Francia, por sí sola, ha hecho de la salvaje Córcega; la tarea fue realizada por tres bigotes: convertirlos en hombres como nosotros, buenos, fuertes, felices.

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¡Cuánto se han elevado todas las artes que practica­ mos! ¿Puede imaginarse algo que supere esa política, ese sis­ tema, esa ciencia, en orden a educar a la humanidad? * Los únicos resortes de nuestros estados son el miedo y el dine­ ro, sin necesitar para nada ni la religión (¡resorte infantil!), ni el honor, ni la libertad del alma, ni la dicha humana. ¡Qué bien sabemos atrapar al único dios de todos los dioses, Mammón, y transformarlo, como un segundo Proteo! ¡Qué bien sabemos obligarlo a conceder lo que queremos! ¡Supre­ ma política dichosa! Fijaos en un ejército, ¡el más bello prototipo de so­ ciedad humana! ¡Qué colorido y ligereza de uniforme en todos, qué ligereza de alimentación, armonía de pensamiento, libertad y comodidad en todos los miembros, qué nobleza de movimientos! ¡Qué luminosos y excelentes instrumentos en sus manos! Conjunto de virtudes que aprenden al manejarlos diariamente, imagen de la excelencia suprema del espíritu hu­ mano y gobierno del mundo: ¡resignación! Equilibrio de Europa, ¡gran invención que ninguna época anterior había conocido! Obsérvese cómo esto$ grandes cuerpos de estado en los que la humanidad puede induda­ blemente recibir el mejor cuidado, tienen ahora roces mutuos sin destruirse ni poder destruirse jamás, tal como vemos en los ejemplos, tan tristes, de la miserable política de los go­ dos, hunos, vándalos, griegos, persas, romanos, en una pala­ bra, de todas las épocas anteriores a la nuestra: obsérvese cómo constituían su noble marcha real para tragar esos tone­ les de agua llenos de insectos, para crear uniformidad, paz y seguridad. ¿Pobre ciudad? ¿Pueblo torturado? ¡Dichosos nosotros! Es para mantener la obediencia, la paz, la seguri­ dad, las virtudes cardinales todas, así como la felicidad; por ello tenemos mercenarios, aliados, equilibrio europeo. En Europa continuará y tiene que continuar habiendo, ¡dichosos nosotros!, calma, paz, seguridad y obediencia. Nuestros historiadores políticos y poetas épicos de la monarquía no necesitan más que describir de cuando en cuando el crecimiento de este estado **. «Tiempos tristes, antaño, cuando sólo se actuaba según la necesidad y el senti*

Hume, Escritos políticos; Ensayos, 4, 9, 25, 26 y su His­

toria. ** Robertson, Historia de Carlos V , introducción, de la que esto es un simple extracto fiel, con algún juicio sobre su juicio.

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miento propio; tiempos más tristes, cuando el poder de los gobernantes no era todavía ilimitado; tiempos más tristes aún, cuando sus ingresos no eran todavía del todo arbitra­ rios; ¡qué poco queda, pues, al escritor épico-filosófico para razonar en sentido general o para describir Europa como totalidad! No más ejércitos capaces de inquietar fronteras lejanas; no más soberanos capaces de salir de su tierra para conquistar; todo se halla, por tanto, dispuesto con vistas a la miserable resistencia y autodefensa; no más política, no más dirigir la vista hacia las épocas y países lejanos; no más es­ peculaciones en el aire; en consecuencia, no más lazos entre los países mediante esas filantrópicas miradas hacia el vecino; en suma, no más vida social —y ésta es la palabra del gusto supremo más reciente— en Europa, gracias a Dios; desde que la nobleza fue gloriosamente contrarrestada y dominada por la ciudad, desde que ésta lo fue por el campo emancipa­ do, desde que nobleza, ciudades y campo emancipado lo fue­ ron por los pueblos y desde que todos ellos fueron orientados hacia esa maravilla que es la máquina, nadie sabe, ni puede saber, qué es la justicia frente a sí mismo, la dignidad pro­ pia, la autodeterminación. ¡Dichosos nosotros! ¡Qué vida so­ cial en Europa!, donde el estado se halla tan enteramente en poder del monarca, que ese estado no es un fin para él, sino que su fin consiste en servirse del mismo para actuar en el exterior; donde, por consiguiente, el monarca ve, calcula, considera, actúa con tal amplitud; donde es lícito mover y llevar a cada uno el entusiasmo por medio de indicaciones de las que no entiende ni sabe nada; donde ningún estado está autorizado a levantar una pluma sin que el otro lo vea, sin que la causa más remota provoque una sangría general en todos los continentes. ¡Gran universalidad! ¡Cuántas gue­ rras humanas concertadas, sin pasión, salen de ahí! ¡Qué negociaciones más justas, humanas, razonables, salen de ahí!» Y ¡cuánto se fomenta así en cada individuo la virtud supre­ ma, la resignación, elevada vida social en Europa! Y ¡con qué gloriosos medios * se ha conseguido «que el poder del monarca haya crecido al mismo ritmo que el debilitamiento de los miembros individuales y que la fuerza Ταράσσει τους ανδροπους ου τ α πράγματα, α λ λ α τ α περί των πραγμάτων δόγματα. E p ict.28. * Continuamos con simples extractos de Robertson.

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de los mercenarios! ¡Con qué medios ha ampliado sus pri­ vilegios, aumentado sus ingresos, sometido o manejado a sus enemigos interiores, extendido sus fronteras! Es lo que indi­ ca la historia medieval y moderna, en especial la precursora de toda Europa, la historia francesa». ¡Gloriosos medios y qué gran objetivo: la balanza de Europa, la felicidad de Euro­ pa! Cada grano de arena aislado significa indudablemente mucho sobre esa balanza y en relación con esa felicidad. «¡Nuestro sistema comercial! ¿Puede imaginarse algo más refinado que esta ciencia que lo abarca todo? ¡Qué mi­ serables eran los espartanos, que empleaban a sus ilotas para la agricultura! ¡Qué miserables los romanos, que encerraban a sus esclavos en prisiones subterráneas! En Europa se ha su­ primido la esclavitud *, porque se ha calculado cuánto más costarían y cuánto menos aportarían los esclavos que la gen­ te libre. Sólo una cosa nos hemos seguido permitiendo: utili­ zar tres continentes como esclavos, traficar con ellos, deste­ rrarlos a las minas de plata y fábricas de azúcar. Pero no son europeos, no son cristianos, y nosotros obtenemos a cambio plata, piedras preciosas, especias, azúcar y ... enfermedades internas: todo ello, pues, a causa del comercio, en favor de la mutua ayuda fraternal y la comunidad de los países. «¡Sistema comercial!» Es evidente la grandeza, el ca­ rácter único, de esta organización. Tres continentes asolados y organizados por los europeos; nosotros, en cambio, despo­ blados, castrados, por ellos, hundidos en la opulencia, el desollamiento y la muerte; esto se llama traficar rica y feliz­ mente. ¿Quién no toma parte en la gran nube de la que chupa Europa, quién no penetraría en ella y vendería, a falta de otros, a sus propios hijos como supremo comerciante? El antiguo nombre, «pastor de los pueblos», se ha conver­ tido en el de monopolizador; si la nube rompe en mil vientos huracanados, ¡gran dios Mammón, al que todos servimos ahora, socórrenos! «¡Modo de vida y costumbres!» ¡Qué miserable épo­ ca, cuando había todavía naciones y caracteres nacionales! ** ¡Qué odio y aversión recíprocos frente a los extranjeros, qué limitación al alma propia, qué prejuicios ancestrales, qué apego al terruño donde hemos nacido y en el que nos pudri* **

Millar, Diferencia entre las clases sociales, cap. V. Hume, Escritos diversos, parte 4, X X IV .

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remos, qué mentalidad local, qué estrecho círculo de ideas, qué eterna barbarie! Entre nosotros han desaparecido, gra­ cias a Dios, todos los caracteres nacionales; todos nos ama­ mos, o mejor: nadie necesita amar al otro; tenemos rela­ ciones, somos iguales: educados, corteses, felices, no tene­ mos patria, no tenemos gentes «nuestras», para las que vivir, pero somos, en cambio, amigos de la humanidad y cosmopo­ litas. Todos los gobernantes de Europa, todos nosotros, pron­ to hablaremos francés. Y entonces, ¡felicidad!, la edad de oro vuelve a comenzar, «toda la tierra hablaba la misma len­ gua29, habrá un solo rebaño y un solo pastor30». Caracteres nacionales, ¿dónde estáis? «¡Modo de vida y costumbres de Europa!» ¡Qué tar­ de alcanzaba la madurez la juventud de la época gótica del cristianismo: apenas a los treinta años se era mayor de edad! Se perdía media vida en una miserable niñez. Filosofía, edu­ cación y buenas costumbres, ¡qué nueva obra habéis creado! Ahora somos ya maduros a los treinta años, y, en virtud de pecados secretos y públicos, estamos marchitos a los veinte. Ahora gozamos de la vida en plena mañana y en el más bello momento de florecer. «¡Modo de vida y costumbres de Europa!» ¡Qué vir­ tudes góticas: la modestia, la timidez juvenil, el pudor! * Nos deshacemos pronto del equívoco e inútil manto de la virtud; tertulias, mujeres (que ahora son las que más pres­ cinden del pudor y las que, también es cierto, menos lo ne­ cesitan). Incluso nuestros padres lo borran pronto de nues­ tras mejillas y, si no ellos, los maestros de buenas costum­ bres. Si vamos de viaje, ¿quién llevará de nuevo el vestido de la infancia, una vez que se ha quedado pequeño, pasado de moda y fuera del buen gusto? Nosotros tenemos osadía, tono social, facilidad para servirnos de todo, bella filosofía, «delicadeza de gusto y de pasión» **. ¡Qué gusto más tosco poseían todavía los griegos y los romanos! No tenían la me­ nor gentileza en el trato con el bello sexo. Platón y Cicerón pudieron escribir tomos enteros de diálogos sobre metafísica y artes viriles sin que hablara nunca una mujer. ¿Quién so­ portaría entre nosotros una obra sin amor, aunque se tratara f

* **

Hurd, Diálogos sobre los viajes. Hume, Ensayos políticos, 1, 17, 23.

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de Filoctetes en su isla desierta? Voltaire, pero véase la se­ riedad con que él mismo advierte sobre las consecuencias. Las mujeres son nuestro público, nuestras Aspasias del gusto y de la filosofía. Nosotros sabemos poner un corsé a los tor­ bellinos cartesianos y a la atracción newtoniana; escribimos la historia, los sermones y qué sé yo cuántas cosas más para las mujeres y como mujeres. Queda demostrada la fina deli­ cadeza de nuestro gusto. «¡Bellas artes y ciencias!» * Las más toscas pudie­ ron ser desarrolladas por los antiguos, por la miserable y agi­ tada forma de gobierno de las pequeñas repúblicas. Pero he ahí cuán tosca es la elocuencia de Demóstenes, cuán tosco es el teatro griego, cuán toscos son los mismos antiguos, tan celebrados. Su pintura y su música no han sido más que fan­ tasías y voces infladas. La refinada flor de las artes ha espe­ rado hasta la feliz monarquía. En la corte de Luis copió Corneille sus héroes y Racine sus sentimientos; se inventó un tipo enteramente nuevo de verdad, de emoción y de gusto, un tipo del que nada supieron los antiguos con sus fábulas, su frialdad, su falta de solemnidad: la ópera. ¡Loor a ti, ópe­ ra, punto donde se congregan y compiten todas nuestras be­ llas artes! Fue en la feliz monarquía donde se produjeron aún invenciones **. En lugar de las viejas y pedantes universida­ des, se descubrieron las brillantes academias. Bossuet inventó una historia, consistente en pura declamación, sermón y re­ gistro cronológico, que era muy superior a la simplicidad de Jenofonte y de Tito Livio. Bourdaloue inventó su géne­ ro oratorio, ¡cuán superior al de Demóstenes! Se descubrió una nueva música, armonía, que no necesitaba melodía; una nueva arquitectura, cosa que todo el mundo había creído imposible, una nueva columna, y lo que más admirará la pos­ terioridad, una arquitectura sobre la superficie y con todas las producciones de la naturaleza: la jardinería, llena de pro­ porciones y simetría, llena de eterna fruición y una naturaleza enteramente nueva, sin naturaleza. ¡Dichosos nosotros! ¡Lo que hemos podido descubrir bajo la monarquía tan sólo! * Hume, Ensayos, parte 4, X V I, X V II; Voltaire, Siècle de Louis X IV , X V y X X , y el ejército de panegiristas de la literatura mo­ derna. ** Voltaire, Siècle de Louis X IV .

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La filosofía fue lo último en comenzar *. Y ¡con qué novedad!, sin sistema ni principios, de forma que tuviese libertad para creer también lo contrario en otra ocasión; sin pruebas, recubierta de ingenio, pues «jamás una filosofía se­ vera ha mejorado el mundo» **. Finalmente — ¡magnífico in­ vento!— en forma de memorias y diccionarios, donde todo el mundo puede leer lo que quiere y cuanto quiere; y el más soberbio de los descubrimientos, el diccionario, la enciclope­ dia de las ciencias y artes todas. «Si ocurriera un día que el fuego y el agua hicieran desaparecer todos los libros, las artes y las ciencias, el hombre extraerá de ti, Enciclopedia, y lo hallará todo en ti.» Lo que la imprenta ha sido para las cien­ cias lo ha sido la Enciclopedia para la imprenta ***: cumbre suprema de la difusión, exhaustividad y conservación eterna. Debería celebrar todavía lo mejor, nuestros enormes progresos en la religión: hemos empezado incluso a recon­ tar las variantes de la Biblia; en los principios del honor, desde que hemos suprimido la ridicula caballería y hemos convertido las órdenes en cintas para niños y para regalos cortesanos. Y, sobre todo, debería celebrar la cima alcanzada en materia de virtudes humanas, paternales, femeninas e in­ fantiles. Pero ¡quién puede celebrar todo en un siglo como el nuestro! Basta; somos «el vértice del árbol que se mueve en el aire; la edad de oro se acerca».

T ercera

s e c c ió n

Adiciones El aire del cielo es tan reconfortante, que nos gus­ taría estar demasiado tiempo sobre las cimas y sobre los ár­ boles. Bajemos al triste suelo para echar una ojeada, sea o no al conjunto. ¡Gran criatura divina, obra de tres continentes y de casi seis mil años! La tierna raíz llena de savia, el fino retoño en flor, el poderoso tronco, las entrelazadas ramas que crecen * Discurso preliminar a la Enciclopedia, Voltaire, Tableau encyclopédique des connaissances humaines. ** Hume, Ensayos, parte I, tratado 1. *** Discurso preliminar a la Enciclopedia y Mélanges de litté­ rature, de d’Alembert, I, 4.

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con fuerza, los ramos que se extienden en el aire, ¡cómo descansan todos los unos en los otros y nacen los unos de los otros! ¡Gran criatura de Dios! Pero ¿para qué, con qué finalidad? La evidencia de que este crecer, este ir adelante par­ tiendo lo uno de lo otro, no es «perfeccionamiento en un sentido escolar limitado ha quedado demostrado, según creo, en el conjunto de este repaso». Ya no hay semilla cuando sale el retoño; ya no hay tierno retoño cuando se ha conver­ tido en árbol. El tronco está coronado por la copa; si cada una de las ramas, si cada ramo quisiera ser tronco y raíz, ¿qué sería del árbol? Orientales, griegos, romanos, no los ha habido más que una vez en el mundo; sólo en un punto, en un lugar, debían tocar la cadena eléctrica movida por el des­ tino. Por consiguiente, si nosotros queremos ser, a la vez, orientales, griegos, romanos, seguro que no somos nada. ¿Tiene que haber ahora en Europa más virtud de la que ha habido jamás en el mundo? Y ¿por qué? Porque hay más ilustración. Mi opinión es que, precisamente por ello, tiene que haber menos. ¿En qué consiste, preguntemos simplemente a los adu­ ladores de este siglo, en qué consiste ese aumento de virtud gracias a la ilustración? «¡La ilustración! Sabemos ahora tan­ to más, leemos, oímos tanto, que somos ya tranquilos, pa­ cientes, delicados, inactivos. Naturalmente, naturalmente, por supuesto, también eso es verdad. Pero, con todo, nuestro corazón se queda blando.» Eternos dulzarrones, todo eso quie­ re decir que nosotros somos allá arriba las delgadas ramas aéreas, moviéndose libremente, susurrando al soplo del vien­ to más insignificante. Pero los rayos del sol son tan hermosos a través de nosotras; estamos tan por encima de las ramas, tronco y raíces; nuestra mirada llega tan lejos, y, no se pier­ da de vista, podemos susurrar tan lejos y tan bellamente. No se percibe que, si no tenemos los vicios y virtu­ des del tiempo pasado, es porque no poseemos en absoluto su situación, sus fuerzas y su savia, su medio y su elemento. Es cierto que no hay defectos, pero ¿por qué mentirse a sí mismo extrayendo de ello elogios y pretensiones fuera de lugar? ¿Por qué engañarse acerca de nuestros medios de edu­ cación, como si hubiesen sido ellos los que han producido esta situación? ¿Por qué se hace lo posible por ocultar la irre­ levancia de la importancia propia? Finalmente, ¿por qué se

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traspone a todos los siglos la «fábula de una unilateral men­ tira ridicula», por qué se hace así burla de las costumbres de todos los pueblos y de todos los períodos, desfigurándolos de forma que un hombre sano, modesto, sin prevenciones, no encuentre otra cosa que leer en casi todas esas llamadas his­ torias pragmáticas del mundo entero que la repugnante mez­ cla del «ideal glorificado por la propia época»? La tierra entera se convierte en estercolero sobre el que buscamos gra­ nos y cantamos quiquiriquí. ¡Filosofía del siglo! «No tenemos ya bandoleros, guerras civiles, críme­ nes.» Pero ¿dónde, cómo y por qué íbamos a tenerlos? Nues­ tros países se hallan tan organizados, atravesados por tantas carreteras, dotados de tantas guarniciones, con el campo tan sabiamente repartido, con una justicia tan vigilante: ¿dónde va a practicar el robo el pobre pillo, aun suponiendo que posea el valor y la fuerza requeridos para ese duro oficio? Además, ¿por qué iba a practicarlo? En conformidad con las costumbres de nuestra época, puede ser — de forma mu­ cho más cómoda e incluso más respetable y gloriosa— la­ drón doméstico, de salón, de alcoba; en tales servicios puede recibir sueldo del estado, ¿por qué no preferir un sueldo? ¿Por qué ejercer un oficio inseguro para el cual —y ésta es la cuestión— no posee ni valor, ni fuerza, ni ocasión? ¡Dios nos libre de vuestra nueva virtud voluntaria! ¿No tenemos «guerras civiles» porque todos nos ha­ llamos contentos y satisfechos, porque somos unos súbditos tan felices, o se debe precisamente a causas que suelen con­ llevar precisamente lo contrario? «¿No más vicios» porque poseemos virtudes tan maravillosas, tanta libertad griega, tanto patriotismo romano, tanta piedad oriental, tanto honor caballeresco, todo ello en grado supremo, o precisamente porque carecemos de todas esas virtudes y porque, en conse­ cuencia, tampoco podemos tener sus vicios correspondien­ tes? ¡Delgadas y oscilantes ramas! Considerados como tales, nuestra ventaja consiste, cla­ ro está, «precisamente en estar en condiciones de asumir esta filosofía agotada, miope, que menosprecia todo, pagada de sí misma, que no arregla nada y que justamente por su ineficacia es consoladora». Orientales, griegos y romanos no estaban en condiciones de hacerlo. Considerados como tales, nuestra ventaja consiste en valorar y calcular tan modestamente nuestros medios de cul-

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tura. El clero puede alardear de que el mundo nunca ha reci­ bido luces de forma tan humana, tan teológica; los laicos, de que nunca han sido tan humanos, uniformes, obedientes y ordenados; nuestra justicia, de que nunca ha sido tan hu­ mana y pacífica; nuestra filosofía, finalmente, de que jamás ha sido tan humana y divina como ahora. ¿Merced a quién? Todos señalan hacia sí mismos: «Somos los médicos, los sal­ vadores, los ilustradores, los nuevos creadores; los tiempos de la fiebre desenfrenada ya pasaron.» Sí, gracias a Dios. El tuberculoso está en cama, tan tranquilo, gimiendo y ... dan­ do gracias. Dando gracias, pero ¿las da efectivamente? Si lo hiciera, si diese las gracias, ¿no podría considerarse como un síntoma de su decadencia, de su pusilanimidad, de su carácter vacilante? ¿Y si hubiese desaparecido el sentido para las cosas mejores al gustar las ventajas mencionadas? Quizá yo mismo, que estoy escribiendo esto, me expongo a la más venenosa e irónica deformación. Si nos bastara pensar, el tener manufacturas, comercio, artes, descanso, seguridad y orden; nuestro gobierno no necesita ya luchar contra males internos; nuestras constituciones aumentan — ¡tan amplio pa­ norama a nuestro alrededor!— de tal forma nuestro horizon­ te, previendo de tal modo lo lejano; ¿qué época pudo hacer esto? ¡Por consiguiente! Así hablan nuestras historias de la política, del comercio y del arte. Uno cree estar leyendo una sátira y no hace más que leer un pensamiento sincero. ¿Para qué seguir hablando? ¡Si sólo fuesen dolencias, y no obstácu­ los que, a la vez, anulan todo remedio en contra de ellas! Pero, en el sudor de muerte, se puede soñar con ayuda del opio: ¿para qué incomodar al enfermo sin prestarle ayuda? *

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Es, pues, mejor decir al enfermo lo que le gustará más. Naturalmente, en esta progresión también nosotros so­ mos, por nuestra parte, finalidad e instrumento del destino. Normalmente el filósofo es tanto más animal cuanto más quiere ser considerado como Dios. Lo mismo ocurre con los confiados cálculos sobre el perfeccionamiento del mundo. ¡Si todo fuese bien en línea recta y todo hombre que siguie­ ra a otro, toda generación consecutiva, se perfeccionara según su ideal en un progreso donde sólo el último de la serie pu­ diese señalar el índice de virtud y felicidad! A él le toca

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siempre ser el último: él, postrero y supremo miembro con el cual se acaba todo. «Ved: ¡a este grado de ilustración, de virtud, de felicidad, se ha elevado el mundo! Yo, en lo alto de la palanca, como dorado fiel de la balanza universal: ¡mi­ radme!» Y el sabio no ha considerado lo que el más leve eco producido entre el cielo y la tierra debiera haberle enseñado: que, con toda probabilidad, el hombre seguirá siendo hom­ bre, nada más que hombre, según la analogía de todas las cosas. La figura de ángel o de demonio en el hombre es una creación novelesca. El no es más que el punto medio entre los dos: rebelde y pusilánime; se esfuerza en la necesidad y se rinde en la inactividad y en la opulencia; si carece de impul­ so y ejercicio, no es nada, pero a través de ellos progresa paulatinamente y es casi todo. Jeroglífico del bien y del mal, de los que la historia está llena; hombre, ¡siempre puro ins­ trumento! — no ha considerado que esta criatura, ocultamente dual, puede ser modificada de mil maneras y, si se tiene en cuenta la estructura de nuestra tierra, casi debe serlo; que se producen climas, circunstancias temporales, y, consiguien­ temente, virtudes que son propias de cada época, de cada na­ ción, flores que crecen bajo el cielo y que se desarrollan sin necesitar casi nada, que mueren ahí o palidecen miserable­ mente (una física de la historia, de la psicología y de la polí­ tica, sobre lo cual ha fantaseado y empollado ya tanto nues­ tra época); que puede y debe haber todas esas cosas, pero que, en el fondo, bajo la envoltura mil veces cambiada, puede conservarse —y se conservará, según las expectativas del hombre— el mismo núcleo en lo que hace a su naturaleza y felicidad; — no ha considerado que demuestra infinitamente más cuidado de parte de Dios si sucede así, si a lo largo de toda la tierra y de todas las épocas hay en la humanidad un invisible germen de sensibilidad para la dicha y la virtud, un germen que, si bien se manifiesta en formas diversas al desa­ rrollarse en formas también diversas, no es en el fondo más que un mismo cúmulo y mezcla de fuerzas; — finalmente, no ha considerado — ¡criatura omnis­ ciente!— que Dios podía tener con la especie humana un mayor plan de conjunto que no puede abarcar un individuo por sí solo, precisamente porque no apunta, como objetivo

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final, a algo singular, especialmente, no al filósofo o soberano del siglo xvni; porque quizá todas las escenas donde cada actor sólo desempeña un papel con el que puede trabajar y ser feliz, todas esas escenas pueden formar un todo, una re­ presentación principal, que no podría conocer ni ver en abso­ luto cada uno de los actores, interesados como están en sí mismos, pero sí un espectador situado en la perspectiva opor­ tuna y que esperara tranquilamente el paso de la serie total. Mira el universo entero, desde el cielo hasta la tie­ rra: ¿qué es lo que constituye el medio? ¿Qué es lo que constituye el fin? ¿No será todo medio para millones de fines? La cadena de la omnipotente y omnisciente bondad se halla mezclada y entrelazada de mil formas distintas. Cada miembro de la misma está en su lugar propio; depende de la cadena, pero no se ve de qué depende la cadena entera. En su ilusión, cada uno cree constituir el centro; en su ilu­ sión, cree que siente cuanto le rodea en la medida en que emite rayos u ondas hacia pal centro. ¡Qué ilusión! ¿Dónde está la gran circunferencia de todos esos rayos, ondas y cen­ tros aparentes? ¿Quién es y para qué fin? ¿Iba a ser distinto en la historia de la especie huma­ na? Iban a ser todas las ondas y secuencias temporales otra cosa que el «plan arquitectónico de la sabiduría omnipoten­ te»? Si en la casa se ven «cuadros de Dios» hasta en los me­ nores detalles, ¿cómo no iban a verse en la historia de sus moradores? Aquélla es sólo decoración, el cuadro de una escena, vista. La historia es un «drama de infinitas escenas, una epopeya divina a través de todos los milenios, de todos los continentes, de todas las generaciones humanas, una fá­ bula con mil formas y llena de sentido grandioso!» La necesidad de que este sentido, este panorama uni­ versal, se halle fuera del alcance, al menos de la especie hu­ mana: ¡insecto de terrón, mira de nuevo al cielo y a la tie­ rra! Dentro de todo un mundo, vivo y muerto, que teje todas las cosas a la vez, ¿te crees el centro exclusivo sobre el cual opera todo? ¿No serás tú quien co-opera (¿quién te ha pre­ guntado por el dónde, el cómo y el cuándo?) en orden a un fin más elevado, que tú desconoces, en orden a fines a los que contribuís tú y el gusano que estás pisando, la estrella de la mañana y la pequeña nube que hay junto a ella? Esto es innegable e insondable respecto del grande y vasto mundo reunido en un instante; ¿puedes suponer algo menos, algo

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distinto, respecto del grande y vasto mundo sucesivo, respec­ to de todos los acontecimientos y desarrollos de la especie humana, respecto de un drama que está lleno de la sabiduría y de los nudos atados por su inventor? Y, si el conjunto te resulta un laberinto con cien puertas cerradas, con otras cien abiertas, ese laberinto es un «palacio de Dios, para su satis­ facción, quizá para gozar él con su vista, no tú». El mundo entero, el aspecto de Dios, es un abismo; un abismo en el que me hallo perdido totalmente. Veo una obra sin nombre, llena de nombres por todas partes, llena de voces y de fuerzas. Siento que no estoy en el lugar donde la armonía de estas voces resuena en los oídos de uno solo, pero el reducido y confuso sonido que yo oigo posee tam­ bién, estoy seguro de ello, algo armónico, suena también como canto de alabanza a los oídos de aquel para quien es­ pacio y tiempo nada significan. El oído humano actúa pocos instantes y sólo percibe algunos sonidos; a menudo un sim­ ple y enojoso afinar las disonancias, pues ese oído despertó precisamente en el momento de afinar instrumentos y quizá le tocó, desgraciadamente, el torbellino de una esquina. El hombre ilustrado de la época tardía no sólo quiere oírlo todo, sino que pretende ser el definitivo tono-resumen de todos los demás, espejo del pasado conjunto y representante del fin perseguido en la composición de todas las escenas. El niño precoz se dedica a difamar. ¡Ay! ¡Si todo fuese simple eco de la última voz que quedaba al moribundo o parte del sonido emitido por los instrumentos al ser afinados! Bajo el gran árbol de Dios *, cuya copa llega más alto que el cielo, cuyas raíces penetran más abajo que la tierra y el infierno; ¿soy un águila sobre ese árbol, soy el cuervo que todas las tardes lleva a sus oídos el saludo del mundo? ¡Qué pequeña fibra puedo representar quizá en la fronda del árbol, qué pequeña coma o guioncito en el libro del mundo! ¡Sea lo que sea! Desde el cielo a la tierra se extiende el clamor de que, como todo, poseo un sentido en el puesto que ocupo. ¡Dotado de fuerzas limitadas, con vistas al con­ junto, y con el sentimiento de una felicidad a la medida de esas fuerzas! ¿Quién de mis hermanos ha tenido preferencia antes de existir? Y cuando el destino y la coherencia de los enseres domésticos exigía que él fuese un vaso de oro y yo Representación grandiosa de la Edda nórdica.

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uno de barro, lo sería precisamente con su finalidad, con su sonido, con su duración, su sensibilidad y su capacidad: ¿aca­ so puedo disfrutar con el autor de la obra? No se me ha pasado por alto; nadie ha tenido preferencia; la sensibilidad, la actividad y las habilidades han sido distribuidas entre los hombres. Aquí la corriente se lleva la tierra; allí la deposita. Aquel que ha recibido mucho tiene también que rendir mu­ cho. Quien ha sido agraciado con muchos sentidos tiene que trabajar igualmente con muchos sentidos. No creo que haya un pensamiento que, con lo que expresa y lo que calla, lo que hace ver y lo que oculta, suministre mayores sensacio­ nes que éste, a la luz de la historia entera. *

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Que se manifieste en ella la gran pista olímpica, éste es desde luego mi deseo. Si nuestra época posee un aspecto noblemente favorable consiste en «su condición tardía, su altura, su perspectiva». ¡Lo que han preparado siglos ente­ ros preparados para ello, a través de los cuales se ha prepa­ rado, a su vez, otro más en sentido tan superior! ¡Los pasos dados contra él y a partir de él! ¡Filósofo, si quieres honrar y ser útil a la situación de tu época, ahí tienes el libro de la prehistoria, cerrado con siete sellos! Un libro admirable, lleno de profecías: ¡a ti ha llegado el fin de los días! ¡Lee! Allí está el Oriente, cuna de la humanidad, de las inclinaciones humanas y de la religión toda. Si la religión fuese despreciada, si se extinguiera un día en un mundo frío, su palabra vendría de allí, su espíritu de fuego y de llama partiría de allí *. Con una dignidad paternal y una sencillez que, de modo especial, sigue «cautivando el inocente cora­ zón del niño». La niñez de la especie influirá sobre la niñez de cada uno de los individuos: ¡el último menor sigue na­ ciendo en el primitivo Oriente! Los adolescentes de todas las llamadas literaturas y artes refinadas son los griegos. Lo que viene después es qui­ zá demasiado profundo, demasiado infantil, a los ojos del presente siglo. Pero los griegos, en la verdadera aurora de los acontecimientos históricos, ¡qué influencia han ejercido en toda la posteridad! Es suya la más bella flor del espíritu E l libro despreciado, ¡la Biblia!

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humano, del heroísmo, del amor a la patria, del sentido de la libertad, del amor al arte, del canto, del acento poético, del sonido de las narraciones, del trueno de la elocuencia, del inicio de toda sabiduría cívica, tal como son en la actua­ lidad. Fueron colocados ahí; se les dio cielo, tierra, constitu­ ción, un feliz punto del tiempo; ellos educaron, inventaron, dieron nombres; nosotros seguimos educando y denominan­ do a imitación suya; su época marcó la pauta, ¡pero sólo una vez! Cuando el espíritu humano quiso despertarla por segunda vez, su espíritu se había convertido en polvo; el re­ toño quedó ceniza: Grecia no renació. Los romanos fueron los primeros en recoger y difun­ dir los frutos que habían surgido antes en otros lugares y que así cayeron ya maduros en sus manos. Aunque tuvieron que dejar flores y savia en su lugar, distribuyeron los frutos: reliquias del mundo primitivo, con ropaje romano, al estilo romano, en lengua romana, ¿qué hubiese pasado si todo hu­ biese llegado directamente de Grecia, como espíritu griego, como cultura griega, como lengua griega? ¡Qué diferente hu­ biese sido todo en Europa! Pero no debía ocurrir así. Grecia, tan alejada todavía del norte, situada en la bella región de su archipiélago, con un espíritu humano tan limitado aún a ella y todavía tan tierno, ¿cómo iba a luchar contra todos los pueblos, a imponerles su legado? ¿Cómo iba la tosca corteza nórdica a captar el fino perfume griego? Italia fue, pues, el puente. Roma constituyó la época intermedia reque­ rida para endurecer el meollo del fruto y para distribuirlo. Incluso la lengua sagrada del nuevo mundo cristiano, con todo lo que éste conllevaba, fue, a lo largo de un milenio y en toda Europa, la romana. Incluso cuando Grecia iba a influir sobre Europa por segunda vez no pudo hacerlo directamente: Arabia se con­ virtió en el canal atascado; Arabia fue la intriga secundaria en la historia de la cultura europea. Si es cierto que Aristó­ teles estaba destinado a dominar solo, como ocurre ahora, a lo largo de varios siglos europeos y a producir en todos los aspectos la polilla y los gusanos de mentalidad escolástica, ¿qué hubiese ocurrido si la suerte hubiese sido que Platón, Homero, los poetas, los historiadores, los oradores, hubiesen podido influir antes? ¡Qué infinitamente distinto hubiese sido todo! Pero no fue éste el destino. El círculo debía pasar al otro lado: la religión árabe y su cultura nacional odiaban

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estas flores. Claro que quizá tampoco se hubiesen desarrolla­ do en la Europa de aquel tiempo. La sutileza aristotélica, en cambio, así como el gusto moro, se compaginaban muy bien con el espíritu de la época. ¡El destino! La planta de los tiempos antiguos simplemente sería desecada y prensada en Europa. Pero de ahí se extendería a todos los pueblos de la tierra. ¡Qué extraordinario que las naciones se agolparan en los lugares de trabajo sin saber cómo ni para qué! El destino las llamaba al trabajo en la viña de forma gradual, cada una a su tiempo. Se había ya inventado, sentido, sutilmente ideado cuanto podía quizá ser ideado. Entonces se elaboró todo según un método, en forma científica, y así surgieron, además, los nuevos y más fríos inventos mecánicos de gran importancia: máquinas de la fría abstracción nórdica, grandes instrumentos para la mano de quien lo dirige todo. Pues bien, ahí están las semillas difun­ didas entre casi todas las naciones de la tierra, o al menos conocidas de todas, accesibles a todas; las tendrán cuando llegue su hora. Europa las ha desecado, las ha ordenado y les ha proporcionado una duración eterna. ¡Curioso globo! ¡Qué has tenido que llegar a ser tú, pequeño continente del norte, que un día fuiste abismo de bosques y de islas de hie­ lo! ¡Qué llegarás a ser todavía! Lo que llamamos ilustración y cultura del mundo no ha alcanzado ni ocupado más que una estrecha franja del globo. Tampoco podemos cambiar la marcha, la situación o el curso de una cosa sin que, a la vez, se modifique todo. ¿Qué hubiese ocurrido, por ejemplo, simplemente con que la introducción de las ciencias, de la religión, de la Reforma, hubiese sido de forma distinta, si los pueblos del norte se hubiesen mezclado y sucedido de otra manera, si el papado no hubiese tenido que ser el vehículo durante tanto tiempo? ¿Cuántas decenas más de preguntas podría proponer? ¡Sue­ ños! No ha ocurrido nada de todo ello. Posteriormente, siem­ pre podemos entrever hasta cierto punto por qué no ha su­ cedido, pero en un grado muy reducido, claro está. Se ve también exactamente por qué jamás una nación que suceda a otra, ni aun poseyendo todo cuanto pertenecía a ésta, se ha convertido en lo que fue la primera. Podían ser los mismos todos sus medios culturales, pero la cultura nunca podía ser la misma, ya que faltaban para ello todas las influencias de la vieja naturaleza, que ahora es ya distin-

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ta. Las ciencias griegas recogidas por los romanos se hicie­ ron romanas; Aristóteles se convirtió en un árabe y en un escolástico; y los griegos y romanos de la época moderna, ¡qué lamentable cosa! Marsilio31, ¿eres tú Platón? Lipsio32, ¿eres acaso Zenón33? ¿Dónde están tus estoicos, tus héroes, que tanto hicieron allá? Vosotros todos, Homeros, oradores y artistas, ¿dónde está vuestro mundo de maravillas? Tampoco ha ocurrido que la cultura de un país haya vuelto atrás, que haya sido por segunda vez lo que ya fue anteriormente. El camino del destino es férreo y estricto; la escena de ese tiempo, de ese mundo, había pasado; los fines a los que iban destinados, también. ¿Puede convertirse hoy en ayer? ¿Pueden las fuerzas humanas andar caminos infantiles, hacia atrás, teniendo en cuenta que el curso divino entre las naciones avanza con pasos de gigante? Vosotros, Tolomeos34, no fuisteis capaces de crear Egipto de nuevo; vosotros, Adrianos35, tampoco pudisteis resucitar Grecia, ni Juliano Jerusalén. Egipto, Grecia y tú, país de Dios, ¡qué mi­ serable es vuestra situación, con montañas desnudas, sin la huella ni la voz del genio que antaño anduvo sobre vuestro suelo y habló a todo el mundo! ¿Por qué? Dijo lo que tenía que decir; su impronta quedó sobre los siglos; su espada está gastada y la destrozada vaina vacía queda ahí. Esta sería la respuesta a tantas inútiles dudas, asombro y preguntas. 4í

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«Marcha de Dios desde una nación a otra, espíritu de las leyes, de las épocas, costumbres y artes, ¡cómo se han sucedido, preparado, desarrollado y desplazado entre sí!» ¡Si tuviésemos un espejo así de la especie humana, con toda fidelidad, plenitud y sentimiento de la revelación divina! Tra­ bajos preliminares hay bastantes, pero todo sin desgranar, en desórden. Hemos rastreado y escudriñado nuestra época actual en casi todos los siglos precedentes sin apenas saber, por nuestra parte, para qué las hemos escudriñado. Los he­ chos y las investigaciones, los descubrimientos y las descrip­ ciones de viajes están ahí: ¿quién los clasificará y seleccio­ nará? «¡Marcha de Dios a través de las naciones!» La no­ ble y gigantesca obra de Montesquieu no ha podido llegar a ser lo que pretendía bajo la mano de un solo hombre. Es

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un edificio gótico al gusto filosófico de su siglo, esprit, a me­ nudo nada más; hechos extraídos de su lugar propio y lan­ zados a tres o cuatro mercados con la etiqueta de unos pocos lugares comunes miserables, ¡palabras! Y, además, palabras de esprit vacías, inútiles, imprecisas, que lo confunden todo. Hay, pues, a través de la obra un torbellino que envuelve todas las épocas y todas las lenguas, como alrededor de la torre de la confusión, de forma que cada uno cuelga sus tras­ tos, su riqueza, su talego, en tres débiles clavos: esa gran obra viva de Dios que es la historia de todos los pueblos y de todas las épocas, incluyendo su sucesión, convertida en un montón de ruinas con tres cimas, tres estuches; aunque también, por supuesto, muy nobles, muy dignos materiales; ¡Montesquieu! ¡Quién va a edificar el templo de Dios, tal como es en su construcción progresiva a través de todos los siglos! Los tiempos más antiguos de la infancia humana han pasado, pero restos y monumentos hay bastantes; los magníficos res­ tos, enseñanza del mismo Padre a esa niñez: ¡Revelación! Dices tú, hombre, que esa infancia es demasiado antigua para ti, con tus años de experiencia y tu edad senil. ¡Mira a tu alrededor! La gran mayoría de las naciones se halla todavía en la infancia, hablan todavía su lengua, tienen sus costumbres, ofrecen sus modelos de desarrollo cultural. En cualquier lugar que visites y observes entre los llamados sal­ vajes resuenan voces apropiadas para interpretar la Escritu­ ra, flotan comentarios vivos de la Revelación. La idolatría que griegos y romanos probaron durante tantos siglos; el celo fanático con que solían investigar todo, aclararlo, defenderlo, elogiarlo, ¡qué grandes trabajos preli­ minares, qué gran contribución! Cuando haya disminuido el espíritu de exagerada veneración, cuando se haya equilibrado suficientemente la parcialidad con que se acaricia siempre el propio pueblo, como si fuese Pandora, entonces os conoce­ remos y clasificaremos, griegos y romanos. Se ha revelado una vía secundaria que nos conducía a los árabes, y ahí queda un mundo de monumentos para conocerlos. Se han descubierto monumentos, aunque con fines completamente distintos, de la historia medieval; lo que se halla todavía envuelto en el polvo será, sin duda, parcial­ mente descubierto (¡si pudiera esperarse todo con tal certe­ za de nuestra época de luces!) bien pronto, quizá dentro de

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medio siglo. Nuestras descripciones de viajes se multiplican y se perfeccionan; todos cuantos no tienen nada que hacer en Europa corren por el mundo con una especie de furor filosófico: reuniones «materiales de todos los confines del mundo», y un día encontraremos en ellos lo que menos bus­ cábamos, exposiciones de la historia del mundo humano más importantes. Nuestra época abrirá pronto muchos ojos; al menos hará que busquemos a tiempo las fuentes ideales reclamadas por la sed de un desierto; aprenderemos a valorar las épocas que despreciamos ahora; el sentimiento de una humanidad y de una felicidad universales se convertirá en algo vivo; la perspectiva de una existencia superior a la terrena será resul­ tado de una historia llena de ruinas, y nos mostrará un plan donde no veíamos más que confusión. Todo se halla en su lugar propio: historia de la humanidad en el sentido más noble, ¡tú llegarás a existir! Dejad, pues, entretanto que el gran maestro y legislador de los reyes nos conduzca y seduz­ ca 36. Nos has dado un modelo tan bello, midiendo todo con dos o tres palabras, reduciendo las formas de gobierno a dos o tres en las que se ve fácilmente a qué época pertenecen, cuál es su limitada extensión y a qué período corresponden. ¡Qué agradable es seguirle en relación con el espíritu de las leyes de todos los pueblos y épocas, y no de su pueblo! También esto es destino. Se suele tener prolongadamente en la mano un ovillo y se disfruta de poder desenrollarlo desde un extremo para revolverlo más. Una mano feliz se complace en desenvolver la maraña del hilo despacio y suavemente: ¡qué extenso y recto sale el hilo! ¡Historia del mundo! A ella tienden los más pequeños y los más grandes imperios, los más pequeños y los más grandes nidos de pájaro. *

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Todos los acontecimientos de nuestro tiempo se de­ sarrollan a gran altura y tienden a ir más allá. Greo que ambas cosas compensan el que, como individuos, no podamos actuar, naturalmente, sino con poca fuerza y con poco senti­ miento de alegría. Constituyen, pues, un estímulo y una fuer­ za reales. Tú, Sócrates de nuestra época, ya no puedes influir como Sócrates: te falta el escenario estrecho, emotivo, apre-

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tado; la sencillez de los tiempos, de las costumbres y del carácter nacional; lo definido de tu esfera. Como cosmopolita, y no como ciudadano de Atenas, te falta también, natural­ mente, la idea de lo que debes hacer, la seguridad acerca de lo que haces, la alegría de lo que has realizado, tu demonio. Pero mira, si actúas como Sócrates, si te esfuerzas humil­ demente en destruir prejuicios, si difundes la verdad y la virtud como fu sepas hacerlo, con sinceridad, amor a los hombres, abnegación, quizá la amplitud de tu esfera compen­ se lo que hay de indefinido y deficiente en tu comienzo. Cien personas te leerán sin entenderte; otras cien bostezarán; otras cien te despreciarán; otras cien blasfemarán; otras cien pre­ ferirán seguir atadas al dragón de la costumbre y continuar tal como son. Pero piensa que quizá queden aún cien en las que tu palabra fructificará: mucho después de tu descompo­ sición, habrá todavía una posteridad que te leerá y te apli­ cará mejor. El mundo actual y la posteridad constituyen tu Atenas. ¡Habla! ¡Mundo actual y posteridad, Sócrates eterno, pero actuando, no simple bruto coronado de hojas de chopo, lo que llamamos inmortalidad! Cada uno hablaba de forma in­ tuitiva, viva, en un estrecho círculo. Y su palabra tuvo bue­ na acogida. Jenofonte y Platón presentaron a Sócrates en sus Memorabilia y en sus Diálogos; éstos no eran más que manuscritos, mejores que otros cien diferentes y, por fortuna para nosotros, salvados del río del tiempo, que se lleva y hace desaparecer todo. Lo que escribes debería ser, palabra por palabra, digno del mundo y de la eternidad, ya que tú (al menos atendiendo a los materiales y tus posibilidades) escri­ bes para el mundo y la eternidad. ¿A qué manos puede lle­ gar tu escrito! ¡A qué círculos de hombres y jueces más dig­ nos debieras hablar! Enseñar la virtud con una luz y una claridad que no estaban todavía al alcance de Sócrates en su tiempo; promover el amor a los hombres; si este amor lle­ gara a existir, sería verdaderamente mucho más que el amor a la patria y a la ciudad; sería extender la felicidad incluso en condiciones, incluso bajo situaciones, como apenas podían ser las de los treinta salvadores de la patria, a los que también se erigieron estatuas. ¡Sócrates de la humanidad! Maestro de la naturaleza, ¡cómo puedes superar a Aristóteles y a Plinio! Las maravillas y las obras de esa natu­ raleza se hallan mucho más abiertas para ti. ¡Cuántos medios

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de que ellos carecían se hallan a tu disposición para abrirlos a los ojos de otros! ¡A qué altura te mueves! Piensa en Newton: ¡lo que ha realizado para el espíritu humano en su tota­ lidad, lo que todo ello ha operado, modificado, producido a lo ancho del mundo! ¡A qué altura ha elevado a su especie toda! Tú te mueves sobre este nivel; en lugar de reducir la gran creación divina a un pequeño edificio de cosmogonía, surgido de tu cabeza, a una génesis de animales, a un desarro­ llo de formas y a cosas por el estilo *, intentas sentir esa creación a la luz de la corriente de fuerza divina, hacerla sentir profunda y fielmente en todas las formas, figuras y criaturas, servir al creador, y no a ti mismo, mensajero que anuncia su grandeza a través de todos los reinos de los seres. Sólo desde la altura de esta época podías elevar tu vuelo ce­ leste, descubrir, hablar con plenitud, nobleza y sabiduría, refrescar con la inocente, poderosa y bondadosísima visión divina unos corazones humanos que ningún otro charco po­ día refrescar. ¡Esto lo haces para el mundo actual y para la posteridad! Naturalmente, entre todos los descubridores e investigadores, no eres más que un único y pequeño nombre, pero ¡para el mundo y la posteridad!, y ¡a qué altura, con qué grandeza! Como no podían hacerlo Plinio ni Aristóteles. ¡Angel de Dios en tu época! El número de medios que posee el médico y experto en la naturaleza humana supera cien veces los de Hipócra­ tes 37 y de Macaón38. Comparado con estos últimos, el pri­ mero es ciertamente hijo de Júpiter, dios. ¿Y si lo fuese, además, con todo el sentimiento de aquella época, más hu­ mana? Sería dios, descubridor y salvador para el enfermo del alma y para el del cuerpo; salvaría así al adolescente que, bajo las primeras rosas de la vida que quería cortar, ha en­ contrado una serpiente de fuego. Tal médico devolvería (qui­ zá él es el único que puede hacerlo) ese adolescente a sí mis­ mo, a los padres, al mundo, a la virtud, a una posteridad que, a través de nosotros, espera una existencia llena de vida o de muerte; apoyaría así al hombre que ha sido víctima de lo que ha conseguido a través del trabajo o la tristeza, le ofrece­ ría la más sabrosa recompensa — que entonces sólo podría disfrutar en cuanto gratitud hacia su vida— , una vejez agra­ dable; con ello lo salvaría — quizá la única columna frente a *

Buffon.

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cien reveses que ha sufrido la humanidad y que acompañarán la última mirada de sus ojos— de la tumba, aunque sólo fuese por unos años. Lo bueno de tales años se deberá a él; el consuelo, la alegría que propague ese resucitado de entre los muertos, se deberán a él. En una época en que un hombre salvado puede hacer tanto, en que incluso la persona más inocente puede sucumbir de cien formas distintas, ¡cuánto significas tú, médico de corazón humano! Para qué voy a recorrer todas las condiciones y clases sociales en relación con la justicia, la religión, las ciencias, las diferentes artes: cuanto más elevado es cada uno en su especie, tanto más puede influir; ¡cuán preferible y mejor es así! Y porque sólo libremente tenías que actuar de esa forma; porque nada te exigía o te obligaba a obrar con tal bondad, grandeza y nobleza; porque ni siquiera había nada que te despertara; al contrario, todo concurría a hacer de ti un simple lacayo de tu arte y a adormecer toda sensación algo más profunda — quizá por esa circunstancia extraordi­ naria que puso espinas sobre tu piel, en vez de laureles— , tu oculta y probada virtud es tanto más pura, silenciosa y divi­ na; es más que aquella virtud de otras épocas, que era mo­ vida por impulsos y recompensas, que no era, en definitiva, sino un accesorio cívico y un noble brillo del cuerpo. La tuya es, en cambio, savia vital del corazón. Cómo tendría que hablar si quisiera exponer los mé­ ritos de quienes constituyen realmente las columnas y los goznes en torno a los cuales gira todo en nuestro siglo. Go­ bernantes, pastores, protectores del pueblo: con los resortes de nuestra época, su fuerza es semi-omnipotente. Su simple aspecto, su mirada, su voluntad, su forma de pensar muda y puramente pasiva, su genio, les dice que están ahí para algo más noble que dedicarse a jugar con todo un rebaño convirtiéndolo en una máquina (por muy gloriosos que sean los fines perseguidos), o incluso que para proponerse, como fin, apacentar este rebaño, que para llegar a velar por un ma­ yor conjunto de hombres. Regentes, pastores, protectores de pueblos, ¡qué infinitamente más podéis hacer vosotros en pocos años, con el cetro de la omnipotencia en la mano y con pocos hombres, con simples intenciones y estímulos, que no hace aquel mogol desde su trono de oro, ni quiere hacer ese déspota sobre un trono de cabezas humanas! Quien cede a los fines meramente políticos es quizá, con su condición

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social superior, un alma tan vulgar como la del sembrador de lentejas que es feliz por el simple hecho de haberlas espar­ cido, o como la del flautista que se limita a acertar con los dedos los orificios de la flauta. Contigo prefiero hablar, pastor de tu rebaño, padre, madre en tu pobre cabaña. También a ti se te quitaron los estímulos y motivos de atracción que un día constituyeron el cielo de tu tarea de padre. No puedes decidir la suerte de tu hijo: quizá su libertad — ¡supremo ideal de nuestros filósofos!— quedará marcada, ya desde la cuna, con un lazo de honor. No puedes educarlo para el hogar paterno, para las costumbres paternales, la virtud y la existencia; siempre te falta, pues, el grupo, y, al estar y transcurrir todo confuso, te faltan igualmente los resortes que más facilitaban tu labor educativa, es decir, la intención. Debes tener presente que, tan pronto como esos resortes te son arrancados de las manos, caen de golpe en ese gran océano de luz del siglo, ¡en el abismo, joya sumergida, irrecuperable existencia de un alma humana! El árbol lleno de flores, demasiado pronto arrancado de su madre tierra, plantado en un mundo de tormentas que apenas suele resistir el tronco más duro, quizá plantado in­ cluso al revés, por la copa en vez de por las raíces, que quedan tristes al aire; ese árbol amenaza con erguirse pronto delante de ti, seco, horrible, con las flores y los frutos caídos sobre el suelo. ¡No pierdas la confianza en la levadura de tu época! Por muchas que sean las amenazas y dificultades, edu­ ca. Educa tanto mejor, seguro y firme, en favor de todos los niveles sociales y en todas las tribulaciones a las que el árbol sea sometido, en todas las tormentas que le esperan aún. No puedes permanecer inactivo; bien o mal, tienes que educar. Y ¡qué virtud más grande, qué recompensa más alta y, por tanto, qué fines más asequibles y qué educación más unifor­ me en cada paraíso! ¡Cuánto más que nunca necesita ahora el mundo a alguien educado en la simple virtud! Cuando todas las costumbres son iguales y todas igualmente chatas, rectas y buenas, ¡cuánto tienes que esforzarte! La costumbre sustituye la educación y la virtud se pierde en la mera rutina. Pero mira: ¡una estrella luciendo en medio de la noche, un diamante en un montón de piedras o de cal, un hombre entre masas de monos y de caretas! ¡Cómo puede seguir éste edu­ cando mediante el ejemplo callado, divino! ¡Cuántas ondas puede propagar alrededor suyo y detrás de él, hacia el futuro

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quizá! Piensa, además, cuánto más pura y noble ha de ser tu virtud; cuanto más numerosos y mayores son los medios educativos, por un lado, tantos más resortes os faltan a ti y a tu adolescente, por otro. Piensa en la virtud en la cual lo educas: ¡cuán superior ha de ser a la que Licurgo y Platón tenían el poder y el derecho de enseñar! ¡En el más bello siglo para la virtud silenciosa, callada, a menudo desconocida, pero tan elevada, extendiendo de tal forma su radio! Siempre me parece cierto, pues, que cuanto menos posible es en nuestro siglo un bien grande y completo, tanto más difícil tiene que ser para nosotros la virtud suprema y tanto más puede limitarse ahora a obrar en silencio, oculta­ mente; donde ella está presente, tanto más elevada puede ser, tanto más noble, infinitamente más útil quizá un día, tanto más efecto puede tener. Al prescindir de nosotros mis­ mos y negarnos las más de las veces, no tenemos posibilidad de gustar numerosas recompensas inmediatas; esparcimos la semilla en el ancho mundo sin mirar dónde cae, dónde arrai­ ga, ni siquiera si fructifica para el bien. Es más noble sembrar en silencio y para el mundo entero, sin esperar personalmente la cosecha. ¡Esta será indudablemente mayor y más univer­ sal! Confía la semilla al suave céfiro: la llevará más lejos, y cuando salgan todos los gérmenes a cuyo despertar contri­ buyó, silenciosa y calladamente, la parte más noble de nues­ tro siglo, ¡en qué tiempo de dicha se perderá mi mirada! •k

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Los frutos florecen y nacen precisamente en las ramas más altas del árbol: ahí tienes la bella providencia de lo más grande de la obra divina: ¡la ilustración! Aunque no siempre nos reporte beneficios, aunque, debido a la mayor superficie y extensión, nuestra corriente pierda profundidad y penetra­ ción, ello mismo nos asegura que constituimos ya un peque­ ño mar y que nos acercamos a un océano mayor. Tenemos una asociación de ideas procedentes de todo el mundo: un conocimiento de la naturaleza, del cielo, de la tierra, de la especie humana, como puede casi ofrecérnoslo nuestro uni­ verso; el espíritu de todas esas realidades, sus dimensiones y sus frutos, se hallan reservados a la posteridad. Ha pasado ya el siglo en que Italia, bajo la confusión, el motín y el engaño, desarrollaba su lengua, sus costumbres, su poesía,

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su política y sus artes; lo que se desarrolló sobrevivió en su siglo, siguió influyendo y se convirtió en la primera forma de Europa. Han pasado parcialmente la miseria y las lamen­ taciones bajo las que suspiraba el siglo del gran rey francés; los fines para los que quería y necesitaba todo, han sido olvi­ dados o están ahí ociosos, como imágenes de la vanidad y del ridículo. Todos los mares de bronce que él mismo llevaba y los muros entre los que vivía se ofrecen al pensamiento de cada uno de nosotros, aunque no piense ante ellos lo que quería Luis. En cualquier caso, el espíritu artístico plasmado en los mismos ha quedado ahí. Los resultados de los viajes de investigación sobre botánica, numismática, piedras pre­ ciosas, hidrostática, medición, quedan ahí, aunque hayan des­ aparecido todos cuantos participaron y sufrieron en esas in­ vestigaciones y el destino al que debían servir. El futuro nos quitará las hojas y tomará la carne del fruto; la rama pequeña carece de hojas, pero de ella cuelga la deliciosa fruta. ¿Qué sucedería si toda la luz que nosotros propaga­ mos en el mundo, con la que nosotros cegamos actualmente la vista de muchos y provocamos mucho mal y oscuridad, se convirtiera un día en todas partes en luz y calor de vida? ¿Qué sucedería si la masa de conocimientos muertos, pero luminosos, si el campo que, sobre nosotros, alrededor de nosotros y bajo nosotros, rebosa de huesos fuera reanima­ do — ¿por quién, para qué?— y fecundado? ¡Qué nuevo mundo! ¡Qué dicha, poder disfrutar en él la obra de sus ma­ nos! Todo, incluso los inventos, las diversiones, la necesidad, el destino y el azar nos hace levantar por encima de cierta tosca sensibilidad de las épocas anteriores, nos libra de‘ su hábito y nos eleva a una superior abstracción en el pensar, en el querer, el vivir y el actuar; ello no es siempre agradable para nosotros; al contrario, suele ser molesto. La sensibili­ dad del Oriente, la aún más bella de Grecia, el poder de Roma, han pasado. ¡Qué miserable consuelo nos proporcio­ nan nuestros detestables medios abstractos de consolación y nuestras sentencias, donde solemos vernos obligados a bus­ car nuestra motivación, nuestros resortes y nuestra felicidad! El niño se ve también rígidamente apartado de la sensibili­ dad, la última que quedaba. Pero mira la época superior que se preludia. Ni un loco puede negar que, si son posibles a la naturaleza humana los refinados móviles, la virtud supe­ rior, celestial, el disfrute algo más depurado de dichas terre-

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ñas, esa misma naturaleza sea dignificante y ennoblecedora en grado máximo. Es, pues, posible que muchos perezcan ante tal escollo. Es posible y seguro que el número de los que poseen esa virtud fenelónica es mucho menor que el de los espartanos, romanos y caballeros que poseían la sensible flor del espíritu de su mundo, de su época. Las carreteras anchas se van convirtiendo en senderos estrechos y en cues­ tas empinadas que pocos pueden recorrer, pero constituyen alturas y llevan a la cima. ¡Qué estado sobre el sendero tor­ tuoso de la providencia, cuando un día, dejando atrás la piel y los obstáculos, surja rejuvenecida una criatura en una nue­ va primavera! Una humanidad no sensible, enteramente ro­ deada por el mundo, poseyendo en sí la fuerza vital y el principio al que ahora aspiramos trabajosamente, ¡qué crea­ ción! Y ¿quién tendría probabilidades de negarlo? Es evi­ dente a lo largo de toda la historia el refinamiento y el pro­ greso depurador de los conceptos de virtud procedentes de las más sensibles épocas de la infancia. Evidente es su ex­ tensión y su avance. ¿Y todo ello sin un fin, sin una in­ tención? Que los conceptos de libertad humana, de vida social, de igualdad y de felicidad para todos, cobran claridad y se difunden, es algo conocido. Para nosotros no conlleva esto las mejores consecuencias inmediatas; al comienzo, el mal suele predominar sobre el bien, a juzgar por las primeras apariencias, pero ... La vida social y el trato más fácil entre los dos sexos ¿no han rebajado el honor, la decencia y el recato de ambos, no han hecho saltar todos los cerrojos del gran mundo ante la condición social, el dinero, la cortesía? ¿Cuánto se han resentido la primera flor del sexo masculino y los más nobles frutos del femenino en el amor conyugal y maternal y en la educación? ¿Hasta dónde ha llegado el daño causado en ellos? ¡Abismo de males irreparables, ya que se hallan atas­ cadas las mismas fuentes de mejoramiento y de curación, la juventud, la fuerza vital, la educación mejor? Las ramas más ¡delgadas, las que por ello se mecen ligeramente, no pueden hacer otra cosa que secarse en medio de los rayos del sol al jugar con su vida demasiado temprano, sin fuerzas aún. ¡Irre­ parable pérdida! Quizá irremediable desde el punto de vista de toda política, jamás suficientemente deplorable desde el punto de vista del amor al hombre, pero nuevo instrumento

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en manos de la providencia. Si caen sedientas y se desvanecen cien pobres criaturas con la garganta seca junto a la fuente primera de vida, de sociabilidad, de alegría, purifica la fuente misma sobre la que ellos, infelices, se engañan. Mira cómo en años posteriores buscan, quizá en exceso, los frutos de otras diversiones, idealizando nuevos mundos y mejorando éste con su desgracia. Las Aspasias declinantes forman Sócra­ tes; Ignacio39, sus jesuítas; los Epaminondas40 de todos los tiempos se procuran batallas de Leuctra41. ¡Cuántos héroes, filósofos, sabios y monjes de virtudes, aspiraciones y méritos tan inmateriales y elevados lo son debido a esta simple ra­ zón! El que quiera calcular y pesar lo que conviene al mundo, que lo haga. Delante de sí posee un gran número de puntos de referencia que, en la mayoría de los casos, no son incier­ tos: el camino de la providencia se dirige hacia su meta incluso pasando sobre millones de cadáveres. Libertad, vida social e igualdad, tal como brotan aho­ ra por todas partes: han causado daño en mil abusos y lo seguirán causando. Los anabaptistas y exaltados asolaron Ale­ mania en la época de Lutero, y ahora, con la mezcla de las condiciones sociales, ascienden los inferiores al puesto de los decadentes, orgullosos e inútiles superiores, para ser pron­ to peores todavía que estos últimos: los más fuertes y nece­ sarios puestos básicos de la humanidad quedan vacíos; la masa de sangre impura se precipita hacia abajo. Y, tanto si el tutor de ese gran cuerpo da su aprobación, sus elogios y sus estímulos, debido a una momentánea mejoría o a un apa­ rente aumento de fuerzas, como si se opone con la mayor rigidez, jamás podrá parar la causa de «que progrese el refi­ namiento, de que se imponga la razón, la opulencia, la liber­ tad y el descaro». Hasta qué punto ha caído en el mundo, desde hace un siglo tan sólo, el verdadero prestigio de las autoridades, de los padres y de las clases elevadas, es impo­ sible expresarlo en un pequeño ejemplo. Nuestros personajes importantes, grandes o pequeños, contribuyen a propagar esta situación de diez formas distintas: se derriban límites y ba­ rreras; se pisotean los prejuicios procedentes, según se dice, de la clase, de la educación, es más, de la religión, llegándose incluso a la burla para causarles daño. Gracias a una educa­ ción uniforme, a la filosofía, la irreligión, los vicios y, final­ mente —para que no falte nada·— , gracias a la opresión, la crueldad y la insaciable codicia que va despertando los ánimos

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llevándolos al amor propio, todos seremos, ¡dichosos nos­ otros!, lo que tanto cacarea y persigue la filosofía; señor y siervo, padre e hijo, joven y doncella, aunque sea la más desconocida, todos seremos hermanos. Esos señores profeti­ zan como Caifás42, pero primero, claro está, sobre su propia cabeza o sobre la de sus hijos. Aunque nuestro «gobierno humano» no hubiese con­ seguido más que la bella envoltura, el aire del bien parecer, el lenguaje, los principios, las intenciones, el orden, cosas que se hallan ahora en todos los libros y que todos los prín­ cipes tienen en la boca como libros vivientes, se habría dado un gran paso. Inténtese leer a Maquiavelo y el Antimaquiavelo43: el filósofo y amigo de los hombres venerará este últi­ mo, pasando voluntariamente por alto sus puntos de podre­ dumbre, que no han sido tocados, sino cubiertos con flores y plantas verdes, pasando igualmente por alto las heridas, que no han sido examinadas, ni se ha querido examinar su fondo. ¡Qué libro, se dirá, qué príncipe sería el que pensara como este libro, o simplemente lo admitiera, lo reconociera, lo conociera, actuara ocasionalmente de acuerdo con él! ¡Qué príncipe, ante el mundo actual y ante el futuro! En lugar de la locura tosca e inhumanamente cruel, podrían reinar, cómo no, enfermedades que son igualmente gravosas y más perjudiciales por introducirse ocultamente, porque son glo­ rificadas, y no reconocidas, devorando así el alma hasta los tuétanos. El ropaje general de la filosofía y filantropía puede ocultar opresión, atentados contra la libertad de la persona, del país, de la ciudad y de los pueblos, como pretendía ha­ cerlo César Borgia44: todo ello de acuerdo con los principios adoptados por el siglo y aureolado de virtud, de sabiduría, amor a los hombres y cuidado de los pueblos. Esto puede, por tanto, y casi debe ocurrir, pero yo me niego a celebrar tales ropajes como si fuesen hechos. Además, seguro que Maquiavelo no habría escrito en nuestra época como él es­ cribió, al igual que César Borgia tampoco habría podido obrar, en otras circunstancias, como lo hizo entonces. En el fondo no se cambiaría más que el vestido con todo eso. Pero incluso este simple cambio representa un buen servicio. Has­ ta el punto de que quien escribiese en nuestro siglo como escribió Maquiavelo sería lapidado. Sin embargo, retiro lo que acabo de decir: alguien45 que, en lo que a la virtud se refiere, escribe peor que Maquiavelo, no es lapidado; escribe

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a lo filósofo, con gracia, en francés y, lo que es más, sin religión. Así, pues, «como uno de vosotros» 46. Eso sí, des­ aprueba sus propios escritos. Aunque la desenvoltura de pensamiento sólo se prac­ tique de acuerdo con ciertas conveniencias del bienestar (¡el verdadero bienestar puede quedar tanto más alejado!), sur­ gen frutos buenos, incluso en este árbol envenenado por el desenfreno. ¿No creéis que las afirmaciones y los disparates que ahora se formulan insolentemente contra la religión ten­ drán un día excelentes efectos? Prescindamos ahora de las explicaciones, justificaciones y pruebas de la religión, que no suelen demostrar gran cosa: no sé qué gran personaje ha profetizado un próximo siglo de superstición por haberse agotado el nuestro en tan estúpida incredulidad. Pero sea cual sea el posterior desarrollo (y sería triste, desde luego, que la superstición fuese lo único capaz de sustituir la incre­ dulidad y que este miserable ciclo eterno no comportara nada nuevo), la religión, la razón y la virtud se impondrán un día, necesariamente, por encima de los más furiosos ata­ ques de sus enemigos. Si el ingenio, la filosofía y la libertad de pensamiento han constituido el andamiaje de ese nuevo trono, ha sido seguramente sin saberlo y contra su voluntad. Una vez que estén ahí tras haberse disipado la nube, el más luminoso sol del universo brillará con toda su gloria. Como vemos, incluso la enorme amplitud y universa­ lidad con la que avanza todo este proceso puede convertirse abiertamente en un ignorado refuerzo del mismo. Por mu­ chos medios e instrumentos que inventemos nosotros, los europeos, para someter, engañar y despojar a los otros conti­ nentes, un día os tocará triunfar tal vez a vosotros, sus habi­ tantes. Nosotros atamos cabos de cuyos extremos tiraréis vosotros. Las pirámides invertidas * de nuestras constitucio-· nes recobrarán su posición correcta sobre vuestro suelo, vosotros con nosotros. En una palabra, todo avanza visible­ mente hacia algo grande. Sea con lo que sea, abarcamos el globo entero, y es probable que lo que venga después jamás sea capaz de reducir su base; nos acercamos a una nueva esce­ na, aunque sea sólo a través de podredumbre. * E l caballero Temple comparó cierta forma de gobierno con esta imagen.

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l A dónde nos conducirá el hecho mismo de que vaya afinándose nuestro modo de pensar, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, y de que así se desgasten nuestros prin­ cipios y resortes sensibles, sin que la gran mayoría desee sustituirlos por otra cosa o tenga fuerzas para ello? Los fuer­ tes lazos sensibles de las antiguas épocas y de las antiguas repúblicas han desaparecido (y es un triunfo de nuestro tiem­ po) desde hace mucho. Todo contribuye a roer los lazos, más delicados, de nuestro tiempo: filosofía, librepensamiento, opu­ lencia y una educación que se encamina a todo esto y que se extiende progresivamente de un individuo a otro calando cada vez más en ellos. Los más de nuestros resortes políticos tienen que ser condenados o despreciados por una sabiduría serena, y el conflicto entre cristianismo y aire mundano es un reproche y una reserva que vienen de muy antiguo por am­ bos lados. Así, pues, como la debilidad no puede acabar sino en debilidad y el tensar abusivamente las fuerzas paciente­ mente obtenidas en el último parto no puede hacer sino acelerar su destrucción ... Pero mi tarea no consiste en pre­ decir. Menos todavía en predecir «qué es lo único que pue­ de sustituir, sustituirá o tiene casi necesariamente que sus­ tituir, la fuente de nuevas fuerzas vitales en un escenario tan amplio, cómo podrá llevar, y llevará, el nuevo espíritu toda la luz y sentido humano por los que trabajamos al ca­ lor, a la estabilidad y a la felicidad general». Indudablemente, estoy hablando de tiempos todavía lejanos. Hermanos, trabajemos con valeroso y alegre corazón, incluso en medio de la nube, pues trabajamos por un gran futuro. Acojamos nuestro fin tan limpio, luminoso y purifi­ cado como nos sea posible, pues nos movemos entre fuegos fatuos, albores y nieblas. *

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' Cuando veo los hechos, o más bien adivino los mu­ dos signos de los hechos de un espíritu que es excesiva­ mente grande para la envoltura de su tiempo, que anda con demasiada serenidad y timidez para escuchar sus aplausos, observo que siembra en la oscuridad: siembra semillas que, como todas las obras y creaciones divinas, arrancan con un

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pequeño germen, pero en su germinar vemos y percibimos en seguida que se constituirán secretamente en una creación de Dios (puede que sean disposiciones especialmente desti­ nadas a promover la más noble planta de humanidad, de cul­ tura, de educación, de refuerzo de los nervios más necesitados de la naturaleza, de amor a los hombres, de simpatía y de dicha fraternal), en plantas sagradas: ¿quién ha andado entre vosotras sin ser sacudido por el estremecimiento de un mun­ do mejor, sin bendecir a vuestro creador, pequeño o grande, soberano o siervo, con la más silenciosa ofrenda de la tarde, de la mañana, de medianoche? Todos los fines puramente corporales se descomponen como los cristales o los cadáve­ res; el alma, en cambio, el espíritu, contenido de la huma­ nidad entera, permanece. ¡Y dichoso aquel que ha recibido mucho de esta pura y siempre inmaculada fuente de vida! it

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Es casi inevitable que lo más elevado y difundido de nuestro siglo ofrezca también, en relación con lo que sean los mejores o los peores actos, unos equívocos que, en ámbi­ tos más reducidos, más bajos, no existirían. De forma que casi nadie sabe para qué vive: el conjunto es un mar cuyas olas y ondas rugen ¿hacia dónde?, y ¡con qué fuerza! ¿Sé a dónde voy yo con mi pequeña onda? No sólo el enemigo y el calumniador serán capaces de introducir a menudo la duda en las empresas del hombre más activo y mejor; la nie­ bla y la doble luz quizá se presentarán incluso al caluroso admirador en sus horas más serenas. Todos los radios están de por sí tan lejos del centro: ¿a qué fin se dirigen? ¿Cuán­ do llegarán a él? Se sabe cuál ha sido el reproche lanzado sobre todos los reformadores de todos los tiempos: que, al dar un nuevo paso, siempre dejaban lagunas detrás de sí, que levantaban polvo y provocaban sacudidas ante sí, que aplastaban cosas inocentes bajo sus pies. Esto se aplica doble y más visible­ mente a los reformadores de los últimos siglos. ¡Lutero, Gustavo Adolfo, Pedro el Grande! ¿Qué otros tres persona­ jes han introducido más cambios que ellos en la Edad Mo­ derna, más cambios de sentido más noble? Sus consecuencias, especialmente las imprevistas, ¿han significado siempre un indiscutible aumento de felicidad en quienes han venido des-

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pués? ¿No lo pondrá seriamente en duda muchas veces el que conozca la historia posterior? ¡Qué nueva creación de Europa ha originado desde su puesto, en treinta breves años, el monarca cuyo nombre re­ suena ahora más47, y lo merece, que el de Luis en su tiempo!, «¡que su siglo nos guarde!»48 ¡Cuánto bien ha implicado en el arte de la guerra y de la política, en el tratamiento de la religión y en la promulga­ ción de leyes, como Apolo de las musas y como monarca en su trono — modelo de monarquía según el parecer gene­ ral. Ha extendido desde el trono la ilustración, el espíritu filosófico y la moderación. ¡De qué modo más formidable ha eliminado y desterrado la ridicula pompa oriental, las orgías y el lujo, que antes solían constituir la única cerca de oro frente a los palacios! ¡Qué herida más profunda ha causado en todas partes a la crasa ignorancia, a la exaltación ciega, a la superstición! ¡Cuánto ha levantado la economía y el orden, la regularidad y laboriosidad, las bellas artes y lo que llaman el gusto de pensar libremente! El siglo lleva su ima­ gen, como su uniforme, siglo que constituye, sin duda, el mayor elogio de su nombre. Sin embargo, si se examina el revés de la medalla y del busto y se considera el mero resultado de su obra como filántropo y filósofo, se pondrá indudablemente de manifiesto algo más, algo distinto. Se verá quizá también que, junto a la ilustración, ha tenido que extenderse, por una ley natural de la imperfección de los actos humanos, una voluptuosa fatiga del corazón; junto a la economía, su signo y su consecuencia, la pobreza; jun­ to a la filosofía, la ciega y miope incredulidad; junto a la libertad de pensamiento, la esclavitud de los actos, el despo­ tismo sobre las almas bajo cadenas de flores; junto al gran héroe, al conquistador, al espíritu guerrero, la languidez, la constitución romana; se pondrá de manifiesto que, cuando los ejércitos lo han sido todo, ha tenido que extenderse la decadencia y la miseria; se verán las necesarias consecuen­ cias de la filantropía, la justicia, la moderación, la religión, el bien de los súbditos — todo ello tratado, hasta cierto pun­ to, como medio para alcanzar una meta— , las consecuencias de toda esta conducta sobre su tiempo, sobre imperios con una constitución y un orden completamente diferentes, sobre

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el presente y el futuro. La balanza oscilará: ¿cuál será el platillo que suba, que baje? ¿Qué sé yo? «He ahí al escritor de cien años *, que ha influido sobre su siglo como un monarca, sin disputa ni oposición, que es leído, estudiado, admirado y, lo que es más, seguido, desde Lisboa a Kamchatka, desde Nueva Zembla hasta las colonias de la India; con su lenguaje, con su talento para adornar de cien formas distintas, con su facilidad, con su exu­ berancia de ideas que son auténticas flores; en especial, por el hecho de haber nacido en el lugar apropiado para utilizar el mundo, para utilizar predecesores y rivales, ocasiones y motivos, sobre todo, los prejuicios y las debilidades prefe­ ridas de su tiempo, especialmente las debilidades más apro­ vechables de las novias más bellas de su tiempo, de los gobernantes de toda Europa. ¡Cuánto ha hecho también este gran escritor, sin ninguna duda, en favor del mayor bien del siglo! Ha difundido la luz, la llamada filosofía de la huma­ nidad, la tolerancia, la facilidad de pensar por sí mismo, el brillo de la virtud bajo cien formas amables, las pequeñas inclinaciones humanas diluidas y edulcoradas; como escritor, es innegable que ha alcanzado la cumbre suprema del siglo. Pero, al mismo tiempo, ¡qué miserable frivolidad, debilidad, incertidumbre y frialdad! ¡Qué superficialidad, falta de plan, escepticismo frente a la virtud, a la felicidad y al mérito! ¡Cuántas cosas ha eliminado con sus chistes, en parte sin pre­ tenderlo, cuántos lazos delicados, agradables y necesarios ha. desatado con su mano sacrilega, sin otorgarnos nada a cambio a nosotros, mortales que no todos residimos au château de Vernay! Y ¿con qué medios, por qué caminos ha conseguido lo mejor que posee? ¿En manos de quién nos pone con toda su filosofía, con el diletantismo de su forma de pensar carente de moral y de sentimientos humanos firmes? ¿Se conoce la gran intriga contra y en favor de él, se conoce la forma de predicar, tan diferente, empleada por Rousseau? Quizá es oportuno que ambos prediquen, bien lejos el uno del otro, anulándose recíprocamente en no pocos aspectos; es con fre­ cuencia el término de las empresas humanas: sus líneas se anulan, pero su punto final ha avanzado. Naturalmente, ninguno de los grandes espíritus que sirven al destino para operar cambios puede ser medido, a *

Voltaire.

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través de cuanto piensa y siente, con la regla común de las almas medianas. Hay excepciones de índole superior, y, en la mayoría de los casos, todo lo notable que sucede en el mun­ do sobreviene a través de ellas. Las líneas rectas sólo avanzan en sentido recto, y lo dejarían todo tal como está si la divinidad no lanzara también hombres extraordinarios, come­ tas, a las esferas de la tranquila órbita solar, si no los hiciera caer y levantar de nuevo desde el fondo de su caída, donde ninguna mirada terrestre puede perseguirlos. Sólo a Dios o, entre los hombres, a un loco se le ocurre cargar las consecuen­ cias remotas, morales o inmorales, de una acción en la cuenta de los méritos y primeras intenciones del agente. Si fuese así, ¿quién hallaría más acusadores, en todos los terrenos, que el agente primero y único, el creador? Pero, hermanos: no abandonemos el polo alrededor del cual gira todo, la ver­ dad, la conciencia de las buenas intenciones, la felicidad de los hombres; esforcémonos, especialmente, en ver sobre la cumbre suprema del mar sobre el que flotamos, entre fuegos fatuos y nieblas que son quizá peores que la noche cerrada, la estrella que constituye el punto de confluencia de toda dirección, de toda seguridad, de todo descanso; dirijamos luego nuestro curso con fidelidad y solicitud. ☆

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*

Grande tiene que ser un conjunto en el que cada uno de sus detalles manifiesta por sí solo el todo, en el que, al propio tiempo, cada detalle únicamente revela tal unidad indeterminada en relación con el todo, ¡en el que las peque­ ñas conexiones proporcionan por sí solas un significado gran­ de, mientras que los siglos no constituyen más que sílabas y las naciones nada más que letras, o quizá signos de puntua­ ción que, por sí mismos, carecen de sentido, pero que tanto significan a la hora de entender el todo! ¿Qué eres tú, hom­ bre, en cuanto individuo, con tus inclinaciones, con tus apti­ tudes, con tu aportación? Y ¿quieres que todos los aspectos de la perfección se agoten en ti? La limitación del punto en que me muevo, el ofus­ camiento de mi mirada, el fracaso de mis propósitos, el enig­ ma de mis inclinaciones y deseos, el fallo de mis fuerzas, que sólo están destinadas a un día, a un año, a una nación, a un siglo: son estos aspectos los que me confirman que yo

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no soy nada, que el conjunto lo es todo. ¡Qué obra! ¡Cuán­ tos grupos de épocas y naciones oscuras te pertenecen, cuántas figuras colosales sin apenas visión ni perspectiva de conjunto, cuántos instrumentos ciegos, todos ellos creyendo obrar libre­ mente, pero ignorando qué o para qué, sin dominar el con­ junto con la vista, pero cooperando tan celosamente como si su hormiguero fuese el conjunto: ¡qué obra la de este conjun­ to! En la minúscula parte que de ella vemos, tanto orden y confusión, tantos nudos y dispositivos para resolverlos, am­ bos sirviendo a la desbordante magnificencia del todo, a su seguridad y garantía. Tendría que ser mezquinamente peque­ ño ese conjunto si yo, una mosca, pudiera dominarlo con la vista; supondría muy poca sabiduría y variedad si yo, que paso por el mundo dando traspiés, que tanto esfuerzo necesito para retener una sola idea, nunca descubriera en él comple­ jidad. En una parte que no es nada, pero en la que hay, a la vez, mil pensamientos y semillas que se esfuerzan por salir, en medio compás musical de dos tiempos, pero en el que los tonos más graves se combinan para formar la más dulce melodía, ¿quién soy yo para juzgar cuando lo único que hago es cruzar la sala y escudriñar el ángulo de un gran cuadro oculto en la más oscura penumbra? Lo que decía Sócrates de los escritos de un hombre que, limitado como él, escribía con la misma fuerza, ¿qué tengo que decir yo del gran libro de Dios que se extiende sobre el universo y el tiempo, del que apenas soy una letra, del que apenas percibo tres letras en torno mío? Infinitamente pequeño frente al orgullo que pretende serlo, efectuarlo, desarrollarlo todo; infinitamente grande frente a la poquedad que no confía en ser nada: ambas pos­ turas son simples instrumentos dentro de los planes de una providencia inconmensurable. Si un día llegáramos a una perspectiva que nos permitiese contemplar el conjunto de nuestra especie, percibir la dirección en que se ha desplegado, tan despacio al principio, la cadena que luego entrecruzaría las regiones y los pueblos de la tierra con tanto Estruendo, para terminar ligándolos entre sí de forma más suave, pero más estrecha, a la vez; si percibiéramos a dónde iba a con­ ducirlos, hasta dónde se extiende la cadena ... Como hemos observado antes, vemos que la madura cosecha procedente de semillas que nosotros hemos esparcido entre los pueblos con una criba ciega germina de forma tan peculiar, florece

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de modo tan diferente, haciendo esperar frutos tan equívo­ cos. Tenemos que probar nosotros mismos el buen sabor que para la formación universal de la humanidad ha producido al fin una levadura que estuvo tanto tiempo fermentando, tur­ bia, sin gusto. ¿Qué has sido tú, fragmento de vida? — quanta sub nocte iacebat Nostra dies!49 Pero feliz aquel que, aun siendo así, no tenga que arrepen­ tirse de su fragmento de vida. Bλεπομεν γαρ άρτι Si’ εσοπτρου εν αινιγματι, τότε δε προσωπον προς προσωπον άρτι γινωσκω εκ μέρους, τότε δε επιγνωσομαι, καθώς και επεγνωσθην. Νυνι δε μενει πιστΐς, ελπίς, αγαπη, τα τρία ταυτα, μειζων δε τούτων η αγαπη “ .

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UNA METACRITICA DE LA «CRITICA DE LA RAZON PURA» [Eine Metakritik zur Kritik der reinen Vernunft]

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Primera serie de aclaraciones UIEN refina excesivamente la lengua de una nación (aunque lo haga con ingenio) le quita el gusto y co­ rrompe el instrumento racional de esa lengua; mutila el ór­ gano más noble de multitud de jóvenes, haciendo extraviar su entendimiento mismo, cuyo ámbito nunca puede cerrarse a las especulaciones. ¿Acaso tenemos un deber y un don más grande que el uso libre e íntimo de nuestro entendimiento? La metacrítica es, pues, protestantismo; protesta frente a todo papismo dogmático, impuesto acrítica o afilosóficamente a la razón y al lenguaje. [... ] 1 Crítica de la razón pura es un título que sorprende. No se critica una facultad de la naturaleza humana, sino que se la investiga, determina, limita; o bien se indica su uso o su abuso. Se critican artes y ciencias en cuanto obras huma­ nas, sea en sí mismas, sea en su realización, pero no facul­ tades naturales. Sin embargo, los discípulos del gran autor de la Crí­ tica de la razón pura y de otras obras han cobrado tal aprecio a este nombre, que no sólo escriben críticas sobre facultades naturales y sobrenaturales, sino que se diferencian llamán­ dose a sí mismos «filósofos críticos», y para todos ellos la filosofía, al menos la más elevada, es, en definitiva, crítica. Esa «filosofía crítica» es, según dicen, la única posible, la única verdadera. ¡Adelante, pues! Lo desacostumbrado del nombre im­ pone un mayor deber. Todo juez, sean facultades naturales u obras de arte lo que juzgue, tiene que partir de un dato claro y no descansar mientras éste no esté nítidamente deter­ minado. Tiene que juzgar de acuerdo con una ley, indicando ésta con claridad y aplicándola con precisión. Finalmente, su

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propio dictamen ha de ser claro, seguro, derivado de ese dato según la norma ofrecida; o bien es cribado. Todo cribado se halla sometido a las mismas leyes. Como el autor de la Crítica de la razón pura presenta su escrito como una obra «que expone la facultad pura de razón en toda su amplitud y todos sus límites» *, no debe ni puede leerse sino con un examen, es decir, críticamente. Las obser­ vaciones surgidas de tal examen no pueden llevar un nombre más modesto ni más apropiado que el de metacrítica, es decir, crítica de la crítica. Ahora bien, si la razón ha de ser criticada, ¿quién puede llevar a cabo esa crítica? Sólo ella misma. En conse­ cuencia, la razón es juez y parte. ¿Y a la luz de qué puede ser criticada? Sólo a la luz de sí misma. Por consiguiente, ella es ley y testigq. Se ven en seguida las dificultades de semejante magistratura. Con el fin de disminuir esas dificultades, hagamos constar que: En primer lugar, no se trata aquí de otra razón que la humana. No conocemos ni poseemos otra. Juzgar desde la razón del hombre una razón superior, más general que la hu­ mana, significaría trascender ésta. En segundo lugar, podemos aislar mental y verbal­ mente la razón humana, con un determinado propósito, de otras facultades naturales nuestras. Pero nunca debiéramos olvidar que no subsiste por sí misma, separada de otras fa­ cultades. Es la misma el alma que piensa y quiere, que en­ tiende y siente, la que ejercita la razón y la que apetece. Todas estas facultades se hallan tan cerca unas de otras, no sólo en su uso, sino también en su desarrollo y quizá incluso en su origen, tan compenetradas y entrelazadas, que no po­ demos haber designado otro sujeto cuando hemos designado otra función del mismo. Con nombres no construimos casi­ llas en nuestra alma; no la dividimos, sino que indicamos sus actos, las aplicaciones de sus capacidades. El alma que siente y se forma imágenes, que piensa y se forma principios, cons­ tituye una facultad viviente en distintos actos. En tercer lugar, el alma humana piensa con palabras. Mediante el lenguaje no sólo se exterioriza, sino que se ca* Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presen­ tarse como ciencia, Riga, 1783; prólogo, p. 14,

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racteriza a sí misma y sus pensamientos. El lenguaje — afirma Leibniz— es el espejo del entendimiento humano, y, como podría incluso decirse, una fuente de sus conceptos, un ins­ trumento de su razón, no sólo habitual,- sino imprescindible. A través del lenguaje aprendemos a pensar, aislamos y entre­ lazamos conceptos, a menudo en gran cantidad. Así, pues, en materia de razón pura o impura hay que oír a este viejo testigo universal y necesario. Cuando se trata de un concep­ to, nunca debemos avergonzarnos de su heraldo y represen­ tante, de la palabra que lo designa. Esta suele indicarnos cómo hemos llegado al concepto, qué significa y qué es lo que le falta. Si el matemático construye sus conceptos por medio de líneas, números, letras y otros signos, aun sabiendo que no es capaz de hacer un punto matemático, de trazar una línea matemática, y que hay otra serie de caracteres que él ha adoptado incluso arbitrariamente, ¿cómo podría desaten­ der el juez de la razón el medio a través del cual esa razón crea, retiene y completa su obra? Gran parte, pues, de los malentendidos, contradicciones y absurdos atribuidos a la ra­ zón, no se deberán, seguramente, a ella misma, sino al defec­ tuoso instrumento del lenguaje o a su incorrecto uso, como indica la misma palabra «contradicciones». No piense nadie que de esta manera quede rebajada la noble crítica de la razón pura y que la especulación más fina se convierta en gramática. Sería de desear que llegase a ser eso en todos los aspectos, que es a lo que apuntaba también Leibniz con su caracterización. Designar nuestros conceptos en sus derivaciones y complicaciones era para el gran conocedor, investigador y comparador del lenguaje, la última y suprema filosofía, como lo muestra su empeño en múltiples casos. Tampoco le era indiferente el órgano de nuestra razón, el lenguaje, al sabio Locke (como respetuosa­ mente le llama su nación). [ . . . ] 2 Los griegos expresaban con una misma palabra la razón y el lenguaje: λόχος. *

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Es ya hora de pasar del título al libro mismo, cuyo propósito viene señalado por la introducción. I. «Pero, aunque todo nuestro conocimiento empie­ ce con la experiencia, no por ello procede todo él de la expe­ riencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo cono­ cimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos

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mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impre­ siones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distingui­ ríamos esta adición respecto de dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla» *. «La cuestión reside — escribe Leibniz en su ensayo sobre Locke, obra que merece ser leída— en si el alma es en sí misma una tabla no escrita y en si lo representado en ella procede exclusivamente de los sentidos y de la experiencia; en si ella misma contiene originariamente los principios de muchas no­ ciones y teorías que los objetos externos no hacen más que despertar; en si todas las verdades dependen de la experien­ cia, o bien hay algunas que poseen otro fundamento. En efecto, si algún acontecimiento puede ser previsto con ante­ rioridad a toda comprobación del mismo, es evidente que algo aportamos por nuestra parte. Por muy necesarios que sean los sentidos en orden a todos nuestros conocimientos efectivos, no bastan para proporcionarnos todos los cono­ cimientos; nunca nos suministran otra cosa que ejemplos, es decir, verdades especiales o individuales. Ahora bien, todos los ejemplos que confirman una verdad general son insufi­ cientes, por muy numerosos que sean, para fundar la nece­ sidad de esa verdad. Etc.» ** Como Leibniz examina, en este sentido, todas las ideas expuestas por Locke y lo hace con una paciencia desacostumbrada, tenía razón Eberhard al de­ cir que la filosofía leibniziana contenía, tanto como la moder­ na, una crítica de la razón (la crítica es palpable en esta obra de Leibniz), si bien ello no implica que pueda prescindirse de toda crítica nueva en virtud de aquélla. La razón se criticará, y toda crítica tiene que aceptar el ser criticada, en la medida en que haya razón y crítica. Si su valoración ha sido correcta, ¿por qué iba a temer el ser valorada de nuevo? Pero si la cuestión, planteada también por Leibniz, se expresa preguntando «si hay un conocimiento indepen­ diente de la experiencia, e incluso de todas las impresiones de los sentidos» y diciendo que tales conocimientos a priori «son absolutamente independientes de toda experiencia y no * Crítica de la razón pura, B 1 s. [p. 42 de la traducción de Ribas, Ediciones Alfaguara, Madrid, 1978], ** Noupeaux Essais sur l’entendement humain, p. 4 de la edi­ ción de Raspe.

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hay en ellos mezcla empírica alguna» *, entonces esa cues­ tión contiene algo que no se hallaba en la pregunta. En ésta se suponía que las impresiones sensibles daban lugar a cono­ cimientos, que, como dice Leibniz, los objetos externos hacen despertar conceptos, que, en consecuencia, tales conocimien­ tos y conceptos no serían, aunque se presentaran elevados a una potencia diez veces superior, completamente indepen­ dientes de todas las impresiones de los sentidos, de toda experiencia anterior. En el caso de Kant, tienen que serlo absolutamente, y sólo cuando lo son se llaman a priori. Es dudoso que haya en nuestra alma un solo concepto de este tipo. Desde luego, la expresión «a priori» no implica seme­ jante rigor en ninguna ciencia humana, ni siquiera en las ma­ temáticas. En esta ciencia conozco las proposiciones y las conclusiones a priori; es decir, en virtud de mi razón conoz­ co por sí mismas las verdades que residen en ellas, a pesar de que su materia, sus cuerpos, superficies, líneas, figuras, mediante los que formo el concepto y sólo gracias a los cua­ les lo poseo (aunque los construya en el entendimiento), no me hayan sido dados sino como un posterius. En el uso ordi­ nario, la expresión «a priori» se refiere tan sólo a lo que «si­ gue». Unicamente en este sentido hablamos de «a priori». En efecto, del vacío nada se concluye. Pero con ello no se establece de dónde procede ese prius, si es de una experien­ cia, es decir, un dato interno conforme a las reglas de mi entendimiento, o de un dato externo en consonancia con mis sentidos. Nadie puede independizarse de sí mismo, esto es, salir de toda experiencia originaria, interna o externa, librar su pensamiento de todo lo empírico. Esto sería un prius de todo a priori; con ello la razón humana habría terminado an­ tes de comenzar. II. «Estamos en posesión de determinados conoci­ mientos a priori que se hallan incluso en el entendimiento común» **. Según este libro, tales conocimientos son «proposi­ ciones que, juntamente con su necesidad, son pensadas con estricta universalidad, siendo derivadas, además, de propo­ siciones necesarias». Igualmente, partiendo del uso ordinario * Crítica de la razón pura, B 2 s. [p. 43 de la mencionada edición castellana, que citaré en adelante con las palabras Alfaguara y número de página. Herder no cita literalmente]. ** Crítica de la razón pura, B 3 [Alfaguara, p. 43 ].

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del entendimiento, aduce la proposición «‘Todo cambio ha de tener una causa.’ En esta proposición el concepto de causa encierra con tal evidencia el concepto de necesidad de cone­ xión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla, que dicho concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo de una repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede» 3. Dejando a un lado este ejemplo, hay en el alma humana manifiestas verdades bajo la forma de lo nece­ sario y universal, así como proposiciones de esa clase en el lenguaje humano. Pero la pregunta es de dónde procede su necesidad, hasta dónde llega su universalidad. Finalmente, dado que toda proposición universal ha de ser reducible a conceptos simples, ¿de dónde proceden éstos y de qué tipo son? Resumiendo, la cuestión reside en averiguar cuál es el primum de ese a priori. La crítica descubre un origen a priori no sólo entre juicios, sino también entre conceptos, como, por ejemplo, en los de espacio, sustancia, etc. Sigue siendo igualmente una pregunta si tales conceptos son independientes de toda expe­ riencia y hasta dónde lo son. III. «La filosofía necesita una ciencia que determi­ ne la posibilidad, los principios y la extensión de todos los conocimientos a priori» *. Desde luego que la necesita. Desde que hay filosofía se han realizado esfuerzos en este sentido. No como si la misma pregunta de cómo «son posibles los conocimientos a priori, sobre qué principios se apoyan y qué amplitud pueden tener» residiera tan por encima de nosotros. En efecto, nos tenemos a nosotros mismos y no podemos hacer más que analizar nuestros conocimientos. En este terreno, las afirma­ ciones generales sirven de poco, si no se separan y ordenan, a la vez, los conocimientos, si no se reducen a su origen sus seres y clases, si no se indican con símbolos, sean los que sean, y no se esclarece desde la naturaleza del entendimiento humano qué es el prius o el posterius en ellos. Ahora bien, dado que un mismo entendimiento humano constituye sus conceptos, es decir, los enlaza, separa e indica de modo dife­ rente en distintas lenguas; dado que el sentido del símbolo cambia con el tiempo, dando ahora lugar a este concepto secundario, después a ese otro; finalmente, dado que el sinCrítica de la razón pura, B 6 [Alfaguara, p. 45 ].

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sentido juega especialmente con los conceptos abstractos y generales4, se complica esa fácil ciencia que determina la posibilidad, los principios y la amplitud de todos los conoci­ mientos a priori. IV. «Distinción entre los juicios analíticos y los sin­ téticos». *. Ya que todo converge en esta distinción como la clave del gran secreta de la filosofía trascendental, oigamos detalladamente lo que dice la crítica al respecto. «Los juicios analíticos son aquellos en que se piensa el lazo entre el predicado y el sujeto mediante la identidad; aquellos en que se piensa dicho lazo sin identidad se llama­ rán sintéticos. Podríamos denominar los primeros juicios ex­ plicativos, y extensivos los segundos, ya que aquéllos no aña­ den nada al concepto del sujeto mediante el predicado, sino que simplemente lo descomponen en sus conceptos parcia­ les, los cuales eran ya pensados en dicho concepto del sujeto (aunque de forma confusa). Por el contrario, los últimos aña­ den al concepto del sujeto un predicado que no era pensado en él, ni podía extraerse de ninguna descomposición suya. Si digo, por ejemplo: ‘Todos los cuerpos son extensos’, te­ nemos un juicio analítico. Si digo, por el contrario: ‘Todos los cuerpos son pesados’, se trata de un juicio sintético. Los juicios de experiencia, como tales, son todos sin­ téticos. La posibilidad de la síntesis del predicado ‘pesado’ con el concepto de cuerpo se basa en la experiencia, ya que, si bien ambos conceptos no están contenidos el uno en el otro, se hallan en mutua correspondencia, aunque sólo fortui­ tamente, como partes de un todo, es decir, como partes de una experiencia que constituye, a su vez, una conexión sinté­ tica entre las intuiciones. En el caso de los juicios sintéticos a priori nos falta esa ayuda enteramente. Tomemos la proposición “Todo lo que sucede tiene una causa’. El concepto de causa se halla completamente fuera del concepto anterior e indica algo dis­ tinto de ‘lo que sucede’; no está, pues, contenido en esta última representación. ¿Cómo llego, por tanto, a decir de “lo que sucede’ algo completamente distinto y a reconocer que el concepto de causa pertenece a ‘lo que sucede’, e incluso de modo necesario, aunque no esté contenido en ello? ¿Qué es lo que constituye aquí la incógnita en la que se apoya Critica de la razón pura, B 10 [Alfaguara, p. 4 7 ].

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el entendimiento cuando crees hallar fuera del concepto A un predicado B extraño al primero y que considera, no obs­ tante, como enlazado con él? No puede ser la experiencia, pues el mencionado principio no sólo ha añadido la segunda representación a la primera aumentando su generalidad, sino incluso expresando necesidad, es decir, de forma totalmente a priori y a partir de meros conceptos. El objetivo final de nuestro conocimiento especulativo a priori se basa por entero en semejantes principios sintéticos o extensivos. Pues aunque los juicios analíticos son muy importantes y necesarios, sola­ mente lo son con vistas a alcanzar la claridad de conceptos requerida para una síntesis amplia y segura, como corres­ ponde a una adquisición realmente nueva. V. Todas las ciencias teóricas de la razón contienen juicios sintéticos a priori como principios. 1. Los juicios matemáticos son todos sintéticos. Este principio parece no haber sido notado por las observaciones de quienes han analizado la razón hasta hoy. Es más, parece oponerse precisamente a todas sus conjeturas, a pesar de ser irrefutablemente cierto y a pesar de tener consecuencias muy importantes. Al advertirse que todas las conclusiones de los matemáticos se desarrollaban de acuerdo con el principio de contradicción (cosa exigida por el carácter de toda certeza apodictica), se supuso que las proposiciones básicas se co­ nocían igualmente a partir de dicho principio. Pero se equi­ vocaron, ya que una proposición sintética puede ser enten­ dida, efectivamente, de acuerdo con el principio de contra­ dicción, pero no por sí misma, sino sólo en la medida en que se presupone otra proposición sintética de la cual pueda derivarse. Ante todo hay que tener en cuenta lo siguiente: las proposiciones verdaderamente matemáticas son siempre jui­ cios a priori, no empíricos, ya que conllevan necesidad, cosa que no puede ser tomada de la experiencia. Si no se quiere admitir esto, entonces limitaré mi principio a la matemática pura, cuyo concepto implica, por sí mismo, que no contiene conocimiento empírico alguno, sino sólo conocimiento puro a priori. La proposición 7 + 5 = 12 parece analítica, pero es sintética. De la misma forma, ningún principio de la geometría pura es analítico. ‘La línea recta es la más corta entre dos puntos’ es una proposición sintética. En efecto, mi concepto

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de recto no contiene ninguna magnitud, sino sólo cualidad. El concepto ‘la más corta’ es, pues, añadido enteramente desde fuera. Ningún análisis puede extraerlo del concepto de línea recta. Hay que acudir, pues, a la intuición, único factor por medio del cual es posible la síntesis. 2. La ciencia natural (física) contiene juicios sinté­ ticos a priori como principios. Por ejemplo: ‘En todas las modificaciones del mundo corpóreo permanece invariable la cantidad de materia’, o bien: ‘En toda transmisión de mo­ vimiento, acción y reacción serán siempre iguales.’ Queda cla­ ro en ambas proposiciones no sólo que su necesidad es a prio­ ri, y por consiguiente su origen, sino también que son sintéticas. En efecto, en el concepto de materia no pienso la permanencia, sino sólo su presencia en el espacio que llena. Sobrepaso, pues, realmente el concepto de materia y le añado a priori algo que no pensaba en él. La proposición no es, por tanto, analítica, sino sintética y, no obstante, es pensada a priori. Lo mismo ocurre en el resto de las proposiciones pertenecientes a la parte pura de la ciencia natural. 3. En la metafísica deben contenerse conocimientos sintéticos a priori. Su tarea no consiste simplemente en analizar conceptos que nos hacemos a priori de algunas cosas y en explicarlos analíticamente por este medio, sino que pretendemos ampliar nuestro conocimiento a priori. Para ello tenemos que servirnos de principios que añadan al concepto dado algo que no estaba en él y alejarnos tanto del mismo, mediante juicios sintéticos a priori, que ni la propia experien­ cia pueda seguirnos, como ocurre en la proposición ‘El mun­ do ha de tener un primer comienzo’ y otras semejantes. La metafísica no se compone, pues, al menos según su fin, más que de proposiciones sintéticas a priori. VI. Problema general de la razón pura. La tarea propia de la razón pura se contiene en esta pregunta: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? El que la metafísica haya permanecido hasta el pre­ sente en un estado tan vacilante, inseguro y contradictorio, se debe únicamente al hecho de no haberse planteado antes el problema —y quizá ni siquiera la distinción— de los jui­ cios analíticos y sintéticos. De la solución de este problema o de una prueba suficiente de que no existe en absoluto la posibilidad que ella pretende ver aclarada, depende el que se sostenga o no la metafísica. David Hume, el filósofo que

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más penetró en este problema, pero sin ver, ni de lejos, su generalidad y su concreción de forma suficiente, sino que­ dándose simplemente en la proposición sintética que liga el efecto a su causa (principium causalitatis), creyó mostrar que semejante proposición era totalmente imposible a priori. Se­ gún las conclusiones de Hume, todo lo que llamamos meta­ física vendría a ser la mera ilusión de pretendidos conoci­ mientos racionales de algo que, de hecho, sólo procede de la experiencia y que adquiere la apariencia de necesidad gra­ cias a la costumbre. Si Hume hubiese tenido presente nuestro problema en su universalidad, jamás se le habría ocurrido semejante afirmación, que elimina toda filosofía pura. En efecto, hubiera visto que, según su propio razonamiento, tam­ poco sería posible la matemática pura, ya que ésta contiene ciertamente proposiciones sintéticas a priori. Su sano enten­ dimiento le hubiera prevenido de formular tal aserto. La solución de dicho problema incluye, a la vez, la posibilidad del uso puro de la razón en la fundamentación y desarrollo de todas las ciencias que contengan un conoci­ miento teórico a priori de objetos, es decir, incluye la res­ puesta a las siguientes preguntas: ¿Cómo es posible la matemática pura? ¿Cómo es posible la ciencia natural pura? Como tales ciencias ya están realmente dadas, es opor­ tuno preguntar cómo son posibles, ya que el hecho de que deben serlo queda demostrado por su realidad. Por lo que se refiere a la metafísica, la marcha negativa que hasta la fecha ha seguido hace dudar a todo el mundo, con razón, de su posibilidad. Esto, por una parte; por otra, ninguna de las formas adoptadas hasta hoy por la metafísica permite afir­ mar, por lo que a su objetivo esencial atañe, que existe real­ mente. No obstante, de alguna forma se puede considerar esa especie de conocimiento como dada y, si bien la metafí­ sica no es real en cuanto ciencia, sí lo es, al menos, en cuanto disposición natural (metaphysica naturalis). En efecto, la ra­ zón humana avanza inconteniblemente hacia esas cuestiones, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho quien la mueve a hacerlo. La propia necesidad la impulsa hacia unas pre­ guntas que no pueden ser respondidas ni mediante el uso empírico de la razón ni mediante los principios derivados de tal uso. Por ello ha habido siempre en todos los hombres,

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así que su razón se extiende hasta la especulación, algún tipo de metafísica, y la seguirá habiendo en todo tiempo, Preguntamos, pues: ¿Cómo es posible la metafísica como disposición na­ tural?, es decir, ¿cómo surgen de la naturaleza de la razón humana universal las preguntas que la razón pura se plantea a sí misma y a las que su propia necesidad impulsa a res­ ponder lo mejor que puede? Pero, teniendo en cuenta que todas las tentativas rea­ lizadas hasta la fecha para responder estas preguntas natu­ rales (por ejemplo, si el mundo tiene un comienzo o existe desde toda la eternidad, etc.) siempre han chocado con inelu­ dibles contradicciones, no podemos conformarnos con la sim­ ple disposición natural hacia la metafísica, es decir, con la facultad misma de la razón pura, de la que siempre nace alguna metafísica, sea la que sea. Más bien ha de ser posible llegar, gracias a dicha facultad, a la certeza sobre el conoci­ miento o desconocimiento de los objetos, es decir, a una deci­ sión acerca de los objetos de sus preguntas, o acerca de la capacidad o falta de capacidad de la razón para juzgar sobre ellos. Por consiguiente, ha de ser posible, o bien ampliar la razón pura con confianza, o bien ponerle barreras concretas y seguras. Esta última cuestión, que se desprende del proble­ ma universal anterior, sería, con razón, la siguiente: ¿cómo es posible la metafísica como ciencia? En último término, la crítica de la razón nos condu­ ce, pues, necesariamente a la ciencia. Por el contrario, el uso dogmático de ésta, sin crítica, desemboca en las afirmaciones gratuitas — a las que pueden contraponerse otras igualmente ficticias—■y, consiguientemente, al escepticismo. Tampoco puede tener esta ciencia una extensión desalentadoramente larga, ya que no se ocupa de los objetos de la razón, cuya variedad es infinita, sino de la razón mis­ ma, de problemas que surgen enteramente desde dentro de sí misma y que se le presentan, no por la naturaleza de cosas distintas de ella, sino por la suya propia. Una vez que la ra­ zón ha obtenido un pleno conocimiento previo de su propia capacidad respectiva de los objetos que se le pueden ofrecer en la experiencia, tiene que resultarle fácil determinar com­ pletamente y con plena seguridad la amplitud y los límites de su uso cuando intenta sobrepasar las fronteras de la ex­ periencia.

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Todos los esfuerzos hasta ahora realizados para ela­ borar dogmáticamente una metafísica podemos y debemos considerarlos como no ocurridos, ya que cuanto hay en ellos de analítico o mera descomposición de los conceptos inheren­ tes a priori en nuestra razón no constituye aún el fin, sino sólo una preparación para la metafísica propiamente dicha, es decir, para ampliar sintéticamente los conocimientos pro­ pios a priori. Dicho análisis no nos vale para tal ampliación, ya que se limita a mostrar el contenido de esos conceptos, pero no la forma de obtenerlos a priori. De modo que no nos sirve como punto de comparación para establecer después el uso válido de tales conceptos en relación con los objetos de todo conocimiento en general. Tampoco hace falta gran espíritu de abnegación para abandonar todas esas pretensio­ nes, ya que las contradicciones innegables — y, desde su mé­ todo dogmático, inevitables— de la razón hace ya mucho tiempo que privaron a toda metafísica de su prestigio. Más firmeza nos hará falta si no queremos que la dificultad inte­ rior y la resistencia exterior nos hagan desistir de promocionar al fin hasta un próspero y fructífero crecimiento (median­ te un tratamiento completamente opuesto al hasta ahora se­ guido) una ciencia que es imprescindible para la razón hu­ mana, una ciencia de la que se puede cortar el tronco cada vez que rebrote, pero de la que no se pueden arrancar las raíces. VIL Idea y división de una ciencia especial con el nombre de crítica de la razón pura. Tiene que ser una ciencia del simple examen de la razón pura, de sus fuentes y de sus límites y, consiguiente­ mente, una propedéutica del sistema de la razón pura. Su utilidad con respecto a la especulación sería, de hecho, pura­ mente negativa, es decir, no serviría para ampliar nuestra razón, sino sólo para clarificarla y preservarla de errores. Nos ocupamos de los principios de la síntesis (dice el autor), de entenderlos en toda su amplitud. Esta investigación suminis­ tra una crítica trascendental, ya que no se propone ampliar los conocimientos mismos, sino sólo corregirlos, así como ser el criterio del valor o falta de valor de todo conocimiento a priori. Semejante crítica es la preparación para un organon de la razón pura, o al menos, para un canon de la misma, según el cual podría acaso exponerse un día el sistema com­ pleto de la razón pura. Todo el plan de la filosofía trascen-

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dental es esbozado arquitectónicamente, es decir, partiendo de principios, garantizando plenamente la completud y la cer­ teza de todas las partes que componen este edificio. En la división de una ciencia semejante hay que prestar una primor­ dial atención a lo siguiente: que no entren en ella conceptos que contengan algo empírico o, lo que es lo mismo, que el conocimiento a priori sea completamente puro. Existen dos troncos del conocimiento humano, los cuales proceden acaso de una raíz común, pero desconocida para nosotros: la sen­ sibilidad y el entendimiento. A través de la primera se nos dan los objetos. A través de la segunda, los pensamos. Así, pues, en la medida en que la sensibilidad contenga represen­ taciones a priori que constituyan la condición bajo la cual se nos dan los objetos, pertenecerá a la filosofía trascendental. La doctrina trascendental de los sentidos corresponderá a la primera parte de la ciencia de los elementos, ya que las únicas condiciones en las que se nos dan los objetos del conocimien­ to humano preceden a las condiciones bajo las cuales son pensados» *. Antes de entrar en esta sala propedéutica será nece­ sario, en primer lugar, que nos orientemos (según el lenguaje de la filosofía crítica), con el fin de saber cómo desenvol­ vernos. 1.

¿Qué es el conocimiento a priori?

Es el conocimiento que poseo partiendo de los con­ ceptos que hay en mí con anterioridad a una experiencia. La expresión no dice dónde lo he obtenido, ni si ha llegado a mi alma prescindiendo de toda experiencia y previamente a ella. Si no se diera espacio al matemático, ni cuerpos en ese espacio, como posibles o reales, mediante la experiencia in­ terna o externa, no podría separar superficies de los cuerpos, líneas de las superficies, ni tampoco construirlas como con­ ceptos en el espacio. Las reglas racionales según las cuales las construye se hallan dadas en la esencia misma de la razón. Así, pues, con el fin de evitar malentendidos, prescindiremos por completo de la expresión «a priori» y llamaremos puros a los conceptos puros, es decir, abstractos, generales a los conceptos generales, necesarios a los necesarios, sin hacer in*

Crítica de la razón pura, B 10-30 [Alfaguara, pp. 48-61].

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tervenir subrepticiamente el extraño concepto de una prio­ ridad anterior a toda experiencia, pues tal concepto es inca­ paz de proporcionar universalidades o necesidad a un cono­ cimiento si éste no es universal y necesario en virtud de su propia naturaleza. El matemático llama conclusión a priori lo deducido del concepto mismo, sin averiguar dónde ha ad­ quirido éste, ni, menos todavía, derivar la fuerza probatoria inherente al mismo de un supuesto concepto secundario («con anterioridad a, y prescindiendo de, toda experiencia»), con lo que se perdería en cuestiones inútiles. 2.

¿Qué significa síntesis o sintético?

Síntesis quiere decir composición. Los griegos toma­ ban la palabra, especialmente el poeta, de una construcción regular, como empleaban el vocablo «sintaxis» en otro sen­ tido. En las matemáticas, «síntesis» indicaba el proceso del método. Una demostración que va desde los primeros con­ ceptos y principios, por medio de conclusiones interdepen­ dientes, a la proposición que ha de ser probada, se llama sintética. El procedimiento contrario, desde la proposición que hay que demostrar a los principios de razón o a la ex­ periencia, recibe el nombre de analítico. A cada método se deja su sitio, su mérito; se examina el uno a través del otro y, dado que en el fondo se corresponden, se juntan cuando la materia lo exige. No se ha visto que el sintetizador des­ preciara al analista cuando éste analizaba. Tampoco la mate­ mática se ha dividido en esos dos nombres como escuelas especiales. En la filosofía, el verdadero método sintético co­ mienza con experiencias, en cuanto algo dado, y asciende desde ellas. El análisis de conceptos generales desciende des­ de éstos. Cada uno de ambos métodos es adecuado en su lugar. Es más, ninguno de los dos puede sostener por largo tiempo su valor sin el otro. ¿A qué viene ahora la división entre juicios analíticos y sintéticos? Todo juicio (tesis) es, en sí mismo, una compo­ sición (síntesis) de sujeto y predicado, sea éste negado o afir­ mado. Si es afirmado tiene que ser posible concebir un lazo entre sujeto y predicado; de lo contrario, no habría corres­ pondencia entre ambos. Decir que el predicado se halla con­ tenido en el sujeto y que es una parte de él, una parte que ha de ser analíticamente extraída, por división, es una deter-

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minación concebida de forma excesivamente estrecha. En efecto, al nombrar el sujeto, no se revela automáticamente todo lo que hay en él o le pertenece, toda propiedad, rela­ ción o condición del mismo. Si no queremos repetir siempre identidades, es decir, un mismo A = A, o resolver 4 en 2 + 2, tienen que presentársenos juicios que extiendan nues­ tro conocimiento, es decir, juicios en los que el predicado ex­ prese algo que no aparezca inmediatamente en el sujeto. Si se quiere llamar sintéticos a esos juicios, bien, pero entonces no se pretenda con ello haber dicho algo nuevo, ni haber efectuado una división esencial de los juicios, ya que a una persona puede resultarle nuevo algo que no lo es para otra, aparte de que unos perciben el lazo entre los conceptos más de prisa que otros. Que las proposiciones empíricas, por ejemplo, sean internas o externas, contienen experiencia y extienden nues­ tro conocimiento, era algo sabido. Por eso se llama método sintético al que parte de lo dado, es decir, de proposiciones empíricas, sin que se excluya por ello el análisis al usarlas. También éste amplía nuestros conceptos, y es tan valioso como imprescindible para la síntesis, cuando no se limita a proporcionar un predicado al sujeto mediante una explicación nominal, sino que lo suministra partiendo de un concepto su­ perior, bajo el cual se hallan ambos, sujeto y predicado. La diferencia entre síntesis y análisis no pertenece a la forma de un juicio, ya que la misma proposición puede presentarse, según sea su enlace, bajo uno u otro aspecto. Cuando el niño dice, al intentar levantar la piedra, «La piedra es pesada», formula (en virtud de esta denominación) un juicio sintético, es decir, empírico, lo mismo que al exclamar, a la vista de la montaña, «La montaña es grande, larga, lejana, ancha, alta (extensa).» Extensión y peso no suministran, en consecuen­ cia, una sólida distinción entre juicios analíticos y sintéticos; quien sabe derivar ambos conceptos, el de peso y el de ex­ tensión, de otro superior, ése analiza. La verdadera síntesis interna del juicio no reposa en el «salir del concepto del su­ jeto», sino en la conexión de sujeto y predicado mediante un tercero, sea éste un concepto superior o una propiedad de la experiencia. Haremos, pues, muy bien en no atender a la diferencia entre síntesis y análisis en juicios individuales, debido, por una parte, a que tal diferencia es incierta y rela­ tiva, y varía, por tanto, según el lugar y el tiempo, pero, sobre

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todo, debido a que nos aparta de la esencia del juicio, es decir, de su interna forma de enlace. Todo juicio afirmativo, en cuanto conexión de dos conceptos que no son lo mismo, debe poseer una razón que justifique tal conexión y ser, con­ siguientemente, sintético; pero, en la medida en que el con­ cepto se halla ligado a otros de los cuales se ha desarrollado, debe ser también analítico; en efecto, en el alma humana se hallan enlazados todos los conceptos. Descúbrase la conexión a través de la experiencia o mediante la derivación de prin­ cipios superiores, es suficiente que la proposición quede pro­ bada o sea manifiesta. 3. ¿Hay en todas las ciencias teóricas de la razón proposiciones en las que el predicado afirma más que el sujeto? Desde luego. De lo contrario, nunca habría surgido la ciencia. En lugar de una multiplicidad, se recita la tabla de multiplicar. Ahora bien, dado que ese «más» es introdu­ cido en el juicio tanto a partir de juicios superiores como de experiencias nuevas, más todavía, dado que no puede dar­ se lo uno sin lo otro, el análisis de conceptos superiores y la síntesis de nuevas experiencias se necesitan siempre mutua­ mente. La proposición «Los juicios matemáticos son todos sintéticos», que sería incontestablemente cierta, pero que ha­ bría escapado a la observación hasta el día de hoy, carece de consistencia. Miles y miles de juicios matemáticos son analíticos; el mismo método sintético no puede proceder sino analíticamente hasta llegar a conceptos idénticos. Es lo exi­ gido por la esencia del método matemático. La proposición 7 + 5 = 12, por ejemplo, que sería enteramente sintética, no es ni sintética ni analítica, sino idéntica, 1 = 1. En efecto, el mismo reconocimiento de la razón percibe la unidad en 7, en 5, en 12; es el mismo con­ cepto en distintos signos numéricos. «La línea recta es la más corta entre dos puntos» no es una proposición que aña­ da algo de modo sintético, sino la proposición que, tan pron­ to como poseo los conceptos «recta», «corta», «línea», «pun­ to», se sigue indiscutiblemente de la construcción de una línea matemática en la que cada punto se mueve hacia el otro, siendo, por tanto, analítica. «Recta», «corta», «línea», «punto», son conceptos dados que la matemática no sobre-

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pasa. Finalmente, la universalidad y necesidad de las propo­ siciones matemáticas no reposan sobre la propiedad negativa de ser independientes de toda experiencia, sino que se basan, por el contrario, en la propiedad eminentemente positiva de ser ciertas, en virtud de su naturaleza, para nuestro entendi­ miento, es decir, de estar ligadas a la experiencia de la forma más íntima y de ser ellas mismas experiencia, aun en el caso de que no fueran demostradas. En las reglas del entendimien­ to poseen igual precisión, e incluso más, que la que se da en la misma demostración, la cual no hace más que designar imperfectamente esa experiencia íntima. Los conceptos de la evidencia matemática y los diversos métodos que a ella con­ ducen son manifestados de tal forma, que sorprende la afir­ mación según la cual se ha pasado por alto hasta hoy «la diferencia entre análisis y síntesis de sus juicios». En la ciencia natural hay ciertamente juicios en los que el predicado afirma más que el sujeto. Mal irían las co­ sas si no fuese así. Pero ¿qué son también esos juicios? O bien son proposiciones empíricas, o bien conceptos que han sido derivados de otros juicios superiores y cuya correc­ ción ha de ser demostrada; de lo contrario, se pierden. Pro­ posiciones del tipo «En todas las modificaciones del mundo corpóreo permanece invariable la cantidad de materia» * cons­ tituyen o bien una proposición meramente idéntica, o bien surgen de los conceptos «mundo corpóreo», «modificación», «cantidad», tal como están introducidos en la proposición; de no ser así, queda indemostrada y no puede ser considerada como un axioma. La proposición «En toda transmisión de movimiento, acción y reacción han de ser siempre iguales la una respecto de la otra» significa, expresada correctamente: «La reacción es igual a la acción, pero opuesta a ella.» En consecuencia, se trata de una proposición idéntica, basada en los conceptos de fuerza, de acción y de reacción. Si se quiere que afirme más, tiene que ser probada partiendo de la expe­ riencia — sintéticamente— o partiendo de conceptos supe­ riores — analíticamente—·. La proposición «Lo que sucede ha de tener una causa» es idéntica. En efecto, el suceder con­ lleva y presupone la causa del devenir. Los ejemplos de pro­ posiciones sintéticas están muy mal elegidos en la crítica. Crítica de la razón pura, B 17 [Alfaguara, p. 5 3 ].

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4. ¿Hay juicios sintéticos a priori? ¿Se propone la metafísica ampliar nuestro conocimiento más allá de los lí­ mites de toda experiencia mediante juicios sintéticos a priori? Los juicios formulados por nuestra alma previamente a toda experiencia y en ausencia de ésta son vacíos, ya que carecen de contenido; es decir, no son juicios, pues incluso si digo A = A, el objeto A tiene que serme dado como pensable, esto es, como un concepto empírico interno; de lo contrario, no he pensado ni dicho nada. ¿Se quiere que el juicio, al ser pronunciado, diga algo nuevo en el predicado? ¿De dónde procede ese algo nuevo? Tiene que poseer su verdad en sí mismo o, en la relación que el sujeto guarda con él, bajo un concepto medio que una los dos; sin esta condición, el juicio no sería juicio. Si uno u otro de esos conceptos se hallara completamente fuera de los límites de nuestro conocimiento, es decir, de nuestra experiencia inter­ na o externa, habríamos hablado de una nada, habríamos afirmado una nada. Bien entendido que aquí n® tratamos sólo de una grosera experiencia externa entre objetos en espacio y tiempo, sino también de experiencia interna, esto es, de una composición de los conceptos conforme a la naturaleza de nuestro entendimiento; tales conceptos no necesitan ni espacio ni tiempo para la intuición. Así, pues, una síntesis a priori, es decir, la adición de un predicado a un sujeto con anterioridad a toda experiencia y prescindiendo de la misma, es un 0 + 0, nada. «Sin embargo, la metafísica se esfuerza en traspasar el ámbito de toda experiencia.» Se pondrá de manifiesto si lo hace, en qué medida y por qué. «Metafísica», su nombre de doble sentido, indica la voluntad de investigar, después de la física, o más allá de ella, los primeros fundamentos y principios de las cosas, esto es, de nuestro conocimiento de las mismas. De acuerdo con esto, había que separarla de la física, de la moral y de la retórica, y fue una meritoria obra de Aristóteles el llevar a cabo tal separación. Entre los pre­ decesores de este autor, la metafísica se hallaba sepultada, por así decirlo, bajo cuestiones físicas y otras distintas. Al presentarla como ciencia propia, que él llamó filosofía prime­ ra, sabiduría, se había convertido, por ello mismo, en la últi­ ma filosofía. En efecto, todas aquellas ciencias cuyas causas y principios debían ser investigadas por la metafísica, tenían

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que precederla. Como esas causas y principios se hallan úni­ camente en las mismas cosas dadas, Aristóteles no puso la metafísica antes de toda experiencia, sino que, en realidad, la añadió y anexionó al ámbito de las experiencias preceden­ tes. Quien la considera como una tonta que busca algo fuera y antes de la experiencia, algo de lo que no posee, ni puede poseer, el menor concepto, se inventa, al modo de los esco­ lásticos, una metafísica que más bien debiera llamarse profí­ sica o hiperfísica, ciencias no reconocidas por la razón. Esta sólo puede extraviarse en sí misma, por usar inadecuada­ mente sus poderes o su instrumento. Situarse fuera de sí, en un estado anterior a la existencia de la razón humana, para ver cómo nace, no es filosofía, sino fantasía plotiniana. Las numerosas debilidades e incertidumbres de la me­ tafísica no se deben a que se ignore la diferencia entre juicios sintéticos y analíticos. Sin nombrar tal insegura diferencia, todo el mundo sabe si se limita a descomponer el concepto dado o está diciendo algo nuevo. Una filosofía que pretendía investigar los primeros fundamentos de las cosas tenía que referirse también a esta pregunta: ¿dónde puede descubrir­ los? Las dificultades a las que tenía que enfrentarse la meta­ física residían en algo distinto, en la cosa misma, en la ele­ vada meta que se había fijado, en sus inseguros instrumentos y en muchas otras circunstancias que expone Bacon de forma excelente en su Organon. En verdad, no es fácil comprobar los fundamentos y principios primeros de las cosas; miles de errores tenían que producirse antes, y la filosofía prime­ ra, que nos atormenta en virtud de nuestra disposición, no podía ser sino la última, teniendo en cuenta nuestra for­ mación. La metafísica acepta gustosamente este último pues­ to. En efecto, ella se resigna a que no le corresponda otro lugar, y sabe que cuanto más tarde en ocuparlo, tanto más honrosamente lo regentará. En sus esfuerzos continuados, los juicios sintéticos a priori constituyen aquello en que menos confía. Al contrario, donde se han introducido sintéticamen­ te en el lenguaje semejantes metátesis e hipótesis carentes de fundamento, hay que retirarlas. Esto es lo que ella pretende. No merecería el nombre de metafísica si fantaseara y acopla­ ra a la nada anterior una nueva nada, sin fundamento ni lazo alguno.

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5. ¿Es, por tanto, posible sanar, corregir o llevar adelante la metafísica por medio de una estética trascenden­ tal, de una analítica trascendental, de una dialéctica trascen­ dental? Esto sería curar el mal con un mal mayor. Suponga­ mos, por ejemplo, que la razón se haya extraviado y perdido en ámbitos vacíos por trascenderse a sí misma. ¿Acaso se la pone en el buen camino subiendo todavía más y trascendien­ do la trascendencia? Finalmente, si de lo que se trata es, sobre todo, de un no-concepto, de una síntesis qy,e va antes y es independiente de todo lo dado, de puros absurdos (V — 1), de una razón previa a la existencia de la razón, de objetos anteriores a la existencia de objetos, se corre el peligro de sofisticar enteramente, desde el comienzo, el verdadero uso de la razón. Si, como muestra la historia, las desgracias de la razón se han debido especialmente al hecho de haber sido confundida con el arte de la polémica y la disputa (dialécti­ ca), ¿cómo podría este perverso enemigo curar su mal o fundar un más correcto uso de la misma en el caso de que llegara incluso a erigirse a priori, mediante un decreto a priori, en creador de la razón? El único camino favorable es precisamente el opues­ to. En efecto, en lugar de trascender, vuelva la razón al ori­ gen de su posesión, esto es, a sí misma, con las preguntas: «¿Cómo llegaste a ti y a tus conceptos? ¿Cómo los has ex­ presado y empleado, encadenado y enlazado? ¿A qué se debe el que les atribuyas certeza universal, necesaria?» Si la razón prescinde de estas preguntas y se aísla de toda experiencia, convendría que se aislara igualmente del lenguaje. En efecto, si lo posee, es sólo gracias a la experiencia. Si cayera, en fin, tan de lleno en el reino de la ilusión, que atribuyera univer­ salidad y necesidad a sus juicios antes de toda experiencia por ser tales juicios a priori (conforme a un erróneo empleo de esta expresión), es decir, por ser anteriores a toda expe­ riencia e independientes de ella, entonces existiría antes que la razón, la cual debe ser posibilitada, justamente con la ex­ periencia, gracias a ella, inventándola sintéticamente a prio­ ri. Difícilmente puede hacerse un uso peor del lenguaje. A base de disfraces verbales se construye una suprarrazón que secciona toda filosofía y únicamente permite ficciones, ficciones ex nullis ad nulla5, o un a priori que se crea a sí

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mismo antes de existir, separado de sí y sin ninguna expe­ riencia. Reducida a palabras comprensibles, la pregunta no es, pues, cómo es posible el entendimiento humano, cómo es posible la razón humana, como si estas facultades tuvieran -que establecerse o fabricarse a sí mismas; al contrario, dado que ellas constituyen los dones más nobles que tenemos que reconocer y aplicar, la pregunta es: ¿Qué son el entendimiento y la razón? ¿Cómo obtie­ nen sus conceptos? ¿Cómo se enlazan éstos? ¿Qué derecho tenemos a concebir algunos de ellos como universales y ne­ cesarios? Como el entendimiento y la razón constituyen el dis­ tintivo de nuestra especie, preguntamos así por nuestra es­ pecie, por su más efectivo poder, por su genuino modo de ser. El inadecuado título «Crítica de la razón» se resuelve, pues, en este otro, más aceptable y auténtico: Fisiología de las facultades cognoscitivas del hombre. [... ] 6. En todo ser, actuar y padecer, nuestro lenguaje está lleno de expresiones relativas al espacio; se añaden antes o después de los verbos y determinan, aumentan o disminuyen su significado. Estas denominaciones están entrelazadas den­ tro del enunciado con un arte increíble, parca o profusa­ mente, siendo ellas las que ordenan y examinan, por así de­ cirlo, las percepciones del universo *. [ . . . ] 1. Así, pues, paulatinamente, el tiempo se adueñó de todo el conjunto lingüístico; el tiempo, que rige todo, ordena también la secuencia de los pensamientos humanos. Ya que todo actuar y padecer sucede en el tiempo, ya que nunca es indiferente cuándo ocurre, ocurrió u ocurrirá algo, se añadió el tiempo a todos los verbos activos y pasivos (verba). Mien­ tras que en las lenguas incultas se utilizaba sólo el infinitivo, añadiendo, a lo más, la persona correspondiente, aparecían * Así, las palabras «delante», «detrás», «a», «en», «junto a», «encima», «debajo», etc., pintan, en cierto modo, el discurso entero y, consiguientemente, también el mundo de los conceptos contenido en tal discurso, y lo hacen no sólo como vocablos aislados, sino in­ cluso en cuanto unidos a nombres y verbos (nomina y verba). Igual­ mente, los pequeños prefijos alemanes como er-, ent-, gen-, ab-, zu-, que tanto dicen al entendimiento, eran originariamente localizaciones, esto es, designaciones del lugar en el espacio. Se puede mostrar que todos ellos han surgido de objetos reales, como lo ha hecho Home Tooke, respecto de la lengua inglesa, en su

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modos claros, sobre todo el indicativo, con una precisa dife­ rencia de tipos. Al principio eran escasas las diferencias y sólo se observaban toscamente las del pasado y futuro, pero poco a poco se introdujeron distinciones más finas (en la len­ gua griega, finísimas) en ambas determinaciones temporales. Además se añadieron determinaciones locales y temporales a los verbos por medio de partículas; se mezclaron adverbios y preposiciones en el discurso. Finalmente, las conjunciones encausaron y guiaron toda su corriente conforme al tiempo. La analogía entre espacio y tiempo favoreció espe­ cialmente esta más exacta indicación del tiempo. Como la determinación de los lugares pronto había de encontrarse necesariamente en el espacio, en cuanto objeto visible y per­ manente, y ese espacio tenía que perdurar a causa de su per­ manente presencia multiplicándose incesantemente, se trans­ mitieron estás determinaciones a la marcha silenciosa del tiempo que transcurre invisible e incesantemente. La mayoría de las determinaciones temporales, como, por ejemplo, «ma­ ñana» («amanecer»), «mediodía», «tarde» («atardecer»), «an­ tes», «después», «con», «entre», etc., son tomadas de de­ terminaciones locales. El lugar donde el sol salía o se ponía o donde se encontraba a mitad de su recorrido, fue la razón por la que también se llamó al tiempo de esta posición «tar­ de», «mañana» o «mediodía». Se pensaba el pasado hacia adelante y el futuro hacia atrás. El día y la hora eran algo lleno de espacio, algo dividido en días y horas. El curso de la luna recibió el nombre de mes; la semana significa orden; el año, un círculo *. Este último era para todos los pueblos el símbolo del tiempo que retorna a sí mismo y empieza nue­ vamente. [ . . . ] 8. «Ser» es el concepto básico de la razón y de su copia, el lenguaje humano. No puede pensarse ninguna percepción, ningún concepto, sea concerniente a la cosa o a su condición, * Las palabras que en nuestra lengua designan el año, la se­ mana, el día, la hora, significan genéticamente los conceptos aquí indi­ cados. En otras lenguas importantes, se muestran circunstancialmente de manera distinta, pero según esa misma ley de un entendimiento que forma conceptos. Partiendo de los verbos y nombres y bajando hasta las partículas más pequeñas, se puede demostrar que todos han sido formados desde objetos reales y sensibles, a saber, desde los más comunes y frecuentes. No se ha inventado ningún lenguaje previo a la experiencia a priori y prescindiendo de ella.

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al tiempo o al lugar, al actuar o al padecer, sin que tenga como base un ser que mostramos o presuponemos. El ser enlaza todo juicio del entendimiento; sin él no puede pen­ sarse ninguna regla de la razón [...]. Este ser [...] se manifiesta a través de la fuerza; de lo contrario no sería nada. La fuerza de sí mismo (venga de donde sea) está ahí y perdura. Existencia (Da sein) significa estar en su lugar, confirmarlo. Esencia (Wesen) quiere decir permanecer en su lugar, durar. Verdadero (Wahr) es lo que perdura y responde a las esperanzas depositadas en ello. Don­ de hay algo, no puede haber otra cosa; su resistencia con­ lleva su conservarse a sí mismo. Por ello hubo que atribuir las propiedades de impenetrabilidad, de conservación del sí mismo, etc., a toda masa de cosas no transparentes, masa que recibió el nombre de materia. A pesar de tomarlas por muertas, se descubrieron fuerzas en ellas. Ni siquiera el irreal concepto de espacio es pensable sin el concepto real de existencia. Sólo por existir un lugar, y algo dentro de él, surge junto al mismo un espacio donde puede existir algo distinto. La existencia suministra el concepto de lugar, éste el concepto de varios, muchos, incontables lugares, es decir, el de espacio. Algo que existe, es decir, que ocupa su lugar con fuer­ za, también es capaz de cambiarlo. Cuando una fuerza mayor lo expulsa de él o es impulsado por la propia fuerza interior, puede abandonarlo y cederlo a otro. Esto ocurre gracias al movimiento, que es un efecto de la fuerza en el espacio. Por medio del movimiento, pues, medimos el espacio, lo dividi­ mos aparentemente, por así decirlo, aunque en realidad nos limitamos a especificarlo de nuevo, es decir, a crear en él nuevos lugares; en la determinación de éstos él no hace nada; todo se debe a la existencia de los objetos fuertes que lo pue­ blan. Tales objetos actúan o persisten en el espacio. En el concepto de continuidad en un lugar, así como de movimiento, originado por fuerzas hacia otro lugar, surge el concepto de tiempo como determinación de ambos. No fue producido por algo muerto, ni tampoco por el fenómeno como tal, sino por fuerzas, que son lo que da lugar a la continuidad o al cambio. Los tres conceptos se añaden, pues, unos a otros, se explican mutuamente; pero el ser, es decir, la exis­ tencia fuerte, destinada a la continuidad, es el concepto-base dado, la raíz de todos. Y así podemos construir con certeza

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y seguridad la primera genealogía de los conceptos del enten­ dimiento humano de la forma siguiente:

Tarimera categoría, de los conceptos del entendimiento humano ser, existencia

duración, fuerza [... ] 9

¿Qué significa pensar? Significa hablar interiormente, es decir, pronunciar para sí mismo las propiedades interio­ rizadas; hablar significa pensar en voz alta. En la corriente de tales pensamientos muchas cosas pueden ser simples figu­ raciones. Pero si realmente pienso un objeto, nunca falta una propiedad. Por medio del pensar, el alma se crea continua­ mente la unidad a partir de la pluralidad, tal como el sentido interior entendía esa unidad en el sentir. Es la misma fuerza de la naturaleza la que se manifiesta, aquí más oscura, allí más clara y activamente, ora en una actividad aislada, ora en otra conexa. [...] 10. Si nuestro entendimiento ha de entender, tiene que haber ante él algo comprensible, algo que tenga significado para él; entendimiento sin nada comprensible es un absurdo, aunque le añadamos todas las envolturas de palabras vacías que queramos. No es un componer y agregar, acompañado del concepto de autoconciencia, lo que constituye la compren­ sión, como tampoco entendemos las palabras de una lengua extranjera por el simple hecho de deletrearlas, silabearlas o pronunciarlas, incluso siendo claramente conscientes de este deletrear o silabear. El sentido de la palabra conocer es algo completamente distinto. Para el conocimiento de este sentido hacen falta dos cosas, sujeto y objeto, alguien que comprenda y algo com­ prendido; incluso cuando quiero comprenderme a mí mismo, tengo que convertirme en mi objeto. Sin distinguir, el enten­ dimiento tampoco puede aplicar de ninguna manera al obje­ to su «es» o su «no es». Distingue el objeto de sí mismo o

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algo en el objeto; por ello no se produce ningún juicio sin sujeto y predicado. Ni siquiera se da el nombre de un obje­ to, a no ser que se hayan percibido, separado y conectado dos cosas. El entendimiento reconoce, pues, el sentido de un objeto, del que se apropia como de un todo espiritual, por medio de la descomposición y de la conexión. La naturaleza no nos ha dado intuiciones vacías ni formas verbales a priori, sea para reunir esa variedad, sea para separarla, sino sentidos reales, es decir, órganos que no sólo posibilitan al entendimiento su materia, sino que se la preparan. No se puede concebir ningún entendimiento hu­ mano sin ellos y sin lo que ellos han hecho comprensible. Ambos están íntimamente ligados, la fuerza y su órgano. En el hombre, el entendimiento se introduce, desde la niñez, en cada percepción sensible; estamos organizados para po­ seer entendimiento. Todas las pruebas de los sentidos que hace un niño se hallan acompañadas por el juicio y son, por tanto, ensayos y acciones de su entendimiento. Cuando quie­ re coger la luna con su mano o cuando piensa atrapar el sol en el agua, esos juicios erróneos demuestran que juzga, y por ello no constituye una expresión impropia decir que el enten­ dimiento ve mediante el ojo o que oye mediante el oído, puesto que sin estos sentidos no podría ni ver, ni oír, ni com­ prender y, por consiguiente, tampoco podría ser entendimien­ to. Los sentidos preforman, es decir, hacen de lo vario una unidad, que él no crea para sí, sino que se apropia recono­ ciéndola, siendo entendimiento gracias a este mismo acto. Son, sobre todo, tres los sentidos que le suministran lo vario dentro de lo uno, no simplemente mezclando la ma­ teria, sino configurándola mediante su forma; el entendi­ miento omniactuante los ha organizado para sí mismo. El ojo le suministra las cosas de manera yuxtapuesta, pero ordenada. A este fin están dispuestos sus membranas y líquidos, su cristalino y su fondo, como también las leyes de la luz. En un ojo sano la mayor luminosidad se concentra en un solo punto. A ambos lados de éste se forman los objetos según la más regular gradación de luz y sombra. Para objetos más lejanos o más próximos, para una luz más clara o más tenue, el ojo posee una movilidad autoconfiguradora que admiramos, pero que aún no comprendemos. La luz se refracta en un or­ den invariable, conforme a los diferentes grados de su refrac­ ción; a través de la forma misma de su instrumento se le

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han suministrado al entendimiento las más firmes y refinadas leyes de ordenación de las cosas según su posición, su luz, su color, su forma; en una palabra, se le ha suministrado una lógica del ver. Sólo puede percibir conforme a esas leyes; si se equivoca, le orienta la forma de uno o de otro sentido. Mediante el ojo, aprende, pues, a ejercitar de la manera más fina su función innata, que consiste simplemente en reunir ordenadamente, es decir, en separar y conectar. Cuando no la ejerce, o la ejerce mal, está tan enfermo como un ojo defectuoso. Por el contrario, nada le enseñarían en toda la eternidad unas intuiciones inventadas, porque en ellas no hay ni forma ni nada semejante (ópoXoyov) al entendimiento que formula juicios. Al igual que el ojo, también el oído está dispuesto de tal manera en la sucesión, que en un momento ofrece tres momentos: el del tono extinguido, el del presente y el del futuro, quedando, pues, el de en medio simplemente suspen­ dido, como límite entre los otros dos. El oído no es posible sin esta conexión, gracias a la cual el entendimiento recibe una melodía, es decir, una serie de sonidos enlazados. El entendimiento no sería capaz de conectar esa serie de soni­ dos si éstos no fuesen unidos por el oído; al producirse esta unificación, la serie de sonidos queda, pues, preorganizada para él y con respecto a él, con el fin de que ejerza su fun­ ción en ella, es decir, en una serie de tres momentos presen­ tes. En consecuencia, si nuestro sentido no estuviera confi­ gurado de tal manera que pudiera y debiera representarnos lo triple dentro de lo uno, es decir, retener, sostener y trans­ mitir un sonido, el entendimiento no podría conocer ni apli­ car la regla de la sucesión temporal, en la que el ahora sólo constituye el límite de lo pasado y de lo futuro. Si el enten­ dimiento encuentra esta regla dentro de sí, se debe única­ mente a que su instrumento se la traza de antemano de ma­ nera invariable. No fue él quien la puso ahí, sino que actúa como un noble prius que utiliza su instrumento. Lo mismo ocurre en toda nuestra organización res­ pecto del sentido del tacto; éste constituye una conexión de fuerza y efecto y se basa en ella. Que nuestro ser actúe, sin que nosotros mismos sepamos cómo; que se formen pensa­ mientos dentro de nosotros y que los miembros de nuestro cuerpo les obedezcan; que nuestro deseo incite los impulsos y que a la voluntad le siga el poder; todo ello constituye una

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conexión innata tan íntima, que no podríamos existir, actuar o vivir sin ella. Nuestro entendimiento se da cuenta de ello permanentemente, siendo él mismo algo vivo, actuante, el primum mobile, que une la fuerza y su efecto. En consecuen­ cia, si por un momento pudiese el entendimiento prescindir de la ley en virtud de la que él mismo existe, a saber, «la causa produce efecto», tendría que olvidarse y destruirse a sí mismo. El no aprende esta ley de la serie temporal (sequela temporis), sino que la ejerce actuando conjuntamente con cada forma del sentir y del acto voluntario de su existencia animada. La ejerce en su interior sin medida de tiempo y la transfiere a cada objeto, porque sólo a través del conoci­ miento, de la interiorización y, por tanto, a través de la conexión de una causa y de su efecto, se convierte el enten­ dimiento en lo que indica su nombre. Se convierte en ello cada instante por medio de una nueva interiorización, es de­ cir, en la medida en que se prueba a sí mismo como fuerza. De ahí surgen leyes de triple conexión que no se dan al entendimiento mediante formas a priori, sino mediante su organización, que le es indispensable e imprescindible. 1. En la coexistencia del ojo y de la luz, su órgano le suministra las leyes de la contigüidad de la forma más pre­ cisa a través de un punto luminoso. 2. En la sucesión de tres momentos, las leyes de la serie temporal son inquebrantable y firmemente válidas gracias al oído y al sentir interno. 3. La ley de la fuerza y del efecto lo es por sí misma y en virtud de la existencia activa a la que pertenece. Junto con ésta, el entendimiento mismo es una imagen viva de lo que se halla enlazado, asociado o mezclado, es decir, de una conexión de causa y efecto; el entendimiento sólo es tal gra­ cias a esta ley. Por consiguiente, la conexión y ordenación de los conceptos de nuestro entendimiento no son arbitra­ rias, ni dadas mediante formas del pensar e intuiciones a priori, sino dadas, como dice el mismo concepto del enten­ dimiento, con algo inteligible que le es ofrecido mediante determinadas formas, es decir, mediante órganos que todos conocemos y utilizamos. Toda referencia a un a priori fuera de toda experiencia y anterior a ella constituye un abuso del lenguaje, que nos despoja de nosotros mismos, es decir, de nuestros sentidos y de nuestro entendimiento.

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Si habíamos encontrado, pues, los conceptos de ser existencia

duración fuerza

como conceptos primitivos de nuestro entendimiento, pode­ mos y debemos agregarles, al mismo tiempo, su esquema or­ gánico y, juntamente con éste, la conexión de los conceptos según leyes que, con los órganos del entendimiento, forman la base de todo uso del mismo.

Primera serie de aclaraciones Categoría del ser 1. Ser vivo 2. Existencia

3. Duración

Una coexistencia ligada. Me­ Una sucesión ligada. Median­ diante la luz y el ojo. Según te el sonido y el oído. Según las leyes de contigüidad. las leyes de sucesión. 4. Fuerza Un acoplamiento, asociación, mezcla, ligados. Mediante el pensamiento y su resultado en una organización viva. Según leyes de causalidad.

No podemos evitar el aplicar esta analogía entre nosotros mismos y todo lo que está fuera de nosotros, ya que sólo a través de nosotros y con nosotros vemos, oímos, entendemos y actuamos. Pero no la transferimos a los obje­ tos, pues si no hubiese en éstos nada comprensible, audible

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o visible, no existiría ninguna categoría en relación con ellos, es decir, ningún sentido ni entendimiento. Este último tampoco traslada tal analogía a la conformación de los senti­ dos, pues no ha sido él quien ha dispuesto para sí tal con­ formación, que él se limita a utilizar, sin comprenderla siquie­ ra, sino que ha sido única y exclusivamente el entendimiento omnicomprensivo del universo. Una filosofía que le quite al entendimiento esta conformación verdadera de sus órganos y que le dé, en cambio, palabras vacías, para que, en su día, las llene espontáneamente con comprensiones, lo deja pri­ vado de leyes y de comprensión de sí mismo, es decir, de su entendimiento. La organización es nuestra forma, la esencia del entendimiento y de lo entendido; sin ella, nada significa para él la esencia, como tampoco él para sí mismo. Tiene esta forma y la adopta en todo lo que logra aclarar. *

*

*

Segunda serie de aclaraciones La segunda serie de aclaraciones a la que fue llevado el entendimiento es ésta: «¿Qué es eso que existe?» Aquí se le presenta el inabarcable campo de las llamadas propie­ dades de las cosas que tenía que conocer, es decir, que tenía que apropiarse, a ser posible. Por ello no le ha preocupado qué es una cosa en sí o para otros; la cuestión reside' en qué es para él, en qué propiedades tiene para él. La palabra «propiedad» indica, por sí sola, que se trata del reconocimiento de una diferencia. Pero no puedo diferenciar más que en el caso de que exista un parecido. Este parecido fue lo primero que se impuso al hombre por doquier, puesto que el concepto común de «ser», «existen­ cia», «continuidad» y «fuerza» reaparecía en todo lo dife­ rente. El que reconocía sólo tenía, pues, que pronunciar: «esto», «aquello», «lo mismo», «no lo mismo», «algo dife­ rente». De esta, forma estaba dada toda la categoría de la diferenciación. Podía haber tantas y tan distintas propiedades a un tiempo en una cosa, que casi le parecieron excesivas, pero él las cargaba todas sobre la cosa tan pronto como era capaz de decir: «¡Es la misma, no otra!» De ahí la abundan­ cia de propiedades de una misma cosa (adjetivos) en todas

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las lenguas, propiedades que van incrementándose con nue­ vas observaciones. Todas ellas convenían en ser inherentes a la cosa, y así se dio a ésta un nombre, sin que el cognoscente conociera o quisiera conocer la naturaleza intrínseca de lo conocido. ¿De dónde sacó ese nombre el denominador? Sólo de las propiedades que observaba en el objeto, después de haber destacado ésta o aquélla. Era para él una unidad de sentido extraída de una pluralidad. En las cosas sonoras, por ejemplo, el sonido estaba muy próximo a la expresión lingüística. Lo que sonaba se pronunciaba, por así decirlo, a sí mismo y en­ señaba a los hombres a imitar su nombre según tal sonido. En el caso de otras cosas, era una propiedad destacada en el color, en la forma, pero, las más de las veces, era una actividad o un movimiento, debido a que éstos producían un efecto más vivo en el hombre. Todas las lenguas antiguas lo atestiguan. Fueron o los sonidos naturales o los infinitivos de acción (activi) los que se convirtieron en los primeros sustantivos. Existe una gran cantidad de ellos que en muchas lenguas sólo se señalan a través del artículo o de otra ligera modificación. Este peque­ ño signo, el artículo, que sustituía la seña de la mano, con­ vertía el sonido, la propiedad, la acción, en ser subsistente, al cual se podía añadir todo lo demás observando, y tal como había sido observado. Por muy numerosas que sean las pro­ piedades de la piedra, recibió de nosotros el nombre del estar; la serpiente, de serpear; el río, de fluir11. Es instructivo comparar la designación, es decir, la sustantivación, en las lenguas de diversos pueblos. Tal com­ paración no sólo muestra el distinto carácter de sus invento­ res, sino también los diferentes aspectos que se podían observar en las cosas, así como la circunstancia de la denomición misma. Pero, en todas partes, el entendimiento deno­ minador procedía según la siguiente ley: «Nombra lo mucho con uno, con lo más notable, para que¿ cuando aparezca de nuevo, el objeto no sólo se te presente como el mismo, sino que te recuerde, incluso por el nombre, la propiedad que tiene para ti.» Naturalmente, esta propiedad no fue siempre la más esencial, debido a que el motivo de la designación residía muchas veces en la circunstancia de la existencia y, por tan­ to, en una circunstancia secundaria; igualmente, después de

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esta denominación, hecha de una vez y unilateralmente, se pasaban por alto con la misma naturalidad otras propiedades de la cosa que, por ello mismo, permanecieron quizá mucho tiempo en la oscuridad. Pero no por eso pierde la lengua su carácter, como expresión del entendimiento, ya que ninguna caracterización humana designa de forma esencial y com­ pleta. El significado genuino de las palabras constituye, más bien, una barrera contra su abuso. También aquí, el lenguaje es y sigue siendo el libro-depósito del entendimiento humano. Por el camino del reconocimiento de lo parecido y de lo diferente se llegó pronto a especies, géneros y modo a . Un concepto conducía al otro, ya que siempre se trataba de una misma facultad que reconocía el parecido y las diferen­ cias, es decir, lo uno dentro de lo mucho. Todo lo que lleva en sí la imagen de los antepasados es parecido. Los hijos se parecen a los padres, y los esposos se aparean. De modo na­ tural, se produjo así una relación familiar, una genealogía entre las cosas reconocidas, ya que el mismo conocer y reco­ nocer indica una asimilación de la forma genealógica (kind). No se piense que el entendimiento sensible del hombre, como se lo suele llamar, se imaginara un hombre o una mujer, de manera groseramente física, al designar algo con «el» o con «la». Doy este nombre emparejador a todo lo que se com­ plementa, a todo lo que actúa recíprocamente de forma ac­ tiva o pasiva. Y con razón, porque actuar y padecer es la gran tarea de la naturaleza, de una organización en la que se une y se aparea lo igual con lo igual y lo parecido con lo parecido. Con esa captación y ese reconocimiento vivos de lo uno dentro de lo mucho apareaba y unía, pues, no sólo cosas vivas, sino todas las cosas activas y pasivas. En algunas lenguas se desarrolló a su lado una tercera serie de nombres, los estériles neutros. Pero en la mayoría de los casos, éstos son de origen tardío, nacidos de lo fértil o de la acción inme­ diata, de los infinitivos. Naturalmente, a estos géneros y especies de concep­ tos se les dieron también hijos. Las lenguas orientales se distinguen, en especial, por el hecho de denominar preferen­ temente con la palabra «hijo» o «hija» todos los efectos y resultados, e incluso los instrumentos de la fuerza activa, así como las representaciones y semejanzas destacadas. En este sentido, la audacia de los orientales va muy lejos. Son evi­ dentes las exageraciones y los malentendidos posteriores res-

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pecto de una designación antes tan natural. Pero la semejan­ za, es decir, el reconocimiento del género de las cosas, fue y siguió siendo en todos los pueblos, incluso en esa filiación, el concepto-guía del entendimiento. Partiendo de las especies y géneros se pasó al recono­ cimiento del modo (hahitus, έξις), nombre que, en nuestra lengua, expresa por sí mismo su procedencia del entendi­ miento. Todos los géneros generan. Generan (según un mo­ delo) y degeneran. En todos los géneros existe una forma peculiar. Cuanto más se observaba ésta y se prestaba atención a la forma entera del ser de una cosa, tanto más ampliamente se podía juzgar y tanto más a fondo se podía señalar lo uno dentro de lo mucho [ ...] Y así, no podemos ordenar enteramente la categoría de la pregunta relativa a cómo es una cosa, o de la cualidad, con funciones lógicas vacías, sino con conceptos intelectuales, en cada uno de los cuales se manifiesta su primitiva ley: «Conoce lo uno en lo múltiple».

Segunda categoría, de las propiedades 1. Lo mismo, otra cosa 2. Especies

3. Géneros 4.

Modo

Tercera serie de aclaraciones Inevitablemente, se presenta en seguida una serie de conceptos intelectuales. ¿Qué es un modo intrínseco? Si per­ siste por una fuerza interna y se transmite, ¿cómo actúan las fuerzas? Esta pregunta se refería a lo interno, siendo más difícil de responder que en los casos en que sólo se observa­ ban propiedades y semejanzas. El entendimiento humano sólo podía responder a la pregunta «¿cómo existe una cosa?» con: «Se conserva.» Una fuerza autoconservadora fue puesta, pues, como base de to­ das las propiedades que descansaban sobre ella, de forma que las sostuviera o mantuviera. Así se formaron los conceptos

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«sujeto», «sustancia», «sustantivo», que fueron, por así de­ cirlo, puestos debajo de las propiedades, cualidades, atribu­ tos, accidentes, adjetivos, etc., que les correspondían, como indican también las palabras «supuesto» y «sustrato». Natu­ ralmente, con esto no se había explicado nada. Pero el enten­ dimiento humano tampoco quiere explicar cuando no puede ni debe hacerlo. Quiere reconocer y designar lo uno dentro de lo mucho. Para él, tampoco las palabras «fuerza», «consis­ tencia», «obra», efecto», tenían que dar más de sí; estas pa­ labras son ajenas a las muchas especulaciones irracionales que les fueron cargadas después. Como el entendimiento sólo tiene un concepto de lo que es, no de la nada, excepto para decir que no es, le bas­ taban también las denominaciones de fuerza y efecto. Si una cosa no se sostenía, se caía, se hundía. Se esfumaba y desapa­ recía, es decir, ya no existía para él; se «ponía», igual que el sol. Tampoco la palabra «muerte» significa otra cosa que «salida», «ida». Las fuerzas actúan unas al lado de otras, sobre otras, dentro de otras, mezcladas con otras, amistosa o enemistosamente. En el primer caso, se refuerzan; en el segundo, se limitan o se anulan recíprocamente. Toda la naturaleza es un escenario de tales fuerzas. De ahí que la mayor parte del lenguaje del entendimiento llegara también a ser un índice del actuar y del padecer. Los verbos activos y pasivos son, por así decirlo, las ruedas motrices del habla humana. Los principales sustantivos se forman a partir de ellos, es decir, del actuar y del padecer. En la configuración de las palabras de acción y pasión (verba) según género, modo, persona y tiempo, se contiene un tesoro de denominaciones del enten­ dimiento expresivo. A ello se debe el que en todas las lenguas sean los verbos los que más han cambiado. Han sido perfeccionados de la forma más variada, ya que el actuar y el padecer cons­ tituyen toda la naturaleza, toda la vida y, en consecuencia, también la vida del hombre. En todas las lenguas, esas palabras activas y pasivas — a pesar de su cantidad tan grande— se reducen a unas pocas clases principales. Indican un movimiento hacia nos­ otros o desde nosotros, de subida o de bajada, lento o veloz, brusco o suave. Designan su efecto sobre nosotros, o que parte de nosotros, con amor o sufrimiento, con simpatía o

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alejamiento. Hay una profunda intimidad en este aspecto del lenguaje, siendo expresada a su manera por cada lengua. El entendimiento designador pone en evidencia que, estimulado por objetos externos y sintiendo su impresión, convierte ésta en expresión. El lenguaje se comporta de la manera más singular cuando designa el devenir de las cosas. ¿Pudo haberse porta­ do de otra forma tratándose de esa maravilla de la natura­ leza? El que algo exista permite una contemplación tranqui­ la, pero el que algo nazca, el que una cosa surja de otra, constituye la gran maravilla diaria e instantánea de la natu­ raleza. La expresión lingüística resulta aquí, claro está, recor­ tada y rápida. [ ...] También en el campo de la expresión de la fuerza se muestra por doquier el mismo genio humano, que no pudo avanzar sino reconociendo la causa en los efec­ tos e imprimiendo sobre ella su distintivo, es decir, un nom­ bre. En lo que abarca el entendimiento, podemos, pues, orde­ nar la categoría de la pregunta «¿qué puede hacer el algo?» de la manera siguiente:

Tercera categoría, de las fuerzas 1. Existir 2. Contraactuar

3. Cooperar 4. Conseguir *

*

A

Cuarta serie de aclaraciones Inmediatamente se infiere la cuarta categoría de la medida. Todo puede medirse, la existencia, la duración, la fuerza. El espado constituye la medida entre dos lugares; el tiempo, la medida de la duración; el entendimiento, la medi­ da de las fuerzas en los efectos, utilizando esas medidas como símbolos. Tres dimensiones. Medida es determinación de magnitud. Tal determi­ nación nunca puede ser precisa. Así, pues, la misma medida

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que ha de determinar es indeterminable, en lo que a la pre­ cisión se refiere. Siempre puede tomarse o pensarse con más exactitud; tiempo y espacio, como medidas, son, pues, divi­ sibles hasta lo infinito, es decir, hasta lo inconmensurable. Por encima y por debajo de cada número existen otros nú­ meros; por encima, por debajo y fuera de cada espacio existe espacio. Aquéllos son pensables en fracciones; éste en exten­ siones. El límite de la medida tenía que ser, pues, algo inal­ canzable, y, no obstante, determinado al máximo, el instante, el punto. Este, que es indivisible, forma el final de una línea susceptible de división hasta lo infinito; de esta forma, la línea limita una superficie, y la superficie el cuerpo. Estos conceptos, que no pueden expresarse con una exactitud per­ fecta, no son más que determinaciones de límites. Pero como los números redondos resultaron insuficientes para determi­ nar magnitudes discretas, la aritmética de lo infinito terminó por abandonar todo número e inventó signos que indica­ ron su infinito. Uno de los más grandes méritos del inmortal Leibniz consiste en haber introducido también esta medida de lo in­ finito en el campo de la metafísica, es decir, de nuestros conceptos más generales y, por tanto, de las facultades mis­ mas del alma. Para él, todas nuestras sensaciones son dife­ renciales que van desde lo imperceptible hasta lo impercep­ tible; la claridad de representación que acompaña tales diferenciales es susceptible de esa misma medida. Esta teoría es verdadera y cierta, ya que se basa en la idea universal de toda medida, siendo igualmente fecunda en el caso de ideas sutiles y grandes. Esta determinación de medidas no concibe, pues, el universo como un todo acabado, sino que avanza hacia lo ilimitado. Desde que empezó a percibir con sus sentidos, el en-· tendimiento común del hombre no pensaba otra cosa. Al principio, la longitud de un pie, de un paso, de un hombre, de una cabeza, de una pulgada, de una mano, de un brazo y de una vara, le era medida suficiente que luego otro podría determinar con más precisión por sí mismo. Para él, el nú­ mero de sus dedos, así como su puño, constituían una unidad cuyo contenido podía calcular fácilmente; otro contaría las articulaciones de los dedos o los granos que cabían en su puño. El medía con el celemín (Metze, de donde deriva

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Mass = medida, y messen — medir) y con la vara. Si se quería, se podía seguir contando los granos del celemín y las líneas de la vara. Nunca le interesó al hombre un universo absoluto y terminado. Allí donde no le era necesario seguir contando o donde no había más que contar, empezaba para él el universo, el todo. Así, pues, entender el concepto del medir y del con­ tar como adición de un nuevo número al anterior sería malentender el sentido del entendimiento respecto de ese concepto; eso no constituiría una obra del entendimiento, sino un jue­ go, un trabajo mecánico. El producto del entendimiento no es que 4 + 3 = 7, sino el reconocimiento de que la unidad está contenida siete veces en 4 + 3. Esto es aplicable tanto a las medidas más toscas como a las más finas. El acto del entendimiento es el reconocimiento de la unidad dentro de la multiplicidad, quedando sin medir el universo, algo infi­ nito, lo cual es inapropiado para el entendimiento. Los miem­ bros de esta categoría son, pues, todos ideales:

Cuarta categoría, de la medida 1. Punto, instante 2. Espacio inconmensurable

3. Tiempo inconmensurable

4. Fuerza inconmensurable. Con esta categoría estamos en el umbral de la razón. •k

k

ie

Cuando ponemos estas series de pensamientos una tras otra vemos que están guiadas por un hilo conductor. Es­ tán constituidas por un solo acto del entendimiento: «reco­ nocimiento de la unidad dentro de la multiplicidad». 1. Categoría del ser ser, existencia, duración, fuerza.

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2. Categoría de la cualidad lo mismo (otra cosa), especies, géneros, modo. 3. Categoría de las fuerzas existir, contraactuar, cooperar, conseguir. 4. Categoría de la medida punto, instante, espacio inconmensurable, tiempo inconmensurable, fuerza inconmensurable. ¿Quién no observa en seguida, a la vista de esta de­ rivación, los principios de cuatro ciencias, las principales del entendimiento humano? 1. Ontología, perteneciente a la categoría del ser. 2. Conocimiento de la naturaleza, 3. Ciencia natural, categoría de la cualidad. categoría de las fuerzas. 4. Matemáticas, categoría de la medida. Sus relaciones mutuas aparecen en este esquema por sí mis­ mas. La ontología es la base de todo, porque todos tienen necesidad de su lenguaje; bien entendida, no es otra cosa que filosofía del lenguaje universal del entendimiento. La ciencia de la naturaleza (llamada historia natural) necesita sus conceptos, los utiliza y observa las propiedades de las cosas; ordena especies, géneros y formas. La ciencia natural (física), su hermana mayor, ordena las fuerzas naturales; su objetivo es el conocimiento de la fuerza en los efectos. Fi­ nalmente, las matemáticas, que constituyen la medida para todo lo anterior y, en especial, para las ciencias naturales, son por sí mismas una imagen mental de la razón, la cual, a su manera, también mide, cuenta y calcula. Cada una de las ciencias mencionadas encuentra el principio de su existen-

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cia y desarrollo en el esquema indicado. El que haya disputas en torno a la primera, la ontología, se debe a que se la busca entre categorías a priori; y mientras se siga buscán­ dola ahí, se disputará sobre ella. Atendiendo a su naturaleza, la ontología no es otra cosa que la más pura filosofía del len­ guaje del entendimiento y de la razón. Al mismo tiempo, se desprende incluso de la tabla la razón de la clasificación de los conceptos que contiene en tal número y orden. Al entendimiento tiene que dársele algo inteligible, algo que sólo entiende gracias a la diferencia­ ción. Pero tiene que unir lo diferenciado; de lo contrario, no llega a entender la totalidad. En consecuencia, un dato (tesis) y, dentro de él, la disyunción (análisis) y comprehen­ sión (síntesis), se disponen a sí mismos en cuatro miembros, el último de los cuales, a la vez que regresa hacia el primero, avanza hacia una nueva categoría. Los dos miembros inter­ medios, que surgen del primero, amplían éste dando lugar al cuarto. Así, por ejemplo, en la categoría del ser, donde, sin este concepto, no hay ni espacio ni tiempo, éstos dos se refieren disyuntivamente uno al otro hasta que el primero de ambos aparece recogido por entero en el cuarto, precisa­ mente en virtud del enfrentamiento. Igualmente, en la cate­ goría de las fuerzas no se puede pensar un agrupamiento ni partiendo de una disputa sin unidad (que es la base y el efecto de la categoría) ni partiendo de una unidad sin dispu­ ta; la categoría dispone la disputa y la unidad en orden al todo de la acción continuada. Esa misma regla es visible en las categorías de la cualidad y de la medida. Al igual que sus miembros, las cuatro categorías se agrupan a sí mismas, todas ellas con la inscripción del entendimiento: «Conócete a ti mismo; reconoce, en todo lo dado, dentro de la multi­ plicidad, lo uno que te pertenece a ti.» ¿Cómo se formaron, pues, estas categorías? ¿Acaso apriorísticamente, sin objetos, siendo fijadas al entendimiento humano por otro ser a la manera de una tabla, para que, a través de ella, se hiciera posible la experiencia? Es evidente que no fue así. Los conceptos son pensados humanamente y expresados en un lenguaje humano; el actus por el que fue­ ron producidos es el acto del entendimiento mismo, a saber, su acto único y continuado, sin el cual no es entendimiento. Tan pronto como el entendimiento humano entiende, tiene que categorizar; pero no lo hace a través de una adición de

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conceptos, ni a través de una síntesis que va más allá de lo dado, sino a través de una captación, distribución y comprehensión de lo dado; la unidad se convierte en multipli­ cidad, la multiplicidad se reconvierte en unidad. Esta cuadruplicidad es un acto único del alma. Quien divide esta tétrada destruye la esencia del entendimiento humano. Síntesis y análisis son medios; su meta es el conocimiento de lo cognos­ cible a través de ambos. A través de ambos, que se inter­ cambian y actúan conjuntamente, adquiere el entendimiento su posesión, el concepto, y dice: «he entendido». [ ...] 13 Imágenes mentales de los conceptos del entendimiento humano Como ningún entendimiento es pensable sin algo in­ teligible, las formas mentales internas sin objetos son, como revela su nombre, esquemas vacíos (μορμολύκεια) que ni si­ quiera ofrecen fórmulas de palabras comprensibles; por el contrario, la impresión del objeto se convierte en seguida en tipo mental para el órgano y, por este medio, también para el sentido conocedor. El objeto es para nosotros pensa­ miento en virtud de una metástasis que no comprendemos. Y como cada órgano recibe sus tipos, ya que no se pueden comparar imágenes, sonidos, olores, clases de sabor y de sentir, por lo que a su naturaleza se refiere, sino, a lo más, respecto del grado de su impresión, nuestro sentido interno, el sensorium commune, que percibe todas estas im­ presiones diferentes, se convierte necesariamente en un con­ junto de huellas (ectipos) de muy diferentes tipos. No sabemos cómo se propagan estas huellas en el nervio del órgano, cómo se mantienen abiertas materialmen­ te, etc. La imagen recibida por mi alma es por entero con­ forme al modo de ésta, no la imagen que se halla sobre la retina del ojo. Esa imagen es captada por ella metaesquematizada en su naturaleza. No obstante, ha sido originada por la impresión, y se parece a ésta en la medida en que una imagen mental puede parecerse a una imagen corpórea. La imaginación retiene este tipo mental; la memoria lo despierta; el sueño lo representa; otras facultades aními­ cas lo iluminan, y hasta lo convierten en impulso. Los hom­ bres que carecen de un sentido, carecen de los tipos de ese sentido; un ciego carece de los tipos del color y la imagen:

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un sordo de nacimiento carece de los tipos del sonido, tono, articulación, etc. En relación con estas impresiones y huellas, hace tiempo que se descubrió la escala de distancias a las que el objeto que influye puede estar respecto del órgano. En tal circunstancia, tenía que intervenir un medio que preparase el objeto para el sentido y que formase, por así decirlo, su tipo. En el caso del ojo, es la luz la que desempeña tal fun­ ción; para el oído, es el aire, en tanto que forma y transporta el sonido. De este modo, no sólo se amplía, especialmente para el oído y el ojo, la esfera del sentido, sino que se ofrece espacio (¡maravilloso arte!) para la formación de tipos más puros gracias a ese intermedio. Los objetos o, al menos, las partes de ellos que se imponen al sentido, se imprimen en él con rasgos vivos, pero toscos y confusos; los tipos del ojo y del oído son más marcados, más puros y más claros. ¡Y qué diferentes son esos dos sentidos mismos, no sólo sus huellas, sino incluso las formas de su impresión! Son, por así decirlo, enemigos que se limitan recíprocamente. Mientras que el ojo metaesquematiza una yuxtaposición para el sentido interno, el oído nos obliga a acoger cosas en suce­ sión según tipos completamente distintos e igualmente arti­ ficiales. Nos vemos, pues, continuamente arrastrados hacia dos direcciones y, al mismo tiempo, irresistiblemente habi­ tuados a unir ambas, es decir, a explicar los dos tipos uno por medio del otro (visiones del ojo en virtud de sonidos del oído, y al revés). Y no sólo esto, sino que nuestro enten­ dimiento únicamente es capaz de formar — de modo irrevo­ cable y simultáneo— sus conceptos según esas dos formas de arte; determina la yuxtaposición mediante la sucesión, y aqué­ lla mediante ésta, para obtener un orden más claro; hay obje­ tos lejanos que se imprimen en nosotros sucesivamente en virtud de sonidos, como hay voces oscuras, inmediatamente desaparecidas, que permanecen ante nosotros en virtud de unas figuras. Así tipifica el entendimiento y así, bajo su guía, se formó (sea cual sea el estímulo que lo hiciera posible) de la unión de dos sentidos aparentemente contrapuestos, pero imprescindibles el uno para el otro, el lenguaje. Es decir, un lenguaje articulado. Para un hombre que, mediante el ojo y el oído, se encontró interiormente en posesión de tantos tipos vivos, las articulaciones del lenguaje se convirtieron, en cierto modo forzosamente, en copia de

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los mismos. El debía y quería exteriorizar lo que había visto y sentido dentro de sí. Con la ayuda de la voz y de los ges­ tos, se formó, de conformidad con las huellas interiores de su alma, una señal articulada: la palabra. Esta se abrió paso entre los dos sentidos, el oído y el ojo, y entre las distintas impresiones que ambos suministraban; la palabra se convirtió en expresión tipificadora de las impresiones recibidas, en un nuevo metaesquematismo de imágenes mentales que sonaban. Un sonido indicó aquello para lo que no bastaban los gestos y expresó los más finos tipos del alma. Un sonido, y esto no fue (aunque a menudo se tome por tal) ninguna desventaja en relación con las necesidades del hombre. Los sonidos van rodando y se suceden rápida­ mente, como lo hacen los acontecimientos, sentimientos y pensamientos que han de designar. Lo súbito del suceso hace que despierte un súbito heraldo del mismo, la voz. La voz flexible del hombre designa incluso el cambio de las sensa­ ciones de forma variada, rica y natural. La voz suena también en la noche y en todos lados, mientras que el ojo sólo per­ cibe figuras cuando y donde ve. La voz llama al interior del corazón; resuena en el interior; se graba profundamente, mientras que las imágenes mentales que el ojo tiene presente pasan como una superficie pintada, sin decir quizá nada al interior. Pero así que la imagen se acerca llamando, rompe el hilo de nuestros pensamientos y perturba toda la calma del alma. Los hombres que llevaban consigo las imágenes mentales como objetos del ojo vivían calmosamente. Tan pronto como éstas se les acercaban sonando, especialmente durante la noche, en sueños o en sucesos repentinos, acom­ pañadas de voz, se creían llamados por ellas como por un requerimiento superior; tenían que obedecer. El recuerdo de las figuras de los ausentes da lugar a una evocación serena; la vuelta de su voz, acompañada de movimiento y de acción, nos los trae vivos; entonces rigen nuestra alma. Era nece­ sario, pues, que las imágenes mentales sonaran si debían penetrar, despertar, seguirse rápidamente unas a otras, si de­ bían designar con agilidad, sonar y resonar permanentemente dentro de nosotros. Llegados a este mundo, convenía al concepto de la cosa y, por tanto, al entendimiento mismo, que los hombres pintaran menos. Mediante su modulación, el lenguaje sólo puede pintar, por ejemplo, movimiento o ruido, sonido, len-

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titud y rapidez, suavidad y violencia; no pinta, ni debe pin­ tar, conceptos ni sentimientos. Aquéllos han de ser pensa­ dos, éstos sentidos; el lenguaje tiene que limitarse a desper­ tar ambos, a fin de que el alma los produzca por sí misma, sin apegarse a las imágenes verbales. De ahí que el lenguaje suene etéreo. Es un sentido tosco; cada vez que el alma con­ cibe o capta, cada vez que intuye, halla o descubre, puede pensar en el asir y coger de la mano, en el ver y encontrar a través de un cristal, con el pretexto de que esas expresio­ nes fueron originariamente imágenes, metáforas. En este sen­ tido, todo el lenguaje es alegoría, pues en todo momento el alma expresa por medio del mismo una cosa a través de otra (άλλο αγορεύει, άλλο νοεί), cosas por signos, pensa­ mientos por palabras, que, en el fondo, nada tienen en co­ mún. El alma podía correctamente designar el «coger con la mano» como «asir». Con igual derecho, y en un sentido más íntimo, podía, pues, designar el «coger» y «asir» con su facultad más genuina, el entendimiento, ya que en este últi­ mo caso el objeto era más «suyo» que en el tocar. En las designaciones de esta clase es pereza o sinsentido el aferrarse a las imágenes, o bien el rehuirlas como si se opusieran al pensamiento. Su finalidad consiste en manifestarlo. Y es in­ dudable que una expresión gráfica lo suele manifestar mucho más nítido y completo que las fórmulas innecesariamente lar­ gas. Las mismas matemáticas están llenas de expresiones plásticas. Incluso los ejercicios de análisis tienen como base algunas invenciones mediante las cuales el maestro muestra lo que significan, es decir, lo que hay que buscar y lo que no hay que buscar en ellas. Es evidente que cuanto más abstracto es un concep­ to, tanto más disminuye su contenido gráfico, hasta que pa­ rece, finalmente, extinguirse del todo. En efecto, el orden superior del concepto exigía que las propiedades de orden inferior fueran progresivamente apartadas, mientras se des­ tacaba, por el contrario,, una única propiedad de entre muchas con tanta mayor nitidez; con ello, la expresión había sido despojada de la variedad sensible. Sin embargo, dado que el concepto más claro tiene que seguir representando la unidad dentro de la multiplicidad, suministrando, consiguientemen­ te, una intuición de tipo más elevado, nunca puede quitársele por completo su contenido gráfico. La misma álgebra, con sus cifras y sus signos, ha precisado ese contenido de la

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forma más exacta (trátese de magnitudes o de operaciones) mediante el orden, la posición, la transformación y la reduc­ ción, fundando en tal precisión la seguridad de su práctica. Desgraciadamente, en la filosofía no se ha trabajado así. El genio de la metafísica sabrá quizá bajo qué elemento gráfico inventaron los escolásticos sus entidades y quididades, y qui­ zá sepa también qué esquemas tienen las intuiciones y las formas del pensar anteriores a toda experiencia, where entities and quiddity the ghosts of defunct bodies fly;u Aquí reside, pues, el embrollo que durante tanto tiempo ha hecho — que seguirá haciendo, especialmente entre nosotros, los alemanes— del lenguaje metafísico un dialec­ to babilónico. En efecto, como no se podían pensar toscas imágenes de la experiencia por medio de los conceptos es­ peculativos, se tomaron rasgos, tal como los ofrecía el azar, del concepto lingüístico, de los recuerdos de dónde y cuándo se había oído la palabra por vez primera, del sonido de la palabra misma. De esos rasgos se formó una figura nebulosa como la ofrecida por la Crítica, un esquema. Se creyó poder designar con él, a partir de la espontaneidad del entendimien­ to, lo que se imaginaba de forma extremadamente oscura, donde se mezclaban sentimientos concomitantes, o donde no se concebían más que sonidos o letras. La palabra «esencia», por ejemplo, iba ligada, para algunos, a una experiencia de la química; la palabra «sustancia» iba unida, para otros, a un gusto de la comida, lo cual contribuía, en unos y otros, a crearse su oscura forma de la palabra. Este concebía el espa­ cio, esa ancha nada, como una mancha de color negro o azul, limitando así la sensibilidad entera con una especie de envol­ tura, y convirtiendo ese fantasma en una intuición eterna; aquél extendía el tiempo (esa larga nada) como una línea en la que un instante sigue al otro como si fuesen puntos, cre­ yendo haber explicado así las sustancias, e incluso la causa y el efecto. Etcétera. Semejantes ficciones se introducen sub­ repticiamente en las investigaciones metafísicas: inadvertida­ mente, acompañan y modelan los pensamientos. Mientras el oscuro esquematismo del autor no contradiga el nuestro, le seguimos. Sólo cuando los dos entran en conflicto surge la pregunta: «¿Cómo ha podido afirmar esto?» Complaciente-

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mente nos adaptamos a él, empleamos la palabra como él. Hay jóvenes y polemistas que nunca han hecho la pregunta del cardenal: «Dove ha pigliato?»·15 Por eso se terminó por considerar las contradicciones, anfibologías y antinomias de la razón como inevitables, mientras que otros rechazaban la metafísica como palabrería de esquemas oscuros. Esas anfi­ bologías no proceden del entendimiento y de la razón, sino, como indica el mismo vocablo, del incorrecto uso del len­ guaje y, consiguientemente, del uso incorrecto de la razón y del entendimiento, de una indeterminada captación de los conceptos y de su designación mediante esquemas falaces y oscuros. Son un fastidioso quid pro quo surgido de con­ ceptos secundarios y formas verbales erróneas. Hay pueblos enteros que, malacostumbrados por su lenguaje, suelen dis­ tinguirse por esas formas verbales; sus metafísicos disputaron sin entenderse nunca entre sí. ¿Se piensa acaso que Clarke hubiese cedido ante Leibniz si el británico y el alemán hu­ biesen proseguido la disputa? Formas verbales repetidas se llaman fórmulas. Hay que guardarse de ellas siempre que sean enormemente largas o contengan palabras incomprensibles. En este caso son fórmulas incorrectas incluso por su forma. En efecto, ¿qué significa «fórmula» sino una forma de brevedad comprensible y que determina con exactitud? Si se prolongan como líneas sinuosas, con vacíos y desviaciones, no proporcionan figura alguna; cuando llega la última palabra ya hace mucho que oído y alma han olvidado lo que decía la primera; son, pues, máscaras, no formas. Recórranse los esquemas de la Crítica: ¿quién va a pensar el concepto de sustancia en las palabras «la representación de lo real como sustrato de la determina­ ción empírica temporal en general»; el concepto de causalidad en «la sucesión de lo diverso, en la medida en que tal suce­ sión se halla sometida a una regla»; el de acción recíproca en la «coexistencia de las determinaciones de una en rela­ ción con las de las otras conforme a cierta regla»; el de posibilidad en la «determinación de la representación de una cosa en relación con un tiempo»? 16 Propónganse esos esque­ mas como adivinanzas; quien no se los haya aprendido de memoria difícilmente acertará la palabra del acertijo. La única forma de remediar este mal consiste en dis­ tinguir netamente entre: «cosa», «concepto» y «palabra». Nuestro concepto no hace la cosa posible ni real; no es más

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que una noticia de la misma conforme a nuestro entendimien­ to y a nuestros órganos. Menos todavía lo hace la palabra; ésta sólo invita a conocer la cosa, a retener su concepto y a reproducirlo. Concepto y palabra no son, pues, lo mismo. La segunda será la señal del primero; nunca puede ni debe ser copia del mismo. Quien se acostumbra, pues, a las fórmu­ las como si poseyera el concepto y a los conceptos como si poseyera la cosa; quien confunde los tres entre sí, creyendo que los esquemas representan conceptos del entendimiento, se engaña de medio a medio. Quien así procede, podría in­ troducir con una fórmula verbal que no dijera nada (V —-1) todo un diccionario de fórmulas oscuras que tuvieran tan poco significado como la primera. Las fórmulas son figuras como las que dicen que aparecen sobre el Brocken 17, fantas­ mas escolásticos que antes se designaban con el expresivo nombre de «palabrería». Nuestra época nos apremia y empuja. ¡Cuántas cosas nos quedan por conocer, cuántos conocimientos reales por conseguir y aplicar! ¡Cuánto nos aventajan otras naciones en la recta determinación del lenguaje! ¿Vamos a permitir que nuestro sano lenguaje del entendimiento se convierta en un campo lleno de parásitos trascendentales, de esquemas ver­ bales subrepticios? Llegará el día en que la mayoría de los diccionarios escritos sobre la «filosofía crítica» sean conside­ rados como la regla que indique cómo no deberían pronun­ ciarse los conceptos filosóficos y, como dice Kaisersberg, cómo no se debería verbalizar [ ...] 18 Existimos como partes del mundo; ninguno de nos­ otros constituye un universo aislado. Somos seres humanos concebidos en el vientre de una madre, y cuando entramos en un mundo mayor, en seguida nos encontramos ligados por mil lazos de nuestros sentidos, de nuestras necesidades y nuestros impulsos, a un universo del que ninguna razón especulativa quiere separarse. Sin este universal al que per­ tenecemos, nada en nosotros es aplicable o explicable; nosotros mismos sólo existimos como eslabones de una gran cadena, sin la cual no existiría nuestra razón ni nuestro en­ tendimiento. Sólo existimos como algo especial dentro de lo universal. Ese universal es anterior a nosotros y estará ahí des­ pués de nosotros. Nos concibió, nos sostiene y nos asedia como un mar de olas, es decir, de objetos. De él se nutrían

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nuestros sentidos y en contacto con él se despertó nuestro entendimiento. Este no puede transformar sino los materiales que el universo le ofrece. El entendimiento sólo puede acla­ rar lo que se le presenta, como tampoco la razón puede puri­ ficar otra cosa. La razón es tan poco capaz de crearse la posi­ bilidad de experimentar el universo, que ni siquiera aprende a conocerse como razón sino en relación con él. Y lo mismo hay que decir del entendimiento. En todos nuestros cono­ cimientos hay, pues, algo universal que precede a lo particu­ lar. Ambos elementos se hallan unidos de tal manera, que el uno sólo es cognoscible en el otro, es decir, como eslabón de una cadena que conduce al todo. Juntamente con otras cosas, nos percibimos también a nosotros mismos dentro de un enorme espejo situado ante nuestros ojos; estamos, por así decirlo, ligados al universo. No somos capaces de abarcar esta universalidad; par­ tiendo de los sentimientos oscuros, tenemos que separar pe­ nosamente conceptos claros y nítidos. Dividimos, pues, el cielo lleno de estrellas en constelaciones, vías lácteas y con­ centraciones estelares. De la misma manera descomponemos la luz y el aire, el agua, las plantas y los cuerpos. El afán de nuestros sentidos, de nuestra razón y de nuestro entendi­ miento es crearnos la imagen más clara de algo particular partiendo de la oscura nube de lo universal. También en el lenguaje humano se adelantó, pues, lo universal a lo particular, a pesar de que aquél sólo fue cono­ cido a través de éste. Si se vio la unidad dentro de la mul­ tiplicidad no fue debido a la prisa y a la evocación, sino que ocurrió conforme a la cosa y al concepto del entendimiento mismo, y así se edificó sobre una gran base. Al designar, se incluía lo particular en lo universal, la parte en el todo. Sólo de esta manera se formó el lenguaje humano. ¿Para qué se hizo así? No fue sólo para reconocer, a su vez, la va­ riedad dentro de la unidad y la totalidad dentro de otras partes, para sumar las experiencias previas y volver a encon­ trarlas, para crearse, en fin, dentro del enorme e inmenso universo un mundo que perteneciera al horizonte humano, sino porque ese acto era la sustancia misma del entendi­ miento reconocedor. Este no puede hacer otra cosa que en­ contrar dentro de lo universal lo particular y dentro de lo particular lo universal, para unir ambos. Las dos cosas han

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sido y han llegado a ser una sola, tanto en el entendimiento como en la naturaleza. [ . . . ] 19 Desde el universo, una multitud inconmensurable se lanza sobre la razón; a través de su instrumento, el lenguaje, se encuentra con universalidades, expresadas con palabras por la facultad imaginativa y confirmadas por el uso con un falso prestigio, como si fuesen ya conceptos genuinamente forma­ dos. Si confía en ellas, la razón es engañada. La llamada ex­ periencia cotidiana suele aumentar ese falso prestigio; la fa­ laz sofistería, maestra del engaño, añade lo suyo, cuando no por soberbia y vanidad, por el mero jugar con las palabras y por el aburrimiento. ¿Hay algo más fácil para el hombre que el palabreo? ¿Hay algo que produzca al niño mayor ale­ gría que las generalidades inventadas, es decir, que las pala­ bras-muñeca con las que juega? Desde los griegos, a través de todos los siglos de los escolásticos, se han hecho, pues, circular multitud de univer­ sales que pasan por conceptos generales de la razón, no sólo en las escuelas, sino también en la vida ordinaria, a pesar de que desaparecen como ficciones verbales tan pronto como se los examina más de cerca. Los locuaces griegos solían tomar la dialéctica, es decir, el arte sofistico-retórico de hablar, y la lógica por una misma cosa. Para los escolásticos, la tarea de la razón consiste en separar y disputar palabras. Es, pues, difícil que la verdadera razón tenga peor enemigo que aquel que le indica que el abuso de su propio instrumento, es de­ cir, los sofismas dialécticos, son una incorregible falta de su naturaleza, a la vez que su problema esencial. El escolástico doblega y rompe los retoños mediante esas sutilezas, ya que todos los genuinos maestros de la razón han separado hace tiempo la lógica y la dialéctica sofisticada. Al desconocer todo uso verdadero de la razón y co­ nocer, en cambio, tanto más la dialéctica de la razón, es decir, los paralogismos, las antinomias y el sofisticado ideal, la filo­ sofía crítica ha ignorado, pues, la esencia de esa razón (al igual que había ignorado anteriormente la de los sentidos y del entendimiento), dado que le atribuye como naturaleza una tendencia falsa. La razón nunca intenta llegar a una uni­ dad incondicional, pues «condicionar» significa determinar. Lo incondicional quiere precisamente condicionarla a ella, esto es, atarla al final. Ella no se inventó ese incondicional, es decir, esa generalidad indeterminada, sino que le está

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dado en la naturaleza como algo de lo que ni) consigue librar­ se. Hace lo suyo transformándolo en mundo para ello, esto es, totalizándolo por medio de una particularización. Tam­ poco es culpa suya el que en el lenguaje le estén dadas gene­ ralidades toscamente formadas, ya que sólo han surgido de un entendimiento que se hallaba en su infancia, de un enten­ dimiento al que las pasiones y la fantasía habían dado alas. Su tarea consiste en despejar (débrouiller), en apartar lo falso y formar conceptos firmes [... ] 20. Las palabras: «alma», «espíritu», «persona», «sustan­ cia», «materia». Todo lenguaje, y en mayor grado el len­ guaje metafísico recibido de los escolásticos, está lleno de tales palabras repletas de conceptos indeterminados y, en parte, toscos. Multitud de palabras llamadas filosóficas iban ligadas a representaciones oscurísimas debido a sofisterías legadas a través dé los tiempos. El escolar las aprende, se acostumbra a ellas y sigue empleándolas. En la mayoría de los casos, cada nuevo fundador de una secta ha inventado gran número de tales palabras oscuras. ¡Cuántas ha inven­ tado, por ejemplo, la «filosofía crítica»! Estas reverberan enormemente en las cabezas vacías, una vez que han captado tales sonidos de palabras. No es, pues, la razón pura, esto es, verdadera, la que incuba paralogismos, sino la razón disputadora y de cátedra, altamente impura y dialéctica; ella es la que, frente a una palabra, posee una anti-palabra, e in­ cluso una anti-razón frente a la razón. Esa anti-razón no es juez, sino rábula. Si queremos guardar la razón verdadera de la dialéc­ tica ilusión trascendental, es, ante todo, necesario que lim­ piemos el lenguaje que se le presenta con la aguja más cor­ tante. La razón no debe enjuiciar abstracciones vanas o conceptos confusos. Hay que hablar ante ella comprensible­ mente. La «filosofía crítica» que había creído asegurarse sus formas verbales dirigiendo groseros ataques contra la filosofía comprensible, censurándola de «filosofía popular», lo ha he­ cho en contra de su propio fin. En efecto, si este fin consistía en desechar toda bufonería realizada más allá de la experien­ cia, tiene que estimar y honrar los conceptos del entendi­ miento en su expresión más comprensible [ . . . ] 21. Particularizamos, pues, desde la niñez, partiendo de lo universal, o a la inversa, porque percibimos simultánea­ mente, en el gran caos de los objetos, parecidos y distintivos.

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El hombre ve, por ejemplo, un rebaño. ¿Acaso empezará por designar a cada individuo con un nombre propio? Debido a su parecido común, da un nombre al rebaño, a las ovejas, los árboles, las estrellas. Ve lo particular dentro de lo uni­ versal. O cuando sólo divisa algo particular y seguidamente reaparece algo semejante, repite el nombre como si fuese lo mismo, interpretándolo, en todo caso, como vuelta de algo igual. Ve lo particular dentro de lo universal. Así se desarro­ lló el lenguaje humano. Este se halla lleno de palabras gene­ rales que, en una larga secuencia temporal, han llegado a ser particularizadas, que aún no están, ni de lejos, todas par­ ticularizadas, ni podrán serlo nunca en su totalidad. Era más fácil para el hombre nombrar la palabra «árbol» cuando apa­ recía un árbol cualquiera que designar cada especie de árbol diferente. Lo mismo ocurría en todas las demás esferas. El niño gusta de generalizar. Cuando ve un elefante, cree haberlos visto todos. El individuo se convierte para él en tipo del género con todas sus particularidades. Si el ele­ fante es gris, todos los elefantes tienen que ser grises, hasta que oye o lee que existen también elefantes blancos. En to­ das las lenguas se encuentran restos de esa niñez humana: se generalizan individuos convirtiéndolos en nombres gené­ ricos por medio de una propiedad que suele ser muy inesen­ cial o especial. ¡Y en cuántas cosas seguimos siendo tales niños toda nuestra vida! Cada uno, a su manera, se repre­ senta el ángel y el demonio según su sexo, a base de sus im­ presiones particulares. El niño gusta de generalizar. Después de haber hecho una o dos experiencias, su alma veloz tiene inmediatamente preparado un axioma universal, firmado con la palabrita «todo»: «Todo lo que tiene plumas, vuela»; más tarde, par­ tiendo de nuevas experiencias, se da cuenta de que hay algu­ nos animales que, a pesar de tener plumas, no vuelan. La llamada analogía de nuestras experiencias se forma, pues, de manera insuficiente o suficiente, de pocos casos o de varios, de casos bien percibidos o mal percibidos. Pero siempre está prevista, al menos tácitamente, de la palabrita «todo», que merece tan pocas veces o, a decir verdad, nunca [... ] 22. La filosofía abarca todas las ciencias y artes, la misma matemática. Su campo es infinito. Y, sin embargo, ofrece muchas dificultades al desig­ narla, ya que la filosofía construye conceptos mediante pala-

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HERDER

bras. No sólo pueblos y épocas, sino incluso personas deter­ minadas se diferencian tan innegablemente por esas palabras, que fueron precisamente tales portavoces aislados quienes, con su presuntuoso dominio de la palabra, siempre ocasio­ naron la mayor confusión en el campo de la razón. Monopo­ lizaron conceptos mal entendidos, mal asimilados o sólo a medias. A menudo se acuñó como oro un metal que no lo era. Y circuló durante siglos. Sus discípulos tuvieron disputas sangrientas, hasta que se levantó, a su vez, otro espíritu em­ prendedor que puso en circulación una nueva moneda verbal, acaso no con mayor agudeza, pero sí con más feliz obstina­ ción. La gente estaba ya cansada de la vieja. Se había vuelto irreconocible por el uso. La nueva poseía acaso menos valor, pero brillaba. Con cada uno de los sistemas abandonados se han hundido ideas verdaderas y bellas; sólo un espíritu como el de Leibniz, que valoraba lo verdadero y útil de todos los sistemas (¡qué pocos autores como él, en todas las épocas!), merece el nombre de auténtico espíritu filosófico. Pero, a pesar de este gran obstáculo, que consiste en que la filosofía construye sus conceptos mediante palabras in­ determinadas y cambiables, no ha retrocedido, ni mucho me­ nos, sino que, si se tiene debidamente en cuenta su extensión, incluso ha avanzado. ¿Cómo? Logrando, al igual que las ma­ temáticas, un nuevo cálculo, los idiomas nacionales. Mientras se empleó en la filosofía una lengua grecolatina que ni Aris­ tóteles ni Cicerón hubiesen querido entender, se siguieron arrastrando las viejas baratijas de las abstracciones malen­ tendidas y forzando al espíritu dentro de esas formas verbales decrépitas. Pero, tan pronto como alguien se atrevió a pensar en su propia lengua, el entendimiento sano no se dejó domi­ nar; desechó las envolturas de palabras extrañas reconociendo sus conceptos dentro de su lengua. Como, desde Descartes y Leibniz, filosofía y matemá­ ticas se estudiaban conjuntamente, tal como debe hacerse, al­ gunos pensaron que la forma exterior euclídea favorecía a la filosofía. ¿Estaban equivocados? Lo estaban si pensaban que con la forma exterior todo estaba hecho, aunque estuviese mal aplicada. ¿Pero es que podría haber alguien tan necio como para pensar esto? «Método» quiere decir modo de en­ señar. A través de ese método intentaban establecer en sus tesis diferencia y orden, es decir, precisión. ¿Estaba mal he­ cho esto? El objetivo de la exposición matemática consistía

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en que ninguna tesis se tomara por algo distinto de lo que debía ser, en que ninguna se hallara en un sitio inapropiado y se arrogase una certeza falsa. ¿Era rechazable ese método, si se lo empleaba correctamente? Para la filosofía crítica se­ ría, desde luego, un purgatorio, y acaso más que eso 23.

NOTAS D EL TRADUCTOR P rimera

silva

1 E l título completo de la obra de Lessing, publicada en 1766, es: Laocoonte o de los límites de la pintura y la poesía (Laokoon oder über die Grenzen der Malerei und Poesie). 2 Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781). Literato y crítico de arte alemán. Después de ejercer el periodismo y la crítica de teatro en Berlín, Leipzig y Hamburgo, fue bibliotecario en 'Wolfenbüttel. Perfeccionó la Aufklärung alemana y fue un precursor del clasicismo de la literatura alemana. Combatió el clasicismo francés y fue defensor de Shakespeare. Su influjo sobre Herder fue notable. 3 Demócrito (460-370 a. de C.). Filósofo griego. Por su doctrina de las partículas de las que, según él, se compone el mundo, es consi­ derado fundador del atomismo griego y un precursor de la actual teoría científica de los átomos. 4 Herder alude a la obra de Winckelmann Gedanken über die 'Nachahmung der griechischen W erke in der Malerei und Bildhauer­ kunst, donde este autor escribe que «según afirmación de Demócrito, debemos pedir a los dioses que sólo se nos presenten imágenes di­ chosas». 5 El sobrenombre «Esmínteo» significa en griego «destructor de ratas o de topos», y de ahí que su sentido sea el de protector de la agricultura. 6 Johann Joachim Winckelmann (1717-1768). Autor alemán, fundador de la arqueología científica y de la historia del arte antiguo. Entre otras cosas, escribió: Gedanken über die Nachahmung der grie­ chischen W erke in der Malerei und Bildhauerkunst (Pensamientos so­ bre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura), 1755; Geschichte der Kunst des Altertums (Historia del arte de la antigüedad), 2 vols., 1764; Anmerkungen über die Geschichte der Kunst der Altertums (Observaciones sobre la historia del arte de la antigüedad), 1767. 7 Homero (siglo v m a. de C.). La tradición antigua le atribuye la paternidad de las epopeyas griegas litada y Odisea. 8 Río de Atica, en Grecia. En sus orillas se levantaba un tem­ plo dedicado a las Musas. 9 Trad.: «Tornaron muy ufano al docto varón las desmesuradas alabanzas con que algunos (entre los que no me sorprendería ni indig-

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naría verme incluido) elogiaron sus primeros opúsculos, mucho mejores que el que compiló sobre la alegoría. Ojalá Winckelmann tome nota de que con frecuencia las palabras de los panegiristas y amigos perju­ dican la fama y el ingenio de los autores, de que los aplausos y las alabanzas disminuyen la diligencia, añadiendo fasto y confianza.» 10 Herder se refiere a la obra de Ernst Ludwig Daniel Huch (17...-1774) Verdienste des Archilochus um die Satyren (Los méritos de Arquíloco en relación con las sátiras), 1767. 11 Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762). Filósofo ale­ mán, fundador de la estética. Su obra más influyente fue Aesthetica, 2 vols., 1750-1758. 12 Parerga es el plural de parergon (del griego itapEpyov), adi­ tamento o suplemento de una cosa, que le sirve de ornato.

13 Filoctetes es el personaje de la tragedia griega homónima, de Sófocles. Filoctetes, víctima de una repugnante enfermedad, producida por una mordedura de serpiente, es deportado por los griegos a la isla de Lemnos, donde tiene que vivir solo. No obstante, conserva el arco y las flechas heredados de Heracles. Según el oráculo, Troya no podía ser conquistada sin ese arco y esas flechas. De ahí que Ulises, quien antes había ordenado que Filoctetes fuera abandonado, decida que Neoptolemo, hijo de Aquiles, se presente al solitario Filoctetes y se finja enemigo de Ulises y de los atridas para ganarse la confianza del desterrado. Neoptolemo consigue el arco y las flechas, pero cuando va a partir, se apiada de Filoctetes, le cuenta la verdad y quiere de­ volverle las armas. Filoctetes, a instancias de Heracles, se incorpora al asedio de Troya. 14 Sófocles (ca. 496-406 a. de C.). Dramaturgo griego, autor de las más celebradas tragedias griegas: Antigona, Electra, Ayax, Las iraquinianas, Filoctetes, Edipo en Colona, Edipo rey. 15 Publio Virgilio Marón (Publius Vergilius Maro, 70-19 a. de Cristo). Poeta romano, autor de la Eneida. 16 En la Eneida, II, vv. 213 y ss., Virgilio pinta así la escena: Illi agmine certo Laocoonta petunt; et primum parva duorum Corpora natorum serpens amplexus uterque Implicat, et miseros morsu depascitur artus: Post ipsum auxilio subeuntem ac tela ferentem Corripiunt, spirisque ligant ingentibus; et jam Bis medium amplexi, bis collo squamea circum Terga dati, superant capite et cervicibus altis. Ille simul manibus tendit divellere nodos, Perfusus sanie vittas atroque veneno, Clamores simul horrendos ad sidera tollit; Quales mugitus fugit cum saucius aram Taurus, et incertam excussit cervice securim (Trad.: «Las serpientes, en curso seguro, a Laocoonte buscan; y los parvos cuerpos, primero, de sus dos hijos, ambas serpientes habiendo abrazado, envuelven, y a mordiscos pacen sus míseros miem­ bros. Después al mismo, que en su auxilio venía y dardos llevaba,

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arrebatan, y con espiras ligan ingentes; y ya dos veces el medio abrazando, cercado el cuello dos veces por lomos de escamas, con ca­ beza y altas nucas supéranlo. El, a su vez, con las manos arrancar los nudos intenta empapado en ponzoña las cintas y en negro veneno; clamores, a la vez, horrendos a los astros levanta: cual los mugidos cuando huye, herido, del ara el toro, y en la cerviz la segur incierta sacude.» Según la versión de Rubén Bonifaz Ñuño, Universidad Na­ cional Autónoma de México, 1972.) 17 Herder alude a la descripción que de la muerte del sacer­ dote Laocoonte y sus dos hijos, envueltos los tres por las serpientes, se halla en el capítulo 89 del Satiricon, la conocida obra del poeta la­ tino Petronio (siglo I d. de C.). 18 Jacopo Sadoleto (1477-1502). Humanista italiano. Autor de Laocoonte, obra que inspiró la homónima de Lessing. 19 Jean-Baptiste Vivien de Chateaubrun (1686-1775). Escritor francés. 20 Joseph Spence (1699-1768). Eclesiástico y escritor inglés. Su obra Essay on Pope's Odyssey (Ensayo sobre la Odisea de Pope), 1726, le ayudó a ganarse la amistad de Pope y la cátedra de poesía en Oxford. 21 Claude Philippe de Tubières, conde de Caylus (1692-1765). Arqueólogo y literato francés. Su obra más importante es Recueil d’antiquitées égyptiennes, étrusques, grecques, romaines et gauloises, 17521767; Tableaux tirés de l’Iliade, 1757. 22 Herder se refiere a Praxiteles, el famoso escultor griego. 23 Ewald Christian von Kleist (1715-1759). Poeta alemán, muy apreciado por Herder. Fue oficial del ejército prusiano y murió de una herida en la batalla de Kunersdorf. Lessing, en su Minna von Barnhelm, lo simbolizó en el personaje Tellheim. 24 Escultor griego (siglo I a. de C.). Juntamente con su her­ mano Atenodoro, creó el célebre grupo escultórico «Laocoonte». 25 TeTOYpevov: lo ordenado, el orden regular. 26 Filoctetes, verso 739. Trad.: «¡Ah, ah, ah!» 27 Filoctetes, verso 736. Trad.: «¡Andá, dioses!» 28 Herder traduce de forma muy libre los versos 733-739 de Filoctetes. 29 David Garrick (1717-1779). Célebre actor y dramaturgo bri­ tánico. Sus representaciones de obras de Shakespeare le proporciona­ ron una fama extraordinaria. Seis años después de su brillante pre­ sentación de Londres, interpretando el papel de Ricardo II I, era ya director del teatro de Drury Lañe. Entre sus obras teatrales destacan las comedias: E l criado mentiroso y La señorita que no ha cumplido los veinte. 30 Trad.: «Estoy perdido. Ya está royendo, hijo: ¡Papay, apappapay, papappa, pappa, pappapay!» Filoctetes, versos 745 y 746. 31 Filoctetes, v. 748. 32 Divinidades de la mitología griega, destinadas a la venganza y la reparación moral, guardianas de la familia y de las leyes. 33 D er Brudermord des Kain (El fratricidio de Caín), tragedia de Ludwig Friedrich Hudemann (1703-1770). · 34 coup de théâtre: efecto teatral.

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35 Filoctetes, verso 796. Trad.: «¡Ay de mí!» 36 Trad.: «La negra noche cubrió sus ojos.» 37 Icor, del griego ίγωρ, sangre. En Homero significa «sangre de los dioses». 38 Trad.: «El clamor y el griterío no restó un ápice a la gran­ deza del ánimo de la fama de los griegos. Los héroes de Homero caen gritando. Los héroes de Homero son superiores a la naturaleza mor­ tal, pero con todo nunca», etc. 39 Anne Lefèvre, Mme. de Dacier (1654-1720). Famosa por sus traducciones de clásicos, especialmente de Homero (litada, 1699; Odi­ sea, 1708). Participó en la querella sobre antiguos y modernos con su libro Des causes de la corruption du goût, 1714, y con Homère dé­ fendu contre l’Apologie du P. Hardouin, 1716. 40 Trad.: «La necesidad les obliga a ello con miras a sus hijos y a sus mujeres.» 41 Horacio, Ars poética, versos 75 ss. habla de cómo expresar el lamento (querimonia). 42 Quinto Horacio Flaco (Quintus Horatius Flaccus, 65-8 a. de Cristo). Poeta lírico latino. 43 Odin es el dios supremo de la mitología nórdica. Los gue­ rreros que sucumbían en la lucha eran considerados como víctimas ofrecidas a este dios, que los recibía en el Valhala, equivalente de los Campos Elíseos de la mitología griega. 44 Pueblo que formaba parte de los suevos. 45 S II I, 7-30.

D ia r io d e m i v i a j e d e 1769

1 Herder escribe primero la fecha según el calendario ruso y, en segundo lugar, de acuerdo con el que usamos actualmente en los países occidentales. 2 Herder se refiere a la obra de George Lillo The London Mer­ chant, or thè History of George Barnwell, publicada en Londres en 1731 y traducida al alemán por A. von Bassewitz en 1752. 3 Charles-Jean-François Hénault (1685-1770). Magistrado y es­ critor francés. Miembro de la Academia Francesa desde 1723. Autor de tragedias y comedias, así como de ensayos morales e históricos. 4 Paul François Velly (1709-1759). Historiador francés. Escri­ bió una Historia de Francia en ocho volúmenes. 5 Charles de Secondât, barón de la Brède y de Montesquieu (1689-1755). Escritor y político francés. Es autor de obras maestras, como Cartas persas y, especialmente, E l espíritu de las leyes, libro, este último, en el que realiza un estudio comparativo de las legisla­ ciones existentes. 6 Voltaire. Su nombre era François Marie Arouet (1694-1778); más tarde adoptó el de Voltaire. Escritor francés cuya personalidad llena el siglo x v i i i . Su inmensa obra abarca los campos más diversos, pero su contribución más notable la realizó en la esfera de la historia y de la filosofía.

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7 Charles Hugues Lefèbre Saint-Marc (1698-1769). Historiador francés. Es autor de un Compendio cronológico de la historia de Ita­ lia, en 6 vols. 8 Jacques La Combe (1724-1801). Historiador francés. Autor de varios compendios de historia antigua. 9 Gabriel François Coyer (1707-1782). Historiador francés. Se ocupó muy especialmente de problemas pedagógicos y sociales. Autor de Bagatelles morales, 1754; Histoire de ]ean Sobieski, 1761. 10 César Vichard de Saint-Réal (1639-1692). Historiador fran­ cés. Autor de De l’usage de l’histoire, 1671; Don Carlos, 1672; Con­ juration des Espagnols contre la République de Venise, 1674; Vie de ]ésus Christ, 1678. 11 Charles Pinot Duelos (1704-1772). Historiador francés, autor de Histoire de Louis X I, 1745; Considérations sur les moeurs du siè­ cle, 1751 (véase también Arnauld, Antoine). 12 Simon Nicolas Henri Linguet (1736-1794). Escritor francés, historiador y político. Escribió, entre otros libros, Annales politiques, civiles et littéraires; Histoire impartiale des Jésuites; Histoire du Siè­ cle d’Alexandre. 13 David Hume (1711-1776). Filósofo empirista inglés e histo­ riador. Su obra principal es el Tratado de la naturaleza humana, donde trata el problema del conocimiento y de la moral. Ha pasado a la his­ toria de la filosofía como culminador del empirismo británico, pero sus contribuciones a la historia son también notables. 14 George Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788). Autor francés, investigador de la naturaleza. Escribió una Historia natural en 44 vols. 15 Jean le Ron d’Alembert (1717-1783). Matemático y filósofo francés. Editor, juntamente con Diderot, de la Enciclopedia, 17511772. Miembro de la Academia de París y de la de Berlín. 16 Pierre Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759). Físico, ma­ temático y filósofo francés. Autor de Essai de cosmologie, 1750; Essai de philosophie morale, 1749; Système de la nature, 1751. Fue presiden­ te de la Academia de Ciencias de Berlin. 17 Nicolas Louis de la Caille (1713-1762). Científico francés, autor de investigaciones náuticas. 18 Leonhard Euler (1707-1783). Matemático y físico suizo. En­ señó física en San Petersburgo y fue miembro de la Academia de Cien­ cias de Berlin. 19 Abraham Gotthelf Kastner (1719-1800). Físico, matemático y poeta alemán. Escribió una Historia de las matemáticas en 4 vols. 20 Isaac Newton (1643-1727). Físico, matemático y astrónomo inglés. 21 John Keill (1671-1721). Autor inglés, profesor de astronomía en Oxford. 22 Edme Mariotte (1620-1684). Físico francés, descubridor de la ley que lleva su nombre. 23 Evangelista Torricelli (1608-1647). Físico y matemático ita­ liano, colaborador de Galileo. Descubrió el barómetro. 24 Jean Antoine Nollet (1700-1770). Físico francés, descubridor de la endósmosis. Escribió L ’art des expériences, ou avis aux amateurs

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de la physique, 3 vols., 1770; Leçons de physique expérimentale, 6 vo­ lúmenes, 1743-48. 25 Prosper Jolyot de Crébillon (1674-1762). Dramaturgo fran­ cés, imitador de Corneille. Claude Prosper Jolyot de Crébillon (1707-1777), hijo de Prosper Jolyot de Crébillon. Autor de novelas satírico-eróticas, como Le Sopha, 1742; Les amours de Zéokinizul, 1746. 26 Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sevigné (1626-1696). Las cartas con su hija, a lo largo de veinticinco años, constituyen, en sus ocho volúmenes, una crónica de la vida palaciega de la época. 27 Jean Baptiste Poquelin Moliere (1622-1673). Comediógrafo francés, el más importante de la literatura gala. 28 Ninon de Léñelos. Su verdadero nombre era Anne Léñelos (1620-1705). Célebre por su salón, que fue punto de reunión, en Pa­ rís, de notables personalidades. 29 Laurent Angliviel de La Beaumelle (1726-1773). Escritor francés. Adversario de Voltaire. Herder apreciaba su colección de afo­ rismos titulada Mes pensées. 30 Herder creía en la palingenesia o renacimiento de los seres. 31 Herder se refiere a la señora Busch, esposa de un comer­ ciante de Riga. Herder habla de ella en carta a su amigo Begrow y la llama «la plus digne de son sexe que j’aime et que j’adore de toute mon âme» (]ohann Gottfried von Herders Lebensbild, publicado por Emil Gottfried von Herder, Erlangen, 1864, 2 vols., p. 25). En carta del 8-10-1770 a su futura esposa, Caroline Flachsland, se refiere tam­ bién a Mme. Busch, «una señora distinguida, pero mal casada, entre los treinta y los cuarenta años». Pero Herder añade en esta misma carta, para precisar hasta dónde llegaban tales relaciones: «Todos los días estábamos juntos para hablar, leer y para reñir, para consolarnos y juguetear y acariciarnos, y nada más. Un pensamiento más allá hubiese ofendido nuestra amistad, pues por ella sacrificaba todas las compa­ ñías que tan a menudo me buscaban. Raras veces fui a mi sermón sin que ella me acompañara en el coche» (Schriften der Goethe-Gesellschaft, t. X X X I X , 1926, pp. 87 ss.). 32 Galileo Galilei (1564-1642). Físico italiano, fundador de la moderna física. A él se deben, además, importantes inventos. 33 Los primeros ensayos de navegación submarina se remontan a tiempos muy anteriores al de Herder. El holandés Cornelius van Drebbel construyó una embarcación submarina en 1620. Pero la ex­ presión que usa Herder, urinatorische neu Schiffart, alude probable­ mente a la obra de John Wilkins, Mathematical Magick. Tratando el tema de la navegación submarina, Wilkins usa la palabra latina urinator (buceador). 34 Joseph Pitton de Tournefort (1656-1708). Botánico francés, autor de Institutiones rei herbariae, 1700. 35 Erik Pontoppidan (1698-1764). Teólogo y arqueólogo danés. Herder se refiere seguramente a su obra Ensayo de una historia natural de Noruega, traducida al alemán en 1753-54. 36 Vagina hominum: seno materno de la humanidad.

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37 Johannes Ihre (1707-1780). Fue profesor en Upsala. Escri­ bió un Glossarium Suio-Gothicum en el que estudia la relación entre las costumbres y el lenguaje. 38 Joseph de Guigne (1721-1800). Sinólogo francés. Herder se refiere a su ensayo Mémoire dans lequel on prouve que les cbinois sont une colonie égyptienne, 1759. Guigne partía de las investigaciones de Barthélemy, y sostenía que los signos de la escritura china proce­ dían de la escritura fenicia. 39 Johann David Michaelis (1717-1791). Teólogo y orientalista alemán, profesor de la Universidad de Göttingen. Escribió, entre otras cosas, Einleitung in die göttlichen Schriften des Neuen Bundes (Intro­ ducción a los divinos escritos de la Nueva Alianza), 1750; Sur l’influence reciproque du langage sur les opinions, 1759; Einleitung in die gesammelten Schriften des Alten Bundes (Introducción a todos los escritos de la Antigua Alianza). 40 Heinrich Benedikt Starke (1672-1727). Orientalista alemán. Escribió en latín Lux grammaticae ebraeae (Luz de la gramática he­ brea), que alcanzó varias ediciones. 41 Tritones. Dioses marinos. En la mitología griega Tritón apa­ rece generalmente como hijo de Posidón. 42 En su Systeme de la nature, 1751, este autor sostenía la hi­ pótesis de una escala de todos los seres vivos, desde los inferiores hasta los más complejos, según una gradación continua. 43 ¿Acaso el fuego de San Telmo? 44 Pedro el Grande (1672-1725). Fue zar de Rusia entre 1682 y 1725. Bajo su reinado se produjo una notable europeización de Rusia. 45 Herder se refiere probablemente a Gustav Berens, que le acompañó en su viaje a Nantes. 46 Véase la Biblia, Antiguo Testamento, libro de Joñas, cap. 2. 47 Nombre de un legendario cantor griego. Se le atribuyeron erróneamente los Himnos Orficos (procedentes del siglo n antes de Cristo) y un poema sobre los argonautas. 48 Píndaro (ca. 520-ca. 447 a. de C.). Poeta lírico griego. De él se conservan las celebradas odas triunfales. 49 Christian Tobias Damm (1699-1778). Autor alemán que tra­ dujo y comentó a Homero. 50 Antoine Banier (1673-1741). Eclesiástico y arqueólogo fran­ cés. Autor de La mythologie et les fables expliquées par l’histoire, 1738-1740. 51 Ezechiel, barón de Spanheim (1629-1710). Político, arqueólo­ go e historiador alemán. Herder alude a sus Callimachi Hymni cum commentario (Himnos de Calimaco con comentario), 1697, reeditados en 1761. 52 Herder alude a la leyenda relativa al cantor y poeta griego Arión (siglo vil a. de C.). Según esta leyenda, durante un viaje a Co­ rintio los marinos arrojaron al mar al poeta para quitarle sus riquezas, pero los delfines, al oírle tañer la lira, lo condujeron al puerto de Ténaro.

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53 Cf. Virgilio, Eneida, I X , w . 116 ss., donde se dice que las naves troyanas desaparecían en el agua como delfines y reaparecían como ninfas. 54 El poeta griego Apolonio de Rodas (siglo n a. de C.) descri­ be en su poema Argonáuticas el viaje de los héroes griegos, los argo­ nautas, que fueron a Cólquide en busca del vellocino de oro. 55 Luciano de Samosata (130-ca. 200). Escritor satírico griego. 56 Heródoto (siglo v a. de C.). E l más antiguo historiador griego. 57 John Mandeville (alrededor de 1300-1372). Autor británico. Escribió un fantástico libro de viajes, Voy age d'outremer, que en sus numerosas traducciones fue muy conocido en Europa. Sin embargo, tomó de fuentes ajenas sus descripciones. 58 Hoy Tailandia. 59 Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803). Poeta lírico y épi­ co alemán. Herder quedó impresionado de su poema D er Messias (El Mesías). 60 Probablemente se refiere a Moses Mendelssohn (1729-1786), escritor filosófico, con el que Herder mantuvo correspondencia acerca de la obra Phddon, oder über die Unsterblicbkeit der Seele (Fedón o de la inmortalidad del alma), publicada por Mendelssohn en 1767. 61 Hermann von der Hardt (1660-1746). Teólogo y orientalista alemán. Defendió la descabellada hipótesis de que todas las lenguas orientales derivaban del griego. 62 Jean Harduin (1646-1729). Jesuíta francés, investigador de la filología clásica. 63 Gottfried 'Wilhelm von Leibniz (1646-1716). Filósofo y mate­ mático alemán. Herder se refiere seguramente a su hipótesis de la ar­ monía preestablecida. ♦ 64 Platón (427-348 a. de C.). Filósofo griego, uno de los más grandes de todos los tiempos. 65 René Descartes (1596-1650). Filósofo y matemático francés, iniciador del racionalismo moderno. 66 Jakob Bernuilli (1654-1705). Matemático suizo, primero de una serie de famosos matemáticos del mismo nombre. 67 Johann Heinrich Lambert (1728-1777). Matemático, físico y filósofo alemán. Obra principal: Neues Organon, oder Gedanken über die Erforschung des Wabren und dessen Unterscheidung vom Irrtum und Schein (Nuevo órgano o pensamientos sobre la investigación acer­ ca de lo verdadero y su distinción respecto del error y la apariencia). 68 Pierre Bouguer (1698-1758). Profesor francés, miembro de la Academia de Ciencias de París, autor de numerosas obras sobre náutica. 69 Huldrych Zuinglio (1484-1531). Fundador, con Calvino, de la Iglesia reformada. 70 Juan Calvino (1509-1564). Reformador suizo que, junto con Zuinglio, dio su peculiar carácter a la Iglesia reformada. 71 Martín Lutero (1483-1546). Fundador del protestantismo alemán. 72 Euménide: diosa griega de la venganza.

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73 Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Junto con Voltaire, el más influyente escritor francés del siglo xv m . Ejerció gran influencia en el Sturm, und. Drang alemán. 74 Isaak Iselin (1728-1782). Suizo ilustrado, autor de obras so­ bre filosofía de la historia en las que sostiene, frente a Rousseau, la creencia en el progreso. 75 Se trata de un personaje, creado por Wieland, encarnado por un joven que, de una exaltada actitud frente al mundo, pasa a otra de aprecio de la vida al modo griego. 76 Johann Jacob Brucker (1696-1770). Autor alemán, introduc­ tor de la filosofía de la historia en Alemania. Sus obras ejercieron gran influencia en ese país. 77 Johann Lorenz von Mosheim (1694-1755). Teólogo protes­ tante alemán, predicador e historiador de la Iglesia. 78 Johann Joachim Spalding (1714-1804). Teólogo protestante alemán, simpatizante de los ilustrados. Aunque Herder lo apreciaba inicialmente, más tarde dirigió contra él sus Provinzialblätter an Pre­ diger (Hojas provinciales a los predicadores). 79 Friedrich Gabriel Resewitz (1729-1806). Pastor protestante colaborador de la revista Briefe, die neuste Literatur betreffend. 80 Moses Mendelssohn (1729-1786). Filósofo alemán, autor de obras tan conocidas en la época como Phädon. Herder mantuvo con­ tacto epistolar con él. 81 Friedrich Karl, barón de Moser (1723-1798). Político y escri­ tor alemán. Autor de obras de contenido político-moral que gozaron de gran difusión en la época. Moser se quejaba, entre otras cosas, del bajo nivel moral en las cortes alemanas, y era partidario de otorgar mayor poder al emperador. 82 Christoph Martin Wieland (1733-1813). Escritor alemán, re­ presentante del rococó y de la Aufklärung. Autor de la novela Agathon. 83 Heinrich Wilhelm von Gerstenberg (1737-1823). Lírico y dra­ maturgo alemán. Precursor del Sturm und Drang. Su inclinación hacia la poesía escandinava ejerció gran influencia sobre Herder. Fue colabo­ rador de la revista semanal D er Hypochondrist y de Briefe über die Merkwürdigkeiten der Literatur. 84 Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury (1671-1713). Escritor y político inglés, muy apreciado por Herder. 85 John Locke (1632-1704). Filósofo empirista inglés, fundador de la filosofía de la Aufklärung. Su obra principal, An Essay concerning Human Understanding (Ensayo sobre el entendimiento huma­ no), apareció en 1690. 86 Laurence Sterne (1713-1768). Eclesiástico y literato inglés, autor de narraciones tan famosas como Tristram Shandy y Viaje sen­ timental por Francia e Italia. 87 James Förster (1697-1753). Predicador anabaptista británico, autor de libros de sermones. 88 Samuel Richardson (1689-1761). Novelista inglés, creador de la novela inglesa moderna. Obras principales: Pamela (1740), Clarissa (1748), The History of Sir Charles Grandison (1754). 89 John Brown (1715-1766). Teólogo y escritor inglés.

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90 Libro del teólogo C. Crugot (1725-1790), originariamente no destinado a la publicación, sino al uso privado de la duquesa Schónaich-Carolath. 91 Teopneustia: doctrina de la inspiración divina de las Sagra­ das Escrituras. 92 Catalina II. 93 Herder se refiere al personaje de la novela Emilio, de Rous­ seau, aparecida en 1762. 94 Samuel Clarke (1675-1729). Teólogo, filósofo y filólogo inglés. Mantuvo correspondencia con Leibniz acerca de problemas sobre el tiempo, el espacio y la libertad de la voluntad. 95 August Hermann Francke (1663-1727). Pedagogo, teólogo y escritor alemán. Llevó a cabo en Halle las fundaciones Francke, escue­ las en las que introdujo la enseñanza de ciencias. 96 Johann Julius Hecker (1707-1768). Pedagogo alemán. Fundó en Berlín una Realschule «económico-matemática». 97 Martin Ehlers (1732-1800). Pedagogo alemán. 98 Anton Friedrich Büsching (1724-1793). Teólogo, geógrafo y filósofo alemán, autor de numerosas obras de contenido histórico, geo­ gráfico y pedagógico. 99 Hasta la época de Goethe, la palabra «gótico» poseía en ale­ mán un sentido peyorativo, equivalente a «desordenado», «confuso». 100 Johann Georg Hoffmann (datos cronológicos desconocidos). Autor de Kurtze Fragen von natürlichen Dingen (Breves cuestiones de cosas naturales). Esta obra, llamada «física para niños», había alcan­ zado en 1838 su 23.a edición. 101 Rothe [¿Georg?] (datos cronológicos desconocidos). Publicó en 1754 Kurzer Begriff der Naturlehre (Breve exposición de la teoría natural). 102 Friedrich Christian Baumeister (1709-1785). Pedagogo y es­ critor alemán, autor de una lógica y de un texto de ciencias naturales para niños. 103 Johann Bernhard Basedow (1723-1790). Teólogo y pedagogo alemán. Fundó en Dessau el Philanthropinum, centro de enseñanza destinado a poner en práctica las ideas pedagógicas de la Aufklärung y de Rousseau. 104 El «Padrenuestro». 105 Jan Swammerdam (1637-1680). Biólogo holandés. Investiga­ dor de los insectos y descubridor de los glóbulos de la sangre. Boerhaave publicó una parte de su obra bajo el título de Biblia naturae, sive historia insectorum in certas classes redacta [ . . . ] , 2 vols., Leip­ zig, 1737-38. 106 René Antoine Ferchault de Réaumur (1683-1757). Físico y biólogo francés. Su obra más destacada es Mémoire pour servir ä l’histoire naturelle des insectes, 6 vols., 1734-42. 107 August Johann Rösel von Resenhof (1705-1759). Biólogo y calcógrafo alemán. Investigó la vida de los insectos. 108 Hermann Samuel Reimarus (1694-1768). Matemático, teólo­ go y filósofo. Escribió: Die vornehmsten Wahrheiten der natürlichen Religion (Las verdades más distinguidas dé la religión natural), 1754; Vernunftlehre (Doctrina de la razón), 1756; Allgemeine Betrachtungen

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über die Triebe der Tiere, hauptsächlich über ihre Kunsttriebe (Con­ sideraciones generales sobre los instintos de los animales, principal­ mente sobre sus instintos artísticos), 1760. 109 Se refiere a la obra Neue Erdbeschreibung (Nueva geogra­ fía), publicada por Büsching en 1754. 110 Johann Simon Lindinger (1723-1784). Historiador alemán. Escribió Charaktere denkwürdiger Nationen (Caracteres de las nacio­ nes memorables), 2 partes, 1756-1757. 111 Robert Dodsley (1703-1764). Escritor inglés polifacético. Su obra The Preceptor (El maestro), 1748, gozó de gran popularidad. Ha­ bía aparecido en alemán en 1762. 112 Bernard Picart (1673-1733). Calcógrafo francés. Ilustró el Traité des cérémonies et coûtumes religieuses de toutes les nations, Amsterdam, -1723. 113 Gnomònica: ciencia de la construcción de relojes solares. 114 Charles Rollin (1661-1741). Historiador francés. Autor de Histoire ancienne des Egyptiens, des Carthaginois, des Assyriens [ . . . ] , 13 vols., 1730-1738. 115 Humphrey Pridaux (1648-1724). Teólogo y orientalista in­ glés. Es autor de The Old and New Testament connected in the History of the Jews and Neighbouring Nations (El Antiguo y el Nuevo Testamento en relación con la historia de los judíos y de las naciones vecinas),*1716. 116 François Augier de Marigny (muerto en 1762). Historiador francés, autor de Histoire des Arabes sous le gouvernement des califes, 1750, así como de Histoire des révolutions de l’empire des Ara­ bes, 1750-52. 117 Paul Henry Mallet (1730-1807). Historiador y filólogo suizo. En 1765 efectuó Herder una recensión de su obra Introduction à l'his­ toire du Dammare, 1755-56. 118 Thomas Shaw (1692-1751). Escritor inglés. Escribió Travels or Observations Relating to Several Parts of Barbary and the Levant (Viajes u observaciones relativas a diversas partes de Berbería y Le­ vante), 1738. Herder recensionó en 1765 la traducción alemana. 119 Richard Pococke (1701-1765). Geógrafo inglés, autor de A Description of thè East and Some Other Countries (Descripción del Este y otros pueblos), 1743-45. 120 Jean Baptiste du Halde (1674-1743). Historiador francés, au­ tor de Description géographique, historique, chronologique, politique de l’empire de la Chine et de la Tartane chinoise, VD5. 121 Engelbert Kämpfer (1651-1716). Médico alemán que empren­ dió viajes exploratorios a través de Persia, la India y Japón. Autor de The History of Japan together with a description of the Kingdom of Siam written in Highdutch by E. Kaempfer and transí, from his orig. mser. never before printed by J. G. Scheuchzer (Historia del Ja­ pón con una descripción del reino de Siam, escrita en alemán por E . Kaempfer, traducida del manuscrito original, nunca editado antes, por J. G. Scheuchzer), Londres, 1727. 122 Jean Baptiste Tavernier (1605-1689). Explorador francés que viajó por Asia y Africa. Autor de Les six voyages [ . . . ] en Turquie,

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en Perse et aux Indes, 2 vols., 1696, con numerosas ediciones en ese siglo y en el xvm . 123 Gabriel Bonnot de Mably (1709-1785). Historiador, filósofo y escritor político francés de la Ilustración. Escribió Parallèle des Ro­ mains et des Français, 1740; Observations sur les Grecs, 1749; Ob­ servations sur les Romains, 1751; Observations sur l’histoire de Fran­ ce, 1765. 124 Thomas Abbt (1738-1766). Filósofo popular alemán. Herder escribió en 1768 el ensayo Über Th. Abbts Schriften. D er Torso von einem Denkmal, an seinem Grabe errichtet (Sobre los escritos de Th. Abbt. Torso de un monumento erigido en su tumba). 125 Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704). Historiador y teólogo francés, célebre por sus sermones. Autor de Oraisons funèbres, 1689; Histoire universelle, 1681. 126 Friedrich Eberhard Boysen (1720-1800). Teólogo y orienta­ lista alemán, traductor del Corán. Autor de Die Allgemeine Welthisto­ rie [ . . . ] in einem vollständigen pragmatischen Auszuge. Alte Historie (La historia general del mundo en un extracto pragmático y completo. Historia antigua), 10 vols., 1767. 127 Franz Dominicus Häberlin (1720-1787). Historiador alemán. Autor de Neuste Deutsche Reichsgeschichte (Historia reciente del Im­ perio alemán), 1763; Die allgemeine Welthistorie [ . . . ] in pragmatischen Auszuge verfertigt [ . . . ] Neue Histoire (La historia general del mun­ do [ . . . ] presentada en un extracto pragmático [ . . . ] Historia moder­ na), 1767-1773. 128 Guillaume Alexandre de Mehegan (1721-1766). Historiador francés. Autor de Zoroastre, 1751; Origine des Guébres, 1751; Tableau de l’histoire moderne depuis la chute de l’empire occidental jusqu’à la paix de Westphalie, 1766. 129 Johann Christoph Gatterer (1727-1799). Historiador alemán, autor de Handbuch der Universalhistorie (Manual de historia univer­ sal), 1761, y de otros manuales acerca de ciencias auxiliares de la historia. 130 Antoine Ives Goguet (1716-1758). Arqueólogo francés. Autor de De l’origine des lois, des arts et des sciences, et leur progrès chez les anciens peuples, 3 vols., 1758. 131 Dactilioteca: colección de huellas. 132 Johann Gottlob Carpzow (1679-1767). Teòlogo y orientalis­ ta alemán, profesor de la Universidad de Leipzig. Escribió Critica sacra Veteris Testamenti (Crítica sagrada del Antiguo Testamento), 1728; Introductio ad libros canónicos bibliorum Veteris Testamenti (Introducción a los libros canónicos del Antiguo Testamento), 17141721. 133 Johann Heinrich Daniel van Moldenhawer (1709-1790). Teò­ logo. Autor de Introductio ad libros sanctos Veteri et Novi Testamenti (Introducción a los libros sagrados del Antiguo y el Nuevo Testamen­ to), aparecido anónimo en 1736, y en 2.“ edición, con el nombre de su autor y con nuevo título, en 1745. 134 Véase la nota 91. 135 Johann Georg Sulzer (1720-1779). Filósofo alemán de la Aufklärung. Escribió Kurzer Begriff aller Wissenschaften und anderer

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Theile der Gelehrsamkeit (Breve exposición de todas las ciencias y de otras partes del saber), 1745, 1759, 1772; Allgemeine Theorie der Schönen Künste in einzelnen, nach alphabetischer Ordnung der Kunst­ wörter auf einander folgenden Artikeln abgehandelt (Teoría general de las bellas artes por separado, tratada en artículos alfabéticamente ordenados por palabras), 2 vols., 1771. 136 Francis Bacon (1561-1626). Estadista y filósofo inglés. Fun­ dador del empirismo inglés y gran crítico de la escolástica. Autor de Essays (Ensayos), 1597; Novum Organum (Nuevo órgano), 1620; De dignitate et augmentis scientirum (De la dignidad y crecimiento de las ciencias), 1623. 137 Johann Samuel Halle (1727-1810). Historiador alemán. Au­ tor de Werkstätte der heutigen Künste, oder die neure Kunsthistorie (Taller de las artes actuales, o historia moderna del arte), 6 vols., 1761-1779. 138 Johann August Ernesti (1707-1781). Teólogo y filólogo clá­ sico alemán, maestro de Lessing. Efectuó ediciones de Homero, Cali­ maco, Polibio, Suetonio, Tácito, Cicerón y otros clásicos. 139 Johann Mathias Gesner (1691-1761). Filólogo clásico y pe­ dagogo. Fue profesor en la Universidad de Göttingen. Escribió una en­ ciclopedia que debía servir de preparación al estudio de las ciencias. 140 Escuela real (Realschule): escuela en la que se prescinde de las lenguas clásicas y la enseñanza está más vertida hacia las disci­ plinas científico-técnicas. 141 Aelius Donatus (siglo iv d. de C.). Gramático latino, muy in­ fluyente durante la Edad Media. 142 Ehrenfried Walter, conde de Tschirnhausen (1651-1708). Físico, matemático y filósofo alemán. Autor de Anleitung zu nützli­ chen Wissenschaften, absonderlich zu Mathesis und Physik (Guía para las ciencias útiles, especialmente matemáticas y física), 1708. Descu­ bridor, juntamente con J. F. Böttger, de la porcelana europea. 143 Blaise Pascal (1623-1662). Teólogo, filósofo y matemático francés, apologista del cristianismo. Autor de Traité du triangle arithmétique, 1654; Lettres ä un Provincial, 1656-57; Pensées sur la reli­ gión, 1670. 144 Christian Wolff (1679-1754). Filósofo alemán muy influyente en la Aufklärung; creó un sistema filosófico racionalista que fue apre­ ciado por autores como Kant. 145 Jenofonte (ca. 430-ca. 354 a. de C.). Escritor y general grie­ go. Autor de Helénicas, La Anábasis, Memorabilia, Ciropedia. 146 Tito Livio (59 a. de C.-17 d. de C.). Historiador romano. De su Historia de Roma, que constaba de ciento cuarenta y dos libros, sólo se conservan treinta y cinco. 147 Cornelio Nepote (ca. 100-24 a. de C.). Historiador romano. Su Historia universal se ha perdido. Se conservan veintitrés biografías con el título de Vida de los capitanes ilustres de Grecia. 148 Giovanni Boccaccio (1313-1375). Poeta y humanista italiano, amigo de Petrarca. Su obra más famosa es el Decamerón. 149 Nicolás Maquiavelo (Niccoló Macchiavelli) (1469-1527). Po­ lítico e historiador italiano. Autor de E l príncipe, 1513; Historia de Florencia, 1532.

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150 Jacques Auguste de Thou (1553-1617). Político e historiador francés. Autor de Historia sut temporis (Historia de su tiempo), 1604. 151 Demóstenes (384-322 a. de C.). Gran orador griego. 152 Catón (Marcus Porcius Cato, 234-149 a. de C.). Político y escritor romano. Es famosa su frase ceterum censeo Carthaginem esse delendam, «sostengo que Cartago ha de ser destruida». De sus muchas obras sólo se conserva De agricultura, y de sus conocidos discursos úni­ camente se han salvado fragmentos. 153 Cicerón (Marcus Tullius Cicero, 106-43 a. de C.). Orador, escritor, filósofo y político romano. 154 Louis de Bourdaloue (1632-1704). Jesuíta francés, filósofo y orador. Predicador de la corte de Luis X IV . 1X5 Johann Gotthelf Lindner (1729-1776). Profesor de retórica en Königsberg. Autor de Anweisungen zur Teutschen Schreibart, nebst Beispielen (Orientaciones sobre la forma de escribir alemán, con ejem­ plos), 1755. 156 Christian Fürchtgott Geliert (1715-1796). Poeta lírico, no­ velista y dramaturgo alemán. Autor de Briefe, nebst einer praktischen Abhandlung von dem guten Geschmacke, in Briefen (Cartas, con un tratado práctico sobre el buen gusto, en forma epistolar), 1751, obra que tuvo numerosas ediciones en la época. 157 Johann Karl May (1731-1784). Economista alemán. Autor de Versuch in Handlungsbriefen nach den Gellertschen Regeln; nebst einer Abhandlung von dem guten Gechmack in Handlungsbriefen (En­ sayo de cartas comerciales según las reglas de Geliert, con un tratado sobre el buen gusto en cartas de comercio), 1764. 158 Herder se refiere, probablemente, al editor Hartknoch, ami­ go y protector suyo. 159 Herder alude al estilo cancilleresco (Kanzleistil) de la Die­ ta de Ratisbona (1663-1806). 160 Johann Stephan Pütter (1725-1807). Jurista alemán, profe­ sor de la Universidad de Göttingen. Autor de Entwurf einer juristi­ schen Encyklopädie und Methodologie (Esbozo de una enciclopedia y metodología jurídicas), 1757; Vollständiges Handbuch der teutschen Reichshistorie (Manual completo de la historia del Imperio alemán), 1762. 161 Johann Georg Estor (1699-1773). Profesor alemán que en­ señaba jurisprudencia en varias universidades. Escribió numerosas obras sobre esta materia, entre ellas Nützliche Sammlung zur Erkennung der ächten und reinen juristischen Schreibart (Util recopilación para conocer el genuino y puro estilo jurídico). 16Z Hora de exhortación, de consejo (del griego itapatvéco, ex­ hortar). 163 Mémoires de VAcademie royale des sciences et belles lettres à Berlin, que entonces aparecía anualmente en la capital alemana. 164 François de Salignac de la Mothe-Fénelon (1651-1715). Ecle­ siástico y escritor francés. Nombrado educador del duque de Borgoña, escribió gara él Les aventures de Télémaque, su obra más conocida, que fue prohibida al ser interpretada como sátira contra Luis X IV y su gobierno.

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165 Bernard le Bouvier de Fontenelle (1657-1757). Escritor fran­ cés, precursor de la Ilustración. Fue secretario de la Academia de Ciencias de París. 166 Pierre Restaut (1696-1764). Gramático francés, autor de Principes généraux et raisonnés de la grammaire française, 1730; Vraie méthode pour enseigner à lire, 1759. 167 Antoine Arnauld (1612-1694). Teólogo francés, jansenista. Autor, juntamente con Claude Lancelot, de Grammaire générale et raisonnée contenant les fondements de l’art de parler, 1660; nueva edición, con notas de Charles Pinot Duelos en 1754; con Pierre Nico­ le, Logique de Port Royal, 1662. 168 François-Séraphin des Marais (1632-1713). Filólogo francés. Autor de Traité de la grammaire française, 1705; Histoire de la gram­ maire française, 1706. 169 Elie-Cathérine Fréron (1719-1776). Escritor francés cuyas crí­ ticas eran temidas. Autor de Observations sur les écrits modernes, 1735; dirigió la influyente revista Le Journal des Etrangers. no Pierre Clément (1707-1767). Escritor francés. Editor de la revista crítica Nouvelles Littéraires de France, 1748-1752. 171 Marco Girolamo Vida (1480-1556). Poeta neolatino, imita­ dor de Virgilio. Escribió el poema Christias, 1535; De arte poético, 3 vols., 1527. 172 Jacopo Sannazaro (ca. 1456-1530). Poeta italiano y neolatino, autor de la novela bucólica Arcadia, 1502. Escribió también elegías y epigramas en latín. 173 Herder se refiere a un ensayo leído en 1769 en el Journal Etranger. 174 Se refiere al manual Liber latinus in usum puerorum latinam linguam discentium editus (Libro de latín para uso de los niños que aprenden esta lengua), 175 Selectae e profanis scriptoribus historiae, rec. et praef. adiecit Johannes Fried. Fischer, Leipzig, 1765. 176 Cayo Crispo Salustio (81-35 a. de C.). Historiador romano. Escribió: La conjuración de Catilina, La guerra de Yugurta, Historia de Roma. 177 Quinto Curcio Rufo (Quintus Curtius Rufus, siglo i d. de Cristo). Historiador romano. 178 Tito Lucrecio Caro (Titus Lucretius Carus, ca. 95-55 a. de Cristo). Poeta latino. Autor del poema De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas). En su contenido filosófico es un seguidor de Epicuro. 179 Publio Ovidio Nasón (Publius Ovidius Naso, 43 a. de C.17 d. de C.). Poeta latino, autor de Arte de amar, Metamorfosis, Tristes. 180 Marco Valerio Marcial (Marcus Valerius Martialis, ca. 38102). Poeta latino, nacido en España, autor de epigramas y poemas satíricos. 181 Decio Junio Juvenal (Decimus Iunius Iuvenalis, ca. 60ca. 130). Poeta satírico latino. 182 Persio (Aulus Persius Flaccus, 34-62). Poeta satírico latino.

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183 Cayo Valerio Catulo (Caius Valerius Catullus, 87-54 a. de Cristo). Poeta latino de la época ciceroniana. Entre sus obras destacan Bodas de Tetis y Peleo y La cabellera de Berenice. 184 Albío Tíbulo (Albius Tibullus, ca. 50 a. de C.-ca. 17 d. de Cristo). Poeta elegiaco latino. 185 Cayo Plinio Secundo (Caius Plinius Secundus, 23-79), lla­ mado Plinio el Viejo. Escritor latino, gran parte de cuya producción se ha perdido. Se conserva su monumental enciclopedia Historia naturalis (Historia natural). 186 Publio Cornelio Tácito (Publius Cornelius Tacitus, ca. 55118). Historiador latino. 187 Se refiere a una gramática griega, de H. Juncker, que, bajo el título de Hällische Grammatik (Gramática de Halle), tuvo 32 edi­ ciones en un siglo. 188 Pitágoras (ca. 560-ca. 480 a. de C.). Filósofo griego. 189 Herder alude en varios lugares de su obra a la abundancia de vocablos que los orientales poseen para designar plantas, abundan­ cia que se echa a faltar en las lenguas «cultas». 190 Debiera decir «de Moisés», pues se refiere al libro bíblico Exodo, 15, al final del cual aparece la profetisa María. 191 Ecolampadio (Johannes Oekolampadius, 1482-1531). Refor­ mador suizo, precursor de Calvino. 192 Johann Christoph von Hampenhausen (1716-1782), alto fun­ cionario del gobierno de Riga, al igual que su hermanastro Balthasar Hampenhausen. En abril de 1771, el primero de ellos, que mantenía contacto oficial con Herder, le ofreció la dirección del Liceo de Riga. 193 Desde 1766 Herder era miembro de la logia Zum Schwert (La Espada), de Riga. m Pensamientos parecidos expresa Herder en Sämtliche Wer­ ke, edición de Suphan, IX , 363 y X X IV , 436. 195 Se refiere a la guerra entre Rusia y Turquía. 196 August Ludwig von Schlözer (1736-1820). Historiador ale­ mán, cuyos trabajos sobre Rusia interesan vivamente a Herder. Por ejemplo, Russische Annale (Anales rusos), 1767; Heuverändertes Rus­ sland, oder Leben Catharinä der zweyten, Kayserinn von Russland, aus authentischen Nachrichten geschrieben (La nueva Rusia, o vida de Catalina II, emperatriz de Rusia, escrita a partir de noticias autén­ ticas), obra anónima, con prólogo de Schlözer, 1767. 197 Gerhard Friedrich Müller (1705-1783). Historiador alemán, autor de trabajos sobre Rusia, entre ellos Sammlung russischer Ge­ schichte (Compilación de historia rusa), 1732-1764. 198 Armand Jean du Plessis, duque de Richelieu (1585-1642). Cardenal y político francés, ministro de Luis X I I I . Expuso sus princi­ pios políticos en su Testament politique. 199 Pirro (307-273 a. de C.). Rey de Epiro. Sostuvo grandes luchas contra los romanos, con enormes pérdidas. De ahí que se haya hecho proverbial el hablar de una «victoria pírrica» en el sentido de victoria en la que se pierden casi todas las fuerzas. 200 André Pierre de Prémontval (1716-1764). Filólogo francés. Autor de Du hasard, sous l'empire de la Providence, pour servir de préservatif contre le fatalisme moderne, 1755. Herder tradujo en sus

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Humanitätsbriefe (ed. de Suphan X V III, 152 y ss.) el ensayo de Prémontval Contre la gallicomanie ou le faut goût français. Fue miem­ bro de la Academia de Ciencias de Berlin. 201 Johann Heinrich Samuel Formey (1711-1797). Teólogo y es­ critor alemán, miembro de la Academia de Ciencias de Berlín. Pre­ dicador de la comunidad hugonote de esta ciudad. 202 Jean Baptiste de Royer, Marquis d’Argens (1704-1771). Es­ critor francés, amigo de Federico II de Prusia, director de la sección de bellas artes de la Academia de Ciencias de Berlín. Autor, entre otras cosas, de: Lettres juives, 1738; Lettres chinoises, 1739-40. 203 Johann Heinrich Gottlob von Justi (1717-1771). Economista y político alemán. Con su obra Nichtigkeit und Ungrund der Monaden (Nulidad y falta de fundamento de las mónadas), 1748, obtuvo el pre­ mio de la Academia de Berlín. 204 Adolph Friedrich von Reinhard (1726-1783). Escritor ale­ mán. Al concurso propuesto por la Academia de Berlín «acerca del optimismo», respondió con su ensayo Vergleichung des Lehrgebäudes des H errn Pope von der Vollkommenheit der Welt mit dem System des H errn von Leibniz, nebst einer Untersuchung der Lehre von der besten Welt (Comparación de la teoría de Pope sobre la perfección del mundo y del sistema del señor Leibniz, con una investigación acerca de la doctrina del mundo mejor). 205 Joseph Luis La Grange (1736-1813). Matemático italiano. A sus diecinueve años era profesor en la Escuela de Artillería de Tu­ rin. La Academia de Ciencias de París le concedió un premio por su teoría acerca del movimiento de los satélites de Júpiter. Llamado por Federico II de Prusia, dirigió en Berlín la clase de matemáticas de la Academia de Ciencias de Berlín. 206 Se trata del príncipe viquingo Olao I, rey de Noruega des­ de 995 a 1000. Al ser derrotado en la batalla de Svolder, se arrojó al mar. 207 Skill. Héroe legendario escandinavo. 208 Claudio Nerón (37-68), emperador de Roma desde el año 54 al 68, célebre por su crueldad. Dispuso el incendio de Roma, de lo cual acusó a los cristianos, a los que hizo perseguir y ejecutar en gran número. Se dice que mientras Roma ardía, Nerón cantaba la toma de Troya. 209 Gustavo Wasa fue el primero de los reyes de la dinastía sueca Wasa, que ocupó el trono desde 1523 a 1654. 2W Johann Peter Willebrand (1719-1786). Diputado danés por la ciudad de Glückstadt (Schleswig-Holstein). Autor de Hansische Chronik, aus beglaubten Nachrichten zusammengetragen (Crónica de la Hansa, compuesta a partir de noticias fidedignas), 1748; Betrach­ tungen über die W ürde der Teutschen Hansa, auch über den Werth ihrer Geschichte (Consideraciones sobre la dignidad de la Hansa ale­ mana, así como sobre el valor de su historia), 1768. 211 Respublica in república, un estado dentro del estado. 212 La palabra «prejuicio» (Vorurteil) está empleada aquí en sentido positivo. 2,3 Tesch, rico comerciante de Riga, amigo de Herder. Los datos cronológicos de su biografía se desconocen.

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214 Johann Christoph Schwarz (datos cronológicos desconoci­ dos). Amigo de Herder, alcalde de Riga. 215 Johann Christoph Berens (1729-1792). Senador de Riga, ami­ go de Herder y de Hamann, autor de un ensayo sobre Montesquieu. 216 André Morellet (1727-1819). Eclesiástico y economista fran­ cés. Autor de Mémoire sur la situation actuelle de la Compagnie des Indes. 217 Tercer período: el que sigue al primero (el de los viquin­ gos) y al segundo (el de la Hansa). 218 El acta de navegación, de 1651, por la que prácticamente eran los barcos ingleses los únicos autorizados para importar mercan­ cías de ultramar, iba dirigida contra Holanda. 219 El autor es Jacques Accarias de Serionne (1709-1792): Le commerce de la Hollande ou tableau du commerce des Hollandois dans les quatre parties du monde par l’auteur des Intérêts des nations de l'Europe, 1765. 220 La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, funda­ da en 1521. Una vez perdidas las factorías del Brasil, fue disminuyen­ do su importancia. 221 Fuego griego: compuesto de azufre, sal, gema, resina, acei­ te, alquitrán y cal, inventado en el año 670 por Calínico de Bizancio. Lanzado por una catapulta, era un proyectil temible, tanto por su espectacularidad como por sus efectos incendiarios. Se usó hasta en­ trado el siglo xiii. 222 Denis Diderot (1713-1784). Filósofo y escritor francés. Su nombre va ligado a la Enciclopedia francesa, de la que fue editor. Entre sus obras filosóficas destacan: Pensées philosophiques, 1746; Lettres sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient, 1749. Publicó también novelas como Le fils naturel, 1757; Le père de famille, 1757. 223 La Enciclopedia, dirigida por Diderot y d’Alembert, se pu­ blicó entre 1751 y 1772. Sus principales colaboradores fueron Helvé­ tius, Holbach, Condillac, Roussêau, Voltaire, Montesquieu. 224 El Journal Etranger había sido fundado en 1754 por el es­ critor francés François Arnaud (1721-1784). Herder fue un ávido lec­ tor de la revista, que ofrecía noticias sobre literaturas no francesas. 225 Jean François Marmontel (1723-1799). Poeta francés. Autor de Belisaire, 1767; Denys le Tiran, 1748; Aristomene, 1749. 226 Jean François Arnould (1734-1795). Comediógrafo francés. 227 Jean François La Harpe (1739-1803). Poeta y crítico francés. 228 Se trata de los autores Boisrobert, Pierre Corneille, Colletet, de l ’Etoile, Rotron, los llamados «cinque Auteurs». 229 Théâtre de Pierre Corneille avec des commentaire, Paris, 1764. 230 «ana» es la terminación de recopilaciones sobre un autor: ciceroni-ana, dideroti-ana, horati-ana, etc. En este caso, Herder se re­ fiere a la colección de Ana existente en la Biblioteca de Nantes: Ana: Nouvelle Bibliothèque de Littérature, d ’histoire, ou choix des meilleurs morceaux tirés des Ana par M. [Guillaume] G [rivel], 2 vols., Lille y Paris, 1765. 231 Cardenal Mazarino (Jules Mazarin, 1602-1661). Eclesiástico y político francés.

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232 Philippe Quinault (1635-1688). Libretista francés. Compu­ so, por ejemplo, los libretos de las óperas Cadmus y Alceste, de Lulli, y Armida, de Gluck. 233 Giovanni Battista Lulli (1632-1687). Compositor de óperas, italiano. 234 Catacreso: tropo consistente en dar a una palabra sentido traslaticio. 235 Concetti: en italiano, juegos de palabras. 236 Ifigenia en Táurida, tragedia de Eurípides. 237 Jean Baptiste Louis Gresset (1709-1777). Poeta, francés, ex jesuíta. La comedia aludida, Le Méchant, 1747, obtuvo un gran éxito. En su vejez rechazó, por motivos religiosos, sus poesías de juventud. 238 Nouvelles Littéraires, revista crítica publicada por Pierre Clé­ ment desde 1748 hasta 1752. 239 Esprit Fléchier (1632-1710). Predicador y escritor francés. Fue obispo de Nîmes. Sus oraciones fúnebres han sido comparadas a las de Bossuet. Autor de Oraisons funèbres, 1680; Panégyriques des Saints, 1690. 240 Henry Saint-John, vizconde Bolinbroke (1678-1751). Políti­ co, escritor y mecenas inglés. 241 Frase interrumpida en el manuscrito de Herder. 242 Etienne Bennot de Condillac (1715-1780). Eclesiástico y filó­ sofo francés. Sus obras principales son Essai sur l’origine des connais­ sances humaines, 1746, y Traité des sensations, 1754. Colaborador de la Enciclopedia. 243 Antoine Léonard Thomas (1732-1785). Escritor francés. Miembro de la Academia de Ciencias de París. Autor de: Eloge du Maréchal de Saxe, 1759; Eloge du chancelier d’Aguessau, 1760; Eloge du Duquay-Trouin, 1761; Eloge du Sully, 1763; Eloge de Descartes, 1765; Eloge du Dauphin, 1766. 244 Nicolas Charles Joseph Trublet (1697-1770). Teólogo fran­ cés. Miembro de la Academia de París. Autor de: Panégyriques de saints suivis de reflexions sur l’éloquence, 1755; Essays sur divers su­ jets de littérature et de morale, 1753. 245 Herder se refiere al secretario municipal de Riga Anton Bulmerincq, quien tramitó la solicitud de Herder para abandonar él cargo y salir de Riga. 246 Clément Marot (1496-1544). Poeta francés del Renacimien­ to. Autor de canciones, baladas, elegías, epístolas, epigramas y de los primeros sonetos. Víctima de las persecuciones protestantes. No era de Normandía, sino de Cahors. Herder confunde seguramente este lugar de nacimiento con el de su padre, Jean Marot (muerto en 1524), que sí era de Normandía. 247 François de Malherbe (1555-1628). Poeta francés, nacido en Caen. Su oda A la reine, sur sa bienvenue en Trance marca el comien­ zo de su celebridad. Fue un reformador del idioma. 248 Jean François Sarrasin (1603-1654). Historiador francés, na­ cido en Hermannville (Caen). 249 Jean Régnault Segrais (1624-1701). Escritor francés, nacido en Caen. Traductor de Virgilio y autor de poesías bucólicas.

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250 Madeleine de Scudéry (1607-1701). Escritora francesa, naci­ da en Le Havre. Autora de numerosas novelas, como: Ibrahim, 1641; Artamène ou le Grand Cyrus, 1649-1653; La Clélie, 1654-1660; AL mahide, 1660; Les femmes illustres, 1665. 251 Georges de Brébeuf (1618-1661). Poeta francés nacido en Thorigny (Normandía). Célebre por su traducción libre de La Farsalia, de Lucano: La Pharsalie de Lucain en vers françois, 1654-1657. 252 Isaac de Benserade (1613-1691). Poeta francés, autor de tra­ gedias y tragicomedias. 253 Jacques Davy Duperon, llamado Perron (1556-1618). Carde­ nal nacido en Suiza de padres normandos. Teólogo y predicador famoso. 254 Herder se refiere al personaje del diálogo platónico Ión, que trata de la inspiración poética. 255 Samuel Clarke (1675-1729). Teólogo, filósofo y filólogo in­ glés, autor de una notable traducción de Homero. Escribió varias obras sobre filosofía de la religión, entre ellas: A Demostration of the Being and Attributes of God; more particularly in answer to Mr. Hobbes, Spinoza and their followers (Demostración de la existencia y atributos de Dios; más particularmente respondiendo a Hobbes, Spinoza y a sus seguidores), 1705. Mantuvo correspondencia con Leibniz sobre pro­ blemas del tiempo, el espacio y la libertad. De tal intercambio surgió la obra Collection of Papers tuhich passed between Dr. Clarke and Mr. Leibniz (Colección de documentos intercambiados entre el doctor Clarke y el Sr. Leibniz), 1717. 256 Se refiere a Dictionnaire de Musique, publicado en 1767. 257 Personaje de la litada, prototipo del ser repugnante, cobar­ de y envidioso. 258 Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592). Filósofo mora­ lista francés. Autor de los célebres Essays, 2 vols., 1580. 259 Aristarco de Samotracia (siglo il a. de C.). Crítico y gra­ mático griego. Fue director del museo y de la biblioteca de Alejan­ dría. Clasificó y anotó la litada y la Odisea. 260 Christian Adolph KÍotz (1738-1771). Investigador de la an­ tigüedad y filósofo alemán. Fue profesor de retórica y filosofía en Gôttingen y Halle. Lessing y Herder criticaron duramente sus ideas estéticas. 261 Johann Friedrich Christ (1700-1756). Profesor alemán de poética en la Universidad de Leipzig. Precursor de Winckelmann como historiador del arte y fundador de la enseñanza arqueológica. Fue maestro de Lessing. 262 Martin Crusius (1526-1607). Comentarista alemán de Home­ ro. Fue uno de los primeros que enseñó griego en Alemania. 263 Johann Jacob Reiske (1716-1774). Erudito alemán, director de una escuela en Leipzig. Uno de los más importantes helenistas y arabistas de su tiempo. 264 David Ruhnken (1723-1798). Profesor de elocuencia en Seiden. Publicó numerosas obras de filología clásica. 265 Johann Friedrich Herel (1745-1800). Filólogo clásico alemán. Profesor de la Universidad de Erfurt. Escribió, entre otras cosas: Satirae tres (Tres sátiras), 1767; Alciphons Briefe aus dem Griechischen übersetzt (Cartas de Alcifronte traducidas del griego).

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266 Christian Gottlob Heyne (1729-1812). Filólogo clásico y ar­ queólogo alemán, gran intérprete y editor de poetas griegos y roma­ nos. Fue amigo de Herder. 261 Francesco Algarotti (1712-1764). Erudito italiano, escritor. Federico II lo llamó a Berlín, en cuya corte vivió desde 1740 a 1753, siendo distinguido con el título de conde. Realizó una célebre exposi­ ción popular de la Optica de Newton: Il newtonianismo per le dame, 1737. Publicó importantes trabajos sobre Horacio. 268 Denis Lambin (1520-1572). Filólogo clásico alemán, editor y comentarista de autores clásicos. 269 Richard Bentley (1662-1742). Filólogo clásico inglés, gran editor de Horacio. 270 Karl Wilhelm Ramier (1725-1798). Poeta lírico alemán. Tra­ ductor de Horacio. 271 Christian Félix Weisse (1726-1804). Dramaturgo alemán. Edi­ tor de los cantos guerreros de Tirteo. 272 Tirteo (siglo vu a. de C.). Poeta lírico de Esparta. En sus cantos patrióticos exalta el valor de los espartanos. 273 Con aproximación. 274 Claude Adrien Helvetius (1715-1771). Filósofo francés, co­ laborador de la Enciclopedia. Trabajó en la corte de Federico II. Su obra principal, D e l’esprit, editada en 1758, fue quemada públicamen­ te por ser considerada opuesta a la religión. 275 Angola, histoire indienne (1749), novela aparecida anóni­ mamente. Su autor es Charles Jacques Louis Auguste Rochette de la Morlière. 276 Le Sofa, conte moral (1742), novela de Crébillon hijo. 277 Arsaces et Ismie, obra postuma de Montesquieu. 278 Germain François Poullain de Saint-Foix (1698-1776). Co­ mediógrafo francés. Escribió, entre otras obras: Lettre d’une turque à Paris [ . . . ] pour servir de supplément aux «Lettres persanes», 1731; Lettres turques, revues, corrigées et augmentées. Lettres de Nedim Coggia, 1750. 279 Lettres d’une Péruvienne (1747), de Françoise d’Issembourg d’Happoncourt de Grafigny (1694-1750). 280 Jean Terrasson (1670-1750). Eclesiástico y escritor francés. Autor de la novela pedagógica Sethos, histoire, ou vie tirée des mo­ numents anecdotes de l’encienne Egypte, traduite d’un manuscrit grec, 1731. 281 Andrew Michael Ramsay (1686-1743). Escritor inglés. Autor de: Vie de Pénelon, 1723; Les voyages de Cyrus avec un discours sur la mythologie des payens, 1727. 262 por j0 que se refiere a los «espías turcos», Herder alude se­ guramente a Jean-Paul Maraña: L ’espion dans les cours des princes chrétiens, 9 vols., el primero de los cuales lleva por título: Espion turc (1684). Joseph du Fresne de Francheville escribió también Espion turc à Francfort pendant la diète et le couronnement de l'Empereur (1741). Las «cartas chinas y judías» se refieren probablemente a las obras d’Argens. Las «cartas iroquesas» son, probablemente, las Lettres iroquoises, de Jean-Henri Maubert, publicadas en 1752. Las «cartas bárbaras» son, quizá, los Travels de Thomas Shaw.

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283 Joseph von Sonnenfels (1733-1817). Escritor austríaco, ju­ rista de la Aufklärung. Escribió, entre otras cosas: Theresia und Eleo­ nore (Teresa y Leonor), 1767; Das weibliche Orakel (El oráculo fe­ menino), 1767. 284 Johann Jacob Bodmer (1698-1783). Erudito y escritor suizo. 285 Eurípides (485-407 a. de C.). Juntamente con Esquilo y Só­ focles, forma la gran tríada de los trágicos griegos. 286 Lucio Anneo Séneca (Lucius Annaeus Seneca, 4 a. de C.65 d. de C.). Filósofo y dramaturgo latino, nacido en Córdoba. 287 Séneca y Lucano nacieron, efectivamente, en España (la Híspanla romana), pero Persio procedía de la región italiana Etruria. 288 Obra de Prémontval. Su título exacto es: Esprit de Fontenelle, ou recueil de pensées tirées de ses ouvrages, 1744. 289 Pierre Laurent Buirette de Belloy (1727-1775). Dramaturgo francés, autor de Zeltnire, 1762. 290 Charles Batteux (1713-1780). Eclesiástico francés, cultivador de la estética. Autor, entre otras cosas, de: Les beaux-arts réduits à un même principe, 1746; Cours de Belles-lettres, 1747-1750. La esté­ tica de Batteux ejerció un notable influjo sobre Lessing y sobre el Sturm und Drang. 291 Jean Antoine du Cerceau (1670-1730). Literato francés, au­ tor de comedias, fábulas, poesías y ensayos de estética. En 1742 pu­ blicó Réflexions sur la Poésie française. 292 Luis X IV hizo sacar de palacio los cuadros de escenas cam­ pesinas del pintor flamenco David Teniers (1610-1690). 293 Herder se refiere a Yorick, personaje de Tristram Shandy, de Sterne. 294 Pierre-Claude Nivelle de la Chaussée (1692-1754). Escritor francés, autor de la comedia L e préjugé à la mode, 1735. 295 Petits airs: canciones. 296 Ciudad portuaria del Loira, a 11 km. de su desembocadura. 297 Johann Andreas Cramer (1723-1788). Teólogo y poeta, ami­ go de Klopstock y predicador de palacio en Copenhague. Autor de Poetische Übersetzung der Psalmen (Traducción poética de los salmos). 298 Helfrich Peter Sturz (1736-1779). Escritor alemán, amigo de Klopstock y de Gerstenberg, colaborador de la revista Briefe über die Merkwürdigkeiten der Literatur. 299 Johann Georg Wille (1715-1813). Calcógrafo alemán, resi­ dente en París, ciudad en la que acompañó a Herder en sus visitas a monumentos y obras de arte en general. 300 Pierre Antoine de La Place (1707-1793). Escritor, editor de la revista Mercure de France, 1762-1764. 301 Tobias Smollet (1721-1771). Escritor inglés, autor de nove­ las de crítica cultural y de aventuras: Rodrick Random, 1748; Pere­ grine Pickle, 1751; Travels through France and Italy (Viajes a través de Francia e Italia), 1766. 302 vue à la Josse: mirada intencionada. Josse es un personaje de la comedia de Molière L'amour médecin, y es un prototipo del egoísmo. 303 Entre los papeles de Herder se encontró el proyecto de un Jahrbuch der deutschen Literatur zum Behuf des Studiums der Men-

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schheit (Anuario de la literatura alemana para el estudio de la huma­ nidad). Suphan lo publicó en el tomo X X X I I , p. 234. En el Diario lo ha mencionado antes con el título de Jahrbuch der Schriften für die Menschheit (Anuario de los escritos para la humanidad), y aquí lo llama Archivos de la especie humana (Archive des menschlichen Geschlechts). Este proyecto sería realizado más tarde en las Cartas para el fomento de la humanidad. 304 Belisario es la novela Bélisaire, de Marmontel. 305 Herder se refiere al escrito de Thomas Eloge du chancelier d'Aguessau, 1760. 306 Entre los papeles de Herder se halla efectivamente un pro­ yecto de vida de Jesús, de la época de la estancia en Nantes. 307 Herder alude al Sr. Bahut, en casa del cual se hospedó desde julio a noviembre de 1769. 308 La señora Babut. 309 El manuscrito se interrumpe aquí, una vez más. 310 Johann Mathias Schróck (1733-1808). Teólogo alemán, au­ tor de una Historia de la Iglesia (Christliche Kirchengeschichte, 17681812) en 45 volúmenes. 311 Matthew Poole (1623-1679). Teólogo inglés, comentarista de la Biblia. Escribió, entre otras cosas, Synopsis criticorum aliorumque sacrae scripturae interpretum (Sinopsis de los críticos y de otros intér­ pretes de la Sagrada Escritura), 1669. 3U Richard Simon (1638-1712). Teólogo francés, comentarista de la Biblia. Entre otras cosas escribió: Histoire critique du vieux Testament, 1678; Histoire critique des principaux commentateurs du nouveau Testament, 1692. 313 Otto von Guericke (1602-1686). Físico alemán, descubridor de la máquina neumática y de la máquina eléctrica de frotamiento. Estableció también la periodicidad de los cometas ¡ 314 Johannes Kepler (1571-1630). Matemático y astrónomo ale­ mán. Fundador de la astronomía teórica. Con sus tres famosas leyes, estableció el movimiento de los planetas. 315 Berthold Schwarz (ca. 1300). Monje franciscano alemán, al que se atribuye la invención de la pólvora en Alemania. 316 Albrecht Dürer (1471-1528). Pintor y calcógrafo alemán. Con ser tan grande su fama como pintor, la genialidad de sus trabajos cal­ cográficos y de grabado en madera le consagraron como un artista jamás igualado. 317 George Benson (1699-1762). Teólogo inglés, autor de diver­ sos comentarios de la Biblia. 318 Herman Boerhaave (1668-1738). Médico, botánico y químico danés. Fundó la moderna observación clínica de la enfermedad, así como la enseñanza académica de la medicina. 319 Thomas Sydenham (1624-1689). Médico inglés. Es conside­ rado como uno de los fundadores de la medicina clínica. Escribió, entre otras cosas: Observationes medicae (Observaciones médicas), 1676. 320 Herder se refiere a copias, de Bodmer, de los Minnesinger. 321 Giuseppe Tartini (1692-1770). Violinista y compositor italia­ no. A él se deben importantes descubrimientos en la técnica del vio-

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lin y en la armonía. Escribió, entre otras cosas: T rattato di música secondo la vera scienza dell'armonia, 1754; Dissertatione dei principe dell’armonia musicale, 1767. 322 Ludovico Ariosto (1474-1533). Poeta y escritor italiano. Es­ cribió comedias en prosa, pero su fama de autor inmortal la debe a su poema Orlando furioso, que ejerció gran influjo en la literatura de la época. 323 Torquato Tasso (1544-1595). Poeta italiano. Autor de La Jerusalén libertada. 324 Angiolo Poliziano (1454-1494). Poeta y humanista italiano, autor de odas, elegías epigramas, canciones bailables, etc. Introdujo en la filología clásica los métodos de la crítica de textos. 325 Amerigo Vespucci (1451-1512). Navegante y descubridor ita­ liano del que deriva el nombre de América. 326 Herder se refiere a Galileo. 327 Se ignora quién es el inventor de la brújula, pero en tiempo de Herder se atribuía su descubrimiento a Flavio Gioja de Amalfi (ca. 1300). 328 Jean de La Fontaine (1621-1692). Escritor francés, célebre por sus fábulas. 329 Herder alude, probablemente, a Voyage d'un Français en Italie, fait dans les années 1765 et 1766, obra del francés Joseph Jéro­ me Le Français de la Lande (1732-1807), aunque el libro apareció anónimo. 330 Klotz publicó en Halle, entre 1767 y 1771, la Deutsche Bi­ bliothek der schönen Wissenschaften, donde atacó los Fragmentos de Herder. 331 Personaje de la novela de Sterne Tristram Shandy. 332 Jonathan Swift (1667-1745). Escritor inglés, eclesiástico an­ glicano. El mayor satírico de toda la literatura inglesa. Autor de la fa­ mosa obra Viajes de Gulliver. 333 Sócrates (ca. 470-399 a. de C.). Filósofo griego, maestro de Platón. 334 Aristóteles (384-322 a. de C.). Filósofo griego. 335 Friedrich von Hagedorn (1708-1754). Escritor alemán, autor de fábulas. 336 Herder se refiere al Hermes egipcio, es decir, al dios Thot. Ya en la antigüedad se consideró a este dios egipcio como idéntico al Hermes griego (el Mercurio romano), y es lo que hace también Her­ der. El dios Thot era considerado como el inventor de la escritura. 337 Pro positu: conforme a la situación. 338 Die schöne Magelone (La bella Magelone) fue un libro po­ pular en Alemania desde su aparición en 1536, y estaba escrito a par­ tir de fuentes francesas. 339 Katharina Mommsen, autora de la excelente edición del Diario de Herder, en Reclam Jun., 1976, supone que se trata aquí de un error de Herder, semejante a otros que pueden hallarse en este Diario. Mommsen opina que Herder alude a la novela Römische Octa­ via, de Anton Ulrich, duque de Braunschweig-Wolfenbüttel, aparecida en Nürnberg en 1677.

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340 Le gouverneur, ou essai sur l’éducation, obra de la Fare, aparecida anónimamente en Londres, en 1768. Una vez más, Herder confunde el nombre del editor, que no era Nourse, sino Desaint. 341 Juan Huarte (1520-1592). Médico y escritor español. Su obra más conocida en Examen de ingenios para las ciencias, 1575. Lessing la tradujo al alemán en 1752 con el título de Johann Huarts Prüfung der Kópfe zu den Wissenschaften. 342 Julius Caesar Scaliger (1484-1558). Humanista italiano. 343 Herder alude a algunos versos del Mesías, de Klopstock, en los que éste usa la expresión eiserne Wunde (herida de hierro).

E n sa y o s o b r e e l o r ig e n d e l l e n g u a je

1 Cicerón, A d C. Trebatium Topica, V III, 35. Trad.: «Las palabras son signos de las cosas.» 2 Platón, Fedro, III. 3 Thomas Shaw. Herder se refiere a su libro, traducido de la segunda edición inglesa, Reisen oder Anmerkungen verschiedener Thei­ le der Barbarey und der "Levante betreffend (Viajes o notas relativas a diversas regiones de Berbería y Levante), Leipzig, 1765. 4 J. H. Lambert, Neues Organon oder Gedanken über die Erforschung und Bezeichnung des Wahren und dessen Unterscheidung vom Irrtum und Schein (Nuevo órgano o ideas sobre la investigación y designación de lo verdadero y de su diferencia respecto del error y la apariencia), Leipzig, 1764. 5 Sebastien Rasle (1654-1724). Misionero francés que estudió la lengua de los abenakios (Canadá). La fuente de Herder es el vo­ lumen X V II de Lettres édifiantes et curieuses, écrites des missions étrangères, par quelques Missionaires de la Compagnie de Jésus, Pa­ ris, 1726. 6 Según Irmscher, en su edición de Abhandlung über den Ur­ sprung der Sprache, Reclam, Stuttgart, 1975, p. 125, el nombre co­ rrecto es Chaumonot. 7 El Inca Garcilaso. El conocimiento que Herder muestra de los Comentarios reales, publicados por el Inca Garcilaso en 1609, pro­ cede seguramente de la traducción francesa de 1704. 8 Charles Marie de la Condamine (1701-1774). Matemático y explorador francés. Escribió: Relation abrégée d’un voyage fait dans l’intérieur de l’Amérique méridionale, Paris, 1745; Journal du voyage fait par ordre du roi à l’Equateur, 1751. 9 D u royaume de Siam par Monsieur de la Loubère, Paris, 1691. Siam es hoy Tailandia. 10 Jean de Lerys (1534-1613). Perteneció a un grupo de calvi­ nistas que intentaron establecer una misión en Brasil. Su obra Histoi­ re d’un voyage fait en la terre du Brésil, autrement dite l’Amérique, 1578, es uno de los más notables libros de viaje del siglo xvi. Las descripciones etnológicas de Lerys han sido positivamente valoradas por Lévi-Strauss en Tristes tropiques. 11 Histoire et description générale de la nouvelle France avec le journal historique du voyage fait par l’Ordre du Roi dans l’Améri-

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que septentrionale, par le P. de Charlevoix de la Compagnie de Jé ­ sus, Paris, 1744. 12 Dissertation sur les différents moyens dont les hommes se sont servis pour exprimer leurs idées, Berlin, 1756. 13 Diodoro de Sicilia (siglo i a. de C.) escribió una historia universal en 40 libros. 14 Vitruvio (siglo i a. de C.). Arquitecto romano. En el primer capítulo del segundo libro de su obra D e architectura se liga la inven­ ción del lenguaje a la utilización del fuego, como supuesto de una vida comunitaria. 15 Johann Peter Süssmilch (1707-1767). Eclesiástico y economis­ ta alemán. En 1741 publicó Die göttliche Ordnung in den Veränderun­ gen des menschlichen Geschlechts (El orden divino en los cambios de la especie humana), obra en la que ve el progreso de la humanidad como expresión de un orden teleológico. Realizó también estudios de tipo lingüístico, entre ellos: Versuch eines Beweises, dass die erste Sprache ihren Ursprung nicht vom Menschen, sondern allein vom Schöpfer erhalten habe (Ensayo de una prueba de que la primera len­ gua no procede del hombre, sino sólo del creador), 1766. A esta obra se refiere Herder en su Ensayo sobre el origen del lenguaje. 16 Ninfa de Roma. Según la leyenda, fue la consejera del rey Numa Pompilio (cf. Tito Livio, Ab urbe condita, libro I, 19). 17 La obra que cita Herder, Light of nature (Luz de la natura­ leza) es de Abraham Tucker, aunque apareciera bajo la firma seudóni­ ma de Search ( = búsqueda). Knowall ( = sábelotodo) sería su opuesto. 18 Herder se refiere a Johann Georg Sulzer, Sur Vapperception et son influence sur nos jugements. 19 Süssmilch había muerto en 1767. 20 άλογος: no hablante, irracional. 21 Cf. Aristóteles, De anima, 412 ss. 22 Sátiras, I, 3, w . 103-104. Trad.: «Así descubrieron palabras y nombres para enlazar las voces con las sensaciones.» 23 William Cheselden (1688-1752). Médico británico, famoso of­ talmólogo con importantes contribuciones al esclarecimiento de la fisiología de la visión. 24 Dríada o dríade: ninfa de los bosques, cuya vida iba unida a la del árbol al que se suponía ligada. 25 Süssmilch, Versuch..., op. cit., p. 22. 26 Horacio, Sátiras, I, IV , v. 62. Trad. «los miembros del poeta destrozado». 27 El concepto de sensorio común se remonta a Aristóteles; significa percepción unida a la reflexión. 28 Charles Bonnet (1720-1793). Filósofo y científico suizo. De­ fendió la importancia de la sensación como fundamento de la vida psí­ quica en obras como: Essai de psychologie ou considérations sur les opérations de l’âme, 1755: Essai analytique sur les facultés de l’âme, 1760. 29 Versos de Sueño de una noche de verano, acto primero, es­ cena primera; según la traducción castellana de Luis Astrana Marín. 30 An Essay on Man (Ensayo sobre el hombre), I, v. 200.

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31 Herder se refiere a la teoría contenida en la obra de Sulzer Über den Ursprung der angenehmen und unangenehmen Empfindun­ gen (Sobre el origen de las sensaciones de placer y displacer), 1762. E l texto original había sido publicado en francés el año anterior. 32 Albert Schultens (1686-1750). Orientalista holandés. Autor de Origines hebrae (Orígenes hebreos), 2 vols., 1724-1738, obra desti­ nada a demostrar que el hebreo no era una lengua divina, sino próxi­ ma a las lenguas semíticas vecinas. 33 Herder alude a la teoría de los «ídolos» de Bacon. Cf. el Novum Organum, libro I, X X X I X , de este autor. 34 Región que se halla junto a un afluente del río Indo, hoy en Pakistán. 35 Emanuel Swedenborg (1688-1772). Místico sueco. Expone sus visiones en Arcana coelestia (Arcanos celestiales), 8 vols., Londres, 1748-1753. Kant escribió contra Swedenborg sus Träume eines Gei­ stersehers, erläutert durch Träume der Metaphysik (Sueños de un vi­ sionario explicados mediante sueños de la metafísica), 1766. 36 El autor de la obra es Peter Brown, y la fecha de publica­ ción no es 1755, sino 1733. 37 Topinambas: pueblo indio del Brasil, en la isla formada por el Toponambaras y el Madeira con el Amazonas. 38 Resnel es seguramente un error, pues no aparece ni en los diccionarios de la época. Es probable que Herder se refiera a Rasle y a sus noticias sobre los abenakios. 39 La alegoría de la caverna es expuesta por Platón en la Re­ pública, libro V II, 514a-518b. 40 Cari Linné (1707-1778). Naturalista sueco. Fue el primero que aplicó la nomenclatura binaria para designar todos los seres vi­ vientes, usando el latín como idioma universal. Su obra más notable es Filosofía botánica, 1751. 41 Esta última frase ha sido traducida integrando la corrección que Herder introdujo en la segunda edición. 42 En las oraciones condicionales, la prótasis es la subordinada. La principal se llama apódosis. 43 Según Aristóteles (Poética, 1456b), las ocho partes de la ora­ ción son: la letra, la sílaba, la conjunción, el artículo, el nombre, el ver­ bo, la flexión y la proposición. 44 cnropYif]: amor parental. 45 Süssmilch. 46 Debería decir horaciano, en lugar de lucreciano, pues el texto pertenece a Horacio, Sátiras, I, 3, v. 100. Trad.: «mudo y torpe ganado». 47 Pertenecientes a un pueblo finés de la Siberia Occidental, establecido sobre las dos orillas del río Obi. 48 En la mitología griega, Proteo, hijo del dios Neptuno, posee la facultad de cambiar de figura, medio por el cual escapaba a quienes preguntaban con el deseo de que hiciera uso de su poder de pro­ fecía. 49 Thomas Hobbes (1588-1679). Filósofo inglés. Sus obras prin­ cipales: D e cive (Sobre el ciudadano), 1647; Leviathan, 1651; D e cor­ pore (Sobre el cuerpo), 1655; D e homine (Sobre el hombre), 1657.

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NOTAS

A Hobbes se debe la conocida frase homo homini lupus, «el hombre es un lobo para el hombre». 50 En su edición del Ensayo sobre el origen del lenguaje (Re­ dam Jun., Stuttgart, 1975), Irmscher remite, como posible aludido, a D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro II, sección V II (pp. 468 ss. en la edición castellana de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977). 51 Gerhard Johannes Vossius, muerto en 1649, Etymologicon linguae latinae cum praefixo de permutatione litterarum tractatu (Dic­ cionario etimológico de la lengua latina, precedido de un tratado sobre la permutación de las letras). 52 Antón Raphael Mengs (1728-1779). Pintor alemán que intro­ dujo el clasicismo en la pintura de su país. 53 Christian Wilhelm Ernst Dietrich (1712-1774), pintor alemán del Rococó. En la segunda edición del Ensayo sobre el origen del len­ guaje, Herder sustituyó este nombre por el de Dürer. 54 Herder alude a la obra de Klopstock Hermanns Schlacht (La batalla de Hermann), 1769, escena 12. 55 Fidias. Famoso escultor griego del siglo v a. de C.

E x t r a c t o d e un in t e r c a m b io d e c a r t a s s o b r e O ssia n Y LAS CANCIONES DE LOS PUEBLOS ANTIGUOS

1 Herder alude a Cicerón, Atico, II, 1, 8: Nam Catonem nostrum non tu amas plus quam ego; sed tamen tile Optimo animo utens et summa fide nocet interdum reipublicae; dicit enim tamquam in Platonis πολιτεία, non tamquam in Romuli faece sententiam. Traduc­ ción: «No estimas a nuestro amigo Catón más que yo; pero él con su espíritu extraordinario y con su gran fidelidad a veces hace daño a la República; habla en el Senado como si estuviera en la Política de Pla­ tón y no en la letrina de Rómulo.» (Versión de Juan Antonio Ayala, Universidad Nacional Autónoma de México, 1975.) 2 Michel Denis (1729-1800). Poeta y erudito austríaco, traduc­ tor de Ossian al alemán. 3 Fetua: respuesta dada, en el Islam, por un muftí (juriscon­ sulto) a una consulta jurídica. 4 James Macpherson (1736-1796). Poeta escocés. En 1760 pu­ blicó Fragmente of ancient poetry (Fragmentos de poesía antigua), que ofreció como presunta traducción de los poemas de Ossian, escritos en idioma gaélico. Esas poesías sentimentales despertaron gran interés, y su influjo en el Sturm und Drang alemán, así como en el romanti­ cismo europeo, fue muy notable. 5 Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736). Compositor italia­ no. Entre sus composiciones de música sacra, dramática, instrumental, destacan las óperas. 6 Trad.: « ... aquella antigua y evocadora balada ... Me parece que tranquilizaba mi pasión mejor que esos aires ligeros, esos motivos tan frecuentemente repetidos hoy que se abusa de los tiempos vivos y chispeantes.»

NOTAS

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«Es vieja y sencilla. Las hilanderas, las calceteras que toman el sol, las jóvenes cuyo corazón es libre y que tejen con la lanzadera, acostumbran cantarla. La letra es ingenua y respira la inocencia del amor de los antiguos tiempos.» Shakespeare, Noche de epifanía (Twelfth Nigth, or what you will), acto II, escena IV , según la traducción de Luis Astrana Marín, Obras completas de Shakespeare, Aguilar, Madrid, 151967, p. 1260. 7 Trad.: «.Canción Ven acá, ven acá, muerte y que se me entierre bajo un triste ciprés. Echate a volar, échate a volar, aliento; me ha matado una niña cruel y hermosa. Haced de follaje mi sudario blanco. ¡Oh, preparadle! Mi figura de muerte, nadie tan fielmente representará. Ni una flor, ni una dulce flor se lance sobre mi negro ataúd. Ni un amigo, ni un amigo salude mi pobre cuerpo donde se arrojen mis huesos. Para evitar miles y miles de sollozos, tendedme, ¡oh!, donde el amante triste y sincero no pueda hallar mi tumba para llorar allí.» Shakespeare, ibid. Traducción castellana de Luis Astrana Marín, op. cit., p. 1260. 8 Del escandinavo scald, canto. Se aplica a los antiguos poetas escandinavos, vinculados a las cortes de reyes o nobles de Escandinavia, Gran Bretaña y países vecinos. 9 Poesía de Karl Wilhelm Ramler, tomada de sus Lyrische Gedichte (Poesías líricas), 1772, p. 24. 10 Robert Dodsley (1703-1764). Escritor y editor inglés. Se ganó gran fama por sus ediciones de textos antiguos. Obras principales: A select collection of oíd plays, 12 vols., 1744; A cóllection of poems by several hands, 6 vols., 1748-1758. 11 Trad.: «Antiguamente, en las Islas Británicas Lord Henry era muy conocido» 12 Poesías inglesas de contenido generalmente elegiaco, tradu­ cidas al latín. 13 Trad.: «de contenido elegiaco». 14 Trad.: «en verso elegiaco». 15 Trad.: «Enrique, honra de la vieja nobleza, conoció antaño entre los proceres ingleses ...»

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NOTAS

16 Poema de Macpherson, publicado en 1763. Robert Alaciar­ ían lo tradujo al latín en 1769 y lo publicó en Londres con el título de Temóme Liber primus versibus latinis expressus. 17 Deutsche Bibliothek der schônen Wissenscbaften, revista que publicó Klotz entre 1767 y 1771. 18 Sentenciosa, o relativa a las sentencias, o que contiene má­ ximas. 19 Olaus Worm (1588-1654). Autor de Danica literatura anti­ quissima vulgo Gothica dicta (Literatura danesa antiquísima, vulgar­ mente llamada gótica), 1633. 20 Thomas Bartholin (1616-1680). Autor de Antiquitatum de caussis contemptae a Danis adhuc gentilibus mortis libri I I I (Tres libros sobre las causas dei hasta hoy existente desprecio de la muerte por parte de los daneses gentiles de la antigüedad), 1689. 21 Johann Peringer de Peringskiôld (1654-1720). Arqueólogo sueco. Autor de Monumenta Sueo-Gothica (Monumentos sueco-góti­ cos), 1710-1719. 22 Olaus Verel (1618-1682). Recopilador de los primeros textos de la antigua poesía escandinava. 23 Palabra de origen desconocido. Se emplea para denominar dos colecciones de poemas islandeses del siglo x n i: la Edda Menor, que contiene un arte poética en tres partes (una de mitología nórdica y dos de fórmulas poéticas), y la Edda Mayor, que contiene poesías relativas a las leyendas y mitología nórdicas. 24 Escritura de los antiguos escandinavos. 25 En la mitología escandinava, di«sa o walkyria. 26 Gaul, Mornis, Fingal, Rosrcrane, héroes de los poemas de Ossian. 27 Población muy antigua y capital de Dinamarca desde el si­ glo x hasta 1443. 28 George Hickes (1642-1715). Teólogo y filólogo inglés. Sus principales obras sobre lingüística son: Institutiones grammaticae anglosaxonicae et meso-gothicae (Instituciones de gramática anglosajona y mesogótica), 1689; Antiquae litteraturae septentrionalis libri I I (Dos libros de literatura nórdica antigua), 3 vols., 1703-1705. 29 Joseph François Lasitau, Moeurs des sauvages Amêriquains comparées aux moeurs des premiers temps, Paris, 1724. 30 Suphan (V, 719) sugiere que «Roger» es un error, en lugar de «Rogers», ya que en el tomo 13, p. 242, nombra juntos a Colden, Rogers, Timberlake. 31 Cadwallader Colden (1688-1776). Médico escocés que se es­ tableció en América, donde fuè gobernador de la provincia de Nueva York. Escribió, entre otras cosas, History of the five Indian nations of Canada (Historia de las cinco naciones indias del Canadá), Lon­ dres, 1747. 32 Tomado de las Eddas. 33 Viajero y arqueólogo inglés. Estudió la antigüedad clásica. Escribió, entre otras cosas, Ensayo sobre el genio original de Homero, Londres, 1769.

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34 Trad.: «Al cántico Dormirás Medianoche Yo vendré.» La traducción, hecha del quechua, es del propio Garcilaso, en su Historia General del Perú o Comentarios Reales de los Incas, Madrid,

edición de 1829, 4 vols., vol. I I , p. 24. M Trad.: «Hermosa doncella, Aquese tu hermano, El tu cantarillo Lo está quebrantando, Y de aquesta causa Truena y relampaguea, También caen rayos. Tú, real doncella, Tus muy lindas aguas Nos darás lloviendo; También a las veces Granizar nos has, Nevarás asimismo. El Hacedor del mundo, El Dios que le anima, E l gran viracocha, Para aqueste oficio Ya te colocaron Y te dieron alma.» Versión de Garcilaso, op. cit., vol. I I , pp. 28-29. 36 S V, 159-171. 37 S V, 181-183. 38 Friedrich Logau, barón de (1604-1655). Escritor satírico ale­ mán, autor de epigramas que en su tiempo hallaron escasa acogida, pero que merecieron más atención a partir de la selección que publi­ caron Lessing y Ramler en 1759. 39 Andreas Scultetus. Poeta alemán del siglo xvn. Lessing des­ cubrió en la biblioteca de la Universidad de Wittenberg, entre otras poesías antiguas, un poema suyo con el título «österliche Triumphpo­ saune» (Trompeta triunfal de Pascua). Estimulado por este hallazgo, Lessing recopiló más poesías de Scultetus, editándolas en un volumen, en 1771, bajo el título de Gedichte von Andreas Scultetus (Poesías de Andreas Scultetus). 40 Martin Opitz (1597-1639). Escritor alemán, autor de poesías, novelas y traducciones de clásicos. Aunque comenzó escribiendo en latín, su creación poética fue progresivamente afirmándose en lengua alemana, hasta el punto de ser considerado en su tiempo como el pa­ dre de la poesía alemana. Entre sus obras más conocidas destacan: Das Buch deutscher Poeterey (Libro de la poesía alemana), 1624, en el que ofrece una reforma de la métrica, además de ensalzar el idioma

NOTAS

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alemán como lengua poética; Acht Bücher deutscher Poematum (Ocho libros de poemas alemanes), 1625, obra que se convirtió durante el siglo x v m en manual de poesía alemana. 41 Paul Fleming (1609-1640). Poeta alemán, considerado como el más importante lírico de su país en el siglo xvn. Su poesía amo­ rosa, de estilo petrarquista, está inspirada por su pasión hacia Elsabe, hija de un comerciante hamburgués. Su obra más importante es Deut­ sche Poemata (Poemas alemanes), 1642. 42 Andreas Gryphius (1616-1664). Poeta alemán. Fue profesor de la Universidad de Leiden y síndico de los estados del principado de Glogau. Sus poemas líricos se hallan impregnados del dolor al que estuvo sometido por penalidades de la guerra y por persecuciones religiosas. Además de sus odas y sonetos, destacan sus dramas Leo Armenius, 1650; Catharina von Georgien, 1657; Cárdenlo und Celinde, 1657, y Carolus Stuardus, 1657. 43 S V, 189-190.

Shakespeare

1 Tespis (siglo vi a. de C.). Poeta griego a quien en la anti­ güedad se atribuyó la invención de la tragedia. 2 Novela pastoril de Urfé. 3 Honoré d’Urfé (1567-1625). Escritor francés. Autor de la novela pastoril Astrée, 1607, que ejerció gran influjo en la literatura narrativa y dramática de la época. 4 Clélie es una novela de Madeleine de Scudéry, publicada en 1654. «Aspasia» es el nombre de una famosa cortesana griega (siglo v a. de C.), con la que se casó Pericles tras haber repudiado a su mujer. 5 Cita inexacta del verso 66 de la primera égloga de Virgi­ lio. Trad.: «británicos, separados del mundo entero». 6 Pullulus es el diminutivo de la palabra latina pullus, peque­ ño, hijo. Probablemente está empleado aquí en sentido irónico, como «hijito de Aristóteles». 7 Henry Home (1696-1782). Escritor inglés, autor de influyen­ tes ensayos sobre estética, como Elements of Criticism, 3 vols., 1762. 8 Richard Hurd (1720-1808). Obispo y escritor inglés. Autor de obras como Commentary on Horace’s Ars Poética, 1749; Letters on Chivalry and Romance, 1762. 9 Alexander Pope (1688-1744). Poeta inglés, considerado como uno de los más grandes del siglo xviil; autor de sátiras y ensayos morales. Efectuó una polémica edición de Shakespeare que contribuyó a que la atención de la crítica se dirigiera hacia el gran dramaturgo inglés. 10 Samuel Johnson (1709-1784). Escritor inglés. Ejerció gran in­ flujo en las teorías estéticas de la Aufklärung. Entre su abundante producción destaca The vanity of human wishes, 1749; Dictionary of the English language, 2 vols., 1755; así como su edición, en 8 vols., de la obra de Shakespeare.

NOTAS

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11 Famosa reina de Asiria. La leyenda en torno a ella ha dado lugar a numerosas obras literarias y musicales. Entre las literarias, men­ cionemos las tragedias de Crébillon y Voltaire. Más de veinte óperas compuestas en el siglo xvm llevan este título. 12 Obra ligera, que sirve como pasatiempo en un entreacto tea­ tral. En música, en el siglo xvm, composición en forma de suite. 13 Baruch Spinoza (1632-1677). Filósofo holandés. Según él, hay solamente una sustancia, de cuyos infinitos atributos conocemos sólo dos: pensamiento y extensión. Su sistema ha sido considerado como panteísta. 14 Trad.: «Universo entero.» 15 Trad.: «Teatro francés.» 16 Orden de los acontecimientos sucesivos y simultáneos. 17 Herder juega con la palabra «Kaklogallinier» en su sentido de gallo, pero aludiendo a galo. 18 William Warburton (1698-1779). Teólogo y literato inglés. Fue obispo de Glouchester. Realizó una edición de Shakespeare, en ocho volúmenes que apareció en Londres en 1747. 19 Herder se refiere al trabajo de la autora Montagu, An Essai on the Writings and Genius of Shakespeare, compared with the Greek and French Dramatic Poets, with some Remarks upon the Misinterpretations of Mons. de Voltaire (Ensayo sobre los escritos y genio

de Shakespeare, comparado con los poetas dramáticos griegos y fran­ ceses, con algunas observaciones acerca de la errónea interpretación de Voltaire), Londres, 1770. 20 Henry Home. 21 Desde «fishmonger» hasta «weak hams», Herder parafrasea las palabras de Hamlet a Polonio en la escena I I del acto I I de Hamlet. 72 ais y cals son las terminaciones de las palabras inglesas «pas­ tor-«!», «histori-c«/», etc., palabras que emplea Polonio en el lugar citado en la nota anterior. 23 Estobeo (Joannes Stobaios o Stobeus, siglo v d. de C.). Compilador griego. Compuso, con destino a su hijo, una Antología de gran valor, ya que recoge textos de autores antiguos. 24 Trad.: «por qué el día es día, noche la noche y tiempo el tiempo» (palabras de Polonio en Hamlet, acto I I , escena II). 25 Play: pieza teatral. 26 Trad.: «¡Quiso! ¡Descansa!»

O tra

filo so fía de la historia

1 Los arrebatas; son como sueño mañanero, como hierba ver­ de (Biblia, Salmos, libro cuarto, 90, v. 5). 2 Pierre Adam d’Origni (1697-1774). Militar y escritor francés. Autor de L'Egypte ancienne ou Mémoires historiques et critiques, 2 vols., 1762; Chronologie des rois du grand empire des Egyptiens, 2 vols., 1765. 3 Thomas Blackwell (1701-1757). Filólogo y literato inglés, Publicó sin firma, Inquiry into the Ufe and writings of Homer (Estu­ dio de la vida y escritos de Homero), 1735.

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NOTAS

4 Philippe-Carteret Webb (1700-1770). Jurista y arqueólogo in­ glés. Escribió diversas obras sobre la antigüedad clásica. 5 Paráfrasis de un texto del Timeo, de Platón. 6 Trad.: «Acuérdate, romano, de imponer tu imperio a los pue­ blos» (Eneida , libro V I, v. 851). 7 William Robertson (1721-1793). Historiador inglés. La obra que le dio fama fue History of Scotland (Historia de Escocia), 1759; escribió, además, History of the reign of the Etnperor Charles the Fifth (Historia del emperador Carlos V), 3 vols., que en seguida ob­ tuvo varias ediciones; History of America, 1777. 8 Suphan advierte que el segundo vocablo «palabras» (Wör­ ter) es un error de Herder, en su lugar debe leerse «obras) (W erke). 9 Pierre Bayle (1647-1706). Filósofo francés de la Ilustración. Su obra principal es Dictionnaire historique et critique, 1695-1697, tra­ ducido al alemán en 1741-1744. 10 Jean-Pierre Crousaz (1663-1750). Filósofo y matemático sui­ zo. Escribió, entre otras obras: Logique ou Systeme de reflexions qui peuvent conduire ä la netteté et a l’étendue de nos connaissances, 1712; Examen du pyrrhonisme anden et moderne, 1773; Observations criti­ ques sur l’abrégé de la logique de Wolf, 1774. 11 Trad.: «Cabeza muerta» (cadáver).

12 Juliano

el Apóstata (Flavius Claudius Iulianus, 337-363).

13 Magia usada por algunos pueblos para ponerse en comuni­ cación con sus divinidades. 14 Es poco claro el pronombre personal femenino sie empleado aquí por Herder. Suphan indica que se refiere a Vorsehung (providen­ cia) y así lo traduzco. En la edición de Auch eine Philosophie der Geschichte realizada por Suhrkamp Verlag se comparte igualmente la interpretación de Suphan. 15 Trad.: «¡qué grandes hombres!» 16 Trad.: «no más allá, no va más». 17 Trad.: «Se comenzó a pensar como pensamos hoy: se dejó de ser bárbaro.» 18 Herder se refiere a Constantinopla. 19 Roger Bacon (1214-1294). Franciscano inglés. Por sus vastos conocimientos se le llamó doctor mirabilis (doctor maravilloso). Fue crítico de la teología. En física y óptica fue precursor de Galileo y Newton. 20 Cárceles destinadas a esclavos. 21 Trad.: «el tipo de hecho». 22 Trad.: «compendio razonado».

23 Legislador

y poeta griego, del siglo vi a. de C.

24 Edificio de las ciudades griegas en el que residía el primer magistrado y en el que se hallaban los comedores mantenidos por el Estado. 25 En la mitología griega, esposa de Tíndaro, rey de Esparta. Zeus la poseyó bajo forma de cisne y de esta doble relación puso dos huevos: uno, del que salieron Cástor y Clitemnestra, considerados hijos de su esposo, y otro del que nacieron Pólux y Helena, hijos de Zeus.

NOTAS

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26 Montes de Grecia, famosos en la mitología. La altura del primero es de 1.953 m., y la del segundo, de 1.618 m. 27 Traduzco de acuerdo con la mencionada edición de Suhrkamp, donde se escribe stehen, en lugar de sehen, que aparece en el texto de Suphan. 28 Trad.: «Lo que preocupa a los hombres no son los hechos, sino las opiniones sobre éstos» (Epicteto, Enchiridion, 5). 29 Biblia, Génesis, 11, 1. 30 Biblia, Evangelio de San Juan, 10, 16. 31 Marsilio Ficino (1433-1499). Filósofo italiano. El más céle­ bre representante de la Academia platónica de Florencia. Tradujo al latín las obras completas de Platón y otras de Plotino, Jámblico y Proclo. 32 Lipsio (en latín, Justus Lipsius, 1547-1606). Filólogo y huma­ nista belga. Entre otros trabajos, realizó ediciones de clásicos latinos. 33 Zenón de Citio (ca. 336-264 a. de C.). Filósofo griego. 34 Tolomeos. Dinastía que gobernó Egipto desde la muerte de Alejandro Magno (323 a. de C.) hasta que Egipto fue convertido en provincia romana (30 a. de C.). 35 Publio Elio Adriano (76-138). Emperador romano, gran ad­ mirador de la cultura en general y del helenismo en particular. 36 Herder se refiere a Montesquieu. 37 Hipócrates (460-357 a. de C.). Médico griego, llamado el «pa­ dre de la medicina». 38 Macaón. Personaje de la leyenda griega. Se había consagrado a la medicina y se le atribuyen curaciones tan célebres como la de Filoctetes. 39 San Ignacio, de Loyola, religioso español, fundador de los jesuítas. Su verdadero nombre es Iñigo López de Recalde (1491-1556). 40 Famoso general tebano, muerto en la batalla de Mantinea (362 a. de C.), donde su ejército derrotó a los espartanos. 41 Ciudad beocia, al suroeste de Tebas, célebre por la victoria de Epaminondas sobre los espartanos en el año 371 a. de C. 42 Sumo sacerdote judío que hizo condenar a Jesús y persiguió a los apóstoles. 43 Obra de Federico I I , publicada en 1740. 44 Arzobispo, cardenal y militar italiano, célebre como proto­ tipo del individuo ambicioso, al que no asustan los crímenes si hacen falta para lograr sus propósitos. 45 Herder alude a Voltaire. 46 Cita de la Biblia, Génesis, 3, 22. 47 Federico II. 48 Klopstock, Oda a Gleim. 49 Trad.: «¡En qué noche se hallaba envuelto nuestro día!» 50 Trad.: «Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas enton­ ces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces cono­ ceré como fui conocido. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor.» (San Pablo, primera Carta a los Corintios, 13, 12-13.)

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NOTAS Una

metacrítica de la

«C rítica

de la razón pura »

1 S X X I, 12. 2 S X X I, 17-19. 3 Crítica de la razón pura, B 5. Alfaguara, p. 44. 4 En el manuscrito de Herder se halla tachado aquí el texto siguiente: «los echa al aire como burbujas de jabón hasta que se des­ hacen, recreados en su brillo, en su color. De ahí que la utilidad de esta ciencia resida, las más de las veces, en las acepciones, convir­ tiéndose la metafísica, por consiguiente, en una filosofía del lenguaje humano. ¡Qué campo más grande! ¡Cuánto queda en él aún por ob­ servar, ordenar, sembrar y cosechar! Después de la matemática, no hay otra filosofía que ilustre tanto el entendimiento, que determine tanto los conceptos. Esta filosofía es la verdadera crítica de la razón pura y de la fantasía; sólo ella contiene en sí los criterios de los sen­ tidos, del entendimiento». 5 Trad.: «de la nada a la nada». 6 S X X I, 21-41. 7 S X X I, 49. 8 S X X I, 57-58. 9 S X X I, 63-64. 10 S X X I, 88. 11 Es imposible reflejar en una lengua latina el paralelo al que alude Herder: Stein (piedra) - stehen (estar); Schlange (serpiente) schlingen (serpear); Fluss (río) - fliessen (fluir). 12 Gattungen, Geschlechter, Art. Este último vocablo alemán, Art, lo traduzco también, en lo que sigue, como «forma», intentando recoger matices que, de todos modos, son intraducibies, por aludir a derivaciones que sólo se comprenden cabalmente en el contexto de la lengua alemana. 33 S X X I, 96-112. 14 Versos tomados de Hudibras, de Samuel Butler (1620-1680), sátira sobre el puritanismo, aparecida en tres partes entre 1663 y 1678. Los versos pertenecen a I, 147. Trad.:

«Donde entidades y quididad vuelan los espíritus de cuerpos difuntos.» 15 Herder se refiere a la pregunta dirigida a Ariosto por el car­ denal Este. Véase el tomo I de W erke (edición de Suphan), p. 265. 16 Las citas están tomadas, con alguna ligera modificación, de Crítica de la razón pura, B 183-184, Alfaguara, pp. 186-187. 17 Monte más elevado (1.142 m.) de la cordillera del Harz, en la República Democrática Alemana. 18 S X X I, 117-124. 79 S X X I, 207-209. 20 S X X I, 211-212. 21 S X X I, 221-222. 22 S X X I, 251-252. 23 S X X I, 267-269.

15^ 9

INDICE ONOMASTICO En este índice no se incluyen ni la Introducción ni las notas del traductor. Los números en cursiva indican la página en la que el nom­ bre lleva nota del traductor. Abbt, 55 Abisinia, 30 Abrahám, 74, 297 Adán, 50, 181 Adriano, 3 4 8 Africa, 30, 218 Agamenón, 13, 14, 16 Agathon, 42 d’Aguesseau, 90, 110 Alejandría, 319 Alemania, 30, 40, 43, 44, 47, 52, 65, 79, 80, 89, 105, 106, 107, 235, 248, 358 d’Alembert, 2 6 , 86, 87, 106, 319, 338 Algarotti, 9 7 Amazonas, 138, 187, 228 América, 30, 83, 85, 86, 201, 218 Amor, 290 Amynt, 6 Aníbal, 13 Apeles, 248 Apolo, 3, 72, 167, 240, 329, 363 Apolo Esmínteo, 3 Aquiles, 7, 14 Arabia, 30, 42, 217, 346 d’Argens, 80 Ariosto, 115 Aristarco, 9 6 Aristóteles, 119 , 205, 253, 254, 255, 256, 257, 259, 260, 262, 269, 297, 346, 348, 351, 352,

388, 389, 420 Arnauld, 69 Arnim, 22 Arnould, 87 Arquíloco, 4 Asbiern Prude, 18 Asia, 30, 32, 83, 86, 94, 218, 228, 275, 287, 297 Asiria, 79, 85 Aspasia, 238, 25 8 , 337, 358 Astrea, 258 Atenas, 451 Atlántico, 306 Aurora, 36 Ayax, 14

Babel, 37 Babut, 110 , 111, 117 Baco, 214 Bacon, Francis, 57 , 59, 60, 77, 168, 389 Bacon, Roger, 321 Bâltico, 83 Bancquo, 264 Barantola, 187 Barnier, 3 6 Bartholini, 240 Basedow, 51 Batteux, 102 Baumeister, 49 Baumgarten, 4 Bayle, 303 Beaumelle, 2 6

460

Belloy, 102 Berens, 8 3 , 107 Berlín, 156 Benserade, 9 4 , 102 Benson, 113 Bentley, 9 7 Bernouilli, 39 Bishop, 238 Blackwell, 2 8 6 Boccaccio, 6 5 , 115 Bodmer, 101 Boerhaave, 113 Bolinbrocke, 89 Bonnet, 175 Borgia, César, 359 Bornholm, 81 Bouguer, 39 Boulanger, 279, 281 Bourdaloue, 6 5 , 337 Bossuet, 5 5 , 65, 69, 86, 89, 91, 98, 102, 337 Boysen, 5 5 Brasil, 84, 137, 141 Brébeuf, 9 4 , 102 Brocken, 415 Brown, 4 4 , 173 Brucker, 4 2 Bruto, 270, 329 Busching, 4 7 , 52, 53, 71 Buffon, 2 6 , 49, 50, 53, 69, 106, 166, 175, 196, 352 Cabo de Buena Esperanza, 30 Caen, 94 Caifás, 3 59 la Caille, 2 6 , 39 Caín, 1 1 , 5 2 Calvino, 4 0 , 76, 83 Caribe, 137, 214 Carpzow, 5 6 Carril, 22 Casio, 263 Castor, 35 Catón, 6 5 , 329 Catulo, 71 Caylus, 5 Cervantes, 38 Cerceau, 102 César, Julio, 103, 265, 270, 297 Charlevoix, 141, 242 Chateaubrun, 5

INDICE ONOMASTICO

Chaumont, 138 de la Chaussée, 1 0 4 . Cheselden, 166 China, 30, 32, 79, 228, 285 Chipre, 94 Christ, 96 Cicerón, 6 5 , 71, 72, 102, 108, 336, 420 Clarke, 47 , 95, 414 Claudio, 4 Clelia, 258 Clément, 70 , 88, 89, 100, 102, 104, 107, 117, 128 Colchis, 288 Colden, 2 4 2 Colma, 21 Colón, 30, 115 la Combe, 26 de la Condamine, 138 , 187, 193, 214, 228 Condillac, 89 , 143, 144, 145, 172, 175, 231 Copenhague, 105, 107 Córcega, 332 Cordelia, 269 Corneille, 87, 94, 101, 102, 104, 251, 256, 258, 337 Cortona, 86 Coyer, 26 Cramer, 106 Crébiüon, 2 6 , 69, 90, 98, 258 Crisòstomo, 112 Crousaz, 303 Crusius, 96 Curdo, 71 Curlandia, 47, 76, 77 Dacier, 16 Damm, 36 Daniel, 74 Danzig, 81 David, 52 Demócrito, 3 Demóstenes, 6 5 , 102, 228, 337 Denis, 23 5 , 237, 239, 241, 242 Descartes, 3 9 , 90, 321, 420 Desdémona, 263 Diderot, 86 , 102, 106, 114, 140, 167, 303 Dietrich, 228 Dinamarca, 40, 76, 83, 92

INDICE ONOMASTICO

Diodoro, 145 Diomedes, 14 Dios, 137, 140, 160, 161, 164, 167, 168, 169, 185, 186, 189, 217, 229, 230, 231, 260, 261, 266, 276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 284, 299, 304, 306, 316, 332, 339, 341, 342, 343, 344, 348, 349, 362, 365, 366 Dodsley, 5 4 , 238, 241 Donat, 6 3 Duelos, 26, 69, 106 Dürer, 113 Eberhard, 374 Ecolampadio, 76 Edén, 30 Egeria, 146 Egipto, 30, 32, 42, 79, 85, 228, 283, 284, 285, 290, 292, 307, 317, 348 Ehlers, 4 7 Ela, 18 Elias, 52 Elíseo, 72, 289 Emilio, 4 7 Enrique, 265 Epaminondas, 3 5 8 Ernesti, 59, 63, 95, 96 Escandinavia, 241 Escocia, 76 Esdras, 74 Esopo, 164 España, 83, 87, 88, 115 Esquilo, 10, 252, 253, 254 Estáñelo, 14 Ester, 74 Estobeo, 2 7 0 Estor, 66 Etruria, 32 Eufrates, 283 Euler, 26, 39, 57, 80 Euménides, 10 , 41 Eurípides, 1 01 , 251, 253, 254 Europa, 30, 77, 81, 83, 84, 85, 94, 107, 115, 163, 255, 256, 285, 289, 312, 314, 320, 322, 325, 326, 331, 332, 333, 334, 335, 336, 339, 346, 347, 350, 356, 363, 364 Ezequiel, 74

461

Febo, 35 Fénelon, 69 Fenicia, 30, 32 Ficino, Marsilio, 3 4 8 Fidias, 22 8 Filoctetes, 5 , 8, 9, 10, 11, 133, 208, 337 Fingal, 20, 22, 212, 214, 239, 24 1 , 244 Fléchier, 89 , 98, 102 Fleming, 2 4 8 Florencia, 91 La Fontaine, 115 Fontenelle, 69, 80, 88, 90, 94, 98, 102, 116, 118, 128 Formey, 80 Forster, 44 Fortinbrás, 265 Francia, 40, 43, 44, 47, 50, 76, 79, 80, 83, 86, 87, 88, 89, 92, 94 97, 103, 104, 106, 107, 108, 115, 256 Franke, 4 7 Fréron, 70, 107 Frisia, 84

Galileo, 3 0 , 115, 321 Ganges, 283 Garrick, 9, 271 Gaul, 241 Gatterer, 5 5 , 65 Geliert, 66 Gerstenberg, 4 4 , 106 Gesner, 60 , 96 Gleim, 128 Gloster, 262 Goguet, 55 La Grange, 80 Grecia, 20, 21, 30, 32, 35, 55, 77, 79, 85, 86, 89, 95, 108, 141, 228, 252, 259, 286, 289, 290, 291, 292, 297, 307, 317, 346, 348, 356 Gresset, 8 8 , 95, 104 Groenlandia, 217, 224 Qryphius, 2 4 8 Guericke, 112 Guigne, 3 0 , 32, 55 Guinea, 217 Gustavo Adolfo, 362

462

Haco, 241 Häberlin, 55 Hagedorn, 119 du Halde, 55 Halle, 58, 66, 72 Hamann, 106 Hamburgo, 81 Hamlet, 265 Hardt, 39 Harduin, 39 Harpe, 87 Havre, 94 Hecker, 47 Héctor, 14, 15, 135 Helsingoer, 105, 107 Helvetius, 100, 279, 281 Hénault, 26 Hercules, 214 Herei, 97 Hermann, 228 Hermes, 121 Heródoto, 37, 65, 72 Heyne, 97 Hickes, 241 Hipócrates, 352 Hobbes, 218 Hoffmann, 49 Hofmann, 269 Holanda, 39, 40, 52, 76, 83, 84, 85, 89, 95, 97 Home, 260, 269 Homero, 4, 5, 6, 7, 12, 13, 14, 15, 35, 36, 37, 72, 95, 96, 108, 128, 226, 244, 247, 248, 255, 346, 348 Horacio, 71, 72, 97, 119, 165 Horacio (personaje), 265 Huarte, 126 Huch, 4 Hudemann, 11 Hume, 26, 39, 55, 58, 65, 78, 301, 303, 313, 319, 333, 335, 336, 337, 338, 379, 380 Hungría, 77 Hurd, 260, 313, 336

Iglesia, 312, 316 Ihre, 30 Iliso, 4 India, 30, 32, 37, 84, 292, 364

INDICE ONOMASTICO

Inglaterra, 40, 43, 47, 76, 79, 83, 84, 85, 86, 89, 92, 94, 97, 242, 332, 355 Ión, 95 Irlanda, 332 Isaías, 74 Iselin, 42, 313, 319 Islandia, 241 Italia, 30, 40, 43, 70, 86, 87, 88, 94, 97, 115, 346 Jacob, 74 Japón, 79 Jenofonte, 65, 72, 101, 337, 351 Jerusalén, 348 Jesucristo, 50, 51, 52, 110, 329 Job, 39, 42 Johnson, 260 Jonás, 35 José, 52 Josué, 74 Judea, 42, 46, 308 Juliano, 308, 311, 348 Júpiter, 6, 13, 35, 352 Justi, 80 Jutlandia, 76 Juvenal, 71 Kämpfer, 55 Kästner, 26, 29, 57, 65, 166 Kaisersber, 415 Kamchatka, 364 Kampenhausen, 76, 83 Kant, 59, 375 Keill, 26 Kent, 269 Kepler, 112 Kiel, 106 Kirchner, 286 Kleist, 6, 110, 235 Klopstock, 39, 96, 105, 127, 188, 235, 236 Klotz, 4, 15, 96, 97, 106, 115 Knowall, 151 Koch, 115 König, 90 Königsberg, 117 Kurisches Haff, 40 Laertes, 265 Lalage, 6

463

INDICE ONOMASTICO

Lambert, 39, 65, 137 Lambin, 97 Lancelot, 246, 270 Laocoonte, 3, 5, 6, 7, 8, 11 Laponia, 187, 217, 224 Lasitau, 242 Laura, 172 Lear, 261, 262, 265, 269 Leda, 329 Leibniz, 39, 44, 80, 91, 113, 172, 297, 303, 321, 373, 374, 375, 405, 414, 420 Leonidas, 297 Lerys, 141, 191 Lessing, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 11, 12, 15, 16, 18, 20, 21, 244, 248, 256, 265 Leuctra, 358 Libano, 86, 288, 292 Licurgo, 76, 243, 355 Lindinger, 54 Lindner, 66 Linguet, 26, 55 Linneo, 203 Lipsio, 248 Lisboa, 364 Livio, Tito, 65, 71, 337 Livonia, 40, 41, 43, 47 Locke, 44, 47, 78, 80, 113, 373, 374 Lodbrog, Regner, 17, 81, 241 Logau, 248 de la Loubere, 138, 193 Loyola, Ignacio de, 358 Lubeck, 81 Lucano, 102 Luciano, 36, 72 Lucrecio, 71 Ludolf, 30 Lulli, 88 Luis X IV , 36, 87, 92, 103, 337, 356, 363 Lutero, 40, 51, 52, 56, 112, 320, 321, 358, 362 Mably, 55, 58, 78, 92 Macaon, 352 Macbeth, 264 Macduff, 264 Macfarlan, 239 Macpherson, 236, 239, 242

Mahoma, 268 Malaquías, 74 Malherbe, 94 Mallet, 17, 55 Mandeville, 37 Maquiavelo, 65, 80, 115, 359 des Marais, 69 Marcell, 244 Marcial, 71 Mar del Norte, 306 Maria, 74 Marianas, 214 Marigny, 55 Mariotte, 26 Marmontel, 87, 98, 102, 106,

110 Mar Negro, 77, 306 Marot, 94, 102 Marte, 9, 13, 14, 15 Maupertuis, 26, 32, 57, 80, 89, 126, 145, 187 May, 66 Mazarino, 88 Meca, 86 Media, 85 Mediterráneo, 287, 306 Mehegan, 55 Menelao, 14 Mengs, 228 Mercurio, 167 Michaelis, 32, 56, 59, 74, 80,

112 Millar, 335 Minerva, 6, 146 Moser, 44 Moisés, 31, 32, 74, 105, 112, 128, 221 Moisés (Mendelssohn), 39, 44 Moldavia, 78 Moldenhawer, 56 Molière, 26, 88 Montaigne, 96, 117, 121, 303 Montesquieu, 26, 44, 47, 55, 58, 78, 79, 80, 86, 87, 89, 91, 92, 94, 97, 99, 101, 103, 112, 119, 279, 281, 324, 348, 349 Morellet, 83 Mornis, 241 Mosheim, 42 Müller, 78

464

INDICE ONOMASTICO

Nania, 238 Nantes, 108, 110, 115 Ñapóles, 94 Nehemías, 74 Neoptolemo, 9, 10 Nepote, Cornelio, 65, 71 Nerón, 81 Newton, 26, 29, 30, 57, 78, 90, 286, 352 Nilo, 283, 284, 285 Ninon, 26 Nollet, 26, 29, 50, 69 Normandia, 94 Norteamérica, 138, 169, 182, 241, 242 Noruega, 40, 76 Nueva Zembla, 364 Numa, 246 Núremberg, 124

Odín, 17, 18, 19, 241 Ofelia, 265 Olaus, 80, 81, 243 Olimpia, 289 Olimpo, 164 Opite, 248 Orfeo, 35, 36, 37 Oriente, 182, 280, 283, 285, 287, 290, 307, 316, 356 D ’Origni, 286 Orinoco, 214 Osa, 329 Oscar, 239 Ossián, 22, 112, 212, 214, 235, 236, 237, 239, 240, 242, 243, 244, 247, 248 Otelo, 262, 263, 265 Ovidio, 71 Oxus, 283

Paimbeuf, 105, 108 Países Bajos, 76 Palas, 13 Pándaro, 14 Pandora, 349 París, 89, 106, 107, 328 Pascal, 65, 112 Pedro I, 33, 34, 362

284, 345,

220, 241,

Pellón, 329 Penelope, 303 Peredes, 12, 15 Pergolesi, 237 Peringskiold, 240 Perron, 94 Persia, 30, 79, 85 Persio, 71, 102 Perú, 186, 187 Petrarca, 115, 121, 172 Petronio, 5 Picart, 54 Pindaro, 35, 36, 37, 96 Pirro, 80 Pitágoras, 74 de la Place, 107 Platón, 39, 65, 95, 117, 121, 197, 285, 336, 346, 348, 351, 355 Plinio, 72, 351, 352 Pococke, 55 Polidoro, 6, 12 Poliziano, 115 Polonia, 47, 77, 91 Polonio, 270 Pólux, 35 Pomerania, 40 Pontoppidan, 30 Poole, 112, 113 Pope, 178, 260 Portugal, 83, 84 Prémontval, 80 Príamo, 16 Prideaux, 55 Prometeo, 165, 254 Proteo, 217, 303, 333 Prusia, 40, 76, 78, 79, 80, 92 Pütter, 66

Quijote, Don, 38 Quinault, 88

Racine, 86, 101, 102, 256, 337 Rafael, 248 Ramler, 97 Ramsay, 101 Rasle, 138 Ratisbona, 66 Réaumur, 53

INDICE ONOMASTICO

Reimarus, 53, 59, 146 Reinhard, 80, 87 Reiske, 96 Resewitz, 44, 105 Resnel, 193 Restaut, 69 Ricardo, 265, 270 Richardson, 44 Richelieu, 80, 92 Riga, 25, 47, 78, 81, 83, 92, 107, 116 Rin, 105 Rinathoma, 244 Robertson, 301, 313, 319, 333 Robinson Crusoe, 121 Rochefoucault, 91 Rodrigo, 263 Rosei, 53 Roger, 242 Rollin, 55 Roma, 55, 71, 79, 81, 85, 89, 91, 92, 293, 294, 305, 316; 317, 319, 346, 356 Romeo, 266 Roskilde, 241 . Rostcrane, 241 Rothe, 49 Rouen, 94 Rousseau, 42, 45, 47, 54, 60, 65, 69, 78, 87, 90, 96, 97, 98, 100, 112, 144, 145, 154, 158, 163, 172, 192, 209, 211, 212, 213, 243, 364 Ruhig, 244 Ruhnken, 97 Rusia, 33, 47, 77, 78, 79, 85, 92, 94

Sadoleto, 5, 8 Saintfoix, 101, 103 Salustio, 71 Samuel, 74 San Petersburgo, 79 Sannazaro, 70, 96 Sarpedón, 15 Sarrasin, 94 Saturno, 225 Scaldaspiller, 241 Scaliger, 127, 136 Schildrick, 20, 21

465

.

Schlözer, 78 Schröck, 112 Schultens, 183 Schwarz, Berthold, 113 Schwarz, J. C., 83 Scudéry, 94, 102 Scultetus, 248 Search, 151 Segrais, 94 Semiramis, 265 Séneca, 102 Sévigné, 26, 69 Shakespeare, 89, 237, 246, 251, 259, 260, 261, 263, 264, 265, 266, 268, 269, 270 Shaftesbury, 44, 96, 121, 285 Shandy, Walter, 116 Shandy, Tristram, 108 Shaw, 55, 137 Siam, 37, 186, 193 Sicilia, 94 Silesia, 80 Simon, 112 Skill, 81 Smith, 166 Smollet, 108 Socrates, 117, 350, 351, 358, 366 Sófocles, 5, 8, 10, 11, 12, 96, 101, 251, 252, 253, 254, 255, 257, 258, 260, 265, 266, 269 Solón, 76, 329 Sonnenfels, 101 Spalding, 44 Spanheim, 36 Spence, 5 Spinoza, 266 Starke, 32 Sterne, 44 St. Marc, 26 St. Real, 26 Sturz, 106 Suecia, 40, 76, 78, 79, 80, 81, 83, 91, 92 Süssmüch, 137, 145, 158, 159, 160, 185, 189, 193, 203 Sully, 90 Sulzer, 57, 60, 180 Swammerdam, 53 Swedenborg, 188

INDICE ONOMASTICO

466 Swift, 117 Sydenham, 113

Tácito, 72, 305 Tartaria, 32 Tartini, 113 Tasso, 113 Tavernier, 3 3 Temple, 360 Teniers, 1 03 , 108 Tespis, 234 Terrasson, 101 Tersites, 9 6 Tesch, 83 Teseo, 321 Thomas, 9 0 , 91, 106, 110 Thou, 63 Tíber, 319 Tibulo, 71 Timberlake, 242 Tirteo, 9 7 Tolomeos, 3 4 8 Tooke, 391 Torricelli, 2 6 Toscana, 55 Tournefort, 3 0 Trouin, 90 Troya, 13, 214, 244, 291 Trublet, 91 Tschirnhausen, 63 Turquía, 92

Ucrania, 77, 79 Ulises, 4, 10, 14 Urfé, 2 3 8 Uthal, 144

Vega, Garcilaso de la, 138 , 193, 244 Velly, 2 6 Venecia, 319 Venus, 12, 14, 15, 35, 290 Verel, 2 4 0 Vespucio, 113 Vida, 70 , 96 Vinvela, 20, 21 Virgilio, 3 , 6 , 8, 36, 71, 72, 293 Vitruvio, 143 Voltaire, 26 , 55, 69, 70, 78, 80, 86, 87, 88, 90, 95, 97, 98, 102, 104, 115, 128, 243, 251, 256, 257, 258, 279, 281, 286, 301, 303, 313, 332, 337, 338, 364 Warburton, 269 Wasa, Gustavo, 81 Webb, 2 8 6 Weisse, 9 7 Wieland, 4 4 , 101, 238 Wille, 106 , 107 Willebrandt, 81 Winckelmann, 3 , 5, 6, 7, 8, 11, 12, 55, 65, 101, 286 Wisby, 81 Wolff, 63 , 80, 91, 113, 159 Wood, 2 4 4 , 286 Worm, 2 4 0 , 241 Yago, 263 Yorik, 103 Zelmire, 105 Zeus, 35 Zenon, 3 4 8 Zuinglio, 4 0 , 76, 83

ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES GRAFICOS DE GREFOL, S. A., POLIG. DE LA FUENSANTA, MOSTOLES, MADRID, EN EL MES DE AGOSTO DE 1982

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