Hubert Benoit - Soltar (ebook)

Hubert Benoit SOLTAR TEORÍA Y PRÁCTICA DEL DESAPEGO SEGÚN EL ZEN Título original: Lâcher prise: théorie et pratique d

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Hubert Benoit

SOLTAR TEORÍA Y PRÁCTICA DEL DESAPEGO SEGÚN EL ZEN

Título original: Lâcher prise: théorie et pratique du détachement selon le Zen. Primera edición: La Colombe. Editions du Vieux Colombier, Paris, 1954. © de la traducción, Diego Zeziola 2019. Se ha intentado por todos los medios contactar a los propietarios de los derechos de traducción de la obra original. El editor agradecerá lo notifiquen para rectificar cualquier omisión. Todos los derechos reservados. Cualquier distribución, reproducción, comunicación o transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento solo podrá realizarse con la autorización escrita de los titulares del copyright. Contacto: [email protected]

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PRÓLOGO ............................................................................................................................................................. 4 PREFACIO............................................................................................................................................................. 5 PRIMERA PARTE .............................................................................................................................................. 7 CAPÍTULO 1. LA PREPARACIÓN PROGRESIVA PARA LA ILUMINACIÓN SÚBITA ................. 7 CAPÍTULO 2. PERCEPCIÓN EXTERIOR Y PERCEPCIÓN INTERIOR. SENSACIÓN Y SENTIMIENTO..................................................................................................................................................18 CAPÍTULO 3. ‘EXPERIMENTAR’ ................................................................................................................23 CAPÍTULO 4. LA VOLUNTAD DE EXPERIMENTAR. SU NATURALEZA CONTRADICTORIA ................................................................................................................................................................................29 CAPÍTULO 5.......................................................................................................................................................35 EL NACIMIENTO DEL PENSAR..................................................................................................................35 CAPÍTULO 6. PENSAMIENTO SENSORIAL Y PENSAMIENTO INTELECTUAL. EL PENSAMIENTO CONSCIENTE IMPARCIAL...........................................................................................47 SEGUNDA PARTE ............................................................................................................................................58 CAPÍTULO 1. LOS TRES PLANOS CÓSMICOS .......................................................................................59 CAPÍTULO 2. EL COMBATE DE LA VIDA HUMANA...........................................................................68 CAPÍTULO 3. LA IDEA DE PERFECCIÓN ................................................................................................83 CAPÍTULO 4. EL HOMBRE DESGARRADO ............................................................................................91 CAPÍTULO 5. EL ILUSORIO ‘ENIGMA’ DE LA MUERTE....................................................................99 CAPÍTULO 6. EL TÉRMINO DE LA BÚSQUEDA INTELECTUAL ................................................. 106 TERCERA PARTE.......................................................................................................................................... 111 CAPÍTULO 1. LA JERARQUÍA PSICOMOTRIZ .................................................................................... 112 CAPÍTULO 2. LA ESTRUCTURA TOTAL DEL HOMBRE ................................................................. 121 CAPÍTULO 3. LA ESTRUCTURA DEL MUNDO VERBAL ................................................................ 127 CAPÍTULO 4. LOS DOS AUTOMATISMOS DE LA MENTE ............................................................. 133 CAPÍTULO 5. LA ‘PALABRA’..................................................................................................................... 138 CAPÍTULO 6. LAS ASOCIACIONES DE IDEAS .................................................................................... 143 CAPÍTULO 7. LA EXPRESIÓN DEL PENSAMIENTO ........................................................................ 148 CAPÍTULO 8. NATURALEZA HIPNÓTICA DE NUESTRA ATENCIÓN ACTUAL .................... 152 CAPÍTULO 9. EL LENGUAJE NO-CONVERGENTE............................................................................ 156 CAPÍTULO 10. EL LENGUAJE NO-CONVERGENTE (continuación) ......................................... 161 CAPÍTULO 11. LOS MÉTODOS ESPIRITUALES ................................................................................ 166 CAPÍTULO 12. LA APROXIMACIÓN DEL SATORI............................................................................ 170 CAPÍTULO 13. CONDICIONES REQUERIDAS PARA LA EFICACIA DEL ‘CONTRA-TRABAJO INTERIOR’ ....................................................................................................................................................... 174 EL TRABAJO DEL DOCTOR HUBERT BENOIT, por Margaret J. Rioch .................................... 181 PALABRAS DE HUBERT BENOIT. Transcripción de charlas de 1972 a 1975 ..................... 192 BIBLIOGRAFÍA DE HUBERT BENOIT .................................................................................................. 219

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PRÓLOGO

La próxima aparición de Buda, prevista por las escrituras budistas (Puranas) bajo el nombre de Maitreya, buda de la compasión, no necesariamente debe tomar la forma de un ser humano. Antes de morir, el Bienaventurado declaró que legaba a la posteridad la DOCTRINA; e insistió en el hecho de que había que considerar esta Doctrina y no su persona. Exhortó a cada ser humano a realizar en sí mismo la luz de la consciencia. Una doctrina puede, al igual que un ser humano, elevarse al rango y a la dignidad de una Encarnación. Si la noción teológica y puránica de Encarnación se aplica a las Personas que aportan a sus semejantes ‘sabiduría y salud’, no es contrario a la tradición considerar la Revelación misma como una Persona encarnada en una Doctrina. Vistos de esta manera, el Mahabharata, el Ramayana y las mitologías budistas (Puranas) son Encarnaciones que revisten la dignidad de entidades vivas. Buda expresó la Verdad para que los hombres sean iluminados por la comprensión y no para que se apeguen a su persona. La Doctrina es la Revelación. La Doctrina es la Encarnación. Los budistas Mahayana esperan la reencarnación del Bhagavan Buda bajo la forma del Señor Maitreya. Nosotros, que creemos en la preeminencia de la Doctrina, declaramos con certeza que el libro actual del doctor Hubert Benoit es el más notable comentario de la Doctrina tal como la expuso la escuela Mahayana bajo su forma china de budismo Zen. La Doctrina contenida en este libro puede realmente considerarse como el cumplimiento de la promesa en la que muchos hombres depositan su esperanza, como la venida del Señor Maitreya. La obra que leerá es uno de los documentos maravillosos a los que uno desea un público universal. La felicidad de penetrar una doctrina tal es para mí el privilegio de una vida humana. Swami Siddheswarananda

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PREFACIO

Este libro es la culminación de los estudios que componen La doctrina suprema. Pese a su forma teórica, esos estudios perseguían un fin práctico; cuando se trata de la realización humana, el fin de toda teoría es esencialmente práctico. Sin embargo, La doctrina suprema no alcanzaba a resolver la cuestión de una técnica que llevara a cabo el ‘soltar’. No sabía entonces si una técnica tal era posible o si la comprensión intuitiva bastaba. Desde entonces, adquirí la convicción de que debe intervenir un ‘ejercicio’ especial para actualizar nuestra comprensión. La tercera parte del presente trabajo está enteramente consagrada a este ejercicio, al análisis del lenguaje – análisis en el cual se basa el ejercicio– y a las condiciones requeridas para su eficacia. Las dos primeras partes constituyen largos preámbulos, pero su lectura es del todo necesaria para comprender el final del libro. La concepción del Zen sobre la realización es tan chocante para nuestras opiniones habituales que he creído necesario reunir todas las perspectivas capaces de sostenerla.

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO 1 LA PREPARACIÓN PROGRESIVA PARA LA ILUMINACIÓN SÚBITA

En nuestro estado habitual de desarrollo, vivimos necesariamente nuestra situación de cara al mundo exterior según una interpretación que la vuelve un doloroso impasse. Por falta de suficiente comprensión, la perspectiva que tenemos de nuestra situación nos genera un ‘problema’ insoluble. No es una manera particular de vivir lo que constituye el impasse, sino la ignorancia en la cual se llevan a cabo todas las maneras posibles de vivir. Por lo tanto, es utópico buscar una forma de vida que sea la solución. En la situación en la que estamos, no podemos ni avanzar ni retroceder. Sin embargo, como reza un proverbio chino: ‘Donde hay un impasse, hay una salida’. Porque el impasse mismo es la salida; porque la realización total del impasse destruye su falsa apariencia. Mientras se lo plantee, el ‘problema’ es insoluble. Hay una solución, pero no es la solución al ‘problema’; es la percepción

de que en realidad nunca hubo un problema. Me interesa por lo tanto abandonar la búsqueda de nuevos comportamientos ‘liberadores’ y profundizar mi comprensión. Quiero intentar ver el impasse para ver que no existe. Usando todas las ideas que han despertado en mi mente las enseñanzas metafísicas, quiero volver al gran ‘problema’ de mi situación ante el mundo exterior, ya no para resolverlo, sino para reconsiderarlo por completo. Tan pronto como evoco mi situación de cara al mundo exterior, se me presentan ideas a examinar sobre la percepción y la atención. Dado que mi perspectiva actual de esta situación es imperfecta, mi percepción del mundo y mi atención al mundo también son imperfectas. ¿Cómo puedo concebir la percepción perfecta, la atención sin error, que me permitiría ‘eliminar por completo en un instante la cueva de fantasmas’? Pero, antes que nada, ¿en qué consisten en general la percepción y la atención? Percibo conscientemente un objeto; estoy atento a él. En realidad, no percibo el objeto tal como es en sí, en su totalidad que manifiesta el Absoluto. Percibo una representación mental elaborada en mí al contacto con este objeto exterior que estimula mis órganos sensoriales. Sin embargo, lo que percibo no deja de estar relacionado con la realidad del objeto exterior. Mi representación mental imita ciertos aspectos de esta realidad, es decir que se adecua parcialmente al objeto exterior. Además, la experiencia me prueba que mi imagen del objeto es de uso práctico y que no yerro al actuar como si fuera una imagen verdadera. La relación que existe entre mi imagen percibida del objeto y el objeto real es comparable a la relación que existe entre una sección de un volumen y el volumen en sí: la sección no es idéntica al volumen, pero se adecua parcialmente a él; me informa sobre el volumen de modo imperfecto pero verdadero. La adecuación parcial de mi imagen mental a la realidad del objeto supone una identidad de estructura entre el objeto y yo. Si el contacto con el objeto, a través de mis órganos sensoriales, despierta en mi mente una imagen adecuada, es debido a un fenómeno de resonancia que supone un acuerdo estructural entre el objeto y yo. Si produzco la nota ‘la’ cerca de un violín, solo empezará a vibrar por resonancia la cuerda que emite la nota ‘la’. Lo que emana de un objeto y estimula mis órganos sensoriales despierta en mí una vibración mental compleja

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que está en concordancia con la emanación. El objeto desata la aparición de esta vibración en mí, pero no la produce. La vibración existía previamente en mí y el objeto solo la despertó o actualizó. Pero si bien mi percepción del objeto supone una identidad de estructura entre mí y el objeto, yo no percibo esta identidad. Todo sucede como si yo no ofreciera mi centro. Mi respuesta a la emanación del objeto es superficial, parcial; no me brinda más que una consciencia parcial del objeto y de mí mismo. La situación podría ser diferente. Si yo estuviera totalmente abierto a la emanación del objeto, sería en mi centro mismo donde se produciría el fenómeno de resonancia, en ese centro donde reside la misma y única Realidad que reside también en el centro del objeto. La imagen que se formaría entonces en mí sería totalmente adecuada al objeto; mi percepción del objeto sería al mismo tiempo percepción del objeto total, de mí yo total, y de la hipóstasis que nos hace idénticos bajo nuestras diferencias. Mi percepción ordinaria no es esa. Está ausente la hipóstasis que podría mantener la identidad en la discriminación. A falta de esta hipóstasis, la identidaden-la-discriminación se escinde en discriminación e identificación. La discriminación entre el objeto y yo corresponde a todo lo que falta en mi imagen parcialmente adecuada; el objeto, en cuanto que se me escapa su totalidad, me es extraño. Y la identidad, no percibida, es reemplazada por una fusión de los dos polos sujeto-objeto, es decir, por una identificación. En la percepción ordinaria, me identifico con un objeto cuya realidad se me escapa, así como se me escapa también mi propia realidad. Dije que podría ofrecer mi centro al fenómeno de resonancia pero que no lo hago. También se puede decir que el mundo exterior se ofrece a desencadenar en mí una resonancia total pero que la rechazo. ¿A qué corresponde este rechazo? A mi reivindicación fundamental de ser-absolutamente-en-cuanto-distinto. Según mi óptica ilusoria actual, existe un antagonismo entre mí y el mundo exterior puesto que este, por tener ciertos aspectos, amenaza con destruir mi ser individual. Según esta visión, el mundo exterior es en potencia un No-Yo, un adversario irreductible. Enfrentado a él, pretendo que no es y que yo sí soy. Pretendo, como ser distinto, ser el Absoluto, permanente, inmutable, no condicionado. Sin duda, estoy inevitablemente condicionado en cierta medida por el mundo exterior, pero mi pretensión absoluta está a salvo mientras me rehúse a dar mi centro a este condicionamiento; estoy dispuesto a entrar en resonancia parcial o periférica con la estimulación del mundo exterior, pero no en resonancia total o central. Si de hecho admito estar parcialmente condicionado por el mundo exterior, es porque no veo la percepción como un condicionamiento del mundo a mí, sino como una posibilidad de que yo condicione al mundo. No considero mi conocimiento perceptivo del objeto como una identidad entre el objeto y yo (lo cual aniquilaría mi pretensión de ser-en-cuanto-distinto) sino como una superioridad mía sobre el objeto. Cuando compro una corbata, no veo que la corbata me elije tanto como yo la elijo a ella; veo solo que yo la elijo, de modo de preservar mi visión de mí no condicionado. En toda percepción, el mundo me conoce al mismo tiempo que yo lo conozco, pero no quiero ver esta percepción más que como un conocimiento mío del mundo, es decir como una posibilidad para mí de condicionar el mundo, es decir como una prueba de mi poder. La pérdida de una posibilidad perceptiva, la pérdida de la vista por ejemplo, se siente

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como una negación, lo cual demuestra bien que gozar de vista se sentía como una afirmación, como un poder de condicionar el mundo exterior. Hay otra manera en la que llego a interpretar mi condicionamiento parcial, en la percepción, como una afirmación de mi ser distinto. Al animar una parte de mí, el mundo exterior hace que yo me conozca, me da cierta consciencia de mí mismo. Capto la imagen que el mundo suscita en mí y, como esta es un aspecto de mí, me capto en ella. En la impresión que obtengo de lo que sucede en mí, elimino el papel que juega el mundo exterior; no veo que el mundo y yo nos creamos mutuamente en perfecto pie de igualdad; solo me veo crearme a mí mismo; me veo condicionar yo mi propia realización y usar para ello el mundo como un simple instrumento. Volvamos ahora a la atención. La atención perfecta puede definirse así: el acto por el cual, en respuesta al ofrecimiento del mundo exterior, espero (j’attends) la aparición de la consciencia total y simultánea del mundo exterior y de mí mismo. Esta atención perfecta sería a la vez activa y pasiva, ya que sería la aceptación de un regalo ofrecido; me abriría activamente a una acción venida de fuera; elegiría abrirme sin elegir a qué me abro. Pero mi atención, tal como opera en mi actitud actual de oposición al No-Yo, es necesariamente imperfecta. Es apertura de mi periferia, pero cierre de mi centro. Me rehúso a esta interpenetración completa del mundo exterior y de mí mismo que podría ser la percepción perfectamente atenta. Debido a que ignoro la identidad central de los dos polos sujeto-objeto, esta interpenetración me parece una negación recíproca: comer-ser comido. Ahora bien, quiero comerme el mundo exterior sin ser comido por él. Por lo tanto, solo me abro al mundo en cuanto considero mi penetración concomitante en él. Solo dejo que el mundo venga a mí para captarlo, como la araña con su presa. Me identifico con tal aspecto del mundo solo para incorporarlo en mí. Mi atención actual no es solo espera ( attente) sino también tensión; es comparable no a una mano abierta e inmóvil, lista para recibir, sino a una mano que se lanza y capta la presa esperada. Con esta actitud, mi atención es necesariamente parcial. Solo mi centro es universal y por consiguiente está en armonía con todos los aspectos del Universo; mi periferia es personal, está estructurada de manera particular, armoniza de manera selectiva con ciertos aspectos del mundo exterior. Como le deniego mi centro al fenómeno de resonancia, mi atención está al servicio de mis afinidades personales. La atención perfecta sería la atención a todos los aspectos del mundo exterior cuyas emanaciones me llegan al mismo tiempo; por el contrario, la atención imperfecta me pone en relación consciente con un solo aspecto, más o menos complejo pero único, del mundo exterior; es lo que se expresa corrientemente al decir que uno no puede prestar atención a más de una cosa a la vez. Veamos ahora más de cerca en qué consiste la denegación de mi centro, su cierre al mundo exterior. La emanación que viene a mí desde el objeto, a través de mis órganos sensoriales, desencadena en mí el fenómeno de resonancia; puede describirse como una corriente de energía cósmica que une dos polos, el objeto y yo. Pero es debido a nuestros centros que el objeto y yo somos dos polos. La corriente cósmica de la percepción toca necesariamente mi centro. La denegación de la que hablamos no consiste en que mi centro quede fuera del circuito, sino en que la corriente no se consuma y, por el contrario, sea desviada, reenviada hacia

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mi periferia. La corriente desviada se consume en una imagen, aspecto parcial y periférico de mi ser que juega así, anormalmente, el papel de polo o centro. Mi verdadero centro no cumple su función; esta función, en cambio, la cumple un punto excentrado de mí mismo. Así sucede mi identificación con una imagen. Esta forma de representar lo que sucede en mí durante mi atención ordinaria da cuenta de dos aspectos, el de la ‘espera’ y el de la ‘tensión’, que hemos señalado: la parte del circuito que une el centro del objeto a mi verdadero centro corresponde a la espera, a la apertura, a la descontracción; el final del circuito, que va de mi verdadero centro a un falso centro periférico, corresponde a la tensión, al cierre, a la contracción. Si solo sucediera la primera parte, la percepción sería iluminación; debido a que se agrega la segunda parte, la percepción se vuelve obnubilación, falsa interpretación, ‘Maya’. A la segunda parte del circuito, refractada de mi verdadero centro sobre un centro ilusorio, está ligada mi afectividad. Toda percepción consciente me afecta

en mi totalidad porque la corriente cósmica que sostiene este fenómeno pasa por mi centro en lugar de consumirse allí. Si mi centro aceptara esta energía que le llega, no se vería afectado, pues esta energía es suya, ya que el centro del objeto y mi propio centro son idénticos. Y cuando soy afectado al atravesarme la energía cósmica, no es esta energía propiamente lo que me afecta sino el dualismo desgarrador de mi aceptación y mi rechazo. El dualismo desgarrador no reside, como suelo creer, entre el objeto exterior y yo; reside por completo en mí, entre mi verdadero centro, que no asume su función, y mi falso centro periférico, que asume indebidamente esta función. Cuando me afecta con fuerza tal o cual incidente de mi vida, me siento como desplazado interiormente, ‘fuera de mí’, y es solo tras un tiempo más o menos largo que me ‘reestablezco’ en mí mismo. Esta intuición interior justa corresponde a la tensión de la que hablamos entre el centro verdadero y el falso. Lo que me desplazó así no fue la cosa percibida, sino la concomitancia en mí de mi apertura y de mi cierre a la emanación del mundo exterior. Esta representación del circuito perceptivo en dos segmentos, uno centrípeto y el otro centrífugo, nos permite comprender mejor lo que nos enseña el Zen. El Zen nos dice que ya estamos en el estado de satori pero que nuestra agitación nos impide darnos cuenta de ello. El segmento centrípeto de la percepción representa la percepción perfecta, iluminante, la del satori; y podemos ver que este segmento ya existe de hecho en nosotros. En resumen, no nos falta nada de lo que debe suceder normalmente en nosotros; pero estamos afligidos porque sucede algo de más, una complicación inútil, representada por el segmento centrífugo. Nuestra aflicción no es que nos cerramos en lugar de abrirnos, que rechazamos en lugar de aceptar, sino que sobreañadimos el cierre a la apertura, el rechazo a la aceptación. No tenemos que hacer algo que ahora omitimos, sino neutralizar algo que hacemos de más. Ahora podemos profundizar el estudio de la atención. Tras distinguir la atención perfecta y la imperfecta, podemos descubrir, en la atención imperfecta ordinaria, una nueva discriminación. La atención imperfecta es el acto por el cual espero y capto la aparición de una consciencia parcial del mundo y de mí mismo. La imagen que percibo del objeto es comparable, como dijimos, a una sección plana del volumen del objeto. Y mi imagen mental, calcada de esta imagen del objeto, es comparable a una sección plana del volumen de mi ser. La adecuación parcial que existe entre el

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objeto y yo, en la percepción, consiste en la identidad de estas dos secciones. Estas dos secciones, la del objeto y la de mi ser, coinciden, y es por ello que hemos podido decir que la percepción implica una interpenetración del mundo exterior y de mí mismo. Pero esta coincidencia entre la imagen exterior y la imagen interior se puede producir de dos maneras opuestas: o bien la imagen exterior condiciona la aparición de la imagen interior, o bien la imagen interior condiciona la aparición de la imagen exterior. Ya hemos descrito la primera manera; estudiemos ahora la segunda. Antes que nada debemos precisar que nos ocuparemos aquí solo de la atención-percepción que resulta en una imagen nueva, que establece un puente parcial nuevo entre el mundo exterior y nosotros. Dejamos de lado las imágenes antiguas acumuladas en nuestra memoria, trazas mnémicas de puentes de otrora. Cuando fantaseo, mi film imaginativo se compone de imágenes que ya no podemos denominar ni exteriores ni interiores; son a la vez ambas y ni lo uno ni lo otro. También puedo ver el contenido de mi memoria como la sumatoria de todas las secciones realizadas en mi volumen, es decir, como el material ofrecido a la integración de mi Realidad. Estudiemos entonces la atención-percepción que resulta en una imagen nueva en el caso en que la imagen interior condiciona la imagen exterior. Denominamos a esta atención ‘creadora’, en oposición a la atención ‘receptora’ que vimos anteriormente. En la atención receptora había, como dijimos, espera descontraída y tensión contraída; precisemos ahora que la descontracción precedía, condicionaba la contracción; primero me abría al objeto exterior que observaba, luego captaba la imagen que se formaba en mi mente. En la atención creadora, el proceso es más complejo y comienza de forma inversa: la contracción precede la relajación. Veámoslo: busco la solución de un problema, es decir que busco salir de una confusión; ¿qué hago? Primero, capto todos los elementos que distingo en la confusión a ordenar; es decir, planteo mi problema, formulo sus términos. Esta operación mental es un esfuerzo de contracción. Luego, ceso este esfuerzo y, como si olvidara súbitamente y dejara lo que capté, espero en un esfuerzo de relajación mental; si no aparece nada, volveré a contraer y a relajar. Finalmente, la solución llega. Si me observo con cuidado, veo que la solución me llega en la relajación y que su llegada en sí es relajación. Podría quedarme ahí, sabiendo que la solución está, sin captarla. En general, la capto al formularla en palabras, mediante un esfuerzo mental que es de nuevo un esfuerzo de contracción; pero insistamos sobre el hecho de que mi captación del descubrimiento no es el descubrimiento en sí, pues este implica por el contrario una relajación. Capto mi pensamiento en las palabras, en un esfuerzo de contracción; pero, antes de esta captación, mi pensamiento nace en la relajación y sin palabras. Una vez que he formulado mi descubrimiento, que lo he podido expresar oralmente o por escrito, hay una imagen exterior, que podrá ser objeto de la atención receptora de otro. Pero esta imagen exterior apareció en el mundo por el fenómeno de resonancia, en respuesta a una imagen interior que había en mí. El circuito energético fue de mí hacia el mundo. Mientras que, en la atención receptora, tomaba conciencia de mí al tomar conciencia del mundo, en la atención creadora tomo conciencia del mundo al tomar conciencia de mí. Estas dos modalidades de mi atención ordinaria me dan cierto conocimiento de mí mismo y del mundo, es decir un conocimiento de ciertos aspectos de la

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Realidad. Pero estos aspectos son siempre particulares, representados por imágenes particulares. Así pues, la atención ordinaria, que supone siempre un sujeto y un objeto, no puede darme en ningún caso el conocimiento total. ¿Qué otra atención debe intervenir? Hemos visto que, en mi pretensión de ser-absolutamente-en-cuantodistinto, rechazo ser condicionado en mi centro por el mundo exterior. No me doy cuenta de que este condicionamiento central no es nada que temer, pues el centro del mundo exterior condicionante y mi centro condicionado son uno en la Realidad principal. Mi condicionamiento total o central no podría ser una restricción porque el dualismo sobre el cual descansa toda restricción imaginable estaría conciliado en él. El hombre que, al momento del satori, ‘suelta’ y se deja condicionar totalmente, percibe que la oposición Yo–No-Yo jamás existió y que todo en el Universo, incluido él mismo, ha sido siempre perfectamente libre; se siente libre en la obediencia a la naturaleza de las cosas porque el Principio de esta naturaleza de las cosas es su propio Principio. En mi estado actual, sé teóricamente lo que acabo de explicar, pero no lo comprendo con todo mi ser; cuando dejo de pensar metafísicamente para regresar a la vida, todo sucede en mí como si no hubiera comprendido nada; la oposición Yo–No-Yo está presente, me hace ver mi condicionamiento central por parte del mundo exterior como la destrucción de mi Ser por el Ser del mundo, es decir como mi No-Ser. Con todas mis fuerzas, rechazo este condicionamiento central, rechazo ser afectado en mi centro por el mundo exterior. Mi ignorancia tiene una consecuencia se diría trágica y al mismo tiempo cómica: mientras que mi apertura a mi condicionamiento central por parte del mundo me revelaría como perfectamente libre y no afectado, mi rechazo de este condicionamiento –que creo debe de afectarme hasta el abatimiento– hace que me vea afectado. El gesto por el cual esquivo una espada que creo ver cayéndome directamente en la cabeza crea una espada de Damocles imaginaria que siento siempre encima de mí, suspendida de un hilo de resistencia variable; de allí las fluctuaciones de mi afectividad, que van desde el terror (cuando el hilo me parece fino) a la arrogancia (cuando el hilo me parece sólido). Al ver que es precisamente nuestro rechazo de ser afectados lo que desencadena toda nuestra afectividad, podemos interpretar correctamente nuestra curiosa actitud ambivalente hacia nuestra afectividad. Si por un lado abomino la perspectiva de ser afectado totalmente, por el otro me gusta ser afectado parcialmente. A primera vista, esto podría sorprendernos ya que ser afectado parcialmente no es, en definitiva, sino un mal menor comparado con ser afectado totalmente. Pero mi condicionamiento central por parte del mundo exterior lo supongo tan aterrador –de hecho, es el peor de los miedos que puede concebir un ser humano– que todo lo que acompañe la neutralización de este horror lo siento como bueno. Mi condicionamiento central no es visto como cierto mal frente al que mi condicionamiento parcial no sería sino un mal menor; mi condicionamiento central es visto como un mal infinito, como ‘el Mal’, el No-Ser; comparado con este imaginario negativo infinito, todo lo que me defiende de él me parece positivo; todo lo que parece liberarme del No-Ser se me presenta necesariamente como Ser. Es por eso que concedo tanto valor a mi vida afectiva. Aunque tal fenómeno afectivo me parezca muy desagradable, incluso odioso, me aferro fuertemente a

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mi afectividad. Cuanto más vibro afectivamente, más me siento ‘vivir’; contemplar la detención de toda vibración afectiva me parece la muerte. Sin duda podría suceder que, tras un período en el que vibré demasiado fuerte y demasiado tiempo, me refugie en un estado de anestesia, una suerte de muerte provisoria; pero, cuando recupero mis fuerzas, me ofrezco de nuevo a la vibración afectiva ‘vivificante’. En resumen, me habitan dos parcialidades contradictorias: profundamente, de forma implícita, desde una perspectiva de totalidad, rechazo todo condicionamiento, toda ‘afectación’ que me genere el mundo exterior. Superficialmente, de forma explícita, desde una perspectiva parcial, aspiro a ser condicionado y me gusta mi afectividad. Vivo en función de dos juicios contradictorios: el juicio implícito que asimila al No-Ser mi posibilidad de ser afectado y el juicio explícito que asimila esta posibilidad al Ser. Esta contradicción se traduce, en mi psicología concreta, en la doble y utópica nostalgia de devenir cada vez más insensible al sufrimiento y cada vez más sensible a la dicha. Examinemos de cerca esta nostalgia. Deseo la impasibilidad ante el mundo en cuanto este me puede negar y la sensibilidad ante el mundo en cuanto me puede afirmar. Proyecto fuera, así, una contradicción que es en realidad interior. Así proyectada, la contradicción es inconciliable: los aspectos afirmativos y negadores del mundo estarán siempre opuestos en una perspectiva que justamente los opone. Si quiero llegar un día a una conciliación de esta contradicción interior, debo reformularla en su origen. Al abandonar la distinción dicha-sufrimiento y reunir ambos términos bajo el término único de emoción, veo que mi contradicción es la siguiente: quiero, a la vez, devenir impasible a toda emoción y sentir cada vez más emoción. Hay, de hecho, una posibilidad teórica de conciliación: quiero experimentar (pues experimentar me hace sentir mi ser, me afirma) sin desplazarme interiormente (pues este desplazamiento niega mi ser autónomo). En otro estudio [La doctrina suprema], establecimos la distinción entre ‘emoción’ y ‘estado emotivo’, y dijimos que el hombre del satori tiene emociones sin estados emotivos; este hombre siente sin ser afectado, siente sin ser desplazado interiormente. Pero el estado de satori es solo teórico para mí hoy; no puedo esforzarme de modo práctico hacia esta sensibilidad impasible; tal como soy ahora, soy incapaz de tener la menor emoción sin un estado emotivo correspondiente, es decir, incapaz de experimentar afectivamente sea lo que sea sin un desplazamiento interior. Lo que se me propone en la práctica tiene la forma de un dilema: o bien experimento y entonces necesariamente soy desplazado de mi centro; o bien no soy desplazado de mi centro pero entonces no experimento nada. Este dilema lo vivo de hecho, pero esto no alcanza para lograr su resolución. Hace falta que lo viva conscientemente, pues solo nuestra intuición intelectual puede superar, al conciliarlas, nuestras aparentes contradicciones. Pero hasta el momento, nunca viví conscientemente este dilema; siempre he querido experimentar, nunca no experimentar. Me ha sucedido a menudo no querer experimentar esto o aquello, pero siempre con la voluntad de experimentar lo contrario; por ejemplo, he rechazado la agitación interior, pero entonces he querido experimentar la calma; nunca he querido no experimentar y punto, rechazando todas las cosas particulares propuestas a mi sentimiento. Como en mi concepción explícita identifico experimentar con ‘vivir’, y no experimentar con ‘no vivir’, siempre he querido ‘vivir’, nunca ‘no vivir’.

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A riesgo de repetirnos, insistamos sobre esta parte de nuestra exposición porque es esencial. En mi psicología concreta, vivo conscientemente un dilema insoluble: quiero vivir los aspectos positivos de la vida y no quiero vivir sus aspectos negativos. Este dilema es insoluble porque está proyectado en el mundo exterior y situado así fuera de mí. Pero este dilema es la expresión falaz del verdadero dilema: quiero experimentar la vida sean cuales sean sus aspectos y al mismo tiempo no quiero experimentar la vida sean cuales sean sus aspectos. Y este verdadero dilema puede resolverse porque sus dos términos se sitúan en mí. Hasta ahora no ha sido resuelto porque mientras que su primer término es consciente, su segundo término siempre ha permanecido inconsciente. Nunca hasta ahora he reconocido mi rechazo de experimentar sea lo que sea, es decir, según mi perspectiva actual, mi rechazo de ‘vivir’. Reconozco ahora la existencia de mi rechazo de vivir. Comprendo que este rechazo no es el deseo de mi muerte psicológica; es el deseo de un estado en el que mi organismo funcionaría con todas sus percepciones sensoriales, pero en el que yo no experimentaría nada bajo el ángulo de la ‘afirmación o negación de mi Ego’, es decir, ninguna vibración afectiva, ningún sentimiento. Es el deseo de un estado en el que yo sería como un autómata a quien nada la importara personalmente. No digo que este rechazo de experimentar sea más sabio que la voluntad de experimentar; no es ni más sabio ni más insensato. Es el segundo polo de una actitud dualista en la que, al ver la vida bajo el ángulo ilusorio de mi afirmaciónen-cuanto-distinto, estoy constreñido a apreciar y detestar a la vez este falso rostro de la vida. Si deseo ver un día el verdadero rostro de mi vida, no debo reemplazar mi deseo de experimentar por mi rechazo de experimentar, sino realizar conscientemente mi rechazo a la vez que continúo realizando conscientemente mi deseo. Jamás hasta ahora he adherido a mi vida realmente; la he reivindicado explícitamente y la he rechazado implícitamente; ahora debo rechazarla y desearla explícitamente para conseguir un día adherir a ella. Tras esta comprensión, aparece en mí algo nuevo: junto a mi voluntad de experimentar, mi rechazo consciente de experimentar. Pero aunque este rechazo es nuevo en cuanto consciente, no es realmente nuevo, siempre ha habitado en mí. Cuando yo era desplazado por lo que experimentaba, había siempre en mí una resistencia a este desplazamiento, y es por eso que me sentía agitado por un conflicto interior. La ‘fluctuación del alma’ de la que habla Spinoza supone estos dos polos, mi deseo y mi rechazo de experimentar. Pero esta resistencia era solo una reacción, era como un contraataque enteramente condicionado por el ataque. De los dos adversarios, uno era siempre ofensivo, el otro siempre defensivo. Así, este dualismo no podía llevar a un equilibrio simétrico que activara la conciliación. El reconocimiento consciente de mi rechazo de experimentar permite por fin un reencuentro constructivo. Pero mi reconocimiento consciente de mi rechazo de experimentar, aunque permita por fin un reencuentro constructivo, no basta para organizarlo. Hace falta además que yo comprenda cómo realizar mi voluntad de no experimentar. ¿Voy a hacer esfuerzos, en el transcurso de mi vida cotidiana, para permanecer impasible? Si obrara así, sería para experimentar que no experimento, lo cual no cambiaría en nada mi actitud habitual de ‘querer experimentar’. De hecho, la cuestión de ‘cómo realizar nuestra voluntad de no experimentar’ constituye el difícil problema al cual se dedica todo este libro. Nos es imposible

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responderlo de inmediato. Es necesario un largo trabajo de limpieza antes de poder exponer la técnica del ‘contra-trabajo interior’. Hemos visto que nuestro hábito actual de ‘querer experimentar’ está íntimamente ligado a la forma en que funciona nuestra atención. Se trata pues de descubrir cómo hacer funcionar en nosotros una nueva atención. Por el momento, todo lo que podemos decir sobre el tema es que, en la atención ordinaria, era una imagen la que condicionaba la atención, y esta a la vez condicionaba un querer. En la nueva atención, no será igual; esta vez, habrá primero un querer, la voluntad de no experimentar; luego esta voluntad condicionará la nueva atención; y esta condicionará finalmente su imagen. Podemos denominar esta nueva atención, la inversa a la atención ordinaria, ‘contra-atención’. Precisemos una vez más que esta contra-atención no será de ningún modo la atención perfecta; no tenderá hacia lo que el Zen llama la ‘visión de la propia naturaleza’; no será un esfuerzo por ‘abrir el tercer ojo’; será solo el polo antagónico y complementario de la atención ordinaria ya presente en nosotros; será el polo cuyo desarrollo consciente es necesario para equilibrar la atención ordinaria; será tan imperfecta, tan parcial como la atención ordinaria. Pero el día en que esta contra-atención imperfecta haya alcanzado su desarrollo completo frente a la atención ordinaria imperfecta, el equilibrio obtenido permitirá la aparición de la atención perfecta y esta sí será ‘la visión de la propia naturaleza’, ‘la apertura del tercer ojo’, revelación de nuestra identidad con el mundo exterior. El desarrollo de esta contra-atención que es el rechazo consciente de experimentar constituye el trabajo preparatorio para el satori, trabajo cuya necesidad el Zen reconoce; trabajo que no es una realización progresiva del estado de satori, sino una preparación progresiva para la revelación abrupta de este estado. Veamos cómo este método no pertenece a la categoría de ‘hacer algo para liberarse’ sino a la categoría de ‘no hacer’. Los ‘espiritualistas’ oponen la vida del hombre que trabaja interiormente por su liberación a la vida del hombre medio que, según ellos, no haría ningún trabajo interior de este orden. Esta oposición es errónea. La única diferencia real entre estos dos hombres es que el primero explicita su intención de una realización total mientras que el segundo no la explicita. Pero todo hombre trabaja, se dé cuenta o no, para llenar su falta fundamental, para resolver el problema de su condición insatisfecha, para salir del dilema del Ser y la Nada, para alcanzar, mediante una absolución definitiva, el cese de su proceso interior. Todo lo que hace el hombre aspira a compensar una desarmonía fundamental; busca, a través de todas sus acciones, sentimientos y pensamientos, la consumación armónica de sí mismo. Todas las tentativas humanas quieren ser armonizantes. Que un hombre busque su armonía mediante la obtención de dinero, de poder, de placeres corporales y mentales, o de la gloria, o del amor a otros, o de estados de consciencia dichos ‘superiores’, en el fondo poco importa; todo hombre tiende a salir del dualismo afirmación-negación buscando una afirmación que sea entera y definitivamente victoriosa sobre la negación. Todo hombre hace un trabajo

interior incesante en vistas a su liberación, sea cual sea la modalidad bajo la cual se presenta ese trabajo; y no puede siquiera hacer otra cosa. El Zen nos dice que es precisamente esta actividad ‘liberadora’ constante lo que nos impide ver que somos libres; fundada sobre la ilusión de que somos esclavos, esta actividad consolida día tras día la ilusión que implica. El Zen nos

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muestra que descubriremos nuestra libertad en el instante en que al fin dejemos de hacer un trabajo interior para liberarnos. Pero tampoco nos dice: ‘Dejad de hacer todo trabajo interior liberador’, pues eso nos resulta imposible; todo esfuerzo en ese sentido solo llevaría a modificar la modalidad del trabajo interior. No podemos suprimir nuestro trabajo interior ‘liberador’ pues este trabajo es toda nuestra vida actual. Y además, hemos comprendido que no hay nada que suprimir en nosotros, sino que todo está por cumplirse; el ‘error’ no tiene ninguna existencia positiva, no es sino una palabra que indica la manifestación incompleta de la verdad. No hemos de abandonar nuestro trabajo interior, sea cual sea su modalidad; hemos de edificar ante él su antagonista y complemento, un contra-trabajo interior. Y este contra-trabajo realizará nuestro rechazo consciente de experimentar. Sea cual sea la compensación, grosera o ‘espiritual’, a través de la que un hombre trabaja para su liberación, esta pertenece siempre al dominio del ‘querer experimentar’. Tiende siempre hacia una experiencia, es decir, hacia ‘experimentar algo’. En su límite, en las concentraciones ‘espirituales’ más sutiles, se trata de experimentar ‘nada en absoluto’, lo cual sigue siendo radicalmente lo inverso de ‘no experimentar’. Todo trabajo interior ‘liberador’ conduce en resumen a querer experimentar tal o cual cosa; el contra-trabajo que es necesario desarrollar para equilibrarnos y ofrecernos a la revelación de nuestra libertad debe comprenderse como este ‘noquerer experimentar’ del que hablamos ahora. Este es el querer que representa el trabajo preparatorio para el satori, trabajo zen del tipo ‘no hacer’. Más precisamente, el trabajo preparatorio para el satori comprende dos aspectos: uno de ellos ya está naturalmente realizado en nosotros, es el ‘hacer’ que representa nuestro trabajo interior compensador; es nuestra manera de vivir habitual, manera que sigue, en todas sus modalidades, el ‘querer experimentar’. El otro aspecto no está naturalmente realizado en nosotros y solo aparece en función de una comprensión metafísica; es el ‘no hacer’ que representa la voluntad de no experimentar. Cuando el Zen afirma que el trabajo preparatorio para el satori es del tipo ‘no hacer’, está desatendiendo el aspecto del ‘hacer’ ya realizado y solo se ocupa del otro aspecto. Por el contrario, alude al aspecto del ‘hacer’ cuando dice: ‘Cuando tengo hambre, como’. Aquí, intentamos mostrar la necesidad de ambos aspectos: nuestra armonía ternaria implica la confrontación en pie de igualdad de ambos polos inferiores. Veamos bajo otros ángulos el juego de esta ley fundamental en nuestra preparación para el satori. En el transcurso de mi vida habitual que se desarrolla según el ‘hacer’, el ‘querer experimentar’, soy ávido y reivindicador de la afirmación de mi Ego; aunque el juego de mi atención sea alternativamente de contracción y relajación, mi actitud general es de contracción permanente. 1 Cuando me ejercito en ‘no-querer experimentar’, ¿puedo decir que estoy relajado? Claro que no. Mi actitud esta vez es de una contracción inversa a la precedente; puedo llamarla una ‘contra-contracción’. Y solo cuando el desarrollo de la contracontracción sea igual al de la contracción aparecerá la relajación, el ‘soltar’ del que nos habla el Zen. El ‘soltar’ no es nada en lo que me pueda ejercitar; debo

1 De la misma manera, en el músculo contraído, cada fibra muscular individual pasa sin cesar por alternancias de contracción y descontracción.

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ejercitarme en la no-voluntad de experimentar, lo cual es muy diferente, para conseguir un día ‘soltar’. La idea de rebeldía impregna el pensamiento filosófico de nuestra época. Examinemos cómo aparece aquí. Mi ‘querer experimentar’, que es reivindicación de la afirmación, es una actitud habitual de rebeldía ante el eventual No-Yo, ante mi eventual condena en mi juicio interior. Los esfuerzos de aceptación pueden paliar más o menos la angustia de esta rebeldía natural, pero no sabrían neutralizarla. La no-voluntad de experimentar no es una aceptación; al contrario, corresponde a una actitud de no rebelarme ya contra el No-Yo, sino contra la rebeldía anterior que me hacía considerar todavía este No-Yo; me rebelo, no ya contra el eventual resultado desdichado de mi ‘juicio’, sino contra el ‘juicio’ mismo, o más bien contra mi aceptación de este ‘juicio’. La no-voluntad de experimentar es una ‘contra-rebeldía’ que equilibra la rebeldía y permite la aparición ulterior de la aceptación. El Vedanta nos dice que podemos ser ‘el espectador del espectáculo’. Pero no podemos hacer ningún esfuerzo directo en este sentido. En cuanto quiero experimentar, en cuanto funciona en mí la atención ordinaria, me identifico con los objetos, es decir que soy un espectáculo sin espectador. En cuanto no quiero experimentar, soy al contrario un espectador sin espectáculo; y esta actitud complementaria es necesaria para que pueda un día ser ‘el espectador del espectáculo’. En conjunto, el ‘no-querer experimentar’ que se desarrolla frente al ‘querer experimentar’ no disminuye a este último, sino que lo realiza al respaldarlo con su contradicción complementaria. Hemos dicho antes que somos desdichados porque sucede en nosotros algo de más, una complicación inútil. Pero no podemos quitarnos esta complicación. Debemos edificar una contra-complicación que equilibre la primera. Este desarrollo progresivo del ‘no-querer experimentar’ frente al ‘querer experimentar’ plantea el problema principal de nuestra vida pues, desde nuestra perspectiva actual, equivale a organizar el reencuentro de nuestro ‘querer vivir’ y de nuestro ‘no-querer vivir’.

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CAPÍTULO 2 PERCEPCIÓN EXTERIOR Y PERCEPCIÓN INTERIOR. SENSACIÓN Y SENTIMIENTO

He comprendido que el trabajo interior que llevo a cabo, desde que existo, contra mi condición angustiada, es justo pero insuficiente. Es necesario un ‘contratrabajo’ para equilibrar este trabajo y neutralizar mi ilusoria esclavitud. He comprendido al mismo tiempo que este contra-trabajo consiste en realizar poco a poco la consciencia de mi voluntad de no experimentar. Para alcanzar esta realización, debo primero comprender en qué consiste este ‘experimentar’ que quiero y que no quiero. Pero estudiar el ‘experimentar’ supone –más adelante veremos por qué– establecer una distinción importante a la que ahora hemos de dedicarnos. Se trata de la distinción entre percepción exterior y percepción interior, entre ‘sensación’ (sentir) y ‘sentimiento’ (ressentir). Estoy en la montaña, delante de un vasto paisaje. Miro el paisaje y me invade una gran alegría. Dos percepciones coexisten en mí, la percepción visual del lugar y la percepción de mi alegría. Estas dos percepciones son dos fenómenos psicológicos diferentes. Cuando veo el paisaje, se trata de esta percepción sensorial que hemos dicho que es la elaboración en mí, por resonancia, de una imagen mental que reproduce ciertos aspectos del objeto exterior. Esta percepción me informa objetivamente sobre el mundo exterior; así pues, aunque la imagen percibida sea una imagen fabricada en mi mente, la llamaremos percepción exterior. Esta depende en parte del mundo exterior, de la estructura de este mundo. Diez hombres con ojos en estado funcional satisfactorio tienen la misma percepción exterior del paisaje; todos los hombres ven que tal pico es más alto que aquel, todos ven que el cielo está despejado, están de acuerdo sobre la presencia de un arroyo aquí, de una casa allá, etc... Mi percepción de mi alegría es de otro tipo; es personal. Un amigo que me acompaña siente, ante la amplitud del paisaje, una angustia aplastante. Otro amigo reconoce la belleza del paisaje pero no siente nada y encuentra absurdo que uno se exalte o deprima por las montañas. ¿Qué es entonces esta alegría que siento? ¿Cómo comprender este nuevo tipo de percepción, que llamaremos, por oposición a la primera, percepción interior? Nos ayudará aquí lo que hemos comprendido sobre la percepción exterior o sensorial. Esta, recordemos, implica un fenómeno de resonancia que conecta, en una vibración idéntica, al objeto exterior y a mí gracias a la identidad esencial de nuestra estructura. Precisemos que esta estructura, que descubro en mí a propósito de la percepción sensorial, no me distingue de otros hombres; se trata de una estructura general que caracteriza al ser humano. Percibo sensorialmente en cuanto soy el hombre primordial, prototípico, no en cuanto soy tal hombre particular. Es entre esta estructura humana general (de la cual participo) y la estructura del objeto exterior que hay una identidad esencial; como la cuchara de arcilla y la jarra de arcilla tienen, bajo sus diferentes formas, la misma estructura esencial de arcilla. El objeto y yo somos diferentes modalidades de la manifestación del Principio Absoluto, pero existimos en virtud de la misma manifestación del mismo Principio, y esta manifestación es la estructura cósmica fundamental que da identidad estructural a todo lo creado.

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La percepción interior consiste también en un fenómeno de resonancia que conecta, en una vibración idéntica, dos estructuras sostenidas por la misma identidad esencial. Pero esta vez los dos polos entre los que se produce el fenómeno de resonancia residen ambos en mí. El primer polo, o polo activador, no es ya una forma exterior, sino una imagen interior, la imagen fabricada por mi mente a partir de la percepción sensorial. Esta imagen, que es un aspecto de mi ser en cuanto soy un hombre en general, hace vibrar, por resonancia, mi ser en cuanto soy un hombre particular. El hombre personal, único, que soy, consiste en una estructura particular, diferente de mi estructura de hombre en general; ubicada en el corazón de mi estructura general, esta estructura personal emana de ella como mi estructura general emana de la naturaleza cósmica fundamental. Lo que me permite conocer la existencia y las características de esta estructura personal son justamente los fenómenos de resonancia que responden en mí a imágenes mentales. En primer lugar, descubro la existencia de esta estructura personal al constatar que la misma imagen sensorial puede producir, en mí y en otro, resonancias opuestas. Luego, descubro que esta estructura personal es de naturaleza dualista: en efecto, mis resonancias interiores se dividen en ‘agradables’ o ‘desagradables’, dicha o sufrimiento, con indiscutible evidencia. Algunas resonancias podrán ser inciertas, estar en la frontera de las dos partes estructurales, pero no hay duda alguna en cuanto a la naturaleza bipartita de mi estructura personal. Puedo expresar este dualismo de mis percepciones interiores diciendo que, cuando estoy feliz, hay un acuerdo entre mi imagen sensorial y mi estructura personal y, cuando sufro, hay un desacuerdo entre estos dos polos. Es imposible, sin embargo, concebir un fenómeno de resonancia que sea un desacuerdo. En realidad siempre hay acuerdo entre la imagen sensorial y mi estructura personal; el desacuerdo no está allí, sino entre las dos partes de esta estructura. Veámoslo más claramente. Mis percepciones interiores constituyen este dominio psíquico que puedo llamar el dominio de mis gustos y aversiones, de mis ‘me gusta’ y ‘no me gusta’, de las impresiones que tengo de ser afirmado o negado; en otras palabras, de mis afinidades positivas y negativas con el mundo exterior percibido a través de mis órganos sensoriales. Estas afinidades están constituidas por asociaciones que unen mis imágenes sensoriales a la imagen de la afirmación de mi existencia o de su negación. Estas asociaciones son en parte innatas, en parte adquiridas en el transcurso de las circunstancias de mi vida. Todo sucede como si hubiera en mí dos representaciones del mundo, una que contendría los aspectos del mundo asociados a la afirmación de mi existencia, la otra los aspectos asociados a la negación de mi existencia. Estas dos representaciones son como dos refracciones diferentes de mi percepción sensorial del mundo en el conjunto de mi ser personal. Podría decirse que una de las refracciones es positiva, la otra negativa; la primera constituye el mundo del ‘Yo’, la segunda el mundo del ‘No-Yo’. Cuando el mundo interior del ‘Yo’ entra en resonancia bajo el efecto de una imagen mental asociada a mi afirmación, siento esta vibración como una alegría; cuando al contrario mi mundo interior del ‘NoYo’ entra en resonancia bajo el efecto de una imagen mental asociada a mi negación, siento esta vibración como un sufrimiento. La composición de estos dos mundos interiores depende de asociaciones que pueden ser, como dijimos, innatas o adquiridas. Si un niño de cuatro años siente

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una gran alegría al oír música, si, como se dice, este niño es un músico nato, quiere decir que la música es una parte importante de su representación positiva del mundo; pero la música puede formar parte, más tarde, del mundo interior negativo de este mismo ser si se asocia a acontecimientos que lo niegan profundamente. Vemos que este mundo interior bipartito, que constituye mi estructura personal, no es sino mi memoria. Pero hay que comprender aquí esta noción de memoria en su acepción más amplia; desborda el marco de mi vida personal y se remonta a la vida de todos mis antepasados; nos topamos aquí con la ‘reminiscencia’ platónica. Cuando me encuentro por primera vez con un ser o en un lugar con los que estoy conectado por una afinidad positiva particularmente intensa, tengo la impresión de que conozco desde siempre a este ser o lugar y que ahora los vuelvo a encontrar. Mis imágenes mentales se sitúan entonces entre el mundo exterior no dualista y mi mundo interior dualista. Se producen por resonancia a partir de la excitación del mundo exterior. Luego emiten a su vez una excitación que hace vibrar por resonancia mi mundo interior, en su parte de ‘Yo’ o en su parte de ‘NoYo’, causándome alegría o sufrimiento. Existen dos fenómenos de resonancia, dos percepciones: la percepción sensorial o exterior que podemos llamar ‘sensación’ y la percepción interior que podemos llamar ‘sentimiento’. Las dos estructuras que entran en resonancia en el transcurso de ambas percepciones presentan grandes diferencias. Mi estructura humana general corresponde al Universo tal cual es, no dualista2; ella misma es pues no dualista y todos sus aspectos están unificados con armonía; soy yo en cuanto no soy distinto, en cuanto soy similar a todos los demás hombres. Es un microcosmos similar al macrocosmos, es el hombre primordial, réplica de toda la creación. Mi estructura personal, por el contrario, corresponde al mundo interior registrado en mi memoria, y este mundo es dualista, escindido en positivo y negativo; ella misma es pues dualista. Como no es una, los diversos aspectos de sus dos mitades no están unificados con armonía; es múltiple. Soy yo en cuanto quiero ser distinto. Psicológicamente, mi estructura personal corresponde a la multiplicidad de mis ‘yoes’, personajes diversos que no se conocen entre sí. Mi estructura humana general corresponde al ‘Yo’ único, no personal, que soporta a todos mis ‘yoes’. Mi estructura humana general soy yo en cuanto tengo sensación, es decir, en cuanto fabrico imágenes mentales a partir de formas exteriores o de imágenes mentales ya fabricadas. Mi estructura personal soy yo en cuanto tengo sentimiento, es decir, en cuanto tengo emociones a propósito de mis imágenes mentales. Mi estructura humana general corresponde a mi sistema cerebro-espinal, sistema que recibe las emanaciones del mundo exterior y elabora las imágenes mentales. Mi estructura personal corresponde a mi sistema nervioso vegetativo, también llamado autónomo (yo-en-cuanto-soy-distinto) o vago-simpático (dualismo); este sistema no se ocupa del mundo exterior sino únicamente de mi mundo interior; reacciona no al mundo exterior sino a los beneficios o las heridas que mi existencia recibe del mundo exterior, sea directamente o a través de mis imágenes mentales. No se debe confundir dualismo con dualidad. El Universo consta de una dualidad conciliada, Yin y Yang conciliados por Tao; pero, precisamente a causa de esta conciliación de Tao, esta dualidad no es un dualismo. 2

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Tengo pues dos cerebros: uno reunido, unificado en mi sistema cerebroespinal; el otro difuso, esparcido por todo mi organismo, íntimamente ligado a cada una de las innumerables células que componen mi cuerpo. Y estos dos cerebros son los aspectos materiales de mis dos estructuras; son los aparatos vibratorios que corresponden a mis dos tipos de resonancia perceptiva, a mi ‘sensación’ y mi ‘sentimiento’. Tras establecer la distinción entre percepción exterior y percepción interior, estudiemos con más detalle la percepción interior, el ‘sentimiento’. ¿Qué sucede en mí cuando siento una alegría o un sufrimiento? Esta percepción es muy diferente de la percepción sensorial. De hecho, en la percepción sensorial, había resonancia entre el mundo y mi organismo, entre el objeto exterior y yo, es decir entre dos criaturas distintas, cada una de las cuales constituye un todo armónico. La montaña que miro es un microcosmos al igual que yo, un microcosmos distinto del mío. Como esta montaña es verdaderamente distinta de mí, la imagen mental que ésta condiciona en mí por resonancia tiene una autonomía que me permite captarla. Por eso puedo decir que percibo sensorialmente (je sens) la montaña. Pero en la percepción interior que conduce a mi alegría, no hay resonancia entre dos microcosmos distintos; hay resonancia entre dos modalidades estructurales de un único microcosmos, de mi ser único. Mi imagen mental, distinta de mí en cuanto resultaba de la emanación del objeto exterior, ya no es distinta en cuanto que, captada por mí, excita ahora mi estructura personal. Así pues, la vibración de mi estructura personal, por resonancia con la imagen, no posee ninguna autonomía y por lo tanto no podría de ningún modo ser captada. La vibración de mi estructura general, en la sensación, estaba localizada en mí, de modo que esta parte vibrante, distinta de mi totalidad, existía para esta totalidad; yo-sujeto podía captar la imagen-objeto. Pero la vibración de mi estructura personal, en el sentimiento, no está localizada, toca todo mi ser; no queda nada de mí con relación a lo cual mi totalidad vibrante pueda existir. Así pues, me es imposible captar mi alegría. Mientras que puedo decir que percibí sensorialmente la montaña, no puedo decir que siento (je ressens) mi alegría. Si no puedo decir que siento mi alegría, ¿qué es entonces aquello de lo que tengo consciencia en ese momento? Encontraremos la respuesta en la frase corriente: ‘me siento alegre’. Cuando hay sentimiento, es de mí mismo que soy consciente, de mi organismo psicosomático. Si mi ‘sensación’ es consciencia de la existencia del mundo exterior, mi ‘sentimiento’ es consciencia de mi propia existencia. Esta consciencia de mi propia existencia, que ahora quiero estudiar, ha de estar bien definida. Es una consciencia global y sintética, no parcelaria ni analítica. No se trata de la consciencia objetiva que puedo tener de mi mano al observarla como observo un objeto cualquiera, ni de la consciencia que puedo tener de uno de mis fenómenos psíquicos al aislarlo del resto; no se trata tampoco de la consciencia que puedo tener de un dolor de estómago. Se trata de mi consciencia global de existir. Es una consciencia muy particular que, como se verá, debe entenderse como negativa; me informa, en efecto, sobre las variaciones cuantitativas de una opacidad que parece separar mi consciencia de la consciencia de sí misma; es decir, me indica en qué medida yo no me siento ‘ser’. Desarrollemos este punto delicado. Cuando estoy cansado, deprimido, en un estado ‘negativo’, siento mi organismo pesado, denso, opaco. Cuando estoy en buena forma, lleno de salud y de fuerza, siento mi organismo ligero, sutil,

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transparente. Si he fumado opio o consumido cocaína, mi organismo me parecerá tan ‘sutilizado’ que casi no lo sentiré; tendré la impresión de no ser sino un puro pensamiento; y al mismo tiempo me sentiré extraordinariamente alegre. En el transcurso de la serie subjetiva ascendente de estas tres experiencias, me he sentido cada vez menos como un organismo; mi cuerpo psíquico y mi pensamiento me han aparecido cada vez más transparentes y ligeros; mi consciencia de existir ha disminuido en intensidad; me he sentido cada vez menos como una persona distinta; mi cenestesia se ha manifestado cada vez menos (en francés se dice incluso: ‘estoy tan feliz que ni me siento’). A medida que mi cuerpo físico y mi pensamiento, al disminuir en opacidad, perdían realidad, mi consciencia, por el contrario, adquiría cada vez más realidad. Cuanto más rápidos, ligeros, sin importancia, irreales se volvían mis pensamientos, más real e importante parecía mi consciencia. Y al mismo tiempo, cuanto más real parecía mi consciencia, más me sentía yo ‘ser’, independientemente de mi cuerpo y de mi pensamiento. Habría podido decir, a la inversa de Descartes: ‘Ya no pienso, ergo soy’. ¿Cómo interpretar estos ‘datos inmediatos’ de mi consciencia? Hemos dicho que mi ‘sentimiento’ es la percepción de las variaciones de la consciencia que tengo de mi propio organismo, es decir de mi consciencia de existir como cuerpo físico y como pensamiento. Dado que mi cuerpo y mi pensamiento son los dos aspectos de la manifestación de mi ‘ser’, la percepción de su existencia es la percepción de la manifestación de mi ‘ser’. Ahora bien, cuanto más se sutiliza y se aligera la manifestación de mi ‘ser’, es decir, cuanto menos me siento existir, más tengo la impresión de ‘ser’ y más feliz me siento. Todo sucede pues como si mi consciencia de existir personalmente fuera el reflejo inverso de mi consciencia de ‘ser’; a menor ‘sentimiento’, mayor la impresión de acercarme al instante en el que sería consciente de ‘ser’, es decir del instante en el que mi consciencia tomaría consciencia de sí misma. Por eso hemos dicho que mi consciencia global de existir debía entenderse como negativa; me informa, no sobre mi ser, sino sobre las variaciones de una opacidad que parece separar mi consciencia de la consciencia de sí misma, que parece pues separarme de mi ‘ser’. La consciencia de la manifestación de mi Principio parece separarme de este Principio. Por el momento no podemos profundizar más, ya que nos falta trazar otra distinción que será el objeto del siguiente capítulo. El fin de nuestro estudio actual era establecer la existencia en nosotros de dos percepciones diferentes: la percepción sensorial, exterior, que nos brinda un conocimiento positivo del mundo; y la percepción interior, cenestésica, que parece brindarnos un conocimiento positivo de nuestra existencia pero que en realidad nos brinda un conocimiento negativo sobre la ausencia ilusoria de nuestro ‘ser’.

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CAPÍTULO 3 ‘EXPERIMENTAR’

La distinción que hemos establecido entre la ‘sensación’ y el ‘sentimiento’ nos permitirá abordar ahora el estudio del ‘experimentar’ (éprouver). Este proceso psicológico difiere de los otros dos, aunque está íntimamente relacionado con ellos. El sentido común confunde las tres nociones de ‘sensación’, ‘sentimiento’ y ‘experiencia’; prueba de ello es que las tres palabras se suelen usar indistintamente. Incluso el psicólogo, aunque distingue con facilidad la ‘experiencia’ de la percepción sensorial, está tentado de confundirla con la percepción interior. Sin embargo, la misma palabra ‘experiencia’ nos encamina hacia una justa distinción. Evoca las ideas de ‘experimento’, de ‘prueba’; ¿y para qué probaríamos algo si no fuera para evaluarlo, es decir para juzgarlo? ‘Experimentar’ no es tener una percepción, ni exterior ni interior; es hacer un juicio sobre tal aspecto del mundo exterior, que percibo, en función de mi ‘sentimiento’; es una evaluación de mi ‘sensación’ (y de la cosa percibida sensorialmente) en función de mi ‘sentimiento’. Es una operación intelectual por la cual evalúo tal percepción sensorial, es decir tal imagen mental, según la manera en que esta influye sobre mi consciencia de existir. Así pues, para retomar nuestro ejemplo, cuando veo la montaña y me siento alegre, no hay allí todavía un ‘experimentar’; pero cuando pienso: ‘La montaña es hermosa, me gusta la montaña’, entonces ‘experimento’. En esta operación intelectual que es el ‘experimentar’, debemos distinguir dos elementos: una asociación mental y un juicio propiamente dicho. Primero asocio mi imagen sensorial de la montaña a la modificación alegre de mi consciencia de existir; las asocio en una relación de causalidad; pienso que la montaña causa mi alegría. Luego, en virtud de esta asociación causal, decreto que la montaña es ‘buena’, es decir, como demostraremos más adelante, que la montaña ‘debe existir’. Teóricamente, estos dos elementos que coexisten en el ‘experimentar’ no son inseparables; el primero podría producirse sin el segundo. Yo podría asociar mentalmente la montaña a una alegría sin que eso conllevara un juicio que otorgara a la montaña un valor positivo. Podría ceñirme a pensar: ‘La imagen de la montaña me acerca a mi consciencia de ser y, por eso, me parece constructiva, positiva’. Podría pensar también: ‘La percepción sensorial de un chiquero maloliente me aleja de mi consciencia de ser y, por eso, me parece destructiva, negativa’. Es decir que la operación mental que asocia ‘sensación’ a ‘sentimiento’ podría no ser un juicio de lo que percibo; podría no ser un ‘probar algo’ y no llevar, por consiguiente, a conceder a la cosa percibida una etiqueta positiva o negativa, ‘bien’ o ‘mal’. Pero en la práctica es distinto y el juicio es inevitable. ¿Por qué? La razón no está en la experiencia misma de mi contacto con el mundo exterior; no está en los tres procesos, ‘sensación’-‘sentimiento’-‘experiencia’, que constituyen esta situación. Reside más allá, en ciertas convicciones implícitas, o ‘creencias’, o ‘falsas identificaciones’, que existen en mí y que son independientes de la situación. Estas

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‘creencias’ forman un encadenamiento, cuyos elementos enumeraremos en el orden en que se condicionan. El primer eslabón es mi convicción ilusoria de no ser más que mi propio organismo, es decir mi identificación exclusiva con mi organismo. Mi discriminación entre mi organismo y el resto del Universo establece dos términos que tomo por dos entidades mutuamente excluyentes de cara al Uno Absoluto; me identifico con mi organismo y no con el resto del Universo. La ilusión aquí no reside en mi identificación con mi organismo sino en su carácter exclusivo; la ilusión de mi creencia no consiste en creer que ‘Yo’ soy mi organismo, sino en creer que ‘Yo’ no puedo ser también el resto del Universo, cuando ‘Yo’, es decir mi Principio, es también el Principio de todo el Universo. Toda convicción ilusoria lo es por ser limitada, incompleta, e implicar una contra-convicción. Mi convicción ilusoria de no ser más que mi organismo es mi error (es decir, mi verdad incompleta) fundamental; es un aspecto de mi ‘pecado original’. Antes de pasar a otros eslabones de mi ignorancia, veamos que este error primordial es realmente, como dijimos, independiente de la experiencia. Sin embargo, se ha actualizado en mí a raíz de la experiencia; cuando yo estaba en el útero materno, no me identificaba exclusivamente con mi organismo más que de un modo virtual, pues el resto del Universo no existía para mí. Hizo falta que naciera y que experimentara el contacto del mundo exterior para que discriminara entre este mundo y mi organismo; es, por cierto, debido a la experiencia que se actualizó en mí la identificación exclusiva con mi organismo. Pero el contacto entre mi organismo y el mundo exterior fue una unión por resonancia en una identidad estructural; y esta unión no conllevaba en sí misma ninguna discriminación irreductible ni identificación exclusiva. Esta identificación apareció en mí como una interpretación de la experiencia y, aunque esta interpretación se efectuó a propósito de la experiencia, fue independiente de ella. Puede resultar extraña al sentido común la idea de que el recién nacido interprete la experiencia de sus primeros contactos con el mundo exterior. Es porque el sentido común confunde por error la actualización del pensamiento con su expresión. Sin desarrollar en profundidad esta importante cuestión, debemos abordarla aquí brevemente. Entre el Inconsciente principal, fuente intemporal de todo pensamiento, y el pensamiento consciente formulado en palabras, existe una operación mental que consiste en la actualización no formulada de tales o cuales pensamientos. El cerebro del recién nacido es, desde luego, incapaz de formular un pensamiento consciente, pero tiene todo lo necesario para que se actualicen en él los pensamientos más simples, es decir los más generales. ‘Hay algo además de mi organismo’ y ‘Yo soy mi organismo’ son dos pensamientos elementales que se actualizan en el cerebro recién nacido de un ser humano, incluso si el ser no tuviera jamás una formulación consciente a lo largo de su existencia posterior (al igual que se actualizan en el cerebro del animal, como lo muestra su comportamiento, aunque no puedan jamás tener una formulación consciente). Remarquemos que cuanto más elemental o general es un pensamiento, abarcante de una multitud de conceptos particulares, más fácil es de actualizar, pero más difícil de expresar de forma consciente. Todo recién nacido actualiza pensamientos metafísicos de una inmensa generalidad (como también lo hace el animal), pero pocos hombres adultos llegan a tomar consciencia de tales pensamientos. En la evolución del pensamiento del ser humano, la actualización no formulada de pensamientos se realiza desde los más generales hacia los más

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particulares, mientras que la formulación consciente de los pensamientos se realiza desde los más particulares hacia los más generales. Veamos todas las ‘creencias’ que se desencadenan una vez establecida esta interpretación errónea de la experiencia. Mi identificación exclusiva con mi organismo engendra en mí la hipótesis ilusoria de que ‘soy-absolutamente-encuanto-distinto’. De allí mi reivindicación de verificar esta hipótesis, es decir mi reivindicación de ‘tener la sensación de ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. De allí mi convicción ilusoria de que me falta algo esencial mientras esta reivindicación no esté satisfecha. De allí mi búsqueda necesaria de una experiencia que me proporcione la consciencia de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. De allí mi búsqueda necesaria de un contacto con el mundo exterior que me proporcione esta experiencia. De allí mi búsqueda necesaria de cierto aspecto del mundo exterior que se revele capaz de darme este contacto. De allí mi necesidad de evaluar, de experimentar los aspectos del mundo exterior para reconocer su aptitud para procurarme la consciencia que reivindico. Vemos cómo la necesidad de experimentar se encuentra al final de este largo encadenamiento de convicciones ilusorias. Todo sucede en mí como si yo debiera buscar, a través de la ‘experiencia’, un hipotético contacto con el mundo exterior que me diera la consciencia absoluta de mi ‘ser-en-cuanto-distinto’, es decir mi consciencia de ‘ser’, tal como la concibo hoy en día. Pronto usaremos todas estas nociones para mostrar que nuestro ‘experimentar’ es necesariamente, en nuestra condición actual, un juicio. Pero deseamos abrir un paréntesis y explicar por qué la búsqueda de nuestra consciencia de ‘ser-en-cuanto-distinto’ solo puede ser en vano. No es porque las premisas de esta búsqueda sean ilusorias. El carácter ilusorio de las premisas implica solo que el resultado también será ilusorio. Pero aunque las premisas me parezcan reales y el éxito de mi búsqueda me parezca tan real como estas, será un éxito para mí; es decir que, sin ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’, tendré la sensación de serlo. De hecho, no solo es evidente que no puedo ‘serabsolutamente-en-cuanto-distinto’, sino que ni siquiera puedo tener la sensación de serlo. En efecto, como hemos visto, tengo la impresión de acercarme a mi consciencia de ‘ser’ en la medida en que obtengo la disminución de mi consciencia de existir. Sin duda es posible, gracias a un estimulante material (opio) o sutil (una imagen mental suscitada con intensidad por un ejercicio de concentración), alcanzar un estado extático en el que queda abolida mi consciencia de existir y exaltada mi consciencia de ‘ser’. Pero siempre faltará algo para la satisfacción perfecta de mi reivindicación: la estabilidad de esta satisfacción. Puedo alcanzar tal estado pero no puedo permanecer en él definitivamente (lo que correspondería, en el tiempo, al carácter absoluto, es decir intemporal, de mi consciencia de ‘ser’). En efecto, o bien recaigo de este éxtasis reivindicado a un estado más ordinario en el que vuelvo a encontrar mi consciencia de existir, obstáculo para mi consciencia de ‘ser’, o bien me quedo en el estado en el que ya no tengo consciencia de existir y cuya culminación fatal es la muerte (pues no puedo cuidar mi existencia en un estado en el que ha desaparecido mi consciencia de existir); y en la muerte desaparece necesariamente mi consciencia de ‘serabsolutamente-en-cuanto-distinto’. La búsqueda de la consciencia de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’, búsqueda efectuada a través del ‘experimentar’, implica pues una contradicción

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interna: el procedimiento mediante el cual me esfuerzo hacia esta consciencia tiende a la desaparición completa de mi ser distinto. Es como el asno del avaro: el avaro quiere tener un asno que viva sin comer, entonces no lo alimenta; posee, ciertamente, durante un tiempo, un asno que vive sin comer, pero este resultado no se puede adquirir con estabilidad; el asno muere. Al tender hacia mi ‘ser’ distinto, tiendo también necesariamente hacia mi ‘no-ser’ distinto. Volvamos ahora a la cuestión que estábamos desarrollando. ‘Experimentar’ conlleva una asociación causal entre mi ‘sensación’ y mi ‘sentimiento’, seguidos de un juicio; es posible concebir teóricamente esta asociación sin el juicio consecutivo pues la asociación causal entre ‘sensación’ y ‘sentimiento’ no contiene en sí misma la necesidad del juicio. Sin embargo, en la práctica, este juicio es inevitable. De hecho, independientemente de la experiencia en sí misma, existe en mí la creencia en una experiencia capaz de darme mi consciencia de ‘ser’ y la tendencia forzosa a descubrir esta experiencia. Es esta tendencia que me fuerza a evaluar todas mis vivencias, a evaluar todos los aspectos del mundo exterior con los que entro en contacto. Dado que creo que, entre las ‘diez mil cosas’, hay una que guarda el secreto de mi ‘ser’, no puedo tener la vivencia de ninguna de esas cosas sin juzgarla en función de mi búsqueda. En la práctica, experimentar es necesariamente juzgar. ‘Experimentar’ conlleva entonces, además de la asociación entre ‘sensación’ y ‘sentimiento’, el juicio de la cosa percibida. Pero ¿qué es exactamente juzgar? Juzgar también consiste en una asociación mental, pero diferente de la primera y superpuesta a esta. Cuando veo la montaña y me siento feliz por ello, se establece una primera asociación causal entre mi percepción de la montaña y mi felicidad, asociación que podría expresarse así: ‘La visión de la montaña me hace feliz’. Pero cuando llego a pensar: ‘¡Qué maravilla esta montaña!’, es decir cuando asigno a la montaña un juicio aprobatorio, ya no se trata de una asociación causal, sino de una asociación identificativa entre la imagen de la montaña y una imagen abstracta que ahora hemos de definir. Aunque nuestros juicios se expresen bajo modalidades indefinidamente variadas, todos son de dos tipos: aprobatorios o desaprobatorios. Recordemos que nuestros juicios evalúan la aptitud de la cosa percibida para acercarnos a la consciencia de nuestro ‘ser’; no hay pues, para ninguno de nuestros juicios, sino una alternativa: o bien la cosa percibida es apta para acercarme a la consciencia de mi ‘ser’, o bien no lo es. Todo juicio es, pues, o una asociación identificadora entre la cosa percibida y mi ‘ser’, o una asociación identificadora entre la cosa percibida y mi ‘nadidad’. Y esta asociación identificadora se superpone a la asociación causal entre ‘sensación’ y ‘sentimiento’; si mi percepción me ha acercado a mi consciencia de ‘ser’, mi juicio la identifica con lo que ‘debe existir’; si mi percepción me ha alejado de mi consciencia de ‘ser’, mi juicio la identifica con lo que ‘no debe existir’. Veamos de qué modo mi juicio es relativo y de qué modo es absoluto. Es relativo en que, cuando decreto que tal cosa es apta a acercarme a la consciencia de mi ‘ser’, veo este acercamiento como más o menos importante. Pero es absoluto en que esta consciencia de mi ‘ser’, a la cual decreto que la cosa percibida me acerca, es absoluta pues es consciencia de ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. Cuando juzgo, pareciera que asigno a las cosas valores relativos, pero en realidad les asigno grados relativos de un valor absoluto, positivo o negativo. La nota positiva que le doy a una cosa y la nota negativa que le doy a otra cosa no son absolutas, pero la discriminación que hago entre positividad y negatividad es

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absoluta porque la discriminación que hago entre el acercamiento y el alejamiento de mi consciencia de ‘ser’ es absoluto. Y no podría ser de otro modo, mientras me crea separado de la consciencia de mi ‘ser’. El evidente absurdo de esta mezcla de lo absoluto y lo relativo en el mismo plano se explica por el carácter ilusorio de las convicciones de las que hablamos antes, convicciones que sostienen nuestros juicios de valor. Las asociaciones identificadoras que constituyen nuestros juicios son las ‘falsas identificaciones’, que el Vedanta nos muestra que existen en nosotros. Es el ‘experimentar’, es mi juicio, el que edifica, en un constante reajuste, mi estructura personal. Cataloga los aspectos del mundo exterior de los que he tenido experiencia, en más o menos positivos y más o menos negativos, modelando así la estructura de mi mundo interior en sus dos aspectos, ‘Yo’ y ‘No-Yo’. Por cierto, el condicionamiento que existe entre mi ‘experimentar’ y mi estructura personal es recíproco; en efecto, según mis juicios anteriores, yo dirijo mi investigación experimental del mundo; y según mis nuevas experiencias, reajusto mis juicios anteriores, es decir mi estructura personal. Mi ‘experimentar’ es dirigido por mi memoria y a su vez la condiciona. Dado que el ‘experimentar’ es un juicio, surge la cuestión del carácter parcial o imparcial de este juicio. Esta cuestión se resuelve rápido: todo juicio es parcial si se lo considera absoluto. De hecho, todo juicio utiliza necesariamente un criterio formal y este criterio, relativo, conlleva dos aspectos contrarios. El más imparcial de los jueces de lo criminal es parcial en estar ‘en contra’ de la muerte y ‘a favor’ del respeto de la vida de otro. Mi ‘experimentar’ es parcial dado que está a favor del acercamiento de mi consciencia de ‘ser’ y en contra de su alejamiento. El único juicio imparcial imaginable se referiría al criterio absoluto de la Realidad Una; pero como esta Realidad es idéntica en todas las cosas particulares, estas son iguales ante ella y el juicio queda abolido. ‘Experimentar’ es siempre hacer una interpretación parcial de la experiencia. Ahora que hemos visto con claridad en qué consiste ‘experimentar’, volvamos sobre el conjunto de tres procesos que funcionan durante todas mis experiencias: la ‘sensación’, el ‘sentimiento’ y el ‘experimentar’. Esta tríada funcional está dispuesta de forma lineal: la ‘sensación’ está en uno de los extremos de la serie, ‘experimentar’ está en el otro extremo, y el ‘sentimiento’ está entre los dos. La ‘sensación’ produce formas mentales indefinidamente variadas, pues reproduce con fidelidad los aspectos indefinidamente variados del mundo exterior. Este proceso flexible se adapta con exactitud a los cambios de la vida universal. Representa lo múltiple relativo. ‘Experimentar’ produce una forma mental única, pero dualista, afirmación categórica de signo + o –: ‘Esto debe ser’ o ‘Esto no debe ser’. Este proceso rígido representa el Uno Absoluto; es como su proyección dualista en el plano formal. El ‘sentimiento’, el mundo de nuestros estados interiores sensibles, produce formas psicológicas que representan una multiplicidad simplificada; es cierta integración de la ‘sensación’. Estas formas intermediarias, en constante reajuste, corresponden a los samskaras en la terminología del Vedanta, a los complejos del psicoanálisis. Las formas de la ‘sensación’ tienen una realidad relativa; la forma dualista del ‘experimentar’ representa simbólicamente la Realidad Absoluta Informe [sin forma]. Las formas del ‘sentimiento’ tienen una realidad ilusoria.

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En mi proceso interior relativo a mi ‘ser’ o mi ‘nadidad’ –proceso del cual cada una de mis experiencias constituye un episodio–, la ‘sensación’ representa los hechos de la causa, el ‘experimentar’ representa al juez y el ‘sentimiento’ a los testigos. Los testigos son los intermediarios necesarios entre los hechos de la causa y el juez. El juez interpreta la causa al relacionarla con los testimonios. Así, el ‘sentimiento’ es un término medio entre la ‘sensación’ y el ‘experimentar’, mientras que el ‘experimentar’ une asociativamente la ‘sensación’ al ‘sentimiento’. Veamos más de cerca cómo estos tres procesos se condicionan mutuamente. Desde un punto de vista analítico y teórico que inmoviliza los elementos analizados, es decir desde un punto de vista estático, me parece que la ‘sensación’ condiciona el ‘sentimiento’ y que este condiciona el ‘experimentar’; de hecho, primero percibo sensorialmente, luego se modifica mi cenestesia, y al final juzgo según esta modificación. Pero en la realidad, estos procesos son dinámicos; no percibo sin querer percibir, no tengo sentimientos sin querer tener sentimientos, no experimento sin querer experimentar. Ahora bien, acabamos de ver que la reivindicación de tomar consciencia de mi ‘ser’ durante un contacto con el mundo exterior existe en mí antes de la experiencia misma y constituye su principio directivo. Esta reivindicación modela mi fuerza vital en un ‘querer experimentar’ y es por lo tanto este querer lo que está primero. Luego, el ‘querer experimentar’ condiciona el ‘querer el sentimiento’ y este condiciona el ‘querer la sensación’. Estas dos series inversas son ciertas cada una a su modo. Desde un punto de vista cronológico, es la ‘sensación’ la que comienza; pero desde un punto de vista causal, el primer término es el ‘querer experimentar’; quiero tener sentimiento porque quiero experimentar y quiero tener sensación porque quiero tener sentimiento.

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CAPÍTULO 4 LA VOLUNTAD DE EXPERIMENTAR. SU NATURALEZA CONTRADICTORIA

El estudio precedente nos ha mostrado que el ‘experimentar’ es un juicio parcial y cualitativamente absoluto. Por otro lado, es un proceso dinámico: experimento solo porque quiero experimentar. Este ‘querer experimentar’ es forzoso, es una necesidad. El móvil de esta obligación reside en la voluntad por la cual el Principio Absoluto engendra su Manifestación. Cada criatura quiere absolutamente su ‘ser’ porque el Ser principal se quiere absolutamente en cada criatura. Desde el instante en que me identifico exclusivamente con mi organismo, mi reivindicación de ‘ser-absolutamente-encuanto-distinto’ es absoluta; mi búsqueda de la consciencia de mi ‘ser’ es necesaria, forzosa. En este capítulo, estudiaremos el funcionamiento de nuestra voluntad de experimentar y la contradicción interna que implica. Demostraremos así que esta voluntad es, propiamente hablando, absurda y que no podría llegar al término al cual tiende. Pero la demostración de que la voluntad de experimentar es absurda no debe entenderse como una condena, como un juicio que decretara que esta voluntad no debe existir. Establecemos este absurdo solo para afirmar ulteriormente la necesidad de hacer funcionar en nosotros, para nuestra armonización, un absurdo de sentido contrario que será el ‘querer no experimentar’. Para comprender claramente la contradicción interna que implica nuestra voluntad de experimentar, primero tenemos que eliminar una falsa interpretación y demostrar que esta contradicción no reside en el dualismo ‘Yo–Mundo exterior’. Quiero evaluar el mundo exterior para encontrar en él el contacto que me dará la consciencia de mi ‘ser’. Esta evaluación del mundo se hace en función de mi estructura personal, utilizando mi ‘sentimiento’ como criterio. Pero la experiencia del contacto del mundo consiste en un doble fenómeno de resonancia que concierne de igual manera al mundo y a mi estructura personal. Evaluar el mundo en función de esta estructura es pues también evaluar esta estructura en función del mundo. La voluntad de experimentar es tanto voluntad de experimentarme como voluntad de experimentar el mundo. La contradicción que reside en mi voluntad de experimentar no opone el mundo exterior a mí; no consiste en el dualismo ‘Yo–Mundo exterior’. Veamos cómo se expresa este no-dualismo entre el mundo exterior y yo en mi voluntad de experimentar. Cuando voy hacia el mundo para experimentar, no es el mundo lo que me interesa sino esta consciencia de mi ‘ser’ absoluto que quiero encontrar en mi contacto con el mundo. No es mi ‘yo’ (moi), mi organismo, lo que me interesa, sino esta consciencia de ‘ser’ que quiero encontrar al ofrecer mi organismo al contacto del mundo. El mundo exterior y mi propio organismo son simples medios utilizados en conjunto para el mismo fin. Si encontrara mi consciencia de ‘ser’, estos dos medios se volverían en seguida igualmente inútiles. Cuando un hombre vive una experiencia extática en la que tiene la impresión de alcanzar su realización, pierde todo interés por el mundo exterior y por su propio organismo, lo cual se expresa en el pensamiento: ‘Ya me puedo morir’. Si me aplico a una tarea en la que veo un valor absoluto –es decir, una tarea cuya consumación me parece que sería la experiencia capaz de realizar la consciencia de mi ‘ser’–

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pienso: ‘No puedo morirme antes de terminar’. Lo cual supone que podría morir sin inconveniente después de esta experiencia. En cuanto a mi voluntad de experimentar, el mundo exterior y mi organismo son útiles juntos y dejan de serlo juntos. Este no-dualismo del mundo exterior y de mi organismo se expresa psicológicamente mediante la noción de mis ‘estados’. A cada instante, estoy en cierto ‘estado’. Se suele hablar de ‘estado interior’; pero, en lo que concierne a mi visión subjetiva de las cosas, mi ‘estado’ es tanto exterior como interior. Cuando estoy en un ‘estado’ negativo, cuando estoy ‘de mal humor’, experimento como idénticamente negativos el mundo exterior y a mí mismo. Cuando estoy en un ‘estado’ positivo, eufórico, experimento como idénticamente positivos el mundo exterior y a mí mismo. Y mi ‘estado’ es una especie de remolino circular que tiende

a inmovilizar mi ‘experimentar’: veo el mundo como triste porque estoy triste y estoy triste porque veo el mundo como triste; la manera en que experimento el mundo y la manera en que me experimento se condicionan mutuamente como los reflejos de un objeto en dos espejos enfrentados. La palabra ‘estado’ expresa bien esta tendencia estabilizadora, que corresponde en el mundo psíquico al fenómeno de la inercia en el mundo físico. Sin embargo no hay aquí inmovilidad; mientras estoy en un ‘estado’ alegre o triste, siento mi fuerza vital moverse sin cesar en mí; mi ‘estado’ es un proceso dinámico. Pero este proceso conlleva una tendencia a estabilizar la modalidad según la cual se efectúa. Mi ‘estado’ consiste precisamente en esta tendencia de mi movimiento vital a perseverar en la forma en que se encuentra; mi ‘estado’ no conlleva en sí mismo ninguna tendencia a modificarse. Si, de hecho, cambia de un momento del día al otro, es porque intervienen nuevos contactos entre el mundo exterior y yo, por vía psíquica o vía física. Mi ‘estado’ es comparable al giroscopio que posee, en virtud de su rotación, una tendencia a inmovilizar su eje en la posición donde lo colocan las circunstancias exteriores. Comenzamos a ver la contradicción que reside en mi voluntad de experimentar. Aunque esta voluntad es en su origen una tendencia a experimentar

sin parar hasta la obtención del ‘estado’ perfecto en el que yo tenga la consciencia de mi ‘ser’, funciona de hecho como una tendencia a inmovilizar el ‘estado’ imperfecto en el que estoy en cada instante, es decir como una tendencia a continuar experimentando lo que estoy experimentando. Cuando analizamos las convicciones implícitas ilusorias que están en el origen de mi voluntad de experimentar, vimos que esta voluntad consiste en un esfuerzo por acercarme a mi consciencia de ‘ser’ mediante la disminución de mi consciencia de existir. Y ahora vemos que mi voluntad de experimentar funciona como una tendencia a fijarme en mi consciencia presente de existir. Hay allí un desacuerdo que hace falta explicar para profundizar nuestra comprensión del problema. Antes de explicar esta contradicción que está en el seno mismo del ‘querer experimentar’, observemos aun mejor cómo funciona en nosotros. Voy a enfrentarme en un duelo; pienso que quizá esté muerto en unas horas; repentinamente veo el valor infinito de todo lo que mi vida podría haber contenido y que no he podido vivir; evoco todas las realizaciones cuyas posibilidades mi muerte quizá anulará; me pregunto cómo he podido vivir en esta ciega inercia; estoy seguro de que, si sobrevivo al enfrentamiento, a partir de entonces actuaré de un modo bien distinto. El duelo pasa sin daño y puede ser que, bajo la influencia del shock, haga ciertas acciones diferentes, pero ciertamente no las viviré de una

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manera distinta; experimentaré quizá otros contactos con el mundo exterior, pero siempre con la tendencia a continuar experimentando lo que esté experimentando. Por lo demás, la perspectiva de una muerte próxima no es necesaria para hacer las mismas constataciones. Puede sucederme, una noche cualquiera, evocar el día que ya no podré vivir y todos mis años idos; tendré entonces el sentimiento doloroso de no haber podido aprovechar todavía lo que debía aprovechar, de haber ‘perdido el tiempo’; la noche siguiente, sin embargo, será lo mismo. Estos dos ejemplos muestran cómo coexisten en mí la tendencia a tener sin cesar nuevas experiencias y la tendencia a inmovilizar mi experiencia presente. Mi tendencia a

tener sin cesar nuevas experiencias funciona en mí en cuanto visualizo mi vida en abstracto, de forma general, teórica; mi tendencia a inmovilizar mi experiencia presente funciona en mí en cuanto vivo mi vida en concreto, de forma práctica. En teoría, quiero lo desconocido, en un movimiento que no supone detención antes del fin último; en la práctica, no puedo querer sino lo conocido, en un movimiento hacia una inmovilidad. En este movimiento hacia una inmovilidad, mi voluntad no es voluntad de movimiento sino de la inmovilidad hacia la cual el movimiento me lleva. Dicho de otro modo, aun cuando parece que quiero investigar la naturaleza de las cosas, en realidad quiero establecerme en un ‘estado’ que, al inmovilizar cierta relación entre el mundo y yo, sea todo lo contrario de dicha investigación. Mi voluntad de experimentar es, en principio, voluntad de investigar el mundo, pero cuando funciona, no funciona como una investigación móvil, que pasa de una experiencia a la otra, sino como una investigación en sitio, que inspecciona la experiencia presente con obstinación. La explicación de este dualismo, de esta contradicción entre la teoría y la práctica de mi voluntad de experimentar, está contenida en mis convicciones implícitas ilusorias. La hipótesis según la cual ‘soy absolutamente en cuanto distinto’ engendra la reivindicación de un contacto con el mundo que me dé la consciencia de mi ‘ser’. Pero esta reivindicación original contempla el mundo exterior solo bajo el ángulo de mi posible afirmación. La ilusión que hay aquí no consiste en el hecho de que contemple el mundo como afirmante, sino en el hecho de que lo contemple como exclusivamente afirmante (corolario de mi identificación exclusiva con mi organismo). Mis convicciones ilusorias teóricas engendran así mi voluntad, también teórica, de experimentar lo desconocido; en cuanto suponga que lo desconocido es únicamente afirmante, mi voluntad de experimentar es voluntad de experimentar lo desconocido. Mi impulso hacia la existencia es, originalmente, un movimiento puro que no debe detenerse antes de la obtención de la consciencia de mi ‘ser’. El recién nacido se lanza hacia la vida con toda confianza. Pero cuando este movimiento se efectúa en la práctica, todos los aspectos del mundo exterior que experimento se revelan negadores al mismo tiempo que afirmantes. O bien estos dos lados de la realidad práctica se manifiestan juntos (las espinas de la rosa); o bien se manifiesta solo el lado afirmante, pero entonces el negador está sin embargo presente en la inseguridad de la experiencia (soy rico pero podría acabar en la ruina; alguien me ama pero podría dejar de amarme; etc...). Este imprevisto dualismo de la experiencia niega la pureza de mi movimiento inicial, movimiento que suponía un mundo únicamente positivo. Había partido en un viaje de investigación en un mundo inmóvil; y en cambio me

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inmovilizo para investigar un mundo que la vida inestable mueve bajo mi mirada. Partía para una actividad y en cambio me agito en el lugar. Podría sorprender que, al permanecer en el ‘estado’ imperfecto en el que estoy ahora, no lo deje para ir hacia un ‘estado’ todavía desconocido. Pero mi búsqueda, en virtud de su origen metafísico, es cualitativa, no cuantitativa. Para verificar la hipótesis según la cual ‘soy absolutamente en cuanto distinto’, busco una afirmación pura de parte del mundo exterior. Es la pureza de esta afirmación lo que me importa; una sola afirmación pura, por pequeña que sea, bastaría para verificar la hipótesis. Esta eventual pura afirmación representa para mí la Realidad Absoluta. Desde que se me presenta como posible, en una experiencia que la incluye junto con mi negación, esta posibilidad me fascina; poco importa que se presente mezclada con su contrario. Me pego a la experiencia con la esperanza de destilar de ella la pura afirmación. Intentemos expresar lo anterior con una parábola. Supongamos que un hombre se siente amenazado de muerte inminente por un tirano, en cuanto no consiga hallar un fragmento de oro puro. Este hombre ve, en el barro de un arroyo, un reflejo amarillo que le revela la presencia de una pepita de oro. Si su deseo fuera relativo, seguiría su camino con la esperanza de encontrar en otro lado una pepita más fácil de recoger. Pero lo anima una reivindicación absoluta, urgente; por lo tanto, lo fascina el reflejo amarillo; se detiene y hurga en el charco de barro para recoger el oro. Si deja este charco, es porque otro charco le presenta otro reflejo amarillo; solo entonces dejará su primera investigación y emprenderá una nueva. Pero este movimiento no lo ha llevado sino a una nueva inmovilidad; hurga en el barro de la misma manera, buscando encontrar la pepita que siempre se le escapa. Parece actuar al desplazarse de un charco al otro; en realidad, no hace sino agitarse en el lugar, ahora en un sitio y luego en otro. Así pues, tengo tendencia a pegarme al ‘estado’ que experimento actualmente con la esperanza de que su aspecto negativo quede anulado; mi voluntad de experimentar no se traduce en una tendencia a actuar hacia lo desconocido, sino en una tendencia a agitarme en lo que conozco con la esperanza de descubrir en ello mi pura afirmación. Si examino mi vida pasada con honestidad, veo funcionar en ella mi tendencia a la repetición; a medida que pasaban los años, me fijé más y más en ciertas relaciones estereotípicas con el mundo exterior. Si soy ambicioso, es decir si encuentro en el hecho de dominar a otros un sentimiento de afirmación, persevero en la búsqueda de poder; cientos de veces he tenido ocasión de constatar que esta experiencia no me da la consciencia de ‘ser’ perfecta y definitiva que es mi meta real; sin embargo, continúo agitándome en esta experiencia con la esperanza de alcanzar esa meta. Si soy ávido de riqueza, continúo también agitándome para obtener o conservar mis riquezas, aunque estas no me hayan dado jamás la satisfacción perfecta; es decir que me fijo en el ‘estado’ que está conectado para mí al hecho de poseer algo. Si soy masoquista, es decir si visualizo mi afirmación en el hecho de tolerar victoriosamente la maldad de otros o del destino, persevero en mi ‘estado’ doloroso con la esperanza de eliminar un día toda la negatividad. La inestabilidad de ciertos seres no es una excepción a esta ley; repiten incansablemente la experiencia de cambiar de hogar, o de trabajo, o de amigos, etc...; pese a las apariencias, se trata también en ese caso de una agitación en el lugar. Los gestos que hago y que parecen manifestar una actividad interior son solo saltos de un ‘estado’ a otro ‘estado’. Si estoy triste y voy al cine para obtener una modificación

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de mi humor, no quiero dejar mi ‘estado’ sino para estar en otro ‘estado’, distinto por su tonalidad pero no por naturaleza. Mi estado, consecuencia de mis convicciones implícitas ilusorias, es un modo de funcionamiento, también ilusorio, en el que intentan conciliarse en mí el ‘ser’ y el ‘devenir’; el ‘devenir’ lo representa simbólicamente la agitación; el ‘ser’ la repetición, estar ‘en el sitio’. Mi voluntad de experimentar –agitación en el lugar, es decir a la vez movimiento y fijación–, explica mi actitud hacia el tiempo. Por un lado, no hay para mí otra experiencia que la presente, en el instante actual, y es a esta experiencia actual que estoy fijado. Pero por otro lado, me agito en esta experiencia con la esperanza de verla modificarse en el sentido de una pura afirmación; así pues, soy proyectado imaginativamente hacia el futuro. En teoría, me muevo con mi duración y vivo por consiguiente en un presente siempre nuevo; en la práctica, estoy inmovilizado en mi duración que se agota pese a mí y la vivo en un sueño de futuro repetido sin cesar. Incluso cuando evoco mis recuerdos, los revivo en una experiencia imaginativa presente, y me agito en esta experiencia con la esperanza de extraer una pura afirmación, esperanza que me proyecta al futuro. Mi voluntad de experimentar me proyecta necesariamente hacia el futuro y es imposible que, con esta actitud, viva con consciencia el instante presente. Como mi voluntad de experimentar es una reivindicación, es evidente que querré reivindicar lo que estoy viviendo; desde el momento en que hay reivindicación, necesariamente se trata de algo futuro. Hay incluso otra manera de mostrar el dualismo inherente a mi voluntad de experimentar y de explicar por qué esta voluntad tiende paradójicamente hacia una agitación fijada en mi experiencia presente. Cuando enuncié el encadenamiento de mis convicciones implícitas ilusorias, me expresé en frases positivas. Pero desde que el pensamiento emana del Inconsciente principal, lo hace en una bifurcación dualista. Puedo pues retomar este enunciado expresándome con igual justeza en frases negativas. La identificación exclusiva con mi organismo será así mi no-identificación con el mundo exterior. De esta noidentificación con el mundo exterior se desprende la hipótesis de que ‘tal-vez-nosoy-absolutamente-en-cuanto-distinto’. La reivindicación que resulta de esta hipótesis no es más reivindicación de verificar que ‘soy-absolutamente-en-cuantodistinto’, sino de refutar la hipótesis inversa. En esta perspectiva negativa, mi búsqueda tiene por meta no ya una experiencia que realice la consciencia hipotética de mi ‘ser’, sino una experiencia que logre abolir la hipotética consciencia de mi ‘no-ser’; no busco más alcanzar la pura afirmación de mi ‘ser’, sino la pura negación de mi ‘nadidad’. Si la expresión positiva de mis convicciones ilusorias explica mi fijación con el costado más o menos positivo de mi experiencia presente, su expresión negativa explica que puedo estar igual de fascinado por el costado más o menos negativo de esta experiencia. Puedo tensarme tanto por una negatividad, para rechazarla y deshacerme de ella, como por una positividad, para purificarla y captarla. La agitación en el sitio en la que se traduce mi voluntad de experimentar tiende a la vez a captar mi ‘ser’ y a rechazar mi ‘no-ser’. Unas veces predomina el aspecto de ‘captar mi ser’: mi voluntad de experimentar aparece entonces como avidez por la existencia. Otras veces predomina el aspecto de ‘rechazar mi no-ser’: mi voluntad de experimentar aparece entonces como miedo de la existencia. Pero avidez y miedo tienden por igual a volverme esclavo de mi experiencia presente, de mi ‘experimentar’.

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CAPÍTULO 5 EL NACIMIENTO DEL PENSAR

En los capítulos precedentes, establecimos la existencia de nuestra voluntad de experimentar y su naturaleza contradictoria, es decir su absurdidad. Podríamos ahora pasar sin más, según parece, al estudio de su antídoto necesario, el ‘no querer experimentar’. Sin embargo, nos demoraremos una vez más sobre el modo en que funciona habitualmente nuestro psiquismo; observaremos la manera en que nuestra voluntad de experimentar condiciona el funcionamiento de nuestra atención, de nuestra imaginación –es decir, de nuestro pensamiento consciente– y de nuestros estados de concentración y dispersión mentales. Pese a las apariencias, no perderemos tiempo al proceder así. De hecho, el gesto por el cual equilibraremos ulteriormente nuestra voluntad de experimentar sería puramente teórico e ineficaz si no hubiéramos acumulado perspectivas justas sobre esta voluntad. Nos sería imposible equilibrar el modo ilusorio según el cual funciona nuestra máquina psicosomática si no lo conociéramos muy bien, es decir si no lo lleváramos a la plena claridad de nuestra comprensión. A cada instante, hay una imagen mental en mi consciencia. Esta imagen puede provenir del mundo exterior inmediatamente presente; también puede provenir de mi mundo interior, de esta inmensa reserva de imágenes que constituye mi memoria. Provenga de donde sea la imagen que existe actualmente en mi consciencia, puedo preguntarme: ‘¿Por qué estoy atento a esta imagen y no a otra?’ De hecho, jamás se me propone una imagen única; si se trata de una imagen proveniente de mi mundo interior, es evidente que ya existía entre muchas otras; si se trata de una imagen proveniente del mundo exterior, es evidente que cada porción de este mundo implica una multitud indefinida de aspectos; ¿por qué percibo conscientemente este aspecto y no aquel otro? Toda percepción es percepción de un aspecto entre una multitud de aspectos posibles. Toda percepción es elección. Veamos un ejemplo: voy caminando por la calle; mi mirada se desplaza rápidamente de una casa a otra, barre un muro cubierto de afiches; sucede algo en mí que me alerta y lleva mi mirada a ese muro; noto entonces, en un afiche, cierta palabra y percibo que es esta palabra lo que me ha alertado, lo que ha ‘despertado mi atención’. En el momento en que mi mirada barrió el muro, vi inconscientemente todo lo que estaba sobre el muro, pero se efectuó una elección que llevó mi consciencia a un solo detalle de este conjunto complejo. O bien, oigo pronunciar el nombre de una persona que conozco; pienso en esta persona; luego me viene una idea acerca de ella. Podrían haber venido muchas ideas, pero se efectuó una elección entre ellas, y fue una sola de ellas la que llamó mi atención y que vino así a mi consciencia. Dado que hay una elección en la base de cada una de mis percepciones conscientes, se me plantean dos preguntas: ‘¿Por qué hay una elección?’ y ‘¿Por qué tal elección en este caso particular?’. La elección está en relación con mi voluntad de experimentar, con mi necesidad de efectuar ese juicio que, como hemos visto, es parcial y cualitativamente absoluto. Al carácter cualitativamente absoluto de mi ‘experimentar’ corresponde en primer lugar la existencia de la elección, es decir la unicidad de mi imagen mental consciente. Veremos a continuación cómo la dirección de la elección depende de la parcialidad de mi ‘experimentar’.

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La voluntad de experimentar conduce a un juicio cualitativamente absoluto, es decir, como hemos visto, a un decreto: ‘Esto debe ser’ o ‘Esto no debe ser’. El carácter absoluto del decreto supone la unicidad de la cosa juzgada. Así, en un juicio penal por una causa compleja, se plantean varias preguntas al jurado de manera que cada respuesta categórica, ‘sí’ o ‘no’, no se aplique sino a un aspecto de la causa. El hecho de juzgar absolutamente me obliga a ver lo que juzgo como una entidad. Por ende, la imagen mental consciente de lo que experimento es siempre única. Puedo disociarla luego en varios aspectos, cada uno de los cuales consideraré por separado como una imagen única, y este proceso es tan rápido que a veces tengo la impresión de percibir varias imágenes a la vez, pero en realidad mi consciencia solo contiene, a cada instante, una sola imagen mental correspondiente a una sola expresión verbal. Supongamos, por ejemplo, que dos de mis amigos, Pedro y Juan, que no se conocen entre sí, un día se presentan juntos a mi puerta; estoy sorprendido de verlos juntos. Distintas imágenes mentales han atravesado muy rápido mi consciencia: primero reconocí por separado a Pedro y a Juan (ideas ‘Pedro está ante mí’ y ‘Juan está ante mí’); luego fue la idea ‘Pedro y Juan están ahí juntos’; por último, la idea ‘Es sorprendente que Pedro y Juan estén ahí juntos’. Pero, a cada instante, una única imagen ocupaba mi consciencia. La idea ‘simultaneidad de la presencia de Pedro y Juan’ incluye las ideas ‘presencia de Pedro’ y ‘presencia de Juan’; cada una de estas dos ideas incluye características que me permitieron identificar a mis amigos; pero la posibilidad de descomponer así la idea ‘simultaneidad de la presencia de Pedro y de Juan’ no impide que esta imagen sea una sola idea. Jamás presto atención más que a una imagen mental a la vez. Mi voluntad de experimentar condiciona pues el carácter discriminativo de mi atención; condiciona pues mi visión consciente del mundo como ‘ múltiple’. El Universo en realidad es Uno, manifestación de una energía cósmica única que crea todo el espacio sin solución de continuidad. Esta manifestación de energía es heterogénea, es decir que se presenta, según los puntos, con condensaciones diferentes; pero esto no impide que la energía cósmica sea una y que su manifestación sea una. El muro cubierto de afiches participa de esta Unidad universal; por ende, cuando lo barrió mi mirada, percibí inconscientemente, de un solo golpe, la totalidad del muro con todos sus aspectos. Pero mi atención discriminativa llevó a mi consciencia una sola palabra; esta palabra que no es sino una condensación particular de la energía única que forma todos los aspectos del muro, la percibí conscientemente como una entidad absolutamente distinta, opuesta al resto del muro. Puedo luego observar otros detalles del mismo muro, al ver a cada uno de ellos como una entidad. Puedo también considerar el muro en su conjunto y formar la imagen mental ‘muro cubierto de afiches’, viendo entonces este muro como una entidad opuesta a todo lo que no es él. Pero sea cual sea el aspecto que percibo conscientemente, lo percibo como una entidad, abstraída de todos los demás aspectos del Universo y opuesta a ellos. El Universo, hemos dicho, es heterogéneo pero Uno; es mi voluntad de experimentar lo que me hace interpretar la heterogeneidad como multiplicidad, lo que engendra pues para mí la ilusión de lo ‘múltiple’. La ilusión de Maya no es la creencia en la heterogeneidad del mundo que se manifiesta aquí como árbol, allá como río, etc...; Maya es la creencia en la multiplicidad. Contra esta ilusión se alza la proclamación de Huineng: ‘Desde el comienzo, ninguna cosa es’.

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Así pues, mi percepción consciente es siempre una elección porque mi voluntad de experimentar, es decir de juzgar de una manera absoluta, condiciona el funcionamiento discriminativo de mi atención. Veamos ahora que el carácter parcial de mi ‘experimentar’ dirige mi elección perceptiva. Esto se deduce fácilmente de lo que establecimos al estudiar el ‘experimentar’: el ‘querer experimentar’ condiciona el ‘querer tener sentimiento’ y este condiciona el ‘querer tener sensación’. Los juicios contenidos en mi memoria, es decir las asociaciones propias a mi estructura personal, dirigen la elección de mis percepciones. La palabra que me llamó la atención en el muro cubierto de afiches siempre designará a una persona o una cosa por la que tengo una afinidad particular, positiva o negativa. Los rostros que me llaman la atención en una multitud, los únicos que veo conscientemente, me interesan siempre de una manera especial y pertenecen a ciertos tipos a los cuales soy sensible. Ante el mismo espectáculo complejo, diferentes hombres perciben conscientemente cosas diferentes; en una carrera de caballos, por ejemplo, tal hombre verá sobre todo los caballos, tal otro verá sobre todo las mujeres bonitas, etc... Si leo el mismo libro en diferentes épocas de mi vida, percibo cosas diferentes porque entre tanto mi estructura personal se modificó. A cada instante, soy más sensible a ciertas imágenes que a otras porque estas imágenes me hacen sentir y experimentar más, sea en el sentido de mi afirmación sea en el de mi negación. Es fácil comprender pues, en líneas generales, la cuestión de cómo elige nuestra atención entre las innombrables imágenes posibles. Pero nos hará falta distinguir en nosotros dos pensamientos, el pensamiento real y el pensamiento imaginario; y esta distinción, que nos permitirá precisar nociones esenciales sobre el funcionamiento de nuestra mente, nos mostrará al mismo tiempo la gran complejidad de este problema. Comencemos por datos simplificados al máximo, cuyo carácter aproximativo veremos más adelante. En un momento dado, sueño despierto, pienso en cosas que están entonces fuera del alcance de mis órganos sensoriales; en el campo de mi consciencia se desarrolla un film imaginativo que invento a merced de mi estructura personal y que llamaré film imaginario, constituido por percepciones imaginarias. En otro momento, presencio por ejemplo una obra de teatro; observo a los actores, sus gestos, sus palabras, por medio de mis órganos sensoriales; en el campo de mi consciencia se desarrolla un film imaginativo más o menos calcado del real exterior presente, film que llamaré provisoriamente ‘real’, constituido por percepciones ‘reales’. A primera vista, estamos tentados de creer que el film ‘real’ es el de génesis más simple; no lo es, por cierto, y es por eso que estudiaremos en primer lugar la génesis del film imaginario. Invento mi film imaginario en función de mi reivindicación de una experiencia que afirme mi ‘ser-absolutamente-en-cuantodistinto’. De este origen obtiene sus dos características esenciales: 1) me proyecta hacia el futuro (reivindicación); 2) representa un mundo centrado en mí (‘serabsolutamente-en-cuanto-distinto’). 1) Mi film imaginario me proyecta hacia el futuro. A veces esto es evidente: al recibir buenas o malas noticias, ‘adorno’, digamos, el acontecimiento; imagino las consecuencias felices o tristes y las amplifico más y más. Otras veces es más difícil de ver: mi ensueño evoca una escena de mi pasado; o bien imagino una historia inverosímil, prácticamente imposible, que no podría jamás realizarse en

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el futuro. Pero decir que mi ensueño me proyecta hacia el futuro no quiere decir que me enseñe una representación del futuro; no es la cosa imaginada lo que me proyecta hacia el futuro, sino la misma imaginación. Su funcionamiento en efecto proviene de la voluntad de experimentar; lo sostiene mi esperanza de captar, en una imagen, la consciencia de mi ‘ser’. Me precipito para captar esta consciencia que no tengo y que intento conquistar. Es por eso que mi film imaginario, incluso cuando representa mi pasado o una escena irrealizable, me proyecta hacia el futuro. 2) Mi film imaginario construye un mundo centrado en mí. Aquí también, no es a través de formas que mi film imaginario se centra en mí; la historia que imagino puede no concernir a mi persona, ni directa ni indirectamente. Si mi film

imaginario se centra siempre en mí, es porque se inventa en mí en función de mi estructura personal. Puedo decir que es esta estructura la que lo inventa, lo crea, es ella su ‘causa primera’. Mi persona es el centro de mi film imaginario como el Principio Absoluto es el centro del Universo. Cuando mi film imaginario me concierne, su relato me puede afirmar o negar, su guion me puede exaltar o rebajar. Al principio parece extraño que un film imaginado con la esperanza de captar la consciencia de mi ‘ser’ me pueda negar. Pero hay que comprender exactamente el peligro ilusorio que mi film imaginario debe tener en cuenta: este peligro consiste en la eventual visión de un mundo que existe independientemente de mí, de un mundo que no me sirviera ni me alimentara, de un mundo para el que yo no existiera. En el origen de toda mi vida psíquica consciente hay una herida: la discriminación que opone aparentemente mi organismo al resto del mundo, discriminación de la cual proviene el carácter hipotético de mi ‘ser’. La hipótesis fundamentalmente insoportable para mí no es la de un mundo que me oprime, pues al oprimirme el mundo todavía me considera y por lo tanto se encuentra condicionado por mí; la hipótesis insoportable es la de un mundo que no tiene hacia mí ninguna intención, ni buena ni mala, es decir de un mundo para el que yo no existo. Poco importa entonces, en un sentido, que en mi sueño me vea rebajado. Al contrario, me importa absolutamente que este sueño se cree en función de mi estructura personal y que esta constituya así una representación del mundo centrada en mí. Estudiemos ahora el film imaginativo que hemos llamado ‘real’, el film que se desarrolla en mí cuando presencio la obra de teatro. Estoy tentado de creer, en primer lugar, que este film no me proyecta hacia el futuro y que no está centrado en mí. Mostraremos sin embargo que estas dos características del film imaginario se hallan también aquí; el film que se desarrolla en mí al contacto directo del

mundo exterior presente no difiere en nada, por naturaleza, del film imaginario. Para comprender esto, hace falta estudiar de nuevo la percepción de lo real exterior presente. Retomemos el ejemplo del muro cubierto de afiches en el que observé una palabra. Durante este acontecimiento, hubo en mí dos percepciones: una inconsciente, sobre la totalidad del muro; la otra consciente, sobre una palabra sola. Cuando mi mirada barrió el muro, mi retina recibió impresiones de todo este espectáculo con todo detalle, según mi agudeza visual; captó una multitud infinita de aspectos. Todos estos aspectos captados por mi retina fueron transmitidos a mi cerebro, con perfecta imparcialidad, por mi nervio óptico, y mi cerebro los recibió con la misma imparcialidad. Es decir que he visto la totalidad de estos aspectos, pero sin ser consciente de ello, sin ‘captarla’. Luego, entre esta

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multitud de aspectos ofrecidos, mi atención eligió uno, lo captó y lo volvió así consciente. Mi percepción inconsciente de la totalidad del muro es una percepción verdaderamente real, calcada con fidelidad del mundo exterior presente. No decimos que sea resonancia a la totalidad de vibraciones que emanan del muro, sino que es percepción de todo lo perceptible a mis ojos. La realidad de la percepción no es una cuestión cuantitativa sino cualitativa; consiste en la identidad estructural de la imagen percibida y del objeto exterior. Esta identidad existe aquí; de hecho, mi percepción inconsciente del muro implica una multitud indefinida de aspectos percibidos imparcial y simultáneamente en una imagen global heterogénea; es una multitud de aspectos a la vez diferentes y unidos y no multiplicidad de aspectos separados y opuestos unos a otros. Es decir que mi imagen inconsciente global tiene la estructura real del Universo, estructura que como hemos dicho es a la vez una y heterogénea. Mi percepción inconsciente es muy real, es percepción de la realidad cósmica una y heterogénea. Pero veamos que esta percepción no constituye un film. Un film mental es una sucesión de imágenes homogéneas, sucesión de imágenes unidas con cierta coherencia. Tengo un film mental si por ejemplo observo, de manera consciente y analítica, toda una serie de aspectos de este muro; cada aspecto es captado conscientemente en una imagen homogénea y todas estas imágenes están unidas de manera coherente por la imagen general ‘muro-cubierto-de-afiches’. Mi percepción inconsciente global del muro conlleva, por el contrario, una multitud de aspectos simultáneos y unidos por una cohesión heterogénea (cohesión que manifiesta la única realidad subyacente). Uno podría objetar: ‘Cuando su mirada se desplaza, su percepción inconsciente global se modifica a cada instante; la sucesión de estas percepciones, ¿no constituye un film inconsciente real?’ No, porque el film supone una coherencia inteligible entre las imágenes, lo cual les da su unidad; no hay sucesión sino en función de nuestra memoria, es decir de nuestra consciencia; mis imágenes globales inconscientes no existen más que en el instante y es ilusorio considerarlas como sucesivas. Mi percepción global inconsciente real es siempre instantánea y no podría constituir un film mental real. Cuando observo conscientemente una palabra del muro, esta percepción es por completo diferente de mi percepción inconsciente real. Implica una elección hecha en función de mi estructura personal. Mi percepción inconsciente no me proyecta hacia el futuro (puesto que está solo en el instante y no se presta a ser captada en su estado global); no está centrada en mí (puesto que tiene la cohesión imparcial del cosmos cuyo centro está a la vez en todos lados y en ningún lado). Mi percepción consciente de una palabra está, por el contrario, centrada en mí, puesto que resulta de una elección hecha en función de mi estructura personal; y me proyecta hacia el futuro puesto que es la ‘captación’ de una palabra, gesto, impulso hacia la consciencia esperada de mi ‘ser’. Es decir que mi percepción consciente de la realidad presente tiene la misma naturaleza que las percepciones de mi ensueño: es igual de imaginaria. Que mi percepción consciente sea captada en mi memoria o en el mundo exterior presente, es lo mismo. Mi percepción consciente de la realidad presente sale de mi percepción inconsciente instantánea de lo real; de entre una multitud de aspectos ofrecidos, mi atención capta uno, lo aísla, y así lo vuelve consciente. Pero esta captación es un fenómeno que sucede en el tiempo; por más rápida que sea, dura una fracción

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de segundo. Lo que mi consciencia capta ya es, pues, necesariamente del pasado; la imagen captada ya es necesariamente un recuerdo (a tal punto es cierto que nuestra consciencia es memoria). Se ve cómo la consciencia crea ilusoriamente la impresión del tiempo ya que lo que capta es pasado y la misma captación nos proyecta hacia el futuro. La diferencia que existe entre mi percepción consciente de la realidad presente y la percepción de mi ensueño consiste solo en que la primera tiene su origen en mi pasado inmediato mientras que la segunda tiene su origen en mi pasado más lejano. Pero son igualmente imaginarias puesto que ambas presentan las características esenciales de lo imaginario: están centradas en mí y me proyectan hacia el futuro. Más allá de estas consideraciones teóricas, ciertos datos concretos apuntan en ese sentido. Si mi percepción consciente de la realidad presente fuera verdaderamente real, sería siempre adecuada a la realidad; pero, de hecho, a menudo deforma la realidad. Cuando mi atención extrae un aspecto de mi percepción real inconsciente, la imagen elegida en función de mi estructura personal está al mismo tiempo más o menos deformada en función de esta estructura. Los testimonios de varias personas que presenciaron el mismo acontecimiento se suelen contradecir de manera radical. Si me obsesiona el amor de una mujer, creo reconocer a esta mujer en muchas otras que, en rigor, poco se le parecen. La representación preconcebida que tengo de un objeto puede hacerme ver en este objeto aspectos que este no tiene. La siguiente experiencia lo demuestra bien: Se hizo grabar a un actor de cine varias escenas muy diferentes, una escena de amor, una de odio, una de terror, etc... Luego se tomó un primer plano del rostro del actor en reposo, con expresión neutra. Al hacer el montaje, se insertó este primer plano en medio de diferentes escenas. Durante la proyección, cuando aparecía el primer plano, los espectadores no prevenidos veían en él claramente, según el caso, amor, odio, terror. Pese a esto, mi percepción consciente de la realidad presente es más o menos adecuada a lo real mientras que mi percepción de ensueño es del todo inadecuada. Por lo tanto puedo dividir mis percepciones conscientes, con legítima aproximación, en percepciones imaginarias, tomadas de mi reserva de recuerdos lejanos, y percepciones ‘reales’, recuerdos inmediatos tomados de mi percepción inconsciente del presente. Volvamos ahora a lo que hemos llamado de forma inexacta mi film ‘real’, a este film que se desarrolla en mi consciencia cuando presencio la obra de teatro. Puedo comprender ahora que este film incluye los dos tipos de percepción consciente. Algunas de mis imágenes mentales reproducen parcialmente lo que sucede en realidad en el escenario. Otras imágenes se inventan en mí, sea por asociación con las primeras (comparo por ejemplo un sentimiento expresado en el escenario con un sentimiento análogo que experimenté en mi vida personal), sea de una manera totalmente independiente (por ejemplo, pienso de golpe en una carta que olvidé enviar). Mi film imaginativo es comparable a una cadena formada por dos tipos de eslabón, unos ‘reales’ y los otros imaginarios. Según el momento, la composición de esta cadena varía. Cuando ensueño, todos los eslabones son imaginarios. Cuando estoy atento al mundo exterior, se intercalan eslabones ‘reales’ con los imaginarios, en número más o menos grande según si el mundo exterior me interesa más o menos, según las afinidades existentes entre las circunstancias presentes y mi estructura personal.

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Establecido este hecho, podemos profundizar más y ver que hay en realidad, en la ‘cadena’ de mi film consciente, tres tipos de cadena y no solo dos. De hecho, cuando ensueño, puedo evocar un escenario verosímil, prácticamente posible; o bien mi escenario puede ser inverosímil, teóricamente posible (todo lo imaginable es teóricamente posible), pero prácticamente imposible. Un hombre pequeño, débil y torpe, imagina por ejemplo una escena que lo opone a un atleta; puede imaginar esta escena teniendo en cuenta la realidad y verse en fuga o vencido; pero también puede imaginarse victorioso. Los eslabones del film verosímil son un poco diferentes de los del film inverosímil; son imaginarios puesto que la escena imaginada no ha tenido lugar realmente, pero son ‘reales’ en cuanto tienen en cuenta la realidad; podríamos llamarlos híbridos. Sea cual sea el film imaginativo que se desarrolla en mi consciencia, puedo siempre descubrir en él eslabones imaginarios e híbridos, eventualmente eslabones ‘reales’ intercalados. Esta distinción de tres tipos de eslabones imaginativos presenta un interés en la práctica psicológica (distinción entre extroversión e introversión; el extrovertido tiene más eslabones ‘reales’, el introvertido más eslabones imaginarios, verosímiles o no); pero, desde el punto de vista teórico que es mucho más importante, recordemos que se trata solo de grados en el imaginario y que nuestro film consciente es esencialmente imaginario, recuerdo de un pasado que nos proyecta hacia el futuro. Conscientemente, no vivo la realidad presente. A cada instante tengo dos pensamientos: 1) un pensamiento inconsciente, que es real, mi percepción global inconsciente de la realidad presente; este pensamiento, que no depende de mi voluntad de experimentar, es instantáneo, está en el instante, por tanto es no-temporal; 2) un pensamiento consciente o film imaginativo; es un pensamiento imaginario, sucesión temporal de imágenes más o menos alejadas de la realidad presente; y este film es el resultado de una elección que depende de mi voluntad de experimentar. Vemos cuán fecunda es la noción de la voluntad de experimentar; sin ella, no podríamos abordar correctamente el problema del nacimiento de nuestro pensar; no podríamos comprender que nuestra consciencia es un ‘captar’, que es una elección, y que supone pues la existencia de un pensamiento inconsciente, el único real, dotado de una riqueza indefinida, en el cual se realiza esa elección. Detengámonos un momento para estudiar las características esenciales de este misterioso pensamiento inconsciente, real y no-temporal. Se sitúa entre el Inconsciente Principal por un lado (principio de todos los pensamientos posibles) y el consciente por el otro. Hemos visto qué lo distingue del consciente y no hace falta repetirlo. Examinemos ahora en qué difiere del Inconsciente Principal. El Inconsciente Principal no tiene límites; tiene en su poder todo lo concebible; en cuanto fuente de todas las percepciones posibles, tiene la extensión misma del cosmos; es lo que el Zen llama Mente Original, Mente Cósmica, o No-Mente. Mi percepción inconsciente de lo real presente está al contrario limitada a la porción del Universo cuyas vibraciones llegan a mis órganos sensoriales. Es una manifestación directa del Inconsciente Principal y, en eso, no difiere cualitativamente; pero no incluye sino una parte del cosmos y difiere en esto de la Mente Cósmica que es el cosmos entero. Representa una actualización parcial, instantánea, del contenido virtualmente ilimitado del Inconsciente Principal. Y es esta parte actualizada del Inconsciente la que se ofrece a la atención que extrae material para elaborar el film consciente. El Inconsciente Principal es comparable a un banco que contiene todas las riquezas posibles; el pensamiento inconsciente

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representa una cuenta corriente de la cual se pueden hacer extracciones; y el pensamiento consciente es comparable a una serie de monedas o billetes extraídos sucesivamente de la cuenta corriente. El pensamiento inconsciente –del cual mi imagen consciente de cada instante constituye un fragmento extraído– puede ser una actualización presente del Inconsciente Principal (por el contacto con el mundo exterior presente); puede ser también la reactivación de una vieja actualización que se conserva en mi memoria. Sea mi pensamiento inconsciente real una actualización presente del Inconsciente Principal o la reactivación de una vieja actualización, suele resultar en ambos casos de un contacto sensorial, inmediato o antiguo, con el mundo exterior. Es por la intermediación de mis órganos sensoriales que se suele efectuar el despertar de mi pensamiento inconsciente. Pero puede suceder que los órganos sensoriales no sean utilizados y que la mente entre en resonancia directa con el mundo exterior; así se producen las llamadas percepciones ‘extra-sensoriales’. Una persona, por ejemplo, en un estado particular, habla chino correctamente aunque no ‘sepa’ el idioma. ¿Cómo explicar este fenómeno? Veamos en primer lugar qué sucede en mí cuando aprendo chino de la manera habitual: me pongo en contacto sensorial con el idioma chino en forma repetida; este contacto actualiza en mí un conocimiento inconsciente del chino, del cual mi atención extrae imágenes conscientes que se acumulan en mi memoria. Pero esto supone evidentemente que, en cuanto Inconsciente Principal, yo sabía desde toda la eternidad el idioma chino, como sabía por cierto todas las cosas; mi frecuentación sensorial del chino no ha hecho más que actualizar, ‘desbloquear’, este conocimiento virtual y ofrecerlo a la elaboración de mi consciente; no he adquirido un conocimiento que no tenía, he captado un conocimiento que tenía pero bajo una modalidad hasta entonces inasible. En la persona que goza, en cierto momento, del ‘don de lenguas’, la actualización del conocimiento hasta entonces virtual del chino se produjo sin usar los órganos sensoriales; la mente entró en resonancia con el idioma chino exterior de una forma directa, inmediata. Pero, aparte de esta modalidad diferente del fenómeno de resonancia, lo que le sucedió a esta persona no difiere esencialmente de lo que sucede en mí cuando aprendo chino de la forma habitual. Muchos poderes ‘parapsíquicos’ (las visiones, la premonición, la telepatía) resultan de esta posibilidad de actualización del Inconsciente Principal sin la participación de los órganos sensoriales. Estos fenómenos implican la existencia de vibraciones más sutiles que las que pasan por los órganos sensoriales, vibraciones que llegan directamente al cerebro. Por ejemplo, los rayos X, más sutiles que los rayos lumínicos, franquean obstáculos que bloquean a los lumínicos. El hombre que no conoce más que su pensamiento consciente se maravilla ante estos poderes que le parecen ‘milagrosos’. Pero no es nada sorprendente cuando se comprende la noción de Inconsciente Principal. En cuanto Inconsciente Principal, sé todo desde toda la eternidad; la aparición consciente de tal imagen no hace surgir la pregunta de su origen; la única pregunta que surge concierne la modalidad según la cual mi ‘ciencia infusa’ se transfirió a mi consciente. El pensamiento real inconsciente, actualización del Inconsciente Principal, ha sido llamado ‘subconsciente’. Se me dirá: ‘Cuando su mirada barrió el muro cubierto de afiches, usted vio subconscientemente todos los detalles’. Pero la palabra ‘subconsciente’ es criticable porque evoca un cúmulo de imágenes

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separadas, idénticas a las imágenes que desfilan por mi pensamiento consciente. Ahora bien, mi pensamiento real inconsciente, como hemos dicho, es una multitud, no una multiplicidad; no es un pensamiento análogo al pensamiento consciente, subyacente a este y que se desarrolla en una duración oscura como el pensamiento consciente se desarrolla en una duración clara. No comparte para nada la naturaleza del pensamiento consciente y, en particular, no tiene nada que ver con el tiempo. No tiene duración, es no-temporal. Frontera entre el Inconsciente Principal eterno y el consciente temporal, entre el noúmeno y los fenómenos, no se lo debe identificar ni con aquel ni con estos. No hay en nosotros un ‘subconsciente’; en nosotros, el Inconsciente Principal es y el consciente existe. El pensamiento inconsciente real es una noción puramente explicativa que concierne la génesis de nuestro pensamiento consciente. En nuestra perspectiva actual, no tiene más existencia que el instante; como este, es inasible, aunque nuestra atención capte en él todos los materiales de nuestro consciente. Sin duración, pero siempre renovado, es discontinuo por su instantaneidad y continuo por su constante renovación. Evanescente como el instante, participa de su eternidad. Lo que hemos comprendido sobre nuestro pensamiento consciente nos permite ver que no difiere del sueño que soñamos al dormir. El sueño es un film imaginativo en el que faltan necesariamente los eslabones que hemos llamado ‘reales’; el sueño no incluye sino eslabones imaginarios o híbridos, es decir imágenes independientes del mundo exterior presente, inverosímiles o verosímiles (a veces, sin embargo, puede aparecer un eslabón ‘real’, cuando sueño que sueño). Pero esta ausencia de eslabones ‘reales’ constituye, con relación al film consciente de la vigilia, una diferencia puramente formal, no una diferencia de naturaleza, ya que nuestras percepciones conscientes dichas ‘reales’ son solo percepciones extraídas, según el modo imaginario, de la percepción inconsciente real más reciente, y son pues, por naturaleza, imaginarias. Nuestro pensamiento consciente tiene la misma naturaleza del sueño, es un sueño. La representación que nos da del mundo es ilusoria ya que nos representa un mundo centrado exclusivamente en nosotros mismos, mientras que el centro del mundo, en realidad, está a la vez en todas partes y en ninguna parte. Recordemos que ‘ilusorio’ no quiere decir inexistente, no válido. Puesto que el centro del mundo está en todas partes, también está en mí; y la visión del mundo centrado en mí no es totalmente irreal. Pero su realidad es relativa porque excluye que el mundo esté centrado en algo más que yo. Por eso no podemos decir que sea real a secas, absolutamente real. Comparado con la Realidad Absoluta que, al ser mi principio, es mi verdadero Yo, mi pensamiento consciente, tanto en el sueño como en la vigilia, es ilusorio. En el film de mi pensamiento consciente, se pueden distinguir las imágenes, que son sus elementos constitutivos, y el modo de evocación y de asociación de estas imágenes. Las imágenes provienen de la realidad con la que estuve en contacto sensorial desde el inicio de mi vida; pero el modo de evocación y de asociación de las imágenes proviene de mi voluntad de experimentar. A cada momento, el funcionamiento de mi voluntad de experimentar condiciona la actividad de mi pensamiento consciente. Así pues, mientras está activa, mi

voluntad de experimentar es voluntad de pensar el mundo centrado en mí. Si mi consciencia de ‘ser’ está en relación inversa a mi consciencia de existir, es porque mi consciencia de existir en el mundo me expone a la visión insoportable de un mundo que no tiene necesidad de mi existencia, que no la

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implica necesariamente, y del cual no soy la causa primera, el centro. Cuanto más débil es mi consciencia de existir, más débil es también el riesgo, y más tranquilo me siento sobre mi hipotético ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. Mi voluntad de obtener la consciencia de mi ‘ser’ se traduce en el gusto que tengo por la euforia orgánica, de origen somático o psíquico, porque esta euforia es una disminución de mi consciencia de existir (cuanto mejor estoy, menor es la sensación de mí mismo). Pero sobre todo se traduce, en la medida que permanece mi consciencia de existir, en la elaboración de mi pensamiento consciente imaginario; puesto que mi consciencia de existir permanece, puesto que persiste entonces el riesgo de ver el mundo no condicionado por mí, debo paliar este riesgo mediante mi film consciente que elabora necesariamente –al ser una elección personal– una representación del mundo centrada en mí. Ahora podemos comprender mejor la diferencia que existe entre mi voluntad teórica de experimentar y mi voluntad práctica de experimentar. En teoría, quiero experimentar la consciencia de mi ‘ser’ gracias a la destrucción de mi consciencia de existir, en esa obtención perfecta de la euforia que llamamos ‘felicidad’. En teoría, busco la ‘felicidad’. Pero esta búsqueda, frente a la que se presentan tantos obstáculos, implica una espera. En lugar de aceptar esta espera, me atrae de modo irresistible el uso de mi imaginación, suerte de atajo milagroso que parece procurarme de inmediato aquello que necesito, esa visión de un mundo centrado en mí, de un mundo que yo condiciono. Este juego de mi imaginación compensadora sustituye mi búsqueda teórica de la felicidad por una inmovilidad práctica en mi ‘estado’ del momento. Quiero experimentar la relación que ahora estoy experimentando con el mundo, en una representación que la centre en mí. Así se explica que quiera experimentar lo que estoy experimentando, construyéndome una vida imaginaria de agitación en el lugar, que se opone a una vida real evolutiva. Mi voluntad de experimentar engendra en mí una resistencia constante a mi evolución normal hacia el satori. Terminaremos este capítulo con algunas palabras sobre la concentración y la dispersión del pensamiento, y mostraremos que es necesario distinguir una concentración positiva y una concentración negativa. Mi voluntad de experimentar, en la práctica, es voluntad de pensar el mundo centrado en mí. Esta voluntad es cualitativamente absoluta, es decir que no es ambivalente; no tengo a la vez la voluntad de pensar el mundo centrado en mí y no centrado en mí. Pero mientras que esta voluntad es cualitativamente absoluta, la intensidad de su funcionamiento es relativa y variable. De un momento al otro, no tengo la misma necesidad de pensar el mundo centrado en mí. Estas variaciones de intensidad en el funcionamiento de mi voluntad de experimentar dependen del grado de agudeza de mi ‘proceso’ interior, es decir de mi duda sobre mi ‘ser-absolutamente-en-cuanto-distinto’. Cuanto más agudo es mi proceso, más quiero experimentar, más quiero pensar el mundo centrado en mí. En cuanto al grado de agudeza del proceso, depende por un lado de mi constitución innata, por otro lado de circunstancias de mi vida pasadas y presentes; cuanto más fuertes han sido mis afirmaciones y negaciones, más sensible soy a toda nueva afirmación o negación, es decir más agudo es mi proceso interior. Veamos las consecuencias de esto en mi concentración de pensamiento. Mi pensamiento consciente, representación del mundo centrado en mí ya que soy yo quien lo elabora en función de mi estructura personal, tiene siempre cierta estructura ‘circular’ (agitación en el lugar). El ‘hilo’ de mi pensamiento no se

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extiende en línea recta ni sinuosa; forma montones ‘ovillados’. A cada momento, mis imágenes gravitan en torno a una imagen central como los planetas gravitan en torno a un astro. Pero durante un lapso de tiempo dado, puedo pensar en muchas cosas, y los ‘ovillos’ de mi pensamiento son entonces numerosos y pequeños; o bien puedo pensar todo el tiempo en lo mismo, y mi pensamiento forma entonces un único gran ‘ovillo’. Mi pensamiento consciente está siempre ‘concentrado’, ‘ovillado’, pero lo está en mayor o menor medida. Mi concentración puede ser enorme, cuando tengo por ejemplo una ‘idea fija’ en torno a la cual las imágenes satélite gravitan constantemente; puede ser muy débil, cuando mi ensueño corre rápidamente de un tema a otro, y hablamos entonces de dispersión del pensamiento (dispersión que es en realidad una multiplicidad de pequeñas concentraciones). Cuanto más agudo es mi ‘proceso’ en un momento dado, más concentrado está mi pensamiento; la idea que en este momento es testigo de cargo o de descargo en el proceso retiene, en su campo gravitatorio, las imágenes satélite; cuanto más agudo el proceso, más importante es el testigo, es decir que la cuestión en la que entonces pienso me interesa en gran medida. Cuanto más me interesa una cuestión, más concentrado está mi pensamiento. Si al contrario mi proceso es calmo, cada testigo es poco importante, poco interesante; cada tema en el que pienso retiene poco tiempo las imágenes satélite y es reemplazado con rapidez por otro. Es evidente que, cuanto más concentrado está mi pensamiento en cierta cuestión, más difícil me resulta concentrarme en otra cuestión. Un hombre, por ejemplo, está atormentado por un grave problema y todas sus ideas giran en torno a la idea central de su problema. Si este hombre quiere concentrarse en un trabajo que no tenga nada que ver con su problema, no lo logrará o lo hará solo a medias. Dirá entonces: ‘No me puedo concentrar’ o ‘Me falta concentración’. En realidad no le falta concentración en absoluto; está incluso en un estado de gran concentración; pero no puede concentrarse en otra cosa más que en aquello en lo que está concentrado. No hay que confundir distracción y dispersión; el hombre que está concentrado en una cuestión está al mismo tiempo distraído de todo el resto; no está disperso. Pero no podré comprender el problema de la concentración de mi pensamiento, en todos sus aspectos, si no he visto que la concentración puede ser positiva o negativa según la perspectiva de mi ‘proceso’. Si mi vida ha sido, en su conjunto, más afirmante que negadora, mi proceso está activado bajo una perspectiva positiva, optimista; es un proceso de rehabilitación. Predomina en mí la avidez por la existencia. En estas condiciones, cuando una circunstancia nueva llega como testigo de cargo o de descargo en este proceso positivo, me lanzo hacia la actividad del proceso, mi consciencia capta con claridad al testigo, y toda suerte de imágenes conscientes gravitan con claridad en torno a él. Si al contrario mi vida ha sido, en su conjunto, gravemente negadora, mi proceso está activado bajo una perspectiva pesimista; es de mi condena eventual que se trata. Predomina en mí el miedo por la existencia. Mi proceso me interesa, pero negativamente, con una actitud de repulsión, de aversión. En estas condiciones, cuando una circunstancia nueva llega como testigo de cargo o de descargo, me retraigo ante la actividad del proceso, en una concentración negativa de pensamiento. La idea central y todas las imágenes satélite que gravitan intensamente en torno a ella son borrosas, difusas; hay grandes remolinos en mi consciencia, pero sin contornos precisos, sin

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formas claras. Tengo entonces una impresión de ‘blanco’ en el pensamiento. El hombre al que le suceden estos fenómenos también dice que le falta concentración; pero también él es inexacto; este hombre está muy concentrado pero sin poder captar con claridad las imágenes de esta concentración. Está distraído por todo lo que no le concierne pero no sabe qué es lo que le concierne. Ciertos neuróticos que conocen este estado dicen que no piensan en nada; piensan en realidad en un montón de cosas, pero no saben en cuáles. Estos dos tipos de concentración, positiva y negativa, se pueden ver en el mismo hombre, pues el mismo hombre pudo haber sido más afirmado que negado en cierto ámbito y más negado que afirmado en otro ámbito. Puedo por ejemplo tener una concentración rica en detalles precisos ante una dificultad intelectual y una concentración ‘en blanco’, un vacío mental, ante una dificultad de orden práctico; o lo inverso.

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CAPÍTULO 6 PENSAMIENTO SENSORIAL Y PENSAMIENTO INTELECTUAL. EL PENSAMIENTO CONSCIENTE IMPARCIAL

Todo lo que dije en los capítulos precedentes me concernía bajo el ángulo de mi relación particular con el mundo exterior particular. En esta perspectiva limitada, distinguí netamente en mí dos pensamientos: por una parte, mi pensamiento inconsciente, real e imparcial, actualizado en función de mi estructura universal; por otra parte, mi pensamiento consciente, imaginario y parcial, elaborado en función de mi estructura personal. Lo anterior podría aplicarse tanto al animal como al hombre. Pero el hombre tiene un privilegio: puede formar imágenes mentales generales y no solo imágenes particulares. Para comprender esta distinción ‘particular–general’, debemos eliminar en primer lugar una causa de error, con algunas palabras sobre otra distinción: ‘concreto–abstracto’. La distinción ‘concreto–abstracto’ corresponde a la distinción entre ‘aspecto material’ y ‘aspecto sutil’ de la Manifestación. La noción ‘mesa’ es concreta; la noción ‘gratitud’ es abstracta. La noción ‘mesa’ resulta directamente de percepciones sensoriales, es decir del funcionamiento de mi aspecto material, de mi soma. La noción ‘gratitud’ resulta solo indirectamente de percepciones sensoriales. Percibo sensorialmente palabras y acciones que expresan gratitud, pero es por inducción intelectual que me remonto a la noción de gratitud; esta noción depende de mi aspecto sutil, de mi psique. La distinción ‘particular–general’ es diferente. La mesa y la gratitud pueden, ambas, ser pensadas desde una perspectiva particular o una perspectiva general. Puedo formar la imagen mental de tal mesa particular o la imagen mental de ‘mesa’ en general. Del mismo modo, puedo formar la imagen mental de la gratitud particular de tal persona hacia tal otra persona, o la imagen mental de la ‘gratitud’ en general. Esta distinción no tiene que ver con los aspectos grosero o sutil de la Manifestación; no concierne a la Manifestación en sí, sino a la representación mental que tengo de ella. No concierne al mundo exterior en sí mismo sino a la representación interior que tengo de él. La distinción ‘particular–general’ debe comprenderse bien como interior, no exterior. Estoy en efecto tentado de creer que, cuando pienso en mi mesa personal, esta es una imagen mental particular, y que, cuando pienso en la noción ‘una mesa cualquiera’, esta es una imagen mental general. En realidad, veremos que la

verdadera diferencia entre imagen particular e imagen general es que la primera es una imagen sensorial y la segunda una imagen verbal. Supongamos que evoco en mi consciencia la imagen visual de mi mesa; obviamente es posible que al mismo tiempo en mi pensamiento aparezca la palabra ‘mesa’; pero esto no es necesario; puedo pensar visualmente en mi mesa sin ninguna palabra. Del mismo modo, puede aparecer en mi consciencia la imagen auditiva del sonido de la flauta, la imagen olfativa del perfume de la violeta, independientemente de las palabras ‘flauta’, ‘violeta’, etc... Pero supongamos ahora que quiero vender la mesa y estoy entablando una negociación animada con un anticuario. La palabra ‘mesa’ vuelve a menudo a mis labios. Percibo esta palabra en cada una de sus apariciones; pero eso no significa que perciba necesariamente la imagen de mi mesa; percibo sensorialmente las

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actitudes exteriores e interiores de mi interlocutor, pero no mi mesa; no percibo, de esta, más que una imagen puramente verbal. Cuando evocaba visualmente mi mesa, tenía una imagen particular de ella; ahora tengo una imagen general cuando hablo de ella sin visualizarla. Esta imagen ‘general’ de mi mesa está tan simplificada que es comparable a un punto geométrico sin dimensión. Representa su objeto sub specie eternitatis. En el transcurso de esta discusión, de lo que se trata para mí no es de mi mesa sino solo de los términos de un negocio. Puesto que no considero mi mesa, aunque hable de ella, la imagen puramente verbal que tengo de ella no es una representación particular, distinta de lo que no es ella, sino una representación general, perteneciente a la generalidad de todo lo que no considero. La verdadera diferencia entre imagen particular e imagen general no es, repitámoslo, que la primera represente ‘tal mesa’ y la segunda ‘una mesa cualquiera’; es que la primera es una imagen sensorial (de una mesa precisa o de una mesa cualquiera) mientras que la segunda es una imagen verbal (de una mesa precisa o de una mesa cualquiera). Pero ¿qué es entonces esta imagen verbal o general, que distinguimos de la imagen sensorial o particular? ¿No tiene la ‘palabra’ un soporte sensorial? Ciertamente; puedo percibirla como un sonido (cuando la oigo), como una imagen visual (cuando la leo), como una sensación muscular (cuando la digo). De hecho, la imagen verbal es una imagen sensorial. Pero si distingo la imagen verbal de la mesa de su imagen sensorial, es porque las percepciones sensoriales que me vienen de la palabra ‘mesa’ no tienen nada en común con las que me vienen de la mesa en sí. La asociación establecida entre las percepciones sensoriales inherentes a la palabra ‘mesa’ y aquellas inherentes a la mesa en sí es una asociación enteramente convencional. Así pues, puedo decir que la imagen verbal, aunque por sí misma sensorial, no es sensorial respecto al objeto que la palabra designa. Las imágenes verbales se distinguen así netamente de las imágenes sensoriales directas no convencionales. Con la convención que es la base del lenguaje, ingresamos en el dominio intelectual. Los animales no tienen lenguaje, no tienen intelecto. Tienen un pensamiento inconsciente y un pensamiento consciente sensorial; son capaces de asociar imágenes sensoriales (el perro asocia por ejemplo la imagen visual del látigo a la imagen táctil de su uso); tienen por lo tanto una inteligencia, una imaginación. Pero no tienen intelecto porque no asocian convencionalmente las imágenes sensoriales que emanan de un objeto con las imágenes sensoriales muy diferentes que emanan de una ‘palabra’. Muchos animales producen sonidos que expresan su estado: el maullido amoroso del gato difiere del maullido que usa para pedir que le abran la puerta. Pero estos sonidos expresan deseos, tendencias, es decir fenómenos interiores, no un objeto exterior; no son un lenguaje. Es interesante observar que ciertas palabras humanas expresan, también, un estado interior al mismo tiempo que designan un objeto exterior: la palabra ‘rabia’, sobre todo si la pronuncio con la ‘r’ bien fuerte, se presta a expresar la rabia sentida; las palabras ‘dulzura’, ‘encanto’, expresan los estados correspondientes, etc... Pero esto muestra solo que los sonidos de las palabras humanas tienen a veces, como los sonidos producidos por los animales, un significado subjetivo. El carácter esencial de la palabra consiste en su significado objetivo, puramente intelectual, fundado en una asociación convencional entre tal objeto y tal sonido articulado por la garganta humana.

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Una vez establecida la distinción entre imágenes sensoriales e imágenes verbales, veo que tengo dos modalidades de pensamiento consciente: un pensamiento sensorial, hecho de imágenes sensoriales; y un pensamiento verbal, hecho de imágenes verbales. Estos dos pensamientos funcionan asociados; en medio de imágenes sensoriales me vienen palabras, y viceversa. Pero puedo pensar sensorialmente durante un largo tiempo sin utilizar ninguna palabra. Por el contrario, no puedo pensar intelectualmente, es decir hacer operaciones mentales lógicas, sin usar palabras. Acabamos de identificar ‘pensar intelectualmente’ con ‘hacer operaciones mentales lógicas’. Esta es en efecto la utilidad del lenguaje. Las percepciones sensoriales son cualitativamente diferentes unas de otras y, a causa de ello, no se prestan más que a simples asociaciones. Pero las imágenes especiales que son las palabras, elaboradas en virtud de una misma convención, son todas de la misma naturaleza convencional. Por eso, las palabras presentan una manejabilidad que le falta a las imágenes sensoriales. Se prestan a combinaciones complejas análogas a las operaciones algebraicas. Ante un hombre que acaba de morir, no tengo necesidad del lenguaje para asociar el estado de este hombre en vida al estado en que lo veo ahora; un perro puede tener la imagen sensorial de la muerte de su amo. Pero para pasar de pensamientos sobre la muerte de distintos hombres particulares al pensamiento ‘todo hombre es mortal’, y de allí al pensamiento ‘yo soy mortal’, hace falta hacer operaciones lógicas que suponen el empleo del lenguaje. Volvamos ahora a la voluntad de experimentar, que es la noción central de todos estos estudios; veamos cómo se unen a esta voluntad los dos tipos de pensamientos conscientes que acabamos de distinguir, el pensamiento sensorial y el pensamiento intelectual. Pienso sensorialmente en un objeto cuando está

activa con relación a él mi voluntad de experimentar. Pienso intelectualmente en un objeto cuando pienso en él sin que esté activa mi voluntad de experimentar. Este hecho no debe sorprendernos si recordamos la relación que existe entre ‘tener sensación’ y ‘experimentar’: no podría haber un ‘experimentar’ de un objeto sin una percepción sensorial de ese objeto; y no podría haber una voluntad de percibir sensorialmente un objeto sin una voluntad de experimentar con relación a él. Ahora bien, la palabra es una percepción sensorial independiente de la ‘sensorialidad’ del objeto nombrado. En cuanto pienso verbalmente en un objeto, no evoco su percepción sensorial y, por consiguiente, no experimento nada a propósito de él. Me sucede, claro, pensar verbalmente en un objeto y luego, de inmediato, evocarlo sensorialmente, y experimentar entonces algo a propósito de él; pero la sucesión de las dos percepciones, por rápida que sea, no deja de ser una sucesión. Me sucede, otras veces, primero percibir sensorialmente un objeto, y luego formular su nombre; en los instantes que siguen, pienso en el objeto a la vez de forma sensorial y de forma verbal; pero estas dos percepciones, aunque coexistentes, sin embargo permanecen distintas y, en la medida en que pienso verbalmente, experimento menos con relación al propio objeto y más con relación a los sentimientos asociados a la palabra. Veamos un ejemplo: oigo un fragmento musical cuyo autor no reconozco; experimento la música de cierta manera; luego me dicen: ‘Es tal obra de tal compositor’; a partir del instante en que esta designación verbal existe en mi consciente, noto que no experimento la música de la misma manera; puedo experimentarla con la misma intensidad pero mi

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‘experimentar’ ha perdido frescura, espontaneidad; en la medida en que pienso las palabras que designan esta música, estoy bloqueado a su percepción sensorial. Puesto que el pensamiento intelectual implica una suspensión de la voluntad de experimentar, estoy tentado de concluir que es imparcial. Pero si bien mi voluntad de experimentar se suspende con relación al objeto en el que estoy pensando intelectualmente (es decir, que estoy nombrando), continúa funcionando con relación a otra cosa. Mostraremos que el pensamiento intelectual es imparcial por naturaleza y que puede funcionar con una intención imparcial pero que, más a menudo, aunque imparcial por naturaleza, funciona parcialmente bajo la dirección de la voluntad de experimentar. El señor X, acosado ya por problemas financieros, descubre una carta que le prueba la infidelidad de su mujer. Un torrente de pensamientos sensoriales invade su consciente: ve a su mujer en los brazos de otro, ve sus sonrisas hipócritas en casa, etc... Luego de pronto le vienen estas palabras: ‘Soy un marido engañado’. Este pensamiento intelectual, al ser verbal, supone una breve suspensión de su ‘experimentar’, en el tiempo que toma establecer una relación lógica en el caos de sus percepciones sensoriales. Pero el ‘experimentar’ vuelve enseguida, agravado por todas las percepciones sensoriales asociadas a la imagen verbal ‘marido engañado’. Antes de la aparición de esta frase, el señor X no consideraba la cuestión más allá de la intimidad de su relación conyugal; ahora, la considera además bajo la perspectiva más amplia de la opinión social. Luego otros pensamientos sensoriales aparecen en el consciente de este hombre, que le recuerdan sus problemas financieros, y complican aun más su film imaginativo. Entonces se pronuncian en él las siguientes palabras: ‘¡Solo esto me faltaba! ¡A mí me tocan todos los males!’ Este pensamiento intelectual supone también una breve suspensión del ‘experimentar’. Luego vuelve el ‘experimentar’, agravado por todas las percepciones sensoriales asociadas a la imagen intelectual ‘perseguido por el destino’. Vemos, gracias a este ejemplo, cómo el pensamiento intelectual, imparcial por naturaleza, puede no serlo en su funcionamiento. Durante dos breves suspensiones de su ‘experimentar’, el señor X pensó imparcialmente. La frase ‘soy un marido engañado’ se basa en el siguiente razonamiento lógico: ‘Un hombre cuya mujer le es infiel es lo que la gente llama un marido engañado; ahora bien, mi mujer me es infiel; por lo tanto, a los ojos de la gente, yo soy un marido engañado’. Y este silogismo es imparcial; no depende de la estructura personal del señor X; es universal. Pero, ¿por qué ha formulado el señor X este silogismo? Este razonamiento le vino en un momento en que su voluntad de experimentar funcionaba con fuerza; y este breve episodio intelectual fue seguido de inmediato por una intensificación del ‘experimentar’. Es decir que el razonamiento fue desencadenado y usado por la voluntad de experimentar; es decir que la voluntad de experimentar, aunque no sea el motor en sí de la operación intelectual (motor del cual hablaremos más adelante), ha hecho funcionar el motor para sus propios fines. Supongamos que el señor X, pasado cierto tiempo de confusión mental emotiva, de agitación ansiosa, desea calmar su angustia. Desea ver las circunstancias actuales de su vida de una manera menos terrible; quiere descubrir remedios a sus desgracias, que le aporten una esperanza. Se realizan en su consciente operaciones intelectuales más construidas; ‘reflexiona’ sobre su situación; descubre ciertas consideraciones que disminuyen su gravedad; concibe

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ciertas acciones capaces de hacer volver la prosperidad a sus negocios y el amor exclusivo de su mujer, o capaces de vengarlo de sus rivales en estos dos dominios. Aunque sus razonamientos estén más construidos, no difieren en esencia, en su determinismo, de los breves episodios intelectuales de la primera fase. Todavía están condicionados por la voluntad de experimentar. El señor X reflexiona intelectualmente para experimentar de una manera menos penosa, pero aún para experimentar. En este caso, el pensamiento intelectual, aunque imparcial por su misma naturaleza, no funciona imparcialmente; en su funcionamiento, es parcial. Pero supongamos ahora que el señor X desvía la atención de sus dificultades financieras y sentimentales y se interesa en los fenómenos que se acaban de producir en él a propósito de sus dificultades. No quiere ya modificar su estado, quiere comprenderlo; quiere comprenderse. Se producen entonces operaciones intelectuales de una modalidad nueva. Durante estas operaciones, el señor X piensa en sus dificultades pero, como su fin no es remediarlas, ya no las considera como que son en su particularidad, sino como que solo existen de una manera contingente y general; dotadas ahora de una realidad relativa, sus dificultades ya no son, para el señor X, ‘aquello de lo que se trata’. La intención que mueve el pensamiento intelectual de nuestro sujeto ya no es la voluntad de experimentar lo que sea, sino la voluntad de descubrir las leyes de su propia máquina psicosomática. Es un pensamiento intelectual puro, imparcial no solo por naturaleza sino también en su intención. Lo que caracteriza esencialmente a este pensamiento imparcial-en-suintención no es que resulte de la voluntad de comprender, ya que puedo esforzarme por comprender algo para modificar el estado de las cosas en mí o fuera de mí; a menudo busco leyes para modificar las cosas, es decir, a fin de cuentas, para experimentar. Lo que caracteriza esencialmente a este pensamiento

imparcial es que resulta de la voluntad de simplemente comprender, de comprender por comprender, de comprender teóricamente sin ningún fin práctico. Durante el capítulo precedente, distinguimos dos tipos de pensamiento: el pensamiento inconsciente, real; y el pensamiento consciente, imaginario. Ahora podemos llevar más lejos nuestro trabajo de análisis y presentar la siguiente tabla: I) Pensamiento inconsciente, real. II) Pensamiento consciente, imaginario: a. Pensamiento consciente sensorial. b. Pensamiento consciente intelectual: i. de intención parcial. ii. de intención imparcial. El pensamiento inconsciente real tiene como motor la voluntad cósmica, la voluntad del Principio Absoluto en cuanto se manifiesta al crearme. El pensamiento consciente sensorial y el pensamiento intelectual de intención parcial tienen como motor mi voluntad de experimentar. El pensamiento intelectual de intención imparcial tiene como motor mi voluntad de simplemente comprender. Examinemos esta voluntad de simplemente comprender que acabamos de hallar. ¿En qué difiere de la voluntad de experimentar? ¿Y en qué se parecen estas dos voluntades, más allá de sus diferencias? Mi voluntad de experimentar es voluntad de realizar mi ser-en-cuanto-distinto, es decir voluntad de realizar mi estructura particular en mi identificación con un universo particularizado,

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centrado en mi organismo; es por lo tanto voluntad de conocer el Universo en mí mismo bajo la hipótesis de que este y yo nos condicionamos mutuamente. Mi voluntad de simplemente comprender no discrimina entre el Universo y yo; es voluntad de conocer el Universo (yo incluido) según las leyes de su autocondicionamiento; es voluntad de pensar el Universo tal cual es, sin localización de su centro; es por lo tanto voluntad de realizar mi estructura universal, no distinta, según mi identidad con todo lo que existe. Lo que reúne estas dos voluntades es que ambas son voluntades de realizarme: mi voluntad de experimentar es voluntad de realizarme en cuanto individuo particular, mi voluntad de simplemente comprender es voluntad de realizarme en cuanto ‘hombre primordial’, idéntico a todos los demás. La voluntad de simplemente comprender es desinteresada en el sentido ordinario del término; esto no quiere decir que no me interese simplemente comprender, ni que ello no implique para mí una ventaja personal; quiere decir que no me interesa simplemente comprender en función de mi estructura personal y que la ventaja personal que pueda generarse para mí no es el objetivo de esta voluntad. La voluntad de simplemente comprender es propia del ser humano; no existe en el animal. Implica de hecho la presencia de una función que el animal no posee: la función intelectual, es decir la posibilidad de asociar convencionalmente la imagen sensorial de un objeto, concreto o abstracto, a una imagen sensorial verbal, la ‘palabra’. Sin la palabra, un cerebro no puede formar más que simples asociaciones causales entre dos imágenes sensoriales conducentes al descubrimiento de leyes particulares; gracias a la palabra, un cerebro puede formar imágenes generales cualitativamente idénticas y efectuar con estas imágenes operaciones lógicas complejas conducentes al descubrimiento de leyes generales. La distinción que intentamos establecer en este momento entre voluntad de experimentar y voluntad de simplemente comprender es muy importante pero delicada. Veremos más adelante que estas dos voluntades, aunque distintas, están íntimamente unidas en su funcionamiento; es pues muy comprensible que los sistemas filosóficos en general no hayan concebido esta distinción. Veremos, además, que existe cierto antagonismo entre nuestras dos voluntades. Ahora bien, al intelecto humano, que tiene la intuición profunda de la unidad del Principio Absoluto, motor primero de todas las cosas, le desagrada ver funcionar dos motores opuestos en el origen de su funcionamiento. Quiere captar el Principio en una forma; por eso las dos voluntades de las que hablamos le parecen una alternativa de la cual debe salir eliminando uno de los dos términos. Algunos rechazan de plano la voluntad de simplemente comprender. Este pensamiento desprovisto de fines personales les choca por utópico. ‘No somos espíritus puros,’ dicen. ‘Cada uno de nosotros piensa siempre en vistas de una ventaja estrictamente personal.’ Según esta perspectiva, se afirma que la única voluntad del hombre es la resultante de sus deseos. El hombre no sería entonces sino una máquina con reflejos condicionados por el mundo exterior (herencia y circunstancias de vida). Otros rechazan la voluntad de experimentar: este pensamiento únicamente interesado les choca por inestético y limitante. Pero no arriban por ello a la noción de ‘querer simplemente comprender’. Distinguen ‘instintos’ y ‘voluntad’, voluntad a secas. Según esta distinción, la ‘voluntad’ es una noción muy confusa y artificial; se la concibe como algo de naturaleza ni afectiva ni intelectual, sino una fuerza

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aparte, de naturaleza imprecisa, capaz de mover directamente el comportamiento del hombre. En estas dos actitudes filosóficas, el hombre cree ser dirigido por un único motor: o bien la afectividad, es decir la Naturaleza que dirige al hombre por intermedio de sus deseos; o bien la imprecisa ‘voluntad’ a secas, que actúa sobre los ‘instintos’ concebidos como simples fuerzas de inercia. En estas dos actitudes, el hombre no logra reconocer la voluntad de simplemente comprender, voluntad intelectual distinta de la voluntad afectiva o voluntad de experimentar; si constata lo que llama su ‘curiosidad intelectual’, la asimila a sus ‘instintos’ y ni se le ocurre ver en ella algún tipo de voluntad. Spinoza arriba a la noción de voluntad intelectual cuando escribe: ‘La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo’; pero parece que Spinoza, ‘espiritualista’, no reconoce la igualdad que existe, en vistas a la realización intemporal del hombre, entre esta voluntad intelectual y la voluntad afectiva. La voluntad de experimentar pertenece al componente femenino del ser humano, la voluntad de simplemente comprender pertenece a su componente viril. Antes del satori, funcionan alternativamente, disociadas; solo la realización intemporal puede armonizarlas. Hemos dicho que si bien me es posible pensar para simplemente comprender, me sucede más a menudo que busco comprender para ‘experimentar’, de forma parcial; si bien puedo usar mi lenguaje intelectual con un fin imparcial, lo uso más a menudo con un fin parcial. ¿Cómo es que mi intelecto obedece a veces a mi voluntad de simplemente comprender, a veces a mi voluntad de experimentar? Todo sucede en mí como si existiera, entre mi afectividad y mi intelecto, un ‘embrague’ análogo al de un automóvil. Cuando mi afectividad está ‘acoplada’ a mi intelecto, pienso intelectualmente bajo la influencia de mi voluntad de experimentar; modifico entonces mi representación de las cosas (‘racionalizaciones’) de modo de ver el mundo centrado en mí; busco cómo modificar las cosas, fuera de mí o en mí, o sea cómo reformar el mundo exterior, o mis propias tendencias, para adaptarlos a tal modelo que me gusta. Por el contrario, pienso intelectualmente bajo la influencia de mi voluntad de simplemente comprender cuando mi intelecto está ‘desacoplado’ de mi afectividad. Mi pensamiento intelectual desacoplado es un pensamiento intelectual puro; mi pensamiento intelectual acoplado es impuro. Hay que comprender bien estos términos: impuro no significa indigno; impuro significa que se mezclan e identifican dos cosas en realidad distintas. Si el pensamiento intelectual acoplado es ‘impuro’, no es porque la afectividad que lo dirige sea impura, sino porque esta asociación constituye una mezcla desordenada. El pensamiento sensorial, puramente afectivo, es puro; el pensamiento intelectual desacoplado, puramente intelectual, es puro; el único pensamiento impuro es el pensamiento intelectual movido por la afectividad. Mi voluntad de experimentar dirige el funcionamiento de mi intelecto por intermedio del embrague que mencionamos; mi voluntad de simplemente comprender, al contrario, dirige directamente el funcionamiento de mi intelecto cuando este se sustrae al embrague afectivo. Es decir que mis dos voluntades dirigen mi intelecto de maneras muy diferentes. Mi voluntad de experimentar representa una fuerza que se ejerce constantemente, incluso cuando su funcionamiento no se manifiesta; tiende sin cesar a mover mi intelecto

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acoplándose a él. Por el contrario, mi voluntad de simplemente comprender debe, para funcionar, tener a raya a mi voluntad de experimentar; y su funcionamiento es momentáneo. Es útil aquí la comparación con el embrague automotriz: cuando no toco el pedal, el motor está acoplado con las ruedas; lo mantiene así un resorte; para desacoplar, debo hacer un esfuerzo que tenga en cuenta la fuerza del resorte; durante este tiempo, el resorte ejerce siempre su acción, que se manifiesta de nuevo apenas mi pie abandona su esfuerzo. Veamos otra comparación: el cenicero que tengo en frente permanece encima del escritorio debido a su peso, fuerza que se ejerce constantemente; solo se eleva sobre mi escritorio si lo tomo y supero su peso mediante un esfuerzo momentáneo. Mi voluntad de experimentar es análoga al peso; la fuerza que representa se ejerce constantemente; es ‘natural’. Mi voluntad intelectual pura representa una fuerza que solo se ejerce por momentos. Aparece espontáneamente en mí en una etapa avanzada de mi desarrollo y constituye su apogeo. Pero ‘espontáneo’ no es sinónimo de ‘natural’. Esta fuerza particular al hombre no debe ser llamada ‘natural’, sino ‘sobrenatural’. Explicaremos por qué. La creación universal se funda en la Tríada metafísica: dos principios inferiores, Yin y Yang, equilibrados por un principio conciliador que los supera, el Tao. Pero el principio conciliador aparece bajo dos formas diferentes según contemple el Universo como un conjunto de formas particulares o como una totalidad, como una multitud de individualidades o como un Todo. Si contemplo el Universo como un conjunto de criaturas particulares, personales, el principio conciliador aparece también él mismo como personal; es entonces lo que en la antigüedad llamaban el Demiurgo, y que hoy llamamos la ‘Naturaleza’. Si contemplo el Universo como un Todo, el principio conciliador aparece como nopersonal, Principio Supremo, Absoluto metafísico. Lo que acabamos de decir a propósito del macrocosmos vale también para mi microcosmos: en cuanto hombre personal, soy creado por la Naturaleza; en cuanto hombre universal o primordial, soy creado directamente por el Principio Supremo, del cual la Naturaleza representa una suerte de delegado inferior. Mi voluntad de experimentar, voluntad de realizarme en cuanto hombre particular, emana de la Naturaleza; su fuerza es una fuerza natural, particular. Mi voluntad intelectual pura, voluntad de realizarme en cuanto hombre universal, emana directamente del Principio Supremo; su fuerza no es una fuerza ‘natural’; no es tampoco antinatural, pues la distinción que trazo entre Naturaleza y Principio Supremo es solo inherente a mi mente y no implica ninguna oposición entre estos dos términos; debo pues llamarla ‘sobrenatural’. Puede sorprenderme que este motor ‘sobrenatural’ que hace funcionar mi intelecto puro funcione de a ratos, mientras que la fuerza natural que hace funcionar mi pensamiento intelectual acoplado se ejerza constantemente. ¿Es entonces este motor sobrenatural inferior a la fuerza natural, puesto que parece incapaz de evitar el acople constante? Para responder esta pregunta, debo distinguir, en mi voluntad intelectual pura, su principio y su manifestación; su principio es permanente e infinito, pero su manifestación depende de una función que pertenece a mi organismo finito; es esta función intelectual pura la que funciona de manera momentánea, contra mis otras funciones que funcionan sin parar hasta mi muerte. El carácter sobrenatural de la posibilidad intelectual explica su inmenso poder sobre la vida natural. Utilizada por la voluntad intelectual pura, esta

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posibilidad permite la plenitud de la realización temporal del hombre en su realización intemporal. Acaparada al contrario por la voluntad de experimentar, perturba la simple realización temporal. Esta posibilidad, que confiere virtualmente al hombre una superioridad infinita sobre el animal, lo expone al mismo tiempo a una vida infinitamente inferior a la del animal. Si la Naturaleza se encarga de movilizar constantemente mi voluntad de experimentar, ¿qué es lo que condiciona el funcionamiento momentáneo de mi voluntad intelectual pura? La causa eficiente de esta voluntad no es otra que el Principio Supremo, pero ¿cuál es la causa desencadenante? ¿Por qué en un momento dado empieza a funcionar, suspendiendo el acople afectivo? Lo que empieza a funcionar, ya lo hemos dicho, es mi función intelectual pura; ¿qué es pues lo que condiciona la actividad de esta función? Notemos, antes que nada, que esta función tendrá muchas más posibilidades de activarse cuanto más desarrollado esté el instrumento cerebral que la asume; y este desarrollo depende de dos factores, uno innato y uno adquirido. El ‘don’ de pensar intelectualmente con una intención imparcial es análogo a cualquier otro don; lo tenemos más o menos desde el nacimiento (para ser más exactos, desde nuestra concepción) y luego se desarrolla más o menos con su ejercicio. Pero en mí, un hombre dado en quien la función intelectual pura presenta un desarrollo dado, ¿cómo se activa el funcionamiento puro de mi función intelectual? Este funcionamiento se desencadena debido al fracaso de mi voluntad de experimentar, es decir en un instante en que mi voluntad de pensar el mundo centrado en mí se revela insuficiente para tener completamente a raya la imagen insoportable de un mundo independiente de mí. Mi pensamiento intelectual puro se activa cuando estoy insuficientemente ‘compensado’ por mi pensamiento parcial, sea porque mis compensaciones todavía no se han establecido, o porque no son suficientemente eficaces. El niño que empieza a hablar, si está dotado de una buena función intelectual pura, plantea a sus padres innumerables ‘por qué’. En esta etapa, sus relaciones compensatorias con un mundo exterior que aún está descubriendo todavía no se han construido; por lo tanto, no logra representarse completamente el mundo centrado en sí mismo; su mundo interior todavía está poco construido para que pueda integrar a él todo lo que percibe. Por eso manifiesta con vehemencia su ‘querer simplemente comprender’, su avidez desinteresada por nociones que no pueden aportarle ninguna ventaja personal inmediata. Más tarde, mis compensaciones se han establecido; he elaborado, bajo la influencia de mi voluntad de experimentar, cierta cantidad de ‘consideraciones’ del mundo que me lo representan centrado en mí. Pero estas ficciones imaginarias son a veces desbordadas por el trabajo que les impone una realidad innegable; la indiferencia del mundo exterior a mi mirada es a veces demasiado evidente para que yo logre integrar la realidad a mi mundo interior egocéntrico. Estos momentos suelen ser dolorosos, por lo cual se ha sostenido que el pensamiento puro es despertado por el sufrimiento. En realidad, el fracaso de la voluntad de experimentar no consiste esencialmente en el sufrimiento; la angustia que lleva al suicidio acompaña una visión del mundo que me abruma sin perdón pero que está completamente centrada en mí. El fracaso de mi voluntad de experimentar consiste esencialmente en el hecho de que mi facultad imaginativa mentirosa toca sus límites y, en consecuencia, mi film imaginario no logra engañarme del todo. Esto último es porque mi fuerte posibilidad intelectual pura me otorga una lucidez de reacción contra una mentira que ahora le resulta demasiado grosera. El

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funcionamiento de mi pensar puro se activa a propósito de la insuficiencia de mi pensar parcial, pero la causa de esta insuficiencia reside en la misma posibilidad intelectual pura. El fracaso de mi mentira condiciona la manifestación de mi lucidez pero está condicionado por mi misma lucidez. Así podemos comprender el autocondicionamiento de mi pensar intelectual puro. El mundo exterior condiciona solo la eficacia práctica de su funcionamiento, y lo hace de dos maneras: por un lado, mediante circunstancias en las que el encuentro con la realidad pone en dificultades a mi pensamiento parcial; por otro lado, mediante el contacto con una enseñanza iniciática, ya que las verdades universales, aunque preexisten en mí de modo latente, deben ser despertadas por formulaciones intelectuales, orales o escritas. Después de haber ‘situado’, en nuestro funcionamiento general, el pensamiento intelectual puro, volvamos un instante sobre el pensamiento intelectual visto en conjunto y preguntémonos qué caracteriza a las imágenes que forma. ¿De dónde proviene la imagen mental intelectual que concluye una operación lógica? Al distinguir pensamiento inconsciente y pensamiento consciente, dijimos que el primero era ‘real’ y el segundo ‘imaginario’. Debemos distinguir ahora, en el pensamiento consciente, un tipo muy especial de imágenes, las imágenes mentales lógicas o intelectuales puras, y reconocer que no debemos llamarlas ‘imaginarias’. Las imágenes conscientes que hemos llamado imaginarias meritaban este calificativo porque eran elaboradas para representarme el mundo centrado en mí, o sea bajo una perspectiva ilusoria según la que mi organismo era una entidad opuesta al resto del universo. Pero mis imágenes intelectuales lógicas son elaboradas para representar el Universo tal cual es, no centrado en mí, y engloban mi organismo en lugar de oponerse a él. No provienen ya de mi estructura personal sino de mi estructura universal, o sea de mí en cuanto soy todo el cosmos, sin la ilusoria oposición ‘Yo–No-Yo’. Son lo que Platón llama Ideas, imágenes intelectuales que manifiestan directamente la Realidad cósmica sin el intermediario de la Naturaleza, que me crea en cuanto soy distinto. No deben considerarse imaginarias, sino ‘reales’. Mis diversos pensamientos se disponen entonces con cierta simetría: por un lado se encuentra mi pensamiento inconsciente, que es ‘real’; por otro lado se encuentra mi pensamiento intelectual de intención imparcial, que también es ‘real’; entre ambos se encuentra mi pensamiento consciente parcial, que es imaginario. De mis dos pensamientos ‘reales’, uno reside en la profundidad de mi mente, el otro es la fina punta de mi consciente superficial. Ambos deben considerarse ‘reales’, son intrínsecamente reales puesto que manifiestan la Realidad cósmica en mi mente de modo directo. Para comprender en qué difieren sin embargo estos dos pensamientos, hay que recurrir a la distinción ‘sustanciaforma’. Mi pensamiento inconsciente es sustancia pura, manifestación sustancial de la Mente Cósmica. Mi pensamiento intelectual imparcial es forma pura, manifestación formal de la Mente Cósmica. Cada uno de estos pensamientos es puro, no-dualista; pero forman juntos un dualismo actualmente no conciliado y cuya conciliación será mi realización intemporal. Mi pensamiento intelectual imparcial, como mi pensamiento inconsciente, es instantáneo; es solo en el instante cuando pienso de manera universal. Cuando este pensamiento se expresa en palabras, queda en mi memoria, es decir que pertenece desde entonces a mi estructura personal. Es decir que mi pensamiento

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intelectual de intención imparcial, que surge en el instante sin objetivo personal, no podría ser imparcial en su uso. Mi conclusión lógica se alcanza en un movimiento mental de naturaleza universal; pero, apenas formulada, despierta mi ‘sensación’, mi ‘sentimiento’ y mi ‘experimentar’. La palabra, desde que es pronunciada, se parece a un objeto exterior y suscita todo un complejo de movimientos afectivos. Idea pura al nacer, mi descubrimiento intelectual se vuelve de inmediato impuro al asociarse a mi afectividad. Lo que proviene de mi voluntad de simplemente comprender es captado y utilizado por mi voluntad de experimentar. La voluntad de simplemente comprender es antagonista de la voluntad de experimentar, pero el funcionamiento de la voluntad de simplemente comprender no constituye el antídoto que buscamos para equilibrar el funcionamiento de nuestra voluntad de experimentar; es un hito importante en nuestro camino pero no es su término.

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SEGUNDA PARTE

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CAPÍTULO 1 LOS TRES PLANOS CÓSMICOS

Los capítulos precedentes contemplaron el problema de nuestra condición desde una perspectiva a menudo fenomenológica. Hemos podido adquirir así nociones importantes sobre los principales engranajes de nuestra máquina psicosomática. Pero este punto de vista analítico es demasiado limitado; si bien nos procura los conceptos indispensables de tener ‘sensación’, tener ‘sentimiento’ y ‘experimentar’, y nos permite así oponer nuestra voluntad intelectual de no experimentar a nuestra voluntad afectiva de experimentar, no puede ir más lejos, no puede darnos la vía sintética que necesitamos, vía capaz de situar todos estos conceptos en un conjunto coherente. Parecerá que estamos descartando nuestro estudio; pero no es sino para volver a él con una perspectiva más general, más abarcadora. El cosmos, en su conjunto, es un inmenso dinamismo. Toda la Manifestación es el funcionamiento de una energía que, desde nuestra óptica, se traduce en cambios incesantes, en un ‘movimiento perpetuo’. Desde esta perspectiva totalmente general, el Universo se nos aparece como un movimiento permanente; manifestación del Principio Absoluto Intemporal, el movimiento cósmico es estable, eterno. Pero si dejamos de ver las ‘diez mil cosas creadas’ en su particularidad, nuestra mente percibe el Universo como espacio-tiempo donde las cosas aparecen y desaparecen, se integran y se desintegran. En este plano, el movimiento cósmico se efectúa mediante modalidades muy diferentes según las ‘cosas’ contempladas. En efecto, las ‘diez mil cosas’ se distribuyen en una jerarquía; del hidrógeno inicial al ser dotado de intelecto (ser del cual el hombre es el único representante que conocemos), las ‘cosas’ son conjuntos que se organizan con creciente complejidad e individualidad. Esta jerarquía presenta en su conjunto cierta continuidad, pero en el seno de la continuidad existen dos hiatos, dos saltos discontinuos; el primero se sitúa entre las cosas inanimadas y las cosas vivientes; consiste en la aparición de la ‘vida’; el segundo consiste en la aparición del intelecto, esencialmente manifestado por el lenguaje, y se sitúa entre el animal y el hombre. Sería erróneo considerar que estos dos ‘saltos’ en la continuidad de las mil cosas establecen diferencias totales. El vegetal y el animal, aunque la vida haya aparecido en ellos, no dejan de estar compuestos de materia inanimada; son esta materia con algo más. El hombre, en quien apareció el intelecto, sigue siendo materia inanimada y animal, con algo más. Los dos hiatos que acabamos de mencionar dividen la serie total de las diez mil cosas en tres categorías que estudiaremos desde la perspectiva de los dos aspectos del movimiento cósmico, el integrador y el desintegrador. Cada una de las tres categorías contiene una multitud de ‘cosas’ dispuestas en una serie continua; las cosas vivientes van, por ejemplo, del alga más simple al mono más evolucionado. No nos perderemos en estos detalles y hablaremos esquemáticamente de cosa inanimada, animal y hombre. Una cosa inanimada se integra al momento de su aparición, a expensas de ciertos materiales y bajo ciertas circunstancias. Luego su estructura, si no es sometida a nuevas influencias externas, goza de una relativa estabilidad. Cuando se desintegra, sea bajo el ataque de agentes externos o en virtud de un dinamismo

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interno (radioactividad), no se produce en ella ningún fenómeno paralelo de reconstrucción. La estructura de un ser vivo, si bien integra elementos inanimados, presenta un dinamismo diferente. Es muy inestable y, en ausencia de cualquier influencia exterior, de cualquier aporte, también empieza a desintegrarse. A decir verdad, también se desintegra cuando recibe los aportes necesarios, pero para reintegrarse entonces en una estructura semejante. Y eso es lo que caracteriza esencialmente a la materia viva: mientras que la cosa inanimada solo nace una vez y solo muere una vez, la criatura viviente nace, muere y renace continuamente hasta su desintegración final. No es que la estructura de una cosa inanimada sea inmóvil; en el interior de un bloque de hierro reina el movimiento incesante de sistemas atómicos. Pero no se ve a ninguna parte individualizada de este bloque alterarse, desaparecer y ser reemplazada por una parte nueva. Por el contrario, todas las cosas vivas están compuestas de partes individualizadas, de células que se alteran, desaparecen y son reemplazadas por células nuevas. La cosa inanimada, en cuanto está integrada en su estructura, no necesita hacer nada para perseverar en su existencia. Cuando se desintegra, tampoco hace nada para luchar contra las influencias externas ni para reconstruir en sí lo que ha sido destruido. La cosa animada, en cambio, es un equilibrio inestable que se reestablece sin cesar. Es la sede de dos metabolismos opuestos y concomitantes, uno de desintegración y otro de reintegración. Para comprender mejor qué caracteriza la vida, debemos volver a ciertas nociones bien generales. El movimiento eterno que es el Cosmos en su conjunto resulta del funcionamiento simétrico de dos fuerzas que la sabiduría china llama Yang y Yin. Yang es la fuerza de cambio y es de ella que resultan todos los fenómenos (lo que aparece y desaparece). Yin es la fuerza de resistencia al cambio, o fuerza de inercia; es la reacción que permite la acción de Yang. Apoyándose en la resistencia de Yin, Yang, fuerza de cambio, preside el nacimiento de las diez mil cosas y, también, su muerte, puesto que toda integración implica la desintegración de una cosa anterior. Toda la Manifestación resulta del juego equilibrado de Yang en sus dos aspectos, integrador y desintegrador, apoyado en la resistencia de Yin. Yang, fuerza que tiende hacia ciertos efectos, se puede considerar como una voluntad cósmica, o más exactamente como una pareja de voluntades, voluntad de desintegración y voluntad de integración. Esta concepción nos permite comprender lo que en verdad caracteriza al ser vivo: todo ser vivo es una encarnación del Yang integrador. Expliquemos qué queremos decir con esto. La observación de una criatura viviente nos muestra que esta criatura actúa, en la medida de sus posibilidades, en favor de su reintegración. La planta dirige su crecimiento hacia el agua, el aire, la luz que son necesarias para mantener su existencia. Este esfuerzo por vivir, es decir por reintegrarse, es mucho más manifiesto en el animal; el animal lucha para perseverar en la existencia o para proteger la existencia de algo con lo que se identifica (su especie, su amo, su refugio, etc...). Si consideramos entonces al ser vivo que, como todo en el mundo, resulta del funcionamiento concomitante de las dos voluntades cósmicas de integración y de desintegración, constatamos que estas dos voluntades se expresan en él de maneras diferentes. En el animal existe una voluntad individual que colabora con la voluntad cósmica de integración y la representa, mientras que ignora totalmente la voluntad cósmica de desintegración. Todo sucede como si el

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cosmos se guardara para sí su misión desintegradora y confiara en cambio al animal su misión integradora. Todo sucede como si la voluntad de destrucción permaneciera exterior al animal y se impusiera a él, mientras que la voluntad de construcción fuera interior a él y encarnara en su voluntad individual. Todo ser vivo se desintegra pese a sí mismo y quiere reintegrarse mientras pueda. Yang es la voluntad o intención que el cosmos tiene de cambiar. Se puede decir que es pensamiento puesto que una intención implica la concepción de su objetivo. Es un pensamiento doble, de integración y de desintegración. Estos dos pensamientos cósmicos operan en todas las cosas, incluso en las cosas inanimadas. Detrás de una reacción química, operan dos pensamientos; uno desintegra las sustancias y el otro integra una o varias sustancias nuevas. Pero ninguno de los dos pensamientos o voluntades cósmicas está encarnado en la materia inanimada; esta soporta pasivamente el nacimiento o la muerte de su estructura. Por el contrario, de los dos pensamientos cósmicos que trabajan juntos en la vida del animal, uno, el pensamiento de desintegración, permanece no encarnado, mientras que el otro, el pensamiento de integración, se encarna en el pensamiento o voluntad individual del animal. El animal soporta pasivamente la muerte que afecta de manera constante las células de su organismo; pero quiere activamente su constante renacimiento.

‘Todo es pensamiento’ porque el pensamiento cósmico crea toda la Manifestación. Pero es con la vida que aparece un pensamiento individual, encarnación individual del pensamiento integrador del cosmos. Los dos aspectos de Yang, integrador y desintegrador, también pueden ser llamados fuerzas cósmicas de convergencia y de divergencia. Los físicos distinguen la ley de gravedad y la ley de expansión universal. Toda integración de la energía cósmica que lleva a la aparición de una cosa creada se estructura de manera convergente, por agrupamiento dinámico de múltiples elementos en torno a un centro. El sistema solar, el sistema atómico, la galaxia, son arquitecturas convergentes, ordenadas en torno a un centro. Un animal está hecho de una multitud de elementos inanimados ordenados en un conjunto convergente y la vida de este conjunto consiste en la voluntad de mantener esta convergencia frente a la fuerza de divergencia siempre presente. El querer vivir es una voluntad de convergencia individual, encarnada en el animal y en lucha contra la divergencia siempre amenazante. El organismo animal se compone de elementos inanimados, pero lo que lo constituye esencialmente no es este aglomerado de elementos inanimados. Lo que constituye la esencia particular del animal es su vida, es decir una encarnación individual de la voluntad de convergencia cósmica. En cuanto desaparece esta encarnación, es decir cuando el animal muere, no es más un animal sino solo un montón de sustancia protoplásmica en desintegración.

Cada sustancia que entra en la composición del animal vivo es un sistema convergente de cierto orden, pero el animal en su conjunto es un sistema convergente de un orden superior, caracterizado por la encarnación individual de la voluntad de convergencia cósmica. El animal es voluntad de vivir, es decir de reintegrarse sin cesar. Esta noción de voluntad individual no es otra cosa que la noción de ‘Ego’, de ‘yo’ (Moi). Es un error que el hombre se reserve la exclusividad de tener Ego. Este error se basa en la confusión entre el ‘Ego’ y la ‘idea de un Ego’. El hombre es el único que tiene la idea de un yo y por lo tanto que tiene un yo; pero el animal, si bien no tiene un yo

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a falta de poder concebir la idea, es sin embargo un yo. Todo ser vivo es un Ego, es decir un organismo animado por la voluntad de perseverar en su integración. Es evidente la gran novedad que aparece, a propósito de las cosas inanimadas, con la vida. Esta gran novedad es un yo, es decir una consciencia. También aquí debemos desconfiar de los prejuicios habituales que nos hacen identificar las nociones de pensamiento, de consciencia, solo con la consciencia intelectual. El animal no tiene intelecto, o consciencia universal, no puede pues percibir el funcionamiento de su consciencia individual, pero eso no impide que esta consciencia funcione en él. Volvemos a encontrar aquí la afirmación de Spinoza: ‘La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo’. El animal es una voluntad de vivir, un pensamiento de vivir, encarnación individual del Yang integrador o pensamiento de convergencia cósmica. Y esta encarnación es exclusiva, es decir que el animal no es una voluntad de morir, no es una encarnación del Yang desintegrador; el pensamiento divergente cósmico funciona en él como en todas las cosas pero sin estar encarnado en él individualmente. En relación con esta voluntad individual de vivir, las circunstancias externas son amigas o enemigas según se presten o no a su cumplimiento. Así vemos que la noción de yo, o de consciencia individual, implica por necesidad la noción de hostilidad al yo, de no-yo. En cuanto se individualiza únicamente el Yang integrador, es consciencia de un mundo circundante dividido en dos grupos, amigos y enemigos. En cuanto hay consciencia individual, esta es consciencia de una dualidad. Con respecto a la voluntad de vivir que constituye la esencia del animal, voluntad que es una fuerza de cambio reintegrador encarnada en este animal, el mundo exterior en incesante movimiento representa una fuerza de cambio foránea, una suerte de Yang foráneo con el que el Yang integrador del animal debe contar. Desde esta perspectiva, que es la de la consciencia viviente, no hay un Yang exterior único cuyos dos aspectos, integrador y desintegrador, están conciliados, sino dos Yang distintos, uno que hace renacer y el otro que mata, entre los que no es posible ninguna conciliación. Por lo tanto, la ‘vida’ es, para la subjetividad de la consciencia individual, una lucha en la que el yo y el no-yo se oponen de manera irreductible. Veamos ahora que esta manera dualista de pensar la situación del yo en el mundo exterior es la proyección mental de fenómenos dualistas interiores al organismo, fenómenos de consonancia y de disonancia. En efecto, el organismo existe bajo dos aspectos, por una parte como materiales inanimados, elementos de su integración, por otra parte como Ego, voluntad de reintegración de estos elementos. Como materiales elementales, siempre está de acuerdo con el mundo exterior, puesto que estos elementos no tienen ninguna voluntad propia. Como Ego, el organismo no está de acuerdo con el mundo exterior salvo cuando este es favorable a su querer vivir; en caso contrario, está en desacuerdo. Así pues, el organismo está conformado por dos aspectos, de los cuales uno está siempre de acuerdo con el mundo exterior y el otro no siempre. Cuando las circunstancias son favorables a la vida, el Ego del animal está de acuerdo con el mundo exterior y, por lo tanto, en consonancia con todos los materiales que quiere integrar. Cuando las circunstancias son en cambio desfavorables a la vida, el Ego del animal está en desacuerdo con el mundo exterior y, por lo tanto, en disonancia con los materiales que quiere integrar. En el primer caso, hay armonía interior, felicidad; en el

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segundo, hay división interior, sufrimiento. La perspectiva dualista que es la de la consciencia individual ante el mundo surge de este dualismo interior, de esta oposición consciente entre los estados orgánicos consonantes y disonantes. Las consonancias y disonancias interiores se producen en el animal y se puede decir que las percibe emocionalmente, puesto que es en función de estas que sus reflejos condicionados asocian los objetos exteriores y regulan su comportamiento. Pero, a falta de un lenguaje y por consiguiente de intelecto, el animal se identifica completamente con sus estados orgánicos, no puede tomar consciencia intelectual, y así distinguirse, de ellos. Por eso, su atención consciente permanece sobre las imágenes que tiene del mundo exterior, imágenes solo teñidas por sus estados orgánicos de atracción o repulsión. Es dolorosamente consciente de un mundo que lo hiere, es decir, es consciente de un mundo doloroso, pero no es consciente de su dolor en sí. Identificado con su disonancia interior, es esta disonancia misma, la vive, se comporta en función de ella, pero no puede percibirla como un objeto distinto de sí mismo. La aparición del intelecto, esencialmente manifestado por el lenguaje, el ‘verbo’, hace del hombre una criatura bien diferente del animal. Con el intelecto, superamos el segundo hiato en la jerarquía de las diez mil cosas; llegamos a la tercera y última categoría de la que el ser humano es el único representante en esta tierra. Por el intelecto, el hombre toca el plano supremo donde Yang integrador y Yang desintegrador están conciliados, y a la vez con Yin, en el Tao. Puede residir en este plano al término de un desarrollo completo de sus posibilidades intelectuales; pero, antes de este desarrollo completo, ya toca este plano, reside en su frontera, y esto se traduce, como veremos, en el hecho de que en él están encarnados ambos aspectos de Yang, integrador y desintegrador, mientras que el animal solo encarna el aspecto integrador. Por el intelecto, recordemos, el hombre evoluciona en el plano de las ideas generales, o ideas puras, símbolos que exceden las cosas simbolizadas, las engloban y gozan de una realidad autónoma. La supremacía de este plano de Ideas es evidente puesto que permite al hombre desidentificarse de su organismo psicosomático. Gracias a las Ideas, el hombre puede en efecto percibir, como objetos distintos de sí mismo, todos los atributos de su manifestación animal o vital. Puede concebir las siguientes Ideas: ‘mi cuerpo’, ‘mi pensamiento’, ‘mis emociones’, ‘mi vida’, ‘mi yo’, etc... Es decir que puede percibir todos los aspectos

de su manifestación formal no ya como si fueran él mismo, sino como manifestaciones contingentes de sí mismo. Esta visión lo desvincula de sus manifestaciones groseras y sutiles y lo eleva, ‘a él’, a un plano informe, río arriba de toda forma que pueda recibir una designación positiva. Este ‘Yo’ (Je en francés; I en inglés) informe solo puede designarse de modo negativo; ‘Yo’ no es ni mi cuerpo, ni mi pensamiento, ni mi vida, ni mi ‘yo’ (moi; me). Hemos visto que la esencia del animal no eran los materiales inanimados que constituyen su organismo, sino este mismo organismo en cuanto voluntad de reintegrar sus elementos, es decir su yo; la etapa cósmica media englobaba y eclipsaba así la etapa inferior. En el hombre, la etapa suprema engloba y eclipsa la etapa media; la esencia del hombre no es más su organismo-voluntad-dereintegrar-sus-elementos, no es más su yo, es la idea de este yo, que engloba a este yo en el Todo informe, no individual. La ‘naturaleza propia’ del hombre es el Principio Absoluto o Mente Cósmica.

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En el animal, el yo es una unidad que domina la multitud de materias inanimadas que lo integran. En el hombre, la idea de yo es la Unidad (no decimos más una unidad sino la Unidad) que domina la multitud de modificaciones del yo, los estados orgánicos de consonancia y disonancia que manifiestan el yo. El hombre, por esencia, deja de ser únicamente el Yang integrador que era el animal; es el Yang integrador y desintegrador. Encarna a la vez la vida y la muerte de su organismo. En este nivel, la conciliación suprema en el Tao parece bien cercana. El hombre, según parece, debería poder ser el espectador intemporal, inmutable, no afectado, del devenir de su organismo, de este devenir en el que su organismo es afectado naturalmente por consonancias y disonancias. Podría adherir a la ‘naturaleza de las cosas’; podría ser una voluntad de devenir que conciliara la voluntad de vivir y la voluntad de morir. Debería poder conocer la Felicidad inmutable, fuera del tiempo, independiente de las alegrías y los sufrimientos orgánicos que englobaría al conciliar. Efectivamente, así podría ser; pero la simple aparición del intelecto no basta; hace falta también que este intelecto desarrolle por completo sus posibilidades. Intentaremos mostrar por qué es así y en qué consiste el desarrollo completo de nuestras posibilidades intelectuales. La conciliación del Yang integrador y el Yang desintegrador no es posible mediante la aparición y el desarrollo simplemente habitual del intelecto porque, en estas condiciones, aunque ambos aspectos del Yang estén encarnados, no están realizados; el ‘querer vivir’ está realizado, pero no el ‘querer morir’. En efecto, con el intelecto aparecen en el hombre los dos aspectos del Yang total o universal, la voluntad universal de integración y la voluntad universal de desintegración. Pero estas dos voluntades universales aparecen en un organismo que hasta entonces era simplemente animal, que era pues en esencia una voluntad individual de vida y no de muerte. La voluntad universal de integración, al encontrarse con la voluntad individual semejante que la había precedido, la engloba y así se ve de inmediato ‘realizada’; en cambio, la voluntad universal de desintegración, que aparece con el intelecto en el plano ideal, no se encuentra con ninguna voluntad individual semejante; y así permanece puramente ideal, a falta de conexiones que le permitan englobar el plano animal y el plano inanimado. Entre la voluntad universal de integración realizada y la voluntad universal de desintegración puramente ideal, la conciliación no se puede efectuar en la totalidad del ser humano. Era necesario empezar con esta explicación tediosa a fuerza de abstracción. Ahora intentaremos mostrar cómo se traduce en nuestra psicología cotidiana el hecho de que el Yang integrador y el Yang desintegrador estén ambos encarnados en nosotros pero que solo el primero se encuentre ‘realizado’. La observación del hombre muestra que, si bien hace como el animal todo lo necesario para perseverar en la existencia, esta perseverancia no manifiesta su verdadero objetivo. No le basta al hombre reintegrar constantemente su organismo. La aparición del intelecto le permite desidentificarse de este organismo y percibir lo que sucede en sí mismo como un sujeto percibe un objeto. En particular, es capaz de percibir sus estados orgánicos de consonancia y disonancia. Estos estados, con los que el animal se identifica y que constituyen toda su vida afectiva, para el hombre se vuelven objetos y desencadenan en él una vida afectiva novedosa: mientras que toda la afectividad animal consistía en las reacciones de su Ego orgánico al mundo exterior, la afectividad humana

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comprende además las reacciones de su Ego ideal a las consonancias o disonancias mediante las cuales su organismo reacciona al mundo exterior. El hombre, en efecto, al estar en el plano donde la Integración y la Desintegración se prestan a la Consonancia Absoluta del Tao, es capaz de presentir y querer esta Consonancia Absoluta. Lo habita la nostalgia de la Armonía Principal o Ideal, cuya característica esencial es la inmutabilidad (estabilidad, permanencia, residencia fuera del tiempo y del espacio, fuera de todo devenir). Por eso, no se contenta con percibir sus estados orgánicos; los evalúa en función de la Armonía Absoluta que quiere profundamente, en función al menos de la idea que se hace de ella. Esta distinción entre la Armonía y la idea que el hombre concibe de ella es de suma importancia. En efecto, si bien a partir del desarrollo del intelecto el hombre presiente la Armonía Absoluta, no la conoce; solo la imagina en el orden de la afectividad animal que hasta entonces fue la suya; la imagina como una estabilización definitiva de las consonancias orgánicas que conoce, pero de la misma naturaleza. Esta imaginación de la Armonía Absoluta da lugar a una formación mental fabulosa, irreal, donde se encuentran mezcladas de manera contradictoria la inmutabilidad de esta Armonía y el dinamismo inherente a las consonancias orgánicas, a las alegrías. Mientras que la vida afectiva es en realidad un todo del que la felicidad y el sufrimiento son dos aspectos inseparables, el hombre imagina una vida afectiva ‘absoluta’ que no implicaría más que consonancias interiores; y evalúa sus estados orgánicos en función de esta representación mental. Por lo tanto, su voluntad de Armonía Absoluta se traduce en una parcialidad hacia la felicidad: considera sus alegrías como ‘normales’, como que deben ser, porque ve en ellas los inicios prometedores del camino hacia la Armonía Absoluta; y considera sus sufrimientos como ‘anormales’, como que no deben ser, porque los ve contrarios a su objetivo. Es así que la vida afectiva del hombre es más compleja que la del animal; no se detiene en sus estados orgánicos sino que los supera con repercusiones indefinidas. Cuando su estado orgánico es consonante, se establece una nueva consonancia entre este estado y el estado ideal que el hombre reivindica; cuando estoy feliz, estoy feliz de estar feliz, y feliz de estar feliz de estar feliz, etc... Es como la serie indefinida de reflejos entre dos espejos enfrentados. Es igual cuando sufro, estoy mal porque sufro, sufro porque estoy mal porque sufro, etc... Al hombre no le basta con reintegrar su organismo, es decir continuar existiendo. Quiere reintegrarse en un estado superior a aquel en el que se

encontraba el instante anterior. Quiero ‘evolucionar’, ‘progresar’ hacia una integración perfecta, absoluta; lucho por llegar a ‘ser’ absolutamente y escapar así de toda desintegración. No me basta con existir, quiero ‘ser’. Para lograrlo, quiero la desintegración de mi estado imperfecto del momento para alcanzar un estado mejor, para alcanzar a fin de cuentas el estado perfecto donde la desintegración quedaría abolida y donde ya no tendría que reintegrarme continuamente. Actuando así, quiero mi ‘devenir’ puesto que lo veo como el camino necesario para alcanzar mi ‘ser’. Esta voluntad de ‘devenir’ demuestra que encarno todo el Yang, en sus dos aspectos integrador y desintegrador. Pero al mismo tiempo, es evidente que la voluntad de desintegración no está ‘realizada’ en mí puesto que de momento no quiero mi desintegración más que para encaminarme hacia un estado donde esta desintegración quede eliminada por completo. La voluntad de desintegración no funciona en mí de modo autónomo, como igual a la voluntad de integración; funciona solo en cuanto medio para saciar una voluntad ilimitada y

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tiránica de integración. Es como un hombre que no soltara un objeto sino para tomar uno más grande; la voluntad de dejar el objeto más pequeño está encarnada en este hombre ya que se efectúa en él, pero su único fin es tomar el objeto más grande y esta voluntad es la única que está ‘realizada’ en su pensamiento. Observemos en qué se convierte así para el hombre la noción de ‘vida’. Hemos visto que las diez mil cosas se clasifican en tres categorías: cosas inanimadas, animales, hombres, y que el salto entre la primera categoría y la segunda se caracteriza por la aparición de la vida. Veamos ahora que el salto entre el animal y el hombre excede la ‘vida’. No negamos que el hombre esté animado por un querer vivir, pero deseamos mostrar que este querer vivir no es más que un medio hacia su fin último que es un ‘querer ser’ que concilie vida y muerte. El animal es su propia vida; identificado con ella, no concibe la idea de que vive; no hay otro objetivo en su vida más que esta misma vida y el animal no busca nada más allá de ella. En cambio, el hombre no es su vida, concibe la idea de su vida y por eso tiene su vida como se tiene una cosa cualquiera de la que se es distinto y de la que se dispone. Es así que necesariamente mira más allá de esta posesión y busca un sentido, un destino. Ya no quiere, como quiere el animal, vivir por vivir; ya no quiere esta constante reintegración por sí misma, la quiere para obtener algo, para llegar a alguna parte. Pero este punto de llegada supone necesariamente el cese del recorrido, del devenir lleno de peripecias que era este recorrido. Es decir que el fin último del hombre es un no-devenir, una no-vida; el Yang desintegrador encarnado en el hombre es voluntad ideal de obtener algo más allá de la vida, voluntad ideal de dejar de vivir. Y al mismo tiempo, el hombre quiere vivir para llegar un día a su objetivo; su voluntad de desintegración está al servicio de su voluntad de integración, la única realizada. Es necesario comprender que el ‘vivir’ del cual hablamos no designa la continuación de la existencia orgánica, sino la percepción consciente que el hombre tiene de esta existencia bajo la forma de sus consonancias y disonancias interiores, es decir de sus fluctuaciones afectivas; ‘vivir’, para el hombre, es ‘sentirse vivir’, es decir vibrar afectivamente al contacto con el mundo exterior. El ‘querer vivir’ del hombre es su voluntad de tener sus fluctuaciones afectivas; las quiere en su conjunto porque este conjunto es indisolublemente necesario para que tenga sus alegrías y porque cuenta con estas para que lo lleven hasta la Armonía Absoluta. El ‘no querer vivir’ del hombre, su voluntad de desintegración, se traduce ilusoriamente en su voluntad de obtener al final un estado donde haya acabado con sus fluctuaciones y donde pueda escapar definitivamente de las peripecias de un ‘vivir’ transitoriamente necesario. Es evidente que, de estas dos voluntades, solo la primera está realizada en el organismo humano; la segunda, según la evolución habitual del intelecto, permanece puramente ideal. Para superar el ‘vivir’ y alcanzar el ‘ser’ inmutable, el hombre quiere abandonar su vida del momento; pero, mientras espera la ilusoria superación de la vida a la que supone que la vida lleva, el hombre solo quiere vivir en la realidad actual de su organismo. Es comparable a una nación que entra en guerra con todas sus fuerzas, con la ‘idea’ de eliminar así el principio de la guerra; la voluntad de paz que tiene esta nación no está realizada, solo está realizada su voluntad de guerra en su estructura fenomenal. Todas estas nociones se precisarán en capítulos posteriores. Por el momento concluyamos diciendo lo siguiente: la conciliación del Yang integrador y del Yang desintegrador no se producirá en el hombre mientras realice solo su voluntad de

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tener fluctuaciones afectivas, es decir su ‘voluntad de experimentar’; es necesario un trabajo interior nuevo para completar el desarrollo de sus posibilidades intelectuales, trabajo que logrará la realización, en el organismo humano, de la voluntad opuesta a las fluctuaciones afectivas, del ‘no querer experimentar’. En tanto este trabajo no se efectúe, el hombre, aunque situado en el plano supremo por derecho, es como si no estuviera en él. En esta situación ambigua, no es más que un animal superior, una criatura extraña donde se yuxtaponen dos partes inadecuadas una a la otra. Desidentificado en principio de su organismo psicosomático, permanece identificado a la consciencia formal que toma de sus estados orgánicos. Siendo Uno en virtud de su propia naturaleza, está al mismo tiempo dividido entre la multitud de percepciones que tiene de su yo, y con las que todavía se identifica a causa de su parcialidad por sus alegrías.

NOTA

Esta jerarquía de tres planos cósmicos –inanimado, viviente e intelectual– manifiesta la ley de la octava de la Tradición Universal. Así, nuestra gama musical consta de una octava en la cual hay dos semitonos, uno entre mi y fa, otro entre si y do; estos semitonos representan dos hiatos que determinan, en la octava, tres dominios distintos. Es inexacto decir que no hay saltos en la Naturaleza; dos discontinuidades dividen su continuidad. La ciencia moderna, que olvida la enseñanza tradicional, pretende realizar un día la síntesis de la materia viva a partir de materiales inanimados; y piensa que el hombre difiere del animal solo por una disposición más compleja de su materia viva. Es cierto que el animal contiene, en su estructura, toda suerte de materias inanimadas, y que el hombre contiene, en su estructura, un animal. Pero el animal es esencialmente una consciencia individual que supera y engloba sus materias inanimadas; y el hombre es esencialmente una consciencia intelectual o universal que supera y engloba sus materias inanimadas y su consciencia individual. La vida puede anexarse a la materia inanimada y el intelecto puede anexarse a la vida, pero es solo así, de lo alto hacia lo bajo, que se realiza la unión de los tres planos cósmicos.

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CAPÍTULO 2 EL COMBATE DE LA VIDA HUMANA

La aparición del intelecto permite al hombre desidentificarse de su organismo psicosomático, de su yo (Moi; Me). La idea ‘mi yo’ es desidentificación del yo. Gracias a esta idea, no soy más un yo, como el animal, sino que tengo este yo; soy el propietario de mi manifestación. Pero cuando concibo la idea ‘mi yo’ no me contento con ser esta idea; la formulo. No me contento con ser este ‘Yo’ (Je; I) que no es mi yo; formulo la idea consciente ‘Yo’; el ‘Yo’ no podría aparecer sin esta formulación. A partir de entonces, al concebir formalmente la idea ‘Yo’ que me desidentifica de mi yo, me identifico fatalmente con esta idea formal. El intelecto, por supuesto, habiendo encarnado la ‘idea de yo’, o ‘Yo’, en palabras, puede fabricar la idea de la idea de yo, y la idea de la idea de la idea de yo (volvemos a encontrar aquí los dos espejos cara a cara); pero estos esfuerzos sucesivos de desidentificación no me hacen escapar de una forma mental sino para caer en otra, con la que de nuevo me identifico. El intelecto me hizo escapar de mi forma orgánica particular, pero no logra hacerme escapar del dominio general de la forma. Rompió los límites estrechos de mi yo, pero el dominio en el que entonces me introdujo no es ilimitado; es solo un dominio cuyos límites pueden ser ampliados indefinidamente sin jamás ser abolidos. El intelecto me ha liberado de lo finito solo para encerrarme en el infinito matemático. Mientras que el Infinito metafísico es lo ilimitado, el infinito matemático tiene límites, indefinidamente extensibles pero siempre existentes; el infinito matemático es solo lo Indefinido. Así pues, la posibilidad de concebir la idea de un Ego, como implica la necesidad de nombrar a este ego, me coloca en una extraña prisión, con muros de extensión indefinida, pero prisión al fin. Me escapo de una forma finita para recaer (la ‘caída original’) en la forma general, indefinida; y ahora ninguna forma me puede liberar. Gracias a mi intelecto, trasciendo mi yo psicosomático con el ‘Yo’, pero mi intelecto formal es impotente para trascender esta idea del ‘Yo’. ¿Por qué no me eleva mi intelecto hasta el ‘Yo’ Infinito sin nombrar a este ‘Yo’ y sin encerrarme así en un ‘Yo’ indefinido? Porque el intelecto humano aparece en un animal, en un Yang individualizado, una máquina que tiende automáticamente hacia su afirmación individual, una criatura que capta todo lo que no es su yo particular según una perspectiva dualista ‘sujeto-objeto’. A causa de este automatismo de ‘captura’, el intelecto solo comienza a funcionar con la formación de palabras (captura de ideas conscientes formales). No puedo acceder a la idea del yo sin formular la palabra ‘yo’, y no puedo formular la palabra ‘yo’ sin ser prisionero de mi propia formulación. Hay por lo tanto una evidente contradicción interna en la consciencia intelectual formal. La nueva prisión en la que me encierra mi intelecto al liberarme de los límites de mi organismo es una prisión bastante especial ya que ha sido construida en su totalidad por el mismo prisionero. Es ilusoria. El hombre no es prisionero, pero todo sucede en él como si lo fuera. Dicho de otro modo, su prisión es imaginaria; el ‘Yo’, es decir la idea que el hombre se hace de sí mismo, es una formación imaginaria. Cuando el sabio oriental desestima al hombre que le ha hablado largamente sobre su vida, aconsejándole que reflexione sobre la siguiente cuestión: ‘¿Quién es el ‘Yo’ del cual tanto me has hablado?’, dirige su reflexión hacia nuestra ilusión fundamental.

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La representación que está en el intelecto del hombre, detrás de la palabra ‘Yo’, es una forma fabulosa, o ‘monstruosa’ en el sentido literal del término (los monstruos míticos: la sirena, el centauro, el grifo, etcétera, son criaturas en las que coexisten anormalmente partes tomadas de criaturas diferentes). Encontramos, en una coexistencia formal imposible, nociones inconciliables en el plano de la forma, las nociones de ‘universal’ y de ‘individual’. Precisemos qué queremos decir al afirmar que estas nociones son inconciliables ‘en el plano de la forma’. Para eso, veamos primero cómo la metafísica, al dirigir nuestra intuición intelectual más allá de la forma, evoluciona con facilidad entre oposiciones aparentemente contradictorias. Están, por ejemplo, los dos conceptos de ‘Principio’ y ‘Manifestación’; no puedo concebir formalmente su conciliación, no puedo crear una forma mental, una palabra, que exprese el resultado de su conciliación; pero puedo muy bien concebir la idea de que se concilien. Si bien no puedo formular en una palabra la idea de que lo ‘universal’ y lo ‘individual’ en realidad son uno o, con más exactitud, ‘lo Uno’ que forman al conciliarse, puedo muy bien concebir la existencia de esta unidad. Es lo mismo para las dualidades ‘trascendencia–inmanencia’, ‘general–particular’, etc... Como bien recordó Guénon, el ‘misterio’ no es inconcebible, es solo informulable: etimológicamente la palabra ‘misterio’ significa ‘lo que no se puede decir’. El misterio es una comprensión que no podemos captar y expresar mediante la consciencia formal, que no podemos pues tener como un sujeto tiene un objeto, bajo una perspectiva dualista; pero es una comprensión en la que nuestro intelecto puede residir. El hecho de que yo no pueda ver mi propio ojo no impide que tenga consciencia de ser un ojo que ve. Pero lo que es fácil en metafísica, gracias a la intuición formal, se vuelve imposible cuando se trata del Ego implicado en su propia vida, porque el Ego, Yang individual, es esencialmente formal. La concepción que el hombre tiene de sí mismo no podría ser abstracta, más allá de la forma, ya que está en función de lo que el hombre vive en concreto. En la inmensa mayoría de los seres humanos, esta concepción no se explicita, pero es necesariamente explicitable, formulable, puesto que reside en el plano formal donde se desarrollan todos los fenómenos de la vida. Y es debido a que la concepción que el hombre tiene de sí mismo es formal que las contradicciones aparecen en él de manera inconciliable, imaginaria. Estudiemos qué hay en el intelecto del hombre cuando dice ‘Yo’. El ‘Yo’ es la idea de yo; es pues distinto del yo, de todos los aspectos posibles de su manifestación psicosomática. Poseedor del yo, es independiente de este; lo percibe como un objeto, no es este objeto. Este Yo-sujeto, distinto de la manifestación relativa, no podría ser él mismo relativo; es pues un sujeto absoluto. Distinto del yo individual, no podría ser él mismo individual; es pues universal. Distinto de los fenómenos, no podría ser él mismo un fenómeno; es pues noúmeno, es ‘Realidad Absoluta’. Pero esta idea del yo se construye sobre el yo y constituye la integración de consonancias y disonancias que son sus formas. El yo, integración de elementos que entran en su constitución, suponía necesariamente estos elementos; independiente de estos elementos en su misma esencia, dependía de ellos en la práctica, es decir en cuanto se sentía existir, en cuanto era consciencia animal. Del mismo modo, el ‘Yo’, independiente de las formas del yo en su esencia, depende del yo en la práctica, es decir en cuanto se piensa a sí mismo, en cuanto es consciencia intelectual. Así pues, aun siendo ‘Realidad Absoluta’, participa de la

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realidad relativa del yo. Aun siendo universal, participa de la individualidad; en la práctica, se lo concibe necesariamente a la vez como no-individual y como individual. Puedo imaginar que pude haber sido Julio César, o Juana de Arco, o un perro, o un árbol, o una piedra, pero no puedo imaginarme distinto a como soy sin imaginar que soy otra persona u otra cosa. En cuanto es aquello en función de lo que vivo, el ‘Yo’ se concibe necesariamente como encarnado, aunque haya nacido distinguiéndose de la carne; se concibe necesariamente en el espacio-tiempo, aunque haya nacido distinguiéndose del yo espacio-temporal. La necesidad filosófica de expresar el ‘Yo’ de manera que concilie lo inconciliable ha llevado al hombre a la noción ficticia de ‘persona’. Esta noción rechaza lo individual; la ‘persona’ humana no es el individuo animal. Pero aunque escape de lo individual, no es tampoco lo universal, donde se desvanecería como entidad; permanece a medio camino, en la frontera, sin tener más realidad que la línea que separa una zona de sombra de una zona de luz. El ‘Yo’ es concebido por el hombre al distinguirse del yo temporal; por lo tanto, escapa al tiempo. Pero tampoco es concebido como intemporal, o eterno, pues eso supondría que jamás ha aparecido, que jamás ha nacido; ahora bien, bajo nuestra perspectiva, nació con el intelecto. Permanece también aquí a medio camino, entre lo temporal y lo intemporal; se lo concibe como si tuviera un comienzo pero como si debiera durar perpetuamente. El hombre piensa que nació un día determinado y pretende que algo que nació así durará perpetuamente, más allá de la muerte. Esta representación fabulosa dualista del ‘Yo’ entraña fatalmente una representación semejante del Cosmos. El ‘Yo’, concebido de una manera que lo personaliza, no puede pretender coincidir con la totalidad cósmica. El Cosmos queda pues escindido en dos partes. Una de estas partes es la ‘Yo-Realidad’, lo que representa mi ‘persona’ (mi yo, mi organismo, y las cosas con las que identifico este yo); esta primera parte encarna, en mi representación cósmica, la Realidad Una, o el Ser; incondicionada, se define a sí misma: ‘Yo soy el que soy’. La otra parte del Cosmos no puede ser la Realidad porque esta es Una; no puede definirse a sí misma. Es lo que queda del Cosmos una vez planteado el ‘Yo’, es decir que se define en función de la ‘Yo-Realidad’. Podemos llamarla ‘No-Realidad’, a condición de comprender el término en sentido hostil, en el sentido de ‘Contra-Realidad’. En efecto, si lo que no es el ‘Yo’ se comprendiera como un potencial amigo del ‘Yo’ así como su enemigo, esta No-Realidad sería concebida como independiente de la Realidad, como enfrentada a ella de manera autónoma. Pero esta No-Realidad que sería autónoma, que entonces se definiría a sí misma, sería como una segunda ‘Realidad’ frente a la primera; y eso es imposible, ya que la Realidad es esencialmente la Unidad, la integración una de todo lo que existe. La segunda parte del Cosmos, la que no es el ‘Yo’, no puede ser concebida sino en función del ‘Yo’; y no puede ser concebida como eventualmente favorable al ‘Yo’ puesto que este se basta absolutamente; por lo tanto, solo puede ser concebida como hostil al ‘Yo’; lo que no es la ‘Realidad’ está contra la ‘Realidad’. Mi representación del Cosmos, según la perspectiva en la que me coloca la idea de un Ego, conlleva pues, por una parte, la ‘Realidad Una’, absoluta, que es mi ‘persona’ (que me excede indefinidamente a mí como individuo) y, por otra parte, una ‘Amenaza’ cernida sobre mi ‘Realidad’. Abro aquí un breve paréntesis para dirigirme a mi lector: al leer lo anterior, quizás haya protestado, objetando que la representación cósmica de la que

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hablaba era sin dudas la mía pero no la suya. Espero sin embargo lograr demostrarle que lo que he dicho se aplica al hombre en general, es decir a todos los hombres. Esta representación del Cosmos, cuyo aspecto y consecuencias desarrollaré, se oculta en las profundidades del psiquismo humano; y las ideas que el hombre posee en su consciencia de superficie son muy diferentes. Intento precisamente explicitar lo que está implícito en nosotros y demostrar cómo esta tarea nos esclarece nuestro comportamiento, sentimientos y creencias. Le pido, pues, que asuma que lo que digo tal vez sea cierto, y espere a que haya terminado antes de declararse a favor o en contra de las perspectivas que expongo. Nuestra representación del Cosmos lo divide en dos partes que debemos definir con precisión. La primera es la ‘Realidad’, o el ‘Ser’, y la hemos llamado también ‘Yo-Realidad’ porque es gracias a la integración intelectual de las formas de nuestro yo particular que nos elevamos a la concepción de la Realidad general. La ‘Realidad’ está representada para nosotros, de modo esencial y original, por nuestro organismo; pero sería un grave error creer que la distinción de la que hablamos es la distinción ‘mi organismo–el mundo exterior’. En efecto, si la ‘YoRealidad’ está originalmente identificada con mi organismo, con mi yo, puede identificarse luego con cualquier aspecto del mundo exterior con el que el yo se asocie por afinidad simpática. Es la idea de mi organismo la que se asocia, al inicio, con la idea de la Realidad, que se encuentra así ‘absolutizada’. Pero luego la idea absolutizada del yo se proyecta sobre todas las cosas cuya percepción produce la consonancia interna del yo, es decir que mi organismo siente como buenas, favorables, amigas. La ‘Yo-Realidad’ no es solo mi organismo sino también, por delegación, todo lo que mi yo aprueba más o menos y que se encuentra así más o menos ‘absolutizado’. Esto explica por qué los hombres experimentan el miedo a la muerte de modo tan desigual. Se dice a veces que todo el problema del hombre se resume en el problema de la muerte; lo cual solo es cierto si se entiende por ‘muerte’ la desaparición de aquello con lo que el hombre identifica su ‘YoRealidad’; puede ser su propio organismo (identificación original) y entonces al hombre lo angustia e indigna la idea de su muerte; pero pueden ser otras cosas (un ser, una obra, una causa, etc...) y estas identificaciones secundarias pueden eclipsar la identificación original; en este caso, el hombre no teme su propia muerte y es a propósito de la destrucción de esa otra cosa que experimenta la indignación y la angustia. La identificación de mi ‘Yo-Realidad’ con una cosa cualquiera lleva a ‘absolutizar’ esa cosa. ¿En qué consiste esencialmente esta ‘absolutización’? En una asociación mental que une la idea de la cosa a la idea de la Realidad. A causa de esta asociación, lo que me es querido se halla dotado de una aparente necesidad, no implicada por el orden cósmico real, sino resultado de mi propio decreto; me parece que lo que me es querido debe existir de manera permanente, que la desaparición de esta cosa es ‘imposible’ como es imposible la desaparición de la Realidad Absoluta (uno que presencia la muerte de un ser querido exclama: ‘¡Es imposible!’). La ‘Yo-Realidad’ está representada por mi yo, que es su núcleo original, pero también por todo un mundo de formas exteriores asociadas a mi yo, mundo diferente para cada hombre y que se modifica en el transcurso de sus experiencias. Se puede decir, grosso modo, que la ‘Yo-Realidad’ es, a cada instante, aquello a lo que estoy apegado, lo que cuenta para mí en el mundo, mis ‘valores’; ver valor en algo o verlo como ‘real’ es lo mismo. Esta ‘Realidad’ es, decimos, la primera parte

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de nuestra representación dualista del Cosmos. Es la primera, no porque hayamos comenzado fortuitamente por ella en nuestra exposición. La ‘Realidad’ viene primero porque es incondicionada, porque se define a sí misma. Es clara, tiene luz propia, porque es por sí misma. La segunda parte de nuestra representación cósmica, en cambio, viene en segundo lugar porque no podría definirse a sí misma. Es ‘lo que no es la Realidad’; y hemos mostrado por qué es necesariamente hostil a la ‘Realidad’. Es esto lo que la define; no puede definirse con ‘Yo soy el que no soy’, sino que debe definirse como ‘lo que amenaza al que es’. Para exponer con claridad, en ocasiones designaremos a esta segunda parte como ‘No-Yo’, o ‘la Nada’, pero el sentido real de estas expresiones será siempre ‘la Amenaza’, ‘el Enemigo’. Esta ‘Amenaza’ que se cierne sobre la ‘Realidad’, y se opone a ella, es oscura, misteriosa, nocturna (las ‘tinieblas exteriores’) porque no es evidente por sí misma y no aparece sino a la estela de la ‘Realidad’ evidente, como la sombra no existe sino a la estela del cuerpo al sol. Este dualismo es de orden metafísico, en el sentido de que es la refracción, en nuestro psiquismo, de nuestra ignorancia metafísica; corresponde al hecho de que, aunque somos capaces –gracias a nuestro intelecto– de vivir según la verdad metafísica, vivimos prácticamente sin realizar esta capacidad. Pronto veremos cómo se traduce este dualismo en el plano de nuestros fenómenos; pero todavía debemos describir cómo es en nuestras profundidades, detrás de nuestra vida manifiesta. El dualismo constituido por la ‘Yo-Realidad’ (lo que es real a mis ojos) y por lo que amenaza a esta ‘Realidad’ puede comprenderse como la oposición irreductible de dos adversarios. Pero debemos cuidarnos de asimilar esta oposición a las luchas que nos ofrece la vida cotidiana. En las luchas de la vida, se enfrentan dos adversarios autónomos de manera simétrica; existen independientemente uno del otro y su hostilidad recíproca es contingente. En el dualismo que estudiamos, los dos adversarios están conectados por una relación muy diferente y muy extraña. La mejor manera de abordar esta cuestión consiste en preguntarnos, al observar este duelo: ‘¿Quién es responsable? ¿Quién comenzó?’ Veremos que cada uno de los adversarios ‘ha comenzado’ pero de maneras muy distintas; la ‘Yo-Realidad’ es responsable del combate en principio y la ‘Amenaza’ es responsable en los hechos. La ‘Realidad’ se plantea a sí misma y se define a sí misma en el momento en que mi intelecto concibe la idea de mi yo; el ‘Yo’ se plantea absolutamente al distinguirse de mi organismo relativo; hace aparecer todo lo que representa para mí la Realidad, ‘absolutiza’ mi yo y todo aquello con lo que mi yo se identifica por afinidad consonante. Este conjunto de fenómenos pretende pues ser absolutamente, es decir que pretende que deber existir necesariamente; es lo que debe existir. Puesto que la ‘Yo-Realidad’ debe existir, jamás debe cesar de existir, es decir que aspira a la permanencia indefinida; aspira por lo tanto a la omnipotencia, contra lo que podría eventualmente intentar destruirla. Esta pretensión absoluta de la ‘Yo-Realidad’ necesariamente convierte todo lo que es desfavorable a su existencia en enemigo, en una amenaza vista como intencional. La intención que tiene la ‘Yo-Realidad’ de existir absolutamente confiere una intención hostil a todo lo que obstaculiza su existencia; la pretensión del ‘Yo’ de ‘ser’ crea la ficción del ‘Contra-Ser’ que pretendería destruirlo.

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Por eso decimos que es la ‘Yo-Realidad’ la responsable del conflicto en principio; al plantearse al inicio como absoluta, plantea a la vez a todo lo que no es ella como ‘el Enemigo’; es decir que crea la situación de conflicto. Pero según mi visión egoísta de las cosas, el No-Yo es el responsable del conflicto en los hechos. En efecto, cuando el ‘Yo’ se plantea como absoluto, no lo hace contra alguien; se define a sí mismo y se basta a sí mismo. Cuando se identifica con mi organismo o con tal cosa amiga de mi organismo, es cierto que lo hace distinguiendo esta cosa de todo lo que no es ella, pero sin intención agresiva hacia el resto; el No-Yo, en ese momento, no es considerado en absoluto. La única intención del ‘Yo’, cuando se plantea a sí mismo, se refiere a sí mismo; quiere existir absolutamente, sin limitación temporal. Su deseo original es totalmente pacífico. Si luego ‘Yo’ combato, es porque veo mi intención atacada por una intención contraria que me parece gratuitamente hostil. En mi combate contra lo que se opone a mi voluntad, solo me veo defenderme o contraatacar. El ‘Yo’ no se da cuenta de que planteó su ‘Enemigo’ al plantearse a sí mismo; es así que se ve perseguido (‘Me odian sin causa’); solo combate bajo la opresión de verse perseguido. Por lo demás, lo que quiere, durante este combate, no es la victoria por sí misma; quiere, gracias a su victoria, deshacerse definitivamente de su enemigo y del combate que este le impone. No lucha para dominar al adversario amenazante, sino para destruir la ‘Amenaza’ y gozar de la Felicidad no amenazada, de la Felicidad que jamás debería haber sido amenazada. El deseo profundo del hombre es la seguridad de todo lo que cuenta para él. El ‘Paraíso’ no es un lugar donde se triunfa sobre el adversario sino un lugar donde no hay adversario. Tal es la extraña situación de conflicto en la que me coloca la idea de un Ego, idea identificada con mi organismo y sus dependencias, es decir encarnada en el plano formal. Me veo perseguido por un adversario gratuitamente malvado cuya imagen yo mismo creé sin darme cuenta. Soy responsable de la lucha y al mismo tiempo no me siento responsable de ninguna de sus peripecias. Deseo de todo corazón el final de estas agotadoras hostilidades; sin embargo, a menos que mi visión actual de las cosas cambie, solo mi muerte puede ponerles fin. DUELO LATENTE Y DUELO MANIFIESTO

Veamos ahora cómo el duelo que describimos en su estructura general funciona en lo particular, cómo el duelo latente se expresa en el duelo manifiesto. El duelo latente opone la ‘Yo-Realidad’ y la ‘Amenaza’, o el Yo y el No-Yo; pero estas entidades abstractas ilusorias no pueden luchar efectivamente sino por intermedio de paladines que los representen en lo concreto. (Cuando Francia y Alemania estaban en guerra, concretamente eran solo soldados franceses y soldados alemanes los que se mataban unos a otros). El paladín de la ‘Yo-Realidad’ es único, es mi organismo psicosomático. El No-Yo, en cambio, puede tener toda suerte de representantes según las distintas circunstancias de mi vida. Cada uno de mis combates implica un aspecto general, o profundo, en el que la ‘Yo-Realidad’ se opone a la ‘Amenaza’, y un aspecto particular, superficial, en el que mi organismo se opone a alguna cosa externa. El combate manifiesto es la puesta en escena del combate profundo; es un escenario encargado de desempeñar en el plano fenomenal el combate ‘metafísico’ del Ser y la Nada.

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Podemos decir así que el hombre ‘dramatiza’ su vida; el ‘drama’ de la vida es el juego escénico del dualismo original surgido del intelecto. El hombre suele ignorar el duelo profundo subyacente a su drama de superficie; cree que de lo que se trata para él es solo de obtener tal éxito o defenderse de tal peligro; no ve que activa un guion ficticio que él mismo escribe y pone en escena. Hay que comprender bien por qué son ficticios los escenarios de nuestras luchas. Supongamos a un hombre de negocios que lucha contra un rival; los esfuerzos que hace este hombre no son ficticios, ni lo son su éxito o su ruina; el desarrollo de su lucha en el plano de los fenómenos tiene la realidad relativa de ese plano. Pero su lucha es sin embargo ficticia debido a la manera en que la concibe; porque, pese a lo que él cree, no quiere el éxito por sí mismo; no quiere el éxito, en el fondo, más que para afirmar su ‘Ser’ contra la ‘Amenaza’ encarnada en el rival; no quiere el éxito por la materialidad del éxito, sino por la idea del éxito, prueba de su ‘Ser’; no quiere el triunfo, quiere ‘triunfar’. Supongamos que lucho por mi subsistencia, por no morirme de hambre; en la superficie, lucho por que mi organismo continúe existiendo, lo cual no es ficción. Pero mi lucha es ficticia porque, desde que apareció en mí el intelecto, mi existencia orgánica dejó de ser una meta suficiente; mi objetivo real no es más vivir sino ‘ser’ absolutamente. Mi lucha por vivir es un escenario ficticio en el que apuesto mi ‘Ser’, en el que acepto el desafío del No-Yo que quiere destruir, en mi organismo, al representante de la ‘Yo-Realidad’. Mi lucha no es ficticia en sí misma, sino en cuanto me la represento imaginativamente, en cuanto la ‘dramatizo’. Cuando el animal lucha por vivir, no se representa su lucha en una reflexión imaginativa; falto de intelecto capaz de ‘reflejar’ sobre sí el foco de su atención, no dramatiza su vida, y las luchas que en ella asume no son ficticias. Pero el hombre no es el animal. Si un peligro inesperado y extremo me amenaza, puede ser que luche un momento como el animal; en la urgencia del peligro, no tengo tiempo de observar otra cosa que el mundo exterior; actúo sin tener tiempo de observarme actuar; pero a partir de que disminuye la urgencia, mientras lucho me veo luchar y de inmediato dramatizo mi acción; ya no lucho por vivir sino por defender la causa de mi ‘Ser’, por afirmarlo mediante mi poder de triunfar sobre el peligro. Es inútil multiplicar los ejemplos. Cada vez que defendemos algo de un peligro, lo defendemos porque forma parte, según nuestra representación del mundo, de ‘lo que debe absolutamente existir’; defendemos la ‘Realidad’ contra la ‘Amenaza’; y nuestra lucha es ficticia porque el dualismo ‘Realidad-Amenaza’ es ficticio. Los escenarios de nuestros combates pueden adoptar innumerables formas, pero se reparten en dos categorías que es útil distinguir. Nuestros combates pueden ser defensivos u ofensivos; puedo jugar el papel de la presa que lucha por no ser comida, o bien el papel del depredador que lucha por comerse a la presa pese a su resistencia. Después de lo que ya hemos dicho, podemos dejar por el momento el combate defensivo y hablar solo del combate ofensivo. Hemos visto que, en nuestra perspectiva dualista del mundo, era siempre el No-Yo el que ‘comenzaba’; ¿cómo entender entonces que a veces yo tome la iniciativa de la lucha? Esta aparente contradicción se resuelve fácilmente. La situación en la que me coloca la idea de un Ego conlleva fundamentalmente una ‘Amenaza’ que se cierne sobre mi ‘Realidad’; esta es una situación permanente; incluso en los momentos en los que las circunstancias me sonríen, en los que el No-Yo no se manifiesta, su amenaza no deja de existir. Ahora bien, ante una amenaza

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constante, hay dos tácticas: puedo esperar el ataque y defenderme de él; puedo también atacar primero. Siempre veo a la ‘Amenaza’ comenzar; el hecho de que yo inicie la pelea no contradice esta visión; mi ataque es para mí un ataque preventivo. Encontraremos un ejemplo muy simple en la lucha que entablan los hombres para enriquecerse. El dinero representa una potencia capaz de proteger la ‘Yo-Realidad’; es un escudo contra eventuales ‘golpes duros’; es un palo de triunfo para el Yo frente al No-Yo; si tal hombre lucha para acumular sin límite, es para acumular en el Yo una fuerza que no puede jamás estar en exceso ante un adversario cuya fuerza misteriosa es indefinida. Es lo mismo con la lucha por la fama; cuantas más personas me conozcan, es decir sepan que existo, más afirmado está mi Ser ante mi Nada; y jamás tengo suficientes afirmaciones ante la ‘Amenaza’ negadora que siempre está rondando. El combate contra la ‘Amenaza’ se traduce en escenarios cuya modalidad depende de mi estructura personal y de las circunstancias, pero que son siempre apuestas donde me juego mi Ser contra mi Nada. Cada apuesta crea una aventura en la que reside el dilema ‘éxito-fracaso’; cada apuesta es una situación de ‘desafío’ que me opone a un adversario y en la que quiero ‘triunfar’; el desafío puede ser planteado por mi adversario (combate defensivo) o por mi yo (combate ofensivo); pero en ambos casos, la misma situación de duelo latente existía antes del desafío y siempre tengo la impresión de que el desafío viene desde fuera: el alpinista que mira el Everest tiene la impresión de que esa cima lo desafía a escalarla; si no osara arriesgarse, se vería negado por la montaña y su ataque al Everest es para él como un ataque preventivo. No existe creencia sin una duda antagonista. La ‘Yo-Realidad’ es mi creencia en mi Absoluto personal; la ‘Amenaza’ es la duda inherente a esta creencia. Todos mis combates en la vida son los esfuerzos que hago por hallar pruebas de mi Absoluto, con la esperanza de destruir así mi duda. Combate sin resultado posible puesto que la duda aumenta con la creencia, como la sombra aumenta con el cuerpo; pero no lo sé y continúo luchando sin respiro. Si aparece una objeción a mi Ser, lucho por refutarla; si una circunstancia me ofrece la posibilidad de hallar una prueba adicional, me siento obligado a conquistarla, porque desatender una prueba sería hacerle el juego a la duda.

INTERPRETACIÓN DE LAS ACTITUDES DEL MUNDO EXTERIOR COMO ‘INTENCIONALES’

Retomaremos luego la cuestión de las modalidades, defensiva y ofensiva, de nuestro combate manifiesto. Volvamos una vez más al combate latente y veamos cómo interpretamos necesariamente con un sentido intencional las actitudes del mundo exterior hacia nosotros. Digamos de antemano que esta interpretación es siempre errónea. Es evidente cuando se trata de cosas inanimadas que, al no tener voluntad propia, no podrían tener intenciones; el Everest jamás ha desafiado intencionalmente a nadie. Pero también es cierto cuando se trata de seres animados que tienen una voluntad propia y, por consiguiente, intenciones. En efecto, cada ser animado es un Yang individualizado que quiere seguir su camino evolutivo; cada animal quiere su propia vida; cada hombre quiere su propio ‘ser’, quiere asegurar el triunfo de su ‘Yo-Realidad’ contra la ‘Amenaza’. Cada ser animado tiene una intención constante que lo concierne a él mismo; y como este

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‘él mismo’ es su única ‘Realidad’, no podría tener intenciones hacia nada más. Cuando observo el espectáculo de la vida, tengo la impresión de que todos estos seres en lucha tienen intenciones hostiles unos hacia otros; si veo a dos seres ayudarse mutuamente, tengo la impresión de que tienen intenciones amistosas recíprocas. Pero en realidad cada ser, a través de la acción que está realizando, persigue exclusivamente la defensa de su ‘Realidad’. Una madre lucha por salvar a su hijo enfermo; ‘ama’ a su hijo, es decir que se identifica con él por proyección de su ‘Yo’; su hijo forma parte de lo que para ella es ‘real’, de lo que debe absolutamente existir; al luchar por la vida de su hijo, defiende su ‘Yo-Realidad’ contra la ‘Amenaza’; su intención amistosa no es hacia el hijo en sí sino hacia lo que él representa para ella. Un hombre busca hacerme daño; el motivo es que mi imagen está implicada en un escenario en el cual represento para él el No-Yo y mi destrucción confirmará su ‘Yo-Realidad’. Este hombre no tiene ninguna intención desfavorable hacia mí; su acción está animada por la única intención que él puede tener, la intención de confirmar su ‘Yo-Realidad’; mi ruina resulta ser, de manera contingente, en su representación actual de las cosas, un medio eficaz de confirmar su ‘Realidad’. Cada hombre cree que hay algo que tiene la intención de destruir su ‘Realidad’; de hecho, no hay nada que tenga esta intención; asigno a mi enemigo la intención de hacerme daño y este hombre actúa según una perspectiva en la que me asigna la misma intención. Todas nuestras relaciones afectivas son malentendidos. En nuestra condición actual, esta interpretación errónea es inevitable. Desde el momento en que la idea de un Ego se identifica con una parte del Cosmos y que este aparece escindido en dos, la ‘Yo-Realidad’ por una parte y ‘el resto’ por otra, es necesario, puesto que la Realidad es Una, que el ‘Yo’ sea el único que se define a sí mismo; ‘el resto’ debe pues definirse en función del ‘Yo’, todo su dinamismo debe verse en función del ‘Yo’, es decir que todos sus gestos deben verse como intencionales hacia el ‘Yo’. Así cada uno de nosotros, pese a lo que pueda saber intelectualmente, se siente el único centro del mundo. Pero reacciono de maneras diferentes según la intención que adjudico al mundo me sea favorable o desfavorable. Si es desfavorable, se la dejo al exterior, al No-Yo que es la ‘Amenaza’. Pero no puedo hacer lo mismo con la intención favorable. Como ya vimos, lo que no es el ‘Yo’ no puede ser favorable hacia él pues esta actitud conferiría al No-Yo una autonomía imposible; la ‘Yo-Realidad’ se basta absolutamente y nada de lo que no sea ella puede ayudarla; el No-Yo es necesariamente un ‘Contra-mí’. Por lo tanto, cuando el mundo exterior me es favorable, no puedo ver su intención amistosa como exterior a mi ‘Yo-Realidad’; la interiorizo, me la atribuyo. Si un amigo me ayuda, no lo veo de ningún modo como un representante del No-Yo, un No-Yo que habría favorecido mi ‘Realidad’ a través de este amigo; lo veo como un representante de mi ‘Yo’ que se afirmó a sí mismo contra la ‘Amenaza’; en mi visión superficial, física, de las cosas, alguien que no es yo fue amable conmigo; pero en mi visión profunda, ‘metafísica’, triunfé sobre el No-Yo al gozar de la buena intención de mi amigo. Lo cual nos permite comprender por qué sentimos nuestros dones innatos, la suerte que nos toca, y en general todas las ventajas de las que gozamos sin haberlas ‘merecido’, como sucesos que nos glorifican; a menudo estamos incluso más orgullosos de estos que de los buenos resultados de nuestros esfuerzos; y es así porque, según nuestra visión implícita de las cosas, interpretamos todo lo que nos favorece como una victoria de nuestro Yo sobre el No-Yo, que por definición solo puede sernos desfavorable.

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Sartre ha dicho que ‘el infierno son los otros’; esta fórmula es verídica cuando se trata solo de nuestra interpretación ficticia del Cosmos; entonces, en efecto, aquel que me es favorable es parte de mí y aquel que es un ‘otro’ es necesariamente mi enemigo. Pero en realidad no son ‘los otros’ mi infierno, sino la ignorancia según la cual creo ficticiamente a ‘otros’ con intenciones malvadas hacia mí. EL MIEDO Y LA ESPERANZA

Todo lo precedente nos demuestra que el miedo reside constantemente en el fondo de nuestra vida afectiva. La ‘Yo-Realidad’ se plantea como principal, pero mi intelecto no toma consciencia formal de ella sino al mismo tiempo que toma consciencia de un obstáculo exterior a mi omnipotencia personal, es decir de una ‘Amenaza’ cernida sobre mi ‘Realidad’. Solo tomo consciencia de mi ‘Realidad’ como amenazada. El miedo, por lo tanto, está ahí desde el inicio y todos mis esfuerzos tenderán a exorcizarlo definitivamente. A veces estos esfuerzos parecen eficaces; logro afirmarme, derrotar al ‘Enemigo’; mi miedo parece conquistado. Pero como en verdad no soy omnipotente, pronto llega una negación para afligirme; el ‘Enemigo’ se levanta y mi miedo con él. Comprendo entonces que cuando mi miedo parecía conquistado, solo estaba oculto. Oculto o no, mi miedo es constante. Muchos hombres no sienten como miedo sus estados disonantes; están furiosos, indignados, dicen, pero no tienen miedo. Sin embargo, si se analizaran con mayor detenimiento, verían que su cólera es un contraataque dirigido a destruir una amenaza que temen; tal vez no tengan miedo de lo que representa la ‘Amenaza’ en su escenario, pero bajo su valentía agresiva, tienen miedo de la ‘Amenaza’ en sí. Lo que a veces nos tranquiliza, al ocultar nuestro miedo fundamental, es la esperanza. Cuando nuestro dualismo metafísico ‘Realidad-Amenaza’ se encarna en un dualismo físico, se hace posible un combate práctico y, con él, nuestra victoria; la esperanza aparece al mismo tiempo que aparece la encarnación del ‘Enemigo’. Nuestras afirmaciones nos alegran solo en cuanto son esperanzas. En efecto, ningún éxito obtenido en el plano de los fenómenos puede ser el triunfo definitivo conseguido sobre la ‘Amenaza’; un éxito relativamente real no puede resolver el dualismo ficticiamente absoluto; mientras corto una cabeza de la hidra, las cabezas que ya había cortado vuelven a crecer; una afirmación no puede ser la Afirmación. Si una afirmación me alegra, no es por sí misma, sino en cuanto me hace esperar la continuación de mi ascenso hacia una Victoria siempre futura. A veces tengo la impresión de alcanzar mi objetivo y de ser feliz; pero, si me observo bien, veo que trazo mil proyectos agradables; no estoy alegre por lo que obtuve sino por la esperanza que me brinda mi éxito. Mi felicidad no es nunca del presente; me proyecta siempre hacia el futuro; es esperanza. Esperamos toda nuestra vida la Victoria definitiva de la ‘Yo-Realidad’, Victoria que no puede llegar debido al modo mismo en que está planteado nuestro combate. La sabiduría popular reconoce desde siempre que ‘de esperanza vive el hombre’. El dualismo ‘miedo-esperanza’ traduce así, en nuestra vida afectiva, nuestra representación ficticia del Cosmos. El miedo y la esperanza coexisten sin conciliación en nuestro psiquismo profundo, aunque en la superficie aparezcan alternativamente como la noche y el día.

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LA ‘SUPERSTICIÓN’

El hombre se ve ante un mundo exterior a veces favorable y a veces desfavorable. Ciertas cosas le sonríen y se incluyen así en su ‘Realidad’; otras se le resisten o lo amenazan, y se sitúan del lado del ‘Enemigo’. El hombre puede, mediante esfuerzos, inclinar el mundo exterior a que le sonría, pero solo hasta cierto punto. Más allá de este punto empieza el dominio de la buena suerte y la mala suerte. En este dominio que escapa a sus esfuerzos, el hombre asigna fatalmente al mundo exterior, como vimos, intenciones hacia él mismo. Ve la suerte como una intención amistosa del mundo exterior y la mala suerte como una intención hostil. Se interroga entonces necesariamente sobre las causas de estas intenciones opuestas. Al no comprender su carácter ilusorio, las ve como enigmáticas. No logra hallar estas causas que busca bajo los aspectos particulares del mundo exterior que lo acaricia o lo golpea; y eso lo conduce a conclusiones contradictorias; cuando dice ante su suerte: ‘El mundo me acaricia porque me ama’, y ante su mala suerte: ‘El mundo me golpea porque me detesta’, esto solo lo conduce a un nuevo enigma: ‘¿Por qué el mundo a veces me ama y otras veces me detesta?’. Así, detrás de las causas de su buena y mala suerte, busca lógicamente una causa única, una causa primera, que determinaría al mundo exterior en un sentido o en el otro. Esta causa, vista como una intención, es ‘personalizada’. Como el hombre se personalizó a sí mismo, concibe necesariamente la idea de una ‘persona’ que determina la actitud del mundo exterior hacia él; una persona inevitablemente concibe una intención hacia sí misma como emanada de otra persona. Esta persona que el hombre supone detrás del enigma de su ‘destino’ es concebida como capaz de desencadenar o contener la acción de la ‘Amenaza’ que se cierne sobre la ‘Yo-Realidad’; suelta o retiene la espada de Damocles; el hombre siente pues que esta persona reside por encima de él. Así nace la ‘superstición’ (super stare), es decir la creencia en ‘alguien’ que domina al hombre y determina su destino. La idea de este ‘alguien’ no resuelve el gran enigma sino para plantear uno nuevo: ‘¿Quién es este alguien?’. Los hombres responden a esta pregunta de maneras muy diversas pero, antes de enumerar las principales soluciones propuestas, veamos lo que tienen en común. Este ‘alguien’ es concebido como ‘sobrenatural’ por definición ya que dispone a su antojo de los sucesos naturales; incluso aquellos que lo llaman ‘la Naturaleza’ conciben a esta Naturaleza, con N mayúscula, como un principio que domina toda la manifestación natural, es decir como sobrenatural. Este ‘alguien’ es por otra parte omnipotente. Finalmente, como hemos visto, es concebido como personal. Debemos volver sobre este punto y precisarlo. Por ejemplo, un hombre nos dirá con sinceridad: ‘Le aseguro que para mí este ‘alguien’ no es nada personal’. Al decir que no personaliza al Amo de su destino, este hombre quiere decir que no le asigna ninguna forma descriptible, ni grosera ni sutil; no le asigna atributos independientes y no puede pues hablar de él. Pero si bien este hombre no puede hablar de lo ‘sobrenatural’ tal como lo concibe, esto no le impide concebirlo, plantearlo intelectualmente como ‘lo que determina las cosas’, y esta forma mental, por sintética e indescomponible que sea, no deja de ser una forma. Tal vez este hombre llegue incluso a rechazar ideológicamente toda concepción de lo ‘Sobrenatural’; pero si examina con

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honestidad su vida psicológica, descubrirá que el simple hecho de concebir las ideas de ‘suerte’ y de ‘mala suerte’ implica un principio directivo; dar a este principio el nombre de ‘azar’ no cambia en nada el asunto. Todo hombre concibe inevitablemente, se dé cuenta o no, la idea formal de un Director de su destino. Y no basta decir que este principio no es visto como personal para que no sea verdad; el hombre que define este principio como impersonal de todos modos lo define, lo plantea intelectualmente, es decir que lo personaliza frente a su persona. Todas las respuestas dadas por los hombres a la pregunta: ‘¿Quién es este alguien?’ tienen otro punto en común: son todas ilusorias, ya que la pregunta a la cual responden, al emanar de una concepción dualista ilusoria, es en sí misma ilusoria. Es poco interesante examinar las distintas creencias acerca de esta ‘cabeza que el hombre pone por encima de la suya’. Se trata por lo general de dos principios, el del Bien y el del Mal, coronados por un Árbitro Supremo. O bien es un Dios Justiciero, que acaricia al hombre o lo golpea según sus méritos. O bien es un Dios esencialmente bueno que, incluso cuando golpea, envía al hombre lo que es mejor para su futuro en general; este Buen Dios puede además confiar la ejecución de sus golpes a una Potencia del Mal que lo obedece. O bien, como ya vimos, puede ser una divinidad ciega que llamamos ‘Destino’, o ‘Azar’, o ‘la Historia’. Veamos la diferencia que existe entre estas ‘supersticiones’ y las nociones formales utilizadas por la Metafísica. Al hablar de Yin, Yang, Tao, Plan Supremo, Principio Absoluto, la Metafísica también parece poner una cabeza por encima de la del hombre. Pero el metafísico utiliza estas formas conceptuales solo para comprender el orden real de las cosas, para alcanzar un día, al término de este análisis necesario, la superación de toda forma. Las nociones que usa, solo las usa, como uno usa un dedo para dirigir la mirada hacia la luna. Bajo pena de caer justamente en la superstición, no olvida que lo que enuncia es solo un modo de decir, un artificio usado por el intelecto para alcanzar los límites de su ámbito formal. No olvida la relatividad de estas herramientas que son las palabras; no absolutiza su contenido, es decir que no cree en ellas; las ve como medios valiosos para interrogarse sobre la Realidad, pero no como entidades sobre las que interrogarse. No olvida que es su mente la que plantea todos estos conceptos y que por consiguiente estos no podrían ser ante su mente, ante él mismo. El Zen es a la vez ateo y deísta; es deísta en cuanto ve una utilidad transitoria en el concepto de Principio Absoluto, pero es ateo en cuanto no cree en su ‘Realidad’. Cuando el Patriarca Zen nos dice: ‘Si encuentras a Buda en tu camino, mátalo’, nos recuerda el interés que tenemos en no tomar las producciones de nuestra mente por entidades autónomas. Y cuando dice: ‘No te demores donde esté Buda y ve rápido hacia donde no esté’, nos muestra cómo, sin rechazar en absoluto la idea del Principio, rehúsa detenerse en él, verlo como la Realidad, es decir creer en él. El Zen, metafísica pura, tiene pruebas intelectuales intuitivas y no desprecia las formulaciones que expresan estas pruebas; pero no tiene ninguna creencia; no pone una cabeza por encima de la suya. Es importante reconocer en el hombre la posibilidad de reflexionar, sin caer en la superstición, sobre su perspectiva ilusoria de un destino personal. Pero aquí también, incluso si soy un buen metafísico, capaz de pensar fuera de toda creencia, vivo, mientras no haya tenido el satori, en función de creencias profundamente instaladas en mí. Y estas supersticiones ‘subconscientes’ se traducen de varias maneras. Como creo en la existencia de ‘alguien’ que determina con intención mi

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buena y mala suerte, creo necesariamente que existe una relación entre las intenciones de este ‘alguien’ y mis acciones o percepciones; es decir que creo en mi posibilidad de influenciar o prever los azares de mi vida. Muchos hombres ven un sentido premonitorio en ciertos signos (un viernes 13, toparse con un entierro, la araña por la mañana, etc...). Puedo temer expresar mi confianza en el futuro, como si mi arrogancia me hiciera correr el riesgo de ofender al Director del Destino y moverlo a rebajar mi altivez; sin embargo, si cometí esta imprudencia, doy a un gesto (‘toco madera’) la eficacia de un conjuro. El azar se me puede presentar como una cuestión de equilibrio: temo entonces disfrutar de mi suerte, como si por ello aumentara la cuota de desgracia que tendré que pagar luego. Se me puede presentar, al contrario, conformado por series: temo entonces emprender lo que sea durante un período ya marcado por múltiples desgracias (‘no hay dos sin tres’). Una creencia extremadamente difundida es que el Director del Destino retribuye con justicia las acciones ‘buenas’ y ‘malas’: el hombre teme entonces las consecuencias de sus errores; se supone culpable cuando el destino lo aflige (‘¿Qué hice yo al Buen Dios para que me suceda esta desgracia?’); realiza buenas acciones (esfuerzos sobre sí, sacrificios, dádivas) para favorecer una iniciativa que emprende. Las manifestaciones supersticiosas son innumerables; cada uno de nosotros las descubrirá en sí mismo si se examina con cuidado.

EL AMOR PROPIO

La comprensión de nuestra perspectiva dualista y del combate vital que resulta de ella nos permite abordar con provecho la cuestión del amor propio humano. Este amor propio es la manifestación dualista del Amor Principal o Absoluto. La Realidad Una, principio inmanente y trascendente del Cosmos, fuente de todos los condicionamientos fenoménicos, es ella misma incondicionada. Dicho de otro modo, el Absoluto se quiere a sí mismo, su Ser quiere ser, y es en este sentido que es Amor Absoluto. Este Amor es principal, está más allá de toda distinción ‘sujetoobjeto’, ‘amado-amante’. Pero cuando este Amor se manifiesta en el hombre, la distinción sujetoobjeto interviene necesariamente puesto que el hombre se identifica con una parte del Cosmos que hemos llamado la ‘Yo-Realidad’. En esta identificación, el hombre es por una parte aquel que se identifica y por otra aquel con quien se identifica. Como representante de la ‘Realidad’, el hombre ama con un amor principal, absoluto; pero este amor, por el hecho de aplicarse a un objeto particular que encarna la ‘Yo-Realidad’, deja de ser universal; se ‘personaliza’; deviene amor propio. Por lo tanto decimos que el amor propio, amor del hombre por su ‘YoRealidad’, es la refracción, en su perspectiva dualista, del Amor Absoluto. El amor propio es mi amor por la ‘Yo-Realidad’, amenazada por el ‘No-Yo’, es voluntad de defender mi ‘Realidad’ y de afirmarla definitivamente contra la ‘Amenaza’. En el transcurso de mi combate vital, tiendo hacia una victoria que espero, que sitúo en el futuro, es decir que ‘pre-tendo’. Pretendo que lo que me es querido debe existir absolutamente, no debe jamás dejar de existir. Mi amor propio es esencialmente pretensión de permanencia de lo que veo que encarna mi ‘Realidad’. Es al mismo tiempo ‘vanidad’ porque es en vano que pretendo destruir una ‘Amenaza’ implicada necesariamente por una representación de mí mismo. Y

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es necesario comprender bien que esta pretensión de mi amor propio es ilimitada; sin duda no aparece como ilimitada en los conflictos manifiestos, puesto que obviamente mis enemigos manifiestos son limitados y por lo tanto también mi pretensión de destruirlos es limitada. Pero en el conflicto latente que sostiene estos conflictos manifiestos, la ‘Amenaza’ que pretendo destruir es tan ilimitada como la ‘Realidad’ a la que se opone. Por eso, mi pretensión general, detrás de mis pretensiones particulares, no tiene límites. Lo que acabamos de decir puede sorprender debido al sentido limitado que suele atribuirse al término ‘amor propio’. Veamos por qué se limita así su sentido. Mi pretensión de la permanencia de mi ‘Yo-Realidad’ aparece de modos muy diferentes según si esta ‘Yo-Realidad’ está representada por mi organismo, por mi yo, o por dependencias más o menos lejanas de mi yo. Cuando mi pretensión afirmante concierne a mi organismo (o cosas o seres que poseo), decimos que soy pretencioso, que tengo ‘amor propio’. Pero no lo decimos si mi pretensión afirmante concierne a un objeto que no poseo, que no es un atributo de mi persona. No se habla de amor propio cuando un hombre se consagra al servicio de otro ser, o de una causa ideal, o de una imagen sobrenatural, es decir cuando la ‘YoRealidad’ que este hombre ama y protege está encarnada a sus ojos en una dependencia alejada de su organismo. Que estas dos apariencias sean muy diferentes es indudable; sin embargo, detrás de ellas reside el mismo mecanismo profundo, el mismo amor de la ‘Yo-Realidad’, es decir el mismo amor propio. El amor del místico por su Dios es amor propio, aun cuando este amor lo haga infligir a su organismo las peores humillaciones. La acción mediante la cual humillo a mi organismo en beneficio de un objeto que exalto y la acción mediante la cual glorifico a mi organismo, dos acciones en apariencia tan diferentes, son manifestaciones equivalentes de mi pretensión personal. Cuando comprendemos la naturaleza real de nuestro amor propio, nuestros amores dejan de parecernos odiables o admirables según meriten o no el vocablo usual de ‘amor propio’. El amor propio deja de ser un ‘defecto’; es la única manera de amar posible en nuestra condición actual. Como tal, es totalmente valioso, puesto que nuestra condición dualista es una fase evolutiva por la que hemos de pasar. Funciona de manera ilusoria, es cierto, pero contiene en virtud de su origen el germen del Amor Absoluto que un día nos será posible, amor no dualista, amor sin sujeto ni objeto, amor no amenazado. La transformación metafísica no debe comprenderse como la destrucción del amor propio que sería reemplazado por la humildad, sino como la superación del amor propio que se realizaría en la humildad. La humildad suele considerarse como el olvido de nuestro organismo en favor de un objeto exterior, con el que identificamos nuestra ‘Yo-Realidad’; de hecho, no hay allí humildad sino solo proyección de nuestro yo. La humildad no se realiza sino cuando, en la desaparición de esta perspectiva ilusoria, podemos al fin aceptar la impermanencia de todo lo que existe.

EL CONFLICTO VITAL Y EL ‘QUERER EXPERIMENTAR’

Veamos, para terminar este capítulo, cómo nuestra comprensión del conflicto vital nos informa sobre la naturaleza exacta de nuestra voluntad de ‘experimentar’. Si queremos experimentar algo, es siempre para encarnar en nuestra vida manifiesta el conflicto latente entre nuestra ‘Yo-Realidad’ y la

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‘Amenaza’. Quiero vencer al No-Yo de una manera visible; necesito encontrar a mi ‘Enemigo’ en un objeto exterior que lo represente; necesito tocar esta intención hostil que supongo se cierne sobre mi ‘Realidad’. Prefiero sin duda prevalecer sobre mi ‘Enemigo’ experimentando la felicidad y la esperanza del bien venidero; pero, si fracaso, prefiero experimentar el sufrimiento y el temor a no experimentar nada. Hemos visto que la única eventualidad absolutamente insoportable es la de un No-Yo independiente del yo, que existe por sí mismo y se mofa por ello de la Realidad Una. Querer experimentar es querer experimentar a fin de cuentas la hostilidad del No-Yo, en la victoria o en la derrota, para demostrarnos que el NoYo existe solo en función del yo al que se opone. En mi conflicto, sea cual sea el resultado, escapo de la intolerable soledad, de esta soledad donde estaría si el No-Yo, al no aparecer, pareciera existir en paralelo a mí. Muchos hombres se angustian cuando dicen: ‘En el fondo, cada uno de nosotros está solo’. Creen temblar entonces ante una ausencia de amor. En realidad, en nuestra perspectiva dualista, es de nuestro ‘Enemigo’ que no podemos prescindir; es una resistencia hostil lo que necesitamos para no sentirnos una nada. Si por algún milagro fuera posible conferir la omnipotencia al hombre dualista, se le estaría quitando toda esperanza al quitarle todo obstáculo; este hombre no podría tolerar un instante de su vida. Nuestra voluntad de experimentar es voluntad de vivir el combate de la vida, ganándolo o perdiéndolo.

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CAPÍTULO 3 LA IDEA DE PERFECCIÓN

Durante el capítulo precedente, bosquejamos a grandes rasgos el cuadro de la vida humana. Para hacerlo con claridad, hemos debido dejar provisoriamente en la sombra ciertos aspectos de la cuestión, justamente aquellos que son los más característicos de la criatura ‘humana’. Ahora podemos describir estos aspectos sin riesgo de confundirnos. Hemos dicho que nuestra ‘Yo-Realidad’ no está representada solo por nuestro organismo sino también por todas las cosas que son, para este organismo, ocasión de consonancias interiores, de alegrías. Pero esto es cierto también para el animal; no es típicamente humano. Si bien el animal no tiene un Ego, por no poder concebir su idea con el intelecto, es sin embargo un Ego. Si bien no es una consciencia intelectual, es de todos modos una consciencia psicológica. Al ser un Ego, tiene como el hombre una visión dualista del mundo, visión que implica el duelo ‘yo’–‘no-yo’. La vida del animal se desarrolla también en una situación de conflicto, y este también tiene un aspecto latente y un aspecto manifiesto. El hombre puede ser consciente de su conflicto latente; el animal no, pero aun así este conflicto general existe debajo de todos los conflictos particulares que el animal mantiene en su vida. En estos conflictos particulares, el Ego del animal combate mediante el intermediario de cosas que lo representan, y estas no son solo su propio organismo sino todo lo que se encuentra asociado a este organismo por consonancia. Eso nos ayuda a comprender que a veces el animal luche a muerte por algo distinto a su propia existencia, o que se permita morir si es separado de un ser al que estaba apegado. Ciertos comportamientos de rivalidad, celos o prestigio observados entre los animales serían incomprensibles si no nos percatáramos de la existencia del conflicto latente detrás de los conflictos manifiestos. Pero la vida humana difiere de la vida animal a partir del momento en que el hombre posee un intelecto generalizador. Una primera diferencia consiste, como acabamos de decir, en que el hombre puede volverse consciente de su conflicto latente con el no-yo. De este modo, al final de un desarrollo intelectual completo, el hombre puede liberarse de sus perspectivas dualistas y de los sufrimientos que experimenta a raíz de estas. Pero esta diferencia, aunque de importancia capital, por el momento no nos interesa dado que estamos estudiando al hombre en su condición habitual. La posibilidad del satori es el privilegio del ser humano, pero mientras no se haya realizado, no será esta posibilidad la que nos permita comprender la diferencia esencial entre la vida humana y la animal. Hay otra diferencia que hace del ser humano una criatura especial, y es esta la que abordaremos ahora. Gracias al intelecto, el hombre obtiene acceso al plano general, universal. No pierde por ello las percepciones individuales que comparte con los animales, pero desborda el mundo de las imágenes individuales y evoluciona al mismo tiempo en el mundo de las imágenes universales. Además sus resonancias orgánicas, de consonancia y disonancia, responden no solo a todo lo que hace al organismo animal ‘resonar’, sino también a aspectos nuevos y más sutiles de la Manifestación. En cuanto me parezco al animal, mi organismo ‘resuena’ con todo lo que veo como favorable o desfavorable a mi vida individual. Mis consonancias (mis

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alegrías) corresponden a todo lo que favorece la construcción continua de mi organismo. Como Yang individual, deseo mi vida; por consiguiente, veo todo lo que favorece mi vida como que debe ser, como ‘parte del orden normal de las cosas’. Aunque mi vida consiste en un reordenamiento constante de mi organismo, veo, de modo ilusorio, la continuación de este reordenamiento como una ‘permanencia’ y veo esta permanencia como ‘en orden’. A la inversa, todo lo que tiende a la destrucción de mi organismo me parece contrario al orden normal, es decir en desorden; mi desaparición me parece una impermanencia anormal, opuesta al orden cósmico. En realidad, los fenómenos no tienen ninguna permanencia verdadera y nada aparece que no desaparezca en el mismo instante; el Orden Cósmico real que preside sobre la creación continua del mundo (Principio Absoluto) consiste en el equilibrio entre un principio constructivo y un principio destructivo, que trabajan en todas partes y al mismo tiempo; la creación es construcción y destrucción simultáneas. Dicho de otro modo, el Orden Cósmico se manifiesta a la vez bajo dos aspectos, como un orden constructivo y un orden destructivo. Pero en cuanto soy un animal vivo, identifico el orden cósmico solo con su aspecto constructivo y veo como ‘desorden’ el aspecto destructivo de este Orden. La continuación de mi vida me parece una permanencia opuesta a su desaparición, y veo mi permanencia como ‘conforme al orden cósmico’ y mi desaparición como ‘contraria al orden cósmico’. En la profundidad de mi psiquis mi continuación permanente está identificada con el Ser, con la voluntad de la Mente Cósmica, con el Bien, y mi impermanencia está identificada con la Nada, con el ‘Enemigo’ de la Mente Cósmica, con el Mal. Estas identificaciones, ‘permanencia-orden-bien’ e ‘impermanenciadesorden-mal’, deben precisarse bien antes de tratar de estudiar las resonancias orgánicas especiales que caracterizan al hombre. Estas identificaciones existen también entre los animales pero, a falta de intelecto, solo actúan en el plano particular; la permanencia solo le interesa al animal en lo que concierne a su propio organismo (y a su especie, desde un punto de vista limitado). En el hombre, al contrario, el amor por la permanencia se extiende mucho más allá de su organismo, hacia la esfera de lo universal. El origen de este amor reside totalmente en la vida animal del hombre, en las experiencias de su temprana infancia animal, pero el desarrollo del árbol se extiende posteriormente muy lejos de sus raíces. Ya desde el inicio identifiqué con el orden, con el ‘bien’ solo la permanencia de mi organismo, pero en la medida en que se desarrolla mi intelecto, esta identificación se extiende a la permanencia en general; me vuelvo así más receptivo a todo lo que en el mundo manifiesta, mediante la permanencia, mi concepción del orden cósmico. Me vuelvo sensible al ‘ideal’, a la tríada ‘BellezaBondad-Verdad’. Antes de describir las resonancias ideales que son particulares al hombre, recordaremos su naturaleza ilusoria. La ilusión no reside en la distinción que haremos entre lo bello y lo feo, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, sino en la oposición de los conceptos así discriminados. La ilusión reside en las identificaciones que plantean que lo ‘bello-bueno-verdadero’ es conforme al orden cósmico y lo ‘feo-malo-falso’ es contrario al orden cósmico. De hecho, el Orden Cósmico en realidad no es lo ‘bello-bueno-verdadero’, sino el equilibrio entre lo ‘bello-bueno-verdadero’ y lo ‘feo-malo-falso’.

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Lo bello, lo bueno y lo verdadero son tres aspectos de la manifestación, es decir de las formas, que corresponden a diferentes modos de percepción; lo bello corresponde a la percepción sensorial, lo bueno a la percepción emocional y lo verdadero a la percepción intelectual. Todas estas formas están conectadas por la misma noción de ‘orden’ (mientras que sus opuestas están conectadas por la misma idea de ‘desorden’). Todos mis valores ‘ideales’ están encarnados en cosas que me permiten ver el ‘orden’ del mundo tal como lo concibo. Para comprender bien la delicada cuestión de nuestras resonancias ‘ideales’, debemos recordar que prolongan, a escala universal, las resonancias animales que experimentamos a escala individual; las prolongan, están construidas sobre el mismo modelo. Volvamos entonces otra vez a nuestras resonancias animales y describamos las asociaciones identificadoras que caracterizan su estructura. Una vez establecido este ‘campo de base’, seguiremos nuestro ascenso con facilidad. Mi percepción de algo favorable a mi vida, a la continuación de mi existencia, a mi ‘permanencia’, desencadena en mi organismo una reacción consonante; entre los elementos que entran en la constitución de mi organismo y el organismo que es su integración, hay entonces consonancia, acuerdo, relación convergente, armonía. A causa de esta consonancia interna, veo la cosa exterior favorable como consonante conmigo, en relación convergente, en armonía. Veo esta cosa como conforme al orden cósmico, ‘legal’, ‘lo que debe ser’; la veo ‘Bien’. Cuando el mundo me es favorable, mi reacción muestra la existencia en mí de una asociación compleja en la que se identifican los siguientes términos: permanencia de mi organismo – acuerdo, armonía, relación convergente – orden, legalidad – lo que debe ser – Bien. A la inversa, cuando el mundo es desfavorable, mi reacción muestra la existencia en mí de una asociación compleja en la que se identifican los términos siguientes: impermanencia de mi organismo – desacuerdo, desarmonía, relación divergente – desorden, ilegalidad – lo que no debe ser – Mal. Es fácil ahora comprender nuestras resonancias ‘ideales’, porque lo que es verdadero en la escala del microcosmos también lo es en la escala del macrocosmos. Cuando percibo entre varios aspectos del mundo una relación convergente, un acuerdo, una armonía, veo la permanencia del Cosmos, el orden o la legalidad cósmica, lo que debe ser, el Bien. Y experimento esta armonía entre varios aspectos del mundo como una armonía entre el mundo y yo, como una armonía interna de mi organismo, como una consonancia personal, como una alegría. A la inversa, cuando percibo entre varios aspectos del mundo una relación divergente, un desacuerdo, una desarmonía, veo la impermanencia del Cosmos, el desorden o la ilegalidad cósmicos, lo que no debe ser, el Mal; experimento esta desarmonía entre varios aspectos del mundo como una desarmonía entre el mundo y yo, como una disonancia personal, como un sufrimiento. Los hombres difieren unos de otros por las formas a través de las cuales perciben la armonía del Universo; cada uno ve la Consonancia Universal a través de un sistema óptico que le es propio; uno encuentra bello lo que otro encuentra feo. Esta constatación nos puede hacer dudar de la existencia objetiva de relaciones armónicas y desarmónicas entre los fenómenos. Esta aparente dificultad proviene del error habitual por el cual oponemos los términos de una discriminación uno al otro; al discriminar armonía y desarmonía, los oponemos como si ‘fueran’ en ellos mismos y pensamos que tal porción del mundo es armonía y tal otra desarmonía. Si fuera así, todos los hombres deberían en efecto

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experimentar las mismas resonancias ‘ideales’. Pero en realidad la armonía y la desarmonía están presentes simultáneamente en todas partes del mundo; son distintas pero no opuestas; antagonistas, son al mismo tiempo complementarias; son dos aspectos inseparables de la Única Realidad. La Armonía Cósmica, relación de convergencia, corresponde a la Ley de Gravedad; la Desarmonía Cósmica, relación de divergencia, corresponde a la Ley de Expansión Universal; en cada parte del mundo, estas dos leyes están operando simultáneamente. Cada parte del mundo es a la vez la expresión de una consonancia y de una disonancia. Cuando tengo la impresión de la belleza ante un paisaje de montaña, percibo la armonía que hay en él, la fuerza que hace que converjan todos los elementos del paisaje hacia la unidad; pero tal hombre que me acompaña puede tener la impresión de fealdad si percibe la desarmonía presente por igual, la fuerza que hace que diverjan todos los elementos del paisaje hacia la desintegración. Esta comprensión acaba con el ilusorio dilema de la concepción subjetiva u objetiva de lo estético. Es en vano discutir si la belleza universal existe o no. Podemos decir que lo bello y lo feo universales existen, pero como existen simultáneamente en todas partes, no podemos decir que ninguna cosa particular sea universalmente bella ni fea. Las cosas particulares donde unos hombres perciben el orden del mundo y otros su desorden son diferentes, pero el orden y el desorden que los hombres perciben a través de estas cosas diferentes son los mismos. Lo estético obedece a una única ley universal aunque las estéticas particulares se manifiesten según leyes universales múltiples. Volvamos a las tres modalidades ‘ideales’ de ‘bello-bueno-verdadero’. Veo la belleza cuando veo la armonía cósmica a través de percepciones sensoriales, la bondad cuando veo esta armonía a través de percepciones emocionales y la verdad cuando la veo a través de percepciones intelectuales. Aunque las vías perceptivas difieran en los tres casos, llevan a la misma impresión final de consonancia orgánica ‘ideal’ o estética. Es justo distinguir la estética propiamente dicha de la ética y el conocimiento, pero estas son solo tres modalidades de una única Estética general, visión del orden en el Universo, visión de lo que llamamos ‘lo divino’. Si reunimos así estas tres modalidades bajo el término general de Estética, es porque la noción de ‘bello’ resume todas nuestras visiones del orden en el plano formal; una manifestación de bondad es para nosotros una ‘bella acción’; y es también una impresión de belleza lo que nos mueve cuando comprendemos la verdad de un texto científico o filosófico. En cuanto sentimos la bondad y la verdad en consonancias afectivas, estas se derivan de la belleza. Constato pues la existencia en mí de dos tipos de resonancias orgánicas. Mi organismo ‘resuena’ con lo que condiciona su orden propio: consonancia alegre ante lo que favorece mi vida y disonancia dolorosa ante lo que oscurece mi vida; estas son mis resonancias animales. Mi organismo ‘resuena’ por otra parte con lo que manifiesta el orden cósmico en general: consonancia alegre ante lo ‘bellobueno-verdadero’, disonancia dolorosa ante lo ‘feo-malo-falso’; estas son mis resonancias ‘ideales’ o estéticas. Las resonancias ‘ideales’ no existen en el animal; son propias del hombre. Con ellas aparece la idea de ‘Perfección’. Mostraremos en efecto que esta idea, cuyo conocimiento es tan importante para la comprensión del hombre, no puede existir en el dominio de las resonancias animales sino únicamente en el de las resonancias ‘ideales’.

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Toda consonancia corresponde a la percepción de lo que es para mí el ‘Orden’ cósmico (aspecto constructor del Orden Cósmico real). Mi consonancia animal corresponde a mi percepción del orden en mi propio organismo (microcosmos); mi consonancia ‘ideal’ corresponde a mi percepción del orden en el mundo exterior (macrocosmos). Puedo intelectualizar mi percepción de mi consonancia animal y elevarla al plano de lo universal, de lo ‘general’, pero esta universalización es necesariamente incompleta; mi organismo está siempre allí percibiendo su consonancia en su plano individual, particular. Si bien puedo percibir mi goce orgánico con mi consciencia intelectual (pensamiento universal), lo percibo necesariamente también con mi consciencia animal (pensamiento individual). Si bien puedo ‘absolutizar’ mi consonancia animal, solo puedo hacerlo en parte; otra parte permanece irreductiblemente relativa. A falta de una pura absolutización, mi consonancia animal permanece imperfecta porque la perfección supone un puro absoluto. Por eso, en cuanto experimento mis resonancias animales, no puedo concebir la idea de Perfección puesto que estas resonancias pertenecen a un dominio necesariamente imperfecto. La idea de Perfección es inaccesible a la consciencia psicológica del animal. Por el contrario, mi percepción del orden en el mundo exterior, en el Universo, se sitúa por su misma naturaleza en el plano general. Mi consonancia ‘ideal’ es allí puramente absolutizada, y su percepción reside en el plano donde la idea de Perfección existe puesto que allí es posible. Recordemos que en este plano general, al contrario del plano particular, todo lo que es posible existe. Ninguna de mis consonancias ‘ideales’ es perfecta, pero el dominio de estas consonancias contiene la idea de Perfección como un centro alrededor del cual estas se ordenan. Cuando la sabiduría popular dice que ‘la perfección no es de este mundo’, tiene razón en el sentido de que la idea de Perfección no puede encarnarse de manera definitiva a nuestros ojos en ningún aspecto del Universo; pero se equivoca al confundir la encarnación definitiva de la Perfección con la idea misma de Perfección. Esta idea es muy del mundo puesto que rige toda la vida humana, en cuanto es típicamente humana. La Perfección no es perceptible para nuestra mente fuera de sí misma, pero reside en su centro, y es en función de ella que percibimos y evaluamos todas nuestras resonancias ‘ideales’. Es nuestro criterio, nuestra medida; nuestras consonancias ‘ideales’ nos parecen más o menos perfectas; la Perfección de la que tenemos una idea, aunque jamás se manifieste totalmente, para nosotros se manifiesta más o menos en los fenómenos; estos nos parecen más o menos ‘absolutos’ en la medida en que manifiestan para nosotros el aspecto constructor del orden cósmico. La Perfección, según la concebimos, consiste en la manifestación pura del orden cósmico constructor. Hemos visto que el Orden Cósmico real tiene dos aspectos, uno constructor o positivo, el otro destructor o negativo. Desde nuestra óptica afectiva, el aspecto positivo se identifica con el Orden Cósmico y el aspecto negativo aparece desde entonces como ‘desorden’. En cada porción del Cosmos, para determinado hombre, las manifestaciones respectivas del ‘orden’ y el ‘desorden’ son de importancia desigual; cuando observo una porción del Cosmos, veo más o menos positividad y más o menos negatividad; cuanta más positividad veo, más cerca la veo de la Perfección. En resumen, la Perfección es para mí la pura construcción cósmica, la pura Positividad. Buscando la Perfección, busco una porción del Mundo donde solo se manifieste la Positividad, sin sombra de Negatividad (más tarde veremos cómo a veces la encuentro, aunque en realidad el

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orden destructor del Cosmos no esté ausente de ninguna de sus porciones). Podemos llamar a esta pura y perfecta Positividad ‘lo divino’, puesto que según nuestra óptica afectiva el Principio Absoluto se identifica con su aspecto positivo y el resultado de esta identificación se llama ‘Dios’. Así pues, no debemos sorprendernos si el hombre encuentra, en los aspectos más impresionantes de la Belleza, de la Bondad y de la Verdad, ‘pruebas de la existencia de Dios’. Gracias a la idea de Perfección, el hombre puede satisfacer la necesidad que tiene de ‘juzgar’. Esta necesidad es inherente a la consciencia intelectual; el intelecto, al nombrar las cosas, les confiere una aparente entidad, las ‘objetiviza’; crea un mundo objetivo en el seno del cual luego debe evolucionar. Este mundo que crea mi intelecto sería un caos vertiginoso si no viniera un orden a ‘situar’ los objetos que lo componen, comparándolos entre sí. La idea de Perfección hace posible el ordenamiento de mi mundo objetivo; gracias a este instrumento de medida, puedo evaluar las cosas de una manera ‘objetiva’. Es evidente que esta ‘objetividad’ no es absoluta, que es relativa a mi estructura personal, a mis posibilidades de percepción del ‘orden’ cósmico. Pero mis juicios son ‘objetivos para mí’; decreto no que tal cosa me conviene sino que es ‘buena’ en sí misma, que debe existir, y esto en la medida en que la veo ‘positiva’, partícipe de la pura Positividad, es decir de la Perfección. Se podría objetar que la comparación de las cosas entre sí basta para situarlas respectivamente. Pero el orden que obtendría así sería solo un orden de preferencia personal donde cada objeto, considerado en sí mismo, seguiría sin un valor preciso. Ahora bien, mi intelecto objetiva cada objeto como una entidad y experimenta la necesidad de evaluarlo sin tomar a otro por término de comparación; es necesario un término de comparación absoluta y mi intelecto lo encuentra en la idea de Perfección. La Perfección es la ‘ultima ratio’ sin la cual mi mundo imaginativo se desplomaría. La existencia de la idea de Perfección en el centro del intelecto humano tiene graves consecuencias en toda nuestra psicología. Para abordar esta cuestión, debemos volver sobre el nacimiento de la idea del yo. Cuando hablamos del ‘Yo’ a propósito del combate de la vida humana, lo hicimos de modo impreciso, a falta de ciertas nociones que entonces era prematuro presentar. Volvamos ahora pues a este ‘Yo’ con las precisiones necesarias. Hemos visto que, gracias al intelecto, el hombre concibe la idea de su yo. A partir de entonces se disuelve su identidad con su organismo; su organismo se vuelve un ‘objeto’. Pero el hombre solo se separa de su yo al nombrarlo, y esta ‘toma’ de consciencia formal implica una inevitable identificación con la idea de yo, y de hecho con el yo en cuanto es el soporte necesario de su idea. Por eso decimos que la ‘Yo-Realidad’ del hombre es representada originalmente por su propio organismo y en segundo lugar por todas las cosas con las que la idea de su yo se identifica por proyección. Todo lo anterior es cierto a grandes rasgos, pero solo a grandes rasgos porque todavía existe una confusión en el interior del concepto representado por la palabra ‘organismo’. En efecto, a partir del instante en que soy una consciencia intelectual que crea conceptos generales, que juega el papel del principio de toda la manifestación cósmica que percibo, mi organismo presenta dos aspectos que debemos distinguir: existe, por una parte, en cuanto soporte necesario de mi consciencia intelectual, en cuanto piensa intelectualmente; y existe por otra parte en cuanto se manifiesta como objeto para mi consciencia intelectual formal. En

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cuanto mi organismo da soporte a mi consciencia intelectual formal, es esta conciencia, es decir que es el principio de todo lo que existe para mí; en cuanto es un objeto percibido por mi consciencia intelectual, es una simple porción, entre otras, de la Manifestación Universal. Para simplificar, llamaremos a estos dos aspectos de mi organismo ‘organismo principio’ y ‘organismo manifiesto’. Mi organismo principio de mi consciencia intelectual formal es una unidad sin forma precisa; mi organismo manifiesto es, al contrario, la multitud de formas groseras (soma) y sutiles (psique, mundo imaginativo) por las cuales me manifiesto. Gracias a esta distinción, podemos comprender mejor cómo la concepción de la idea de yo nos desidentifica de nuestro organismo y parece al mismo tiempo ‘reidentificarnos’. Al concebir la idea ‘yo’, me distingo de mi organismo manifiesto pero me identifico con mi organismo-principio, con mi organismo en cuanto soporte que condiciona en mí las operaciones de la mente. Esta identificación es la identificación original o fundamental que, por proyección, engendra todas mis identificaciones secundarias con otras cosas del mundo. Entre estas ‘otras cosas’, mi organismo manifiesto encontrará su lugar del mismo modo que cualquier otro aspecto de la manifestación. En otras palabras, mi apego original es apego a mi organismo en cuanto lo identifico al principio de la mente en mí, en cuanto lo necesito para crear el mundo que percibo; y mis apegos secundarios son apegos a todo tipo de cosas (entre ellas, mi organismo manifiesto) que me ‘gustan’ en virtud de consonancias animales o ‘ideales’. Mi amor original por el principio de mi consciencia engendra todos mis amores, o mis odios, por ‘cosas’ entre las cuales se encuentra mi organismo manifiesto. Así se comprende que el hombre pueda, por amor a su organismo-principio, matar su organismo manifiesto si este resulta demasiado desagradable (suicidio por disgusto de sí mismo). Mi organismo manifiesto no forma parte de mi identificación original y se presenta a mi identificación secundaria al mismo nivel que cualquier otra porción del Cosmos. Difiere sin embargo del resto del Cosmos en que, de todos los objetos posibles, es el único que se impone ineluctablemente a mi consideración, por su estrecha conexión con mi organismo-principio. Como es en un sentido el templo de mi mente, no puedo desatenderlo, alejarme de él. Lo quiera o no, es parte constante del mundo que crea mi intelecto y que debo ordenar mediante juicios. Por lo tanto, todo hombre está constantemente ocupado, de manera explícita o implícita, por la cuestión del ‘valor’ de su yo manifiesto, es decir por su ‘proceso’ interior. Me evalúo por comparación, sea con otros o con la idea de Perfección. La comparación con otros es más a menudo explícita; es por ello que logro con mucha facilidad estar contento conmigo mismo en la superficie. Pero la comparación con la Perfección opera siempre en mi ‘subconsciente’; es por ello que, en el fondo, no puedo jamás quedar definitivamente absuelto. Este juicio de mi yo manifiesto no trata sobre la multitud indefinida de aspectos somáticos y psíquicos de este yo. Como necesito verme con cierto ‘valor’, me defino esencialmente por las facultades que veo que son ‘perfeccionables’ y desatiendo las demás. Limito mi exigencia de perfección al dominio en el que puedo encontrar una esperanza. Dado el carácter ‘absoluto’ de la Perfección, bastaría que la obtuviera mediante un único aspecto mío, por pequeño que fuese, para verme ‘salvado’. Esta búsqueda de la Perfección en un aspecto u otro del yo manifiesto explica una característica del ser humano: su desmesura. El hombre es desmesurado en sus ambiciones, sus esperanzas, sus autoglorificaciones, y

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también en sus degradaciones, sus resignaciones, sus miedos; la desmesura del miedo es la angustia humana. Vemos cómo la existencia de resonancias ‘ideales’ en mí introduce necesariamente una contradicción en el seno de mi vida afectiva. Soy capaz de concebir la idea de Perfección y desde entonces estoy obligado a tender hacia ella; estoy además obligado a situar mi yo manifiesto con relación a esta Perfección y, por consiguiente, a utilizar este yo en mi búsqueda de lo perfecto. Mi organismo manifiesto se vuelve así un simple medio, un instrumento del cual me sirvo. Como este instrumento siempre decepciona mi exigencia, mi búsqueda de una consonancia orgánica perfecta establece en mí una ineluctable disonancia. En resumen, la manera en la que busco la consonancia perfecta implica la disonancia a la que debo fatalmente llegar; el ‘problema’ de la felicidad es insoluble.

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CAPÍTULO 4 EL HOMBRE DESGARRADO

Hemos dicho, al estudiar los tres planos cósmicos, que el paso del mundo animal al humano se caracterizaba por la aparición del lenguaje. Luego vimos en las resonancias orgánicas ‘ideales’ otra prerrogativa del ser humano. Es importante comprender ahora cómo la diferencia que existe entre el hombre y el animal es a la vez única y múltiple, única en su principio y múltiple en sus manifestaciones. Veamos de entrada cómo es única en su principio. A medida que el niño crece, aparecen y se desarrollan en él el lenguaje y las resonancias ‘ideales’. Pero como estas funciones aparecen en el niño y no en el animal, es evidente que supone en el ser humano, detrás de sus funciones, ‘algo especial’ que es el principio de estas. Ese ‘algo especial’ es la posibilidad de acceder al plano universal, es el conocimiento de este plano. La diferencia entre el animal vivo y el mundo inanimado consistía en la posibilidad de acceder al plano individual, en el conocimiento que el animal tenía de sí mismo y de sus relaciones con las cosas que lo rodean, es decir en la consciencia animal o individual. La diferencia entre el hombre y el animal consiste en la posibilidad de acceder al plano universal, en el conocimiento que el hombre puede tener de las relaciones que existen entre las ‘diez mil cosas’, es decir en la consciencia universal. Sin perder la consciencia individual que comparte con el animal, el hombre posee además la consciencia universal. Esta consciencia que constituye la única diferencia ‘esencial’ entre el hombre y el animal es el ‘principio’ de esta diferencia; no debemos confundirla con sus manifestaciones. Cuando la consciencia individual aparece con la vida vegetal y animal, distingue radicalmente a todo organismo vivo del mundo inanimado; aparece de manera abrupta como principio de la ‘vida’. Hay un hiato, un salto, entre las cosas inanimadas y la más simple criatura viviente. Todas las gradaciones que aparecen luego en el seno del mundo vivo no son sino gradaciones del principio vital, pero solo de sus manifestaciones. Como seres vivos, el gusano y el perro difieren por igual del mundo inanimado; si la vida parece tan diferente en ellos, no es en cuanto es la vida sino en cuanto se manifiesta. Hay también un salto brusco entre el animal y el hombre con la aparición de la consciencia universal. En cuanto seres humanos, el idiota congénito y el hombre de genio difieren por igual del mundo animal; si la naturaleza humana parece tan diferente en ellos, no es en cuanto es la naturaleza humana sino en cuanto se manifiesta. Un hombre dado no es más o menos un ser humano, solo manifiesta más o menos las prerrogativas humanas. Al igual que existe dentro del mundo vegetal-animal una inmensa gradación de la consciencia individual en cuanto se manifiesta, existe una inmensa gradación de la consciencia universal, en cuanto se manifiesta, dentro del mundo humano. Establecidas estas nociones, podemos estudiar las funciones características del ser humano, manifestaciones diversas, y de diverso desarrollo, de la consciencia universal que es el principio único de la esencia humana. La consciencia universal se manifiesta mediante el conocimiento de lo universal, mediante la percepción de formas universales, mientras que la

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consciencia individual o animal se manifiesta mediante el conocimiento de lo individual, mediante la percepción de formas individuales. ¿Cómo comprender la diferencia entre formas individuales y formas universales? Las formas individuales son múltiples, son las formas de cada una de las ‘diez mil cosas’; las formas universales en cambio son solo dos: son las relaciones de convergencia y de divergencia de las que hablamos a propósito de nuestras resonancias ‘ideales’; son la armonía y la desarmonía manifestadas en el seno de las formas individuales. Como esta cuestión es bastante delicada, debemos desarrollarla un poco. Toda forma es un conjunto de relaciones; una forma individual es un conjunto de relaciones individuales; distingo una recta de una curva al percibir las relaciones que existen entre los puntos que hay en ellas; diferencio la forma de un perro de la de un gato al percibir las relaciones que unen los elementos que hay en ellos. Estas relaciones individuales se encuentran a escala particular. A escala universal, existen dos relaciones que manifiestan las leyes de gravitación y de expansión universales, son las relaciones de convergencia y de divergencia, de armonía y de desarmonía. Mediante mi consciencia animal, tengo conocimiento de múltiples formas individuales; mediante mi consciencia universal, tengo conocimiento de dos formas universales. Puedo mirar de dos maneras diferentes a un hombre que tengo en frente: puedo mirarlo simplemente con el fin de reconocerlo si lo vuelvo a cruzar; lo que hago entonces lo hace también el animal. Pero puedo mirarlo para evaluarlo estéticamente y entonces veo en él algunos aspectos bellos y otros feos. En el primer caso, percibo las relaciones individuales de varios elementos que hay en este hombre. En el segundo caso, percibo las dos formas generales de armonía y de desarmonía que son las relaciones universales que hay en el seno de las formas individuales. La consciencia universal se manifiesta pues en el hombre mediante sus percepciones de formas universales de armonía y de desarmonía. Pero el hombre efectúa sus percepciones de dos maneras, sea por intermedio de sus órganos sensoriales, sea sin este intermediario, de manera directa con la mente. Las percepciones universales sensoriales corresponden a las resonancias estéticas o ‘ideales’; las percepciones universales puramente mentales corresponden al intelecto verbal. Es fácil constatar la armonía y la desarmonía en el ámbito de las percepciones ‘ideales’ sensoriales; es menos fácil en el ámbito del intelecto verbal. En efecto, toda percepción intelectual es armonía puesto que supone la relación convergente, armónica, entre la palabra y la cosa que esta simboliza. La desarmonía no tiene existencia positiva en el funcionamiento del intelecto; está presente en modo negativo en la medida en que el intelecto no logra funcionar, percibir la relación armónica entre una cosa y una palabra. Mientras que en las percepciones sensoriales existen lo bello y lo feo, no se puede decir que en las percepciones intelectuales existan la verdad y el error. El error, o la desarmonía intelectual, no tiene existencia positiva; es solo insuficiencia de verdad, de discriminación, es decir de armonía. El intelecto es comparable con un ojo cuya función no es ver lo bello y lo feo sino solo ver una armonía necesaria, y que lo logra o no lo logra, es decir que lo logra en mayor o en menor medida. El intelecto no es evaluación, es discriminación. En el funcionamiento del intelecto, pues, no podría percibirse la desarmonía; está representada en este dominio por el nofuncionamiento de la discriminación, es decir por la confusión, por las falsas identificaciones. Mientras que los sentidos discriminan la convergencia de la

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divergencia en las formas sensoriales, el intelecto triunfa o fracasa en discriminar, entre las formas intelectuales, la convergencia armónica, la única que allí reina. Vemos pues que la consciencia universal se manifiesta de dos maneras, mediante las percepciones sensoriales ‘ideales’ por una parte y mediante las percepciones intelectuales por otra; tiene dos manifestaciones diferentes. De estas dos manifestaciones, acabamos de ver el aspecto pasivo o receptivo. Tienen también un aspecto activo o creador. Puedo reunir las formas universales sensoriales que percibo a mi gusto: es la creación artística. Puedo reunir las formas intelectuales que percibo en creaciones científicas o filosóficas (que no son dos creaciones diferentes, ya que la filosofía es la ciencia del hombre psíquico). En resumen, las manifestaciones características del ser humano consisten, por una parte, en las percepciones y creaciones sensoriales ‘ideales’ y, por otra parte, en las percepciones y creaciones intelectuales. Estas manifestaciones se desarrollan de manera muy desigual en los diferentes seres humanos; cada uno de nosotros nace con posibilidades de percepción y de creación artística e intelectual muy diversas. Sería posible fundar una caracterología de los seres humanos sobre estas bases. Pero nuestro objetivo actual no es ese y queremos limitarnos a estudiar cómo el desarrollo de la sensibilidad ‘ideal’ condiciona la manera en la que el hombre ve y lleva adelante el combate de su vida. Cuando observamos el comportamiento y la psicología de los hombres (palabra que por supuesto usamos en el sentido general de ‘seres humanos’), constatamos inmensas diferencias en su adaptación a la realidad y en particular a la vida social. Mostraremos que esta adaptación depende esencialmente de nuestra sensibilidad ‘ideal’: cuanto más intensamente desarrollada está esta prerrogativa humana, más difícil es nuestra adaptación. Para demostrarlo, deberemos proceder de modo esquemático y describir, en un sujeto x, las consecuencias de una sensibilidad ‘ideal’ extremadamente desarrollada. Describiremos así un ‘prototipo’ que obviamente no existe tal cual en la realidad, pero que nos permitirá reconocer, en los diversos hombres que sí existen, los mecanismos inherentes a su sensibilidad ‘ideal’ particular. Por lo demás, nuestro objetivo actual no es hacer un análisis psicológico sino mostrar cómo nuestra perspectiva dualista ‘yo’– ‘no-yo’ establece en nosotros una contradicción –es decir un absurdo– que aumenta cuanto más participamos de las prerrogativas ‘superiores’ del hombre. El hombre con una sensibilidad ‘ideal’ desarrollada en extremo, cuyas resonancias ‘ideales’ son intensas, conoce estados orgánicos de un contraste violento, desde la exaltación gozosa a la depresión ansiosa. Su mundo afectivo está hecho de picos y precipicios, de altas mesetas y grandes profundidades. Conoce también estados intermedios; lo que lo caracteriza no es vibrar sin cesar de manera exacerbada sino poder hacerlo, y efectivamente hacerlo por períodos. Veamos qué sucede en este hombre cuando sus resonancias ‘ideales’ están en su máximo de armonía o de desarmonía, durante sus ‘éxtasis’ y sus ‘horrores’. Si estoy dotado de una sensibilidad ‘ideal’ extrema, experimento a veces el ‘éxtasis’ o ‘sentimiento de lo divino’. En estos momentos, percibo la pura Positividad universal. Quizá parezca sorprendente, puesto que las dos formas universales de armonía y de desarmonía coexisten en todos los puntos del Cosmos; la armonía no existe en ninguna parte en estado de pureza. Pero si bien la armonía no existe en estado puro, puedo en ciertos casos percibirla

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exclusivamente. Esto se produce cuando ciertos aspectos de un objeto 3 me parecen portadores de una armonía que alcanza o sobrepasa un nivel muy alto. A partir de este grado que constituye una suerte de ‘umbral’, la armonía que percibo me fascina; capta mi atención a tal punto que la inmoviliza. Inmovilizada, fijada sobre la armonía aparente del objeto, mi atención ya no puede posarse sobre la desarmonía que, sin este fenómeno de fascinación, me habría resultado igual de aparente. Puedo percibir los aspectos que sé que habitualmente me resultarían desagradables, es decir que puedo ver con gran lucidez los ‘defectos’ del objeto adorado; pero no los experimento como tales. Puedo ver los aspectos desarmónicos pero no la desarmonía en sí porque mi atención está inmovilizada sobre la armonía. En este estado, no soy sensible más que a la armonía; la mitad de mi ser que corresponde a las percepciones contrarias está adormecida. Es como si, por ejemplo, mi brazo estuviera anestesiado y me clavaran una aguja en él; me doy cuenta de que es un fenómeno habitualmente doloroso pero no lo experimento como tal. Puesto que no experimento más que armonía al percibir el objeto, lo veo afectivamente como una pura Positividad, como ‘lo divino’, como la perfecta encarnación de la ‘Yo-Realidad’. La proyección identificadora del ‘Yo’ es total en este momento; la percepción contemplativa del objeto me da la impresión de captar mi ‘Yo-Realidad’ en una unión donde se resuelve mi dualismo fundamental; mi perspectiva dualista no conlleva más una ‘Yo-Realidad’ y una ‘Amenaza’ sino un ‘Yo’ que percibe y un ‘Yo’ percibido; la ‘Amenaza’ es momentáneamente abolida. Esta percepción de lo ‘divino’ se traduce en la felicidad más intensa que me sea dado sentir en mi condición dualista. Pero aunque experimente esta felicidad con la impresión de que es perfecta, no lo es, puesto que el ‘Yo’ que percibe y el ‘Yo’ percibido son una sola persona y su ‘unión’ ilusoria no se podría lograr totalmente sin abolirse a sí misma. Quienes tienen una fuerte capacidad para percibir lo ‘divino’ conocen bien el momento en que su felicidad se vuelve difícil de soportar, puesto que parece llevarlos hacia un abismo; entonces deben desviar su atención del objeto un instante para romper la atracción vertiginosa. Al otro polo extremo de mis resonancias ‘ideales’ podemos llamarlo ‘el horror’ o el ‘sentimiento de la nada’. Esta disonancia se produce cuando ciertos aspectos de un objeto (en general una situación) me parecen portadores de una desarmonía que alcanza o sobrepasa cierto umbral. Entonces, esta desarmonía me fascina; inmoviliza mi atención y adormece la mitad de mi ser que corresponde a las percepciones armónicas. Experimento el objeto como pura Negatividad, como ‘la Nada’, como perfecta encarnación de la ‘Amenaza’. La proyección identificadora del ‘Yo’ es nula en este momento; mi perspectiva dualista de un sujeto amenazado y de un objeto amenazante está en su punto más alto. Esta percepción de la ‘Nada’ va acompañada del sufrimiento más intenso que me es posible. Pero aquí también mi disonancia no puede ser perfecta; si lo fuera, moriría (algunos hombres han muerto de miedo) y quedaría abolida. Hay mecanismos de defensa que nos protegen de esta última huida; la locura puede ser uno; o un síncope; más a menudo, se produce una extrema agitación mental en la que mi atención se retira de la percepción horrible y vuelve a ella en alternancias rápidas que preservan mi La palabra ‘objeto’ no necesariamente designa una cosa de existencia material. Puede ser la imagen mental de una situación que estoy viviendo, o una imagen totalmente creada por mi mente. De todos modos, es una imagen, sostenida o no por la realidad exterior. 3

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razón y mi vida. En el adulto se desarrollan mecanismos de defensa incluso más eficaces (es en el niño que el ‘horror’ se activa de modo más típico: terror al ‘lobo’, a la oscuridad, al enojo cruel de los padres, etc.); el adulto a menudo aprende inconscientemente a inhibir sus percepciones del horror; cuando ve que una situación le resultará demasiado horrible, no experimenta nada y comienza a sufrir solo cuando cierto tiempo ha atenuado su disonancia ‘ideal’. Esta breve descripción del ‘éxtasis’ y el ‘horror’ era necesaria antes de estudiar las repercusiones de la sensibilidad ‘ideal’ sobre nuestra adaptación a la vida. En efecto, un fuerte vínculo une las resonancias ‘ideales’ al dilema ‘éxitofracaso’. Hemos visto que el hombre reivindica el triunfo de su ‘Yo-Realidad’ sobre la ‘Amenaza’, es decir que reivindica la omnipotencia en los conflictos manifiestos donde se juega su conflicto latente. Esta pretensión de omnipotencia sería incomprensible si no supiéramos que el hombre organiza él mismo los escenarios que trasladan su conflicto latente a la realidad manifiesta. No se trata para mí de ser verdaderamente omnipotente como organismo ante el mundo exterior, sino de obtener una visión urdida artificialmente en la que aparezco omnipotente en un escenario que yo mismo construyo. El ‘éxito’ es una circunstancia donde logro verme como si fuera omnipotente; el ‘fracaso’ es una circunstancia donde no lo logro, aunque lo haya pretendido. Esta noción debe quedar claramente establecida y no debemos confundir el fracaso práctico con el fracaso psicológico; si fracaso en una competencia en la que interiormente no pretendí triunfar, ese fracaso práctico no es un fracaso psicológico, es decir de lo que veo como mi éxito y lo que estoy obligado a ver como mi fracaso. Comprendido así, mi éxito es una visión de mí omnipotente; me parece estar ‘en orden’; manifiesta a mis ojos la armonía del Cosmos puesto que la afirmación de la ‘Yo-Realidad’, centro de mi mundo, es para mí la convergencia cósmica. Mi fracaso al contrario es la visión de mí impotente; me parece desordenado; manifiesta a mis ojos la desarmonía del Cosmos puesto que la negación de la ‘YoRealidad’ es para mí la divergencia cósmica. Por consiguiente, mi éxito va acompañado de una ‘consonancia ideal’ y mi fracaso de una ‘disonancia ideal’. El hombre cuya sensibilidad ‘ideal’ es media puede soportar el fracaso porque el aspecto desarmónico de esta situación no llega al umbral en que se activa la fascinación y por consiguiente el ‘horror’. Pero si mi sensibilidad ‘ideal’ es extrema, la visión de mi fracaso me es insoportable porque, en lugar de ser relativa, se vuelve una visión de la ‘Nada’. Lo que llamamos ‘miedo al fracaso’ no es el miedo a cosas que me causan un fracaso práctico ni el miedo a mi fracaso en sí; es el miedo al estado interior ‘horrible’, es el miedo a ‘la Nada’. En este punto de nuestra exposición, el hombre dotado de una extrema sensibilidad ‘ideal’ puede parecernos incapaz de hacer ningún esfuerzo para afirmarse, puesto que al hacerlo formularía su pretensión de triunfar y se hallaría así ante la insoportable eventualidad del fracaso. No es así, sin embargo, y lo comprenderemos cuando hayamos distinguido las diversas maneras en que se pueden presentar nuestros conflictos manifiestos. Debemos hacer una primera distinción: mi adversario –lo que representa la resistencia que pretendo superar– puede ser otro hombre o, en cambio, un objeto no humano. La diferencia entre ambos casos es total. El único fracaso que puede implicar para mí la horrible visión de la ‘Nada’ es el fracaso que me inflige otro ser humano, otra consciencia universal; en efecto, la situación en que enfrento otra consciencia humana es la única que implica la paridad necesaria para que la

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competencia pueda juzgarme negativamente en mi totalidad. El juicio que saldrá de la lucha se fundará en una comparación: uno será superior y el otro inferior; pero la comparación solo puede dar lugar a un juicio que niegue todo mi ‘ser’ si mi adversario es mi semejante. Para el luchador que empuña los cuernos de un toro y fracasa en matar al animal, hay un fracaso práctico pero no un fracaso psicológico; hay negación de su fuerza muscular pero no negación de su ‘ser’. Si acometo una montaña y no consigo escalarla, no me siento ‘nadificado’ por ella; puedo sentirme ‘nadificado’ en cambio si he pretendido, al acometer este ascenso, igualar o sobrepasar a otros alpinistas. En el primer caso, solo me enfrenté a una montaña; en el segundo, me enfrenté a otros hombres con quienes es posible una comparación total. Toda iniciativa afirmante es una ‘apuesta’ y podemos decir que las únicas apuestas en las que nos arriesgamos a tener la visión de nuestra ‘Nada’ son aquellas que hacemos contra nuestros semejantes. Aquí entra una segunda distinción. La apuesta temible siempre se realiza contra otro hombre; pero la demostración que es objeto de la apuesta puede efectuarse más o menos lejos o más o menos cerca de la consciencia de mi adversario. Si me presento a un concurso de escritura y escribo un artículo, lucho contra otros hombres, pero la consciencia de mis jueces es lejana; mi miedo al fracaso puede ser moderado debido a esta lejanía. Si hago una presentación oral, la consciencia de mis jueces es más cercana y mi miedo es mayor; sin embargo, esta consciencia extraña todavía está separada de la mía por las convenciones impersonales del concurso. La situación que conlleva el mayor miedo, porque la consciencia del otro está en contacto inmediato con la mía, es la situación de lucha directa, de ‘disputa’, donde mi adversario manifiesta abiertamente su hostilidad. Esta situación me resulta insoportable, prácticamente imposible, si soy de una extrema sensibilidad ‘ideal’; puedo vivir ciertas oposiciones a otros mientras la hostilidad no sea evidente, pero desde que se admite la hostilidad recíproca, la apuesta involucra todo mi ‘ser’ y me coloca ante el espectro horrible de mi eventual ‘Nada’. Se podría objetar que una situación así me coloca también ante un eventual triunfo y que esto debería equilibrar aquello. Pero no hay allí un verdadero equilibrio; en efecto, suponiendo que yo deba vencer, esta posible afirmación me parece limitada puesto que estaré obligado a dedicarle esfuerzos; en cambio, mi posible fracaso me parece total; el dilema es desigual: el triunfo me promete una afirmación limitada y el fracaso una negación total. En estas condiciones, no puedo considerar sino el eventual fracaso; únicamente reina en mí el miedo a este fracaso. Si estoy dotado de una extrema sensibilidad ‘ideal’, puedo entablar toda suerte de luchas en las que aquello que se me resiste no es una consciencia humana; puedo también entablar, en cierta medida, luchas que me oponen a mis semejantes si estas luchas son ‘civilizadas’, de modo que el odio, en apariencia, pueda estar ausente. Pero no puedo librar ninguna lucha en la que la mala intención recíproca corra el riesgo de ser obvia. Esta especie de lucha me inspira un verdadero terror; terror no de mi adversario, no del eventual fracaso en sí, sino de la ‘Nada’ que aparece en un fracaso que mis esfuerzos no habrían podido evitar, es decir de la evidencia de que no soy omnipotente. Si me proponen una lucha así, me veo incapaz de aceptar el reto porque no puedo querer luchar; veo esta lucha como mi ‘Nada’ y no puedo querer mi ‘Nada’. Estoy pues desarmado ante la ‘Amenaza’.

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El hecho de estar desarmado ante toda situación de conflicto directo con otro tiene varias consecuencias en mi comportamiento interior y exterior. Mi actitud hacia mis semejantes es necesariamente pacífica; busco evitar todo conflicto, resolver todo desacuerdo con explicaciones amistosas. Necesito ser amado, no por ser amado sino porque esta situación me protege contra una eventual hostilidad; busco complacer para conciliarme con el ‘otro’, para neutralizar en él al enemigo que quizás alberga. Pero esta necesidad de complacer es un último recurso; lo que más me conviene es la soledad, la ausencia de este ‘otro’ del cual jamás puedo saber si me incitará a la inaceptable hostilidad. La seducción conlleva un riesgo, porque si el otro me ama, tal vez será exigente y su amor podría revertirse; por lo tanto, tengo miedo de ser amado al mismo tiempo que deseo ser amado para protegerme de ser odiado. Necesito ser irreprochable para el prójimo, porque todo daño infligido por mí podría desatar la guerra que no puedo afrontar. Necesito ser sincero; si intento mentir, tengo la impresión de que el otro me descubre y prepara represalias a las que no podré responder. Al ser pacífico, por estar desarmado ante una eventual disputa, recurro por supuesto en el combate de la vida a una táctica defensiva. Espero la posible hostilidad; solo me defenderé cuando esta llegue, intentando desarmar a mi adversario o escapándome. Me afirmo en los proyectos que me son posibles y me esfuerzo por asegurar así un prestigio que desaliente las hostilidades, que haga que me ‘respeten’. A esta actitud defensiva, pasiva e inquieta, corresponde el ‘sentimiento de culpabilidad’; ante la hostilidad que permanece siempre posible pese a mis esfuerzos, me pregunto qué hice para merecer esta amenaza; tengo la impresión confusa pero a menudo desgarradora de que debo declararme de alguna manera culpable. (El hombre que, al contrario, puede soportar las hostilidades abiertas del prójimo no tiene este sentimiento; sintiéndose listo para dar golpe por golpe e incluso para tomar la iniciativa de la pelea, este hombre no ve ningún misterio en la animosidad del prójimo; ni se preocupa en preguntarse sobre una enigmática ‘culpabilidad’). Las satisfacciones, los placeres, a menudo aumentan el sentimiento de culpabilidad; siento el hecho de disfrutar del mundo exterior, de comerlo, como una provocación imprudente de mi parte. Los arduos esfuerzos que puedo hacer disminuyen en cambio mi ‘culpabilidad’; me tranquilizan (es el sosiego del ‘deber cumplido’). Solo las alegrías ‘ideales’ me resultan gratas, y en particular la percepción de lo ‘divino’ que, al abolir la ‘Amenaza’, me absuelve totalmente mientras dura. Según me oponga o no a mi semejante en una abierta hostilidad, la lucha de la vida se presenta como una guerra o como una participación. El hombre dotado de una alta sensibilidad ‘ideal’ no puede entablar las luchas de la vida guerrera; pero puede entablar, a veces con gran coraje, las luchas de la vida de participación. El ‘complejo de castración’ de los psicoanalistas solo lo aflige ante la guerra; pero no está en absoluto privado de su agresividad cuando se trata de luchar contra resistencias materiales o contra su propia inercia en favor de una obra constructiva. Los grandes artistas, los grandes pensadores, los grandes sabios, son reclutados de entre los hombres que el odio encuentra desarmados por su terror a la ‘Nada’. Pero, en general, la sensibilidad ‘ideal’ vuelve difícil la adaptación a la vida real. Los hombres provistos de este terrible don no son siempre capaces de ‘sublimar’ su agresividad en creaciones originales. Los que no lo logran permanecen, con mayor o menor gravedad, ‘desadaptados’. La agudeza de su

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deseo de afirmación constituye un enorme obstáculo en el camino mismo hacia esta afirmación. Su eminente dignidad ‘humana’ se vuelve contra ellos; son los enemigos de sí mismos. La ‘superioridad’ de este ‘animal superior’ que es el hombre hace de él, en la perspectiva dualista del Cosmos, una extraña criatura: si su sensibilidad ‘ideal’ es débil, es fácilmente malvado; si esta es fuerte, está interiormente desgarrado.

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CAPÍTULO 5 EL ILUSORIO ‘ENIGMA’ DE LA MUERTE

Examinaremos ahora la estructura del ser humano en su conjunto y nos apoyaremos para ello en algunas reflexiones sobre el ilusorio ‘enigma’ de la muerte. El conocimiento de los tres planos cósmicos nos permite comprender que el hombre es a la vez triple y uno. Mi organismo único manifiesta la Mente Cósmica en estos tres planos a la vez; la manifiesta primero como el conjunto de las ‘cosas inanimadas’ que entran en su constitución, luego como integración viviente de estas cosas inanimadas y, finalmente, como intelecto capaz de acceder al plano universal. Me equivocaría gravemente si dijera que estoy formado por tres partes. Estos términos evocarían en efecto la yuxtaposición de tres entidades enteramente distintas y de existencia autónoma. Pero no estoy hecho de tres partes; mis tres esencias –inanimada, animal e intelectual– no son tres entidades

sino tres dinamismos, tres sistemas energéticos (o vibratorios), que crean juntos un organismo único. Los elementos inanimados que entran en la constitución de mi organismo –lo que suelo llamar las ‘materias’ de las que está hecho mi cuerpo– no son sustancias homogéneas inmóviles; sus átomos se mueven sin cesar; mi esencia inanimada es un dinamismo elemental, que funciona en el plano de los Yin y Yang elementales. Mi esencia animal es un dinamismo individual, que funciona en el plano del Yang individualizado. Mi esencia intelectual es un dinamismo universal, que funciona en el plano de los Yin y Yang generales. Los tres planos cósmicos constituyen la Manifestación de la Mente Cósmica y hemos visto en qué sentido se puede decir que ‘todo es pensamiento’. Así pues, mis tres esencias son tres tipos de pensamiento. Mi esencia inanimada es pensamiento elemental; conoce el mundo elemental. Mi esencia animal es pensamiento individual; conoce el mundo individual; en esta escala, el pensamiento debe ser llamado ‘consciencia’ puesto que es pensamiento de una integración y constituye la integración de todos mis pensamientos elementales; es mi consciencia individual o animal. Por último, mi esencia intelectual es consciencia universal; conoce las dos formas universales de armonía y desarmonía cósmicas. Si bien mis tres esencias dinámicas no son tres entidades de existencia autónoma, si bien no son totalmente distintas, existe sin embargo cierta diferencia entre ellas. Debemos ver su relación con exactitud si queremos comprender la ‘anatomía dinámica’ del hombre. La mejor manera de expresar esta relación consiste en decir que las manifestaciones de mis tres esencias son interdependientes. Si dijera simplemente que mis tres esencias son interdependientes, sugeriría que los tres sistemas dependen uno de otro tal cual son en sí mismos, que su relación es una relación de causalidad, que los fenómenos de uno son el origen de los fenómenos del otro. Eso sería inexacto. En efecto, mis esencias son todas manifestaciones de la Mente Cósmica; en tres planos diferentes, manifiestan la misma y única Mente. Cada una de mis tres esencias tiene su origen en la misma fuente; cada una surge de esta fuente de manera independiente; no es pues por su origen que dependen

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unas de otras; la relación de interdependencia no existe entre los principios de mis tres esencias (único Principio Absoluto) sino solo entre sus manifestaciones. La relación de interdependencia que existe entre las manifestaciones de mis tres esencias se traduce de diferentes maneras, en sentido ascendente y en sentido descendente. Veamos primero el sentido ascendente. Si recibo un golpe muy violento en la cabeza, las manifestaciones de mis consciencias animal e intelectual desaparecen. Este hecho muestra que el estado físico de mi cerebro (esencia elemental) condiciona el funcionamiento de mis esencias animal e intelectual. De manera más simple, es evidente que ninguna vida manifiesta, integración de elementos inanimados, es concebible sin elementos inanimados que integrar. Y ninguna consciencia intelectual manifiesta es concebible sin un animal humano dotado de un cerebro vivo; el funcionamiento del lenguaje y de las resonancias ‘ideales’ supone el funcionamiento de las percepciones sensoriales. La manifestación de mi esencia elemental condiciona pues la de mi esencia animal; y las manifestaciones de mis esencias elemental y animal condicionan la de mi esencia intelectual. Por otra parte, en sentido descendente, es fácil constatar que una resonancia ‘ideal’ (manifestación de mi esencia intelectual) puede desatar en mí fenómenos fisiológicos y modificaciones psicoquímicas (manifestaciones de mis esencias animal y elemental). Las manifestaciones de mis tres esencias se condicionan de lo bajo hacia lo alto y de lo alto hacia lo bajo de su jerarquía; son interdependientes. En virtud de esta interdependencia, mis tres esencias dinámicas funcionan en simultáneo en cada punto de mi organismo. No tengo tres cuerpos, un cuerpo ‘material’, un cuerpo ‘astral’ y un cuerpo ‘mental’; tengo un solo organismo que manifiesta a la vez los tres planos dinámicos del Cosmos. Sin embargo, el hecho de que existen en el mundo cosas inanimadas sin consciencia ni animal ni intelectual y animales sin consciencia intelectual nos muestra que debemos trazar cierta distinción entre las manifestaciones simultáneas de mis tres esencias. En cuanto ser manifiesto, soy a la vez tres en uno. Por no comprender que nuestras tres esencias son independientes en su origen e interdependientes en sus manifestaciones, los hombres han erigido teorías incompletas sobre su propia estructura. La teoría ‘materialista’ ve bien la unidad de nuestro organismo pero no ve la tríada en la unidad; las tres esencias son reducidas a la única esencia elemental; el hombre es solo un conjunto de fenómenos fisicoquímicos. Las teorías ‘espiritualistas’ distinguen correctamente diversas esencias pero no ven la unidad de la estructura humana; conciben al hombre formado de dos o de tres partes enteramente distintas y designan a estas partes como entidades autónomas: es el ‘cuerpo’ y el ‘alma’, o bien el ‘cuerpo’, el ‘alma’ y el ‘espíritu’. En esta perspectiva que crea entidades ilusorias, las esencias del hombre parecen yuxtapuestas y capaces de separarse: el ‘alma’ personal habita el ‘cuerpo’ como un hombre habita su casa y puede irse de esta vivienda, tras la muerte, sin ser afectada por esta desunión. Volvemos a encontrar aquí la representación fabulosa que el hombre se hace de su ‘yo’, la idea de una ‘persona’ a la vez individual-formal-temporal y universalinforme-intemporal. En lugar de verse correctamente como Principio universal por un lado y triple manifestación individual por otro, el hombre fabrica una representación caótica donde se confunden todas estas nociones y donde se ve como absoluto-en-tanto-particular. De esta representación deriva el ilusorio ‘problema’ de la muerte.

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EL ‘PROBLEMA’ DE LA MUERTE

El ‘problema’ de la muerte es, para cada uno de nosotros, el de su propia muerte. Constato la muerte de los demás, sé que todos los hombres están muertos, mueren, o morirán, y concluyo lógicamente que yo moriré. A fin de cuentas, siempre se trata de mí mismo. La muerte de un ser querido puede sumirme en el estupor y plantearme una pregunta angustiante: ¡este ser recién estaba aquí y de pronto no está más! Pero me concierne personalmente la desaparición de un ser con el que estaba más o menos identificado. Esta muerte me amputa una parte de mi propio ser, mata lo que vivía en mí mediante la vida del otro. Lo que me mata así parcialmente evoca con fuerza la ‘Amenaza’ cernida sobre mi ‘Yo-Realidad’. Pese a las apariencias, el estupor en que caigo ante la muerte de un ser que amo no es sino el estupor ante el eventual fin de mi propia vida. Cuando presencio la muerte del prójimo, observo solo que las funciones de su organismo se detienen y que el organismo, en cuanto está hecho de elementos inanimados, se descompone. Esto me informa sobre el aspecto ‘corporal’ de mi futura muerte pero no sobre mi muerte en conjunto, puesto que como hemos visto no me identifico con mi organismo-manifiesto sino con mi organismo-principio, con mi organismo en cuanto preside la existencia de todo lo que percibo. Saber qué le sucederá a mi cuerpo no es saber qué me sucederá ‘a mí’. Cuando el hombre imagina la desaparición de sus manifestaciones habituales, ve persistir su principio. Pero también ‘imagina’ este principio, lo personaliza. El ‘yo’ principal, concebido por oposición al organismo manifiesto, permanece dotado de individualidad; concebido por oposición a la forma, es afectado por una personalización que lo deja en el dominio formal. El hombre ha planteado su ‘yo’, por oposición a las limitaciones espacio-temporales de su organismo, pero de tal manera que luego no puede pensar en sí mismo sino en términos de espacio y tiempo. Distingue en sí mismo una parte temporal y una parte intemporal; pero cuando se vuelve hacia esta parte intemporal, es incapaz de imaginarla como tal y solo la ve dotada de una duración perpetua; la eternidad sin comienzo ni fin, fuera del tiempo, se ha transformado en una perpetuidad que tuvo un comienzo y cuyo término solo se posterga al infinito. Y el espacio vuelve a estar, de modo inevitable, en la representación común de la muerte. En esta perspectiva, el hombre no puede pensar en su ‘yo’ después de la muerte sin un mínimo de representación espacial. El ‘alma’, si ese es el nombre dado a la parte intemporal, deja el ‘cuerpo’ y va hacia aquí o hacia allá; por impreciso que sea este espacio imaginado tras la muerte, no deja de ser un espacio. Y el hombre se pregunta: ‘¿Adónde vamos después de la muerte?’. Así, la ‘parte indestructible’ del hombre es concebida por el sentido común, pese a la rebeldía ante las limitaciones temporales que dio origen a esta imagen, como perteneciente al mundo espacio-temporal y dependiente de él. Sin embargo, en el mundo espacio-temporal que observan nuestros sentidos, nada es indestructible. Por lo tanto, el hombre es necesariamente llevado a concebir la existencia de ‘otro mundo’; y no puede representarse este ‘otro mundo’ sino como una modificación del que conoce: es un mundo ‘estabilizado’ donde nada aparece ni desaparece, sea perfectamente placentero (‘el paraíso’) o perfectamente desagradable (‘el infierno’). A ciertas mentes no les ofende el carácter infantil de

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estas representaciones. Pero otras se dan cuenta de que el desarrollo lógico de su concepción del ‘yo’ las ha llevado a una conclusión ilusoria. Si entonces son incapaces de reconsiderar la cuestión del yo y de reformular, gracias a la intuición metafísica, las premisas de las cuales partieron, se hallan atrapados entre un punto de partida aparentemente real y una conclusión evidentemente ilusoria; hablan entonces del ‘enigma’ de la muerte y del insoluble ‘problema’ que esta plantea. El hombre que habla del problema insoluble de la muerte expresa una gran verdad pero no comprende el sentido exacto de esta verdad. Piensa de hecho que este ‘problema’ existe objetivamente y que su mente toma consciencia de él como de un problema de física; piensa pues que este problema implica sin lugar a dudas una solución y que solo es insoluble debido a la imperfecta inteligencia humana. En realidad, el ‘problema’ solo existe en la mente humana; es esta mente la que lo crea, y que lo crea de tal manera que es totalmente insoluble. ¿Cómo tratará este ‘problema’ el metafísico? No brinda ninguna solución; simplemente muestra que el problema no existe y que por consiguiente no hay ninguna solución que buscar. El sentido común cree que toda pregunta que planteamos es una pregunta que se plantea, y debe pues implicar una respuesta correcta. Olvida que una pregunta puede fundarse en datos ilusorios y no dar lugar a ninguna respuesta correcta. Si le pregunto: ‘¿Por qué la Torre Eiffel sale a dar un paseo cada mañana por el cielo de París?’, ¿hará usted arduos esfuerzos para hallar la respuesta correcta? El ilusorio problema de la muerte proviene del hecho de que el hombre intenta ‘representarse’ lo que es. Cuando se trata de la Realidad que reside bajo las apariencias formales, nuestro intelecto debe abstraerse de todas las formas salvo las verbales. Intentar ‘representarse’ la cuestión es caer sin lugar a dudas en fabulaciones infantiles. Hemos explicado ya que el hombre responde implícitamente a la pregunta ‘¿Quién soy? ¿Quién es este ‘Yo’?’. Veamos ahora qué nos enseña la metafísica sobre nuestra realidad. Me manifiesto de manera triple en mi organismo único. ¿Puedo decir que ‘Yo’ soy esta triple manifestación? No, porque la idea de ‘ser’ implica la estabilidad, la inmutabilidad, la permanencia; ahora bien, mi triple manifestación son fenómenos, movimientos incesantes, impermanencia. Como triple manifestación, solo existo, no soy; esta manifestación no es mi Realidad. Pero todo lo que me caracteriza, lo que hace que yo sea yo y no otro, lo que es personal para mí, todo eso pertenece a mi manifestación. Así pues, no soy en cuanto diferente del resto del Cosmos; no soy en cuanto ‘persona’. Soy, en cambio, en cuanto Principio impersonal de mi manifestación, en cuanto Mente Cósmica o Principio Absoluto. Solo en este Origen reside mi ‘ser’, mi estabilidad, mi permanencia inmutable. Pero allí no soy más ‘yo’ que ‘no-yo’; el ‘Yo’ es también el ‘No-Yo’. Mi Realidad es tanto el organismo de mi prójimo como el mío; mi Realidad es todas las cosas, pasadas, presentes y futuras, sin ser ninguna de estas cosas en particular; es a la vez inmanente a toda la Manifestación y trascendente a ella. Si me pregunto en qué me transformo después de la muerte, veo lo absurdo de mi pregunta. Ya sea que considere este ‘problema’ desde el punto de vista de mi Principio o de mi triple manifestación, su absurdidad es igual de obvia. Mi Principio es el Ser inmutable, intemporal; la noción de ‘transformación’ no tiene ningún sentido cuando se la intenta aplicar a él. En cuanto a mi triple manifestación, no puedo preguntarme en qué se transforma; de hecho, esta es

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transformación, cambio incesante; ¿puedo preguntarme con inteligencia en qué se transformará la ‘transformación’? Cuando me pregunto en qué se transforma mi manifestación, eso supone que esta no es totalmente ‘transformación’, que implica cierta permanencia distinta de la ‘transformación’, y que debo elucidar la relación de esta permanencia con la ‘transformación’. Veremos por qué considero las cosas de este modo. Cuando observo a un ser humano en el transcurso de su evolución viviente, constato que ‘algo’ permanece semejante bajo las variaciones visibles; un amigo que vuelvo a ver tras veinte años de ausencia tiene un rostro cambiado pero en el que ‘algo’ permaneció igual. Todas las células que componen nuestro cuerpo mueren y son reemplazadas por otras pero las nuevas células se agrupan en una arquitectura que ‘se parece a sí misma’. En el psiquismo, al igual que en el cuerpo, veo persistir, dentro de la reorganización incesante de la vida, ciertas ‘constantes’ que definen al ser observado. Tengo así la impresión de una permanencia en la impermanencia. No veo entonces por qué esta aparente permanencia que el movimiento incesante de los fenómenos parece respetar sería afectada por el fin de la vida más que por la vida misma; la prolongo pues más allá de la muerte y me interrogo sobre ella. Pero si reflexiono con más atención, me doy cuenta de que en la Manifestación no existe jamás ninguna permanencia real. Lo que concebí como tal es solo la ilusoria interpretación, debido a mi memoria, de una repetición monótona en los fenómenos. El golfo Pérsico es una repetición de fenómenos impermanentes; no es una permanencia real. Un bosque puede mantener la misma ‘fisonomía’ durante siglos; la superficie que cubre mantiene los mismos contornos; crecen en él las mismas esencias; reina en él la misma cualidad de luz, etc...; este bosque no es sin embargo una real permanencia; si un día lo talan y se construye allí una ciudad, su aparente permanencia se revela ilusoria. Del mismo modo, lo que permanece semejante en un ser humano, en el seno de sus manifestaciones, es solo una repetición de fenómenos que nos da la impresión de una ‘invariante’ en la variante; la similitud no es identidad; no existe allí nada permanente que la vida pueda respetar y que la muerte también deba respetar. La muerte pone fin a cierta repetición de fenómenos que no eran aparente permanencia salvo en nuestra memoria. Bien pensada, la muerte no es la desaparición de nada; una serie de fenómenos parecidos no puede desaparecer más que los fenómenos mismos; y un fenómeno no puede desaparecer puesto que, a cada instante, el mundo fenomenal es a la vez aparición y desaparición; al igual que una ‘transformación’ no podría transformarse, una aparición-desaparición no podría desaparecer. Es solo nuestra memoria que atribuye a las cosas una aparente continuidad y crea así la ilusión de una desaparición. Hay desaparición para nosotros, pero no desaparición objetiva. Todo es siempre, en la eternidad del instante. A fortiori, la muerte no podría ser concebida como una ‘destrucción’. La idea de destrucción implica que algo ‘era’. Es solo en la confusión entre el Ser intemporal y el Devenir temporal que la idea de la destrucción encuentra un sentido aparente. Si personalizo el Ser, en mi consciencia intelectual surge de inmediato la Nada; pero si comprendo el Ser impersonal, la Nada no es sino una imagen vacía y veo la ilusión de la idea de destrucción. Supongamos que estoy tendido en una pradera, un día de estío, y que observo la formación de una nube en el cielo azul. La veo agrandarse y, debido a

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mi memoria, veo evolucionar a esta nube a la que mi consciencia confiere una aparente entidad. Puedo incluso, si me pongo a fantasear, distinguirla de todas las otras nubes, interesarme particularmente por ella, darle un nombre. Supongamos que esta nube se reabsorbe poco a poco y desaparece. Lo que ‘desaparece’ entonces es solo una creación de mi mente; toda suerte de movimientos atómicos han presidido el fenómeno de la formación y desintegración de la nube, pero el nacimiento de la nube, su existencia, su evolución, su desaparición, todo eso es solo una interpretación subjetiva. ¿Voy a preguntarme en qué se ‘transformó’ mi amiga la nube? Lo mismo se aplica a un ser humano; este ser no es más que una entidad que apareció, evolucionó y desapareció; la energía cósmica se integró para vibrar cierto tiempo con cierta monotonía, luego se dispersó de nuevo para vibrar en otra parte; como las moléculas de agua se condensaron un momento en una nube y luego se evaporaron. La nube no es una Realidad que apareció y que luego desapareció; el hombre no es una Realidad que nació y que luego murió. No hay nacimiento y muerte más que para nuestra mente, porque nuestra mente ha imaginado una entidad donde solo había una forma en movimiento creada por la energía cósmica. Hagamos ahora otra comparación, con una radio. La estación emisora simboliza el Principio Absoluto, las ondas hertzianas la energía cósmica y la radio el ser humano. La radio emite una voz cuyo timbre es particular pues depende de la estructura particular de la radio. Un niño escucha esta voz; ‘animiza’ la radio, la considera ‘un señor’ que habla. Supongamos que la radio se rompe, se hace pedazos. El niño se pregunta adónde se fue el señor, qué ha sido de él; o piensa que fue destruido. Si se le dice que el señor no se fue a ninguna parte, que no se transformó en nada, que no fue destruido, se coloca al niño ante un ‘problema’ insoluble pero el adulto sabe que en verdad no hay un problema por la sencilla razón de que jamás hubo un ‘señor’ en la radio. La estación emisora ‘es’ siempre; las ondas hertzianas ‘existen’ siempre; y la voz no ha desaparecido objetivamente puesto que jamás ‘fue’; la voz solo era un aspecto de la energía cósmica interpretada como una entidad por mi mente; solo ha desaparecido para mí. La angustia que el hombre puede experimentar frente a su propia muerte proviene del hecho de que se identifica con su consciencia intelectual y confunde esta manifestación de la Mente Cósmica con la Mente Cósmica en sí. A causa de esta confusión, ve su consciencia intelectual como eterna. Cuando se imagina muerto, se ve a sí mismo como una consciencia capaz de manifestarse que, a falta de órganos sensoriales y cerebro, ya no logra manifestarse. Esta imagen de una potencia reducida a la impotencia entraña una terrible angustia. Pero la realidad de la muerte no tiene nada que ver con su imaginación; en el hombre muerto, no funciona ninguna consciencia capaz de manifestarse que lo haga verse impotente. Al comienzo de este estudio, dijimos que el único problema de la muerte concierne nuestra propia muerte. Vemos ahora que este problema teórico es imaginario. El único problema que existe realmente para mí es de orden práctico y concierne la manera en que toleraré la muerte de los demás. Solo los demás seres humanos son mortales para mí; en cuanto a mi organismo, para mí es inmortal puesto que es el único organismo cuya muerte me es imposible percibir; puedo ver mi vida declinar, no puedo verla detenerse. Es igual que con el sueño: puedo darme cuenta de que pronto me dormiré, pero no de que me dormí. Un hombre puede morir súbitamente sin que haya visto venir el peligro; por ejemplo, el avión en el que leía el periódico se estrella a 600 km por hora contra una montaña. Este

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hombre no sabrá jamás que está muerto. Sin embargo, la imagen de su muerte pudo haberlo atormentado toda la vida, infligiéndole las angustias de este insoluble ‘enigma’.

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CAPÍTULO 6 EL TÉRMINO DE LA BÚSQUEDA INTELECTUAL

Toda la vida humana es una búsqueda de la felicidad, es decir de un estado completa y definitivamente satisfactorio. Identificado con mi organismo en cuanto principio de todo lo que percibo, personalizo mi Realidad, la objetivizo como ‘YoRealidad’, la veo, y la veo desde entonces dominada por una ‘Amenaza’. Quiero eliminar esta ‘Amenaza’, lucho contra ella, espero triunfar. Quiero la agitación de esta lucha, no por ella misma, sino para alcanzar el descanso. La ‘felicidad’ que persigo es precisamente este reposo; seré feliz cuando haya acabado con la lucha al destruir al ‘Enemigo’. Mientras este todavía exista, lo que llamo a veces mi ‘felicidad’ no es más que mi esperanza de la felicidad; es solo un estado momentáneo en el que tengo la impresión de que mi triunfo definitivo es posible en un futuro cercano. Pero, como el de la muerte, está el ‘problema’ de la felicidad: es un problema insoluble porque lo plantea mi mente de manera ilusoria. Mi organismo es ciertamente vulnerable y está rodeado de cosas particulares que pueden nutrirlo; pero cuando mi intelecto generaliza esta situación particular, cuando la absolutiza al crear una ‘Yo-Realidad’ sobre la que se cierne una ‘Amenaza’, cuando plantea así la visión de un conflicto entre el Ser y la Nada, fabrica un problema ilusorio. Ningún conflicto manifiesto puede acabar con esta disputa ‘metafísica’ sin realidad. Mi ‘Enemigo’ renacerá indefinidamente de sus cenizas puesto que la visión del yo triunfante supone un no-yo superado pero siempre existente. Cuanto más lucho contra el no-yo en función de la visión que lo implica, más confirmo esta visión y por lo tanto este no-yo. Así, mi combate se engendra a sí mismo, mis esfuerzos por resolver el ‘problema’ de la felicidad agravan el enigma, mi persecución se alimenta de los pasos que he dado. Soy como un hombre con el cuerpo peligrosamente inclinado que corre para no caerse; corre persiguiendo su centro de gravedad; pero este centro se desplaza con él y así es que corre persiguiéndose a sí mismo. Concibo la felicidad como un estado completa y definitivamente satisfactorio, es decir como una consonancia orgánica –una armonía personal– pura e inamovible. Si no concibiera la felicidad de esta manera ‘personal’, sería, gracias a mi consciencia universal, la Armonía Absoluta que concilia las dos formas manifiestas de armonía y de desarmonía. Pero, debido a que me concibo como una ‘persona’ imaginaria, individual al mismo tiempo que universal, la armonía de la cual para mí se trata la felicidad es solo la armonía manifiesta, aquella que forma con la desarmonía una dualidad inseparable. La Armonía Absoluta está eternamente presente, está a cada instante y no hace falta perseguirla. En cambio, la armonía relativa purificada, desembarazada de toda desarmonía, es una esperanza que se sitúa necesariamente en el futuro, al final de una evolución; y es una quimera que ninguna evolución podría alcanzar. La felicidad está en el instante presente; pero la concibo de tal manera que se me aparece en el futuro; mi mirada, desviada así de la felicidad real, se lanza tras espejismos siempre remotos. Mi búsqueda de la felicidad es vana justamente por ser una búsqueda. Y deriva, como una necesidad lógica, de mi perspectiva dualista ‘Ser–Nada’; vivo con miedo y con la esperanza de un día ser liberado del miedo, y por lo tanto estoy

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obligado a esforzarme hacia ese fin siempre fugitivo. Mi visión dualista me condena a ‘trabajos forzados’. La frase budista ‘Todo es sufrimiento’ es a menudo mal comprendida. No significa que el hombre no pueda experimentar la alegría y la esperanza de la felicidad. Significa que el hombre no puede jamás alcanzar la felicidad tal como la concibe; jamás puede sentirse lleno, plenamente satisfecho. Incluso cuando saborea la esperanza de la felicidad, cuando ve su combate llegando a buen término, está forzado a lanzarse sin descanso hacia el imposible logro de su empresa. Es esta obligación de arrancarse del presente para esforzarse hacia un futuro siempre fugitivo lo que constituye el ‘sufrimiento’ del que habla el budismo. El hombre eufórico sufre por debajo de su euforia porque no es libre; su atención está obligada a correr de imagen en imagen sin hallar en ninguna de ellas la ‘morada del descanso’. Está ‘in-quieto’, no en calma. Esta inquietud no consiste en el hecho de que la energía del organismo psicosomático se mueva sin cesar, sino en el hecho de que el hombre experimente este movimiento como una necesidad impuesta. El hombre querría saborear la inmutabilidad, la permanencia del Principio Absoluto, pero, al identificarse con su organismo dinámico, es en su movimiento que busca, en vano, la inmutabilidad. Por eso, experimenta el movimiento mental como una imposición; se siente esclavizado por el film imaginativo, incluso cuando este es alegre; y esta esclavitud es un sufrimiento profundo que permanece bajo los sufrimientos y las alegrías superficiales. Mi condición, desde mi perspectiva dualista, es constantemente penosa. Incluso cuando encuentro la vida maravillosa, siento todavía que ‘no es esto’; este momento es solo una alta meseta desde la que debo volver a partir. Soy el Judío Errante que una misteriosa maldición condena a abandonar los lugares más dulces. Me pregunto por el sentido de esta búsqueda interminable, por sus causas, y por los medios para obtener el alivio. Comprendo que la misteriosa maldición que me hace correr es ilusoria. Nadie me ha condenado a este suplicio. Corro porque creo que hace falta, en virtud de la perspectiva dualista ilusoria desde la que mi vida parece desarrollarse. Mi desgracia proviene de mi ignorancia. Trabajo entonces para disipar mi ignorancia, para adquirir la comprensión exacta y total de mi error. No puedo ver la Realidad como un objeto puesto que la Realidad es el Principio-Sujeto de donde salen todas mis perspectivas; pero puedo comprender al menos cómo interpreto mal lo que veo. Todos los estudios precedentes representan esfuerzos para alcanzar esta comprensión de mi error. Al iniciar esta labor intelectual, esperaba hallar alivio. Sin embargo, constato ciertos días, con tristeza, que mi condición no mejora. He disipado toda suerte de falsas creencias, he destruido mediante justas discriminaciones toda suerte de confusiones; pero este trabajo parece inútil; mi vida interior está siempre llena de agitaciones estériles. ¿Debo dudar de la eficacia de la comprensión? No puedo dudar de ello sin dudar también de mi razón. Estoy seguro de que mi desgracia proviene de mi ignorancia; y estoy seguro de que mi intuición intelectual puede disipar mi ignorancia. ¿Por qué entonces mi comprensión parece ser, hasta ahora, ineficaz? ¿Cuál es el puente que todavía falta entre mi comprensión y mi vida? Para responder esta difícil pregunta, debemos volver a la preparación progresiva con vistas a la Realización abrupta. Hemos visto que el satori sobreviene de repente cuando, ante la manera natural de vivir según el ‘apego’, el

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hombre ha realizado por completo la manera de vivir antagonista y complementaria según el ‘no-apego’. El satori no sobreviene con las primeras realizaciones del no-apego; sobreviene solo cuando este se ha realizado tanto como el apego, cuando alcanza cierto grado, cierto límite. Pero la realización del no-apego supone haber obtenido la comprensión. Y aquí también, no basta que haya comenzado a adquirir la comprensión, ni siquiera que haya adquirido una gran parte de ella, para que pueda empezar a ‘contratrabajar interiormente’. Aquí también hace falta que mi comprensión esté consumada, que haya alcanzado el límite necesario. La vida del hombre que alcanza el satori se divide en cuatro fases. En una primera fase, este hombre edifica su organismo psicosomático, vive según el apego y acumula así en su memoria cierto material experiencial. En el transcurso de esta primera fase, experimenta el sufrimiento de su condición; cuando este sufrimiento ha alcanzado cierto límite, se da cuenta de que su condición le supone un problema. Entonces reflexiona y entra así en la segunda fase, o fase de la comprensión. Hace trabajar a su intelecto en sus funciones intuitiva y lógica hasta que su comprensión alcanza cierto límite. Una vez obtenido este límite, comprende la utilidad del no-apego y sobre todo en qué consiste su práctica. Entra entonces por esa vía en la tercera fase, donde realizará el no-apego (fase donde la vida interior se apacigua poco a poco). Finalmente, cuando la realización del noapego alcanza cierto límite, el hombre es introducido por el satori en la cuarta y última fase. En el transcurso de esta evolución, cada pasaje de una fase a la siguiente sucede de manera repentina cuando la fase antecedente se ha realizado hasta el límite necesario. El punto que nos interesa sobre todo en este momento es el pasaje de la fase de comprensión teórica a la fase siguiente, aquella en la que realizaremos el noapego. ¿En qué consiste este ‘límite’ ante el cual nuestra comprensión es insuficiente para que comience el ‘contra-trabajo’ apaciguador y que, una vez alcanzada, nos permitirá cosechar lo que hemos sembrado? Volvamos otra vez a la evolución general hacia el satori y utilicemos para ello un diagrama.

Este diagrama muestra tres planos superpuestos, tres planos circulares incluidos en un cono con un eje central. El plano inferior simboliza la primera fase, de experimentación interior; el plano medio simboliza la segunda fase, de comprensión; el plano superior la tercera fase, de no-apego; el eje central que une los tres planos simboliza el estado de satori que integra la totalidad del ser humano. Cada plano se realiza desde la periferia hacia el centro, es decir hacia el punto de intersección del eje. La evolución del hombre, en este diagrama, se puede ver

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como una corriente realizadora que comienza a funcionar en la periferia del plano inferior. Si el hombre está dotado de una sensibilidad ‘ideal’ suficiente, esta corriente llega un día al centro del plano inferior; entonces salta por el eje central al plano medio y va a ubicarse a la periferia. A medida que se realiza un trabajo correcto de comprensión, la corriente converge hacia el centro de este plano. Si el sujeto está dotado de una intuición intelectual suficiente, si encuentra y reconoce la enseñanza justa, un día se alcanza el centro y la corriente realizadora salta al plano superior, plano del no-apego, y va a ubicarse a la periferia. A medida que se realiza el no-apego, la corriente converge hacia el centro y, si lo alcanza, ocupa enseguida y para siempre la totalidad del eje central (satori). Gracias a este diagrama, puedo imaginarme cómo se efectúa mi trabajo de comprensión. En el transcurso de mi búsqueda intelectual, tengo de hecho la impresión de que mis esfuerzos se dirigen hacia un centro; ‘giro’ en torno al problema de mi condición, lo observo desde todos los ángulos posibles, lo rodeo. A veces, en mi impaciencia, he intentado un movimiento directo hacia el centro, pero en vano, porque ciertas zonas periféricas todavía no estaban exploradas. Cuanto más me acerco al centro, más generales y simples son mis ‘visiones’ intuitivas, más esenciales. Un día presiento que ya no estoy alejado de una comprensión final que resumirá todas las visiones acumuladas en mi mente y me introducirá al fin en la calma progresiva del no-apego. Al igual que existe, en los animales superiores, una zona del sistema nervioso central que controla todas las funciones orgánicas, existe en nuestra comprensión una ‘visión’ que integra todas nuestras ‘visiones’. Si no fuera así, podría dudar de que mi trabajo intelectual fuera a tener fin; si no hubiera una jerarquía en mis descubrimientos intuitivos sobre mi condición, mi comprensión jamás podría llegar a término. En conexión con mi evolución personal, hay una jerarquía en las ‘visiones’ que obtendré; hay una ‘visión’ última que me permitirá dejar la reflexión intelectual y dedicarme a la realización del no-apego. La búsqueda que este libro resume ya está suficientemente avanzada para que intente dar asalto al bastión central. Se trata de comprender no solo ya que mi desgracia proviene de mi ignorancia, ni las interpretaciones ilusorias que de allí se derivan, sino qué mecanismo psicológico íntimo gobierna esencialmente mi

vida en la ignorancia. Se trata de descubrir la articulación que existe entre mi ignorancia teórica y mi vida práctica. Si lo logro, habré descubierto al mismo tiempo la articulación que necesito entre mi comprensión teórica y mi vida práctica. Mi ignorancia se traduce en una falsa perspectiva, en una falsa visión; se traduce pues esencialmente, en mis fenómenos interiores, en una actitud que me orienta y me hace mirar en cierta dirección, dirección en la que quedo fatalmente atrapado por la ilusión de la perspectiva dualista. La articulación que une mi ignorancia a mi vida consiste en cierta orientación de mi ser, es decir –puesto que me identifico con mi consciencia intelectual formal– en cierta orientación de mi atención intelectual. Toda mi desgracia proviene del hecho de que la mirada de mi consciencia intelectual está polarizada, imantada, en cierto sentido. Mi apego consiste en la pasividad de mi atención ante esta atracción. El no-apego consistirá en equilibrar mi mirada intelectual al desarrollar una imantación antagonista y complementaria. El estudio que se nos propone ahora y que debe coronar todos nuestros estudios anteriores llevará pues hacia el funcionamiento de nuestro intelecto y

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muy especialmente de nuestra atención intelectual. Definirá el sentido que toma habitualmente nuestra atención bajo el efecto de una especie de campo magnético natural; luego, el sentido nuevo que debe hacerle tomar un nuevo campo magnético nacido de nuestra comprensión.

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TERCERA PARTE

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CAPÍTULO 1 LA JERARQUÍA PSICOMOTRIZ

Nos abocamos pues a estudiar de nuevo el funcionamiento de nuestro pensar y el fenómeno de la atención, para comprender con claridad de qué modo nuestras posibilidades intelectuales están ya realizadas y de qué modo no lo están. Esta comprensión es necesaria para descubrir la técnica del ‘contra-trabajo interior’ capaz de ultimar la realización de nuestra naturaleza humana. Este estudio se debe emprender desde un ángulo estrictamente general; debe englobar toda la arquitectura del Ser que se manifiesta en el hombre. Partiremos para ello del gesto, de esta acción elemental a la cual conduce la estructura de nuestra máquina. En efecto, hemos mostrado en otra obra (La doctrina suprema) que la anatomía y la fisiología humanas, en su conjunto, convergen hacia la acción, y que el gesto representa la función última de nuestro organismo. El gesto resulta de la contracción de fibras musculares. La fibra muscular, este agente ejecutor, es controlada por una célula nerviosa, situada en la médula espinal, que emite una larga prolongación (fibra nerviosa) que viaja hasta el músculo en un nervio. El conjunto de las células nerviosas que controlan la contracción de los músculos constituye lo que llamaremos la instancia nerviosa inferior. Esta instancia nerviosa inferior activa directamente la contracción muscular, es decir que su actividad provoca esta contracción. Por encima de esta instancia existe una instancia nerviosa superior; es un conjunto de células, situadas en la corteza cerebral (células corticales), que emiten fibras que las unen con células medulares, cuya actividad controlan. Cada célula medular es controlada por una célula cortical; y este control es de tipo inhibitorio, es decir que la actividad de la célula cortical provoca la no-actividad de la célula medular, mientras que la no-actividad de la célula cortical permite la actividad de la célula medular. Por lo tanto, mientras que la célula medular gobierna la contracción muscular, la célula cortical gobierna, por inhibición de la célula medular, la descontracción muscular. Cuando todas las células corticales están en actividad, todas las células medulares están inhibidas y toda la musculatura está en reposo. Si todas las células corticales estuvieran inactivas, todas las células medulares estarían en actividad y toda la musculatura estaría en contracción durable, en contractura. ¿Qué sucede ahora durante un gesto voluntario? A cada instante de este gesto, ciertas fibras musculares se contraen mientras que las otras están en reposo; esto es porque ciertas células medulares están activas mientras que las otras están inhibidas; y esto es porque ciertas células corticales están inactivas mientras que las otras están activas. ¿Cómo se produce esta situación? Supongamos que estoy acostado en el sofá, con los brazos al costado del cuerpo. Me descontraigo por completo; todos mis músculos están en reposo. En este momento, todas mis células medulares están inhibidas por mis células corticales, todas activas. Luego ordeno a mi brazo derecho que se eleve algunos centímetros sobre el sofá; el brazo se eleva. ¿Qué sucedió? Cierta parte de mis fibras musculares, que corresponden a este gesto, entraron en actividad porque se ha levantado la inhibición de las células medulares correspondientes y estas les han dado la orden; y estas células medulares han dejado de estar inhibidas porque

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las células corticales correspondientes han dejado de estar activas. Pero, ¿por qué estas células corticales que corresponden precisamente al gesto que he querido hacer han dejado de estar activas mientras que todas las demás persistieron en su actividad? Debemos suponer que la instancia nerviosa superior, esta instancia que supera y controla la instancia inferior, es a su vez superada y controlada por otra instancia, que llamaremos instancia psicomotriz, que no tiene soporte material visible en el microscopio. Cuando consideramos una única fibra muscular controlada por una única célula medular, controlada a su vez por una única célula cortical, esta última parece ser suficiente para explicar la contracción voluntaria: provoca esta contracción al dejar de estar activa. Pero cuando consideramos un gesto durante el cual un gran número de fibras musculares se contraen mientras que las demás permanecen en reposo, se vuelve evidente que la no-actividad de varias células corticales correspondientes requiere una explicación. Se vuelve evidente que esta no-actividad depende de un control superior que funciona también de modo inhibidor. Cuando elevé voluntariamente el brazo, la instancia psicomotriz inhibió las células corticales correspondientes a este gesto y liberó así la actividad de las células medulares que controlaban las fibras musculares. Podemos representar esta disposición en un diagrama.

En este diagrama, nos basta mostrar dos fibras musculares, una que simboliza todas las fibras que se contraen en el gesto del momento, y otra que simboliza todas las fibras que permanecen en reposo. Basta también mostrar dos células medulares y dos células corticales. Una de las células corticales está activa (en negro); controla una célula medular inhibida (en blanco), de la cual depende una fibra muscular en reposo (fina y alargada). La otra célula cortical está

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inhibida; controla una célula medular activa de la cual depende una fibra muscular contraída (globular y acortada). El círculo que encierra las dos células medulares representa la instancia nerviosa inferior; el que encierra las dos células corticales, la instancia nerviosa superior. Por encima se encuentra la instancia psicomotriz; de esta parte, hacia las dos células corticales, un enlace de control que va a inhibir una de las células a la vez que deja a la otra estar activa. Representamos este enlace con una línea punteada para simbolizar la naturaleza sutil de esta escala jerárquica; el anatomista no puede ver ninguna fibra nerviosa articularse con la célula cortical, como sí ve la fibra de la célula cortical articularse con la célula medular; estamos allí fuera del dominio accesible a nuestros órganos sensoriales. Volveremos pronto a la instancia psicomotriz y veremos las nuevas instancias por las cuales esta es a su vez superada. Pero antes queremos insistir sobre el modo inhibidor que caracteriza el funcionamiento de estos tres primeros niveles, porque este modo es lo opuesto a las ideas preconcebidas del sentido común. Nos ayudará para eso una comparación, en la que opondremos la jerarquía psicomotriz a la jerarquía militar: la célula medular corresponderá al soldado y su fibra muscular a la escoba con la que el soldado barre el patio del cuartel; la célula cortical será el suboficial, la instancia psicomotriz el oficial. En el ejército, el oficial comanda al suboficial y la actividad de uno provoca la actividad del otro. Luego el suboficial transmite la orden al soldado, quien ejecuta la orden; ahí también una actividad provoca otra actividad. En esta jerarquía donde las actividades de todos los grados coinciden, cada grado subalterno trabaja solo bajo la orden del grado superior; a falta de orden, está inactivo. Es distinto en la jerarquía psicomotriz: aquí el soldado barre cuando el suboficial no le dice nada; cuando el suboficial actúa, es para impedir que el soldado barra, y actúa así cuando el oficial no le dice nada. Cuando el oficial actúa, es para impedir que el suboficial impida al soldado barrer, de modo que este barra. Dejado a sus anchas, el soldado barrería todo el tiempo; por su cuenta, el suboficial todo el tiempo impediría al soldado que barra. En la jerarquía militar, la iniciativa viene de arriba y repercute en los grados subalternos. En la jerarquía psicomotriz, cada grado subalterno tiene su iniciativa constante y el funcionamiento efectivo de esta iniciativa está inhibido por el funcionamiento de la iniciativa superior. A la iniciativa de la instancia medular corresponde la contracción involuntaria, la contractura, el calambre; a la iniciativa de la instancia cortical corresponde la relajación voluntaria; a la iniciativa de la instancia psicomotriz corresponde el gesto voluntario. Volvamos a la instancia psicomotriz. Su funcionamiento se traduce en la concepción imaginativa del gesto a hacer. Pertenece a la manifestación sutil, a la psiquis. Pienso, por ejemplo, dibujar en el aire con el dedo índice las curvas de una S mayúscula; concibo mentalmente la imagen de la S y esta es una operación puramente psíquica. Luego decido hacer este gesto y mi índice lo realiza. Remarquemos que el gesto se realiza sin que yo deba preocuparme en lo más mínimo de cómo se hará. Si pienso en ello, me doy cuenta de que los fenómenos neuromusculares que han realizado el gesto han sido de una fantástica complejidad; cada punto del recorrido correspondió a la contracción de una multitud de fibras musculares y a la descontracción de una multitud de otras fibras. A cada instante, la distribución de fibras contraídas y fibras descontraídas se vio modificada. La ejecución del menor gesto es, propiamente hablando, un milagro, si por ‘milagro’ entendemos el hecho de provocar cierta modificación del universo sin saber cómo se realizó esta modificación.

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No solo no necesito saber cómo se realizó el gesto cuya imagen concebí y que ordené que se realizara, sino que mi consciencia no puede jugar el menor papel en la ejecución de lo que ordena. Al contrario de lo que dicta el sentido común, no puedo ordenar directamente la contracción de mis músculos; solo puedo ordenar gestos y es solo mediante la orden de hacer el gesto que consigo, indirectamente y sin saber cómo, la contracción de las fibras musculares necesarias. Suponga que le marco el contorno de un músculo en su cuerpo y le pido que lo contraiga; usted no conseguirá hacerlo a menos que conozca un gesto durante el cual este músculo se contrae; si no, hará todo tipo de movimientos hasta notar que tal gesto conlleva la contracción del músculo señalado; solo entonces, al ordenar este gesto preciso, podría realizar la contracción muscular que le he pedido. Veamos otra demostración incluso más convincente: suponga que tiene el antebrazo a ángulo recto del brazo y le doy a sostener con esa mano una pesa de un quilo y luego una pesa de dos kilos. En ambos casos, el trabajo requerido a su bíceps habrá sido distinto; la cantidad de fibras contraídas en este bíceps habrá sido diferente (porque cada fibra se contrae totalmente o no se contrae en absoluto; no se contrae más o menos); ¿pretendería usted haber dado la orden de que se contraigan tal cantidad de fibras para sostener un quilo y luego tal cantidad para dos quilos? Usted solo ha dado la orden del gesto de mantener el antebrazo inmóvil y las instancias nerviosas situadas bajo el control de su instancia psicomotriz han hecho su trabajo sin que su consciencia haya tenido nada que ver. Hemos dicho que la instancia psicomotriz concibe el gesto y da la orden mientras que las instancias subalternas ejecutan la orden. Es la distinción entre el poder legislativo y el poder ejecutivo. Pero en esta jerarquía que precede la acción, si bien el nivel inferior (la fibra muscular) es puramente ejecutivo y el nivel supremo (el Principio Absoluto, como veremos más adelante) es puramente legislativo, todos los niveles intermediarios son ambos a la vez; cada uno de estos niveles intermediarios es legislativo con respecto a su nivel inferior y ejecutivo con respecto a su nivel superior. Debemos pues preguntarnos ahora con relación a qué es ‘ejecutiva’ la instancia psicomotriz. Para responder esta pregunta, primero hace falta definir exactamente esta instancia. Es voluntad de actuar y, puesto que nuestra acción tiende sin cesar hacia nuestra reintegración vital (cf. Cap. 7), es nuestro ‘querer vivir’. Es la manifestación particular, encarnada en nuestro organismo, del Yang integrador. La instancia que la supera es pues el Yang integrador en sí, que llamaremos entonces la Naturaleza. La instancia psicomotriz es nuestro querer vivir particular; es el pensamiento particular que ejecuta en nosotros el querer vivir general o natural y que concibe los gestos correspondientes. Y la Naturaleza es el pensamiento general que concibe el querer vivir general y controla su ejecución particular por medio de nuestra instancia psicomotriz. En cuanto a la Naturaleza en sí, o voluntad general de la vida, es superada por el Principio Absoluto, pura concepción del Universo, que controla la ejecución del Universo por medio de la Naturaleza. Ahora podemos completar nuestro diagrama, que consta de cinco instancias superpuestas. Antes de comentar este diagrama, recordemos que no debemos buscar ver en él la estructura del hombre tal cual es en sí misma. Un diagrama es solo una construcción artificial que ayuda al intelecto a comprender ciertas relaciones entre las cosas tal como aparecen ante este intelecto. Como un diagrama indica

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ciertas relaciones y no indica otras, siempre es a la vez relativamente verdadero y relativamente falso. Así, nuestro diagrama da cuenta de la trascendencia del Principio Absoluto con relación a la Manifestación, pero no de su inmanencia. A primera vista, se diría que la jerarquía de estas cinco instancias es análoga a la jerarquía militar, que el Principio Absoluto comanda la actividad de la Naturaleza, que comanda la actividad de la instancia psicomotriz, que comanda a su vez las dos instancias nerviosas. En realidad el Principio Absoluto reside en todos los niveles de la Manifestación; cada uno de estos niveles es un dinamismo propio y el control del que es objeto funciona de modo inhibidor. El Principio Absoluto es a la vez el Gran Inhibidor y el Gran Actor, el No-Actuar y el Actuar; es el Actuar en cuanto inmanente y el No-Actuar en cuanto trascendente.

Las dos instancias nerviosas son accesibles a nuestros órganos sensoriales. Son ‘materiales’ en el sentido habitual del término, es decir que engloban cosas inanimadas, materias psicoquímicas. Constituyen la parte material de la jerarquía. Por eso las hemos encerrado en un círculo que representa lo que llamamos nuestro Cuerpo. La instancia psicomotriz es el ‘querer vivir’ individual, el pensamiento individual que ‘anima’ el cuerpo. Por eso podemos llamarla Alma, mientras que la Naturaleza, ‘querer vivir’ universal del cual el Alma es el representante individual, puede denominarse Espíritu. El Espíritu pertenece al dominio intemporal puesto que, siendo el principio de los fenómenos, no es él mismo un fenómeno. Principio del espacio-tiempo, no depende de este. El Alma, en el sentido que le damos actualmente, es la articulación entre lo universal y lo individual, entre lo 116

intemporal y lo temporal. Los pensadores que han creado una entidad a la vez intemporal y temporal, y emplearon entonces la palabra ‘alma’ para designar esta parte del individuo que suponían eterna, se preguntaron sobre la articulación que unía a esta ‘alma’ con el ‘cuerpo’. De hecho, debemos llamar Espíritu a lo Intemporal, Cuerpo al individuo temporal, y Alma a la articulación entre los dos. Así concebida, es evidente que el Alma no puede estar situada únicamente ni en el tiempo ni fuera del tiempo. Articulación entre lo Intemporal, principio de los fenómenos, y el conjunto fenomenal que constituye el Cuerpo, participa de la mortalidad del Cuerpo si se la contempla del lado del Cuerpo y de la eternidad del Espíritu si se la contempla del lado del Espíritu. Así pues podemos decir que todos los individuos, estén muertos, vivos o aún no nacidos, están en el eterno presente, aunque desde lo temporal pertenezcan al pasado, al presente o al futuro. Para aclarar esta difícil cuestión, nos permitiremos asimilar el Alma, articulación entre el Espíritu y el Cuerpo, a la articulación que existe entre las dos instancias nerviosas, la superior y la inferior. La célula medular posee prolongaciones llamadas dendritas, que se dividen en neurofibrillas.

La fibra que viene de la célula cortical termina en una división semejante de fibrillas que corresponden a las fibrillas medulares. Estos dos sistemas fibrilares pueden entrar en contacto o romper el contacto al retraerse. El conjunto de esta articulación intermitente se denomina sinapsis; según lo que suceda en la sinapsis, la corriente que proviene de la célula cortical (sea cual sea la naturaleza exacta de esta ‘corriente’) llega o no a la célula medular. Podemos ver el Alma, articulación entre el Espíritu y el Cuerpo, como una sinapsis sutil análoga a la sinapsis material que acabamos de describir. Y podemos representar esta sinapsis sutil en el diagrama de la página 118. Sus dos sistemas fibrilares se sitúan a un lado y otro de una frontera que separa lo Intemporal, arriba, del espacio-tiempo, abajo. Cuando el cuerpo se desintegra, el sistema fibrilar inferior de la sinapsis sutil se desintegra con él; pero el sistema fibrilar superior, que emana del Espíritu Intemporal, no se desintegra, del mismo modo que no se integró en el nacimiento del cuerpo; está fuera del tiempo. Así, el Alma, en cuanto no individual, es inmortal; pero en cuanto individual es mortal, y es un absurdo metafísico creer en la perpetuidad de fenómenos que manifiestan al individuo, y en particular su consciencia formal.

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La asimilación de la instancia psicomotriz a una sinapsis también tiene la ventaja de mostrarnos que no constituye, propiamente hablando, una instancia autónoma; es solo el aspecto que toma, para nuestra mente, la instancia Naturaleza en cuanto se manifiesta en un individuo particular. El ser humano está tan preocupado por una eventual ‘supervivencia’ que nos parece útil desarrollar un poco nuestra exposición sobre el Alma concebida como articulación entre lo intemporal y lo temporal. En primer lugar, estudiemos con mayor detalle la naturaleza de las relaciones entre los diversos niveles de la jerarquía psicomotriz. El trabajo de un nivel dado depende, en su manifestación, de los niveles inferiores a él; pero no depende de ellos en su funcionamiento. Si las células medulares que corresponden en mí a cierto gesto han sido destruidas por el virus de la poliomielitis, las células corticales pueden concebir este gesto (la concepción no depende del nivel medular en su funcionamiento), pero el gesto no se puede manifestar (depende del nivel inferior en su manifestación). En otras palabras, desde el punto de vista de la manifestación, el nivel inferior es limitativo del nivel superior (este solo puede manifestarse según las posibilidades del nivel inferior); pero, desde el punto de vista de su funcionamiento, el nivel superior es independiente del inferior. Apliquemos este análisis a las relaciones entre el cerebro y el alma. Desde el punto de vista de la manifestación, el cerebro es limitativo del alma. La calidad del pensamiento formal depende de las posibilidades de funcionamiento del cerebro. Pero, desde el punto de vista de su dinamismo en sí, el alma es independiente del cerebro. Veamos un ejemplo: si tomo mescalina, veo con los ojos cerrados imágenes coloridas de extraordinaria precisión; o bien, con los ojos abiertos, veo el mundo exterior transfigurado, bañado en una realidad inefable. Estas percepciones surgen de mi alma como mis percepciones habituales; por lo tanto, en mi alma está constantemente su posibilidad, las contiene siempre en potencia. Pero, por lo general, mi cerebro no deja pasar estas manifestaciones; los límites que impone a mi alma excluyen tales visiones; las modificaciones psicoquímicas engendradas por la mescalina son necesarias para que mi cerebro deje de frenar estas imágenes. Las visiones de la embriaguez mescalínica dependen del cerebro, pero no su principio; el alma, que es su fuente, las contenía antes de mi embriaguez

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y sigue conteniéndolas luego; el dinamismo propio del alma no depende del cerebro. Un hombre está en coma; su cerebro reduce a cero la manifestación del alma; no hay ningún fenómeno consciente. Pero el alma, en su dinamismo en sí, no está nada afectada por este estado del cerebro. Supongamos ahora que este hombre pasa del coma a la muerte. Su cerebro ha dejado de funcionar definitivamente. La manifestación consciente del alma en este hombre individual es definitivamente imposible. Pero esta alma, en su mitad intemporal, no está de ningún modo afectada por el deterioro del cerebro, es decir por la muerte. ‘Es’ siempre, como ‘era’ antes del nacimiento de este hombre. Es el Principio Absoluto en cuanto este Principio contiene la posibilidad de manifestación del hombre en cuestión; como tal, está fuera del tiempo, es independiente del nacimiento y de la muerte. Este hombre ‘es’ desde toda la eternidad, como posibilidad de manifestación contenida en el Principio Absoluto eterno. Esta posibilidad se actualiza entre el nacimiento y la muerte, pero ella ‘es’ eternamente, más allá de los límites de esta actualización temporal. Este hombre que acaba de morir ‘es’ siempre, aunque ya no exista, como ‘era’ siempre antes de nacer. Pero es absurdo hablar de ‘supervivencia’. Si bien el hombre que acaba de morir ‘es’ siempre, ya no ‘vive’ y no ‘vivirá’ nunca más. La vida es la manifestación individual; supone la reintegración continua del organismo. El hombre que está muerto ‘es’ siempre, pero en un plano que no es aquel de las individualidades vivas. Lo que ‘es’ fuera del tiempo y se manifiesta de manera ‘vital’ durante cierto tiempo, no tenemos manera de concebirlo. Si intento captarlo en una concepción mental, caeré fatalmente en las representaciones infantiles inspiradas por el mundo manifiesto que percibo en la actualidad con los sentidos. En efecto, toda concepción reside en el plano de la manifestación formal; como está contenida en este ‘ser’ intemporal que intento captar, no puede contenerlo, comprenderlo. Sé por la perfecta evidencia intelectual que soy desde toda la eternidad, pero no puedo ‘imaginarme’ a este ‘Yo’ eterno. El alma que antes se manifestó en un hombre ahora difunto, es decir el Principio Absoluto en cuanto contiene eternamente la posibilidad de manifestación de este hombre, se puede manifestar a veces en la consciencia de hombres vivos (fenómenos espiritistas). Algunos de estos fenómenos, dejando de lado las numerosas supercherías, son indiscutibles. Pero siempre se los ha interpretado de manera inexacta. Se ha pensado que el difunto todavía ‘existía’, ‘vivía’, y que se manifestaba en la consciencia del ‘médium’. Al razonar así, se olvida que ‘existencia’ y ‘vida’ significan manifestación y que una manifestación no podría ser la fuente de una consciencia psicológica. Los fenómenos que suceden en la consciencia del médium no provienen de este conjunto de fenómenos que constituía la consciencia del hombre ahora difunto. En realidad, el difunto ya no ‘vive’, ya no ‘existe’, y no ‘sobrevive’; su manifestación, es decir la manifestación del Principio Absoluto en su organismo, ha desaparecido junto con este organismo. Pero esta manifestación particular, contenida como posibilidad intemporal en el Principio Absoluto al igual que la multitud indefinida de posibilidades semejantes, funciona ahora en el organismo vivo del médium. No podemos remarcar lo suficiente que todos los fenómenos espiritistas implican el funcionamiento de cerebros bien vivos, instrumentos necesarios de toda manifestación psíquica.

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El ‘problema’ que presentan los fenómenos espiritistas no concierne la eventual supervivencia de los muertos sino los poderes de percepción extrasensoriales de los vivos. ¿Cómo comprender estos poderes? En nuestro diagrama del alma como articulación entre lo intemporal y lo temporal, el aspecto intemporal de esta alma parece personal, como por lo demás la Naturaleza y el Principio Absoluto le parecen personales al hombre en quien se manifiestan. Ese es el inconveniente inevitable de todo diagrama de este tipo. En realidad, el aspecto intemporal del alma de un hombre dado no es más personal para él que la Naturaleza o el Principio Absoluto. El alma intemporal de un hombre dado no es otra cosa que el Alma cósmica que anima el Universo en su plano ‘vital’. Lo normal es que esta Alma cósmica se manifieste en mí solo de manera individual, o sea únicamente a través de mis órganos sensoriales, debido a mi contractura egoísta, a mi reivindicación-de-ser-absolutamente-en-cuanto-distinto. Pero ciertos hombres pueden, en ciertas condiciones, distender en parte esta contractura a favor de otro aspecto del cosmos que no sea su propio organismo. Esta descontracción parcial del médium somete su consciencia a la acción del Principio Absoluto en cuanto este contiene intemporalmente aquello extraño al organismo del médium; la consciencia de este manifiesta entonces el Principio Absoluto como principio de aquel elemento extraño, y se manifiesta pues como si fuera este elemento. El médium que uno cree que está en comunicación con un hombre muerto manifiesta solo el Principio Absoluto a la manera del muerto, como este muerto lo ha hecho durante toda su vida y como lo haría todavía si no estuviera muerto. Veamos ahora nuestra jerarquía psicomotriz desde el punto de vista de la libertad. Conforme a su situación, los niveles son más o menos libres según la importancia de lo que condicionan y de aquello por lo que son condicionados. La fibra muscular no es en ningún caso libre puesto que no condiciona nada y está condicionada por todos los otros niveles. La instancia nerviosa inferior goza de cierta libertad puesto que condiciona la fibra muscular. La instancia nerviosa superior es más libre puesto que condiciona la instancia inferior y, a través de ella, la fibra muscular. Etcétera... el Principio Absoluto es el único con perfecta libertad puesto que condiciona todo y no es condicionado por nada. En el capítulo siguiente, veremos que el hombre, en el estado de desarrollo incompleto que suele tener, goza solo de una libertad relativa porque realiza solo una parte de la jerarquía que ahora estudiamos. Pero veremos también que puede realizar la jerarquía entera y gozar entonces de la libertad total.

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CAPÍTULO 2 LA ESTRUCTURA TOTAL DEL HOMBRE

Hemos visto, al estudiar los tres planos cósmicos, que el hombre encarna en sí mismo los dos aspectos, integrador y desintegrador, del Yang o pensamiento cósmico creador, pero que en su desarrollo habitual solo realiza el aspecto integrador de este pensamiento. Ahora podemos tratar esta cuestión de modo más completo, gracias a las nociones expuestas en el capítulo precedente sobre la jerarquía de instancias que constituye la estructura del hombre. También aquí usaremos un diagrama. Este diagrama presenta una serie de ruedas, superpuestas o yuxtapuestas, repartidas en tres niveles. En el nivel superior, las dos ruedas medianas representan el organismo humano en sus dos metabolismos, desintegrador y reintegrador; en el nivel medio, las tres ruedas pequeñas corresponden a la Naturaleza. Aquí debemos hacer una advertencia. Sería un error querer hallar una continuidad exacta entre este diagrama y el del capítulo precedente. Una vez más, estos diagramas no pretenden expresar con totalidad las nociones tratadas. Cada capítulo expone cierta visión que se obtiene al colocarse en cierto ángulo. Las diferentes ‘visiones’ deben cohabitar en nuestra memoria y armonizarse en una comprensión informe sin que nos creamos obligados a conectar literalmente sus expresiones formales. El dominio metafísico tiene una cantidad indefinida de dimensiones, no solo tres; por lo tanto, nuestros diagramas escapan a las leyes que rigen los planos industriales.

En la cima de nuestra estructura reside el Principio Absoluto. Desde el punto de vista de la ‘integración-desintegración’ bajo el que estudiamos ahora la estructura total del hombre, el Principio Absoluto no es ni integración ni desintegración. Fuente de toda la energía cósmica, reside río arriba de esta energía y de los dos aspectos de su funcionamiento. Es a la vez el No-Actuar y el Actuar. El

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centro inmóvil de la gran rueda corresponde al No-Actuar mientras que su circunferencia móvil corresponde al Actuar. En lo más bajo de nuestra estructura se hallan las dos ruedas que representan el organismo humano. Este organismo es el resultado de dos tipos de fenómenos, unos destructores o desintegradores, los otros constructores o integradores. Entre el Principio Absoluto y el organismo se hallan las tres ruedas que representan la Naturaleza. Antes de ver por qué la Naturaleza está representada aquí por tres ruedas y por qué estas ruedas están dispuestas como lo están, preguntémonos por qué debemos interponer el nivel ‘Naturaleza’ entre el Principio Absoluto y nuestro organismo. ¿No podríamos considerar que nuestro organismo es movido de manera directa por el Actuar del Principio Absoluto? Nuestra perspectiva mental impone la discriminación entre el Principio Absoluto y la Manifestación. No podemos confundir el Uno inamovible, que intuimos detrás del movimiento cósmico, con el movimiento mismo. Debemos distinguir el Principio en cuanto es y el Principio en cuanto se manifiesta, el Actuar Principal y la acción cósmica que opera en todos los fenómenos. Pero asimismo debemos distinguir también el movimiento cósmico general y las ‘diez mil cosas’ que él crea, es decir los fenómenos. Las leyes generales del cosmos, que existen en modo dual (ley de gravedad–ley de expansión del Universo, fuerza centrípeta– fuerza centrífuga, etc...) se deben distinguir no solo del Principio Uno sino también de lo Múltiple indefinido de los fenómenos particulares. La perspectiva discriminativa de nuestro intelecto debe pues concebir la existencia de una instancia entre el Principio Absoluto y nuestro organismo, entre el Noúmeno y los fenómenos. Esta instancia constituye lo que aquí llamamos la Naturaleza. Representamos la Naturaleza con tres ruedas repartidas en dos niveles –una arriba y dos abajo– porque esta instancia de la ‘Naturaleza’, intermediaria entre el Noúmeno y los fenómenos, presenta necesariamente, para nuestro intelecto discriminativo, dos caras: una, de naturaleza única, está orientada hacia el Noúmeno y se articula con él; la otra, de naturaleza dual, está orientada hacia lo múltiple fenomenal estructurado de manera dual y se articula con él. Para unir lo Uno a lo Múltiple dual, la Naturaleza tiene necesariamente dos aspectos, uno único y el otro dual. Las dos ruedas naturales inferiores, designadas con las letras I y D, representan la Integración y la Desintegración que operan en la Naturaleza de manera acoplada y complementaria. La designación de la rueda natural superior, N-I, es más delicada de comprender. N-I quiere decir ‘No-Integración’: hemos elegido este término negativo porque esta cara de la Naturaleza, orientada hacia el Principio Absoluto y articulada con él, pertenece todavía al dominio de lo NoManifiesto. Este término negativo, como todos los términos análogos usados por la Metafísica, no tiene un sentido privativo; la No-Integración no designa una Naturaleza que no integra nada sino la Naturaleza en cuanto principio anterior a la integración y a la desintegración que emanarán de ella. Uno puede preguntarse por qué articulamos la No-Integración con la Integración y no con la Desintegración. Es porque el organismo, aunque muere a la vez que renace durante toda su existencia, comienza por nacer. Si bien su manifestación durante su vida es a la vez integradora y desintegradora, su primera aparición es integradora; si bien es la desintegración quien tiene la última palabra de nuestra vida, la integración es quien tiene la primera. Debido a esto vemos,

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durante todo el transcurso de la existencia, la iniciativa de pertenecer a la integración. Entre las dos caras de la Naturaleza pasa la frontera que separa lo NoManifiesto (arriba) de la Manifestación (abajo). En la Manifestación, las dos ruedas representan su aspecto sutil o psíquico, y las ruedas más inferiores representan el aspecto grosero o material, el organismo vivo que los fisiólogos pueden estudiar con sus instrumentos de observación y medición. En el conjunto de nuestro diagrama, hemos elegido, para simbolizar los encadenamientos cósmicos dinámicos, ruedas articuladas directamente unas con otras porque el dispositivo da cuenta de la ley de complementariedad. Las ruedas articuladas así (y no, por ejemplo, mediante correas de transmisión) giran en parejas, en sentido inverso una de otra. Se ve en nuestro diagrama, donde hemos hecho girar de modo arbitrario el Principio Absoluto en sentido de las agujas del reloj, lo que determina necesariamente el sentido de rotación del resto del sistema. Podríamos por supuesto invertir todos los sentidos. Lo interesante, como veremos luego, son las relaciones de identidad o de oposición que existen entre los sentidos de rotación de diferentes ruedas. Lo que hemos dicho en el capítulo precedente sobre la jerarquía de libertad en nuestra estructura graduada se aplica a nuestra construcción actual. La idea útil que resulta de ello es la siguiente: el hombre puede, al término de su desarrollo completo, realizar en sí mismo todas las ruedas de nuestro diagrama, es decir que puede ser totalmente libre. Pero en su estado de desarrollo habitual no realiza sino las dos ruedas inferiores y la rueda natural de ‘Integración’ (con trazo grueso en el diagrama) y, en este estado, es libre solo en parte. Explicaremos lo mejor posible este punto esencial y, para ello, comenzaremos diciendo algunas palabras sobre la estructura del animal. El animal no realiza y no puede realizar más que las dos ruedas inferiores que representan su organismo. Todas las otras ruedas funcionan para mover este organismo, pero solo este se realiza en el animal. Todo lo que está por encima del organismo excede al animal puesto que, a falta de intelecto (consciencia universal manifestada por el lenguaje), este está limitado al dominio individual o particular. La Naturaleza Universal lo mueve pero él no tiene acceso al plano de la Naturaleza, ni siquiera en su aspecto de Integración. El animal quiere las acciones que favorecen su vida o que alejan la muerte pero, como no puede concebir las ideas generales de ‘vida’ y ‘muerte’, no puede querer su vida ni rechazar su muerte. Cuando vemos por ejemplo a un cachorro lanzarse goloso a la ubre de su madre, tal vez pensamos: ‘¡Qué ganas de vivir tiene!’. Pero es porque lo pensamos en términos de un ser humano. El cachorro quiere amamantarse porque la Naturaleza quiere su vida y le delega la tarea de hacer lo necesario para vivir, pero él mismo no puede querer su vida. Del mismo modo, un animal atacado por un enemigo no rechaza su muerte mientras lucha; rechaza solo los daños que su enemigo le quiere infligir. El ‘querer vivir’, pensamiento de reintegración, está encarnado en el animal; todo sucede, dijimos, como si la Naturaleza confiara a la criatura viva su misión reintegradora. Pero este ‘querer vivir’, aunque encarnado en esta criatura, no está realizado en ella, no es consciente en su forma general. Un pensamiento particular funciona en el animal pero este no tiene el pensamiento; no capta este pensamiento particular porque le falta la consciencia universal que es necesaria

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para ello. Percibe tal cosa y la quiere, pero no puede percibir que percibe esta cosa y que la quiere. Decir que el pensamiento del animal funciona en él pero que no es suyo es decir que está condicionado por algo exterior a él. Está totalmente condicionado por la Naturaleza, que el animal no realiza en absoluto. El pensamiento del animal no es para nada libre. Su instancia cortical goza de cierta libertad puesto que condiciona la instancia medular, y esta última también puesto que condiciona la fibra muscular, pero la esencia del animal, que es su ‘querer vivir’, no es nada libre. Veamos al mismo tiempo que el animal no puede de ninguna manera sentirse un esclavo. Para que una criatura se sienta esclavizada, hace falta que tenga una posibilidad de libertad que no realiza. Pero el animal no tiene ninguna posibilidad de libertad no realizada; por lo tanto, no puede sentirse esclavizado. Puede sentir que se oponen obstáculos a sus deseos, puede sentirse contrariado por enemigos exteriores contra los que lucha; pero no puede sentir su ser interior oprimido por la Naturaleza –aunque la Naturaleza lo condicione totalmente– a falta de un intelecto que le permita elevarse al nivel de la Naturaleza Universal. Es el juguete de su ‘querer vivir’ pero no puede darse cuenta de ello porque no puede percibir este ‘querer vivir’. Un esclavo que no puede percibir la existencia de su amo no podría sentirse esclavizado porque uno solo puede sentirse esclavo si es de alguien. El pensamiento del animal, total y legítimamente condicionado por la Naturaleza, está estructurado como la misma Naturaleza, de manera dual pero no dualista. Cuando más adelante estudiemos la estructura del pensamiento verbal del hombre, veremos en paralelo cómo está conformado el film imaginativo del animal. Digamos aquí tan solo que el pensamiento del animal contiene de manera imparcial, como la misma Naturaleza, armonía y desarmonía, integración y desintegración, convergencia y divergencia. Las asociaciones se reorganizan en él de manera constante; ninguna es estable (al revés de lo que veremos en el hombre donde aparecen las asociaciones inalterables de las ecuaciones lógicas). El animal no percibe la armonía ni la desarmonía en sí mismas, bajo su aspecto general o universal; en consecuencia, su preferencia particular por su propia integración convergente no puede prolongarse en su pensamiento como parcialidad por la integración en general y, a través de esta, por tales integraciones particulares; jamás el animal concebirá que tal cosa debe existir. El hombre, al comienzo de su vida, funciona como el animal. El bebé, como el animal, es un dinamismo encarnado bajo el modo del ‘querer vivir’; pero es incapaz de querer conscientemente vivir, a falta de la capacidad de concebir la idea. Luego aparece el intelecto. La consciencia del niño se vuelve capaz de concebir ideas generales, de percibirlas bajo una perspectiva ‘sujeto-objeto’ y de manipularlas en ecuaciones lógicas, todo gracias al lenguaje, gracias a las palabras que simbolizan estas ideas y las vuelven, en apariencia, entidades autónomas. Este poder supremo que constituye el intelecto verbal parece un regalo magnífico; pero de hecho, introducirá al hombre en un mundo de contradicciones desgarradoras. Es así porque el intelecto no aparece de entrada con un desarrollo pleno sino que llega a este de manera progresiva. Si el intelecto apareciera de entrada con todas sus posibilidades, el niño percibiría la Realidad única e inalterable en todos los fenómenos que manifiestan el movimiento cósmico. Realizaría la inmanencia, en todos los fenómenos, de esta

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Realidad trascendente. Percibiría la Integración general y la Desintegración general, la Vida y la Muerte, como iguales y complementarias puesto que conciliadas en el Devenir que manifiesta dinámicamente el Ser inalterable. Como la Realidad Una se querría a sí misma en este niño capaz de percibirla, el niño querría el Devenir que manifiesta la Realidad. Adheriría a la ‘naturaleza de las cosas’, a su propia muerte como a su vida. Llevaría a cabo el ‘querer vivir’ natural, pero sin apego, es decir aceptando el eventual fracaso. Queriendo en su esencia animal su vida y no su muerte, querría en su esencia humana todo lo que le sucediera. Su esfuerzo por vivir no sería una lucha dramática que tiene lugar bajo una espada de Damocles, sino un juego cuyo carácter alegre no dependería en ningún caso de su resultado. La vida humana, fueran cuales fueran los incidentes fenoménicos, estaría bañada en la atmósfera que evoca esta frase Zen: ‘La Tierra es el paraíso’. En suma, si el intelecto apareciera de manera súbita en toda su amplitud, el hombre realizaría de golpe todas las ruedas de nuestro diagrama, incluso el Principio Absoluto. Pero el intelecto aparece de hecho de manera progresiva. La Realización del hombre, llamado en teoría a ocupar todas las ruedas del diagrama, se efectúa en la práctica como un impulso ascendente que parte de las dos ruedas inferiores, orgánicas, y sube a la conquista de la estructura total. En el transcurso de este ascenso, el impulso pronto encuentra un obstáculo que lo detiene, y que ahora estudiaremos. El desarrollo del intelecto es progresivo. Los primeros conceptos generalizados mediante el verbo se elaboran en el niño a propósito de cosas concretas del mundo a su alrededor. Lo que el niño nombra al comienzo son cosas o personas particulares. Un año o dos más tarde, se elaboran conceptos verbales a propósito de cosas abstractas. Y es mucho más tarde cuando las intuiciones metafísicas se vuelven posibles; tampoco aparecen en la consciencia, en la mayoría de los seres humanos, a menos que haya una correcta iniciación. Durante esta evolución, nos encontramos con las ideas abstractas en su aspecto dual mucho antes de que sean posibles las intuiciones conciliadoras. Así es que las ideas de ‘vida’ y de ‘muerte’ –es decir, de Naturaleza Integradora y de Naturaleza Desintegradora– aparecen mucho antes de que sea posible su conciliación mediante el concepto de la Naturaleza total eterna (No-Integración). El ser humano, al elevarse por encima de las dos ruedas orgánicas, encuentra las dos ruedas de Integración y Desintegración que representan el lado manifiesto de la Naturaleza. Esto se produce cuando el niño, hacia los tres o cuatro años de edad, descubre la idea de ‘la muerte’ y, por antítesis necesaria, la idea de ‘la vida’. Es muy frecuente que el niño de esta edad haga preguntas sobre la muerte y hasta se obsesione con ella durante varios días o varias semanas. El descubrimiento del dualismo ‘vida–muerte’ es al mismo tiempo descubrimiento de los dualismos ‘triunfo–fracaso’, ‘potencia–impotencia’, etc. El niño encuentra allí, a falta de una posible conciliación, oposiciones aparentes, dilemas cuyos términos se excluyen para él de modo tal que no puede querer uno sin rechazar el otro. El bebé, en quien todavía estaba realizada solo la esencia animal, encarnaba el ‘querer vivir’ natural, no el ‘querer morir’. Por lo tanto, cuando el niño encuentra las ideas de ‘vida’ y de ‘muerte’, de Naturaleza Integradora y Naturaleza Desintegradora, elige necesariamente realizar en sí mismo solo la Naturaleza Integradora. Esta elección se traduce en él en la creencia

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de que su vida debe ser, que es legal, parte del orden, mientras que su muerte no debe ser, es ilegal, contraria al orden. Así, al llegar al nivel de la Naturaleza manifiesta, el niño acepta la realización de la rueda Integración pero rechaza la de la rueda Desintegración. Hemos dicho que el niño quería vivir y rechazaba morir. La realidad es más compleja porque, entonces, el ser humano ya no es solo un organismo, un Ego. Es ahora la ‘idea de un Ego’, o un ‘Ego ideal’, general, distinto del organismo. Es una ‘Yo-Realidad’ que, identificada fundamentalmente con el organismo, puede transferir esta identificación hacia otras cosas, concretas o abstractas. Así pues la adhesión exclusiva a la rueda Integración se traduce en una voluntad que no es ya en esencia voluntad de vivir sino voluntad de Integración ilimitada del Ego ideal, voluntad de afirmación del yo, incluso si, en determinadas circunstancias, esta afirmación ilimitada del yo implica el sacrificio de la vida orgánica. El hecho de que el hombre realice solo la rueda Integración y rechace la rueda Desintegración tiene como consecuencia la no-realización de la rueda NoIntegración que supera a las otras dos y representa la Naturaleza no-manifiesta. Intentaremos demostrar por qué es así. Según la perspectiva del hombre en este estado habitual de desarrollo, la NoIntegración se asemeja a la Desintegración y le parece idéntica a ella. La NoIntegración es el ‘caos primordial’, no en el sentido de desorden, sino en el sentido de energía cósmica primordial todavía no manifiesta en las diez mil cosas. En la Génesis, el caos no es la mezcla desordenada de la luz y la sombra, de la tierra y las aguas, etc... Designa la Sustancia Primordial (la Prakriti del Vedanta) de la que nacerán la luz y la sombra, la tierra y las aguas, etc... Pero esta Naturaleza todavía indiferenciada se asemeja, para el hombre encerrado en el dualismo ‘Integración– Desintegración’, a una desintegración, y el rechazo de realizarla es al mismo tiempo un rechazo de realizar la energía cósmica primordial de la rueda NoIntegración. Si se le dice a un hombre que tras la muerte regresará al gran Todo indiferenciado de donde emana toda la creación, verá de inmediato esta superación de la vida como una desintegración inferior a ella. Por lo tanto, al mismo tiempo que rechaza la Desintegración el hombre rechaza realizar la No-Integración. Al actuar así, se priva también de realizar el Principio Absoluto al cual lo llevaría la realización voluntaria de la No-Integración. El sentido de rotación de las diferentes ruedas de nuestro diagrama ilustra lo que acabamos de decir. El sentido de rotación de la rueda No-Integración es el mismo que el de la rueda Desintegración. El movimiento de la No-Integración se asemeja, bajo una perspectiva formal, al de la Desintegración. Nótese asimismo que la rueda Integración gira en el mismo sentido que la rueda del Principio Absoluto; la vida, la integración, se asemeja para nosotros a la Realidad Absoluta. Nuestra nostalgia del Absoluto se traduce en la nostalgia de la vida que nos parece que se le asemeja. Pero la adoración de la Vida genera un rechazo de la Muerte que nos bloquea el camino al Absoluto. Este rechazo es lo que, en la religión cristiana, simboliza el ‘No’ de Satanás. La sublevación de Satanás contra el orden divino representa la actitud interior que asume el ser humano cuando aparece en él el intelecto. Hemos debido presentar estas nociones tan importantes primero de manera abstracta y esquemática. En el capítulo siguiente, veremos a qué corresponden en el funcionamiento concreto de nuestro intelecto.

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CAPÍTULO 3 LA ESTRUCTURA DEL MUNDO VERBAL

La aceptación de la Integración y el rechazo de la Desintegración y de la NoIntegración se sitúan en el mundo verbal al que el hombre accede cuando comienza a manifestarse en él la consciencia universal. Este mundo es del todo nuevo y diferente de aquel en el que vivía el bebé aún incapaz de hablar. Mientras que el bebé es, como el animal, su pensamiento individual, el niño en quien aparece el intelecto posee este pensamiento. La consciencia universal percibe en él los fenómenos de su consciencia individual. Gracias a esta consciencia universal, tiene conceptos, como se tienen objetos de los que se dispone y que se manejan a voluntad. La toma de consciencia de conceptos se produce gracias a las palabras, gestos simbólicos que encarnan y automatizan las ‘ideas’. Cuando el niño ha aprendido de quienes lo rodean la palabra ‘duele’, no se limita a sentir como el animal un dolor presente: sabe que lo siente; lo capta en su idea general; puede asociarlo a su antojo con otra idea y crear, por ejemplo, la idea de que ‘a la muñeca le duele’. Esta adquisición del lenguaje que permite la manifestación de la consciencia universal es una verdadera transmisión iniciática. Los ‘niños salvajes’, que crecieron lejos de seres humanos y fueron hallados cuando tenían unos ocho años, no tenían lenguaje y aprendieron a hablar con mucha dificultad. Una de estas observaciones concierne a dos niñas indias que habían crecido juntas; no habían inventado entre ellas ningún lenguaje, aunque tuvieran en su organismo todos los mecanismos necesarios para hacerlo. Al igual que toda criatura viva emana de otra criatura viva ya desarrollada, el intelecto emana de otro intelecto ya desarrollado. Al utilizar el lenguaje que le fue transmitido, el ser humano crea una representación personal del mundo. Se trate de un mundo enteramente imaginario o de una interpretación verbal del mundo real presente, el hombre crea siempre un mundo-representación, autónomo, disociado del mundo exterior objetivo, un mundo para él solo. Llamaremos a este mundo subjetivo ‘verbal’, al igual que el pensamiento ‘verbal’ que lo crea. Claro que las representaciones mentales que tengo a lo largo del día no se acompañan siempre de un lenguaje interior netamente articulado, de frases completas pronunciadas en la mente como cuando recito un poema para mis adentros. Pero cuando esta articulación verbal no se efectúa, es decir cuando la estructura verbal de mi mundo interior no se manifiesta con claridad, no deja de existir de manera virtual; mi pensamiento no deja de ser de naturaleza verbal. Mi monólogo interior está siempre estructurado de una manera que implica la utilización de palabras, sean o no articuladas. Para describir la constitución de este mundo verbal donde se va a dar el rechazo de la Desintegración y de la No-Integración, nos valdremos de la identidad que existe entre el macrocosmos y el microcosmos. La constitución del macrocosmos es ternaria: el movimiento cósmico original, permanente, inmutable, concilia dos movimientos inferiores, uno convergente (del que dependen todos los fenómenos de integración) y el otro divergente (del que dependen todos los fenómenos de desintegración). La Armonía Absoluta concilia la armonía relativa (integración-convergencia) y la desarmonía relativa (desintegración-divergencia).

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Mostraremos que la constitución de nuestro mundo verbal también es ternaria. Implica, según la misma disposición triangular, tres movimientos, tres estructuras dinámicas. Primero hay una estructura inmutable, conciliadora: es la estructura sintáctica o lógica. Por debajo de ella, y conciliadas por ella, residen dos estructuras antagónicas y complementarias: una es egocentrada, convergente, integradora, está dotada de armonía relativa, de un ‘sentido’ subjetivo; la otra es no-egocentrada, divergente, desintegradora, relativamente desarmónica, no está dotada de un ‘sentido’ subjetivo. La estructura sintáctica domina la dualidad ‘convergencia-divergencia’. En efecto, se funda por completo en el principio de identidad, que se funda en el Uno (que no podría ni convergir ni divergir). Cada palabra es simbólicamente idéntica a lo que designa. Toda definición de una palabra conlleva de modo virtual el verbo ‘ser’: tal cosa ‘es’ lo que presenta tal forma, sirve para tal uso, etc... Cada frase es una ecuación. Si bien el verbo ‘ser’ no está siempre expresado, está siempre subyacente. Por ejemplo: ‘la araña teje su tela’ expresa la idea de que ‘la acción de la araña es la acción de tejer su tela’; ‘Francia quiere la paz’ expresa la idea de que ‘el deseo de Francia es un deseo de paz’, etc... Cada razonamiento es una serie de ecuaciones. Por ejemplo: ‘Sócrates es un hombre, el cual es mortal’; es del todo análogo a la ecuación: A=B=C. La sintaxis es un álgebra. Por más complicados que puedan ser los dos miembros de una ecuación algebraica, la ecuación que los contiene es en esencia una igualdad, que se basa en el principio de identidad (la igualdad es una identidad de valor). Es lo mismo para cualquier frase, por más complicada que parezca. Basada en este principio de identidad, la estructura sintáctica domina la dualidad ‘convergencia-divergencia’, ‘integración-desintegración’. En efecto, la identidad no es una convergencia puesto que manifiesta la Unidad principal. La Unidad se puede ver lo mismo como divergencia absoluta que como convergencia absoluta, según se vea ‘en su manifestación’ o ‘en su ser’; y se puede ver como ni una ni la otra. Por lo tanto, la estructura sintáctica es universal y eterna como las matemáticas. Los idiomas varían en su modalidad, según el tiempo y el espacio – así como los sistemas matemáticos pueden variar en sus modalidades– pero su estructura lógica esencial permanece inalterable. Bajo esta estructura sintáctica única, universal, objetiva, reside una estructura verbal dual, subjetiva, que tiene dos aspectos, uno egocentrado o convergente, el otro no-egocentrado o divergente. Por ejemplo: si bien mi pensamiento verbal puede crear la idea ‘la cocinera usa las cacerolas’, también puede crear la idea ‘la cocinera traiciona serpientes’. Estas dos ideas verbales participan de la estructura sintáctica que es una y, en ese aspecto, tienen un solo y mismo Sentido Absoluto; manifiestan por igual la identidad principal de todas las cosas; manifiestan tanto una como otra el movimiento mental original o la Esencia de la Mente. Pero, bajo la estructura sintáctica única, estas dos frases pertenecen a dos estructuras inferiores antagonistas y complementarias, una convergente y en apariencia ‘sensata’, la otra divergente y en apariencia ‘insensata’. Decimos que la primera frase es convergente o ‘egocentrada’ porque esta ecuación verbal corresponde a una ecuación que existe para mis órganos sensoriales, es decir para mi pensamiento animal, individual, es decir para mi Ego. Las palabras ‘cocinera’, ‘usar’ y ‘cacerolas’ designan cosas que percibo asociadas en el mundo exterior, cosas que mi Ego asocia. En cambio, las palabras ‘cocinera’,

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‘traicionar’ y ‘serpientes’ designan cosas que no veo asociadas, cuya asociación no corresponde a nada que mi organismo perciba. El término ‘egocentrado’ quizá sorprenda, porque mi monólogo no habla siempre de mí. Pero, aunque yo no aparezca siempre nombrado, estoy siempre allí por identificación de la ‘Yo-Realidad’ con lo que sea que se nombra. A propósito, es interesante remarcar que la sintaxis habla del ‘sujeto’ (sujet) antes del verbo y el atributo; veamos al respecto la expresión corriente: ‘¿De qué tema ( sujet) hablará usted?’. Me identifico necesariamente con aquello de lo que hablo, por supuesto no siempre de modo afectivo, pero sí de modo intelectual. Decir que mi monólogo interior está centrado en algo equivale a decir que es egocentrado. Nuestro mundo verbal tiene pues tres estructuras dinámicas: una estructura general, sintáctica, armónica absoluta; y dos estructuras particulares, una centrada, convergente, armónica relativa, la otra no centrada, divergente, desarmónica relativa. Estos tres movimientos de nuestro microcosmos corresponden a las tres ruedas naturales de nuestro diagrama anterior. La estructura particular convergente corresponde a la rueda Integración, que aceptamos realizar. La estructura particular divergente corresponde a la rueda Desintegración, que rechazamos. Y la estructura general, sintáctica, corresponde a la rueda No-Integración; esta domina y controla a las otras dos, pero no la ‘realizamos’. Estas afirmaciones pueden levantar objeciones, a las que debemos responder. La primera es: ‘¿Por qué decir que nuestro lenguaje contiene una estructura divergente? Una frase como ‘La cocinera traiciona serpientes’ es artificial. La naturaleza de las cosas no implica que hablemos así y no tenemos pues que rechazar una estructura que no se nos presenta.’ Esta objeción se funda en un error; pretender que la frase divergente no está en la naturaleza de las cosas demuestra precisamente nuestro rechazo habitual de la divergencia verbal. Haga un experimento: deje que su mente, distendida, diga lo que sea, sin preocuparse en absoluto del sentido de lo que diga. En lo que aparezca, constatará dos cosas: primero, será más o menos incoherente, divergente, lo cual prueba que esta estructura sí es parte de la ‘naturaleza de las cosas’. Por otro lado, está presente allí la estructura sintáctica; tal vez esté reducida al mínimo; pudo haber aparecido una serie de palabras que no formaban una frase; pero entonces cada palabra apareció separada de sus vecinas y constituía una ecuación mínima. A partir de que las palabras se unen, lo hacen según la sintaxis. Usted no podría imaginar entre las palabras una unión intelectual que no estuviera construida según la estructura sintáctica universal. Insistamos sobre el hecho de que la estructura verbal divergente es parte de la naturaleza de las cosas. Mi mente contiene una cantidad indefinida de frases divergentes posibles, así como contiene una cantidad indefinida de frases convergentes posibles. No acostumbro a elaborar sino frases convergentes, pero esto no refuta de ningún modo la existencia de la mitad divergente de mi mundo verbal. También podría preguntarme por qué digo que, en nuestro estado habitual, no ‘realizamos’ la estructura sintáctica, aunque la utilicemos sin cesar. Al decir que no realizamos esta estructura, quiero decir que el Sentido Absoluto que le es propio se nos escapa. Cuando oigo: ‘La cocinera usa las cacerolas’, comprendo el sentido particular de esta frase; cuando oigo: ‘La cocinera traiciona serpientes’, comprendo el no-sentido particular de esta frase. Pero no comprendo el Sentido

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Absoluto que estas dos frases han expresado por igual y que manifiesta la Unidad principal. Al discípulo que plantea una pregunta doctrinal importante, el maestro Zen le responde: ‘El ciprés en el patio’. Cualquier otra respuesta divergente habría servido. El maestro intenta así dirigir el entendimiento del discípulo hacia el Sentido Absoluto de nuestro funcionamiento mental; intenta, al menos, mostrarle al discípulo que en su intelecto verbal existe un Sentido Absoluto que podría iluminarlo pero que por el momento se le escapa. Ahora hablaremos más en detalle de nuestro rechazo del lenguaje divergente; luego mostraremos cómo este rechazo lleva a la no-comprensión del Sentido Absoluto de nuestro mundo verbal y a una dolorosa impresión de esclavitud. El rechazo del lenguaje divergente no consiste en el hecho de que no lo ponga en práctica. No consiste en mi hábito de hablar de manera convergente, ni tampoco en mi preferencia por hacerlo. Consiste en la parcialidad teórica que alimento por el lenguaje convergente contra el lenguaje divergente. Estoy apegado al lenguaje convergente, a su apariencia ‘sensata’, creo que su ‘sentido’ es el sentido real, que debe ser, mientras que el ‘sinsentido’ del lenguaje divergente es anti-real y no debe ser. Este apego es la manera en que se prolonga, en mi funcionamiento intelectual,

mi funcionamiento animal que solo quiere mi integración orgánica y rechaza la desintegración. El ‘querer vivir’ animal se prolonga en idolatría de la convergencia intelectual identificada con lo Real, mientras que el ‘no querer morir’ animal se prolonga en el rechazo de la divergencia intelectual identificada con lo No-Real. Idolatro la armonía relativa del cosmos y rechazo su desarmonía relativa; quiero la pura positividad del mundo que mi intelecto recrea, es decir su estructura puramente centrada, convergente. Todo hombre tiene la nostalgia de alcanzar la Verdad Una en su microcosmos verbal, gracias a una convergencia cada vez más perfecta de este microcosmos. No siempre tiene una percepción consciente de esta nostalgia, pero eso no quita que exista. Cuando se hace consciente, se traduce en la idea de que debe haber en la consciencia un conocimiento explícito, expresable, que dará la clave de todo el cosmos. Un hombre como Mallarmé ha buscado deliberadamente, mediante el manejo ‘mágico’ del lenguaje convergente, alcanzar una convergencia-límite, absoluta, que trascendiera su propia forma y fuera la Realidad Suprema. Valoramos la opinión que decreta que solo la convergencia verbal es real; valoramos pues exclusivamente esta convergencia. Si el lenguaje del poeta roza a menudo la divergencia, es en un juego sutil de alejamiento de la amada convergencia para gozar con más intensidad al reencontrarla. El poeta expresa correspondencias, analogías entre las cosas más alejadas unas de otras; no actúa así por voluntad de divergencia sino al contrario para religar lo que parecía más desunido. Así hace el músico que explora el mundo de disonancias para gozar luego de su resolución o, si no las resuelve, para evocar la consonancia adorada en un contraste de potencial nostálgico. Bajo las formas de arte más desarmónicas, hallamos la nostalgia humana de una armonía absoluta a alcanzar por todos los medios, por más desesperados que sean. La pena, desde el punto de vista de mi desarrollo completo, no es que mi intelecto funcione sin cesar en modo convergente, sino que esté apegado exclusivamente a este modo y rechace el modo divergente. Este apego provoca una verdadera represión. Reprimir un funcionamiento no es no efectuarlo sino condenarlo, verlo como que ‘no debe ser’. Al reprimir el modo divergente de mi

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intelecto, lo aíslo del modo convergente, lo opongo a él, y transformo la dualidad estructural de mi mundo verbal en un dualismo no conciliado. Vivo desde entonces en un mundo de contradicciones, donde lo verdadero y lo falso se oponen, y donde estas oposiciones me ocultan la Realidad Una conciliadora. Podemos aclarar estas nociones aplicando la ilustración del Vedanta sobre la arcilla y los objetos de arcilla. Hay una serie de objetos todos de arcilla pero, debido a mi apego por la forma particular, solo veo los objetos, no veo la arcilla de la que están hechos. Si uno de estos objetos tiene una forma agradable y útil mientras que otro tiene una forma desagradable e inútil, experimento dos reacciones opuestas con respecto a estos dos objetos, no experimento su identidad como manifestaciones de la misma substancia. Así sucede en mi mente, donde la misma ‘substancia mental’, la misma ‘Esencia de la Mente’, reside bajo dos formas, convergente y divergente; debido a mi apego a la forma convergente, me fascina el aparente dualismo de este mundo y no percibo la Esencia de la Mente que reina por igual en las frases ‘sensatas’ y en las frases ‘insensatas’. Este estado de cosas me conduce a una impresión de esclavitud. Mientras se desarrolla mi monólogo interior, tengo la impresión de no ser libre: necesito pensar, no puedo impedirlo; sobre todo, no pienso lo que quiero; lo único que puedo hacer es determinar el tema que mi monólogo va a tratar, pero las ideas, las frases particulares que aparezcan sobre este tema vendrán a mí por su cuenta y me limitaré a recibirlas. El movimiento de mi pensamiento verbal me lleva consigo, lo quiera o no. Percibo que mi pensamiento está condicionado por la Naturaleza y, al sentir esta Naturaleza como extraña a mí, me siento condicionado por ella en mi pensamiento; me siento esclavizado por ella. Si mi pensamiento aparenta no ser libre, no es porque esté condicionado por la Naturaleza, sino porque solo está condicionado por el aspecto Integración de la Naturaleza. Para mi desgracia, solo está condicionado a medias. Si estuviera condicionado totalmente por la Naturaleza, estaría autocondicionado puesto que, en virtud de mi esencia humana con acceso al plano universal, soy la Naturaleza con su estructura triangular, No-Integración que domina y concilia Integración y Desintegración. La Naturaleza es mi Naturaleza. Si mi pensamiento estuviera totalmente condicionado por mi Naturaleza, estaría autocondicionado, por lo tanto, sería libre. Tal como funciona en la actualidad, mi pensamiento acepta estar condicionado por el aspecto Integración de mi Naturaleza, pero rechaza estarlo por su aspecto Desintegración. Es decir que me identifico con mi pensamiento solo en cuanto está condicionado por la Naturaleza Integrante, en cuanto reviste una forma convergente. Pretendo que soy ‘yo’ el que dice mis frases ‘sensatas’, mientras que la frase ‘insensata’ que dejo venir se dice en mí. Me divido así contra mí mismo. El rechazo de identificarme con mi pensamiento divergente permanece teórico; en realidad, este pensamiento me manifiesta tan bien como mi pensamiento convergente, manifiesta de igual modo en mí la Esencia de la Mente que es mi Esencia. Pero debido a este rechazo teórico, todo sucede para mí, desde

el punto de vista que experimento, como si solo una mitad de mi mundo mental fuera yo, y la otra fuera extraña. Asumo una actitud con la que no considero sino las producciones armónicas, ‘sensatas’, de mi mente, producciones ‘racionalizadas’ que corresponden a la idea que me hago de un pensamiento ‘razonable’. Esta es una especie de ceguera voluntaria; así es como se inhibe, en el

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estrabismo, la visión de uno de los ojos. Quiero ignorar el funcionamiento divergente de mi mente, lo censuro. No lo dejo llegar a mi consciencia, no capto más que el aspecto convergente de mi actividad mental. Pero el aspecto divergente que rechazo captar no deja de existir porque yo pretenda que no existe. Con esta actitud, la mitad del condicionamiento de mi pensamiento por la Naturaleza funciona pese a mí, contra mí. En lugar de pensar de manera convergente junto al funcionamiento divergente también aceptado en principio, pienso contra este funcionamiento divergente no aceptado. Pero, si me opongo así a una mitad de mi dinamismo mental, claramente sin lograr destruirla, esta mitad se encuentra funcionando en mi contra. Mi actitud hostil hacia una parte de mi movimiento mental conduce fatalmente a la impresión de que esta parte me es hostil. Todo sucede para mí como si mi pensamiento estuviera condicionado en parte por mi Naturaleza y en parte por un enemigo de mi Naturaleza. Por lo tanto, aunque en realidad mi libertad sea total, tengo la impresión de estar esclavizado en mi pensamiento, es decir en mi esencia; tengo pues la impresión de estar esclavizado en mi mismo ‘ser’. Y cuanto más me doy al condicionamiento de mi pensar solo por el aspecto convergente de mi Naturaleza, rechazando su aspecto divergente, con más fuerza experimento la ilusión de estar esclavizado por lo que en realidad no me esclaviza en absoluto. Cuando mi mente, en su totalidad, se deja condicionar de manera exclusiva por una mitad de su Naturaleza, de esta Esencia de la Mente que es su Naturaleza, la actitud que asumo implica el condicionamiento del todo por una parte. Esta situación se siente como anormal y esclavizante. Esta esclavitud es por lo tanto una autoesclavitud, puesto que es mi mente la que rechaza estar autocondicionada, y así libre. Al discípulo que reclama la liberación, el maestro Zen le responde: ‘¿Quién te ha esclavizado? Nadie excepto tú. ¿Por qué pides que se te libere?’. Nuestro apego a la estructura convergente de nuestro lenguaje constituye la raíz profunda de nuestro apego en general, que se manifiesta a propósito de tales o cuales cosas particulares. Esta afirmación podría sorprender. Sin embargo, todo apego que tengo por una cosa particular es apego a esta cosa en mi mundo mental, es decir a mi representación mental de esta cosa, representación que se inscribe y se articula en la arquitectura mental convergente a la que estoy apegado. Hay allí toda una jerarquía de apegos suspendida de un apego principal del que depende todo el resto. Y este apego principal es el apego al lenguaje convergente; en él consiste la ‘presa’ de la que habla el Zen cuando nos dice: ‘Suelta’ (Lâchez prise). Las respuestas en apariencia absurdas de los maestros Zen nos proponen la mayor de las lecciones; nos muestran que la raíz de nuestra aparente esclavitud reside en nuestro funcionamiento intelectual, en la manera en que utilizamos el lenguaje.

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CAPÍTULO 4 LOS DOS AUTOMATISMOS DE LA MENTE

Resumamos de entrada lo que hemos visto en el capítulo anterior. Lo que llamo mi ‘vida’ –objeto de todas mis preocupaciones, esperanzas, miedos– es el mundo-representación tal como lo crea mi mente gracias a mi intelecto verbal; mi vida es mi mundo verbal. Este mundo está constituido de manera triangular:

En la cima del triángulo se encuentra la estructura sintáctica del lenguaje, dotada de Sentido Absoluto puesto que manifiesta directamente el Uno Principal. Debajo se encuentran el lenguaje convergente, dotado de un sentido relativo, y el lenguaje divergente, dotado de un contrasentido relativo. Estoy apegado a mi lenguaje de sentido relativo, tensado sobre él. Por eso los dos polos relativos están prácticamente opuestos uno al otro; no están conciliados. El Sentido Absoluto de mi percepción universal de las cosas se me escapa. Dada la ausencia aparente de este Sentido Absoluto, busco dar a mi vida un sentido relativo. Quiero que este sentido relativo sea cada vez más importante, quiero que ocupe toda mi vida eliminando el contrasentido y alcanzando así la unicidad del Absoluto. Pero cuanto más intenso se vuelve el sentido relativo de mi vida gracias a la convergencia de mi interés en un aspecto del mundo, más se valoriza el aspecto opuesto, de existencia necesaria en este mundo dualista. El contrasentido eventual de mi vida aumenta con su sentido. Me es posible cierto ‘triunfo’, pero jamás el triunfo absoluto que el tiempo mismo ya no amenazase. En esta vana búsqueda de lo ilimitado, cuanto más mi triunfo parece acercarse a su ápice, tanto más me amenaza el fracaso eventual. Mi reivindicación de un sentido relativo perfecto me introduce en un mundo desgarrador de contradicciones. Muchos pensadores han visto que, al reivindicar un aspecto perfectamente convergente de su mundo, el hombre organizaba él mismo su desgracia. Pero mientras veamos el problema solo bajo esta perspectiva particular, acabaremos por fuerza en actitudes de ‘sabiduría’, de moderación, que disminuyen la agudeza de la condición dualista pero no podrían satisfacer nuestra necesidad de Absoluto. Si deseamos escapar de la ilusión del dualismo –y no contentarnos con desafilar la punta de la espada de Damocles– hace falta comprender que la raíz de nuestra desgracia consiste en nuestro apego al lenguaje convergente, apego original del cual dependen todos los apegos posibles. Volvemos sobre este punto con una insistencia que tal vez resulte pesada a ciertos lectores. Pero para la mayoría de nosotros esta insistencia es necesaria. ¡Nuestra ilusión de tratar con el mundo real exterior es tan fuerte...! ¡Cada uno de nosotros cree con gran firmeza que percibe las cosas tal como son en sí mismas!

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Desde luego, se nos propone sin cesar la ocasión de constatar que nuestros estados interiores, nuestros ‘humores’, controlan nuestra visión de las cosas. Pero pese a estas pruebas, seguimos estando convencidos de que nuestros problemas se sitúan en el mundo real y no en un mundo-representación, en un mundo verbal. Las palabras nos parecen ser simples herramientas para designar las cosas; creemos ‘verbalizar’ durante nuestro contacto real con el mundo exterior y no vemos que nuestro lenguaje crea el mundo en el que se desarrolla nuestra vida. Por lo tanto, es necesario insistir sobre el hecho de que nuestro mundo individual es un mundo verbal y que toda la cuestión del doloroso dualismo en el que nos debatimos se resume en el dualismo estructural de nuestro lenguaje, en el dualismo funcional de la mente que crea nuestro mundo individual. Intentaremos demostrar en qué consiste exactamente nuestra crispación sobre el lenguaje convergente o ‘sensato’. Cuando digo que estoy crispado sobre mi lenguaje convergente, no significa que mi intelecto sea incapaz de fabricar el lenguaje divergente; de hecho lo es; puedo liberarme de la disciplina ‘sensata’ que mi lenguaje por hábito se impone y dejar que el lenguaje se fabrique a su antojo. Veo entonces venir a mi consciencia frases inesperadas como: ‘Los poliglotas decorados de fontanas influyentes se degüellan a través de colecciones de gamuzas rubias. Además, muchos ladrones se levantan porque el temblor de las zarigüeyas convierte todo el campo en costumbres fatales y preconcebidas. La gestación de los vapores del hielo regresa a Sorrento trabajando duro, mientras que las anémonas de armadura se vanaglorian de miles de tonterías sin éxito. El automóvil del coturno es demasiado parecido al de un mercado para entender las estrofas de la luz como para sonrojarse en la pluma de los cuadernos de seda. Casi todos los hurones se devoran entre sí con una lentitud molesta; se cuidan de quitar las espinas para que el avión vengativo no pueda jugar con la asignación involuntaria de la mosca.’ Etc... Mi crispación habitual sobre el lenguaje convergente no se traduce en el hecho de que solo pueda fabricarlo a él, sino en el hecho de que lo fabrique como si fuera el único posible. Su elaboración no supone una elección, una voluntad; se lleva a cabo por sí sola, es automática. Por el contrario, no puedo dejar que el lenguaje divergente se elabore en mi mente sin hacerlo deliberadamente, sin explicitar en mi consciencia mi intención de hacerlo. Para explicar con más claridad esta cuestión delicada, nos valdremos de una ilustración física. Compararemos nuestra mente a una limadura de hierro que pende de un hilo entre dos electroimanes. El hierro está entre dos campos magnéticos de igual intensidad, uno creado por el electroimán ‘convergencia’, el otro por el electroimán ‘divergencia’; presenta dos caras opuestas, orientadas hacia los dos imanes.

Pero esta limadura de hierro es muy especial: tiene la capacidad de entregarse o no a la acción de los campos magnéticos entre los cuales está suspendida. En nuestro estado de desarrollo habitual, se entrega de manera exclusiva a la acción del imán ‘convergencia’; por eso la vemos, en nuestro 134

diagrama, pegada contra este imán. El funcionamiento de mi mente es pues unilateral, desequilibrado; el desarrollo de su modalidad convergente es lo único realizado. Esta modalidad es la única que se ha vuelto automática; solo ella adquirió la maestría que confiere el automatismo. (Volveremos luego sobre la noción de automatismo. Aquí digamos solo que el automatismo es el resultado de un desarrollo funcional; confiere la independencia, la libertad. El pianista que ha desarrollado todos los automatismos de su arte es independiente de su técnica y posee total libertad de interpretación musical.) Mi intelecto, mediante el desarrollo de sus automatismos de convergencia, ha conquistado una mitad de su libertad. Pero la otra mitad todavía le falta. Por lo tanto, el hierro que lo representa en nuestro diagrama está pegado al imán ‘convergencia’, prisionero de su libertad unilateral. Su situación ‘normal’, al término de un desarrollo completo de sus posibilidades, estaría exactamente a medio camino de los dos imanes, participando de sus campos magnéticos por igual; solo en ese punto sería del todo libre. En su estado de desarrollo habitual, mi intelecto rehúsa la acción del imán ‘divergencia’. Es como si la limadura de hierro estuviera recubierta, del lado derecho, de una capa aislante impermeable al magnetismo. Cuando dejo que mi mente funcione en modo divergente, me entrego a la imantación divergente, disminuyo poco a poco el espesor de la capa aislante que recubre la cara derecha de la limadura de hierro. Cuando nací, la limadura estaba aislada de las dos caras; estaba pues a medio camino de los dos imanes, pero excluida de su acción. En el momento en que apareció en mí la consciencia intelectual, se dio a la limadura la posibilidad de deshacerse poco a poco de las dos capas aislantes. Pero debido al impulso vital convergente, esta posibilidad no se utilizó más que para la capa aislante de la cara izquierda, situada del lado del imán ‘convergencia’. Este proceso de ‘desaislamiento’, de denudación, de apertura, se efectuó desde la primera infancia hasta la adolescencia. Desde que empezó, el hierro entró en contacto con el imán ‘convergencia’, pero sin estar aún presionado contra él. A medida que se desarrollaron los automatismos intelectuales convergentes, el hierro completó la denudación de su cara izquierda y se halló cada vez más comprimido contra el imán. Esta presión alcanzó su grado máximo definitivo cuando se completaron los automatismos intelectuales convergentes, es decir durante la adolescencia; luego no cambió más. Si en virtud de mi comprensión ahora empiezo a desarrollar mis automatismos intelectuales divergentes, abordo la segunda mitad de mi Realización. Emprendo la denudación progresiva de la cara derecha de la limadura de hierro. Mientras este nuevo proceso no se haya completado, el hierro permanece en contacto con el imán ‘convergencia’, pero la presión que pega el hierro contra el imán disminuye en intensidad. Es solo cuando los automatismos de divergencia están desarrollados por completo, al mismo nivel que los de convergencia, es solo en este instante que el hierro deja súbitamente el imán izquierdo para colocarse a medio camino entre ambos imanes. Esta ilustración da cuenta de cierta cantidad de nociones importantes sobre nuestra Realización. El Zen nos dice que la Realización es abrupta, súbita; el hierro no se desplaza poco a poco desde el imán ‘convergencia’ hasta la posición del medio; se desplaza de golpe, en el instante en que su cara derecha se halla denudada por completo, tanto como la cara izquierda. Pero esta Realización

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abrupta es precedida necesariamente por un ‘contra-trabajo’ progresivo; es de manera progresiva que el hierro denuda su cara derecha al desarrollar poco a poco los automatismos del lenguaje divergente. La Realización es un retorno a los orígenes, a la infancia, a la inocencia del animal; el hierro denudado en ambas caras regresa al punto en el que se hallaba cuando estaba aislado en ambas caras. En este sentido, el hombre realizado vuelve a ser como el niño; sin embargo, difiere de él; el hierro totalmente denudado está en el mismo punto que el hierro totalmente aislado, pero ahora participa de ambos campos magnéticos de la Mente Cósmica. El ‘suceso-satori’ se representa con el desplazamiento instantáneo del hierro que se vuelve a colocar entre los dos imanes. Pero el ‘estado-satori’ siempre estuvo ahí; al hierro no le faltaba nada para situarse en la posición del medio. La ‘Gran Duda’ que precede inmediatamente el ‘suceso-satori’ corresponde al momento en que la cara derecha del hierro está denudada casi por completo y, por consiguiente, su presión contra el imán ‘convergencia’ es casi nula. Que el hierro haya vuelto a medio camino entre los dos imanes no significa que el hombre realizado hable un lenguaje nuevo. Este hombre habla el lenguaje convergente que corresponde a la vida, a la convergencia de la vida; pero lo hace desde una perspectiva en la que desapareció la oposición del ‘sentido’ y del ‘contrasentido’; a causa de ello, este hombre ya no quiere solo el sentido relativo de su representación formal del mundo sino también el Sentido Absoluto de la Esencia de la Mente que lo preside. Mientras los automatismos intelectuales convergentes sean los únicos que están desarrollados, el hierro estará presionado contra el imán ‘convergencia’. La responsable de esta presión, que corresponde a nuestra sensación de esclavitud, no es la misma convergencia sino el no-desarrollo de la divergencia. El hombre medio no está esclavizado por estar ya desarrollado a medias. Tiene la impresión ilusoria de estar esclavizado por su desarrollo actual, por su semilibertad; pero una libertad, incluso ‘a medias’, no podría esclavizar. Nuestra sensación de esclavitud proviene del hecho de que buscamos nuestra realización persistiendo en la dirección en la que ya hicimos la primera mitad de la tarea, mientras que la segunda mitad implica ir en la dirección opuesta; con esta actitud ignorante, creemos tropezar con un obstáculo infranqueable. Sin embargo, en realidad no hay ningún obstáculo. En lugar de volver sin cesar sobre el trabajo ya hecho, podemos aplicarnos al ‘contra-trabajo’ necesario. Es como si el hierro de nuestro diagrama, después de haber denudado por completo su cara izquierda, sufriera la presión contra el imán ‘convergencia’ e intentara denudar aun más su cara izquierda para aliviar la presión. En realidad, la presión no viene del hecho de que la denudación de esta cara izquierda sea insuficiente, sino de que la cara derecha haya permanecido cubierta por la capa aislante. Otras veces, el hombre maldice su intelecto y lo responsabiliza de sus desgracias; aspira a un embrutecimiento salvador; como si el hierro aspirara a reconstituir la capa aislante que antes cubría su cara izquierda. Pero eso es imposible; la evolución es progresiva; no puede hacerse marcha atrás. En realidad el desarrollo de automatismos intelectuales convergentes no es en modo alguno una esclavitud; constituye la primera mitad de la liberación. Y el desarrollo de los automatismos intelectuales divergentes no será una segunda esclavitud que agravará la primera o la sustituirá; será la segunda mitad de la liberación.

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El hombre ignorante a menudo ve al revés la cuestión del automatismo; se ofende cuando se le habla de la criatura humana como un autómata; ciertas teorías sobre nuestro desarrollo avergüenzan al hombre semidesarrollado al decirle que es un ‘autómata’. En realidad, el autómata es algo en lo que reside el principio de su propio movimiento; está autocondicionado, por lo tanto es libre, en la medida en que está desarrollado su automatismo. El hombre medio está en una condición imperfecta y dolorosa porque su automatismo solo está realizado en su mitad convergente mientras que su naturaleza real le permite realizarlo en conjunto. El ser humano tiene en sí todo lo necesario para ser el autómata perfecto, para realizar en sí los dos aspectos del Yang –convergencia y divergencia– conciliados con el Yin en el Tao. Puede realizar en sí el Principio Absoluto, lo Incondicionado, y ser perfectamente libre como perfecto autómata de su propio Principio. Nuestro diagrama da cuenta de estas nociones: el sufrimiento del hierro no proviene del hecho de que esté atraído por el imán ‘convergencia’, sino del hecho de que no esté atraído más que por él y que, por eso, se comprima contra él. Cuando esté atraído del mismo modo por el imán ‘divergencia’, no estará comprimido a la vez contra ambos imanes; se situará entre ellos, libre de toda presión. Ahora podemos comprender con mayor claridad lo que dijimos al comienzo del libro. No hay un único trabajo interior, realizador, opuesto a la vida no realizadora. La vida ya es realizadora, lleva a cabo la primera mitad de nuestra realización y merece, como tal, ser considerada ‘trabajo interior’. Pero la segunda mitad de nuestra realización implica un ‘contra-trabajo interior’; este no es hostil al ‘trabajo interior’, constituye su antagonista-complementario, su complemento. El ‘contra-trabajo interior’ –adquisición de los automatismos intelectuales divergentes– no se lleva a cabo en oposición a la vida sino junto a ella. No se trata de luchar para destruir nuestro apego actual –que es en esencia apego a la convergencia intelectual– sino de desarrollar un contra-apego que realizará, con el apego, el no-apego, la libertad. (Nos vemos obligados a emplear el término ‘contra’, a falta de uno mejor, para expresar la idea de ‘antagonista y complementario’, pero esta palabra no debe de ninguna manera evocar la idea de conflicto, de esfuerzo por destruir a un enemigo.) Vemos, pues, que no se trata de construir en nosotros la Mente Cósmica, es decir de desarrollar el funcionamiento ‘normal’ o perfecto de nuestro intelecto. Este funcionamiento ‘normal’ no necesita desarrollarse; ya reside en nosotros como principio de nuestro funcionamiento actual. Se trata de obtener el gozo de esta Mente Cósmica al desarrollar el funcionamiento divergente de nuestro intelecto, funcionamiento que no es ni más ni menos ‘normal’ que nuestro funcionamiento convergente y que constituye su complemento necesario. No tengo que desarrollar el estado de satori en mí, no tengo que trabajar hacia mi Realización Intemporal. Solo tengo que completar la realización temporal de mi intelecto a fin de perder la dolorosa impresión de vivir ‘en las tinieblas exteriores’. ‘Trabajo interior’ y ‘contra-trabajo interior’ están en el mismo plano. No tengo que ascender, escalar no sé qué grados de estados de consciencia. No tengo que organizar en mí una lucha de lo alto contra lo bajo. Lo que tengo que hacer para completar la primera mitad de mi realización es muy simple y reside en el plano de mi intelecto cotidiano.

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CAPÍTULO 5 LA ‘PALABRA’

Antes de entrar en un estudio más detallado de los dos lenguajes, convergente y divergente, señalemos que nuestro lenguaje habitual convergente es el instrumento de nuestra voluntad de experimentar. Al crear gracias a este lenguaje un mundo egocentrado, me experimento como ‘siendo-absolutamenteen-cuanto-distinto’, como ‘causa primera’ del mundo donde vivo. Me experimento más o menos positivo o negativo, en la alegría o el sufrimiento, según mi mundorepresentación se halle más o menos bello-bueno-verdadero o feo-malo-falso. En este mundo egocentrado, vibro a través de mi mismo centro, vibro como totalidad y no como agregado de partes, experimento una vida afectiva ‘ideal’, como si la idea de mi yo entrara en consonancia o en disonancia al contacto del mundo exterior. Cuando, en cambio, mi mente deja que se cree en sí el lenguaje divergente, no experimento nada en el mundo no-egocentrado que resulta de ello. No me coloca en ningún estado afectivo, sino en un ‘contra-estado’, antagonistacomplementario de todos mis estados afectivos habituales. Mi voluntad de hablar en modo divergente es pues la antagonista-complementaria de mi voluntad de experimentar. Al comienzo de esta obra, vimos que es necesario para nuestra realización completa adquirir un ‘no querer experimentar’ de cara al ‘querer experimentar’. Pero no vimos entonces en qué consistiría exactamente este ‘no querer experimentar’. Para comprenderlo, nos hizo falta regresar a la fuente misma del experimentar, es decir a la elaboración de nuestro mundo verbal. Estudiemos ahora la naturaleza exacta de los lenguajes convergente y divergente, la manera en que se conforman y funcionan, su anatomía y su fisiología. Los dos lenguajes utilizan los mismos elementos, las palabras, y es esta ‘palabra’ lo que debemos estudiar antes que nada. Considerada en sí misma, la palabra es un gesto; como todo gesto, implica una acción muscular y una acción mental. Lo ejecutan los músculos respiratorios, de la laringe, la faringe, la boca y la lengua; todos estos músculos pueden ser designados, en cuanto sirven al lenguaje, ‘musculatura verbal’. (Por cierto, esta musculatura no es nada específica; los mudos pueden hablar con las manos.) Antes de que lo ejecuten los músculos, el gesto-palabra es concebido por la mente. La imagen mental del gesto precede y determina el gesto. Es idéntico a lo que sucede cuando quiero dibujar una S en el aire con el dedo; concibo la imagen mental antes de ejecutarla. La palabra es primero un gesto mental. Luego, es muy posible pronunciar las palabras mentalmente sin pronunciarlas muscularmente; puedo recitarme un poema sin mover un músculo. Esto nos demuestra hasta qué punto el funcionamiento del intelecto formal es asimilable a la función muscular. Pero si bien el gesto verbal se asemeja, en un sentido, a cualquier otro gesto de nuestro cuerpo, se distingue por su finalidad. La palabra es concebida por la mente no para producir ciertas contracciones musculares sino, sobre todo, para representar de manera simbólica, según una convención preestablecida, un concepto general. Si dejamos de considerar el gesto-palabra en sí mismo para verlo como elemento de la estructura intelectual, lo veremos como un símbolo, una forma que

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evoca algo informe. La palabra ‘mesa’, por ejemplo, representa y evoca la Esencia informe de la Mente en cuanto esta ha dado nacimiento a todas las imágenes particulares que el sujeto ha tenido referente a las mesas. Debemos definir aquí con cuidado las nociones de ‘informe’, ‘formal’ y ‘sin forma’, sin lo cual la naturaleza exacta de la palabra permanecería incomprensible. Todas las imágenes que aparecen en mi mente son las manifestaciones formales de la Esencia de la Mente, que es informe. Pero ¿qué pensar del material de mi memoria, de las imágenes que se han formado en mi mente, que ya no están allí, y que sin embargo persisten como huellas mnemónicas? No puedo considerarlas como informes; son en efecto las huellas de algo formal, de algo que definitivamente surgió de lo Informe; y funcionan en el plano de los fenómenos puesto que influyen en mi pensamiento formal presente. Pero no puedo tampoco considerarlas ‘formales’ al mismo nivel que mi imagen mental presente ahora. Un error corriente es considerar la memoria como una especie de armario donde estarían guardadas las imágenes antiguas, prontas a salir ante la evocación del pasado. No es en absoluto así; cuando evoco un recuerdo, tengo una imagen actual que se asemeja a una imagen antigua –y cuya formación depende, en cierta medida, de esta imagen antigua– pero que no por ello deja de ser enteramente actual. Incluso si el parecido fuera perfecto, la imagen actual sería nueva; la semejanza no es identidad. Si hago un gesto que ya hice mil veces, el gesto presente no deja de ser totalmente nuevo. Supongamos que quiero aprender un texto de memoria y lo repaso varias veces durante el día; cada vez, el texto se graba aun más en mi memoria; esto demuestra bien que cada evocación del texto es una forma mental nueva que agrega su huella mnemónica a las huellas anteriores. Una imagen antigua nunca podría reaparecer ella misma en mi consciencia, nunca vuelve su forma propia. Mi memoria no es un depósito de formas conscientes. Mis recuerdos no son ‘formales’. En resumen, la huella mnemónica no es informe y, al mismo tiempo, no es una forma de momento oculta. Digamos que es una sustancia mental ‘sin forma’. Es como un líquido: el agua no tiene forma propia, toma la forma del vaso donde se la vierte; sin embargo, no podría llamarla informe porque no pertenece al plano principal sino al plano de los fenómenos formales; participa de este plano formal pero no tiene forma propia y es por eso que la describo como ‘sin forma’. Mi memoria se puede comparar al mar y mi consciencia presente a la superficie del mar. A cada instante, la ola tiene una forma propia, mientras que el mar subyacente no tiene forma. A cada instante, mi consciencia tiene una forma mental, mientras que mi memoria no la tiene. Ahora podemos comprender mejor la naturaleza de la palabra. Está conformada por dos partes: consta de un núcleo o centro formal, y un halo sin forma que rodea el centro. El núcleo es la imagen verbal presente, imagen mental de un gesto simbólico. El halo es el conjunto de recuerdos asociados a esta imagen verbal. El núcleo tiene una forma fija; la palabra, dijimos, es una ecuación fundada en el principio de identidad, fundado a su vez en el Uno principal; recibe esta fijeza del Uno inmutable. El halo, en cambio, es ‘líquido’, sin forma, participa de las reorganizaciones constantes de la memoria. El núcleo es el mismo para todos los hombres que hablan la misma lengua en la misma época; el halo en cambio es diferente para cada hombre porque el material de la memoria es diferente en cada uno de nosotros.

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El halo de la palabra –el ‘sentido’ que evoca– está vivo. Como todo lo vivo, se desintegra y se reintegra sin cesar. El núcleo de la palabra en cambio no está vivo. No pertenece a este plano medio del cosmos que es la Vida, sino a los otros dos planos a la vez; por una parte, al plano inanimado y, por otra, al plano intelectual. Como imagen mental manifiesta, el núcleo de la palabra es inanimado como la piedra, está por debajo de la vida; en cuanto lleva a cabo su rol simbólico y convoca a la vida su halo, es intelectual, está más allá de la vida. Que el núcleo de la palabra sea creador de vida es algo fácil de comprobar al ver su fuerza evocadora afectiva. Es más difícil comprender por qué está por debajo de la vida. Sin embargo, a todos nos ha sucedido alguna vez repetir una palabra varias veces, verla vaciarse de sentido (al disiparse su halo) y observarla de pronto desnuda; esta palabra nos parece entonces extraña, arbitraria, disecada y muerta; en ese momento, vemos su centro despojado de su dinamismo creador de vida, tan inanimado como un guijarro. La palabra ‘expresa’ (exprime) el pensamiento, como una naranja, bajo presión, exprime su jugo. El jugo de naranja representa el halo líquido, sin forma, de la palabra; el esqueleto celulósico de la fruta representa el centro fijo de la palabra. El ‘sentido’ de la naranja reside en su jugo nutritivo, no en su esqueleto; el sentido de la palabra está en su halo, no en su centro. ¿Qué sucede cuando leo un libro? El texto, especie de trama fija, inanimada pero animante, se deposita en la superficie de mi mente líquida, de mi memoria. Cada una de sus palabras despertará cierto rincón de mi mente; atraerá en torno a sí cierto halo viviente. El libro anima en mí todo un mundo mental, emociones, fenómenos psicológicos; es a la vez algo inanimado y un representante de la Esencia de la Mente generadora de vida. Algunas reflexiones sobre el pensamiento animal nos ayudarán a comprender mejor la naturaleza de la palabra. El estudio de los reflejos condicionados ha demostrado con pruebas la existencia de asociaciones en la mente animal. El animal tiene un pensamiento asociativo. Ahora bien, no podría haber asociaciones sin elementos que asociar. A estos elementos, que corresponden en el animal a lo que en el hombre son las ideas verbales, los llamaremos ‘nociones’, y luego justificaremos el uso de este término. Dijimos que el animal, a falta de intelecto, no ‘experimenta’ pero ‘percibe’ y ‘siente’ como el hombre. Percibe imágenes que su mente fabrica a partir de estímulos exteriores. Y estas imágenes dejan en él huellas mnemónicas, una memoria. Cuando el animal percibe algo con lo que ya ha estado en contacto, la imagen que se fabrica de la cosa se suma a todas las huellas mnemónicas que le están asociadas. La imagen presente constituye un centro en torno al que se agrega un halo de recuerdos. El conjunto no es, como en el hombre, una idea de naturaleza verbal, sino una noción no verbal. La noción del pensamiento animal consta de un centro y un halo, como la idea verbal humana. Difiere de esta no por la naturaleza de su halo, que es idéntico, sino por la de su centro. Aquí el centro no es una palabra, es decir un fenómeno producido por el sujeto mismo según una convención que le es propia, sino una imagen totalmente impuesta al sujeto por el mundo exterior y por la naturaleza de sus medios de percepción. Este centro está situado en la vida, como su halo. La consciencia de un perro no contendrá la noción de su amo a menos que la vida le haga percibir a su amo o algo que esté asociado a él.

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Decimos que el pensamiento animal está hecho de nociones porque estos elementos representan cierto conocimiento del cosmos. Pero este pensamiento depende por entero del desarrollo de circunstancias exteriores y es incapaz de crear un mundo-representación propio a él. Como los núcleos de las nociones animales pertenecen a la vida, el pensamiento animal no puede generar ningún pensamiento lógico fundado en el Uno más allá de la vida. Este pensamiento es totalmente ‘líquido’ y no puede contener ninguna identificación fija. Puede hacer asociaciones complejas, pero no razonamientos lógicos. Vemos pues la diferencia esencial que existe entre el pensamiento animal y el pensamiento humano. Los elementos que ambos pensamientos utilizan – nociones no verbales e ideas verbales– constan por igual de un centro y un halo, pero difieren en la naturaleza de su centro. El centro de la noción animal es de naturaleza vital y por lo tanto el pensamiento animal es totalmente concreto, limitado al dominio de lo particular, de lo individual. Las combinaciones que este pensamiento puede hacer con sus nociones son solo asociaciones que manifiesten el movimiento convergente de la vida. El centro de la idea verbal, en cambio, es de naturaleza no vital, es independiente del mundo exterior, está abstraído de la vida; se sitúa en el dominio general, universal. Las combinaciones a las que dan lugar las ideas verbales no son solo asociativas (por cierto, pronto veremos en qué difieren estas asociaciones de las del animal), sino también identificadoras o lógicas. El carácter fijo de la palabra, centro de la idea verbal, permite combinaciones fijas, inmutables; es la estructura sintáctica, algebraica, fundada en el principio de identidad. Debido a esta estructura identificadora fundada en el Uno principal, el pensamiento humano crea un mundo propio en cada individuo pensante, mundo que tiene la misma arquitectura que el Cosmos. El mundo creado por el pensamiento animal, en cambio, no es sino un aspecto particular del Cosmos y no se sitúa en el plano estructural del Todo. Concluiremos este capítulo respondiendo a una objeción muy probable. Hemos dicho que la palabra, como centro de la idea verbal, es fija, inalterable. ¿Cómo conciliar esta afirmación con la multiplicidad de idiomas y sobre todo con el hecho evidente de que las lenguas evolucionan con el tiempo? Una comparación nos ayudará a resolver esta aparente contradicción: las leyes promulgadas por una sociedad fijan los derechos y obligaciones de los ciudadanos; estas leyes se modifican en el transcurso del tiempo, es decir que las modalidades según las que el legislador fija las obligaciones de cada uno son modificadas, pero eso no impide que las leyes sean cosas fijas, inalterables, en el momento en que existen y en cuanto intervienen en la vida de la sociedad. Se pueden modificar las convenciones que son las leyes, y eso bajo influencia de la vida, pero cada una de estas convenciones es, por su naturaleza, fija; se ve claro en el término jurídico ‘arrestado’. Las leyes se modifican de vez en cuando, pero estos cambios son sacudones mediante los que se salta de una fijeza a otra; no tienen nada que ver con la evolución vital que consiste en un cambio incesante y continuo. También las convenciones que son las palabras se modifican en el transcurso del tiempo, pero no son menos fijas para un hombre dado en un momento dado. Estas convenciones no cambian solo con los siglos; de un capítulo al otro del mismo libro, puedo utilizar la misma palabra y convenir darle un sentido diferente; eso no impide que yo fije cada vez la aceptación de esta palabra y que su centro tenga la naturaleza una, fija, inalterable de lo universal. Muchos hombres tienen un pensamiento vago porque usan palabras cuyo significado convencional no especifican para sí

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mismos. Un pensamiento riguroso supone convenciones verbales rigurosas. La herramienta que constituye la palabra para el pensamiento lógico es tanto más adecuada a su función cuanto más se halle realizada su naturaleza esencial; y esta naturaleza es la fijeza, exactitud, inalterabilidad de una convención simbólica que el hombre establece consigo mismo.

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CAPÍTULO 6 LAS ASOCIACIONES DE IDEAS

Estudiaremos ahora cómo se unen las palabras en nuestro lenguaje convergente. Este lenguaje consta de dos estructuras: una es la estructura sintáctica, que comparte con el lenguaje divergente; la otra es la estructura asociativa, que le es propia. Antes de estudiar la cuestión de las asociaciones entre las ideas verbales, es necesario comprender bien que la estructura sintáctica no es de ningún modo asociativa; la relación que existe entre el sujeto, el verbo y el atributo de una frase no es una asociación sino una relación de identificación, donde el verbo representa el vínculo identificador entre el sujeto y el atributo. Lo que así se identifica en el lenguaje en cuanto es una sintaxis no son los halos de las palabras ni sus centros, sino las identidades convencionales que existen dentro de las palabras entre su centro y su halo. Como ya hemos visto, la identidad inalterable que reside en una palabra no caracteriza a su centro, que cambia con el tiempo, ni a su halo, que está vivo y se remodela sin cesar. Caracteriza la relación entre el centro y el halo, sea cual sea la modalidad momentánea de uno y de otro. Y son estas identidades particulares que residen en las palabras las que se unen en identidad general en la estructura sintáctica. Dejemos ahora la estructura sintáctica para estudiar la estructura asociativa que es propia del lenguaje convergente. Las asociaciones se pueden hacer entre los halos de las palabras o entre sus centros. Las primeras son por mucho las más importantes y es por ellas que empezaremos. Las asociaciones entre los halos de las palabras son de dos tipos, libres o dirigidas. Antes de decir en qué difieren los dos tipos, mostremos qué tienen en común. La asociación de dos ideas verbales se basa en una identidad parcial de sus halos. Por ejemplo, la asociación ‘violín-juglar’ se funda en la idea de ‘tocar’ que existe a la vez en los halos de ambas palabras; el halo de la palabra ‘violín’ contiene la idea de que el violín es el instrumento que toca el juglar, y el halo de la palabra ‘juglar’ contiene la idea de que el juglar toca el violín. Vemos pues que la identidad no está ausente en la relación asociativa, lo cual no ha de sorprendernos puesto que el Uno principal es el Padre en la inmanencia en la que las diez mil cosas son hermanas gemelas. Pero si bien la identidad no está ausente en la relación asociativa, no es más que parcial, y es por eso que debemos distinguir esta relación de la identidad total sintáctica. La asociación es pues una relación triangular: las dos palabras asociadas están unidas por una hipóstasis que es la idea idéntica contenida en ambos halos. Podemos esquematizar esta relación de la siguiente forma:

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Examinemos más de cerca la idea hipostática. Esta idea, esta imagen, constituye el elemento fundamental de la asociación. Claro que se puede decir que las dos palabras asociadas gracias a la hipóstasis son tan indispensables como esta para la constitución del triángulo. Pero como el triángulo asociativo es en esencia una unión, una conciliación, un matrimonio, la hipóstasis que une, concilia, casa, desempeña allí un papel eminente, superior al papel de las palabras unidas. En esta tríada, la primera palabra es la fuerza activa; primera en aparecer, tiene la iniciativa, suscita la segunda palabra; la segunda palabra es la fuerza pasiva, es suscitada por la primera; y la idea hipostática es la fuerza conciliadora. La fuerza activa suscita la fuerza pasiva, pero la virtud suscitante, creadora, reside en la fuerza conciliadora, en la idea hipostática común a ambos halos. Esta idea es pues la esencia, el principio de la asociación. Cuando comprendo esto, me resulta evidente que mi apego a la convergencia asociativa de mi lenguaje es esencialmente apego a la hipóstasis de mi asociación, a lo que en ella es identidad, a lo que en ella representa al Uno principal. Remarquemos, por otra parte, que la idea hipostática de mi asociación no es consciente. Paso de la idea consciente ‘violín’ a la idea consciente ‘juglar’ sin ser consciente de la idea ‘tocar’ que las une. El principio dinámico de mi pensamiento asociativo no es consciente. No sorprende entonces que sienta que la palabra ‘juglar’ me llega, llega a mi consciencia, sin que yo haga nada. Puesto que considero que soy mi consciencia y no mi Inconsciente Principal, el origen de mis imágenes conscientes me parece extraño a mí mismo; tengo la impresión de que mis ideas me llegan como cartas por correo, un organismo extraño a mi organismo. El trazo horizontal continuo de nuestro triángulo corresponde al aspecto consciente de la asociación; los dos lados punteados corresponden a su aspecto inconsciente. Hemos dibujado el triángulo con la punta hacia abajo porque solemos imaginarnos el inconsciente como una profundidad subyacente a nuestro consciente (el mar bajo las olas). Las asociaciones se encadenan de manera continua; la segunda palabra de una constituye la primera de la siguiente. Si fantaseo a partir de la palabra ‘violín’, puedo tener las asociaciones ‘violín-juglar-aldea-campo-vacaciones-descanso’. Podemos representar estas asociaciones, con sus hipóstasis, de la siguiente manera:

El trazo continuo y recto que une las palabras asociadas representa la parte consciente de mi fantasía; el trazo punteado y zigzagueante que pasa por las ideas hipostáticas representa la parte inconsciente. El trayecto de mi pensamiento consciente se realiza de a saltos; salto de manera súbita de la idea ‘violín’ a la idea ‘juglar’ y de esta a la idea ‘aldea’, etc... En cambio el trayecto de mi pensamiento inconsciente es continuo.

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Vemos que nuestro lenguaje asociativo implica un doble proceso, con una mitad asociada y consciente y la otra hipostática e inconsciente. Pronto veremos que este doble proceso no es otro que el proceso imaginativo-emotivo del cual está hecho nuestro monólogo interior habitual. Examinemos antes lo que distingue ambos tipos de asociación, las dirigidas y las ‘libres’. Las asociaciones que se suelen formar en mi mente son más o menos dirigidas; mis ideas giran en torno a un tema que desempeña el papel de idea directriz. Cuando fantaseo, el tema de mi ensoñación se modifica a menudo, paso con frecuencia de una idea directriz a otra, pero a cada momento las imágenes de mi film giran en torno a una imagen que las centra. En este caso, las hipóstasis implícitas que vimos que existían debajo de las imágenes asociadas están a su vez unidas por una hipóstasis común más general. Cuando reflexiono sobre una cuestión, mi tema de reflexión es mucho más estable que los temas de mi ensoñación; la hipóstasis común bajo mi film imaginativo puede seguir siendo mucho tiempo la misma. Esta hipóstasis es continua y por tanto está implícita, pero de vez en cuando se explicita. Por ejemplo, mi reflexión mientras escribo este capítulo implica de una punta a la otra la idea hipostática de ‘asociación’; esta idea permanece estable implícitamente y se explicita de vez en cuando, cada vez que vuelve al texto la palabra ‘asociación’. Es fácil ver en este pensamiento asociativo ‘dirigido’ que mi apego a la convergencia de mi lenguaje es en esencia apego a su parte hipostática implícita o inconsciente. La idea directriz de mis asociaciones es, mientras dura, una ‘idea fija’; es a ella que estoy apegado y no a las múltiples imágenes conscientes que nacen de ella. Todas estas imágenes vienen a mí en función del interés que pongo en su idea directriz. Las asociaciones ‘libres’ no son habituales; suponen cierto esfuerzo de distención mental, de desconcentración, de no-reflexión; requieren en la práctica la intervención de otra persona. Esta persona me dice una palabra que escucho y dejo resonar en mí; y pronuncio, sin reflexionar, la primera palabra que me viene a la consciencia. En este caso, no hay en sentido estricto una idea directriz, no hay hipóstasis general. Pero hay una idea hipostática particular como en toda asociación. ¿Por qué me vino tal idea asociada y no otra? La palabra que me dieron implicaba, en su halo, una multitud de nociones y cada una de esas nociones habría podido, por identidad, ‘enganchar’ el halo de otra palabra y hacerla venir a mi consciencia; es decir que el halo de la palabra dada podía ocasionar la activación de múltiples hipóstasis, cada una correspondiente a una idea asociada diferente. ¿Por qué tal noción contenida en el halo de la palabra dada desempeñó el papel de hipóstasis, con exclusión de todas las demás? Porque esta noción particular, en el momento del ejercicio, tenía para mí mayor carga afectiva que todas las demás; de todas las ideas hipostáticas posibles, era esa a la cual estaba más apegado, la que correspondía a la convergencia más intensa. Así, mis asociaciones libres me informan sobre las modalidades particulares de mi apego general a mi representación del mundo. Las asociaciones libres representan el funcionamiento convergente más simple, más elemental, de mi pensamiento. La convergencia es mucho más marcada en las asociaciones dirigidas, incluso si me limito a fantasear, puesto que entonces las ideas hipostáticas están centradas en torno a una idea directriz. La menor asociación es ya una concentración mental; el triángulo asociativo elemental concentra las dos ideas asociadas en torno a la idea hipostática. Luego

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vienen todos los grados de esta concentración, según la amplitud de la idea directriz fija en torno a la cual se desarrollan las asociaciones elementales. De esta manera, vemos que el lenguaje convergente manifiesta con mayor o menor intensidad nuestro apego a la convergencia, y la convergencia en sí. Hemos dicho antes que nuestro pensamiento asociativo consta de una parte asociada consciente y una parte hipostática inconsciente; constituye el doble proceso ‘imaginativo-emotivo’ del cual está hecho nuestro monólogo interior habitual. Los dos aspectos de este proceso, el imaginativo y el emotivo, son coexistentes pero aun así distintos. En efecto, es a las ideas hipostáticas implícitas que estoy apegado, no a las imágenes conscientes; en cuanto soy consciente de mi film imaginativo, no estoy apegado a él, no experimento, no me emociono; mi pensamiento consciente es no- afectivo, puramente intelectual. En cambio, mi pensamiento me afecta, me emociona, mediante las ideas hipostáticas no formuladas que residen bajo mis asociaciones y las engendran; mi pensamiento me emociona mientras no aparece en mi consciencia. En definitiva, solo la mitad invisible de mi lenguaje asociativo es emotiva, mientras que su mitad visible es puramente intelectual. Si tengo la impresión de que las imágenes de mi film me afectan, es porque las confundo, de modo ilusorio, con las ideas hipostáticas que suscitan su aparición y que no veo. Consagremos un breve párrafo a las asociaciones que se realizan no entre los halos de las ideas verbales sino entre sus centros. Son ‘aliteraciones’ tales como: ‘parte-párrafo-párpado’ o ‘venganza-andanza-elegancia’ o ‘pariente-garantegarabato’. Aquí la hipóstasis no es una noción perteneciente a los halos de las palabras asociadas sino una parte del propio gesto-palabra. Estas asociaciones son en cierto sentido ‘musculares’, implican una identidad parcial del gesto verbal. Es útil, para comprender mejor la naturaleza de nuestro film imaginativo, volver al pensamiento animal. Las asociaciones de este pensamiento se realizan entre los halos de las nociones y entre sus centros. Las asociaciones entre los halos se asemejan plenamente a las que hemos estudiado en el hombre. Después de la experiencia, la noción que un perro tiene del azote implica, en su halo, el recuerdo del sufrimiento; y este recuerdo desempeñará el papel de hipóstasis que suscita una noción asociada, la de ‘huir’ o ‘tumbarse al suelo gimiendo’ o alguna otra. Pero las asociaciones entre los centros de las nociones animales difieren de lo que son en el hombre, puesto que estos centros no son imágenes verbales fijas sino imágenes mentales en movimiento calcadas de la realidad exterior presente; estas asociaciones no son otras que el desarrollo de circunstancias exteriores percibidas por la mente del animal. El animal no tiene como el hombre dos tipos de film imaginativo, uno calcado de la realidad, el otro inventado; no hay sino un film calcado de la realidad, sea la realidad presente (asociaciones entre los centros de nociones, desarrollo circunstancial), sea de la realidad pasada (asociaciones de halos de nociones). Las asociaciones del animal no pueden concernir más que a lo que está viviendo o a lo que ya ha vivido. El hombre, en cambio, si bien tiene un film imaginativo calcado de la realidad presente o pasada como el animal, puede además crear un film imaginativo inventado, verosímil o inverosímil, a su antojo. El hecho de poseer las convenciones arbitrarias que son las palabras permite al hombre inventar combinaciones asociativas independientes de las circunstancias reales de su vida. Pero si examinamos más de cerca el lenguaje humano convergente, vemos que la diferencia esencial que lo separa del pensamiento animal no es lo que

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acabamos de decir. Lo que caracteriza sobre todo a nuestro lenguaje convergente se debe a la coexistencia en él de la estructura lógica intelectual y la estructura asociativa vital. Antes de tener el intelecto verbal, el bebé tiene el pensamiento prelógico del animal. Cuando apareció el intelecto y se desarrollaron sus automatismos de convergencia, el pensamiento prelógico persistió debajo del nuevo pensamiento lógico; persistió en las ideas hipostáticas que sostienen las aspiraciones del pensamiento lógico. ‘Normalmente’ –es decir en el hombre en quien todas las posibilidades intelectuales, divergentes como convergentes, estuvieran desarrolladas– el pensamiento prelógico y el pensamiento lógico funcionarían en dos planos separados. El pensamiento prelógico constituiría una instancia psíquica inferior, práctica, correspondiente al plano de la vida individual, es decir a un campo limitado del cosmos. Y el pensamiento lógico constituiría una instancia psíquica superior, teórica, correspondiente al plano universal, es decir al cosmos en su totalidad. La relación que existiría entre estas dos instancias sería semejante a la que hemos visto entre la célula cortical y la célula medular en la elaboración del gesto muscular. El pensamiento lógico controlaría por inhibición el pensamiento animal y, así, el comportamiento estaría ordenado cósmicamente, adaptado a la totalidad cósmica, es decir sería del todo inteligente o razonable. Este hombre sería realmente un animal razonable. Pero en el hombre habitual solo está desarrollada una mitad de los automatismos intelectuales. A causa de ello, la instancia psíquica superior es incapaz de desempeñar su papel normal, de funcionar en un plano que domine al del pensamiento animal. Funciona, sí, pero en lugar de tener la iniciativa y de controlar de manera activa el pensamiento animal, es puesta en marcha por este pensamiento y funciona, en cierto modo, después de él. Así, nuestro monólogo interior habitual no manifiesta una verdadera Razón sino racionalizaciones provocadas por nuestra vida afectiva. Nuestros gustos y disgustos provocan, en nuestro pensamiento lógico, las ideas de lo que ‘debe ser’ y lo que ‘no debe ser’; nuestras preferencias relativas provocan parcialidades, juicios absolutos. Nos preguntamos sin cesar ‘qué debemos hacer’ en lugar de preguntarnos ‘qué queremos hacer’; la noción de ‘deber’ sustituye a la de ‘voluntad’. De ello resulta un comportamiento rígido, sistematizado, constreñido. Sin embargo, está la posibilidad, incluso con nuestro desarrollo incompleto, de tener un pensamiento razonable, una ‘inteligencia independiente’. En efecto, hemos visto que, junto a nuestras voluntades afectivas, existe una ‘voluntad de comprender por comprender’; el hombre en quien esta voluntad especial se racionaliza puede tener intuiciones intelectuales puras que lo instruyan correctamente. Pero este pensamiento, el más razonable que podamos tener en la actualidad, no puede sin embargo asumir su iniciativa normal y no controla nuestra vida. Esta subordinación de nuestro pensamiento lógico a nuestro pensamiento animal, o vital, explica en parte la impresión de esclavitud que experimentamos durante nuestro monólogo interior.

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CAPÍTULO 7 LA EXPRESIÓN DEL PENSAMIENTO

Volveremos sobre nuestro apego a la convergencia intelectual y las consecuencias que de él se derivan. Para ello, consideraremos de nuevo la transformación mental que se produce en el ser humano cuando pasa del estado de bebé sin intelecto al de niño y luego adulto dotado de un pensamiento verbal. El bebé tiene un pensamiento animal, preverbal, prelógico. Las nociones que lo componen están hechas de centros y halos. Los centros son imágenes mentales calcadas de la realidad; dependen del mundo exterior y están condicionadas por él. Los halos son huellas mnemónicas asociadas a la imagen central; manifiestan la memoria propia del sujeto y están pues, en un sentido, autocondicionadas. Los centros y los halos de este pensamiento son igual de móviles, líquidos, como la vida misma. En el adulto, los halos también son así, pero no los centros, que aquí están calcados de la realidad que es en sí misma móvil. Este pensamiento, en sus dos aspectos, participa pues de la estructura dual de la vida; contiene a la vez convergencia y divergencia al igual que la vida. En esto, el bebé, como el animal, se asemeja al hombre totalmente desarrollado, al hombre del satori. No obstante, difiere mucho de él. En efecto, la convergencia y la divergencia no son autónomas, no están aisladas una de otra, en este pensamiento no intelectual. Están íntimamente confundidas en un caos primordial; están en estado de virtualidades en una sustancia mental primordial y única. Solo más adelante podrán, gracias al intelecto, volverse autónomas, aislarse, purificarse, nacer una ante la otra. Entonces solo su conciliación, muy diferente de su confusión, hará la síntesis del pensamiento intelectual totalmente desarrollado. El pensamiento del bebé, dijimos, está autocondicionado en cuanto es memoria (halos de las nociones) y condicionado por el mundo exterior en cuanto es consciencia actual (centros de las nociones). Pero el aspecto autocondicionado depende del aspecto condicionado por el mundo exterior. El film imaginativo del bebé, como el del animal, depende de circunstancias exteriores y de sensaciones fisiológicas; el bebé no puede inventar un film a su antojo. Por lo tanto, este pensamiento está, a fin de cuentas, condicionado en su totalidad por fenómenos no mentales; el autocondicionamiento de la memoria es anulado por el hecho de que depende, en su funcionamiento, de fenómenos no mentales. Y este condicionamiento completo no puede estar acompañado de ninguna impresión de esclavitud justamente porque es completo; porque, en esta situación, el bebé no puede darse cuenta de que su pensamiento está condicionado. Luego, el niño, a partir de los dos o tres años más o menos, accede al plano de las ideas generales intelectuales, que se manifiesta a través de la capacidad de establecer convenciones simbólicas entre gestos verbales e ideas generales, es decir a través del lenguaje. Gracias a las palabras, el pensamiento del niño toma una forma que permite a su mente percibir su propio funcionamiento desde una perspectiva de ‘sujetoobjeto’. El carácter dual del pensamiento deviene entonces objeto de consciencia. Es en ese momento que la preferencia vital por la integración-convergencia se prolonga en parcialidad por la convergencia psíquica, es decir por el lenguaje convergente. Así como el pensamiento animal, para funcionar, tiene necesidad de

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objetos definidos, captables, que presenten una aparente permanencia, y de apoyarse así en un mundo exterior coherente, el pensamiento intelectual tiene necesidad de apoyarse en un mundo-representación definido, coherente, que presente una aparente permanencia, un ‘sentido’ aparente. Tal como es, el pensamiento animal dual, que funcionaba hasta entonces, no puede ser un objeto aceptable para el intelecto. Debido a la mezcla que implica entre la convergencia y la divergencia, es un objeto inutilizable para el funcionamiento del intelecto; al ser inutilizable, es negador, por lo tanto intolerable. Por ese motivo, el niño separa la divergencia, a la que excluye, de la convergencia, a la que acepta y utiliza. Es solo más adelante, una vez que la convergencia intelectual esté bien establecida sobre sólidos automatismos, que se podrá abordar la divergencia. Lo que acabamos de decir es tan importante para comprender nuestro funcionamiento mental actual que lo repetiremos con una formulación algo distinta. El pensamiento del bebé es totalmente móvil, líquido; le falta la inalterabilidad que habrá en las palabras, en la relación de identidad entre el centro de la palabra y su halo. Este pensamiento líquido manifiesta a la vez la integración y la desintegración; nace y muere a cada instante, según el modo vital, como el organismo material. Sin poder concebir las ideas abstractas de ‘vida’ y de ‘muerte’ en general, el bebé quiere lo que favorezca su vida (cosas particulares y en movimiento) pero no quiere todavía su vida (la idea general e inalterable). Cuando aparece el intelecto, el niño concibe las ideas generales de ‘vida’ y de ‘muerte’. Quiere su vida y rechaza su muerte, quiere la integración y rechaza la desintegración. En el plano somático o grosero, el niño percibe su cuerpo, lo percibe como una integración manifiesta que se desarrolla con capacidades constatables. Tiene formas precisas, descriptibles, aparentemente estables a cada instante, que garantizan al niño su ‘ser’ y lo tranquilizan sobre su nadidad. En el plano psíquico o sutil, en cambio, el pensamiento preverbal no presenta ninguna forma aparentemente estable, captable, que afirme el ‘ser’ psíquico y rechace el no-ser; este pensamiento se niega al mismo tiempo que se afirma. Constituye un mundo indescriptible porque se desordena al mismo tiempo que se ordena. El lenguaje constituirá una integración simbólica que conferirá al mundo psíquico una estructura fija, algebraica, sólida. Los halos de las nociones son aún líquidos pero sus centros se inmovilizan. Al expresar su pensamiento de forma verbal, el niño fabrica una estructura mental donde lo fijo se separa de lo móvil. Esta expresión es exorcismo porque elimina en parte lo móvil inasible que, en su totalidad, parecía negador. El pensamiento líquido pierde el aspecto aterrador que tenía sin ello y adquiere, gracias al lenguaje, un aspecto tranquilizador, afirmante. Cuando aparece el intelecto, el niño adquiere la capacidad de ser de manera consciente lo Incondicionado, el Principio Absoluto. A partir de entonces, le resulta intolerable verse condicionado desde afuera. Mediante la expresión de su pensamiento, la mente del niño se autocondiciona al fabricar un mundo para él solo. De esta manera se da a sí mismo la impresión de ser lo Incondicionado que condiciona el Mundo. Pero el mundo que la mente del niño condiciona no es el mundo objetivo; es un mundo subjetivo cuya creación responde a la reivindicación de ‘serabsolutamente-en-cuanto-distinto’. Por eso, este mundo es creado en función del

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individuo particular, según el modo vital que rige al individuo y que implica la parcialidad por la integración contra la desintegración. Es un mundo únicamente convergente, centrado en la ‘Yo-Realidad’. El lenguaje no aparece con su naturaleza ternaria –estructuras sintáctica, convergente y divergente– sino solo con una estructura sintáctica-convergente. Es únicamente ‘sensato’. En suma, el niño exorciza en sí mismo el pensamiento animal al expresarlo mediante las contracciones mentales que son los gestos verbales. Esta expresión inmoviliza los centros vivos de las nociones que devienen ideas verbales, en cierto modo ‘momificadas’. Con estas palabras-momias, el pensamiento intelectual construye un mundo ficticio únicamente convergente. Este proceso es muy normal. Lo que no es normal es que se detenga allí. Una vez que los automatismos intelectuales convergentes están bien establecidos, el lenguaje debería adquirir los automatismos de su funcionamiento divergente para que el intelecto, habiendo desarrollado todas sus posibilidades, pueda al fin crear, no ya un mundo ficticio subjetivo, sino el Mundo real objetivo. Veamos ahora la libertad relativa que confiere al hombre el funcionamiento del intelecto convergente. En el animal y en el bebé humano, las asociaciones mentales condicionadas por la naturaleza en la instancia psicomotriz llevan a concebir gestos somáticos, es decir a un comportamiento. Como el dinamismo vital da a esta concepción una fuerza ejecutiva, todo gesto concebido en la instancia psicomotriz es ejecutado por el cuerpo de inmediato. En una circunstancia de peligro, el animal cuyas asociaciones llevan a un comportamiento de huida, contraataque, o inmovilidad, está obligado a huir, contraatacar o quedarse inmóvil. En el ser humano las cosas son diferentes, debido al lenguaje. El lenguaje es una motricidad simbólica, localizada en los gestos verbales, que trasciende la motricidad animal extendida por todo el cuerpo. La motricidad mental trasciende la motricidad del cuerpo. Mientras que las asociaciones mentales del animal llevan necesariamente a la concepción y a la ejecución de gestos corporales, las del hombre llevan necesariamente a la concepción y a la ejecución de gestos mentales. Es la motricidad mental la que se halla, en el hombre, condicionada por la Naturaleza en su instancia psicomotriz. Esta motricidad constituye un hiato que protege la motricidad corporal contra la acción directa de la Naturaleza. La mente intelectual puede absorber, amortiguar el choque de la Naturaleza y ahorrárselo al comportamiento corporal. En una circunstancia de peligro en la que mis asociaciones inmediatas llevan a la idea de fuga, no necesariamente provocan la fuga; provocan necesariamente la concepción y la ejecución mentales de la idea de fuga; entre todos los comportamientos posibles, es este cuya idea se impone primero a mí. Pero este concepto, este gesto mental, puede amortiguar el choque del dinamismo vital y no ser acompañado por el comportamiento corporal correspondiente. Puedo suspender este comportamiento, evocar sus consecuencias probables, evocar las consecuencias de otros comportamientos, poner así en juego asociaciones más completas que las que resultaban solo de la circunstancia inmediata, y llegar a concebir un comportamiento distinto a la fuga; un comportamiento que, al final, adopto. Es evidente que esta facultad suspensiva que me otorga mi intelecto representa una relativa libertad. Me permite hacer intervenir, en el determinismo de mi comportamiento, asociaciones que la situación inmediata no provocaba. En lugar de corresponder solo a lo que experimento en el momento presente, mi

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comportamiento se ajusta a toda suerte de experiencias antiguas; no expresa solo lo que soy a propósito de la circunstancia presente sino cierta síntesis de mí mismo. Pero si bien mi motricidad mental protege a mi motricidad corporal de un condicionamiento directo por la Naturaleza, ella misma está condicionada por la Naturaleza de manera directa y rigurosa. Y ya vimos que este condicionamiento es sentido como restrictivo mientras el desarrollo total de mi intelecto no me haya identificado con la Naturaleza. El hombre dotado de intelecto es, en realidad, totalmente libre, pero solo puede gozar de una libertad relativa mientras sus posibilidades intelectuales permanezcan realizadas a medias.

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CAPÍTULO 8 NATURALEZA HIPNÓTICA DE NUESTRA ATENCIÓN ACTUAL

En realidad soy absolutamente libre; pero todo sucede en mí en la práctica como si no lo fuera, debido a mi apego actual a mi convergencia mental. Consagraremos este capítulo al estudio de nuestra aparente esclavitud. El dinamismo vital ya no actúa de manera directa sobre mí, ser humano dotado de intelecto, sobre mi motricidad corporal, sino sobre mi motricidad mental, sobre la fabricación de mi film imaginativo. Cuanto más profundamente atañan las circunstancias al ‘combate vital’ que opone en mí la ‘Yo-Realidad’ a la ‘Amenaza’, según mi dramatización de las cosas, más profundamente entra en juego mi dinamismo vital y, por lo tanto, mi motricidad mental. Debido al hiato entre motricidad mental y motricidad corporal, a menudo sucede que mi cuerpo no hace nada, que de mi movimiento mental no resulta ninguna acción corporal. A menudo el debate imaginativo que mi facultad suspensiva permite es bien complejo; se oponen en él de manera irreductible deseos absolutizados y contradictorios, que no desembocan en la decisión por ningún comportamiento. No hago nada, o en todo caso nada adaptado a la circunstancia real (camino de un lado a otro fumando cigarrillos que apago de inmediato, etc...). En este caso, mi movimiento mental no es una actividad sino una agitación. A falta de una acción corporal que modifique la circunstancia presente, este proceso de agitación mental se realiza porque sí. Mi film imaginativo exorciza con eficacia las temibles corrientes de mi pensamiento subconsciente sin forma expresando solo su aspecto convergente. Pero esta eficacia solo vale en el instante; el film exorcizante, convergente, asociativo, conlleva un dinamismo sin forma (las imágenes hipostáticas no conscientes) que mantiene en movimiento el pensamiento sin forma a exorcizar. El remedio activa la enfermedad al mismo tiempo que la neutraliza. Se establece un círculo vicioso del que siento que mi pensamiento es prisionero. Mostraremos con mayor precisión en qué consiste esta aparente prisión y cómo nuestro apego a la convergencia mental pone a nuestro pensamiento en una situación de hipnosis. Mi ‘querer vivir’, voluntad de integración con rechazo de la desintegración, se traduce en mi intelecto en la voluntad de convergencia con rechazo de la divergencia. Estoy apegado a la convergencia de mi mente no solo porque la quiero sino porque la quiero con exclusión de su divergencia. En resumen, no es a mi pensamiento convergente que estoy apegado, sino a la convergencia de mi pensamiento. A causa de este apego, mi consciencia no recibe el pensamiento convergente; lo toma. Pero al mismo tiempo es tomada por él. ¿Cómo comprender esto? En realidad, la actividad de mi consciencia, bajo la influencia de mi ‘querer vivir’, no consiste en captar la convergencia mental sino en ofrecerse de manera activa y exclusiva al campo magnético convergente de la Esencia de la Mente. Recordemos la ilustración de la limadura de hierro entre los dos imanes. Si mi consciencia se ofreciera a la convergencia sin rechazar la divergencia, recibiría el pensamiento convergente sin estar pegada y fija a él. Pero se ofrece a la convergencia rechazando la divergencia; debido a ello, se halla presa, esclavizada por el

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pensamiento convergente. Su relación con el pensamiento formal, en lugar de ser una adhesión, es una adherencia que la constriñe. En esta adherencia, mi consciencia percibe la imagen mental presente como si esta imagen fuera la única posible, perdiendo de vista las posibilidades indefinidas de todas las otras imágenes. Si hubiera adhesión en lugar de adherencia, no sería consciente, es cierto, más que de la imagen mental presente, pero del mismo modo que de todas las demás imágenes posibles; sería consciente de la imagen presente no en cuanto es distinta de otras sino en cuanto manifiesta, como las otras, la única Esencia de la Mente. Es decir que sería consciente de la Esencia de la Mente en la consciencia que tendría de la imagen presente; sería consciente de la arcilla en mi consciencia del objeto de arcilla. Como hay adherencia, no soy consciente más que de la imagen presente e ignoro la Esencia de la Mente, de la que sin embargo esta imagen es la manifestación directa. Todo sucede pues como si la imagen presente despertara mi consciencia a ella sola y al mismo tiempo la adormeciera a la posibilidad de todas las otras imágenes, es decir a la Esencia de la Mente que las contiene todas. Mi pensamiento parcialmente convergente es un pensamiento hipnótico. Mi consciencia está en la situación de un hombre adormecido por un hipnotizador. El hipnotizador adormece a su sujeto a todas las cosas salvo a las palabras que él pronuncia. Es un error considerar, como suele hacerse, que el estado hipnótico es un sueño; en realidad es una vigilia exclusiva, es decir una vigilia que nadifica todo aquello a lo que no está consagrada. Esta relación hipnótica entre mi consciencia y la imagen mental presente es mi atención actual. Mi atención actual está apegada, es a la vez captadora y cautivada. Es captadora en cuanto resulta de mi voluntad exclusiva de la convergencia mental; y es cautivada porque el magnetismo de la convergencia, no equilibrado por el de la divergencia, inmoviliza mi consciencia, la adormece y la cierra a todo lo que no es la forma particular de la imagen presente. Como mi atención actual está apegada a su objeto, es a la vez captadora y cautivada, mi identificación con el desarrollo de mi pensamiento formal es de naturaleza hipnótica y la experimento como esclavizante. Estoy entonces tentado de maldecir esta identificación haciéndola responsable de mi supuesta esclavitud; estoy tentado de luchar contra ella. Mostraremos que esta tentativa resulta de una comprensión inexacta y que nos pone en un camino peligroso, opuesto al de nuestro desarrollo completo. Desde luego, el estado de hipnosis en el que hoy estoy, que me priva de la percepción consciente dichosa de la Esencia de la Mente, es en términos subjetivos muy penoso. Pero mi desgracia no consiste en absoluto en mi identificación con mi pensamiento formal; consiste en el hecho de que esta identificación, que es normal, concierne de manera exclusiva a la imagen mental presente. Es este carácter exclusivo lo que me impide percibir la Esencia de la Mente en la imagen presente; es esto lo que me priva de la identificación con esta Esencia misma, identificación que eliminaría el dualismo ‘sujeto-objeto’ puesto que lo que percibiría la Esencia de la Mente sería esta Esencia misma, principio de todas mis percepciones. Si mi identificación, sin dejar de estar, dejara de realizarse exclusivamente en la imagen particular presente, yo tendría un desarrollo completo, sería el hombre del satori; tendría percepciones duales pero ya no dualistas; no confundiría el objeto que observo con mi propio organismo, pero no

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vería entre ellos ninguna oposición porque vería su identidad principial al mismo tiempo que su diferencia manifiesta. La desgracia de la identificación con el pensamiento presente reside solo en su carácter limitado, particularizado; todo sucede entonces como si la Esencia de la Mente, el Todo, se hallara condicionada por la parte. Nuestra atención antes del satori está siempre cautivada; la desgracia no es que en estas condiciones nuestra consciencia esté en una prisión, sino que no esté al mismo tiempo en todo el Cosmos del cual esta prisión es ya una parte. Examinemos una consecuencia de nuestra hipnosis actual. Cuando mi atención ha estado cautivada durante cierto tiempo por un espectáculo cualquiera o un ensueño, sucede que el hilo de mi pensamiento se rompe y me doy cuenta a posteriori de la actividad mental que acaba de realizarse en mí. Tengo entonces la impresión de que, durante ese tiempo en el que pensaba sin darme cuenta de que pensaba, estuve ausente a mí mismo; y tengo también la impresión de que, ahora, vuelvo a mí y estoy presente a mí mismo. Veamos cómo se explica esta impresión. Si mi atención perdiera su carácter apegado, exclusivo, percibiría la Esencia de la Mente al percibir la imagen mental presente, y no localizaría esta percepción ni dentro ni fuera de mí, puesto que la Esencia de la Mente, Principio de todo lo que percibo, es a la vez el objeto y el sujeto; es un centro situado en todas partes y en ninguna; no es localizable. En cambio, mientras mi atención conserve su carácter apegado, necesariamente tendré la impresión de que mi consciencia está localizada en algún lado. Cuando el objeto percibido concierne al mundo exterior, tengo la impresión a posteriori de que mi consciencia estaba fuera de mi cabeza. Cuando el objeto percibido consiste en mi funcionamiento mental en sí, tengo la impresión presente de que mi consciencia reside en mi cabeza. Estoy tentado de pensar, entonces, que siempre debería sentir que mi consciencia reside en mi cabeza, que esa es su localización ‘normal’, y que estoy en falta, alienado de mí mismo, cuando mi consciencia está afuera. Este es un error de comprensión. En primer lugar, no estoy ‘en falta’ cuando mi consciencia parece localizada aquí o allá; esta impresión es solo el signo de un desarrollo incompleto de mi intelecto, de un estadio evolutivo que normalmente precede el desarrollo completo. Por otra parte, no hay ninguna diferencia significativa entre la localización de mi consciencia en mi cabeza o fuera de ella; el signo de mi desarrollo incompleto no es que localice mi consciencia en un punto en vez de en otro, sino que la localice en algún lado. Es un grave error condenar lo que ya se halla realizado en mí, condenar mi identificación con mi pensamiento formal presente, e intentar acabar con esta identificación. Es más inteligente adherir a lo que ya está realizado en mí y trabajar para adquirir lo que todavía falta. Si cometo este error de condenar mi atención cautivada-captadora actual, caigo en un segundo error: concibo la posibilidad de una ilusoria atención ‘voluntaria’ que decido cultivar para reemplazar la atención cautivada. En realidad, no hay una atención involuntaria y una atención voluntaria. La atención cautivada-captadora actual ya es voluntaria puesto que traduce precisamente mi voluntad exclusiva de convergencia mental; todo lo que se podría decir es que la atención del hombre no desarrollado por completo expresa una voluntad exclusiva, mientras que la del hombre realizado por completo expresará una voluntad no exclusiva. Por otra parte, la atención que puedo tener en mi vida antes del satori es necesariamente cautivada puesto que es necesariamente captadora.

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Mostraremos que la así llamada atención ‘voluntaria’ siempre es una atención cautivada, solo que sobrecargada con una peligrosa complicación. Como acabamos de recordar, mi atención ordinaria ya es voluntaria, puesto que traduce mi voluntad exclusiva de convergencia mental. Pero esta voluntad no es explícita; funciona sin que me dé cuenta de que funciona; por eso, cuando luego pienso en ello, tengo la impresión de que mi consciencia ha estado cautivada pese a sí misma por el film imaginativo. Cuando en cambio hago esfuerzos de supuesta atención ‘voluntaria’, mi voluntad exclusiva de convergencia mental es explícita; me doy cuenta de que funciona mientras lo hace; percibo entonces el objeto exterior ya no solo para percibirlo sino para percibir mi funcionamiento mental con motivo de la percepción exterior; percibo mi consciencia localizada en la cabeza a la vez que percibo el objeto exterior. Tengo entonces la impresión de que mi atención, habitualmente cautivada, se ha vuelto captadora (activa y ya no pasiva). En realidad, mi atención ordinaria ya era captadora, y la así llamada atención ‘voluntaria’ sigue siéndolo, pero esta vez de una manera más complicada que agrava mi condición actual. Tomemos un ejemplo concreto: estoy sentado en una sala de espera; si observo la sala con mi atención ordinaria, los objetos que hay allí captan mi atención, la retienen más o menos según el interés que despiertan en mí, con total flexibilidad y espontaneidad. Si hago esfuerzos de atención ‘voluntaria’, queriendo conservar la impresión de que mi consciencia está localizada en mi cabeza, observo los objetos a la vez que percibo que los percibo, veo mientras me digo que veo. Mi supuesta actitud ‘activa’, que sustituye a mi actitud ordinaria ‘pasiva’, expresa entonces una doble reivindicación, en lugar de una simple: en primer lugar, como es habitual, reivindico la imagen mental presente calcada del objeto exterior; y, además, la imagen mental de mí reivindicando la imagen exterior. La segunda imagen, interior, es el fin para el que la imagen exterior es el medio. De ese modo, tengo la impresión de liberarme de la ‘esclavitud’ que me imponía el objeto exterior en la atención ordinaria; percibo que mi consciencia está localizada en mi cabeza y que desafía con orgullo al mundo exterior a que la haga salir. Pero la aparente esclavitud que me imponía el objeto exterior es reemplazada por la que me impone la imagen fija (la ‘idea fija’) de mí percibiendo el objeto exterior. En lugar de darme a la hipnosis sin saberlo, me doy sabiéndolo (y pretendiendo esta vez estar despierto). Pero mi estado sigue siendo hipnótico; es el mismo pero de modo más lamentable porque la imagen hipnotizante (la imagen de mí percibiendo los objetos exteriores) está fija, inmovilizada por una contractura intelectual, mientras que en la atención ordinaria las imágenes hipnotizantes se sucedían con el movimiento de la vida. En la así llamada atención ‘voluntaria’, mi pensamiento sigue estando en el plano de la vida (es decir, dirigido por la reivindicación exclusiva de la convergencia), pero de una vida contrariada por la inmovilización de la imagen cautivante. Creyendo hacer un esfuerzo por salir del plano de la vida hacia uno superior, hacia el intelecto puro, hice un esfuerzo hacia abajo, hacia lo inanimado; pero, si bien no llego así a disminuir en mí la mitad de realización que la vida ya implica, hago lo opuesto al ‘contra-trabajo’ necesario para completar mi realización, y corro el riesgo de desarmonizar en mayor o menor medida mis automatismos de convergencia. Volveremos sobre este riesgo cuando estudiemos en general los efectos de los ejercicios de concentración.

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CAPÍTULO 9. EL LENGUAJE NO-CONVERGENTE

Hemos visto que, si dejamos hablar a nuestra mente sin dirigir su discurso sobre algún tema, se elabora un lenguaje con estructura sintáctica pero que no presenta para nosotros ningún ‘sentido’. Para producir este lenguaje no-convergente es preferible escribir. Claro que podría dejar que mi discurso no-convergente se pronunciara simplemente en mi cabeza, pero el trabajo de control del que hablaremos sería menos riguroso. La escritura es un soporte útil para la nitidez de nuestro pensamiento formal, sea este convergente o no-convergente. Escribo entonces la primera palabra que viene a mi intelecto, luego la frase sintácticamente correcta que se presenta a continuación. Cuando esta frase se ha desarrollado por completo, hago venir otra, etc... Lo que caracteriza en esencia el lenguaje no-convergente es el hecho de que no es asociativo; las palabras solo están ligadas por la sintaxis. Para eso, es necesario que yo no oiga la palabra que viene a mí; debo por supuesto escucharla (si no no podría tomar consciencia de ella y escribirla), pero no oírla, es decir dejarla resonar en mí con su halo cargado de ‘sentido’. Explicaremos en detalle, durante el siguiente capítulo, esta importante distinción entre ‘escuchar’ y ‘oír’. Por el momento, nos basta comprender que cuando oigo una palabra, no solo oigo su centro no-vivo sino también su halo vivo; todas las nociones ‘sin forma’ y cargadas de afectividad que componen este halo se despiertan en mí y tienden a suscitar por convergencia una nueva palabra asociada a la primera. Si oigo la palabra que ha venido, esta suscita la palabra siguiente determinándola por asociación. Debo, pues, escuchar la palabra que viene a mí sin oír su sentido (nótese que, en francés, ‘oír’ (entendre) es sinónimo de ‘entender’; toda comprensión supone una convergencia asociativa). No debo tampoco oír el centro, es decir el sonido de la palabra; si lo oyera, la palabra siguiente podría estar asociada por aliteración; o bien la misma palabra podría volver con obstinación a mi texto, asociada a sí misma por repetición. En resumen, hay tres tipos de asociaciones que se trata de evitar al no oír la palabra: las asociaciones de sentido, las de consonancia y las de repetición. Escuchar las palabras que vienen a mí para escribirlas y componer frases sintácticamente correctas, sin oírlas ni entenderlas, es la característica esencial del funcionamiento no-convergente del intelecto. Es también su gran dificultad. Porque mis automatismos de convergencia, los únicos desarrollados hasta ahora, se traducen en mí en el hábito de oír mi pensamiento formal; lo oigo porque por lo general quiero oírlo y entenderlo para ‘experimentar’, para sentir que condiciono mi mundo-representación. Por eso, al comenzar el entrenamiento en el lenguaje no-convergente, es imposible que lo haga a la perfección. Lo que se trata de realizar es nada menos que el ‘soltar’ del que habla el Zen, ese ‘hacer’ totalmente nuevo que es un ‘no hacer’. La ‘presa’ a soltar es el gesto interior contraído mediante el cual oigo mi pensamiento formal, es mi atención captadoracautivada. No puedo lograrlo de entrada porque ello supone estar en plena posesión de automatismos de no-convergencia que todavía no poseo más que en germen y que justamente quiero adquirir. Es necesario un esfuerzo paciente, un

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esfuerzo totalmente nuevo de no-contracción mental, de no-atención, de noreivindicación egoísta. En esta etapa inicial, la escritura no-convergente es difícil. Me sucede a menudo oír la palabra que vino a mí; entonces la palabra siguiente está asociada a ella de una manera u otra. Para resistir esto, rechazo la palabra asociada, no la escribo, y espero otra. Durante este tiempo, me desenganché de la palabra que había oído; se amortiguó la resonancia vibratoria que había producido en mí; se aplacó su onda afectiva; y en la medida en que esto haya sucedido, habrán aumentado las posibilidades de que la palabra siguiente no esté asociada. Pero estos esfuerzos no-asociativos se deben hacer con moderación. Si me impusiera lograr de entrada un texto perfectamente no-asociativo, bloquearía mi mente ante una imposibilidad. Si quiero ponerme en marcha en este nuevo funcionamiento intelectual y progresar en él, debo admitir mi imperfección actual y tener cierta indulgencia hacia mis pasos en falso, es decir hacia cierta cantidad de asociaciones. Lo que importa en este ‘contra-trabajo interior’ no es la no-convergencia del texto obtenido sino el esfuerzo que hago para obtener un texto no-convergente; no es necesario que este esfuerzo sea coronado por un éxito total para que sea provechoso. La adquisición de los automatismos de no-convergencia es comparable a la de los automatismos de convergencia. Cuando hacía composiciones en español o traducciones del latín, la finalidad no era obtener un texto perfecto, sino los esfuerzos que hacía por aprender la convergencia intelectual. Si me hubiera impuesto hacer desde el comienzo deberes perfectos, habría bloqueado todo mi aprendizaje. No podemos insistir lo suficiente sobre el hecho de que el texto noconvergente que se escribe poco a poco en la hoja no tiene ninguna importancia en sí mismo. Releerlo es inútil; esta lectura no puede enseñarme nada. Lo que me ha enseñado algo fue solo el esfuerzo de no-contracción mental que hice al escribirlo. Sin embargo, si por curiosidad releo lo que acabo de escribir, noto que en la medida en que llegué a no ‘oír’ las palabras que venían a mí, este texto no me dejó ningún recuerdo. Reconozco las palabras que no pude impedirme oír, pero las que logré no oír me sorprenden; no recuerdo haberlas pensado. En efecto, no hay memoria sin ‘experimentar’; las huellas mnemónicas suponen vibraciones afectivas. Bergson definió la consciencia como memoria, y tuvo razón en cuanto la consciencia funciona en modo convergente. Pero la consciencia puede funcionar en modo no-convergente y entonces es no-memoria. Podríamos estar tentados, para romper de manera radical con el hábito de la convergencia intelectual, de dejar incluso la sintaxis y la forma habitual de las palabras (creando palabras arbitrarias). Esa es una dirección errada; si se la sigue hasta el fin, se llega a hacer producir a la mente un lenguaje cada vez menos articulado, un balbuceo en el que se destruye el lenguaje en cuanto tal. No se trata de destruir el funcionamiento verbal del intelecto sino de adquirir su funcionamiento verbal no-convergente. La estructura sintáctica, común a los lenguajes convergente y no-convergente, no ha de abandonarse en lo más mínimo y es incluso totalmente necesaria. Todo lo que en nuestro lenguaje habitual representa el Uno principal –la estructura sintáctica y la fijeza de las convenciones que son las palabras habituales– se debe respetar.

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El lenguaje no-convergente nos plantea una cuestión: si las palabras que en él vienen a mi consciencia no están determinadas por asociaciones, ¿qué las determina? ¿Por qué viene a mí en tal momento tal palabra en lugar de otra? Nada sucede en este mundo sino en virtud de cierto determinismo. Si no es el determinismo convergente lo que opera en mi intelecto, ¿cómo comprender lo que entonces sucede? Esta pregunta al principio es desconcertante. Estamos tan habituados únicamente al determinismo asociativo que nos tienta suponerlo también en el origen del lenguaje no-convergente. Admitiríamos de buena gana que las asociaciones se esconden en lo profundo del psiquismo, pero nos costaría admitir que no las hay. Hay sin embargo dos determinismos diferentes operando en nuestro microcosmos mental, así como en el macrocosmos. Es en la escala del macrocosmos donde mostraremos la existencia de estos dos determinismos, de los cuales uno es convergente-divergente mientras que el otro es no-convergenteno-divergente. El Cosmos es un Todo que contiene las diez mil cosas particulares y se manifiesta en ellas. Según la perspectiva analítica, la de nuestra inteligencia, el Cosmos aparece pues de dos maneras: por una parte, de manera general, como Todo; por otra parte, de manera particular, como multiplicidad. Cuando considero el Cosmos como multiplicidad, el determinismo que allí aparece preside el devenir individual de cada cosa, los fenómenos de integración-desintegración que se producen en cada cosa según su naturaleza y las influencias que recibe de las otras cosas. Puesto que este determinismo preside la integración-desintegración de las cosas, es convergente-divergente. Implica múltiples leyes (físicas, químicas, biológicas, etc...), que conozco o puedo conocer, y que me hacen comprender el ‘cómo’ de cada fenómeno particular. Comprensión y convergencia van de la mano; comprendo un fenómeno al asociarlo a otro de manera convergente; este determinismo me hace comprender los fenómenos porque implica un aspecto convergente. Si, en cambio, contemplo el Cosmos como el Todo que contiene la multiplicidad, el determinismo que allí aparece concierne no ya a cada cosa en su particularidad, en su devenir individual, sino el encuentro de las cosas, encuentro que influye en los devenires particulares de las cosas que se encuentran. Este determinismo no preside los devenires sino el movimiento general cósmico que engendra los devenires; preside una permanencia que está detrás de los fenómenos impermanentes. También implica una única ley, la ley estadística. Puedo comprender esta ley, pero eso no me permite comprender tal encuentro particular que depende de la ley. Este encuentro, en efecto, pertenece a la permanencia universal –que no es ni convergencia ni divergencia– y no a un devenir convergente-divergente; y no puedo comprender algo que no sea convergente. Tomemos un ejemplo para aclarar esta difícil cuestión. Se siembra un grano de trigo, que comienza a germinar; viene un cuervo que se lo traga y lo digiere. Puedo comprender lo que ha sucedido si contemplo el suceso al nivel del grano y al nivel del cuervo. Los fenómenos de la germinación del grano y de la nutrición del cuervo obedecen a leyes que pertenecen al determinismo convergentedivergente. Pero no puedo comprender por qué este cuervo ha comido este grano en este segundo, es decir el encuentro del grano y del cuervo en el espacio-tiempo.

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En efecto, este encuentro obedece a la ley estadística que pertenece al determinismo no-convergente-no-divergente, es decir a la permanencia del Cosmos. Existe pues en el Cosmos, junto al determinismo convergente-divergente que me explica los fenómenos particulares y me permite preverlos, otro determinismo, no-convergente-no-divergente, que rige los encuentros de las cosas sin permitirme explicarlos ni preverlos. El funcionamiento de este determinismo, al nivel de un fenómeno particular imprevisible, es lo que llamamos el azar. Todo lo que acabamos de decir se aplica tanto al macrocosmos como a nuestro microcosmos mental. Aquí también existen dos determinismos. Por lo general, no conocemos más que el determinismo convergente-divergente que hace y deshace nuestras asociaciones. Pero es otro determinismo, noconvergente-no-divergente, el que preside la elaboración del lenguaje noconvergente, determinismo estadístico que rige lo que llamamos ‘el azar’. Freud tuvo razón al rechazar el azar mental en el funcionamiento asociativo; pero no vio que el azar, sin embargo, puede funcionar en nuestro intelecto cuando nos desapegamos voluntariamente de la convergencia mental. En la medida en que mi lenguaje es no-asociativo, las palabras aparecen en él según la ley estadística. Puedo explicar así su nacimiento en general, pero me es imposible explicar por qué apareció tal palabra en tal instante. Sabemos que la cibernética creó un lenguaje binario que usa solo dos signos, por ejemplo 1 y 0. Si se lanza al azar una serie irregular de unos y de ceros, esta serie puede traducirse luego en un texto. Es sorprendente constatar hasta qué punto un texto así se asemeja al que produce nuestro cerebro cuando habla sin asociar. El mismo azar operó en ambos casos. Es evidente que los dos textos no son idénticos, pero se parecen por el hecho de que no se desprende de ellos ninguna tonalidad afectiva. El lenguaje no-convergente expresa el ‘no-querer experimentar’; tampoco expresa ningún estado afectivo, ningún color; tiene el blanco puro de la ausencia de estado afectivo. Cada palabra del texto, tomada por separado, puede despertar una resonancia afectiva en el lector; pero el conjunto del texto no despierta ninguna resonancia, no tiene ningún sentido móvil, emotivo; manifiesta la inmutabilidad sintáctica del Uno principal, inmutabilidad que, para nosotros hoy, es todavía ininteligible. El lenguaje no-convergente no está vivo, no está estructurado según el modo de la vida. Manifiesta y realiza mi voluntad de no-vida (voluntad que, como vimos, ya está encarnada en mí, pero no realizada), en comparación con mi voluntad de vida ya realizada. Representa el ‘contra-trabajo’ que apunta a la muerte-pararenacer, esta muerte-renacimiento de la que nos hablan todas las enseñanzas iniciáticas. El lenguaje no-convergente es la única ascesis real. Realiza el no-apego al nivel primordial donde reside nuestro apego ya realizado, al nivel de la elaboración de nuestro mundo subjetivo. El verdadero no-apego no consiste en separarse de lo que se posee sino en poseer como si no se poseyera. No se trata de separarnos de nuestra potencia verbal, sino de poseerla como si no la poseyéramos, es decir dejarla actuar de modo tal que no nos genere ninguna afirmación egoísta. El Zen nos dice: ‘Despierta la mente sin fijarla en nada’. Nos aconseja así practicar la atención sin objeto. El lenguaje no-convergente realiza solo esta

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atención sin objeto, es decir esta atención que tiene un objeto como si no lo tuviera. A partir de que uno empieza a ejercitar este lenguaje, se siente la atención nueva que lo preside; es una vigilancia constante a no estar atento como de costumbre, a no captar, a no tomar, a soltar una y otra vez la presa que tiende a restablecerse. Es una vigilancia de nada, del vacío, del verdadero vacío que no es la ausencia de formas mentales, sino la ausencia del sentido convergente y egocentrado de las formas mentales no obstante presentes.

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CAPÍTULO 10 EL LENGUAJE NO-CONVERGENTE (continuación)

El lector quizás haya notado una aparente contradicción en nuestra terminología en cuanto al lenguaje no-asociativo: primero denominamos a este lenguaje ‘divergente’ y, luego, ‘no-convergente’. Puesto que existen dos determinismos, uno convergente-divergente y otro no-convergente-nodivergente, y que vemos que este segundo determinismo preside la aparición de las palabras en el lenguaje no-asociativo, puede parecer contradictorio llamar a este lenguaje unas veces ‘divergente’ y otras ‘no-convergente’. Queremos explicar este punto porque nos permitirá al mismo tiempo precisar ciertas ideas importantes para toda nuestra exposición. Los dos determinismos que operan en el microcosmos y en nuestro microcosmos intelectual no funcionan uno junto al otro en pie de igualdad, sino en una jerarquía construida según la ley de Tres. Podemos representar esta jerarquía con el siguiente triángulo: El determinismo convergente-divergente es inferior; forma, con sus dos aspectos, la base del triángulo. Es dual puesto que tiene dos aspectos diferenciados. Su aspecto convergente corresponde, en el universo, a la ley de gravedad (atracción de masas-energías; campo magnético convergente); su aspecto divergente corresponde a la ley de expansión del universo (repulsión de masas-energías; campo magnético divergente). Estas dos leyes-madres engendran todas las leyes científicas que rigen la multiplicidad. El determinismo no-convergente-no-divergente es superior; forma la cima del triángulo. Es no-dual y se expresa mediante la única ley estadística. Estas nociones, que abordamos aquí desde la intuición metafísica, han sido redescubiertas ahora por la física y las matemáticas. El determinismo superior (ley única estadística) ha sido redescubierto por de Broglie en su ‘Mecánica Ondulatoria’, y por Einstein en su ‘campo unificado’ del universo. Se sabe también que el estudio de la luz y la electricidad condujo a dos teorías, una ‘corpuscular’ y la otra ‘ondulatoria’; la teoría corpuscular corresponde al determinismo inferior, dual (los corpúsculos se atraen o se repelen; la electricidad es positiva y negativa); la teoría ondulatoria corresponde al determinismo superior no-dual. Pese a las esperanzas de ciertos eruditos, estas dos teorías son irreductibles puesto que corresponden a dos determinismos realmente distintos en el universo. La ciencia puede llegar a demostrar que las nociones de ‘masa’ y de ‘energía’ son equivalentes, y no sorprende porque los dos determinismos están unidos por la ley de Tres; pero estas dos nociones permanecerán siempre distintas desde nuestra perspectiva intelectual analítica; no podemos concebir su unidad bajo una forma porque esta no es otra que la Única Realidad Informe. La ley única del determinismo superior domina y rige las leyes del determinismo inferior. Este dato nos brinda cierta explicación metafísica del ‘milagro’. Si bien podemos comprender la ley única estadística en general, no podemos comprender su funcionamiento en tal fenómeno particular. En ese sentido, el encuentro del cuervo y del grano en tal instante, o bien el surgimiento de tal palabra en el lenguaje no-asociativo, son propiamente hablando ‘milagrosos’, incomprensibles e imprevisibles. En la medida en que ha realizado la divergencia mental y, al mismo tiempo, la no-convergencia-no-divergencia, el

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hombre es capaz de hacer funcionar el determinismo superior, mediante el Verbo realizado por completo, y de influenciar así el curso de las leyes del determinismo inferior, sin tener que comprender de manera analítica cómo es que esto sucede. Cuando ejercito el lenguaje no-asociativo, mi esfuerzo directo es solo un esfuerzo de divergencia, un esfuerzo por favorecer la divergencia. En mi lenguaje habitual ya hay divergencia; una imagen verbal se desintegra al mismo tiempo que otra se integra; pero entonces la divergencia está subordinada a la convergencia asociativa; solo abandono una palabra por otra cuando hay una identidad parcial entre ambas. En el lenguaje no-asociativo, en cambio, paso de una palabra a la siguiente oponiéndome a la transición asociativa; hago cesar la subordinación de la divergencia a la convergencia; favorezco pues la divergencia, mi esfuerzo es un esfuerzo de divergencia. Pero en la medida en que este esfuerzo logra que los dos aspectos del determinismo inferior, convergente y divergente, funcionen por igual, el determinismo superior funcionará de modo tal que el lenguaje elaborado en el esfuerzo de divergencia no será divergente sino no-convergente-nodivergente. En suma, cuando escribo sin asociar, mi trabajo es un trabajo de divergencia que pertenece al determinismo inferior, pero logro así que funcione en mí el determinismo superior. Por eso este lenguaje no-asociativo puede considerarse divergente en cuanto lo elaboro y no-convergente-no-divergente en cuanto se elabora en mí. Volvamos ahora al lenguaje no-convergente y mostremos en qué difiere del lenguaje que ha propuesto el ‘surrealismo’ bajo el nombre de ‘lenguaje automático’. En primer lugar, esta denominación es inexacta puesto que el lenguaje convergente habitual ya es automático; hemos hablado lo suficiente sobre los automatismos de convergencia y de divergencia para no tener que extendernos sobre este punto. Pero nuestras críticas al surrealismo son más graves. Es cierto que hay en el lenguaje surrealista cierta disminución de la convergencia habitual. Pero no se ha definido el esfuerzo por no oír la palabra que viene, por no asociar. Ahora bien, lo esencial es justamente este esfuerzo. El surrealismo cometió sobre todo el error de interesarse en el texto producido; quiso ver en él una suerte de mensaje portador de un ‘sentido’ superior. Supuso el sentido de este texto superior al sentido de los textos ordinarios, pero de la misma naturaleza, puesto que este texto merecía ser leído, puesto que se suponía que revelaba algo al lector desde una perspectiva ‘poética’, es decir creadoraintegradora, es decir comprensible para el hombre no completamente desarrollado. El esfuerzo surrealista hacia la divergencia volvía a caer enseguida en el culto habitual a la convergencia, culto del cual, en el fondo, nunca había salido. Lo que acabamos de decir sobre el surrealismo vale también para todos los intentos análogos hechos por el arte ‘moderno’ en varios ámbitos. Tras las decepciones causadas por las producciones artísticas donde el culto a la convergencia llevaba a una pesada reiteración, los artistas tuvieron una reacción bien comprensible contra el aspecto demasiado ‘sensato’ de las obras de arte. Se dio un golpe de timón en dirección hacia lo ‘insensato’ para evitar la asfixia. Pero esta reacción fue de origen afectivo, no puramente intelectual; el culto de la convergencia-integración –culto inherente a nuestra afectividad– necesariamente persistió. De hecho, la exploración de lo ‘insensato’ se emprendió con la esperanza de volver a encontrar lo ‘sensato’ renovado. En lugar de esforzarse hacia lo

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‘insensato’ para equilibrar y reanimar la mente creadora del artista (esfuerzo durante el cual las obras producidas no habrían tenido ningún interés en sí mismas), lo hicieron sin dejar de conceder todo su interés a las obras. Esta reacción ‘divergente’ del arte moderno tendrá por cierto consecuencias positivas, pero estas solo se harán sentir cuando el artista, tras los esfuerzos divergentes cuyos resultados exteriores no guardan interés en sí mismos, vuelva renovado, reanimado, refrescado a los esfuerzos convergentes habituales. Así como el lenguaje no-convergente no puede ser llamado ‘automático’, tampoco puede ser llamado ‘absurdo’. Hay ‘absurdidad’ en el pensamiento formal cuando este expresa a la vez dos ‘sentidos’ contrarios, dos convergencias opuestas. Por ejemplo, ‘Ese caballo blanco es negro’ es una frase absurda. Pero el lenguaje no-convergente no podría contener convergencias opuestas; es relativamente ‘nosensato’ (sin dejar de tener el Sentido Absoluto de la sintaxis), pero no es absurdo. Ahora existe cierta ‘filosofía del absurdo’ que proviene, como el arte moderno, de una reacción contra las decepciones del pensamiento ‘sensato’, y que toma el camino equivocado debido a una comprensión insuficiente. Concluiremos este capítulo desarrollando la distinción que hace un momento solo señalamos entre ‘escuchar’ y ‘oír’. Cuando mi pensamiento formal se elabora, se expresa en imágenes verbales. Pero antes de esta expresión, debe haber algo que expresar. Es decir que mi pensamiento preexiste, de cierta manera, a su expresión. Se ha sostenido que no pensamos intelectualmente más que en palabras; en efecto, la preexistencia del pensamiento a su expresión no es una preexistencia cronológica; pienso y formulo mi pensamiento en simultáneo. Pero hay una preexistencia ‘genética’ de mi pensamiento a su expresión; pienso y formulo mi pensamiento al mismo tiempo pero, en esta simultaneidad, mi pensamiento sin forma condiciona su formulación. El inconsciente se actualiza en mí de manera no formulada y esta actualización condiciona la formulación. ¿Qué sucede cuando se expresa mi pensamiento? Veámoslo primero a propósito del lenguaje convergente habitual. Todo sucede como si mi consciencia formal, en cuanto me identifico con ella, fuera un cuarto en el que habito, y como si este cuarto comunicara mediante un escotillón a un sótano donde están todas las virtualidades verbales de las que dispone mi memoria. Cuando pienso de manera convergente, lo que quiero decir condiciona las palabras con las que decirlo. Al igual que, cuando decido un gesto muscular, todas las operaciones necesarias para su ejecución se ponen en movimiento por sí mismas, cuando decido un pensamiento convergente las palabras necesarias para su expresión se movilizan en el sótano y surgen por el escotillón en el orden deseado. Este orden conlleva dos aspectos distintos: en primer lugar, es un orden lógico, sintáctico, universal; y es también un orden individual, que preside el ‘sentido’ racionalizado del lenguaje, orden convergente centrado en la ‘Yo-Realidad’. Estos dos órdenes, que obedecen al mando del yo, corresponden a dos aspectos diferentes de este yo: – el orden lógico universal corresponde al Yo universal, o Ser, o Intelecto puro, o Buddhi del Vedanta; – el orden individual corresponde al yo individual, a mi pretensión-de-serabsolutamente-en-cuanto-distinto, es decir a mi reivindicación fundamental, a mi intelecto accionado por mi ‘querer vivir’. Estos dos aspectos del yo no dirigen el lenguaje de la misma manera:

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– el yo individual, reivindicador, que se pretende distinto en su identificación con la consciencia formal, dirige el ‘sótano’ con una actitud dualista de oposición. No colabora con él, lo somete a servir. Por eso su mando constituye una intrusión. Es como si yo descendiera al sótano para tomar las palabras que necesito. – el Yo universal actúa sin distinguirse del sótano, puesto que no pretende ser distinto. Al no ser distinto del sótano, este Yo no lo dirige con una actitud dualista. Hay una colaboración entre el Yo y el sótano (que no se debe entender como un lugar inerte sino como una instancia dinámica del psiquismo). Por lo tanto, este mando colaborador no representa una intrusión. No desciendo al sótano para tomar la estructura sintáctica de mi lenguaje; permanezco en el cuarto y recibo esta estructura que el sótano me envía. Esta estructura representa una necesidad cósmica a la que mi consciencia formal y el ‘sótano’ obedecen juntos. Cuando elaboro el lenguaje no-convergente, el Yo Universal actúa como acabamos de describir. Pero el yo individual actúa de otro modo; actúa sin la reivindicación que lo define, es decir que actúa sin actuar. Cuando hablaba en modo convergente, quería cierto pensamiento ‘sensato’. Esta vez, no quiero más ningún ‘sentido’ y estoy preparado para recibir las palabras que vendrán a mí. Mi yo individual permanece en el cuarto, como mi Yo universal. Por lo tanto, las palabras se me aparecerán de otra manera. En el lenguaje convergente, cada palabra estaba precedida por mi voluntad de esa palabra; así, cuando llegaba no me sorprendía. En cambio, en el lenguaje no-convergente, la palabra me llega sin que la haya querido en particular; no la esperaba y me sorprende. (Así es en el sueño, cuando oigo a alguien hablar; aunque sea mi propia mente la que elabora este discurso, me sorprende a medida que se pronuncia.) En el lenguaje convergente, desciendo al sótano, tomo las palabras y las empujo a través del escotillón; se aparecen a mí entonces ‘por detrás’. En el lenguaje no-convergente, espero la palabra en el cuarto y la veo llegar a través del escotillón; la veo entonces ‘por delante’, de frente. En el lenguaje habitual, hablo, quiero la palabra, y oigo la palabra que digo. En el lenguaje no-convergente, me callo y escucho la palabra que se dice en mí. En el lenguaje habitual, mi atención está en el ‘hablar’, no en ‘oír y entender’; lo que quiero es hablar, no oír. En el lenguaje no-convergente, mi atención está puesta en ‘oír’ y ‘oír’ se vuelve así ‘escuchar’. Pero entonces no ‘oigo’ porque, si buscara ‘oír’, caería de nuevo en la actitud habitual, mi atención volvería sobre el ‘hablar’ y dejaría de escuchar. Tal como soy hoy, me encuentro ante un dilema: – o bien oigo sin prestar atención, pasivamente (lenguaje habitual); – o bien escucho activamente (lenguaje no-convergente) y entonces no ‘oigo’ (no entiendo el sentido relativo de mi discurso puesto que no lo tiene y no comprendo tampoco el Sentido Absoluto de la sintaxis, a falta de un desarrollo completo). En ninguno de los dos casos oigo de manera activa, consciente. Percibo mi lenguaje por detrás (oír sin escuchar) o por delante (escuchar sin oír). Es decir que percibo mi mundo consciente bajo una cara o bajo la otra, jamás en su totalidad, en su realidad. Es como si viera el mundo exterior con el ojo derecho o con el ojo izquierdo, jamás con ambos a la vez, jamás con una visión estereoscópica (‘apertura del tercer ojo’). El esfuerzo del lenguaje no-convergente no pretende hacernos ver, por sí solo, la Realidad mental o Esencia de la Mente. Solo puede darnos esta visión el día

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en que haya equilibrado por completo nuestro hábito actual de convergencia mental. En nuestro funcionamiento intelectual habitual, somos un espectáculo sin espectador; en nuestro funcionamiento intelectual divergente, somos un espectador sin espectáculo. Cuando el espectador sin espectáculo esté desarrollado de manera tan completa como el espectáculo sin espectador, habrá entonces, de manera súbita y simultánea, espectador y espectáculo.

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CAPÍTULO 11 LOS MÉTODOS ESPIRITUALES

Todos los estudios que componen este libro se han concebido desde la perspectiva del Zen puro, del Zen de Hui-neng y de Huang-po. Es cierto que ningún maestro ha tratado a nuestra manera el problema de la condición humana y de su desarrollo completo. Pero es evidente que las diferencias de tiempo y de espacio influyen en la manera de exponer una cuestión, incluso cuando el sentido general de la exposición es idéntico. Si bien la inteligencia humana no ha cambiado desde la época de Hui-neng, la ‘técnica’ de su utilización ciertamente cambió. Ha cambiado para mejor y para peor. El análisis intelectual se ha vuelto más detallado, más minucioso, más erudito; pero al mismo tiempo los intelectuales se han extraviado con mayor facilidad en un material demasiado abundante. La complejidad del mundo de las ideas se ha vuelto tal que nos hacen falta hoy inmensos esfuerzos para redescubrir las ideas simples fundamentales. Los maestros Zen conocían el intelecto tan bien como nosotros, pero no a nuestra manera, demasiado limitada a lo discursivo. Así, se comprende que no hayan formulado la distinción entre los funcionamientos convergente y divergente del intelecto. Pero ponen sin cesar a sus discípulos en guardia contra el intelecto (es decir contra su uso parcialmente convergente); y sus respuestas desconcertantes, ‘insensatas’, son una clara indicación a favor del uso divergente del lenguaje. El ‘koan’ es un texto no-convergente que se le da al discípulo para su contemplación; el koan, adaptado a una naturaleza contemplativa, corresponde a la escritura no-convergente que proponemos, escritura adaptada a nuestra naturaleza occidental activa. Por lo tanto, no pretendemos ‘descubrir’ nada al aconsejar el lenguaje noconvergente; solo intentamos interpretar así con exactitud, en su esencia, la enseñanza de los maestros Zen. Nuestra interpretación se resume así: toda nuestra vida actual – pensamientos, sentimientos, acciones– manifiesta el funcionamiento parcial convergente de nuestro intelecto verbal. Este funcionamiento proviene de nuestra voluntad de experimentar, que es un ‘querer ser’ que busca su finalidad en el ‘querer vivir’. En esta condición, tenemos en mayor o menor medida la impresión de estar esclavizados, prisioneros, y buscamos la ‘liberación’, la ‘trascendencia’ más allá de nuestros límites temporales. La única manera que tenemos de acabar con la impresión de esclavitud y de conocer la Dicha Absoluta consiste en equilibrar el funcionamiento parcial convergente de nuestro intelecto con su funcionamiento parcial divergente. Debemos desarrollar los automatismos intelectuales de divergencia, tal como hemos desarrollado los de convergencia. Mientras no hayamos comprendido este camino hacia la Armonía Absoluta, lo mejor que podemos hacer consiste en organizar nuestra vida convergente actual según la mayor armonía relativa posible. Nuestra vida actual se desarrolla según el dualismo ‘armonía relativa–desarmonía relativa’, ‘positividad– negatividad’, ‘afirmación–negación’. Pero el polo positivo de este dualismo puede ser mucho más aparente que el negativo, puede ser incluso el único aparente. Muchos hombres ‘ejemplares’, si bien no han conseguido el satori, han conseguido

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esta armonización relativa de su vida dualista. Mostraremos cómo esto es posible y por qué tales ‘ejemplos’ pueden arrastrar a otros hombres a graves peligros. En general, la armonización relativa de una vida únicamente convergente consiste en la construcción de un mundo-representación (o ‘mundo interior’) de armoniosa convergencia. Esta construcción se realiza en torno a una ‘imagencentro’ con la que el organismo del sujeto ‘resuena’ con fuerte consonancia. Esta imagen debe poder desempeñar el papel de idea directriz, de hipóstasis general, para films imaginativos renovados sin cesar. Debe poder ser el centro de todo tipo de pensamientos, sentimientos y acciones que graviten en torno a ella. Decir que esta idea hace resonar el organismo del sujeto con fuerte consonancia es decir que el sujeto ama esta idea con fuerza y de manera auténtica, es decir que una identidad de longitud de onda une la imagen a la esencia individual del sujeto. En virtud de esta identidad, la imagen encarna lo BelloBueno-Verdadero para el sujeto y este la adora. Cuando una imagen-centro está así animada y las concepciones teóricas del sujeto aprueban este amor –es decir cuando el amor por la imagen es fuerte y está fuertemente racionalizado– este centro ejerce en el mundo interior una imantación que atrae en torno a sí una multitud creciente de elementos psíquicos. La imagen organiza poco a poco en torno a sí misma el mundo interior de manera positiva, mediante un proceso de convergencia o de concentración. Cada vez que el sujeto piensa, siente o actúa en función de la imagen amada, lleva a cabo un trabajo de concentración. Este proceso de cristalización del mundo interior se efectúa tanto más cuanto más vasta es la imagen-centro, cuanto mayor es el número de elementos del mundo a los que se puede unir. Ideas como ‘servir a la Patria’ o ‘aliviar el sufrimiento humano’ pueden ser buenos centros para la armonización relativa de la vida porque están unidas a una multitud de elementos psíquicos posibles. Una imagen divina, amada con un amor místico, puede ser de amplitud ilimitada; todos los objetos imaginables pueden representarla porque Dios es concebido como la Realidad de todas las cosas. En ciertos casos, es la idea misma de ‘liberación’ la que sirve de núcleo armonizante. Cuando la imagen-centro que preside la organización convergente del mundo interior es amada auténticamente por el sujeto, cuando la parcialidad por esta imagen está sostenida por una preferencia real que nace de la esencia individual, los esfuerzos de concentración se activan y realizan de manera espontánea, en virtud del deseo de realizarlos. Incluso si se los hace de manera sistemática (ejercicios regulares, meditaciones, plegarias, contemplaciones), los sostiene un deseo verdadero, un amor real. En ese caso, el sujeto, al orientar su mente hacia lo que más ama, la desvía radicalmente de todo el resto que ama menos. El centro de convergencia es único y el mundo interior se armoniza correctamente en torno a esta unidad. A veces la imagen amada es la idea misma de concentración (raja yoga). El sujeto ama auténticamente la imagen de su mente concentrada. Entonces, no importa qué imagen-soporte pueda usar (un punto negro en el centro de un papel blanco; la sensación de una parte del cuerpo; la imagen de un loto abriéndose sobre la coronilla, etc...), detrás de la imagen-soporte reside la imagen auténticamente amada y, debido a ello, estos ejercicios confieren una armonización relativa. Pero los resultados de la concentración mental voluntaria son muy diferentes cuando los esfuerzos no están sostenidos por un amor auténtico por la

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imagen-centro. A menudo se ven hombres que se entregan a prácticas ‘espirituales’, no por amor real por una imagen-centro e independientemente de la armonización que pueda resultar de este amor, sino para alcanzar directamente esta armonización. A menudo estos hombres, por miedo al fracaso, no osan luchar por la satisfacción de sus deseos auténticos; reniegan de su esencia individual para no sentirse cobardes por no satisfacerlos; ambicionan entonces una ‘realización espiritual’ cuya promesa alivia su amor propio herido. Encuentran, en los libros o en la vida, a un hombre cuyo mundo interior se armonizó en torno a una imagen ideal y sueñan con imitarlo. Comprenden mal el caso de su modelo; no ven que un amor auténtico por la imagen presidió la concentración y le otorgó su eficacia. Piensan que el buen resultado vino de los esfuerzos en sí; se persuaden entonces de que aman tal imagen espiritual y se aplican al proceso de concentración. Tales prácticas son peligrosas. En efecto, los esfuerzos de concentración se hacen entonces en torno a una imagen que no es auténticamente preferida a las demás. Al concentrarse en ejercicios prometedores en teoría, estos hombres luchan por desviarse de lo que es, en función de su esencia, el verdadero objeto de su deseo. Crean así un centro ilusorio en su mundo interior y contrarían la convergencia esencial de ese mundo. Introducen en su psiquismo un conflicto que los desgarra. El desequilibrio que de ello resulta puede traducirse en problemas funcionales psicosomáticos, en neurosis. Todas las religiones, todos los yogas, apuntan a la convergencia, a la concentración. Las palabras mismas ‘religión’ y ‘yoga’ significan ‘unir’. Las devociones y las prácticas yóguicas se sitúan, como toda nuestra vida actual, en el ámbito del ‘querer experimentar’, incluso cuando el fin perseguido consiste en experimentar que no se experimenta nada. Estos métodos pueden dar resultados muy interesantes en el sentido de una armonización relativa; dan resultados cuando la esencia del sujeto resuena de manera consonante con las imágenes propuestas. La culminación puede ser tan satisfactoria que se asemeja, a primera vista, al satori; el mundo interior del sujeto puede estar ‘positivizado’ a tal punto que el dualismo en él parece abolido; la angustia se vuelve del todo improbable; la muerte, o la pérdida de lo que sea, ha cesado de inspirar el menor temor. Quizá se hayan adquirido ‘poderes sobrenaturales’, poderes ligados a la relajación interior que, en su seguridad, provoca un amor intenso y dichoso. (Estos poderes en general impresionan mucho a quienes los atestiguan y que ilusoriamente los toman como ‘pruebas’ de una realización total.) Pero esta positivización extrema del mundo dualista mediante una concentración progresiva en torno a una imagen adorada, además de que no está al alcance de todos los hombres puesto que depende de una afinidad individual, continúa residiendo en el dualismo. La angustia humana fundamental puede quedar definitivamente cubierta; la situación interior del sujeto puede volverse en extremo envidiable; pero este no es el satori. Esta consonancia interior bien establecida sigue siendo relativa; no es la Consonancia Absoluta que concilia las consonancias y disonancias relativas presentes por igual; no es la Dicha Absoluta. La armonización convergente del mundo interior puede darnos al ‘santo’ o al ‘sabio’, no al hombre desarrollado por completo. Puede dar hombres extraordinarios, ‘superhombres’, no el hombre normal, a la vez ordinario y absoluto. Puede conferir una trascendencia aparente en la que el hombre se siente sin Ego, no la trascendencia real que es al mismo tiempo inmanencia, en la que el hombre se siente siempre un Ego y siente a todas las cosas como su Ego. Puede

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brindar la ‘liberación’ de la impresión de esclavitud, no la libertad absoluta con la prueba de que esta libertad siempre ha estado. Puede hacer que nazca una actitud interior de desapego; pero el sujeto permanece apegado a no estarlo, de modo que su condición en esencia no ha cambiado. La consecución del desarrollo completo supone el ejercicio de esfuerzos de no-convergencia intelectual, los únicos capaces de equilibrar el apego y de neutralizarlo al nivel mismo en el que surge. Este ‘contra-trabajo’ es el mismo para todos los hombres, mientras que el ‘trabajo interior’ (armonización convergente del mundo interior) difiere según cada caso en su modalidad, puesto que estas modalidades dependen de afinidades consonantes de las esencias particulares. Las diversas modalidades del ‘trabajo interior’ son las múltiples disciplinas. El ‘contra-trabajo interior’ es la disciplina divergente única que constituye la antagonista-complementaria de todas las disciplinas convergentes. La divergencia mental es antagonista-complementaria de todas las modalidades de convergencia puesto que lo es de la convergencia mental en general. Este paralelo entre los métodos espirituales y el uso del lenguaje noconvergente no lleva a oponerlos. ‘Trabajo interior’ y ‘contra-trabajo interior’ colaboran en el desarrollo completo del hombre. Si la esencia particular de un hombre dado lo lleva a usar los métodos espirituales para la armonización relativa de su mundo mental convergente, está bien que este hombre siga la inclinación de su naturaleza. Solo hemos querido precisar los dos puntos siguientes: el desarrollo espiritual no es sino una modalidad entre otras de la primera mitad de nuestro desarrollo completo; toda otra modalidad relativamente armonizante puede desempeñar el mismo papel. Por otra parte, estos métodos de ‘santidad’ o de ‘sabiduría’, como todos los proyectos de convergencia mental, no pueden de ninguna manera, por sí mismos, asegurar la realización de las posibilidades infinitas del hombre.

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CAPÍTULO 12 LA APROXIMACIÓN DEL SATORI

Hasta ahora hemos hablado de la adquisición de la divergencia intelectual solo bajo el aspecto de un entrenamiento progresivo en la escritura divergente. Sin embargo, no pensamos que esta sea la única manera en la que un intelecto pueda adquirir su funcionamiento divergente. Es el método más fácil, el más compatible con una vida social habitual, pero que no es más que un medio, una técnica. La vía de aproximación del satori consiste esencialmente en el funcionamiento divergente del intelecto, sea cual sea la manera en la que se efectúa este funcionamiento. La obtención del satori es un acontecimiento interior que no reside en el plano donde son posibles las ‘pruebas’. El hombre en quien se produce este acontecimiento accede de manera consciente al determinismo superior, noconvergente-no-divergente, donde nada es comprensible de forma discursiva, donde por lo tanto no puede probarse nada. Este hombre sabe que logró el satori, pero los otros hombres, todavía desarrollados a medias, no pueden tener ninguna certeza indiscutible de ello. El hecho de que el hombre del satori se presente como tal no es tampoco una prueba; ¿cómo podríamos estar seguros de que no se equivoca, de que no interpreta incorrectamente el logro de una simple armonización relativa? Pero podemos estar seguros, gracias a la intuición intelectual, de que el satori es posible. Si bien no podemos afirmar que tal hombre haya logrado su desarrollo completo, tampoco podemos afirmar que no lo haya logrado. Se justifica pues que admitamos la probabilidad de que a veces se dé este acontecimiento. Buda y Ramana Maharshi son dos casos históricos de probable satori. Diremos algunas palabras sobre ellos y demostraremos que estos dos hombres, si bien no usaron la escritura divergente, desarrollaron el funcionamiento divergente de su intelecto. Para hablar del satori de Buda, citaremos algunos pasajes de una conferencia dada en Oxford el 14 de junio de 1953 por el doctor D. T. Suzuki, titulada ‘Buda y el Zen’. ‘Según la leyenda, a Buda lo atormentó a temprana edad el problema del nacimiento y de la muerte... La necesidad de escapar de este ciclo de nacimiento y muerte preocupaba a Buda por completo, tanto que por un tiempo no pudo proseguir con su vida habitual. Dejó a su familia y su palacio y se dirigió hacia el bosque, al pie del Himalaya. En primer lugar, fue a visitar a los filósofos... Pero aunque estudió bajo su dirección, Buda se dio cuenta al término de algunos años que sus problemas todavía no estaban resueltos y que seguía siempre encerrado en el círculo del nacimiento y de la muerte. ‘Se volvió entonces hacia la disciplina moral y las prácticas ascéticas. Redujo sus deseos físicos al mínimo. Según la tradición, no comía más que algunos granos de sésamo al día. Al término de algunos años, estaba tan flaco y débil que no podía mantenerse de pie. Viéndose en este estado, pensó: ‘Si muero antes de haber resuelto el problema, no habré cumplido lo que comencé. Debo lograrlo en vida, con buena salud y en plena posesión de mis facultades.’

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‘Así pues, ni la disciplina intelectual ni la disciplina moral le habían permitido resolver su problema. ¿Qué le quedaba por hacer? No imaginaba ninguna otra vía. ¡Pero el problema persistía...! ‘Entonces se sentó bajo el árbol Bodhi e intentó hallar la solución. No sabía qué hacer. Tras una semana bajo este árbol, según los Sutras, su mente estaba en un estado de agitación extrema. Cuando estudiaba filosofía, la exploración intelectual del problema constituía un objetivo bien visible; ahora, ese objetivo ya no existía. Cuando siguió la disciplina moral y el ascetismo, había un objetivo; ahora ese objetivo tampoco existía. Cuando se dio cuenta de que las disciplinas no lograban resolver el problema, ¿qué le quedó por hacer? Nada. Sin embargo, el problema persistía y no podía serle indiferente... No podía encontrar el sentido de la vida y, sin el sentido de la vida, ¿para qué vivir? No podía tampoco morir porque morir no habría resuelto la cuestión... No podía ni vivir ni morir. ‘Durante toda esta semana, Buda debió haber soportado una terrible prueba... Cuando el tormento alcanzó su apogeo, Buda perdió la consciencia de sujeto y objeto y se sumió en la inconsciencia... Pero alcanzar ese estado no es, sin embargo, el final del proceso. Debe haber un despertar, provocado en general por una excitación de los sentidos. Buda se hallaba en este estado cuando su mirada se posó en el lucero del alba. Los rayos de la estrella penetraron en sus ojos y llegaron a su cerebro. Se despertó de la inconsciencia y pasó al estado consciente... Lo que los budistas llaman Iluminación es este pasaje de la inconsciencia a la consciencia.’ Al comienzo, Buda deposita su confianza en la convergencia intelectual; cree que la filosofía –es decir la comprensión discursiva– podrá resolver su problema. Lo decepciona, por supuesto; la convergencia intelectual por sí sola no podría asegurar el desarrollo completo del hombre. Se entrega luego a disciplinas morales y ascéticas, es decir a un entrenamiento metódico del sentimiento y de la acción según la parcialidad intelectual por una vía ideal; y esto también lo decepciona. Durante ambas tentativas, ha organizado de la manera más armoniosa posible su vida convergente habitual, su mundo interior desarrollado a medias, su funcionamiento intelectual únicamente convergente. Pero esta armonización relativa no le basta; permanece en el dualismo del cual quiere salir; no resuelve su problema. Sin saber qué más hacer, Buda vuelve al intelecto; es ahí donde el problema se planteó y, por ende, donde se debe resolver. Sentado bajo el árbol Bodhi, busca de nuevo la solución a través del pensamiento. Pero no puede usar su pensamiento como lo hacía antes, de manera convergente, puesto que este modo de funcionamiento resultó ser ineficaz. Su intelecto, sin embargo, todavía trabaja así porque está habituado a ello; pero este trabajo es interrumpido sin cesar por la evidencia de su inutilidad. A causa de estas interrupciones, el funcionamiento intelectual convergente se efectúa ‘en zigzag’; se topa con impasses, sale de ellos y se topa con otros nuevos. Estos impasses son las múltiples modalidades del único Impasse con el que se topa el intelecto cuando solo ha desarrollado sus automatismos de convergencia e intenta realizarse perseverando en esta dirección. Cuando ejercitamos el lenguaje divergente, cada asociación que se propone constituye un impasse análogo del cual debemos salir. La agitación extrema de la mente de Buda correspondía pues a los últimos sobresaltos de su parcialidad convergente al fondo del impasse. Su actitud convergente habitual se revelaba decididamente impotente; tras el golpe doloroso

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de esta experiencia, comenzaba a agotarse y distenderse, cediendo lugar por instantes a la actitud antagonista-complementaria de divergencia. Esta se impuso al fin y Buda ‘se sumió en la inconsciencia’. La inconsciencia de la cual se trata aquí no es la del sueño profundo, del síncope o del coma; no está situada más acá de la consciencia habitual, sino más allá de ella. Representa el estado funcional de la mente cuando la convergencia intelectual está equilibrada por la divergencia y las manifestaciones ‘sensatas’ de la mente están neutralizadas en su misma fuente. Los dos aspectos –convergente y divergente– del determinismo inferior están conciliados en el determinismo superior no-convergente-no-divergente; ahora bien, este determinismo superior rige la permanencia intemporal en la que desaparece la memoria, es decir nuestra consciencia habitual; por eso, la mente está entonces ‘inconsciente’, más allá de la memoria. De la misma manera, somos inconscientes cuando ejercitamos el lenguaje divergente, en la medida en que nuestra mente produce palabras sin asociar; quedamos sorprendidos, al leer nuestro texto, de hallar en él ideas verbales de las cuales no tenemos ningún recuerdo; nos damos cuenta entonces de que hemos sido inconscientes de estas ideas mientras nuestra mente las formaba. Esta inconsciencia muy especial se asemeja a la del sueño profundo; es en realidad su inverso simétrico. En relación con la hipnosis de nuestra consciencia convergente habitual, el estado de sueño profundo está más acá mientras que el estado de Buda ‘inconsciente’ está más allá. El estado hipnótico de nuestro pensamiento habitual es una vigilia exclusiva de la imagen mental presente; en el sueño profundo, nuestra consciencia está adormecida a todas las imágenes posibles; en el estado de Buda ‘inconsciente’, la consciencia está despierta de una manera que ya no es exclusiva, apegada; está despierta a todas las imágenes mentales posibles; está liberada de la hipnosis habitual; pero no percibe todavía ninguna imagen de manera no exclusiva porque el nuevo funcionamiento intelectual no está todavía tan desarrollado como el funcionamiento convergente habitual. El estado de Buda ‘inconsciente’ no es un estado de sueño desatento; es un estado de ‘supravigilia’, de vigilancia total, de atención a todo y a nada, de atención sin objeto. Al término de cierto tiempo de esta ‘inconsciencia’, la divergencia intelectual logró, en la mente de Buda, unirse al desarrollo completo de la convergencia. Entonces, se sobrepasó también el estado de ‘inconsciencia’. La mente percibió la imagen del lucero del alba de manera totalmente nueva, no exclusiva, no apegada; la percibió en su relación con la totalidad de las imágenes mentales posibles, es decir en tanto manifestaba, al mismo tiempo que cualquier otra imagen, la Esencia de la Mente. Al percibir la estrella de esta manera, la mente de Buda percibía la Esencia de la Mente misma; percibía pues su propia esencia; era el objeto percibido al mismo tiempo que el sujeto perceptor. El dualismo estaba conciliado; el ‘problema’ no estaba resuelto como Buda una vez creyó que debía resolverlo; había desaparecido; aunque no intervino ninguna ‘solución’ formal, no había ya ninguna solución a buscar porque no había ningún problema. El Evangelio dice: ‘Felices los simples de espíritu porque verán a Dios’. El estado de Buda ‘inconsciente’ representa esta simplicidad de espíritu, la unidad que se establece en él cuando la divergencia equilibra la convergencia y las dos quedan conciliadas en la Esencia de la Mente al fin percibida. El probable satori de Ramana Maharshi fue precedido por una suerte de crisis durante la cual este hombre, a quien atormentaba hasta entonces la imagen

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de la muerte, ‘realizó’ la muerte. Desconocemos, por supuesto, lo que sucedió exactamente en la mente de Maharshi durante esta crisis; pero es evidente que esta realización de la muerte constituye la esencia misma de la realización de la divergencia mental. La vida es convergencia, voluntad parcial de convergencia, de integración; nuestro mundo-representación, en nuestro ‘querer vivir’ habitual, se basa en el uso parcialmente convergente del intelecto. Maharshi, sin dejar de vivir la vida fisiológica, realizó de una manera intensa y rápida un ‘querer morir’ mental, es decir una divergencia mental de desarrollo acelerado. Alcanzó así el desarrollo completo de sus posibilidades intelectuales y la desaparición del dualismo esclavizante. Hemos querido citar estos dos ‘casos’ históricos para mostrar que la aproximación del satori consiste en esencia en el funcionamiento divergente del intelecto. En ambos casos, la fase de divergencia intelectual que precedió el satori fue relativamente corta, aunque haya tenido una duración temporal. El uso de la escritura divergente es un método mucho más lento; pero en el fondo es el mismo método. Si bien tiene el inconveniente de ser lento, tiene al menos la ventaja de que se puede aplicar (con la reserva de que se den unas condiciones no excepcionales, de las que hablaremos en el siguiente capítulo). En cambio, los ejemplos de Buda y de Maharshi son inimitables. Lo que les sucedió a estos dos hombres supone la conjunción de condiciones del todo excepcionales: una intensa necesidad de Absoluto, una intuición intelectual maravillosamente lúcida que ninguna armonización relativa logre engañar, una fuerza vital inquebrantable, un ambiente intelectual favorable, etc... Existe cierta cantidad de seres humanos llamados a tener un desarrollo completo, que cumplen con suficientes condiciones, pero que no podrían jamás imitar a Buda ni a Maharshi. Estos hombres no pueden desarrollar el funcionamiento divergente de su mente a menos que este funcionamiento sea puesto a su alcance; es para ellos que proponemos el método modesto de la escritura divergente. Pero, una vez más, el ‘contra-trabajo interior’ es una vía única, la misma para todos los hombres. Ejercitarse en la escritura divergente no es hacer otra cosa que lo que hicieron Buda y Maharshi; solo es hacerlo menos rápido y de manera accesible. La pila de rocas que un gigante derriba en algunos instantes también puede derribarla el hombre medio con una técnica adaptada a sus posibilidades.

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CAPÍTULO 13 CONDICIONES REQUERIDAS PARA LA EFICACIA DEL ‘CONTRA-TRABAJO INTERIOR’

Hemos visto que el desarrollo completo del hombre es el resultado de dos procesos, uno de convergencia mental, el otro de divergencia mental; y hemos visto que estos dos procesos, lejos de contradecirse, se equilibran mutuamente. Ahora debemos estudiar las condiciones que presiden este equilibrio. En el capítulo que concluyó la segunda parte de este trabajo, describimos las distintas fases del desarrollo humano: la fase de experimentación de la vida, la fase de comprensión y la fase de desapego. La experimentación y la comprensión corresponden a la primera mitad, convergente, de la realización humana, al ‘trabajo interior’; llamaremos a esta mitad ‘realización convergente o vital’. Durante este primer período, el ser humano ‘experimenta’ la vida y, mediante la comprensión, organiza su mundo interior convergente, descubre su perspectiva personal de las cosas y establece conexiones con el mundo exterior que le resultan convenientes. La fase de desapego corresponde a la segunda mitad, divergente, de la realización, al ‘contra-trabajo interior’; llamaremos a esta segunda mitad ‘realización divergente’. La realización divergente solo puede empezar después de la realización vital, pero no la interrumpe; se le superpone. El contra-trabajo de escritura divergente se superpone a la vida normal, y alterna con ella. Es importante comprender bien que la eficacia del ‘contra-trabajo interior’ depende de la realización vital que lo precede. La realización divergente solo es posible cuando la realización vital está total y armoniosamente establecida. Veamos primero que la realización vital debe estar totalmente establecida. De hecho, los esfuerzos de divergencia intelectual consisten en la resistencia al juego normal de los automatismos asociativos o convergentes. Sería imposible aprender a soltar la ‘presa’ de las asociaciones si esta presa no existiera. Los esfuerzos de relajación mental presuponen la adquisición del hábito de contracción. Es necesario que en mí se desarrolle un ‘hacer’ para que pueda escapar de él mediante un ‘no-hacer’. La atención sin objeto –esa atención que tiene un objeto como si no lo tuviera– es precedida necesariamente por la atención que capta un objeto y es cautivada por él. El desapego es resistencia a un apego cuya existencia presupone. No puedo morir para renacer si primero no he vivido. Etc... El ‘contra-trabajo’ de divergencia mental no puede de ningún modo emprenderse antes de la adolescencia, la edad en la que se adquieren los automatismos de convergencia. Pero esta cuestión cronológica no es la más importante. La realización vital no solo debe estar establecida por completo, sino también de manera armónica. ¿Cómo ha de comprenderse esta armonía? ¿Debe mi vida estar ordenada con perfecta convergencia para que el ‘contra-trabajo’ sea fructífero? No. La armonía de la vida convergente se sitúa en el plano de los fenómenos; solo puede ser relativa y aparente; no podría, pues, ser una cuestión de totalidad o perfección. La armonía vital necesaria para permitirme trabajar el desapego consiste solo en una buena adaptación al mundo exterior. Es necesario que me haya vuelto consciente de mi esencia individual y que haya establecido las compensaciones adecuadas a mi esencia. Esta cuestión de la adaptación de nuestra esencia al

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mundo exterior es muy vasta y compleja; no diremos más que lo que juzguemos indispensable. Todo hombre que no se mata está ‘compensado’ 4 ; pero eso no significa necesariamente que esté ‘adaptado’, pues sus compensaciones pueden ser de diferentes calidades. Desde este punto de vista, describiremos dos tipos de compensaciones opuestas que llamaremos ‘reales’ e ‘ilusorias’. Será cuestión de dos tipos extremos entre los que se pueden observar todos los intermedios. Un hombre adaptado o bien compensado tiene una compensación ‘real’. La convergencia de su mundo interior se realiza en torno a una imagen que no lo representa a él mismo y cuya percepción le produce una resonancia positiva y auténtica. Este hombre ama algo distinto de sí mismo. Sin duda, ama esta imagenobjeto por proyección, por transferencia de su Ego; la ‘Yo-Realidad’, identificada principalmente con el organismo del sujeto, se transfiere a una identificación secundaria. Pero gracias a esta transferencia es posible un intercambio con el mundo exterior. En la representación del mundo de este hombre, existe una imagen que se puede captar, que al ser amada obtiene una relativa fijeza, y en torno a la cual se pueden organizar las demás imágenes. Con esta imagen se puede realizar un intercambio afirmante de pensamientos, sentimientos y acciones. El hombre mal compensado o no adaptado, en cambio, tiene una compensación ‘ilusoria’. Este hombre ha sufrido traumas afectivos, a menudo durante su infancia, en el momento en que se estaba conformando la idea de su yo. Se le han infligido negaciones que generaron en él una duda sobre su ‘ser’. La ansiedad que experimenta frente a la angustiosa pregunta: ‘¿Soy o no soy?’ le impide establecer una identificación sólida con su organismo y, por consiguiente, transferir esta identificación con su organismo a un objeto exterior. Este hombre,

que no llega a amarse a sí mismo –por no sentir con certeza que ‘es’– no puede tampoco amar algo distinto de sí mismo. En este caso, la imagen-centro en torno a la que intentará ordenarse el mundo interior es una imagen de sí mismo triunfando en tal o cual ámbito vital, es decir una imagen de sí mismo cumpliendo tal o cual relación con el mundo exterior. Esta relación, por supuesto, implica un objeto exterior, de modo que el sujeto parece amar algo distinto de sí mismo, pero el objeto es solo un medio. El objeto verdadero hacia el que está orientado el sujeto es una imagen de sí mismo triunfando en algo. Este hombre no ama lo que parece amar, sino la imagen de sí mismo alcanzando lo que parece amar. A menudo el objeto exterior no corresponde a la esencia del sujeto; no se lo ha descubierto debido a una resonancia positiva real, sino debido a humillaciones previas que él cree necesario neutralizar. A Hamlet lo atormenta la pregunta: ‘Ser o no ser’; parece querer vengar a su padre; pero en realidad no lo atrae esta venganza sino la imagen de sí mismo como vengador; cree que esta acción lo rehabilitará, le dará la certeza de ‘ser’, y lo que ama es esta hipotética redención; el drama de Hamlet no es el drama del amor por la justicia, sino el del amor propio en conexión con la justicia. El objeto en torno al cual el mundo interior de Hamlet intenta organizarse –la venganza– no corresponde auténticamente a la esencia de este hombre; Hamlet no está en absoluto hecho para este tipo de actividad; ha elegido esta actividad, no debido a su esencia, sino porque le parece capaz de rehabilitarlo y de elevarlo al nivel de su admirado padre.

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Cf. La doctrina suprema, capítulo 22. 175

De manera análoga, un hijo que se ha sentido inferior a su padre, y por ello ha albergado una duda sobre su ‘ser’, a menudo sigue la carrera de su padre, aunque no sea adecuada a su esencia; tiene demasiada necesidad de volverse ‘alguien’ a sus propios ojos como para tomar consciencia de sus gustos individuales. Está convencido de que encontrará las certezas cuando haya igualado y, si es posible, superado al hombre en comparación con quien se ha negado a sí mismo. Es fácil comprender que una compensación es ilusoria cuando el objeto no corresponde auténticamente a la esencia del sujeto. Es más difícil cuando el objeto está bien adaptado a su esencia; el resultado es el mismo, sin embargo, si el sujeto es negado y duda de su ‘ser’. Acabamos de ver que el verdadero objeto de este hombre no es el objeto exterior implicado en la compensación, sino la imagen de sí mismo triunfando en tal o cual emprendimiento. Ahora podemos ser más específicos y decir que el verdadero objeto de este hombre es la imagen de sí mismo habiendo triunfado en un emprendimiento. Como es una cuestión de un triunfo encargado de rehabilitar al sujeto a sus propios ojos, es obvio que el final codiciado es el instante triunfal, mientras que los esfuerzos necesarios que tienen lugar en el transcurso de alcanzar el triunfo no otorgan, en sí mismos, ninguna afirmación. El sujeto no se halla compensado por lo que hace; espera ser compensado por lo que habrá hecho en un futuro anterior; no vive compensado, vive no-compensado en la espera de una compensación instantánea en el futuro. Esta situación interior a menudo vuelve impotentes las funciones usadas; la futura afirmación parece demasiado distante; el sujeto se cansa de hacer esfuerzos que no lo afirman durante el transcurso de su emprendimiento; estos lo repelen, se siente desanimado y se vuelve perezoso. A veces, sin embargo, sus iniciativas llegan a buen puerto, triunfa. Entonces, se siente súbitamente afirmado al captar la imagen de sí mismo vencedor. Pero este objeto de su amor, apenas alcanzado, es superado. Con el paso de las horas y los días, la imagen envejece y se desdibuja. El sujeto, tranquilizado por un momento sobre su ‘ser’, pronto empieza otra vez a dudar de sí mismo; ha triunfado, pero ¿será capaz de hacerlo otra vez? Desde el momento en que el objeto de la compensación es una imagen de sí mismo posterior al emprendimiento, este objeto de amor es abstraído de la duración; toda la compensación es abstraída de la duración, de este tiempo en el que se desarrolla la vida. Una compensación tal, desconectada de la vida, es ilusoria. Podemos aclarar esta difícil cuestión con un ejemplo concreto. Hete aquí, por ejemplo, a un escritor cuya creación literaria es una compensación ‘real’; este hombre no duda de su ‘ser’; no escribe para probarse a sí mismo que ‘es’, sino porque ama escribir. Desde luego, no es indiferente a la posibilidad de llegar a ser un día un escritor brillante, pero en general no piensa en eso para nada; no es eso lo que ama, sino el hecho de escribir. Sus esfuerzos le interesan en sí mismos; el más pequeño resultado lo alegra. Se siente ‘en lo suyo’ cuando trabaja, su vida tiene un ‘sentido’ durante todas las horas que le dedica al trabajo. Como se siente afirmado en la duración, este hombre es paciente; no se pregunta si lo que crea es una futura obra maestra; no se ve forzado a hallar para esta pregunta –que no se plantea– una respuesta afirmativa. Hete aquí, por otro lado, un hombre que también tiene el don de la escritura pero que, dudando de su ‘ser’, usa este don con la esperanza de volverse un gran escritor y de curar así esta duda cruel. Este hombre habría podido, como el otro, amar la escritura, pero todo su amor está dedicado a una futura imagen de sí

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mismo como un ‘gran escritor’; fijado sobre este punto abstraído de la duración, su amor no está disponible para nada más. No le gusta el trabajo que lo separa de su meta. Comparado con la obra maestra que ansía, todo lo que sale de su pluma le parece insuficiente o incluso detestable. Tiene prisa por acabar con este árido período desprovisto de afirmación; no tiene paciencia. Podría volverse capaz de no producir nada; podría odiar, a fin de cuentas, su mente estéril y toda actividad literaria. O tal vez llegue al final de un libro, un libro que en general es mediocre porque no presidió sobre su producción una ferviente concentración. El autor está, sin embargo, encantado de haber producido algo, de ser al fin ‘un escritor’; se anima con los halagos que le hacen y, como resultado, siente un alivio. Pero pronto deja de verse como autor de este libro; se ve como el hombre que ‘una vez escribió este libro’; ya no es más ese hombre y se pregunta si podría volver a producir algo; su duda lo carcome una vez más. En el caso de la compensación ‘ilusoria’, el estado interior del sujeto es inestable, lleno de contrastes; alegrías exultantes alternan con depresiones; el sujeto mal adaptado a veces se cree un genio, otras una nulidad. En el caso de las compensaciones ‘reales’, en cambio, el estado del sujeto es estable; sus alegrías no lo llevan a cimas exultantes pero son continuas. El sujeto está interesado en lo que hace, no en la imagen de sí mismo después de haber logrado esto o aquello; no tiene opinión sobre sí mismo, no busca saber si está por encima o por debajo de los demás. Podemos ver el mundo interior como una multitud indefinida de limaduras de hierro cuyo dinamismo normal consiste en gravitar regularmente en torno a un centro. En un hombre bien compensado se realiza esta gravitación. Este hombre resuena con total consonancia con cierto aspecto del mundo exterior que le da el ‘sentimiento de lo divino’; ve este objeto como absolutamente real y la imagen que corresponde es el centro de gravedad de su mundo interior. Sin duda ama otras cosas, pero con un amor relativo, subordinado a su amor adorador esencial. En el hombre mal compensado, afligido por la duda sobre su ‘ser’, la imagencentro consciente es una imagen de sí mismo triunfando en tal o cual emprendimiento, la imagen de un triunfo reivindicado. Pero esta imagen no hace más que representar otra imagen, la imagen de sí mismo librado de la duda, ‘siendo’; esta imagen es implícita, desconocida para el sujeto, ‘subconsciente’; pero constituye, sin embargo, un centro magnético que coexiste, en el mundo interior, con la imagen del triunfo reivindicado. Y el magnetismo de este segundo centro se ejerce en oposición al primero. De hecho, la nostalgia de obtener la imagen de sí mismo librado de la duda acarrea el rechazo perezoso de esforzarse por un emprendimiento real que siempre puede fracasar y, por consiguiente, alejar la certeza de ‘ser’. Por lo tanto, existe una rivalidad, una división, en el mundo interior de este hombre, que causa un sufrimiento global, más o menos lacerante; cada una de las limaduras de hierro está como tironeada por las dos atracciones opuestas. A veces, sin embargo, este hombre logra un triunfo que lo tranquiliza un momento sobre su ‘ser’. Entonces alcanza la imagen de sí mismo librado de toda duda y la atracción magnética obstructora que ejercía este centro se reduce o desaparece (porque la fuerza de la atracción ejercida por una imagen es más fuerte cuanto más lejos esté la imagen de realizarse). En ese instante, el mundo interior del sujeto contiene un centro activo único; las ‘limaduras’ son aliviadas del tironeo que antes sufrían y esto se expresa por una felicidad tan exultante

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como infeliz era el estado anterior. El sujeto siente que se volvió ‘positivo’ y toda la vida le parece maravillosa. Otras veces, no hay triunfo, hay incluso fracasos, y el sujeto duda profundamente de su ‘ser’. Entonces la imagen de sí mismo librado de la duda se vuelve distante y su magnetismo recupera toda su fuerza. El mundo interior se desgarra de nuevo entre sus dos centros. El sujeto siente que se volvió ‘negativo’ y toda la vida le parece horrible. Un hombre ‘evolucionado’, apto para el desarrollo completo de las posibilidades humanas, está siempre más o menos habitado por la terrible duda sobre su ‘ser’, porque la necesidad del Absoluto aparece a edad temprana, cuando el niño es muy vulnerable a las negaciones que lo pueden afectar. Así, la mayoría de estos hombres cae, más o menos, en compensaciones ilusorias de las que no puede librarlos ningún triunfo. Solo una comprensión de lo que ha sucedido en su interior puede permitirles establecer sus compensaciones reales. El estado de compensación ilusoria no conlleva una armonía del mundo interior convergente. Este mundo es en verdad convergente; los automatismos de convergencia son adquiridos, pero el funcionamiento de estos automatismos es espasmódico, contracturado. En estas condiciones, no se puede realizar con éxito el ‘contra-trabajo interior’. En efecto, el hombre mal compensado está siempre inquieto y frustrado. No está simplemente apegado a un objeto poseído en la duración; lucha por apegarse a un objeto que se le escapa; está apegado a apegarse, y este apego ‘al cuadrado’ no permite que se instale junto a él el desapego. Este hombre, que sufre por no ser capaz de establecer su apego, no puede desear con sinceridad trabajar para desapegarse. Vive convencido de que su triunfo total es posible en la dirección de la ‘vida’; no puede comprender, en las profundidades de su ser, que la ‘vida’ por sí sola jamás podrá saciar su sed de Absoluto. La condición esencial para emprender con éxito el ‘contra-trabajo interior’ es la comprensión cierta y vivida de su necesidad. Solo el hombre realmente compensado puede tener esta comprensión. Este hombre ha logrado apegarse a algo distinto de una imagen de sí mismo. Ha disfrutado de un intercambio con el mundo exterior que contentó su esencia. Ha satisfecho lo mejor posible su deseo de experimentar. Y ha experimentado correctamente –es decir que ha comprobado, con su organismo animal y con su intelecto– que todas las satisfacciones ‘vitales’ son insuficientes. Ha triunfado en su realización vital y ha experimentado el fracaso de este triunfo. Al entrar en la vida, creía que realizarse como ser distinto sería su logro máximo y total; apuntaba a un triunfo absoluto a través de todos los triunfos relativos. Al triunfar en su vida relativa, se ha dado cuenta de que el logro absoluto se le escapaba, que su impresión de que faltaba algo solo era compensada por su vida y persistía debajo de sus compensaciones. Se podría objetar que un hombre no sería capaz de probar todas las satisfacciones de las que es capaz su esencia. Esta objeción sería válida si la prueba de la insuficiencia de las satisfacciones vitales dependiera solo del organismo animal particular. Pero el intelecto general participa de la experiencia vital; gracias al intelecto, puedo comprender, a propósito de mis mayores experiencias, la naturaleza insuficiente de todas mis satisfacciones vitales posibles. Cuando un hombre ha conseguido compensarse ‘realmente’ y a la vez comprender con pruebas que las dichas más maravillosas y más estables son

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incapaces de darle su realización total, está listo para comprender la necesidad de la ‘realización divergente’ y para dedicarse a ella de manera fructífera. Usaremos una comparación para mostrar cómo la comprensión condiciona la eficacia del ‘contra-trabajo interior’: un hombre está apegado con fervor a una mujer que lo rechaza; está apegado a ella de manera nefasta, destructiva, y todas sus posibilidades en otros ámbitos se ven inhibidas. Desea liberarse. Se aleja de la mujer, con la esperanza de que esta separación lo libere. Si este hombre no ha comprendido los mecanismos profundos de su apego, si sigue persuadido de que poseer a esta mujer sería su logro supremo y resolvería el problema de su condición humana, la separación solo podría traerle una disminución aparente de su apego. Su esclavitud comenzará de nuevo con más fuerza cuando vuelva a ver a la mujer; o bien se volverá esclavo de otra mujer, como lo fue de la primera. Si, por el contrario, este hombre ha comprendido plenamente que el triunfo de su amor sería, en todo caso, incapaz de darle lo que había deseado obtener por este medio, entonces la separación le traerá el desapego. Este desapego sería el efecto de dos factores conjugados: la comprensión y la separación. El ‘contra-trabajo interior’ es una suerte de separación del mundo convergente al que estamos apegados; si hago este trabajo sin haber comprendido plenamente el carácter insuficiente de la realización vital más armoniosa, no puedo obtener buenos resultados de él. No es suficiente alejarme de la vida a la que estoy apegado; este alejamiento es necesario, pero no suficiente. Pero tampoco es suficiente comprender sin alejarse. Es necesario que comprenda y también que me aleje. Concluyamos diciendo que las condiciones requeridas para la eficacia de la escritura divergente son: una vida bien compensada; la comprensión de que esta vida nunca será por sí misma más que una semirealización, un semidesarrollo de nuestras posibilidades humanas; por último, una paciente perseverancia dedicada al ejercicio de la escritura divergente. La tercera condición es fácil de cumplir cuando se cumplen las primeras dos; pero cumplir las primeras dos presenta grandes dificultades. Con estas nociones bien establecidas, ahora podemos discutir la cuestión del ‘maestro’ o ‘guía’ durante la realización total del ser humano. Se dice con frecuencia que el hombre no puede lograr su realización sin la ayuda personal de un maestro. Esta opinión, como todas las opiniones, es a la vez verdadera y falsa. Para la ‘realización divergente’ –o segunda mitad de la realización total– no es necesario ningún maestro. En este ‘contra-trabajo interior’ es imposible desviarse. No es posible desviarse de un callejón sin salida; un guía solo es necesario cuando nos desplazamos para llegar a un destino. Necesito un maestro para aprender ciertos gestos que quiero hacer con el cuerpo, pero no necesito aprender a descontraer los músculos. Necesito un profesor de filosofía o de poesía para aprender a asociar de la manera más verdadera o más bella; no lo necesito para aprender a no asociar. Al respecto, digamos que la escritura divergente no puede hacer ningún daño a quien la practica. Este ejercicio puede ser infructuoso si no se reúnen las condiciones para su eficacia, pero no puede hacer ningún daño a nadie. En cambio, para la ‘realización convergente’, que precede y condiciona la realización divergente, casi siempre se necesita un maestro, y desde varios puntos de vista. Para adquirir la comprensión general de la realización humana se necesita una enseñanza. Si el sujeto es muy dotado intelectualmente –dotado de intuición

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y de rigor lógico– una enseñanza escrita puede ser suficiente. Pero en general es necesario el diálogo para resolver las dificultades particulares de comprensión y entonces se debe usar un ‘tutor’ personal. Pero es sobre todo para la armonización relativa de la vida convergente que la frecuentación de un maestro es indispensable. Cada uno de nosotros ve mal su propia vida; es muy difícil desenmascarar uno mismo el carácter ilusorio de las propias compensaciones. Y es imposible remediar solos la duda sobre nuestro propio ‘ser’. Librarse de esta duda requiere un intercambio con una inteligencia exterior, una inteligencia imparcial que no nos juzga pero que toma nuestro pensamiento en consideración y así nos rehabilita, poco a poco, ante nuestra propia mirada. A veces, además, el sujeto tiene una esencia auténticamente ‘espiritual’ y necesita un maestro –y todas las ideas que el maestro representa– como un objeto de amor para su compensación real. Pero debemos insistir, al final de esta obra, en el hecho de que la segunda mitad de la realización, aquello que se sobreañade a nuestra vida y completa nuestro desarrollo, no trae consigo ni amor ni experiencia. Ya no reside en el plano de la vida, del ‘experimentar’. Todo lo que pueda llamarse ‘experiencia liberadora’ solo representa una liberación relativa mediante la armonización relativa del mundo interior convergente. La segunda mitad de la realización escapa a toda percepción formal y, por consiguiente, a toda descripción. El trabajo real de desapego no consiste en desapegarse de todo excepto de una cosa, aunque esta sea la idea del desapego; consiste en desapegarse de todo, en desapegarse desde la fuente misma de nuestro apego. No se trata de soltar esto o aquello; se trata de ‘soltar’.

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EL TRABAJO DEL DOCTOR HUBERT BENOIT por Margaret J. Rioch

Hubert Benoit ocupa una posición única entre los occidentales que han sido estimulados por el pensamiento oriental, en particular por el budismo zen, ya que no tiene deseos de visitar el Oriente, salvo quizás para disfrutar de su arte. Insiste en que debe hallar el Camino por sí mismo. Su trabajo es producto de un tipo de mente bien occidental que busca hallar la iluminación total, o aquel estado que los japoneses llaman satori. No es parte de ninguna escuela ni organización sino que enseña de forma individual a los estudiantes que acuden a él, interesados también en la realización total del hombre. A veces, acuden algunos con problemas más personales, emocionales, requiriéndolo como psicoterapeuta; también los considera estudiantes, aunque no tan avanzados como los otros. Sus métodos clínicos no son adecuados para todos. Si una persona está demasiado perturbada para llevar adelante una conversación racional, Benoit la deriva a un psiquiatra. Le interesa oír cómo cada estudiante ve su problema y cuál es su situación de vida, mas no oír largas historias de su infancia o trasfondo familiar. Responde las preguntas a fondo y escucha con gran sensibilidad y sagacidad, pero sin el menor tinte de blandeza sentimental. Su mente extraordinariamente filosa le permite ver con rapidez los principales problemas a los que se enfrentan sus estudiantes y relacionarlos al único dilema humano del individuo limitado que se quiere absoluto. Al tratar con alguien sin una comprensión metafísica muy avanzada, se detiene más que con los estudiantes avanzados sobre su problema vital específico, como por ejemplo un conflicto de amor o ambición. Pero tan pronto como es posible, intenta llevar al estudiante más allá de la situación concreta, para dejar en claro que ésta es solo una de las mil formas que toma el problema humano subyacente. No le interesa, como a los psicoanalistas, descubrir las causas o los precedentes de un conflicto específico, ya que aquello pone un énfasis innecesario en lo particular y pasa por alto el punto más importante de que toda ansiedad es en el fondo una y la misma. Señala con frecuencia que el problema, tal como se lo plantea, es insoluble. Si el estudiante es suficientemente flexible, puede salir de su impasse a partir de esta comprensión. También señala las falsas suposiciones, las falacias básicas según las que el estudiante intenta vivir su vida. Trabaja bien con quienes están dispuestos a contemplar la posibilidad de estar viviendo bajo un conjunto de nociones ilusorias. Sus métodos terapéuticos son altamente intelectuales. Por supuesto, es consciente de que el intelecto por sí mismo no puede liberar, pero desconfía de su menoscabo. Sabe muy bien que se puede hacer un mal uso del pensamiento analítico discursivo, pero enfatiza su importante función preparatoria al permitirnos comprender nuestra “fenomenología interior” y las “leyes de nuestro ser”. También es consciente de un efecto no tan intelectual pero benéfico que tiene en sus estudiantes. Al hablar con él, encuentran a alguien que los acepta íntegramente, que considera su “ser”, el cual está más allá de sus “manifestaciones” más o menos positivas o negativas. Con el tiempo, el estudiante descubre la posibilidad de asumir esta misma actitud hacia sí mismo. Entonces puede aceptar con calma sus propias “manifestaciones”, cualesquiera sean, gracias

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a su “ser” que es su principio reconciliante. Puede volverse buen compañero de sí mismo, sentirse seguro, y sin la necesidad de juzgar sus propias “manifestaciones”. El doctor Benoit no busca tener un “encuentro” personal con cada estudiante como hoy se estila en la psicoterapia, en especial en Estados Unidos. Pero su relación con ellos está libre de pretensiones y falsedades. Comparte sus propias experiencias con ellos cuando piensa que los pueden ayudar. Con los años, ha intentado por su cuenta varias maneras de convocar un estado mental en el que pueda estallar el satori. Está plenamente dispuesto a compartir estos métodos con sus estudiantes, pero también a dejar un método apenas se da cuenta de sus limitaciones. Al respecto, es un modelo a seguir para sus estudiantes, a quienes anima a imitarlo en su falta de miedo ante los errores. Lo llaman inteligente, dice, pero él no se considera más inteligente que muchos otros. La cualidad que sí acepta tener es la audacia de pensar lo que piensa. Tiene este coraje, opina, porque ve que el peligro es ilusorio. Muchos tiemblan ante la equivocación, pero él los invita a probar y equivocarse, pues no es necesario “poner una cabeza por encima de la propia”. Anima a sus estudiantes a tener la audacia de afirmar su propia percepción de la realidad, por imperfecta y mutable que sea. En todos los esfuerzos terapéuticos de Benoit, así como en sus libros, su meta constante es que cada hombre se vuelva su propio médico-metafísico. En su primer trabajo, Metafísica y psicoanálisis, Benoit exploró la unión entre la psicología y la filosofía, la mente individual y el cosmos. En el siguiente, Del amor: psicología de la vida afectiva y sexual, detalló los fenómenos psíquicos del amor, que dividió en tres: amor apetitivo, amor benevolente y adoración. Es una conversación entre el Autor, el Muchacho y la Muchacha, en la que el primero aclara a los jóvenes sus dudas sobre el tema. El lector va siendo guiado hacia la idea de que las diversas formas del amor se pueden ver como una preparación para algo más allá de todas ellas, incluso más allá de la que el Autor claramente prefiere, la adoración. Es llevado a percibir que existe una posibilidad de realización total por la que el ser humano siente una profunda nostalgia, pero de la que está desconectado debido a su tendencia al apego, cuya forma más obvia es el amor por otros seres humanos. El Autor nos lleva hacia una comprensión del apego como una de las etapas de nuestro desarrollo. Se detiene sobre las formas del apego llamado amor, sin desear apurar esta etapa antes de que se la haya experimentado plenamente. Pero es obvio que el sendero lleva más allá, a la liberación total. En sus dos libros siguientes, Benoit pone bien en claro su propósito. Está intentando ayudar al lector a hallar maneras de ampliar y profundizar su comprensión de sí mismo y del mundo con el fin de lograr una alteración radical de su estado de mente actual. La doctrina suprema, publicado en Francia en 1951, explica sus principales conceptos psicológicos y metafísicos. Soltar, publicado en Francia en 1954, es una continuación de los estudios que componen La doctrina suprema; se vale por sí mismo pero se lo comprende mejor si se conoce el trabajo anterior. Soltar describe el desarrollo del intelecto racional normal del ser humano como un desarrollo parcial de su potencialidad total. Es una guía práctica a partir de una exposición teórica detallada. Durante los últimos 14 años, en los que no ha publicado nada, Benoit se ha enfrentado a problemas de salud pero aun así ha seguido enseñando. También

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escribe pero todavía nada que considere publicable. Continúa su desarrollo y sostiene que no ha alcanzado la iluminación total; sobre este punto es un purista y desestima como poco importantes las experiencias de “pequeños satori”, los estados de éxtasis, o los sentimientos transitorios de serenidad o unidad con el universo. Este artículo se basa principalmente en sus dos últimos libros y en su instrucción personal. En Occidente ya se ha oído que el Zen es una “no-enseñanza”. Los maestros Zen sostenían que no es necesario hacer nada especial para volverse un Buda; solo hace falta la mirada directa que penetre la propia naturaleza. Al respecto, Benoit comenta: “He tenido que reflexionar durante años antes de comenzar a ver cómo aplicar este consejo de manera práctica y concreta en nuestra vida interior. Y creo que muchos de mis hermanos occidentales están en la misma situación”. En un breve artículo titulado Buddha and the Intuition of the Universal, que escribió en recuerdo de su gran amigo, Swami Siddheswarananda, Benoit da una de las razones por las que los occidentales tienen dificultad para abordar el Zen sin algún tipo de preparación discursiva. Según él, el occidental no está muy dotado de intuición de lo universal, y debe forzarse a sí mismo a pensar en Dios como inmanente; su tendencia más natural y usual es pensarlo como trascendente. En cambio, todo el Oriente tiene una consciencia profunda de la perfección universal objetiva. Una doctrina dirigida a un hindú no necesita enunciar este punto; se lo da por sentado como conocimiento general y un maestro puede enseñar sobre esa base sólida. Como en Occidente no es así, Benoit cree necesario dar un largo preámbulo que prepare a sus lectores o estudiantes para lo que el oriental halla fácil. Pero este largo preámbulo podría resultar el camino más corto de vuelta a casa. Benoit ha erigido un andamiaje filosófico y psicológico que permite que el occidental, entrenado en modos occidentales de pensar, cree sus propios caminos de comprensión. Para usar su propia metáfora, lleva a sus estudiantes de la mano, a través de senderos filosóficos y psicológicos, hasta el borde del foso que hay entre la verdad expresable en palabras y la verdad inexpresable del conocimiento real; un foso que hay que pasar, de un salto, dejando atrás toda comprensión preparatoria, filosófica y psicológica, escrita y oral. Caracteriza a Benoit su insistencia clara y firme de que la mejor manera de acercarse a este foso es la comprensión cada vez más profunda, clara y actualizada de la verdadera naturaleza humana. No condena la meditación ni el yoga ni otras prácticas similares, pero las considera más o menos irrelevantes comparadas con el desarrollo de una comprensión profunda. En este punto cree concordar con los antiguos maestros Zen chinos. Pero no otorga importancia a si lo que escribe proviene directamente de ellos o surge en su propia mente. Mientras que la forma en que se expresa es individual y personal, lo importante es que la verdad transmitida sea universal. “En otras palabras, lo que es válido, digno de consideración en la verdad que expreso no me pertenece a-mí-como-individuo-distinto, y propiamente hablando no tiene conexión con mi persona particular. Si he comprendido esto, soy del todo indiferente al cerebro particular en el que dicha verdad ha tomado forma; ese cerebro en particular es solo el aparato receptor que ha captado el mensaje... Adjudicarse la paternidad de una idea es absurdo; surge de la ficción egotística de divinidad que, oculta en lo

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profundo de nuestra psicología, pretende que, como individuos, somos la Causa Primera del Universo... En épocas más sabias, los artistas, eruditos y pensadores ni siquiera soñaban con adjuntar su nombre a las obras que tomaban forma a través de ellos”. Como D. T. Suzuki, Benoit no ve que otras religiones, en particular el cristianismo, sean ajenas al Zen. Dice que no se necesita quemar los Evangelios para leer a Hui-neng. En su enseñanza tanto escrita como oral cita con frecuencia las Escrituras, pues para el occidental la verdad es más fácil de comprender bajo esta forma que siguiendo los grandes libros orientales. El concepto cristiano de la muerte del “hombre viejo” y el nacimiento del “hombre nuevo” es un tema central de su obra. Equipara el nacimiento del hombre nuevo con el satori o despertar y se refiere con frecuencia a San Juan de la Cruz como alguien que atravesó la “noche de la Gran Duda” hasta el despertar. De entre los filósofos occidentales, está más próximo a Spinoza y Sócrates. No se considera semejante a los existencialistas porque, en su opinión, racionalizan el sentimiento de la desesperación; pero sí comparte con ellos su “preocupación última”. Benoit empieza, como tal vez todos los pensadores profundos en estos temas, con el dilema de la situación humana. El hombre, aunque individual, mortal y limitado, quiere ser ilimitado, eterno y absoluto. Sabe que su organismo es limitado, pero no puede abandonar la pretensión de ser infinito y absoluto. Benoit usa la metáfora del juicio que se lleva a cabo todo el tiempo en los recovecos de la mente, un juicio en el que intentamos en forma constante reivindicar nuestro ser absoluto, aun siendo individuos limitados. A veces, las cosas parecen ir a nuestro favor, otras hay contratiempos, pero el juicio nunca concluye. Benoit opina que el problema, así planteado, es ilusorio, que el problema en realidad no existe y que, por lo tanto, no hace falta ninguna solución. Esta propuesta suena un poco tramposa, al abolir con un gesto de prestidigitador los difíciles problemas que el hombre ha enfrentado durante milenios. Pero Benoit tiene en claro que no es tan sencillo; no dice haberse deshecho del problema. Tiende a pensar que los relatos sobre la iluminación de Buda y otros sabios, aunque en parte legendarios, son descripciones válidas del camino que precede al despertar súbito y total. Buda, según Benoit, poseía una intuición intelectual lúcida y extraordinaria, una gran fuerza vital, y vivió en un ambiente favorable. Sin embargo, la pila de rocas que el gigante destruye de un golpe puede dispersarla un hombre menor con ayuda de técnicas adaptadas a su capacidad. La preocupación constante de Benoit es esencialmente práctica: cómo hallar maneras de prepararse para la irrupción del satori. Al inicio, parece difícil reconciliar los enunciados en apariencia contradictorios de que no hay problema y de que casi todos estamos ante un problema. Es como la situación de un hombre que mira por una ventana enrejada, que se esfuerza con todos sus nervios y músculos para estirarse y ver hacia afuera lo más posible, e intenta con violencia romper los barrotes, que nunca se quebrarán. Detrás de él, al otro extremo de la celda oscura, hay una puerta abierta. Solo tiene que darse vuelta y salir caminando de su prisión. Pero antes de que se le ocurra hacer eso, antes de que suelte los barrotes que mantiene apretados con fuerza y quiera dar la espalda al precioso rayo de luz que percibe a través de la ventana, debe comprender con claridad que en realidad está, y siempre ha estado, libre. Esto es imposible de creer mientras su atención esté fija en la ventana enrejada. La analogía, como cualquier otra, no se puede estirar mucho, pero sirve

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para ilustrar cuatro puntos importantes, que Benoit elabora en detalle en su trabajo. En primer lugar, no es necesario esforzarse por ir a ningún lado ni hacer grandes esfuerzos de voluntad para ser libres. Ya somos libres. Para dejar de aferrarnos a nuestra esclavitud ilusoria solo necesitamos soltar, desapegarnos. En segundo lugar, el hecho de que nuestra atención esté cautivada por un aspecto parcial del cosmos nos impide saber que somos libres. En tercer lugar, la liberación está no en esforzarse por la perfección, como solemos hacer, sino en dar un giro de 180 grados y aprender a dejar este hábito. Y en cuarto lugar, solo mediante la comprensión, o lo que podríamos llamar intuición intelectual de la situación, podremos volvernos hacia la libertad. Al obtener más comprensión, una persona puede ayudar a otra; un maestro puede ayudar a sus alumnos mediante libros e instrucción directa. Benoit cree que un hombre debe alcanzar al menos algunas de sus metas concretas y cumplir al menos algunas de sus potencialidades antes de comprender que ese tipo de logros y cumplimientos nunca serán más que una semirealización. Retirarse a vivir de uvas ácidas (como el zorro de la fábula) no es liberación. Solo el hombre que ha participado activamente de la vida, que no le ha dado la espalda por miedo o resignación, sino que se ha realizado como hombre normal en el mundo con cierto grado de armonía interior, puede comprender en verdad que eso tampoco es el Absoluto que añoraba. En otras palabras, el trabajo de preparación para el despertar no es una cura de la neurosis. El sufrimiento neurótico se debe aliviar antes de emprender este trabajo. La idea de la reconciliación de los opuestos es central al pensamiento de Benoit. En la filosofía china, el cosmos es visto como el juego de la fuerza activa, positiva, masculina del Yang y la fuerza pasiva, negativa, femenina del Yin, reconciliadas en el principio conciliante del Tao. Esta Ley de Tres también se puede simbolizar con un triángulo, que aparece una y otra vez en los escritos de Benoit. Los dos ángulos inferiores representan respectivamente el principio positivo y el principio negativo; el ápice representa el principio conciliante superior. Mientras no reconozcamos el principio conciliante, permaneceremos en la línea de base, es decir en el mundo del dualismo, de los opuestos. No importa cuán fuerte sea el positivo, el negativo necesariamente estará presente; de hecho, cuanto más fuerte el positivo, más fuerte el negativo. En nuestro estado imperfecto, vemos esta situación como un conflicto; y el hombre, como animal que generaliza, traduce su preferencia emocional por el lado positivo del conflicto en una parcialidad intelectual por lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello. Intenta obtener la positividad perfecta en Utopías y sueña con la felicidad total en el Paraíso. Piensa que debería eliminar sus faltas en favor de sus virtudes. Es verdad que algunos individuos han obtenido así un alto grado de santidad o heroísmo, pero para Benoit eso no es el despertar, pues este supone una síntesis en la que ambos polos, sin dejar de oponerse, colaboran en armonía. Está el peligro de que hombres menores intenten seguir los pasos de los santos y héroes y, como suele suceder, equivoquen el camino. El gran hombre es movido por un amor auténtico por algo, sea Dios, una causa o un ideal; y puede armonizar su ser en gran medida con referencia a este amor. Pero si un hombre menor, sin amor auténtico, intenta imitar el comportamiento del santo o del héroe, solo se estará forzando y limitando; lo mueve la ambición espiritual, cree que debe alcanzar la salvación. En general, lo acompaña la idea de que es su deber traer a otros a la

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salvación. En el peor caso, lleva a fenómenos como la Inquisición. En el mejor caso, lleva a un intento de esclavizar a otros mediante la persuasión. A veces se supone que no nos esforzaríamos por despertar si no fuera bajo la compulsión del deber, pero eso es absurdo, pues el despertar acaba con la angustia que siempre nos acompaña y es ingenuo suponer que buscaríamos un alivio de la angustia solo por un sentido del deber. La comprensión intelectual del concepto de despertar no es tan difícil, pero la realización real de la síntesis colaborativa entre positivo y negativo, vida y muerte, sujeto y objeto, es algo que no nos podemos imaginar desde nuestra perspectiva dualista actual. Y sin embargo, está desde siempre encarnada en nosotros. Lo vemos en el plano biológico, donde colaboran anabolismo y catabolismo, sístole y diástole, inhalación y exhalación. Pero en el plano psicológico o espiritual no es tan aparente. Aquí, si no tomamos consciencia del ápice del triángulo, es inevitable que idolatremos los ángulos inferiores. El positivo se convierte en Dios y el negativo en el Diablo, y hacemos acrobacias filosóficas para conciliar la existencia del mal con un Dios que es bueno y omnipotente. El universo se vuelve un campo de batalla gigante en el que se enfrentan los defensores del Bien y sus enemigos, un duelo angustioso en el que rivalizan la Luz y la Oscuridad. En esta cosmología atormentada tenemos la idea de que las fuerzas del orden cósmico deberían triunfar y prevenir la catástrofe. En la visión occidental corriente, las acciones de cada individuo adquieren una importancia absoluta pues son capaces de ayudar a las fuerzas del orden o a las del desorden y, así, influir en el destino cósmico. Cada uno de nosotros se ve llamado por el Gerente Cósmico a colaborar con Él contra los Poderes de la Oscuridad. De ello se desprende una filosofía moral absoluta en la que las acciones de un hombre se consideran buenas o malas según si sirven a la voluntad de Dios o son contrarias a ella. Esta visión obviamente halaga al hombre pero lo carga con una terrible responsabilidad. Si pensamos que nuestra evolución puede ir en dirección buena o mala en términos objetivos, concluimos que es nuestro deber esforzarnos por evolucionar correctamente. El despertar se puede concebir desde un punto de vista supersticioso, que implique una divinidad de algún tipo que quiera que obtengamos este despertar, o desde un punto de vista libre, según el cual no tenemos ningún deber. Mientras creamos que debemos liberarnos, que el cosmos espera eso de nosotros, nuestra búsqueda nos aprisionará, nos dejará en un impasse. El coraje verdadero y eficaz consiste no en someterse a la presión del deber sino en rechazar este soporte tranquilizador y asumir nuestra libertad. Si deseamos ser considerados ciudadanos responsables de una democracia, debemos cumplir con ciertos deberes. Pero esto no significa que tengamos un deber absoluto de esforzarnos por el bien y contra el mal. El error en el concepto dualista de Dios contra el Diablo yace en que es incompleto; no es una falsedad absoluta. Los ángulos de la base del triángulo se ven correctamente; solo hace falta trazar el resto. En todas nuestras percepciones de la realidad hay una verdad parcial que no hay que descartar, sino solo completar. Este es un principio cardinal del pensamiento de Benoit, que desempeña un papel importante en su enseñanza. De noche, una raíz puede parecer una serpiente y uno puede pensar que lo es. Al amanecer, queda claro que es solo una raíz. Sin embargo, no deja de ser cierto que en la oscuridad parecía una

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serpiente. Es importante tanto afirmar la visión parcial actual como estar listos para soltarla cuando hay mayor claridad. En nuestro estado dormido ordinario, el dualismo de Yang y Yin se traduce en la creencia de que estamos conformados por dos partes, cuerpo y alma, con un hiato entre ambas. Incluso si tratamos de trascender este dualismo con filosofía, en el lenguaje diario seguimos usando expresiones como: “No me pude contener”, o “Intenté controlarme”. En realidad, no es cierto que constemos de dos partes, pero tenemos dos aspectos que, de hecho, consideramos como si fueran un jinete y su caballo. Cuando el jinete está activo, ve cómo se comportó el caballo hace un momento y le da una palmadita de aprobación o un golpe de desaprobación. Con este entrenamiento se condiciona al animal. Mientras pensemos que somos realmente un jinete y su caballo, lo máximo que podemos hacer es un entrenamiento animal. No es necesario condenarlo, pero tampoco debemos creer en ello como un camino hacia el despertar. El verdadero despertar es bien diferente. No hay entrenador ni aprendiz. “Yo vivo” y “Yo pienso” están reconciliados en el único “Yo soy”. Mientras vivamos en el nivel del entrenamiento animal, nos veremos en la necesidad constante de evaluar, dar al caballo una palmada o un golpe por su buen o mal comportamiento. Este entrenamiento o modo de actuar, en el sentido más amplio, incluye no solo programas extenuantes como las disciplinas monásticas ascéticas, sino también todos los esfuerzos que hacemos por mejorar el comportamiento, sea mediante el control, la planificación, el autoanálisis o lo que fuere. Todos esos esfuerzos implican una dualidad; necesariamente implican la parcialidad hacia un aspecto del ser o del mundo. Pero la parcialidad impide una síntesis de todo el ser. Cuando luchamos, nos identificamos con una de nuestras tendencias; somos parciales a ella. Cuando nos comportamos sin esfuerzo, es el resultado de una organización armoniosa inconsciente de todas nuestras tendencias, como la resultante de un paralelogramo de fuerzas. Benoit no cree que debamos retirarnos de la vida habitual y sentarnos con la vista baja; no cree necesario abandonar los esfuerzos por hacer cosas, por hallar un mejor modo de vida, pero no nos deberíamos preocupar por estos esfuerzos. Su fracaso es inevitable, sencillamente está en la naturaleza de las cosas. Solo es necesario interpretar el fracaso correctamente. Si creemos en la eficacia de los esfuerzos de entrenamiento, atribuiremos su fracaso a todo tipo de cosas, a faltas propias o condiciones externas, pero nunca a la ineficacia del entrenamiento en sí. Pero si comprendemos la ineficacia sin impedirnos hacer el esfuerzo, poco a poco lo trascenderemos. El despertar no es la corona del éxito definitivo, sino del fracaso definitivo. Tenemos que descubrir por nosotros mismos que todos los caminos terminan en un impasse. Debemos seguirlos con la comprensión teórica de que no llevan a ningún lado. Nuestra verdadera naturaleza no es el logro de estados espectaculares; no consiste más que en ser uno con nuestro caballo; entonces, el más mínimo gesto que hagamos, por banal que sea, participará de la realidad. Al exponer la lucha oculta que hay cuando nos creemos en paz, la infelicidad oculta cuando nos creemos felices, el peligro oculto cuando nos creemos seguros, y las preguntas sin respuesta cuando creemos saber la verdad, llegamos a desesperar una y otra vez de todas nuestras soluciones, a percibir una y otra vez la futilidad de cada supuesto logro. Es paradójico que cuanto más claro vemos la

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naturaleza inevitable de nuestros fracasos, menos nos tocan. Aunque la vida antes del despertar sea un camino de un fracaso a otro, cada fracaso bien comprendido nos deja más livianos, con menos carga. Debemos comprender que el problema de la felicidad es insoluble. Superficialmente, esta visión es de un profundo pesimismo. Se relaciona con la visión de Schopenhauer del hombre como un burro siguiendo la zanahoria, que el conductor sostiene delante de él. Por más rápido que galope, el burro jamás alcanza la zanahoria y no se da cuenta de que es su propio galopar lo que la lleva hacia adelante. En lugar de esta imagen, Benoit usa las metáforas de un hombre que corre en el lugar y de un hombre que corre para alcanzar su propio centro de gravedad. Pero también habla sin metáforas, en términos más psicológicos. Sostiene que cada uno de nosotros desea no solo existir sino también ser; es decir, queremos vivir una vida con significado, no solo vegetar. A veces, estamos dispuestos incluso a sacrificar la existencia, la vida, en nombre del ser, de lo que ha dado significado a nuestra vida. Sin esperanza de una vida con significado, se considera el suicidio. Pero la existencia es el substrato de este ser. Par ser, primero hay que existir. Benoit cree que en la concepción de “ser” hay una intuición correcta de nuestra identidad fundamental con el Absoluto, una nostalgia de la reunión con nuestro verdadero Centro. Pero al principio no lo comprendemos; creemos que buscamos la felicidad, que llamamos con diferentes nombres según los diferentes gustos: paz mental, madurez, vida significativa, etc. Experimentamos sin cesar con la esperanza de hallar el estado perfecto y esta experimentación, este probar, es la experiencia. De hecho estamos probando diversos estados para ver cuál es el estado perfecto que buscamos. Por eso en toda experiencia hay un juicio, positivo o negativo, según evaluemos que la experiencia nos acerca o nos aleja de la perfecta felicidad. Si nos acerca, juzgamos que este objeto, persona o situación debe ser; si nos aleja, juzgamos que no debe ser. En la metáfora del juicio, la experiencia es el juez que decide si un aspecto particular del juicio habla a favor o en contra de nosotros. Se supone que nuestro deseo de experimentar nos llevará a experimentar con nuevos aspectos del mundo para hallar un estado perfecto, pero de hecho nuestro estado imperfecto continúa repitiéndose con monotonía. Reclamamos con insistencia que el contacto con el mundo nos afirme por completo, pero nunca es el caso. El mundo siempre niega a la vez que afirma. Con una inercia así en el mundo físico de los objetos, insistimos en nuestro reclamo, esperando una y otra vez que los aspectos negativos del mundo desaparezcan; y una y otra vez no lo hacen; así que en esencia, nuestra experiencia es siempre más de lo mismo. Para comprender realmente la búsqueda de la felicidad deberíamos estar con una atención expectante, deberíamos esperar con paciencia ardiente; pero nos atraen visiones del mundo centradas en nosotros, y las deseamos. Si no logramos imaginar que el mundo nos favorece, imaginamos que nos aplasta. La idea insoportable es la de su indiferencia, su existencia independiente de nosotros. La imaginación conjura una variedad de compensaciones que nos salvan de la neurosis, como el trabajo, el arte, el amor, la familia, los amigos, etc. Cuando vivimos con estas cosas y nuestras emociones están ligadas con fuerza a ellas, es difícil pensar que podría haber otra manera de vivir. No aceptaremos soltar estas preciosas compensaciones y las emociones ligadas a ellas mientras pensemos que no hay nada mejor.

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Tenemos la idea de que la luz y el movimiento se identifican con el ser, y la oscuridad y la inmovilidad con el no-ser. Nos gustaría tener tanto luz como movimiento, pero si tenemos que elegir entre ambas, elegimos el movimiento. Por ejemplo, el masoquista elije el dolor por sobre la falta de sensación, el niño prefiere un reto a ser ignorado. Al parecer, tememos la inmovilidad por sobre todas las cosas. Cuando somos felices, reclamamos aun más felicidad; es decir, movimiento, cambio; y así, las alegrías colapsan. El prejuicio humano contra la inmovilidad es un error que engendra toda su miseria. Solo puede liberarse al comprender que no hay motivo para temer la inmovilidad. Esta comprensión no implica darle la espalda a lo que uno está haciendo, o cambiar nuestra vida de modo programático; significa solo recordar que toda esperanza es absurda. El hombre semeja una oruga que puede transformarse en mariposa solo si pasa por la etapa de la crisálida. La oruga se arrastra por el suelo; no puede volar, pero al menos se mueve. Comparada con arrastrarse, la inmovilidad del capullo parece horrible. La agitación emocional, sea por alegría o por sufrimiento, es como el arrastrarse de la oruga. El hombre no conoce nada mejor y con buena imaginación logra pensar que está volando. Solo cuando ve que está claramente pegado a la tierra por más energía con que se arrastre, por más vigor con que se retuerza, solo entonces acepta por propia voluntad la muerte temporal de la crisálida para emerger como mariposa. Si el hombre naciera con un intelecto totalmente desarrollado, comprendería desde el inicio que movilidad e inmovilidad, vida y muerte, integración y desintegración, son iguales y complementarias. Entonces, acataría la naturaleza de las cosas, la propia muerte como la propia vida, y viviría sin apego, aceptando el fracaso final en la muerte, deseando todo lo que sucede. Su vida no sería un conflicto dramático bajo la espada de Damocles, a la espera de un final feliz pero consciente de que un día la espada caerá. Pero como el intelecto no aparece totalmente desarrollado desde el inicio, el ser humano descubre las ideas de vida y muerte antes de poder conciliarlas; cree que debe elegir una y rechazar la otra, que es una de dos. Mientras rechace la muerte no podrá realizar la síntesis. Su nostalgia del Absoluto se traduce en una nostalgia de la vida, lo que conlleva un rechazo de la muerte, dramáticamente representada por el “No” de Satanás que se alzó contra el orden divino. El crecimiento del intelecto humano se puede simbolizar con una limadura de hierro suspendida entre dos imanes. En la infancia, las caras de ambos imanes están aisladas de modo que la limadura cuelga libre entre ellos. Poco a poco, se retira la capa aislante de uno de los imanes y la limadura se pega a él. Esta fase representa el aprendizaje del lenguaje, de las ideas generales y la lógica, de la capacidad de percibir según una perspectiva de sujeto y objeto; en otras palabras, el intelecto maduro. Es la etapa en la que se halla la mayoría de las personas. Hemos destapado la mitad de nuestras capacidades; controlamos la poderosa herramienta de la razón, pero nos sentimos esclavizados. La limadura no cuelga libre; está forzada a pegarse contra un lado de nuestro ser. En otras palabras, nos aferramos al tipo de sentido y significado que la consciencia adulta nos dice que es razonable. Cuanto más nos esforzamos en esta dirección, más dolorosa y frustrante es la presión. Mientras el otro imán permanezca aislado, habremos destapado solo la mitad de nuestras capacidades mentales. Al quitar la capa aislante del primer imán hemos creado el mundo verbal, hemos aprendido a usar

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lo que Benoit llama el lenguaje convergente: nuestro lenguaje ordinario con su estructura lógica sintáctica y sus significados de comprensión general. Usar este lenguaje nos ha llevado a creer que su sentido es idéntico a la realidad, y estamos profundamente apegados a esta creencia. Incluso si logramos trascender el apego al poder, la fama, los bienes materiales, otras personas, etc., permanece la tendencia a aferrarnos al significado verbal como algo real. Idolatramos el sentido y la armonía relativos del cosmos tal como lo concebimos y rechazamos su sinsentido y desarmonía relativos. Nuestra nostalgia por la Única Verdad se traduce en la idea de que deberíamos tener un conocimiento explícito, expresable, que nos dé la clave de la Verdad. No nos damos cuenta de que la raíz de nuestra infelicidad yace en nuestro apego al lenguaje convergente. Estamos tan convencidos de que nuestros problemas parten del mundo real que no podemos concebir que partan de un mundo verbal que tomamos como real. Pensamos que las palabras son herramientas para designar cosas y no vemos que crean el mundo en el que vivimos. Lo lamentable, desde el punto de vista del desarrollo total, no es que la mente funcione así, sino que funcione así de manera exclusiva. En la tercera parte de Soltar, Benoit describe una técnica, que estaba probando en aquel momento, para intentar superar el apego exclusivo al lenguaje convergente. Esta consistía en practicar la escritura del “lenguaje divergente”, es decir palabras que se seguían unas a otras con sintaxis normal pero sin ningún sentido; por ejemplo: “Las cocineras traicionan serpientes”. Luego abandonó esta técnica por resultarle ineficaz. Sin embargo, continúa experimentando con técnicas para desarrollar la “otra mitad” de la mente de modo que pueda tener lugar la síntesis final. El trabajo interior que hay que hacer para salir del cautiverio no es un trabajo en el sentido corriente; es una relajación, pero no es fácil. De hecho, es extremadamente laborioso. La paz se obtiene solo tras una vigorosa batalla no contra nuestras faltas sino contra nuestra inercia. Debemos evitar la trampa de pensar que nos ayudará ir por la vida como un sonámbulo; deberíamos, en cambio, ir por la vida como un hombre que ama a una mujer. Cada mañana, se despide de ella y pareciera que la olvida mientras se pone a hacer sus tareas cotidianas; pero cuando regresa se da cuenta de que en un “segundo estado” permaneció siempre con ella. A medida que evoluciona este segundo estado, somos más capaces de descontraer el agarre y desasirnos del mundo de palabras. Benoit ve todo el trabajo preparatorio hacia el satori como un descenso. El despertar nos sorprenderá cuando hayamos tocado fondo y agotado todos los recursos de nuestro ser. No puede suceder gradualmente pues no se trata de adquirir algo que no estuviera ya. No se puede obtener esforzándose ni intentando dejar de esforzarse. Sin embargo, una evolución gradual precede su irrupción; en el transcurso, nos volvemos más sabios y se alivia nuestra angustia. Esta evolución es como la destilación gradual de materiales sutiles a partir de materiales brutos. Cuando se destila alcohol de una fruta, no se la destruye: se la transforma. A medida que progresamos en esta dirección, el amor propio se va volviendo menos grosero, más sutil. La pesadilla de la vida se vuelve un sueño ligero. Aun así, hasta el último momento, no estamos despiertos. Benoit cuenta una vieja historia de un zorro que quiere deshacerse de sus pulgas, entonces toma un trozo de musgo con el hocico y empieza a sumergirse en el río. Las pulgas escapan de la cola sumergida, suben por el lomo, el cuello, la cabeza y el hocico. Hasta el momento en que está sumergido por completo, el zorro

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no ha perdido ni una sola pulga. Pero al final están todas concentradas en un pequeño punto, de modo que pueden desaparecer enseguida. En el último instante, saltan al musgo; el zorro lo suelta al sumergirse y queda, al fin, totalmente libre.

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Palabras de Hubert Benoit Transcripción de charlas de 1972 a 1975

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PRESENTACIÓN

Hubert Benoit fue, de 1967 a 1975, uno de mis auténticos ‘profesores de vida’. La transcripción de los registros de nuestras charlas de 1970 a 1973 ocupa trescientas páginas. Transcribo estas palabras tal cual, con todo lo que conllevan de repetición y demás efectos del lenguaje oral. No incluyo mis propias preguntas, objeciones, etc. Lo que he hallado sobre Hubert Benoit en internet no da una idea muy justa de su persona o su enseñanza. Se le atribuyen, por ejemplo, afinidades con Gurdjieff que le harían mucha gracia si siguiera entre nosotros. Más seriamente, rechazaba gran parte de sus primeros escritos, en especial la práctica que propuso en su libro Lâcher prise (Soltar). Hubert Benoit no era un hombre ‘iluminado’ o ‘despierto’ y no pretendía serlo ni dejaba creer que lo fuera. Esta ausencia de iluminación, junto a la de un par intelectual a su altura (a excepción de Swami Sidheswarananda, quien fue para él más un amigo que un ‘maestro’ o ‘condiscípulo’) y de un maestro espiritual, bastan para explicar los límites de su discurso y de su evolución. Él simplemente daba testimonio de su búsqueda personal, íntima y viva. Nada se aplicaría mejor a Hubert Benoit que esta frase de Máximo el Confesor: ‘El Señor aclara con su luz nuestro intelecto y lo lleva al mismo acto que Él’. En efecto, no solo tenía un intelecto afilado como una navaja sino que estaba verdaderamente inspirado. Lo cual, unido a una gran sensibilidad afectiva y psicológica y a una búsqueda introspectiva y personal de gran aliento, hicieron de él un precursor de una auténtica ‘psicología’ (ciencia del alma) que todavía está por elaborarse. El texto “Mi alma entre Tus manos” da pruebas de lo que se entrevé en sus escritos: Benoit se expresa en cristiano. Aunque muy crítico de la doctrina de la Iglesia y muy inspirado por el vedanta y el zen, no pertenecía a estas tradiciones y lo subrayó a menudo. En este sentido, sigue siendo para mí no solo un adelantado a los católicos pre y post Concilio Vaticano II, sino también a aquellos que buscaron algo de profundidad en los ashrams y los dojos. Laurent Huguet

Saqué al azar un libro de mi biblioteca, La doctrina suprema de Hubert Benoit. Lo abrí al azar y me encontré con un maravilloso texto. (...) Aunque no conocía a Hubert Benoit, aproveché una ocasión para telefonearle. Me recibió con sencillez y sabiduría; me dio la confianza que él se había construido tras graves heridas de guerra. Estuve yendo a verle cada semana durante varios meses. Me devolvió el equilibrio. Me ayudó a limpiar aquella herida para que pudiera curarse, sin tomar partido.

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Yvonne Berge, en Danza la vida: el movimiento natural

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12 de enero de 1972 El vocabulario, es decir, la elección de términos, depende en principio de la concepción justa. Las palabras dependen de la comprensión y no a la inversa. Lo que entendemos por ignorancia son las opiniones ilusorias, es creer verdadero algo que no lo es. Conocer, en el sentido más profundo, no es poseer un pensamiento, la Verdad Absoluta, sino ser esta Verdad absoluta. Ni siquiera el hombre liberado viviente conoce la Verdad Absoluta, él es la Verdad Absoluta; no tiene la Verdad Absoluta, la es; al serla, ve todo bajo el ángulo de la Verdad Absoluta, de la misma manera que un ojo no está hecho para verse a sí mismo y no puede hacerlo, sino que está hecho para ver las cosas tal como las ve. Nuestra mente tridimensional, la pequeña mente actual, no puede en absoluto comprender (en el sentido mismo de «englobar») la Verdad Absoluta de infinitas dimensiones; lo finito no abarca el infinito, al contrario. Lo que podemos hacer es detectar en nosotros una creencia y darnos cuenta de que no se corresponde con nada y que por lo tanto es irreal, es decir ilusoria. «Irreal» e «ilusoria» es lo mismo; toda ignorancia es irreal, no existe. Funcionamos como si fuéramos ignorantes pero no podemos decir que la ignorancia en sí exista. No podemos decir que el ego exista; hay un funcionamiento egoísta del hombre, como si fuera a la vez, de manera fusionada, una persona fenomenal y el Sí-mismo; pero él no es ambos a la vez. En nuestra perspectiva actual, no podemos decir que el ser y el parecer sean lo mismo; debemos hacer una distinción. Cuando uno detecta el carácter ilusorio de una creencia, ya le ha puesto fin. No se puede decir que se conoce algo irreal, algo que no existe; simplemente hay un darse cuenta de que es irreal y de que, por lo tanto, no hay allí nada que conocer. No podemos decir que la Verdad se conozca a sí misma. El ego es una forma de decir, no existe en sí mismo, no se puede decir que tenga conocimiento de nada. Lo que podemos decir es que, en su funcionamiento semiegoísta, el hombre realiza el proceso de este funcionamiento y ve que se basa en una ilusión, una confusión, una ausencia de discriminación. La idea, la convicción ilusoria madre de todas las demás, es aquella por la cual pienso que soy mi cuerpo. He comprendido muy bien que no lo soy, que es un parecer, que en realidad soy el ser que aparece de esta manera; pero todo el día vivo y reacciono como si siguiera creyéndolo, pues el día en que deje de creer que soy esto, ¡tendré el Satori! Sí, pero no me acontece, entonces deploro solamente que tarde tanto en alcanzarse el paso de una evidencia intelectual a la evidencia por el ser entero. ¿De qué vértigo me habla? Hace usted alusión a todo este campo que puede recorrer el ego, pequeña mente tridimensional que está para nosotros como separada por un hiato de la Inteligencia Absoluta o de infinitas dimensiones, y es

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como si me dijera que se sale del plano, el dominio del intelecto tridimensional, ¿y que está, entonces, suspendido por encima del abismo del hiato? Compararé la Verdad Absoluta con un volumen y la verdad relativa con un plano de sección. Si la sección está bien hecha y es neta, si la inteligencia trabajó bien, brinda información exacta, pero nunca sobre la naturaleza volumétrica del volumen, que escapará siempre a toda sección. Eso no quiere decir que a la mente tridimensional haya que echarla a los perros. Los antiguos maestros Tch’an defendían el valor de esta búsqueda intelectual con esta pequeña mente nuestra, diciendo que es totalmente necesaria, pero que evidentemente no basta. Por lo tanto, repetimos, no hay que hacer caso omiso de esta búsqueda y de verdades que, en realidad, no son sino maneras de enunciar, por contraste, lo contrario de las opiniones ilusorias. Descubrir esas opiniones ilusorias y desarraigarlas es de veras importante. Las certezas que tenemos hoy son vanas en sí mismas. El trabajo realizador en nosotros solo lo puede hacer el Sí mismo. Lo que llamamos «nosotros» actualmente, es decir esta mente tridimensional y esta consciencia dualista en particular, no puede liberarse del dualismo funcionando de manera dualista. La mente no puede integrarse funcionando de una manera no integrada. Actualmente, funcionando como funciono, este funcionamiento no me puede liberar, solo el Sí mismo puede hacerlo. Y en el curso de esta Gran Obra incomprensible que el Sí mismo puede llevar a cabo, se disuelven el dualismo y todas estas creencias ilusorias subconscientes, que fueron en efecto detectadas, pero no por ello extirpadas. Puedo comprender el carácter ilusorio de la opinión que está detrás de la reivindicación. Este trabajo, el recuerdo de esta comprensión justa de que todo eso es absurdo, puede disminuir los efectos de la actitud reivindicadora, pero la actitud reivindicadora resulta del funcionamiento egoísta que, sin embargo, no desaparecerá. Solo el Satori nos libera de la reivindicación principal; ahora, de lo que podemos liberarnos es de la manifestación de esta reivindicación principal en reivindicaciones particulares más o menos intensas. Se puede obtener la disminución de la intensidad, pero de todas maneras no hay que ilusionarse; declaro que vivo en la práctica sin reivindicación, pero si soy totalmente sincero, no puedo declararme capaz de deseos que llamo «simples», es decir que no estén «absolutizados». El deseo, en un funcionamiento egoísta, en el que la persona particular está francamente «absolutizada», también se encuentra necesariamente «absolutizado». Podemos detectar estas ilusiones, pero el paso de esta detección intelectual pura a la evidencia por el ser entero es el trabajo del Sí mismo, no podemos hacerlo por nuestra cuenta. Cuando el «sentir» no está ligado a un «saber», el funcionamiento permanece igual que antes.

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Una de las principales opiniones ilusorias que hay que detectar es aquella según la cual nuestro funcionamiento egoísta sería capaz de cualquier cosa, en particular en lo que concierne a la liberación. Incluso desde el punto de vista de nuestro funcionamiento fenoménico, de nuestro organismo fenoménico, en el mundo fenoménico, la mayoría de las personas se imaginan que tienen derecho a decir «yo pienso», «yo hago», cuando todo eso está condicionado por el «Demiurgo». (A lo sumo, en contados casos, el pensamiento es causado directamente por el Sí mismo. Me refiero a las intuiciones iluminadoras que pueden darse. En ese momento, es como un mensaje recibido desde la Inteligencia Absoluta, refractado en la mente, que se vuelve tridimensional. Pero más allá de esos casos, estamos condicionados por todo). Una cantidad indefinida de factores, la herencia, que se remontan a millones de años de humanidad, es decir, a millones de personas, y todas las circunstancias con su cantidad indefinida de matices desde que nacimos, las circunstancias que vivimos actualmente, todo eso nos condiciona. Dada la cantidad indefinida de factores que nos condiciona y sus interrelaciones, nos es absolutamente imposible ver con los ojos del espíritu, es decir comprender lo que nos determina, lo que nos condiciona; a este respecto, somos comparables a un martillo que al no ver al tapicero se imagina que es él mismo quien clava los clavos. El cuerpo no se mueve, es movido, algo lo hace moverse, pero no se mueve por sí mismo. Todo movimiento fisiológico pasa por el «Demiurgo». El «Demiurgo» también proviene, aunque raras veces, directamente del Sí mismo. La máquina humana es como cualquier máquina, es decir que es inerte; si no se le aplica una fuerza, es un títere; si los hilos no fueran tirados, no se movería. Pero los hilos siempre son tirados. Lo más importante es comprender que, desde el punto de vista de nuestra liberación, nosotros (en el sentido habitual del término) no podemos hacer nada, el títere no puede hacer nada en absoluto. Ahora bien, esto podría llevar a una vía totalmente desesperada y desesperante. Pero si la desesperanza (désespoir) que tiene lugar no es la habitual, sino la pérdida de estúpidas y absurdas esperanzas (espoir) en cosas que no las ofrecen, entonces aparece la Esperanza (Espérance), virtud cardinal, que es la esperanza en la acción del Sí mismo que está en nosotros, listo para realizar la Gran Obra incomprensible, milagrosa. Basta que dejemos de oponernos mediante la agitación mental, pues esta Gran Obra consistirá antes que nada en la integración de nuestro mente (pues el resto, nuestro organismo fisiológico, ya está integrado, la palabra «organismo» significa «un todo organizado», de modo tal que las millones de células de nuestro cuerpo son interdependientes, no puede tocarse ninguna sin que haya repercusiones en todas las otras; mientras que la mente no, es un polvo de ideas, todas dualistas, cada una de las cuales conlleva su contraria, una especie de bruma de pequeñas gotas que no forman una masa de agua).

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La integración de la mente no puede ser realizada sino por el Sí mismo, que es el Inconsciente Principal, es decir, el principio del consciente y el inconsciente y de todo el funcionamiento de la psiquis. Eso nos ayuda a comprender el sentido del «no hacer» del Tch’an, es decir, no hacer operaciones mentales, es decir dualistas, es decir completamente equivocadas, lo cual apunta al silencio interior. Muchas personas han tenido la intuición de la utilidad de este silencio interior, pero han caído por desgracia en una política que les pareció justa y que consiste en buscar directamente, en obtener directamente el silencio interior, siempre por esfuerzos de este pequeño yo, que justamente no puede hacer nada por su cuenta y, entonces, eso no lleva a nada. Otra cosa es posible: es la confianza total que representa la palabra «fe», fe en el Sí mismo, en que está dispuesto a realizarnos e, incluso, es imposible que no lo haga, a condición de que no nos opongamos. Entonces, ¿cómo es eso posible? Es posible si justamente obtuve esta evidencia de que el proceso liberador, que sobrepasa en perfección todo lo que pueda imaginarme, está a mi disposición de parte del Sí mismo. Y este pensamiento, esta evidencia, me lleva a esta contemplación, el silencio se establece. El silencio interior no puede establecerse sino espontáneamente y como resultado de esta contemplación; no hay que establecer el silencio para obtener la contemplación, así no se llegará. Si la evidencia de la disposición perfecta del Sí mismo hacia nosotros fuera solamente intelectual, no llevaría a esta detención de la mente de la que hablo. La detención llega solo si agrego un elemento sensible, representado por la maravilla y el estupor. (En la maravilla, siempre hay estupor, es como si algo fuera inverosímil). Es la «buena nueva», el sentido del término «evangelio», es decir, el Sí mismo que está en nosotros (que ya somos Dios) nos puede dar el funcionamiento Divino. Es en efecto una buena nueva y si la vemos con esta coloración sensible (no «afectiva»), si va acompañada de un factor sensible, nos sumerge en un sentimiento de éxtasis, un sentimiento de adoración (lo cual es un fenómeno sensible llevado a su grado metafísico). Es la evidencia que obtuvimos después de tantas búsquedas y nos arroba, como si «el hombrecito que parlotea» estuviera arrobado, en rapto, y el parloteo se hubiera detenido. En ese momento, la mente se detiene. Luego vuelve, por reflejo, intenta comprender la experiencia y reanuda la agitación (mental). Por medio de la memoria nos damos cuenta de que la mente se detuvo. (Cuando nos despertamos de un sueño profundo sin sueños, recordamos haber dormido pese a que mientras dormíamos no éramos conscientes de estar durmiendo; tenemos una sensación del tiempo transcurrido, incluso si no es exacta en cuanto a la duración. Solo en la anestesia quirúrgica hay supresión total de todo el funcionamiento mental, no así en el sueño). En el momento en que la mente se detiene, gracias a la contemplación de esta evidencia del trabajo interior del Sí mismo, se detiene la agitación mental que constituye el obstáculo para que se establezca el «Reino de Dios» y este comienza a invadirnos. La invasión no sucede en un abrir y cerrar de ojos sino durante un largo período de evolución, cuyo término sí es abrupto.

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Cuando esta zona está totalmente invadida, la consciencia deja de estar dividida en partes, por pares de opuestos, y se integra. Y todo eso no puedo comprenderlo sino por la negativa, es decir que la transformación (el paso más allá de la forma) metafísica implica el paso de lo que constato, la «no integración mental», a su contrario, que solo puedo llamar «integración mental». Pero eso no quiere decir que pueda comprender qué es la integración mental con una mente no integrada. Es una verdad absoluta por contraste con la ilusión de los hechos, pero no es la verdad buscada. Una de las ilusiones más importantes a detectar es nuestra creencia de que lo que hoy llamamos «nosotros» (este organismo psicosomático, más o menos noumenizado de manera egoísta) puede hacer algo. No puede nada, ni en la vida fenoménica, ni menos aun en la vida transfenoménica. Cuando comprendo que no puedo nada, estoy al fin a punto de la humildad real. Lo cual corresponde a las frases: «Yo no puedo nada, Tú puedes todo» o «Pongo mi alma en tus manos», pues hoy no puedo no ver bajo el aspecto «Yo»-y«Tú». Lo que llamo «Tú» en estas frases es la verdadera Realidad, es el verdadero «Yo»; pero el falso «yo» no puede ver al verdadero «Yo» sino como un otro. (Rimbaud: «‘Yo’ es otro»). Hoy, forzosamente, en nuestra visión hay una alteridad, entre el falso «yo» y el verdadero «Yo»; así pues, cada uno es otro distinto del otro. Todo esto es ilusión, pero debemos pasar por ella. «Comprender» no es «darse cuenta de lo que se comprendió». La evidencia intelectual no es la evidencia verdadera y total de nuestros tres sentidos. Entre la certeza de la premonición y la evidencia de la incomprensibilidad, ¿tal vez está el «vértigo»? Ver nuestra total impotencia para nada, y sobre todo para hacer nada, forma parte de la justa evolución. En cuanto hacemos algo, nos oponemos a lo que buscamos, nos impedimos encontrar. No hace falta creer que el Sí mismo tenga alguna intención de establecer su reino en nosotros; eso le es perfectamente indiferente. Amor infinito de Dios y total indiferencia. Lo que sabemos de nuestros amores no nos puede servir para comprenderlo. Hace falta una ruptura para ser consciente del desarrollo del pensamiento. Somos inconscientes de lo que pensamos cuando lo pensamos. En la experiencia extática, no podemos ver directamente, solo vemos los efectos indirectos, constatamos las consecuencias orgánicas, la certeza del ser: «Eso existe», sin tener de eso la visión. No hay simultaneidad, sino que va y viene de lo vivido a lo pensado, de lo pensado a lo vivido. El hecho de adorar determina la voluntad de [que haya] una imagen a la que adorar.

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Es en vano fenomenalizar lo nouménico. El Sí mismo es el que percibe las imágenes mentales elaboradas por el cerebro. ¿Quién, si no?

26 de enero de 1972 El hombre tiene una idea de sí mismo proveniente de lo que sucede en su consciente y otra idea proveniente del fondo de sí mismo y que se manifiesta (metafísicamente) en la intuición del ser. Pero evidentemente, en su consciencia de ser, él se define por su persona. Constata esta persona, la ve como un objeto y no se pregunta cuál es el sujeto que percibe a este objeto. Piensa que él es este objeto que él percibe, es decir, este conjunto de fenómenos a la vez físicos y psíquicos… Ahora bien, de esto es consciente, pero no del resto, que igual se entremezcla; esta mezcla (¡y vaya mezcla!) no puede ser percibida, y así el hombre llega a definirse a sí mismo como un fenómeno, pero un fenómeno nouménico o un noúmeno fenoménico, lo cual es un absurdo evidente. Ahora bien, el fenómeno nouménico se manifiesta en la impresión que tiene cada uno de ser el centro del mundo, de ser el creador de sus pensamientos y de todo lo que hace, y por la pretensión de jugar a ser el pequeño dios creador del mundo imaginario que resulta de la agitación mental. Pero su visión de él mismo como noúmeno, incluso fenoménico, no es para nada precisa. Podemos decir que el hombre se define sobre todo como la persona fenoménica, pero con la reivindicación de ser absolutamente esta persona fenoménica; se define como persona fenoménica con pretensiones divinas. Un hombre puede decir: «mi cuerpo, mi pensamiento» pero todos estos «mi», «mi», suponen una causa primera, dueña de sus propios efectos, y el hombre no se pregunta «quién» tiene este cuerpo, este pensamiento. Este «Yo» irreducible es el verdadero «Yo», el Espíritu (en el sentido nouménico) o Sí-mismo (aunque ningún nombre puede hacernos olvidar que es no formal y por lo tanto indecible). Mi mirada se posa sobre un objeto. ¿Quién ve este objeto? Mi cerebro recibe las vibraciones a través de mi aparato óptico y elabora una imagen mental del objeto, tiene lugar una primera percepción pero no la percepción de la percepción de la percepción. Cuando me doy cuenta de que veo, me doy cuenta de la presencia en mi mente de una imagen mental que ha sido elaborada, etc., pero ¿quién se da cuenta? ¿Quién percibe la imagen mental? ¡No puede ser el cerebro mismo! Es siempre el gran: «¿Quién es «Yo»?». Si consideramos el organismo psicosomático humano, vemos que es una cosa entre las demás cosas manifiestas, por cierto más compleja pero del mismo orden, y a todas las cosas del mismo orden se aplican las palabras de Hui Neng: «Ninguna cosa es». Una cosa existe, es decir, tiene una realidad relativa que tiene realidad relativa para quien la percibe y cada uno percibe de manera diferente. No podemos decir que la cosa tenga realidad en sí misma: tiene realidad para alguien.

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Todas las cosas existen para mi subjetivamente, pero aquellas de las que jamás sepa nada, que jamás perciba, serán para mi inexistentes; existen para otros, pero si tuvieran una realidad absoluta se impondrían a todos, lo cual no es el caso. Mi persona es por lo tanto una de estas cosas-que-no-son, como todas las demás cosas, y el movimiento cósmico que se encuentra en todas las cosas está también en mí; en mí todo se mueve: los pensamientos, los sentimientos, los miembros, etc. Bajo la influencia de la concepción egoísta de mí, pienso que «yo» muevo todo eso. En realidad, en el cosmos hay un solo motor inicial, llamado a veces «causa primera» o «causa única», que es el principio creador de la creación. Todo lo que está por debajo, la manifestación, es movido, es creado en movimiento, por la causa primera, pero nada se mueve por sí mismo. El organismo humano no tiene ningún motor propio, autónomo; en sí mismo es inerte; no se mueve, es movido, todo lo que se hace en él es movido por otra cosa ajena a él. Entonces, ¿quién tira de los hilos de la marioneta? Solo puede hacerlo el motor único del universo, la causa primera. Pero si lo hiciera directamente sería con la perfección que le es propia y mi funcionamiento no sería el funcionamiento egoísta que me es propio. Es que, en efecto, entre el UNO inicial y lo múltiple de la manifestación hay una etapa intermedia que es el DOS. El DOS es la dualidad que presupone toda la manifestación del movimiento cósmico. (Todo movimiento de esta energía cósmica es el paso de esta energía de un polo al otro: no puede haber una corriente eléctrica sin dos polos de tensión diferentes, no puede haber una cascada sin niveles diferentes). Dualidad, mas no dualismo: se trata de inversos complementarios que participan del mismo movimiento. Todo lo que sucede en la manifestación, todos los movimientos que tienen lugar obedecen a leyes (de las que conocemos bastantes, pero no todas). «¿Quién es «Yo»?»… «Yo», en todo caso, no es idéntico al organismo. Esto no quiere decir que el organismo no sea su prolongación, que no tenga su misma naturaleza, pues la manifestación del Creador tiene la naturaleza del Creador. (Dios crea todo de su propia substancia, todo es substancia divina y es por eso que la hipóstasis subyace a todas las apariencias). No obstante, aunque todo tenga la naturaleza de Buda, solo el hombre es capaz de funcionar como Buda. Y si bien la hipóstasis, el Sí mismo, sostiene, al crearlas, a todas las cosas, incluido al hombre, él es más que eso. Es como si el Principio Creador, el Sí mismo, se proyectara sobre la tierra y encarnara en el hombre de modo que, aunque el Sí mismo sea «UNO» y el mismo en ti y en mí, cada uno puede decir de cierta manera «mi Sí mismo», es decir el Sí mismo en tanto me crea, el aspecto de este que me crea. Y el aspecto del Sí mismo en tanto te crea a ti es diferente pese a que el Sí mismo es único. Existimos, pero no somos.

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Solo podemos decir que nuestra verdadera naturaleza es la naturaleza de este «Ser» que engendra sin cesar nuestro «parecer», pero nuestra persona, como todas las cosas, es un «parecer». Tu impresión de que tu parecer es el Ser es una ilusión. Tú eres el Ser de este parecer que crees ser. El hombre no iniciado ve los objetos a su alrededor como dotados de una realidad absoluta; son realidad y punto. El iniciado en cambio ve los objetos a su alrededor como dotados de una realidad relativa. Decir que «ninguna cosa es» es negarles una realidad absoluta. Etimológicamente, «fenómeno» significa «aparición». Pero viéndolo mejor, es a la vez aparición y desaparición, porque una forma que aparece no tiene en absoluto duración: de inmediato, ya es diferente. Es por eso que no podemos disociar el modo de la aparición del de la desaparición; el «fenómeno» es aparición-desaparición, concomitantes. En cada instante, somos aparición y desaparición. La muerte es simplemente una desaparición que no es seguida por una aparición en el mismo lugar y de la misma manera. De hecho, la muerte no existe, no es un fenómeno que exista. La intuición de ser no es una intuición consciente, pues si lo fuera no podría tener lugar la definición de uno mismo como fenómeno. Nos hacemos una idea de la intuición de ser, por deducción o inducción, porque está implícita en la pretensión divina del hombre particular. La intuición de ser está todo el tiempo ahí y ha estado ahí desde toda la eternidad. La intuición de ser es la intuición de ser la realidad. Es el Ser quien tiene la intuición de ser, es Dios quien se ve ser. El ego es propiamente dicho un monstruo, pues es una fusión que no existe, una cosa imposible. El ego es un modo de funcionamiento, no es una cosa que funciona, llamamos ego al funcionamiento egoísta. Este funcionamiento se basa en una fusión irreal de dos cosas reales: una de realidad relativa y la otra de realidad absoluta. El error, lo que no corresponde a nada, es la identificación. Lo irreal es la identificación entre dos cosas que no son idénticas. ¿Por qué aparece en el hombre la identificación egoísta? Esta viene de la manera en que opera su creencia, de la precesión extremadamente importante de su afectividad (es decir, de un funcionamiento subjetivo-afectivo) en la aparición de la inteligencia posible. Para entonces hemos caído en la trampa ilusoria del ego y luego seguimos en ella porque existe una tendencia a persistir en los mecanismos. El plano que atraviesa el volumen existe y el volumen existe; la intersección, no. La intersección solo representa un contacto y cuando los seres de este «país llano» le otorgan una realidad absoluta, se engañan. Los seres del «país llano» no ven nada de aquello que atraviesan.

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Excepcionalmente, podemos tener la intuición del Sí mismo pero, en general, es evidente que solo vemos apariencias ¿Y la impresión de verdad que tienen todos? Una verdad relativa, también, y lo que es relativo no es verdadero. Es la Maya del hinduismo: ustedes ven la ilusión, están ilusionados por la ilusión, son una ilusión que ve una ilusión. No podemos ver otra cosa. Por cierto, el liberado viviente tampoco ve otra cosa: simplemente sabe que él es esa otra cosa. El ojo no puede verse y, por lo demás, no tendría por qué hacerlo. Solo podemos pensar que «una cosa es» (en el sentido metafísico) y mueve directa o indirectamente a mi persona. Este es un pensamiento que puede serle revelado al hombre que reflexiona. De todos modos, le queda vivir según la ilusión, aunque sabiéndola ilusión; eso ya es algo, al menos. El hecho de que el hombre sea capaz de concebir la idea del absoluto, de la Realidad Absoluta, prueba que él es absolutamente, que él es el Sí mismo; si no lo fuera, no podría concebirla. El animal que no es el absoluto no puede concebir la idea del absoluto. Pero no es por eso que mi persona ha sido dotada de una realidad absoluta. Simplemente, la Mente Cósmica o Absoluto puede, actuando a través de mi persona, arribar al concepto de Absoluto. Debemos reservar la palabra «Absoluto» al mundo nouménico. En el mundo fenoménico, donde nada es absoluto, podemos usar la palabra «total». (La caída de mi lápiz no es absoluta, simplemente está dotada de una verdad relativa; es totalmente verdadero, cierto, que la gravedad existente tiene tal consecuencia). Algo que complica las cosas es que nuestra inteligencia funciona por discriminación. Para comprender lo que sea y salir del caos de la incomprensión, estamos obligados a proceder por discriminación. Y toda discriminación tiende una trampa, en la que en general caemos: la de considerar las cosas que discrimina como identidades diferentes, cuando en realidad son aspectos diferentes de la única entidad, el Creador Absoluto. El «UNO» puede llamarse Realidad Absoluta, o Realidad a secas, en tanto es. El «DOS» es la Realidad Absoluta en tanto se manifiesta. La «MANIFESTACIÓN» es la Realidad Absoluta en tanto es manifestada. El «UNO», el «DOS» y lo «MÚLTIPLE» son diversos aspectos de la Realidad. Solo hay Realidad, solo la Realidad es. Simplemente, aparece en nuestra inteligencia bajo diferentes aspectos y el pensamiento metafísico es llevado al fin a distinguir el «UNO», el «DOS» y lo «MÚLTIPLE». Pero no hay que creer que hay por una parte el «UNO», por otra el «DOS» y por otra, sin nada que ver con los otros dos, lo «MÚLTIPLE». Son tres aspectos de una misma cosa que es la única cosa, el Uno Absoluto. A veces hablamos de apariencias como si fueran entidades, cuando no son sino aspectos de la única Entidad… y el aspecto, si lo separo de su don de ser aspecto, no es más nada. (Si digo «tal aspecto de tal cosa», digo algo comprensible, pero si digo «tal aspecto» y no digo de qué, no he dicho nada). Todo es el Absoluto. En cuanto a la apariencia, esta es el Absoluto en tanto aparece.

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El error no existe, solo corresponde a la ausencia de una verdad manifiesta, así como la oscuridad solo es la no manifestación de la luz. Decir: «Cuando crees en la realidad absoluta del ego, yerras» es simplemente decir que no ves nada verdadero. El error no tiene existencia positiva. Si ahora te dijera: «Afuera es de noche», no diría algo errado, diría algo que no contiene verdad. Toda verdad que podamos expresar y concebir siempre es limitada. Es como una playa que encierra la verdad y por otro lado la deja escapar. Llamamos «error» a lo que está más allá de estos límites y «verdad» a lo que está de este lado. Pero esta playa puede tener diferentes dimensiones, y a veces puede ser tan reducida que se vuelve un punto sin dimensión: ya no queda en ella ninguna verdad. Pero no podemos representarnos el error, que no tiene realidad, ni relativa ni absoluta. La ilusión tiene cierta existencia en la mente del hombre que cree ver, de noche, un ladrón donde solo hay un árbol; pero él no está viendo nada verdadero y la ilusión en sí no tiene realidad alguna. La ilusión es ilusoria. La ilusión es la ilusión de una ilusión de una ilusión de una ilusión… en fin, son juegos de la mente.

3 de febrero de 1972 Siempre hablamos del «ego» como si fuera una cosa en sí misma cuando no es más que una palabra que designa un funcionamiento: funcionamos como si esta persona fuera una realidad, cuando no la es; de modo que la famosa desaparición del ego no es más que un cambio de funcionamiento. ¿«Bello» o «verdadero»? No siempre es lo mismo. Un verdadero «Maestro» no debe dar miedo. Cuando estamos cerca de la llegada, estamos cerca de la catástrofe final. La Verdad habla por sí misma, no es una persona. Cuando el escritor está inspirado, es la Mente Cósmica quien escribe a través de él. Lo que «oprime» es el miedo a la catástrofe: la Verdad jamás oprime. Lo que sucedió en ti sucedió a propósito del texto. Puede ser que el texto haya expresado una sola idea que estuvo en el origen de lo que sucedió en ti. Y para ti fue «demasiado bello para ser verdadero», sorprendente… es decir que evidentemente aplastó al hombre viejo, que no se alegra, que no quiere morir. Si eso fue difícil de tolerar, fue porque justamente hubo un contraataque del funcionamiento egoísta, que siempre tiende a perseverar, de alguna manera, como si no quisiera detenerse, como si no quisiera morir. Puede ser que la experiencia misma no lleve a nada, pero su interpretación sí puede llevar a algo. Es correcto decir que, en el curso de una evolución justa, nosotros somos, en tanto funcionamiento egoísta, solo el terreno en el cual se enfrentan por un lado

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el Sí mismo, que está siempre listo para invadir el terreno que quede libre, y por otro lo que llamamos el ego, que intenta conservar el terreno; es un poco el combate simbólico entre Jacobo y el Ángel. La «resistencia» no es un combate como el que se da entre seres humanos, donde cada uno tiene una parte activa. Del lado egoísta no es sino una fuerza de inercia, una tendencia a persistir; del otro lado, no hay ninguna fuerza que tenga como objetivo vencer al ego. Es como si el Sí mismo que ya está en nosotros («como si» porque al hablar así lo antropomorfizo) no tuviera ninguna necesidad de establecer su reino en nosotros; sencillamente, no podrá no establecerlo cuando le sea posible. Para el funcionamiento egoísta, aquello que es su base y contra lo que se defiende es un «enemigo que quiere que él pierda», cuando en realidad es nuestro «amigo supremo». Evidentemente, al «campo de batalla» no le agrada soportar la batalla. Además esta puede tener repercusiones orgánicas, tal vez no terribles pero tampoco muy agradables. No nos entusiasma mucho pensar que nuestra consciencia será arrebatada; pero cuando sucede, es delicioso. De la misma manera, uno puede temer la muerte pero, cuando llega, estar arrebatado, desembarazado de este «gato piojoso que no cesará ni un instante de apestar todas las esferas», al decir de Rimbaud. Debemos llegar un día a tener disgusto de nosotros mismos, hasta darnos cuenta de que no somos nada en absoluto. Ese momento es maravilloso, pero acercarse a él no es nada maravilloso. En lugar de «sufrimiento voluntario», sería mejor hablar de sufrimiento «intencional» o «deseado», totalmente aceptado, pues la perfecta aceptación es desear lo que hay. Pero el sufrimiento solo puede ser deseado tras haber comprendido que es el «precio» a pagar por nuestra liberación, que en sí misma no tiene precio. Pero mientras veamos el sufrimiento en forma ordinaria, no nos gustará sufrir. No se trata de un sufrimiento en la vida circunstancial, sino del desagrado que aparece cuando se empieza a tener disgusto de uno mismo, a perder toda esperanza en uno mismo. Lo maravilloso es cuando ha desaparecido toda esperanza, pero mientras hay esperanzas, mientras uno las ve desaparecer, uno está en el estado que comúnmente llamamos «desesperanza, angustia». Hay otra «desesperanza», la verdadera, que significa la desaparición de toda esperanza y es maravillosa, porque entonces uno no tiene más responsabilidad, uno descarga todo el peso de la liberación en el único que puede realizarla; es un momento de gran alivio. Hay un cansancio que se debe a nuestra falta de paciencia. Querríamos que todo fuera más rápido, lo que evidentemente sería más agradable, pero es importante que aceptemos también la lentitud de las cosas. La paciencia es una virtud indispensable. La Esperanza, virtud cardinal, solo aparece cuando han desaparecido todas las esperanzas. Esperanza en algo bien distinto a uno mismo, al propio

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funcionamiento egoísta; esperanza en el Sí mismo que funciona en lo que llamo la triple verdad: Fe, Esperanza y Adoración. A diferencia de las esperanzas ordinarias cuyo cumplimiento es siempre incierto, la Esperanza se cumplirá con certeza, aunque no se sabe cuándo. Por eso es un factor de calma y de felicidad; no así la esperanza ordinaria, pues podemos temer que no se cumpla. La Esperanza, virtud teologal, no debe confundirse con la esperanza de la vida ordinaria. La certeza de su cumplimiento, aunque no sepamos «el día ni la hora», es algo tranquilizador. Comprendo la «Caridad» como la adoración de la «Gran Obra» liberadora (que se realiza en lo que hoy llamo «yo»). No puedo comprenderla, no la veo realizarse, solo veré los resultados cuando lleguen a mi consciencia. (No veo lo que sucede en mi subconsciente, solo veo lo que está en mi consciencia). Es el reino de la «noche del espíritu»: espero en la noche, con total confianza y fe y con total adoración a lo que se está realizando. Es así como comprendo la «justa contemplación», contemplación de lo que se está realizando. Para mí, la contemplación verdadera es contemplar la evidencia de que, como pienso que el Sí mismo hace lo necesario, él lo hace; y es un «pensamiento» que no genera agitación mental porque está todo el tiempo allí, es una evidencia inmóvil. En ese momento, el silencio interior se establece por sí solo como resultado de esta justa contemplación. No llegaríamos jamás esforzándonos por obtenerlo directamente, ese no sería un silencio interior verdadero y saludable. (Hay mil falsificaciones de todo). La gran variedad de métodos no vale nada, ni unos ni otros. Estos pueden aportar diferentes modificaciones modales al funcionamiento egoísta y algunas de estas pueden ser agradables al sujeto (es maravilloso experimentar el éxtasis, por ejemplo) pero no solo no es por allí, sino que pueden ser incluso una trampa porque dan la impresión de que «es por allí». Se tiene la impresión de «haber llegado»; pero si fuera así, la llegada sería irreversible. En el camino del hombre en quien se produzca la evolución real, puede haber diferentes «desviaciones», es decir, diferentes errores, que no debemos temer. Cuando el error se revela como lo que es (lo cual le sucede a quien reflexiona continuamente), hay un progreso. Es como explorar un laberinto. Cuando, habiendo explorado un camino que creíamos correcto, constatamos al fin que es un callejón sin salida, esta constatación es de hecho un progreso, pues podremos volver al inicio de este camino y colocar un cartel: «callejón sin salida». Y de esa forma siempre evitaremos seguirlo. Me ha sucedido recorrer el callejón «místico», y no lo lamento. Para mí consistió en la creencia de que el éxtasis podía llevar directamente, mediante el énstasis, al Satori. Pero no es así. Me vi obligado a admitir que me desviaba. Pero al desviarme, obtuve el dato de no volver a recorrer esta desviación, que probablemente estaba en mi camino, ya que tuvo lugar. El mito del laberinto tiene un sentido en la vida interior: es fatal que busquemos la salida en el plano horizontal, pues no se encuentra allí. Buscamos métodos. Pero es necesario que fracasemos en todas estas búsquedas para comprender que es el hecho de buscar lo que hace que no encontremos; entonces, al darnos cuenta, nos detenemos en el centro del laberinto, inmóviles, y súbitamente una fuerza nos tira hacia arriba.

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No hay método que lleve a la iluminación. Hay pruebas provisorias y parciales que llevan a la prueba última que es la iluminación. Siempre es una cuestión de comprensión y solo de eso. No digo que la vía no sea intelectual, o mejor dicho «inteligente», es decir, el uso del funcionamiento objetivo del intelecto, sino que ese es solo un medio, que no tiene nada que ver con la realidad. Los «trucos» que son los métodos no pueden llevar sino a resultados «trucados». El error nos enseña sobre todo a condición de que lo interpretemos. La desviación puede durar, requiere tiempo; pero de nuevo, también se requiere paciencia. Todo enfoque cronológico me hace funcionar mejor y eso ya es algo; pero, evidentemente, no es este el funcionamiento distinto del hombre del Satori. A aquel, ¿cómo podemos estar seguros de llegar? «El Satori sobreviene de improviso cuando has agotado todos los recursos de tu ser». ¡Pero estos recursos pueden durar tanto que uno habrá muerto antes de agotarlos! Como sea, eso no tendrá importancia, principalmente porque la muerte dispondrá de todo, no existirá más el problema del sufrimiento porque no habrá más sufrimiento. Comprendida con inteligencia, nuestra evolución hasta el Satori debería sernos perfectamente indiferente. ¿Cómo podríamos desear un «funcionamiento satórico» que de ninguna manera nos podemos imaginar? No somos nosotros quienes hacemos este trabajo. Incluso el trabajo intelectual, de comprensión, que resulta del gusto y el deseo de comprender por comprender, de manera totalmente desinteresada, sin fin afectivo, proviene del Sí mismo, es Él quien hace este trabajo. ¿Por qué trabajo duro de tal manera? No porque me divierta sino por necesidad interior. Es sin desagrado porque corresponde a una necesidad interior de hacerlo. Jamás hay nada que forzar: cuando nos forzamos, es porque hay uno de nuestros personajes interiores que molesta a los demás y suscita un conflicto interior; no es nada bueno. La expresión «trabajo interior» evoca para muchos un esfuerzo penoso o trabajoso, cuando en realidad solo es bueno si es espontáneo. El problema no es: «¿cómo ir hacia un funcionamiento verdadero?», sino «¿cómo huir de un modo de funcionamiento que no soporto más?». El motor está atrás, no adelante. El apego al resultado es una condición lamentable. Si uno reivindica la liberación, evidentemente ya no se trata de ella: la reivindicación no es el deseo simple. Lo que distingue el deseo simple de la reivindicación es la aceptación de la posibilidad de que uno nunca sea liberado. La reivindicación se desliza fácilmente en todo, la idolatría de la salvación es estúpida. Después de todo, lo que llamamos «liberación», «salvación»,

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«realización», solo tiene un interés subjetivo y no objetivo; el orden de las cosas no la necesita. No nos gusta la inseguridad; ahora bien, nuestro estado afectivo está siempre dominado por la ley de la inseguridad. Nos gustaría estar «de vuelta en nuestra habitación», estar en un punto fijo. Pero poco importa que esto no suceda antes de nuestra muerte. Lo que es importante que comprenda el ser humano es que no puede hacer nada. Hacer por cuenta propia supone tener un motor propio, pero ninguna cosa creada tiene motor propio: solo el Creador es activo, todo el resto es pasivo. Hay una comprensión final que es la misma para todos, pero las pruebas parciales por las que pasará un espíritu pueden estar bajo modalidades bien diversas. Cuando un espíritu es muy «enrevesado», se necesitan más pruebas; en los espíritus más felices, más simples, se necesitan menos y llegan más rápido… pero hay que aceptarse tal cual uno es. Cuando hablamos de un cambio de funcionamiento, hablamos de un cambio orgánico, es decir, del organismo psicosomático. Ahora bien, todo lo orgánico es fenoménico, por lo tanto progresivo; es el cambio de fenómenos en nosotros: «No tienen que convertirse en budas, sino funcionar como budas». Un funcionamiento es un conjunto de fenómenos, y es por vía de los fenómenos que el hombre, al atravesar un aparente hiato, los trasciende y llega al mundo nouménico; se da cuenta de que él es el noúmeno. Lo cual no impide que su parte animal viva siempre en el mundo fenoménico, con sus mismas consonancias o disonancias de siempre. Sigue teniendo sensación, es decir, tiene percepciones y sentimientos. Solo que ya no evalúa (experimentar es evaluar), no adhiere un valor negativo o positivo a sus sentimientos negativos y positivos; sufre, goza y todo es igual; tiene la prueba de que está todo bien. Para aquellos cuyo reino no es de este mundo, no es agradable encontrarse en el mundo exterior y, como justamente no aprecian los valores que las personas le atribuyen a esto y aquello (valores que para ellos no existen con tanta nitidez), deben proceder de manera intelectual, fría, lo cual requiere cierta actividad mental, cerebral. Hay un malestar cuando las cosas no corresponden más a la idea que tenemos de ellas, porque entonces estamos obligados a ocuparnos mucho más de esta vida exterior, de los gestos exteriores, nada interesantes pero necesarios para la vida cotidiana. Y luego está el tema de salir del caos del pensamiento. A medida que progresamos en conocimiento, progresamos por vía analítica haciendo discriminaciones, al igual que por discriminación se realiza la creación, la Cosmogenesis. Es por discriminación, por vía analítica, que avanzamos en el trabajo de comprensión. En cuanto a la síntesis, no podemos hacerla nosotros. Desde el momento en que reflexionamos, estamos obligados a pasar por la discriminación. No es

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cuestión de maldecirla, pues requiere su tiempo, pero debe completarla la síntesis que tiene lugar en el subconsciente y que realiza el Sí mismo. A veces decimos que lo realmente verdadero es «uno», verdadero para todo el mundo, pero esa «verdad» no es comprobable, ni sirve de prueba; la intuición metafísica nos la revela pero no tenemos pruebas ni podemos probársela a nadie. Es como en el nivel sensorial: puedo decirles que este paquete de cigarrillos rojo está sobre mi escritorio, pero mientras no lo vean no puedo probarlo; puedo decirles: «¡Mírenlo!» pero esto tampoco sería una prueba, pues también podrían pedirme que comprobara la visión sensorial. Siempre hay un grado en el que es imposible dar pruebas de algo. Si la Realidad Absoluta se pudiera probar, todo el mundo estaría de acuerdo sobre ella; pero o se tiene la prueba o no se la tiene, y quien la tiene no se la puede comunicar a quien no la tiene. Adherimos a una hipótesis cuando no hallamos hechos que la contradigan, pero el no haberlos hallado hasta el momento no significa que no podamos hallarlos en el futuro; en nuestra mente debe permanecer cierta duda científica. A veces nos viene en mente una verdad expresable, formulable, tridimensional, que nos parece justa. Luego los hechos pueden contradecirla o no, pero incluso si no es contradicha durante años, ¿cómo probar que jamás lo será? Sin embargo, la duda sistemática de «¿Quién soy?» no impide la prueba final: nuestras verdades son relativas pero la Verdad Absoluta se impone por sí misma. No basta con dudar, hay personas que pese a dudar permanecen en el error toda la vida. También hace falta que haya un trabajo reflexivo permanente, constante, subconsciente la mayor parte del tiempo y, a veces, consciente para reactivar el trabajo subconsciente. Este trabajo supone la necesidad de comprender por comprender, mas no cualquier cosa: la vida interior humana, el funcionamiento del ser humano, sus posibilidades de desarrollo, de realización, etc… el problema de la condición humana. Puede haber pruebas en el dominio cuantitativo, fenoménico; no en el cualitativo, nouménico, donde uno tiene una intuición que pertenece a ese dominio o no la tiene. La relación de identidad entre quien percibe y lo percibido es real, pero ni quien percibe ni lo percibido son absolutamente reales. «Valor», «interés», «importancia» son sinónimos. No puedo ver valor en algo si no lo supongo real, y ver más valor en algo es atribuirle más realidad (lo cual evidentemente es absurdo si recordamos el sentido de la palabra realidad, pero en fin, así funcionamos). Pasamos constantemente de percepciones que no tienen sino un valor subjetivo a afirmaciones objetivas al decir «es así» en lugar de decir «me parece así».

10 y 17 de febrero de 1972

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Solo podemos decir «no» a un objeto al que necesariamente primero dijimos «sí». Las personas se creen culpables de aquello de lo que son víctimas. El problema no es «lo que quiero» sino «lo que no quiero», no se trata de la libertad sino del fin de la esclavitud. El consejo: «¡Observa, observa!» no se aplica a la verdad, que es inmanente a todo, sino a la forma en que funcionamos. Contrariamente a la experiencia científica, no podemos sino vivir por nuestra cuenta la experiencia íntima de nuestro funcionamiento. Para estas experiencias que debemos tener, la experiencia de otro no nos sirve de nada; es en la vida cotidiana, la vida fenomenal en el mundo fenomenal, que debemos tenerlas. Serán interpretadas o no: si no lo son, no servirán de mucho; si lo son, enseñarán mucho. La mayoría de las veces, no son incompatibles la vida cotidiana y este «trabajo», que no requiere que nos consagremos a él de la noche a la mañana, en cuyo caso correríamos el riesgo de hacerlo mal, porque justamente es incompatible con una duración demasiado larga. Si alguien se da cuenta como Rimbaud de que «la verdadera vida está ausente», de que «no estamos en el mundo», de que la situación es lamentable y de que es necesario obtener la feliz evidencia para un día escapar, y si se consagra a este trabajo de obtener la evidencia, con que lo haga una hora por día, en uno o varios momentos, ya sería bastante. Podemos sin abandonar la reflexión consagrar la mayor parte del tiempo a vivir la vida, es decir, a abordar los dos grandes ámbitos de la vida de los hombres: la vida profesional y la vida afectiva. Para ser un «liberado viviente» hay que ser viviente, es decir, llevar una vida, una existencia biológica, lo cual en nuestro sistema social supone ganarse la vida. También hay que hacer lugar, en esta vida temporal, a las «compensaciones» que necesitaremos por mucho tiempo, mientras no hayamos obtenido aquello que, al llenar la falta que sentimos, elimine la necesidad de inventar de todo para intentar llenarla. Entonces, desde el punto de vista fenomenal, ganarse la vida, la mayor parte del tiempo para llevar una existencia y ganarse las compensaciones, encontrarlas y vivirlas, son los dos dominios que constituyen justamente el campo de la experiencia a vivir. Todas estas actividades pueden ser acompañadas por una observación de la manera en que funcionamos: ver cómo sucede y luego reflexionar sobre «¿por qué eso sucede así?». No hay que imaginar que por una parte está la vida fenomenal y por otra la vida interior y que una y otra no tienen nada en común. Nuestra atención puede pasar de una a la otra en oscilaciones muy rápidas, intermitentes. No hay angustia sin oposiciones y estas no son inevitables: se puede discriminar sin oponer.

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No podemos hallar la Realidad, es ella la que un día puede hallarnos; si la buscamos no la encontramos. No podemos tener avidez de lo desconocido. «Oposición» evoca «dualismo». Es cierto, la angustia está ligada al funcionamiento dualista, sin dualismo no habría angustia. «Dualismo», «oposición», es decir incompatibilidad: lo que no puede estar junto. Nos identificamos con el estado en el que estamos. El ego tiene una pretensión, no de existir, sino de ser. Ante la evidencia de que no hacemos más que existir, nace automáticamente la angustia, pues el ego entonces se ve negado por completo. La maravilla estética despierta en nosotros la nostalgia de la belleza absoluta, que nunca puede ser la belleza que vemos, sea cual fuere, y que por lo tanto es solo una promesa que no se cumple. Es una especie de suplicio de Tántalo: cuanto más cerca está lo contemplado de lo que necesitamos, sin llegar a ello, más doloroso es. No hay objeto, todo es sujeto, es decir que la realidad de todas las cosas es el principio creador de todas las cosas… el Sí mismo, el Sujeto, el UNO… los objetos son apariencias y estas no tienen realidad en sí mismas, sino una realidad relativa a quien las percibe. De manera que cuando se habla de sujeto y objeto, de nuevo habría que indicar que la palabra «objeto» responde a algo. Tenemos una gran confusión al respecto y cuanto más examinamos estos dos términos, más vemos que a menudo decimos uno en lugar del otro y que la distinción está mal fundada. Las palabras tienen toda clase de sentidos según cómo las usemos, pero examinar las palabras «sujeto» y «objeto» en general causa un gran enredo. Las vibraciones de un objeto pasan por el aparato ocular y llegan al cerebro, que elabora una imagen mental visual; así tiene lugar la percepción elemental, que puede ser percibida o no. ¿Quién tiene esta segunda percepción? No puede ser el cerebro que al elaborar la imagen visual termina de hacer todo lo que está a su alcance. Es el Sí mismo, que no forma parte del organismo pero que ve lo que se produce y que opera todo el tiempo. Es incorrecto imaginarlo como una especie de identidad inmóvil, pues el Sí mismo es un dinamismo en el que siempre está teniendo lugar el juego. Todo hombre egoísta pretende ser e incluso existir solo; todo lo demás, se lo atribuye, está hecho para él, para hacerlo funcionar. El hombre egoísta se siente el «centro» del mundo, en el sentido de que cada vez que percibe que algo existe independientemente de él, lo vive como una negación de su percepción egoísta. Somos como los locos en un asilo psiquiátrico que creen ser Napoleón, y cada uno cree ser el único verdadero y que los demás molestan. La situación es así de idiota. Cuando de pronto constatamos que algo existe a nuestro alrededor, independientemente de nosotros (y algo existe para nosotros solo cuando lo percibimos, aunque tenemos derecho a pensar que existe incluso cuando no lo

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percibimos, vivamos o no), sentimos que nos niega en tanto centro del mundo, autor del mundo (porque el centro no es solo espacial, es el centro creador del mundo). Hay una pretensión divina del ego. El hombre, al definirse como una persona y un ser metafísico, se define como el creador de todo. Habitualmente, el hombre no ve que el mundo exterior tenga una existencia independiente de él. Cuando lo percibe, lo ve como si existiera para él; luego, es como si el mundo no existiera. Y él no piensa que no lo está percibiendo. La manifestación es diferente, pero lo que se manifiesta es lo mismo. En el hombre egoísta, está «yo» que es y existe, y luego la realidad, que no es ni existe. Yo le doy valor a la realidad que me conviene según las consonancias o disonancias que tiene conmigo. Esto no es producto de una voluntad real sino que sucede de manera automática. La angustia no es un problema, que es algo intelectual, sino un estado de desacuerdo orgánico. Cuando alguien está angustiado, si hay un problema es «¿Cómo acabar con la angustia, cómo dejar de estar angustiado?» y esta es una cuestión intelectual enunciable. La angustia en sí no es un problema, es un estado vibratorio. Todo problema supone un funcionamiento intelectual. El intelecto es el que fabrica nuestros falsos problemas, y todos son falsos. ¿Qué lo haría si no él? Nos planteamos o parecen plantearse problemas a propósito de nuestro funcionamiento, pero estos no tienen solución. La única solución posible es la desaparición del problema, que el problema no sea más, no se resuelva, no se plantee más. El problema desaparece en el instante en que vemos que es una ilusión. El «problema de la condición humana» proviene de esta fusión absurda (que existe en lo que llamamos el funcionamiento egoísta humano) entre la definición del hombre como persona fenoménica y la del hombre como el mismo noúmeno. Se debe a que actualmente, con nuestra mente como es, no podemos ver el noúmeno y los fenómenos como una misma cosa; nuestro «pensamiento» solo se lleva a cabo por discriminación, por separación. La intuición de ser es la intuición de ser eterno y, al mismo tiempo, la lógica nos afirma que somos mortales. De modo que hay una aparente contradicción que plantea un problema, pero el problema es del ego, que en sí mismo es ilusión y que engendra toda clase de problemas ilusorios. Objetivamente, no hay problema, pero creemos que los hay y eso es otra cosa. Esta creencia merece examinarse, no podemos decir: «como es un falso problema, no me importa», porque el problema está ahí, desgarrador. «¿Quién es ‘Yo’?», ese es el problema. El metafísico puede responder en términos intelectuales puros, pero su respuesta no elimina el problema. No es por comprender que el funcionamiento egoísta es ilusorio que tendré la realización súbita. Hay una diferencia entre comprender y tener la realización, entre la evidencia intelectual y la evidencia por el ser total. No se puede imitar a Ramana Maharshi: a él le sucedió así porque estaba condicionado de esa manera.

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Hay que tener cierta edad para que lleguen las intuiciones metafísicas: la llamada «edad de la razón», es decir, la posibilidad del funcionamiento objetivo del intelecto. Hay problemas fenoménicos y problemas metafísicos. «¿Quién es ‘Yo’?» es un problema metafísico. De todas formas, el «liberado viviente» tiene una persona animal, que vive en la tierra y tiene los mismos problemas que los animales. El animal está siempre, animado por el gusto por sobrevivir. Pero en el «liberado viviente» ya no se trata de una reivindicación como en el hombre habitual. Podemos interrogarnos sobre el origen del sufrimiento moral. ¿Cuál es su génesis? El sufrimiento moral es siempre fruto de una reivindicación insatisfecha, porque la reacción del hombre que reivindica y no obtiene aquello que reivindica es la indignación, una indignación impotente, que no le aporta lo que no tiene o que no quiere perder, y que constituye una ocasión de constatar su no omnipotencia, por lo tanto su no ser, su negación. Es lo que llamo el «espectro lunar»: cuando se presenta de manera súbita, es aterrador; de manera disimulada, es más tolerable; pero siempre es desagradable. Y detrás de él viene siempre la duda por el ser: «¿Tal vez no soy nada? ¿Tal vez no soy (en el sentido metafísico de «ser»)? Evidentemente, existo, pero «existir» es solo lo que hace un objeto inerte o un animal sin intelecto». (El animal se contenta con existir, ni siquiera tiene consciencia de existir y, por lo tanto, no tiene ningún problema interior). Todo lo que me afirma alivia mi duda de ser al aportar un testimonio favorable a la hipótesis de que «yo soy» y todo lo que me niega aporta un testimonio desfavorable a esta hipótesis y favorable a la de que «no soy», ante la cual me aparece el horror de no ser. Para el ser humano, meramente existir es intolerable. Debe tener o la consciencia de ser o la impresión de ser que le procuran las compensaciones, y debe tener cierta cantidad de testimonios que apoyen la hipótesis de que él «es», de lo contrario la hipótesis caería y a él no le quedaría otra opción que suicidarse. Porque existir como existe un becerro no le alcanza, incluso lo horroriza; odia sencillamente existir, corre toda su vida tras la certeza de ser, la evidencia de ser, la consciencia de ser. Los medios que emplea para ello jamás podrían ser eficaces, los medios justos son los contrarios: en lugar de correr en busca de cualquier cosa, basta dejar de buscar, dejar de hacer y permitir que el Sí mismo haga, lo cual es algo totalmente distinto: «Todos los males provienen de creer que hay algo que hacer en este mundo». Todo el tiempo debe obtener toda clase de afirmaciones, debe lograr esto o aquello, no fracasar en esto… Todos estos «deberes» son ilusorios. Soy: no necesito hacer nada para ser; pero como justamente dudo que soy, corro tras cosas que apacigüen esta duda. Pero no puedo «atrapar» la desaparición de mi duda, solo el Sí mismo puede imponerse, y su Reino en mí supone que todas las dudas por el ser hayan desaparecido, habiendo comprendido precisamente que no soy esta persona. En tanto creo ser esta persona, es evidente que dudaré de ser, pues esta persona no

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es eterna, no es omnipotente, no tiene ninguno de los atributos del ser; y sin embargo, tengo la intuición de ser… Con toda razón, el ego confunde ambas cosas, creando un gran magma del que no se sale fácil ni rápido. Y suponiendo que al término de una larga evolución salgamos, esta evolución no es incompatible con una actividad en el mundo social. Hay aflicciones que no sentimos porque las sufrimos desde que nacemos y, por lo tanto, nos parecen condiciones normales de existencia. Es solo cuando uno se libera que se da cuenta de que estaba afligido, sofocado. Es sofocante estar atrapado en un sistema de pensamiento al que no podemos adherir y que no corresponde a nada. Hay una edad para creer en Papá Noel y una edad para dejar de creer en él. «Dios» tal como me lo presentaban no me decía nada en absoluto, y tal como lo encontraba en otros ámbitos (sobre todo en el amor, a veces en el arte, rara vez en la naturaleza, jamás en la religión) no consideraba darle ese nombre… Además, aquello no tiene nombre, simplemente se traduce en un estado de adoración, relacionado con una fascinación estupefacta ante el infinito. En lo que concierne a las nociones nouménicas, el vocabulario se usa inevitablemente sin razón. Las palabras son imperfectas, aproximativas, evocan algo para quien ha tenido intuiciones análogas a las de quien habla y, en ese caso, uno comprende lo que el otro quiere decir, pero si no no comprende nada. Solo hay un «Único Adorable» que, subjetivamente, es la única cosa que jamás adoré. Lo adoré a través de diversas cosas, pero que son siempre la misma cosa. Y si me preguntaran: «¿Qué adoraste?», diría: «El estado de adoración en sí…» y ahí ya caemos en pleonasmos y no salimos más, es imposible de definir, porque lo no formal es informulable. Las experiencias de vida, la vida activa, son muy importantes para comprender muchas cosas. «Comprender» es el hilo de Ariadna; solo hay que comprender, no hay nada que hacer, solo hay que ver con lucidez… lo cual lleva tiempo. No hacer nada, no buscar modificar nuestro funcionamiento de ninguna manera, tan solo verlo. ¿Por qué no? Pero sin ninguna apreciación, sin ninguna idea de bien y de mal, de útil o inútil. Habitualmente, aparento no forzarme a nada, autorizarme a hacer lo que hago. En realidad, al funcionar de tal o cual manera, la deploro; y deplorar ya es juzgar, condenar, es pensar que debería actuar mejor, ya es manipular, tender por mí mismo a mejorarme, ¡como si yo pudiera comprender la más mínima cosa! Esta imaginación sobre mis formas de pensar, sentir y reaccionar es el efecto de un ojo espectador que no ve lo que en realidad tiene lugar sino que, provisto de extensiones que lo modifican, ve lo que tiene lugar modificado por una carga afectiva moral. Si este ojo fuera la «inteligencia pura», vería con indiferencia, es decir, vería sin ninguna diferencia de interés, valor, ni utilidad, sin discriminar moralmente lo que ve. Eso no implica que yo sea indiferente a mi dolorosa esclavitud al funcionamiento egoísta: no sabría ver la identidad del funcionamiento egoísta y el funcionamiento liberado, pero los múltiples aspectos del primero son rigurosamente equivalentes en el absurdo, ya

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que todos apuntan a obtener la consciencia de ser mediante afirmaciones de mi persona, la cual es un parecer sin verdadera realidad, es decir que no es. Comprensión cada vez más profundizada del «no hacer», no hacer nada; pues cada vez que el funcionamiento egoísta que por el momento representamos hace algo, se equivoca, pues siempre busca afirmarse. Tan pronto como actúa, el «hombre viejo» defiende su piel y no podría hacer otra cosa. No puede suicidarse; solo puede, simplemente y en la medida de su inteligencia, resistirse cada vez menos a dejarse asesinar por el Adorable Asesino que es el Sí mismo. Pero es necesario que yo merezca este asesinato y para ello ser inteligente, objetivamente… y solo eso y sin hacer nada, sin intentar llevar a cabo mi realización por mi cuenta. En fin, es necesario comprender que soy totalmente impotente al respecto. Y la pérdida de toda esperanza en mí sobre este punto es lo único que hace nacer la Esperanza, siempre que desde el inicio tenga fe en que el Sí mismo operará la realización si yo dejo de intentar hacer Su Trabajo. (Es fácil observar que sostenemos sin cesar cierta apreciación. Al mirar televisión tal vez digo: «¡Dios mío, qué tiempo perdido!», y entonces me equivoco: ¿por qué no perderlo? Todo el tiempo queremos hacer algo útil ¡y no podemos!) «Deja que las cosas sean a su manera» está muy bien, pero hace falta una consciencia constante que las deje ser como son; que sea un «dejar ser» consciente, pues hay miles de personas que dejan que las cosas sean, pero sin ser conscientes. No se trata de un fatalismo, inactivo, sino de una activa pasividad. No es fácil comprender esta distinción muy sutil, referida a algo sutil. Una vez accionado, el mecanismo de lo que llamo la necesidad de comprender por comprender continúa funcionando, sin importar lo que hagamos en la vida de superficie, en la vida cotidiana, a propósito o no de las experiencias que tengamos. Cuando hacemos algo de manera relativamente automática, esta búsqueda es posible, pero no debemos decir «Yo busco»: «yo» no puedo hacer nada, «la búsqueda» se lleva a cabo, no hay duda. No es necesario tener cuatro horas de libertad al día para ello, porque o bien puedo exclusivamente reflexionar en ciertos momentos, o reflexionar mientras hago otra cosa o incluso a partir de lo que hago. He comprendido muchas cosas sobre el amor mientras lo vivía porque se alternaban rápidamente los momentos de vivencia con los de reflexión sobre lo que acababa de suceder, en un esfuerzo por comprenderlo. Tu destino me concierne en la medida en que me pides que me ocupe de él. El interés por las cosas fenoménicas no impide el interés profundo por las cosas nouménicas, que permanecen detrás. Es porque tenemos ilusiones que podemos hacer el trabajo de reconocer que son ilusiones. No se puede desilusionar a un niño desde que comienza a pensar, primero debe pasar por los errores. No le haríamos ningún servicio a alguien al destetarlo de sus errores porque estos son extremadamente eficaces.

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«Mi alma entre Tus manos»

Todavía creo, ilusoriamente, que yo pienso, siento, actúo por mí mismo. De hecho, todo mi funcionamiento está comandado por algo que no soy yo, está condicionado, como el de todos los animales, por el Demiurgo–Naturaleza. Yo no vivo mi vida, es el demiurgo quien vive por mí. Estoy totalmente sometido, porque también mi psiquis, reina de todas mis funciones, es esclava de un usurpador: «¡Ah, triste viudez del alma, tan pobre!», de esta alma alienada, poseída. Si estuviera liberado, el funcionamiento orgánico que asegura mi existencia concerniría solo, y legítimamente, a la Naturaleza; pero mi psiquis dependería únicamente del Sí mismo que es mi Realidad; mi pensamiento participaría de la permanencia del Sí mismo y sería mudo, no-verbal; reinaría en mí el silencio y escucharía a todas las cosas proclamar la presencia de Dios en el mundo y su adorable perfección. Extraviado por la ignorancia, creyendo dirigir yo mismo mi vida, creí poder seguir la justa vía evolutiva por cuenta propia. Ahora sé que este «hombre», mi apariencia personal, es solo un títere absolutamente incapaz, en sí mismo y por sí mismo, de hacer nada, y sobre todo de liberarse. Pero todavía soy este títere personal en la práctica porque creo serlo. Mi vida cotidiana tampoco se limita, como debería, al único ámbito anecdótico útil. Conlleva además el funcionamiento constante, desafortunado y prescindible de mi sistema compensatorio, es decir, mi agitación imaginaria u onírica, mi pseudopensamiento onírico febril e incesante. Esta agitación en mí del «mono loco» es precisamente lo que mantiene y consolida mi egoísmo sometido y me cierra a la actividad liberadora del Sí mismo. ¡Qué lástima! Pues el Sí mismo Todopoderoso, el único capaz de abolir mi prisión, está presente en mí desde la eternidad y está siempre listo para llevarme hasta el despertar de la «Vida verdadera». Soy como aquel hombre que se está bañando en el agua de la vida y le suplica en vano a todo el mundo que alivie su sed. Soy «el aprendiz de mago» que pronuncia un fárrago de fórmulas mágicas ilusorias con la pretensión de hacer aquello de lo que es incapaz; impido así la actividad liberadora del Sí mismo, del «Gran Mago», y agravo sin cesar mi miseria. Solo si sacrifico mi «pensamiento» imaginario podré merecer algún día el despertar a la Vida eterna. Pero yo no puedo callar a mi «charlatán interior» y, sobre todo, no debo esforzarme en ello. Debo dejar que el «mono loco» se agite en mí según su fantasía. Debo, con perfecta discreción, respetar la totalidad de mi funcionamiento tal cual es a cada instante y permanecer en paz con el Demiurgo; debo ser el espectador inmóvil de mí mismo, el ojo que constata sin juzgar jamás. Debo vivir mi esclavitud aceptándola de todo corazón: «Deja que las cosas sean a su manera». Mi cambio evolutivo solo depende del Sí mismo. Si yo intentara ocuparme de él, solo empeoraría las cosas. El progreso de mi discreción, de mi «no hacer», de mi activa y vigilante pasividad, solo concierne al Sí mismo.

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Por desgracia, mi vida anecdótica tiende sin cesar a hacerme olvidar el Sí mismo… y vaya si lo logra. Olvido así la presencia en mí de Aquel que, amándome con su amor infinito, se ofrece sin cesar a llevarme hacia el paraíso interior del cual fui exiliado y al cual mis esfuerzos personales jamás pudieron reconducirme. Solo Él, el Único Adorable, puede realizar mi transformación milagrosa, incluirme en Él hasta la identidad, darme el Ser, el Conocimiento y la Felicidad Absoluta. Él trabaja en mí a partir de que mi confianza en Él me abre, y en la medida en que me abre. Solo mis ilusiones arrogantes me cierran y me fuerzan, a mí que no soy ni puedo nada, a intentar aplacar vanamente, con parches, mi «nostalgia de ser». Para que el Sí mismo haga lo que yo no puedo hacer y me conceda su maravillosa presencia, para que al fin el Único Adorable se revele en mí y sustituya a mi ego, basta con que resida cada vez más en la evidencia muda de su presencia activa y amante y que, mientras juego al «juego de la vida» sin darle mayor importancia, lo espere sin cesar con creciente intensidad. No sé nada sobre Él, ni sé cómo actúa, ni los estados por los que me hará pasar, ni cómo culminará su acción. Pero ¿la fe no es confianza? Como, por otra parte, hoy vivo en el infierno de su ausencia, ¿no sería preferible cualquier otra vida? Lo que sea, antes que seguir siendo el «niño perdido» que soy hoy. El Espíritu sopla donde quiere: «no conocen ni el día ni la hora». Mi actitud interior debe ser, entonces, por debajo de mi vida consciente superficial, una espera muda y constante, una vigilancia inmóvil y «armada de una ardiente paciencia». Para abrirse al Sí mismo, basta que conciba y reconciba con regularidad, a través de mi consciencia clara, estas pruebas sencillas y finales. Para quien quiera librarse del funcionamiento egoísta y de sus consecuencias neuróticas son necesarias ciertas lecturas repetidas con regularidad. Esta querida autodisciplina es posible y saludable. Pero paciencia en cuanto a la constatación de resultados. Cada vez, será una nueva siembra de granos más y más aptos para germinar. Y me agradará cada vez más recurrir a estos impulsos del Espíritu, a estos momentos en los que veo lo Verdadero. En suma, son necesarias dos maneras de vivir, dos vías distintas y alternantes, cada una pura en sí misma. En una, me consagro a ver mi condición según la óptica iniciática justa. En la otra, me abandono a mis automatismos habituales plenamente aceptados. Así crecerá en mí la prueba de que mi film mental parlante consciente es absurdo, ya que es estéril, mientras que mi espera profunda y muda en el Sí mismo, el único fecundo, se arraigará cada vez más en mi consciencia muda-oscura, donde residen mis ideas matriz, mi «pensar-sentir»: «Mi amor, pongo mi alma entre Tus manos».

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BIBLIOGRAFÍA DE HUBERT BENOIT

Obras

Métaphysique et psychanalyse: essais sur le problème de la réalisation de l’homme, L’imprimerie Mazarine, Paris, 1949. De l’amour: psychologie de la vie affective et sexuelle, Le Courrier du Livre, Paris, 1951; 1964.

La doctrine suprême (vol.1): réflexions sur le Bouddhisme Zen, Le Cercle du Livre, Montrouge, 1951.

La doctrine suprême (vol.2): études psychologiques selon la pensée Zen, Le Cercle du Livre, Montrouge, 1952.

Lâcher prise: théorie et pratique du détachement selon le Zen, Paris, La Colombe, 1954.

De la réalisation interieure. Paris, Le Courrier du Livre, 1979; 1984. Artículos “Introduction a Huang Po”, en Le mental cosmique selon la doctrine de Huang Po, par le maitre Hsi Yun, Adyar, Paris, 1951. “Préface”, en de Méric, Philippe. Le yoga sans postures: une attitude juste, Les Écrits de France, 1967. “Paroles d’Hubert Benoit 1970-1975”, transcripción de conversaciones con Laurent Huguet, en http://parolesdhubertbenoit.blogspot.com, 2011. Traducciones Deutsch, Helene. La psychologie des femmes: étude psychanalytique (2 volumes), Presses Universitaires de France, 1949. Suzuki, D.T. Le non-mental selon la pensée zen, Le Cercle du Livre, Paris, 1952. Incluye prefacio de Benoit. En traducción Al inglés “Notes in Regard to a Technique of Timeless Realization”, translated by Aldous Huxley, Vedanta and the West, March–April 1950. The Many Faces of Love, translated by Philippe Auguste Mairet, Routledge & Kegan Paul, London, 1955. The Supreme Doctrine, translated by Terence Gray (Wei Wu Wei), Routledge & Kegan Paul, London, 1955; 1998. “Buddha and the Intuition of the Universal”, The Hibbert Journal LVII, January 1959. Let Go! Theory and Practice of Detachment according to Zen, translated by Albert W. Low, George Allen & Unwin, London, 1962. The Interior Realization. Translated by John Fitzsimmons Mahoney, Maine, Samuel Weiser, 1987.

The Light of Zen in the West, incorporating The Supreme Doctrine and The Realization of the Self. Translated by Graham Rooth, Eastbourne, Sussex Academic Press, 2008.

Self-Realization: And the Journey Beyond Ego. Translated by Graham Rooth, Amazon ebook, 2015.

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Al español

La doctrina suprema, Ediciones Mundonuevo, Buenos Aires, 1961. La doctrina suprema: el Zen y la psicología de la transformación, Troquel: Estaciones, Buenos Aires, 2001. La realización interior, traducción de Inés Frid, Ediciones Málista, Colonia del Sacramento, 2014. Soltar: teoría y práctica del desapego según el zen, seguido de Palabras de Hubert Benoit, traducción de Diego Zeziola, Barcelona, 2019. Artículos sobre su obra Byers, Bill. “La Doctrine Suprême”, Zen Gong, vol 5.1: 10–12, Avril 1966. Hart, Joseph. “The Zen of Hubert Benoit”, The Journal of Transpersonal Psychology, 2: 141–167, 1970. Rioch, Margaret J. “The Work of Dr Hubert Benoit”, Theoria to Theory, 4: 43–58, 1970. Pierson, John H.G. “Hubert Benoit's Reasoned Formulation of Zen”, London, Research Publishing Co, 1975. Pasquier, Louis. Rencontres avec H. Benoit, A. Danielou, G.I. Gurdjieff, R.A. Schwaller de Lubicz, Editions Axis Mundi, París, 1988. de Veer, Isabel. “Hubert Benoit – Su vida – Su obra”, en alcione.cl, 2015. Ticknor, Art. “Who was Hubert Benoit?”, en selfdiscoveryportal.com/bzbio.htm, 2000-2019.

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