Homenaje a Alberto Flores Galindo. Varios Autores

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LIBROS & ARTES EL HISTORIADOR DE LOS VENCIDOS Este número de Libros y Artes es un merecido homenaje por parte de la más antigua institución cultural republicana, la Biblioteca Nacional del Perú, a uno de los más brillantes historiadores, quien de no haber desaparecido cuando su obra alcanzaba resonancia y madurez, sería, sin duda, uno de los más destacados intelectuales del Perú actual. Este es también un homenaje personal de quien esto escribe a la inteligencia, a la amistad y al compromiso que compartimos en un largo trecho de nuestras vidas, más allá de las discrepancias políticas que sostuvimos en la década del 80.

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lberto Flores Galindo fue, sin duda, el historiador de los vencidos. Y lo fue tanto por ciencia como por conciencia. Buscó rescatar la memoria de los derrotados porque pensaba y creía que otra historia, distinta a la oficial, era posible. Mirar la historia desde abajo no le impidió a Flores Galindo escribir una historia total o con pretensiones de totalidad, como le enseñaron sus maestros en la École Pratique de Hautes Études, en donde estudió el doctorado en Historia, ubicar el fenómeno estudiado en su contexto y en su perspectiva temporal, analizarlo en su especificidad, mostrarlo en sus múltiples dimensiones y relaciones, señalar sus límites y desplegar todas sus potencialidades, prestar atención a las mentalidades. Flores Galindo aprendió esta perspectiva no solo en la escuela histórica francesa de los Anales sino también en el marxismo creador. Sus grandes maestros, directos o indirectos, fueron Lucien Fevre, Fernand Braudel, Alain Labrousse, Jacques Le Goff, Emmanuel Le Roy Ladurie, Rug giero Romano, Pierre Vilar. A los que hay que añadir Eric Hobsbawm, el gran historiador inglés de orientación marxista. Alberto tuvo maestros, pero fue un historiador original. La originalidad lo condujo a la hetorodoxia en el campo del marxismo y valoró enormemente a otros heterodoxos como Walter Benjamín, Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui. Rechazó el determinismo ortodoxo y el marxismo oficial y apostó más bien por un historicismo creador y por los marxistas disidentes. Como Gramsci, creía que la revolución rusa era una revolución contra El Capital, la obra mayor de Karl Marx, que condensaba la rigidez esLIBROS & ARTES Página 2

tructural y el determinismo. De Marx prefería los escritos juveniles, los escritos políticos y algunos escritos marginales de madurez que apuntaban a la posible incidencia de la comunidad rusa en el socialismo del futuro. Estas preferencias le ayudaron a entender y valorar la obra de Mariátegui como intelectual y como revolucionario. La agonía de Mariátegui1 es una obra fundamental de Flores Galindo que busca rescatar no solo la originalidad del pensador peruano, sino también las apuestas políticas imaginativas de Mariátegui, aunque ellas sean contrarias a los dogmas oficiales del marxismo. En La agonía de Mariátegui se percibe claramente la influencia de José Aricó, uno de los más brillantes intelectuales marxistas argentinos, quien, además, compartía con Mariátegui algunos rasgos característicos que los definían: autodidactas muy cultivados, marxistas heterodoxos, editores, publicistas, periodistas, conferencistas. Las visitas que José Aricó hizo a Lima dejaron huella en mu-

chos de nosotros, pero sobre todo en Alberto Flores Galindo, con quien cultivó una profunda amistad. Una de las preocupaciones intelectuales y políticas de Alberto Flores fue la relación compleja entre la nación y el socialismo. En realidad, los marxistas más destacados, comenzando por Marx mismo, se plantearon este problema y le dieron distintas y hasta contradictorias soluciones. Marx constató que la nación y el socialismo marcharon separados en el siglo XIX, en el cual la burguesía liberal reivindicó la nación, y los obreros revolucionarios, el socialismo. Solo en 1871, con la Comuna de París y con la invasión alemana, los obreros socialistas de Francia unieron los dos elementos del problema, ya que fueron ellos quienes realmente lucharon contra ese ataque y defendieron la nación francesa de entonces. Buscando una respuesta a este complejo problema, Flores Galindo analizó el indigenismo y a los indigenistas centrándose en la obra antropológica y literaria

de Arguedas. En realidad, Tito superó las diversas versiones del indigenismo y su carácter inorgánico mediante los imaginativos planteamientos acerca de la utopía andina. Esta expresa el movimiento de la sociedad andina misma que deja de lado la imposición de utopías intelectuales de las clases medias. La utopía andina consiste, según Flores Galindo, en el conjunto de mitos, leyendas, creencias, sueños, festividades y formas religiosas que, apelando al pasado y al retorno del imperio incaico, orienta, da sentido e impulsa la acción colectiva del mundo andino derrotado por la Conquista y oprimido y explotado por la Colonia y la República. Gracias a la utopía andina, el fragmentado mundo indígena actual puede recomponer su identidad y constituirse como sujeto de acción colectiva. Los diversos componentes de la utopía andina van cambiando con la historia. Unos mitos se extinguen, otros mantienen su vigencia. Se pueden debilitar algunas creencias y leyendas en la memoria colectiva, pero

REVISTA DE CULTURA DE LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ Sinesio López Jiménez Director de la Biblioteca Nacional Nelly Mac Kee de Maurial Directora Técnica Luis Valera Díaz Editor Diagramación: José Luis Portocarrero Blaha Secretaria: María Elena Chachi Gambini

ciertas formas religiosas mantienen encendida la llama de la fe. El mundo andino tampoco permanece inmóvil. La dominación y el conflicto lo han transformado a lo largo de la historia colonial y republicana. Lo que caracteriza actualmente al mundo andino es la fragmentación. Apelando a elementos de la utopía andina, ese mundo fragmentado puede constituirse como sujeto colectivo con una determinada identidad cultural: La utopía andina son los proyectos (en plural) que pretendían enfrentar esta realidad. Intentos de navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la fragmentación. Buscar una alternativa entre la memoria y lo imaginario: la vuelta de la sociedad incaica y el regreso del Inca. Encontrar en la reedificación del pasado, la solución a los problemas de identidad.2

Flores Galindo sostenía que la utopía andina desbordaba los Andes para instalarse en la cultura popular del Perú. Una expresión de ese desborde sería la valoración positiva que tienen del Imperio Incaico los escolares de la educación secundaria provenientes de las diversas clases sociales. Esta valoración positiva del Imperio Incaico y de la justicia y la armonía que, según los escolares encuestados, lo caracterizaban es, sin embargo, como el mismo Flores Galindo lo reconoce, una forma de negar el presente más que un deseo de volver al pasado.

Coordinación: Enrique Arriola Requena © Biblioteca Nacional del Perú Lima, 2005 Reservados todos los derechos. Depósito Legal: 2002-2127 / ISSN: 1683-6197 Biblioteca Nacional del Perú - Av. Abancay cuadra 4, Lima 1. Teléfono: 428-7690. Fax: 427-7331 http: //www.bnp.gob.pe Correo electrónico: [email protected] Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Sinesio López Jiménez

FLORES GALINDO, Alberto. La agonía de Mariátegui: la polémica con Komintern. Lima: DESCO, 1980. 2 FLORES GALINDO, Alberto. Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes. La Habana: Casa de las Américas, 1986, p. 14. 1

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Alberto Flores Galindo

OTRO MUNDO ES POSIBLE Carlos Iván Degregori En tiempos recientes, destacados representantes del neoliberalismo, que hoy dicta en nuestro continente lo que es políticamente correcto, se han rasgado las vestiduras, indignados porque algunos pretendan que otro mundo sea posible. tura del Che, el mayo francés de 1968 y, sobre todo, por el tsunami de campesinos, trabajadores, migrantes y regiones organizadas que sacudía el país, resquebrajando estructuras y derrumbando prejuicios. Gracias por eso, Alberto Flores Galindo, por rescatar ese Mariátegui en el momento mismo en que otros intelectuales inventaban otro a su medida: marxistaleninista, dogmático hasta la caricatura, en todo caso mucho más lejos del que presentan los documentos de la época y los testimonios de sus contemporáneos. Lo

construían instrumentalmente y lo levantaban como bandera solo para dejarlo luego caer y reemplazarlo por el llamado “pensamiento Gonzalo”. Avanzada la década de 1980, Flores Galindo escribió Buscando un inca. Transcurría ya la sombría segunda mitad de la década de 1980. La Izquierda Unida y sobre todo el APRA mostraban sus límites, y Sendero Luminoso se constituía como el nuevo cataclismo en un país asolado por sucesivos tsunamis políticos. Sostuve una polémica intermitente con Flores Galindo alrededor de

ese libro, truncada por su enfermedad y muerte temprana cuando yo preparaba un texto que nunca publiqué, que circuló entre mis alumnos de San Marcos y que tal vez algún día publique con este título: traspié entre dos estrellas. La carta publicada por Flores Galindo poco antes de su muerte, donde afirma que discrepar es otra forma de acercarse, me anima a retomar ese debate como homenaje y reconocimiento de que su pensamiento sigue vivo. II En Buscando un inca, Flo-

res Galindo logra una relectura tremendamente sugerente de la historia del Perú. El hilo conductor de este tour de force histórico es la utopía andina: la esperanza milenarista o mesiánica en una inversión cataclísmica del actual orden social para inaugurar una nueva edad, un nuevo mundo idílico que en los Andes se habría identificado con el regreso del inca, la restauración del Tawantinsuyu o, en tiempos más recientes, con un mundo donde los mistis desaparezcan3. Flores Galindo ubica el surgimiento de la utopía andina en los primeros tiempos de la Colonia y la persigue con brillo y erudición a través de los siglos. Relata su eclosión en las rebeliones tupacamaristas del S. XVIII (p. 108). La rastrea en los sueños de Gabriel Aguilar y la detecta, como el rabdomante que ubica una veta de agua en el desierto, durante el S. XIX, cuando “... la vuelta del inca termina confinada a los espacios rurales; idea subterránea y clandestina, confundida con el folckore de los pueblos o con los sordos temores de los blancos” (p. 210). Pero conforme el autor avanza a través del S. XX rumbo al “Perú hirviente de estos días”, su interpretación cruje. Porque Flores Galindo, enamorado de una idea vistosa, radical y romántica, la persigue más allá de sus límites. Su trabajo se torna entonces semejante al del

Los datos son de un informe de la ONU y son citados por Martín Hopenhayn. “La aldea global entre la utopía transcultural y el ratio mercantil: paradojas de la globalización cultural”. En: DE GREGORI, Carlos Iván y Gonzalo PORTOCARRERO (editores). Cultura y globalización. Lima: RED, 1999, p.19. 2 FLORES GALINDO, Alberto. La agonía de Mariátegui: la polémica con el Komintern. Lima: DESCO, 1980. 3 Salvo indicación contraria, todas las numeraciones de páginas que aparecen en este texto corresponden al libro de FLORES GALINDO, Alberto. Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes. Segunda edición. Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1987, p.81. 1

Alberto Flores Galindo, 1986.

I in embargo, en un planeta donde la fortuna sumada de las 225 familias más adineradas es equivalente a lo que posee el 47% más pobre de la población total del mundo, y las tres personas más ricas poseen más dinero que el PIB sumado de los 48 países más pobres;1 en la región más inequitativa de ese mismo planeta (América Latina); en un país donde murieron víctimas de crímenes atroces más de 70 mil peruanos, sin que las élites siquiera nos diéramos cuenta, no desear otro mundo posible es inhumano y revela una ideologización parecida a la que se percibía en esas carátulas con niñas sonrosadas de la revista China ilustrada en décadas pasadas. Otro mundo tiene que ser posible. Antes de que surgiera el movimiento global que adoptó ese slogan, Alberto Flores Galindo fue uno de los intelectuales que permitió soñar a los jóvenes de varias generaciones que otro mundo, o al menos otro país, era posible. Dos son sus obras más importantes que apuntan en esa dirección. La agonía de Mariátegui2 – su mejor libro según mi opinión– prueba que la mejor, la única historia es la que se escribe desde el presente, planteando las preguntas y encontrando a partir de ellas los ángulos y facetas de acontecimientos y personas que sean más fructíferos para vivir el presente e imaginar el futuro. La agonía de Mariátegui construyó un padre para una generación huérfana pero llena de sueños. El Mariátegui del historiador Flores Galindo, el definitivo, era irreverente, apasionado, agónico, el amigo que nunca conocimos pero que muchos hubieramos querido tener como compañero de carpeta o de trabajo o de partido. El Mariátegui de la creación heroica, del pan y la belleza, enfrentado a los comisarios del stalinismo por mostrarse abierto a las corrientes más avanzadas de la escena contemporánea, sin sectarismos ni gazmoñerías. El Mariátegui ideal para una generación impactada por la revolución cubana, la aven-

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arqueólogo, que a partir de un fragmento busca reconstruir no solo la vasija sino el mundo en el cual esa arcilla fue amasada. Atento a la más mínima reberveración “sísmica”, a la manifestación del menor signo vital, cuando la utopía –tal como él la concibe– languidece, le insufla bríos; cuando no la encuentra la imagina. Su ausencia es una de sus formas de existir (p. 75). Así sus propuestas logran atravesar más o menos indemnes las primeras décadas del presente siglo, aunque José Luis Rénique advierte ya entonces resquebrajaduras evidentes.4 Pero las novelas de Arguedas le sirven de puente para empalmar con los movimientos campesinos de los años 50 y 60, en cuya descripción su redacción adquiere por última vez un ritmo sincopado y pleno de optimismo. En diversas partes del país “largas columnas de campesinos, compuestas por hombres, mujeres, niños y ancianos, portando banderas, acompañados de tambores, clarines y pututos, con gritos de aliento en quechua, cortan las alambradas [...], entran a la hacienda y ocupan las tierras que les pertenecen” (p. 308). Por última vez, a principios de la década de 1960 hace su aparición el inca. Algunos campesinos de La Convención lo habrían comenzado a identificar en la figura de Hugo Blanco (p. 304). Por última vez, en Andahuaylas, en 1974: “volvió a rondar la posibilidad de una revolución como inversión del mundo” (p. 317). Aunque para descubrirla tuviéramos que: olvidarnos de los volantes, de los documentos firmados entre la dirigencia y las autoridades políticas, incluso del testimonio de los protagonistas y escuchar los huaynos que se compusieron y cantaron durante esos días... (p. 317).

A partir de allí, el explorador histórico pierde el rumbo y así, en los años posteriores al gobierno velasquista, solo puede exhibir dos ejemplos concretos de la utopía andina. Ambos perversos. Y es el propio autor quien lo admite. El primero, a partir de su visita a Chiquián LIBROS & ARTES Página 4

(Ancash), es la representación de la muerte de Atahualpa donde: “el personaje más importante es el Capitán [Pizarro]” y no el inca (p. 71). Y donde “el discurso contestatario se ha convertido en discurso de dominación” (p.75). El otro ejemplo es Sendero Luminoso, con el cual, según el propio Flores Galindo, la utopía andina se transforma de sueño en pesadilla (p. 364). ¿Por qué luego de una larga marcha de esperanza a través de los siglos, cuando toda la argumentación apuntaba a un final apoteósico, la utopía andina termina en cambio convertida en “discurso de dominación” o pesadilla? Una de las razones, a mi entender, es el error de considerar tradición y modernidad como una dicotomía excluyente.5 Pero prefiero dejar este y otros temas para concentrarme en las últimas cinco páginas del libro, donde Flores Galindo realiza su esfuerzo mayor por superar estas ambivalencias. Nos dice que: «reconocer un pasado no significa admitirlo» (p. 364); que “... no estamos proponiendo la necesidad de la utopía andina” (p. 365). Morigera su rechazo a carreteras y otros símbolos del progreso, que aparecían

clusivo de términos como indígena, sierra, medios rurales” (p.365). Con las migraciones “ha terminado ocurriendo el vaticinio de Luis Valcárcel pero sin sus rasgos apocalípticos. Estos hombres reclaman respuestas nuevas” (p.366). Pareciera que está a punto de salir del entrampe, pues afirma que los movimientos milenaristas y mesiánicos exhiben siempre un episodio recurrente: “El fanatismo termina lanzándolos contra fuerzas muy superiores al margen de cualquier consideración táctica” (p. 367), mientras que el socialismo (respuesta nueva) «no sólo busca invertir ... sino terminar con la explotación». Pero el intento falla sorprendentemente, porque esta es la alternativa al milenarismo y al mesianismo con la cual culmina Buscando un inca: otro desenlace podría avizorarse si a la mística milenarista se añade el socialismo moderno con su capacidad de organizar, producir programas estratégicos y moverse en el corto plazo de la coyuntura política. En otras palabras, si la pasión se amalgama con el marxismo y su capacidad de razonamiento (p. 368).

¿El mundo andino aporta la pasión? Ya para enton-

tegui– la fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito”.7 Esta misma frase es citada por Flores Galindo (p. 270) cuando repasa los años 20-30 del S.XX y hace una síntesis del pensamiento de Mariátegui. Porque Mariátegui no apostaba por un marxismo “frío”, racionalista, sino por uno que lograra responder por “la necesidad de infinito que hay en el hombre” 8. Pero al absolutizar la utopía anticolonial como único motor y herencia andinas, comete este grave traspiés de última página, que ilumina y explica los anteriores. Pero a estas alturas resulta absurdo explayarse en un tema que había sido amplia y brillantemente trabajado por el propio Flores Galindo en La agonía de Mariátegui. III Fue La utopía andina, sin embargo, la obra que terminó siendo la más emblemática de Flores Galindo y la que tuvo mayor repercusión entre sectores de la izquierda en las postrimerías de la década de 1980. Si regresamos a esos años el fe-

convertir en programa político una explicación histórica no prosperó. Pero los sueños persisten. El llamado Foro de Porto Alegre, donde se acuñó el lema “otro mundo es posible”, es solo un ejemplo. En el Perú, la Comisión de la Verdad y Reconciliación definió este último término con palabras que bien podrían constituir una versión “laica” o postutópica, pero no menos soñadora: como un horizonte para la construcción de un país de ciudadanos, plenos e iguales ante la ley, pero respetuosos de sus diferencias. Para alguien que como Flores Galindo dijo que la revolución sería realidad cuando los indios dejaran de cederles la vereda y decirles “papay” a los mistis, este horizonte de ciudadanía plena podría haber resultado atractivo. En todo caso, si bien nunca sabremos cómo hubiera evolucionado el pensamiento de Flores Galindo sobre la construcción de un Perú nuevo dentro de un mundo nuevo, sabemos que su memoria estará presente cuando las generaciones futuras lo conquisten.

RÉNIQUE, José Luis. “La utopía andina hoy (Un comentario a Buscando un inca)”. En: Debate Agrario, Lima, CEPES, Nº2, abril -junio 1988, pp. 131-146. 5 Este punto de vista había comenzado a superarse en las ciencias sociales peruanas desde fines de la década de 1960. Véanse, por ejemplo, los textos sobre el valle de Chancay producidos por el proyecto UNMSM/ Cornell/ IEP. 6 Al margen de la voluntad de Flores Galindo, cuyo compromiso con el mundo andino es innegable, ese énfasis en la pasión recuerda frases muy antiguas citadas por el mismo autor en páginas previas. Frases según las cuales en los Andes sigue habitando ese mismo indio incapaz de razón según Beingolea (p. 238), “dominado por atavismos profundos”, según Francisco García Calderón. Los Andes, y los indios, siguen siendo ese “otro” (p. 239), que provocaba cariño en algunos mistis (p. 237) y miedo en otros (p. 239). 7 MARIÁTEGUI, José Carlos. El hombre y el mito, en: El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, Obras completas, tomo 3, 2da. edición, Lima: Amauta, 1959, p. 22. 8 Op. Cit. p. 18. 4

“La agonía de Mariátegui –su mejor libro según mi opinión– prueba que la mejor, la única historia es la que se escribe desde el presente, planteando las preguntas y encontrando a partir de ellas los ángulos y facetas de acontecimientos y personas que sean más fructíferos para vivir el presente e imaginar el futuro.” en otras partes del libro: “Sólo quienes no han tenido el riesgo de soportar el tifus pueden lamentar la llegada de una carretera y la implantación de una posta médica en un pueblo” (p. 362). Se trata, más bien: “de pensar un modelo de desarrollo diseñado desde nuestros requerimientos y en el que no se sacrifique inútilmente a las generaciones. El mito que reclamaba Mariátegui” (p. 364). Se anima a reconocer que la cultura andina se ha liberado del gueto feudal-colonial en el que la concebía aprisionada: “Lo andino... ha dejado de ser sinónimo ex-

ces se discutían conceptos como “la racionalidad andina”, no inmutable ni esotérica sino producto cambiante de factores económicos, sociales, ambientales y, a partir del S. XVI, de su interacción con Occidente. Esa racionalidad fue capaz de construir las grandes civilizaciones prehispánicas, sobrevivir cuatro siglos, desbordarse hacia las ciudades y –siempre en proceso de transformación– “asomarse vigorosa” al siglo XXI.6 ¿El marxismo –ojo, un producto de Occidente– aporta la razón? “Qué incomprensión –decía Mariá-

nómeno resulta comprensible. Como ha anotado Rénique, los sectores radicales de IU se encontraban entre la espada y la pared, acicateados por un lado por el extremismo de Sendero Luminoso y el MRTA, y decepcionados por otro de la rutina electoral de la democracia representativa, la cual iba engullendo a Izquierda Unida. Buscaban una última línea de defensa contra la desesperanza y el terror, y así, en el sur del país, marcharon “bajo las banderas de la utopía andina”. Pero hacía tiempo que la historia corría por otros carriles y el intento de

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omo Jorge Basadre, Flores Galindo entendió el Perú también a través de las obras de la imaginación y del lenguaje: a nadie que lo conociera y lo apreciara le pareció raro que, después de Buscando un inca, se propusiera escribir una biografía de José María Arguedas, de la que lamentablemente quedan solo unas páginas preliminares. Ya en un libro temprano, Apogeo y crisis de la república aristocrática, hay observaciones inteligentes sobre, por ejemplo, los escritores de nuestro modernismo, cuyo tedio existencial no se entiende solo como un homenaje derivativo al spleen de Charles Baudelaire y los decadentes franceses, sino como un síntoma del malestar que la pax oligárquica engendraba entre los peruanos de imaginación más inquieta y contestataria. Al mismo tiempo, no se deja de apuntar que en esos años las revistas literarias –y, en términos más amplios, las publicaciones periodísticas y culturales– se multiplicaron entre 1895 y 1919, señalando así que el ánimo crepuscular y la rebeldía frustrada de los intelectuales no impedía que en la realidad se detectasen ya signos de renovación y cambio. Como Jorge Basadre y Raúl Porras Barrenechea, Flores Galindo fue un historiador que no buscó en la literatura y en quienes la practican una confirmación de datos aportados por la estadística o la economía; por el contrario, los textos literarios y la formación del campo intelectual le parecieron cruciales para entender cabalmente los procesos históricos. El marxismo de Flores Galindo no fue de la variedad dogmática y vulgar, sino de la cepa del de Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui. A propósito de las influencias que animaron el pensamiento y la sensibilidad de Mariátegui escribió, precisamente, Flores Galindo: El surrealismo y el sicoanálisis formaron parte del lado cosmopolita de Mariátegui y además lo preservaron de cualquier tentación economicista. Ambas aficiones no se entenderían si olvidamos esa im-

Alberto Flores Galindo

LA URGENCIA DEL TIEMPO Peter Elmore Perspicaz y prolífico, Alberto Flores Galindo sintió la urgencia del presente al ejercer su vocación de historiador. Las cuestiones que animan sus pesquisas no son las que solicitan al académico con alma de anticuario, sino las que preocupan al intelectual comprometido con su época: se cuentan, entre ellas, el nexo entre la nación y el estado –que está en el centro de libros como Apogeo y crisis de la república aristocrática1, el libro que escribió al alimón con Manuel Burga–, la relación de la cultura andina con las prácticas y el imaginario del cambio social –como en Buscando un inca2 y el modo en que el pensamiento radical ha procurado intervenir en la realidad histórica peruana –que es, ejemplar y dramáticamente, el asunto de La agonía de Mariátegui3. portancia que siempre asignaba a la cultura y la poesía. La literatura era un medio de conocimiento tan importante como la economía y la sociología. En alguna medida – como ha sugerido Washington Delgado—incluso más importante: de allí que el ensayo más importante haya sido el dedicado al proceso de la literatura.4

La observación del historiador sobre Mariátegui no se le podría aplicar estrictamente a él mismo, pero es evidente que Flores Galindo estaba abierto a estímulos y fuentes que no eran los habituales entre los científicos sociales y los estudiosos de la que él mismo llamaba “generación del 68”. Un epígra-

fe de Emilio Adolfo Westphalen –el gran poeta de Las ínsulas extrañas5 y Abolición de la muerte6, surrealista como César Moro y simpatizante del trotskysmo en sus años de juventud– abre La agonía de Mariátegui y es, sin duda, casi una declaración de principios y valores del propio Flores Galindo: “En la poe-

MARIO VARGAS LLOSA

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unque la primera edición de Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes, de Alberto Flores Galindo (1949-1990), apareció en 1986, 17años después de la muerte de Arguedas, es imprescindible tener en cuenta este libro en cualquier estudio sobre la utopía arcaica, pues constituye algo así como un balance y liquidación de la utopía indigenista que encontró el autor en Los ríos profundos, el mayor exponente (a su criterio) de la literatura en el Perú. En él, su autor, un historiador, sociólogo, periodista y militante de izquierda tempranamente desaparecido, trazó una sugestiva aunque desigual descripción de las desapariciones y reapariciones de la visión utópica del incario a lo largo de la historia peruana. Su descripción de la utopía andina es simpática pero crítica, hecha desde lo que pretende ser la objetividad histórica y la perspectiva de una ideología marxista mansa, o, más bien, amansada por la influencia de las mejores lecturas marxistas como la de Antonio Gramsci; o de intelectuales europeos heterodoxos como el italiano Carlo Ginzburg y el francés Michel Foucault. Su lectura está focalizada en las rebeliones y movimientos religiosos campesinos de índole milenarista en los Andes desde los primeros tiempos de la conquista, en el siglo XVI, hasta las asonadas y tentativas revolucionarias del presente, con escarceos en pos de huellas de la utopía en la iconografía colonial, el folclore y la artesanía, los archivos judiciales y la literatura. La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenímo. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1996.

sía, en la revolución y en el amor veo actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resignación, la esperanza a pesar de toda previsión razonable contraria”. Un ethos radical y un pathos romántico alientan en esas palabras, que exaltan el compromiso intenso y la pasión creadora como modelos de vida y conducta. Se entiende así que la agonía no se conciba como crepúsculo y fin de la existencia, sino –al modo de Miguel de Unamuno y José Carlos Mariátegui– como lucha frontal y profunda: agon significa combate. Ese combate contra la muerte tenía, para un intelectual secular e izquierdista de los años 60, un sesgo existencialista. En la obra de Alberto Flores Galindo no son insólitas las alusiones y referencias a Jean Paul Sartre, que fue el faro intelectual de esa generación y de la precedente; también a Albert Camus, a quien la izquierda solió mirar con suspicacia y hasta con hostilidad, deja su impronta en la fisonomía moral del historiador y, de hecho, me parece revelador que en Tiempo de plagas7 –la excelente recopilación de los artículos periodísticos de Flores Galindo– se reconozca desde el título mismo esa presencia. A diferencia de Basadre, a quien debemos un ensayo esclarecedor sobre la obra y la figura de José María Eguren, Flores Galindo no

FLORES GALINDO Alberto y Manuel BURGA. Apogeo y crisis de la república aristocrática: oligarquía y comunismo en el Perú 1895-1931. Lima: Rikchay Perú, 1979. 2 FLORES GALINDO, Alberto. Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes. La Habana: Casa de las Américas, 1986. 3 FLORES GALINDO, Alberto. La agonía de Mariátegui: la polémica con el Komintern. Lima: DESCO, 1980. 4 Op. cit. p. 101. 5 WESTPHALEN, Emilio Adolfo. Las ínsulas extrañas. Lima: Cía. Impresiones y publicidad, 1933. 6 WESTPHALEN, Emilio Adolfo. Abolición de la muerte. Lima: Perú Actual, 1935. 7 FLORES GALINDO, Alberto. Tiempo de plagas. Lima: El Caballo Rojo Ediciones, 1988. 1

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frecuentó la crítica literaria. Es una lástima, porque era un lector agudo y diestro. Eso, me parece, se nota en la fuerza de su estilo, que elude el lastre de la jerga especializada y, con ágil sintaxis, desarrolla sus argumentos en sucesiones de frases breves, pero íntimamente enlazadas. El ritmo intenso y dinámico de su prosa sugiere las operaciones de una inteligencia que descubre con avidez y revela con precisión: acaso donde mejor se muestra la índole de su escritura es, por eso, en las frases casi epigramáticas con las cuales, en ocasiones, sella y resume sus argumentos. Un ejemplo, extraído de Buscando un inca, puede ilustrar cómo procede el ensayista: Ídolos milagrosos, árboles en los que se quiere ver el rostro del mesías, santos y predicadores, son fenómenos que encuentran audiencia en las barriadas de Lima. Mario Vargas Llosa se trasladó al Brasil para encontrar una rebelión mesiánica enfrentada contra su tiempo. No era necesario viajar tan lejos. El Consejero –el personaje que recorre las llanuras del sureste brasileño—habitaba en realidad entre nosotros. Ese pasado era presente en el Perú8.

La persistencia del pasado en el presente es, por cierto, una idea recurrente y no pocas veces explícita en la obra de Alberto Flores Galindo. Buscando un inca, que recorre desde varias calas ensayísticas los avatares de lo que Flores Galindo llamó “utopía andina”, la presenta de un modo que es tan elocuente como polémico. Sin embargo, la puede uno encontrar en lugares menos obvios, como en Aristocracia y plebe 9, que al estudiar la Lima del siglo XVIII presenta una sociedad urbana a la vez heterogénea y autoritaria, en la cual la coexistencia de grupos étnicos y sociales diversos no se resuelve en la síntesis y el encuentro, sino en una tensión que es a veces sorda y a veces estentórea. Flores Galindo no quiere hacer una de esas fenomenologías de lo limeño que entretenían a los criollistas (y que, por afán de contestación, Sebastián Salazar Bondy invierte simétricamente en su Lima la horrible10). Sin embarLIBROS & ARTES Página 6

Flores Galindo con la promoción 1957 del Colegio La Salle. go, las exclusiones étnicas y las fricciones de clase que hacen de la Lima del XVIII una ciudad fragmentada, internamente disociada y sin capacidad de engendrar proyectos colectivos, invitan al lector a pensar en la Lima moderna y, sobre todo, a reflexionar sobre el vínculo de la capital con la nación peruana. La misma brújula que guió a los indigenistas y a José Carlos Mariátegui orienta a Flores Galindo en su búsqueda del centro y el eje de lo nacional. Los Andes son, en la tradición radical peruana, la columna vertebral del Perú. Su libro más ambicioso –y, también, el más ensayístico y narrativo– es, en cierto modo, la biografía y el itinerario de una idea (o, mejor, de una visión): la utopía andina. En su forma más nítida y cabal, esa utopía consiste en el deseo colectivo de reconstruir la sociedad peruana a imagen y semejanza de un modelo ideal o mítico que se encarna en la imagen de la sociedad incaica, entendida como un reino ordenado y justo. Diestramente, Flores Galindo expone el modo en el que movimientos nativistas –pero no proincaicos– como el Taqui Onqoy y la memoria de la muerte de Tupac Amaru I – registrada en la escritura por los Comentarios reales, de Inca Garcilaso, y en la imaginación popular por relatos míticos, como el de Inkarri– acaba-

ron por fundirse en una esperanza que, en tiempos de crisis, inspiró la acción y moldeó la identidad de hombres y mujeres oprimidos por el orden colonial y, luego, por el racismo republicano. La mirada histórica del escritor impide que lo andino se congele en una suerte de esencia atemporal y telúrica: de hecho, uno de los mayores aciertos del libro radica en mostrar la índole versátil y transculturada de la cultura andina que tempranamente acoge y recrea construcciones occidentales como la utopía –a la que Tomás Moro dio su forma moderna en el Renacimiento– o el milenarismo –esa poderosa visión profética de un futuro de igualdad y justicia que, en la Edad Media, concibió el fraile calabrés Joachim de Fiore. La utopía andina, en tanto horizonte retrospectivo, habría servido como impugnación de un presente de dominación sobre las poblaciones nativas y como alternativa autóctona a la explotación colonial. Su manifestación más importante en el terreno social y político se halla en la rebelión de Tupac Amaru II en 1780, que fue el movimiento de mayor alcance y repercusión entre los varios que configuran la Gran Rebelión de 1780-1782 en el Perú y el Alto Perú. Escribe Flores Galindo que, ante la fragmentación y la dispersión que marcan la vida de los Andes,

“la utopía andina es los proyectos (en plural) que pretendían enfrentar esta realidad”. Así, la vuelta del inca puede cobrar formas y perfiles muy distintos aun para quienes luchan juntos contra el mismo enemigo. Como otros curacas del siglo XVIII, Tupac Amaru II leyó con fervor los Comentarios reales; a diferencia de la mayoría de los nobles indígenas que John Rowe incluye en el «movimiento nacional inca» del penúltimo siglo colonial, Tupac Amaru concibió una restauración del incario en la cual el inca rey gobernaría sobre todos los nacidos en los Andes; esa versión letrada y de élite de la utopía andina contrasta con la de sus seguidores indígenas, de carácter oral y mítico, en la cual se vierte en un molde milenarista el deseo de acabar no solo con el aparato colonial español, sino con todos los que habían oprimido a los indígenas. Como señala el propio Flores Galindo: “En la revolución tupamarista convivían dos fuerzas que terminaron encontradas. El proyecto nacional de la aristocracia indígena y el proyecto de clase (o etnia) que emergía con la práctica de los rebeldes” (1993-1997: t. III: p. 137). ¿Cuánta vigencia tuvo la visión de un retorno al Tahuantinsuyo ya en el siglo XX? Flores Galindo hace notar, por ejemplo, que en 1923 los terratenientes sata-

nizan las luchas campesinas argumentando que estas tienen como objetivo no la recuperación de tierras comunales, sino el retorno del inca. Por otro lado, ¿cabría identificar la huella de la utopía andina en movimientos populares y radicales que, sin creer en la vuelta del inca, reivindican el pasado precolombino y la cultura popular peruana? En la lectura de Flores Galindo, el indigenismo de los años 20 y el socialismo de Mariátegui sostienen una relación diaéctica con la utopía andina, a la que incorporarían dentro de un discurso antiimperialista, nacionalista y secular. Para imaginar la nación peruana, sugiere con cautela Flores Galindo, la utopía andina puede ser una fuente de imágenes válidas y poderosas. Al mismo tiempo, el flujo de la argumentación y el peso de la evidencia indican, sobre todo en los últimos capítulos de Buscando un inca, que el imaginario popular andino y la violencia político-social en los Andes no se explican recurriendo a la imagen del cuerpo resurrecto del inca. “El desafío consiste en crear nuevas ideas y nuevos mitos” (1993-1997: t. III: p. 374) escribe, en los convulsos años 80, Alberto Flores Galindo. Esa es tarea de ideólogos y –en el sentido más estricto y pleno de la palabra–de poetas. Puede parecer curioso hallarla en el libro de uno de los mejores historiadores peruanos de nuestro tiempo, pero es que para él los casilleros disciplinarios y la rigidez –ese antónimo del rigor académicono existían. En todo caso, el reto a la imaginación y la inteligencia que planteaba en el capítulo final de su último libro sigue, sin duda, vigente.

FLORES GALINDO, Alberto. Obras completas. Lima: Sur, 1993-1997, p. 72. 9 FLORES GALINDO, Alberto. Aristocracia y plebe: Lima 17601830 (estructura de las clases y sociedad colonial). Lima: Mosca Azul, 1984. 10 SALAZAR BONDY, Sebastián. Lima la horrible. Lima: Populibros Peruanos, 1964. 8

Y

a en el siglo VIII a. C. el poeta Hesíodo recogía la tradición mitológica que consideraba que anteriomente a esa época hubo otras cuatro progresivamente menos perfectas, la más antigua de las cuales fue la Edad de Oro, en la que los hombres vivían como dioses, sin penas en el corazón, alejados y liberados del trabajo y del dolor. Un día la diosa Pandora abrió su caja repleta de males y estos inundaron la tierra. De la Edad de Oro se pasó a la de Plata, y sucesivamente a la de Cobre, a la de los Héroes y a la de Hierro. Este arquetipo de la Edad de Oro tiñe las llamadas utopías. La utopía refleja las aspiraciones de quien la escribe. Es una idealización que, convertida en programa de algo que no se pudo llevar a cabo, merece más bien el nombre específico de ucronía y, vista como necesidad, es sueño que compensa desdichas actuales, evasión imaginativa, pero también propuesta ideal de sociedad, de sistema de vida, de autorrealización, motivación de deseos y acciones. La palabra utopía en griego significa “ningún lugar”, fue utilizada a partir de una frase de Platón en la que sostiene que su República no estaba en ninguna parte de la tierra. Su popularidad la debemos al canciller inglés Thomas Moro (1474-1535), quien visualizó una isla llamada Utopía donde reinara la justicia y el bienestar. Los ciudadanos de esa mentada isla podían dormir ocho horas, dedicar diez horas al ocio y seis al trabajo. El intercambio de productos entre la ciudad y el campo y la entrega de esos bienes a los almacenes impedían la pobreza y sus derivados, el robo, la acumulación, etc. De este modo los metales y las piedras preciosas se convertían en bienes innecesarios. El propio Moro consideraba que ante esa república utópica debemos conformarnos con soñar porque es inútil toda esperanza. Como lo ha recordado George Steiner2, en la concepción de Carlos Marx existen elementos utópicos claramente perceptibles. “Supongamos –dice Marx– que el hombre es hombre y su

LA UTOPÍA ANDINA EN DEBATE Marco Martos Alberto Flores Galindo escribió varios libros y entre los lectores, como ocurre con otros escritores de fuste, no existe unanimidad sobre cuál es el libro que mejor lo representa. Lo que no puede dudarse es que su texto Buscado un inca: identidad y utopía en los Andes, del que hubo dos ediciones en los años ochenta y una más que acaba de aparecer1, es el ensayo más polémico de cuantos escribió y que tiene como otro ingrediente atractivo, casi treinta años después de haber sido escrito, la galanura de una prosa que cualquier lector puede disfrutar con fruición. relación con el mundo es humana. Entonces se puede cambiar amor por amor. Entonces se puede cambiar confianza solamente por confianza”. Pero nada de eso sucede, el hombre intercambia dinero, y el dinero es para Marx la aptitud, el genio o la capacidad alienada de la humanidad. VERTIENTES DE LA UTOPÍA ANDINA Una poderosa motivación para los conquistadores europeos de América Lati-

na fue toda la tradición utópica que consideraba a los territorios del Nuevo Mundo como pertenecientes a una sociedad en estado natural sin los males de la civilización europea. El paraíso terrenal, la versión cristiana de la Utopía griega, podía localizarse, y se le comparó a numerosos lugares en el Perú, en California y en los más apartados andurriales. En 1582 Mancio Sierra de Leguízano escribía a Felipe II pesaroso de haber colaborado a establecer la civi-

lización española en el antiguo paraíso peruano, donde antes “no había hombre ladrón, vicioso, holgazán, mujer adúltera ni gente mala” y donde “todos los aprovechamientos eran comunes y cada cual tenía su hacienda con casas sin llaves por no existir el hurto”. Parecidas frases podemos encontrar en la Historia natural y moral de las Indias del misionero José de Acosta, publicada en 1590, y en muchos otros cronistas de Indias. Durante el primer perio-

do de la conquista e incluso avanzada la propia época colonial, núcleos importantes de españoles, principalmente letrados y clérigos, estuvieron convencidos de las bondades naturales del incario. En la búsqueda misma de El Dorado de tantos aventureros, perdularios y garduños, como Lope de Aguirre, estuvo presente el ideal utópico. Desde otra perspectiva, la conquista española cortó una civilización de reciente estructuración. Fue con Pachacutec que se había organizado el estado inca y la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa interrumpió un proceso de integración que recién empezaba a lograrse. Cada uno de los pobladores del antiguo imperio y sus hijos y sus nietos y los nietos de sus nietos podían ucrónicamente imaginar que el pasado trunco, la época de los incas, podía volver. El regreso del inca, en el fondo la vieja idea circular de la historia, alimentó muchas rebeliones, como la de Juan Santos Atahualpa en 1742 o la de Túpac Amaru en 1780. Sin duda un elemento importante para la idealización del pasado incaico fue la exacción generalizada de los españoles contra los indígenas y mestizos. Manuel Burga3 ha escrito que la utopía andina como programa de reconstrucción de la sociedad indígena fue hasta el siglo XVIII un proyecto aristocrático conducido conscientemente por las noblezas derrotadas del siglo XVI y que esta utopía admite dos vertientes, la de las noblezas indígenas derrotadas con Túpac Amaru en 1781 y la utopía campesina, libre de influencias ideológicas de las noblezas andinas en el siglo XIX. Si Garcilaso quiso elogiar al mismo nivel al español y a lo indio, Burga recuerda que visto desde ahora Guamán Poma es más FLORES GALINDO, Alberto. Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes. La Habana: Casa de las Américas, 1986. 2 STEINER, George. Nostagia del absoluto. Madrid: Siruela, 2001. 3 En El Caballo Rojo. Lima, 12.8.1983 1

Alberto Flores Galindo, 1986.

LIBROS & ARTES Página 7

ALBERTO FLORES GALINDO Y LA UTOPÍA ANDINA Desde finales de los años setenta del pasado siglo y en toda la década del ochenta asistimos a rebrotes universitarios de la utopía andina que en su mayor parte se limitaban al campo literario interpretando la labrada poesía escrita en quechua y la vehemente prosa ternurosa de José María Arguedas. Estos estudiosos en su mayor parte eran académicos, investigadores, profesores de historia, de antropología y de disciplinas afines, muchos de ellos con rigurosa formación en universidades nacionales, norteamericanas y europeas. Pero Alberto Flores Galindo se diferencia radicalmente de todos ellos porque su preocupación por el tema de la utopía andina viene tanto de una comprobación empírica de la vigencia del mito, cuanto de un voluntarismo de reimplantación de los ideales utópicos. Esta línea de trabajo puede advertirse en Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes, libro que tiene vasos comunicantes con sus investigaciones anteriores donde ha subrayado la presencia de factores irracionales en la historia, por eso cuando ha escrito sobre José Carlos Mariátegui ha puesto hincapié en su relación con Georges Sorel. Por la misma razón en sus trabajos de prosa tan grata, rápida y nerviosa, en sus ensayos, en el sentido prístino del término, con una simpatía que le es imposible ocultar, desafía a milenaristas y mesiánicos, rebeldes primitivos en la terminología de Hobsbawm, quienes al lanzarse contra fuerzas superiores inevitablemente terminan por ser descalabrados. Por una vez, la historia no la escriben los vencedores. Flores Galindo blande la pluma a favor de los vencidos. La diferencia sustancial de Flores Galindo con otros LIBROS & ARTES Página 8

AFG con Maruja Martínez en Chucuito, Instituto de Pastoral Andina, 1967.

mestizo que Garcilaso y encarna –simbólicamente agregamos– al Perú nuevo del tiempo contemporáneo. “Un cronista indio, mal dibujante y peor escritor, pero en el fondo muy coherente, irreverente con el colonialismo, respetuoso del cristianismo y amante del mundo andino”.

estudiosos de la utopía andina como Manuel Burga parece ser la preocupación de aquel por insertar la historia con el presente, con la política. El propio Flores Galindo sostuvo que los historiadores no pueden ni deben prescindir del presente. Alberto Flores Galindo fue muy consciente de que no podía escribir sobre la utopía andina sin tratar de la violencia que en esos momentos convulsionaba a la región de Ayacucho en los mismos territorios que fue-

ron escenario del Taqui Onkoy. Supo que al igual que el siglo XVII la violencia quería recubrirse bajo el velo de lo incomprensible. Hizo entonces lo que debía hacer: recurrir a ese elemento vertebral del razonamiento histórico que es el método crítico, cotejar las fuentes, ponderar su veracidad, reconstruir los acontecimientos, establecer una cronología y, al final, no soslayar el juicio moral. Flores Galindo, como Moisés Finley y Pierre Vidal, dos historiadores preocupa-

dos de la antigüedad europea, se propuso al mismo tiempo responder a los requerimientos de la sociedad que le tocó vivir. Su propósito fue, y ciertamente que lo logró, convertirse en un intelectual orgánico de las clases populares, usando la terminología de Antonio Gramsci. Sin duda, aquello que escribió en sus últimos años fue su prosa más arriesgada, aquella que desde la historia se introduce en la política y gana pasión con el riesgo de perder objetividad.

NOSTALGIA DEL TIEMPO n sus apuntes, escritos a vuela pluma, decía César Vallejo que la vida contemporánea con el telégrafo y el teléfono ha eliminado toda forma de nostalgia, pero nos queda una, la del tiempo. Puedo agregar que la única nostalgia posible es la del tiempo pasado, pero no la del tiempo mismo, sino la de gente que hemos querido y con la que hemos pasado momentos gratos. Me parece que fue ayer cuando conversaba con Alberto Flores Galindo. Vi por primera vez a Tito, como le decíamos familiarmente, en la casa de Samuel Adrianzén. Este, sin andarse por las ramas, me dijo que era el historiador que el Perú esperaba después de Basadre, Vargas Ugarte, Macera y Araníbar. Y no se equivocaba mi amigo, medio brujo resultó, y por eso desde ese momento le creo todo lo que me cuenta. Solo más tarde percibí algo: Alberto Flores Galindo era mi vecino, apenas vivíamos a una cuadra de distancia y nos hicimos amigos de verdad, íbamos de paseo al campo o a la playa, visitábamos a Pablo Macera o a José Ignacio López Soria, editamos una revista con José Watanabe, Lorenzo Osores y Oscar Peña. Bebíamos vino o agua, en la buena y en la mala. Fue una persona buena, una de las mejores que he conocido. El día que murió recordé una oración cristiana, esa que nos susurra que vivimos en un valle de lágrimas.

E

Marco Martos.

Pero así es la historia, no está escrita por querubines sino por hombres con determinados sentimientos y puntos de vista. La objetividad absoluta no existe, los acontecimientos nos conciernen, nos involucran, nos obligan a definirnos. En otro texto 4 Flores Galindo ha dicho que desde 1947 han predominado los mestizos en las ciudades más grandes del país (que crecen a costa del campo), quienes, sin embargo, permanecen ignorados. Es en ese sector donde debe buscarse la respuesta sobre si es posible o no la utopía. En el terreno de la política, como puede colegirse de la lectura del propio libro de Flores Galindo, aparecen rasgos utópicos, casi sin excepción, en todo el espectro, desde agrupaciones conservadoras como Acción Popular, en el Apra, desde luego, hasta grupos como Sendero Luminoso o el MRTA, que están fuera del sistema, siempre como elementos concomitantes, no decisivos. De otro lado, históricamente, todas las utopías han marchado a contrapelo de lo que se llama la civilización. A juicio nuestro, no hay razones para pensar que ocurra de diverso modo con la llamada utopía andina, salvo que creamos en la circularidad de la historia. COLOFÓN La utopía no es otra cosa que una demanda de perfección, un exigir al hombre lo que no es, que abrace a sus antagonistas y los considere hermanos, una búsqueda absoluta de justicia social y de igualdad económica. Está enraizada en la existencia misma del hombre, está en las palabras de Moisés, de Jesús y de Marx y está, como sostiene Steiner5, en las bocas de los que vagan errantes y despreciados, de vagabundos locuaces, a quienes Dios ha creado incurablemente enfermos de recuerdo y de futuro.

En El Caballo Rojo. Lima, 28.9. 1983. 5 George Steiner. Errata. El examen de una vida. Madrid: Siruela, 2001. 4

Alberto Flores Galindo,

CAMBIAR EL MUNDO, CAMBIAR LA VIDA Nelson Manrique I

N

uestra memoria contribuye a ello. Los perfiles de los hechos con el tiempo tienden a hacerse borrosos. Lo que en algún momento pudo ser materia de arduas controversias termina convertido en una evocación amable. Los enunciados que entonces tenían una acepción determinada, serán luego leídos desde las nuevas circunstancias, se buscarán respuestas a problemas que entonces ni siquiera eran planteados (piénsese en el mundo unipolar, la hegemonía neoliberal y el fin del antiimperialismo, como era pensado hasta los ochenta, por ejemplo). Tratar de soslayar aquellos temas (como el socialismo) en los cuales las posiciones de Alberto Flores Galindo no encajan con el sentido común, hoy dominante, sería eliminar las contradicciones y construir un pensamiento monolítico, en otras palabras. Un tema incómodo cuando se trata de juzgar el derrotero político de la generación del 68 es el de la violencia. La traumática experiencia de la guerra interna con su secuela de destrucción y barbarie ha “vacunado” a la sociedad peruana contra ella. La conclusión, que ahora es de sentido común, es que toda violencia, lejos de solucionar los problemas, solo contribuye a agudizarlos. Desde esta posición, resulta incomprensible que toda una generación creyera que ella era un camino válido y necesario. Aun más, esta posición, llevada a sus últimas consecuencias, termina en callejones lógicos, sin salida. Igualmente incongruente es declarar que toda violencia es negativa, pero al mismo tiempo rendir culto a los héroes fundadores de la patria, quienes desplegaron una guerra sin cuartel –por momentos bárbara– contra

Al escribir sobre un intelectual desaparecido, más aún si se trata de un amigo querido, existe la tentación hagiográfica: construirle una efigie a la usanza de los santos medievales, siempre correctos, en posesión de la verdad. Convertirlo en el profeta de los nuevos tiempos, el pensamiento justo, sin contradicciones, de quien, de seguir vivo, podría dar respuesta a todas las interrogantes que nos acosan. las fuerzas realistas. El ejemplo podría multiplicarse indefinidamente. Naturalmente, puede aducirse que esa era una “guerra justa”, lo cual parece evidente retrospectivamente, no así en el momento en que sucedieron las cosas, cuando, como ha recordado Basadre, los criollos veían este conflicto como una guerra civil en la que podían optar igualmente por uno u otro bando. II El año 1973 elaboré una

lista de las organizaciones de izquierda y conté 53. Solo una, el PC(U), recusaba la violencia, mientras que todas las demás consideraban que era necesaria una revolución y que su camino era la lucha armada. Entonces, parecía imposible realizar las transformaciones que el Perú necesitaba sin tomar el poder por la violencia. Sendero Luminoso, una pequeña organización de carácter regional en sus inicios, pudo crecer a lo largo de la década del ochenta, adquirir una en-

vergadura nacional, y agudizar la crisis hasta el punto de hacer imperativo el preguntarse por la viabilidad del Perú como nación. Esto último marcó el estado de ánimo de toda una generación. Cuando se publicó Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes, Alberto Flores Galindo fue acusado de conciliar con Sendero. Hubo incluso quienes insinuaban una concertación con el senderismo. Lo que en realidad existía era la negativa a plegarse a una posición, que

se hacía crecientemente dominante, que condenaba a Sendero, calificándolo de “terrorista”, para cerrar con eso el debate, aun antes de iniciarlo. Flores Galindo sostuvo siempre que Sendero Luminoso era un resultado orgánico de la sociedad peruana, no un fenómeno exógeno, como una infección, que atacaba al Perú. Formamos parte de un colectivo que creía que era necesario entender a Sendero. No se trataba de compartir sus posiciones, sino de comprender por qué una fracción de la sociedad peruana terminaba identificándose con él. Era una posición complicada porque dadas las atrocidades cometidas por Sendero era difícil para muchos aceptar que los senderistas también tenían derechos (ese ha sido un gran problema que han debido afrontar los defensores de los derechos humanos), y que una sociedad no podía renunciar a defenderlos sin desnaturalizar definitivamente su razón de ser. III Ruggiero Romano –un importante historiador italiano, gran amigo y maestro de Tito– brinda un testimonio revelador acerca de la “tensión moral” que atraviesa las páginas de Buscando un inca:

Alberto Flores Galindo en Sacsahuamán, 1976

Puedo ofrecer un testimonio. En junio de 1986 estuve en Lima pocos días después de que los militares habían masacrado en la cárcel a algunos centenares de guerrilleros de Sendero Luminoso. Tito (así llamaré a Alberto Flores Galindo) había venido a recogerme al aeropuerto para conducirme a la ciudad en su Volkswagen. Su mujer, Cecilia, estaba con él Yo estaba sentado detrás. Después de un momento, mientras él guiaba, me entrega un periódico en el cual había escrito un artículo (que es la fuente esencial de los datos del ensayo final en este libro, La guerra silenciosa). Lo leí, o mejor, lo recorrí. La deLIBROS & ARTES Página 9

“Este es un libro que parte del marxismo para internarse en el mundo interior (y dialogar con el psicoanálisis), ocuparse de invenciones, espacios imaginarios, mitos y sueños. Nada de esto impide que sea un libro en el que subyace, ininterrumpidamente, un discurso político” (Buscando un inca).

El texto de Romano ilustra bien algo que suele olvidarse cuando se habla de esa época y es que, en el período de la violencia política, asumir un compromiso hasta sus últimas consecuencias significaba correr riesgos que, por cierto, iban más allá de poner en juego el prestigio intelectual. Suele olvidarse que los adversarios de la “guerra silenciosa” (la expresión es de Tito) jugaban a polarizar la sociedad peruana, y eso suponía acallar las voces de los no dispuestos a alinearse. De allí, la preocupación de R. Romano, quien una y otra vez insistía en que debíamos salir del país antes de ser víctimas de alguno de los bandos en pugna. Tito no tomaba a la ligera esta situación. Uno de los motivos para organizar la red de amigos de Sur en el exterior fue crear una infraestructura que pudiera apoyar a quienes lo necesitaran, si la situación evolucionaba, como entonces parecía lo más probable, hacia un cierre de la coyuntura marcado por una sangrienta salida autoritaria. ¿Era esta una aprensión sin fundamento? Entonces ignorábamos –se supo durante la siguiente década– que a fines de los años ochenta un grupo de oficiales del ejército había redactado un proyecto (después conocido como el “Libro Blanco”) que contemplaba un golpe militar, con centenares de miles de muertos, para pacificar el país, e impedir un posible acceso de la izquierda al poder por la vía electoral, en 1990. Este proyecto fue implementado en parte por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, a lo largo de la siguiente década, no fue pues necesario el golpe ni la intervención del ejército, ya que Izquierda Unida se pulverizó por mano propia. LIBROS & ARTES Página 10

Alberto Flores Galindo y Antonio Cisneros, 1988.

nuncia era tanto más violenta cuanto fría, glacial. Cargada de odio, ira, furor: pero todo contenido bajo un discurso riguroso. Bastante para enloquecer a los oficiales del ejército peruano. Mi reacción fue la siguiente: ‘Tito, ¿recuerdas que tienes mujer y dos hijos y que ‘éstos’ un buen día te harán desaparecer?’. Ni siquiera me respondió. Confieso que tuve vergüenza de mis palabras.

IV Tito era enérgico en la defensa de sus posiciones y veía las cosas desde una perspectiva radical, que lo apartaba de la mirada socialdemócrata. Algo que rememoraba R. Romano en la semblanza ya citada era: “A primera vista Alberto Flores Galindo daba la impresión de ser una persona ‘fácil’, con pocos problemas, contento por el solo hecho de vivir. Era quizás su extraordinaria risa de tono agudo lo que engañaba. De hecho, su espontaneidad era sólo aparente. En realidad Alberto Flores Galindo era un ‘duro’, bueno, generoso, de buen carácter, pero un ‘duro’, Su compromiso político era total y en eso militaba con un coraje poco común”.

La “dureza” ideológica

de Tito ha sido recordada también por Alberto Adrianzén –uno de sus más grandes amigos– evocando las intensas discusiones que los enfrentaron, poco antes de que a Tito se le declarara el cáncer que acabó con su vida, sobre qué debía hacer la izquierda en esa coyuntura. Tito acusaba a Beto de “reformista” y este retrucaba calificándolo de “radical” (creo que más probable es que lo llamara “ultra”). Pensar en el porvenir en esas condiciones no era un ejercicio intelectual, de confrontación de citas, teorías y autores. Suponía, ante todo, tomar posición sobre problemas acuciantes en un país donde diariamente morían decenas de personas víctimas de la violencia política. Esa

toma de posición debía hacerse con la escasa información con la que entonces se disponía. Es bueno recordar que solo al iniciarse el siglo XXI el país pudo saber que el número de bajas de la guerra no era de diez mil, como se creía a fines de los ochenta, ni de veinticinco mil, como se creyó después, sino de cerca de setenta mil peruanos muertos. Sus armas para emprender esa tarea eran, por una parte, los conocimientos sobre el país, ganados a través de un arduo y tenaz trabajo de investigación desplegado durante dos décadas, y, de otra, la experiencia, todo esto procesado desde un tenso sentido de urgencia. El mismo que le hizo escribir en el postfacio de su obra mayor:

“Pensar el futuro en los años ochenta en el Perú era muy distinto a imaginarlo desde una sociedad que viviera un período de estabilidad relativa. Era necesario, además, pensarlo conciliando las tradiciones de un país muy viejo, donde una amplia fracción de la población, los campesinos indígenas, vivían otras tradiciones, otra cultura, otras maneras de vivir la política y la vida.”

Inclusive los textos aparentemente más alejados de la situación contemporánea (como podrían ser los capítulos dedicados a las etapas colonial y de conquista) están atravesados por esa urgencia política, porque no debe olvidarse que las imágenes históricas que se construyen tienen el poder performativo de modelar la realidad. Se trata de ese carácter autorreflexivo de las ciencias sociales sobre el cual –refiriéndose a la sociología– ha llamado la atención Anthony Giddens. Pensar el futuro en los años ochenta en el Perú era muy distinto a imaginarlo desde una sociedad que viviera un período de estabilidad relativa. Era necesario, además, pensarlo conciliando las tradiciones de un país muy viejo, donde una amplia fracción de la población, los campesinos indígenas, vivían otras tradiciones, otra cultura, otras maneras de vivir la política y la vida. Para Tito, eso suponía fusionar el socialismo con las tradiciones andinas. Y en la gestación de su idea del socialismo jugó un papel muy importante su aproximación a Cuba. En diciembre de 1985, como parte de una amplia delegación viajamos a La Habana, invitados a un congreso de intelectuales latinoamericanos. Nuestro interés particular era conocer la sociedad cubana sin intermediaciones, y, a lo largo de la semana del evento visitamos todo lo que nos fue posible: fábricas, escuelas, sindicatos, hospitales, universidades, parques, etc. Terminada la estadía oficial, a pesar de que a Tito no le gustaba estar mucho tiempo fuera de casa, logré persuadirlo de permanecer una semana más, para hacernos una mejor idea de lo que sucedía en la isla socialista. Ese fue el inicio de

una entrañable relación con Cuba y su gente y la experiencia está recogida en su texto “El socialismo a la vuelta de la esquina”1, donde expresaba su entusiasmo por los logros de la pequeña isla del Caribe. No ignoraba los problemas que Cuba confrontaba. No callaba, tampoco, sus críticas al modelo cubano. Pero creyó ver en esta experiencia –sobre la cual anotó, a pesar de su evidente entusiasmo, que “no hay isla feliz”– un ejemplo útil de lo que podría hacerse en un país en revolución. Tito encontró un formidable interlocutor en Fernando Martínez, el ex director de Pensamiento crítico, la revista teórica cubana de la primera década de la revolución. Una revista ejemplar por su calidad y su apertura, que fue finalmente cerrada a fines de la década del sesenta debido a la presión de los soviéticos, muy preocupados por la heterodoxia de los cubanos. No eran los logros sociales, en alimentación, salud, educación, lo que más atraía a Tito, a pesar de que constataba que en estos rubros Cuba (algo que se mantiene aun hoy) solo podía compararse con los países desarrollados. Le interesaba más bien la capacidad de los procesos revolucionarios de cambiar algo más profundo, la cotidianidad de la vida de la gente, la mirada que unos dispensan a otros. En esas calles de La Habana no se encuentran la variedad de detergentes que en una ciudad norteamericana o europea, pero se descubre otra dimensión de la libertad que, desde luego, tiene poco que ver con detergentes y todo lo que los acompaña –avisos, publicidad, propaganda–. No hay, a pesar de la tradición machista y de que el colonialismo duró hasta 1898, la agresividad sexual que se observa en Lima. Las relaciones entre los muchachos y las muchachas –incluidos los escolares– son directas.2 Es un razonamiento parecido al de José María Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo, quien pensó en la construcción de una nueva sociedad, donde:

Se desmariconizará lo mariconizado por el comercio, también en la literatura, en la medicina, en la música, hasta en el modo como la mujer se acerca al macho. Pruebas de eso, de lo renovado, de lo desenvilecido encontré en Cuba. Pero lo intocado por la vanidad y el lucro está como el sol, en algunas fiestas de los pueblos andinos del Perú3.

En los tiempos que corren, puede parecer extraño que Tito se adhiriera no solo a la experiencia cubana, sino que también reivindicara las ideas del Che Guevara. Como el médico que devino en guerrillero, Tito creía que, más allá de solucionar los problemas del hambre y la miseria, se trataba de construir un nuevo tipo de humanidad: El socialismo, para [el Che] Guevara, era algo muy diferente que el atajo para llegar donde están los países desarrollados. Por eso era un problema moral antes que teórico. Pero en el que se partía no de imperativos categóricos sino de necesidades inmediatas.

El socialismo en que pensaba Alberto Flores Galindo tenía una raigambre andina, pero él era consciente de que esto debía ser resultado de una opción política, porque las culturas andinas no tenían de por sí garantizada la subsistencia, y tenían que hacer frente a enemigos cada vez más poderosos: El capitalismo no necesita de ese mundo andino, lo ignora. Se propone desaparecerlo. Sobre todo ahora que tenemos nuevamente un discurso liberal, repetitivo y dirigido contra las formas de organización tradicionales. Dispone de instrumentos y posibilidades que antes no tenía. (...) Esto ha sucedido en otros lugares, pero aquí no es inevitable destruirlo. (...) Un camino diferente para un país de otras dimensiones y con otra tradición histórica. Los modelos de sociedad no se trasplantan. Este es un terreno en el que toda importación es un fracaso y donde la creatividad resulta ineludible. ¿Romanticismo? Es cierto, pero este no es un término necesariamente negativo. Convicciones como estas permiten esperar, como lo diría el mismo Arguedas en un poema de esos años, que ‘el mundo será el hombre, el hombre el mundo, todo a su medida’.

El término “romanticismo” no le espantaba porque no estaba particularmente preocupado de que lo consideraran insuficientemente científico. Él no veía el romanticismo como un movimiento antimoderno sino como la propuesta de una modernidad alternativa. Algo que se encuentra también en Mariátegui cuando, en la introducción a su novela Siegfried y el profesor Canella, reivindica al arte y la intuición como vías válidas de conocimiento, más allá de la racionalidad, a la que la modernidad dominante ha consagrado como la vía exclusiva al conocimiento. Existía en él una indisimulable simpatía por los portadores de opciones políticas derrotadas, como los populistas rusos y los anarquistas catalanes de la guerra civil española, sobre los que escribió George Orwell en su Homenaje a Cataluña, un texto que le entusiasmaba. Se trataba, finalmente, de un socialismo construido desde las masas, como creadoras de su destino. Los obreros anarquistas de principios del siglo XX eran para él la demostración de la capacidad de las clases populares de crear una cultura propia, sobre la cual edificar una alternativa política original. Tito reconocía el papel que podían jugar los intelectuales, pero llamaba al mismo tiempo a pensar el quehacer intelectual de otra manera. Como admirablemente lo sintetizó Antonio Cisneros en el prólogo que redactó a su libro de crónicas periodísticas: “Espada entre la pena y la esperanza. La viva reflexión sobre el Perú, sus fieras circunstancias (que por desgracia son sus permanencias) otorga corazón a los ensayos de este Tiempo de plagas”.

FLORES GALINDO, Alberto. Tiempo de plagas. Lima: El Caballo Rojo Ediciones, 1988. 2 Op. Cit. 3 ARGUEDAS, José María. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Lima: Editorial Horizonte, 1983, p. 22. 1

TITO FLORES, PERIODISTA Antonio Cisneros

A

lberto Flores Galindo fue uno de los historiadores más notables en un país donde, cosa es sabida, había ya una estirpe de notables. Preocupado por el estudio (y no el copyright) del pensamiento a menudo novedoso de José Carlos Mariátegui. Entusiasmado por los enrevesados avatares de la llamada utopía andina. Su obra es un ejemplo de ojo zahorí y lucidez. Polémico a menudo y a veces arbitrario. Heredero de una letrada tradición de nuestra historia (los textos de Raúl Porras Barrenechea, Pablo Macera o José de la Riva Agüero muestran, a todas luces, un trato saludable y familiar con la literatura). Flores Galindo, a diferencia de los más en las ciencias sociales, fue un hombre de escritura. Bagaje que no es tan solo una cuestión de gusto y claridad sino, y sobre todo, de tonos que matizan y libran al lector de la retórica, la jerga de la tribu, el gran lugar común. Tito Flores cobró fama como historiador desde temprano y ahora es un ilustre conocido. Sin embargo, la inmensa mayoría de sus alumnos, lectores y curiosos tienen, a su manera, alguna parcela de su imagen. Investigador, profesor, promotor. Utópico, agudo socialista, monacal. Yo poseo, también mi versión propia. Amigo mío de casi un par de décadas, cómplice de ciencia varia y chifladura. Y aunque, dada su sobriedad natural, no honramos propiamente el vino y la cerveza, vivimos, sin embargo, jornadas delirantes y apacibles en los predios del periodismo cultural. Imprescindible fue en las añoradas revistas (por mí al menos) El Caballo Rojo y 30 días. Ayuda fiel, aunque distante, en los semanarios El búho y Sí. Amén de colaborador en publicaciones de peso pesado y artífice de Márgenes, publicación de Sur. Flores Galindo fue, a pesar de su aureola académica, un periodista cabal. En las buenas y en las malas, estuvo siempre llano (casi siempre) a escribir en las medidas fijas, los plazos perentorios (a veces despiadados) y en lengua castellana. De eso se trata el periodismo. Además de ver y conocer es cosa, en su momento, de dar fe. Testimonio oportuno que incomoda al sofista puntilloso y acomoda al corriente lector. Verdad es que lo veloz y lo inmediato suelen tener su costo. Con certeza, no dan alas para ingresar a la inmortalidad. En general, los periodistas, cual anónimos infantes de batalla, se hallan resignados a que el escrito, atinado y febril en su momento, solo sirva para envolver pescado al otro día. Salvo gloriosas excepciones. Entre las que se cuenta buena parte de la labor de Tito periodista. Es cuestión de releer, con calma y pausa, sus notas de ocasión y sus artículos. Textos que, alguna vez, cumplieron su austero cometido periódico y puntual y, sin embargo, a pesar de los tiempos y los tiempos, conservan plenamente su vigencia. Y eso es conmovedor.

LIBROS & ARTES Página 11

E

n el mismo pasaje, el poeta subraya también que este aspecto lo aleja de la práctica corriente de los científicos sociales. Es a partir de esta originalidad que quiero emprender un primer análisis de la prosa de Flores Galindo. Ella vive y se estructura en una tensión permanente entre la urgencia de los hechos y la necesidad de organizarlos con la fuerza del estilo. I Otros, con mayor autoridad y competencia, hablarán sobre sus aportes como historiador. Es evidente que nos encontramos frente a un estudioso completo, que no ignora ninguna dimensión del quehacer historiográfico. La apertura hacia la literatura, en un sentido muy amplio, no es algo adjetivo, sino una forma de expansión y proyección a partir de una base firme de conocimientos. Una de sus manifestaciones es el empleo de referencias literarias en sus escritos. La técnica de utilización de textos de creación refleja una actitud singular del autor. No se trata de meros adornos de la trama historiográfica. Flores Galindo injerta orgánicamente la cita literaria en su elaboración conceptual. La literatura ofrece al historiador y al comentarista político argumentos y sugerencias para su análisis. Pero esto no implica, de ninguna manera, una subordinación del hecho literario o una utilización instrumental. En otras palabras, no se encuentra en él ninguna forma de sociologismo vulgar. Las obras literarias no se consideran como mero testimonio, a partir de una teoría del reflejo más o menos proclamada. Forman parte, en cambio, de un continuum, de una totalidad, iluminando resquicios ocultos de la realidad por su calidad de escritura. Hay una palabra clave que aclara esta actitud. En su “Introducción” al ya nombrado Tiempo de plagas, Flores Galindo sugiere una observación preciosa acerca de la violencia: Pero lo que interesa subrayar ahora es cómo en el caso de la violencia, no se trata sólo de LIBROS & ARTES Página 12

Alberto Flores Galindo

APUNTES SOBRE EL ESTILO Antonio Melis Frente a una obra como la de Alberto Flores Galindo, impresionante por su calidad científica y su dimensión, sobre todo relacionada con la breve vida de su autor, un discurso sobre el estilo puede parecer reduccionista, o por lo menos secundario. Pero creo que vale la pena intentar esta aproximación para destacar, en primer lugar, un rasgo importante de su personalidad de investigador. Como dijo con gran acierto Antonio Cisneros, prologando una recopilación de escritos periodísticos de nuestro autor, Flores Galindo “es hombre de escritura”1. una práctica sino además de un determinado discurso, que justifica y que, a la vez, propone todo un proyecto autoritario (1998: 21).

En esta palabra “discurso” se cifra toda una perspectiva cultural y metodológica. En toda su obra el autor emplea el análisis de los diferentes tipos de discurso como un elemento fundamental de su interpretación. Un ejemplo típico lo encontramos en la antología mariateguiana Invitación a la vida heroica: “La llegada de los provincianos a la capital subvierte el discurso oligárquico, funda otro lenguaje y otro estilo de encarar los problemas peruanos”2. El discurso literario es un

caso especial dentro del contexto de una atención constante al nivel lingüístico y sus implicaciones ideológicas. Cuando Flores Galindo emprende su trabajo de investigador, se encuentra no solo frente a modelos metodológicos, sino también frente a modelos estilísticos. Los puntos de referencia están representados, sobre todo, por autores como Jorge Basadre y Pablo Macera. No faltan, por supuesto, referencias significativas, desde el punto de vista teórico, a grandes historiadores no peruanos, como “la seducción de lo inacabado” 3 que se encuentra en el “Prólogo” a la segunda edición de Los mineros de la Cerro de Pasco y el

diálogo continuo con el maestro conflictivo Ruggiero Romano. En el caso de Basadre, el retrato que el propio Flores Galindo ha trazado de él en Allpanchis4 parece un espejo de sus propias aspiraciones e ideales. Sobre todo resulta significativa su insistencia en la continua renovación metodológica de Basadre. Pero la misma referencia a los nombres de Basadre y Macera nos remite a una manera de concebir el trabajo historiográfico no ajena de preocupaciones literarias. Se trata, en ambos casos, no solamente de investigadores abiertos a la experiencia literaria, sino de autores constantemente preocupados

por la calidad de la escritura. En forma diferente representan, en la tradición historiográfica peruana, una valla formidable contra la degradación estilística promovida por la irrupción de las jerigonzas típicas de las ciencias sociales en las últimas décadas. II Flores Galindo se inscribe claramente en esta tradición, pero desde sus comienzos lo hace con una personalidad literaria original. Desde los primeros trabajos se asoma una visión de la tarea del historiador donde el tratamiento científico se une al arte del narrador. Se advierte asimismo la exigencia de superar toda abstracción, reivindicando la presencia decisiva del factor humano en la historia. Pero el hombre de Flores Galindo es un hombre integral, en carne y hueso, con su vida cotidiana, sus sentimientos y sus fantasías. En el libro ya mencionado sobre los mineros de la Cerro de Pasco, un trabajo de historia económica y social, se pregunta: “Pero, por encima de lo que se dice, de las imágenes, ¿quiénes son realmente esos hombres?” (1983: 4). Y más adelante reafirma esta exigencia de superar toda visión estrechamente economicista: Nos va a interesar no sólo el grado de explotación económica a que estuvieron sometidos, sino también sus relaciones sociales, su vida cotidiana, sus canciones, sus sentimienCISNEROS, Antonio. “Tito Flores Galindo”, en GALINDO FLORES, Alberto. Tiempo de plagas. Lima: El Caballo Rojo Ediciones, 1988, p.9. 2 FLORES GALINDO, Alberto. “Presentación” en MARIÁTEGUI, José Carlos. Invitación a la vida heroica. Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1989, p. 22 3 GALINDO FLORES, Alberto. Los mineros de la Cerro de Pasco 1900-1930. Segunda edición. Lima: Pontificia Universidad Católica, 1983, p. 3. 4 GALINDO FLORES, Alberto. “Jorge Basadre o la voluntad de persistir”, En: Allpanchis, Cusco, vol. XIV, No 16, 1980, pp. 3-8 (sobre Basadre, véase también, del mismo autor, “La terca apuesta por el sí”, En: El Caballo Rojo, Lima, N° 60, 5 de julio de 1981, publicado también en Tiempo de plagas, Op. Cit., pp. 123-128). 1

TESTIMONIO / DEBORAH POOLE

C

omo antropóloga que inició su trabajo de campo en los Andes a mediados de la década de los setenta, la tarea de escribir sobre la influencia de Alberto Flores Galindo me resulta, por decir lo menos, abrumadora. En primer lugar, porque evaluar la influencia de un autor es como tratar de imaginar cómo sería el mundo sin sus trabajos. ¿Cómo pues imaginar el estudio de historias y economías regionales como Arequipa y el Sur andino sin el primer libro que me mostró la relevancia de la historia regional para un entendimiento etnográfico de las percepciones campesinas de economía regional y espacio religioso? ¿Cómo imaginar mis posteriores campos de estudio –violencia, gamonalismo e indigenismo– sin los acuciosos, y sobre todo sugerentes, trabajos de Flores Galindo sobre Mariátegui, Túpac Amaru y la República Aristocrática? Finalmente, ¿cómo imaginar la utópica posibilidad de lograr algún día la largamente esperada integración de antropología e historia sin el trabajo del único historiador peruano que tomó seriamente la cultura como una fuerza histórica y política?

Inmóvil y pasivo. Singular y abstracto (1986: 6).

tos, etc. La condición minera, como cualquier otra situación de clase, es la resultante de una combinación específica de la totalidad social (1983: 7).

Es esa misma actitud, abierta a la dimensión de lo imaginario, que lo llevará a escribir, en Buscando un inca, el capítulo sobre “Los sueños de Gabriel Aguila”. Un aspecto notable de su relación con los textos literarios es el empleo de los mismos como fuentes para los epígrafes de sus libros. En una nota de Cecilia Rivera de Flores que precede a la segunda edición de Aristocracia y plebe en Lima, con el nuevo título La ciudad sumergida5, se señala entre las modificaciones introducidas por el autor la incorporación de un nuevo epígrafe. Así aparecen juntos dos poetas, Martín Adán y Jorge Eduardo Eielson. Se trata de dos autores muy distantes de cualquier vinculación con la problemática socio-política. Esto, por lo menos, dentro de una visión esquemática y parcelada de la cultura. Pero Flores Galindo, siguiendo en esto la huella de Mariátegui, sabe escuchar a los poetas. Sabe percibir la verdad profunda presente en sus símbolos. En este caso, la cita de Martín Adán tiene una vinculación cronológica con el tema del libro, con su alusión al siglo XVIII. Pero el elemento significativo es la referencia del poeta al carácter «bonito» de ese siglo. Parece casi una irrupción irreverente dentro de un trabajo historiográfico. Por eso mismo introduce una nota aérea, que alivia todo posible academicismo. La cita de Eielson, en cambio, se injerta dentro de una visión de la estratificación temporal, que corresponde perfectamente al trabajo auténtico del historiador. Pero introduce una nota profundamente emocional frente a representaciones puramente objetivas de esta tarea. Otro gran poeta, otro intérprete del Perú profundo, Emilio Adolfo Westphalen, aparece en el umbral de La agonía de Mariátegui. Los “imperativos esenciales” que afirma, “la falta de resignación, la esperanza a pesar de toda previsión razonable contra-

En otros casos, hay un uso muy eficaz del asíndeton, que confiere un ritmo rápido y apremiante a la prosa: (…) Mariátegui acabó elaborando una manera específica –peruana, indoamericana, andina– de pensar a Marx (…) (1980: 12). Mariátegui quiso recusar una acepción convencional que identificaba a esta palabra con la acción inmediata, el caudillismo, la escena oficial (1989: 14).

Alberto Flores Galindo y Tomás Escajadillo en el Salón de Grados de la UNMSM, 1989. ria” (1980: 7), establecen un contrapunto con la definición mariateguiana y unamuniana de “agonía”. Otra variante de este procedimiento se encuentra en la antología ya nombrada, Invitación a la vida heroica, cuyas secciones están precedidas por citas del propio Mariátegui, que en su conjunto forman un itinerario ejemplar de lectura. La cita de Mariátegui, por otra parte, señala otra característica del estilo de Flores Galindo. A partir de una identificación profunda con el tema de sus investigaciones, el autor asume rasgos estilísticos de su personaje preferido. Se podría demostrar, a través de un registro sistemático que aquí no viene al caso, la adquisición por parte de Flores Galindo de algunas peculiaridades de la prosa mariateguiana. Una de ellas, presente justamente en la cita de Mariátegui aludida arriba, es la preocupación semántica. En ambos autores es permanente el afán de aclarar el significado de las palabras empleadas, remontándose a su etimología. Piénsese, en el caso de Mariátegui, además del epígrafe apenas citado, en un conocido trabajo sobre Chaplin donde escribe: “Chaplin es un verdadero tipo de élite, para todos los que no olvidamos que élite quiere decir electa”6.

III En la “Introducción” a La agonía de Mariátegui, Flores Galindo le dedica su fino análisis al término agonía (1983: 13). Pero también en otros pasajes de su obra de historiador se empeña en ese tipo de vivisección lingüística. En la tercera edición del mismo libro, por ejemplo, subraya la elaboración de un lenguaje propio por parte del pensador: “mito, feudalidad, socialismo civilización, época, decadencia, heroísmo”7. Al fondo de esta actitud común existe la exigencia de evitar toda ambigüedad, pero se manifiesta también la voluntad de remontarse a los significados originarios, encubiertos por un proceso de debilitamiento. Es la comprobación, a nivel lingüístico, de la relación dinámica establecida con la tradición. Como decía Mariátegui en un ensayo memorable, hay que arrebatarles la tradición a los tradicionalistas8. La reconstrucción del significado originario de las palabras forma parte de este proceso de reapropiación. Otro aspecto estilístico que revela la relación creciente con la obra de Mariátegui es de tipo sintáctico. A lo largo del tiempo, desde los primeros trabajos hasta los más recientes, se puede observar una reducción progresiva de los períodos. La culminación

de este proceso se encuentra en la “Presentación” de la antología mariateguiana. En su escritura predominan netamente las frases cortas, a veces formadas solamente por dos palabras. Es una forma de expresión que elimina todo adorno inútil, y pone en primer plano la elocuencia de los datos y los hechos concretos. Su misma progresión señala una ampliación constante del conocimiento. Se acerca también al estilo mariateguiano la tendencia de Flores Galindo a empezar sus trabajos sin preámbulos, in medias res. Es otra manera de proporcionarles el aspecto narrativo del trabajo historiográfico. Unos pocos ejemplos pueden aclarar esta técnica de exordio: En los años iniciales de la República nuestro país podía provocar desconcierto y asombro a cualquier europeo.9 Decía el historiador Jorge Basadre que la toma de conciencia acerca del indio ha sido el aporte más significativo de la intelectualidad peruana en este siglo (1986: 5).

Su prosa se caracteriza también por un empleo peculiar de la adjetivación. Frecuente es la presencia de una pareja de adjetivos: (…) la transformación sustancial del Perú sería el resultado de una tarea prolongada y silenciosa (…) único medio para desplegar una oposición radical y consecuente (1980: 18).

Por lo que se refiere a la anáfora, el ejemplo más notable se encuentra en esta repetición de la palabra clave agonía, siempre en posición inicial: “Agonía significa también afán polémico (…) Agonía es sinónimo de conflicto interior (…) Agonía es pasión, fe, elan. Agonía se confunde finalmente con esa esperanza (…)” (1980:14). La utilización de la metáfora es sobria, pero siempre acertada y punzante: Abandonar el territorio apacible de las ideas desencarnadas (1986: 6). La aristocracia colonial (…) fue un edificio liso, sin resquebrajaduras importantes, a pesar de todas las convulsiones sociales de esos años. Por eso, como los edificios poco flexibles ante los movimientos sísmicos, terminó al final de un derrumbe catastrófico.

El marxismo de Mariátegui, al igual que su ejercicio del periodismo, se emplazaba en la calle, lejos de cual-

FLORES GALINDO, Alberto. La ciudad sumergida: aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830. Segunda Edición. Lima: Horizonte, 1991. 6 MARIÁTEGUI, José Carlos. “Esquema de una explicación de Chaplin”, en El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Séptima edición. Lima: Biblioteca Amauta, 1981, p. 68. 7 FLORES GALINDO, Alberto. La agonía de Mariátegui. Tercera edición. Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1989, p. 11. 8 MARIÁTEGUI, José Carlos. “Heterodoxia de la tradición”, En: Peruanicemos el Perú. Lima: Bibliotaca Amauta, 1970, pp. 117120. 9 FLORES GALINDO, Alberto. “El militarismo y la dominación británica”, En: Nueva historia general del Perú. Segunda edición. Lima: Mosca Azul, 1979, 107. 5

LIBROS & ARTES Página 13

quier recinto oficial, en medio de las multitudes. (1989:15) IV Dentro de la evolución en el tiempo de la prosa de Flores Galindo, quizás haya un rasgo que se mantiene constante. Desde sus primeras investigaciones hasta las últimas páginas, hay un continuo recurso a la interrogación con función estilística. En su aporte a la nueva historia general del Perú, después de haber reconstruido la trayectoria de la Confederación Peruano-Boliviana, se pregunta: “¿Por qué fracasó la Confederación?” (1979: 113). Y el procedimiento se repite, ya no como mero sustento retórico de la argumentación. A lo largo de toda su trayectoria, se afirma cada vez más como la síntesis de su actitud hacia la investigación. En el libro sobre los mineros, por ejemplo, las interrogantes fundamentales se refieren a la definición clasista de esta categoría de trabajadores: ¿Hasta qué punto esto era cierto? ¿Qué tan formados estaban los mineros como clase? (1983:6). ¿Hasta qué punto estos hombres serían transformados en verdaderos proletarios? (…) ¿Qué tan fuerte fue esa resistencia en el centro? (1983: 33).

En el libro sobre Mariátegui las preguntas identifican el drama de los militantes peruanos: “¿era posible persistir en la revolución fuera de la Internacional? ¿se podía luchar por el socialismo sin ser comunista? ¿un revolucionario podía oponerse a la Komintern?” (1980: 35). En el trabajo sobre el siglo XVIII se plantea nuevamente el problema de la determinación en términos de clase: “¿Qué reglas resultaron de las relaciones entre estos personajes? ¿Pueden ser razonados en términos de una sociedad de clases? ¿Cuáles serían esas clases?” (1991: 20). A propósito de la crisis del siglo XVIII, las preguntas se suceden sin pausa. “¿crisis? ¿dónde? ¿desde cuándo? ¿para quiénes? Nuevas preguntas que parecen confundir todavía más nuestro derrotero” (1991: 27). LIBROS & ARTES Página 14

“A propósito de la crisis del siglo XVIII, las preguntas se suceden sin pausa. ‘¿crisis? ¿dónde? ¿desde cuándo? ¿para quiénes? Nuevas preguntas que parecen confundir todavía más nuestro derrotero’ ”. En una nota sobre la imagen desalentadora de una sociedad sin salida, proporcionada en Aristocracia y plebe, escribe: “¿Se podría generalizar, a todo el orden colonial, esta conclusión?” (1986: 13). En el mismo libro, hablando de la presencia del tema incaico en la cultura popular, se pregunta: “¿Simple retórica? ¿Elaboraciones ideológicas, en la acepción más despectiva de este término? ¿Mistificaciones de intelectuales tras los pasos de Valcárcel?” (1991: 16). Y más adelante, después de una cita de Arguedas, propone este problema de interpretación: “¿Es esta una descripción de la realidad andina o la expresión de los sentimientos que anidan en un mestizo?” (1991: 21-22). Algunas interrogantes vuelven a plantearse a lo largo de su itinerario, como el que se refiere a la definición

de la sociedad colonial: “Pero, cuestión previa, ¿la sociedad colonial puede ser pensada como una sociedad de clases?”10. Se podría seguir largamente con estas muestras, que se extienden a los artículos reunidos en Tiempo de plagas y a las mismas reseñas de libros. Quiero terminar este registro muy parcial y puramente indicativo con un breve examen de la “Introducción” escrita para la tercera edición de La agonía de Mariátegui. Desde las primeras líneas, frente a la exigencia de encontrar explicaciones para el carácter excepcional de la trayectoria del personaje, surgen las preguntas cortantes: “¿Cuáles? ¿Dónde?” (1989:9). Más adelante, después de haber sintetizado el descubrimiento por Mariátegui de la articulación compleja de la “escena contemporánea”, aparece otra interrogante

elíptica: “¿Opciones?” (1989: 11). La soledad final de Mariátegui, después de la batalla con el APRA y con la Komintern, propone una confrontación con otros personajes: “¿Cuántos como él en los años 20?” (1989:13). Y una vez más, constatada la capacidad de Mariátegui de no perder nunca la esperanza: “¿Por qué?” (1989:13). Cuando cita el pasaje de Mariátegui donde se expresa la voluntad de fundar el socialismo peruano en la tradición comunitaria, emerge otro problema: “¿Un socialismo campesino?” (1989:16). Dentro de las interrogantes retóricas puede colocarse el sucesivo, de evidente entonación polémica: “Entonces ¿cómo recurrir a una autor como Mariátegui para avalar prácticas reformistas?” (1989:17). Pero, inmediatamente

después, el autor vuelve al empleo acostumbrado, problemático, de la interrogación: “¿Cómo evitar la reproducción de las prácticas de la sociedad que se quiere abolir y en cuyo seno ha surgido el partido?” (1989:18). La “Introducción” analizada ocupa solamente diez páginas. Resulta por eso muy significativa la presencia de este procedimiento tan insistente, sobre todo si se considera que se trata de la tercera edición del libro. Después de tantos años de trabajo, lo que se exhibe no son certidumbres, sino dudas fecundas. En la nota ya citada arriba que precede a la segunda edición de Aristocracia y plebe, Cecilia Rivera señala otro de los cambios que el autor pudo realizar en su texto. Me parece sumamente sugerente la transformación en interrogante del título de un capítulo, “¿Una sociedad sin alternativa?”. En esta elección, no creo que sea arbitrario leer una síntesis de su actitud hacia la vida y hacia la investigación. No existen verdades absolutas: más importante que las presuntas respuestas definitivas es la capacidad de plantearse nuevos problemas, pero siempre animados por la esperanza. Aquí está la lección profunda de estilo que Alberto Flores Galindo nos consigna, tanto en el trabajo como en la vida. Este artículo apareció por primera vez en la revista Márgenes, año IV, N° 8, diciembre de 1999.

FLORES GALINDO, Alberto. Independencia y clases sociales, en FLORES GALINDO, Alberto (Compilador). Independencia y revolución (1780- 1840). T. I. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1978, p. 125.

10

Alberto Flores Galindo con José Ignacio López Soria (de espaldas), 1988.

EL AMARU-TEJA Pablo Macera El Amaru, el más viejo de los dioses andinos, se mantiene hoy oculto-visible sobre las casas de la sierra peruana. Estos amarutejas descubiertos recientemente tienen sus raíces en los cultos chavines vinculados al régimen de las aguas y las cosechas. El nombre de Amaru (traducido como sierpe / dragón) designa a diferentes personajes y situaciones históricas, míticas y plástico-narrativas. Todas reunidas por un núcleo conceptual común de tipo religioso que podría tener también derivaciones políticas milenaristas y mesiánicas. LIBROS & ARTES Página 15

U

no de los antecedentes del Amaru sería el propio felino Chavín con su boca fuertemente arremangada, que en verdad representa el hocico de los vampiros reimplantado en la plástica popular del siglo XX como boca de cerdo. De lo Chavín también procederían las serpientes y la circulación de las aguas. Posteriormente le fueron adscritas otras significaciones. Los Incas incluyeron al Amaru entre sus armas heráldicas. No en las “armas propias” sino en las que Guamán Poma llamó “segundas armas”. Tanto así, que los incas se proclamaban a sí mismos “Otorongo Amaru Inga”. Hubo luego por lo menos tres Amarus históricos. Primero, el hijo de Pachacutec antecesor de Tupac Inca Yupanqui. Luego, el primer Tupac Amaru decapitado por el virrey Toledo a fines del siglo XVI y por último, el segundo Túpac Amaru descuartizado por los españoles en el siglo XVIII. Parecería que el nombre Amaru no solo designaba a una persona históricamente concreta sino también, además, a una determinada función histórico-mitológica eventualmente asumida por esa persona en forma total o parcial. El primero de los Amarus incas tuvo el privilegio de convocar las lluvias en medio de la sequía y parece haber hecho un feliz trueque al entregar el poder político supremo a cambio de un territorio institucionalizado en el Antisuyo. A este profundo núcleo prehispánico se vincularon luego significaciones secretamente elegidas que proceLIBROS & ARTES Página 16

Nueva ascensión d

EL AMAR

dían de la cultura invasora. Fue así como el Amaru huayco, lluvia, agua circulante) tomó para sí algunos embestida occidental. Apareció entonces un nuevo keros) que no puede confundirse con los abundantes ca popular andina colonial y republicana. Los Amaru-toros, además de la melena del león ( tes desde antes de Chavín, vinculados a la astronom

de un dios andino

RU-TEJA

u prehispánico (en parte otorongo, sierpe, vampiro, de los elementos del toro y del león, emblemas de la o producto plástico en cerámica o madera (toross toros de versión naturalista frecuentes en la cerámi-

(que son sierpes), incorporan los círculos, ya presenmía y al calendario de frutos y enfermedades en las

zonas andinas. La colocación de los Amaru en la cumbrera de los techos responde bien a la técnica andina de convertir la ostentación en una forma de ocultar lo evidente. Nadie podía sospechar que figuras colocadas a la vista de todos representaran a un dios que en sí mismo desafiaba a la religión colonial instituida. Estos Amarus tejas procedentes del sur peruano revinculan todos los elementos ya mencionados de sierpes, felinos, falcónidas y vampiros, y han sido elaborados de modo que las aguas de lluvia recirculen por la totalidad del cuerpo exhibido. De este modo, en los meses de lluvia, con su cuerpo húmedo cubierto de líquenes y caracoles, el Amaru cumplía su vieja promesa de garantizar protección total al universo andino. Las tejas que soportan al Amaru tienen un largo que varía entre 45 y 46 cm. con un arco de 29 y boca de 23. El Amaru mismo está colocado en su parte central con un largo aproximado de 36 cm. y un alto entre 25 x 27. Tanto las figuras como las tejas presentan una perforación en su parte media destinada al parecer a que fueran atravesadas por un fierro que las sostuviera al techo. La arcilla ha sido quemada a horno abierto cuyos desgrasantes parecen ser piedras pulverizadas. No tienen engobe. En las cavidades de los ojos el artista ha incrustado vidrios. Pablo Macera LIBROS & ARTES Página 17

Colección Privada Fotografías: Herman Schwarz Seminario de Historia Rural Andina UNIVERSIDAD NACIONAL MAYOR DE SAN MARCOS

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Los miembros de la generación a la que perteneció Alberto Flores Galindo se sintieron convocados a realizar grandes hazañas. El aliento utópico barría el mundo. En el Perú, en el campo de la ciencia, el arte y la política, la expectativa era la misma: eliminar ese lastre de injusticia que detenía el encuentro de nuestro país con ese futuro que lo aguardaba. El modelo al que teníamos que aspirar era el militante, ese alguien que da todo sin pedir nada a cambio. No obstante, toda esta impronta heroica ocultaba realidades de las que solo muy paulatinamente empezamos a tomar conciencia. Hoy en día estas realidades han llegado a ser tan abrumadoras que las mismas ideas de héroe y hazaña nos parecen ficciones retóricas o patéticas mentiras.

El deber del héroe

LA HAZAÑA DE ALBERTO FLORES GALINDO Gonzalo Portocarrero1

E

n efecto, nuestra generación fue descubriendo que tras la figura del militante estaban escondidos deseos de protagonismo personal. Deseos legítimos y absurdamente negados pero cuyo incontenible desborde terminó por erosionar la confianza en una comunidad creyente, con una misión y una moral. De pronto lo único que existía eran individuos cada uno con su juego propio. También fuimos descubriendo, sobre todo entre aquellos que no tomaron el éxito por asalto, que la figura del militante escondía otra realidad no menos sombría: una voluntad de sacrificio que era una negación de la vida. Es decir, la tentación del fanatismo, de convertirse en instrumento de una causa, de ganar un sentido exaltado de sí a costa de renunciar a la propia humanidad, a los afectos y placeres que hacen la vida buena y cálida, dentro de lo posible, desde luego. Entonces vino la descomposición. No obstante, los ideales de comunidad y realización de hazañas no han desaparecido del todo. Entre la gente que sintió estos llamados, la figura de Alberto Flores Galindo es un referente necesario, pues él logró realizar una gran proeza intelectual. Eso sí, en un equilibrio difícil, luchando contra los propios apetitos de protagonismo personal y contra la tentación suicida. Si

su carta de despedida se llama “reencontremos la dimensión utópica” es porque era consciente del declive, pero al mismo tiempo de la necesidad del aliento utópico. Hacia el final de sus días llegó a la convicción de que los ideales eran necesarios para dar sentido a la vida pero que tampoco se trataba de martirizarse por ellos. Los seres humanos somos fines y no medios. Ahora bien, en muchos aspectos su reflexión quedó inconclusa y algunos de sus planteamientos son hoy inactuales. En particular la idea de un en-

cuentro entre el socialismo y el mundo andino, en la que pusiera tantas esperanzas, parece hoy fuera de lo posible. No obstante, ni el inacabamiento, ni las creencias ilusas, quitan valor a lo que fue su aporte fundamental: poner en evidencia que tras la fragmentación aparente de la sociedad peruana existe un vínculo potente pero inadvertido. Se trata de lo andino, de una matriz cultural viva, en permanente recreación. Entonces, a rastrear sus orígenes, sus resistencias y cambios, dedicó su obra cumbre Buscando un inca:

identidad y utopía en los andes2. Alberto Flores Galindo logró un paso decisivo al hacer visible la negada tradición andina. Su hazaña contribuyó a abrir un horizonte de esperanza para la sociedad peruana. Para quien escribe estas líneas, Alberto Flores Galindo es una presencia viva. Algo así como un fantasma que no cesa de interpelar(me). El diálogo que tengo con él nunca terminará. Entonces, no puedo aspirar a encerrarlo en un concepto. Mis ideas sobre él y su obra van cambiando. Lo que dije

ayer no es necesariamente lo que escribo hoy ni lo que podré pensar mañana. No obstante, aún cuando el diálogo se mantenga, en las páginas que siguen trato de hilvanar algunas ideas en torno a cómo logró realizar esa hazaña que es ciertamente un ejemplo para todos. II Desde el inicio de su trayectoria intelectual, Alberto Flores Galindo destacó por su creatividad y resistencia a los muchos dogmatismos del momento: los inicios de la década del 70. Para profundizar en este aspecto es necesario aclarar algunas ideas en torno a la creatividad, pues existe la disposición de ver en ella algo puramente mágico. En principio, ser creativo es ser capaz de producir algo nuevo que permite dar un significado a informaciones disgregadas, a hechos oscurecidos por los intereses o por los consensos mayoritarios. La creatividad habilita a hacer algo sin reglas, a salirse de las recetas, a desarrollar intuiciones que se anuncian débilmente como inquietudes, pues es-

El autor quiere agradecer a Rafael Tapia y a Claudia Bielich por cuanto en diálogo con ellos ha aclarado las ideas de este texto. 2 FLORES GALINDO, Alberto. Buscando un inca: identidad y utopía en los andes. La Habana: Casa de las Américas, 1986. 1

En Cuba: Alberto Flores Galindo, Sinesio López, Antonio Cisneros y Alberto Durant; 1987.

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tán neutralizadas por las simplificaciones. Las actitudes fundantes de la perspectiva de Alberto Flores Galindo fueron, precisamente, pensar a contracorriente y tratar de ir más lejos. Esta posición implica una ruptura con el espíritu gregario y, sobre todo, una sensibilidad para registrar “lo disonante”, para descubrir nuevos horizontes para comprender la realidad. En la base de la actitud creativa está un instinto de ruptura, a la vez que un anclaje denso, sensorial, en el mundo; se trata de ese vínculo intenso con las cosas que nos permite adentrarnos en sus entrañas. Ser creativo es un ejercicio de coraje, una capacidad para autorizarse a sí mismo, una apuesta a ser libre. El pensamiento se ejerce sobre fenómenos previamente identificados; distingue y separa, asimila y reúne. Todo eso, en un diálogo interior a través del cual un argumento va cobrando forma. No obstante, la actividad de pensar no puede desligarse de la escucha y la intuición, a las que podemos razonar, respectivamente, como espera atenta y como salto o impulso imaginativo. Se trata de aguardar para apoderarse de lo que apenas se insinúa. La escucha y la intuición son facultades ligadas a la sensibilidad, a la inscripción de nuestro ser en el mundo, a la corporalidad. A través de sus epifanías misteriosas, cristalizadas en metáforas, la intuición selecciona los factores que tendrán que ser puestos en relación y nos da, paralelamente, una prefiguración de sus conexiones. Todo ello representa la materia prima del pensamiento abstracto. Digamos que la intuición salta, capta paralelismos iluminadores entre realidades disímiles. Alberto Flores Galindo trabajó largamente el siglo XVIII. Le interesaba, especialmente, comprender el funcionamiento de la sociedad limeña. Como buen historiador, acumuló una gran erudición sobre el periodo. No obstante, para que la riqueza de los datos adquiera una significación definida es LIBROS & ARTES Página 20

Ilustración de Lorenzo Osores.

como disgregado”. De la misma manera, la disparidad de las narrativas de Palma, imposibles de ser totalizadas en un gran fresco, testimonian la debilidad de los vínculos colectivos. La ciudad de Lima solo podía producir historias fragmentarias. No una novela, pero sí narrativas breves. La intuición se asocia con la imaginación y el arte, con la captación simbólica del mundo. Mientras tanto, la razón discursiva suele ser referida como “desensorializada”, abstracta. No obstante, habría que insistir en que la diferencia no fuera imaginada como oposición, pues en la realidad una no puede funcionar sin la otra. De cualquier manera, Alberto Flores Galindo poseía ambas capacidades, de modo que el rigor lógico y la información histórica se apoyaban en una capacidad intuitiva que le hacía posible elaborar “cuadros”, hilvanamientos de hipótesis, a la vez fundados y sugerentes. Estos “cuadros” funcionaban como anticipaciones que orientaban su búsqueda de información. Para volver al caso de la sociedad limeña de las vísperas de la independencia, Alberto Flores Galindo elabora la imagen de una “sociedad sin alternativas”, demasiado fragmentada como para poder generar un proyecto colectivo. Pero la capacidad artística de Alberto Flores Galindo no está solamente en el La referencia a Rugendas proviene de una conversación personal. Pancho Fierro y Ricardo Palma están expresamente citados en FLORES GALINDO, Alberto. Aristocracia y plebe: Lima, 1760-1830 (Estructura de clases y sociedad colonial). Lima: Mosca Azul, 1984. 4 Inclusive, en esta línea sugerida por Alberto Flores Galindo se podría ir un paso más allá, ya que en el mundo atomizado que retrata Rugendas hay, sin embargo, un vínculo que resalta. Se trata de la conversación entre un sacerdote y una tapada. Podríamos pensar, entonces, que el lazo que estabiliza a la sociedad colonial limeña es el que se teje entre la Iglesia y el género femenino. Este lazo entre el poder simbólico y la sumisión devota es el que aporta la poca autoridad vigente en la sociedad colonial. 3

siempre necesaria una imagen totalizadora, una suerte de clave interpretativa, asequible solo mediante la intuición. Alberto Flores Galindo creyó ver en los cuadros de Juan Mauricio Rugendas3, las acuarelas de Pancho Fierro y las Tradiciones de Ricardo Palma las fuentes donde podría identificarse dicha clave. En efecto, en las pinturas de Rugendas sobre el mercado o la Plaza de Armas de Lima es visible una gran profusión y abigarramiento de gentes. Pero en este denso panorama le llamó la atención el hecho de que los personajes retratados

se ignoraran mutuamente4. Pensó estar frente a un testimonio plástico de la debilidad de los vínculos en la sociedad limeña. Una sociedad donde los individuos no están entretejidos en colectividades, pues el ideal colonial de la jerarquización fractura la socialidad, dificultando, entonces, cualquier acción colectiva. Las gradaciones de fortuna y de color de piel se vuelven tan significativas que resulta una sociedad dominada por la heterogeneidad y la violencia. Los de arriba, la aristocracia, y los de abajo, la plebe: todos desconfían de todos. Se trata, pues, de

una sociedad atomizada, incapaz de actuar sobre sí misma, “sin alternativa”. De ahí que los limeños estuvieran tan divididos y que no fuera posible ningún tipo de acción en la coyuntura de la Independencia. En las acuarelas de Pancho Fierro y en las Tradiciones de Ricardo Palma encontró una confirmación de esta hipótesis. En las láminas de Pancho Fierro halló una galería de retratos individuales, pero no de tipos sociales, pues cada uno de estos retratos representa una singularidad, de manera que el conjunto es “tan heterogéneo

rapto totalizador que le permite trascender la mera erudición; está también en la elegancia, en la fluidez y la musicalidad de su prosa. Alberto Flores Galindo era un magnífico escritor. Su escritura, con razón, ha sido calificada como “ágil y nerviosa” (Marco Martos). En efecto, trata de ir al punto de la manera más precisa y directa posible. Evita esas divagaciones que debilitan el impulso y rompen la concentración. Su discursividad es, pues, afilada. En la lectura de sus trabajos, la vista se desliza sin resistencias porque la melodía interna se sostiene, casi no hay quiebres de ritmo, las frases son cortas y contundentes. Ellas se encadenan para integrar argumentos persuasivos. No obstante, a veces el ritmo se altera. Una oración precedida por un “pero” o un “sin embargo” introduce nueva información, un matiz en lo que parecía ya un cuadro cerrado. La complejidad no se pierde. En este sentido, se puede decir que la escritura de Alberto Flores Galindo logra evitar la embriaguez trivializante de una música ya dada. Se detiene antes de caer en el estereotipo. Los cambios de ritmo evitan la simplificación. Ellos anuncian una frase que matiza, que rompe y trasciende. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿de dónde provenía esa facilidad expresiva, esa contundente capacidad de convencer? Sin pretender una respuesta acabada me parece importante señalar el constante frecuentamiento de la literatura y, quién sabe, sobre todo, el deseo de comunicar, de llegar a públicos más amplios. Finalmente, la voluntad de lograr una gran hazaña. En realidad, Alberto Flores Galindo era un lector voraz. Iba y venía entre la historia, la literatura, el psicoanálisis, la filosofía y la teoría social. Le interesaban muchas perspectivas. Pero todas ellas deberían ser útiles para entender la historia peruana; entendida a su vez como “historia contemporánea”, es decir como el estudio del pasado que tiene vigencia en el presente. Esta observación me permite

Ilustración de Lorenzo Osores. volver sobre su estudio acerca de la sociedad colonial. En efecto, la imagen de una sociedad anudada, sin capacidad de agencia sobre sí, es plenamente contemporánea.

tes la indignación y la convocatoria a actuar. No obstante, de alguna manera, existía una profunda escisión en su ánimo. Como buen peruano tendía a una visión trágica y pesimista de la reali-

berto Flores Galindo hizo del optimismo una actitud dogmática? ¿Logró realmente integrar su visión lúcida, y a menudo desencantada con el voto por el sí, al que siempre convocó? ¿No

“Alberto Flores Galindo era un magnífico escritor. Su escritura, con razón, ha sido calificada como “ágil y nerviosa” (Marco Martos). En efecto, trata de ir al punto de la manera más precisa y directa posible. Evita esas divagaciones que debilitan el impulso y rompen la concentración. Su discursividad es, pues, afilada.” III No se podría entender la perspectiva de Alberto Flores Galindo si no se explicitan sus raíces éticas. Alberto Flores Galindo se pensaba en términos de un “intelectual comprometido”; es decir, como una persona que busca la verdad en la medida en que esta es útil a la liberación de la vida. Y el principal obstáculo era la injusticia y sus múltiples rostros: la explotación, la violencia, el desconocimiento del otro, la incapacidad para una reparadora acción colectiva. Como razonaba desde la posibilidad y la esperanza, en sus textos eran siempre recurren-

dad. El optimismo, la “terca apuesta por el sí”, era algo que se imponía como una obligación; el deber de no dejarse llevar por la volátil marea de la opinión, la apuesta a convertirse en un profeta de la posibilidad. La intransigente denuncia de la injusticia, la solidaridad con los de abajo, tenía en Alberto Flores Galindo una honda raíz cristiana. Sin embargo, su vocación profética y su apuesta por la utopía provenían de la tradición marxista y de su culto a lo insurrecto y popular, como también de su confianza en el poder de la razón para construir un mundo de justicia. ¿Podría decirse que Al-

esperaba acaso demasiado de tan poco? ¿No había un culto romántico-platónico a lo imposible? ¿Un espíritu que no se quiere rendir al escepticismo que lo habita? Sea como fuere, el desgarramiento entre el culto a la esperanza, entendido como imperativo moral, y el escepticismo, que se deriva de la propia inteligencia de las cosas, intenta ser conjurado mediante una suerte de apuesta por lo absoluto. Una aspiración decidida que no se detiene en las carencias sino que salta hacia la fe y el futuro. Hablamos de la “invitación a la vida heroica”, planteamiento que él recogiera de José Carlos Mariátegui. En

esta perspectiva, la nobleza e ineficiencia –aparente– de la acción acrecientan su belleza seductora. El héroe nos compromete con el futuro, solo así su sacrificio no habrá sido en vano. El deslumbramiento estético que produce la figura del héroe nos obliga a seguir sus pasos. La misma persona que se decida a ser héroe deriva su fuerza del deseo de encarnar una imagen tan entrañable a la colectividad. Asumiendo este llamado, Alberto Flores Galindo se imponía la obligación de imaginar una narrativa épica para lo que sentía como una situación trágica. Es necesario decir que este desgarramiento no es solo suyo, sino que resulta sintomático de la sensibilidad peruana. Una sensibilidad atrapada entre la promesa, el deseo de ser nación, y la realidad del egoísmo, el odio y la fragmentación. En todo caso, Alberto Flores Galindo quiso suturar esta herida postulando la vigencia de la “utopía andina”, de una virtualidad o fantasma que acompaña la historia peruana desde la invasión española. La utopía andina es la idealización del Imperio Incaico y de lo nativo imaginados como alternativas plausibles a la desvertebración colonial. El espectro de los incas podía ser la fuerza que reparara a una sociedad tan cargada de odios, tan “sin alternativa” como es el Perú. La utopía fue una creación esperanzadora de los vencidos pero también fue retomada por otros contingentes sociales. Esta es la distancia que media entre sus dos grandes libros: Aristocracia y plebe, terminado en 1982, y Buscando un inca, cuya versión definitiva es de 1988. Mientras que la idea de “sociedad sin alternativa” domina el primer texto, lo propio ocurre con la idea de un mito unificador en el segundo. Y es que a partir de 1983, año en que se intensifica la violencia política, Alberto Flores Galindo se dispara a la búsqueda de aquello que podría dar consistencia a la quebrantada sociedad peruana. La idea la fue elaborando a partir de pistas que encontró en las LIBROS & ARTES Página 21

obras de Mariátegui y, sobre todo, Arguedas. Igualmente importantes fueron las intuiciones de Pablo Macera y el diálogo con Manuel Burga. Por no mencionar a muchos otros historiadores y antropólogos con los que entró en interlocución. No obstante, fue Alberto Flores Galindo quien logró hacer visible esa gran creencia unificadora que, tomando formas diversas, permanece en la sociedad peruana desde la época colonial. En efecto, la alta valoración de lo nativo, en especial de lo incaico, está presente, desde al menos el siglo XVIII, en las formas más disímiles y en los sectores sociales más distintos. En muchas rebeliones indígenas de carácter milenarista el Imperio de los Incas representó un horizonte definitivo. El futuro era la vuelta a ese pasado de esplendor que, a la manera de lo que acontece en el ciclo mítico de Inkarrí, nunca había terminado de morir. La sensación de fortaleza del pasado y la expectativa de un (nuevo) inca han sido conjugadas en fórmulas políticas muy diferentes. En todo caso, el orgullo en torno al imperio, a lo andino y la afirmación de su actualidad ha sido una presencia permanente, pero insuficientemente verbalizada en la historia del país. Correspondió a Alberto Flores Galindo el gran mérito de poner en evidencia esa realidad muda pero sólida que es, precisamente, lo andino. Un elemento que inadvertidamente articuló la disgregada sociedad peruana. La visibilización de este principio oculto de unidad fue, ciertamente, una gran hazaña; como decirles a los peces que viven en el agua. El suyo fue un trabajo de arqueología mental que permitió hacer ver el fundamento oculto de la vida social peruana. Desde luego que la manera en que se ha integrado lo andino en las diferentes propuestas políticas ha variado radicalmente. Lo andino fue también apropiado desde lo criollo. Leguía, Belaúnde, Velasco, Toledo, son ejemplos de este tratar de usar la legitimidad andina en LIBROS & ARTES Página 22

la perspectiva de generar un amplio consenso. Pero Alberto Flores Galindo no le daba importancia a estos ensayos desde el poder. Para él, la utopía andina tenía que venir de los mismos campesinos y sus descendientes. Su transformación en una retórica desde el Estado desnaturalizaba su capacidad de convocatoria. La nación debería construirse desde abajo. Hacia el fin de su vida se planteó el tema de quiénes son los herederos y continuadores de la utopía andina. ¿La izquierda legal, el radicalismo de Sendero Luminoso o esos migrantes que comen-

zaban a ser el centro demográfico del Perú moderno? IV La elaboración de la utopía andina implicó mucha ansiedad y sacrificios. Alberto Flores Galindo se había impuesto como deber imaginar la unidad del Perú, el reordenamiento de ese mundo colonial desvertebrado y sin alternativa. En la línea abierta por Mariátegui y Arguedas, identificó en lo andino el elemento cimentador de la nueva nacionalidad. Su aporte fue identificar los derroteros que habían permitido a lo andino resistir, abrirse paso en medio de

la negación colonial y republicana. Cuando se planteaba la contemporaneidad de la utopía y los derroteros de lo andino, lo asaltó una enfermedad fatal. En el último año de su vida no pudo retomar su labor intelectual, pero sí reflexionó con intensidad sobre la vida. Y compartió tanto sus inquietudes como sus respuestas insuficientes pero comprometedoras. Todo ello en su carta de despedida: Reencontremos la dimensión utópica.5 En realidad, Alberto Flores Galindo quedó muy sorprendido por las diversas

TESTIMONIO / RUGGIERO ROMANO reo conocer un poco el Perú, en este país he tenido el placer y el honor de encontrarme con dos grandes figuras: Pablo Macera y José María Arguedas. El primero ha representado (y representa todavía) aquello que he bautizado «la mala conciencia del Perú» en cuanto ha tenido el coraje de denunciar los vicios, las injusticias, la hipocresía de su país con una fuerza y una violencia difícilmente imaginables. (“El Perú es un burdel”). José María Arguedas ha sido (y no lo es más) “La conciencia profunda” del Perú. También en Arguedas encontramos la misma rabia que en Macera, pero esta es casi filtrada de la constante preocupación lingüística. Ahora bien, confieso que la lectura de este libro (hace casi cinco años) me ha permitido releer con una luz más intensa los escritos de Pablo Macera y los de José María Arguedas. Quiero decir que –aun teniendo en cuenta las limitaciones indicadas anteriormente– este libro tiene una gran fuerza de evocación histórica que permite ver, entender mejor, la ira y las rabias de Pablo Macera y de José María Arguedas. Hay más: creo incluso que las últimas páginas (aquellas “contemporáneas”, para entendernos) de Alberto Flores Galindo se alinean más que dignamente con Las furias y las penas de Pablo Macera o con los “Diarios” de José María Arguedas, en El zorro de arriba y el zorro de abajo. Pero hay otro factor que da unidad a este libro. Sé de manera pertinente que este no ha sido escrito porque el autor un buen día decidió escribirlo: este libro ha venido al mundo casi como el producto obligado del trabajo que Alberto Flores Galindo venía desarrollando como historiador. Si no temiese aburrir al lector podría indicarle cómo detrás de cada capítulo o grupo de páginas se encuentran libros enteros o artículos eruditos de Alberto Flores Galindo. Es esta erudición la que permite a las páginas de Buscando un inca ser totalmente livianas, de una estructura tan ligera, que da la impresión de un trabajo sumamente fácil, allí donde, por el contrario, ha existido trabajo y sudor. Líneas arriba he hablado sobre tensión moral, y quiero regresar sobre este aspecto. A primera vista, Alberto Flores Galindo daba la impresión de ser una persona “fácil”, con pocos problemas, contento por el solo hecho de vivir. Era quizás su extraordinaria risa de tono agudo lo que engañaba. De hecho, su espontaneidad era sólo aparente. En realidad, Alberto Flores Galindo era un «duro», bueno, generoso, de buen carácter, pero un “duro”. Su compromiso político era total y en eso militaba con un coraje poco común.

manifestaciones de solidaridad de las que fue objeto. Visitas constantes de sus amigos, colectas económicas para ayudarlo a solventar los crecidos gastos de su enfermedad, homenajes y reconocimientos públicos. La calidez de la gente lo abrumó. Esta situación lo llevó a matizar mucho de lo que había pensado con anterioridad. Más importante que las ideas, son los hombres y mujeres de carne y hueso. De la misma manera, los afectos son tan o más valiosos que la propia razón. Si la vida tiene sentido y merece la pena de ser vivida, es porque estamos acompañados. De esta forma se entiende el último párrafo de su carta de despedida. Muchas gracias a todos los amigos y desde luego, sobre todo, a quienes discrepan conmigo. Siempre mi estilo agresivo, pero que no anula el cariño y el agradecimiento con todos ustedes, más aún con quienes más he discutido. Discrepar es otra manera de aproximarnos: y, desde luego, cuando acudieron a ayudarme no les interesó saber qué posición tenía en la cultura o en la política. Un abrazo, ¡qué buenos amigos!

C

¿Hasta qué punto Alberto Flores Galindo no repara en las fronteras entre amistad y admiración? La pregunta puede parecer válida por cuanto su hazaña produjo una enorme simpatía entre sus muchos lectores que, aunque no pensaran como él, no podían dejar de deslumbrarse por su fuerza argumentativa y moral, por la riqueza de su imaginación. No obstante, a un nivel más decisivo, lo verdaderamente importante es que tanto admiradores como amigos nos sentimos profundamente identificados con él, en especial cuando ya estaba de cara a la muerte. Alberto Flores Galindo no era solo su persona, era ya un mito viviente, una esperanza a la que no queríamos dejar partir.

FLORES GALINDO, Alberto. “Reencontremos la dimensión utópica”. En Socialismo y participación, Lima, Sur, N° 50, jun. 1990, pp. 83-94. 5

Revista Márgenes. Año IV, 1991 N° 8.

LOS SUPUESTOS DE LA INDAGACIÓN

E

l primer supuesto es no considerar a Arguedas como el indio, el intérprete del mundo indígena, el auténtico representante. Este es un estereotipo propalado por Mario Vargas Llosa, en particular en el prólogo a una de las ediciones de Los ríos profundos1. Pero es un estereotipo al cual el propio Arguedas dio cabida, y que ha llevado incluso a que un autor polaco llegue a decir que Arguedas aprendió en realidad el castellano recién después de ingresar a la Universidad de San Marcos, lo que es un disparate total. Es el estereotipo más repetido y lo dejo de lado. No voy a hablar de Arguedas como “el indiecito”. Por el contrario –este sería el segundo supuesto– voy a hablar de un autor que tiene una obra bastante compleja. No es un autor elemental o primitivo. Por más que se presente como absolutamente espontáneo, ha reflexionado sobre sus problemas bastante más de lo que él mismo supone o sugiere. Ha leído bastante más de lo que deja traslucir. Esta particularidad es quizás un buen pretexto para que alguien de las ciencias sociales se introduzca en su obra. No solo es la obra de un narrador; es también la obra de un poeta. Y no solo es una obra de ficción, es también la obra de un antropólogo, de un folclorista, de un hombre que ha recopilado testimonios orales del mundo andino. Es la obra de una persona que ha publicado documentos de excepcional importancia, como Dioses y hombres de Huarochirí, por ejemplo. No es, pues, solo una obra “literaria”; abarca diversidad de campos. Lamentablemente, muchos de los que se han ocupado de la obra de Arguedas han descuidado o no han prestado el mismo interés a estas otras facetas. El tercer supuesto es que se trata de una obra de una terrible coherencia, donde desde el principio se aspiró a dar una imagen de la totalidad del Perú2.

Intelectuales, sociedad e identidad en el Perú

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE ARGUEDAS Alberto Flores Galindo Me voy a referir a los últimos años de José María Arguedas. En realidad, más que a Arguedas como tal, a la relación entre intelectuales, sociedad e identidad en el Perú. Para pensar esta relación creo que Arguedas puede ser un caso particularmente ejemplar. Esta aproximación será básicamente histórica y referida a las ideas, la ideología que subyace en los textos de Arguedas. TRAYECTORIA DE ARGUEDAS Bajo estos tres supuestos me referiré a la trayectoria de Arguedas. Todo esto para desembocar en sus últimos años y en El zorro de arriba y el zorro de abajo3. Y para, a partir de los Zorros, elaborar dos o tres hipótesis alrededor de la relación entre intelectuales, sociedad y problema de identidad en el Perú. En los primeros textos de Arguedas resulta absolutamente transparente una imagen dual de la sociedad peruana. Me refiero básicamente a los cuentos que se

publican bajo el título de Agua. Allí se trata de resumir el mundo de la sierra del Perú como un mundo en el que existen básicamente dos tipos de personajes: indios y mistis. Indios y mistis están en un enfrentamiento permanente. Entre ellos no hay más comunicación que la violencia. Un indio no podrá ser nunca un misti, y un misti solo es capaz de despreciar permanentemente a los indios. Es un mundo dual de contraposiciones radicales. Un mundo casi maniqueo. Entrando en el terreno de las hipótesis, el mundo

maniqueo que se retrata allí4, más que con las concepciones de mundo andino en el sentido indígena, puro, de la palabra, tiene que ver con el cristianismo popular que debió difundirse en los pueblos donde Arguedas pasó su infancia. Un cristianismo de imágenes apocalípticas y contrapuestas5. Es un discurso que también tiene que ver con las imágenes y las propuestas que en los años 30 elaboraron los comunistas sobre la revolución en general y sobre la sociedad peruana en particular. Las ideas de clase

Javier Mariátegui, Julio Portocarrero, Alberto Flores Galindo y Víctor Carranza, 1988.

contra clase transportadas a los andes llevan a la contraposición entre mistis e indios. Ahí también se podría rastrear –como lo ha sugerido un autor chileno–, la influencia de algunos relatos de César Vallejo que impactaron particularmente a Arguedas6. Lo cierto es que con unas u otras fuentes estos dos mundos están retratados como absolutamente contrapuestos, sin ninguna posibilidad de conciliación y con la violencia como única forma de relación entre mistis e indios. Pero hay un problema que aparece en estos primeros relatos: ¿cómo puede cambiar este mundo? Lo que se ansía, lo que se desea, a través de algunos personajes, es que este mundo cambie. Que se produzca un gran incendio en estas praderas andinas. Que no haya más principales, que no haya más mistis. Sin embargo, es una invocación que no parece encontrar un verdadero sustento. Es un mundo tan jerárquico, tan brutalmente di-

ARGUEDAS, José María. Los ríos profundos. Tercera edición. Buenos Aires: Losada, 1972. 2 CORNEJO POLAR, Antonio. Los universos narrativos de José María Arguedas. Buenos Aires: Losada, 1973. 3 ARGUEDAS, José María. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos Aires: Losada, 1971. 4 Se podría abundar en una serie de detalles que aparecen en estos primeros relatos. 5 En el debate que siguió a la exposición de Alberto Flores Galindo, ante la pregunta de uno de los participantes abundó en esta dualidad: “Estilo cielo e infierno: o se es uno o se es otro, no se puede ser las dos cosas a la vez. Hay que terminar con esto de una manera decisiva, draconiana. Separar la cizaña de la paja y echar la cizaña al fuego. Hay que acabar con los ‘principales’, desaparecerlos. Esto va a tener un efecto purificador, porque los mistis encarnan el mal, propalan el mal por todo el mundo. Hay que purificar. La idea de la revolución es encarnada allí como purificación, como salvación. Las huellas de un discurso cristiano son más que evidentes. Cuando Arguedas fue niño el maestro todavía no había desplazado al cura. Pero esto no pasa de ser una hipótesis. Habría que indagar qué se enseñaba en los colegios.” 6 MUÑOZ, Silverio. José María Arguedas. El mito de la salvación por la cultura. Lima: Editorial Horizonte, 1987. 1

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ferenciado, que la posibilidad de cambio no existe, no se avizora por ningún lado. En una segunda etapa estas imágenes van a ser reemplazadas por otras que hablan más bien de la posibilidad del encuentro entre dos culturas. Los mundos separados de los mistis y de los indios podrían hallar algunas posibilidades de reconciliación o de encuentro. A partir de 1941, con la publicación de Yawar Fiesta, sus artículos sobre folklore que se publican en Buenos Aires, su descubrimiento de la antropología, su interés por los estudios antropológicos, Arguedas pone el acento ya no en el conflicto social entre mistis e indios, sino más bien en el conflicto cultural. Así aparece, por ejemplo, en el caso de Yawar Fiesta. Esto lo lleva también a plasmar aquella idea que sirve de título para el libro de un autor chileno: la idea de la salvación por la cultura7. Se trata de que podría haber una salida si se lograra recuperar la cultura andina. Ir tras los mitos andinos, al igual que el muchacho que en ese cuento, Orovilca, en las dunas de Ica, se va tras la imagen mítica de la sirena. Hay ahí también una profunda ambivalencia porque, al ir tras los mitos andinos, ese muchacho encuentra la muerte. Interesa referirse a este pasaje simplemente para subrayar que comienza a esbozarse la idea de que la cultura de los dominados podría explicarse a los dominadores; de que podría mostrárseles la riqueza de ese mundo. De esa manera tal vez pudieran suprimirse las murallas que separan a unos de otros. Es también en esos años que Arguedas viaja a México y queda impresionado por el Estado mexicano y por la conexión entre Estado y cultura. Vislumbra una posibilidad que luego forma parte de su trayectoria vital: la de utilizar los aparatos del estado para promover una política cultural que permita cambiar las cosas, rescatar la cultura andina y a su vez eliminar el abismal conflicto entre la cultura andina y la cultura occidental. Sin embargo, con esto no superaba ni dejaba de lado las preocupaciones anteriores. LIBROS & ARTES Página 24

Alberto Flores Galindo, en Chosica con Manuel Burga y Cecilia Rivera, 1982. En realidad, la separación no es tan nítida, forma parte de dilemas y conflictos interiores muy fuertes, que incluso podrían resumirse en las repetidas metáforas del puente y el río. Hay ocasiones en que insiste en las imágenes del puente. Arguedas se presenta a sí mismo como una suerte de puente entre el mundo indio y el mundo español, entre el mundo occidental y el mundo andino. En otras ocasiones, Arguedas parece simpatizar más bien con la imagen del río, con esta imagen del Yawar Mayu y del río que irrumpe y arrasa con todo. Es decir, o la posibilidad de conciliación, de encuentro de mundos, o la posibilidad de la ruptura, de la quiebra, del cambio radical de estos mundos. La posibilidad del encuentro aparece más clara; mientras la posibilidad de la ruptura no se vislumbra con la suficiente claridad. Co-

mienza a avizorarse con más claridad en Los ríos profundos, a través de las chicheras, y se hace evidente años después en la última parte de Todas las sangres, donde surge la imagen de esta suerte de ríos subterráneos que hacen temblar el mundo y que lo van a cambiar. Pero este río subterráneo tiene algunas cargas más bien de tipo apocalíptico, incluso algún sabor a milenarismo, o una tendencia o corriente de ese estilo. Viene después un tercer momento, un momento final que es importante subrayar: la ruptura de Arguedas con los medios intelectuales, en particular con los grupos que ahora calificaríamos de derecha, a los cuales había estado muy vinculado. Y además con los medios oficiales, lo que se expresa en su renuncia al Museo Nacional de Historia en 1966 y después en su jubilación. Escribe un artículo donde cri-

tica ferozmente la política cultural del Estado y concluye más o menos que, respecto de la cultura, no se puede esperar absolutamente nada del Estado en el Perú, cualquiera que sea la clase social o el partido político que esté en el poder. Termina así echando al tacho lo que durante muchos años había sido su proyecto de trabajo en la administración pública. Termina dejando a un lado la idea de que a través del Estado podría rescatarse la cultura andina o podrían trazarse o construirse puentes entre el lado occidental y el lado andino del Perú. Son los años de radicalización –en 1965-68– de ciertos sectores juveniles en la sociedad peruana. Algunos de estos jóvenes serán sus alumnos en la Universidad Agraria, donde encuentra un cierto refugio al renunciar a la administración pública. Es particularmente sen-

“A partir de 1941, con la publicación de Yawar Fiesta, sus artículos sobre folklore que se publican en Buenos Aires, su descubrimiento de la antropología, su interés por los estudios antropológicos, Arguedas pone el acento ya no en el conflicto social entre mistis e indios, sino más bien en el conflicto cultural.”

sible al desafío de estos alumnos radicales que viven el impacto de la revolución cubana. Son también los años del encuentro con la etnohistoria y los de la elaboración de Los Zorros. Quisiera utilizar esta novela para subrayar algunos rasgos en torno a la relación entre intelectuales, sociedad e identidad. Un primer rasgo, siguiendo este desarrollo un tanto esquemático, es que en esa novela no existe un personaje central, como en el caso de Los ríos profundos. Existen varios personajes, como Cecilio Ramírez o Esteban de la Cruz o Don Diego, que hablan constantemente en la novela. Además hablan de igual a igual con los dominadores: con los dueños de la fábrica de harina de pescado, con los empresarios o con los curas. E incluso los ponen en aprietos, en retirada, ante desafíos y preguntas que estos personajes no pueden resolver, como ocurre en la conversación entre Cecilio Ramírez y el cura Cardoso. Ya no hay el silencio o el hablar a escondidas de los personajes de Agua. No trataré sobre la cuestión del lenguaje –central en esta novela–, del cual se han ocupado Alberto Escobar y luego Aníbal Quijano, en una reseña al texto de Escobar8. Lo que me interesa subrayar es que son un conjunto de personajes, no hay uno que sea central. Este conjunto de personajes hablan. Hablan un español muy particular, lleno de términos quechuas y con una construcción muy peculiar. Hablan su propio español, pero lo hablan en voz alta, sin temor, sin tartamudear. Hablan de igual a igual, por ejemplo, con un hombre de otra cultura aparentemente superior como sería Cardoso. El diálogo con Cardoso no es el de alguien que habla de abajo para arriba, sino el de alguien que está hablando al mismo nivel. Ibíd. ESCOBAR, Alberto. Arguedas y la utopía de la lengua. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1984; QUÍJANO, Aníbal: “Arguedas: la sonora banda de la sociedad”, en Hueso Húmero N° 19, oct.dic., 1984, pp. 157-162. 7 8

corporados a este mundo de seres humanos concretos a través de un personaje como Don Diego. El mito termina encontrándose con la historia, pero para disolverse en la historia. Ya no son personas que estén dominadas por el mito: son personas que controlan ese mundo mítico. Habría que relacionar esto con el poema de Arguedas a Vietnam, cuando él dice que el hombre es Dios y Dios es el hombre. No se trata exactamente de un ateísmo, pero es dejar de lado cualquier posibilidad de un discurso de tipo mesiánico. Estos hombres no confían ya en que va a venir un mesías que los va a salvar. Cecilio Ramírez no cree que las cosas vayan a cambiar porque venga un gran hombre, un personaje excepcional, que lo salve. No son hombres que confíen ya más en ideas milenaristas: no va a haber una gran idea que esté por encima de su historia, una

suerte de río subterráneo que los vayan a liberar. Si ellos se van a liberar es porque saben caminar. Otro rasgo de esta obra es la discusión sobre el socialismo y sobre cómo este debe implicar en el Perú un encuentro entre lo tradicional y lo moderno. Esto es lo más claro y explícito y no ir‚ más allá de esta mención, aunque no podría pasarse por alto el entusiasmo que trasunta por la experiencia cubana. Más bien quisiera subrayar la ruptura que Los zorros implican con ciertos paradigmas clásicos de razonamiento de la sociedad peruana. Es evidente que en Arguedas hay una ruptura con el hispanismo, pero en esta obra también hay una ruptura con la manera de razonar que tenían los indigenistas. Tanto hispanistas como indigenistas buscaban un centro para la sociedad perua-

na. Los hispanistas ponían el centro en la tradición occidental. Por ejemplo, la idea de la hispanidad era transparente en Riva Agüero en 1939. Y la idea de que existiera una tradición occidental que fuera el centro del Perú era evidente no solo en Riva Agüero, sino también en otros personajes como Fernando Belaúnde. En la vertiente opuesta, los indigenistas ponían este centro en lo que para ellos era la columna vertebral del Perú: la tradición indígena o la tradición andina. Esta manera central, o dual en todo caso de pensar el Perú –indios y españoles, indios y occidentales– ya no existe en Los Zorros, ya no existe en el Arguedas de entonces. Es reemplazada –y esto ya ha sido subrayado por varios analistas de la obra de Arguedas– por una imagen plural: no se trata de una nación sino de varias naciones. Cada uno de los diversos

En Roma con sus hijos Miguel y Carlos, 1987.

¿Por qué hablan de igual a igual? ¿cómo consiguieron hacerlo? Lo hacen porque antes de hablar han caminado; son caminantes, personas que vinieron de otros sitios del Perú. Desembocaron en Chimbote, pero previamente habían recorrido una serie de pueblos y lugares del Perú. Lo que los define –hay dos o tres frases claves referidas a esta idea de caminar– es lo que puede significar caminar como medio de construir una identidad. Estos hombres son migrantes que dejaron atrás su pueblo de origen. Pero en ellos no se ha producido una ruptura total o radical; han conservado algunos rasgos anteriores, uno de los cuales es la solidaridad. Son migrantes que han sufrido una ruptura, pero que también han conservado elementos de su propio mundo y que caminando, recorriendo pueblos, y llegando a Chimbote, han ido construyendo una identidad. Esta identidad es por una parte individual –tienen nombres propios, su propia manera de expresarse, sus propios problemas– pero también tiene una dimensión colectiva. Son los habitantes de Chimbote. Estos hombres solo confían en ellos mismos y ya no creen en los curas, por ejemplo. Hay una lectura de esta novela que me parece errónea, a la que la teología de la liberación invita a través de Gustavo Gutiérrez y Javier Trigo9. Creo que en la novela Arguedas es profundamente crítico de la teología de la liberación. Quizás no Arguedas, pero un personaje como Cecilio Ramírez no tiene mucha confianza en los curas que encarnan la teología de la liberación, como Cardoso. Estos personajes no confían en lo que los curas puedan decir, ni aun en los curas más radicales; confían en sí mismos, en que ellos pueden caminar y en que saben pisar bien, en que saben pisar fuerte la tierra sobre la que se levantan. De igual manera tampoco son personajes que estén dominados por el mundo mítico prehispánico, porque los dos zorros que están en el origen del relato, y que primero aparecen como personajes míticos, terminan siendo in-

personajes tiene su propia definición, su propia identidad, su propia experiencia. El nuevo mundo en Chimbote no los ha disuelto, no los ha uniformizado, no los ha volcado a todos en el mismo patrón. A pesar de toda la miseria del capitalismo, de la industrialización, de la fábrica de harina de pescado, de la siderúrgica, estos hombres no han sido uniformizados, no han sido convertidos en productos de una serie Han logrado conservar su identidad. Lo que se sugiere, justamente, es la vigencia de esta pluralidad, de esta diversidad. Habría que despejar si esta interpretación no es una invención de lectores contemporáneos. Aquí he recogido cosas que se me han ocurrido o que se le han ocurrido a otros. Pero habría que preguntarse si esta lectura tiene base o, por el contrario, es absolutamente anacrónica. En el supuesto de que no sea una lectura anacrónica y disparatada, lo que interesa preguntarse es en qué medida esta trayectoria intelectual fue colectiva o individual. En muchos aspectos fue, al parecer, más una trayectoria individual y solitaria que una trayectoria compartida con muchos personajes de su generación. Es más, el entronque de Arguedas con ciertos creadores del mundo popular habría sido más importante que el que tuvo con algunos intelectuales como Francisco Miró Quesada. Pero eso llevaría a otro problema: por ejemplo los danzantes de tijeras, el mundo de los coliseos o el de los clubes de migrantes. En todo caso, en términos del mundo estrictamente intelectual parece ser más una aventura solitaria que una aventura colectiva. De ser así, la pregunta siguiente sería ¿cómo surgieron estas ideas en Arguedas? ¿por qué se le ocurrieron estas cosas que ahora nos pueden parecer tan contemporáneas? ¿por qué en 1968-69

GUTIÉRREZ, Gustavo. “Entre las calandrias”, en Páginas N°100, Lima, diciembre de 1989; TRIGO, Pedro. Arguedas: mito, historia y religión. Lima: CEP, 1982.

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se le ocurrieron estas cosas? Esto significaría preguntarse por la relación o la ruptura entre Arguedas y su tiempo. En otras palabras, por el humus histórico en el que aparecen estas ideas: ¿cuál es la temperatura, el ambiente en el que fueron formuladas? Hay por lo menos cuatro cosas a subrayar. La primera y la más evidente tiene que ver con los desafíos políticos en los que estas ideas aparecen. La cuestión más importante sería la de la revolución cubana y lo que ella significa para los jóvenes estudiantes universitarios de esa época. Desde luego, humus histórico a veces se confunde con humus personal, historia se mezcla con biografía. Así, en segundo lugar, habría que tener en cuenta todas las profundas tensiones y cambios de los últimos años de la vida de Arguedas: su divorcio, la nueva aventura sentimental, lo que esto va a significar en la sociedad peruana de entonces. Casarse con una mujer menor que él, que como agravante era chilena y bastante independiente, era un desafío difícil de sobrellevar. Pero más allá de estas contingencias personales hay otros dos hechos que me parece importante subrayar. El primero es la migración, el cambio profundo que va a implicar en la sociedad peruana el crecimiento de su población, que recién comienza a alcanzar los niveles que había tenido en los tiempos prehispánicos. En un cálculo conservador, el Perú en los tiempos prehispánicos habría tenido entre seis y ocho millones de habitantes. Solo después de los años cuarenta se acerca a esta medida. Pero quizá más importante que el aspecto cuantitativo es el aspecto cualitativo mismo, el cambio, el traslado de esa población de los Andes hacia la costa. Este hecho, que afectará a gran parte de los peruanos es un enlace importante, y forma parte del humus histórico en el que se producen las reflexiones de Arguedas. La migración produce un nuevo tipo de ciudad: la barriada. Y la barriada por excelencia es Chimbote, que es casi solo una barriada: el casco urbano es pequeñísimo, es una ciudad que ha surLIBROS & ARTES Página 26

ERIC HOBSBAWM

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os indios de América Latina desde la conquista española han tenido un profundo sentido de la diferencia étnica entre los blancos y los mestizos, especialmente porque esta diferencia era reforzada e institucionalizada por el sistema colonial español, consistente en dividir la población en castas raciales. Sin embargo, no sé de ningún caso, hasta ahora, en que esto haya dado origen a un movimiento nacionalista. Raramente ha inspirado siquiera sentimientos panindios entre los indios, en contraposición a los intelectuales indígenas. La principal excepción, que confirma el análisis presente del capítulo, es el recuerdo del imperio inca en el Perú, que ha inspirado tantos mitos como movimientos (localizados) que pretenden su restauración. Véase la antología Ideología mesiánica del mundo andino, de Juan M. Ossio, Lima, 1973, y Alberto Flores Galindo, Buscando un inca: identidad y utopía de los Andes, La Habana 1986. Sin embargo, parece claro, a juzgar por el excelente tratamiento que hace Flores de los movimientos indios y sus partidarios, (a) que los movimientos indios contra los mistis eran esencialmente sociales, (b) que no tenían implicaciones «nacionales», aunque solo fuera porque hasta después de la segunda guerra mundial los propios indios de los Andes no sabían que estaban viviendo en el Perú, y (c) que los intelectuales indigenistas del período no sabían virtualmente de los indios. Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Editorial Crítica, 1991.

gido en el arenal, de la nada y en muy poco tiempo. Es la ciudad de la migración por excelencia, donde uno puede encontrar también este nuevo universo que es el de la barriada. Aquí, quizá habría que recordar que esta discusión acerca de la modernidad es una discusión muy referida al universo urbano. En Baudelaire, por ejemplo, la relación entre modernidad y ciudad es muy evidente. Aquí aparece un nuevo tipo de ciudad, donde la gran mayoría de sus habitantes vive en barriadas. Y si se revisan las páginas de El zorro de arriba y el zorro de abajo, son frecuentes las descripciones de la vida en las calles, del abigarramiento en ellas recordándonos ciertas imágenes de Dostoievsky en relación a San Peterburgo por ejemplo. La vida en las calles, el abigarramiento, la miseria, por un lado; pero sobre todo el hecho de cómo la miseria, la pobreza y la inmundicia de una ciudad como Chimbote no logran destruir a estos personajes. Así, dejando de lado cuestiones personales o desafíos políticos como el de la revolución cubana, hay dos elementos centrales que com-

pondrían el humus histórico en el que aparecen las reflexiones de Arguedas: la migración y la aparición de la barriada, y el descubrimiento de este medio. Ahora, ¿qué hace que este humus histórico pueda ser fructífero? Estas cosas pueden existir, pero uno no se da cuenta, no las ve, de hecho –si es cierto lo que estoy pensando– muchos no vieron estas cosas. Entonces, ¿por qué sí hubo alguien que las vio y las percibió? ¿Por qué eso fue un motivo para organizar una reflexión sobre estos temas? En otras palabras, se trata de preguntarse por la visibilidad. Tiene que ver directamente con el hecho de que Arguedas era un intelectual, pero además un intelectual mestizo. Y como tal, un hombre ubicado en la frontera entre el mundo indio y el mundo de los mistis, entre el mundo andino y el mundo occidental, entre el Perú y Europa. Arguedas es un hombre que ha estado en Europa, que ha leído literatura europea; viaja a Estados Unidos por esa época, y hasta hace referencias en algún texto bastante anterior, a un autor no necesariamente tan difundido en el Perú como Edmund Husserl, por ejem-

plo. Es un hombre que está entre dos mundos: el mundo indio y el de los mistis, el andino y el occidental, el Perú y Europa. Esa ubicación puede tener, como en el caso de Arguedas, graves costos sicológicos y personales, pero también el estar ubicado en una zona fronteriza, entre dos lenguas, entre dos culturas, otorga una visibilidad mayor que la de las personas que están ubicadas a uno u otro lado. Esta visibilidad mayor se vio alentada o sostenida en el hecho de que este hombre de frontera se encuentra en esa situación en un momento en el que la sociedad peruana comienza a estar atravesada por un conflicto mayor: el conflicto entre el mundo occidental y el mundo andino, los desafíos de la modernización y la modernidad. Y en medio de ese conflicto Arguedas elabora El zorro de arriba y el zorro de abajo. El conflicto en el siglo XX es similar al que las sociedades andinas soportaron desde fines del siglo XVI hasta inicios del siglo XVII: el choque con Occidente. Con la única diferencia – sustancial e importante– que en el siglo XX el mundo occidental está confundido con el capitalismo. Y los meca-

nismos de imposición y de expansión del mundo occidental son los mecanismos también de expansión del capitalismo. Con la diferencia de que en el siglo XX, la cultura andina y en general todas las culturas tradicionales del Perú, las culturas no occidentales, parecen estar condenadas irremediablemente a desaparecer, como está ocurriendo paralelamente en otros lugares de América Latina o en otros continentes. El desafío de la modernización que acarrea el capitalismo es bastante mayor que el desafío que Occidente acarreó bajo la forma de la sociedad española, o bajo la forma de las relaciones serviles o feudales que los españoles quisieron traer a estos territorios. El hecho de ser un hombre ubicado en las fronteras culturales hizo que Arguedas fuera particularmente sensible a este conflicto. Y el hecho de percibirlo fue lo que le permitió fructificar este humus histórico en el que se encontraba, como producto de los cambios que la sociedad peruana estaba experimentando: los fenómenos de la migración y la aparición de este hecho nuevo que es la barriada. Tanto desde una perspectiva histórica de larga duración como de su mediata biografía, podría ser útil razonar el conflicto cultural en el Perú utilizando la noción de Gramsci de encrucijadas históricas, de los momentos y los lugares donde se encuentran y confrontan diversas tradiciones, y la creatividad y posibilidad de ampliación de horizontes que las encrucijadas históricas abren. Arguedas fue una persona que se encontró en una de esas encrucijadas históricas, que la vivió con una intensidad personal excepcional, hasta que estos conflictos contribuyeron a su suicidio. Pero el costo personal dio como resultado una obra excepcional que abrió la posibilidad de pensar de otra manera la sociedad peruana, mientras, en otros terrenos, las ciencias sociales permanecían en otros esquemas. (Conferencia en Jauja. Agosto 1988)

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no de los aspectos más novedosos de Aristocracia y plebe fue el esfuerzo del autor por iluminar los aspectos cotidianos de la estructura de clases en la Lima colonial. Con pocas excepciones, la historia social peruana seguía atada al viejo esquema marxista/ reduccionista según el cual las formas de conducta de las colectividades humanas derivan de su posición estructural de clase: campesinos y obreros, por ejemplo, eran estudiados como trabajadores y huelguistas, pero casi nunca como padres de familia, vecinos, amigos o jaraneros. Desde sus primeros trabajos –recordemos por ejemplo su libro Los mineros de la Cerro de Pasco 2– Flores Galindo introdujo en el Perú una problemática que resultaba tributaria de los trabajos del historiador inglés Edward Palmer Thompson, pero que también se nutría de otras fuentes teóricas como Antonio Gramsci y Raymond Williams: ¿cómo combinar en el análisis –y en la propia definición de la categoría de “clase”– las condiciones estructurales de la sociedad y las formas subjetivas en que dichas condiciones son experimentadas? Una clase social, decía Flores Galindo –y pueden advertirse aquí los ecos de las posturas thompsonianas–:

ARISTOCRACIA Y PLEBE Carlos Aguirre Uno de los trabajos mejor logrados y más leídos de Alberto Flores Galindo fue sin duda Aristocracia y plebe,1 un libro que replanteó la discusión sobre la independencia del Perú sobre la base de una exploración de la estructura de clases de la sociedad colonial. Su punto de partida fue la observación de que Lima, a diferencia del sur andino, no produjo un movimiento social popular y anticolonial de envergadura. En busca de una explicación a dicha ausencia, Flores Galindo se impuso la tarea de desmontar las estructuras de dominación de la sociedad colonial y trató de entender las dinámicas sociales detrás de la aparente pasividad política de los grupos subalternos. to a la compleja realidad social de Lima a través del análisis de los dos grupos que él identificaba como centrales en la estructura de clases de ese tiempo: la aristocracia colonial y la plebe urbana. Por razones de espacio quiero concentrarme en su análisis de la plebe colonial,

que ofreció una perspectiva más novedosa, creativa y fecunda que su análisis de la aristocracia. Pocos estudios habían analizado, antes de este libro, a la plebe colonial. Existían algunos pocos trabajos sobre esclavos y artesanos urbanos (recordemos los aportes de James Lock-

hart, Francis Bowser, Emilio Harth-Terré, y otros), pero ninguno había intentado reconstruir un perfil colectivo de ese grupo heterogéneo que los contemporáneos llamaban, despectivamente, “la plebe”. Uno de los méritos iniciales del libro fue precisamente otorgar a

es una realidad en movimiento, que no puede estudiarse en abstracto o a priori, y que, en función de las circunstancias que vive, soporta o genera, pasa por diversos estadios: períodos de formación, de hegemonía sobre una sociedad, de disgregación y ocaso. En cualquiera de estos momentos, resultan indesligables las relaciones económicas de la cultura y la mentalidad que cohesionan a los hombres.

Implícita en su perspectiva teórica estaba también una idea que Thompson mismo se encargaría de enfatizar: clase es básicamente una categoría relacional, que se desarrolla necesariamente en relación a (y generalmente en conflicto con) otros grupos sociales. Aristocracia y plebe buscaba un acercamien-

estos sectores marginales un rol protagónico en la historia de su sociedad. ¿Cómo caracterizaba Flores Galindo a la plebe colonial? Algunos términos aparecen con frecuencia en su relato: heterogeneidad, fragmentación, inestabilidad, violencia cotidiana. “Los plebeyos, nos dice, se definían porque, en una sociedad que pretendía acatar una rigurosa estratificación social, sus miembros carecían de ocupaciones y oficios permanentes”. La plebe poseía una naturaleza esencialmente “volátil”. Aunque Flores Galindo se resiste a denominarles “marginales”, los veía como grupos que vivían “al margen de la cultura.” Para ellos, añadió, “no hubo ilustración”: no conocían a Jean-Jacques Rousseau, ni habían oído hablar del Mercurio Peruano. Por otro lado, se trataba de un conglomerado social, laboral y étnicamente heterogéneo. Estas clases populares urbanas, dice el autor, fueron “prolíficas en biografías, pero imposibilitadas de resumirse en una sola.” En algún momento incluso parece lamentar la falta de un símbolo popular-nacional equivalente al roto, al gaucho, o al llanero que represente a las clases populares limeñas. Heterogeneidad y fragmentación serían entonces los signos distintivos de la plebe, pero también lo era el uso coditiano de la violencia, incluyendo la violencia interétnica. Los plebeyos agotaban sus energías en una serie de enfrentamientos que reproducían, en lugar de cuestionar, los modos que la aristocracia y el estado coloniales usaban para ejercer la dominación. Esta sucesión interminable de enfrentamientos hizo virtualmente imposible la emergencia de un proyecto cohesionador

FLORES GALINDO, Alberto. Aristocracia y plebe: Lima 17601830 (Estructura de clases y sociedad colonial). Lima: Mosca Azul, 1984. 2 FLORES GALINDO, Alberto. Los mineros de la Cerro de Pasco 1900-1930: un intento de caracterización socialy política. Lima: PUCP, 1974. 1

AFG, Sabandía, Arequipa, 1976.

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que les permitiera desafiar el poder de la aristocracia colonial. Los enfrentamientos, dice el autor, recorren toda la vida cotidiana, desde el mercado de trabajo hasta las diversiones. Pero no puede surgir –salvo en 1821 y de manera muy efímera– un movimiento social que articule esos intereses múltiples, no porque exista una subordinación a la aristocracia, sino porque los conflictos en el interior de esas ‘clases populares’ son demasiado intensos: los esclavos divididos entre bozales y criollos, enfrentados ambos sectores a los indios, y todos disputando con la plebe la escasa oferta de trabajo.

En este contexto, sostiene Flores Galindo, la violencia desde abajo se disuelve en estos innumerables enfrentamientos cotidianos en lugar de usarse para atacar a los enemigos de clase: apenas queda espacio para soluciones individuales como el bandolerismo, el suicidio, o la delincuencia. Los rasgos de inestabilidad y fragmentación, que Flores Galindo atribuye a la plebe, condicionaron las relaciones entre ella y los grupos dominantes. Según su interpretación, la imagen de una plebe inorgánica y fragmentada ayuda a explicar por qué el ejercicio de la dominación a través del “consenso” fue imposible y más bien se recurría, de manera central, a la violencia, no necesariamente la violencia del estado, sino aquella ejercida de manera privada por los poderosos. Las imágenes de violencia horizontal y vertical atraviesan el libro de una manera central. Parecería que en la Lima de postrimerías de la colonia la violencia a todo nivel hubiera encontrado su reino. Los subtítulos de algunos capítulos del libro así lo ilustran: “Violencia de todos los días”, “La ciudad como cárcel”, “Vivir separados”, “Sevicia”. Una consecuencia de estos rasgos definitorios de la plebe es que, a fin de cuentas, no llegó a constituir una clase social, careció de un proyecto colectivo y de una alternativa social, que son asumidos como rasgos centraLIBROS & ARTES Página 28

MÁS ALLÁ DE LA CIUDAD LETRADA / SILVIA SPITTA

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n La ciudad sumergida, Flores Galindo nos devela un mundo caótico, peligroso, dominado por bandas urbanas, una ciudad donde rige el miedo en general y el miedo al otro en particular. Leer este texto, truncado por la muerte temprana del autor, nos lleva a reconocer nuestras ciudades de hoy y a darnos cuenta de que poco a poco han cambiado; en fin, a darnos cuenta de que la crítica que Salazar Bondy hizo de la “arcadia colonial” es más acertada que nunca. Como concluye Flores Galindo, la violencia era generalizada en la colonia. No hay mejor símbolo de esto que el hecho de que el pan de cada día era producido en las panaderías por numerosos prisioneros encadenados al trabajo. La violencia no entra en el pan de cada día sino que se llega a infiltrar a la vida familiar, “otro terreno de confrontación” donde numerosos divorcios son solicitados en las cortes. (137) (…) De esta manera vemos que el proceso de lo que algunos están llamando, con cierta nostalgia, la “pérdida” del letrado de la ciudad, o la “toma” de la ciudad por los emigrantes, es más una dinámica que data desde la colonia. Pues mientras los unos se afanan en aferrarse a la letra como modelo ordenador, los otros, desde siempre, han contestado ese poder no solo a través de la letra misma sino también desplegando una multitud de estrategias diferentes. “Prefacio”, en: SPITTA, Silvia y Boris MUÑOZ. Más allá de la ciudad letrada. Crónicas y espacios urbanos. Pittsburg: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2003.

les dentro de la constitución de una clase. La falta de dicho proyecto, más aún, impidió que la plebe ejerciera una influencia decisiva en el proceso que condujo al fin

de la dominación colonial. Pero curiosamente, a pesar de eso, la plebe sobrevivió, a diferencia de la aristocracia, que fue virtualmente destruida en ese proceso. Y, de

alguna manera, el carácter fragmentado e inestable que se le atribuye a la plebe terminó siendo también el signo más notorio del país en la etapa posindependentista.

Alberto Flores Galindo con su esposa en Ccatca, Cusco, 1976.

Así, la plebe terminó imprimiendo su sello al conjunto de la sociedad. Quizás valga la pena notar cómo la visión de Flores Galindo sobre la plebe del siglo XVIII ofrecía ciertas semejanzas con las imágenes que muchos tenían sobre la Lima de comienzos de los años 80, cuando el libro estaba siendo escrito. Si recordamos que en el Perú de esos años –marcados por la violencia senderista y la represión estatal– se utilizaban categorías como “anomia” para describir un proceso de «desintegración» de la sociedad y el estado peruanos, se resaltaba el aumento de la delincuencia y la marginalidad, se repetían sucesos violentos como los motines carcelarios, y el movimiento sindical organizado y los partidos políticos empezaban a mostrar los síntomas de una aguda crisis de representación, no debería sorprendernos encontrar ecos de esa realidad en la manera como Flores Galindo retrataba la sociedad limeña de fines de la colonia. La interpretación del autor sobre las clases populares urbanas coloniales tuvo el mérito de ensamblar los aspectos económicos, culturales, sociales, étnicos, y demográficos de su experiencia vital. En otras palabras, evitó cualquier aproximación reduccionista o unilateral. Su explicación, es cierto, enfatiza las “ausencias” –de proyectos colectivos, de mecanismos de integración, etc.– pero esto es de alguna manera congruente con la forma “negativa” de su pregunta inicial (“¿Por qué no hubo una revuelta social en la Lima de fines del XVIII?”). Pero, aunque seguimos básicamente persuadidos por su retrato de la plebe como una entidad colectiva multifacética, inestable, heterogénea, fragmentada, y, generalmente, resistente a los intentos desde arriba (los cuales el autor debió precisar mejor) por controlarla y domesticarla, también creemos que es posible encontrar puntos débiles o que necesitan refinarse en su argumentación, algunos de las cuales, de hecho, fueron advertidos en las dis-

cusiones posteriores a la publicación del libro. Mencionemos rápidamente algunos de ellos. Por un lado, Flores Galindo no analizó a los grupos “intermedios” de la Lima colonial que no pertenecían ni a la aristocracia ni a la plebe, a pesar de que era ciertamente conciente de su existencia. Por ejemplo, cuando discute el suicidio del esclavo aguador Antonio, afirma que este poseía una conciencia social “opaca” que lo llevó a tomar una salida desesperada e individual. Dicha opacidad resultaba del hecho de que, entre el amo y el esclavo, había “toda una red de intermediarios [que] se interponía para que estos personajes contrapuestos y antagónicos no alcanzaran a visualizarse con nitidez”. Más aun, en esa red, conformada por “profesionales, artesanos, pequeños comerciantes, dueños de pulperías y chinganas, arrieros, panaderos, burócratas, la aristocracia encontraba una barrera y una protección frente al encrespado universo social urbano”. Si revisamos el argumento de Flores Galindo sobre la ausencia de un proyecto popular colectivo, y reparamos en que parte de esa ausencia se debe a esta “conciencia opaca” que, a su vez, es producto de estas redes de intermediación, podemos concluir que un examen de estos grupos y redes echaría muchas luces sobre los procesos de formación y conflicto de clase en las postrimerías de la colonia. Por tanto, un esquema binario como el que este libro ofreció tendría hoy que ser sometido a importantes revisiones. Por otro lado, el autor prestó muy poca atención a las manifestaciones sociales que podríamos llamar “integradoras”: familia, matrimonio, compadrazgo, redes de solidaridad étnica o regional, religión, y otras. Historiadores como Paul Gootenberg, Steve Stern, y Christine Hünefeldt llamaron la atención sobre esto en el debate en la Revista Andina en 1984, y estudios posteriores como el de Jesús Cosamalón sobre los matrimonios interétnicos en Lima a fines

del XVIII, han cuestionado la imagen casi exclusiva de tensión y violencia que ofrecía Flores Galindo de las relaciones sociales al interior de la plebe. En parte, esto tiene que ver con las fuentes que Flores Galindo privilegió (juicios criminales y eclesiásticos) pero también con su propia opción teórica: el conflicto (latente o abierto) como esencia de las relaciones humanas en sociedades fundadas en la explotación y la injusticia. Flores Galindo hizo del conflicto y las formas de violencia social y política un eje común a toda su obra histórica y ensayística –así, estudió las rebeliones, los conflictos laborales, las guerrillas, la represión y la guerra sucia, los movimientos revolucionarios. Y aunque esto no implica necesariamente un error de perspectiva (después de todo, el conflicto es inherente a la naturaleza de las sociedades humanas), sí creemos que sus explicaciones deben ser confrontadas con estudios que tomen en cuenta otras formas de interacción social que no necesariamente estaban

signadas por la violencia, un tema que el historiador Augusto Ruiz Zevallos ha enfatizado en su provocador ensayo Buscando un centro3. Un breve paralelo con el caso de Mexico podría ayudar a ilustrar este punto en relación al tema de Aristocracia y plebe. En su importante artículo “Islas en medio de la tormenta”, el historiador norteamericano Eric Van Young se planteó una cuestión muy parecida a la de Flores Galindo: ¿porqué no hubo en la ciudad de México una revuelta social de envergadura como las que hubo en las zonas rurales de Nueva España? Van Young pasa revista a una serie de factores: la creciente presencia de migrantes en la ciudad, la inestabilidad ocupacional, la fragmentación étnica y cultural, y otros. También presta atención a otros ingredientes, en particular, a ciertas formas de paternalismo y clientelismo que acercaban a los grupos populares y las élites. Pero incluso esta aproximación de Van Young deja de lado otro elemento central, que también está ausente en Aristocracia y plebe, y

sobre el cual ha llamado la atención el historiador Michael Scardaville para el caso de Mexico: la importancia del sistema judicial como árbitro del conflicto social. Es significativo que Flores Galindo concentrara su atención en los aspectos más represivos del aparato judicial –cárceles, castigos, ejecuciones públicas– pero ignorara casi por completo la función de la ley como moderadora del conflicto social. Una explicación de las razones por las cuales los grupos populares no se plantearon la alternativa “revolucionaria” debería incorporar en el análisis las relaciones entre las clases populares y la justicia estatal. Un estudio del rol de la ley y el litigio dentro de las negociaciones entre los grupos poderosos y los sectores subalternos nos ayudaría a entender mejor las dinámicas de hegemonía cultural y política en este período. Finalmente, queremos llamar la atención sobre lo que podríamos llamar el “pesimismo” de Flores Galindo respecto a las clases populares limeñas de fines de la colonia. Al explicar su no

conformación como clase y la no emergencia de un movimiento social organizado, les atribuye una falta de “conciencia social”. “La fragmentación ocupacional – nos dice– bloquea la emergencia de una conciencia de grupo a pesar de la miseria y la explotación”. Estudios posteriores revelan que ciertas formas de cultura política urbana pudieron desarrollarse, que los grupos plebeyos no eran totalmente ignorantes de lo que pasaba a su alrededor, y que ciertas formas de crítica social pueden ser identificadas en algunas de sus manifestaciones culturales. Que un esclavo limeño no planteara la desaparición de la esclavitud, por ejemplo, no revela necesariamente una “conciencia opaca”. Una relectura de algunas de sus fuentes a la luz de ciertos desarrollos recientes en la historia política y cultural podría arrojar nuevas luces sobre las formas de conciencia política de los grupos plebeyos de la Lima del XVIII. Algunas pistas se pueden hallar en los trabajos de Juan Carlos Estenssoro sobre la plebe ilustrada, de Charles Walker sobre el impacto del terremoto de 1746 sobre las clases sociales de Lima, y de Mónica Ricketts sobre el teatro a comienzos del XIX. Como todo gran libro, Aristocracia y plebe renovó el debate sobre importantes problemas históricos y dejó abiertas varias interrogantes para futuras investigaciones. Poco más de veinte años después de su publicación, releerlo nos permite disfrutar de nuevo de la magnífica prosa de Flores Galindo y de su mirada aguda y crítica sobre el pasado, que él siempre entendió como indesligable del compromiso intelectual y político con los problemas del presente.

RUIZ ZEVALLOS, Augusto. Buscando un centro: la crisis de la modernidad y el discurso histórico del Perú. Lima: Universidad Federico Villarreal: Editorial Universitaria, 1998.

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Alberto Flores Galindo, durante la sustentación de su tesis: Los mineros de la Cerro de Pasco, con Heraclio Bonilla, Raúl Zamalloa y Franklin Pease.

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asta ayer, el pensamiento utópico, ateniéndose al procedimiento teleológico, consistía esencialmente en proyectar hacia el futuro las promesas anunciadas, pero no cumplidas, de los discursos de la modernidad. Se hablaba, así, del “reino de la libertad” (perspectiva socialista) o del “paraíso del bienestar” (perspectiva capitalista) para dar forma conceptual, simbólica, política y existencial a las aspiraciones utópicas. El pensamiento utópico tenía, de alguna manera, el camino allanado. Le bastaba con atenerse a las vigencias fundamentales del proyecto moderno (libertad, solidaridad, equidad, justicia, bienestar) y explorar, con honestidad intelectual y compromiso ético, vías para su realización. En la actualidad, como veremos enseguida, las cosas se nos han complicado. Me pregunto si tiene aún sentido proponerse pensar utópicamente y cuáles son hoy los caminos para hacerlo. Estoy seguro de que al responder afirmativamente a la primera parte de esta interrogante nos incorporamos a una tradición que nos viene de antiguo, y que tuvo cultores de primera línea en pensadores como Alberto Flores Galindo, Antonio Cornejo Polar y últimamente Juan Abugattás, para recordar solo las ausencias más recientes. Me dedicaré aquí a reflexionar sobre la segunda parte de dicha pregunta, los caminos para pensar hoy utópicamente, con la manifiesta intención de continuar el debate, que los citados pensadores dejaron instalado en nuestra agenda intelectual, ética y política. SOBRE EL CONCEPTO DE UTOPÍA Aunque no sea sino para reiterar nociones conocidas, conviene recordar que el término “utopía” significa etimológicamente “no lugar” (del griego ou no y topos lugar). Se entiende como utopía un plan, un proyecto, una doctrina o un sistema que parece irrealizable en el momento de su formulación. La filosofía occidental, recogiendo una tradición que LIBROS & ARTES Página 30

UTOPÍA Y ACTUALIDAD José Ignacio López Soria En los tiempos que corren, sembrados de utilitarismo y de reconciliación con la realidad, de debilitamiento de los discursos de emancipación y de perplejidad ideológica, de insatisfacción por las promesas no cumplidas del proyecto moderno y de toma de la palabra por las diversidades, es casi una osadía salir por los fueros de la utopía. viene de Platón, reconoce como utópico aquel pensamiento que critica el orden existente y describe una sociedad perfecta en todos los sentidos, una sociedad humana ideal. Como primeras manifestaciones del pensamiento utópico, las historias de la filosofía mencionan Ciudad del Sol de Tomasso Campanella1, Utopía de Tomás Moro2 y Nueva Atlántida de Francis Bacon3, propuestas situadas históricamente todas ellas en los albores de la modernidad. Los siglos siguientes fueron ricos en expresiones utópicas. Entre ellas sobresale el llamado “socialismo utópico” (Henri de Saint Simon, Charles Fourier, Francois Noel

Babeuf, Robert Owen), conjunto de teorías y doctrinas que proponen una radical transformación y un reordenamiento de la sociedad que se basan en principios socialistas pero que, al decir del “socialismo científico”, no asumen científicamente las leyes y fuerzas motrices del desarrollo social. SOBRE LA ACTUALIDAD Para los fines del presente ensayo, destaco de la actualidad los siguientes aspectos: la enorme complejidad, el carácter no cumplido de las promesas del proyecto moderno, el desborde de las dimensiones institucionales de la modernidad, la globa-

lización, la virtualización de la realidad, la liberación de las diferencias y la ineludible necesidad de teoría. No voy a desarrollar aquí estas características de la actualidad, pero diré algo sobre cada una de ellas. La complejidad se nos ha vuelto enorme: fuera de medida. En el ámbito de la realidad, ella se manifiesta en la multiplicación y el abigarramiento de las variables que la componen. En el ámbito del conocimiento, la complejidad deriva de la diversidad de la información que tenemos sobre la realidad, y de la inadecuación de las categorías conceptuales de que disponemos para pensarla. En el dominio de las actitudes y

de la praxis proliferan la perplejidad, que se traduce en no saber a qué atenerse; el utilitarismo, que nos invita a la reconciliación con el orden existente; los fanatismos y fundamentalismos, que predican la vuelta a principios rígidos e indiscutibles; y los relativismos, que piensan que todo está igualmente cerca de Dios o debidamente fundado. A mi entender, de estas actitudes, la única histórico-filosóficamente rica en posibilidades es la perplejidad porque entiende las tradiciones (epistemológicas, axiológicas, simbólicas, políticas, etc.) no como mandatos a los que haya que atenerse sino como mensajes que nos vienen del pasado y, por tanto, está abierta a la posibilidad de repensar tanto los procedimientos como los fundamentos del pensar, el valorar, el representar simbólicamente y el hacer. Me atrevería a decir que la perplejidad es, para la actualidad, lo que el “admirarse” fuera para los antiguos y la “duda metódica” para los modernos, es decir una especie de estado de ánimo inicial desde el que es posible imaginar una nueva primavera para el pensamiento. En el ámbito de la práctica, es evidente que los discursos modernos no han cumplido su promesa de universalización de la libertad, la equidad, la solidaridad y el bienestar. Por otra parte, su promesa de racionalidad emancipatoria, la cual se orientaba, primigeniamente, a crear una sociedad inteligible, transparente y en la que la razón se erigiese en tribunal supremo para articular las relaciones entre iguales, en base a consensos y contratos realizados en contextos libres de violencia, ha devenido en una racionalidad instrumental que promueve el egoísmo individual y colectivo, el afán de lucro, la justificación de los medios por los fines, el cálculo inteCAMPANELLA, Tomasso. Ciudad del sol. Buenos Aires: Losada, 1953. 2 MORO, Tomás. Utopía. Barcelona: Bosch, 1997. 3 BACON, Francis. Nueva Atlántida. Buenos Aires: Losada, 1941. 1

Congreso por el V Centenario del descubrimiento de América, . Barcelona, 1992.

resado, la explotación del otro, entendido como medio y no como fin, y la sobre apropiación de bienes y servicios. Es sabido que la modernidad cuajó en instituciones, de las cuales las más importantes son el mercado capitalista, como forma privilegiada de intercambio; la escuela, como sistema de producción y difusión de conocimientos y provisión de competencias para el trabajo; la empresa y la red industrial, como forma de producción de bienes y servicios y reproducción de la sociedad; la democracia representativa, como instrumento para la gestion macrosocial; el ejército permanente y el sistema policial y judicial, para el uso legal de la violencia; la ciudad, como lugar preferido de poblamiento; los medios de comunicación social, para la información y el debate público; la sociedad de clases, etc. Y todo ello en el marco del estado-nación como forma por antonomasia de organización social, pero también como sustrato de la autopercepción, la percepción, la valoración, la legitimación, la representación simbólica, la acción social y la vida cotidiana. El actual remecimiento del estado-nación está desdibujando el perfil tradicional (nacional) de las dimensiones institucionales de la modernidad, obligándonos a todos a pensar la convivencia en términos nuevos. Contribuyen a ese remecimiento, tanto la globalización como la virtualización de la realidad y la liberación de las diferencias. La globalización puede ser entendida como un conjunto de tendencias que nos llevan cada vez más a tener el globo como marco obligado de referencia para: i) enfrentar los grandes riesgos y amenazas de la actualidad (dominación universal, unipolaridad, catástrofe nuclear, calentamiento global, terrorismo, narcotráfico, exclusión, manipulación genética, etc.); ii) rediseñar los subsistemas sociales y las formas de la convivencia; y iii) y aprovechar racional y dignamente las posibilidades que dichas tendencias ofrecen

Alberto Flores Galindo con Felipe Portocarrero, Carlos Tejada, Aldo Panfichi y Carlos Franco, 1976. para el desarrollo humano (satisfacción y enriquecimiento de las necesidades, comunicación integral, solidaridad internacional, multiplicidad de voces y de nociones de vida buena, posibilidad de apropiación de la experiencia humana, etc.). Como todo proceso de trascendencia histórica, la globalización es un arma de varios filos. Lo cier-

toma de la palabra por parte de las minorías (culturales, lingüísticas, étnicas) y en la exigencia de que sean reconocidas y tenidas en cuenta en su particularidad. La liberación de las diferencias apunta, además, a la reducción de las autodenominadas universalidades a la condición de particularidades para que, así, sea posible un ver-

mentos del conocimiento, o de la “perplejidad” que se atreve a mantener una relación solo electiva y no mandatoria con sus propias tradiciones. Pero la teoría trasciende el momento de la admiración, de la duda y de la perplejidad para arriesgarse a la proposición de categorías conceptuales y conexiones que nos permitan

El camino actual de la utopía pasa, como en los viejos tiempos, por el pensamiento crítico y propositivo. El pensamiento que es solo crítico se centra en la denuncia, suponiendo que basta con corregir las patologías (orden existente) para restablecer el orden de existencia (deber-ser) y dando por supuesto que ese orden de existencia nos es conocido. to es que para enfrentar sus amenazas y aprovechar dignamente sus potencialidades para el desarrollo humano se necesita pensar y actuar globalmente. La virtualización de la realidad contribuye, entre otras cosas, a la desterritorialización de la vida humana en muchas de sus manifestaciones y, por tanto, facilita el camino para el desarrollo de lealtades, afinidades, opciones éticas, formas de vida, estructuras jurídicas, ofertas formativas, etc., las cuales frecuentemente transcienden los límites físicos, perceptivos, axiológicos y simbólicos de las sociedades contenidas en los estadosnación. Finalmente, pero no en último lugar, la liberación de las diferencias se traduce en la

dadero diálogo intercultural. También esta tendencia contribuye a debilitar la estructura tradicional del estadonación y sus afanes homogeneizadores para dar paso a una forma de organización macrosocial en la que sea posible el encuentro enriquecedor de las diversidades. La necesidad de la teoría se ha hecho hoy ineludible para orientarnos en un mundo atravesado, entre otras, por las tendencias arriba mencionadas. Entendemos aquí teoría como una forma de la praxis humana que nace de la “admiración” que nos embarga cuando advertimos que aquello que creíamos saber es en el fondo desconocido, o de la “duda metódica” que se atreve a poner en cuestión no solo los procedimientos sino los funda-

saber a qué atenerlos en los dominios de la objetividad, la legitimidad, la representación simbólica y la práctica individual y social. LA UTOPÍA DESDE NUESTRO TIEMPO El camino actual de la utopía pasa, como en los viejos tiempos, por el pensamiento crítico y propositivo. El pensamiento que es solo crítico se centra en la denuncia, suponiendo que basta con corregir las patologías (orden existente) para restablecer el orden de existencia (deber-ser) y dando por supuesto que ese orden de existencia nos es conocido. El pensamiento solo prospectivo imagina el futuro como extensión del orden existente, buscando el potenciamiento y una mejor articula-

ción de las tendencias de la actualidad. El pensamiento crítico y propositivo explora nuevas perspectivas teóricas, investiga las raíces y no únicamente las manifestaciones de las patologías, analiza de manera crítica las tendencias de la actualidad y piensa (conocimiento) y se compromete con (voluntad y acción) un orden social que, a partir de la potenciación de lo mejor de la actualidad, facilite y promueva la realización de la posibilidad humana para todos y cada uno de los hombres y sus entornos existenciales. Este pensamiento es utópico no solo porque piensa una sociedad buena sino porque la imagina no como un lugar al que hay que llegar, diseñado y previsto por algún discurso englobante (sagrado o secularizado), es decir la ve como un camino que hay que construir dialógicamente, en un diálogo en el que participan los individuos, pero también las colectividades. La exploración teórica comienza guardando distancia con los discursos englobantes y particularizando sus fundamentos y sus vigencias, y asumiendo electiva y no preceptivamente nuestras propias tradiciones epistemológicas. Por otro lado, como línea propositiva, se acerca a la ontología débil para despojar al ser de las propiedades duras que le atribuyó la ontología tradicional. En los predios de la antropología se inclina por la intersubjetividad para equilibrar el dominio absoluto, que desde la modernidad se atribuye al sujeto individual; y afirma la invencibilidad de la pertenencia y la insuperabilidad de las diversidades. La epistemología entiende la verdad como apertura, la hermenéutica como método y el diálogo como camino hacia la verdad. Particulariza la llamada “historia universal” y la reduce al encuentro de diversidades. Finalmente, se acerca electivamente a las propias tradiciones, leyéndolas como mensajes que nos vienen del pasado y que, al revivirlas, dan continuidad y densidad históricas a nuestra autopercepción y percepción del futuro. LIBROS & ARTES Página 31

lismos, fundamentalismos, relativismos y nacionalismos cerrados que proliferan por doquier. Pero ven también en la actualidad un polo de esperanza en la liberación de las diferencias (con su doble vertiente de reconocimiento de la diversidad y particularización de las universalidades); en la posibilidad de apropiación de la experiencia humana (por mayor disponibilidad de informaciones, mensajes y nociones de vida buena; debilitamiento de la percepción estado-nacional; actitud electiva con respecto a las tradiciones, etc.); en la posibilidad real para no solo satisfacer sino desarrollar las necesidades; en el desmoronamiento de las rigideces, seguridades y optimismos epistemológicos y axiológicos; en la consideración de la verdad como apertura; y en diálogo intercultural y el reconocimiento gozoso de las diversidades. La sociedad buena que el pensamiento crítico y propositivo piensa, y con la que se compromete ética y políticamente, no es una meta sino un camino, no es un objetivo proyectado en el futuro, ni una añoranza embelle-

cedora de supuestos paraísos perdidos en el pasado, es más bien una manera de transitar por el presente, que se apropia de las tradiciones, pero mantiene hacia ellas una actitud electiva; que no se avergüenza de afirmar las pertenencias, pero despojándolas de sus rigideces; que trata de poner al alcance de todos el horizonte de expectativas que anunció y no cumplió el proyecto moderno; que se atreve, con temor y temblor, pero decididamente, a desafiar a los dioses que los poderes y contrapoderes de la modernidad tardía intentan instalar en las conciencias y en las estructuras y relaciones sociales; que apuesta por un trato amigable y responsable con el entorno natural sin sacralizarlo; que reconoce gozosamente las diferencias y las gestiona dialógicamente para una convivencia enriquecedora de las diversidades; que promueve el surgimiento de solidaridades profundas, lealtades permanentes e identidades abiertas al diálogo; que facilita la apropiación de la riqueza humana y la participación digna en el concierto universal.

Ilustración de: Juan Acevedo.

El pensamiento crítico y propositivo, además de identificar las patologías de nuestro tiempo (pobreza, exclusión, inseguridad, opacidad de perspectivas, etc; incumplimiento de las promesas de equidad, libertad, justicia, solidaridad, bienestar, racionalidad; socialidad no inclusiva: falta de solidaridades profundas, de lealtades permanentes, de vinculaciones perdurables, de identidades abiertas al diálogo, etc.) pone su explicación no solo en las desviaciones en la realización de la promesa, sino en la defectuosidad de la formulación de la promesa y del diseño de la sociedad buena, y duda de que baste con reformular la promesa y rediseñar la sociedad en clave moderna para enfrentar esas patologías. Al analizar críticamente las tendencias de la actualidad encuentra que el polo de las amenazas está habitado por la globalización coercitiva y homogeneizante que practican los poderes (económico, militar, comunicacional, informativo, científico-tecnológico, etc. ), los contra-poderes (terrorismo, narcotráfico, corrupción organizada, etc.), y por los tradiciona-

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