Distopia - Varios Autores

DISTOPÍA DISTOPÍA Antología El quinto libro Vol. 1 Primera edición: Octubre de 2019 © Derechos de edición reservados

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DISTOPÍA

DISTOPÍA Antología El quinto libro Vol. 1

Primera edición: Octubre de 2019 © Derechos de edición reservados. Editorial Círculo rojo

www.editorialcirculorojo.com [email protected] © El quinto libro

Edición: Editorial Círculo Rojo Maquetación: Fotografía de cubierta: © Pixabay.com Idea original portada: Víctor M. Mirete y Cristóbal Terrer Mota Diseño portada: Revisión: Jesús Boluda y Alfonso Gutiérrez ISBN: Depósito legal: Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna y por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor. Todos los derechos reservados. Editorial Círculo Rojo no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales o subjetivas.

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

“Las palabras tienen el poder de los rayos X, si se usan de modo apropiado, pueden atravesarlo todo.” Aldous Huxley.

Manifiesto El quinto libro Cristóbal Terrer Mota, Víctor M. Mirete, Alfonso Gutiérrez Caro y Jesús Boluda del Toro. Cuatro escritores de la Región de Murcia, amantes de la literatura, la cerveza y otros medios de distracción mental similares, decidimos a mediados de diciembre de 2017 crear una página web destinada a la promoción de la literatura regional, nacional e internacional. Marcamos dos motivos claros y meridianos: fortalecer más aún el vínculo que nos une, así como aunar nuestros conocimientos y habilidades para tratar de aportar algo de calidad y gusto a un sector que, en líneas generales, resulta algo precario en el entorno bloguero. Así pues, desde el inicio quisimos que la página contara con una alta visibilidad en redes e Internet. Para ello, utilizamos un diseño extremadamente elegante, atractivo y profesional en su continente, y un conjunto variopinto, versátil y lujoso en su contenido.

Con esos mimbres iniciales, la web a día de hoy se caracteriza por la publicación semanal de extensas y desarrolladas reseñas de obras literarias de cualquier autor, nacional o internacional, ya sea conocido o desconocido mediáticamente. La principal idea es abarcar todo el mapa literario que podamos. Además, dentro de nuestra filosofía de trabajo, queremos aportar una nota diferencial a las entrevistas que realizamos. Para ello acercamos al lector a multitud de autores del panorama literario nacional e internacional, a través de entrevistas muy personales, profundas y elaboradas, en las que tratamos de descubrir el lado menos conocido de escritores, editores y personas relacionadas con la literatura. Sumamos a esos dos principales focos de actuación, la difusión de eventos y noticias relacionadas con el mundo de la literatura. ¿Y por qué El quinto libro? Quizás la pregunta sea ¿y por qué no? El quinto elemento es algo importante desde los tiempos de la alquimia, asociado a la creación y al equilibrio del universo. También porque otra de nuestras pasiones es el cine y la televisión. Pero, sobre todo, ese quinto miembro de nuestra aventura eres tú, el lector, junto a las personas que formarán parte de este blog a través de las entrevistas o a través de las reseñas que hagamos de sus obras. Por tanto, vosotros sois ese ‘Quinto elemento’ que el director francés Luc Besson empleó en 1997 para denominar una de sus películas más recordadas, el elemento necesario para dar forma a esa especial manera que tenemos de entender el mundo y de disfrutar con la literatura. Si quieres enviarnos tu obra para reseña, entrevista o si quieres promocionar algún evento literario propio en nuestro blog tan solo tienes que enviar un mail a: [email protected]

DISTOPÍA: la primera Antología de El quinto libro No podíamos esperar más. Necesitábamos hacer real ya el motivo que nos estaba despertando una ilusión y emoción solo comparable a cuando supimos de nuestra nominación a los Premios web de la Verdad 2018 (se ha notado mucho que esto era para fardar, ¿no?). Y por fin ya está aquí. Este pequeño proyecto de El quinto libro, que nació en la intimidad de cuatro mentes inquietas, de repente está creciendo y dando más alegrías de las esperadas por sus fundadores. Tanto es así que cada vez sois más los que nos seguís, los que nos apoyáis y los que os unís a esta humilde y apasionante aventura. A primeros de 2019, y tras las incorporaciones de Pilar Fernández Senac y Antonio Parra como redactores, el blog ganó en calidad, en cantidad y en versatilidad. Pero fue a finales del 2018 cuando surgió la idea de realizar un proyecto que fuese hijo directo de la firma El quinto libro. Así pues, los cuatro miembros fundadores han estrujado sus neuronas distópicas para crear lo que ya es una realidad: la primera antología de relatos cortos, titulada DISTOPÍA (Vol.1). El proyecto nació durante la cena de navidad, fruto de una noche de desenfreno en la mente de estos insurgentes escritores. La idea no tardó en tomar forma y crecer, hasta que ya no tuvo retorno posible. Y el resultado es este libro de cuatro relatos con un alto componente sci-fi, cinematográfico y distópico. Cada cual poderosamente atractivo, diferente y subversivo; y todos ellos juntos conforman lo que podría ser, sin duda alguna, una mini serie de NETFLIX, HBO o MOVISTAR. Puestos a pedir, que la dirija Nolan, Villeneuve o Fincher… ¡Ahí lo dejamos!

PRÓLOGO Más de una vez me han preguntado por qué me gusta tanto la ciencia ficción. Y casi siempre me lo han preguntado como con sorpresa, como si la persona en cuestión no pudiese entender que, a mí, escritor y editor, me gustase ese género tradicionalmente asociado, al menos de un tiempo a esta parte, con ser un friki o un niño grande. Pasa algo parecido con el terror, que también me encanta. Son como los primos lejanos raros de los géneros bien

vistos. Y claro, partiendo de esta idea, cuando me hacían esa dichosa pregunta, solía sonrojarme y soltar algo tipo «no sé, me gusta leer historias sobre posibles futuros» o «no es más que un simple entretenimiento». Hasta que un buen día caí en algo mientras volvía a ver por enésima vez Minority Report, la sensacional obra maestra que Steven Spielberg dirigió en 2002, tomando como punto de partida un extraño relato corto de uno de los grandes escritores de ciencia ficción, el gran Philip K. Dick. Esta distopía travestida de utopía trata sobre un futuro no demasiado lejano en el que el crimen prácticamente ha desaparecido gracias a las habilidades precognitivas de tres pobres mutantes. Si la han visto –no quiero lanzar spoilers– sabrán que no todo es tan fácil como parecía y que a veces ese sistema podía fallar, es decir, se podría condenar a un inocente de un crimen que ni siquiera se había cometido. Aquello me hizo pensar. ¿Sería demasiado precio a pagar que de vez en cuando se condenase a un inocente si a cambio se condenaban a un montón de culpables y se evitaban muchos crímenes horribles? Sin pensarlo mucho, la respuesta estaba clara. Sería injusto para el inocente falsamente acusado, pero muy beneficioso para la sociedad. Sería un poco como aquel famoso dilema moral del tranvía. ¿Lo conocen? Un tranvía corre fuera de control por una vía. En su camino se hallan cinco personas atadas a la vía por un filósofo malvado. Afortunadamente, es posible accionar un botón que encaminará al tranvía por una vía diferente, por desgracia, hay otra persona atada a ésta. ¿Debería pulsarse el botón? Una cosa me llevó a la otra y, de pronto, me percaté de algo que cambió para siempre mi percepción y mis ideas sobre la ciencia ficción. Aquellos libros y aquellas películas que siempre había devorado con afán estaban repletos de ideas que conducían a profundas, profundísimas, reflexiones vitales y existenciales. ¿Pasaba lo mismo con otros géneros? Sí, claro, pero cuantitativamente hablando la proporción era mucho menos. Es raro el libro cifi que no conduce, de un modo u otro, a pensamientos filosóficos. El motivo es sencillo: los temas que se tratan en este género nos llevan inexorablemente a ello.

Un ejemplo: Yo, robot, aquella mítica colección de relatos de Isaac Asimov (1950) que giran en torno a sus tres famosas leyes de la robótica y que supuso la primera piedra de la serie de los robots del genio ruso que, como sabrán los más versados, terminó fundiéndose con su otra gran serie, la saga Fundación. Aquellos relatos trataban sobre las complicadas relaciones entre los humanos y su creación, pero también sobre los problemas existenciales de los propios robots, conscientes de sí mismos, emocionales e inteligentes, pero siempre supeditados a sus amos. En Robbie, uno de aquellos relatos, se exponía el prejuicio que algunos humanos sentían hacia los robots, sin pararse a pensar que también tenían sentimientos. Se trataba en realidad de un arquetipo que ya había explorado Mary Shelley con Frankenstein y que, después de Asimov, trataría a las mil maravillas, de nuevo, Philip K. Dick con el relato que sirvió de inspiración a la grandísima película Blade Runner. No sé ustedes, pero a mí todas estas historias, al igual que el cuento Pinocho, me llevaron a pensar en la relación de los hombres con Dios. Los robots, Frankenstein, los replicantes o aquel pequeño juguete de madera serían nuestra creación y nosotros, de un modo u otro, éramos sus dioses. Sin embargo, en todos estos casos, los humanos no le concedíamos a nuestras creaciones la misma libertad ni los mismos derechos que a la vez exigimos para nosotros a nuestros dioses –si es que existen, claro. Sin duda, el tema más tratado por la ciencia ficción, y el que más reflexiones provoca, es el futuro. El hecho en sí de plantearse cómo será nuestro futuro ya tiene mucho de filosofía y de reflexivo. Y los autores de relatos y novelas de ciencia ficción han explorado esto de mil maneras, ya sea mediante sociedades post–apocalípticas, como la genial novela de Richard Matheson Soy leyenda (1954), o mediante perturbadoras distopías, tipo 1984, del simpar George Orwell. Aquí precisamente quería llegar, ya que, estimados lectores, esta antología de relatos que están ustedes a punto de comenzar gira en torno a la terrible posibilidad de que el futuro sea una pesadilla contra la que deberemos luchar, o deberán luchar nuestros hijos. Distopía, lo contrario de utopía, lo contrario a las sociedades ideales que tanto filósofos como escritores y políticos han planteado,

aunque, como podrán comprobar en breve, o como ya sabrán si han leído algunos clásicos distópicos, las peores distopías son las que no lo parecen, las que parecen utopías. Si me permiten, les pongo un ejemplo que entenderán a la perfección. Un mundo feliz, la genial novela de Aldous Huxley, publicada en 1932. Imagino que la conocerán –si no, están tardando–. La cuestión sería la siguiente: ¿Es una utopía el sistema planteado por Huxley? Seguramente sí. ¿O, por lo contrario, es una distopía? Probablemente, también. ¿Cómo puede ser esto? Sin duda es una utopía porque cumple con todos los requisitos: un proyecto optimista de sociedad que aparece como irrealizable en el momento de su formulación. Pero también es una distopía, que podemos definir como una utopía perversa donde la realidad transcurre en términos opuestos a los de una sociedad ideal. ¿Vivimos en un mundo feliz? Está claro que no, por lo menos no toda la humanidad. Pero muchas de las ideas que presenta Huxley están presentes en nuestra sociedad actual: el consumo exacerbado, el bienestar ridículo basado en la acumulación de más y más objetos pseudoplacenteros, el importantísimo papel de la ciencia, la destrucción de la moral y los dioses, la existencia de una sociedad que tiende a la psicopatía y a alienación de los individuos… Pero no somos felices, por lo menos no todos, y esto es porque solamente se han confirmado algunos de los elementos distópicos de la obra, y muy pocos de los utópicos. Tiempo al tiempo. Esto es lo maravilloso de las ficciones distópicas, que permiten replantearnos y analizar críticamente nuestra propia forma de vivir y la sociedad que nos rodea. Como habrán podido comprobar, he conseguido terminar este prólogo sin contar absolutamente nada de los relatos que han escrito mis buenos amigos murcianos de El quinto libro, Alfonso Gutiérrez Caro, Víctor Mirete, Cristóbal Terrer y Jesús Boluda. Era, en verdad, justo y necesario. Eso sí, podrán comprobar que tenía razón y, conforme vayan leyendo estas maravillosas historias, les vendrán a la mente mil reflexiones sobre estos futuros distópicos. Y

sabrán qué responder, como yo, cuando les pregunten por qué le gusta la ciencia ficción. Alberto Cerezuela, Escritor y director de Círculo Rojo editorial

PRIMA NOCTE Alfonso Gutiérrez Caro

P

or aquel entonces nos fabricaban en parejas. El Estado obtenía un beneficio en el proceso, ahorrando materias primas, abaratando costes y dando algo de tregua al maltrecho medio ambiente. Un bonito pack económicamente sostenible. En un alarde de originalidad, a mí me llamaron Dafne y a él Apolo. Por el mito, la escultura de Bernini y todo eso. Tras la activación y el análisis neurofísico nos dieron un destino a cada uno y no nos volvimos a ver. Así era como ocurría siempre, así todo permanecía en su lugar. El sistema funcionaba a la perfección, la sociedad seguía manteniendo su equilibrio. Todo marchaba de acuerdo con los deseos de quienes gobernaban el mundo.

Tras finalizar la Instrucción Básica Cognitivo-Motora pasé cuatro años en la academia de la Secretaría Estatal de Policía; primero realizando miles de ejercicios teóricos, después saliendo al exterior para ponerlos en práctica. No puedo decir que fuese la mejor en mi campo porque todos éramos igual de buenos. De hecho, no podíamos dejar de serlo, ventajas de un diseño creado expresamente para triunfar. Ventajas de una buena cocción genética. De todas formas el crimen llevaba un par de décadas en unos mínimos históricos. ¿Quién iba a robar, asesinar o delinquir del modo que fuese si solo existía una escala social? La respuesta a la pregunta la conformaban los dementes, los excesivamente ambiciosos y los que quedaban nublados por los instintivos efectos de la pasión. Sin embargo, los humanos la tenían tomada con nosotros. Les encantaba violarnos, torturarnos y asesinarnos. Se amparaban en la impunidad de una legislación que quedó obsoleta a las circunstancias de los nuevos tiempos. El Acta de Igualdad de Derechos, conocida de forma popular como el Acta de Junio, equiparaba de forma legal a Humanos Nacidos (nombre oficial asignado a las personas que habían sido engendradas) y Humanos Fabricados (el nombre que nos tocó a los androides). A algunos les costó comprender que ya no se podía abrir en canal a un androide para enseñarle a su hijo nuestras entrañas. Aquel fue un verano movidito. Se necesitó una campaña mediática que sableó parte de las arcas del Estado y removió de su cómodo asiento a más de un pez gordo que actuaba en sus dominios como un señor feudal. Esa era sin duda la peor parte del trabajo. A muchos Nacidos la placa les importaba un carajo. Te hacían sentir como si la persona que atentaba contra la ley fueses tú, mostrando algo que no se veía en las noticias ni de lo que se hablaba a las claras pero que mis semejantes y yo veíamos de forma cristalina: los Nacidos nos temían. Un miedo irracional nacido de una situación que les incomodaba, de un cambio de su status quo que pretendían

postergar. De pronto estábamos ahí, pero ya no podían tratarnos como a perros. La noche del día en el que el mundo se fue un poco más al garete me pilló cantando. Era todo cuanto hacía aparte de trabajar y alimentar mis funciones vitales. Solía ir al Lapsus Bar en mis días libres, un local bastante animado en el que no te pedían tarjeta de identidad. Les importaba poco que fueses Nacido o Fabricado, para ellos como si eres un unicornio rosa con alas. No se discriminaba a nadie mientras te comportaras y respetaras cada vez que alguien cantaba en el escenario. Si podías cumplir eso, las puertas del Lapsus estaban siempre abiertas. Estaba llegando a las notas más altas del clásico de la música disco I will survive cuando sentí el comunicador vibrar en mi cadera. Antes de darme cuenta la interfaz virtual se abrió ante mí mostrándome el holograma de Vansy, mi superior, terminando con mi día de asueto, cortando mi actuación en el momento álgido y enviándome la ubicación del lugar en el que debía personarme ipso facto. Cuando la comunicación cesó pude comprobar que la música seguía sonando mientras el público me miraba como si acabara de provocarles un gatillazo. Cosas del directo. Pedí disculpas y prometí volver y terminar la canción. Ha sido un placer, haced el favor y divertíos. Lo siento mucho, el deber me llama. Bajé de un escenario que apenas estuvo unos segundos huérfano y me alejé de los focos multicolores y un tímido aplauso que no acabé de merecer. Los primeros acordes de Strangers in the night sonaban cuando abandoné el Lapsus. Vansy me había enviado un archivo con ciertos detalles de la investigación de la que me debía ocupar: un presunto homicidio en la Casa de Turx, el prostíbulo de androides más célebre de la ciudad. Una de las prebendas de mi cargo como inspectora de la policía estatal era el uso del aeromóvil, el vehículo oficial para uso policial y militar que me evitaría cuarenta minutos de tráfico exasperante, media docena de semáforos eternos y sinfonías de

claxon, proporcionándome además a la vista un paisaje que no me cansaba de contemplar. La ciudad-jardín se extendía por decenas de kilómetros bajo mis botas de pelo sintético. Los edificios y vías se combinaban con naturalidad con las gigantescas zonas ajardinadas, los laberintos verdes de intrincadas formas, las hermosas plazas y sus manantiales artificiales. Me gustaba observar esas formas, como otros hacían con las nubes, lanzándose mi imaginación a combinar esos círculos y rectas, esas ondulaciones, entrantes y salientes, para imaginar imposibles criaturas que parecían descansar sobre el área urbana. La Casa de Turx era tan espectacular como perturbadora. Desconozco quién diseñó semejante edificio, o quién tuvo la idea de construir tal planta, pero el caso era que su visión provocaba cierto respeto. Se trataba de una pirámide invertida de doce plantas de hormigón, acero, cristal y luz en cuya cúspide se encontraba un hermoso parque circundando el helipuerto en el que acabó mi aeromóvil. Allí me esperaba una cohorte de agentes uniformados encabezada por mi jefe Vansy, uno de los pocos Nacidos de aquella época que aún se resistía a abandonar su puesto de trabajo y consagrar su vida al hedonismo. Eligió el camino difícil, o quizás el más entretenido. Vestía una clásica gabardina marrón oscura y, a pesar de contar cuatro pelos en su cráneo, se resistía a raparse media cabeza, como dictaba la moda. Quería hablar a solas conmigo, así que activó su comunicadorimplante de la nuca y yo hice lo propio. Instantes después nuestras mentes se encontraban en la sala de reuniones de la comisaría, el poco original entorno virtual que Vansy había creado para estas protocolarias charlas. –Has tardado –fueron las primeras palabras escogidas por mi jefe para darme la bienvenida. –Doce minutos y treinta y dos segundos exactamente. –Corta el rollo matemático, estamos de mierda hasta los ojos. –¿Porque han asesinado a una prostituta? Jefe, con todos los respetos, por desgracia no es ni el primer ni el segundo caso de

este tipo que atiendo… Y supongo que usted habrá tenido algunos más. –Nunca aquí, Dafne. Esto es una especie de territorio protegido. –Sandeces. Es un prostíbulo y se han cargado a alguien. Se investiga, se caza al criminal, se le pone en custodia y a correr. –Como se nota que no tienes ni diez años y que no te has molestado en leer un poco de historia local. Eso debió de molestarme, pero por aquel entonces ya estaba tan curada de espanto que casi nada conseguía picarme. –¿Lo dices por Ismael Turx? –repliqué sin pensármelo dos veces–. Sé perfectamente quién es. –¿Perfectamente? Lo dudo. –Sé que esta gente pertenece a una de las familias que fundaron la ciudad hace unas cuantas generaciones, ¿eso les hace intocables? –Bueno, no es que eso sea moco de pavo, pero hay más – Vansy se apoyó en el escritorio virtual, se llevó la mano al bolsillo y sacó un cigarrillo que rápidamente se llevó a los labios. –¿En serio has diseñado esta porquería de sitio para que se pueda fumar? –Ya que no me dejan en el exterior... Este pequeñín activa los mismos receptores cerebrales que uno de verdad. –Así que por eso estamos aquí, ¿no has podido decírmelo en carne y hueso? –Escucha, Dafne, esta situación es muy delicada. Tengo órdenes de arriba, de muy arriba, ¿lo pillas? –Órdenes para saltarte órdenes.

–Ya sabes cómo funciona este trabajo, la teoría es una cosa y la práctica… –Venga, sí, rollo confidencial, cero filtraciones, solo te informo a ti. Sin escándalos. –Y con delicadeza, Dafne, con mucha delicadeza. No quiero que ninguno de estos hijos de puta fundadores de la patria nos ponga la mínima objeción a nuestro trabajo. –¿Puedo ver ya el cuerpo o nos pasamos toda la noche de cháchara en esta maldita burbuja de humo virtual? Vansy me dedicó una última mirada reprobatoria antes de salir de la conversación virtual y regresar a la fría terraza con el ruido del helicóptero y la compañía de los guardias. El muy imbécil hizo ademán de llevarse el cigarrillo a la boca, cigarrillo que ya no estaba entre sus dedos, claro. Él vio que le vi, y se puso rojo como un tomate. –Está en el ático, en la suite Inmaculada –me informó Vansy, tratando de salir del paso. –Bonito nombre para una sala destinada al folleteo. ¿Habéis hablado con el resto de chicas? ¿El servicio? –No, creí que sería más oportuno que lo hicieras tú. Te están esperando en una habitación contigua. No hicieron falta más palabras ni instrucciones. Escoltada por un par de guardias bajé los doce escalones que me llevaron a un largo y enmoquetado pasillo color oro. En aquel pasillo solo había dos puertas, unas majestuosas con un marco plateado surcado por ángeles, nubes, rayos y otras criaturas celestiales; y otra más normalita de madera pintada de blanco. Estaba claro por cual se accedía a la suite y por cual no. Llegamos hasta la puerta del cielo y uno de los guardias me abrió con una tarjeta. Solo pasé yo. El adjetivo más adecuado para describir aquella habitación era excesivo. También valían exagerado, desmesurado, incluso rococó. No había centímetro sin

decorar, techo sin moldura de escayola imitando forma natural, humana o fantástica. El centro de la estancia estaba dominado por una gigantesca cama con un dosel que imitaba al destruido baldaquino de San Pedro con más ángeles y figuras alegóricas, sus columnas salomónicas y, en lugar de una cruz coronando el conjunto, se encontraba el escudo familiar con la majestuosa T de los Turx. Casi daba pena pisar aquella alfombra roja con filigrana de oro bordada. Contemplar aquellas paredes llenas de cuadros y relieves era como estar en un arrogante museo. Lo que yo iba buscando se hallaba más allá de la cama, tirado en el suelo, cubierto por una cápsula de conservación. Me agaché un momento junto al bulto y pulsé el botón que hizo que la vaina se replegara sobre sí misma para mostrarme la atroz escena que temía echarme a la cara. Un androide de placer último modelo, de tez morena y pelo corto negro que atendía al nombre de Ilia, vestida para la ocasión con un camisón negro transparente, se encontraba tumbada boca arriba con los brazos casi en cruz. La chica miraría al techo si no le hubiesen estallado sus globos oculares. Presentaba sangre alrededor de las cuencas de los ojos, claro está, así como en los oídos, fosas nasales y boca. Era como si el contenido de su cráneo hubiese decidido buscar un nuevo hogar. Eché mano de mi mini mochila para inyectarle al cuerpo el Rastreador, el chip que recorrería su organismo en cosa de segundos para darme la esperada causa de la muerte: colapso estructural. Vale, pero ¿provocado por qué? Bueno, eso no lo decía el aparatito, eso lo tenía que averiguar yo solita. Ni rastro de ADN externo, ni fibras ni historias. Estaba sola. Los investigadores de crímenes contra Humanos Fabricados nos encontrábamos con una dificultad que antaño no existía. Antes de la LIR, la Ley de Intimidad Reforzada, cuando un androide acababa destruido por la causa que fuese, era posible ver en su disco duro los segundos anteriores a su destrucción, cosa que ayudaba una burrada en materia de investigación. Mira, ese tío le ha reventado la cabeza con un bate. Listo, caso cerrado. A este otro le han echado un recipiente de ácido encima. Vale, archivando el caso.

Pero ya no había videos, tampoco cámaras de seguridad en ninguna parte. La privacidad era absoluta, el don más preciado, el derecho más protegido. Me iba a tocar averiguar los hechos a la antigua usanza: preguntando y deduciendo, recogiendo pruebas definitivas de aquella escabechina. Dediqué unos minutos más a deambular por la habitación en busca del menor indicio, de algo que no cuadrase, de cualquier cosa fuera de sitio. Pero aquel lugar estaba, como no podía ser de otra manera, inmaculado. Llegó el momento de ir a la habitación contigua, aquella a la que se accedía por una bien simulada puerta que se confundía con la decoración tipo Versalles. De hecho, el pomo estaba formado por una figurita de un querubín dorado con un trapito tapándole las vergüenzas. Al otro lado había una habitación diez mil veces más sobria con paredes color pastel, un par de largos sofás y tres armarios, una ducha móvil y hasta una jaula de la que no quise barruntar su uso. Allí encontré a dos personas, una Nacida, otra Fabricada. La primera trabajaba de asistente principal de cámara, rimbómbate nombre para decir camarera, aunque el mero hecho de ser Nacida indicaba que se trataba de una persona de confianza de la empresa; la segunda era otro modelo de placer que, según parecía, había estado con el androide destruido minutos antes de entrar a la suite. Ella la ayudó a prepararse para la cita. A su lado pude ver uno de esos perros robots parlantes que tan de moda se habían puesto unos meses atrás. Por fortuna estaba desconectado. –¡Ya está bien! –vociferó la camarera al verme. Se puso de pie, levantó las manos y dirigió raudos pasos hacia mí–. ¿Se puede saber qué hago aquí encerrada cuarenta putos minutos? ¿Estamos locos? Ni que fuera la primera muñeca que se rompe. Muñeca. Esa era la palabra que empleaban muchos Nacidos para designarnos. A pesar de no ser un término agresivo, el nombre ocultaba una clara acción peyorativa. La triste e irónica verdad era que la mayoría no nos podían ni ver, aunque nos necesitaban para seguir existiendo.

–Tranquilícese, por favor –le dije–. Según el informe preliminar usted debe ser Rita, la asistente de… –Sí, soy yo. Dime dónde coño tengo que firmar y me largo. Suficiente tiempo he perdido aquí ya hoy. –No creo que sea tan fácil la cosa. Antes de firmar nada, debe… –No debo hacer nada, mujer de hojalata. Una puta se ha roto, llevaos sus restos y la empresa suministradora traerá una nueva. ¿Qué puñetero problema hay? –Rita, haga el favor de dirigirse a mí como es debido. Si colabora la cosa no nos llevará más de un par de… –¿Colaborar? ¿Qué te has creído que eres? Llevas una placa porque nadie más quiere dedicarse a eso, bonita. No vengas con ínfulas, me importan una mierda las leyes de cara a la galería. Los vuestros no debéis olvidar quienes sois, ni quienes os crearon. –¿Fuiste tú? –en ese momento se me acabó el hablarle de usted, también la paciencia. –¿Qué si fui yo de qué? –La que nos creaste. ¿Lo hiciste tú? He leído tu expediente y no tienes ningún certificado de ingeniería biorobótica. Tampoco pone que hayas cursado estudios superiores. De hecho, lo único que pone es que eres la que le trae los cubatas a los puteros, perdón, a los clientes, y limpia las manchas de semen y otros fluidos corporales de las habitaciones cuando han acabado. ¿A esto sí te gusta dedicarte? El rostro de Rita adquirió una expresión tan desagradable que no pude reprimir sentir un gran placer. Iba a decir algo, probablemente alguna respuesta poco inspirada relacionada con el convencimiento de que era superior a mí, pero no la dejé meter baza. El tiempo de la cortesía y de escuchar gilipolleces tocaba a su fin.

–Rita, no perdamos más el tiempo, ¿de acuerdo? Tú te quieres ir, yo quiero perderte de vista cuanto antes, pero para que eso pase tienes que responderme a un par de preguntas. Relleno el informe con tu declaración, lo firmas y adiós. Si no tendré que llevarte a comisaría y la cosa se alargara unas cuantas horas más. ¿Qué te parece? –Que eres una zorra. –Pero tengo razón, ¿no? –la camarera asintió a regañadientes, con las orejas a punto de echar humo–. Está bien, empecemos. Cuéntame con todo el detalle que seas capaz de reunir qué es lo que pasó en la suite Inmaculada. Todo lo que sepas sobre Ilia. –Eso ya te lo he dicho. La muñeca se rompió, no sé nada más. –¿La viste romperse? –Claro que no, somos lo que somos gracias a la confidencialidad. Me dedico a lo que me dedico porque confían en mí. Mucho más que en las muñecas. –Pero tú preparaste la estancia, ¿no es así? –La preparé con todo lo que el cliente pidió de antemano. Pero ni vi nada, ni estaba allí cuando ocurrió. –¿Quién era el cliente? –probé, aunque sabía de sobra la respuesta. –Para ir tan de sabionda parece que te falla alguna conexión. Aquí los clientes son todos anónimos, vienen porque se sienten protegidos. Lo pagan bien, como podrás imaginar. –¿Protegidos para matar? –Puff, no seas absurda. Hay un fallo en el aparato, no hay más. –¿Aparato? –Vamos, tampoco hay que tomárselo de forma personal. Yo soy un conjunto de huesos y pellejo y tú otra cosa. Es lo que hay.

Por ahí no había demasiado que rascar, estaba cerrada en banda, era una mujer de empresa y sabía perfectamente lo que debía decir y lo que debía obviar. Una mujer de otra época, llena de prejuicios y afán de superioridad que no me iba a ayudar lo mas mínimo. Lo más grave era que, con toda probabilidad, estaba diciendo la verdad. –Está bien, Rita. Buenas noticias: ponme la huella aquí y ya te puedes ir. –¿Ya? ¿Y qué pasa con ésta? –preguntó extrañada señalando al androide de placer que permanecía en absoluto silencio en el sofá. –Ahora es su turno. Gracias por tu colaboración, ahí tienes la puerta. –Yo debería estar presen… –No, para nada. Adiós. Rita me dedicó la última y más rebosante mirada de odio de la noche. Tardó unos segundos en decidirse a abandonar la sala, no sin antes pasar cerca de la chica del sofá y decirle algo al oído. No pude oír nada, pero fijo que no fue un chiste. Aquella severa mirada olía a amenaza que tiraba para atrás. Fui hasta el sofá y me senté al lado de aquella bella estatua. Desvió unos enormes y preciosos ojos azules hacia los míos, haciendo girar también en el proceso su brillante melena rubia. Sus rasgos faciales parecían sacados de la célebre estrella del celuloide de mediados del siglo XX Marilyn Monroe, aunque en contraste vestía un moderno mono multicolor que le daba una apariencia extraña, demasiado ecléctica. –Tú eres Norma, ¿verdad? –Sí. –¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? –Seis años.

–¿Has estado hoy ahí dentro? –No. –¿Has preparado y acompañado a Ilia? –Sí. –Sí, no, sí, no… Chica, pones difícil que no nos sigan llamando robots. –Lo siento, yo… Estoy muy nerviosa… no sé ni qué decir. No me creo lo que ha pasado. Llevo todo el rato haciéndome a la idea. –Por desgracia no es el primer modelo de placer que es asesinado. –Lo es para mí, nunca había vivido algo así. –Háblame de Ilia. ¿La conocías bien? –Solo de esta tarde. –Mm, creí que los empleados convivís en la misma planta cuando no estáis de servicio. –Y así es, pero ella es, bueno, era nueva, vino esta misma tarde. –¡No me digas! Pues sí, la chica era nueva, estaba debutando cuando fue asesinada. Ni siquiera tuvo la oportunidad de estrenarse. Aquel detalle lo cambiaba todo. –¿Estás segura? –pregunté ante su serena mirada. –Pues claro. –¿Y cómo… era? Supongo que algo hablarías… ¿Qué te dijo? –Poca cosa. Estaba centrada, preparada para su labor... Apenas me preguntó por los demás ni por nada más.

–Según figura en la nómina de empresa hay cuarenta y ocho chicas de placer y veintiún chicos. ¿Por qué crees que hacía falta alguien más? –No lo sé, esa sería una buena pregunta para el dueño. Cada cierto tiempo traen alguna chica o chico nuevo… quizás los clientes se aburren de acostarse siempre con los mismos. –¿Qué sabía ella de su cliente de hoy? –¿Ella? Nada. –¿Y tú? –Bueno, saber tampoco nada, imaginar mucho. –Explícate, Norma. –Cuando viene una chica nueva suele pasar la primera noche con el señor Turx. Debí de abrir demasiado los ojos, tanto que asusté a esa muchacha. Pues claro, ¿cómo no había caído antes? La primera noche, la jodida Prima Nocte… Una costumbre, un derecho que solían invocar los dueños de las casas de placer para probar la mercancía antes de ponerla en circulación. Una modalidad extraída de un abominable uso (más bien abuso) de época medieval, en la que los señores feudales tenían la supuesta potestad de mantener relaciones sexuales con cualquier mujer que habitara sus tierras, que fuese su sierva, la noche antes de que ésta tomase matrimonio. Legalmente existía un vacío que posibilitaba la extensión de esa práctica. –¿Tú pasaste por ahí? Norma asintió. –¿Y crees que Ilia…? –De verdad que no lo sé, pero ya has visto a Rita. Estaba demasiado nerviosa, más intransigente de lo normal.

–¿Os trata bien esa imbécil? –Siempre y cuando vayamos a lo nuestro. No es una mala persona, aunque no termina de aceptar la realidad, aún vive en otra época. –Eso les pasa a muchos, pero el tiempo no perdona ni espera a nadie. El cambio ya está aquí, y quieran o no se van a tener que acostumbrar. Me puse de pie y Norma me imitó, sabía que habíamos terminado. Asintió con convencimiento y alargó su mano hacia mí. Tras estrechársela encaminó sus pasos hacia la puerta de salida, un caminar parsimonioso y casi hipnótico que se llevó mi mirada. La tipa parecía levitar unos centímetros sobre el suelo. Abrió la puerta e iba a desaparecer de la escena cuando giró el cuello y volvió a clavar esos llamativos ojos color cielo de agosto sobre mí. No había duda de que habían hecho un gran trabajo con ella, su belleza era arrebatadora, irradiaba algo poco frecuente, algo que te obligaba a no apartar la vista. –Si de verdad la han matado… no dejes que se libren. No pueden seguir tratándonos así. Desapareció dejando la puerta abierta a su paso, sabiendo que por allí discurriría mi camino. Iba a llamar a Vansy pero al final pasé de hacerlo, sabía perfectamente lo que me iba a decir en cuanto le pronunciase las palabras Prima Nocte, en cuanto viese que mi principal sospechoso era ese al que más le interesaba proteger. El condenado dueño del tinglado. Tenía que bajar. La residencia de Ismael Turx se encontraba en la séptima planta, una cuestión de superstición. El siete era su número favorito, el clásico número de la suerte. El ascensor era un inmenso tubo de cristal que ofrecía unas alucinantes vistas de la ciudad a veinte metros por segundo. Las luces de los edificios ofrecían variados e imaginativos mosaicos, los transportes aéreos centelleaban, los inmensos carteles publicitarios en movimiento te invitaban a consumir como si no hubiese un mañana.

No estaba segura de si me iban a recibir en la planta séptima, tampoco si me iban a dejar siquiera acceder a ella. Al llegar al número 7 el ascensor se detuvo, pero las puertas no se abrieron. En lugar de eso una pantallita holográfica se materializó frente a mí mostrándome la imagen de un tipo con pinta de estirado, ataviado con gafas tácticas y un pinganillo en el oído. –Esta planta ha sido restringida a las visitas, señora… –Dafne. Soy la agente al mando de la investigación del asesinato de la Humana Fabricada llamada Ilia. –No hay cita alguna concertada con usted. Vuelva cuando la consiga. –Abra la puerta o en cosa de cinco minutos alguien la hará por usted y le pondré en custodia por obstrucción a la justicia. –Bobadas. –Es una investigación catalogada de asesinato. Hable con su jefe, solo quiero hacerle unas preguntas al señor Turx. Y no se dé tantos vuelos, esto le queda muy por encima. La imagen desapareció dando lugar a unos segundos de incertidumbre en los que simplemente permanecí parada en el aire, flotando en mitad de aquella luminosa noche a siete plantas sobre el suelo. Entonces las puertas se abrieron, regalándome a la vista el interior más ostentoso que había visto nunca. Las paredes eran negras y plateadas, el suelo una moqueta bermellón que se extendía por un amplio pasillo salpicado de puertas. De pronto se abrió una de ellas, situada a la derecha. Aquel umbral daba a una gigantesca sala circular en la que se encontraba el tipo de las gafas y el pinganillo en persona. El extraño tipo no dijo una palabra, tan solo se puso de pie y se dirigió hacia unas puertas de bronce brillante que imitaban a las del Infierno de Rodin. Me echó un vistazo de arriba abajo, sin duda escaneando con sus gafas mis armas (una Glock y una navaja suiza) y demás pertenencias y abrió una de las hojas de las pesadas puertas.

Aquello era sin lugar a dudas el despacho del señor Turx. Una estancia de planta heptagonal (qué sorpresa), de opresivas paredes rojas y suelo ajedrezado. Las obras de arte se sucedían por doquier sobre decorando una espacio dominado por un cuadro de un bigotudo señor vestido de traje militar. Bajo el cuadro, que debía medir más de dos metros de largo, se encontraba un tipo de unos cincuenta años sentado en una tradicional butaca con orejeras. Iba ataviado con un traje gris con solapas gigantes, como dictaba la moda, y una pajarita roja mal rematada. –El señor Ismael Turx, supongo –dije acercándome. –La inspectora de policía. –Esa soy yo. –Por favor, tome asiento. ¿Le apetece un refrigerio? ¿Té quizás? –Gracias señor Turx, pero lo único que me apetece es solucionar este caso de la forma más eficiente y rápida posible. –En ese caso ambos deseamos lo mismo. Le dediqué una de mis miraditas y le sonreí antes de sentarme en el sillón gemelo que había a su lado. Dediqué unos segundos a analizar ese horror vacui que asaltaba a cada centímetro de pared, a la amalgama de estilos que probablemente recibiría un nombre pero que para mí solo era el súmmum de lo hortera. –¿Ha pasado la noche con Ilia? –¿Con quién? –preguntó Turx revolviéndose en su asiento. –Vamos, por favor. ¿Muere una empleada de su empresa y no sabe siquiera como se llama? –Perdone mi insensibilidad, de verdad. Esta es una empresa muy grande, apenas conozco a un par de personas por su nombre. –Le perdono. ¿La conocía aunque no supiese como se llamaba?

–No, nunca he hablado con ella ni la he tratado. De hecho, se ha unido a nuestro equipo hoy. La única vez que la he visto ha sido hace una hora tirada en el suelo de la Inmaculada. –Ya… ¿Quién se encarga de…. digamos, las contrataciones? –Eso es cosa de recursos humanos, hacen un balance trimestral del estado del negocio, un estudio de mercado, oferta y demanda, esas cosas, y actúan en consecuencia. Yo ahí ni entro ni salgo. –Je, tiene gracia eso de entrar y salir… –Yo no le veo la gracia por ninguna parte. –Relájese, hágame el favor. –¿Le parezco nervioso? –Más bien esquivo, trata de mantener la compostura con la mayor dignidad posible, y no lo hace del todo mal, pero recuerde que soy un androide adiestrado y programado para analizar a la gente. –Creí que era usted policía, no psicoanalista. –Son dos profesiones más parecidas de lo que cree –le repuse con agilidad, si aquel tipo pensaba ganarme en el campo dialéctico la llevaba clara–. Dígame, ¿suele usted meter la polla en su olla? –¿Qué…cómo se atreve? La provocación había surtido efecto, ya lo tenía más tenso y cabreado, fuera de la pose de dios supremo alejado del mundanal ruido que hasta ese momento estaba adoptando. –Solo digo que si suele acostarse con sus androides de placer. –Pues no. Nunca he hecho tal cosa, agente. –¿Por qué? desconozca…?

¿Estaría

infringiendo

alguna

ley

que

yo

–Solo mi ética. El negocio es el negocio, los placeres los busco en otros lugares. –Claro. ¿Le suena de algo la expresión Prima Nocte? –Claro que sí, no soy un advenedizo en esto. Es una especie de tradición… Me parece una modalidad respetable, allá cada uno con sus ideales y su dirección, siempre dentro de los márgenes de la ley, claro. Pero yo nunca he solicitado, por así decirlo, ese derecho. –Entonces me parece que hay un problema. –¿Qué problema? –Una de sus empleadas afirma que ha sido objeto en esta empresa de esa práctica. Y no ha sido la única… –¿De la Prima Nocte? Imposible, ya se lo estoy diciendo. –Por favor señor Turx, no le estoy acusando de nada, pero si me miente de forma deliberada tendremos que continuar con esta conversación en… –¡No miento! Le estoy diciendo la verdad –el tipo se puso de pie hecho una furia y avanzó un par de pasos hasta acercarme su cara a escasos diez centímetros de la mía–. Vamos, venga, analice, póngame el polígrafo, píncheme pentotal o lo que sea que usen ahora para esto. –No voy a hacer nada de eso, solo quiero comprender lo que ha pasado aquí, llegar a la verdad. –Yo también lo deseo. Jamás había pasado algo así aquí, estoy afectado aunque no conociese a esa chica… Aunque no lo crea. Además, como podrá comprender, no es nada bueno para el negocio este tipo de sucesos. Las noticias ya se han hecho eco, el efecto boomerang no tardará en llegar al sector. Estoy jodido. –Entonces ayúdeme, señor Turx, aquí hay algo que se nos escapa. ¿Qué necesidad tendría su empleada de mentir? Le

recuerdo lo extremadamente complicado que nos resulta hacerlo. No está en nuestra… naturaleza. –Lo sé muy bien, pero por más que lo pienso no… Entonces Ismael Turx se quedó como hipnotizado. No, más que eso, sus ojos se desplegaron como dos velas de barco, su boca se abrió, aflorando una dentadura blanca e impoluta, desencajándose la mandíbula. Estaba mirando al gigantesco cuadro que teníamos encima. –¿No qué? –le pregunté mientras me ponía a mirar también aquella supuesta obra de arte. –Mi padre. –¿Su padre? –Sí, Rafael Turx, el fundador de la empresa… –El jefazo… –El verdadero dueño de todo, sí. –¿Sabe si su padre…? –¿La Prima Nocte? Claro, estoy seguro de que lo hacía, pero hace mucho tiempo de eso…. Ahora él, bueno, desde hace un tiempo está… enfermo. –¿Qué le pasa? –Desde que murió su última esposa anda con la cabeza perdida. Depresiones, medicación, degeneración celular masiva. –Vamos, que se está muriendo. –Sí, pero así lleva tres años y ahí sigue. –¿Cree que con su condición ha podido estar hoy aquí conociendo a Ilia? –Parece improbable dado su estado, pero mi padre es capaz de todo, agente. No de matar a una de esas chicas, eso es una

abominación, pero él tiene total acceso al edificio, lo conoce mejor que nadie, a veces lo ves arriba o abajo… es casi como un fantasma. Un fantasma que aún controla la mayor parte de la empresa. –¿Me está diciendo que no hay manera de saber si su padre ha estado en este edificio hoy? –Si él no quiere que se sepa no se sabrá, eso está claro. –¿Y cómo le contacto? ¿Puede llamarle por teléfono? No sé, se me ocurre que quizás podría decirle que viniera… si acaso no está ya aquí. –Eso lo veo complicado. –¿Por qué? –Porque no me coge el teléfono desde hace meses. No hablamos desde… ya ni recuerdo la última conversación que tuve con él. No hay relación. –Pues dígame como doy con él. –Eso ya es más fácil. Solo es cuestión de tiempo que acabe en el Péndulo de Zeus. Ese es su escondrijo, el lugar al que solía ir con Adora. –Adora es su mujer fallecida. –Exacto, si hay un lugar al que siempre vuelve es al Péndulo. Me despedí dándole las gracias sin demasiado convencimiento. Se agradece la colaboración, voy a ver si encuentro al chiflado de tu padre… Venga, nos vemos. Obviamente no le dije eso, aunque no me dio la impresión de que a aquel hombre le hubiese afectado demasiado que me metiera con su padre. Él mismo lo había dicho: ya no había relación. Salí zumbando de aquel pasillo de pesadilla cromática y el ascensor me llevó hasta la terraza. A diferencia de cuando llegué, el lugar se encontraba prácticamente vacío, solo dos guardias hacían

turno de noche para controlar quién entraba y salía de aquella demencial pirámide. Además había empezado a llover. Volví al interior de mi aeromóvil e introduje el nombre “Péndulo de Zeus” en el navegador. Tenía oídas de aquel lugar pero nunca había tenido la oportunidad, tampoco la curiosidad, de ir a visitarlo. El vehículo despegó y resquebrajó el cielo con uno de sus típicos acelerones. Sabía que debía informar a Vansy, de hecho, tenía un par de llamadas perdidas suyas en mi comunicador, pero aún no iba a revelarle mi destino, no hasta que tuviera algo sólido. La noche reverberaba salvaje a mis pies. La ciudad infinita, en continua expansión, la locura de luces, edificios y transportes que bien parecía un enjambre enfurecido. Surqué varias decenas de kilómetros hasta que lo vi. El Péndulo de Zeus era un delirio arquitectónico fruto de una época afortunadamente superada. Un tiempo en el que la monumentalidad, el exceso e incluso la épica cobraron una relevancia inusual para modelar una ciudad que ya tendía al desbordamiento. La colosal estatua de Zeus medía como media Estatua de la Libertad, portando en su mano derecha el susodicho péndulo, una estructura circular, siempre oscilante, siempre en movimiento, al que se accedía través de un ascensor exterior. Allí ya no iba nadie. El lugar tuvo su momento de esplendor unos años atrás, cuando suponía una novedad extravagante, un estúpido mirador revuelve estómagos. Yo pasaba de aquella frívola pieza de pseudoparque de atracciones, aunque he de admitir que esa noche el péndulo ofrecía unas vistas de la ciudad que sobrecogían. La esfera que protegía el péndulo evitaba que la lluvia que se estaba tornando en aguacero estropeara aún más la velada. Descendí con el aeromóvil hasta el suelo y aparqué en la calle, junto a la gigantesca chancla derecha del rey del Olimpo. Pagué la prohibitiva entrada (otra razón más por la que aquello era un lugar que a nadie le interesaba) y el elevador me llevó hasta el sitio en un abrir y cerrar de ojos.

No fue difícil dar con el viejo. Se encontraba sentado en su silla levitadora, justo al borde del cristal que separaba el borde del Péndulo de la nada. Conforme me acercaba a él podía comprobar que poco quedaba ya de aquel bigardo caballero del gigantesco cuadro que presidía el salón del despacho de su hijo. Por no quedar no le quedaba ni el bigote. Aquello era más bien un saco de piel arrugado que se las apañaba para contener unos débiles huesos. Ojos grises carentes de brillo vital, rostro escuálido, la cabeza clavada entre los hombros. Parecía estar más cerca de los cien años que de los setenta y cinco que supuestamente tenía. Se percató de mi presencia antes de que le dijese nada. Ni siquiera tuvo que mirarme, le bastó con escuchar mis pasos, con adivinar mi presencia en aquella solitaria azotea, para comenzar a hablar. Su voz parecía emerger de la más oscura caverna de la tierra. –Han dado conmigo antes de lo que esperaba. Buen trabajo. –Ha sido cosa de su hijo. Se ve que es usted un animal de costumbres. –Mi hijo… ja, claro. ¿Tiene usted hijos agente…? Ah no, perdone mi torpeza, qué cabeza la mía. A mi edad las distintas eras confluyen, ¿sabe? En un momento estás a mediados de siglo, con solo policías Nacidos, y de repente pasas a finales sin darte apenas cuenta. Vosotros no podéis concebir. –Por el momento. Supongo que es cuestión de tiempo. –No lo dudo, agente. Todo lo es. –Es inspectora. ¿Qué hace aquí señor Turx? –Me parece que está bastante claro. Admiro una ciudad que se engulle a sí misma. –¿Por qué aquí? Hay lugares menos cutres y más baratos para ver lucecitas y coches volando.

–Lo cutre y pecuniario es lo de menos, este lugar tiene un significado para mí. Estando aquí revivo momentos que desearía que nunca hubiesen terminado. –Qué bonito. Así que este mirador es su memento… –Algo así. Si pudiera me lo llevaría en el bolsillo, sería mi tesoro más preciado, el lugar… –En el que conoció a su esposa. A su última esposa. El viejo me lanzó la primera mirada de la noche, una de las pocas que tendría a bien regalarme. Estaba cargada de tristeza, de melancolía, como un perrito cuando sabe que su amo ya no va a volver nunca más. –Adora. La única que de verdad considero mi esposa –dijo tragando el nudo que se le había formado en la garganta–. Antes aquí se hacían cosas, se celebraban fiestas, tenían lugar aperitivos distinguidos donde se juntaba la flor y nata de la ciudad. Hace un lustro que mi mujer y yo nos conocimos, justo aquí, sobre esta losa. Yo era un hombre, no la piltrafa que ahora tienes delante, y Adora la mujer más asombrosa que había visto en mi vida. –¿Y a eso se dedica ahora? ¿A mirar con nostalgia y auto compadecerse? Pensé que era usted diferente… –¿Qué es lo que sabe de mí para decir eso? –Solo lo que está en la red. Que es usted uno de los principales empresarios de la galaxia, que tiene filiales de su empresa repartida por diversos sistemas. Su pasado en el ejército estelar… –Se va demasiado lejos en el tiempo. Todo eso que cuenta es como si hubiese pasado en otra vida… A veces me cuesta recordar todo aquello, las imágenes se funden, los recuerdos se emborronan. No me reconozco tomando la base del planeta Qx-98, o repartiendo ayuda humanitaria por sistemas perdidos de la mano de Dios. Supongo que no puede entenderme… usted debe recordarlo todo con exactitud.

–Está en lo cierto, no hay detalle que no pueda evocar, hecho, palabra o gesto. Todo queda almacenado, y tengo un continuo acceso a ello. Pero sí que le entiendo, el cerebro humano de los Nacidos es bien distinto al nuestro. –Lo que relata es mi primera vida, la segunda se inició cuando conocí a Adora. Puede que suene cursi, pero tanto me da, es la pura verdad. Mi verdad. A partir de ese momento, desde que nuestras manos se juntaron por primera vez en esta terraza, todo lo anterior dejó de importar, de definirme. Ella hizo que me convirtiese en otra persona. –Una persona dedicada al negocio de la prostitución. –Prostitución legal, no lo olvide. –Prostitución al fin y al cabo. Volvió a mirarme y asintió con la cabeza. Creí ver un esbozo de sonrisa, ese hombre ya no estaba para peleas dialécticas ni juicios morales, iba a aceptar todo lo que dijera, mayormente porque yo estaba en posesión de la razón. –Lo que usted diga, inspectora, aunque en mi defensa he de añadir que el negocio lo lleva controlando mi hijo más tiempo que el que yo lo hice. Cubrimos una necesidad, una demanda, si no lo hiciésemos nosotros lo harían otros. –Un discurso tan precioso como emotivo, pero creo que ya va siendo hora de que me diga que ha estado haciendo esta noche en la sede de su empresa. –¿Tienen pruebas de que haya estado ahí? –Ya sabe que no, pero eso no significa que no sea así. –Está bien, no se preocupe por tecnicismos, ya me tiene, no pienso oponer resistencia. Ya no. Quizás en otro tiempo, en esos años que ha mencionado del rifle de láser colgado al hombro y la conquista de nuevos mundos le habría destrozado ya… Pero, como digo, ya no soy esa persona.

–Y yo que me alegro. Más que nada porque no hubiese tenido ninguna opción contra mí, ¿es consciente de eso, verdad? –Tiene una gran seguridad en usted misma, y eso está muy bien, pero en aquella vida no era de los que se amilanaban fácilmente, habría opuesto una resistencia feroz. Y cuando uno lucha con su vida en la mano el resultado puede ser impredecible. –No, el resultado estaría claro, pero pasado esta noche en su negocio. Ilia, la existen remedios químicos muy potentes, usted para muchos trotes, sexualmente derecho de Prima Nocte con ella?

volvamos a lo que ha chica nueva… Sé que pero no parece estar hablando. ¿Invocó el

–¿El qué? –Por favor, señor Turx. No haga eso, no desmonte la buena impresión que me está dando. –Yo no necesito invocar nada, yo solo era un cliente más… con un encargo de lo más insólito. –¿De qué habla? Rafael Turx hundió su mano derecha en el interior del voluminoso abrigo que llevaba para mostrarme a continuación un pequeño objeto plateado. Era como una esfera plana de unos cinco centímetros de diámetro. Aquello emitía un brillo extraño, una vibración difícil de explicar, no había duda de que estaba fabricado con algún material de procedencia extraterrestre. Lo sostuvo entre dos temblorosos dedos durante unos segundos. –Esto es mi mujer. Bueno, en realidad lo que queda de ella. –¿Qué? Creo que no le sigo. –Está bien, vayamos por partes. Mi mujer murió mientras estábamos en Qell de viaje de placer. Si alguna vez tiene la oportunidad de ir no lo dude, es el planeta más hermoso que he visitado nunca. –Tomo nota.

–Acabábamos de visitar los célebres cráteres azules cuando, de repente, mi esposa sufrió un infarto que la fulminó en cosa de segundos. Solo tenía cuarenta y tres años… Yo le sacaba unos cuantos pero el corazón que falló fue el suyo… ¿Puede ser la vida más injusta? A mi mente vinieron un par de convincentes respuestas que desmontaban su aseveración, pero decidir pasar. Era evidente que el hombre llevaba sufriendo mucho tiempo, estaba ya en las últimas pero había algo que le impedía marcharse de una vez de este mundo. Seguía agarrado con fuerza a algo, a una última esperanza. –¿Y qué paso después? –le pregunté, porque era obvio que algo más había pasado después. –Me llevé el cuerpo de Adora del hospital en el que acabó. Verá, en el interior de Qell viven una serie de tribus autóctonas. Seguro que ha oído hablar de ellas... –¿Los Qellin? Una especie ciberbiológica. –Exacto. El caso es que yo había oído hablar de ciertas prácticas que estas tribus llevaban a cabo, rituales después de la muerte. Al parecer, transferían el alma de la persona fallecida a una especie de medallas que iban a parar al colgante de los líderes tribales. Aquellos seres son enormes, deben alcanzar fácil los dos metros y medio de alto, y en sus cuellos llevan cientos de piezas como esta colgando. Cientos de almas que, de esa manera, siguen en comunión con su sociedad, siguen estando presentes. Pueden invocarlos, transferirlos durante un tiempo a otro cuerpo. –Vale… lo pillo. Cree que el alma de su mujer está encerrada en esa especie de moneda. –Usted no lo entiende… Hasta esta tarde lo creía, ahora sé que es cierto. –¿Por qué? –¡Porque he vuelto a hablar con Adora! Solo han sido unos instantes, apenas unos segundos, pero he reconocido su forma de

mirarme, sus palabras… Al fin he conseguido vivir un momento más con ella. Le miré como se debe de mirar a los locos, ceño fruncido y sonrisa de circunstancias. Después vino un silencio incómodo que finalizó cuando resoplé. –Es evidente que no me cree, y no la culpo por ello. Pero esa Ilia, la pobre chica cuyos sesos han salido desparramado por sus ojos, ha sido Adora durante unos segundos gracias a esta pieza. –¿Y cómo es eso posible? –No es la primera vez que lo he intentado, pero sí la primera que ha funcionado… Y ya ve el trágico resultado. Primero experimenté con androides de contrabando, sin ningún resultado. Después se me ocurrió utilizar a las modelos de placer de mi empresa. Cuando viene una chica nueva a una de mis sucursales concierto una cita y acudo con esto –de nuevo la pieza brillando y vibrando de ese modo tan extraño–. Cuando la acerco a una de sus sienes la vibración se intensifica, de alguna manera cobra vida, y avanza sola por el aire hasta que queda pegada a sus cabezas. Como he dicho, nunca había pasado nada, a lo sumo algún leve mareo o un posterior dolor de cabeza, pero hoy, cuando esto ha entrado en contacto con la cabeza de Ilia, Adora ha vuelto a la vida. –Adora ha tomado el control del cuerpo de Ilia, ¿es eso lo que me está diciendo? –No lo sé, simplemente se ha manifestado, ha sido ella durante unos segundos y después… después ha ocurrido esa barbaridad. Esa pobre chica… –Esa pobre chica ha reventado. –Así es. –Y usted ha venido aquí corriendo a seguir fantaseando con el pasado, a esperar a la próxima victima a la que colocar esa maldita chapa para hablar dos segundos con su esposa muerta.

–Para nada. Como he dicho esta es mi rendición, ya no hay más camino para mí. Ya no puedo hacerle esto a nadie más, ahora conozco los riesgos, pero también sé que no era un cuento. Esto funciona. Los Qellin son capaces de retener la vida. –Una vida que puede provocar en otro una muerte… Creo que sabe que debe acompañarme. Prestar declaración y esperar la condena. –No. –¿No? –Yo ya no voy a ninguna parte. Si he venido hasta aquí no ha sido para esconderme o huir de lo que he hecho. Estoy aquí para reunir las últimas fuerzas que me quedan para llevar a cabo aquello que tenía que haber hecho hace mucho tiempo. Aquel desdichado carcamal elevó la mano en la que llevaba la pieza Qell y la colocó a la altura de su sien derecha. Entonces sucedió. La pieza, como si se tratase de un imán atraído por un potente metal, se pegó con fuerza a la cabeza del señor Turx, poniendo a continuación sus ojos en blanco. Se puso de pie como un rayo y extendió los brazos en forma de cruz. Yo saqué mi Glock en un acto reflejo y le apunté, pero aquello no era necesario. El viejo emitió un alarido que debió escucharse en media ciudad y volvió a desplomarse sobre su silla. Me acerqué con tiento para comprobar que aún se percibían signos vitales en él. Aquel vejestorio se había quedado frito. Llamé a una aeroambulancia e informé a Vansy de lo sucedido. En cosa de diez minutos aquel tranquilo y desfasado mirador se convirtió en un circo de luces, policías y agentes de la científica. Después vendría la prensa, los curiosos y los morbosos. Yo ya no estaría allí. El Péndulo de Zeus revivió viejos tiempos al volver a ser el monumento más visitado del día. Su imagen salió en todos los canales de media galaxia, sus visitas se multiplicaron de forma exponencial en las siguientes semanas.

Yo recibí un palito en la espalda y el resto de la semana libre. No era mal plan: trabajo duro durante una noche y varios días para disfrutar del tiempo libre, descansar, cantar un par de temas clásicos en el Lapsus Bar y tomarme unos tequilas con los parroquianos. Intenté evadirme de las noticias aquellos días, pero me fue imposible. No se hablaba de otra cosa que del anciano Turx, de su historia de amor reconvertida en tragedia. La historia era llamativa y dio para varios programas, acalorados debates filosóficos e incluso una adaptación cinematográfica posterior. Se llevó cuatro Oscars, aunque ninguno para la actriz que me interpretaba… Por su parte, el señor Turx permaneció siete años en coma, con una actividad cerebral insólitamente disparada. Los médicos nunca consiguieron quitarle ese trozo de metal de la sien, no estaban seguros de si sobreviviría a la operación. Nunca despertó. No fue posible obtener evidencia alguna de lo sucedido, tampoco llevar a cabo un análisis fiable de aquel extraño trozo de metal… Turx fue objeto de estudios científicos que acabaron en irreparables pérdidas de tiempo y dinero. El caso estaba cerrado. A veces, en la soledad de la noche, cuando la frenética actividad de la ciudad salvaje me regala un respiro, me da por pensar que todo era cierto, que Adora vivía en una chapita de metal y que el señor Turx estuvo sus últimos siete años de vida reviviendo una y otra vez con su mujer la magia de esa primera noche.

GÉNESIS Víctor M. Mirete

(Nota del autor: Recomiendo al lector que lea este relato escuchando de fondo el tema Cosmos de Vangelis)

Cámara de aislamiento Nº6. Crómicon. Océano Pacífico. 2066 d.C. Relato de un náufrago del tiempo.

D

ebíamos decidir: ser el principio o el fin. Vivir el tiempo restante consumiendo los suficientes recursos disponibles en los sectores a los que teníamos acceso, o hacer de nuestra unión un motivo para dar continuidad a la especie humana. Esa diatriba nos fue ahorcando cada día hasta que elegimos el camino a seguir. Aunque hayamos creído lo contrario, no somos una familia, ni tampoco una colonia, no somos el Génesis ni el Apocalipsis de nada. Esto no es el paraíso. No somos dioses ni elegidos, ni tampoco la esperanza de nada. Somos un hombre y una mujer que han coincidido en tiempo y en el espacio. Somos tan solo el azaroso amanecer de una noche muy larga. “La noche es la mejor representación de la infinitud del universo. Nos hace creer que nada tiene principio y nada, fin.” Carlos Fuentes. Han pasado casi diez años desde que desperté a su lado, pero ahora somos cuatro. Doblamos el número de habitantes de lo que quedaba de Crómicon dos años después de que nuestras vidas se volviesen a cruzar en este Nuevo Mundo (título que le pusieron a la nueva era de la humanidad). Durante un laxo periodo de tiempo nos creímos los elegidos y, al menos, con esa ilusoria y utópica dosis de aliento pudimos hacer frente a la soledad y a la terrible sensación de no encontrar un solo motivo en ese tiempo y espacio por el que dar sentido a la existencia. Pero ahora tenemos otro deber: darle a Caina y a Albert, nuestros dos hijos, un motivo por el que vivir o por el que morir. Si es que amabas cosas son distintas.

He leído demasiado sobre la muerte, sobre la vida, sobre todo en general. Creo que mi vida ha sido un constante libro abierto, pero me siento incapaz de darle respuesta a nada. Por eso, la frase que más certera me parece ahora mismo es una cita que leí en algún cartel publicitario hace demasiados años: “La muerte es como un hijo inesperado, pues nunca te la esperas.” Aquella noche no dejé de pensar en ellos, en mí, en que anhelaba una vida de verdad. No dejé de pensar que me habían regalado los ingredientes exactos para conseguirla y, sin embargo, no conseguía dejar de morir cada día un poco más

Isla de Neverland. “Los que nos prometen el paraíso en la tierra nunca trajeron más que infierno.” Karl Raimund Popper. Ese sueño jamás desapareció. Ella seguía apareciéndose noche tras noche, mientras la brisa del mar acariciaba su cuerpo dormido. Se había convertido en una onírica marioneta movida al antojo de Poseidón sobre la basta e inexorable masa de agua que debió arrastrarle hasta aquella fina moqueta de arena blanca. Si tan solo supiese en qué parte del mundo estaba cuando miraba al cielo, quizás comprendiese por qué había llegado allí sin más explicación que la de abrir los ojos para mirar, los oídos para escuchar y la mente para imaginar. Había perdido todas las esperanzas de poder recordar algo anterior a ese lugar. Ya eran demasiados los días solo, por lo que no le quedó más remedio que rechazar encontrar su pasado para volcarse en conocer a la persona que se había encontrado tirada en aquella playa. A él mismo en ese presente que le habían entregado. Lo que hubiese sido antes, ya no era necesario, no allí. Sin recuerdos, sin sentimientos ni pistas… tan solo quedaba a su lado el paso del tiempo y la supervivencia. Si era capaz o no de enfrentarse a su pasado o a su futuro, ya había quedado atrás. Si lo había sido o no en otra vida, ya no importaba, lo desconocía. Con ese desatino del destino se dormía cada noche, para volver a despertarse con ella. –¡Evans, vuelve! Esa voz lejana, asfixiada y femenina le despertaba cada día desde hacía casi una eternidad. Aún no le había puesto un rostro claro, pero era una mujer, con un vestido largo y ceñido, metálico. El paisaje reflejaba en ella como si fuese un espejismo tratando de centrar su atención en él y no en su cara. Notaba su cuerpo lejos de él, como si estuviese siendo controlado por otra persona, o como si él mismo controlase otro cuerpo. Era una sensación extraña, casi como saber que estás hipnotizado mientras lo estás.

Pero esa imagen se desvanecía cuando el sol inundaba su cuerpo. Era tan hermoso cada amanecer, que cualquier pesadilla se diluía en la fina espuma que bañaba la orilla de la playa. Aquel debía de ser el lugar más maravilloso del universo y, por alguna extraña razón, allí no había nadie más que él. ¿Por qué nadie más que él para disfrutar de aquel paraíso? ¿Acaso era un castigo divino? ¿Acaso era el elegido para algún fin? En realidad, siempre pensó que nada que se comparta en soledad puede dar la felicidad. Pero se hartó de caminar desalentado, buscando preguntas sin respuestas. Y un día decidió habitar la isla y so ser solo un espectador de ella. Palpó cada rincón, respiró cada aroma, probó cada fruto y disfrutó de cada amanecer como si no existiese otro mundo más allá del océano que la rodeaba. Bueno, había explorado todo menos la siniestra y oscura cueva que se desvanecía tras el manto inagotable de la gigantesca cascada del río que rompía en dos todo el paisaje. Todo allí era un festín para la vista, un placer para los oídos y un alimento para el corazón. No se podía respirar mejor que en esa isla. Era imposible que existiese algún otro lugar lejos de aquellas aguas y arenas donde poder imaginar y fantasear con tanta fluidez, con tanta libertad. Sin duda, debía ser feliz, no tenía escapatoria para tal sentimiento. Sin preocupaciones, sin ataduras, sin hambre, sin sed. No necesitaba nada más… Ya ni siquiera necesitaba recordar ni entender. ¿Cómo había llegado allí? ¿De dónde venía? ¿Quién era? ¿Dónde había dormido antes de hacerlo en aquella playa? Todo eran preguntas vacías. La llamada de la isla y de lo que cabía esperar su presente allí era más intensa y abrumadora que lo que hubiese dejado atrás o adelante. Y no tenía nombre, y no se lo puso. Fue lo único a lo que no le puso nombre; a sí mismo. No en vano, nadie lo iba a usar jamás. Ya lo había asumido. Nadie lo requería salvo el sonido del mar, el estruendo de la cascada, el viento que deslizaba entre los árboles de la madre selva, los gruñidos de los Tirús o los aleteos de esa extraña y gigante águila blanca que sobrevolaba el monte desde

donde nacían las aguas. Aquella isla era el único bagaje que su memoria tenía. Era lo único que podía echar de menos cada día. Él la llamó Neverland. Y allí, él fue Dios para poner nombre a las cosas. Cámara de aislamiento Nº6. Crómicon. Océano Pacífico. 2060 d.C. Relato de un náufrago del tiempo. Hace dos semanas que nació Caina, el segundo bebé que ha venido al Nuevo Mundo. Es una niña, y trae consigo la continuidad de la especie humana impresa en su nombre. Pero la miro a ella y a su hermano, y pienso que no tenemos derecho a decirles qué deben ser. Somos la serpiente de este paraíso. Ellos, posiblemente tengan que adoptar una decisión más difícil de la que tomamos Ada y yo. Ser hermanos o no serlo y perpetuar la especie. Les miro y no puedo dejar de pensar en si teníamos o no derecho a traerlos a este mundo, pero sé que no voy a dejarles nada aquí dentro que les sirva allá afuera. Pero sigo escribiendo, como si dejar este legado me purgase mis pecados. … Durante todo el tiempo que dura la historia del hombre en el universo se ha hablado del día del Juicio Final, del Apocalipsis. Profecías y teorías han inundado libros y misas sin llegar a una evidencia certera del porqué, del cómo y del cuándo. Sabíamos o intuíamos que teníamos fecha de caducidad… pero poco se ha hablado de cómo iban a afrontar ese destino los que hubiesen sobrevivido al fin del mundo. Ahora, ya lo sabemos. No hacía falta irse fuera para buscar hipótesis lejanas con meteoritos o invasiones alienígenas. El motivo lo teníamos aquí al lado. Junto a nosotros: nuestra condición humana. Ese factor detonaría nuestra propia extinción.

“Tengan cuidado de que nadie los engañe. Vendrán muchos que, usando mi nombre, dirán: “Yo soy el Cristo”, y engañarán a muchos. Ustedes oirán de guerras y de rumores de guerras, pero procuren no alarmarse. Es necesario que eso suceda, pero no será todavía el fin. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino. Habrá hambres y terremotos por todas partes. Todo esto será apenas el comienzo de los dolores.” Mateo 24:4–8. Hubo un tiempo en que el hombre fue hombre, y no quiso ser dios. Pero ese tiempo se fue apagando. Creyéndonos dioses, fuimos construyendo una civilización cada vez más abrasiva y caduca. Una civilización que obvió el regalo que se le había hecho. Vivir en un planeta en el que había piedras preciosas, mares y océanos cristalinos, montañas poderosas, glaciares majestuosos, plantas exóticas y miles de especies animales sorprendentes. Y entre toda esa belleza natural, brotó la semilla que dio lugar a la raza humana; y esta, fue capaz de infringir más dolor y caos al planeta en unos pocos siglos, que todas las demás en 4500 millones de años. Olvidamos que todo acontece a un armónico equilibrio. Coexistir, formar parte de un ciclo que se regenera y que se recicla por sí mismo. Obviamos todo eso, porque nos creímos dioses antes de ser humanos. Y así, fuimos agotando los recursos y asfixiando a la naturaleza hasta que la contaminación terrestre, la contaminación atmosférica, el calentamiento global y el agotamiento de los recursos energéticos dieron lugar el deshielo de los polos, a la desaparición de los arrecifes de Coral, a la extinción de las especies animales. Ya no había espacio para nada más. Nunca dimos la suficiente importancia al hecho de que lo que más necesitábamos era aquello a lo que más daño le estábamos haciendo. Pero ya era tarde. Ningún algoritmo de los “viles” de billones que controlaban nuestras vidas predijo que los seres humanos éramos un virus. Una plaga. Llenamos nuestras vidas de vacío. Sin recursos y sin posibilidad de garantizar la vida de los 8000 millones de seres humanos, el mundo tocó techo. Los gobiernos perdieron su fuerza política y económica para combatir los desastres

que se avecinaban. La caída en picado del sistema financiero mundial y la apertura de todas las fronteras internacionales en 2032, provocaron una invasión civil en masa; favorecida además por el fin de la amenaza nuclear tras el Tratado de Pionyang, en 2031. Este hecho cargó de valentía el hastío e ira que acumulaba una multitud cansada de vivir a merced de sus gobiernos, del imperialismo, de la falta de recursos y oportunidades. Una población que se había dejado arrastrar y que también era culpable de su propio fin. Pero seguíamos siendo un rebaño conducido. Todo se desplomaba como un castillo de naipes estratégicamente colocado para un fin siniestro que ningún civil común hubiese vaticinado. Juegan con nuestros miedos, y así son capaces de dirigirnos incluso a la muerte, pensando que ella es la salvación. Como consecuencia a todos esos cambios, la población de los países tercermundistas invadieron todos y cada uno de los territorios europeos, avanzando paulatinamente hasta los demás continentes por mar, tierra y aire. Y entonces comenzó la mayor Guerra Mundial de la Historia; conocida como ‘La Guerra Final’. El mundo se convirtió en una pista de libre circulación en donde la anarquía podía campar a sus anchas. Y así fue. El caos no tardó en llegar a todos los rincones a causa de las invasiones y los conflictos armados que fueron sucediéndose, aprovechándose de las debilidades y limitaciones que los ejércitos militares había sufrido tras Pionyang. Mientras duraron, las redes sociales fueron el canal más efectivo para que guerrillas y milicias en todo el planeta se organizasen para atacar el sistema por las cuatro puntos cardinales. Y así, poco a poco, semana a semana, mes a mes todo lo que el hombre había creado se fue convirtiendo en ruinas. Centrales nucleares, eléctricas, eólicas y de cualquier fuente de abastecimiento dejaron de emitir energía. Al poco tiempo todo aparato electrónico, eléctrico, sistema de comunicación u onda de radio calló como efecto dominó. La incesante y abrumadora contienda bélica ya había convertido la tierra en un dibujo coloreado de polvo, humo y sangre. La humanidad que aún persistía aferrada a una luz divina, se trasladó a la Edad Media. Peor, a la prehistoria.

El conflicto bélico más de cinco años. Acabó poco después de que la totalidad de Europa fuese reducida a escombros, y atravesó cuatro fases: Invasión de todas las bases militares conocidas y de los edificios gubernamentales por medio de las guerrillas y milicias; invasión y expolio de todas las fuentes de suministro de recursos del planeta (alimentación, gasolina, sanidad, textil…); e invasión de todas las embajadas y casas de refugiados del mundo. Ejércitos y civiles combatieron durante esos años para intentar restablecer un sistema que ni ellos mismos tenían, hasta que la guerra llegó a su final por desgaste, por resignación, porque ya no había nada más contra lo que luchar, ni nada por lo que sobrevivir. Y acabó con una última fase: matar o morir. Y esa contradictoria forma de vida pasa por aniquilar a cualquier ser humano que quiera quitarte la poca comida, o refugio que queda lejos de las cámaras aisladas y los bunkers que el Alto Mando había creado. El problema es que ya apenas había lugares donde refugiarse con garantías de no ser atacado. La escasez de suministros y recursos indujeron a la desaparición de alianzas o asentamientos permanentes. La población se estaba diezmando y aniquilando a sí misma como consecuencia del hambre y la supervivencia. La mayor ironía del ser humano: matar para vivir. Crómicon. Océano Pacífico. 2037 d.C. “Sucederá que en los últimos días derramaré mi Espíritu sobre todo el género humano. Los hijos y las hijas de ustedes profetizarán, tendrán visiones los jóvenes y sueños los ancianos. Arriba en el cielo y abajo en la tierra mostraré mis prodigios: sangre, fuego y nubes de humo. El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre antes de que llegue el día del Señor, día grande y esplendoroso.” Hechos 2:17–21. –Sabes que ya no habrá botón de retorno después de esto. Dikon se mostraba impertérrito en su gesto. Desde el balcón de su despacho en la base naval de la NASA, en el océano Pacifico.

Su mirada nunca pareció estar en este mundo, como si su horizonte diario viviese más alejado de lo que el resto del mundo conocía. Alojado en sí mismo, bajo la atenta espera y compañía del doctor Madsen y Chen Oyu (jefe del gobierno de Oriente), buscaba el momento oportuno para cambiarlo todo. El Alto Mando, que ya había tomado el control de todas las telecomunicaciones y de todos los sistemas gubernamentales, dio la autorización para activar la “Solución Eterna”. Ese fue el nombre que le pusieron a su obra de arte, a la solución que resolvió el problema que ellos mismos habían planteado y pertrechado. Algo similiar a lo que un día Hitler denominó como la “Solución Final”. Dikon, ahora sí, tenía en sus manos la llave para darle la vuelta al mundo, mientras este, se batía en un duelo que llevaba casi cinco años suicidándose. La tercera Guerra Mundial no fue tecnológica, no fue armamentística ni biológica. Fue todo eso junto. Los seres humanos habían tomado posesión de todo su mal para autodestruirse los unos a los otros. Y lo estaban consiguiendo. Dikon observó el inmenso océano unos minutos más. –No podemos vivir sin ellos, ni ellos tendrán legado sin nosotros... ¿Qué otra opción nos queda? –Quedan muchas interrogantes en el proceso. Quizás podríamos esperar a que científica tuviese los datos de los nuevos androides. El proyecto Mitones da las suficientes garantías como para albergar algo de esperanza... –No habrá Mitones, ni ningún otro androide genético si no actuamos de inmediato. La población se está exterminando a un ritmo imparable. No habrá recursos genéticos suficientes si no empezamos ya. La historia nos ha demostrado que la humanidad tiene caducidad y que no hay recursos para mantenernos a todos. –Algún día también seremos un excedente –comentó Chen, sin ánimo de discrepar, simplemente fue una resignada reflexión en voz alta. Tras un vaporoso y oxidado silencio, Madsen se levantó de su sillón, observando en la pantalla holográfica los últimos datos que llegaban desde las Cámaras de Aislamiento. Los sensores térmicos indicaban una disminución notable de civiles en el Sur de España.

Allí se habían asentado las últimas milicias armadas de Europa. Resopló con fuerza y habló. –¿Sabéis? Una vez leí una frase que me marcó lo suficiente como para entender la paradoja que estábamos creando... –No hemos creado nada que no estuviese ya inventado por tus antepasados –interpeló Dikon. –Pues esa es la ironía… –expresó Madsen, mientras se servía otra copa de brandy–. Creo recordar que fue Víctor Hugo quien escribió esa cita. –¿Y qué decía? –preguntó Dikon, habiendo tomado ya una decisión, pero con la suficiente curiosidad como para aceptar la interpelación de su amigo y socio. –“Las que conducen y arrastran al mundo no son las máquinas, sino las ideas”…–dejó unos segundos de vacío antes de seguir hablando–. Eso fue lo que escribió, y lo que leí. Quizás nuestra idea esté por delante de las máquinas que van a ejecutarla. –Quizás… Chen salió de la sala sin mediar palabra. Madsen y Dikon entendieron que dejaba la última decisión en sus manos. Una hora después, tuvo lugar un desastre tecnológico sin precedentes. La biotecnología permitió la manipulación de la vida a niveles insospechados. Con el paso del tiempo los científicos desarrollaron esta ciencia hasta llegar a la nanotecnología, pudiendo construir máquinas del tamaño de bacterias. Máquinas capaces de formar parte del aíre como lo forma el polvo o el oxígeno que respiramos. Máquinas capaces de detectar y atacar a células cancerosas, de fabricar tejidos o materiales inteligentes, e incluso de asociarse con el cerebro humano para crear inteligencia genética. Pero también eran capaces de replicarse por sí solas y de crear virus sumamente destructores para la vida humana. Un ‘accidente’ industrial liberó miles de millones de nanomáquinas, arrasando en pocas semanas, a su paso, toda vida humana que había a su alcance. La Gran Nube Gris lo llamaron. Esta fue exterminando día tras día a toda la población mundial. Llegaron a todo rincón que pudiese albergar vida animal o vegetal. El único reducto de civilización que pudo subsistir en condiciones de cierta normalidad fueron aquellas personas elegidas,

y a las que alojaron en las cámaras aisladas y bunkers fabricados de forma clandestina en el océano Pacífico durante los años previos al inicio de la Guerra Final. “Queridos hijos, ésta es la hora final, y así como ustedes oyeron que el anticristo vendría, muchos son los anticristos que han surgido ya. Por eso nos damos cuenta de que ésta es la hora final.” Juan 2:18–22.

Isla de Neverland. Con tus manos me creaste, me diste entendimiento para aprender tus mandamientos. –Salmos 119:73–.

forma.

Dame

Amaneció radiante Neverland, pero nunca lo había hecho como aquella mañana. Algo diferente sucedía dentro de él, y en esa isla, que parecía mirarle como si le concediese el indulto, como si ya hubiese olvidado que no recordaba nada. La vida allí, entonces, empezó a cobrar sentido plenamente. Entendí que debía encontrar significado a todo. Eran increíbles, realmente increíbles las auroras de cada amanecer en la isla. Pero lo más curioso era que no existía el este ni el oeste ni para la salida del sol. Los puntos cardinales eran una dimensión desconocida allí. Cada día, el sol salía y se ponía por un extremo distinto. Estaba casi seguro de que la isla no giraba sobre si misma, ni tampoco alrededor del sol. Estaba seguro de que esa isla no pertenecía al mismo sistema solar que la Tierra. No, debía ser algo especial el hecho de que el sol saliese unos días por el este y al día siguiente por el oeste, o el norte o el sur. Tal vez significase algo. Tal vez cada amanecer fuese un nuevo augurio, una sorpresa, una nueva ilusión por la que seguir allí. No existía un destino fijo, ni un rumbo marcado, simplemente bastaba con vivir. Eso quiso creer. Permanecer allí era como estar anestesiado perpetuamente. No se sentía dolor, ni frío ni calor. Podía dormir sin abrigo porque jamás hubo noche ni día en que lo hubiese necesitado. Le bastaba con recoger una de las grandes y suaves hojas de los Pnámerus y colocarla sobre la arena para que le sirviera de cama. Los Pnámerus, otro de los nombres que él se inventó para esos gigantescos árboles de tronco amarillo, curvado y más estrecho a medida que ascendía hacia su copa. Sus hojas, rojas como la sangre, nacían del vértice y colgaban como sábanas hasta

llegar a tocar el suelo. Eran los más numerosos en toda la isla, sobre todo cerca de la playa; y los Tirús solían trepar hasta la parte más alta para comerse los frutos de los cuales brotaban las hojas. Sí, los Tirús. Una especie de mono delgado, cabezón, con los pies y las manos muy largos. Todos de color azul y casi pelo en el cuerpo, salvo una pequeña cresta de cabello en la cabeza. Aunque lo más característico es que siempre se estaban riendo. Aún no había visto a ninguno triste o enfadado, o simplemente con una mueca seria. Debía de ser porque era el único animal no insecto o acuático que había en Neverland. Bueno, y esa gigantesca águila blanca. Pero casi no contaba porque no se dejaba ver más que sobrevolando El Monte Murvel. La única montaña que se erigía en el celestial paisaje de la isla, y de la cual nacía la Gran Cascada del Río Thora. Tomó unas cuantas raíces de Suba, un helecho verde y oxigenado que emergía alrededor de los Pnámerus, y las chupó hasta sacarle todo el jugo. Aquellas raíces debían almacenar una intensa concentración de toda la energía y esencia de la isla, porque con solo chupar y mordisquear una de ellas, podías tener fuerzas para correr y nadar durante horas en Neverland. Pero él tenía pensados otros planes más ambiciosos para los próximos días, de modo que introdujo varias de ellas en la alforja que se había fabricado con hilo de Ribón y hojas negras de Bantám, los mismos materiales con las que se trenzó su única indumentaria; unos calzones austeros y un tegumento para los pies que le permitía avanzar rápido por las zonas más abruptas de la selva. Algo que aprendió observando a los Tirús zurcir las lianas con las que se columpiaban en el frondoso y acolchado boscaje de la selva madre. Un trabajo de artesanía sencillo y pragmático que comenzaba recogiendo Ribones, que no eran otra cosa que los restos de piel de los Sarpes y Lofers, una especie de anfibios revoltosos que vivían en el río. Una vez reunidos los necesarios, los dejaba secar durante un par de días encima de alguna roca hasta que tuviesen la textura y ductilidad exacta para estirarlos hasta conseguir deshilar las fibras. Una vez obtenidos los metros necesarios, se entrelazaban con hojas negras de Bantám, tomando la forma que más conviniese, según el

objeto a fabricar; y por último se sumergían durante otros dos días en el río hasta que se compasen, adquiriendo así la resistencia necesaria para ser utilizados para su fin. A la mezcla de esa materia prima con la que podía manufacturar casi cualquier cosa necesaria la llamó: Capricho. Con solo dos materiales aportados generosamente por la naturaleza, la destreza de un artesano paciente y empeñoso, y el tiempo que regala la tranquilidad y el olvido, podías tener todo cuanto quisieses en tus manos. Las primeras pruebas fueron desastrosas. Lo único que conseguía eran bolas negras o trozos inservibles de Capricho. Pero la habilidad es algo que se gana con esfuerzo y curiosidad. Después de no se sabe cuanto tiempo y años en Neverland, ya era un auténtico ‘caprichoso’. Con todo lo necesario en la alforja, emprendió la marcha. Su plan no era otro que escalar el Monte Murvel hasta llegar a las fauces del nacimiento de las aguas, y un a vez allí descender hasta la gruta de la cascada, atravesar las aguas como puertas del misterio y averiguar por qué la oscuridad que sepultaba la gran cueva, estaba día y noche custodiada por la majestuosa Águila blanca. Y sobre todo averiguar por qué esa oscuridad parecía atraerle como un imán.

Cámara de aislamiento Nº6. Crómicon. Océano Pacífico. 2062 d.C. Relato de un náufrago del tiempo. “La libertad del nuevo mundo, es la esperanza del universo.” Simón Bolívar apuntó esta cita a principios del siglo XIX. Se equivocaba. El Nuevo Mundo no se parece demasiado a lo que él pensaba. En mi opinión, es otro fracaso más de la humanidad para conseguir la libertad y la esperanza.

“La ignorancia y el oscurantismo en todos los tiempos no han producido más que rebaños de esclavos para la tiranía.” Emiliano zapata. Esto sí es más cercano a la realidad que deberíamos conocer todos. Siempre ha sido así, no es algo nuevo. Nunca hemos dejado de ser esclavos de un sistema que controlan unos pocos. Los poderes fácticos, un término para explicar algo que no entendemos y que no podemos entender. Ellos deciden y marcan el precio del mercado, deciden quien gobierna y cómo gobierna, deciden dónde y cómo va el dinero, y marcan la línea que podemos o no rebasar los demás. Y al final, llegó el momento en el que también decidieron quien sobrevivía y quien no a una Guerra que posiblemente también crearon ellos. Escondidos tras una tecnología que no nos habían enseñado y tras un plan que nos había dejado al margen, hallaron la fórmula definitiva para acabar con la Guerra Final y para preparar una nueva alternativa de vida tras la reinicialización del programa MADCOM–2. MADCOM era un acrónimo derivado de la empresa “Madsen Company”, una agencia de viajes espaciales que surgió en 2025, cuando comenzaron a realizarse de forma habitual los vuelos comerciales a la luna y los primeros viajes tripulados a Marte. El padre del doctor Heinryck Madsen fue el primer fundador. Con la llegada del Nuevo Mundo, se asoció con Fred Dikon, dueño de la empresa de nanotecnológía más potente del planeta, COMPAIL. De dicha sinergia nació el proyecto “Virtual Travel”, en donde quien pudiese pagarlo, podía realizar un viaje a cualquier sitio del planeta o incluso de fuera del planeta sin moverse del sofá. La realidad virtual era tan sensitiva y perfeccionada, que dicha experiencia acababa formando parte de tu recuerdo mental y corporal como cualquier otra que sí hubiese sido real. Paralelamente, y de forma totalmente secreta se ideó otro programa más avanzado, elitista y profético: CAPCOM. Madsen y Dikon construyeron en 2025 Crómicon. Como si fuesen el mismísimo Dios creador, erigieron de la nada una isla en

medio del Océano Pacífico. Allí estaría a salvo de cualquier confrontación internacional, de cualquier sistema financiero y de cualquier sistema o canal de comunicación. Elaboraron sus propias leyes y normas de vida. El sistema de trabajo y gobierno se organizó mediante un órgano superior denominado Alto Mando y un Capitolio dividido en cinco facciones: Logística, Seguridad, Creativa, Científica y Desarrollo. Los mejores ingenieros, científicos y creativos del mundo eran captados para trabajar allí. Allí se hospedaron los Dioses que iban a habitar el renacer del nuevo mundo. Esa Isla se convirtió en algo más que un centro tecnológico. Era la nueva meca, el paraíso de moda, el centro del mundo. Casi se podría tildar como la capital de la Tierra. Un sitio al que no se podía pretender ir sin permiso, al que no se podía llegar si no estabas autorizado a ello, y al que no se podía viajar salvo por aire. El acceso terrestre era imposible, y el marítimo estaba bloqueado por un perímetro sónico que rodeaba la Isla a más de cien kilómetros de radio desde su centro. Crómicon. Océano Pacífico. 2029 d.C. Ada, mi compañera, estaba convencida de que teníamos exactamente lo que nos merecíamos. Según ella, el mundo era un equilibrio perfecto, y pensar que tu lugar no es el que te pertenece, es simplemente ser un fallo en el sistema. Puede que tuviese razón y yo fuese ese error, porque lo cierto es que yo pensaba bien distinto a ella. Pero la quería, o eso pensaba, y cuando amas a alguien estás dispuesto a negar la evidencia. La mía era que para que haya equilibrio entre dos mundos, alguien debe soportar el peso de las dos balanzas, y esos brazos acaban siendo siervos para una minoría. No sé por qué me empeñaba en no guardarme esas opiniones para mí. En el primer segundo de sacar ese tipo de conversaciones en presencia de Ada, me arrepentía. Y ella acababa acusándome con la misma frase: –Lees demasiado y eso te confunde.

Odiaba ese ademán tan represivo en su mirada cuando intentaba infundirme su desaprobación. –Leer nos permite viajar a través del tiempo, tocar con la punta de los dedos la sabiduría de nuestros ancestros… –divagué, perdiendo mi mirada en el horizonte de la pantalla holográfica de mi habitáculo –A veces pienso que piensas demasiado –afirmó Ada, arqueando las cejas, mirándome como si fuese un bicho raro, pero albergando cierta ternura detrás de esa extrañeza. –Pensar es un problema en una sociedad como la nuestra – reprendí, arrepentido nuevamente por hacerlo, pero había veces que sus comentarios me abrían el camino para espetar alguna absurda sentencia reflexiva. –Evans, tú has nacido en este mundo tal y como es, no sé por qué añoras algo que no has conocido. –Posiblemente por eso, Ada… posiblemente por eso. En ese preciso instante concluyó la amable tertulia. Ambos volvimos a nuestra tarea en Crómicon. Trabajábamos en la facción Creativa, en el sector Q. Se podía decir que éramos los diseñadores del sistema alternativo emocional que implantaban en la Criogénesis de CAPCOM. Un trabajo basado en la imaginación y en la inspiración; pero también en la capacidad para idear canales sensoriales que permitiesen crear mundos alternativos para la gente que estaba en coma. Con el tiempo, y el inicio de la Guerra, esas investigaciones y tecnología se centro en el desarrollo de un programa secreto que CAPCOM estaba preparando. Algo relacionado con la repoblación tras la Guerra. Nunca supimos exactamente a dónde iba a ir a parar hasta que años después nos enseñaron las cámaras aisladas de criogénesis. –¿Tienes ya los nombres y el diseño de los árboles? –Creo que sí… –afirmé, mirando el póster de la portada del cómic número uno de Action Comics. Miré a ese dios sosteniendo el coche con sus brazos para salvar a un hombre apunto de morir aplastado y entonces lo claro… Superman. Desordené las letras y elaboré un nuevo anagrama con ellas. Me gustó cómo sonaba la palabra Pnámeru. Y ese fue el nombre con el que bauticé a los árboles de Neverland. La nueva alternativa

onírica que estábamos desarrollando. Fue una especie de palmera finalmente. Roja, amarilla y azul, como los colores del primer gran héroe.

Isla de Neverland. “La imaginación y la curiosidad nos llevan a mundos en los que nunca estuvimos.” Carl Sagan. Allí nunca fue un extraño, ni tan siquiera llamaba la atención; nadie se preguntaba qué hacía allí, ni por qué caminaba semi– desnudo, o por qué tenía pelo en las piernas. Era parte de la naturaleza, y como tal ella y los que habitaban allí lo respetaban y aceptaban como parte de un todo, como parte de un equilibrio constante y perfecto. Si algún recuerdo pudiera tener de lo que en algún momento hubiese sido su vida, sin duda era el haber dejado de estar vigilado, el haber dejado de sentirse amenazado por el mundo y el haberse dejado aparcado todo perjuicio y prejuicio a un lado. Allí, lo único que importaba era ser, y realmente eso era lo más fácil de todo. Neverland era el lugar perfecto para construir una nueva humanidad, y sin embargo no había posibilidad para ello. Era la única injusticia de aquel mundo, no poder compartirlo con alguien más como él. Eso fue lo que pensó cuando llegó a las faldas del Monte Murvel. En aquella cueva debía estar la respuesta a su única pregunta. ¿Por qué no había nadie más allí que disfrutase como él lo hacía de aquella isla? Las respuestas, sin duda, son una meta. Un final y una solución. El significado a una vida pasa por tenerlas siempre presentes y luchar por alcanzarlas. Porque una vida, por bella que sea, fácil o dichosa, no es nada si no le regalas tu esfuerzo, si no intentas andar más allá de lo conocido, si no comprendes que la luz sin la oscuridad no tiene sentido. Por eso, se enfundó su Capricho al hombro y a los pies y, decidido, emprendió la subida hasta la cueva oscura que flanqueaba la gran cascada. Comenzó su camino hacia la respuesta que necesitaba conocer, hacia su lucha por saber que había más allá de la vida.

La gran águila blanca volaba más raso que nunca, más rápido que nunca, y sus aleteos eran más intensos y sonoros que nunca. La meta estaba cerca y a medida que subía fue escuchando en lontananza el agudo cantar de los Tirús. A medida que subía le era imposible no volver la mirada hacia atrás y ver lo que había escalado, ver lo que dejaba tras sus pasos. Era aún más maravillosa la isla vista desde lo alto. Un mosaico de colores llenos de vida y poesía se extendía en todas direcciones. Los rojos y amarillos de los Pnámeru, los verdes de la Suba y los Barbos, los negros abrillantados del Bantám, el azul armónico del río y el blanco puro de la arena de la playa se entremezclaban en la papela de Neverland, conformando un suculento e irresistible manjar para los sentidos. Ahora entendía por qué el águila lo llamaba con tanto ahínco, por qué jamás se bajaba de su pedestal privilegiado. Estar allí arriba era rozar la belleza suprema. Como viajar a la estratosfera y ver la inmensidad del planeta tierra desde el espacio exterior. Todos deberíamos ver algo así, para entender lo necesarios y a la vez lo insignificantes que somos para el universo. Cierto es que la cueva se mostraba siniestra, oscura y temerosa; pero si había comprado las mejores vistas de la isla, sería por algo. Los Tirús debían de subir también a menudo a la ladera del monte. Había restos de cáscara de Pname, el fruto del Pnámeru, dignamente colocados en montoncitos por la cuesta de la montaña. Algo que solo hacían ellos. Era curioso, nadie les iba a recriminar el desorden ni el vandalismo. Al fin y al cabo, estaban ellos solos como animales mamíferos de la isla, pero guardaban un respeto y un cuidado ejemplar con el medio que les daba refugio y alimento. Pero, para que haya equilibrio, deben estar el Yin y el Yan. Luego estaban los Sarpes y Lofers, eso era otra historia. Esos anfibios eran el icono de anarquía de la isla. Además de dejar esparcida su piel por donde les apetecía, tenían por costumbre saltar fuera del agua, hasta que su respiración no acuática les permitía, para dedicarse a destrozar la vegetación de la ribera del río con sus largas y viscosas extremidades. No es que cumpliesen ninguna labor cíclica ni ecológica con ello, no. Rara vez, por no decir

ninguna, se marchitaba una planta de la isla, de modo que la labor de los Sarpes y Lofers era meramente destructiva. Por suerte, estaban los insectos, en especial los Kaku. Unos bichos voladores y susurrantes, con el tamaño de un puño, el pico muy largo, alas casi transparentes, forma esférica y de color verde y blanco cebrado. Estos se encargaban de recoger la vegetación lacerada para amontonarla en la orilla del mar como dique para evitar que las olas rompiesen con demasiada fiereza. Eran una especie de protectores y mantenedores de la isla. Porque además de esa labor preventiva, cada mañana veías a decenas de ellos sobrevolar la arena de la costa aleteando tan rápido y con tanta fuerza, que conseguían alisar la arena removida por el viento y los Tirús. Nunca supo en qué rincón de la isla vivían. Aparecían sin más, cuando algo alteraba el orden de la isla. Y sin más, volvían a desaparecer. Te dabas la vuelta un instante y ya no estaban allí. Mágicos e imprescindibles seres. Lo curioso es que todo aquello parecía sacado de algún cuento mitológico, pero era excesivamente real como para no ser verdad. Podía tocarse, olerse, saborearse… Y algo que no escapa de los sentidos es imposible que no sea real. Él era real. Sentía latir su corazón, notaba su sangre recorriéndole con ímpetu todo su cuerpo, presentía sus ideas antes de que llegasen a su cerebro. Era libre para imaginar y para soñar. Entonces pensó que no había prisa, que cada momento que pasaba era una excusa para seguir vivo en ese sueño que le habían regalado. Ralentizó su ascensión a la cima. La tenía cerca, muy cerca, casi podía tocarla con sus manos. Y las alzó. Alargó los brazos con las palmas de las manos abiertas hasta que se dio cuenta de que ella no iba a ir hacia él por arte de magia. Sonrió como un niño y prosiguió su caminar, sin perderse en la celeridad, apreciando cada detalle, cada elemento que Neverland ponía frente a sus ojos. Y siguió ascendiendo… Entonces, apareció ella. La gran cascada. Saliendo a borbotones de entre dos piedras, esculpidas y pulidas como un dedo señalando el punto exacto donde debían regar las aguas. Era inmensa, tremendamente colosal. No había visto jamás algo así, y

tampoco lo hubiese recordado. Desde abajo no daba la impresión de ser tan majestuosa, y menos aún hubiese imaginado tal sonido. Suave y melodioso, como si el imperial geiser naciente y la kilométrica cascada no quisiesen despertar a nadie. Era imposible ver su final en las fauces de la selva madre, donde el ruido era totalmente diferente, ensordecedor, hipnótico y lleno de vida. Dejó de pensar si estaba o no listo para seguir, y siguió. Avanzó hasta la gruta que descendía a la cueva sin perder de vista la caída de la cascada. Casi al final de la gruta, cuando apenas quedaban unos pocos pasos hacia la cueva negra, se paró. Cada bocanada de oxígeno que respiraba desde allí arriba era como darle un mordisco a la isla, saboreando todos sus jugos. Buscó un lugar donde poder disfrutar de la mejor vista posible. Cualquiera… Luego inhaló todo el aire que pudo caber en sus pulmones antes de seguir caminando, lo paladeó como si fuese la última vez que iba a hacerlo. Aguantó la esencia de Neverland todo cuanto pudo en su interior hasta que reventó. Entonces, tuvo miedo. El primer miedo puro que había acariciado su corazón desde que apareció en aquella isla, hizo acto de presencia. ¿Qué pasaría si no pudiese volver a Neverland? ¿Qué pasaría si no pudiese salir de aquella cueva jamás? No sabía lo que iba a descubrir, pero después de tanto tiempo, si había algo que no quería perder, ni olvidar, era aquella isla. Seguramente ya había olvidado demasiado antes, y no estaba seguro de estar preparado para volver a empezar. ¿Y si ese nuevo mundo al que iba era lo que había olvidado? ¿Y si lo había olvidado por alguna razón? ¿Y si no debía volver? Cámara de aislamiento Nº6. Crómicon. Océano Pacífico. 2056 d.C. La temporización les iba despertando de forma escalonada para evitar sobrecargas en el servidor central y en el núcleo de energía de las Cámaras Asiladas. Ella fue la trigésimo séptima en

salir de la Criogénesis en el Sector Q. de la Cámara de aislamiento Nº6. Estaba viva. “La extinción es la regla. La supervivencia es la excepción.” Charles Darwin. El sepulcral silencio se metía en los huesos como una fría ventisca siberiana. La luz de todo el sector fluctuaba en intensidad, como si estuviese apunto de fallar. A cada paso que daba, su memoria reordenada los recuerdos y la información en su cabeza. Acababa de volver a nacer, pero estaba sola. –¿Hay alguien más despierto? –preguntó, con más incertidumbre que miedo en la voz Nadie respondió. Se pasó la primera hora tras el fin de la Criogénesis inspeccionando todas las salas y pasillos del Sector. Los ovalados y asépticos pasillos desembocaban como un perfecto laberinto en innumerables estancias. En la mayoría de ellas había dos o tres cápsulas de Criogénesis abiertas. Dentro de ellas yacían o hibernaban el resto de los que habían sido elegidos para la repoblación del Nuevo Mundo. Se acercó a la del número PC1611. Vio el rostro de Samantha sumergido en el Glicogel con el que se llenaba la cápsula al activar la Criogénesis. Aproximó lentamente su mano a ella para tocarla. Cerró los ojos y respiró profundo, notando una pequeña descarga procedente del traje de Neurolatex. Capcom diseñó y creó esa prenda a partir de nanotecnología neurosensitiva, capaz de mantener mediante estímulos electromagnéticos las constantes vitales y órganos con un 85% de funcionamiento efectivo, aún con el sistema cerebral en reposo. Gracias a la interacción del traje con el Glicogel, el amanecer de la Criogénesis no resultaba tan traumático, ni físico ni neuronalmente. Tras unos segundos de reflexión y redención cerró la puerta de la cápsula y activó la fase Omega. Uno a uno fue haciendo lo mismo con todos aquellos sujetos que habían despertado muertos de la Criogénesis. Más tarde llegó a la sala de control y comunicaciones. Observó el panel codificado y colocó su dedo en la pantalla digital. La puerta

de cristal se deslizó, abriéndose por completo al detectar su huella. Su nombre y un código alfanumérico apareció inscrito en el display del panel: Ada Stith. CG3434. Revisó todos los parámetros, activó el mapa tridimensional para ver el resto de Sectores. Tenía las nociones básicas en manejo de las balizas de emergencia y de los dispositivos de control de la cámara y las instalaciones para la tripulación de clase C. Además, con su nivel de autorización, no podría acceder a los protocolos avanzados del sistema. Comprobó el almacén de víveres y el registro de accesos. Nadie salvo ella había tocado nada aún. Le fecha del panel principal marcada el 18 de abril de 2056. –¡Primavera! Lo primero en lo que pensó al decir aquello fue en buscar uno de los módulos de acople. Allí estaban las únicas ventanas desde las que se podía divisar el exterior de las cámaras de aislamiento. Fue directa al más cercano. Introdujo el código de apertura y la primera luz solar cruzó el habitáculo y a ella. Lo primero que vio tras esquivar con la mano la luz directa del sol fue el infinito azul del océano.

Isla de Neverland. La perdió de vista como se pierden los recuerdos. De pronto, dejó de escuchar sus aleteos. La gran águila blanca ya no custodiaba la cueva. Le había dejado solo ante ella. Le otorgó el poder de la decisión, el poder de elegir su presente y su futuro, el poder de regalar su pasado y seguir perteneciendo a una historia que aún no había acabado. Se marchó de los cielos de Neverland, tan azules como siempre habían estado, con esas pinceladas nubes que dibujaban los sueños y el firmamento. ¡Era tan azul! Tanto que el mar no parecía acabar en él, ni él en el mar. Siempre pensó que si nadaba lo más lejos que le dejasen sus brazos, se dirigiría al cielo y nadaría sobre las aguas hasta volver de nuevo a la isla por el otro extremo. Aquel ya era su mundo, no cabía duda. Era el que él mismo había creado día y noche; mientras dormía, mientras vivía. Y ahora, a un solo paso de rebasar las aguas de la cascada, estaba a punto de abandonarlo. Se había situado cuidadosamente en la última piedra del camino. Un pedrusco voladizo que se había colocado el azar antes del abismo que lo separaba de la cascada. Cerró los ojos para evadir el vértigo y erizó las piernas para imprimir salto, pero estas no acompañaron de movimiento la intención. Su cuerpo y su mente no iban en consonancia. Quería avanzar, quería quedarse. Estaba tan cerca que sentía el vapor de agua de la gran cascada humedeciendo su cuerpo y el sol candente secando el frío, antes de que el aliento del viento enfriase las lágrimas de cascada que ya discurrían por su figura. El golpe iba a ser duro. Atravesar de un único salto la torrencial columna de agua que guarnecía la cueva no iba a ser como meter los pies en la orilla del mar para pescar. Tembló como un Tirú recién nacido, buscando a su progenitora al caer sobre la madre selva en plena noche. Estaba atemorizado y a la vez atraído. Cuanto más cerca estaba del manto de agua y de la cueva, más embriagado se sentía. Izó la mirada y profundizó a través de los huecos que

regalaban los saltos de agua al romper en las piedras. Era una oscuridad hipnótica, una oscuridad que te agarraba por la espalada y brazos llevándote hacia a ella. Su cuerpo y su rostro fueron volcándose por involuntaria inercia hacia la cueva, ajeno a que con un paso más se precipitaría irremediablemente al vacío. Pero ya había sido llamado, ya no había vuelta atrás, la cueva lo había seducido de tal manera que su cuerpo ya no era suyo, su mente se había entregado a aquellas oscuras tinieblas que no tenía fin. Avanzaba tanto hacia el infinito como la vista le alcanzaba a curiosear. Pero allí, palpitando en el horizonte siniestro, apareció una luz cegadora. Su cuerpo, de pronto, cayó al vacío… Extendió brazos y piernas, y levitó sobre la roca. Atravesó las aguas y voló a través del túnel del tiempo y del espacio de la cueva, dejándose llevar como una hoja seca bailada por la brisa marina. La cueva se fue estrechando como dos mundos que convergen entre si hasta implosionar en una silenciosa bola de luz y oscuridad. El final o el principio solo eran una casualidad. Se dejó llevar allá donde llegase, pero esta vez no sintió ninguna ola castigándole duramente al despertar. Sintió como la respiración se volvía más difícil y cercana. Percibió la luz aparecer en la lejanía, y el rechazo que procuraban sus ojos al verla. Notó como su mente y su cuerpo se unía nuevamente en un todo. La luz se cernía cada vez más, y apareció ella de nuevo… –¡Evans, vuelve! Cámara de aislamiento Nº6. Crómicon. Océano Pacífico. 2056 d.C. “Entonces, uno de los ancianos me preguntó: Esos que están vestidos de blanco, ¿quiénes son, y de dónde vienen? Eso usted lo sabe, mi señor –respondí. Él me dijo: –Aquéllos son los que están saliendo de la gran tribulación; han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero.”

Apocalipsis 7:13–14. –¿Evans, puedes escucharme? Era ella. La vi. Por fin le puse rostro a esa mujer. Era Ada. Miré a mi alrededor. Me sentí desnudo. Unta terrible sensación de vulnerabilidad me embargó por completo. Mis ojos estaban nublados, perdían el enfoque y la nitidez continuamente. Supe que estaba acostado y cubierto por un espeso líquido. Sentía frío y calor a la vez en todo mi cuerpo, pero apenas podía moverme. Traté de articular la voz para hablarle a ella. –¿Qué ha pasado? –le pregunté, con la voz entrecortada. Ada, sonrió. –Hemos despertado, Evans. –¡Despertado! –repetí, tratando de recuperar la consciencia. Yo llevo dos días despierta. Soy la única que ha despertado con vida en este sector, y ahora tú eres el segundo. –Vivos… –respondí, desalentado Ada se acercó a mí, me puso sus manos en mi pecho, tratando de infundirme fuerza y cariño. Lo consiguió. Percibí una poderosa sensación familiar, acogedora. –No he salido del Sector aún. Aún no he podido establecer contacto con otros sectores. No he detectado ninguna fuente biológica activa. El siguiente en despertar aquí, después de mí, era Lukas, pero despertó sin vida. Hoy te tocaba a ti. El temporizador de tu cápsula marcada menos dos días, y decidí esperarte antes de salir del sector –comentó, con un brillo inusitado en sus ojos–. ¡Somos los únicos que estamos vivos, Evans! –¿Por qué? Ada no supo qué responder. Me miró confusa, tenía tantas ganas de verme y, sin embargo, tanto miedo de estar viva como yo. Entonces, lloró, y sus lágrimas inundaron por completo mi memoria. Empecé a recordarlo todo con el influjo de su mirada. Recordé el mundo que acababa de abandonar, el mundo al que había vuelto. Recordé todo, todo lo que hicieron, lo que hicimos, el porqué lo hicimos, y me sentí desalentado, y a la vez un traidor. Ada me ayudó a salir de la cápsula. Estuvimos caminando durante varios minutos, hasta que recuperé la normalidad de mi

equilibrio, de mis sentidos y de mi motricidad. Me dio de comer fruta, manzanas rojas y frescas, como si acabasen de caer del árbol. Los módulos de fabricación y almacenaje de víveres que se instalaron en las Cámaras de Aislamiento eran autosuficientes. La nanotecnología se encargaba de mantener constante un sistema de producción agrícola a mediante una mezcla de sustancias químicas, sintéticas y orgánicas. Habían estado procesando cientos de semillas, frutos y materiales comestibles a partir de materiales sintéticos. Aquello podría ser un paraíso real, y sin embargo, no había nada que pareciese verdad. Nos sentamos frente al panel principal en la sala de control y Ada me contó con toda la tranquilidad que otorga la inmortalidad todo cuanto había averiguado estos dos días en la cámara. Dikon, Madsen y Chen prepararon un protocolo independiente de actuación. Nunca supieron si alguien iba a despertar con vida, nunca supieron en qué tipo de planeta iban a aparecer de nuevo. Crearon el fin de un mundo, y el inicio de otro; como solo pueden hacer los dioses. Pero tan solo eran hombres. ‘Lo que se le de a los hombres, los hombres devolverán a la sociedad’. Aprendí a descifrar entre líneas de esa verdad absoluta al leer al psiquiatra estadounidense Karl Augustus Menninger. –Ven, te llevaré a un sitio –me insistió Ada, en mitad de uno de mis fugaces momentos reflexivos–. Quiero que veas algo. Le acompañé sin objeción. Aquel primer día de mi nueva vida vi en ella todo lo que la humanidad podía construir, pero también todo lo que podía destruir. Siempre había sido más fuerte y más valiente que yo, y solo los seres humanos como ella podían gobernar a los demás. Me llevó a uno de los módulos de acople, activó la visibilidad de la escotilla y me ordenó con la mano que me acercase a ella. Miré al frente y lo vi… Vi el nuevo mundo. Habían pasado casi veinte años desde que destruimos el planeta, desde que aniquilamos a la humanidad,

desde que creamos el Apocalipsis definitivo y, sin embargo, todo parecía estar en perfecto orden, en perfecta armonía, en perfecto equilibrio. Bandadas de ballenas, delfines, orcas, aves se paseaban frente a nosotros, alrededor de lo que una vez fue Crómicon, de lo que una vez fue el fin de la vida. Ahora, tan solo era el cristal desde el que observar la única verdad. La naturaleza y la vida inexorablemente se abren camino ante nosotros. Ahora, todo estaba como tenía que estar. Pero, por desgracia el ser humano había vuelto, y no se sabe lo que podía llegar a ocurrir. “Somos como mariposas que vuelan durante un día pensando que lo harán para siempre.” Carl Sagan.

Cámara de aislamiento número seis de la Facción creativa del Capitolio. Crómicon. Océano Pacífico. 2058 d.C. Hoy nos hemos enterado que Ada está embarazada. Es niño. La llamaremos Albert. Hoy también he decidido que voy a escribir, con la esperanza de que algún día estas palabras superen el tiempo y el espacio de la misma forma en que lo hice yo. Para que la pequeña parte de humanidad que aún me queda pueda sobrevivir con Caina y Albert. Lo voy a titular Relato de un náufrago del tiempo.

S0MN1A Cristóbal Terrer

L

Esta noche en mi sueño oí tu voz. Me llamabas entre lágrimas. Y la mar te devolvía. Oí mi nombre y me dio un vuelco el corazón. Te buscaba entre la multitud. Como hago cada día. (Alberto Rionda)

a lluvia caía a plomo, como casi siempre en aquella ciudad creada a partir de un amasijo de hierros y neones de gran tamaño. Corro entre las azoteas de unos edificios que me recuerdan a algo. Alcanzo una

especie de puente exterior que une dos terrazas. Miro hacia abajo y observo como la ciudad mantiene su vida nocturna: puestos de comida asiática, coches voladores conducidos por sombras sobrevolando la ciudad, paraguas extendidos y música electrónica. Mi paraguas se escapa de mi mano por una inoportuna ráfaga de viento. Observo desde las alturas como baila una danza macabra por el aire antes de caer a la calle. Nadie parece percatarse de mi accidente. Comienzo a gritar, como si quisiera hacerme notar desde aquellas alturas infinitas. La cabeza me duele hasta el punto de que parece próxima a estallar. El suelo tiembla y los truenos acompasan el derrumbamiento de algunos viejos edificios colindantes. Sigo corriendo para intentar alcanzar el extremo de aquel puente desvencijado fabricado en hormigón. Parece que nunca llego a mi destino. Corro bajo la lluvia. Corro, pero mis pies se mueven a una velocidad más lenta de lo que parece ordenar mi cerebro. Es como si no avanzara ni un solo metro. Mi chaqueta de cuero verde pesa toneladas, ya no puede absorber más agua. Sigo corriendo sin avanzar. El edificio que acabo de dejar atrás comienza a derrumbarse también. He de llegar al otro extremo o caeré al vacío. El puente también se hace añicos y los bloques de hormigón caen sin piedad hacia abajo. Ahora sí, la multitud que se agolpa en la calle comienza a gritar, a alejarse del lugar por miedo a morir aplastada. Corro. Ya me quedan pocos metros para alcanzar mi objetivo. Corro. Del puente, apenas quedan en pie unos cascotes. O alcanzo el otro edificio o yo también me precipitaré al vacío. Corro con desesperación. La lluvia apenas me permite abrir los ojos. Estoy empapado, y los bucles de mi flequillo se me pegan a la frente. El estallido de un trueno hace detener mis pasos y dirigir la mirada hacia el cielo nocturno, el cual parece estar agrietándose por una potente luz de color rosado. Corro, aunque ahora lo hago con la convicción de que jamás llegaré al otro lado. El suelo comienza a derrumbarse bajo mi sombra. Doy un traspié y mis zapatos pisan el vacío. Me precipito hacia el asfalto, que ahora permanece solitario. Caigo. Intento gritar pero mi garganta no emite sonido alguno. Caigo. Ahora, el color negro lo invade todo. Un sonido intenso penetra en mi cabeza. Es como un pitido ensordecedor. No siento nada, pero estoy convencido de que sueño. Quiero abrir los ojos

pero no puedo. Es mi despertador el que emite ese zumbido, pero mis brazos no responden a las órdenes de mi cerebro. Permanezco inmóvil escuchando todos los ruidos de mi habitación. Mis ojos intentan abrirse, creo intuir la ventana de mi habitación y la luz de esos malditos neones filtrándose hasta mi cama. Creo que no puedo respirar. Mi cuerpo no responde. Tres. Dos. Uno. Al fin me despierto y exhalo una gran bocanada de aire que noto entrar en mis pulmones. Me reincorporo de golpe y reconozco todas las cosas de mi habitación. Dormía. Otra vez esa pesadilla. Me siento vivo y al fin logro ejercer el control sobre mi cuerpo. Sentado sobre la cama giro la cabeza hacia mi mesita de noche. El despertador sigue emitiendo un sonido atronador, así que de un manotazo lo apago. Comienza un nuevo día. A las ocho de la mañana, la ciudad ya se asemejaba a un hervidero de gente. Calles masificadas y el olor a comida asiática de los puestos ambulantes filtrándose por los callejones de esa gran urbe. Joel todavía permanecía recuperándose de esa desagradable sensación de no poder despertar. De nuevo ese sueño en el que los edificios de la ciudad se derrumbaban precipitando al joven al inexorable vacío. Un sueño recurrente que no hacía más que tiranizar sus pensamientos durante el día. Vivía obsesionado, y su mente trabajaba a marchas forzadas para encontrar un significado. Se metió en la ducha para despojarse de esa sensación de sudor frío. Desde allí, ya más tranquilo, ordenó a su dispositivo Serena que le preparara una buena taza de café y le dispusiera una ropa cómoda para estar en casa. También pidió a Serena que lo pusiera al día de las noticias más importantes de la jornada. Detestaba desconocer lo que sucedía en el mundo. Sobre todo, ahora que cada día se escuchaban noticias descorazonadoras. Lo hacía para conocer de primera mano los avances tecnológicos y científicos que salían a la luz casi a diario. Los dolores de cabeza no remitían, así que permaneció un rato sentado en su sofá de cuero –tan blanco como la soledad en una tarde domingo– observando a través de sus grandes ventanales la maraña de rascacielos que parecía extenderse hasta el infinito. Serena le relató varias de las noticias que habían sido filtradas según los gustos particulares de Joel: «La

nueva misión tripulada a Marte había sido un éxito». «La erradicación del neo tifus se hallaba a la vuelta de la esquina». «Los niveles de contaminación volvían a bajar gracias a la estación lluviosa». «La empresa Oxya continuaba creciendo en bolsa». «Una especie de vertebrado acuático estaba al borde de la extinción». Mientras Joel se calentaba las manos con la taza de su café recién hecho, ordenó que una pantalla virtual le buscara información sobre los sueños. Los primeros resultados de búsqueda le llevaron a contenido relacionado con el psicoanalista Freud. Tras pasear su mirada por varias páginas mediante movimientos estudiados de la mano derecha, encontró un foro en el cual la gente compartía algunos de sus sueños más íntimos y profundos. Se entretuvo durante más tiempo de la cuenta en espiar las intimidades de esas personas hasta que, cansado, decidió compartir el suyo. Quizá alguien supiera qué significaba que los rascacielos de la ciudad se derrumbaran bajo sus pies. Aburrido, ordenó a Serena que hiciera desaparecer la pantalla y se dirigió hacia su habitación para buscar un poco de nicotina líquida que echarse a los ojos. Su nerviosismo se hizo evidente cuando descubrió que el último vial permanecía vacío en uno de los cajones de la cómoda. Desesperado, comenzó a rebuscar por todos lados hasta que al fin encontró una última dosis olvidada en el bolsillo de su chaqueta verde. Se vació unas gotas en las pupilas y decidió salir a la calle para comer algo. Ya en el exterior, el sonido de los coches y el rugir de la ciudad eran ensordecedores. Unos tipos ataviados con túnicas blancas y dilataciones en los lóbulos se le acercaron de improviso. Pertenecían a una nueva secta –algo sobre los Remanentes de Dios–. Un nombre que no consiguió retener en la memoria. En aquella época era habitual que proliferarán semejantes grupos. La mayoría, tal era el caso, eran contrarios a las nuevas tecnologías transhumanistas en las que el cuerpo humano se convertía en poco más que un campo de experimentación para la ciencia. A saber: implantes biónicos, mejoras en los sentidos, órganos artificiales, alteraciones genéticas. Por encima de todo, eran contrarios a esa nueva raza artificial en la que unas máquinas humanoides – conocidas como retrohumanos– intentaban sustituir a los hombres y mujeres a golpe de inteligencia artificial. Aquellas creaciones casi

indetectables a menudo se confundían con las personas. Joel carecía de fuerzas para atender las peticiones de esa caterva, así que de un manotazo apartó a los rezagados del grupo que todavía intentaban acercarse a él. Sí le llamó la atención que todos lucían una cruz negra que les cubría todo el rostro a modo de tatuaje. Cruzó la calle y se acercó a un destartalado puesto de comida. Por fortuna, a esas horas permanecía prácticamente vacío. La lluvia no ofrecía tregua y con la mano a modo de visera –para protegerse el rostro de la lluvia– ordenó un plato humeante de fideos y pollo teriyaki. Se refugió de la lluvia bajo la cornisa de un gran edificio a cuya protección se arremolinaba un grupo de personas. Unos recurrían al dispositivo insertado en el oído para hablar. Otros consultaban la actualidad de sus redes sociales gracias al implante ocular que permitía vivir conectado con el mundo en todo momento. Lo que ignoraban es que cuanto más conectados creían estar, más solitaria y aterradora parecía ser su existencia. Joel comía de su plato con la mirada perdida. Daba saltitos en una especie de ritual que le permitiera entrar en calor. Su inseparable chaqueta de cuero de color verde eléctrico le resguardaba algo de la fría mañana. Las columnas de humo salían de cualquier alcantarillado de la ciudad y las personas deambulaban de un lado a otro de la calle como si se tratase de seres extraños, a medio camino entre el mundo de los vivos y de los muertos. De repente, algo le sobresaltó. Su muñeca emitió un silbido que le alertaba sobre una nueva notificación. Alguien había respondido en el foro a su mensaje sobre el sueño recurrente. Yumeko: ¡Hola! No te lo vas a creer, pero llevo meses soñando lo mismo que tú. Corro por un puente que une dos azoteas de la ciudad. Intento llegar al otro extremo donde me espera un chico con un frondoso flequillo y una bonita chaqueta verde. Después, todo se desmorona y los edificios comienzan a caer. Es un sueño extraño y bastante aterrador. Joel se quedó petrificado. Miró hacia todas partes como si así pudiera obtener las respuestas que su mente buscaba a toda velocidad. Arrojó el plato de comida vacío a una máquina destructora de residuos que justo pasaba por su lado. El robot, con una mirada metálica, abrió las fauces como si su vida dependiera de

ello. Joel se encontraba excitado. Su corazón latía cada vez con más fuerza. «¿Quién era esa Yumeko que no solo había soñado lo mismo que él, sino que lo había visto en sueños?». Subió a toda prisa hacia la planta cincuenta en la que se encontraba su casa, ubicada en un edificio cercano. Allí ordenó a Serena que volviera a mostrarle el hilo de chat que él mismo había comenzado. Joel: ¿Quién eres? Su respiración se contuvo durante unos instantes. Esperaba que Yumeko todavía permaneciera en línea. Tres. Dos. Uno. Yumeko: Hola, soy Yumeko. He visto tu mensaje y me ha sorprendido que ambos hayamos tenido el mismo sueño. Joel: ¡Hola, Yumeko! Te costará creerlo, pero creo que el chico que aparece en tu sueño soy yo. Yumeko: ¡¿Qué?! Eso no es posible… ¿Cómo lo sabes? Joel: Cazadora verde y flequillo despeinado. No hay duda: soy yo, je, je, je. Yumeko: Sé que te va a sonar extraño, pero… ¿tienes una foto tuya? De ese modo podré saber si eres tú el que aparece siempre en mi sueño. Joel: ¿Siempre? ¿Has soñado más veces con lo mismo? Yumeko: Sí. Cientos. Joel se quedó mirando la pantalla transparente que se mostraba flotando frente a su sofá. «¿Una foto?». Su curiosidad era más fuerte en ese momento que la vergüenza de enseñarle una foto suya a una desconocida. Decidió ordenar a Serena que buscara entre sus archivos una imagen actual en la que saliera decente. La instantánea que hacía unas semanas capturó en aquel karaoke de las afueras podría ser idónea. En ella vestía con su inseparable chaqueta verde. Serena presentó la foto y la subió como fichero adjunto al hilo de chat. La espera se le hizo insoportable, pese a que solo habían transcurrido unos minutos sin obtener respuesta de aquella misteriosa persona. Al fin, su paciencia se derrumbó y decidió dar el primer paso. «La vida es de los que se arriesgan». Joel: ¿Yumeko? ¿Sigues ahí? Yumeko: Eres… tú. ¡Por los dioses!... ¡Eres tú! Joel: ¿De verdad? Yumeko: Sí… es imposible, pero sí. ¿Nos conocemos de algo?

Joel: No que yo recuerde. Yumeko: Oye, he de irme. Esta noche pensaré en ti para comprobar si se me repite el sueño. Hablamos mañana por la mañana y nos contamos. ¿Vale? Joel: Claro que sí. Hasta mañana y… dulces sueños. Yumeko: ;) «¿Dulces sueños?». Aquella despedida sonaba mucho mejor en su cabeza pero no quería darle más vueltas. El mensaje ya había sido enviado y Yumeko había respondido con un guiño que denotaba que no le había sentado mal el atrevimiento. De forma inconsciente miró el reloj de su muñeca. Todavía quedaba mucho para la hora de dormir, tenía todo un día por delante. Lo cierto es que se encontraba demasiado emocionado como para centrarse en una nueva tarea. Así que trató de templar los nervios haciendo caso a la llamada de auxilio que una botella de bourbon –con una etiqueta de una rosa negra– le hacía desde un pequeño mueble de la cocina. Distraído, se bebió parte de la copa que se acababa de servir en un vaso de cristal amarillo. Echó un vistazo a uno de los folletos de la empresa Oxya que le habían entregado durante su última visita. Oxya era una empresa líder en el sector de la memoria aplazada. Su revolucionario método de extracción de datos había desbancado cualquier atisbo de competencia. Lo cierto es que Joel nunca fue un prescriptor de opinión en lo referente a los nuevos tipos de tecnología. Pero cada vez eran más las amistades que le habían recomendado probar la memoria aplazada, por lo que hace unos meses decidió dar el paso. La lluvia caía a plomo, como casi siempre en aquella ciudad creada a partir de un amasijo de hierros y neones de gran tamaño. Corro para llegar al otro extremo de un puente que sirve de unión a dos azoteas. Todo parece derrumbarse bajo mis pies. Intento llegar al otro lado, allí me espera alguien. Es ella. Es Yumeko ataviada con un impermeable de color amarillo. Su rostro perfecto y sus largas piernas abrigadas por unas calcetas de color granate. Solo sus muslos quedan al descubierto rematados por una minifalda que me hace olvidar lo que está sucediendo a mi alrededor. Grito para llamar su atención pero no consigo emitir ningún sonido. No avanzo.

Es como si corriera hacia atrás. Yumeko parece percatarse de mi angustia y extiende su brazo como si así pudiese ayudar a que no me precipite al vacío. Su pelo se encuentra teñido de un azul histriónico, empapado por el agua que sin piedad se derrama desde el cielo nocturno. El puente se derrumba sin darme tiempo a llegar hasta el otro lado. Caigo. Caigo y miro hacia… Joel despierta de una pesadilla que lo había mantenido atrapado durante toda la noche. Jadea sentado sobre la cama mientras trata de secar el sudor que lucha por intentar llegar hasta sus ojos. «¿Quién es la chica de sus sueños? ¿Yumeko tal vez?». Sale de su habitación para dirigirse a toda prisa hacia la pantalla flotante de su salón. Ha de hablar con Yumeko. Conocerla. Pero sobre todo urge confirmar si ella también ha soñado con él. Joel: Yumeko, ¿estás ahí? … Joel: ¡Yumeko! Creo que he soñado contigo. Pero esta vez el chat no ofrecía respuesta alguna para desesperación de Joel, que arrojó una mirada de soslayo a la botella de bourbon. «Demasiado temprano para echar un trago, ¿no crees?». Se consumieron varias horas sin respuesta de Yumeko. Joel permanecía en su loft distrayéndose, sin más entretenimiento que observar el ritmo frenético de la ciudad desde los ventanales de su salón. La luz eléctrica de los ingentes neones que descansaban sobre las fachadas de los rascacielos se colaba en su estancia sin pedir permiso. Publicidad invasiva que lo viciaba todo. Era el precio a pagar por una sociedad al servicio del progreso tecnológico. En uno de los edificios más cercanos, flotaba como por arte de magia, un anuncio de la compañía Oxya. El luminoso flotante medía casi cincuenta metros de altura y mostraba cómo un cerebro emergía de un cráneo abierto para convertirse en una especie de sol. De esos soles repentinos durante un día lluvioso. Joel abrió un motor de búsqueda y buscó información sobre Oxya. Yumeko seguía sin responder, así que necesitaba algún entretenimiento para intentar que el tiempo transcurriera más rápido. El gesto de su rostro se convirtió en algo más sombrío al leer las últimas noticias.

Al parecer, se habían abierto varias investigaciones sobre la compañía Oxya por problemas con la privacidad de sus clientes. Rezaba un titular: «¿A dónde van a parar los datos de la memoria aplazada de las personas que confiaban en Oxya?». Otro añadía: «Oxya demandada por una acusación conjunta». «Oxya niega revender a terceros los datos de la memoria aplazada que guarda de sus clientes». El café de la última taza –la que ahora descansaba vacía sobre la mesa del salón– brincaba y rebrincaba en el estómago. Cerró con un chasquido la pantalla flotante. No le apetecía seguir leyendo ese tipo de noticias. Joel se puso de pie y deambuló por los escasos cuarenta metros cuadrados de su piso, como el que espera una buena noticia que nunca llega. La ciudad arrojaba una imagen dantesca. Un hervidero de personas que se mezclaban con vehículos, neones, contaminación y charcos de agua que seguían esperando desconsolados la llegada de nuevas lluvias. «¿Habría sitio para más gente en el planeta?». «¿Cuántos años de vida le quedaban a la Tierra?». Decidió espantar los tormentos que se agolpaban para entrar en su cabeza, con una dosis doble de nicotina líquida, la cual ya resbalaba por el iris de sus ojos. Una sensación de tranquilidad se apoderó de él. La mirada que ahora arrojó a la ciudad era distinta. Había belleza en esa ciudad caótica del color ocre del progreso. Un zumbido en el dispositivo que tenía alojado en la muñeca lo sacó de su ensimismamiento. ¡Había una nueva respuesta en el chat! Yumeko: Nos vemos a las 11 en el After Dark de la calle 24. Cuando todo parece que va a salir mal y que no hay solución a la soledad que sentía en aquella urbe atestada de gente, recibe una señal. Un día te levantas sin imaginar que una buena noticia llegará para cambiarte la vida. Joel se dispuso a salir corriendo de su casa para llegar puntual a su cita con Yumeko. Necesitaba otro café, pero podría volver a desayunar en el After Dark con más calma. No quería llegar tarde a su misteriosa cita y en aquel sitio servían los mejores desayunos de la ciudad. Antes de salir por la puerta se atusó su frondoso flequillo ante el espejo de la entrada, se inyectó unas gotas de nicotina líquida y cuando ya se encontraba franqueando la puerta, recordó

coger del perchero su chaqueta verde. El chico permanecía excitado. Todavía no se había podido quitar de la cabeza la imagen que había visto de Yumeko en su sueño. «¿Sería ella?». Se sorprendió a sí mismo comprobando que sus piernas le temblaban un poco. No sabría cómo reaccionaría al encontrarse frente a frente con la espectacular belleza de la joven. Se hallaba a varias manzanas del lugar de encuentro, así que se subió al primer aerodeslizador urbano que encontró. Una forma de cruzar la ciudad en poco tiempo, pues sus vías se hallaban a varios metros de altura, alejadas del caos circulatorio que imperaba en las calles. Durante el trayecto siguió recordando el rostro y el cuerpo de Yumeko. Perfecto e inalcanzable. Apoyó la cabeza en el cristal del vagón, su reflejo le devolvía una sonrisa burlona, esa que solo los enamorados saben componer. Sobre unas azoteas cercanas, unos neones intentaban convencer al pasaje de la conveniencia de un destino de vacaciones en algún lugar del mundo del que nunca había oído hablar, un lugar que con toda seguridad ni siquiera existía. Decidió relajarse, abstraerse del mundo escuchando las canciones melancólicas que Max Richter –uno de sus músicos favoritos– había compuesto para bandas sonoras de grandes clásicos del cine. Al cabo de unos minutos, su trayecto llegaba a su fin. Se bajó en la estación Norte y descendió hasta la calle. Le bastó andar unos metros para llegar a su destino. Cuando abrió la puerta de la cafetería, se percató de que había llegado casi media hora antes de las 11. Desde la entrada buscó con la mirada una buena mesa, que fuera luminosa y estuviera junto a alguna de las ventanas. Uno de los pequeños placeres de la vida para Joel era llegar temprano a los sitios para así poder observar a los desconocidos que durante unos segundos se cruzaban en su vida. Un robot en forma de columna le ofreció una taza de café recién hecho y le cantó con voz metálica las especialidades del día. Una vez encargado el desayuno, Joel se recostó ligeramente sobre el asiento y se percató de que estaba más tranquilo. El bullicio de la cafetería en hora punta no le dejó oír las noticias que ofrecía una televisión colgada sobre la barra. Oxya era acusada de otras tantas cosas, entre ellas, de ceder los datos de la memoria aplazada a empresas dedicadas a la construcción de retrohumanos. «Nada nuevo bajo el sol».

La puerta principal del After Dark se abrió. Como una venus emergiendo entre las rocas, apareció Yumeko. Aunque desde hacía unas horas la lluvia había firmado una tregua con la ciudad, la chica llevaba un impermeable amarillo del color de la alegría. Algo que no pasó inadvertido para Joel, quien, desde el momento en que le llegó el sonido de la puerta, lo sabía: era ella. Un escalofrío le recorrió el cuerpo hasta quedar alojado en el corazón. Yumeko se dirigió con paso firme y aire desenfadado hacia la mesa de Joel, que se levantó para recibirla siguiendo los cánones de la buena educación. Para sorpresa del joven, ella se abalanzó sobre él y lo abrazó con un entrañable gesto, como si lo conociera de toda la vida. –¡Joel, eres tú! No me lo puedo creer –dijo Yumeko con una sonrisa que hubiera hecho enmudecer a cualquiera. –Yu… Yumeko –las palabras se agolpaban en la boca de Joel, víctima de una profunda emoción. –¡Vamos! ¡Dime! ¿Has soñado conmigo esta noche? –Claro que sí. Eras exactamente igual. Tu… tu pelo azul, tu rostro, incluso el impermeable amarillo. –Vaya. Pues tú no. El chico de mi sueño era mucho más guapo que tú –dijo con gesto serio Yumeko, sabedora de que sus palabras caían como una losa en el ánimo de Joel. –Bueno, yo… –¡Ja, ja, ja! Menuda cara has puesto. Tenías que haberte visto. Perdona, estoy de broma, tú también eres idéntico al chico con el que llevo soñando desde hace tiempo –Yumeko pronunciaba las palabras con una sonrisa preciosa. –¡Menudo palo! Casi vomito el café. –Joel también comenzó a reír acaloradamente. Una risa nerviosa que denotaba que entraría en el juego burlón de su compañera de sueños. –Perdona, pero he llegado tarde. Yo soy así, ¿sabes? Jamás consigo llegar puntual a mis citas. –Ah, ¿pero esto es una cita? –Bueno, si me invitas a desayunar una buena ración de tortitas sí que lo será –siguió riendo Yumeko. –No te preocupes, eso está hecho. A mí, en cambio, me gusta llegar unos minutos antes a mis ci… Bueno, a los sitios. –La verdad es que me ha surgido un problema…

–¿Ha pasado algo? –Sí, lo cierto es que he sido atacada… Ya sabes… Una banda de ninjas… –¿Ninjas? –Sí. Los detesto. Últimamente están en todas partes. Pero tranquilo, les he dado una buena paliza –dijo divertida Yumeko. –Te entiendo. Malditos ninjas. Siempre con sus shurikens y sus katanas. ¿A quién pretenden asustar? –A mí no, desde luego. –Yumeko miraba alegre a Joel, que en ese momento casi se atraganta de la risa y terminó escupiendo un poco del café que estaba degustando. Lo que provocó que Yumeko riera con sonoras carcajadas que atraían las miradas envidiosas de gran parte de los clientes de la cafetería. –Entonces… ¿Soñaste lo mismo que yo? Cuéntame… –Sin rodeos, ¿eh? Me gusta. Pues sí. Llevo varias semanas en las que sueño algo descorazonador. Una pesadilla. –El gesto de Yumeko se ensombreció ligeramente–. Es de noche. Llueve muchísimo. Yo estoy en lo alto de un par de rascacielos que se mantienen unidos por una especie de puente que comunica ambas terrazas. Todo plagado de antenas y neones, ya sabes cómo es esta ciudad. No me había dado cuenta, pero en uno de los extremos del puente hay una persona que parece preocupada por mí. Intenta desesperadamente indicarme que corra para que lo alcance. Un ruido atronador indica que varios edificios cercanos van a derrumbarse. A los pocos segundos, mientras corro hacia… ti, el puente también se viene abajo. Intento llegar al otro lado a toda prisa, pero finalmente me precipito al vacío. Joel miraba a Yumeko con una mezcla de cariño y preocupación. Se notaba que aquel sueño perturbaba a la chica, al igual que le estaba sucediendo a él. No sabría decir por qué, pero se sorprendió al comprobar que su mano había alcanzado a la de la chica, la acariciaba. Ambos cruzaron sus miradas durante una eternidad hasta que de nuevo una columna robótica se acercó a la mesa para traer dos raciones de tortitas. La magia del momento se rompió. Nadie dijo que una máquina tan básica como aquella supiera interpretar las emociones de los humanos. Ambos sonrieron

y comenzaron a devorar sus platos. Siropes de todas las clases se mezclaban en los platos creando formas extrañas y vistosos colores. –¿Por qué crees que nos sucede esto? –se atrevió a preguntar Yumeko por fin. –No lo sé. Nunca había escuchado nada igual. Es muy extraño. –Creo que por alguna razón estamos conectados –aventuró Yumeko al tiempo que su dedo índice jugueteaba distraído con su pelo azulado. –De eso me he dado cuenta desde el momento en que te he visto entrar por la puerta –se atrevió a decir Joel. –¿Sabes? Se me está ocurriendo una locura… ¿Quieres escucharla? –¿Una locura? Siempre. –¿Y si esta noche dormimos juntos? Quizá así consigamos algo… –Yumeko argumentaba su idea mientras observaba como el rostro de Joel se iluminaba por momentos. –Sí que es una buena locura. –Ambos rieron atrapados por miradas nerviosas que se detenían en todas partes menos en los ojos del otro. –Si no te parece buena idea, lo dejamos, ¿eh? A ver si piensas que voy haciendo esta oferta a todos los hombres de la ciudad. –No, no, no, no. –¿No quieres? –O sea, sí, sí, sí. Es decir, que sé que no vas proponiendo eso a todos los hombres de la ciudad. –¿Ah, no? ¿Qué te piensas, Joel? ¿Que soy una de esas mojigatas que entregan su vida a una secta ultrarreligiosa? –La cara de Joel hablaba por sí sola. Un gesto de interrogación se instaló en la mesa para subir flotando hasta el techo del restaurante. Tras unos segundos de silencio, ambos comenzaron a reír con estrépito, de nuevo, atrayendo hacia ellos algunas miradas de desdén. Parecía que en aquella ciudad la risa sincera era solo propiedad de las grandes corporaciones y de las familias que aparecían en los anuncios de neón. –Esta noche podemos dormir en mi apartamento. Quizás el sueño cambie, o quizás se potencie. Pero me parece una buena

idea en aras de la investigación. –Ok. Acepto tu propuesta –accedió Yumeko, como si la propuesta no hubiera salido primeramente de su mente–. Pero tenemos todo el día por delante y luce el sol. Así que podemos dar un paseo, sentarnos en el parque de la ciudad, que a esta hora debe de estar lleno de gente. ¿Qué te parece? –Me parece una buena idea, solo pido que no nos crucemos con ningún ninja. –Los ninjas no existen, tonto. Además, en el bolso llevo una pistola. Si se nos acercan les disparo sin preguntar. –¿Una pistola? Así que eres de esas. –Soy una caja de sorpresas. Ya te irás dando cuenta. Venga, vámonos. Joel arrojó unas monedas en la rendija de una de las columnas que hacían las veces de camarero, acto seguido salieron por la puerta del local entre bromas y cuchicheos ininteligibles para el resto de clientes. Al llegar a la calle, Yumeko agarró por el brazo a Joel y de esta forma, abrazados, pasearon por las calles de la ciudad durante varias horas. A lo largo del trayecto pararon en un supermercado y compraron algunas bebidas, de esas que no se deben comprar a determinadas horas de la mañana. Hablaban de esto y de lo otro. Se contaban sus vidas, sus trabajos y como aquella ciudad era capaz de engullir los sueños de juventud de cualquiera. Tal y como había previsto Yumeko, hicieron una larga parada en el parque de la ciudad. Allí se tumbaron sobre la hierba artificial y las carcajadas se escapaban hasta acariciar a las primeras nubes que hacían acto de presencia. Las horas caían del reloj casi sin que se percataran. Comenzaba a oscurecer. Al pasar por la puerta de las embajadas, observaron cómo los integrantes de una numerosa manifestación increpaban a los guardias de seguridad que custodiaban la entrada de aquellos edificios. Un tipo con una cruz negra en el rostro, se acercó a ellos por sorpresa y les entregó un panfleto al tiempo que les decía algo sobre el ser humano y las máquinas. Yumeko se asustó bastante y por un momento pareció que aquel hombre la asustaba de verdad. Joel la agarró con fuerza y la alejó de allí. Cientos de panfletos volaban por

el aire. El ruido de unos megáfonos se mezclaba con las sirenas de las fuerzas del orden y con la lluvia al rebotar sobre el asfalto. Al llegar a las inmediaciones de la casa de Joel, Yumeko se soltó del brazo y se perdió entre la gran multitud que a esas horas de la tarde se agolpaba frente a los puestos de comida y los escaparates de cientos de establecimientos de comida asiática. A Joel se le encogió el corazón durante unos segundos. La había perdido de vista hasta que al fin, vio su rostro entre la multitud. Sonreía abiertamente al dueño de un local que mostraba orgulloso su género: carnes especiadas, tallarines, arroces y shushi de todas clases. Yumeko giró su rostro y al ver como la observaba Joel dibujó una sonrisa juguetona. Mientras Joel se acercaba a ella, ahora más tranquilo, se imaginaba qué le estaría contando a aquel tendero, que al parecer se partía de risa ante las ocurrencias de Yumeko. Pasearon por la calle mientras degustaban su cena, al tiempo que Yumeko se colocó la capucha de su impermeable sobre la cabeza. Algunos de sus pelos azulados se entremezclaban con el llamativo amarillo de su abrigo. Casi sin darse cuenta, habían llegado al portal del edificio de Joel. –Bueno. Ya hemos llegado –dijo Joel mientras observaba como Yumeko inclinaba su cabeza hacia arriba, como si con ello quisiera alcanzar a ver la última planta del rascacielos, algo a todas luces imposible desde la posición en la que se encontraban. –¿Me invitas a subir? No quiero importunarte. –De nuevo la risa burlona de Yumeko hizo acto de presencia. Una sonrisa capaz de detener el ritmo frenético de la ciudad, aunque solo fuera durante unos segundos. –De momento, sube. Ya veré si te largo a mitad de noche – Yumeko abrió la boca con cara de sorpresa y sin pensarlo propinó varios golpes amistosos en el hombro de Joel. Sin más, subieron al piso de Joel, el cual mostró orgulloso la vivienda y le indicó algunas de las mejores vistas que desde esa altura podían observar. Le explicó el lugar en el que se encontraban cosas tan importantes como el lavabo, el agua o las pantallas flotantes; por si Yumeko necesitaba consultar algo. La joven se mostró entusiasmada. Daba saltitos que denotaban alegría y excitación. Aunque pequeño, el piso era de lo más acogedor.

Yumeko se dirigió al dormitorio de Joel, que –sorprendido– descubrió como Yumeko se desnudaba lentamente, dejando caer al suelo toda su indumentaria. Yumeko se percató de la situación y con un gesto de impostada sorpresa, cerró la puerta con uno de sus talones. Joel dibujó una tierna sonrisa y decidió dar el paso de entrar también en la estancia. Yumeko estaba ya instalada dentro de su cama, a oscuras y tapada hasta el cuello; dejando intuir que se hallaba completamente desnuda. La noche era joven. Sin mediar palabra, comenzaron a devorarse a besos mientras las luces fisgonas de la ciudad se colaban en la habitación sin pedir permiso, ofreciendo un espectáculo visual bañado por tonos azules y rosas. Los primeros rayos de luz sorprendieron a Joel. Su primer pensamiento fue para Yumeko. Y su rostro se entristeció al comprobar con sorpresa que de la joven solo quedaban las arrugas de su lado de la cama. Se había marchado sin despedirse. Joel permaneció un rato sentado recordando cada uno de los acantilados del cuerpo de Yumeko. Su mente viajaba a rincones exquisitos, mientras que sus ojos se detenían en los neones o en los primeros vehículos que sobrevolaban el cielo. Un pensamiento le atrapó en esos instantes. Recordó que a medianoche se despertó y al observar a Yumeko esta permanecía boca arriba, con el torso desnudo y los ojos completamente abiertos. Pese a todo, ofrecía la sensación de estar durmiendo plácidamente. El teléfono alborotó sin pedir permiso. «¿Quién podría llamar a estas horas tan tempranas?». «¿Sería Yumeko?». Descolgó el aparato que había junto a su mesilla, pues a esas horas todavía no se había colocado su dispositivo en el oído. «¿Diga. ¿Quién es?». Silencio fue la única respuesta que obtuvo. Joel se metió en la ducha y repasó con Serena las tareas programadas en su agenda. Nada importante. Mientras esperaba a que Serena le sirviera una taza de café, secaba con esmero el cabello húmedo. De repente, el teléfono volvió a sonar con insistencia. No sabría decir por qué, pero los tonos denotaban premura. –¿Diga? –¿Joel Rioga? ¿Es usted? –preguntó una voz desconocida al otro lado de la línea. Desde luego no era Yumeko la que llamaba.

–Soy el detective Salanda. –La voz de aquella persona denotaba cansancio. La vida parecía escapársele con cada palabra. –Buenos días, detective. Dígame qué puedo hacer por usted. –¿Ha contratado usted algún servicio con la empresa Oxya en los últimos meses? –¿Por qué quiere saberlo? No es de su incumbencia. –Verá. Si le interesa saber de qué se trata, le espero en el callejón del pescado que hay cerca de su casa. –¿Cómo sabe usted dónde vivo? –Soy detective, ¿recuerda? –aquella extraña respuesta fue la única que obtuvo, pues después Joel solo logró escuchar los zumbidos que indicaban que la comunicación había terminado. Joel se quedó pensativo. Le estaban sucediendo muchas cosas extrañas en muy poco tiempo. Una cosa le quedaba clara como el agua: aquel viejo había captado su atención. Joel permanecía apoyado sobre la pared del callejón del Pescado. Una calle que no había podido competir con las novedades tecnológicas de las nuevas especies diseñadas en laboratorios. Algunos viejos escaparates vacíos eran el único indicio de los viejos tiempos, los buenos tiempos. En ese instante, un hombre envuelto en una gabardina negra y un sombrero de ala corta, se acercaba con paso lento hacia Joel. Era el detective Salanda. Tal y como había imaginado el joven, aquel tipo contaba ya con una edad avanzada. Lo denotaba el arrastrar de sus pisadas y el crujir de sus gastadas articulaciones. Encadenaba cigarros con la elegancia de los viejos galanes de las películas antiguas, en un tiempo en los que ya nadie fumaba esas reliquias. –¿Qué quieres de mí? –preguntó Joel sin ganas de andarse por rodeos. –Estoy realizando una investigación sobre la empresa Oxya. Digamos que tu archivo apareció ante mí por casualidad. –Continúe. –He visto que participaste en su programa de memoria aplazada. Habrás visto las noticias últimamente, chico. Hay mucha gente que le quiere echar el guante a esta empresa.

–Perdone que le interrumpa, pero no entiendo qué pinto yo en todo esto. –Verás. Estoy intentando seguir el rastro de esos recuerdos que le vendéis con tanta alegría a empresas como Oxya. –No entiendo a qué se refiere. –¿En qué estabas pensando para confiar lo más preciado que tenemos a una empresa de ese tipo? Tus recuerdos son tuyos, que nadie trafique con ellos. –Mira, abuelo, en estos tiempo nada es para siempre, ¿sabe? Confiar mi memoria a un banco de recuerdos es una muy buena opción para que no se pierda mi vida en el olvido. ¿Quién sabe si en el día de mañana los necesitaré o querré transmitirlos a mis seres queridos? –Un banco de recuerdos. Bonita forma de referirse a compañías de esa calaña. Aunque es cierto que son bancos. Y como de cualquier banco, sospecho que se dedican a traficar, en este caso, con la memoria de la gente. – ¿A qué se refiere con traficar? –Ya sabes. A especular con ellos, a vendérselos a terceros. A entregárselos al mejor postor. –¿Quién coño estaría interesado en mis recuerdos? –¿En qué mundo vives, hijo? ¿Te has dado una vuelta por la ciudad últimamente? Aquí todo es susceptible de ser vendido. Se comercia con cualquier cosa: los sueños de la gente, los órganos vitales, los nombres y apellidos. Solo se necesita dinero y alguien que tenga interés en comprar lo que sea. –Joel se quedó pensativo. Las palabras de aquel hombre habían calado en él, como la lluvia fina que comenzaba a resbalar por su rostro–. Mira, aún no dispongo de pruebas. ¿Vale? Así que concédeme unos días para reunir más argumentos para convencerte. Entonces, te pediré que me ayudes a llevar a juicio a esos cabrones. El detective Salanda se despidió de Joel con un leve apretón en el brazo del chico. Se marchó de aquel callejón tal y como había aparecido: poco a poco y sin hacer ruido, como la silenciosa diáspora que amenazaba a los rincones de clima más extremo del planeta. De modo que Joel tenía la sensación de que aquella conversación ni siquiera había tenido lugar.

Llegó el día siguiente y seguía sin tener noticias de Yumeko. Tan solo los ecos de sus risas y conversaciones servían para mitigar la tristeza instalada en su corazón. Su cerebro, en cambio, trabajaba incansable para tratar de buscar argumentos que le ayudaran a entender lo sucedido. Al día siguiente, más de lo mismo. Tampoco hubo señales de la joven. Ni al siguiente. Ni al siguiente tampoco. Eso sí, el sonido del teléfono de su mesilla seguía exigiendo cordura. Pero cuando Joel contestaba, no obtenía ninguna respuesta. «¿Yumeko? ¿Eres tú, Yumeko?». Es toda la conversación que Joel conseguía extraer de aquel maldito aparato. El chat tampoco le ofrecía ningún consuelo. Por más mensajes que le mandaba a la chica de sus sueños, el silencio siempre fue la única respuesta. Pasaron los días, las semanas. El dolor se arrastraba por la casa de Joel. Las paredes eran tan estrechas que ni contemplar la ciudad desde las alturas aplacaba su tristeza. *** Oficinas centrales de Oxya Test 124 | Sujeto A4815162342YJK | 11:06. | –Será necesario volver a valorar los resultados del implante de amígdala en el neocórtex cerebral de la sujeto –comentó el profesor Bastian, casi sin inmutarse. Como si hablara del clima o de lo que había desayunado esa mañana. –La implantación ha sido un éxito. Ello no excluye lo que sabíamos de antemano: habría complicaciones y variables incontrolables. Todavía desconocemos gran parte del funcionamiento del cerebro. El profesor Bastian fue el más joven en conseguir una plaza en el CEC (Centro de Estudios Cerebrales). Lejos quedaban ya los experimentos rudimentarios que hacía en el taller de su casa, pero todavía podía recordar los gritos de su madre para que dejara aquellos artilugios y subiera para cenar. Algunas de sus publicaciones ayudaron a dar pasos de gigante en lo que se refiere al funcionamiento de las amígdalas cerebrales. La amígdala es el depósito de la memoria emocional. De las emociones más innatas

del ser humano: amor y miedo. Sorprende cómo dos sentimientos tan diferentes en apariencia, residen en un mismo lugar físico. O quizá es que no son tan dispares. Es probable que por eso la gente tiene miedo a enamorarse. La parte más racional de nuestro cerebro, aunque superior en complejidad, es más lenta que la parte emocional, que actúa de forma más rápida e impulsiva. En ocasiones, el cerebro era capaz de apagar la mente para que su dueño no sufriera un duro golpe emocional. Lo hacía provocando un desmayo, o un shock instantáneo. Es posible que la oleada de emociones que sintieron Joel y Yumeko nada más verse estuviera provocada por esa mezcla de sentimientos enfrentados. Quizá por eso se encontraron en sueños, incluso antes de conocerse. La amígdala quiere imponer su voluntad, al igual que los sueños quieren imponerse a la realidad. Es capaz de secuestrar al cerebro para que no piense, para que vivamos siendo esclavos de nuestras propias emociones. Por eso, Oxya quiere tratar de reescribir la memoria emocional a través de pensamientos implantados, para penetrar en la amígdala como si se tratara de un troyano. Los monitores comenzaron a parpadear. La alarma se había activado lanzando cantos de sirena para quien quisiera escucharlos. Algo sucedía en el recibidor de la entrada principal del edificio de Oxya. Los remanentes de Dios se agolpaban tras las puertas durante una de sus manifestaciones. Querían terminar con los aires de grandeza de los científicos, más preocupados por jugar a ser dioses que por conseguir una estabilidad medioambiental. Para ellos, el ser humano no era un lugar de experimentación. Los implantes y el desarrollo transhumanista, una aberración. No se sabe quién arrojó la primera piedra o quién había detonado la primera granada de gas, pero en cuestión de segundos una manifestación pacífica se convirtió en un campo de batalla entre los seguidores de la secta y las fuerzas de seguridad. Algunos de aquellos hombres, con una enorme cruz negra esbozada sobre su rostro, se habían abierto paso penetrando en las instalaciones de Oxya para arrasar con todo. ***

Joel permanecía junto a uno de los grandes ventanales del edificio andando en círculos, con la mente puesta en un lugar alejado, o quizás sería más justo decir: en un tiempo más alejado. Mientras esperaba al detective Salanda, extrajo de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta verde una nueva dosis de nicotina líquida. Se la estaba aplicando en las pupilas cuando el viejo detective hizo acto de presencia. Ambos llevaban toda la mañana en las instalaciones de Oxya. Salanda había convencido a Joel para que lo acompañara a realizar unas pesquisas. El viejo seguía obsesionado con averiguar qué hacían con los datos de la memoria aplazada de algunos de sus clientes. Para revisar informes y contratos, necesitaba el consentimiento y la firma de Joel. La burocracia en aquellos tiempos era un muro infranqueable. Pero la experiencia y el falso aire despistado que Salanda ofrecía a menudo, ayudaban a que algunos trabajadores de Oxya le estuvieran entregando pruebas y evidencias suficientes para que, al menos, aquella corporación fuese llevada ante los tribunales. Al fin apareció el viejo. El rostro de Salanda ofrecía un cierto aire de preocupación. Con la mano derecha sacudía vehemente en el aire una carpeta llena de documentos. Al llegar a la altura de Joel, lo agarró del brazo y le susurró al oído: «Tenemos que largarnos de aquí». Ambos avanzaron por un largo pasillo flanqueado por enormes cristales que ofrecían una vista de la ciudad, la cual parecía inmersa en su rutina diaria sin alterarse lo más mínimo. Salanda giraba la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera cerciorarse de que nadie los perseguía. Su frente se hallaba perlada de un sudor frío que preocupó a Joel. Tras varios minutos en silencio, pasaron junto a la puerta de un ascensor. Joel hizo ademán de pulsar el interruptor, pero Salanda lo detuvo de un manotazo. –¿Por qué no bajamos? Has dicho que debíamos largarnos – preguntó Joel con extrañeza. –Imposible. Los remanentes de Dios han entrado por la fuerza en el edificio. Cualquier persona que no lleve la cara pintada con su cruz está en riesgo. Además, digamos que he cogido «prestados» algunos papeles y he hecho saltar la alarma. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. –¡¿Qué?! ¿Y cómo mierda vamos a salir de aquí?

–Créeme, conozco bien este edificio. Saldremos por la planta superior. Hay una azotea abandonada que comunica con el edificio colindante. Está en desuso para evitar la mirada curiosa de los drones espía de la competencia. –Joel oía a Salanda, pero no lo escuchaba. Su instinto parecía querer decirle que algo no iba bien. El profesor Bastian resoplaba con insistencia. Las aletas de su nariz parecían a punto de explotar. Uno de sus advenedizos más leales permanecía en silencio, casi sin moverse. Sabía muy bien que en esos momentos era mejor no decir nada. Si hubiera podido volverse invisible, lo habría hecho. –¡¿Qué se ha llevado ese detective?! –bramó el profesor, con la mirada clavada en el suelo, como si con ello quisiera evitar fulminar con los ojos a su empleado. –Al parecer se ha hecho con los documentos sobre los estudios de la paciente. –¿Qué documentos? –Los relativos al reciente implante de la amígdala –las palabras cayeron como una tonelada de cemento sobre los pensamientos del profesor. Su rostro era el reflejo del abatimiento más absoluto. –Apágala… –susurró sin fuerzas para continuar con aquella conversación. –¿Qué? No pode… –Apágala –cortó el profesor Bastian a su pupilo sin darle tiempo a terminar su argumentación. –Pero, profesor…, es el primer paciente que ha resultado exitoso. ¡No podemos apagarla sin más! –He dicho que la desconectes… Salanda intentaba tirar sin éxito de Joel, que parecía anclado al suelo con el rostro descompuesto y la mirada clavada en una especie de puente que unía el edificio de Oxya con otro cercano. «No puede ser. Es un sueño». Salanda cejó en su empeño, se metió los documentos dentro de su inseparable gabardina y miró al chico con un gesto de preocupación. No lo conocía mucho, pero realmente estaba sufriendo al observar el rostro desencajado de Joel.

–Joel –le dijo en un tono suave y conciliador–. Hijo, debemos salir de aquí ¡ya! Nos buscan. –No lo entiendo… –Joel hablaba como en sueños, deliraba. –Mira, chico. Poseo unos documentos que acabarán con Oxya. Créeme, los tenemos agarrados por los huevos. Pero para eso, necesitamos cruzar al otro edificio. –¿Oxya? –Joel miró a Salanda con gesto de extrañeza. –Mira, han jugado contigo. Te lo dije. Se sirven de los datos de la memoria de la gente para insertarlos en el cerebro artificial de los retrohumanos. –¿Retrohumanos? ¿De qué coño me hablas? –Joel parecía volver en sí. La curiosidad era demasiado grande para dejarse llevar por ese efímero choque emocional. –Hijo, he pedido tu informe. Tus recuerdos han sido implantados en el cerebro de una retrohumana. Ahora nos coviene irnos, esos tarados de la cara pintada van a arrasar con el edificio… El profesor Bastian no salía de su asombro. El trabajo de muchos años se había visto comprometido por un despiste en el sistema de seguridad. Por las argucias de un viejo detective. Los avances en el campo del neocórtex cerebral se hallaban en unas cotas de éxito sin precedentes. La división de experimentación de Oxya había encontrado una especie de vacío legal para mercadear con los recuerdos de sus clientes. De este modo, podrían insertar recuerdos de personas en el cerebro artificial de los retrohumanos. El descubrimiento era el primer paso para crear una inteligencia artificial plena y autónoma. Habían creado una consciencia humana capaz de evolucionar más allá de los algoritmos programados. La paciente A4815162342YJK era el primer caso de éxito tras miles de pruebas fallidas. –¿Señor? ¿Profesor Bastian? –El empleado elegía las palabras con cuidado e intentaba usar un tono conciliador para no desatar la ira de su jefe–. Quizás deberíamos consultar con los del departamento de… –Apágala, apágala, apágala –repetía sin cesar en un tono casi inaudible, como la aguja que descansa atrancada durante horas sobre la superficie de un disco rayado.

Salanda extrajo uno de los documentos que previamente había guardado en el interior de la gabardina. El papel no era más que un ovillo a punto de romperse. –¿Qué llevas ahí? –preguntó, desconfiado, Joel. –Joel… al parecer tus datos de memoria aplazada han sido colocados en la mente de una retrohumana llamada Yumeko. Eso le da una consciencia prácticamente humana. Esta es la prueba que confirma que han infringido cientos de leyes internacionales. Sobre todo, es la prueba irrefutable de que han traficado con tus recuerdos sin tu consentimiento. –Yumeko… –Joel miraba al infinito. El vacío ante su alma era inmenso. No por haber tenido una relación con una retrohumana – eso podía ser de lo más normal en los tiempos actuales– sino por haber perdido su rastro desde hacía semanas. –Tranquilo, Joel, no eres la única víctima de este fraude. Miles de personas han sido timadas por Oxya. Aunque esa tal Yumeko es la única cuyo implante ha sido un éxito. Tenemos que… Pero el detective no pudo terminar con la frase que pensaba decir, sus palabras quedaron colgadas en las comisuras de sus labios. Joel parecía fuera de sí, y por fin acertaba a comprender el peligro que corrían. O al menos eso pensó al observar como el chico corría hacia el puente exterior, como el que corre por aprovechar cada segundo que nos brinda la vida. «¡Yumeko!». «¡Yumeko!». En el otro extremo del puente, el inconfundible impermeable de la joven y su azulada melena hicieron que Joel reconociera al amor de sus sueños. Estaba allí. Estaba viva. Yumeko se giró hacia él y compuso la más maravillosa de las sonrisas, esa que solo puedes observar cuando has conocido el amor verdadero. «¡Yumeko!». Ambos corrieron para reunirse en el centro del puente. El mismo puente que tantas veces habían visitado en sueños. «¡Joel!». Salanda miraba la escena estupefacto, sin entender absolutamente nada. Cuando los dos enamorados distaban escasos metros uno del otro, Yumeko se detuvo de golpe. Su rostro se tornó en una mueca que mezclaba la incomprensión y el pánico. –¡Yumeko! –gritó Joel desconsolado.

–¡Joel! Estás aquí. Te… –Apágala. Apágala. Apágala –El tono del profesor Bastian subía de volumen a cada palabra pronunciada–. ¡Apáaagala! Una lluvia intensa adornaba el puente de hormigón, tiñendo la escena de un color azul melancolía. Como en sus sueños, Joel no podía alcanzar a aquella chica de pelo azul. La chica de sus sueños. La chica que se parecía a todas las protagonistas de sus películas favoritas. El cuerpo de Yumeko cayó desplomado como si un ser superior la hubiera apagado de improviso. Las noches se sucedían una tras otra. Como si las horas de la madrugada le fueran comiendo terreno a las del día. Serena intentaba animar a Joel con elaboradas cenas y música animada. Pero el joven seguía sin procesar lo sucedido semanas atrás en las instalaciones de Oxya. En ese momento, contemplaba la ciudad en su ritual por prepararse ante la vida nocturna que comenzaba a inundarlo todo. De repente, sonó el teléfono. Alguien llamaba. «¿Quién podría ser a esas horas?». Joel, paralizado, observaba el aparato sin atreverse a descolgar. Aquel sonido liberó la estancia de un silencio que se alargaba demasiado…

ANIVERSARIO Jesús Boluda del Toro

E

l vehículo de David se deslizaba a unos centímetros del suelo, sobrevolando el raíl de la arteria B564 que le transportaba a las afueras, a la zona Z56. Mientras tanto, David devoraba con fruición la novela Un mundo desconocido, dos años en la Luna. Guardaba en casa una pequeña colección de libros antiguos, y este era una predilección para él, pues la fecha de impresión databa de 1898. Un tesoro literario al que le concedía una cuarta lectura. De cuando en cuando, levantaba la vista para observar el tablero de controles y verificar que el piloto automático funcionaba de manera correcta. El automóvil, un pequeño utilitario con bastantes años, estaba destartalado. Incluso algunas veces se desconfiguraba solo, omitiendo el habitual comando marcado para detenerse y tomar el camino de vuelta a casa, por lo que debía estar atento para evitarlo. «Es la placa base. Tiene ya unos cuantos años, y se ha quedado obsoleta. Tanto, que ni tan siquiera existen actualizaciones para ella. Llegará un día en el que ya no siga funcionando y deba llevarlo en el sistema manual, con el consiguiente peligro para usted y para el resto de la circulación. Además, como sabe, cada vez quedan menos carreteras ordinarias, por lo que le será complicado circular. Han representado una lacra para la sociedad durante muchísimos años y, por suerte para nosotros, dentro de poco supondrán un vago recuerdo». Vago recuerdo. Resonó con fuerza la afirmación en la mente de David. Un leve escalofrío recorrió su cuerpo, embutido en el uniforme de la fábrica donde trabajaba. Sin duda, el mecánico intentaba venderle un nuevo coche, mucho más moderno y con

mejores prestaciones. Pero él se negaba a comprar uno nuevo. «Cuando se niegue a seguir funcionando lo cambiaré; mientras tanto, no», fue la seca respuesta, dando por zanjado el debate y la posible negociación. Llegó por fin al punto de salida, donde debía abandonar la vía, poner el modo manual y conducir hasta su casa. Suponía este momento un placer para David, pues recuperaba el control del automóvil y disfrutaba de las imperfecciones del camino que desembocaba en su cabaña. Giró la palanca y pulsó el botón de conducción manual. La maniobra de descenso a la vieja calzada de montaña resultó más brusca de lo habitual. Una vez más, el auto se quejó ante el cambio. El trayecto hasta casa se encontraba cada vez más deteriorado. La semana programada de lluvias de la semana anterior había hecho mella en el poco asfalto restante. Los treinta minutos que separaban a David del punto de entrada a su camino con su hogar transcurrían por un precioso bioma de bosques y matorrales propio del clima mediterráneo. La influencia de la recién iniciada estación otoñal ganaba paso día a día, pintando los árboles de diferentes tonos e impregnando el ambiente con un aura de frescura y humedad. La evolución de la sociedad y la tecnología, que tanto odiaba, también contribuía a tener controlado el medioambiente, y a mantener un ecosistema apropiado para una vida en comunión con la naturaleza. Aun así, la gran mayoría de la población prefería vivir en los enormes recintos habitacionales privados construidos formando grandes óvalos cerrados. En el medio de ellos quem una vasta extensión de terreno, donde los propietarios gozaban de todo lo imaginable sin salir del recinto: playas, alimentadas por enormes turbinas generadoras de falsas mareas; montañas controladas al menor detalle para poder sentir el hábitat de la flora y la fauna; parques con todo lo necesario para el ocio de mayores y pequeños. Comunidades con sus propios ecosistemas artificiales de unos pocos kilómetros cuadrados, para el uso y disfrute de los habitantes de la comunidad. Todo por un contrato en el que cedían el cuarenta

y cinco por ciento de sus beneficios vitalicios. Vivir para pagar. Pagar para vivir. David no pretendía ese tipo de vida. Optó por una casa en la montaña, aislado todo lo posible de la evolución. Durante un tiempo, hasta el momento de la decisión, fue un tema muy discutido con Julia, su esposa. Ella anhelaba una vida en sociedad. Le disgustaba que su hijo Gabriel fuese el único dentro del centro de enseñanza y formación que viviese fuera. «Apartado del mundo», fue la frase más usada, la que resonaba con fuerza en cada discusión. La subida era empinada. Oscurecía cuando el destartalado vehículo alcanzó la cumbre de la montaña. El día le regalaba una preciosa despedida, coloreando en el cielo una espectacular paleta de tonos cálidos. Se detuvo durante unos segundos para disfrutar de la postal. Cuando el último rayo de sol desapareció por el horizonte, David reanudó la marcha. Unos minutos más tarde, llegó a la entrada de la finca. La doble puerta de forja se abrió al reconocer la matrícula, franqueando el paso y cerrándose tras él. La cabaña, construida en su totalidad con madera de arce, ocupaba el centro de la parcela. En ella, y por petición expresa de David a la hora de su construcción, disponía de un alargado porche, delimitado por una labrada barandilla en su parte frontal. Plantada delante de la puerta principal de la vivienda, una mujer, engalanada con un precioso vestido azul estampado de cintura alta y un prominente moño con el que recogía sus cabellos rubios, desde el cual descolgaban unos perfectos tirabuzones hacia la espalda, aguardaba su llegada. Con una lata de cerveza en una mano, unas babuchas en la otra y una sonrisa sincera pintada en el rostro, Julia recibía a David. El hombre detuvo el coche en el pequeño cobertizo y, justo antes de apagar el motor, tocó el claxon en cuatro ocasiones, como dando una señal de su llegada al lugar. Segundos después, Gabriel apareció en escena, montado en una bicicleta. Al llegar al lado del coche, la apoyó en la pared y acudió delante de David. –¿Qué tal el día? –preguntó, a la vez que sonreía y le miraba con ojos brillantes.

–Bien –contestó David, de forma seca. Juntos abandonaron el cobertizo y se dirigieron a donde Julia los esperaba. Subieron los cinco escalones y se pusieron a su altura. –¿Qué tal el día? –dijo Julia. –Bien –repitió David, tedioso. Se sentó en el balancín de madera que colgaba del techo. Se acomodó y elevó una pierna. Enfrente, Julia aguardaba el movimiento, recibió la pierna y la sostuvo. Soltó las cordoneras de su bota mientras lo miraba. Repitió la misma operación con la otra extremidad. Tras ello, cogió del suelo las babuchas que momentos antes llevaba en la mano y las colocó con extremada dulzura en cada uno de los pies. Él se limitó a dejarse hacer. Cuando Julia acabó, se incorporó y entró a la vivienda, sin mediar palabra. Momentos después, se plantó delante de David y le dijo: –Hoy es viernes. Eso significan tres días de descanso por delante. David levantó la vista, buscando los ojos de Julia. Al cruzar la mirada, ella alegró el semblante y le ofreció una lata de cerveza. Solo con mirar el bote se acertaba la temperatura del mismo, pues gotas de agua a punto de congelación descendían por los lados. –Gracias, Julia –comentó, dando por finalizada la conversación. Detrás de ellos, Gabriel observaba la escena y aguardaba. –Gabriel, ponte a jugar aquí, en el porche. Automáticamente, el chico sacó de uno de sus bolsillos dos pequeños coches metálicos, se sentó en el suelo y comenzó a jugar con ellos. Julia se giró y se marchó de la escena, para entrar en la cabaña. Al regazo de David acudió un gato de color pardo. –Hola, Octubre. –El gato comenzó a ronronear ante las caricias de su amo. Durante el tiempo en el que David se mantuvo recostado en el balancín, Julia fue sacando latas de cerveza de forma metódica cada once minutos. Mientras tanto, Gabriel continuó jugando en el mismo lugar. De cuando en cuando levantaba la vista, buscando la

aprobación de David. Este, sin embargo, perdía la vista en el infinito, a la vez que bebía a grandes tragos. Cuando acabó la quinta lata, llamó a Julia. –No saques más cerveza. Prepara la mesa, voy a cenar. Ella asintió y agachó la cabeza, dando por entendido el mensaje. Una ráfaga de viento removió las hojas posadas en la plazoleta, delante de la entrada a la vivienda. Un escalofrío recorrió el cuerpo de David. Se levantó, bebió el último trago, estrujó la lata y la lanzó a un cubo de basura sin tapa dispuesto junto a la puerta del cobertizo. Lo hizo emulando un tiro de baloncesto, marcando con la muñeca los movimientos. Falló por varios metros. El bote quedó fuera, y una nueva ventolera lo agitó, emitiendo un característico sonido. En ese momento, Gabriel se levantó, caminó hasta donde se encontraba la lata, la cogió y la depositó en el cubo. Volvió al mismo lugar, dispuesto a retomar la actividad que le mantenía ocupado, cuando David le dijo: –Gabriel, vamos dentro. Aquí ya hace frío. El chico asintió. Abrió la puerta de casa, entró, se dirigió a un rincón y continuó jugando, del mismo modo que lo hacía unos momentos antes en el porche. El salón era austero. Una lámpara de techo colgaba en el centro, iluminando la estancia con una luz cálida y apacible. Debajo de esta se encontraba una mesa redonda de madera, rodeada por cuatro sillas de respaldo alto. La pared de la derecha la ocupaba una chimenea decorada con la cabeza disecada de un muflón. En el lateral, una puerta batiente que recordaba a las típicas entradas a los salones del viejo Oeste daba acceso a la cocina. Enfrente existían dos ventanales, y en el centro, entre ellos, una estantería llena de libros. A la izquierda, un enorme tapiz pendía en la pared, siendo este el único elemento decorativo. Una puerta junto a él cerraba el paso de las escaleras por donde se accedía a los dormitorios, ubicados en la planta superior. Destacaba, colgado en el centro de la puerta, un calendario de grandes dimensiones, donde se distinguía una fecha marcada con un círculo rojo.

Tras el chico entró David. La cena le aguardaba en la mesa. Un plato humeante de sopa llamaba su atención. Al lado de este, otro plato, con un filete de carne acompañado de una generosa guarnición de patatas, una hogaza de pan y un vaso de vino tinto constituían el particular banquete. David comenzó a dar buena cuenta de la comida preparada. Mientras, Julia lo observaba de pie junto a la chimenea, esperando alguna posible indicación. Llevaba ya consumida más de la mitad del segundo plato cuando, sin ni tan siquiera mirarla, alzó el vaso, vacío de contenido. En un rápido movimiento, Julia entró a la cocina y salió con la botella de vino. David aún sujetaba el vaso levantado, Se acercó y le sirvió, llenando dos tercios del mismo. Sin perderle la mirada, fue retirándose. Cuando llegó a la altura de la entrada a la cocina, se giró, entró, dejó la botella de vino y volvió al mismo lugar donde se encontraba antes de la petición. Durante más de una hora, David disfrutó de la cena, emitiendo sonidos de aprobación por los sabores que experimentaba al comer un bocado que notaba especialmente sabroso. A su vez, y rompiendo el silencio reinante, de vez en cuando entonaba los compases de alguna canción indeterminada, a la que acompañaba dando pequeños y repetidos golpes con los cubiertos en la mesa. Con un nuevo gesto solicitó el postre. Un espléndido trozo de tarta fue el culmen del exclusivo festín. Al dar buena cuenta de él, se repantigó en la silla, estiró las piernas y –extasiado– colocó las manos en la parte posterior de su cabeza. –Sin duda, cocinar es lo que mejor haces –comentó, esbozando una sonrisa. –Gracias –fue la escueta respuesta. Se mantuvo en la misma posición un buen rato, sin duda encantado por la comilona. –Bueno, creo que es momento de ir a dormir –dijo, dando por finalizada la velada. –Que descanses –contestó la mujer. David se dirigió a la puerta de acceso a los dormitorios. Al llegar, se quedó mirando el calendario durante unos segundos. Después, sin dejar de contemplarlo, preguntó.

–Por cierto, ¿qué día es mañana? –Mañana será trece de octubre. –Vaya. Mañana es el aniversario de la decisión –dijo, a modo de reflexión en voz alta, a la vez que golpeaba con su dedo índice en la fecha rodeada con el círculo. Se giró y contempló la escena. Gabriel continuaba en el rincón, entretenido con los coches de juguete. Julia, apostada al lado de la chimenea, le miraba. Una mirada neutra, carente de vida. –Vamos, venid conmigo. Mecánicamente, el chico se levantó del suelo, guardó los dos juguetes en uno de sus bolsillos y espero a que David saliese por la puerta para seguirlo. Tras ellos, Julia. Llegaron al cobertizo. –Pasad al fondo. Obedecieron. –Bien. Ahí quietos. Ambos se detuvieron, de cara a la pared, uno al lado del otro. Entonces David ordenó: –Modo reposo conectado. De repente, las cabezas de Julia y Gabriel se inclinaron hacia adelante. David se dispuso tras ellos. Levantó el pelo de la madre, y en unos pocos segundos encontró el dispositivo de detección de la huella dactilar. Situó el dedo índice de su mano derecha, a la vez que enunció un comando: –Apagar. Número de identificación: uno, tres, uno, cero. Julia. Esperó durante unos segundos, hasta que del interior de ella emergió un triple pitido. El robot se desconectó. Repitió la misma operación con el otro androide, sustituyendo el nombre final. Volvió a esperar el aviso para corroborar que la desconexión se había efectuado. Salió afuera. Cerró las puertas del cobertizo y entró a la vivienda. Por primera vez, sintió una pequeña punzada de melancolía. Todos los años, en el aniversario de la decisión, llevaba a los dos autómatas hasta el cobertizo y los apagaba, para pasar el día sin ellos. Constituía un acto simbólico para recordar el porqué de aquella decisión. Y todos los años lo celebraba casi como una fiesta.

En esta ocasión, sin embargo, una inquietud interior le carcomía el ánimo. Subió a su dormitorio y buscó en el segundo cajón de la mesita de noche una linterna. Al principio no encendía, pero tras unos pequeños golpes en el lateral, la potente luz le cegó unos segundos. Sacó del armario su ajada chaqueta de camuflaje y bajó. Antes de salir, entró a la cocina y cogió la botella de vino. Extrajo el tapón de corcho con la boca, mordiendo y tirando hacia sí de él. Dio un largo trago. Algunas gotas se escaparon de su boca, manchando la comisura de los labios, descendiendo por el mentón y acabando en la chaqueta. Se limpió con el dorso de la mano en la que llevaba la linterna y salió a la plazoleta. Comenzó a andar monte arriba, alumbrando sus pasos, pues era noche cerrada, y a medida que avanzaba, las luces que salían de la cabaña se atenuaban. Gozaba de la tranquilidad de saber que ningún animal salvaje saldría de las sombras para atacarle. Dentro del Plan Mundial de Acción para la Conservación de la Vida Salvaje, puesto en marcha tras la extinción natural del tigre (más tarde se recuperaron esta y otras más de tres mil especies de animales salvajes extintos), se acordó la reubicación, mantenimiento y control en zonas acotadas y restringidas, evitando de este modo la caza furtiva y el mercado negro de pieles, cabezas o cuernos de determinados animales. Por tanto, los lobos que poblaban, años atrás, la montaña donde vivía David, ahora vivían en amplias pero seguras comunidades cercadas. El único miedo residía en dar un mal traspié y hacerse daño en un tobillo, o caer en algún agujero y quedar atrapado. Además, fruto del arrebato, no se percató de que aún llevaba las babuchas hasta que la arista de una piedra le puso en aviso. Conocía bien el camino, pero habían transcurrido ya unos años sin pasar por allí, y no quería sufrir una ingrata sorpresa. Minutos más tarde, llegó al lugar buscado. Una pequeña planicie en lo alto de la montaña, con vegetación arbustiva y dos hermosos robles, con sus ramas más altas entrelazadas, reinaban en el emplazamiento.

Se acercó hasta ellos. Iluminó el suelo con la linterna, buscando unas marcas que solo él conocía. Al encontrarlas, sonrió. –Buenas noches, Julia. Buenas noches, Gabriel. Allí, a los pies de los dos árboles centenarios yacían, enterrados a más de un metro de profundidad, los cuerpos de Julia y Gabriel, su esposa y su hijo. Las tumbas se identificaban por dos pequeños túmulos a base de piedras, que con sumo cuidado unió con una argamasa hecha por él mismo allí, para evitar que se cayesen y perder el punto señalado. En ocasiones pensó que era innecesario, pues nadie pasaría por el lugar, pero, en caso de hacerlo, nadie se percataría de los montoncitos de pedruscos. Y mucho menos sospecharía que debajo se encontraban sepultados los cuerpos de dos personas asesinadas. Se sentó frente a ellos, con la espalda apoyada en el tronco de uno de los robles. Lanzó un ahogado suspiro, se acercó la botella de vino a la boca y bebió un generoso trago. Después, apoyó la cabeza, cerró los ojos y rememoró el momento. Recordó el día de la decisión. *** El trabajo en la fábrica atravesaba por una época dura. La ampliación de la planta, unida a la falta de personal, socavaba el ánimo y las fuerzas de David. Se encontraba cansado físicamente y derrotado anímicamente. Pensaba en ello mientras su flamante nuevo coche, dotado de la tecnología Hi Air Rail, con el que podía circular tanto por las habituales calzadas como por las novedosas líneas de raíles magnéticos, le llevaba de vuelta a casa. Cuando llegó al punto de salida, el coche se detuvo. Era el día del estreno del automóvil, y no controlaba bien los mandos. Le costó un pequeño esfuerzo recordar qué palanca debía girar para cambiar de automático a manual. El cuadro de mandos se asemejaba más al de una nave espacial que al de un utilitario, y no recordaba las explicaciones de la vendedora

del concesionario, pues toda su atención se la absorbió el generoso escote de la muchacha, sin atender a la exposición sobre el funcionamiento. Cuando por fin dio con la palanca correcta, el vehículo descendió con una suavidad pasmosa, para colocarse en la carretera secundaria que le llevaba hasta su cabaña. Un rato después, llegó al portón de entrada a la finca. Había olvidado por completo configurarlo para que, a la llegada del coche, leyese la matrícula y se abriese. Probó el comando de voz para llamar por teléfono a Julia. Esperó varios tonos hasta que su mujer contestó: –Dime. –Julia, cielo, ¿podrías venir a abrirme el portón? –¿Cómo? David repitió la pregunta, endulzando aún más la voz. Mientras volvía a formular la consulta, encogió los hombros, presumiendo una reprimenda que no tardó en llegar. –¿Y por qué no se abre? ¡Ah, ya lo sé! El señor viene de estreno. Y claro, la puerta no lee la matrícula, ¿es así? –Así es –contestó, asumiendo el error. –Ya, ya… ¿y no pudiste configurar anoche la domótica para que funcionase? –El reproche iba en claro aumento. –No. Se me olvidó. –Lo que digo siempre. Eres tonto de remate. Menos para saber dónde está el frigorífico con la cerveza fresca. Para eso sí que eres espabilado. –Julia, cariño, estoy muy cansado. Por favor, abre. Solo quiero llegar a casa y poder descansar. –El tono era el de una franca súplica. –¿Descansar? Pues si quieres cenar tendrás que hacerla tú. Yo no he preparado nada, y tampoco tengo intención de hacerlo. Voy a ver dónde está el niño, y le preguntaré si quiere abrir él. Y se cortó la llamada. Esperó más de veinte minutos hasta que la puerta cedió. Al entrar vio a Gabriel. Con un gesto de cabreo desmesurado, le espetó:

–Papá, joder, he abandonado una partida de casi cuatro horas con mis compañeros de la Banda de la Justicia por venir a abrir. Ahora no podré continuar. ¿No te puedes ocupar tú de tus cosas, y dejar de fastidiarnos a los demás? –Gabriel, pequeñín, es el coche nuevo, y se me pasó… De repente, Gabriel comenzó a gritar desaforadamente. –¡Te he dicho mil veces que no me llames pequeñín! Se giró y salió corriendo hacia la vivienda. David llegó hasta el cobertizo. No pudo aparcar, pues unas cajas cortaban el paso. Se bajó del automóvil para averiguar el contenido de las mismas. En ese momento apareció Julia en el porche de la vivienda. Llevaba en una mano una lima, con la que frotaba las uñas de la otra. Su mirada se posaba en la acción de las manos, pero su atención estaba puesta en la posible reacción de su marido ante la situación. –Estas cajas, ¿para qué son? –Para almacenarlas en el cobertizo. –¿Y por qué no las has guardado? –¿Para qué te necesito a ti entonces? –respondió, imprimiendo un tono despectivo. Sin esperar una respuesta por parte de David, se giró y entró a la casa. Cerró con un sonoro portazo. Uno a uno, David cogió los bultos y los colocó en la estantería existente en el lateral. Cuando terminó metió el automóvil y, con paso cansino, se dirigió al porche. Llegó hasta el balancín, se sentó y rebuscó debajo. Encontró dos latas de cerveza, depositadas allí por él unos días antes, y que nadie había quitado. Siguió palpando hasta encontrar unas babuchas. Las sacó y las puso al lado. Soltó los cordones de las botas y tiró una a una de ellas, ayudándose del otro pie para extraerlas. Suspiró hondo y entró a la cabaña. Allí, el desorden y la suciedad eran la nota predominante. Gabriel, colocado frente a una enorme pantalla y ataviado con un casco similar al de un esquiador, se movía con extraños impulsos. El personaje de la pantalla imitaba

sus movimientos. Los altavoces, colocados a los lados, emitían un desagradable y atronador sonido, pues mezclaba la música y la ambientación propias del juego con los comentarios de otros personajes, amigos virtuales del muchacho, que vociferaban para organizarse en la misión que, se suponía, estaban llevando a cabo. Julia reposaba en un sofá de enormes proporciones, y que desentonaba con el resto de la estancia. Consultaba su teléfono móvil a través de un holograma cuya luz salía del aparato y creaba una imagen de dimensión y formato similar a una pantalla delante de ella. Movía el dedo hacia arriba con interés en lo que veía. De vez en cuando dejaba el dedo quieto, ojeaba y se reía a carcajadas. Encima de la chimenea, colgando de un vástago, una televisión de grandes dimensiones emitía hasta cuatro canales diferentes. Un canal de moda, con modelos desfilando en una estrafalaria pasarela, una telenovela donde un matrimonio discutía de forma airada, una película para la que se necesitaban unas gafas 3D, pues sin ellas se veía la imagen como si existiese una cortina delante, y el canal del tiempo, donde contaban en bucles de seis minutos la previsión para la zona en las próximas horas. Nadie miraba el televisor, y el sonido competía en volumen con la pantalla de Gabriel, creando una amalgama de sonidos que concertaban un ruido insoportable. Por las sillas del salón colgaban camisetas, pantalones, vestidos… Toda una colección de ropa arrugada y sucia. En la mesa que ocupaba el centro de la estancia, aparatos de toda índole y fabricados para las tareas más insospechadas se encontraban enchufados en distintos tipos de cargadores, todos ellos a su vez conectados a dos regletas de gran capacidad. El resultado era una maraña de cables, iluminados por cuantiosas luces de led, indicadoras de carga. Tal y como le avisó a su llegada, la cena no estaba preparada. David agachó la cabeza y se fue directo a la cocina. Golpeó dos veces la puerta del frigorífico, y el panel de cristal opaco se iluminó, mostrando el interior del mismo. Nada sólido para cenar. Apenas un par de piezas de fruta, unos yogures de sabores y unas cuantas latas de cerveza. Pensó que podría ser un fallo de la

pantalla, así que abrió la puerta. No existía el fallo, la nevera se encontraba casi vacía. Una vez más, Julia había obviado el mensaje que el frigorífico solía enviar a su teléfono cuando se encontraba falto de víveres. Prefirió buscar en los armarios algo para comer antes de pedir una explicación y que esta derivase en una discusión de órdago. En el pequeño armario despensero, oculta tras unos botes de tomate natural troceado, localizó una lata de guiso con quinoa al curry y coco. Un plato vegetal exótico de producción ecológica controlada, que Julia compró cuando se consagró, por un mínimo espacio de tiempo (apenas un par de meses), al consumo de agricultura ecológica. David giró el bote en busca de la fecha de caducidad. Tal y como sospechaba, había caducado unos años atrás. Aun así, y viendo el panorama, decidió abrirlo y probar suerte. El olor que desprendió al destaparlo fue soportable, por lo que sacó una cazuela y lo calentó a fuego lento. Mientras tanto, dio buena cuenta de tres botes de cerveza bien fresca. Cuando el guiso sobreviviente al tiempo hubo hervido unos minutos lo quitó de la placa vitrocerámica y lo sirvió en un plato hondo. Antes de salir al salón, abrió el frigorífico, sacó un par de cervezas más, para acompañar la ecológica cena. Se hizo hueco como pudo y se dispuso a dar buena cuenta del plato. En ese momento, Julia, abstraída hasta entonces con su móvil, se levantó hecha una furia y comenzó a gritar: –¿Qué pasa, que en esta puta casa solo cenas tú? David la miró, contrariado. –No me mires con esa cara de pasmarote. ¿Gabriel y yo no vivimos aquí? – Julia, nunca me esperáis. Creía que ya habíais cenado. –¡Tú y tus excusas! Estoy harta de ti. ¿Me oyes? ¡Harta! De repente, Julia levantó la mano y le lanzó el teléfono móvil. David no lo vio venir, o al menos no le dio tiempo a evitar el impacto. El aparato le golpeó en la ceja, abriéndole una enorme brecha. La sangre comenzó a brotar, manchando el guiso con un plasma rojizo. Durante unos segundos, David mantuvo la cabeza gacha, con la

mirada en el plato. Notaba cómo las gotas descendían por su rostro, llegando al mentón, y de ahí se precipitaban al plato. Cuando reaccionó, solo alcanzó a levantar la vista y observar a su mujer. Ella se quedó paralizada ante la situación. De repente, comenzó a reír de un modo escandaloso, a la vez que lo señalaba con su dedo índice, en clara alusión a su imagen. – ¡Vaya cara se te ha quedado! ¡Te lo mereces! Pasó por delante de la mesa, manteniendo una risa sarcástica que, en los oídos de David, sonaba hiriente. Se dirigió a Gabriel, abstraído en su juego hasta tal nivel que no se había percatado de la escena. Le tocó en un hombro, y cuando se quitó el casco, le comentó: –Gabriel, cariño, me voy a dormir. ¿Te vienes? –Sí, mamá. ¿Vemos una peli? –Claro que sí. Tu padre tiene prohibida la entrada al dormitorio, así que su lado de la cama es para ti. Al hacer el comentario, miró a su marido. Este, de espaldas, no reaccionó a la aclaración. Apenas un par de minutos después, David se encontraba solo en el salón. Desechó la idea de terminar la cena, y apartó el plato. Cogió la servilleta de tela, y se la colocó en la herida, taponando la salida de sangre. Se levantó y cogió unas latas más de cerveza. Salió al porche, se sentó en el balancín y abrió una de ellas. Intentó recordar algún momento pasado de felicidad, pero fue un esfuerzo baldío. Abrió una nueva cerveza y siguió intentándolo. Lástima de tiempo perdido. Desde que llegaron a aquella cabaña todo habían sido discusiones y malas caras. Julia no aceptó vivir apartada de la sociedad, fuera de los modernos barrios que se construían para compartir una vida en comunidad. Pero tampoco quería trabajar, por lo que su subsistencia estaba supeditada a la de su marido. Sin embargo, esta razón no era óbice para odiarlo y amargar su existencia de aquella manera. Así se lo dijo en varias ocasiones. Horadaba la moral de David, en una suerte de maltrato psicológico indigno. Lata a lata, acabó con las reservas de cerveza de la nevera. Agasajado por los efluvios etílicos de la cerveza, se durmió.

Despertó de golpe. –¡¡¡Despierta, borracho!!! No sabía dónde se encontraba, ni qué le despertó de ese modo. Intentó focalizar la vista. Al oído le llegaba un ruido entre risotada maligna y aullido. Se incorporó y se limpió los ojos con la servilleta moteada de manchas rojizas que había utilizado un rato antes para detener la hemorragia. Entonces la vio. De pie y delante del balancín, Julia sujetaba una jarra, vacía de contenido, mientras reía. Se palpó el mono de trabajo. Estaba empapado. En ese momento lo comprendió todo. Su esposa le había rociado de agua fría. Un acceso de furia incontrolada lo levantó de la mecedora. Sin apenas pensarlo, agarró a Julia del cuello, imprimiendo toda su fuerza en ello. Notó cómo ella empinaba los pies, quedándose primero de puntillas y suspendida en el aire unos segundos después. No gesticulaba, y en su cara solo se dibujaba una sorpresa desmedida. Cuando el aire dejó de entrar a sus pulmones, Julia le propinó un puntapié en la entrepierna. Al notar el golpazo, la soltó y se agarró la zona lastimada. Julia cayó al suelo, y se quedó con las manos y las rodillas apoyadas, intentando recobrar el resuello. Cuando se recuperó un poco, sin moverse, miró a David y le espetó: –Era lo que te faltaba, ahora sí te voy a arruinar, hijo de puta. En ese momento, abrió la boca hasta un límite antinatural y soltó una nueva carcajada. Mientras, en sus ojos asomaba una mirada cruel, demoníaca. David no se lo pensó. Se fue hasta ella y le descargó una patada en la cabeza. Julia giró por el suelo. Probó de incorporarse, semiinconsciente, mientras buscó con la vista a su agresor. Una bocanada de esputos sanguinolentos trepó por su garganta, y le obligó a bajar la cabeza. Él sacó del bolsillo de su pernera un destornillador de grandes proporciones, y se dirigió hasta ella. Se arrodilló junto a Julia, la agarró del pelo y tiró hacia arriba, buscando un cruce de miradas. Ella comenzó a sollozar. Su cara era un revoltijo de sangre, lágrimas y fluidos mucosos. Uno de sus ojos se había hinchado en unos segundos, pintando la zona de un tono violáceo. En ese momento, David la miró con firmeza. En su cabeza

se formó un sentimiento de miedo, de culpa. Percibía que su vida se precipitaba por un oscuro abismo. Por raro que parezca, ese mismo sentimiento se fue convirtiendo –en milésimas de segundo en una sensación de exención, de pureza. Saboreó la libertad, como si la pesada carga que oprimía su espalda, su ánimo y su vida estuviera desapareciendo. Asiendo el destornillador, surgió una mano que–sin explicación lógica– él la vio como ajena. Una mano gigantesca, sucia. Julia intentó gritar, pero de su garganta no brotó sonido alguno. De forma súbita, la monstruosa mano bajó, hundiendo toda la barra metálica de la herramienta hasta el mango. La primera punzada perforó el hombro derecho y provocó el aleteo del brazo. La segunda entró por la espalda. El tercer pinchazo produjo un crujido escalofriante. Sonó como una rama cuando se quiebra y acabó con el movimiento de la víctima. David dejó el destornillador clavado en el cráneo de Julia, pues por más que intentó sacarlo, le fue imposible. El cuerpo inerte de la mujer quedó en el suelo. David se incorporó con torpeza. El mono de trabajo se le pegaba al cuerpo, mezclando el sudor con el agua derramada unos minutos antes. El sentimiento de placer le provocaba salivación. Se giró, y la imagen le paralizó. Gabriel, con una cara de susto mayúsculo, examinaba la escena. Los ojos, abiertos como platos; la boca, desencajada. Alternaba la mirada entre su madre y su padre, buscando una explicación a la situación. Se adivinada que su sentido intentaba sortear la evidencia. David se dirigió hasta donde se encontraba el chico. – Hijo, no sé qué ha podido ocurrir. Lo atrajo hacia sí. Con su enorme mano apoyó la cabeza del crío en su pecho. Gabriel se dejó abrazar. –No sé cómo ha pasado –repitió el padre hasta en cinco ocasiones, en una especie de letanía atea consoladora prácticamente inaudible. Mientras tanto, apretaba cada vez más a Gabriel contra sí. El niño comenzó a notar que le faltaba el aire, e intentó apoyar las

manos en el pecho de su padre, para hacer palanca y poder liberarse del abrazo. El esfuerzo fue en vano. David imprimía una fuerza cada vez más potente, anulando los movimientos del chico. Como un pez fuera de la pecera, Gabriel boqueaba, hasta que, sin previo aviso, su padre subió la otra mano hasta su cabeza, y la cogió con ambas. La separó de su pecho, lo miró con fijeza, y sin mediar palabra, en un rápido y enérgico movimiento, giró su cuello. «Una nueva rama quebrada», pensó al escuchar el crujido. El niño cayó desmadejado a sus pies. No quiso sujetarlo, y obró con absoluta indiferencia tras el ruido de la cabeza al golpear la madera del suelo. Cuando comprobó que ninguno de los dos cuerpos se movía ni respiraba, entró a la casa y subió a su dormitorio. El dormitorio donde su mujer no le dejaba entrar mientras ella estuviese dentro. Se despojó del mono, y entró al baño. Accionó el monomando de la ducha y dejó correr el agua hasta que comenzó a soltar vapor. Se dio una ducha larga, dejando que el líquido elemento casi quemase su piel. Al acabar, se enfundó el albornoz y las babuchas y bajó al salón. Todo era silencio. Un silencio imponente, hermoso. Se fue hasta la cocina. En la encimera, al lado del fregadero, una botella de vino sin descorchar aguardaba una ocasión propicia. Sacó del primer cajón del mueble el sacacorchos y la abrió. El pulso le temblaba, fruto, con toda seguridad, de la adrenalina que aún recorría su cuerpo. Se mantuvo apoyado unos minutos, respirando hondo e intentando que se acompasara el ritmo del corazón. Salió de nuevo al porche. Pasó por encima del cuerpo de Gabriel, evitando pisarlo, y se sentó en el balancín. Bebió a largos tragos, directamente de la botella, mientras contemplaba el cuadro. Sonreía. Saboreaba la sensación de libertad, condimentada con unos toques de felicidad absoluta Deshacerse de los cuerpos no le supondría inconveniente alguno. El monte era grande, y nadie sería capaz de encontrarlos. Tampoco iban a venir a buscarlos. Gabriel podría solicitar el cursar sus estudios desde casa, y además se encontraba en el último curso, antes de optar por estudios medios o trabajo, por lo que la suplantación de identidad en los exámenes vía aula virtual no serían

una traba. Julia no trabajaba, y su familia (una hermana mucho mayor que ella) llevaba años sin aparecer. Nadie los echaría de menos. Y él mucho menos. La situación, sin embargo, planteaba un problema. Los chips intradérmicos que todas las personas portaban desde unos años atrás detectaban el pulso del portador. Cada noche, entre la una y las dos, una monitorización de las constantes vitales y un informe de situación geolocalizada controlaba que todos los portadores censados se encontraban vivos y localizados. En caso de resultado negativo en la monitorización del pulso se generaba un aviso automático a las autoridades con la identidad y la situación geolocalizada del individuo. Tras un rato dándole vueltas al problema, halló la solución. A la mañana siguiente, la chica de la protectora de animales se llevó una agradable sorpresa al ver que un amable trabajador de la fábrica adoptaba un gatito recién nacido de color pardo, a quien, allí mismo, bautizó como Octubre. *** Abrió los ojos. La oscuridad era inmensa. Le engullía. La botella de vino descansaba, vacía, a su lado. Al incorporarse, dio un traspié. El frío había entumecido sus tobillos, y le costó unos minutos volver a sentir el control para poder comenzar a andar. Las babuchas tampoco ayudaban a la tarea. Retomó el camino de vuelta a casa, dejando atrás las tumbas, dispuesto a dormir y descansar. Unos años después del día de la decisión, en un ejercicio de sinceridad, reconoció que comenzaba a necesitar ayuda en casa. Le costaba un enorme trabajo asumir la presencia de máquinas autómatas. En primer lugar, porque seguía estando en contra del avance tecnológico; en segundo lugar, porque no le gustaba en absoluto volver a tener personas pululando por su casa. Pero, sin embargo, pensó que lo mejor sería volver a contar con una familia. Y así lo hizo. Solicitó a la empresa fabricante los dos autómatas, caracterizados con la apariencia de su mujer y su hijo. La diferencia

residía en que ahora era él quien poseía el control total de su vida y su familia. Como cada año desde que los compró, había desconectado a Julia y Gabriel para disfrutar, en su amada –y voluntaria– soledad, del aniversario de la decisión.

BONUS TRACK Alfonso, Víctor, Cristóbal y Jesús

L

a tecnología forma parte del presente y del futuro. Tal vez seamos sus esclavos o quizás sus dueños, pero ha invadido nuestras vidas de la misma forma que la magia invade los ojos de un niño. De ese modo, para que nuestro libro sea un poco más distópico, un poco más interactivo y un poco más divertido, hemos creado un último relato sorpresa que sólo podrás leer en digital, que sólo podrás acceder a él si compras este libro, ya que el mismo contiene la clave para activarlo. Este experimento se titula 'Descomposición', y ha sido escrito por los cuatro miembros de El quinto libro. Cada uno de ellos ha creado un capítulo, basándose en lo que sus compañeros le iban entregando. Tú serás quien juzgue y descubra qué trataban de explicarnos cada uno de ellos, o incluso todos en conjunto.

Que algo no haya salido como hayas querido no significa que sea inútil. Thomas Edison (inventor) Ahora, que ya lo tienes todo, si quieres leerlo escanea este código QR:

Agradecimientos

Agradecemos que no llegue nunca el momento en que esta distópica ficción sea demasiado real como para contarse en telediarios en vez de en novelas. Como no queremos olvidar a nadie en el camino, mejor no personalizamos el agradecimiento en nadie en concreto. Bueno sí, en ti, seas quien seas, con que hayas comprado el libro nos vale. Si encima lo has leído, para qué queremos más… Un abrazo a todos y feliz distopía.

Índice de relatos 1. Manifiesto 2. Distopía: La primera antología de El quinto libro. 3. Prólogo. Alberto Cerezuela RELATOS 4. Prima Nocte, de Alfonso Gutiérrez Caro. 5. Génesis, de Víctor M. Mirete. 6. S0MN1A, de Cristóbal Terrer Mota 7. Aniversario, de Jesús Boluda. 8. Bonus track