Hitler a La Luz de La Clásica y Moderna Psicología - Mauro Torres

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HITLER A LA NUEVA LUZ DE LA CLÁSICA Y MODERNA PSICOLOGÍA

Colección Psicología Universidad

Mauro Torres

HITLER A LA NUEVA LUZ DE LA CLÁSICA Y MODERNA PSICOLOGÍA

BIBLIOTECA NUEVA

Cubierta: A. Imbert

© Mauro Torres, 2008 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2008 Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es [email protected] ISBN: 978-84-9742-843-9 Depósito Legal: M-30.120-2008 Impreso en Rógar, S. A. Impreso en España - Printed in Spain

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Índice Preámbulo.—¿Hay algo nuevo sobre el fenómeno Hitler? ............................................................................

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Prólogo ................................................................................

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Capítulo I.—Hitler nace bárbaro y compulsivo ............

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Capítulo II.—Hitler visto bajo el prisma de la evolución y de la historia ....................................................

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Capítulo III.—La historia de la evolución de la especie humana hasta llegar a los Schicklgruber ...............

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Capítulo IV.—Adolfo Hitler nació y murió compulsivo ..

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Capítulo V.—El árbol genealógico compulsivo de Hitler ............................................................................

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Capítulo VI.—Adolfo Hitler fue maníaco depresivo durante toda su vida ...................................................

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Capítulo VII.—El extraño antisemitismo de Hitler obedeció a un delirio crónico sistematizado ..........

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Capítulo VIII.—Adolfo Hitler se defiende del judío del caftán: Auschwitz .................................................

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Índice

Capítulo IX.—Despierta el bárbaro Schicklgruber ......

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Capítulo X.—Equipado con su mentalidad bárbara, Hitler se lanza a la conquista del poder para desencadenar la Segunda Guerra Mundial ...................

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Bibliografía .........................................................................

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Preámbulo

¿Hay algo nuevo sobre el fenómeno Hitler? El investigador que ha escrito sobre un «fenómeno» tan extraño como es Adolfo Hitler (HITLER, im neuen Licht der klassischen und modern PSYCHOLOGIE, Baden-Baden, 2005), se siente bajo el imperativo científico de revisar lo que escribió tomando en consideración los libros que no cesan de aparecer sobre el más agudo enigma de la historia mundial: ¡HITLER! Bien hace el estudioso cuando sobredimensiona el compromiso que tiene por delante, porque con Hitler no existe el riesgo de exagerar el problema, ya que él siempre está más allá, siempre es más complejo, siempre aparece misterioso e inasible. Error sería hacernos ilusiones de que fácilmente nos vamos a deshacer de esa esfinge humana que nos reta con su desconcertante cerebro. Porque el Cerebro de Hitler es la cuestión. Si no es el cerebro —esa intrincada víscera del comportamiento y el pensamiento, que tardó al menos ocho millones, ¡sí millones!, de años de evolución para perfeccionarse con la selección natural de los genes que la forman con su 100 mil millones de neuronas—, si no es el cerebro, decimos, ¿qué otro órgano podría explicarnos a cualquier ser humano, pero, sobre todo, a este hombre en particular? Aquí se encuentra el

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desafío para el biógrafo, que en el pasado fracasaba necesariamente porque se limitaba a relatarnos con muy buena prosa amenos hechos y amenas anécdotas, sin adentrarse en las honduras del cerebro, que apenas hoy estamos comprendiendo en su infinita red de neurocircuitos que dan cuenta del ser y del hacer, del pensar y del crear, de la acción y la conducta humana. ¡EL CEREBRO DE HITLER! Nada nuevo; nada del ser de Hitler, nada de su cerebro nos han dicho los doctos biógrafos, aunque ellos, que son serios eruditos investigadores, nos han alumbrado toda la vasta estela de hechos y circunstancias que rodearon al protagonista de su «rara» gesta, que se inicia el 20 de abril de 1889 y se cierra con un pistoletazo el 30 del mismo mes del año de 1945. Por supuesto, el cerebro se expresa en el ambiente y el ambiente se expresa en el cerebro. No se pueden aislar el uno del otro. En ocasiones, el cerebro se halla pletórico de fuerzas y moldea con ellas el ambiente, la sociedad, la historia; esta tesis no la habría aceptado Carlos Marx, quizá porque desconocía el cerebro y sobrevaloraba por ello el ambiente con sus fuerzas económicas. En otras ocasiones, es el ambiente el que moldea con la riqueza de sus estímulos al cerebro, sin olvidar su interacción recíproca. Sin embargo, hoy no podemos hablar tan simplistamente del cerebro; nos corresponde indagar qué órdenes genéticas llegaban de los antepasados —todo el árbol genealógico— a ese cerebro. Cuando más, los estudiosos llegan a la infancia de Hitler, sin tocar, eso sí, su cerebro; quedan satisfechos con la conducta del niño, no siempre considerada exhaustivamente, y jamás causalmente. Cuando cumplimos con este deber científico, caemos en la cuenta de que el ADN de Hitler, además de los genes correspondientes a todo ser humano —15.000 genes de la madre y 15.000 del padre— se hallaba sobrecargado con evidentes órdenes genéticas, que son fáciles de reconocer e imposibles de ignorar. Son los fundamentos lejanos de la biología de su cerebro, sin los cuales no podremos entender muchas

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manifestaciones de Hitler que se han convertido en un rompedero de cabezas para los historiadores y biógrafos, razón de más, para que el fenómeno Hitler se nos haga más turbio, y el misterio más indescifrable. De allí que no escaseen exclamaciones del siguiente tenor: Ellos (algunos investigadores que le propone Ron Rosenbaum en una entrevista al eminente hitlerólogo Alan Bullock), quieren explicar. Yo no puedo explicar a Hitler. No creo que nadie pueda. Porque yo creo que los seres humanos son muy misteriosos (Explicar a Hitler, pág. 134).

Lo que no equivale, desde luego, a decir que nosotros sí podemos. Sin embargo hemos cumplido con la premisa de estudiar la víscera mental de Hitler, procurando hallar el flujo de influencias biológicas y medioambientales e históricas que, brotando del pasado próximo y ancestral, y brotando del futuro, igualmente inmediato y lejano, desembocan como un todo en el cerebro de este hombre singular, en sus debidas secuencias. Nuestra gran deuda con los historiadores y biógrafos, es que ellos nos ilustran con los hechos externos de la vida de Hitler, de Austria, de Alemania, de Europa, de su familia y árbol genealógico, sin los cuales habríamos sido del todo incapaces de escribir nuestro libro, al cual para esta edición española, hemos debido hacer retoques y precisiones que quedan insertadas a lo largo del texto, sin que éste sufra modificaciones de importancia. II Monumentales y eruditas historias de gran valor para entender el fenómeno Hitler, que incluyen su vida y su obra, pero omitiendo su cerebro, su evolución en el tiempo y en la historia —ya que nuestra especie tiene dos grandes momentos: el momento evolutivo, dominantemente biológico, que requiere lentísimos pasos de una duración geológica, y el momento his-

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tórico, de rápido ritmo, que en solo miles de años ha creado una gran cultura porque no está comandada por los lentísimos cambios genéticos, sino por el cerebro— se quedan sin las bases, como si construyéramos una catedral olvidándonos de los cimientos. Por eso, Hitler continúa siendo el gran desconocido. Conocemos estupendas y eruditas obras, como la de Liddell Hart, Historia de la Segunda Guerra Mundial (2006), que en su extenso texto de 800 páginas, analiza con sabiduría y detalle los eventos de este conflicto, mas sin presentarnos al hombre de carne y hueso que lo desencadenó y fue protagonista con mentalidad de cabo de la Primera Guerra Mundial, es prácticamente imposible saber por qué causas lo hizo. El historiador moderno debe actualizarse con los recientes descubrimientos de la Teoría de la Evolución por Selección Natural de nuestra especie; con el gran salto que dio la humanidad desde su condición simplemente mamífera al rango histórico y cultural, proeza exclusiva de nuestra especie, así, muchas veces nos comportemos como mamíferos reproductores y no como creadores de cultura; actualizarse también en el hecho de que el proceso evolutivo hace continuidad con el proceso histórico, lo que nos exige convertirnos en historiadores evolucionistas; ser historiadores a la manera de Heródoto y en la acepción creadora más profunda de la historia y, en fin, y fundamentalmente, necesitamos familiarizarnos con la estructura del cerebro y sus dos haces de facultades mentales en interacción recíproca, el haz creativo-alucinatorio inconsciente, antiquísimo, y el haz racional, reflexivo, analítico y verbal consciente, novísimo; la Ciencia Genética nos permite comprender acciones, sentimientos y conductas —que estuvieron claramente perturbadas en Adolfo Hitler— dependientes de su asombrosa red de mentalidades que, como verá nuestro lector, deciden y explican la «extraña» naturaleza de este ser que nació y vivió para convertirse, más que Atila y Gengis-Kan, mucho más, en el azote de la humanidad. ¡Que en suma, el Cerebro de Hitler es la Caja Negra en cuyos neurocircuitos debemos leer las decisivas causas de la Catástrofe!

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III Lo que intriga del drama alemán, no son sus avatares histórico-políticos (la derrota en la Primera Guerra Mundial, el colapso del Imperio de los Hohenzollern, seguido por la República de Weimar, el humillante Tratado de Versalles, la depresión económica de 1929 con sus millones de parados que afectó a todos los países, la amenaza del Comunismo en la Rusia vecina, etc.), sino el Fenómeno Extraño de ese drama, jamás visto en la historia mundial. Y, como este drama fue desencadenado e instrumentado por un individuo, la ciencia que, en última instancia, tiene la palabra es la Ciencia de la Mentalidad Humana, valiéndose, claro está, de las importantísimas conquistas que han hecho los historiadores, biógrafos y filósofos, que han llegado al conocimiento exhaustivo de los hechos de este personaje, mas no a los resortes íntimos que motivaron esos hechos externos… En el drama alemán, el individuo tiene un peso enorme, si no único. Él vino de muy lejos mental y geográficamente al suelo alemán, de una etnia montaraz y bárbara y se impuso a los alemanes en su propia patria, apropiándose del Partido Obrero de los Alemanes, fundado por trabajadores alemanes, lo dominó, se convirtió en el dictador apoyado en su oratoria vehemente, aglutinadora y demagógica, cambiando su nombre vernáculo por el Partido Nacional Socialista de los Alemanes, e infundiéndoles su espíritu y su esencia, solapadamente, calculadamente, que no era el espíritu de los alemanes, que cayeron ingenuamente dentro del Agujero Negro que todo lo absorbía, como los agujeros cósmicos que se tragan hasta los rayos de luz, y ya no supieron más de su idiosincrasia alemana. Dentro del «espíritu y esencia» de este hombre, se hallaba, siempre solapada, la intención de transformar al Partido Nazi en un partido de violencia, para metas futuras innombrables que a nadie comunicó, y se asoció rápidamente con Ernst Rohm, que era alemán de Múnich, jamás como Hitler, extraño ser venido de muy lejanas idiosincrasias, pertrechado su equipo mental con un fardo repleto y una única meta que no

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confió tampoco a nadie, aunque ya en el Hospital Prusiano de Pasewalk la anunció, siempre veladamente, no porque se iniciase allí, como piensa Lucy Dawidowicz, sino que allí afloró al exterior por primera vez, emergiendo de la Caja Negra de su cerebro ulcerado. No se explica, pues, por hechos externos la tragedia del pueblo alemán, sino por ese «fenómeno extraño» metido en su esencia sin ser invitado. Pese a los estudiosos, hitlerólogos, axiólogos, genealogistas, NADA se sabe sobre el «misterio» de este extranjero, ni por qué hizo lo que hizo, ni por qué pensó como pensaba, ni por qué le salían esos planes de exterminio de un solo pueblo justamente, precisamente, por ser judío, «el más peligroso enemigo de la tierra, el envenenador de todos los pueblos», ni cuándo mutó su antisemitismo corriente por un antisemitismo siniestro y devastador, ni por qué su única, su exclusiva meta era el genocidio total de los judíos —todos los demás sucesos eran pasos que debía dar necesariamente para llegar a éste su fin único—, en lo que concordamos con Lucy Dawidowicz y el profesor Alan Bullock, aunque ellos no dicen cuándo se inició ese propósito fijo, puntual, indeclinable, ni por qué. «Algo» falta en la ingente obra de los grandes investigadores, un algo que es definitivo, tanto para conocer el drama alemán, como la naturaleza extraña de Adolfo Hitler (la palabra «extraño» salta constantemente a las teclas de nuestra máquina toda vez que nos referimos al protagonista de la historia alemana desde 1919 a 1945, una historia que no encaja en la tradición alemana pasada, ni con la que se inicia en la segunda mitad del año 1945, sino que es un injerto de historia impuesto violentamente, misteriosamente, extrañamente, a la vida de los alemanes, por ese hombre venido de lejos). Hitler siempre fingió. Siempre engañó. Desde la infancia simuló superioridad, autoridad, sabiduría. A su padre, a su madre y a su amigo Kubizek, a sus profesores, a la Academia de Bellas Artes de Viena, a sus compañeros de mendicidad en los Asilos de Caridad Vieneses, a todos les fingió, los engañó con su pretendida superioridad, sus pretendidos conocimientos, sus eruditas lecturas. Ahora bien, a los alemanes los engañó. Se

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engañó a sí mismo, porque en verdad se creía todo un ser histórico desde niño, un ser providencial: él creía en su propia patraña, que se debía a su Megalomanía-nata, poderosísima, con la cual nació, pues heredó su mentalidad maníaco-depresiva de la línea materna. Heredó y transmitió grandeza y muerte. Los alemanes cayeron en la ilusión de sentirse, inducidos por Hitler, como la raza más grande del planeta; y a los alemanes antes de saborear su grandeza, los devoró la muerte y se suicidaron colectivamente, también inducidos por el melancólico-suicida: es asombroso reflexionar cómo en un salto vertiginoso, Führer y pueblo atados por lazos misteriosos —que no deben continuar siendo misteriosos— se elevaron al vacío de unos cielos sin vida, y se precipitaron al abismo mortal. Miedo y sumisión infundía Hitler a sus íntimos desde la niñez, excepto a su padre Alois. Miedo y sumisión a los dirigentes nazis, aunque debemos diferenciar a Goebbels de Goering, Himmler y Hesse; miedo y sumisión a las masas. ¡Esto hacía un hombre que venía de la nada! He aquí el extraño fenómeno que debe pulsar nuestro asombro, aunque también debe exigir a nuestro conocimiento, porque el «Fenómeno Hitler» no debe pasar al olvido sin que antes lo hayamos descifrado. Él no se conoció, porque era «un sonámbulo» que marchaba «seguro», hacia la nada… Pero nosotros no podemos dejarnos engañar póstumamente por Adolfo Hitler. Como decía el Ministro de Baviera Heinrich Held, quien lo conoció en la intimidad, «hay que sujetar a la bestia». Sujetarla con el entendimiento, no dejar que se escape y continúe metiéndonos miedo e imponiéndonos su Esfinge con gran autoridad… La ciencia no debe temerle a Hitler, ni debe someterse a los enigmas que astutamente le planteó a la historia. Debemos desplegar todo lo que los sabios han descubierto para defendernos con la verdad, del «Monstruo», tal como lo veía también en la intimidad, Geli, su sobrina amante. ¡Sólo en la intimidad se podía conocer a Hitler! Este es un secreto que nos contaron su madre, Kubizeck, Mimy Reiter, Geli Raubal, Eva Braun. ¡Pues en su intimidad nos obliga a adentrarnos con el conocimiento de su cerebro cru-

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zado por fuerzas mentales potentísimas, pues no hay que negarle a Hitler que tenía Genio y fuerza —cuya procedencia él desconocía pero que utilizaba conscientemente para simular, embaucar, engañar, someter, endiosarse, metamorfosearse en Mito, él, justamente, que venía de la Nada y se convirtió en Nada! Todos sus íntimos —¡cinco, sin contar su pastor alemán!— sucumbieron a la desesperación y al miedo: ese era el efecto que engendraba en ellos y que los llevaba a la impotencia y la desesperación —Clara Polzl, su madre y August Kubizek—, o al suicidio —Mimy, Geli, Eva—. Conocemos clínicamente que sujetos potencialmente asesinos y de «extraña» autoridad infundieron en sus esposas ese miedo, esa impotencia, y esos deseos de morir, que si no lo hicieron, quedaron lesionadas para siempre… Quienes conocimos la aplastante Tiranía y Miedo que Hitler infundía en su Partido Nazi y en sus dirigentes —que, cuando osaron negarse, como Georg Strasser, primero en 1932, amenazó con sucicidarse, y, después, en junio de 1934, pagaron su osadía con sus vidas—; la aplastante Tiranía y Miedo que infundía en las masas alemanas y más tarde en los pueblos sojuzgados, podemos hacernos una idea, más o menos precisa, de este Miedo y Pavor que infundía en sus íntimos, y por qué lo infundía: y lo aterrador era que no podían huir, no tenían manera de salirse de los puños de sus manazas: la madre murió diciendo que Adolfo «no dejaba que le dijeran nada» y se desesperó hasta la muerte; Kubizek sólo pudo huir porque una llamada a presentarse en el ejercito austríaco lo salvó de la encerrona; a las tres mujeres no les quedó más salida que la huida a la muerte… ¿Qué tenía este ser «extraño» en la Caja Negra de sus neuronas que gozaba de semejantes poderes para engendrar atracción, admiración, miedo, dominio, seducción y muerte? ¡No sería solo su maldita oratoria teatral que recibió gratuitamente de sus genes ancestrales! Porque la oratoria fue solo un medio, desde luego importantísimo, mas no, de ninguna manera su fuerza envolvente… Podemos sí estar absolutamente seguros de que su «em-

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brujo» procedía de sus grandes vilezas, así, hipócritamente y con calculado afán, predicara las «virtudes étnicas del fundamentalismo racial». ¡No! Este ya es un comienzo para ir metiéndonos en la espesa oscuridad de su secreto. Saber que cuando llegó a Múnich en mayo de 1913, era un haragán mendigo con la bolsa momentáneamente llena con la herencia que le había regalado póstumamente su odiado padre, ya es un comienzo. Saber que hasta el 2 de agosto de 1914 se ganaba el pan vendiendo sus malas copias que pintaba con gran pereza porque «no era capaz de llevar al campo el caballete y pintar del natural», y que esto le trazaba el rumbo nuevamente inequívoco a la misma mendicidad que había vivido en Viena durante tres años, ya que la vagancia para el estudio y el trabajo le impedían sobrevivir con sus propias manos, ya es un comienzo. Saber que por esa misma haraganería solo podía leer periódicos que le confirmaran su extraño antisemitismo, es también un comienzo. Saber que si la Primera Guerra Mundial no tañe las fibras de su cerebro para que se realice su ADN bárbaro y despierte en él la Voluntad para la acción, sólo para la acción guerrera, así hubiera tenido que convertirse en un «político» violento, con sed de guerra, con la decidida, aunque no confesada a nadie intención de desencadenar la Segunda Guerra Mundial, no para aplastar a Austria, Checoslovaquia, Francia, Polonia y Rusia, que apenas eran pasos necesarios que debía dar para aplastar a los judíos, en quienes veía a los «más peligrosos y poderosos enemigos suyos», pero que él fingía que la amenaza de los judíos se dirigia contra los pueblos arios, ya es un comienzo. Saber que en el Hospital de Pasewalk, después de conocer la pérdida por Alemania de la guerra, insinuó al instante, sin disimularlo casi, «que con los judíos no había que transigir y que se dedicaría a la política para exterminarlos», ya es un comienzo… Mientras tanto, que tiemblen todos; que tiemblen los políticos de los partidos tradicionales, que tiemblen los nazis, que tiemblen las masas alemanas, que tiemblen las naciones sojuzgadas, que este hombre extraño con la magia de su Nada que él suponía grandeza mesiánica, los va a seducir y a aplas-

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tar y a conducir al genocidio y al suicidio universal, antes de alcanzar su objetivo primordial y único, el Genocidio y Holocausto judío… Saber que a partir de estos iniciales momentos de su actividad política Hitler hablará significativamente «Del Judío», no de los judíos reales, nos permite concluir con seguridad que algo gravísimo debió ocurrir años atrás con ese peligroso y omnipotente judío: Al defenderme del judío, dijo en su libro Mi Lucha, dictado muchos años más tarde de aquel suceso gravísimo con el judío. Al defenderme del judío, lucho por la obra del Supremo Creador (pág. 60).

Frase rodeada por muchos argumentos igualmente significativos que los historiadores, biógrafos y, particularmente sicólogos, no han aprovechado ni tomado en serio —porque se hallaban enfrascados en el testículo que le faltaba a Hitler, en su sífilis contagiada por una prostituta judia, en la violencia del padre, en la venganza contra el médico judío, doctor Bloch, que «torturó» a la pobre Clara Pozlz, en el Complejo de Edipo, etc.—, aunque Hitler si lo decía muy en serio y lo cumplió en su hipócritamente llamada «Profecía» pronunciada el 30 de enero de 1939, al pie de la letra, masacrando a millones de judíos reales, no al «Judío» de su imaginación. Esto ya es algo, un comienzo que nos abre las puertas para adentrarnos en sus negras intenciones. Si no aprovechamos esta gruesa hebra, que a manera de Hilo de Ariadna nos permita —no salir—, sino introducirnos en el laberinto mental de Hitler, quien no pudo esconderlo en su libro mentiroso, porque a él mismo se le impuso con toda fuerza mientras peroraba dictando su lucha, si no aprovechamos, decimos, la frase que este hombre, sin darse cuenta, sirvió a la historia en bandeja de verdad en su libro de mentiras, y que está allí, a disposición de quien le interese desde 1924 y valiéndonos de ella marchemos a descubrir qué fue lo que pasó y cuándo de modo que tuviera motivos para hacer la insólita creación del Mito del Judío todopoderoso y todopeligroso, entonces nos perderemos sin remedio alguno y nos refugiaremos en la erudición o en vanas hipótesis inconducentes.

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Michael Burleigh lo intuyó pero no cobró el fruto de su intuición: El lector, dijo, está dentro de la cabeza de un antisemita a ultranza, donde la mezcolanza ideológica amontonada se convirtió en un sustituto para las alienaciones personales de un hombre al que pocos habrían descrito como clínicamente «loco». La indisciplina autodidacta y la experiencia, real o imaginaria, crearon una «visión del mundo» totalmente inflexible, en la que los nuevos hechos se encajaban en una estructura rígida. Hitler aseguraba que su «visión del mundo» era resultado de revelaciones deslumbradoras, de verdades «reales» o «superiores», todo cada vez más inmune a la argumentación contraria o a la razón (nosotros aclaramos que se refiere aquí el autor a la rigidez de los delirios). Como decía Hannah Arendt: «El pensamiento ideológico acaba emancipandose de la realidad que percibimos con nuestros cinco sentidos, e insiste en una realidad “más verdadera” oculta tras todas las cosas perceptibles, que las domina desde ese lugar en que se oculta y que exige un sexto sentido que nos permita cobrar conciencia de ellas» (Este sexto sentido, anotamos nosotros, no puede ser otro que el sentido alucinado de un delirante). (El Tercer Reich, 2006, págs. 120-121).

Al contrario, Ron Rosenbaum decidido a probar que Hitler sí era consciente de su maldad, cayendo así en un inútil debate axiológico, ve la liebre y no cree en ella, la rechaza emotivamente, como les ocurre con frecuencia a los biógrafos judíos, lo que es muy explicable, ya que ellos fueron las víctimas del Holocausto, expresión religiosa del conepto Genocidio, que comenzó a emplearse en el año de 1960: Tampoco podemos olvidar —sostuvo Rosenbaum—, el muy artero esfuerzo del propio Hitler por señalar a un judío como origen de su antisemitismo. En Mi Lucha afirma que hasta que llegó a Viena en 1907, a los 18 años, había tenido poco o ningún contacto con judíos… hasta que tuvo una especie de experiencia visionaria o revelación: la primera vez que vio —nos pide que creamos—, o la primera vez que se encontró con un judío oriental… Un día cuando paseaba

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por el centro de Viena, dice, de pronto me encontré con una aparición de caftán negro y rizos negros sobre las orejas. ¿Es esto un judío?, fue lo primero que pensé, pero cuanto más miraba ese rostro extranjero, escrutándolo rasgo a rasgo, más mi primera pregunta iba asumiendo otra forma: ¿Es esto un alemán? La afirmación de que esa sorprendente aparición, ese primer judío, le causó una sacudida tan fuerte que le abrió los ojos a alguna verdad sobre los judíos, le hizo verlos como no los había visto ántes, COMO EXTRAÑOS Y AMENAZADORES (destacamos nosotros) y lo impulsó a buscar la sombría verdad sobre su maligna influencia en el mundo de la literatura antisemita, no resiste un examen cuidadoso. En realidad parece ser una falsificación retrospectivamente creada para dar la impresión de que había alguna esencia poderosa, inconfundible, intrínsecamente mala, que emanaba de aquel judío y que sacudió a Hitler despertándolo de su anterior inocencia con respecto a los judíos en general (Explicar a Hitler, pág. 39).

Desafortunadamente, Ron Rosenbaum —que entendió exactamente que «de pronto Hitler se encontró con una aparición»— por ser judío y por no ser un buen conocedor del cerebro, no toma en serio ese instante vivencial que confiesa Hitler en Mi Lucha, siendo que en su entrevista con el gran conocedor de Hitler, que es H. R. Trevor-Roper, Profesor de Historia Moderna de Oxford, le había dicho: Lo que de esa lectura en Alemán de Mi Lucha —reveló a Trevor— Roper sobre Hitler es algo que pocos antes de la guerra tomaban en serio, e incluso después…: «Un mensaje vigoroso y terrible pensado por él, una filosofía. Y evidentemente él la tomaba muy en serio. Hitler no era, como díce Bullock, un aventurero: se tomaba a sí mismo totalmente en serio, y esto se ve en Mi Lucha. Él creía ser un fenómeno raro, que solo aparecía una vez cada muchos siglos. Y cuando lo leí en 1938, yo había estado en Alemania y no pude evitar sentirme impresionado por el hecho de que Mi Lucha había sido publicado entre 1924 y 1925, y él había hecho todas las cosas que decía que iba a hacer. Y no era nin-

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guna broma lo que estaba vendiendo. Es una obra seria (Ron Rosenbaum, Explicar a Hitler, pág. 120).

Vio la liebre Rosenbaum y la consideró «un artero esfuerzo» de Hitler. Seríamos los últimos en sostener que Mi Lucha es un libro totalmente serio, al contrario, es una gran mentira con intenciones políticas para elevar su propio mito ante los alemanes que lo leyeron por millones. Pero debe separarse el grano de la paja: este relato de la «aparición súbita» que tuvo Hitler del judío del caftán negro y «que le produjo una sacudida tan fuerte que le abrió los ojos a alguna verdad sobre los judíos, haciendo que los viera como no los había visto antes, COMO EXTRAÑOS Y AMENAZADORES», tal como nos relata el mismo Ron Rosenbaum, es de los pocos granos —una pepa de oro, ciertamente—, porque aquí no calcula sino que el relato se le impuso mientras peroraba asociando libremente, al dictar su lucha 15 años más tarde de lo sucedido. Por tanto, Hitler fue espontáneo, y a él que era un redomado calculador en cuanto a sus secretos y vesánicos proyectos, se le escapó por lo inconsciente de la creación de «Su» judío «extraño y amenazador», y nos dio esa invaluable pista para meternos en su siniestra Caja Negra Neuronal. Al dejar escapar la liebre, Rosenbaum, que leyó todos los libros y que recorrió el mundo, desde Nueva York a Jerusalén, entrevistando a notables luminarias conocedoras del fenómeno Hitler, ya fueran historiadores, biógrafos, psicólogos, teólogos judíos, aunque por desgracia no se acercó al Extraño Cerebro de Hitler, debió quedarse con el «Problema del Mal», enfrascándose en una discusión moral en última instancia, como la siguiente: ¿Cree usted que Hitler era conscientemente malo? —interroga a Trevor-Roper—. ¿Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal?

Como compulsivo, Hitler sabía conscientemente que obraba mal—decimos nosotros—, pero no podía evitar obrar mal; como delirante, Hitler obraba como si le estuviera ha-

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ciendo un bien a los pueblos arios amenazados por el «Peligroso Judío». Rosenbaum, un gran estudioso del fenómeno Hitler, era demasiado escéptico sobre la validez de la psicología y de los psicólogos que conocía que eran todos psicoanalistas: «El misterio aterrador» de la mente de Hitler supera el poder de comprensión del análisis psicológico de la época, le había dicho Trevor-Roper. Es posible, dice Rosenbaum, que «la objeción más profunda de Trevor-Roper sea su convicción de que los instrumentos de que dispone la psicología para estudiar el comportamiento humano son insuficientes para comprender a Hitler» (pág. 118). Esto, dicho en el año de 1997 cuando publicó su libro en idioma inglés. Y consecuente con tal reconocimiento de que Hitler era incomprensible con las herramientas disponibles por entonces que eran las psicoanalíticas, da inicio a su libro con los siguientes importantes epígrafes: Uno es de Yehuda Bauer, una autoridad judía en Jerusalén: «Hitler es explicable en principio, pero eso no significa que haya sido explicado». El otro (también como Bauer entrevistado por Rosenbaum), es el profesor inglés y pionero en los estudios hitlerianos, Alan Bullock, quien dice: «Cuanto más sé sobre Hitler, más difícil me resulta explicarlo». Y era comprensible por entonces el escepticismo de Ron Rosenbaum: Considérese —dice—, el intento de la famosa psicoanalista suiza Alice Miller de presentar a Hitler como víctima de un padre que lo maltrataba… Miller se esfuerza por probar que la maldad de Hitler se originó en los brutales castigos físicos que le administraba su padre…; hay un vínculo involuntariamente paródico de la demonización del padre de Hitler por Miller en la obra de Erich Fromm, psicoanalista igualmente respetado y aún más concido, quien se refiere no al padre sino a la madre. En la versión de Fromm el padre Alois, no es el monstruo violento que nos presenta Miller: para Formm era un sujeto estable y bien intencionado que «amaba la vida» y era autoritario pero no una figura temible. En cambio, dice Fromm, el catalizador de su neurosis

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fue la madre de Hitler, Clara. En su psicoanálisis retrospectivo de Hitler, publicado en 1973, Anatomía de la Destructividad Humana, Fromm afirma confiadamente que Hitler se explica por la teoría del propio Fromm del «Sistema de Carácter Necrófilo» que postula el amor a la muerte y a los cadáveres y en consecuencia la inclinación a cometer asesinatos masivos. Fromm asegura que ese «desarrollo necrófilo» tuvo su origen en el carácter «malignamente incestuoso» del apego de Hitler a su madre. «Alemania pasó a ser el símbolo materno central, dice Formm». La fijación de Hitler, su odio al «Veneno» (la sífilis y los judíos) que amenazaba a Alemania, ocultaba en realidad un deseo más profundo, reprimido por mucho tiempo de destruir a su madre. La serena confianza de Fromm en esas grandiosas abstracciones, y los saltos sin apoyo que da su pensamiento basado en ellas, llegan a ser asombrosos cuando se acerca a la conclusión: lo que Hitler odiaba más profundamente no eran los judíos sino… ¡los alemanes! Los alemanes simbolizaban a su madre. Hizo la guerra a los judíos porque su verdadero objetivo era desencadenar una conflagración mundial a fin de encauzar la destrucción de Alemania, o sea castigar a su madre… (Explicar a Hitler, págs. 34-35).

Justamente, atendiendo a este llamamiento casi desesperado de Ron Rosenbaum de darle a la psicología herramientas modernas, hemos titulado esta biografía, según los resultados obtenidos de nuestras investigaciones en el campo de la mente humana, Hitler. A la nueva luz de la clásica y moderna psicología, como lo verá nuestro lector a lo largo del texto. No queremos abandonar el notable y documentado libro de Ron Rosenbaum, sin mencionar, así sea de paso, dos importantes afirmaciones de los investigadores judíos: Una, corresponde a la historiadora Lucy Dawidowicz, quien en su libro La Guerra Contra Los Judíos, sostiene que la motivación única de Hitler era el extermino de los judíos, sin que, desafortunadamente, soporte su argumento en la vida, los hechos o decires de Hitler. Nosotros le preguntaríamos: Si bien concordamos plenamente con usted, ¿en qué acontencimiento se funda para afirmarlo?… Por otra parte, Dawidowicz enuncia otra tesis igualmente cierta en nuestro con-

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cepto: «La solución final se originó en la mente de Hitler. En Mi Lucha, él nos dice que decidió su guerra contra los judíos en diciembre de 1918, cuando en el Hospital de Pasewalk se enteró en rápida sucesión del motín naval de Kiel, de la revolución que obligó al Emperador a abdicar, y finalmente, del armisticio (que significaba la derrota de Alemania en la guerra)… «Conocí entonces mi propio destino, dijo Hitler. Fue en ese instante cuando tomó la decisión: «no es posible pactar con los judíos; solo la línea dura. Ellos o nosotros. Yo decidí por mi parte, dedicarme a la política» (págs. 426-427). Dawidowicz parte de la nada. Como si la decisión de Hitler de dedicarse a la «Política» con la clara intención de exterminar a los judíos, hubiera sido una resolución súbita, sin precedentes, sin continuidad con el pasado. Le ocurre lo mismo que a los historiadores que sostienen que la Primera Guerra Mundial hizo a Hitler, sin puntuar el continuum con su pasado. Tal como nosotros entendemos el trabajo del historiador moderno, debe realizarlo atando los cabos sueltos del presente con el pasado y del presente con el futuro. Ello rinde frutos inesperados porque la continuidad de los acontecimienos de una conducta determinada la extrae del mirar fijamente los conjuntos. Nuestro lector verá más adelante cómo y de dónde vienen las corrientes genéticas y ambientales que permiten establecer una continuidad entre el Hitler de la Primera Guerra Mundial y sus ancestros Schiklgruber, y cómo, por otra parte, se establece la decisión de Pasewalk con hechos concretos de la existencia de Hitler en Viena. El otro ensayista judío que nos cita Ron Rosenbaum, es el escritor Milton Himmelfarb, quien escribió el artículo «No Hitler, No Holocaust» (Sin Hitler no hay Holocausto), en el año de 1984. Aunque desconocemos cuál fue la sustentación de su importante tesis, nos hallamos plenamente de acuerdo con él, y nuestro lector conocerá más adelante los hechos en que nos fundamos. Es más: nosotros sostenemos que SIN HITLER NO HAY NAZISMO; es inconcebible el nazismo sin Hitler. En el futuro no tiene ninguna posibilidad de renacer el auténtico nazismo con las características propias que le infundió Hitler. Milton Himmelfarb hace una observación con la cual también concordamos:

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No es que los alemanes fueran la excepción, sino que Hitler era la excepción (pág. 444).

Por fin, Rosenbaum concluye su libro diciendo: Después de dedicar casi diez años a examinar las afirmaciones a menudo ambiciosas y con frecuencia erróneas de escuelas y estudiosos rivales que dicen haber explicado a Hitler, creo que no ha sido explicado, pero por otro lado no estoy convencido de que sea categóricamente inexplicable». «Tiendo a concordar con Yehuda Bauer en que sufrimos de una ausencia de información suficiente respecto a la mayoría de las preguntas clave. Pero no estoy seguro de tener la confianza que tiene Bauer en que si tuviéramos la información suficiente podríamos explicar a Hitler. Yo no excluiría la posibilidad de que aún con toda la informacióin en la mano quedáramos igual de perpelejos frente a Hitler (Explicar a Hitler, págs. 444-445).

Éste nos parece un escepticismo estimulante, que invita a la creación y al esfuerzo para dar con esos acontecimientos «clave» de la existencia de Hitler. El erudito y agudo historiador Ian Kershaw ha planteado un interrogante en su libro La Dictadura Nazi, publicado en su primera edición en 1985 y en la edición española en 2004, que nosotros intentaremos responder: El solo hecho de plantear la pregunta de cómo un Estado moderno, sumamente educado y económicamente avanzado pudo «llevar a cabo el asesinato sistemático de todo un pueblo sin razón alguna aparte del hecho de ser judío», sugiere una escala de irracionalidad apenas comprensible por la explicación histórica (pág. 131).

Respondemos que no fue Alemania en particular, sino LA HISTORIA MASCULINA —concepto este que no existe en la historiografía y que hemos debido acuñar nosotros porque es indispensable para comprender los hechos de los pueblos y los hombres, ya que, desde hace 10.000 años, desde la fundación

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de Jericó, no ha existido HISTORIA UNIVERSAL, hecha por todos, sino HISTORIA MASCULINA, protagonizada por el «Hombre Aristotélico», aquel que fundado en la Utopía milenaria de que el Hombre con su unidimensional entendimiento es el ser político e histórico por excelencia, según Aristóteles, delante del cual la mujer no vale nada. Esta HISTORIA MASCULINA con su Utopía ha colapsado totalmente desde hace milenios, porque dio cabida, si no a personajes iguales a Hitler, sí parecidos a él, guerreros genocidas y compulsivos corruptos. La responsable no es Alemania sino la HISTORIA MASCULINA GUERRERA Y COMPULSIVA MUNDIAL, para la cual la vida y la dignidad de los pueblos, hoy unos y mañana otros, no valen nada… Por otra parte, como atrás lo sostuvimos, Hitler se incrustó como una cuña extraña en la historia del pueblo alemán, con su decidido y único propósito, como lo dijo Lucy Dawidowicz, de exterminar al pueblo judío, plan abiertamente declarado en su libro Mi Lucha, y que, más adelante, podrá el lector examinar nuestra argumentación para decir cuándo y de dónde salió la decisión del Holocausto Judío, que si se trata de un solo individuo el que desencadenó semejante hecatombe, será el especialista del cerebro y de la mente humana —no el historiador— el llamado a responder la pregunta que plantea Kershaw, sirviéndose, claro está, de los materiales descubiertos por él y por todos los investigadores que se han ocupado del fenómeno Hitler. IV La investigadora inglesa Claudia Koonz en su reciente libro La Conciencia Nazi (2005), ha llamado la atención sobre los fenómenos sociológicos que se produjeron en Alemania a raíz de la llegada de los nazis al poder. Esto nos da la entrada para hacer unas precisiones «claves» sobre lo que podríamos denominar como la razón de ser de ese fenómeno sociológico en Alemania y sus causas que, teniendo un valor fundamental se hallan lejos de ser aprovechadas, porque no siendo colectivas, es al especialista de la mente humana a quien corresponde la tarea de dilucidarlas.

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Dice Claudia Koonz: Si se consideran los actos antisemitas aparecidos en la prensa popular alemana y los publicados por periódicos en otros cuatro países (Francia, Gran Bretaña, Italia y Rumanía), entre 1899 y 1939, se demuestra que el alemán antes de 1933 era el pueblo menos antisemita (pág. 26). Desde 1928 hasta mediados de 1932, período en que el apoyo electoral a los caudillos nazis pasó del 2,6 por 100 al 37,4 por 100, el antisemitismo desempeñó un papel poco relevante para la captación de votantes (pág. 27). Así, puede decirse que los alemanes no se hicieron nazis porque fueran antisemitas, sino que se hicieron antisemitas porque eran nazis (pág. 27). Vista la enormidad de la masacre nazi, resulta fácil imaginar que los colaboradores alemanes de aquella persecución compartieron la airada paranoia de Adolfo Hitler y sus más fieles camaradas (pág. 28). Lo que durante este período sorprendía a los judíos alemanes no era la crueldad de los cleptócratas, fanáticos y descontentos, sino la reacción de amigos, vecinos y colegas que no se caracterizaban por su devoción al nazismo (pág. 28). ¿Qué fue lo que transformó a unos alemanes de a pie que antes de 1933 no habían demostrado tener más prejuicios que cualquiera otra población, en espectadores indiferentes y colaboradores de la persecución? (pág. 29). Los alemanes que, en 1933, eran europeos occidentales como todos los demás, se habían convertido, en 1939 en algo muy distinto.

Hasta aquí Claudia Koonz. Una conclusión se puede extraer de estas revelaciones de Koonz: con la llegada de los nazis al poder en 1933, el pueblo alemán en masa se hizo nazi, y, en consecuencia antisemita, debido a la fuerte intervención de Hitler y sus colaboradores

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—particularmente Goebbels, precisamos nosotros— que «compartieron la airada paranoia» de Adolfo Hitler. La tarea para el especialista de la mente humana consiste en explicar de dónde y cuándo Adolfo Hitler contrajo su «airada paranoia», y cómo la transmitió a sus colaboradores primero, y posteriormente, a los alemanes de a pie que, aunque no fueran nazis, se transformaron también, y en algo compartieron la airada paranoia de Hitler y sus colaboradores. Nosotros ya citamos una frase reveladora de Hitler en su libro Mi Lucha, que rodeada por los textos que la preceden y la siguen, se convierte en el núcleo transparente de eso que Koonz denomina «airada paranoia» y que nosotros la diagnosticamos clínicamente como un claro Delirio Crónico Inconsciente Sistematizado y muy Contagioso por su coherencia lógica que, traducido al pensamiento consciente de Hitler y a su acción, se expresa como Delirio de Perseguido-Perseguidor, en el sentido de que él, sientiéndose perseguido por «El Judío», se convirtió en un implacable perseguidor genocida de los judíos, y que si «el judío» que lo perseguía se hallaba en los neurocircuitos de su cerebro (en el Hemisferio Cerebral Derecho), alucinado y fantástico, los judíos a quienes perseguía eran los judíos reales, que Hitler consideraba como los más peligrosos a los que había que exterminar del planeta. En el texto del libro, nuestro lector verá las pruebas que nos asisten para sostener que Hitler deliraba y cómo «contagió» ese delirio a sus colaboradores nazis y a las masas alemanas, colectivamente. Resumimos ese proceso de contaminación del delirio de Hitler al pueblo alemán, hecho que explica el enigmático fenómeno —no aclarado todavía por historiadores ni psicólogos— de que los alemanes se hubieran dejado envolver por Hitler y el nazismo y se hubieran convertido también en delirantes antisemitas, cómplices de este hombre en todas sus acciones y sus políticas interna e internacionalmente, que Hitler no comunicó a nadie, calculando la oportunidad para descargar su genocidio, aunque enmascaraba su autoría por el miedo que tenía a que los judíos se vengaran de él ya que los consideraba peligrosísimos y de gran poder, pues, según él,

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amenazaban apoderarse del mundo y habían sido los que desencadenaron las dos guerras mundiales del siglo XX: Tomamos como punto de partida el momento en que las estructuras de la corteza del hemisferio cerebral derecho de Hitler contienen ya en un neurocircuito el delirio creado cuando vagaba como un autómata por las calles de la vieja Viena en diciembre de 1909 (¿Cómo lo creó?, ya lo leerá detalladamente nuestro lector en el texto del libro). El hecho de que el delirio se halle en un neurocircuito de las estructuras creadoras enfermas e inconscientes del Hemisferio Cerebral Derecho, apunta a su perdurabilidad en el tiempo, a que allí estará fijo pero activo, aunque sin afectar al resto de la corteza cerebral de este hemisferio ni del izquierdo que es consciente. Porque un delirio es una creación inconsciente, sea agudo o crónico. Una creación de las estructuras de la corteza cerebral con neuronas creativo-alucinatorias e inconscientes que, en nuestro concepto, están localizadas en el Hemisferio Cerebral Derecho, y en el caso de Hitler esas neuronas creadoras se hallan alteradas como efecto del mal funcionamiento de los neurotransmisores químicos que les corresponden, de tal suerte, que si el delirante es tratado con los modernos medicamentos neurolépticos, deja de delirar. El delirio de Hitler era Crónico y Sistematizado, es decir, que una vez que lo creó su cerebro, Hitler se apresuró a explicarlo con teorías que lo confirmaban y que, por tanto, si un delirio es sentido como algo real, dramáticamente real, mucho más real que la realidad objetiva que observan nuestros cinco sentidos, al teorizar el delirio, al envolverlo con todas las explicaciones que Hitler encontró en sus lecturas de panfletos antisemitas quedó incrustado en ese neurocircuito, fijo, irrefutable por la razón, peligroso y amenazante. Todas esas teorías que Hitler utilizó para demostrar la peligrosidad del judío es lo que se llama sistematizar un delirio; por todo esto es que afirmamos que el delirio de Hitler que duró toda su vida era crónico y sistematizado e inconsciente, mas lo consciente son los argumentos con que teorizó el delirio. En los años que vendrán Hitler hablará, por lo general y en momentos reveladores

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del Judío Poderoso, del Judío Peligrosísimo, del Judío que había que exterminar. Esta visión alucinada y delirante —sin objeto, es decir, sin judío real—, se convierte, pues, en el núcleo dinámico, en el centro activo del sistema creado por Hitler: a este sistema delirante, Hitler lo denominó desde Viena su «Visión del Mundo», que él creía que era una Weltanschauung o concepción filosófica del mundo, de donde suelen partir los grandes filósofos para dar sentido a sus especulaciones. Pero Hitler que era un haragán para el estudio de libros serios —aunque simulara una gran cultura filosófica—, no tenía cómo elaborar una concepción filosófica del mundo, de modo que su «Visión del Mundo», «granítica» o inmodificable como todo delirio crónico, correspondía a su «Visión Alucinada y Delirante del Judío Amenazante», ya que esta visión de Hitler se hallaba cargada de miedo y odio al judío. Si le tenía miedo se defendía odiándolo; si se sentía perseguido por el judío, se convirtió en perseguidor del judío; si en su visión delirante experimentaba patética y dramáticamente que el judío lo amenazaba, él se defendía del judío: «AL DEFENDERME DEL JUDÍO», dijo en su libro Mi Lucha, 15 años más tarde de haber contraído su enfermedad delirante, que no es esquizofrenia porque el delirio no deteriora como la locura esquizofrénica las facultades intelectuales del paciente, y no se puede hablar con propiedad diciendo que Hitler era un loco, puesto que todas sus funciones mentales, su razón, su juicio, sus relaciones sociales, eran enteramente normales. Este delirio quedó «enquistado», encerrado en el neurocircuito cerebral, y para nada afectó su entendimiento general, aunque siendo muy dinámico el delirio, influyó sobre su razón para que argumentara y comunicara en sus escritos y discursos su visión antisemita envenenada y genocida contra los judíos. Mas, aparte de esto, la razón y el juicio de Hitler son perfectamente correctos; por eso, repetimos que Hitler no era un loco esquizofrénico en lo cual concordamos con los clásicos clínicos franceses que al hablar de la esquizofrenia no abarcaban los delirios… Entonces, dice Hitler sin darse cuenta que está revelando su delirio, puesto que éste es inconsciente:

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AL DEFENDERME DEL JUDÍO, LUCHO POR LA OBRA DEL SUPREMO CREADOR (Mi Lucha, pág. 60).

Todo lo que venga en el futuro hasta que dicte su testamento político en el búnker de Berlín el 29 de abril de 1945, la víspera de suicidarse, será el siniestro cumplimiento de su defensa del judío, ya no del judío irreal alucinado, sino de 6 millones de judíos reales como todos los seres humanos. Nuestro lector recordará que cuando se hallaba convaleciente en el Hospital Prusiano de Pasewalk y fue informado de que Alemania había perdido la guerra y que el imperio Austro-Húngaro se había desmoronado por la revolución, su conclusión al parecer absurda para quienes no estaban ni están en el secreto de su delirio, fue la siguiente: «Comprendí que con los judíos no había que transigir. O ellos o nosotros. Yo por mi parte me voy a dedicar a la política»…, es decir, a una política distinta a la política tradicional, una política violenta, con paramilitares bien dirigidos, armados y asesinos, para… hacerse con el poder, con todo el poder (1933-1934), rearmarse, y el 30 de enero de 1939 lanzar su «Profecía» —que no era ninguna profecía, sino un declarado, si bien solapado plan de exterminio contra los judíos. Para esa fecha, los alemanes se habían convertido «en algo muy distinto a lo que eran antes de 1933», como bien lo dice Claudia Koonz. ¿QUÉ HABÍA OCURRIDO? Hitler creía —¡de verdad, no de manera fingida!—, desde niño, que era un ser superior, todopoderoso y taumatúrgico, e instrumentado con su oratoria-nata, se adueñó del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, se hizo escoltar con las fuerzas paramilitares de Ernst Rohm, y desde 1920 comenzó a imponer su «Visión del Mundo» sistematizada con infinidad de argumentos antisemitas, estridente al principio, disimulada después, calculando tener el poder para estar en capacidad de pronunciar abiertamente su plan de exterminio. Di-

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jimos que el Delirio Crónico Sistematizado es altamente contagioso por la fuerza y coherencia lógica con que se transmite a aquellos a quienes es dirigido, máxime en los ardientes labios de Hitler, y se fue estableciendo una ecuación entre el Agente Contaminador Dictatorial e Impositivo que era Hitler, y sus Colaboradores primero — particularmente Goebbels, que entre los jefes nazis sería el único verdaderamente contagiado, de allí que se convirtiera en el alto parlante de Hitler y lo acompañara en el suicidio—, y, poco a poco, los alemanes de a pie, fueron atrapados en su tela de araña delirante, con seducciones, imposición y miedo, con todo cálculo consciente y con todos los ardides, astucias, engaños, simulaciones y prédicas sobre las virtudes del pueblo ario, construyendo su Mito apoyado en la poderosa propaganda de Goebbels, hasta que se configuró el binomio siguiente: Hitler + Goebbels ⇔

Masa de millones de alemanes

Este binomio, en el que Hitler apoyado por Goebbels es el poder dominante y el inductor del delirio, y la masa de alemanes que son los dependientes, los subordinados, los débiles, los inducidos o contaminados, es lo que los clásicos psiquiatras franceses Laségue y Falret, denominaron en 1877, FOLIE À DEUX, locura compartida, trastorno paranoide compartido, Folie impossé, locura impuesta, delirio contagiado como nosotros preferimos llamarlo, pues no aceptamos el término de «Locura» en general para los delirios, ni en particular para Hitler que no era un «loco», pues su juicio era correcto en la totalidad de los circuitos de la corteza cerebral y en sus dos hemisferios, excepto en aquel neurocircuito de las estructuras creadoras del Hemisferio Derecho Patológico que creó el deliro, ya que esas estructuras cuando son normales crean los sueños en el durmiente o las intuiciones en los genios durante el día. Todos los miles de neurocircuitos normales y uno delirante. De allí que nadie podría decir que Hitler se hallaba loco, y dada la sistematización, coherencia y lógica de su delirio, nadie podía decir que su «Visión Alucinada Antisemita» era una

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locura. No era, ciertamente, el antisemitismo endémico que en todos los pueblos se expresa contra los judíos provocado por sus costumbres que los convierten en blanco de sus críticos, tanto más hoy cuando, de ser ser un pueblo pacífico, se ha convertido en una potencia nuclear que despierta más enemigos y más críticos —¡esperemos que el David que la comunidad hebrea espera sea un Estadista con Genio que consiga el milagro de sacar a su pueblo del blanco obligado de los ataques y las críticas!—, sino que el antisemitismo que sentía Hitler desde el día en que tuvo su alucinación, nunca se había conocido, un antisemitismo que brotaba del miedo delirante que tenía ante «El Judío» por sentir patológicamente, desproporcionada e irracionalmente, que era el más peligroso de los seres y el más poderoso, y, para «defenderse de este judío» ideó conscientemente su exterminio total, el genocidio, el homicidio, el odio, la venganza compulsiva y brutal, y toda su trágica odisea siniestra estuvo orientada ¡exclusivamente!, como también dijeron el profesor Bullock y la historiadora judía Lucy Dawidowicz, a consumar el holocausto que en los sacrificios judíos Holocausto significa cremar toda la víctima animal propiciatoria, y en la macabra concepción de Hitler, Holocausto habría significado gasear a todo el pueblo judío en el mundo entero, hasta los niños porque podían convertirse cuando crecieran en los vengadores, ¡tanto miedo les tenía «en pleno apogeo de su poder», como dijo Kershaw! Siendo el contagioso-delirante, muy poderoso, que ejercía una enorme influencia sobre las masas alemanas en su contacto diario, directamente con sus discursos o por la radio de Goebbels que nunca se silenciaba, se crearon así las condiciones mentales para que el pueblo alemán se contagiara del delirio del Führer —en una verdadera Folie Colectiva, para la cual los sociólogos han acuñado la expresión «Sociogenia de Masas»—, ese Führer con su altavoz Goebbels, el más contagiado entre los dirigentes nazis, muy diferente a los Goering, los Himmler, los Hesse, que se hallaban sometidos, pero no contaminados con el delirio, por eso Hitler los expulsó del Partido Nazi en la última hora desde el búnker de Berlín. En suma, el Dominante-delirante se convierte en el induc-

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tor del delirio sobre las masas alemanas, y allí tenemos al pueblo alemán, cultísimo y avanzadísimo en la técnica y en la economía, delirando colectivamente, aplaudiendo, coreando, inclinándose y arrodillándose ante Hitler, apoyándolo plebiscitariamente con la inmensa mayoría de los votos (93%), convirtiéndose en delatores hasta de sus amigos, colegas, vecinos ante la GESTAPO, aún después que Alemania estruviera derrotada, transformándose en cómplices de los crímenes de Adolfo Hitler, aplaudiendo el Holocausto o siendo indiferentes, sacrificándose lo más granado de la juventud alemana en esos terribles campos de batalla en el Oeste y en el Este de Europa, suicidándose en fin con Hitler y por Hitler… ¿Cómo entender estas demencias de un pueblo grande, si no es por esos métodos extraordinarios, que no eran hipnosis, ni sugestión —que no dan para tanto— sino contagio, delirio impuesto, delirio compartido al establcerse una estrecha relación entre el delirante dominante y un individuo o colectividad sometidos, en la que el dominante induce su delirio a la multitud, cualquier multitud, ya que, como afirma Harold I. Kaplan en su monumental Tratado de Psiquiatría «no parece haber barreras culturales en su incidencia, y el fenómeno se da en cualquier grupo cultural o étnico»? (Tratado de Psiquiatría, vol. 2, pág. 1220). Por ello la atmósfera que crearon Hitler y Goebbels, secundados por todos los criminales nazis, en un pueblo castigado por la pasión por la cerveza que tiene capacidad para alterar la información genética, era una atmósfera siniestra, espesa, aterradora, en la que todos se sentían perseguidos en su delirio colectivo, una atmósfera de masacre, desconfianza, miedo y muerte. Para terminar este preámbulo, tiene importancia que citemos algunos textos del oficial del ejército alemán, que no fue nazi, y que, sin embargo lo nombraron por sus méritos en los campos de batalla asistente personal del jefe militar del búnker el 23 de julio de 1944, dos días después del atentado contra Hitler por los altos mandos militares que no aceptaban la dirección de la guerra por el Führer, que era un simple aficionado militar con mentalidad de cabo de la Primera Guerra

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Mundial. Su nombre es Bern Freytag von Loringhoven, que escribió el importante libro En el búnker con Hitler (2007), y acompañó a Hitler hasta la víspera de su suicido el 30 de abril de 1945. Loringhoven captó exactamente esas dos capas de la mentalidad de Hitler, la externa y social, enteramente normal, y la profunda delirante, sin que él la llame por este nombre: Hitler era cualquier cosa menos un loco, en el sentido corriente del término. Poseía unas dotes intelectuales admirables y un agudo sentido de las relaciones interpersonales. No obstante, era un ser anormal en muchos aspectos, especialmente en su desconfianza radical hacia los demás. Hitler no tenía amigos… Hitler no confiaba en nadie y veía en todas partes traición y sabotaje. Cada vez más solitario, vivía al margen del mundo exterior, apartado del pueblo. Durante los primeros años de la guerra, de vez en cuando comía con los miembros de su círculo personal (En el búnker con Hitler, 2007, pág. 72). El ministro de propaganda Goebbels, tenía ingenio y cierta dignidad. Fue uno de los pocos que no se desmoronó bajo la enorme presión psicológica de los últimos días en el búnker. Goebbels se mantuvo fiel a sí mismo y a Hitler hasta el final (pág. 86).

Sostuvimos atrás, que Goebbels fue el único de los dirigentes nazis que se contaminó con el delirio del Führer. El fracaso del ejército de Wenck acabó con las esperanzas militares. La traición de Himmler significaba el final político del régimen. La división gangrenaba sus filas hasta la cúpula…; tras haber visto cómo fracasaban todos sus intentos, Hitler había decidido acabar con su vida. Ante el asombro de todos los habitantes del búnker, decidió casarse con Eva Braun. Se casaron por la noche y fueron testigos Goebbels y Borman. (Hubo) un improvisado banquete de bodas. El ambiente era enrarecido. Nadie tenía ganas de fiesta. Detrás de esa pareja maldita, asomaba visiblemente la muerte…; faltaba un hombre en la mesa del banquete de

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bodas: el cuñado de Hitler, Herman Fegelein. Obsesionado por la traición de su círculo más próximo, Hitler se dio cuenta de su desaparición y envió a buscarle. Un SS lo condujo escoltado…; el anuncio de la traición de Himmler le fue fatal. Hitler le acusó de estar conchabado con él, y un improvisado tribunal de la SS lo condenó a muerte por cómplice de la traición. Fegelein fue fusilado al amanecer del 29 de abril… Hitler acabó su noche de bodas vengándose en la persona de su cuñado (págs. 140-141).

De este modo, Hitler volvía a la nada de la cual jamás habría salido si la Primera Guerra Mundial no sacude su pereza compulsiva y su delirio no le traza su destino alucinado; quien nada era, a la nada regresó, tras dejar ruinas, devastación y muerte en pos de sí; él universalizó la atrocidad y sus pretensiones de eternizar su memoria construyendo, con su siniestro arquitecto Albert Speer, un monumento colosal —a la postre impracticable— que superara al Panteón Romano, no hicieron más que delatar su descomunal Megalomanía que lo acompañó desde la infancia y con la cual engañó al mundo y se engañó a sí mismo, pues estaba seguro, incorregiblemente seguro, de que él había nacido para asombrar a los siglos. Mas los pueblos judío y alemán, que eran mucho, a la vida renacieron y a la historia, zafándose para siempre de las manazas y los delirios del Monstruo…

Prólogo El obvio interrogante que se formulan los biógrafos y estudiosos es, naturalmente, ¿por qué Hitler?, e indagan las características familiares, sociales, políticas, históricas y económicas que rodearon y modelaron su ser tan especial. A estas alturas del siglo XXI, podríamos decir que ya son exhaustivos los documentos sobre la vida y los hechos de este singular personaje y sobre la Alemania y Europa con las cuales interactuó. Minuciosas y eruditas investigaciones que recogen la amplísima estela de sucesos que va dejando la trayectoria de este hombre extraño y extraordinario, desde su abuela primitiva y su abuelo incógnito hasta sus horas últimas en un búnker de Berlín sacudido por las ondas expansivas del cañoneo soviético. Año a año, mes a mes, día a día, y casi hora a hora, los historiadores y biógrafos van puntuando meticulosamente la actividad —ya frenética, ya apagada— de Adolfo Hitler, para que, en lo posible, no nos queden agujeros negros ni vacíos a todo lo largo de su existencia. Si en el año 1974 el destacado hitlerólogo Werner Maser se atrevió a decir que ya podíamos escribir sin lagunas la vida de Hitler, ahora, con los magistrales trabajos de Marlis Steiner, Ian Kershaw, Laurence Rees, Robert Gellately, los monólogos y discursos de Adolfo Hitler, y sus reveladoras relaciones con sus generales, ya podemos afirmarlo sin exponernos a los equívocos de Maser: hasta donde la relatividad del conocimiento lo permite, no existen

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lagunas en el conocimiento de Hitler…, ¡de los hechos externos de Hitler! Sin embargo, desconocemos su trayectoria interior, esos resortes cerebrales que hicieron posible su gesta tan siniestra. Leamos con toda atención —como se merecen— las obras anteriormente citadas y muchísimas más, como la del francés Raymond Cartier, que acompaña al Führer sin perderle la pista hasta el 30 de enero de 1933, cuando culmina su «asalto del poder», y que, inexplicablemente, no es tenido en cuenta por los autores recientes, ni siquiera por Ian Kershaw en sus tres volúmenes monumentales con la más detallada bibliografía, leámoslos: nos dejan plenamente informados y sin ellos nuestras investigaciones no serían realizables de ninguna manera. Pero nos queda un agujero negro, la fatal «laguna» que nos impide llegar a la naturaleza mental de Adolfo Hitler. Ese vacío nos compele a formularnos un interrogante que debería ser obvio para todo conocedor de hombres: ¿qué hay en la naturaleza humana universal, qué fuerzas existen en los pueblos del orbe que hacen posible un fenómeno como Hitler, y ello no solamente en Alemania? Y, dado que estas fuerzas no son privativas de una sola nación, ¿está expuesto nuestro planeta a la amenaza de que el fenómeno Hitler brote, con sus caracteres peculiares, en otro lugar de la Tierra? Si esto es aceptable, el conocimiento de las fuerzas mentales que determinaron al dictador nazi se convierte en un imperativo para el investigador, pues si con la tecnología de Gengis Kan y Adolfo Hitler el fenómeno fue devastador, un Gengis Kan o un Hitler dueño de la tecnología moderna significaría, ya no el «azote», sino la aniquilación de la civilización. La historia nos habla de los crímenes de Hitler, ¿de dónde sale el Hitler asesino? Marlis Steiner afirma que la guerra se hallaba incrustada en el ser de Hitler, ¿por qué razón apareció este Hitler guerrero y bárbaro? Los biógrafos no se cansan de señalar la «megalomanía» de Hitler; Sebastian Haffner captó con singular agudeza en 1939 que «Hitler es un suicida potencial por excelencia»; todos enfatizan el «odio homicida y genocida» de Hitler contra los judíos, que se inició en sus sombríos años de Viena, se desenvolvió en masacre genocida a tra-

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vés de su instrumento Himmler, en los campos de concentración y de exterminio, y no se silenció hasta su postrer momento en el último párrafo de su testamento: ¿cómo se explica esa megalomanía, ese potencial suicida, ese odio antisemita criminal implacable, tan diferente a la antipatía corriente que sienten algunas personas por los judíos? Ningún biógrafo ha dejado de ver la holgazanería y vagancia de Hitler, desde sus años de escolar hasta que el 2 de agosto de 1914 tuvo el «privilegio» de escuchar el grito del estallido de la Primera Guerra Mundial en Múnich, ¿cuál es la causa de esa holgazanería para el trabajo y particularmente para el estudio que ni siquiera con la guerra pudo Hitler superar?… Sostiene Laurence Rees: «El Adolfo Hitler que conoce la historia debe su existencia a la interacción entre el Hitler de preguerra —poco más que un vago inútil— y los acontecimientos de la primera guerra mundial… No conozco ningún estudioso serio del período que nos ocupa que considere que Hitler pudo haber destacado sin la transformación que experimentó durante la citada contienda, ni sin la honda amargura que le produjo la derrota de Alemania. Podemos, por ende, ir más lejos en la afirmación de que, sin la primera guerra mundial, jamás hubiese existido un Hitler canciller, para aseverar que, sin la primera guerra mundial, nadie se habría convertido jamás en el Hitler que conoce la historia» (Auschwitz, 2005, pág. 29). ¿Qué tenía entonces, el cerebro del Hitler de preguerra, que Rees no nos lo dice, y qué, por tanto, ocurrió en ese cerebro al impacto de la guerra y la derrota, que el ser de Hitler experimentó semejante metamorfosis, ya que los estímulos de la guerra y la derrota, por sí mismos, no podían tener la capacidad para producir semejante mutación? ¿Y el tránsito desde la verborrea maníaca a la elocuente oratoria, seductora de las masas? ¿Y el amante del arte y la arquitectura? ¿Y el apasionado de la música de Wagner con sus extrañas resonancias mitológicas y heroicas? Son múltiples las corrientes dinámicas que cruzan el cerebro de Hitler, de allí la dificultad para comprender su mentalidad y las sorpresivas metamorfosis de su ser. Por todo ello, podemos concluir que Hitler es el personaje más complejo de la historia que conocemos: ni Alejandro, ni César, ni Gengis

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Kan, ni Napoleón, ni Bolívar, le aventajan por lo intrincado de su estructura mental. Por eso, Hitler continúa siendo un gran desconocido psicológicamente, ya que históricamente lo conocemos minuciosamente, gracias a las profundas y afortunadas pesquisas de los investigadores. Hemos titulado este ensayo con la afirmación: Hitler, a la nueva luz de la Clásica y Moderna Psicología, porque nuestras investigaciones sobre la evolución de la Especie humana, la genética, el cerebro común y el cerebro genial, la Primera División de la Humanidad en pueblos Contrapuestos, la teoría de la Tercera Mentalidad o de las Grandes Compulsiones, la teoría de la Cuarta Mentalidad o Mentalidad dominantemente Civilizada Sedentaria y dominantemente Bárbara Nómada, arrojan, como veremos, una nueva luz que no tienen la Psiquiatría Clásica, el Psicoanálisis y el Conductismo, luz que nos permitirá poner al descubierto aristas de la naturaleza humana —la de Hitler incluida— que permanecen encubiertas para la psicología del pasado.

Capítulo I

Hitler nace bárbaro y compulsivo En el origen de Adolfo Hitler, historiadores y biógrafos han llamado la atención, con gran insistencia, sobre la incógnita del abuelo paterno: «La gran incógnita es el abuelo paterno», así da inicio Marlis Steiner a su biografía Hitler. Y esta autora alemana no hace más que continuar el consenso de todos los estudiosos que, con razón, lo primero que echan de menos es la identidad del abuelo paterno de Hitler en su genealogía. En verdad, no aparece por ninguna parte el hombre que embarazó a María Anna SCHICKLGRUBER, abuela de Hitler, cuando contaba 42 años de edad. Ella ingresó a la historia encinta, en la aldea de Strones, en la zona rural del Waldviertel, en donde durante «muchas generaciones» (Ian Kershaw) habían vivido sus mayores. Pero María Anna se negó obstinadamente a revelar quién era el padre de la criatura que maduraba en su seno. Ni siquiera cuando nació su hijo varón el 7 de junio de 1837 dijo nada. Seguramente porque sintió vergüenza de parir en la casa de su padre campesino, Johann Schicklgruber, dio a luz en la choza de un granjero de Strones. Cuando bautizó al que sería el padre de Adolfo Hitler en la localidad de Dölersheim próxima a Strones le dio el nombre de Alois Schicklgruber y el registro bautismal dejó un espacio en blanco para el nombre del padre del niño. De suerte que María Anna, muy terca y misteriosa, tampoco quiso descubrir al párroco el nombre del pa-

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dre de su hijo… Cinco años después, María Anna se casó a los 47 años de edad con un vagabundo, haragán y nómada de cincuenta años, oriundo de Spital, situada a veinte kilómetros de Strones, y fue ella la que aportó 300 gulden, el equivalente del precio de 15 vacas, para que Johann Georg Hiedler aceptase el matrimonio. Durante los cinco años que duró esta unión, nada dijo María Anna sobre el nombre del padre de su hijo Alois. María Anna murió en 1847, a los 52 años de edad, y se llevó el secreto a la tumba. Johann Georg Hiedler murió en 1852 y, según Werner Maser, «durante su vida nunca reconoció a Alois como hijo suyo» (Hitler, pág. 31). Aunque de acuerdo con el mismo Maser, «Los datos sobre la abuela de Hitler, María Anna Schicklgruber, tampoco son muy concluyentes»: hitlerólogos, genealogistas, biógrafos, historiadores y el mismo régimen nazi, no se han preocupado por ahondar más sobre esta extraña mujer tan tozuda y de carácter que no soltó prenda con respecto al nombre de su amante de soltera a quien tal vez prometiera guardar el secreto herméticamente. Esto, en nuestro sentir, denota temple de carácter, obstinación en la abuela de Hitler. De suerte que el afán de los investigadores se carga intensamente sobre ese padre desconocido, como queriendo indagar en las hipótesis el secreto que no pudieron arrancarle a María Anna SCHICKLGRUBER. Hasta los 39 años de edad, Alois debió cargar con el apellido «toscamente rústico» de la madre, como hijo natural que era: ¡Alois Schicklgruber! A esa edad, por un golpe de astucia, Alois abandonó —¡o pretendió abandonar!— el lastre arcaico de la madre y empezó a figurar públicamente como Alois Hitler… Mas, lejos de sacudirse Alois el fardo biológico de sus ancestros maternos por el simple hecho de renegar de su apellido, los genes primitivos, esos espectros lejanos de su raza, reaparecerán en su hijo Adolfo Schicklgruber, que desde que nació recubrió su fondo ancestral con la máscara de ¡Adolfo Hitler!, y éste mismo celebraría la recursividad paterna, como si presintiera que Alemania no saludaría en él al bárbaro Schicklgruber, sino al civilizado Hitler, al «ario» de pura sangre. Fue fácil para Alois Schicklgruber encontrar testigos falsos entre

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los campesinos analfabetos de su aldea para ir donde el notario y el párroco a declarar que aquel nómada errante Johann Georg Hiedler, muerto hacía 20 años, siempre había sostenido que él, Alois, era su hijo legítimo, y que trocaba su apellido de Hiedler por el de Hitler, y, entonces, el 7 de junio de 1876, el párroco de Döllersheim tachó el apellido Schicklgruber, sustituyéndolo por el de Hitler, quedando legitimado a los 39 años de edad. Los tres testigos que no sabían firmar, dieron fe de su juramento con una cruz cada uno. Alois ya no sería el hijo ilegítimo de María Anna Schicklgruber, sino el legítimo hijo de Johann Hitler, el errante holgazán, abuelo oficial de Adolfo Hitler, ante el mismo Hitler, ante la dirección del partido nacionalsocialista, ante la sociedad, y, ¿ante la historia? Fue fácil, decimos, renegar del apellido materno, ¡no de la sangre!, es decir, de los genes que María Anna arrastraba en su ADN, que habían fluido tras ella durante «muchas generaciones», tal como lo sostiene el tratadista Ian Kershaw en su monumental obra Hitler (vol. I, pág. 29). Nada fácil, en cambio, lo fue para Hitler, tachar su ADN primitivo de campesinos arcaicos de un rincón geográfico, «montañoso y boscoso», de la parte más occidental y nórdica de Austria, cuyos moradores algo salvajes, tenían «fama de adustos, cerriles y antipáticos», expresiones recogidas por el mismo Kershaw… Toda su existencia la consagraría Hitler a condenar a los «pueblos inferiores», a los SCHICKLGRUBER, y descargó contra ellos lo más brutal de su ser Schicklgruber, negándose a sí mismo, mas en vano, porque sucumbiría en la más feroz barbarie desatada por él en ese empeño. Ciertamente, estamos convencidos que tan importante como indagar la identidad del abuelo paterno, es, y sin duda mucho más decisivo, escrutar la naturaleza de la abuela —sangre arriba, esto es, genoma arriba— porque de él brotan, con toda seguridad, lo que los sabios investigadores del fenómeno Hitler no han sabido encontrar, los más siniestros resortes de su cerebro, que tuvieron prematuramente sus primeros sorprendentes destellos, y que fueron desarrollándose lentamente, hasta que irrumpieron francamente a partir del 2 de agosto de 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y culmi-

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naron de la manera más sorprendente el 30 de enero de 1933, hasta la catástrofe final en abril de 1945: esos resortes cerebrales-natos fueron la barbarie y las compulsiones. En Hitler todo es «nato», hasta sus caracteres cerebrales civilizados, como veremos. Por ello, es fundamental conocer el «fenómeno Hitler», antes de Hitler, descubrir cómo fue amasado en el seno de nuestra especie y bajo la acción de determinismos desconocidos por la Psicología Clásica y que nosotros hemos investigado minuciosamente. Si pretendemos entenderlo siguiendo el rastro de su desarrollo histórico, por más detalladamente que lo hagamos, nos quedaremos acumulando bibliotecas enteras, infinidad de hechos, sin que, a la postre, podamos descubrir de dónde salieron. Esas causas determinantes del ser de Hitler, no se hacen aparentes en sus actos, porque se hallan escondidas en su monstruoso cerebro, y, más allá, en su árbol genealógico y en la especie humana, en lo que ésta tiene de íntimo, por lo menos, desde hace 10.000 años. Por todo esto, Hitler es un verdadero enigma, al menos su cerebro, cruzado por multitud de fuerzas, de asombrosa dinámica. Hitler es humano, sólo que demasiado humano, ya que las aristas de su ser —principalmente las atrozmente negativas—, desbordan con mucho las aristas del ser común, pero no resulta nada difícil encontrar individuos, hombres o mujeres, tan peligrosos como él, aunque en dimensiones «micro», en tanto que en Hitler tuvieron dimensiones macromentales. De todos modos, la especie humana, con sus complejidades etnológicas, y todas las desviaciones compulsivas de la evolución del comportamiento que ha sufrido, se halla abonada en su naturaleza para engendrar lo que podríamos denominar «hitleresco» dentro de los pueblos, en los más variados tamaños, que si encuentran un suelo social que les sirva de caja de resonancia, un suelo afín con ellos, puede sorprender a la humanidad —en una escala mayor o menor— como Hitler lo hizo. El pueblo alemán fue arrastrado a la convicción de que Hitler era un caudillo providencial, que lo salvaría de todas sus miserias, y lo apoyó plebiscitariamente con sus votos, para despertar al fin con la sorpresa de que lo había precipitado en el peor de los

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desastres que le pueda ocurrir a un pueblo, todo porque la propaganda de Goebbels le metió en el cerebro la mentira de que ese nombre era el Mesías… Tan convencido y engañado por la propaganda estuvo el pueblo alemán de que Hitler era el genio redentor, superior a todos los demás partidos y dirigentes, que en las encuestas llegó a darle un 92 por 100 de votos en el año de 1932, inmediatamente antes de su ascenso al poder, y después lo acompañó hasta el final en todas sus aventuras homicidas, genocidas y guerreras. ¡Tanto pudo hacer la propaganda nazi en el endiosamiento de Hitler! De ahí la importancia ineludible para el científico de conocer qué era lo que tenía este hombre en su cerebro que condujo al abismo a todo un continente.

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Capítulo II

Hitler visto bajo el prisma de la evolución y de la historia «En Biología nada tiene sentido —ha dicho Th. Dobzhansky— si no se considera bajo el prisma de la evolución»… Ahora bien, Hitler, por más que quisiéramos rechazarlo, es un fenómeno humano, además de un ente biológico. Luego a él sólo podemos encontrarle sentido si lo miramos bajo el prisma de la evolución y de la historia. Pero, ¿qué buscamos en la evolución de la especie que condujo a la aparición de Hitler? Buscamos descubrir su cerebro, tan extraño y tan extraordinario, aunque humano, repetimos… Mas sabemos, de acuerdo con las investigaciones que hemos llevado acabo, que el comportamiento natural de nuestra especie fue desviado en su evolución por el insólito comportamiento compulsivo, desconocido por la comunidad científica, y que nosotros hemos expuesto en el libro La desviación compulsiva. Evolución del comportamiento de la especie humana (Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2005). Corresponde estudiar, primero, el rango evolutivo de Hitler. Después, debemos investigar si su evolución, en el nivel que le atañe, fue o no afectada o desviada compulsivamente, en el curso de la historia de la humanidad.

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Capítulo III

La historia de la evolución de la especie humana hasta llegar a los Schicklgruber No es necesario avanzar retrospectivamente en la evolución de nuestra especie más allá del Paleolítico superior, la última era del paleolítico, llena de riquezas y de sorpresas según la hemos estudiado, que se prolonga desde el año 40000 a.C., cuando llegaron del África a Europa los pueblos sapiens arcaicos nómadas, hasta el año 10000 a.C., época en la cual termina el proceso dominantemente evolutivo, esto es, biológico, y se inicia el proceso histórico, dominantemente cultural —aunque no exclusivamente cultural, ya que continúa la evolución biológica con mutaciones y recombinaciones genéticas con menos fuerza que en el paleolítico— jalonado por la fundación de la ciudad de Jericó, hacia el año 9000 a.C. Cuatro pueblos concurren en el período Paleolítico superior en el Viejo Mundo (África del Norte, el Próximo Oriente y Europa Central y del Oeste). Uno de ellos es el arcaico pueblo de los Neandertales que evolutivamente corresponden al paleolítico medio. Y tres pueblos modernos, dos de ellos modernos tempranos, pues tienen grandes cerebros como los Neandertales y salientes protuberancias en la región occipital del cráneo, que revelan arcaísmo. Son los Auriñacienses y los Cromañones. El cuarto lugar corresponde a los pueblos Magdalenienses, verdaderamente modernos, sapiens, aunque, se encuentran aún en estado nómada, pues son cazadores y recolectores como los demás, pero soberbios artistas creadores del

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Arte Rupestre de la Era Glacial, cuyas últimas obras geniales se hallan representadas por las Cavernas Museos de Lascaux y La Magdeleine, en Francia, y la maravillosa Caverna de Altamira en España, conocida como la Capilla Sixtina de la Era Glacial: estos cuatro pueblos de variado estrato evolutivo comparten entre sí los espacios que ocupan de manera pacífica. ¿Cómo evolucionaron al pasar del Paleolítico superior al Neolítico histórico? Los sabios se dividen al responder este interrogante. Unos son continuistas y sostienen que hubo continuidad en cada región entre los pueblos existentes, hibridándose unos con otros, Erectus, Neandertales, y modernos. Otros especialistas disienten y se proclaman sustitucionalistas, fundándose en que hubo una tercera oleada de pueblos modernos venida del África (en la que no creen los continuistas), que, después de hacer una estación en el Oriente Medio, se expandieron y eliminaron o sustituyeron a todas las poblaciones menos desarrolladas, distribuyéndose por todo el planeta. Los Neandertales habrían sido una de sus víctimas. Estos sabios sustitucionalistas basan sus argumentos en las Mitocondrias y en el ADN mitocondrial que son trasmitidos exclusivamente por el óvulo materno. La existencia de una sola variedad de ADN mitocondrial excluiría la presencia de otros pueblos, de suerte que la humanidad sería homogéneamente descendiente de esa tercera oleada de pueblos modernos venidos del África con un rango sapiens sapiens. En nuestros libros Concepción Moderna de la Historia Universal (1997) y El Cerebro Mestizo de la Humanidad (1998), fundados, no sólo en el polémico ADN mitocondrial, hemos propuesto una solución de síntesis entre los continuistas regionalistas, y los sustitucionalistas. Porque es indudable que existió la tercera oleada de pueblos modernos venidos del África al Asia y a Europa, como afirman los sustitucionalistas, además de los pueblos Erectus y Neandertales (un equipo de científicos españoles que dirige las excavaciones de los yacimientos de la Sierra de Atapuerca sostuvo en 1997 que debería sustituirse al Homo erectus por el Homo antecessor, especie que se habría originado en África o en Asia, a partir del

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Homo ergaster, y que penetró en Europa hace un millón de años. Del Homo antecessor habrían brotado las ramas que llevan al Neandertal y al hombre moderno actual)… Los pueblos modernos de la tercera oleada de los sustitucionalistas partió, sin duda, de la cueva situada en el extremo sur del continente africano en la desembocadura del río Klasies. No obstante, y fundados en otras evidencias, pensamos como los continuistas y sostenemos que esos pueblos modernos, particularmente los más tempranos con signos de arcaísmo (los Auriñacienses y los Cromañones), se hibridaron con los pueblos más arcaicos existentes en cada región, especialmente con los neandertales que habían evolucionado hacia un nivel más moderno, hasta el punto de reemplazar sus utensilios Musterienses, correspondientes al Paleolítico medio, por los utensilios Chatelperronienses, bastante próximos al paleolítico superior. Chistopher Stringer y Clive Gamble, que son decididos sustitucionalistas, son lo suficientemente elásticos y ponen en duda la validez de los argumentos basados en el ADN mitocondrial, y, además, llaman la atención sobre la necesidad de tener en cuenta el ADN humano nuclear, consideraciones que arrojan una seria incertidumbre sobre el valor de los argumentos de los sustitucionalistas. Ellos dicen: «Mientras que el ADN mitocondrial ha servido, de manera harto polémica, para sugerir que hubo una sustitución completa por parte de los modernos de las poblaciones arcaicas neandertales y de los descendientes del Homo erectus asiáticos, los resultados obtenidos con el ADN nuclear (el clásico ADN de nuestros organismos, muy bien definido) no pueden esgrimirse de modo categórico. Ignoramos, y quizá ignoremos siempre, hasta qué punto existió mestizaje entre las gentes nuevas y los arcaicos neandertales». (En busca de los Neandertales, pág. 142). Por otra parte estos autores sustitucionalistas sostienen una importante tesis que se vuelve contra su propio sustitucionalismo: «Los lazos entre Neandertales y Cromañones debían ser muy estrechos y tal vez no existiera barrera genética a un eventual cruzamiento Neandertal-Cromañón» (Stringer y Gamble, En busca de los Neandertales, 1994, pág. 198). Y, algo tan elo-

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cuente como los dos argumentos anteriores contra la tesis sustitucionalista y la eliminación de los Neandertales del horizonte geográfico del Paleolítico superior, es «un hueso frontal procedente de Hahnofersand, Alemania, datado por el radiocarbono en 33.000 años, siete mil después del arribo de los pueblos modernos a Europa, es lo bastante robusto como para que algunos investigadores le hayan atribuido carácter de individuo transicional entre neandertales y modernos, ya se trate de un eslabón evolutivo intermedio o de un auténtico híbrido», explican los mismos autores, pág. 191. Algo más: en Portugal se descubrió en el año de 1998, un fósil datado por el radiocarbono en 24.000 años, que según los paleontólogos portugueses corresponde a un «mosaico» de caracteres, en los que se combinan los rasgos neandertales con humano moderno temprano. En conclusión, los antropólogos sustitucionalistas ven un solo pueblo, el moderno sapiens sapiens poblando y dominando todos los continentes de la Tierra, una vez que hubieron eliminado al resto de los pueblos retrasados evolutivamente. Nosotros vemos dos pueblos. Habría sido una gran fortuna para la humanidad que se hubiera cumplido el supuesto de que está integrada exclusivamente por las poblaciones sapiens sapiens. Pero las evidencias lo contradicen. De los cuatro pueblos que coexistieron en el Paleolítico superior, salieron dos al Neolítico histórico, hacia el año 10.000 a.C., como ya dijimos. De acuerdo con nuestras investigaciones, los hechos ocurrieron de la siguiente manera: Dijimos atrás que las poblaciones más avanzadas entre las modernas venidas del África, conocidas como Magdalenienses, fueron las creadoras de las soberbias Cavernas Museos de La Magdeleine, Lascaux y Altamira, hacia el año 12.000 a.C., en las postrimerías del Paleolítico superior. Además de soberbios artistas, los Magdalenienses eran cazadores y recolectores, como los demás pueblos que compartían su nicho ecológico, los Cromañones, los Auriñacienses, y los Neandertales; los cuatro eran nómadas, por supuesto.

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En consecuencia, los Magdalenienses no habían acabado de completar su evolución, particularmente la de su cerebro. Siendo artistas superiores y cazadores recolectores, su hemisferio cerebral dominante era el derecho que, en nuestro concepto, fue el hemisferio dominante a todo lo largo del paleolítico inferior, medio y superior. El hemisferio derecho, pues, fue el hemisferio prehistórico, porque para nuestra especie en sus primeros estadios fue mucho más importante crear que razonar y hablar: antes que el Verbo fue la Creatividad. Los creadores de Altamira, Lascaux y La Magdeleine tenían muy desarrollado todo el haz de funciones racionales y verbales conscientes, sin embargo, aún era más poderoso el haz de funciones creativo-alucinatorias inconscientes, ya que en esas obras supera el artista al racionalista y, siguiendo nuestras investigaciones sobre la evolución del cerebro, todavía era dominante el hemisferio derecho, que es el hemisferio del artista y del nómada. A los Magdalenienses les hacían falta unos «toques» de la evolución para que, por motivos adaptativos, el hemisferio cerebral izquierdo se desarrollara más que el derecho y se convirtiera en el hemisferio dominante. Fue gracias a estas metamorfosis del cerebro, en nuestro sentir, que se hizo posible el salto evolutivo desde el paleolítico a la historia de la humanidad. El cerebro con el hemisferio izquierdo dominante, es el cerebro histórico, pues de él nos servimos desde entonces para todos los comportamientos modernos: hablamos con el hemisferio cerebral izquierdo; razonamos, reflexionamos, percibimos, abstraemos, analizamos, nos comunicamos y relacionamos con el hemisferio izquierdo de manera alerta y consciente. El hemisferio izquierdo es el consciente, en tanto que el derecho es inconsciente y alucinatorio, intuitivo, onírico y creador. Este hemisferio derecho pasa a la retaguardia del comportamiento desde que se inicia la historia de la humanidad, que sólo comienza cuando el cerebro tuvo un hemisferio izquierdo dominante, con todo el haz de funciones racionales, verbales y reflexivas conscientes. Esos pueblos Magdalenienses, dos mil años después de haber creado Altamira y Lascaux, se desarrollaron evolutivamente, por medio de mutaciones y recombinaciones genéticas

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en interacción con un ambiente enriquecido por la cultura que ellos mismos generaban; fueron dueños de un cerebro moderno y se convirtieron de hecho en pueblos históricos, orientados irresistiblemente a construir la Civilización. Era la Civilización en marcha. Estos fueron los pueblos civilizados que hacia el año 9000 a.C. construyeron Jericó, como ya sostuvimos más atrás. Si cambió el cerebro, cambió el comportamiento, naturalmente, porque el cerebro es el órgano del comportamiento. Ya no son cazadores y recolectores de raíces y de frutos, parásitos de la naturaleza: realizan una economía productiva, descubriendo la agricultura y la domesticación de animales para la ganadería; ya no viven en las estepas, las montañas, los desiertos y las cavernas: se transforman en arquitectos y construyen casas, aldeas y ciudades; ya no son los geniales artistas del paleolítico superior porque su hemisferio derecho creador ha pasado a la retaguardia del comportamiento, pero son más realistas y se adaptan con facilidad a las nuevas circunstancias; hablan de corrido y establecen organizaciones sociales complejas. Crean, en síntesis, la Civilización, y con su nuevo cerebro sustituyen el nomadismo y pueden convertirse en pueblos sedentarios. Todos estos extraordinarios comportamientos fueron posibles gracias a que en los Magdaleniense se produjo, lo que podemos llamar, un relevo de hemisferios cerebrales y, por tanto, de funciones mentales, en el cual el hemisferio izquierdo sustituyó en el comportamiento al hemisferio derecho, que si bien tiene funciones mentales conscientes que trabajan con las funciones del hemisferio izquierdo, como la función visuo-espacial, la función sintética y la totalizante, es el asiento de un poderoso haz de funciones creativo-alucionatorias inconscientes y oníricas que, en el hombre común, se manifiestan en la creación de los sueños mientras dormimos y soñamos, —ya que todo sueño es una creación— y, diurnamente, en las intuiciones y creaciones del genio. Sueños y Creaciones que son alucinatorios e inconscientes, y que nosotros hemos puesto de manifiesto en nuestro libro Das Genie un die moderne Psychologie, 2005. (El Genio y la Moderna Psicología).

Creador Inspirado Intuitivo Artístico Inconsciente Extraracional

Hemisferio derecho

Creador Inspirado Intuitivo Artístico Inconsciente Extraracional

Hemisferio derecho

HISTORIA MODERNA

NEOLÍTICO 10.000 años a.C.

Cerebro Nómada - Civilizado (Cromañones y Magdalenienses)

Racional Lingüístico Consciente

Hemisferio izquierdo

Racional Verbal Consciente

Hemisferio izquierdo

Depredador Sugestionable Inconsciente Irracional Violento Emotivo

Hemisferio derecho

Creador Sugestionable Inconsciente Irracional Violento Emotivo

Hemisferio derecho

Cerebro Nómada sin relevo de funciones mentales

PALEOLÍTICO SUPERIOR

Cerebro civilizado con relevo de funciones mentales

Racional Lingüístico Consciente

Hemisferio izquierdo

Racional Verbal Consciente

Hemisferio izquierdo

40.000 años a.C.

H. derecho

NÓMADA Arcaico

O AD LIZ nte VI ie CI Rec

Cerebro mestizo de civilizado y Nómada desde el año 3000 a.C. al 2005 d.C.

H. izquierdo

NÓMADA Arcaico

O AD LIZ nte VI ie CI Rec

Cerebro Nómada-Nómada (Neandertal y Auriñaciense)

ESTRUCTURA FINAL DEL CEREBRO MODERNO

EVOLUCIÓN DEL CEREBRO DESDE EL PALEOLÍTICO SUPERIOR A LA HISTORIA MODERNA

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No obstante, otros pueblos del Paleolítico superior no tuvieron los genes que permitieron a los Magdalenienses hacer el relevo de sus hemisferios cerebrales, evolucionando hacia un cerebro con el hemisferio izquierdo dominante, y continuaron con su cerebro dominado por el hemisferio derecho, el hemisferio prehistórico, pobremente equipado. ¿Cómo lo descubrimos? ¡Por su comportamiento! A tal cerebro, tal comportamiento: Permanecieron en el estado nómada correspondiente al paleolítico. Continuaron siendo depredadores de la naturaleza, parásitos recolectores y cazadores. Siguieron viviendo en las estepas, los desiertos y las montañas. Les gustaban los espacios abiertos para errar y desplazarse por ellos. Sentían horror por las casas y las aldeas y ciudades. Recolectores de frutos y raíces, no les atraía la agricultura; cazadores implacables de grandes mamíferos, odiaban los animales domésticos y la ganadería. Su organización social era primitiva y su hemisferio cerebral derecho los condicionaba para los comportamientos violentos. Estos pueblos eran, en nuestro concepto, los Neandertales que se habían mezclado con los restos de los erectus, los Aruñacienses o los Cromañones, formando así una etnia mestiza que dió nacimiento a lo que podemos llamar los pueblos nómadas bárbaros, contrapuestos a los civilizados de manera radical, orientados irresistiblemente a destruir la civilización. Si durante el Paleolítico superior habían convivido pacíficamente con los Magdalenienses nómadas, ahora que se habían transformado en sedentarios y civilizados, odiaban sus aldeas, sus parcelas y sus animales mansos, pues los querían salvajes como ellos mismos. ¡Nos hallamos ante la Primera División de la Humanidad en pueblos contrapuestos, los nómadas bárbaros contra los civilizados sedentarios! ¡Era la Guerra! Este acontecimiento constituye lo que podríamos llamar La Tragedia Original de la Humanidad. Si los cuatro pueblos que coexistieron en la era del Paleolítico superior hubieran evolucionado todos como los Magdalenienses que tuvieron los genes para que se produjera el relevo de hemisferios cerebrales dando origen a un Cerebro

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Moderno con un hemisferio izquierdo dominante, habrían sido civilizados en su totalidad y la humanidad se habría consagrado pacíficamente al progreso. Pero las diferencias evolutivas lo impidieron fatalmente. Este hecho desafortunado permitió la división antitética entre Civilizados y Bárbaros, una división y contraposición que fueron evolutivas, no históricas; biológicas, no culturales, ni económicas o ideológicas, o de clases, o religiosas, que habrían sido fáciles de resolver. Pero una contraposición entre dos pueblos de distinto rango genético tenía que ser insoluble, porque jamás se podrán unir dos estratos biológicos de rango evolutivo diferente. Allí tenemos a los pueblos civilizados y a los bárbaros enfrentados a muerte en sucesivas guerras que, lejos de disminuir con el paso de los tiempos, se hacen cada vez más peligrosas con los progresos de la tecnología, como las dos terribles Guerras Mundiales del siglo XX en las que Hitler fue protagonista, en la primera como un simple cabo y en la segunda como comandante supremo de los ejércitos alemanes. Desde 9.000 años a.C., cuando se inició la historia moderna, ya las manos de los hombres venían armadas, dispuestos a destruirse. A partir de entonces se inició la Historia Masculina, que perdura hasta nuestros días. La secuencia de las guerras es irrompible y se halla puntuada por los diques defensivos que los civilizados debían oponer como muros de contención contra los nómadas bárbaros. En el año de 1958, los arqueólogos quedaron estupefactos al descubrir las murallas que rodeaban a Jericó, que corresponde al alba de la historia: un muro de piedra de cinco metros de altura, con su torre vigía, defendido por un foso de tres metros de profundidad. La reflexión lógica fue la de que debía ser demasiado poderoso el enemigo bárbaro que amenazaba a los civilizados de Jericó. Dos milenios más tarde, estos pueblos civilizados fundaron Hacilar, Jarmo y Catal Hüyük, situada esta última ciudad en Anatolia, en el centro sur del Asia Menor, construida de tal manera que, según su descubridor en 1963, el arqueólogo James Mellaart, no siguió normas urbanísticas sino militares, porque, en verdad, la ciudad era un fuerte militar para impedir el asalto de los bárbaros que venían de tierras lejanas

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y se estrellaban contra sus muros. Mil años soportó la población de Catal Hüyük. Posteriormente, hacia el año 5500 a.C., lo más seguro es que emigrara hacia el sur, siguiendo la dirección del río Éufrates, para fundar en las proximidades del Golfo Pérsico, entre los ríos Tigris y Éufrates, en lo que hoy es Irak —batida por la barbarie norteamericana— la gran civilización de Sumer donde, según el sabio norteamericano Samuel Noah Kramer, comenzó la historia en el año 4000 a.C., aunque en nuestro sentir había comenzado ya que en Jericó, 9000 a.C. Pues bien, el maravilloso pueblo sumerio sufrió el embate de los nómadas Indoeuropeos que bajaron del Asia Central, atravesaron los Montes Caucásicos y se abatieron sobre las ciudades sumerias hacia el año 3000 a.C., de suerte que debieron levantar las murallas de Akkad para defenderse, mas en vano, pues los sumerios fueron derrotados por los bárbaros Indoeuropeos. Si los pueblos civilizados habían fundado sus ciudades en las fértiles comarcas de Anatolia, el Oasis de Jericó y el golfo Pérsico, a los nómadas bárbaros que no edificaban sino que destruían ciudades, les importaba sobre todo la caza de grandes mamíferos y siguieron tras ellos que huían de los deshielos hacia el norte del Asia, convirtiendo en su nicho ecológico a los grandes bosques de la taiga siberiana, abundante en caza, que se prolongaba desde el extremo oriental en los confines de Mongolia y de China hasta los países escandinavos de Suecia y Noruega. De allá descendieron los Indoeuropeos que invadieron la Civilización de Sumer en tanto que otros se extenderían por la cuenca del Mediterráneo y los aqueos invadirían Creta y la Grecia continental. De la parte más oriental de la taiga siberiana se desprenderían los Hsiung-nu, que se abatirían sobre China y la India. De ellos proceden los Hunos, nómadas bárbaros que llegaron hasta Roma y fueron aniquilados en el año 451. Los Mongoles también descienden de los Hsiung-nu, y para protegerse de ellos los chinos iniciaron en el siglo iii a.C. la construcción de su famosa muralla, más todo fue en vano porque serían invadidos y sojuzgados por los nómadas mongoles de Gengis Kan. Por último, del extremo oc-

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cidental europeo, de los bosques nórdicos, descendieron los bárbaros germanos que se instalaron en lo que hoy es Alemania, una vez que hubieron empujado hacia el occidente a los pueblos Celtas, igualmente nómadas, que la habían ocupado con anterioridad. Nuestro lector debe tener presente que no hablamos del «choque de civilizaciones», sino del choque eterno entre los pueblos civilizados sedentarios y los bárbaros nómadas, choque que se inició en Jericó, en el despuntar de la historia, 9.000 años a.C. Durante los primeros milenios, las guerras fueron a muerte. Pero cuando los bárbaros Indoeuropeos vencieron a los sumerios en el año 3000 a.C., cinco mil años antes de hoy, se produjo un fenómeno nuevo, trascendental en la historia. Vencedores y vencidos se hibridaron entre sí e intercambiaron genes y culturas, de suerte que los bárbaros se civilizaban un poco y los civilizados se barbarizaban otro tanto, ya que los sumerios se dedicaron a la guerra, propia del bárbaro. Eran dos pueblos con cerebros de distinto rango evolutivo los que se mezclaban entre sí dando lugar a una población mestiza de nómada Bárbaro y Civilizado sedentario. El proceso se prolongó y generalizó en todos los espacios geográficos y se conoce con el nombre eufemístico de Grandes Migraciones de los pueblos, que son esas guerras de invasión que acaban en mezclas entre los invasores y los invadidos dando lugar a poblaciones mestizas. Los pueblos Semitas, cayeron también sobre Mesopotamia habiendo llegado de los desiertos del sur. Posteriormente, los Hunos invadieron la Europa oriental primero y para defenderse de su amenaza, siempre en vano, Costantinopla levantó sus murallas en el año 447 d.C. Estos bárbaros nómadas eran vistos como seres extraños, diferentes a los civilizados, tan deformes y sucios como si fueran «animales con dos patas». Aquí podemos distinguir ahora la diferencia biológica que existía entre civilizados y bárbaros, aunque los dos fueran parte de la naturaleza humana, ya que si hubieran sido pertenecientes a dos especies no habrían podido hibridarse ni tener descendencia. Cuando penetraron en Roma lucharon primero y luego se mezclaron hunos y romanos, tanto que se promulgó una ley

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que prohibía las uniones entre romanos y hunos que poco sirvió en la práctica. Posteriormente, en el año 622 se inició la gran expansión de los árabes, en un 80 por 100 nómadas, que guerrearon por toda la cuenca del Mediterráneo y se hibridaron con sus pueblos durante 200 años… Hacia el año 1200 se produjo la avalancha de los Mongoles comandados por Gengis Kan que se abatió sobre Persia y toda el Asia occidental. Samarkanda construyó en vano sus murallas y muros de contención en el año 1200, pero de nada sirvió porque las hordas gengiskanescas arrasaron las ciudades, las saquearon y se llevaron a sus mujeres jóvenes, no sin antes haberlas convertido en ruinas, porque, como dijimos atrás, los nómadas bárbaros «no sabían qué hacer con las casas y ciudades», porque tenían miedo de sus espacios cerrados… Hacia el siglo XIII se levantó el imperio Otomano que, en sus postrimerías, guerrearía al lado de los alemanes en la Primera Guerra Mundial… En el siglo XIV se iniciaron las guerras de conquista de Portugueses y Españoles sobre África y América, llevándoles destrucción y genes que dieron lugar a los pueblos mestizos de americanos y españoles y portugueses… Inmediatamente después, los nómadas ingleses, franceses, holandeses, conquistaron y se mezclaron en menor medida con los nativos de América del Norte. Como vemos, desde hace cinco mil años, la Tierra se convirtió en una inmensa retorta donde se hizo, se hace y se hará la mezcla de los civilizados sedentarios con los nómadas bárbaros. Hoy, no hay civilizado puro ni bárbaro puro: la población mundial es un híbrido de nómada y civilizado: nuestros cerebros tienen algo de civilizado moderno y algo de bárbaro arcaico. Un individuo o un pueblo serán más o menos civilizados o más o menos bárbaros de acuerdo con los genes que hayan recibido y que fluyen al azar entre los pueblos, llegándoles de manera aleatoria por la herencia, ya más genes civilizados o más genes bárbaros. De acuerdo con las circunstancias, se expresará más lo civilizado o lo bárbaro. Oleadas de civilización y oleadas de barbarie. Nadie se halla exento de recibir por la vía de la herencia más genes civilizados o más genes bárbaros. Todo depende del azar de la trasmisión hereditaria. De pronto, alguien nos sorprende con sus elevados gestos

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civilizados; y de pronto, alguien nos asombra con su barbarie. Las condiciones históricas, sociales y familiares pueden estimular los comportamientos bárbaros o civilizados, ya se trate de un individuo o un pueblo entero. Heredamos al azar los genes que formarán nuestros organismos, cuáles dominantemente civilizados, cuáles dominantemente nómadas. De allí saldrán los rasgos anatómicos y funcionales que nos caracterizarán a lo largo de nuestras vidas. El cerebro en particular se estructura a partir del ADN que nos haya tocado en suerte. Siendo mestizo universalmente, debido a las mezclas entre individuos y pueblos de distinto rango evolutivo, sus hemisferios tienen estructuras modernas correspondientes a los pueblos civilizados y estructuras arcaicas correspondientes a los pueblos bárbaros. Por aquel azar de la herencia, nuestros cerebros serán más o menos civilizados, más o menos bárbaros, y nuestros comportamientos serán ya pacíficos y constructivos, ya destructores, guerreros y expansionistas. Corrientemente, no se distingue uno de otro. Mas en situaciones extraordinarias, brota, de tarde en tarde, un gran civilizador o un gran bárbaro guerrero. Del seno de la especie humana que es mestiza globalmente —ya no existe, como en los primeros tiempos después del Paleolítico superior, el Civilizado puro sapiens sapiens moderno o el nómada bárbaro puro y arcaico—, brota, de pronto, amasado por un ADN especial que se trasmitió al azar, salido del torrente genético que fluye por el cuerpo de los pueblos, un Gandhi, abanderado de la no violencia, o un Hitler, abanderado de la violencia extrema. A partir del año 3000 a.C., cuando se iniciaron en Sumer los intercambios de genes y culturas entre los civilizados sumerios y los nómadas bárbaros Indo-europeos que bajaron del Asia Central —y en última instancia de la taiga siberiana—, el suelo de Europa fue abonado con el ADN de unos pocos pueblos civilizados que posiblemente inmigraron a la isla de Creta habiendo partido de Catal Hüyük, de muchos pueblos mestizos de civilizado y de nómada que penetraron por la cuenca del Mediterráneo, y de muchos pueblos nómadas bárbaros puros procedentes de la zona oriental de la taiga siberiana, particularmente los Hsiung-nu (Escitas, Eslavos occidentales, meridionales y orien-

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tales, Hunos y Mongoles), y de los nómadas Indoeuropeos occidentales, celtas y germanos que, venidos desde Escandinavia y Judlandia, en el siglo III a.C., ya se disputaban la tierra germana. Etruscos, Eslavos, Aqueos, Dorios, Visigodos, Vándalos, Hunos, Celtas, Germanos, Francos, Anglos, Sajones, Lombardos, Suevos, Godos, Alamanes, Burgundios, Gépidos, Ostrogodos, Alanos, etc., cruzaban en todas direcciones la geografía de Europa y fueron la base étnica sobre la cual se construyeron los pueblos de la Europa moderna. Las hibridaciones entre estos pueblos fueron infinitas y no es posible saber la cuantía de genes que de otros pueblos tienen cada uno de ellos en particular. Nos corresponde partir de una corriente genética que fluía a través de todas las etnias europeas distribuyendo su ADN mestizo a cada pueblo local de una manera enteramente al azar, siendo unos más favorecidos con genes civilizados que con genes bárbaros —¡nunca civilizados puros o bárbaros puros!—, desde hace cinco mil años, sin dejar de advertir que aún hoy continúan esas mezclas entre pueblos de diferente naturaleza y con cerebros de compleja estructura. Los SCHICKLGRUBER tenían una larga tradición étnica, eran algo así como un rezago de alguna vieja etnia que se había aislado en ese rincón boscoso de la montaña austríaca, y se habían asentado desde hacía mucho tiempo en ese habitat montañoso y boscoso del waldviertel (que significa montañoso), en la zona más noroccidental de la Baja Austria, en el límite con los montes de Bohemia. Como ya dijimos atrás, sus moradores campesinos eran gentes primitivas que se distinguían por tener comportamientos adustos, agrestes y poco sociables. De esta estirpe y de ese nicho ecológico procedía María Anna Schicklgruber, la obstinada mujer que sabía guardar secretos, abuela de Adolfo Hitler, a quien éste jamás nombró, siendo que fue la que aportó su más decisivo ADN, el que condicionó la esencia del bárbaro guerrero que hizo de él un hombre histórico, ya que no tenía cómo desarrollar el artista y el escultor que también existía en su ser, por razones que veremos más adelante: en una profunda intuición, afirma Marlis Steiner: «La guerra era para Hitler parte de su vida», intuición cuyo fondo ella no tiene cómo fundamentar.

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HISTORIA MODERNA O HISTORIA MASCULINA

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Efectivamente, tenemos la seguridad de que la tradición de los SCHICKLGRUBER arrastró en su corriente un mayor aporte de genes bárbaros que ellos habían recibido de alguno de los pueblos bárbaros de Europa que atravesaron Alemania y que se acumularon en estas familias primitivas y cerriles por falta de contacto y de mezclas con familias más evolucionadas. María Anna fue la primera mujer que aireó su Genoma en su aventura otoñal y misteriosa al mezclar sus genes dominantemente bárbaros con alguien que aportó una «porción» de genes civilizados, pero, ¡ay!, los suyos eran demasiado primitivos… Por principio, Hitler era mestizo de Nómada Bárbaro y Civilizado, ya que participa de un fenómeno universal que es el mestizaje global de los seres humanos de la Tierra. Su particularidad consiste en que, por azar, heredó de su abuela, con la mediación de su padre Alois Hitler —nacido SCHICKLGRUBER—, los genes dominantemente bárbaros que este último, y también por azar, había heredado de su madre, pero que no se expresaron con toda su potencia en él, que sólo heredó lo «cerril y adusto», ya que fue un simple funcionario del Estado Austriaco, en tanto que su hijo Adolfo, al participar intensa y fanáticamente en la Primera Guerra Mundial activó su genotipo al interactuar en su calidad de cabo del ejército con el ambiente bárbaro de esa contienda bélica, desarrollando al máximo su fenotipo guerrero, y él se encargó de crear las condiciones favorables para expresarlo desde el día siguiente de concluida la guerra, abierta o solapadamente, hasta que encontró el momento oportuno en el mismo instante en que fue nombrado Canciller del Tercer Reich, el 30 de enero de 1933… A partir de entonces se lanzó con toda su naturaleza asombrosamente bárbara, en la seguridad maníaca de que nadie lo detendría. Hijo y nieto —Alois y Adofo— de María Anna Schicklgruber han llamado la atención por su insólita capacidad de ascenso, siendo que procedían de una mujer y de una región tan primitivas y humildes. Sorprende, en verdad, la decisión y el empuje de estos dos hombres que nacieron para triunfar. El padre partió de la muy modesta condición de zapatero. La inquietud que latía en su cerebro, lo llevó a Viena para perfec-

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cionarse en el oficio, pero no satisfecho y contando con elementales conocimientos que le brindaron unos pocos años de escuela primaria, luchó hasta conseguir un alto cargo como funcionario en la administración de aduanas del Estado Austriaco. En este sentido, la vida pública —¡sólo pública!— de Alois fue ejemplar y sorprendente en la región, pues ese cargo de funcionario que obtuvo era para bachilleres y él lo ganó compitiendo con otros después de una concienzuda preparación… Inconforme con su condición de hijo ilegítimo y con su rústico apellido Schicklgruber, a la edad de 39 años, como hemos visto —había nacido en 1837—, en un arranque de malicia y mala fe, confundió notarios y párrocos, y salió de sus despachos convertido en hijo legítimo y en todo un Hitler… Pero en su aguda astucia, Alois no podía ocultar su carácter de nómada, que su hijo Aldolfo llevaría a su máxima expresión imperialista, ya que Alois vivía en constante movimiento, desplazándose permanentemente —no por los cambios de aldea en razón de su trabajo, sino por la necesidad del movimiento mismo, que no siempre era para mejorar su situación, que tanto distingue a los nómadas, ya fueran prehistóricos o históricos. A August Kubizec que fue íntimo de Hitler y de su madre Clara Pölzl de Hitler desde 1904, un año después de la muerte de Alois, le llamó la atención el relato de estos constantes cambios y movimientos de Alois, y, aunque no supo explicárselos, sí los consignó fielmente en su libro lleno de inexactitudes, pero con algunos datos reveladores, al parecer inocuos e inofensivos contra su ídolo de adolescencia, Adolfo Hitler: dice Kubizek: «Poco después del nacimiento de Adolfo, el padre no tardó en trasladarse de nuevo. Según puede constatarse, Alois Hitler cambiaba a veces una vivienda buena por otra peor. No era la casa, sino el trasladarse, lo que importaba. ¿Cómo podría explicarse esta verdadera manía? De la siguiente manera: Alois Hitler no podía resistir el permanecer en un mismo lugar. Su profesión le forzaba a una cierta estabilidad externa, pero en su círculo de actividades más íntimo debía haber siempre movimiento. Apenas se había habituado a una determinada vecindad, se sentía ya hastiado de ella. Vivir significaba cambiar de ambiente, rasgo fundamental éste que puede recono-

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cerse también con toda claridad en el modo de ser de Adolfo» (Adolfo Hitler, mi amigo de Juventud, 2002, pág. 78). Sin querer, Kubizec nos revela que tanto Alois como Hitler eran nómadas, inofensivo el primero y bárbaro peligrosísimo el segundo… En cuanto a Adolfo Hitler, ya se sabe a dónde llegó, partiendo de la nada. Sólo estos descendientes de María Anna ascendieron tan sorprendentemente, pues ninguno de los hermanos de Hitler (Alois fue hijo único) tuvo la menor distinción: su hermanastra Angela casó con un alcohólico y vivió muy modestamente hasta que Hitler la llevó como ama de llaves a su residencia; Geli, la hija de Angela, apenas llegó a la adolescencia se entregó incestuosamente en brazos de su importante tío Adolfo Hitler, hasta que de su interacción después de años de convivencia, Geli se suicidó en extrañas circunstancias; su hermanastro Alois, fue un borracho, ladrón, bígamo y en dos o tres momentos fue huésped de las cárceles. Paula, la hermana menor de Hitler fue una mujer excéntrica que vivió en una buhardilla apartada de las glorias de su hermano… Entonces, algo deberían tener en su ADN, Alois y Adolfo, que no tuvo el de María Anna. Pero antes de abordar ese «algo» del cerebro de Hitler, nos corresponde demostrar por qué afirmamos que Hitler era bárbaro guerrero-nato. Ya tuvimos oportunidad de conocer por su íntimo amigo Kubizec que Hitler era nómada, aunque él no entienda que «nómada» es un carácter esencial del bárbaro, y que, como su padre, se bebía los vientos, buscando siempre la movilidad por la movilidad, nomadismo que en el guerrero se expresa en expansión e imperialismo, en imperativo de «espacio vital» a costa de otros pueblos, tal como se expresó en Alejandro, Napoleón, Atila, Gengis Kan, sólo que, como veremos, el expansionismo genocida iba acompañado en Hitler del crimen y la delincuencia común. Siendo muy niño, quizás antes de ir a la escuela en 1895 cuando contaba con seis años de edad, «disfrutaba de libertad para jugar a indios y vaqueros, o a los soldados, para alegría de su corazón», sostiene el erudito Ian Kershaw… Y cuando «Adolfo estaba ya en su tercera escuela elemental —continúa

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diciendo Kershaw— se convirtió en un “pequeño cabecilla” en el juego de policías y ladrones al que los chicos de la aldea jugaban en los bosques y campos próximos a sus hogares. Uno de los entretenimientos favoritos de los niños era jugar a la guerra» (Hitler, vol. l, pág. 40). En su libro Mi lucha, Hitler relataría en 1924, que encontró en su casa un historia ilustrada en dos volúmenes sobre la Guerra Franco-Prusiana que libró Bismarck en 1870 contra los franceses, y que el libro le fascinó. Casi todos los biógrafos de Hitler aseguran que por debajo de sus cuadernos de tareas escolares, escondía los libros de guerras de los indios primitivos que él devoraba con avidez: eran las historias de aventuras y de guerras de los indios norteamericanos del escritor Karl May que, aunque no conoció Norteamérica, tenía imaginación para fascinar a los niños con sus novelas fantásticas, particularmente a Hitler, y, mientras sus compañeros las olvidaron, Hitler continuó releyéndolas toda su vida, con un deleite tal, que no sintió jamás leyendo libros serios, como Schopenhauer, Nietzsche o Spengler… «Cuando era canciller del Reich —prosigue Kershaw— seguía leyendo aún las novelas de May, y se las recomendaba a sus generales, a los que acusaba de falta de imaginación»… Ya veremos que Hitler era completamente vago para el estudio serio, pero las aventuras guerreras que relataba Karl May lo «subyugaban». El 17 de febrero de 1942, Hitler se encuentra en plena guerra, que comienza a inclinarse en su contra, al menos en el frente Este, contra la Unión Soviética. Lo imaginamos concentrado, estudiando libros de estrategia militar, y véase lo que nos dice ese día en sus conversaciones privadas sobre la paz y la guerra: «Acabo de leer un buen artículo —si bien Hitler no era lector de libros serios, sí devoraba los periódicos que era su principal fuente de conocimientos— sobre Karl May y que me ha producido gran alegría. Me gustaría que se reeditara su obra. Le debo mis primeras nociones de geografía y la apertura de los ojos sobre el mundo. Lo leía a la luz de la vela, o al claro de la luna, ayudado por una enorme lupa. Había comenzado por leer El último de los mohicanos, pero Fritz Seidel me dijo enseguida: «Fenimore Cooper no es nada,

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hay que leer a Karl May». El primer libro suyo que leí fue La cabalgata en el desierto. Quedé subyugado. Y no tardé en devorar todos los demás libros del mismo autor… Esto se tradujo inmediatamente en un descenso de mis notas escolares» (Hitler, Conversaciones sobre la Guerra y la Paz, vol. I, pág. 524). Cuando Hitler contaba once años de edad, estalló la guerra de los Boers contra los ingleses en el África austral. Adolfo se convirtió en un apasionado defensor de las heroicas hazañas de los boers. Adolfo Hitler odió a todos sus profesores, sólo sintió algún respeto por el profesor Leonard Pötsch, porque les narraba las historias y leyendas de los héroes y de los Nibelungos. Muy pronto lo envolvería la música de Wagner con sus resonancias lejanas y sus héroes, como Rienzi, el héroe italiano del siglo xiv. cuya representación con su oratoria populista y su trágico final, lo sumió en un verdadero «éxtasis», de acuerdo con el relato de su amigo Kubizek que lo acompañó. Desde la más temprana niñez hasta la adolescencia, Hitler fue absorbido completamente por sus juegos y lecturas guerreras, demostrando así que habían brotado en él sus genes y su cerebro del bárbaro guerrero-nato. Pero hasta ahora esa barbarie —que nadie en su infancia estaba capacitado para sospechar que sus aficiones brotaban de sus moléculas de ADN— muy intensa en los juegos y en los libros, se quedaría, a la espera, latente en su Genoma, de un gran acontecimiento, para irrumpir de veras y estruendosamente, convirtiéndolo en el más peligroso Nómada Bárbaro que conoce la historia de la humanidad. Tal vez Gengis Kan, para quien, como Nómada Bárbaro Mongol que era, «la guerra era parte de su vida», en el decir de Steiner con relación a Hitler, tuvo notorias similitudes con él, pues fue para el continente asiático —al oriente y al occidente— lo que Hitler fue para el continente europeo, al este y al oeste. Parecidos en la barbarie brutal y destructiva. Mas el parentesco entre los dos nómadas bárbaros llega hasta la manera como llevaron la guerra expansiva e imperialista. En lo demás, todo son diferencias, en lo civilizado que hay en Hitler, y en lo compulsivo, y, aún más, en lo psiquiátrico muy notable que se advierte en él.

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Nos corresponde primeramente demostrar la dimensión civilizada que tuvo Hitler gracias a la misteriosa aventura sexual que tuvo su abuela SCHICKLGRUBER, la terca y reservada María Anna, que nunca imaginó que con su obstinación —obstinación que será un destacado rasgo del carácter de su nieto Adolfo— iba a dar mucho trabajo a los historiadores, genealogistas, biógrafos, hitlerólogos y chismosos, para descifrar el enigma del hombre con quien ella intercambió sus genes bárbaros. ¡Todo un enigma! Y se han tejido numerosas conjeturas sobre quién pudo ser el padre de Alois Hitler, nacido Schicklgruber… El mismo Hitler se involucró en esa búsqueda detectivesca, sea para descubrir sus orígenes, o sea para esconderlos. Los afanes de los investigadores y los chismosos comenzaron en el año de 1920, cuando Hitler había cumplido los 31 años de edad y su nombre comenzaba a sonar y su antisemitismo a relucir públicamente, pues hasta ese momento lo había llevado casi secreto en sus entrañas llenas de un odio cuya naturaleza debemos explicar más adelante. ¡Es judío dijeron los sabios y los deslenguados! ¡Su abuelo era un judío con quien la aventurera y otoñal María Anna tuvo relaciones sexuales y la dejó encinta! ¡Ella fue sirvienta en casa de los Frankenberger que eran judíos, y que, para más señas, vivían en la población de Graz, y si no fue con ellos la cosa sucedió en casa del judío y encima carnicero Leopold Frankenreiter! Allí está la «prueba» en una carta que escribió su sobrino William Patrick Hitler hijo de su hermanastro Alois Hitler… Todos estos chimorreos salieron a flote a partir de 1920, cuando Hitler comenzaba a ser algo, hasta cuando fue el flamante canciller del Reich. Aun el gran jurista nazi, Hans Frank, en sus memorias dictadas antes de subir al patíbulo relató que Hitler le había confiado su preocupación por la carta que había escrito su sobrino William, y, además, que su abuela le había dicho que su abuelo no era el judío de Graz… Total: que los Frankenberger no habían vivido en Graz; que María Anna nunca había vivido en Graz; que el carnicero no tenía ninguna posibilidad de unirse con María Anna; que William Patrick Hitler, hijo del borracho y delincuente hermanastro

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Alois, era un despreciable chantajista; que, en fin, Hitler no pudo saber nada por boca de su abuela María Anna porque cuando ella murió en el año de 1847, él, nacería en 1889, cuarenta años después. Total, nada. Ni judío, ni no judío. Misterio profundo. Un verdadero rompedero de cabezas el acertijo en que se convirtió el descubrimiento de la identidad del abuelo paterno de Adolfo Hitler. Raymond Cartier agrega un argumento más que lleva al escepticismo en cuanto a la pretensión de conocer al abuelo de Hitler. Dice así: De hecho, ni siquiera es posible establecer que Alois Schicklgruber fuera concebido en otro lugar que el Walviertel (esa región montañosa y boscosa). Resulta quimérico querer descubrir el aspecto, el carácter, las costumbres y los vagabundeos de la solterona que alumbró al bastardo de 1837 no en casa de sus padres, sino en la de unos vecinos, los esposos Trummelschlager, los cuales fueron el padrino y la madrina del recién nacido. Lo honesto es llegar a la conclusión… de que no hay conclusión posible. Todo este asunto familiar se desarrolla entre gentes pobres, casi analfabetos, en las que la vida deja pocas huellas, que el olvido borra a partir de la primera generación. El abuelo paterno de Hitler es y seguirá siendo, con toda probabilidad, un desconocido (Hitler, Al asalto del poder, pág. 12, 1976).

Las investigaciones que tienen más asiento en los hechos son las de varios hitlerólogos, siendo Werner Maser el más distinguido, que elaboran sus argumentos a partir del matrimonio de María Anna en 1842 con un vagabundo y haragán vividor, pues ella habría aportado 300 gulden para que él aceptase casarse, conocido con el nombre de Johann Georg Hiedler. Hitler y los nazis aceptaron oficialmente que éste fue el tan buscado abuelo paterno, sin andarse con más rodeos. Sin embargo, los hitlerólogos dicen que no, que Johann Georg Hiedler no pudo ser el padre de Alois. Los argumentos que aducen dan la impresión de que no son del todo transparentes y que le hacen fuerza a los hechos para hacerlos encajar. Todo el peso de la argumentación recae sobre el hermano de Johann Georg,

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quince años menor, Johann Nepomuk Hutler o Hiedler. Este, en verdad, adoptó a Alois y se lo llevó a vivir a su casa donde residía con su mujer y sus tres hijas, antes de casarse su madre o poco después, porque, al parecer Johann, su marido vagabundo, lo rechazaba. Que lo adoptó es un hecho, lo que se ignora son las razones que tuvo Nepomuk para hacerlo. Maser argumenta de la siguiente manera: «El que María Anna no conservase junto a sí a su único hijo a pesar de estar en condiciones —no sólo económicas— de hacerlo, hace suponer que su ocioso marido, que ya vivía en la casa de sus suegros antes del matrimonio, no toleraba la presencia del niño, planteándole a la madre serias dificultades» (Hitler, pág. 46, 1974)… Maser sostiene la firme opinión de que si Nepomuk adoptó a Alois, lo que nadie discute, fue porque él era el padre clandestino de Alois, introduciendo un factor truculento al asunto, y que no lo había legitimado por temor al escándalo con su esposa Eva María, que estaba convencida de que Alois era hijo del vagabundo Johann Georg; «lo que ella no podía saber es que su marido Nepomuk había animado a su hermano a casarse con la madre de Alois para así poder llevarse al niño sin levantar demasiadas sospechas», pág. 42. Aquí la argumentación pierde transparencia. En todo caso, el argumento estrella de Werner Maser es el siguiente: «El testamento de Johann Nepomuk Hüttler, que murió el 17 de septiembre de 1888, decía: «Bienes no existen», aunque era dueño de bienes. Evidentemente, Johann Nepomuk se los había entregado poco antes de su muerte a aquel que tanto Walburga, su hija, como el marido de ésta, tuvieron que aceptar como «heredero universal» desde 1876 (cuando Alois Schicklgruber se convirtió en Alois Hitler): a Alois Hitler. No existen documentos que permitan asegurar que Alois recibió ese dinero… Lo único que habla a favor de la herencia que habría recibido Alois, hombre sin bienes de fortuna conocidos, es lo siguiente: el mismo año de la muerte de Johann Nepomuk, compró por 5.000 gulden una casa sólida», pág. 40. Nosotros concluimos: poco transparente. La duda es tozuda y deja abierto el interrogante: ¿quién fue el abuelo paterno de Adolfo Hitler?

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Esta cuestión no es una simple curiosidad o un mero dato histórico. Es fundamental cortar el nudo gordiano. Por algo los investigadores han invertido tanto tiempo y estudio en busca de una respuesta satisfactoria, puesto que es decisivo para conocer el cerebro de Hitler del cual emanan su existencia y sus sorprendentes comportamientos, siendo el cerebro el órgano del comportamiento. Sin pretender ser unos Alejandros, sostenemos que el nudo se corta haciendo un giro en el conocimiento, y, que, en lugar de obstinarnos en descubrir la persona del abuelo, lo cual es imposible, porque se han agotado todos los caminos, debemos indagar el «rostro» de sus genes, y en vez del quién, descubrir el qué: ¿qué genes le trasmitió por azar el padre a Alois, que luego, también por azar, éste trasmitió a su hijo Adolfo, esos 50 por 100 de genes distintos a los 50 por 100 de genes nómadas que le transmitió su madre María Anna? Para el conocimiento de Hitler esto es lo único que importa: ¡esa dimensión genética X, diferente a la dimensión SCHICKLGRUBER… Porque lo que nadie ha dejado de advertir es que estos dos hombres, Alois y Adolfo, se hallaban impulsados irresistiblemente a la superación, superación impresionante si se tiene en cuenta que María Anna era una mujer primitiva, descendiente de una prolongada secuencia numerosa de campesinos en ese nicho ecológico de los bosques y los montes, aislados del trato con la cultura, enquistados, sí así podemos hablar, en las montañas, incultos y analfabetas, que no sabían ni siquiera firmar su nombre, ya que los «testigos» que llevó Alois, ante el notario y el párroco para cambiar su apellido, tuvieron que responder a su falso testimonio con una cruz en lugar de su nombre. Y este hombre Alois sentía latir en su cerebro un imperativo que lo empujaba a progresar y él, como funcionario de Aduanas del Estado Austríaco, fue mucho más allá de lo que hubiera soñado un Schicklgruber. Tenemos conocimiento, gracias a Bradley Smith, citado por Maser, pág. 52, de que un hermano de María Anna, Franz Schicklgruber, por tanto tío materno de Alois y tío abuelo de Hitler, «había acabado sus días «borracho» y trabajando como «temporero». ¡Impresionante, pues, el ascenso, de Alois Hitler! Y, ¿por qué latía en su

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cerebro irresistiblemente el imperativo de progresar, siendo que no podía ser por los genes maternos que habían conformado ese cerebro? ¡Porque era dueño de genes diferentes que desde la tercera semana del período embrionario de Alois, cuando comienza a formarse el cerebro, habían participado en su organización, de suerte que en la quinta semana ya estaban formándose las estructuras de sus hemisferios cerebrales, el derecho y el izquierdo, ya unidas, ya separadas de las estructuras de los dos hemisferios determinadas por los genes maternos! Sostuvimos atrás que Alois nunca fue un bárbaro, pero sí un temperamento nómada, sea porque no le habían llegado por puro azar la cuantía y dominancia de los genes bárbaros, sea porque no tuvo la oportunidad de activarlos bajo el impacto de los estímulos de la guerra. Pero sí fue Alois, como sus antepasados montañeses, un nómada, de temperamento «cerril, adusto y violento». Quien lo ve en una de las fotografías que se conservan, diría que es un pequeño Führer o una pregustación del Führer… En todo caso, lo que prevaleció en él —repetimos: sólo en la vida pública— fue el hombre respetable, escrupuloso en el cumplimiento de su deber y honesto, hasta el año de 1895 cuando se jubiló a los 56 años por razones de salud. ¿De dónde podrían venir esos genes responsables de las neuronas y circuitos cerebrales que impulsaron a destacarse a Alois y a Adolfo como potentes resortes hasta el grado de que se salieron de los parámetros mentales y culturales de su etnia montaraz? Adolfo Hitler nació en la población de Braunau, situada junto al río Inn, que la separa del territorio alemán: «Considero una feliz predestinación —con estas palabras comienza Hitler su libro Mi Lucha, en 1924— el haber nacido en la pequeña ciudad de Braunau am Inn, situada precisamente en la frontera de esos dos estados alemanes cuya fusión se nos presenta como un cometido vital que bien merece realizarse a todo trance» (Mi lucha, 1995, pág. 17). Era el cuarto hijo de Alois Hitler y Clara Polzl, el primero que sobrevivió a la infancia, el 20 de abril de 1889, un sábado de Pascua.

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El 1 de mayo de 1895, a los seis años de edad (nada se sabe de estos primeros años de Hitler, excepto que Alois fue ascendido en 1892 al cargo de recaudador superior de aduanas, el puesto más alto a que podía llegar un funcionario que no tenía más instrucción que la escuela primaria), inició sus estudios en el vecino caserío de Fischlheim durante poco tiempo. Con los cambios de residencia de Alois, ya fuera por razones de trabajo o por su manía de movimiento, Adolfo se trasladó a la escuela de Lambach, un pequeño pueblecito austriaco, donde obtuvo muy buenos resultados en sus notas y conducta. Es el momento de llamar la atención con un fuerte acento la aparición o brote de una cualidad de Hitler —¡enteramente diferente a sus tempranas manifestaciones del bárbaro guerrero que enfatizamos más atrás!— que habría de acompañarlo toda la vida: su pasión mística por la música coral. «Fue también en esta época, dice Kershaw, al cercano monasterio de Lambach para recibir lecciones de canto, probablemente a instancias de su padre, al que le gustaba mucho la música coral. De acuerdo con su testimonio posterior, le embriagó el esplendor eclesiástico y consideraba al abad el ideal más elevado y más deseable», pág. 39. A su vez, Raymond Cartier observa en el mismo sentido: «Adolfo fue trasladado a la escuela parroquial instalada en las dependencias de la enorme abadía benedictina de Lambach. Los cimientos de la abadía datan de 1.032. El claustro, el claroscuro, la música litúrgica y la pompa eclesiástica produjeron en el muchacho de nueve años una profunda impresión. Monaguillo y miembro del coro, tomó la resolución de hacerse monje», pág. 15. Repetimos que debemos destacar con toda fuerza esta manifestación del cerebro del niño, que fue profunda, no pasajera, y, en consecuencia, señala una dimensión genética totalmente diferente a la dimensión que le transmitieron los SCHICKLGRUBER… El psicólogo no puede pasar por alto y de manera superficial este germen del comportamiento del futuro Hitler, que pronto se expresaría en su pasión por las óperas de Wagner con su mitología heróica, en las que el fervor-nato por la música coral se fusionaría con su entusiasmo guerrero por las hazañas de los héroes.

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Para hacer contraste con los estudios de Hitler en los años que vendrán a continuación y a los cuales nos referiremos en su oportuno lugar, es bueno conocer la percepción que Hitler tuvo de sus años de escuela primaria: en su libro Mi lucha, se refirió a estos primeros años como «esa época feliz en la que el trabajo era ridículamente fácil y dejaba tanto tiempo libre que me veía más el sol que mi habitación». Por causas importantísimas que explicaremos más adelante —y que, a pesar de la extremada influencia que tendrían en la vida de Hitler, no han sido destacadas ni entendidas por ninguno de los investigadores del fenómeno Hitler, y sin las cuales no comprenderíamos muchísimos de sus actos—, el paso de sus estudios de primaria a la secundaria, que empezaron el 15 de septiembre de 1900, sufrieron un cambio radical. Pésimo estudiante de secundaria, debemos destacar que en lo único que obtenía buenas calificaciones era en dibujo y en pintura. Cuando su padre lo interrogó sobre lo que esperaba hacer con semejantes resultados, Adolfo le respondió «que sería pintor, artista pintor», y a su pobre madre Clara, que angustiada e impotente no sabía cómo obligarlo a estudiar, le dijo que «llegaría a ser un gran pintor y que haría honra a su nombre»… Dejando la megalomanía para su comprensión también posterior, pues es otra de las aristas fundamentales de su ser, subrayamos aquí su don-nato por la pintura, el dibujo y pronto por la arquitectura, que consideramos válido unir a su mística por la música, que plasman al artista-nato que había en Hitler y al presentimiento —egolatría hipertrofiada aparte— de que sería un gran hombre histórico, pero en la pintura y la arquitectura. Si era auténtica su vocación artística, no vacilamos en decir que era genética, por la profundidad que tenía en Hitler, y persistió hasta el final de sus días, razón por la cual tenemos la convicción de que era heredada de un progenitor artista, ¡otra cosa es que no hubiera podido desarrollarla por los motivos que expondremos más adelante! Nos lo prueban los siguientes comentarios de Werner Maser: Las numerosas críticas a Hitler como artista carecen de valor. Se trata de repeticiones de versiones populares de-

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mostrativas de una total ausencia de conocimientos técnicos de Hitler… «Sólo los que carecen de talento se dedican a copiar» (como Hitler), escribió Rabitsd… Ninguno de estos juicios es verdaderamente objetivo… Las escasas obras pintadas de la naturaleza denotan un talento fuera de lo común… Desde el otoño de 1907, es decir, desde que abriga la esperanza de convertirse en un arquitecto —a pesar de las circunstancias desfavorables— Hitler planea edificios poderosos, monumentales… Estando ya en Múnich, en 1919, presentó Hitler algunos de sus trabajos al conocido pintor Max Zeeper para que le diera su opinión y juicio crítico. Zeeper se queda tan sorprendido al ver las acuarelas y dibujos, que decide solicitar la colaboración de un compañero suyo, el profesor Ferdinand Staeger, quien emitió el siguiente juicio sobre los trabajos de Adolfo: «un talento extraordinario (Werner Maser, Hitler, 1974, págs. 89-102).

A sus compañeros, a su padre, a su madre y a su amigo Kubizec, ya en su edad infantil y cada vez con más propiedad, los abrumaba con sus explicaciones sobre todos los tópicos, que eran verdaderas peroratas o monólogos pues se imponía con sus argumentaciones la mayoría de las veces fantásticas. ¡He aquí otro carácter-nato de su cerebro: la oratoria! Hitler nació orador y era cuestión de tiempo para que transformara su verborrea maníaca de los primeros años en consumada oratoria elocuente y fascinante a partir del año de 1919. Reunamos en un solo haz todas estas características de Hitler, todas natas: la devoción por la música coral, la habilidad para el dibujo, la pintura y la arquitectura —cuando las tropas soviéticas cañoneaban las oficinas de la cancillería del Reich, Hitler metido como un topo en la profundidad de su búnker, contemplaba entusiasmado la maqueta que por su orden le había construido el arquitecto Hermann Giesler, para la ciudad de Linz donde él había vivido sus felices años de holgazanería en su adolescencia—, y la oratoria, que le fluía abundante y espontáneamente sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo ni trabajo, pues era alérgico al trabajo regular; reunámoslas, decimos, todas estas cualidades que persistieron toda la vida, por eso les concedemos el calificativo de profundas, y veremos

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que forman una dimensión aparte de su dimensión de bárbaro guerrero que marcha paralela con aquella: son dos estratos genéticos del ser de Adolfo Hitler, de su cerebro mestizo inconfundible, en el que el estrato bárbaro tuvo las condiciones favorables para imponerse sobre el estrato del artista que, como veremos, no pudo desarrollarse por un defecto clave de su mentalidad. Que Hitler era un ser mestizo, se descubre hasta en su anatomía: tenía «grandes pies de nómada del desierto», dijo su compañero de vagabundaje, Reinhold Hanisch en 1909, pues tuvo oportunidad de observarlo siendo que compartían la alcoba en su asilo de menesterosos en Viena. También llamaron la atención sus expresivos ojos azulados —que, en nuestro sentir han sido comparados equivocadamente con los de la madre, bellos pero apagados por el dolor— y sus finas manos de pianista, haciendo vivo contraste con su fea nariz y su frente huidiza primitivas. Mas lo que cuenta es el mestizaje de su cerebro, que es comprensible por su comportamiento. Repetimos: el cerebro es el órgano del comportamiento y, a tal cerebro, corresponde un especial comportamiento, conformado con estructuras y neurocircuitos determinados por genes, ya nómadas bárbaros, ya civilizados sedentarios… El propio Hitler entendía con bastante claridad su doble comportamiento antitético, aunque, por supuesto, él que predicaba tan fanáticamente la pureza de la raza y que negaba en él lo que tenía de SCHICKLGRUBER, no reconocía en esos dos comportamientos de diferente rango evolutivo la expresión de su ser mestizo, pero sintió vibrar casi con igual intensidad en su cerebro el civilizado sedentario y el nómada bárbaro guerrero. He aquí su confesión, que no hay razón para no creer en su sinceridad, la noche del 25 al 26 de enero de 1942: Hay gentes —dijo Hitler en esa hora en que la guerra desatada por él se desarrollaba con todo su furor y brutalidad— que creen que me sería duro quedarme sin la actividad que tengo ahora. Se engañan enormemente, ya que el día más hermoso de mi vida será el que deje detrás de mí la política, con sus disgustos y su esclavitud. Cuando concluya

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la guerra, tendré la sensación de haber cumplido con mi deber y me retiraré. Querría entonces consagrar cinco a diez años a dar lucidez a mi pensamiento y objetivarlo en forma de obra escrita. Las guerras pasan. Sólo subsisten los testimonios del genio de los hombres. (Esto es, la cultura, observamos nosotros)… Esto explica mi amor al arte —continúa diciendo Adolfo Hitler—. La música, la arquitectura, ¿no es en esas disciplinas donde se inscribe el camino de la humanidad ascendente? Cuando oigo a Wagner, me parece que escucho los ritmos de un mundo anterior. Supongo que la ciencia encontrará un día, en las ondas puestas en movimiento por El oro del Rhin, comunicaciones secretas, unidas con el orden del universo (Adolfo Hitler, Conversaciones sobre la Guerra y la Paz, 1941-1944, pág. 420, 2002).

¡He aquí el mestizo claramente dibujado, un autorretrato de su cerebro tocado con cierto lirismo!… Por motivos que aduciremos, Hitler jamás habría podido cumplir su deseo de «objetivar» su dimensión civilizada, sea por escrito, en la pintura o en la arquitectura, sea como profesional, así hubiera ganado la guerra como él estaba absolutamente seguro aún en 1942 cuando sus éxitos iniciales comenzaban a mostrar signos adversos. ¡Mestizo de nómada bárbaro y civilizado! La pregunta sobre la identidad del abuelo paterno de Hitler se traslada al interrogante: ¿de donde procedían sus genes civilizados ya que por sus genes bárbaros responde su abuela SCHICKLGRUBER? Es más: ¿de dónde venía el genio de Adolfo Hitler, ya que, aunque no quisiéramos, no podemos regatearle el calificativo de genio? En nuestro libro El genio y la moderna psicología (Das Genie und die moderne Psychologie, 2005), hemos demostrado, contradiciendo a Ernst Kretschmer, que el genio no se hereda. Grandes genios como Leonardo no tuvieron antecedentes geniales; la madre de Leonardo era una campesina, aunque de un nivel evolutivo más desarrollado que el de María Ana Schicklgruber; el padre de Leonardo fue un notario sin genio pero de un rango burgués, que distaba de ser el del vagabundo Johann Georg Hiedler, abuelo oficial de Hitler, y el del mismo Nepo-

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muk, el «verdadero» abuelo según Werner Maser, que no pasaba de ser un campesino respetable… Rembrandt fue hijo de molineros… Newton fue hijo de campesinos pero de rango evolutivo superior a los Schicklgruber… Verdi fue hijo de tenderos; Haydn, hijo de carretero; El Giotto, pastor de ovejas; Fichte, pastor de gansos; Kant fue hijo de un talabartero… Estos casos demuestran con claridad que el genio no se hereda y también que no aparecen en medios tan primitivos evolutivamente hablando. «Nosotros sostenemos que una víscera como el cerebro —decimos en el libro citado—, que tiene 100.000 millones de células nerviosas, un 1011, y que establecen un 1014 de conexiones entre las neuronas (un número superior a las estrellas de nuestras galaxia), debe incluir un factor de casualidad en su organización intrínseca, que escape al determinismo genético, y que, por tanto, escapa al control absoluto de la herencia… Pensamos que en la organización intrínseca de un órgano tan complejo como el cerebro, la necesidad y el azar, en interacción dialéctica, juegan un decisivo papel, para explicar la tipicidad de cada individuo de la especie y del genio en particular… Sin la necesidad genética nada se construye en orden a la estructuración general del cerebro y a las grandes estructuras de este órgano. Sin el azar nada existe en orden a los rasgos y estructuras y neurocircuitos particulares específicos de cada individuo… El azar no puede existir sin «su» precisa necesidad y ésta no existirá sin «su» azar preciso. Hay una reciprocidad entre azar y necesidad, en la cual los dos momentos se requieren el uno al otro. El azar en la organización intrínseca del cerebro es el producto de la necesidad genética, la manera que ésta tiene de expresarse: el azar son las estructuras, neurocircuitos y sinapsis que se forman por fuera de las estructuras, neurocircuitos y sipnasis genéticamente determinados. El cerebro, genéticamente determinado, es incomprensible sin el azar. El genio es el producto de la necesidad genética de nuestra especie trasmitida hereditariamente por los padres y del azar de esa necesidad que surge en la organización de «su»

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cerebro. El cerebro de todo individuo, por lo demás original e irrepetible, es el producto de la necesidad genética y de su azar personal. El cerebro del genio tiene neurocircuitos creadores que no tiene el cerebro del hombre común, por típico azar de su desarrollo! Los argumentos del profesor norteamericano de genética Richard Lewontin desarrollados en su libro La diversidad humana, son concluyentes en cuanto al valor del azar en el desarrollo del cerebro, fundado en serias experimentaciones. Pese a que es común la afirmación de que el individuo o fenotipo es el resultado de la interacción del genotipo con el ambiente, el Doctor Lewontin hace la siguiente precisión: «El fenotipo de un organismo no se halla completamente especificado, aun cuando se den su genotipo y su ambiente de desarrollo. Hay una tercera causa de variación que contribuye al total resultante. (La Diversidad Humana, pág. 25). Para sostener esta importante afirmación se basa en el seguimiento del desarrollo de la mosca Drosophila. «El número de sedas esternopleurales es de seis en el lado derecho de la mosca y de diez en el izquierdo. ¿Cuál es el origen de esta asimetría? Los dos costados de la mosca son genéticamente idénticos. La mosca desarrolla estas sedas durante el período pupal… Ningún significado de la palabra «ambiente» nos permite alegar que los lados izquierdo y derecho de la mosca se desarrollaron en ambientes distintos. Pero la mosca es asimétrica. La diferencia entre sus lados es una consecuencia de acontecimientos aleatorios ocurridos durante el desarrollo. Se trata del ruido del desarrollo. Este «ruido del desarrollo» es el azar o lo aleatorio. (pág. 25).

Concluye el doctor Lewontin: Donde haya crecimiento y división celulares poedemos esperar que dicho ruido (o azar) aporte sus efectos… Producto de ese ruido del desarrollo es que al nacer pueden presentarse diferencias entre individuos que no sean consecuencia de variación genética. Así, por ejemplo, bien puede ser que yo carezca de las conexiones neurales que hacen de

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Yehudi Menuhin un virtuoso violinista, y haya de conformarme con mis mediocres aficiones musicales. Más aún. Quizás estas diferencias ya existían cuando salimos del seno materno, pero puede que no sean consecuencia de nuestros genotipos. Posiblemente las interconexiones que se establecen durante el desarrollo entre los miles de millones de neuronas del cerebro no se hallen especificadas de forma precisa por el genotipo, ni siquiera en un ambiente fijo. El ruido del desarrollo tiene que representar algún papel en el crecimiento del cerebro, tal vez un papel de primer rango» (cursiva nuestra, pág. 26). El azar, pues, desempeña un papel de primer rango en la organización intrínseca del cerebro, de todos los individuos de la especie humana y del genio en particular. Por azar, el cerebro del genio tiene neurocircuitos creadores que lo distinguen. Si estos neurocircuitos no son heredados sino adquiridos, no los trasmite el genio a sus descendientes» (Das Genie und die moderne Psychologie, págs. 94 y 95).

Indudablemente el Genio de Hitler se produjo por azar, no porque lo heredara, ya que su padre Alois, era un hombre de talento, jamás genio. Sin que estemos presionados por la obligación de conocer la identidad del abuelo paterno de Hitler, pues hemos renunciado a esa obligación por considerarla imposible, nos es lícito sostener que los genes que aportó ese abuelo desconocido fueron dominantemente civilizados, ya que por principio todos somos mestizos, sea que domine lo bárbaro, sea que prevalezca lo civilizado. En cuanto a los SCHICKLGRUBER, tenemos la impresión de que pertenecían a una fracción de una etnia europea nómada bárbara auténtica antes de su hibridación con etnias mestizas que se había aislado o enquistado en el Waldviertel, igualmente aislado de la geografía austriaca… María Anna —que tuvo distintivos rasgos de rebeldía y obstinación granítica, que pudo transmitírselos a su nieto Adolfo, pudo ser la primera aventurera compulsiva (más adelante daremos razón de este epíteto) que rompió el aislamiento siendo una solterona cuarentona y en sus andanzas encontró, también por casualidad, algún compañero sexual mucho más

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evolucionado que ella y sus congéneres del Waldviertel remoto, que aportó el ADN dominantemente civilizado en el seno de esta mujer que tiene algo de sui generis, pero que era sexualmente compulsiva, ya que cinco años después de haber parido al bastardo Alois, a los 47 años de edad, pagó 300 gulden para que se casara con ella —según Thomas Orr— al declarado vagabundo compulsivo, ocioso y vividor, Johann Georg Hiedler, natural de Spital, una población no muy distante de Strones, cuando contaba con cincuenta años de edad, abuelo oficial de Adolfo Hitler… Si esos genes civilizados que aportó el burgués (es sabido que los nómadas bárbaros cuando evolucionan biológicamente pasan a ocupar económica y culturalmente el nivel burgués) fueron judíos, austriacos o alemanes, es cosa que nunca sabremos, ya que desconocemos el rumbo de la aventurera María Anna. De lo que sí estamos ciertos es que el abuelo paterno de Hitler fue un burgués de estrato biológico más desarrollado que el de la abuela SCHICKLGRUBER. En nuestro libro América Latina dos veces herida en sus orígenes, 2001, desarrollamos con amplitud el importante fenómeno de que el Feudalismo y la Burguesía no son sólo categorías económicas, sino también y originariamente conceptos evolutivos y biológicos. El feudalismo no pasa a la Burguesía sólo por causas históricas y culturales. El feudal debe evolucionar genéticamente para ascender de su estado nómada guerrero combinado con el ocio cuando no se encuentra peleando —guerra y ocio son sus dos estados predilectos— al estado biológico burgués, amante del trabajo, del ahorro y de la vida sedentaria. Aunque Werner Sombart —decimos en dicho trabajo— no conoció la división de la humanidad en pueblos sedentarios civilizados y nómadas bárbaros, su genio sí intuyó el hecho de que unos pueblos eran más inclinados biológicamente al trabajo, al ahorro y al estilo pacífico burgués —porque se hallaban más evolucionados genéticamente—, y que otros pueblos se inclinaban, por un menor desarrollo evolutivo, a la guerra y al ocio. Los primeros eran los que habían conquistado el modo burgués de producción, en tanto que los feudales nómadas rechazaban ese modo burgués y se

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dedicaban a la guerra y al ocio: «Entre los pueblos con predisposición capitalista inferior a la media, cuento ante todo a los celtas y algunas tribus germanas como los godos… Donde la mayoría de la población está formada por celtas y godos (incluidos los hispanos conquistadores y depredadores de América Latina), no se da nunca un verdadero desarrollo del sistema capitalista» (El Burgués, Werner Sombart, 1913, pág. 217), pág. 137.

¡Esta es la identidad del abuelo paterno de Hitler: un buen burgués que había superado evolutivamente la condición nómada, civilizado dominantemente, y probablemente artista!

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Capítulo IV

Adolfo Hitler nació y murió compulsivo Ésta es una dimensión fundamental del cerebro y del comportamiento de Hitler, tratada apenas descriptivamente en cuanto se señalan por los investigadores sus conductas extrañas —aparte de su barbarie guerrera que nada tiene que ver causalmente con ellas, aunque si acabarán asociándose y reforzándose mutuamente en la medida que pasen los años—, pero jamás han sido sistematizadas dentro de una concepción científica, por la evidente razón de que esta ciencia no se conoce en el mundo, más allá de nuestras investigaciones. Efectivamente, desde hace 25 años hemos llevado a cabo una sostenida e intensa investigación sobre estos extraños comportamientos, conocidos por todo el mundo, algunos estudiados en particular, pero nunca tomados en su conjunto y convertidos en objeto de una ciencia especial. Este es un sensible descuido de la Comunidad Científica Internacional que tiene que ver con la Medicina de La Mente Humana, porque atañe a fenómenos importantísimos de la patología humana, que afectan gravemente a los individuos y a la sociedad, y que la misma especie humana sin darse cuenta se está convirtiendo en una especie compulsiva. Pese a que mis investigaciones las he objetivado en muchos libros y artículos, desde el libro Dostoyevski, genio compulsivo, publicado en el año

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de 1981, hasta los libros Desviación compulsiva de la evolución del comportamiento de la especie humana (2005), y Compulsión y Crimen (2005), los sabios se han mostrado sordos, ya porque no conozcan esas obras, ya porque las rechacen con notoria ligereza. Esta ciencia, la denomino Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones. En ella estudio las compulsiones, que son raros comportamientos de las poblaciones de todo el planeta, que, aunque conocidas por todos, no pierden su carácter de extrañeza, pues no son comportamientos naturales brotados de la evolución por selección natural de la especie humana. Las compulsiones son graves manifestaciones de la conducta humana. Las llamo compulsiones, porque tomo su significado de la voz latina Compulsio, que quiere decir forzar mentalmente a una persona a realizar repetitivamente comportamientos anómalos, aún por encima de su voluntad: deben realizarse aunque la persona no quiera o no quisiera… Estos comportamientos carecen de toda finalidad adaptativa, son irresistibles en el sentido de que la persona no puede resistir o controlar su deseo de realizarlos, y, en fin, cuando son satisfechos, se siente un enorme placer, pese a que, paradójicamente, el individuo que los padece sabe que son anormales o condenables. Es poderosa la fuerza mental que las personas sienten para consumar tales conductas. De allí que es acertado el término Compulsión, que equivale a ¡Compeler a alguien! Como todo el mundo, nosotros conocíamos estos insólitos fenómenos, sentíamos el reto de entenderlos, mas no sabíamos cómo hacerlo… Casualmente solicitó mis servicios médicos como especialista de la mente, un ciudadano alemán, que, obligado por su esposa, demandaba que le ayudara a tratarse de un alcoholismo progresivo, a sus 45 años de edad. Espontáneamente, en alguna de nuestras entrevistas, me expresó que le llamaba la atención y no entendía por qué siendo él alcohólico, su padre también lo era, pero que su hermana menor, no tomaba alcohol, aunque comía mucho y ya estaba obesa, y, tanto más curioso, su hijo, concebido en su matri-

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monio con un hombre normal, había nacido también alcohólico. Más allá, en la familia de los ascendientes de su padre, había otros alcohólicos. Rápidamente, capté el problema: para conocer a un paciente compulsivo es indispensable estudiarlo dentro de su árbol genealógico, no aisladamente como en otras patologías. El que este paciente me mostraba, era un pequeño árbol genealógico, valiosísimo si se le extraían los debidos alcances científicos: un padre alcohólico descendiente, a su vez, de alcohólicos más lejanos, tiene un hijo alcohólico, igual a él, pero, ¡oh! sorpresa, su hija menor es bulímica obesa, y, tanto más sorprendente aún, su hijo, nieto de aquel padre alcohólico, nació alcohólico: tres generaciones, cada una con compulsiones en una secuencia especial, pero ligadas entre sí, por un hilo invisible. En lo que conocía de este árbol genealógico se mostraban claramente dos formas compulsivas, el alcoholismo en tres casos, y la glotonería obesa en la mujer (sólo mucho más tarde encontré, con datos estadísticos, que la mujer era más propensa a la glotonería obesa y el hombre al alcoholismo). Ya tenía la llave maestra para entrar al raro mundo de las compulsiones: estudiar árboles genealógicos en los pacientes compulsivos. Como existen compulsiones toleradas, aunque siempre perjudiciales para la persona o la familia, tal como el alcoholismo y la bulimia que lleva a la obesidad —fenómeno éste de la obesidad que los sabios no han sabido encontrarle su causa por aquel descuido de no estudiarlos dentro de su familia y por el defecto de estudiar a los obesos aisladamente—, existen otras compulsiones, que ya no son debidas a la ingestión de sustancias (alcohol, comida, tabaco, drogas), sino que son debidas a la adicción a comportamientos, como el homicidio, el hurto, la pedofilia, la vagancia compulsiva que puede llevar, si es vagancia para el estudio, a frustrar las mejores inteligencias, o, si es para el trabajo práctico sistemático, hasta la mendicidad. Con frecuencia indeseable, existen vagos universales, para el estudio y el trabajo regular, lo que ocasiona graves perturbaciones en el comportamiento de quienes sufren esta clase de compulsio-

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nes; el incesto, el uxoricídio, la maldad, la prostitución, el juego, las perversiones sexuales, la mitomanía, la estafa, la piromanía, el terrorismo en su manifestación estricta, el sadismo, el adulterio, el donjuanismo, el mesalinismo, el libertinaje, el odio compulsivo, la venganza compulsiva, la pornografía y el exhibicionismo, etc., y que, o son vergonzosas o castigadas por la ley. Entonces, para estudiar los árboles genealógicos que abarcaran un amplio espectro compulsivo, debí ir más allá de mi consultorio privado: fundé un Instituto para las Grandes Compulsiones o Tercera mentalidad, fui por mucho tiempo a las cárceles de hombres y mujeres, a los garitos, a los prostíbulos, a los bajos fondos, a los colegios y universidades. Esta labor me tomó muchos años de investigación, y el conocimiento de nuevas compulsiones y sus relaciones y posibles causas, compensaron el esfuerzo. También en la literatura encontré material precioso para profundizar la investigación con autores como Dostoyevski cuya antropología es la del hombre compulsivo, no la del hombre normal, y así, pude escribir mi primer ensayo: Dostoyevski, Genio Compulsivo, 1981, que tuvo la propiedad de ambientarme en el universo de los más extraños comportamientos, permitiéndome intuir que las compulsiones formaban un universo que se ampliaba con el paso del tiempo. Históricamente encontré en la Civilización de Sumer, descubridora de la escritura, los primeros documentos escritos sobre la aparición de las compulsiones hace más de 5.000 años. Todo esto ha quedado consignado en el libro Desviación Compulsiva de la Evolución del Comportamiento de la Especie Humana (2005). Pude observar que cuanto más nos alejábamos de la naturaleza, mayor era la presencia de la corrupción y las compulsiones… Pero nuestro más valioso «laboratorio» fue el estudio clínico de los árboles genealógicos, no a la manera de las encuestas periodísticas o comerciales que se limitan a preguntar a la ligera. Muchos árboles genealógicos los estudié durante años, porque supusieron el tratamiento o la prevención de compulsivos, incluyendo a sus familias que me aportaban da-

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tos preciosos para conocer a los pacientes, más los que éstos me enseñaban. Lo que en concreto encontré en la Civilización de Sumer entre los años 4000 y 3000 a.C., fue la rara «coexistencia» entre la circulación del alcohol por la sangre de los sumerios —la primera constancia arqueológica, no escrita, de la existencia del alcohol, la encontré en el libro Catal Hüyük, a Neolithic Town in Anatolia (1967), cuyo autor, el arqueólogo James Mallaart, que fue el descubridor de dicha ciudad, asegura que la cerveza y el vino «circulaban corrientemente entre sus moradores» de hacía unos 7.000 a 6.000 años a.C (pág. 224)—, pues estos pueblos sumerios tenían una cultura de la cerveza: «¡bebe la fuerte cerveza, como es costumbre aquí!», le dice una prostituta a un extranjero, y en todas las casas se consumía la cerveza tanto como los granos de su dieta; había, decimos, una coexistencia entre el consumo del alcohol y la aparición de tales comportamientos compulsivos. Este hecho nos llevó a sospechar que existía una relación causal entre el alcohol y las compulsiones, no una mera conexión externa. Otra sospecha sobre la posibilidad de una relación causal entre el alcoholismo, que en sí es una legítima compulsión, y el resto de las compulsiones, fue la observación de que el alcohol al interactuar con el cerebro es Compulsivógeno: es de común conocimiento que los borrachos atraviesan por una serie de comportamientos claramente compulsivos: ya son violentos, ya les de por delinquir y violar las normas del tráfico, ya son incestuosos, ya se vuelven drogadictos o fumadores, ya buscan los bajos fondos y los prostíbulos, ya son mitómanos y tramposos, ya son homicidas y ladrones, ya son irresponsables y libertinos, ya son exhibicionistas y homosexuales, y así, multitud de comportamientos compulsivos. Este carácter compulsivógeno del alcohol, nos llevó como decimos, a sospechar que existía una relación de causa a efecto Alcohol—Compulsiones. ¡Como si el alcohol destapara la mítica caja de Pandora de la cual salen todos los males! Pero volvamos a nuestro laboratorio: los árboles genealógicos.

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Algunas escuelas psicológicas acostumbran partir desde el nacimiento de la persona que estudian, enumerando desde ese punto fijo los acontecimientos de su existencia, registrando los episodios de su vivir con los demás y consigo mismo para extraer de todo ello la etiología de su modo de ser… Ello nos parece profundamente equivocado. De acuerdo con las leyes de la evolución, la genética y la herencia, el individuo es apenas un momento, un eslabón, un mero punto en la inagotable sucesión de los miembros de la especie y de la familia. Gran parte del acervo de su condición, por lo menos la biológica, la recibe de sus antepasados, en la información contenida en el código genético, que el individuo, a su vez, trasmitirá con ciertas variaciones a sus descendientes. Este lazo genético ata y entrelaza a las generaciones de una manera estricta, haciendo que todas las personas que las integran compartan sus cualidades o sus defectos. Allí tenemos estructurada la naturaleza de los hombres, que es vida, carne, cerebro y ADN. El resto lo hace el ambiente, la sociedad y la cultura, que también se ciñen al movimiento histórico, y se relacionan estrechamente e interactúan con aquella base biológica: naturaleza y cultura, genoma y ambiente, son los padres, natural el uno y social el otro, de todo individuo y de nuestro compulsivo en particular. Por todo esto, cuando hablamos del ser compulsivo no lo aislamos del Sistema Total, de la urdimbre que lo envuelve, sino que lo vinculamos cuidadosamente a la trayectoria familiar con la intención de escudriñar, paso a paso, los orígenes más o menos remotos que lo expliquen de una manera suficiente en su fondo y médula. De este modo vamos recogiendo los elementos determinantes, dispersos en el pasado, que expliquen su naturaleza compulsiva. No ignoramos ni negamos que existen ciertos sujetos que se convierten en iniciadores de nuevas cadenas y secuencias compulsivas que, en lugar de retrogradar, generan los compulsivos del futuro, y se transforman por así decirlo en viveros de dicho mal. Pero es el caso que constante e insistentemente nos las vemos con seres compulsivos sobre quienes recae un fardo innegable del pasado, y así, de todos modos, sea que se retrai-

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gan a los progenitores o que se proyecten a los descendientes, se hace indispensable rastrear la trayectoria familiar del compulsivo en una y otra dirección. En cada caso hicimos la reconstrucción de lo que se ha dado en llamar el «árbol genealógico», o árbol del mal, puesto que en su savia circulan, corriente arriba y corriente abajo, los gérmenes de esos insólitos —cada vez más sólitos, en la medida que se expanden dentro de la especie con el paso de los años— y extraños comportamientos compulsivos, que recorren capa tras capa, generación tras generación, tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, padres, hijos, nietos, tataranietos del árbol genealógico. Ahora bien: lo que liga indisolublemente a todos los miembros de una comunidad familiar que estructura un árbol genealógico en su fondo biológico, es la herencia, con sus leyes y formas. Y, en la materia que nos ocupa, la herencia de los caracteres compulsivos —¡no de los caracteres adquiridos de Lamarck!— que se han incorporado implacablemente al flujo genético, a esas secuencias de pares de bases nitrogenadas del ADN, que se traducen en secuencias de aminoácidos que darán origen a las proteínas de los genes, sustrato de los organismos y sus funciones, sean normales en cuanto son la base natural de los individuos de la especie, sean anormales como en el caso de los compulsivos, pero que, de todos modos, se incorporan a la especie como conjunto, pues hoy en día no son una insignificante minoría como en los primeros tiempos de la Civilización Sumeria, sino que comprometen a una buena parte de la especie humana y, si no se detienen, amenazan infiltrar la especie humana toda. El ADN de la especie humana se está alterando por genes mutados anormalmente debido a la herencia de los caracteres compulsivos y, en consecuencia, el genotipo de la humanidad estará engendrando con el correr del tiempo más fenotipos mutantes anormales. En el estudio de los árboles genealógicos compulsivos hemos observado que todas las formas de herencia son posibles. Ya nos encontramos con la herencia directa, cuando una compulsión se trasmite claramente del padre al hijo. Hay pa-

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dres que proceden de un árbol compulsivo y ellos no padecen la afección pero la trasmiten a sus descendientes inmediatos, hijos o nietos, dando origen así a la herencia atávica (no en el sentido lombrosiano). La herencia colateral es aquella en que no son los hijos los que reciben la carga compulsiva, sino los sobrinos. La herencia es convergente cuando la línea paterna y materna se unen para engendrar sucesores compulsivos. Hablamos de herencia precesiva en los casos en que las compulsiones aparecen primero en los hijos y sólo más tarde en los progenitores. Se habla de herencia dominante y herencia recesiva según que la compulsión aparezca en el primer cruzamiento o quede en forma latente. Mas lo que tiene la máxima importancia y que nosotros hemos descubierto insistentemente es que la herencia de un antepasado alcohólico se trasmite de manera similar, lo que en sí es relativamente notable pues para muchos el alcoholismo no es hereditario, pero lo sorprendente y realmente novedoso es que la herencia del alcohólico se trasmite también de manera desemejante, y son todas estas características las que sientan las bases para construir EL SISTEMA DE LAS COMPULSONES ADICTIVAS y el cual le otorga un innegable valor científico a esta investigación. De los muchísimos árboles genealógicos recogidos en 25 años, expondremos unos poquísimos al azar, en gracia a la brevedad, para dar una idea de estos árboles, pues no podemos extendernos en este simple esbozo que estamos haciendo sobre la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones, para entender una de las dimensiones del cerebro de Hitler: Madre promiscua sexual, pues todos sus hijos los ha tenido con distintos hombres. Sus hermanos son alcohólicos y drogadictos. El padre es un conocido bebedor; un tío paterno es alcohólico y un tercero violento. Tanto el abuelo materno como el paterno fueron bebedores… De esta unión nació una hija que se escapó de la casa a los ochos años de edad y se transformó en una prostituta. Otra hizo lo mismo a los doce años y se incorporó a una casa de prostitutas, se volvió delincuente y salteadora a mano armada en unión con una pan-

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dilla de malhechores, fue homicida con sevicia en una ocasión, es mitómana y tiene comportamientos que repelen por sus brutales maneras de realizarlos. Se puede afirmar que es todo un demonio del malhacer, con variadas compulsiones: alcoholismo, violencia, mitomanía, maldad, homicida, asociación para delinquir, glotona obesa, tabaquista, y todo se inició de manera muy prematura, como se dijo, a los doce años. Bisabuela materna alcahueta y dueña de una casa de prostitución; mercader del sexo. Fumadora compulsiva. La madre es promiscua y fumadora incontinente. El padre es alcohólico y fumador, vagabundo y mujeriego. El abuelo, o sea, el padre de este hombre, fue escandaloso, mujeriego y violador sexual de mujeres… De este matrimonio nació una hija prostituta desde muy temprana edad. El abuelo paterno fue alcohólico y tabaquista; dos tíos abuelos paternos son alcohólicos; dos tías glotonas obesas. El padre es alcohólico y fumador compulsivo; una hermana de éste fue fumadora hasta el punto de que murió de enfisema pulmonar; dos hermanos más son glotones y fumadores, y dos más, alcohólicos. En la línea materna tanto los ascendientes como los descendientes son alcohólicos, un tío materno es de una gran inteligencia pero un borracho perdido. A la madre le gusta el alcohol y es violenta. Su madre, esto es la abuela materna de los hijos, murió con un vaso de alcohol en una mano y un cigarrillo en la otra. De la unión de estos padres nacieron dos hijos hombres inclinados al alcohol y de conducta violenta; una hija es mitómana y completamente vaga para estudiar y trabajar. Literalmente es incapaz de ponerse a estudiar, todo es que tome un libro en sus manos para que se aburra, se eleve o se duerma; odia el estudio y el colegio; el trabajo le es igualmente intolerable. Una hermana suya es normal hasta ahora, pues apenas es una adolescente. Hemos dicho que todas las compulsiones son graves comportamientos de las personas que las sufren. Pero existen algunas más graves que otras. Describiré enseguida una, que demuestra hasta qué extremos de brutalidad y monstruosidad

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puede llegar un compulsivo, y que no es raro que la naturaleza humana pueda dar lugar a casos tan monstruosos: Un hombre de 45 años de edad. Enteramente normal en sus juicios y facultades mentales, bien orientado en el tiempo y en el espacio. Sólo cursó estudios de escuela primaria, pero tiene gran talento y es muy astuto y calculador. Nosotros lo entrevistamos en la cárcel y sostuvimos una larga relación epistolar. Se muestra muy atento y respetuoso, aunque es mitómano en algunos casos. Debemos filtrar cuidadosamente su información para no tomar material empírico equivocado, aunque por regla general es colaborador y, en cierto modo, admirador, ya que ha leído un libro nuestro sobre el crimen que le ha interesado. Su abuelo materno fue un alcohólico grave, tanto que murió de cirrosis. Este hombre tuvo cinco hijos, dos hombres que heredaron, lo mismo que sus hijos, el alcoholismo de manera similar, dos mujeres que son glotonas obesas, y la madre del paciente, que no toma pero es violenta compulsiva. Esta mujer tuvo siete hijos, cuatro mujeres que aparentemente son normales, y tres hombres, dos heredaron de manera atávica el alcoholismo e igualmente sus hijos, y el paciente, que, de manera similar, pero atávica, heredó el alcoholismo, que empezó a ingerirlo a los 15 años. De manera desemejante —y por puro azar como toda herencia— heredó una gravísima compulsión pedofílica, debido a lo cual sintió desde los diez años una intensa atracción sexual por los niños. A los 12 años de edad realizó la primera violación de un niño de 6. A partir de este momento y combinada con la compulsión alcohólica se lanzó a una desenfrenada carrera pedofílica. Recorrió el país de un extremo a otro dejando una estela de violaciones y de sangre porque asesinaba a los niños después de violarlos sexualmente. Alguna vez encontraron a un niño al que había masacrado con cien puñaladas, lo había decapitado y castrado. Cuando la policía lo hizo prisionero se hallaba amarrando a un niño para violarlo y asesinarlo. Lo que hacía este hombre era darle unos pesos a un niño para que lo acompañara a dar un «paseo»; lo llevaba a un sitio seguro en el campo, lo ataba, lo violaba y después lo asesinaba. Al cabo de un tiempo, sa-

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lía del lugar solo, con el puñal chorreando sangre. ¡Confiesa 200 casos de violación y homicidio! Hasta donde sabemos, sólo un ciudadano de Estados Unidos, en Texas, le aventaja en el mundo con centenares de casos de niños violados y estrangulados. (aunque hoy —20 de junio de 2005— los diarios hablan de un pedófilo Norteamericano que pudo haber abusado de miles de niños, sin que la noticia hable de que los asesinaba)… Cuando aquel hombre estuvo delante del Juez, le dijo claramente, que era mejor que lo castraran, porque él no podía controlar esos tremendos deseos de violar y asesinar que sentía, y que, hasta sus pequeños hijos corrían peligro. En los dos casos, a la pedofilia, a la violencia y al homicidio, se agrega una franca compulsión sádica, pues sienten placer mientras asesinan. ¡De esta naturaleza monstruosamente brutal pueden ser las compulsiones! Y debe tenerse por seguro que las compulsiones son comportamientos exclusivamente humanos, privativos del hombre y la mujer, la especie más apta y privilegiada sobre la Tierra. Los animales no padecen compulsiones… ¡Esta es la herencia de los caracteres compulsivos! Podríamos seguir describiendo centenares de árboles genealógicos que hemos recogido en esta investigación como material empírico para trascender a la teoría y al concepto. No sería monótono ni aburrido continuar describiendo árboles genealógicos, porque, como se puede observar, cada estirpe familiar tiene modalidades particulares, compulsiones distintas que, sumadas unas con otras, forman un número impresionantemente grande de conductas raras, extrañas a la evolución natural de la especie humana. Desde que las compulsiones hicieron su aparición —al menos de forma escrita— en Sumer, hasta nuestros días, 5.000 años más tarde, las compulsiones han variado en cuanto a su número, ya que se han agregado otras nuevas, como la drogadicción y las mafias transnacionales, pero el alcohol y el alcoholismo han ganado una posición jerárquica que los coloca a la cabeza o al principio de todas las compulsiones y de todos los árboles genealógicos. Notable suceso, pues acentuó nuestra sospecha sobre la existencia de la

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relación causal entre el alcohol y todas las compulsiones. Cuantitativamente, el alcohol se coloca a la cabeza de todos estos graves males. ¿Será también cualitativa esa relación, en el sentido de que el alcohol sea la fuente causal de todas las compulsiones? Desde Platón y Aristóteles ha llamado la atención de que el alcoholismo es familiar y así lo sostienen muchos investigadores en el día de hoy. Los casos de adopción de hijos de alcohólicos por padres no alcohólicos también confirman que estos hijos adoptados tienen cuando menos cuatro veces más el riesgo de alcoholizarse. Los estudios con gemelos idénticos revelan igualmente que existe concordancia para los gemelos alcohólicos, y que si uno es alcohólico, el otro también lo será. Sin embargo, las cosas no se detienen en la heredabilidad del alcoholismo, de forma similar. El profesor Muñoz Jofré, especialista en drogadicción, sostiene que de acuerdo con su experiencia, el 95 por 100 de los casos de drogadicción tienen antecedentes familiares alcohólicos. Es decir, de alcohólicos descienden, no alcohólicos, sino drogadictos… Por otra parte, y en el siglo pasado, el criminólogo norteamericano Richard Dugdale, hizo el seguimiento de 700 descendientes de una familia —la familia Juke—, fundada por el señor Juke, de nacionalidad alemana, que era un alcohólico empedernido. Los sorpresivos hallazgos que Dugdale no supo valorar en toda su amplitud, fueron los siguientes: de este alcohólico descendían 77 delincuentes de todas clases; 200 prostitutas y meretrices, y 142 vagos para el estudio y el trabajo, mendigos y vividores de los bajos fondos… Por nuestra parte, que ponemos el acento en los árboles genealógicos, podemos observar en los cuatro que hemos presentado aquí, y en los 500 que hemos estudiado en todos estos años, que del alcoholismo descienden alcohólicos de manera similar, y vagos, prostitutas, asesinos, drogadictos, fumadores, violentos, pedofílicos, homicidas, sádicos, mitómanos, glotones que llegan a la obesidad, maldad y odio compulsivos, etc., por herencia desemejante.

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Si observamos los árboles genealógicos invariablemente descubrimos que casi siempre, si no siempre, están encabezados por alcohólicos y que de éstos se derivan hereditariamente alcohólicos y no alcohólicos. Si, por otra parte, estudiamos el origen de un drogadicto, de una glotona, de un vago para el estudio y el trabajo, de un delincuente en sus más variados matices y formas, de un violento, de un violador pedofílico, etc., siempre nos encontramos con el hecho de que en su árbol genealógico existe el alcohol de manera dominante. El alcoholismo, pues, es cuantitativa y cualitativamente la compulsión más numerosa en los árboles genealógicos y la fuente causal de todas ellas. Mas lo grave es que el alcoholismo no se detiene en los alcohólicos y sus herederos similares, sino que trasciende a otras formas compulsivas que aparentemente nada tienen que ver con el alcohol: ¿qué tiene que ver un alcohólico con un glotón? Sin embargo, y de acuerdo con nuestras observaciones empíricas en las familias, en la mayoría de los casos de obesidad se encuentran antecedentes alcohólicos; es más, no sólo de un alcohólico se deriva un glotón obeso, como vimos en el pequeño árbol genealógico del ciudadano alemán, sino que de una obesa glotona puede derivarse un alcohólico, y esto sin misterios, porque existe una semejanza química entre el alcohólico y la glotona obesa, que, mientras aquel consume hidratos de carbono fermentados, ésta consume hidratos de carbono (dulces y harinas principalmente) sin fermentar: la glotonería es un alcoholismo solapado… Algo más, la semejanza entre alcoholismo y glotonería compulsiva, también puede demostrarse —aparte de aquellas relaciones químicas—, en que el organismo del glotón o glotona, no las personas, «sabe» que esos hidratos de carbono que tanto consume, se fermentan en el aparato digestivo. Repetimos: la glotonería compulsiva es un alcoholismo solapado… ¿Qué tiene que ver un alcohólico con un haragán para el estudio y el trabajo? Estúdiese el árbol genealógico del haragán, que por dificultad para trabajar o estudiar, puede llegar a la mendicidad, o a la incultura como es el caso de Adolfo Hitler, e invariablemente se encontrará en su árbol genealógico el alcoholismo precediéndolo, etc.

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¡La herencia desemejante! Este fenómeno que hemos descubierto, constituye una grave amenaza para la humanidad que, por la herencia de los caracteres compulsivos, está cambiando los comportamientos normales del cerebro adquiridos en millones de años gracias a la evolución por selección natural —¡selección de los mejores y más adaptativos comportamientos!—, por comportamientos compulsivos anormales. Desde muy temprano en esta investigación, cuando había reunido 160 árboles genealógicos apenas, publiqué el libro La Tercera Mentalidad, en 1987, y en ellos ya pude observar que cada árbol se hallaba cargado con distintas compulsiones, lo que me permitió imaginar un árbol casi mitológico que a la vez cargaba naranjas, plátanos, duraznos, manzanas, uvas, limones, piñas, papayas. Elaboré entonces la Ley del proteismo biológico de la herencia alcohólica, proteismo que es equivalente al principio Neurogenético de la Pleiotropía, voz griega que significa «de muchos modos»: «En genética —afirma el célebre neurólogo Jean-Pierre Changeux— se emplea el término de origen griego pleiotropía para designar la multitud de efectos de una mutación genética. Las mutaciones que afectan al sistema nervioso central son, con mucha frecuencia, pleiotrópicas» (El hombre neuronal, 1985, pág. 205)… Esto significa que, siendo el alcohol (como sustancia química etanol) mutagénico, el gen mutado en el óvulo o el espermatozoide, da lugar a «muchas formas» compulsivas, porque afecta al cerebro, órgano del comportamiento. Fundamental conocimiento, porque al tiempo que reconoce al alcoholismo como la matriz de muchas compulsiones, revela el vínculo hereditario que existe entre todas ellas, así sus objetivos difieran profundamente, pues no es lo mismo un glotón que un alcohólico, un vago que un delincuente, una prostituta que un jugador, un violador que un tabaquista, etc., pero todas ellas guardan relaciones hereditarias inconfundibles, relaciones que son internas, en verdad, porque existen relaciones externas entre todas las compulsiones: si recordamos la definición de Compulsión, nos será fácil reconocer es-

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tas relaciones externas, ya que la Compulsión se define como una conducta no adaptativa sino invertida; la Compulsión, además, es una fuerza irresistible que empuja a quien la padece a realizar repetitivamente ciertos comportamientos patológicos aún por encima de su voluntad, sin que exista libertad para decidirse, y, en fin, la Compulsión, pese a que es una grave dolencia, se realiza paradójicamente con un placer intenso. El no ser adaptativas, el ser irresistibles y altamente placenteras todas, son vínculos que relacionan externamente a todas las compulsiones, además de sus vínculos hereditarios internos. De esta manera hemos llegado a construir El Gran Sistema de las Compulsiones Adictivas, en el que la verdad es la totalidad, como decía el filósofo alemán Jorge Federico Hegel. Ya no veremos a las compulsiones aisladas sino reunidas dentro de un gran conjunto unitario, formando una vasta red de relaciones recíprocas, todas con cierto «aire de familia», pues, aunque mucho va de un glotón a un delincuente, los dos proceden hereditariamente del alcohol, y estas son sus relaciones internas, y los dos, el glotón y el delincuente, por raro que parezca e inaceptable, son comportamientos no adaptativos, se realizan con fuerza irresistible, ya que el glotón quiere sus dulces y sus harinas con la misma fuerza irresistible que el delincuente su víctima; y, por último, para el glotón es tan placentero devorar comida, como para el delincuente robar, asaltar, violar, matar, demostrando que los dos tienen innegables relaciones externas. No podemos, por lo demás, gracias a estas relaciones externas e internas entre los compulsivos, conocer a uno sin conocer al otro, y sin conocer el conjunto del sistema. ¿En qué hechos podría fundamentarse la afirmación de que el alcohol es protéico al trasmitirse hereditariamente, o Pleiotrópico al afectar una mutación de varios modos al cerebro? En primer término, y a la vista de las cadenas hereditarias de variadas compulsiones que brotan del alcoholismo, nos hemos visto en la obligación de postular, desde 1987, el principio de que el alcohol es una sustancia química (Etanol)

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mutagénica, y mutagénica débil, pues no podría ser potente, ya que produciría extensas mutaciones en los pares de bases nitrogenadas del ADN y aún en los cromosomas del ADN, generando lesiones propias de la teratología. Si el alcohol fuera una sustancia química mutagénica potente, ya se habría descubierto, y esto, paradójicamente, habría sido una inmensa fortuna para la humanidad, pues desde hace mucho tiempo el alcohol como bebida habría sido eliminada del comercio como ha ocurrido con otras sustancias mutagénicas potentes. Si el etanol fuera mutagénico potente, ya se habría descubierto, y no seríamos nosotros los que lo hubiéramos hecho. No; sostenemos que el alcohol es una sustancia química mutagénica débil, que produce mutaciones genéticas puntuales, lo indispensable para que no provoque mutaciones cromosómicas en la célula germinal (óvulo o espermatozoide), y genera sólo alteraciones del comportamiento, graves sí, pero apenas del comportamiento y del comportamiento con sentido y coherencia. Las alteraciones del comportamiento del «loco» no son coherentes: quieren robarse la luna o la puerta de la casa que van a asaltar. El compulsivo tiene conductas llenas de sentido, para lo cual despliega toda su atención y hasta su ingenio, justamente para no «hacer locuras». Detengámonos en los descendientes similares que heredan el alcoholismo de sus ascendientes alcohólicos. ¿Qué ocurrió? Que en el abuelo, tío o padre que se alcoholizaron, para que pudieran trasmitir el alcoholismo a los descendientes, debió necesariamente producirse una mutación en uno o varios genes del espermatozoide (lo mismo ocurrirá en el óvulo de las madres alcohólicas). Nuestra propuesta sostiene que la interacción del alcohol con los tejidos germinales (testículos y ovarios) genera mutaciones débiles en las células sexuales (en este caso en el espermatozoide) en uno o varios genes. Si la mutación inducida por el alcohol es débil, tendrá que ser por sustitución de un par de bases nitrogenadas que altera sólo un aminoácido en una cadena polipeptídica. Si la mutación inducida por el alcohol fuera por adición o delección de pares de bases nitrogenadas, alteraría uno o varios aminoácidos de la

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cadena polipeptídica. Nosotros, fundados en la llamada «paradoja de Changeux» de acuerdo con la cual hay simplicidad en el genoma y complejidad cerebral, es decir, que con pocos genes se producen grandes cambios en el cerebro de los mamíferos, mantenemos la tesis de que es un sólo gen el mutado y establecemos la ecuación: un gen mutado = un sistema compulsivo, o sea, que con un gen que sufra la mutación se producirán en el cerebro varias compulsiones. Ahora bien, si las células sexuales mutantes participan en la fecundación en el acto sexual, la mutación se trasmitirá a la siguiente generación: hijos, sobrinos, nietos, heredarán de manera similar el alcoholismo de el alcohólico. Sostenemos entonces que el alcoholismo es hereditario por la razón expuesta. ¿Cuál sería la causa para que el etanol sea mutagénico en un cierto porcentaje de bebedores (el cálculo del 7 por 100 no es convincente) que sufran la mutación, sea que se alcoholicen o no? Nuestra hipótesis sostiene que en los bebedores que sufren la mutación y se convierten en trasmisores del alcoholismo, existió una alteración del metabolismo del alcohol una vez ingerido, que, normalmente, se metaboliza y pasa primero a acetaldehído y luego a acetato. El primer paso metabólico es catalizado por la enzima deshidrogenasa del alcohol (DHA) y el alcohol se degrada en acetaldehído. No hay la posibilidad de que falte la DHA, porque existe en gran cantidad en el hígado y otros órganos. Para realizar su función la DHA requiere de una coenzima, el dinucleótido de la adenina y nicotinamida, NAD, que recibe el hidrógeno que se desprende cuando el etanol se transforma en acetaldehído. Esta coenzima puede convertirse en el factor limitante del metabolismo del alcohol una vez ingerido por el bebedor. Entonces, si se inhibe el metabolismo del alcohol en su primera fase quedaría el alcohol circulando más tiempo en el torrente circulatorio del organismo en general, y en los tejidos germinales (testículos y ovarios) en particular, con los cuales interactuaría más prolongadamente que en los bebedores que no tienen deficiencia en la coenzima NAD, y que no sufren mutaciones ni transmiten el alcoholismo. En este tiempo mayor de interacción con los tejidos germinales, el alcohol que tiene una pequeña molécula, atravesaría por difusión las membranas

Centro Compulsivo

Circuito córtico-límbico

ulo Lób

za

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Fr

tal ron itof al b r O ont

Septum Centro Adictivo Mesolímbico

ulo Lóbipital c Oc

HEMISFERIO CEREBRAL DERECHO

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LOCALIZACIÓN CEREBRAL DE LOS CENTROS COMPULSIVO Y ADICTIVO

Am ígd ala Nú A cleo c u mb ens

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de las células sexuales y entraría en su núcleo donde se encuentran los genes, produciendo la mutación en uno de ellos. Esta es nuestra tesis que explica por qué el alcoholismo se hereda de manera similar, tal como lo vemos insistentemente en los árboles genealógicos, Pero, ya sostuvimos que el alcoholismo produce una mutación y que esta mutación al entrar en la fecundación se trasmite a los descendientes y afecta sus cerebros de manera pleiotrópica, con muchas compulsiones, no solamente las similares sino las desemejantes, siempre por el azar de la herencia, a unos los afecta similarmente con el alcoholismo y a otros, que puede o no afectar de manera similar, los afecta de manera desemejante con multitud de compulsiones como la glotonería, la delincuencia, la vagancia para el estudio y el trabajo, la violencia, el tabaquismo, el crimen, la maldad, el odio y la venganza, la pedofilia, etc., todas diferentes al alcoholismo pero que tienen con él relaciones íntimas. El Sistema de las Compulsiones Adictivas, se construye con las compulsiones similares y las desemejantes que se integran en una gran red, en la que todo se relaciona y en la que no existen compulsiones fundamentalmente más importantes que otras, ya que, a pesar de sus grandes diferencias, todas tienen un «aire de familia» que las asemeja, ya se trate de un vago para el estudio y para el trabajo que no puede estudiar ni ganarse la vida hasta llegar a la mendicidad, ya sea un pedofílico monstruoso como el que describimos más atrás. Las interacciones, filosóficamente consideradas, si son profundas, tienen el valor dialéctico de engendrar lo nuevo. Esto es lo que ocurre con el alcohol que interactúa con el cerebro de doble manera, en la borrachera y por medio de la mutación genética en los tejidos germinales que lo afecta pleiotrópicamente: entonces da lugar a lo nuevo en el comportamiento, porque nuevo en la evolución humana es el alcoholismo, nueva la criminalidad, la prostitución, el adulterio, la holgazanería, la glotonería, el incendiario y el libertino, la drogadicción y el tabaquismo, la maldad y el odio, toda esa caja de Pandora que engendra el mal. Para mayor abundamiento, veamos lo que dicen las cifras

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estadísticas de 440 árboles genealógicos que son un material empírico confiable: Personas involucradas en la investigación, 2.800. Total de compulsiones encontradas aunque repetidas: 3.398. Total de formas compulsivas, 25. 1. Alcoholismo compulsivo, 45, 99 por 100 (1.563 alcohólicos) 2. Glotonería compulsiva que lleva a la obesidad, 9, 74 por 100 (331 glotones). 3. Delincuencia compulsiva en sus distintas manifestaciones, 6, 74 por 100 (229 delincuentes). 4. Vagancia compulsiva para el estudio y el trabajo, 5, 44 por 100 (185 vagos). 5. Violencia compulsiva, 4, 65 por 100 (158 violentos). 6. Donjuanismo compulsivo, 4, 03 por 100 (137 donjuanes). 7. Tabaquismo compulsivo, 3, 94 por 100 (134 fumadores). 8. Drogadicción compulsiva, 3, 85 por 100 (131 drogadictos). 9. Mesalinismo compulsivo, 2, 79 por 100 (95 mesalinas). 10. Juego compulsivo, 2, 68 por 100 (91 jugadores). 11. Prostitución compulsiva, 2, 62 por 100 (89 prostitutas). 12. Mitomanía compulsiva, 1, 65 por 100 (56 mitómanos). 13. Adulterio compulsivo, 1, 08 por 100 (37 adúlteros). 14. Perversión sexual compulsiva, 0, 82 por 100 (28 perversos sexuales). 15. Rebeldía sin causa, 0, 76 por 100 (26 rebeldes sin causa). 16. Maldad compulsiva, 0, 70 por 100 (24 malvados). 17. Despilfarro compulsivo, 0, 59 por 100 (20 despilfarradores). 18. Incesto compulsivo, 0, 47 por 100 (16 incestuosos). 19. Sadismo compulsivo, 0, 38 por 100 (13 sádicos). 20. Violación compulsiva, 0, 23 por 100 (8 violadores). 21. Proxenetismo compulsivo, 0, 18 por 100 (6 proxenetas). 22. Voyeurismo compulsivo, 0, 18 por 100 (6 voyeuristas). 23. Piromanía compulsiva, 0, 18 por 100 (6 pirómanos). 24. Pedofilia o Paidofilia compulsiva, 0, 12 por 100 (5 pedofílicos). 25. Pornografía compulsiva, 0, 12 por 100 (4 pornográficos).

Estas cifras no son absolutas. Varían de uno a otro cuadro estadístico. Pueden aparecer nuevas compulsiones. Pero las variaciones en las cifras estadísticas son de grado, no de naturaleza; no de naturaleza en el sentido de que una compulsión

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cualquiera pueda elevarse hasta ocupar el primer puesto en lugar del alcoholismo, esto nunca sucedería; tampoco puede ocurrir que otras compulsiones aumenten su número y desplacen de su segundo, tercer, cuarto y quinto lugar, a la glotonería, a la delincuencia, a la vagancia o a la violencia compulsiva… Como se puede observar en este cuadro estadístico, esos primeros 5 puestos no se alteran, ya que hemos hecho otros cuadros estadísticos con menos árboles genealógicos y el orden se conserva… Véase cómo el alcoholismo compulsivo se coloca siempre a la cabeza de todas las compulsiones, con una gran diferencia cuantitativa; después cae verticalmente a la segunda compulsión en importancia, la Glotonería, con un 9,74 por 100 apenas. Esta supremacía cuantitativa tan enorme del alcoholismo, ya de por sí, permitía sospechar que fuera también cualitativa, en el sentido de que se convirtiera en el origen de todas las demás compulsiones, y esto es lo que ocurre estudiando a fondo esos árboles familiares, que es del alcohol de donde se desprenden las demás compulsiones y que es el alcohol el que tiene el poder mutagénico y pleiotrópico para ocasionar en el cerebro multitud de compulsiones, que cuando aparecieron por primera vez eran nuevas en el comportamiento. Sucede que los comportamientos adaptativos naturales son intrínsecos, brotan a lo largo de la evolución por selección natural en la que se seleccionan los más adaptativos para la reproducción, la supervivencia de los más aptos y la adaptación al nicho ecológico donde las poblaciones y los individuos estén ubicados. Al contrario, los comportamientos compulsivos son extrínsecos, se engendraron por la intervención de un factor externo que es el alcohol que produce mutaciones genéticas anómalas que se incorporan y deforman paulatinamente el ADN de la especie humana, y esas mutaciones generan por el efecto pleiotrópico multitud de conductas compulsivas que sustituyen lentamente las conductas que la especie adquirió y conquistó en el curso de la evolución. Ahora bien, los compulsivos «burlan» a la selección natural que no puede eliminarlos siendo patológicos, sino que tienen capacidad para sobrevivir y reproducirse a lo largo de las generaciones, de modo

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que nuestro planeta se va llenando de compulsivos y como el consumo del alcohol prosigue y va en aumento en todos los países del globo, la herencia de los caracteres compulsivos hace que nuestra especie se vaya convirtiendo en una especie compulsiva sin que nos demos cuenta porque los sabios desconocen esta ciencia de la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones. Países como Rusia y los Estados Unidos se hallan minados desde dentro por las compulsiones con su culto a la Vodka y a la cerveza, sin que se salven los demás países. La Primera Mentalidad es la mentalidad evolucionada normalmente en sus funciones perceptivas, intelectuales, en sus juicios y en su concepción del mundo. La Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica la ocupan las enfermedades mentales clásicas, la Esquizofrenia, la Psicosis Maníaco-Depresiva, la Epilepsia, las Ansiedades de pánico y las Obsesiones (psicosis y neurosis). Con estas dos mentalidades ha funcionado la ciencia psiquiátrica. Era preciso descubrir la Tercera Mentalidad o Ciencia de las Grandes Compulsiones, que estaba allí, en el cerebro, por lo menos desde los tiempos de la civilización de Sumer, hace 5 a 6 mil años antes de hoy, con su espacio propio y que ahora hemos descubierto o puesto de manifiesto que existía. La tercera mentalidad se caracteriza en que, como la Primera Mentalidad, la persona tiene sus facultades mentales correctas, con juicio y racionalidad, enteramente normales, pero padece de una o varias compulsiones. Todos los compulsivos tienen sus facultades mentales normales, a menos que sean casos mixtos con la Segunda Mentalidad Patológica… Ya hablamos más atrás del fenómeno etnológico según el cual la humanidad se dividió en pueblos e individuos dominantemente Civilizados Sedentarios y pueblos o individuos dominantemente Bárbaros Nómadas. A raíz de esta fatal división —la Tragedia Original de la Humanidad— que desencadenó la guerra a muerte, causa primaria de todas las guerras posteriores hasta el día de hoy y los futuros siglos —si la naturaleza humana no cambia—, apareció una cuarta forma de mentalidad, ya sea la Mentalidad Dominantemente Civilizada, ya la Mentalidad Dominantemente Bárbara Guerrera.

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Efectivamente, ese gen mutado por el alcohol en las células germinales (óvulo o espermatozoide), produce células sexuales mutantes que cuando entran a formar parte por azar en la fecundación en el acto sexual se trasmiten inexorablemente a los descendientes: desde la tercera semana del período embrionario el gen mutado entra en la formación del cerebro y en la quinta semana está interviniendo en la estructuración de los hemisferios cerebrales. Por medio de investigaciones que no podemos exponer aquí, pero que están detalladas en nuestros libros Compulsión y Crimen (2005) y La desviación compulsiva. Evolución del comportamiento de la especie humana (2005), ese gen mutado afecta el cerebro y genera las estructuras neuronales de la corteza supraorbital del lóbulo frontal del hemisferio cerebral derecho con sus neurocircuitos correspondientes, y en ellas se forma el Centro Compulsivo, del cual parten los poderosos impulsos compulsivos para exigir la satisfacción de las compulsiones que a ese individuo le hayan tocado en suerte por el fenómeno de la pleiotropía que quiere decir variadas formas compulsivas. Son tan poderosos esos impulsos a beber, comer y devorar dulces y harinas, delinquir, haraganear, etc., que la persona no puede controlarse. Estos impulsos circulan por los neurocircuitos correspondientes a las neuronas de la región supraorbital del lóbulo frontal del hemisferio cerebral derecho que han sustituido a las estructuras neuronales normales que dirigen los comportamientos naturales, y demandan urgentemente la satisfacción, excitando fuertemente los Centros del Placer Límbicos (núcleo Acumbens, Amígdala y Septum) que responden, cuando el deseo compulsivo se ha satisfecho —la copa de alcohol, los dulces y las harinas, las víctimas del sicario—, con una intensa descarga de Dopamina, Encefalina o Endorfina y llevan al clímax de la satisfacción, razón por la cual el compulsivo repite o reincide en sus comportamientos compulsivos para experimentar ese placer intensísimo. Son dos momentos los que intervienen en cada compulsión: el momento compulsivo cuando se dispara el impulso que demanda urgentemente la satisfacción de una determinada compulsión, y el momento de la adicción a cargo de los centros límbicos del placer. Toda compul-

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sión es adictiva (a sustancias o a comportamientos), pero no toda adicción es compulsiva: muchas personas se vuelven adictas porque por alguna circunstancia debieron ingerir morfina, por ejemplo, para calmar algún dolor, y como la morfina es altamente adictiva, la persona puede llegar a la adicción, una adicción que es aprendida, no heredada, como las que estamos considerando. Entonces, la Tercera Mentalidad tiene su asiento preciso en una pequeña región de las estructuras neuronales y sus neurocircuitos supraorbitales del Lóbulo Frontal Derecho, y los Núcleos Límbicos, acumbens, amígdala y septum, encargados de expresar el placer intenso correspondiente a cada compulsión. El resto del cerebro con sus facultades mentales es normal. Existen individuos que pertenecen a la Primera Mentalidad o Mentalidad Normal, porque tienen sus funciones mentales en orden; existen otros que pertenecen a la Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica, con funciones anormales según el caso (Psicosis y Neurosis); en fin, existen individuos, cada vez más numerosos y de una enorme importancia patológica, ya que las compulsiones son enfermedades del comportamiento, que superan a las enfermedades mentales clásicas, y que pertenecen a la Tercera Mentalidad, que es el espacio cerebral donde se generan las Grandes Compulsiones, todo el Sistema de las Compulsiones Adictivas; por último, existen los individuos con la Cuarta Mentalidad o Mentalidad Dominantemente Civilizada, o Dominantemente Bárbara. Si la mentalidad es dominantemente civilizada, algo tiene de bárbara; si la mentalidad es dominantemente bárbara, algo tiene de civilizada. Así es el cerebro mestizo de la humanidad. Por esta causa, ya en los pueblos, ya en los individuos, y de acuerdo con las circunstancias históricas, vemos oleadas de civilización, pacíficas y constructoras, y oleadas de barbarie, guerreras y destructoras. Algo parecido observamos en los individuos que, de acuerdo con su estado mental, ya los vemos con comportamientos nobles, ya con comportamientos brutales. Con esta breve síntesis de la ciencia de la Tercera Mentalidad, ya estamos preparados para comprender la mentalidad compulsiva de Adolfo Hitler.

T = A = G = I = Viol = Vio = H = Pa = Dr =

Tabaquismo Alcoholismo Glotonería Incesto Violencia Violación Homicidio Paidofilia Drogadicción

Dr

T

Pr = R = J = V = De = Pr = Pro = Ad = M =

R

Pr

G

Piromanía Robo Juego Vagancia Delincuencia Prostitución Promiscuidad Adulterio Mitomanía

I

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M

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No es éste un sistema hecho con casos empíricos concretos, pero la red sí sigue las relaciones reales entre compulsivos que se observan en los árboles genealógicos: luego todas las compulsiones se hallan interconectadas dentro de la vasta red. Este hecho permite sostener con Fritjof Capra «que no hay partes más fundamentales que otras, noción que fue formalizada en física por Geoffrey Chew», y que en el campo de las compulsiones tiene una trascendencia enorme, pues no importa el objetivo de cada compulsión, todas se hallan en un mismo nivel dentro del sistema, todas se disuelven en la misma unidad (La Trama de la vida, pág. 59).

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EL GRAN SISTEMA DE LAS COMPULSIONES ADICTIVAS

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Capítulo V

El árbol genealógico compulsivo de Hitler Franz SCHICKLGRUBER, tío abuelo paterno de Adolfo Hitler, acabó sus días «borracho» y trabajando como «temporero», es decir, de tarde en tarde, siendo vago compulsivo para el trabajo posiblemente. Por otra parte, y sin forzar los hechos, su hermana María Anna, abuela de Hitler, mostró comportamientos sexuales y en relación con el hombre, que tienen un acento compulsivo, como su aventura de solterona que le valió el embarazo histórico, el forzado y comprado matrimonio a los 47 años de edad, con un conocido vagabundo haragán de cincuenta años, Johann Georg Hiedler, la obstinación y terquedad compulsivas de esta mujer para mantener en secreto la identidad del padre de su hijo, y, por último, en lo poco que sabemos de ella, el abandono de Alois que lo entregó a Nepomuk a fin de evitar el disgusto que le producía el niño a su ocioso marido… Ahora bien, si Franz Schicklgruber era un borracho y un vago, de acuerdo con la declaración de Smith, citada por Werner Maser, en su libro Hitler (pág. 52), con toda seguridad tenía antecedentes alcohólicos en las familias SCHICKLGRUBER, pues, de acuerdo con el valor predictivo de toda ciencia, como la Teoría de la Tercera Mentalidad o de las Grandes Compulsiones, el alcoholismo del tío abuelo paterno de Hitler, Franz Schicklgruber, no podía surgir de la nada, y él debió heredarlo de sus antepasados próximos y remotos, que es lo que se ob-

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serva en los árboles genealógicos. No es lícito, por lo demás, decir que Franz hubiera adquirido él el alcoholismo, ya que su hermana tiene innegables caracteres compulsivos, lo que permite pensar que la familia era compulsiva, o que varios de sus miembros eran compulsivos, ya fuera por herencia alcohólica similar, como Franz, ya fuera por herencia desemejante, como María Anna. Las compulsiones de Adolfo Hitler se derivan, pues, por la línea de la abuela María Anna que trasmitió su gen mutado por el alcohol a su único hijo Alois Hitler, nacido Schicklgruber, por herencia colateral, que es aquella en la que el alcoholismo lo sufre un tío —en este caso Franz—, y lo hereda un sobrino, en este caso Alois Hitler, que fue un conocido alcohólico, y, de manera desemejante, Hitler hereda un sistema de gravísimas compulsiones. Dijimos atrás que sólo podíamos hablar de la brillante carrera pública de Alois, porque su vida privada fue un desastre, debido a que era un ser poseído por las compulsiones —otro argumento para sostener que su madre María Anna era compulsiva, pues ignoramos todo en cuanto a su padre—, además de su carácter «cerril» que no era compulsivo sino un distintivo de su etnia montaraz. Lo primero que salta a la percepción al contemplar sus fotografías y leer sobre su comportamiento, además de lo cerril, es la violencia compulsiva de Alois; tiene la imagen de un colérico Führer en miniatura y sus comportamientos son de un reconocido sujeto muy agresivo. Violencia compulsiva que se puso de manifiesto con su pobre mujer Clara Polzl que lo soportaba con la sumisión de su carácter en la condición de sirvienta de su casa que había sido antes de casarse con ella, e igualmente en su calidad de sobrina de Alois, al que siempre llamó «tío», tal sería el terror que le tenía. Violencia compulsiva que se expresó con su hijo Alois, tenido con su segunda esposa Franziska, que en una de las ruidosas peleas se escapó del hogar, aclarando en honor a Alois padre, que Alois hijo era desde niño un malhechor. Violencia compulsiva, por último, que se puso dramáticamente de manifiesto en su confrontación con su hijo Adolfo Hitler, otro ser violentísimo, que se enco-

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lerizaba mucho más cuando su padre le ordenaba que estudiara —no tanto como dice Hitler en Mi Lucha, que sus riñas eran debidas a que el padre lo quería obligar a que fuera «funcionario» como él—, que no holgazaneara ni durmiera tanto, razón por la cual se ganó varias palizas. Claro, si Alois hubiera sido menos violento, posiblemente habría podido encauzar a Hitler, aunque la tarea era muy difícil, ya que éste era un vago incorregible y de una granítica terquedad. Cuando Alois murió, el compromiso recayó sobre la pobre madre, que fue engañada, manipulada y desesperada hasta la impotencia por Hitler, siendo que ella lo trató de un modo enteramente distinto, «con amor», como dicen los psicólogos, y, ni con seriedad, ni con violencia, ni con cariño, respondió el haragán: en su desvalimiento, Clara Polzl, su madre, le mostraba la hilera de pipas de fumar que había usado Alois, como para recordarle su autoridad, pero Hitler se pasaba todo eso, y los consejos más tiernos de ella, por la faja y no escuchaba. Clara sufría lo indecible. Quien mira su fotografía ve unos bellos ojos abrumados por el dolor. Otra compulsión de Alois, eran las bebidas alcohólicas. Algunos dicen que era un borracho, y Hitler confesó que debía llevarlo ebrio de la taberna a la casa, con gran vergüenza. Otros dicen que no. Pero era, de todos modos, un bebedor cotidiano. Una nota de Ian Kershaw, contribuye con los siguientes informes sobre la afición de Alois padre por las bebidas alcohólicas: «Según Hans Frank, Hitler le habló de la vergüenza que pasó de niño por tener que llevar a su padre borracho de la taberna a la casa por la noche. Sin embargo, Emanuel Lugert, que había trabajado con Alois un tiempo en Passau, le contó a Jetzinger que el padre de Hitler solía beber como mucho cuatro medias pintas de cerveza al día y que nunca había tenido noticia de que se hubiese emborrachado, y se iba a casa a la hora de cenar. Al parecer el mismo testigo le dijo a Thomas Orr que Alois, bebía a veces hasta seis medias pintas de cerveza fuerte en la taberna, pero repitió que nunca le había visto borracho» (Hitler, 2001, pág. 595). Esto por las tardes. Por las mañanas, según el amigo de la familia August Kubizec, sostenía que Alois, todas las maña-

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nas, religiosamente a las diez en punto, se aparecía en la taberna a tomar vino. Y todos los autores que tratan el tema concuerdan en afirmar que Alois murió de un colapso cuando apuraba su copa de vino mañanero: dice el mismo Kershaw, muy bien informado: Alois «sufrió un colapso y falleció sobre un vaso de vino matinal en la taberna, el 3 de enero de 1903» (pág. 43)… Si esto no es alcoholismo, ignoramos qué pueda serlo. No hay necesidad de que la persona viva borracha: es la necesidad del alcohol, vino por la mañana y cerveza por la tarde, lo que hacía de Alois un alcohólico. Además era un alcoholismo no casual sino compulsivo, porque él lo heredaba de forma colateral de su tío materno Franz y con seguridad de sus antepasados Schicklgruber… Nos ha llamado la atención que ninguno de los estudiosos de Hitler haya visto la trascendencia importantísima que las compulsiones y el alcoholismo en particular tuvieron en el cerebro y en los comportamientos de Hitler; simplemente describen su niñez y adolescencia, y después pasan a describir los hechos del político y del guerrero, como si nada de lo que él heredó tuviera algo que ver con esos hechos devastadores para la humanidad. Dada la complejidad del cerebro y la mentalidad de Hitler —quizá la más compleja de la historia, pues ni Alejandro, ni Gengis Kan, ni Napoleón, ni Bolívar, a quienes hemos estudiado detenidamente tienen una mentalidad y un cerebro tan intrincados—, todos los caracteres del adulto están dados en la infancia, ya fueran heredados, ya adquiridos; sólo hace falta que se desarrollen con el paso de los años, para que tengamos a Hitler hecho y derecho. Como hemos dicho, la violencia de Alois se volvía contra Clara su esposa y madre de Hitler, particularmente cuando se hallaba «bebido». A este respecto existe un texto en el que varios autores han creído ver una alusión a la situación amarga de la familia y de él en particular: «Así se habitúan los hijos desde la niñez a este cuadro de miseria. Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de familia desde un comienzo sigue su camino solo, dando lugar a que la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra. Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que

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cuanto más se aparta el marido del hogar más se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y entonces la mujer, por espíritu de propia conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto muchas veces, en el trayecto de la fábrica a la taberna; y así, por fin, el domingo o el lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal, después de haber gastado el último céntimo, y se suscitan escenas horribles» (Hitler, Mi lucha, pág. 35)… Si hay alguna alusión a su propia vida, no es verdad, pues la familia vivía cómodamente y Clara nunca debió trabajar por fuera de la casa, después que hubo sido la sirvienta. Es posible que la alusión personal corresponda a la expresión «ebrio y brutal», aunque no existe constancia de ello. Alois es un compulsivo de libro sobre las compulsiones. Alcohólico, descendiente de alcohólicos, que murió en su ley; violento compulsivo: ya tuvimos oportunidad de observar en el cuadro estadístico que la Violencia Compulsiva, viene en el quinto lugar, después del Alcoholismo, la Glotonería, la Delincuencia en todos sus matices, la vagancia u holgazanería para el estudio y el trabajo; casi no falta la violencia en los árboles genealógicos cuando tienen el alcoholismo a la cabeza. Ahora viene la sexta compulsión, el mujeriego donjuán… Se sabe que tuvo un hijo ilegítimo desconocido antes de su primer matrimonio; en 1883 contrajo matrimonio con Anna Glassl, mujer mucho mayor que él, pues tenía cincuenta años, bienes de fortuna y buenas relaciones con personas influyentes, y es seguro que se casó por interés, más que por amor. Anna enfermó y debió agravarse más cuando supo que Alois desde hacía años tenía relaciones extramatrimoniales con una joven sirvienta llamada Franziska. Anna no pudo soportar la infidelidad de Alois y pidió y realizó su separación. No esperó Alois que muriera Anna para entregarse a vivir con Franziska, pero llamó a Clara Polzl, su sobrina, para que hiciese las veces de sirvienta en la casa, mas Franziska, que conocía el donjuanismo de Alois, exigió que Clara saliera de la casa. Tuvo dos hijos con Fraziska, Alois y Angela. Entonces, con el pretexto de que alguien debía cuidar de los niños, Alois le pidió con sus segundas intenciones a Clara, que tenía 20 años de

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edad, la misma de Franziska, que volviera a la casa. Franziska enfermó y murió de tuberculosis en 1884, cuando sólo contaba con 23 años, y Alois ya tenía 47 años de edad. Mientras Franziska moría, Clara Polzl, en su calidad de sirvienta de la casa, y pudiendo ser la hija de Alois, quedaba embarazada de él. (Ian Kershaw, Hitler, pág. 36). Alois entonces hizo rápidamente las diligencias para que la Iglesia le concediera licencia para contraer matrimonio en su calidad de primos o de tío y sobrina. En todo caso, el matrimonio tenía claros indicios de ser incestuoso. Alois y Clara Polzl contrajeron matrimonio en enero de 1885, después de varios nacimientos frustrados, el primer hijo que sobrevivió fue Adolfo Hitler, nacido el 20 de abril de 1889. El Adulterio Compulsivo, irresistible y repetido, se agrega a las anteriores compulsiones, sin que dejemos de mencionar cierta pedofilia en cuanto busca mujeres que pudieran ser sus hijas, y tiene el valor de compulsión incestuosa su relación y matrimonio con su prima o sobrina (era Clara hija de una hermanastra de Alois, si se acepta la versión de que Nepomuk era su padre). Como si fuera poco, nos hace falta mencionar la compulsión Tabaquista que era muy intensa en Alois: «Fumaba como una chimenea», dice Kershaw y ya tuvimos ocasión de enterarnos que cuando murió dejó una cantidad de pipas de fumar, que la pobre Clara, ya viuda, señalaba al perezoso Hitler para que la obedeciera, revistiéndose de la autoridad del difunto padre. Al menos seis compulsiones padeció Alois, cumpliéndose el Principio Neurogenético de la Pleiotropía, o Proteismo Biológico de la Herencia alcohólica, según la cual, el gen mutado que Alois heredó de su madre afectó su cerebro con «muchas» compulsiones, o para decirlo valiéndonos de la «paradoja» de Jean-Pierre Chamgeux, «simplicidad en los genes y complejidad en el cerebro», lo que significa que con una economía genética se obtienen muchos efectos en el cerebro, de allí que nosotros hayamos propuesto la ecuación: un gen mutado = un sistema compulsivo. Este sistema en Alois, al menos, está integrado por seis compulsiones… Alois Hitler, hijo. Fue el resultado de la unión de Alois con Franziska. Seguramente por su mala conducta riñó violenta-

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mente con su padre Alois. Abandonó el hogar con gran disgusto de éste. Resultó ser un vagabundo y alcohólico, que no negaba la herencia paterna. Dos veces estuvo en la cárcel por ladrón y una más por bígamo e irresponsable. Violento, vagabundo, alcohólico, delincuente, bígamo, Alois hijo resultó ser todo un compulsivo que obedecía a su árbol genealógico. Viajó a Inglaterra, donde tuvo un hijo, William Patrick Hitler, nieto de Alois y bisnieto de María Anna Shicklgruber: fue un vagabundo, mentiroso y chantajista, que se atrevió a tánto que quiso sonsacarle dinero nada menos que al propio Führer en 1939, afirmando que su tío Adolfo Hitler era judío… Y como la trasmisión hereditaria de las compulsiones es implacable, casi mecánica, Angela, la segunda hija de Alois con Franziska, menor que Alois, cayó en la grave compulsión de Alcahueta, al permitir que su hija Angelina (conocida como Geli), una niña adolescente, se fuera a vivir como amante incestuosa de su «monstruoso» hermanastro, Adolfo Hitler… Es de suma importancia saber que Franziska, madre de Alois y Angela, no fue compulsiva. No lo fue tampoco Clara Polzl Hitler. El toque incestuoso es más producto del impositivo y autoritario Alois, que de ella, que simplemente se sometía a lo que ordenaba su «tío». La trascendencia que tiene esta comprobación, es que toda la carga compulsiva venía en los genes de Alois transmitidos por su madre María Anna Shicklgruber,… y de su tío Franz, en la forma de herencia colateral. Que esta comprobación no nos impida reconocer que el poderoso impulso de Hitler a ascender le llegaba en los genes del padre Alois, ya que su madre Clara era una mujer apocada y depresiva, cuyo ADN nada tuvo que ver con la asombrosa elevación de su único hijo varón. El cambio, Paula, la hermana menor de Adolfo Hitler, se parece mentalmente como dos gotas de agua a su madre, apocada y aislada del mundo hasta la mediocridad, llevando una vida oscura de solitaria depresiva en una humilde buhardilla. Adolfo Hitler. Las compulsiones de Adolfo Hitler tendrán en el futuro un valor y una resonancia históricas. Se ha especulado demasiado sobre esas características de su naturaleza

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tan fundamentales en su comportamiento, pero ese método no ha llegado a ningún resultado que condujera o explicara al Hitler que conoce la historia y que responda al interrogante: ¿por qué este hombre nació tan malo, tan lleno de violencia, con odios tan desmesurados, con incapacidad para estudiar y ganarse la vida con el trabajo, cómo entender su capacidad para el crimen, su despotismo, su brutalidad, su desmedida ambición y hasta su afición por los dulces y las harinas que devoraba insaciablemente? Sin pretender sabidurías que no tenemos, toda esta ignorancia sobre la naturaleza de Hitler, a pesar de que por ventura los investigadores han logrado dilucidar minuciosamente su existencia, lo que nos permite un soporte precioso para nuestras investigaciones, ese desconocimiento sobre los resortes decisivos de Hitler, repetimos, se debe a que no se ha contado con el conocimiento de la disciplina científica de la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones, justamente la que entiende una de las dimensiones más importantes de este hombre, que son sus compulsiones, ya que otra dimensión —la del bárbaro guerrero, creemos haberla explicado suficientemente—. Ponemos en consideración del cuerpo científico internacional esta investigación sobre la Tercera Mentalidad, de la cual hemos presentado un breve resumen en las páginas precedentes, para que la consideren en su sabiduría si tiene o no valor científico. Siguiendo atentamente los hallazgos de los historiadores, hitlerólogos, biógrafos, y los aportes biográficos, muy dudosos, del propio Hitler, la Compulsión más prematura del Hitler niño, fue la Violencia Compulsiva que la encontramos hasta en sus últimas horas en sus arranques de ira embutido en las profundidades del búnker de Berlín. Pese a los esfuerzos de los tratadistas, no han podido encontrar información sobre la infancia primera de Adolfo Hitler, y sólo se conocen las campañas glorificadoras y tendenciosas de su infancia por parte del partido nazi o del mismo Hitler. Hasta donde podamos y valiéndonos de los datos de los estudiosos, podemos hacer una reconstrucción de los pasos de la familia, aunque no del niño en particular. En el año de 1892, cuando Adolfo tenía tres años de edad, Alois fue ascendido en

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su cargo y la familia se trasladó de Braunau situada en el lado austriaco del río Inn, al otro lado, en la parte alemana de la frontera, en el sitio de Passau. Para entonces ya había nacido Edmundo, 1894, un hermano menor de Hitler, cuando un nuevo traslado de Alois lo lleva a la ciudad de Linz y Clara debe permanecer en Passau, cuidando a sus dos hijastros, Alois junior y Angela, y a sus hijos Adolfo y Edmundo, recién nacido. Con el modo de ser de Adolfo Hitler el futuro dominador, oportunista, y colérico dramático cuando no conseguía sus propósitos —genio y figura desde la cuna hasta la tumba, dice la sabiduría popular—, es aceptable la hipótesis de Kershaw de que Adolfo «tuvo durante un tiempo el control de la casa», pues, además, lo cual es enteramente cierto, porque fue un dato de su hermana Paula, en una entrevista que concedió después de la guerra, «que ellos eran niños muy vivaces y difíciles de educar»… Y agrega Kershaw, fundado en Bradley Smith: «Mostró en esos meses los primeros indicios de recurrir a rabietas si no conseguía salirse con la suya». Y, en verdad, de acuerdo con los casos de niños compulsivos que hemos estudiado, suelen ser muy prematuras las manifestaciones de violencia, aunque las demás compulsiones, hasta el alcoholismo, pueden también —siendo heredadas— hacer su aparición ya en la época de bebés. Las compulsiones por tener una procedencia hereditaria, comienzan a mostrarse desde la primera infancia, y en la niñez, hasta la adolescencia temprana. Un padre violento compulsivo que agredía brutalmente a su esposa, acudió a mi consultorio acompañado de su hijita de 2 años de edad. Mientras él me contaba que, además, era alcohólico y que su madre también lo era, como gran consumidora de cerveza, se le ocurrió decirme, secundado por su esposa, que lo acompañaba, mostrando un ojo negro por el hematoma que le había producido la última trompada que él le había propinado, que les había llamado la atención que esta niñita, de dos añitos de edad, era de una violencia extremada, que cuando no se le daba lo que ella autoritariamente exigía, los golpeaba con sus puñitos y hasta se azotaba contra los muros de la casa, y que, ahora que hablábamos de que él había heredado el alcoholismo y, por tanto, la violencia de su madre, pensaba que la

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niña también los había heredado de su abuela, pues, uno de los motivos por los cuales hace sus pataletas coléricas es cuando les exige que le den la cerveza que se halla en la nevera —¡no cocacola, sino cerveza, igual que la abuela!— y que ella toma con placer, como si fuera cocacola, sin hacer ningún gesto de desagrado por la amargura de la bebida… Muchos casos de compulsivos prematuros, no sólo violentos. Entre ellos describo el caso de un bebé a quien la madre debía ponerle delante una hilera de biberones, no uno solo como es costumbre, que él devoraba rápidamente. La madre, alarmada, se veía obligada a hacerlo por miedo a las rabietas del bebé… Lo conocí en mi consultorio cuando tenía 12 años de edad: era ya un glotón obeso, drogadicto, delincuente, y desaforadamente sexofílico, pues disimulada o descaradamente, metía prostitutas en la casa, sin que los padres pudieran hacer nada para evitarlo por temor a sus ataques de cólera. De todos modos, la Violencia Compulsiva en Hitler fue prematura y radical. Quien quiera que se le atravesara recibía el impacto de su fuerza, más verbal que física, esto hay que decirlo con la importancia que se merece, porque Hitler utilizó desde niño la palabra como fusta para atacar a sus oponentes, y no es un recurso abusivo utilizar la palabra «fusta», pues el Hitler-Führer cargó siempre una fusta hecha con cuero de hipopótamo, cuando no un perro pastor alemán, como claro símbolo de su violencia y poder: el pastor alemán, murió en el búnker de Berlín, envenenado, inmediatamente antes de que se envenenara Eva Braun, quien precedió a Hitler: eran los dos únicos seres que lo habían querido, más el perro que Eva… Los niños, compañeros de escuela, debían soportarlo como «el jefe indio». «Era un pequeño jefe de banda —dice Marlis Steiner—, un pendenciero que peleaba con sus compañeros jugando a los cow-boys y a la guerra de los Boers, conflicto que le fascinaba. Pero ya entonces prefería vencer con la palabra, evitando en lo posible el enfrentamiento directo» (Hitler, pág. 27). Pero fue en la casa donde Hitler desplegó toda su violencia temprana: con su hermanita Paula, a quien no podía ver, y esto hasta sus últimos años de gloria, en las veladas musicales

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de Bayreuth, a las que le permitió asistir, pero ignorándola, sin decir que era su hermana. Más importante era la violencia que ejercía contra su madre Clara. Esto debe sorprender a muchos que hablan del «tierno» amor de Hitler para con su madre. Ese amor era unidireccional, de la madre al hijo. Éste «la quiso siempre» como instrumento de sus caprichos, utilizándola, y, siendo muy listo, se daba cuenta de la debilidad de su madre, lo que aprovechaba Hitler para conseguir toda clase de privilegios, no sólo en la niñez sino hasta la adolescencia, cuando ella murió, ya viuda; la manejó hasta la tortura a esta pobre mujer, que sufrió lo indecible por este hijo violento y sádico, y, encima, completamente vago, para el estudio y el trabajo, lo que Clara veía impotente sin que pudiera modificarlo en lo más mínimo: tenemos la certidumbre de que Clara sufrió mucho más por Hitler que por su marido Alois, impositivo y autoritario, sí, pero sin la maldad de su hijo, que, en su ingenuidad y falta de recursos intelectuales, ella no sabía cómo defenderse. Muchos de los conflictos internos de la familia se debían a este muchacho compulsivo hasta el tuétano de su naturaleza. Se habla con demasiada ligereza de la violencia de Alois padre, y nosotros seríamos los últimos en negarla, pero en lo que hace a sus confrontaciones con Hitler, era porque éste las provocaba con su pésima conducta, su negativa rotunda a estudiar cualquiera cosa —Hitler inventó en 1924 en su libro Mi lucha la mentira de que las confrontaciones con su padre se debían a que éste quería imponerle que «estudiara» para convertirse en un funcionario como él y esta mentira se repite con indeseable frecuencia pues falsea su conocimiento: no, Alois lo que quería era que hiciera algo, que no se la pasara vagabundeando, pues así no sería nada en la vida, y lo decía Alois, que era un hombre responsable, trabajador, que todo lo debía a su esfuerzo, un esfuerzo que no veía en su hijo, y esto debía exasperar su mal genio. En la entrevista que concedió Paula, la hermana de Hitler, en 1946, cuando ya había terminado la guerra, afirmó lo siguiente, que es auténtico, porque ella lo vivió en esos dramas que se engendraban en el seno de la familia: «Era especialmente mi hermano Adolfo quien empujaba con su obstinación

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—una obstinación compulsiva que en nuestro sentir había heredado de la abuela María Anna Schicklgruber que lo fue hasta la muerte— a mi padre a la severidad extrema y recibía cada día una buena zurra… ¡Cuántas veces, por otra parte, lo acarició mi madre e intentó obtener con su cariño lo que el padre no podía conseguir con la severidad» (Kershaw, Hitler, pág. 37). Este es un documento precioso que nos da Paula, quien no tenía ningún interés en denigrar a su hermano. Todo lo contrario, pero ella ingenuamente narró ese hecho de capital importancia para conocer la maldad temprana, desde su niñez, de Adolfo Hitler, pues si no la vemos ahora, no sabríamos comprenderla más tarde. En nuestra práctica profesional con compulsivos nos consta lo difícil que resulta convencer a un vago para que trabaje o estudie, ya no digamos los padres, que se sienten totalmente impotentes para lograr hacerlo estudiar o practicar algún oficio sostenido y regular, sistemático y disciplinado. Sin tratamiento es prácticamente imposible conseguir que un vago para el estudio se consagre a sus tareas escolares. No valen regaños de los padres, ni estímulos, ni premios, o consejos cariñosos: hasta los padres más serenos pierden la calma con un hijo haragán, ¿qué no sería en el caso de Alois?; claro, él se salía de casillas y venían los castigos. En tanto Clara, la madre de Hitler, sufría inconsolablemente; y todavía, según dice Steiner, los psicoanalistas hablan de «complejo de Edipo». Raymond Cartier, entre los estudiosos de Hitler, tuvo una visión más acertada por ser una apreciación del sabio sentido común: Retorcidos psicoanalistas, dice Cartier, han explicado la carrera del Führer a través de la identificación de Austria con un padre execrado, y de Alemania con una madre adorada… La realidad es más vulgar. El padre sufrió y se enfureció de tener por hijo un mal estudiante entregado a una vida bohemia; el hijo se afianzó en su resistencia y detestó cada vez más unos estudios destinados a conducirlo en sentido contrario a su ideal (Hitler, al asalto del poder, pág. 17).

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Decíamos que dentro del hogar la Violencia Compulsiva de Hitler se estrelló contra su familia, particularmente contra su madre y su padre, con ella, abusando de su ingenuidad y debilidad, lo mismo que aprovechando el cariño que ella sentía por él, utilizándolo para imponer su voluntad, sus caprichos y todas sus compulsiones, imponiéndole cargas económicas y obligándola a que tolerara sus proyectos fantásticos, tanto mientras el padre vivía, cuanto, y con mayor razón, en los cuatro años que vivió mientras fue una viuda… Más ruidosa aún y más dramática fue su violencia contra el padre, que siendo un hombre de temple cerril, pero, sobre todo, un luchador, que con trabajo esforzado desde niño había logrado grandes éxitos para su condición de huérfano y humilde campesino, gracias a lo cual la familia gozó de una holgada posición económica, no soportaba ver a Hitler durmiendo, vagabundeando, leyendo novelones guerreros, y encima, con una gran insolencia y maldad, enfrentándosele de tú a tú, día a día. Pero Alois, a diferencia de Clara, la madre, tenía el suficiente vigor y carácter para defenderse de la insolencia y los retos de su hijo, que, tras de ser un vago irredento, defendía su holgazanería con violencia. Aunque Alois sufría y se contrariaba y debía castigar al malvado Adolfo, fue mucho mayor el sufrimiento de la madre que carecía de defensas por debilidad y falta de carácter. Ya veremos cómo esa violencia, por ser compulsiva, no hizo más que desarrollarse con el paso de los años, hasta llegar a los extremos más inauditos, ya en el terreno del homicida común, ya en el genocida completamente despiadado del bárbaro, que, a todas éstas, desde la niñez germinaba silenciosamente, esperando su oportunidad… No, no. Si queremos conocer a Hitler, no debemos confundir su violencia infantil con la violencia común de todos los niños, era una violencia tremenda, en una palabra, compulsiva. El 27 de febrero de 1924 Hitler fue recibido por el ministro de Baviera, Heinrich Held, persona de gran sabiduría en el conocimiento de los hombres. Después de la entrevista, Held declaró: «La bestia feroz ha sido amansada; ahora se la puede llevar atada» (Cartier, pág. 199). Esta era la percepción que agudos conocedores de hombres tenían de Hitler: que se pareciera a una «bestia», no lo duda-

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mos; ya en la infancia sacó las garras y enseñó los dientes; pero que pudieran «amansar» a esa bestia, era una quimera. Repetimos que las primeras víctimas de esa violencia fueron sus familiares: cito primero a su madre, porque se hallaba indefensa ante la agresión solapada debajo de un falso cariño de Hitler; luego su padre, que cometió el error de luchar a brazo partido con él, pese a que había tenido la amarga experiencia con otro hijo, Alois, tan malo y vagabundo como Adolfo, pretendiendo corregirlo inútilmente —pues, como ya lo expusimos era víctima de varias compulsiones, demasiado arraigadas que lo llevaron a la cárcel en repetidas ocasiones—, y fracasó ruidosamente, y en una fuerte discusión entre Alois padre y Alois hijo, éste abandonó el hogar y se fue al mundo con su alcoholismo, vagancia, delincuencia e irresponsabilidad. Otra víctima fue su hermana Paula, tan indefensa como su madre, a la cual, como hemos dicho, se parecía mucho en resignación e ingenuidad. Por último, Geli Raubal, a quien con su violento trato precipitó al suicidio. Para endulzar el tono de esta descripción de las graves compulsiones de Adolfo Hitler, citemos una, que sólo le hizo daño a él mismo: nos referimos a la Glotonería, raramente nombrada por los estudiosos. Ya vimos en el cuadro estadístico señalado más atrás, que la Glotonería es la compulsión más común después del alcoholismo y que se hereda de ascendientes alcohólicos, siendo las mujeres las más propensas a heredarla, sin que escasee en los hombres que son más propensos a heredar el alcoholismo y la delincuencia. También demostramos que la Glotonería, que por lo general lleva a la obesidad —aunque Hitler no lo fue, pero sí estuvo preocupado por su gordura y es muy conocido su interés por la dieta alimenticia hasta el punto de que hacia 1929 se convirtió en vegetariano—, viene de alcohólicos y genera descendientes alcohólicos, y que, por tanto, es lícito señalarla como un alcoholismo solapado. También informamos al lector que el glotón devora alimentos, pero que son los dulces y las harinas las que prefiere, que son hidratos de carbono sin fermentar pero que se fermentan en el aparato digestivo, en tanto que el alcohólico, su semejante químico, ingiere hidratos de carbono fermenta-

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dos o destilados. La Profesora Marlis Steiner se ha referido a la Glotonería o Bulimia de Hitler, sin escapar de algunos lugares comunes que hablan de que «Hitler fue amamantado mucho tiempo», información que nadie tiene a la mano y son meras suposiciones, o que Clara su madre era una muy buena repostera y Adolfo habría «aprendido» a ser Glotón, y no falta la hipótesis, que, por fortuna Marlis Steiner rechaza, de que Hitler fue impulsado a la búsqueda de «espacio vital» por esa maldita Glotonería… Citamos el texto completo de la Profesora Steiner al respecto para que se tenga una idea sobre la incomprensión de esta compulsión glotona, y, en general, de todo el Sistema de las Compulsiones adictivas. El hecho de que Clara haya dado de mamar a ese bebé enfermizo más tiempo de lo acostumbrado ha llevado a algunos a encontrar en ello la causa de su marcada glotonería y de una particular debilidad por el chocolate, las masas y los dulces. ¿Pero acaso esa inclinación no es compartida por muchos austríacos sin que se le atribuya siempre al mismo origen? Pueden invocarse otras muchas razones para su gusto por las golosinas. ¿No servirán de compensación a otras privaciones? Pues Hitler no fumaba, bebía vino sólo excepcionalmente, se hizo vegetariano a más tardar a fines de los años 20 y subordinó cada vez más su vida sexual a su ambición. Su bulimia podría explicarse pues como una suerte de desahogo de sus frustraciones. Nada más normal que los manjares dulces le hayan recordado a veces a su madre, pues ella debió ofrecerle muy a menudo tartas y otros platos azucarados. Mujer de campo, debía ser excelente repostera. Más dudoso aún resulta el vínculo directo establecido entre la obsesión hitleriana por el espacio vital y la glotonería provocada por la sobrealimentación. Peor aún, suele explicarse su negativa a ordenar retiradas en la Unión Soviética por el hecho de que semejante «goloso» ¡no quería «devolver» nada! (Hitler, pág. 22).

Con el mayor respeto por la autora, hemos citado todo este texto, en primer lugar, porque en él se registra la Glotonería de Hitler que consistía en que prefería, los dulces, las tortas con crema, los chocolates y las golosinas —que, como vimos atrás,

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son el bocado preferido de los glotones, porque siendo la glotonería un alcoholismo solapado, apetecen los hidratos de carbono que acabarán fermentándose en el aparato digestivo, en tanto que los alcohólicos consumen esos hidratos de carbono fermentados o destilados—; en segundo lugar hemos aprovechado el texto para que se destaque cuánta ignorancia reina entre los tratadistas, pues desconocen palmariamente el universo compulsivo, y, por un lado, describen la compulsión sin registrar sus orígenes causales, y de manera aislada, sin vincularla al resto de las compulsiones que padecía Hitler, y por otro, que ese desconocimiento de la ciencia de las Grandes Compulsiones, explica por qué se apela a tantas hipótesis, que si lo hacen con la Glotonería, igual sucederá con todas las demás. Hasta la propia Steiner ironiza al final el paralelo que algunos establecen entre la glotonería por dulces y harinas, con la «glotonería» del espacio vital de Hitler en la Unión Soviética… El parentesco entre alcoholismo y glotonería no sólo es químico, también es formal. Un alcohólico cuando empieza a tomar ya no para más; así el glotón que se vuelve insaciable desde el momento en que inicia a comer —que no es comer propiamente sino devorar, y devorar sin tener hambre— sus codiciados dulces y harinas. Cuenta Reinhold Hanisch, el conocido compañero de vagabundeo y mendicidad de Hitler en Viena, hacia el año de 1909, que cuando lograba vender un cuadro hecho a la ligera por Hitler, éste reunía una «montaña» de helados, chocolates, galletas y tortas con crema, que devoraba ávidamente. Y en una época tan avanzada como la década de los años 30, Adolfo Hitler, que ya tenía amigos ricos, le aumentaba cucharadas de azúcar a los vinos de las mejores reservas europeas, para gran escándalo de los anfitriones. La Vagancia Compulsiva. Ya hemos adelantado algo al respecto. Adolfo Hitler obtuvo buenas notas en la escuela primaria, gracias a lo fácil de los estudios que le exigieron un esfuerzo mínimo. Pero cuando ingresó a la escuela secundaria en 1900, ya comenzaron los problemas con el estudio. Tuvo calificaciones de «insuficiente» en matemáticas y ciencias naturales, lo que le obligó a repetir el curso. Su nota en conducta fue

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«variable». Es de suponer que los padres lo castigaron, de modo que cuando repitió el año, mejoró algo. Los años siguientes hasta 1905, sus resultados escolares fueron «pobres y mediocres». Cuenta Kershaw que, a raíz del fallido golpe de Hitler en noviembre de 1923, su antiguo profesor, el doctor Eduard Huemer le escribió una carta a su abogado defensor en la que le decía que Adolfo … era un muchacho que no hacía pleno uso de su talento, que carecía de aplicación y era incapaz de adaptarse a la disciplina escolar. Le caracterizó como obstinado, prepotente, dogmático y apasionado. Las críticas de los profesores las recibía con una insolencia apenas disimulada. Con sus condiscípulos era dominante y una figura dirigente en el tipo de travesuras inmaduras que Huemer atribuía a una afición demasiado grande por las novelas de indios de Karl May (Hitler, pág. 141).

Ya tuvimos oportunidad de comprobar que el mismo Hitler confirmó esta afirmación del Profesor Huemer, cuando el 17 de febrero de 1942, dijo: «El primer libro de Karl May que leí fue La cabalgata en el desierto. Quéde suyugado y no tardé en devorar todos los demás libros del mismo autor. Esto se tradujo inmediatamente en un descenso en mis notas escolares» (Conversaciones sobre la Guerra y la Paz, pág. 524). Y existía la fama entre sus compañeros que Hitler simulaba estudiar, pero que, por debajo de sus libros escolares, llevaba escondidas las novelas de Karl May. ¡Obsérvese —porque tendremos la ocasión de verlo más tarde de una manera abierta—, que en Hitler, la barbarie guerrera suplanta con mucho a la cultura civilizada! Y esto será lo que marcará y determinará su destino… ¡No es casual, por su puesto, que Hitler se entregara a la guerra, dejando de lado su vocación por el arte y la arquitectura! La actitud de Hitler hacia los estudios y a sus profesores fue «ferozmente negativa». «Abandonó la escuela con un odio primario», dice Kershaw, pero nosotros precisamos que ese odio que él llama primario, ¡era compulsivo! Ya explicamos más atrás, que la Compulsión a la vagancia

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(haraganería, pereza, indolencia, holgazanería, ociosidad, etc.), es una delicada alteración del comportamiento, una verdadera enfermedad del comportamiento, como todas las compulsiones pertenecientes al gran sistema compulsivo, que ya se expresa en la incapacidad de estudiar, ya en el disgusto por el trabajo. En Hitler era doble la vagancia, tanto para el estudio como para el trabajo. Consiste esta enfermedad en que las personas cuando toman el libro para estudiar o escuchan lecciones del profesor, se aburren horriblemente, se elevan a pensamientos que nada tienen que ver con la materia que estudian, se duermen, o se escapan a vagabundear por las calles, campos, y hoy, en el Internet. Otro tanto ocurre con el trabajo práctico, que no lo toleran, prefieren hacer otra cosa, y, como le ocurría a Hitler, desde niño hasta que fue canciller, no pueden «sostener un trabajo regular, disciplinado y sistemático». Muchos mendigos que son vagos compulsivos —pues no todos lo son—, han llegado a esos extremos por su repulsa al trabajo. Ya veremos que Hitler en Viena, por incapacidad para trabajar, se hundió en la mendicidad… La vagancia para el estudio llega a ser trágica, pues arruina las mejores inteligencias, ya que, literalmente, no pueden tomar un libro en sus manos, porque automáticamente experimentan un gran aburrimiento o se duermen. Hitler padeció esta compulsión también para el estudio y a esto se debe que no «aprovechara su talento», ni de niño, ni de adolescente, ni de joven en Viena, ni de flamante Führer. Se comprenderá las fatales consecuencias que esta verdadera enfermedad atrajo sobre Adolfo Hitler. ¡Tenemos la profunda certeza que si Hitler hubiera podido aplicarse al estudio con disciplina, habría hecho carrera en la pintura y/o la arquitectura, habría sido aceptado por la Academia de Bellas Artes en Viena, y se habría destacado como arquitecto o pintor. Mas la compulsión le impedía de manera absoluta ser un buen estudiante. El 10 de mayo de 1942 declaró en su cuartel general: Si no hubiera estallado la guerra «sería ahora arquitecto, quizás uno de los mejores, por no decir el mejor de toda Alemania»… Esta era una fanfarronada muy falsa de Hitler… Werner Maser refuta a Rabitsch cuando dice criticando a Hitler que «sólo los que carecen de talento se dedican a copiar»,

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como hacía Hitler, que nunca producía de su propia creatividad sino que copiaba especialmente tarjetas postales o cuadros de otros: «Ninguno de estos juicios es verdaderamente objetivo. Hitler copiaba de otros modelos —y esto aún en Múnich en los primeros meses de 1914, no porque careciera de talento, sino simplemente porque era demasiado perezoso para salir a la calle, instalar su caballete y pintar». Cuando el célebre profesor Ferdinad Staeger emitió su juicio sobre algunos trabajos de Hitler y dijo: «un talento extraordinario», comentó Maser: «Pero esto no influyó para entregarse al arte, la política empezó a atraerle de una manera especial» (Hitler, pág. 102). Si Hitler no hubiera sido vago compulsivo para el estudio, con seguridad, se habría entregado a la pintura o a la arquitectura, aunque no podemos sostener que otro habría sido su destino, porque dado su bagaje hereditario, la Guerra la llevaba en las entrañas, pero con una buena formación académica en el arte, se habría suavizado su Mentalidad Bárbara, equilibrándose el nómada bárbaro con el civilizado sedentario. En nuestro trabajo con pacientes vagos para el estudio, hemos advertido la tremenda dificultad que tienen para sobreponerse a su compulsión. Es preciso un largo y perseverante trabajo terapéutico para conseguir resultados favorables, aunque no se puede ser optimista. Lo que sí es prometedor en el tratamiento de estos pacientes es cuando el trabajo se inicia en la niñez o en la temprana adolescencia, que es lo que denomino Terapia Preventiva. De todas maneras —y en honor a Hitler y a todos los compulsivos de la Tierra, universalmente—, ni Hitler, ni ningún paciente compulsivo, de cualquier compulsión que se trate, son culpables. Se ve, tanto en Hitler, como en todos los pacientes compulsivos, que heredan sus respectivas compulsiones de su árbol genealógico compulsivo, presidido por la compulsión alcohólica. Ellos no encargaron a sus padres sus genes precisamente compulsivos. Nacieron así, heredaron, y de esto nadie es culpable… Otra cosa es que la sociedad y la Historia Masculina los nombren como sus gobernantes para que, con ese poder desplieguen su comportamiento compulsivo y hagan desastres, que no habrían realizado, si la sociedad no les hubiera

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dado esa oportunidad; si queremos hablar de «culpables», es la Historia Masculina Guerrera y Compulsiva la que carga con la responsabilidad. La ciencia de la tercera Mentalidad no culpabiliza, sino que explica los comportamientos compulsivos y sus causas, así como la manera de llevarles un alivio, porque los compulsivos sufren, son pacientes, padecen, aunque hagan padecer; son víctimas, aunque sean victimarios. Todos los enfermos compulsivos, se desprenden de un árbol genealógico con progenitores compulsivos y más atrás otros progenitores compulsivos hasta la cuarta o quinta generación, o aún más atrás. Y se desprenden o encadenan con el pasado por medio de la herencia, que va ligando los distintos eslabones de la larga cadena de la generaciones. Herencia que como ya hemos afirmado y como es de común aceptación se hace al azar. Por puro azar el «monstruo» pedofílico que reseñamos atrás heredó de sus antecesores su terrible Compulsión que lo condenó a ser uno de los criminales más atroces del mundo. Por mala suerte heredó su enfermedad y sus hermanos se salvaron, pues sólo heredaron el alcoholismo y no la pedofilia. Y, aun por azar, sus hermanas no heredaron ninguna compulsión. Es el caso de Hitler, que por la mala suerte del azar heredó todas estas gravísimas compulsiones que estamos narrando; su hermana Paula no las heredó, porque tuvo buena suerte, pero sí su hermanastro Alois que contó con la mala fortuna biológica de heredar muchas compulsiones graves, pero como le faltó genio, él fue a parar a la cárcel y no a la historia como Hitler, así sea una historia que todos maldicen. ¿Cómo podría acusar de culpables a todos estos compulsivos si ellos recibieron en la fecundación, sin ninguna participación suya, el ADN que los condenó a ser malhechores, o vagos, o violentos, o delincuentes o glotones? Por otra parte, el mismo drama que vivió la familia Hitler con su hijo compulsivo, lo vivió la familia del pedofílico y todas las familias que tienen la desgracia de que uno de sus hijos haya heredado algunos de estos terribles males. Se preguntará que si el ambiente no tiene ninguna importancia en la aparición, nacimiento y evolución de los pacien-

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tes compulsivos. Debemos responder diciendo que los compulsivos nacen y la misma dinámica genética los hace… Esto es inevitable. Mas el ambiente tiene valor no en cuanto a que nazcan, puesto que está probado que se heredan y ya desde niños muestran su garra compulsiva, o, a más tardar, en la adolescencia. Pero el ambiente tiene un valor importantísimo sólo cuando es un ambiente terapéutico, cuando los miembros de ese ambiente pueden diagnosticar el mal y tienen preparación para detenerlo, sobre todo en la niñez, cuando la intervención del ambiente es preventiva, pues cuando los compulsivos son adultos, cualquiera que sea su mal, ya es muy difícil ayudarlos, aunque no imposible… Pero el caso es que, si esta ciencia de la Tercera Mentalidad es enteramente desconocida aún en los medios científicos, ¿qué no diremos en las familias comunes? Por esto es que, por ignorancia, los padres dan palos de ciegos con estos hijos compulsivos, siendo además que muchos de los padres son igualmente compulsivos, como el caso de Alois, padre de Hitler. Por ello, el drama es inevitable, y el drama de los Hitler no es una excepción aún hoy en día. Lo deseable es que esta ciencia vaya al público para que las personas sean conscientes y se tomen las medidas para impedir que la humanidad se convierta en una humanidad compulsiva, como lo estamos viviendo. Además, los compulsivos no sólo sufren ellos mismos, sino que son un peligro social, y, en el caso de Hitler son un peligro histórico; repetimos que es la Historia Masculina la que favorece las condiciones para que estos personajes se conviertan en gobernantes y en seres históricos. Razón demás para propiciar la llegada de una Historia Nueva, ya no hecha por la parcialidad del cerebro de los hombres, para detener la desviación compulsiva de la humanidad. La Historia Universal, hecha con el talento de hombres y mujeres, impediría que los compulsivos se hagan con el poder, como estamos viéndolo en todo el planeta. Como Hitler creó perversamente el mito de que lo decisivo en sus estudios fue el conflicto con su padre, porque éste lo presionaba para que se convirtiera en un «funcionario» como él, hay estudiosos de Hitler que se dejaron llevar por esta farsa

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malintencionada de Hitler y pensaron, porque así lo sugería éste, que no estudiaba como rebeldía contra su padre. Resultó que cuando Alois murió el 3 de enero de 1903, esa presión dejó de existir y, sin embargo, Hitler continuó siendo un vago para el estudio y su «rendimiento escolar seguía siendo pobre», o, como dice Steiner: «El fin del conflicto con el padre no mejoró nada sus resultados escolares». Quienes conocemos esta compulsión a la vagancia para los estudios observamos que, siendo genética, no desaparece de la noche a la mañana, sino que se prolonga a lo largo de los años, y Hitler no es una excepción. Todo lo contrario, siendo el padre la única persona que le reñía y presionaba para que estudiara y dejara su holgazanería, una vez muerto, Hitler quedó aliviado de esa presión, con seguridad satisfecho de que hubiera muerto porque sentía por el padre «odio y miedo» como lo confesó alguna vez, y estaba seguro que a su madre la manejaría a su antojo y capricho como realmente sucedió: «Es imposible que a Adolfo, que había pasado a ser el único «hombre de la casa», le afligiera mucho la muerte de su padre. Con esa muerte, desaparecía gran parte de la presión familiar. Su madre hizo todo lo posible por convencerlo para que cumpliese los deseos de su padre, pero ella rehuyó el conflicto, y aunque le preocupase su futuro, estaba demasiado predispuesta a acceder a sus caprichos» (Kershaw, Hitler, pág. 43). Fracasó, en definitiva, en sus estudios de secundaria en la ciudad de Linz, y no se le permitió repetir el curso allí sino que prácticamente fue expulsado pues le dijeron que se fuera a la población de Steyr con la súplica materna, a ver si terminaba sus estudios de bachillerato. Todo fue inútil. Le prometió a su madre que estaba decidido a salir adelante «a pesar de su aversión a la escuela» (Maser). Conociendo la poderosa vagancia de Hitler y su maldad, sería quimérico que cumpliese sus promesas de estudiar; un muchacho de esta naturaleza, con esos sentimientos tan pervertidos, no podía abrigar más que malas intenciones para burlar a su pobre madre que era todo amor, todo debilidad o sufrimiento, porque ella sufría, no sólo por ver a su hijo con un porvenir tan incierto debido a su ninguna dedicación al trabajo, cualquier clase de trabajo, sino por-

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que ella, que intuía la gravedad del mal de Hitler, viendo su violencia cuandoquiera que se le llamaba la atención, le daba miedo —muchos casos hemos visto en que los padres, especialmente los débiles como Clara temen a sus hijos y no se atreven a corregirlos— enfrentársele, y, como dice muy bien Kershaw «rehuyó el conflicto», y, a sabiendas, se dejaba manejar. No se crea: tras o al lado del tan cantado amor de Clara por su hijo Hitler, y conociéndolo a posteriori en sus inhumanos comportamientos, había miedo y sufrimiento: repetimos que Clara fue la primera víctima de Adolfo Hitler, particularmente durante los cuatro años en que se quedó viuda. Tan malvado era Hitler ya en su infancia y temprana adolescencia, que cuando al fin del año escolar en el colegio secundario de Steyr, recibió el certificado con las notas que él sabía que eran pésimas, se emborrachó con sus amigos y se limpió el culo con el certificado. Este fue el hecho insólito, extraordinario, que no hace cualquier niño, sino un perverso que se cagaba en todo el mundo con sus «estúpidas» normas: él es el único que vale en este mundo de estúpidos trabajadores y estudiosos… Werner Maser ha narrado este hecho demasiado tergiversado de manera que sonara edificante por la hipocresía del Hitler «político» que, como a su madre, engañará al pueblo alemán, no en el sentido de que, porque engañó a su madre, engañará a Alemania y a Europa, sino porque Hitler engañaba universalmente a todo el que quisiera creerle. Dice Maser recogiendo la versión de Hitler: «Al finalizar el semestre organizábamos siempre una fiesta. En ella lo pasábamos en grande. En cierta ocasión, por única vez en toda mi vida, me emborraché. Habíamos recibido las calificaciones finales y ya nos podíamos marchar… En secreto nos fuimos a una taberna y allí nos dedicamos a beber y a hablar mal de todo el mundo. Tenía mi certificado en el bolsillo. Al día siguiente me despertó una lechera que me encontró tendido en medio del camino y me llevó a su casa y me hizo beber café… Crux —la dueña de la casa donde Hitler se hospedaba en Steyr— me preguntó: ¿qué notas ha sacado? Mi certificado había desaparecido. Me lo ha debido de quitar alguien. Durante la euforia de la bebida lo había confundido con

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papel higiénico: cuando lo oí al Director, me quedé de piedra. No puedo repetir las palabras que me dijo el Rector. Fue horrible. Me juré a mí mismo no volver a beber en toda mi vida. Cuando regresé a la pensión, Crux me preguntó, ¿qué le han dicho? «No puedo repetirlo. Sólo le puedo decir una cosa: jamás volveré a beber en mi vida»… Después del incidente salí para mi casa lleno de alegría; bueno, en realidad, no iba demasiado contento, porque las notas eran solamente regulares (Citado según el protocolo secreto 8,1,1942, una copia está en poder del autor Maser). Pero Maser corrige la versión de Hitler pues conoció las notas que había obtenido: «Las calificaciones del certificado que Hitler confundió con papel higiénico, más que regulares, eran desastrosas; las notas en alemán, francés, matemáticas y estenografía eran «suspendido». En el resto de las asignaturas la calificación era «regular» y «aprobado», salvo en dibujo y gimnasia, que eran «notable» y «sobresaliente» (Hitler, págs. 65 y 66). Tampoco fue cierto que dejara de beber, ya hemos hablado de que en la década de 1930 Hitler por glotonería añadía cucharadas de dulce al vino que le ofrecían, y el mismo Maser habla de él en la época de 1930, diciendo que lo encontraban comiendo filetes de dos en dos y bebiendo hasta siete jarras de cerveza en compañía de su sobrina y amante Geli Raubal en los cabarets de Múnich. Como el hecho relatado del acto de Hitler, que es muy revelador sobre su desprecio arrogante de toda norma y principio, ha recibido diversas interpretaciones, entre ellas las de los psicoanalistas, Raymond Cartier hizo la siguiente declaración: «Psicoanalistas delirantes han deducido de este episodio, que Hitler contaba como la única victoria que el alcohol había logrado sobre él, conclusiones magistrales: la leche, hermana del esperma, habría determinado un trastorno sexual por el que se explica todo el comportamiento ulterior del Führer» (Hitler, al asalto del poder, pág. 20). La lección que debemos extraer de esta observación crítica de Cartier, es que para entender a todo individuo, y más a Hitler, que tiene una mentalidad tan compleja, cruzada por corrientes cerebrales intrincadas, es que no debemos abusar de las «interpretaciones» subjetivas, sino ceñirnos a las líneas di-

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rectrices de la historia personal, bien estudiadas, y lo más ajustadas a la verdad, no a suposiciones hipotéticas. Además de nuestro deber de estar bien pertrechados científicamente, tenemos el imperactivo de investigar sin descanso, para no continuar repitiendo, como burócratas estériles, lo que Freud aventuró en su época, sin contar con los modernos adelantos en el conocimiento, como la genética, la teoría avanzada de la evolución de nuestra especie, la organización del cerebro y su función, el sistema de las Compulsiones Adictivas, etc. La descripción de la Vagancia Compulsiva de Hitler debe proseguir, no sólo porque en él persistió en lo referente a su incapacidad de estudiar libros serios, sino porque tiene una repercución trascendente en su carrera: ya sostuvimos que si Hitler no hubiera sido vago compulsivo, otro habría sido su destino y también el de Alemania y Europa, pues, por una parte, con el don que tenía para el arte, que era profundo, esto es genético —razón por la cual hemos lanzado la hipótesis de que su abuelo paterno fue un burgués dominantemente civilizado y artista—, habría sido aceptado en la Academia de Bellas Artes de Viena y se habría convertido en un gran pintor o arquitecto, —profesión claramente civilizada— y, por otra, aunque su constitución bárbara nómada era también genética y profunda y se habría impuesto sobre el civilizado y sobre el hombre culto que habría llegado a ser si hubiera tenido capacidad para leer obras científicas y serias, el bárbaro sin embargo se habría atemperado y sus instintos guerreros habrían sido menos brutales, y otra habría sido su suerte, la de Alemania y Europa. Mas conociéndolo, estas suposiciones son quiméricas. Véase cómo fue el epílogo de sus estudios de bachillerato en Steyr, que lo pinta de cuerpo entero en su capacidad de engaño y de manejo, hoy a su madre, y en el futuro a cuantos se dejaron convencer con su palabra o con sus actos… Hitler fingió una enfermedad pulmonar para asustar a su pobre madre y conseguir de ella que le permitiera lo que él se había propuesto, sin que nadie, ni siquiera su padre si hubiera estado vivo, fuera capaz de convencerle de lo contrario: ¡abandonar los estudios! El hecho de que hubiera tenido una simple

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gripe que él hipertrofió ante su asustadiza madre, no quita su pérfida intención de conseguir a la fuerza sus propósitos aviesos. Según se ha investigado, el doctor Bloch —de origen judío—, no anotó en sus fichas ninguna enfermedad grave en esa época y sólo mencionó inflamación de las amígdalas, tos y gripes… Pero la versión de Hitler, aunque no corresponda a la verdad, sí da una idea de cómo fueron sus torcidos manejos: «Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se sentía obligada a fomentar mi instrucción: es decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo, personalmente me hallaba decidido más que nunca a no seguir de ningún modo esa carrera. A la vez, la Realschule o Colegio, por las materias enseñadas o por el modo de enseñarlas, se alejaba de mi ideal y me volvía indiferente al estudio… Y he aquí que una enfermedad vino en mi ayuda, y, en pocas semanas decidió mi futuro, poniendo término a la constante controversia en la casa paterna… Una grave afección pulmonar (subrayamos nosotros) hizo que el médico aconsejase a mi madre… (suspensivos nuestros), con el mayor empeño, de no permitir en absoluto que en el futuro me dedicase a oficios de oficina. La asistencia al colegio debería suspenderse también por lo menos durante un año» (Adolfo Hitler, Mi lucha, pág. 27). Es útil dejar constancia que estas mentiras y muchas más que están contenidas en este libro, con excepción de algunas revelaciones que por ignorancia no tergiversó y que utilizaremos en el momento oportuno, fueron leídas y aceptadas por millones de alemanes. En el año de 1905, a la edad de dieciséis años, Adolfo Hitler, feliz de haberlo logrado, abandonó para siempre los estudios, y, lo que para él constituía una hábil jugada, se convertiría en su mayor desastre, a corto y a largo plazo. Quien aquí venció fue la vagancia compulsiva para el estudio. ¡Fatal! Los dos años que transcurren entre 1905 y 1907, no son mencionados casi en su libro Mi Lucha, dictado en 1924, y los buenos conocedores no han dejado de ver en él una larga perorata, ya que Hitler difícilmente escribía, pero sabía hablar abundantemente. «Adolfo vivió en esos dos años una vida de ociosidad pa-

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rasitaria —«Hitler, sostiene Cartier, se entregó a una ociosidad absoluta»—, financiado, mantenido, cuidado y mimado por una madre que le adoraba, con una habitación propia en el cómodo piso de un edificio de la ciudad de Linz… Pasaba el tiempo durante el día dibujando, pintando, leyendo o escribiendo «poesía»; de noche iba al teatro o a la ópera; y ensoñaba y fantaseaba constantemente sobre su fututo como un gran artista. Se acostaba bastante tarde y dormía por la mañana. No tenía ningún objetivo claro a la vista. El estilo de vida indolente, la grandiosidad de las fantasías, la carencia de disciplina para el trabajo sistemático (rasgos todos del Hitler posterior) se pueden apreciar ya en estos dos años de Linz» (Kershaw, págs. 44 y 45). Los subrayados son nuestros para celebrar que, si bien Kershaw no habla de la Compulsión a la vagancia de Hitler, sí conocía sus síntomas. Se le antojó a Hitler convertirse en pianista y convenció (nosotros decimos «obligó») a su madre para que le comprase un piano de cola, e inició clases con una profesora, pero cuando ésta le pidió que hiciera ejercicios disciplinados para mover los dedos, él olisqueó «¡estudio!» —cosa que los vagos no pueden tolerar— y abandonó el aprendizaje del piano cuando sólo habían pasado cuatro meses: de esta hondura y gravedad era su compulsión. Creemos que es de fundamental importancia, por lo que hasta aquí llevamos dicho, y por lo que vendrá en el futuro, que la formación de Adolfo Hitler corre a cargo de su árbol genealógico, no de la cultura Austriaca, a la cual fue impermeable y sólo atendió a los llamados de su herencia que fue determinante de la estructura de su ser, metido en sí mismo y en sus fantasías y delirios de grandeza, y en su rechazo brutal a profesores y compañeros, se quedó solo, con su familia a la que utilizaba para que satisficiera sus órdenes, zambullido en su mundo Wagneriano —casi un autista—, en sus héroes lejanos y en las guerras. Si tuvo un amigo en August Kubizec fue también para utilizarlo como su auditorio particular en sus largas peroratas; cuando ya no lo necesite, también lo abandonará en Viena sin dejarle «un saludo» siquiera. Hitler es un fenómeno sui generis del bárbaro y el compulsivo que se enrosca

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sobre sí mismo y rechaza las influencias del ambiente excepto las lecturas de periódicos que «confirmaban» sus odios y delirios, por los menos hasta el 2 de agosto de 1914. La Civilización no penetra su naturaleza íntimamente guerrera y compulsiva, que espera el momento oportuno para hacer eclosión. Tendrá políticos que le acompañen en su actividad de partido bélico y generales que lo apoyen en sus guerras, pero, en el fondo, él continuará encerrado en su fantástica grandeza. Y solo morirá en las entrañas de su búnker, acompañado por su perro que es lo único que quiere, ya que a Eva Braun apenas la soporta y por eso siempre la mantuvo en la clandestinidad. Sólo en el último momento, aceptó oficializar su relación con ella en un matrimonio que era la recompensa, casi póstuma, por acompañarlo en el suicidio… La pobre Clara se sometía a los caprichos onerosos de su hijo. En la primavera de 1906, Adolfo exigió una estancia de cuatro semanas en Viena, de la que no queda otra huella que cuatro postales, con una ortografía defectuosa, dirigidas a Kubizec (Cartier, pág. 24).

El 14 de enero de 1907, Clara consultó al doctor Bloch, quien diría de ella algo que encaja exactamente con nuestra percepción: era «una criatura dulce, preocupada y resignada», expresión externa, en nuestro sentir, de la profunda depresión que la aquejaba… Rápidamente, el doctor Bloch diagnosticó cáncer de mama. Informó a los hijos sobre la gravedad de su enfermedad, que por su resignación y temor de molestar a Adolfo había mantenido en secreto el cruel dolor del pecho que no le permitía dormir. Clara fue operada el 17 de enero de ese mismo año con los inciertos resultados que hoy conocemos sobre esta mortal dolencia en esa época. Adolfo tenía por entonces dieciocho años, sostiene Kershaw, pero aún no había trabajado ni un solo día para ganarse el pan y continuaba con su vida de zángano sin perspectivas profesionales de ningún género. Pese al consejo de algunos familiares de que ya era hora de que buscase un trabajo, él había convencido a su madre para que le dejara

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volver a Viena, esta vez con la intención de ingresar en la Academia.

Refugiado Adolfo Hitler en sus sueños de vagabundo, compró con su amigo Kubizek una fracción de lotería, y en sus fantasías maníacas optimistas estaba seguro de que se ganaría el premio mayor, de que debía ganárselo, prometiendo a su amigo que con ese dinero se irían a vivir en un palacio lleno de lujos para entregarse exclusivamente al arte y a una regalada vida. Su violencia explotó cuando se enteró de que no habían ganado nada, y como él pensaba que todo se lo merecía por ser el personaje que creía, lanzó improperios contra todos los «responsables» de la injusticia… El hecho nos sirve para enterarnos de que las fantasías de Hitler no eran las de un genio que viviera en pos de la verdad —ni siquiera del arte, porque nada hacía por estudiar— sino que esos sueños obedecían a sus deseos de tener una buena vida sin trabajar… Es conveniente advertir, por lo que vendrá en un futuro, que esta compulsión de Hitler es muy grave, pues no sólo abarca el terreno de los estudios y de toda disciplina (cuando la profesora de piano trató de pedirle que hiciera ejercicios con los dedos que suponían cierto esfuerzo y atención, se sabe que Hitler se puso furioso y abandonó las clases dejando a s u madre emproblemada con el piano que le había «obligado» a comprar en un gran esfuerzo económico), sino todo trabajo práctico, de modo que lo inutilizaba totalmente, y el pronóstico que puede hacerse es: mendicidad, que ya venía practicándola con su madre, pero cuando esté muerta será una mendicidad pública… Justamente, por esta época en que Clara fue operada de su cáncer del seno, los Hitler cambiaron de domicilio a otro barrio de Linz, Urfahr, y en el edificio donde alquilaron un buen apartamento, cuya alcoba principal fue para Adolfo, vivía la viuda de un viejo conocido de los Hitler, el funcionario de correos Presemayer, que alguna vez le había ofrecido un puesto de trabajo a Hitler y había recibido la misma airada respuesta negativa e insolente que daba a su padre. La tergiversación de Hitler sobre los hechos referentes al enfrentamiento con su pa-

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dre consiste en que el padre le obliga a ser «funcionario», y que él se rebelaba a este oficio: no, tanto el padre como todos los miembros de la familia, hasta su cuñado Leo Raubal, lo que le pedían era que se ocupara en «algo», que hiciera algún oficio, lo que fuera pero que no permaneciera ocioso, razón por la cual Hitler se encendía en cólera santa contra todo el que osara insinuarle siquiera el estudio o el trabajo. Ya asistimos a la violencia con que respondía a su padre, las manipulaciones con su madre; ahora odia a su cuñado y a sus hermanas (Angela y Paula) que las trataba de «ocas». Una vagancia hermética, esta de Hitler, sin posibilidad de que el ambiente lo remediara. Por eso Hitler va camino de la mendicidad —sin que olvidemos, en honor a la verdad, en honor a Hitler y a todos los vagos de la tierra cuando son compulsivos, que esa vagancia la heredaron de su árbol genealógico, y que, por tanto, son enfermos del comportamiento, y no son culpables. Como era natural, Clara siguió mal después de su operación en enero de 1907, y las metástasis no se hicieron esperar, en tanto Adolfo Hitler no la ayudaba buscando un trabajo, sino que, como dijimos ya, la convenció para que le permitiera un nuevo viaje a Viena para presentarse como aspirante en la Academia de Bellas Artes. Hitler, en su optimismo megalomaníaco, estaba seguro de que lo admitirían —de que debían admitirlo—, para hacer sus estudios como pintor, una seguridad fundada en la ilusión, como en el caso de la lotería, pues él no tenía cómo ponerse a estudiar en serio y a trabajar aplicado en sus pinturas, aunque se dice que vivía pintando y «dedicado a sus libros», lo que es absolutamente impensable. Por otra parte, tenía la seguridad de que los estudios en la Academia serían mucho más fáciles que los del colegio de bachillerato, y que, por tanto, no tendría inconvenientes para ingresar y para estudiar en la Academia de Viena. Deja, pues, a la madre gravemente enferma y parte para Viena: «Pero a pesar de que el estado de su madre seguía empeorando —llama la atención Kershaw—, Adolfo siguió adelante con sus planes de trasladarse a Viena». A ojos vista, Clara se moría y el médico había advertido sobre lo delicado de su salud. Sin embargo Hitler se marchó en los primeros días de

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septiembre de 1907, para presentarse a los exámenes de admisión en la Academia de Bellas Artes. Tres meses más tarde, Adolfo Hitler estaba de regreso junto al lecho de su madre que se hallaba agonizando. Clara murió el 21 de diciembre de 1907. Según confesó Hitler en su libro, la muerte de su madre había sido un «golpe atroz», especialmente para él. En cuanto a los sentimientos de Hitler, es fácil valorarlos en vista de que él con sus manejos recibía el total apoyo de su madre, debió sentir con alarma que perdía ese apoyo y que se quedaba solo, pues carecía de vínculos afectivos con sus hermanas y su tía Johana, mucho menos con su cuñado Leo Raubal esposo de Angela por quien sentía el más vivo desprecio. A juzgar por sus confesiones que tienen ya en 1924 una intención política, Hitler no es sincero en cuanto a sus sentimientos: «El golpe —de la muerte de su madre— me afectó profundamente. A mi padre lo veneré, pero por mi madre había sentido adoración» (Mi lucha, pág. 27). Si Hitler dice que «veneró» a su padre, es una flagrante mentira, que nos hace dudar de su afirmación de que «había sentido adoración» por su madre. Interés, sí, y mucho, pues no era por «adoración» que la manejaba, desobedecía y utilizaba, sin que por esa adoración que le tenía hubiera hecho un esfuerzo, ya no digamos para estudiar, que le era imposible, pero sí para trabajar en algo para ayudarla económicamente, dándole así una muestra de gratitud por todo lo que ella hacía por él: al contrario, cada vez le sacaba más ventajas y dinero para vivir como un dandy, como lo han descrito los investigadores. ¡Esto, no es, ni mucho menos, «adoración», como tampoco fue «veneración» lo que sintió por su padre, sino «odio y miedo». Se quedaba solo con su enfermedad mental que le impedía ganarse el pan con el trabajo, esta es la verdad incuestionable si seguimos atentamente la línea de su desarrollo, pues la compulsión a la vagancia no iría a desaparecer de la noche a la mañana, ni siquiera a lo largo de su vida… Otra falsedad de Hitler en su libro Mi lucha, plagado de mentiras como hemos dicho y como han dicho todos los conocedores, es que después de la muerte de la madre, de inmediato se puso a trabajar. Nosotros sabemos que esto no era posible, porque odiaba el trabajo. Pero él dice: «La miseria y la

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dura realidad me obligaron a adoptar una pronta resolución. Los escasos recursos que dejara mi pobre padre… fueron agotados en su mayor parte durante la grave enfermedad de mi madre, y la pensión de huérfano que me correspondía no alcanzaba para subvenir mi sustento; me hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de ganarme de cualquier modo el pan cotidiano» (pág. 27). A esto se agrega una carta del 29 de noviembre de 1921, en la que dice: «Después de la muerte de mi madre, partí para Viena con 80 coronas en el bolsillo, y, en consecuencia, me ví obligado a ganarme el pan enseguida contratándome como peón de albañil, cuando aún tenía dieciocho años»… Dejemos que sea Cartier, el biógrafo francés, quien lo refute: «Este es el relato que hará cuatro años más tarde en Mi lucha y que quedará como la verdad biográfica oficial del Führer de los alemanes. Es notoriamente inexacto. Adolfo partió para Viena con los recursos normales, para un año al menos, de un estudiante». «Financieramente no tenía problema, asegura Marlis Steiner—, pues la madre le había entregado su parte de herencia: seiscientas cincuenta coronas» (pág. 32). Estas precisiones tienen importancia por cuanto nos permiten sostener que la enfermedad del comportamiento compulsivo que padecía Hitler le impedía absolutamente entregarse al trabajo regular y sistemático, en lo que fuera, impotencia que siempre acompañó a Hitler toda su vida, pues el único que podrá hacer será el de la «política como preparación de la guerra». Ningún otro trabajo soportaría, a condición de que en la política otros se encargaran de los verdaderos trabajos regulares y sistemáticos de administración, dejando para él la propaganda y la agitación con su oratorianata que le fluía espontánea, sin esfuerzo alguno. Como era de esperar con absoluta certeza para los conocedores —menos para Adolfo Hitler quien con su Ego hipertrofiado megalomaníacamente, y sin respaldo en los hechos, ya que no estudiaba o, mejor, no podía estudiar, para ser precisos y justos—, estaba seguro de que el examen en la Academia de Viena sería un paseo, particularmente para él, ¡un Hitler, que ante sí mismo ya se sentía el Führer!—, el examen de admisión en la Academia sería todo un desastre.

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El severo examen de tres horas de duración, que consistía en hacer dibujos sobre temas concretos, se realizó en octubre de 1907. Hitler fue uno entre los 113 aspirantes. Veintiocho candidatos fueron aceptados; Hitler no: el concepto de la Academia en su caso fue el siguiente: «Examen de dibujo insatisfactorio. Pocas cabezas». El golpe para Hitler, que fue durísimo, este sí, fue tanto más devastador cuanto más inesperado por él, porque como en el caso de la lotería que tenía absoluta seguridad de ganarse el premio gordo, ahora estaba absolutamente convencido de que sería aceptado con honores. El comentario del mismo Hitler dice: «esperaba con ardiente impaciencia, y al mismo tiempo con orgullosa confianza, el resultado de mi examen de ingreso. Estaba tan plenamente convencido del éxito de mi examen que el suspenso me hirió como un rayo que cayese del cielo. Cuando hablé con el director (conversación que ponemos en duda porque va a ser la base de una atenuación por parte de Hitler sobre su fracaso) para preguntarle por las causas de mi no admisión en la escuela pública de pintura, me declaró que, por los dibujos que había presentado, se evidenciaba mi ineptitud para la pintura y que mis cualidades apuntaban nítidamente hacia la Arquitectura… Es incomprensible, en vista de aquello, que hasta hoy no haya frecuentado nunca ninguna escuela de Arquitectura y ni siquiera haya asistido a clase alguna» (Mi lucha, págs. 29 y 30). El comentario de Werner Maser es este: «Cuando en la Academia le sugirieron que estudiara arquitectura, idea que nunca se le había pasado por la imaginación, se dio cuenta que para ello necesitaba el bachillerato». En nuestro concepto, Hitler se sale con la suya para no quedar mal con sus seguidores y lectores, pues el mito del Führer se hallaba en pleno ascenso cuando dictó su libro: si me rechazaron como dibujante, me aceptaron como Arquitecto, hizo pensar a sus lectores con su supuesta conversación con el Director de la Academia; y allí tenemos a Hitler, proclamado como Arquitecto por la Academia… Como sabemos, Hitler regresó a Linz a finales de 1907 donde asistió a los funerales de su madre y permaneció allí los primeros dos meses de 1908:

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«Cuando volvió a Viena, en febrero de 1908, no fue para iniciar con firmeza los estudios necesarios para convertirse en arquitecto —afirma Kershaw—, sino para volver a caer en la vida cómoda, de holganza e indolencia que había vivido antes de la muerte de su madre» (pág. 50). Hitler, sin embargo, y en el proceso de la forja del mito que él y el partido nazi se hallaban construyendo, sostiene otra cosa: En brazos de la «Diosa Miseria» y amenazado más de una vez de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad, para resistir hasta el triunfo. Debo a aquellos tiempos mi dura resistencia de hoy y la inflexibilidad de mi carácter. Pero más que todo, doy todavía mayor valor al hecho de que aquellos años me sacaron de la vacuidad de una vida cómoda para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquellos por quienes lucharía después… Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra esa ciudad feacia para mi. Cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como pequeño pintor, para ganar el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca alcanzaba a mitigar el hambre. ¡Qué constante era la lucha con tan despiadado compañero. Sin embargo, en ese tiempo aprendí más que en cualquier otra época de mi vida. Además de mi trabajo y de las raras visitas a la ópera, realizadas a costa del sacrifico del estómago, mi único placer lo constituía la lectura. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo. Pero hay algo más que todo eso: En aquellos tiempos me formé una concepción del mundo (Weltanschauung), concepción que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar (Mi lucha, págs. 30-31).

Este texto de Hitler es realmente revelador. Primero, por su falsedad, en cuanto afirma que desde que llegó y durante los cinco años de su permanencia en Viena se consagró a trabajar

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como peón. En segundo lugar, por la afirmación enteramente inverosímil de que los libros eran su deleite y que leía mucho y concienzudamente, algo que a un vago compulsivo como él le estaba absolutamente negado, y si algún lector piensa que ya por entonces su enfermedad del comportamiento para estudiar estaba superada, debe saber que, como ya lo hemos insinuado, nunca la pudo vencer, pues teniendo sus raíces en el fondo molecular, y sin que nadie le hubiera podido ayudar en su infancia, y sin que él tolerara que le insinuaran siquiera que estudiara o trabajara, esa holgazanería se incrustaba más en su ser en la medida que el tiempo transcurría. ¡Ah!, pero es que Hitler tenía una «concepción» muy suya y muy acomodaticia de lo que era la lectura para él: Bajo el concepto de lectura, concibo cosas muy diferentes de lo que piensa la gran mayoría de los llamados intelectuales. Conozco individuos que leen muchísimo, libro tras libro y letra por letra, y, sin embargo, no pueden ser tildados de «lectores»… Les falta el arte de separar en el libro, lo que es de valor y lo que es inútil… Cuando las exigencias de la vida diaria le reclamen el uso práctico de lo que en otro tiempo aprendió, entonces mencionará los libros y el número de las páginas y, pobre infeliz, nunca encontrará exactamente lo que busca… Quien posee el arte de la buena lectura, al leer cualquier libro, revista o folleto, concentrará su atención en todo lo que, a su modo de ver, merecerá ser conservado durante mucho tiempo, bien porque sea útil, bien porque sea de valor para la cultura general (págs. 40-41).

Como a Hitler le es imposible leer libros serios o científicos, ridiculiza a quienes sí son buenos lectores, que él denomina despectivamente «intelectuales», a quienes siempre profesará un odio profundo. Por otra parte, delata su método de lectura, que consistía en entresacar lo «que confirmaba sus creencias y prejuicios», o, para decirlo con sus palabras «su granítica concepción del mundo». Se cuida de citar algún libro leído por él, y, de pronto, se refiere al Capital de Marx, tan a la ligera y de carrera que carece de conocimiento para de-

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cirnos a qué volumen se refiere. Lo que más tarde leerá —que es lo único que un vago como él puede leer— serán los periódicos que se convirtieron en su fuente de sabiduría: «Leía asiduamente la llamada prensa mundial» y, como tenía una gran memoria, retenía lo que le interesaba. Es indispensable hacer todas estas precisiones sobre las «lecturas y estudios» de Hitler en Viena, porque de ellas va a nacer lo que él llamaría su concepción del mundo que, de oídas, él malentendió, pues carecía de capacidad filosófica, así hubiera podido leer a pensadores como Dilthey, Spranger, Scheler, Wundt, que se referían a sistemas filosóficos u ontológicos cuando hablaban de la Weltanschauung o Concepción del Mundo, del Idealismo, el Realismo, el Materialismo. Por esto repetimos dos ideas suyas que subrayamos más atrás: «En aquellos tiempos (de Viena) me formé una concepción del mundo (Weltanschauung), concepción que constituyó la base granítica de mi proceder en esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar»… Eran todos sus «prejuicios y fobias» que formó en esa época ayudado por la lectura de los periódicos, contra los socialdemócratas, los marxistas y los judíos, que, en verdad, fueron graníticos y fijos, y que ya tendremos oportunidad de ahondar sobre ellos, principalmente el feroz antisemitismo y antibolchevismo, a los que agregará en 1924 su expansionismo nómada, cristalizado en la idea de «espacio vital»: poco o nada tendría que agregar más tarde a su «filosofía», ya que en Hitler dos o tres ideas se hincaban en su cerebro de manera absolutamente rígida, y cuando nos dice «nada tuve que añadir después», era porque su conocimiento limitado nunca pudo fecundarlo y enriquecerlo con nuevas ideas porque su enfermedad compulsiva le impedía hacer lecturas serias que tuvieran la virtud de hacer más flexibles sus rígidos prejuicios que no lo abandonarán jamás: Hitler murió predicando su «concepción del mundo». Ya lo hemos sugerido, si Hitler no hubiera padecido la vagancia para el estudio, habría sido otro, quizá más sabio y más culto, menos bárbaro y compulsivo. Aquí viene en nuestro apoyo Marlis Steiner, quien hace las

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siguientes anotaciones sobre las lecturas de Hitler y cómo a través de ellas llegó a su Weltanschauung (concepción del mundo): La permanencia en Viena le sirvió pues de catalizador y hasta revelador. Es un período durante el cual incorpora nuevas ideas, donde otras toman forma, se cristalizan. Pues lee desordenadamente a los clásicos, historia, panfletos, folletos y sobre todo diarios, y como no retiene más que lo que le interesa para incorporarlo a su concepción del mundo, nos explicamos que se creyera elaborando su propia Weltanschauung. Pero la elección restrictiva y arbitraria de sus «alimentos espirituales», su estrecha percepción de lo real, dieron rigidez a su edificio ideológico y excluyeron toda forma de alternativa, lo que presentaba la ventaja —si así puede decirse— de una creciente cohesión (Hitler, pág. 43).

Por su parte su «íntimo» amigo August Kubizek, gran defensor de Hitler, y obnubilado y abrumado por su elocuencia avasalladora, que aseguraba que Hitler ocupaba su tiempo leyendo cantidad de libros, cuando se lo concretó sobre cuáles eran esos libros no supo recordar más que uno, no de filosofía, ni de Schopenhauer o de Nietzsche: «Si tuviera yo que relatar qué libros causaron una particular impresión en Adolfo dentro del ingente número de los leídos, primero en Linz y después en Viena, me vería en un compromiso. Por desgracia, no poseo la extraordinaria memoria de mi amigo para el contenido de los libros. Lo vivido para mí queda mucho más grabado que lo leído. Tal como ya he dicho anteriormente, el primer lugar lo ocupaban las leyendas de héroes alemanes. Las leía una y otra vez. El libro que poseía en Viena… se intitulaba, si no estoy equivocado Leyendas de dioses y de héroes, tesoro de las leyendas germano alemanas» (Adolfo Hitler, mi amigo de juventud, pág. 280)… A esto se reducía la «ingente» cantidad de libros que Hitler leía, ya en Linz, ya en Viena. Por su parte, el erudito Kershaw, escribe: «Kubizek describe a Hitler constantemente inmerso en sus estudios. No podía imaginar a su amigo sin libros, asegura. «Los libros eran

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su mundo. Hitler había llegado a Viena, escribe, con cuatro cajas llenas principalmente de libros… En la habitación de Stumpergasse había siempre, añadía Kubizek, montones de libros. Sólo retuvo en la memoria, sin embargo, un título: Leyenda de dioses y héroes: los tesoros de la mitología germánica. Poco después de la guerra, cuando le preguntaron sobre las lecturas de Hitler, sólo podía recordar que Adolfo tuvo dos libros en su habitación durante varias semanas, y que tenía también una guía de viajes… Su testimonio posterior de que Hitler había leído una lista impresionante de clásicos (que incluía a Goethe, Schiller, Dante, Herder, Ibsen, Schopenhauer y Nietzsche) ha de abordarse con cierta prevención. Hitler fue capaz más tarde de conversar sobre los méritos comparativos de Kant, Schopenhauer y Nietzsche, aunque no hay ninguna prueba de que leyera sus obras. De hecho, le habían sorprendido en el Albergue de Hombres de Viena «disertando» sobre Schopenhauer, y confesó que había leído «algo» de su obra, y le advirtieron que debía «hablar de cosas que entendiera»… Leyese lo que leyese durante sus años de Viena, y dejando aparte una serie de periódicos (Leía estos periódicos y probablemente leyese otros también, así como revistas y folletos políticos, principalmente en los cafés) mencionados en Mi lucha, no podemos estar seguros de lo que era, lo más probable es que fuesen cosas mucho menos elevadas que las obras de esas luminarias de la literatura. Pero como todo lo demás que emprendió en este período, sus lecturas fueron asistemáticas. Y los conocimientos fácticos que encomendó a su formidable memoria no sirvieron más que para confirmar opiniones ya existentes» (Hitler, pág. 65). Basados en todos estos informes, y, particularmente en nuestro diagnóstico de Hitler, como vago compulsivo para el estudio y el trabajo, vamos un poco más lejos: podemos estar seguros de que Hitler, más allá de ser un asiduo lector de periódicos y folletos, jamás leyó un libro serio completo, como no fueran las novelas de Karl May sobre las guerras de los indios, y Las leyendas de dioses y héroes. No tenía cómo, era muy grave su afección compulsiva que, fatalmente, le impidió ser un hombre instruido. Con su talento y prodigiosa memoria

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—como ocurre con muchos vagos que hemos tratado en nuestra actividad profesional—, cualquier cosa que leyera o escuchara, la enriquecía y retenía con tal propiedad, que daba la sensación de una gran cultura y podía «disertar» sobre Kant, Schopenhauer, y Nietzsche, con sólo haber asistido a una conversación, conferencia o leído algún fragmento de ellos en los periódicos que, éstos sí, eran «su alimento espiritual». Con esa capacidad oratoria que tuvo desde niño, cualquier información que adquiriera sobre cualquier tema, era suficiente para que pronunciase todo un discurso de varias horas de duración. Para mayor abundamiento y porque nunca sobra destacar que la vagancia compulsiva para el estudio limitó a Hitler y lo hizo incapaz para el conocimiento serio aparte de sus novelas de guerra y de sus cuentos mitológicos, y, particularmente su lectura cotidiana de periódicos a los que era muy aficionado y que leía «asiduamente» como él decía en los cafés, citaré un breve texto de Cartier porque refleja el muy interesante pensamiento del hitlerólogo Jetzinger que contradice con toda razón al muy ingenuo y sumiso —de sorprendente parecido en eso a la madre de Hitler— Augusto Kubizek, que creía ciegamente en esa época de Viena y de Linz en la «grandeza» de su amigo Adolfo, no sin que, a pesar de su credulidad, le haga algunas críticas reveladoras a su ídolo, aunque, en algunos casos, Kubizek no es sincero sino que obedece a la campaña endiosadora del Führer por el partido nacionalsocialista al que pertenecía él, de acuerdo con la cual era muy importante hacer creer al pueblo alemán que Hitler tenía una gran sabiduría y que «Los libros eran su mundo y que en su alcoba había «montones» de libros, y que leía a los clásicos y a los filósofos sin cesar. Pero los conocedores como Franz Jetzsinger no aceptaban las evidentes mentiras muy parcializadas de Kubizek. Dice Cartier: Kubizek, que nada tenía de intelectual, y cuyos estudios no habían pasado de la escuela comunal, se asombraba de la cantidad de libros que desfilaban bajo los ojos de su amigo. «No puedo recordarlo de otro modo que con un libro en la mano… Cuando hacía buen tiempo, Hitler se iba a leer a

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un banco solitario de la Glorieta de Schonbrunn. Los días de lluvia frecuentaba la Hofbibliothek. Homero, Horacio, Shakespeare, Schiller, Schopenhauer y Nietzsche figuran entre los innumerables autores que todos los testimonios atribuyen al material de lectura de Adolfo Hitler. ¿Pero leía acaso? —prosigue Cartier—. Jetzinger en su afán de contradecir a Kubizek —que nosotros no creemos que sea «afán» sino convicción—, pretende que Hitler nunca leyó un libro serio en su vida (Concordamos plenamente con Jetzinger). Sin ir tan lejos, otros autores expresan sus dudas. Sin duda tiene razón en el sentido de que la versatilidad de su carácter y la variedad de su curiosidad hicieron que Hitler nunca fuera un lector cuidadoso. El propio Kubizek reconocía que Hitler buscaba en sus lecturas argumentos y razonamientos que estuvieran de acuerdo con sus ideas. Pero poseía una facultad de aprehensión excepcional y, por añadidura una de las memorias más prodigiosas de que haya estado dotado nunca un ser humano. Yo no creo que Hitler hallara sus principios en los libros, y por eso no concedo demasiada importancia a las pedantes investigaciones sobre el origen de su pensamiento. Sin embargo, creo que en sus lecturas encontró un poderoso arsenal dialéctico (Hitler, al asalto del poder, pág. 35).

Hemos enfatizado partes de este importante texto: una, cuando dice que Jetzinger «pretende que Hitler nunca leyó un libro serio en su vida», porque concuerda exactamente con nuestra percepción; otra, cuando Cartier sostiene que por la «versatilidad» del carácter de Hitler nunca fuera un lector cuidadoso: nosotros sustituimos «versatilidad» por compulsión; tres, estamos de acuerdo con Cartier en que Hitler no halló sus principios en los libros: creemos que los asimiló de los periódicos y folletos o de las conversaciones o discursos que escuchaba; cuatro, «creo que en sus lecturas encontró un poderoso arsenal dialéctico: nosotros precisaríamos que «en sus lecturas de periódicos y revistas» encontró ese arsenal dialéctico. Lo notable del libro de Walter C. Langer, La mente de Adolfo Hitler, consiste en que se lo encargaron de una manera «secreta» para conocer quién era en el fondo Adolfo Hitler, y Langer consultó muy buenas fuentes para cumplir el encargo,

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y ya en 1936 el trabajo estuvo listo. En cuanto al fenómeno de la vagancia compulsiva que nos ocupa y sus manifestaciones en Viena, dice: En Viena se dedicó a leer periódicos y panfletos, no para estudiar, lo que le habría permitido formarse intelectualmente, sino para encontrar argumentos que sustentaran su convicción anterior. Es una característica que atraviesa toda su vida: nunca estudia para aprender, sino para justificar lo que siente… Hitler, agrega Langer, pasaba el tiempo leyendo panfletos políticos sentado en los cafés y pronunciando discursos a sus compañeros de albergue (La Mente de Adolfo Hitler, págs. 117-119).

Y, partiendo de estas lecturas, Hitler sostuvo más tarde: Así que en pocos años construí una base de conocimientos de los que aún extraigo mi alimento… En aquella época me formé una concepción del mundo y un enfoque de la vida que se convirtió en el fundamento granítico de mis acciones…

Mendicidad Compulsiva. Puede tener diferentes orígenes, mas en Hitler fue típicamente compulsiva, la prolongación extrema o la radicalización de su haraganería. Se observa en muchos mendigos que, cuando la compulsión es universal, tanto para el estudio como para las actividades prácticas y el trabajo, el paciente ya no tiene salida, y se precipita en la mendicidad. En su tercera visita a Viena, Hitler se había llevado a su amigo August Kubizek, con la abundancia de su palabra y la fuerza de su elocuencia, pues debió convencer a sus padres que no lo veían con buenos ojos debido a que conocían que era un fracasado en los estudios. En todo caso, en febrero de 1908, estaba reunido con Adolfo quien le dio una buena impresión por su atuendo de dandy, igual al que le viera en la ciudad de Linz. En el mes de julio o agosto, Kubizek debió partir para Linz ya que lo llamaban a prestar servicios en el ejército. Es cierto que Hitler no se sintió a gusto con la partida de su amigo y hasta le envió algunas postales posteriormente. Hacia el mes de agosto

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de 1909, Kubizek regresó a Viena a reunirse nuevamente con Hitler. Kubizek en su libro narra lo acontecido. Se dirigió a la habitación que habían ocupado, y la dueña de la casa, «la señora Zakreys me saludó alegremente, pero se apresuró a añadir que la habitación estaba ya alquilada. Pero, ¿y Adolfo, mi amigo,?, le pregunté asombrado. Pero, ¿no sabe usted quel el señor Hitler ha partido?, respondió ella. Y, ¿adónde se ha trasladado?, quise saber. —Esto no lo ha dicho el señor Hitler, dijo ella. — Pero tuvo que dejar alguna nota para mí. —No, el Señor Hitler no ha dejado nada, replicó la señora. —¿Ni siquiera un saludo? —Ella respondió: «no ha dicho nada». «Pasó el año —continúa Kubizek— sin que yo hubiera sabido u oído nada de Adolfo. Habrían de transcurrir cuarenta años hasta saber yo, gracias al archivero de Linz, que se ocupaba de indicar las fichas en la vida de Adolfo Hitler, para saber que mi amigo se había trasladado de la habitación en la Stumpergasse, porque el alquiler era demasiado elevado para él… Adolfo se había sumergido en la oscuridad de la gran ciudad». Se sabe que Hitler se trasladó a una habitación más barata en la zona de Sechshauserstrasse de Viena donde vivió muy poco tiempo y desapareció de allí el 16 de septiembre de 1909 sin dejar rastro, ni el registro para la policía, ni menos para su amigo. ¿Cuál habría sido la causa de esta desaparición misteriosa? Aquí los investigadores especulan. La hipótesis preferida es la de que tal vez se presentó por segunda vez como aspirante para ingresar en la Academia de Bellas Artes y que, por segunda vez, lo hubieran rechazado. Avergonzado, no habría querido que nadie lo supiera, ni siquiera su amigo Kubizek. Nuestro concepto se funda en el seguimiento de la afección compulsiva grave que padecía Hitler, su vagancia generalizada, para el estudio y el trabajo. Tenemos la certeza de que cuando Hitler abandonó su primera residencia por una más barata y aun en ésta tampoco pudo pagar el arrendamiento, era porque el dinero que le había dado su madre después de la venta de la casa de Linz, se había agotado. Ahora debería esperar hasta el 20 de abril

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de 1913, fecha en que cumpliría los veinticuatro años, cuando, según estipulaba la ley austriaca, podía recibir la herencia que le había dejado su padre Alois. ¡Cuatro años de espera, nada menos! ¿Qué hacer entretanto?¿Trabajar? Adolfo Hitler, como lo hemos venido viendo en todos sus años anteriores, sentía repugnancia por el trabajo, mentalmente no estaba en condiciones de sacudir su compulsión de la noche a la mañana para dedicarse a ganar el pan con el sudor de su frente durante cuatro larguísimos años… ¡Imposible! Todo lo que diga Hitler y el partido nazi de que se dedicó a trabajar como peón, que puso a prueba su carácter, que templó su voluntad, es increíble… Hitler, que padecía una enfermedad del comportamiento heredada, que le impedía en absoluto trabajar, no iba a poder erguirse de un día para otro, justamente dada la gravedad de su pereza que ha sido reconocida por todos los investigadores serios de su carrera —aunque nunca hubieran hablado de que padecía una compulsión a la vagancia generalizada— para entregarse, en este caso, al trabajo material, ya que para el estudio había fracasado rotundamente, una, o dos veces, si se quiere pensar así. Nosotros sostenemos que no hubo una segunda presentación a la Academia. No tenía con qué. Podemos estar seguros, siguiendo fielmente esa trayectoria de Hitler odiando todo lo que fuera trabajo y a todo aquel que le sugiriera que trabajara, que el 16 de septiembre de 1909 Hitler claudicó y se entregó a la mendicidad… «Durante los meses siguientes supo lo que era la pobreza», afirma Kershaw. Nosotros afirmamos que la pobreza que sufrió fue producto de su vagancia, de no poder buscar un trabajo, el que fuera, pero un quehacer que le permitiera vivir y sobrevivir, tanto más fácil le habría sido cuanto que él no tenía a quién más que sostener sino a sí mismo. Debemos ser consecuentes con nuestro diagnóstico cuyos síntomas los han visto todos, y decir que Hitler no tenía con qué ponerse a trabajar, que le era necesariamente imposible ponerse a luchar, fajarse y defenderse con su sudor y sus brazos. No es esta una declaración acusatoria contra Hitler. Al contrario, resaltamos su impotencia debido a un impedimento que

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no era voluntario sino impuesto por su enfermedad compulsiva, pues nosotros sabemos qué es eso, cuán inutilizante, y que si la vagancia para el estudio arruina las mejores inteligencias, la vagancia para el trabajo conduce indefectiblemente a la mendicidad. Y a la mendicidad «lo lanzó» su afección del comportamiento, y adviértase que no decimos Hitler «se» lanzó a la mendicidad, como si fuera algo voluntario en él, un propósito libre de su voluntad. No. Hitler no dijo libremente que no quería trabajar ni luchar en esa situación apremiante: fue un determinismo biológico heredado el que lo lanzó despiadadamente a pedir limosna. Conocemos muchos casos semejantes en la vida de nuestras sociedades. Y no falta quien los critique sin conocer su fondo mental. No sólo la gente humilde o los proletarios: en todas las clases sociales se encuentran los mendigos, sea que vayan de puerta en puerta pidiendo socorro, sea que se conviertan en parásitos de sus familias, o de sus amigos o de los estados. Que hay muchas formas de mendigar. Y Hitler fue conducido a los bajos fondos a mendigar. Nosotros somos los primeros en lamentar su condición humana, que si no hubiera sido vago, no habría sido mendigo, ni tampoco el ser monstruoso que conoce la historia, pues ya hemos sostenido que con capacidad para estudiar habría llegado a ser un gran pintor o arquitecto civilizado y tal vez no cayera en su barbarie guerrera, que también era un determinismo heredado de sus mayores. Si se nos preguntara en este momento quién era Hitler, responderíamos que había sido un desgraciado que había recibido por azar de sus mayores una herencia maldita que lo condujo a ser —junto con José Stalin, hijo también de padres primitivos y alcohólicos, pero que no fue vago como Hitler— el hombre más peligroso de la humanidad, si es que en el futuro no aparece un Hitler armado con bomba nuclear… Pero mientras vive en Viena desde 1909 a 1913, es un ser digno de lástima. Adolfo Hitler desvalido e impotente se hunde y va descendiendo escalón tras escalón al más bajo fondo de la escala social, pidiendo un mendrugo, demandando cobijo en las frías noches de ese otoño. Para colmo de males, seguramente de-

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primido, porque su humor era oscilante, y se movía entre el frenesí de la acción y la inercia del desastre. Alan Bullock nos refiere que «Hanisch (Reinhold) describe su primer encuentro con Hitler en el dormitorio público de Meidling —un asilo para mendigos de Viena—, en 1909, diciendo: El primer día se sentó junto a la cama que me había sido asignada un hombre que sólo llevaba encima unos pantalones viejos: era Hitler. Estaban despiojando su ropa, pues había vagado días enteros sin encontrar un techo que le acogiera, encontrándose en pésimas condiciones (citado, según Bullock, por Rudolf Olden en Hitler the Pawn, pág. 45, Londres, 1936) (Hitler, Estudio de una tiranía, 2 vols., pág. 10, 1959). Hanisch, dice por su parte Kershaw, llevó a Hitler a palear nieve, pero como no tenía abrigo, no estaba en condiciones de aguantar por mucho tiempo. Se ofreció a llevar maletas a los pasajeros en la Westbanhnhof, pero su apariencia probablemente no le proporcionaba muchos clientes. Es dudoso que hiciese muchos trabajos manuales más durante su estancia en Viena. Mientras le habían durado los ahorros, no se había molestado en pensar en la posibilidad de trabajar. Cuando más necesitado estaba de dinero, no se encontraba ya en condiciones físicas… (suspensivos nuestros para cambiar «condiciones físicas», por condiciones mentales) de hacerlo. Más tarde, hasta Hanisch, su «socio comercial», perdería los estribos ante su holgazanería cuando intentaban ganarse la vida vendiendo cuadros (Hitler, vol. I, pág. 79).

Y Helmut Heiber, en su libro Hitler. Habla el Führer, sostiene que Hitler: Sólo manifestaba su desprecio hacia los «otros» holgazanes, aunque él, tanto a la sazón, como en años posteriores, lo fue siempre de modo singular (pág. 13)

Alan Bullock continúa:

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Hitler no tenía abrigo y sentía mucho frío. Entonces se le ocurrió una idea mejor a Hanisch. Preguntó a Hitler qué oficio había aprendido —en su impotencia, apuntamos nosotros, ni siquiera esto se le había ocurrido—. «Soy pintor, me contestó». «Creyendo que era un decorador de interiores, le dije que seguramente era fácil ganar dinero con su oficio. Le ofendió mi insinuación, aclarando que no era pintor de esa calaña, sino, por el contrario, un artista académico»… Cuando ambos, continúa Bullock, se mudaron al asilo de Meldemannstrasse, el Albergue para Hombres, «tuvimos que idear mejores métodos para hacernos con dinero, dice Hanisch. Hitler propuso que falsificáramos cuadros. Me contó que ya en Linz había pintado algunos paisajes al óleo, los había metido en un horno para que adquiriesen pátina y había logrado, en varias ocasiones, venderlos como valiosas obras de arte antiguas». Esto parece poco probable, pero como Hanisch que se había registrado bajo el nombre supuesto de Fritz Walter, tuviera miedo a la policía, «sugerí a Hitler que nos atuviésemos mejor a un esfuerzo honrado y pintásemos, por ejemplo, tarjetas postales. Yo vendería las tarjetas. Decidimos, pues, trabajar unidos y repartirnos las utilidades». Hitler confirmó el arreglo en su declaración al Juzgado, en 1910 (Hitler, Estudio de una tiranía, pág. 12). Lograron sostenerse por estos medios, continúa Bullock, hasta el verano de 1910, cuando riñeron. Hitler lo demandó por estafa y Hanisch estuvo 7 días encerrado en la cárcel,» no por la acusación de Hitler sino porque andaba con nombre falso. Según Hanisch, «en el asilo sólo paraban vagabundos y borrachos (pág. 13). Cuenta Hanisch que Hitler usaba un abrigo negro muy viejo, que le había regalado Neumann, un judío húngaro huésped del asilo o Albergue para Hombres. Por debajo de las alas de un sombrero derby, negro y grasiento, le colgaba el pelo, que le tapaba el cuello del abrigo. Cubría su cara huesosa y hambrienta, una barba negra sobre la que los ojos grandes y saltones constituían el rasgo dominante». En suma, Hanisch añade: «una aparición que se ve muy de vez en cuando entre cristianos»… Confirman esta descripción los quincalleros y pequeños comerciantes que compraban sus

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pinturas, entre quienes aún recordaban, por el año 1930, la estrafalaria figura» (pág. 13, vol. 1).

Continúa Alan Bullock: Hanisch añade que Hitler era perezoso y taciturno —dos características que a menudo se repitieron en él—. Le disgustaba el trabajo constante. Si ganaba unas cuantas coronas dejaba de dibujar días enteros y se pasaba las horas en los cafés comiendo pasteles de crema y leyendo periódicos. No tenía ninguno de los vicios comunes. Ni fumaba, ni bebía y, según Hanisch, era demasiado huraño y torpe para gozar el favor de las mujeres. Sus pasiones eran leer los periódicos y hablar de política. Frecuentemente —recuerda Hanisch— había días en que sin más ni más rehuía todo trabajo. Vagaba por los dormitorios públicos comiendo el pan y la sopa que en semejantes lugares se repartían, discutiendo temas políticos y enfrascándose a menudo en disputas acaloradas (pág. 13).

Para nosotros tiene una singular importancia este hecho, repetitivo y constante, de que Hitler prefiera dedicarse a la política en lugar de trabajar… ¡Es que con su verborrea y locuacidad ahora y más tarde con su oratoria que le salía espontánea, sin esfuerzo alguno, podía entregarse a las discusiones políticas, interrumpiendo el trabajo regular, con gran satisfacción! En suma: ¡prefería la política que no le exigía ningún esfuerzo, porque para Hitler consistía en leer periódicos mientras comía glotonamente sus dulces y harinas, y hablar, ahora si, sin descanso, porque le salía a borbotones y le fluía sin el menor esfuerzo, prefería la política, repetimos, al trabajo sostenido, que él odiaba! La importancia que tiene esta observación, se debe a que más tarde, en plena acción política, Hitler exigirá para él la «propaganda» que realizará con su espontánea oratoria, que para él no representa el más mínimo trabajo, pues nació con ese don de la palabra, en tanto que la administración y la organización del partido que sí requería esfuerzo y trabajo, la dejaría para que la hicieran otros. ¡Esta fue la forma como Hitler se acomodó en la actividad política!

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«Cuando en la réplica se excitaba —prosigue Bullock— gritaba y manoteaba en tal forma que, o bien los otros asilados le maldecían por las molestias que les causaba —aquí se pone de manifiesto su fanatismo dogmático, agregamos nosotros—, o el conserje se veía obligado a callarlo»: adviértase que a Hitler la palabra le fluía a torrentes, sin que pudiera contenerse, verborréica y maníacamente. Sólo más tarde, a partir de 1920, podrá educarla y convertirla en oratoria eficaz. «Unas personas, al oírle, se reían de él y otras se mostraban extrañamente impresionadas por su impetuosidad. Una tarde —nos cuenta Hanisch— Hitler fue a un cine donde se proyectaba El Túnel, de Kellermann. En esa película aparece un agitador que, mediante sus discursos, logra levantar en rebelión a las masas obreras. El espectáculo casi enloqueció a Hitler. Le hizo tal impresión que por días enteros no habló de otra cosa que no fuera el poder de la palabra… Parecidas explosiones de controversia, se alternaban en el ánimo de Hitler, con los períodos de desaliento» (pág. 14). Retengamos estas oscilaciones maníaco-depresivas del humor de Hitler. Los informes de Greinier confirman en gran parte lo declarado por Hanisch, dice Alan Bullock. Como a todos los que lo conocieron, a Greinier también le chocaba la rara mezcla que había en el carácter de Hitler, de ambición, energía e indolencia (enfatizamos nosotros para destacar que la secuencia del humor maníaco—depresivo era de observación común a todo lo largo de la vida de Hitler). Hitler no sólo desesperaba por querer causar una impresión favorable en las personas que lo rodeaban, sino que hacía gala de su acopio de ideas ingeniosas para lograr fortuna o fama… Cuando se hallaba en forma, hablaba hasta por los codos —típica expresión verborreica de su estado maníaco, acotamos nosotros— , dejándose llevar de su imaginación, explicaba cómo pensaba gastarse la fortuna que aún estaba por lograr. Pero cuando se enfriaba su entusiasmo, le embargaba la tristeza y se apartaba por días enteros del trato con sus amigos —era la expresión depresiva de su enfermedad bipolar maníaco—depresiva, agregamos—, hasta que cualquier nuevo truco o alguna

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supuesta panacea para alcanzar el éxito volvían a inflamar sus anhelos —retornando al polo maníaco—. Sus tendencias intelectuales seguían el mismo patrón. Según relata Greinier, leía muchísimo, pidiendo prestados los libros de las bibliotecas públicas, pero sus lecturas eran indisciplinadas y faltas de sistema: la Roma antigua, las religiones orientales, los yoga, el ocultismo, el hipnotismo, la astrología, el protestantismo, fueron temas que excitaron su interés momentáneamente. Daba principio a una veintena de labores diferentes sin llegar a terminar ninguna —característico del vago compulsivo, anotamos nosotros—, y volviendo siempre a su habitual método de vida, que consistía en ganar unos cuantos pesos mediante brotes esporádicos de actividad y sin dedicarse a una sola cosa con perseverancia (la cursiva es nuestra)… Con el tiempo se le acentuaron estas manías, se volvió más excéntrico, más introvertido. La gente lo encontraba raro y un tanto desequilibrado.

Aquí hacemos un alto muy breve en el relato importantísimo de Bullock, para destacar estos comportamientos, que ya no son compulsivos, es decir, no pertenecen a la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones, sino a La Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica. Comportamientos como la «introversión», lo «excéntrico», « el aislamiento y la falta de amistades», lo «introvertido», «lo raro y un tanto desequilibrado», primero, porque son manifestaciones esquizoides, muy parecidas a las de su hermana Paula, de quien dice Walter C. Langer (La mente de Adolfo Hitler, pág. 113): Vivía Paula muy pobremente en un ático de Viena. El doctor Bloch fue a visitarla, golpeó a la puerta. Nadie le abrió. Una vecina le explicó que nunca recibía a nadie, dándole a entender que era una persona muy rara (otros autores han confirmado lo mismo)…

Ya tendremos oportunidad de comprender cómo estos comportamientos esquizoides de Hitler se sitúan en la base de uno de sus síntomas más llamativos e incomprendidos: la peculiaridad de su antisemitismo. Prosigue Bullock:

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Hitler dio rienda suelta a sus odios que alimentaba en contra de los judíos —retengamos que fue hacia esta época de 1910 cuando hizo eclosión ese peculiar antisemitismo, observamos nosotros—, de los sacerdotes, de los socialdemócratas, de los Habsburgo. Las pocas personas con quienes había trabado amistad, se cansaron de él por su extraña conducta y su hablar disparatado. Ofendió a Neumann, el judío que le había protegido, con la violencia de su antisemitismo; Greinier a su regreso a Viena, se disgustó al comprobar lo bajo que Hitler había caído en la escala social; Kauya, que administraba el Albergue de Hombres, le tenía por uno de sus clientes más estrafalarios que había tenido. Y, sin embargo, la estancia en Viena marcó una impresión indeleble en el carácter y en el espíritu de Hitler.

Para completar lo que nos ha dicho Alan Bullock sobre la vida de indigencia de Hitler durante estos años en Viena (septiembre de 1909— mayo de 1913), nos apoyaremos en Raymon Cartier que ha seguido minuciosamente sus pasos. «Hitler pagaba por su celda en el Albergue para Hombres, Mannerheim, en el distrito 20 de Viena, 50 céntimos al día, pero debía abandonarla a las 9 de la mañana y volver a ocuparla a las 9 de la noche. Trabajaba en la sala común, al lado de otros pensionistas que escribían direcciones o transcribían música. Pintaba tarjetas en colores y acuarelas. Copiaba fotografías y reproducía casi exclusivamente los monumentos. El Albergue para Hombres constituye un inicio de recuperación. Hitler lo reconoció así en su libro Mi lucha: «A comienzos de 1910, mi situación cambió un poco. Trabajaba como pintor y acuarelista»… Sin embargo, durante mucho tiempo no tuvo más que una camisa que lavaba en el sótano. El Albergue para Hombres (Männerheim) le proveyó a Hitler, por primera vez, un público. Las salas comunes, ocupadas desde la mañana a la noche, eran lugares de debates. «El recitador de monólogos de Linz, el solitario de la Stumpergasse, se convirtió en el Albergue para Hombres en un personaje más abierto que exteriorizaba de repente la vehemencia que hasta entonces había desahogado sólo sobre Kubizek. Soltaba discursos sobre la música, el teatro, la filosofía, exaltaba a Wag-

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ner y Schiller, rebajaba a Mozart y Goethe y comentaba a Schopenhauer», todo esto, como ya hemos visto, sin que hubiera leído a estos autores o conociera de filosofía, excepto a Wagner de cuya música era un fanático. Karl Lueger, acababa de morir. Hitler había admirado en él al antisemita que atribuía todos los males de la sociedad austríaca a los judíos. Es importante reseñar la visión de Alan Bullock en otro de sus importantes libros, Hitler y Stalin, Vidas paralelas, 1994: Cuando Hitler desaparece en noviembre de 1908, aún le queda algo de la herencia y se las arregla durante un año viviendo en alojamientos baratos. No tiene nadie con quien hablar y se va encerrando en sí mismo, pasando la mayor parte del tiempo… ¿durmiendo?, ¿leyendo folletines? Pero en otoño de 1909, se habían agotado sus fondos, abandonó su habitación sin pagar los meses que debía y empezó a dormir en los bancos de los parques, incluso en las portadas de las casas. Cuando llegó la época de frío tuvo que hacer colas para conseguir un tazón de sopa de la cocina de un convento y encontró una plaza en el Asyl für Obdachlose, un asilo para menesterosos que regentaba una asociación de caridad. Hacia finales de 1909 y principios de 1910 se encuentra sumido en la más profunda indigencia: hambriento, sin hogar, sin abrigo, enfermo y sin la más mínima idea de lo que podría hacer —en su impotencia de vago, no se le ocurre que tiene un recurso fácil para ganar la vida, y debe ser otro vagabundo, como Hanisch, quien lo socorra al respecto, agregamos nosotros—. Al fracaso de sus pretensiones de convertirse en un artista se sumaba ahora la humillación del joven de clase media, mimado y esnobista, que se veía reducido a la categoría de vagabundo (pág. 55) … Vivió tres años, después de esto (1910-1913) en el Albergue para hombres, otra institución de caridad, pero de mucho más calidad que el Asyl für Obdahlose. Se apartó completamente tanto de la familia como de su amigo Kubizek y desapareció, sumergiéndose en el anonimato de la gran ciudad (pág. 39).

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Hitler siguió en el Albergue para hombres porque allí encontraba mejores condiciones de vida que en otras partes, y, además, este lugar le daba el apoyo psicológico que tanto necesitaba. Pertenecía al pequeño grupo de los residentes permanentes cuya posición privilegiada estaba reconocida (en el uso de la sala de «lectura», por ejemplo, donde pintaba) y cuyos miembros se llamaban a sí mismos «los intelectuales», que se distinguían claramente de los transeúntes, a los que trataban como a sus inferiores en la escala social. El círculo de la sala de lectura le suministraba ese grado de contacto superficial que necesitaba como «individualista», sin poner en peligro la aureola de reserva de la que él mismo se había rodeado, sin involucrarse en ningún tipo de relación humana genuina. Ese círculo le proporcionaba también otra de las cosas que tanto necesitaba: un auditorio. Según relata Karl Honisch, miembro de aquel círculo en 1913, Hitler podía permanecer trabajando tranquilamente mientras no se dijese algo que le irritara sobre cuestiones políticas o sociales… Entonces sufría una profunda transformación, se levantaba de un salto y se dedicaba, enfurecido, a arengar a los presentes» (pág. 56). Renunció a buscar un trabajo fijo. (pág. 57).

Más que el hambre … lo peor de sus padecimientos fue en realidad la herida infligida a su amor propio, el derrumbamiento de la imagen que se había forjado de sí mismo, como la del artista grande, o la de un gran escritor —la de un gran «algo», que dejaría su marca en la historia—, al verse ahora al nivel de los desamparados de la fortuna, a los que tanto despreciaba» (pág. 58). Desde el punto de vista psicológico —continúa Bullock en su libro Hitler y Stalin, Vidas paralelas—, la importancia de aquel período vienés radica en dos hechos. El primero es que, pese a los golpes recibidos, Hitler no abandonó, sino que intensificó la imagen que se había creado de sí mismo. Al mismo tiempo y en la misma medida que continuaba experimentado la frustración y la humillación, esta situación alimentaba sus resentimientos y sus deseos de ven-

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ganza contra el mundo que lo rechazaba, lo que venía a echar más leña al fuego en sus deseos de triunfar cuando se presentase al fin la oportunidad (pág. 57).

A reserva de volver más adelante sobre este rasgo tan importante de la psicología de Hitler, conviene que, de una vez, establezcamos su procedencia cerebral: Como maníaco que era, Hitler sufría de ideas Megalomaníacas, de Delirios de Grandeza, que se expresaron desde la niñez hasta la muerte, que él no podía controlar, ni modular, pues eran causados por esta enfermedad psiquiátrica muy conocida, ideas megalomaníacas y delirios de grandeza que se transformaban en esos sentimientos de superioridad y omnipotencia, que sólo desaparecían en sus estados depresivos, en los cuales no creía valer nada y deseaba suicidarse, una y otra vez. Volvamos ahora a las conclusiones psicológicas de Bullock sobre Hitler en su período vienés: El segundo hecho importante de aquella época: Hitler exagera la importancia del aquel período, al decir que sus ideas estaban ya completamente formadas cuando abandonó Viena en 1913, ignorando así el impacto emocional de sus experiencias en la guerra de 1914-1918 y su reacción ante la derrota de Alemania… Hecha esta salvedad, no hay motivos para dudar, sin embargo, de su afirmación de que fueron precisamente sus vivencias en Viena las que hicieron que empezase a «cobrar forma» su Weltanschauung (concepción del mundo). En Viena Hitler ya se había convertido en un nacionalista germano. Las dos nuevas amenazas que Hitler dice descubrir por vez primera en Viena fueron «el marxismo y el judaísmo (pág. 57). Hitler se jacta de haber leído —continúa Bullock— «una enormidad y concienzudamente» durante la temporada que pasó en Viena. Pero unas páginas más adelante, en su libro Mi lucha, escribe, ridiculizando a «la llamada intelectualidad». Esto nos da una idea de lo difícil que resulta identificar los libros que leyó Hitler… Muchas de sus lecturas fueron al parecer ediciones «popularizadas». En ellas encontró muchas citas de obras originales que memorizó y repitió

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luego para hacer creer que eran estas últimas las que había leído. Poseía una memoria asombrosa, especialmente en lo que se refiere a hechos y cifras y las utilizaba para confundir a los expertos. Es un error subestimar la capacidad mental de Hitler y el poder del sistema intelectual que ensambló juntando el material que había extraído de sus lecturas y experiencias. Sin embargo, todo cuanto dijo o escribió revela que su mente, no sólo carecía de humanidad sino también de capacidad de juicio crítico, de objetividad y sensatez a la hora de asimilar el conocimiento, lo que se considera, por regla general, como sello característico de una mente educada, cosa que Hitler despreciaba abiertamente (pág. 61).

«Al igual que en el caso de la Socialdemocracia y el Marxismo, Hitler se jactaba de haber recurrido a los libros para ilustrarse acerca de los judíos. En este caso concreto disponemos de claros testimonios de que aquellos «libros» eran unos panfletos antisemitas, que compraba por unos cuantos peniques, o revistas como Ostara, que la editaba un monje que había colgado los hábitos y se hacía llamar Lanz von Liebenfels, y estaba dedicada bajo el emblema de la esvástica, «a la aplicación práctica de las investigaciones antropológicas con el propósito de preservar a la raza europea de la destrucción, manteniendo la pureza racial»… Este tipo de publicaciones eran una de las características de la subcultura vienesa de aquellos tiempos, por regla general, pornográficas y desenfrenadas en lo que atañe a la violencia y la obscenidad en su lenguaje. En los pasajes en los que Hitler se refiere a los Judíos en Mi lucha, están redactados en el espíritu de aquella tradición, lo que se refleja, por ejemplo, en su preocupación por el sexo y por la adulteración de la sangre alemana: «la visión espeluznante de la seducción de centenares de millares de chicas por repulsivos y patizambos bastardos judíos»: «tan pronto como empecé a investigar el asunto (la cuestión judía) Viena se me presentó bajo una luz nueva. ¿Había alguna empresa oscura, cualquier forma de suciedad, especialmente en la vida cultural, en la que no participara al menos un judío? Al hundir

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el bisturí del investigador en esa clase de abscesos, uno descubría inmediatamente, como un gusano en un cuerpo putrescente, a un pequeño judío, que se quedaba con frecuencia deslumbrado ante la repentina luz» (Mi lucha pág. 62). Retornemos a Raymond Cartier y a su libro Hitler, al asalto del poder, quien nos da valiosas informaciones sobre la vida del Hitler vagabundo y maníaco-depresivo: «Él, Hitler, aceptaba regresar a las 9 de la noche a su celda de la ventana enrejada y seguía ganándose su miserable pitanza realizando sin gusto y sin talento sus malas acuarelas. No se conoce ninguna tentativa por su parte de escapar a esta mediocridad. Al mismo tiempo se descubre lo que constituiría, hasta su agonía en Berlín, una de las características paradójicas de Adolfo Hitler. Una pasividad mezclada con frenesí. Nunca dejó de esperar el acontecimiento, y el acontecimiento fue a él para elevarle, y luego para aplastarle» (pág. 48). Hitler a los 24 años de edad —1913— parece haber iniciado una vida vegetativa. No busca ningún contacto exterior ni hace parte de ninguna asociación… «No es, tal como dijeron sus primeros biógrafos, una ruina humana. Se trata de algo peor: ¡se diría que se ha acomodado a la mediocridad!» (Cartier, pág. 52). Este criterio de Cartier está plenamente corroborado por notables historiadores recientes, de que Hitler, en los tres primeros meses de 1913, «seguía a la deriva, vegetando» (Kershaw, Hitler, pág. 91). De la misma manera que la falta de dinero en septiembre de 1909 había lanzado a Hitler a la mendicidad por su incapacidad compulsiva para el trabajo práctico, pues su incapacidad compulsiva para el estudio había quedado demostrada en su rotundo fracaso en sus aspiraciones artísticas ante la Academia de Viena, en 1907, ahora —y el 20 de abril de 1913, está cumpliendo los 24 años, edad en que debe recibir según la ley la herencia que legara su padre Alois, y, efectivamente, el 16 de mayo de 1913, el Tribunal de la ciudad de Linz le anunció que, cumplido ese requisito, recibiría la apreciable suma de 819 Kronen— ahora, decimos, con ese dinero que le llega de su odiado padre, levanta cabeza, se pone en actividad, y parte

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para Múnich el 24 de mayo de 1913, eludiendo, al mismo tiempo, por lo menos eso creía él, a las autoridades austriacas por el delito de no haberse presentado a prestar el servicio militar. Ahora, después de cuatro años de mendicidad, ¡Múnich está a la vista! Odio, Maldad, Venganza, Mitomanía, Fanatismo, Terquedad, Incesto, Criminalidad compulsivos de Hitler. No vamos a describir estas compulsiones de Hitler con la misma minuciosidad con que lo hicimos con la Vagancia, porque son muy evidentes no sólo para los expertos hitlerólogos sino aún para la gente del común. Lo que les hace falta es su denominación clínica de compulsivos, lo cual les confiere su justo valor etiológico dentro del Gran Sistema Compulsivo que padeció Adolfo Hitler, pues, si bien las personas heredan varias compulsiones, en el caso de Hitler nos encontramos con multitud de síntomas compulsivos concretos, además de sus rasgos temperamentales en sus relaciones interpersonales que fueron odiosos, tánto, que inspiraron miedo, odio y venganza recíprocos. El gen mutado por el alcohol que heredó de su árbol genealógico afectó su cerebro Protéica y Pleiotrópicamente de «muchos modos» compulsivos, y en Hitler es aplicable con pleno valor científico, utilizando la «paradoja de Changeux», que nosotros hemos acogido con toda puntualidad, porque sostiene la verdad evidente de que existe simplicidad en los genes y complejidad en el cerebro, con mucha mayor razón hoy, porque a raíz del Proyecto Genoma Humano (año 2.000) en el que se secuenciaron los pares de bases nitrogenadas, el número de genes disminuyó en cada persona de 100.000 genes a 30.000 solamente; esto significa que se perdió en cantidad de genes, pero se ganó en cualidad. ¡Somos seres cualitativos, a diferencia de gorilas y chimpancés y mamíferos en general que son seres cuantitativos! De esta manera, si antes se sostenía que un gen equivalía a una proteína, ahora es lícito sostener que cada gen es mucho más rico en funciones y que se traduce en más de una proteína:

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Nuestra fórmula, entonces, es la siguiente: Un Gen Mutado = Un Sistema Compulsivo en su Cerebro Afirmamos que Hitler es el paciente con más compulsiones que conocemos en nuestros historiales clínicos, todas heredadas al azar, por clara mala suerte. Mala suerte que, por azar, hubiera heredado el Gen Mutado por el Alcohol, pues su hermana Paula no lo heredó, aunque sí su hermanastro Alois Hitler, que acabó en la cárcel. Mala suerte de Hitler, en segundo lugar, por el hecho de que ese Gen Mutado que heredó, afectó su cerebro con tantas y tan peligrosas compulsiones… Repetimos: ¡Hitler no es culpable de ser tan excepcionalmente compulsivo! Hitler fue de mala suerte, aunque, como ocurre con todos los compulsivos, viven una brutal paradoja, consistente en que, siendo tan graves enfermedades del comportamiento sus compulsiones, ¡gozan infinito realizándolas! Al mismo tiempo, y, en segundo lugar, no fue culpable porque, si bien nació compulsivo, pudo no haberse hecho, si un buen ambiente, un ambiente científico, le hubieran proporcionado unos padres terapeutas con buenos conocimientos, no «con buenas intenciones», o, los profesionales especialistas en las Grandes Compulsiones que hubieran atajado las múltiples compulsiones en sus primeros años de edad, hasta sus dieciséis años, antes de marchar a Viena… El niño nació con su mentalidad compulsiva y se comportó de acuerdo con esta mentalidad, de la manera más natural, espontáneamente, como si ser violento, ser glotón, ser vago para todo —tan de mala suerte, que pudo ser vago sólo para el estudio y no para el trabajo práctico, lo que le habría impedido descender al mundo de la mendicidad—, ser malvado, odiar, ser vengativo, fanático en tal extremo grado, etc., fueran los comportamientos normales y correctos, y ante esos modos de ser, no tuvo —como no tienen hoy nuestros niños compulsivos, porque esta Ciencia de la Tercera Mentalidad no ha sido acogida aún por la Organización Mundial de la Salud (OMS)—, una mano sabia que lo guiara, sino que el niño Adolfo se encontró con el sentido común y el temperamento de cada uno de

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los padres y de los profesores, que se comportaron «anticompulsivamente», oponiendo a una compulsión otra compulsión, y allí lo vemos chocando abruptamente con su padre, de temperamento violento, con su madre, a quien maneja por su temperamento pasivo, y con los maestros de diferentes temperamentos, pero siempre chocando con el muchacho. ¡No los vamos a culpar a ellos, pues todos eran víctimas de la ignorancia, ignorancia que no puede decirse que es cosa del pasado, sino actual, brutalmente actual! Si alguien nos preguntara que si Hitler habría respondido a una terapia preventiva que lo hubiera tratado desde la infancia hasta la adolescencia, responderíamos que sí, si esa terapia hubiera sido hecha por un experto profesional, ayudado por sus familiares y profesores, si esa terapia hubiera sido intensiva y penetrante como debe ser toda terapia de esta naturaleza para que el cerebro —que a esa edad es plástico, esto es, modificable— desarrollara neurocircuitos nuevos que contrarrestaran los neurocircuitos engendrados por el Gen Mutado, generando comportamientos no compulsivos, tempranamente, prematuramente, igual que se trata el cáncer, porque las compulsiones son el cáncer de la conducta humana. Si hubiera sido tratado así, la terapia habría producido resultados satisfactorios, para que se formara un Hitler con relativa capacidad de adaptación, irritable sí, pero no violento compulsivo; buen apetito, pero no Glotón Compulsivo; regular estudiante, pero no vago compulsivo para el estudio; con pereza para el trabajo, pero no con repugnancia hacia el trabajo, como llegó a ser la de Hitler que lo condujo a la mendicidad; con odio, pero no ese odio «primario», «profundo», «visceral», de que han hablado sus biógrafos. Si en la imaginaria terapia de Hitler, se nos preguntara que si se lo hubiese tomado a los 10 años para tratarlo ¿qué habría ocurrido?, diríamos que ya se habría convertido en un demonio incurable, ya que su herencia era abrumadora, y a esa edad ya tenía todas las mañas, y muy desarrollada su Violencia, su glotonería, su Odio, su Vagancia compulsiva, su Maldad… Su talento, su astucia, y su facilidad de palabra —que habrían podido utilizarse en la terapia para establecer con él una fecunda

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interacción dialéctica—, se convirtieron en instrumentos del Genio del Mal, irreductible a todo cambio, pues Hitler se fue transformando en una persona con ideas, convicciones, prejuicios, obsesiones, pétreos e inmodificables. Como en las demás compulsiones, Hitler nació odiando. ¡Tremenda compulsión ésta! Con su agudeza para detectar quién estaba con él y quién no, quién coartaba sus comportamientos y quién no, odió muy pronto a su padre, y vio en su madre un instrumento de manipulación y de ingratitud, pese a quienes hablan de un profundo amor —y hasta «amor edípico»… —entre ellos. Cuando el padre murió, recayó sobre ella la tremenda responsabilidad de conducirlo hacia el estudio para que llegase a ser un profesional, pero Hitler la envolvió y explotó su ingenuidad y su blandura, que satisfacía sus caprichos, ofreciéndole regalos, ropa fina en los años de Linz para que vistiera como un dandy, un piano de cola cuando tuvo la veleidad de «estudiar» música, viajes a Viena, y la respuesta constante fue la ingratitud: véase que no exageramos, pues si lo hiciéramos, faltaríamos a nuestro compromiso de objetividad científica: Clara Hitler accedió a la solicitud de Adolfo de que le costeara un viaje a Viena. No le escribe a su madre, como muestra de cariño y gratitud, ni siquiera una postal. Dice Kubizek: ¿Qué es lo que le pasaba a Adolfo? No llegaba a su madre ni una sola línea. La señora Clara me abrió la puerta de su casa y me saludó cordialmente. Comprendí al verla que me aguardaba con impaciencia. ¿Tiene usted alguna noticia de Adolfo?, me preguntó aún en la puerta. Así, pues, no había escrito tampoco a su madre. La señora Clara me ofreció una silla. Vi qué alivio significaba para ella poder abrir a alguien su corazón. ¡Aquella vieja lamentación, que conocía palabra por palabra! Pero escuché pacientemente: —Si hubiera estudiado con aplicación en la escuela real, ahora podría hacer ya pronto su examen de reválida. Pero no deja que le digan nada… Y añadió literalmente: es tan testarudo como su padre. ¿A qué se debe este precipitado viaje a Viena? En lugar de conservar celosamente esta pe-

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queña herencia, se la gasta irreflexivamente. ¿Y qué saldrá después? No saldrá nada bueno de la pintura. Yo no podré luego ayudarle. Tengo que pensar aún en la pequeña Paula. Ya sabe usted, qué criatura tan delicada es. Y, a pesar de ello, tiene que aprender algo útil. Adolfo, sin embargo, no piensa en ello. Sigue su camino como si estuviera solo en el mundo. Yo no veré ya cómo consigue asegurarse una existencia independiente. La señora Clara, continúa Kubizek, me pareció más preocupada que de costumbre. En su rostro se observaban profundas arrugas. Sus ojos parecían velados, y la voz sonaba cansada y resignada. Tuve la impresión como si ahora, cuando Adolfo no estaba ya a su lado, que se había dejado ir por completo, y su aspecto era más viejo y enfermizo que de costumbre. Era evidente que para hacer al hijo más fácil la despedida, había silenciado a éste su verdadero estado (con el cáncer de mama mal operado)… Ahora, al encontrarse abandonada a sí misma, se me mostraba como una mujer vieja y enferma (August Kubizek, Adolfo Hitler, mi amigo de juventud, págs. 197-198).

¿Quién diría, escuchando este relato desgarrador de lo mucho que sufría esta pobre mujer —pues es la descripción adecuada: «pobre mujer»—, que su hijo la quería, quién diría que su hijo no era un malvado y un sádico, que pensaba sólo en él y en sus egoístas intereses, que «sigue su camino como si estuviera solo en el mundo»? Hitler niño odió «profunda y primariamente» a sus profesores y condiscípulos, a todos los cuales despreciaba compulsivamente. Hitler odiaba a quien se atrevía apenas a sugerirle que estudiara, a sus hermanas, a su cuñado Leo Raubal lo detestaba «visceralmente». Ya en Viena odiaba y temía a los socialdemócratas; odiaba y temía a los judíos; odiaba y temía a los marxistas. Era un odio universal, de naturaleza compulsiva claramente, repetitivo y constante. A su amigo Kubizek, al único que toleró por algún tiempo, hasta que en 1909 abandonó «sin dejarle un saludo», lo sometía tan despóticamente, obligándole a que lo escuchara y aprobara, impidiéndole hasta dormir, que le infundía miedo, como

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lo insinúa en el siguiente texto, escrito cuando se hallaba desesperado por la imposición brutal de Hitler, quien 20 años antes de serlo, ya se sentía el Führer, y eso, que el libro lo escribió Kubizek para contribuir a levantar el Mito de Hitler, obedeciendo al partido nazi, no quería hablar mal de Hitler y le disimulaba muchas de sus maldades inhumanas. Cuando Kubizek escribió las palabras siguientes, era porque ya no podía soportarlo más y no sabía cómo zafarse de las garras de este cruel hombre, que si trataba mal a su madre, mucha mayor maldad empleaba con este amigo «íntimo»: Yo me esforzaba a mí mismo en mantenerme despierto y escucharle. Ninguna de las preguntas que me llenaban de preocupación por él salieron jamás de mis labios. Hubiera sido fácil para mí aprovechar alguna de las frecuentes discusiones para separarme de él. En el conservatorio me hubieran ayudado con gusto a encontrar otra habitación (para no sufrir la tortura de vivir con él en la misma habitación) ¿Por qué no lo hacía? Yo mismo me había dicho a menudo que esta extraña amistad no hacía ningún bien a mis estudios. ¿Cuánto tiempo, cuántas energías me costaban estas innecesarias y nocturnas tareas de mi amigo (que no lo dejaba dormir porque él dormía durante el día)? ¿Por qué no me separaba yo de él? Porque sentía nostalgia, es cierto, esto debía confesármelo a mí mismo, y porque Adolfo significaba para mí un pedazo de mi patria chica. Pero, a fin de cuentas, la nostalgia es algo que un joven de veinte años puede superar fácilmente. ¿Qué era, pues? ¿Qué era lo que me retenía a su lado? (pág. 306).

Respondemos por Kubizek: ¡Miedo, profundo miedo a la cólera de Hitler! Una cólera peligrosa, y quienes lo conocían y lo sufrían de cerca debieron notarlo y sentirlo con miedo. Era una sumisión absoluta e incondicional la que les exigía Hitler a sus «íntimos». El sumiso Kubizek, mientras vivió en la misma alcoba con Hitler debió someterse estoicamente a las imposiciones de ese Führer en formación que, si como canciller a partir de 1933, exigía la sumisión incondicional de las masas, los políticos, los generales y las naciones conquistadas, ya desde

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su niñez era un tirano con los que lo rodeaban: «¡pero no deja que le digan nada!», exclama atemorizada la Señora Clara, la pobre madre del tirano infantil y adolescente. Clara fue la primera víctima de Adolfo Hitler, ese déspota-nato. Nos constan las torturas a que fue sometido Kubizek, porque él nos las ha narrado en su libro, cuidándose de no dar una mala imagen de Hitler, antes al contrario, esforzándose por pintar de rosa lo que era negro en su comportamiento y en sus odiosas y peligrosas imposiciones: Hitler obligaba a Kubizek a que le escuchara y aplaudiera su verborrea acerca de todos los temas posibles; lo obligaba en la intimidad a que le escuchara sus peroratas sobre la música de Wagner, siendo que Kubizek sabía de música y Hitler era un aficionado sentimental de Wagner, más por sus héroes que por la música misma; lo obligaba a que le escuchara una «ópera» que estaba escribiendo, porque el hambre de fama y la manía de acción no le permitían estarse quieto, y Kubizek debía someterse a la tortura de escuchar y aplaudir lo que él sabía que era muy malo; hasta le obligó a que compusiera la música del libreto de la ópera de marras, que, por su puesto, Hitler escribió sólo algunas páginas porque su pereza no le permitía ni estudiar, ni escribir y menos crear, y todo esto por las noches, cuando Kubizek necesitaba dormir pues debía madrugar para ir al Conservatorio a recibir sus clases de música, en tanto que el haragán de Hitler se quedaba durmiendo hasta tarde… Desesperado, Kubizek quiere librarse de esa «extraña amistad» como él la califica, pero carecía del arrojo para hacerlo, porque el miedo lo paralizaba, miedo a una agresión ya no sólo verbal con sus interminables discursos que le salían a borbotones, sino física, pues las garras del asesino potencial que había en Hitler ya eran intuibles; Kubizek las intuía con horror, seguramente… ¡Todos los que acompañaron a Hitler en la intimidad, que fueron pocos, sucumbieron a la desesperación y al miedo!: acobardada, la madre no se atreve a hablarle de sus terribles dolores ocasionados por el cáncer, por miedo a que su Adolfo montara en cólera; por miedo, Kubizek debe aguantarse el tormento de vivir con este hombre que a los 19 años ya tenía bien desarrollados sus colmillos criminosos que aún

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no los sacaba en público pero que ya los mostraba en la intimidad… Quien padeció de la manera más atroz esa tiranía íntima fue su sobrina y amante Geli: con su tremenda violencia «visceral», que nosotros llamamos compulsiva, quería «educarla» para que fuera su esclava sumisa a su tiránica voluntad. Geli que apenas salía de la adolescencia, había dicho a una amiga: «mi tío es un monstruo», y en otra ocasión: «Ud. no se imagina las propuestas que me hace mi tío Adolfo», refiriéndose seguramente a propuestas sexuales perversas. Cada vez más exasperada, Geli no aguantaba las presiones de Hitler, sus celos aplastantes, sus exigencias de sumisión absoluta —quien conoce la tiranía pública de Hitler, debe imaginar con qué tremenda fuerza esa tiranía se ejercía sobre Geli—, una niña indefensa, —y el 17 de septiembre de 1931 tuvieron Hitler y Geli una disputa, que debemos suponer que no era de la clase de disputas comunes y corrientes que viven los amantes, sino una disputa de una magnitud hitleriana—, que escuchó la señora Anni Winter, el ama de llaves. No se sabe el motivo de esta confrontación, pero sí una de las tantas disputas que existían entre ellos, ya fuera porque Geli se rebelara, ya, lo más verosímil, que Geli lo amenazara con hacer públicas sus propuestas perversas, y Hitler, cuando salió de la alcoba por la mañana, le dejó su pistola para que ella se suicidara y la pobre niña mordió el anzuelo. Al día siguiente, Hitler salió de la habitación, Geli se quedó sola; poco después abrieron la puerta y la encontraron tendida, con un tiro en la sien, muerta, y la pistola automática de Hitler a sus pies. Tres años más tarde, quiso usar la misma treta con su íntimo amigo Ernst Rohm, haciendo que dejaran en su mesa de noche, la noche de los cuchillos largos, una pistola para que él se suicidara y no tener que hacerlo Hitler con su propia mano, pero Rohm, tan criminal como Hitler, no cayó en el ardid y obligó a que Hitler cargara en su mala conciencia con el homicidio. No se le hizo la autopsia porque el Ministro de Justicia Gürther, gran amigo de Hitler, hizo lo necesario para que el cuerpo de la joven fuese despachado de Múnich a Viena para su inhumación… Muchos sospecharon de Hitler como el asesino, pero lo único cierto es que Hitler fue el autor psicológico

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del suicidio, pues no cabe duda que, como a su madre y a Kubizek, Hitler llevó a Geli a la desesperación con su tiranía potentísima que ella no pudo soportar, y, como, por otra parte, no podía huir, tanto como Kubizek, del lado de su tío-amante —¡por miedo!—, no le quedó otra salida que el suicidio, facilitado pérfidamente por Hitler… La cuarta víctima íntima de Hitler fue Eva Braun, a quien el dictador tomó como amante después de la tragedia de Geli. Siguiendo consecuentemente la línea del modo tiránico y sádico con el que Hitler trataba a sus seres «queridos» más próximos, y Eva Braun será la última, siendo Mimy Reiter la primera, una niña de 16 años que se ahorcó y por suerte se salvó —sólo cinco personas en su vida, si hemos de descontar su perro—, tenemos todo el derecho de pensar que Hitler la llevó a la desesperación. Recordemos lo que decía Geli: «mi tío es un monstruo». No hablamos del final trágico de Eva a quien Hitler convenció con su diabólica «elocuencia» a que se suicidaran juntos, a cambio de que él, se casaría con ella, eso sí en el último instante, cuando metidos en el búnker de Berlín ya no hubiera escapatoria para ella. No. Hablamos de Eva en los primeros tiempos de sus amoríos con Hitler, también una niña de 20 años —«espectros» del pasado, pasado compulsivo advertimos, pues también el padre las buscó casi niñas para el amor—, a quien, sin duda, la llevó Hitler a la desesperación con sus métodos brutales y «monstruosos» de tratarla, exigiéndole la sumisión incondicional del esclavo… «El 11 de agosto de 1932, el doctor Plate fue informado que Eva había telefoneado a su lugar de trabajo y, hablando con dificultad, dijo que había intentado suicidarse, se había disparado una bala de 6,35 en la región del corazón. Se quejaba de que Hitler no le hacía caso y que se sentía tan solitaria que prefirió morir…» Hitler asustado —pues no hacía un año de la muerte de Geli— se comunicó con el doctor Plate: «Dígame la verdad. ¿Cree usted que Fraülein Braun ha querido únicamente hacerse la interesante y atraer mi atención hacia ella?… El doctor Plate hizo un gesto negativo con la cabeza: «El tiro iba dirigido directamente hacia el corazón. La bala no tocó la aorta por unos

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milímetros. Todo indica que se trata de una auténtica tentativa de suicidio»… Los cinco íntimos, desesperados y con miedo, ante las monstruosidades del Hitler niño, del Hitler adolescente y del Hitler adulto: Clara, la madre; Kubizec, el amigo íntimo; Mimy, la pequeña adolescente; Geli, la sobrina amante; y, Eva, la «pobre» Eva, a quien mantuvo en la clandestinidad, hasta cuando la tuvo asegurada de que se suicidaría con él, momento en que Hitler convino casarse con ella. Ahora sí, ¡que tiemblen los políticos nazis sometidos a Hitler; que tiemble el pueblo alemán, bajo la fusta de su teatral y avasalladora oratoria; que tiemblen los partidos políticos de oposición; que tiemblen los generales comandantes de las tropas en los frentes de batalla; que tiemblen, en fin, las naciones que, una a una, van cayendo bajo su yugo…! Eso en cuanto al odio, a la maldad irrefrenable y al sadismo de Hitler. ¿Qué no diremos en lo que se relaciona con el crimen y la venganza compulsivos de Hitler? Desde que Hitler se dedicó por entero a la «política», se sabía, o, por lo menos, así lo entendemos nosotros, que no era una política al estilo de la política de los partidos políticos clásicos, sino una política criminal, encaminada directa pero solapadamente —pues Hitler era el único que lo sabía, y nuestro lector conoce que Hitler llevaba la guerra en sus moléculas por haberla heredado de la pequeña etnia de los Schicklgruber—, hacia la guerra. Por ello y con aviesas intenciones, Hitler dotó a ese «partido» nacionalsocialista de un instrumento que era la Tropa de Asalto, la terrible S.A., fundada y comandada por un siniestro asesino y perverso sexual, Ernest Röhm, cómplice de Hitler en los actos y propósitos criminales, pues la política para Hitler será sólo «un medio para conseguir un fin», y ese fin era la guerra que él llevaba in pectore… Sólo más tarde, cuando Röhm no tolere la sumisión a que Hitler pretende someterlo —intolerancia que pagaría muy caro Ernest Röhm—, a partir de 1934, funda Hitler ese otro terrible cuerpo criminal, llamado eufemísticamente Brigada de Protección, más conocida como la S.S., siniestra tropa condu-

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cida por el no menos siniestro Heinrich Himmler, homicida y genocida, también compañero y cómplice de Adolfo Hitler, inspiración suya, pues Himmler obedecía ciegamente sus propósitos oscuros. Con la S.S. y la Gestapo, Alemania y Europa se llenarían de terror. Este era el fondo «político» de Hitler: la violencia y el crimen para destruir toda oposición, con ejecuciones y amenazas que infundían espanto en los partidos de corte político clásico que, si bien tenían métodos violentos en su acción, como el partido comunista y el socialdemócrata, jamás acudieron a esas organizaciones de asesinos paramilitares que empleara Hitler. El 1 de enero de 1931 fue inaugurada la Casa Parda, guarida de los nazis, cuya sóla mención estremece. Todo bajo la inspiración, aunque no la conducción, de Adolfo Hitler, que cuando podía, tiraba la piedra y escondía la mano, debido al miedo delirante que sentía por los judíos, y esto, aún en el «apogeo de su poder» (Kershaw). En el mes de abril hubo una intentona de rebelión contra Hitler en Berlín. Entonces, el Führer marchó a Berlín y estando allí desplegó su «maestría» para aplacar a los amotinados, «armado sólo con su elocuencia y hasta con sus lágrimas para persuadir a los amotinados» a quienes visitó de barrio en barrio y de casa en casa, «como un brujo capaz de calmar con su palabra incluso unos estómagos insatisfechos». Esto dijo la Fama. Pero, ¿cuál fue la realidad? Otto Strasser explica el triunfo de Hitler a armas más siniestras que la hipocresía de sus lágrimas y su retórica. Según él Hitler se valió de un conocido asesino para poner en orden a los insurrectos berlineses. Mas el triunfo de Hitler con los berlineses que se querían salir de su puño de hierro se debió a que, detrás de su «diplomacia», se llevó a Berlín a la terrible S.S., aún en formación, pero ya comandada por el avieso Himmler. Mientras Hitler con su elocuencia y con sus lágrimas convencía a algunos insurrectos, la S.S. de Berlín, dirigida por Daluege, lo iba escoltando y silenciando a los más rebeldes con sus métodos brutales… Con este gesto de la S.S. contra la insurrección de los berlineses desesperados con la tiranía de Hitler, se inició la carrera de este cuerpo paramilitar en abril de 1931, que habría de suplantar a la S.A. y a su jefe Röhm en 1934.

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A propósito de asesinatos. La S.A. o tropa de asalto, que eran organizaciones paramilitares creadas por el mismo Röhm, y cuyo espíritu brutal se guiaba por el espíritu de Hitler, como siempre ocurre, bajo la comandancia de Ernst Röhm, alcanzaron una gran fuerza, casi eran un segundo ejército y pretendían desplazar al ejército y constituirse en el verdadero ejército bajo las insignias nazis, y empezaron a salirse de las manos de su patrocinador Adolfo Hitler. Estas fuerzas paramilitares habían adquirido su propia dinámica como es natural y se habían convertido en una fuerza paralela al partido nacionalsocialista al que no veían con buenos ojos. Desde el momento en que llegaron los nazis al poder en 1933, pretendieron convertirse en la punta de lanza de la «revolución» nazi, empujándola más de prisa de lo que habría querido el mismo Hitler, pues tenía sus propios y secretos planes: esperar la muerte inminente del mariscal Hindenburg, presidente del Reich y la suprema instancia de Alemania, y hacerse con la presidencia para reunir en su persona los dos títulos, el de canciller y presidente del Tercer Reich, y, cosa importante, quería o planeaba atraerse la adhesión del ejército, al cual, como es natural, Hitler le atribuía gran importancia, a la sazón comandado por el General von Blomberg. Hitler veía, no sin disgusto que la S.A. y su jefe Röhm se convertían en un obstáculo para este propósito, tanto más cuanto que Röhm y todos los dirigentes de la S.A. se demostraban cada día más beligerantes y radicales, tenían prisa por avanzar, y consideraban que Hitler iba muy lento, ¿en qué? En iniciar su plan local de ajustar cuentas contra todos sus adversarios políticos, contra los comunistas, principalmente, contra los socialdemócratas y todos los partidos que no se adhirieron a él, sin olvidar su plan de «exterminar» a las judíos; en el ámbito internacional, especialmente, Hitler estaba ansioso por comenzar sus inexorables planes de Guerra, que desde niño había anhelado en sus lecturas de las guerras narradas por Karl May. Pero más astuto Hitler, primero, calculaba con razón para su éxito en sus nefastas intenciones compulsivas criminosas y bárbaras, absorber todo el poder para sí, concentrándolo férreamente para no soltarlo más («cuando tomemos el poder, le había dicho a Goering, no lo entregaremos

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jamás»), y tener las manos libres y armadas para comenzar el asesinato y destrucción de los partidos de izquierda y los judíos, e iniciar rápidamente el rearme de Alemania para imponer definitivamente su voluntad bárbara guerrera… Al contrario, Röhm, menos «político», tenía afán, todo el cuerpo paramilitar tenía afán, y no se sometían a las órdenes de Hitler que pedían esperar, aun en las reformas sociales… No sólo Hitler, también Hindenburg y Blomberg, dirigían serias críticas a ese estado de cosas en las que la S.A. se había convertido en una amenaza nacional. Para Hitler no era fácil dar satisfacción a las exigencias del Presidente y el Comandante del Ejercito Alemán, puesto que la S.A. era obra suya, él se apoyaba en esas fuerzas paramilitares, y ya vimos que ahí donde la elocuencia y las lágrimas de cocodrilo de Hitler no lograban el triunfo, lo conseguían sus fuerzas paramilitares con el garrote o el puñal. La S.A. era una fuerza perfectamente ideada por Röhm pero Hitler la aceptó con entusiasmo como la dimensión militar del Partido Nazi, que, en nuestro concepto, desde 1920 estuvo encaminado a hacer la guerra mundial. Por otra parte, Ernest Röhm había sido su compañero inmediato de lucha, un factor fundamental en la dinámica del partido nazi; Röhm era hechura de Hitler y Hitler era hechura de Röhm, se interrelacionaban mutuamente, se necesitaban el uno al otro y Hitler reconocía la invaluable ayuda de Röhm al partido, y, principalmente, a su persona, apoyándolo constantemente. Es más, Hitler llamó a Röhm que se hallaba en Bolivia ayudando en la Guerra del Chaco contra Paraguay, para que organizara «férreamente» a la S.A. ¿Cómo iría a aplastarlo, entonces, si tan invaluables servicios le había prestado? Lo cierto es que los hechos se fueron complicando, en los que la mala fe tuvo mucho que ver, de modo que se hizo creer falsamente que Röhm pretendía dar un golpe contra Hitler, aunque siempre había estado de su lado. Con este argumento, se desencadenó la catástrofe. El ambiente caldeado inflamó la compulsión asesina de Hitler, y, a partir de este momento, como en todos los casos en que los potentes deseos compulsivos se ponen en marcha —así sea un alcohólico, un jugador,

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un drogadicto, un pedofílico—, se hacen irresistibles y nadie los puede controlar ni detener. Se sabe que el Servicio de Seguridad, S.D., dirigido por otro siniestro personaje, Heydrich, y la Gestapo, propagaban noticias alarmistas sobre la inminencia de un golpe de la S.A. y de Röhm. Hitler, con los motores compulsivos puestos en marcha, ya no perdió tiempo, y el 30 de junio de 1934 fue la fecha que fijó para una reunión con todos los dirigentes de la S.A., en el hotel Hanselbauer de la ciudad de Bad Wiessee. Hitler, como homicida antes o en el momento de su crimen, se hallaba obnubilado por la rabia, que fue aumentando con las horas —fue «el día más sombrío de mi vida», confesará—, y, en el paroxismo de su compulsión, pistola en mano, entró en la habitación de Röhm quien después de una velada con mucho alcohol, aún estaba en cama, cuando vio a Hitler armado gritándole que estaba detenido. La redada fue grande, aún personas inocentes o no integrantes de la S.A. como Ritter von Kahr, que fue asesinado a machetazos. Otros cayeron fulminados por las balas de los paramilitares de la S.S. que acompañaban a Hitler que, en su frenesí criminal, «estaba fuera de sí»… No se atrevió, sin embargo, a ordenar que asesinaran a Röhm —¡tanto le había servido!—, pero, al fin, para paliar el asesinato completamente injusto, ya que el mismo Hitler tenía conocimiento de que Röhm estaba con él, pero sus intereses «políticos», estaban por encima de la justicia, hizo que colocaran una pistola en la mesa de noche de Röhm, para que éste se suicidara —el suicidio es un auxiliar muy socorrido de Hitler—, pero Röhm, viejo lobo de mar, no aceptó la oferta (como sí la había aceptado la ingenua Geli, pues fue con la pistola de Hitler que ella se suicidó) y dejó que la culpa recayera sobre su compañero de luchas que ahora lo veía como un estorbo para sus planes. Dos miembros de la S.S., dos matones de los paramilitares hicieron el resto y, de este modo, Röhm dejó de ser un obstáculo para Adolfo Hitler. Esta horrible matanza, que cobró muchas vidas, se conoce como «la noche de los cuchillos largos», y se carga en el haber criminoso del Hitler del Tercer Reich… En el llamado Crimen de Potempa, Hitler tuvo una doble participación, como

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inspirador de la «política» de venganza nazi, y como cómplice de los asesinos. En agosto de 1932 habían sido asesinados dos nazis. Pero aún no estaba en vigor la ley que castigaba en Prusia con la pena de muerte los delitos políticos. Pero, una hora después de que esta ley estuviera vigente, un grupo de nazis sedientos de venganza, penetraron en el pueblo de Potempa y buscaron la casita del jefe comunista de la localidad que era un joven obrero que se hallaba durmiendo. Los camisas pardas nazis lo sacaron arrastrado de la cama y lo llevaron al cuarto próximo donde lo molieron a patadas y pisotazos. Posteriormente la madre encontró el cadáver de su hijo completamente destrozado. Se condenaba ciertamente el crimen de los comunistas, pero el crimen de Potempa en el que los nazis rompían con sus botas los huesos de un muchacho indefenso, causó estupor. Los verdugos del obrero de Potempa fueron condenados a muerte porque cuando ocurrió su horrendo crimen ya estaba en vigencia, hacía una hora, la ley de pena de muerte por delitos políticos. En cambio, los asesinos comunistas del nazi, por no estar comprendidos dentro de esta ley, fueron sentenciados sólo a cuatro años de prisión. La desproporción era inmensa… Mas lo que estremeció fue el telegrama de Hitler a los cinco verdugos, cuando estaba a dos pasos de ser el Canciller del Tercer Reich: «Mis camaradas —decía Hitler a los asesinos—, ante el juicio monstruoso y sanguinario que os aflige, me siento ligado a vosotros por una solidaridad incondicional»… La Compulsión Incestuosa de Adolfo Hitler, tiene mucha semejanza con la de su padre Alois, aunque no se puede decir que el hijo la heredó del padre, sino que el parecido es casual. El primer matrimonio de Alois con Anna no se cuenta porque fue hecho por interés arribista y económico. En cambio sus dos siguientes matrimonios, el primero con Franziska y el segundo con Clara la madre de Hitler, sí fueron auténticos. Franziska no tenía ninguna relación con Alois, pero Clara era hija de su hermanastra, las dos, por otra parte, habrían podido ser sus hijas, lo cual permite diagnosticar cierto grado de pedofilia. Hitler, por su parte, conoció tres mujeres, descartando un pasa-

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jero amor platónico con Estefanía en la ciudad de Linz, con la que ni siquiera cruzó una palabra. El único amor de Adolfo Hitler fue claramente incestuoso, llevándose a vivir a su apartamento en Múnich a la hija de su hermanastra Angela, Angelina, conocida como Geli, cuando ésta se encontraba en su adolescencia, de suerte que Hitler habría podido ser su padre ya que contaba cuarenta años, en 1929. El padre de Geli resultó alcohólico y se llamaba Leo Raubal, de modo que su hija Geli Raubal, que era vaga compulsiva para los estudios —tenía el plan de estudiar en la Universidad, pero no lo hizo; Hitler le costeó lecciones de canto, pero pronto se aburrió de tales clases, porque a ella lo que le gustaba era el ocio y darse buena vida—, vagancia compulsiva que pudo heredar de su madre Angela, por ser hija de Alois Hitler, conocido alcohólico, y ella misma fue compulsiva alcahueta al permitir que su hija se fuera a vivir con Hitler siendo apenas una adolescente. Geli habría podido heredar también sus compulsiones de su padre alcohólico. Aparte de la vagancia para el estudio, y para el trabajo, igual que su tío Adolfo, tenía la compulsión incestuosa, porque, aunque era notoriamente promiscua —¡otra compulsión!— al permitir que otros la cortejaran, por ejemplo Maurice, chófer y guardaespaldas de Hitler, sí es evidente que le hizo el juego incestuoso a su tío Adolfo. Lo que se sabe de Hitler es que se entregó por única vez al amor con esta niña, aunque nadie se halla con conocimientos para decir hasta dónde llegaron las intensas pasiones de Hitler por Geli. Se ha dicho que la dependencia de Hitler por Geli tiene semejanzas con la dependencia de su madre Clara, pero nosotros no lo vemos así, pues la dependencia con ésta fue típicamente parasitaria, manejándola para obtener beneficios, dinero, regalos, viajes, prebendas, en tanto que con Geli fue al revés, Hitler era el que daba, la llevaba al teatro, a la ópera, le compraba la ropa, le daba dinero, le costeaba los estudios. En lo que sí existía un parecido, no sólo con la madre, sino con Kubizek, con Mimy Reiter, y con Eva Braun, era en el trato hiperposesivo y tiránico que les daba hasta conducirlos a la desesperación mortal y al miedo… Los celos que desarrolló

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Hitler fueron dramáticos, no permitiendo que nadie se le acercara a Geli, y le puso al lado a una señora para que la acompañara y vigilara… Ya hemos llamado la atención sobre el hecho de que Hitler empleó toda su tremenda fuerza oratoria y mental para ejercer su condición de dominador sobre estas cinco personas —alguna vez Kubizek, estando en Viena viviendo en la misma alcoba con Hitler, llevó a una niña a la cual dictaba lecciones de música y Hitler montó en cólera creyendo que era una novia de Kubizek, y no se calmó hasta que éste le explicó que se trataba de una estudiante del Conservatorio—, era un Führer privado, ¿cuál no sería el dominio, la tiránica imposición de Hitler con esta pobre niña —la palabra «pobre» nos acude cada vez que hablamos de los íntimos de Hitler, siendo su madre la más «pobre»—, teniendo, como sabemos, la capacidad brutal de coacción sobre los miembros del partido nazi y sobre las masas alemanas a los que exigía una entrega absoluta sin condiciones, y que, a quienes no se le entregaban los convencía con su elocuencia, sus lágrimas o los puñales de la S.A. y de la S.S.? Esta supercapacidad de dominio de Hitler, en la vida privada y en la pública, debe tenerse bien presente a la hora de juzgar el dominio que ejerció sobre Geli, encima, un Hitler extremadamente celoso… Lo cierto es que —hubiesen o no relaciones sexuales con Geli— Hitler fue el Gran Inquisidor con esta niña, como lo era con el pueblo alemán. Ella, que al parecer también era violenta, además de frívola, se defendió como pudo, pero, ¿quién podía defenderse de Hitler, sobre todo ahora cuando sus compulsiones a los 40 años de edad se hallaban plenamente desarrolladas en su más peligrosa expresión? En voz baja, se quejaba que su tío era «un monstruo» y que le hacía propuestas —seguramente sexuales perversas— que nadie imaginaría. Quiso Geli irse para Viena donde vivía su madre, pero las puertas cerradas y la siniestra amenaza latente se lo impidieron. Ella forcejeaba inútilmente por zafarse de las garras del monstruo. La tortura psicológica era insoportable para Geli y desesperada se suicidó. No creemos que Hitler la hubiera matado directamente con su propia mano, pero sí estamos ciertos que él fue quien dejó la pistola para que ella

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lo hiciera por sí misma: se sabe que este era un método muy de Hitler, ya que también pretendió usarlo con su amigo de toda la vida Ernst Rohm (homosexual por cierto). Ya hemos afirmado que Hitler en sus ataques contra los judíos, tiraba la piedra y escondía la mano, pues él también tenía sus miedos recónditos. De acuerdo con el decir de algunos estudiosos, entre ellos Cartier, este período incestuoso, 1929-1931, «fue, a buen seguro, el período de su vida en que se mostró menos inhumano». La relación con la otra mujer de Hitler, Eva Braun, con quien habría de casarse, como ya lo dijimos, minutos antes de suicidarse los dos, fue algo enteramente superficial, sin que jamás tuviera la intensidad y dramatismo y pasión de la relación con Geli Raubal… Mujeriego empedernido, su padre Alois fue mucho más normal, pese a todo, en sus relaciones con la mujer, que su hijo Adolfo Hitler. Diagnóstico de la Mentalidad de Hitler con base en sus compulsiones. De acuerdo con nuestra clasificación de las mentalidades de los seres humanos, fundadas en el funcionamiento de su cerebro, las personas pueden tener una actividad satisfactoria de sus Facultades Mentales, perciben y piensan correctamente, razonan y reflexionan sin inconvenientes, se orientan bien en tiempo y espacio, generan juicios objetivos y realistas. Decimos que estas personas tienen una Mentalidad Normal, o Primera Mentalidad… Pero existen seres humanos en quienes fallan esas funciones mentales: no perciben satisfactoriamente, sino que alucinan o tienen ilusiones perceptivas; su inteligencia no es adaptativa para resolver los problemas que les plantea la existencia, sino que deliran; no se orientan correctamente ni en tiempo ni en espacio; sus juicios son a menudo absurdos, no objetivos sino subjetivos porque se hallan condicionados por un cerebro alterado en sus facultades, y pierden el sentido de la realidad; otros seres humanos son víctimas de angustias, pánicos, fobias, obsesiones y convulsiones: son los enfermos mentales clásicos, los Psicóticos, los Neuróticos o los Epilépticos, con sus sintomatologías específicas. Denominamos a es-

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tos individuos enfermos mentales, y pertenecen a la Mentalidad Patológica o Segunda Mentalidad… Hasta aquí llegaban las clasificaciones tradicionales, con sólo dos mentalidades, la mentalidad normal, y la mentalidad patológica, que incluye la Esquizofrenia, la Psicosis Bipolar o Maníaco Depresiva, las Neurosis y las Epilepsias… Quedaba por fuera el vasto mundo de las Grandes Compulsiones Adictivas, que siempre existió, con su clara localización cerebral y su singular alteración del comportamiento, que están torciendo el comportamiento natural de la Especie Humana, trocándolo por comportamientos no adaptativos sino patológicos, ¡con la particularidad de que sus facultades mentales son normales!: hablamos de la Mentalidad Compulsiva o Tercera Mentalidad: A esta mentalidad corresponde la de Adolfo Hitler, al menos, en lo que hasta ahora hemos visto. Nuestro lector conoce ya, que Hitler tenía un cerebro mestizo, con su CUARTA MENTALIDAD dominantemente bárbara, y, secundariamente civilizada con su vocación genética para la pintura, la escultura, la música coral y la oratoria —heredadas de su abuelo paterno cuya identidad desconocemos—, vocaciones que Hitler no pudo desarrollar debido a su pereza compulsiva; lo único que desarrolló fue la oratoria, pero de manera espontánea, sin esfuerzo alguno, pues la palabra le fluía a borbotones desde la niñez.

Capítulo VI

Adolfo Hitler fue maníaco depresivo durante toda su vida ¿Por qué es tan difícil comprender el ser de Hitler, su comportamiento y acción? Porque, ciertamente, en nuestro concepto, el biógrafo de Hitler que pretenda entender su mentalidad y su psicología, encontrará que es el personaje más difícil de toda la historia de la humanidad… Hemos estudiado a Alejandro, llamado el Grande, a César, a Gengis Kan, a Napoleón y a Bolívar entre los hombres de acción, y ninguno de ellos nos ha dado tanto trabajo entenderlo, excepto Simón Bolívar, sobre quien debimos escribir tres biografías, con métodos diferentes: el psicoanalítico, que nos perdió; el psiquiátrico, que nos desorientó y, el método de la psicología que llamamos moderna, que incluye la comprensión de la mentalidad mestiza de los pueblos que, en sus orígenes, se dividieron evolutivamente en civilizados sedentarios, y bárbaros nómadas, y la distinguimos como la Cuarta Mentalidad; y, en fin, La Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones. Es que el cerebro de Adolfo Hitler se halla cruzado por multitud de fuerzas mentales cuya dinámica no es fácil aprehender. A primera vista es desconcertante la psicología de este hombre singular, aún hoy, cuando contamos con los más sabios y eruditos estudios de historiadores y biógrafos; pero no

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existe una investigación psicológica satisfactoria, aparte de las conocidas «interpretaciones» psicoanalíticas, que esos biógrafos e historiadores han desestimado por su naturaleza subjetiva e hipotética, sin fundamentos reales, como el «complejo de Edipo», el «complejo de castración», el «sado-masoquismo», la «homosexualidad», que nada explican. Desconocíamos principalmente las mentalidades étnicas mixtas de Civilizado y Bárbaro, esa mentalidad Mestiza a donde han conducido las hibridaciones y mezclas entre pueblos civilizados y nómadas bárbaros, debido a las «Grandes Migraciones» de los pueblos, mejor dicho, después de milenarias guerras, a partir del año 3000 a.C., como lo señalamos atrás, en las que estas dos grandes ramas evolutivas de la humanidad, sufrían sus confrontaciones militares y luego intercambiaban Genes y Culturas que, siendo heterogéneos esos genes, de distinto rango evolutivo, no tenían posibilidad de homogeneizarse en un rango unitario, sino que estructuraron en 5.000 años, lo que hemos llamado El Cerebro Mestizo de la Humanidad… Así, agregábamos una cuarta mentalidad: La Mentalidad dominantemente Sedentaria Civilizada y la Mentalidad dominantemente Nómada Bárbara, con la particularidad de que el dominantemente civilizado, algo tiene de bárbaro, y el dominantemente bárbaro, algo tiene de civilizado. Desconocíamos igualmente la Tercera Mentalidad o Teoría de las Grandes Compulsiones, y así, no teníamos acceso a ese variadísimo espectro de las compulsiones, que son enfermedades del comportamiento, extrañas conductas, determinadas por la capacidad mutagénica débil del alcohol, y sus productos, los genes mutados, que afectan pleiotrópicamente al cerebro con muchas compulsiones, como lo vimos con Adolfo Hitler, que se trasmiten por azar de acuerdo con las leyes de la herencia de Gregorio Mendel, unas con la forma de herencia similar, en la que de alcohólicos se generan similar o semejantemente alcohólicos, y otras, por la forma de herencia desemejante, en la que, de alcohólicos descienden multitud de compulsiones que, aparentemente, nada tienen que ver con el alcoholismo, como pudimos observarlo con el tristemente célebre árbol genealógico de los Hitler, nacidos SCHICKLGRUBER…

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De esta manera, y por causas extrínsecas, como es la ingestión del alcohol a partir de su descubrimiento hace 9.000 años, los comportamientos compulsivos están sustituyendo los comportamientos naturales intrínsecos desarrollados a lo largo de la evolución de nuestra especie en las estructuras cerebrales, y a consecuencia de ello la humanidad se está transformando en una humanidad compulsiva, sin que seamos conscientes de ello. En Hitler era indispensable descubrir estos fenómenos, la mentalidad de los pueblos mestizos, y la Tercera Mentalidad, pues sin ellos sería imposible acercarnos al conocimiento de dos dimensiones esenciales de su naturaleza: el bárbaro y el civilizado que existen en él, y el compulsivo. Pero esta extraordinaria mentalidad de Hitler no se agota en las dimensiones señaladas, con ser tan importantes y decisivas de su ser. Desde su niñez dio muestras de tener, al lado de su Mentalidad Compulsiva o Tercera Mentalidad, una Mentalidad Patológica o Segunda Mentalidad, pues su cerebro tuvo alteraciones en el funcionamiento de sus neurotransmisores químicos —noradrenalina, serotonina— que lo llevaron a padecer alteraciones del humor muy ostensibles en su comportamiento, ya maníacas, ya depresivas, ya delirantes. En suma: Adolfo Hitler tenía las cuatro mentalidades: la Primera Mentalidad o Mentalidad Normal, por medio de la cual se expresaban todas las manifestaciones civilizadas de Hitler, su aptitud para el arte, la pintura, la arquitectura, la música, la oratoria, más todos aquellos comportamientos que le permitían relacionarse apropiadamente en sociedad… La Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica (Maníaco-Depresiva y Delirante)… La Tercera Mentalidad o la Mentalidad de las Grandes Compulsiones, y, por último, la Cuarta Mentalidad, o Mentalidad Dominantemente Bárbara, nómada y guerrera. ¡Demasiado complejo es el cerebro de Adolfo Hitler, de aquí la enorme dificultad para entender su psicología, repetimos! Descritas la Primera, la Tercera y la Cuarta Mentalidades,

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nos resta conocer la Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica de Hitler. La enfermedad Maníaco-Depresiva se caracteriza por oscilaciones en el estado de ánimo o del humor (dicho de paso, aunque este es el concepto de los tratadistas, a nosotros nos parece un reduccionismo a los estados del humor bastante simple). Lo cierto es que la persona oscila en círculo, entre los estados de euforia y exaltación del humor, que es uno de los polos del círculo, y estados de abatimiento y desinterés vital, que es el polo depresivo de la enfermedad. Por ello se la denomina enfermedad bipolar. En el estado maníaco, la persona «disfruta» de un estado de ánimo exaltado, intelectualmente lo puede y lo sabe todo, su Ego se hincha y se siente superior a todos los demás, es hiperactivo, de gran resistencia física y de enorme despliegue psicológico, posee una autoestima envidiable puesto que se cree un ser superior sin rivales y exulta con ideas de grandeza y megalomanía, habla a borbotones y se dice que es verborreico o logorreico por la abundancia de palabras que dispara en sus diálogos, o, más exactamente, monólogos, pues no permite que nadie le interrumpa. Todo es rápido en él: percibe rápida y agudamente, piensa rápidamente, imagina al vuelo, se mueve muscularmente de manera veloz, de suerte que deambula constantemente y, en veces, casi ni duerme o duerme unas pocas horas. Su energía no tiene límites. Gracias a esa exagerada necesidad de acción emprende muchas cosas, que en veces culmina y otras las deja sin terminar, pues de una pasa a la otra, y así, en sucesión interminable. Puede ser amable, mas si se lo contradice o interrumpe es irritable y hasta peligroso en su violencia. En su expansión de superioridad puede creerse un gran hombre, el más grande de todos, y llega hasta el autoendiosamiento, creyéndose el mismo Dios, o el Genio Creador, y en no pocos casos puede sentir y decir que nació predestinado a realizar una gran misión o sentirse el instrumento de una divinidad o providencia. Y habla, habla sin cesar, rápida e ininterrumpidamente sin cederle a nadie la palabra con la cual juega en un verdadero flujo de ideas y palabras que, si la manía se agrava, llega a la confusión y el disparate.

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El estado maníaco, como toda enfermedad, tiene grados, que van desde la llamada hipomanía, que puede ser duradera y con manifestaciones que sólo llaman la atención por su energía, su exaltación, su hiperactividad, grandiosidad y poder, sin que lleguen al disparate, hasta el ataque agudo de manía, la psicosis maníaca, que ya es la locura y la persona debe internarse en un hospital psiquiátrico. El Polo Depresivo, viene a ser el anverso de la manía. En lugar de sobrevaloración, hay minusvaloración; en lugar de hiperactividad, existe la adinamia; en vez del gusto por la vida, sienten desinterés vital; en lugar de conversar incansablemente, se sumen en el silencio; en vez de expansión, retraimiento; en lugar de euforia, infelicidad; en lugar de iniciativas, apatía; antes que creer que están destinados a cumplir una alta misión en la Tierra y en la Historia, se creen unos paranada; en vez de grandeza, pequeñez; antes que entusiasmo, desánimo; en lugar de acción desbordada, la necesidad de echarse en la cama: valen nada, pueden nada, sirven nada; si el maníaco por lo general es hipersexual, el depresivo es impotente; si el maníaco exulta, el depresivo está abrumado. ¡En oposición al maníaco que tiene la sensación libérrima de satisfacción, el depresivo se autoacusa amargamente y se reprocha sin piedad para consigo mismo! En lugar de vida y acción, muerte y suicidio. Lo mismo que en la manía, el polo opuesto de la depresión también tiene grados, desde la depresión leve hasta la Gran Depresión Melancólica y Delirante, la psicosis o locura que obliga a su internamiento en la clínica psiquiátrica. Sobre las causas de la enfermedad maníaco-depresiva existe el consenso de que es hereditaria. El índice de concordancia entre los gemelos monocigóticos o univitelinos es del 70 al 80 por 100, en tanto que ese índice entre gemelos bivitelinos se halla entre el 15 y el 20 por 100, lo que prueba que sus causas son de orden genético. Igual sucede en los casos de adopción, que los hijos de pacientes maníaco o depresivos adoptados tienden a enfermar cuatro veces más que los hijos adoptados de padres no afectados por la enfermedad. Al estudiar el árbol genealógico de Adolfo Hitler, hemos comprobado que por la línea del padre Alois Hitler, fluyen los

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genes dominantemente bárbaros, los débilmente civilizados, y las Grandes Compulsiones. En la madre Clara no encontramos trastornos compulsivos del comportamiento. ¡Mas sí la vemos aquejada depresivamente! Los relatos sobre ella y sus ojos «nublados» por el dolor —como decía Kubizek— la delatan. Adinámica y con sentimientos de minusvalía fue más vulnerable que su marido Alois para las arremetidas tremendas de su hijo Adolfo Hitler. Alois tuvo con qué defenderse y con qué contraatacarlo; Clara se entregó pasiva e impotente al dolor… ¡De ella procede causalmente su enfermedad maníaco-depresiva! Alois era enérgico, no maníaco, ni siquiera hipomaníaco; su hipermovilidad procedía de su temperamento nómada bárbaro. Desde muy niño tuvo Hitler manifestaciones maníaco-depresivas… Por una extraña casualidad se han conservado, que nosotros sepamos, dos fotografías de su niñez. La primera corresponde a su época de estudiante en la escuela primaria de Leonding, cuando contaba 10-11 años de edad. La otra pertenece al primer año de secundaria en el colegio de Linz. Las dos están reproducidas por Kubizek en su libro Adolfo Hitler, Mi Amigo de Juventud. La primera fotografía muestra un grupo numeroso de estudiantes con Hitler en el centro de la última fila, los brazos cruzados, con su actitud característica de persona superior a todos, altivo y arrogante, justamente con la imagen que nos hacemos de él en su época de Führer… La segunda fotografía lo muestra en la misma fila pero un poco agachado, ya no nos está retando como en la primera, y ha buscado un lugar disimulado en el extremo derecho de la fila, como si quisiera pasar desapercibido… En la primera fotografía aparece el «predestinado» maníaco; en la segunda, el minusválido depresivo, coincidiendo con los golpes sufridos por sus repetidos fracasos en los estudios. Raymond Cartier ha hecho una observación casi idéntica a la nuestra, aunque sin entender el por qué de las dos actitudes de Adolfo: En una fotografía muestra a cuarenta y cinco alumnos escalonados en torno al maestro, con Adolfo en el centro de la fila superior, con los brazos cruzados, la expresión arro-

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gante y una actitud que es quizá ya la de un Führer. Sin embargo, la conclusión que se ha sacado de este documento queda debilitada por una foto escolar posterior en la cual Hitler aparece en el extremo de una fila inferior (tal vez, se equivoca Cartier, porque es la misma fila superior, aunque Hitler se disimula tanto que parece que fuera inferior, al menos que se refiera a otra fotografía), con un aspecto mucho menos dominante (Hitler, al asalto del poder, pág. 16).

Cuando volvemos a tener noticias sobre la alteración maníaco-depresiva es en el libro de Kubizeck, aunque antes, también desde niño, nos llamó la atención que Marlis Steiner dijera que prefería defenderse más con la palabra que con los puños, y, aparte de esta referencia, es evidente la verborrea de Hitler, en la niñez y adolescencia, como síntoma inequívoco de su manía logorréica. En él, la hiperactividad maníaca coexiste con la necesidad de movimiento del nómada que traía en su cerebro. Su hipervaloración y la sensación de valer más que todo el mundo, la certeza de que sería el mejor artista de la historia, tal como le insistía y aseguraba a su madre, tienen el sello característico del hipomaníaco o del maníaco no agudo. Hitler nació creyéndose el ser más grande del mundo, de allí su desprecio a los compañeros de estudio y hasta a sus profesores a quienes miraba por encima del hombro. Sin dudarlo, Hitler desde niño se creyó de una raza superior, «el predestinado por la Providencia a cumplir una alta misión en la Historia». Sentimiento de grandiosidad maníaca que guía no sólo el comportamiento inmediato, sino el destino del Hitler adulto, que no se ruborizaba al pretender ser desde muy temprano en su vida política el Führer de los alemanes, exigiendo poderes de autoridad indiscutida e indiscutible en 1920, en el embrión de partido nacionalsocialista. Hitler recorrerá toda su vida —exceptuando las diástoles depresivas— con el sentimiento de omnipotencia y grandiosidad maníacas. A ello le sumaba su tremenda hiperactividad y locuacidad que explican suficientemente el frenesí de su ajetreo político a partir de 1920, y el frenesí de su belicismo, a partir de 1933, en lo doméstico y en lo internacional.

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Estas observaciones las han hecho todos sus conocedores serios de quienes las hemos tomado, con la diferencia de que ellos no le dieron el valor clínico que encerraban, razón por la cual no se entienden muchos comportamientos de Hitler, ya fueren dictados por sus comportamientos maníacos o hipomaníacos, ya por sus manifestaciones depresivas muy claras. El ciclo maníaco-Depresivo marca el ritmo de la carrera hitleriana, a todo lo largo, ancho y profundo de su existencia. Ya en la vida del adolescente, tenemos de primera mano la información que nos describe Kubizek, amigo muy cercano a Hitler y a su madre. Era el año de 1906, y Kubizek nos entrega el siguiente acertado relato: En el aspecto exterior de Hitler, la búsqueda de un nuevo camino se puso de manifiesto en peligrosas depresiones. Yo conocía bien estos estados de ánimo de mi amigo, que estaban en burdo contraste con su extasiada entrega y actividad, y sabía que yo no podía aliviarle de ellos. En estas horas se mostraba Adolfo inaccesible, encerrado en sí mismo, extraño. Podía ser que no nos viéramos durante siquiera uno o dos días. Si al cabo de ellos me encaminaba yo a su casa, para verle de nuevo, me recibía su madre con gran asombro: —Adolfo ha salido, me decía, debe haber ido en busca de usted. En efecto, según me contó el propio Adolfo, había estado caminando días y noches enteras, solo con sus pensamientos, por los campos y montes que rodeaban la ciudad. Cuando le encontraba de nuevo, se sentía sensiblemente aliviado de verme a su lado. Pero si le preguntaba qué era lo que le sucedía, me contestaba con un «¡Déjame en paz!», o un rudo «¡Yo mismo no lo sé!» Y si seguía yo preguntando, se daba él cuenta entonces de mi interés y me decía en un tono algo más suave: Está bien, Augusto, pero tú no puedes tampoco ayudarme. Este estado duraba en él algunas semanas. (Adolfo Hitler, mi amigo de juventud, págs. 186 y 189). Cuando Adolfo sufría sus depresiones —dice Kubizek más adelante— y se lanzaba a recorrer los bosques, solo con sus pensamientos, cuántas veces no estaba yo sentado en la

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pequeña cocina con la señora Clara, escuchando con el corazón conmovido, sus quejas y tratando de consolar a esta amargada mujer…

Este mundo pequeño-burgués, en el que Hitler tenía que vivir, lo odiaba en lo más profundo de su corazón. Todo en él parecía hervir y fermentar. Era duro e inflexible. En estas semanas, su compañía no era ciertamente agradable» (pág. 193). Y más lejos: Su estado de ánimo me ocasionaba de día en día más preocupaciones, confiesa el mismo Kubizek, la única persona con quien se trataba Hitler en esa época, pues ni siquiera a su madre, ni a su hermana las quería ver. Nunca anteriormente había descubierto yo en él este placer en torturarse a sí mismo. ¡Por el contrario! Por lo que hacía referencia a su altivez y conciencia de su propio valer, en mi opinión poseía más bien exceso que defecto. Pero ahora parecía manifestarse justamente al revés. Cada vez eran más profundos los reproches que se hacía a sí mismo. Pero no se precisaba más que un ligero cambio, y la acusación dirigida contra sí se convertía en acusación dirigida contra la época, contra todo el mundo. En confusas frases llenas de odio descargaba su cólera contra el presente, contra la Humanidad entera, que no era capaz de comprenderle, que no le dejaba manifestar su verdadero valor, por lo que se sentía perseguido y engañado… Yo estaba sentado ante el piano, y le escuchaba desconcertado por sus declaraciones de odio (pág. 244). (Enfatizamos nosotros).

Fundamentales revelaciones éstas que no sólo nos muestran al Hitler maníaco-depresivo, sino que nos hacen comprender que muchas de sus críticas demoledoras contra la sociedad, contra los habsburgos, contra todo, y que le lanzaron a la lucha y a la política y aún a la guerra, se hallaban fuertemente determinadas por esos estados de odio melancólico: advirtamos que, por falta de estudios, Hitler no era un pensador filosófico que tuviera herramientas teóricas para hacer la crítica del mundo y la humanidad en que vivía, de la sociedad burguesa, de los partidos políticos, del marxismo y del judaísmo:

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todas sus acerbas y radicales «críticas» implacables contra «todo», provenían de sus vivencias, de sus estados de ánimo en Linz, en Viena y más tarde en Alemania: su «granítica visión del mundo», llena de odio y de sed de venganza, fue forjada en buena parte por ese odio desmesurado que brotaba en él en sus estados de profunda depresión, salpicado por su singular odio compulsivo, sumados los dos. Su lectura de los periódicos, y sólo de los periódicos, hacía el resto, racionalizando lo irracional que a borbotones brotaba de su cerebro enfermo. Dentro de esta línea de análisis, no resulta descabellado sostener que el odio y las «críticas» que el amargado y resentido depresivo profería, las llevaba adelante el maníaco hiperactivo y verborreico. No olvidemos estos determinismos —además de los que ya hemos detallado más atrás— si queremos conocer a Hitler en sus sentimientos, sus pasiones, sus «visiones del mundo», sus discursos logorréicos criticando y acusando a diestra y siniestra, y lanzándose a una hiperactividad desaforada e irreprimible con fatales consecuencias para Alemania, Europa y el mundo entero. Ningún estudioso serio de Hitler ha dejado de ver el frenesí —maníaco de su acción, como encaramarse en un avión en las elecciones de 1932, y programar ¡50! manifestaciones de masas en una semana con otros tantos discursos…, pero pocos han visto sus crisis depresivas amargas, que tenían la característica de que no se quedaban en la pasividad, sino que se expresaban en odio, resentimiento, y críticas despiadadas y desproporcionadas —¡de loco!— contra todo, ni menos han visto los estudiosos ese oscilar en círculo, desde el polo de la exaltación maníaca, al polo opuesto de la más profunda depresión estremecida por el odio vesánico. Ya citamos más atrás esa sagaz observación de Cartier, de acuerdo con la cual Hitler vivió toda una paradoja a lo largo de su vida: «Una pasividad mezclada con frenesí»… Los lectores preguntarán, ¿cómo se expresaban el odio compulsivo de Hitler con su odio del resentido y amargado depresivo? Respondemos que no son pocos los casos en que la Tercera Mentalidad, en la que los pacientes realizan sus compulsiones con sus facultades mentales normales, actúa de ma-

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nera mixta con la Segunda Mentalidad, que tiene las facultades mentales desequilibradas, y así, manifiestan compulsiones mezcladas con síntomas de enfermedades mentales: odio compulsivo + odio melancólico = odio a la segunda potencia: ¡este era el odio de Hitler, tan acérrimo, que algunos autores como Kershaw y Bullock, lo han designado como odio «primario» u odio «visceral», algo monstruoso… Así era Adolfo Hitler. Aquí tenemos un ejemplo concreto del que August Kubizek fue testigo de su explosión de odio «visceral», cuando Hitler fue rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena, por motivos enteramente justos, pues sabemos que él no estudió para presentarse, sino que creyó que eso iba a ser más fácil que en el Colegio de Linz o de Steyr, «un juego de niños»: ¡Esa Academia!, gritó Hitler, recuerda Kubizek, su amigo. ¡Todos ellos no son más que viejos y encasillados servidores del Estado, burócratas sin comprensión, estúpidos funcionarios! ¡Toda la Academia debiera saltar por los aires!… Su rostro estaba pálido como la cera, la boca apretada, los labios casi blancos. Pero los ojos refulgían. ¡Qué inquietantes se me aparecían estos ojos! Como si todo el odio de que era capaz se concentrara en ellos (pág. 247).

Aunque la condición patológica de Hitler consistía en que oscilaba permanentemente entre un estado y otro, entre la depresión y la manía, existen momentos críticos en los que la depresión adquirió dimensiones graves. La próxima, muy profunda y duradera, fue su estado melancólico que, sin duda, lo acompañó desde el otoño de 1909, aproximadamente, hasta el verano de 1910, cuando la compulsión a la vagancia para el trabajo práctico y la adinamia y apatía depresivas se unieron para abatirlo y llevarlo a la más profunda mendicidad, con abandono de sí mismo, suciedad, deflación de su Ego, y entrega a la más absoluta ruina: ni siquiera se le ocurrió pensar que él sabía pintar y que así podía ganarse la vida para salir de la postración: debió estimularlo otro mendigo —Reinhold Hanisch— para que despertara de su estupor melancólico.

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El suicidio fue una salida que Hitler siempre tuvo en mente en todas las situaciones difíciles. El suicidio como algo enteramente fácil y natural. Como un recurso valioso que uno tiene a su disposición para sortear ciertas circunstancias adversas… Recordamos su reacción ante la claudicación y entrega a los rusos del General von Paulus en el sitio de Stalingrado en 1942: ¿Cómo es posible que se haya entregado —dijo, más o menos Hitler—, cuando era tan fácil dispararse una bala?, sentenció furioso… Como para él era muy fácil dispararse un tiro, creía que era normal para todo el mundo… En la tentativa fallida de asalto al poder en Múnich, en noviembre de 1923, Hitler tomó como rehenes a tres funcionarios de Baviera, entre ellos al ministro Kahr, y tranquilamente, les dijo, mostrando su pistola automática: la tengo cargada con cuatro balas; si la empresa fracasa, los tres primeros tiros son para ustedes, y el último para mí… Cuando se suicidó Geli Raubal, Hitler cayó en una profunda y duradera depresión, y se temió que se suicidara… En 1932, ante la amenaza de escisión del partido nazi por la intervención opositora de Georg Strasser, Hitler dijo: si el partido se divide, resolveré el asunto metiéndome una bala. En el año de 1933, los primeros días de enero, formuló la misma amenaza si no era elegido canciller del Reich. Y en 1936, cuando se embarcó en la aventura irresponsable de ocupar Renania, él estaba tranquilo…, pues si fracasaba la empresa, tenía lista la «solución», el recurso fácil: dispararse y morir. Hemos examinado muy detenidamente este fácil recurso melancólico de Hitler al suicidio. Vimos ya que le parecía incomprensible que Von Paulus no se hubiera suicidado antes que entregarse al ejército rojo. Sabemos que su orden en el frente Este contra Rusia era terminante: no retroceder, con lo que estaba diciendo de manera evidente: ¡que mueran! En el momento en que en abril de 1945, las tropas aliadas, por el este y el oeste penetraban en Alemania y cañoneaban Berlín, Hitler insistía, ¡que luche hasta el último hombre!, lo que valía decir para él, ¡que mueran todos los valientes!, «sólo los cobardes sobrevivirán». Entonces, llegamos a la siguiente conclusión, enteramente

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verosímil: como yo me voy a suicidar a última hora —feliz solución, ya que momentos antes de realizarlo, lo encontramos sereno en su búnker, igual que todos los suicidas genéticos—, ¡que se suicide Alemania conmigo! Y no exageramos cuando sostenemos que todas las aventuras militares de Hitler (desde la decisión desafiante a los convenios del Tratado de Versalles, de rearmar a Alemania, la toma igualmente desafiante de Renania y la anexión de Austria y Checoslovaquia, que han sido calificadas erróneamente como brillantes jugadas políticodiplomáticas de Hitler, que hicieron delirar de mística patriótica al pueblo alemán y que elevó al Führer hasta los cielos de la Gloria, la Gloria más insensata que conocemos en la historia), que lo llevaron de éxito en éxito hasta el desastre final, terrible paradoja comprobada históricamente con los hechos, porque hasta un niño sabía que cuando despertaran los aliados en el oeste y en el frente oriental, lo aplastarían, él, Adolfo Hitler, en sus raros momentos de reflexión que no fueran para estimular su mentalidad guerrera, debió pensar: al fin de cuentas, si fracasamos en la guerra que estoy provocando irresponsable y puerilmente, ¡simplemente, nos suicidaremos, Yo y Alemania! Y no se alejaba de la verdad, pues Hitler, con toda soltura y como lo más fácil del mundo se disparó un tiro en el cielo de la boca y Alemania quedó en ruinas… Eran determinismos maníacos a la vez que bárbaros de Hitler que lo lanzaban a esas aventuras «político-guerreras» que dieron la impresión al principio de grandes victorias —que le valieron consagrar su mito de superhombre— pero que todas acabaron en fatales «resultados»: Sería difícil llegar a un juicio claro e irrebatible acerca de si los errores de Hitler, considerándolos en su conjunto, fueron más o menos significativos que los aciertos basados en decisiones intuitivas. Pero en cualquier caso, todo lo antedicho es aplicable sólo al transcurso de la Guerra, y no al resultado; porque no cabe la menor duda de que Hitler, ya había dado pasos decididamente fatales al respecto de forma que, en la práctica, cabe decir que había capitulado ya en 1941». (Helmut Heiber, Introducción al libro Hitler y sus generales, 2004, pág. XLIV).

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Nosotros radicalizamos este concepto, diciendo que Hitler por sus impulsos maníacos y bárbaros había «capitulado» desde 1936, con la toma de Renania, no sólo en 1941 con la invasión a la Unión Soviética. A. Toynbee anota que «el General Ludwig Beck miraba con particular recelo que la audacia (maníaca hiperactiva y bárbara) de Hitler no podía conducir más que a la guerra», y que Alemania no estaba capacitada para una guerra a largo plazo (La Europa de Hitler, 1985, pág. 43).

Capítulo VII

El extraño antisemitismo de Hitler obedeció a un delirio crónico sistematizado EN SU FORMA CLÍNICA DE PERSEGUIDO-PERSEGUIDOR Con toda razón el Antisemitismo de Hitler se ha convertido en un verdadero rompecabezas entre los investigadores, porque aparece a la percepción como algo extraño, especial y particular dentro del antisemitismo general que el pueblo judío ha despertado a todo lo largo de la historia por sus características étnicas, religiosas, económicas y por sus costumbres que lo llevan a mantenerse aparte en las naciones que les han dado hospitalidad desde la diáspora original en el siglo ii de nuestra era, sin que establezcan vínculos profundos, por regla general, con las sociedades de los pueblos anfitriones, como la prohibición del matrimonio con personas que no son de su credo, o porque viven en cierto modo separados, como una comunidad pequeña dentro de la comunidad autóctona. Esta particularidad de los judíos, unida a cualidades verdaderamente positivas como es su prosperidad económica fundada en el trabajo honesto, les ha hecho ganarse la antipatía y un cierto antisemitismo compatible con la convivencia y hasta la integración con familias no judías, aunque en muchos casos el antisemitismo

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cobró gran virulencia, como en la España de los siglos XV y XVI cuando fueron expulsados y perseguidos violentamente. En la Europa del siglo XIX el antisemitismo fue generalizado y era algo endémico en casi todos los países, particularmente en Francia, Alemania, Rusia, Austria, etc. La doctrina racista comenzó a cobrar cuerpo con la publicación en 1854 del libro del conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en el que se combate el movimiento proletario y se exalta a la aristocracia fundamentada en el concepto de raza. Predica una diferenciación entre las distintas razas, considerando a los negros como la raza inferior y a los blancos de raza germánica pura, como la única civilizada, según Gobineau. El músico Ricardo Wagner conoció a Gobineau en Roma y quedó fascinado con él y sus teorías racistas, entusiasmo que comunicó a su yerno Houston Stewart Chamberlain, quien adaptó el libro y las ideas de Gobineau en una obra titulada Los fundamentos del siglo XIX, en la cual se ponía de manifiesto de manera clara el profundo antisemitismo de Wagner y Chamberlain, cuya tesis central, que más tarde adoptaría Hitler, sostenía que «había una conspiración judía para derrotar a las razas germánicas». Esta idea de la «conspiración judía» era sostenida por el mismo Ricardo Wagner, con un radical fanatismo, pese a que uno de los más fervientes partidarios de su música era el director judío Hermann Levi, pero el antisemita Wagner desconfió siempre de Levi, viendo la tal conspiración aún en los casos en que algo salía mal en la representación de sus óperas… El conocido estudioso Franz Neumann, en su importante libro Behemoth, Pensamiento y Acción en el Nacionalsocialismo, 1943, nos recuerda que … el racismo se convirtió cada vez más en antisemitismo puro, de modo que, conforme se desarrollaba la doctrina de la superioridad racial germánica, se extendía con ella el sentimiento antisemita (pág. 134).

El primer antisemita radical fue el mismo Martín Lutero,

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quien tuvo una actitud demasiado agresiva con sus ironías acerca de cómo deberían ser expulsados los judíos de Alemania: El campo y las calles —dice Lutero, según cita de Neumann— les están abiertos para que puedan ir a su país si así lo desean. Les haremos con gusto regalos para librarnos de ellos, porque son una carga pesada como una plaga, una peste o una desgracia para nuestro pueblo… Cuando los judíos se marchen debe quitárseles todo su dinero y joyas y plata… Que se incendien sus sinagogas y escuelas… Que sus casas sean hundidas y destruidas… y que se les ponga bajo un techo o establo, como los gitanos —en la miseria y cautividad, ya que incesantemente se lamentan y se quejan de nosotros a Dios… El régimen Napoleónico había llevado a cabo la emancipación jurídica de los judíos en Alemania, y la lucha contra Napoleón se convirtió en este país en lucha contra todas las reformas realizadas por Bonaparte… El antisemitismo ha sido en Alemania una fuerza política desde las guerras napoleónicas (págs. 134 y 135).

Sería interminable seguir describiendo el itinerario del antisemitismo. Pero lo singular de Adolfo Hitler es que en él su antisemitismo adopta un carácter asesino y genocida. Y es delante de este fenómeno que biógrafos e historiadores se desconciertan, ¿de dónde salió semejante odio? ¿Cuándo se convirtió Hitler, no en antisemita, sino en antisemita asesino y genocida? El problema lo ha planteado recientemente el gran erudito Ian Kershaw, en el primer volumen de su obra monumental Hitler, 1889-1936: ¿Por qué y cuándo se convirtió Hitler en el antisemita patológico y obsesivo que demuestra ser desde sus primeros escritos políticos de 1919 hasta la redacción de su testamento en el búnker de Berlín en 1945? Dado que su odio paranoico habría de determinar la política que culminó en la matanza de millones de judíos, no cabe duda alguna de que se trata de una cuestión importante. Su solución está, sin embargo, menos clara de lo que nos gustaría. La verdad es que no sabemos con seguridad por qué, ni incluso cuándo,

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se convirtió Hitler en un antisemita obsesivo y maníaco (pág. 84).

Enfatizamos nosotros para destacar dos aspectos de este importantísimo texto: el primero, es que las expresiones «patológico», «obsesivo», «paranoico» y «maníaco», para calificar el antisemitismo de Hitler, no nos parecen adecuadas, pues no pasan de ser adjetivos; en segundo lugar, destacamos la afirmación de Kershaw en la que acepta que la solución al problema que plantea el antisemitismo de Hitler «está menos clara de lo que nos gustaría». Esto supone que nos hallamos ante el compromiso psicológico ineludible de hacer un esfuerzo especial, con nuestras herramientas de especialistas de la mente humana, para tratar de encontrar la solución al enigma, pues estamos de acuerdo con Kershaw de que se trata de una cuestión extremadamente importante, tanto por los millones de víctimas judías, cuanto por el hecho mismo, que plantea la necesidad de saber hasta dónde puede llegar la naturaleza humana en su monstruosa brutalidad… Ímprobo en demasía es el compromiso, mas, sea como fuere, es ineludible e insoslayable para conocer esta nueva dimensión del cerebro de Adolfo Hitler: ¡cuántas tiene! El «cuándo» es fundamental, la premisa de toda la argumentación. Si partimos de otro momento de la vida de Hitler, nos perderemos irremediablemente. Y, del mismo modo que en el artículo que Hitler escribió en Múnich en 1919 contra los judíos, o, por mejor decir, sobre el «problema judío», en el que hacía la diferenciación entre la manera «emocional» y religiosa de abordar el problema, y la manera racional-racial, que a él le parecía la más certera, nosotros vemos asimismo dos momentos o estados en el Antisemitismo de Hitler: el Momento Vivencial y el Momento teórico, discursivo o racionalizador… Si acertamos en la ubicación del primer momento, el vivencial, probablemente estaremos bien encaminados; si fracasamos, toda la argumentación será vana, porque atender al Hitler racionalizador, equivaldría a dejarnos envolver por su discurso tendencioso, que vino después de la premisa vivencial. Por todo esto, comenzamos advirtiendo que por detrás de

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la argumentación antisemita de Hitler, exclusivamente intelectual, se descubre un factor subjetivo, claramente irracional —¡no emocional!—, que se ha convertido en el núcleo alrededor del cual giran los argumentos como si fueran una envoltura que lo encierra y hace invisible. Es ese «núcleo» el que debemos descubrir, puesto que es la vivencia misma del momento en que se produjo el origen del antisemitismo hitleriano. ¿Cuál es el momento más crítico de la mentalidad de Hitler? ¿Cuándo fue más desgraciado, solitario, extravagante, excéntrico, deprimido y miserable? Lo conocemos perfectamente y atrás lo señalamos: cuando Hitler huyó de todo contacto con la realidad, hasta de su amigo íntimo Kubizek, y se entregó a una existencia autista, absolutamente solo y melancólico debido a la pérdida de toda esperanza de ingresar como estudiante en la Academia de Bellas Artes de Viena, así como al haberse quedado en la indigencia y sin posibilidad de defenderse con el trabajo para ganarse el pan del día, entre el otoño de 1909 y la navidad de ese mismo año cuando lo redime la compañía de Reinhold Hanisch, compañero de mendicidad en el asilo para menesterosos de Meidling. Hanisch nos describe a un Hitler desaliñado, hambriento, cansado, con los pies llagados de tanto vagar por las calles de la ciudad. No nos dice palabra —ni estaba en capacidad de hacerlo— sobre su estado mental. Pero es fácil adivinarlo, pues conocemos dos rasgos suyos notables, sin fijarnos por ahora en su ser compulsivo que era el responsable de su miseria: la depresión melancólica que lo dominaba y su excentricidad, su «extrañeza» como la hubo de calificar Kubizek, tan parecida a la excentricidad y extrañeza de su hermana Paula que vivió, como hemos dicho, retirada, sin querer ver a nadie, en su buhardilla… Sabemos clínicamente que esos estados de soledad son propicios para que el cerebro engendre ideas raras, ilusiones y hasta alucinaciones, y verdaderas locuras, particularmente en una persona como el Hitler de ese momento, en semejante crisis. Días, semanas y hasta meses deambulando como un sonámbulo por las calles de Viena, ensimismado, enajenado, reconcentrado y absorto, en absoluta soledad, roto todo vínculo con la humanidad, y, de pronto, súbitamente:

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Al discurrir sin rumbo entre los abigarrados grupos de gente, topó con una aparición envuelta en un amplio caftán: era el primer judío oriental que jamás habían contemplado sus ojos… Después del pasmo que le había ocasionado la imagen del judío del caftán, decide alejar sus dudas mediante la lectura.

Esta es la traducción que hace Helmut Heiber en su libro Hitler, Habla el Führer (1973). Alan Bullock, por su parte, en su libro en dos volúmenes, Hitler. Estudio de una tiranía, nos da la siguiente versión: Un día que paseaba por la ciudad antigua me topé de pronto con un fenómeno enfundado en un caftán negro y luciendo unas patillas largas. Mi primer pensamiento fue: ¿será un judío? En Linz nadie vestía así. Observé la aparición fijamente, sin dejar de hacerlo con cautela, pero cuanto más contemplaba su semblante extraño y examinaba sus facciones, más surgía la duda en mi cerebro: ¿sería un alemán?… Acudí a los libros para que me ayudasen a aclarar mis dudas, y entonces, por primera vez en mi vida, compré unos libelos antisemitas (pág. 17).

El profesor Alan Bullock formula la siguiente reflexión, sin referirse exactamente al episodio de Hitler que nos ha relatado: «En ninguna de las abundantes páginas de Mi lucha que Hitler dedica a los judíos se cita ningún hecho concreto que apoye las fantásticas aseveraciones del autor lo cual resulta enteramente congruente si se considera que el antisemitismo de Hitler no tuvo relación alguna con la realidad, sino que fue más bien producto de la pura fantasía. Leer las páginas a que aludimos equivale a penetrar en un mundo de locura, un mundo poblado de sombras repulsivas y dislocadas, donde el judío ya no es un ser humano, sino que se ha visto transformado en una figura mitológica, en un demonio investido de poderes infernales que gesticula y se mofa de todo, en una verdadera encarnación diabólica, hacia la que Hitler proyecta todo lo que él odia, teme y anhela» (pág. 18)… Bullock alude a descripciones del judío por Hitler como la siguiente:

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¿Existe algún negocio —sostiene Hitler en Mi lucha, pág. 60—, alguna inmundicia, principalmente en la cultura, en la que no participe cuando menos un judío? Al explorar esta clase de abscesos con el bisturí se descubre en seguida, cual ávido gusano en un cuerpo putrefacto, a un judío pequeñito, que a menudo se siente cegado por la luz repentina… En otra parte, Hitler se refiere a la visión de pesadilla que constituyó la seducción de cientos de miles de jovencitas a manos de judíos bastardos, repulsivos y contrahechos.

En las reflexiones y citas de Bullock se aprecia claro el estado fantástico y de «locura» en que se encuentra Hitler, ya no ahora en la Viena de 1909, a la que estamos refiriéndonos, sino ¡en 1924, 15 años más tarde! Retornamos nuevamente a su «visión» en las calles de Viena, valiéndonos de otra autoridad, como es la de Kershaw: Una vez —confiesa Hitler en Mi lucha— iba paseando por la Ciudad Interior y de pronto me encontré ante una aparición, un individuo de caftán y bucles negros. ¿Es éste un judío? Fue lo primero que pensé. Porque, por su puesto, en Linz no tenían ese aspecto. Observé furtiva y cautamente a aquel hombre, pero cuanto más contemplaba su rostro extranjero, examinando un rasgo tras otro, más asumía mi primera pregunta una nueva forma: ¿Es este un Alemán? (Hitler, 1889-1936, págs. 84 y 85).

Son tres versiones que, de acuerdo con la traducción, dicen lo mismo: La versión de Helmut Heiber: «Al discurrir sin rumbo entre los abigarrados grupos de gente, topó con una aparición envuelta en un amplio caftán»; La versión o traducción de Alan Bullock: «Un día que paseaba por la ciudad antigua me topé de pronto con un fenómeno enfundado en un caftán negro»; La traducción de Ian Kershaw dice: «Una vez iba paseando por la Ciudad Interior y de pronto me encontré ante una apa-

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rición, un individuo de caftán y bucles negros. ¿Es éste un judío?… Observé furtiva y cautamente a aquel hombre». Los tres coinciden al decir que Hitler se topó con una «aparición» envuelta en un amplio caftán. Bullock y Kershaw agregan algo que es fundamental: «Observé la aparición fijamente, sin dejar de hacerlo con cautela», afirma Bullock, y, por su parte, Kershaw sostiene: «Observé furtiva y cautamente a aquel hombre»… Eduardo Montoya de la Rica, en su Adolf Hitler, precisa esta última frase: «Observé al individuo con insistencia y gran cautela» (pág. 46). La traducción al español de Mi lucha que nosotros manejamos, dice: Observé al hombre sigilosamente, y, a medida que me fijaba en su extraña fisonomía, rasgo por rasgo, fue transformándose en mi mente la primera pregunta en otra inmediata: ¿Será también éste un alemán? (pág. 54).

Aquí descubrimos la patética vivencia: esa «aparición» súbita, extraña y peligrosa, pues Hitler la mira furtivamente, sin dejar de hacerlo con gran cautela. Queremos decir que Hitler, cuando deambulaba como un sonámbulo poseso por las calles de Viena, alucinó súbitamente. La «aparición» se le impuso a su conciencia, como si fuera una pesadilla, más que un sueño, porque Hitler tuvo miedo de ese extraño ser todo envuelto en un caftán negro… Ni todas las racionalizaciones y lecturas de periódicos y panfletos antisemitas durante 15 años, fueron bastantes para disimular su rara visión, pues la sentimos aún en su descripción hecha en 1924, por la evidente razón de que Hitler en este año y todo lo que dure su vida, hasta que redacta su testamento en el búnker de Berlín, en el que continuaba atacando con furia al pueblo judío, seguirá poseido por su miedo delirante, ¡y era tan grande ese miedo a los judíos, que sólo exterminándolos a todos podía morir tranquilo! Diagnóstico: Adolfo Hitler padeció de un delirio crónico sistematizado de persecución con los judíos. Esa «aparición» súbita, que se impuso a la conciencia de Hitler, fue una creación patológica de las estructuras creado-

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ras del hemisferio cerebral derecho enfermo en ese momento de crisis mental, dadas las condiciones particularmente anómalas en que deambulaba por las calles de Viena. Esta creación patológica en estado de vigilia, pero en muy malas condiciones psicológicas, que fue una clara alucinación, tiene las características típicas de un sueño o una pesadilla intensos que, siempre son creaciones mientras dormimos, en el momento de dormir conocido como Sueño Paradójico… Esta es la etiología de los delirios —de acuerdo con nuestras investigaciones—, como el de Hitler, que consistió en una percepción creadora patológica, debido a que en ese momento por el que atravesaba, las estructuras creadoras de su hemisferio cerebral derecho (también siguiendo nuestras propias investigaciones sobre el cerebro creador que, cuando funcionan normalmente son el fundamento de las creaciones geniales y de las personas que tienen sueños mientras duermen, pero que, cuando esas estructuras creadoras se encuentran funcionando incorrectamente engendran diurnamente los delirios, como hemos tenido oportunidad de comprobarlo en nuestra experiencia clínica) funcionaban mal, seguramente por el flujo anormal de los neurotrasmisores químicos correspondientes a esas estructuras creadoras, y esta alucinación que, insistimos, fue toda una creación patológica, se convirtió en el núcleo vivencial en torno al cual se organizaron todas las racionalizaciones que haría Hitler desde el instante en que tuvo el dominio consciente de sí mismo, porque la creación alucinatoria, como las creaciones geniales y las oníricas, son inconscientes. Hemos sostenido en nuestro libro El Genio y la Moderna Psicología (2005), que toda creación —delirante, onírica o del genio—, que es súbita, en el sentido de que se produce en un instante, como las intuiciones, a grandes velocidades fulgurantes, emplea, para poder funcionar tan rápida y alucinatoriamente, las sinapsis eléctricas, que son súbitas e instantáneas, no las sinapsis químicas que son secuenciales, más lentas, racionales. Como en un relámpago, Hitler se topó con su aparición, según él mismo confiesa mientras dictaba su libro Mi lucha, ¡15 años más tarde!, cuando aún se encuentra bajo los efectos de su alucinación…

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Antoine Porot, en su Diccionario de Psiquiatría, 1977, dice en cuanto a las causas del delirio: Son numerosos en clínica psiquiátrica los estados morbosos que pueden ir acompañados de ideas delirantes. Unos son fugaces y pasajeros, como ciertas disoluciones transitorias de la conciencia observadas en el desvarío y los estados oniroides (pág. 330).

Se intuye por parte de los psiquiatras clásicos que existe una relación entre el delirio y los sueños, mas no se dice que es el mecanismo creador el que los acerca, creación patológica en el primero y creación normal en los últimos. ¿Qué es un delirio, al fin y al cabo? Generalmente se los ha definido como «percepciones erróneas o juicios desviados» (Antoine Porot, Diccionario de Psiquiatría, pág. 329). Ya lo dijimos, nosotros definimos los delirios (ya sea que expresen varias ideas o temas delirantes, místicas, persecutorias, reivindicadoras, eróticas, razón por la cual se los denomina polimorfos, ya sea que se concentren en un sólo tema, conocidos como sistematizados), como creaciones patológicas engendradas por las estructuras cerebrales creadoras del hemisferio cerebral derecho, que han devenido a ser anómalas por disfunción de los neurotransmisores químicos correspondientes a ellas. Existen delirios agudos y pasajeros y delirios crónicos que se sostienen a lo largo de los tiempos, incluso años. Algunos delirios son notoriamente absurdos e incoherentes, fácilmente reconocibles; otros, en cambio, se solapan, el paciente los disimula porque son delirios en los cuales se hace derroche de lógica y estos delirantes son capaces de convencer aún a los expertos, y pasan sus temas o argumentos como si fueran normales y evidentes, particularmente cuando las primitivas creaciones patológicas son revestidas por razones y racionalizaciones bien meditadas, ya que son personas que están perfectamente convencidas de lo que dicen y se apoyan en su talento y conocimientos para defender su delirio: el delirio

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para el paciente es más real que la realidad misma, aparece a sus ojos como algo incontrovertible y cuando lo trasmiten lo revisten hasta con los más sutiles argumentos y demostraciones. ¡Ay!, del que ose contradecirlos, porque podrían ser violentos y hasta muy peligrosos. Por esta razón, racionalizan lo irracional, y cada vez lo recubren con todos los conocimientos de que son capaces para disimular su delirio, que para ellos no es disimular, sino defender, pues si hay algo real en el mundo, eso es su delirio. ¿Por qué es tan firme su convicción? ¡porque lo vieron con estos ojos; lo sintieron; lo escucharon! Una mujer a la cual le presto mis servicios profesionales me dice, cada vez que delira, ¡doctor, si yo lo vi con estos ojos, escuché lo que le cuento, y usted no quiere creerme…! ¡Atrévase alguien a decirle a Adolfo Hitler que esa «aparición» con la que se topó súbitamente cuando vagaba por las calles de la antigua Viena fue una creación delirante!… Grande debió ser el celo con que Hitler defendía su delirio. Enfatizamos, a propósito, que lo que él tuvo, no fue «una percepción anormal», pues nada había allí que lo percibiera, sino una auténtica creación alucinatoria, sin objeto, sin «judío envuelto en un amplio caftán», a la vista. De ahí que Bullock asevere que «el antisemitismo de Hitler no tuvo relación alguna con la realidad, sino que fue más bien producto de la pura fantasía». Debemos tener bien presente que el cerebro de Hitler se hallaba predispuesto a alucinar, y que no fue éste el único caso en que alucinó. En esa crisis mental de Viena que se prolongó durante meses, entre el año de 1909 y 1910, debió tener ilusiones y alucinaciones en distintos momentos de los cuales carecemos de información, pues como se ha observado por los hitlerólogos, su libro Mi lucha es demasiado parco y calculado en información autobiográfica, ya que era un libro con una declarada intención política, y Hitler se cuidó lo suficiente para reflejar una imagen de hombre superior —de Mesías y de Guía—, porque ya se estaba fraguando a todo tambor, y él era el más sonoro «tambor», el «mito» de su grandiosidad entre los nazis, para hacer resonar su nombre a todos los vientos, y no deberíamos esperar que él mostrara debilidades tan delica-

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das y graves como para dar pie a que lo tildaran de «loco»… Pero en casos en los que él mismo no se daba cuenta que deliraba o alucinaba —¡pues, como hemos dicho, continuaba viviendo el delirio del «judío del caftán negro»—, «ingenuamente» contó su extraña visión… Creemos divisar otra creación alucinatoria cuando, perplejo ante la demostración de fuerza de las masas proletarias del partido socialdemócrata, otra vez, «ingenuamente», nos dice: Contemplé las filas interminables, de cuatro en fondo de los obreros vieneses, en una manifestación de fuerza. Permanecí de pie casi cuatro horas, mudo de admiración, observando atentamente cómo se desenvolvía lentamente frente a mí aquel enorme dragón humano (Mi lucha, pág. 47).

Enfatizamos nosotros para llamar la atención que la imagen del «dragón humano» para expresar su percepción del desfile de los obreros, más que una metáfora poética, era una creación alucinatoria del Hitler de esos momentos en que todo «fermentaba en él», según el decir de Kubizek, ensimismado, solitario, excéntrico, absorto y enajenado, con su cerebro distorsionado. Observaciones clínicas de psiquiatras clásicos, como Henri Ey, R. Bernard, y Ch. Brisset, nos aportan más claridad en torno al delirio, tal como venimos desarrollándolo y tal como aparece en Hitler: A veces consecutivamente a una emoción, a un «surmenage», etc., pero por lo general sin causa aparente, irrumpe el delirio con brusquedad sorprendente: brota violentamente «con la instantaneidad de una inspiración», dice Magnan.» Desde su aparición, agrega, el delirio está ya constituido, provisto de todas sus partes, rodeado desde su nacimiento de su cortejo de trastornos sensoriales, es un delirio súbito (délire d’emblée)… Clásicamente se distinguen sobre todo convicciones e intuiciones que irrumpen en el psiquismo. Las alucinaciones son … como inspiraciones, actos impuestos… El delirio es vivenciado dentro del campo de la conciencia como una experiencia irrefutable… La lucidez se mantiene intacta y el enfermo continúa co-

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municándose con los otros, suficientemente orientado, bastante bien adaptado al ambiente y con claridad en sus palabras… El delirio «se impone como los sueños al soñador».

En cuanto a las circunstancias en las que aparece el delirio los autores mencionados sostienen una observación clínica que concuerda con lo que hemos observado en los cambios de humor maníaco-depresivos de Adolfo Hitler: El humor está alterado de manera constante. A la actividad delirante de aparición súbita corresponden, en efecto, violentos estados afectivos. Unas veces el sujeto está exaltado y expansivo como un maníaco. Otras, por el contrario, se halla presa de gran angustia, más o menos próxima a la experiencia melancólica, de ahí el mutismo, las ideas de muerte… De manera que el enfermo se presenta unas veces como un excitado, otras como deprimido, y las más de las veces como ambas cosas a la vez, viviendo un verdadero estado mixto. Esta alternancia o esta combinación de excitación e Inhibición es tan característica de estos brotes delirantes que muchos autores los han situado dentro de los estados maníaco-depresivos, lo que hace que en la clínica sea a veces difícil establecer un diagnóstico diferencial entre un estado delirante y una crisis maníaco-depresiva (Tratado de Psiquiatría, págs. 289, 290 y 291).

Debemos sostener, sin embargo, que el estado maníacodepresivo que sufría Hitler de manera evidente, pudo predisponerlo mentalmente al delirio súbito, pero, insistimos, en que el mecanismo del delirio reside en la capacidad patológica creadora del hemisferio cerebral derecho, muy semejante a la capacidad creadora normal del mismo hemisferio cerebral derecho para engendrar los sueños, que, tal como lo hemos demostrado en nuestros libros, son siempre creaciones, de ahí que estos autores afirmen que el delirio «irrumpe con una brusquedad sorprendente» —igual que los sueños, que brotan de repente—; o «brota con la instantaneidad de una inspiración» —igual que las intuiciones del creador genial—; o, en

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fin, el delirio «se impone como los sueños al soñador», y, para hacerlo más concreto, el delirio se impone súbitamente de pronto, como se impuso la «visión», o la «aparición» a Hitler, cuando vagaba por las calles de la ciudad; sin que él se lo propusiera conscientemente, irrumpió la visión con la velocidad del rayo, velozmente, porque toda creación, normal o patológica u onírica, emplean para su expresión las sinapsis eléctricas que son instantáneas, y lo hacen siempre de manera inconsciente, ya que están generadas por neuronas creativo-alucinatorias del hemisferio cerebral derecho que son estructuras antiquísimas, previas a la aparición de las funciones conscientes, y tienen el carácter de ser alucinatorias —por lo mismo que las neuronas trabajan con sinapsis eléctricas— e inconscientes. En suma: todo delirio es una creación súbita, alucinatoria, patológica e inconsciente: este es el verdadero inconsciente. Los delirios pueden ser agudos, polimorfos en cuanto a la temática que tomen como asunto de su desvío, y pasajeros, particularmente hoy, con el uso de las medicinas neurolépticas, lo que pone de manifiesto que está en los trastornos de los neurotransmisores químicos la causa de su existencia. Pero existen los delirios duraderos, que se instalan en los pacientes crónicamente, pueden ser progresivos y siempre irrefutables, ya que, como lo hemos señalado, tienen un realismo patético y dramático, más objetivos que la realidad natural, que no es dramática. Algunos autores, que son muchos en el día de hoy, hablan de que estos delirios «descansan en un trastorno profundo de la personalidad», criterio con el cual no estamos de acuerdo, puesto que el problema se encuentra en una patología de la mentalidad, que es la que comanda, en última instancia, todos los comportamientos, así normales como patológicos: son las estructuras corticales con sus neuronas creativo-alucinatorias inconscientes que utilizan sinapsis eléctricas en la trasmisión rápida e inmediata de los mensajes, las que se encuentran alteradas momentáneamente en los delirios agudos pasajeros, y prolongadamente en los delirios crónicos de larga duración. El delirio de Adolfo Hitler fue crónico y muy duradero, pues se inició en su momento vivencial a finales del

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año de 1909 —su época mentalmente más crítica, como hemos dicho— y concluyó con su muerte, el 30 de abril de 1945. ¿Por qué afirmamos que este delirio crónico fue «sistematizado»? Es el procedimiento intelectual por medio del cual, a partir del núcleo vivencial alucinatorio, en este caso la «visión del judío del caftán negro» —o, en otros casos, por un fracaso del juicio— se construye o agrega un número indefinido de ideas y conceptos —pero esta vez de manera enteramente consciente y deliberada— hasta crear todo un sistema patológico, una totalidad de argumentos que llegan a parecer un todo coherente, gracias al despliegue lógico y racional que emplea el delirante para hacer verosímil y convincente su delirio. Lo que fue una «percepción» sin objeto, esto es, una alucinación, se convierte en la armazón sobre la que se monta todo el sistema, en el que las partes se enlazan para construir ese gran todo, que es el delirio sistematizado crónico. Se acepta que los delirios crónicos son los que se sistematizan, y que, por otra parte, son los más creíbles y verosímiles, siendo que están argumentados y racionalizados dentro del gran sistema, y, por consiguiente, son los más contagiosos: El Sistema Delirante Antisemita de Hitler, bien coherente y estructurado con juicios lógicos en apariencia, contagió apasionadamente a la inmensa mayoría de los alemanes, tanto más, cuanto que las dotes oratorias de Hitler lo hicieron más convincente. Se dirá, con toda razón, que si Adolfo Hitler era delirante se habría notado su locura, y que, lejos de ello, se mostraba como un hombre cuerdo, de aceptable juicio para conducir «acertadamente» las faenas políticas y militares, que era elocuente orador y que en sus actos privados se portaba sin tropiezos mentales… Seríamos los últimos en negar esta verdad, Es más, con el paso de los años, su talento, su inteligencia, se habrían deteriorado, y, no obstante, Hitler murió lúcido, como el que más. ¡Ah! Es que el delirio crónico sistematizado, se aísla del conjunto, se «enquista», para decirlo de una manera tosca pero verídica, y respeta la totalidad de las facultades menta-

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les, sin que éstas se deterioren, degeneren, o no cumplan los quehaceres del entendimiento, del juicio, la racionalidad, el análisis y la síntesis, la orientación en tiempo y espacio, la abstracción, la reflexión, la percepción de la realidad y el mundo, en pocas palabras, todo en el cerebro del delirante crónico sistematizado se encuentra en unas condiciones favorables que le permiten dialogar con su medio, y este era el caso de Hitler. Como si las estructuras creadoras alucinatorias e inconscientes que crearon el delirio, se silenciaran en la producción de este tipo de fenómenos mentales, o después que hicieron su creación patológica, se normalizaron y ya no produjeron más delirios, en el caso particular del delirio crónico sistematizado del que nos estamos ocupando — no de ciertos delirios agudos que son verdaderos surtidores de delirios, ya eróticos, ya místicos, ya de persecución—, pero el delirio que produjo, al rodearse del sistema de argumentos y racionalizaciones «teóricas», queda de tal modo incrustado en los neurocircuitos cerebrales, que hace parte de las creencias irrefutables de la persona, como una convicción absoluta que tiene el delirante, con todos los soportes de la lógica y el juicio, y cuanto más convencido está de su delirio con tanta mayor fuerza lo transmite a los demás, que no se percatan, ellos tampoco, de que se las ven con un delirio, ni con un delirante, sino con una Doctrina filosófica, o moral, o religiosa, o política. Ya veremos cómo Hitler, inmediatamente después que tuvo su visión, corrió, según nos cuenta, a «estudiar» en los periódicos y pasquines antisemitas, la «cuestión judía» y estas lecturas le permitieron tranquilizarse en la medida en que la vivencia era metamorfoseada en un sistema de creencias: ¡Fue entonces, en Viena, hacia el fin del año 1909 (antes o después que hubo roto sus relaciones con Reinhold Hanisch, aunque éste confesó que no le había escuchado hablar contra los judíos), diríamos que a finales de este año, cuando ya se encontraba mejor adaptado en el Albergue para Hombres, menos extraño, menos ensimismado y menos excéntrico, cuando ya pudo, con base en esas lecturas antijudías, construir —¡a partir de su vivencia delirante!—, lo que él llamó con mucha

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desenvoltura y orgullo su «Visión del Mundo», que tenía como núcleo dominante y central, el odio extraño y asesino contra los judíos, y tan delirante era esta visión del mundo —fruto de su visión alucinatoria— que cuando en 1924 dictó su libro Mi lucha, declaró ufano, que ella descansaba sobre una base granítica desde Viena y que ¡nada había modificado de su contenido!, sin darse cuenta, que al decir esto estaba defendiendo su delirio, que es pétreo, fijo, inmutable, irrebatible por las argumentaciones lógicas que le pudieran oponer, y, particularmente, invulnerable frente a su propia autocrítica, si es que alguna vez se la hubiera formulado. Como cuando en las noches hemos tenido una pesadilla terrorífica y despertamos a la realidad, y decimos, ¡era sólo un sueño!, otro tanto debió ocurrirle a Hitler cuando después del horror que le produjo su visión del judío envuelto en el caftán negro y al que miraba con extremada cautela, tuvo en su mente, hecha y derecha su «Visión del Mundo», de acuerdo con la cual había decidido inquebrantablemente «exterminar» a los peligrosos judíos: Debemos estar seguros que la «visión del mundo» de Hitler, enteramente estructurada desde el primer momento, sin que tuviera como él dijo que modificarle o agregarle nada en el futuro, era una visión dependiente de su «visión alucinatoria», que constituía su centro vivencial que él fue revistiendo con una ideología racionalista extraída de sus «estudios» en la literatura antisemita que él encontró y devoró después de su alucinación para calmar su angustia y el miedo-pánico, como de pesadilla, ya que se sintió psicóticamente amenazado por ese judío al que sólo podía mirar de reojo y con gran cautela: El lenguaje que utiliza en las páginas de Mi lucha, un miedo mórbido a la impureza, la suciedad y la enfermedad, todo lo cual asocia con los judíos, observa Kershaw (pág. 85). Dondequiera que iba empecé a ver judíos, exclama Hitler después de la «aparición» de aquel peligroso judío del caftán, cuantos más veía, más claramente se diferenciaban a mis ojos del resto de la humanidad.

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Este texto es muy revelador: su feroz odio compulsivo contra los judíos ya que lo traía, seguramente de la época de Linz, pues a Hitler todo le despertaba odio —aunque en él no era el odio común que sentían muchos contra los judíos, sino odio compulsivo «visceral»— («cuando yo conocí a Adolfo Hitler en Linz, revela Kubizek, estaba ya rotundamente influido de manera antisemita» pág. 143), ese odio compulsivo, decimos, influyó decididamente para que su visión alucinatoria del judío tuviera esa actitud de amenaza y peligrosidad, visión terrible de persecución y de venganza del judío contra Hitler —si no, ¿por qué lo miraba tan «sigilosamente» y con tanta «cautela»? A partir de ese momento, los judíos se convirtieron en sus enemigos y en sus perseguidores, pero no los judíos reales sino «sus» judíos forjados como en una pesadilla, muchísimo más terribles que los reales, porque el estado mental momentáneamente psicótico en que Hitler se encontraba, hipertrofió y dramatizó los peligros, justamente como ocurre en las pesadillas y «Donde quiera que iba, empecé a ver judíos, y cuantos más veía, más claramente se diferenciaban a mis ojos del resto de la humanidad», dice Hitler aterrado. No eran esos judíos reales los que él veía por todas partes, sino unos judíos que se diferenciaban «a sus ojos» alucinados del resto de la humanidad… Este es el Hitler que se debe escrutar si queremos comprender el momento crítico de su existencia del que se desencadenarán los más fatales crímenes, no contra los «judíos» que aparecían a los ojos extraviados de Hitler, sino contra los judíos reales, indiferenciables del resto de la humanidad… Y el delirio se sistematizó, más rápido que tardíamente, apenas tuvo la serenidad para ponerse a leer «literatura barata» antisemita, periódicos y panfletos, aún la revista Ostara —que no libros serios—, que le dieran «conocimientos» con los cuales construiría el Sistema de su «Visión del Mundo», por medio del cual tomaría sus medidas defensivas contra esos extraños judíos perseguidores que veía por todas partes: El delirio crónico se sistematizó prontamente —pues Hitler en su pánico tenía urgencia de hacerlo, y porque eso es lo que ocurre en casi todos los delirios crónicos monotemáticos— y

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quedó estructurado de manera defensiva para Hitler en su forma clínica de: ¡Perseguido-Perseguidor! Esto es, al sentirse perseguido, se transformó, como defensa, en su perseguidor. La expresión «exterminar» brotó en los labios y en las intenciones de Hitler: la única forma de defenderse contra la amenaza judía, esa «conspiración mundial» universal —ya no contra Adolfo Hitler en particular—, era exterminando a todos los judíos del planeta, sin que quedara uno solo vivo, por eso antes de morir, no olvida encarecer la protección de la raza germana —universalización del Hitler particular—, del «peligro judío»… Basado en las declaraciones de Hanisch, que sostuvo que Hitler pudo hacer declaraciones hipócritas en favor de los judíos, Ian Kershaw hace el siguiente comentario que quisiéramos glosar: «Sólo más tarde, según esta hipótesis (de Hanisch), racionalizaría su odio visceral en la «visión del mundo» hecha y derecha, que, con el antisemitismo como núcleo central, cristalizó a principios de la década de 1920. La formación del antisemitismo ideológico hubo de esperar hasta una fase crucial posterior del desarrollo de Hitler, la que va desde el final de la guerra a su despertar político en Múnich en 1919» (página 91). No. El proceso psicológico desde el momento en que Hitler tuvo su alucinación y la estructuración del Sistema Delirante en su «Visión del Mundo», debió ser rápido, en cosa de semanas, porque, mentalmente hablando, Hitler tenía urgencia de zafarse de esa vivencia —pues era terrorífica y persecutoria— y tomarla como fundamento para amasar una «teoría» racional que lo redimiera de lo irracional que lo aproximaba a la locura. No sería ésta la única situación en que tuvo miedo a la locura, pues Kubizek nos habló de una. Cuando Hitler nos dice en Mi lucha que se precipitó, seguramente al día siguiente de la visión, a leer periódicos antisemitas, nos sugiere la imagen de un hombre lleno de miedo que no tiene a quién acudir más que a la lectura, para calmar su terror. Así lo entiende, aunque sin extraerle todas las conse-

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cuencias, Helmut Heiber, en su libro Hitler, Habla el Führer: «Después del pasmo que le había ocasionado la imagen del judío del Caftán, decide alejar sus dudas mediante la lectura» (pág. 20). Entonces fue rápido que Hitler disfrazó su visión con explicaciones sobre el peligro —¡siempre el peligro!— que significaban los judíos, ya no sólo contra él sino contra los arios y que había que aplastarlos: estas razones le eran suficientes para sistematizar su delirio en una concepción universal, de ninguna manera filosófica, pues sus lecturas de periódicos no le daban para tanto, sino elemental, pero suficiente, para construir esa «Visión del mundo», que denunciaba el peligro judío, su conspiración mundial, y la necesidad de «exterminarlos». Con este sistema primario y elemental, Hitler que se encontraba absolutamente solo, sin una compañía a quien confiarle su angustia, ya que no confiaba en nadie, menos en Hanisch, si es que todavía lo acompañaba, se liberó del «pasmo» que le había invadido desde su visión, y lo cambió, ya no por una vivencia aterradora, sino por una «visión del mundo» enteramente racional, que ya no lo afectaba a él sino al pueblo ario… Fue, pues, inmediata esta construcción teórica… Ahora bien, en lo que tiene razón Kershaw es en que el «antisemitismo ideológico» de Hitler se formó lentamente y sólo aparece más elaborado en su primer artículo de 1919, al que hemos hecho referencia, y, como sucede en todo delirio crónico, el sistema continuó enriqueciéndose a lo largo de su vida, pero en lo esencial, ya estaba hecho y derecho a principios de 1910, a más tardar, y, en este sentido, entendemos la declaración de Hitler cuando dice en su libro que su «visión del mundo» estaba acabada desde Viena, y ya no tuvo necesidad de agregarle nada más. Observemos que la decisión de «exterminio» a todo el pueblo judío ya estaba tomada por Hitler desde el primer momento, pues era lo único capaz de tranquilizarlo ante la amenaza semita: que la raza inferior «volara por los aires», como en su día le deseó a la Academia de Viena cuando fue rechazado… Nos corresponde ahora seguir a Hitler en la sistematización de su delirio después del «pasmo» que le produjo su visión, para continuar empleando la feliz expresión de Helmut Heiber.

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«Como siempre en casos análogos (como la visión), dice Hitler en su libro Mi lucha, traté de desvanecer mis dudas consultando libros. Con pocos céntimos adquirí por primera vez en mi vida —advierta el lector esta confesión de Hitler que dice que es “la primera vez en su vida” que compra “libros”— algunos folletos antisemitas». También se debe tener presente que esto lo escribe 15 años después de su visión y ha tenido tiempo suficiente para sistematizarlo, y, aun así, se trasluce, como ya lo dijimos atrás, la intensa vivencia y su no menos intensa reacción para encubrirla con racionalizaciones que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo. «Durante semanas, tal vez meses permanecí en la situación primera», continúa diciendo Hitler… Naturalmente que ya no era dable dudar de que no se trataba de alemanes, sino de un pueblo diferente en sí… Por doquier veía judíos y, cuanto más los observaba, más se diferenciaban a mis ojos de las demás gentes… Por su aspecto externo, en nada se parecían a los alemanes… Se trataba de un gran Movimiento que tendía a establecer claramente el carácter racial del judaísmo… En el fondo se mantenía inalterable la solidaridad de todos… Que ellos no eran amantes de la limpieza, podía apreciarse por su simple apariencia. Infelizmente, no era raro llegar a esa conclusión aun con los ojos cerrados… Posteriormente, sentí náuseas ante el olor de esos individuos vestidos de caftán. Si a esto se añaden la ropa sucia y la figura encorvada, se tiene el retrato fiel de estos seres… «Cuando, sin embargo, al lado de dichas inmundicias físicas, se descubrían las suciedades morales, mayor era la repugnancia… «Nada me había hecho reflexionar tanto en tan poco tiempo como el criterio que paulatinamente fue incrementándose en mi acerca de la forma como actuaban los judíos… ¿Es que había un solo caso de escándalo o de infamia, especialmente en lo relacionado con la vida cultural, donde no estuviese complicado por lo menos un judío?… Quien, cautelosamente, abriese el tumor habría de encontrar algún judío. Esto es tan fatal como la existencia de gusanos en los cuerpos putrefactos… Bastaba ya observar las carteleras de los espectáculos,

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examinar los nombres de los autores de esas pavorosas producciones del cine y el teatro sobre las que los carteles hacían propaganda y en las que se reconocía rápidamente el dedo del judío. Era la peste, una peste moral, peor que la devastadora epidemia de 1348, conocida con el nombre de «Muerte Negra». Esta plaga estaba siendo inculcada en la nación. «Reflexiónese también sobre el número incontable de personas contagiadas por este proceso… Piense que por un genio como Goethe, la naturaleza echa al mundo decenas de millares de esos escritorzuelos que, portadores de bacilos de la peor especie envenenan las almas… Es horrible constatar que es justamente el judío el que parece haber sido elegido por la naturaleza para esa ignominiosa labor… Comencé por estudiar detenidamente los nombres de los autores de inmundas producciones en el campo de la actividad artística. El resultado de ello fue una creciente animadversión de mi parte hacia los judíos… La duda fue creciendo en mi espíritu. Esta evolución mental se precipitó con la observación de otros hechos, con el examen de las costumbres y la moral seguidas por la mayor parte de los judíos… No pude más y desde entonces eludí la cuestión judía… Siguiendo las huellas del elemento judío a través de todas las manifestaciones de la vida cultural y artística, tropecé con ellos inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer: ¡los judíos eran también los dirigentes del Partido Socialdemócrata!… Gradualmente me fui dando cuenta de que en la prensa socialdemócrata preponderaba el elemento judío… Venciendo mi aversión, intenté leer esa especie de prensa marxista, pero mi repulsa por ella crecía cada vez más. Me esforcé por conocer de cerca los autores de esa bribonada y verifiqué que, comenzando por los editores, todos eran también judíos… En cuanto un folleto socialdemócrata llegaba a mis manos, examinaba el nombre del autor: siempre era un judío… Muchas veces quedé atónito. No sabía qué era lo que debía sorprenderme más: la locuacidad del judío o su arte de mistificar… Gradualmente comencé a odiarlos… Comencé a investigar los orígenes de la doctrina marxista. Los creadores de esa epidemia colectiva deberían haber sido espíritus verdaderamente diabólicos… «Me hallaba —continúa Hitler— en la época de la más

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honda transformación ideológica operada en mi vida: de débil cosmopolita me convertí en antijudío fanático… «Si el judío… llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo sería entonces la corona fúnebre y la muerte de la Humanidad. Nuestro Planeta volvería a rotar desierto en el Cosmos, como hace millones de años.» «Por eso creo ahora que, AL DEFENDERME DEL JUDÍO, lucho por la obra del Supremo Creador» (Mi lucha, págs. 54-60). ¡Obsérvese que el «judío» amenaza al Planeta y a Hitler!» Los énfasis los hemos puesto nosotros. Al lector no se le escapará que, al final de esta racionalización de su delirio, y convertido en «visión del mundo», Hitler eleva su Sistema y lo expande a un extremo cósmico. Y tan importante como esto, es su confesión de que está defendiéndose del judío, y que, por tanto, su delirio crónico sistematizado —tiene el carácter de ser un delirio persecutorio por el pánico irracional que experimentó a raíz de su alucinación… Y tanto más importante es la «solución» a la que esa defensa lo conduce, universalizándola, pues ya no es por Adolfo Hitler por quien lucha contra los judíos, sino por la Humanidad, por Alemania, por la Obra del Supremo Creador… ¡Acaba de nacer un antisemitismo original en la historia!: ¡El antisemitismo Homicida y Genocida de Adolfo Hitler! Sólo él tenía las armas Compulsivas Criminales y la Mentalidad Bárbara para lograrlo, pues se trataba de «exterminarlos» a todos del planeta para poder estar tranquilos de que ya no acabarían con las razas arias superiores, o, personalizándolo, ya no perseguirán más a Adolfo Hitler.

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Capítulo VIII

Adolfo Hitler se defiende del judío del caftán: Auschwitz «LA SOLUCIÓN FINAL»

DE

HITLER CONTRA EL JUDÍO PERSEGUIDOR

En la sociedad germana no había ninguna tendencia «exterminadora» exclusiva del país antes de la llegada de los nazis al poder. ¿Cómo iba a haberla, si tantos judíos huyeron de Oriente durante la década de 1920 para buscar refugio precisamente en Alemania?… Hay algo en la mentalidad de los nazis que no parece corresponderse con los criminales que proliferaron en muchos otros regímenes absolutos… Puedo afirmar que los criminales de guerra nazis que he conocido eran diferentes del resto (Laurence Rees, Auschwitz, 2005, pág. 18).

Respondemos: Ese «algo» que tenía la mentalidad de los nazis y que se diferencia del resto de los criminales, se llama Adolfo Hitler, un hombre que con su «política» claramente militarista y con su liderato logró contagiar a los dirigentes nazis con su delirante antisemitismo sistematizado «diferente», homicida y genocida, que consiguió que se actualizara en ellos su potencial criminalidad compulsiva y su mentalidad bárbara. Por lo anterior, discrepamos con Laurence Rees cuando dice:

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Nadie conminó a los miembros del partido a perpetrar los asesinatos: estamos hablando, más bien, de una empresa compartida colectiva por miles de personas que decidieron por sí mismas no sólo participar, sino también aportar sus propias iniciativas con la intención de ver cómo resolver el problema y de cómo matar a seres humanos y deshacerse de sus cadáveres a una escala jamás concebida con anterioridad (pág. 28). No. Cualquier otro tirano habría podido desencadenar el agresivo antisemitismo consistente en perseguir y expulsar a los judíos, pero sin Hitler, y sin su mentalidad tan característica, habría sido imposible el antisemitismo nazi. Que los dirigentes nazis, como Himmler, Heydrich, Hoess y mil más, aportaron sus propias iniciativas, es indudable, pero los grandes rasgos del exterminio y de la «solución final para el problema judío», venían de lo alto, y nada se movía en orden a la persecución, a la deportación, al crimen y al genocidio sin que antes no hubiera sido consultado con el Führer y sin que éste hubiera dado la luz verde para que los nazis hubieran actuado con sus particulares características asesinas, su particular odio y su particular genocidio. «No Hitler, No Holocaust» (Sin Hitler no hay Holocausto), ha dicho con acierto Milton Himmelfarb. Citado por Ron Rosembaum, en «Explicando a Hitler», pág. 15.

¡Esta es justamente la esencia del antisemitismo nazi. Que se hallaba inspirado de manera profunda e irresistible por la Voluntad Delirante de Adolfo Hitler, y que éste le imprimía su sello «original» desde que el 30 de enero de 1939 pronunció su siniestra «profecía», según la cual, si los judíos llegasen a desencadenar otra guerra mundial, ellos, que habían desencadenado la primera —de lo cual Hitler estaba absoluta y fijamente convencido, esto es, y aquí se halla la clave para comprender esa mentalidad, no se trataba de una patraña o pretexto acomodaticio—, serían exterminados de la faz de la Tierra. ¿Por qué?, se interrogará. Porque Hitler veía —y de ello también estaba fijamente convencido— que los judíos eran los más poderosos y, sobre todo, peligrosos enemigos de los pueblos arios. Ellos eran los conspiradores mundiales que ame-

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nazaban al mundo civilizado; ellos eran los manipuladores del bolchevismo soviético; ellos eran los inspiradores del marxismo y de la socialdemocracia alemana. En consecuencia, era a ellos a los que había que exterminar, pues, de otro modo, ellos exterminarían al pueblo alemán y a todos los arios europeos: tal como Hitler lo veía, era una lucha a muerte: ¡o ellos o nosotros, no había alternativa!… Recordemos su patética y siniestra convicción irrefutable —esto es delirantemente sistematizada— que acabamos de citar de su libro Mi lucha, pues ella refleja el estado de ánimo que impulsaba el antisemitismo planetario de Adolfo Hitler, de acuerdo con el cual, ÉL, y, por tanto… Alemania y el mundo ario, se hallaban bajo la inminente amenaza judía universal: «Si el judío llegase a conquistar las naciones del mundo, su triunfo sería entonces la corona fúnebre y la muerte de la Humanidad. Nuestro Planeta volvería a rotar desierto en el Cosmos, como hace millones de años. «Por eso creo ahora que, AL DEFENDERME DEL JUDÍO, lucho por la obra del Supremo Creador» (Mi lucha, pág. 60). ¡Aquí se halla el núcleo «original» del Antisemitismo Sistematizado Delirante de Adolfo Hitler, que fue el resorte dinámico de su «profecía» de que los nazis exterminarían el peligroso «bacilo» judío que contaminaba el Planeta y amenazaba contagiarlo todo! Muchos de los dirigentes nazis, cuando no todos, serían feroces antisemitas, pero la meta psicológica de exterminio total, sin contemplaciones «sentimentales», como diría Goebbels, se la imprimió Hitler, poseído por el miedo al siniestro judío de su visión alucinatoria, del que jamás pudo liberarse, y que lo impulsaba a «Defenderse» con tal pánico, que la única manera de lograrlo, para poder quedar tranquilo sin el enemigo que lo perseguía implacablemente, era aniquilándolos a todos, «hasta los niños porque ellos serían los futuros vengadores»: su reiterada —«sorprendentemente repetida» (Kershaw)— «profecía» reflejaba su indeclinable deseo de acabar con todos los judíos, si «volviesen a desencadenar una nueva guerra mundial», y como él era quien la estaba desencadenando y acabó por desencadenarla al declarar la guerra

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a los Estados Unidos, era un hecho decidido que la «profecía» se cumpliría: Hitler formuló la profecía y él se encargó de hacer que se hiciese realidad. De ninguna manera abusamos de la hipótesis al formular la certidumbre de que la descabellada invasión a la Unión Soviética la hizo Hitler por «razones» subjetivas, porque creía que allá se encontraba el mayor poder del «judaísmo-bolchevique», pues era incomprensible estratégicamente que abriese inopinadamente un segundo frente en el Este, cuando tan comprometido se hallaba en el oeste, subestimando, por precipitación y falta de objetividad y estudio, el poderío y los infinitos recursos geográficos, climatológicos y militares de que disponía Stalin, que si bien fue sorprendido en los primeros momentos, y le hizo tres millones de prisioneros en su guerra relámpago, seis meses más tarde, en diciembre de 1941, se dio de bruces contra la primera reacción del Ejército Rojo. La misma decisión de Hitler de que detrás del ejército alemán fueran las feroces S.S. rematando a los judíos y comunistas en los territorios ocupados, era una señal evidente que su propósito dominante —a pesar de los objetivos reales de materias primas y de «espacio vital»— era el exterminio del Enemigo Judío con mayúsculas. Entendemos por AUSCHWITZ, más que un lugar geográfico polaco, el símbolo de todos los pasos dados por Adolfo Hitler para el cumplimiento irresistible de su profecía de exterminar al pueblo judío, para que no quedaran de él ni sus moléculas, por considerarlo el más peligroso enemigo suyo, racionalizado con el argumento de que judíos y comunistas —que para él eran lo mismo— habían conspirado tras las líneas de fuego en la Primera Guerra Mundial para que Alemania perdiese la contienda: es altamente significativo que esta fue su convicción irreductible con la cual emergió a finales de esta guerra y que la expresó en su artículo antisemita de 1919, fenómeno sugerente de que su Delirio de Viena continuaba sistematizándose con nuevos argumentos como éste, de que la «puñalada por la espalda» que ocasionó la derrota alemana en noviembre de 1918 fue asestada por los judíos, de suerte que en 1924, estaba bien estructurada su mentalidad con la convic-

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ción, expresada en su libro Mi lucha, escrito en el que se siente palpitante y sin disimular su delirio, de que Alemania habría ganado mucho si en esta Primera Guerra Mundial hubiese utilizado el «gas letal» contra esos «doce mil destructores hebreos de la nación»… Esta idea fija e inmodificable —como toda idea delirante— estaba «enquistada» en su cerebro y ya no cambió más, de suerte que su «profecía» del 30 de enero de 1939, no era más que «la solución final» del «problema judío»: AUSCHWITZ es la realización de la «gaseada» que no se hizo en la Primera Guerra Mundial, cuando él era apenas un simple cabo del ejército, pero ahora que se constituía en Comandante Supremo tenía el poder para corregir la omisión fatal, pues, de no hacerlo —¡era su convicción!—, los peligrosos judíos destruirían a los pueblos arios, ¡tanto poder les atribuía Hitler!… AUSCHWITZ era la «solución final», no las inofensivas «Noches de los Cristales Rotos», que «apenas» significaron 400 judíos muertos, 1.000 Sinagogas incendiadas, 30.000 ciudadanos hebreos encarcelados en campos de concentración y otros obligados a huir del país… No. Para Hitler estos golpes no resolvían su problema personal, que sólo el «exterminio» global podía tranquilizarlo. Ni siquiera la «esperanza de Himmler de ver eliminado el término judío por completo», enviándolos al África o a Siberia, era suficiente para Hitler: la solución debía ser radical, y la raíz era su aniquilamiento: AUSCHWITZ…: Hoy quiero convertirme de nuevo en profeta —dijo Hitler en su discurso del 30 de enero de 1939, ya mencionado—: si las finanzas internacionales y los judíos de dentro y fuera de Europa consiguieran, una vez más, arrastrar a las naciones a una guerra mundial, el resultado no sería la bolchevización de la Tierra, y por tanto, la victoria del judaísmo, sino la aniquilación de la raza judía en Europa… ¡Esta sí que era la «solución final»!

Poco a poco, en un Crescendo Siniestro, AUSCHWITZ, la Auschwitz real de Polonia, se prepara técnicamente para hacer llover sus duchas de gas letales sobre los miles de personas

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que padeciesen alguna deficiencia física o enfermedad mental, cumpliendo el programa de «Eutanasia» que obedecía a un decreto de Hitler de octubre de 1939 y que comprendía hasta los niños, no sea que llegados a la adolescencia se reprodujesen y convirtiesen en carga para el Estado. La decisión de convertir a Auschwitz en uno de los centros de destrucción en masa de los judíos, la señaló en sus confesiones después de la guerra el asesino convicto y director de Auschwitz, Rudolf Hoess: «Durante el verano de 1941, Himmler me mandó llamar y me comunicó que el Führer ha ordenado poner en marcha la solución final de la cuestión judía. Debemos encargarnos, pues, de que así se haga. Por razones de transporte y aislamiento, he elegido Auschwitz para tal menester»… ¿Lo dijo Hitler, o lo inspiró? Apenas tiene sentido preguntarlo, pues nada en lo tocante a la cuestión judía se hacía sin su visto bueno, aunque se realizase de acuerdo con el «estilo» de cada asesino sádico en particular… Si alguna duda cabe sobre la inspiración directa de Hitler en el asesinato y genocidio, he aquí un apunte de Himmler en su diario, descubierto hacia 1990, correspondiente al 18 de diciembre de este año de 1941: Después de una reunión con el Führer en su refugio prusiano conocido como la «boca del lobo», Himmler escribió: «Cuestión judía: exterminarlos como a (los) guerrilleros». «Pese a que jamás se ha encontrado un documento suscrito por Hitler que pueda relacionarlo con una orden directa de poner en práctica «la solución final», los testimonios arriba expuestos demuestran, más allá de toda duda razonable, que, aquel mes de diciembre, instigó y dirigió la intensificación de los actos perpetrados contra el pueblo judío. Lo más probable es que, aún sin el acicate que supuso la entrada de los Estados Unidos en la guerra, las deportaciones de los judíos del Reich a los países del Este —que respondían a órdenes directas del Führer— hubiesen desembocado en su destrucción. La rabia y la frustración que produjo a Hitler el contraataque efectuado por el Ejército Rojo a las puertas de Moscú el 5 de diciembre de 1941, debió haberlo predispuesto a desahogarse con el pueblo hebreo; pero lo ocurrido en Pearl Harbour acabó de determinar sus intenciones homicidas. En ese momento se desvane-

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ció entre los dirigentes nazis cualquier pretensión de limitarse a deportar a los judíos y confinarlos en campos de concentración del Este europeo: de un modo u otro los hebreos estaban abocados al exterminio» (Laurence Rees, págs. 128-129). Pero Auschwitz debería esperar hasta 1944 para dar todo de sí. El Siniestro Crescendo homicida y genocida debía cruzar la fatídica escalera de campos de exterminio que producían mejores rendimientos a la muerte, campos escondidos en los bosques polacos, como Chelmo, el primero, Belzec después, Sobibór enseguida, y Treblinka, por último, centros donde la mentalidad bárbara y compulsiva cobró millones de vidas judías y soviéticas: con decir que, de los 5,5 millones de comunistas que los nazis hicieron prisioneros, 3,5 sucumbieron al hambre, al frío, a la tortura, deliberadamente… «No fue ninguna causalidad —afirma Kershaw— que la guerra en el Este condujese al genocidio. El objetivo ideológico de erradicar el «judeobolchevismo» era esencial y no periférico en lo que se había proyectado como una «guerra de exterminio»… No tardaría en convertirse en un programa genocida total, como jamás había visto el mundo» (Hitler, página 453). El enfatizado es nuestro para poner de manifiesto el hecho, que ya destacamos atrás, de que la vuelta de Hitler contra Rusia tenía profundas motivaciones patológicas: exterminar a su perseguidor allí donde creía que era más poderoso! ¡Es asombroso el peligro de un delirante, cuando se convierte en dictador de una Nación! ¡Cuando una Nación le da todos los poderes para que sea su gobernante y guía! La evidencia de nuestra tesis —que no es la de Kershaw—, que es psicopatológica, se pone de manifiesto igualmente en los siguientes términos de este erudito hitlerólogo: «Hitler habló mucho durante el verano y otoño a sus colaboradores inmediatos, en los términos más brutales que se podía imaginar, sobre los objetivos ideológicos que perseguía con la destrucción de la Unión Soviética… Fueron los meses en que, a partir de las contradicciones y la falta de claridad de la política antijudía, empezó a adquirir forma concreta un programa para matar a todos los judíos en la Europa ocupada por los nazis» (pág. 453),… Ahora bien, esta forma concreta para matar a

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todos los judíos, nacía, en nuestro concepto, del delirio sistematizado de Hitler en su calidad de Perseguido-Perseguidor, con la creencia plenamente consciente de que sólo exterminando a todos los judíos, incluyendo a los niños que podrían convertirse en futuros vengadores, podía vivir sin esa pesadilla amenazante del «peligroso» judío del caftán negro… Insistimos en que este objetivo tenía la prioridad sobre la guerra misma contra la Unión Soviética, tanto más cuanto que para él judíos y bolcheviques se fundían en uno: El Judeobolchevismo. Se ignora el inmenso poder que puede tener un delirante, si por la estupidez de los pueblos engañados por su demagogia, le ponen en sus manos las riendas del carro de la historia: ¿Cuántos enfermos delirantes o compulsivos habrán asumido el mando sin que los pueblos hayan sido conscientes? Y Hitler quería estar seguro de la matanza, seguir paso a paso el desarrollo del genocidio, de ahí que, el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller transmitió a los comandantes de los S.S, la orden que decía, según Kershaw: «Deben enviarse al Führer informes continuos desde aquí sobre las tareas llevadas a cabo por los S.S. en el Este». A continuación vienen unas revelaciones importantísimas que afirman nuestra tesis de que el miedo de Hitler inspiraba su voluntad de destrucción de «todos» los judíos, porque sería un peligro que uno siquiera quedase vivo. Están contenidas en unas declaraciones de Goebbels que es el eco de Hitler: «Goebbels testimonia su satisfacción cuando recibió un informe detallado a mediados de agosto (1941) que le comunicaba que «se estaba desatando la venganza contra los judíos en las poblaciones grandes» del Báltico, y que estaban «siendo asesinados en masa en las calles por las organizaciones de autodefensa»… Goebbels relacionaba la matanza directamente con la «profecía» de Hitler de enero de 1939: «Lo que el Führer profetizó está pasando ya —escribía— que si la judeidad lograba provocar otra guerra, perdería su existencia»… Tres meses después, cuando visitó Vilnius, Goebbels habló de nuevo sobre la «horrible venganza» de la población local contra los judíos, que habían sido «fusilados por miles» y estaban siendo «ejecutados» aún por centenares. El resto ha-

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bían sido encerrados en guetos y trabajaban en beneficio de la economía local… Describía a los judíos como piojos de la humanidad civilizada. Tenían que ser erradicados de algún modo, porque si no volverían siempre a desempeñar su papel torturador. La única forma de lidiar con ellos es tratarlos con la necesaria brutalidad. «Si les perdonas, serás su víctima más tarde» (Kershaw, pág. 456). Sabemos que el delirio crónico sistematizado es contagioso: Goebbels trasluce que se halla profundamente contagiado, ya que era uno de los más íntimos, por ese delirio de Hitler: «Si les perdonas —habla Goebbels como si fuera Hitler—, serás su víctima más tarde»… Y Kershaw no elude el calificativo de «patológicos» para estos comportamientos, aunque los deje en su forma general, sin precisarlos clínicamente: «Todo esto, dice, eran expresiones extremas, patológicas…» Kershaw amplía su criterio con las palabras del mariscal de campo Walter von Reichenau a los soldados alemanes: «Así que el soldado debe tener clara conciencia de que es necesaria la expiación severa pero justa de los subhumanos judíos… Sólo de este modo cumpliremos con nuestro deber histórico de liberar al pueblo alemán de una vez por todas de la amenaza judeoasiática» (pág. 457). Y Kershaw apunta al núcleo de la meta hitleriana cuando dice: «El hecho de que Himmler considerase a los judíos, como se había hecho desde el principio de la campaña, el grupo cuyo exterminio era un objetivo primordial, con el pretexto de que constituían la oposición más peligrosa a la ocupación, haría innecesario un mandato específico sobre el tratamiento que debía dispensárseles… Himmler podía dar por supuesto que estaba «trabajando en la dirección del Führer» (pág. 462). Es lo que nosotros sostenemos: que en la campaña contra la Unión Soviética, «los judíos eran el objetivo primordial», debido a su «peligrosidad» para Hitler, y afirmamos que la sobrevaloración hiperbólica de la peligrosidad de los judíos, «responsables de la primera y segunda guerras mundiales, y ahora del poderío de Rusia», tenía su fundamento inequívoco

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en el Miedo Delirante de Hitler a los judíos. La Dinámica Planetaria del delirio sistematizado de Hitler sólo lo podemos comprender —para evitar el calificativo de fantástica a nuestra tesis— con las confesiones del mismo Hitler, que citamos por tercera vez: «AL DEFENDERME DEL JUDÍO, lucho por la obra del Supremo Creador». Confesión que tiene la inesperada ventaja de que el Führer habla como perseguido personal, en 1924, antes de universalizar la persecución a Alemania, a Europa y al planeta entero… «Si a los judíos se les diese rienda suelta, diría muy pronto Hitler, pondrían en práctica los planes más insensatos… Porque con que sólo un Estado tolere dentro de él a una familia judía, eso aportará el bacilo básico para una nueva descomposición». Los nazis no habían tomado aún una decisión definitiva para llevar adelante su propósito de una «solución final» para el exterminio de todos los judíos en Europa, mas la dinámica genocida y criminal era irreversible. No obstante, la siniestra «profecía» de Hitler estaba cumpliéndose con una exactitud «que puede considerarse casi misteriosa», según la frase muy reveladora de Goebbels. Lejos de suceder lo que esperaba, que la guerra alemana relámpago en la Unión Soviética sería casi un paseo, a finales de 1941, Hitler, que había estado calculando desatar globalmente el exterminio judío para cuando la guerra hubiese terminado, debió aceptar que se prolongaría hasta el siguiente año de 1942, pero ya no se aguantó posponer sus planes contra los judíos: «El que abordase la “solución final de la cuestión judía”, sostiene Kershaw, era posiblemente un indicio de que se daba cuenta de que no podía esperar tanto. La conclusión a la que llegó debió ser que, si tenía que aplazarse la victoria sobre el bolchevismo, no debía posponerse más el momento de ajustar cuentas con su adversario más poderoso: los judíos» (página 471). La conclusión inequívoca de Ian Kershaw, después de realizar su hazaña de investigador del fenómeno Hitler, es la de que el Judío, o el «Judiobolchevique», o el «Judeoasiático»,

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era para el Führer su enemigo más peligroso. Nada, ninguna razón histórica o militar, política, social, o aún económica, justifican objetivamente esta hipervaloración de la «peligrosidad» de los judíos: entonces nos hallamos plenamente autorizados a concluir que Hitler obedecía inconscientemente a sinrazones de orden subjetivo que, concretamente expresadas, se hallaban impulsadas por su viejo Delirio Crónico Sistematizado del Perseguido-Perseguidor, virulentamente contagioso entre los mandos nazis y entre una gran masa del pueblo alemán. Un delirio que, manejado con la estridente propaganda de Joseph Goebbels —el jefe nazi más entrañablemente contagiado por Hitler, mucho más que Goering, Hesse, Himmler, Heydrich, Rosemberg— trascendió a todos los vientos y a todas las conciencias de los nacionalsocialistas a partir de mediados de la década de los años veinte. Tan contagioso de su delirio era Hitler, y tan contagiado estaba Goebbels —el más íntimo, el que se suicidó con toda su familia al lado de Hitler en el búnker de Berlín— que puede hablarse con toda legitimidad clínica de una verdadera Folie à Deux, un síndrome así llamado por los clínicos franceses, sin que se trate de una locura esquizofrénica: «Estos delirios son coherentes, dice el célebre psiquiatra clásico Henri Ey por su forma sistematizada, es decir, que se presentan al observador como plausibles. De ahí su poder de convicción o de contagio (delirio de dos o delirio colectivo), en el que el delirante inductor —en este caso Hitler— hace participar activamente en su delirio al delirante inducido», en este caso Goebbels. (Tratado de Psiquiatría, pág. 503). Por esta razón se dice que es una Folie à deux, o locura de dos. La persona que sufre el delirio primario —Hitler— es, por lo general, la dominante; en tanto que la contagiada es la sumisa o sugestionable, Goebbels. Pero la «locura delirante persecutoria» puede ser, como dice Ey, «colectiva», el pueblo alemán. Hitler con su oratoria arrolladora y con su autoritarismo, y Goebbels con su propaganda avasalladora de las conciencias de las masas alemanas —que eran las sumisas, débiles y sugestionables— contagiaron, a su vez su delirio de Perseguido-Perseguidor, colectivamente, al 93 por 100

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de los alemanes, que, así inducidos y contagiados, apoyaron plebiscitariamente a Hitler. ¿Si no es con estos fenómenos de locura de dos, primaria, y locura colectiva de las masas —entendidas, ya no sociológica sino clínicamente—, cómo explicar la siniestra e irracional contaminación alemana del antisemitismo de Hitler y Goebbels? Porque nadie tiene razones objetivas para explicarla. Es mucho más apropiado hablar en este caso de «masa contagiada», que de «masa hipnotizada». De Goering, Himmler, Hesse, etc., es propio decir que estaban «sometidos» a Hitler, no contagiados; ninguno se suicidó con él, sino que, al final, lo traicionaron todos. Una y otra vez, como lo hemos visto, y como lo veremos en el siguiente texto, el más connotado biógrafo de Hitler que es Ian Kershaw, vuelve a subrayar la cuestión arquimédica para conocer los resortes más íntimos de la dinámica mental del Führer, que es su miedo a los judíos, que nos mueve a pensar que existe un total acuerdo entre él y nosotros, con la salvedad de que, desventuradamente, por ser histórica su obra y no psicológica, no llega a señalar las fuentes delirantes del pánico de Hitler a los judíos: «La responsabilidad de Hitler por el genocidio —afirma Kershaw— contra los judíos no puede ponerse en duda. Sin embargo, pese a todas sus diatribas públicas antijudías que constituían la incitación más fuerte a ataques de violencia extrema cada vez más radicales y pese a todas sus sombrías insinuaciones de que se estaba cumpliendo su «profecía», siempre procuraba ocultar las huellas de su participación en el asesinato. Es posible que, incluso en el apogeo de su propio poder, temiese el de ellos, y la posibilidad de que se vengasen algún día». (¡!) Ciertamente, si Hitler les atribuía tanto poder a los judíos como para desencadenar dos guerras mundiales —flagrante sin razón en la que él creía sin duda alguna—, tenía su lógica interna concluir que eran «peligrosos» y que había que andarse con ellos con extrema «cautela», justamente como miraba a su «aparición» en las calles de Viena con extremada cautela, como él nos lo relata en su libro, aún en 1924, cuando

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han pasado quince años: es el momento de que nos interroguemos: si después de tantos años de sistematización de su delirio en su «visión del mundo»; si después de tantas racionalizaciones a manera de capas envolventes del núcleo alucinatorio del delirio de finales de 1909, no consiguió disimularlo en su libro destinado a ocultar sus defectos con fines de publicidad política, ¿cuán grave y poderosa debió ser su alucinación original, cuánto miedo debió infundirle, cuántas angustias que Hitler a nadie confesó, que a nadie podía confesar, así fuese a un amigo tan íntimo como August Kubizek a quien ya había abandonado a la sazón? No sería la primera ocasión que temiera enloquecer, pues una, por lo menos, se la relató al mismo Kubizek, como ya dijimos. Pasaron los años y Hitler al parecer había olvidado a los judíos. Ahora reaparecen con toda fuerza en sus discursos. Hitler era un calculador de vieja data y esperó que llegase la guerra contra la Unión Soviética para descargar su furia antisemita como nunca antes lo había hecho con esa insistencia reiterativa. En un discurso del 8 de noviembre de 1941 aprovechó la ocasión en la que se dirigía a los viejos militantes fundadores del nacionalsocialismo para retomar el tópico de la cuestión judía y reiteró sus temores contra los semitas: «Él había acabado dándose cuenta de que los judíos eran los instigadores de la conflagración mundial. Inglaterra, bajo la influencia judía, había sido la fuerza impulsadora de la «coalición mundial contra el pueblo alemán». Sin embargo, había sido inevitable que la Unión Soviética, «el máximo servidor de la judeidad», se enfrentase un día al Reich. Desde entonces había quedado claro que el Estado Soviético estaba dominado por comisarios judíos. Y Stalin no era más que «un instrumento en las manos de esa judeidad todopoderosa». Detrás de él estaban «todos esos judíos que en una ramificación multiplicada por mil dirigen ese poderoso imperio». El haber llegado a «VER» eso, añadía Hitler, había pesado mucho en él y le había obligado a afrontar el peligro del Este» (Kershaw, pág. 481). Con esto queda probada nuestra tesis formulada más atrás, de que fueron subjetivos y delirantes los motivos que lanzaron

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a Hitler contra la Unión Soviética, de allí, el garrafal error que hasta un niño lo podría descubrir… Destacamos por lo demás el verbo «VER» que utiliza Hitler para señalar que él se dio cuenta del «todopoderoso» peligro de los judíos, porque resuena en él lejanamente el recuerdo de su experiencia alucinatoria de Viena, en la que de pronto «vio» al judío peligroso… Entretanto, AUSCHWITZ había cobrado para fines de 1942, de acuerdo con los cálculos de las mismas S.S., cuatro millones de vidas judías. Al mismo tiempo, Hitler insistía en el puntual cumplimiento de su «profecía», ya que por culpa de los judíos se había desencadenado la segunda guerra mundial: «Esta guerra no terminará como se imaginaban los judíos, con el exterminio de los pueblos arios europeos, sino que el resultado de esta guerra será la aniquilación de la judeidad. Se aplicará ahora, por primera vez, la vieja ley judía: ojo por ojo, y diente por diente… Y llegará la hora en que el enemigo mundial más malvado de todos los tiempos dejará ya de cumplir su papel, por lo menos en un millar de años»: ¡era el más desesperado deseo de Hitler para poder descansar en paz! Después de Chelmo, Belzec, Sobibór y Treblinka en 1942, cuyos campos de exterminio con duchas de gases tóxicos, que dejaron el tétrico balance de cuatro millones de muertos judíos e infinidad de torturados, campos que los mismos nazis se encargaron de destruir cuando hubieron cumplido su tétrico cometido, vino Auschwitz, con sus campos de exterminio, que en 1944, se convirtió en el epicentro del holocausto de casi la totalidad de los judíos húngaros. Las enormes riquezas de Hungría atrajeron la codicia de Hitler quien sin dificultades se apoderó de sus tesoros apenas hollados por la guerra. Tras el botín del bárbaro que penetró en Hungría el 19 de marzo de 1944, vino el crimen: como a la sazón la situación de Alemania nazi era desesperada, estaba urgida de mano de obra para su industria bélica, y debía seleccionarse a los judíos con capacidad para el trabajo de aquellos que eran inútiles, que serían eliminados al instante. El proyecto, aún de las autoridades húngaras, era desocupar Hungría de judíos y enviarlos a Auschwitz. Las cámaras de gas

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eran subterráneas y esto les hacía fácil la tarea a los verdugos para introducir el veneno cuando la cámara se hallase repleta de judíos húngaros. El convicto asesino común, Rudolf Hoess, nada menos, era el director de esa cámara de suplicio y exterminio, para lo cual tenía una amplia experiencia en su siniestro oficio, y él, que nunca se sintió culpable de acuerdo con sus declaraciones de la postguerra, siempre declaró que las órdenes las recibía de Himmler, quien, a su vez, se remitía a las órdenes supremas de Adolfo Hitler sin las cuales nada podía hacer. «Entre junio y julio de 1944, la revelación del exterminio que estaba teniendo lugar en Auschwitz —dice Laurence Rees— sí tuvo indudables efectos y condujo a un cambio de política, pero no entre los Aliados, sino en el Eje. Tras la deportación masiva de los judíos de Hungría, el almirante Horthy, jefe del Estado Húngaro, recibió numerosas protestas. Incluso el Papa Pío XII, cuya incapacidad para denunciar públicamente el exterminio de los judíos durante la guerra ha sido tan criticada, solicitó a Horthy que pusiera fin a las deportaciones. Horthy dio orden entonces para que cesaran las deportaciones, cosa que tuvo lugar el 9 de julio» (Auschwitz, págs. 337 y 338). Auschwitz es creación de Hitler, pero señala también a los aliados por no haber hecho algo para evitar el holocausto que allí tenía lugar; ni siquiera se pusieron de acuerdo para bombardearlo y quedó intacto allí como prueba sombría de hasta dónde puede llegar el hombre cuando se halla comandado por su mentalidad bárbara y compulsiva que lo conducen sin pestañear al más brutal genocidio y al crimen despiadado. Hitler murió en sus trece, poseído por su delirio sistematizado, homicida y genocida contra los judíos. La víspera de su suicidio dictó el «testamento político» en el que su preocupación continuaba puesta en la destrucción de su enemigo, como si temiese que aún después de su muerte continuaría persiguiéndole: «Es falso, dictó, que yo o algún otro quisiese en Alemania la guerra de 1939. Fue deseada e instigada exclusivamente por aquellos estadistas internacionales que eran de ascendencia judía o que trabajaban para intereses judíos. Pa-

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sarán siglos, pero de las ruinas de nuestras ciudades y monumentos culturales surgirá siempre renovado el ODIO contra los responsables finales a los que tenemos que dar las gracias por todo: la judeidad internacional y sus colaboradores… Dije también, con toda claridad, que si las naciones de Europa iban a ser consideradas de nuevo como meros paquetes de acciones de esos conspiradores del dinero y de las finanzas internacionales, también tendría que rendir cuentas esa raza que es la culpable en realidad de esta lucha criminal: ¡los judíos! Dije también muy claro además que esta vez no morirían millones de niños de los pueblos arios de Europa, ni millones de adultos, ni morirían quemados y bombardeados en las ciudades centenares de miles de mujeres, sin que el verdadero culpable pagase su culpa… «No deseo caer en las manos de enemigos que necesitarán un espectáculo preparado por los judíos para divertir a sus masas excitadas». Es algo por demás revelador que Hitler hablara de su miedo personal a que los judíos se mofaran hasta de su cadáver… En última instancia, siempre recae, una y otra vez, en su «peligroso» enemigo personal, el «judío del caftán negro», que se le apareció de repente, como una pesadilla, y del cual nunca pudo zafarse, ni con el crimen compulsivo, ni con el genocidio bárbaro, ¡nunca más!, porque no se puede asesinar una alucinación, que es una visión sin objeto, una creación fantasmagórica del cerebro ulcerado de Adolfo Hitler…

Capítulo IX

Despierta el bárbaro Schicklgruber Al entrar en este momento crucial de Adolfo Hitler, no debemos participar en lo que, con criterio simplista, se ha convertido en un lugar común por historiadores y biógrafos, de que «la primera guerra mundial hizo posible a Hitler», citando a Kershaw, el muy célebre biógrafo tantas veces mencionado en este ensayo. El concepto podría inducir a pensar que la carrera de Hitler tuvo en este acontecimiento su punto de partida. Y en este caso, nos quedaríamos sin comprender por qué la Primera Guerra Mundial forjó de una manera tan especial a este hombre singular. ¿Por qué Adolfo Hitler salió metamorfoseado de esa forja incandescente y no otro? Nuestra metodología de psicólogos e historiadores nos previene de participar en semejante criterio. Todo exige que para aproximarnos a la verdad de la formación de Hitler, particularmente de su mentalidad que brota necesariamente de su cerebro, estamos en el deber metodológico de ajustarnos a las líneas generales de su dinámica interior, mirando atentamente la continuidad de esas directrices que se proyectan desde su pasado ancestral hacia el futuro, sin olvidar las coyunturas intermedias que se colocan entre aquel pasado y este presente. Nada es reconocible si no se mira —particularmente en el campo de la historia y la psicología— tal continuidad y el modo como van apareciendo nuevas formas y comportamientos bajo

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el estímulo de las fuerzas presentes pero sin perder de vista que estas fuerzas inmediatas inciden sobre un suelo previo y predeterminado, de cuya interacción brota lo nuevo. El Adolfo Hitler que brotó de la Primera Guerra Mundial es nuevo, y comprender esta novedad, justamente la de este hombre, impone el imperativo de conocer el choque entre las fuerzas que venían desde el pretérito y las nuevas que penetran ahora en su cerebro. Sin cumplir a cabalidad este compromiso con las normas del conocimiento, nos privaría de la comprensión de todo ser humano, aunque mucho más en el caso de Hitler, por ser él una de las mentalidades más complejas de la historia y de la psicología, para nosotros la más compleja de todas, mucho más compleja entre todos los hombres de acción con quienes hemos tenido la oportunidad de medir nuestras capacidades de conocimiento. Porque el Adolfo Hitler que llegó a Múnich el 25 de mayo de 1913, bien pertrechada la bolsa con la herencia que recibió de su odiado padre al cumplir los 24 años, habría de prolongar durante los quince meses siguientes, su modo de vida que había llevado en Viena. El mismo parásito y haragán que se limitaba a copiar sus cuadros, a los que les faltaba el estro del artista de calidad, porque le daba pereza hacerlos con laborioso estudio. Es hora de recordar lo que Werner Maser nos ha dicho: tenía talento y talento «extraordinario» de acuerdo con el criterio de un especialista en pintura que examinó algunas de sus acuarelas y óleos, «pero era demasiado haragán y no se molestaba en llevar el caballete al campo donde pudiera pintar al natural», y, por esto se limitaba a hacer malas copias que luego vendía en los cafés, en las calles y en las cervecerías. Por la noche «estudiaba», lo que para él significaba devorar los periódicos y folletos a lo sumo, ya que le era imposible por su compulsión a la vagancia para el estudio leer libros serios, como le ocurre a todos los que padecen de esta grave alteración o enfermedad del comportamiento: Para decirlo con el autorizado criterio de Ian Kershaw: Le quedaba su propia forma de bohemia en Múnich: holgazanear por los cafés, hojear periódicos y revistas y espe-

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rar la oportunidad de arengar a los que se hallasen cerca de él sobre lo erróneo de sus ideas políticas. Respecto a su propio futuro, no tenía más idea de hacia dónde iba de lo que la había tenido durante sus años del Albergue para Hombres de Viena (Hitler 1889-1936, pág. 105).

Llegaba pertrechado también a Múnich con su «ideología» tomada del pangermanista antisemita Georg von Schönerer, claramente racista, y de Karl Lueger, fundador del partido social cristiano, convicto antisemita y seductor de masas. Pero quizá más importantes que sus simpatías eran sus violentos odios compulsivos adquiridos también en Viena contra el Parlamentarismo, la Socialdemocracia, el marxismo y su antisemitismo, que se convertirían en pasiones directrices de su acción futura. Pero importa sobre todo precisar con qué mentalidad, con qué cerebro llegó a Múnich. Era perfectamente distinguible su Primera Mentalidad o Mentalidad Normal que le permitía, mal que bien, adaptarse a sus circunstancias al disponer de una capacidad de juicio lo apenas indispensable para convivir socialmente, si así puede hablarse de una persona retraída y solitaria, que, en vez de dialogar simpáticamente y tener amistades como los demás del Albergue de caridad para Hombres de Viena, lo que hacía era perorar abrumadoramente sobre la política o sobre la música de Wagner. Parte importante de su capacidad precaria para adaptarse a la realidad era su trabajo de pintor que había aprendido gracias a otro vagabundo: Reinhold Hanisch. Con el producto de este trabajo se ganaba el pan, y sobre todo los dulces y las harinas para saciar su insaciable glotonería. Su Segunda Mentalidad o Mentalidad Patológica estaba dominada por su enfermedad Maníaco-Depresiva, que oscilaba entre el polo de la hiperactividad, la sensación de grandiosidad que si la tenía enorme cuando no era nada, a qué grados llegará cuando sea Canciller, cuando sea venerado como el Caudillo infalible en sus aventuras «políticas» internacionales, su victoria relámpago sobre Francia, su invasión igualmente relámpago de Polonia y los primeros meses de su sorpresiva invasión a la Unión Soviética, todas victorias fugaces

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al comienzo y con final desastroso, clara señal de que Hitler era un aventurero ciego, pero él se creía el hombre de la historia universal, enviado por la providencia, en su reacción de grandiosidad maníaca; la inflación del Ego y la verborrea o logorrea, germen patológico de su futura oratoria avasalladora, y el polo de la inercia depresiva, el sentimiento de no valer, la adinamia para el trabajo, el pesimismo, la sensación de futilidad, la deflación del Ego y los relámpagos suicidas… Por otra parte, su Delirio Crónico Sistematizado de Perseguido-Perseguidor, expresado en Miedo y Odio asesino y genocida contra los judíos, ocupaba un lugar destacadísimo y determinante de sus comportamientos en el ámbito de esta Mentalidad Patológica o Segunda Mentalidad… Tanto la enfermedad Maníaco-Depresiva, como el Delirio Antijudío, llegarán hasta Múnich y continuarán afectándolo e inspirando inconscientemente sus comportamientos a todo lo largo de su existencia. La Tercera Mentalidad o Mentalidad Compulsiva, también iba allí, en su equipaje mental hacia Múnich. Toda suerte de odios compulsivos y de violencia dirigidos contra los socialdemócratas, los marxistas y el parlamentarismo, odios que se nutrían no en el estudio de libros serios sino, como tantas veces hemos puesto de relieve por la importancia histórica que tendrá en su carrera pública, en periódicos y revistas, tal como seguirá «estudiando» en Múnich y el resto de sus días. El odio contra los judíos los colocamos aparte, porque Hitler lo enquistó de una manera especial en lo que llamó su «visión del mundo», cuyo centro era el odio delirante antisemita… Igual que el odio compulsivo, la vagancia compulsiva universal, tanto para el trabajo práctico como para el estudio, vienen desde la infancia y llegan hasta Múnich, donde experimentan una metamorfosis singular, metamorfosis que será parcial, pues el vago para el trabajo y el estudio continuarán afectándolo. Otras compulsiones, como la violencia, la maldad, la mitomanía, la venganza, el homicidio, la glotonería, el incesto, tendrán oportunidad de desarrollarse brutalmente en la historia que vendrá. Por último, la Cuarta Mentalidad dominantemente Bárbara Nómada, llega latente a Múnich, a la espera inconscien-

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temente, de su oportunidad, pues la falta de oportunidad es lo que explica por qué no se ha desarrollado aún. Como ya lo hemos visto, se desprende genéticamente de las numerosas familias Schicklgruber que se habían aislado en las montañas y los bosques de la Baja Austria en el espacio más noroccidental de Austria. De allá llegó el flujo genético al ADN de Alois Hitler, transmitido por el azar de la herencia, y, por este mismo azar pasó a Adolfo Hitler, afectando su cerebro con la mentalidad bárbara. Observamos cómo esta mentalidad se expresó desde la infancia, convirtiéndose en el resorte profundo y molecular que lo impulsaba de manera irresistible a las lecturas y aficiones guerreras, particularmente las novelas de Karl May, que sobrepasaron por encima de sus libros escolares que, por su vagancia, no pudo estudiar, pero la pasión por la guerra era tan poderosa que la mentalidad bárbara pudo más que la mentalidad compulsiva a la vagancia para la acción. Ya vimos cómo esta pasión por la guerra —¡trasunto de su fondo bárbaro!— perduró toda la vida, tanto que Hitler, en el año de 1942, cuando suponemos que debería estar absorto en la guerra que había desencadenado contra la Unión Soviética, sacaba tiempo para releer sus fascinantes obras de Karl May que hasta recomendaba a sus generales… Pero esta Mentalidad Bárbara dominante se había quedado en las lecturas y en sus pasiones guerreras. ¡Esperaba la oportunidad para expresarse en la práctica guerrera! Sostuvimos igualmente que esta Cuarta Mentalidad en Hitler tiene una dimensión civilizada en oposición a la dimensión bárbara nómada que es en él avasalladora, y sugerimos que descendía genéticamente del abuelo paterno desconocido, civilizado y artista, y que de él procedían por azar las manifestaciones-natas de Adolfo Hitler, como su fascinación por la música coral, que empezó a conocer hacia el año de 1898 en el monasterio de Lambach, donde tomó clases de canto en el coro del monasterio por insinuación de Alois, su padre, quien también se deleitaba con esos coros y esa música. Señales evidentes de capacidad para la pintura y el dibujo, que en Viena se ampliarían a la Arquitectura, las dio muy tempranamente en la escuela y en los años que logró hacer de bachillerato, en los

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que obtuvo, como cosa excepcional, el «excelente» en las calificaciones en estas asignaturas, con la fatal circunstancia de que nunca podría desarrollar tales dones artísticos por su vagancia compulsiva para el estudio, aunque sí fue un amante permanente del arte hasta sus últimos días, la música de Wagner y la arquitectura monumental, pues existe constancia de que ya en el búnker de Berlín, próximo a morir, seguía contemplando con deleite las maquetas que había construido su arquitecto oficial… Con esto queremos señalar que era honda su vocación artística —saboteada sin su culpabilidad por esa haraganería compulsiva que tuvo la mala suerte de heredar que, sea esta la oportunidad de repetir, si no hubiera sido Vago Compulsivo para el estudio, el destino de Hitler y de Alemania y de Europa habrían sido muy diferentes, pues con la profesión de artista, pintor o arquitecto, y con estudios universitarios serios, así el guerrero hubiera despertado en él lo cual era indudable por la fuerza de su herencia bárbara nómada, Hitler habría tenido un contrapeso civilizado poderoso para equilibrar al bárbaro, y la historia habría visto a un Estadista-Militar, muy sui generis, alguien parecido a un Bismarck moderno, no al Führer brutal, Aventurero, Nómada, Genocida y Asesino que, de victoria en victoria, condujo a Alemania a la mayor tragedia jamás conocida en los anales del tiempo… Deseos aparte, sostenemos que la vocación artística de Hitler —en la que incluimos su oratoria, cuando dejó de ser verborrea maníaca—, fue profunda, arraigada en su ADN y, por tanto, heredada de su abuelo ancestral ignorado… Lo acabamos de sostener con toda la responsabilidad psicológica e histórica: si Adolfo Hitler no hubiese heredado su Vagancia Compulsiva para el estudio, su destino, el de Alemania y Europa, habrían sido otros, seguramente. ¡Es que aquí descubrimos la especial peculiaridad de Hitler! Un hombre único en la historia de la humanidad. Ya hemos dicho que ninguno de los grandes guerreros que conocemos, se le parecen. No son tan complejos, porque en ellos sus cerebros no se hallaban impulsados por esa multitud de determinismos mentales, unos para el bien, y otros que son predominantes, para realizar los actos más aviesos que se hayan conocido… Si por la

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mala suerte de su herencia no hubiera recibido el gen mutado por el alcohol, que procedía sin duda de su tío paterno Franz Schicklgruber y que llegó a su padre Alois primero, con multitud de compulsiones, y luego a Hitler, generando en éste, igualmente por azar, todo un sistema compulsivo, que lo convirtió en un haragán incapaz de estudiar, la dimensión civilizada de Hitler se habría expresado en un gran arquitecto o pintor —porque tenía vena para ser un destacado artista—, aún en un docto orador y no en el demagogo teatral, y esta dimensión civilizada habría atemperado su dimensión bárbara terrible y genocida, aventurera y nómada expansionista… ¡La vagancia compulsiva le jugó una mala pasada a la historia! ¡Quién lo creyera: que una alteración comportamental del cerebro —pero alteración compulsiva, que no es cualquier cosa— tuviera tanta trascendencia con semejantes alcances mundiales! Lo cierto es que en el Adolfo Hitler bárbaro —«esa bestia feroz», como lo calificó aquel sabio conocedor de hombres que fue el ministro de Baviera Heinrich Held—, al no poder desarrollar su condición civilizada, triunfó el terrible guerrero que había en él, provisto con esa oratoria que era uno de sus rasgos civilizados, pero que se convertiría en el instrumento del genio del mal… Este hombre, que a su llegada a Múnich en mayo de 1913 no era nada ni nadie, traía en su cerebro en estado potencial esas tremendas fuerzas, que habrían quedado en estado de latencia, pues cuando Hitler hizo su hégira de Viena a Múnich, huía del servicio militar en Austria, no porque él se negara a militar en el ejército de los Habsburgos, como lo dio a entender, sino que, por vago, no quería someterse a la disciplina del recluta, y, cuando partió para Múnich, buscaba más el importante y famoso ambiente artístico de esta ciudad, en donde aspiraba a realizarse como pintor o arquitecto, ya que en Viena no había podido lograrlo. Sin embargo, Múnich no le brindó lo que él buscaba, sino al contrario, le ofreció la ocasión precisa para que llevara al acto su potencial Mentalidad Bárbara de típico cuño Schicklgruber… La tradición alemana se prestaba para una política imperialista, ya que se hallaba resentida por sus magros logros en

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el reparto de las colonias africanas en 1880; era un caldo de cultivo favorable para el surgimiento de un culto al caudillo que hiciera continuidad con el caudillismo de Bismarck; existía un sentimiento antijudío y hasta una codicia expansionista… Pero nada de esto, y otros fenómenos sociales y económicos más, hacían preveer la aparición del Tercer Reich, con las características precisas que le infundió Hitler: en nuestro concepto, Hitler, armado con su compleja psicología, singular en la historia alemana y aún en la Historia Universal, sacó de quicios a la tradición alemana, le imprimió un rumbo que le era extraño a esa tradición y a las condiciones de la idiosincrasia alemana: Hitler inició y terminó —¡él con su particular y única psicología personal!— un ciclo histórico esencialmente nuevo, inédito y original, completamente personal, imprevisible en los hábitos políticos y sociales alemanes, aunque mucho se les parecieran, un ciclo nuevo que se inició con Hitler y terminó con Hitler, insólito y raro, que de haber respondido a la lógica de las tradiciones alemanas, habría podido ser belicoso y caudillista, imperialista, antimarxista y antisemita, pero no habría llevado a Alemania ni a la guerra mundial, ni a la catástrofe, ni al partido nacionalsocialista: «La cuestión mil veces planteada y que se seguirá planteando —dice Marlis Steiner—, es saber por qué el nacionalsocialismo se desarrolló y se instaló en Alemania y no en otra parte. ¿Cómo el país de Goethe y de Beethoven, de Marx y de Einstein, pudo caer tan bajo y cometer y tolerar semejantes crímenes? ¿Cuáles son las particularidades que llevaron a los alemanes a esa política de destrucción, mientras que otros países europeos, donde surgían ideas y problemas similares, no sucumbieron a la misma tentación o la vivieron, como Italia, en una forma menos radical?» De acuerdo con Steiner se han esgrimido causas personales, socioeconómicas e ideológicas, pero, de ninguna manera se ha llegado a un consenso que explique estos interrogantes. Nosotros respondemos a estas preguntas y a otras que pudieran formularse, diciendo que, a causa del insólito cerebro de Adolfo Hitler y de las corrientes mentales que de él brota-

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ron, y lo convirtieron en un hombre totalmente singular en la especie humana, fue él quien primero echó a andar el partido nacionalsocialista, con características muy especiales que lo diferenciaban de los partidos tradicionales, entre las que la belicosidad encaminada a un propósito fijo y secreto del propio Hitler, era una de las más destacadas, que se unía con el propósito deliberado pero firme de movilizar a las masas alemanas en esa dirección inequívoca e irresistible desde el momento en que emergió del crisol de hierro de la Primera Guerra Mundial que lo forjó y del cual saldría armado con todas las armas para llevar adelante su propósito indeclinable —con la obstinación ancestral de su abuela María Anna Schicklgruber—, poco a poco al principio, mientras iba afianzándose en el poder con el carisma que lo colocaba como figura dominante, y después, con el poder total en sus manos, de manera vertiginosa hacia su destino final, «caminando con la seguridad de un sonámbulo por el camino que la Providencia le había señalado» hasta cumplir «su» misión: ¡la misión esotérica de Adolfo Hitler, del solitario y excéntrico Adolfo Hitler que conocemos, no la de nadie más, ni de Alemania, hasta que el «sonámbulo» cayó en el abismo! ¡Por esto Hitler aparece a nuestra percepción psicológica como un fenómeno inesperado y extraño a la tradición alemana, como un rayo surgido del infierno de la Austria bárbara, que comienza y acaba en sí mismo, como un ser diabólico que se incrusta por un instante en la historia de la Nación Alemana, a la que abruma y ciega momentáneamente, la seduce y arrastra en un vértigo de inconsciencia, sometiéndola incondicionalmente a los poderes mágicos de este raro fenómeno humano, sin que pudiera liberarse de él, como les ocurrió a las personas de su intimidad —la madre, Kubizek, Mimy, Geli y Eva Braun— que, por miedo, no pudieron zafarse de él, así el pueblo Alemán. Aturdidos sus hombres y mujeres, sin que supieran aun después de muerto qué era lo que había ocurrido: fue el Tsunami de un instante histórico que sólo deja ruinas a su paso, de suerte que cuando el meteoro hubo terminado, el pueblo alemán desconcertado, porque había vivido la paradoja de que, a pesar de haberle dado el 93 por 100 de sus vo-

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tos y la voluntad absoluta, no había participado conscientemente en la diabólica epopeya, se entregó a reconstruir empezando por el momento en que el Cataclismo político-bélico se había iniciado en el año de 1920, atando los cabos rotos de su tradición histórica, interrumpida por el deslumbrante acontecimiento hitleriano, extraño fenómeno humano que ocurrió en el pasado y puede repetirse en el porvenir. De allí la urgencia de conocer el singular seismo mental que puede sacudir a cualquier país de la tierra y que, de hecho, los vive sacudiendo con menos fuerza devastadora y menos grados en la Escala Histórica. Tan singular fue Hitler en la historia alemana —expresión inequívoca del personaje solitario y excéntrico que fue— que ni siquiera las más destacadas figuras dirigentes del partido nazi lo conocieron: ninguno de ellos fue tan osado como para relacionarse de tú a tú con él, menos de darle órdenes o de contradecir sus designios: todos llegaban de puntillas, sin hacer ruido, a sus entrevistas con el Führer: tal vez el capitán Röhm, tal vez los Strasser, tuvieron la audacia suicida de confrontarlo, mas Röhm y Georg Strasser pagaron con sus vidas en su momento oportuno (1934) su osadía, y Otto Strasser debió emigrar de Alemania antes que las manazas de Hitler lo atraparan… Entonces, si los mismos dirigentes del partido nacionalsocialista obedecieron ciegamente a Hitler hasta el final —con la excepción de Hess y Himmler a última hora—, pero sin que ninguno lo hubiera conocido en absoluto, ya hemos mencionado al ministro de Baviera, Heinrich Held, como la excepción, aunque él no era dirigente del partido nacionalsocialista, si los dirigentes nazis no tenían idea de quién era su Führer, decimos, ¿qué no diremos del pueblo alemán que lo obedeció como autómata colectivo?, contagiado e inducido por la fuerza delirante todo poderosa de Hitler, y por la Folie à deux, la locura de dos, que establecieron con Goebbels que con su estruendosa propaganda del Mito, completó el contagio delirante y genocida. Pero antes de que este acontecimiento telúrico comenzara, debemos asistir al sacudón que Hitler mismo debía experimentar para que despertara de la latencia su cerebro y se pusiera en movimiento su Cuarta Mentalidad o Mentalidad do-

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minantemente bárbara, instrumentada y conducida por su oratoria y su particular manera de entender la «política como medio para conducir a un fin», secreto fin incuestionable: ¡la Segunda Guerra Mundial! No esperemos, sin embargo, que el sacudón de su cerebro vendría de los penetrantes y profundos estímulos de sabias reflexiones que Hitler se hubiera formulado como resultado de sus desvelos inclinado febrilmente sobre las grandes obras y tratados en torno a la Guerra, la Política, la Economía, las Revoluciones sociales y la Historia. Lo conocemos perfectamente, dominado por la vagancia para el estudio, compulsión que le impidió de manera absoluta leer a los maestros del momento. Para no decirlo con nuestras palabras, reproducimos las del docto Ian Kershaw que nos permiten la máxima credibilidad: «Para Hitler leer, tanto en Múnich como en Viena, no era algo que hiciese para ilustrarse, para aprender, sino para confirmar prejuicios… La mayor parte de las lecturas probablemente las hiciese en los cafés, donde podía continuar con su hábito de devorar los periódicos…» (Hitler, pág. 104). Por esta razón, el sacudón cerebral debía venir del terreno de la acción, y de ésta, de una que no le produjera repulsión, pues también, como lo hemos visto, la vagancia compulsiva afectaba el trabajo práctico, razón por la cual, en Viena, se hundió en la mendicidad. ¿Cuál podría ser esta clase de acción que no le hiciese sospechar que eso era trabajo, el odioso trabajo? No el servicio militar, pues ya discutimos que Hitler rehuyó su obligación de presentarse al ejército austriaco para cumplir con la ley que sancionaba a quien no lo hiciese, desde el año de 1909, y sostuvimos que no fue por su rechazo a servir a los habsburgos, sino por no someterse al trabajo disciplinado del recluta… La única actividad que Hitler podría aceptar sería aquella que tocara los circuitos de la corteza del hemisferio cerebral derecho que son el soporte de su Cuarta Mentalidad, asiento de los comportamientos bárbaros, que siendo tan potentes en él se hallaban a la espera de una oportunidad para expresarse: esa actividad que despertará el apasionado entusiasmo de este

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hombre —y ante la cual no experimentará su enorme pereza compulsiva—, no podía ser otra que la guerra: no el servicio militar ni el estudio del arte de la guerra, no: ¡la guerra a secas! Entre sus libros figuraba La Guerra, del General Prusiano Carlos Clausewitz, tanto como figuraba Schopenhauer, en ediciones populares: pero nadie puede probar que los leyó. Recordamos a nuestro lector algo de suma importancia y que demostramos hace rato, al comienzo de este ensayo: que en las postrimerías del período Paleolítico superior y comienzos del Neolítico histórico, surgieron dos pueblos del proceso evolutivo, los civilizados y los bárbaros; que los Pueblos Civilizados alcanzaron esta condición por descender de aquellas poblaciones venidas de África a Europa principalmente, hacia el año 40.000 a.C., donde completaron su desarrollo, ya que eran nómadas, cazadores recolectores y geniales artistas, creadores de la primera Edad de Oro de la Humanidad, el Arte Rupestre de la Era Glacial. Hemos convenido en llamar a estos pueblos más modernos sapiens, los Magdalenienses que, también lo dijimos, convivieron con otros tres pueblos en el Paleolítico superior, en Europa, lo mismo que en el próximo oriente asiático y en el norte de África, los Cromañones, los Auriñacienses y los Neandertales. Hallándose en el período Paleolítico superior, todos estos cuatro pueblos se encontraban evolucionando en ese lapso final del paleolítico que comprende el espacio de tiempo que se extiende entre los 40.000 años, cuando los tres primeros llegaron de África, y los 10.000 años a.C., cuando termina el Paleolítico superior y comienza, en nuestro concepto, el Neolítico y la Historia Moderna propiamente dicha… Los pueblos Magdalenienses se desarrollaron felizmente, especialmente y, en lo que para nuestro propósito cuenta, en su cerebro, y se produjo el relevo de funciones mentales, de acuerdo con el cual, el haz de facultades mentales racionales, verbales y conscientes localizadas en el hemisferio cerebral izquierdo principalmente, relevaron o sustituyeron en su dominancia al haz de facultades mentales creativo-alucinatorias e inconscientes, localizadas principalmente en el hemisferio cerebral derecho. De esta manera, y gracias a la evolución as-

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cendente del cerebro, los pueblos Magdalenienses quedaron equipados con un cerebro moderno, ya que su hemisferio dominante era el izquierdo, gracias a lo cual se convirtieron en sedentarios e inclinados irresistiblemente a construir la Civilización, mostrando comportamientos nuevos, que los diferenciaban radicalmente de los nómadas, al crear una economía productiva artificial, con la agricultura y la ganadería; siendo sedentarios pudieron construir casas, aldeas y ciudades, en las que vivían pacíficamente dedicados a construir la civilización dentro de una estructura social moderna. Si el cerebro cambió, cambió también el comportamiento… Pero otros pueblos no tuvieron este feliz desenlace evolutivo y su cerebro no sufrió el relevo de funciones mentales, porque el hemisferio derecho continuó siendo dominante. ¿Cómo lo sabemos? Porque estos pueblos continuaron mostrando los mismos comportamientos que en el Paleolítico superior: siguieron siendo nómadas, cazadores recolectores, odiaron las casas y las ciudades y continuaron llevando su existencia andariega en las estepas, los desiertos y las montañas o las cavernas cuando llegaron los tiempos modernos del Neolítico histórico. Si no varió el comportamiento del paleolítico fue porque el cerebro tampoco varió, ni se produjo el relevo de las facultades mentales arcaicas del hemisferio cerebral derecho por las facultades modernas —racionales, lingüísticas y conscientes—. Concluimos que estos pueblos continuaron siendo comandados en su conducta por su hemisferio cerebral derecho, depredador y violento, e inclinados irresistiblemente a destruir la civilización. Dos categorías de pueblos, los civilizados y los bárbaros, cada uno con sistemas de vida contrapuestos: necesariamente debía sobrevenir la confrontación abrupta entre ellos. Fue la Tragedia Original de la Humanidad, como la hemos llamado: la Primera División evolutiva —no cultural— en pueblos enemigos. Si los pueblos civilizados se formaron a partir de los más modernos pueblos sapiens, los Magdalenienses, ¿con qué biología se formaron los bárbaros? Pensamos que surgieron de un proceso de hibridación entre los Neandertales que eran muy

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arcaicos y los Cromañones y/o los Auriñacienses que siendo modernos, mostraban protuberancias craneanas primitivas. Otros antropólogos y genetistas se hallan seguros, basados en el ADN mitocondrial, que los pueblos modernos venidos de África sustituyeron a las poblaciones arcaicas, ya sea por medio de confrontaciones o porque eran mejor adaptados con su tecnología más moderna… Diga lo que sea el ADN mitocondrial, etnológicamente hablando, nosotros no vemos un solo pueblo habitando el planeta, sino dos, los Civilizados y los Bárbaros. Teniendo cerebros distintos, tenían también sistemas de vida contrapuestos. Existen los documentos arqueológicos —representados por las murallas o fuertes militares defensivos— que prueban la evidencia de dicha confrontación a muerte entre civilizados y bárbaros, entre sedentarios y nómadas. Los Nómadas Bárbaros, de acuerdo con nuestras investigaciones, estaban conducidos en sus comportamientos esencialmente guerreros por el arcaico hemisferio cerebral derecho. De ahí que hablemos de que la guerra estimuló los neurocircuitos del hemisferio derecho del cerebro de Adolfo Hitler, y que despertaron en él sus comportamientos bárbaros, movilizando su gran fascinación latente por la guerra… Teniendo Hitler una Cuarta Mentalidad dominantemente bárbara, que en él era potentísima como lo demostraron sus posteriores actuaciones, era completamente natural y lógico que su pasión irresistible por la actividad guerrera dominara su vagancia compulsiva para el trabajo y diera sorprendentes demostraciones de eficiencia e hiperactividad guerreras en las que tuvo un papel nada despreciable su constitución maníaca que sirvió y servirá en lo futuro como motor dinámico de hipermovilidad en su guerrerismo-político o en su política-guerrerista, tal como las entendemos nosotros, puesto que en Hitler Guerra y Política se entrelazaban íntimamente, de modo que en su mentalidad la Política era una continuación de la guerra y ésta una continuación de la política, formando los dos comportamientos una Unidad Indisoluble. Entonces, Alemania declaró la guerra a Rusia el 10 de agosto de 1914, a raíz del asesinato a fines de junio de este año

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en Sarajevo del heredero del trono austriaco, el Archiduque Franz Ferdinand, lo que se constituyó en el detonante de las tensiones entre todos estos países. Al día siguiente, 2 de agosto, hubo una gran manifestación pública en la plaza principal de Múnich. El káiser Guillermo II habló a la multitud de nacionalistas alemanes que se apretujaban en el inmenso espacio y pronunció una frase que se hizo famosa y reflejaba la unidad del pueblo alemán en favor de la guerra: «Yo ya no se de ningún partido —dijo—, sólo se de alemanes»… Adolfo Hitler en medio de esa multitud es un hombre desconocido para nosotros que lo hemos visto mendigar y vagabundear sin meta fija: se diferencia de la multitud emocionada por el patriotismo, en que su entusiasmo es místico: el conocido fotógrafo Heinrich Hoffmann fotografió aquella gran masa y en algún lugar se descubrió a un hombre que con el sombrero tirado hacia su lado izquierdo, yacía en una actitud extática: ¡era Adolfo Hitler, que le daba gracias al cielo por haberle permitido la ocasión de vivir en ese momento sublime… que era la gran guerra!… A nadie más conmovió de esa manera el grito terrible del combate y de la muerte: su «entusiasmo» —era lógico— no era el entusiasmo de los otros, pues tenía en él resonancias más hondas, siendo como era un guerrero-nato en estado de latencia. Hitler mismo lo confiesa, y esta vez no existe razón alguna para que no le creamos: Aquellas horas fueron para mí una liberación de todos los desagradables recuerdos de juventud. Hasta hoy no me avergüenza confesar que, dominado por un entusiasmo delirante, caí de rodillas y, de todo corazón, agradecí a los cielos haberme proporcionado la felicidad de haber vivido en esa época… (Mi lucha, pág. 128).

Y, como era de esperar, su amor a la guerra y a la muerte fue mil veces superior a lo que él llamaba «amor a los libros»: «Desde el primer instante estuve firmemente decidido a que, en caso de guerra —ésta me parecía inevitable—, aban-

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donaría los libros inmediatamente» (pág. 129). Qué libros…, ¡Guerra! Y para que más adelante comprendamos algunos gestos suyos de jugar al riesgo sin reparar en los peligros, veamos desde ahora cómo en Hitler, de su fondo depresivo —que es la sombra de su hiperacción maníaca—, brota sin velos su gusto por la muerte, compañera del valor: «Estaba dispuesto a morir en cualquier momento, por mi pueblo o por el gobierno que lo representase en realidad» (página 129). Y más adelante dice: «Es muy posible que los Voluntarios del Regimiento List (al que Hitler estaba asignado) aún no hubiesen aprendido a combatir, pero morir sí sabían…» (pág. 130). Aunque tuvieran procedencias genéticas distintas, la Guerra y la Muerte, esto es el suicidio, tendían a juntarse en él. Y tan inmediata es la respuesta de su cerebro y tan decidida a la llamada de la barbarie, que —¡ahora sí!—, se ofrece inmediatamente como voluntario para luchar: «El 3 de agosto de 1914 presenté una solicitud directa ante S.M. el Rey Luis III de Baviera, pidiéndole la gracia de ser incorporado a un regimiento bávaro… Al abrir, con las manos trémulas, el documento en el cual leí la concesión de mi solicitud, con la indicación de presentarme en un regimiento bávaro, mi alegría y mi gratitud no tuvieron límites» (pág. 129). ¡Si la Academia de Bellas Artes de Viena, le hubiera abierto las puertas para el arte, como ahora se le abrían en Múnich para la guerra, otro, muy diferente, abría sido el rumbo y el destino de este hombre extraño y de la humanidad, de Alemania, que no era su patria, del pueblo alemán y del pueblo judío. A estos riesgos fatales solo está expuesta la Historia Masculina, llena de imprevistos, jamás la Historia Universal del futuro, hecha con la sabiduría de todos. No lo pongamos en duda, el grito de guerra había hecho vibrar, con una resonancia ancestral, las fibras y neurocircuitos que daban el soporte a su mentalidad de Nómada Bárbaro, de allí su entusiasmo frenético y su alegría sin límites, porque le había llegado el llamado fascinante de la guerra que su cerebro esperaba desde hacía 25 años sin que Hitler fuera cons-

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ciente de ello. No es inoportuno el interrogante, ¿qué habría sido de Hitler si ese llamado no hubiese llegado? Respuesta: habría regresado inexorablemente a la mendicidad en Múnich como ya había vivido en Viena. La guerra, pues, le llegó a Hitler, primero como un despertar psicológico de su Ser Bárbaro potencial, y, en segundo lugar, como una redención, no como se ha dicho con frecuencia, de que con su pertenencia al ejército tuvo una especie del hogar que había perdido desde su adolescencia cuando marchó para Viena, sino redención en el sentido de que encontró el único destino posible en el que podía trabajar y emplear sus fuerzas y su acción, ya que su vagancia compulsiva le cerraba el acceso a toda otra forma de ocupación, siendo que con su menguada labor de «artista» estaba condenado a un total fracaso, porque sin estudios que él estaba negado a realizar por su alteración del comportamiento, la «copia» de postales, o de cuadros, o el deseo quimérico de ser un arquitecto, no podían sostenerse a largo plazo… Y Hitler lo demostrará al no haber podido dedicarse a ningún otro trabajo que al de pronunciar discursos, hacer la política y la guerra. Ningún trabajo constante y sistemático podría ejercer hasta el fin de sus días… Con toda probabilidad, cuando se hubiese gastado el dinero que había heredado de su padre, Hitler habría tenido que regresar a un asilo de caridad para hombres, parecido al Albergue para Hombres de Viena en el que lo habían acogido durante tres años, pues él no habría podido sostenerse con la venta de sus malos cuadros, que no los hacía mejores por auténtica pereza como nos lo dijo Werner Maser… ¡Tremenda perspectiva la de Hitler! Pero su cerebro albergaba esa poderosa vocación para la guerra y, para bien de él y maldición de Alemania y Europa, le llegó la oportunidad de desarrollarla progresivamente, hasta que alcanzó su clímax cuando, obedeciendo a esa necesidad irresistible e incontrolable, desencadenó la Segunda Guerra Mundial, que él, fiel a su delirio crónico y sistematizado antisemita, culparía a los judíos de ser ellos los responsables. Sed de guerra tiene Adolfo Hitler cuando a principios del año de 1915 escribe a un amigo de Múnich:

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«Todos nosotros tenemos un solo deseo: que llegue pronto la hora de la verdad, el enfrentamiento, cueste lo que cueste». ¡Este no es el Hitler que conocíamos! Véase que apenas ha comenzado la guerra y él es otro, hiperactivo, valiente, hasta suicida… Lo que da para pensar atentamente: pues con facilidad se dice que «la guerra forjó a Hitler», y sorpresivamente —porque es sorprendente que este hombre vagabundo, mendigo, y lleno de pereza para todo, ahora, de pronto, se lanza a la acción, pide riendas para la acción y la lucha— lo vemos metamorfoseado a los pocos meses de iniciada la guerra, antes de que entre en el «enfrentamiento»… Como si la guerra lo hubiera encontrado listo, preparado para la acción, y no cabe la menor duda que, por una de esas resonancias mentales, esa Cuarta Mentalidad Bárbara no había esperado pasivamente su momento, sino que, de algún modo ¡no por estudios, insistimos!, esa mentalidad había madurado y fructificado en la latencia de los años, sin que Hitler lo supiera o se lo hubiera propuesto, sino que ella, la Mentalidad Bárbara, con el propio impulso de los neurocircuitos cerebrales, con la sola dinámica de la pasión ideal de Hitler ejercitada en los periódicos y en las novelas guerreras de Karl May, había germinado en el silencio de la pereza hitleriana. El Hitler que pide guerra a cualquier precio, lo desconocemos. Lo que prueba que su cerebro era una estructura abonada molecularmente para la guerra y sólo para la guerra, y que los neurocircuitos correspondientes a la población de neuronas de la corteza del hemisferio cerebral derecho, sustratos del comportamiento bárbaro, a fuerza de estimularlos con sus íntimos e intensísimos deseos de guerra, se encontraban insospechadamente activos, listos para impulsar el comportamiento. Hitler, el soldado voluntario, recibió el 16 de agosto la orden de presentarse en la Elisabeth-Schule, donde el coronel List organizaba su unidad. Calzó entonces las botas y vistió el uniforme guerrero. Las fuerzas de List penetraron en Bélgica y los destrozos de la guerra comenzaron a recoger su trágica cosecha. La exaltación bélica de Hitler se levanta a su más alto pico. Pero el regimiento de List se desangra con el primer bautismo de fuego para Hitler, el 29 de octubre de 1914. El co-

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mandante del regimiento de Hitler, el coronel List, muere al ser destrozado por una granada, pero este regimiento continuará llamándose con el nombre de List todo lo que dure la guerra. El teniente coronel Engelhardt ocupa el lugar que dejara vacío List. Hitler es ascendido a cabo del regimiento —de esa posición no subirá ni un grado más— y es destinado al Estado Mayor con el puesto de enlace mensajero, función que ocupará hasta que termine la guerra. El 17 de noviembre una granada inglesa mata a todos sus compañeros, menos a él… Hitler tuvo suerte, no la humanidad. Momentáneamente, Hitler se retira del fuego mortal de las trincheras en el frente occidental de Alemania. Sus compañeros hasta llegan a murmurar. Vive en el Estado Mayor del regimiento List, aunque espera en su función de correo una misión para llevar algún mensaje a uno u otro batallón cuandoquiera que se perdiera el contacto telefónico con el centro de mando porque las ráfagas de metralla o las granadas destruyen los cables e interrumpen la comunicación con los soldados de la vanguardia: entonces, los mensajeros deben desafiar la metralla y las granadas para llevar la orden urgente que puede decidir la suerte de un combate. El desempeño de Hitler en el frente francés le ha valido, por su coraje y rapidez, la cruz de hierro de segunda clase el 2 de diciembre de 1914. La guerra se recrudece y le llega la hora de desafiar a la muerte en el campo francés de Neuve-Chapelle para llevar las órdenes en medio de una granizada de metralla. Como otros soldados en la función de enlace entre el Estado Mayor y puestos de combate cuya ubicación se desconoce, Hitler se lanza intrépido a cumplir su misión de la cual depende que las órdenes del comandante sean exactamente ejecutadas. Adolfo Hitler en cumplimiento de su mentalidad guerrera se convierte, como era de esperar, en un «fanático» de la guerra y continuará siéndolo hasta el fin de sus días; cumple su deber con tal pasión, que se diría de él que es el responsable de que la contienda se gane o se pierda; no tolera de sus compañeros nada que se salga del mandato militar, ni le agradan las bromas que para él son de mal gusto sobre que la guerra se está perdiendo; sigue siendo el hombre raro y excéntrico que

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le notaron sus compañeros de mendicidad en el Albergue para Hombres en Viena; continúa siendo el solitario hundido en la lectura de lo que él llamaba sus «libros», es decir, sus periódicos eternos y hasta sostiene en su libro Mi lucha que en su mochila de soldado o de cabo cargaba un volumen de Schopenhauer (hasta que lo cargara es posible, pero que lo leyera era para él del todo imposible); huraño y solitario, carece de amigos y de sentimientos humanos que reemplaza por su amor a un perro Foxl terrier; lo dejan impávido los montones de cadáveres sobre los que debe saltar para llevar las órdenes encomendadas por sus superiores. A diferencia de los demás soldados que tenían expansiones, hacían chistes, fumaban, bebían o recibían correspondencia de sus familiares, a Hitler nadie le escribía, ni él tenía a nadie a quien escribir. Su punto fijo era la guerra que él miraba sin parpadear como cabo osado y veloz que era. Cuando los comandantes pedían un voluntario para establecer el enlace con un puesto de avanzada peligrosísimo, allí estaba Hitler, el primero, ofreciéndose como voluntario; cuando un compañero no podía cumplir su función por algún motivo, allí estaba Hitler para sustituirlo. Tan frío era Hitler y tan fanático en su rígida voluntad de lucha, que alguna vez desaprobó que el día de navidad alemanes e ingleses se estrecharan las manos en señal de amistad, así dentro de unas horas estuviesen destrozándose. Pero Hitler no conocía ni esas treguas de la simpatía humana: ¡él era la guerra personificada en su calidad de cabo del ejército! ¿Por qué no lo ascendieron, como habían ascendido a otros, por ejemplo, a Georg Strasser (con quien sería más tarde copartidario en el partido nazi, y a quien asesinaría el 30 de junio de 1934), lo ascendieron hasta el grado de teniente? Hitler no pasaría de cabo, hasta cuando fue comandante del ejército alemán, en un salto que da vértigo… No lo ascendieron en nuestro concepto porque los superiores, si bien alababan su valor y eficiencia, debieron notar su soledad, la extrañeza de su carácter que no le permitía convivir más que con los perros, su carencia de simpatía humana y su exceso de amor a la guerra, su crueldad e impasibilidad ante la muerte, y con esa naturaleza le sería del todo imposible aglutinar a un grupo de solda-

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dos con los lazos de la cordialidad para hacerles cumplir sus órdenes. Igual le sucederá cuando se haya apropiado del mando supremo del ejército alemán: por su soberbia, su manía de grandezas y de sabelotodo, su despotismo, caerá en graves conflictos con sus generales, en malos entendimientos que le costarán la guerra, despertando odios que se materializaron en la conspiración de los oficiales contra su vida el 20 de julio de 1944, de la que salió vivo, pero no ileso. El valiente cabo Hitler, dice Cartier, seguía siendo cabo. Wiedemann explica por qué. En el Estado Mayor del regimiento List, donde todos los jefes se mostraban unánimes respecto a su valentía y entrega, no consideraban que tuviera madera de suboficial. Le faltaba prestancia militar. Tenía la costumbre, al hablar, de inclinar la cabeza sobre su hombro derecho. Era incapaz de dar una respuesta o un informe breve y preciso. Siguió como mensajero, llevando órdenes, no dándolas (Hitler, el asalto del poder, pág. 73).

Marlis Steiner hace una observación sobre el ser guerrero de Hitler, que no queremos pasar por alto: ¿Asesinos, demonios, o seres de nervios de acero cuya voluntad se convierte en «el amo absoluto»? El horror de la guerra dejó en cada uno un profundo trauma: al no poder olvidar la sangre, los gritos de los heridos, los estertores de los moribundos, algunos se hicieron pacifistas, otros intentaron descubrir en ello un oculto sentido e hicieron un verdadero culto de la muerte en el combate. Hitler pertenecía ciertamente a esta última categoría: La Guerra era para él parte de la vida, le parecía inevitable (Hitler, pág. 74).

En el mismo sentido, dice Kershaw: Pero la experiencia que transformó a Hitler en un archiglorificador de la guerra, convirtió al dramaturgo y escritor expresionista Ernst Toller en un pacifista y en un revolucionario de izquierdas. Mientras que para Hitler la derrota había sido una traición, para Toller la traición era la guerra misma: «La propia guerra me había convertido

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en un adversario de la guerra», escribió… La experiencia de la guerra dividió mucho más que unió, sobre todo, anexionistas, imperialistas, fogosos creyentes en el esfuerzo de la guerra contra los que la detestaban, la menospreciaban y la condenaban (Hitler, pág. 118).

Y un interrogante de Steiner que desafortunadamente no consulta la dotación genética de Hitler: El interrogante inevitable, dice, es saber si la carnicería de la Gran Guerra despertó en él el gusto por la violencia, la crueldad, la insensibilidad a los sufrimientos humanos, o bien si, como la mayoría de los soldados, luchó para sobrevivir… (pág. 74).

También, como era de esperar con toda seguridad, saldría a flote el Delirio Antisemita de Hitler contraído en Viena a finales de 1909, como lo hemos sostenido: al ver la baja moral de los soldados en Berlín, donde estaba de permiso por haber sido herido en uno de sus muslos, acusó de este fenómeno a los judíos y le sorprendió el gran número de judíos —según decía él— en puestos administrativos, en comparación con los pocos judíos que se encontraban en el frente, lo cual era una deliberada calumnia de Hitler años más tarde: «Se han llevado a cabo minuciosos estudios sobre el comportamiento de los judíos alemanes durante la Primera Guerra Mundial, nos dice Raymond Cartier: En su inmensa mayoría —sostiene el laborioso historiador Dietrich Bronder—, la judería alemana se alistó en las filas del nacionalismo e incluso del chauvinismo’. La ciencia judía se puso con entusiasmo al servicio de la lucha germánica. Alemania no habría podido proseguir la guerra más allá de unas pocas semanas si el químico judío Fritz Haber no hubiese hecho fracasar el bloqueo británico descubriendo la síntesis del amoníaco, tras lo cual se dedicó al perfeccionamiento de los gases asfixiantes. El presidente judío de la A.E.G. Walter Rathenau, organizó la industria de la guerra alemana con una eficacia que su lejano sucesor, Albert Speer, reconoció no haber igualado. De

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100.000 judíos movilizados, 80.000 sirvieron en el frente. Diez mil se alistaron voluntariamente, entre ellos el más joven de todos los voluntarios de guerra, Josef Zoppes, que dejaría sus dos piernas en el frente francés. Doce mil judíos fueron muertos, o sea un 2 por 100, frente a una media nacional de 3,5 por 100. Resulta innegable, ante esas dos últimas cifras, que su elevada intelectualidad ayudó a los judíos a reducir el impuesto de sangre, pero lo mismo le ocurrió a la clase obrera, debido a sus destinos especiales necesarios para la producción de guerra. No hay nada en los hechos que justifique la generalización salvaje que Hitler se llevó de su convalecencia» en Berlín. (Cartier, Hitler, al asalto del poder, pág. 77).

A su vez, Ian Kershaw sostiene: No había ninguna diferencia entre la proporción de judíos y no judíos en el ejército alemán, en relación con el número de la población total, y muchos judíos, algunos del regimiento de List, sirvieron en la guerra con gran distinción (Hitler, 1889-1936, pág. 115).

Son serios testimonios que nos permiten probar que estas acusaciones llenas de odio contra los judíos por parte de Hitler, no eran otra cosa que la expresión de su delirio sistematizado antisemita que comenzó a manifestarse ya en sus primeras declaraciones durante la guerra. Debe resaltarse el gran interés que sintió Hitler visitando los museos de Berlín, lo que subraya también que su vocación artística era realmente profunda y que se hundía en su fondo molecular heredado de aquel abuelo paterno ancestral ignoto. Pero más arraigado es el fondo genético que sirve de fundamento a la Mentalidad Bárbara Guerrera de su cerebro: desde Berlín escribe al Estado Mayor expresando su «ardiente» deseo de que se le reincorpore al Regimiento List, y el deseo le es concedido, el 10 de febrero de 1917, y es destinado a la región de Vimy, en el Segundo Regimiento de Infantería Bávaro. En su febril entusiasmo bélico, Hitler hablaba hasta por

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los codos a sus compañeros, que apenas le escuchaban o se burlaban de él. Se quejaba de la baja responsabilidad entre los soldados; quería ser ministro de guerra para llevar al paredón a los «traidores» (que seguramente eran judíos para él); y, por encima de todo, el fanático guerrero que era Hitler, pedía la máxima autoridad en el ejército al que acusaba de blandura, pues todas las fuerzas debían concentrarse en una única meta: ¡la victoria! El regimiento List en donde milita el cabo Hitler es trasladado de nuevo a Flandes y se mete de lleno en la sangrienta batalla entre lodazales, en los cuales deben correr los mensajeros… Es tal el afán de guerra de Adolfo Hitler, que hasta ahora no ha querido aceptar los permisos que concede el regimiento a sus soldados. El descanso y la interrupción de la guerra le son particularmente odiosos. Apenas en el verano de 1917 acepta «por primera vez» un permiso que Hitler aprovecha para visitar la tierra de sus mayores, Spital, Austria, donde había nacido su padre Alois. A finales del año se reincorpora Hitler a su regimiento List y participa en el frente contra los franceses de una manera directa. Rusia da señales de capitulación e inician las conversaciones de Brest-Litovsk. Estados Unidos entra al fin en la guerra inclinando la balanza en favor de los aliados. Por su parte los socialistas y comunistas siempre habían condenado esa atroz guerra mundial. Conducidos por el movimiento Espartaquista dirigido por los judíos Carlos Liebneck y Rosa Luxemburgo, se lanzan a la huelga en favor de la paz con la participación de los obreros alemanes. Un millón de hombres en Alemania abandonan el trabajo. La huelga es aplastada en pocos días y dará asunto a Hitler para explicar la derrota en 1918. La presión militar alemana con todas sus fuerzas se lanzó contra el frente occidental franco-inglés, y a punto estuvo Alemania de vencer, mas la huelga pacifista de los obreros comunistas, más que debilitar a los alemanes, estimuló el esfuerzo defensivo y ofensivo de los aliados occidentales. En general Ludendorff del ejército alemán lanza un poderoso ataque el 27 de mayo contra el ejército francés desga-

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rrándolo y abriendo una amplia brecha por donde penetra el regimiento List donde va Hitler exultando de barbarie bélica y alcanzan a atravesar el río Marnes en las afueras de París, pero el ejército prusiano y los bávaros donde va Hitler son contenidos por los bombardeos y la metralla francesa, y al anochecer del 19 de julio, el cabo Adolfo Hitler debe llevar la orden de retirada a la vanguardia de su división. A Hitler le quedaba la satisfacción de haber estado entre los soldados alemanes que más próximos se habían acercado a París en julio de 1918… ¡Tendrá que esperar hasta el 14 de junio de 1940 para hollar la Ciudad Luz —derrotada y humillada—, al frente de un ejército alemán victorioso como su Comandante Supremo, marchando invicto bajo el Arco del Triunfo! Mas ahora Hitler se siente más que satisfecho con la Cruz de Hierro con que es condecorado el 4 de agosto de 1918 en la población francesa de Cateau, a donde ha ido su diezmado regimiento List a reorganizarse. Como distinción para un simple cabo del ejército fue esta Cruz de Hierro de Primera Clase que Hitler conquistó a fuerza de valor y fanatismo militar, algo inusitado. Mientras el pueblo alemán acaricia la ilusión de la victoria sobre Inglaterra, Francia y los Estados Unidos —la llamada Entente—, los comandantes supremos del ejército alemán, Hindenburg y Ludendorff, comunican el 29 de septiembre su siniestra convicción al Gobierno Imperial de que es urgente la conclusión inmediata de un armisticio para evitar una catástrofe… Que las tropas se sostienen, pero el frente puede colapsar en cualquier momento. En su mensaje el general Ludendorff «lamenta comunicar a Vuestra Alteza que los ejércitos no pueden esperar una petición de armisticio otras cuarenta y ocho horas»… Por su parte, Hindenburg concluye: «El mando supremo considera hoy, como lo hizo el 29 de septiembre, que es preciso hacer inmediatamente una oferta de paz». Para los mandos superiores el convencimiento es que ya no hay nada que hacer; todo está perdido, así no se haya dado una derrota concluyente en el frente, que si se produjera un nuevo ataque aliado, el ejército alemán se derrumbaría inexorablemente. Mas la sensación de muchos, Hitler entre ellos, es que no ha

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habido derrota y que el ejército alemán se halla intacto. Pero, repetimos, esta es una mera ilusión. Todo está perdido para Alemania y Austria. Eso significaría, como significó, la desmembración del imperio y su más espantosa humillación. La rendición, se dijo, ¡era una puñalada por la espalda!, frase que haría carrera en la oratoria de Hitler más adelante. Para colmo y en los estertores de la guerra, una lluvia de granadas de gas mostaza cae sobre el Regimiento List, hacia el 14 de octubre de 1918. Hitler siente que sus ojos arden y apenas sí puede ver a dos pasos de distancia, y va a parar el 21 de este mes al hospital prusiano de Pasewalk. La ceguera producida por el gas mostaza era pasajera. Y estando así, medio ciego, recibió la inaudita noticia, aterradora para él, de que la guerra se había perdido y que, encima, se había desencadenado una revolución socialista que había echado por tierra la corona imperial de los Hohenzollern. ¡Era demasiado para Hitler, que se tumbó en su camastro, sollozando de rabia y de odio contra los que va a llamar traidores! La conclusión que extrae Hitler no nos sorprende, pero es siniestra psicopatológicamente hablando, pues está dictada por su delirio crónico con temática judía, y nos obliga a pensar —como ya lo sabemos por cuanto hemos analizado más atrás— que su antisemitismo delirante se hallaba fijo, enquistado en su cerebro, sistematizado en su «visión del mundo» y que ella —sumado al antimarxismo, que es más racional, aunque no exento de una pasión enfermiza— se convertirá en la línea axial de su política-guerrera hasta estrellarse en el frente Este contra la Unión Soviética, un frente enteramente subjetivo —pues hasta un simple cabo podía descubrir su absurdo— que Hitler abrirá guiado ciegamente por ese determinismo de su miedo y odio a los judíos, creyendo que sólo con su «exterminio» total, podía quedar libre de su alucinada persecución, personalizada a veces, y universalizada al pueblo alemán y a los arios en general, otras veces, convicción irreductible que Hitler creía con la seguridad del realismo dramático de un delirante, en su intimidad, y proyectada en teorías racionalizadas hacia el público y sus seguidores; por ello sostenía sin el menor parpadeo dubitativo:

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«AL DEFENDERME DEL JUDÍO, Lucho por la Obra del Supremo Creador». Pues bien, cuando Hitler convaleciente en el hospital de Pasewalk recibe la noticia el 10 de noviembre de 1918, de que Alemania ha sido derrotada y que la revolución ha acabado con el reinado de los Habsburgos, exclama automáticamente, sin ninguna razón que lo soporte, pero brotando potente de su manantial delirante inconsciente: «Comprendí que con los judíos no había que transigir. Todo o nada. Decidí convertirme en un político». Aquí se encuentra el meollo de toda la acción futura de Hitler: con los judíos, no los judíos comunes y corrientes, sino «los peligrosísimos y todopoderosos judíos» de Adolfo Hitler, amasados y forjados en los días de creación delirante por las estructuras enfermas de la corteza cerebral de su hemisferio derecho, «con estos judíos así fraguados inconscientemente, no se puede transigir», ¡todo o nada!, decidí convertirme en un político», para… exterminarlos de la faz de la Tierra. Hitler fue, es ahora en Pasewal, y será en el futuro un solitario, que sólo confiará sus «decisiones» a su perro, esto es, a nadie. A partir de este momento, esa verdad debe servirnos de guía segura: Hitler no confiará a nadie sus secretas decisiones más íntimas, personales, políticas o militares. No es consciente de su crónico delirio antijudío, mas, como todo delirante, lo presiente, porque tiene sus momentos de lucidez. Presiente entonces su determinismo antisemita, que, como vimos atrás, no invade la totalidad de sus facultades intelectuales, sino que permanece activo en los neuro circuitos de las estructuras creativo-alucinatorias e inconscientes de su hemisferio cerebral derecho; allí está, fijo, inmutable pero activo, generando odio y genocidio. Aislado del resto de la función cerebral, sin deteriorar el entendimiento de Hitler, sin impedirle vivir y relacionarse como toda persona normal, dejando intacta su racionalidad, su reflexión, su capacidad de análisis y de síntesis, todo lo cual le permitía un comportamiento y una adaptación muy aceptables, aunque no dejara de ser un solitario excéntrico como su hermana Paula Hitler, casi

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autista pero nunca esquizofrénico. De ahí que a nadie se le ocurrió decir, ni se le ocurre hoy, decir que Hitler era un loco, y si lo dijo, no fue creído, porque ese calificativo nunca fue concretado, y, además, porque Hitler tenía unas capacidades asombrosas, tanto políticas como bélicas, pero, y esto es decisivo para conocerlo,¡para destruir! ¡Era el Genio del Mal! Cuando Hitler se relamía de ganas por invadir a Checoslovaquia, por ejemplo, «Algunos de los comentarios que ponían en duda su cordura reflejan la impresión que tenían en la época los estadistas ingleses de que estaban tratando con alguien que había desbordado los límites de la conducta racional en política internacional—. Según la opinión del embajador inglés, Nevile Henderson, Hitler se había vuelto «completamente loco» y, partidario de la guerra a toda costa, había «cruzado la frontera de la cordura». No se equivocaban demasiado —comenta Kershaw—. La primavera de 1938 señaló la fase en la que la obsesión de Hitler por cumplir su «misión» durante su vida empezó a dominar el frío cálculo político. Hitler quería vivir personalmente la experiencia del «Gran Reich Germánico» (Hitler, 1936-1945, pág. 109). Muchos se daban cuenta de la «locura» de Hitler, pero lo decían como un adjetivo general, sin precisar si esa era una locura maníaca de grandeza o un delirio sistematizado de perseguido-perseguidor, ambas formas de locura que padecía Hitler y que manejaban sus decisiones que estaban llevando a Alemania y a Europa y a los judíos y marxistas al holocausto apocalíptico… Hasta algunas autoridades alemanas dijeron «que lo enjaulen», pero fueron pocos los que lo tomaron en serio: ¡nadie presintió al principio que Hitler era el Tsunami Histórico, y por eso no lo detuvieron a tiempo!… ¡Estaban contagiados con su delirio, en una verdadera Folie colectiva! Toda su racionalidad, su capacidad de intuición, de análisis y de reflexión, todo su genio indudable estará orientado inflexiblemente a crear para destruir, a crear un partido nacionalsocialista como trampolín para adquirir el máximo poder, para ser el canciller y el presidente del Tercer Reich, para… desde allí conducir su obra destructiva: a los dos meses de su entronización al supremo poder de Alemania, ya había dado

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comienzo al exterminio de los partidos políticos de oposición, inventando el pretexto del incendio del Reichstag, demostrando con toda evidencia su capacidad brutal de destrucción «política», y, además, su ingenio había creado esas cárceles para doblegar la voluntad de sus víctimas, como fue el campo de concentración de Dachau en las proximidades de Múnich. No mucho más tarde tendría la ocurrencia «genial» de dar apoyo prioritario al rearme alemán eficacísimo, con secretas y también abiertas miras de volcarse al exterior para ejercer la destrucción internacional. Cuando a Stalin fueron los psicólogos a decirle que Hitler era un loco, él los despachó con su habitual despotismo compulsivo —recordemos que, como Hitler, descendía de un árbol genealógico primitivo y alcohólico— diciéndoles airado: ¡Cómo me vienen con ese cuento!, ¿qué Hitler es un loco?: vean lo que es capaz de hacer, y, ciertamente, la Unión Soviética se hallaba a la sazón recibiendo los más certeros golpes del ejército alemán, que había penetrado profundamente en su territorio y, en menos de tres meses, había hecho tres millones de prisioneros rusos, ¿cómo iba a ser un loco quien tenía ese poderío y había desplegado tal talento para reclutar el mejor ejército del mundo?… Stalin se equivocaba: Hitler padecía de «una locura razonante», un delirio crónico sistematizado enteramente coherente en su visión alucinada del mundo. Para nada parecía un loco. Justamente, aquí es donde se yergue en toda su estatura la Esfinge Hitleriana para desafiar con sus enigmas a la ciencia psicológica que se siente en la obligación de agudizar su penetración hasta el secreto, muy disimulado por las racionalizaciones de Adolfo Hitler, un hombre que vivía una paradoja psicológica: era irreprochablemente racional, tejía sus argumentos con envidiable elocuencia durante las horas enteras de sus largos discursos, convencía a los más escépticos sin que advirtieran ni sombra de extravío en él. No obstante, además de su locura maníaco-depresiva, padecía un delirio que, desde los días en que fue creado, no lo abandonó jamás, y jamás fue detectado, aunque sí ha sido motivo de asombro para los historiadores y biógrafos que no se explican cómo, ni cuándo, ni por qué, Adolfo Hitler, ideó ese raro antisemitismo, rareza que

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algunos califican de «patológica», aunque no digan por qué es patológica; otros la llaman «obsesiva», otros «visceral», sin que nos expliquen por qué es obsesiva y visceral; aun se han acercado al diagnóstico de «delirante», pero no han mostrado ni el momento en que fue creado, ni el tipo de delirio, ni cómo evolucionó a lo largo de los años sin que lo advirtieran —no decimos sus allegados porque no los tenía—, pero sí las personas con quienes sostuvo trato prolongado como fueron, a partir de 1920, sus «compañeros» de lucha política, con muchas comillas el «compañeros», que tampoco los tuvo, ni menos aún nos han explicado que ese delirio se convirtió en un poderosísimo resorte cerebral que determinó sus más importantes comportamientos, al lado de los determinismos maníacos de frenético expansionismo guerrero; de sus determinismos depresivos de acuerdo con los cuales el «jugador» que era Hitler echaba el todo por el todo en una aventura políticomilitar con la firme decisión al fondo de que, si resultaba mal la empresa, allí estaba la bala suicida; y sus determinismos bárbaros de fascinación por la guerra por la guerra misma, o su ciega creencia, peligrosísima en el más extremo grado, de que todos los problemas podían resolverse haciendo la guerra, y sólo haciendo la guerra a cualquier país que se le antojaba, en salvaje carrera, a Europa o al mundo entero: Como Hitler —en su pasión guerrera que lo tenía poseído y enajenado desde que asumió el poder—, se descuidó de los asuntos internos de Alemania, cuando los nazis le reclamaron tímidamente, «El contestó que sus necesidades estarían cubiertas después de la guerra… Se manifestaba en esto un rasgo clave del pensamiento de Hitler —anota Kershaw—: la guerra como panacea. Fuesen cuales fuesen los problemas se resolverían, y sólo podrían resolverse, a través de la guerra… Sólo la guerra y la expansión podían proporcionar la solución de los problemas de Alemania» (Hitler, 1936-1945, pág. 195): Nuestro lector comprenderá la peligrosidad de este Tsunami histórico impulsado por tantos determinismos psicológicos. Digámoslo de una vez: la paradoja que sufría Adolfo Hitler consistía en que su psicosis la expresaba racionalmente, como si fuera el producto de una detenida y madura reflexión

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o hasta el resultado de un momento de éxtasis, como el «éxtasis de Pasewalk», según él lo dio a entender y algunos biógrafos serios le han dado oidos y le han hecho el eco. Como si fuera el producto de una cuidadosa reflexión o un estado mental de éxtasis, Hitler dijo cuando supo la derrota de Alemania y del Imperio de los Hohenzollern, el 10 de noviembre de 1918, como atrás lo registramos: «Comprendí que con los judíos no había que transigir»… Pero este juicio no fue el producto de maduras reflexiones sino que brotó automáticamente del cerebro de Hitler, porque no venía a cuento en absoluto, sino que su mente lo trajo por los cabellos, algo que para él era una verdad irrefutable, fija, incuestionable y natural, pero no para el observador atento como es el agudo biógrafo francés Raymond Cartier a quien le llama la atención que Hitler, después que un pastor le informara sobre el desastre alemán, a manos de los aliados, ingleses, franceses, norteamericanos, toda la Entente, concluyera de semejante manera: «La conclusión es asombrosa», dice Cartier, sin entender de dónde vino, ni en qué se apoyaba Hitler para sostenerla: Colectivamente —dice el asombrado Cartier—, los judíos no eran, en realidad, responsables del hundimiento de Alemania. Pero Hitler había encontrado los chivos expiatorios por los que se explicaría la inexplicable derrota (Hitler, el asalto del poder, pág. 87).

Hasta aquí el asombro ante la inexplicable conclusión de Hitler, mas ¿de dónde brotó súbitamente como si fuera un géiser onírico? Irrumpió, como muchas de sus razones y comportamientos desconcertantes, de aquel absceso mental enquistado en su cerebro, fijo y aislado pero de gran actividad y una poderosa dinámica determinista que era su Delirio Crónico, tanto menos reconocible por el observador cuanto más sistematizado se encontraba en torno a ese núcleo ardiente, pero oculto, como si fuera un volcán, rodeado por una montaña de argumentos y racionalizaciones de una fuerza vesánica contra los judíos, inmo-

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tivada conscientemente, pero llena de motivaciones y argumentaciones que Hitler aprendiera en sus «estudios» angustiadísimo hasta el pánico después que hubo «visto la aparición» del extraño y peligroso judío del caftán de Viena, cuando él con su mente extraviada deambulaba por sus calles, corrió a leer, según él nos cuenta en su libro dictado en 1924, los periódicos y revistas como la Ostara, elegidos por Hitler entre los más antisemitas. Con esta balumba de razones y demostraciones Hitler sistematizó su delirio en una «visión del mundo», esa convicción «granítica», según lo confiesa él mismo, «a la cual nada tendría que agregarle en el futuro», y cuyo núcleo fijo pero ígneo, era su delirio persecutorio por miedo a los judíos, y su reacción defensiva contra el «peligroso judío», que sólo «con su exterminio total de Europa y el Mundo» podría vivir libre y en paz… En suma: Hitler padecía de una locura razonante, de la que hablaron los viejos clínicos del siglo XIX, enteramente paradójica, en el sentido del loco que razona, crónica y sistematizada en torno a una idea fija antisemita, que respeta y no deteriora las facultades mentales e intelectuales del sujeto, que se traducía en su expresión de perseguido-perseguidor, peligrosísimo y contagioso, máxime si el delirante es un orador de la elocuencia de Adolfo Hitler, y que, por su calidad de razonante, es una psicosis que no se puede detectar ni descubrir a simple vista. ¿Cómo se podría descubrir esta clase de locura en Adolfo Hitler, tan singular? El mismo Hitler nos dio las pistas cuando dictó su libro Mi lucha, ya que él no podía escribir algo tan extenso, de suerte que el libro hay que entenderlo como una larga perorata, en la que hace claras revelaciones —¡quince años más tarde de haber creado inconscientemente su delirio!— que son síntomas patognomónicos, es decir, característicos, de su enfermedad: Primero, la percepción alucinatoria de su «visión» sin objeto, esto es, sin judío de caftán, al que mira con extrema «cautela», pero insistentemente, porque le teme, indudablemente, y más tarde insistirá en la «peligrosidad» —que se halla en evidente contraste con la realidad, pues los judíos no eran, de

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ninguna manera, peligrosos, o lo son, tanto como los cristianos o los árabes— de los judíos, con tal descomunal poder, que ellos «son los autores» de una «conspiración mundial» y son capaces de desencadenar, nada menos, que las dos Guerras Mundiales que ha sufrido la humanidad, siendo él, Hitler, quien desencadenó la segunda. Juicios como éstos, que chocan con lo que es evidente, o como el que acabamos de analizar (que ellos eran la causa de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial), etc., son síntomas patognomónicos y típicos de que la persona que los emite percibe y juzga de modo delirante, puesto que no se trata de un juicio o percepción equivocada simplemente, sino evidentemente psicótica. Es como si alguien nos dijera, absolutamente convencido, que las monjitas de la trinidad son peligrosísimas y que fueron ellas las que destruyeron las «torres gemelas» de Nueva York, al punto diríamos que la persona que así habla está loca de atar… Hitler dice, además, que la súbita visión que tuvo en las calles de Viena era una «aparición» o un «fenómeno», de acuerdo con las traducciones que se han hecho, —asombrémonos nuevamente de que este relato se refiere a una vivencia de 1909, y si la confiesa en 1924, es porque lo que «vio» a los 20 años de edad, lo sigue «viendo» a los 35, hecho que atestigua que el delirio no fue agudo, sino crónico—, lo que sugiere con harta fuerza que fue una percepción alucinatoria del «peligroso judío» al que debe mirarse con precaución, y siendo así, es porque la visión le infundió miedo, miedo alucinatorio, miedo dramático, del cual Hitler no se recuperará jamás, y es eso lo que le hace exclamar patéticamente: Al Defenderme del Judío, lucho por la obra del Supremo Creador… ¿Por qué tan inmutable ese delirio? Porque quedó incrustado en los neurocircuitos creadores del cerebro enfermo de Hitler. Nos hallamos delante de un claro delirio de persecución, que si es crónico, queda demostrado porque en 1924 está completamente vivo, como está vivo en abril de 1945, cuando redacta su testamento político la víspera de su suicidio, sea porque universalice el peligro de que el judío lleve a los «arios» a la degeneración, sea porque lo personifique en él mismo con

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el miedo de que su cadáver sea convertido en un espectáculo insultante por parte del judío, sea, en fin, al hacer su postrer súplica de que los judíos deben ser exterminados de el mundo entero. No cabe, pues, duda de que se trata de un delirio crónico, y, por tanto sistematizado alrededor de un solo tema —el judío—; no pluritemático, como suelen ser los delirios agudos que transitan de un tema a otro, ya eróticos, ya místicos, ya de grandezas, ya políticos; no, único, monotemático, con la idea fija del judío peligroso o aborrecible… Ahora bien, si el delirio es crónico y sistematizado, es contagioso, la gente adhiere a esa creencia delirante porque se halla muy bien organizada y racionalizada, es convincente, más en los labios de Hitler que era un orador elocuente: por esta capacidad de contagiar a otro o a otros, Adolfo Hitler consiguió la hazaña de colectivizar su delirio, primero a los dirigentes del partido nazi, y después al pueblo alemán, siempre y cuando sepamos diferenciar el antisemitismo endémico que existía en Austria, Alemania, y en muchos otros países europeos, por no decir en todos, que consiste en la antipatía, el resentimiento y hasta la envidia en contra de los judíos, debido a su, no siempre justificada ni amistosa, forma de vida, de acuerdo con la cual los judíos no se integran totalmente a la existencia de los pueblos anfitriones, y a que, los «judíos con dinero» (porque hay judíos «sin dinero», tan proletarios como los que más, según el decir de John Dos Passos, el novelista norteamericano), los judíos ricos ponen mucho interés en ganar dinero, particularmente en el comercio y en la banca, y, si muchos no judíos somos víctimas de esa codicia capitalista, quiere decir, como lo sostenía Carlos Marx —¡un judío sin dinero!— que, en cierto sentido, todos llevamos un judío en las entrañas. Este antisemitismo se expresa en emociones corrientes, ni de odio profundo, ni de miedo persecutorio, aunque ya tuvimos la oportunidad de constatar que Lutero se había mostrado excesivamente agresivo contra los judíos a los que no quería ni ver en su parroquia. ¡Otra cosa muy distinta, radicalmente distinta, fue el antisemitismo en que cayó Hitler, que, como lo aseguró August Kubizek, ya era antisemita desde la época de su vida en la ciu-

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dad de Linz, en donde hasta sus profesores eran antisemitas, pero éste era el antisemitismo endémico. Mas el mismo Hitler pasó de su antisemitismo endémico de Linz, al antisemitismo delirante de Viena, crónico y sistematizado, a partir del momento en que, de acuerdo con nuestros cálculos, topó con la «aparición» del judío del caftán: desde entonces, Hitler cayó de lleno en un antisemitismo asesino y genocida, porque se expresó en la figura psicopatológica de perseguido-perseguidor, de acuerdo con la cual, al sentirse peligrosamente amenazado, él como individuo (o los pueblos germanos arios como colectividades), desarrolló un peligroso sistema defensivo —como les ocurre a los pacientes que sufren de delirio persecutorio, que se vuelven muy peligrosos (todo clínico lo sabe), porque se arman con puñal o revólver, para defenderse con toda decisión, del supuesto perseguidor, que lo pueden «descubrir» hasta en un gesto de la mano, y se desencadena el crimen psicótico— contra el supuesto «perseguidor» judío, tanto más peligroso cuanto más poderoso lo suponía Hitler, de tal suerte, y a tal extremo, que cuando se hizo con el poder del Tercer Reich, concentrando en sus manos todo el poder, como Canciller y Presidente, automáticamente tuvo la comandancia del Ejército Alemán a su disposición que, rápidamente, y con el programa de rearme se convirtió en el más poderoso ejército de Europa, sin olvidar su ejército de paramilitares, representados primero en la S.A., y después que hubo asesinado en la «noche de los cuchillos largos» a su comandancia, fueron sustituidos por el temible ejército paramilitar de los S.S.: Así armado, Hitler que no bromeaba en sus amenazas delirantes contra los judíos, consumó el crimen y el genocidio de AUSCHWITZ: este fue el antisemitismo que Hitler contagió a los jefes nazis y al pueblo alemán, una típica Folie à Deux colectiva, como decían los viejos clínicos franceses. Aunque caigamos en la redundancia descriptiva de la sintomatología delirante de Adolfo Hitler, para mayor abundamiento, destacaremos la confesión de Hitler de que en Viena estructuró su «visión del mundo», «con el antisemitismo como núcleo central» (Ian Kershaw, pág. 91, vol. I), hecha y derecha, levantada sobre una base «granítica», que no habría de

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cambiar en lo esencial, porque lo esencial era el antisemitismo (ya vendría, secundariamente, el anticomunismo, el antimarxismo, el antiparlamentarismo, la necesidad del «espacio vital para dar cabida a la superpoblación del pueblo alemán, espacio que se hallaba en el Este, en Polonia y la Unión Soviética, pero todo esto, de manera secundaria, ya que lo primero era el antisemitismo hitleriano). Nada de todo lo que he «estudiado» decía Hitler, ha hecho variar esa «visión del mundo»: el lector inteligente se da cuenta inmediatamente que, si esta «visión del mundo» tiene como núcleo central el antisemitismo, al nombrarla, era una forma de designar su delirio sistematizado alrededor del monotema antisemítico, que Hitler en su ignorancia pretendió hacernos creer que, como gran filósofo, había logrado crear una «Concepción del Mundo»; pero él dijo «visión del mundo», una visión focalizada en un único tema, pues para él «el mundo era su representación», como decía Schopenhauer, y el mundo para Hitler se reducía puntualmente al Judío, su única representación alucinatoria. Ahora bien, la «Visión del Mundo» de Hitler, equivale a su sistematización del delirio crónico en torno a una sola temática, envuelta y disimulada en infinidad de justificaciones y explicaciones teóricas, pero que, detrás de ellas, se descubre el caftán del extraño judío peligrosísimo… Quod erat demostrandum

Capítulo X

Equipado con su mentalidad bárbara, Hitler se lanza a la conquista del poder para desencadenar la Segunda Guerra Mundial De la Primera Guerra Mundial, Adolfo Hitler salió metamorfoseado. No porque se hubiera sacudido sus viejos lastres mentales: continuaba siendo el ser agobiado por su sistema compulsivo (violencia, maldad, odio, venganza, crueldad, asesino potencial, glotón, vago para el estudio y el trabajo sistemático que le impidió ilustrarse para ser un caudillo culto y un organizador laborioso de la política, primero, y del Estado, a partir de 1933, orientado su genio focalmente a la maldad y la destrucción, lo mismo que «no pudo» ser un estudioso de la guerra, confiándolo todo a la intuición y al sentido común, lo que explica el conocido hecho de que Hitler cuando debió enfrentarse a los problemas que le planteaba la guerra que hacía a la Unión Soviética, pensaba con mentalidad de cabo, resolverlos con los métodos de la Primera Guerra Mundial, razón por la cual Hitler no se convirtió en el Estratega que mirara los conjuntos, sino el cabo que se fija más en los detalles, lo que lo llevó a graves enfrentamientos con los generales del Ejército Alemán que tenían formación académica), continuó siendo el artista fracasado debido a su enorme pereza, el ma-

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níaco depresivo-suicida que lo hacía oscilar entre la hiperactividad eufórica y la apatía que lo aproximaba al suicidio, y, en fin, el Delirante Crónico Sistematizado con miedo y odio al judío, en su figura psicológica del perseguido-perseguidor… Sin embargo, lo desconocemos cuando emerge en el año de 1919 de la posguerra: ¡Hitler es otro! Nos cuidamos mucho de decir que adquirió una dimensión nueva en su mentalidad, porque caeríamos en el simplismo de pensar, como piensan ilustres investigadores— que la «Primera Guerra Mundial hizo a Hitler»—, no. Ello equivaldría a olvidar su pasado, y, particularmente su rica dotación genética, que, vía hereditaria, le llegaba de sus ancestros. Por fijarnos excesivamente en las fuerzas ambientales —dadas por los múltiples estímulos de esa guerra, que bombardearon su cerebro en profundidad imprimiéndole un giro importantísimo—, no atendemos el sustrato genotípico de este hombre, sin el cual no podríamos explicarnos por qué la guerra produjo en él, y sólo en él, semejante transformación. Decimos entonces que despertó y se puso en movimiento la Dimensión de su Cuarta Mentalidad Bárbara que venía latente, aunque muy estimulada por las aficiones bélicas que mostró Hitler desde niño, como dormida, esperando el trompetazo de guerra que la despertara… Y mientras muchos de quienes participaron en la contienda se transformaron en pacifistas que sentían repulsión por la guerra, Hitler, como el que más, se metamorfoseó en un «archidefensor»de la guerra. Como consecuencia del intenso fuego ardiente de la acción bélica —con la profundidad, intensidad y permanencia continuada como Hitler la vivió, entre sus 25 y 30 años—, es comprensible que si él la llevaba en sus moléculas y en alguna población de neuronas de la corteza de su hemisferio cerebral derecho, estas neuronas, así incisivamente estimuladas, generaron prolongaciones axónicas y dendríticas que hicieron conexiones con otras prolongaciones neuronales para formar neurocircuitos que se convirtieron en el sustrato del comportamiento guerrero sin desarrollar hasta ese momento. Recordemos que el cerebro es el órgano del comportamiento, comportamiento que brota de estas estructuras de la

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corteza cerebral y se expresa en dinámica mental, tanto más potente, cuanto mayor sea la importancia de los genes heredados que, a la postre, entran, a partir de la tercera semana de la fecundación, en el período embrionario, a formar el cerebro de acuerdo con las órdenes heredadas de esos genes, de una manera aleatoria, hecho que nos permite entender por qué ése o esos genes le llegaron a Hitler y no a su padre Alois, ni a su hermanastro Alois junior. Basta ver a Hitler en su frenesí guerrero y en sus posteriores manifestaciones, para que podamos deducir sin riesgo que esa dinámica mental que lo impulsaba hacia la guerra de manera dominante —que es el fenómeno que denominamos Cuarta Mentalidad o Mentalidad Bárbara Nómada— era potentísima. ¡Esta es la nueva dimensión mental que, de potencial y latente, pasa a la efectividad manifiesta! ¡Que pide Guerra, como un Gengis Kan, un Atila y todo nómada bárbaro, porque sus activos resortes cerebrales lo exigen con irresistible imperativo, con la misma fuerza que en un individuo con Mentalidad Dominante Civilizada, ese cerebro reclama irresistiblemente la construcción pacífica de la Civilización! Ahora podemos concluir con toda holgura científica: Adolfo Hitler, nació Guerrero Bárbaro, y la Primera Guerra Mundial, lo hizo… Todo su sistema compulsivo se pondrá al servicio de las guerras que hará Hitler, que llevarán la impronta de la Violencia, la venganza, el odio, la crueldad, la maldad. Serán guerras brutales, penetradas por el odio a sus rivales, llenas de venganza y maldad y destrucción contra sus enemigos jurados, implacable en su deseo de exterminio… Estas guerras no perderán de vista, ni por un instante, sus miedos y sus odios de perseguido-perseguidor comprendidos en su «visión del mundo», y será despiadado al «defenderse» del peligroso judío-alucinado, y del marxista que le «sirve de instrumento» para su «conspiración mundial»… Al mismo tiempo, alternará su frenético guerrerismo maníaco, con sus apatías-suicidas de su depresión melancólica que acabarán venciéndolo en la última hora. Y allí tenemos al cabo Adolfo Hitler: mientras otros salen hastiados de la guerra y se marchan a sus casas una vez con-

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cluida la derrota alemana, Hitler continuó adscrito al ejército de Múnich, feliz de estar rodeado por los soldados que escuchan sus fanáticas peroratas contra los «traidores» judíos que propinaron la «puñalada por la espalda» y consiguieron la humillación de Alemania y la revolución que hizo pedazos la corona de los Hohenzollern. Tan virulento se muestra Hitler en su antisemitismo patológico —siempre que entendamos por patológico, delirante asesino crónico—, que los comandantes del ejército, que sufren de antisemitismo-endémico, no asesino ni genocida, se ven en la obligación de llamarle la atención y pedirle moderación en sus ataques a los judíos. Y algo nuevo y muy valioso para Hitler —y desafortunado para Alemania y Europa— es que en sus charlas a los soldados se dio cuenta de ¡«que sabía hablar»!, cualidad que él intuía pero que no había tenido tampoco la oportunidad de poner a prueba. Otra vez: Hitler nació orador y la Primera Guerra Mundial lo hizo, porque de la contienda no salió el verborréico y logorréico maníaco que conocíamos desde Linz, sino el orador que cada día se perfecciona más hasta transformarse en el «Tambor» batiente del partido nazi poco después. Cuando estuvo medio ciego por los gases de los ingleses y recluido en el hospital de Pasewalk, nos hizo saber su decisión programática cuando conoció la derrota alemana: «Comprendí que con los judíos no había que transigir, dijo Hitler. Todo o nada. Decidí convertirme en político». Si esta «decisión» de convertirse en político, la tomó una vez que hubo conocido la pérdida de la guerra y después de concluir que los judíos habían sido los culpables —no tal como lo demostraba la realidad, sino como lo desprendía de su Delirio Crónico Sistematizado antisemita—, nos mueve a pensar desde este momento, y el futuro lo corroborará, que esa «política» a la cual se entregaría Hitler no debe tomarse en el sentido tradicional del término, sino que tiene una acepción siniestra: «la política como un medio para realizar un fin», decía él; un fin, decimos nosotros, para conquistar el poder —esta será la idea-fuerza de Hitler que no abandonará hasta el 30 de enero de 1933 cuando la cancillería del Tercer Reich caiga en

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sus manos— y realizar, entonces sí, su venganza contra los traidores y peligrosos judíos: «si se hubiera exterminado con gas venenoso a 15.000 judíos antes de la primera guerra mundial, dirá Hitler encendido por su odio asesino antisemita, se habría evitado la muerte de un millón de alemanes». Observemos lo que proclamará más tarde como «el ideal» de la política que era inherente al partido nacionalsocialista: «Hitler brindaba una visión, una utopía, un ideal: liberación nacional a través de la fuerza y la unidad… Debía buscarse ese ideal, proclamaba, en el nacionalsocialismo… En lugar del Reich desmoronado y viejo había que construir un nuevo Reich apoyado en valores raciales, en la selección de los mejores sobre la base del logro, la fuerza, la voluntad, la lucha, liberando el talento de la personalidad individual y restableciendo el poder y la fuerza de Alemania como nación. Sólo el nacionalsocialismo podía traer esto. Al nacionalsocialismo no le preocupaba la política cotidiana como a los otros partidos políticos. No podía seguir el camino de otros partidos… Lo que nosotros proponemos no es mejora material para el estamento individual, sino aumentar la fuerza de la nación, porque sólo eso señala el camino hacia el poder…» (Citado por Kershaw, vol. I, págs. 332-333). No era, pues, a la política tradicional a la que se entregaría Hitler, esa que se somete al juego de las alternativas del poder con otros partidos, sino una «política» que señale el camino hacia «un» poder que «aumente la fuerza de la nación», lo que, pronunciado en un discurso del 10 de septiembre de 1930, significaba en labios de Hitler, ¡rearme para hacer la guerra! contra los enemigos que ya Hitler tenía marcados con odio en la frente… Y conviene en el más alto grado de importancia citar en este momento lo que dirá el principal diario liberal de Alemania, pues casi siempre se subvaloró o no se comprendió —por desconocimiento de la psicología de Hitler, responsabilidad que recae sobre los especialistas alemanes— la dirección unifocal hacia la que se dirigía inexorablemente la «política» del Führer: «Hitler no tiene pensamientos —decía el diario Frankfurter Zeiting—, no hay en él reflexión responsable, pero tiene

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sin embargo una idea. Tiene un demonio dentro», decía un artículo del periódico el 26 de enero de 1928. «Se trata de una idea maníaca de origen atávico —es decir, de origen Shicklgruber concretamos nosotros— que desecha la complicada realidad y la reemplaza por una unidad combatiente primitiva… Naturalmente Hitler es un necio peligroso. Pero si nos preguntamos cómo el hijo de un insignificante funcionario de aduanas de la Alta Austria llega a esa locura, sólo podemos decir una cosa: ha asimilado literal y perfectamente la ideología de guerra, y la ha interpretado de un modo casi primitivo que podríamos estar viviendo según eso en el período de las invasiones bárbaras del final del imperio romano» (Citado por Ian Kershaw, pág. 307). Enfatizamos nosotros para poner de relieve que en Alemania había mucha gente que se daba cuenta de la «peligrosidad» de Hitler y de su «barbarie», lo que echamos de menos es el psicólogo que hubiera aclarado que no se trataba de una «asimilación» intelectual de la guerra, sino que la guerra Hitler la llevaba en su naturaleza y era «parte de su ser», es decir, que esa guerra atávica, en el sentido de que la había heredado de su abuela Schicklgruber, saltándose a su padre Alois, no en el sentido lombrosiano, se encontraba incrustada en el código genético de su ADN. Citamos asimismo unas observaciones sobre el tema que nos ocupa, hechas por un agudo periodista alemán, quien debió huir de Alemania para refugiarse en Inglaterra en 1938, pero que vivió de cerca el ascenso al poder del partido Nacionalsocialista: El NSDAP (partido nazi) no es un «partido» en el sentido democrático, sino una organización más autoritaria todavía que el Tercer Reich dominado por ella»… Los nazis, por naturaleza, son incapaces de vivir en paz. Esta es la pura y terrible verdad que hay que afrontar. Todos sus pretextos para emprender sus guerras —que, por otra parte, no han empezado en 1939—, ya sean las quejas sólo aparentemente justificadas sobre el Tratado de Versalles o las provocadoras mentiras que precedieron a los ataques a Austria, Checoslovaquia y Polonia, sólo sirven para engañar con falsas apariencias a los burgueses tanto de Alemania como del

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extranjero (Sebastian Haffner, Alemania: Jekyll y Hyde, 1940, publicado en español en el 2005, págs. 91-93).

Desde el principio de su carrera, Hitler calificó el carácter belicista de su política: «Los actos públicos nazis (manifestaciones) no son pacíficos», afirmó. Los comienzos de la acción «política» de Hitler fueron aparentemente modestos. Se afilió a una pequeña agrupación política conocida como el Partido de los Trabajadores Alemanes en septiembre de 1919. Este partido había sido fundado por el herrero Anton Drexler quien era su presidente en el momento en que Hitler ingresó en él. Hitler intuía —e intuía bien— que una pequeña organización política le permitiría desarrollar sus capacidades y, como ya se había dado cuenta de que «sabía hablar», estaba seguro de que con esta herramienta en sus labios pronto se adueñaría de la comandancia de la agrupación que rápidamente se convertiría en la «célula madre» del Partido Nacionalsocialista. Cuando lo escucharon pronunciar su primer discurso lleno de vehemencia, de fanatismo y con capacidad para mover al auditorio, agitando las más primitivas pasiones y cumpulsiones, quedaron sorprendidos. Anton Drexler, el presidente, asombrado, lo invitó al punto a que entrara en la dirección del partido y, no mucho tiempo después, le ofreció la presidencia del partido, pero Hitler olisqueó que debía convertirse en «organizador», cosa que para un vago como él significaba trabajo sistemático y prefirió —ahora y más tarde hasta que fue Canciller—, el puesto de agitador y propagandista, donde podía desempeñar el único «trabajo» que no le exigía esfuerzo ni disciplina alguna, pues las palabras le brotaban a torrentes, y que, más bien, lo difícil era detenerse y callar: pronunciar discursos. El éxito de Hitler como agitador fue rápido y rotundo, pues los sitios de reunión que eran las cervecerías de Múnich, se colmaban hasta los topes para escucharlo. Es el momento de decir que la compulsión a la vagancia para el estudio, le fue muy útil para su oratoria popular y populista, pues no se trataba, ni nunca se trató, de discursos académicos, cosa que hubiera ocurrido si se hubiera embutido las

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filosofías de Goethe, Schopenhauer y Nietzsche, como él aseguraba, sino que su «sabiduría y elocuencia» la extraía de sus lecturas de periódicos a las que era muy aficionado. Sus ideas, su lenguaje, sus argumentos, sus odios, que eran muchísimos, los asimilaba cotidianamente, y luego, con su innegable talento y gran memoria, les infundía riqueza y profundidad —como les ocurre a todos los vagos inteligentes, que profundizan y fecundan cualquier cosa que escuchan o lean y después simulan gran cultura—, y ponía a delirar a su público con la dinamita de sus compulsiones que, en un país como Alemania, que tiene el culto a la cerveza, debía haber muchísimos compulsivos entre los frenéticos espectadores… El Partido de los Trabajadores Alemanes creció como la espuma gracias sin duda al verbo ardiente de Adolfo Hitler, quien, como es natural, se convirtió en un personaje indispensable, de suerte que, cuando los demás miembros del partido, quisieron fusionarlo con otro Movimiento que tenía como líder a un hombre que hablaba tan bien como Hitler, éste, por unos celos compulsivos, se opuso a la tal fusión, que lo habría desplazado a él, entró en santa cólera, gritó, pataleó y, por fin, renunció al Partido de los Trabajadores Alemanes. Asustados ante la pérdida del caudillo indispensable, los miembros del partido le suplicaron que retornara y le aceptarían lo que él pidiera como condición para su regreso, que era, nada menos, lo siguiente: que debían darle a él, Adolfo Hitler, la dictadura absoluta del partido, lo que supondría que nadie podía chistar ni oponerse a las decisiones que a él se le ocurrieran: ¡en este momento comenzó, en nuestro sentir, el culto al Führer y su endiosamiento!, que si lo aceptaron los nazis, fue promovido indudablemente por Hitler, apoyado en su Megalomanía y la sobredimensionada hipertrofia de su Egomaníaco, que lo llevó, lo que era mucho más importante, a que él afianzara su automitificación, en la cual creía profundamente desde que era niño, como hemos visto, y con esta hiperbólica autovaloración maníaca, se presentaba delante de los dirigentes nazis y de las masas alemanas, como el ser seguro de sí mismo, autónomo, autosuficiente indispensable que, con el correr del tiempo serviría de pedestal para levantar su autoridad y endiosamiento;

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así autodeificado, deidad en la cual, como dijimos, Hitler creía sin dubitar lo más mínimo —y saber que ése era el ser megalomaníaco de este hombre singular, es fundamental para entender su mito—, así autoendiosado contagiaba con su DELIRIO CRÓNICO INCONSCIENTE al pueblo alemán y lo ponía a delirar colectivamente con su «Visión antisemita alucinada». ¡Aquí se encuentra la «Magia Arrolladora» de Hitler, que es mucho más potente que cualquier «fuerza carismática». Pero desde sus orígenes, el ya Partido Nazi o Nacionalsocialista, tenía entrañas bélicas, como hemos visto. Nuestra tesis se afirma en que un bárbaro como Hitler metido a político, tenía, necesariamente, que infundir guerra a la política, máxime si esa política serviría como medio para conquistar el poder para hacer la guerra mundial e internacional. No es coincidencia entonces, que Hitler se hiciera amigo en el segundo semestre del año 1920 de un personaje tan bárbaro como él: Ernest Röhm, quien a la sazón, siendo capitán del ejército bávaro, había fundado la Tropa de Asalto (S.A.), que se puso al servicio del partido nazi, como instrumento de combate, con la aquiescencia y beneplácito de Hitler. Röhm fue vital en su ascenso y lo acompañaría hasta el 30 de junio de 1934, cundo Hitler enfurecido ya como Canciller y Presidente del Tercer Reich porque Röhm pedía mayor celeridad en la revolución nazi y perturbaba sus planes de guerra, aceptó o inventó la patraña de que Röhm quería darle un «golpe de Estado», y ordenó que lo asesinaran a él junto con otros grandes líderes nazis que habían caído en desgracia con el Führer, como el gran organizador, ideólogo y orador Georg Strasser, y cien más. Pero en los comienzos, Röhm fue la entraña bélica del partido nacionalsocialista; y fue la mano derecha, la izquierda y hasta el cerebro, porque aportó muchas ideas al partido cuando aún era desconocido fuera de Múnich. Las fuerzas paramilitares siempre estuvieron escoltando al partido nacionalsocialista. Primero, como la S.A., o tropa de asalto, dirigidos por Röhm, con un paréntesis entre 1930 y 1932, cuando fue a pelear a Bolivia en la Guerra del Chaco contra Paraguay, y de donde Hitler lo hizo ir a Alemania para que organizara de una manera firme a los paramilitares de la

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S.A… Después de la noche de los cuchillos largos cuando Hitler protagonizó la masacre contra Röhm y muchos dirigentes políticos, la S.A. perdió toda importancia paramilitar y fue reemplazada por la S.S. (Brigada de protección), más siniestra aún, dirigida por Himmler y Heydrich, responsables de crímenes políticos y genocidas contra los judíos. La «política» de Hitler no perdió en ningún momento su dimensión bárbara, desde 1920 hasta 1945, aún en los años en que Hitler prometió que actuaría dentro de los causes «legales» entre 1925 y 1933, momento en el que es proclamado Canciller del Tercer Reich. Paralelamente al belicismo político estaba la «renuncia» y hasta la persecución a la inteligencia y la cultura. No sabemos hasta dónde esta actitud bárbara de los nazis tenía que ver con la incapacidad de Hitler para estudiar y su «odio a los intelectuales» a quienes ridiculizaba porque leían libros serios: La renuncia a la inteligencia —dice Haffner—, o más exactamente, la perversión de la inteligencia, se convirtió en un estímulo adicional del nazismo. Porque la inteligencia figuraba entre los rasgos que esta generación rechazaba instintivamente (pág. 87).

Fue muy significativa la quema pública de libros de autores alemanes y extranjeros organizada el 10 de mayo de 1933, a los 3 meses de haberse posesionado Hitler del cargo de Canciller, hecha por los nazis en Berlín y en otras ciudades universitarias. Se quemaron los libros de Henri Barbusse, Bertold Brecht, Tomás Mann, Kurt Tucholsky, Arnold y Stefan Zweig, Emile Zola y muchos más… ¿El Don Carismático de Hitler? Poco a poco el partido nacionalsocialista fue centrándose cada vez más en la persona de Adolfo Hitler, debido a la fascinación, al enorme poder que ejercía en sus auditorios y en sus líderes. Hitler, de manera progresiva y ascendente se va convirtiendo en el supremo hacedor, en el Mesías y en el Führer, título fomentado por sus seguidores pero él no hacía nada por impedirlo sino por fomentarlo. El Führer, Adolfo Hitler, según la ideología na-

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cional-socialista, es el vínculo que une el Estado, el partido y el pueblo. La admiración a Hitler por parte del pueblo va creciendo como la bola de nieve. Como líder —según el excelente libro de Franz Neuman, Pensamiento y acción en el nacionalsocialismo (1942, págs. 147 y siguientes)—, Hitler es la pauta de organización que opera siempre desde la cúspide hasta la base y nunca al revés. Domina todas las instituciones sociales y políticas, lo que se hace cada vez más evidente, en la medida en que su Megalomanía se endiosa, y en que Goebbels y el pueblo se contagian del delirio de Hitler, con su «visión antisemita del mundo». Estos fenómenos apuntan a que, en el caso de Hitler, su poder, su mito, la sumisión de las masas alemanas, el endiosamiento por parte de Goebbels, etc., no concuerdan con el concepto clásico de «Carisma». Adolfo Hitler es el líder supremo. Combina las funciones del legislador supremo, administrador y juez supremo. Es líder del partido, del ejército y del pueblo. En su persona están unificados el poder del Estado, el pueblo y el movimiento. El Führer es el legislador único, poder que Hitler reclamó desde el principio de su carrera a los miembros del Partido Obrero de los Alemanes: exigió ser el jefe con atribuciones de dictador y que él fuera «el único» que dictaba las pautas y decisiones del partido. Hitler tenía guardado en secreto estas ambiciones, en nuestro concepto, debido a su Megalomanía que le hacía suponer maníacamente que él era superior a todos sus coopartidarios. Lo grave es que le creyeron y lo siguieron, por lo que atrás dijimos, que él se convirtió desde el principio en el personaje indispensabe por su capacidad de movilizar a las masas con su oratoria vehemente y pasional, y por su capacidad de hacer aceptable su Megalomanía —ante sí y ante las masas— y hacer más y más contagioso el delirio en la medida en que se consolidaba e intensificaba la ecuación: Hitler —delirante y dominador— y pueblo sometido, expuesto al contagio en esa íntima relación constante, estrecha, intensísima, entre los dos miembros de la ecuación, gracias a la influencia de Hitler con sus apasionados discursos y Goebbels con su estridencia radial que jamás se silenciaba. Las reuniones del gabinete eran innecesarias, lo que dejaba

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al Führer como legislador único. No es necesario consultar a los ministros. Es derecho lo que el Führer desea y la legislación emana de su poder. De modo semejante, el Führer encarna el poder administrativo, que es ejercido en su nombre. Es el jefe supremo de las fuerzas armadas y Juez Supremo e Infalible. Su poder es legal y constitucionalmente ilimitado; es inútil describirlo; no se puede definir en términos racionales un concepto que no tiene límites. «Max Weber ha llamado la atención sobre el fenómeno general de la dominación carismática y lo ha distinguido claramente de las formas racionales y tradicionales de dominación… Durante mucho tiempo no se ha prestado atención a la dominación carismática y se la ha ridiculizado, pero, al parecer tiene raíces profundas y se convierte en un estímulo poderoso una vez que se dan las condiciones psicológicas y sociales adecuadas. El poder carismático del Führer no es un mero fantasma. No es posible dudar que hay millones de personas que creen en él»… Aquí, es preciso disentir radicalmente de Max Weber, tratándose justamente de Adolfo Hitler: Esos millones de alemanes que escuchaban extáticamente a Hitler y que iban creciendo hasta envolver a toda Alemania, se hallaban «contagiados» por el Führer delirante coherentemente, con gran fuerza de convicción, en esa ecuación de Dominante-Dominado, Inductor e Inducido. Es preciso entender que, en este caso, «Carisma» tiene el sentido irracional de Fuerza Delirante de un tremendo poder avasallador. No de otra manera podríamos comprender la entrega de las masas alemanas —un pueblo culto— a las «locuras» de este ser extraño e insignificante, que había salido de la mendicidad y de la nada. Es preciso y es urgente comprender este fenómeno excesivamente insólito, que nunca existió ni existirá en la vida de la Especie Humana. Es algo único, extraordinario e irrepetible. La teoría del Ser Carismático no puede desentrañar la verdad de esta naturaleza individual ejerciendo su poder de convicción sobre una colectividad. No. Hitler solo podía convencer de esa manera tan extraña a los alemanes, no con su Carisma, sino con la fuerza de con-

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vicción irresistible que tiene un delirante crónico afirmado en su granítica e inmutable «visión del mundo» cuyo núcleo era su «visión antisemita alucinada» con la que inducía mediante el fuego de su oratoria dramática al pueblo alemán, convirtiéndolo en un pueblo delirante e inducido hasta perder la razón y el juicio para embarcarse inconciente, como un sonámbulo, a todos los actos vesánicos del Austriaco Bárbaro, suicidándose a la postre con él y por él. Esto sólo lo consigue —¡no un loco!— sino el poder contagioso de un delirante Megalomaníaco, razón por la cual puso a sus pies al gran pueblo alemán a delirar y a delinquir con él, a guerrear, a exterminar judíos y a suicidarse colectivamente, como en lo individual, lo hizo Goebbels. «¿Por qué se ha resucitado la pretensión carismática, siendo que es muy primitiva?… El problema exige un análisis de los procesos psicológicos que llevan a la creencia en el poder taumatúrgico de un hombre, creencia que caracteriza ciertas disposiciones de la mente humana. El análisis puede llevar también a una comprensión del proceso psicológico implícito en la adoración del hombre por el hombre. Como ha demostrado Rudolf Otto, el estado mental y las emociones que esa adoración implica son los de un hombre que se siente anonadado por su propia ineficacia y que se ve llevado a creer en la existencia de un Ministerium Tremendum. El misterio crea el temor reverente, el miedo y el terror. El hombre siente escalofríos ante el demonio o ante la ira de Dios. Pero su actitud es ambivalente: está atemorizado y fascinado a la vez; experimenta momentos de entusiasmo extremo durante los cuales se identifica con lo sagrado. (No; todos estos síntomas mentales son comprensibles a la luz de la Megalomanía, el Delirio Crónico Sistematizado Contagioso en la «visión del mundo»de Hitler, que era su «visión alucinada antisemita», en la barbarie guerrerista y en su oratoria como instrumento y medio de sugestión y convicción del pueblo, muchos compulsivos criminales por su aficción a la cerveza mutagénica y las compulsiones derivadas de ella; los primeros éxitos de Hitler los hizo en las tabernas de Múnich). «Esta creencia enteramente irracional surge en situaciones

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que el hombre medio no puede captar y comprender de modo racional… Los estratos menos racionales de la sociedad buscan líderes. Como los hombres primitivos, buscan un salvador que elimine su miseria y les libre de la pobreza. El líder usa y realza el sentimiento de temor reverente; los secuaces se aborregan junto a él para al alcanzar sus fines. La obediencia es un elemento necesario del liderazgo carismático… El poder deriva del líder y éste se ve obligado a distribuirlo en dosis desiguales, para poder tener una élite en que apoyarse, que comparta su carisma y a través de la cual pueda dominar a la masa. La organización carismática se basa siempre en la obediencia estricta dentro de una estructura jerárquica. (Mas también y sobre todo, el contagio aborrega y somete). «Pero si el fenómeno genuinamente religioso del carisma pertenece a la esfera de lo irracional, su paralelo político no es sino una treta para establecer, mantener y realizar el poder… La pretensión carismática de los líderes modernos funciona como un artificio consciente, encaminado a fomentar el sentimiento de desamparo y la esperanza del pueblo, a abolir la igualdad y sustituirla por un orden jerárquico en el cual el líder y su grupo se dividen la gloria y las ventajas del numen… El carisma ha llegado a ser absoluto y exige la obediencia al líder no por la utilidad de las funciones de éste, sino por sus supuestas dotes sobrehumanas» (Franz Neuman, Pensamiento y Acción en el Nacionalsocialismo, págs. 120-121). Este factor irracional que se aproxima al sentimiento religioso en la «dominación carismática» de Hitler, señalada por Max Weber, tiene una destacada importancia en el conocimiento de la idealización y el endiosamiento del Führer y, a su vez, en el sometimiento del pueblo alemán, gracias a la inmensa, inimaginable Megalomanía guerrerista y delirante de Hitler sobre la masa sugestionable, fenómeno que no explica la «dominación carismática de Hitler», decidido desde Pasewalk a exterminar a los judíos y a declarar la guerra desde los días en que se convirtió en el líder absoluto del Partido de los Trabajadores Alemanes en 1920, y consiguió hacerse obedecer y reverenciar, etc., de manera incondicional por los miembros del partido, exigiéndole lo mismo a las masas, a las que debía

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someter haciéndoles creer que él tenía poderes taumatúrgicos sobrehumanos con los cuales los redimiría de sus miserias terrenas asegurándoles que una Alemania poderosa y racialmente superior los convertiría en seres superiores. Al mismo tiempo, exigía obediencia estricta a los dirigentes del partido nazi, de suerte que en todos, aún en Hess, Goering y Goebbels, se advierte ese temor reverencial que los llevaba a pensar que nada podrían hacer sin la voluntad y el «permiso» de «su» Führer. Con el tiempo el sentimiento de poder y veneración fueron calando la mentalidad de los dirigentes y de la masa alemana, y, lógicamente, Hitler se fue convenciendo cada vez más de su poder casi sobrenatural, obedeciendo siempre a su manía de grandezas patológica. Al menos en el caso de Hitler, no es aplicable la teoría del Carisma, porque tenemos suficientes razones clínicas para sostener que en él se sumaron dos poderosas fuerzas: a) su descomunal Megalomanía que lo acompañó desde niño y que le hacía creer, sin dubitar, que él era el ser más grande de la historia, y que, por tanto, todo lo merecía, su endiosamiento y todo el poder; b) el poder de contagio de su delirio crónico sistematizado, según el cual, se creó una intensa relación, entre el Hitler delirante todopoderoso y las masas de los alemanes subordinadas, creándose así el síndrome de la Folie à Deux, «locura compartida», o mejor delirio contagiado colectivo, que puso a delirar al pueblo alemán, que apoyó a Hitler ciegamente, inconscientemente y le concedió todo el poder, apoyándolo hasta en sus crímenes: ¡Esto no puede llamarse carisma! ¿Cómo pudo conseguir semejante proeza? No sólo con audacia, sino con convicciones maníacas que afloraron desde la infancia de que él era superior a todos, fundado en su megalomanía y en su Ego hipertrofiado, que le permitían mostrar esa confianza y esa fe en sí mismo que tanto llamó la atención de cuantos le rodeaban. Tal como asombró a August Kubizek en su adolescencia sobre sus dotes superiores sobrehumanas y que lo condujo a reverenciar a su amigo, como si fuera una especie de ídolo o deidad, aunque a la hora de los hechos y de la verdad, Kubizek se desinflaba de su mito, pues nada sabía, ni como músico, ni como pintor, arquitecto, escritor, lec-

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tor, y lo que quedaba era un gran miedo hacia Hitler, razón por la cual no podía defenderse de su acoso y dominio al ver que Hitler lo importunaba con su dominio autoritario, así los jefes nazis se inclinaran reverencialmente y casi de una manera religiosa ante este superhombre que era capaz hasta de hacer milagros. Porque era sobrehumano el poder que Hitler infundía en los jefes del partido y en el pueblo, que, cada vez, y en la medida en que el tiempo transcurría, se iba profundizando ese poder y ese sentimiento irracional hasta que culmina en un Führer con tonalidades divinas; un Führer que, además, había contagiado a Goebbels y a las masas de su delirio antisemita, que era el núcleo de su «Visión del mundo», su pretendida Weltanschauung. Pero este «dominio carismático» de Hitler, no convence cuando se habla de que el Führer «hipnotizó» al pueblo alemán; nos inclinamos a creer que fue, en verdad, un sentimiento próximo a la religiosidad, lo que explica que las masas se hubieran sometido de una manera tan absoluta hasta el punto de hacerse cómplices de cuanto hacía el caudillo, quizá el más avasallador de la historia de la humanidad. Los seguidores no tenían cómo defenderse de la magia Megalomaníaca y delirante de Hitler. Nuestro aporte científico va hasta donde explica la hipervaloración maníaca que Hitler tenía de sí mismo, su creencia ciega de que él era el llamado en Alemania, el Mesías, debido a ese delirio de grandezas del cual él era un poseso patológico, con la desgraciada circunstancia de que su verbo convencía a todos que él era el más grande: Si Hitler no hubiera sido el atractivo orador, su delirio de grandezas habría quedado en eso, en patología, y su delirio crónico, no habría sido tan contagioso, ya que Megalomanía y Delirio —unidos al bárbaro guerrero— eran sus fuerzas impulsoras: ¡Esta es la «Magia» arrolladora de Hitler, no el Carisma! La causa de que todos creyesen en su grandiosidad y en su odio delirante, empezando por él mismo, no tuvo otro vehículo que su oratoria maníaca. Es preciso recordar su alegría cuando en sus conferencias a los soldados en 1919 se dio cuenta de que «sabía hablar», y él era demasiado astuto para no darse cuenta que en ese don con el cual había nacido pero

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que ahora se perfeccionaba por momentos, tenía una veta de oro para llevar adelante sus soterrados propósitos de alcanzar el poder, ¡todo el poder!, para hacer la guerra. ¿Alguien imagina a Hitler sin el poder de la palabra? Una palabra que le brotaba espontáneamente, sin esfuerzo ni trabajo alguno, por ello siempre se pedía para ser el tambor y el propagandista del partido, por lo menos hasta que fue canciller del Tercer Reich, momento en el cual el Poder absoluto con el que lo habían investido, y con las fuerzas militares que tenía a su disposición, la palabra pasaba a un segundo lugar. Pero todo el ascenso hasta 1939, lo debió, mucho más que a su pretendida genialidad política, a su extraordinaria capacidad para movilizar a las masas y ponerlas a delirar. Con la oratoria afianzó su Megalomanía, y con el delirio crónico convertido en Sistema Teórico, con enorme poder de contagio, forjó los dos fundamentos que explican su elevación dramática y caída aparatosa. No con uno solo. El «Carisma» lo adquirió con su convicción irrefutable para él mismo, de que era el guía sobrenatural para engañar a las masas alemanas y ponerlas también a delirar inconscientemente. Repetimos que esto no fue hipnosis sino contagio —Folie à Deux Colectiva — que es muchísimo más poderosa, envolvente e irracional que todos los carismas y todas las hipnosis… Estos factores —Megalomanía de grandiosidad y delirio razonante— son la clave psicológica para comprender este raro y único fenómeno sociológico. Esta fue la razón de la desdichada suerte del pueblo alemán. No porque fuera hipnotizado, repetimos, sino por el carisma «delirante» que le dio una aureola sobrehumana, y un poder de convicción inaudito, gracias a su talento oratorio, que en muchas ocasiones era verborrea, pues para Hitler el trabajo no era hablar, sino parar de hablar, porque en sus discursos se ponía en movimiento toda su hiperactividad, su hipermovilidad psicológica, su facilidad de palabra arrebatada y frenética, todas maníacas… La desdicha del pueblo alemán consistió en que, a diferencia de August Kubizek, no se dio cuenta de que Hitler era no un pensador, ni un estadista, ni un político de verdad, sino un enfermo mental-razonante que sabía hablar y

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que, por tanto, lo precipitaría ineluctablemente al abismo. La máscara oratoria y el aventurerismo maníaco y delirante que encubrían a Hitler impidieron que sus contemporáneos lo conocieran en su verdadero fondo y médula. Megalomanía, que le daba la convicción a él mismo, de ser el Mesías Histórico con poderes ilimitados; el delirio razonante y su violencia intrínseca; la oratoria y barbarie guerrera fueron la clave de su ascenso y caída. Citamos por tercera vez a Haffner en un texto en que Hitler hace sus vacías o peligrosas propuestas según se las mire: «En el año de 1933, Hitler dijo con otras palabras lo siguiente, en su discurso ante la «Asamblea del Partido de la Victoria» del nacionalsocialismo: que él, Hitler, tras la victoria, estaba preparado para revelar el secreto. Ese secreto era que había reflexionado sobre las bases del éxito político, a diferencia de sus adversarios. El secreto consistía en proclamar una «visión del mundo» y en formular una consigna que, automáticamente, reuniría a los caracteres más dinámicos, más activos, más sacrificados, más heróicos y más fuertes. Esta comunidad de fuertes y enérgicos acabaría por triunfar, ya que lo fuerte siempre vence a lo débil. El marxismo o el liberalismo sólo podían atraer a los cobardes y los débiles y por eso habían sido vencidos por una doctrina en torno a la que se agrupan los titanes. Él, Hitler, había sido el artífice. Él nunca les había prometido nada a sus secuaces, sino que continuamente les había exigido sacrificio, heroicidad y estar preparados para el riesgo. Así había conseguido reunir a su alrededor a unos secuaces con una capacidad de riesgo y de sacrificio sin precedentes… El resultado era una tropa invencible, y «esa tropa nunca más se disgregará o acabará»… Es una lástima que no se haya tenido en cuenta, dice Haffner —como muchos otros signos del Hitler aventurero en su «política belicosa», que no se cuidaba de que no condujeran al éxito, pues él tenía una solución automática, que los alemanes no comprendieron desgraciadamente, decimos nosotros, que si sus planes fracasaban, cargaba su pistola para suicidarse—, porque contiene la confesión de que la cosmovisión nacionalsocialista se basaba en el plan de reclutar a un determinado tipo de perso-

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nas para que formaran «una tropa invencible», capacitada para conquistar y dominar. Esto aludía principalmente a la guerra política del interior, pero a estas alturas no es necesario explicar que las ambiciosas aspiraciones traspasaban las fronteras de Alemania. De hecho, la canción nazi ha de ser entendida literalmente: Hoy nos pertenece Alemania y mañana el mundo entero. (Sebastian Haffner, Alemania: Jekyll y Hyde, pág. 79).

El anverso del «carisma-delirante» de Hitler, claramente impuesto por él y por la propaganda de Goebbels, es la sumisión reverente e inexplicable —por lo mismo que tiene ribetes irracionales pseudoreligiosos— de un pueblo culto y progresista como el alemán al Führer, al nazismo y a sus condenables actos. Ya sostuvimos más atrás que el fenómeno Hitler había sido el Tsunami histórico que arrolló a la nación alemana, y que ésta, como todo pueblo azotado por un meteoro, no fue consciente —¡ni culpable!, en la medida que era arrastrada por un elemento físico—, pese a que vivió la paradoja política de haberle concedido a Hitler el 93 por 100 de sus votos y su absoluta voluntad. Porque esta es la imagen con que nos representamos la fuerza de Hitler —más que del partido, que fue secundario a la persona del Führer—, como un cataclismo físico, que atropelló la historia alemana y se insertó brutalmente en su tradición como si fuera un cuerpo extraño a esa tradición, que comenzó y acabó con Hitler, así existieran rasgos sociales en Alemania que pudieron hacer pensar que su suelo estaba abonado para el surgimiento de un Hitler, como eran sus pretensiones imperialistas, sus anhelos mesiánicos de un caudillo fuerte y autoritario, las pretensiones racistas en algunos medios, el «nacionalismo en su variante alemana del siglo XIX, que se distingue principalmente por el acento que pone —no sin énfasis— en el concepto de Volk, el «pueblo» que se desarrolla en su medio natural, por medio del cual el individuo está unido a la naturaleza y a una «realidad superior», ese «pueblo» que representa una unidad histórica que hunde sus raíces en un pa-

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sado muy lejano, en la que se opone la edad medieval, con su sociedad jerárquica y rural, a la civilización industrial y urbana» (según Marlis Steiner pág. 58), nacionalismo Volk que es sostenido por algunos medios, y el antisemitismo «endémico»,… Mas nosotros consideramos estos caracteres de la tradición alemana, semejantes, pero radicalmente opuestos a lo que fue la aparición de Adolfo Hitler, Genio del Mal muy singular, que irrumpió sin ser invitado por la historia, aunque recibiera el apoyo a última hora de su elección como Canciller del Reich, de fuertes poderes, como los terratenientes, y los financieros del norteamericano Ford, mas, el conocimiento profundo de las fuerzas que se agitaban en este singular personaje, nos mueve irresistiblemente a sostener que Hitler fue el demiurgo del nazismo y el caudillo demoníaco que se insertó, repetimos, como un cuerpo extraño a la vida alemana, que movilizó multitud de fuerzas «para sus fines» guerreros, y que inició un ciclo «histórico» que partió de él y concluyó con él: el monstruo que fue Hitler no lo parió la nación alemana, sino que brotó del seno de la etnia de los SCHICKLGRUBER… de su Megalomanía inflada al infinito, y del Delirio Vienés. ¡Todo gira en torno a la naturaleza del cerebro extraño de Hitler!, enteramente ajeno a la tradición alemana y, aún, a la tradición histórica de la humanidad, más todavía: extraña a la tradición de la Historia Masculina porque el cerebro de Hitler es único, irrepetible en el tiempo del pasado y del futuro. Expondremos brevemente, sin embargo, las conclusiones a que ha llegado en su importantísima investigación sobre la participación del pueblo alemán en la aventura nazi, Robert Gellately, autor del libro Backing Hitler (traducción española No sólo Hitler, 2002), en el cual analiza «cómo represión y consentimiento público se mezclaron inextricablemente, y cómo y por qué el pueblo alemán acabó apoyando a la dictadura nazi». Sostiene Gellately, que el temor al comunismo favoreció el avance del nazismo apoyado por los medios de comunicación: ¿Quién va a poder parar con eficacia la amenaza marxista?, se interrogaban los periódicos conservadores, y, además, «la

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simpatía cada vez mayor de la prensa de derechas contribuyó a aupar a Hitler al poder» (No sólo Hitler, pág. 26). Durante los tormentosos días de febrero y marzo de 1933, se desarrolló una campaña electoral para el parlamento federal en el transcurso de la cual los nazis eliminaron todos los obstáculos, golpearon despiadadamente a sus adversarios y obtuvieron un apoyo enorme. No obstante, en las elecciones del 11 de marzo, Hitler no consiguió una victoria aplastante. No debemos exagerar el significado de este hecho, pues obtuvo el favor de más de diecisiete millones de personas (correspondiente al 43,9 por 100 de los votos). El resultado de los comicios daba a los nazis una exigua mayoría de escaños en el Parlamento, siempre y cuando se unieran a sus socios nacionalistas. Hitler demostró ser dueño de la situación y, lo que es más importante, al cabo de unos meses la mayoría de los alemanes dejaron bien claro que lo apoyaban (págs. 27-28).

Continúa Robert Gellately: Suelen pasarse por alto las elecciones y plebiscitos llevados a cabo posteriormente durante la dictadura de Hitler, pero en casi todos ellos podemos apreciar la formación de un consenso cada vez mayor en favor de los nazis. En octubre de 1933 Hitler retiró a Alemania de la Liga de las Naciones y convocó a un plebiscito para consultar a los ciudadanos si estaban de acuerdo. El resultado fue de un 95 por 100 de los votos a favor. No menos espectaculares fueron las elecciones convocadas en noviembre, al mismo tiempo que el plebiscito. Las elecciones dieron a Hitler y su partido casi cuarenta millones de votos (el 92 por 100 del total). No menos curiosa es la participación del 95,2 por 100 de los electores (págs. 30-31).

Y, más adelante, agrega Gellately: Una vez que la nueva policía de Hitler le cogió el gusto a las medidas expeditivas, fueran cuales fuesen, gracias a las cuales podía saltarse los trámites legales que suponían un gasto de tiempo, le resultó imposible renunciar a ellas… El

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30 de junio de 1934 los cabecillas de las S.A. fueron asesinados por orden de Hitler. Durante la llamada «noche de los cuchillos largos» las ambiciones radicales de los hombres de las S.A., que seguían aspirando a una verdadera revolución social, fueron cortadas de raíz. El suceso fue presentado ante la opinión pública alemana como un intento de «golpe de estado» del jefe de las S.A., Ernest Röhm, pero no se hizo ningún esfuerzo por ocultar el hecho de que Röhm fue ejecutado sin la menor sombra de juicio. La mayoría de la gente aceptó que Hitler (y no los tribunales de justicia) condenara a muerte a los aproximadamente cien culpables. Lejos de cambiar de idea a los alemanes, el primer asesinato en masa —se mire por donde se mire— del Tercer Reich reportó a Hitler buenos dividendos políticos» (págs. 60-61). La creación del nuevo sistema de la Gestapo —prosigue Gellately— culminó con una ley aprobada en el estado de Prusia el 10 de febrero de 1936. Según esta normativa, cualquier acción que emprendiera la Gestapo no podía ser revisada por los tribunales de justicia, ni siquiera en caso de que una persona fuera arrestada por error, y no se podían reclamar daños y perjuicios… En adelante, la única vía abierta a la presentación de quejas era la apelación a la Secretaría General de la Gestapo. Lejos de ser disimuladas, las consecuencias de estas innovaciones fueron expuestas abiertamente a la opinión pública por la prensa, por lo que a nadie podía caberle duda alguna de que los derechos legales fundamentales del ciudadano prácticamente habían desaparecido (pág. 63). La prensa local de Dachau informó en 1933 la muerte violenta de una docena de reclusos, afirmando que los guardianes habían actuado en «defensa propia» y que las víctimas eran «por lo demás individuos con propensión al sadismo»… ¿Cómo reaccionaron los alemanes al establecimiento de los campos de concentración? Fueron muy pocas las voces críticas que se dejaron oír (pág. 88). El afán de Hitler por mantener la disciplina y el orden culminó en un gran discurso pronunciado el 24 de abril de 1942. A nadie que escuchara aquel discurso podría haberle ca-

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bido la menor duda del acendrado antisemitismo de Hitler, por lo demás totalmente engañoso. Alemania era presentada como una víctima inocente que había presentado «infinitas» iniciativas de paz, todas ellas arruinadas por los «poderes ocultos» (¡!)… (admiraciones y suspensivos nuestros) entre bastidores que eran los judíos (pág. 121). El hecho de que la policía fuera capaz de explicar a la opinión pública las ejecuciones ilícitas que practicaba y de acallar cualquier reserva ante ellas que ésta pudiera mostrar, dice mucho de la transformación que había sufrido Alemania desde 1933 (pág. 126).

Y Gellately se refiere del siguiente modo a los delatores ante la Gestapo: El estudio que he realizado sobre la cooperación de los ciudadanos alemanes como delatores, me ha llevado a la conclusión de que para el sistema policial, deseoso de conseguir la información que necesitan para actuar, las motivaciones de los denunciantes eran casi siempre una cuestión de orden secundario. Para nosotros, en cambio, no carecen de importancia, pues pretendemos saber no sólo cómo funcionaba el sistema, sino también por qué denunciaba la gente, es decir, por qué tanta gente llegó a colaborar con la infamia del nazismo… En la Alemania nazi, los delatores no sólo se presentaban voluntariamente a la policía con sus informaciones, sino que además la población civil se ofreció a trabajar como agentes de la Gestapo por toda clase de motivos (págs. 191-192).

Y, algo más sorprendente aun: que a finales de 1944 y principios de 1945, «a pesar de la proximidad de la derrota, muchos siguieron acudiendo a la policía a denunciar a sus colegas, vecinos, amigos y parientes» (No sólo Hitler, pág. 306). Este breve resumen del excelente libro de Robert Gellately, nos da una idea convincente en extremo de la colaboración del pueblo alemán en las atrocidades cometidas por los nazis… Mas nosotros, sin dudar en lo más mínimo en cuanto a los resultados de la investigación de Gellately, sostenemos que fue Hitler —ese Tsunami histórico— el que arrolló las conciencias

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de los alemanes, muchas de ellas potencialmente delictivas por los numerosos casos de compulsiones, dado el culto a la cerveza que existía en Alemania, como en la inmensa mayoría de las naciones, por desgracia, todos ellos afines criminosamente al Führer, los que más activamente participaron en ese Crimen Colectivo, pero no la esencia del Pueblo Alemán que se dejó arrastrar a vivir la trágica paradoja de haberle brindado ese 93 por 100 de votos en favor de su política sin que, aquí está la contradicción, fueran conscientes de lo que hacían, ya que la marejada de los elementos desencadenados por ese fenómeno telúrico —ajeno a la tradición histórica de Alemania, capaz de dar a luz a un Kant, un Hegel, un Goethe, un Beethoven, un Marx, un Eistein, un Tomás Mann, una ciencia y una industria avanzadísimas— arrolló, más que convenció o hipnotizó, físicamente lo que tiene de esencial el pueblo alemán, acontecimiento singular que nos recuerda la riada incontenible de Atila y Gengis Kan… Mas todos estos fenómenos tienen, innegablemente, los fundamentos que señalamos atrás, la descomunal Megalomanía de Hitler sumada al contagioso delirio crónico sistematizado, a Goebbels, primero siendo el único de los jefes nazis que no pudo resistir el contagio del delirio (de aquí que se suicidara con él), y, luego, a las Masas Alemanas que contagiadas, en verdadera Folie Colectiva, se pusieron a delirar y apoyar como autómatas a Hitler en todo lo que éste «pobre hombre fatal» les pedía: las guerras, el voto plebiscitario, la «Visión del mundo» antisemita, y el suicidio colectivo con Hitler y por Hitler. El mismo Führer, es el primero entre todos los alemanes en ser arrollado por multitud de determinismos inconscientes, ¡y no fue dueño de sus actos!, un bólido catapultado por fuerzas que él no controlaba, comprometido en una guerra motivada por su delirante «visión del mundo», por su enajenada creencia maníaca de ser el hombre más grande de la historia, impulsado por sus odios y venganzas compulsivos, por su fanática concepción bárbara según la cual la guerra es la panacea universal, y mientras se siente el enviado por la Providencia que «marcha con la seguridad de un sonámbulo», no se da cuenta que está cayendo en el abismo, arrastrando consigo al pueblo alemán,

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porque para él el suicidio era la solución última cuando sobreviniera el fracaso, inevitable desde que inició su demencial aventura político-militar en 1920, y que, si la guerra «no» lo resuelve todo, en última instancia, —¡pues la Muerte está a la mano, es tan fácil dispararse un tiro!, ¿por qué no lo hizo Von Paulus en lugar de entregarse al enemigo?—, y ésta sí, de acuerdo con la filosofía melancólica de Hitler, es la panacea inequívoca para solucionar todo fracaso: todos estos determinismos inconscientes, sin que faltara uno solo, hicieron del Führer un macabro juguete, pero, ¡Ay!, arrastraba consigo al genial pueblo alemán, que, por un momento apenas, fue precipitado en la insensatez, en la inconsciencia delirante. En su importante libro, El Mito de Hitler, 2003, Ian Kershaw se ha propuesto, más que el estudio de la «extraña» personalidad de Hitler, revelar el proceso de construcción de su imagen a través de la propaganda y de qué manera el mito de Hitler desempeñó una «función integradora» de gran importancia para el régimen. Quiere saber Kershaw sobre qué bases se erigió ese mito y cómo logró mantenerse: «No existe la menor duda, dice Kershaw, de que el mito de Hitler fue deliberadamente maquinado como fuerza integradora por un régimen agudamente consciente de la necesidad de fabricar un consenso. El propio Hitler, como es bien sabido, prestaba la mayor atención a la erección de su imagen pública» (pág. 17). «Se ha sentado acertadamente que la «heróica» imagen de Hitler, era, en idéntica medida, «una imagen creada por las masas pero también impuesta a ellas» (pág. 19)… «El rápido crecimiento del número de miembros del partido entre 1930 y 1933, significaba que una cifra de alemanes en constante crecimiento estaba comenzado a estar expuesta al mito del Führer (pág. 51)… El crecimiento del mito de Hitler llegaba hasta la religiosidad: Hoy la divinidad un Salvador nos ha enviado, la angustia a su fin ha llegado. A la alegría y al gozo la tierra da sustento: Al fin la primavera está aquí (por W. Beuth, pág. 80).

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«Los espectaculares cambios que estaban produciéndose en Alemania en 1933, dieron a la maquinaria propagandística una gran y desenfrenada oportunidad para concentrarse en Hitler, no como líder del partido o como jefe del gobierno, sino como punto focal del «renacimiento nacional» (pág. 80)… Durante el verano de 1934, dos acontecimientos contribuyeron decisivamente al ulterior desarrollo de la imagen del Führer: la liquidación de la supuesta «conjura de Röhm», y la fusión de los cargos de canciller y de presidente del Reich en la persona de Hitler, tras la muerte de Hindenburg el 2 de agosto de 1934» (96). «Hoy Hitler es todo en Alemania» (97). «Hitler por Alemania — toda Alemania por Hitler» (97). «Hitler, cuya “excéntrica” forma de trabajar contribuía significativamente al caos administrativo del Tercer Reich —continúa Kershaw— era presentado como un hombre que trabajaba arduamente mientras todos los demás dormían, infatigable en su laboriosidad y esfuerzo» (102). «Incapaz de mostrar calor humano, amistad y amor, Hitler era convertido por Goebbels en la víctima personal de su elevada posición: «Hitler está entregado a la totalidad del pueblo, no sólo con veneración sino con profundo y sincero amor, porque tiene el sentimiento de que le pertenecen, de que son carne de su carne, alma de su alma. Él salió del pueblo y ha permanecido en medio del pueblo. Los más humildes se aproximan a él de forma amistosa y confiada porque sienten que él es su amigo y su protector. La totalidad del pueblo le ama, porque se siente seguro en sus manos, como un niño en los brazos de su madre… Tal como hacemos nosotros, que nos hallamos reunidos junto a él, así también el último hombre del pueblecito más alejado dice en esta hora: lo que él era, lo sigue siendo, y lo que es, debe continuar siéndolo: ¡Nuestro Hitler!» (102)… Aparte de ser una muestra de pura adulación por parte de alguien que tanto dependía de Hitler para fundamentar su propio poder, este notable discurso —un panegírico que no se limita a distorsionar la realidad, sino que directamente la subvierte— puede considerarse un reflejo del culto que el pro-

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pio Goebbels rendía a Hitler» (103). (Agregamos nosotros que este culto de Goebbels a Hitler, era auténtico —no adulatorio, como dice Kershaw— porque como ya lo demostramos, entre los jefes nazis, él fue el único contagiado por los delirios de Hitler, el de grandezas que era nato en Hitler, pues lo heredó por la línea materna, y el delirio crónico sistemático que fue adquirido en Viena en el año de 1909, de allí que Goebbels fue admirador de Hitler hasta el final, y con él y por él se suicidó en el búnker de Berlín, con su mujer y sus seis hijos…) «¿Cuándo se convirtió el propio Hitler en víctima del mito del Führer? Hay muchos datos que indican que fue en la época de las agitadas semanas posteriores al triunfo de Renania cuando Hitler se convirtió en un convencido creyente de su propio «mito». Aparte de varios testimonios, las variaciones observables en el lenguaje de sus discursos públicos también sugieren un cambio en la autopercepción. Antes de marzo de 1936, rara vez habla de sí mismo, si es que alguna vez lo hizo, en los términos pseudomísticos, «mesiánicos» y semirreligiosos que utilizaban Goebbels y otros. Sin embargo, a partir de la época en que empezó a afirmar, como en su discurso de Múnich del 14 de marzo de 1936, que «avanza con la certidumbre de un sonámbulo» por el camino que la «Providencia» le había trazado, la relación mística entre la «Providencia» y él mismo rara vez dejó de estar presente en sus principales discursos, y el simbolismo pseudorreligioso, junto con la creencia en su propia infalibilidad, quedó integrado en su retórica. El estilo y el contenido de sus discursos señalaban claramente un cambio en la autoimagen de Hitler. En la reunión del partido del Reich en 1936, él mismo comenzó a hablar de una unidad mística entre su persona y el pueblo alemán: (Recuerde nuestro lector que nosotros sostenemos que esa era una unidad delirante, en la que el pueblo alemán, por ser el más débil en la ecuación «Hitler-Pueblo», se hallaba contagiado por el delirio razonante de Hitler y por su delirio de grandezas que fue nato. Y es esencial, fundamental, que cuando su omnipotencia se ponía en duda, se derrumbaba, pasaba de la grandiosidad maniaca a la depresión y al sentimiento de no ser nada y amenazaba con suicidarse, como ocurrió en 1932, cuando

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Georg Strasser osó dividir al partido poniendo en duda su Megalomanía todopoderosa. Cuando Hitler se sintió derrotado en el Búnker de Berlín, cayó en la nada definitiva y se disparó una bala en el cielo de la boca, esa boca que tanto poder le había dado con su oratoria). «¡Que me hayáis encontrado entre tantos millones es el milagro de nuestro tiempo! ¡Y que yo os haya encontrado a vosotros es la fortuna de Alemania». Todos estos signos indicaban que no se trataba de pura retórica. El propio Hitler era ya un converso al mito del Führer, transformado él mismo en víctima de la propaganda nazi… Lo que parece seguro es que el día en que Hitler empezó a creer en su propio «mito», señaló, en cierto sentido, el principio del fin del Tercer Reich» (pág. 114)… En 1936, empezaba a incrementar visiblemente la sobreestima del propio Hitler respecto a su poder y a sus delirios de infalibilidad» (117). «La ascendencia de la popularidad de Hitler no sólo no iba acompañada por un crecimiento de la popularidad del Partido nazi, sino que, de hecho, se desarrolló en cierto modo a expensas directas de su propio movimiento… No, señores, el Führer es el partido y el partido es el Führer» (págs. 117-143)… Y para el mantenimiento del Mito del Führer era vital que los éxitos de la política exterior prosiguiesen, que la política «nacional» externa del régimen siguiese estando «soleada» tras los grandes triunfos de 1935-36» (pág. 166). (Para nosotros, sin embargo, se trata de un Mito delirantemente creado). «El mito del Führer se había consumado casi por completo. Sólo un atributo de importancia faltaba aún por incorporar: el del genio militar» (pág. 20). «Los reveses militares del primer invierno en Rusia señalaron el fin del «soleado clima de Hitler» por la serie de fáciles triunfos que habían constituido la piedra angular del mito del Führer» (pág. 222)… Se trataba del principio de una espiral descendente en la popularidad de Hitler»… «Dado el fracaso en la Unión Soviética y la declaración de la guerra a los Estados Unidos, era más difícil no considerar responsable de la prolongación de la guerra a nadie sino a Hitler, vale la pena preguntarse por qué el mito de Hitler no se derrumbó con una rapidez ma-

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yor» (pág. 225)… (Nosotros respondemos a este interrogante importantísimo, diciendo que, por ser un Mito Delirantemente creado, no se basaba en las conquistas reales de Hitler, sino en la ciega e inconsciente adhesión a su delirio). También aquí la Propaganda nazi —el genio de Goebbels— había logrado en gran medida inculcar a vastos sectores de la población el miedo a lo que traería una nueva derrota, y que la vida sería peor que con el nazismo» (pág. 227)… La extraordinaria carrera de éxitos se había detenido, pero todavía creían en Hitler… Tras el primer invierno de la guerra en el Este, la popularidad de Hitler seguía sin quebrarse» (pág. 236)… Carente de menos triunfos fáciles que proclamar, Hitler aparecía menos en público y rara vez pronunciaba discursos». Abandonamos justamente en este instante la relación de los aportes a la comprensión de Hitler y de su mito por parte del célebre Kershaw, en el momento en que este hombre, ciertamente «extraño», ha «dejado de pronunciar discursos», desde que inició su carrera de orador en la segunda mitad del año de 1919, cuando se dio cuenta de «que sabía hablar», y que, para él, se convirtió, como ya lo señalamos atrás, en el instrumento mágico para darle soporte a su megalomanía que era también, como otras de sus características, nata en él, y que ahora tenía cómo darle contenido a su autosuficiencia y a su Ego Mayúsculo. Repetimos que Hitler sin ese don de la oratoria habría sido siempre lo que fue en Viena y en los primeros quince meses de su estancia en Múnich: ¡nada!, un vago, infaliblemente dirigido a la mendicidad. Pero la oratoria lo redimió y pudo ejercerla sin esfuerzo alguno, sin «trabajo» que era lo que él detestaba, porque le fluía, igualmente desde niño, a borbotones, como verborrea maníaca, sin esfuerzo, sin tener que hacer más ejercicios y disciplinas que los de leer los periódicos en los cafés y en las cervecerías. Asombrémonos, ¡Hitler nunca supo hacer más que hablar, y esta cualidad negativa, porque no era la oratoria docta de los grandes políticos y filósofos ilustrados con el estudio riguroso, se convirtió, debido a sus precisas circunstancias, en su virtud primordial! Para ser

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exactos psicológicamente hablando: la oratoria vino a ser lo que le dio contenido y sustancia a otro defecto suyo que a la postre se convirtió en una gran virtud cuando se hizo político, ya que desde niño fue considerada como petulancia vacía: ‘su autosuficiencia’, maníaca indudablemente, su optimismo y su fe en sí mismo, maníacos rigurosamente, su seguridad y omnipotencia cuando no tenía en qué soportarlas, maníacas indudablemente, porque cuando de la manía oscilaba o pendulaba hacia la depresión, entonces su Ego Todopoderoso se derrumbaba hasta la deflación y el gusto por la muerte. Hitler nació omnipotente desde la escuela y el bachillerato cuando no tenía ni siquiera una buena nota para soportar esa omnipotencia, por la razón elemental de que respondía a su delirio de grandeza que era heredado por la línea materna; ya que Clara, su madre, era francamente melancólica; necesitaba desde niño y desde adolescente un auditorio para hacer sentir que él era superior a los demás; necesitaba un público como caja de resonancia para que aplaudiera su gran valer y su gran saber, ¿en qué?, no lo sabía, pero continuaba sintiéndose grande, el más grande, el que haría historia, sin siquiera poder exhibir ningún valor personal que diera asiento a tan pretendida superioridad. Siendo un solitario por constitución mental, buscó de niño y de adolescente no la amistad, sino el «auditorio» de August Kubizek para que lo aplaudiera, y lo buscó lo suficientemente ingenuo para lograrlo, bastante generoso en sus aplausos, ya que otros se burlaban en Viena de su pretendida sabiduría. En suma: Adolfo Hitler nació «grande», «superior», ¿pero en qué?, no lo sabía, en el arte, pero si no estudiaba ni hacía méritos para sostener sólidamente que era un gran artista, pero si la Academia de Bellas Artes de Viena le había dicho que no era bueno para el arte, no porque no tuviera disposiciones para ser un artista —no tal vez el artista más grande de la historia, como él lo aseguraba y, esto es decisivo saberlo: él lo creía profundamente—, sino porque su pereza se lo impedía. ¿Tal vez un gran arquitecto? Tampoco por las mismas razones por las que no podía ser un gran pintor. Sin embargo, Hitler insistía en que él era el más grande, superior a sus maestros y su-

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perior a los desdichados miembros de la Academia que lo habían rechazado. Sí, superior en «algo», eso sí, siempre que no estuviera deprimido, porque entonces la superioridad se convertía en inferioridad, el Ego del Superhombre se transformaba en un Ego liliputiense. Desde ahora, desde la infancia y la adolescencia, es decisivo para el conocimiento de las futuras reacciones de Hitler, no perder de vista que, cuando él está animado por su humor y pensamiento maníacos, no sólo se cree grande y hasta el más grande, sino que cree en ello profundamente, y se halla dispuesto a creer en las alabanzas y elogios de los demás, en esta época del ingenuo y sugestionable Kubizek, que no ahorraba elogios y hasta pensaba que era un genio, y Hitler, a su vez, se dejaba convencer de que era un genio, lo que es más importante, cosa que para el clínico no tiene misterios, pues la sensación de grandeza de Hitler, bajo el fuego del elogio desmedido, se transformaba o se elevaba a la megalomanía, al delirio de grandezas, pero, repetimos, no de una manera superficial o de simple petulancia, sino porque Hitler era propenso a la auténtica megalomanía, digámoslo por primera vez, Hitler estaba propenso por su constitución mental a dejarse llevar por medio del aplauso y el elogio a la locura maníaca, a la convicción absoluta de que él era un ser predestinado carismáticamente a ser el más grande entre todos los hombres de la tierra, ¡sin tener en qué apoyar sólidamente esa grandeza!… Ahora bien, con esta grandeza indujo y contagió al pueblo alemán y lo puso a delirar irracionalmente. ¿Cómo sería Hitler, entonces, sometido al aplauso de millones de alemanes? No debe sorprendernos que Hitler, como se ha observado, tuvo estados de transporte místico en los que se sentía enlazado a la Providencia y que él «marchaba con la seguridad de un sonámbulo por el camino señalado por la Providencia» a cumplir la» misión» que desde siempre se le había encomendado. ¡Y Hitler creyó honda y sinceramente en que era el enviado, el Mesías del pueblo alemán, si no del mundo, el Führer, al que se le debía obediencia ciega e incondicional! Pero recordemos que esto no ocurrió sólo después de sus «deslumbrantes» victorias diplomáticas, entre

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1935-1936, que aturdieron a los alemanes, que son todas esas aventuras como la reocupación de Renania, la anexión de Austria, la invasión de Checoslovaquia, ante los ojos semidormidos de las potencia occidentales que lo dejaron hacer porque se hallaban atrasadas militarmente en tres años con respecto a lo que había logrado la tecnología alemana, «deslumbrantes» jugadas que han sido calificadas aún por muchos expertos como lo más brillante de un genio político, cuando, la verdad, es que si Hitler hubiera sido un estadista, un político realista, no se habría lanzado a esa carrera maníaca encaminada a ganar desaforadamente el aplauso mundial, tras el cual siempre anheló, desbocada carrera que cuando hubo adquirido su propia dinámica siniestra ya nadie pudo frenar hasta convertirse en guerra mundial; si Hitler hubiera sido un estadista de verdad, con sabiduría aprendida en largas horas de desvelo inclinado sobre los libros de verdad, habría previsto que, cuando despertaran las potencias aliadas, cada éxito se convertiría en desastre, por ello de éxito en éxito Hitler —especialmente Alemania, que es lo que cuenta— fue conducida al abismo: ¿será esto gran política? No, ¡esto era manía de grandezas! y Miedo a los «poderosísimos judíos» a quienes, por eso mismo, quería exterminar sin dejar a uno solo en el planeta. Esto, decimos, no ocurrió sólo a partir de sus triunfos maníacos en 1933, 36 y 39: le ocurrió en la adolescencia cuando al asistir a la representación de la ópera Rienzi de Wagner, se salió fuera de sí y cayó en el éxtasis, creyéndose el personaje heroico de la obra, como lo relata Kubizek que fue testigo de ese trance… Le ocurrió cuando los miembros del Partido Obrero de los Trabajadores Alemanes le rindieron culto y lo llamaron a la presidencia, a lo cual él respondió con las exigencias de un ser todopoderoso en las que reclamaba para sí la absoluta autoridad de un dictador y la obediencia casi religiosa de un ser carismático, cuando nada tenía, más que el don de hablar. Cuando estaba poseído por su megalomanía-nata apoyada por la convicción probada de que sabía hablar: ¡a partir de este momento— que es aquel en que se produce la «primera» toma

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del poder, al convertirse en el Führer del modesto Partido Obrero de los Alemanes— fue el primer momento en que estuvo convencido de que se había convertido en un personaje político indispensable. De allí no lo bajaría nadie, hasta el 30 de abril cuando se aniquila por su propia mano, para no dar oportunidad a nadie que lo haga. Si Hitler hasta este momento había sido «el más grande», ahora que se sabía orador, había ganado un instrumento para su grandeza, para imponer su grandeza, en la cual, en un crescendo interrumpido sólo por sus momentos depresivos, creerá cada vez más, creerá en su «mito» guiado por la Providencia con absoluta seguridad, y también, ¡Oh dolor!, guiado por su manía optimista hacia la guerra, convencido —aún por la evidencia que le dio su invasión a Francia— de que con sus «guerras relámpago» nadie osaría detenerlo. Debemos estar convencidos de que ese frenesí guerrero de Hitler —que obedecía además a su Mentalidad Bárbara— estaba condicionado por su incontrolable locura maníaca omnipotente, manía que sólo sintió la primera autocrítica con la entrega a Stalin del general Von Paulus con sus 90.000 hombres del VI ejército alemán, entrega que Hitler reprochó, «pues, ¡habría sido tan fácil suicidarse!»… Ahora, cuando las «fáciles victorias» deslumbrantes de Hitler, que le habían permitido a ese otro genio del mal que era Joseph Goebbels llevar a cabo una propaganda mentirosa pero eficaz para ensalzar hasta los cielos a Adolfo Hitler y contagiar delirantemente la conciencia y la subconciencia de los alemanes, haciéndoles creer que el Führer era un ser providencial enviado por el cielo para redimirlos de su pobreza y humillación, ahora que los hechos ponían al descubierto que Hitler no era nada más que el vago engreído maníacamente, apoyado sólo en su capacidad para hablar, ahora se silencia y no hace sus apariciones en público ni pronuncia sus discursos… En conclusión: si la grandiosidad innata de Hitler, si su pretendida seguridad en sí mismo —seguridad quebrada muchas veces por sus constantes depresiones—, si su arrogancia ante los demás, si su Ego hipertrofiado, sólo tenían como soporte

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real su capacidad para hablar, dos virtudes, ambas nacidas de su condición patológica, pues la oratoria fue en principio verborrea y logorrea, que posteriormente alcanzaron la categoría del orador auténtico, demagógico pero no docto, entonces, en el momento en que Hitler «deja de pronunciar discursos», retorna a la nada de la cual había salido… Las últimas palabras de este ensayo las tomaremos de la gran obra de Ian Kershaw, El Mito de Hitler, que, unida a su obra monumental y reciente sobre Hitler nos ha permitido acopiar más conocimientos sobre los hechos de este hombre: nosotros sólo nos limitamos a descubrir el por qué de esos hechos: «El abismo entre el personaje ficticio fabricado por la propaganda… y el Hitler auténtico, es sorprendente», afirma Kershaw con gran acierto (pág. 325). Von Schirach — continúa Kershaw— señaló que «esta ilimitada y casi religiosa veneración, a la que yo contribuí, al igual que Goebbels, Goering, Hess, Ley, y muchos otros, fortaleció en el propio Hitler la creencia de que contaba con la protección de la Providencia» (pág. 338)… Tal como sugieren claramente estas memorias de Von Schirach, la persona de Hitler se volvió gradualmente inseparable del mito del führer. Hitler tuvo que representar cada vez más su artificiosa imagen de omnipotencia y omnisciencia. Y cuanto más sucumbía al atractivo de su propio culto al führer, cuanto más llegaba a creer en su propio mito, tanto más deteriorado quedaba su juicio como consecuencia de la fe en su propia infalibilidad, hasta perder la comprensión de lo que podía y no podía lograrse mediante la sola fuerza de su «voluntad». La capacidad que tenía Hitler de engañarse a sí mismo fue profunda desde mediados de los años veinte, si no antes, y fue vital para convencer a sus más próximos allegados de la grandeza de su causa y de la rectitud de la vía emprendida para materializarla. Sin embargo, a medida que fue creciendo, hasta no conocer límites, su éxito en el movimiento, en el Estado alemán y en la escena internacional, se acentuó también el engaño de la «convicción» ideológica hasta el punto de que, en último término, llegó a consumir todo lo que pudiese quedar del político calculador y oportunista, dejando en su lugar únicamente un voraz apetito de

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destrucción, y, en última instancia, de autodestrucción (Ian Kershaw, El Mito de Hitler, 2003, pág. 338)…

La palabra final la tomamos de una carta que dirigió el General Erich Ludendorff el 31 de enero de 1933, al Mariscal Hindenburg, su compañero de armas en la conducción del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, al día siguiente de que Hindenburg, quizá por una veleidad de anciano de 84 años, cayera en la inaudita sinrazón de nombrar a Adolfo Hitler como Canciller del Reich, ese Hitler a quien el General Ludendorff conocía íntimamente, primero como cabo del regimiento List, y, en noviembre de 1923, cuando tuvo también la veleidad de acompañarlo en su disparatado golpe de estado. Lo cierto es que Ludendorff caló el fondo de la maldad y la vesanía de Hitler y por eso su mensaje a Hindenburg tiene la fuerza de una auténtica profecía, profecía, ¡Ay!, que tampoco sirvió para «enjaular a la bestia»: Le dice Ludendorff a Hindenburg: Al hacer a Hitler canciller del Reich, ha entregado usted nuestra santa patria a uno de los mayores demagogos de nuestro tiempo. Le predigo solemnemente que este hombre maldito conducirá a nuestro Reich al abismo, llevará nuestra nación a sufrimientos inauditos, y que la maldición del género humano le perseguirá a usted en la tumba por lo que ha hecho…

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COLECCIÓN PSICOLOGÍA UNIVERSIDAD LA ESPECIE HUMANA CREADORA

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Últimos títulos publicados Relajación y meditación: un manual práctico para afrontar el estrés, Alberto Amutio Kareaga. Manual de análisis experimental del comportamiento, Rubén Ardila y cols. Manual de evaluación y tratamientos psicológicos, Gualberto BuelaCasal y Juan Carlos Sierra (Eds.). Los sueños en la vida, la enfermedad y la muerte. Claves para una hermenéutica, Javier Castillo Colomer. Fundamentos de los test psicológicos. Aplicaciones a las organizaciones, la educación y la clínica, L. J. Cronbach. Hipnosis. Fuentes históricas, marco conceptual y aplicaciones en psicología clínica, Jesús Gil Roales-Nieto y Gualberto Buela-Casal (Eds.). Feminidad y Masculinidad. Subjetividad y orden simbólico, María Asunción González de Chávez Fernández. Psicología fenomenológica. Fundamentos y parámetros de las psicopatías, Esperanza González Durán. La personalidad. Elementos para su estudio, José Manuel Hernández López. Inhibición y lenguaje. A propósito de la afasia y la experiencia del decir, Carlos Hernández Sacristán. Psicología del deporte, José Lorenzo González. Técnicas de modificación de conducta, J. Olivares Rodríguez y F. X. Méndez Carrillo. La cara oculta de los test de inteligencia. Un análisis crítico, Anastasio Ovejero Bernal. Psicología social de los valores humanos. Desarrollos teóricos, metodológicos y aplicados, María Ros y Valdiney V. Gouveia (Coords.). ¡El genio! La especie humana creadora, Mauro Torres. Las grandes compulsiones. Prevención y tratamiento, Mauro Torres. Psicopatología fenomenológica y existencial: historia, Antonio Zapata Molina. Hitler. A la nueva luz de la clásica y moderna psicología, Mauro Torres.

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