Historia y Leyendas Del Cine Argentino I

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FONDO EDITORIAL ENERC Directora Silvia Barales Coordinador del Centro de Formación Continua y Producción Carlos Macías Autor Alfredo Julio Grassi. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, en la Facultad de Filosofía y Letras de Universidad Nacional de Buenos Aires y en la Escuela de Humanidades de la Universidad del Estado de Nueva York. Realizó 26 cortometrajes documentales sobre la Argentina; en 1963, fue designado interventor-presidente del Instituto Nacional de Cinematografía, actual INCAA. En 1965 fundó la Escuela Nacional de Cine, hoy ENERC. Fue guionista de televisión para Radio Caracas TV. Se desempeñó como guionista de historietas para editoriales argentinas (Abril, Códex, Columba, Récord, etc.) y extranjeras (Lancio, Eura -de Roma-, Mondadori -de Milán-, King Features Sindicate -Agencia Internacional con sede en Nueva York-; para esta última escribió una “tira” diaria publicada en 180 periódicos mundiales: Dick, el artillero –Gunner Dick-, con tema de fútbol, editada también en álbumes y libros durante 17 años; fue reemplazada por una “tira” sobre ecología titulada Green Force Five, que abandonó cuando fue designado gerente de programación fílmica del canal 7. Dictó la cátedra Guion de radio y TV en el ISER -Instituto Superior de Educación Radiofónica-, seminarios de Estética, cursos de Historia del Cine, conferencias de extensión cultural sobre cine y literatura, en la Argentina y en Venezuela. Diseñadora didáctica Ana Rúa Diseñadora gráfica Silvina Bezen

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FONDO EDITORIAL Publicaciones: Análisis del lenguaje cinematográfico Los procesos de negocios: Marketing cinematográfico Los contenidos de cine y de televisión dirigidos a niños y a jóvenes Stop-motion. Animación empleando modelos y muñecos articulados La era plateada Laboratorio para el desarrollo de proyectos audiovisuales La historieta y el cine Introducción al cine documental El cine argentino y sus tiempos: desarrollos paralelos, itinerarios cruzados Historias y leyendas del cine argentino

Todos los derechos reservados a los autores; Ley 11.723. Escuela Nacional de Realización y Experimentación Cinematográfica Moreno 1199 (CP 1009). Ciudad Autónoma de Buenos Aires. República Argentina. 2007

Los contenidos desarrollados en esta serie de publicaciones no necesariamente reflejan las ideas de la ENERC.

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Índice FONDO EDITORIAL 1. Los tiempos heroicos Una historia de amor Ángel con cara sucia Dibujos y muñecos… ¿animados?

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2. La era de oro Los hombres de los comienzos La fiebre del cine El ’38, un año crucial La rubia Mireya, eterno mito Pintando con luz

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3. El cine social Tres películas magníficas El jefe de la estación Ricos y malvados El maestro Cine culto versus cine popular, ¿lucha de clases en el cine argentino?

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4. Los estudios De la terraza al set Sellos y filmes Dibujos y muñecos... ¿animados?

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5. La épica

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6. Los malos El policial en la pantalla plateada Una película negra El castigo

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7. “¿Qué pretende usted de mí?”. O la pornografía inocente

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:: 1. Los tiempos heroicos :: ::. Una historia de amor Ésta es una historia de amor. De esperanzas y desilusiones. De hombres y mujeres que vivieron –y, muchos, dejaron sus vidas– tras un anhelo que para la gente de la calle era poco más que una chifladura. Una obsesión. Hablamos de los precursores del cine y de sus sueños, evocando un nombre que, para el gran público, ha pasado al olvido. Nos llega desde los tiempos en que el cine era todavía “mudo”. Comienzos del siglo XX, época de vacas gordas para un sector privilegiado de la población. De inmigrantes que vienen desde la lejana Europa en busca de pan y libertad. Que se hacinan en conventillos y forman barrios humildes, de trabajadores que forjan una Patria para todos. Nos referimos al “Negro” Ferreyra. José A. Ferreyra era hijo de una animosa mujer de color, que ansiaba para su heredero una vida mejor que la que le ofrecía el barrio. Inquieta, con un excepcional amor por las artes, primero intentó hacerle estudiar música y, con un violín de segunda mano adquirido a través de grandes sacrificios, pretendió que el turbulento chiquilín tomara clases cuando salía de la escuela. Pero José, con sus traviesos trece años, en lugar de hacerlo se escapaba para jugar fútbol en un potrero cercano. Descubierta esta defección, la diligente madre no se desanimó y lo envió a estudiar pintura, logrando que el adolescente se interesara por formas y colores. Y tuvo tanto éxito que, cuando José concluyó sus estudios, logró ser admitido en el Teatro Colón como escenógrafo, tarea en la que alcanzó suficiente prestigio como para predecirle una carrera exitosa. Pero, estaba escrito que Ferreyra dirigiera sus anhelos hacia otros rumbos. Cierto día entró en una de las pequeñas, oscuras salas de cine que ya había en Buenos Aires. Y, aquí se jugó su destino. Se acabó para él la escenografía clásica y la pintura pasó a segundo plano. En 1917 rodó su primera película, El tango de la muerte y, ya entonces, quedó grabada para siempre su temática y su estética fílmica: El barrio, el bandoneón, el melodrama ubicado en el “arrabal amargo” de Gardel... Toda la carrera del Negro se apoyó en estos elementos. Las “paicas y las grelas”, el malevaje. También hizo filmes con temas camperos, como Campo afuera y De vuelta al pago, pero fueron la excepción. Realizó Palomas rubias con Lidia Liss, protagonista de muchas de sus películas. Resulta interesante observar que en este último film tuvo por colaboradores a los hermanos Leopoldo y Carlos Torres Ríos, padre y tío –respectivamente- de Leopoldo Torre Nilsson. De estos años son La gaucha, con Jorge Lafuente y Mientras Buenos Aires duerme, protagonizada por Julio Donadillo y Nora Montalván. Más tarde, cuando apareció el sonido, Ferreyra se lanzó con la primera película argentina totalmente sonora, La canción del gaucho. Y, al llegar la revolución del cine “parlante”, con diálogos del comienzo al fin de la obra, Ferreyra fue precursor en usar las voces y el acento porteños en nuestro cine... adoptó el nuevo sistema de filmación y realizó la primera película totalmente “sonora y parlante” de la cinematografía nacional. Fue un melodrama llamado Muñequitas porteñas (1931) protagonizada por la entonces popular María Turgenova, con Mario Soffici, Florén Delbene y Antonio Ber Ciani. Aquí se muestra nuevamente la profunda sensibilidad del director para plasmar el alma del Buenos Aires con su cámara.

Lidia Liss en De vuelta al pago (1919)

Esta película, como casi toda la producción de José Ferreyra, se filmó sin un guión terminado, sobre los apuntes, referencias y diálogos que el director pergeñaba encima de una mesa del boliche de Corrientes y Talcahuano, mientras sorbía interminables copas de caña quemada. Pensamos que el papel de Soffici en Muñequitas... (el padre alcohólico de la muchacha “perdida” del rol protagónico) fue inspirado por su propia personalidad bohemia y torturada. De él dijo el historiador del cine Pablo Ducrós Hicken: “Fue quizás el director más capaz de su época. Sus películas tenían siempre algún detalle original, aunque sus temas no se apartaran del tango, el pericón, el malevaje y el atardecer en los barrios.”

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::. Ángel con cara sucia El Negro Ferreyra estaba varado en España sin poder regresar a su Buenos Aires, junto a María Turgenova, su actriz predilecta. Entonces, acudió en su ayuda un grupo de amigos, acaudillados por el primer periodista cinematográfico coherente que surgió en el cine nacional: el dinámico Federico Valle, quien había creado el semanario fílmico Film Revista Valle, que durante diez años entusiasmó todos los jueves a los porteños (y los viernes o sábados a los provincianos) con su impecable producción de la actualidad semanal argentina. Valle se había convertido en un importante productor de filmes argumentales y, ante el avance del sonido en cine, se dejó convencer por el gran periodista del espectáculo Chaz de Cruz e hizo suyo el tema “repatriación del Negro y María”.

Fotografía de la película La canción del gaucho en la revista Cine Revista Nº 7, de febrero de 1930; allí, María Turgenova. En Acceder, Catálogo Digital del Patrimonio Cultural, del Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires:

www.acceder.buenosaires.gov.ar

El propósito era filmar la primera película totalmente sonora del cine argentino, que fue La canción del gaucho, con Turgenova y la adolescente Amanda Varela, que pronto escalaría posiciones en el estrellato fílmico. Ya eran tiempos de la palabra en la pantalla plateada. Desde sus filmes Organito de la tarde, La costurerita que dio el mal paso, La muchachita de Chiclana y ¡Perdón viejita!, hasta La canción del gaucho, María Turgenova había sido la predilecta del Negro y con él La Turgenova en la misma película había viajado a España. Cuando se trató de realizar una primera producción totalmente sonora y parlante, fue natural que el romántico Ferreyra optara por ella para protagonizar Muñequitas porteñas. Como toda la filmografía del Negro, esta película está basada en el barrio, la muchacha perdida por las luces del centro (“malas” por definición, frente a la bondad del barrio reo y generoso), los personajes típicos del suburbio, la rubia prostituta, el padre alcohólico perdido, los vecinos, los pibes... Un melodrama que, sin el “ángel” del Negro Ferreyra, su delicadísima sensibilidad y sus geniales arranques estéticos, hubiera derivado en un dramón, insoportable. Nos preguntamos –más allá del origen suburbano del Negro, de los cuidados de su Otra escena de La canción del gaucho generosa madre, de los amigos de la primera infancia y la adolescencia... todo eso que configura la personalidad del ser humano...– cuáles fueron las razones que lo llevaron a insistir toda su vida con la misma temática que, ya avanzada la década del ‘30, resultaba trasnochada. Tal vez, simplemente, algo poco habitual en la gente del siglo XX, que se transformó en casi una rareza: La lealtad a una idea, a un concepto estético. Una filosofía de vida. Ferreyra vivió y murió en esa lealtad. Fue fiel a sí mismo y a sus seguidores. ¿Qué más podría reclamarse a un ser humano? En 1931, Muñequitas porteñas se estrenó y provocó lágrimas, sonrisas y controversias. El país siguió su marcha, enlodado por el fraude político del régimen militar que usurpara el gobierno al doctor Yrigoyen, mientras en 1933 se producía la primera superproducción musical del cine argentino, Tango!, realización inicial de don Ángel Mentasti para su flamante productora Argentina Sono Film, que superó holgadamente el millón de pesos de utilidades.

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Años más tarde el gran Soffici (pensamos en Prisioneros de la tierra y todo otro comentario excede estas páginas) recordó el momento y declaró que José Ferreyra había sido su indiscutible maestro en la búsqueda por dar un sello netamente argentino a sus películas. Es que el Negro poseía en exceso esa virtud que debería ser cultivada por tantos ídolos que muchas veces olvidan sus orígenes: La grandeza y generosidad de alma...

En 1934, el Negro Ferreyra rodó su nueva película. Calles de Buenos Aires. Todas las ideas, los personajes, el tics del director estaban allí, con sus rasgos de intenso lirismo, su melancolía y su tristeza y los personajes eternos: La percanta seducida por las luces del “centro”, la obrerita de fuerte entereza moral que se queda en el barrio, el muchacho cantor de noble carácter; todos nuevamente reunidos. Junto al Negro figuraba Mario Soffici, que aportaba su experiencia actoral y su entusiasmo. La generosidad de Ferreyra le llevó a ofrecerle la posibilidad de codirigir el film.

Como dijo la periodista y teórica de la cinematografía Amelia Monti: “Ferreyra fue un fruto de la calle. Uno de esos ángeles con caras sucias, incontaminados.” Así vivió y murió el Negro Ferreyra, puro, melancólico y optimista. Pionero de los tiempos heroicos de nuestro cine, nos recuerda aquellos versos simples del gran Guido Spano: “No me importan los desaires con que me trata la suerte. He nacido en Buenos Aires. ¡Argentino hasta la muerte!”.

:: 2. La era de oro :: ::. Los hombres de los comienzos Pasados los primeros años heroicos de los grandes románticos –con el tango, el barrio, el gaucho…–, ¿cómo fue nuestro cine para el “hombre de los comienzos”?

Recordemos que el gran teórico Manuel Peña Rodríguez llamó así a José A. Ferreyra.

Aprovechamos para mencionar aquí a otro gran olvidado, el polo opuesto del Negro Ferreyra. Roberto Guidi, universitario, escritor, director, productor de filmes nacionales destacados que, entre 1919 y 1924, desarrolló para su sello Ariel Films una docena de películas mudas memorables: El mentir de los demás, Mala yerba, Escándalo de medianoche, Aves de rapiña, entre otras. Guidi fue uno de los fundadores de la primera Asociación Cinematográfica Argentina (1929), que presidió pese a estar ya alejado del cine. Con este realizador concluyó el primitivismo y la improvisación del primer cine argentino.

Felipe Farah y Amelia Mirel en Escándalo a medianoche (1923)

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En las marquesinas de las salas cinematográficas de la década del ’30, con letras luminosas, se anunciaba el cine “sonoro y parlante”. La década había comenzado con un momentáneo eclipse, provocado por la crisis económica mundial de los años ‘27 al ‘32, al que se sumó la quiebra institucional desencadenada por el golpe militar dirigido por el director del Colegio Militar de la Nación, general Uriburu, contra el presidente constitucional Hipólito Yrigoyen, que inauguró la desdichada época de los golpes militares enfrentados al poder civil. Estos hechos golpearon a nuestra cinematografía y, hasta 1933, no hubo material fílmico mencionable. Pero, en abril de 1933 se estrenó en el cine Real (hoy convertido en playa de estacionamiento...) el film musical Tango!, con dirección y libro de Luis Moglia Barth, producción de la flamante empresa Argentina Sono Film. En él participaba una genuina constelación de estrellas nacionales cultoras del tango: Libertad Lamarque, Tita Merello, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Alicia Vignoli, Pepe Arias, Luis Sandrini, Alberto Gómez, Juan Sarcione, Meneca Tailhade, más las orquestas de Juan de Dios Filiberto, Juan D’Arienzo, Osvaldo Fresedo, Pedro Maffia, Edgardo Donato y Ponzio-Bazán.

Como curiosidad, hasta hace muy poco tiempo, en el exterior del viejo cine Ideal, remozado con dudoso gusto y dedicado a exhibición de filmes de proyección restringida a mayores de edad, todavía se veía en el baldaquino el cartel luminoso “cine sonoro y parlante”, aunque las luces ya no se encendían y nadie parecía advertir que se trataba de la prueba de la antigüedad de una sala que años atrás estuvo entre las más elegantes de Buenos Aires.

La noche del 27 de abril señaló el comienzo de una época. Primero, el cine nacional volvió por sus fueros. Segundo, lo hizo con un producto no solamente capaz de recuperar los perdidos espectadores argentinos, sino de ganar mercados mundiales. Dice el gran teórico del cine argentino Domingo Di Núbila: El film “… propuso un festival de la canción de Buenos Aires. Su historia, esquemática, parecía adaptación de una letra tanguera, animada con diálogos de sabor porteño y con su desfile de personalidades carismáticas”. El éxito fue abrumador, inmediato. La crítica especializada, los comentaristas, el público, todos dieron una calurosa bienvenida a la nueva era que comenzaba para el cine argentino. Alguien se atrevió a llamarla era de oro. No se equivocaba. ::. La fiebre del cine Tras el éxito multitudinario de Tango!, con ingresos de taquilla nunca vistos anteriormente, la incipiente industria del cine nacional recibió nuevos hálitos de vida y se produjo en la realización fílmica algo parecido a la famosa fiebre del oro de California, cuando todos los habitantes de los EE.UU. querían viajar al Oeste en busca del amarillo metal. Aquí, la cosa era menos simple y más utópica: Todos querían ser productores de cine, directores, guionistas. Y, sobre todo, estrellas. Los ingresos de la constelación actoral se habían multiplicado muchas veces. Y las ganancias de productores y realizadores también. Por lo demás, el país salía dificultosamente de la crisis económica del ’30, la dictadura de Uriburu era reemplazada por el gobierno fraudulento y “paternalista” del general Justo, que se jactaba de “respetar la voluntad popular en todos los aspectos –menos en el electoral, y esto únicamente un día cada seis años, en tiempos de elecciones...–. Y, mientras socialistas, radicales, demócratas progresistas y sindicalistas reclamaban furiosos, la Argentina de la década infame normalizaba su economía, se filmaban cada vez más películas. Y el cine seguía su marcha...

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En 1933 se estrenaron oficialmente seis películas. La segunda del año (primera de la flamante productora Lumiton) fue Los tres berretines, dirigida por Enrique T. Susini, una comedia protagonizada por Luis Sandrini, Luisita Vehil, Luis Arata, Florindo Ferrario y la orquesta de Fresedo, costó $ 18.000 y recaudó ese año... ¡más de un millón de pesos! El joven protagonista, Luis Sandrini, cobró por su trabajo... ¡500 pesos y la peluca que le pusieron para filmar! Así se escribe la historia, se hacen fortunas y se crean famas... pero no todos alcanzaron la celebridad artística con tanta velocidad como Sandrini. Y tampoco amasaron la fortuna que logró este gran actor. También hubo fracasos ese año: El hijo de papá, con Sandrini, fue un rotundo estropicio, hasta el extremo que el actor compró el film y lo quemó. Tampoco El linyera, con guión y dirección del escritor Enrique Larreta, tuvo éxito, pese a la magnífica interpretación protagónica de Mario Soffici; el famoso escritor no tuvo ni la garra ni la crudeza que exigía el tema. Pero, Soffici aprovechó la mala experiencia, se dedicó a perfeccionar sus dotes de director, desarrolladas junto al Negro Ferreyra y esperó su turno para realizar su obra maestra, Prisioneros de la tierra. El nuevo éxito del ’33 fue la segunda producción de Argentina Sono Film, también dirigida por Luis Moglia Barth que, si bien no reeditó el colosal éxito de Tango!, logró buenos ingresos de público y las consiguientes recaudaciones elevadas. Se trataba de Dancing, una historieta que siguió la receta de Tango!, presentó un elenco de primerísimas figuras: Arturo García Buhr, Amanda Ledesma, una rubia muy bonita y popular, Tito Lusiardo, la también admirada Alicia Vignoli, Alicia Barrié, Pedro Quartucci, Margarita Padín, la orquesta de tangos de Roberto Firpo y la banda de jazz de René Cóspito.

Claro que no era la constelación milonguera de Tango!; pero, el 9 de noviembre de 1933, Dancing cerró dignamente un año triunfal para la incipiente cinematografía nacional. Y se cimentó la era de oro del cine argentino, que en poco tiempo más se proyectó exitosamente hacia los mercados internacionales de la cinematografía mundial. ::. El ‘38, un año crucial El ’38, es el último año de la precaria paz iniciada con el mal nacido tratado de Versailles, que selló el fin de la Primera Guerra Mundial y, con sus arbitrariedades, sembró las simientes de la futura segunda gran carnicería mundial (1939-45). Los pueblos del planeta Tierra vivían en aparente paz, una prosperidad engañosa reinaba en el mundo y pocos se preocupaban por las tremendas desigualdades que asolaban a la sufriente Humanidad. Así, en nuestra Argentina, el ’38 fue un año próspero para las clases privilegiadas y cierta esperanza de una raquítica justicia social se instaló en el país. Naturalmente, el cine nacional, a modo de espejo de la realidad argentina, no solamente mejoró su producción, sino que la aumentó hasta alcanzar niveles que marcaron récord superiores a las mayores cifras logradas hasta entonces: Se filmaron 41 películas de largometraje… el prolífico y popular Manuel Romero dirigió en un año –entre marzo de 1937 y marzo de 1938- nada menos que seis filmes, uno cada dos meses y cada uno resultó una obra importante, de Los muchachos de antes no usaban gomina a La rubia del camino.

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Santiago Arrieta y Florencio Parravicini en Los muchachos de antes no usaban gomina

Para los seguidores de Romero –muchacho de barrio sensible a las exigencias del público, pero con un acendrado espíritu proletario en su formación- no resultó extraño que tras la comedia sofisticada que protagonizó con notable éxito Paulina Singerman en La rubia del camino, de la imaginación de Manuel surgiera Mujeres que trabajan, con un elenco preponderantemente femenino, que abarcó a las más importantes actrices del momento (Niní Marshall, Mecha Ortiz, Sabina Olmos, Pepita Serrador, Alita Román, Alicia Barrié, Hilda Sour… y un puñado de actores de primer nivel: Tito Lusiardo, Fernando Borel y Enrique Roldán.

Paulina Singerman en La rubia del camino

La película, aparentemente una comedia humorística, fue otro de los filmes argentinos con tema social – esta vez, cargado de optimismo y con un final feliz, que pese a lo arbitrario, de la mano de Romero no resultó caprichoso y se sumó ese mismo año a la línea de Kilómetro 111, de Soffici, que unió la denuncia y el grotesco-. Y algo más para galardón del ‘38. Ese año se inauguró el tercer gran estudio productor integral de películas nacionales; se trataba de dos grandes galerías instaladas en un importante predio de Martínez, provincia de Buenos Aires, con equipos de filmación, iluminación y sonido de última generación (la iluminación y el sonido fueron producidos por equipos totalmente fabricados en la Argentina, de excelente calidad). Olegario Ferrando, entonces propietario de Pampa Film, fue el empresario que ejecutó el proyecto de galerías construidas especialmente para el rodaje de películas y asumió plenamente la dirección de los flamantes estudios. Y, en noviembre del ’38, se estrenó Los caranchos de La Florida, basada en la novela homónima de Benito Lynch, dirigida en forma despareja por el juvenil Alberto de Zavalía, que logró, empero, salvar el film gracias a la viril actuación del gran José Gola y la maravillosa dirección fotográfica de exteriores de José Suárez, genuino artista del blanco y negro (lo que no desmerece a los correctos interiores fotografiados por Robert Schmidt).

Cabe recordar que, a raíz de la aparición de los flamantes estudios de Pampa Film, los dos líderes del cine industrial argentino, Lumiton y Argentina Sono Film, tras una momentánea espera, optaron por actualizar sus equipos de filmación y ponerse al día… con lo que ganó todo el mundo y, sobre todo, el cine argentino. ::. La Rubia Mireya, eterno mito En 1931, las pantallas de los cinematógrafos de todo el país se iluminaron con la primera película nacional totalmente “sonora y parlante”, producida y dirigida por el precursor José A. Ferreyra y protagonizada por la

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rubia actriz María Turgenova –actriz fetiche del gran Negro- junto con el entonces galán de moda, Florén Delbene. Muñequitas porteñas alcanzó un razonable éxito pese a sus falencias técnicas y argumentales: tocaba la sensibilidad popular con un tema provocativo, lindante con la estética barrial de los versos de Carriego y con las letras de tango entonces en boga. Después vinieron películas mejores, se perfeccionó la técnica –fotografía, sonido, montaje–. Pero, pese al rodaje de muchas cintas (como se decía entonces) que alcanzaron enorme éxito local y, en ciertos casos, internacional, al cine argentino le faltaba realizar un film emblemático, algo que fuera nuestro. A un tiempo sentimental, nostálgico, entrañable, melancólico. Y la película fue Los muchachos de antes no usaban gomina. Su director, el veterano Manuel Romero, adaptó su obra teatral homónima, que fuera estrenada con enorme éxito por la compañía Muiño-Alippi y lanzó su filme en Buenos Aires, el 31 de marzo de 1937, en el cine Monumental, al que se llamaba “El palacio del cine nacional”. Trataba sobre muchachos de la gran burguesía porteña que frecuentaban salones de baile de mala reputación, sostenían ardientes romances con percantas, grelas, paicas, que parecían escapadas de los tangos arrabaleros bailados en aquellas pistas pintorescas donde los “niños bien” peleaban con malevos y cuchilleros por las “minas” más lindas, que enfermaban de amor por aquellos barbilindos –en el mejor estilo Dama de las camelias, pero hablando en porteño–. Desde el comienzo del film se destaca la diferencia socioeconómica de la pareja protagónica: la misteriosa rubia Mireya (Mecha Ortiz), muchacha de la noche de la que se dice que era de una “buena familia venida a menos”, y el joven Alberto Rosales (Santiago Arrieta), hijo de una familia tradicional (naturalmente, llena de prejuicios). La noche que Alberto cumple 25 años, enfrentando la prohibición de su padre ha ido a “lo de Hansen”, baile que frecuenta la juventud porteña de 1906, escoltado por su amigo Mocho (el gran actor cómico Florencio Parravicini). La película se desarrolla en ambientes típicos porteños de comienzos y primera parte del siglo XX, con exactas reconstrucciones de época, buenos decorados, vestuario ajustado. Su tema es simple y – como dijimos- emotivo. Hay un intenso romance entre Mireya y Alberto. Pero es un amor imposible. Algo que no puede ser y (como en La Dama de las camelias) la pareja se separa. Mireya rueda barranca abajo por la folletinesca “mala vida” mientras Alberto se casa con su noviecita que también es rubia pero “buena”. Los años pasan inexorablemente. Nacen los hijos de Alberto, Mireya ha desaparecido, sumida en el alcohol y la enfermedad.

Santiago Arrieta y Mecha Ortiz en Los muchachos de antes no usaban gomina

La noche que Alberto cumple 55 años (que, en 1937, era una edad avanzada para un hombre), sale con su viejo amigo Mocho a rememorar tiempos pasados y llegan a una cantina de la Boca donde se baila tango. Antes han escuchado cantar por radio nada menos que a Hugo del Carril (muy jovencito) con su voz inconfundible; el tema es el tango Tiempos viejos que, se supone, ha compuesto Mocho:”¡Qué tiempos aquellos! ¡Veinticinco abriles que no volverán!”. Por supuesto, esa noche Alberto vuelve a encontrar a la rubia Mireya, totalmente destruida, convertida en una anciana harapienta que sirve de burla a algunos jóvenes adinerados, entre los que está –significativamente- el hijo de Alberto. Mireya reconoce a Alberto y lo increpa con una sola frase. “Lo que soy te lo debo, y este hijo tuyo es tu castigo”. Romero, que no quiso dejar atrás su origen humilde y sus inquietudes sociales, logró trazar un cuadro vivo con las falencias y desigualdades de la sociedad argentina de una época llena de contrastes, injusticias y disparidades. No justificó ni las ambigüedades ni la cobardía hipócrita de Alberto y su clase social, ni disculpó la incapacidad de Mireya para enfrentar dignamente su propia circunstancia. Arrieta, Mecha Ortiz, Parravicini se lucieron -justo es destacar que fue un rasgo del reparto completo-, otorgando convicción a sus papeles. Párrafo aparte para Hugo del Carril, que con el paso del tiempo pasó a ser de un gran intérprete del tango porteño al vigoroso actor y excelente director de grandes películas dramáticas argentinas, y que como dijimos antes, debutó en Los muchachos de antes..., cantando el tango que dio título al film más popular de uno de los grandes de la cinematografía argentina, Manuel Romero.

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::. Pintando con luz El 1939 fue un año histórico para el cine argentino. No solamente por la cantidad y calidad de su producción, sino porque fue entonces cuando surgieron los estudios Lumiton (luz y sonido), flamante productora que importó a uno de los más grandes iluminadores del siglo XX, el húngaro John Alton, que hizo escuela y dejó una huella indeleble en el cine en blanco y negro. Auténtico artista, Alton había sido pintor antes de luminotécnico y, cuando comenzó a trabajar en el cine de su país y en el argentino más tarde, creó una escuela estética que pesó sobre todos los grandes técnicos que a partir de su ejemplo surgieron en la cinematografía argentina., y realizó una fotografía fílmica bellísima, apoyada en sus tremendos contrastes de luz y sombras. Nacido en Hungría en 1901, aterrizó en Buenos Aires en 1939 y comenzó por encargarse de la iluminación del primer film de Lumiton, Los tres berretines. El éxito fue rotundo y Alton permaneció en la Argentina durante los siete años siguientes, cuando ya convertido en el iluminador más importante del cine argentino, se trasladó a Hollywood, para comenzar su memorable carrera en el “cine policial negro” norteamericano, donde realizó filmes famosos, que culminaron en un musical inolvidable, Sinfonía de París, de Vincent Minelli y Gene Kelly, con música de Gershwin, que le proporcionó el primer Oscar (1951) ganado por un iluminador llegado del cine argentino al internacional, y lo proyectó a la fama mundial. Poco después, publicó su libro Pintando con luz, una obra que se convirtió en la Biblia de la iluminación fílmica mundial. Pero, aún faltaba lo mejor –como solía decir el gran cantor de jazz, Al Jolson–. En 1960, tras filmar Elmer Gantry, John Alton renunció a todo, abandonó Hollywood y… ¡desapareció como si se hubiera esfumado en la Nada! Nadie, ni siquiera su familia, tuvo noticias suyas o de su esposa –que se esfumó a su lado- durante los treinta años siguientes. Por fin, cuando acababa de quedar viudo y tenía ya 92 años, reapareció en Hollywood tan pimpante como si nada hubiera sucedido, y resolvió informar al mundo que había estado paseando incesantemente por el planeta, junto a Rosalía, hasta la muerte de ella. De regreso, Hollywood le rindió un homenaje apoteótico en el Festival de Telluride (1993), donde confesó que lo único que jamás había dejado de hacer fue pintar paisajes y retratos, que guardaba celosamente. Antes de fallecer afirmó que hubiera querido hacer un cortometraje sobre el poder de la luz, que había utilizado en el cine a modo de pintura viva. Su conclusión final fue: “La razón por la que me fue tan bien en el cine es porque saqué ventaja temprana del poder de la luz”. Así concluye la leyenda de John Alton, el hombre del cine argentino que pintaba con la luz. Y, naturalmente, con su talento.

:: 3. El cine social :: ::. Tres películas magnificas Vamos a destacar tres películas excepcionales entre las primeras que se realizaron en la Argentina. No se trata de las “mudas” inaugurales del séptimo arte nacional (con intenciones épicas algunas, históricas, costumbristas o folletinescas las más). Las producciones a que nos referiremos son de distintos realizadores, con criterios dispares, estilos disímiles; pero tienen, sin embargo, algo en común: Su filosofía, temática, ambientación, mensaje encierran un fuerte perfil común. Se trata de los primeros filmes con proyección social de todo el mundo durante el cine mudo, años antes que Eisenstein realizara La huelga (1925) en la URSS, considerada por la historiografía del cine mundial como la precursora de este tipo de

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película. Y estas tres producciones lograron un éxito enorme para su época, tanto en nuestro país como en el resto de Latinoamérica y Europa. Hablamos de Nobleza gaucha (1915), El último malón (1917) y Juan sin ropa (1920). En 1915, el jefe de programación de la Sociedad General Cinematográfica, Humberto Cairo (la empresa era de otro precursor, Julián de Ajuria) escribió, coprodujo y dirigió Nobleza gaucha. A su lado tuvo a dos excelentes camarógrafos: Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, autores de un exitoso documental rodado en las Cataratas del Iguazú. Pero la película de Cairo fue muchísimo más ambiciosa. Y lograda. Se trata de un melodrama con neta critica social que acaba con el mito de la indolencia de los criollos, muestra patrones inmorales, dueños de una tierra que jamás han aprendido a trabajar, opresores de sus desamparados peones en el peor estilo feudal (en el filme, el libidinoso “patrón” abusa de una jovencita criolla, la secuestra y la lleva a su palacete en Buenos Aires, seguido por el héroe gaucho, que logra rescatar a la muchacha y tras resistir a las acechanzas del villano, regresa a sus pagos, mientras el villano de la historia muere desbarrancándose cuando intenta huir de la justa cólera del gaucho, en una persecución a caballo de excelente factura. El tema, melodramático, es reforzado por la magnífica fotografía, la sobria interpretación y la excelente dirección de Humberto Cairo. Y la película configura una ajustada crítica a una situación de profunda injusticia social, habitual en aquellos días. El éxito enorme de Nobleza gaucha (que dio origen desde una popular marca de yerba mate hasta un tango-milonga de Francisco Canaro con el mismo título) generó un verdadero boom del cine argentino. Si barajamos cifras, se comprenderá mejor. El film costó... ¡20.000 pesos de ese tiempo... y dio más de 600.000 pesos de ganancias en el primer año de exhibición! Sus fuertes: la temática de avanzada, el rodaje en magníficos paisajes campesinos, con aspectos típicos, tareas del campo, domas, asados, arreos, música lugareña, más la ciudad de Buenos Aires, que a cinco años del Centenario crecía aceleradamente. La realización fílmica fue de avanzada, con un cuidado encuadre, buen movimiento de cámaras y una muy esmerada interpretación artística por parte de Orfilia Rico, María Padín, Julio Escarcelo y Celestino Petroy. Al éxito contribuyó la buena idea de José González Castillo de reemplazar la mayor parte de los habituales carteles de diálogos, con versos de Martín Fierro, mágicamente adecuados al tema, que aportaron su vibrante belleza y provocaron emocionadas reacciones del público en toda Latinoamérica y Europa. El último malón (1917) y Juan sin ropa (1920) son dos realizaciones completamente distintas pero con la misma ansiedad por mostrar las injusticias sociales que se vivían en los rincones alejados de la República Argentina; provocaron una impresión tan profunda tanto en el orden nacional como mundial, que merecen ser recordadas. El abogado, escritor y periodista santafesino Alcides Greca escribió el libro original de El último malón, lo adaptó y realizó la filmación de una angustiante historia que trata descarnadamente la sangrienta sublevación de los indios mocovíes, durante 1904, en la reserva de San Javier, en el norte de Santa Fe. Tremendas injusticias, abusos por parte de los oligarcas que se habían apoderado de las tierras aborígenes, violencia desatada sin límites por la represión de los desdichados indios alzados contra la miserable existencia que los llevaba fatalmente a extinguirse como grupo humano autónomo, constituía un genuino genocidio sin disimulo alguno. Dice Jorge Miguel Couselo, crítico y estudioso del cine argentino: “Greca, fervorizado por la tarea emprendida, realizó un film de más de una hora y media (duración poco común en 1917), con un prólogo, seis actos y un epílogo (...) El cuidadoso desarrollo concilió el aspecto documental con un argumento apenas esbozado (un romance casi invisible entre una joven nativa y el medio hermano del jefe tribal) y la descarnada narración periodística del episodio central, origen y consecuencias. La acción histórica reciente y los hechos escuetos resultan crudamente expresivos. En 1956, al morir Greca, los herederos autorizaron a Fernando Birri, entonces director de la escuela de cine de la Universidad Nacional del Litoral, a exhibir públicamente el film, y en 1968, el técnico Fernando Vigévano realizó una restauración del original en 35 mm y lo redujo a 16 mm. Así se salvó este film fidedigno, de vibrante actualidad y, al mismo tiempo, de sugestiva perspectiva histórica. Hoy no se conservan los nombres del equipo técnico ni de los colaboradores del realizador. Y no hay esperanzas de recuperarlos. La tercera película argentina de aquellos momentos heroicos, con intención social y profundos contenidos, se llamó Juan sin ropa (1920). En esa época, la gran actriz Camila Quiroga y su esposo Héctor (empresario, actor, deportista, buen jinete y esgrimista célebre) habían creado la productora de películas

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Platense Film, aportando capitales y la importación desde Hollywood de los directores Capellani y Benoit. La intención de Camila, apoyada por González Castillo, talentoso escritor de ideas libertarias que ya había participado con sus ideas en Nobleza gaucha, fue realizar un gran film, dramático, que mostrara los conflictos sociales de la nueva década y denunciara a los explotadores despiadados que frenaban el incipiente movimiento obrero argentino. Así se comenzó el rodaje de Juan sin ropa, la primera película argentina que se puso sin reservas del lado del proletariado, en tono de intensa denuncia social. En Nobleza gaucha fueron los criollos explotados, en El último malón, los indios desposeídos; Juan sin ropa relata la tragedia del proletariado industrial urbano, vilipendiado, abusado, maltratado por la injusticia social. El libro de González Castillo, sentimental, romántico, procuró resaltar la nobleza del pueblo y la maldad de sus explotadores. Las primeras figuras fueron el matrimonio Quiroga, escoltados por el ex cantante bajo Soubirá y Julio Escarcela, par de villanos repugnantes; Alfredo Carrizo, en un personaje arquetípico (“El Clinuda”), con su facón intenta solucionar todos los problemas que afligen a la clase obrera argentina... La película resultó auténticamente revolucionaria. Un genuino éxito artístico y de público, tanto en el país como en el resto del continente y en Europa. Cabe agregar que tanto Camila como Héctor Quiroga compartían las inquietudes sociales de González Castillo, y dieron suficiente convicción a sus personajes (la hija del malvado empresario, el joven obrero idealista, que llega a ser postulado para el Congreso Nacional) como para emocionar a los más diversos públicos mundiales, en una de las primeras veces en que el cine nacional argentino alcanzó relevancia internacional. La calidad técnica -de fotografía, de iluminación, en las escenografías- fue relevante y cabe destacar que en esta película está presente el amor a la libertad, en temprano culto a los derechos del trabajador y a la dignidad humana. ::. El jefe de la estación En su obra La Época de Oro, el crítico y estudioso de nuestro cine Domingo Di Núbila dice, refiriéndose al cine social argentino de los años '30 y comienzos del '40: ”Los excluidos (pobres, desamparados, marginados, desocupados, sin techo) empezaron a ver en películas (argentinas) que los ricos eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, que la educación, salud y otros servicios sociales eran las 'Cenicientas' de los presupuestos públicos. Las desigualdades generaban rencores, frustraciones, protestas (...) que estaban allí, como semillas de revulsión, cuando no de revolución (...) Cuando las películas dan testimonio del período en que se filmaron devienen piezas históricas...”. Mario Soffici, discípulo del Negro Ferreyra, el precursor del cine argentino con sus filmes económicos sobre los barrios porteños y su gente humilde (con sueños de vida mejor, problemas cotidianos, dramas y alegrías), antes de emprender su magna obra Prisioneros de la tierra, rodó una película argentina que merece ser recordada entre los filmes de denuncia social y protesta. Se llamó Kilómetro 111, con guión de tres profesionales del arte de escribir: Enrique Amorim, Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, a los que introdujo en el arte del libro cinematográfico con tanta eficiencia que llegaron a ser los autores predilectos de aquellos tiempos. Pondal Ríos y Olivari alcanzaron tal éxito que varios de sus libros cinematográficos fueron filmados en Hollywood y otros en México, que entonces tenía una importante industria fílmica. Una particularidad de las comedias del binomio fue su inquietud por temas sociales, a veces disimulada bajo el humor chispeante pero siempre presente en su crítica de costumbres y personajes arquetípicos. Kilómetro 111 contó con un elenco destacado: Pepe Arias, uno de los comediantes más famosos de la época, célebre por sus monólogos de aguda crítica a la política corrupta de los gobiernos conservadores del momento, Ángel Magaña, joven actor en ascenso, Delia Garcés, con su belleza juvenil y talento ya reconocido, el gran actor característico José Olarra y un extenso elenco. El film, en una época en que las películas de largometraje apenas superaban los 70 minutos, duró 103 y fue largamente aplaudido por los públicos de todo el país y Sudamérica. La historia que narra Kilómetro 111 es sencilla.

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El jefe de una estación ferroviaria tan pequeña que su nombre lo da el kilómetro donde se halla asentada (Pepe Arias), que vive allí mismo acompañado por una sobrina que es toda su familia (Delia Garcés), tras una vida íntegra y dedicada al servicio de la empresa ferroviaria inglesa, debe enfrentarse a ésta, sin saber que los grandes intereses cerealistas estaban asociados a los británicos, que buscaban esquilmar a los pequeños productores agrarios. El humilde empleado participa de los festejos de la zona cuando se anuncia una enorme cosecha de trigo, que representará un genuino triunfo para los agricultores, quienes cifran todas sus esperanzas en ella, hasta que se ven defraudados por el acopiador local de granos, que se propone pagar un precio vil por lo que vale una fortuna. Cuando el banco no otorga un crédito a los colonos para enviar su cosecha a Buenos Aires por tren, el jefe de estación se ve forzado a negarles el envío contra el pago una vez vendida en la Capital la jugosa cosecha, porque la empresa ferroviaria, de acuerdo con los acopiadores de granos, no lo autoriza a hacerlo. Estalla así una revuelta de los campesinos que, indignados, amenazan quemar sus cosechas. Todo se arregla para alcanzar un “final feliz”, cuando el jefe de estación informa a los directivos sobre la quemazón de campos que comienza a producirse y –por una vez…– el capitalismo salvaje cede ante la fuerza unida de los trabajadores que defienden sus derechos. Concluye la película cuando una caravana de camiones avanza por la carretera recién inaugurada, transportando el cereal rumbo a Buenos Aires y una bandera argentina flamea al viento, celebrando el triunfo de los trabajadores. Ceferino, el jefe de la estación Kilómetro 111, es echado por los ingleses, que clausuran el ramal ferroviario. Pero el pueblo compra la estación y lo designa “Jefe vitalicio” del kilómetro 111, en un final no demasiado lógico ni explicado claramente, pero que dejó satisfecho al ingenuo público de entonces. ::. Ricos y malvados Una verdadera constante del cine argentino de todos los tiempos fue la defensa denodada de las clases humildes que se hizo desde la pantalla de plata, atacándose las groseras injusticias que se cometían con el pueblo trabajador y que producían una brecha enorme entre los que tenían y los excluidos. Así, para el cinéfilo la palabra “rico” llegó a ser sinónimo de “malvado”, mientras que en el pobre se sintetizaban todas las mayores virtudes humanas: honradez, laboriosidad, respeto por el prójimo, solidaridad y muchos “etcéteras” más, se conjugaban en el alma ideal del proletariado. El golpe militar del 6 de setiembre de 1930 no fue ajeno a la afirmación de esta nueva ola de películas con inquietudes sociales. Contribuyó la caída del gobierno nacional y popular del doctor Hipólito Yrigoyen y su reemplazo por una dictadura militar. Aunque no se debe creer que esto significó una mayor influencia del marxismo o de la extrema izquierda en los creadores nacionales, aunque hubo excepciones; simplemente evidenció una necesidad de justicia social que ni la oligarquía autóctona ni sus aliados foráneos supieron comprender o proporcionar.

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Y, si en tiempos del cine mudo se realizaron epopeyas del pueblo maltratado y sufriente destinadas a exaltar la lucha del pueblo desposeído, fuera el campesinado, el proletario urbano o el abusado hijo de las etnias autóctonas…, cuando estalló el “sonoro y parlante”, diluviaron filmes inspirados por el intenso deseo –necesidad, más bien- de que imperara la justicia social en nuestro país, que hubiera una más equitativa distribución de la riqueza entre sus habitantes. Porque, como dijo una vez Eva Perón, gobernaba “una oligarquía indigna de sus antepasados, que no era ni ilustrada, ni visionaria, ni solidaria, y que señalaba la diferencia grotesca entre los fundadores y los fundidores de la Nación Argentina”. Así, se produjo la película que fue tal vez una de las más hermosas y desgarradoras de la cinematografía nacional, Prisioneros de la tierra, dirigida por Mario Soffici, sobre cuatro cuentos de Horacio Quiroga: “El peón”, “Una bofetada”, “Los destiladores de naranjas” y “Desterrados”. La idea la sugirió a Mario Soffici el gran actor José Gola, prematuramente muerto, y el libro cinematográfico lo escribieron Ulyses Petit de Murat y Darío Quiroga, junto con el director. El resultado fue un drama telúrico y social, sobre la explotación cruel del hombre por el hombre, el trato despiadado que recibía el mensú en los yerbatales del noreste argentino, la tierra misionera teñida de sangre, el demonio del alcohol, el sadismo de capangas y administradores que respondían sin vacilar a los intereses miserables de patrones lejanos; y, además, la implacable selva devorando todo… cuerpos y almas.

El propio Jorge Luis Borges, generalmente poco amigo del cine nacional, consideró a Prisioneros de la tierra una genuina obra de arte y la elogió sin cortapisas en un largo artículo publicado en la revista Sur.

La película, cabe reiterarlo, fue una de las mejores realizadas en toda la historia del cine argentino. Probablemente, la mejor de ese gran artista que fue Mario Soffici, discípulo dilecto del precursor José Ferreyra, que se declaró orgulloso de su alumno cuando presenció el estreno de Prisioneros... El elenco, que había sido conducido por José Gola, quien falleció de peritonitis apenas iniciado el rodaje, fue encabezado entonces por el joven actor Ángel Magaña, que se consagró encarnando al desdichado mensú que es asesinado por los capangas por haber reaccionado y hecho justicia por mano propia, matando a latigazos al mayordomo alemán del yerbatal, interpretado por el gran Francisco Petrone teñido de rubio; Elisa Galvé, ganadora de un concurso radial, debutó en esta película y el colosal Raúl de Lange, se destacó en su creación del médico borracho que durante un delirio etílico mata a su hija, sin darse cuenta. La fotografía de Tabernero contribuyó, con la magnífica plasticidad de sus admirables claroscuros, al éxito de esta excepcional película social-folklórica, que honra al cine argentino y todavía nos ilumina desde sus sombras. ::. El maestro Cuando el pujante cine argentino alcanzó, en el '38, su récord absoluto de producción con 41 películas estrenadas ese año, y la participación de dieciséis directores debutantes, mejoraron estudios, equipos, laboratorios y se logró una mayor perfección técnica que implicó un notable mejoramiento cualitativo que alcanzó fácilmente al logrado cuantitativamente a partir de 1937. Entonces llegó Maestro Levita, el film que elevó definitivamente al estrellato a ese formidable bufo que fue Pepe Arias, actor de varias películas exitosas (Tango!, Puerto Nuevo, El pobre Pérez, Kilómetro 111...). El director escogido por Argentina Sono Film fue un hombre joven, Luis César Amadori, que ya había dirigido a Pepe Arias en sus tres primeras películas, y que aplicó su talento y paciencia a limar los posibles excesos

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del bufo, gran monologuista cómico en el teatro (como lo fue cuarenta años más tarde, Tato Bores) y se esforzó por lograr un film lleno de humanidad, con toques descarnados y realistas.

La trama de Maestro Levita era sencilla pero genuina: En un pequeño pueblo pampeano hay una escuelita pública que carece prácticamente de todo. Su director y maestro, don Simón Galván (Pepe Arias), a quien los chicos llaman, a sus espaldas, “Maestro Levita”, hace todo lo posible por obtener de la ricachona viuda de Lerena (Mecha Ortiz), nominal protectora del establecimiento educativo, la compra de un ómnibus apto para trasladar a los alumnos desde las chacras donde viven hasta la escuela; pero, la mujer es impermeable a los pedidos del educador. Nadie jamás la ha visto aparecer desde su matrimonio con el millonario Lerena, que la doblaba en años y que en su testamento la había comprometido a solventar los gastos de la escuela dirigida por el maestro Galván, cosa que la mujer se resistía a hacer. Tras diversas peripecias, el maestro resuelve viajar a Buenos Aires para entrevistarse personalmente con la esquiva millonaria. En el viaje, don Simón es estafado con un billete de lotería falso y una vez en la ciudad logra, pese a todos los obstáculos, entrevistar a la disgustada mujer; con su franqueza y bondad logra convencerla. La viuda está dispuesta a volver con él al pueblo para conocer las necesidades de la escuelita y sus alumnos, y promete comprar el ómnibus pedido. Pero, al salir de la mansión de la millonaria, por un malentendido a raíz del billete de lotería falso, don Simón va preso y no logra ser escuchado. Cuando abandona la cárcel debe acudir al humilde oficio de vendedor callejero de diarios pues ha quedado sin dinero y no osa pedir ayuda a quienes lo conocen, porque siente vergüenza por su paso por el presidio. Empero, un día se entera que en Puentecito, el pueblo pampeano donde está su escuela, ha estallado una epidemia de escarlatina entre los chicos. Acude a la viuda de Lerena en busca de ayuda para sus chicos y la mujer, conmovida, lo acompaña de regreso al pueblo, donde el maestro se pone al frente de la lucha contra la enfermedad, mortal en aquella época. La viuda se contagia del mal y muere, dejando todos sus bienes a las escuelas rurales. Cada una de estas escenas, jugadas con delicadeza, sin excesos narrativos, configuran la primera de las grandes películas realizadas por Amadori, sin duda uno de los grandes directores del cine nacional durante la era de oro. Con esto, Maestro Levita se constituyó no solamente en una óptima película de crítica social a una época cargada de disparidades, injusticias y tremendas diferencias socioeconómicas, sino también –

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tras Kilómetro 111- en la más contundente demostración de la calidad artística de un actor capaz de emocionar, hacer reír o llevar hasta el llanto a los espectadores con un solo gesto, un cambio de luz en su mirada o la simple postura agobiada de sus hombros de hombre bueno derrotado por la vida pero nunca vencido –quizá el artista argentino íntimamente más similar a Charles Chaplin que ha honrado la pantalla de los cines con su transparente imagen de simple ser humano–. ::. Cine culto versus cine popular, ¿lucha de clases en el cine argentino? El cine de denuncia, con tendencia crítica social, alcanzó temprano origen dentro de la cinematografía nacional. Desde los primeros tiempos del mudo, nuestro cine realizó filmes (más o menos logrados), realistas o idealizados, con temas sociales de toda índole, desde los más ingenuos hasta aquellas desgarrantes denuncias, exponentes de las intensas miserias humanas en que se debatía el proletariado argentino de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Así, se lograron películas intensamente realistas, poéticas, profundamente dramáticas, años antes del cine social soviético y del decantado neorrealismo italiano de décadas posteriores. Y sucede que, en algún momento, esta tendencia humana y realista del cine argentino, debió enfrentarse con cierta corriente de pensamiento artificialmente culta que la llevó a realizar filmes cuya intención podía ser buena, pero que resultó poco creíble, fácilmente olvidable o simplemente aburrida para las grandes masas populares.

Recordemos que el cine es, por antonomasia, un arte de multitudes. El veredicto popular rara vez es erróneo.

Un ejemplo paradigmático es El Matrero (1939) película basada en la ópera argentina homónima, con música de Felipe Boero sobre libro original de Yamandú Rodríguez. De nada sirvió la magnífica música del compositor ni la temática nacional de la obra. La estructura general de la película siguió sin mayores variantes el tema operístico (Y no hubiera podido hacer otra cosa, considerando que el film se rodó en una época en que la gente considerada refinada iba al teatro Colón de Buenos Aires para presenciar óperas italianas o alemanas, que las clases populares ignoraban –con excepción de algunas romanzas popularizadas por cantantes italianos que hacían vibrar fibras heredadas de abuelos peninsulares, pero no en forma masiva-). La dirección de la película fue de Orestes Caviglia, excelente actor y director de teatro, pero que resultó excesivamente lento y acartonado para sacar del contexto musical ajeno la nota nacional, criolla, del tema campero. Así, el relato resultó ficticio, pese a los esfuerzos de la entonces joven Amelia Bence en el rol protagónico femenino, unida al sobrio Carlos Pereli, el ascendente Roberto Escalada y el poco convincente Agustín Irusta, que no dio sustancia al matrero del título. John Alton fue lo mejor de la producción. Su fotografía de exteriores alcanzó niveles idílicos y sus maravillosos claroscuros lograron la emoción requerida por el argumento melodramático.

Pero, alguien dijo que una buena fotografía no hace buenas películas. Y no se equivocaba.

El Matrero, film con intenciones cultas del cine argentino del ‘39, no pasó de ser un formidable fracaso. De las 51 películas de aquel año, estrenada por Argentina Sono Film con bombos y platillos en el cine Monumental, fue casi seguramente la producción más costosa y la que menos dinero dio, contribuyendo a originar entre nosotros la leyenda de que los filmes culturales nunca dan dinero. Algo que centenares de producciones artísticas, profundas, bellísimas de nuestro cine se han ocupado eficazmente de desmentir a través del tiempo. Y que sea en buena hora.

:: 4. Los estudios :: ::. De la terraza al set Desde los tiempos primitivos del cine argentino, dejando de lado ensayos documentales de fines del siglo XIX y primeros años del XX que intentaron agregar sonido al “mudo” por medio de grandes discos de pasta sincronizados con la imagen -ensayo que terminó con un rotundo fracaso-, nuestra cinematografía no realizó nada que concluyera en un genuino éxito capaz de crear cierta emulación en los más jóvenes, hasta que el precursor Mario Gallo, un muchacho italiano llegado al país en 1906 y dedicado en sus inicios a la realización de cortos documentales, se lanzó a filmar la primera película argentina argumental, La Revolución de Mayo (1909), con actores personificando a nuestros próceres. Quizás por la proximidad del

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Centenario de la Revolución, nuestro público recibió con entusiasmo este film. Ese mismo año Gallo realizó La creación del Himno Nacional, protagonizada por el actor Eliseo González como López y Planes.

La creación del himno, de Mario Gallo (1910)

Por fin, en 1910, el italiano rodó la que, probablemente fue su mejor película argumentada, El fusilamiento de Dorrego, con importantes artistas del teatro nacional, como Salvador Rosich (Dorrego), Roberto Casaux y Eliseo Gutiérrez.

Este film siguió los pasos de la escuela francesa de películas históricas. Su desarrollo recuerda El asesinato del duque de Guisa, película rodada en París de 1908m por Le Bargy y Calmette, de la Comedie Française.

El fusilamiento... se filmó en una terraza céntrica de Buenos Aires, dada la falta de estudios adecuados para armar decorados. Recién un año más tarde, Julio Alsina (un uruguayo de 26 años) instaló el primer set profesional para filmación de películas, en Córdoba y Gascón, financiado por el óptico Max Glücksmann, que había comenzado a producir películas comercialmente y que fue el productor de Gallo. El siguiente film, realizado ya en este estudio, fue una versión de Juan Moreira de José González Castillo, que protagonizó un casi adolescente Enrique Muiño y también dirigió Mario Gallo.

Reproducción del logotipo del sello productor de Mario Gallo donde aparece la inscripción: "En nuestros talleres se confeccionan los más perfectos trabajos cinematográficos. Somos editores de "En buena ley" y " En un día de gloria". Estudio cinematográfico Mario Gallo, Cangallo 827 UT 3993, Rivadavia". Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken

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El motor de tanta actividad era el crecimiento económico del país, estimulado por la bonanza internacional y originado en las actividades agrícolo-ganaderas, fuente de riqueza para los sectores privilegiados y de trabajo agobiador para el proletariado rural.

Carlos Ibarguren comentó al respecto: “(...) las masas proletarias no participaban de la fortuna del país”. Fue así de sencillo.

Una hola de huelgas sacudió a la República en apoyo de los reclamos de los trabajadores, siempre postergados -esto se reflejaría poco más tarde en el que llamamos “cine social”–. En el año del Centenario de la Revolución, la Argentina tenía poco más de 6.500.000 de habitantes, de los cuales unos 2.300.000 o más eran inmigrantes. Españoles, italianos, franceses, judíos europeos constituían la gran masa que había traído consigo no solamente su fuerza laboral y las costumbres del terruño natal, sino nuevas ideas políticas libertarias, deseos de una vida mejor, de igualdad y prosperidad. La nueva realidad hizo florecer los primeros gremios de trabajadores urbanos, cuyos principios pasaron al campo, donde se instalaban colonias rurales, y fructificaron por primera vez en Santa Fe con el llamado “grito de Alcorta” (1912), origen de los movimientos agraristas de reivindicación campesina en todo el país.

Mucho más tarde, una película sumamente ambiciosa Quebracho (dirigida por el graduado de la Escuela Nacional de Cine del INCAA, Ricardo Wullicher, en 1973), con un importante reparto estelar, hizo mención a la lucha llevada adelante por los cooperativistas agrarios santafesinos.

Volvamos al precursor Mario Gallo, que pasó de las películas de espectáculo histórico a los dramas. Dirigió, así, Muerte civil (protagonizada por el gran trágico italiano Giovanni Grasso) y Tierra baja, con un elenco de primeras figuras del teatro nacional (Blanca y Pablo Podestá, Elías Alippi). Pero... el público volvía a virar en sus gustos. Los filmes con temas patrióticos habían pasado de moda y, también, los dramas “lacrimógenos”. La primera gran producción nacional de largometraje con tema social, Nobleza gaucha, nacía mientras llegaba la primera elección libre y sin fraude de la historia argentina, con la ley Sáenz Peña (1916), que elevó al doctor Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la Nación, dando la posibilidad de acceso al gobierno nacional a los hijos de los emigrantes, paso inicial de justicia social que permitiría al pueblo desheredado organizarse en sindicatos cada vez más poderosos, hasta ser factor político decisivo y llevar al poder por medio de elecciones populares libres al general Juan Domingo Perón (febrero de 1946). Entonces, todo comenzó a cambiar aceleradamente; y, en consecuencia, también cambió el cine nacional, que ya había entrado en su era de oro, en constante vinculación entre la coyuntura socioeconómica argentina y las pantallas, cuya existencia no podría comprenderse sin esta asociación fundamental: Cine, economía, sociedad, política. ::. Sellos y filmes La era de oro coincidió con el renacimiento de la economía argentina, enancada sobre el cambio político que dio origen a la “década infame” del fraude político, con la elección descaradamente ilegal del general Justo, primera violación abierta a la voluntad popular desde la promulgación de la Ley Sáenz Peña (1915) -que había permitido las tres únicas elecciones libres y limpias de la historia argentina hasta aquellos días: el gobierno nacional y popular del doctor Hipólito Yrigoyen en sus dos etapas, y el del antipersonalista Marcelo Alvear (1922-28)-. En esos momentos surgieron los primeros grandes estudios cinematográficos, como consecuencia lógica. Como dato curioso –entre tantos- cabe recordar que en Los tres berretines no figura ni el director ni el equipo de filmación. Por supuesto, se conocieron los nombres: dirigió Susini, con la asistencia de Mugica –hasta ese momento estudiante de medicina y, a partir de allí, distinguido realizador del cine nacional–, hizo la excelente fotografía el europeo John Alton y compaginó el húngaro Laszlo Kish.

Una actividad económica que podía redituar ganancias tan fabulosas como las que habían traído en dos etapas distintas Nobleza gaucha y Los tres berretines necesitaba crear la infraestructura que permitiera una actividad artístico-industrial continuada. El precursor Max Glücksmann financió el estudio del uruguayo Julio Alsina, en Córdoba y Gascón. Pero eran intentos semejantes a los de otros pioneros como Alberto Biasotti –laboratorista inquieto y distinguido de larga trayectoria-, que tenían mucho de artesanal y escasamente profesionales.

Recién cuando surgió la ambiciosa productora Lumiton se construyeron estudios modernos, equipados con elementos de última generación adquiridos a Bell & Howell en los EE.UU. Los fundadores de la empresa,

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César Guerrico, Enrique T. Susini, Luis Romero Carranza y Miguel Mugica, no escatimaron dinero en la adquisición de cuatro manzanas en Munro, para levantar los estudios (con un costo total de $ 300.000, recuperados ampliamente por el primer film rodado por la flamante productora, Los tres berretines). El otro sello productor flamante había debutado con el formidable éxito Tango! y concretado la que fue, tal vez, la mejor película argentina del momento: Riachuelo. Producida por Argentina Sono Film, dirigida por Moglia Barth y protagonizada por Luis Sandrini, según la crítica especializada, esta película tuvo el guión mejor escrito del cine argentino hasta ese año, con una estructura sólida y profesional, pese a que el autor (José Bustamante Ballivián) lo redactó en escasamente 24 horas de trabajo. Mentasti, el fundador principal de Argentina Sono Film, pagó por este libro cinematográfico $ 500; sucede que el escaso éxito de Dancing, la anterior película producida por don Ángel Mentasti, ahuyentó a los capitalistas (enriquecidos por Tango!) de la flamante Argentina Sono Film, y el productor debió rastrear hasta el último centavo para realizar Riachuelo.

Tan grande fue la falta de dinero que debió vender –precisamente, por $ 500– los derechos de explotación de Riachuelo en el barrio de La Boca. El comprador por esta ínfima suma, se hizo rico mientras que la miseria de los realizadores llegó a ser tan grande que, cuando se necesitó un canario para una escena, don Ángel acudió al remedio de pintar un gorrión de amarillo y hacerlo representar el papel de canario. Por lo menos, así lo contó Sandrini, en una anécdota que nuestro amigo Di Núbila calificó de apócrifa. Como dicen los italianos “Se non è vero è ben trovato” (Más o menos: “Si no es cierto es un buen invento”), dicho al que se ajusta arte de las leyendas pintorescas de nuestro cine, por supuesto. ::. Dibujos y muñecos… ¿animados? Antes de nada, queremos aclarar el porqué del interrogante en el título. Sucede que, por un momento, nos trasladaremos a 1918. Hace exactamente 10 años que el genial Emile Cohl ha comenzado con sus Fantasmagorías, que dieron origen a los primeros dibujos animados. En ese entonces, uno de los grandes precursores del cine argentino, el inquieto Federico Valle, declarándose satisfecho con sus producciones fílmicas realizadas hasta esa fecha –documentales,

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noticieros, filmes didácticos y alguno argumental–, decidió ir tras las huellas de Cohl y realizar una película de dibujos animados. Sólo le faltaba saber cómo. Porque Valle planeaba un largometraje y todo lo realizado hasta aquellos días había sido de metraje corto; y, en ese entonces, en el Río de la Plata no había ni técnicos especializados en la materia, ni equipos adecuados. Pero esto no arredró al empresario. Primero, se dedicó a seleccionar tema con sus colaboradores habituales. Hipólito Yrigoyen era el flamante presidente de la República y Valle, de convicciones políticas de derecha, escogió una sátira al caudillo elegido por abrumadora mayoría popular en 1916. Del guión se encargó el hijo del comediógrafo Gregorio de Laferrere, Alfredo, y del diseño de los personajes el caricaturista político “Mono” Taborda; el dibujante Quirino Cristiani –que, más tarde, fundó el laboratorio de su nombre- realizó la colosal tarea de dibujar los más de 50.000 cuadros que constituirían la obra final…

El título pretendía ser sarcástico: El profeta. A los dibujos se sumaron maquetas de la ciudad de Buenos Aires, hechas por el artesano francés André Ducaud. Una de ellas, de siete metros de largo, llevaba edificios en escala, coches, peatones, automóviles… todo movible a cuerda. El equipo fue fabricado en el país por técnicos, en su gran parte improvisados. Cámaras de filmación vertical cuadro a cuadro, iluminación, laboratorios, todo se hizo a través de un enorme esfuerzo. La película concluida duraba, aproximadamente, ochenta minutos. Se estrenó en el cine Select Suipacha, donde se cobró la desaforada suma de dos pesos la platea –que no alcanzó para el éxito económico esperado por Valle y sus socios–. Cuando se supo el fracaso monetario de El profeta, ya se había iniciado el primer film argentino de animación con muñecos. Se llamó Una noche de gala –o Carmen criolla– y combinaba muñecos animados y dibujos; su escenario, el Teatro Colón y la víctima de la sátira, nuevamente, el doctor Yrigoyen. En el filme, los personajes de la ópera de Bizet quedaron encarnados por el propio presidente (disfrazado de Carmen) y el gabinete de ministros en pleno. La orquesta del primer coliseo se formó con gatos de plastilina… Ducaud se encargó por segunda vez de las maquetas. Y, como era de esperar, este tremendo esfuerzo, configuró un nuevo fracaso económico. El siguiente largometraje de animación nacional, realizado totalmente por Quirino Cristiani en una tarea hercúlea, se llamó Peludópolis, en recuerdo al sobrenombre que daban a don Hipólito sus adversarios políticos (“El Peludo”), que terminó por convertirse en un apelativo afectuoso para el caudillo del voto popular. Pero ésta es también… otra historia.

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:: 5. La épica :: Hemos visto, desde las primeras notas de esta agenda del cine argentino, la tendencia de los precursores de nuestra cinematografía a realizar filmes con temas históricos (El fusilamiento de Borrego, La Revolución de Mayo, Mariano Moreno y tantos otros), muchos bajo la influencia de películas francesas y otros, simplemente, por emulación patriótica vinculada al centenario de la Revolución de Mayo. Pero se trata de películas primitivas, con múltiples defectos técnicos, históricos y artísticos. Recién cuando el español Julián de Ajuria –que se había hecho millonario distribuyendo películas en la Argentina- resolvió pagar la deuda contraída con el país y pensó en hacerlo produciendo un gran film sobre la Revolución del 25 de mayo, dio comienzo al cine nacional épico, aún cuando nadie lo suponía. Porque aquí, como en tantas otras historias y leyendas del cine argentino, aparece la veta extraña, casi podríamos decir, mágica. Sucede que Julián de Ajuria, productor, autor del libro y director de la película, filmó Una nueva y gloriosa nación en Hollywood, con los mejores recursos técnicos y artísticos del cine mudo de aquel entonces. Confió el papel protagónico de Manuel Belgrano a un célebre actor norteamericano, Francis X. Bushman, que resultó sorprendentemente parecido a la iconografía clásica del prócer argentino y que supo dar a su personaje la intensidad dramática y la dignidad necesarias para realizar una creación memorable. Las secuencias clásicas de la historia, el Cabildo Abierto del 25 de Mayo, el juramento de la primera bandera patria en las barrancas del Paraná, la batalla de Tucumán, las infaltables escenas románticas, todo fue realizado a la perfección. Por fortuna, como se trataba de un film mudo, no fue necesario doblar al castellano a Francis X. Bushman quien se veía muy cómodo en el rol del héroe argentino.

No nos fatigamos de reiterar que el actor hollywoodense se parecía mucho más a nuestro Belgrano que el excelente galán argentino que muchos años más tarde lo personificó en una olvidable película nacional… En realidad, debieron pasar varios años para que la cinematografía argentina realizara su primera gran película épica, luego de Una nueva y gloriosa nación.

Por ahora saltearemos a Nuestra tierra de paz (1939) que fue un honesto esfuerzo por mostrar al Libertador Gral. San Martín durante su gesta emancipadora, pero que, sin mayores medios y con un libro enunciativo pero endeble, no alcanzó a ser más que una película con tema histórico. Hoy, al referirnos al film argentino que alcanzó fama mundial y constituyó uno de los más grandes éxitos del cine épico internacional hablamos de La guerra gaucha, producción en blanco y negro realizada por el entonces joven Lucas Demare, sobre cuentos de Leopoldo Lugones, que integró uno de los más sólidos repartos reunido para una película nacional en aquella época (1942).

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Producida por Artistas Argentinos Asociados, productora creada por iniciativa de Elías Alippi, gran actor del cine y del teatro nacional de la primera mitad del siglo XX, contó con el apoyo del productor Enrique Faustín, el director Lucas Demare, los guionistas Ulyses Petit de Murat y Homero Manzi, el entonces escenógrafo y futuro director Ralph Papier, el compaginador Carlos Rinaldi, y los actores Enrique Muiño, Francisco Petrone, Sebastián Chiola, Ángel Magaña, Amelia Bence… La música correspondió a Lucio Demare, hermano del director. El film se estrenó en el cine Ambassador el 20 de noviembre de 1942.

De esta bellísima película nacional dijo el importante crítico cinematográfico y autorizado teórico de la cinematografía mundial, Domingo Di Núbila: “…fue la película de mayor éxito del cine argentino, y también una de sus mejores, y demostró el grado de madurez alcanzado [por la industria cinematográfica nacional]”. Recordamos secuencias de antología, como la batalla final, cuando se ve caer al viejo sacristán ciego, que muere tocando el himno nacional en su violín; y, uno por uno, los diezmados paisanos, devorados por el

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fuego enemigo, caen sin rendirse… Vemos a gente del pueblo gaucho frenando a los “maturrangos” con su sangre y sus cuerpos, hasta que la sombra del caudillo, Martín Güemes, pesa sobre todos, tan gaucho él como ellos, y se derrama desde la pantalla. Aquí asistimos al milagro de esta vieja película que transmitió a varias generaciones de espectadores argentinos y extranjeros la intensa vibración de la lucha por la libertad de la Patria y de sus hijos, el espíritu de sacrificio por los más débiles, la rectitud y la esperanza. Y una gran decisión de Demare y de sus socios: la elección de criollos salteños auténticos, que prestaron sus formidables máscaras para acentuar las pasiones, la belleza espiritual y la decisión de lograr la libertad o dejar la vida en la empresa que caracterizó a sus genuinos antepasados, los gauchos de Güemes.

:: 6. Los malos :: ::. El policial en la pantalla plateada Desde los comienzos mismos del cine mudo de los primeros tiempos, la cinematografía mundial produjo películas vinculadas con temas violentos que, para aquellas épocas ya lejanas, resultaban no solamente intrigantes sino también (y ante todo), escabrosos. Nos referimos a las primeras realizaciones del género policial en la pantalla plateada. Pero como nuestras Historias y leyendas… se refieren al cine argentino y no al norteamericano o el europeo, vamos a reducir nuestra dimensión temporal y geográfica a nuestra cinematografía y al cine sonoro. Y, por cierto, encontramos una serie de características en el cine policial argentino que va mucho más allá de la simple copia o reiteración de temáticas desarrolladas por los filmes policiales norteamericanos o europeos, que fueron los más populares a partir del parlante y sonoro. Nuestra cinematografía no se quedó atrás en el gusto del público. Las películas policiales argentinas tenían un no sé qué distinto que gustaba. Un veterano crítico de aquellos días expresó sencillamente el gusto popular cuando se estrenó La fuga (1937), del gran Luis Saslavsky, que tras haber comenzado con Sombras un film de 1931 –visto solamente “en familia”– fracasó con su primer film profesional, titulado Crimen a las tres (1934), pese a lo cual le fue encomendado por Pampa Film el rodaje de una segunda película. Y esta vez fue un éxito rotundo, que abrió el camino de toda una producción del género que alcanzó cada vez mayor éxito.

La fuga, protagonizada por Tita Merello y Santiago Arrieta narra simplemente la huida de un delincuente buscado por la policía. Pero lo hace con todos los recursos del excepcional realizador que llegó a ser Saslavsky en los años siguientes, por lo que es reconocida como la primera vez que un director nacional realiza una obra de “cine de autor”, que tiene el condimento de los tangos cantados por la soberbia Tita, más las imágenes inexploradas de la noche porteña, la ciudad de Buenos Aires y el maravilloso campo argentino. Éste fue el verdadero comienzo del policial de nuestra cinematografía y Santiago Arrieta tuvo en suerte el privilegio de ser el primer “malo” del renovado cine argentino, con la particularidad de ser un delincuente que no concitaba la antipatía o el odio en los espectadores, sino cierta ternura melancólica por tratarse de una víctima del Destino. Tal vez por esto, como dijo la cronista María Valdez: “(…) el resultado es un film ágil, donde entre tangos, tiros y besos, Saslavsky hace una propuesta visual y narrativa novedosa dentro del cine argentino, aunque la justicia haga sentir su peso, el día se imponga, y la voz tanguera se muera de amor.”

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::. Una película negra Pese a que nos dedicamos a hablar del género policial inaugurado en la Argentina con La fuga (1937), de Luis Saslavsky, es importante reconocer una película de 1935, Monte criollo. Monte criollo no era un film policial propiamente dicho, sino un film noir, una película negra en el mejor estilo del cine francés, cuyos protagonistas eran seres marginales, su ambiente los bajos fondos, su tema la violencia, con leyes y reglas propias de esos grupúsculos humanos al margen de la sociedad y de sus procedimientos. Tal vez por esta razón el film de Arturo S. Mom, pese a poseer todos los elementos que parecían garantizar el éxito de la obra, alcanzó sólo un mediano interés por parte del público.

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Los protagonistas fueron la estrella italiana Nedda Francy, una rubia platinada de rostro sugestivo, figura insinuante y buenas condiciones para el melodrama y la comedia sofisticada, Francisco Petrone, recio y expresivo, y Florindo Ferrario, galán de moda en aquellos años. La lograda ambientación del garito clandestino, el cabaret que le sirve de fachada, las calles nocturnas, húmedas de pesada neblina, todo esto unido a la música argentina que, invariablemente, acompañaba en aquellos días a las producciones nacionales, prestaron brillo a la producción. Y, sin embargo, pese a la popular Azucena Maizani cantando el tango homónimo del film, al famoso dúo Magaldi-Noda entonando estilos camperos y al propio Florindo Ferrario simulando cantar una canción –que, como todas las demás del film, tuvieron letra de Homero Manzi– la recepción fue apenas tibia. Recién cuando la acción eclosiona en el desenlace, el público parecía darse cuenta de la gran película que era Monte criollo. Teñido por la sangre de los antiguos amigos, Ferrario hiere de muerte en un emotivo duelo a Petrone quien, con sus últimas fuerzas, obliga a su antiguo socio a alejarse de la escena de la pelea –arrastrado por su amor a Nedda Francy, la cual para colmo de dificultades espera un hijo del barbilindo galán-. Al ser interrogando el moribundo por un policía uniformado que llega tarde para impedir la fuga del homicida, se registra uno de los diálogos clásicos de aquellos años, tan particularmente opuestos al realismo artístico en la pantalla plateada. Dice así: Policía: ¿Qué es lo que ocurre aquí? ¿Qué ha pasado? Petrone: Nada, agente, nada… simplemente… un hombre… ¡que se muere! (Se desliza lentamente hasta quedar tendido en el suelo sujetándose el sitio de la puñalada y muriendo). Por supuesto suena un acorde musical que ensambla con la palabra que crece desde el fondo de la pantalla: Fin. ::. El castigo Los filmes que abrieron huellas indelebles en nuestro joven cine sonoro y que sirvieron para lanzar el policial, un género que alcanzó pronto enorme popularidad, y que inició a algunos de los directores más exitosos de las décadas del ’40 y el ’50, llegaron del talento de Luis Saslavsky y de Arturo S. Mom, a los que se unieron pronto otros que, como el francés Daniel Tinayre, ya tenían antecedentes pero que alcanzaron recién con el policial su genuina consagración y, en algunas circunstancia, una auténtica proyección mundial. Tal fue el caso del joven asistente Hugo Fregonese, que se inició como co-director con Lucas Demare en Pampa bárbara (1945) y que dirigió su opera prima en 1949. Ésta fue Apenas un delincuente. Inesperadamente, Apenas un delincuente resultó el gran policial de la década, que llevó al director a ser contratado por Hollywood (en aquel entonces, la Meca del cine mundial, sueño de todos los que estaban en la actividad fílmica). La película fue protagonizada por un actor nuevo, de buena estampa, mirada profunda y voz de tono viril. Se llamaba Jorge Salcedo y con Apenas... inició una carrera cinematográfica en nuestro país y en España que duró hasta que una cruel enfermedad le forzó a abandonar su exitosa trayectoria casi tres décadas más tarde. El libro cinematográfico pertenecía a dos periodistas, Raimundo Calcagno –quien firmaba sus críticas de cine con el seudónimo Calky- y Tulio Demicheli, que pronto pasaría de escritor a director de cine. El tema había sido sacado de un episodio de la vida real y esto contribuyó a dar al producto final una frescura encomiable, así como facilitó la recepción por parte de un público numeroso y entusiasta, y consagró por igual al director, al protagonista y a la película, que alcanzó buena difusión en el extranjero. La ambientación resulta fácilmente identificable por los espectadores porteños, los escenarios naturales –la película va desde la estafa inicial, en Buenos Aires, hasta la cárcel donde finaliza el protagonista, tras una escala donde se muestra Mar del Plata (con interiores del flamante casino local) y un juicio notablemente realista. Y… cuando parece que todo quedará allí, el realizador da una vuelca de tuerca que sostiene el suspenso hasta el final: el delincuente se declara culpable y afirma que ha perdido la totalidad del dinero de su estafa en el casino marplatense, donde se lo recordaba por las fuertes sumas que jugaba y las elevadas propinas que repartía. En realidad todo esto formaba parte del ingenioso plan del protagonista para pasar una corta estancia en la cárcel y gozar, luego, del dinero mal habido. Pero una fuga intempestiva en que se ve involucrado involuntariamente el delincuente, organizada por otros presidiarios, genuinos criminales y no meros aficionados como era el protagonista, precipita las cosas. El héroe es asesinado, los otros caen en manos de la ley y todo concluye de acuerdo con los dictámenes de lo que se estilaba en aquellos tiempos felices, cuando los malos recibían su castigo y los buenos su premio.

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Una buena historia narrada con pericia y entusiasmo por un director joven que, lamentablemente, se perdió para el cine argentino tras este éxito sensacional de nuestra pantalla; porque Fregonese, que había demostrado sobradamente su talento, pese a que se quedó en los EE.UU. y realizó varias películas norteamericanas, nunca abandonó el dulce montón de los que jamàs lograron sobresalir en algo tan aleatorio, frustrante y a veces cruel, como la actividad fílmica. Ya decían los antiguos: “¡Así pasa la gloria de este mundo!”.

7. “¿Qué pretende usted de mí?”. O la pornografía inocente La pregunta surge en forma espontánea. ¿Cómo puede haber una pornografía inocente? La respuesta no es tan simple. Porque hoy nos referiremos al cine de Armando Bó en sociedad con Isabel Sarli. ¿Armando filmaba en serio cuando realizaba sus creaciones con la “diosa del desnudo argentino”? ¿O se trató de una obra enorme, realizada a lo largo de veintiún años por un hombre de cine cuya inconformidad lo llevó a crear una broma inmensa, comprendida por muy pocos? Armando Bó desarrolló una obra que algunos lograron captar y que provocó indignación entre aquellos que la tomaron en serio, sonrisas condescendientes en los intelectuales, carcajadas para quienes percibían la real intención del director, guionista y protagonista en las absurdas situaciones y los ridículos diálogos. Había también genuino entusiasmo en cierto tipo de espectador, emocionable ante las tremendas peripecias de la desdichada protagonista, a veces rescatada a tiempo por el héroe valeroso, otra vengada en su honor ultrajado por el mismo heroico protagonista o por la mano del Destino, que siempre alcanzaba al villano de turno. Pero… ¿Cómo comenzó todo? ¿Cuándo? Armando me contó, hace ya muchísimos años, que fue cuando vio las fotos de Isabel, elegida “Miss Argentina 1955” en un concurso nacional de belleza. Los atributos físicos “a la italiana” –al estilo de Gina Lollobrigida, la entonces predilecta actriz del gran público– le dieron la idea. Y allí nació todo. Armando Bó no era un recién llegado al cine argentino. Había sido actor de cine desde su primera juventud y, a partir de 1948, fue director-propietario de SIFA, productora fílmica que realizó películas de muy dispar éxito con su producción, su actuación y, en un par de casos, su dirección. Pero recién en 1956 se cumplió su sueño. Se hizo dueño de su destino… realizó la primera película del binomio Bó-Sarli y lanzó a la palestra un fenómeno inédito en la cinematografía argentina. ¿Cine pornográfico? ¿Puede denominarse “pornográfico” un cine donde la protagonista de una de sus innumerables películas – en este caso, Carne– es violada en un camión con el rótulo “Carne en tránsito”, por un grupo de repugnantes individuos y, desde el suelo donde yace maltrecha, ve acercarse a un nuevo agresor que se desabrocha los pantalones mientras la mira con ojos libidinosos, alza la vista y le pregunta con la voz monótona de todas sus películas “¿Qué pretende usted de mí?”? Esto es tan gracioso como la más hilarante escena de la mejor película de la comicidad por el absurdo… Sin embargo, la inefable censura argentina la recortó, como hizo con los siguientes veinte filmes de nBó-Sarli. Su calificación fue “Prohibida

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para menores”. Nosotros nos preguntamos frecuentemente: “Para menores… ¿de cuántos años? ¿Diez, doce… cuarenta?”. El gobierno militar de turno procuraba cuidar la moral de todos los argentinos, al margen de su edad o madurez intelectual… La ingenuidad y la retorcida intención de los solemnes funcionarios que ejercían la censura no tuvo, jamás, límites.

Pero no perdamos de vista la intención de esta nota. Hablamos de una auténtica leyenda de la cinematografía argentina y, como tal, se la debe reivindicar. Desde la primera película, El trueno entre las hojas (basada en la novela del importante escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, filmada en 1956) hasta la última, Una viuda descocada (1980), rodada el año antes de la muerte de Armando Bó, las películas de Bó-Sarli siempre tuvieron problemas con la censura. No interesó que el director-productor-argumentistaactor (en algunos casos, llegó hasta a componer la música…) realizara las únicas películas de la industria cinematográfica argentina capaces de producir buenos réditos internacionales, filmes que Bó financió siempre en forma privada, creando una fuente de trabajo permanente para técnicos, operarios, artistas argentinos (Circunstancia que debe ser tenida en cuenta si se considera que la cinematografía es una actividad industrial y comercial, que solamente cuando funciona regularmente puede sustentar un cine artístico, cultural, educativo. Cuesta mucho dinero hacer una película…). La mecánica de los filmes de Bó-Sarli era siempre la misma: Una muchacha razonablemente inocente, muy sensual y bella, codiciada por uno o varios seres abyectos, que no vacilan ante la violación para satisfacer sus “bajos instintos”; un héroe capaz de arriesgar la vida para salvar o rescatar a la muchacha (por supuesto, el héroe era Armando); y, al final, el mal derrotado para satisfacción de todos. Con el paso del tiempo, Bó llegó a filmar sin un guión definitivo, permitiendo que los actores contribuyeran con sus ocurrencias de último momento a dar cierta frescura al remanido tema. Esto agregó un encanto particular a sus películas. Únicamente El trueno… gozó del prestigio de un argumento apoyado en un texto importante; también fue la única producción del binomio que obtuvo un premio internacional (en el entonces prestigioso Festival de Karlovy-Vary, de Checoeslovaquia, en 1957, un Diploma de Honor al mejor film, director, fotografía y música).

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Isabel merece un párrafo aparte. Una mujer muy bella, sensual, con una hermosura clásicamente argentina, se hizo fama de ser un cuerpo sin mayor cerebro. Esto es falso. La Sarli es una persona muy particular, dotada de muchas virtudes más allá de su físico privilegiado. Nunca quiso irse de “su” Argentina, pese a los ofrecimientos tentadores de grandes directores del cine internacional. Ella prefería su vida tranquila, junto a su madre y algunos perritos que la acompañaban. Tampoco quiso filmar lejos de Armando; era consciente de su importancia en la empresa que compartía con Bó, pero jamás tuvo “aires de estrella”. Cada uno de estos rasgos fue resaltado por el creador del mito Isabel Sarli, director-productor-actor del cine argentino que mayores éxitos internacionales alcanzó durante su época, tanto por parte del público de toda Latinoamérica como por el volumen de ingresos de sus filmes que, con la excepción de El trueno…, fueron películas cómicas con un barniz erótico, que convencieron a muchísima gente de que se traba de simple pornografía. Dijo una vez Armando Bó –hombre dotado de sentido del humor- que sus películas, comparadas con las autodenominadas “artísticas” del cine europeo, eran “aptas para ser exhibidas en colegios”. En ellas al final el Mal era siempre castigado, el Bien triunfaba y había una neta diferenciación entre los malvados, sus víctimas y los buenos de turno (generalmente, Bó), siempre dispuestos a rescatar a la desdichada protagonista (Sarli) de las bestiales apetencias del villano. Hasta aquí llega la inocente pornografía de Armando Bó, con sus películas “aptas para ser exhibidas en escuelas de párvulos”, según gritó, con un arranque de jocosa cólera frente a la implacable censura, en un país diezmado por dictaduras inhumanas (¿Cuándo una dictadura no lo es?) pese a lo cual, fue generador de genuinos cultores de todas las artes y su síntesis, el cine. Solamente un creador inconformista, original, sarcástico, inocente y con una enorme capacidad de asombro podía producir un cine como el que hizo Armando Bó con Isabel Sarli. Un cine “pornográfico” tan ingenuo que, en lugar de rechazo, provoca aún hoy una sonrisa comprensiva o una sana carcajada. Y que, caso único en nuestra cinematográfica, trascendió a toda Latinoamérica y a gran parte de Europa occidental, a caballo del cándido asombro de la bella Isabel Sarli y su inverosímil pregunta: Señor…¿Qué pretende usted de mí?

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