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HISTORIA UNIVERSAL CONTEMPORÁNEA ANTONIO FERNANDEZ III LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS I. LA REVUELTA DE LA AMERICA INGLESA

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HISTORIA UNIVERSAL CONTEMPORÁNEA ANTONIO FERNANDEZ

III LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS I. LA REVUELTA DE LA AMERICA INGLESA 1. EL TEMA DE LAS REVOLUCIONES Entre 1770 y 1848 una serie de revoluciones sacude a las viejas monarquías europeas y provoca el nacimiento en América de nuevas naciones. Es un período que ha sido denominado era de las revoluciones y por los ámbitos geográficos en que se desarrolla adjetivado como de las revoluciones atlánticas. Las convulsiones políticas que coinciden cronológicamente con el período de la primera revolución industrial afectan sucesivamente a las colonias inglesas de Norteamérica, Irlanda, los Países Bajos, Francia, Polonia, las colonias españolas de América, para volver a reproducirse en un segundo y tercer impulso (1830 y 1848) en las naciones del occidente europeo. Se ha considerado que el «modelo» se realiza en Francia; ya durante la revolución francesa Barnave entreveía que se relacionaba con las otras convulsiones europeas y los estudios de los historiadores han ido señalando las relaciones profundas que conectan las revoluciones del Viejo Mundo con las del Nuevo. Confluyen a generar esta gigantesca transformación procesos diversos: 1- estructura arcaica de la sociedad, en la cual aristocracias inmóviles que se apoyan en la posesión de la tierra se convierten en un freno para la intensificación del tráfico comercial y el desarrollo industrial; 2- cadena de crisis económicas, con alzas de precios en la Norteamérica de 1770 o malas cosechas en la Europa de los años posteriores. 3- la filosofía de las luces, que pone en cuestión la desigualdad de los hombres por el nacimiento y la concentración de poder de las monarquías europeas. En Roma en 1957 y en París en 1960 se discutió si se trataba de movimientos dispersos o si influía la revolución americana en la francesa y ésta en las europeas posteriores. No pareciéndonos oportuno entrar en la exposición de los debates podemos concluir que existen una serie de diferencias pero también elementos comunes e interinfluencias, y que todas las revoluciones derivan de una línea de pensamiento. En el caso concreto de la revolución norteamericana, de la que nos ocuparemos en primer lugar, se ha pasado de interpretarla como una revolución política -sublevación contra la Metrópoli- a subrayar sus aspectos sociales, el papel de los comerciantes (Schlesinger), los conflictos de clase (Jameson), las diferencias entre las colonias, con más acusado predominio de la aristocracia en el Sur (Tolles). El simposio organizado en 1971 ha contribuido a un conocimiento más completo de la revolución americana. El regreso a posturas tradicionales estuvo representado por Bernard Bailyn, quien negando que la raíz fuese el descontento económico o las tensiones de clase ofreciesen una dimensión relevante volvió a subrayar que el alzamiento de los colonos fue «una respuesta a actos de poder juzgados arbitrarios. Quizás haya de encontrarse una síntesis y definirla como el proceso lógico de una creciente autonomía económica y política. El rasgo original estriba en que, a diferencia de los posteriores movimientos anticolonialistas, son los mismos emigrantes europeos los que luchan por la autodeterminación; así se explica que muchos permanezcan leales a la Metrópoli, por ejemplo Galloway, speaker de las primeras Asambleas de colonos, quien hubo de emigrar a Inglaterra al surgir el nuevo Estado. No existe duda de que en los Estados Unidos se produjo una «revuelta de los privilegiados; son los notables los que dirigen la emancipación y durante cincuenta años la capa política permaneció homogénea, como demuestra la serie de los primeros presidentes: Washington, héroe militar de la guerra; John Adams, tenaz portavoz de la fracción independentista en el Congreso; Jefferson, redactor de la declaración de independencia; Madison, principal artífice de la Constitución. Esta continuidad contrasta con los cambios constantes de grupos sociales e ideológicos que protagonizan cada fase de la revolución en Francia. El carácter moderado del proceso se debió en gran parte a que las colonias disfrutaban ya de una experiencia de autogobierno, exigida por la distancia. Los colonos se consideraban británicos; el rey conservaba toda su autoridad, el Tesoro de la Metrópoli supervisaba la recepción de los impuestos y una Cámara de Comercio en Londres los programas económicos, no obstante los gobernadores de cada colonia aceptaban las decisiones de las Asambleas locales, cuyos miembros crecían cada año en influencia. Sólo los cristianos tenían derecho de voto, y en algunas colonias se reservaba a los protestantes, pero en todas partes se requería la calidad de propietario; en consecuencia el hábito del autogobierno se restringe al grupo de colonos definido por su capacidad económica. CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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Al Norte, las cuatro colonias de Nueva Inglaterra (Massachusetts, Connecticut, New Hampshire y Rhode Island) poseían un cierto desarrollo con sus industrias derivadas del pescado y sus astilleros, un extenso comercio marítimo canalizado en Boston, y una recepción más intensa de la ilustración europea en sus universidades de Harvard y Yale. También podían y estaban acostumbrados a actos electivos. Las cuatro colonias del Centro (Nueva Jersey, Nueva York, Delaware y Pensilvania) presentaban mayor complejidad étnica -holandeses, suecos y alemanes superaban en conjunto el número de ingleses-; sus ciudades, Nueva York y Filadelfia, eran centros de exportación de trigo y madera. En el Sur (Virginia, Maryland, Georgia y las dos Carolinas), opulentos plantadores, dueños de los dominios del tabaco, arroz y algodón, formaban una casta aristocrática. Dentro de cada grupo las diferencias son también claras; así Pensilvania con la prepotencia de sus propietarios ofrecía una estructura social próxima a las colonias del sur. Superando estas diferencias las trece colonias insinuaban la necesidad de una estructura federal. 2. LA GUERRA DE INDEPENDENCIA El choque entre Inglaterra y sus colonias americanas se produjo tras una cadena de conflictos de intereses que enervaron a los colonos más aún por la cuestión de principio de que la Metrópoli tomaba decisiones sin contar con ellos que por los perjuicios indudables que les irrogaban los decretos de Londres. Durante la guerra de los siete años (que cierra el tratado de París, 1763) las colonias habían incrementado el comercio de contrabando con las Antillas francesas y españolas, y el gobierno británico pensó en gravar estos beneficios excepcionales para enjugar la deuda provocada por los gastos de la contienda. Se impusieron tarifas aduaneras a la melaza, vino, café, índigo, ron, contra las que protestaron los colonos, que no tenían representación en el Parlamento de Londres ni deseaban enviar delegados que se encontrarían en inferioridad numérica. Esta fricción se agravó cuando el gobierno inglés, deseando reservar los territorios entre los Apalaches y el Mississippi para nuevos inmigrantes y colonos canadienses, puso obstáculos a la expansión hacia el Oeste. En 1765 la ley del timbre, impuesto sobre periódicos, licencias, publicidad, etc., provocó ya la cuestión de si Londres tenía jurisdicción para orientar la vida económica de las colonias. Por esos días escribe Samuel Adams: «Si se tasa nuestro comercio, ¿por qué no nuestras tierras, todo lo que poseemos, todo lo que utilizamos?». Los centros comerciales, Boston, Nueva York, Filadelfia, boicotean las mercancías inglesas, lo que inclina a Londres a suprimir el impuesto. Pero al año siguiente nuevas tarifas se establecen sobre el papel, vidrio, plomo y té. La técnica del boicot es aconsejada por Franklin, en sus «papeles», publicados por la Universidad de Yale, se puede comprobar que esperaba que las colonias aprendieran a depender exclusivamente de sus productos, pero más todavía que se generara un estado de opinión, que la evolución de los espíritus siguiera a la de las estadísticas comerciales». Durante años Londres adoptó una postura de apaciguamiento, pero la crisis económica le inclinó a conceder a la Compañía inglesa de las Indias el monopolio del té en las colonias. En respuesta, el 16 de diciembre de 1773, algunos hombres, disfrazados de pieles rojas, asaltaron los barcos anclados en el puerto de Boston y destruyeron el cargamento de té. La Corona y el Parlamento reaccionaron aprobando las denominadas por los colonos «leyes intolerables»: el puerto de Boston fue clausurado, las asambleas municipales de Massachusetts tendrían que solicitar permiso para celebrar sus sesiones, el ejército podría entrar en los edificios. En respuesta, un Congreso continental, formado por representantes de todos los colonos, se reunió en Filadelfia en septiembre de 1774. El boicot a las mercancías británicas se hizo más eficaz; el enfrentamiento armado se veía acercarse y muchos sectores de los colonos, habituados a manejar el fusil en un territorio indómito, lo deseaban. Cerca de Boston, en las aldeas de Lexington y Concord, donde los colonos habían establecido depósitos de municiones, las tropas reales, que intentaban detener a los dirigentes Samuel Adams y John Hancock y confiscar las armas, sufrieron la primera derrota y hubieron de replegarse. El segundo Congreso, celebrado en Filadelfia en mayo de 1775, acordó la formación de un ejército continental para cuya jefatura se llamó a George Washington. El monarca, Jorge III, replicó declarando en estado de rebelión a las colonias. Todavía confiaban algunos sectores en evitar la ruptura con Londres y se esforzaban en distinguir los excesos del Parlamento de la figura del rey, que debía ser respetada. Pero el folleto del escritor inglés Thomas Paine, El sentido común, mostraba en sus afirmaciones, «los ingleses y los americanos son iguales», «Jorge III es un tirano», cómo los principios de la filosofía ilustrada empezaban a convertirse en guía de la revuelta. Un año después, en mayo de 1776, el III Congreso, señalando el predominio de los radicales, establecía por unanimidad que las colonias debían formar un Estado independiente. El 4 de julio adopta la famosa declaración elaborada por Thomas Jefferson: “Consideramos evidentes las siguientes verdades: que todos los hombres fueron, creados iguales; que recibieron de su creador ciertos derechos inalienables; que entre ellos se cuentan los derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad; que, para asegurar esos derechos fueron implantados gobiernos entre los hombres, y que su poder jurídico se deriva de la aprobación de los gobernados...” 30

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En los preámbulos se utilizan categorías de derecho natural para justificar racionalmente el hecho de la separación de un poder que se ejerce sin el consentimiento de los ciudadanos. Un tercio de los colonos norteamericanos y los canadienses permanecieron leales a la Corona, los otros dos tercios, aún sin coincidir en los objetivos, encontraron en los padres fundadores, Samuel y John Adams, Thomas Jefferson, George Washington, Franklin, John Hancock, los guías iluminados que los conducirían hacia la tierra prometida de un país libre. La guerra ofrece la extraña peculiaridad de que fue defensiva por ambos bandos. Inglaterra mantenía el dominio del mar, pero su marina no; podía controlar totalmente los 1.500 kms de costa y mucho menos acometer desembarcos de gran envergadura y penetrar tierra adentro. Los colonos se adaptaron con facilidad a la guerra de guerrillas, pero sufrían escasez de armas y municiones y disponían de pocos oficiales, y todavía menos de estrategas. Sólo el genio militar de Washington y la ayuda del francés La Fayette, el polaco Kosciusko y el alemán Von Steuben, entre otros, permitió la formación de un Estado Mayor. La ayuda internacional, de Francia y España, se prometió pronto, pero tardó dos años en llegar. Los franceses esperaban consolidar sus intereses comerciales con el acceso a las aguas pesqueras del Norte y el control del Mississippi, imprescindible para la penetración hacia el Oeste, requisito planteado también por España, y los colonos se resistían a cualquier hipoteca europea. Los efectivos humanos también escaseaban. Tomando como referencia su potencia demográfica los colonos deberían haber podido movilizar 100.000 hombres, y con 35.000 quizás hubieran resuelto militarmente el conflicto, pero nunca rebasaron la cifra de 20,000 y en la decisiva batalla de Yorktown lucharon menos de 3.000 (además de los franceses). La poca simpatía con que las minorías holandesa, alemana, las tribus indias y los colonos próximos a la frontera canadiense miraban el conflicto restaron potencialidad a los insurgentes. Tanto como los éxitos militares contribuyeron al éxito final el creciente respaldo de las potencias europeas y los sectores de opinión que en Inglaterra apoyaban la independencia de las colonias. No debe regatearse valor a Washington pero no carece de fundamento la opinión de que su estrategia se centraba en evitar batallas para no perder la guerra. Guerra defensiva, por tanto, por ambas partes, aunque el tiempo jugaba en contra de la Metrópoli, que necesitaba acontecimientos decisivos. Hasta 1777 los ingleses sostuvieron la iniciativa de las operaciones, pero el intento de cercar Nueva Inglaterra partiendo de Canadá terminó en el fracaso de Saratoga, donde capituló el ejército de Burgoyne. La victoria de los colonos repercutió en su reconocimiento diplomático por Francia y el compromiso de apoyo hasta alcanzar la libertad y la independencia absoluta, la gestión ante el Rey de España para que reconociera también la independencia del nuevo Estado americano, y la intensificación de remesas de material desde el norte de Europa, lo que provocó la declaración de guerra de Inglaterra a los Países Bajos. Para los ingleses Saratoga constituyó una dolorosa revelación; a partir de ese momento tendrían que pensar en las escasas posibilidades de obtener la victoria. Fracasado el intento de obtener la penetración por el Norte, el ejército inglés emprendió una expedición al Sur. Pero en el estuario de Yorktown (Virginia) quedó cercado por los colonos y el ejército de La Fayette el cuerpo expedicionario que comandaba Cornwallis; tras varios meses de asedio, en octubre de 1781 Cornwallis se rindió. En el plano militar la guerra había terminado, aunque en el plano político no se firmó hasta 1873 el tratado de Versalles, que fijaba las fronteras norteamericanas, sus derechos de pesca en Terranova y Nueva Escocia, y el reconocimiento de las deudas entre los dos países. 3. EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN La primera preocupación de los dirigentes fue la transformación en hechos de las ideas de los filósofos, Locke, Montesquieu y Rousseau, según las cuales la sociedad política debía montarse sobre un pacto. Todos los Estados se otorgaron Constituciones, a veces precedidas por una declaración de derechos. En bastantes aspectos se siguió el modelo de régimen parlamentario británico. La primera Constitución fue la de Virginia (junio de 1776), que combina la formulación de los derechos fundamentales, libertad, propiedad, con garantías personales, como intervención de los jueces en las detenciones, al tiempo que monta los pilares del nuevo régimen: separación de poderes, cargos por elección popular, etc. Es la declaración más amplia y que mayor eco obtuvo. A lo largo de la guerra otros Estados se otorgan Constituciones similares. Obtenida la independencia el problema básico consistía en coordinar la multiplicidad de estados e instaurar instituciones comunes. La heterogeneidad de las Cartas constituía un inconveniente inicial, mientras Pensilvania se había otorgado una Constitución democrática, con sistema unicameral, base electoral casi universal y Consejo de censores, embrión de lo que constituiría el Tribunal de garantías constitucionales, en Massachusetts, bajo la influencia de John Adams, casi se reproducía el sistema británico, con dos cámaras, gobernador y exigencias de elevada renta para entrar en la categoría de elegible, aunque la de elector abarcaba a la mayoría de la población. Frente a la desconfianza general que despertaba el poder ejecutivo, John Adams sostenía que era imprescindible reforzar alguna institución decisorio. Ante la multiplicación de los centros de autoridad y el sistema de recurrir para cualquier acuerdo a la convocatoria de Asambleas, la extrema debilidad del poder CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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central se estaba convirtiendo en un obstáculo, incluso en el terreno económico. Las decisiones del Congreso confederal establecido durante la guerra tenían que ser discutidas posteriormente en cada Estado, y así Rhode Island vetó un impuesto sobre las importaciones y Nueva York paralizó una propuesta de tarifas. En esta situación Virginia propuso una Convención de representantes de los Estados. Salvo Rhode Island, hostil a ceder en su capacidad de veto, los Estados enviaron las figuras más ilustres, Franklin por Pensilvania, Hamilton por Nueva York, Madison por Virginia, y bajo la dirección de Washington elaboraron una Constitución, que privaba en gran parte a los Estados de su independencia y por extensión reducía la prepotencia de Asambleas en las que prevalecían las élites locales. Se trata de un paso decisivo hacia la democracia, tan revolucionario como el inicio de la emancipación. Esta Carta de 1787 establece la soberanía popular, el equilibrio entre los derechos de los Estados y la autoridad federal y la separación entre los tres poderes (Presidente, Congreso, Tribunal Supremo). Con la división del Congreso en dos Cámaras se podía reservar una de ellas para la representación territorial, ya que mientras en la Cámara de Representantes el número de escaños sería proporcional a los habitantes, al Senado enviaba cada Estado dos delegados. Fue este punto el más debatido; los Estados populosos, Virginia, Pensilvania, Massachusetts, querían que las dos Cámaras estuviesen formadas por un número de representantes proporcional al de la población, pero el apoyo de Nueva York a los Estados pequeños facilitó el compromiso. El Congreso regularía el comercio interior y exterior y el valor de la moneda, reclutaría un ejército, declararía la guerra y podría “formular cuántas leyes sean necesarias y apropiadas”. Desde los primeros momentos se suscitó la cuestión de la esclavitud. A ella no se aplicaba la pomposa afirmación de que todos los hombres fueron creados iguales; los delegados del Sur sostuvieron la tesis de que se trataba de propiedades y como tales debían ser garantizadas por los poderes públicos. Evitando la palabra esclavo, se consideró que cinco equivaldrían a tres hombres libres a la hora de contabilizar la base demográfica de la representación. Decisión clave fue la fórmula de elección del Presidente. Si se establecía su designación en el Congreso sus poderes quedarían limitados y sentenciada la responsabilidad parlamentaria de los gabinetes, pero se impusieron quienes deseaban un régimen presidencialista, con la fórmula de que votaría un colegio de electores, cuyos componentes serían elegidos en cada Estado por sufragio universal o por el legislativo. Los poderes presidenciales eran amplísimos, casi propios de un régimen monárquico; disfrutaba de autoridad para vetar leyes del Congreso, firmar tratados, mantener un gabinete de asesores, no obstante se introducían cláusulas por las que se podían anular sus vetos e incluso expulsarle del cargo en casos de impeachment, convicto de traición o corrupción. El entramado era incomparablemente más fuerte que el de la antigua Confederación, pero el Código constitucional, al tiempo que establecía el contrapeso de poderes, trataba de conjugar los federales con los estatales, estableciendo garantías para los Estados, como el derecho de un gobierno republicano, la integridad territorial y la de no podérseles privar de la representación igualitaria en el Senado. Por medio de enmiendas podía revisarse algún artículo o introducir una disposición no prevista. Los representantes no tienen poderes inherentes, son meros agentes del pueblo; la aportación norteamericana estriba en la aplicación del criterio mayoritario, articulando la conclusión jeffersoniana de “la aprobación de los gobernados” como fuente del poder. La aceptación de la Constitución por los distintos Estados fue lenta, pero un año después estaba sancionada y Nueva York convertida en capital provisional de la joven nación. 4. IMPACTO DE LA REVOLUCIÓN AMERICANA Con la consolidación del nuevo Estado federal americano se inicia una época de intensas conmociones políticas en ambas orillas del Atlántico. Se había comprobado en primer lugar que una serie de principios abstractos elaborados por los filósofos se podían plasmar en instituciones reales, que articulaban la sociedad. Por otra parte, los padres de la independencia se convirtieron en figuras míticas; las estancias de Franklin y Jefferson en París estuvieron rodeadas por una aureola de devoción mesiánica, que también prestigiaba a los «americanistas», como Lafayette, que había contribuido al éxito militar de la revolución. Algunos pensadores vaticinaban que se había terminado la era de las colonias; así apostrofaba el abate Raynal a las metrópolis: «he ahí lo que el destino ha sentenciado sobre vuestras colonias: o vosotros renunciáis a ellas, o ellas renunciarán a vosotros». La sublevación de Irlanda contra Inglaterra ofrece concesión directa con los acontecimientos del Nuevo Continente. La guerra afectó gravemente a la economía irlandesa al cesar las exportaciones hacia América, y las revueltas campesinas se convirtieron en el exponente social de la crisis. Por otra parte, al amenazar los franceses con una invasión de la isla, los ingleses, que tenían sus efectivos en las costas de Norteamérica, se vieron obligados a armar milicias voluntarias en las que tuvieron que admitir católicos. Así surgió el programa reinvindicador de los irlandeses: derecho de voto también para los católicos y Parlamento elegido, peticiones que al ser rechazadas en el Parlamento de Dublín fueron asumidas por una organización 32

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clandestina, los Irlandeses Unidos. En la misma Inglaterra el sector radical de los whigs se convirtió en defensor de los insurgentes americanos y elaboró un programa en el que pedía sufragio universal, voto secreto, representación por distritos proporcional a la población. Del choque de los grupos se desembocó en revueltas en Londres (1780), y Pitt prometió reformas, que luego fueron olvidadas. En las Provincias Unidas de los Países Bajos, mientras el partido orangista solicitaba acrecentar las prerrogativas del estatúder, Guillermo V, que gobernaba todas las provincias, y el partido de los regentes se inclinaba por mantener la organización tradicional, el partido patriota, admirador de los hombres de la independencia americana, solicitaba elecciones y sumisión del estatúder al poder legislativo. Ante la cerrazón de Guillermo V, con el apoyo de los regentes los patriotas consiguieron destituir al estatúder, pero la intervención de Prusia y de una flota inglesa repusieron a Guillermo V e hicieron fracasar la revolución. Los belgas, sometidos al imperio austríaco, pensaron que era el momento de intentar un nuevo orden. Claramente se trataba de una revuelta de los privilegiados, pues eran aristócratas los que se oponían a las medidas reformistas del emperador José II. No obstante, el movimiento encontró apoyo popular cuando José II, con su afán centralizador, decidió suprimir las instituciones tradicionales belgas. La carestía del año 1788 y la coincidencia con el estallido revolucionario en Francia provocaron la salida del país, en 1789, de las tropas austríacas. La declaración de independencia de la provincia de Flandes sigue casi literalmente la de los Estados Unidos. A la muerte de José II la división entre los grupos políticos belgas hizo posible que las tropas austríacas volvieran a ocupar el país. También en Suiza se inició un movimiento de protesta contra la desigualdad entre los cantones. En Ginebra ocuparon el poder los revolucionarios, pero la ayuda de Piamonte y otros aliados restableció la situación y provocó el exilio de los jefes demócratas suizos. Aunque la serie de convulsiones europeas que preceden a la revolución francesa se salda con fracasos, por todo el continente se vive la atmósfera de la revolución. Se traducen los libros de Rousseau y las Constituciones de los Estados americanos, la prensa divulga las nuevas ideas y los acontecimientos recientes; los emigrados llevan su evangelio revolucionario a los países vecinos, y, en concreto, son holandeses y belgas los que acaban de convencer a los revolucionarios franceses de la necesidad de transformar violentamente el orden establecido. II. LA REVOLUCIÓN FRANCESA 1. EL TEMA EN LA HISTORIOGRAFÍA Uno de los máximos especialistas, Albert Soboul, ha vaticinado que la historia de la revolución francesa nunca será acabada ni escrita totalmente; cada generación, a medida que se modifica la metodología histórica, plantea nuevas preguntas y enfoques. Ningún acontecimiento ha merecido tantos libros ni tan plurales maneras de entenderlo. La mayoría de los contemporáneos retuvieron del proceso, sobre todo, su vertiente tremendista: incendios, terror, guillotina, y nos han transmitido relatos pasionales en los que la indagación de los elementos desencadenantes no iba más allá de la teoría del complot; y así las Memorias del abate Barruel reducen el complejo de causas a un complot masónico, y Maistre y Bonald atribuyen a los libros subversivos el desarbolamiento de la monarquía de los Borbones. No superaron los planteamientos polémicas los autores de las primeras décadas del XIX, puesto que en los diez volúmenes que Thiers publica a partir de 1823, si bien se introduce el manejo de la documentación e incluso la encuesta oral a los supervivientes, predomina la intención política de desacreditar a la monarquía absolutista. Los historiadores románticos, con Lamartine, Michelet y Carlyle como figuras descollantes, inician los enfoques colectivos al colocar al pueblo en el primer plano del proceso; Michelet afirma que el pueblo es el único héroe y, desdeñando los datos económicos que se le aparecen en la documentación, se limita a una visión sentimental; por sus encendidas páginas resuenan gritos de libertad. En 1856 Tocqueville, que veinte años antes había publicado un estudio social de la democracia norteamericana, afronta el primer trabajo realmente explicativo, al formular hipótesis que luego debe confirmar con la consulta de los registros de las comunas y los cahiers. Así aparecen los grupos sociales enfrentados, excesivamente homogéneos para los actuales métodos de la Sociología. En ese momento puede comenzar a valorarse el análisis penetrante de un contemporáneo de la Revolución, Barnave, que en vez de situar al Terror como clave de los acontecimientos, tal fuera la estimación de Barruel, Chateaubriand y De Maistre, había retratado la revolución como el choque de grupos sociales calificados por su base económica: frente a la aristocracia terrateniente la difusión del comercio y la industria han impulsado al pueblo a la creación de nuevas leyes políticas. Al iniciarse el último cuarto de siglo Taine (1876) elabora una síntesis de sólido apoyo documental; su minuciosidad en la investigación de los detalles es similar a la de Zola en el campo de la novela, pero las ondas de la obra de Darwin afectan su versión de determinismo y pesimismo, y CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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el 89 aparece como un proceso fatal, inevitable, mientras su ideología conservadora le inclina a fustigar el papel de los jacobinos. Se mueve en estas últimas décadas del siglo XIX la publicística en un plano precientífico, con documentos y deseo de objetividad, pero en el que falta un planteamiento de la naturaleza del conocimiento histórico; no obstante la creación, con motivo del centenario, de la «Sociedad de Historia de la Revolución francesa» y la aparición de los trabajos de Aulard y de la revista La Révolution francaise, que éste dirige, suscitan la aparición de estudios con metodología científica. En 1901 el filósofo y parlamentario socialista Jaurés publica el primer volumen de su Historia socialista de la Revolución francesa, en la que se resaltan los aspectos económicos y sociales, sin desdeñar la influencia decisiva que en todo proceso revolucionario desempeñan las ideas. Más depurados son los métodos de Albert Mathiez, admirador de Robespierre y los jacobinos, por lo que se le ha denominado «Taine de la izquierdas a Mathiez debernos el más penetrante análisis hasta ese momento de las diversas fases del proceso revolucionario y la demostración de la importancia de los parámetros económicos: «la vida cara es el Terror», escribe. Si el pueblo de Michelet era simplemente un colectivo heroico, en Mathiez aparece como la gran fuerza movilizada por los antagonismos, turbada por la cuestión de las subsistencias. Con Sagnac, y más aún con Georges Lefebvre, su sucesor en La Sorbona en 1937, los nuevos métodos de investigación permiten la elaboración de síntesis integradoras de enfoques sociales, económicos y políticos. La tesis de Lefebvre sobre Los campesinos del Norte durante la Revolución desmonta definitivamente la concepción de un proceso urbano, o parisino; sin la revolución en los campos la trayectoria hubiera sido diferente o se hubiera interrumpida, «para los campesinos fue esencialmente una revolución social». Tras la publicación de su originalísimo estudio sobre La Grande Peur de 1789, Lefebvre afronta para la colección Peuples et Civilisations la elaboración de una síntesis, en la que aparecen ensambladas varias revoluciones, en cuanto que cada clase social se define por problemas específicos y, en consecuencia, se mueve por objetivos diferentes. Mientras, desde la derecha, Gaxotte (1928) continúa presentando la revolución como una interrupción lamentable de la historia de Francia, otros grandes maestros completan científicamente los trabajos de Lefebvre. La raíz económica encuentra su intérprete estelar en Labrousse, quien con una precisión estadística admirable demuestra que el estallido revolucionario coincide con la cota de máximos precios y que las crisis agraria y de abastecimiento han de ser también consideradas en la génesis del gran acontecimiento. Los problemas populares y más en concreto los del cuarto Estado, las clases marginadas, ocupan la investigación de Soboul, autor asimismo de una de las síntesis más completas, y el entramado de causas la de Godechot. El Bicentenario, en 1989, motivó la convocatoria de Congresos Internacionales en diversas universidades europeas y en especial en La Sorbona parisina, generando un verdadero aluvión de estudios, si bien desde el punto de vista de la interpretación podrían ordenarse en dos corrientes: la revisionista, inclinada hacia la versión de la revolución política, y la denominada jacobina o revolucionaria partidaria de una exégesis social. La primera había sido iniciada por Cobban en una conferencia en la Universidad de Londres en 1954. Cobban no negaba la existencia de una revolución pero la centraba en la lucha por el poder, no en la transformación social de Francia. El revisionismo encontró su intérprete estelar en Francois Furet, quien relativizó la importancia del factor agraria sosteniendo que la crisis económica simplemente se yuxtapuso a la política, defendiendo la tesis de las élites, de una revolución que sólo movilizaría a las minorías, con lo que descalificaba el papel de los movimientos populares estudiados por Soboul. La escuela denominada jacobina tiene su apóstol en Vovelle, sucesor de Soboul en la cátedra de La Sorbona. Concibiendo la revolución como una ruptura social, puso al servicio de su exégesis trabajos elaborados con criterios estadísticos. Otros autores, Hirsch y Maurice Agulhon por ejemplo, han dedicado estudios refutatorios al reduccionismo de Furet. Hemos de concluir que el tema parece inagotable y que cada generación de historiadores se plantea nuevas preguntas o ensaya diferentes respuestas. Todos los lectores podrían encontrar en esta enorme cosecha historiográfica los enfoques que prefieran. Desde el punto de vista ideológico, los contrarrevolucionarios pueden leer a Gaxotte, los liberales a Thiers, los radicales a Aulard, los socialistas a Jaurés, los comunistas a Lefebvre o Soboul; desde el punto de vista temático, los historiadores se han visto condicionados por la época en que vivieron, y así Thiers o Michelet han escrito historias políticas de la Revolución, Labrousse ha destacado los fenómenos económicos, Soboul los sociales. Esta copiosa literatura traduce los cambios en las concepciones historiográficas, de tal manera que la Revolución Francesa además de un tema es un campo de laboratorio para los cambios que experimenta la propia ciencia de la Historia. 2. LA CUESTIÓN DE LOS ORÍGENES ¿Cuál es el factor desencadenante de la revolución? ¿Son las ideas de los filósofos; o juegan un papel preponderante los desajustes sociales, los problemas económicos, o simplemente el juego de las fuerzas y las contradicciones políticas? Estos cuatro factores han sido los que han centrado la atención, pero no puede 34

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olvidarse algún otro, como el demográfico, las tensiones derivadas del crecimiento de la población francesa que pasa en cincuenta años de 18 a 26 millones, en 1789, presentando así una pirámide de población con predominio de los jóvenes deseosos de cambios. Veamos de manera sintética los aspectos fundamentales. a) Ideas. Crane Brinton ha asegurado que todas las revoluciones se inician en las mentes o en las páginas de los libros, basándose en la tradición que hace de los filósofos ilustrados franceses los padres de los acontecimientos revolucionarios. En efecto, la separación de poderes que sostiene Montesquieu como eje de un Estado moderno y la doctrina de la soberanía nacional de Rousseau aparecen inevitablemente en los textos programáticos y desmontan los presupuestos en los que se apoyaban las monarquías absolutas, pero a diferencia de juristas, literatos o filósofos los historiadores han de calibrar en qué medida las ideas influyen en los hechos, o, como planteó Lefebvre, los procesos económicos y los acontecimientos políticos en las ideas, ya que no debe aceptarse que sean simple material de gabinete. Con respecto al influjo de Montesquieu, Mathiez ha mitigado su originalidad precisando que son corrientes políticas del siglo, como el Despotismo Ilustrado, las que suscitan sus reflexiones. En otro sentido, ha de indagarse en los canales de difusión de la filosofía de las «luces», ya que la influencia de las ideas depende más de su propagación que de su bondad intrínseca, y sobre este supuesto Furet ha señalado el papel protagonista de los oradores, frecuentemente intelectuales, capaces de dirigirse al pueblo y hablar en su nombre, en contraste con el ejercicio del poder en las cámaras reales; se ha pasado de la palabra del poder al poder de la palabra, resume el historiador francés. b) Desajustes sociales. El planteamiento de Barnave de transferencia del poder de la clase terrateniente a las nuevas clases del comercio y la industria sigue siendo válido. La sociedad estamental montada sobre la desigualdad de funciones y derechos, con privilegios de clero y nobleza, no podía satisfacer los requerimientos de un pueblo dinámico. En los «cuadernos de quejas» que redacta cada grupo ante la convocatoria de los Estados Generales se recogen los intereses enfrentados. En el siguiente apartado analizaremos los desajustes sociales, que presiden enfoques como los de Jaurés, Lefebvre, Soboul, Guerin, dispares en contenido pero coincidentes en señalar que la revolución significa la extinción de los residuos feudales en Francia. c) Problemas económicos. La mala cosecha de 1788 provoca el alza de los precios del grano y el pan, mientras el hundimiento de los del vino arruina a los pequeños agricultores de Burdeos, Borgoña y regiones del Loira. La carestía del pan en París abruma a peones y jornaleros. Completando las gráficas de precios dibujadas por Labrousse, con dientes de sierra (alzas súbitas) desde 1780 y el máximo de siglo en 1789, Godechot ha anotado disturbios en los mercados, con saqueos en Valenciennes, Dunkerque, Rouen, a lo largo del mes de mayo de 1789, y negativas de los campesinos al pago del diezmo. A esta crisis coyuntural de subsistencias ha de añadirse la estructural del Estado francés, dotado de un sistema impositivo anacrónico, que sitúa los ingresos muy por debajo de los gastos; el Compte du Tressor señala, para 1788, 629 millones de libras como gastos y 503 como ingresos. Los dispendios de la Corte -36 millones- y el costo de la ayuda a los independentistas norteamericanos -dos mil millones y medio de libras- son factores agravantes de una situación que agobia sucesivamente a los hacendistas (Turgot, Neeker, etc.) En 1788 el déficit alcanza el 20% del presupuesto y se comprueba la imposibilidad de superarlo sin nuevas figuras impositivas que se imputen a los estamentos exentos, pero tal intento provoca su oposición enérgica. Es la denominada «revuelta de los privilegiados», considerada como la primera fase de la revolución. Confluyen así los desajustes estructurales de la Hacienda en cuyas obligaciones no participan las clases adineradas, con la elevación del precio del pan, que según cálculo de Labrousse absorbía la mitad del presupuesto de una familia popular. Casualmente coinciden el día de la toma de la Bastilla y el de la cota más alta del siglo en el precio del pan; el hambre empuja a las masas a posturas exasperadas. Lo vaticina un mes antes, en junio, el adjunto al comandante de las tropas de la región parisina: «hay motivos para temer que el hambre agrave los disturbios y que finalmente las cosas lleguen a un punto en que las masas no tengan más solución que defenderse». d) Crisis política. Ni la filosofía de las luces ni el hambre del pueblo hubieran probablemente desembocado en el derribo de la monarquía de no haber coincidido con una larga crisis política, en la que se ha producido el divorcio de los cuerpos aristocráticos y el trono. Las reformas de los déspotas ilustrados a lo largo del siglo XVIII y los intentos de revolución fiscal que ensayó Luis XV habían suscitado una profunda inquietud en los sectores afectados; la alianza trono-aristocracia era ya sólo un recuerdo cuando un monarca débil, Luis XVI, complica la soledad de la monarquía con las limitaciones de su persona. Por otra parte, la estructura administrativa del Estado resultaba inapropiada y acuciaba adaptarla a una sociedad más compleja. ¿Podía acometerse la modernización con un monarca solitario, que no reunía los Estados Generales, la única asamblea nacional, y gobernaba con sus consejeros, como los reyes del siglo XVII? El clamor por la convocatoria de los Estados Generales, inexcusable si se deseaba la implantación de nuevos impuestos, define la atmósfera de los primeros momentos de la revolución. CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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3. CRISIS DE LA SOCIEDAD FRANCESA Las tensiones en el seno de una sociedad de estructura feudal, inadecuada para la modernización del Estado o para el despegue de la economía, y especialmente los problemas de lo que constituye la base demográfica de esa sociedad, el campesinado, ocupan un lugar axial en la génesis y el desarrollo de la revolución francesa. En otro modelo feudal, el prusiano, la aristocracia terrateniente y la monarquía concedieron desde arriba medidas como la abolición de la servidumbre, que sirvieron de espitas para evitar la explosión revolucionaria; frente a la prusiana, la vía francesa se caracteriza por la obtención de medidas transformadoras tras una lucha de cuatro años, desde abajo, por la presión de las masas populares. Así pues, las contradicciones sociales han de buscarse, en primer lugar, en el campo. De una población de 26 millones de habitantes sólo dos viven en las ciudades, y únicamente París, con 600.000 vecinos, supera los 100.000 habitantes, y cuatro, Marsella, Burdeos, Lyon y Nantes, los 60.000. De la población rural más de veinte millones de personas son campesinos, sobre cuya relación jurídica con la tierra no es fácil trazar un cuadro sencillo. Predomina el campesino propietario en las regiones de bosques y las montañas, pero dispone de un escaso porcentaje de propiedades en las tierras de trigo y pastoreo al Norte y el Oeste. En 1789 la nobleza y el clero poseen del 30 al 40 % del suelo cultivado. Del resto, una parte es propiedad de los burgueses, que viven en las ciudades. Sólo una minoría de campesinos, alrededor de dos millones, disfruta de propiedades suficientemente grandes para vivir con sus familias. Este sector del campesinado adoptará ante la revolución posturas más reticentes. Difieren sin duda las aspiraciones de labriegos propietarios y braceros, pero más todavía las de siervos y campesinos libres. A pesar de las medidas que se adoptaron a lo largo del siglo XVIII la situación de los siervos es, en vísperas de la revolución, insostenible, fuera de las tierras reales no tienen derecho, a no ser que paguen una elevada tasa, a transmitir en herencia sus pertenencias a sus hijos; su adscripción a la gleba les obliga a permanecer en las propiedades del señor. Los campesinos libres sin propiedad, braceros, constituyen una masa cada vez más numerosa en la medida en que la crisis económica proletariza a los niveles de renta inferiores que no pueden afrontarla. Todos los campesinos -siervos y libres- se hallan sujetos a cargas onerosas: impuestos reales, en los que a la tradicional talla, de la que están exentos clero y nobleza, se han añadido, tras las guerras del último siglo, la captación, la décima y la veinteava parte de los productos, y prestaciones personales, por ej. trabajos para transportes militares y conservación de caminos; impuestos eclesiásticos, como el diezmo, entre la doceava y quinceava parte de la cosecha, pagadero a la Iglesia o a los señores que han comprado el derecho de percepción, amén de otras cargas como la primicia y tasas de altar; impuestos señoriales, los más elevados e impopulares, que han de satisfacerse al señor en su calidad de propietario eminente de las tierras de una demarcación territorial (señorío) y administrador delegado de la justicia, de donde derivan obligaciones como rentas o censos que satisfacen por el trabajo de la tierra, corveas o tareas personales con que han de proveer de mano de obra gratuita al señor, y finalmente tasas por el uso de lo que constituyen monopolios señoriales (molino, horno, caza). A esta serie de gravámenes que convierten al campesino en máquina de trabajo para que los señores obtengan beneficios de la tierra ha de añadirse los pagos excepcionales, como los derechos de laudemio, debidos en herencias o compra-ventas. Lejos de suavizarse este sistema de recaudación acumulativo, la subida de precios excitó a los señores a extorsionar más intensamente al campesinado, que se vio prensado entre apremios, exigencia rigurosa del diezmo y agobios por el crecimiento rápido de las familias. Se explica fácilmente la resistencia al pago de los diezmos y derechos señoriales. La situación social de las ciudades resulta más complicada y difícil de conocer. A lo largo del siglo XVIII se agravan las condiciones de vida de las masas populares urbanas, Labrousse ha estimado que el coste de la vida aumentó en un 45 % entre 1771 y 1789 mientras los salarios sólo lo hicieron en una media del 17 %, por lo que se puede deducir que existían sectores sociales crecientemente descontentos, en potencia masa proclive a la revolución. Como el poder adquisitivo se orientaba hacia los alimentos, y las súbitas oscilaciones, especialmente de los cereales, podían hacerlos inaccesibles, parece lógica la teoría de que el hambre fue uno de los motores de la revolución. Los contrastes de fortuna dentro de las ciudades constituyen otro argumento para quienes postulan una profunda transformación social. Conocemos bien la estructura de París, por un estudio sobre el año 1749, cuya situación es probablemente similar a la del año 1789. Por los contratos matrimoniales se comprueba la presencia de grandes fortunas, con un tercio de dotes que superan las 5.000 libras. En la capital convivían, por tanto, familias con grandes fortunas y una extensa masa de desheredados que sobrepasaba el medio millón de personas. Sieyés, en su famoso folleto de 1789 ¿Qué es el Tercer Estado?, afirma: «todo cuanto no sea el Tercer Estado no puede considerarse como la nación». La clase activa de la revolución, la burguesía, es su núcleo preponderante. Pero lo que en realidad unía al Tercer Estado era la oposición a los privilegios, puesto que las diferencias de fortuna e influencia dentro de este estamento eran evidentes. En París y en los centros urbanos se localizaba el sector más importante de las profesiones liberales: funcionarios, abogados, profesores; en 36

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Toulouse, Le Havre y Rennes era numerosa la burguesía de rentistas; en los puertos de Burdeos, Nantes y La Rochelle, comerciantes que se lucraban del comercio con el Caribe; la burguesía de las finanzas, los, empresarios y banqueros, ejercían una mayor influencia por su hábito de mecenazgo, de protección a escritores y artistas. Grupo heterogéneo, preparado e impaciente por desalojar a los aristócratas de sus centros de poder. 4. INICIOS DE LA REVOLUCIÓN Lefebvre señala tres fases revolucionarias en los primeros momentos del proceso: aristocrática, burguesa y popular. La primera, también denominada revuelta de los privilegiados, no es otra cosa que la oposición de los dos estamentos superiores a las medidas con las que varios hacendistas, Turgot, Necker, Calonne, Brienne, intentaron remediar el déficit creciente del Estado francés. Desde 1783 Calonne hizo frente a las dificultades económicas mediante préstamos de particulares a la Corona, pero, tuvo, finalmente, que reconocer que era indispensable una reforma del sistema fiscal y propuso el establecimiento de la subvención territorial, que habrían de abonar las propiedades agrarias según su extensión, y el rescate de los derechos señoriales percibidos por la Iglesia. La primera asamblea de notables que habría de aprobar estas propuestas, reunida en Versalles en febrero y marzo de 1787, desechó casi la totalidad de las medidas fiscales y posteriormente, ante el intento de Brienne de que se aprobara al menos la subvención territorial, La Fayette lanzó por vez primera la idea de convocar una Asamblea nacional, los Estados Generales del Reino. La asamblea de notables de Versalles, integrada por príncipes, grandes nobles, prelados, consejeros del rey y magistrados municipales, señala con la petición de convocatoria de los Estados Generales para acometer la reforma fiscal el verdadero inicio de la revolución. Brienne intentó hacer aprobar las reformas en una asamblea de París, pero el grupo denominado patriota o nacional, en el que figuraban Condorcet, Danton, Barnave, La Fayette, Mirabeau; boicotearon todos los acuerdos y consiguieron la convocatoria de los Estados Generales, que no se habían reunido desde la remota fecha de 1614. El partido patriota aprovecha las sociedades que se habían ido formando, logias masónicas, sociedades económicas, salones, tertulias de café, para difundir sus ideas e imprimir miles de panfletos y los primeros periódicos revolucionarios. El reglamento electoral no fijaba fecha única para la convocatoria de la elección, que dependía de los organismos locales, y esta circunstancia, aliada a la propaganda propia de una consulta al pueblo contribuyó a intensificar la atmósfera revolucionaria hasta el punto de que Lefebvre ha afirmado que sin reunión de los Estados Generales no hubiera estallado la revolución, al menos en ese año. Los representantes del Tercer Estado eran elegidos en asambleas que al mismo tiempo redactaban sus “cuadernos de quejas” (cahiers de doléances); y de manera similar nobleza y clero elaboran los suyos, documentación que nos permite conocer los problemas y aspiraciones de cada estamento en los momentos alborales de la revolución. No faltan coincidencias en el conjunto de los cahiers; así comprobamos cómo burguesía y nobleza sostienen la necesidad de una monarquía constitucional y de la reforma de la administración estatal, mas a la hora de establecer medidas concretas cada grupo social presenta intereses específicos. Los cuadernos de clero y nobleza se aferran a los privilegios, pero piden el fin del despilfarro, la regulación de las aduanas interiores y de un sistema unitario de pesos y medidas, libertad de prensa, reunión periódica de los Estados Generales. Los del Tercer Estado van más lejos al añadir a la solicitud de las libertades de expresión, reunión y comercio la igualdad de los tres estamentos y la abolición del diezmo, la jurisdicción y el monopolio de caza. Los jornaleros de Reims, Troyes, Marsella y Lyon muestran su preocupación por precios y salarios. Más radicales son algunos cuadernos de campesinos, que piden la supresión de cargas e impuestos, pero además se señalan las diferencias entre los braceros sin tierra, obsesionados por acceder a la propiedad, y los campesinos propietarios, celosos de reafirmar sus derechos contra cualquier veleidad de revolución agraria. Las elecciones se celebran en la primavera de 1789; se elige a l.139 diputados y se redactan 40.000 cuadernos, que nos permiten conocer bien la Francia prerrevolucionaria. La reunión de los Estados Generales se abre en Versalles el 5 de mayo, presidida por Luis XVI. Los seiscientos diputados del estado llano igualaban, en número a los de la nobleza y clero, de ahí que se inclinaran por la reunión en una sola sala y por la votación por individuos, mientras los privilegiados deseaban deliberar por separado y emitir el voto por estamento, disensión que traduce dos concepciones diferentes de la sociedad -estamentos o individuos-. Mientras nobleza y clero se reúnen en dos salas reservadas, los diputados del estado llano deliberan en la gran sala que pronto llamaron «nacional» y exigen que se verifiquen los poderes de los diputados en sesión conjunta. Los problemas de reglamento consumieron todo el mes de mayo, sin que se discutiera ningún tema, pero en las deliberaciones del estado llano algunos diputados, Barnave, Mounier, Sieyés, radicalizan a sus compañeros y tratan de conseguir que se les unan diputados progresistas de los otros estamentos. Por fin Sieyés decide romper con la legalidad y propone que se considere rebeldes a los que no acudan a la Asamblea del Tercer Estado; el 17 de junio la reunión se adjudica el nombre de Asamblea Nacional. Tres días después, al encontrar la cámara cerrada y el CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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anuncio de que Luis XVI presidiría una reunión real, los diputados se trasladan al Juego de Pelota y Mounier propone la fórmula del juramento: «allí donde se encuentran sus miembros reunidos está la Asamblea Nacional; todos los miembros de esta asamblea prestarán en este mismo instante solemne juramento de no separarse jamás y de reunirse cuando así lo exigieran las circunstancias hasta que la constitución del Reino sea establecida...». En las sesiones siguientes algunos miembros del clero se unen a los de la burguesía y, finalmente, representantes de clero y nobleza deciden aceptar la asamblea conjunta para la elaboración de una constitución. Ese día, 27 de junio, comienza la Asamblea Constituyente, primer período del proceso revolucionario. 5. REVUELTAS POPULARES Tras la protesta de los privilegiados y la rebeldía de la burguesía los movimientos populares configuran el tercer plano de la revolución. Ya desde agosto de 1788 las malas cosechas en el campo y los rumores en los centros urbanos movilizan muchedumbres inquietas. Rudé ha clasificado esta dinámica popular en revueltas políticas, del hambre y laborales, según estén generadas por las extrañas noticias en tomo a la convocatoria de los Estados Generales, los problemas de los alimentos o la presión por la elevación de los salarios. En realidad no se trata de movilizaciones diferentes, ya que la crisis económica se funde con la política, y la prueba es que a los aristócratas que defienden sus privilegios se les acusa a un tiempo de complot contra la nación y acaparamiento de las provisiones para vencer, por el hambre, al pueblo. Hambre y miedo son para Godechot las dos coordenadas de la primavera de 1789, pero el miedo -precisa Lefebvre- no es cobardía, provoca una reacción defensiva que estalla en las jornadas de julio y la leva en masa para oponerse a los movimientos de tropas pretendidamente extranjeras. De los relatos de los diferentes testigos se pueden vislumbrar los componentes emocionales, los rumores y temores que preceden a la convulsión del verano; un observador escribe al ministro de Asuntos Extranjeros que todos los días llegan tropas a los alrededores de París; el librero Hardy anota en su «Diario» que los príncipes acaparan grano intencionadamente. Por los archivos policiales disponemos de datos minuciosos sobre las revueltas de abril. En el suburbio de San Antonio sólo se asalta los negocios que venden alimentos, aunque en un par de casos se produzcan manifestaciones contra fabricantes, acusados de rebajar los salarios. La insurrección de París el 14 de julio constituye el acontecimiento central de la dinámica popular en la primera fase de la revolución; su impacto en la opinión se deduce de la multiplicidad de testimonios, desde relatos de los asaltantes y defensores de la Bastilla hasta las cartas que escriben los habitantes de París aquellas jornadas o los comentarios de los diputados, de segunda mano, porque se encuentran; todos en Versalles y se limitan a glosar las noticias que reciben, o la proliferación de hojas y periódicos a partir del día 15. Desde la última semana de junio el pan ha subido de 9 a 15 sous (sueldos) las cuatro libras, el 12 de julio llega a París la noticia de la destitución de Necker y al día siguiente el pueblo busca, afanosamente, armas, temiendo un golpe contrarrevolucionario del monarca. La milicia ciudadana o Guardia Nacional reclutada por el Ayuntamiento provisional tanto para prevenir la reacción de Versalles como el desorden de los pobres, carecía de armamento y resultaba indispensable disponer de los fusiles de los inválidos y de los cartuchos trasladados desde el Arsenal a la cárcel real de la Bastilla. Besenval, comandante de la plaza, se queja en sus «Memorias» de que los soldados favorecieron la entrada de la muchedumbre en los Inválidos y no tuvo otra opción que retirar la guarnición de la capital. La mañana del 14 de julio otra multitud más inquieta, con gritos de pan y pólvora, se dirige a la Bastilla, y aprovechando los titubeos del gobernador De Launey, quien tras el primer tiroteo ordena la bajada del puente levadizo, irrumpe en la fortaleza y asesina al gobernador y a varios oficiales. La toma de la Bastilla es un símbolo, el pueblo ha ocupado un bastión real, París se ha perdido para la monarquía. Rudé ha estudiado la composición social de los asaltantes y ha demostrado que predominan los vecinos del barrio obrero de San Antonio y profesionalmente los artesanos: carpinteros y ebanistas, cerrajeros, zapateros, etc., pero no faltan militares y ex-militares; sin embargo, no intervienen las futuras figuras de la revolución, como Desmoulins y el nuevo comandante de la fortaleza, Danton, que llegaron cuando ya había sido tomada. En el verano las revueltas se multiplican por varias regiones de Francia; es el «Gran Miedo» estudiado por Lefebvre. Se rumorea que los aristócratas reclutan bandidos y los campesinos se apresuran a organizarse en grupos armados. Excitados, al no encontrar a los presuntos bandoleros, se revuelven contra los señores e incendian los castillos, en los que se guardaban las listas de inscripción de rentas y obligaciones feudales. En la jornada del 4 de agosto, cuando la Asamblea decide la abolición de tales obligaciones, influyen las noticias de los incendios. El 5 de octubre otra subida del pan provoca una marcha de iracundas mujeres sobre Versalles, lo que motiva el regreso del Rey y la Asamblea Nacional a París. Estas movilizaciones populares se repiten intermitentemente a lo largo de los años de la revolución e impiden en unas ocasiones la vuelta atrás y en otras radicalizan los programas al situar en centros de decisión a los exaltados: 38

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1- en la primavera y verano de 1791 se suscita un extenso movimiento salarial, cuyo portavoz fue el Amigo del Pueblo, de Marat, carpinteros, sombrereros y tipógrafos exigen el establecimiento del salario mínimo; una asamblea de obreros que representa a 80.000 asociados es declarada ilegal al aprobarse la ley Le Chapelier, que prohíbe las asociaciones obreras; 2- con la guerra y la inflación se desata una oleada de revueltas en 1792, las más extensas en tomo a Chartres. El movimiento comienza entre los pobres, leñadores, y herreros del bosque de Conches y el valle del Eure. Las bandas fijan precios del pan y de los cereales, y posteriormente de otros artículos. En 1792 los sans-culottes o desharrapados de París planean el asalto a las Tullerías, que desmonta la monarquía; en 1794 las exigencias desorbitadas de salarios por encima de la evolución de los precios contribuyen a la reacción en pro de una revolución ordenada y al derrocamiento de Robespierre y los jacobinos. Son muchos los momentos y decisiva su influencia en la orientación de los acontecimientos, comprobación que obliga a revisar la tesis tradicional de un proceso monopolizado y acaparado por la burguesía. Los estudios de Soboul sobre los «sans-culottes» y de George Rudé sobre el conjunto de los movimientos de masas y la composición social de algunos aportan a la historiografía de la revolución el papel del cuarto Estado, de los artesanos, pobres y parados. 6. LOS GRUPOS POLÍTICOS Los revolucionarios conciben la transformación de Francia de diferentes maneras. En la Asamblea Constituyente ejercen una influencia fuerte los constitucionales, dirigidos por Mirabeau y La Fayette, partidarios de una monarquía moderada por una constitución. Un sector de la aristocracia se integra en este grupo. Los girondinos representan el sector moderado de los republicanos, su figura destacada es Brissot; sus primeros miembros, diputados del departamento de la Gironda (de ahí su nombre), proceden de la alta burguesía que ha intervenido en el comercio oceánico, en Burdeos y Nantes. Son partidarios de realizar la revolución por medio de la ley, desaprueban el terror y defienden la propiedad. «Mi Dios es la ley», dice Isnart. Se inclinan a dar importancia a las provincias frente a París y creen que las ideas revolucionarias poseen un valor universal, la revolución se extenderá fuera de Francia. Los jacobinos, cuya base social es la burguesía media y las clases populares, piensan en soluciones extraordinarias; la revolución se realizará sin reparar en medios. Prefieren los hechos a las teorías. Son centralistas; la revolución se hará desde París, cuyo Ayuntamiento controlan. Están dispuestos a limitar la propiedad privada y la libertad individual. Su figura más representativa es Robespierre. A su derecha se desgajará un núcleo en torno a Danton y Camilo Desmoulins. Un sector más exaltado, los demócratas, defienden, por medio de Carnot, el sufragio universal y la asunción directa de la soberanía por el pueblo. En relación con ellos, pero actuando preferentemente en la calle, en vez de en las Asambleas, se desenvuelve el grupo de Marat. 7. OBRA DE LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE Frente a un grupo de diputados conservadores que propugnaba la represión de los alzamientos campesinos, la mayoría de la Asamblea Nacional estimó que la cuestión agraria constituía la primera urgencia en la tarea de renovación de la sociedad francesa, y en un clima de elevada tensión emocional aprobó en la noche del 4 al 5 de agosto la supresión de los privilegios estamentales -jurisdicciones señoriales, venta de cargos, derechos de caza- y del diezmo, y articuló en decretos, ya con reticencias de algunos sectores pasado el clímax revolucionario de aquella noche, la igualdad de derechos, la accesibilidad universal a los empleos y la obligación de todos al pago de los impuestos. La fiebre transformadora culmina el 26 de agosto con la “Declaración de derechos del hombre y del ciudadano”, en la que implícitamente se rechaza la monarquía aristocrática y se definen como principios fundamentales la libertad, la propiedad, la igualdad y la resistencia a la opresión. «Catecismo del orden nuevo» se ha llamado a este documento solemne y trascendental. La exaltación de los derechos del individuo y de manera reiterada la libertad -de pensamiento, de palabra y prensa, de trabajo, de propiedad- recorren vibrantes esta proclama grandilocuente, pero bien pronto los legisladores de la Constituyente introdujeron trabas, que en el fondo son transgresiones disimuladas de su propia filosofía. La libertad fue a veces invocada precisamente para recortarla; se abolió la esclavitud en Francia pero se mantuvo en las colonias, donde el esclavo era considerado simplemente una propiedad y, por tanto, derecho sagrado de los plantadores; la ley Le Chapelier, invocando la libertad de trabajo, prohíbe la asociación de los obreros.. La más elemental, el derecho político del voto, se restringe a una minoría, los ciudadanos activos, “verdaderos accionistas de la gran empresa social” según Sieyés, quienes han de pagar una contribución directa igual o mayor que tres días de salario. Estos habrían de elegir en Asambleas primarias a los electores, uno por cada cien ciudadanos, a los que se exigía contribución equivalente a diez días de haberes. Por tanto, la tesis ilustrada de la igualdad de los hombres venía matizada en el campo de la CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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vida política por el factor decisorio de la desigualdad de las fortunas. Se ha interpretado esta incongruencia como el deseo de la Asamblea de no desenvolver su legislación en el terreno de las ideas abstractas, antes bien aplicarla a una sociedad concreta que debía ser previa y escrupulosamente examinada. Pero no se resume la vida política en el cenáculo de la Asamblea, nota distintiva de la nueva era es la politización de la calle frente al monopolio de cámaras y antecámaras que definió el Antiguo Régimen. En teatros, cafés y clubes se discute, y dos de éstos juegan un papel político de gran influencia; el club de los jacobinos, que cuenta entre sus oradores a Mirabeau, La Fayette y Robespierre, y el club de los «Cordeliers» (franciscanos), fundado por Danton y dominado por la oratoria apasionada de Marat y Desmoulins. En la calle resuena la voz de los periódicos; los más célebres, L’ Ami du Peuple de Marat, Les Révolutions de France et de Brabant de Desmoulins, Le Patriote Francais de Brissot y Journal des Debats del club de los jacobinos de París. Nueva era, para la prensa, a partir de la toma de la Bastilla se calcula que nacía en Francia un promedio de un diario y los más populares alcanzan hasta 16.000 ejemplares; nueva era para los periodistas, que en pocas jornadas pueden convertirse en figuras nacionales; en 1791 se publican 150 periódicos en París. Contra la reducción clase política-clase adinerada, Marat y Desmoulins escriben con vehemencia, considerándola una deformación absurda del principio rousseauniano de la soberanía nacional. A pesar de sus titubeos, la obra de la Constituyente fue inmensa. El nuevo código penal abolió la tortura; se subastaron bienes nacionales, sustraídos principalmente de propiedades de la Iglesia, con el objetivo de incrementar el número de propietarios; se reformó la tributación y creó una nueva moneda, el asignado; se unificó el mercado interior con la supresión de aduanas y peajes. La obra de la revolución produjo inevitables fricciones con la Iglesia, lo que abría a los contrarrevolucionarios algunas posibilidades de acción. La cuestión religiosa era la desembocadura de procesos económicos, como la conversión de parte de los bienes eclesiásticos en nacionales o la abolición del diezmo; sociales, como la supresión de privilegios, y principalmente políticos, al intentar los nuevos poderes menoscabar su independencia o al proclamar la supresión de una religión oficial del Estado. Tras decidir la extinción del clero regular, con excepción de las órdenes de enseñanza y caridad, en julio de 1790 se votó la «Constitución civil del clero», que establecía la elección de obispos y párrocos por procedimientos similares a los funcionarios civiles, y en decreto posterior (noviembre) les obligaba al juramento de la Constitución. Esta última disposición provocó la división del clero; una minoría, solamente siete obispos, entre ellos Talleyrand, aceptaron el juramento; el resto, con la casi totalidad de los sacerdotes del Norte, el Oeste y la Alsacia, constituyó el clero denominado refractarios, al que se le prohibió la administración de los sacramentos. Las tensiones con el Papa Pío VI no eran tan peligrosas para la revolución como la actuación clandestina de muchos sacerdotes y el apoyo de los pueblos, que empezaron a ver aspectos injustos en la nueva era. La Constitución de 1791 es un ensayo de monarquía liberal, en un momento en que los diputados no se atrevían a afrontar la responsabilidad, de apoyar el poder ejecutivo en otra forma de Estado, pero a diferencia de la monarquía del viejo régimen, que aglutina potestad ejecutiva y legislativa -recuérdese el lema «si lo quiere el rey, lo quiere la ley»- en diversas formas, leyes, ordenanzas, edictos, reglamentos, con la Constitución el monarca está limitado y el poder legislativo reside en la Asamblea elegida por la nación soberana, instaurando así la división de poderes propugnada por Montesquieu. Todos los poderes emanan de la nación. Aplicando la idea girondina de descentralizar la Administración se crean 83 departamentos; los ayuntamientos incrementan sus atribuciones; los jueces son nombrados y pagados por el Estado, con lo que se pone fin a las justicias señoriales y a la venta de cargos por el rey. En el orden económico impera la filosofía básica del liberalismo: libertad de comercio, producción, cultivo, trabajo. Pero fue en este campo donde surgieron los problemas más difíciles. El lanzamiento de papel moneda, el asignado, en cantidades excesivas, para afrontar los gastos estatales, provocó un proceso inflacionista y graves conmociones sociales. El año 1791 es crítico en la consolidación del nuevo régimen. Aristócratas y refractarios dentro, emigrados fuera, tratan por todos los medios de desarbolarlo; con la crisis, los obreros aumentan su presión. Amenazada por ambos extremos, por los nostálgicos del orden antiguo y por los extremistas sociales que gritan que la revolución ha sido secuestrada, la burguesía no se presenta como un grupo coherente. Los sectores moderados, con Mirabeau al frente, creen llegado el momento de devolver algunas atribuciones al rey y frenar un movimiento del cuarto Estado, que consideran amenazador. La muerte de Mirabeau, en abril, sitúa al frente del sector temeroso de la amenaza demócrata a un triunvirato, Barnave, Du Port, Lameth, que se aproximan a La Fayette y piensan crear una cámara alta y disolver los clubes. Pero Robespierre maniobra con extraordinaria habilidad al frente de la izquierda. El monarca, desconcertado en aquella vorágine de fuerzas hostiles, incomprensibles para él, huye de París (20 de junio) pero es detenido en Varennes; y aunque, obligado a regresar, reconoce la autoridad de la Asamblea, se descubre la proclama en que afirma 40

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que, con ayuda de potencias exteriores, recuperaría su poder absoluto. Es el anuncio del fin de la monarquía. Para Aulard es un periódico de extrema izquierda, Le Mercure National, el primer órgano que sostiene públicamente la causa republicana. Con la disolución de la Asamblea Constituyente y la convocatoria de elecciones finaliza el primer período de la revolución. La suerte de las reformas y la orientación de la nueva Asamblea dependerá de la consulta electoral. 8. ASAMBLEA LEGISLATIVA (OCTUBRE 1791-AGOSTO 1792) En la composición de la nueva Asamblea dominan todavía los propietarios y el sector legalista de la burguesía, los abogados. La mayoría de los diputados son jóvenes. En su composición política pueden distinguirse cuatro tendencias: la derecha, partidaria de una monarquía limitada, con dos grupos, lamethistas y lafayettistas (264 diputados); la izquierda, en su mayor parte girondinos, dirigida por Brissot y Condorect (136 diputados); la extrema izquierda, dirigida por Carnot, que pide el sufragio universal (número minoritario e indeterminado de diputados): y el centro, mayoritario, con 345 diputados, independientes y constitucionales, hombres notables vinculados a la revolución, pero sin opiniones precisas, basculando entre los conservadores y los exaltados. La Asamblea decide enfrentarse con los enemigos de la revolución y decreta el secuestro de los bienes de los emigrados y la deportación del clero refractario. El choque con el monarca desacreditado tras su intento de fuga lo consideran los brissotinos inevitables La crisis económica es grave, la cosecha de 1791 ha sido escasa, y las revueltas en ciudades y campos adquieren nuevamente auge. En esas circunstancias todos llevan un doble juego; la izquierda parlamentaria somete al rey decretos y decisiones para descubrir su oposición a la revolución; el monarca apoya a los candidatos más exaltados, por ejemplo a la alcaldía de París, suponiendo que «el exceso de mal», comenta la reina María Antonieta, es el que menos dura y la revolución lanzada por la pendiente se devorará a si misma. No es, por tanto, extraño que todos descaran la guerra con las potencias europeas, movilizadas contra el contagio de los acontecimientos franceses y conmocionadas por la detención de Varennes. La guerra fundirá la causa revolucionaria con la causa nacional. Únicamente Robespierre, en el club de los jacobinos, la teme, porque en sus previsiones reforzaría la posición de Luis XVI. La Fayette encuentra en ella la posibilidad de conseguir el control del ejército. Los girondinos, con su mesianismo, hablan de “cruzada de libertad universal” (Brissot), de conducir «a los pueblos europeos en una guerra contra los reyes» (Isnard), y confían en desenmascarar la doblez del rey. Brissot llega a decir: «La única calamidad que hay que temer es que no haya guerra». La declaración de guerra en abril de 1792 puso en evidencia la descomposición del ejército francés, que sufrió una serie de reveses; la reducción de los efectivos, la pérdida de la disciplina y la remoción de los cuadros de mandos no podían por menos de reflejarse en el campo de batalla. Pero el entusiasmo patriótico aumenta sin cesar y Rouget de Lisle sabe traducirlo y canalizarlo hacia los enemigos de la revolución en su «Canto de guerra para el ejército del Rhin», luego denominado «La Marsellesa» y convertido en himno de la revolución. Un imprudente manifiesto del duque de Brunswick, en julio de 1792, que amenaza con destruir París si se ejerce violencia sobre Luis XVI, provoca la insurrección popular del 10 de agosto de 1792. En septiembre los prusianos son detenidos en Valmy y una convención decreta la abolición de la monarquía y el establecimiento de la República, cuyo año I se inicia ese mes. Con el Trono queda desplazada la nobleza liberal y la alta burguesía, las cuales, bajo directrices de La Fayette y el triunvirato habían intentado encauzar la revolución. El giro de la guerra no ocultaba la rivalidad creciente entre las alas moderadas y exaltadas; pero la victoria no ha sido conseguida por los girondinos, los protagonistas son los ciudadanos pasivos, que siguen las consignas de Robespierre. 9. FASE EXALTADA DE LA REVOLUCIÓN La insurrección del 10 de agosto de 1792 señala la entrada en escena de los «sans-culottes», que esperan de la revolución, además de la igualdad jurídica, la solución de sus problemas económicos. Consideran enemigos no sólo a los aristócratas sino también a los burgueses ricos. La igualdad, no cumplida -como hemos visto- en la legislación de la Asamblea Constituyente, es enarbolada ahora como una aspiración irrenunciable. Se exigirá en primer lugar en el campo económico en un documento que reclama de la República la distribución de artículos de primera necesidad para todos; Jacques Roux le da una formulación más teórica: “la libertad no es más que un fantasma vano, cuando el rico por el monopolio ejerce el derecho de vida y muerte sobre sus semejantes”. La propiedad, sagrada para la Asamblea Constituyente, se limita y se afirma que la de granos, carne y vino ha de orientarse hacia el disfrute social, sin que se pueda argüir la sacralidad de un derecho imprescindible. Los derechos al trabajo, la asistencia y la instrucción definen asimismo aspiraciones hasta el momento no atendidas. La fuerza con que se subraya la soberanía del pueblo se manifiesta en el control y revocabilidad de los representantes elegidos. En esta filosofía rabiosamente popular, en la que la omnipotencia de los derechos individuales queda diluida en las responsabilidades CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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sociales, se hace apología de la denuncia y la insurrección. En conjunto, puede hablarse de un período enteramente nuevo; otros son los protagonistas, otros los ideales, diferentes los principios teóricos que informan la política. Es el período en que se reparten armas al pueblo y se convocan elecciones por sufragio universal, con lo que desaparece la distinción entre ciudadanos activos y pasivos. En la nueva Asamblea, denominada Convención, los girondinos, con Brissot, Roland, Vergniaud, constituyen la derecha; los montañeses, que se apoyan en los sans-culottes, con Robespierre, Marat, Danton, Saint-Just, Carnot, la izquierda. La guerra continúa, la crisis económica se agrava, la tensión política aumenta. Por temor a las masas de desharrapados, los girondinos están dispuestos a adoptar medidas que frenen el desplazamiento hacia la izquierda de la revolución. Pero son los montañeses los que consiguen imponerse. Se crean tribunales extraordinarios, el más importante el Comité de salud pública. Y comienzan los grandes procesos. Primero el rey, en cuya vista actúa como fiscal Robespierre; Luis XVI es condenado a muerte. Después le toca su turno a otros miembros de la familia real. Más tarde la Convención juzga a los girondinos. Finalmente, bajo la dictadura de Robespierre, son eliminados los miembros más moderados de la montaña, como Danton y Desmoulins. La mayor amenaza para la revolución la constituye el levantamiento campesino de la Vendée. El motivo inmediato fue la leva de 300.000 hombres para continuar la guerra, pero no tuvieron menor influencia la escasez de alimentos y la protesta campesina por las medidas religiosas anticlericales de las asambleas parisinas; los sacerdotes refractarios, que se han negado a jurar la constitución, encienden los ánimos de los campesinos del Anjou y Poltou. Otras zonas del campo francés, la Bretaña, la Provenza y el Sudoeste, se unen al levantan-dento durante el verano de 1793. Para dominarlo, los montañeses necesitan el apoyo de las masas de las ciudades, a las que tienen que hacer una serie de concesiones. La acentuación revolucionaria del momento se señala por varias decisiones: 1- leva en masa. Corresponde a la mentalidad revolucionaria de los desharrapados; es la nación en armas. Presentada a los jacobinos, fue aceptada la idea por la Comuna parisina, pero el Comité de Salud Pública se mostró receloso; ¿cómo armar y abastecer un ejército tan numeroso? Robespierre llegó a declarar que era una medida inútil. Pero bajo la presión de los delegados de las asambleas populares la Convención y el Comité aceptaron la propuesta. Todos los jóvenes solteros de 18 a 25 años se convierten en soldados. 2- economía dirigida. Se señala un precio máximo a los granos y harinas (ley del «máximum general»). Al mismo tiempo se tasan los salarios. Y se establecen penas durísimas para los especuladores. 3- terror. Se aprueba la ley de sospechosos; las condenas a muerte se convierten en algo normal. De los 1.500 detenidos de las prisiones parisinas en octubre de 1793 se pasa a más de 4.500 en diciembre. La reacción contra los exaltados se aprovecha de los conflictos que ha suscitado la ley del máximo general. Establecía ésta un tope de un 3 % de alza para los precios y de un 50 % para los salarios. Sin embargo, los salarios habían desbordado con mucho su tope. Cuando se decidió suprimirlo también para los precios se produjeron disturbios en los mercados. Hébert, partidario de abolir la propiedad privada, fue detenido con sus seguidores y ejecutado, las sociedades de sans-culottes fueron clausuradas. La hostilidad popular y la confusión contribuyeron a que los dirigentes jacobinos pudieran ser detenidos. Es el golpe de estado termidoriano. Robespierre, Saint-Just y 84 de sus partidarios, son ejecutados al día siguiente (10 de Termidor - 28 de julio de 1794). 10. REACCIÓN TERMIDORIANA La Convención termidoriana es un período de reacción contra la política exaltada de los jacobinos y una vuelta, en muchos aspectos, a las posturas templadas de los primeros momentos de la revolución o a medidas propuestas por los girondinos. Así, frente a la concentración del poder en la fase del Terror se multiplicaba, por consejo de Cambon, el número de Comités hasta dieciséis, y mientras el de Salvación Pública ve reducidas sus atribuciones a la guerra y a la diplomacia el de Seguridad General asume las funciones de policía y el de Finanzas la responsabilidad de los precios, salarios y emisión de moneda. El abandono del Terror como instrumento revolucionario es la nota sobresaliente; las prisiones se abren, se absuelve incluso a los acusados convictos que confiesan no haber tenido propósitos contrarrevolucionarios. En noviembre se decreta el cierre de los clubes jacobinos y las sociedades de sans-culottes. En la vida social los salones vuelven a dictar la moda y los pantalones y blusa de los sans-culottes dejan de ser un símbolo de ciudadanía; se prohíbe el tuteo y en el tratamiento los títulos de monsieur y madame sustituyen a los de ciudadano y ciudadana. Son detalles en sí mismos poco definidores, pero que anuncian la orientación que se va a dar a la política y el peso de sectores sociales que no son precisamente artesanos y desharrapados. Desechando el ensayo de democracia popular, el poder vuelve a las clases adineradas, que exigen y consiguen que sólo la propiedad confiera calidad de ciudadano activo. La reserva del coto de la política y el 42

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poder para los acaudalados está claramente expresada en el discurso preliminar de Boissy d’Anglas a los debates del proyecto de Constitución (junio de 1795): «Hemos de ser gobernados por los mejores: los mejores son los más instruidos y los más interesados en mantener las leyes. Con muy pocas excepciones, hallaréis hombres de esta clase entre aquellos que poseen una propiedad.»... «El hombre sin propiedad tiene necesidad de hacer un esfuerzo constante de virtud para interesarse por un orden que nada le conserva.» La Constitución del año III (1795) está concebida para evitar cualquier exceso revolucionario, al tiempo que garantiza los intereses de la burguesía opulenta frente a las peticiones de justicia social del cuarto estado. Para alejar eventuales amenazas de Dictadura, como la de Robespierre, se articulan los poderes públicos con la más severa exigencia de separación. Se fortalece la independencia de los jueces. El poder legislativo se atribuye a dos cámaras (Consejo de los ancianos y Consejo de los quinientos) con el propósito de que la primera frene las impaciencias de la cámara baja, que ha de renovar sus miembros anualmente por tercios, previsión que impide un cambio drástico de la situación política tras una consulta electoral. El poder ejecutivo radica en un Directorio de cinco miembros, nombrados por los ancianos según doble lista presentada por los quinientos. El derecho de sufragio se adscribe al pago de una contribución, con lo que nuevamente se produce la dualidad entre ciudadanos activos y pasivos. La declaración de derechos del ciudadano señala un retraso evidente en comparación con la de 1789; así se rechaza la afirmación de que los ciudadanos “permanecen libres e iguales en sus derechos”. Por el contrario, el derecho de propiedad, enunciado lacónicamente en los textos del 89 y el 91, se explicita como “el derecho de gozar y disponer de los bienes, de las rentas, del fruto del trabajo y de la industria”, sin que ningún apéndice haga referencia a las obligaciones sociales de los propietarios. El paralelismo de termidorianos y girandinos es claro en principios como la descentralización y el rechazo del terror, pero en otros los hombres del 95 desbordan en su vuelta atrás las posturas de la Gironda y se sitúan en los primeros momentos de la revolución, repitiendo las palabras e ideas de los constitucionales y la aristocracia liberal. Ha pasado definitivamente la fase de los movimientos populares y las presiones de los sans-culottes. La revolución inicia una era de orden, perdida con la desaparición de sus figuras, Robespierre, Danton, Marat, su terrible grandeza. La burguesía francesa empieza a considerar la estabilidad como el valor supremo de la sociedad política; pero la vuelta atrás no suele ser posible y las previsiones constitucionales para impedir otra Dictadura, el gobierno de un hombre solo, no se cumplirían. 11. CONSECUENCIAS DEL PROCESO REVOLUCIONARIO Las consecuencias sobre la sociedad francesa fueron profundas, aunque algunas se han exagerado. Por ejemplo, la nobleza no fue destruida. De las 30.000 personas ejecutadas durante el Terror sólo conocemos el origen social de unas 14.000, de las cuales alrededor de mil son nobles. Podemos calcular, por lo tanto, en unos dos mil los nobles ejecutados y aproximadamente 16.000 los aristócratas exiliados, de un censo de 350.000. Las transferencias de propiedad fueron importantes, pero menores de lo que se pensó. Sólo se vendieron las propiedades de los emigrados, y Lefevbre calcula que la cuarta parte de las fincas subastadas fueron nuevamente adquiridas por aristócratas. Mayores dimensiones tuvieron las pérdidas en el patrimonio de la Iglesia. Muchas de sus propiedades fueron adquiridas por la alta burguesía. La supresión del diezmo tuvo inmediatos efectos económicos para la Iglesia y para los campesinos. Las clases adineradas aprovecharon la coyuntura para ampliar sus propiedades. Lefebvre ha señalado que el 8 % de los burgueses adquirió el 62 % de la tierra comprada por la burguesía, y el 9 % de los campesinos el 61 % de la adquirida en conjunto por el campesinado. ¿Qué podemos deducir de estos porcentajes? Que los braceros continuaron, en su inmensa mayoría, sin propiedad, y que aumentaron las suyas los campesinos propietarios y los burgueses adinerados. Pero no debemos concluir que no se alteró la estructura de la sociedad francesa. La abolición de los privilegios, la supresión de las justicias señoriales, la unificación de los impuestos significaron cambios profundos, aunque se mantuviera relativamente estable el régimen de propiedad. En la vida política nace una nueva Europa, con constituciones que limitan el poder de los soberanos, con división de poderes, elecciones, partidos, publicidad en la vida política, periódicos. La herencia de estos seis años de historia de Francia se percibe en toda la historia contemporánea de Occidente.

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DOCUMENTOS 1. COMENTARIOS DE JEFFERSON SOBRE LA CONSTITUCION NORTEAMERICANA Tras la lectura, subrayar y glosar los siguientes puntos: rasgos fundamentales de la Constitución, puntos que debieran haberse incluido, defectos, según Jefferson. Puede contraponerse planteamiento federal a no federal. ¿Qué postulados de la ideología liberal se consignan en esta Carta Magna del pueblo americano? «Virginia insistirá en anexar una declaración de derechos a la nueva Constitución, es decir, un documento en el que el gobierno declare: 1º la libertad religiosa; 2º la libertad de prensa; 3º que el juicio por jurados se mantendrá en todos los casos; 4º que no habrá monopolios en el comercio; 5º que no habrá ejército permanente. Hay solamente dos enmiendas que deseo sean aceptadas: 1. Una declaración de derechos, que interesa de tal modo a todos que me imagino que será aprobada. La primera enmienda propuesta por Massachusetts responde en cierto grado a ese fin, pero no del todo. Hará demasiado en algunos casos y demasiado poco en otros. Atará al Gobierno Federal en algunos casos en que debiera tener libertad y no le coartará en otros en que la restricción sería justa. La segunda enmienda que me parece esencial es la restauración del principio de rotación obligatoria, particularmente para el Senado y la Presidencia, pero sobre todo para la última. La reelegibilidad hace del presidente un funcionario vitalicio y los desastres inseparables de una monarquía electiva hacen que sea preferible, si no podemos desandar ese paso, que sigamos adelante y nos refugiemos en una monarquía hereditaria. Pero al presente no tengo esperanza alguna de que sea corregido ese artículo de la Constitución, porque veo que apenas ha provocado objeciones en América. Y si no se hace esa corrección inmediatamente, no se hará nunca, de seguro. El desarrollo natural de las cosas hará que la libertad vaya cediendo mientras el gobierno gana terreno. Hasta ahora nuestros espíritus son libres. Nuestro celo dormita solamente por la confianza ilimitada que tenemos todos en la persona a quien todos consideramos como nuestro presidente. Quizá puedan sucederle personalidades inferiores que nos despierten al peligro a que nos han conducido sus méritos. Os felicito por la adhesión de vuestro Estado a la nueva constitución federal. Ésta es la última de que he tenido noticia, pero a diario espero saber que mi propio Estado ha seguido el buen ejemplo, y supongo que ha decidido ya hacerlo así. A nuestro gobierno era necesario fortalecerle, pero debemos tener cuidado de no pasarnos de un extremo al otro y no fortalecerle demasiado. Confieso que me adhiero a la opinión de los que creen que es necesaria una declaración de derechos. Entiendo también que el abandono total del principio de rotación en los cargos de presidente y senador terminará en abuso. Pero confío en que nuestros compatriotas mostrarán durante mucho tiempo bastante virtud y buen sentido para corregir los abusos. Podemos jactarnos seguramente de haber dado al mundo el bello ejemplo de un gobierno reformado únicamente por el razonamiento, sin derramamiento de sangre. Pero el mundo está demasiado oprimido para aprovechar ese ejemplo. En este lado del Atlántico la sangre del pueblo se ha convertido en bien hereditario, y los que se enriquecen con él no lo abandonarán fácilmente. Decís que me han presentado ante vos como un antifederalista y me preguntáis si eso es justo. No soy federalista, porque nunca he sometido el sistema total de mis opiniones a la doctrina de partido o de hombre alguno en religión, en filosofía, en política ni en ningún asunto en que fuera capaz de pensar por mí mismo. Semejante sometimiento es la última degradación de un ser libre y moral. Si no pudiera ir al cielo más que perteneciendo a un partido, no iría en absoluto. Por lo tanto, no pertenezco al partido de los federalistas. Pero estoy mucho más lejos del de los anti-federalistas. Aprobé desde el primer momento la mayor parte de los puntos de la nueva Constitución: la consolidación del gobierno, la división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial; la subdivisión del legislativo, el arreglo feliz de los intereses entre los Estados grandes y pequeños mediante la diferente manera de votar en las diferentes asambleas; el voto por personas en vez de por Estados, el derecho calificado al veto de las leyes concedido al ejecutivo, aunque yo hubiese preferido que se hubiera otorgado ese derecho también al judicial, como en Nueva York, y la facultad de fijar impuestos. Al principio pensé que esta última podía haberse limitado. Pero una pequeña reflexión me convenció pronto de que no debía serio. Lo que desaprobé desde el primer momento también fue la falta de una declaración de derechos, para defender la libertad tanto contra la rama legislativa como la ejecutiva del gobierno, es decir, para asegurar la libertad religiosa, la libertad de prensa, la libertad contra los monopolios, la libertad contra el encarcelamiento ilegal, la libertad contra un ejército permanente, y el juicio por jurados en todos los casos determinables por las leyes del país. Desaprobé también la reelegibilidad perpetua del Presidente. Me adhiero, pues, a esos puntos de desaprobación. Con respecto a la declaración de derechos, supongo que la mayoría de los Estados Unidos son de mi opinión, pues entiendo que todos los antifederalistas y una proporción muy respetable de los federalistas piensan que debería agregarse ahora esa declaración. La parte ilustrada de Europa nos ha concedido el mayor crédito por 44

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haber inventado el instrumento de seguridad para los derechos del pueblo y se ha sorprendido no poco al vernos dejarlo de lado tan pronto.» 2. VERSIÓN DE UNA FIGURA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA Es la tesis de la revolución evitable. Coméntese y justifíquese. ¿A qué período de la revolución se refiere el texto? Resáltense algunos aspectos definitorios de la gran transformación. «Cahiers», Tercer Estado, crisis de subsistencias, etc. Esta página puede servir de apoyo para contraponer en un esquema la estructura del Antiguo Régimen y el nuevo orden. «Los comunes, de una parte, y de otra los órdenes privilegiados, llegaban para hacerse la guerra y sus querellas comienzan sobre las formas de deliberación. La nobleza y el clero, reunidos con la doble intención de arrancar cuantas conquistas pudieran al Trono y de ceder lo menos posible ante el pueblo, se aferraban con fuerza a las fórmulas de 1614. Estas fórmulas, que otorgaban a cada orden el derecho de deliberar por separado y de oponer su voto negativo a las propuestas de los otros dos órdenes, les garantizaban la conservación de sus privilegios y les proporcionaban un medio, haciendo valer ante el rey la utilidad de su voto, de obtener ventajosas concesiones. Los comunes, que, sin ideas fijas, se proponían nada menos que debilitar los privilegios y recuperar lo que los órdenes superiores habían usurpado, defendían vigorosamente la deliberación por cabeza, y como en estas dos fórmulas de deliberación los unos veían su medio de conservación, los otros su esperanza de progreso, como los primeros tenían a su favor el uso establecido los otros la razón natural, era imposible que los debates tuviesen término si no se resolvían por intercesión del gobierno o por el poder del pueblo. Tal era la situación de estos dos poderes, de los cuales uno acababa de nacer y el otro se disponía a morir. Varias provincias hablan experimentado ya una larga agitación, cuando las asambleas de distrito y la composición de los «cahiers» admiraron a todos los espíritus, inspiraron a las diferentes clases pretensiones contrarias, llenaron al Tercer Estado de esperanzas y le dieron el sentimiento de su fuerza. Causas naturales o sociales habían producido al mismo tiempo una gran escasez de subsistencias y provocado, en muchas ciudades, motines populares. En fin, la capital, cuya inmensa población debía desempeñar sobre los acontecimientos tan decisiva influencia, agitada por las elecciones y por los diferentes escritos con que todos los partidos la habían inundado, se encontraba todavía recelosa. Si el gobierno, cortando los debates que se suscitaron entre los órdenes, hubiera acudido en apoyo de los comunes antes de que hubieran comprendido toda su fuerza: si, desde los primeros días, su influencia hubiese impedido a los órdenes a deliberar en común, es probable que la hubiera adquirido decisiva sobre las resoluciones; que, conforme a la disposición que reinaba entonces entre los diputados, el trabajo se hubiera completado en menos tiempo; que, previniendo las violentas convulsiones a las que los sucesos que siguieron entregaron al reino, el trabajo de la Asamblea no hubiera estado determinado en todo su curso por la atmósfera inflamada del pueblo en estado de revolución; que los antiguos elementos del cuerpo social, trabajando de acuerdo para conseguir una nueva fórmula, no se hubieran dividido con odios abiertos ni esgrimido su fuerza, y el resultado del trabajo hubiese sido una transacción entre los diversos partidos, un acuerdo nuevo sobre lo que existía antes que un rechazo total.» BARNAVE: Introduction á la révolution francaise.

3. LA VOZ DE LOS «SANS-CULOTTES» Marat, con la contundencia que le caracteriza, rechaza las limitaciones de la revolución. Coméntense las reformas que enumera y por qué las considera pasos tímidos o innecesarios. Señálese la serie de problemas populares que se incluyen en esta página de periódico. «... ¿es necesario probar que la mayoría son ilusorios? ¿Y que desde luego la abolición de todos los privilegios que proclama la divisa de la medalla proyectada es bien real cuando implica, como así ocurre, el rechazo de los derechos señoriales, el rechazo de las banalidades y el rechazo de los derechos feudales sobre la tierra? En cuanto a la abolición de la mano muerta y de los otros derechos feudales que pesaban sobre las personas, deben necesariamente caer con la promulgación de la ley fundamental que establecerá la libertad del individuo. Con respecto a la abolición de los derechos de caza, cotos, palomares, diezmos señoriales, etc., abusos lamentables, deben caer también con la promulgación de la ley fundamental que asegurará a cada ciudadano el disfrute apacible de su propiedad y fijará el reparto proporcional de los impuestos. CAPÍTULO III: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

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Una vez establecida la libertad civil, ¿no se convierten las justicias señoriales en un privilegio tan inútil como oneroso? El sacrificio de su abolición se reduce por tanto a nada. En resumen, casi todos estos privilegios particulares caerán necesariamente por la promulgación de leyes generales que deben revocarlos: ¿por qué pues hacerlos objeto entretanto de disposiciones concretas? ...Si se considera que la mayor parte de las reformas anunciadas no pueden tener más que un efecto lejano, que ninguna va a aliviar inmediatamente la miseria del pueblo y los males del Estado, si se considera que es pan lo que los desgraciados necesitan ahora, si se considera el deterioro de los bienes de la tierra que ha seguido a la supresión de los privilegios de caza, si se considera la pérdida de un tiempo precioso en debates interminables sobre estas conquistas particulares, que retrasan la gran obra de la Constitución, único medio de recuperar la paz, la confianza, el crédito, de establecer la seguridad y la libertad, de cimentar la felicidad pública, se lamentará que los Estados Generales hayan sacrificado a pequeños asuntos el tiempo destinado a los grandes temas.» MARAT: L’Ami du peuple, 21 septiembre 1789.

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