Hans Christian Andersen. Cuentos II PDF

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CUENTOS II

PÓLVORAS DE ALERTA CUENTO

HANS CHRISTIAN ANDERSEN

CUENTOS II

PÓLVORAS DE ALERTA CUENTO

ILUSTRACIÓN: Ruiseñor, fotografía de http://wikifaunia.com © HANS CHRISTIAN ANDERSEN © PÓLVORAS DE ALERTA, 2012 http://edicionespda.blogspot.com

ÍNDICE

EL YESQUERO............................................................................................ 5 LA MARGARITA ........................................................................................ 13 EL RUISEÑOR .......................................................................................... 18 EL JARDINERO Y EL SEÑOR ...................................................................... 29 LA GRAN SERPIENTE DE MAR ................................................................... 37 LA PAREJA DE ENAMORADOS ................................................................... 48 EL SAPO .................................................................................................. 51 EL COFRE VOLADOR................................................................................. 59 LA PULGA Y EL PROFESOR ....................................................................... 66 JUAN EL BOBO ........................................................................................ 71 LA AGUJA DE ZURCIR ............................................................................... 76 EL CUELLO DE CAMISA ............................................................................ 80 EL CERRO DE LOS ELFOS ......................................................................... 83 LA CASA VIEJA ......................................................................................... 91

EL YESQUERO

Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo. Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf! ¡Qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho. ––¡Buenas tardes, soldado! ––le dijo––. ¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees. ––¡Gracias, vieja bruja! ––respondió el soldado. ––¿Ves aquel árbol tan corpulento? ––prosiguió la vieja, apuntando hacia uno que crecía a poca distancia––. Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames. ––¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? ––preguntó el soldado. ––¡Sacar dinero! ––exclamó la bruja––. Mira; cuando estés al pie del tronco te encontrarás en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran más de cien lámparas. Verás tres puertas; podrás abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarás en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de café; pero no te apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rápidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y

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te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberás entrar en el otro aposento; en él hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparte. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa más el oro, puedes también obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en él tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te hará ningún daño, y podrás sacar de la caja todo el oro que te venga en gana. ––¡No está mal! ––exclamó el soldado––. Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrás para ti. ––No ––contestó la mujer––, ni un céntimo. Para mí sacarás un viejo yesquero que mi abuela se olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la última vez. ––Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura ––convino el soldado. ––Ahí tienes ––respondió la bruja––, y toma también mi delantal azul. Subióse el soldado a la copa del árbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lámparas. Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirándolo fijamente. ––¡Buen muchacho! ––dijo el soldado, cogiendo al animal y depositándolo sobre el delantal de la bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas de molino. ––Mejor harías no mirándome así ––le dijo el soldado––. Te va a doler la vista ––y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las PÓLVORAS DE ALERTA

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del blanco metal. Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como si fuesen ruedas de molino. ––¡Buenas noches! ––dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo había visto en su vida. Una vez que lo hubo observado bien, pensó: «Bueno, ya está visto», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapán de las pastelerías y todos los soldaditos de plomo, látigos y caballos de madera de balancín del mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra! Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ¡No era poco rico ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó ––¡Súbeme ya, vieja bruja! ––¿Tienes el yesquero? ––preguntó la mujer. ––¡Caramba! ––exclamó el soldado, pues lo había olvidado. Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro. ––¿Para qué quieres el yesquero? ––preguntó el soldado. ––¡Eso no te importa! ––replicó la bruja––. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita. ––¿Conque sí, eh? ––exclamó el mozo––. ¡Me dices enseguida para qué quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza! ––¡No! ––insistió la mujer. Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, se lo colgó de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y PÓLVORAS DE ALERTA

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se encaminó directamente a la ciudad. Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. Al criado que recibió orden de limpiarle las botas ocurriósele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ahí tenéis al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija. ––¿Dónde se puede ver? ––preguntó el soldado. ––No hay medio de verla ––le respondieron––. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía de que la princesa se casará con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. «Me gustaría verla», pensó el soldado; pero no había modo de obtener una autorización. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada día gastaba dinero y nunca ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se había acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir tantas escaleras! Un día, ya oscurecido, se encontró con que no podía comprarse ni una vela, y entonces se acordó de un cacho de yesca PÓLVORAS DE ALERTA

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que había en la bolsita sacada del árbol de la bruja. Buscó la bolsa y sacó el trocito de yesca; y he aquí que al percutirla con el pedernal y saltar las chispas, se abrió súbitamente la puerta y se presentó el perro de ojos como tazas de café que había encontrado en el árbol, diciendo: ––¿Qué manda mi señor? ––¿Qué significa esto? ––inquirió el soldado––. ¡Vaya yesquero gracioso, si con él puedo obtener lo que quiera! Tráeme un poco de dinero ––ordenó al perro; éste se retiró, y estuvo de vuelta en un santiamén con un gran bolso de dinero en la boca. Entonces se enteró el soldado de la maravillosa virtud de su yesquero. Si golpeaba una vez, comparecía el perro de la caja de las monedas de cobre; si dos veces, se presentaba el de la plata, y si tres, acudía el del oro. Nuestro soldado volvió a sus lujosas habitaciones del primer piso, vistióse de nuevo con ricas prendas, y sus amigos volvieron a ponerlo por las nubes. Un día le vino un pensamiento: «¡Es bien extraño que no haya modo de ver a la princesa! Debe de ser muy hermosa, pero ¿de qué le sirve, si se ha de pasar la vida en el palacio de cobre rodeado de murallas y torres? ¿No habría modo de verla? ¿Dónde está el yesquero?» Y al encender la yesca, se presentó el perro de ojos grandes como tazas de café. ––Ya sé que estamos a altas horas de la noche ––dijo el soldado––, pero me gustaría mucho ver a la princesa, aunque fuera sólo un momento. El perro se retiró enseguida, y antes de que el soldado tuviera tiempo de pensarlo, volvió a entrar con la doncella, la cual venía sentada en su espalda, dormida, y era tan hermosa que a la legua se veía que se trataba de una princesa. El soldado no pudo resistir y la besó; por algo era un soldado hecho y derecho. Marchóse entonces el perro con la doncella; pero cuando, a la mañana, acudieron el Rey y la Reina, su hija les contó que PÓLVORAS DE ALERTA

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había tenido un extraño sueño, de un perro y un soldado. Ella iba montada en un perro, y el soldado la había besado. ––¡Pues vaya historia! ––exclamó la Reina. Y dispusieron que a la noche siguiente una vieja dama de honor se quedase de guardia junto a la cama de la princesa, para cerciorarse de si se trataba o no de un sueño. Al soldado le entraron unos deseos locos de volver a ver a la hija del Rey, y por la noche llamó al perro, el cual acudió a toda prisa a su habitación con la muchacha a cuestas; pero la vieja dama corrió tanto como él, y al observar que su ama desaparecía en una casa, pensó: «Ahora ya sé dónde está», y con un pedazo de tiza trazó una gran cruz en la puerta. Regresó luego a palacio y se acostó; mas el perro, al darse cuenta de la cruz marcada en la puerta, trazó otras iguales en todas las demás de la ciudad. Fue una gran idea, pues la dama no podría distinguir la puerta, ya que todas tenían una cruz. Al amanecer, el Rey, la Reina, la dama de honor y todos los oficiales salieron para descubrir dónde había estado la princesa. ––¡Es aquí! ––exclamó el Rey al ver la primera puerta con una cruz dibujada. ––¡No, es allí, cariño! ––dijo la Reina, viendo una segunda puerta con el mismo dibujo. ––¡Pero si las hay en todas partes! ––observaron los demás, pues dondequiera que mirasen veían cruces en las puertas. Entonces comprendieron que era inútil seguir buscando. Pero la Reina era una dama muy ladina, cuya ciencia no se agotaba en saber pasear en coche. Tomando sus grandes tijeras de oro, cortó una tela de seda y confeccionó una linda bolsita. La llenó luego de sémola de alforfón y, abriendo un agujerito en ella, la ató a la espalda de la princesa, con objeto de que durante el camino se fuese saliendo la sémola. Por la noche se presentó de nuevo el perro, montó a la princesa en su lomo y la condujo a la ventana del soldado, trepando PÓLVORAS DE ALERTA

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por la pared hasta su habitación. A la mañana siguiente el Rey y la Reina descubrieron el lugar donde había sido llevada su hija y, mandando prender al soldado, lo encerraron en la cárcel. Sí señor, a la cárcel fue a parar. ¡Qué oscura y fea era la celda! ¡Y si todo parara en eso! «Mañana serás ahorcado», le dijeron. La perspectiva no era muy alegre que digamos; para colmo, se había dejado el yesquero en casa. Por la mañana pudo ver, por la estrecha reja de la prisión, cómo toda la gente llegaba presurosa de la ciudad para asistir a la ejecución; oyó los tambores y presenció el desfile de las tropas. Todo el mundo corría; entre la multitud iba un aprendiz de zapatero, en mandil y zapatillas, galopando con tanta prisa que una de las babuchas le salió disparada y fue a dar contra la pared en que estaba la reja por donde miraba el soldado. ––¡Hola, zapatero, no corras tanto! ––le gritó éste––; no harán nada sin mí. Pero si quieres ir a mi casa y traerme mi yesquero, te daré cuatro perras gordas. ¡Pero tienes que ir ligero! El aprendiz, contento ante la perspectiva de ganarse unas perras, echó a correr hacia la posada y no tardó en estar de vuelta con la bolsita, que entregó al soldado. ¡Y ahora viene lo bueno! En las afueras de la ciudad habían levantado una horca, y a su alrededor formaba la tropa y se apiñaba la multitud: millares de personas. El Rey y la Reina ocupaban un trono magnífico, frente al tribunal y al consejo en pleno. El soldado estaba ya en lo alto de la escalera, pero cuando quisieron ajustarle la cuerda al cuello, rogó que, antes de cumplirse el castigo, se le permitiera, pobre pecador, satisfacer un inocente deseo: fumarse una pipa, la última que disfrutaría en este mundo. El Rey no quiso negarle tan modesta petición, y el soldado, sacando la yesca y el pedernal, los golpeó una, dos, tres veces. Inmediatamente se presentaron los tres perros: el de PÓLVORAS DE ALERTA

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los ojos como tazas de café, el que los tenía como ruedas de molino, y el de los del tamaño de la Torre Redonda. ––Ayudadme a impedir que me ahorquen ––dijo el soldado. Y los canes se arrojaron sobre los jueces y sobre todo el consejo, cogiendo a los unos por las piernas y a los otros por la nariz y lanzándolos al aire, tan alto, que al caer se hicieron todos pedazos. ––¡A mí no, a mí no! ––gritaba el Rey; pero el mayor de los perros arremetió contra él y la Reina, y los arrojó adonde estaban los demás. Al verlo, los soldados se asustaron, y todo el pueblo gritó: ––¡Buen soldado, serás nuestro Rey y te casarás con la bella princesa! Y a continuación sentaron al soldado en la carroza real, los tres canes abrieron la marcha, danzando y gritando «¡hurra!», mientras los muchachos silbaban con los dedos, y las tropas presentaban armas. La princesa salió del palacio de cobre y fue Reina. ¡Y bien que le supo! La boda duró ocho días, y los perros, sentados junto a la mesa, asistieron a ella con sus ojazos bien abiertos.

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LA MARGARITA

Oíd bien lo que os voy a contar: Allá en la campaña, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro habréis visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. Allí cerca, en el foso, en medio del bello y verde césped, crecía una pequeña margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardín; y así crecía ella de hora en hora. Allí estaba una mañana, bien abiertos sus pequeños y blanquísimos pétalos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolía de ser una pobre flor insignificante; se sentía contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mirándolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire. Así, nuestra margarita era tan feliz como si fuese día de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los niños estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendía a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurrió que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentía en su corazón; y la margarita miró con una especie de respeto a la avecilla feliz que así sabía cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo también ella. «¡Veo y oigo! ––pensaba––; el sol me baña y el viento me besa. ¡Cuán bueno ha sido Dios conmigo!» En el jardín vivían muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, más presumían. La peonia

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se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el tamaño lo que vale. Los tulipanes exhibían colores maravillosos; bien lo sabían y por eso se erguían todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban la menor atención a la humilde margarita de allá fuera, la cual los miraba, pensando: «¡Qué ricos y hermosos son! ¡Seguramente vendrán a visitarlos las aves más espléndidas! ¡Qué suerte estar tan cerca; así podré ver toda la fiesta!» Y mientras pensaba esto, «¡chirrit!», he aquí que baja la alondra volando, pero no hacia el tulipán, sino hacia el césped, donde estaba la pequeña margarita. Ésta tembló de alegría, y no sabía qué pensar. La avecilla revoloteaba a su alrededor, cantando: «¡Qué mullida es la hierba! ¡Qué linda florecita, de corazón de oro y vestido de plata!» Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita relucía como oro, y eran como plata los diminutos pétalos que lo rodeaban. Nadie podría imaginar la dicha de la margarita. El pájaro la besó con el pico y, después de dedicarle un canto melodioso, volvió a remontar el vuelo, perdiéndose en el aire azul. Transcurrió un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, miró a las demás flores del jardín; habiendo presenciado el honor de que había sido objeto, sin duda comprenderían su alegría. Los tulipanes continuaban tan envarados como antes, pero tenían las caras enfurruñadas y coloradas, pues la escena les había molestado. Las peonias tenían la cabeza toda hinchada. ¡Suerte que no podían hablar! La margarita hubiera oído cosas bien desagradables. La pobre advirtió el malhumor de las demás, y lo sentía en el alma. En éstas se presentó en el jardín una muchacha, armada de un gran cuchillo, afilado y reluciente, y, dirigiéndose directamente hacia los tulipanes, los cortó uno tras otro. «¡Qué horror! ––suspiró la margarita––. ¡Ahora sí que todo ha terminado para ellos!» La muchacha se alejó con los tulipanes, PÓLVORAS DE ALERTA

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y la margarita estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el césped, y de ser una humilde florecilla. Y sintió gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, plegó sus hojas para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el pajarillo. A la mañana siguiente, cuando la margarita, feliz, abrió de nuevo al aire y a la luz sus blancos pétalos como si fuesen diminutos brazos, reconoció la voz de la avecilla; pero era una tonada triste la que cantaba ahora. ¡Buenos motivos tenía para ello la pobre alondra! La habían cogido y estaba prisionera en una jaula, junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre; cantaba las verdes mieses de los campos y los viajes maravillosos que hiciera en el aire infinito, llevada por sus alas. ¡La pobre avecilla estaba bien triste, encerrada en la jaula! ¡Cómo hubiera querido ayudarla la margarita! Pero, ¿qué hacer? No se le ocurría nada. Olvidóse de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de sus hojas; sólo sabía pensar en el pájaro cautivo, para el cual nada podía hacer. De pronto salieron dos niños del jardín; uno de ellos empuñaba un cuchillo grande y afilado, como el que usó la niña para cortar los tulipanes. Vinieron derechos hacia la margarita, que no acertaba a comprender su propósito. ––Podríamos cortar aquí un buen trozo de césped para la alondra ––dijo uno, poniéndose a recortar un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor quedó en el centro. ––¡Arranca la flor! ––dijo el otro, y la margarita tuvo un estremecimiento de pánico, pues si la arrancaban moriría, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el césped a la jaula de la alondra encarcelada. ––No, déjala ––dijo el primero––; hace más bonito así. ––Y de esta forma la margarita se quedó con la hierba y fue llevada a la jaula de la alondra. Pero la infeliz avecilla seguía llorando su cautiverio, y no PÓLVORAS DE ALERTA

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cesaba de golpear con las alas los alambres de la jaula. La margarita no sabía pronunciar una sola palabra de consuelo, por mucho que quisiera. Y de este modo transcurrió toda la mañana. «¡No tengo agua! ––exclamó la alondra prisionera––. Se han marchado todos, y no han pensado en ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy calenturienta, y el aire es muy pesado. ¡Ay, me moriré, lejos del sol, de la fresca hierba, de todas las maravillas de Dios!», y hundió el pico en el césped, para reanimarse un poquitín con su humedad. Entonces se fijó en la margarita, y, saludándola con la cabeza y dándole un beso, dijo: «¡También tú te agostarás aquí, pobre florecilla! Tú y este puñado de hierba verde son cuanto me han dejado de ese mundo inmenso que era mío. Cada tallito de hierba ha de ser para mí un verde árbol, y cada una de tus blancas hojas, una fragante flor. ¡Ah, tú me recuerdas lo mucho que he perdido!» «¡Quién pudiera consolar a esta avecilla desventurada!» ––pensaba la margarita, sin lograr mover un pétalo; pero el aroma que exhalaban sus hojillas era mucho más intenso del que suele serles propio. Lo advirtió la alondra, y aunque sentía una sed abrasadora que le hacía arrancar las briznas de hierba una tras otra, no tocó a la flor. Llegó el atardecer, y nadie vino a traer una gota de agua al pobre pajarillo. Éste extendió las lindas alas, sacudiéndolas espasmódicamente; su canto se redujo a un melancólico «¡pip, pip!»; agachó la cabeza hacia la flor y su corazón se quebró, de miseria y de nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior, plegar las alas y entregarse al sueño, y quedó con la cabeza colgando, enferma y triste. Los niños no comparecieron hasta la mañana siguiente, y al ver el pájaro muerto se echaron a llorar. Vertiendo muchas lágrimas, le excavaron una primorosa tumba, que adornaron luego con pétalos de flores. Colocaron el cuerpo de la avecilla en una hermosa caja colorada, pues habían pensado PÓLVORAS DE ALERTA

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hacerle un entierro principesco. Mientras vivió y cantó se olvidaron de él, dejaron que sufriera privaciones en la jaula; y, en cambio, ahora lo enterraban con gran pompa y muchas lágrimas. El trocito de césped con la margarita lo arrojaron al polvo de la carretera; nadie pensó en aquella florecilla que tanto había sufrido por el pajarillo, y que tanto habría dado por poderlo consolar.

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EL RUISEÑOR

En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo escuchéis, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos. ––¡Dios santo, y qué hermoso! ––exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía––: ¡Dios santo, y qué hermoso! De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: ––¡Esto es lo mejor de todo!

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De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro. «¿Qué es esto? ––pensó el Emperador––. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!» Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!» Y esto no significa nada. ––Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor ––dijo el Emperador––. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho? ––Es la primera vez que oigo hablar de él ––se justificó el mayordomo––. Nunca ha sido presentado en la Corte. ––Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia ––dispuso el Emperador––. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo. ––Es la primera vez que oigo hablar de él ––repitió el mayordomo––. Lo buscaré y lo encontraré. ¿Encontrarlo? ¿Dónde? El dignatario se cansó de subir y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordoPÓLVORAS DE ALERTA

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mo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros. ––Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra. ––Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón ––replicó el Soberano––; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar. ––¡Tsing-pe! ––dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte. Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: ––¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡Qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. ––Pequeña friegaplatos ––dijo el mayordomo––, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche. Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir. ––¡Oh! ––exclamaron los cortesanos––. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en PÓLVORAS DE ALERTA

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ello, no es la primera vez que lo oigo. ––No, eso es una vaca que muge ––dijo la fregona––. Aún tenemos que andar mucho. Luego oyeron las ranas croando en una charca. ––¡Magnífico! ––exclamó un cortesano––. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia. ––No, eso son ranas ––contestó la muchacha––. Pero creo que no tardaremos en oírlo. Y enseguida el ruiseñor se puso a cantar. ––¡Es él! ––dijo la niña––. ¡Escuchad, escuchad! ¡Allí está! ––Y señaló un avecilla gris posada en una rama. ––¿Es posible? ––dijo el mayordomo––. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos. ––Mi pequeño ruiseñor ––dijo en voz alta la muchachita––, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia. ––¡Con mucho gusto! ––respondió el pájaro, y reanudó su canto, que daba gloria oírlo. ––¡Parecen campanitas de cristal! ––observó el mayordomo. ––¡Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte. ––¿Queréis que vuelva a cantar para el Emperador? –– preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí. ––Mi pequeño y excelente ruiseñor ––dijo el mayordomo–– tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad. ––Suena mejor en el bosque ––objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso. En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus PÓLVORAS DE ALERTA

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campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía ni su propia voz. En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar. El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado. ––He visto lágrimas en los ojos del Emperador; este es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado. ––Y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz. ––¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! ––exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas, pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente, el ruiseñor causó sensación. Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran preciPÓLVORAS DE ALERTA

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samente de placer aquellas excursiones. La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui», y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota. Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor.» ––He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro ––exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda, y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China.» ––¡Soberbio! ––exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores. ––Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán! Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera, y el artificial iba con cuerda. ––No se le puede reprochar ––dijo el Director de la Orquesta Imperial––; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra. En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar sólo. Obtuvo tanto éxito como el otro, y, además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches. Repitió treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía PÓLVORAS DE ALERTA

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cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque. ––¿Qué significa esto? ––preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido. ––Por suerte nos queda el mejor ––dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésimocuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil, no había modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino también interiormente. ––Pues fíjense Vuestras Señorías y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra. ––Eso pensamos todos ––dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo. ––Todos deben oírlo cantar ––dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y, levantando el dedo índice, se inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor auténtico, dijeron: ––No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué... El ruiseñor de verdad fue desterrado del país. El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama PÓLVORAS DE ALERTA

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del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido obsequiado ––oro y piedras preciosas –– estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago. Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de veras divertido. Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», escapóse la cuerda, y la música cesó. El Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien, tras largos discursos y manipulaciones, arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el PÓLVORAS DE ALERTA

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ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo. Pasaron cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca. ––¡P! ––respondía este, sacudiendo la cabeza. Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto, y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran silencio. Pero el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos, que iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico. El pobre Emperador jadeaba, con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extrañas cabezas, algunas horriblemente feas, otras, de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón. ––¿Te acuerdas de tal cosa? ––murmuraba una tras otra ––. ¿Y de tal otra? ––Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente. PÓLVORAS DE ALERTA

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––¡Yo no lo sabía! ––se justificaba el Emperador––. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino ––gritó–– para no oír todo eso que dicen! Pero las cabezas seguían hablando, y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían. ––¡Música, música! ––gritaba el Emperador––. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya! Mas el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre. De pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo: ––Sigue, lindo ruiseñor, sigue. ––Sí, pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona imperial? Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría. ––¡Gracias, gracias! ––dijo el Emperador––. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino, y, sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte? ––¡Oh, ya me has recompensado! ––exclamó el ruiseñor––. PÓLVORAS DE ALERTA

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Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando. Así lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador! El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama. ––¡Nunca te separarás de mi lado! ––le dijo el Emperador––. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos. ––No lo hagas ––suplicó el ruiseñor––. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona... aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa. ––¡Lo que quieras! ––dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro. ––Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando! Y se echó a volar. Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo: ––¡Buenos días! PÓLVORAS DE ALERTA

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EL JARDINERO Y EL SEÑOR

A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales. Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero. El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides. Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido. Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales infe-

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riores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «¡rab, rab!» Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar aquellos árboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los árboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo quería destruirlo. ––Los árboles son la herencia de los pájaros; haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen ––Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia––. ¿No tienes aún bastante campo para desplegar tu talento, amigo mío? Dispones de todo el jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el señor le reconocía, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comía frutos y veía flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecía al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponía todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio. Un día su señor lo mandó llamar y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallándose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes. El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la PÓLVORAS DE ALERTA

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finca producía. Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas. ––¡Si son de su propio jardín! ––respondió el vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las reconoció enseguida. ¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto. El amo no podía creerlo. ––No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme por escrito una confirmación del frutero? Y Larsen volvió con la declaración escrita. ––¡Es extraño! ––dijo el señor. En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los árboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país. Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos. ––Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pídale semillas de estos exquisitos melones. ––¡Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquí! ––respondió Larsen, satisfecho. ––En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro ––replicó Su Señoría––. Todos los melones resultaron excelentes. ––Pues me siento muy orgulloso de ello ––dijo el jardinero––. Debo manifestar a Vuestra Señoría, que este año el PÓLVORAS DE ALERTA

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hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y después de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio. ––¡No, no, Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad. ––Pues estoy seguro de que lo eran. ––Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedían de la finca de Su Señoría. Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los árboles frutales. Recibiéronse noticias de que éstos habían cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francés, inglés y alemán. ¡Quién lo hubiera pensado! «¡Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó el señor. Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del país, esforzóse por conseguir año tras año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que no prosperaron los rábanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habían constituido un éxito auténtico. El dueño parecía experimentar una sensación de alivio cuando podía decir: ––¡Este año no estuvo de suerte, amigo Larsen! Y se le veía contentísimo cuando podía comentar: PÓLVORAS DE ALERTA

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––Este año sí que hemos fracasado. Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores. ––Tiene usted buen gusto, Larsen ––decíale Su Señoría––. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya. Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, había una flor radiante, del tamaño de un girasol. ––¡El loto del Indostán! ––exclamó el dueño. Jamás habían visto aquella flor; durante el día la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lámpara. Todos los que la veían la encontraban espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso la más distinguida de las señoritas del país, una princesa, inteligente y bondadosa por añadidura. Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la princesa se la llevó a palacio. Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul. ––La he estado buscando inútilmente ––dijo el señor––. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardín. ––No, desde luego, allí no hay ––dijo el jardinero––. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa. ––Pues tenía que habérmelo advertido ––exclamó Su Señoría––. Creímos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le ocurrió, mi buen PÓLVORAS DE ALERTA

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Larsen, poner una flor así en la habitación? ¡Es ridículo! Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa, diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido. ––Pues es una lástima y una injusticia ––replicó la princesa––. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habíamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los días, mientras estén floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación. Y la orden se cumplió. Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa. ––Bien mirado, es bonita ––observó–– y muy notable. –– Y encomió al jardinero. «Esto le gusta a Larsen ––pensó––. Es un niño mimado.» Un día de otoño estalló una horrible tempestad, que arreció aún durante la noche, con tanta furia que arrancó de raíz muchos grandes árboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su Señoría ––un «gran pesar» lo llamó el señor––, pero con gran contento del jardinero, también los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oírse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales. ––Ya estará usted satisfecho, Larsen ––dijo Su Señoría––; la tempestad ha derribado los árboles, y las aves se han marchado al bosque. Aquí nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda señal de ellos. Pero a mí esto me apena. El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que había llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel PÓLVORAS DE ALERTA

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lugar soleado de que antes no disponía. Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su Señoría. Los corpulentos árboles abatidos habían destrozado y aplastado los antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región. A ningún otro jardinero se le había ocurrido jamás aquella idea. Él dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, según las características de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el conjunto creció magníficamente. Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuanto fresca, que habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo húmedo, la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantábase la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico. Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecían, en línea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibían sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen. En lugar de los dos viejos árboles pelados erigieron una alPÓLVORAS DE ALERTA

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ta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades. ––¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! ––decía Su Señoría––. Pero nos es fiel y adicto. Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpática, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre. ––Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo. Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, aunque no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen. Y ésta es la historia «del jardinero y el señor.» Detente a pensar un poco en ella.

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LA GRAN SERPIENTE DE MAR

Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el océano. Y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello. La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurría pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había sido engullido. Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa iba alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del océano.

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Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas. ¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de longitud, que los hombres tendían entre Europa y América. Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un desconcierto y agitación entre los moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podían; el salmonete salía disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echándose hacia abajo con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allí hubieran visto el cable telegráfico, espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas regiones, zampándose a sus semejantes. Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejándose en ella sus patas. Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. Sólo media docena se quedó en un mismo lugar y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad. Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta más lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabían hasta qué punto podría hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un ardid. PÓLVORAS DE ALERTA

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––Dejadlo donde está. No nos preocupemos de él ––dijeron los pececillos más prudentes; pero el más pequeño estaba empeñado en saber qué diablos era aquello. Puesto que había venido de arriba, arriba le informarían seguramente, y así el grupo se remontó nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. Allí se encontraron con un delfín; es un gran saltarín, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estaría enterado. Lo interrogaron, pero resultó que sólo había estado atento a sí mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso. Dirigiéronse entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergía. Ésta fue más cortés, a pesar de que se come los peces pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía algo más que el saltarín: ––Me he pasado varias noches echada sobre una piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta una distancia de varias millas. Allí hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrás de nosotros, pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntáis. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuánto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy débil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en círculos; oí el ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó, deslizándose por la borda. La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allí se quedará hasta nueva orden. ––Está algo delgada ––dijeron los pececillos. ––La han matado de hambre ––respondió la foca––, pero PÓLVORAS DE ALERTA

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se repondrá pronto y recobrará su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la había visto nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es ésta. ––Y así diciendo, se zambulló. ––¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! ––dijeron los peces––. Nunca supimos nosotros tantas cosas. ¡Con tal que no sean mentiras! ––Vámonos abajo a averiguarlo ––dijo el más pequeñín––. En camino oiremos las opiniones de otros peces. ––No daremos ni un coletazo por saber nada ––replicaron los otros, dando la vuelta. ––Pues yo, allá me voy ––afirmó el pequeño, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy lejos del lugar donde yacía «el gran objeto sumergido.» El pececillo todo era mirar y buscar a uno y otro lado, a medida que se hundía en el agua. Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcación de plata, seguidos de las caballas, todavía más vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecían en el fondo del mar, hierbas altas como el brazo y árboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos crustáceos. Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presión del agua. El pececillo estuvo nadando por las cámaras y bodegas. La corriente se había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía extendida, con un niño en brazos. El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y planPÓLVORAS DE ALERTA

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tas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejó, con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas más luminosas y donde hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato enorme. ––¡No me tragues! ––le rogó el pececillo––. Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida. ––¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los de tu especie? ––le preguntó el ballenato. Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se había sumergido desde la superficie, asustando incluso a los más valientes del mar. ––¡Oh, oh! ––exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar––. Entonces eso fue lo que me cosquilleó en el lomo cuando me volví. Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera podido usar como estaca. Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos. Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra cosa que hacer. ––Y se puso a nadar, y el pececito la siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba la ballena se producía una corriente impetuosa. Encontráronse con un tiburón y un viejo pez sierra; uno y otro tenían noticias de la extraña anguila de mar, tan larga y delgaducha; como verla, no la habían visto, y a eso iban. Acercóse entonces un gato marino. ––Voy con vosotros ––dijo, y se unió a la partida––. Como esa gran serpiente marina no sea más gruesa que una soga de ancla, la partiré de un mordisco ––y, abriendo la boca, exhibió seis hileras de dientes––. Si dejo señales en un ancla de barco, bien puedo partir la cuerda. ––¡Ahí está! ––exclamó el ballenato––. Ya la veo (creía tener mejor vista que los demás). ¡Mirad cómo se levanta, mirad cómo se dobla y retuerce! PÓLVORAS DE ALERTA

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Pero no era sino una enorme anguila de mar, de varias varas de longitud, que se acercaba. ––Esa la vimos ya antes ––dijo el pez sierra––. Nunca ha provocado alboroto en el mar, ni asustado a un pez gordo. Y, dirigiéndose a ella, le hablaron de la nueva anguila, preguntándole si quería participar en la expedición de descubrimiento. ––Si la anguila es más larga que yo, habrá una desgracia ––dijo la recién llegada. ––La habrá ––contestaron los otros––. Somos bastantes para no tolerarlo ––y prosiguieron la ruta. Al poco rato se interpuso en su camino algo enorme, un verdadero monstruo, mayor que todos ellos juntos. Parecía una isla flotante que no pudiera mantenerse a flor de agua. Era una ballena matusalénica; tenía la cabeza invadida de plantas marinas, y el lomo tan cubierto de animales reptadores, ostras y moluscos, que toda su negra piel parecía moteada de blanco. ––Vente con nosotros, vieja ––le dijeron––. Ha aparecido un nuevo pez que no podemos tolerar. ––Prefiero seguir echada ––contestó la vieja ballena––. Dejadme en paz, dejadme descansar. ¡Uf! Tengo una enfermedad grave; sólo me alivio cuando subo a la superficie y saco la espalda del agua. Entonces acuden las hermosas aves marinas y me limpian el lomo. ¡Da un gusto cuando no hunden demasiado el pico! Pero a veces lo hincan hasta la grasa. ¡Mirad! Todavía tengo en la espalda el esqueleto de un ave. Clavó las garras demasiado hondas y no pudo soltarse cuando me sumergí. Los peces pequeños la han mondado. ¡Buenas estamos las dos! Estoy enferma. ––¡Pura aprensión! ––dijo el ballenato––. Yo no estoy nunca enfermo. Ningún pez lo está jamás. ––Dispensa ––dijo la vieja––. Las anguilas enferman de la piel, la carpa sufre de viruelas, y todos padecemos de lombrices intestinales. PÓLVORAS DE ALERTA

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––¡Tonterías! ––exclamó el tiburón, y se marcharon sin querer oír más; tenían otra cosa que hacer. Finalmente llegaron al lugar donde había quedado tendido el cable telegráfico. Era una cuerda tendida en el fondo del mar, desde Europa a América, sobre bancos de arena y fango marino, rocas y selvas enteras de coral. Allí cambiaba la corriente, formábanse remolinos y había un hervidero de peces, en bancos más numerosos que las innúmeras bandadas de aves que los hombres ven desfilar en la época de la migración. Todo es bullir, chapotear, zumbar y rumorear. Algo de este ruido queda en las grandes caracolas, y lo podemos percibir cuando les aplicamos el oído. ––¡Allí está el bicho! ––dijeron los peces grandes, y el pequeño también. Y estuvieron un rato mirando el cable, cuyo principio y fin se perdían en el horizonte. Del fondo se elevaban esponjas, pólipos y medusas, y volvían a descender doblándose a veces encima de él, por lo que a trechos quedaba visible, y a trechos oculto. Alrededor rebullían erizos de mar, caracoles y gusanos. Gigantescas arañas, cargadas con toda una tripulación de crustáceos, se pavoneaban cerca del cable. Cohombros de mar ––de color azul oscuro––, o como se llamen estos bichos que comen con todo el cuerpo, yacían oliendo el nuevo animal que se había instalado en el suelo marino. La platija y el bacalao se revolvían en el agua, escuchando en todas direcciones. La estrella de mar, que se excava un hoyo en el fango y saca sólo al exterior los dos largos tentáculos con los ojos, permanecía con la mirada fija, atenta a lo que saliera de todo aquel barullo. El cable telegráfico seguía inmóvil en su sitio, y, sin embargo, había en él vida y pensamientos; los pensamientos humanos circulaban a su través. ––Este objeto lleva mala intención ––dijo el ballenato––. Es capaz de pegarme en el estómago, que es mi punto sensible. ––Vamos a explorarlo ––propuso el pólipo––. Yo tengo larPÓLVORAS DE ALERTA

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gos brazos y dedos flexibles; ya lo he tocado, y voy a cogerlo un poco más fuerte ––y alargó los más largos de sus elásticos dedos para sujetar el cable––. No tiene escamas ––dijo–– ni piel. Me parece que no dará crías vivas. La anguila se tendió junto al cable, estirándose cuanto pudo. ––¡Pues es más largo que yo! ––dijo––. Pero no se trata sólo de la longitud. Hay que tener piel, cuerpo y agilidad. El ballenato, joven y fuerte, descendió a mayor profundidad de la que jamás alcanzara. ––¿Eres pez o planta? ––preguntó––. ¿O serás solamente una de esas obras de allá arriba, que no pueden medrar entre nosotros? Mas el cable no respondió; no lo hace nunca en aquel punto. Los pensamientos pasaban de largo; en un segundo recorrían centenares de millas, de uno a otro país. ––¿Quieres contestar, o prefieres que te partamos a mordiscos? ––preguntó el fiero tiburón, al que hicieron coro los demás peces. El cable siguió inmóvil, entregado a sus propios pensamientos, cosa natural, puesto que está lleno de ideas. ––Si me muerden, ¿a mi qué? Me volverán arriba y me repararán. Ya les ocurrió a otros miembros de mi familia, en mares más pequeños. Por eso continuó sin contestar; otros cuidados tenía. Estaba telegrafiando, cumpliendo su misión en el fondo del mar. Arriba, se ponía el sol, como dicen los hombres. Volvióse el astro como de vivísimo fuego, y todas las nubes del cielo adquirieron un color rojo, a cual más hermoso. ––Ahora llega la luz roja ––dijeron los pólipos ––. Así veremos mejor la cosa, si es que vale la pena. ––¡A ella, a ella! ––gritó el gato marino, mostrando los dientes. ––¡A ella, a ella! ––repitieron el pez sierra, el ballenato y PÓLVORAS DE ALERTA

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la anguila. Y se lanzaron al ataque, con el gato marino a la cabeza; pero al disponerse a morder el cable, el pez sierra, de puro entusiasmo, clavó la sierra en el trasero del gato. Fue una gran equivocación, pues el otro no tuvo ya fuerzas para hincar los dientes. Aquello produjo un gran revuelo en la región del fango: peces grandes y chicos, cohombros de mar y caracoles se arrojaron unos contra otros, devorándose mutuamente, aplastándose y despedazándose, mientras el cable permanecía tranquilo, realizando su servicio, que es lo que ha de hacer. Arriba reinaba la noche oscura, pero brillaban las miríadas de animalículos fosforescentes que pueblan el mar. Entre ellos brillaba un cangrejo no mayor que una cabeza de alfiler. Parece mentira, pero así es. Todos los peces y animales marinos miraban el cable. ––¿Qué será, qué no será? ––Ahí estaba el problema. En esto llegó una vaca marina, a la que los hombres llaman sirena. Era hembra, tenía cola y dos cortos brazos para chapotear, y un pecho colgante; en la cabeza llevaba algas y parásitos, de lo cual estaba muy orgullosa. ––Si deseáis adquirir ciencia y conocimientos ––dijo––, yo soy la única que os los puede dar; pero a cambio reclamo pastos exentos de peligro en el fondo marino para mí y los míos. Soy un pez como vosotros y, además, terrestre, a fuerza de ejercicio. En el mar soy el más inteligente; conozco todo lo que se mueve acá abajo y todo lo que hay allá arriba. Este objeto que os lleva de cabeza procede de arriba, y todo lo que de allí cae, está muerto, o se muere y queda impotente. Dejadlo como lo que es, una invención humana y nada más. ––Pues yo creo que es algo más ––dijo el pececito. ––¡Cállate la boca, caballa! ––gritó la gorda vaca marina. ––¡Perca! ––la increparon los demás, lo cual era aún más insultante. PÓLVORAS DE ALERTA

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Y la vaca marina les explicó que aquel animal que tanto les había alarmado y que, por lo demás, no había dicho ni esta boca es mía, no era otra cosa que una invención de la tierra seca. Y pronunció una breve conferencia sobre la astucia de los humanos. ––Quieren atraparnos ––dijo––; sólo viven para esto. Tienden redes, y vienen con cebo en el anzuelo para atraernos. Este de ahí es una especie de larga cuerda, y creyeron que la morderíamos, los tontos. Pero a nosotros no nos la pegan. Nada de tocarla, ya veréis cómo ella sola se pudre y se deshace. Todo lo que viene de arriba no vale para nada. ––¡No vale para nada! ––asintieron todos, y para tener una opinión adoptaron la de la vaca marina. Mas el pececillo se quedó con su primera idea. ––Esta serpiente tan delgada y tan larga es quizás el más maravilloso de todos los peces del mar. Lo presiento. ––El más maravilloso ––decimos también los hombres; y lo decimos con conocimiento de causa. Es la gran serpiente marina, que desde hace tiempo anda en canciones y leyendas. Fue gestada como hija de la humana inteligencia, y bajada al fondo del mar desde las tierras orientales a las occidentales, para llevar las noticias y mensajes con la misma rapidez con que los rayos del sol llegan a nuestro Planeta. Crece, crece en poder y extensión, año tras año, a través de todos los mares, alrededor de toda la Tierra, por debajo de las aguas tempestuosas y de las límpidas y claras, cuyo fondo ve el navegante, como si surcara el aire transparente, descubriendo el inmenso tropel de peces que constituyen un milagroso castillo de fuegos artificiales. Allá en los abismos marinos yace la serpiente, el bendito monstruo marino que se muerde la cola al rodear todo el Globo. Peces y reptiles arremeten de cabeza contra él, no comprenden esta creación venida de lo alto: la serpiente de la ciencia del bien y del mal, repleta de pensamientos huPÓLVORAS DE ALERTA

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manos, silenciosa, y que, no obstante, habla en todas las lenguas, la más maravillosa de las maravillas del mar de nuestra época: la gran serpiente marina.

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LA PAREJA DE ENAMORADOS

Un trompo y una pelota yacían juntos en una caja, entre otros diversos juguetes, y el trompo dijo a la pelota: ––¿Por qué no nos hacemos novios, puesto que vivimos juntos en la caja? Pero la pelota, que estaba cubierta de un bello tafilete y presumía como una encopetada señorita, ni se dignó contestarle. Al día siguiente vino el niño propietario de los juguetes, y se le ocurrió pintar el trompo de rojo y amarillo y clavar un clavo de latón en su centro. El trompo se veía verdaderamente espléndido cuando giraba. ––¡Míreme! ––dijo a la pelota––. ¿Qué me dice ahora? ¿Quiere que seamos novios? Somos el uno para el otro. Usted salta y yo bailo. ¿Puede haber una pareja más feliz? ––¿Usted cree? ––dijo la pelota con ironía––. Seguramente ignora que mi padre y mi madre fueron zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de corcho español. ––Sí, pero yo soy de madera de caoba ––respondió el trompo––, y el propio alcalde fue quien me torneó. Tiene un torno y se divirtió mucho haciéndome. ––¿Es cierto lo que dice? ––preguntó la pelota. ––¡Qué jamás reciba un latigazo si miento! ––respondió el trompo. ––Desde luego, sabe usted hacerse valer ––dijo la pelota ––; pero no es posible; estoy, como quien dice, prometida con una golondrina. Cada vez que salto en el aire, asoma la cabeza por el nido y pregunta: «¿Quiere? ¿Quiere?» Yo, interiormente, le he dado ya el sí, y esto vale tanto como un com-

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promiso. Sin embargo, aprecio sus sentimientos y le prometo que no lo olvidaré. ––¡Vaya consuelo! ––exclamó el trompo, y dejaron de hablarse. Al día siguiente, el niño jugó con la pelota. El trompo la vio saltar por los aires, igual que un pájaro, tan alta, que la perdía de vista. Cada vez volvía, pero al tocar el suelo pegaba un nuevo salto, sea por afán de volver al nido de la golondrina, sea porque tenía el cuerpo de corcho. A la novena vez desapareció y ya no volvió; por mucho que el niño estuvo buscándola, no pudo dar con ella. ––¡Yo sé dónde está! ––suspiró el trompo––. ¡Está en el nido de la golondrina y se ha casado con ella! Cuanto más pensaba el trompo en ello tanto más enamorado se sentía de la pelota. Su amor crecía precisamente por no haber logrado conquistarla. Lo peor era que ella hubiese aceptado a otro. Y el trompo no cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba y zumbaba; en su imaginación la veía cada vez más hermosa. Así pasaron algunos años y aquello se convirtió en un viejo amor. El trompo ya no era joven. Pero he aquí que un buen día lo doraron todo. ¡Nunca había sido tan hermoso! En adelante sería un trompo de oro, y saltaba que era un contento. ¡Había que oír su ronrón! Pero de pronto pegó un salto excesivo y... ¡adiós! Lo buscaron por todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo modo de encontrarlo. ¿Dónde estaría? Había saltado al depósito de la basura, donde se mezclaban toda clase de cachivaches, tronchos de col, barreduras y escombros caídos del canalón. ––¡A buen sitio he venido a parar! Aquí se me despintará todo el dorado. ¡Vaya gentuza la que me rodea! ––y dirigió una mirada de soslayo a un largo troncho de col que habían cortado demasiado cerca del repollo, y luego otra a un extraño objeto esférico que parecía una manzana vieja. Pero no era PÓLVORAS DE ALERTA

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una manzana, sino una vieja pelota, que se había pasado varios años en el canalón y estaba medio consumida por la humedad. ––¡Gracias a Dios que ha venido uno de los nuestros, con quien podré hablar! ––dijo la pelota considerando al dorado trompo––. Tal y como me ve, soy de tafilete, me cosieron manos de doncella y tengo el cuerpo de corcho español, pero nadie sabe apreciarme. Estuve a punto de casarme con una golondrina, pero caí en el canalón, y en él me he pasado seguramente cinco años. ¡Ay, cómo me ha hinchado la lluvia! Créeme, ¡es mucho tiempo para una señorita de buena familia! Pero el trompo no respondió; pensaba en su viejo amor y, cuanto más oía a la pelota, tanto más se convencía de que era ella. Vino en éstas la criada, para verter el cubo de la basura. ––¡Anda, aquí está el trompo dorado! ––dijo. El trompo volvió a la habitación de los niños y recobró su honor y prestigio, pero de la pelota nada más se supo. El trompo ya no habló más de su viejo amor. El amor se extingue cuando la amada se ha pasado cinco años en un canalón y queda hecha una sopa; ni siquiera es reconocida al encontrarla en un cubo de basura.

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EL SAPO

Érase un pozo muy profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras. En el fondo vivía una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los nuevos residentes los «huéspedes del pozo.» Éstos llevaban el firme propósito de quedarse, vivían muy a gusto en «el seco», como llamaban a las piedras húmedas. Madre sapo había efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca. ––Es gorda, patosa y fea ––decían las verdes ranillas––. Sus hijos serán tan feos como ella.

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––A lo mejor ––dijo la madre sapo––, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya. Las verdes ranas todo eran ojos y oídos, y como aquello no les gustaba, desaparecieron en las honduras con muchas muecas. En cuanto a los sapos hijos, de puro orgullo estiraron las patas traseras; cada uno creía tener la piedra preciosa, y por eso mantenían la cabeza quieta. Finalmente, uno de ellos preguntó qué había de aquella piedra preciosa de la que estaban tan orgullosos. ––Es algo tan magnífico y valioso ––dijo la madre––, que no sabría describíroslo. El que la luce experimenta un gran placer, y es la envidia de todos los demás. Pero no me preguntéis, porque no os responderé. ––Bueno, pues lo que es yo, no tengo la piedra preciosa–– dijo el más pequeño de los sapos, el cual era tan feo como sólo un sapo puede ser––. ¿A santo de qué habría de tener yo una cosa tan preciosa? Además, si causa enfado a los otros, no puede alegrarme a mí. Lo único que deseo es poder subir un día al borde del pozo y echar una ojeada al exterior. Debe ser hermosísimo. ––Mejor será que te quedes donde estás ––respondió la vieja––. Aquí los conoces a todos y sabes lo que tienes. De una sola cosa has de guardarte: del cubo. Podría aplastarte. Nunca te metas en él, que a lo mejor te caes. No siempre se tiene la suerte que tuve yo, que pude escapar sin ningún hueso roto y con los huevos sanos. ––¡Croac! ––exclamó el pequeño, lo cual equivale, poco más o menos, al «¡ay!» de las personas. Tenía unas ganas locas de subir al borde del pozo para ver el vasto mundo; lo devoraba un gran anhelo de hallarse en aquel verde de allá arriba. Al día siguiente fue elevado el cubo lleno de agua, y casualmente se paró un momento frente a la piedra donde se encontraba el sapo. El animalito sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo, y, sin PÓLVORAS DE ALERTA

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pensarlo dos veces, saltó al recipiente y se sumergió hasta el fondo. El cubo llegó arriba, y fue vertida el agua con el sapo. ––¡Diablos! ––exclamó el mozo al descubrirlo––. ¡Qué bicho tan feo! ––Y lanzó violentamente el zueco contra el sapo, que habría muerto aplastado si no se hubiese dado maña para escapar, ocultándose entre unas ortigas. Formaban éstas una espesa enramada, pero al mirar a lo alto se dio cuenta de que el sol brillaba en las hojas y las volvía transparentes. El sapo experimentó una sensación comparable a la que sentimos nosotros al entrar en un gran bosque, donde los rayos del sol se filtran por entre las ramas y las hojas. ––Esto es mucho más hermoso que el fondo del pozo. Me pasaría aquí la vida entera ––dijo el sapito. Y se estuvo allí una hora, dos horas––. ¿Qué debe de haber allá fuera? Ya que he llegado hasta aquí, es cosa de ver si voy más lejos –– y, arrastrándose lo más rápidamente posible, salió a la carretera, donde lo inundó el sol y lo cubrió el polvo al atravesarla. ––Esto sí es estar en seco ––dijo el sapo––. Casi diría que lo es demasiado; siento un cosquilleo en el cuerpo que me molesta. Llegó a la cuneta, donde crecían nomeolvides y lirios; muy cerca había un seto de saúcos y oxiacantos, con enredaderas cuajadas de flores blancas, que eran un encanto de ver. También revoloteaba una mariposa; el sapo la tomó por una flor que se había desprendido de la planta para poder ver mejor el mundo; lo encontraba muy natural. «¡Quién pudiera volar tan rápidamente como ella! ––pensó el sapo––. ¡Croac! ¡qué maravilla!» Permaneció en la cuneta por espacio de ocho días con sus noches; la comida era buena y abundante. Al día noveno dijo: «¡Adelante, adelante!» ¿Qué podía esperar mejor que aquel paraíso? En realidad, lo que deseaba era encontrar compañía, una familia de sapos o, cuando menos, de ranas verdes. La noche anterior había resonado aquello de lo lindo, como PÓLVORAS DE ALERTA

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si habitasen «primos» por aquellos alrededores. «Aquí se vive muy bien, fuera del pozo. Puedes yacer entre ortigas, arrastrarte por el camino polvoriento y descansar en la húmeda cuneta. Pero sigamos adelante, a ver si damos con ranas y con un sapito. Echo de menos la compañía. La Naturaleza sola acaba aburriéndome.» Y con este pensamiento continuó su peregrinación. Llegó, en plena campiña, a una charca muy grande, cubierta de cañaverales y se dio un paseo por ella. ––¿No es demasiado húmedo para usted? ––le preguntaron las ranas––. Sin embargo, sea bienvenido. ¿Es usted sapo o sapa? Pero es igual, sea lo que fuere, ¡bienvenido! Y aquella noche lo invitaron al concierto familiar: gran entusiasmo y voces débiles, ya las conocemos. Banquete no hubo, sólo bebida gratis; toda la charca, si a uno le apetecía. ––Seguiré adelante ––dijo el sapito; lo dominaba el afán de descubrir cosas cada vez mejores. Vio centellear las estrellas, grandes y límpidas; vio brillar la Luna, y salir el Sol, y remontarse en el cielo. ––Por lo visto, sigo estando en un pozo, sólo que mucho mayor. Me gustaría subir más arriba. Este anhelo me corroe y devora. +++ Y cuando la Luna brilló llena y redonda, el pobre animal pensó: «¿Será acaso el cubo? Si lo bajaran podría saltar en él para, seguir remontándome. ¿O tal vez es el Sol el gran cubo? ¡Qué enorme y brillante! Todos cabríamos en él. Sólo es cuestión de aguardar la oportunidad. ¡Oh, qué claridad se hace en mi cabeza! No creo que pueda brillar más la piedra preciosa. Pero no la tengo y no lloraré por eso. Quiero seguir subiendo, hacia el esplendor y la alegría. Tengo confianza, y, sin embargo, siento miedo. Es un paso difícil, pero no hay más remedio que darlo. ¡Adelante, de cabeza a la carretera!» Avanzó a saltitos, como hacen los de su especie, y se encontró en una gran calle habitada por hombres. Había allí jardines y huertos, y el sapo se quedó a descansar en uno de PÓLVORAS DE ALERTA

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éstos. ––¡Cuántas cosas nuevas voy descubriendo! ¡Qué grande y hermoso es el mundo! Tengo ganas de verlo todo, darme una vuelta por él, en vez de quedarme quieto en un solo lugar. ¡Qué verdor y qué hermosura! ––¡Y usted que lo diga! ––exclamó la oruga de la col desde la hoja––. Mi hoja es la más grande de todas. Me tapa la mitad del mundo, pero con el resto me basta. «¡Cloc, cloc!» Eran los pollos que llegaban al huerto, con su menudo trote. La primera gallina tenía muy buena vista; descubrió la oruga en la rizada hoja, y de un picotazo la hizo caer al suelo, donde el bicho empezó a volverse y retorcerse. La gallina la miró primero con un ojo y luego con el otro, insegura de lo que saldría de tanto meneo. ––No lleva buenas intenciones ––pensó la gallina, y levantó la cabeza, dispuesta a zampársela. El sapo, lleno de compasión, pegó un saltito hacia la gallina. ––¡Ah!, ¡conque tienes guardianes! ––dijo la gallina––. ¡Qué bicho tan feo! ––y le volvió la espalda––. Bien pensado, ese animalito verde no vale la pena. Es peludo y me haría cosquillas en el cuello. Las demás gallinas pensaron que tenía razón, y se alejaron presurosas. ––¡Por fin libre! ––suspiró la oruga––. Lo importante es no perder la presencia de ánimo. Pero ahora queda lo más difícil: volver a subirme a la hoja de col. ¿Dónde está? El sapito se le acercó para expresarle su simpatía, contento de haber asustado a las gallinas con su fealdad. ––¿Qué se cree usted? ––dijo la oruga––. Yo sola me basté para salir de apuros. ¡Uf, qué mala facha tiene usted! ¿Permite que me retire a mi propiedad? Huelo a col. Estoy cerca de mi hoja. Nada hay tan hermoso como estar en casa. Voy a ver si puedo subirme. ––Sí, arriba ––dijo el sapo––, siempre arriba. Ésta piensa como yo. Sólo que hoy está de mal temple; será seguramenPÓLVORAS DE ALERTA

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te por el susto que se ha llevado. Todos queremos subir, siempre subir. ––Y levantó la mirada hasta donde podía alcanzar. La cigüeña estaba en su nido, en el tejado de la casa de campo; castañeteó con el pico, y la hembra le respondió en el mismo lenguaje. «¡Qué altos viven! ––pensó el sapo––. ¡Quién pudiera llegar hasta allá.» En la granja vivían dos jóvenes estudiantes, uno de ellos poeta, el otro naturalista. El primero cantaba con alegría todas las maravillas de la Creación; en versos sonoros y armoniosos describía las impresiones que las obras de Dios dejaban en su corazón. El segundo iba a las cosas en sí, cortaba por lo sano cuando era necesario. Consideraba la creación divina como una gran operación de cálculo, restaba, multiplicaba, quería conocerlo todo por dentro y por fuera y hablar de todo con justo criterio, y hacíalo con alegría y talento. Uno y otro eran hombres buenos y piadosos. ––Ahí tenemos un bonito ejemplar de sapo ––dijo el naturalista––. Voy a ponerlo en alcohol. ––Pero si tienes ya dos ––protestó el poeta––. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, que goce de su vida? ––¡Pero es horriblemente feo! ––dijo el otro. ––Si pudiésemos dar con la piedra preciosa en su cabeza ––observó el poeta––, también yo sería del parecer de abrirlo. ––¡Una piedra preciosa! ––replicó el sabio––. Parece que sabes muy poco de Historia Natural. ––Pues yo encuentro un bello y profundo sentido en la creencia popular de que el sapo, el más feo de todos los animales, a menudo encierra un valiosísimo diamante en la cabeza. ¿No ocurre lo mismo con el hombre? ¿Qué piedra preciosa encerraba en sí Esopo? ¿Y Sócrates? No oyó más el sapo, y aun de todo aquello no entendió ni la mitad. Los dos amigos siguieron su paseo, y él se libró de ir PÓLVORAS DE ALERTA

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a parar a un frasco con alcohol. «Hablaban también de la piedra preciosa ––pensó el sapo–– ¡Qué suerte que no la tenga! ¡Menudos disgustos me produciría el poseerla!» Oyóse un castañeteo en el tejado de la granja. Era el padre cigüeña que dirigía un discurso a su familia, la cual miraba de reojo a los dos jóvenes del huerto. ––El hombre es la más presuntuosa de las criaturas –– decía la cigüeña––. Fijaos cómo mueve la boca, y ni siquiera sabe castañetear como es debido. Se jactan de sus dotes oratorias, de su lenguaje. ¡Valiente lenguaje! Una sola jornada de viaje y ya no se entienden entre sí. Nosotros, con nuestra lengua, nos entendemos en todo el mundo, lo mismo en Dinamarca que en Egipto. Además de que tampoco saben volar. Para correr se sirven de un invento que llaman «ferrocarril», pero con frecuencia se rompen la crisma con él. Me dan escalofríos en el pico sólo de pensarlo. El mundo puede prescindir de los hombres; a nosotros no nos hacen ninguna falta. Mientras tengamos ranas y lombrices... «Prudente discurso ––pensó el sapito––. Es un gran personaje, y está tan alto como no había visto aún a nadie. ¡Y cómo nada!» ––añadió al ver a la cigüeña volar por los aires con las alas desplegadas. Y madre cigüeña se puso a contar en el nido, hablando de Egipto, de las aguas del Nilo y del cieno inolvidable que había en aquel lejano país. Al sapito le pareció todo aquello nuevo y maravilloso. ––Tendré que ir a Egipto ––dijo para sí––. Si quisieran llevarme con ellos la cigüeña o uno de sus pequeños... Procuraría agradecérselo el día de su boda. Estoy seguro de que llegaré a Egipto; la suerte me es favorable. Este anhelo, este afán que siento, valen mucho más que tener en la cabeza una piedra preciosa. Y justamente era aquélla la piedra preciosa: aquel eterno afán y anhelo de elevarse, de subir más y más. En su cabePÓLVORAS DE ALERTA

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za brillaba una mágica lucecita. De repente se presentó la cigüeña. Había descubierto el sapo en la hierba, bajó volando y cogió al animalito sin muchos miramientos. El pico apretaba, el viento silbaba; no era nada agradable, pero subía arriba, hacia Egipto; de ello estaba seguro el sapo; por eso le brillaban los ojos, como si despidiesen chispas. ––¡Croac! ¡Ay! El cuerpo había muerto, había muerto el sapo. Pero, ¿y aquella chispa de sus ojos, dónde estaba? Se la llevó el rayo de sol, se llevó la piedra preciosa de la cabeza del sapo. ¿Adónde? No lo preguntes al naturalista; mejor será que te dirijas al poeta. Él te lo contará como si fuese un cuento; y figurarán en él la oruga de la col y la familia de las cigüeñas. ¡Imagínate! La oruga se transforma, se metamorfosea en una bellísima mariposa. La familia de las cigüeñas vuela por encima de montañas y mares hacia la remota África desde donde volverá por el camino más corto a su casa, la tierra danesa, al mismo lugar y el mismo tejado. Parece un cuento, y, sin embargo, es la verdad pura. Pregúntalo al naturalista; verás cómo te lo confirma. Y tú lo sabes también, pues lo has visto. ––Pero, ¿y la piedra preciosa de la cabeza del sapo? Búscala en el Sol. Vela si puedes. El resplandor es demasiado vivo. Nuestros ojos no tienen aún la fuerza necesaria para mirar la magnificencia que Dios ha creado, pero un día la tendrá, y aquél será el más bello de los cuentos, pues nosotros figuraremos en él.

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EL COFRE VOLADOR

Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió. Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!» El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl. Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare! De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos ves-

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tían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño: ––Oye, nodriza ––le preguntó––, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas? ––Allí vive la hija del Rey ––respondió la mujer––. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina. ––Gracias ––dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa. Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó. Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños. Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar. ––Pero tendréis que volver el sábado ––añadió––, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse. ––Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos –– respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le viniePÓLVORAS DE ALERTA

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ron al mozo! Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil. Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado. El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía. ––¿Vais a contarnos un cuento ––preguntóle la Reina––, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo? ––Pero que al mismo tiempo nos haga reír ––añadió el Rey. ––De acuerdo ––respondió el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención. «Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. ––¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde ––decían–– estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina. PÓLVORAS DE ALERTA

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»––Mi destino ha sido muy distinto ––dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos––. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo. »––¡Hablas demasiado! ––intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa––. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche? »––Sí, hablemos ––dijeron los fósforos––, y veamos quién es el más noble de todos nosotros. »––No, no me gusta hablar de mi persona ––objetó la olla de barro––. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca... »––¡Buen principio! ––exclamaron los platos––. Sin duda, esta historia nos gustará. »––...pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas. »––¡Qué bien se explica! ––dijo la escoba de crin––. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé qué de limpio y refinado en sus palabras. »––Exactamente lo que yo pensaba ––asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo. PÓLVORAS DE ALERTA

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»La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio. »Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. ‘Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí’, pensó. »––¡Voy a bailar! ––exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo––. ¿Me vais a coronar también a mí? ––pregunto la tenaza; y así se hizo. »––¡Vaya gentuza! ––pensaban los fósforos. »Tocábale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías. »Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte de que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho. »––Si la tetera se niega a cantar, que no cante ––dijo––. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes. »––Me parece muy poco conveniente ––objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera–– tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra. »––Francamente, me habéis desilusionado ––dijo el cesto––. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa sería! »––¡Sí, vamos a armar un escándalo! ––exclamaron todos. »En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quePÓLVORAS DE ALERTA

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daron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. ‘Si hubiésemos querido –– pensaba cada uno––, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!’ »La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban! »‘Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros ––pensaban––. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!’ Y de este modo se consumieron.» ––¡Qué cuento tan bonito! ––dijo la Reina––. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija. ––Desde luego ––asintió el Rey––. Será tuya el lunes por la mañana. ––Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia. Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica! «Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo. ¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo! Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey. No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado.» Era una curiosidad muy natural. ¡Qué de cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de PÓLVORAS DE ALERTA

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hermoso. ––Yo vi al propio dios de los turcos ––afirmó uno––. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante. ––Volaba envuelto en un manto de fuego ––dijo otro––. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos. Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda. Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.

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LA PULGA Y EL PROFESOR

Érase una vez un aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno. Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía ser. Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios. ––Ya llegarán ––decía él. ––¡Ojalá! ––respondía ella. ––Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan! Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una

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ilusión óptica. Pero una noche, al abrir él el cajón, la mujer no estaba ni allí ni en la caja; no se veía ni oía en toda la sala. Aquello era un truco de la joven, la cual ya no volvió, pues estaba harta de aquella vida. Él se hartó también, perdió su buen humor, con lo que el público se aburría y dejó de acudir. Los negocios se volvieron magros, y la indumentaria, también; al fin no le quedó más que una gruesa pulga, herencia de su mujer; por eso la quería. La adiestró, enseñándole varios ejercicios, entre ellos el de presentar armas y disparar un cañón; claro que un cañón pequeño. El profesor estaba orgulloso de su pulga, y ésta lo estaba de sí misma. Había aprendido algunas cosas, llevaba sangre humana y había estado en grandes ciudades, donde fue vista y aplaudida por príncipes y princesas. Aparecía en periódicos y carteles, sabía que era famosa y capaz de alimentar, no ya a un profesor, sino a toda una familia. A pesar de su orgullo y su fama, cuando viajaban ella y el profesor, lo hacían en cuarta clase; la velocidad era la misma que en primera. Existía entre ellos un compromiso tácito de no separarse nunca ni casarse: la pulga se quedaría soltera, y el profesor, viudo. Viene a ser lo mismo. ––Nunca debe volverse allí donde se encontró la máxima felicidad ––decía el profesor. Era un psicólogo, y también esto es una ciencia. Al fin recorrieron todos los países, excepto los salvajes. En ellos se comían a los cristianos, bien lo sabía el profesor; pero no siendo él cristiano de pura cepa, ni la pulga un ser humano acabado, pensó que no había gran peligro en visitarlos y a lo mejor obtendrían pingües beneficios. Efectuaron el viaje en barco de vapor y de vela; la pulga exhibió sus habilidades, y de este modo tuvieron el pasaje gratis hasta la tierra de salvajes. Gobernaba allí una princesa de sólo 18 años; usurpaba el trono que correspondía a su padre y a su madre, pues tenía voPÓLVORAS DE ALERTA

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luntad y era tan agradable como malcriada. No bien la pulga hubo presentado armas y disparado el cañón, la princesa quedó tan prendada de ella que exclamó: ––¡Ella o nadie! Se había enamorado salvajemente, además de lo salvaje que ya era de suyo. ––Mi dulce y razonable hijita ––le dijo su padre––. ¡Si al menos se pudiese hacer de ella un hombre! ––Eso déjalo de mi cuenta, viejo ––replicó la princesa. Lo cual no es manera de hablar, sobre todo en labios de una princesa; pero no olvidemos que era salvaje. Puso la pulga en su manita. ––Ahora eres un hombre; vas a reinar conmigo. Pero deberás hacer lo que yo quiera; de lo contrario, te mataré y me comeré al profesor. A éste le asignaron por vivienda un espacioso salón, cuyas paredes eran de caña de azúcar; podía lamerlas, si quería, pero no era goloso. Diéronle también una hamaca para dormir, y en ella le parecía encontrarse en un globo aerostático, cosa que siempre había deseado y que era su idea fija. La pulga se quedó con la princesa, ya en su mano, ya en su lindo cuello. El profesor arrancó un cabello a la princesa y lo ató por un cabo a la pata de la pulga, y por el otro, a un pedazo de coral que la dama llevaba en el lóbulo de la oreja. «¡Qué bien lo pasamos todos, incluso la pulga!», pensaba el profesor. Pero no se sentía del todo satisfecho; era un viajero innato, y gustaba ir de ciudad en ciudad y leer en los periódicos elogios sobre su tenacidad e inteligencia, pues había enseñado a una pulga a conducirse como una persona. Se pasaba los días en la hamaca ganduleando y comiendo. Y no creáis que comía cualquier cosa: huevos frescos, ojos de elefante y piernas de jirafa asadas. Es un error pensar que los caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina. ––Espalda de niño con salsa picante es un plato exquisiPÓLVORAS DE ALERTA

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to ––decía la madre de la princesa. El profesor se aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes, pero no podía hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento. ¿Cómo cogerla? Ahí estaba la cosa. El hombre venga darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin, dijo: «¡Ya lo tengo!» ––Padre de la princesa, permitidme que haga algo. ¿Queréis que enseñe a los habitantes a presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del mundo. ––¿Y a mí qué puedes enseñarme? ––preguntó el padre. ––Mi mayor habilidad ––respondió el profesor––. Disparar un cañón de modo que tiemble toda la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La detonación es de gran efecto, además. ––¡Venga el cañón! ––dijo el padre de la princesa. Pero en todo el país no había más cañón que el que había traído consigo el profesor, y éste resultaba demasiado pequeño. ––Fundiré otro mayor ––dijo el profesor––. Proporcionadme los medios necesarios. Me hace falta tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas estomacales para globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en el estómago del cañón. Le facilitaron cuanto pedía. Todo el pueblo acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado hasta que tuvo el globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión. La pulga contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se hinchó, tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un salvaje. ––Tengo que subir para enfriarlo ––dijo el profesor, sentándose en la barquilla que colgaba del globo––. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante entendido, y de cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo. PÓLVORAS DE ALERTA

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––Se lo permito, aunque a regañadientes ––dijo la princesa, pasando al profesor la pulga que tenía en la mano. ––¡Soltad las amarras! ––gritó él––. ¡Ya sube el globo! Los presentes entendieron que decía: ––¡Cañón! El aerostato se fue elevando hacia las nubes, alejándose del país de los salvajes. La princesita, con su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando. Y todavía siguen esperando, y si no lo crees, vete al país de los salvajes, donde todo el mundo habla de la pulga y el profesor, convencidos de que volverán en cuanto el cañón se enfríe. Pero lo cierto es que no volverán nunca, pues están entre nosotros, en su tierra, y viajan en primera clase, no ya en cuarta. El globo ha resultado un buen negocio. Nadie les pregunta de dónde lo sacaron; son gente rica y honorable la pulga y el profesor.

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JUAN EL BOBO (un cuento infantil contado de nuevo)

Allá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado a pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio. Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; este era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto al derecho como al revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba que podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos. ––Me llevaré la princesa ––afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los

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criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo. ––¿Adónde vais con el traje de los domingos? ––preguntó. ––A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? ––Y le contaron lo que ocurría. ––¡Demonios! Pues yo no voy a perder la ocasión ––exclamó el bobo. Y los hermanos se rieron de él y partieron al galope––. ¡Dadme un caballo, padre! ––dijo Juan el Bobo––. Me gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y si no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella. ––¡Qué sandeces estás diciendo! ––intervino el padre––. No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes hablar! Tus hermanos son distintos, ellos pueden presentarse en todas partes. ––Si no me dais un caballo ––replicó el bobo––, montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme. ––Y se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote! ––¡Atención, que vengo yo! ––gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia. Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer. ––¡Eh, eh! ––gritó el bobo––. ¡Aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera! ––Y les mostró una corneja muerta. ––¡Imbécil! ––exclamaron los otros––, ¿para qué la quieres? ––¡Se la regalaré a la princesa! ––¡Haz lo que quieras! ––contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino. PÓLVORAS DE ALERTA

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––¡Eh, eh! ¡Aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días! Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro. ––¡Estúpido! ––dijeron––. Es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa? ––¡Claro que sí! ––respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho. ––¡Eh, eh! ¡Aquí estoy yo! ––volvió a gritar el bobo––. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha visto cosa igual! ––¿Qué has encontrado ahora? ––preguntaron los hermanos. ––¡Oh! ––exclamó el bobo––. Es demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa! ––¡Qué asco! ––exclamaron los hermanos––. ¡Si es lodo cogido de un hoyo! ––Exacto, esto es ––asintió el bobo––, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos. ––Y así diciendo, se llenó los bolsillos de barro. Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro. Todos los demás moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra. ––¡No sirve! ––iba diciendo la princesa––. ¡Fuera! Llegó el turno del hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el PÓLVORAS DE ALERTA

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suelo crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente. ––¡Qué calor hace aquí adentro! ––fueron las primeras palabras del pretendiente. ––Es que hoy mi padre asa pollos ––dijo la princesa. ––¡Ah! ––y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas. ––¡No sirve! ¡Fuera! ––ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo. ––¡Qué calor más terrible! ––dijo éste. ––¡Sí, asamos pollos! ––explicó la hija del Rey. ––¿Cómo di... di, cómo di?... ––tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di... di, cómo di?»…. ––¡No sirve! ¡Fuera! ––decretó la princesa. Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío. ––¡Demonios, qué calor! ––observó. ––Es que estoy asando pollos ––contestó la princesa. ––¡Al pelo! ––dijo el bobo––. Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad? ––Con mucho gusto, no faltaba más ––respondió la hija del Rey––. Pero, ¿traes algo en qué asarla? Pues no tengo ni puchero ni asador. ––Yo sí los tengo ––exclamó alegremente el otro––. He aquí un excelente puchero, con mango de estaño. ––Y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja. ––Pues, ¡vaya banquete! ––dijo la princesa––. Pero, ¿y la salsa? La traigo en el bolsillo ––replicó el bobo––. Tengo para eso PÓLVORAS DE ALERTA

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y mucho más ––y se sacó del bolsillo un puñado de barro. ––¡Esto me gusta! ––exclamó la princesa––. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Éste es el peor, pues no entiende nada (desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante). Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo. ––¿Aquellas señorías de allí? ––preguntó el bobo––. ¡Ahí va esto para el corregidor! ––y, vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje. ––¡Magnífico! ––exclamó la princesa––. Yo no habría podido. Pero aprenderé. Y de este modo Juan el Bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono. Y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.

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LA AGUJA DE ZURCIR

Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser. ––Fijaos en lo que hacéis y manejadme con cuidado –– decía a los dedos que la manejaban––. No me dejéis caer, que si voy al suelo, las pasaréis negras para encontrarme. ¡Soy tan fina! ––¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! ––dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo. ––Mirad, aquí llego yo con mi séquito ––prosiguió la aguja, arrastrando tras de sí una larga hebra, pero sin nudo. Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior había reventado y se disponían a coserlo. ––¡Qué trabajo más ordinario! ––exclamó la aguja––. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo! ––y se rompió––. ¿No os lo dije? ––suspiró la víctima––. ¡Soy demasiado fina! «Ya no sirve para nada» ––pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa. ––¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! ––dijo la vanidosa––. Bien sabía yo que con el tiempo haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se lo reconocen. ––Y se rió para sus adentros, pues por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa como si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor. ––¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? ––inquirió el alfiler, ve-

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cino suyo––. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo. Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando. ––Ahora me voy de viaje ––dijo la aguja––. ¡Con tal que no me pierda! Pero es el caso que se perdió. «Este mundo no está hecho para mí ––pensó, ya en el arroyo de la calle––. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeña satisfacción.» Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «¡Cómo navegan! ––decía la aguja––. ¡Poco se imaginan lo que hay en el fondo! Yo estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una ‘viruta’, o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo que soy y seguiré siéndolo.» Un día fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez sería un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a él, presentándose como alfiler de pecho. ––¿Usted debe ser un diamante, verdad? ––Bueno... sí, algo por el estilo. Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente. ––¿Sabes? Yo viví en el estuche de una señorita ––dijo la aguja de zurcir––; era cocinera; tenía cinco dedos en cada PÓLVORAS DE ALERTA

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mano, pero nunca he visto nada tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistía en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en él. ––¿Brillaban acaso? ––preguntó el casco de botella. ––¿Brillar? ––exclamó la aguja––. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de más afuera se llamaba «Pulgar», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como apenas tenía una articulación en el dorso, sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inútil para el servicio militar. Luego venía el «Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo amargo, señalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribían. El «Larguirucho» miraba a los demás desde lo alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo «Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero. ––Ahora estamos aquí, brillando ––dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó más agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco. ––¡Vamos! A éste lo han despachado ––dijo la aguja––. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena ––y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos––. De tan fina que soy, casi creería que nací de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no, no es distinguido llorar. Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo. ––¡Ay! ––exclamó uno; se había pinchado con la aguja de PÓLVORAS DE ALERTA

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zurcir––. ¡Esta marrana! ––¡Yo no soy ninguna marrana, sino una señorita! –– protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se había desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace más esbelto, por lo que la aguja se creyó aún más fina que antes. ––¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! –– gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja. ––Negra sobre fondo blanco ––observó ésta––. ¡Qué bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que no me maree, ni vomite! ––Pero no se mareó ni vomitó––. Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sí que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. Cuánto más fina es una, más resiste. ––¡Crac! ––exclamó la cáscara de huevo, al sentirse aplastada por la rueda de un carro. ––¡Uf, cómo pesa! ––añadió la aguja––. Ahora sí que me mareo. ¡Me rompo, me rompo! Pero no se rompió, a pesar de haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí, puede seguir allí muchos años.

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EL CUELLO DE CAMISA

Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga. Dijo el cuello: ––Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre? ––¡No se lo diré! ––respondió la liga. ––¿Dónde vive, pues? ––insistió el cuello. Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla. ––¿Es usted un cinturón, verdad? ––dijo el cuello–– ¿Una especie de cinturón interior? Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno. ––¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! ––dijo la liga––. No creo que le haya dado pie para hacerlo. ––Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita ––replicó el cuello––, no hace falta más motivo. ––¡No se acerque tanto! ––exclamó la liga––. ¡Parece usted tan varonil! ––Soy también un caballero fino ––dijo el cuello––, tengo un calzador y un peine (lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.) ––¡No se acerque tanto! ––repitió la liga––. No estoy acostumbrada. ––¡Qué remilgada! ––dijo el cuello con tono burlón; pero

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en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente. ––¡Mi querida señora ––exclamaba el cuello––, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo? ––¡Harapo! ––replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren––. ¡Harapo! ––repitió. El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos. ––¡Oh! ––exclamó el cuello––, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad? ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla. ––Ya lo sé ––respondió la tijera. ––¡Merecería ser condesa! ––dijo el cuello––. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado! ––¿Se me está declarando, el asqueroso? ––exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible. ––Al fin tendré que solicitar la mano del peine ––dijo el cuello––. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! ¿No ha pensado nunca en casarse? ––¡Claro, ya puede figurárselo! ––contestó el peine––. Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador. ––¡Prometida! ––suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio. Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran PÓLVORAS DE ALERTA

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fanfarrón. ––¡La de novias que he tenido! ––decía––. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf! ¡La de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco! Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aun lo más íntimo y secreto de ella, será impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.

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EL CERRO DE LOS ELFOS

Varios lagartos gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se entendían perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña. ––¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los elfos! ––dijo un lagarto––. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir. ––Algo pasa allí adentro ––observó otro––. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara! ––Sí ––intervino un tercer lagarto––. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de la colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiénes son éstos, la lombriz se negó a decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro (y no es poco), lo pulen y exponen a la luz de la luna. ––¿Quiénes podrán ser esos forasteros? ––se preguntaban los lagartos––. ¿Qué diablos debe suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar! En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparenta-

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da de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras. ––Están ustedes invitados a la colina esta noche ––dijo–– . Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerá el anciano Rey de los elfos. ––¿A quién hay que invitar? ––preguntó el chotacabras. ––Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal de que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirán personajes de la más alta categoría. Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizás algo aún mejor; supongo que así no tendrán inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categoría, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ese es su oficio; por lo demás, están emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia. ––¡Muy bien! ––dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo. Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con PÓLVORAS DE ALERTA

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grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipán. En la colina había, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas con dedos de niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilería de la bruja del pantano, amén de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia. El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de primera); y no se crea que le es fácil a un rey de los elfos procurarse pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto. ––Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habré cumplido con mi tarea ––dijo la vieja señorita. ––¡Dulce padre mío! ––dijo la hija menor, que era muy zalamera––, ¿no podría saber quiénes son los ilustres forasteros? ––Bueno ––respondió el Rey––, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El anciano duende de allá en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho más rica de lo que creen por ahí, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un día en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquí en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los Peñascos gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto malcriados e impertinentes; pero quizás exageran. Tiempo tendrán de sentar la cabeza. A ver si sabéis PÓLVORAS DE ALERTA

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portaros con ellos en forma conveniente. ––¿Y cuándo llegan? ––preguntó una de las hijas. ––Eso depende del tiempo que haga ––respondió el Rey ––. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habría querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono. En eso llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos más rápido que su compañero; por eso llegó antes. ––¡Ya vienen, ya vienen! ––gritaron los dos. ––¡Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! ––ordenó el Rey. Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho. ––¿Esto es una colina? ––preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos––. En Noruega lo llamaríamos un agujero. ––¡Muchachos! ––les riñó el viejo––. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No tenéis ojos en la cabeza? Lo único que les causaba asombro, dijeron, era que comprendían la lengua de los otros sin dificultad. ––¡Es para creer que os falta algún tornillo! ––refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los había arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuáticos, y afirmaban que se sentían como en su casa. En la mesa todos observaron la máxima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta PÓLVORAS DE ALERTA

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poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien. ––¡Fuera los pies del plato! ––les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar más cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto. Supo contar bellas historias de los altivos acantilados nórdicos y de las cataratas que se precipitan espumeantes con un estruendo comparable al del trueno y al sonido del órgano; y habló del salmón que salta avanzando a contracorriente cuando el Nöck toca su arpa de oro. Les habló de las luminosas noches de invierno, cuando suenan los cascabeles de los trineos, y los mozos corren con antorchas encendidas por el liso hielo, tan transparente, que pueden ver los peces nadando asustados bajo sus pies. Sí, sabía contar con arte tal, que uno creía ver y oír lo que describía. Se oía el ruido de los aserraderos y los cantos de los mozos y las rapazas mientras bailaban las danzas del país. ¡Ohó! De pronto, el viejo duende dio un sonoro beso a la vieja señorita elfa. Fue un beso con todas las de la ley, y eso que no eran parientes. A continuación las muchachas hubieron de bailar, primero bailes sencillos, luego zapateados, y bien que lo hacían; finalmente, vino el baile artístico. ¡Señores, y qué manera de extender las piernas, que no sabía uno dónde empezaban y dónde terminaban, ni lo que eran piernas y lo que eran brazos! Era aquello como un revoltijo de virutas, y metían tanto ruido, que el Caballo de los Muertos se mareó y hubo de retirarse de la mesa. ––¡Brrr! ––exclamó el viejo duende––, ¡Vaya agilidad de piernas! Pero, ¿qué saben hacer, además de bailar, alargar las piernas y girar como torbellinos? ––¡Pronto vas a saberlo! ––dijo el rey de los elfos, y llamó a la menor de sus hijas. Era ágil y diáfana como la luz de la PÓLVORAS DE ALERTA

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luna, la más bonita de las hermanas. Metióse en la boca una ramita blanca y al instante desapareció; era su habilidad. Pero el viejo duende dijo que este arte no lo podía soportar en su esposa, y que no creía que fuese tampoco del gusto de sus hijos. La otra sabía colocarse de lado como si fuese su propia sombra, pues los duendes no la tienen. Con la hija tercera la cosa era muy distinta. Había aprendido a destilar en la destilería de la bruja del pantano y sabía mechar nudos de aliso con gusanos de luz. ––¡Será una excelente ama de casa! ––dijo el duende anciano, brindando con la mirada, pues consideraba que ya había bebido bastante. Acercóse la cuarta elfa. Venía con una gran arpa, y no bien pulsó la primera cuerda, todos levantaron la pierna izquierda, pues los duendes son zurdos, y cuando pulsó la segunda cuerda, todos tuvieron que hacer lo que ella quiso. ––¡Es una mujer peligrosa! ––dijo el viejo duende; pero los dos hijos salieron del cerro, pues se aburrían. ––¿Qué sabe hacer la hija siguiente? ––preguntó el viejo. ––He aprendido a querer a los noruegos, y nunca me casaré si no puedo irme a Noruega. Pero la más pequeña murmuró al oído del viejo: ––Esto es sólo porque sabe una canción nórdica que dice que, cuando la Tierra se hunda, los acantilados nórdicos seguirán levantados como monumentos funerarios. Por eso quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse. ––¡Vaya, vaya! ––exclamó el viejo––. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última? ––La sexta viene antes que la séptima ––observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la sexta se negó a acudir. ––Yo no puedo decir a la gente sino la verdad ––dijo––. De mí nadie hace caso, bastante tengo con coser mi mortaja. Presentóse entonces la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se le pidieran. PÓLVORAS DE ALERTA

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––Ahí tienes mis cinco dedos ––dijo el viejo duende––. Cuéntame un cuento acerca de cada uno. La muchacha lo cogió por la muñeca, mientras él se reía de una forma que más bien parecía cloquear; y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende: ––Agárralo fuerte, la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer! La elfa observó que faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique. ––Los dejaremos para el invierno ––replicó el viejo––. Nos hablarás del abeto y del abedul, de los regalos de los espíritus y de la helada crujiente. Tú te encargarás de explicar, pues allá arriba nadie sabe hacerlo como tú. Y luego nos entraremos en el salón de piedra, donde arde la astilla de pino, y beberemos hidromiel en los cuernos de oro de los antiguos reyes nórdicos. El Nöck me regaló un par, y cuando estemos allí vendrá a visitarnos el diablo de la montaña, el cual te cantará todas las canciones de las zagalas de la sierra. ¡Cómo nos vamos a divertir! El salmón saltará en la cascada, chocando contra las paredes de roca, pero no entrará. ¡Oh, sí, qué bien se está en la vieja y querida Noruega! Pero, ¿dónde se han metido los chicos? Eso es, ¿dónde se habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas. ––¿Qué significan estas corridas? ––gritó el viejo duende ––. Acabo de procuraros una madre, y vosotros podéis elegir a la que os guste de las tías. Pero los jóvenes replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad. Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos, bebieron a la salud de todos e hicieron la prueba del clavo para demostrar que se habían zampado hasta la última gota. Quitándose luego las chaquePÓLVORAS DE ALERTA

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tas, se tendieron a dormir sobre la mesa, sin preocuparse de los buenos modales. Mientras tanto, el viejo duende bailaba en el salón con su joven prometida e intercambiaba con ella los zapatos, lo cual es más distinguido que intercambiar sortijas. ––¡Que canta el gallo! ––exclamó la vieja elfa, encargada del gobierno doméstico–– ¡Hay que cerrar los postigos, para que el sol no nos abrase! Y se cerró la colina. En el exterior, los lagartos subían y bajaban por los árboles agrietados, y uno de ellos dijo a los demás. ––¡Cuánto me ha gustado el viejo duende nórdico! ––¡Pues yo prefiero los chicos! ––objetó la lombriz de tierra; pero es que no veía, la pobre.

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LA CASA VIEJA

Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados y, sobre cada una de las ventanas, en la viga se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero. Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban: «¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además tiene pomos de latón. ¡Habráse visto!» Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pa-

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sar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte de él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario. El chiquillo oyó cómo sus padres decían: ––El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo. El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano: ––Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo. El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres. Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; diríase que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá!», tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las PÓLVORAS DE ALERTA

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sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidos de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos los sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!» Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas. «El dorado se desluce pero el cuero queda», decían las paredes. Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con los brazos a ambos lados. «¡Siéntese! ¡Tome asiento! ––decían––. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!» Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano. ––Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mío ––dijo el viejo––. Y mil gracias también por tu visita. «¡Gracias, gracias!», o bien «¡crrac, crrac!», se oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues todos querían ver al niño. En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni «gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste preguntó al viejo: ––¿De dónde lo has sacado? ––Del ropavejero de enfrente ––respondió el hombre––. PÓLVORAS DE ALERTA

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Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió. Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas; pero ellos no lo notaron. ––En casa dicen ––observó el niño–– que vives muy solo. ––¡Oh! ––sonrió el anciano––, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No tengo por qué quejarme. Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas! El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos. ––¡No lo puedo resistir! ––exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda––. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás chiquillos estáis siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo? ¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un árbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. ¡No PÓLVORAS DE ALERTA

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puedo resistirlo! ––No debes tomarlo tan a la tremenda ––respondió el niño––. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos. ––Sí, pero yo no los veo ni los conozco ––insistió el soldado de plomo––. No puedo soportarlo. ––Pues no tendrás más remedio ––dijo el chiquillo. Volvió el anciano con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño ya no se acordó más del soldado. Regresó a su casa contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la visita. Los trompeteros de talla tocaron: «¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá!»; entrechocaron los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron las sedas, «habló» el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran menos. ––¡No puedo resistirlo! ––exclamó el soldado––. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Os veía a todos allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuvieseis aquí; volvía a ser un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños colocados delante de la mesa, cantabais vuestra canción, la de todas las mañanas, con las manitas juntas. Vuestros padres estaban también con aire serio y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a vuestra hermanita María, que no ha cumplido PÓLVORAS DE ALERTA

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aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba. Todos estabais allí muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura; pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo. Dime, ¿cantáis todavía los domingos? Cuéntame algo de María, y ¿qué tal le va a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que no puedo resistirlo! ––Lo siento, pero ya no me perteneces ––dijo el niño––. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No lo comprendes? Entró el viejo con una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda, éste se puso a cantar una canción. ––¡Ella sí sabía cantarla! ––dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado. ––¡Quiero ir a la guerra, quiero ir a la guerra! ––gritó el soldado de plomo con todas sus fuerzas; y se precipitó al suelo. ¿Dónde se habrá metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él. ––Ya lo encontraré ––dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso abierto. PÓLVORAS DE ALERTA

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Pasó el día, y el niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie: el viejo había muerto. Al anochecer, un coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las manos, envió un beso al ataúd. Algunos días después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios. Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó colgando para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por el cuadro. En primavera derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas decrépitas. Todo se lo llevaron. ––¡Ya era hora! ––exclamaron las casas vecinas. En el solar que había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito, con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza PÓLVORAS DE ALERTA

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de sus pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían acordarse. Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. –– ¡Ay! ¿Qué es esto? ––dijo. Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante. ¡Era él! ––imaginaos––, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado! La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo. ––Deja que lo vea ––dijo el joven, riendo y meneando la cabeza––. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño. ––Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven. ––Es muy posible que sea el mismo soldado ––dijo––. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo. ––No sé dónde está ––contestó él––, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían muerto ya, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo. ––¡Qué solo debió de sentirse! ––dijo ella. ––¡Espantosamente solo! ––exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado! ––¡Muy bien! ––gritó algo muy cerca; pero aparte del solPÓLVORAS DE ALERTA

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dado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó: ––El dorado se desluce pero el cuero queda. Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así.

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HANS CHRISTIAN ANDERSEN (Dinamarca, 1805-1875) Aunque comenzó escribiendo poesías, novelas y obras teatrales, Hans Christian Andersen debe su consagración a la pericia y, sobre todo, a la sencillez expositiva que consiguió en sus cuentos. Escritos a partir de 1835 y destinados al público infantil ––y no por ello ajenos a las exigencias de los adultos––, los cuentos de este autor se desarrollan en ambientes donde la realidad y la fantasía se entrelazan. De ahí que en ellos, inspirados en el conocimiento de leyendas y tradiciones populares y en su propia experiencia, convivan personajes de la vida diaria con hadas, duendecillos, y animales y objetos personificados. Como todo gran creador, a través de los protagonistas de sus historias ––donde recurre no pocas veces al humor y a la elocuencia poética––, el narrador supo censurar vicios y enaltecer virtudes afines al hombre, describiendo la encarnizada lucha sostenida entre el bien y la maldad, y el triunfo de la justicia y el amor. Para quien se aproxime a estas páginas con una mirada atenta, no habrán de pasar inadvertidas tales intenciones. Hans Christian Andersen murió en 1875. Desconocía entonces que apenas estaba comenzando el viaje que habría de eternizarlo en la memoria de las generaciones venideras. Aquí te ofrecemos una breve muestra de sus cuentos. Conocerla, joven lector, además de incrementar tu instrucción, te ayudará a prepararte para la vida.