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EL NUEVO ESPÍRITU Y LOS POETAS Por: Guillaume Apollinaire (1880-1918) . El nuevo espíritu que dominará el mundo entero se ha encarnado en la poesía francesa como en ningún otro lugar. La fuerte disciplina intelectual que se han impuesto desde siempre los franceses les permite, a ellos y a quienes les pertenecen espiritualmente, tener una concepción de la vida, de las artes y de las letras que sin ser la simple constatación de la antigüedad, no sea tampoco un adorno más del bello decorado romántico. El nuevo espíritu que se anuncia pretende primordialmente heredar de los clásicos un sólido sentido común, un espíritu crítico seguro de sí, visiones de conjunto sobre el universo y sobre el alma humana, y el sentido del deber que despoja los sentimientos y limita, o mejor, contiene sus manifestaciones. Pretende también heredar de los románticos una curiosidad que le impulsa a explorar todos los ámbitos susceptibles de proveerlo de un contenido literario que permita exaltar la vida bajo cualquier forma que se presente. Explorar la verdad, buscarla tanto en el ámbito étnico, por ejemplo, como en aquel de la imaginación, constituyen las características principales de este nuevo espíritu. Dicha tendencia, por otra parte, siempre ha tenido sus audaces representantes que la ignoraban; hace tiempo viene desarrollándose y cobrando forma. No obstante, es la primera vez que se presenta consciente de sí misma. Pues hasta ahora, el ámbito literario se encontraba circunscrito a estrechos límites. Se escribía en prosa o se escribía en verso. En lo referente a la prosa, las reglas gramaticales fijaban su forma. En lo tocante a la poesía, la versificación rimada era su única ley, sometida a periódicos asaltos de los que resultaba siempre ilesa. El verso libre dio libre impulso al lirismo; pero se trataba tan sólo de una etapa de exploraciones restringidas al ámbito de la forma. Las investigaciones sobre la forma han asumido desde entonces una gran importancia, que considero legítima.

¿Cómo no interesaría una investigación semejante al poeta, si puede llegar a determinar nuevos descubrimientos para el pensamiento y para el lirismo? La asonancia, la aliteración, al igual que la rima, son convenciones que poseen cada una sus méritos. Los artificios tipográficos llevados muy lejos con gran audacia tienen la ventaja de generar un lirismo visual prácticamente desconocido antes de nuestra época. Estos artificios pueden ir más lejos aún y consumar la síntesis de las artes, de la música, la pintura y la literatura. No hay en ello más que una búsqueda para acceder a nuevas expresiones perfectamente legítimas. ¿Quién se atrevería a decir que los ejercicios de retórica, las variaciones sobre el tema: “Muero de sed al lado de la fuente”, no han tenido una influencia determinante sobre el genio de Villón? ¿Quién se atrevería a decir que las investigaciones formales de los retóricos y de la escuela marótica no sirvieron para depurar el gusto francés hasta desembocar en el perfecto florecimiento del siglo XVIII? Hubiera sido extraño que una época en la que el cine, el arte popular por excelencia, es un libro de imágenes, los poetas no hubiesen intentando componer imágenes para los espíritus meditativos y más refinados que no se contentan con las groseras invenciones de los fabricantes de películas. Estos últimos se refinarán, y puede preverse el día en que, habiéndose convertido el fonógrafo y el cine en las únicas formas de impresión habituales, los poetas detenten una libertad desconocida hasta ahora. Que nadie se sorprenda, entonces, si con los únicos medios de los que disponen ahora, se esfuercen por prepararse para este arte nuevo (más vasto que el simple arte de las palabras), donde, directores de orquesta de un alcance inaudito, tendrán a su disposición el mundo entero, sus rumores y sus apariencias, el pensamiento y el lenguaje humanos, el canto, la danza, todas las artes y todos los oficios, más espejismos aún que aquellos no podían hacer aparecer a Morgana sobre el monte Gibel para componer el libro visto y escuchado del porvenir. Sin embargo, en general, no se encontrarán en Francia aquellas “palabras en libertad” llevadas a sus extremos futuristas en otros lugares, italianos o rusos, hijos excesivos del nuevo espíritu, pues a Francia le repugna el desorden. Allí se regresa de buen grado a los principios, pero se detesta el caos. Podemos por lo tanto esperar, en lo que constituye el contenido y los medios del arte, una libertad de una opulencia inimaginable. Los poetas aprenden hoy día esta libertad enciclopédica. En el ámbito de la inspiración, su libertad no puede ser menor que la de un periódico que se ocupa en una sola página de los asuntos más diversos, recorre los países más lejanos. Nos preguntamos por qué el poeta no ha de

tener una libertad al menos análoga y se vea obligado, en la época del teléfono, del telégrafo inalámbrico y de la aviación, aguardar una circunscripción mayor frente a los espacios. La rapidez y la sencillez con las que los espíritus se han acostumbrado a designar con una sola palabra seres tan complejos como una multitud, una nación, el universo, no encontraban su equivalente moderno en la poesía. Los poetas llena esta laguna y sus poemas sintéticos crean nuevas entidades que poseen un valor plástico tan complejo como el de los términos colectivos. El hombre se ha familiarizado con seres tan formidables como las máquinas; ha explorado el campo de lo infinitamente pequeño, y nuevos ámbitos se abren a la actividad de su imaginación: el de lo infinitamente grande y el de la profecía. No hay que creer, sin embargo, que este espíritu nuevo sea complicado, lánguido, ficticio y severo. Siguiendo el orden mismo de la naturaleza, el poeta se ha desembarazado de toda frase ampulosa. Ya no hay wagnerismo en nosotros, y los jóvenes autores han lanzado lejos de sí todos los espolios encantados del romanticismo colosal de la Alemania de Wagner, al igual que los oropeles agrestes que nos había legado Jean-Jacques Rousseau. No creo que los acontecimientos sociales lleguen tan lejos que un día sea imposible hablar de literatura nacional. Por el contrario, entre más se avance por la vía de las libertades, éstas no harán más que reforzar la mayoría de las antiguas disciplinas y de allí surgirán otras nuevas no menos exigentes que aquellas. Por esta razón creo que, pase lo que pase, el arte, cada vez más, tendrá una patria. Por otra parte, los poetas son actualmente la expresión de un medio, de una nación, y si bien los artistas, al igual que los poetas y los filósofos, conforman un fondo social que pertenecen sin duda a la humanidad, lo hacen como expresión de una raza, de un ambiente determinado. El arte dejará de ser nacional sólo aquel día en que el universo entero viva en un mismo clima, en moradas construidas con un mismo modelo, y hable el mismo idioma con el mismo acento, es decir, jamás. De las diferencias étnicas y nacionales nace la variedad de expresiones literarias, y es esta variedad de lo que es preciso proteger. Una expresión lírica cosmopolita no daría más que obras vagas, sin acento y sin armazón, que tendría el valor de los lugares comunes de la retórica parlamentaria internacional. Y observen que el cine, el arte comospólita por excelencia, presenta ya diferencias étnicas diferenciables inmediatamente de las de todo el mundo, y los asiduos de la pantalla distinguen al instante entre una película norteamericana y una italiana. Análogamente, el nuevo espíritu, que tiene la ambición de dejar su huella en el espíritu universal, y que no pretende limitar su actividad a esto o a aquello, no es inferior a una expresión

particular y lírica de la nación francesa que desea respetar, así como el espíritu clásico es, por excelencia, la expresión sublime de la misma nación. No hay que olvidar que es quizás más peligroso para una nación el dejarse conquistar intelectualmente que ser sometida por las armas. Es por esto que el espíritu nuevo se declara ante todo partidario del orden y del deber, las grandes cualidades clásicas mediante las cuales se manifiesta más altamente el espíritu francés, y le añade la libertad. Esta libertad y este orden que se confunden en el nuevo espíritu constituyen su distintivo y su fuerza. No obstante, esta síntesis de las artes consumadas en nuestra época no debe degenerar en confusión. Es decir, sería peligroso, reducir la poesía a una especie de armonía imitativa que no tendría siquiera la disculpa de ser precisa. Imaginamos fácilmente que la armonía imitativa pueda tener una función, pero no podría constituir más que la base de un arte en el que interviniesen las máquinas; por ejemplo, un poema o una sinfonía compuestos en un fonógrafo podrían consistir en ruidos artísticamente elegidos y líricamente combinados o yuxtapuestos, mientras que, por mi parte, difícilmente concibo que la simple imitación de un ruido al cual sea imposible atribuir un sentido lírico, trágico o patético, pueda considerarse un poema. Y si algunos poetas se entregan a este juego, no hay que ver en él más que un ejercicio, una especie de esbozo destinado a insertarse en una obra. El “brékéké Koax de Las ranas de Aristófanes no es nada si se le considera independientemente de una obra donde adquiere todo su sentido cómico y satírico. Los “iii” del pájaro que aparece en el poema de Francis James, prolongados a lo largo de toda una línea, serían una mezquina armonía imitativa si se les separa del poema que les aporta toda la fantasía que precisan. Cuando un poeta moderno registra en diferentes voces el zumbido de un avión, hay que ver en ello ante todo el deseo del poeta de habituar su espíritu a la realidad. Su pasión por la verdad lo lleva a hacer observaciones casi científicas, que al ser presentadas como poemas, tienen la desventaja de ser, por decirlo así, ilusiones auditivas, respecto de las cuales la realidad será siempre superior. Por el contrario si desea, por ejemplo, ampliar el arte de la danza y proyectar una coreografía en la que los bailarines no se limitarán a los pasos tradicionales, sino que además, lanzarán gritos armoniosos de una imitativa novedad, se trataría de una búsqueda que no es en absoluto absurda y cuyas fuentes populares se encuentran en todos aquellos pueblos en los que las danzas de guerra se acompañaban por lo general de gritos salvajes.

Para regresar a la preocupación por la verdad, a la verosimilitud que domina todas las indagaciones, todas las tentativas, todos los ensayos del nuevo espíritu, es necesario añadir que no debe sorprender el que algunos o incluso muchos de quienes lo siguen resulten momentáneamente estériles o naufraguen en el ridículo. El nuevo espíritu está lleno de peligros, lleno de emboscadas. Todo esto corresponde, sin embargo, al espíritu actual, y condenar indiscriminadamente estas tentativas, estos ensayos, sería cometer un error análogo al que, con razón o sin ella, se atribuye a Thiers, quien habría declarado que los ferrocarriles no eran más que un juego científico, y que el mundo no estaba en condiciones de producir hierro suficiente para la construcción de los rieles de París a Marsella. El espíritu nuevo admite entonces, incluso las experiencias literarias azarosas, y dichas experiencias son a veces poco líricas. Es por esto que el lirismo constituye tan sólo uno de los ámbitos del nuevo espíritu en la poesía contemporánea, que a menudo se contenta con búsquedas e investigaciones, sin preocuparse por darles un significado lírico. Son los materiales que acopia el poeta, que acopia el nuevo espíritu, y estos materiales conformarán un fondo de verdad cuya sencillez y modestia no deben repeler, pues sus consecuencias, sus resultados, pueden ser grandes, muy grandes cosas. En un futuro, quienes estudien la historia literaria de nuestro tiempo, se sorprenderán al constatar que unos soñadores, unos poetas, hayan podido, a semejanza de los alquimistas e incluso sin el pretexto de una piedra filosofal, entregarse a indagaciones, a observaciones que los hacían objeto de burla por parte de sus contemporáneos, de los periodistas y de los pretensiosos. Sin embargo, sus indagaciones serán útiles; sentarán las bases de un nuevo realismo que será quizás no inferior a aquel tan poético y sabido de la antigua Grecia. Hemos visto también desde Alfred Jarry elevarse la risa de las regiones inferiores en las que se debatía y proveer al poeta de un lirismo novedoso. ¿Dónde está la época en que el pañuelo de Desdémona era considerado de una ridiculez inadmisible? Hoy en día se persigue incluso el ridículo; se intenta apoderarse de él y ocupa su lugar en la poesía, porque hace parte de la vida tanto como el heroísmo y todo aquello que alimentaba antaño el entusiasmo de los poetas. Los románticos intentaron dar a las cosas de apariencia grosera un sentido horrible o trágico. Para decirlo con más precisión, sólo trabajaron a favor del horror. Su deseo era aclimatar el horror más que la melancolía. El nuevo espíritu no busca transformar el ridículo; le reserva su función que no deja de tener gracia. Análogamente, no desea dar al horror un sentido de nobleza. No se trata de un arte

decorativo, como tampoco de un arte impresionista. Todo él es estudio de la naturaleza exterior e interior, ardor por la verdad. Aun si es cierto que nada hay nuevo bajo el sol, no se resigna a dejar de profundizar en todo lo que no es nuevo bajo el sol. El sentido común es su guía, y este guía le conduce a parajes, si no nuevos, al menos desconocidos. Pero, ¿no hay nada nuevo bajo el sol? Habría que verlo. ¡Qué! Tomaron una radiografía de mi cabeza. ¡Contemplé, estando vivo, mi cráneo, ¿y no sería esto una novedad? ¡A otros con este cuento! Salomón hablaba sin duda por la reina de Saba, y le agradaba tanto la novedad que sus concubinas eran innumerables. Los aires se pueblan de aves extrañamente humanas. Las máquinas, hijas del hombre que carecen de madre, viven una vida de la que están ausentes las pasiones y los sentimientos, ¿y no sería esto una novedad? Los sabios observan incesantemente nuevos universos que se descubren en cada encrucijada de la materia, y nada habría nuevo bajo el sol. Pera el sol quizás. ¿Pero para los hombres? Hay millares de combinaciones naturales que nunca han sido conformadas. Ellos las imaginan y las realizan, componiendo así con la naturaleza este arte supremo de la vida. Son nuevas combinaciones, estas nuevas obras de arte de la vida, que llamamos progreso. En este sentido, existe. Pero si se lo concibe como un eterno devenir, como un tipo de mesianismo, tan aterrador como las fábulas de Tántalo, de Sísifo y de Danaide, entonces Salomón tiene razón contra los profetas de Israel. No obstante lo nuevo existe, sin que represente un progreso. Todo está en la sorpresa. El nuevo espíritu se encuentra igualmente en la sorpresa. Es lo que en él está más vivo, más nuevo. La sorpresa es el gran recurso nuevo. Es la sorpresa, el importante lugar que le concede a la sorpresa, lo que distingue el nuevo espíritu de todos los movimientos artísticos y literarios que lo han precedido. En este punto se desprende de todos y pertenece únicamente a nuestra época. Lo hemos establecido sobre las sólidas bases del sentido común y de la experiencia, que nos han conducido a aceptar las cosas y los sentimientos sólo según la verdad; y es según la verdad que los admitimos, sin buscar en manera alguna hacer sublime aquello que naturalmente es ridículo ni lo contrario. De estas verdades resulta a menudo la sorpresa, puesto que van en contra de las opiniones

comúnmente aceptadas. Muchas de estas verdades no habían sido examinadas. Basta con desvelarlas para provocarla sorpresa. Se puede igualmente expresar una supuesta verdad que cause sorpresa, por el hecho de que antes nadie hubiese osado enunciarla. Pero una supuesta verdad no tiene al sentido común en su contra; si así fuese, no sería entonces verdad alguna, ni siquiera una verdad supuesta. Es así que imagino, por ejemplo, que si las mujeres no tuviesen hijos, los hombres lo harían y si lo nuestro, expreso una verdad literaria que no podrá ser calificada de fábula más que fuera del ámbito de la literatura, y determino la sorpresa. Pero mi verdad supuesta no es más extraordinaria ni más inverosímil que las de los griegos, que mostraban a Minerva surgiendo armada de la cabeza de Júpiter. Mientras que los aviones no surcaron el cielo, la fábula de Ícaro no era más que una verdad supuesta. Actualmente no es ya una fábula. Nuestros inventores nos han acostumbrado a prodigios mayores que el que consistiría en delegar en los hombres la función que detentan las mujeres de tener hijos. Diría, más aún, que habiéndose realizado con creces la mayoría de las fábulas, corresponde al poeta imaginar fábulas nuevas que los inventores puedan a su vez realizar. El nuevo espíritu exige que nos asignemos estas tareas proféticas. Es por ello que encontraremos huellas de profecía en la mayor parte de las obras concebidas según el nuevo espíritu. Los juegos divinos de la vida y de la imaginación abren perspectivas a una actividad poética inédita. Pues poesía y creación son una misma cosa; sólo debe llamarse poeta a quien inventa, a quien crea, en la medida en que el hombre puede crear. El poeta es aquél que descubre nuevos goces, así sean difíciles de soportar. Se puede ser poeta en todos los ámbitos: basta aventurarse y dirigirse hacia el descubrimiento. Siendo el ámbito más rico, el menos conocido, aquel cuya extensión es infinita, el de la imaginación, no debe sorprender que se haya reservado más particularmente el apelativo de poeta para quienes buscan los nuevos goces que van jalonando los enormes espacios imaginativos. El hecho más insignificante es para el poeta un postulado, el punto de partida de una inmensidad desconocida donde flamean las fogatas de las significaciones múltiples. No se precisa para partir en busca del descubrimiento, elegir un gran acompañamiento de reglas, incluso las consagradas por el gusto, ni un hecho calificado de sublime. Se puede partir de un hecho cotidiano: un pañuelo que cae puede ser para el poeta la palanca con la que levantará el universo entero. Se sabe lo que fue la caída de una manzana vista por Newton para este sabio que podría ser llamado poeta. Es

por esto que el poeta de hoy no desdeña ningún movimiento de la naturaleza, y su espíritu persigue el descubrimiento tanto en las síntesis más vastas y más inasibles: masas nebulosas, océanos, naciones, como en los hechos aparentemente sencillos: una mano que busca entre el bolsillo, un fósforo que se alumbra, los gritos animales, el olor de los jardines después de la lluvia, una llama que nace en el hogar. Los poetas no son solamente partidarios de lo bello. Son más aún y ante todo los partidarios de lo verdadero, en tanto los partidarios de lo verdadero, en que tanto éste permite penetrar en lo desconocido, tanto así que la sorpresa, lo inesperado, constituye uno de los principales recursos de la poesía actual. ¿Y quién se atrevería a decir que, para quienes son dignos del gozo, lo nuevo no sea bello? Los demás se encargarán rápidamente de envilecer esta novedad sublime, pero sólo en los límites en los que el poeta, único dispensador de lo bello y de lo verdadero, lo haya propuesto. El poeta, debido a la naturaleza misma de estas exploraciones, se encuentra aislado en el mundo nuevo en el que entra de primero, y el único consuelo que le queda es que los hombres, finalmente, a pesar de las mentiras con las que acolchan, viven solamente de verdades, y el poeta es el único que alimenta aquella vida en la que la humanidad encuentra esta verdad. Es por esto que los poetas modernos son ante todo los poetas de la verdad siempre renovada. Y su tarea es infinita: ya nos han sorprendido, y nos sorprenderán aún más. Imaginan ya designios más profundos que aquellos que maquiavélicamente han hecho nacer el signo útil y aterrador del dinero. Quienes han imaginado la fábula de Ícaro, tan maravillosamente realizada actualmente, encontrarán otras. Nos arrastrarán, vivos y despiertos, al mundo nocturno y cerrado de los sueños. A los universos que palpitan inefablemente sobre nuestras cabezas. A aquellos universos más cercanos y más lejanos de nosotros que gravitan en el mismo punto del infinito donde lo hace aquel que llevamos dentro. Y otras maravillas diferentes de las que han aparecido desde el nacimiento del más antiguo de nosotros, harán palidecer y semejar pueriles las invenciones contemporáneas de las que tanto nos enorgullecemos. Los poetas finalmente serán los encargados de dar, mediante las teleologías líricas y las alquimias archilíricas, un sentido cada vez más puro a la idea divina, que se encuentra en nosotros tan viva y verdadera, esta perpetua renovación de nosotros mismos, está creación eterna, esta poesía que renace sin cesar y de la que vivimos. Hasta donde llega nuestro conocimiento, todos los poetas actuales son de lengua francesa. Todas las otras lenguas parecen haber hecho silencio para que el universo pudiese escuchar mejor la voz de los nuevos poetas franceses.

El mundo entero mira hacia esta luz, la única que ilumina la noche que nos rodea. Aquí, sin embargo, estas voces que se levantan apenas se dejan escuchar. Los poetas modernos son pues creadores, inventores y profetas; piden que se examine lo que dicen para el mayor bien de la colectividad a la que pertenecen. Volviéndose hacia Platón, le suplican que si han de ser exiliados de la República, al menos se les permita ser escuchados antes. Francia, detentora de todo el secreto de la civilización, secreto que no es secreto más que a causa de la imperfección de aquellos que se esfuerzan por adivinarlo, se ha convertido por ello, para gran parte del mundo, en un seminario de poetas y de artistas, que aumenta cada día el patrimonio de su civilización. Y, por la verdad y por el gozo que difunden, hacen que esta civilización sea, bien no asimilable a cualquier otra, al menos supremamente agradable a todas. Los franceses llevan la poesía a todos los pueblos. A Italia, donde el ejemplo de la poesía francesa ha inspirado una joven escuela nacional soberbia de audacia y patriotismo. A Inglaterra, cuyo lirismo se ha debilitado, y por decirlo así, agotado. A España, especialmente a Cataluña, donde una juventud ardiente, que ha producido ya pintores que honran a ambas naciones, sigue con atención las producciones de nuestros poetas. A Rusia, donde la imitación del lirismo francés ha dado lugar en ocasiones a la exageración, lo que no sorprenderá a nadie. A América Latina, donde los jóvenes poetas comentan con pasión a sus precursores franceses. A Norteamérica, a donde, en agradecimiento por Edgar Poe y Walt Whitman, misioneros franceses aportan durante la guerra el elemento fecundador destinado a suscitar una nueva producción de la que todavía no teníamos idea, pero que no será sin duda inferior a la de estos grandes pioneros de la poesía. Francia está llena de escuelas en las que se conserva y se transmite el lirismo, de agrupaciones en las que se aprende la audacia; no obstante, se impone hacer una observación: una poesía se debe en primer lugar al pueblo en cuya lengua se expresa. Las escuelas poéticas, antes de lanzarse a las heroicas aventuras de apostolados lejanos, deben operar, asegurar, precisar, argumentar, inmortalizar, cantar la grandeza del país que las ha hecho nacer, del

país que las ha alimentado y las ha formado, por así decirlo, de lo más sano, puro y mejor de su sangre y en su sustancia. ¿Ha hecho la poesía francesa moderna por Francia todo lo que puede hacer por ella? ¿Ha sido, al menos en Francia, siempre tan activa, tan dedicada como en otros lugares? Basta la historia contemporánea para sugerir estas preguntas; para responderlas, sería preciso poder calcular todo lo nacional y fecundo que el nuevo espíritu lleva en sí. El nuevo espíritu es ante todo el enemigo del esteticismo de las fórmulas y de todo esnobismo. No lucha contra ninguna escuela, cualquiera que sea, pues no desea ser una escuela sino una de las grandes corrientes de la literatura que abarcaría todas las escuelas, desde el simbolismo y el naturalismo. Lucha por el restablecimiento del espíritu de iniciativa, por la clara comprensión de su tiempo, y por abrir nuevas perspectivas sobre el universo externo e interno que no sean inferiores en nada a aquellas que los sabios de todas las categorías descubren cada día y de las cuales extraen maravillas. Las maravillas nos imponen el deber de no dejar la imaginación y la sutileza poética detrás de la de los artesanos que mejoran una máquina. El lenguaje científico se encuentra ya en desacuerdo con el de los poetas. Es una situación intolerable. Los matemáticos dicen con derecho que sus sueños, sus preocupaciones, sobrepasan a menudo por cien codos la imaginación rampante de los poetas. Corresponde a los poetas decidir si desean ingresar resueltamente en el nuevo espíritu, fuera del cual no hay más que tres caminos: el de los pastiches, el de la sátira, y el de las lamentaciones, poros sublimes que sean. ¿Puede obligarse a la poesía a acantonarse fuera de lo que la rodea, a desconocer la magnífica exuberancia de la vida que los hombres con su actividad añaden a la naturaleza y que permite urdir el mundo de la forma más increíble? El nuevo espíritu es el del tiempo mismo en que vivimos. Un tiempo fértil en sorpresas. Los poetas desean domar la profecía, esta cábala ardiente que nunca ha sido domeñada. Desean, finalmente, un día, urdir la poesía como se ha urdido el mundo. Desean ser los primeros en proveer de un lirismo completamente nuevo a estos nuevos medios de expresión que añaden al arte el movimiento, el fonógrafo y el cine. Sólo han llegado al período de los incunables. Pero esperen, los prodigios hablarán por sí mismos y el nuevo espíritu, que llena de vida el universo, se manifestará formidablemente en las letras, en las artes y en todas las cosas que conocemos.

. Traducción: Magdalena Holguín. Gradiva Revista Literaria. Bogotá. Año III. Nros 7-8. Septiembre 1989. Págs. 7-13.

(Copiado de: https://lamecanicaceleste.wordpress.com/2010/07/18/el-nuevo-espiritu-y-los-poetas/)