Groussac Francois Paul - Los Que Pasaban

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P R E FA C I O S i e s natural que, como autor, desee yo la mejor suerte para cualquiera de mis producciones, no parecerá menos obvio que a la presente, más que a otra alguna, acompañe con mis votos de prosperidad. En ninguna, en efecto, he puesto tanto mío. No digo, pues, con el poeta (sin aludir, por cierto, al abismo que media entre uno y otro) Cc livre est toute rraa leunesse, siendo así que, con excepción de tal cual escape sentimental -de que luego me disculparé--, lo que más falta en estas páginas es, precisamente, el arranque de la pasión, la llama juvenil que arde inmortalmente en las Poesías de Musset. En cambio, ¡flaca compensación!, el período recorrido a saltos en estas mismas se extiende a una vida entera., correspondiendo las primeras casi a la adolescencia del escritor, y las últimas -sin casi- a su vejez. Aunque entre los lectores de este libro, creo que serán pocos los que tuvieren algún anticipado barrunto de sus deshilvanados capítulos, es deber mío suponerlos a todos igualmente ayunos u olvidados de su contenido, para advertirles caritativamente de lo que hallarán -y también de lo que no hallarán al recorrerlo. Del interés que la materia en sí misma ofrece, nada tengo que decir a los lectores argentinos. También a ellos corresponde juzgar si en estos retratos de pensa dores o estadistas pertenecientes a la generación que siguió en el escenario político a la de Mitre y Sar miento he logrado conciliar los impulsos del afecto con los deberes de la crítica, o sea la simpatía con la exactitud. No necesito decir que forma excepción el último, dedicado a Sáenz Peña, panegírico de propaganda que no hubiera reproducido, a no contener ciertas reflexiones sobre política electoral, que reputo importantes y, en todo caso, dignas de ser reivindica das por quien oportunamente las emitió. Le he agregado como complemento, ya que no correctivo, un Post scriptum, donde sigo a Sáenz Peña en la presidencia; procurando caracterizar equitativamente lo que en ella inició mi noble amigo o dejó de cumplir por causas harto conocidas. El solo hecho de aparecer dedicado cada uno de estos ensayos a un ilustre conocido nuestro bastaría, previamente a cualquier reparo sobre lo libre y desenvuelto de la ejecución, para caracterizar su primordial objeto. Del retrato fiel y colocado en plena luz, es de lo que me he preocupado, no de tal o cual rasgo peculiar mío, salido al, improviso y de refilón entre los accesorios de la figura central. Visible está que no me he propuesto aquí escribir memorias literarias ni siquiera recuerdos de mi pasado, a imitación de tantos modelos como se conocen y admiran, desde los Ensayos de Montaigne y las Confesiones de Rousseau (para no remontarnos a las de San Agustín), hasta las medianas Memorias de Góethe (Dichtung Wahrheit) y las incomparablemente más bellas de Chateaubriand -sin `que esto importe preponer los Mártires a Fausto. Tenían sobrada razón aquellos maestros (si no tanta sus innumerables remedadores contemporáneos) al pensar que el cuadro de su vida, hecho de propia mano, ofrecía extraordinario interés, así por el asunto como por la pintura -hasta el punto de que para algunos quedará su autobiografía como su obra maestra. La tentativa de seguir a tales modelos, en quien no puede acercárseles por el valor individual ni menos por el lugar ocupado en el mundo, suele resultar en general mezquina y paródica. Ahora bien: el autor de estas páginas, a falta de títulos más relumbrantes, aspira al de sensato y discreto; y no habiendo pretendido evidentemente seguir aquí las huellas de los nombrados, espera que tampoco se le asimilará a cierto conspicuo brasileño que, hace pocos años, nos informaba de sus anterioridades e interioridades en todo un volumen titulado Minha formado.

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Puede que en el giro personal, que a trechos toman estos apuntes, entre por algo la debilidad humana: es achaque muy habitual en el anciano, el de dormirse sobre sus recuerdos de juventud. En realidad, este concepto familiar del retrato literario ha sido el primitivo. Así lo expresaba yo en el preámbulo del inicial -el de Estrada-- que se publicó fragmentariamente en La Nación, hará unos diez años. Sólo me propuse recordar a "los que pasaban": vale decir, a unos pocos argentinos históricos a quienes conocí, cruzando ellos en carro triunfarla ruta en que yo peregrinaba a pie, pero, al cabo, transeúntes como yo nel mezzo del cammino di nostra vita. No quise, como digo, escribir esta vez sino de los que habían sido amigos míos, evocándolos preferentemente en aquellas circunstancias y escenas de que pudiera yo dar fe como testigo presencial, cuando no como actor. Con esto se explica y justifica el que aparezca frecuentemente, si bien siempre en segunda fila, el biógrafo junto al biografiado, a imitación de esos cuadros en que el pintor desliza su propio retrato entre un grupo de espectadores. Sin que ello tienda a desconocer ni aminorar la importancia superior de los estudios más sólidos y documentados, me ha parecido que podrían no carecer de interés estas impresiones directas del modelo vivo; para no decir (ya que no abandonamos el terreno artístico) vistas instantáneas de la realidad. Tal procedimiento pertenece al género elegido y no necesita excusa. Es el usual siempre que el biógrafo haya conocido de cerca a su personaje; así, para atenerme a un solo ejemplo, entre ciento que podría citar, presenta Jules Simón a su Victor Cousin. No sucede lo mismo con la digresión puramente personal en que confieso haber incurrido en tres o cuatro ocasiones. La primera y la más grave, casi de entrada, en el ensayo sobre Estrada, es verdaderamente pecaminosa y exige un mea culpa público que no quiero escatimar. Es todo un enredo amorosoestudiantil, adrede complicado con la actuación de cierto "doble" o sosie, que luego desaparece por escotillón, antes que el lector se explique su presencia. ¡No se diría sino que el escritor, al transportarse cuarenta años atrás, creyese también por una hora sentir y escribir como entonces, fiado en que de "machucho" a "muchacho" no hay sino un cambio de vocal! Me permitiré, para atenuar el desliz, recordar que ese ligero esbozo fue primero un artículo de La Nación destinado a un número extraordinario de Navidad, fantasioso por destino (tan así que suprimí el capítulo 1V donde se aprecia la obra de Estrada). Preguntaréis, ¿por qué, al reimprimirlo, no he quitado ese intermedio ultra-juvenil? Y no sabré qué contestar, sino que quizá, allá, muy lejos en el pasado, había una memoria para quien esa suprema y tardía evocación ha sido como un puñado de flores sobre una tumba... Las otras digresiones se encierran casi todas en el capítulo de Avellaneda consagrado a Tucumán. Son reminiscencias de mi juventud en provincias, y desde el principió está prevenido el lector de lo que le va a pasar: insulsum est, non legitur. ¿Será realmente insustancial una ojeada a la existencia tucumana de hace medio siglo, tratándose del hijo más ilustre de esa provincia? Reduciendo más aún el campo visual, ¿carecerá absolutamente de interés psicológico, por tratarse de un caso sin resonancia, la observación de un mocito francés -bachiller, como Lindoro- quien, súbitamente zambullido en un ambiente tan extraño el suyo, logró en pocos años asimilarse íntimamente a él por la lengua, los hábitos, el conocimiento de las cosas y antecedentes locales, en un grado que supongo haya sido rara vez igualado? Agrego, de pasada, que esto fue debido, no tanto a la "acción del medio", según el socorrido clisé, cuanto a la influencia simpática (omnipotente a esa edad en un ser apasionado) ejercida por unos cuantos argentinos de elección -hombres y mujeres- que con su afecto se encargaron de argentinizar al joven extranjero. Sea de ello lo que fuere, no se trata sino de detalles accesorios, al lado del asunto principal, que consistía, según mi ya indicado propósito, en destacar del fondo 3

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contemporáneo algunas figuras argentinas, acaso con mayor relieve y colorido de lo acostumbrado, gracias a la substitución de la tiesura y empaque oficial del personaje por los rasgos familiares de la persona. Para el efecto, he elegido naturalmente mis modelos entre los que, además de ser actores sobresalientes en el drama público,, fueron amigos míos, pudiendo así retratarlos, no en la actitud solemne que acaso ofrecían al simple espectador teatral, sino como los vi y traté en la realidad, mezclado por momentos con ellos en el escenario --sin que esto importe exagerar por vanagloria ni deprimir por falsa modestia el papel que a su lado y en segundo término me tocara desempeñar. No sé si he logrado mi objeto: pero, en caso afirmativo, espero que el lector me perdonará el haberlo conseguido gastando un poco de "egotismo" y revolviendo, quizá con alguna complacencia, cenizas del pasado que fueron lumbre alguna vez... Le moi est hazssable. Es cosa sabida; y también lo es 'que, al formular su riguroso anatema, Pascal apuntaba a Montaigne 1 en cuyos Essais (que nadie conocía ni admiraba más que su censor), el yo retoza perdidamente. No debe abusarse de una sentencia que, tomada al pie de la letra, condenaría en globo tres o cuatro géneros literarios -memorias, epístolas, rela ciones de viajes, etc- necesariamente personales y' a los que debemos no pocas obras maestras. Por lo pronto, el discurso en primera persona tiene que ser la forma obligatoria del testimonio directo, así legal como histórico. Ahora bien, ¿por qué habría de, tor narse necesariamente intolerable, en la narración o en el discurso, el giro, al parecer irreemplazable, que corresponde a la certificación presencial? ¿Cómo proscribir en absoluto el me, adsum qui vidi, que brota espontáneamente en los labios del espectador? ¿No era, precisamente con este empleo de la primera persona, con lo que nuestro inmortal fabulista, contemporáneo del genial autor de las Provinciales, caracterizaba la expresión animada e integral de las escenas vividas, encareciendo su eficacia en esta fór mula, desde entonces proverbial: Je dirais "Fétaís lá; telle chose nz'advint"; Vous ,y croirez étre vous-nzéme... ? De lo que resultaría recomendada como eximia por La Fontaine la forma proscrita corno "odiosa" por Pascal. Tengo para mí que todo ello ha de ser cuestión de temperamento y mesura. Acaso sólo se necesite, para tornar aceptable y hasta amable, ese condenado "yo", usarlo sin afectación ni disimulo; bastando que se presente con naturalidad para que a todos parezca natural. Así, en todo caso, lo gastaba ese delicioso Montaigne, contra cuyo escepticismo peligroso y se ductor procuraba vanamente atiesarse, con indignación más aparente que real, su austero crítico, llamando en su auxilio al rígido jansenismo para combatir ",esas razones del corazón, que la razón no alcanza a conocer". Por lo demás, nadie ha expuesto mejor que el mismo Montaigne (v. gr.: libro 11, cape Vl) los argumentos atendibles en pro y en contra de su empresa. En suma, si los segundos se reducen, como dije más arriba, a cuestión de mesura y gusto, todo ello queda salvado con la absolución de Voltaire, el maestro supremo en la materia, quien en sus notas a Pascal, califica de encantador el proyecto de Montaigne según lo tiene realizado, "pues al pintarse ingenuamente, resulta haber pintado la misma natu raleza humana". Y ya que este tema de moralista ha venido incidentalmente bajo mi pluma, no me apartaré esta vez de mi asunto, ni tampoco incurriré en otra digresión, dedicándole un párrafo. Es muy notable "mentira convencional de la civilización" (y si no me falla la memoria, apenas aludida por Nordau) la regla de decencia y urbanidad que manda a cada cual achicar sus méritos, de labios afuera, exagerando proporcionalmente los del próji mo1

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presente. Todas las otras pueden hallar en las preocupaciones o exigencias de la vida social cierta atenuación fundada en alguna utilidad práctica: aquí tenemos a la mentira gratuita y cultivada por sí misma -como quien dice por partida doble. Conociendo mejor que nadie mis propios méritos y apreciándolos cuando menos en su valor exacto, debo fingir ignorarlos, proclamándome en público, insuficiente para desempeñar las funciones a que públicamente aspiro. Esta máscara constituye una virtud que se llama "modestia" -sin perjuicio de que, ante la primera tentativa de cogerle la palabra, instantáneamente la violeta se nos transforme en erizada ortiga que pica y deja escozor a quien lo toca. Afecto ruborizarme con aspaviento. por algún elogio que en la cara se me tribute; pero, artista., decláreme digno de optar al premio del Salón; literato, presento mi candidatura a la Academia, etc.; y dicho está que, no colmándose mi esperanza, murmuro o alzo el grito por la injusticia... Tal es el andar del mundo, y, ¡ay de quien no le sigue el paso! Y por supuesto, para volver de pasada a mis menudencias, que sería elemental deber mío, en este prefacio; aparentar que considero el presente libro como destituido de todo valor-y en prueba de lo sincero de esta creencia, es que, después de escribirlo, lo he dado a la imprenta y corregido cuidadosamente en pruebas, para que el editor os pida no sé cuántos pesos por cada ejemplar... De antemano prefiero avisar honradamente al lector que con no pocas infracciones a esa ley de modestia social ha de tropezar en el curso de este libro. En varias ocasiones (tratándose, sobre todo, de hechos lejanos y que, como allí digo, parécenme, a tanta distancia, referirse a otro) me ha ocurrido, en mis soledades, pensar algún bien de mí, y pensándolo, llegar a expresarlo. Por cierto que no pierdo el recto sentido de las proporciones hasta aplicarme el verso de auto-alabanza que en su Excuse á Ariste se dedicó el gran Corneille, y que en mi caso (también lo digo como lo siento) resultaría ridícula jactancia: Je sais ce que je vaux et crois ce qu'on m'en dite. . Con todo, no debo negar que en tres o cuatro pasajes de este libro, según lo verá quien lo leyere, dejo traslucir que no considero mi mediana carrera en este país como indigna de todo aprecio, y hasta incurro en la inmodestia de dar a entender que no tengo mi obra de escritor ocasional y adventicio por una desprecia ble cacografía... Y con esto doy por terminada mi confesión pública en cuanto al pecado de orgullo se refiere. Pero no he concluido todavía con otras materias de fe intelectual. Y si alguien se sorprendiera al verme elegir, para ciertas reflexiones, un sitio al parecer tan poco adecuado como puede serlo el prefacio de un libro casi ameno, diríale que a mi edad y aun en estado de plena salud, no es prudente señalar el lugar o esperar el momento más propicio para formular declaraciones que acaso deje en suspenso el momento próximo. Sin juzgar necesario ni oportuno encerrar en tan breve espacio un "testamento filosófico", que sólo bajo otras plumas cobra importancia, quiero condensar en pocas frases el esta lo de finitivo de mis opiniones en estas materias; y también, protestar de antemano contra las traiciones orgánicas de las últimas horas, que pudieran prestar al debilitamiento mental el significado de una adhesión in extremis a creencias que no profeso. No quiero exagerar, diciendo que también el escritor tiene "cura de almas". Con todo, aunque no existiera sino un hombre de buena fe sobre quien hubiera influido mi prédica o mi ejemplo, ése no me verá desertar nuestras doctrinas, venida la hora de darles público testimonio. Así, con tiempo y deliberado juicio, he resuelto prevenirme contra toda sorpresa de la frágil humanidad. El paso que doy en este momento es el cumplimiento de un deber imperioso. Sé que con realizarlo alejaré de mí algunos afectos o simpa tías que me quedaban fieles: pero no puedo prescindir de él. Por lo demás, en las declaraciones que siguen, casi no necesitaré referirme al problema religioso. Puesta de manifiesto mi situación filosófica, la 5

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religiosa se deduce de ella tan claramente que huelga todo desarrollo, y acaso bastaría dejar en blanco las líneas en que la resumo. Y bien entendido está que, hoy como ayer, no es mi ánimo ganar prosélitos para opiniones que no todos pueden soportar, ni, mucho menos, mover oposición a creencias adversas; sino simplemente, y en ejercicio de mi libertad de conciencia, patentizar las mías, con el mismo derecho que a otros reconozco para las suyas. Sin haber sido nunca, ni mucho menos, un filósofo profesional, no he dejado, como cualquier estudioso, de preocuparme con los temas arduos de la filosofía. No me refiero evidentemente a las partes de ésta -psicología, lógica, moral, etc.-- que incorporadas a otras disciplinas positivamente científicas, han venido a participar de sus progresos: sino a la "pura filosofía" (Reine Philosophie), o sea, para llamarla por su mal nombre, a la metafísica. No ocultaré, para que pueda medirse lo que algunos llamarán mi descarrío, que mi presente "nihilismo" (caso no raro, por otra parte) arranca de la más estrecha educación católica. Con esto quiero significar que mi actual tabla rasa no ha venido a quedar tal sino después de haberse escrito y borrado en ella mucho garrapato. Para no mentar aquí sino los dos problemas metafísicos -Dios y el alma- a que las escuelas espiritualistas vinculan nuestro destino y que, hace treinta o más siglos, tan estérilmente agitan esta pobre humanidad, me encuentro a su respecto como un viajero que ha pasado toda la noche extraviado en la "selva obscura", desgarrándose entre abrojos y espinas, chocando contra los ásperos y retorcidos troncos que se le antojaban pavorosos vestigios., hasta que, a la luz del día, mira en torno suyo el campo despejado, y en las ramas, que le parecieran armados brazos de fantasmas nocturnos, escucha gorjear los pájaros. Con algo de esa impresión, es como miro también, cubriendo el suelo, a tantos sistemas arbitrariamente edificados sobre la arena, cada uno de los cuales se derrumba bajo la embestida del sucesor, al que aguarda idéntico destino. ¿Qué queda (para no remontarnos a los siglos de la escolástica avasallada al dogma aristotélico) del mecanismo y torbellinos cartesianos, después que por ellos han pasado, no digo sus adversarios Hobbes y Gassendi, sino aparentes adeptos, como Malebranche que disloca el sistema, y Spinoza que diluye en panteísmo el dualismo del maestro? El empirismo escéptico de Locke, a que viene después a oponerse el optimismo leibniziano, ejerce decisivo_ imperio sobre el sensualismo francés de Condillac; pero será para rendirse a Manuel Kant, cuyo criticismo, se nos dice, inició una revolución tan profunda como la del famoso Yo pienso, luego soy, de Descartes-el cual no pasa de ser una simple tautología, pues con decir yo estaba afirmada la existencia... ¿Siquiera subsistirá inconmovible esa doctrina de Kant, como edificada en la roca crítica? Mirad ya venir a Fichte, cuyo idealismo _ subjetivo pretende corregir al trascendental de Kant, para sufrir a su vez las enmiendas del objetivo de Schelling, hasta que llegue Hegel, con su "Idea", que se opondrá a un tiempo al triple idealismo de Schelling, de Fichte y de Kant. Et sic de ceteris - sin exceptuar al positivista Comte con sus tres estados... Es uno de esos "abstractores de quinta esencia", que diría Rabelais, quien, en un rapto de ingenua franqueza, ha escrito: "Los sistemas son falsos en cuanto afirman y ciertos en cuanto niegan". No creo que la filosofía contenga un axioma más sólido y profundo. Todas las divagaciones metafísicas sobre conocimiento, substancia, absoluto, alma, Dios, etc. -puras hipótesis todas ellas inverificables, como que tratan de lo incognoscible, o sea precisamente de lo primero que. deberían eliminar-, son poemas sin poesía, y tan destituidas de realidad experimental como una disertación sobre la fauna o la flora del planeta Marte. Del fondo brumoso de tan vana especulación se destacan de tiempo inmemorial, entre los demás temas, los dos últimos citados, formando juntos la parte de la metafísica que, desde 6

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Leibniz, se llama Teodicéa, y constituye el problema religioso. Compréndese cómo deba, ya que he pisado ese terreno, definir mi posición en él, sin irreverencia ni jactancia, huel ga decirlo, habiendo yo nacido y educádome en un país donde toda ostentación de impiedad se tiene por actitud vulgar y de pésimo gusto. Nadie pierde ya su tiempo, fuera del colegio, en esa suerte de "malabarismo" dialéctico que se llama "pruebas de la existencia de Dios". Todos los pensa dores convienen hoy en que la creencia en Dios es un sentimiento, no el resultado de una demostración. Y al avenirse con este dictado del consenso general no se pretende seguir la opinión racionalista sino la espiritualista más ilustrada y juiciosa. Baste recordar este "pensamiento" de Pascal, de sin igual energía y no poco atrevimiento, como todo lo suyo: "Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo partes ni límites, no tiene relación con nosotros. Somos, pues, incapaces de conocer lo que es, ni si es...". Y nadie ignora con qué desesperada resignación parte Pascal de estas premisas, para fundar la fe sobre el sentimiento, y lo que, después de Montaigne, califica aún más crudamente que éste. No ocurre exactamente lo mismo con la otra faz de la cuestión religiosa, o sea el alma, cuya hipotética supervivencia constituye el problema de la vida futura. La noción es antiquísima y arranca esta vez de la idea. La diferencia radical que el hombre pre histórico, ante el primer cadáver por él contemplado, hubo de establecer entre el organismo vivo y el muerto, tenía necesariamente que sugerirle el concepto del dualismo orgánico. Pero la separación absoluta, entre la materia corpórea y el principio espiritual que la "anima" (y que de ahí se llamó alma o ánima), no se formalizó en doctrina, a la par filosófica y teológica, hasta la difusión del cristianismo. Huelga volver sobre el famoso cogito, ergo sum, de Descartes; que fundaba la individualidad del yo en esa intuición metafísica. También son conocidas las inextricables dificultades con que tropieza el sistema espiritualista clásico para definir, por una parte, las relaciones del alma y del cuerpo, y, por otra parte, conciliar la libertad del hombre con la presciencia y omnipotencia de Dios. En cuanto al problema de la vida futura, vinculado al de la inmortalidad del alma y que fluiría de su principio simple y por tanto indestructible, es sabido que trae su origen de las religiones primitivas con sus ritos fomentadores de creencias en. ensueños, apariciones, presagios y demás tramoya supersticiosa. No tengo . que entrar a discutir aquí el grado de posibilidad raciorial que puedan ofrecer las hipótesis --converti das en dogmas- de un alma individual, sobreviviendo a la persona (¿dónde va la llama de una antorcha que se apaga?) sin conservar de ésta ni forma ni recuerdo; no más que de un Ser infinito, omnipresente en todo el universo sin confundirse con él, - o personal y que pasara su eternidad contemplando, desde no sé qué trono de nubes, este bajo mundo donde sólo por el imperio del dolor y del mal se revela el Creador a las criaturas... Basta al propósito de estas líneas hacer constar que mi razón se resiste a admitir lo que a la razón repugna; siendo así, por otra parte, que no percibo en mi corazón ni en mi espíritu, cl menor impulso hacia aquella creencia en lo divino y sobrenatural, que se nos dice "responde a un sentimiento innato en todo ser hu mano". Pasando de dicho principio o sentimiento religioso a su realización sociológica, sobre la base del dogma y del culto (aquí por gran mayoría católico s), no es necesario decir que el autor de este libro, en que ocupan el mejor lugar ortodoxos tan notorios corno Estrada, Goyena y Avellaneda, no sustenta preocupaciones sectarias contra las creencias dominantes. Aun prescindiendo de su débil historicidad primitiva (según resultaría de la crítica moderna), queda el cristianismo, en su evolución milenaria, como el hecho más importante y grandioso de los humanos anales. Influencia tal no se juzga ni se discute con sarcasmos volterianos. La única actitud legítima y digna del pensador que, como resultado de larga reflexión y estudio, ha visto 7

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alzarse delante de él la fría pared del agnosticismo, consiste en declarar que aquellas afirmaciones teológicas, con sus prácticas "culturales", son inadmisibles ante su razón y sano criterio. Y por cierto que no contribuye a dirimir estos conflic tos la degeneración idolátrica que, desde mediados del último siglo, viene sufriendo el neo-catolicismo, especialmente en estas sociedades noveles -y noveleras- hasta en lo religioso esclavas de la moda, y que día por día introducen sendos injertos exóticos en el tronco supersticioso de la raza. Para nadie, pues, ha de ser motivo de escándalo la declaración serena y honrada que he considerado indispensable hacer en descargo de mi conciencia y defensa de mi memoria, deba ser ella prolongada o fugaz. Es bueno; en cualquier tiempo, acostumbrarse a mirar sin turbación el término inevitable, el cual evidentemente no se anticipa un minuto con estas consideraciones filosóficas. Llego a él curado de vanos terrores y persuadido de que más allá del negro umbral, que ya diviso no reina sino el vacío. Según la sentencia bíblica, todo lo nuestro vuelve a la tierra de donde salió: Et in pulverem reverteris. En cuanto a mí, aunque la suerte no me ha prodigado las satisfacciones materiales, no me quejo: más he gozado con el estudio que otros con la fortuna, y me he consolado de la gloria ausente el afecto de algunos seres a quienes amé. Por fin, más feliz que muchos, he vivido bastante para ver a mi Francia no sólo victoriosa en el conflicto mundial que ya termine, sino resucitada en su histórica grandeza y haciendo una vez más tremolar sobre el mundo su luminosa oriflama de justicia y libertad. Sólo pido a -la lógica superior, si debe ser nuestro fin la resultante de nuestra anterior conducta, que me lo conceda como lo quería César (y por cierto .lo consiguió), repentinum inopi-. natumque, ahorrándome la amargura de las supremas despedidas. Por lo demás, cuándo se disfruta una vejez exenta de graves dolencias y sin notable altera ción de ningún sentido superior, el descenso de la existencia no...resulta en extremo aflictivo. Para sua vizarnos el tránsito al no ser, la buena Naturaleza se esmera en despojar poco a poco nuestra vida de cuan to la hacía merecedora de ser vivida; y, debilitando progresivamente en nosotros los anhelos junto con las aptitudes para satisfacerlos, logra extinguir en nuestras almas pacificadas toda vana ambición e irrealizable deseo. Llegamos a la última posada del camino, al tiempo que se agota nuestro peculio; y el postrer óbolo que nos queda es el que sirve para pagar a Carón, según el símbolo antiguo, nuestro pasaje en la barca fatal. P. G. Buenos Aires, 29 de junio de 1919. JOSE MANUEL ESTRADA (2) Fue mi primer amigo argentino -de cierta categoría intelectual., se entiende- precediendo peor algunos meses a Pedro Goyena, de quien hablaré en el capítulo siguiente con mayor detención y conocimiento íntimo del "sujeto". Conocí personalmente a José Manuel Estrada el año 70, en el Colegio nacional de Buenos Aires. Antes, por el invierno de 1868 (a), había asistido alguna vez a sus conferencias de historia, en la Escuela normal de la calle Reconquista, y admirado la silueta esbelta, el atrevido perfil que alumbraban los ojos magníficos -algo de Condé y Pasea], en que trascendía la raza- sobre todo, la voz sonora, el verbo copioso y vibrante que difícilmente se doblegaría al medio tono ligero y al giro familiar. En cuanto a su oratoria, mal podía yo juzgarla entonces, ignorando a la par la lengua y la materia. En mi permanencia de casi dos años en el país, entraba por mitad una "pasantía" de ovejero por San Antonio de Areco, entre vascos y paisanos: la que tenía que constituir, por concienzuda que hubiera sido, una iniciación algo somera en la elocuencia castellana y '' la historia argentina. 8

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A principios de 1870 fui designado para dictar dos clases de matemáticas en el Colegio nacional, en reemplazo del profesor titular que se ausentaba a Europa. A los pocos días de haber dado principio a mis tareas, una mañana de marzo, al penetrar en el amplio -despacho del rector Cosson, donde los profesares solían echar un párrafo, antes y después de clase,-me encontré con mi orador de marras, leyendo (a)-En el tomo XII de las Obras, se reproduce un discurso "pronunciado en la distribución de premios del Colegio modelo del Sud, el 19 de octubre de 1867". Yo era a la sazón profesor de dicho colegio y el acto se realizó efectivamente ese día (el Correo del Domingo publicó el, discurso); pero sin duda estaría yo ausente, pues no tengo recuerdo del orador ni siquiera de la función un diario, repantigado en el ancho sofá qué ocupaba el fondo de la pieza. Presentación, apretón de manos, cambio de cigarrillos... El campanazo reglamentario interrumpió la plática inaugural que, por supuesto, hubo de renovarse en los días, semanas y meses siguientes. Su trato cordial ejercía verdadera seducción: nada más distante de la solemnidad intransigente y doctrinaria que algunos profanos de gacetilla solían atribuirle. Por poco que le cuadrase el interlocutor, pronto se derretía el hielo del primer contacto, quedando sólo un amable charlador, ocurrente y jovial, no enemigo de la anécdota picante y dotado, él mismo, de cierta gracia risueña en el decir, que -lo confieso- no se transparentaba en su empaque oratorio. A pesar de separarnos, más que la diversidad de las creencias religiosas la de los gustos artísticos, el contacto diario, unido a. la facilidad adhesiva de la juventud, nos . acercó pronto a una amistosa confianza. Su aspecto todo irradiaba felicidad. Tenía a la sazón veintiocho años ( a), y era célebre desde - su primera juventud. Casado temprano, ya refrescaba su frente aquella perpetua caricia de luz matinal que refleja la cuna del primer hijo; _y a los halagos de su prosapia histórica (b), de la fortuna. asegurada y la gloria creciente, el joven pater familias, alejándose del mundo que le aplaudía y festejaba; añadía la aureola de una vida Ejemplar, repartida entre los goces severos del estudio y las sanas alegrías domésticas 3. El cuerpo docente del Colegio contaba entonces con. algunos hombres de Verdadero mérito; me abstengo de designarlos para no afligir a otros, que quizá vivan todavía. Varios eran del tiempo de Jacques, cuya sana influencia se mantenía tanto más vívida, cuanto que su amigo y sucesor en. el rectorado no podía, ni otra cosa pretendía, más que seguir las hondas huellas del irremplazable maestro --tan bellamente descrito por Miguel Cané, si prodigase menos la sal gruesa de los combates caricaturescos que, según él, solían trans formar el aula en venta de arrieros manchegos. El excelente Cosson, que nunca las vio tan gordas, era un hombre de mundo,viudo consolado de su matrimonio extinguido en París, y ex buen mozo inconsolable, que lucía aún, a los cincuenta bien sonados, robusta y gallarda apostura. En pos de Jacq. y después de sus comunes caravanas por las provincias, se había refugiado en la enseñanza oficial, como en un zaguán durante el aguacero. El aguacero resultó temporal: quiero decir que allí se instaló cómodamente y no salió más, hasta el triste fin, que se conoce. Como "educacionista", según el terminacho de jerga yanqui que empezaba a primar, atribuía importancia capital a la retórica. Por su parte, cultivaba la declamación, triunfando -implacablemente- en los lacrimosos Adieux, de Gilbert, que lanzaba con la vibración convencida de un viejo abonado de la Comedia Francesa. Por lo demás, cordial, generoso, buen `amigo, salvo cierta mutabilidad -mórbida, como se vio más tarde- de sentimientos y de opiniones. (a) Nacido en Buenos Aires, el 13 de julio. de 1842.

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(b) Sabido es que era bisnieto del reconquistador Santiago de Liniers y de Martina Sarratea, hermana de don Manuel de Sarratea, que fue (1820) el primer gobernador de Buenos Aires nombrado por junta de electore s.

En el Colegio, eran sus dos grandes admiraciones Estrada y Goyena (éste había dejado la cátedra, pero entraba allí como... Pedro por su casa); también gozaban cierto favor, aunque muy lejos de aquéllos, el químico alemán Bernardo Weiss, que murió en su laboratorio, y el inglés Lewis, de quien volveré a recordar. Yo mismo le caí en gracia; y me ocurría con frecuencia quedarme a comer con él y Weiss, en la salita contigua al refectorio de pupilos. Una noche, como hubiéramos vuelto después de la comida a su despacho para tomar café, revelóseme el pobre rector bajo una faz extraña y completamente inesperada. Encendidos los cigarros, se había sentado delante de su bufette, mientras yo, en el sofá, saboreando el silencio, seguía con la mirada una espiral de humo. De repente, dejó su habano en el borde, de la mesa y, abriendo una gaveta, sacó un enorme cartapacio: II faut que je vous lise quelque chose... Y la "cosa" que empezó a leer con su mejor acento del Conservatorio, escandiendo las sílabas..., prefiero no calificarla. Felizmente, el criado abrió un paréntesis, que yo cerré tomando-mi sombrero y la puerta; así pude salir del atolladero, aunque no tan a prisa de mi estupefacción. No hizo, al día siguiente, ni nunca más, la menor alusión a la interrumpida lectura; y pude atribuir el torpe gesto a una de esas "ausencias" cerebrales de que está llena 'la psiquiatría. Pero, ¡cuántas veces, más tarde, me volvió al recuerdo la incómoda sesión, cuando el infeliz vagaba por esas calles, atona la mirada, con su sombrero calado muy atrás, siempre pulcro y, como él repetía, "muy mejorado- de su indisposición"; la cual, con mejoría y todo, íbale sumergiendo lenta y progresivamente en la demencia...! Sabido es que fuele forzoso., en 1876, abandonar la dirección del colegio; sucediéndole José Manuel Estrada (4) A mediados del 70; José Manuel Estrada reasumió la dirección de la Revista Argentina, que desempeñara Pedro Goyena mientras —su amigo se mantuvo en (la jefatura escolar. Ángel Estrada acababa de fundar un establecimiento tipográfico (la Imprenta Americana, San Martín 124, antiguo, donde está hoy La Previsora), principio modesto de la gran casa editora que desarrolló en años posteriores; y, naturalmente, en él se confeccionaba e imprimía la publicación de su hermano. La sala de redacción y corrección era un cuarto a la calle, que amueblan sin fausto una mesa de no "pintado pino", una docena de sillas de esterilla y un estante de la colección de la Revista y un Diccionario de la Academia. Allí solían concurrir por la ^ tarde -en aquellos años sobraba tiempo para todo-, además de José Manuel y el cordial finísimo dueño de casa, que no sólo en le tras paradas se interesaba: Pedro y Miguel Goyena, Eduardo Wilde, Lucio Mansilla, Carlos Guido, David Lewis, Aristóbulo del Valle, y otros más, fuera de los transeúntes ocasionales. Parroquianos más im previstos y pintorescos eran Matías Behety, que vivió prometiendo algo que nunca había de cumplir, y un curioso injerto hispano inglés, Wistermundo Chico, que se suicidó hace unos quince años, y era allí el blanco habitual de las' bromas inocentes. [...1 Nombrado profesor del colegio de Tucumán, en febrero de 1871, estaba haciendo con desgano unos preparativos de viaje (escribí dos artículos más en la Revista), cuando, a principios de marzo, por la epidemia reinante, se declaró cerrado el puerto de Rosario para las procedencias de Buenos Aires. Tuve forzosamente que suspender la marcha. Durante dos meses, la fiebre amarilla había azotado el Paraguay -y luego Corrientes-sin conmover mucho a Buenos Aires. A mediados de enero empezaron a circular aquí 10

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rumores alarmantes; pero un médico demostró -en los diarios, que todo lo su fren- que sólo se trataba de una "fiebre icteroide". Hasta que, a principios de febrero, se denunció neta mente la presencia del vómito negro en el barrio de San Telmo. El joven doctor Wilde, nombrado médico de los pobres en aquella parroquia -y que se portó admirablemente durante la epidemia--, creó un lazareto en el sur e hizo desalojar las manzanas inficionadas. Pasaron algunos días; y, afirmándose por los diarios que el mal estaba "dominado", las: únicas comisiones que en esa semana trabajaron "febrilmente" fueron las de carnaval. Aunque numerosos casos esporádicos habían sido comprobados en varios puntos de la ciudad, no pudieron contenerse los excesos carnavalescos. Con todo, los cascabeles de Momo, como entonces escribían los gacetilleros, no lograron apagar los dobles de las campanas; y el domingo 26, dedicado al "entierro" del carnaval, los que positivamente resaltaron enterrados, fueron veinte y tantos calenturientos. Se suspendió la apertura del Colegio nacional y de las escuelas. As ¡-mismo no cejaba aún el espíritu de indolencia e incurra; para disfrazar la inercia edilicia, se estableció que la enfermedad, "sin carácter epidémico ni quizá contagio60", estaba circunscrita a los barrios de San Telmo, San Cristóbal y Concención, cebándose allí mismo "sólo en los conventillos". Pero la realidad abofe teaba el optimismo aristocrático: caían ya víctimas, si bien aisladas todavía. en otros puntos que los ci tados y en otros grupos que los proletarios. La epidemia ganaba terreno diariamente. La población, desprovista de municipalidad regular, librada a una comisión desautorizada, emanación de un gobierno provincial sin energía ni prestigio, se sentía desamparada, inerme ante e'1 peligro... Entonces, al solo impulso de la prensa y con acuerdo general, prodújose un movimiento de solidaridad popular. Tanto más admirable cuanto que lo encabezaba un Castelar de bocacalles, bullicioso y turbulento, redactor de un gran diario próximo a sucumbir bajo incesantes sangrías; farandulero incansable de la lengua y la pluma, abigarrado compendio de las mejores cualidades y los mayores defectos porteños: franco, embustero, cordial, generoso hasta regalar a un amigo pobre la mitad del empréstito recién sacado a un amigo rico; tal torbellino de contrastes remataba en un charlatán ingenuo que acababa por creer en las patrañas por él mismo inventadas, ya se tratase de oraciones y ovaciones ginebrinas a, ya -¡inocencia que desarmaba!- de su candidatura andante al gobierno de Entre Ríos.. ¡para suceder al general Urquiza asesinado! Héctor Varela, pues, discurrió esta heroica "orionada" b: juntar al pueblo en la plaza de la Victoria, para que de ese plebiscito surgiera una junta de salud pública que asumiese la defensa sanitaria del municipio. Así nació, el 14 de marzo, la "Comisión popular", que, anunciándose con tales orígenes como una behetría, resultó ser, a pesar (te los inevitables abusos y errores, un núcleo de fortaleza y cohesión, una fuente abundante de auxilios materiales, y, sobre todo, un llamamiento incesante y eficaz -pues disponía de la prensa unánime- a la caridad pública y al cumplimiento del deber. Figuraron en la lista aclamada los nombres más respetados o queridos de Buenos Aires: era presidente el enérgico Roque Pérez, que cayó al pie de su bandera humanitaria; eran vocales, Adolfo Alsina, Juan Carlos Gómez, Guido y Spano, Irigoyen, Mitre, Quintana, etc. Verdaderos tribuni pelvis, sin mandato oficial, sin relación, al principio, con el gobierno, al que no atacaban ni acataban, lle garon los comisionados populares a concentrar en sus manos todos los medios de resistencia contra el flagelo. Fue una dictadura de beneficencia, con las formas draconianas que las circunstancias exigían. (a) Tan aprisa se borran con los años los vestigios de lo que fuera hace poco de "actualidad", que acaso no parezca inútil recordar a las presentes generaciones el sentido del epíteto. Hace referencia al Congreso internacional de la Paz, celebrado en Ginebra el año 1863, y en el que Varela alcanzó éxitos

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tribunicios --que fueron sobre todo triunfos ( b) "Cosas de Orión", era el título de una sección amena que Varela redactaba en La Tribuna.

La prensa vino a ser el pretorio de esa justicia expeditiva: pedestal de los generosos o valientes, picota de los egoístas y desertores. Un miembro de la comisión fue públicamente destituido por faltar a tres sesiones consecutivas. Se devolvió con afrenta a cierto millonario antonomástico su óbolo irrisorio. Imperaba una arbitrariedad obsidional, el régimen implacable de una plaza sitiada: salus populi, suprema lex. Gradualmente, desde mediados de marzo, el cuadro fue cobrando cada vez tintes más sombríos. La mortalidad crecía al paso que la ciudad se despoblaba. El éxodo se hizo general cuando se comprobó que, al contrario del cólera reciente, la fiebre no se alejaba de la costa, quedando indemnes las regiones mediterráneas. Por el consumo de la población, se deduce que, a fines de dicho mes, ésta no alcanzaba a sesenta mil almas; solamente en abril, pasaron de ocho mil las defunciones: cerca del 14 por ciento. Como en un gran cuerpo herido que va perdiendo por partes el calor vital, en la ciudad enferma, uno por uno, los órganos activos rehusaban el servicio. Después de los sospechosos saladeros, que de orden superior interrumpieron sus faenas, fueron cerrando sus puertas, por falta de elementos, las principales fábricas. Cada día señalaba un nuevo paro. Siguiendo a las industrias, se paralizaron las instituciones. En abril, habían dejado de funcionar sucesivamente: las escuelas y colegios, los bancos, la bolsa, los teatros, los tribunales, la aduana, etc. Los gobiernos nacional y provincial decretaban la feria de sus oficinas, fuera de no dar personalmente, el presidente ni el gobernador, ejemplo de heroísmo. Los pocos periódicos que pudieron subsistir salían por tanda. Las casas de negocio se entreabrían algunas horas; ciertas provisiones escaseaban en los mercados; y la población entera hubiera sufrido el hambre, a no sobreponerse a . todo la otra sacra fames superior al terror de la muerte. Durante una semana, las lluvias diluvianas acrecentaron las escenas de horror; los "terceros" del sur, torrentes callejeros, nos enseñaban brutalmente las miserias de los suburbios inundados, arrastrando en su carrera airada por los barrios centrales, maderaje, muebles, detritos de toda clase, hasta cadáveres a. La población, más que diezmada, había dejado de contar sus desaparecidos. Ya no eran coches fúnebres los que faltaban y tenían que suplirse con carros abiertos, sino carreros que aceptasen la espantosa tarea. Intereses, deberes, vínculos sociales y acaso carnales: todo se había destemplado y relajado en ese general menoscabo de la vida... La semejanza de calamidades suscita expresiones idénticas, y me vuelven a la mente las palabras de Boccaccio, al describir, como portada de su voluptuoso Decameron, la peste de Florencia: "cada cual, como si no hubiese de vivir más, dejaba sus cosas en abandono, le sue cose messe in abbandono...". Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro. Tal era el pánico reinante, que un escribano cobró fama y dinero comprometiéndose públicamente a realizar esta hazaña jocomacabra: redactar testamentos, aun de "febrífugos" (sic!). En la ciudad desierta, casi sin policía, la bestia humana, suelta, rondaba las calles, husmeando la presa. A veces el crimen no esperaba la noche, su habitual cómplice: los diarios dieron cuenta de asaltos perpetrados en pleno día, en la calle Florida. Andaban bandidos disfrazados de enfermeros: y se denunció con horror (a) De esto he sido testigo en la cárcava que entonces formaba la calle Méjico. por la altura de Piedras

el casa de un médico --extranjero- que robó 9.000 pesos de bajo de la al mohada de su cliente agonizante. Eran en verdad los días ,de abominación y desolación predichos por el

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profeta, "en los cuales, si no se abreviaran, ninguna. carne fuera salvada: nom fieret salva omnis caro. . . ". Mi excelente amigo del Colegio nacional, David Lewis, graduado de Cambridige, hombre de variada cultura y muy entrado en la sociedad porteña, había acepta-do con no sé quién, durante la epidemia, el cargo de inspector de higiene de la Catedral al Sur. Como cayera su compañero, me ofreció substituir al enfermo -o muerto-, comisión que, naturalmente, acepté, empezando sobre la marcha a acompañar a Lewis en sus visitas domiciliarias. Algunas de éstas eran ingratas; pero estábamos ya hechos a todo; y, además, para mí la compañía de Lewis era una compensación. Pasábamos juntos la mayor parte del día, almorzando casi siempre en el Colegio con sus dos únicos habitantes, Cosson y Weiss (que lue go debía sucumbir), pues el vicerrector y el personal interno, con unos pocos alumnos, estaban en la Chacarita. A la tarde, concluida nuestra inspección, y con nuestro pase para todas las líneas, solíamos ir a comer, para purificar los pulmones, a cualquier punto de los alrededores. Coincidió con mis funciones higiénicas, un incidente casero. Una tarde, al volver a mi domicilio, me encontré con que, a consecuencia de un caso de fiebre allí ocurrido y de la visita correspondiente, había orden de desalojar el inmueble. Tomado al improviso, resolví aceptar por algunos días el ofrecimiento que me hizo Cosson de compartir su soledad, tanto más, cuanto que Lewis vivía en el barrio (Bolívar 117, antiguo); aquella misma noche dormí en el Colegio. Era la víspera de Ramos, 1° de abril, y recuerdo todavía la impresión solemne y lúgubre que, en el vasto silencio nocturno, las salmodias de la iglesia contigua me causaban. Ha quedado tristemente célebre, entre los contemporáneos, aquella Semana Santa de 1871, que señor el paroxismo de la epidemia: las estadísticas oscilaban entre 400 y 600 defunciones diarias. Pero, en la espantosa confusión, ¿cuántos anónimos desaparecían sin dejar un rastro ni un apunte? Habíase prohibido los oficios públicos en las iglesias, aumentando con ello el aspecto sepulcral de la ciudad. Una de las tardes deliciosas y corno irónicamente serenas de la semana lúgubre, cumplidos nuestros deberes humanitarios me propuso Lewis ir a visitar a José Manuel Estrada, que estaba veraneando en Belgrano. Acepté, y realizamos el paseo, alquilando caballos en la calle Esmeralda. Disfrutamos con la joven pareja una hora de olvido; y, al caer la noche, emprendimos la vuelta. Mientras cruzábamos el campo y las quintas, veníamos conversando casi alegremente. Al acercarnos al Retiro, sin darnos cuenta de ello nosotros mismos, la charla fue arrastrándose penosamente entre grandes intervalos de silencio. Al embocar la calle Florida, muda, vacía, obscura, sin otra vida aparente, en algunas esquinas, que las fogatas de alquitrán, cuya llama fuliginosa en las "tinieblas visibles" movía sombras fantásticas, me suena todavía en el oído la voz ahogada del buen inglés, que minutos antes venía callado: "Esto es demasiado triste: galopemos". Y entramos a todo galope en la inmensa necrópolis. Un inglés triste es un inglés en busca de esparcimiento. No haré la más fugaz alusión al empleo de nuestra noche, con otro compatriota de Lewis, grave comerciante que creo vive todavía. Al día siguiente, muy tarde, desperté con gran dolor de cabeza y mareo. Con un sirviente que acertó a pasar por allí avisé a Cosson que no almorzaría, y a Lewis que faltaría a la inspección. A poco, entraba en mi cuarto la efigie del Susto, en la figura del rector... No quiero recargar su memoria con la mención de cuanto argumentó para demostrarme que así, indispuesto y todo, debía hacer un esfuerzo para refugiarme en cualquier parte, fuera de la ciudad, donde hallara mejores aires y cuidados. Entretanto, me alcanzó no sé qué brebaje, cuya virtud, notablemente robustecida, sin duda, por la elocuencia arrojadiza de mi huésped, 13

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me puso más o menos de pie, si bien con una fuerte jaqueca y principio de afasia, accidente que ya conocía y procuraba disimular. Un sirviente metió. alguna ropa en una maleta, otro fue a traer un carruaje, y un cuarto de hora después llegaba a la estación del Parque. La cefalalgia y dificultad de expresión había aumentado, 'aunque conservaba todo mi conocimiento; enseñé mi pase al empleado, y gané un rincón del coche. No te nía conciencia completa de mi estado, ni me daba cuenta, a pesar de serme tan familiares los síntomas, de si estaba o no iniciando un ataque de la fiebre reinante. Lo único que creo subsistía en mí entonces, era el anhelo de llegar al pueblo aquél donde estaba una casa que casi me fue un hogar "cuando Dios quería". Con gran trabajo bajé del tren y, seguido de un muchacho que cargaba mi maleta, penetré en la fonda, donde todo el mundo me conocía. Me dirigí, sin detenerme, al cuarto que solía ocupar y me dejé caer sobre la cama... Después, tengo el vago recuerdo de rumores, manoseos en mi cuerpo; me siento transportado afuera; tengo arriba de mi cabeza el cielo estrellado. Me bajan y depositan en algo que resultara catre de lona; un rasgueo de guitarra llega hasta mí, y nada más... Me contaron más tarde cómo el posadero, alarmado, había dado cuenta al médico del lugar -"de cuyo nombre, etc."-, siendo, en consecuencia, bonitamente puesto en un carro y llevado a un rancho de los alrededores. Ignoro cuántas horas deliré, y qué drogas me administraron; sólo sé que, poco a poco, volví a tener conciencia del mismo rasgueo de marras -los parientes de mi cuidadora serían incansables, o innumerables-; y al propio tiempo fui percibiendo vagamente otra sensación de indecible dulzura: era la de un viento fresco que acariciaba mi cara, mientras, de vez en cuando, una mano suave se posaba en mi frente. Después de muchos esfuerzos, sin abrir los ojos, alcancé a tentar la mano extraña. Lo conocí por los anillos... ¡Ah, corazón valiente y fiel! Había venido hasta este lecho de miseria, despreciando peligros y delaciones, para que no muriera solo, si debía morir, y no faltara una mano querida que cerrara mis párpados... Mis afectuosas relaciones con José Manuel Estrada, que nunca habían llegado ala intimidad, se relajaron. necesariamente durante mi confinación de varios años en las provincias del Norte. En los pocos viajes que hice a Buenos Aires, prolongándose mi estada algunas semanas, apenas nos veíamos dos o tres veces. Además de su cátedra de derecho constitucional en la Facultad, en 1876 había sido nombrado rector del Colegio nacional. Parando yo enfrente (esquina de Moreno y Bolívar). una que otra mañana me ocurrió cruzar la calle hasta mi antigua querencia, donde muy poco quedaba ya de las gentes y cosas de mi tiempo. Lo mismo sentía Goyena, que vivía también en las cercanías; V sólo el gusto de dar un apretón de ruanos a José Manuel nos movía a recorrer de nuevo los claustros antes familiares. Tampoco existía entonces entre Goyena y Estrada la frecuencia de trato otras veces exigida por sus tareas comunes en la revista y la cátedra. Vivían bastante alejados; y el segundo período de la Revista Argentina -resucitada en 1880, para arrastrar dos años más de existencia lánguidasólo contiene un artículo de Goyena, sobre el Padre Esquiú. La cruzada católica del 82, que se inició en el Congreso pedagógico de ese año y motivó la fundación inmediata del diario La Unión, tuvo necesariamente por doble efecto acercar a lo a las dos amigos y alejarme de ellos, como lo referiré en otro capítulo. Con todo, ni la distancia material ni la social -fruto de las polémicas en campos opuestos-- me hicieron perder el contacto intelectual con mr antiguo co lega ni mermaron e1 alto aprecio que me inspiraban su talento y su carácter. Así me ha hecho el honor de atestiguarlo el más concienzudo de sus biógrafos, transcribiendo extractos de juicios míos de varias épocas y lugares, y hasta de la Quebrada de Lules. Es así como me 14

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encuentro ahora, si no autorizado, por lo menos incitado a resumir aquí mi opinión definitiva acerca de la obra considerable dejada por ese noble espíritu (a.) (a)Sus obras, publicadas por sus hijos -y precedidas dE una interesante noticia biográfica por el doctor Juan M. Garro-- forman 12 volúmenes en 8 9. Mirada en globo, la edición suscita el mismo reparo que, años más tarde, me habría de inspirar la de las obras de Avellaneda: hay ex ceso de materia. Los editores, en su natural y muy concebible solicitud por las producciones paternas, nada quieren que se pierda de ellas y así recogen escritos circunstanciales que, si algún interés tuvieron para los contemporáneos, no lo conservan en general para la posteridad.

Louis Veuillot dijo alguna vez de su correligionario Montalembert (5) (mezclando, como solía, el elogio con el sarcasmo): "El se cree liberal, es simplemente orador". Despojado el dicho agudo de toda intención epigramática, podría aplicarse en parte al Monta lembert argentino (se entiende que antes de su ultramontanisrno final), dando a entender que José Manuel Estrada no fue propiamente un historiador ni un filósofo, ni acaso un verdadero escritor de raza, sino un gran orador católico. Fuera de la conversación familiar, en que, como dije, solía mostrarse suelto y hasta festivo, su pensamiento, al expresarse en público con el lenguaje hablado o escrito, tornaba sin esfuerzo el giro grandilocuente. Por eso, fuera de algunos folletos juveniles, informes administrativos que bien pudieran quedar en los archivos oficiales (y sin contar, por supuesto, los artículos periodísticos, hojarasca de consumo cotidiano que únicamente cuando proviene de los maestros en el oficio, y aun así muy entresacada, consigue sobrevivir a su objeto momentáneo), Estrada no ha escrito un solo libro. Su labor de publicista e historiador se produjo toda bajo la forma oral. En lugar de condensarse, obedeciendo a un rígido plan literario y científico, se ha difun dido en "conferencias" de derecho constitucional y "lecciones" de historia argentina. Algo me detendré en unas y otras manifestaciones intelectuales del eximio profesor, antes de llegar a sus discursos; los cuales, con presentarse a mi ver los rasgos más carac terísticos de su talento y personalidad moral, los ostentan tan conocidos y uniformes que no exigen gran aparato crítico. En lo que especialmente atañe a la historia el método -tan en auge hace medio siglo-que funda su estudio en las vistas generales de remontado vuelo o sea en su "filosofía", como se la llama, gastándose en este desempeño una elocuencia de chorro continuo, suele parecernos hoy casi tan anticuado y vetusto como el alumbrado con quinqué. No nos inclinamos ya ante juicios hechos, in verba magistri, ni admitimos que un autor nos ofrezca su versión personal de los sucesos en forma de texto imperativo, desnudo de toda referencia a las fuentes originales y mudo de notas justificativas. Dicho está que no desdeñamos el arte en la composición y el estilo; pero no lo confundimos con la retórica ni el "bello lenguaje". No sé si habría en estos años otro Guizot para dictar la vasta síntesis de la Historia de la civilización en Europa"(a), admirable discurso sin una cita documental; pero de lo que estoy seguro es, que no habría un lector instruido capaz de aceptarla, a cierra ojos. Para nosotros, .lo que en la historia resulta tan interesante como las pinturas o los juicios del autor, es la rebusca de los materiales que le sirvieron para elaborarlos. La belleza de la forma viene por añadidura: no por cierto como un adorno baladí, sino como un complemento necesario aunque subordinado a la solidez del fondo, constituido éste por los hechos auténticos, filtrados al tamiz de la crítica. Así, el ser indispensable un molde idóneo, en que se rocíe y plasme la substancia objetiva, no quita que sea ésta la causa y razón de aquél. Tan absurdo sería asentar la proposición de que para el valor y la conservación de la obra es indiferente la materia, como la proposición contraria: ni existe arquitectura bella construida en barro, ni suplen todas las piedras talladas y mármo les la falta de inspiración artística. 15

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Al comprobar que las lecciones de historia argentina, de José M. Estrada, conservan y ostentan todavía una índole sobradamente oratoria, pienso menos en emitir una crítica que en formular una clasificación. Quiero indicar que pertenecen al género .arriba designado con un ejemplo ilustre, y de que es patrono (a) Cierto que la Civilisation en Europe puede considerarse como una introducción a la Civilisation en France, pero ésta no se muestra mucho más documentada que aquélla.

Tito Livio, cuya definición -in historia'orator- se aplica al grupo y al género. De "oradores en historia" puede calificarse a todos los que, a imitación de los antiguos clásicos y muchos de los modernos humanistas, en vez de asentar su obra, extensa o circunscrita, en la investigación personal de los hechos, aceptan a su respecto las versiones corrientes, no concediéndoles sino importancia secundaria, para atribuirla primordial a la hábil presentación de los sucesos, y sobre todo a su interpretación vívida y elocuente. Huelga insistir en que sólo esto se propuso Estrada con sus lecciones de historia argentina. Además de tener presente el estado entonces rudimentario de nuestra historiografía, bástenos recordar, por una parte, la preparación forzosamente somera que podía consagrarles semanalmente; y por otra, la formación general de su auditorio -mezcla de colegiales y de transeúntes aficionados a la elocuencia-, para comprender cómo aquéllas no podían ser mías, y admirar que no fueran menos de lo que son. Siéndole inaccesibles, por el tiempo o la distancia, las fuentes documentales, tuvo Estrada que atenerse, para la época colonial, a las crónicas españolas y jesuíticas, resumidas en el estimable Ensayo del deán Funes; y para el medio siglo de la Revolución, Independencia y años siguientes (no tomando en cuenta tal ',cual texto escolar de Gutiérrez o Domínguez), a la vacilante o fragmentaria información de los docu mentos administrativos, memorias personales, escasas atetas y sobreabundantes libelos, todos ellos parciales por definición. Tal era el vulgar tejido -hecho de floja urdimbre tradicional, cruzada por una nudosa .trama escrita- que, tomado como materia prima -por el joven profesor, se enriquecía bajo sus manos con bordados imaginativos y coloridos adornos hasta convertirse en una suntuosa tapicería. Con ser tan falta de datos positivos como de pormenores au ténticos, la producción daba en sus series de esbozos históricos una idea bastante cabal del conjunto. Por cierto que la pompa constante y la sonoridad algo monótona del lenguaje -cuyo acento imperioso solía contrastar con lo aventurado de la afirmación- parecían desproporcionados con la mediana estatura de los personajes o lo pedestre ida los asuntos: era la realidad mirada al través de un vidrio de aumento ( a.) [...] La personalidad oratoria de Estrada no se destaca principalmente, cual ocurre verbigracia con Aristóbulo del Valle, Pellegrini, o su amigo y correligionario Goyena, en la tribuna parlamentaria, Sólo perteneció a la Cámara de diputados (prescindiendo de su escasa actuación como convencional de la Provincia, el año 71) durante el período 1886-1889. Puede decirse, sin ofender su memoria (pues él lo tuviera a honra), que en el Congreso representaba, más que a la provincia de Buenos Aires, de donde traía su diploma, al partido católico de toda la República. Prefiero reservar para el estudio que sigue, dedicado a Goyena, una reseña de aquella campaña clerical b, limitándome aquí a los pocos toques indispensables: y ello, no tanto porque mi mayor contacto con aquél fue lo que, siquiera al. principio, me mantuvo al corriente de los sucesos y proyectos, cuanto porque así me considero más precavido contra cualquier exageración o injusticia, al tratar de un movimiento que tan honda como estérilmente agitó al país.

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(a) He aquí, por vía de ejemplo, dos muestras cortas de esa habitual "megalografía" (complicada en el segundo caso con una jerigonza felizmente inusitada): Historia, 1, página 263: "Un nuevo paladín apareció en la arena en septiembre de 1802: pero su divisa es audaz, y viene con espada fulminante, etc.". El paladín audaz es el bueno de don Juan Hipólito Vieytes, y su "espada fulminante", el inofensivo Semanario de agricultura, el cual, en sus cuatro años de descansada vida, casi no se ocupó más que de plantas y legumbres sin romper una copa,.en política. Más adelante, aludiendo a la conquista inglesa, en que, según Mitre, "no hubo un solo muerto ni un herido (a mi entender, hubo tres o cuatro) de parte de los argentinos", incurre Estrada en este deplorable galimatías: "La sangre vertida en aquellos combates (!) iba, a semejanza de un reactivo, a disgregar los (elementos) que concurrían a la aparente y forzada armonía de la sociedad, dando a cada fracción su colorido, y revelando su esencia por sus inclinaciones y sus obras". b Suele designarse así, sin ninguna intención denigrativa, la intervención del clero católico en la política, obedeciendo a la: inspiración y doctrina del Silla bus; el clericalismo es la religión sacada del santuario y llevada a los clubes en son de guerra a Revolución y al espíritu moderno.

En lo relativo a la acción, mejor dicho, figuración parlamentaria de José Manuel Estrada (pues en realidad su acción fue nula), basta recordar que, durante-su mandato de cuatro años, sólo otras tantas veces intervino en la discusión de los negocios públicos, pudiendo decirse que en dos de ellas (la intervención a Tucurnán y el arrendamiento de las obras de salubridad) no llevaba al debate muy apasionado interés ni le traía especial competencia. No diré lo mismo de la parte que tuvo en los debates sobre los recursos de fuerza (julio de 1886) y, dos años después, sobre el matrimonio civil. Por supuesto que, desde el punto de vista social -el único que pueda preocupar a una asamblea política- no hay paridad de importancia entre los dos asuntos. El primero, originado en un artículo del proyecto de ley sobre; organización de los tribunales, encerraba una tentativa desesperada de la Iglesia para resucitar en toda su exorbitancia el antiguo fuero eclesiástico en detrimento del secular, habiéndose prolongado la enojosa disputa entre teólogos y leguleyos bajo sendas granizadas de citas canónicas, que recordaban a Rabelais y sus sorbónicas argumentaciones. Dicho está que en ese desborde de fácil y frágil erudición, Estrada no quedaba atrás (a) me sorprendería más tener que confesar la relativa inferioridad de su alegato, si la ineficacia de la defensa no probara ante todo que la causa era indefendible. La discusión sobre el proyecto de matrimonio civil (vuelto del Senado en revisión) rayó a mayor altura, así en le impugnación -católica, naturalmente como en la defensa. Sostuvieron con eficacia el proyecto liberal del gobierno muy disertos campeones; lo combatieron con no menos elocuencia Estrada y Goyena. Creo innecesario agregar que, descartando el mayor o menor brillo de la forma, nada fundamental se alegó a un asunto diez veces tratado bajo todas sus faces en las asambleas europeas. Los dos oradores católicos esgrimieron para el ataque su formidable arsenal, repleto de citas bíblicas y extractos de Santos Padres, amén de los modernos apologistas cristianos. Y un tedio profundo se exhalaría- de ese desapiadado machaqueo de verdades o sofismas igualmente añejos, si no tuviéramos en la memoria y en la imaginación la voz sonora y la acción potente del primero, el timbre flexible y la ironía insinuante del segundo; por fin, con profunda diferencia de gustos literarios en uno y otro (a_a) -Arcades amho-- el mismo acento convencido y personal que prestaba algún semblante de novedad a tan trillados temas. En suma, según más arriba lo apunté, aquel breve paso de Estrada por el parlamento argentino no puede considerarse sino como un episodio de secundaria importancia en su carrera activa de intelectual o político. Lo que él ha sido y ha querido ser, por excelencia, es un profesor, un conductor de almas y excitador de espíritus. Como tal miro el mayor esfuerzo de su mente, así como la manifestación más cumplida de su talento literario, en las lecciones de historia argentina,

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(a )He aquí una muestra. Habiendo el ministro Wilde `(sesión de 23 de julio de 1886) puesto en duda que la organización jerárquica de la Iglesia tuviera la antigüedad que Estrada afirmaba, éste le fulminó esta respuesta: "En el Cenáculo, el día de la Ascensión del Señor, había obispos, presbíteros, diáconos, subdiáconos..." Nadie se inmutó ni sonrió ante la enormidad: magister dixit!

sin que ello importe desconocer los altos méritos que valoran el curso de derecho y sobre todo la Política liberal. Y del propio modo, tampoco cifro sus mejores proezas oratorias en los tres o cuatro discursos de circunstancias y tema forzado que hemos visto pronunció en la Cámara, sino en las innumerables alocuciones, llenas de impetuosa e inflamada facundia que, como presidente (a_a) Estrada, en medio de sus innegables cualidades oratorias, nunca se distinguió por la agudeza crítica ni el buen gusto literario. De lo primero, es muestra suficiente su deplorable apreciación de cierta lacrimosa María de Jorge Isaac, que compara con Pablo y Virginia, declarándola superior. Ejemplos sobrados de lo segundo son muchas de sus alocuciones como presidente de la Asociación católica, exuberantes en retales teológicos y centones sagrados. Es achaque muy común en predicadores legos querer mostrarse más católicos que los obispos y canónigos que los escuchan, dejándoles atrás en materia de énfasis y prosopopeya sermonaria, ¡y sabe Dios si se cierne todavía en el púlpito español -e hispanoamericano- la sombra venerada de Fray Gerundio!

de la Asociación católica, difundió por toda la república, en una infatigable, si bien estéril propaganda, que por la prensa me tocó combatir alguna vez; sin que me costara reconocer todo lo que en ella malgastaba de elocuencia y cívica virtud el denodado apóstol de una causa tan irremisiblemente vencida ante la razón, como triunfante siempre ante la insipiencia. Desde 1884, las polémicas de diarios nos habían separado; en las borrascas del 90, seis años después, un artículo mío en La Nación volvió a aproximarnos. Durante el verano de 1891, solíamos reunirnos para charlar en la Biblioteca, él, Goyena y yo, a pretexto del nuevo plan de estudios secundarios que el ministro Carballido nos había encomendado - y que finalmente redacté solo. Un día faltó Estrada; y conservo la tarjeta amistosa en que se disculpaba, prometiéndome concurrir al día siguiente. No concurrió más: la "indisposición pasajera" era el primer amago de la enfermedad incurable y mortal. Nombrado ministro argentino en el Paraguay, bajo la administración del doctor Luis Sáenz Peña, con el primordial designio de brindar al valetudinario un retiro honroso y saludable, murió en la Asunción el 17 de septiembre de 1894, a la edad de 52 años. En el artículo necrológico -bien sentido, por cierto- que escribí el mismo día en rni Courrier Francais, lo que me dejaba decir, incurriendo en una fórmula circunstancial, que Estrada "había muerto joven aún, antes de dar su medida". La cruel verdad es que, al igual que Avellaneda, Goyena y muchos otros, él se había sobrevivido. Son muy pocos los privilegiados que .logran, ya sea por evolucionar paralelamente a su tiempo, ya por estar incorporados, en la ciencia o en el arte, a lo inconmovible y eterno, no quedar rezagados en la marcha progresiva de las nuevas generaciones. Pero terminaba mi breve necrología con la afirmación de 'que José Manuel Estrada, sea cual fuere la suerte deparada a su obra ya en parte caduca, dejaría en el seno de su pueblo, gracias a los discípulos por él formados, un nombre que resistiría largo tiempo al olvido. Transcurrido un cuarto de siglo, ello me parece hoy más cierto aún que cuando lo escribí: Non omnis morietur. PEDRO GOYENA6 Nació mi amistad con Pedro Goyena muy poco después de contraer relación, en 1870, con José M. Estrada (a) Pero con sólo saber que a principios de dicho año entré a enseñar matemáticas en el Colegio nacional de Buenos Aires, pocos meses después de dejar él la cátedra de filosofía -pasando a ser alumnos míos del curso superior los mismos que acababan de serlo 18

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suyos-- colegirá el lector cuántos ecos de su simpática voz recogería yo en los claustros sonoros, entre esos grupos juveniles que conservaban tan fresca la memoria del joven maestro, entonces avivada por la fama creciente del escritor. Quien me le hizo conocer -, a la distancia- fue el anciano francés M. Paúl Morta, dueño entonces, sino fundador, de la librería del Colegio. Era éste un bibliófilo parisiense, arrojado por alguna ventolera a estas playas, y convertido en vendedor de libros por la virtud soberana de la diosa Necesidad. Parlador incoercible, se aparecía desde muy temprano en el umbral de su covacha, de zapatillas y levitón más polvoroso que sus estantes, en acecho del primer transeúnte amigo -que poco tardaba- con quien pegar la higiénica hebra. Allí, sin embargo, hacía yo mi estación casi diaria, después de clase, deleitándome con hojear de pie los volúmenes que no cabían en mi modesto bolsillo, y resignado a la charla del mercader en gracia de su mercancía. Así estaba cierto día de junio dando la respetuosa bienvenida -lo tengo bien presente- a la Creación de Quinet (b )7, que acababa de llegar, cuando .sonó desde la acera el eureka gangoso del viejo pescador: "¡Oh, señor doctor, tanto gusto, adelante...!". Pero ese día el pez no mordió el anzuelo. El interpelado -joven de mediana estatura y silueta esbelta (¡cómo cambiamos!)- no se detuvo sino los segundos indispensables para saludar y soltar una chuscada al "amigo Morta", que la festejó estruendosamente mientras el otro ya seguía su camino, cruzando a la acera de enfrente. Me había asomado a la puerta, movido de vaga curiosidad, sin que el librero, que me daba la espalda, reparase en mí para presentarme. Alcancé a percibir -pues me miró un instante- una fisonomía simpática, risueña al par que pensativa: ojos pequeños, vivísimos, que vibraban por entre la orla negra de las pobladas pestañas una mirada penetrante; boca abultada de orador elocuente o decidor festivo; barba de misionero joven que afinaba un tanto el pálido perfil. El sombrero hongo, muy calado en la nuca, descubría el arranque de la espaciosa frente, y una melena oscura, contorneando las orejas, se esponjaba sobre el cuello del gabán. El conjunto, en que parecía que la trave sura estudiantil retozara aún bajo la formalidad del profesor, era decididamente atractivo. Acaso carecía de elegancia, pero no de cierta indefinible distinción. En esa entonces delgadez de la juventud, como más tarde a través del embonpoint burgués de la edad madura, algo luminoso se transparentaba, y era la irradiación de un alma buena y de un espíritu entregado a la vida interior. .. Me había quedado en la puerta de la tienda, mirándole alejarse, con los ojos bajos y la cabeza erguida; vi que al pasar delante de San Ignacio, levantaba el sombrero, inclinándose ligeramente, sin ostentación ni disimulo. Era Pedro Goyena. Aunque ello parezca extraño -y sin duda lo era, consideradas nuestras comunes frecuentaciones-, tardó todavía algún tiempo hasta producirse la conjunción inevitable. En cambio, cuando ésta ocurrió a su hora, sin intervención de terceros ni fórmulas pre sentativas, nuestra amistad se desprendió por sí sola como una fruta en sazón, y la simpatía instantánea cuajó al punto en afecto vivaz y duradero. En páginas anteriores he dejado entrever otra faz más agitada de mis mocedades porteñas, que no se roza con él presente capítulo, todo intelectual y apacible. Por noviembre del año 70 había ido yo a pasar unas semanas en Morón, en la quinta de una familia amiga. Venía a la ciudad por el tren de la mañana y regresaba por el de la tarde, sin que el paréntesis dañara a mis ocupaciones. En uno de esos viajes de venida, una mañana deliciosa -¡como todas las de entonces! - la escasez de pasajeros, hasta Flores, habíame permitido instalarme a mis anchas, ( a) Correspondiendo estas páginas, así como las que siguen a fases distintas de mi vida, habrán de encontrarse quizá en ellas algunas menudas repeticiones referentes a circunstancias o rasgos personales.

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(b) Nunca alcancé a. leer toda la obra, mezcla algo incoherente de ciencia y literatura: pero del "hojeo" me había quedado en la memoria cierta nota curiosa sobre Darwin y las islas Malvinas: acabo de comprobar (después de 4,6 años) que dicha nota se encuentra efectivamente en el to mo 1, libro VI, capítulo V.

disfrutando solo de una banqueta y ocupando la frontera con un hermoso ramo de claveles y rosas que esparcían primavera en todo el coche-salón. Tan abstraído estaba en un volumen de Taine 8 -mi gran tutor literario, hasta el día de la emancipación-, que pudo alguien sentarse frente a mí sin que al pronto lo advirtiera. Cuando alcé los ojos, reconocí a Goyena, que me miraba y, visiblemente, se desvivía por emprender la charla. Al fin, no pudo resistir. Diole entrada en materia mi libro abierto, en cuyo lomo se destacaban, para él muy visibles, el título y la numeración. De la biblioteca del colegio caímos en sus gentes, vale decir en los amigos comunes. De ahí a nuestras cosas personales no había sino un paso, que salvamos sin esfuerzo, no teniendo él ni yo nada que ocultar. Finalmente, al separarnos en la estación del Parque, nos dimos cita para el día siguiente., domingo, en el mismo punto de veraneo, que él frecuentaba a la sazón por achaque de noviazgo. Vino, en efecto, a visitarme por la tarde; y fue en la quinta aquella, bajo una glorieta entapizada de pasionaria y madreselva, donde le mostré algunos ensayos míos -en francés, se entiende-, entre otros, el principio de un estudio sobre Espronceda: violenta erupción de romanticismo juvenil que hubo de agradar a mi poco severo aristarco, pues traducido y terminado, a instancias suyas, en castellano ---¡no soñaba yo hallarme en tal aprieto!- apareció en la Revista Argentina. Bastante he hablado, en páginas anteriores, de mi desenfadado estreno, así como del buen éxito -para mí funesto- que alcanzó en el público culto, y desde luego ante el cenáculo de la Revista. De las muchas relaciones que me trajo esta, mi salida del cascarón entresaqué algunas amistades, que serían mi principal ganancia. Ninguna me fue más preciosa y grata que la de Goyena. Me cautivaron desde el primer momento su cordialidad expansiva, su alegre franqueza e inalterable buen humor, su rápida asimilación intelectual, y ese coger al vuelo el pensamiento ajeno a medio elaborar, con una presteza casi adivinatoria. Y está dicho que, supuesto lo media lengua que era yo entonces -poco he progresado en materia de elocución-, teniame asombrado esa inagotable afluencia verbal, cuyo chorro no era aquí garrulería, sino vivo surtidero `de ideas que se escapaban revestidas al nacer de su forma pintoresca y definitiva: ya fueran periodos de una improvisación literaria o filosófica, ya rasgos instantáneos de algún remedo caricatu resco. Confieso que, con los años, por más que el afecto lo disimulara, parecióme que el brillo iba palideciendo, no sé si por apagamiento del objeto o deslustre del objetivo (probablemente por ambas causas a la vez); pero, al referirme a esa época, seguro estoy de no exagerar el efecto producido. Por mucho tiempo el talento oral de Goyena -mucho más que el escrito- ejerció en mi espíritu una verdadera fascinación. Constituye la amistad un continuo intercambio sentimental, en que parece inevitable que alguno salga perdidoso, dando más de lo que recibe. Así, en mi comercio amistoso con Goyena, con ser harto evidente lo que en el trato ganaba yo --muchacho de veintidós años, extranjero, oscuro, desvalido., sin hogar propio ni significación social-, no se divisa qué compensación encontraría en ello el entonces príncipe intelectual de la juventud argentina; aplaudido triunfador universitario, que mereció inaugurar la enseñanza filosófica en el propio colegio de Jacques, y, recién doctorado en derecho, en el umbral de la bri llante carrera pública que todos le auguraban, había conquistado sin esfuerzo un puesto eminente en la literatura patria, ejercitando el magisterio: critico con una autoridad amena y risueña, cuya caricia solía a las veces dejar un arañazo. ¿Podía él prever que poco a poco el porvenir iría atenuando el 20

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desnivel; o, hipótesis más probable, sería que le bastaba sentir, al lado suyo, este foco ardiente de entusiasmo admirativo que, comparado con su afecto sincero pero naturalmente más templado, restablecía en cierto modo el equilibrio? Sea como fuere, nuestras relaciones, cordiales desde el principio y cimentadas en la más llana y completa confianza, se intimaron rápidamente, gracias al con tacto frecuente que las circunstancias favorecieron. Fuera de la redacción de la Revista Argentina que Goyena dirigía en ausencia de Estrada, dimos en encontrarnos a menudo en el colegio, durante la pri mera quincena de diciembre, a título de examinadores -pues había terminado mi "suplencia" de profesor con la vuelta del titular. Regularmente nos retirábamos juntos, y no era caso raro, después de comer en un restaurant del centro, continuar la charla por esas aceras hasta muy tarde de la noche, acompañándonos mutuamente sin resolvernos a la separación, y despertando, con nuestros descansos en los umbrales, la inquieta solicitud de los serenos 9. Nuestra amistad había resistido doce años a una separación casi completa, apenas interrumpida por breves visitas mías a Buenos Aires. Faltábale soportar otro experimento más rudo, a que iban a someterla los vaivenes de la vida. El lector que ignorase a Goyena no sospecharía, por los rasgos tan conocidos de su fisonomía moral, toda jovialidad y humorismo, que me refiero no sólo a un católico fervoroso y practicante sino a uno de los jefes más exaltados -acaso el más intransigente en ciertas horas-- del, en aquellos años, partido clerical argentino. La explicación, muy obvia, es que nunca sus doctrinas o prácticas habían llegado a perturbar mi absoluta sordera religiosa, que desoía con imparcial indiferencia cualquier propaganda sectaria siempre que no se tornara agresiva. Respetábamos mutua e igualmente, yo sus creencias, él mi descreimiento: en grado tal, que la ideé de conmover con palabras del momento lo asentado' en veinte años de estudios y reflexiones nos hubiera parecido sobre ofensiva, más absurda y grotesca que la de probar a estremecer con manotadas una pared de cal y canto. Sabía yo que, en más de una ocasión, él había rechazado de plano ciertas insinuaciones de la cofradía, encaminarlas a catequizarme; y, sin la menor alusión a ello, agradecíale in petto esa actitud discreta, en la que por otra parte miraba yo, aun 1 mas que un homenaje a nuestra amistad, un rasgo de su clara inteligencia. Pasé en Europa, gran parte del año 1883. A mi vuelta al país, hallélo desgarrado por una verdadera guerra de religión. La serie de valientes iniciativas, representando otras tantas conquistas del espíritu moderno -y tan preciosas como las realizadas sobre el desierto-, que caracterizaban gloriosamente ante la historia aquella primera presidencia del general Roca; todas esas reivindicaciones liberales, que van de la primera discusión (1881) sobre los recursos de fuerza a la segunda (1886), precursora de la gran campaña por el matrimonio civil (1888), que ya mencioné al hablar de Estrada, habían sido arrancadas una tras otra a esta iglesia hispanocolónial, cuya exasperación crecía con cada derrota nueva que venía a confirmar su impotencia... En mi ausencia había sido designado para la Inspección general de segunda enseñanza, tocándome desempeñar el cargo -cuyo peso aumentaba no poco la exagerada confianza del ministro Wilde en su Inspector- durante lo más recio de la campaña laica. Además, había yo aceptado, sin grandes aptitudes administrativas, la dirección del nuevo diario Sud América, cuya redacción netamente liberal (formábanla, fuera del narrador, C. Pellegrini, Delfín Gallo, Lucio V. López y Roque Sáenz Peña), tomaba desde el primer día posición de combate enfrente de La Unión católica, redactada por Estrada, Goyena, Achá val Rodríguez, Lamarca y, al principio, M. Navarro Viola. Es sabido que el año aquél correspondió al paroxismo de la lucha, atizarla por los prelados "ligueros" y sostenida, así en 21

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la cátedra sagrada como en el parlamento y en la prensa, con una violencia que no guardaba fueros a ningún adversario. Par cierto que todo aquel levantamiento de hisopos, sobre el cual volveré más adelante, se estrelló contra la serena resolución del gobierno nacional. Este, sin más armas que los textos legales, no detuvo ni desvió un punto su marcha adelante, limitándose a quitar de en medio a cualquier factor de desórdenes -llamá rase vicario, obispo o nuncio apostólico-, cuando su propaganda se excedía, pasando de las protestas y fulminaciones inofensivas al desprecio de la autoridad y al desconocimiento de la soberanía. Siendo la enseñanza laica el primer campo de batalla, no hay que decir si al asesor técnico del ministerio de Instrucción pública le tocaría su lote en la zurribanda; ni hace falta agregar que éste no se quedaba corto en el retorno. Por tal o cual informe honrado e irrefutable, sobre el seminario de Salta o el colegio jesuítico de Santa Fe, he merecido más vilipendios que otros por entrar a saco testamentarías. Fuera de que en el combate no se sienten las heridas, me pastaba, para desdeñarlas, recordar las que había visto soportar a Paul Bert, por una causa idéntica. SainteBeuve ha hecho notar el carácter particularmente infamante de las polémicas frailescas. En la guerra a cuchillo que reinaba entre La - Unión y Sud América., el ardor era igual por ambas partes, con este matiz diferencial: que nosotros no esgrimíamos armas envenenadas, contentándonos con salpimentar de ají más o menos acre la invectiva. Así y todo, no se perdió vida ni honra en la refriega. De los diez combatien tes nombrados, han sucumbido cuatro por cada lado aunque ninguno -bien se entiende- a manos del adversario de entonces. Los dos sobrevivientes no son hoy amigos, como que nunca lo fueron; pero, al encontrarse inopinadamente -en cada entierro de obispo-- se miran y saludan sin displicencia... Mientras tanto, por entre el guerrear sin tregua ni cuartel de ambos periódicos, quedaba viva mi antigua simpatía por Estrada y Goyena. Para salvarla ilesa, como por secreto acuerdo, evitábamos en lo posible encontrarnos frente a frente en la refriega. Creo que por mi parte no dejé nunca de exceptuarles, implícita o nominalmente, en mis ataques al grupo de redactores. Se me insinuó a la sazón que el pacto tácito no había sido siempre observado en el otro campo, ocurriendo alguna. vez (decidirme) en mis encuentros con un adversario enmascarado, tener por delante al mismo que yo procuraba evitar... No hice averigua ciones; en todo caso, el hecho no sería frecuente el ataque muy recio. Sea como fuere, una tarde del invierno de 1885 (yo había trocado la inspección por la Biblioteca, y, en junio del mismo año, dejado la dirección ele Sud América) Goyena empujó la puerta de mi despacho y..., nos separamos a las doce; después de comer juntos, como en los tiempos de mis vacaciones tucumanas 1°. 4 Por supuesto que, antes como después de los años 80, no faltaron oradores o publicistas católicos que defendieran sus ideas en la tribuna o la prensa argentina. Lo que propiamente pertenece al decenio aludido -en especial al período de 1883 a 1888- es la organización, como partido militante, de todos los elementos católicos de la república, eclesiásticos y seglares, con un programa de reivindicación reaccionaria, o sea de abierta resistencia a las iniciativas liberales propiciadas por el gobierno. Esta política revoltosa de la Iglesia, con sus tentativas quiméricas por retener, fundada en rancias preocupaciones, algo de su antiguo predominio sobre el Estado, es lo que propiamente -aquí como en los demás países cató licos- se entiende por "clericalismo", sin intención despectiva para las personas ni sus creencias. Ya en los años a que me refiero, el mote sinónimo de "ultramontanismo", también traído de Francia, venía cayendo en desuso. Este resultaba evidentemente impropio desde que el último concilio, 22

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arrasando todas -las libertades tradicionales, galicanas u otras, para no dejar subsistir, tanto en la disciplina y práctica del culto como en el dogma, sino un uniforme romanis mo universal, "había inmolado, según la sentencia del noble Montalembert agonizante, la justicia ti. la verdad, la razón v la historia, en holocausto' al ídolo erigido en el Vaticano" (a). Acaso no esté de más, a este propósito, consignar de pasada que hasta la separación de dicho concilio. que allá impuso silencio y dispersó a los católicos liberales y galicanos, participaba aquí de las mismas ideas e ilusiones ele éstos, así en religión como en filosofía e historia, la juventud ilustrada que rodeaba a don Félix Frías, el amigo de Montalembert y Falloux. Pertenecían al catolicismo liberal más tolerante, José M. Estrada y Pedro Goyena (que más tarde había de repudiarlo en el parlamento como su amigo en la cátedra); así es como, pocos meses antes de proclamarse la infalibilidad pontifical; la Revista Argentina publicaba las cartas del obispo Dupanloup y del padre Gratry, contrarias a la definición. Como corrobora ción directa de la relativa independencía que entonces profesaban sus jóvenes redactores, podría referirme al ya citado estudio del segundo soba: la obre, del primero, en uno de cuyos pasajes el crítico felicita calurosamente al autor (Revista Argentina, tomo VI, pág. 106) por haber demostrado en sus Lecciones de historia, "a la luz de los principios de la ciencia social... que las reducciones de los jesuitas degradaban la naturaleza humana... haciendo de los indios seres automáticos cuya actividad no podía manifestarse, ni aun para la satisfacción de las primeras necesidades; sino cuando lo permitía el toque de la campana...". Doce años después, al juzgar -con mucha benevolencia, por cierto- mi Ensayo histórico sobre el Tucumán, parecíale reprochable el que yo hubiera escrito que los jesuitas "domesticaban a los naturales en vez de civilizarlos propiamente, etc." : es decir, lo mismo -si bien en términos atenuados- que antes aplaudiera en Estrada. Sin duda que no está en cuestión la perfecta sinceridad de Goyena en uno y otro caso. El cotejo no tiene más objeto que enseñar, con estos dos jalones (le muestra, el trecho de camino andado -o desandado- por rni amigo; en el lapso que mediaba entre su salida de la Revista y su entrada en la Cámara de diputados nacionales, donde luego nos tocará seguirle y admirarle bajo su faz de prestigioso orador parlamentario y defensor elocuentísimo de causas anticipadamente perdidas. En la Cámara, en efecto, así durante su primer período de diputado nacional (1881-1884), corno en el segundo (1886-1889); Pedro Goyena fue el orador católico por excelencia: en mayor grado que Achával Rodríguez, debaten ecléctico siempre dispuesto a tomar parte en cualesquiera discusiones, y aun que José M. Estrada, quien, sobre no haber pertenecido sino cuatro años al Congreso, apenas se dignó asestar contra dos proyectos de muy desigual importancia, según dije (recursos de fuerza P matrimonio civil), el empuje de su retumbante elocuencia. Pero, antes de caracterizar aquella actuación parlamentaria, más aplaudida que eficaz, conviene agregar algo a lo ya indicado acerca del ambiente del país --o digamos la "constitución" política y social entonces reinante-, en cuyo medio se desarrolló la lucha religiosa que, debidamente estudiada, formaría, sin duda, uno de lo capítulos más sugerentes en la historia del pensamiento argentino. Aunque la primera discusión. en la Cámara de los diputados a, sobre los "recursos de fuerza" diseñara ya el antagonismo irreductible de las dos fraccione liberal y clerical ( suministrando, además, un primer indicio Y de su desigual importancia en el país). e! debate, con solución favorable, por cierto, al mantenimiento del inciso, tuvo poca repercusión exterior: ya ( (a)Carta del 28 de febrero de 1870, publicada en el Correspondan; Montalembert murió el 13 de marzo siguiente (a-a) Sesión del 14 de noviembre de 1881. Discusión del artículc 71. inciso 2°. de la ley sobre organización de los tribunales de la capital; los -recursos de fuerza fueron mantenido. Sin duda, por lo

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subalterno del asunto. ninguno da los principales oradores, P. Goyena, Achával Rodríguez. Lagos García, se levantó arriba de una honesta medianía y acaso seria aplicable el mismo juicio a la segunda discusión del mismo punto (en que tornó parte J. M. Estrada). por julio de 1886.

50 por carecer el punto de real alcance práctico, ya por no existir todavía, en la capital, prensa católica que lo enconara. Donde se rompieron de veras las hostilidades fue, meses después, en aquel pintoresco y ya mentado Congreso pedagógico (abril-mayo de 1882), al discutirse la inclusión o exclusión de la enseñanza religiosa en los programas escolares. Aplastado en la votación (bajo el peso, hay que decirlo, de los primarios al efecto reclutados) si no en la insoluble contienda, el reducido grupo clerical, estado mayor sin batallones, abandonó el congreso, aplazando a sus adversarios para "volver a verse en Filipos". El 1" de agosto siguiente, en efecto, aparecía el diario La Unión, con el personal de redactores ortodoxas v los propósitos --pro aris et focis- ya señalados. Y fue` doble motivo para que, quince días después, el público extrañara la salida a media luz de la inefable Voz de la Iglesia, órgano directa y exclusivamente arzobispal que, si no podía de seguro competir con el de Estrada y Goyena en variada ilustración ni sabor literario, le llevaba, ante el gremio eclesiástico y su devota clientela, la ventaja de una autoridad incomparable. Sin perder tiempo en escudriñar las razones de esta inopinada competencia que, visiblemente., contrarió a la redactores de La Unión, acarreando a ésta por lo pronto una suerte de capitis derninutio, reconozcamos que ambas gacetas "bien pensantes" supieron disimular aparentemente su mortal inquina. Se desquitaron rivalizando en insultos y calumnias contra sus adversarios de cualquier bulto o matiz: desde el ínfimo tinterillo racionalista, convicto de adhesión a los "errores" del Syllabus, hasta los gobernantes y legisladores liberales, culpables, según aquéllas, de atentados sacrílegos contra la reverencia y secular subordinación del Estado a la Iglesia. Entre tanto, esta propaganda incendiaria de la prensa religiosa no resultaba tan inocua como lo diera a presumir la escasa difusión y alcance de sus órganos. Si los citados diarios (que traían, por otra parte, su antídoto en el profundo aburrimiento que sus columnas destilaban) apenas alcanzaban al mayor público, se esparcían, en cambio, por sacristías y cofradías, trascendiendo luego sus doctrinas al púlpito, desde donde se desparramaban sobre la grey creyente -mujeril, en su mayor parte-, que las llevaba como pan bendito a los hogares. Así fue como se aunaron los elementos clericales en un solo propósito de ciega oposición a toda iniciativa laica del gobierno, cooperando a esa influencia desquiciadora las pasiones políticas del día, fundidas con los instintos anárquicos de siempre. Viose, por tanto, cundir durante el bienio consecutivo a dicha invasión periodística (1883-1884'), con motivo de la reforma escolar y a instigación del clero argentino y extranjero, tales desórdenes y desacatos a la autoridad, en las instituciones precisamente llamadas a profesar el ejemplo del respeto y obediencia a la ley, que debió el Poder ejecutivo denunciar en ello un peligro público y tomar medidas conducentes a prevenirlo. Algunas de éstas merecen recordarse: así, la expulsión del nuncio Matera, cuyas intrigas y cautelosas incitaciones hacían intolerable -a más de injustificada- su presencia en el país; la destitución del vicario Clara, de Córdoba, autor reincidente de pastorales sediciosas, que solo atenuaban con lo vulgar de su redacción lo alentatorio de su doctrina; la protesta de las bulas, instituyendo al obispo Tissera, y cuyo texto importaba el desconocimiento del patronato nacional, a la que siguió una fórmula de juramento, impuesta al electo, para que reconociera expresamente dicho patronato- Estas y otras providencias gubernativas (S), en que la energía no excluye la prudencia, constituirán, para el historiador, el mejor comentario a las conquistas liberales de aquellos años, las cuales, sin duda, conducen inevitablemente a la separación de la Iglesia y del Estado. Esta conclusión lógica y definitiva es la que se impondrá como programa n 24

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las nuevas generaciones políticas, cuando, alguna vez;'' con la reforma de 'la Constitución en sus partes vetustas, se resuelvan a completar virilmente la obra emancipadora de sus padres. (S) Para medir hasta qué grado se había generalizado el conflicto, podrían verse, en la memoria del ministro de Justicia de 1884, algunos informes míos, como inspector general de segunda enseñanza; v, gr., dos, que se insertan a continuación de los documentos relativos a ¡los :incidentes de Córdoba, y contestan a reclamaciones ¡infundadas -dé] obispo de Salta.

La actitud habitual de Goyena en la cámara, sin parecerse exteriormente a la impasibilidad desdeñosa S "ausenté", por decirlo así, de su amigo Estrada, no participaba mucho más que ésta en la ordinaria cháchara de la orden del día. Si una vez que otra soltaba una chuscada irónica o mechaba con alguna interrupción insidiosa 'la pesada arenga de un aburrido de oficio, era en:-él simple deseo de sacudir el tedio y alegrar la función. Su gran diferencia con Estrada, durante las sesiones, consistía en que a él le divertían extremadamente los mismos reventones oratorios que al otro exasperaban. Por lo demás, para los corifeos clericales, las cuestiones de interés general poco existían: su reino no era de este mundo. Apenas les ocurría, al discutirse el presupuesto del culto, arrancarse .de su -letargo para pedir un aumento de sueldo a los obispos o la mejor dotación de un seminario conciliar. Goyena confesaba esta abstención metódica; y hasta formuló alguna vez ante la cámara su teoría del -silencio activo, afirmando que cumplía su deber de diputados con escuchar a los demás y depositar en rada caso un voto consciente, sin intervenir en el debate. Sea como fuere, queda constante que él, en rarísimos casos hizo; gasto de elocuencia, no siendo para alzar pendón, en cuatro ocasiones durante ocho años, en pro de los principios o intereses católicos (c). (c) Además de los casos aludidos, Goyena, en sus dos períodos, tomó la palabra cinco o seis veces para :fundar su voto con más o menos brevedad (v. gr., en julio de °1883, sobre la intervención a Santiago; en septiembre de 18%, contra una concesión en la Tierra del Fuego al pastor protestante Bridges; en agosto de 1888, sobre la amnistía; en octubre de 1889, sobre ferrocarriles garantizados, y noviembre .del mismo año, contra la comisión municipal). Su discurso más importante en materia "profana" fue él 4tél 20 8e agosto de 1887, contra el arrendamiento de las de salubridad. En éste se encuentra esa expresión equívoca de negonum, contra cuya interpretación injuriosa protestó indignado el ministro W'ilde y que Goyena hubo de retirar, lo que fue tan eficaz como retirar de una herida, después de horas la flecha envenenada. Goyena se resignaba difícilmente a perder :la colocación de un epigrama picante aunque pudiera alcanzar a un amigo.

Delfín Gallo, que hablaba mucho y siempre bien, solía sonreírse amablemente de esa parsimonia oratoria: "Goyena sólo canta cuando hay que dar el do de pecho". Ello, seguramente, hacía grato contraste con la desabrochada e intolerable parlería de un Mansilla ... Con todo, semejante sobriedad en un orador de raza, y. que diariamente malgastaba en antesalas sus ahorros' de la tribuna, correspondía con tal evidencia a un rango esencial de su psicología, que hemos debido señalarla, dejando en libertad al lector para atribuida, ora a desidia del orador para prepararse, ora a la natural desconfianza de aparecer inferior a la fama adquirida, ora por fin, a ambas causas juntas, como que son conexas. Los tres grandes discursos político-religiosos (inclusas las correspondientes réplicas) en que Goyena dio su medida como orador parlamentario y sobre cuyo mérito de pensamiento y forma escrita merece hoy ser juzgado, por quienes no los escucharon (yo mismo no he oído sino el segundo y el tercero), son los que pronunció: el 6 y el 11 de julio de 1883, a propósito de los artículos 6° y 8" (enseñanza religiosa) del proyecto de ley sobre educación común; el 28 de julio de 1886, sobre el artículo 71 (recursos. de fuerza) del proyecto de ley organizando les tribunales de la capital; el 20 y el 22 de octubre de 1888, contra el proyecto del gobierno, estableciendo el matrimonio civil. No me detendré en la consideración intrínseca de los asuntos, siendo todo ello 25

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materia trillada en Europa. y especialmente en Francia, cuyas publicaciones v discusiones parlamentarias han formado doctrina; así como los dictámenes de su Consejo de Estado y alta magistratura han establecido, en muchos casos, respetada jurisprudencia (d.) Todo el interés reside para nosotros en la manera cómo nuestro orador, en cada caso, ha concebido y desarrollado -su tesis, en concepto de influir, menos quizá sobre la opinión poco movible de su auditorio, que en el criterio o sentimiento público 11. (d) (Es muy extraña la ignorancia que revelaban nuestros oradores de uno y otro bando acerca de las notables discusiones de estos mismos asuntos, sostenidas por aquellos años o poco anteriores, en las cortes españolas. Mucho hubieran tenido que aprender allí unos y otros, como fondo y forma: el solo Castelar (que dista de ser un simple tenor de la tribuna) no hubiera dejado de ayudar bastante a nuestros liberales en materia de laicismo

Huelga decir que en la preparación y plan de su discurso, Goyena no tenía en cuenta las pedantescas divisiones de los retóricos. Por lo demás, aunque creyese en tales recetas -que no era el caso- hubieran resultado inaplicables al sesgo habitual de aquellos debates legislativos en que, no tocándole nunca al líder católico iniciar la discusión y sí entrar en ella para combatir las doctrinas heterodoxas; por los ministros u otros oradores liberales emitidas, encontraba, en general, trazado por éstos el camino que la refutación necesariamente tenía que seguir. La labor preparatoria, pues, no podía en su caso consistir en excogitar y distribuir de antemano argumentos insinuantes para el exordio o decisivos para la peroración; sino en juntar las razones especiosas favorables a su tesis y desfavorables a la de los adversarios, que, revestidas de forma y colorido prestigiosos, más capaces fueran de impresionar y persuadir al auditorio. Estos pasajes, de calculado efecto, que se destacan del texto corriente por su excesiva compostura o sonoridad especial, eran por lo regular los únicos que Goyena solía redactar y casi aprender de memoria sin atenerse servilmente a la letra según él mismo me lo explicó varias veces. Del resto, que constituía la misma trama oratoria, sólo traía medida y sabida la substancia, quedando su estructura bastante elástica para admitir cualquier enmienda o nota sugerida por la inspiración del momento o un avance imprevisto del adversario (e); y esto; fuera de las modificaciones de forma resultantes de' los tanteos y: repetidos ensayos a, que era sometida cada arenga días antes -y aun después- de pronunciada ( f) De todo ello, completado y armonizado por un temperamento de verdadero orador, lleno de recursos dialécticos, sino de potencia tribunicia comparable a la de Estrada o Del Valle, surgía en hora señalada una manifestación de elocuencia parlamentaria singularmente "distinguida" -tomando el epíteto (que él usaba mucho y era el que mejor se aplicara a su talento) en su acepción más significativa. Entre los principales discursos de Goyena, ya varias veces mencionados, merecería elegirse como tema de aplicación a estos apuntes de re oratoria, el ya citado que pronunció en la Cámara de diputados el 20 de octubre de 1888, contra la ley de matrimonio civil. Y esto, no sólo por considerarlo el más meditado de los suyos y característico de su actuación parlamentaria, sino también por haberme tocado seguir con insólita asiduidad aquel debate, que llenó cinco sesiones, desde su modesto comienzo por el miembro informante, doctor Benjamín Zorrilla, hasta su conclusión, en todos sentidos triunfal, con la espumosa y substanciosa arenga (no escatimemos el elogio merecido) del diputado Escalante, en favor del proyecto y su aprobación, más elocuente aún (48 votos contra 4), como expresión inequívoca del verdadero sentimiento nacional. (e) Así en la discusión de la ley escolar (sesión 11 de julio de 1883)Goyena traía preparada su contestación al discurso del diputado Lagos García, pronunciado en la sesión anterior: pero, habiéndose interpuesto, ese mismo día, un discurso del diputado Civit (muy nutrido, por cierto, e incómodo para una

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réplica in promptu, el orador católico necesitó improvisar, o poco menos, una refutación a éste, la cual resultaba algo débil e inferior a la primera.

( f) Artificios análogos usaron casi todos los oradores célebres, sin exceptuar, entre los modernos, a algunos que son tenidos por los más abundantes y espontáneos; consta que Berryer, Thiers, Gambetta, si bien hablaban sin apuntes, gracias a su facilidad prodigiosa, servida por una memoria excepcional, no dejaban de "conversar" anticipadamente sus discursos ante algunos íntimos. Falta una Historia de los procedimientos oratorios, cuyos elementos se encuentran dispersos en las biografías. En La parole en public, de M. Ajam, se hallan algunos datos 'interesantes, aunque superficiales y faltos de crítica.

Este discurso presenta, desde luego, en su estructura una peculiaridad que, por 'lo poco adecuada al ' género deliberativo, podría casi calificarse de antiparlamentaria, a pesar de tener antecedentes tan ilustres como los de Royer-Collard y Macaulay, quienes, según ya lo indicamos, pronunciaban "admirablemente" en la tribuna sus "admirables" elaboraciones del bufete. Allí, en efecto, contrariamente al uso regular seguido, como hemos visto, por el mismo Goyena en ,otras ocasiones -y a lo que se desprende de la misma palabra "discusión"- el orador prescinde por Completo de los que le han precedido en la palabra. No alude para nada a las opiniones traídas por aquéllos al debate: parece ignorarlas -como que en realidad las ignoraba al componer, días antes de pronunciarla, su elocuente conferencia matrimonial. Puedo que esta "in actualidad" quitara alguna eficacia al ariete montado para abatir resistencias y conmover opiniones individuales (si es que ningún discurso ,logró jamás desalojar un solo voto): no rebajó 'ápice de la admiración v entusiasmo que con justicia acogieron los pasajes sobresalientes de la oración, sobre iodo en su segunda parte, y fueron saludados por las aplausos unánimes de la cámara( g) Es posible que hoy aquellos mismos pasajes, recorridos en frío, causaran menos exaltación en el lector moderno que en el oyente de marras. No ha faltado quien, después de leer el celebrado discurso, a indicación mía, me lo devolviera clasificándolo de regular homilía, compuesta sobre una armazón dialéctica de catecismo con adornos y galas de púlpito. La crítica sin duda, exagerada, por cuanto si es cierto que 1a argumentación histórica carece de solidez (h) al paso que de novedad, la teológica (¿qué teología pudiera ser nueva sin incurrir en las censuras?), la explanación jurídico-política -considerada, se entiende, a través del prisma católico- presenta vistas interesantes (así los favorecidos perfiles de Vélez y Féliz Frías) sobre hombres y corsas del país; todas ellas diseñadas con una habilidad de factura que si se mantiene por lo regular en la escala apagada y correcta de la me dia tinta, aparece en la peroración borrando o e fumando lo sofístico de la doctrina al calor no fingido del sentimiento. La divergencia de opinión, por otra parte, es muy explicable entre quien, como yo, juzga el discurso por la doble medida de la audición y de la lectura, y el crítico que únicamente por esta última ha podido apreciarlo -lo que equivale a "sentir" una ópera leyendo l a partitura. Y ello nos trae a terminar este bosquejo de Goyena orador con un párrafo final sobre sus medios físicos y desempeño. (g) Para aquilatar la importancia y significación política de aquellos "aplausos en muchas bancas", baste decir que, llegado el momento de la votación, la elocuencia de Estrada y Goyena recogió, pour tout potaige, diría Rabelais, W votos de los señores Huidobro y Figueroa: era potaje magro. (i) La estrechez sectaria y escasa información "profana" de', Goyena resaltan en su actitud polémica contra los racionalistas: los juzga y los combate como si no los viera sino personificados en Andrónico Castro. Durante semanas, anduvo paseando de corrillo en corrillo, hasta darle cabida en su oración, aquel gastado epigrama sobre los libres pensadores, que "no son libres ni pensadores", sin encontrar quien le dijera, en la

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cámara o fuera de ella, que su definición, a nadie, según el mismo Bossuet, se apli caba mejor que a los católicos. .

De estatura mediana y fisonomía vivaz, cuyas facciones empastara un tanto la edad sin deformarlas, el aspecto simpático de Goyena hubiera prevenido desde, luego en su favor a un público extraño, que no fuese el de Buenos Aires, donde su persona y fama eran familiares a cualquier grupo social o político que le formase auditorio. Su apostura y ademanes, algo mezquinos para la tribuna popular y vagamente contagiados de unción eclesiástica, bastaban de sobra para nuestra moderada acción parlamentaria, en que el orador se dirige desde su banca al presidente. La voz, que es la mitad de la elocuencia, constituía en Goyena un instrumento de verdadera seducción; clara, flexible, sonora, sin ser voluminosa ni rotunda como la de Estrada, pero rica en matices y pasando sin esfuerzo del conversado medio tono al alto y vibrante registro de la obsecración patética y la prosopopeya, parecía potente en fuerza de ser penetrante, y llenaba el recinto por la sola virtud del apropiado acento unido a la perfecta nitidez de la elocución. ¿Sería acaso por esto mismo y en razón del arte con sumado en que se veía asomar el artificio, por lo que la oratoria tan deleitosa de Goyena muy poco conmovía? Aquélla resultaba, en verdad, elocuencia de encantamiento y caricia para él oído m á s que de emotiva o viril convicción para el entendimiento. Lo que, con todo, subsiste y debe proclamarse, es que en su conjunto de rarísimas cualidades, amalgama ` das a defectos retóricos comunes, pero menos marcados que en otros, esta oratoria académica significó en su tiempo 'y en sus buenas horas una expresión elevada del intelecto argentino y una faz brillante, s i algo estrecha, de la cultura nacional (12). Pasé el otoño de 1892 en una estancia de Santiago del Estero. Por el apunte que hallo en un cuaderno, y corrobora mi recuerdo, veo que el 9 de mayo, en vísperas de regresar, escribía desde aquel punto a mi amigo Goyena: "Dentro de ocho o diez días, almorzaremos juntos: iré a sacarle de la Facultad". Volví, en efecto, en la fecha anunciada, pero fue para asistir a su entierro. El día mismo en que le escribí, él había sentido el primer acceso de la neumonía infecciosa que en ocho días aniquiló aquella envidiable robustez. La víspera de mi lle gada, en una estación próxima al Rosario, leí en un diario la noticia de su fallecimiento. Todos sabíamos que moría pobre: ¿era ello motivo para que el gobierno nacional lo consignara en un decreto, apareciendo costeados por el erario los gastos del entierro, en razón, no tanto de los grandes servicios y merecimientos del extinto, cuanto de "la mayor pobreza en que dejaba a su familia"? Pienso que hubo allí una falta de tacto, probablemente no imputable al presidente Pellegrini. Huelga decir que la Iglesia acaparó con particular avidez aquella muerte. Da idea de los excesos rituales, con que un celo indiscreto importunó esa t r i s t e agonía, una noticia publicada en La Nación del 17 de mayo, día del deceso. Refería el periódico más respetuoso de todas las conveniencias sociales que, administrada al paciente la extremaunción, alguien intentó recargar aún la fatigante ceremonia, ofreciendo al enfermo una copa de agua de Lourdes; el agonizante la rehusó con estas palabras: "Basta el acto de devoción que acabo de hacer...". No me permitiré agregar una palabra de comentario, ni menos aludir a la conjetura, que otros creerían quizá legítimo inferir de aquel gesto negativo; pero sí de bo, deponiendo aquí como testigo (si bien único), consignar dos rasgos propios de Goyena que, a mi ver, abren perspectivas interesantes sobre la faz, religiosa de su psicología. Y creo que puedo hacerlo sin ofender ningún respeto social ni doméstico, siendo así que, lo repito, estoy diseñando aquí el perfil de un hombre público. Por otra parte, ambos rasgos -hasta la misma 28

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inquietud que parece enseñar uno de ellos- confirman la sinceridad de sus creencias, si es que éstas deben resultar, como él mismo lo proclamó alguna vez usando la conocida inversión del axioma agustiniano-, no de una ciega aquiescencia., sino del intellectus qurrens fidem. Más que con la sumisión inerte y definitiva, se revela la sinceridad del alma inteligente, con esas bruscas paradas a lo Pascal, en medio del camino, durante las cuales el ser humano, batido como una caña por la borrasca de duda o escepticismo, se interroga con ansiedad y terror sobre el fundamento de sus creencias... Ya dije que, de tácito convenio, nos absteníamos en nuestras conversaciones de traer al tapete el gran tema de división y discordia. Recuerdo, sin embargo, que, una vez, en su casa (sería allá por el año 82, cuando habitaba todavía en la calle de Bolívar, esquina de Méjico) (i) después de una larga visita en que, por caso extraordinario y tratarse de los albo rotos del Congreso pedagógico, habíamos disputado sobre materia vedada, como al retirarme me acompañara hasta la escalera, díjele en chanza, señalando a un niño de seis o siete años que estaba allí: ( i) En el piso alto de la que lleva hoy el número 589. antiguo 265.

"¿Quién sabe si éste no es un pichón de libre pensador?". Repentinamente la fisonomía risueña de Govena se demudó para revestir insólita y solemne gravedad. Puesta su mano sobre la cabeza del niño, articuló estas palabras, que me estremecieron, cual eco de aquel fanático dicho de Felipe II, y en que estoy seguro de no cambiar una sílaba: "Si no hubieras de ser buen católico, mejor sería (vaciló un segundo) que no fueras...". Sí, quien así hablaba, y en tal circunstancia, tenía que ser terriblemente sincero. Diez años después, y fue en la entrevista que señaló nuestra eterna despedida, una tarde de febrero del 92, conversábamos en mi despacho de la antigua Biblioteca. No sé por qué pendiente nuestra charla amistosa se desvió inopinadamente al terreno, no del culto católico, sino de la teodicea. No tendré el mal gusto de presentarme aquí en la actitud de disputar victoriosamente con el amigo que ya no puede rebatirme. Básteme resumir en pocas palabras la discusión, primera y única de las nuestras sobre tan honda materia. A mi pregunta de si admitía él la personalidad de Dios, conforme a la teología católica Goyena me contestó: "Dios es algo más grande. . . ". Y se repetía la respuesta invariable a medida que yo iba ensanchando la esfera del concepto espiritualista; hasta que, finalmente llegué a preguntarle: "¿Se identificaría entonces su noción metafísica de lo divino con el derecho de afirmar la realidad del ser?" -Goyena no contestó: lo escribo sin hesitación, porque así fue. Y en la calara de la noche descendente en ese salón ya casi oscuro del caserón secular, lle no de vetusta sabiduría "libresca"; siguió un largo espacio de silencio, hasta que salimos a la calle, donde la vida exterior nos envolvió de nuevo en su bulliciosa vulgaridad... He procurado en estas páginas delinear la doble silueta del literato y del orador, mostrando que, salvo algunas divergencias' de detalle, debidas a lo diverso de la expresión hablada o escrita, los contornos ,de una y otra al principio coincidían en lo general g casi se confundían. Con todo, es sabido que, aun en ,el período de su mayor producción impresa, pudiera aplicársele aquella sentencia de Cicerón sobre Hortensio: Dicebat melius Quím. scripsit: sentencia que podría aplicarse a todos los oradores de raza. Con el tiempo, según lo tengo indicado, esta desigualdad se acentuó: al paso que se adueñaba del instrumento oratorio, no parecía sino que fueran embotándose proporcionalmente los filos y puntas de su estilo, más y más asimilado a la palabra suelta. Lo que Goyena iba ganando en abundancia verbal, perdíalo en intensidad escrita; y los admiradores de su elocuencia, al tener que comprobar la ley inferior de sus últimas y escasas páginas, podían preguntarse si la relativa esterilidad del escritor no era 29

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atribuible, en parte, a la conciencia del crítico. Expliqué alguna vez cómo, en momento dado, grandes escritores y eximios tribunos consiguen el efecto máximo por unos y otros perseguido. Pero los segundos para igualar los triunfos de los primeros, necesitan agre gar al pensamiento y a la forma todos los recursos expresivos -de su arte -los cuales necesariamente se desvanecen a la lectura- subsistiendo, en cambio, las más de las veces, ya la desleída abundancia y la machacada repetición, ya la facundia sonora y trivial, la ficticia vehemencia, que suelen tenerse por cualidades apreciables en el discurso -sobre todo ante auditorios hispanoamericanossiendo defectos intolerables en la prosa escrita. En suma, para los poquísimos sobrevivientes de Goyena, que merecimos su' afecto e íntima confianza, la docena de artículos y ensayos, aun agregándoles cuatro o cinco discursos parlamentarios ( J ), que de él pudieran reimprimirse, distarían mucho de trasuntar un talento cuyo rasgo primordial fue la inteligencia, o sea, resellando el gastado vocablo para devolverle su significado original, la facultad eminente de "comprender": ya se tratara de penetrar instan táneamente una teoría compleja, una relación nueva de causas y efectos históricos -no tocando, por cierto, a la materia religiosa- ya de apreciar la belleza literaria de una página recién leída, siempre que no fuera de gusto muy singular y exótico, ni de expresión harto matizada o sutil. Lo más raro de ese talento, pues, antes en potencia que en acto (para emplear el lenguaje de la escuela), no queda condensado en ninguna obra definitiva que, al modo de la petrificación en que se perpetúan la forma y estructura de un organismo muerto, pueda transmitir fielmente a la posteridad el vaciado íntegro de tan admirable molde intelectual. ( J ) Entre los discursos no parlamentarios, el pronunciado en la Facultad de derecho, para la colación de grados de 1882, se ajusta demasiado a lo convencional del acto y no corresponde a la fama de su autor. De sus oraciones fúnebres, si es la más elocuente la que dedicó a Avellaneda, acaso sea la más sentida, en su brevedad, la que pronunció en la tumba del doctor Tristán Achával Rodríguez.

A este respecto, mucho me temo que Goyena no pudiera consolarse, en sus últimas horas, repitiendo el non omnis rnoriar del vate latino, aun en el sentido relativo con que lo apliqué a Estrada. Es imposible disimularnos que ha bastado el breve lapso de un cuarto de siglo para esfumar su figura noble y simpática. En nuestro agitado y frívolo vivir, las nue vas generaciones apenas conocen algo más que el nombre del que fue maestro de sus padres. Pero, ¿quién sabe si en la suprema llamarada con que suele iluminarse la existencia a punto de extinguirse, no percibió Goyena lo engañoso de esa gloria literaria póstuma, falsa inmortalidad que consiste en quedar el pensamiento embalsamado en un hipogeo biblio gráfico? ¿O sintió alguna vez la falta del poder o de la fortuna, que pudiera conseguir fácilmente y había desdeñado? Me inclino a creer que su alta inteligencia había alcanzado, más fácilmente que la de otros, en alas de su fe, la verdadera sabiduría, llegando a tocar la universal vanidad de todo lo terreno. Pensar, luchar, trabajar cincuenta años el pobre insecto humano para dejar su nombre grabado en una obra de espíritu o de materia, ¿acaso todo ello será más que él impotente esfuerzo del ser efímero por escapar al infalible olvido, su inútil protesta ante el abismo de la nada en que fatalmente tiene que sumergirse? En su breve travesía de la vida, la nave de cada generación moderna, apresurada por dejar espacio libre a la que sigue, cumple su viaje sin retorno entre dos infinitos, dejando, como señales de su paso, un penacho de humo en el cielo y una estela de espuma en el mar: el uno, que dura un segundo, es la palabra de "los que pasan"; la otra, que dura un minuto, es su acción (k) 30

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( K)He escrito sobre Goyena, demás de estas páginas, un artículo en francés en el Courrier Francais, y un "medallón" en La Biblioteca. . No he rehuido, , en este final, la reproducción casi literal de algunos conceptos del mencionado artículo, que no esperaba expresar mejor en castellano

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