Golpes a Mi Puerta Con Cortes

Juan Carlos Gené Golpes a mi puerta A la memoria de monseñor Enrique Angelelli, quien fuera en vida pastor del pueblo

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Juan Carlos Gené

Golpes a mi puerta

A la memoria de monseñor Enrique Angelelli, quien fuera en vida pastor del pueblo de La Rioja, Argentina; y cuyo recuerdo es hoy luz de esperanza para ese mismo pueblo.

A Verónica.

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El espacio El altar es el sitio de la misa, donde el Obispo oficia con la casulla roja que conmemora a los mártires y en un tiempo diferente, anterior y, simultáneamente, posterior a los hechos: se trata de la misa perenne, la que siempre está presente en memoria suya… La casa es la realidad cotidiana, en la que el sagrario instala lo Divino. Es por proteger la luz de ese sagrario que la acción desemboca en la cárcel final. Por eso la casa y la cárcel, claro, son sucesivas. Pero ambas son simultáneas con la misa.

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Primer acto Introito Luz en el altar. El Obispo (Monseñor), de pie ante él y de frente al público, besa el ara y, juntando sus manos, introduce la misa. Monseñor: Me rodearon dolores de muerte, me cercaron dolores de infierno. Mas en medio de ésta, mi tribulación, invoqué al Señor, quien, desde su Santo Templo, escuchó mis gritos con bondad. (Se santigua.) En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. La gracia y la paz de Dios Nuestro Padre y de Jesucristo, el Señor, estén con todos ustedes. En la casa, golpes a la puerta. Oscuridad.

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En la casa brilla apenas, en un rincón, una pequeña lámpara de aceite. Un tiempo y vagas luces se encienden en el interior. Ana llega por fin desde allí, echándose la bata con premura, sobre su austera ropa de dormir. Enciende la luz que alumbra la entrada. Ana: ¿Quién es? Severa: Severa. Lo siento, pero... Apenas identificada, Ana está ya abriendo la puerta: cadena y pasador. Ana: ¿Qué pasa, Severa? Severa: Siento sacarla de la cama con este frío. Pero Cosme se muere. Y Úrsula me dijo que avisara a cualquier hora. Ana: Por supuesto, Severa. Entre por favor. Es un momento mientras me visto. Da luz al ambiente, donde sólo hay una mesa, un par de sillas y, a un costado, en un pequeño altarcito, un sagrario con flores naturales y la lamparilla de aceite. Cuando Ana se dispone a ir al interior, llega la soñolienta Úrsula terminando de cubrirse. Úrsula: ¿Qué pasa? Ana: Es Cosme, que se muere. Úrsula (la detiene): ¿Adónde vas tú? Hola, Severa. Severa: Hola, hermanita. Ana: ¿Cómo adónde? A lo de Severa... Úrsula (defensiva y decidida): Iré yo. Ana: ¡Úrsula, por favor! La calle está peligrosa. Hay patrullas, ¡hubo sabotajes! Úrsula: Tan peligrosa para ti como para mí. Enseguida estoy, Severa. Severa: Sí, hermanita. Úrsula (terminante, a Ana): Atiéndela. Ana: Pero Úrsula, escucha... Úrsula (cortante): ¡Por favor, Ana! Y se mete dentro sin más. Descolocada, Ana se vuelve a Severa con inquietud. Ana: ¿Mucha patrulla en la calle? Severa: Me pararon dos. Imagínese: en cinco cuadras... Pero como tengo salvoconducto... Por lo menos aquí, uno conoce a la autoridad. Cerone sabía que mi marido estaba tan mal, de modo que me dio el papel, por si a cualquier hora necesitaba al médico, o a ustedes. Ana: ¿Dos patrullas? ¿Qué es lo que les pasa? Están como nerviosos. Severa: Y... sabotajes. Tienen miedo por la destilería. Está tan cerca... Ana: Severa, ayúdeme a convencer a Úrsula. Ella no puede enfrentarse sola con eso. Ver las armas, la mata de miedo. Severa: ¿A usted no? Ana: ¿A mí? A mí también claro. Pero me manejo mejor. Ella tiembla tanto cuando la para una patrulla, tartamudea de tal manera que enseguida se hace sospechosa. Severa: Para ellos, todos somos sospechosos. Ana: Pero Úrsula le teme hasta a la oscuridad. Una noche, hace mucho, salió sola y de puro susto se equivocó de casa y se metió en lo de esa mujer... la Mara. ¿Se da cuenta? ¿Una monja en lo de la Mara?... los hombres que estaban allí esa noche empezaron: “Tengo vistas u oídas monjas que dejan los hábitos. Pero que enseguida vengan a trabajar aquí, nunca. ¿Cuándo quiere empezar?” (Se ríe con ternura.) Y después se enojó conmigo porque me reí muchísimo cuando me lo contó. (Vuelve a reírse pero advierte su falta de tacto en el rostro grave de Severa.) Perdón, Severa. Realmente me porto como una niña. Hablo y me río porque estoy demasiado asustada. 4

Severa: Entiendo, hermana, no se preocupe. Yo, en cambio, creo que ya no tengo miedo: sólo rabia. Eso me va a ayudar a vivir. Cosme se ha dejado morir de tristeza. Y la tristeza mata. Ana: La rabia también, Severa. Severa: Es posible. Pero con la rabia también puede uno matarlos a ellos. Ana (alarmada): Severa, ¿en qué está pensando? Severa: En cualquier cosa, menos en amara a esos enemigos. ¿Usted los ama, hermana? Ana: ¿Por qué me pregunta eso? Severa: Es lo que siempre nos predican. ¿Pero usted ama a los que mataron como a un perro al Padre Ramírez? Yo sé lo que él representaba para usted... ¿Y usted ama y ruega por los que vaciaron sus armas en su cabeza? ¿Y por los que mutilaron de esa manera espantosa a Pancho Aztigueta, antes de arrojarlo muerto en la puerta de su casa para que todos lo viéramos? Eran gente más mansa y más buena que el pan: por eso los mataron; porque defendían mansamente lo que los pobres habíamos conseguido, un gobierno que por fin hacía de verdad algo por nosotros. Pero está visto que para los pobres no hay esperanza, hermana... Ana: Severa, por favor... Severa: Por eso se muere mi marido. Porque descubrió que en este mundo, apenas ocurre algo que a los pobres nos alegra, se salen los demonios por todos lados. ¡Esto es una invasión de demonios! Ana: Severa, usted sabe que a ellos no les gusta que llamen a esto “invasión”. Tiene que cuidarse... Severa: ¿Y de qué sirve cuidarse? Usted no quiere que salga la hermana Úrsula... ¿Por qué? Porque sabe que, a pesar del salvoconducto, apenas tropecemos con una patrulla, la van a aterrorizar y a humillar. Ana (angustiada por Severa): Severa, ¿qué le hicieron esas dos patrullas? Severa: ¿Qué importan esas dos más? No son ni mejores ni peores que las de todos los días. ¡Estamos invadidos por extranjeros! Los compatriotas que vienen con ellos para disfrazar todo esto de guerra civil, no son más que traidores. Ana (tratando de calmarla): Severa, querida, escuche... Severa: ¡Los odio! ¡Los odio! Y que Dios me condene, hermana, pero no puedo amar a esos enemigos. ¡En cambio Dios parece quererlos mucho! Ana: ¿Qué está diciendo, Severa? Severa: Porque deja que nos masacren y nos denigren. ¿Por qué? ¿Qué mal hicimos nosotros? (Silencio. Ana, obviamente es impotente para contestar.) ¡Contésteme, hermana! Ana (con serena tristeza): Esa pregunta no tiene respuesta. Severa: Entonces, déjeme que odie a los enemigos. (Pausa.) De veras… confieso que me asombraría mucho que usted pudiera amarlos. Vuelve Úrsula terminando de echarse un abrigo sobre su ropa común pero austera y carente de toda coquetería. Ana: Úrsula, está lleno de patrullas. A Severa la pararon dos desde su casa hasta aquí. Úrsula: Tengo salvoconducto firmado por Cerone. Ana: ¡Es peligroso! Úrsula: Ten peligroso para mí como para ti. Y yo asistí a Cosme junto con el padre Emilio. Yo soy quien debe ir. Se ha acercado al sagrario. Ana la sigue insistente. Úrsula (enfrentándola): ¿Por qué perdemos el tiempo? ¡Un agonizante necesita comulgar! (Baja la voz: íntima, pero fuerte.) Y es bueno sepas que esta protección tuya es realmente cargante. Me desvalorizas, me anulas. 5

Ana (azorada): ¿Qué estás diciendo? Úrsula (no puede parar, ahora): Me tratas como a una criatura. ¿No te das cuenta que eso me humilla? ¡Apártate de ahí! (Ana ha bloqueado el acceso al sagrario.) Ana: ¡Úrsula, querida! ¿Cómo voy a querer humillarte yo? Vete con Severa si eso es lo que quieres. Toma, ¡vete ya! (Se dispone a abrir el tabernáculo.) Úrsula (sofocando un grito): ¡Dije que te apartaras! Ana se aparta, presurosa y sorprendida. Echa una mirada incómoda a Severa, que hace un vago gesto de comprensión. Es Úrsula quien abre el sagrario. Las tres mujeres se arrodillan. Úrsula saca un copón pequeño y una cajita metálica. Coloca en ella una de las hostias. Úrsula: ¿Alguien más va a comulgar con él? Severa: Yo, hermanita. Úrsula coloca otra hostia en la cajita. La cierra, guarda el copón y cierra el tabernáculo. Úrsula: Vamos. Ana (va tras ella, apremiante): Úrsula, perdóname, jamás pensé… Úrsula: Ana, no hay tiempo ahora, ¿no crees? Ana: No, claro… luego, cuando vuelvas… Tenemos que hablarlo. Severa: Adiós, hermanita. Ni tiempo tiene Ana de contestar. Se han ido y cerrado la puerta. Úrsula (desde afuera): Pon el pasador y la cadena. Ana lo hace. Luego viene adelante como vagando incómoda. Los incidentes con Úrsula y con Severa se le han acumulado creándole un desasosiego angustioso. Su mirada se detiene, de pronto en el sagrario. Ana: Bueno… ¿qué dices?... (Pausa.) No vas a decir nada, por supuesto… (Se pasea y se vuelve para dirigirse de nuevo al sagrario.) “¡Que yo la humillo!” ¿Oíste eso? Porque quiero protegerla la humillo (nuevo paseo indignado; se detiene con redoblada angustia) ¿Y oíste a Severa, no? ¿Cómo le saco esa idea horrorosa de que Tú amas a los invasores? Invasores, sí. ¡Invasión! ¡Qué guerra civil ni qué cuentos! Una patrulla pasa por la calle, en marcha acompasada y lúgubre. Ana: Ahí están, ¿los oyes? Vienen masacrando pobres para defender a los ricos. ¿Qué debo hacer? ¿De qué lado estamos Tú y yo? ¿Con los ricos, con los que entrarán en tu Reino después que el camello haya pasado por el ojo de la aguja? ¿O con los pobres, de quienes dijiste que verían a Dios? (Silencio. Protesta desalentada.) No va a haber una señal, ¿no es cierto? Somos la “generación malvada”, que necesita señales… (Desesperada, se echa de rodillas.) Por lo menos, quítame el miedo, como a Severa, aunque me guardes de la rabia… El silencio se hace insoportable. Se levanta con decisión, decidida a movilizarse. Ana: Pronto, hagamos algo contra el miedo. En el pánico, las señales no se perciben. Entra rápidamente. Pausa. En la calle, corridas y gritos. Luego silencio. Ana vuelve sobresaltada: trae harina, una tabla, sal y agua. Se detiene auscultando el silencio tras la agitación que alcanza a percibir. Ana (desplegando los materiales sobre la mesa): Trabajemos. Estamos desveladas y con miedo. (Vuelca la harina y la palpa) Harina gris, áspera. Ayer el pan me salió deplorable. Un pan sucio y triste como el pecado. Como estos tiempos: tiempos de pecado. En la calle nuevas corridas y gritos. Ahora, además, un par de disparos. Ana se paraliza. Silencio. Ana (movilizándose): ¡Úrsula! Corre, abre y sale a la calle. Se la ve alejarse alarmada, tratando de inquirir en la oscuridad. Tiempo. 6

Y por el lado opuesto a aquel por donde ella desapareciera, entra furtivo y agitado un hombre joven. Al ver el sagrario se siente confundido pero se ampara en la relativa sombra del lugar. Transpira y se ve que lo sostienen sus últimas fuerzas. Ana vuelve sola y cargada de angustia. Cierra la puerta. Ana: ¡Será posible! Y esa presumida por la calle. A ver qué hace ahora si escuchó los disparos… Y tú, ¿me quieres explicar…? Mira hacia el sagrario y ahoga un grito. Ante él, el agitado Pablo. Pablo: Perdone… por favor… La puerta estaba abierta… me perseguían. Silencio largo. Ana mira esa figura desvalida, agotada e implorante. Pablo: Yo sé que la comprometo gravemente. Pero cuando se hayan alejado las patrullas me iré. Lo siento, lo siento de veras. Le juro que me iré enseguida. Agotado, se sienta en el reclinatorio que está frente al sagrario y cierra los ojos. Ana recuerda que no ha asegurado la puerta. Va a ella y pasa el seguro y la cadena. Al escuchar los ruidos, Pablo se levanta de un salto temiendo algo. Ana regresa. Se miran. Silencio. Pablo: De veras, no tenía alternativa. Ana: ¿Por qué… por qué lo persiguen? (Silencio.) Bueno… ¿qué importa eso? Pablo: No soy ladrón, ni asesino. Ana se da cuenta que no debe preguntar más. Afuera, órdenes, marchas y el motor de un jeep que pasa a velocidad. Los dos quedan en silencio. Pablo: Una hora. Tal vez menos, y me iré. Nerviosa y confusa, Ana sigue amasando. Él no puede asociar esa tarea con el sagrario. Pablo: ¿Qué es esto? ¿Una iglesia? Ana: Es mi casa. Pablo (mira el sagrario desconcertado): Ah… Ana (advirtiendo su confusión): Soy religiosa. Pablo: ¿Tanto? Ana (sonríe a pesar de sus nervios): Quiero decir que soy monja. Pablo: ¡Monja! Ana (molesta): ¡Monja, sí! ¿Nunca vio una monja? Pablo: En camisa de dormir y amasando, no. Ana (se limpia las manos): Voy a vestirme. Pablo: ¡Por favor, no! Está en su casa… De veras, le ruego… no me haga sentir peor. Está bien así. Ana cede y sigue trabajando. Silencio. Pablo: Esto… es un sagrario, ¿no? Ana: Sí. Pablo: ¿Dice misa usted aquí? Ana: Las religiosas no decimos misa. Pablo: ¿Viene un cura?... perdón: ¿un sacerdote? Ana: Las misas las reza el padre Emilio en la capilla. Pero es lejos. Aquí hay hostias consagradas, para los que quieren comulgar y para los enfermos. Mi compañera salió recién para llevar la comunión a alguien que se está muriendo. Pablo (alarmado): ¿Otra monja? ¿Y qué va a decir cuando…? Ana: Se va a morir de pánico… (Una pausa: se esfuerza por sonreír.) Como yo. Pablo: ¿Tiene miedo? Ana (asiente cabeceando): ¿Usted no? Pablo: ¿Yo? También. Pero estoy… más habituado. Ana: ¿Y no tiene miedo de que yo lo denuncie? 7

Pablo: Sí, claro. Pero ya le dije: no tenía alternativa. Silencio. Ana está pensativa. Ana: Me preocupa Úrsula. Pablo: ¿Úrsula? Ana: Mi compañera. Sería incapaz de hacer una trastada. ¡Pero es tan miedosa! Pablo: Escuche… no se preocupe: mejor salgo ya. ¿Tiene llave la puerta? Ana (reaccionando): Entonces ¿para qué vino? Pablo: ¿Cómo? Ana: Si se metió acá para irse así, enseguida, mejor no me hubiera comprometido. Pablo: Bueno, yo… Ana: ¡Bueno, nada! Usted no va a salir ahora porque lo van a meter preso y me va a comprometer a mí. Siéntese ahí y espera. Silencio. Pablo la mira indeciso. Ana: ¡Que se siente! dije. Me pone nerviosa paseando de un lado al otro… Él obedece. Ella trabaja y de pronto cree escuchar algo inquietante en la calle. Interrumpe, escucha; él se pone de pie alarmado. Pero era falsa alarma. Ella sigue trabajando. Pablo: ¿Nunca hay requisas aquí? Ana: Sí. Pablo (levantándose resuelto): ¡Me voy! Ana: ¡Le dije que se sentara! Pablo: No hay patrullas en la cuadra. Aunque me pesquen a dos cuadras de aquí, para usted es preferible eso y no que me encuentren en su casa. Ana: No lo van a encontrar. (Él la mira, sorprendido.) Cerone no quiere problemas con el obispo y ya tuvo varios por... bueno, requisas y esas cosas... Vienen, preguntan y se van. Pablo: ¿Sin requisar? Ana: Nunca lo hicieron. Hasta ahora. Silencio. Pablo: ¿Usted conoce a Cerone? Ana: Todo el mundo lo conoce. Esta es una ciudad pequeña y él era profesor en el Liceo. Pablo: Y prestamista. Silencio. Ana lo mira. Ana: Usted no es de acá. ¿Cómo sabe eso? Pablo: ¿Usted qué opina de él? Ana: ¿Qué importa lo que yo opine? Pablo: Importa, porque usted me está amparando y yo soy enemigo de Cerone. Ana (enérgica): Si Cerone fuera el perseguido que llama a mi puerta, haría lo mismo que hago con usted. Pablo (incisivo): ¿De veras?... (Silencio.) De todas maneras, Cerone no lo necesita. Por ahora. Pero cuando hayamos echado al ejército invasor, veremos... (Pausa.) ¿O usted es de los que llaman a esto “guerra civil”? Ana: Oiga: ¿por qué me habla así? Pablo: Usted sabe muy bien que aquí se estimuló un viejo problema fronterizo con nuestros vecinos para producir la invasión. Pero ése fue el pretexto. Lo que se quería era liquidar las reformas. Por eso los “voluntarios” con nuestra bandera mezclados con los invasores. Un negocio político redondo. Pero lo que creían iba a ser un paseo les está costando caro. Se apoderaron de esta parte del país, la declararon “Zona liberada”; pero el gobierno popular está en pie y luchando, y nosotros defendiéndolo. Ana: ¡Vuelvo a preguntarle por qué me habla así!... 8

Pablo: Porque usted dijo que aquí no hay requisas porque Cerone y el obispo se entienden. Ana: Yo no dije eso. Por el contrario, mi obispo protestó ante Cerone porque hizo ejecutar religiosos. Pausa. Pablo: Ah... Y usted ¿qué opina de eso? Ana: ¿Qué voy a opinar? Fue una cosa monstruosa. Pablo: Monstruosa recién cuando les tocó a ustedes. Pero la invasión misma, ¿no es monstruosa?... Toman una zona, la declaran liberada y se van. Y la dejan en manos de los mercenarios nuestros, al mando de tipos como el alcalde Cerone. Traidores. ¿O no? (Ana no responde.) Cerone odiaba tanto las reformas del gobierno que le estropearon sus negocios de pequeño usurero, que le garantiza al ejército de ocupación un orden perfecto sin que ellos intervengas. Otro negocio redondo. ¿No cree? Ana: Usted me pidió amparo. Y lo tiene. Si desconfía de mí, peor para usted. Pausa. Ha alegado con tal convicción que él se siente tocado. Pablo: Perdone... (Silencio largo.) Yo confío en usted. (Se miran.) Largo silencio. Ana trabaja con ahínco. Él se pasea inquieto. Pablo: Ese sagrario... ¿siempre está ahí? Ana: Sí. Pablo: ¿A usted no la perturba? Ana: ¿Perturbarme? Bueno, en un sentido: me da una felicidad tan grande que a veces no puedo hacer otra cosa que llorar de dicha. Es... demasiado maravilloso. Pablo (mirándola estupefacto): ¿Por qué tanto? Ana: ¿Usted es religioso? Pablo: No. Ana: Entonces, ¿para qué explicárselo? No lo entendería. Tiempo. Ana sigue amasando. Ana: Además, conversamos mucho. Pablo: ¿Quiénes? Ana: Él y yo. Pablo: Ah... (Tiempo) Dice... ¿“además”? ¿Además de qué? Ana: Además de ser un misterio inexplicable y maravilloso. Pablo (por decir algo): Claro... (Tiempo.) ¿Qué amasa? Ana: Pan. Pablo: ¿Pan? Ana: ¿Le parece tan raro? Pablo: No... pensé que eran... Ana: ¿Sí? Pablo (tímido): Hostias. Ana: ¡¿Hostias?! ¿Y por qué? Pablo: No sé. Se me ocurrió. Claro: como antes dije una idiotez... Es un disparate que una monja rece misa. No sé cómo se me ocurrió. Los nervios supongo... Ana (indignada): ¡Oiga! Que la Iglesia todavía no lo considere conveniente, no quiere decir que sea ningún disparate. Pablo: ¡Perdone! No quise ofenderla. Ana: ¡Ya llegará! Pablo (escéptico): ¿Usted cree? Ana: Estoy convencida. Yo no lo veré, pero... 9

Pablo (polémico): Claro que no: ni sus hijos ni sus niet... ¡Perdón! Silencio. Pablo: No entiendo, de todos modos. Pueden dar la comunión pero... Ana: Pero no consagrar. Esa es función sacerdotal. Pablo (agudo): Cosa de hombres. Pausa. Ella lo mira. Ana: Sí. Pablo: ¿Y eso no le parece retrógrado y reaccionario? Ana: ¡Cuántas “erres”! Pablo: Perdone. Ana: ¿Quiere dejar de pedirme perdón a cada instante? Me resulta molesto. Pablo: Sí, perdone. Enmudece. No ve modo de liberarse de la culpa que siente con ella. Afuera se oye llegar y detenerse un vehículo pesado; luego pasos, corridas, órdenes y golpes fuertes contra puertas cercanas. Ana: ¡Dios Santo! Pablo: ¡Están requisando! ¿No hay otra salida? Ana: ¿Qué cree que es esto? ¿El Vaticano? Los ruidos de afuera se hacen más inquietantes. Ana junta las manos y reza mientras, más lejano, se oyen otros grupos que llaman a otras puertas. Ana: Rece. Es lo único que puede hacer. Pablo: Le dije que no soy religioso. Ana: Entonces prepare su arma. Pablo: No estoy armado. Ana: ¿Cómo? Golpes en la puerta. Sin la menor vacilación, Ana arrastra a Pablo al interior. Ana: Quédese dentro. No salga por nada del mundo. Pablo: Lo siento... lo siento mucho... Ana: ¡Cállese, no hable, no levante la voz! Tenemos una vecina que nos odia y es una arpía. Lo ha empujado al interior y cerrado la puerta. Se recompone y va a la calle. Abre: es Úrsula que entra como escapando. Úrsula: Cierra, cierra, ¡por Dios! Ana: ¿Qué pasa? Úrsula Andan como locos, metiéndose en las casas, gritando, insultando... Ana (triunfal): ¡Tuviste miedo! Úrsula: ¡Terror! Se me vinieron encima, me registraron, abrieron el portaviático. No me creían. Ana: Te dije que te quedaras y me dejaras ir a mí, pero tú... Úrsula: Por suerte apareció Cerone y me reconoció. Me dejaron ir... Ana: ¿Cerone? En persona, ¿con las patrullas? (Mira hacia el interior.) Úrsula: Cosme murió. Ana, la muerte es horrible. Dejar esta vida... eso no me da miedo... ni siquiera el dolor. ¡Pero la degradación! Ana: ¿por qué esa humillación? (Se echa a llorar, demasiado cargada de cosas amenazantes.) ¡Dios, Dios! De pronto no comprendo, ¡no comprendo nada! (Ana corre a abrazarla. Úrsula se aferra a ella con desesperación.) Úrsula: Y perdóname... perdóname por lo que te dije antes de salir. Yo te quiero mucho, tú sabes... Ana: Y yo a ti. Ya pasó todo. Afuera, gritos, carreras, órdenes... 10

Úrsula: ¡No! ¡No pasó nada! Están ahí; ¡y van a venir aquí! ¡No soporto las armas, Ana! Son algo infernal, calculado con refinamiento para matar. ¡Matar, Ana! ¿Qué es lo que les pasa? El mundo se ha llenado de odio. ¡El mundo está condenado! Ana (alterada): ¡No digas eso! Úrsula (gritando): Dios nos ha olvidado. Ana (grita): ¡Que te calles! Úrsula (rebelándose): ¡No me grites! Ana (gritando más): ¿Cómo voy a dejar que blasfemes sin gritarte? Úrsula: ¡Que no me grites! ¡No soy tu hija Ana (al sagrario): ¿La oyes?¡Pero es una religiosa de mi orden! Úrsula: Pero tú no eres la Superiora. Ana: ¿Te has vuelto loca? Úrsula: ¡No! Simplemente no soporto más tu altanería. ¡No quiero más órdenes ni protección tuya! Ana: ¡Úrsula! Empezaste por pedirme perdón por haberme dicho eso... Ana: Eres tú quien debería pedirme perdón a mí. Me estás tratando otra vez como a una idiota. Pero se terminó. Voy a pedir el traslado: ¡mañana mismo! Ana: No lo dices en serio. Pausa. Úrsula se siente demasiado rebajada. Úrsula (bajo, con hondo agravio): ¿Por qué eres tan soberbia? Y enfila derechamente hacia el interior. Ana corre y se interpone aterrada: no puede permitirle que abra la puerta. Ana: ¡No! Úrsula: ¿Que no qué? Ana: No puedes irte y dejarme sola… no puedes… Te pido perdón. Sí, yo te pido perdón a ti. ¡Perdóname! Úrsula: ¿No ves? ¡Me hablas como a una niñita! Ana (súbitamente, dominada también ella por el miedo, depone toda actitud protectora y habla con impresionante sinceridad): Perdón, perdón. Úrsula, hermana querida… Perdón, pero no me dejes sola. Es tan sincero, profundo y angustiado su ruego, que Úrsula no puede dejar de impresionarse. Las dos quedan mirándose, conmovidas y cambiadas. Y de pronto, simultáneamente, se echan una en brazos de la otra, llorando, abrazándose, besándose, llenas de ternura y de mutua compasión. Ana: ¿Qué nos pasa? Úrsula: Estamos locas. Ana: O somos simplemente mujeres… y afuera los hombres corren pidiendo sangre, aullando… Úrsula: ¡Tengo miedo, Ana! Ana: Recemos, recemos querida. Él está con nosotros. Ven: recemos. La lleva ante el sagrario y ambas se hincan. Pero apenas lo han hecho, suenan fuertes golpes en la puerta. Las dos se paralizan, se miran, miran la puerta. Se ponen de pie. Úrsula (imponiéndose serenidad): Iré yo. Ana: Úrsula, no… La sola mirada de Úrsula, la detiene. Sonríe como pidiendo disculpas por lo que ha hecho sin poder evitarlo, siguiendo el impulso de su sobreprotección. Úrsula va hacia la puerta. Como al acaso, Ana se coloca custodiando la entrada que da al interior.

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Apenas abre Úrsula, tres hombres armados, abrigados y de civil entran brutalmente. Ellas apenas reprimen gritos de sobresalto. Pero no han terminado los hombres de invadir el lugar, cuando Cerone, igualmente abrigado y con traje civil, entra rápido. Cerone: ¡Señores… señores! ¿Qué modales son esos? Se trata de señoras. ¡Y de religiosas! Un poco de educación, ¡caramba! Los hombres se detienen intimidados. Cerone: Hermanas, hermanitas… mil perdones. Por fortuna alcancé a ver que entraban aquí y me apresuré a intervenir. ¡Mil perdones! Mi gente está nerviosa, claro. Y cansada. Muchas horas de aquí para allá, buscando y buscando y… nada. Úrsula: Por favor, señor Cerone, ¡que no nos apunten de esa manera! Cerone: ¡Muchachos! ¿Qué es eso? Asustando a señoras indefensas… Bajen esas armas… (De pronto, por el sagrario.) ¡Caramba! ¡Un sagrario! Caballeros: más allá de las creencias de cada uno, éste es un sitio de paz! ¡Y de respeto! Uno de los hombres se santigua, intimidado. Cerone: ¡Así me gusta! ¿Ve hermana? Ahí tiene usted a un feligrés. Esta atmósfera tan recogida impone respeto y serenidad. (Se dirige a Ana.) Caramba, hermanita, ¡qué pálida está usted! Ana: Estoy asustada, señor Cerone. ¿Puedo preguntarle a qué debemos esta visita tan… intempestiva? Cerone: A una formalidad, hermanita. El hombre se esfumó en esta cuadra. Lo tenían cercado y… se esfumó. Y como nadie se esfuma, salvo en los milagros… (Se ríe.) Y como comprenderá… yo no creo en milagros. Usted sí, por supuesto. Ana: Por supuesto. Son inusuales, pero ocurren. Cerone (se ríe): ¡Inusuales! ¡Qué palabra tan aguda! De todos modos, los milagros ocurren por mediación divina, ¿no es cierto? Y pensar eso sería como afirmar que Dios está con los rebeldes. Y Dios no se ocupa de política, ¿no es cierto? Ana: No señor. Sólo de la justicia. Pausa. Él la observa un momento con ojos astutos. Cerone: ¿De veras? (Silencio, y cambia totalmente.) No pudo haberse esfumado. Ana: ¡Quién? Cerone: El hombre… Ana: ¿Qué hombre? Cerone: ¡De veras! Omití explicárselo. ¡Como si usted lo supiera!... Un rebelde. Lo teníamos cercado y… Ana: Señor Cerone. ¿Quiénes son los “rebeldes”? Úrsula se alarma ante la pregunta que considera una imprudencia de Ana. Y más ante el sorprendido, espectacular silencio que hace Cerone y que él mismo rompe, finalmente, con una carcajada. Cerone (riendo): ¡Pero qué hermanita ésta!... Entiendo que no sepa que hay un delincuente escondido en una casa de esta cuadra. Pero que ignore que hay rebeldes cometiendo sabotajes y tropelías… Ana: No… eso lo sé, claro... Me confundo porque usted los llama rebeldes y ellos… son más bien leales… Úrsula no sabe cómo parar a Ana. Cerone: ¿“Leales”? Ana: Leales, sí… al gobierno. Cerone:. Pero se rebelaron contra nosotros… que ahora somos el gobierno de la zona liberada. Ana: Ah… 12

Cerone: Bueno, lo dicho: no pudo haberse esfumado, ¿no es cierto? Se queda mirando fijamente a Ana, quien mira a su vez a Úrsula. Úrsula (inocente): Está bien, señor Cerone. Entiendo que tiene que revisar la casa. Hágalo de una vez… Ana desfallece… Cerone: “Tendría” que requisar, claro. Úrsula: Pues hágalo. Cerone: Pero no voy a hacerlo. Cerone: Ya hemos tenido algunos rozamientos con el señor obispo. De veras tienen ustedes en él a un verdadero padre… ¡Cómo cuida a su gente! Y él se ha irritado por algunos procedimientos… en fin… ¿Recuerdan lo del padre Ramírez? ¡Un asunto tan desgraciado! Un accidente de veras irreparable… Ana (no se contiene): ¿Accidente? Cerone: Hermana, ¡por favor! Se escaparon unos tiros y… ¡Una desgracia! Ana: ¡Y los tres tiros que se le escaparon a su gente, le dieron en la nuca! Úrsula está de veras alarmada por el giro que toma el diálogo. Cerone: Hermanita, ¡no fue mi gente! Fueron soldados del ejército de ocupación, cuando todavía estaban por acá… Usted sabe bien que yo manejo sólo compatriotas. ¡Mire que muchachos tan sanotes! Aquel es de San Marcos de Ulloa; éste de Fuente Alta, y el otro, su feligrés, de la Capital. Compatriotas, hermana. Sumidos en la desgracia de una guerra civil. Ana: Así será. Cerone: ¿No! Úrsula: Sí. Cerone: ¡Claro! Se queda mirándolas en silencio y con una risa estereotipada. Cerone: Bien. Pero si algo no quiere este alcalde a quien cupo en suerte… o en desgracia, la responsabilidad de regir esta zona liberada, es tener conflictos con la Iglesia. (Como despidiéndose, con voz brillante y espectacular, haciendo señas a los hombres de salir.) Hermanitas mías, ¡ninguna requisa! Confianza y colaboración. (Los hombres van saliendo; el “feligrés” previa genuflexión.) Les ruego hagan saber a su obispo que yo me negué… ¡me ne-gué!, a requisar su casa. Pero ¡colaboración, hermanita! El hombre no pudo esfumarse. Está escondido aquí… (Deja flotar el equívoco un momento.), en una casa de esta cuadra. Se encamina hasta la puerta. Pero se detiene, pues el que parecía el jefe de los irregulares a sus órdenes, está aún ahí, manifestando en la mirada terca que le dirige, su disconformidad con la frustración del registro. Las miradas de ambos se sostienen un momento, desafiantes, y el hombre se retira. Cerone: Si saben algo, hermanas, no dejen de informar. (Pero antes de salir vuelve a mirar a Ana.) ¿De veras hay milagros, hermana?... No diga nada: usted es una religiosa; yo no. Buenas noches y mil perdones. Sale. Úrsula cierra con cadena y pasador y vuelve sobre Ana, indignada. Úrsula: ¿Y tú me llamas loca a mí? ¿Cómo se te ocurre discutir si los rebeldes son unos u otros, si el gobierno es o no es? ¿Qué te importa a ti todo eso? ¡Y le insinuaste que lo el padre Ramírez había sido un asesinato! Ana: Ahora resulta que los leales son rebeldes y los invasores, leales. Úrsula: ¡Invasión no! ¡Guerra civil! Ana: ¡Eso dicen ellos! Esos muchachos tan sanos son mercenarios pagados en dólares… Úrsula: ¿Y qué te importa a ti eso? Tú eres religiosa. Te debes a todos. Lo que odiamos es el odio. Y la guerra. ¿O no? Silencio. Y Ana prorrumpe en un ruego vehemente. 13

Ana: ¡Dios, Señor, un poco de luz! Ana (más angustiada aún): Ven acá. Íbamos a rezar, ¿te acuerdas? Úrsula: Me acuerdo. ¿Pero por qué estás así? ¿No era yo la miedosa? Se han arrodillado ante el sagrario. Ana (reza con vehemencia): Señor, Tú eres más profundo que el mal… Úrsula (evidenciando su real estado de miedo): ¡Esa frasecita! ¡Si alguna vez la entendiera! Ana (indignada): ¿Y ahora sales con eso? Hemos reflexionado mil veces sobre ese pensamiento. Úrsula (terca): Pero yo no lo entiendo. Ana: Hoy te ha dado por no entenderlo. Hasta fuiste tú quien me lo hizo comprender a mí. Úrsula (sumiéndose en el pánico): De pronto no entiendo nada. ¡Dios! Fortalece nuestra Fe. Ana: Luz, Señor, renovada esperanza en tu justicia. Úrsula: Y en tu amor… Ana: Segui… Las dos se recogen. Y es ahora Úrsula quien inicia la oración con profunda convicción. Úrsula: Señor, Tú eres más profundo que el mal… Ana: Sólo Tú conoces el sentido de nuestro dolor y de nuestra humillación. Úrsula: Dános tu luz, Señor. Ana: No pedimos comprender: sólo conservar y acrecentar la esperanza. Úrsula: La esperanza y el amor. Ana: Y la fe. Silencio. La oración las ha serenado. Y Ana parece, de pronto, comprender algo nuevo. Ana: ¡Úrsula! Fe, esperanza y caridad… son una misma cosa. Úrsula (hace una pausa, la mira y sonríe, comprendiendo): Creo que sí, querida. Un silencio denso y cálido. Ana: Señor mío y Dios mío. Me siento reconfortada por el soplo de tu Espíritu. Gracias por el amor que en mi hermana me das. Úrsula: Y a mí en ella. Ana: Sálvanos, Señor, del desamor… Úrsula: De la desesperanza… Ana: Y del desaliento. Y sálvalo a él. ¡Es tan joven! Úrsula: ¿Quién? Ana (sin cambiar su actitud orante): El hombre. Úrsula: ¿Qué hombre? Ana: El rebelde. Úrsula: ¿Cómo sabes que es joven? Ana (sigue orando): Eso es mentira, Señor. Los rebeldes son ellos. Y él tiene una mirada inocente. Úrsula: ¡Ana! ¿Qué mirada? ¿De qué mirada estás hablando? Ana: Aleja las patrullas de Cerone y que él pueda irse con los suyos… Úrsula (casi gritando): ¿Irse de dónde? Ana: De mi cuarto. Úrsula (saltando): ¡Ana! ¿Qué dices? Ana: Que está en mi cuarto. Una pausa impresionante. Úrsula se resiste a creer lo que oye. Úrsula: Ana… (Apenas puede hablar.) No… no es cierto, no puede ser cierto… Ana: Ojalá no fuera cierto. Pero está ahí. Úrsula: ¿Qué pasó? ¿Ahí, dices? ¿Y cómo llegó ahí? 14

Ana: Entró. Úrsula: ¿Cómo “entró”? ¿Te amenazó? ¿Entró apuntando con armas? ¡Dios mío! Ana: No está armado. No me amenazó, me pidió asilo: lo perseguían. Silencio. Úrsula se le ha quedado mirando paralizada. De pronto, comienza su reacción. Úrsula (bajo, llena de zozobra): No… tú te has vuelto loca, eso está claro. Ahora comprendo… tus desequilibrios… tú estás enferma… Fusilan por esto, ¿lo sabías? Ana (indignada): ¿Qué desequilibrios? ¡¿De qué hablas?! Úrsula (tartamudeando por el espanto que siente): ¡Claro!... Cuando eras novicia… la Superiora no creía que llegaras a hacer los votos… “Eras inestable”, decía, “tal vez tu vocación sea el matrimonio”… Ana: ¡Hice mis votos! ¡Y llevo doce años como religiosa! Úrsula (sigue en lo suyo): ¡Claro!... Tu autoritarismo, tu arbitrariedad… ¡Vivo con una loca y recién me entero! Y de pronto corre a la puerta tratando de abrirla. Ana se arroja sobre ella tratando de apartarla. Ana: Úrsula, ¡me avergüenzo de ti! ¡Vas a entregarlo! Úrsula (enfurecida): ¡No te permito! ¿Con qué derecho me insultas? ¿Es que en el mundo sólo tú tienes autoridad? Ana: ¡No grites! Que la arpía sufre de insomnio… Úrsula: ¡Suéltame! ¡Quiero irme! No voy a hacerme responsable de esto. ¡Lo hiciste sola! Porque la mamá no tiene que consultar con su hijita una cosa así… ¡Pues enfréntalo sola! ¡Suéltame! Ana: Por lo que más quieras… que Amanda tiene pegada la oreja a la pared. Úrsula: ¡Que me sueltes, te digo! La puerta interna se abre y sale Pablo, que, obviamente, no puede más. Úrsula lo mira alelada. Ana: Le ordené que no… Pablo: Sí, lo sé. Que no saliera por nada del mundo. Pero como comprenderá, escucho todo desde dentro y… Ana (a Úrsula): ¿Ves? Si él oye, la arpía también. Pablo: Y me siento responsable de la pelea de ustedes. Ana: Nuestra pelea dura desde mucho antes que usted apareciera… Pablo (desorientado): Perdón, ¿la señora es…? Ana: Mi compañera. Pablo: ¿Otra? Usted sólo me habló de una religiosa. Úrsula: ¿Y yo qué soy? Pablo: ¿Vestida así? Ana: A mí me criticó porque estoy desvestida y a ti porque estás vestida. Pablo: Por favor, no es crítica, es… ¿Me comprende? Úrsula: Señor, usted sabe muy bien que esto es demasiado peligroso para nosotras. Ana (a Pablo): ¡Es tan miedosa!... Pablo (a Úrsula): Por favor, señora… perdón, hermana… Le aseguro que yo me siento peor que ustedes. Úrsula: No lo creo, señor. Pablo: Créame. De todos modos ya le dije a la señ… a la hermana: me iré en seguida. En cuanto haya pasado el peligro. Úrsula: El peligro no pasará. La cuadra está cerrada. Cuando vean que no puede estar en otra parte vendrán aquí. 15

Pablo: No será la primera “tenaza” de la que salgo. Úrsula (irónica): ¡Ah… es profesional! Ana: ¡Úrsula! Silencio. El muchacho sonríe sereno. Pablo: No me pagan por esto. Pero la guerra me hizo, sí… algo así como un técnico… un profesional, como dice usted. Profesional del peligro y de la huida. Ni siquiera puedo llevar armas porque si me sorprenden no puedo tenerlas encima. Úrsula (feroz): ¿Qué clase de guerra hace usted sin armas? Pablo: Comunicaciones. Pausa. Úrsula: Comunicaciones. Ana: Cuanto menos sepas, mejor, ¿no te parece? Silencio. Eso es cierto. Úrsula no sabe qué hacer… Úrsula: ¡Bueno! ¿Qué hacemos? Ana: Esperar, serenarnos… Úrsula: ¿Esperar qué? Ana: La oportunidad. Úrsula: ¿Qué oportunidad? Ana: De que el señor pueda salir de la “tenaza”. ¿Tenaza era? Pablo: Tenaza: apretado por los dos lados. Silencio. Y Úrsula parece percibir algo que la desequilibra. Úrsula: ¡Ana! ¡Cerone! Ana (volviéndose alarmada): ¿Dónde? Úrsula: ¡Digo que sabe que él está aquí! Ana: ¡¿Eh?! Úrsula: Lo del milagro… “¿Cree de veras en milagros? Yo no. Y no puede haberse esfumado.” No quiere fallar y no quiere conflicto con el obispo. Está afuera, ¡esperando! Silencio. Ana mira pálida a Pablo. Pablo (sereno y tratando de serenar): Creo que… que sospecha, pero no sabe. Si tuviera la certeza, a pesar del obispo, hubiera venido a buscarme. Úrsula: Está bien. Entonces… ¡sospecha! Silencio. Úrsula (apremiante): Está bien. Entonces, ¿qué hacemos? Ana (agresiva): Vete a dormir. Úrsula: ¿Cómo? Ana: ¡Que te vayas a dormir! Úrsula (ofendida): ¡Pues me voy a dormir! Cuando vengan a buscarlo, no me avisen. Diré hasta que me maten que yo dormía y no sabía nada. Se va al interior. Largo silencio. Pablo: De veras no sé qué decir. Ana: En ese caso, suele ser mejor no decir nada. Y váyase a dormir también. Pablo (sorprendido): ¡¿A dormir?! Ana (perdiendo el control): Duerma, camine, fume o piense. ¡Pero déjeme sola por favor! ¡Quiero rezar! Ha gritado descomedidamente. Él, comprende. Pablo: De todos modos, aquí no hay ventana y en su cuarto, sí. Con la luz apagada puedo observar la calle sin ser visto. (Breve pausa.) Encontraré la oportunidad, se lo prometo. Me he visto en peores. 16

Se encamina al interior y Ana lo detiene. Ana: Espere. Voy por mi ropa. Ella entra. Él se queda mirando el sagrario, luego la harina que acaricia con los dedos. Ana regresa y lo enfrenta. Ana: Perdóneme. He sido descomedida con usted. Lo siento. Pablo: Pongámonos de acuerdo, ¿quiere? Ninguno de los dos volverá a pedir perdón. (Breve pausa.) Estaré allá. Entra. Silencio. Ana se vuelve al sagrario, y le espeta la pregunta. Ana: ¡¿En qué lío me has metido?! Oscuridad.

Fin del acto I.

Segundo acto Gloria Luz en el altar. Con los brazos en alto, Monseñor lee el Gloria. Monseñor: Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias. Dios Padre todopoderoso. Señor, Jesucristo. Señor Dios, Cordero de Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; tú que quitas el pecado del mundo, atiende a nuestra súplica; tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros: porque sólo Tú eres Santo, sólo Tú, Señor, sólo Tú Altísimo, Jesucristo, 17

con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre. Amén. Oscuridad.

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Luz en la casa. El lugar está vacío. Ana llega desde el interior, ya vestida (en estilo muy semejante al de Úrsula), caminando en puntillas y portando en una tabla un magnífico pan y un cuchillo. Los deja sobre la mesa, mira su reloj pulsera y, tomando un paño, comienza a limpiar muebles y sagrario. Úrsula aparece desde el interior también, como vagando sin objeto, vestida como la vimos entrar. Ana: Buen día. Úrsula: ¿Qué hora es? Ana: Hora del Angelus. Pronto va amanecer. Un silencio. Úrsula sigue vagando mientras Ana limpia, descargando en ello energías mayores de las necesarias. Úrsula: Por lo visto, no encontró la oportunidad de romper la “tenaza”. Duerme a pata suelta. Ana (alarmada): ¡¿Entraste en su pieza?! Úrsula (corrige): ¡En tu pieza! ¿Cómo se te ocurre? Simplemente me asomé porque lo oí roncar. No podía creerlo… Yo ni siquiera me pude sacar la ropa. No pegué un ojo, por supuesto. Pausa. Úrsula mira la tarea de Ana. Le habla como buscando hacer las paces. Úrsula: Te quedó bien el pan. Ana: Por lo menos, comerá pan caliente. Úrsula: Un poco más y es un pensionista. Silencio. Úrsula: ¿Miraste a la calle? Ana: ¿Desde dónde? Él está en mi cuarto. Úrsula: Yo sí. Hay cinco jeeps y barreras en las dos esquinas. Y no menos de treinta hombres apostados. Tienen reflectores. Al parecer quieren que los vean bien. Ana se echa a reír nerviosamente. Úrsula: De veras no le veo la gracia. Ana: Me río pensando en la arpía. Con lo que nos desconfía… ¡Imagínate si supera que guardamos un hombre ahí dentro!... Úrsula (tétrica): Qué gracioso. (Y súbitamente alarmada.) ¡Ana! en un rato va a venir, por su inyección… Ana: ¡Dios! Lo había olvidado. Úrsula (de pronto cede nuevamente a la angustia): Ana, ¿qué vamos a hacer? NO podemos seguir así toda la vida… Ana: Él se irá esta noche, ya verás. Úrsula: ¿Pero cómo? En ese momento, como desde una claraboya alta en la pared, entra un tenue rayo de sol que cae directo sobre la mesa con el pan. Ana: Amanece. Úrsula: Es la primera vez que no siento este momento como una bendición del Señor. Ana (se arrodilla): El ángel del Señor anunció a María. Úrsula (ídem): Y concibió por obra del Espíritu Santo. Ana: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Las dos: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Ana (con visible emoción): He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según su palabra. 19

Úrsula: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Silencio. Ana aparece ahora transportada a otra realidad. Úrsula la observa y responde sola, esperando ser seguida. Úrsula: Santa María, Madre de Dios… (Silencio.) Ana… Ana: Úrsula… ¿nunca pensaste en tener un hijo? Úrsula: ¡Por supuesto que no! Ana: ¿Y no te duele haber renunciado? Úrsula: No. ¿A ti? (Ana asiente en silencio. Úrsula le habla con afecto.) Yo creo que la Superiora tenía razón. Ana (con una sonrisa melancólica y serena): Por nada del mundo cambiaría mi estado. Pero me duele. Es, creo… el sacrificio más grande que puedo hacer por Él. Y me siento alegre de sentir ese dolor, hasta creo que te compadezco por no sentirlo. Úrsula: Ana, ¡no empecemos! Ana: No, querida, no, por favor… Úrsula: Sigamos rezando. Ana: Estamos rezando. Celebramos la maternidad de María. ¿Por qué no así? Ofreciendo nuestras maternidades frustradas. Úrsula: Yo no siento tal frustración. Sería hipócrita ofrecer eso. Ana (a boca de jarro): ¿Y el amor, Úrsula? Úrsula: Ana, ¡por favor! Ana: ¡El amor de un hombre! Úrsula: Ana, basta, estamos rezando el Angelus. Ana: Eso no puede ser que no te duela. Como a mí. Aunque te alegre esa renuncia. pero tiene que dolerte para que pueda alegrarte. Úrsula (cerradamente defensiva): ¡Basta, Ana! Se levanta y se sienta en la mesa. Ana se concentra y reza sola, como poseída ahora de una extraña alegría, una suerte de exaltación. Úrsula la observa. Parece como si el no sentirse presionada permitiera su confesión. Úrsula: Dios me perdone, querida mía… pero hace un rato… me amparé en mi indignación para asomarme a ver roncar a ese muchacho. Pero de veras quería mirarlo. Como roncaba tanto… me sentí segura. De veras así dormido resulta bello como un niño. Ana amplía su sonrisa y aumenta el fervor de su oración silenciosa. Úrsula: Me alegré de poder observarlo sin que me viera. Nunca había mirado así a un hombre, salvo en el hospital. Pero allí están enfermos, tristes… como siempre me imagino a los hombres. Ana (sin dejar su actitud recogida): ¿Tristes? Úrsula: Debe ser porque en mi casa los hombres… mi papá… mis hermanos… era como que… que no existían… Silenciosos, apocados… Mi madre era la voz ahí. Y siempre los veo así… como en el hospital. O brutales y toscos, como por la calle. Un silencio. Úrsula sonríe nuevamente. Úrsula: Pero ahí está ese muchacho… lleno de vida… roncando a pata suelta mientras treinta asesinos lo esperan para masacrarlo. Y es bellísimo. Y está lleno de alegría. Silencio. Ana: Entonces ya sé: te duele. Úrsula (sencillamente): Sí. Y también yo me alegro de este dolor. Ana se levanta y se sienta a su lado. Las dos miran al suelo en silencio. Ana: Es inquietante ese muchacho ahí. 20

Úrsula: Sí. Pausa. Ana: Pero… Úrsula: Sí, ya sé. Ana (maravillada): ¿Sí? ¿De veras? ¿Lo sientes como yo? Úrsula: ¿Cómo lo sientes tú? Ana (se ruboriza): No sé, pero… (Se ríe, avergonzada.) Úrsula: Vamos, dime: ¿cómo lo sientes? Ana: Como me imagino que… ¡Sí! Ahí tienes a Severa: le ha sido fiel a Cosme toda la vida, hasta esta noche en que él murió, ¿no es cierto? Úrsula: Eso creo, sí. Ana: Y muchas veces habrá visto a un hombre bello, que la conmoviera. Y lo habrá mirado embobada y como algo lejano y… (No encuentra la palabra.) Úrsula: Ajeno. Ana: ¡Eso! Algo que pasa y nos conmueve. Y nos recuerda que en casa nos esperan… Úrsula: Con amor. Ana: ¡Eso! Úrsula la abraza con ternura. Úrsula: Creo que la Superiora no tenía razón. Ana: Gracias. Están emocionadas y al borde del llanto. Úrsula: Estamos por demás idiotas. No hacemos más que llorar. Ana: Estamos con miedo. (Y la respuesta de ambas es desatarse en nerviosas carcajadas interminables). Ana: ¡Úrsula! Yo también me asomé a mirarlo cuando fui a buscar el pan. Redoblan las carcajadas. Hasta que un golpe en la puerta las hace saltar y enmudecer. Ana: Es ella, la arpía. Úrsula: Ojalá. Ana: ¿Cómo, ojalá? Úrsula: ¿Prefieres la horda de Cerone? Ana: De veras creo que le tengo más miedo a ella… Úrsula: La jeringa y el alcohol… hacen falta, ¿no? (Entra.) Ana: ¡Qué cobarde eres! Ana va a abrir. Es, efectivamente, la tal Amanda. De primera intención, no parece para nada una bruja… Amanda: ¿La desperté, hermana? Ana: No, hace rato que estamos levantadas. Ana aprovecha ara echar una mirada a la calle. Amanda: ¿Qué me dice de esto? ¡Qué noche nos han hecho pasar! ¿Vinieron aquí también a buscar a ese tipo? Ana: ¿Eh?... Sí, vinieron. Amanda: A casa también. Revolvieron todo. Imagínese, tratarla a una de esa manera… Como si de veras pudieran pensar que una iba a hacer una cosa así. Ana: Tienen que cumplir sus órdenes. Amanda: Cerone sabe muy bien de qué lado estoy yo. ¿Por qué me voy a complicar en esto? ¿Por qué no se meten donde saben que pueden encontrarlo? En lo de Correa, o en lo de la Luisa: ésa era muy amiga de Pancho Aztigueta. Ana: ¡Amanda! Eso que dice, puede comprometer a esa gente. 21

Amanda: ¿Por qué? ¿Usted lo va a decir? Ana: ¿Yo? ¡Claro que no! Amanda: Sin embargo, piden colaboración… y denunciar a los amigos del régimen… Ana: Pancho Aztigueta está muerto: usted sabe qué podría pasarles a los otros si… Amanda: ¿Usted no simpatiza con este cambio, hermana? Pausa. Ana piensa a toda velocidad. Ana: No simpatizo con la guerra y la destrucción. Eso es todo. Y sale Úrsula con aguja, jeringa descartable, algodón y alcohol. Úrsula: Buen día, doña Amanda. Amanda: Buen día, hermana. Úrsula (mientras prepara la inyección): ¿Supo que murió Cosme, Amanda? Amanda: Primera noticia. Pero se veía venir. Ah… ¡claro! ¿Ustedes fueron a asistirlo? Porque las escuché hablar hasta tarde. Ana (con sonrisa forzada): Ah… Amanda: Y como… discutir. Úrsula (ídem): Ah… Amanda: Y también… como entre sueños… Bueno, debo haber estado dormida. Las dos, inquietas, se miran. Ana: ¿Por qué? Amanda: Escuché… como una voz de hombre. Úrsula (demasiado rápida): ¡Cerone! Amanda: Supongo, claro. Estuvieron en todos lados. (Pausa.) ¿Pero Cerone estuvo aquí en persona? Ana: ¿Cómo?... Sí. Amanda: ¡Caramba! (Pausa. De pronto repara en la tarea de Úrsula.) Oiga hermana ¿qué está haciendo? Úrsula: Preparando su inyección. Amanda: ¿Y qué? ¿Me la piensa dar aquí? Ana: Es que… estamos encerando los pisos adentro… todo patas arriba… la cera recién puesta… Amanda: ¿Y cómo? ¿Así, de pie? Úrsula: En realidad, es la mejor manera. Amanda: Pero, hermana… ¿cómo voy a…? ¿Así, parada? Ana: Por nosotras no se preocupe. En el hospital vemos tanto de eso que usted tiene, como todo el mundo… Úrsula (esgrimiendo la jeringa): Levántese la falda. Amanda: Pero hermana… Ana (se la levanta): Permiso. Amanda: Hermana, eso no está bien. Ana (bajándole la ropa interior): Lo siento por el frío. Úrsula (golpeándole suavemente en el muslo): Apóyese en la otra pierna. No se ponga tan dura. Así le va a doler. Amanda (nerviosa, trata de relajarse): ¿Así? Úrsula: Eso es… Clava la aguja. Amanda: Ay… Ana: ¿Le dolió? Amanda: No. 22

Úrsula: ¿Y entonces? Amanda: Nervios. Úrsula: Ya está. Ana le acomoda la ropa. Ella se aparta molesta, terminando ella misma su arreglo. Amanda: ¿Cuánto es? Ana: Lo de siempre. Amanda: Es que nunca me lo dicen: Ana: Lo que pueda. Amanda: Por poder… usted sabe que yo puedo. Ana: Entonces lo que quiera. Amanda: ¿Por qué no me dice de una vez “es tanto”? Ana: Porque es “lo que quiera” o “lo que pueda”. Amanda (deja billetes en la mesa): Bueno, supongo que estará bien así. Ana: Seguramente. Afuera, un evidente cambio de guardia genera órdenes, motores en marcha, etc… Amanda: ¿Será posible? ¿Hasta cuándo va a durar esto? Ana: Vaya a saber… Amanda: No me diga que es lógico que tengamos que pagar justos por pecadores. ¡El que lo tenga, que lo entregue de una vez! Ana y Úrsula la miran en silencio, como invitándola a irse. Ella parece desasosegada. Amanda: De veras no sé si este dinero es suficiente. Úrsula: Por supuesto. Amanda: Una está acostumbrada a que las monjas le pidan, pero a que trabajan y una tenga que pagarles… Ana: No tiene que pagarnos. Lo hace si puede o si quiere. Pero queremos ganarnos la vida. La Orden lo dispuso y nosotras aceptamos. Es lo mejor. Amanda: No sé… Yo soy chapada a la antigua, ¿sabe? Para mí las monjas son monjas. Úrsula: ¿Y qué otra cosa iban a ser? Amanda: Quiero decir… con el hábito y en el convento. Todas estas modernidades no las entiendo, ustedes perdonen. Ana: Está perdonada. Amanda: Supongo que fue por eso ese sueño de anoche… con el hombre. Ana: ¿El hombre? Amanda: ¿No le digo que escuchaba una voz de hombre? Úrsula (encantadora): Cerone… Amanda (seria): No era Cerone. Era un hombre joven. Pero soñaba, ¿no le estoy diciendo? Si a mí me parecía lo más natural que ustedes… las monjitas… tuvieran un hombre en casa. Solo soñando. Silencio gélido. Amanda: Bueno… habrá que irse. Gracias. Úrsula (la acompaña hacia la puerta): Gracias a usted. Amanda: ¿Por qué? Ana (mostrándole sus billetes): Por su ayuda. Amanda (de mala gana): Ah… Sale y Úrsula cierra. Luego viene sobre Ana. Úrsula (demudada): ¿Oíste? ¡Ella también sospecha! Ana: Escuchó algo. Te dije que no levantaras la voz. 23

Úrsula: Parece que fue tu huésped quien la levantó, porque escuchó la voz de un hombre. Joven. Úrsula: Bueno, ¿qué hacemos? Ana: Deja de preguntar ¡“qué hacemos”! ¡Propón tú algo! Úrsula: Yo no inventé esto. Ana: Yo tampoco. Él entró. Yo salí a buscarte a ti y cuando volví a entrar estaba ahí, delante del sagrario… Si en el primer momento tuve la fantasía de… (Se interrumpe.) Úrsula: ¿Qué fantasía? Pero Pablo llega asomándose desde el interior. Pablo: Disculpen, tengo una idea. Úrsula (mordaz): ¡Cuánto me alegro! Buen día: durmió bien, me consta. Pablo (confundido): ¿Perdón? Úrsula: Roncaba. Pablo (con pudor): Sí… me dicen que yo ronco. Úrsula: ¿De veras? Le aseguro que no lo engañan. Pablo: Mi compañera, a veces, se va a dormir a la sala. Ana: ¿Tiene una compañera? Pablo: Sí. Y un hijo de dos años. Silencio inesperadamente emocionado. Úrsula: ¿Y ella sabe que usted…? Pablo: ¿De mi actividad? Si ella también… Úrsula (absurdamente enojada): ¿Ella también? ¿Y quién se ocupa de ese pobre niño? Ana: ¡Úrsula! Silencio. Ana: Cuanto menos sepamos, mejor. Úrsula: Bueno… ¿por qué no nos cuenta esa idea maravillosa? Pablo: No dije que fuera maravillosa. Es la única que se me ocurre. Silencio. Él tiene una cierta inhibición para decirla. Pablo: No hay ninguna monj… ninguna religiosa, conocida de ustedes que… ¿que tenga hábito? (Silencio.) ¿Hábito se llama, no? Silencio. Las dos han comprendido y se paralizan. Ana (tartamudeando): ¿Cuál… cuál es la idea? Pablo: Pues, si… si se trata de alguien tan… tan solidario como ustedes… Úrsula (rompiendo el silencio): ¡De veras el mundo se ha vuelto loco! Ana: Cállate la boca. Aún no sabes de qué se trata… Úrsula: Lo sabes perfectamente también tú. (A Pablo.) Supongo que propone vestirse con sus hábitos y escapar disfrazado. Pablo (muy inhibido): No… no se me ocurre nada mejor. Ana (súbitamente): ¡Corina! Pablo: ¿Eh? Ana (eufórica): ¡La hermana Corina! ¡Es buenísima gente! ¡La haremos venir! Y usted saldrá luego con el hábito… Úrsula: Pero, ¿cómo vas a desnudar aquí a Corina? ¡Antes se dejaría degollar! Escuche: la hermana Corina tiene sesenta y cinco años. Y cuando la Orden decidió que vestiríamos como laicos, se encerró a llorar tres días. La Superiora tuvo que autorizarla a conservar el hábito. 24

Ana: Úrsula, no se irá con el hábito de Corina, sino con el mío o el tuyo. El que le quede mejor. No quieras ocultar al señor que los tenemos guardados como reliquias. Úrsula: ¿Y qué harás con Corina? ¿La asfixiarás con una almohada y la enterrarás bajo el piso de tu cuarto? Porque si entra una monja no pueden salir dos. Ana: Pues… se quedará enferma en cama… por tiempo indeterminado. Si alguna vez entran, él ya no estará aquí y habrá una monja gorda tosiendo en la cama. Úrsula: Y la otra monja, ¿qué? Ana: ¿Cuál otra monja? Úrsula: La que se fue. Ana: ¿Qué sabemos nosotras de la otra monja? ¡Nosotros no hemos visto salir ninguna monja! Úrsula: No seas ingenua. ¡Nos van a quebrar los huesos! Pablo: ¿Me permite? No lo creo. Si Cerone sospecha que estoy acá, en este momento debe estar maldiciendo su suerte. Por los problemas con el obispado. Lo que menos querría sería encontrarme acá. Ana: Úrsula, no tenemos alternativa. Escúchame bien: vas a avisar en el hospital que estoy enferma. Yo no puedo moverme de aquí; pero tenemos que aparentar normalidad. Úrsula: ¡Dios nos asista! ¿Por qué termino diciendo a todo que sí? Ana: Antes harás las compras de la casa. Toma. (Le da el dinero que dejara Amanda.) Y te irás luego a ver a Corina. Úrsula: ¡Casi nada! Pablo: ¿Es lejos? Úrsula: Ochenta kilómetros. Ana: Insisto: no tenemos alternativa. Silencio. Pablo: De veras me conmueve lo que hacen por mí… Ana: Entonces sea bueno y cállese. Tenemos que rezar y comulgar. Puede irse si quiere, al dormitorio. Pero si se queda, calladito. Van hacia el sagrario. Se arrodillan. Ana (orando): Señor de la justicia, postrados ante Ti, rogamos tu protección y amparo, por la sangre del Justo de los Justos, derramada con la mayor injusticia por la justicia de los hombres. Por Cristo Nuestro Señor… Úrsula: Amén. Ana se levanta, abre el sagrario, toma el copón y muestra una hostia a Úrsula. Ana: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los llamados a esta comida. Úrsula: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Ana: El Cuerpo de Cristo. Úrsula: Amén. Úrsula comulga de manos de Ana y luego toma el copón. Ana se arrodilla. Ana: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Úrsula: El Cuerpo de Cristo. Ana: Amén. Ana comulga. Úrsula guarda el copón y las dos permanecen luego de rodillas, en silencioso recogimiento. Pablo ha asistido a la ceremonia con deslumbrado respeto. Bruscamente las dos se levantan casi a la carrera. 25

Ana: Abrígate y vete. No sobra el tiempo. Mañana volverás con Corina. Pero todavía tienes que hacer las compras y tu jornada normal de hospital. Úrsula: Es todo un disparate. Entra. Ana se vuelve a Pablo. Ana: Ya sé que es un disparate. Pero es lo único que podemos hacer, ¿no es cierto? (Él asiente.) Entonces, convenzámosla de que es la más brillante de las ideas. Vuelve Úrsula calzándose el abrigo. Úrsula: Volveré con las compras. ¿No será cierto lo de la arpía? ¿No será todo un sueño? Sería bonito, ¿no es cierto? Sale. Pero apenas se asoma, vuelve a entrar y cierra. Úrsula (demudada): ¡Cerone! ¡Viene para acá! Ana: Adentro, rápido. Por si acaso, métase bajo la cama o dentro del armario… Úrsula: Eso es ridículo. Apenas Pablo ha desaparecido, golpean a la puerta. Ana (estirándose la ropa): Voy. Úrsula: ¡Quieta ahí! Yo abro. Lo hace. Entra Cerone directo hacia el interior, echando un saludo de paso. Cerone: Hermanita… Úrsula se ha quedado con la puerta abierta, esperando que siga el cortejo. Pero Cerone se vuelve a ella. Cerone: Le ruego, hermana, la puerta. Tenemos una mañana verdaderamente helada. Úrsula: ¿No viene… nadie más? Cerone: ¡Hermanita mía! Cómo voy a cometer el abuso de venir a pedir un poquito de calor y un café caliente con una cola de muchachos hambrientos y agotados. Como lo estoy yo. ¡Qué nochecita! Helada e infructuosa. Hermana Ana, buenos días. ¿Consideraría un abuso lo que le pido? ¿Café caliente y un poco de calor de hogar? Ana: Claro que no. Úrsula: Yo lo preparo. (Entra.) Cerone: Gracias. Muchas gracias. ¿Puedo sentarme? Ana: Por supuesto. Largo silencio. Cerone: Este sitio, con le sagrario iluminado allí… me produce una paz… Creo que, en realidad, por eso vengo. Ana no responde. Cerone (abruptamente): ¿Usted sabe lo que significaría para esta ciudad que los rebeldes lograsen dañar la destilería? Ana: Perdón… no comprendo… Cerone: Cómo no va a comprender… Una pequeña ciudad, casi un pueblo… cuya única fuente de trabajo es esa destilería… todo el mundo en la calle… desocupación, miseria… Ana: Pro supuesto que eso lo entiendo, pero… Cerone (sigue): Y, lo que es peor, el fracaso del acuerdo con el ejército de ocupación… Ellos son un aliado interesante, a no dudarlo, pero… ¡qué modales tan poco comedidos tiene esa gente! Será que ocupando tierra extranjera pierden sentido de la medida. Como están entre extraños… Ana: Me resulta difícil de creer eso. Antes de la inv… de la guerra… esos “extranjeros” venían a pasar sus fines de semana con los familiares que tenían acá o a comprar un poco más barato que allá. Y nadie podía decir al verlos quién era “extranjero” y quién compatriota. Como que hace tiempo fuimos un mismo país. Nunca entendí por qué dejamos de serlo. 26

Cerone: ¡Una aguda observación! Pero usted sabe de los excesos que cometieron en Ulloa y en Santa Cruz… Ana: Si me permite… Creo más bien que esas tropas tienen expresas instrucciones de portarse en esa forma… que usted llama descomedida… Para intimidarnos… Cerone: De cualquier manera usted no negará que es una bendición que aquí no los tengamos… Ana guarda silencio. Cerone: Contésteme, hermanita: ¿no es una suerte? Al considerar esta zona segura y liberada, no han confiado a nosotros su administración. Cuestión de imagen, ¿entiende? Quieren aparecer como lo que son: libertadores, no conquistadores. Por fortuna para nosotros, aquí el gobierno es ejercido por hijos del país y la policía está integrada por hijos del país… en fin… todo queda entre nosotros. Contésteme, hermana: ¿no es una suerte? Ana (vacilante y presionada): Sí. Cerone: Yo sabía que iba a ser comprensiva. Ana: Yo de veras no entiendo por qué me dice eso. Cerone: Porque todo eso se terminaría si el comando en jefe nos viera incapaces de mantener el orden. Volverían los extranjeros, bueno… los vecinos… si le gusta más… El ejército de ocupación, en fin. Y usted sabe… porque usted lo sabe… lo que eso significaría. Ana: Está bien, lo sé. ¿Pero qué puedo hacer yo para evitar que eso ocurra? Silencio. Cerone la mira burlón. Y juega con los equívocos. Cerone: Hermanita… anoche, sin ir más lejos… anoche (Pausa. Espera en suspenso.) insinuó usted que yo asesiné al Padre Ramírez. Ana: Yo no insinué eso. Cerone: Bueno… algo parecido. Pero no fui yo, e insisto: usted lo sabe. Fue el ejército de ocupación. El mismo que sembró las calles de Ulloa de cabezas y de manos cortadas a los resistentes… Ahora ya no están aquí porque se han ido; pero pueden volver, hermanita, pueden volver… (La mira significativamente.) La doctrina de Cristo, es la doctrina del amor, ¿no es así? Y, dígame: si amamos a nuestros conciudadanos… si los amamos… ¿no es nuestro deber protegerlos de la miseria, de la toma de rehenes, de los fusilamientos sumarios, etcétera, etcétera…? Pero la entrada de Úrsula con el café, corta la situación. Cerone (espectacular): Café caliente. ¡Un pequeño-gran hecho de amor! Úrsula: ¿Cómo? Cerone: Es su casa, hermana. Que me pone reflexivo y profundo. Aunque no lo crea, comentábamos el mandamiento evangélico del amor con la hermana Ana. Úrsula mira interrogante a su compañera. Cerone: ¡Qué pan tan bonito! (A Úrsula.) No me diga que hecho por sus manos… Úrsula: Por las de ella. Ana (cortando un trozo): ¿Quiere probarlo? Cerone: Una escena casi eucarística. ¡Partir y compartir el pan! Empiezo a sospechar que tengo un fondo místico. Recibe el pan con actuada emoción. Cerone: Me siento… casi comulgando. (Come en silencio, recogido.) Su pan es excelente, hermana. Y hacer este pan con la harina de que disponemos es una hazaña. ¡Mi esposa se queja tanto de eso! (Pausa.) ¡Y el café! (Toma un sorbo.) ¡Qué bendición! Gracias, hermanita. “Dad de comer al hambriento”. Hermoso precepto. Las dos mujeres están cada vez más incómodas. 27

Cerone (como reparando en una “gaffe” cometida con Úrsula): ¡Hermana, por favor! Su abrigo colocado me indica que estaba por salir. Le ruego: haga lo suyo, no se sienta obligada a hacerme los honores. Úrsula: Sólo… iba al mercado a hacer… en fin, a comprar lo que pueda. Cerone: El racionamiento, claro. Adelante, hermana. La hermana Ana me hará los honores… si no tiene que ir al hospital. Ana: Creo que no iré hoy… no me siento bien. Cerone: Los sustos, las emociones… Adiós, hermana Úrsula. Prácticamente la está invitando a salir. Úrsula, que no se atreve a dejar sola a Ana, recibe de ésta una imperceptible orden de proceder. Úrsula: Hasta luego, entonces… volveré enseguida con las compras. Cerone: Claro, claro… Úrsula sale. Cerone (confidencial): No sé por qué, siempre he sentido en usted la cabeza de esta casa. Por eso prefiero hablar con usted a solas. Ana (alarmada): ¿Conmigo? ¿Hablar de qué? Cerone (regresa al tono anterior): De lo que hablábamos, hermana… Del mandamiento del amor… ¿Está de acuerdo que sería un acto evangélico evitar tanto dolor a nuestros conciudadanos? Ana: Si se pudiera, claro. Cerone (nuevamente confidencial): Se puede, hermana… se puede. Silencio. Sonríe, mirándola con intención vaga. Cerone (en giro inesperado): Seguramente no va a creerme si le digo que soy un admirador del Evangelio… Lo considero el fundamento de nuestra civilización, la muy bien llamada occidental y cristiana. Sea o no Dios, Cristo –en mi modesta opinión-, es uno de los grandes de la humanidad. ¿Usted qué dice? Ana: Como para mi fe, Él es Dios, no puedo decirle sino eso. Cerone: Claro… ¿Pero sabe?... Lo que yo más admiro de él es su gran creación, la Iglesia, hermanita… (La señala.) El poder más antiguo y más inconmovible de la historia. Ana (con cierto humor): Bueno… si hablamos de poder, el de la Iglesia se ha conmovido más de una vez. Cerone: Pero caído jamás. La Iglesia ha visto caer a todos los tronos, a todas las potestades. Y ella está allí, instalada en el mundo, soberbia. Ana: A veces, demasiado soberbia. Cerone (divertido): ¡No va a decirme que usted, hermanita, una religiosa, critica a la Santa Iglesia! Ana: Todos los cristianos somos la Iglesia, señor. Y nos criticamos con decisión. Hemos cometido más de una barbaridad. Cerone se ríe. Pausa. Ana: ¿Qué le causa gracia? Cerone: Que, precisamente ahí está la causa del inacabado poder de la Iglesia. Es su extraordinaria capacidad de adaptación. Fíjese, sin ir más lejos, qué está pasando en nuestro pequeño país: a la jerarquía, por ejemplo, no le agradaba lo que estaba pasando aquí… Ana: ¿A qué se refiere? Cerone: A ese gobierno llamado “popular”, que empezó a molestarla con reglamentaciones de enseñanza, algunas expropiaciones… Se dice que el Cardenal Primado tenía intereses en el Banco Trasandino. Al menos, su hermano era el presidente… 28

Ana: No sé nada de eso, ni me importa. Cerone: ¡Claro! Usted pertenece a la otra ala. Ana: ¿Ala? Cerone: Como su amable obispo de esta diócesis… (Se ríe.) La maravillosa estrategia de perduración. La Iglesia se las arregla para estar contra el gobierno y a favor de él. El Cardenal Primado, sospecho que en contra; pero nuestro gentil obispo, hermanita… ¿estará tan en contra del gobierno demagógico? ¿O más bien en contra nuestra?... Ana (alarmada por el giro de la cosa): El señor obispo… Cerone (amablemente, sigue): Fíjese, todas esas órdenes modernas que salen al mundo, a compartir con el pueblo su penuria… Ana: Si se refiere a la nuestra, tiene más de cuatrocientos años. Cerone: ¡Fíjese qué maravilla! ¡Y no tienen empacho en echar por la borda una tradición de cuatrocientos años y transformarse en curas y monjas obreros! Ana: Yo no soy obrera. Vivo de dar inyecciones. Cerone: Trabajo de pobre. Y comparte la vivienda de estos barrios pobres. Y como TODOS son la Iglesia… Ahí tiene a la Iglesia tan a favor como en contra nuestro. La Iglesia llama alternativamente a esto “guerra civil” como nosotros, o “invasión” como ustedes. Ana (sobresaltada): ¿Quiénes son “ustedes”, señor? Cerone (divertido): No se alarme, hermanita: ésta es una charla entre amigos. O, si lo prefiere, entre poderes, entre fuerzas… Ana: ¿Qué poder o fuerza me está adjudicando a mí, señor Cerone? Cerone: El poder más antiguo del mundo, hermana. El de la Iglesia. ¿No dice que usted es la Iglesia? Ana: Yo no. Yo, como parte del Pueblo de Dios. Cerone (mordaz): Del Cuerpo Místico de Cristo… Silencio. Cerone mira su reloj y se pone de pie, mirando a la puerta que lleva al interior. Cerone: Se hace tarde. Gracias por su hospitalidad. Ana se pone en pie, confundida. Cerone: Amable casita, la suya. ¿Cuántos cuartos allá? Ana: Dos. Y la cocina y el baño. Cerone: ¡Claro! ¿Sabe, hermanita? Cuando uno visita casas de mujeres solas, no puede evitar, ante las puertas cerradas, preguntarse qué hay detrás. Imagínese cuando se trata de religiosas… Ana: Me imagino, sí. Cerone: Y de religiosas guiadas por un obispo que participa de su misma pasión popular… Me imagino que Monseñor debe tener tantos problemas con la misma jerarquía, como nosotros… Ana: No comprendo. Cerone: Él nos hace responsables de la muerte del padre Ramírez y de otros… incidentes… Pero ¿qué le vamos a hacer? Más de un rebelde resultó salido de parroquias de esta diócesis… El padre Ramírez mismo… parecía seriamente implicado. Pero como todo es cuestión de imagen, ¿no cree? Ana: Si no creo, ¿qué?, señor Cerone. Cerone: La Iglesia cuida su imagen. Y nosotros la nuestra. No queremos incidentes con Monseñor, porque la jerarquía… por una cuestión de imagen… hasta cierto punto, lo defendería. Y nuestra imagen se vería afectada. Está de moda la imagen popular de la Iglesia. Y nosotros tenemos que defender nuestra imagen ante el mundo. ¿Me comprende ahora? 29

Ana: Sí, pero… Cerone: Quiero decir… Yo sería capaz de dejar escapar a ese rebelde si supiera por ejemplo… es nada más que un ejemplo… que se aloja en algún lugar protegido por la Iglesia. ¿Entiende ahora? Por no afectar nuestra imagen. Ana: Entiendo perfectamente. Cerone: ¡Yo, yo haría eso! Pero jamás lo diría afuera. Hay tanto bruto con ganas de hacer méritos, por ahí. Yo, en cambio, prefiero cuidar nuestra imagen. Que ese hombre corra por ahí… de todas maneras el rastrillo que instalé en la ciudad es tan fuerte que caería, más tarde o más temprano. Pero evitemos los problemas con la Iglesia… Adiós, hermanita. Gracias de nuevo por su pan y su café. Ana le ha abierto y él sale. Luego ella viene a abrir la puerta que da al interior y se sienta agotada por el esfuerzo. Un momento y sale Pablo. Ana: ¿Oyó? Pablo: Bastante. Ana: Usted tenía razón. Es como si estuviera pidiendo que usted escapara con discreción. Pablo: Así es. Ana: Para cazarlo un poco más allá. Afuera, súbitamente, ruido de varios motores que se ponen en marcha, órdenes y movimiento. Pero es algo distinto de lo escuchado hasta ahora. Pablo: ¿Y eso? Ana: No sé. Demostración de fuerza, supongo. Llaman a la puerta, en forma apremiante. Pablo corre adentro. Ana va a abrir. Ana: ¿Quién es? Úrsula: Abre, pronto. Ana abre. Úrsula entra con una bolsa de compras. Úrsula: Están quitando las barreras. ¡Se van! Ana (desfallece): ¡Dios! Úrsula: ¿Qué te pasa? ¿Te parece una pésima noticia? Ana (abriendo la puerta para que salga Pablo): Cerone me insinuó que lo haría. Úrsula (mientras Pablo se asoma): ¿Cómo que te insinuó? ¿Qué es lo que te insinuó? Ana: Déjame pensar… Pablo: Cerone quiere que yo salga de aquí para no tener líos con el obispo. Úrsula (a Ana): ¿Te dijo eso? Ana: Me lo insinuó, te digo. Úrsula (a Pablo): Pues usted se queda aquí hasta que venga Corina. ¿Entendido? Ana (tomando y vaciando la bolsa de las compras… De pronto, alarmada): ¡Úrsula! ¿Qué es esto? ¿cigarrillos? Úrsula: Vendían un paquete por persona y yo pensé que él, a lo mejor… Ana: ¡Úrsula! ¡Es un error! ¡Jamás hemos comprado cigarrillos! Un silencio pesado. Úrsula (se da cuenta, pero quiere negarle importancia): ¿Cómo? Si lo hice, más que nada por darle rabia a la arpía. Estaba ahí esperando y le dijo a don Braulio: “a mí véndame el paquete de las hermanas; ellas no fuman”. Y yo me di vuelta y le dije: “¿quién le dijo?”. “¡Monjas fumando!”, se escandalizó ella… Y a mí me dio un placer… Pero se ha detenido, dándose cuenta del error y de sus posibles alcances. Úrsula: ¿Qué pasa? Fue para darle rabia a Amanda. ¿Qué piensan? ¡No me miren así! Ana: Ya está hecho, Úrsula. Vete ya al hospital. Ten cuidado con todo. Y por favor, dile al padre Emilio si puede venir. 30

Úrsula: ¡No vas a meter al padre Emilio en esto! Ana: No voy a meterlo en nada. Quiero confesarme. Y vete a Quiñones a buscar a Corina. Ven mañana con ella. Silencio. Úrsula va hacia la puerta y se vuelve. Úrsula: ¿Ustedes creen que lo de los cigarrillos…? Pablo: No necesariamente. Tranquilícese. ¿Sabe una cosa?... Yo no fumo. Úrsula, deprimida, abre y sale. Ana pasa cadena y seguro. Se produce un instante de silencio. Pablo: Creo que ya no puedo esperar a esa hermana. Será mejor irme cuando sea de noche, de cualquier manera. Ana (lamentando el error de Úrsula): ¡Cigarrillos! ¡Pero cómo se le pudo ocurrir! Pablo: Quiso ser gentil conmigo. Ana: ¿Pero usted cree?... Cerone levantó la vigilancia. Pablo: Ahora tienen casi la prueba. A pesar de todo, por lo menos tendrían que requisar en serio. Ana: Cerone habló de otros… “con ganas de hacer méritos”… Pablo: Otros… que pueden venir a buscarme. Me iré. Pablo: Si se sienten demasiado provocados, a pesar de todo van a venir a buscarme. Ana: Eso creo. Pablo: ¿No convendría detener a su amiga? ¿Para qué irse hasta allá? Ana: Prefiero alejarla y que no tenga nada que ver con esto. Mejor para ella, ¿no cree? Silencio. Él la mira. Pablo: Sí, saldré esta noche. (Pausa.) Hubo un héroe bíblico que obligó a detenerse el sol, ¿no? Yo quisiera ahora poder empujarlo hacia la noche ya mismo. Ana: El Señor ayudará, estoy segura. Pablo: ¿De veras su fe nunca la abandona? Ana: Compadezco de veras a los que no tienen fe. ¿Sabe qué quiere decir eso? La posibilidad de decirse siempre: “estoy en manos de Dios; nada malo puede pasarme”. Pablo (intencionado): ¿El padre Ramírez se diría a sí mismo eso, también? Ana: Lo conocí mucho: estoy segura. Pablo: A pesar de eso le pasó algo muy malo. Ana: ¿Cómo lo sabe? Pablo: Tres tiros en la nuca. Ana: Por dar testimonio de la justicia. No es nada mala muerte para un cristiano. Silencio. Él la mira con franco afecto. Pablo: ¿Puedo preguntarle algo? Ana: El problema es si podré contestarle. Pablo: Pidió a su confesor. ¿Se siente culpable de algo? Ana: Sí. De vacilar en mi fe. Fuertísimos golpes en la puerta. Ambos se miran, con la sensación de que van a enfrentarse a lo definitivo. Ana: ¡Entre! Pablo: ¿No tiene un arma? Ana: ¿Cómo se le ocurre? Pablo entra. Ella se santigua y abre, temblando. Inesperadamente, es Amanda. Ana: ¿Era usted, Amanda? Amanda: ¿Por qué? ¿Esperaba a alguien? (Observa furtivamente todo, y en especial, la puerta que da al interior.) 31

Ana: No… ¡pero esos golpes tan fuertes! Amanda: ¿Supo? Bueno, habrá escuchado los motores. Se fueron. Sin embargo decían que el tipo estaba escondido en esta cuadra. ¡Imagínese si esos malditos nos arruinan estropeando la destilería! Pero antes que lo logren, una tiene que hacer lo que pueda contra ellos. Sorpresivamente irrumpen los hombres armados que empujan a Ana. Ésta lanza un grito. Uno de ellos se le abalanza y la apresa. El que comanda la patrulla (el mismo que pareciera antes en desacuerdo con Cerone), ordena señalando la puerta. Jefe: Allá. No le demos tiempo. Vengan y cúbranme. ¡Ya! De un golpe abre la puerta y con veloz eficacia irrumpen desapareciendo hacia el interior. El ruido de otra puerta interna que es pateada y enseguida tres disparos rápidos. Ana (a Amanda, con horror): ¿Pero qué hacen? ¡No está armado! Amanda: ¿Y por qué me mira a mí? ¿Yo qué tengo que ver? Y, no soportándose a sí misma, huye hacia la calle. Salen los hombres arrastrando el cuerpo de Pablo. Lleva el Pecho ensangrentado y su peso muerto cae en los brazos de los que lo arrastran. Ana: ¡No! ¿Por qué? Jefe (ordenando): ¡Rápido! A Jefatura. Ana: Estaba desarmado… ¿Por qué? Jefe: Primero se dispara, después se pregunta. Ésta también, a la Jefatura, para interrogarla. Se llevan a Ana. Escena vacía. La luz decrece. Sólo un rayo de luz permanece un momento sobre el sagrario. Luego, oscuridad…

Fin del acto II

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Tercer acto Cuadro primero Se ilumina un recinto al que da acceso una reja. Hay una mesa con dos largos bancos que la flanquean. En uno de ellos, Ana, silenciosa, con frío, que cruza los brazos para contener su temblor. Una mujer, con bata gris y rostro helado y feroz, la mira manteniéndose cerca de la reja. Cada vez que las miradas de ambas se cruzan, Ana la desvía con franco desagrado. De pronto, lejanos gritos, una orden, una descarga. Silencio. Ana se demuda: pero su mirada interrogante nada obtiene de la vigilancia seca de su guardiana. Por fin irrumpe Cerone. La mujer abre la reja y él entra, clavando una mirada glacial en Ana. Una seña y la mujer sale, cerrando tras ella. Apenas ha desaparecido Cerone cambia totalmente su actitud y viene hasta Ana con inesperada solicitud. Cerone: ¡Hermana, hermanita! Apenas supe que estaba en dificultades, volé. ¿Cómo está, hermana? (Ella se ha puesto de pie y él le ha tomado su mano con ambas suyas: parece alguien que estuviese dando un efusivo pésame.) Lamento que la situación no me permita decir “qué gusto verla”, pero créame que verla es siempre un gusto para mí, con perdón de la fea situación en que estos torpes nos han colocado… Caramba, ¡qué frío hace aquí! Usted tendrá frío, hermanita… Ana: Sí, estoy helada. Cerone: ¿No ve? ¡Y cómo no! Y todo por una torpeza. Usted horas aquí detenida y yo ajeno a todo, se lo juro hermanita, no sabía nada de esta detención. Pero en cuanto lo supe, vine corriendo. Lo lamento, lo lamento de veras. ¿Recuerda que le dije: “mucho bruto por ahí con ganas de hacer méritos”? ¡Ahí tiene! Un procedimiento de veras inoportuno. Si justamente acabábamos de levantar la vigilancia. Un exceso de celo, indudablemente. Pero siéntese, siéntese, hermana, póngase cómoda. De veras este lugar es helado. ¿Puedo sentarme, hermana? Ana (confundida por esa obsequiosidad): Claro… (Él lo hace.) Cerone: Pero por fortuna, pude encargarme yo de indagar a ese hombre… me refiero a su… al que se metió en su casa… Ana: ¿Indagar? ¿Pero está con vida? Cerone: Sí… y hasta puede conservarla si contesta todas nuestras preguntas. Ana: ¡Gracias a Dios! ¡Es increíble! Pausa. Él la observa, incómodo. Cerone: Puedo preguntarle… ¿por qué le resulta increíble? Ana: Porque dispararon a mansalva sobre él. Le hicieron tres disparos y él ni siquiera tenía un arma para defenderse. Vi como lo sacaban a la rastra, ensangrentado. Cerone: ¡Hermanita! ¡Usted siempre tan ocurrente! Mi gente no dispara sobre gente desarmada. Si usted dijera eso por ahí, ¡podría afectar nuestra imagen! De modo que… una vez que esto termine, no propale esas versiones, se lo ruego. (Con súbito entusiasmo.) Porque esto terminará pronto; serán unas horas, algunas molestias y… un mal sueño una pesadilla pero con despertar feliz. El idiota que hizo el procedimiento va a tener un disgusto. Creo que es alguien que me envidia. ¡Imagínese! Envidiar una situación de responsabilidad como la mía; tan dolorosa… ¡en fin!... Silencio. Cerone: ¿No se alegra? Ana: Es que… no comprendo. 33

Cerone: El hombre confesó, hermanita. Ana: ¿Qué es lo que confesó? Cerone: A tal punto estaba armado, que la amenazó a usted con esa arma. La amenazó de muerte para obligarla a protegerlo. Y si bien yo creo… -aquí en confianza, entre nosotros… me permito creer que usted fue demasiado… ¿cómo diré?... Impresionable; digo, porque estuve dos veces en su casa ofreciéndole toda clase de seguridades: toda mi gente armada, en la calle, lista para protegerla… y usted se dejó… en fin… impresionar demasiado por esa amenaza; en fin, debilidades femeninas, ¿quién no lo comprendería?… bien, a pesar de eso, todo se ha aclarado y en cuanto usted preste declaración de estos hechos, podrá volver a su edificante apostolado. Ana: Él no estaba armado. Pausa. Él la mira, súbitamente serio. Pero no quiere dejarse llevar a la irritación. Se para y se pasea golpeándose. Cerone: ¡Pero demonios! ¡Qué frío hace aquí adentro! (Se vuelve a ella tratando de sonreír.) Hermana, yo no sé si usted tiene conciencia de su situación… Un rebelde condenado a muerte fue encontrado en su casa. (Enseguida, como corrigiendo.) Sí, sí… afortunadamente ese hombre… gracias a que yo exigí hacerme cargo personalmente del interrogatorio… al primer apremio nos explicó que la amenazó de muerte para obtener protección, de modo que… Ana (resuelta): No me amenazó. Cerone parece demudado, pero quiere mostrarse político hasta el final. Cerone (muy suave): No… no me ha entendido. Él ya confesó. ¡Confesó! ¿Entiende, hermanita? Ana: Apremiado por usted, acaba de decirlo. Cerone: Nadie confiesa si no lo apremian un tanto, hermana. Ana: Ese hombre estaba gravemente herido. ¿Y en ese estado lo apremiaron, dice? Cerone: Hermana, ¿puedo rogarle que no levante la voz? Espero comprenda que, por ser usted quien es, cometo la irregularidad de confiarle ciertos aspectos… reservados del procedimiento, con el solo objeto de favorecerla. (Pausa.) ¿No comprende? Usted conoce los bandos, la ley: la pena por encubrir a un rebelde es el fusilamiento. Ana calla, tocada por la amenaza. Cerone: Otra vez la veo pálida, hermana. Claro, el frío… Esos brutos ni siquiera le dieron tiempo a recoger un abrigo. Pero tomé la precaución de pedirle a su compañera que le traiga algunas cosas… Ana: ¿Úrsula? ¿Dónde está? Cerone: Ahí afuera, esperando para darle un abrazo y entregarle sus cositas. Por suerte ella no estaba en casa cuando el procedimiento… Ana: ¡Ella no sabía nada! Cerone: Claro, claro, eso dijo… Y como estamos tan dispuestos a comprender. ¿Para qué complicar las cosas? Ella no sabía nada. Y usted, imagínese: ¡amenazada! Todo saldrá bien, no se preocupe. Confíe en mí y seamos lógicos. Él la amenazó y… Ana (terca): Si dijo eso, miente para protegerme. No estaba armado. Cerone (en su límite): Está bien, hermana, que bromeemos un poco usted y yo, pero en un momento vendrá el escribiente a recibir su primera declaración ¡y usted no puede decir eso! Por ahora –para eso tomé la precaución de quedarnos solos- podemos… en fin… charlar libremente. Pero vayamos ajustando las ideas, le ruego. Él la amenazó con una pistola… Ana: No tenía arma ninguna. Como él no sabe qué hacer, se ríe. 34

Cerone: ¡Tiene gracia! “Arma ninguna”. ¿No se da cuenta que si usted afirmara eso, la lógica indicaría que habría sido usted quien le hubiera proporcionado el arma cuan la cual enfrentó a la comisión que fue a detenerlo? Ana: Abrieron y dispararon. No se fijaron si estaba armado o no. Y no lo estaba. Cerone (por primera vez da un grito): ¡Hermana! Usted está cansada, evidentemente: ¡repito que no disparamos contra gente desarmada! Silencio. Ana calla, por supuesto. No alcanza a comprender lo que está pasando, aunque lo viscoso de la situación le hace intuir algo desagradable. Cerone (se sienta, conciliador): Caramba, hermana, perdone mi exabrupto, pero es que yo también estoy cansado. (Se pasa el pañuelo por la cara.) ¿Ve? Fiebre debe ser. Cómo se explica si no: ¿helado y transpirado? (Pausa.) Hermana, yo la creía a usted más… aguda, si me permite. Supongamos que las cosas fuesen de esa manera tan… original, como usted las describe –supongamos, nada más, ¿eh?-. ¿No le extrañaría el esfuerzo que estoy haciendo por salvarla? ¿No queda claro que si por mí hubiese sido, este desgraciado procedimiento no hubiera tenido lugar?... ¿No fui dos veces a su casa… en fin… a facilitarle las cosas? ¿No me entendió ni entonces ni ahora? No puedo creer eso. Ana: ¿Dice que quiere salvarme, señor Cerone? ¿Salvarme de qué? Cerone: ¿Debo repetírselo? ¡Del fusilamiento! ¿No ha escuchado descargas estando aquí? Son disposiciones inapelables del ejército de ocupación: se toma declaración al detenido y si hay méritos suficientes, una hora después… se acabó todo. ¡Una hora! ¿Soy claro? Ana (ingenua y asustada): Yo sólo ejercí un acto de caridad, señor Cerone. Cerone: ¿Caridad? ¿Dijo caridad? ¡Tiene muchísima gracia! ¿Dónde dice que proteger a un delincuente es un acto de caridad? ¡Dónde, por Dios! ¡Pero qué hermanita ésta! (Se ríe como dando por terminada la cuestión.) Ana: En el Evangelio. Cerone (con sonrisa estúpida ahora): ¿Dónde dijo? Ana (cita directamente): “Bienaventurados los que sufren persecuciones por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Cerone: ¡¿Justicia?! ¡¿Dice “justicia”?! ¿Usted está afirmando que la causa de los rebeldes es justa? No responda, hermana. ¡No complique más las cosas!... Y colabore, ¡por favor! Ya no sé cómo pedírselo… Si no hubo amenaza, hubo encubrimiento consciente. ¿Quiere ser fusilada? Ana (de veras aterrada): ¡No! Cerone: ¡Claro que no! Ni nosotros querríamos un desenlace tan… exagerado, para una cosa tan insignificante. Porque ya el asunto del padre Ramírez, ese desgraciadísimo accidente, afectó nuestra imagen. Y no queremos enfrentamientos con la Iglesia, ¿me comprende? ¿A quién beneficiaría eso sino a las fuerzas más oscuras? Pero si la Iglesia no colabora… Comprenda que usted tiene una responsabilidad. No arrastre a su amada institución a un conflicto sin salida, hermanita. Ni a nosotros a perder toda posibilidad de… en fin… ¿me comprende? Ana: No. Cerone: De contar por lo menos con la prescindencia de la Iglesia. Silencio. Cerone (se sienta, agotado, secándose la persistente transpiración): Más claro no puedo ser. ¡Qué frío insoportable, caramba! Un largo silencio. Ana se siente acorralada y desvalida. Ana: Ese hombre… (Pero se calla.) 35

Cerone (ansioso): ¿Sí? (Silencio.) ¿Usted… no sabe cómo se llama? No hace falta que a mí me oculte eso. No lo diga afuera pero a mí sí. Ana: No lo sé. Cerone: ¡Claro! (Pausa pequeña.) No hemos podido sacarle ni siquiera su nombre. ¡Qué resistencia inútil, en su estado! Ana (tras mirarlo un momento): ¿No han podido sacarle su nombre y sí que estaba armado y me amenazó? ¿Cómo hicieron? Cerone: Hermana, el tiempo pasa… Puedo llegar a hacerme sospechoso si prolongo demasiado esta entrevista. Él confesó, ¡no importa cómo! Si él quiere protegerla, ¿qué es lo que quiere usted? ¿Hacer inútil su sacrificio? Ana: ¿Sacrificio? ¿No oculta entonces que…? Cerone: Mi tiempo se termina, hermana: ¡por lo que más quiera! ¡No nos conviene que usted aparezca como culpable! ¡Colabore! Ana: No me considero culpable de nada. Repito que, como religiosa, cumplí una ley evangélica de caridad. Cerone: Inútil recordarle la falta de caridad que implicaría que por su terquedad cambiara el “status” de la zona liberada, ¿no es cierto? ¿No vacila en insistir, aún a costa del regreso del ejército de ocupación? Ana: Señor Cerone, usted me hizo escuchar un fusilamiento hace un rato. Nuestra suerte no va a cambiar mucho por eso. Cerone: ¡No sabe lo que dice! ¿Quiere que siga con el inventario de los excesos de esos muchachos en San Marcos de Ulloa? Ana (enérgica, rechazante): ¡No, por favor! Cerone: ¿Qué es lo que quiere? ¿La persecución sobre su obispo, su querido pastor? ¡Seamos claros, hermana! Desconfiamos de toda la jerarquía de esta diócesis. Pero queremos evitar que se lancen a la rebelión. Y sabemos muy bien qué podría pasar si fusilamos a una monja. Largo silencio. Cerone (se seca la transpiración): Usted me arrastra a unas claridades casi… obscenas… con perdón de la palabra. Silencio. Ana: Quiero… quiero hablar con mi confesor. Cerone: Usted está incomunicada, hermana. Mientras no se decida a colaborar… Ana: Usted no puede negarme la confesión. Por otra parte no puedo resolver sola, quiero consultar con alguien. Cerone: Imposible. (Se le ocurre algo.) A lo sumo… Sí, eso es posible. Consulte, ya mismo, se lo ruego. Golpea la reja con su anillo de matrimonio. Cerone: El yugo matrimonial, el sagrado vínculo, sirve también para llamar a la guardia. ¿Qué cosa, no? (Se acerca la mujer de gris.) Consulte, hermana, ya que, como religiosa, no puedo pedirle que piense en su marido y en sus hijos. Ana: ¿Pero con quién? Él habla por lo bajo con la mujer quien, luego de escuchar la orden, se retira. Cerone: Con su compañera. Ana: ¿Úrsula? Cerone: La espera para llevarla a casa. Es conmovedor ver su preocupación por usted. Usted la quiere bien, ¿no es cierto? Ana: Sí… 36

Cerone: Caridad quiere decir amor, ¿no es verdad? Ana: Sí… Cerone: Veamos entonces si su caridad es tanta como dice. Ana: ¿A qué se refiere? La mujer de gris introduce a Úrsula que trae un abrigo y un paquete deshecho que sostiene a duras penas. Se abrazan largamente, en silencio, emocionadas, después de dejar Úrsula las cosas sobre la mesa. Úrsula: ¡Ana! Ana: ¡Hermana, querida! Cerone: ¡El afecto!... Conmovedor… Tal vez el amor… ¡Tal vez! Es como si ellas tomaran conciencia de que él está ahí. Se separan intimidadas. Ana: ¿Cómo estás? Úrsula: ¿Cómo estás tú? (Ana se encoge de hombros.) Te traje todo lo que pude. Pero destrozaron todos los paquetes, revisaron todo. Cerone: Medidas de seguridad… lo lamento. La requisa, usted sabe… Hermana Úrsula: temo que su situación tienda a complicarse. Ana: ¿Cómo? Cerone: A usted, hermana Úrsula, le consta que yo estaba dispuesto a creer en su versión. Ana: ¿Y por qué no va a creerle? Ella no estaba, ¡no sabía nada! Cerone: Le ruego, mantengamos esto con discreción… no hace falta enterar al personal de guardia, ¿no cree? (Pausa.) Cuando yo estuve a visitarlas, usted estaba ahí. Y es de presumir que ya ese hombre estuviera dentro. Digo: se puede presumir. Y yo estaba dispuesto a presumir lo contrario. Pero si la hermana Ana no colabora, usted que vino aquí como visita, quizá deba quedarse en calidad de acusada. Ana: ¡Usted no puede hacer eso! Cerone: ¡Eso es lo que debo hacer! Las dejo solas, hermanitas. Y usted, hermana Ana, medirá el alcance de su caridad. Sale y cierra la reja tras de sí. Úrsula: Ana, ¿qué es lo que está pasando aquí? Ana: me quieren presionar… ¡Ahora contigo! Úrsula: ¿Pero qué es lo que quieren? Ana: ¡Quieren salvarme! Úrsula: Estoy un poco confundida. Ana: También yo. Pero si algo le pido al Señor en este momento es que no deje que me confundan. No te asustes. Si no nos contradecimos no podrán hacerte nada. ¿Qué dijiste tú? ¡Tranquilízate! Esa gente no te va a poner la mano encima porque yo… Úrsula: ¡Ana! ¿Será posible que ni en esta circunstancia cambies tu conducta? ¡Quiero saber qué pasa! Ana se echa a llorar, desconsolada, asustada ahora por ese exabrupto que hace desbordar todas las defensas que ha desarrollado. Úrsula (espantada por lo que ha hecho): Ana, Anita mía, mi hermanita querida… No, no llores… perdóname… estoy nerviosa yo también, estoy asustada. Ana (abrazándose a ella como una criatura a su madre): ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! Úrsula: Sí, mi amor, lo entiendo: ¡te han asustado mucho! Ana (corrigiéndola): ¡Tengo miedo por ti! Úrsula (conteniendo su reacción): ¡Será posible! Ana: ¿No te das cuenta? Si yo no digo lo que ellos quieren, te acusan a ti también. Úrsula: ¿Y qué quieren que digas? 37

Ana: Que no tengo nada que ver: que soy inocente. Úrsula: ¡No entiendo nada! Ana: Quieren que acuse al muchacho de haberme amenazado con armas. Úrsula: ¿Cómo así? Ana: Porque entonces yo sería su cómplice. Úrsula: Ana, ¿eso quieren? ¿Y por qué no se lo dices? Ana: Porque el muchacho, según dice, confesó. Úrsula: Pero… ¿no estaba muerto? Los vecinos me contaron que lo sacaron muerto. Ana: Estaba malherido. Sigue vivo todavía. Y lo siguen interrogando. ¿Y tú sabes para esta gente, qué quiere decir interrogar? Úrsula: ¡Madre Santa! ¿Así, malherido? Ana: Y sé también que no han podido sacarle ni su nombre, hasta ahora. Pero sí que me amenazó. ¿Te parece creíble? Úrsula: No suena claro. Ana: Hay dos posibilidades. O mienten y no dijo nada pero no les importa porque no van a dejarlo vivo. O lo torturan para protegerme. Úrsula: ¡Por Dios! ¿Y por qué? Ana hace un esfuerzo y se serena. Se sienta. Ana (con sencillez): Porque soy una monja. Úrsula: ¿Y qué hay con eso? Ana: Y no quieren conflicto con la Iglesia, si… (Se calla.) Úrsula: Si ¿qué? Ana: Si se vieran obligados a fusilar a una monja. Encubrir y proteger a un rebelde significa pena de muerte. Úrsula se sienta para no caerse. Silencio. Úrsula:¿que se han vuelto todos locos? Ana: Yo no puedo salvarme sola y dejar que caigan sobre el muchacho. ¡No puedo! Úrsula la mira en silencio, privada de toda reacción. Ana: Él golpeó a mi puerta pidiendo mi amparo. Úrsula: ¿No era que no había golpeado y se había metido? Ana: El detalle no importa. Era un llamado y no podía desatenderlo. Úrsula: ¿Y por qué me lo explicas tanto? ¿No lo hicimos juntas? Ana: Úrsula, no… Lo hice yo sola. ¡Tú no estabas! Úrsula: Pero luego vine; y me enteré; y acepté. ¿No me iba ya a buscar a Corina? Ana (desesperada): Úrsula, ¡cállate! Úrsula (sin sentido de la realidad): Del hospital donde estaba cuando me avisaron lo que pasaba, me iba a tomar el autobús. ¿Para qué? Ana (da un grito): Úrsula, ¡cállate! Al grito se acerca la mujer de gris. Las observa y chista suavemente, como a manera de advertencia que en su sobriedad tiene algo de feroz. Ellas se han inmovilizado. Se retira la mujer. Ana: ¿No te das cuenta que si dices eso te van a fusilar? Úrsula (absurda): ¿A quién? Ana: ¡A ti! Úrsula comprende: se calla, palidece. Tiene un escalofrío. Eso le recuerda el abrigo de Ana. Se lo echa encima a su amiga. Ana se arrebuja en el abrigo. Larga pausa. Úrsula: Estamos en la olla. 38

Ana: Yo. No tú. Pongámonos de acuerdo en lo que diremos y si no hay contradicciones no te van a hacer nada. Si no quieren fusilar a una monja, menos lo harán con dos. Ana: ¡No tiene sentido! Úrsula: Claro que no. Pero es Cerone quien decide. Aunque me pusiera a gritar aquí mismo que soy inocente, si tú no te ablandas me fusila igual. (De pronto pierde su control y se para aterrorizada.) ¡Ana! No, ¡no quiero morir! Es mentira todo, es mentira que no me da miedo morir: pero ahora que la cosa se presenta… ¡Qué vergüenza! No quiero, ¡no quiero! Ana (corre a socorrerla): ¡Claro que no quieres! ¡Ni yo quiero que mueras! Por eso, dí lo que… Úrsula (gritando histérica): No voy a dejarte morir sola. Ana: Te van a matar, idiota! ¿No lo entiendes? ¡Te van a matar! Úrsula: ¡Y a ti también! Y todo porque yo compré cigarrillos. ¡Yo tuve la culpa! Ana: Eso no es cierto, querida… Úrsula: ¡Sí, es cierto! Silencio. Las dos toman como conciencia del espanto que eso significa. Se sienten abrumadas. Ana parece, de pronto, tomar una resolución. Ana: No claro… Dios no puede pedirme tanto… Algo, algo… está equivocado. Cerone tiene razón… Úrsula: ¡¿Que Cerone tiene razón?! ¿En qué? Ana: ¿Dónde está mi caridad? Si tú eres lo que más quiero en el mundo… Úrsula: ¿De qué hablas? Ana (artificial e insegura, se empuja a una gran seguridad): Yo no puedo dejar que… ¡por supuesto que no puedo! Úrsula (alarmada): ¿Que no puedes qué? Ana: Dejar que te maten, tengo que decirles… sí, es eso: tengo que decirles lo que ellos quieren que les diga. Úrsula: ¿Cómo dices? Ana: ¡Úrsula! Yo estoy equivocada. Van a seguir cayendo sobre este muchacho, diga yo lo que dijere. Él está condenado.¡Voy a decirles todo! (Corre a la reja y grita.) ¡Señor Cerone! Úrsula: ¡Cállate! Ana: ¡Señor Cerone! Úrsula: Pediste luz al Señor y yo no voy a dejar que te confundas. Aparece la mujer de gris chistando amenazante. Ana: El señor Cerone: dígale que ya estamos listas. La mujer se retira. Úrsula: ¡Grita todo lo que quieras! Yo gritaré más fuerte. Ana: No tiene sentido, ¿no te das cuenta? Úrsula: Llorarías demasiado por esto y yo amo tu sonrisa. Ana: No más, Úrsula, ¡no más! Cerone se acerca. Úrsula toma la delantera gritando. Úrsula: Yo estaba ahí, ¡es cierto! Yo sabía todo. Ana: ¡No le crea! (Grita más fuerte que Úrsula.) Cerone: Señoras… señoras… calma… Úrsula: ¡No estaba armado! No pudo amenazarnos. Ana: ¡Cállate! Úrsula: ¡Lo cobijamos porque era nuestro deber! Cerone: ¡Silencio! La guardiana se abalanza sobre ellas aferrándolas con feroz eficiencia. 39

Cerone: ¡Quieta! La mujer se contiene. Silencio. Cerone (se acerca lentamente a Ana): Veamos, hermana… (Señala a Úrsula.) ¿Ella dice la verdad? Ana: No. Úrsula: ¡Ana! Cerone: ¡He pedido silencio! (Pausa.) Ella lo sabía todo… Ana: ¡No! Úrsula: Sí. Silencio. Cerone: ¿Sabía qué, hermana? ¡A usted, hermana Ana! ¿Qué es lo que la hermana Úrsula sabía? ¿Que el muchacho las amenazó de muerte? ¿Eso es lo que sabía? Una pausa. Ana vacila, va a contestar. Úrsula (bajo, un ruego vehemente): Ana… Cerone: Cállese. Larga pausa. Ana (blanda, suelta, como reencontrando su verdad): No tenía armas, no nos amenazó. Úrsula: ¡Bendito sea Dios! Cerone (fuera de sí): ¡Cállese le digo! Ana: Lo cobijamos porque era nuestro deber. Bendito sea el nombre del Señor. Úrsula: Bendito seas por siempre, Señor… Cerone (grita a la mujer): ¡Llévensela! ¡Y enciérrenla! La mujer arrastra a Úrsula fuera. Pero ahora las dos gritan exaltadas y como llenas de entusiasmo. Úrsula: ¡El Señor sea contigo! Ana: ¡Y con tu espíritu! Cerone: ¡Cállense! Úrsula (desde lejos): “Cuando estés ante tus jueces, no pienses en lo que habrás de decir… Ana (en la máxima exaltación y fortaleza): “Porque mi Padre te dirá lo que tienes que decir”. ¡No tengas miedo Úrsula! Úrsula: ¡Ni tú! Cerone: ¡Háganlas callar! Oscuridad.

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Cuadro segundo Evangelio Luz en el altar. Monseñor anuncia persignándose: Monseñor: dijo Jesús a sus discípulos: Miren que yo los envío como ovejas en medio de lobos. Sean, pues, prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas. Guárdense de los hombres porque los entregarán a los tribunales y los azotarán… Mas cuando los entreguen no se preocupen de cómo o qué van a hablar… Porque no serán ustedes quienes hablarán, sino el Espíritu del Padre será quien hablará en ustedes”. Es Palabra de Dios. Te alabamos, Señor. Oscuridad.

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Luz sobre el recinto enrejado y ahora desierto. Tiempo. Entra la mujer de gris que trae a Ana. Demacrada y débil, se la ve ya habituada a la disciplina carcelaria, porque, aunque con actitud ausente, lejana y claramente melancólica, espera de pie la autorización para todo gesto. La mujer, consciente de su poder, se complace en retrasar su señal. Por fin la autoriza con un gesto apenas perceptible y Ana se sienta, protegiéndose del frío con su abrigo. Silencio. Ana: ¿Para qué me traen otra vez acá? Por supuesto, la única respuesta es el silencio. Y alguien introduce a Úrsula. Si bien se ve que ha sido menos presionada que Ana, las huellas del miedo y del encierro también son evidentes en ella. Úrsula: ¡Ana! Corre y abraza a Ana. Pero ésta permanece estática. Úrsula percibe enseguida que la atención de su compañera no está con ella. Úrsula: Ana, ¿qué pasa? Ana: Esa mujer…Nunca la vi antes. Úrsula: ¿Y por qué la habrías visto? Yo tampoco la conocía. Pausa. Ana mira a Úrsula por primera vez y con rara intensidad. Ana: ¿No? ¿Y por qué no? Úrsula: No será de aquí. (Pausa.) Ana, por favor, ¿qué te han hecho? ¿Te hizo algo ella? Pausa. Ana trata de volver a la realidad que Úrsula significa; pero no le es fácil. Ana: ¿Ella? Sólo me va a buscar y me trae. Son los gritos que… (Se calla.) Úrsula: ¿Gritos? Ana: ¿Tú no oyes gritos? Úrsula: Más bien un silencio que asusta. Ana: Dejan abierta la puerta de mi calabozo. Y yo oigo. Úrsula (se asusta, porque empieza a darse cuenta de que su estado no es normal): ¿Qué cosa, Ana? Ana: Los gritos de la gente que… (Se calla.) Úrsula: ¡Sigue! Ana: Los torturan muy cerca de mí. Y dejan abierta la puerta para que yo oiga. Úrsula: ¡Por Dios, Ana! Ana: Y las descargas en el patio, ¿las oyes? Úrsula: ¿Dónde hay un patio? Ana: Entonces todo es conmigo. Hay una ventana alta .Yo no la alcanzo. Pero oigo. Fusilan ahí. Úrsula: ¡Dios del Cielo! Ana: Y lo peor son… las parodias. Todas las órdenes, los cerrojos que se alistan, pero en lugar de la última voz, la de fuego, una carcajada. Algunos gritan pidiendo piedad, se convierten en bestias humilladas. No sólo los torturan, los destrozan y los matan. También los denigran. Úrsula (temerosa): No levantes la voz, ¡por favor! Ana: ¿Dónde estaban? Úrsula: ¿Quiénes? Ana (por la mujer): Ella y los que torturan y los que se divierten matando y denigrando. No nacieron de pronto, como un hongo inmundo generado por la invasión. Estaban aquí, esperando su momento. Pero no los veíamos. ¡Son compatriotas, Úrsula! Úrsula: Tal vez, Ana, pero escucha… 42

Ana: Dios quiso que yo viese y escuchase esta realidad. Este horror existía antes, pero no lo veíamos. ¿Por qué no sabíamos que ellos existían? Un momento de pausa y la reja se abre. Cerone, silencioso y algo hierático entra y se detiene mirándolas. Tiempo. Cerone: Reverendas, tienen visita. Úrsula: ¿Se refiere a usted? Cerone: Me alegra comprobar que no pierde el humor, pero no me refiero a mí. (Hace una seña a la mujer de gris que sale.) No estaría bien que hiciesen esperar a su superior. La mujer regresa acompañada por el obispo: sencillo “clergy man” gris con un pectoral de metal nada rico. Úrsula: ¡Monseñor! Cerone: El pastor acude a sus ovejas. Cuánto agradezco al señor obispo que se haya dignado acercarse a nosotros. Bien: y como soy un ferviente partidario de la separación de la Iglesia y el Estado, los dejo: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Sale llevándose a la mujer y cierra la reja. Monseñor: Quise venir antes, pero… Úrsula (lo interrumpe): Se compromete demasiado viniendo a vernos. Monseñor: ¡Por favor, hermana! Apenas supe lo que pasaba solicité verlas, pero ese hombre dio infinitas vueltas, no se negaba pero postergaba el permiso; y ahora parece contentísimo y tan esperanzado con mi visita. Bueno, tiene sus razones: hermanas, he venido a sacarlas de aquí. Úrsula (corre a besarle las manos): ¡Monseñor! Monseñor (eludiendo con dulzura el gesto): Hoy mismo podrán salir. Él me lo ha prometido y no creo que le convenga intentar ningún tipo de trampa. Ya han sufrido demasiado. Ana (interviene por primera vez): ¿Quiénes? Pausa. Monseñor la mira sorprendido. Monseñor (decide no hacer caso): Tranquilícese Ana, nos vamos a casa. Ana: Monseñor… ¿Cuál es el pecado contra el Espíritu Santo que dice el Evangelista, no tiene perdón de Dios? Pausa. El obispo y Úrsula se miran. Monseñor: ¿A qué viene eso ahora? Ana: ¿No será el convertir a un hombre, hechura de Dios a Él destinado, en una bestia aullante y con vergüenza de sí mismo? Úrsula (bajo, al Obispo): Sáquela de aquí pronto, Monseñor: la han atormentado demasiado. Monseñor (con real alarma): ¡Ana! ¿Qué le han hecho? Pausa. Ana parece comprender tardíamente que la pregunta iba a ella. Ana: ¿Hecho? ¿A mí? ¡Soy una monja, Monseñor! Monseñor: ¿Qué quiere decir con eso? Ana: ¿Por qué está usted aquí? ¡Por lo mismo! Es a ellos a quienes torturan y fusilan. A mí sólo me hacen escuchar. Nueva mirada de Monseñor con Úrsula. Monseñor (resuelto y ejecutivo): Hermanas, firmen las declaraciones que ellos han preparado y saldrán inmediatamente. La suya, Úrsula, afirma que nada sabía de todo esto, porque no estaba en la casa cuando ese hombre… Úrsula (defendiendo su posición): ¡Pero si yo estaba! Monseñor (enternecido por lo que considera una ingenuidad): Ellos están dispuestos a creer lo contrario. 43

Úrsula (mirando indecisa a Ana): Si Ana acepta que el hombre la amenazó… Monseñor (ídem): ¿Cómo si acepta? Tendrá que aceptar y firmar. Los dos se vuelven a Ana, que calla. Ana: Tal vez, los gritos de ese hombre están entre los que me hacen escuchar por las noches. Monseñor: Ana, el hombre murió esta mañana. Cerone tuvo buen cuidado de hacérmelo saber. Y que sostuvo hasta el final que fue él quien la amenazó. Pausa. Las dos mujeres, impresionadas, lo están mirando. Ana: Finalmente, murió. Dejó de sufrir. Lo torturaban mientras agonizaba, Monseñor… Monseñor: No son otra cosa que asesinos, lo sé. Pero usted, Ana, no puede continuar con esto. Ya no tiene sentido: el hombre ha muerto. Úrsula: ¿Qué debemos hacer? Monseñor: Firmar las declaraciones. Ana: Diciendo que él me amenazó con un arma que no tenía; que no lo acribillaron a mansalva cuando estaba indefenso y que bien merecido se tuvo que lo torturaran hasta la muerte. Monseñor: Aún así, ese hombre quiso protegerla hasta el final: entiéndalo a él; y entiéndame a mí, que sólo quiero protegerla. ¿Y en cuanto al hombre, quiere hacer inútil su sacrificio? Pausa. Ana mira al obispo confusa. Recuerda las palabras de Cerone. Ana: Esas palabras… las escuché antes. El obispo, consciente de la ingratitud de su rol, supera su conmoción y habla con angustia, pues sabe que tiene la responsabilidad de salvar a su gente. Monseñor: Ignoro quién y cómo le dijo eso mismo. Pero es la verdad. El hombre ha muerto y protegiéndola. Y yo voy a hacer lo mismo. Mataron al padre Ramírez y a Pancho Aztigueta, que también eran mis amigos. Pero ustedes van a contar conmigo quieran o no. Como este pueblo supo siempre que podía contar conmigo. Ana: Perdóneme, Monseñor, perdóneme. Es que… (Inesperadamente, se echa a llorar, presa de pánico.) tengo miedo, tengo miedo, Monseñor: ¡sáqueme de aquí! Quiero irme a mi casa… Úrsula la abraza, protectora. Úrsula: Sí, querida, sí, pronto nos iremos. Monseñor (con dulzura, conmovido por el arranque desesperado de Ana): Entonces, Ana, ¿por qué me pide que la deje matar? Las necesitamos vivas, no muertas. Ana: ¡Úrsula! Hay muchos aquí que tienen hijos pequeños, más necesitados de sus padres que de nosotras. Monseñor: No perdamos más tiempo, hermanas, ¡por favor! Llamaré y traerán las declaraciones y las firmarán. Ana: Cae del Cielo como un ángel salvador, Monseñor. Pero, ¿por qué a nosotras? ¿Qué pasa con todos ellos? Monseñor (lleno de dolorosa angustia): Hermana: puedo hacer algo por ustedes. ¿Me propone que las deje morir porque no puedo ayudar a los demás? Ana: ¡Úrsula! ¡A nosotras! ¡Sólo a nosotras! Monseñor (ya está gritando en su desesperación): Me pondría yo al frente del pelotón de fusilamiento si pudiera salvar a uno solo de ellos. ¡Y usted lo sabe! Pero soy el obispo: me guste o no, tengo que sufrir el serlo. Sencillamente ellos no aceptarían el cambio. Ana (no puede ya detenerse): ¡Sólo a nosotras! ¡Y ni siquiera nos han tocado! Monseñor: Ana, ¡basta! (Silencio.) Es inútil prolongar esto. ¡Les ruego que firmen ya! Cerone me hizo saber que el comando en jefe no da más tiempo: firman o… bueno, ya lo saben. Pausa. Monseñor: ¿Lo hará, Ana? 44

Ana: Sí. Monseñor: ¿Úrsula? Úrsula: Si Ana firma… Monseñor: Le estoy preguntando a usted. Úrsula: Desconfío de ella… (Se dirige a Ana.)¿qué es lo que quieres? ¿Morir? (No puede evitar el llanto.) No me hagas eso… me quedaría demasiado sola si tú… (Pausa.) No mueras, Ana… ¡No me dejes! ¡Nos hemos sostenido tanto! El mundo… es demasiado terrible y sórdido. Sin tu sonrisa… temo no poder seguir esperando… Ana… no mueras. Monseñor (que ha escuchado conmovido el apóstrofe de Úrsula): No tema, Úrsula, Ana obedecerá a su obispo. ¿No es cierto, Ana? Ana: Sí, Monseñor. Monseñor: ¿Úrsula? Úrsula (tras una vacilación): Sí, Monseñor. Silencio. El obispo llama desde la reja. Monseñor: ¡Guardia! (Entra la mujer de gris.) Diga al señor Cerone que las hermanas firmarán las declaraciones. La mujer se va. El obispo se vuelve a ellas y habla conmovido. Monseñor: No sólo sé lo que está sintiendo, Ana. Lo comparto, además: usted lo sabe. Pero yo también… tendría que decirles que… las quiero y las necesito… más de lo que puedo decir… Una pausa. Ana: Si no fuéramos monjas, ya estaríamos muertas. Monseñor: Ana, por favor. Le ruego no decir una palabra más. Todo se torna muy peligroso, ahora. Ana: Úrsula, nos temen, ¿te das cuenta? Porque detrás nuestro está la Iglesia. Tú y yo no usamos hábito, pero lo tenemos marcado en la frente… Monseñor: ¡Cállese, Ana! Ana (no puede parar): No veíamos todo eso… porque somos las “hermanitas”, como nos dice la gente: criaturitas a quienes se quiere y se respeta, pero a quienes se debe ocultar la realidad, demasiado terrible para nuestra inocencia. Pero Dios, en estas noches, me hizo conocer la realidad. Monseñor: Silencio, ¡Ana! ¡Vienen! Efectivamente, Cerone, acompañado de algunos funcionarios, llegan portando papeles. Cerone: ¡Monseñor! Era de imaginar que el pastor amoroso podría lograr lo que la ley y el orden, fríos y autoritarios, no hubiesen podido. Mujeres al fin, las nobles hermanas, para bien de este pueblo, han cedido a la dulce pasión del amor. Monseñor: mi emocionado agradecimiento. Y el del país, al que contribuimos a ahorrar un enfrentamiento inútil y peligroso. ¿No lo cree así? Monseñor: No. Cerone (totalmente descolocado): No comprendo… Monseñor: Señor, dejemos las fórmulas. Las declaraciones, ¡por favor! Cerone (tomando los papeles): Claro, claro… para eso estamos… Las declaraciones… a ver, a ver… (Lee.) “Yo Úrsula Delrío, religiosa…” Sírvase, hermana Úrsula. (Le tiende declaración y lapicera.) Úrsula: ¿Yo? ¿Y por qué primero yo? Monseñor: Úrsula… Cerone: Pues… simplemente porque su declaración estaba antes. ¿Quiere dignarse firmar, hermana? 45

Úrsula mira a Ana que está frente a ella. Vacila. Monseñor (con suave autoridad): Firme, Úrsula. Úrsula firma, deja la lapicera y mira a Ana. Cerone (tiende el papel a Ana): ¿Hermana? Ana: Con su permiso… voy a leer mi declaración. Cerone (inquieto): ¡Por… supuesto, hermana! Úrsula y el obispo se miran, ansiosos. Largo tiempo mientras Ana lee. Ana (por fin se dirige a Úrsula): Úrsula… ¿por qué nuestra Orden decidió no usar más el hábito? Úrsula (tras una mirada furtiva al obispo): Para que no nos diferenciáramos de la gente. Ana: La gente, en este lugar, muere; pero antes es torturada y denigrada. Cerone: ¿Qué significa esto, Monseñor? Monseñor: Ana, ¡firme eso, por favor! Ana: Usted sabe, Monseñor, que no puede ordenarme nada contra mi conciencia. Cerone: ¡Hermana! ¡El pelotón de fusilamiento espera! ¡Monseñor, que respete su autoridad! Úrsula: Ana, por lo que más quieras… Ana: Sabe, ¿señor Cerone?... mi padre amenazó con suicidarse cuando yo me hice monja. Y ahora, cuando voy a visitarlo, se vuelve loco porque me ve sin hábito. “¡Tengo que saber a qué atenerme!”, grita: “¿Qué eres, hija? ¿Qué es lo que eres?” Y le dan palpitaciones y tienen que acostarlo. Pero yo sé muy bien quién soy. Lo sé mejor que nunca. Una mujer de pueblo. Y una religiosa. Serenamente, rompe el papel. Cerone: ¡Monseñor! Úrsula (se abalanza sobre los papeles; la contienen): ¡Ana, no! ¡No me dejes!... ¡Déme mi declaración! ¡Suéltenme! ¡Es mentira! ¡Rómpanla! ¡Es mentira! Cerone: ¡Tengan a esa loca! ¡Y sáquenla de aquí! ¡Échenla a la calle! ¡Échenla! Úrsula: Ana, no quiero vivir si tú mueres. ¡No quiero! ¡No quiero! Y la luz decrece sobre la violenta, inútil reacción de Úrsula. Oscuridad.

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Ofertorio Luz en el altar. Monseñor levanta al Cielo la patena con la hostia, ante Úrsula y Severa, que están de rodillas. Monseñor: Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y este vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos. Ellos serán para nosotros pan de vida y bebida de salvación. Las mujeres: Bendito seas por siempre, Señor. Una lejana orden y una descarga. Todos se paralizan y se miran. Con dificultad, ahogado por el llanto que reprime, Monseñor levanta el cáliz. Monseñor: Recemos, hermanos, para que este sacrificio sea agradable a los ojos de Dios. Úrsula: El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestra salvación y la de toda su Santa Iglesia. La luz se apaga muy lentamente. Oscuridad.

Fin de “Golpes a mi puerta” Caracas, 1983

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