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Carlos Fuentes NICOLÁS GOGOL* Primera parte: La ausencia irónica 1 “Gran minuto, minuto solemne. A mis pies, arde mi pa

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Carlos Fuentes

NICOLÁS GOGOL* Primera parte: La ausencia irónica 1 “Gran minuto, minuto solemne. A mis pies, arde mi pasado; arriba de mí, a través de la niebla, brilla el porvenir indescifrable. Vida de mi alma, de mi genio, yo te imploro: ¡no te escondas! Vela sobre mí en este minuto y no me abandones en todo este año que tan seductor se me anuncia. Sé brillante, pleno de actividad y dedicado enteramente al trabajo y a la quietud... ¡Misterioso e impenetrable año de 1834! Mírame. Estoy a tus pies, de rodillas.” Nicolás Gogol escribió esta carta durante una noche de pasaje: la del 31 de diciembre de 1833 al primero de enero de 1834. Su tono es indicativo de un cierto patetismo que, invocando la tranquilidad para la creación, esconde la turbulenta complejidad de la misma: una creación inquieta, una imaginación sin sosiego, aunque la vida pueda ser simple. Y no lo es, a pesar de las apariencias: es cierto que carece de incidentes destacados, es una vida memorable sólo porque es la vida de Nicolás Gogol, pero en realidad no ocurre demasiado en ella, y sobre todo no ocurre lo que generalmente da espesor a una vida humana: no hay pasiones, no hay intimidad erótica con hombres o mujeres, no hay convicciones políticas: hay una familia y la patria, pero de ambas se trata de huir cuanto antes. Hay la amistad admirativa hacia un solo hombre, un genio generoso: Pushkin, el fundador de la literatura moderna en lengua rusa, el escritor incomparable, el Dante y el Shakespeare de ese vasto, poderoso y enigmático país que “no da respuestas” acerca de su destino, como escribe Gogol en el espléndido pasaje final de Las almas muertas: “¿Acaso no vuelas, mi Rusia, como una troika veloz e inalcanzable? ¡Bajo tus ruedas el camino humea, los puentes crujen, todo queda atrás de ti! ¡El testigo de tu paso se detiene en seco, asombrado por semejante maravilla de Dios! ¿NO es éste un rayo de luz arrojado desde los cielos? ¿Qué significa este aterrante vuelo? ¿Cuál es el desconocido poder de estos corceles, sin igual en el mundo? ¿Hay torbellinos en sus crines? ¿Hay una oreja sensitiva, alerta como una llama, en cada fibra?... La troika vuela, inspirada por Dios... ¿A dónde vas tan de prisa entonces, Rusia? ¡Dame una respuesta! Pero Rusia no responde. Con un tilín maravilloso suenan las campanillas; el aire cae hecho jirones, truenan y se convierte en aire; todas las cosas del mundo

l Prólogo a La creación de Nicolàs Gogol, por Donald Fanger, que próximamente publicará el Fondo de Cultura Económica, con cuya autorización se publica en Vuelta.

quedan detrás de nosotros y, mirados de soslayo, todos los demás pueblos y naciones se apartan del camino y le dan el derecho de paso.”

Si comparamos este célebre pasaje de Las almas muertas con el no tan célebre pasaje epistolar antes citado, encontraremos en éste ciertas constantes de la imaginación gogoliana; y en aquél su forma de trascenderlas. En la carta, hay un movimiento que se expresa como una columna: de arriba a abajo y de abajo arriba: “A mis pies, arde mi pasado; arriba de mí, brilla el porvenir... Estoy a tus pies, de rodillas”. Pero también horizontalmente, como fuga: el tiempo es indescifrable, se desarrolla en futuridad y es un tiempo escondido: una sucesión de días enmascarados: “Yo te imploro: no te escondas”. El tiempo, por definición, huye, se disfraza, se viste con neblina: el tiempo es en cierto modo un impostor, un ser disfrazado que nos niega siempre su verdadero rostro. La respuesta al tiempo así concebido no puede ser otra sino una imaginación patética: de rodillas, pero sin renunciar a una aspiración: de abajo hacia arriba, de la contemplación del pasado que arde “a mis pies” al porvenir que brilla “arriba de mí”. El tiempo es un aplazamiento constante: una identidad perpetuamente diferida. Ubicado en el umbral de un año que será decisivo en su vida, Gogol implora los frutos del tiempo enigmático, desplazado, concebido verticalmente, y le opone las formas románticas de la vida y la literatura: la fuga, el desplazamiento, el viaje. En el pasaje novelesco, Gogol traza un vasto horizonte perpendicular al tiempo erguido, humillante e inalcanzable a la vez: esa horizontalidad tiene un nombre: Rusia; ese nombre tiene un objeto que lo encarna: una troika; esa cosa, la troika, se mueve velozmente, disparada hacia el futuro, la meta, el destino, sembrando admiración y terror entre todos “los demás pueblos y naciones”. Pero ese estruendoso y veloz equipaje tiene a su vez dos características: la primera es que desconoce su destino, no puede dar respuestas; lo envuelven una serie de interrogantes. El segundo es que lo maneja un pícaro, un aventurero y engañador, un hombre disfrazado cuya identidad todos ignoran y por ello un ser cuya identidad depende de la que los demás decidan imponerle: su nombre es Chichikov, un estafador de identidad incierta que trafica en identidades más inciertas aún: las de siervos difuntos que el gran coyote ruso le trata de comprar a los terratenientes de la comarca para luego declarar las almas muertas al catastro y cobrarse 40 mil rublos sobre una inversión de 500 rublos, a razón de 5 a 10 rublos por cabeza de alma muerta. Un engaño; pero sobre todo un nuevo aplazamiento de la identidad: el tiempo no nos libra su destino, el personaje tampoco, y tampoco la tierra: ¿por qué ha de librarlo enton-

ces el escritor: su destino o el de su tiempo, su espacio o su personaje? El arte de Nicolás Gogol gira en torno al problema de la identidad diferida o engañosa, elevado a la forma literaria con tal fuerza e imaginación, con tal ironía y sentido de lo fantástico, que alcanza una sola identidad, y ésta es con el problema de la existencia. Tengamos presente este triunfo final del escritor a medida que nos adentremos en múltiples aspectos formales de su obra; como lo advierte Donald Fanger en su admirable estudio La creación de Nicolás Gogol, el autor ruso demostró más radicalmente que nadie en su siglo el poder del medio literario, y lo hizo, precisamente, mediante una fusión inseparable de la forma y el contenido: ambos son forma y ambos son contenido; investigar dónde termina uno y comienza el otro es desvirtuar la naturaleza misma del arte de Gogol, un arte en el que la advertencia de Georges Simmel, citada por Fanger, se convierte en principio y evidencia de la composición: forma y contenido son áreas relativas y subjetivas del pensamiento; lo que es forma en un aspecto, es contenido en otro. En efecto, para regresar a los dos textos disímbolos pero al cabo complementarios que he citado aquí, ¿cómo separar, en la carta, los datos vitales -las fechas, el lugar común de los buenos propósitos para el año nuevo, Gogol haciendo lo que todos hacemos en efemérides comparables- de la escritura, es decir, de la imaginación aplicada al tiempo, del aplazamiento de la certidumbre, del patetismo de la humillación arrodillada, de la expresión evocadora del deseo y de la manifestación de una franqueza desarmada que, al reflexionar, comenzamos a entender como una falsa sinceridad, una sinceridad expresada para justificar la sinceridad y por ello una sinceridad insincera? Es la realidad literaria lo que cuenta en esta carta, no la libación al Nuevo Año, y esa realidad es dinámica, imaginaria e irónica: contesta al enigma del tiempo con el enigma del hombre, como la invocación de la troika rusa contesta al enigma de un destino nacional con una sola respuesta: la de la ironía del escritor, que difiere su propio destino y su propia identidad, como lo hacen el tiempo y el espacio (el año de 1834 y la tierra rusa) para convertirlos a todos en la única realidad cierta o, por lo menos, atendible, a la mano: la literatura. Frágil realidad: ¿lo fue menos la realidad de la vida? II Gogol afirma repetidas veces que “no poseo vida fuera de la literatura”. En esto, como en tantas otras cosas, es el hermano mayor de Franz Kafka, para quien “todo lo que no es literatura me aburre, inclusive las conversaciones sobre la literatura”. Escribe en su Diario el autor de La metamorfosis: “Odio todo lo que no es literatura.” Y Gogol lo anticipa: “No poseo vida fuera de la literatura”. Esta actitud, explica Fanger, va a contrapelo de la expectativa romántica de que la creación de un arte superior “confiere significado a la persona del creador, le confiere una cualidad ejemplar”, referida tanto a la visión como pensamiento y “estimula curiosidad’ acerca de una doble transmutación: la de la conciencia y la experiencia de la vida en arte, y la de éste en aquéllas. Al cabo, la identidad de la persona priva, aunque se convierta en identidad artística. Semejante alquimia romántica no es posible en el caso de Gogol. Gogol es el anti-Byron ruso, sin Missolonghis ni

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incestos, ni escándalos ni duelos, ni amantes del sexo que sea, ni esposa ni hijos. No hay --decíamos- relaciones profundas con la política, el sexo, la sociedad, la nación o la familia, a menos que todo ello sirva para reflejar una ausencia y una mentira: una exageración que en su ausencia, falsedad o desproporción mismas, convoquen los espectros verbales capaces de aproximarnos a su única realidad y a su única identidad, que es la de un texto de Nicolás Gogol. Esta poética radical es indispensable para entender el logro artístico y humano de Gogol y dar crédito a la afirmación de Fanger acerca del lugar dominante del narrador ruso en la ficción del siglo XIX. “Todos salimos del abrigo de Gogol”, dijo famosa aunque apócrifamente Dostoyevsky, y yo quisiera ahora investigar, repetida, insistentemente, por qué pudo decir esto otro un creador de magnitud tan impresionante, y por qué debemos creerlo: ¿Por qué sale El Idiota del Abrigo? ¿Por qué, cómo dijo Wordsworth, llega a ser el niño el padre del hombre? Me adelanto a las conclusiones propuestas por Fanger para iluminar una posible contestación: Gogol es la encarnación de una ausencia mediante la creación de una contrarealidad verbal en la que la realidad sólo es real si es implícita y depende de la indirección, del aplazamiento de certidumbres, de un constante posponer de identidades. Esta es la razón misma de la poética narrativa de Las almas muertas, El Inspector, y los Cuentos de San Petersburgo: las tres obras maestras de Gogol. Gogol vive su corta vida -apenas cuarenta y dos añoscomo una larga enfermedad o, mejor aún, como una fatiga. También en esto se parece a Kafka, quien en sus notas apunta una leyenda de Prometeo en la que “todos terminan cansados por esta historia sin sentido. Los dioses se cansan, las águilas se cansan, la herida se cierra penosamente”. Esta imagen de la fatiga trágica evoca la afirmación de Nietzsche: “Cualquiera que ha construido un nuevo cielo, ha encontrado la fuerza para hacerlo sólo en su propio infierno”. Camus ve en Prometeo el más grande mito de la inteligencia rebelde: padre del mesianismo, la fraternidad y el rechazo de la muerte. Pero donde Camus ve una rebeldía inteligente, y Kakfa una fatiga igualmente lúcida, Gogol encontraría la inteligencia de una ausencia. Camus describe una inteligencia rebelde y melodramática, no trágica, que no se decide a darle la razón a su enemigo. Kafka encarna una inteligencia cansada como raíz de su propia lucidez. Gogol representa, en fin, la lucidez de la ausencia: su verdadera biografía, indica Donald Fanger, sólo es expresable como arte, como implicación, como ausencia. Nos dice Fanger: “No se definió a través de una experiencia continua... con clase social, política o lugar, y si fue esclavo de su cuerpo, consiguió serlo de la única manera que no profundizase su auto-conocimiento a través de la experiencia del otro.” La reflexión y el conocimiento del cuerpo de Gogol por Gogol se limita a la hipocondria y al sistema digestivo. Su único texto erótico personal lo escribe en una carta del año 1837, mientras contempla la lenta agonía de un bello joven ruso, Josef Vielgorsky, en Roma. Sin embargo, nada se gana con especular sobre la impotencia y el hornoerotismo probables de Gogol. Lo importante de la circunstancia es que para Gogol el cuerpo del otro sólo es atractivo en vertientes extremas: el cuerpo sólo es deseable en la muerte o en la aproximación de la muerte.

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Pero este hecho, como todos los de su vida breve, sólo tiene realidad en la medida en que se traslada a la literatura, y no es posible afirmar que la necrofilia sea un factor erótico central en Gogol: la muerte en sus obras también es irónica: Akakiy Akakievich, el pequeño burócrata de Petersburgo, regresa como fantasma a espantar y despojar a los dueños de abrigos elegantes. Y la ironía es siempre un aplazamiento de la identidad: ¿quiénes están muertos, la lista de siervos o los terratenientes que se los venden a Chíchikov: Sobakévich, Pliushkin, Nozdrev? Las intenciones declaradas del autor acaso merecen más respeto que las especulaciones psicoliterarias: la vida es indistinguible de la escritura: “Vivo y respiro a través de mis obras”. De allí que Fanger titule su libro, precisamente, La creación de Nicolás Gogol, no el arte de Gogol separado de la vida de Gogol, sino la creación de la obra como una realidad inseparable de la creación del hombre: la medida del individuo Gogol es la de su arte, Gogol no tiene existencia fuera de su arte y su arte es la proyección de la ausencia de su vida: como Akakiy Akákievich en El abrigo, como Jlestajov en El inspector y como Chíchikov en Las almas muertas, Nicolás Gogol es también un personaje textual. No creo por ello traicionar las intenciones de Donald Fanger si me atrevo, pasajeramente, a revertir su definición para encontrar en Nicolás Gogol al más gogoliano de los personajes: Gogol creó su propia vida como si ocurriese en un cuento de Gogol. Balzac dijo que “la realidad se ha tomado el trabajo de imitar a la ficción”. Quiso decir con ello algo que los latinoamericanos entendemos de sobra: la realidad supera constantemente la imaginación de sus inventores; Antonio López de Santa Anna todavía no encuentra una imaginación que abarque todo su esplendor grotesco, y sin duda tenemos

otros personajes contemporáneos que igualmente superan el delirio imaginativo de cualquier Gogol presente. Los otoños de nuestros patriarcas por fuerza son también inviernos y primaveras, y canículas de quietud semejante a la muerte. En 1967, Vargas Llosa y yo, desde Londres, invitamos a algunos novelistas latinoamericanos a contribuir a un libro que se titularía “Los padres de las patrias” y en el que cada uno -García Márquez, Carpentier, Roa Bastos, Donoso, Cortázar, Otero Silva- escribiría cincuenta cuartillas sobre su tirano nacional favorito. No fue posible coordinar tántas y tan disímiles voluntades: el libro no se integró, pero, en cambio, de él nacieron El otoño del patriarca, El recurso del método, y Yo, el supremo. Seguramente, tanto en la idea original como en sus ricos aunque improvisados resultados, no fue sólo el modelo de la realidad pasada -Juan Vicente Gómez, Cipriano Castro, el Doctor Francia- lo que permitió crear estas obras, sino también (e incluso sobre todo) la calidad imaginativa de Roa, García Márquez y Carpentier: los dictadores reposan, tranquilos o torturados, vayan ustedes a saber, en sus tumbas, y su realidad de papel no estaba determinada por evento alguno de sus vidas. Sin embargo: ¿podemos hoy imaginar las vidas sin el prisma deformante de las novelas citadas? La vida de Nicolás Gogol ocupa este lugar singular respecto a su propia obra: carece de interés si no es vista como parte de la creación de Nicolás Gogol: el texto presupone a la vida en el sentido de que ésta tiene sentido (o sólo es legible) como un texto gogoliano. Es más: retrospectiva, aunque simultáneamente, esa vida es parte de un universo gogoliano que trasciende al autor y sus obras para crear una tradición gogoliana en la cual se distingue una clara herencia contemporánea en obras como las de Franz Kafka y Milan Kundera. Pero Gogol mismo es el heredero de la tradición carnavalesca de la literatura que Mijail Bajtin describe para explicar la obra de Rabelais, y loes también de la tradición cervantina cuyos grandes temas coinciden notoriamente con los que Fanger emplea para explicar a Gogol: la metamorfosis, el camino, el desplazamiento, la identidad, el reconocimiento. Sólo dentro de estas premisas me atrevo a hablar de una vida gogoliana que es parte inseparable de una obra y de una tradición gogolianas.

III Gogol gogoliano: Donald Fanger evoca dos estatuas del escritor. Una, inaugurada en 1909, es del escultor Andreyev. Sentado, envuelto en un gabán, con la cabeza colgante y los hombros caídos, Nicolás Gogol es allí una figura de melancolía perversa: la estatua refleja una obra que fue, según Merejovsky, “un largo ejercicio de deformación artística”. La otra estatua, erigida en Moscú por órdenes de Stalin en el centésimo aniversario de la muerte del escritor, nos presenta a un hombre erguido, alto, desafiante, la mirada luminosa, la barbilla decidida: Gogol el realista, Gogol el progresista, Gogol el ciudadano, a punto de montar en su tractor. Sobra decir que la aparición de la segunda estatua significó la prohibición de la primera, restaurada sólo al morir el dictador.

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Entre ambas esculturas -la trágica y la heroica- se pasea un duendecillo: Gogol como personaje de Gogol, el estudiante “nuevo” que llega del campo ukraniano al gimnasio de ciencias superiores de Niezhin con un perfil puntiagudo y una cabeza pequeña que emerge de su ropa abrigada como de un plumaje: un pajarraco encerrado herméticamente, escribe su condiscípulo Liubitch-Romanovich, en ropas excesivas y demasiado calientes para el clima. Tarda mucho en desvestirse, añade el compañero de banca. La ropa -el abrigo- es un caparazón como el de Samsa en L a rnetamorfosis: el cuerpo está ausente, diferidos su presencia y su placer. Lo llaman “el enano misterioso”. Requiere, nos dice su biógrafo Henri Troyat, del secreto; el secreto es el resorte de su vida. A su madre le escribe desde la escuela: “Nadie me oyó quejarme... Elogié a quienes causaron mi desgracia. Es cierto que para todos soy un enigma. Nadie me adivinó...” Este enigma humano, pajarraco puntiagudo y enano misterioso hace su aparición en el mundo académico, burocrático, editorial y literario ruso. Es una realidad que es también un engaño: su madre cree que Gogol, como un personaje de Gogol, es el autor de todas las novelas de éxito que se publican en Rusia. El hijo ha sembrado la semilla del engaño: es lo que es, pero en una dimensión que lo disfraza y engaña a los demás. El disfraz alcanza proporciones delirantes: la madre llega a creer, y afirmar ante todos, que su hijo Nicolás Gogol, personaje de Nicolás Gogol, es el genio que ha inventado todas las maravillas tecnológicas que en esos años van apareciendo en Rusia: la madre le atribuye al hijo nada menos que la invención del ferrocarril y de la navegación a vapor. La madre es cómplice del hijo, es la lectora ideal de Gogol. Pero Gogol gogoliano tiene un cómplice para el desplazamiento de identidades no sólo en la madre-lector, sino en el hermano-escritor: ¡Qué novelesco es el origen de Las almas muertas como regalo -ofrenda, mejor- que Pushkin le hace una noche a Gogol! “Desde hace tiempo -escribirá Gogol en su Confesión de un autor- Pushkin me invitaba a emprender una gran obra. . ..Me dijo: ¿Por qué, poseyendo el talento de adivinar al hombre y de pintarlo de cuerpo entero con unos cuantos trazos, como si viviese, por qué no comienzas una o b r a importante? ¡Es una verdadera lástima! Después evocó mi débil complexión, las enfermedades que podrían poner fin prematuro a mis días. Me citó el ejemplo de Cervantes que,

aunque autor de algunas novelitas admirables, jamás habría ocupado entre los escritores el lugar que ahora es suyo, si no se hubiese sentado a escribir Don Quijote. En conclusión, Pushkin me regaló su propio rema, del cual él quería extraer una especie de poema. Escuchándole, creo que jamás lo hubiera cedido a otro, si no a mí”.

El regalo de Pushkin fue la historia de un aventureroque adquiría a bajo precio las almas muertas de los difuntos para inscribirlas como almas vivas en el catastro, aprovechándose de la anomalía del censo que repetidamente mantenía los nombres de los siervos muertos entre dos revisiones oficiales, y derivando de la estafa un provecho económico.

Dueño de su tema, concebido como un desplazamiento cómico a lo largo y ancho de Rusia, Gogol gogoliano debe huir de Rusia para escribirlo en secreto, de lejos, disfrazado de ruso en París y Roma, inventando engaños paralelos a los de Chíchikov para mantener la homonimia gogoliana de la vida y la obra -la creación de Nicolás Gogol-: ¿hay algo más gogoliano que su regreso a Rusia en 1839, cuando desde Moscú le escribe una carta a su madre, pero fechada en Trieste, en la que le dice a su cómplice original de imposturas: “Por lo que hace a mi regreso a Rusia, todavía no decido nada. Estoy en Trieste, donde comencé a tomar baños de mar... ?

Mientras tanto, en Ukrania, la cabecita blanca se menea... Con razón dice Troyat que “como otros se alivian al decir la verdad, (Gogol) respiraba a gusto sólo en la impostura...” Busca aliviar su cuerpo, busca aliviar su pobreza, busca tiempo para su imaginación y su escritura, se mueve ante los medios oficiales, busca apoyos, elogia al zar y al autoritarismo, maniobra sin cesar para sobrevivir como enigma creador, como ser disfrazado, como personaje gogoliano, ofendiendo por igual a los occidentalistas progresistas reunidos bajo las banderas renovadoras de Bielinsky y a los tradicionalistas eslavófilos y oficialistas agrupados bajo la égida reaccionaria de Pogodin. Hay que pensar que prefería a los primeros porque fue más gogoliano con los segundos: a Pogodin le pide albergue en Moscú durante el año de la censura, primero, y la publicación, en seguida, de Las almas muertas, 1842, y vive en esa casa un capítulo inédito de la épica cómica de Chíchikov:

Gogol detesta a Pogodin seguramente por la debilidad del

crítico eslavófilo en recibirle en su casa, y deja de hablarle. El anfitrión y su indeseado huèsped se comunican mediante cartitas enviadas de recámara a recámara, y en ellas se insultan y compadecen de tener que vivir juntos bajo el mismo techo. Pogodin le da de comer a Gogol; hasta le da dinero. Razones para que Gogol lo deteste aún más e insista en prolongar su estancia: es un limosnero con garrote digno de una comedia de Plauto, Molière o Sheridan: digno del Inspector de Gogol. El se lo merece todo y nada tiene que dar a cambio: él es Gogol, personaje de Gogol. Pogodin se queja amargamente de Gogol, le reprocha sus caprichos, su hipocresía, sus mentiras, sus groserías con Pogodin, la mujer de Pogodin y la madre de Pogodin. Pero Gogol ha establecido una sola condición para aceptar la hospitalidad del sufrido crítico literario: “Nadie debe contrariarme, jamás”. Cuando, poco después de la publicación de la novela, Gogol al fin deja la casa de los Pogodin, cada uno se expresa en sendas cartas. Dice Pogodin: ‘Suspiro de alivio... Una montaña se deslizó de mis espaldas... Gogol es un personaje abominable...”

Y, por su parte, Gogol escribe: “Pogodin es vil, deshonesto y poco delicado... Es una vileza recordarle al hombre que se alberga que debe ser agradecido... Pogodin sólo merece mi desprecio...”

- No hay diferencia entre la vida diaria y la obra literaria: ambas son objeto de deformación constante. Gogol sale del escenario del Inspector compartido con la familia Pogodin y se desplaza, huye otra vez de Rusia, del éxito popular de Las almas muertas y de la crítica estúpida que las recibe: “obra superficial, folletinesca, caricatura de la verdadera vida rusa”, dice Bulganin en La Abeja del Norte; “Caricatura grosera... Personajes inverosímiles, exagerados, canallas repugnantes, imbéciles...“, opuestos a la concepción patriótica de la literatura, dice Polevoi en El mensajero ruso; “Historia abracadabrante y vulgar. Gogol es, un pobre escritor que confunde a Chíchikov con la vida real... Faltas de sintaxis, solecismos, pleonasmos”, exclama Senkovsky en Biblioteca para la lectura. Y todos a uno: Gogol es peor que Paul de Kock. Belinsky, siempre el gran Belinsky, encabeza la defensa. Pero Gogol se va a tomar las aguas a Alemania y desde Gastein solicita, como si de ello dependiese su salud, las críticas adversas de las que viene huyendo: “Mis pecados, mostradme mis pecados, mi alma siente sed de conocerlos”,

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escribe en 1842. A nadie le ha dado su cuerpo; entonces los médicos se apoderan de él: ese mismo año, todos pueden ver a un personaje de Gogol tomando baños helados en la playa de Ostende en Bélgica: un pajarraco tembloroso y mojado rodeado de doctores gogolianos. El Dr. Krikkenberg en Halle le ordena que se vaya a vivir a una isla helada para curarse de los nervios; el Dr. Carus en Dresden le ordena que se hinche de aguas en Carlsbad para curarse el hígado; y el Dr. Priessnitz en Gralfenburgo lo condena a meterse de nuevo en el agua fría.

“Vivo como en un sueño -escribe Gogol desde una playa invernal en 1845- a ratos envuelto en sábanas húmedas, a veces metido en una tina, a veces friccionado, a veces regado, a veces corriendo convulsivamente para calentarme. Sólo siento el agua helada; ni siento ni conozco otra cosa”.

“Dios mío”, exclamo Balzac en su lecho mortuorio, “me han matado veinte mil tazas de café!“. “Oh mis Demonios, -pudo hacerle eco Gogol- me han matado veinte mil inmersiones en agua helada: prefiero el calor del infierno.” Regresa a Rusia en 1848 emaciado y curvo, un signo de interrogación perpetua en el cuerpo. El personaje viene a decirle adiós a la tierra sin respuestas y al tiempo indescifrable. Participa en fiestas, las da; aparece a veces disfrazado como el pícaro simpático, el mimo, el seductor, el anfitrión insuperable que prepara ponches y lee en voz alta; otras veces es el miserable y grosero terrateniente, el burlador provinciano sabelotodo que bosteza en las narices de sus invitados: es Jlestajov, es Chíchikov, es Sobakevitch, es Nozdrev, todo a la vez. Moribundo, recibe al padre Matías, un pope de barba rojiza salido también de las páginas de Gogol, quien le increpa en el lecho final: ** -¡La debilidad de tu cuerpo no excusa evitar el ayuno! “-¡Reniega de Pushkin, era un pecador y un pagano! “-¡Piensa en salvar tu alma, no en alinear frases sobre un papel!” No escribe. No come. No duerme. Sueña: tentaciones diabólicas. Se envuelve para morir en una sábana fría y mojada. El último médico, el Dr. Klimmentov, llega y le riega la cabeza con un buche de aguardiente. Agua helada: agua ardiente. Gogol exclama sus últimas palabras, delirante: *.

-¡Adelante! ¡A la carga, a la carga contra el molino!” El paso hacia la muerte es el paso hacia la página escrita: Gogol personaje de Gogol muere invocando a Don Quijote y entra a la tumba viva del libro, a la fuente de la narración moderna: el universo cervantesco. ¿Qué importa que sus funerales sean gogolianos a morir? Los eslavófilos y los occidentalistas luchan por el privilegio de enterrar el pequeño cuerpo de cera, coronado de laureles: La pugna se resuelve en el caos final: la muchedumbre invade la iglesia, todos quieren besar la mano del muerto, arrancarle una hoja a su corona, ver si el cadáver todavía ríe: voltean el catafalco; huyen. El Gogol gogoliano ha muerto. Deja en herencia sólo un reloj de oro que ciertamente fue de Alejandro Pushkin y un abrigo negro con cuello de terciopelo que quizás perteneció a Akakiy Akakievitch.

IV Las obras completas de Gogol estaban en proceso de impresión cuando el autor murió en 1852. La censura las prohibió de inmediato. Se temió al muerto que en vida, dice Troyat, sólo quiso ser un hombre de orden, respetuoso de la autoridad zarista. ¿Se convirtió en un revolucionario al morir? Más bien, el duende de Gogol, personaje de Gogol, siguió negándose a toda clasificación fácil: ni el Gogol trágico de Andreyev, ni el Gogol heroico de Stalin, sino un escritor cuya vida y obra se confunden y se construyen (o se reconstruyen, porque la vida y obra también se aniquilan constan-

temente en el acto de su creación/recreación) en un encuentro pulverizado de humores mínimos y de antimaterias espectrales: vida y obra, obra y muerte. Quiero partir ahora de esta simbiosis destacada por Donald Fanger para ir al elemento microscópico que las une. La obra y la vida de Gogol germinan a partir de un caldo microbiano que, ya lo he sugerido, es el de una visión anómala de las cosas: deformadas, excéntricas, grotescas. La crítica tradicional se ha detenido minuciosamente en el reomorfismo perverso de Gogol: su inclinación a darle a los rostros y cuerpos humanos la forma de objetos grotescos y banales. En Las almas muertas, por ejemplo, hay personajes cuyas caras son como pepinos alargados, o como calabazas, de aquellas con las que se fabrican las balalaikas. El terrateniente Plushkin tiene ojos que salen como ratoncillos veloces de bajo sus cejas altas y pobladas. Y en La avenida del Neva, las mangas de las damas les permitirían elevarse súbitamente en el aire “si sus caballeros no las detuviesen”. “Levantar a una dama en el aire -concluye la frase gogoliana- es tan fácil y agradable... como llevarse a la boca u n a copa de champaña”. La ficción de Gogol está dominada por el cambio súbito, dice Fanger. No se trata, sin embargo, de evocar las metamorfosis, descendientes de Ovidio y precursoras de Kafka, que objetivamente ilustran muchos de los cuentos de Gogol, de las transformaciones de mujeres y brujas en los cuentos de “Mirgorod” y la transformación del hombre en su propia “Nariz” en el cuento de ese nombre, sino de comprender que el tema del cambio posee una profunda significación para todos los hombres y mujeres, pues es, en cierto modo, la raíz de todas las cosas: la realidad de la realidad. Gogol lo dice bellamente en La avenida del Neva. E l símbolo de la pureza romántica, el pintor Piskariov, para quien la pérdida de la pureza es idéntica a la pérdida de la inteligencia, ha seguido a una bellísima muchacha por la principal avenida de Petersburgo al anochecer. La muchacha, recordarán ustedes, lo conduce al castillo de la impureza. Al entrar al prostíbulo, Piskariov descubre en su amante ideal a una cortesana tonta y vulgar. Pierde su ideal pero gana su sueño. Y sin embargo, entre ambos una sensación de desasosiego intenso le permite al pintor comprender que “un demonio había roto el mundo entero en pedazos, para mezclarlos en seguida sin orden alguno.” La metamorfosis, que es uno de los grandes temas de Gogol, posee un sentido que trasciende el acto del cambio súbito, y éste es el de la reconstitución de una unidad original, quebrada y dispersa por fuerzas diabólicas: no sabemos quiénes somos, lo que tomamos por real es un engaño, la tarea del hombre y de la mujer -sobre todo la del artista, sobre todo la del escritor- es luchar imposiblemente, pero sin desmayo, por descubrir la realidad oculta, la realidad reconstituible detrás de la dispersión, la realidad verdadera detrás del engaño de una posición social, una función burocrática, una identidad falsa que los demás nos atribuyen y, sobre todo, detrás de un uso determinado (falsificador) del lenguaje. Del arte de Luis Buñuel dije en alguna ocasión que la ruptura es el precio de la experiencia; pero también es la condición de la poesía, nutrida por la pluralidad de sentidos si en verdad ha de aspirar a, y acaso reconquistar, la visión

unificadora. La paradoja de lo poético es que se alimenta de esta ruptura, al tiempo que intenta construir una nueva unidad derivada de la síntesis de una originalidad perdida y de una experiencia concreta. Lo mismo podría decirse del arte de Nicolás Gogol. La metamorfosis gogoliana no es gratuita, no es un mero efecto espectacular o de diversión (aunque bien podría, y legítimamente, serlo). Aquí no lo es porque la metamorfosis no se detiene en su propio juego sino que de manera insistente sirve de base a toda una construcción formal y temática sin la cual sería difícil concebir el destino de la ficción moderna.

V “La avenida del Neva miente a cada hora del día y de la noche”, concluye Gogol su primer cuento de San Petersburgo: Es el demonio en persona quien ilumina allí las lámparas y arroja luz sobre hombres y cosas, pero sólo para “mostrarlos bajo un aspecto ilusorio y mentiroso”. Para volver a ver la realidad, para traspasar la mentira y aclarar el engaño, Gogol se vale de todo un dispositivo literario. Nos pide en primer lugar confiar en la perspectiva, pero también en el acercamiento; igualmente necesarios en el combate por la verdad son los lentes que necesitamos para ver los soles, y los que necesitamos para ver los insectos. Pero nada veremos a menos que bañemos el mundo en la luz de la extrañeza. La realidad siempre nos engañará si la aceptamos como tal, complaciente. Gogol -es su segunda arma, tras la de la metamorfosis- nos invita a concebirla como un engaño y a despertar violentamente a través de la sensación de extrañeza que el escritor emplea con tan extraordinarios resultados a lo largo de su obra. Donald Fanger me dice en conversación que es casi imposible captar fuera de la lengua rusa esta extrañeza gogoliana -en realidad este hacer extraño, o ostranenie- que se expresa ante todo en el medio de comunicación del lenguaje. Pero si el lenguaje gogoliano “no pasa” en traducción (lo mismo podría decirse, según entiendo, de Pushkin) en cambio el estilo si pasa: en Gogol es el estilo de una extrañeza que orquesta, dice Fanger, múltiples voces en la narrativa y el diálogo. Gogol crea un nuevo discurso novelesco de base sinecdótica, en el que el detalle revela la totalidad -la fórmula latina de la pars pro toto- e integra un estilomosaico, o estilo-orquesta, en el que los elementos dispares y discretos se unen para crear la ilusión de un todo. Esta ilusión se funda en un uso determinado del lenguaje y es aquí, inmediatamente, donde la totalidad estilística comienza a atentar contra sí misma: ni siquiera en esa unidad debemos creer; es otro engaño, y el lenguaje de Gogol, “exótico”, “extraño”, “no familiar”, es ya un signo precursor de la estética de la enajenación del espectador propuesta y practicada en nuestro tiempo por Bertolt Brecht. Incapaz de citarles a ustedes los ejemplos de la extrañeza verbal de Gogol, sí puedo evocar, en cambio, una extrañeza de acciones que no sabrían sostenerse, creo yo, sin una ilusión pareja de rareza verbal. Actos como éste: El propietario Sobakevitch, quien se parece a un cuervo y cuyas posesiones -mesa, sillas, sillones- exclaman “¡Y también me parezco a Sobakevitch!“, ofrece a Chichikov una comida épica -carnero, tartaletas con natas, pavo relleno

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de huevo, arroz e higadillos-, servida por una señora que parece un ganso. Sobakevitch posee un discurso tan copioso como su comida y unos poderes de persuasión y regateo extravagantes para negociar la venta de almas muertas. Sin embargo, toda esta riqueza de caracterización no alcanza su pináculo gogoliano hasta el momento en que Chichikov le da la mano en señal de despedida al terco Sobakevitch y éste no se la suelta sino que, además, le pisa un pie y lo retiene con una loca violencia cómica que habremos de conocer, con otros propósitos pero con idéntica extrañeza de estirpe gogoliana, en los actos de Stavroguin en Los demonios d e Dostoyevsky o en los del protagonista de La edad de oro de Buñuel. Aquél jala las narices (el apéndice más gogoliano) de un invitado a una fiesta; éste jala las barbas (la defensa más castellana) a un conductor de orquesta wagneriano: sus actos son hijos de la provocación gogoliana, como lo son las célebres travesuras del surrealismo: la invitación a cachetear a un muerto hecha por Peret y Breton o la cachetiza pública a una dama de alcurnia en un banquete perpetrada por Aragon. Juegos de manos son de villanos: y uno de los más extraños ocurre cuando Chichikov se niega a jugar a las cartas con el tramposo Nozdrev y éste, que cariñosamente llama a sus manos, en francés, les superflues, intenta golpear con un brazo tan incontrolable como el de Nixon la mejilla de su huésped, pero Chichikov apresa ambas manos de Nozdrev y se aferra a ellas mientras el anfitrión grita a sus criados -los villanos- para que lo salven del juego del juego de manos. Esta misma extrañeza se apodera de otras escenas de Las almas muertas, notablemente en el capítulo octavo, cuando en la habitación de Chichikov, “habitación bien conocida del lector”, nos dirá Gogol, “con la puerta condenada por una

cómoda y los rincones poblados de cucarachas”, el protagonista contempla su rostro en un espejo, admirándose durante una hora entera, hasta darse una trompadilla en la barbilla y decirse: “¡Ale, guapo !“. Esto no es extraño, ni excepcional siquiera: podría escribirse otra novela sobre lo que la gente hace frente a sus espejos cuando los espejos están mirando. Lo es, en cambio, que Chichikov culmine su autocelebración ejecutando una cabriola. Sus efectos, añade Gogol, no fueron dañinos: el buró tembló y el cepillo de la ropa cayó al suelo. La extrañeza gogoliana, en su aspecto minúsculo pero insinuante, se integra en ocasiones con el sentido de la metamorfosis que ya señalé: hay mujeres con mantones rojos pero sin calcetines que cruzan las calles como murciélagos al atardecer; hay el empleo superior del non sequitur verbal, casi una premonición de Lewis Caro11 y el país de Alicia: “los pacientes del hospital se están recuperando como moscas”, se le informa optimistamente al alcalde y éste es un especialista de la poesía del absurdo: “Alejandro Magno es un héroe -dice-, pero ¿para qué romper las sillas?“. Hay, al cabo, una mirada extraña, poco usual en la narrativa anterior a Gogol, pero a la que el cine nos ha acostumbrado: Chichikov se duerme en medio de una nevisca de plumas de edredón, se acurruca en forma de pretzel y despierta a la mañana siguiente para ver auna mosca que lo mira desde el cielo raso mientras otras dos se han posado, una en su ojo y otra en su aleta nasal: ésta es absorbida por el tune1 de la respiración y Chichikov despierta de plano, estornudando. Me apresuro a señalar que lo más extraño de la extrañeza de Gogol es que envuelve una temática que en su momento le fue criticada con escándalo por su “vulgaridad”: en efecto, Gogol es el novelista que introduce un despreciable tema en la literatura rusa: el tema pobre, banal, insignificante, vulgar. Su antecedente, ciertamente, es Pushkin; pero el gran poeta no es figura clave de la novela rusa, o de la europea, y él mismo escribe esto sobre Gogol: “Ningún otro escritor había tenido el don de exhibir tan claramente el poshlost de la vida.” La palabra rusa p o s h l o s t -tan parecida a la palabra indígena americana potlacht- indica algo de escaso valor, cosa baja ordinaria e insignificante: basura. El p o t l a c h t americano es una escalada de valores en virtud de la cual cada regalo del individuo o de la tribu es correspondido con otro valor estimado superior: es superior la tribu o el individuo cuyo potlacht ya no puede ser correspondido. He hablado de James Joyce como el conductor de un potlacht verbal contemporáneo, que convierte toda la basura del lenguaje en oro de la literatura. El poshlost de Gogol cumple una función similar : “Mientras más ordinario sea el objeto -dice el autor ruso- más grande debe ser el poeta para extraer de él lo extraordinario”. Para Gogol no hay temas vulgares. “Bendito el creador para el cual no hay tema bajo en la naturaleza -leemos en el retrato-: En lo banal, el artista-creador es tan grande como en lo grande; en lo despreciable, no encuentra nada digno de desprecio”. Ya hemos visto cómo la vulgaridad temática fue uno de los pecados que cierta crítica mayoritaria y exquisita enderezó contra Las almas muertas en el momento de su aparición. Este tipo de admoniciones acompañaron a Gogol durante toda su carrera y desde la aparición de su primer libro, Las

tardes de la aldea, en 1831, Pushkin Se dirige a sus amigos rogándoles que, “por amor del cielo”, tomen la defensa de Gogol