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La vida de las formas seguida de Elogio de la mano H enri Fo c il l o n U n iv e r s id a d N a c io n a l A u t ó n

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La vida de las formas seguida de Elogio de la mano

H

enri

Fo c il l o n

U n iv e r s id a d N a c io n a l A u t ó n o m a d e M é x ic o

M éxico, 2010

La vida de las form as seguida de Elogio de la m ano

© H enri Focillon,

1934

© Presses Universitaires de France,

1943, 20 07

Vie d e fo rm e s su ivi de E loge d e la m ain

© E scu ela N a cio n a l de A rtes P lá s tic a s U n iv ersid a d N a c io n a l A u tó n o m a de M é x ic o Av.

C onstitución

60 0,

La C oncha, Xochimilco,

16210, DF

Prim era edición junio 11,2010 Traducción: Fernando Z am ora Águila Edición: Rodolfo Peláez

Diseño de cubierta: Ofelia Ayuso A udry Fotografía de portada: Abadía de Sanies Creus, C ataluña, 1150. D.R. ©

2010,

U n iv ersid a d N a c io n a l A u tó n o m a de M é x ico

C iudad Universitaria, Coyoacán, ISBN: 978-607-02-1512-4

Impreso y hecho en México.

0 45 1 0 , DF

L a v id a de las f o r m a s

9

I. El m u n d o de las formas

11

II. Las formas en el espacio

37

III. Las formas en la m ateria

63

IV. Las form as en el espíritu

81

V. Las form as en el tiem po

97

E l o g io de la m a n o

i i7

La vida de las formas

i. E l

m u n d o

d e

la s

fo r m a s

L O S P R O B L E M A S P L A N T E A D O S P O R LA IN T E R P R E T A C IÓ N D E LA

obra de arte se nos presen tan co m o contradiccio nes casi o b ­ sesivas. Pues la lejana obra de arte tiende hacia lo ún ico afir­ m á n d o se co m o un todo, co m o un absoluto; al m is m o t i e m ­ po, pertenece a un com plejo sistema de relaciones. Resulta de un a actividad in d ep en d ie n te y trad uce un ensu e ñ o su p erior y libre, au n q u e tam bién convergen en ella las energías de las civilizaciones. Igualm ente (si q u erem os respetar p o r el m o ­ m en to los té rm in o s de u n a oposición sólo aparente), la obra es m ateria y es espíritu, es form a y es contenido. Q uienes se o c u p a n de su definición la califican según sus n ecesida­ des personales y las p articu laridad es de sus investigaciones. Q u ien la hace, al detenerse a reflexionar sobre ella, se ubica en un plano distinto al de quien la c o m en ta y, si utiliza los m ism os térm in o s que éste, les da otro sentido. Aquel que la disfruta p ro fu n d a m e n te — tal vez sea el más delicado y sabio de to d o s — la am a p o r sí misma: cree alcanzarla y p o seer su esencia, adem ás de envolverla con la red de sus propios su e­ ños. La obra de arte se h u n d e en la m ovilidad del tiem p o y pertenece a la eternidad. Es particular, local e individual, al tiem p o que un testigo universal. Pero tam bién ejerce un c o n ­ trol sobre sus diversas significaciones y, co m o ilustración de

la historia, del ser h u m a n o y del m u n d o m ismo, es creadora del ser h u m a n o y del m u n d o , a la vez que establece en la h is­ toria un orden irreductible a cualquier otra cosa. Es así co m o alrededor de la obra se acu m u la esa vege­ tación exu berante con la cual la decoran sus intérpretes, a veces llegando a ocultárnosla p o r completo. Y, sin embargo, p o r su naturaleza acoge todas sus posibilidades, quizá p o r ­ que están implicadas en ella m isma. Ése es un aspecto de su i n m o rta lid a d y, si se m e p erm ite hablar así, ésa es la e te rn i­ dad de su presente, la p ru e b a de su rebosante h u m a n id a d y del inagotable interés que suscita. Mas, a fuerza de hacer que la o b ra de arte sirva a fines particulares, se la priva de su a n ­ tigua d ign id ad y se le arrebata el privilegio del milagro. Esa m aravilla, a la vez fuera del tiem p o y som etida al tiem po, ¿es acaso u n simple fen ó m e n o de la actividad de las culturas, un capítulo de la historia general, o más bien un universo que se agrega al universo, con sus leyes, materiales y desarrollo; con u n a física, u n a quím ica y una biología capaces de d ar a luz a u n a h u m a n id a d aparte? Para avanzar en su estudio, sería necesario aislarla provisionalm ente. De ese m o d o p o d ría m o s ap re n d e r a verla, pues en p rim era instancia está configurada para la vista. El espacio es su ámbito, m as no el espacio de la actividad co m ú n — el del estratega o del turista— , sino el espacio intervenido p o r u na técnica que se define co m o m a ­ teria y co m o m ovim iento. La obra de arte es p o n d eració n del espacio, es forma: esto es lo que d eb e m o s considerar antes que nada. Balzac escribe en u n o de sus tratado s políticos: «Todo es forma, y la vida m ism a es u n a forma». No sólo es p o s i­ ble c o m p re n d e r y definir tod a actividad en la m ed id a en que to m a form a e inscribe sus curvas en el tiem po y el espacio, sino que tam b ién la vida m ism a actúa esencialm ente co m o

cread o ra de formas. La vida es form a, y la fo rm a es el m o d o de ser de la vida. Las relaciones que u n e n entre sí las form as en la naturaleza no p o d ría n ser p u ra m e n te contingentes, y lo que llam am os vida n atural tiene el valor de u n a relación necesaria en tre formas, sin las cuales ella n o sería lo que es. Lo m is m o vale para el arte: las relaciones form ales d e n tro de u n a o bra y entre las obras constituyen u n o rd e n , u n a m e t á ­ fora del universo. Pero al p re sen tar la fo rm a c o m o la c u rv a de u n a activi­ d ad nos ex p o n e m o s a dos peligros. El p rim e ro es d e s p o ja r­ la, reducirla a u n c o n to rn o o un diagram a. Por eso d eb e m o s a b o rd a r la fo rm a en to d a su p lenitud y en to d o s sus a sp e c­ tos; la fo rm a co m o con stru c ció n del espacio y de la m ateria, tanto si se m anifiesta p o r el equilibrio de las m asas, p o r las variaciones de lo claro y lo oscuro, p o r el tono, el to q u e y la m anch a, c o m o si surge a rq u ite ctó n ic am en te o es esculpida, p in ta d a o grabada. En seg u n d o lugar, ten g am o s el c u id a d o de no sep arar n u n c a en este ám bito la c u rv a y la actividad, c o n sid e ra n d o aparte esta últim a. M ien tras q ue el te m b lo r de tierra existe con in d e p e n d e n c ia del sism ógrafo y las v aria cio ­ nes en la presión atm osférica no d e p e n d e n de las m arcas en el baró m e tro , la o b ra de arte no es m ás que forma. En otras palabras, no es la m arca o la c u rv a del arte en tan to actividad: la o b ra es el arte m ism o; no lo significa, lo en gendra. La i n ­ tención de la o bra de arte no es la o b ra de arte. U na rica serie de co m e n ta rio s y evocaciones realizados p o r los artistas m ás c o m p e n e tra d o s con sus tem as, o p o r los m ás hábiles p ara p in ta r con palabras, no p o d ría o c u p a r el sitio de la m ás m i ­ n úscula o b ra de arte. Para existir, ésta debe re n u n c ia r al p e n ­ sam iento, separarse de él; debe inscribirse en la espacialidad, m e d ir y cualificar el espacio. En esa ex terio rid ad es d o n d e reside su p rincipio interno. Ahí está, ante n uestro s ojos y en

nuestras m anos, co m o u n a especie de irru pción en un m u n ­ do que no tiene n ad a en c o m ú n con ella, salvo el pretexto de la imagen en las llam adas artes imitativas. T am bién la naturaleza crea formas, e im p rim e figuras y sim etrías en los objetos que la constituyen y en las fuerzas con que a n im a a tales objetos; au n q u e a veces h em o s qu erid o verla com o obra de un Dios artista, de un H erm es oculto c a ­ paz de inventar com posiciones. Las ondas, p o r más estables y rápidas que sean, tienen u n a forma. La vida orgánica dibuja espirales, esferas, m ean dro s, estrellas, y si quiero estudiarla p o d ré asirla gracias a la form a y al núm ero. Pero apenas estas figuras intervienen en el ám bito y en los tem as m ism o s del arte, adqu ieren un nuevo valor y dan origen a sistemas po r com pleto inéditos. Nos cuesta trabajo a d m itir que estos sistemas inéditos sean capaces de conservar su carácter excepcional. Siempre hab rá la tentación de buscar para la form a un sentido que no sea ella m ism a, así co m o de co n fu n d ir la no ción de “form a” con la de “im agen” —que implica la representación de un o b ­ je to — y sobre to d o con la de “signo”. El signo significa, m i e n ­ tras que la form a se significa. Y cu a n d o el signo adquiere un valor formal em inente, este valor actúa con fuerza sobre el valor del propio signo: p u ede dejarlo vacío, o bien desviar­ lo de su ca m in o y dirigirlo hacia u n a nueva vida. O c u rre así p orq u e la form a está envuelta p o r un halo, define estricta­ m ente el espacio, y evoca otras formas. La form a persiste y se propaga en lo im aginario, au n q u e más bien deb e m o s co n si­ derarla co m o u n a especie de fisura p o r d o n d e p o d e m o s dejar en tra r a un d o m in io incierto — ajeno al espacio y al p e n s a ­ m ie n to — un tropel de im ágenes ansiosas p o r nacer. Esto ex­ plica, tal vez, todas las variantes o rn a m e n tales del alfabeto y, p articu larm ente, el sentido que tiene la caligrafía en las artes

del lejano O riente. Según reglas precisas, los caracteres son traz ado s m edian te el pincel con rasgos finos y gruesos, b r u s ­ cos y p arsim on iosos, con o rn a m e n to s y con abreviaciones que definen diversos estilos, y de ese m o d o d an cabida a u na sim bólica que se s o b re p o n e a la sem ántica y es incluso capaz de solidificarse y fijarse, al g rad o de convertirse en u n a nueva sem ántica. Este juego de intercam bios y su perposicio nes de la form a y del signo escrito nos b rin d a o tro caso, m ás cercano a nosotros: el tra ta m ien to o rn a m e n ta l del alfabeto árabe y la utilización en el arte cristiano occidental de la escritura kufi. ¿Entonces, la form a está vacía y se nos presen ta c o m o u n a cifra que, erran te en el espacio, va tras un n ú m e ro que se le escabulle? De n in g u n a m anera. La form a tiene un s e n ­ tido, el cual le p ertenece totalm ente; tiene un valor personal y p artic u la r que no d eb e m o s c o n f u n d ir con los atributos que le im p o n em o s. Tiene u n a significación y recibe acepciones. U n a m asa arquitectónica, u n a co m p osición so n o ra o u n trazo pictórico existen y valen ante to d o p o r sí m ism os; sus c u a ­ lidades fisonóm icas p u e d e n g u a rd a r fuertes sem ejanzas con las de la naturaleza, p ero no se c o n f u n d e n con éstas. A sim ilar fo rm a y signo implica a d m itir la distinción convencional e n ­ tre la form a y el fondo, lo cual p u ed e extraviarnos si olvi­ d am o s que el c o n ten id o fu n d a m e n ta l de la fo rm a es fo rm a l. Lejos de que la fo rm a sea el ropaje fortuito del fondo, lo in ­ cierto y cam biante son m ás bien las diversas acepciones de este último. A m e d id a que los viejos sen tid os se debilitan y desaparecen, nuevos sentidos se agregan a la forma. La red de o rn a m e n to s de la que se agarran los dioses y los héroes s u ­ cesivos de M eso p o tam ia, cam bia de n o m b re p ero no de fi­ gura. Incluso, desde que u n a fo rm a aparece es susceptible de ser leída de diversas m aneras. Y au n respecto a las épocas m ás fue rtem en te organizadas, cu a n d o el arte sigue reglas

tan rigurosas c o m o las de la m atem ática, de la m úsica y del sim b o lism o — así lo h a m o s tra d o Ém ile M ále— , p o d e m o s p e r m itirn o s p re g u n ta r si el teólogo q ue dicta el p rogram a, el artista que lo ejecuta y el creyente que recibe esas leccio­ nes acogen la fo rm a y la in terp re tan del m is m o m od o. Hay u n a región de la vida espiritual en que las form as m ejor d e ­ finidas re p erc u te n de m a n e ra diversa. Lo log rado p o r Barres con la Sibila de Auxerre, al v incu lar u n a visión ad m ira b le y graciosa con la m ateria en que, a la so m b ra del tiem p o y del santuario, la v em os figurada, lo hizo tam b ién el artista, pero de o tro m o d o , al seguir las operacion es de su p en sam ien to. Y fue diferente ta m b ié n lo que hicieron tan to el sacerdote que dibujó a la Sibila c o m o tod o s los s oñ ado res posteriores que h a n puesto atenció n a las sugestiones que la fo rm a i rra ­ dia en las siguientes generaciones. P o d e m o s e n te n d e r la iconografía de distintas m aneras, sea c o m o v aried ad de form as con u n m is m o sentido, sea c o m o v ariedad de sentidos con u n a m ism a form a. A m b o s m é to d o s p o n e n de relieve p o r igual la in d e p e n d e n c ia respec­ tiva de los dos térm in o s. A veces la fo rm a ejerce u n a especie de atracción sobre diversos sentidos; o, m ás bien, se p re s e n ­ ta c o m o u n m o ld e ah u e c a d o en d o n d e el ser h u m a n o vierte u n a tras o tra diferentes m aterias que se so m eten a la c u r v a ­ tu ra que las pre sio na y a d q u ieren así u n a significación nueva. A veces la fijeza tenaz de un m is m o sen tido se a d u e ñ a de ex ­ p eriencias form ales que no son n ec esaria m e n te un p ro d u c to suyo. P u ed e suce d er que u n a fo rm a se vacíe p o r com pleto y sobreviva largo tie m p o a la m u e rte de su contenido , o bien que u n a ren ovación inesp erad a la enriquezca. Al copiar los n u d o s de las serpientes, la m agia sim pática inventó el e n tr e ­ lazado. Sin d u d a alguna, este signo tiene un origen profilác­ tico, y p o r eso ha d ejado su huella en la sim bología atrib uid a

a Esculapio. Pero el signo se convierte en fo rm a y, ya en el m u n d o de las formas, en g e n d ra tod a u n a serie de figuras que en lo sucesivo ya no tienen n in g ú n nexo con su origen. C o n a b u n d a n te s variaciones se presta a la decoración m o n u m e n ­ tal de ciertas construccio nes cristianas de O riente, en d o n d e p ro d u c e las o rn a m e n ta c io n e s m ás rig u ro sa m e n te a rtic u la­ das. D onde, adem ás, este signo se adapta tanto a las síntesis que c u id ad o sa m en te o cultan la correlación entre sus propias partes, co m o al genio analítico del Islam, que se sirve de él p ara c o n s tru ir y aislar figuras regulares. En Irlanda, aparece en el en su e ñ o huidizo, re petido u n a y o tra vez, de un u n iv er­ so caótico que o p rim e y disim ula en sus repliegues los vesti­ gios o los gérm enes de los seres vivos. Se enro sca alred edo r de la vieja iconografía, hasta devorarla, y crea u n a im ag en del m u n d o que no tiene n ada en co m ú n con el m u n d o , así c o m o u n m o d o de p ensar to talm e nte ajeno al pen sam ien to. Entonces, incluso cu a n d o nos c o n fo rm a m o s con p o n e r la m ira d a sobre simples esquem as lineales, la idea de una po d ero sa actividad de las form as se im p o n e con fuerza ante nosotros. Pues éstas tien d en a realizarse con ex tre m a fuerza. Y lo m ism o o cu rre con el lenguaje: tam b ién el signo verbal p ued e volverse un m olde que acoge un sinfín de acepciones y que, elevado a la categoría de form a, vive extrañas a v e n tu ­ ras. Al escribir estas líneas no p o d e m o s olvidar las ac e rta ­ das críticas de Michel Bréal a la teoría fo rm u lad a p o r A rséne D a rm esteter en La vida de las palabras. Esta vegetación, a p a ­ rente y m etafóricam ente au tó n o m a, expresa ciertos asp e c­ tos de la vida del intelecto, esto es, aptitudes activas y pasi­ vas del espíritu h u m an o , así c o m o un m aravilloso ingenio para la deform ació n y el olvido. Pero sigue siendo justo decir que tiene sus decadencias, sus proliferaciones y sus m o n s ­ truos: un evento in esp erado los provoca, o un im p acto que

estrem ece y, con un a fuerza ajena y su perior a los hechos de la historia, po n e en juego los m ás insólitos procesos de destrucción, de desviación y de invención. Si de estas capas profu n d as y com plejas de la vida del lenguaje p asam o s a las regiones superiores en que éste ad quiere un valor estético, vem os que sigue realizándose el principio form ulado más arriba (cuyos efectos h ab rem o s de co n firm a r m uch as veces a lo largo de nuestros estudios): el signo significa, pero cu a n d o se vuelve form a aspira a significarse, crea un nuevo sentido para sí m ism o, se busca un co n ten id o y da a éste u n a vida joven m ediante asociaciones y dislocaciones de los m oldes verbales. La lucha entre el genio purista y el genio de la i m ­ p rop iedad constituye un ferm en to innovador, un episodio violen tam ente an tin ó m ic o de este desarrollo, al que p o d e m o s in terpre tar de dos m odos: co m o un esfuerzo hacia el logro de u na m ayor energía sem ántica, o co m o la m anifestación dual de ese trabajo in tern o que plasm a form as fuera del m ovedizo terreno de los significados. Las form as plásticas p resentan p articularidades no m e ­ nos notables. T enem os bases para p en sa r que constituyen un o rd e n al cual a n im a el m o vim iento de la vida: están s o m e ­ tidas al principio de las m etam orfosis — que las renueva de m o d o p e r m a n e n te — , así co m o al principio de los estilos, que progresiva e irregu la rm en te p o n e a p ru e b a las relaciones e n ­ tre estas formas, después las fija y p o r fin las desbarata. C o n s tru id a con hileras de ladrillos, tallada en m árm ol, fu n d id a en bronce, fijada bajo el barniz, grabad a sobre el c o ­ bre o la m adera, la obra de arte es ap a ren tem e n te inmóvil. Expresa un deseo de estabilidad y es un freno o un m o m e n to en el tiem po transc u rrido . Pero en realidad es p ro d u c to de un cam bio y a la vez p re p ara o tra transform ació n. En una m ism a figura hay m uch as otras, c o m o en esos dibujos en que

los m aestros, b u sca n d o la precisión y la belleza de un m o ­ vim iento, su p e rp o n e n varios brazos un id o s a un solo h o m ­ bro. Los bocetos de R e m b ra n d t a b u n d a n entre sus obras; el esbozo da m o v im ien to a la o bra m aestra. D ecenas de ex p e­ riencias, recientes y cercanas, fo rm a n u na red antes de que la im agen se haga evidente y se defina. Pero esta m ovilidad de la forma, esta aptitud suya p ara e n g e n d ra r diversas figuras se advierte m ejo r c u a n d o se la exa m in a d e n tro de límites más estrechos. Las más rigurosas reglas, que al parecer existen p ara desecar la m ateria form al y reducirla a u n a m o n o to n ía extrem a, son precisam ente las que m ejo r p o n e n de relieve su inagotable vitalidad, debida a la riqueza de sus variaciones y a la aso m b ro sa fantasía de sus m etam orfosis. ¿Hay algo más alejado de la vida, de sus flexiones y su elasticidad, que las c o m b in acio nes geom étricas de la decoración m u su lm a n a? Éstas fueron e n g e n d rad a s p o r un ra zo n am ien to m atem ático basad o en cálculos, y son reductibles a áridos esquem as. Pero de n tro de esos severos m arcos, u n a suerte de fiebre im pulsa y multiplica las figuras; u n extraño genio de la com plicación enreda, repliega, d e sc o m p o n e y re co m p o n e el laberinto que form an. Su m ism a inm ovilidad, fulgurante, se transform a; pues a d m ite n varias lecturas y — d e p e n d ie n d o de los vanos y las paredes, de los ejes verticales y diagonales— ocu ltan o revelan tan to los secretos c o m o las realidades de múltiples posibilidades. Un fe n ó m e n o análogo se p ro d u c e en la escul­ tu ra rom ánica, d o n d e la form a abstracta sirve c o m o fuste y sop orte p ara u n a im agen qu im érica de la vida anim al y de la vida h u m an a; d o n d e la figura m o n s tru o sa , siem pre e n c a ­ d en a d a a u n a solución arq uitectó nica y o rn a m e n tal, renace siem pre bajo apariencias inéditas, c o m o p ara en g a ñ arn o s y engañarse a sí m ism a respecto a su cautiverio. Se presenta c o m o follaje retorcido, águila con dos cabezas o sirena m a r i ­

na, o bien c o m o un com bate entre dos guerreros. Se d e s d o ­ bla, se enlaza alre d ed o r de sí m ism a y se devora. Sin exceder sus propios límites, sin ser infiel a sus principios, este P roteo agita y despliega su frenética vida, consistente en el rem o lino y la o n d u lació n de u n a fo rm a elemental. Se p u ed e o bjetar que la fo rm a abstracta y la form a fa n ­ tástica, cu a n d o se constriñ en a necesidades básicas y qu ed a n sujetas a éstas, al m en o s son libres con respecto a los m odelos de la naturaleza, p ero que no es así en el caso de la obra de arte que respeta la im agen de dichos m odelos. N o o b s ta n ­ te, éstos p u ed e n tam b ién considerarse c o m o el fuste y el s o ­ p o rte de las m etam orfosis. El cu e rp o del h o m b re y el cu e rp o de la m ujer m an tie n e n cierta constancia, p ero lo que se p ued e cifrar con los cu e rp o s m asculinos y fem enin os es inagotable­ m en te variado. Esta variedad transform a, agita e inspira las obras m ejo r co m pu estas y las m ás serenas. N o vam os a b u s ­ car ejem plos de esto en las páginas del m an g a q ue H o k u sa i1 llenó con sus croquis de acróbatas, sino en las c o m p o sic io ­ nes de Rafael. C u a n d o la Dafne de la fábula se tra n s fo rm a en laurel, debe p asar de u n reino a otro. U na m etam orfosis m ás sutil pero no m en o s rara, q ue respeta el cu e rp o de u n a bella joven, nos lleva de la Virgen de la Casa de Orleans a la Vir­ gen en la silla, m aravillosa con ch a de espiral tan p u ra y bien torneada. Pero en sus com posicio nes que enlazan am plias guirnaldas h u m a n a s es d o n d e captam os m ejo r a este genio de las variaciones arm ó nicas, q ue no deja de com binar, u n a y o tra vez, figuras en las cuales la vida de las form as no p e rs i­ gue otro fin q ue ella m ism a y su p ropia renovación. Los m a ­ tem áticos de la escuela de Atenas, los soldados de la M asacre de los inocentes, los pescadores de Pesca m ilagrosa, Im peria 1 K a tsu sh ik a H o k u sa i, fu e ju s ta m e n te q u ie n a c u ñ ó el té rm in o m a n g a e n 1814 p a ra re fe rirse a sus 13 v o lú m e n e s d e h is to rie ta s [N. del T.J.

sentada a los pies de Apolo o arro dillada delante de Cristo, he aquí diversos eslabones de un p e n s a m ie n to formal que se vale del cu e rp o h u m a n o c o m o elem ento y sostén, p o n ié n d o lo al servicio de un juego de sim etrías, con trap osicio nes y alter­ nancias. La m etam orfosis de las figuras no altera los hechos de la vida, p ero genera u n a nueva vida, no m en o s com pleja que las vidas de los m o n stru o s en la m itología asiática y de los m o n s tru o s rom ánicos. Sin em bargo, m ientras q ue estos últim os están al servicio de un a r m a z ó n abstracto y de cálcu­ los m o n ó to n o s, el o rn a m e n to h u m a n o —de u n a a r m o n ía in ­ variable e in có lu m e— gen era a p a rtir de esta a rm o n ía necesi­ dades nuevas e inagotables. La fo rm a p u ed e volverse fórm ula y canon, esto es, in terru p c ió n b rusca y ejem plo típico; pero es, ante todo, m ov im ien to vital en un m u n d o cam biante. Las m etam orfosis n u n c a dejan de recom enzar, y sólo las n o r ­ m as estilísticas tien den a coord inarlas y estabilizarlas. El té rm in o “estilo” tiene dos sentidos m u y diferentes y aun opuestos: el estilo es un absoluto; un estilo es u n a v aria­ ble. C o n artículo definido, la palabra designa u n a cualidad sup erio r de la obra de arte que le p e rm ite escapar al tiem p o y es u n a especie de valor eterno. C on ceb id o c o m o u n ab so ­ luto, el estilo es ejem plo de estabilidad y vale para siempre; se parece a u n a cim a entre dos p en dientes que delim ita las alturas. C o n esta no ció n el ser h u m a n o m anifiesta su necesi­ d ad de reconocerse en su vasta inteligibilidad y en lo que tie­ ne de estable y de universal, más allá de las o n du lacio ne s de la historia, m ás allá de lo local y lo particular. Por el c o n tra ­ rio, u n estilo es un desarrollo, un co njunto co herente de for­ mas u n idas p o r u n a conveniencia recíproca, pero en busca de su arm o nía, pues ésta se hace y se rehace de diversas m a ­ neras. Hay m o m en to s, flexiones y repliegues incluso en los estilos m ejor definidos. Esto ha sido establecido desde hace

m u c h o tiem p o p o r el estudio de los m o n u m e n to s arq u ite c tó ­ nicos. Por ejemplo, los fun da do res de la arqueología m e d ie ­ val francesa, p a rtic u la rm e n te C a u m o n t, nos h a n en se ñ ad o que el arte gótico no p o d ría considerarse co m o una colección de m o n u m e n to s : m edian te el análisis riguroso de las form as lo definieron co m o un estilo, es decir, co m o u n a sucesión e incluso c o m o un en c aden am iento. El m ism o tipo de an áli­ sis nos m u estra que cada u n a de las artes p u ede en ten derse co m o un a clase d en tro de un estilo — e incluso la existencia m ism a del ser h u m a n o , en tanto la vida individual y la vida histórica, son formas. ¿Q ué es, pues, lo que constituye un estilo? Los e le m e n ­ tos form ales con valor de indicios, que en co n ju n to in te­ gran su re p e rto rio o léxico y que, a veces, son u n p o d e ro s o in s tru m e n to suyo. Tam bién — a u n q u e es m e n o s ev id e n te — , se c o m p o n e de u n a serie de relaciones, de u n a sintaxis. Un estilo se sostiene p o r sus m edidas. N o de o tro m o d o lo e n ­ te n d ía n los griegos al definirlo según las p ro p o rc io n e s rela­ tivas de las partes. M ás q u e la sustitución de la m o ld u ra p o r las volutas en el capitel, lo que d istingu e al o rd e n jó n ico del d ó ric o es un nú m ero . Por eso q u e d a claro que la c o lu m n a del tem plo de N e m e a es u n m o n s tru o , pues, a u n q u e d ó r i ­ ca p o r sus elem en tos, tiene m ed id as jónicas. La h isto ria del o rd e n dórico, o sea de su desarrollo c o m o estilo, consiste ú n ic a m e n te en la b ú s q u e d a de m ed id as y en la v ariación de éstas. Pero hay otras artes en d o n d e los elem e n to s c o n s titu ti­ vos tien en un valor fu n d a m e n ta l, c o m o en el gótico. De éste se p u e d e dec ir que se e n c u e n tra p o r entero en la ojiva, que ella lo h ac e y de ella e m a n a en to d o s sus a sp e cto s. A u n ­ q ue d e b e m o s to m a r en cu e n ta qu e en algu nos m o n u m e n t o s la ojiva aparece sin e n g e n d ra r un estilo, esto es, u n a serie de c o rre s p o n d e n c ia s calculadas. Las p rim e ra s ojivas l o m b a r ­

das no d iero n n a d a en Italia. El estilo b asa d o en la ojiva se logró en o tra parte; en o tro suelo p re p a ró y d esarrolló todas sus secuelas. Esta actividad de u n estilo en proceso de definirse, que tanto se define co m o evade su definición, se la presenta en general co m o u n a “evolución”, to m a n d o este té rm in o en su sentido m ás am plio y vago. M ien tras que tal co ncepto es­ taba contro la d o y cu id a d o s a m e n te m atizado p o r las ciencias biológicas, la arqueología lo to m ó c o m o un m arco cóm od o, co m o un p ro c ed im ie n to de clasificación. En otro lado m ostré lo peligroso que era p o r su carácter falsam ente a r m ó n ic o y p o r su trayectoria lineal; asim ism o, p o r el em pleo en casos d u d o so s — en q ue se ve al futuro enfrentarse con el p a s a d o — del recurso extrem o de las “transiciones” y p o r la in cap a­ cidad de d ar un lugar a la energía revolucionaria de los creadores. Toda interp retación de los m ovim ien to s estilís­ ticos debe to m a r en cu e n ta dos hechos esenciales: varios estilos p u ed e n vivir sim ultán eam ente, incluso en regiones m u y próxim as o en u n a sola región; los estilos no se d e s a rro ­ llan igual en las diversas esferas técnicas d o n d e se realizan. Hechas estas advertencias, p o d e m o s consid erar la vida de un estilo bien c o m o u na dialéctica, bien co m o u n proceso ex p e­ rim ental. N a d a m ás te n ta d o r —y, en ciertos casos, n ad a m ás f u n ­ d a d o — que m o s tra r las form as c o m o sujetas a u n a lógica in te rn a q u e las organiza. Igual que, al tocar el arco las c u e r ­ das del violín, la arena ex ten d id a sobre u n a placa vib ran te se m ueve y dibuja figuras sim étricas, u n prin cip io o culto — m ás fuerte y rigu ro so que cu a lq u ie r fantasía inventiva— propicia la re u n ió n de form as e n g e n d ra d a s p o r fisiparidad, p o r d e s ­ plaza m ie n to tónico o p o r co rresp o n d en c ia. E x ac tam en te lo m is m o o c u r re en el e x tra ñ o reino del o rn a m e n to y en to d o

arte q ue se sirve de éste som etién d o le el d iseño de las im áge­ nes. Pues la esencia del o r n a m e n to consiste en p o d e r re d u ­ cirse a las form as inteligibles m ás puras, y en el hecho de que la razó n g eo m étric a se aplique sin falla alguna al análisis de las relaciones entre las partes. Así es co m o Jurgis Baltrusaitis desarrolló sus notables estudios sobre la dialéctica o r n a ­ m ental de la escultu ra rom ánica. En ám bitos de ese tipo no es abusivo asim ilar estilo y estilística, o sea “reestablecer” un proceso lógico que —con u n a fuerza y u n rigor ya profusam e n e d e m o s tr a d o s — vive en el in terio r de los estilos, sin dejar de e n te n d e r que éstos, con el paso del tie m p o y en los distintos lugares, siguen trayectos cada vez m ás desiguales y m e n o s puros. A h o ra bien, es m u y cierto que el estilo o r ­ n a m e n ta l no surge ni p e r m a n e c e vivo m ás que gracias al d esarrollo de u n a lógica interna, de u n a dialéctica q ue vale sólo en relación consigo m ism a. Sus variaciones no d e p e n ­ d en de q ue incluya ap o rtes exóticos o de u n a elección ac­ cidental, sino del juego de sus reglas p ro fu n d as. Un estilo acepta y req uiere aportes, p ero de a c u e rd o con sus n ec esi­ dades: éstos le d an aquello que le conviene y él a su vez es capaz de inventarlos. Así, d e b e m o s m atizar y re strin g ir la d o c trin a de las influencias. Éstas, in terp re tad as to scam e n te y tra ta d as c o m o fuerzas en conflicto, siguen p e s a n d o sobre ciertos estudios. Este en fo q u e de la vida de los estilos, tan felizmente id ó ­ neo p ara el caso p artic u la r del arte o rn a m e n ta l, ¿es a d e c u a ­ do p ara to d o s los casos? Ha sido aplicado a la arq uitectu ra, especialm en te a la del gótico, q ue ha sido c o n sid erad o com o el desarrollo de un teo re m a no sólo en el c a m p o absoluto de la especulación sino en su d e s e m p e ñ o histórico. En efecto, no hay n in g ú n o tro caso en que se p u e d a ver m ejo r cóm o, a p a r tir de u n a fo rm a dada, se d eriv an hasta el m ín im o detalle

las felices conse cu en c ia s qu e se ejercen sobre la e s tru c tu ra, sobre la c o m b in a c ió n de las m asas, sobre la relación de los v an o s y las paredes, sobre el tra ta m ie n to de la luz y sobre el d e c o ra d o m ism o . N o hay cu rv as ap a ren te y re alm en te m e ­ j o r traz ad as q u e ésas, a u n q u e serían m al e n te n d id a s si no se aplicara en cada u n o de sus p u n to s sensibles u n a a c titu d expe rim en tal. C o n esto m e refiero a q ue se lleve a cabo u n a investigación ap o y a d a en logros anteriores, b a s a ­ d a en u n a hipótesis y a la vez g u iad a p o r u n r a z o n a m ie n to y realizada con u n a n o r m a tiv id a d técnica. En este sentido, p o d e m o s dec ir que la a rq u ite c tu ra gótica es tan to “en sa yada” c o m o ra zo n ad a , b ú s q u e d a e m p írica c o m o lógica in tern a. Su ca rác te r ex p e rim e n ta l se p ru e b a p o r el h e c h o de que, pese al rigor de sus p ro c e d im ie n to s , alg u n o s de sus e x p e rim e n to s q u e d a ro n sin con secuencias; en o tro s té rm in o s , h u b o d e s e ­ chos. N o c o n o c e m o s to d as las fallas que en la so m b ra a c o m ­ p a ñ a n al éxito. Sin d u d a se e n c o n tr a ría n ejem plos de esto en la histo ria del arb o ta n te, desd e q ue es m u r o d isim u la d o y esc o ta d o con un p asadizo h asta que es arco a la esp e ra de volverse un p u n ta l estable. P or lo d em ás, en a r q u ite c tu ra la n o c ió n de lógica tien e diversas ap lica cio n es q u e a veces co in cid e n y a veces no. La lógica de la vista, su n ecesidad de equilibrio y sim etría, n o n ec es a ria m e n te está de a c u e rd o con la lógica de la estru c tu ra , que a su vez n o es la del r a ­ z o n a m ie n to puro. La divergencia e n tre estas tres lógicas es m u y notab le en ciertos estadios de la vida de los estilos, p o r ejem plo, en el gótico flamígero. Pero es leg ítim o p e n s a r que los ex p e rim e n to s del arte gótico — los cuales, in te n sa m e n te relacio nad os entre sí, ex pulsan de su ru ta los ensayos in cier­ tos y sin p o r v e n ir — con stitu y en con su secuen cia y su e n c a ­ d e n a m ie n to u n a especie de lógica g ra n d io s a que con solidez clásica acaba p o r expresarse en la piedra.

Si del o rn a m e n to y la arquitectura p asam os a las otras artes, p a rtic u la rm en te a la pintura, vem os que en ésta la vida de las formas se manifiesta m ediante experim entos más num erosos, que se som ete a variaciones más frecuentes y a la vez más especiales. Pues en este caso las m edidas son m ás finas y perceptibles, y el material mismo, en la m e d i­ da en que es más maleable, d e m a n d a u n a m ayor indagación. Asim ism o, la n oción de “estilo”, al extenderse u n á n im e m e n te a to d o — incluso al arte de vivir— , cam bia sus cualidades se­ gún los materiales y las técnicas: el m ov im ien to no es u n ifo r­ m e y sincrónico en todos los ámbitos. M ás bien, a lo largo de la historia cada estilo d ep e n d e de u n a técnica que se im p one a las d em ás y que le da su propia tonalidad. Este principio, que p o d e m o s llam ar ley de la prim acía técnica, lo form uló Émile Bréhier a propósito del arte bárbaro, al que d o m in a la abstracción o rn a m e n tal con m en oscab o de la plástica antropom órfica y de la arquitectura. Por el contrario, en los estilos ro m án ic o y gótico el énfasis se pone sobre la arquitectura. Sabem os que en el ocaso de la Edad M edia la p intu ra tiende a prevalecer frente a las otras artes, invadiéndolas e incluso desviándolas. Pero aun en el interior de un estilo h o m o g én eo y fiel a sus p rioridades técnicas, las diversas artes no están sujetas a u n a dep e n d en cia p erm an ente. P ro cu ran estar de acuerd o con aquello que las gobierna, y lo logran m e d ia n ­ te ex perim en to s que no dejan de ser interesantes, co m o la adaptación de la figura h u m a n a a las claves o rnam entales, o las variaciones de la p in tu ra m o n u m e n ta l bajo la influencia de los vitrales. Después, cada arte busca vivir p o r su propia cu e n ta y liberarse, hasta que a su vez se vuelve dom inante. Esta ley, de aplicaciones tan fecundas, es quizá sólo un aspecto de u na ley más general. C ada estilo atraviesa varias edades y varios estadios. N o se trata de asim ilar entre sí los

perio d o s estilísticos y las edades de las personas, p ero la vida de las form as no se desarrolla al azar ni es un fondo d e c o ­ rativo ad a p ta d o a la historia y e m a n a d o de sus necesidades. Las form as siguen sus propias reglas, y éstas se e n c u en tran en su in terior o, si se quiere, en esas regiones espirituales d o n d e se asientan y se co ncentran. Por eso nos p e rm itim o s investigar có m o los g randes conjuntos, un id o s p o r un ra z o ­ n am ien to bien trabado y po r ex perim en to s bien eslabondos, se c o m p o r t a n a lo largo d e esos c a m b io s a los q u e lla­ m am o s su tran scurso vital. Los estadios que van re corriend o son más o m en os largos, más o m en o s intensos según los estilos de que se trate — etapa experim ental, etapa clásica, etapa de refinam iento, etapa b a rro c a — . Y estas distinciones no son quizá absolu tam ente nuevas, pero sí es nuevo re­ c o n ocer que —co m o ha m o strado , con un raro vigor a n a ­ lítico y p ara ciertos perio dos, D é o n n a —, en todos los m e ­ dios y en todos los m o m e n to s históricos, las etapas p resentan los m ism os caracteres formales, tanto que no cabe s o rp re n ­ derse al constatar las estrechas co rresp ond encias entre el a r ­ caísm o griego y el arcaísm o gótico, entre el arte griego del siglo V y las figuras de la p rim e ra m itad de nuestro siglo xill, o entre el flamígero — ese barro co del arte gó tico — y el ro c o ­ có. La historia de las form as no se traza con u n a línea ú nica y ascendente. Un estilo llega a su fin y otro nace. El ser h u m a n o se ve llevado a co m en z ar u n a y o tra vez las m ism as investiga­ ciones, y él m ism o — es decir, la constancia y la id entidad del espíritu h u m a n o — vuelve a empezar. Un estadio experim ental es aquél en d o n d e el estilo busca su definición. G eneralm ente se lo llama “arcaísmo” d a n d o al térm ino u na acepción peyorativa o favorable, según se vea en esa etapa un balbuceo tosco o u na prom esa incipiente —o, más bien, según el m o m e n to en que nosotros m ism os nos e n c o n ­

tra m o s — . Al seguir la historia de la escultura de estilo ro m á n i­ co en el siglo XI, vem os m ediante qué intentos, aparentem ente desordenados y “toscos”, la forma busca aprovecharse de las variaciones ornam entales e in corp orar a éstas el cu erp o h u ­ m ano, adaptándolo a ciertas funciones arquitectónicas. El ser h u m a n o todavía no se im pone com o objeto de estudio, y aun m enos com o m edida universal. El tratam iento plástico respe­ ta la potencia de las masas, su densidad de bloque o de muro. El m odelado se m antiene en la superficie, com o una ligera o n ­ dulación. Los pliegues, delgados y poco profundos, tienen el valor de u n a escritura. Así se c o m p o rta n todos los arcaísmos: tam bién el arte griego com ienza p o r esa u nid ad masiva, por esa plenitud y esa densidad; tam bién él sueña con m onstruos, a los que aún no hum aniza; todavía no se ha obsesionado por la m usicalidad de las proporciones hum anas, cuyos diversos cánones van a acom pasar su etapa clásica; no busca variantes más que en el cam po arquitectónico, al que concibe ante todo co m o espesor. Al igual que en el arcaísmo griego, en el ro m á ­ nico los experim entos se suceden con una rapidez d esconcer­ tante. El siglo VI griego y el siglo XI rom ánico son suficientes para elaborar un estilo; la prim era m itad del siglo v griego y el p rim er tercio del siglo XII rom ánico ven su desarrollo. El a r­ caísmo gótico es quizá todavía más fugaz: multiplica sus expe­ rim entos estructurales, crea tipos en los que uno pensaría que puede detenerse y luego los renueva hasta que, con Chartres, decide su futuro. En cuanto a la escultura del m ism o periodo, ejemplifica notablem ente la constancia de estas leyes. Resulta inexplicable si la consideram os com o la últim a palabra del arte rom ánico, o bien com o la “transición” del rom ánico al gó­ tico. Frente al arte del movimiento, presenta la frontalidad y la inmovilidad; frente a la ordenación épica de los tím panos, la m o n o to n ía del Cristo glorioso en el tetramorfo. Su m an era

de im itar los tipos de Languedoc la hace verse regresiva en re­ lación con éstos, más antiguos. Ha dejado en el olvido las reglas estilísticas que estructuran el clasicismo rom án ico y, cu a n d o parece inspirarse en ellas, lo hace de m o d o aberrante. Esta escultura de la segunda m itad del siglo XII, co n te m p o ­ ránea del barroco rom ánico, em p re n d e sus experim entos si­ guiendo otra vía y persiguiendo otros fines. Vuelve a empezar. N o bu sca rem o s agregar u n a m ás a la larga serie de defi­ niciones que se h an d ad o de “clasicismo”. Al enfocarlo c o m o un estadio o c o m o un m o m en to , ya lo estam os calificando. N o está de m ás indicar que es el m o m e n to en que las partes se a c o m o d a n m ejor entre sí; que es estabilidad y seguridad, luego de la in q u ietu d experim ental. Tal vez p o d e m o s decir que confiere solidez a los aspectos cam biantes de la b ú s q u e d a —y p o r lo m ism o es, en cierto sentido, co n c e sió n — . Así, la vida in term inab le de los estilos confluye en el estilo c o m o un valor universal, es decir, c o m o un o rd e n válido p ara siem pre y que, m ás allá de los giros del tiem po, establece lo que lla­ m á b a m o s la delim itación de las alturas. Pero no es el resul­ tado de u n co n fo rm ism o , puesto que, al contrario, surge de un a e x p e rim en tació n final, cuya audacia y fuerza im pulsiva conserva. ¡C óm o nos gustaría rejuvenecer u n a vieja palabra, desgastada a fuerza de tanto servir a justificaciones ilegítimas y hasta insensatas! El clasicismo es u n breve m o m e n to de p o ­ sesión p lena de las formas. N o se m anifiesta c o m o u n a lenta y m o n ó to n a aplicación de las “reglas”, sino c o m o u n a fugaz felicidad, c o m o el cucpri2 de los griegos, cu a n d o el fiel de la balanza apenas se mueve. Lo que espero no es verlo p ro n to inclinarse de nuevo, y todavía m en o s el m o m e n to en q ue se m an ten g a ab so lu tam en te quieto; espero que, en el m ilagro 2 En g rieg o , el a c m é es la c ú sp id e o el flo re c im ie n to d e u n p ro c e so [N. del T.].

de esa inm ovilidad vacilante, su tem b lor ligero e im p erc ep ti­ ble m e revele que la balanza está viva. Así es c o m o el estadio clásico se separa radicalm ente del estadio académ ico, que sólo es su reflejo m uerto. De m an era que las analogías o las identidades q ue a veces nos revelan los diversos clasicismos en el tratam ien to de las form as no son el resultado forzoso de u n a influencia o de u n a im itación. En el portal n orte de C hartres, las bellas estatuillas de la Visi­ tación, tan plenas y tan serenas, tan m on u m en tales, son m u ­ cho m ás “clásicas” que las figuras de Reims cuyos ropajes evocan la im itación de los m odelos rom an os. El clasicismo no es exclusivo del arte antiguo, que pasó po r diversos esta­ dios y dejó de ser clásico cu a n d o se volvió un arte barroco. Si los escultores de la p rim era m itad del siglo XIII se hubiesen insp irad o to do el tiem p o en el supuesto clasicismo ro m an o — del que aún se co nserv aban en Francia tantos vestigios— , h ab ría n dejado de ser clásicos. P rueba sobresaliente de ello es u n m o n u m e n to que m erecería ser am p liam ente analiza­ do: la Bella C ru z de la catedral de Sens. La Virgen, de pie a u n lado de su hijo crucificado, con sencillez y co m o en c e­ rrad a en la castidad de su dolor, m u estra todavía los rasgos de aquella p rim e ra ed ad experim ental del genio gótico que nos rem ite a los inicios del siglo v. La figura de San Juan del otro lado de la cruz es ev identem ente u n a im itación, p o r el t r a ­ tam ien to de los ropajes, de algún alto relieve galo -ro m an o; pero, sobre todo, la parte baja de su cu e rp o d e s e n to n a en ese co nju n to tan puro. La etapa clásica de un estilo no se “logra” desde el exterior. El d o g m a de la im itación de los antiguos pu ed e servir a los fines de cualquier tipo de rom anticism o. No vam os a m o s tra r aquí có m o las form as tran sitan de la etapa clásica a esos ensayos de refinación que, en la a r­ quitectura, p o n d e r a n la elegancia de las soluciones con stru c-

tivas hasta llegar a las m ás audaces paradojas, d esem b ocando en esa in d e p e n d e n c ia calculada de las partes y en ese esta­ do de m ag ra p ureza que son tan patentes en el llamado arte radiante; y to d o ello o c u rre m ientras la im agen del ser h u m a ­ no pierde p oco a po co su carácter m o n u m e n ta l y se separa de la arqu itectura, se adelgaza y se en riq u e ce con nuevas in ­ flexiones alre d e d o r de sus ejes, d a n d o así un sutil paso hacia el m odelado. La poesía de la carne d e s n u d a c o m o tema del arte propicia que los escultores se vuelvan en cierto m o d o pintores e incita en ellos el gusto p o r el fragm ento: la carne se vuelve carne y deja de ser m uro. La presencia de efebos en la representació n de la figura h u m a n a no es signo de juventud en un arte: p o r el contrario, es quizá un p r im e r y e n c an ta­ d o r a n u n c io de declive. Las esbeltas figuras de la Resurrección en el p ortal de Ram pillon, tan suaves y ágiles, o la estatua de A dán originaria de Saint D enis — aun m od ificada— , o ciertos frag m en to s de N o tre -D a m e hacen que sobre el arte francés de fines del siglo XIII y de to d o el XIV brille una luz ev o cad ora de Praxíteles. A h o ra ya sab em o s que estos ac er­ ca m ientos no son sólo cuestión de gusto, pues los justifica u n a vitalidad p ro fu n d a, siem pre en acción y siem pre eficaz en los diversos p e rio d o s y m edios de la civilización h um ana. Acaso p o d ría m o s p e r m itirn o s explicar de esa m a n e ra —y no ú n icam e n te p o r la sim ilitud en los p ro c e d im ie n to s — la se­ m ejanza de rasgos entre las figuras fem enin as pintadas en el siglo IV sobre los lecitos fu n erarios áticos y aquellas sensibles y flexibles im ágenes que, a fines del siglo XVIII, los m aestros japo neses dibujaban con pincel p ara los grabadores. El estadio b arro c o p e rm ite tam b ién re co n o ce r la c o n s ­ tancia de ciertos caracteres en los m edios y en los tiem pos m ás diversos. D espués de tres siglos, no es privativo de Europa, c o m o ta m p o c o el clasicismo es exclusivo de la c u l­

tu ra m ed iterrán ea . Es u n m o m e n to en la vida de las form as — sin d u d a el m ás lib e ra d o —, en d o n d e éstas h an olvidado o d e sv irtu ad o el p rincipio de la conveniencia interna, en la cual es esencial la co n so n a n cia con los m arcos, especialm ente los arquitectónicos. Las form as viven para sí m ism as con in te n ­ sidad, se d ifu n d e n sin control y proliferan co m o u n m o n s ­ t r u o vegetal. Se liberan in c re m e n ta n d o su n úm ero. T ien den a invad ir el espacio p o r todas partes, a pen e trarlo y abarcar todas sus posibilidades; e incluso diríam o s que se co m p la ­ cen en esta apropiación. En esa labor las ayudan la obsesión p o r el objeto y cierto delirio “sim ilarista”. Pero los e x p e ri­ m en to s a los que u n a fuerza secreta las arrastra van siem pre m ás allá de ese propósito. Tales rasgos son sobresalientes e incluso s o rp re n d en tes en el arte o rna m e n tal. En n in g ú n otro caso la fo rm a abstracta tiene u n valor expresivo, yo no diría m ás fuerte q ue éste, sino m ás evidente. Igualm ente, no hay o tro caso en q ue la confusión entre form a y signo sea más im periosa. La fo rm a no sólo se significa; significa un c o n ­ ten id o voluntario. Y p ara adaptarla a u n “sentido” hay que torturarla. Así es c o m o se ve favorecido el p re d o m in io de la pintura; o m ás bien, así es co m o todas las artes co m p a rte n sus recursos, s u p eran las fronteras que las separaban e inter­ ca m b ia n resultados. A la vez, p o r u na curiosa inversión, y p o r influencia de u n a nostalgia e m a n a d a de las form as m is ­ mas, se despierta u n interés p o r el p asado y el arte b a r r o ­ co b usca p a ra sí, en las regiones m ás antiguas, algo que e m u ­ lar; bu sca ejem plos y apoyos. Pero lo q ue el b a rro c o busca en la historia es su p ro pio pasado. Así c o m o E urípides o Séneca el trágico —y no E sq u ilo — insp iran a los p oetas franceses del siglo XVII, el b a rro c o ro m á n tic o a m a el flam í­ gero m edieval, esa fo rm a b a rro c a del arte gótico. No p re ­ te n d e m o s e q u ip a r a r en tod o s sus p u n to s el arte b a rro c o y

el ro m an ticism o , p ero si en F rancia esos dos “estadios” de las form a s p arecen distintos, ello se d eb e no sólo a q ue se suce d en en el tiem po, sino ta m b ié n a que entre am b o s hay un fe n ó m e n o histó rico de ru p tu ra , un breve y violento i n ­ tervalo o c u p a d o p o r un clasicism o artificial. Así, m ás allá de la zanja co n s titu id a p o r el arte de Jacques-Louis David, los p in to res franceses se u n e n a T iziano, T into retto , C aravaggio y Rubens; y m ás tarde, bajo el S eg u n d o Im p erio , se u n irá n a los m aestro s del siglo x v m . Por supuesto, las form a s en sus diversos estadios no es­ tán su s p e n d id a s en u n a región abstra cta p o r e n c im a de la tierra y del ser h u m a n o . Se fu sionan con la vida — de ésta p ro v ie n e n — tra s la d a n d o al espacio ciertos m o v im ie n to s del espíritu. Pero u n estilo defin ido no es sólo u n a etapa en la vida de las form as, o m e jo r d ich o no es sólo esta vida en sí. Es un m e d io form al h o m o g é n e o y c o h e ren te en cuyo interior el h u m a n o actú a y respira, un m e d io capaz de desplazarse en bloque. T en e m o s b loques góticos im p o rta d o s en el n o rte de España, en Inglaterra y en A lem ania, d o n d e subsisten con m ayo r o m e n o r energía y siguen ritm o s m ás o m e n o s rápidos que a veces a d m ite n form as antigu as q ue se vuelven locales — a u n q u e son im p ro p ias p ara la esencia del n uevo m e d i o — y a veces favorecen la precip itación o la p re c o cid ad de los m o ­ vim ientos. Estables o n ó m a d a s , los m ed io s form ales e n g e n ­ d ra n diversos tipos de e s tru c tu ra s sociales, así c o m o de esti­ los de vida, vocabu larios y estados de conciencia. De m o d o m ás general, la vida de las form as define sitios psicológicos sin los cuales el genio de cada m e d io sería o paco e in a p re n s i­ ble p ara to d o s los q ue h a b itan en él. La Grecia geográfica fue c o m o el so p o rte de u n a idea d e te r m in a d a del ser h u m a n o . Pero el paisaje del arte dórico, o m ás bien el arte d ó rico c o m o sitio creó u n a G recia sin la cual la G recia de la naturaleza

no sería m ás que un lu m in o so desierto. El paisaje gótico, o m ás bien el arte gótico co m o sitio creó u na Francia inédita, u na h u m a n id a d francesa, con u n a línea de ho rizo n te y un co n to rn o urbano, en fin, con u na poética que surgen de él y no de la geología o de las instituciones creadas p o r la d in a s ­ tía de los Capetos. ¿No es pro pio de un m edio formal traer al m u n d o sus mitos, a d a p ta r el pasad o a sus necesidades? Un m edio formal crea sus m itos históricos, que no se m o ­ delan sólo según el avance de los con o c im ien to s o según las necesidades espirituales, sino p o r las exigencias de la forma. Por ejemplo, vem os cóm o a lo largo del tiem p o se suceden oleadas de fábulas de la an tig ü ed a d m e d iterrán ea tra s la d a ­ das a imágenes. D e p e n d ie n d o de su inco rp o ració n al arte rom ánico, al gótico, al h u m an ista, al barroco, al clasicista o al rom ántico, esa fábula cam bia de figura y se ajusta a ciertos m arcos, se m odifica a d q u irie n d o ciertos perfiles y, en a p e ­ go al carácter de quienes presencian sus m etam orfosis, p r o ­ paga las im ágenes más diversas e incluso las más opuestas. Interviene en la vida de las formas, no co m o un antecedente invariable ni c o m o u na ap ortació n externa, sino co m o m a ­ teria plástica, dúctil. ¿No sucede que, al subrayar con tanto rigor los diversos principios que rigen la vida de las formas —y que repercuten en la naturaleza, en el ser h u m a n o y en la historia al grado de constituir un universo y u na h u m a n i d a d —, nos vem os lleva­ dos a aceptar un pesado d eterm in ism o? ¿No estam os desli­ gando la obra de arte de la vida h u m a n a para hacerla en trar en un au to m atism o ciego?, ¿no la sujetam os desde aho ra a u na seriación ni la estam os definiendo de antem ano? Nada de eso. Un estadio de un estilo o, si se prefiere, un m o m e n to en la vida de las formas es a la vez garante y p ro m o to r de la diversidad. El espíritu es v erd ad eram en te libre sólo en la

situación de seg u rid a d que provee u n a definición intelectual elevada. Sólo la firm eza del o rd e n form al p u e d e d a r a u t o ­ ridad a la creación d esenvuelta y esp on tánea. La m ay o r m u l ­ tiplicidad de ex p e rim e n to s y variaciones d e p e n d e del rigor de los m arcos, así c o m o un estad o de libertad ilim itada co n d u c e fatalm ente a la im itación. A u n q u e estos prin cip io s m is m o s fueran objetados, h ay dos o b servaciones q ue nos p e r m ite n sen tir c ó m o la u n id a d actú a y en cierta m a n e r a juega d e n tro de esos c o n ju n to s tan bien trab ado s. Las form as no se esq u e m a tiz an a sí m is m a s ni son su p rop ia represen ta ció n desn u d a . Su vida se realiza en u n e s p a ­ cio diferente al m arc o abstra cto de la geom etría; to m a c u e rp o en la m ateria, m e d ia n te los in s tru m e n to s m a n ip u la d o s p o r las personas. Es ahí, y no en o tro lado, en d o n d e existen, o sea en u n m u n d o p o d e r o s a m e n te concreto, v igo ro sam en te diverso. U na m is m a fo rm a con se rv a su o rg an izació n p ero cam b ia según las cu alidad es del m aterial, del i n s tru m e n to y de la m an o. N o es c o m o un m is m o texto im p reso sobre d i ­ ferentes papeles, p ues el papel es sólo el s o p o rte del texto; en u n dibujo, en cam bio, el papel es un elem e n to vital, es crucial. U n a fo rm a sin so p o rte no es form a, y el so p o rte m is m o es form a. Por tanto, al traz ar la genealogía de la o bra de arte se necesita to m a r en c u e n ta la in m e n s a v a rie d ad de técnicas, así c o m o m o s tr a r q ue el p rincipio de to d a técnica no es la inercia, sino la acción. Por o tro lado, hay q ue c o n sid erar al ser h u m a n o m ism o, q ue no es m e n o s diverso. El origen de esa diversid ad no r a ­ dica en el ac u e rd o o el d es a c u e rd o entre la raza, el m e d io y el m o m e n to , sino en o tra región de la vida q ue q uizá tam b ién involucra afinidades y a c u erd o s m ás sutiles q ue los acatado s a lo largo de la h isto ria p o r las sociedades. Hay u n a e s p e ­ cie de etno grafía espiritual — q ue rebasa los límites entre las

“razas” m ejo r definidas— de las familias espirituales, que se u n en p o r lazos secretos y que co nstan te m e nte se en c u en tran más allá de los tiem pos y los lugares. Quizás cada estilo, cada etapa de un estilo y cada técnica requieren, de preferencia, d e te rm in a d o tipo de ser h u m an o , d e te rm in a d a familia espi­ ritual. De cualquier m odo, en la relación de estos tres valores p o d e m o s captar la obra de arte a la vez com o única y com o elem ento de u n a lingüística universal.

E l e s p a c io e s e l l u g a r d e l a o b r a d e a r t e . M a s n o basta con decir q u e ésta se ubica en él. La o b ra lo trata se­ g ú n sus p ropias necesidades, lo define e incluso lo crea. El espacio d e n tro del cual se agita la vida es u n a co n d ic ió n a la que ésta se som ete; el espacio del arte es m ateria plástica y cam b ian te. Tal vez nos resistim os a a d m itir esto en la m e d id a en q u e nos e n c o n tr a m o s bajo el im p e rio de la p erspectiv a albertiana. Pero hay m u c h a s otras perspectivas. La m is m a p erspectiva racional co n stru y e el espacio artístico c o m o un espacio vital, y es — c o m o v e r e m o s — m ás móvil de lo que suele pensarse, así c o m o ap ta p a ra ex tra ñ as p arad o jas y fic­ ciones. D e b e m o s esfo rzarnos p o r ac ep tar c o m o legítim os t o ­ do s los tra ta m ie n to s del espacio qu e escapen a sus leyes. P or lo dem ás, la p erspectiva se re du ce a la re p re sen ta ció n sobre el plan o de u n objeto trid im e n s io n a l, y éste es sólo u n o de los m u c h o s p ro b lem a s q ue plantea. P rim e ro q u e nada, s u b ­ rayem os q u e no es posible e x a m in a rlo s to d o s in abstracto re ­ d u c ié n d o lo s a ciertas soluciones generales q ue g o b e rn a ría n las aplicaciones particulares. N o es ind iferente q u e la fo r­ m a sea arq uitectón ica, escultórica o pictórica. C u alesq u iera qu e sean los interc am b io s entre las técnicas, y p o r m u y deci-

siva que sea la au to ridad de u n a de ellas sobre las dem ás, las cualidades de la form a d e p e n d e n —al igual que el espacio que ella m ism a se exige y se p ro c u ra — del ám bito en que se ejerce, y no de una pretensión del en tendim iento. Hay no obstante un arte que parece capaz de pasar de u n a a o tra técnica sin sufrir alteración: es el arte o rnam en tal, quizá el p rim e r alfabeto al que recurrió el p e n sa m ie n to h u m a ­ no c u a n d o se enfren tó con el espacio. Este arte sigue llevando u n a vida m uy particular, a veces incluso con m odificaciones esenciales según sea que se plasm e en piedra, m adera, bronce 0 pigm ento. Pero siem pre q u eda un ca m p o especulativo m uy extenso, u n a especie de observatorio desde el cual es posible captar ciertos aspectos elementales, y a la vez generales, de la vida de las formas en el espacio. Aun antes de ser ritm o y co m binación, el más sencillo tem a o rn a m e n tal —el doblez de u n a curva, u n follaje—, que implica todo un p o rv e n ir de si­ m etrías, de alternancias, de desdo blam ien tos y de repliegues, codifica el vacío en el que aparece y le confiere u na existen­ cia inédita. R educido a u n simple rasgo sinuoso, es ya una frontera y un camino. R edondea, desm en u z a o d iscrim in a el árido cam po d en tro del que se inscribe. C o m o form a que es, no sólo existe p o r sí m ismo, sino que configura su m edio, le da forma. Si d am o s seguim iento a sus m etam orfosis y no nos lim itam os a con sid erar sólo sus ejes (su arm a d u ra ), sino todo lo que aprisiona en esa especie de enrejado, se nos presenta ante los ojos u n a infinita variedad de bloques de espacio que constituyen un universo parcelado y lleno de in terp o lac io ­ nes. A veces el fondo se m antien e fuertem ente visible y el o rn a m e n to se reparte sobre aquél en hileras regulares o en q u in cu n ce s,1 y a veces el tem a o rn a m e n tal a b u n d a hasta la 1 El q u in c u n c e es u n a fo rm a d e d is p o n e r c u a tro e le m e n to s fo rm a n d o u n c u a d ra d o , m ás u n q u in to e le m e n to en el c e n tro [N. del T.].

prolijidad d e v o ran d o el plano que le sirve de soporte. El res­ peto o la anulación del vacío p ro d u c e dos clases de figuras: en una, parece que el espacio o rganizado con am p litu d alre d e­ d o r de las formas las m an tien e intactas y garantiza su estabili­ dad; en otra, las formas tiend en a am oldarse a sus respectivas curvas, a reunirse y mezclarse. De la regularidad lógica en las co rrespo ndencias y los contactos, transitan a u na co n ti­ nu id ad o n d u lan te d o n d e las relaciones entre las partes dejan de ser claras y tanto los inicios co m o los finales están c u id a ­ d o sam en te disim ulados. El sistema en que la serie se c o m ­ po n e de elem entos discontinuos, lim piam en te analizados y con un ritm o preciso —los cuales definen u n espacio estable y sim étrico que los protege con tra m etam orfosis im prev is­ tas— , deja su lugar al sistem a del laberinto, que pro ced e m e ­ diante síntesis móviles en un espacio lleno de matices. En el interior del laberinto, d o n d e la vista se desplaza sin o rie n ta r­ se, intensam en te extraviada en m edio de líneas caprichosas que se esconden y buscan un objetivo secreto, se p ro d u c e u n a nueva d im ensión ajena tanto al m o v im ien to c o m o a la p r o ­ fundidad, pero que nos da la ilusión de am bos. En los ev a n ­ geliarios celtas, los o rn a m e n to s que no acaban de encim arse y fusionarse, aun sin rebasar los límites de las letras y de las placas de m adera, parecen desplazarse sobre diversos planos y a velocidades diferentes. P o dem os ver que en el estudio de la o rn a m e n ta c ió n es­ tos datos esenciales no son m en o s im p o rtan tes que la m o rfo ­ logía p u ra y la genealogía. La ojeada que estam os lan za n d o a este tem a p o d ría parecer sistem ática y abstracta, si m ás a d e ­ lante no d e m o s trá ra m o s que este extraño reino del o rn a m e n to — lugar de elección de las m etam o rfo sis— ha suscitado toda un a vegetación y to da u n a fauna de híbrido s so m etido s a las leyes de un m u n d o q ue no es el nuestro. Su p e rm a n e n c ia y

su virulencia son notables, pues acoge en sus pliegues al ser h u m a n o y a los anim ales, p ero no se sujeta a ellos sino que los absorbe. Siem pre surgen nuevas figuras a p a rtir de tem as idénticos. E n g e n d ra d a s p o r los m o v im ien to s de un espacio im aginario, estas figuras serían absurd as en las zonas o r d i ­ narias de la vida y estarían c o n d e n a d a s a perecer. Pero esta fauna de los laberintos formales crece y se m ultiplica con tan ta energía c o m o la que necesita p ara p o n erse firm em ente al servicio de ese espacio. H íbridos, así habitan no sólo las tram a s sintéticas tan fu e rte m e n te u n id as que caracterizan las artes de Asia y del arte rom ánico. Los hallam os en las c u l­ turas m editerrán eas, en Grecia y en Rom a, d o n d e aparecen c o m o depósitos de civilizaciones m ás antiguas. Y si q u erem o s hab lar del grotesco, puesto de m o d a p o r los renacentistas, no hay d u d a de que esos en c an tad o re s vegetales h u m a n o s, al ser tra n sp lan ta d o s a un espacio de am plias p ro p o rcio n es y al ser llevados al aire libre, deg e n era ro n fo rm a lm e n te y p e r ­ d ieron su p o d e ro s a y paradó jica capacidad de vivir. Sobre las m urallas de Loges tienen u n a elegancia d esabrid a y frágil; ha n dejado de ser aquellos a d o rn o s salvajes — siem pre to r­ tu rad o s p o r m etam o rfo sis y sin fin e n g e n d rá n d o s e a sí m is ­ m o s — p ara convertirse en piezas de m useo a rran c ad as a su m ed io original, claram ente visibles sobre un fond o vacío y arm o n io sas, pero m uertas. El espacio co n s tru id o o d e s tru i­ do p o r la fo rm a es siem pre un espacio a n im a d o o m o ld ead o p o r ella, sea fo ndo visible u oculto, sop o rte que se m an tien e ap aren te y estable entre los signos o que se m ezcla en sus i n ­ tercam bios, p lan o que conserva su u n id a d y su estabilidad o que o n d u la bajo las figuras y particip a en su transcurrir. Pero, c o m o lo h e m o s subrayado, especular sobre el o r ­ n a m e n to es esp ecu lar sobre el p o d e r de la abstracción y sobre los infinitos recursos de lo im aginario. Así, p u ed e parecer de-

m asiado evidente que el espacio o rn a m e n tal, con sus archi­ piélagos, sus litorales y sus m o n stru o s, no es p ro p iam e n te un espacio, y que se m anifiesta co m o la elaboración de elem entos arbitrarios y variables. Parece que o c u rre de m o d o to ta lm e n ­ te distinto con las form as arquitectónicas, y que éstas se so ­ m eten con la m ayor pasividad y rigidez a factores espaciales que no p u e d e n cambiar. Es así debido a que, p o r su esencia y p o r su uso, este arte se ejerce en el espacio verdadero, ése p o r d o n d e nos desplazam os y al que nuestro c u e rp o o c u p a con su actividad. Pero co n siderem o s có m o trabaja la arquitectura, cuyas form as se a rm o n iz a n en tre sí para utilizar este espacio y, tal vez, otorgarle u n a nueva figura. Las tres dim en sio n es no son n ada más el lugar de la arquitectura; son tam b ién su m ateria, igual que lo son el peso y el equilibrio. Las relacio­ nes que las u n en en un edificio no son ni casuales ni fijas. El o rd e n de las propo rcio n es interviene en el tra ta m ien to de esas dim ensiones, el cual a su vez confiere a la form a su o rigi­ nalidad y m o dela el espacio según conveniencias calculadas. La lectura del plano arquitectónico y luego el estudio del al­ zado d an apenas u n a idea m uy deficiente de esas relaciones. Un edificio no es u n a su m a de superficies, sino un co n jun to cuyas anchura, altura y p ro fu n d id a d se a rm o n iz a n entre sí de un m o d o específico co n stituy end o u n nuevo sólido que en tra ñ a un v o lum en in terno y u n a m asa externa. Sin d u d a la lectura de un plano dice m ucho, pues ayuda a c o n o c er lo esencial del proyecto y perm ite a u n a m ira d a exp erta captar las principales soluciones constructivas. U na m e m o ria bien in fo rm a d a y con u n b uen acervo de ejem plos p u ed e c o n s ­ tru ir teó ric am en te el edificio proyectán dolo sobre el terreno. A sim ism o, el en tre n a m ie n to en la escuela enseña a prever para cada tipo de plano todas las consecuencias posibles que te n d rá en la tridim en sion alidad, así c o m o u n a solución a d e ­

cuada para cada plano específico. Pero esta especie de re d u c­ ción o, si se quiere, esta abreviación de los p ro ced im ien tos de trabajo, au n q u e no es algo que o p rim a a la arquitectura, sí la despoja de su privilegio fundam ental: apropiarse de un espacio en tod a su am plitud, no sólo com o un objeto masivo sino co m o un m olde que im p o n e a las tres dim ensiones n u e ­ vos valores. Las nociones de “plano”, “estructura” y “masa” es­ tán indisolublem ente unidas, y es peligroso separarlas. No es ésa nuestra intención. Más bien, al insistir sobre la m asa aspiram os ante to d o a que se co m p re n d a có m o no es posible captar en su plenitud la form a arquitectónica en el espacio reducido de la bidim ensionalidad. Las masas se definen antes que nad a p o r las p ro p o rc io ­ nes. Si to m a m o s co m o ejemplo las naves de la arquitectura medieval, vem os que son más o m enos altas en función de lo largo y de lo ancho. Por eso es tan im p o rtan te conocer sus m edidas, que no son m edidas pasivas, accidentales o de m ero gusto. La relación entre los n ú m ero s y las figuras p e r­ m ite s u p o n er que allí hay u na ciencia del espacio, la cual, a u n q u e se base en la geom etría, no es geom etría pura. No p o d ría m o s decir si en el estudio de Viollet-le-Duc sobre la triangulación de Saint-Sernin no interviene, ju n to a los h e ­ chos positivos, cierta com placencia en la mística de los n ú ­ meros. Pero es irrefutable que las masas arquitectónicas están rigu rosam ente establecidas de acuerd o con la relación de las partes entre sí y de éstas con el todo. Además, u n edificio es raram en te u n a única masa: es casi siem pre la com bin ació n de m asas secu nd arias y masas principales. Tal tra ta m ie n ­ to del espacio alcanza en el arte de la Edad M edia u n a p o ­ tencia, u na variedad e incluso un virtuosism o ex tra o rd in a ­ rios. La Auvernia rom ánica ofrece ejemplos destacados y bien conocidos en la co m posición de sus presbiterios que

escalonan p rogresivam en te los volúm enes, desde las capillas absidales hasta la aguja de la linterna, p a s a n d o p o r el techado de las capillas, del d ea m b u la to rio y del coro, y p o r el m a c i­ zo re ctan gu lar sobre el que descansa el ca m pa nario . Lo m is ­ m o se ve en la co m posición de las fachadas, desde el ábside occidental de las g rand es iglesias abaciales carolingias hasta el tipo arm ó n ic o de las iglesias n o rm a n d a s, p a sa n d o p o r el estado in te rm e d io de los am plios nártex p e n sa d o s c o m o vas­ tas iglesias. Se ve que la fachada no es u n m u ro, o u n a simple elevación, sino c o m b in ac ió n de m asas v o lu m in o sa s y p r o ­ fund as com plejam en te organizadas. F inalm ente, la relación que hay en la arq u ite ctu ra gótica de la s e g u n d a m itad del siglo XIII entre las naves centrales y las laterales — sencillas o dobles— , entre las naves y el cru cero — m ás o m e n o s sa­ liente— , así c o m o la p irám id e m ás o m en o s ag u d a en la que estas m asas se inscriben y la c o n tin u id a d o la d isco n tin u id a d de los perfiles, to d o esto plantea p rob lem as q ue exceden la g eo m etría p lana y que tal vez no se basan sólo en el juego de las p roporciones. P ues si las p ro p o rcio n es son necesarias p ara definir la m asa, no son suficientes. U na m asa adm ite m ás o m en o s eventos, m ás o m e n o s h oradaciones, m ás o m en o s efectos. R educida a la m ás sobria ec o n o m ía m ural, adq uiere u n a es­ tabilidad considerable: pesa fu e rtem en te sobre su base y se presen ta a nuestros ojos c o m o un sólido com pacto. La luz se ap o d e ra de ella en bloque, c o m o de un solo golpe. Pero, en cambio, las variaciones lum ínicas la p o n e n en riesgo y la h acen vacilar; y la com plejid ad de las form as p u r a m e n ­ te o rn a m e n ta le s ro m p e su estabilidad y la h acen titubear. Al posarse sobre ella, la luz no p u ed e dejar de fraccionarse. Estas alternativas in term in ables hacen que la a rq u ite ctu ra se m ueva, on d u le y se transto rn e. El espacio que p o r tod o s la­

dos gravita sobre la integridad p e rm a n e n te de las masas, es inm óvil c o m o éstas. Y el espacio que p e n e tra en los huecos de la m asa y que se deja invadir p o r la ab u n d a n cia de sus relieves, es m ovilidad. Tanto en el arte flamígero co m o en el arte barroco, la arq u itectura del m ov im ien to se co n fu n d e con el viento, la flama y la luz; se m ueve d e n tro de un espacio fluido. En el arte carolingio o en el p rim e r arte rom ánico, la arqu ite ctu ra de las m asas estables define un espacio masivo. Lo que h em o s señalado hasta aquí se aplica sobre todo a la m asa en general; pero no olvidem os q ue ésta tiene dos aspectos — m asa externa, m asa in te rn a —, y que la relación entre am b o s es de especial interés para el estudio de la for­ m a en el espacio. Los dos tipos de m asa p u e d e n estar en fu n ­ ción u n o del otro, y en algunos casos la com po sición exterior nos p erm ite de in m ed iato apreciar có m o está o rganizado lo c o n ten id o en ella. Sin em bargo, no se trata de u n a regla c o n s ­ tante, pues sabem os cómo, p o r el contrario, la arq u itectura cisterciense se esm eró en ocultar, tras la u n id ad masiva de los m uros, las com plejas decisiones to m ad as en los in terio ­ res. En Estados Unidos, la utilización de bloques de tabiques en las co n stru cciones no afecta la configuración exterior de éstas. La m asa es trata d a c o m o un sólido com pacto, y los a r­ quitectos buscan lo que llam an “mass envelope”, así c o m o un escultor em pieza p o r desbastar y va m o d e la n d o po co a poco los volúm enes. Pero es quizá en la m asa intern a d o n d e radica la o rig inalidad p ro fu n d a de la arq u itectura c o m o tal. Al dar u na form a definida a los vacíos del espacio, crea en verdad su p ropio universo. Sin duda, los volúm enes exteriores y sus perfiles hacen in terv enir un elem ento nuevo y p lenam ente h u m a n o en el ho rizo n te de las form as naturales; m ediante su a rm o n ía y su bien calculada co ncordancia, siem pre agregan a éstas algo inesperado. A h o ra bien, si se quiere reflexionar

sobre esto, resulta de algún m o d o que la más extrañ a m a r a ­ villa consiste en h ab e r concebido y creado un reverso del es­ pacio. El ser h u m a n o cam in a y actúa en el exterior de las c o ­ sas; p e r m a n e c e fuera, y p a r a a c c e d e r al o tr o lado de las superficies debe quebrarlas. El privilegio de la arquitectura, frente a todas las artes — sea que erija alojam ientos, iglesias o naves— , no es resguardar u n a cavidad c ó m o d a y rodearla de defensas, sino c o n stru ir un m u n d o interior que a rm o n iz a entre sí el espacio y la luz según las leyes de u n a geom etría, de un a m ecánica y de u na óptica, las cuales están n ec es a ria m e n ­ te im plicadas en el o rd en natural, pero que co m o naturaleza no hacen nada. A p oyándose en el nivel de las basas y en las d im e n s io ­ nes de los pórticos, Viollet-le-Duc m u estra que aun las m ás vastas catedrales están siem pre hechas a escala h u m a n a . Pero la relación de ésta con las dim ensiones m uy am plias nos i m ­ p o n e a la vez el sen tim ien to de nuestra m ed id a — m ed id a m ism a de la n aturaleza— y la evidencia de u na vertiginosa m o n u m e n ta lid a d que la excede p o r todas partes. N ada exi­ gía la asom bro sa altura de esas naves, de no ser la actividad vital de las formas, el teo rem a ap rem ian te de u n a estru c tu ra articulada y la necesidad de crear un nuevo espacio. Ahí la luz no recibe el trato de un h echo inerte, sino de un elem ento de vida susceptible de ingresar al ciclo de las m etam orfosis y capaz de favorecerlas. N o sólo ilum ina la m asa interior: cola­ b ora con la arq uitectu ra d a n d o form a a esa masa. Ella m ism a es forma, pues sus haces provenientes de pu n to s d e te r m in a ­ dos se c o m p rim en , se adelgazan y se tensan p ara ten er i m ­ pacto en distintas partes de la estru c tura — m ás o m en os u n i ­ das, enfatizadas o no con m o ld u ra s — a fin de apaciguarla o de hacerla jugar. La luz es forma, puesto que no es acogi­ da en las naves sino después de h ab e r sido perfilada p o r la

red de los vitrales y coloreada p o r ellos. ¿A qué reino, a qué re­ gión del espacio pertenecen esas figuras ubicadas entre la tierra y el cielo y traspasadas p o r la luz? Son co m o los sím bolos de esa transfiguración eterna que interm in ablem en te se ejerce sobre las formas de la vida y a partir de éstas extrae para otra vida formas diferentes: éstas pueden ser el espacio plano e ilim ita­ do de los vitrales, sus imágenes transparentes, cam biantes e incorpóreas d u ra m e n te encerradas en un cerco de plomo; o bien, en la fijeza arquitectónica, pueden consistir en la ilu­ soria m ovilidad de los volúm enes que se increm entan gracias a la p ro fu n d id a d de las sombras, a los juegos de las c o lu m ­ nas o al desplom e de las naves escalonadas y decrecientes. Entonces, lo que el c o n stru c to r envuelve no es el vacío, sino u n a especie de m o ra d a de las formas; a la vez, trabaja sobre el espacio y lo m odela p o r fuera y p o r dentro, com o un escultor. Es geóm etra cu a n d o dibuja el plano y m ecánico c u a n d o organiza la estructura; es pin to r po r la distribución de los efectos y escultor p o r el tratam iento de las masas. En m ayor o m e n o r m ed ida es u na cosa o la otra, según las exi­ gencias de su propio espíritu y según el estadio del estilo. Al aplicar estos principios, sería interesante estudiar cóm o se realiza tal desplazam iento de los valores y ver có m o éste, a su vez, d e te rm in a u na serie de m etam orfosis que no son ya un m ero paso de u n a form a a otra, sino la transposición de una fo rm a hacia o tro espacio. H e m os percibido sus efectos c u a n ­ do, a propósito del arte flamígero, evocábam os u n a arqu itec­ tu ra de pintores. La ley de la prim acía técnica es sin d u d a el factor principal en estas transposiciones, las cuales se ejercen en tod os los ám bitos artísticos. Así es com o se da u n a escul­ tu ra concebida específicam ente para la arquitectura o, más bien, en g e n d rad a p o r esta última; e, igualm ente, u n a e scultu­ ra que ad o p ta los efectos y casi la técnica de la pintura.

Fue necesario precisar estas ideas cuando, en una inves­ tigación reciente, b uscáb am os definir la escultura m o n u m e n ­ tal a fin de dejar en claro ciertos problem as planteados p o r el estudio del arte rom ánico. En principio, parece que para c o m ­ p re n d e r cabalm en te los diversos aspectos espaciales de la for­ m a esculpida basta con distinguir el bajo relieve, el alto relie­ ve y la escultura. Pero tal distinción, que en efecto sirve para clasificar ciertas categorías de objetos, es superficial e incluso engañosa para u n a indagación co m o la presente. Todas esas categorías derivan de reglas m uy generales, y con ellas el es­ pacio se interpreta siem pre de la m ism a forma, trátese de re­ lieves o de estatuas. Sea que la figura salga m u ch o o poco del plano, sea que se trate de un escultura tallada sobre un fondo o de u n a estatua a la que u n o p u ede rodear, en cierto m o d o es p ro pio de la escultura el ser maciza. Puede sugerir un co n ten id o lleno de vida, así co m o su disposición interior; pero ev id entem ente su intención n u n ca p o d ría ser fijarnos en la idea de lo hueco. N o p u ede co n fu n d irse con esas figu­ ras anatóm icas hechas de un co n jun to de partes que se van u n ie n d o en el interior de u n cuerpo, co m o si éste fuera un saco fisiológico. La escultura no es envoltura; pesa con toda la fuerza de su densidad. El juego de los órganos vitales im ­ p o rta en tanto aflora en las superficies, pero sin c o m p ro m e ­ terlas co m o expresión de los volúm enes. Sin duda, es posible a b o rd a r analíticam ente y aislar ciertos aspectos de las figuras esculpidas. Un estudio bien llevado no dejaría de hacerlo. Los ejes nos sugieren m ovim iento, m ás o m en o s num erosos, más o m en o s ap artado s de la vertical, que p u ed e n ser inter­ pretados, en relación a las figuras, c o m o los planos de los arquitectos en relación con los m o n u m e n to s , con la diferen­ cia de que o cu p a n ya un lugar en el espacio tridimensional. Los perfiles son siluetas de la figura d e p e n d ie n d o del á n g u ­

lo bajo el q ue se la ex a m in e — de frente o p o r atrás, desde arrib a o desd e abajo, desde la izquierda o desde la d e r e c h a — , y varían al infinito “cifran d o ” el espacio de mil m an eras a m e d id a que nos d esp lazam o s a lre d e d o r de la estatua. Las pro p o rc io n e s definen c u a n titativ am en te la relación entre las p artes y, finalm ente, el m o d e la d o trad u c e la i n te rp re ­ tación de la luz. Pero, au n c u a n d o los e n te n d a m o s c o m o fu e rte m e n te ligados entre sí y n u n c a p e r d a m o s de vista su estrecha d e p e n d e n c ia recíproca, estos elem en tos carecen de valor si están s eparad os de lo sólido. El abuso del té rm in o “v o lu m e n ” en el vocab ulario artístico de n u estro tie m p o se deb e a la n ecesidad básica de re c u p e ra r el carácter m ás i n ­ m ed iato de la escultura, o de la cu alid ad escultural. Los ejes son u n a abstracción. C u a n d o o b s e rv a m o s un a rm a z ó n , u n esbozo con alam bres d o ta d o de esa intensidad fisonóm ica que tien en to das las simplificaciones, así c o m o de signos sin im ág enes (c o m o el alfabeto o el a d o r n o puro), n u e s tra vista los d o ta a c o m o dé lugar de u n a sustancia y goza tanto con su d e s n u d e z categórica y terrible, c o m o con el halo — incierto p ero real— de los vo lú m en es m e d ia n te los q ue a la fuerza los c u b rim o s. Es igual con los perfiles, serie de i m á ­ genes planas cuya sucesión o su p e rp o sic ió n exige la no ció n de “solidez”, pues p a ra n o s o tro s ésta es obligatoria. El h a b i­ tante de u n m u n d o b id im e n sio n a l p o d ría a p r e h e n d e r to d a la serie de perfiles de u n a estatua d a d a y m aravillarse con la diversidad de esas figuras, sin representársela n u n c a c o m o u n a sola pieza, en v o lum en. Por o tro lado, si se a d m ite que las p ro p o rc io n e s en tre las partes de u n cu e rp o im plican el v o lu ­ m e n relativo de éstas, resulta innegable q ue es posible a p r e ­ ciar rectas, áng ulo s y curvas sin e n g e n d ra r n ec esaria m e n te un espacio com pleto. La investigación sobre las p ro p o rc io n e s se aplica ta n to a las figuras planas c o m o a las figuras en vo-

lu m en . A fin de cuentas, si el m o d e la d o p u e d e in te rp re ta r­ se c o m o la v ida de las superficies, los planos diversos que lo c o m p o n e n no son u n forro del vacío, sino u n a co n ju n c ió n de lo que a c ab am o s de llam ar la m asa in tern a del espacio. Así, vistos p o r separado, los ejes nos in fo rm a n sobre la dirección de los m ovim ientos; los perfiles, sobre la m u ltiplicidad de los co n to rn o s; las p ro po rcio nes, sobre la relación entre las p a r ­ tes; el m od elad o , sobre la to po grafía de la luz. M as n i n g u n o de estos elem entos, ni to d o s ellos reun ido s, p o d r í a n sustituir al v olum en; sólo t o m a n d o en cu e n ta esta n o c ió n es posible d e te r m in a r — en sus diversos asp e cto s— el espacio y la for­ m a en escultura. H e m o s in te n ta d o lograr esto d is tin g u ie n d o el espaciolímite y el espacio -m ed io. El p rim e ro pesa de alg ún m o d o sobre la fo rm a y lim ita rig u ro sa m e n te su expansión; y ésta se aplica c o n tra aquél, c o m o lo haría u n a m a n o ap lan a d a c o n tra u n a m esa o c o n tra u n a h oja de vidrio. El s e g u n d o se abre lib rem en te a la ex p a n sió n de los v o lú m en es sin reprim irlos, y éstos se instalan en su in terio r y se despliegan c o m o las fo rm as de la vida. El espacio-lím ite no sólo m o d e r a la p r o ­ pagación de los relieves, el exceso de salientes y el d e s o rd e n de los volúm enes; a to d o s los c o n striñ e en u n a m asa única. T am bién actúa sobre el m od elad o , cuyas o n d u la c io n e s es­ tru e n d o s a s reprim e, co m p lac ié n d o se en sugerirlas m e d ian te acentos y m o v im ie n to s ligeros q u e no ro m p e n la c o n tin u id a d de los planos; a veces — c o m o en la escultura ro m á n ic a — las sugiere incluso m e d ia n te u n a am b ie n ta c ió n o rn a m e n ta l de pliegues cuyo fin es c u b rir la d e s n u d e z de las masas. Por el contrario, el espacio in te rp re ta d o c o m o un m edio, a la vez que favorece la d isp ersión de los volúm enes, el juego de los vacíos y las ab e rtu ra s bruscas, acoge en el m o d e la d o m is m o m últiples planos q ue ch o c an y h acen añicos la luz. En u n a

de sus etapas m ás características, la escultura m o n u m e n ta l m u estra las rigurosas consecuencias del espacio-lím ite co m o principio. El arte rom ánico, d o m in a d o p o r las necesidades arquitectónicas, da a la form a esculpida el valor de un a for­ m a m ural. A h o ra bien, esta interpretació n del espacio no se refiere sólo a las figuras que d eco ran las paredes e n ta b la n ­ do con ellas u n a relación d e term in a d a. Del m ism o m o d o la e n c o n tra m o s aplicada en el alto relieve, sobre el cual se ex ­ tiende to talm ente la epid erm is de las masas, g aran tizand o la solidez y la d ensid ad de éstas. Entonces, la estatua parece revestida de u n a luz pareja y tran q u ila que apenas varía bajo las sobrias inflexiones de la forma. En este m ism o terreno, en cambio, el espacio in terp re tad o c o m o m edio no sólo define cierto tipo de estatuaria, sino que tam bién ejerce su acción sobre los altos y los bajos relieves, y éstos, p o r su parte, se esfuerzan en expresar con tod o tipo de artificios la v ero sim i­ litud de un espacio en d o n d e la form a acciona con libertad. El estadio b arro c o de todo s los estilos nos presenta m u ch o s ejemplos: la epid erm is ya no es u n a envoltura m ural rígida y tensa; m ás bien, se estrem ece al em puje de los relieves in ter­ nos que in tentan invadir el espacio y jug ar con la luz, co m o m anifestación de un a m asa que en lo p ro fu n d o es trabajada con m o v im ien to s ocultos. Sería posible estudiar de la m ism a m anera, aplicando los m ism o s principios, las relaciones entre la fo rm a y el es­ pacio en la pintu ra, en tanto este arte se p ro p o n e re p re s e n ­ tar la solidez de los objetos tridim ensionales. Pero la p in tu ra no d ispon e en realidad de ese espacio a p a ren tem e n te pleno, sino que lo simula: y au n q u e ese espacio sea el resultado de u n a evolución m u y particular, incluso en tal caso no p u e ­ de m o s tra r m ás q ue un solo perfil de cada objeto. Tal vez no hay nad a m ás notable q ue las v ariaciones del espacio pic-

tórico, del q u e p o d e m o s d a r tan sólo u n a idea ap rox im ada, pues nos sigue faltando u n a historia de la perspectiva, así co m o u n a historia de las p ro p o rcio n es de la figura h u m a n a . No obstante, se advierte que estas im presio n an tes v ariacio­ nes resultan no sólo de las épocas y las diversas etapas de la inteligencia, sino ta m b ié n de los m ateriales m ism os, sin cuyo análisis to d o estudio de la fo rm a corre el peligro de q u ed arse en m e ra teoría. Ilu m in a c ió n ,2 tem ple, fresco, óleo o vitral no p u e d e n dejar de co n d ic io n a r el espacio sobre el cual se ejer­ cen: cada u n o de estos p ro c e d im ie n to s le confiere un valor específico. N o quiero anticip ar investigaciones que m e h a p a ­ recido m e jo r llevar adelante en o tro lado, p ero p u e d o afirm ar que el espacio p in ta d o varía d e p e n d ie n d o de que la luz se e n c u e n tre fuera de la p in tu ra o en la p in tu ra m ism a; en otras palabras, d e p e n d ie n d o de que la o bra de arte esté concebida c o m o u n objeto u b icado en el universo y p o r tan to ilu m in a ­ do con u n a claridad natural, c o m o los d e m á s objetos, o c o m o un univ erso con su luz propia, u n a luz in terior p ro d u c id a se­ g ú n ciertas reglas. Sin d ud a, esta diferencia de con c ep ció n se liga tam b ién a las diferencias entre las técnicas, a u n q u e sin d e p e n d e r de éstas abso lutam en te. La p in tu ra al óleo p u ed e evadir la em u lac ió n del espacio y de la luz; la m in ia tu ra, el fresco y el m is m o vitral p u e d e n p ro v o c ar u n a luz ficticia d e n ­ tro de u n espacio ilusorio. T o m e m o s en c u e n ta esta libertad relativa del espacio frente a los m ateriales a los que se in te ­ gra, p e ro tam b ién to m e m o s en cu e n ta la p u re za con la q ue se ap ro pia de tal o cual figura m e d ia n te d e te r m in a d o material. Tuvim os q ue o c u p a rn o s del espacio o rn a m e n ta l c u a n d o evo c áb am o s este im p o rta n te sector del arte, que ciertam en te no d e te r m in a to das sus rutas pero que d u ra n te siglos y en 2 “ E n lu m in u re ”, en el o rig in a l, se refiere a las im á g e n e s p la s m a d a s s o b re v ite la o p a p el, c o m o las q u e a p a re c ía n e n lo s lib ro s m e d ie v a le s [N. del T.).

n u m ero so s países ha servido al ser h u m a n o para p lasm ar sus fantasías sobre la forma. Es la expresión m ás característica de la alta Edad M edia en O ccidente, y es co m o u n a ilustración de un p e n s a m ie n to que ren u n ció al desarrollo p ara a d o p tar la involución, renu n ció al m u n d o concreto a favor de los c a ­ prichos del sueño y a b a n d o n ó la seriación prefiriendo el e n ­ trelazado. El arte helenístico había o rganizado alre d ed o r del ser h u m a n o un m u n d o red ucid o y justo — tanto en la ciudad co m o en el c a m p o — , con sus rincones de calles y jardines o sus “parajes” m ás o m eno s agrestes y ricos en accesorios elegantem ente com binad os, para servir de m arco a m itos li­ geros, a episodios novelescos. Pero esos m ism o s accesorios se fueron p etrificando volviéndose form as rígidas incapaces de renovarse, y entonces siguieron u n a tendencia a e s q u e m a ­ tizar po co a poco ese m ism o m edio cuya topografía habían co n trib u id o a definir no m u c h o tiem po atrás. Así, los p á m ­ pan o s y las p arras de los d ra m a s pastorales cristianos d e v o ­ raban el paisaje; lo vaciaban. El o rn a m e n to , re to m a d o de las civilizaciones prim itivas, ya no necesitaba to m a r en cue nta las d im ensio nes de un m ed io d esin teg rad o que no daba p ara más; adem ás, era su propio m ed io y su propia d im ensión . H e m o s inten tad o m o s tra r que el espacio del entrelazado no es inm óvil ni superficial. T iene m ovim iento, pues sus m e t a ­ morfosis se realizan ante nuestros ojos, y no en etapas in te r­ m itentes sino con la co n tin u id a d com pleja de las curvas, las espirales y los fustes que se articulan. Y no es superficial p o r ­ que, c o m o el río que se pierde en las regiones su b terrán ea s para luego resurgir a ca m p o abierto, las cintas que c o n fo r­ m an esas figuras inestables pasan p o r debajo u nas de otras, de m o d o que su fo rm a es visible sobre el plano de la im agen y se explica sólo c o m o resultado de u n a actividad secreta que o c u rre en u n plano p ro fun do. Esta perspectiva abstracta es

notable, c o m o ya lo señalam os, en la m in ia tu ra irlandesa, que no se basa sólo en el juego de entrelazam iento s. A ve­ ces, c o m b in ac io n e s de ajedrezados o de po liedros irre g u ­ lares, con su altern ancia de claro y oscuro, asem ejan vistas isom étricas de ciu dad es d estru id as o planos de ciud ades i m ­ posibles y nos d an — sin re c u rrir en absoluto a las s o m b ra s — la ilusión a la vez obsesiva y fugaz de un relieve to rnasolado. Y ese m is m o efecto p ro d u c e n los m e a n d r o s en las paredes de tabiques con c o m p a r tim e n to s so m b rea d o s o ilu m inados. La p in tu ra m u ral ro m á n ic a — sobre to d o en las provincias francesas occid e n tales— co nservó algunos de estos p ro c e ­ d im ie n to s co m positiv os en la c o n s tru c ció n de los rebordes, y, si bien es raro que los aplique en las figuras p ro p iam e n te dichas, los g ra n d es c o m p a r tim e n to s m o n o c ro m o s que las c o n f o rm a n no y u x ta p o n e n n u n c a dos valores iguales, sino que in te rp o n e n siem pre un valor diferente. ¿Lo hace sólo p o r u n a necesidad de a r m o n ía óptica? N os parece que esta regla, c u a n d o se sigue con cierta constancia, se liga con la e s tru c ­ tu ra del espacio o rn a m e n ta l, cuya sing ular persp ectiva es­ b o z á b a m o s m ás atrás. El m u n d o de las figuras p intadas sobre las paredes no p u e d e a d m itir el ilusionism o de salientes y huecos, así c o m o ta m p o c o las necesidades de equilibrio c o n ­ sienten un exceso de h e n d id u ra s. Sólo las diferencias p u r a ­ m en te tonales que respeten la solidez de los m u ro s sugieren u n a relación de las p artes a la que p o d ría m o s llam ar “m o d e ­ lado p lan o ”, p ara expresar con un o x ím o ro n en los té rm in o s esa ex tra ñ a co n tra d icció n óptica resultante. Se con firm a u n a vez m ás la idea de q ue el o r n a m e n to no es un grafism o a b s ­ tracto que evoluciona en cu alquier espacio, sino que la for­ m a o rn a m e n ta l crea sus m o d alid ad es de espacio; o m ás bien — pues se trata de n o cio nes in sep arab lem en te ligadas— , que en este ám bito espacio y form a se e n g e n d ra n r e c íp ro c a m e n ­

te, con la m is m a libertad respecto a los objetos y sig uiendo las m ism a s leyes en sus relaciones m utuas. Pero si bien es cierto que estos té rm in o s están estre­ cha y ac tivam ente u n id o s en el estadio clásico y ejem plar de to d o estilo o rn a m e n ta l posible, hay casos en que el espacio se m a n tie n e c o m o o rn a m e n to , m ien tras el objeto que o cu p a u n lugar en él — p o r ejemplo, el c u e rp o h u m a n o — se libera y bu sca su autosuficiencia e, incluso, hay casos en q ue la for­ m a del objeto con se rv a un valor de o r n a m e n t o en tan to que el espacio en d e r re d o r tien d e hacia u n a e stru c tu ra racional. A quí hace su aparición la peligrosa noció n de fo n d o en p i n ­ tura: la naturaleza y el espacio dejan de ser u n m ás allá p ara el ser h u m a n o , u n a periferia que lo p ro lo n g a y a la vez lo cir­ cunscribe, p ara convertirse en un d o m in io sep a ra d o c o n tra el cual se m ueve. Al respecto, la p in tu ra ro m á n ic a o c u p a u n a posición in term ed ia. Sus franjas coloreadas, sus colores p la ­ nos, sus p e q u e ñ o s m otivos decorativos y sus p a ñ o s colgantes en los p ó rtico s an u lan los fondos; ahí las figuras to m a n su lu ­ gar sin co n tra p o sic ió n ni separación, pues — en tan to no son rig u ro s a m e n te o rn a m e n ta le s ni están o p rim id a s p o r m arcos arquite ctónic o s bien defin id o s— son todav ía y ante to d o ci­ fra y arabesco. Por supuesto, no p o d e m o s estim ar de la m is ­ m a m a n e r a — pese a su elegante perfil— las figurillas de los salterios parisienses del siglo XIII: no pro v ien e n de u n m u n d o im posible, y sus m ie m b ro s bien a c o m o d a d o s y bien p r o p o r ­ cio n ad o s son aptos p ara cu m p lir con las exigencias de la vida terrenal; pero, casi siem pre, están aislados d e n tro de u n m a r ­ co de a rq u ite ctu ra decorativa y se d estacan (hay que decirlo) sobre fondos se m b ra d o s con p e q u e ñ o s m otivos decorativos o m atizados con follajes. A u n q u e haya diferencias en el género, p o d e m o s h a c e r el m is m o s e ñ a la m ie n to a p ro p ó sito de Jean Pucelle y sus p e q u e ñ o s jardin es im aginarios, en d o n d e reco-

n o c e m o s elem e n to s de este m u n d o y figuras de u n a s in g u ­ lar vivacidad nerviosa, p e ro re c o rtad o s c o m o con u n a reja de fierro forjado y s u s p e n d id o s de un asta q ue sob rep asa el vacío de los m árgenes. El espacio del m a n u s c rito d e c o ra d o — c o m o el de la p a red p i n t a d a — sigue o frecien d o resisten ­ cia a la ficción del v o lu m en , pese a que la fo rm a em pieza a a lim en tarse de relieves ligeros. N o faltan ejem plos del fe n ó ­ m e n o inverso en el arte italiano del R enacim iento . La o b ra de Botticelli nos da m u estras c o n tu n d en te s: co n o c e y practica — a veces con v irtu o s is m o — to d o s los artificios que p e r m i ­ ten c o n s tru ir con verosim ilitud el espacio lineal y el e s p a ­ cio aéreo, p e ro este últim o no define del to d o a los seres que se m u e v e n en su interior. C o n se rv a n u n a línea o rn a m e n ta l sin u o sa q u e no es, ciertam en te, la de un o r n a m e n t o esp e cí­ fico clasificado en u n acervo, sino la que dib uja u n d an z a n te con sus o n d u la c io n e s tra b a ja n d o in te n c io n a lm e n te incluso sobre el equ ilibrio fisiológico de su c u e rp o p ara c o m p o n e r figuras. P or largo tie m p o el arte italiano tuvo este privilegio. Algo an álogo p asa en la fanta sm a g oría de la m o d a . Sucede q u e ésta busca re sp etar e incluso su brayar las p r o p o r ­ ciones naturales. Sin em bargo, casi siem pre so m ete la fo rm a a a s o m b ro sa s tran sm u tac io n e s: ta m b ié n ella crea híbridos, e im p o n e al ser h u m a n o el perfil de la bestia o de la flor. El c u e rp o n o es m ás que el pretexto, el so p o rte y a veces el m a ­ terial de co m b in a c io n e s arbitrarias. Así, la m o d a inventa u n a h u m a n i d a d artificial q ue no es u n a d e c o rac ió n pasiva d e n tro de u n m e d io form al, sino este m ed io m ism o. Esa h u m a n i d a d heráldica, teatral, m ágica o arquitectónica, sigue m e n o s las reglas de la co n v en iencia racional que la po ética del o r n a m e n ­ to. Lo q ue se llam a línea o estilo no es quizá m ás q ue un sutil c o m p ro m is o entre cierto c a n o n fisiológico — p o r lo d e m á s m u y variable, c o m o los cán o n es sucesivos del arte g rieg o—

y la fantasía de las figuras. Esas diversas disposiciones han fascinado siem pre a cierto tipo de pintores —verd aderos d i ­ señadores de v estuario — ; y aquellos p oco sensibles a tales m etam orfosis, en la m ed id a en que éstas involucraban todo el cuerp o, se volvían m u y sensibles a la decoración de los tejidos. Lo que es cierto para Botticelli no lo es m en o s para Van Eyck. El e n o r m e som b rero de Arnolfini en c im a de su p e q u e ñ a cabeza despabilada, p u n tia g u d a y pálida, no es un tocad o cualquiera. Y, en la n oche infinita su s p en d id a sobre el tiem po, c u a n d o el canciller Rollin está o rand o, las flores im presas en su capa co ntribuy en a crear la m agia del lugar y del instante. Estas observaciones sobre la p e rm a n e n c ia de ciertos va­ lores form ales nos b rin d a n sólo un aspecto de un desarrollo m u y complejo. Antes de som eterse a las leyes de la visión m ism a, o sea, antes de trata r la im agen del c u a d ro co m o si fuera u n a im agen retiniana — p ro d u c ie n d o sobre el p la­ no u n a ilusión trid im e n s io n a l— , la form a y el espacio p ic­ tóricos p asaron p o r diversos estados. Las relaciones entre el relieve form al y la p ro fu n d id a d espacial no se definieron teóric am en te de golpe, sino que fueron el resultado de una serie de exp erim entos, así c o m o de im p o rtan tes variacio­ nes. Las figuras de G iotto son u nos bellos y sencillos b lo ­ ques u bicados en u n m edio delim itado, análogo a un taller de estatuas o, m ás bien, a la escena de u n teatro. U na te ­ la de fondo, u n o s bastidores sobre los que se m u e s tra n p la­ nos arquitectónicos o paisajísticos — no p re sentado s com o elem entos reales sino m ás bien fue rtem en te su gerid o s— , atrapan la vista de u n m o d o categórico y no p e r m ite n que la pared vacile debid o a lo abierto de los espacios. C iertam ente, a veces esta co n cepción parece dejar su lugar a o tro tipo de decisiones que p u e d e n m anifestar u n deseo de ap o derar-

se del medio. Un ejem plo es la escena de la R enuncia a los bienes —en la capilla B ardi— , d o n d e el zócalo del tem plo r o ­ m a n o se presenta desde un ángulo, ofreciendo así u na línea de fuga hacia am b os lados de la arista y p arecien do lanzar la m asa hacia delante hasta encajarla en nu estro espacio. ¿No es éste sobre to d o un p ro c ed im ie n to com positivo riguroso, cuya finalidad es lograr que los personajes de los dos lados de la p e rp e n d ic u la r ro m p a n su alineación? Sea c o m o sea, d en tro de ese v o lum en tran sp a ren te y de límites exactos, las formas, pese a su m ovim iento, están aisladas u nas de otras y de su m edio m ism o, en c o n trá n d o s e c o m o en el vacío. Se diría que se so m eten a la p ru e b a de desligarse de to d a corresp o n d en c ia equívoca y de to d o com prom iso , u n a p ru e b a que las circ u n s­ cribe evitando el m ás m ín im o e rro r y su brayan do su peso es­ pecífico c o m o cosas separadas. Sabem os que, a este respecto, los seguidores de Giotto se han m a n te n id o m u y lejos de la fidelidad a su m aestro. Ese espacio escénico, so briam en te es­ tablecido p ara satisfacer u n a d ra m a tu rg ia popular, se vuelve con A n d re a da Firenze — en la Capilla de los E spañoles— , un lugar de jerarquías abstractas o un sop orte neutral de c o m ­ posiciones que se siguen unas a otras sin en caden am iento . Taddeo Gaddi, p o r el contrario, con su Presentación de la Virgen busca c o m p letam en te en vano “fijar” a p lo m o el e n ­ to rn o arquitectónico del tem plo de Jerusalén. Se percibe ya, m u c h o antes de la prospettiva de Piero de la Francesca en la pinacoteca de Urbino, que la arq u itectura i m p o n d rá sus p a ­ rám e tro s a los exp erim en to s que d e s e m b o c ará n en la p ers­ pectiva racional. Pero dichos exp e rim en to s no son convergentes; están precedidos o a c o m p a ñ a d o s p o r soluciones contrarias, y a veces son fue rtem ente refutados p o r éstas. Siena nos ofrece un a am plia v ariedad de tales soluciones. P uede tratarse de

esa chispeante negación que vem os en los viejos fondos d o ­ rados con florecillas y arabescos estam pados, sobre los cuales se perfilan form as orladas con un galón claro que traza una especie de escritura (espacio o rn a m e n ta l de u na form a o r ­ nam en ta l q ue a su vez busca u n a existencia indepen diente). P u ede tratarse tam bién de los grandes p rad os tendido s com o tapices tras las escenas de caza y de jardín. En fin, p u ed e n ser —y aquí está la originalidad de la ap ortación sienesa— esos paisajes cartográficos que en el cu a d ro despliegan el m u n d o de arriba hacia abajo, no en p ro fu n d id a d sino a vuelo de p á ­ jaro, c o m o un teatro a la vez plano y suficientem ente am plio p ara d a r cabida a la m ay or ca ntidad posible de episodios. La necesidad de captar la totalidad del espacio se satisface aquí m ed ian te u na e s tru c tu ra arbitraria y fecun da que no es ni la abreviación sistem ática que vem os en un plano arq u ite c­ tónico ni la perspectiva norm al, y que — incluso después de que esta ú ltim a q u ed ó c o n s titu id a — to m ó nueva fuerza en los talleres del norte, con los pintores de paisajes fantásticos. La línea de h orizo nte a la altura del ojo oculta los objetos un os detrás de otros, y el alejam iento los d ism inu ye p ro g re ­ sivam ente te n d ie n d o tam bién a anularlos. Bajo u na línea de horizo n te elevada, en cambio, el espacio se desarrolla c o m o un tapiz y la im agen de la tierra se parece a la vertiente de u n a m o n tañ a. La influencia de Siena pro pagó este sistema en la Italia septentrional, don de, adem ás, en la m ism a época Altichiero buscab a — p o r cam in o s to talm ente d istin tos— s u ­ gerir los huecos re d o n d e a d o s del espacio m ediante el ritm o giratorio de sus com posiciones. Pero en Florencia la co lab o ­ ración entre geóm etras, arquitectos y pintores ya estaba inv entand a, o m ás bien p o n ie n d o a p u n to la m a q u in a ria para re d u cir a los límites del plano las tres dim ensiones, calc u lan ­ do sus relaciones internas con precisión m atem ática.

En u n a sim ple exposición de m é to d o c o m o la presente no p o d ría m o s describir la génesis y los p rim e ro s pasos de esta im p o rta n te innovación; p ero se debe decir que, pese al ap aren te rigor de sus reglas, desde sus inicios la perspectiva era u n c a m p o abierto a m u ch as posibilidades. Teóricam ente, desde el m o m e n to en q u e el arte se enfren ta al objeto, es decir, a la fo rm a real en el espacio real, actúa c o m o lo hace la vis­ ta ante el m is m o objeto y de ac uerdo con el sistem a de la p irám id e visual expuesto p o r Alberti. Así, al ser ap re h e n d id a la o bra del C re a d o r en toda su plenitud, su justicia y su d i ­ versidad gracias al a c u erd o m etó d ico entre el v o lu m en y el plano, el artista es sin d u d a — según el p e n s a m ie n to de esa é p o c a — la p e rso n a m ás sem ejante a Dios o, si se quiere, un dios de seg u n d o o rd e n que im ita al prim ero. El m u n d o que crea es u n edificio, percibido desde cierto p u n to de vista y habitad o p o r estatuas con un solo perfil: así es c o m o se p u ed e sim bolizar el aspecto arqu itectón ico y escultural del nuevo m o d o de pintar. Pero la p erspectiva de lo verosím il sigue es­ ta n d o felizmente in m ersa en el recu erd o de las perspectivas im aginarias. C a p ta d a desde este ángulo, la form a del ser h u ­ m a n o y de los d em ás seres vivos cautiva a los m aestros, pues con ella basta para definir to d o el espacio m e d ian te la rela­ ción entre som b ras y luces, m ed ian te la exactitud de los m o ­ vim ientos y sobre todo m ed ian te lo correcto de los escorzos — to d o lo cual esos artistas no se cansaban de estud iar o b s e r­ van d o a los caballos— . M as los paisajes que envuelven esa fo rm a —la atm ósfera de las batallas de Ucello, el am b ien te de la Leyenda de San Jorge p in tad a p o r Pisanello en la iglesia de S an ta A n a s ta s ia en V e r o n a — p e r te n e c e n to d a v ía al m u n d o fantástico de otros tiem pos, que se tiende c o m o un m ap a o c o m o un tapiz detrás de las figuras. Y esas figuras, pese a la a u ten ticidad de su sustancia, se m a n tie n e n ante to d o

co m o perfiles y valen c o m o siluetas; tienen, si se nos p e r m i ­ te decirlo, u n a cualidad heráldica si no es que o rn a m e n tal, co m o p o d e m o s adv ertir en los dibujos de la recopilación h e ­ cha p o r Vallardi. La energía del perfil h u m a n o que recorta sobre el vacío un litoral rígido, frontera en tre el m u n d o de la vida y el espacio abstracto en el que se incrusta, nos da p ru e b as adicionales. Piero della Francesca se interesa en este vacío — tan rico en secretos y sin el cual el m u n d o y el h u m a n o no existirían— y lo configura. N o sólo a p o rta el m e ­ jo r ejem plo del paisaje c o n stru id o — la prospettiva que, con las con stru c cio n es m old ead a s p o r ella, da a la razón referen ­ cias tra n q u iliz a d o ra s — , sino que busca definir la relación variable de los valores aéreos con las figuras: éstas, con u na claridad casi translúcida se elevan sobre la o s c u rid a d de la lejanía; o bien, som brías y m od elad a s a contraluz, se levantan sobre la lim pid ez de un o s fondos a los que invade p rogresiva­ m e n te la lu m in o sid ad . Parece q ue llegamos al final. C u a n d o los m u n d o s im a ­ ginarios del espacio o rn a m e n tal, del espacio escénico y del espacio cartográfico se e n c u e n tra n con el espacio del m u n d o real, entonces la vida de las form as debería e m p ez ar a m a n i ­ festarse según reglas constantes. Pero no es así. Pues la p e r s ­ pectiva, en su regodeo consigo m ism a, va c o n tra sus propios fines: sus tr a m p a n to jo s 3 d estru yen la arq u ite ctu ra p e r fo ra n ­ do los techos con explosiones apoteósicas; ro m p e los límites del espacio escénico c re an d o un falso infinito y u n a m o n u m e n ta lid a d ilusoria; echa hacia atrás in d efin id am en te los lí­ m ites de la visión y sobrepasa el h o rizo n te del universo. Así es c o m o el p rincip io de las m etam o rfo sis aprovecha incluso 3 “ T ro m p e lb e il”, e n el o rig in a l, se tra ta d e las tra m p a s o ilu sio n e s c o n q u e se e n g a ñ a al o jo h a c ié n d o lo v e r c o m o fo rm a s trid im e n s io n a le s , p o r e je m p lo m o ld u ra s o c o lu m n a s, lo q u e en re a lid a d só lo so n im á g e n e s b id im e n s io n a le s [N. del T.].

las rigurosas deduccio nes de la perspectiva y no deja de su s­ citar nuevas relaciones en tre la fo rm a y el espacio. R e m b ra n d t trata estas relaciones m ed iante la luz: a lre d ed o r de un p u n to brillante en u n a n o ch e lím pida, constru y e órbitas, espirales y ruedas de fuego. Las com b in ac io n e s del G reco evocan las de las esculturas rom ánicas. Para T u rn e r el m u n d o es u na co n ju n ció n inestable de fluidos y la fo rm a es un fulgor en m ovim ien to, un esfuerzo incierto en un universo evasivo. De este m o d o , un ex am en — a u n q u e sea r á p id o — de las diversas co ncepcio nes del espacio nos m u estra q ue la vida de las for­ m as no deja de renovarse ni surge según reglas fijas, c o n s ta n ­ te y u n iv ersalm ente inteligibles, sino q ue en g e n d ra diversas g eom etrías en el interior de la m ism a g eom etría, a la vez que crea los m ateriales que necesita.

La

fo r m a

n o

es

m á s

q u e

u n a

p r o y e c c ió n

d e l

e s p ír it u

,

u n a especulación sobre có m o la extensión se reduce a la inteligiblidad geom étrica, al g rad o de que no habita en la m ateria. C o m o el espacio de la vida, el espacio del arte no constituye su p ropia figura esq uem ática ni su abreviación calculada de u n a form a precisa. A u n q u e se trata de u n a ilusión b a s ta n ­ te extendida, no es verdad que el arte sea sólo u n a g eom etría fantástica, o m ejo r dicho u n a topografía de gran co m pleji­ dad: el arte se liga al peso y a la d ensidad, a la luz y al color. El arte m ás ascético, que busca alcanzar m ed ian te recursos p o ­ bres y p uro s las regiones m ás desinteresadas del p e n sa m ie n to y del sentim iento, no sólo se apoya en la m ateria de la cual p re te n d e escapar, sino q ue se n utre de ella. Sin ella no sólo no existiría, sino que ta m p o c o llegaría hasta lo que aspira ser; lo in fru c tu o so de su re n u n cia evidencia la gran d eza y el p o d e r de su serv idum bre. Las viejas a n tin o m ia s espíritu-m ateria o m a teria -fo rm a nos siguen ac o sand o de m o d o tan im p e ra ti­ vo c o m o la antigu a d u alid ad de la form a y del fondo. Pero si todavía tienen algún débil significado o alguna con veniencia esas antítesis de la lógica pura, quien desee c o m p re n d e r a u n ­ que sea un poco la vida de las form as debe e m p ez ar p o r libe­ rarse de ellas. Toda ciencia basad a en la observación, sobre

to d o la que se consagra a los m ov im ien to s y a las creaciones del espíritu h u m a n o , es esencialm ente u na fen om enología en el sentido estricto del térm in o. En este sentido es c o m o te n e ­ m os la o p o rtu n id a d de captar auténticos valores espirituales. El estudio m orfo gen ético de la superficie terrestre, de có m o se gestaron sus relieves, es un p o d ero so apoyo para to da p o é ­ tica del paisaje, au n q u e no se p ro p o n g a tal finalidad. El físico no se o cu p a en definir el “espíritu” al que o b e d e ­ cen las transfo rm aciones y los co m p o rta m ie n to s del peso, del calor, de la luz o de la electricidad. Por lo dem ás, no p o d r í a ­ m os c o n f u n d ir la inercia de la m asa y la vida de la m ateria, pues esta últim a, en sus repliegues más ínfimos, es siem pre u n a e stru c tu ra en acción, o sea u n a forma. Y cu a n to m ás res­ trin jam o s el alcance de las m etam orfosis, m ejo r captarem os la intensidad y las curvas de sus m ovim ientos. Estas c o n tro ­ versias sobre el vocabulario no serían m ás que p u ra v anidad si no involucraran cuestiones de m étodo. Al a b o rd a r el pro b lem a de la vida de las form as en la m ateria, no estam os sepa ran d o entre sí am bas nociones; si utilizam os dos té rm in o s no es con la intención de ver co m o u n a realidad objetiva un p ro c ed im ie n to de abstracción, sino, p o r el contrario, p ara m o s tra r el carácter constante, in d i­ soluble e irreductible de u n a co n fo rm id a d que se da en los hechos. Entonces, la form a no actúa co m o un prin cipio s u p e ­ rior que m o d ela u n a m asa pasiva, pues p o d e m o s co n siderar que la m ateria im p o n e su pro pia form a a la forma. Tam poco estam os tra ta n d o de la m ateria y de la form a en sí, sino de las m aterias en plural: num erosas, com plejas y cam biantes, do tad as de u n aspecto y un peso, así c o m o surgidas de la n a ­ turaleza, m as no naturales. D e lo a n terio r p o d e m o s e xtraer varios principios. El p r i ­ m ero es que los m ateriales im plican cierto d estino o, si se

quiere, cierta vocación formal. T ien en u n a consistencia, un color, u n a textura. C o m o lo indicábam os, son fo rm a y, p o r eso m ism o, fom entan, lim itan o desarrollan la vida de las for­ m as artísticas. Los materiales son seleccionados no sólo p o r ser convenientes para el trabajo, o bien —en tanto el arte sa­ tisface las necesidades vitales— p o r los beneficios derivados de su uso, sino tam b ién p o rq u e se prestan a un trata m ien to p artic u la r y p o rq u e d an ciertos efectos. Su form a en b r u ­ to suscita, sugiere y prop ag a otras formas, a las cuales — re to ­ m a n d o u n a expresión a p a ren tem e n te co n tra d icto ria que los a n te rio re s cap ítulo s p e r m i t e n e n t e n d e r — d ejan seg u ir li­ b re m e n te sus propias leyes. Pero conviene ap u n ta r sin más d e m o ra que tal vocación formal no es un d e te rm in is m o cie­ go, ya que — he aquí el seg und o p rin cip io — esos materiales tan bien caracterizados, tan sugestivos e incluso tan rig u ro ­ sos frente a las form as artísticas, ejercen sobre éstas u n a es­ pecie de atracción y, en reciprocidad, se ven p ro fu n d a m e n te m odificados p o r ellas. Así es co m o se establece un divorcio entre los materiales artísticos y los m ateriales de la naturaleza, aun c u a n d o u n a rigurosa conveniencia formal los una. Vemos que se instituye un nuevo orden. Se d an dos reinos, incluso sin la in terv e n ­ ción del artificio y las construcciones: la m ad era de la estatua ya no es la m a d e ra del árbol; el m árm o l esculpido ya no es el m árm o l de la cantera; el oro fu n d id o y m artilleado es un n u e ­ vo metal; el ladrillo cocido y m o ld ead o no tiene relación con la arcilla de la m ina. El color, el grano y tod os los valores que afectan el tacto óptico h an cambiado. Las cosas sin superficie, ocultas bajo las cortezas, enterrad a s en las m o ntañas, confi­ nadas en las semillas o h u n d id a s en el lodo, se han separado del caos y han ad q u irid o u n a epiderm is, ad h irié n d o se al es­ pacio y acu san d o los efectos de la luz. A u n q u e el equilibrio

y la relación natural entre las partes no se haya m odificado p o r algún tratam iento, la vida perceptible de la m ateria se ha m etam o rfo sead o. A veces, en algunas culturas, las rela­ ciones entre materiales artísticos y materiales estructurales han sido objeto de extrañas especulaciones. Los m aestros del ex trem o O rien te — para quienes el espacio es en esencia asiento de m etam orfosis y de migraciones, y quienes siem pre han con sid erad o la m ateria co m o el cruce de un gran n ú ­ m ero de ru ta s — han preferido entre todos los materiales de la naturaleza aquellos que, p o d ría m o s decir, son los más in ­ tencionales y parecen elaborados m ediante oscuras artes. Por otra parte, en su trata m ien to de los materiales artísticos con frecuencia se h an esm erado en im prim irles rasgos n a tu ra ­ les, hasta el p u n to de buscar que sean engañosos —aunque, p o r u n a singular inversión, p ara ellos la naturaleza está lle­ na de objetos artificiales— y el arte, de curiosidades n a t u ­ rales. La rocalla de sus preciosos jardines, elegida con todo tipo de cuidados, parece h ab e r sido trabajada siguiendo el capricho de las m an o s m ás ingeniosas; y su cerám ica de are­ nisca parece m en o s obra de un alfarero que un a maravillosa concreción elaborada p o r el fuego y p o r azares subterráneos. Más allá de esta em ulación cautivante, de estos intercam bios que buscan lo artificial en el corazón de lo natural llevando el trabajo secreto de la naturaleza al corazón de la invención h u m a n a , esos m aestros fueron artesanos de los m ás extraños materiales, y los q ue m eno s se sujetaron a m odelo alguno. N ada en el m u n d o vegetal o en el m u n d o m ineral sugiere o recuerda las lacas, con su fría d en sid ad y su o scurida d tersa, sobre la que se desliza u n a tenebrosa luz: éstas se elaboran con la resina de cierto pino, trabajada y b ru ñ id a largam ente en chozas erigidas sobre corrientes de agua y protegida del m ás m ín im o polvo. El material de su pintura, que tiene a la

vez algo del agua y algo del h u m o , no es ni u n a ni el otro, pues posee el secreto c o n tra d ic to rio que los fija sin que d e ­ jen de ser fluidos, im p o n d era b le s y d inám ico s. Este hechizo tan im p resio n an te y e n c a n ta d o r viene de m u y lejos, p ero no es m ás capcioso ni m ás inventivo q ue el trabajo de los o cc i­ dentales sobre los m ateriales artísticos. Las técnicas de los m etales y las piedras preciosas, que de e n tra d a nos p o d ría n servir c o m o ejem plos, tal vez no tienen en este sentido n ad a co m p arab le a los recursos de la p in tu ra al óleo. Sin d u d a, en este arte a p a re n te m e n te d estin ad o a la “im itación ” aparece de m o d o in m ejo rable el p rincipio de la no im itación: esa o r i ­ ginalidad c re ad o ra que, a p a r tir de m ateriales p r o p o r c io n a ­ dos p o r la naturaleza, extrae el m aterial y la sustancia de u n a nueva naturaleza, sin dejar de renovarse. Pues el m aterial de un arte no es un elem ento fijo que se obtiene de u n a vez p o r todas; desde sus orígenes, es tra n s fo rm a c ió n y novedad; ya q ue el arte, c o m o u n proceso quím ico, es elaboración a la vez que u n a p e r m a n e n te m etam orfosis. A veces la p in tu ra al óleo nos ofrece el espectáculo de su co n tin u id a d t r a n s p a ­ rente y capta las form as — dura s y lím p id as— en su cristal do rado; a veces las n u tre con u n a grasa d en sa y ellas parecen r o d a r y resbalar sobre u n elem e n to móvil; a veces, en fin, es áspera c o m o u n m u ro o vibrante c o m o un sonido. A un c u a n ­ do no h ag a m o s in terv e n ir el color, vem o s que este m aterial varía en su co m p o sició n y en la relación perceptible en tre sus partes. Y si evo cam os el color, es claro que, p o r ejemplo, no sólo el m is m o rojo ad quiere diferentes p ro p ied a d es según sea tra ta d o al tem ple, con huevo, al fresco o al óleo, sino que ta m b ié n cada u n a de estas técnicas varía según la m a n e r a en que es aplicada. Esto nos lleva a hacer otras observaciones; pero antes de abo rdarlas ten em o s que elucidar algunos pun tos. Tal vez se

piense que hay ciertas técnicas en d o n d e el m aterial es in d i­ ferente: que el dibujo, p o n g am o s p o r caso, lo som ete al rigor de un p ro c ed im ie n to de abstracción p u ro y que, al reducirlo a ser la a r m a d u ra del sop orte m ás fino posible, casi lo volati­ liza. Pero tal estado volátil de la m ateria sigue siendo materia, y ésta pasa de ser aprovechada, estrechada y dividida sobre el papel — al cual vuelve p ro tag o n ista— a a d q u irir u n a fuerza particular. Además, su variedad llega al extrem o: tinta, ag u a ­ da, m in a de plom o, piedra n egra,1sanguina, tiza. Separados o unidos, estos m ateriales implican distintas propied ad es es­ pecíficas, distintos lenguajes. Para convencerse de ello, in té n ­ tese im aginar esta imposibilidad: u n a sanguina de Watteau, p o r ejemplo, copiada p o r Ingres con m in a de plom o, o de m an era m ás sim ple — pues los n o m b res de los m aestros i m ­ plican valores de los que aún no nos o c u p a m o s — , im ag in e­ m os u n dibujo al carb ón copiado a la aguada: adquiere p r o ­ piedades c o m p letam en te inesperadas, se convierte en otra obra. De to d o esto p o d e m o s d e d u c ir u n a regla m ás general, que se rem ite al principio del destino o de la vocación de las form as e n u n c ia d o m ás atrás: que los m ateriales artísticos no son intercam biables, o sea que c u a n d o la form a pasa de un material d ad o a o tro m aterial sufre u na m etam orfosis. Ya desde aho ra e n te n d e m o s sin dificultad cu án im p o rta n te es ad vertir esto para el estudio histórico de có m o ciertas téc­ nicas influyen sobre otras en particular. Y este principio nos ha servido de inspiración c u a n d o h em o s p ro c u ra d o estable­ cer u n enfoque crítico de la n oción general de “influencia”, a prop ósito de las relaciones entre la escultura m o n u m e n ta l y las artes de la joyería en el rom ánico. El marfil o la m iniatura, 1 S eg ú n la Encyclopédie Larousse, la p ie d ra n e g ra , lla m a d a ta m b ié n “p ie d ra d e Italia”, es u n e sq u is to a rc illo so q u e, u tiliz a d o c o m o lápiz, d a tra z o s q u e v a ría n del n e g ro al g ris [N. del T.J.

c u a n d o son cop iad os p o r u n d e c o ra d o r de m u ro s ingresan a u n universo distinto, cuyas leyes d e b e n aceptar. S abem os a d ó n d e h an llegado los esfuerzos del m osaico y de la tapice­ ría p o r alcan zar los efectos de la p in tu ra al óleo. Y, p o r o tra parte, los m aestro s del g ra b a d o de in terp re tació n c o m p r e n ­ dían m u y bien q ue n o p o d ía n “rivalizar” con los cu a d ro s que les servían de m o d elo (al igual q ue los p intores no p o d ía n “rivalizar” con la naturaleza), sino sólo transpon e rlo s. Estas ideas se p u e d e n ex ten d e r aún más. Y nos a y u d a n a definir la ob ra de arte c o m o única: al n o ser con stantes el equilibrio y las p ro p ied a d es de los m ateriales artísticos, no p u e d e h ab e r copia absoluta; incluso d e n tro de un m aterial dado, incluso en el p u n to m ás estable y definido de un estilo. C on v ien e seguir insistiendo en esto si se quiere c o m ­ p re n d e r n o sólo c ó m o la fo rm a está de cierta m a n e r a e n c a r­ nada, sino que siem p re es encarn a ció n . El espíritu no p o d ría acep tar esto de inm ediato, p o rq u e está sa tu ra d o p o r el re c u e r­ do de las form as y tien d e a con fu n d irla s con ese recuerdo, a p e n s a r que h ab itan u n a región inm aterial de la im agin ación o de la m e m o ria en d o n d e están tan com pletas y definidas c o m o si se e n c o n tr a ra n en u n a plaza pública o en u n a sala de m useo. ¿ C ó m o es que dichas m edidas, que p arecen vivir sólo en n o s o tro s — la in terp re tació n del espacio, la relación de las partes en las p ro p o rc io n e s h u m a n a s y en el juego de los m o ­ v im ie n to s — , p o d r í a n m odificarse en fu nc ió n de los m a te ­ riales y d e p e n d e r de éstos? R ecordem os lo q u e dijo F laubert sobre el P arten ó n : «negro c o m o el ébano». C o n esas palabras, tal vez q uería in d icar u n a cua lid a d absoluta: lo absoluto de u n a p ro p o rc ió n que d o m in a la m ateria y que incluso la hace sufrir m etam orfosis; o de m o d o m ás simple, la férrea a u to ­ rid ad de un p e n s a m ie n to indestructible. Pero el P arten ó n es de m á rm o l, y este h ec h o tiene u n a im p o rta n c ia extrem a;

a u n q u e los tam bo res de la cim entación, intercalados entre las co lu m n as p ara lograr u n a restauración respetuosa, hayan p a ­ recido u na serie de crueles mutilaciones. ¿No es ex traño que un volu m en p u e d a cam b iar d e p e n d ie n d o de que to m e c u e r­ po en el m árm o l, el bronce o la m adera, de que sea p in ta d o al tem ple o al óleo, g rabado con buril o litografiado? ¿Y no nos estam os arriesgand o a c o n fu n d ir prop iedades ep idérm icas y de superficie, fácilmente alterables, con otras de carácter más general y m ás constantes? N o es así, pues ciertam en te los vo lúm enes no son los m ism o s en esos diversos estados. D e p e n d e n de la luz que los m o d ela y p o n e en evidencia sus v an os y sus pared es, h a c ie n d o de la superficie la e x p r e ­ sión de u n a d e n s id a d relativa. A h o ra bien, la luz m is m a d e p e n d e del m aterial que la recibe — sobre el cual se desliza siguiendo trayectorias o se posa con firm eza— , que le c o m u ­ nica u n a cualidad seca o u n a cualidad grasa, y a la que p e n e ­ tra en m ay or o m e n o r m edida. En pintura, la interpretación del espacio es in d u d ab lem en te función del m aterial — el cual la lim ita o la lanza a lo ilim itado— ; adem ás, un v olu m en no es el m ism o p in tad o con u n a pasta com p ac ta que con colores tran sparen tes sobrepuestos. T odo esto nos lleva a ligar la noción de m ateria con la de técnica que, a decir verdad, no se separa de la prim era. La h e ­ m os puesto en el centro de nuestras propias investigaciones, y n u n c a nos ha parecido que im plicara u n a restricción para éstas. Por el contrario, era para n o so tro s c o m o un o b s e rv a to ­ rio desde d o n d e la visión y el estudio p o d ía n abarcar en u n a m ism a perspectiva la m ayor can tidad y la m ayo r diversidad de objetos. Pues la técnica es susceptible de tener varias ac ep ­ ciones: se la p ued e co nsiderar co m o u n a fuerza viva, co m o Una m ecánica o incluso co m o un m ero adorn o. N o la hem o s visto ni c o m o el au to m atism o de un “oficio” ni co m o la c u r io ­

sidad y las recetas de “co cin a”, sino c o m o u n a poesía en acción y — en el afán de c o n s e rv a r nu estro vocabu lario a u n con to d o lo que tiene de incierto y de p ro v isio n al— c o m o el á m b ito de las m etam o rfo sis. Siem pre nos ha parecid o que, en estos es­ tud ios tan difíciles y siem pre expuestos a la v ag u e d ad de los juicios de valor y de las interp re tacio n es m ás escurridizas, la o b serv ació n de los fe n ó m e n o s de o rd e n técnico n o sólo nos g arantizaba cierta o b jetividad controlable, sino qu e nos lle­ vaba al co razó n de los p roblem as, presentándolos ante noso­ tros en los m ism os térm inos y bajo el m ism o ángulo que para el artista. Se trata b a de u n a situación rara y favorable cuyo in te ­ rés d e b e m o s precisar ahora. El físico y el biólogo realizan u n a in d agación q u e tiene c o m o finalidad reconstruir, m e d ia n te u n a técnica co n tro la d a e x p e rim e n ta lm e n te , la técnica m is ­ m a de la naturaleza: m é to d o no descriptivo, sino activo en la m e d id a en q ue re co n tru y e u n a actividad. N o s o tro s no p o d r ía m o s re c u rrir al con trol ex pe rim en tal, pues el estudio analítico de ese c u a rto “reino” q ue es el m u n d o de las form as, n o p u e d e ser m ás q ue u n a ciencia basa d a en la observ ació n. Sin em bargo, en c a ra r la técnica c o m o un p roceso t ra ta n d o de re co n stru irla c o m o tal, nos d a la o p o rt u n i d a d de ir m ás allá de los fe n ó m e n o s superficiales y captar relaciones p ro fu n d as. Así fo rm u lad a , esta to m a de posición m e to d o ló g ic a p a ­ rece natural y razonable; p e ro p ara c o m p re n d e rla bien, y s o ­ bre to d o p ara llevarla a sus últim as consecu encias, todavía d e b e m o s lu ch ar c o n tra los vestigios de ciertos errores, in clu ­ so propios. El m ás grave y a rraig ad o deriva de la o p osición escolástica entre fo rm a y fondo, sobre la cual n o te n e m o s que volver. M u ch o s ilustres o b serv ado res, fu e rte m e n te in te re sa ­ dos en las investigaciones técnicas, no ven la técnica c o m o un p r o c e d im ie n to fu n d a m e n ta l de acceso al c o n o c im ie n to que recrea un p roceso creador, sino c o m o el m e ro in s tru m e n to

de la form a, así c o m o ven en la fo rm a u n a v estidura y un vehículo del fondo. Esta restricción arb itra ria c o n d u c e nec e­ sa ria m e n te a dos posiciones falsas, de las cuales la s e g u n d a p u e d e ser c o n s id e ra d a c o m o el refugio y la excusa de la p r i ­ m era. Se ve la técnica c o m o u n a g ra m á tic a que, seg uram ente, ha estad o viva y sigue viva, p ero cuyas reglas h a n a d q u irid o u n a especie de fijeza provisional, u n a especie de valor u n á ­ n im e m e n te co n se n tid o ; con base en ello se identifica las re ­ glas del lenguaje o rd in a rio con la técnica del escritor, o la práctica del oficio con la técnica del artista. El seg u n d o e rro r consiste en relegar a la región in d e te r m in a d a de los p rin c i­ pios to d o p ro c eso creativo su p e rp u e s to a esta gram ática, así c o m o la m e d ic in a antig u a explicaba los fe n ó m e n o s b io ló ­ gicos p o r la acción del p rincipio vital. Pero si d ejam o s de se­ p a r a r lo q u e está u n id o y sim p le m e n te tra ta m o s de clasificar y de e n c a d e n a r los fe n ó m e n o s, v erem os q ue la técnica está v e r d a d e r a m e n te h ec h a de in c re m e n to s y de d estrucciones, y que — al ser e q u id istan te de la sintaxis y de la m etafísica— es posible asim ilarla a u n a fisiología. A dec ir verdad, estam os e m p le a n d o en dos sentidos el t é r m in o en cuestión. Las técnicas y la técnica n o son lo m ism o, p e ro el p r i m e r sen tid o ha ejercido u n a influencia restrictiva sobre el segundo. P o d ría llegarse al a c u e rd o de q ue am b o s sentid o s se refieren a dos aspectos diferentes, p e ro u nidos, de la activid ad en la o b ra de arte: p o r u n lado, el c o n ju n to de las recetas de u n oficio; p o r otro, la m a n e r a en q u e d a n vida a las form as en la m ateria. Sería u n a conciliación en tre p a s i­ v id ad y libertad. Pero con eso no basta. Si la técnica es u n proceso, al e x a m in a r la o b ra de arte d e b e m o s ir m ás allá del lím ite que establecen las técnicas de cada oficio y re co rre r la genealogía en to d a su am p litu d. Ése es el interés fu n d a m e n ta l (s u p e rio r al interés p ro p ia m e n te histórico) que tiene la “his-

toria” de la o b ra antes de su ejecución definitiva: se trata de analizar las p rim e ra s ideas, los esbozos, los cro quis previos a la estatua o al cuadro. Esas im pacientes m etam orfosis y las atentas observaciones que las a c o m p a ñ a n , despliegan ante nuestro s ojos la o b ra —así c o m o la ejecución del pianista d e ­ sarrolla la s o n a ta — , y es m u y im p o rta n te p ara n osotros verlas siem pre in terv e n ir y agitarse en la obra, q ue ap a re n te m e n te está inmóvil. ¿Q ué nos dan? ¿Referencias tem porales? ¿U na perspectiva psicológica? ¿Las irregularidades topográficas de estados de conciencia sucesivos? Nos d an m u c h o más: la té c ­ nica m is m a de la vida de las formas, su desarrollo biológico. A p ropó sito de esto, un arte que nos b rin d a secretos de g ran riqueza, gracias a los diversos “estados” de las placas, es el grabado. Éstas son u n a cu rio sid ad p ara los no especialistas; pero c o m o objeto de estudio tienen un significado m ás p r o ­ fundo. Incluso si se exa m ina el boceto de u n p in to r co n si­ d e rá n d o lo en sí m is m o — sin to m a r en cu e n ta su p asa do de croquis ni su fu turo de c u a d r o — , se siente que im plica ya u n sentido genealógico y q ue deb e ser interpretado , no c o m o u n a in te rru p c ió n sino c o m o u n m ovim iento. A estas investigaciones genealógicas d e b e m o s agregar otras sobre las variaciones, y otras m ás sobre las in te rfe re n ­ cias. La vida de las form as suele buscarse nuevos ca m in o s al interior de u n m ism o arte y d e n tro de la o b ra de u n m ism o artista. Es indiscutible que sabe e n c o n tr a r un estado de a r­ m o n ía y de equilibrio; pero tam b ién lo es que este equilibrio tien d e hacia la ru p tu ra y hacia nuevos ex perim entos. Se s im ­ plifica d e m a s ia d o esta cu estión al no q u erer ver en dichos m atices — a veces m uy m a rc a d o s — m ás que u n a t ra n s p o s i­ ción p oética de las agitaciones de la vida h u m a n a . ¿Cuál es la relación necesaria entre la d e p e n d e n c ia o la p esadez física propias de la edad m a d u ra en Tintoretto, Hals o R e m b ra n d t

y la libertad juvenil de que hacen gala en el ocaso de su vida? N a d a m u estra m ejo r que esas po d ero sas variaciones la im p a ­ ciencia de la técnica frente al oficio. N o es que la m ateria sea p ara ésta u n a carga, pero debe extraer de ella fuerzas siem pre vivas, no congeladas bajo u n a aparente perfección. La técnica no es un a posesión plena de los “m ed io s”, pues esos m edios ya no son suficientes. Y ta m p o c o es virtuosism o, pues el vir­ tu oso se deleita con el equilibrio ad q u irid o y dibuja siem pre la m is m a figura d an z an te que, sobre su hilo bien tendido, s iem pre está a p u n to de quebrarse. En c u a n to a las interferencias, o fe n ó m e n o s de cruce e intercam bio, se les p u ed e in terp re tar c o m o reacciones con tra la vocación formal de los materiales artísticos; o, m ejo r aún, c o m o un trabajo de la técnica sobre las relaciones entre las técnicas. Sería interesante estu diar la historia de estos fe n ó ­ m en o s tra ta n d o de d e te r m in a r c ó m o se ejerce en ellos la ley de la p rim acía técnica y c ó m o se constitu yero n en la práctica y en la pedagogía —p ara luego d esa parecer— las n ociones de u n id a d y de necesidad que se im p o n e n con m ayor o m e n o r fuerza en los diversos “oficios” artísticos. Pero, m ás allá de los m o v im ien to s históricos que involucran totalidades, nos sería útil analizar, de cerca y desd e este p u n to de vista, los dibujos y las p in tu ras de los escultores o las esculturas de los p i n t o ­ res. En general, ¿cóm o no ten er en c u e n ta al M iguel Ángel escultor cu a n d o se estudia al M iguel Ángel pintor?, ¿y c ó m o no percibir las estrechas relaciones que u n e n en R e m b ra n d t al p in to r y al au to r de aguafuertes? N o basta con decir que el ag uafuerte de R e m b ra n d t es el aguafuerte de u n pin to r (concepción q ue ha variad o e x tra o rd in aria m e n te ). Se debe buscar, adem ás, e n te n d e r en qué m ed id a y p o r qué m edios esta técnica p ro c u ra alcanzar los efectos de la p intu ra, y c u á ­ les. T am p o c o basta con evocar a p ropó sito de la p in tu ra de

R e m b ra n d t la luz de sus aguafuertes. Se necesita recu p erar las diversas astucias p o r las cuales el agu afu erte es tr a n s ­ puesto y actúa sobre o tro material, que a su vez ejerce u na influencia sobre él. T enem os o tro ejem plo en las relaciones entre la acuarela y la p in tu ra en la escuela inglesa, que sin d u d a tienen su p u n to de p a rtid a en R ubens y Van Dyck, esos asom brosos acuarelistas al óleo, si se nos p erm ite em p lear esta fórm ula. La fluidez de la m ateria pictórica tiene algo de acuático en tales obras, a u n q u e en este caso n o se trata de acuarelas p ro p iam e n te dichas. ¿C ó m o es que este arte en p a r ­ ticular se define c o m o tal?, ¿de qué m a n e ra se libera p ara v ol­ verse “necesario” fo rm a lm e n te y acabar p o r influir, m ed ian te sus destellos tonales y su h ú m e d a limpidez, sobre pintores c o m o B on in g to n y Turner? Estas investigaciones revelarían aspectos inesperado s de la actividad de las formas. Los m a ­ teriales no son intercambiables; pero las técnicas se p e n e tra n m u tu a m e n te y, p o r encim a de sus fronteras, sus in terfe ren ­ cias tien d en a crear nuevos materiales. Sin em bargo, p ara llevar adelante estas investigaciones no sólo es im p o rta n te ten er un p a n o r a m a general y s iste m á­ tico de la técnica y ver con sim p atía la im p o rta n c ia de su f u n ­ ción; se requiere, en esencia, darse cu e n ta de su m a n e r a de actuar; se requiere, en el sentid o propio de los térm in o s, ra s­ trearla y ver có m o o pera la vida m ism a. De no hacerse esto, sin d u d a to da pesquisa sobre la genealogía, las variaciones y las interferencias será n ecesariam ente superficial y precaria. Aquí intervienen la h e rra m ie n ta y la m ano. Pero ten g am o s en cu e n ta que un catálogo descriptivo de las h e rra m ie n ta s no ap o rta rá nada, y que, si co nsid eram o s la m a n o c o m o u na h e r ra m ie n ta fisiológica, nuestro s estudios se verán de algún m o d o estancados en el análisis de cierto n ú m e ro de p ro c e ­ d im ie n to s típicos registrados en m an uales c o m o los que se

redactab a n en o tro tiem p o p ara e n s e ñ a r rá p id a m en te el arte de p in ta r al pastel, al óleo o a la acuarela — p o r lo dem ás, i n ­ teresantes acervos de fórm ulas fijas— . E ntre la m a n o y la h e ­ rr a m ie n ta hay u n a fam iliaridad h u m a n a . E ntre ellas hay un a c u erd o b asa do en intercam bios — m u y sutiles y no definidos p o r el h á b ito — , los cuales dejan ver que, si la m a n o se adapta a la h e r ra m ie n ta y necesita esa p rolo ngació n de sí m is m a en la m ateria, la h e r ra m ie n ta es lo q ue la m a n o hace que sea. La h e r ra m ie n ta no es algo m ecánico: a u n q u e su fo rm a m ism a decide sobre su actividad e im plica cierto porvenir, éste no está a b so lu tam en te p re d e te rm in a d o . Mas, en caso de estarlo, se d a u n a insurrección. P o d em o s g ra b ar con u n clavo, pero este clavo tiene u n a fo rm a y p ro d u c e u n a fo rm a que no es indiferente. Las rebeliones de la m a n o no p ersigu e n anu lar el in s tru m e n to , sino establecer sobre nuevas bases u n a p o s e ­ sión recíproca. Lo q ue actúa recibe a su vez el efecto de u na acción. Para c o m p re n d e r estas acciones y reacciones, deje­ m o s de c o n sid erar aislad am ente form a, m ateria, h e r ra m ie n ta y m ano , u b ic á n d o n o s en el p u n to de en cu en tro , en el lugar geo m étric o de su actividad. T o m a re m o s del lenguaje de los p intores el t é rm in o que m e jo r desig n a este a c u e rd o y q ue de m o d o sintético hace sen tir to d a su energía: el to q u e de pincel, la pincelada. N os parece que p u e d e ex ten d e rse a las artes gráficas, y ta m b ié n a la escultura. La pin cela da es u n m o m e n to , aquél en q u e la h e r ra m ie n ta d e s p ie rta la fo rm a en la m ateria. Es p e r m a n e n ­ cia, pu es p o r ella la fo rm a está c o n s tru id a y es durable. A veces d isim u la su accionar, se e n c u b re y se inm oviliza; pero siem p re d e b e m o s y p o d e m o s a p r e h e n d e rla de nuevo, au n bajo la m ás rígida estabilidad. E n tonces la o b ra de arte re ­ c u p e ra su p recio sa calidad de cosa viva: sin d u d a alguna, es u n a totalid a d bien tra b a d a en to d as sus partes, sólida y defi-

n id a p ara siem pre; sin d u d a alguna, según dijo W histler, no em ite “r u m o r ” alguno, m as lleva en sí m is m a las huellas i n ­ destruc tibles (e incluso o cultas) de u n a vida en ebullición. El to q u e de pincel es el v erd a d e ro c o n tac to e n tre la inercia y la acción. C u a n d o es parejo y casi invisible, c o m o en las ilu m i­ naciones previas al siglo XV, y b usca d a r m e d ia n te u n a y u x ­ tap osición m in u cio sa o m e d ia n te u n a fusión, no u n a serie de notas v ibrantes sino u n a especie de “capa” u n ifo rm e, d e s ­ n u d a y lisa, ento n ce s parece d e stru irse a sí m is m o — a u n q u e sigue d efin ie n d o la form a. Ya h e m o s dicho qu e u n to n o y un valor no d e p e n d e n sólo de las p ro p ied a d es y de las re ­ laciones de sus elem entos com positivos, sino de la m a n e ra en que son aplicados p o r el “to q u e” del pincel. Eso es lo que d istin g u e la o b ra pictórica del p o rtó n de u n g ra n e ro o de u n a carrocería. El to q u e de pincel es e s tru c tu ra. S o b rep o n e a la e s tru c tu r a del ser o del objeto la suya; le s o b re p o n e su form a, que no es s o lam en te valor y color, sino (h asta en las p ro p o rc io n e s m ás ínfim as) peso, den sid ad , m o v im ien to . P o d e m o s in terp re tarlo e x a ctam en te del m is m o m o d o en la escultura. A c ab am o s de aplicar la distinc ió n — de ac u e rd o con cierto análisis del e sp a cio — e n tre dos p ro c e d im ie n to s de ejecución escultórica: el que, p a r tie n d o del exterior, b u s ­ ca la fo rm a en el in terio r del bloque; y el que, p a r ti e n d o de la a r m a z ó n in te rio r y n u tr ié n d o la p o c o a poco, lleva la fo rm a a su plenitu d. El d e s b a sta d o p ro c ed e p o r to q u es que, p ro g r e ­ sivam ente, se van h a c ie n d o m ás c e rra d o s y se van u n ie n d o m e d ia n te relaciones cada vez m ás estrechas. Lo m is m o o c u ­ rre con la escu ltu ra que se c o n stru y e a base de añadid os: el escu ltor exclusivam ente sensible a las relaciones e n tre los v o lú m en es y al equilib rio de las m asas, y a la vez to ta lm e n te indiferente a las in tenciones y los efectos del m o d elad o , n o p o r eso deja de aplicar “to q u e s ” a su estatua; se distin g u e p o r

la ec o n o m ía de sus toques, así co m o otros p o r su m a n e ra de derrocharlos. Tal vez no com eteríam o s un abuso si extendiéram os el em pleo de este té rm in o a la arquitectura m ism a — p o r lo m en os cu a n d o estudiam os sus efectos— , y, ciertam ente, te n ­ dríam os todo el derecho de hacerlo en relación con las é p o ­ cas y los estilos en d o n d e d o m in a n los valores pictóricos. Así, parece que los m o n u m e n to s son am asados y m od elad os con la m ano, que ésta ha dejado sobre ellos u na m arca directa. Sería interesante verificar si — co m o es de p en sarse— de alg u­ na m an era se puede captar la u nid ad del toque en las diversas artes o en u n a m ism a etapa de la vida de los estilos; asim is­ mo, en qué m ed id a esta conson an cia — cuya definición es tan sutil— d e te rm in a o no interferencias m ás generales que las ya aludidas aquí. C o m o acepción de la palabra “toq ue” —que p o r m u ch o tiem p o ha tenido la ten den cia a conservar un sentido especializado y lim itativo— m a n ten g a m o s el s e n ­ tido de ataque y de tratam iento de la materia, pero no fuera de la o bra de arte sino en ésta. A propósito de esto, el estudio del grab ado p u ed e e n se­ ñ a rn o s m ucho. No es posible recorrer aquí todas sus c o m ­ plejidades, ni e n tra r en los detalles de su física y de su q u í­ mica. Baste con decir que sus materiales, simples a prim era vista, en realidad son múltiples y complejos. En el grabado al buril, p o r ejemplo, son el cobre de la placa, el acero de la herram ienta, el papel de las p ruebas y la tinta de im presión. C ada u n o de estos elem entos encierra variantes anteriores al m o m e n to en que la m an o los toma; y c u a n d o ésta los emplea, es claro que modifica en m ayor o m e n o r m ed id a los resulta­ dos. Incluso en las m o dalidades del g rabado m ás constantes en su técnica, la superficie grabada es n o tablem ente diversa. Ciertas planchas son sensibles a la h e rra m ie n ta y conservan

un aspecto metálico, m ien tras que otras lo disim u lan o lo pierden p o r co m pleto gracias a la riqueza y la m o d u la c ió n del trabajo que se realiza sobre ellas. La m agnífica abstracción de M arcoan toine, que reduce a Rafael al dib ujo y tra n s m ite a su genio u n a austeridad p u nzan te, no tiene n a d a en co m ú n con la u nció n casi sensual de Edelynck. Si to m a m o s el e je m ­ plo del aguafuerte, p o d e m o s ver —au n sin evocar el juego de los papeles y las tin ta s— c ó m o en to rn o a la obsesión de la luz se co n stru ye un m u n d o en pro fu n d id a d : interv iene un ele­ m e n to nuevo, el ácido, que p ro fu n d iz a m ás o m e n o s las in ci­ siones, que las reduce o las am plía con la irreg ularidad ca lc u ­ lada de su acción m ord ien te, y que da a los ton os u n a calidez d esc o n o cid a p ara cu alquier otro pro c ed im ie n to . Tan es así que el m is m o trazo al buril y el m is m o trazo al aguafuerte, en sí m ism o s y sin referencia a figura alguna, son ya form as diferentes. Tam bién la h e r ra m ie n ta cambia: se tiene u n a s i m ­ ple p u n ta que se coge c o m o un lápiz, o bien se tiene la b arra de acero del buril, con fo rm a p rism ática y biselada, llevada de atrás hacia delante p o r el m o v im ien to de la m uñ eca. En ello radica la vocación formal del m aterial y de la h e rram ien ta. Sin em bargo, el toque, o el ataque al material m e d ian te la h e rra m ie n ta , rivaliza con ese d e te rm in ism o y le a rran c a n o ­ vedades singulares m ed ian te u n a serie de astucias de las que el arte de R e m b ra n d t nos da los m ás bellos ejemplos: entre otros, esa su p erp osición de trabajos en p u n ta seca, d e s b a rb a ­ dos o no, favorables al delicado paso de la luz o al atercio p e­ lado de la noche. R e m b ra n d t graba c o m o si dibu jara con p lu ­ ma, aplicando u n trazo m ás o m en o s libre y abierto, o bien lo hace c o m o si pintara, b u sca n d o to d a la escala de valores en las volutas de fuego del efecto y en el m isterio de las som b ras profun das. E stru cturas frágiles a las que la im presión re p e ti­ da debilita, ablanda y acaba p o r d e s tru ir co m p letam ente, las

placas usadas no c o n se rv an m ás que el nivel inferior de estas etapas escalonadas, así c o m o u n a an tig u a ciud ad red u cid a a sus cim ien to s m u e s tra el p lan o de sus edificios. Se trata de u n a especie de genealogía al revés, de u n a p ru e b a a la inversa de cu á n am plios fueron los recursos de u n a o b ra ya d esv a­ necida. El iconógrafo y el h is to ria d o r p u ro p en sa rían q ue lo esencial p erm a n ece , pero se h a ido lo esencial: no la flor ni el raro en c a n to de u n a bella pieza, sino el valor fu n d a m e n ta l de u n arte que co n stru y e el espacio y la fo rm a en fun c ió n de cierto m aterial y m e d ian te cierta m a n e r a de d a r los toques a su trabajo. Así, m e d ia n te la d e s tru c ció n de u n a o b ra m a e s ­ tra se define plen am e n te , ante nu estro s ojos, la no ció n activa y viviente de “técnica”.

co m o u n a a c tiv id a d i n d e p e n d i e n te , y la o b ra de a rte c o m o u n h ech o sepa rad o de to d o u n com plejo de causas. O, m ás bien, nos h e m o s d ed ica d o a m ostrar, d e n tro del sistem a de rela­ ciones p articulares en d o n d e la fo rm a está inserta, u n a es­ pecie de causalidad específica que h ab ría q ue em p e z a r p o r precisar. La rica serie de fe n ó m e n o s que la fo rm a d e s a rro ­ lla en el espacio y en la m ateria da legitim idad a u n c a m p o de estudio, a la vez q ue lo exige. Estas p rop ied a d es y m e d i ­ das, estos m o v im ien to s y m etam o rfo sis no son indicios de seg u n d o o rden, sino el objeto esencial que p e rm itirá a la n o ­ H a s t a e l m o m e n t o h e m o s c o n s id e r a d o l a f o r m a

ción de “m u n d o de las fo rm as” dejar de aparecer c o m o u n a m etáfora y que justificará las gra n d es líneas de n uestro e s b o ­ zo de un m é to d o biológico — to d o lo cual creem o s ya h ab e r dicho, pese a la b re ved ad intencional de esta e x p o sició n — . Pero no p e r d a m o s de vista la crítica de Bréal a to d a ciencia de las form as que “realice” la fo rm a c o m o tal y la co nvierta en un ser vivo. En este c o n ju n to tan diverso y tan bien trabado, ¿qué lugar o c u p a el ser h u m a n o ? ¿ Q u ed a un lugar para el espíritu? ¿H em o s h ech o algo m ás que psicología en im ág e­ nes, a m p a ra d o s p o r to d o u n vocabulario? ¿No es tie m p o de re m itirn o s a las fuentes? Estas form as que viven en el espacio

y en la m ateria, ¿no viven p rim e ro en el espíritu? O m ás bien: ¿no es v e rd a d e ra m e n te o incluso ú n ic a m e n te en el espíritu d o n d e viven, y su actividad exterior no es m ás que la huella de un proceso interior? Sí, las form as que viven en el espacio y en la m ateria vi­ ven en el espíritu. Pero la cuestión es saber qué hacen y có m o se c o m p o rta n ahí, de d ó n d e vienen, p o r qué etapas pasan y finalm ente qué las agita y cuál es su actividad antes de que to m e n cu e rp o — si es verdad que al ser formas, incluso en el espíritu, p u e d a n no ten er “cu e rp o ” (aspecto esencial del p ro b le m a )— . ¿Residen c o m o diosas m ad res en u n a región recóndita, de d ó n d e vienen a no so tros cu a n d o las evocam os? ¿O bien se d esarrollan lentam ente, a p a rtir de su n acim iento en un g e rm e n oscuro, c o m o los anim ales? ¿D eb em o s p en sa r que, en los espacios de la vida espiritual aun no m e d id o s ni descritos, fuerzas descon ocid as que no p o d e m o s n o m b ra r las en riq u e cen y m a n tie n e n en ellas el prestigio de lo n u e ­ vo? P resen tadas así, estas interrogantes corren el riesgo de q u e d a r sin respuesta — al m en o s sin u n a respuesta satisfac­ to ria — , pues su p o n e n y a la vez respetan un an ta g o n is m o al que nos h e m o s ya e n fren tad o y que h e m o s in ten tad o superar. P en sam os qu e no hay a n tag o n ism o entre espíritu y forma, y que el m u n d o de las form as en el espíritu es idéntico en p r i n ­ cipio al m u n d o de las form as en el espacio y en la materia: no hay entre ellos m ás q ue u n a diferencia de plano, o — si se q u iere— de perspectiva. La co nciencia h u m a n a tiende siem pre hacia u n lenguaje e incluso hacia u n estilo. T o m ar conciencia es to m a r forma. Incluso en los niveles inferiores a la zo na de la definición y de la claridad existen formas, m edid as y relaciones. Es p r o ­ pio del espíritu describirse co n stan te m e n te a sí m ism o: es c o m o u n dibujo que se hace y se deshace y, en este sentido, la

suya es u n a actividad artística. C o m o el artista, trabaja sobre la naturaleza con los elem ento s que la vida psíquica proyecta desde su interior, y no deja de elaborarlos h asta h acer de ellos su p ropia m ateria, hasta hac er con ellos el espíritu y fo r m a r ­ los. Este trabajo es tan ru d o q ue a veces el espíritu se fatiga y siente la necesidad de relajarse, de d efo rm arse y acoger p asi­ v am en te lo que le llega desde las p ro fu n d id a d e s oceánicas de la vida. C ree rejuvenecer ap ela n d o al instinto b ru to y a b r ié n ­ dose a las im presiones fugitivas o a las o n d as sin límite y sin relieve del sentim iento; ro m p e con los viejos m o ldes verbales y altera los esque m a s de la lógica. M as todas estas sublevacio­ nes y tu m u lto s del espíritu tienen c o m o ú nica finalidad i n ­ ven tar form as nuevas; o, m ejor dicho, su actividad revuelta y con fusa es, tam b ién aquí, u n a o p eració n sobre las formas, un fe n ó m e n o formal. E stam os p ro f u n d a m e n te convencidos de que sería posible y útil instituir sobre estas bases u n m é to d o psicográfico, tal vez aplicando las n ocion es sobre el to q u e y la técnica q u e a c ab am o s de exponer. El artista desarrolla ante nu estro s ojos la técnica m ism a del espíritu, y de ella nos o fre­ ce u n a suerte de m old e que p o d e m o s ver y tocar. Pero no sólo tiene el privilegio de ser u n p u n tu a l y h á ­ bil c read o r de moldes. N o fabrica u n a colección de cu e rp o s sólidos p a ra u n lab oratorio de psicología, sino que crea u n m u n d o com plejo, co he ren te y concreto. Y, al estar ese m u n d o hec h o de espacio y de m ateria, sus pro p o rcio n es y sus leyes dejan de ser ú n ic a m e n te las del espíritu en general p ara c o n ­ vertirse en p ro p o rcio n es y leyes particulares. Tal vez n o s o ­ tros, en n u estro fondo m ás secreto, som os c o m o artistas sin m anos; p ero es p ro p io de u n artista ten er m an os, y en él la fo rm a se está e n f re n ta n d o siem pre con ellas. La fo rm a n o es el deseo de ac tu a r sino siem pre la acción m ism a. N o le es p o ­ sible abstraerse de la m ateria y del espacio y, c o m o tra ta re ­

m os de m ostrarlo, incluso antes de to m a r posesión de am bo s ya vive en ellos. Esto es sin d u d a lo q ue distingue al artista de la p erso n a o rd in a ria y, sobre todo, del intelectual. La p e r s o ­ na o rd in aria no es un dios c read o r de m u n d o s separado s y no está especializado en la invención y fabricación de esas utopías espaciales, de esos juguetes fabulosos; sin em bargo, conserva u n a suerte de inocencia, que p o r lo d em ás p u ede enturb ia rse con el llam ad o “gusto”. El intelectual tiene u na técnica, que no es la del artista — a la cual no re sp eta— y que tiende n ec esariam ente a h acer que to da actividad se sujete a los p ro c e d im ie n to s de la inteligencia discursiva. En cu a n to in ten tam o s definir con precisión lo que la técnica del espíritu tiene de original e irreductible en el artista, no sotros m ism o s sen tim o s las dificultades y tal vez la debilidad de nuestro es­ fuerzo. N ecesitam os describir con un lenguaje inteligible los ca m in o s de la acción; necesitam os estrechar m ás al artista, trata r de ser él. Pero al elim in a r lo que éste no es, ¿no esta­ m os d es po jándo lo de sus ricas cualidades h u m anas? O bien, c u a n d o in ten tam o s sacar a la luz su d ig n id ad de p e n s a d o r — u n p e n s a d o r con ciertos p e n s a m ie n to s — , ¿no h ac em o s que se sienta rebajado? N o obstante, siguiendo sólo esta ruta, sin d esviarnos en lo más m ín im o , ten em o s o p o r tu n id a d de al­ c a n zar la verdad. El artista no es ni especialista en estética, ni psicólogo, ni h is to riad o r del arte: p u e d e convertirse en tod o esto y m u c h o más. La vida de las form as en su espíritu no es la vida de las form as en ese tipo de espíritus. Incluso, no es la que se recon stru ye p o sterio rm e n te , con la m ay o r b u en a vo lu n tad y sim patía, en el espíritu del m ejo r d o ta d o de los espectadores. ¿Se caracteriza, entonces, p o r la a b u n d a n c ia y p o r la in ­ tensidad de las im ágenes? Eso es lo p rim e ro que nos vem os llevados a creer, así c o m o nos vem os llevados a im ag in ar el

espíritu del artista c o m o totalm e nte lleno e ilu m in ad o con brillantes alucinaciones, e incluso a interp re tar la o b ra de arte co m o u n a copia casi pasiva de u n a “o bra in terio r”. P uede ser así en ciertos casos. Pero en general la riqueza, la p o ten cia y la libertad de las im ágenes no son un rasgo exclusivo del a r­ tista, que es a veces m uy p ob re en ese sentido. Entre las dem ás personas, los que poseen tales dones son m en o s raros de lo que se piensa. Todos no sotros soñam os. En nuestros sueños inventam os no sólo un en c a d e n a m ie n to de circunstancias y un a dialéctica entre los sucesos, sino entre los seres; in v en ­ tam o s u n a naturaleza, un espacio de u n a au tenticid ad ob se­ siva y a la vez ilusoria. Som os los pintores y los d ra m a tu rg o s involuntarios de u n a serie de batallas, de paisajes y escenas de caza y de rapto; d iseñam os todo un m u seo n o c tu rn o de súbitas obras m aestras inverosímiles p o r su carácter fantás­ tico — m as no p o r lo sólido de sus m asas o lo justo de sus to n o s — . Asim ism o, la m e m o ria p o n e a disposición de cada u n o de nosotro s u n rico repertorio. Del m ism o m o d o en que el sueñ o d iu rn o en g e n d ra las obras de los visionarios, la e d u ­ cación de la m e m o ria elabora en algunos artistas u n a form a interior que no es ni la im agen p ro p iam e n te dicha ni el p u ro recuerdo, y que les p erm ite escapar al d esp o tism o del o bje­ to. Pero este recuerdo “fo rm a d o ” de tal m an era implica p r o ­ piedades particulares, y en él ha trabajado ya u n a especie de m e m o ria invertida hecha de olvidos calculados. ¿Calculados con qué fines y según qué criterios? Ingresam os a o tro á m b i­ to, ajeno al de la m e m o ria y la im aginación. Presen tim o s que la vida de las form as en el espíritu no es un calco de la vida de las im ágenes y de los recuerdos. Im ágenes y recuerdos son autosuficientes; se c o m p o n e n de las artes desconocidas del espíritu. No necesitan salir de ese crepúsculo para ser plenos, pues éste favorece su e x p a n ­

sión y su perm a nen cia . Son el arte de las im ágenes súbitas, que tiene to d a la inconsistencia de la libertad; son el arte de los recuerdos insidiosos, que dibuja lentam ente fugas en el tiem po. Las form as exigen alejarse de este ámbito: co m o h e ­ m os visto, su exterio ridad es su principio interno, y su vida espiritual sirve c o m o preparativo para la vida en el espacio. A un antes de separarse del p en sa m ie n to y e n tra r en la ex­ tensión del espacio, en la m ateria y en la técnica, las formas son extensión, m ateria y técnica. Pero no son cualesquiera de éstas. Así c o m o cada m aterial tiene un a vocación formal, cada fo rm a tiene u n a vocación m aterial que ya fue esbozada en su vida interior. En ésta tiene u na existencia todavía i m ­ pura, es decir, inestable; y en tanto sigue sin nacer — esto es sin exteriorizarse— , no deja de m overse d e n tro de la firme red de retractaciones entre las cuales realiza sus e x p e rim e n ­ tos. Esto es lo que la distingue de las im ágenes del sueño, que son rigurosas y coherentes. La fo rm a es análoga a esos d ib u ­ jos q ue frente a nuestros ojos parecen b u scar su línea y su equilibrio, y cuya m últiple inm ovilidad nos parece re p resen ­ tar el m ovim iento. Pero au n q u e estos aspectos no o b e d e ­ cen todavía a u n a decisión q ue les dé estabilidad, no p o r ello son vagos ni indiferentes. La form a c o m o intención, deseo o p r e s e n t im i e n t o — y tan re s tr in g id a y fugitiva c o m o se q u ie ra — busca y en c u en tra sus atributos, sus p rop ied ad es y su prestigio técnicos. Incluso espiritualm ente es pincelada, talla, faceta, re corrid o lineal, cosa m o d elad a o pintada, a r re ­ glo de m asas en m ateriales definidos. La form a no se abstrae; no es un a cosa en sí. Involucra lo táctil y lo visual. Así com o el m úsico n o escucha esp iritualm en te el dibujo de su m úsica ni u n a serie de n úm eros, sino timbres, in s tru m e n to s y una orquesta, el p in to r no visualiza la abstracción de su cuadro, sino tonalidades, m o d elad o s y pinceladas: la m a n o está tra-

bajando en su espíritu; en lo abstracto crea lo concreto y, en lo im ponderable, el peso. U na vez más constatam os la p ro fu n d a diferencia que separa la vida de las formas y la vida de las ideas. T ienen un p u n to en co m ún, que las distingue en co njunto de la vida de las im ágenes y de la vida de los recuerdos; se organ izan p ara la acción y c o m b in an cierto tipo de relaciones. Pero resulta claro que, si existe u n a técnica de las ideas e incluso si es im posible separar las ideas de su técnica, ésta no se p o n d e r a m ás que en relación consigo m isma, y su relación con el m u n d o exterior sigue siendo u n a idea. La idea del artista es form a, y su vida afectiva sigue este m ism o cam ino. T ernura, nostalgia, deseo y cólera están en él, al igual que o tros im pulsos m ás fluidos y m ás secretos que en las dem ás personas, y tam b ién a veces con m ay or riqueza, color y sutileza —au n q u e no necesaria­ m e n te — . El artista está su m ergid o en la to talid ad de la vida, y de ésta abreva. Es un h u m an o , y no profesional — y con esto no le quito n a d a — . Pero tiene el privilegio de crear im áge­ nes, de recordar, de pen sa r y de sentir m ediante formas. Hay que d ar to da su am plitud a este enfoque, y en sus dos senti­ dos: no afirm am os que la fo rm a es la alegoría o el sím bolo del sentim iento, sino su actividad propia, la m a n e ra en que éste actúa. D igam os, si se quiere, que el arte no se lim ita a revestir con u n a form a la sensibilidad, sino que despierta la form a en la sensibilidad. Y en d o n d e sea que nos ubiq uem o s, siem pre vam os a d ar a la forma. Si nos prop u siéram o s — lo que no es el caso— instituir u n a psicología del artista, te n d ría m o s que analizar u n a im aginación, u n a m em o ria, u n a sensibilidad y un intelecto formales; te n d ría m o s que definir tod o s los p r o ­ ced im ien tos p o r los cuales la vida de las form as en el espíritu prop ag a u n prodigioso a n im is m o que to m a c o m o soporte las cosas naturales y las vuelve im aginarias, recordad as p e n ­

sadas y sensibles; y v eríam o s que éstas son toques, acentos, to n o s y valores. La definición b ac o n ia n a del hom o additus naturce es vaga e incom pleta, pues no se trata de un hom o cualquiera, del ser h u m a n o en general, ni se trata ta m p o c o de u n a natu raleza s e p a rad a de él que lo acoge con u n a pasividad insuperable. Entre estos dos té rm in o s interviene la forma. El ser h u m a n o de que se trata aquí fo rm a esa naturaleza; antes de im p o n e rs e a ella, la piensa, la siente, la ve c o m o forma. El g ra b a d o r al ag u afu erte la ve a través del ag uafuerte m ism o, y elige de ella lo favorable a esta técnica. R e m b ra n d t se vale de u n farol de caballeriza y lo pasea sobre las p ro fu n d id a d e s de la Biblia. Piranesi usa el claro de luna ro m an o , cuyos r a ­ yos de luz y so m bras alterna sobre las ruinas, pero y c o m o era p in to r p ara teatro, no p o d ía e n c o n tra r en las horas d iu rn as lu ­ ces ni som b ras que p o r igual fueran favorables a los artificios y al vértigo de la perspectiva teatral. El pin to r de valores am a la b r u m a y la lluvia que les co rresp o n d en , al m is m o tiem p o que ve to d o a través de u n a cortina de h u m ed ad . En cambio, el colorista T u rn e r contem pla, d e n tro de su vaso de agua de acuarelista, un sol multiplicado, refractado y en m ovim iento. ¿Acaso estam os s u p o n ie n d o que a la vida de las form as en el espíritu la go b iern a u n a c on stancia riguro sa y perfecta?; ¿que en el espíritu se ejerce u n a p red estin a ció n inflexible que prod uciría, j u n to al ser h u m a n o , o tra especie h u m a n a o rg a ­ nizada de un m o d o p a rtic u la r y sujeta a su destino, c o m o si fuera u n a especie anim al entre otras? Las relaciones entre la vida de las form as y las d em ás actividades del espíritu no son constantes ni p o d ría n definirse de u n a vez p o r todas. Así c o m o d e b e m o s ten er en c u e n ta las interferencias técnicas p ara c o m p re n d e r el juego de las form as en la m ateria, d e b e ­ m o s estar atentos a la diversidad de e s tru c tu ra y de to n o en la disposición de los espíritus. A lgunos están d o m in a d o s p o r

la m em oria: ésta reduce el alcance de las m etam orfosis en los im itadores, m ien tras que no debilita la in tensidad de las m ism as en los virtuosos. En los visionarios, el carácter im p e ­ rioso y súbito de la im agen se im p o n e bruscam ente. Hay in ­ telectuales de la form a que se esfuerzan en concebirla co m o p ensam iento , así co m o en regular la vida de ésta de ac u er­ d o con la vida de las ideas. Y si hiciéram os intervenir toda la gam a de los tem p e ra m e n to s no nos sería difícil recon ocer que la vida de las formas se ve afectada p o r ellos en m ay or o en m e n o r m ed id a (tanto así que en cierto m o m e n to de n u e s ­ tro análisis casi recu rrirem o s a u na especie de grafología). Pero a esa diversidad de las relaciones entre el ser h u ­ m a n o c o m o artista y el artista m ism o se agrega o tra que p e r ­ tenece en exclusiva al o rd e n de las formas. H e m o s insistido m ás arriba sobre lo que llam áb am os la vocación form al de los m ateriales artísticos, e n te n d ie n d o p o r ello que éstos tie­ n en cierto destin o técnico. A esta vocación de los m a te ria ­ les y a este destino técnico co rresp o n d e u na vocación de los espíritus. H e m o s recon o cid o que la vida de las form as no es la m is m a en el espacio plano del m osaico que en el espacio co n s tru id o de Alberti; en el espacio-lím ite del escultor r o m á ­ nico que en el esp a cio -m ed io am biente de Bernini. T am p oco es la m is m a en los m ateriales pictóricos que en los escu ltóri­ cos; en los colores sólidos que en las veladuras; en la p ied ra tallada que en el b ron ce fundido; ni en la xilografía que en la aguatinta. A h o ra bien, a cierto o rd e n de form as c o rresp o n d e cierto o rd e n de espíritus. N o nos co m p ete explicar las razones de esta co rrespo ndencia, p ero es e x tre m a d a m e n te i m p o r t a n ­ te constatarla. U na vez más, se trata de cosas que o c u rre n en la vida, es decir, en m ov im ien to s irregulares, en la e x p e rie n ­ cia m ism a, d e p e n d ie n d o un p o co de la ocasión e incluso de m o d o aventurado. Aquí no estam os d escribiend o fenó m e n o s

físicos q ue p u e d e n repetirse en un laboratorio, sino hechos m ás com plejos cuya trayectoria general im plica bastantes o s ­ cilaciones: sus fallas, sus m archas atrás, sus fracasos hacen mella en dicha trayectoria, m as sin desviarla de su c a m in o e incluso re afirm án dola en éste. Los escultores q u e ven co m o pintores o los pintores que ven c o m o escultores no sólo a p o r­ tan ejem plos del prin cip io de las interferencias; d e m u e s tra n la fuerza de su vocación p o r la m a n e ra en que ésta resiste c u a n d o es con trariad a. En ciertos casos, la vocación p e rm ite al artista c o n o c e r sus m ateriales, o presentirlos: los ve pero a ún no los posee. Eso sucede p o rq u e la técnica no es algo ya hecho, sino que necesita ser vivida y trabajarse a sí m ism a. El joven Piranesi nos b rin d a u n notable ejem plo de esta p revi­ sión im paciente que tiene prisa p o r saber y quisiera a d e la n ­ tarse a la experiencia. A lu m n o de un bu en g ra b a d o r —el frío y hábil siciliano G iusep pe Vasi— , Piranesi pedía en v ano a su m aestro el secreto del “v e rd ad ero ” aguafuerte; pero en virtu d de que aquél, ya en el límite de sus capacidades, era incapaz de revelárselo, se dice que el ap rendiz m o n tó en u n a terrible c ó ­ lera. T enem o s u n ilustre testim o n io de ese debate entre u na vocación fogosa y un m aterial aún no to talm e n te d e s a rro ­ llado: son las p rim e ra s p ru e b as de sus Prisiones. T ien e n u n a rm a z ó n ya m u y pod ero sa, p ero se m a n tie n e n en la superfi­ cie del cobre. Todavía no h an ca ptad o ni definido su propia sustancia. A n te ellas nos parece ver el p u n z ó n d a n d o vueltas en todas direcciones y con u n a precipitación febril, sin lograr m o rd e r la placa y pen etrarla. Se h a n fo rm u lad o ya de m an era g ra n d io sa los lincam ientos de esas co n stru ccion es colosales, que aún carecen de su peso y de sus cualidades n o ctu rn a s. Veinte años después, el artista vuelve a las Prisiones y las re­ to m a d e r r a m a n d o so m b ras sobre ellas. Se diría que no las g rabó en el b ro n c e de sus placas, sino en los peñascos de un

m u n d o subterráneo. Para entonces ya hay un d o m in io total y absoluto, y p ued e apreciarse claram ente la diferencia. La vida de las form as en el espíritu no consiste, pues, en u n aspecto formal de la vida del espíritu. Las form as ti e n ­ den a realizarse, y en efecto lo hacen crean d o un m u n d o con sus ac cio n es y reaccio nes. El a rtis ta c o n te m p la su o b ra con ojos distintos a los nuestros, desde el interior de las for­ m as — p o r decirlo así— y desde su p ropio interior. Y n oso tro s d eb e m o s esforzarnos p o r p a r e c e m o s al artista. Separadas, las form as no dejan de estar vivas; incitan a la acción y a su vez se ap o d e ra n de la acción que las propagó, lo gran d o a c rec en ­ tarla, confirm arla y conform arla. Son creadoras del universo, del artista y del ser h u m a n o m ism o. Para precisar estas c o ­ nexiones sería necesario realizar m últiples observaciones y establecer u n a term in olo gía m ás rica y m ás ap ropiada que la existente hasta ahora, la cual nos p e rm ita s u p o n e r la a m ­ plitud y la com plejidad de los enfoques. Esta vida interior se desarrolla en n u m ero so s planos a los que c o m u n ic a n entre sí puentes, pasadizos y peldaños. La o c u p a n personajes que van y vienen, que sub en y bajan llevando asom b rosas cargas, que quieren a b a n d o n a r a co m o dé lugar la cá m a ra del teso­ ro —pues aspiran a la luz solar— y que, envueltos en nuevos rayos de luz, con frecuencia re tornan , a fin de llevar u n a vida mágica, desde los sitios terrenales a d o n d e h an penetrad o. A m ed id a que se prodiga, esta vida se va en riqu eciend o: así se explica que la vejez del artista sea tan diferente de la c a d u ­ cidad h u m an a. Para resumir, d irem os que las form as transfiguran las aptitudes y los m o vim iento s del espíritu, m ás que llevarlos a especializarse. Es p o r ellos que se intensifican en vez de replegarse. Las form as son m ás o m en o s intelecto, im agi­ nación, m em o ria, sensibilidad, instinto o carácter; son m ás

o m e n o s vigor m uscular, así c o m o espesor o fluidez de la sangre. Pero ac túan sobre estos elem entos c o m o e d u c ad o ra s que no los dejan re p o sar ni u n instante: crean en el anim al h u m a n o u n nuevo h u m a n o , a la vez m últiple y unitario. G ravitan con to d o su peso, y no en vano, pues se trata del peso de los m ateriales artísticos. Instalan en el p e n s a m ie n to u n a extensión específica, que es u n espacio c o n s e n tid o y buscado. P ro m u lg a n u n a dialéctica que no es u n m ero juego, pues la técnica es actividad creadora. En el p u n to de en c u e n tro e n ­ tre la psicología y la fisiología, se levantan con la au to rid a d de la silueta, de la m asa y de la ento nación . Si tan sólo p o r un instante d ejam o s de considerarlas c o m o fuerzas concretas y activas p o d e r o s a m e n te involucradas en las cosas m ateriales y espaciales, ya no c a p ta rem o s en el espíritu del artista m ás que larvas de im ágenes y de recuerdos, o bien ú n ic a m e n te los m o v im ie n to s que esboza el instinto. De las anteriores ob serv aciones p o d e m o s extra er ciertas consecuencias; algunas co n c ie rn e n a la vida tem p o ra l de los artistas, otras, a los g ru p o s o familias espirituales. La acti­ vidad de los seres h u m a n o s su periores con se rv ará siem pre u n m isterioso prestigio, un elem ento secreto cuya clave se b usca rá siem pre en los detalles de su existencia. Los eventos y las an é cd o tas servirán siem pre c o m o d o c u m e n to s y m a te ­ riales novelescos. C o n ellos c o m p o n d r e m o s retratos h e r o i­ cos e historias reales, y no d ejarem o s de h ac er que re sp la n ­ dezca el tesoro de las biografías, incluso sobre un fond o de s o m b ras y polvo. Sin d u d a cada vida h u m a n a contien e u na novela, esto es, u n a sucesión y u n a co m b in a c ió n de av e n ­ turas. Sin em bargo, tales aventuras tien en u n límite, y p o ­ d ría m o s catalogarlas c o m o si fu eran situaciones dram áticas: lo que cam bia m u c h o es el to n o de esas aventuras, d e p e n ­ d ie n d o de lo que h acen con ellas los protagonistas. C o n cada

u n o de n osotros pasa p o r algo sim ilar a lo que o cu rre en una novela, cuya pobreza fu n d a m e n tal se repite, desde el s u rg i­ m iento de este género y de la vida en sociedad, en un m uy reducido n ú m e ro de historias. Mas, sobre un a r m a z ó n tan pobre, ¡qué riqueza de m etam orfosis, qué variedad de tipos, de mitos, de atm ósferas y de tonos! Y tam bién nosotros, al i n ­ terior de las m ism as pobres contingencias, cream os nuestros mitos y nuestro estilo con m ayor o m e n o r realce y a u to ri­ dad. Del m ism o m o d o procede el artista con su novela escasa en aventuras: reducida a u n expediente burocrático, a u n a nota en un diccionario, ¡cuán sobria es en peripecias! Ahí tenem o s a C hardin, satisfecho en el m od esto ám bito de u n a burguesía m ezquina, casi p opular; a Delacroix en su taller solitario; a T u rn e r v o lu ntariam ente e n c errad o co m o incóg­ nito d e n tro de cuatro paredes para protegerse del entorno. Se diría que tod os ellos convierten el curso o rd in ario de la exis­ tencia en u na co a rtad a p erm a n en te, a fin de p o d e r absorb er m ejor los acontecim ientos esenciales provenientes de la vida de las formas. El más estrecho teatro les resulta suficiente, y si lo am plían es po rq u e lo exige la fo rm a en su existencia espiritual. De ahí sus viajes, que no los tra n s p o rta n sólo en el espacio, sino en el tiem po. De ahí, co m o verem os, su crea­ ción de los am bientes que necesitan. A veces llevan u n a vida doble, co m o en el caso singular de Delacroix. Su actuación vital se desarrolla entre los m u ro s de un reducto p o co acce­ sible, en tanto que las peripecias de su condición h u m a n a se desarrollan en o tra parte. De noche está en el m u n d o ; de día, o c u p a d o h ero icam ente en sus tareas. C o m o hom bre, am a la poesía y la m úsica que co rresp o n d en lo m en o s posible a su pintura. Pero el “h o m b re de bu en gusto” no p o d ría re nu nciar al escándalo de esa p in tu ra y, co m o tam b ién es un h o m b re de ideas, explica có m o es que viven juntos, estrecham ente

unidos, los dos Delacroix. N in g ú n texto m ejo r que su D iario p ara explicar el im p erio de las form as sobre un espíritu: és­ tas to m a n y nos d an to d o a p a rtir de un h o m b re superior. C iertam en te, las trayectorias de algunos artistas p arecen exi­ gir g randes acontecim ientos, co rrer al e n c u e n tro de éstos y entregarse al m u n d o con u n brío que niega ese im p erio de las formas. Pero un R ubens o rg a n iz ad o r de fiestas públicas se d a b a el lujo de c o m p o n e r obras vivas. Este tipo de espíritus siem p re h a to m a d o la vida ex terna c o m o u n a m ateria plásti­ ca a la que gustan im p o n e r su p ropia form a m e d ian te fiestas, desfiles y bailes. Así, la sustancia del arte es la vida m ism a. De u n m o d o m ás general, el artista se enfren ta a la existencia c o m o L eo n a rd o da Vinci se p o n ía frente a u n m u ro ru in o so d evastad o p o r el tie m p o y p o r los inviernos, ag rietad o p o r los golpes, m a n c h a d o p o r las aguas de la tierra y del cielo, lleno de h e n d id u ra s. N o so tro s no vem o s ahí m ás que las huellas de circun stancias ord inarias; p ero el artista ve figuras h u m a n a s separad as o entreveradas, batallas, paisajes, ciudades que se d e r ru m b a n : formas. Y éstas se im p o n e n a su vista activa, que las discierne y las reconstruye. Del m is m o m o d o, se i m p o ­ n en o d e b e n im p o n e rs e en el análisis que p re te n d e m o s hacer de su vida, en la cual los hecho s son fo rm a ante todo. Así, la biografía de R e m b ra n d t n o p u e d e seguir las m ism a s vías qu e la del b u rg o m a e s tre Six, ni la de Velázquez, ser calcada sobre la de Felipe IV, o la de M illet m o d e la d a en el m ism o m aterial q u e la de C harles Blanc (a u n q u e este ú ltim o fue tam bién, a su m anera, u n artista). Y si q u e re m o s b u sca r lazos y relaciones en tre to d o s ellos, v erem os q ue a lo largo de su vida to d o s se definen m u c h o m e n o s p o r las circu nstancias q ue p o r afinidades es­ pirituales co n c ern ien te s a las formas. Al decir q ue a cierto o rd e n de form as co rre s p o n d e cierto o rd e n de espíritus, nos

vem os llevados necesariam ente a la n oción de “familias es­ pirituales”, o más bien de “familias form ales”. N o basta con decir que hay perso nas intelectuales, sensibles, imaginativas, m elancólicas o violentas; sería peligroso p ara n osotros in te n ­ tar definir desde d en tro esas naturalezas y esos caracteres. N u estro p u n to de p artid a deb e n ser los fenóm eno s en el es­ pacio. ¿Es que éstos no cu entan c u a n d o se trata de definir y a g ru p a r a quienes no son artistas? Pero las huellas de la actividad c o m ú n se b o rra n pronto, y q u ed a n en tre m ezc la­ das. Todo acto es gesto; to d o gesto, escritura. Estos gestos, estas escrituras tienen para n osotro s un valor prim ordial, y si es verdad — co m o lo ha m o s tra d o William Jam es— que to d o gesto tiene sobré la vida espiritual u n a influencia, que a su vez es ejercida p o r las formas, entonces el m u n d o creado p o r el artista actúa sobre él y en él, y éste actúa sobre otros artistas. La génesis crea al dios. U na concep ció n estática y m aq uinal de la técnica que no considere las m etam orfosis nos haría c o n fu n d ir la noción de “escuela” con la de “familia”. Pero aun en u n a m ism a escuela, en d o n d e se tran sm iten los m ism os proced im iento s, hay diferentes vocaciones formales; form as nuevas o renovadas o peran trabajosam en te sobre sí m ismas, y hay u n a tend encia al su rgim ien to y desarrollo de la acción. Así es co m o vem os a personas del m ism o tem ple reconocerse y atraerse, pues la am istad h u m a n a p uede i n ­ terv en ir en esas relaciones y favorecerlas. Sin em bargo, en el m u n d o de las formas el juego de las afinidades receptivas y de las afinidades electivas se realiza en u n a región distinta a la de la simpatía, la cual p u ede ser propicia o adversa a d i­ cho juego. Estas afinidades no están e n c u ad ra d as o limitadas p o r u n m o m e n to d eterm ina d o: se desarrollan en la am p litu d del tiem po. C ada p erso n a es ante todo c o n te m p o rá n e o de sí m ism o y de su generación, pero es tam bién c o n te m p o rá n e o

del g ru p o espiritual del que fo rm a parte. Y m ás aún el artista, pues sus ancestros y sus am igos no son p ara él un re c u e r­ do, sino u n a presencia; están de pie frente a él, tan vivos co m o siempre. Así se explica p a rtic u la rm e n te la función de los m u seo s en el siglo XIX; ay u d a ro n a las familias espirituales a definirse y a vincularse, m ás allá de las épocas y de los lu ­ gares. Incluso en las épocas y países en d o n d e se h an d is p e r­ sado los testim o nio s y los ejemplos, o cu a n d o cierta etapa de algunos estilos im p o n e la d u reza de un canon; incluso en los m ed ios sociales con las exigencias m ás rigurosas, la variedad de familias espirituales se m anifiesta con fuerza. Las é p o ­ cas que se ap a rta n con m ás violencia del p asa do son c o n s ­ tru id as p o r p erso nas q ue h a n ten id o ancestros. T iem p o s y m edios distintos a los de la historia se instalan en la historia m ism a, y en ésta se pro p a g an razas distintas a las que estudia la antropología. Tales razas p u e d e n ten er o no conciencia de sí m ism as, p ero existen; p ara llegar a ser no tienen necesidad de conocerse. E ntre m aestro s que n u n c a h a n ten id o la m e n o r con ex ión y que están totalm e n te separad os p o r la n a tu ra le ­ za, p o r la distancia y p o r las épocas, la vida de las form as establece estrechas relaciones. De este m o d o , re stringim o s todavía m ás la d o c trin a de las influencias: no solam ente éstas no son pasivas nunca, sino que no n ecesitam os invocarlas a co m o dé lugar p ara explicar parentesco s anteriores a ellas e in d e p en d ie n te s de to d o contacto. El estudio de esas fa m i­ lias c o m o tales nos es indispensable. H e m o s traz ad o algunos de sus rasgos al o c u p a rn o s de u n a de ellas, tal vez la m ás fá­ cil de co m p re n d e r: los visionarios. Pero ya nos d im o s cue nta de q u e esta indagación, p ara p o d e r c o n tin u a r en to das sus vertientes, su p o n e el co n o c im ie n to de las relaciones en tre la fo rm a y el tiem po.

En

e st e

p u n t o

d e

n u e s t r a s

in v e s t ig a c io n e s

e n c o n

-

tra m o s u n e n fre n ta m ie n to en tre doctrinas; m ás aún, vem os que en cada u n o de n o so tro s hay p e n sa m ie n to s c o n tra d ic to ­ rios. ¿ C ó m o se ubica la fo rm a en el tiem p o y c ó m o se c o m ­ p o rta d e n tro de éste? ¿En q ué m e d id a es tie m p o y en qué m e d id a no lo es? En u n sentido, la o bra es intem poral: su actividad y sus querellas se ejercen sobre to d o en el espacio. En o tro sentido, se ubica antes y después de o tras obras. N o se fo rm a de m a n e r a instantánea, sino c o m o resultado de u n a serie de experiencias. H ablar de la vida de las form as es evocar nec esaria m e nte la idea de sucesión. Pero la idea de sucesión su p one diversas concep cion es del tiem po, que pu ed e ser in terp re tad o c o m o u n criterio de m edició n y c o m o u n m ovim iento, o bien c o m o u n a serie de in m ov ilidad es y c o m o u n a m ovilidad incesante. La cie n ­ cia de la historia resuelve esta a n tin o m ia m e d ian te cierta estructura. La indagación sobre el pasado, a u n q u e no p ersi­ gue la c o n s tru c ció n del tiem po, no pu ed e pre scin d ir de ella. Se desarro lla de ac u erd o con u n a perspectiva, es decir, sobre ciertos cu a d ro s y de ac u erd o con un o rden de m ed id as y de relaciones. Para el historiador, la organización del tie m p o se basa, c o m o n u estra vida m ism a, en u n a cronología. N o basta con

saber que los h echos se suceden con ciertos intervalos. Y es­ tos últim os no sólo justifican u n a ubicación, sino tam bién —con ciertas reservas— u n a interpretación de los hechos. La relación tem p oral entre dos aco ntecim ientos varía d e ­ p e n d ie n d o de que estén m ás o m en o s alejados u n o del otro. En ello hay cierta analogía con las relaciones de los objetos en el espacio y bajo la luz — con sus d im ension es relativas, con la proyección de sus so m b ra s — . Los p u n to s de refe­ rencia tem po rales no tienen un m ero valor n um érico; no son c o m o las divisiones métricas, que p u n tú a n los vacíos d entro de un espacio indiferenciado. El día, el m es y el año tiene un com ien zo y un fin variables, au n q u e reales. Nos d a n p r u e ­ bas de la autenticidad de nuestras m edidas. Por eso, el h isto ­ ria d o r de un m u n d o b a ñ a d o p o r u na luz uniform e, sin días ni noches, sin meses y sin estaciones, sólo p o d ría describir m ás o m eno s cab alm ente un presente. El m arco de nuestra prop ia vida nos da el criterio p ara m e d ir el tiem po, y en este sentido la técnica de la historia está calcando la organización de la naturaleza. Así, el estar so m etidos a un o rd en tan necesario y que se c onfirm a en todos lados, es suficiente razón para d iscu lp ar­ nos p o r com ete r algunas confusiones graves entre la c r o n o ­ logía y la vida, entre el p u n to de referencia y el hecho, entre la m ed id a y la acción. Nos resistimos fue rtem en te a a b a n ­ d o n a r u n a concepción isocrónica del tiem po, pues co nferi­ m os a esas m ediciones igualadoras no sólo un valor m étrico indiscutible, sino u n a especie de au to rid a d orgánica. Tales m ediciones se vuelven cuadros, y éstos se vuelven cuerpos: hac em o s personificaciones. Al respecto, nad a hay más c u ­ rioso que la n o ció n de “siglo”. N os cuesta trabajo no co n c e ­ bir un siglo c o m o u n ser vivo y dejar de asem ejarlo al ser h u m a n o m ism o. C ad a siglo se nos presenta con u n color y

un a fisonomía, y proyecta la so m b ra de su silueta particular. Tal vez no sea del to do ilegítimo atrib uir u n a figura a esos vastos p a n o ra m a s del tiem po. U na notable consecuencia de este organ icism o consiste en hacer co m e n z a r cada siglo p o r un a especie de infancia que tiene su co ntin u ac ió n en u n a e ta ­ pa de juventud, a la que a su vez reem plazan u n a edad m a d u ­ ra y después la decrepitud. Quizás, p o r un extrañ o efecto de la conciencia histórica, esta c o n fo rm ación acaba ten ien d o un efecto concreto. A fuerza de utilizarla, de darle c u e rp o y de interp re tar los diversos p erio d o s de cada siglo c o m o las dife­ rentes edades de las personas, delim itadas p o r los paréntesis del n acim iento y la m uerte, tal vez la h u m a n id a d ad q u irirá el hábito de vivir en ciclos de cien años. Y esta ficción colecti­ va influye sobre el trabajo del historiador. Sin em bargo, aun acep tan d o que en las prox im id ades del año 1900, p o r ejemplo, el sentido c o m ú n haya p o d id o “realizar” la n oción de “fin de siglo”, es difícil a d m itir que el fin o el inicio cron oló gi­ cos de cualquier siglo coincidan fatalm ente con el fin o el inicio de un actividad histórica. No obstante, nuestros estu ­ dios no están libres de esta m ística “secular”, y p ara percatar­ se de ello basta consu ltar el índice tem ático de m u cho s libros. La concepción que acabam os de presentar tiene algo de m o num ental: organiza el tiem po com o u n a arquitectura; lo reparte, al igual que las masas de un edificio sobre un plano establecido, en am bientes cronológicos estables. Éste es t a m ­ bién el tiem po de los m useos, tal com o se distribuye en salas y vitrinas. Dicha concepción tiende a m od elar la vida histórica según cuadros definidos, e incluso a otorgar un valor activo a estos últimos. Mas, en el fondo de nosotros mismos, no ig­ n o ra m o s que el tiem po es devenir, y p o r eso corregim os con m ayor o m e n o r acierto esa idea m o n u m e n ta l m ediante la idea de un tiem p o fluido y de u n a d uración plástica. Necesitamos

con urgencia reconocer que una generación es un complejo en el que se y u xtapo nen todas las edades de las personas, que un siglo p u ede ser largo o corto, que los period os se c o m p e ­ netra n entre sí. La fecha, que es el elem ento fu n dam en tal de la cronología, perm ite precisam ente reducir los excesos en las mediciones. Es lo que da seguridad al historiador. N o es q ue la m istificación que se aplica a la n oció n de “siglo” no se aplique tam b ién a la de “fecha”, co nsiderad a c o m o u n polo atrayente, c o m o u n a fuerza en sí. Pero u n a m ism a fecha abraza la m ás extrem a diversidad de los lugares, la más ex tre m a diversidad de las acciones, y en u n m ism o lugar abraza acciones m u y diversas, c o m o el o rd e n político, el o rd e n económ ico, el o rd e n social y el o rd e n de las artes. El h isto ria d o r que lee la sucesión lee tam bién, de m a n e ra s in ­ crónica, la am p litu d — tal co m o el m úsico lee u n a p artitu ra o rq u e sta l— . La historia no es unilineal y m e ra m e n te sucesiva: pu ed e ser c o n sid erad a c o m o u n a su perp o sic ió n de p re s e n ­ tes que se ex tiend en con gran am plitud. El h ec h o de que las diversas m od alid ad es de la acción sean c o n tem p o rán ea s, es­ to es, captadas en un m is m o instante, no im plica que todas se e n c u e n tre n en el m ism o p u n to de desarrollo. En u n a m is ­ m a época, lo político, lo e c o n ó m ic o y lo artístico n o o c u p a n la m ism a posición en su respectiva c u rv a —y la línea que las u ne en un m is m o m o m e n to d ad o es casi siem pre m uy sin u o sa— . Teóricam ente, nos es fácil ad m itir esto. Pero en la práctica solem os ceder a u n a necesidad de a r m o n ía p re es­ tablecida y c o n sid eram o s la fecha c o m o un núcleo, c o m o un p u n to central. Y no es q ue no p u e d a serlo, m as no lo es p o r definición. G e n eralm en te , la historia es un conflicto entre precocidades, actualidades y retrasos. C a d a m o m e n to de u n a acción obed ece a su p ro pio m o ­ vim iento, el cual está d e te r m in a d o p o r exigencias interiores

y es m o d e ra d o o acelerado p o r su co n tac to con o tros m o v i­ m ientos. N o sólo am b o s m o v im ien to s son disím b olo s en tre sí, sino que cada u n o de ellos a su vez carece de u n ifo rm id ad . La historia del arte nos m u estra supervivencias y a n ticip a­ ciones yuxtapuestas en un m is m o m o m e n to , o bien form as lentas y retardatarias q ue son c o n te m p o rá n e a s de otras a u ­ daces y rápidas. Un m o n u m e n t o fechado con certeza p u ed e ser a n terio r o p o sterio r a su fecha, y p recisam en te p o r esa razón es im p o rta n te fecharlo antes que hac er o tra cosa. Hay un tie m p o de o n d a s cortas y un tie m p o de o n d a s largas. Así, la cron olog ía no sirve p ara p ro b a r la co nstan c ia y el is o cro ­ n ism o de los m ov im iento s, sino p ara m e d ir la diferencia en la lon gitu d de las ondas. A h o ra e n te n d e m o s c ó m o se plantea el p ro b le m a de la fo rm a en el tiem po. Es un p ro b lem a doble. P rim ero, de o rd e n interno: ¿cuál es la posición de la o b ra en el desarrollo de las formas? Y tam b ién externo: ¿qué relación tiene este d e s a rro ­ llo con los d em ás aspectos de la actividad? Si el tie m p o de la o bra de arte fuera el tie m p o de to d a la historia, y si to d a la h isto ria pro g resara en un m is m o m o vim iento, no se p l a n ­ tearían estas cuestiones. Pero no es así. La historia no es u n a serie a c o m p a s a d a de c u a d ro s arm o n io so s. M ás bien, en cada u n o de sus p u n to s es diversidad, in tercam bio y conflicto. El arte está involucrado en dichos p u n to s, y, al ser acción, actúa en ellos y fuera de ellos. Según Taine, el arte es u n a o b ra m a e s tra de co n v e rg e n ­ cia exterior. Ésta es la insuficiencia m ás grave de su teoría; nos disgusta m ás que el falso rigor del d e te r m in is m o con su carácter providencial. M as su m érito radica en h a b e r d a d o c o n te n id o al tiem po, pues deja de co nsid erarlo c o m o un a fuerza en sí, en tan to que — c o m o el espa cio — no es n a d a si no es vivido. T am bién tiene el m érito de h a b e r roto con el

m ito del dios falso, d e s tru c to r o creador, y h a b e r busca d o un vínculo entre los diversos esfuerzos h u m a n o s , en tre las razas, los m edio s y los m o m en to s. De ese m o d o Taine instituyó i n ­ d u d a b le m e n te u n a técnica d u ra d era , no tanto p ara la h is to ­ ria del arte c o m o p ara la historia de la cultura. N o obstante, p o d e m o s p re g u n ta rn o s si, al sustituir el vacío activo del tie m p o p o r la p lenitud de la cultura h u m a n a , ese magnífico ideólogo de la vida no hizo m ás que cam b ia r de mitología. N o nos co m p ete so m eter a crítica u n a vez m ás la vieja no ció n de “raza”, q ue siem pre se presta a confusio nes entre la etnografía, la an tropo lo gía y la lingüística. Sea cual sea la m a n e ra en que u n o la aborde, la raza no es estable ni c o n s ­ tante: se em pobrece, se in cre m en ta o se mezcla. C a m b ia con la influencia del clima, y el sim ple h ech o de que se desplace implica u n a m odificación. Los sedentarios tan to c o m o los n ó m a d a s están expuestos p o r todo s lados. En el m u n d o no hay co nservatorios de razas puras. La m ás severa práctica de la en d o g a m ia no im pid e el mestizaje. Los m edios insulares m ás p rotegidos se abren a infiltraciones e invasiones. Incluso la constancia de signos antropológicos no im plica la i n m u ta ­ bilidad de los valores. El trabajo del ser h u m a n o sobre sí m is ­ m o sin d u d a no anula estos antiguos depósitos tem porales — hay q ue to m a r esto en c u e n ta — . D ichos valores no c o n sti­ tuyen un a rm a z ó n o u n a base, sino m ás bien u n a tonalidad. En el com plejo equilibrio de u n a cultura, hacen in terv e n ir i n ­ flexiones y acentos parecidos a los que caracterizan el m o d o de hab lar u n a lengua. C iertam en te, a veces el arte les d a un cu rioso relieve, y surgen c o m o bloques erráticos, c o m o tes­ tim o n io s del p asa do en un paisaje sosegado. P o d em o s ac e p ­ tar q ue ciertos artistas son p artic u la rm e n te “étn ico s”; pero se trata de casos raros y no de u n a constante. Pues el arte se da en el m u n d o de las form as y no en la región i n d e te r m i­

nada de los instintos. El hecho de que el im pulso del arte s u r­ ja de la vida psicológica en su estado incipiente, su p o n e que hay ya u na m u ltitud de contactos nuevos, así c o m o el p r e d o ­ m in io de nuevas circunstancias. La vocación formal entra en juego, las afinidades se sintonizan y el artista se reún e con su grupo. ¿C ó m o negar que incluso en los g ru p o s raciales más consistentes hay u n a gran diversidad de familias espiritua­ les, que se entrelazan p o r en c im a de las m ism as razas? Así, el artista no sólo perten ece a u n a familia espiritual y a u na raza: perten ece m ás bien a u n a familia artística, puesto que es alguien que trabaja sobre las form as y sobre quien éstas trabajan a su vez. Se nos im p o n e entonces un límite pru d e n te , o m ás bien un desplazam iento de los valores. ¿Pero no es cierto que ciertas regiones del arte, en d o n d e el esfuerzo es m ás dócil ante la tradición y ante el espíritu de la colectividad, m u estran relaciones m ás estrechas entre las perso n as y sus gru p o s étnicos, co m o en los casos del o rn a m e n to y de las artes populares? ¿D eterm in ad o s bloques formales no son el auténtico idiom a de ciertas razas? ¿Acaso el entrelazado no es im agen y signo de u n m o d o de p e n sa m ie n to propio de los pueblos del Norte? Pero el entrelazado y en general el vocabulario geom étrico son p a trim o n io co m ú n a to da la h u m a n id a d prim itiva. C u a n d o reaparecen al inicio de la alta Edad M edia re cu b rien d o y d esna tu ralizand o el a n t r o p o m o r ­ fismo m editerráneo , se da m en o s el ch o q u e de dos razas que el re en cu e n tro de dos tiem pos, o m ás bien de dos etapas de la h u m a n id a d . En los lugares retirados, las artes populares m a n ­ tienen las condiciones iniciales, el tie m p o inm óvil y el viejo vocabulario de la prehistoria, con u n a u n id a d que rebasa las divisiones etnográficas y lingüísticas y que está m atizad a sólo p o r los paisajes de la vida histórica. Se p u ed e aplicar la m is ­

m a crítica — au n q u e en o tro sen tid o — a la interpretación del arte gótico p o r el rom anticism o: complejas, en o rm e s y te n e ­ brosas, las catedrales eran vistas p o r este ú ltim o co m o ex­ presión decisiva de u n a raza que las conoció tarde y siem pre las im itó con gran dificultad. Se veía renacer en ellas el genio de los bosques, así co m o un n atu ralism o confuso m ezclado con los ardores de la fe. Ideas co m o ésta no se h a n apag a­ do p o r com pleto; cada generación las revive efím eram ente, pues tienen la p erio d ic id a d de los m itos colectivos que inser­ tan en la historia u n a nota legendaria. Tal co m o tratam o s de llevarla adelante, la observación de las form as destruye esta poética del pré sta m o y este p ro g ram a a contrapelo, p o n ie n d o en p rim e r plano u n a lógica experim ental que en todos sen ti­ dos los desm iente categóricamente. El ser h u m a n o no está petrificado en u n a definición fija; está abierto a los intercam bios y a los acuerdos. Los g rup os que constituye deb en m en os a u na fatalidad biológica que a la libre adaptación reflexiva, a la influencia de las grandes perso nalid ad es y al trabajo constante de la cultura. Tam bién las naciones son pro d u c to s de u n a larga experiencia que no dejan de pensarse a sí m ism as ni de construirse. P ued en ser consideradas c o m o obras de arte. La cultura no es un refle­ jo, sino u n a progresiva to m a de posición y u na renovación. C o m o los pintores, avanza p o r trazos y pinceladas que van e n riq u e cien d o la imagen. Así, sobre el fondo oscuro de las razas, se delinean diversos retratos del ser h u m a n o , obras de este m ism o, m o d o s de vida que son co m o paisajes y com o es­ pacios interiores, y que a su vez “form an ” el espacio, la m a ­ teria y el tiem po. Los gru p o s nacionales tienen tendencia a convertirse en familias espirituales, y p o r ello es que p re ­ fieren ciertas formas. Las diversas etapas de los estilos no se suceden h istóricam en te con el m ism o rigor: ciertos pueblos

co n servan en la etapa barro ca la m esu ra y la estabilidad clá­ sicas, m ien tras que otros m ezclan con el énfasis b arro co la pureza del clasicismo. Entonces, tenem os fund a m e n to s p ara reconocer que las escuelas nacionales no son únicam ente cuadros, sino que, entre esos grupos, o p o r debajo de ellos, la vida de las for­ mas establece u n a especie de co m u n id a d viviente. Hay u na Europa rom ánica, u n a E uropa gótica, u n a E uropa hum anista, u na Europa rom ántica. En la preparación de lo que llam am os Edad Media, O ccidente y O riente colaboran. En el curso de la historia hay periodo s en don d e las personas piensan al m ism o tiem po las m ism as formas. Las influencias no son, así, más que el vehículo de las afinidades, y pu ede decirse que no se ejercen con independencia de estas últimas. Para co m p re n d e r có m o se hacen y se deshacen esas u n an im id ad es inestables, tal vez no sería inútil retom ar la vieja distinción de Saint-Simon entre épocas críticas y épocas orgánicas. Las p rim eras se ca­ racterizan p o r la m ultiplicidad contradictoria de las ex p e rien ­ cias; las segundas, p o r la u nid ad y la constancia de los resulta­ dos. Pero siguen subsistiendo precocidades y retrasos en toda época orgánica, que en el fondo sigue siendo crítica. Ni las diferencias entre los g ru p o s h u m a n o s ni los c o n ­ trastes entre los siglos o en tre las épocas son suficientes p ara explicarnos los m ov im ien to s singulares que precipitan o re­ trasan la vida de las formas. La co m plejidad de los factores es considerable. P u ede ejercerse en sentido contrario. Un curioso ejem plo de esas desigualdades lo e n c o n tra m o s al es­ tu d iar los orígenes del estilo flamígero francés. Según ciertos autores, se explican p o r la influencia inglesa a lo largo de la G u e rra de Cien Años. Según otros, la a rq u ite ctu ra fran ce­ sa del siglo XIII contenía ya el prin cip io del arte flamígero: la co ntracu rva. A m bas postu ras son acertadas. En efecto,

es verdad que la co n tra c u rv a está im plicada en el dibujo de ciertas form as francesas antiguas; asim ism o, que el e n c u e n ­ tro del arco m itral con el lóbulo inferior de un cuatrifolio da co m o resultado el trazado perfecto de u n a co ntracurva. Pero nuestro flamígero no la p o n e de manifiesto; p o r el c o n tr a ­ rio, la contiene y la disim ula co m o un principio o p uesto a la estabilidad arquitectónica y a la u n id a d m o n u m e n ta l de los efectos. N o obstante, desde la seg u n d a m itad del siglo XIII, en Inglaterra el desarrollo estilístico linda ya con el barroco, pues tiene ab u n d a n c ia de curvas y contracurvas, a la vez que reconoce y define u n a nueva etapa de la arquitectura, a la que ad em ás d eberá re n u n ciar m u y pronto. El en c u e n tro histórico de dos etapas diferentes y de dos velocidades d es­ iguales provoca en el arte francés, no u na revolución p o r la llegada de ap o rtaciones extranjeras, sino, precisam ente, u n a m u tació n que hace reaparecer ciertos antiguos rasgos ocultos im p rim ié n d o le s u n a virulencia n u n c a antes vista. Por lo dem ás, esta cuestión es m uy compleja. Para ab ordarla no basta con com parar, aquí y allá, las etapas de u n estilo o con estudiar las m od alid ad es y los efectos de sus contactos. A sim ism o hay que e x a m in a r los c o m p o n en te s que ta m p o c o son p o r fuerza sincrónicos entre sí. El gótico inglés se m a n tu v o fiel p o r m u c h o tiem p o a la con cep ción de las m asas del arte n o rm a n d o ; p ero fue un p re c u rso r m u y t e m ­ p ra n o en el trazo de las curvas. Así, fue al m is m o tiem p o un arte precoz y u n arte conservador. P o d em o s hacer an otaciones análogas sobre la lentitud de la evolución arquitectónica en Alem ania. M ien tras que en Francia se m ultiplican y se en c a d e n a n exp e rim en to s que, en siglo y m edio, pasan de las form as arcaicas del arte r o m á ­ nico a las form as acabadas del gótico, el arte o toniano, p o r u n a parte, p ro fu n d iz a en el arte carolingio y, p o r otra, conti-

núa im p re g n a n d o el arte rom án ic o del Rin, que conserva sus características pese a hab e r acogido la crucería ojival. Aquí, no es el genio de u n a raza o de un pueblo lo que actúa co m o freno, sino el peso de los ejem plos ligados a una tradición política que, a su vez, fue u n a form a im puesta a la G e rm a n ia pagana y prehistórica p o r los creadores de un o r ­ den m o d e rn o — form a y p ro g ra m a concebidos p o r civiliza­ dores que desde el principio dieron pro po rcio nes im periales a sus fundacion es en tierra v irg en— . A lem ania m an tien e la obsesión p o r la e n o rm id a d . N u n c a se vio a la arq uitectu ra co laborar tan abiertam ente en la creación de u n m u n d o , así co m o m antenerlo a través del tiem p o con tanto rigor. La auto rid a d m o n u m e n ta l de los ejem plos y la fuerza de la tradición formal pesaban fu ertem ente en Alem ania, a m i­ n o ra n d o ahí las m etam orfosis. N o obstante, a lo largo de los ríos Aisne y Oise, en esa m edianía rústica d o n d e el im p erio casi no p en e tró y dejó m u y poco, se elaboraba la definición del estilo ojival. En otras regiones, los intentos de d e s a rro ­ llarlo no llegaban a resultados, o te rm in a b a n en form as e s p u ­ rias siem pre que la bóveda ro m ánica le co n tra p o n ía sus obras maestras. En los d o m in io s reales carolingios la libertad de ex perim en tació n aceleró el crecim iento del arte gótico, hasta que llegó el día en que sus éxitos o cu p a ro n to d o el horizonte, im p o n ie n d o a su vez u n a fórm ula con variaciones lentas. Pero, al estudiar la relación entre el desarrollo estilístico y el desarrollo histórico, ¿no d eb e m o s dar su propio lugar a la influencia que ejercen los m edios naturales y los m edios sociales sobre la vida de las formas? Pese a la im p o rtan cia de los fen óm eno s de tran sfere n ­ cia, parece difícil concebir la arquitectura fuera de u n medio. En sus form as originales, este arte está fue rtem en te afincado en la tierra, sujeto a los encargos y apegado a u n program a.

Levanta sus m o n u m e n to s bajo un cielo y en un clima defi­ nidos, sobre un suelo que p ropo rciona ciertos materiales y no otros; en un sitio con d eterm in a d o carácter; en u na ciu ­ dad con m ayor o m e n o r riqueza, con m ayor o m e n o r p o b la­ ción y con m an o de obra más o m enos ab undante. Responde a necesidades colectivas aun cu a n d o construya alojam ientos privados. La arqu itectura es geográfica y sociológica. El la­ drillo, la piedra, el m árm ol, los materiales volcánicos no son m eros elem entos para d ar colorido, sino elem entos e s tru c tu ­ rales. La abu n d a n cia de lluvias d e te rm in a que las arm azones de los tejados sean agudas y que haya tanto gárgolas com o ca­ naletas instaladas sobre el trasdós de los arbotantes. La sequía perm ite que las azoteas sustituyan a los tejados. El resplandor de la luz implica naves som breadas. Una luz gris exige gran cantidad de aberturas. La escasez y la carestía del terren o en las ciudades populosas hacen indispensables las c o n stru c cio ­ nes con volados y saledizos. Por o tra parte, m edios histó ri­ cos com o el am biente de los grandes Estados feudales de los siglos XI y XII en Francia d eterm in a n la distribución de las diversas familias de iglesias rom ánicas. La acción c o m b i­ n ad a de la m o n arq u ía de los Capetos, del episcopado y de los habitantes de las ciudades en el desarrollo de las catedrales góticas m uestra qué influencia tan decisiva p u ede ejercer la coop eración de las fuerzas sociales. Pero esta acción tan p o ­ tente no pued e resolver un p roblem a de estática ni efectuar u na com binación de valores. El albañil que a rm ó dos n e rv a ­ duras de piedra cruzadas en ángulo recto bajo el ca m panario n orte de la catedral de Bayeux; el que, en otras condiciones, insertó la ojiva en el deam bu latorio de Morienval; o el autor del coro de Saint-Denis, todos ellos fueron sujetos que hicie­ ron cálculos y trabajaron con objetos sólidos, y no histo ria­ dores que in terp retaban las épocas. El más atento estudio del

m ed io m ás h o m o g éneo, o el conju n to de circunstancias más estre cham en te ceñido, no d an c o m o resultado el diseño de las torres de Laon. Así co m o el ser h u m a n o , m ed ian te el c u l­ tivo y la tala, o m ed ian te los canales y los ca m ino s m odifica la faz de la tierra y crea u n a especie de geografía propia, la arquite ctu ra e n g e n d ra nuevas cond iciones p ara la vida h istó ­ rica, la vida social y la vida moral. Es creadora de am bientes imprevisibles. Satisface ciertas necesidades y prop ag a otras. Inventa un m u n d o . La no ció n de “m ed io am b iente” no debe, p o r tanto, aceptarse en estado bruto. H ay que d es c o m p o n e rla y re c o n o ­ cerla c o m o u n a variable, c o m o un m ovim iento. Lo geográfi­ co, lo topográfico y lo económ ico, au n q u e están ligados, p e r ­ tenecen a ó rdenes diferentes. Venecia es u n lugar de refugio que fue elegido p o r ser inaccesible, y es tam b ién u n lugar de co m ercio que se volvió p ró sp e ro p o r su facilidad de acceso. Sus palacios son establecim ientos com erciales y representan el in cre m en to de las fortunas; sus pórticos, q ue son muelles y alm acenes, se abren con opulencia. La ec o n o m ía se ad ap ta aquí a la topografía y saca de ésta el m ejor p a rtid o posible. La riqueza p roveniente del com ercio explica la p o m p a que con cierta insolencia reina sobre las fachadas, así c o m o el lujo árabe de u n a ciu dad dirigida tanto hacia el levante c o m o h a ­ cia el poniente. El espejism o p e r p e tu o y los reflejos del agua, su m a d o a las partículas cristalinas susp en d id as en la h u m e ­ d ad del aire, h a n p ro c rea d o ahí ciertos sueños y cierto gusto que se trasladan con m agnificencia a la fantasía de los poetas y a la calidez de los coloristas. N in g ú n lugar es m ejo r que éste para h ac ern o s creer que p o d e m o s acceder —gracias a los elem entos que p ro p o rc io n a el m edio, e incluso in v o can ­ do mezclas étnicas no difíciles de dosificar— a la genealogía tem po ral de la o b ra de arte. Pero Venecia h a trabajad o sobre

Venecia con u n a libertad asom brosa. Su paradójica estru c ­ tura lucha contra los elementos: h inca masas rom an as sobre la arena y d en tro del agua; recorta co ntra un cielo lluvioso siluetas orientales concebidas origin alm ente bajo un sol p e r­ m anente; no ha dejado de librar u n a batalla co n tra el m ar valiéndose de instituciones especiales com o la m ag istratu ­ ra del agua y de obras de albañilería com o los m u ra zzi; en fin, sus pintores se deleitaban p rin cip a lm en te con paisajes de bosques y de m ontañas, cuyas verdes pro fu n d id a d es iban a buscar en los Alpes Cárnicos. Entonces, o cu rre que el p in to r se evade de su m edio para p rocu rarse otro. U na vez que lo elige, lo transfigura y lo recrea confiriéndole u n valor universal y h u m ano. R em brandt, in i­ cialm ente p in to r de solem nes eventos m édicos y de diseccio­ nes académ icas, se evade de u n a H olanda aseadita, burguesa, rigorista y anecdótica, am iga de la música de cám ara, de los m uebles pulidos y las paredes cubiertas de baldosas, para e n ­ con trarse con la Biblia y sus brillos de m ugre, su b o h em ia h a ­ rapienta y sus pocilgas fulgurantes. El ghetto de A m sterd a m estaba ahí, pero había que p en etrarlo y ap oderarse de él; h a ­ bía que revivir ahí, en m edio de los trastos viejos de la ju dería portuguesa, la ansiedad del A n tiguo Testam ento en el m o ­ m en to de e n g e n d ra r el N uevo Testamento; había que hacer brillar ahí el apocalipsis de la luz — co m o un sol e n fre n ta ­ do a la n oche en escenarios proféticos— . En m edio de ese m u n d o a la vez m ilenario y viviente, celosam ente gu ard ad o y repleto de n ó m adas, R e m b ra n d t se ubica fuera de H olanda, fuera del tiem po. Incluso en el ghetto, p o d ría h a b e r sido un p in to r co stu m b rista o un cronista de barrio. Pero es im p o r­ tante no reducirlo a estas dim ensiones. Tenem os claro que ese m edio elegido p o r él no le interesaba más que p o r d ar es­ pacio a sus sueños y ser favorable a éstos — ahí se volvían tan-

gibles y se p ersonificab an— . El m u n d o re m b ra n d tia n o está ad a pta do al nuevo m edio y en c u e n tra ahí u n a a rm o n ía que le infu n d e entusiasm o; m as no se limita a él. E n g en d ra paisajes, en g e n d ra u n a luz y una h u m a n id a d que son H olanda, pero u na H olan d a sobrenatural. El caso Van Dyck m erecería u n a análisis particular. C o n ciern e a la filosofía del retrato, pero tam bién interesa d i ­ rectam en te a nuestro exam en crítico. P o d em o s p re g u n ta rn o s si ese Príncipe de Gales de la p in tu ra — para no retirarle el título que le da F ro m e n tin — no con trib uy ó en gran m e d i­ da a crear un m edio social, revirtiendo así los té rm in o s de u na p roposición c o m ú n m e n te adm itida. Van Dyck vive en u n a Inglaterra todavía inculta y violenta, todavía agita­ da po r revoluciones, en tregada a placeres instintivos y dada a conservar, bajo el delgado barn iz de la vida cortesana, los apetitos de la m erry England. P inta los héroes y las h e ro í­ nas con tod a su distinción original, pese a que le sirven de m odelos sus m ejores amigos, co m o el co rp ulento E n d y m io n Porter. Asim ism o, de esas lindas jovencitas, de esos av e n tu ­ reros de la vida galante, extrae u n a d ig nid ad en los rasgos, u na valentía altiva e incluso u n a m elancolía novelesca. Éstos son elem entos que, en principio, están en él m ism o, y que le p e rm ite n señalar con u n sello en c a n ta d o r tanto a poetas co m o a capitanes. C o ntribuy e a esto la d eslu m b ran te frescura de su pintura, ese m aterial tan valioso, fino y fluido, ju n to con sus gam as argénteas. Todo ello constituye ante la vista el más delicado de los lujos. Y éste es el espejo que p resenta al e s n o ­ bism o inglés, que en lo sucesivo y d u ra n te generaciones se reflejará ahí con com placencia pese a los cam bios en las m o ­ das. Los m odelos m ás recientes se esfuerzan p o r parecerse a los retratos de antaño. D etrás de estas im ágenes ejemplares creem os adivinar la presencia invisible del consejero secreto.

La raza y el m ed io am b iente no se en c u en tran s u s p e n ­ didos p o r enc im a del tiem po. U na y otro son tiem po vivido y form ado, y es p o r eso que son elem entos p lenam en te h is­ tóricos. La raza es u n desarrollo que está so m etido a irre ­ gularidades, m u taciones e intercam bios. El m ed io geográfico m ism o, aun sobre su base ap a ren tem e n te inconm ovible, es susceptible de m odificaciones. En cu anto a los m edios socia­ les, su actividad desigual se desenvuelve tam b ién en el tie m ­ po. Por tanto, el m o m e n to e n tra necesariam ente en juego. Pero, ¿qué es el m o m en to ? H e m os m o stra d o que el tiem po histórico es sucesivo, m as no sucesión pura. El m o m e n to no es un p u n to cualquiera sobre u na línea recta, sino u n a d ila­ tación o un nudo. T am po co es la su m a total de lo pasado, sino el p u n to en que se e n c u en tran varias formas del p re s e n ­ te. ¿Hay un ac u erd o necesario entre el m o m e n to de la raza, el m o m e n to del m edio y el m o m e n to de u na vida hu m an a? ¿Q uizá la o bra de arte se caracteriza p o r captar, figurar y, en cierta m edida, pro vo car este acuerdo? A p rim e ra vista, p a r e ­ ce que estam os to c an d o la esencia de las relaciones entre la o bra de arte y la historia. El arte se m anifestaría co m o u n a asom brosa serie de sucesos cronológicos, co m o la tra n s p o si­ ción al espacio de to d a u n a gam a de actualidades profundas. Pero este enfo que tan sed uc tor es superficial. La obra de arte es actual e inactual. La raza, el m ed io y el m o m e n to no son favorables de un m o d o natural y co nstante a u n a d e te r m in a ­ da familia de espíritus. El instante espiritual de nu estra vida no coincide n ec esariam en te con u n a urgencia histórica — i n ­ cluso p u ed e estar en con tradicción con ésta— . U na etapa en la vida de las form as no pu ed e co n fu n d irse p len am e n te con u na etapa de la vida social. La época que da sustento a la obra de arte no define sus principios ni sus p articu laridad es formales. Ésta p u ede deslizarse en cualquiera de sus tres d i ­

recciones. El artista vive en u n a región del tie m p o q ue n o co ­ r re s p o n d e fo rzosam ente a la historia de su p ro p ia época. (Ya h e m o s dicho q ue p u e d e ser a p a s io n a d a m e n te c o n te m p o r á ­ n eo de su tiem po, llegando a establecer u n p ro g r a m a a p a rtir de esta actitud.) C o n u n a con stancia so sten id a p u e d e elegir para sí ejem plos y m o delos del pasado, c re an d o p ara sí un m ed io am b ien te acabado. Y es capaz de co n figu rar un fu turo que se o p o n e lo m is m o al presente q ue al pasado. U n a b ru sca m u ta c ió n en el equilibrio de sus valores étnicos p u e d e lle­ varlo a o p o n e rs e categó ricam en te al m ed io y al m o m e n to , y h a c e r que nazca en él u n a nostalgia revolucionaria. Entonces, bu sca rá el m u n d o que necesita. D esde luego, hay genios con tem ple y sin com plicaciones — al m en o s en a p a rien cia— , que son co n d u c id o s p o r lo q u e cierto d e te r m in is m o llama “circu nstancias favorables”. M as esas g ran des vidas a p a re n ­ te m en te planas ocu ltan algun os conflictos. La historia de la fo rm a en Rafael, ese m ítico h éro e de la felicidad, revela sus crisis. Su épo ca le ofrece las m ás diversas im ágenes y las m ás flagrantes contradicciones. A ltern ativ am ente, en su alm a se agitan un no sé qué de debilidad y un no sé qué de ductilid ad de los instintos. Y, p o r fin, con o sadía inserta en su pro pia ép oca un tie m p o y u n m ed io diferentes. Esta capacidad tan p eculiar nos im p resio n ará m u c h o m ás si reflexionam os en el hec h o de que el m o m e n to de la o b ra de arte no es p o r fuerza el m o m e n to del gusto. N os es lícito a d m itir q ue la historia del gusto refleja con fidelidad cir­ cu nstancias sociológicas, siem p re y cu a n d o re co n o zc am o s la intervención, en estas últim as, de im p o n d era b le s que to d o lo m odifican, c o m o el elem en to fantástico de la m od a. El gusto p u e d e d e te r m in a r las características secu n d arias de ciertas obras — su tono, su atm ósfera, sus reglas e x te rn a s — . A lgunas obras p u e d e n d e te r m in a r el gusto y m arcarlo pro-

fu ndam en te. Este acuerdo con el m om en to , o más bien esta creación del m o m e n to es unas veces in m ediata y espontánea, otras lenta, so rda y difícil. P o dríam o s ceder a la tentación de concluir que, en el p rim e r caso, la obra revela de golpe, y de m o d o imperativo, u na actualidad ineludible que todavía era buscad a m ediante débiles m ovim ientos, y que, en el se­ gundo, alcanza su propia actualidad anticipándose, com o suele decirse, al gusto del m om ento . Pero en am b os casos la obra es, desde el instante en que nace, un fen ó m e n o de r u p ­ tura. U na expresión corriente nos lo hace sentir con fuerza: “h acer época”, no es intervenir pasivam ente en la cronología, sino precipitar el m om ento . A la n oción de “m o m e n to ” conviene agregar la noción de “acontecim iento”, que la corrige y la com pleta. ¿Q ué es el acontecim iento? Acabam os de decirlo: es u n a precipitación eficaz. Y ésta p u ede ser relativa o absoluta, pued e ser un c o n ­ tacto o un contraste entre dos desarrollos desiguales, o una m u tación en el interior de u n o de ellos. Una form a pu ede a d q u irir cualidades innovadoras y revolucionarias sin ser en sí m ism a un acontecim iento, y sólo p o r el simple hecho de que es tra n s p o rta d a de un m edio rápido a un m edio lento, o a la inversa. Pero tam bién p u ed e ser u n acon tecim ien to for­ mal sin ser al m ism o tiem po un acontecim iento histórico. V islum b ram o s así u na especie de estru c tu ra móvil del tie m ­ po en la que in tervienen diversos tipos de relaciones, según la diversidad de los m ovim ientos. En principio, es análoga a esa con stru cción del espacio, de la m ateria y del espíritu cuyo estudio formal nos ha b rin d a d o n u m ero so s ejemplos y tal vez algunas reglas m uy generales. Si la o bra de arte crea m edios formales que influyen en la definición de los m edios h u m an o s, si las familias espirituales tienen u n a realidad h is ­ tórica y psicológica no m enos manifiesta que los g rupo s lin ­

güísticos y los grupos étnicos, entonces es un aco n te cim ie n ­ to, o sea, u n a m an era de e s tru c tu rar y definir el tiempo. Esas familias, esos m edios y esos acontecim ientos provocados p o r la vida de las formas actúan a su vez sobre ésta y sobre la vida histórica. C o o p e ra n con am bas m ediante los m o m e n ­ tos de la civilización, m ediante los am bientes naturales y s o ­ ciales, m ediante las razas hum anas. Tal m ultiplicidad de fac­ tores es lo que, o p o n ién d o se al rigor del determ inism o, lo fragm enta en acciones y reacciones inn um erab les y p ro v o ­ ca p o r todas partes fisuras y desacuerdos. En esos m u n d o s im aginarios en que el artista es el g eóm etra y el mecánico, el físico y el quím ico, el psicólogo y el historiador, la form a —gracias al juego de las m etam o rfo sis— transita p e r p e tu a ­ m ente de la necesidad a la libertad.

Elogio de la mano

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c u m p le

con un deb e r de amigo. Al m o m e n to de em p ez ar a escribir, veo có m o mis propias m an o s estim ulan a m i espíritu y lo p o ­ nen en m ovim iento. Ahí están, co m p añ e ras incansables que d u ra n te tantos años han hech o su tarea, u n a m a n te n ie n d o en su lugar el papel y la otra m u ltiplicando sobre la blanca p á ­ gina estos pequ e ñ o s signos apretados, oscuros y activos. Por m edio de ellas el ser h u m a n o entra en contacto con la dureza del pensam iento: extraen de éste bloques a los que im p o n en u n a forma, un c o n to rn o y, en la escritura, u n estilo. Son casi seres anim ados. ¿Son sirvientes? Tal vez, pero d otad as de un genio enérgico y libre, de u n a fisonom ía — son rostros sin ojos y sin voz, p ero que ven y h a b la n — . A lgunos ciegos desarrollan con el tiem po tal sutileza en el tacto que son capaces de d iscern ir las figuras de u n juego de cartas con sólo palp ar el gro sor infinitesimal de la imagen. Pero tam bién quienes p u ed e n ver necesitan las m an o s para ver, p ara co m p letar m ediante la prensión y el tacto la percepción de las apariencias. Las aptitudes de las m an o s están inscritas en su perfil y en su diseño: m an o s finas expertas en el a n á ­ lisis, d edos largos y móviles en la p erso n a d ad a a razonar, m an o s proféticas b añadas de fluidos, m anos espirituales que en su inacción tienen gracia y porte, m an o s tiernas. La fisiog­ nom ía, que en otros tiem pos fue asid uam en te practicada y tuvo sus m aestros, se h abría en riquecido con un capítulo so ­ bre las m anos. El rostro h u m a n o es sobre to d o u n com plejo

de órganos receptores. La m a n o es acción: prende, crea, y a veces d iríam os que piensa. En reposo, no es un in stru m en to sin alm a ab a n d o n a d o sobre la m esa o colgando a lo largo del cuerpo: el hábito, el instinto y la voluntad de acción m editan p o r su conducto, y no hace falta u n a gran experiencia para saber lo que va a hacer. Los grandes artistas h an puesto u na atención extrem a al estudio de las m anos. Ellos han sentido su poderío, sus virtudes; ellos que, más que las otras personas, viven gracias a sus m anos. R em b ran d t nos las m uestra a través de toda la diversidad de las em ociones, de los tipos, de las edades y de las condiciones: m an o abierta p o r el asom bro, levantada, envuelta en las som bras y a contraluz —en un testigo de la Gran resurrección de L ázaro—; m an o o peran te y académ ica del d o c to r Tulp que sostiene con la p u n ta de u na pinza un m ano jo de arterias — en la Lección de an a to m ía — ; m a n o de R e m b ran d t en el acto de dibujar; m an o colosal de San M ateo que escribe el Evangelio al dictado del ángel; m anos de vie­ jo tullido en la Estam pa de los cien flo rin es, duplicadas p o r los gruesos guantes que ing en u am e n te p e n d e n de su cinturón. Es verdad que ciertos m aestros han tenido el hábito de p i n ­ tarlas, con un a constancia que no cede, p ro p o rc io n a n d o así un indicio an tro p o m é tric o m uy útil p ara las clasificaciones del crítico. ¡Pero cuántos cuadernillos de dibujos revelan el análisis y la intención de alcanzar lo único! Sólo estas m ano s viven con intensidad. ¿Q ué privilegios tienen? ¿Por qué ese órgano m u d o y ciego nos habla con tanta fuerza persuasiva? Porque es u n o de los más originales, u no de los más diferenciados —co m o las form as superiores de la v id a— . La m uñeca, articulad a a base de delicadas bisagras, está a rm a d a con un gran n ú m e ro de huesecillos. C inco ramificaciones óseas, cada u na con su pro-

pió sistema de nervios y ligamentos, avanzan bajo la piel y se separan co m o vástagos p ara d ar cinco dedos separados. Y cada u n o de éstos, articulado en tres coyunturas, tiene sus propias aptitudes y su propio espíritu. Un área convexa de bordes red o n d ead o s —y a la que recorren venas y arte ­ rias— , une entre sí la m u ñ e c a y los dedos cuya estru c tura oculta protege. Su reverso es un receptáculo. En su vida acti­ va, la m an o es capaz de tensarse y de endurecerse, así co m o de am oldarse a los objetos. Y este trabajo h a dejado m arcas en el hueco de las m anos, en d o n d e p o d e m o s leer, si no los sím bolos lineales de las cosas pasadas y futuras, al m en o s las huellas o algo co m o las m em orias de n uestra vida ya olvi­ dada en otra parte —y quizá tam bién alguna herencia m ás lejana— . Vistas de cerca, ofrecen un paisaje singular, con sus montes, su gran depresión central y sus estrechos valles flu­ viales m arcados p o r incidencias, e n c ad en a m ie n to s y en tre la­ zados, a veces p u ro s y finos c o m o u n a escritura. C u a lq u iera de sus figuras p u e d e h a c e rn o s soñar: no sé si la p e r s o n a que les p lan tea p re g u n ta s tiene la p o sibilidad de descifrar un en igm a, pero m e gusta que co n tem p le con respeto a esta orgullosa servidora. Veam os cóm o las m an o s viven libremente, sin ten er que ejercer u n a función y sin sobrecargarse de misterios: en re­ poso, con los dedos ligeram ente replegados, co m o si se a b a n ­ d o n a ra n a alguna ensoñación; o bien con la elegante viva­ cidad de los gestos puros, de los gestos inútiles c u a n d o parece que dibujan g ratuitam ente en el aire m últiples posibilidades y que, ju g a n d o consigo m ism as, se alistan p ara intervenir m u y pro n to y con eficacia. Capaces de im itar con su so m b ra proyectada sobre u na pared, a la luz de un a vela, la silueta y el c o m p o rta m ie n to de los anim ales, las m an o s son aú n m ás bellas cu a n d o no im itan nada. A veces, m ientras el espíritu

trabaja, se agitan levem ente al ser dejadas en libertad. C o n su im pulso agitan el aire, o estiran sus tendo nes y hacen crujir sus coyunturas, o bien se aprietan con fuerza para fo rm a r un bloque com pacto, u na verdad era roca de hueso. Y tam bién sucede que los dedos se levantan y luego descienden u n o a u n o con agilidad de bailarines, siguiendo cadencias im pro vi­ sadas y crean d o ramilletes de figuras. N o son un p ar de gem elos p asiv am ente idénticos. No se d istin g u e n e n tre sí c o m o la h e r m a n a m e n o r y la mayor, o c o m o dos hijas con diferentes talentos, u na avezada en t o ­ das las artes y la o tra esclava aletargada en la tediosa p rá c ­ tica de los trabajos m ás toscos. N o creo de n in g ú n m o d o en la e m in e n te d ig n id a d de la m a n o derecha. Si le falta la izquierda, cae en u n a soledad difícil y casi estéril. Esta últi­ ma, que in ju sta m e n te designa el lado m alo de la vida, la p a r ­ te siniestra del espacio — en d o n d e no debe u n o toparse con un m u erto , con un en e m ig o o con un ave— , es capaz de e n ­ trena rse y c u m p lir con tod as las tareas de la otra. C o n s tr u id a c o m o la derecha, tiene las m ism a s aptitudes, p ero re n uncia a ellas p ara ayudarla. ¿Sujeta con m e n o s vigor el tro n co del árbol o el m a n g o del hacha? ¿Estrecha con m en o s fuerza el c u e rp o del adversario? ¿Tiene m e n o s c o n tu n d e n c ia c u a n ­ do golpea? ¿No es ella la que m arc a las notas sobre el violín al atacar d ire c ta m e n te las cuerdas, en tan to que la derech a no hace m ás que p ro p a g a r la m elo d ía m e d ian te el arco? Es u n a fo rtu n a q ue no ten g am o s dos m a n o s derechas. Si así fuera, ¿cóm o se haría la repartició n de las diversas tareas? Lo que hay de “siniestro” en la m a n o izquierda es indiscutible m e nte necesario p ara u n a civilización superior. Ella nos conecta de n uevo con el p as a d o m ás venerable del ser h u m a n o , c u a n ­ do éste no era m u y hábil y estaba m u y lejos de p o d e r hacer, según el dicho popular, «todo lo que espera de sus diez de-

dos». Si no fuera así, estaríam o s aho g a d o s p o r un esp an toso exceso de virtuosism o. Sin d u d a alguna h a b ría m o s llevado a sus límites el arte de los m alabaristas — y pro b a b le m en te eso sería todo. Tal co m o está constituida, esta pareja no sólo ha servido a los propósitos h u m an o s, sino que los ha ayud ado a surgir, los ha precisado y les ha d ad o form a y figura. El ser h u m a ­ no hizo la m ano. C on esto quiero decir que poco a po co la separó del reino animal, liberándola de un a serv id u m b re a n ­ tigua y natural. Pero la m a n o hizo al h u m an o . Le perm itió ciertos contactos con el universo que sus otros órganos y las otras partes de su c u e rp o no le aseguraban. Alzada con tra el viento, abierta y separada co m o un ramaje, lo excitaba a ca p ­ tu ra r los fluidos. M ultiplicaba las superficies delicadam ente sensibles al co no c im ien to del aire, al co n o c im ien to de las aguas. Pollajuolo, un m aestro en quien subsiste con m u ch a gracia — bajo la delgada capa del h u m a n i s m o — un sentido un poco turbio y salvaje de los misterios de la fábula, pintó u na linda Dafne atra pada p o r el genio de las m etam orfosis en el m o m e n to en que Apolo está a p u n to de alcanzarla: sus brazos se convierten en ram as cuyas extrem id ades son a su vez ramajes llenos de hojas m ovidas p o r el viento. Me p a ­ rece ver al antiguo ser h u m a n o ab sorbiend o el m u n d o po r las m anos y exten d ie n d o los dedo s p ara h acer con ellos u na red ca p a z de a p r e h e n d e r lo im p o n d e r a b le . «Mis m a n o s — dice el C e n ta u ro — han tocado los peñascos, las aguas, las plantas in no m b rab les y las m ás sutiles im presiones del aire. Pues yo las elevo en las noches oscuras y tran qu ilas para que capten sus soplos y extraigan de ahí señales que presagien mi camino». Al m etam orfosearse o al p e rm a n e c e r estables, el C en tau ro y D afne — privilegiados p o r los dioses— no tenían m ás arm a s que las de nuestra especie p ara “a tra er” el u n iv er­

so y ex p erim entarlo, hasta acceder a esas fuerzas translúcidas e ingrávidas que el ojo n o p u e d e ver. Pero aquello que tiene u n a pesadez insensible o que tie­ ne el cálido latir de la vida, aquello que tiene u n a corteza, un a env oltura o un pelaje; las m ism as piedras, talladas a golpes, re d o n d e a d a s p o r el co rrer del agua o incluso intactas, tod o eso p u e d e ser apresado p o r las m a n o s y p u ed e ser el objetivo final de u n a exp eriencia que la vista o el espíritu no p u ed e n realizar solos. La posesión del m u n d o exige u n a especie de olfato táctil. La vista se desliza p o r todos los ám bito s del u n i ­ verso. La m a n o sabe que to d o objeto está d e te r m in a d o p o r un peso, q ue es liso o rugoso, que no está soldado al fo n ­ do del cielo o de la tierra, con los que parece fo rm a r u n solo cuerpo. La acción de la m a n o define la o q u e d a d en el espacio, y a la vez la solidez de las cosas que la llenan. La superficie, el v o lum en , la d en sid ad y la pesadez no son fe n ó m e n o s ó p ti­ cos: fue entre sus dedos y en el hueco de sus m an o s que el ser h u m a n o los co noció inicialm ente. A sim ism o, no m e d im o s el espacio con la m irada, sino con nuestras m an o s y con n u e s ­ tros pasos. El tacto colm a la naturaleza con fuerzas m iste rio ­ sas. Sin él, ésta sería sem ejante a los deliciosos paisajes de la cá m a ra oscura: ligeros, plan os y quim éricos. Así, los m o v im ien to s de las m an o s am p liaro n el saber m e d ia n te variaciones en la pincelada y en el dibujo, v aria­ ciones cuya p o ten cia inventiva nos es o cu ltad a p o r hábitos m ilenarios. Sin la m a n o no hay g eo m etría alguna, pues son necesarias rectas y círculos p ara especular sobre las p ro p ie ­ dades del espacio. Antes de que las p erson as re con ocieran pirám ides, co no s y espirales en las conchas y en los cristales, ¿no hacía falta que “ju g a ra n ” con las form as regulares en el aire o sobre la arena? La m a n o p o n ía frente a los ojos la evi­ dencia de u n n ú m e ro variable que a u m e n ta b a o d ism in u ía

según el repliegue de los dedos. D u ra n te m u c h o tie m p o el arte de c o n ta r no tuvo o tra fórm ula. Fue de ese m o d o que los ismaelitas v en d iero n a José a los servidores del Faraón, c o m o se ve en el fresco ro m á n ic o de Saint-Savin, d o n d e la e lo c u e n ­ cia de las m an o s es extraord inaria. Gracias a ellas se m o d e ­ ló el lenguaje, que inicialm ente fue u n a vivencia de to d o el c u e rp o im itada p o r los gestos y a d e m a n e s de la danza. De a c u erd o con los fines de la vida cotidiana, los m o v im ien to s de la m a n o d iero n im pu lso al lenguaje y c o n trib u y e ro n a a r ti­ cularlo al sep a rar sus e lem en tos y aislarlos del vasto sincretis­ m o so n o ro q ue los envolvía, así c o m o a darle ritm o e incluso a colorearlo con inflexiones sutiles. De esa m ím ica verbal, de esos intercam bio s en tre la voz y las m an os, algo q u e d ó en lo que a n tig u a m e n te se llam ab a “acción orato ria”. La d iferen ­ ciación fisiológica especializó las funcion es de los órganos; ya casi no hay colabo ración entre ellos. Al hab lar con la b oca hac e m o s callar a n uestras m ano s. En ciertos lugares es de mal gusto expresarse a la vez con la voz y con ad em anes. En otros, al contrario, se ha co n s e rv a d o in ten sam en te viva esta doble poética, la cual, au n c u a n d o sus efectos son un p o co vulgares, tra d u c e con exactitud u n estado prim itiv o del ser h u m a n o y el re cu erd o de sus esfuerzos p o r inventar n uevos m o d o s de ser. N o te n e m o s que en fre n ta r la alternativa entre las dos fór­ m ulas que h acen d u d a r a Fausto: en el p rin cipio era el Verbo; en el p rin cip io era la Acción. Pues la Acción y el Verbo, las m a n o s y la voz están u n id as d esde el inicio m ism o. Pero el m á x im o d o n de la especie h u m a n a consiste en la creación de u n u n iv erso conc reto y diferente a la n a t u r a ­ leza. El anim al sin m an o s, incluso en los niveles evolutivos m ás logrados, no crea m ás que u n a in d u s tria m o n ó to n a y n o so brepasa las fro nteras del arte. N o h a p o d id o co n s tru ir ni u n m u n d o m ágico ni u n m u n d o inútil. A u n q u e p u d iera

expresar m ed ian te sus danzas nupciales un cierto tipo de religión o incluso esbozar ciertos ritos funerarios, seguiría siendo incapaz de “fascinar” m ediante im ágenes o de crear form as desinteresadas. ¿Y las aves? Su más delicioso canto no es m ás que u n arabesco a p a rtir del cual n oso tros c o m p o n e ­ m os nuestra sinfonía interior, co m o h acem os con el m u r m u ­ llo de las o n das o del viento. Tal vez u na confusa visión de la belleza se esboza en el anim al soberbiam en te ado rn ado ; tal vez participa o s cu ram en te en las magnificencias que lo envuelven; quizá incluso ciertos acordes que no alcanza­ m os a d escubrir y que no h an sido n o m b ra d o s definen una a rm o n ía su perior en el ca m p o m agnético de los instintos. Esas o ndas escapan a nuestros sentidos, pero n ad a nos i m ­ pide p en sa r que sus correspo nd encias resuenan con fuerza y p ro fu n d id a d en el insecto o en el pájaro. Esta m úsica se en c u e n tra sepultada en lo inefable. Y las más s o r p r e n d e n ­ tes historias sobre castores, h o rm ig as o abejas nos m uestran los límites de esas culturas que tienen co m o agentes sólo las patas, las antenas o las m andíbulas. El ser h u m an o , con sólo to m a r entre sus m an o s algunos desperdicios del m u n d o , ha sido capaz de inventar otro m u n d o que es exclusivam en­ te suyo. D esde el m o m e n to en que el h u m a n o hace el intento de in terv enir en el o rd e n al que está som etido, en cu anto e m ­ pieza a clavar en la naturaleza com p ac ta u n a p u n ta o un filo que la dividen y le d an forma, la ind ustria prim itiva lleva ya en sí m ism a to d o su desarrollo futuro. El habitante de un refugio bajo las rocas que talla u n trozo de sílex m ediante p eq u e ñ o s golpes cu idado so s y fabrica agujas en hueso, me a so m b ra m u ch o m ás que el experto fabricante de m áquinas. Ha dejado de ser m ov ido p o r fuerzas extrañas y ha e m p e ­ zado a actu a r según sus propias fuerzas. C o n anterioridad,

incluso d en tro de la caverna m ás p rofun da, p erm a n ecía en la superficie de las cosas; y au n q u e rom piera las vértebras de u na bestia o las ram as de u n árbol, no p e n e tra b a en ellas, no accedía a su interior. La h e rra m ie n ta en sí no es m enos relevante que el uso al que está destinada; p o r sí m ism a tie­ ne un valor y es un resultado. Y ahí está, sep arada del resto del universo co m o algo nuevo. Si bien el bord e de u n a p e ­ q ueñ a co ncha p u ede ten er un filo tan cortante co m o el de un cuchillo de piedra, este últim o no ha sido recogido al azar en alguna playa y p u ede ser co nsiderado o b ra de un nuevo dios — su obra y a la vez la prolongación de sus m a n o s — . Entre la m a n o y la h erra m ie n ta ha c o m en z ad o un a am istad que no term in a rá nunca. La p rim e ra co m u n ica a la segunda su calidez viviente, la m o dela to do el tiem po. La h e rra m ie n ta nueva no está “hecha”; hace falta que entre ella y los dedos que la agarran se establezca ese acu erd o que surge de u na posesión progresiva, de la co m b inación de m ov im ien tos lige­ ros, de hábitos m utu o s e incluso de cierto desgaste. Entonces, el in s tru m e n to inerte se vuelve algo vivo. N in g ú n material se presta m ejor a esto que la m adera. A n te rio rm e n te vivió en el bosque, pero ahora, m utilada y labrada p ara ajustarse a las artes h u m an as, conserva de otra m an era su suavidad y su flexibilidad primitivas. C u a n d o la dureza de la piedra y del hierro es p ro lo n g ad a m en te tocad a y m anipulada, p o d ría d e ­ cirse que se an im a y se doblega. Es así co m o se modifica la ley de la seriación, que tiende a u n ifo rm iza r y q ue se aplica en la pro d u c ció n de h erra m ie n ta s desde las épocas más antiguas, c u a n d o la estabilidad de los m o d o s de fabricación facilitaba la a b u n d a n cia de intercam bios. El contacto y el uso h u m a n i ­ zaban el objeto insensible, extrayendo de las series p r o d u c ­ tos más o m en o s únicos. Q u ien no ha vivido con las “p e r s o ­ nas m an uales” ignora el p o d e r de estas relaciones ocultas y

los resultados reales de este com pañ e rism o en d o n d e entran en juego la am istad, la estim ación, la convivencia cotidia­ na en el trabajo, el instinto y el orgullo de la posesión, así com o, en los m ás altos niveles, el interés p o r experim entar. Ignoro si hay ru p tu ra entre el o rden m anual y el o rd en m e ­ cánico; no estoy m uy seguro de ello. Pero, u nida al extrem o de u n brazo, u na h erra m ie n ta no en tra en contradicción con el ser h u m a n o ni es un gancho metálico u nido a un m u ñ ó n . Entre ellos se en c u en tra un dios en cinco personas que reco­ rre todas las escalas de la grandeza, desde la m an o del albañil de las catedrales hasta la m an o del p in tor de m anuscritos. M ientras que en una de sus facetas el artista representa tal vez el tipo más evolucionado, en la otra sigue siendo un ser prehistórico. El m u n d o es para él algo fresco y nuevo; lo exam ina disfru tán dolo con sentidos más aguzados que los de las personas civilizadas, así com o con se rv an d o el senti­ m iento m ágico de lo desconocido y sobre tod o la poética y la técnica de la m ano. Sea cual sea la capacidad receptiva e inventiva del espíritu, cu a n d o le falta la cooperación de la m a n o conduce sólo a un tu m u lto interior. El sujeto que sue­ ña p u ede d ar cabida a visiones de paisajes extraordinarios o de rostros con u na belleza impecable, mas sin un soporte y sin u n a sustancia n ada p o d ría fijar esas visiones. La m e ­ m oria apenas logra registrarlas, pues son com o el recuerdo de un recuerdo. Lo que distingue al sueño de la realidad es que el s o ñ ad o r no p u ede p ro d u c ir u na o bra artística: sus m ano s están descansando. El arte se hace con las m anos. Éstas son el in s tru m e n to de la creación, pero antes que nada son el órgano del conocim iento. Ya he m o s tra d o que así es para todas las personas, pero para el artista lo es aun más, a u n q u e p o r cam ino s particulares. Ello se debe a que con el artista vuelven a c o m en z ar todas las experiencias primitivas:

co m o el C en tau ro, intenta acceder a las fuentes y a los soplos. M ientras q ue n o so tro s acep tam os pasivam en te este c o n ta c ­ to, él lo busca y lo ex perim enta. N oso tro s nos c o n ten ta m o s con u n a h erencia m ilenaria, con un c o n o c im ien to a u to m á ­ tico —y quizá ya desga sta d o — que se e n c u e n tra recluido en n uestro interior. Él lo con d u c e hacia el aire libre y lo renueva: se re m o n ta al inicio. ¿No pasa lo m ism o con los niños? Más o m enos. El ser h u m a n o ya h ech o in te rru m p e esas ex p e rie n ­ cias y, en la m e d id a en q ue ya está “hecho”, deja de realizarlas. Los privilegios de la curio sid ad infantil son pro lon gad os p o r el artista m ás allá de la niñez. Toca, palpa y sopesa; m ide el espacio, m odela la fluidez del aire para prefigurar form as en ésta; acaricia la corteza de todas las cosas; a p a rtir del len g u a­ je del tacto gen era el lenguaje de la vista — un to no cálido, un to n o frío, un tono pesado, u n to no p rofu nd o, u n a línea dura, u n a línea b la n d a — . Pero el vocabulario verbal es m en o s rico que las im presiones de la m ano, y se necesita m u ch o m ás que un lenguaje p ara tra d u c ir su n ú m ero, su diversidad y su ple­ nitud. Tam bién d e b e m o s d ar m ás am p litu d a la no ción de “valor táctil”, fo rm u lad a p o r B ernard Berenson: en un c u a ­ dro, no sólo ofrece la ilusión vivaz del relieve o del v olum en in vitá n d o n o s a dirigir nuestra fuerzas m usculares p ara s im u ­ lar, m ed ian te m ov im ien to s interiores, el m o v im ien to p ictó ri­ co con to d o lo que sugiere de sustancia, de peso y de ím petu. Se e n c u e n tra en el origen m ism o de tod a creación. A d án fue m o d e la d o con légamo, co m o u n a estatua. En la iconografía rom ánica, Dios no sopla sobre el globo del planeta p ara la n ­ zarlo al éter: le asigna un lugar p o n ie n d o la m a n o sobre él. Y R odin, p ara re p resentar la obra divina de seis días, hace b ro ta r u n a form idable m a n o de un bloque en d o n d e d o r m i ­ tan las fuerzas del caos. ¿Q ué significa la leyenda de Anfión, qu ien hacía m overse las piedras con el son ido de su lira, al

g rado de que se p o n ía n en m o v im ien to para ir a c o n stru ir las m urallas de Tebas? Sin d u da, no significa m ás que la soltura de un trabajo m u y bien llevado p o r la cadencia de la m ú s i­ ca, pero realizado p o r h o m b re s que se servían de sus m anos, c o m o los re m eros en las galeras que al com pás de la flauta m an te n ía n su nave en m archa. C o n o c e m o s incluso el n o m ­ bre del o b rero que asum ía ese trabajo: era Zethos, h e r m a n o del ta ñ e d o r de lira. Ya nadie habla de Zethos. Acaso llegará el día en q ue bastará con em itir u n a frase m elódica p ara h a ­ cer que nazcan flores o paisajes. Pero éstos, su sp en d id o s en el vacío del espacio c o m o si estuvieran en un am biente onírico, ¿ten drán m ás consistencia que las im ágenes de los sueños? Surgido en u n país de talladores de m á rm o l y fun d id o re s de bronce, el m ito de Anfión m e resultaría d esc o n certa n te si yo no to m a ra en cu e n ta que Tebas no descolló n u n c a en la gran estatuaria. Tal vez se trata de u n m ito co m pensador, de un consuelo inv entado p o r un músico. Pero no so tros que som os leñadores, m odelad o res de estatuillas, albañiles, pintores de la figura h u m a n a y de la figura de la tierra, no sotros seg ui­ m os m a n te n ie n d o u n a am istad con la noble pesadez. Y lo que p u g n a p o r em ularla no es la voz ni es el canto: es la m ano. Por lo dem ás, ¿no es ella quien p o n e o rden en los n ú ­ m eros, ella q ue es n ú m ero , ó rg a n o para c o n tar y m aestra de la cadencia? Ella toca el universo antes que nada, lo siente, se ad u e ñ a de él y lo tran sfo rm a: conjuga las aso m bro sas av e n ­ turas de la m ateria. N o le basta con lo que hay; necesita t r a ­ bajar en lo q ue no existe, así c o m o agregar a los reinos de la naturaleza u n n uevo reino. Por largo tiem p o estaba satisfe­ cha con elevar tron cos de árbol no pulidos y to talm e n te e n ­ vueltos en su corteza, p ara s o p o rta r los techos de las casas y de los templos; a m o n to n a b a o elevaba piedras en b ru to p ara c o n m e m o r a r a los m u erto s y h o n r a r a los dioses. Sirviéndose

de los jugos vegetales p ara en n o b lec er la m o n o to n ía de los objetos, respetaba aú n los don es de la tierra. Pero desde el m o m e n to en que despojó al árbol de su piel n u d o s a p e r m i ­ tie n d o así que apareciera su carne, m o dificándo la h asta vol­ verla lisa y perfecta, inventó u n a ep id erm is suave a la vista y al tacto, cuyas vetas, o rig in alm en te d estin ada s a p e r m a n e ­ cer p ro f u n d a m e n te ocultas, m o s tra ro n sus m isteriosas c o m ­ binaciones. Las m asas am orfas del m árm o l, h u n d id a s en el caos de las m o n tañ as, al ser talladas en bloques y placas o en sim ulacros h u m a n o s , parecieron cam biar de esencia y de sustancia, c o m o si la fo rm a q ue recibían las m odificara hasta el oscu ro fon do de su ser y hasta sus partículas m ás e le m e n ­ tales. Lo m is m o o c u r re con los m inerales, s eparad os de la ganga y aleados en tre sí, a m alg a m a d o s y fundidos: agregan nuevos co m p u esto s a la serie de los metales. Y tam b ién con la arcilla en d u re c id a al fuego y brillante p o r el esm altado, o con la arena, polvo fluido y oscu ro cuya flama p ro d u c e u n aire sólido. El arte c o m ien z a con la tra n sm u ta c ió n y co n tin ú a con la m etam orfosis. N o es u n vocabulario del h u m a n o que habla con Dios, sino la renovación p e r p e tu a de la C reación. Es inven ció n de m ateriales, a la vez q ue invención de formas. D esarrolla p ara sí u n a física y u n a m ineralogía. H u n d e las m a n o s en las en tra ñ as de las cosas a fin de darles la fo rm a que m ás le place. Antes que o tra cosa, es arte san o y alquim ista. Trabaja con delantal de cuero, c o m o u n herrero. T iene las p alm as negras y lastim adas a fuerza de batallar con lo p esa d o y lo q uem an te . Frente a la violencia y las astucias del espíritu, estas m a n o s p od ero sas p re ced e n al ser h u m a n o . El artista que corta su m adera, que golpea su m etal, que am asa su arcilla o q ue talla su b loq ue de piedra, m a n tie n e vivo u n p asa d o h u m a n o m u y antiguo, sin el cual no existiría­ m os. ¿No es ad m ira b le ver de pie entre n osotros, en la edad

de la m ecánica, a este o bstinado sobreviviente de las edades de la m ano? Los siglos han pasado p o r él sin alterar su vida p rofun da, sin hacerlo ren u n ciar a sus antiguas m aneras de desc u b rir el m u n d o e inventarlo. Para él, la naturaleza s ie m ­ pre ha en c errad o secretos y maravillas; y él siem pre ha b u sca­ do arrancárselos m ed iante sus m ano s desnu das — esas frági­ les a rm a s —, p ara hacerlos en tra r en su propio juego. Así es co m o com ienza y vuelve a co m en z ar ese form idable m o ­ m en to de an tañ o en que se realiza —sin repetirse— el d es­ cu b rim ien to del fuego, del hacha, de la rueda, del to rn o de alfarero. En el taller de un artista se en c u en tran plasm adas p o r d o q u ier las tentativas, los experim entos y los p resenti­ m ientos de la m ano, la m em o ria m ilenaria de u na especie h u ­ m a n a que no ha re nu nciado al privilegio de la m anipulación. ¿G auguin no ejemplifica a esos seres antiguos que c a m i­ n an entre nosotros, llevando nuestra m ism a in d u m e n ta ria y h ab lan d o nuestra m ism a lengua? C u a n d o leemos la vida de ese personaje que no hace m u ch o yo m ism o llam aba “b u r ­ gués p e r u a n o ”, vem os en p rim e r lugar a u n agente de finanzas audaz y hábil, pu ntu al y satisfecho, abrigado p o r su d a n e s a 1 en los repliegues de u n a existencia confortable, y c o n te m ­ p land o los cu ad ros hechos p o r otros con más beneplácito que inquietud. Sin darse cuenta, y tal vez p o r u n a de esas m utaciones que surgen desde las profu n d id a d es d e s p e d a ­ z a n d o la a tm ó s fe ra de u n a época, se asq u e a de la ab strac­ ción del din ero y de las cifras. No lo satisface ya dibujar los m e a n d ro s del riesgo, valiéndose sólo de sus recursos espiri­ tuales, ni ta m p o c o especular con las variaciones de la b o l­ sa o jugar con la vacuid ad de los núm ero s. Necesita pintar, pues la p in tu ra es u n o de los m edios de recon quistar esa 1 Su e sp o sa M e tte -S o p h ie G a d e ra d e n a c io n a lid a d d a n e s a (N. del T.].

etern a antigü edad, a la vez lejana y aprem iante, que habita en él p ero tam b ién se le escapa. Y no sólo la pintu ra, sino to da o b ra m an u al —alfarería, escultura, d eco ración textil—, c o m o si tuviera prisa p o r desquitarse de su larga o ciosidad civilizada. Gracias a sus m anos, el destino lo atrae hacia los lugares salvajes — Bretaña, O c e a n ía — , en d o n d e todavía se e n c u e n tra n los estratos p ro fu n d o s de otros siglos. N o q u e ­ dó satisfecho con pin tar ahí la im agen del h o m b re y de la mujer, de los vegetales y de los cuatro elem entos. Se a d o r n ó co m o el salvaje al q ue le gusta d ec o rar su noble cu e rp o y lle­ var en c im a las m agnificencias de su arte. Y cu a n d o fue a las islas, b u s c a n d o incansablem ente la m ás alejada y m ilenaria, talló ídolos en los troncos de los árboles, pero no c o m o co ­ pista de pacotilla etnográfica, sino con un gesto auténtico que re cuperab a los secretos perdidos. Esculpió con sus propias m a n o s u na choza llena de dioses. Tam bién los materiales de q ue se sirvió — m a d e ra de piraguas e incluso la tela gruesa y llena de n u d o s sobre la que pin tab a c o m o utilizando jugos de las plantas, o tierras de ton os ricos y a p a g ad o s— lo rem itían al pasado, h u n d ié n d o lo en las som bras do ra d as del tiem p o que no caduca. Ese h o m b re de sutil sensibilidad com bate esta m ism a cualidad a fin de restituir a las artes su in te n ­ sidad p e rd id a en las tonalidades suaves. En el m is m o m o v i­ m iento, su m a n o derecha pierde toda destreza ap re n d ie n d o de la izquierda esa inocencia que n u n c a se anticipa a la for­ ma: m en o s avezada q ue la otra, m en o s exp erta en v irtuo sis­ m os autom áticos, avanza con lentitud y respeto siguiendo el co n to rn o de los seres. Entonces p r o r r u m p e el p o s tre r canto del ser h u m a n o prim itivo, y lo hace con u n en canto religioso en el cual sensualidad y espiritualidad se c o n fu n d en . Pero no to dos son así. N o to dos se yerguen en u n a playa, con u n a h e rra m ie n ta de p iedra o alguna d iv inid ad de m a d e ­

ra sólida en las m anos. G aug uin se en c u en tra a la vez en el com ien zo del m u n d o y al té rm in o de u n a civilización. Los d em ás siguen estan do entre nosotros, au n c u a n d o u n a noble exigencia los vuelva ariscos y los encierre, co m o a Degas, en su soledad parisina. Sea que se m anten g a n ap artad os o que estén ávidos de convivir con los dem ás, tanto los jan s e n is­ tas co m o los voluptuosos son ante to d o seres provistos de m an o s (lo cual no dejará de causar aso m b ro a los espíritus puros). Las m ás delicadas arm onías, capaces de d espertar lo que se en c u e n tra más esco ndid o en los m ecanism os de la im aginación y de la sensibilidad, to m an form a gracias a las m an o s que trabajan en la m ateria, de m o d o que se inscri­ ben en el espacio y se ap o d e ran de nosotros. La huella de las m a n o s es profun da, aun cu a n d o su trabajo, según Whistler, b o rra sus propias señales y retrotrae la o bra a u n ám bito so­ lem n e que no p uede reconocerla co m o resultado de un a la­ b o r atropellada y febril. «D e n m e un ce ntím etro cu a d ra d o de u n cuadro, decía Gustave M oreau, y sabré si es de un p intor verdadero». La ejecución m ás tran quila y tersa no deja de revelar el toque del pincel, ese contacto decisivo entre sujeto y o b jeto , esa t o m a de p o s e s i ó n de u n m u n d o q u e c r e e ­ m os ver nacer, suavem ente o con fogosidad, ante nuestros propios ojos. El toq ue del pincel es un signo que m uestra, sea en el b ronce o en la arcilla, sea en la piedra m ism a o en la m adera, la textura a la vez plástica y fluida de la pintura. Incluso en los antiguos m aestros que se valen de materiales pulidos co m o el ágata, la pincelada an im a las superficies con la p arad oja de lo infinitam ente p equeño. Los seguidores de Jacques-Louis David que pre te n d ían dictar sus obras a eje­ cutantes dóciles no p o d ían im p ed ir que la ejecución m an ual de sus servidores tuviera u n a personalidad. Esas epiderm is b ruñ idas, esos ropajes m arm ó re o s, esas arquitecturas gélidas

desarrolladas en el invernadero del idealismo doctrinario, revelan que p o r debajo de su indigencia hay variaciones. Un arte p o r com pleto carente de dichas variaciones sobresaldría p o r su in h u m a n id a d . Pero es algo inalcanzable. Un joven p into r m e m uestra un pequ eño paisaje co h e­ rente y m u y bien com puesto que, pese a sus m ínim as d i m e n ­ siones, n o carece de grandeza. M e dice: «¿No se siente el efec­ to de la m ano, verdad?» Adivino su gusto p o r la estabilidad de las cosas, bajo un cielo eterno y en un tiem po indefinido, su aversión p o r la “m anera” —esa excesiva intervención de la m a n o en juegos b arro co s— en fiorituras del pincel y en sal­ picaduras de pigm ento. C o m p re n d o su deseo austero de a n u ­ larse y abism arse m od estam en te en una gran sabiduría c o n ­ templativa, en u n a ascética frugalidad. A dm iro esa juventu d severa, esa renuncia tan francesa: no se debe p ro c u rar gustar ni fom entar el beneplácito de la vista, sino endurecerse para durar, hablar el enérgico lenguaje de la inteligibilidad. Sin e m ­ bargo, la m a n o se hace sentir incluso cuan do se esfuerza po r servir, incluso en su circunspección y su modestia. Sobre el suelo, pesa; sobre la cim a de los árboles, adquiere redondez; en el cielo, se aligera. El ojo, al seguir la form a de las cosas tan tea n do su den sidad relativa, realizaba el m ism o gesto que la m ano. Así o cu rría sobre el m u ro en d ond e con tod a calm a se plasm aban los viejos frescos italianos. Y así sigue siendo, m al que bien, con nuestras reconstrucciones geom étricas del universo, al igual que en esas com posiciones sin objeto que co m binan objetos disgregados. A veces, com o sin quererlo, la m a n o m arca u n a tónica o u na sensible,2 y nos recom pensa en c o n tran d o al ser h u m a n o en la árida magnificencia del d e ­ sierto —pues aun en su carácter de servidora sigue predom i2 La tó n ic a es la p rim e r a n o ta d e u n a escala m u sic al. La sen sib le es la s é p tim a n o ta de la escala d ia tó n ic a [N. del T.).

n a n d o — . C u a n d o se sabe que la calidad de un tono o de un valor no sólo dep end e de la m anera en que éstos han sido lo­ grados, sino de la m an era en que están aplicados, la presencia del dios en cinco personas se manifiesta p o r todos lados. Tal será el futuro de la m ano, hasta el día en que se pinte con m á ­ quinas o con soplete: entonces se estará cerca la cruel inercia del cliché, el cual se obtiene m ediante ojos sin m anos y c h o ­ ca contra nuestros afectos incitándolos — maravilla de la luz, m o n s tru o pasivo— . Esto hace pensar en un arte de otro pla­ neta, en d o n d e la m úsica sería la gráfica de las sonoridades o los intercam bios de p ensam ientos se realizarían sin palabras, m ediante ondas. Aun cu an do represente m ultitudes, el cliché es la imagen de la soledad, pues la m an o jam ás interviene para verter sobre él la calidez y la fluidez de la vida hum ana. Vayamos al extrem o opuesto: dejem os que nuestro p en sa m ie n to se rem ita a obras en d o n d e respiran la vida y la acción; considerem o s el dibujo, que nos da el gozo de la plenitud con un m ín im o de medios: materiales escasos y casi im ponderables. Aquí no hay n in g u n a aplicación de fondos bajo los colores, no hay veladuras ni pastas; no hay nin g u n a de esas ricas variaciones con el pincel que d an a la p in tu ­ ra brillo, p ro fu n d id a d y m ovim iento. Lo que ten em o s es un trazo, u n a m an c h a sobre la aridez de la hoja blanca d ev o ra­ da p o r la luz. P o d ríam o s decir que en este caso el espíritu, sin com placerse en artificios técnicos ni d em o ra rse en u na co m plicada alquim ia, habla sólo con el espíritu. No obstante, to d o el peso generoso de la h u m a n id a d y to da la fuerza de sus im pulsos están aquí, gracias al p o d e r m ágico de la m ano. Por lo dem ás, a ésta n ada la detiene o la retrasa, aun c u a n d o ella m ism a p roceda con lentitud en la ejecución cuidad osa de u n estudio. Todo in s tru m e n to le sirve para escribir sus signos. Se allega algunos m uy extraños y azarosos, o bien los

to m a de la naturaleza —p u ed e ser u n a ra m ita o u n a p lu m a de ave— . H okusai dibujaba con el ex tre m o de u n huevo o con la p u n ta de su dedo, b u s c a n d o siem pre nuevas variantes de la fo rm a y nuevas variantes de la vida. U no no p u ed e cansarse de co n te m p la r sus álbu m es y los de sus c o n te m p o rán eo s, a los que con gusto yo llam aría D iario de una m ano h u m ana. Ahí vem os c ó m o la m a n o se m ueve con u n a rapidez n e r v io ­ sa, con u na asom brosa ec o n o m ía de adem an es. La m arca violenta que deja sobre ese delicado sustrato,3 el papel h echo con residuos de seda — de apariencia tan frágil y sin em bargo m u y difícil de d e s g a rrar— , el punto, la m an ch a , los énfasis y esos largos trazos lineales que tan bien expresan la cu rv a tu ra de u n a planta o de un cuerpo, esos bruscos h u n d im ie n to s satu rad os de som bras, to d o eso trae a n o so tros las delicias del m u n d o y de algo m ás que no es de este m u n d o p ero sí del ser h u m a n o : cierta hechicería surgida de las m an o s y que no tiene paralelo. La m a n o parece retozar librem ente, deleitarse con su destreza: explota con seg urid ad extravagante los re­ cursos de un a vasta sabiduría; pero tam b ién explota eso que hay de imprevisible y se e n c u e n tra m ás allá del ám bito del espíritu: lo accidental. Hace m u ch o s años, cu a n d o yo estud iab a las pin tu ras de Asia, m e p ro p u se escribir un trata d o sobre el accidente (que sin d u d a n u n c a hab ría de realizar). La vieja fábula del a rtis ­ ta griego que con desesperación lanza u n a esponja cargada de color a u n cuadro, en d o n d e está p in ta d a la cabeza de un caballo cuyo s u d o r no lograba representar, tiene m u c h o s e n ­ tido. N o sólo nos enseña que, pese a n o so tro s m ism os, justo en el m o m e n to en que to d o parece perd ido, to d o se p ued e 3 E n el te x to o rig in a l d ic e “s u b je c til”: se tra ta d e la su p e rfic ie e x te rn a d e u n m a te ria l, q u e d e b e se r c u b ie rta p o r p in tu r a , b a rn iz o a lg u n a o tra p re p a ra c ió n . V er la

Encyclopédie Larousse [N. del T.].

salvar; tam b ién nos hace reflexionar en las tácticas del azar. Estam os aquí en las antípodas del auto m atism o y del m e c a ­ nism o, y no m eno s lejos de las hábiles gestiones de la razón. En el fu ncio n a m ie n to de u na m áqu ina, d o n d e todo se repite o se encadena, el accidente es una negación explosiva. De la m a n o de Hokusai, el accidente es u n a form a ignota de la vida, un e n c u en tro entre fuerzas oscuras y proyectos clarividentes. A veces se diría que Hokusai, con d edo impaciente, provocó este e n c u en tro a fin de ver sus efectos. Pues pertenece a un país en dond e, lejos de disim ularse con restauraciones en g a ­ ñosas las fracturas de u na cerám ica quebrada, se enfatiza m e ­ diante u n hilito d o ra d o su elegante trayecto. El artista recibe con gratitud este d on del azar y respetuosam ente lo p on e en evidencia. Al igual que el azar de su m ano, dicho do n llega a él proveniente de algún dios. Y se ap o d e ra de él con p ro ntitud a fin de hacer que p rodu z ca algún nuevo sueño. Es co m o un prestidigitador (m e gusta esta palabra larga y vieja) capaz de sacar p a rtid o de sus errores y de sus faltas de tacto realizando con ellos sus lances, y que n u n ca tiene más gracia que c u a n ­ do convierte su to rpeza en destreza. Ese exceso de tinta que c a p ric h o s a m e n te se e sc u rre en delgados c h o rro s negros, esa cam inata de un insecto p o r encim a de un boceto fresco, ese trazo desviado p o r u n a sacudida, esa gota de agua que diluye un c ontorno, son la irru pció n de lo inesperado en un universo en d o n d e debe tener un lugar, en d o n d e todo parece a c o m o ­ darse p ara acogerlo. Se trata de capturarlo al vuelo y extraerle todo su p o d e r oculto. ¡Ay de los m ovim ientos lentos y de los ded os aletargados! La m a n c h a involuntaria, con sus e n ig m á ­ ticas muecas, pasa a fo rm a r parte del m u n d o de la voluntad. Es u n m eteoro, u na raíz torcida p o r el tiempo, un rostro in ­ h u m a n o ; instala la n o ta decisiva justo en d o n d e hacía falta y en d o n d e nadie la buscaba.

Sin em bargo, hay un relato — segu ram en te verd adero en la vida de un h o m b re así— que nos dice có m o H okusai b u s ­ có p intar sin m anos. Se cu e n ta que un día, frente al Shogun, después de desplegar sobre el piso su rollo de papel, vació sobre éste un bote de p in tu ra azul; luego, em p a p ó en color rojo las patas de un gallo y lo hizo co rrer sobre su pin tura, en d o n d e el ave dejó sus huellas. Y todos reconocieron el olea­ je del río Tatsuta a rrastra n d o hojas de arce enrojecidas p o r el otoño. Fascinante magia, en la cual la naturaleza parece a ctu ar de m o d o ind ep en d ie n te p ara repro ducirse a sí m is ­ ma. El azul que se vierte fluye en líneas separadas, co m o u na verdadera ola; y las patas del gallo, con sus partes separadas y sus partes unidas, tienen u na estru c tu ra sem ejante a la de las hojas. La presión de sus pasos apenas logra dejar ciertos vestigios disparejos en fuerza y en nitidez, y su m arc h a res­ peta, con los m atices de lo que está vivo, los intervalos que separan esos frágiles despojos llevados p o r la velocidad del agua. ¿Qué m a n o p o d ría trad u c ir lo que hay de regular y de irregular, de azaroso y de lógico en esa serie de cosas casi sin peso, au n q u e no sin forma, sobre un río entre m ontañas? La m a n o de Hokusai, precisam ente. Y son los recuerdos de amplias experiencias con sus m an o s en los diversos m o d o s de sugerir la vida, lo que ha llevado a este m ago a in tentar esa o tra experiencia. Sus m an os están presentes sin m ostrarse, y al no tocar n ad a sirven de guía a todo. Tal cooperación entre el accidente, el estudio y la h abi­ lidad es frecuente entre los m aestros que han conservado el sentido del riesgo y el arte de discernir lo extraordinario en las apariencias más ordinarias. Entre los visionarios encon tram os m ás de un ejemplo. En principio, puede uno pensar que sus vi­ siones se apoderan de ellos súbitam ente y de u na m an era total, despótica; que ellos las trasladan sin nin g u n a modificación a

cualquier material y con m anos guiadas interiorm ente, com o esos artistas espiritistas que dibujan al revés. Pero no hay nada más discutible, si exam inam os a un o de los más grandes, Victor Hugo. No hay espíritu más rico en espectáculos inte­ riores, en contrastes resplandecientes y en repentinas verbalizaciones que describen el objeto con sorprendente justeza. Lo creeríam os —y él m ism o se cree— inspirado com o un m ago al que habitan presencias ansiosas de volverse apariciones y que están totalm ente disponibles para ser materializadas, en un universo a la vez sólido y convulso. Pues bien, H ugo corres­ p o n d e m u y bien al tipo de h o m b re que se vale de sus manos, no para realizar curaciones milagrosas o para propagar o n ­ das en el aire, sino para acom eter la m ateria y afanarse en ella. Lleva esta pasión al centro de algunas de sus extrañas novelas, com o Trabajadores del m ar, en d on d e se manifiesta, con toda la poesía implicada en la lucha contra las fuerzas elem enta­ les, la insaciable cu rio sid ad p o r la co n stru c ció n de las c o ­ sas y p o r la m an ip u la c ió n de los utensilios, así c o m o p o r la aplicación, el c o m p o rta m ie n to y los no m b res arcaicos y d e s ­ concertantes de éstos. Libro escrito con m an o de m arinero, de carpintero o de herrero; libro que se enfrenta con rudeza a la form a de los objetos, m odelándolos y a la vez m odelándose de acuerdo con ellos. Ahí to do tiene su propio peso, incluso las olas y el viento. Y, en virtud de que esta sensibilidad extraord i­ naria se m idió con la dureza de las cosas y con la peligrosidad de la inercia, es tan receptiva a la épica de los fluidos y a los dram as de la luz, y los pinta con u n a energía casi masiva. Éste es el m ism o hom b re que, en Guernesey, elaboraba muebles y cuadros, acum ulaba baúles y, no satisfecho con fijar en verso sus visiones, vertía el excedente en sus asom brosos dibujos. Tenem os justificación para p re g u n ta r si esas obras, que surgen al té rm in o de u n conflicto interior, no son tam bién

al m ism o tiem po un p u n to de partida. Estas especies de es­ píritus requieren alguna referencia. Para d escub rir la confi­ guración del futuro, la pitonisa necesita buscar sus p rim ero s esbozos en las m anch as y en los m ea n d ro s que qu ed a n en el fondo de u n a taza. A m e d id a que el accidente define su form a en los azares de la m ateria, a m ed id a que la m a n o explota los desastres, el espíritu a su vez despierta. Esta organización de un m u n d o caótico extrae sus m ás sorp re n d en tes efectos de m ateriales en apariencia poco apropiados p ara el arte y de h e rram ien tas im provisadas, de residuos y de desechos cuyo desgaste o cuya ru p tu ra ofrecen singulares recursos. La p lu ­ m a q u e b rad a que salpica, la p u n ta de m a d e ra em b o ta d a o el pincel desgreñado se d e se m p e ñ an en u n m u n d o confuso; la esponja libera fulgores h ú m e d o s y los trazos a la aguada constelan el espacio. Esta alquim ia no fom enta, co m o suele pensarse, el lugar c o m ú n de una visión interior. Más bien, desarrolla la visión, le da c u e rp o y am plía sus perspectivas. La m a n o no es un siervo dócil del espíritu: busca, se las inge­ nia para servirlo, avanza a fro n tan d o to d o tipo de aventuras, p ru e b a fortuna. En este p u n to un visionario co m o H ugo se separa de un visionario co m o Blake. Éste, sin em bargo, es tam bién un gran poeta, u n h o m b re que se vale de sus m an o s y que, incluso, tiene esencia de obrero. Es un h o m b re de esfuerzo, un craftsman; o m ás bien un artista m edieval al q ue u n a brusca m u ­ tación hizo nacer en Inglaterra en el um bral de la era de las m áquinas. No confía sus p oem as a un impresor, sino que los calig rafía y los g ra b a, a d o r n á n d o l o s co n florecillas c o m o los m aestros ilum in ado res de antes. Pero las visiones d e s lu m ­ brantes que lo asedian, su Biblia de la Edad de Piedra, sus venerables antigüedades del espíritu h u m an o , tod o eso lo re­ fiere casi siem pre m edian te formas ya hechas, con el mal esti­

lo de su época: tristes atletas de rótulas y pectorales c u id a d o ­ sam ente dibujados, pesadas m áquinas, el Infierno a lo Gavin H am ilton y a la m an era de Jacques-Louis David. Un respeto po p u la r de los bellos ideales y de las m aneras aristocráticas neutraliza su p ro fu n d o idealismo. Así es com o h em o s visto a los espiritistas y a los pintores dom inicales m anifestar una total deferencia hacia el más gastado academ icism o. Por lo dem ás, es natural que sea así: en ellos, el alm a destruye al espíritu y paraliza la m ano. Pero p o d e m o s refugiarnos en R em brandt. ¿Acaso su historia no es u n a liberación progresiva? Su m ano, p rim ero cautiva de los ado rn o s barrocos con sus festones y fiorituras, y luego de la bella ejecución lacada, te rm in ó p o r conquistar, hacia el crepúsculo de su vida, no u n a libertad incondicional ni u n v irtuo sism o excesivo, sino la audacia necesaria para co rrer nuevos riesgos. Esta audacia capta de golpe la forma, el to no y el resplandor; y lleva hacia la claridad de los vivos a los huéspedes etern os de la som bra. A cu m ula siglos en la fugacidad del instante. D espierta en las personas ordinarias la gran deza de lo único. Envuelve con la poesía de lo excep­ cional los objetos familiares y los hábitos cotidianos. Extrae riquezas fabulosas a p a rtir de las miserias y las fatigas de la pobreza. ¿Cóm o? Se h u n d e en el corazón de la m ateria para obligarla a m etam orfosearse; d iríam o s que la som ete a c o c ­ ción en u n h o r n o cuyas flamas, al co rrer sobre sus superficies rocosas, las calcinan o las doran. N o es que el p in to r m u lti­ plique sus caprichos y sus experim entos. Más bien, hace a u n lado todos los detalles de la factura a fin de seguir con intrepidez su cam ino. Pero ahí está su m ano, que no p ro c e ­ de m ediante pases m agnéticos: lo que hace surgir no es una aparición plana en el vacío del aire, sino u n a sustancia, un cuerpo, u n a e s tru c tu ra organizada.

¡Qué p ru e b a m e p rop orcion ó, p o r contraste, el ver las m aravillosas fotografías que un am igo benév olo tuvo la a te n ­ ción de tra e rm e desde Suez! En esos lugares hay u n h o m b re hábil y sensible que hace p o s a r frente a su objetivo a los v ie­ jos rabinos, d isp o n ie n d o la ilum inación en su d e r re d o r con to d o el arte de u n m aestro. Se diría que la luz e m a n a de ellos, de su m ed itación secular en u n so m b río g hetto de Egipto. Su frente inclinada sobre un T alm ud abierto con a m p li­ tud, su nariz de noble cu rv a tu ra oriental, su b a rb a de p a tria r­ cas, su m a n to sacerdotal bellam ente plegado, to d o en ellos evoca y afirm a a R em brandt... Ahí están esos viejos profetas, o c u p a n d o sus asientos m ás allá del tie m p o en la m iseria y en el esplen d o r de Israel. ¡Y, sin em bargo, qué d esazón nos invade frente a esas im ágenes tan perfectas! Es R e m b ra n d t sin R em b rand t: u n a p ercep c ió n pura, sin sustancia ni d e n si­ dad, o m ás bien u n d eslu m b ran te re cu erd o óptico fijado en esa m e m o ria cristalina que to d o retiene: la cá m a ra oscura. La m ateria, la m a n o y el ser h u m a n o m is m o están ausentes. Ese vacío absoluto en la totalidad de la presencia es u n a cosa extraña. Tal vez tengo frente a mis ojos el ejem plo de u n a po ética futura; m as p o r a h o ra no p u e d o h ab itar ese silencio y ese desierto. Pero al hablar de esos m aestros plenos de calidez y de libertad, ¿no estam os lim itán d o n o s sólo a cierto tipo, a cier­ to linaje? ¿H em os dejado fuera de nuestras reflexiones, co m o si fueran artesanos de u n a h abilidad c o m p letam en te m a q u i ­ nal, a aquellos que con paciencia exquisita e infalible h a n provocado, a p a r tir de materiales de su elección y m ed ian te form as refinadas, sueños m u y intensos? ¿La m a n o del g ra ­ bador, del orfebre, del ilu m in a d o r y del m a q u e a d o r es sólo un a sirvienta eficiente y com placiente, d u c h a en la ejecución de trabajos finos? ¿Lo que llam am os perfección es entonces

u n a v irtu d de esclavo? En el ám b ito m ás restringido, se g u ­ ra de sí m is m a y de su m a n e r a de actuar, es p ro d ig io sa esa m a n o qu e s om ete a las d im e n s io n e s del m ic ro c o sm o s las e n o r m id a d e s del ser h u m a n o y del m u n d o . Pero no es u na m á q u in a de reducir: lo que le im p o rta es m e n o s el rigor de u n a m e d ic ió n estrecha que su p ro p ia cap acid ad de acción y de verdad. Los carruseles y las batallas de C allot p arecen en p rim e ra in stan cia placas de ento m o lo g ía , m ig racio nes de i n ­ sectos en paisajes s e m b ra d o s de m ontíc u lo s. ¿No son c o m o jugu etes los fuertes y los navios de su Sitio de la R ochelle? N u m e r o s o s y apretad os, m in u c io s a m e n te p re s e n ta d o s con to d o s sus detalles, ¿no fueron vistos en p e q u e ñ o a través de u n catalejo, de m o d o que la m aravilla de esta cosa “hecha a m a n o ” rad ica en q u e to d o fue ca p ta d o y o rd e n a d o en la exi­ gü id a d de u n teatro a la vez m in ú sc u lo e in m en so ? A islem os a cada u n o de esos p erson ajes o algu na de esas naves, y ex a­ m in é m o s lo s bajo la lupa. V erem os que no sólo ap arecen en el m u n d o de las d im e n s io n e s n o rm a le s con u n t a m a ñ o aprehensible y c o m o cosas vivas q ue no h a n p e rd id o n in g u n a de sus p ro p ied a d es, sino que tien en au tenticidad . Es decir, no se p a re c e rá n a n in g u n a o tra cosa, pues tien en el to n o grafológico de Callot, los rasgos inim itables de su elasticidad nerviosa, de su arte que posee la soltura de los fu n á m b u lo s y de los saltim b a n q u is, de su elegante esgrim a, de su m a ­ nejo del violín real. E stán h ec h o s con “b u e n a m a n o ”, c o m o se decía antes de los calígrafos; están traz ad o s con m a n o de m aestro. Sin em bargo, esta m ano, tan s o b e rb ia m e n te hábil, sigue te n ie n d o u n a am is ta d con la vida, sigue e v o c a n d o el m o v im ie n to y, en el ritual de la perfección, co n se rv a el s e n ­ tido y la prá ctica de la libertad. A c e rq u é m o n o s a otro m u n d o encan tado . Veam os lar­ gam ente, c o n te n ie n d o el aliento, el Libro de horas de É tienne

C hevalier.4 ¿Lo que ten em o s ahí son figuras fijadas p o r u n a ejecución milagrosa, figuras a b s u rd am en te perfectas, reali­ zadas con toques m inuciosos p o r un vidente de agudeza ex­ cepcional y según las n o rm a s de u n taller? Lejos de esto, allí hay u n a de las más altas expresiones del sentido m o n u m e n ta l que caracterizó la Edad M edia en Francia. P o d em o s a m p liar­ las cien veces sin pro vocar que p ierdan su p o d e r e s tim u la n ­ te ni su u n id a d fundam en tal. Son c o m o estatuas de iglesia, de las que son h e rm a n a s o descendientes. La m a n o q ue las trazó p erten ece a u n a dinastía fo rm a d a p o r siglos de esta­ tuaria. P od ríam o s decir que de ésta conserva la im p ro n ta y la fuerza hasta en los bajorrelieves p eq u e ñ o s — som breado s y dorados, p intado s en tr a m p a n to jo — que a veces a c o m p a ñ a n las m inia tu ras y que tam bién están tratados con en c an tad o ra nobleza. Así es co m o se e n c u e n tra n dos m u n d o s —c o m o en el espejo circular que Van Eyck colgó detrás del retrato de los A rno lfini— : el de los vivos de alta estatura, co n stru ctores de catedrales y talladores de imágenes, y el m u n d o m ágico de lo infinitam ente pequeño. Por un lado, la m a n o realiza su la­ b o r con el m azo y el cincel sobre un bloque de p ied ra apo ya­ do con tra un tablado; p o r otro, la realiza sobre u n c u a d ra d o de p e rg am in o en d o n d e h e rram ien tas m u y finas p ro d u c e n las m ás preciosas rarezas del dibujo. Yo no sé si la sentim os o si ella hace to do p ara que la olvidem os, p ero ahí está la m a n o afirm ánd ose en la acción de los m iem bro s, en la es­ critura enérgica de un rostro, en el perfil de u n a ciud ad que se to rn a azul p o r el efecto del aire, e incluso en las líneas d o ­ radas q ue m o d elan la luz. Nerval cu enta la historia de u n a m a n o hech izad a que, separada de su cuerpo, recorre el m u n d o realizando activi­ 4 M in ia tu ra re a liz ad a p o r el p in to r fran c é s Jean F o u q u e t e n tre 1452 y 1460 [N. del T.).

dades singulares. Yo, p o r m i parte, n o separo la m a n o ni del c u e rp o ni del espíritu. A h o ra bien, en tre espíritu y m a n o las relaciones no son tan simples c o m o las de un jefe al q u e se obedece y un sirviente dócil. El espíritu hace a la m ano, la m a n o hace al espíritu. El gesto que n o crea, el gesto sin p o r ­ v enir provoca y define el estado consciente. El gesto creado r ejerce u n a acción co n tin u a sobre la vida interior. La m a n o a rran c a el tacto a su pasividad receptiva y lo organiza para la experiencia y la acción. E n señ a al ser h u m a n o a p o see r la extensión, el peso, la d ensid ad y el núm ero . A la vez que crea u n universo inédito, le deja p o r to d o s lados su im pron ta. Se m id e con la m ateria y la transfo rm a, se m ide con la fo rm a y la transfigura. E d u ca d o ra del ser h u m a n o , lo m ultiplica en el espacio y en el tiem po.

se g u id a de E l o g i o d e l a m a n o de H e n ri F ocillon, fu e e d ita d o p o r la

L a v id a d e l a s f o r m a s

E s c u e la N a c io n a l d e A rte s P lá s tic a s

d e la U n i v e r s i d a d N a c i o n a l A u t ó n o m a d e M é x i c o . Su co rrecció n , d iag ram a c ió n y co m p o sició n tip o g ráfica se realizaron en la C o o rd in a c ió n E d ito rial de la ENAP. Se utilizó fam ilia tip o g ráfica M in io n Pro. Se te rm in ó de im p rim ir el 30 de ju lio de 2010, en Jim énez E d ito res e Im p reso res, S. A. de C.V., C allejón de la Luz 32-20, Col. A n áh u ac, M éxico, 11320 DF. Se tira ro n dos m il ejem plares, m ás so b ran tes p ara reposición. Im p reso en offeset: in terio res sobre papel b o n d ah u esa d o de 90 gr; g u ard as en Ingres n eg ro de 90 gr; en c a rte en co u ch é de 90 gr; fo rro s en co u ch é sem im ate de 300 gr. C o n la co lab o ració n de O felia A yuso en el diseñ o , y de su trad u c to r, el c u id ad o ed ito rial estuvo a cargo de R odolfo Peláez.