Filomena Marturano.doc

EDUARDO DE FILIPPO FILUMENA MARTURANO Trad. Trinidad Blanco de García PERS O NAJ E S Filomena Marturano Domenico Soria

Views 55 Downloads 25 File size 246KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

EDUARDO DE FILIPPO

FILUMENA MARTURANO Trad. Trinidad Blanco de García

PERS O NAJ E S Filomena Marturano Domenico Soriano, rico fabricante de dulces Alfredo Amoroso, el “cocherito” Rosalía Solimene, confidente de Filomena Diana, joven “pasión” de Soriano Lucía, mucama Umberto, estudiante Ricardo, comerciante Michele, obrero El abogado Nocella Teresina, modista Primer mozo Segundo mozo

1

ACTO PRIMERO En casa de la familia Soriano. Espacioso salón comedor en un decidido estilo 900, arreglado con derroche de lujo, pero con gusto más bien mediocre. Algunos cuadros y objetos de adorno, que recuerdan tiernamente la época humbertina y que, evidentemente, completaron en un tiempo la decoración de la casa paterna de Domenico Soriano, dispuestos con cuidado en las paredes y sobre los muebles, desentonan violentamente con el resto. La puerta, en el primer bastidor a la izquierda, es la que introduce al dormitorio. En el segundo bastidor, siempre a la izquierda, corta el ángulo de la habitación una gran mampara con vidrios que deja ver una amplia terraza florida, protegida por una cortina de tela a rayas de color. En el fondo, a la derecha, la puerta principal. A la derecha, la habitación se extiende metiéndose profundamente en bastidores y dejando ver, a través de un gran vano y de una cortina abierta hasta la mitad, el estudio del dueño de casa. También para la decoración de su estudio, Domenico Soriano ha preferido el estilo 900. También es de este estilo el mueble vitrina que protege y exhibe una gran cantidad de copas de metal variado y de diferentes dimensiones y formas: "Primeros premios” ganados por sus caballos de carrera. Dos “banderas” cruzadas sobre la pared del frente, detrás de un escritorio, testimonian las victorias conseguidas en la fiesta de Montevergine. No hay un libro, ni un periódico, ni un papel. Aquel rincón, que solamente Domenico Soriano se atreve a llamar el estudio, está ordenado y pulcro, pero sin vida. La mesa central, en el salón comedor, está puesta para dos cubiertos, con cierto gusto y hasta amaneramiento: no falta un “centro” de rosas rojas fresquísimas. Primavera avanzada: casi verano. Es el atardecer. Las últimas luces del día se desvanecen en la terraza. De pie, casi sobre el umbral del dormitorio, los brazos cruzados, en actitud de desafío, está Filomena Marturano. Tiene un camisón claro y largo. Cabellos en desorden y arreglados deprisa. Pies desnudos en las pantuflas. Los rasgos del rostro de esta mujer son atormentados: signo de un pasado de luchas y de tristezas. Filomena no tiene aspecto grosero, pero no puede esconder su origen plebeyo: tampoco lo querría. Sus ademanes son amplios y abiertos; el tono de su voz es franco y decidido, de mujer consciente, rica de inteligencia instintiva y de fuerza moral, de mujer que su manera conoce las leyes de la vida, y su manera las afronta. No tiene más que cuarenta y ocho años, denunciados por algunos hilos de plata en las sienes, no por los ojos que han conservado la vivacidad juvenil del “negro” napolitano. Está pálida, cadavérica, un poco por la ficción de la que se ha convertido en protagonista, la de hacerse considerar próxima al fin, un poco por la tempestad que, ahora, inevitablemente deberá afrontar. Pero no tiene miedo: por el contrario, tiene el gesto de una fiera herida, pronta a dar el salto sobre el adversario. En el rincón opuesto, precisamente en el primer bastidor a la derecha, Domenico Soriano enfrenta a la mujer con la decidida voluntad de quien no ve límites ni obstáculos, con tal de hacer triunfar su sacrosanta razón, con tal de destruir la infamia y poner al descubierto, frente al mundo, la bajeza con que fue posible engañarlo. Se siente ofendido, ultrajado, herido en algo, según él, sagrado, que no puede ni quiere confesar. Además, el hecho de que pudiera aparecer como un vencido ante la gente, lo trastorna hasta psicológicamente, le hace perder las luces de la razón. Es un hombre robusto, sano, de unos cincuenta años. Cincuenta años bien vividos. Las comodidades y la eminente posición financiera lo han conservado de espíritu ardiente y de aspecto juvenil. Su difunto padre, Raimondo Soriano, unos de los más ricos y astutos fabricantes de dulces de Nápoles, que tenía fábricas en Vergini y en Forcella, así como negocios con gran clientela en Toledo y en Furia, no tenía ojos más que para él. Los caprichos de don Domenico (de jovencito era conocido como “El señorito don Mimí”) no tenían límites, ni por su extravagancia, ni por su originalidad. Hicieron época; se cuentan todavía en Nápoles. Apasionado por los caballos, es capaz de pasar 2

medios días para recordar con los amigos las proezas agonísticas, Las “gestas” de los más importantes ejemplares equinos que pasaron por sus nutridas escuderías. Ahora está allí, en pantalón y saco pijama, sumariamente abotonados, pálido y convulso frente a Filomena, a aquella mujer “sin importancia” que, por tantos años, ha sido tratada por él como una esclava y que ahora lo tiene en un puño, para aplastarlo como un pollito. A la izquierda de la habitación, en el rincón, casi junto a la terraza, se ve, de pie, la dulce y humilde figura de doña Rosalía Solimene. Tiene setenta y cinco años. El color de sus cabellos es incierto: más decidido por el blanco que por el gris. Usa un vestido oscuro, “color neutro”. Un poco encorvada, pero todavía llena de vitalidad. Vivía en una casa mísera, en el callejón San Liborio, frente a la que habitaba la familia Marturano, de la que conoce “vida, muerte y milagros”. Desde su más tierna edad, conoció a Filomena; estuvo cerca de ella en los momentos más tristes de su existencia, sin escatimarle nunca esas palabras de consuelo, de comprensión, de ternura, que solamente nuestras mujeres de pueblo saben prodigar y que son un verdadero bálsamo para el corazón que sufre. Ella sigue, ansiosa, los movimientos de Domenico, sin perderlo de vista un instante. Conoce, por dura experiencia, los efectos de la irascibilidad de aquel hombre, por lo que, invadida por el terror, permanece como petrificada, sin parpadear. En el cuarto rincón de la habitación se advierte otro personaje: Alfredo Amoroso. Es un simpático hombre de unos sesenta años, de estructura sólida, musculoso, vigoroso. Sus compañeros le han puesto el sobrenombre de “el cocherito”. Era, en efecto, muy hábil para manejar caballos, por lo que fue tomado por Domenico, y a su lado continuó luego haciendo de hombre para todo trabajo, chivo expiatorio, rufián, amigo. Él resume todo el pasado de su patrón. Basta observar el modo con que mira a Domenico, para comprender hasta qué punto le continúa siendo fiel y sumiso, con la máxima abnegación. Viste saco gris, un poco estrecho, pero de corte perfecto, pantalón de otro color y gorra en la cabeza, un poco inclinada. Ostenta, en el centro del chaleco, un cadena de oro. Está a la expectativa. Es, tal vez, el más sereno de todos. Conoce a su dueño. ¡Cuántas veces ha recibido golpes por él! Cuando se levanta el telón encontramos a los cuatro personajes en esta posición de “cuatro esquinas”. Parece que estuvieran allí, para divertirse como niños; en cambio, es la vida la que los ha arrojado de ese modo, uno contra otro. DOMENICO (abofeteándose repetidamente con vehemencia y exasperación) ¡Loco, loco, loco! ¡Cien veces, mil veces! ALFREDO (con un tímido gesto interviene) ¿Pero qué hace? Rosalía se acerca a Filomena y le pone sobre los hombros un chal que habrá tomado de una silla del fondo. DOMENICO ¡Yo soy un hombre que no vale nada! Tengo que ponerme frente al espejo y no cansarme de escupirme en la cara. (Con un relámpago de odio en los ojos a Filomena) A tu lado, a tu lado he tirado mi vida: ¡veinticinco años de salud, de fuerza, de sesos, de juventud! ¿Y qué más querés? ¿Qué más debe darte Domenico Soriano? ¿También lo que queda de esta vida de la que has hecho lo que has querido? (Renegando contra todos, como fuera de sí) ¡Todos han hecho lo que han querido! (Contra sí mismo, con desprecio) Mientras te creías Jesucristo descendido a la tierra, todos hacían lo que querían de tu persona. (Señalando un poco a todos, en acto de acusación) Vos, vos, vos... el callejón, el barrio, Nápoles, el mundo... Todos me han tomado por estúpido, siempre! (El pensamiento de la mala jugada hecha por Filomena le vuelve de improviso a la memoria y le hace hervir la sangre) ¡Yo no puedo ni pensarlo! Claro, ¡debía esperármelo! ¡Solamente una mujer como vos, podía llegar a donde llegaste! ¡No podías desmentirte! ¡Veinticinco años no te podían cambiar! Pero no creas que ganaste la partida: ¡la partida no la ganaste! Yo te mato y te pago tres pesos. Una mujer como vos se paga eso: ¡tres pesos! Y a todos los que te han dado una mano; al médico, al 3

cura... (mostrando a Rosalía que se sobresalta y a Alfredo que, en cambio, está tranquilo, con aire amenazante)... a estos dos falsos, a quienes di de comer por tantos años... ¡Los mato a todos! (Resuelto) El revólver... ¡Denme el revólver! ALFREDO (calmo) He llevado los dos al armero para que los limpiara. Como dijo usted. DOMENICO ¡Cuántas cosas he dicho yo... y cuántas me han hecho decir por la fuerza! Pero ahora se acabó, sabés! Me he despertado; ¡he comprendido!... (A Filomena) Vos te vas... y si no te vas con tus pies, te quedás muerta acá adentro. No hay ley, no hay Padreterno que pueda doblegar a Domenico Soriano. ¡Acuso de falsedad a todos! ¡Los hago ir a la cárcel! ¡Tengo el dinero y bailamos, Filome’! te hago bailar como quiero yo. ¡Cuándo haga saber quién has sido y de dónde te fui a sacar, por fuerza me van a dar la razón! Y te destruyo, Filome’, te destruyo! (Pausa) FILOMENA (sin demostrar impresión alguna, segura de su razón) ¿Has acabado? ¿Tienes que decir algo más? DOMENICO (de repente) Quedate callada, no hablés, no me fío de escucharte. (Basta la voz de aquella mujer para trastornarlo) FILOMENA ¡Cuando te haya dicho lo que tengo acá dentro, ¿ves? (muestra el estómago) no te miro más la cara, mi sentirás más mi voz! DOMENICO (con desprecio) ¡Mala mujer! ¡Fuiste una mala mujer y lo has seguido siendo! FILOMENA ¿Y hace falta decirlo así como lo decís? ¿Qué es, una novela? No lo saben todos quién he sido y dónde estaba? Pero adonde yo estaba, venías... ¡ Vos y los otros! Y te he tratado como a los otros ¿Por qué tenía que tratarte de otra manera? ¿No son iguales todos los hombres? Lo que he hecho, lo lloro yo y mi conciencia. Ahora soy tu mujer, ¡y de aquí no me mueven ni los carabineros! DOMENICO ¿Mujer? ¿Mi mujer de quién? ¿Filome’, me estás pasando los números, esta noche? ¿Con quién te has casado? FILOMENA (fría) ¡Con vos! DOMENICO ¡Pero estás loca! El engaño es evidente. Tengo los testigos. (Señala a Alfredo y a Rosalía). ROSALÍA (rápida) Yo no sé nada... (No quiere ser comprometida en una cuestión tan grave) Yo sé solamente que doña Filomena se ha acostado, se ha agravado y ha entrado en agonía. No me ha dicho nada y no he comprendido nada. DOMENICO ( a Alfredo) ¿Vos tampoco sabés nada? ¿Tampoco sabías que la agonía era un engaño? ALFREDO ¡Don Domenico, por amor a la Virgen! Ella, doña Filomena que me tenía antipatía, ¿me iba a hacer una confidencia a mí? ROSALÍA (a Domenico) ¿Y el cura?... El cura, ¿quién me ha dicho que lo fuera a llamar? ¿No me lo dijo usted? DOMENICO Porque ella... (señala a Filomena) lo pedía. Y yo para darle el gusto... FILOMENA Porque no podías creer que yo me fuera al otro mundo. ¡No cabías en la ropa, pensando que finalmente me sacabas del medio! DOMENICO (con despecho) ¡Muy bien! ¡Lo he comprendido! Y cuando el cura, después de haber hablado con vos, me dijo: “Cásese in extremis, pobre mujer, es su único deseo, perfeccione esta unión con la bendición del Señor”... yo dije... FILOMENA ...”Total ¿qué pierdo? Ésa se está muriendo. Es cuestión de otro par de horas y me la saco de encima”. (Burlona) Se ha puesto mal, don Domenico, cuando, apenas se fue el cura, me he levantado y le he dicho: “¡Don Dummi’, felicitaciones: somos marido y mujer!” ROSALÍA ¡Yo di un salto! ¡Y me largué a reír! (Vuelve a reír) Jesús, pero ¡cómo fingía de natural la enfermedad! ALFREDO ¡Y la agonía! DOMENICO Ustedes se callan, ¡o los pongo a los dos en agonía! (Rechazando cualquier probabilidad de debilidad por parte suya) ¡No puede ser, no puede ser! (De golpe, recordando otro personaje que, según él, podría ser el único responsable) ¿Y el médico? Pero cómo ¡es un 4

médico...! ¿A dónde ha ido a para la ciencia? Es un médico y no sabe que está sana, que te está engañando. ALFREDO Quizás, según yo, se ha equivocado. DOMENICO (con desprecio) Callate, Alfredo. (Decidido) ¡Entonces el médico paga! ¡Paga como que hay Dios! Porque se ha puesto de acuerdo, no puede ser de buena fe. (A Filomena, con malicia) Ha comido, ¿y dónde está?... Le he dado plata... FILOMENA (disgustada) Y es lo que sabés: ¡la plata! ¡Y con la plata te has comprado todo lo que has querido! ¡ También a mí me compraste con la plata! Porque eras don Mimí Soriano: los mejores sastres, las mejores camiseras... tus caballos corrían: los hacías correr... ¡Pero Filomena Marturano te ha hecho correr, ella a vos! Y corrías sin que te dieras cuenta... Y todavía tendrás que correr, todavía tendrás que sudar sangre para comprender cómo se vive y cómo se procede como un hombre! ¡El médico no sabía nada. También él lo creyó y tenía por qué creerlo! Cualquier mujer, después que ha pasado veinticinco años a tu lado, entra en agonía. ¡Te he hecho de sirvienta! (A Rosalía y a Alfredo) He sido su sirvienta por veinticinco años y ustedes lo saben. Cuando se iba a divertir, a Londres, a París, a las carreras, yo hacía de carabinera: de la fábrica en Furcella, a la de la Virgen y a los negocios en Toledo y en Furia, porque sino sus dependientes lo habrían dejado en calle! (Imitando el tono hipócrita de Domenico) “Si no te tuviera...” “¡Filome’, sos una mujer!” ¡Le he llevado adelante la casa mejor que una esposa. ¡Le he lavado los pies! Y no ahora que soy vieja, sino cuando era una chica. ¡Y nunca me he sentido apreciada por él, reconocida, nunca! ¡Siempre como una mucama que de un momento a otro se puede echar a la calle! DOMENICO Y si alguna vez hubieras sido sumisa, ¿qué sé yo?, comprensiva, en fin, de la situación real que existía entre yo y vos. Siempre con la cara torcida, insolente... porque decís: “¿Me equivoqué yo?... ¿Le he hecho algo?” ¡Si hubiera visto alguna vez una lágrima en esos ojos! ¡Nunca! ¡En los años en que hemos estado juntos, nunca la he visto llorar! FILOMENA ¿Y tenía que llorar por vos? Era demasiado lindo el mueble. DOMENICO Dejá el mueble. Un alma en pena, sin paz, nunca. Un alma condenada, eso sí. FILOMENA ¿Y cuándo me querías ver dormir? El camino de la casa lo olvidabas. Y las mejores fiestas, las mejores Navidades me las he pasado sola como un perro. ¿Sabés cuándo se llora? Cuando se conoce lo bueno y no se lo puede tener. Pero Filomena Marturano no conoce lo bueno... y cuando se conoce solamente lo malo, no se llora. ¡La satisfacción de llorar, Filomena Marturano no la ha podido tener nunca! ¡Como a la última mujer me has tratado, siempre! (A Rosalía y a Alfredo, únicos testigos de las sagradas verdades que dice) Y no hablemos de cuando eras joven, que uno podía decir: “Tiene plata, presencia...” Pero ahora, al último, a cincuenta y dos años, vuelve a casa con los pañuelos manchados de lápiz labial, que me dan asco... (A Rosalía) ¿En dónde están? ROSALÍA Están guardados. FILOMENA Sin un poco de prudencia, sin pensar: “Es mejor que los saque del medio... ¿si aquélla los encuentra? Pero, claro, si aquélla los encuentra ¿qué importa?, ¿quién es ella?, ¿qué derecho tiene?” Y se vuelve un baboso con ésa... DOMENICO (como atrapado en falta, furioso) ¿Con quién?... ¿Con quién? FILOMENA (sin temor, con mayor violencia que Domenico) ¡Y con esa descarada! ¿Qué te creés, que no lo había comprendido? Vos no sabés decir mentiras, es tu defecto. Cincuenta y dos años, y se permite meterse con una criatura de veintidós! Y me la mete dentro de la casa, diciendo que era la enfermera... Porque creía de verdad que yo me estaba muriendo... (Como contando una cosa increíble) Y hace apenas una hora, antes de que viniera el cura para casarnos, se creían que yo estaba por morirme y que no los veía, se abrazaban y besaban junto a mi cama! (Con irrefrenable sentido de náusea) Virgen María... ¡qué asco me das! Y si yo realmente me estaba muriendo, ¿esto es lo que hubieras hecho? Claro, yo me moría, y la mesa puesta (la indica) para él y esa muerta de hambre. DOMENICO Pero, ¿por qué, si te morías yo no tenía que comer más? ¿No me tenía que mantener? FILOMENA ¿Con rosas en la mesa? DOMENICO ¡Con rosas en la mesa! 5

FILOMENA ¿Rojas? DOMENICO (exasperado) Rojas, verdes, violetas. ¿Pero por qué? ¿No era dueño de ponerlas? ¿No era dueño de estar contento si te morías? FILOMENA ¡Pero no estoy muerta! (Con despecho) Y no me muero por ahora, Dummi’. DOMENICO Y éste es un pequeño contratiempo. (Pausa). Pero yo no tengo la culpa. Si me has tratado siempre como a los otros, porque a tu parecer, los hombres son todos iguales, ¿qué te importaba casarte conmigo? Y si yo me he enamorado de otra mujer y me quería casar con ella... y me caso , porque yo me caso con Diana, ¿qué te importa si tiene o no tiene veintidós años? FILOMENA (irónica) ¡Cómo me hacés reír! ¡Y qué lástima me das! ¿Pero qué me importa de vos, de la chica que te ha hecho perder la cabeza y de todo lo que me decís? ¿Pero creés de verdad que lo he hecho por vos? Pero no me importás, no me has importado nunca. Una mujer como yo, lo dijiste y me lo has estado diciendo durante veinticinco años, hace sus cuentas. Me servís... ¡Vos me servís! ¿Te creías que después de veinticinco años que he hecho de desvergonzada a tu lado, me iba a ir así, con una mano adelante y otra atrás? DOMENICO (con aire de triunfo, creyendo haber comprendido la razón oculta del engaño de Filomena) ¡La plata! ¿Y no te la habría dado? ¿Te parece que Domenico Soriano, hijo de Raimondo Soriano, (jactancioso) uno de los más importantes y serios fabricantes de dulces de Nápoles no habría pensado en ponerte una casa, y en hacer que no necesitaras de nadie? FILOMENA (desmoralizada por la incomprensión, con desprecio) ¡Pero callate! Pero ¿es posible que ustedes los hombres no comprendan nunca nada?... ¿Qué plata, Dummi’? Guardátela a la plata. Es otra cosa lo que quiero de vos... ¡y me la vas a dar! ¡Tengo tres hijos, Dummi’! Domenico y Alfredo quedan estupefactos. Rosalía, en cambio, permanece impasible. DOMENICO ¿Tres hijos?! Filume’, ¿pero qué estás diciendo? FILOMENA (maquinalmente, repite) ¡Tengo tres hijos, Dummi’! DOMENICO (confundido) Y... ¿de quién son hijos? FILOMENA (que ha advertido el temor de Domenico, fría) ¡De hombres como vos! DOMENICO Filume’... Filume’, ¡estás jugando con fuego! ¿Qué quiere decir: “De hombres como vos”? FILOMENA Que todos son iguales. DOMENICO (a Rosalía) ¿Usted lo sabía? ROSALÍA Sí señor, esto lo sabía. DOMENICO (a Alfredo) ¿Y vos? ALFREDO (rápido para justificarse) No. Doña Filomena me odia, se lo he dicho. DOMENICO (sin convencerse todavía de la realidad de los hechos, como consigo mismo) ¡Tres hijos! (A Filomena) ¿Y cuántos años tienen? FILOMENA El más grande tiene veintiséis años. DOMENICO ¿Veintiséis años? FILOMENA ¡Y no pongás esa cara! No tengás miedo: no son hijos tuyos. DOMENICO (algo tranquilizado) ¿Y te conocen? ¿Se hablan? ¿Saben que sos su madre? FILOMENA No. Pero los veo siempre y les hablo. DOMENICO ¿Dónde están? ¿Qué hacen? ¿Cómo viven? FILOMENA Con tu dinero. DOMENICO (sorprendido) ¿Con mi dinero? FILOMENA Sí, con tu dinero. ¡Te he robado! ¡Te robaba el dinero de la billetera! ¡Te robaba delante de tus ojos! DOMENICO (con desprecio) ¡Ladrona! FILOMENA (impertérrita) ¡Te he robado! ¡Te vendía los trajes, los zapatos! ¡Y nunca te diste cuenta! Aquel anillo con brillantes, ¿te acordás? Te dije que lo había perdido: lo vendí. Con tu plata he criado a mis hijos. 6

DOMENICO (disgustado) ¡Tenía una ladrona dentro de la casa! ¿Pero qué mujer sos vos? FILOMENA (como si no lo hubiera oído, continúa) Uno tiene un taller en el callejón del lado: es hojalatero. ROSALÍA (a la que le parece mentira poder hablar del asunto, corrige) El plomero... DOMENICO (que no ha comprendido) ¿Cómo? ROSALÍA (tratando de pronunciar mejor la palabra) El plomero. Como se dice: arregla canillas, destapa piletas. (Después aludiendo al segundo hijo) El otro... ¿cómo se llama? (Recordando de pronto el nombre) Ricardo, ¡qué lindo es! ¡Un pedazo de muchacho! Está en Chiaia, tiene el negocio en el portón del número 74, es camisero... hace camisas. Y tiene una buena clientela. Y Umberto... FILOMENA ... ha estudiado, ha querido estudiar. Es contador y también escribe en el diario. DOMENICO (irónico) ¡También tenemos un escritor en la familia! ROSALÍA (exaltando los sentimientos maternales de Filomena) ¡Y qué madre ha sido! ¡No les ha hecho faltar nunca nada! Y yo que estoy por irme, soy vieja y, muy pronto me voy a encontrar en presencia del Ente Supremo, que todo lo ve, considera y perdona, y que de charlas no se ocupa... Desde que eran chicos, en pañales, no les ha hecho faltar nada... DOMENICO ... ¡con la plata de don Domenico! ROSALÍA (espontánea, con instintivo sentido de justicia) ¡Usted tiraba la plata! DOMENICO ¿Y tenía que dar cuenta a alguien? ROSALÍA ¡No señor, por mi salud! Pero si ni siquiera se daba cuenta... FILOMENA (despreciativa) ¡Pero no le haga caso! ¿Para qué le contesta? DOMENICO (dominando sus nervios) Filume’, ¿a toda costa me querés provocar? ¿Tenemos que llegar a este extremo? ¿Pero comprendés lo que has hecho? Me has puesto en esta situación y me hacés tratar como a un papanatas. ¡Por fin estos tres señores, que no conozco siquiera, que no sé de dónde han salido, llegado el momento se pueden reír en mi cara! Porque piensan: “¡Qué bien, está el dinero de don Domenico!” ROSALÍA (excluyendo esta hipótesis) ¡No señor, esto no! ¿Y qué saben ellos?... Doña Filomena ha hecho siempre las cosas como se deben hacer: con prudencia y con cabeza. El notario entregaba el dinero al plomero cuando compró un local en el callejón vecino, diciendo que una señora que no se quería dar a conocer... y lo mismo hizo con el camisero. Y el notario tiene el encargo de pasar la mensualidad a Umberto para que estudie. No, no... usted no tiene nada que ver. DOMENICO (amargo) Yo solamente pago. FILOMENA (con un repentino arrebato) ¿Y los tenía que matar? ¿Eso debía hacer, eh, Dummi’? ¿Los tenía que matar como hacen tantas otras mujeres? Entonces sí, eh, ¿entonces Filomena hubiera sido buena? (Apremiando) ¡Respondé!... Esto es lo que me aconsejaban todas mis compañeras, allá arriba: (alude al prostíbulo) “¿Qué esperás? Sacate el problema” (Consciente) ¡Me hubiera hecho el problema! ¿Quién hubiera podido vivir con ese remordimiento? Además, yo hablé con la Virgen. (A Rosalía) La Virgencita de las rosas, ¿se acuerda? ROSALÍA ¡Y cómo, la Virgen de las rosas! ¡Hace una gracia por día! FILOMENA (evocando su encuentro místico) Eran las tres de la noche. Caminaba sola por la calle. Hacía seis meses que me había ido de casa. (Aludiendo a su primera sensación de maternidad) ¡Era la primera vez! ¿Y qué hago? Sentía en mi cabeza las palabras de mis compañeras: “¡Qué esperás! ¡Sacate el problema! Yo conozco a uno muy bueno...” Sin querer, caminando, caminando, me encontré en mi callejón, frente al altarcito de la Virgen de las rosas. La enfrenté así: (apoya las manos en las caderas y levanta la mirada hacia una efigie imaginaria, como para hablar a la Virgen de mujer a mujer) “¿Qué tengo que hacer? Sabés todo... Sabés también porqué me encuentro en pecado. ¿Qué tengo que hacer?” pero ella callada, no contestaba. (Alterada) “¿Y así contestás, eh? ¿No hablás a la gente que cree en vos?... ¡Te estoy hablando a vos! (con vibrante arrogancia) ¡Contestá!” (Imitando maquinalmente el tono de voz de alguien desconocido que, en ese momento, habló desde un lugar desconocido) “¡Los hijos son hijos!” Me quedé helada. Me quedé así, quieta. (Se pone rígida fijando la mirada en la efigie imaginaria) A lo mejor si me daba vuelta habría visto 7

o entendido de dónde venía la voz: de adentro de una casa con el balcón abierto, del callejón, de una ventana... Pero pensé: “¿Y por qué justamente en este momento? ¿Qué sabe la gente de mis cosas? Entonces ha sido Ella... ¡Ha sido la Virgen! La he enfrentado cara a cara, y ha querido hablar... Pero, entonces, la Virgen para hablar se sirve de nosotros... ¡Y cuando me han dicho: “Sacate el problema”, ella también me lo ha dicho para probarme!...” ¡Y no sé si fui yo o la Virgen de las rosas la que hizo así con la cabeza! (Hace un gesto con la cabeza como para decir: “Sí, has entendido”) “Los hijos son los hijos”. Y juré. Por eso me he quedado tantos años con vos... ¡Por ellos he soportado todo lo que me has hecho y como me has tratado! Y cuando aquel muchacho se enamoró de mí, aquél que se quería casar conmigo, ¿te acordás? Estábamos juntos hacía cinco años: vos, casado, en tu casa... y yo en San Putito, dentro de aquellas tres piezas con cocina... la primera casita que me pusiste cuando, después de cuatro años que nos conocíamos, finalmente me sacaste de allá arriba (alude al prostíbulo). Y se quería casar conmigo, pobre muchacho... Pero vos te pusiste celoso. Te estoy oyendo: “Yo soy casado, no me puedo casar con vos. Si él te quiere...”, y te pusiste a llorar. Porque sabés llorar... A diferencia de mí: ¡sabés llorar! Y yo dije: “¡Está bien, es mi destino! Domenico me quiere, con toda su buena voluntad no se puede casar conmigo; está casado...” Y fuimos frente a San Putito en tres piezas. Pero después, a los dos años, murió tu mujer. El tiempo pasaba y yo siempre en San Putito. Y pensaba: “Es joven, no se quiere atar para toda la vida con otra mujer. ¡Llegará el momento en que se calme y comprenda el sacrificio que he hecho!” Y esperaba. Y cuando yo, a veces, decía: “Dummi’, ¿sabés quién se ha casado?... Aquella chica que vivía enfrente, en la casa de las ventanas...”, te reías, te ponías a reír, igual que cuando subías con tus amigas, adonde estaba yo, antes de San Putito. Esa risa que no es sincera. Esa risa que empieza en mitas de las escaleras... ¡Esa risa que es siempre la misma, con cualquiera! ¡Te habría matado, cuando reías así! (Paciente) Y esperamos. ¡Y he esperado veinticinco! ¡Y esperamos la gracia de don Domenico! Ahora tiene cincuenta y dos años: ¡es viejo! ¡Y ahora, aunque está por perder la vida, se cree siempre un joven! Corre detrás de las chicas, se vuelve idiota, tiene los pañuelos sucios de lápiz de labios, las trae dentro de la casa. (Amenazante) ¡Traelas a la casa ahora que soy tu mujer! ¡Te echo con ella! Nos hemos casado. El cura nos ha casado. ¡Esta es mi casa! Suena el timbre en el interior. Alfredo sale por el fondo a la derecha. DOMENICO ¿Tu casa? (Ríe con ironía forzada) ¡Ahora sos vos la que me hace reír a mí! FILOMENA (animándolo, con malicia) Reíte... ¡Reíte! Porque, ahora me da gusto oírte reír... Porque no sabés reír como antes. Vuelve Alfredo, mira a todos, preocupado por lo que tiene que decir. DOMENICO (al verlo, lo increpa groseramente) Y vos, ¿qué querés? ALFREDO Este... ¿qué quiero?... ¡Han traído la cena! DOMENICO Pero, ¿por qué, no teníamos que comer, según vos? ALFREDO (como diciendo: “Yo no tengo que ver”) ¡Eh... don Dummi’! (Hablando hacia el fondo a la derecha) ¡Pasen! Entran dos muchachos, empleados de un restaurante, que traen un portaviandas y una canasta con la cena. PRIMER MOZO (servicial, servil) Acá está la cena. (Al otro) Poné acá. (Apoyan en el suelo la canasta en el lugar indicado por el otro mozo). Señor, el pollo es uno solo porque es grande, como para cuatro personas. Todo lo que ha pedido es de primera calidad. (Se dispone a abrir el portaviandas). DOMENICO (deteniendo al mozo con un gesto irritado) Muchacho, ¿ahora sabés lo que tenés que hacer? Te vas. 8

PRIMER MOZO Sí, señor. (Toma de la canasta un dulce y lo apoya sobre la mesa). Este es el postre que le gusta a la señorita... (Poniendo una botella) Y éste el vino. (Las palabras del mozo caen en el más profundo silencio. Pero el hombre no se da por vencido: sigue hablando. Esta vez para decir algo con tono meloso) Y... ¿se ha olvidado? DOMENICO ¿De qué? PRIMER MOZO ¿Cómo? Cuando vino hoy a pedir la cena, ¿se acuerda? Yo le pedí si tenía unos pantalones viejos. Y usted me dijo: “Vení esta noche, si esta tarde sucede una cosa que deseo, si tengo una buena noticia, tengo un traje muy nuevo... te lo doy”. (El silencio de los otros es hondo. Pausa. El mozo está ingenuamente molesto). ¿No ha sucedido lo que usted decía? (Espera respuesta. Domenico calla). ¿No tuvo la buena noticia? DOMENICO (agresivo) Te dije que te fueras. PRIMER MOZO (maravillado por el tono de Domenico) Nos estamos yendo... (Mira todavía a Domenico, después con tristeza). Vamos, Carlos, no tuvo la buena noticia... ¡Qué suerte la mía! (Suspira) Buenas noches. (Sale por el fondo a la derecha seguido por el compañero). FILOMENA (después de una pausa, sarcástica, a Domenico) Comé. ¿Por qué no comés? ¿Se te ha pasado el hambre? DOMENICO (cohibido, rabioso) ¡Como! ¡Más tarde tomo y como! FILOMENA (aludiendo a la joven mencionada antes) Ya: cuando llegue la muerta de hambre. DIANA (entra por la puerta común. Es una joven de veintidós años, o mejor, se esfuerza por demostrar veintidós, pero tiene veintisiete. Tiene una elegancia afectada, un poco snob. Mira a todos con altanería. Al avanzar habla un poco con todos, sin dirigirse directamente a ninguno de los presentes, a quienes demuestra su total desprecio. No advierte, en consecuencia, la presencia de Filomena. Trae paquetes de remedios que coloca, maquinalmente, sobre la mesa. De una silla toma un guardapolvo blanco de enfermera y se lo pone) Estaba llena de gente la farmacia. (Desairada, con aires de patrona) Rosalía, preparame el baño. (Advierte las rosas sobre la mesa) ¡Oh, las rosas rojas...! Gracias, Domenico. (Oliendo las comidas) ¡Qué olorcito: tengo un hambre! (Tomando de la mesa una caja de ampollas) He encontrado el alcanfor y la adrenalina. Oxígeno, nada. (Domenico está como fulminado. Filomena, sin pestañar, espera. Rosalía y Alfredo parecen casi divertidos. Diana se sienta junto a la mesa, de frente al público, y enciende un cigarrillo) Pensaba: si... Dios mío no querría usar la palabra, pero en fin... si muere esta noche, mañana me voy temprano. He encontrado un lugar en el auto de una amiga. Aquí molestaría más que otra cosa. En Bolonia, en cambio, tengo algunas cosas que hacer, tantos asuntos que arreglar. Volveré dentro de diez días. Vendré a verte, Domenico. (Refiriéndose a Filomena) Y... ¿cómo está?... ¿Continúa en agonía?... ¿Vino el cura? FILOMENA (dominándose con afectada cortesía, se acerca lentamente a la joven) Vino el cura... (Diana sorprendida se levanta y retrocede algunos pasos) ... y “conforme” ha visto que estaba en “agonizamiento”... (Felina) ¡Sacate el guardapolvo! DIANA (que realmente no ha comprendido) ¿Cómo? FILOMENA (como antes) ¡Sacate el guardapolvo! ROSALÍA (advierte que Diana no ha comprendido tampoco esta vez y para evitar lo peor, le aconseja prudentemente) Sáquese esto. (Y se golpea, con dos dedos, su propio guardapolvo, para que Diana comprenda que Filomena se refiere al guardapolvo de enfermera). Diana con miedo instintivo, se quita el guardapolvo. FILOMENA (que ha seguido el gesto de Diana, sin sacarle los ojos de encima) Ponelo en la silla... Ponelo en la silla. ROSALÍA (previendo la incomprensión de Diana) Póngalo en la silla. Diana obedece. 9

FILOMENA (retoma el tono cortés de antes) Ha visto que agonizaba y ha aconsejado a don Domenico Soriano que perfeccione el vínculo “in estremita”. (Alude al cura. Diana para mantener el decoro, no sabiendo qué hacer, toma del “centro” una rosa y finge aspirar el perfume. Filomena la fulmina con el tono opaco de su voz) ¡Dejá la rosa! ROSALÍA (de inmediato) Deje la rosa. Diana, como obedeciendo a una orden teutónica, la vuelve a colocar sobre la mesa. FILOMENA (nuevamente cortés) Y a don Domenico le ha parecido justo porque ha pensado: “Es justo, esta desgraciada está a mi lado hace veinticinco años...” Y tantas otras consecuencias e inconsecuencias que no tenemos la obligación de explicarle. Se ha acercado a la cama (siempre aludiendo al cura) y nos hemos casado... con dos testigos y la bendición del “sacierdote”. Será que los casamientos hacen bien, el caso es que me he sentido mejor de golpe. Me he levantado y hemos postergado la muerte. Naturalmente, donde no hay enfermos no puede haber enfermeras... ni indecencias... (con el índice de la mano derecha extendido toca el mentón de Diana con golpecitos medidos, que obligan a la mujer a hacer repentinos e involuntarios “No” con la cabeza)... porquerías... (repite el gesto) delante de una que se está muriendo... y andate a hacerlas en casa de tu hermana. (Diana sonríe como estúpida, como quien dice: “No la conozco”) Váyase con sus pies y búsquese otra casa, no ésta. DIANA (siempre riendo retrocede hasta llegar a la puerta principal) Está bien. FILOMENA Y si se quiere encontrar realmente bien, debe ir allá arriba, donde yo estaba... (alude al burdel). DIANA ¿Dónde? FILOMENA Hágaselo decir por don Domenico, que esas casas las conocía y las conoce todavía. Váyase. DIANA (dominada por la mirada ardiente de Filomena, presa de un desasosiego súbito) Gracias. (Se va por el fondo, a la derecha). FILOMENA No hay por qué. (Vuelve a su lugar a la izquierda). DIANA Buenas noches. (Sale). DOMENICO (que hasta ese momento ha permanecido pensativo, absorto en extrañas elucubraciones, aludiendo a Diana, se dirige a Filomena) Así la has tratado, ¿verdad? FILOMENA Como se merece. (Le hace un gesto de desprecio). DOMENICO Pero decime una cosa. Sos el diablo... Con vos hay que tener los ojos bien abiertos... Tus palabras no hay que olvidarlas, hay que pensarlas. Te conozco ahora. Sos como una carcoma. Una carcoma venenosa que donde se posa, destruye. Hace poco dijiste una cosa y ahora la estaba pensando. Dijiste: “... Es otra cosa lo que quiero de vos... ¡y me la vas a dar!” ¡La plata no, porque sabés que te la habría dado!” (Como obsesionado) ¿Qué otra cosa querés de mí? ¿Qué se te ha puesto en la cabeza? ¿La has pensado y no me la has dicho todavía?... ¡Contestá! FILOMENA (sencillamente) Dummi’, ¿sabés aquella canción?... (la tararea con intención). “Estoy criando un lindo jilguero... cuántas cosas le voy a enseñar”... ROSALÍA (alzando los ojos al cielo) ¡Virgen mía! DOMENICO (cauto, receloso, tímido a Filomena) ¿Y qué quiere decir? FILOMENA (cortante) ¡El jilguero sos vos! DOMENICO Filumé’, habla claro... No jugués más conmigo... Me hacés venir fiebre, Filumé’... FILOMENA (seria) ¡Los hijos son los hijos! DOMENICO ¿Qué querés decir? FILOMENA Tienen que saber quién es la madre... Tienen que saber lo que ha hecho por ellos... ¡Me tienen que querer! (Emocionada) No tendrán que sentir vergüenza frente a otros hombres: no 10

tendrán que sentirse rebajados cuando van a mostrar sus papeles, sus documentos: la familia, la casa... la familia que se junta para un consejo, para un desahogo... ¡Se llamarán como yo! DOMENICO ¿Cómo quién? FILOMENA Como me llamo yo... Estamos casados: ¡Soriano! DOMENICO (alterado) ¡Me lo imaginaba! Pero quería que lo dijeras... lo quería sentir de esa boca sacrílega, para convencerme, que si te agarro a patadas, si te aplasto la cabeza, es como si aplastase una serpiente: una serpiente venenosa que se destruye para salvar a los pobres cristianos que puedan caer. (Aludiendo al plan de Filomena) ¿Acá, acá? ¿Dentro de mi casa? ¿Con mi nombre? Esos hijos de... FILOMENA (agresiva para impedir que pronuncie la palabra) ¿De qué? DOMENICO ¡Tuyos!... Si me preguntás: ¿de qué?, te puedo contestar: ¡tuyos! Si me preguntás: ¿de quién?, no te puedo contestar porque no lo sé. ¡Y tampoco vos lo sabés! Ah, ¿creías que se arreglaba el asunto, poner en paz tu conciencia y salvarte del pecado, trayéndome a mi casa a tres extraños?... ¡Antes tendré que cerrar los ojos! ¡No entrarán acá adentro! (Solemne) Por el alma de mi padre... FILOMENA (repentinamente con un impulso sincero, lo interrumpe como para advertirle sobre el castigo que podría venirle de un sacrilegio cometido por causas imponderables) ¡No jurés!, que yo, por haber hecho un juramento, te estoy pidiendo limosna desde hace veinticinco años. No jurés porque si es un juramento que no pudieses cumplir... Y morirías condenado, si un día no pudieras tener limosna de mí... DOMENICO (sugestionado pos las palabras de Filomena, como perdiendo el dominio) ¿Qué otra cosa estás pensando?... ¡Sos una bruja! ¡Pero no te tengo miedo! ¡No te tengo miedo! FILOMENA (desafiándolo) ¿Y por qué lo decís? DOMENICO ¡Callate! (A Alfredo, sacándose el pijama) ¡Dame el saco! (Alfredo sale por el estudio sin hablar) ¡Mañana te vas! Me pongo en manos de un abogado, te denuncio. Ha sido un engaño. Tengo testigos... Y si la ley no me da la razón, ¡te mato Filumé’! ¡Te saco del medio! FILOMENA (irónica) ¿Y dónde me ponés? DOMENICO ¡Dónde estabas! (Está exasperado, agresivo. Alfredo vuelve trayendo el saco. Domenico se lo arranca de las manos y se lo pone, diciéndole) Vos, mañana, llamás a mi abogado, ¿oíste?... (Alfredo responde que sí con la cabeza) ... Ya hablaremos, Filumé’! FILOMENA ¡Hablaremos! DOMENICO te voy a enseñar quién es Domenico Soriano y qué puntos calza. (Se dirige hacia el fondo). FILOMENA (indicando la mesa) Rosalía, sentate... ¡que vos también tendrás hambre! (Se sienta a la mesa de frente al público). DOMENICO Sos buena... ¡Filomena, la napolitana!... FILOMENA (canturrea) “Estoy criando un lindo jilguero”... DOMENICO (mientras Filomena canturrea, se ríe a carcajadas como para burlarse y ofender voluntariamente a Filomena) Te acordás de esta risa... ¡Filomena Marturano!... (Sale seguido por Alfredo; por el fondo a la derecha, mientras cae el telón sobre el primer acto).

11

ACTO SEGUNDO Al día siguiente. El mismo decorado del primer acto. Para limpiar el piso, la mucama ha movido todas las sillas: a algunas las ha llevado a la terraza, a otras las ha acomodado, patas arriba, sobre la mesa, a otras, todavía, las ha puesto en el estudio de Domenico. La alfombra, en cuyo centro está colocada la mesa, está doblada sobre sí misma, en los cuatro costados. Luces normales de una hermosa mañana de sol. Lucía es la empleada doméstica: simpática y sana muchacha de veintitrés años. Ha completado su trabajo. Retuerce por última vez el estropajo en el balde del agua sucia, luego va a colocar todos los instrumentos de limpieza en la terraza. ALFREDO (cansado, con sueño, entra por la común, mientras Lucía se dispone a poner en su lugar la alfombra) Lucía, buen día. LUCÍA (deteniéndolo con tono áspero de la voz y el gesto) ¡No comience a caminar con sus pies! ALFREDO ¡Entonces camino con las manos! LUCÍA Yo acabo de limpiar... (Muestra el piso mojado todavía) ¡Usted se presenta a pisar todo! ALFREDO ¿A pisar?... ¡Yo estoy sentado! (Se sienta junto a la mesa) ¿Sabés lo que significa muerto? Toda la noche junto a don Domenico, sin cerrar los ojos, sentado sobre el parapeto de Caracciolo. Ahora comienza a estar fresco... ¡Que el Padre Eterno me tenía que poner a sus órdenes! No es que me lamente, ¡por amor a la Virgen! Yo he vivido, me ha dado de vivir, y hemos tenido también momentos de alegría, yo con él y él conmigo. ¡Que el Señor lo haga vivir mil años, pero calmo, tranquilo! ¡Yo tengo sesenta años, no un día! ¿Quién puede seguir trasnochando con él... Luci’, dame una tacita de café. LUCÍA (que ha puesto en su lugar las sillas, sin escuchar el desahogo de Alfredo, sencillamente) ¡No hay! ALFREDO (contrariado) ¿No hay? LUCÍA No hay. Quedaba de ayer: una taza la tomé yo, otra doña Rosalía no la quiso y se la llevó a doña Filomena, y otra la guardé para don Domenico, por si viene... ALFREDO (mirándola poco convencido) ¿Por si viene? LUCÍA Y, si viniera. Doña Rosalía no ha hecho el café. ALFREDO ¿Y vos no lo podías hacer? LUCÍA ¿Y acaso yo sé hacer café? ALFREDO (despreciativo) Ni el café sabés hacer. ¿Y por qué no lo ha hecho Rosalía? LUCÍA Ha salido temprano. Dice que tenía que llevar tres cartas urgentes de doña Filomena. ALFREDO (con sospecha) ... ¿De doña Filomena? ¿Tres cartas? LUCÍA Sí, tres; una, dos y tres. ALFREDO (considerando su estado de agotamiento) Pero yo un trago de café lo tengo que tomar. ¿Sabés lo que podés hacer Luci’?... La taza de don Domenico la dividís en dos y en su taza agregás agua. LUCÍA ¿Y si se da cuenta? ALFREDO Es difícil que venga. Estaba tan raro... Y además, aunque venga, tengo más necesidad yo que soy viejo, que él. ¿Quién lo manda a estar en medio de la calle toda la noche? LUCÍA Yo se lo caliento y lo traigo. (Va por la común a la izquierda, pero viendo llegar a Rosalía por el lado derecho, se detiene y advierte a Alfredo) Doña Rosalía... (Al ver que Alfredo la mira sin hablar) ¿Qué hago? ¿Le traigo el café? 12

ALFREDO ¡Con mayor razón ahora que viene doña Rosalía! Hará el café fresco para don Domenico: ¡Quiero media taza! (Lucía sale. Rosalía entra por la común y advierte la presencia de Alfredo. Sin embargo finge no haberlo visto, y preocupada por su misión, se dirige al dormitorio de doña Filomena. Alfredo que ha advertido la actitud de Rosalía, la deja llegar casi hasta el umbral de la puerta izquierda, después irónicamente la llama) Rosalía, ¿qué pasa?... ¿Ha perdido la lengua? ROSALÍA (indiferente) No te había visto. ALFREDO ¿No te había visto? Y qué soy, ¿una pulga en la silla? ROSALÍA (ambigua) Y, una pulga con tos... (Tose) ALFREDO (que no ha comprendido la alusión) ¿Con tos?... (Tratando de averiguar) ¿Saliste apurada? ROSALÍA (enigmática) Sí. ALFREDO ¿Y a dónde fuiste? ROSALÍA A misa. ALFREDO (incrédulo) ¿A misa? Y después has llevado tres cartas de doña Filomena... ROSALÍA (como sorprendida en falta, dominándose) Y si lo sabías, ¿por qué me preguntás? ALFREDO (simulando también indiferencia) Así, a título de información, ¿a quién las llevaste? ROSALÍA Te lo dije antes: sos una pulga que tose. ALFREDO (perplejo, por no haber comprendido, torvo) ¿Qué tose? ¿Pero qué tiene que ver la tos? ROSALÍA (como para decir: “No sabés mantener un secreto”) Hablás, vas hablando. Y además: ¡sos un espía! ALFREDO ¿Por qué? ¿Alguna vez te he espiado? ROSALÍA ¿A mí? A mí no tenés nada que espiarme. Limpia, ¿entendés? (Como una cantinela que, ahora, por haberla repetido quién sabe cuántas veces, sabe de memoria) Nacida en el 70. Sacá las cuentas de cuántos años tengo. De padres pobres y honestos. Mi madre, Sofía Trombetta, era lavandera, y mi padre, Procopio Solimene, el herrero. Rosalía Solimene, que soy yo, y Vicenzo Bagliore, que arreglaba paraguas y lavatorios, contrajeron matrimonio el día dos de noviembre de 1887... ALFREDO ¿El día de muertos? ROSALÍA ¿Te teníamos que dar cuenta? ALFREDO (divertido) No. (Animándola a hablar) Sigamos adelante. ROSALÍA De esta unión vinieron al mundo tres hijos de una sola vez. Cuando la partera llevó la noticia a mi marido que estaba en el callejón vecino, en el trabajo, lo encontró con la cabeza dentro de un cántaro... ALFREDO ¡Se estaba lavando! ROSALÍA (con tono marcado, repite la frase, como para darle a entender lo inoportuno de la broma)... con la cabeza dentro de un cántaro por un síncope que, prematuramente, lo robaba a los suyos. Huérfana de padres, ambos... ALFREDO Y terno de tres... ROSALÍA (como antes) ...ambos y con tres hijos que criar, fui a vivir al callejón San Liborio, planta baja número 80, y me puse a vender espantamoscas, cajitas para los muertos y sombreros de Piedigrotta. Los espantamoscas los fabricaba yo misma y ganaba un poco para sacar adelante a mis hijos. En el callejón San Liborio conocí a doña Filomena, que de chica jugaba con mis tres hijos. Después de los veintiún años, mis hijos no encontraban trabajo y se fueron uno a Australia y dos a América... y no he tenido más noticias. Quedé yo sola: yo, los espantamoscas y los sombreros de Piedigrotta. ¡Y no hablemos más, que se me sube la sangre a la cabeza! Y si no hubiera sido por doña Filomena que me recibió en su casa, cuando se juntó con don Domenico, ¡habría acabado pidiendo limosna en las escaleras de una iglesia! Hasta pronto y gracias, se acabó la película. ALFREDO (sonriendo) ¡Mañana programa nuevo! ¡Pero a quién llevaste las tres cartas, no se ha podido saber! 13

ROSALÍA Esta diligencia delicada que me han encargado, no la puedo andar diciendo para que sea de dominio público. ALFREDO (desilusionado, molesto) ¡Qué antipática! La maldad te ha torcido toda. ¡Qué fea y horrible sos! ROSALÍA (como antes) ¡No tengo que encontrar novio! ALFREDO (olvidando las ofensas, con su habitual tono de confianza) Me tenés que coser este botón en este saco. (Muestra el lugar). ROSALÍA (dirigiéndose hacia el dormitorio con ligero sentido retorcido) Mañana, si tengo tiempo. ALFREDO ¡Y me tenés que coser también una tira de refuerzo en los calzoncillos! ROSALÍA Compre la tela y se la coso. Permiso. (Con dignidad sale por la puerta de la izquierda). Desde el fondo a la izquierda entra Lucía trayendo un pocillo que contiene café hasta la mitad. Se oye el timbre. Ella, que dirigía a Alfredo, vuelve atrás y sale por la común. DOMENICO (después de una pausa, pálido, soñoliento, entra desde el fondo seguido por Lucía. Advierte el café.) ¿Esto es café? LUCÍA (dando una mirada a Alfredo que, a la llegada de don Domenico, se ha levantado) Sí, señor. DOMENICO Dámelo. (Lucía alcanza la taza a Domenico que bebe el contenido casi de un trago.) ¡Necesitaba un poco de café! ALFREDO (triste) Yo también. DOMENICO (a Lucía) Traele una taza de café. (Se sienta a la mesa, la cara entre las manos, absorto en pensamientos sombríos.) Lucía da a entender a Alfredo, con gestos, que la otra mitad de la taza de café que deberá traerle ya ha sido diluida con agua. ALFREDO (perdiendo la paciencia, enojado) Traelo lo mismo. Lucía sale por el fondo a la izquierda. DOMENICO ¿Qué pasa? ALFREDO (sonriendo forzadamente) Ha dicho que el café está frío. Le he dicho: traelo lo mismo. DOMENICO Lo calienta y lo trae. (Volviendo a su idea.) ¿Fuiste al abogado? ALFREDO Claro. DOMENICO ¿Y cuándo viene? ALFREDO Apenas pueda. Pero hoy sin falta. Lucía entra desde el fondo trayendo otra taza de café. Se acerca a Alfredo y se la da mirándolo irónicamente, luego, divertida, sale por el fondo. Alfredo, desconfiado, se dispone a beberlo. DOMENICO (completando en voz alta su pensamiento, con aprensión) ... ¿Y está mal? ALFREDO (creyendo que Domenico se refiere al café, con resignación) ¡Qué voy a hacer, don Dummi’, no lo tomo! Quiero decir que cuando baje lo tomo en el bar. DOMENICO (desorientado) ¿Qué cosa? ALFREDO (convencido) El café. DOMENICO ¡Qué me importa el café, Alfré’. Yo digo: si está mal lo que estoy haciendo... en el sentido que el abogado me dice que no se puede hacer nada... 14

ALFREDO (después de haber bebido un sorbo de café con una mueca de disgusto) No es posible... (Va a dejar la taza sobre un mueble, al fondo). DOMENICO ¿Qué sabés, vos? ALFREDO (con aire de entendido) ¿Cómo qué sé? ¡Es una porquería! DOMENICO Muy bien: es una porquería. Justamente eso. Ha hecho mal. No lo supo hacer... ALFREDO Don Dummi’, ¡no lo ha sabido hacer nunca! DOMENICO ¡Pero yo recurro a la justicia, apelo a la Suprema Corte! ALFREDO (estupefacto) Don Dummi’, ¡por amor a Dios! ¡Por un trago de café! DOMENICO ¿Pero qué decís de café? ¡Estoy hablando de mi problema! ALFREDO (que no ha comprendido todavía, vagamente) Claro... (Comprende divertido el equívoco.) ¡Ah!... (Ríe) ¡Eh!... (Después temiendo el enojo de Domenico, comparte de repente la gravedad del estado de ánimo del patrón.) ¡Ah!... eh... ¡Por Dios! DOMENICO (al que no ha pasado inadvertido el cambio espiritual de su interlocutor, se ablanda, resignado a aceptar la incomprensión de Alfredo) ¿Qué hago hablando con vos? ¿De qué puedo hablar con vos? Del pasado... Pero, ¿te puedo hablar del presente?... (Lo mira como si entonces lo conociera. Su voz asume un tono de desconsuelo.) Mirá, mirá... Alfredo Amoroso, en lo que te has convertido. ¡La cara larga, el pelo blanco, los ojos turbios, medio chocho...! ALFREDO (admitiendo todo, en parte porque no se animaría a contradecir al patrón y como resignándose a una fatalidad) ¡Por Dios! DOMENICO (considerando que él también ha sufrido los cambios de la edad y de las cosas humanas, evoca) Los años pasan y pasan para todos... ¿Te acordás de Mimí Soriano, de don Mimí, te acordás? ALFREDO (tomado de sorpresa mientras piensa, falsamente interesado) No, don Dummi’, ¿se murió? DOMENICO (con amargura) Justamente eso, se murió. ¡Don Mimí Soriano se murió! ALFREDO (comprendiendo al vuelo el error) Ah... usted decía... don Mimí... (Serio) Pero... ¡por Dios! DOMENICO (como si viera su imagen juvenil) ¡Los bigotes negros! ¡Seco como un junco! La noche la hacía día... ¿Quién dormía nunca? ALFREDO (bostezando) ¿Me lo dice a mí? DOMENICO ¿Te acordás de aquella chica de Capodimonte? ¡Qué linda piba: Gelsomina! – “Nos escapamos”, - la estoy oyendo... ¿Y la mujer del veterinario? ALFREDO Cómo... Ah, ¡para qué me hace acordar! Ésa, además, tenía una cuñada que era peluquera. Yo me le acerqué, pero no andábamos de acuerdo. DOMENICO ¡El mejor ataque, cuando bajaba a Villa! Entonces estaba todavía la pista. ALFREDO ¡Era un figurín! DOMENICO De color avellana y gris: ésos eran mis colores. Sombrero duro, la fusta en la mano... Los mejores caballos eran los míos. ¿Te acordás de “Ojos de plata”? ALFREDO ¡Como para no acordarme!... ¡Por Dios! “Ojos de plata”, la tordilla... (Con nostalgia) ¡Qué yegua! ¡Tenía una grupa que era una luna llena! ¡Cuando se miraba de frente la grupa, parecía una luna llena en el momento del resurgimiento! ¡Yo me enamoré de esa yegua! Y por eso me dejé con la peluquera. Y cuando la vendió, Alfredo Amoroso tuvo un gran dolor. DOMENICO (abandonándose a los recuerdos) París, Londres,... las carreras... ¡Me sentía un dios! Sentía que podía hacer lo que quería: sin regla, sin control... (Entusiasmándose) ¡Qué nadie, nunca, sino Dios, me podía impedir estar sobre el mundo! Me sentía dueño de las montañas, del mar, de mi vida... ¿Y ahora? ¡Ahora me siento acabado, sin voluntad, sin entusiasmo! Y lo que hago, lo hago para demostrarme a mí mismo que no es verdad, que todavía soy fuerte, que todavía puedo vencer a los hombres, a las cosas, a la muerte... Y lo hago con tanta naturalidad, que lo creo, me convenzo, estoy... ¡y peleo! (Resuelto) ¡Tengo que pelear! Domenico Soriano no afloja. (Retomando su tono decidido) ¿Qué ha pasado acá? ¿Has sabido algo? 15

ALFREDO (reticente) Eh... “¿Has sabido algo?” Aquí me ocultan las cosas. Doña Filomena, usted sabe, no me puede ver. Querría saber qué le he hecho... Rosalía, por lo que sabe Lucía y confirma Rosalía misma, dice que ha llevado tres cartas, urgente, por cuenta de doña Filomena. DOMENICO (rumiando, pero seguro de sus suposiciones) ¿A quién? Alfredo está por responder algo, pero se detiene al ver entrar, por la izquierda, a Filomena. FILOMENA (en ropa de casa, un poco en desorden, seguida por Rosalía que trae sábanas y finge no verlos. Llama hacia la común) Luci’... (A Rosalía) Dame la llave. ROSALÍA (dándole las llaves) Tome. FILOMENA (las pone en el bolsillo, impaciente porque Lucía se demora) Y mirá si viene ésa... (Llama con un tono de voz más fuerte y perentorio) ¡Luci’! LUCÍA (entra por la izquierda, apurada) ¿Qué dice, señora? FILOMENA (abreviando) Tomá estas sábanas. (Rosalía entrega la ropa blanca). En el saloncito, al lado del estudio, hay un sofá. Lo preparás como cama. LUCÍA (un poco sorprendida) Está bien. (Va a irse). FILOMENA (deteniéndola) Esperá. Necesito tu pieza. (Lucía se sorprende) Estas son las sábanas limpias: dos juegos. Vos te hacés el catre en la cocina. LUCÍA (visiblemente contrariada) ¡Está bien! ¿Y mi ropa? ¿La tengo que sacar a mi ropa? FILOMENA ¡Te he dicho que preciso tu pieza! LUCÍA (alzando un poco el tono de la voz) Y mi ropa ¿dónde la pongo? FILOMENA Usá el armario del pasillo. LUCÍA Está bien. (Sale por el fondo a la izquierda). FILOMENA (fingiendo advertir a Domenico en ese momento) ¿Estabas acá? DOMENICO Sí, estaba acá en la tierra... (Frío) ¿Se puede saber qué es esta transformación en mi casa? FILOMENA ¡Cómo no! ¿Es que hay secretos entre marido y mujer? Necesito otros dos dormitorios. DOMENICO ¿Y para quién? FILOMENA (categórica) Para mis hijos. Debieran ser tres, pero como uno está casado y tiene cuatro chicos, se queda en su casa para atender lo suyo. DOMENICO Ah, ¿sí? ¿También hay nietecitos?... (Provocador) ¿Y cómo se llama esta tribu que tenías guardada? FILOMENA (segura de sí) Por ahora llevan mi nombre. Después llevarán tu nombre. DOMENICO Sin mi consentimiento, ¡no creo! FILOMENA ¡Se lo darás, Dummi’... se lo darás! (Sale por la puerta de la izquierda). ROSALÍA (a Domenico con ostentado sentido de respeto) Permiso. (Sigue a Filomena). DOMENICO (con un estallido incontenible, grita a través de la puerta a Filomena aludiendo a los hijos) ¡Los echo! ¿Entendiste? ¡Los echo! FILOMENA (desde el interior, con tono irónico) ¡Cierre la puerta, Rosalí! La puerta se cierra en la cara de Domenico. LUCÍA (entra por el fondo y se dirige a Domenico con tono reservado) Señor, afuera está la señorita Diana, con otro señor. DOMENICO (interesándose) Hacela entrar. LUCÍA No quiere entrar. He insistido, pero ha dicho que vaya usted afuera. Tiene miedo de doña Filomena. DOMENICO (exasperado) ¡Lo ves, Dios mío! ¡He metido al camorrista dentro de la casa! (Aludiendo a Diana) Les decís que entren porque yo estoy acá. 16

Lucía sale. ALFREDO Si ella la ve... (acompañando la palabra con el gesto, como para decir: “la golpea”) ...le pega... DOMENICO (gritando de manera de ser escuchado también detrás de la puerta cerrada del dormitorio, como para prevenir el caso) ¿A quién va a golpear, Alfre’? Pero acá, verdaderamente, ¿la hacemos?... ¡Yo soy el patrón! (Aludiendo a Filomena) ¡Ella no es nadie! ¡Nos hemos vuelto valientes todos dentro de esta casa! LUCÍA (vuelve del fondo y a Domenico) Señor, no ha querido entrar. Dice que ella no responde de sus nervios. DOMENICO ¿Pero quién está con ella? LUCÍA Un señor. Ella lo ha llamado abogado. (Pensando) Pero me paree que él también tiene miedo... DOMENICO Pero, ¿cómo?... ¡Somos tres hombres! ALFREDO (sincero) A mí no me cuente... Porque, como estoy esta mañana, ¡no valgo nada! (Decidido) Además, usted tiene que hablar... Me voy a lavar la cara en la cocina. Si me necesita me llama... (Sin esperar respuesta, sale por el fondo a la izquierda). LUCÍA Señor, ¿qué hago? DOMENICO ¡Ahora voy yo! (Lucía sale por el fondo a la izquierda, Domenico por el fondo a la derecha, introduciendo inmediatamente a Diana y al abogado Nocella) ¡No lo diga ni en broma! Ésta es mi casa. DIANA (quieta en el umbral, con el abogado a sus espaldas, presa de evidente desasosiego) No, querido Domenico, después de la cena de ayer no quiero en absoluto encontrarme con esa mujer. DOMENICO (tranquilizándola) ¡Pero le ruego, Diana, me mortifica! Entre, no tenga miedo. DIANA ¿Miedo, yo? ¡Pero ni por sueño! No quiero llegar a excesos. DOMENICO No es el caso. Aquí estoy yo. DIANA Ayer también estaba usted. DOMENICO Pero fue tan imprevisto... Pero le aseguro que no tiene nada que temer. Entre, abogado, siéntese. DIANA (avanzando algunos pasos, alude a Filomena) ¿Dónde está? DOMENICO Le repito: no se preocupe. Pase, siéntese. (Acerca las sillas. Los tres se sientan alrededor de la mesa: Nocella en el medio, Domenico, a la derecha, Diana, a la izquierda. Ella no pierde de vista el dormitorio). ¿Entonces? NOCELLA (es un hombre de unos cuarenta años, normal, insignificante. Viste con cierta sobria elegancia. Se encuentra allí para hablar del caso Soriano porque lo ha obligado a ir Diana. Se nota, en efecto, en el tono de la voz, un cierto desinterés) Yo vivo en la pensión donde vive la señorita. Y allá nos hemos conocido hace tiempo. DIANA El abogado puede decir quién soy y qué vida hago. NOCELLA (que no quiere inmiscuirse) Nos vemos a la noche, en la mesa. Además, yo en la pensión estoy poco... Tribunales, clientes; y, por lo general, no me intereso. DIANA (no logrando dominar su aprehensión, después de haber mirado, una vez más a la izquierda, la puerta de la que teme pueda salir Filomena de un momento a otro, a Domenico) Perdone, Domenico... Prefiero sentarme en su silla. ¿Tiene inconveniente?... DOMENICO Le parece... Los dos cambian de lugar. DIANA (retomando el tema iniciado por Nocella) Y precisamente en la mesa, le conté el caso suyo y de Filomena. NOCELLA Ya... nos reímos tanto... 17

Mirada significativa de Domenico. DIANA ¡Oh, no, no, yo no me he reído! Nocella la mira con atención. DOMENICO La señorita estaba acá, porque yo la hice pasar por enfermera. DIANA ¿Me hizo pasar? ¡Pero ni por asomo! Soy enfermera, de verdad, ¡con diploma y todo! ¿No se lo he dicho nunca, Domenico? DOMENICO (sorprendido) No, verdaderamente. DIANA Bah, además, ¿por qué tendría que habérselo dicho?... (Retomando el asunto). Conté su estado de ánimo y su preocupación de quedar unido a una mujer, sin tener la más mínima voluntad. Y el abogado explicó exhaustivamente... Timbre en el interior. DOMENICO (preocupado) Perdonen, ¿les molesta pasar al estudio? Han tocado timbre. Lucía atraviesa por el fondo de izquierda a derecha. DIANA (levantándose) Sí, tal vez es mejor. Se levanta también Nocella. DOMENICO (mostrándoles el “estudio”) Pasen. NOCELLA Gracias. (Sale primero). DOMENICO ¿Hay novedades? DIANA (a Domenico con intimidad) Ya oirás... (Domenico está impaciente). Estás muy pálido... (Mientras lo dice, Diana acaricia la mejilla de él y sale. Domenico turbado la sigue.) LUCÍA (mientras introduce a Umberto) Pase. UMBERTO (es un joven alto, bien plantado. Viste con decorosa modestia. Ama el estudio con convicción. Su modo de hablar, su mirada aguda de observador, imponen respeto. Entra.) Gracias. LUCÍA Si quiere sentarse... no sé si doña Filomena viene enseguida. UMBERTO Gracias, sí, me siento. (Se sienta a la izquierda, junto a la terraza. Se pone a escribir en un cuaderno que ha traído.) Lucía se dirige hacia la puerta de la izquierda pero al sentir el timbre de la calle, vuelve y sale por el fondo a la derecha. Después de una breve pausa, regresa introduciendo a Ricardo. LUCÍA Entre. RICARDO (es un joven esbelto, simpático, vestido con vistosa elegancia. Al entrar mira su reloj pulsera) Nena, es una cosa rápida... (Lucía está por salir por la puerta de la izquierda. Ricardo que la ha mirado de reojo, la detiene con una excusa). Eh, escuchá... (Lucía se acerca.) ¿Cuánto hace que estás acá? LUCÍA Hace un año y medio. RICARDO (galante sin ceremonia) ¿Sabés que sos una linda chica? LUCÍA (halagada) Si no me estropeo con el tiempo... RICARDO Vení a verme a mi negocio... LUCÍA ¿Tiene un negocio? RICARDO En el número 74, en Chiaia, en el portón... Te hago las camisas. LUCÍA ¿Es verdad? ¿Y me va a hacer camisas de hombre? Váyase. 18

RICARDO ¡Eh! Yo atiendo a hombres y a mujeres... A los hombres, les hago camisas, a las mujeres como vos... ¡se las saco! (Mientras dice estas últimas palabras finge abrazar a la muchacha.) LUCÍA (liberándose, ofendida) ¡Eh, eh! (Logra soltarse.) ¿Usted es loco? ¿Por quién me ha tomado? Yo se lo digo a la señora. (Refiriéndose a Umberto que ha observado la escena sin darle importancia) Con ése... Timbre interno, Lucía va hacia el fondo. RICARDO (observando a Umberto, divertido) Oh, es verdad... No lo había visto. LUCÍA (ofendida) Y tampoco ve a las chicas decentes que están en sus cosas... (Se va.) RICARDO (insinuante) ¿Venís al negocio? LUCÍA (con reservas) ¿En el número 74?... (Mirando al joven con admiración, sonríe.) RICARDO (con un gesto que quiere decir: “te espero”) En Chiaia... LUCÍA Y... ¡voy! (Sale por el fondo a la derecha haciendo a Ricardo una última sonrisa de entendimiento.) RICARDO (camina por la habitación, mira a Umberto y al verse observado siente la necesidad de justificar su manera de comportarse con Lucía.) Es bonita... UMBERTO ¿Y a mí qué me interesa? RICARDO (algo resentido) ¿Por qué? ¿Usted es cura? Umberto no responde y continúa escribiendo. LUCÍA (desde el fondo, introduciendo a Michele) Entrá Miguel, aquí. MICHELE (con mameluco azul de plomero y con el bolso de las herramientas, avanza con naturalidad. Es un joven saludable, vigoroso y más bien gordo. Tiene un carácter sencillo y jovial. Se quita la gorra.) ¿Qué pasa, Luci’? ¿De nuevo pierde agua el baño? Yo les hice aquella soldadura... LUCÍA No, funciona bien. MICHELE Y, entonces, ¿qué otra cosa gotea? LUCÍA Pero no, no pierde agua nada. Esperá, ahora voy a llamar a doña Filomena. (Sale por la izquierda.) MICHELE (respetuoso, a Ricardo) Servidor. (Ricardo responde al saludo con un leve gesto de la cabeza.) Dejé solo el negocio... (Saca del bolsillo medio cigarrillo.) ¿Tiene un fósforo? RICARDO (orgulloso) No tengo. MICHELE No fumamos entonces. (Pausa.) ¿Usted es pariente? RICARDO ¿Y usted es juez instructor? MICHELE ¿Cómo dice? RICARDO Usted tiene ganas de hablar y yo no. MICHELE Pero un poco de educación la podría tener. Si fuese el Padre Eterno... UMBERTO (interviniendo) No, no el es Padre Eterno... es caradura. RICARDO ¿Cómo dice? UMBERTO Perdóneme, usted llega y, sin respetar que está en casa ajena, se mete con la camarera... Me encuentra a mí, y no le pasa por la cabeza... Ahora se pone a burlarse de este pobre hombre... MICHELE (resentido a Umberto) ¿Cómo, te parece que yo soy un tipo del que se pueda reír... Vos sos el Padre Eterno... Uno sale de su casa por sus asuntos... (A Ricardo) Tiene razón porque estamos acá. RICARDO ¿Sabés que me has cansado? Yo te doy una trompada acá mismo... MICHELE (pálido de rabia, deja en el suelo el bolso y se acerca despacio, amenazante.) Quiero verlo. 19

RICARDO (se le enfrenta, con la misma calma aparente) Pero, ¿por qué?... ¿Creés que te tengo miedo? Umberto se ha aproximado a los dos para intervenir y prevenir la iniciativa de cualquiera de los dos. MICHELE (rabioso) Este pedazo de... (Con gesto rápido intenta dar un golpe a Ricardo, pero éste lo evita, en parte por la intervención de Umberto. A Umberto.) Salí del medio... Comienza una pelea entre Michele y Ricardo, en la que participa Umberto. Se dan puntapiés y cachetadas que no alcanzan su objetivo. Los tres jóvenes se enfurecen y murmuran, entre dientes, palabras de rabias y de insulto. FILOMENA (entra por la izquierda e interviene con tono enérgico) ¿Qué pasa?... (Rosalía que la seguía se detiene detrás de ella. Ante el reclamo, los tres jóvenes se arreglan asumiendo una actitud de indiferencia, se alinean frente a la mujer). ¿Qué se creen? ¿Qué, están en la calle? UMBERTO (tocándose la nariz dolorida) ¡Yo los separaba! RICARDO Yo también. MICHELE Y yo. FILOMENA ¿Y quién peleaba? LOS TRES (al unísono) Yo no... FILOMENA (lamentándose) ¡Porquerías! ¡Uno contra el otro! (Pausa. Filomena recupera su comportamiento habitual) Entonces muchachos... (No sabe por dónde empezar) ¿Cómo van los negocios? MICHELE ¡Bien, gracias a Dios! FILOMENA (a Michele) ¿Y los chicos? MICHELE Bien. La semana pasada tuve al del medio con un poco de fiebre. Pero ahora está bien. Se comió dos kilos de uva a escondidas de la madre. Yo no estaba. Se le puso dura la panza como un tambor. Sabe, con cuatro chicos, cuando no es uno es el otro que da que hacer. Por suerte a los cuatro les gusta el aceite de ricino. Fíjese que cuando le doy purgante a uno los otro arman un escándalo: llantos, gritos... Y si no les doy también a ellos no acaban. Se ponen todos en fila en las escupideras... Son chicos. UMBERTO Señora, yo he recibido una tarjeta suya. Su nombre, solo, no me decía nada. Por suerte estaba su dirección y me he acordado de que a esta doña Filomena la encuentro todas las tardes, cuando salgo para ir al diario, y que, una vez, tuve el gusto de acompañarla justamente a esta dirección porque no podía caminar a causa de pie que le dolía. Así me he acordado y... FILOMENA Sí, me dolía un pie. RICARDO (más explícito) ¿De qué se trata? FILOMENA (a Ricardo) ¿El negocio va bien? RICARDO ¿Y por qué no iba a ir bien? Claro que si todos mis clientes fuesen como usted, tendría que cerrar al mes. Cuando usted va a mi negocio es como si me dieran un mazazo. Me hace sacar todos los cortes: éste sí, éste no... debo pensarlo... Y deja el negocio que para arreglarlo hacen falta changadores. FILOMENA (maternal) Quiere decir que no lo molestaré más. RICARDO No es eso, usted es dueña, ¡pero me hace sudar! FILOMENA (casi divertida) En fin, los he llamado por un asunto serio. Si quieren entrar un momento acá... (indica la primera puerta a la izquierda) estaremos más tranquilos. DOMENICO (saliendo del estudio, seguido por el abogado Nocella, interviene. Ha recuperado su tono normal de hombre seguro de sí mismo. Se dirige a Filomena con energía benévola) Dejá Filomena, no es el caso de enredar más las cosas... (Al abogado) Yo, sin ser abogado, lo dije antes 20

que usted. Está claro. (Filomena lo mira insegura). Bueno, aquí está el abogado Nocella que puede darte todas las explicaciones que querés. (A los tres muchachos) La señora se ha equivocado. Los ha molestado inútilmente. Les pedimos disculpas y... si quieren irse... FILOMENA (deteniendo a los tres que están por retirarse) Un momento... Yo no me he equivocado. Los he mandado a llamar. ¿Qué tenés que ver vos? DOMENICO (con intención) ¿Tenemos que hablar delante de la gente? FILOMENA (ha comprendido que algo serio ha ocurrido, por lo que la marcha de las cosas ha cambiado por completo. El tono tranquilo de la voz de Domenico le da la certeza de ello. Se dirige a los tres jóvenes) Perdonen, cinco minutos... ¿Quieren esperar afuera en al terraza? Umberto y Michele salen un poco contrariados. RICARDO (consultando su reloj) ¡Oiga! ¡Me parece que se abusa de la cortesía! Yo tengo que hacer... FILOMENA (perdiendo la calma) ¡Qué! ¡Te he dicho que se trata de una cosa seria! (Tratándolo como a un chico, con un tono que no admite réplica) Salí a la terraza. ¡Esperá como esperan los otros! RICARDO (desconcertado por el tono decidido de Filomena) ¡Está bien! (Sigue a los otros dos, pero de mala gana). FILOMENA (a Rosalía) Dales una taza de café. ROSALÍA Enseguida. (A los tres). Vayan a la terraza. Pónganse allá... (Indica un punto). Ahora les traigo una taza de café. (Se dirige al fondo a la izquierda mientras los tres jóvenes salen a la terraza). FILOMENA (a Domenico) ¿Y entonces? DOMENICO (indiferente) Acá está el abogado, ¿lo ves?... Hablá con él. FILOMENA (impaciente) Tengo poca simpatía por la ley. De todos modos, ¿de qué se trata? NOCELLA Vea, señora. Repito, yo en este asunto no tengo nada que ver. FILOMENA Y entonces, ¿a qué ha venido? NOCELLA Quiero decir que no tengo nada que ver en el sentido de que el señor acá no es mi cliente ni me ha mandado a llamar. FILOMENA Entonces, ¿a qué ha venido? NOCELLA No... FILOMENA (irónica) ¿Lo han mandado? NOCELLA No, señora. Es difícil que yo permita que me manden. DOMENICO (a Filomena) ¿Lo querés dejar hablar? NOCELLA De este asunto me ha hablado la señorita... (Al no verla detrás, mira hacia el estudio) ¿Dónde está? DOMENICO (impaciente por volver la discusión a sus términos esenciales) Abogado, yo... ella... quien le ha hablado, no tiene importancia. Vaya a la conclusión. FILOMENA (aludiendo a Diana con sarcasmo feroz pero contenido en el tono interrogatorio) Está allá adentro, ¿dónde? No tiene el coraje de salir acá afuera. Siga adelante, abogado. NOCELLA Para el caso que me ha expuesto él... ella... en fin, para lo que ha sucedido, existe el artículo 101, que yo ha transcripto aquí. (Saca del bolsillo una hoja y la muestra) Artículo 101: Matrimonio in inminente peligro de vida. “En caso de inminente peligro de vida... etc.” explica todas las modalidades. Pero no ha habido inminente peligro de vida, porque, según el señor acá, usted ha fingido. DOMENICO (de inmediato) Tengo los testigos: Alfredo, Lucía, el portero, Rosalía... FILOMENA La enfermera... DOMENICO ¡La enfermera! ¡Todos! Apenas se fue el cura, se levantó de la cama... (señala a Filomena) y dijo: “Dummi’, ¡somos marido y mujer!” 21

NOCELLA (a Filomena) Y entonces tiene en su ventaja el artículo 122: Violencia y error. (Lee) “El matrimonio puede ser impugnado por aquél de los esposos cuyo consentimiento ha sido obtenido con violencia o excluido por efecto de error”. Ha habido extorsión: sobre la base del artículo 122, el matrimonio es impugnado. FILOMENA (sincera) No he comprendido. DOMENICO (convencido de dar una interpretación justa al artículo del código, a Filomena, queriendo dominarla) Me casé con vos porque te estabas muriendo... NOCELLA No, el matrimonio no puede ser sujeto a condiciones. Está el artículo... ahora no lo recuerdo... En suma dice: “Si las partes agregan un límite o una condición, el oficial del registro civil, o el sacerdote, no puede proceder a la celebración del matrimonio”. DOMENICO Has dicho que el inminente peligro de vida no ha existido... FILOMENA (brusca) Callate, que tampoco vos has entendido. Abogado, explíquemelo en napolitano. NOCELLA (ofreciendo la hoja a Filomena) Éste es el artículo. Léalo usted misma. FILOMENA (rompe la hoja sin mirarla siquiera) ¡Yo no sé leer y además no acepto papeles! NOCELLA (un poco ofendido) Señora, como no ha estado a punto de morir, el matrimonio se anula, no vale. FILOMENA ¿Y el cura? NOCELLA Le dirá lo mismo. Más, le dirá que ha ultrajado el sacramento. ¡No vale! FILOMENA (lívida) ¿No vale? ¿Me tenía que morir? NOCELLA (rápido) Eso mismo. FILOMENA Si me moría... NOCELLA Entonces hubiera sido válido. FILOMENA (señalando a Domenico que ha permanecido impasible) Y él se podía casar otra vez, podía tener hijos... NOCELLA Claro, pero como viudo. Esta otra probable mujer se habría casado con el viudo de la difunta señora Soriano. DOMENICO Ella se habría convertido en la señora Soriano... ¡Muerta! FILOMENA (irónica, pero con amargura) ¡Linda satisfacción! Entonces, ¿yo he pasado una vida para formar una familia, y la ley no me lo permite? ¿Y ésta es justicia? NOCELLA Pero la ley no puede sostener su principio, aunque sea humano, haciéndose cómplice de un expediente utilizado en daño de un tercero. Domenico Soriano no quiere unirse en matrimonio con usted. DOMENICO Lo tenés que creer. Si dudás, llamá a un abogado de tu confianza. FILOMENA No, lo creo. No porque me lo decís vos que tenés todo el interés... No porque me lo dice el abogado, porque yo al abogado no lo conozco... Sino mirándote la cara. ¿Pensás que no te conozco? Tenés de nuevo el aire de patrón. Te has tranquilizado... Una mentira me la habrías dicho sin mirarme a la cara, con los ojos en el piso... porque nunca has sabido decir mentiras. Es verdad... DOMENICO Abogado, proceda. NOCELLA Si me da mandato. FILOMENA (permanece absorta durante un instante, de pronto responde a la última frase que le había dirigido Nocella. Su tono es altanero, pero va creciendo hasta estallar) ¡Y me muero! (A Domenico) ¡Yo tampoco te quiero! (A Nocella) Abogado, proceda. Tampoco yo lo quiero. No es verdad que me estuviera por morir, ¡quería engañarlo! ¡Me quería robar un apellido! Pero conocía solamente mi ley: la que hace reír, no la que hace llorar. (Grita hacia la terraza). ¡Eh, ustedes, vengan acá! DOMENICO (conciliador) ¿Pero querés acabarla? FILOMENA (envenenada) ¡Callate! (Desde la terraza entran los tres jóvenes, un poco desorientados y avanzan algunos pasos en la habitación. Desde el fondo, casi al mismo tiempo, entra Rosalía trayendo una bandeja con tres tazas de café; comprende lo delicado de la situación y después de haber apoyado la bandeja sobre un mueble, se queda escuchando acercándose a 22

Filomena, la cual, dirigiéndose a los hijos, les habla abiertamente). Muchachos, ¡ustedes son hombres! Escúchenme. (Señala a Domenico y Nocella). Acá está la gente: el mundo. El mundo con todas sus leyes y todos sus derechos... El mundo que se defiende con el papel y la tinta. Domenico Soriano y el abogado... (Señalándose a sí misma). Y acá estoy yo: Filomena Marturano, que tiene por ley no saber llorar. Porque la gente, Domenico Soriano, me lo ha dicho siempre: “¡Nunca hemos visto una lágrima en esos ojos!”. Y yo sin llorar... ¿Ven? Mis ojos están secos como la yesca... (Mira fijamente a los tres jóvenes) ¡Ustedes son mis hijos! DOMENICO ... ¡Filome’! FILOMENA (resuelta) ¿Y quién sos vos para impedirme que les diga a mis hijos que son mis hijos? (A Nocella) Abogado, ¿esto, la ley del mundo, me lo permite, no?... (Más agresiva que conmovida) ¡Son hijos míos! Y yo soy Filomena Marturano, y no tengo necesidad de hablar. Ustedes son jóvenes y han sentido hablar de mí. (Los tres jóvenes permanecen inmóviles: Umberto, con el rostro pálido, Ricardo, con los ojos bajos como avergonzado, Michele, con aire atontado por la maravilla y la emoción. Filomena prosigue inexorable.) ¡Y no tengo nada que decir! Desde que tenía diecisiete años, sí (pausa) abogado, conoce esos bajos... (Marca la palabra) Los bajos... en San Giovanni, en las Vergini, en Forcella, en Tribunales, en Pallonetto 1 Negros, llenos de humo... donde en verano no se respira por el calor, porque la gente es demasiada, y en invierno el frío hace chocar los dientes... Donde no hay luz ni siquiera al mediodía... ¡Llenos de gente! Donde es mejor el frío que el calor... En ese bajo, en el callejón San Liborio, estaba yo con mi familia. ¿Cuántos erámos? ¡Un montón! Yo de mi familia no sé en qué ha acabado. No lo quiero saber. ¡No me acuerdo!... Siempre con las caras torcidas, siempre unos en contra de otros... Nos acostábamos sin decir “¡Buenas noches!”, nos despertábamos sin decir “¡Buen día!”. Una sola palabra buena, me acuerdo de que me dijo mi padre... Y cuando me acuerdo, tiemblo ahora por entonces... Tenía trece años. Me dijo: “Te estás haciendo grande, y acá no hay para comer, ¿lo sabés?” ¡Y el calor!... de noche, cuando se cerraba la puerta, no se podía respirar. A la noche nos poníamos alrededor de la mesa... Un plato grande y no sé cuántos tenedores. A lo mejor no era verdad, pero cada vez que metía el tenedor dentro del plato, sentía que me miraban. ¡Parecía como si hubiera robado esa comida!... Tenía diecisiete años. Pasaban las señoritas bien vestidas, con lindos zapatos, y yo las miraba... Pasaban del brazo de los novios. Una tarde encontré una compañera y casi no la conocí de tan bien vestida... A lo mejor, entonces, me parecían más lindas todas las cosas. Me dijo (silabeando): “Así... así... así...”. No dormí en toda la noche... Y el calor... el calor... ¡Y te conocí! (Domenico se sobresalta). Allá, ¿te acordás?... Aquella “casa” me parecía un palacio... Volví una tarde al callejón San Liborio, el corazón me golpeaba. Pensaba: “¡No me van a querer mirar, me van a echar!”. Nadie me dijo nada: uno me daba una silla, otro me acariciaba... Y me miraban como si fuera mejor que ellos, con respeto... Únicamente la mamá, cuando la fui a saludar, tenía los ojos llenos de lágrimas... ¡A mi casa no volví más! (Casi gritando) ¡No he matado a mis hijos! ¡La familia... la familia! ¡Veinticinco años he pensado! (A los jóvenes) Y los he criado, los he hecho hombres, ¡le he robado a él (señala a Domenico) para criarlos! MICHELE (se acerca a la madre conmovido) Está bien, ¡ahora basta! (Se conmueve aún más) Claro, ¿qué podías hacer más que lo que hiciste? UMBERTO (serio, se acerca a la madre) Querría decirle muchas cosas, pero me resulta difícil hablar. Le escribiré una carta. FILOMENA No sé leer. UMBERTO Se la leeré yo mismo. (Pausa) FILOMENA (mira a Ricardo esperando que se le aproxime. Pero él sale por el fondo sin decir una palabra). Ah, se ha ido... UMBERTO (comprensivo) Es el carácter. No ha entendido. Mañana, paso por su negocio y le hablo. MICHELE (a Filomena) Usted se puede venir conmigo. La casa es chica, pero entramos. Hay también una terracita. (Con sincera alegría). Aquéllas, las chicas, preguntaban siempre: “La 23

abuela... la abuela...”, y yo decía una tontería, después otra... Ahora cuando llego y digo: ¡la abuela! (como quien dice: “¡Aquí está!”), ¡las siente toda Piedigrotta! (Animando a Filomena) Vamos. FILOMENA (decidida) Sí, voy con vos. MICHELE Vamos. _________________________________________ 1) San Giovanni, Vergini, Forcella, Pallonetto son nombres de callejuelas, localidades y suburbios bajos de Nápoles ligados a la mala vida.

FILOMENA Un momento. Esperame abajo, en el portón. (A Umberto) Bajen juntos. Diez minutos. Tengo que decir una cosa a don Domenico. MICHELE (feliz) Entonces, apúrese. (A Umberto) ¿Usted baja? UMBERTO Sí, bajo, te acompaño. MICHELE (siempre contento) Hasta otro momento, señores. (Se dirige hacia el fondo). Yo sentía una cosa... por eso quería hablar... (Sale con Umberto). FILOMENA Abogado, perdone, dos minutos... (Indica el “estudio”). NOCELLA No, yo me voy. FILOMENA Dos minutos solamente. Me agrada que esté usted también, después que hable con don Domenico. Pase. (Nocella, de mala gana, sale hacia el “estudio”. Rosalía, sin que se lo digan, sale antes por la primera puerta a la izquierda. Filomena, poniendo las llaves sobre la mesa). Me voy, Dummi’. Decí al abogado que proceda por vía legal. Yo no niego nada y te dejo libre. DOMENICO ¡Ya lo creo! Hubieras tenido una suma de dinero sin todas estas historias... FILOMENA (muy tranquila) Mañana mando a buscar mi ropa. DOMENICO (un poco alterado) Sos una loca, eso sos. Has querido arruinar la tranquilidad de estos tres pobres muchachos. ¿Quién te mandaba? ¿Por qué se lo has dicho? FILOMENA (fría) ¡Porque uno de los tres es tu hijo! DOMENICO (permanece con la mirada fija en Filomena, inmovilizado por esa absurda verdad. Después de una pausa, tratando de reaccionar al tumulto de sus sentimientos) ¿Y quién te cree? FILOMENA ¡Uno de los tres es tu hijo! DOMENICO (no atreviéndose a gritar, con gravedad) ¡Callate! FILOMENA Podía decirte que los tres eran hijos tuyos, lo hubieras creído... ¡Te lo hubiera hecho creer! Pero no es verdad. ¿Te lo podía decir antes? Hubieras despreciado a los otros dos... Y yo los quería a todos igual, sin diferencias. DOMENICO ¡No es verdad! FILOMENA ¡Es verdad, Dummi’, es verdad! No te acordás. Vos partías, ibas a Londrés, a París, carreras, mujeres... Una noche, cuando te ibas, una de aquellas tantas noches me regalaste un billete de cien liras... Una noche me dijiste: “Filome’, hagamos como si nos quisiéramos”, y apagaste la luz. Yo, aquella noche te quise realmente. Vos no, vos hiciste ver... Y cuando encendiste la luz otra vez me diste el billete de cien liras de costumbre. Yo anoté el día y la fecha: sabés que los números los sé hacer... ¡Después te fuiste y esperé como una santa!... Pero no te acordás de cuándo fue... y no te dije nada... Te dije que mi vida había sido siempre igual... Y, de verdad, cuando me di cuenta que no habías entendido nada, fui otra vez la misma. DOMENICO (con tono perentorio que oculta su inconsciente agitación) ¿Y quién es? FILOMENA (decidida) Y... no, ¡eso no te digo! Los tres tienen que ser iguales... DOMENICO (después de un instante de duda, como obedeciendo a un impulso) No es verdad... ¡No puede ser verdad! Me lo hubieras dicho entonces, para atarme, para tenerme en tus manos. La única arma habría sido un hijo... Y vos, Filomena Marturano, hubieras usado inmediatamente esta arma. FILOMENA Me lo hubieras hecho matar... Como pensabas entonces... ¡Y ahora también! ¡No has cambiado! ¡No una, sino cien veces, me lo habrías hecho matar! ¡Me dio miedo decírtelo! ¡Solamente por mí, está vivo tu hijo! DOMENICO ¿Y quién es? 24

FILOMENA ¡Deben ser iguales los tres! DOMENICO (exasperado, malo) ¡Y son iguales!... ¡Son hijos tuyos! Y no los quiero ver. No los conozco... No los conozco... ¡Andate! FILOMENA ¿Te acordás, ayer, cuando te dije: “No jurés, que te morirás condenado si un día no me pudieras pedir limosma a mí”? Por eso te dije. Quedate tranquilo, Dummi’. Y acordate: Si lo que te he dicho lo decís a mis hijos... ¡te mato! Pero no como lo decís vos, que me lo has dicho durante veinticinco años... Como te dice Filomena Marturano: ¡Te mato! ¿Comprendiste?... (Va hacia el “estudio” enérgica) Abogado, venga... (Refiriéndose a Diana) Vení también vos, no te hago nada... he vencido. Me voy. (Llamando hacia la izquierda). Rosalía, venga. Me voy. (Abraza a Rosalía que entra y le habla). Mañana mando a buscar mi ropa. (Del “estudio” sale Nocella, seguido por Diana, mientras desde el fondo, sin hablar, entra Alfredo). Que estén bien, los saludo a todos. También a usted, abogado, y perdone. (Desde el fondo viene también Lucía). Entendiste, Dummi’... (Con jovialidad exagerada) Te lo digo delante de la gente: No digas a nadie lo que te he dicho, ¡a nadie! Guardalo para vos. (Saca del seno un medallón, lo abre y saca, doblado varias veces, un viejo billete de cien liras. Arranca un pedacito, después a Domenico). Había anotado una cuenta, una cuentita que me va a servir. Tomá. (Apoya el billete sobre la mesa y, con tono casi alegre, pero lleno de desprecio, le dice). ¡Los hijos no se pagan! (Sale por el fondo a la izquierda diciendo) ¡Buenos días a todos!

25

ACTO TERCERO El mismo decorado de los actos anteriores. Flores por todos lados. Algunos canastos muy hermosos tienen las tarjetas de los que los enviaron. Las flores deben ser color delicado, no rojas, pero tampoco blancas. Un aire de fiesta invade todos los rincones de la casa. La cortina, que separa el comedor del estudio, está cerrada. Han pasado diez meses desde el segundo acto. Es casi de noche. Rosalía entra desde el fondo a la derecha con vestido de fiesta. Al mismo tiempo, desde el estudio, entra Domenico: está completamente cambiado. Ni el gesto, ni la entonación que caracterizaban su naturaleza autoritaria, se notan en él. Se ha vuelto amable, casi humilde. Los cabellos están un poco más blancos. Viendo a Rosalía que se dirige a la izquierda, la detiene. DOMENICO ¿Cómo, usted ha salido? ROSALÍA He ido a cumplir un encargo de doña Filomena. DOMENICO ¿Qué encargo? ROSALÍA (persuasiva, amable) ¿Cómo, está celoso? He ido al callejón San Liborio... DOMENICO ¿A hacer qué? ROSALÍA (bromeando) ¡Oh, está realmente celoso! DOMENICO Pero, qué celoso. Me he dado cuenta inmediatamente. ROSALÍA Bromeo. (Mirando con prudencia hacia la habitación de Filomena). Yo se lo digo... pero no diga nada a doña Filomena, porque no quieren que lo sepan. DOMENICO Entonces no lo diga. ROSALÍA Y no... Además, pienso que hago bien en decírselo, porque es una cosa que la honra. Me ha hecho llevar mil liras y cincuenta velas a la Virgen de las Rosas del callejón San Liborio. Y me ha hecho encargar a una vieja del callejón, que se ocupa de las flores, de la lámpara, de las limosnas, que encienda las velas a las seis en punto. ¿Y sabe por qué? Porque a las seis está fijado el matrimonio. Mientras se casan aquí, se encienden las velas ante la Virgen de las Rosas. DOMENICO Ya entiendo. ROSALÍA Una santa se va a llevar, una santa. Y hasta se ha rejuvenecido. Parece una muchachita: ¡qué hermosa está! Y yo se lo decía: “¿Le parece que don Domenico se olvida de usted? Ha querido anular el matrimonio por capricho... Pero yo la ceremonia es como si la tuviera delante de los ojos”. DOMENICO (un poco fastidiado por el chismorreo de Rosalía) Está bien doña Rosali’, vaya adentro a traer a Filomena. ROSALÍA Estoy yendo. (Pero, casi sin querer, sigue hablando). Y si no fuera por ella... terminaba mal, yo. Me tomó en su casa y aquí he quedado, y aquí quedo, y aquí vivo. DOMENICO Disponga usted. ROSALÍA Yo tengo todo listo. ¿Qué quiere que haga?... (aludiendo a su última vestimenta). El camisón blanco con la puntilla, el calzón, las medias blancas, la cofia. Está todo adentro de un cajón guardado. Y lo sabemos yo y doña Filomena. Ella me tiene que vestir. Y bueno, yo no tengo a nadie. Si volvieran mis hijas, que yo tengo siempre la esperanza... Con permiso (y sale por la izquierda). DOMENICO (ha quedado solo, da vueltas por la habitación, observa las flores, lee alguna tarjeta, después maquinalmente completa en voz alta su pensamiento). ¡Está bien! 26

Desde el fondo por la derecha se escucharán las voces confusas de Umberto, Ricardo y Michele.

MICHELE (desde adentro) A las seis. La función es a las seis. RICARDO (ídem) Pero cuando uno hace una cita... UMBERTO (ídem) Pero yo he sido puntual. Los tres jóvenes entran siempre hablando. MICHELE Pero nosotros hemos dicho a las cinco. Yo he tardado tres cuartos de hora. RICARDO ¡Y has dicho nada! MICHELE Está bien, pero se entiende siempre una media hora después. Si es a las cinco... a las cinco y veinticinco, a las seis menos cuarto... RICARDO (irónico) ...el día después, el mes siguiente... MICHELE Muchacho, yo tengo cuatro hijos y relojes no compro más... ¡Porque los que tenía los han roto todos! UMBERTO (al advertir a Domenico lo saluda respetuosamente) Don Domenico, buenas tardes... RICARDO (con el mismo tono respetuoso) Don Domenico... MICHELE Don Domenico... Los tres se alinean frente a Soriano, en silencio. DOMENICO Buenas tardes. (Larga pausa). Bue’, ¿no hablan más? Estaban hablando. UMBERTO (un poco confundido) Sí... RICARDO Y bueno... se hablaba y después... MICHELE Alguna vez teníamos que acabar. DOMENICO Apenas me han visto... (A Michele) ¿Has llegado tarde? MICHELE Sí, don Dome’. DOMENICO (a Ricardo) Y vos llegaste a tiempo. RICARDO Sí, don Dome’. DOMENICO (a Umberto) ¿Y vos? UMBERTO Puntual, don Dome’. DOMENICO (repite como hablando consigo mismo) Puntual, don Dome’... (Pausa) Siéntense. (Los tres jóvenes se sientan). La ceremonia es a las seis. Hay tiempo. A las seis viene el sacerdote. Y... es entre nosotros. Filomena no ha querido que venga nadie. Les quería decir... se los he dicho también otra vez... Me parece que este “don Dome”... a mí no me gusta. UMBERTO (tímido) Sí. RICARDO (igual) Sí. MICHELE (igual) Sí. UMBERTO Pero no nos ha dicho cómo quiere que lo llamemos. DOMENICO Y no lo dije porque quería que ustedes lo comprendieran. Esta noche me caso con la madre de ustedes; ya tengo turno con el abogado para el expediente que se relaciona con ustedes. Mañana se llamarán como yo: Soriano...

27

Los tres jóvenes se miran interrogándose mutuamente sobre cómo responder. Cada uno espera que el otro se decida a hablar primero. UMBERTO (dándose ánimo) Bueno, vea... contesto yo, porque pienso que los tres tenemos el mismo sentimiento. No somos chicos, somos hombres... y no podemos, con desenvoltura, llamarle como, justa y generosamente, nos propone que lo llamemos. Ciertas cosas... hay que sentirlas adentro. DOMENICO (con ansiedad) ¿Y vos, adentro, no sentís esta... digamos, necesidad... esta necesidad de llamar a uno... a mí, por ejemplo, papá? UMBERTO No sabría mentirle y no lo merecería. Al menos por el momento: ¡no! DOMENICO (un poco desilusionado, dirigiéndose a Ricardo) ¿Y vos? RICARDO No, yo tampoco. DOMENICO (a Michele) ¿Entonces vos? MICHELE ¡Yo tampoco, don Dome’! DOMENICO Claro, con el tiempo, uno se acostumbra. Me agrada, estoy contento de encontrarme con ustedes, sobre todo porque son tres buenos muchachos. Todos trabajan en una cosa o en otra; pero con la misma buena voluntad, con la misma tenacidad. Son buenos. (A Umberto) Vos sos empleado y, por lo que sé, hacés tu trabajo con seriedad y orgullo. Escribía artículos. UMBERTO Algunos cuentos. DOMENICO Claro... tu ambición sería convertirte en un gran escritor. UMBERTO No tengo esa pretensión. DOMENICO ¿Y por qué? Sos joven. Comprendo que para triunfar en este campo hay que tener pasión, hay que nacer... UMBERTO Y yo no creo haber nacido para eso. Si supiera cuántas veces, desanimado, me digo a mí mismo: “Umbe’, te has equivocado... Tu camino es otro”. DOMENICO (interesado) ¿Y cuál otro podría ser? Quiero decir, ¿qué otra cosa te habría gustado hacer en tu vida? UMBERTO Quién sabe: son tantas las aspiraciones cuando se es chico. RICARDO Además la vida es pura casualidad. Por ejemplo, ¿por qué tengo yo el negocio de Chiaia? ¡Porque me enamoré de una camisera! DOMENICO (tomándolo al vuelo) ¿Te enamoraste de muchas chicas? RICARDO Y... más o menos... (Domenico se levanta interesado escrutando cada actitud de Ricardo para descubrir en él un gesto, un rasgo que se relacione con su juventud) ¿Sabe qué pasa? No encuentro mi tipo. Veo a una, me gusta y digo: “Esta es...” Enseguida pienso: “Me caso con ella”. Después, veo otra y me parece que me gusta más. No me decido: ¡porque siempre hay una mujer mejor que la que uno ha conocido antes! DOMENICO (a Umberto) Vos, en cambio, sos más tranquilo, más reflexivo en materia de mujeres. UMBERTO Hasta cierto punto. Con las chicas de ahora, hay poco que reflexionar. Por la calle, a donde se mire, hay lindas pibas. Es difícil elegir. Qué se le va a hacer, cambiaré hasta que encuentre la que quiero. DOMENICO (queda confuso al comprobar que Umberto tiene la misma inclinación que Ricardo. A Michele) ¿Y vos?... ¿Te gustan también las mujeres? MICHELE Yo me metí en dificultades enseguida. Conocía a mi mujer y... se acabó. Ahora debo tener cuidado, con mi mujer no se juega... Y, entonces, comprende, me ocupo de mis cosas. No porque las chicas no me gusten... ¡sino porque me dan miedo! DOMENICO (desalentado) Porque también me gustan las mujeres... (Después, intentando todavía averiguar) Cuando yo era joven cantaba. Nos juntábamos siete, ocho amigos... Entonces era la época de las serenatas. Afuera, en las terrazas, cenábamos y acabábamos siempre con canciones: mandolinas, guitarras... ¿Quién de ustedes canta? UMBERTO Yo no. RICARDO Yo tampoco. 28

MICHELE Yo sí. DOMENICO (feliz) ¿Vos cantás? MICHELE ¡Y cómo! Y si no, ¿cómo haría para trabajar? En mi taller canto siempre. DOMENICO (ansioso) Haceme oír algo. MICHELE (esquivo, arrepentido de su ostentación) ¿Yo? ¿Y qué le puedo hacer oír? DOMENICO Lo que quieras. MICHELE ¿Sabe qué pasa?... Me da vergüenza. DOMENICO ¿Pero dentro de tu negocio no cantás? MICHELE Pero es otra cosa... ¿Conoce “Monasterio de Santa Clara”? ¡Es linda! (Comienza a cantar la canción con voz indefinida y desentonada) “Monasterio de Santa Clara – tengo el corazón sombrío – porque cada tarde – pienso en Nápoles de un día...” RICARDO (interrumpiéndolo) Pero así sé cantar también yo... ¿Dónde tenés la voz? MICHELE (ofendido) ¿Qué, ésta no es voz?... UMBERTO Así puedo cantar también yo. RICARDO ¿Y yo no? DOMENICO Así puede cantar cualquiera. (A Ricardo) Dejame oírte. RICARDO Pero yo no me permito. No tengo la cara dura de éste. Apenas, apenas... (Comienza la canción) “Monasterio de Santa Clara – tengo el corazón sombrío – porque cada tarde – pienso en Nápoles de un día...” (Umberto continúa la frase junto a él). Pienso en Nápoles como es... (Michele canta también). No... no es cierto... No creo... Forman un coro desafinado e insoportable. DOMENICO (interrumpiéndolos) Basta, basta... (Los tres se callan). Cállense: es mejor... es la canción... No es posible... ¡Tres napolitanos que no sepan cantar! FILOMENA (entra desde la izquierda con vistosísimo vestido nuevo. Peinado alto “a la napolitana”, dos hileras de perlas. Su aspecto es ahora casi juvenil. Habla a Teresina, la modista, que la sigue con Rosalía y Lucía). Teresina, fijate, ¡aquí hay un defecto! TERESINA (es una de esas modistas napolitanas que no se dan por vencidas: en el sentido de que las ofensas de las clientas desilusionadas ni la rozan. Su calma es hasta irritante). Usted ve el defecto, doña Filomena mía. Yo me voy, hace tantos años que la sirvo... FILOMENA ¡No tenés vergüenza! Sos capaz de negar en la cara. TERESINA ¿Entonces tengo que decirle que hay un defecto? MICHELE Buenas noches, mamá. RICARDO Buenas noches y felicitaciones. UMBERTO Buenas noches y felicitaciones. FILOMENA (alegremente sorprendida) ¿Ustedes acá? ¡Buenas noches! (A Teresina, molesta). ¿Y sabés por qué está el defecto? Porque cuando tenés un corte de tela en al mano, querés sacar un vestidito para tu chiquita... TERESINA ¡Oh, mire! FILOMENA Ya lo he comprendido... la vi yo, a tu hija, con un vestido hecho con la tela que te quedaste de un vestido mío. TERESINA No me diga así, me hace dar rabia. (Con otro tono) Cierto, cuando me sobra tela... (Filomena la mira con reproche). Pero no sacrifico nunca la clienta. No tendría conciencia. ROSALÍA (admirada) Doña Filomena, ¡qué hermosa está! ¡Parece realmente una novia! TERESINA ¿Pero cómo le queda este vestido? FILOMENA (lívida) No debiste robar las cosas. ¿Comprendiste? TERESINA (un poco ofendida) Y no debería hablarme así... ¿Entonces soy una ladrona? Que tenga una mala noticia si quedó así la tela... (Hace un gesto para indicar una cantidad irrisoria). 29

DOMENICO (que hasta el momento ha asistido a la escena con impaciencia, absorto en una idea fija que lo disgusta, a Filomena) Filome’, tengo que hablarte un momento. FILOMENA (da algunos pasos hacia Domenico pero renguea a causa de los zapatos nuevos que le hacen doler los pies). Virgen... estos zapatos... DOMENICO ¿Te hacen doler? Sacátelos y ponete otro par. FILOMENA ¿Qué tenés que decirme? DOMENICO Teresina, puede irse. TERESINA ¡Cómo no! Me voy. (Dobla una tela negra que tenía y la coloca sobre el brazo). Felicitaciones y buena suerte. (A Lucía encaminándose hacia el fondo). Ah, ¿y cómo va a ser ese vestido? (Sale seguida por Lucía). DOMENICO (a los tres jóvenes) Ustedes vayan al salón a entretener al compadre y a la comadre. Y sírvanles algo de beber. Rosalía, acompáñelos. ROSALÍA (asiente) Sí, señor. (A los tres jóvenes). Vengan. (Sale por el estudio). MICHELE (a los hermanos) Vamos, vengan. RICARDO (burlándose) te equivocaste de profesión. Tenías que ir a San Carlos. Riéndose, los tres jóvenes salen por el estudio. DOMENICO (mira a Filomena, la admira) ¡Qué bien estás, Filome’!... Parecés otra vez una chica... Y si estuviera tranquilo, sereno, te diría que todavía podés hacer perder la cabeza a un hombre. FILOMENA (a toda costa quiere evitar el tema que interesa a Domenico y que ha intuido. Divaga.) Me parece que no falta nada. He estado tan aturdida hoy. DOMENICO Yo en cambio no estoy tranquilo y no estoy sereno. FILOMENA (haciendo como que no entiende) ¿Y cómo vas a estar tranquilo? Uno puede confiar solamente en Lucía. Alfredo y Rosalía son dos viejos... DOMENICO (retoma su razonamiento) No cambiés de tema, Filome’; no cambiés de tema porque sabés lo que estoy pensando yo... (Continuando) Y esta tranquilidad, esta serenidad, me la podés dar solamente vos, Filome’... FILOMENA ¿Yo? DOMENICO Has visto que he hecho lo que querías vos. Después de la anulación del matrimonio te vine a buscar. Y no una vez, muchas veces... porque me hacía decir que no estabas. He sido yo el que he venido a decirte: “Filome’, nos casemos”. FILOMENA Y esta noche nos casamos. DOMENICO ¿Y sos feliz?... Al menos, espero. FILOMENA ¿Cómo no? DOMENICO Entonces me tenés que permitir ser feliz a mí también. Sentate, escuchame. (Filomena se sienta). Si supieras cuántas veces, en estos últimos meses, he tratado de hablarte y no lo he conseguido. He tratado con todas mis fuerzas de vencer este sentimiento de pudor y me ha faltado valor. Comprendo, el argumento es delicado y a mí mismo me hace mal obligarte a responder; pero nosotros vamos a casarnos. Dentro de poco nos arrodillaremos delante de Dios, no como dos jóvenes que lo hacen porque creen que el amor es un sentimiento que podía ser satisfecho y agotado de la manera más simple y natural... Filome’, nosotros ya hemos vivido nuestra vida... yo tengo cincuenta y dos años y vos tenés cuarenta y ocho: dos conciencias hechas que tienen la obligación de comprender con crudeza y hasta el fondo su gesto y afrontarlo, asumiendo totalmente su responsabilidad. Sabés porqué te casás conmigo: pero yo no. Yo sé solamente que me caso porque me has dicho que uno de esos tres es mi hijo... FILOMENA ¿Solamente por eso? 30

DOMENICO No... Porque te quiero, hemos estado juntos veinticinco años, y veinticinco años representan una vida: recuerdos, nostalgias, vida en común... He comprendido que me sentiría perdido... y además, porque creo; son cosas que se sienten y yo la siento. Te conozco bien y por eso te estoy hablando así. (Grave, afligido) No duermo de noche. Hace diez meses, desde aquella noche, ¿te acordás?... que no tengo paz. No duermo, no como, no me divierto... ¡no vivo! No sabés lo que tengo dentro... Una cosa que me impide la respiración... Hago así... (como para respirar una bocanada de aire) y la respiración se para acá... (muestra la garganta) ¡y vos no podés dejarme vivir así! Te acordás cuando me dijiste: “No jurés...” y yo no juré. Entonces, Filome’, puedo pedirte limosna... Te la pido como vos querés: de rodillas, besándote las manos, el vestido... Decímelo, Filome’, decime quién es mi hijo, de mi carne... y de mi sangre... Y me lo tenés que decir por vos misma, para no dar la impresión de estarte haciendo una extorsión... Me caso lo mismo, ¡te lo juro! FILOMENA (después de una larga pausa durante la cual lo ha mirado largamente) ¿Lo querés saber?... Yo te lo digo. Basta que te diga: “Ese es tu hijo”. Entonces vos ¿qué hacés? Tratarás de llevártelo con vos, pensarás en darle un provenir mejor y, naturalmente, estudiarás todas las formas de darle más dinero que a los otros dos... DOMENICO ¿Y? FILOMENA (dulce, persuasiva) Ayudalo entonces: lo necesita... tiene cuatro hijos. DOMENICO (con interrogante ansiedad) ¿El obrero? FILOMENA (asintiendo) El plomero, como dice Rosalía. DOMENICO (consigo mismo, exaltándose poco a poco con sus razonamientos) ... Un buen muchacho... buen aspecto... con salud. ¿Por qué se casó tan pronto? ¿Qué puede ganar con un negocito?... Es un buen oficio también ése. Con un capital a disposición puede poner un tallercito con obreros, él será el patrón: un negocio de artefactos modernos... (De golpe mira a Filomena con sospechas). Fijate... ¡precisamente el soldador... el plomero! Claro, el que está casado, el que más necesita... FILOMENA (fingiendo contrariedad) ¿Y qué va a hacer una madre?... Debe tratar de ayudar al más débil... Pero no lo creíste... Sos inteligente... Es Ricardo, el comerciante. DOMENICO ¿El camisero? FILOMENA No, es Umberto, el escritor. DOMENICO (exasperado, violento) Todavía... ¿todavía me querés tener de espaldas contra la pared?... ¡hasta lo último! FILOMENA (conmovida por el tomo afligido y desconsolado con que Domenico ha pronunciado estas palabras, trata de precisar sus sentimientos más íntimos para sacar, en síntesis, la fórmula de una argumentación persuasiva, que dé finalmente al hombre explicaciones concretas y definitivas) Escuchame con paciencia, Dummi’, y después no volveremos a tocar el asunto. (Con un impulso de amor contenido por largo tiempo). ¡Te he querido con todas las fuerzas de mi vida! A mis ojos vos eras un dios... y todavía te quiero, tal vez mejor que antes... (Considerando de golpe la ceguera y la incomprensión de él) ¡Ah, qué has hecho, Dummi’! ...Has querido sufrir por gusto... El Padre Eterno te había dado todo para ser feliz: salud, presencia, dinero... yo: yo, que por no darte un dolor, me habría callado, no habría hablado ni ante la muerte... y vos, vos hubieras sido el hombre generoso, que habría hecho bien a tres desgraciados... (Pausa) No me lo preguntés más porque no te lo voy a decir. No te lo puedo decir... Tenés que ser un hombre de bien y no preguntármelo nunca, porque, por lo que te quiero, en un momento de debilidad, Dummi’... y sería nuestra desgracia. No has visto que apenas te he dicho que tu hijo era el plomero, inmediatamente comenzaste a pensar en el dinero... en el capital... en el gran negocio... Porque te preocupás y justamente, porque decís: “El dinero es mío”. Y comenzás a pensar: “¿Y por qué no le puedo decir que soy el padre?” “¿Y los otros dos quiénes son?” “¿Qué derecho tienen?” ¡El infierno!... Vos comprendés que el interés los pondría en contra... Son tres hombres, no son tres chicos. Serían capaces de matarse entre ellos... No pensés en vos, no pensés en mí... pensá en ellos. Dummi’, ¡lo mejor de los hijos lo hemos perdido! Los hijos son los que se tienen en brazos, cuando son chicos, que te dan preocupaciones cuando están enfermos y no te saben decir lo que sienten... Que corren a encontrarte con los bracitos 31

abiertos, diciendo: “Papá!... Que los ves venir de la escuela con las manitos frías y la nariz colorada y te traen una cosa linda... Pero cuando son grandes, cuando son hombres, o todos son tus hijos, o son tus enemigos... Todavía estás a tiempo. No quiero hacerte mal... Dejemos las cosas como están, ¡y cada uno por su lado! ROSALÍA (desde el estudio seguida por los tres jóvenes) Ha venido... ha venido el sacerdote... MICHELE ¡Mamá! DOMENICO (se levanta de la mesa y mira a todos largamente. Después como quien debe tomar una decisión) Dejemos las cosas como están y cada uno por su lado... (A los muchachos) Tengo que hablarles. (Todos esperan) Soy un hombre decente y no los puedo engañar. Oigan... LOS TRES ¡Sí, papá! DOMENICO (conmovido mira a Filomena y decide) Gracias. ¡Qué bien me has hecho!... (Recuperándose) Entonces... Cuando dos se casan es siempre el padre el que acompaña a la novia al altar. Aquí no hay padres... hay hijos. Dos acompañan a la novia, y uno acompaña al novio. MICHELE Nosotros acompañamos a mamá. (Se dirige hacia Filomena e invita a Ricardo a hacer lo mismo). RICARDO Faltan cinco minutos para las seis. FILOMENA (se acerca a Rosalía) Rosali’... ROSALÍA No se preocupe. A las seis en punto se encienden las velas también allá. FILOMENA (apoyándose en el brazo de Michele y en el de Ricardo) Vamos... (Y entran al estudio). DOMENICO (a Umberto) Y a mí me acompañás vos... Forman un breve cortejo y entran al “estudio”. Rosalía, conmovida, amable como siempre, permanece en su lugar aplaudiendo y mirando la cortina. En el interior, el órgano inicia la “Marcha Nupcial”. Ahora Rosalía llora. Poco después llega Alfredo, y juntos observan la ceremonia. También Lucía se une a ellos. Las luces bajan hasta que la oscuridad es completa. Desde la terraza llega lentamente un rayo lunar, y lentamente ase enciende la luz de la araña. Ha pasado tiempo. FILOMENA (seguida por Umberto, Michele y Rosalía entra desde el estudio decididamente, va hacia la izquierda) ¡Qué cansancio, Virgen! MICHELE Y ahora descanse. También nosotros nos vamos. Mañana hay que trabajar. ROSALÍA (con una bandeja que contiene vasos vacíos, a Filomena) Felicidades, felicidades, felicidades... ¡Qué hermosa ceremonia! ¡Qué vivas cien años hija mía, porque hija mía podrías ser! RICARDO (desde el “estudio”) Ha sido realmente una hermosa ceremonia. FILOMENA (a Rosalía) Rosalía, un vaso de agua. ROSALÍA (marcando) Pronto, señora... (Sale por el fondo). DOMENICO (desde el “estudio”, trayendo una botella de vino especial con el corcho cubierto con lacre) Sin invitados, sin banquete, pero una botella en familia, la tenemos que tomar... (Toma el sacacorchos del mueble del fondo) Nos acompañará a dormir. (Destapa la botella). ROSALÍA (vuelve con un vaso de agua en un plato, según el uso napolitano). Aquí está el agua. DOMENICO ¿Qué vamos a hacer con el agua? ROSALÍA (como diciendo “Me la ha pedido doña Filomena”) La señora. DOMENICO Decile a la señora que, esta noche, el agua es mal augurio. Y llamá también a Lucía... Ah, me olvidaba... llamá también a Alfredo Amoroso: jinete, además de conocedor de caballos de carrera. ROSALÍA (llama hacia el fondo a la derecha) Alfre’... Alfre’, vení, vení a tomar un vaso de vino con el señor... Luci’, vení vos también. ALFREDO (desde el fondo, seguido por Lucía) Aquí estoy, presente. 32

DOMENICO (ha llenado los vasos y ahora los distribuye) Tomá, Filome’, tomá. (A los otros) Brindemos. ALFREDO (brindando) ¡Salud! DOMENICO (mira a su fiel servidor con ternura y nostalgia) ¿Te acordás, Alfre’, cuando nuestros caballos corrían? ALFREDO ¡Por Dios! DOMENICO Se han detenido... Se detuvieron hace tiempo. Y yo no lo quería creer, y en mi fantasía los veía correr siempre. ¡Pero ahora he comprendido que se habían detenido hace ya mucho tiempo! (Señala a los jóvenes). ¡Ahora tienen que correr ellos! ¡Tienen que correr estos caballos, que son jóvenes, que son potrillos de pura sangre! ¿Qué pasaría si quisiéramos hacer correr todavía nuestros caballos? ¡Se nos reirían en la cara, Alfre’! ALFREDO ¡Por Dios! DOMENICO Brindemos, Alfre’... (Todos beben). ¡Los hijos son los hijos! Y son la providencia. Y siempre, siempre... cuando en una familia hay tres o cuatro, siempre sucede que le padre tiene una debilidad, qué sé yo, una preferencia por uno de los cuatro. O porque es más feo, o porque está enfermo, o porque es más prepotente, más cabezón... Y los otros hijos no lo encuentran mal... lo encuentran justo. Es casi un derecho del padre. Entre nosotros esto no puede pasar porque nuestra familia se ha unido demasiado tarde. Quizás es mejor. Quiere decir que aquella preferencia que yo habría podido sentir por uno de mis hijos... la reparto entre los tres. (Bebe) ¡Salud! (Filomena no responde. Ha tomado del seno un ramito de flores de naranja y, de tanto en tanto, aspira el perfume. Domenico se dirige a los tres jóvenes, bonachón). Muchachos, mañana vengan a comer acá. LOS TRES Gracias. RICARDO (acercándose a la madre) Ahora nos vamos porque es tarde y mamá quiere descansar. Quede bien, mamá. (La besa). Felicidades y hasta mañana. UMBERTO (imitando al hermano) Que descanse. MICHELE Buenas noches y felicidades... UMBERTO (acercándose a Domenico y sonriéndole afectuosamente) Buenas noches, papá... RICARDO Y MICHELE (saludando juntos) Papá, buenas noches. DOMENICO (mira a los tres jóvenes con reconocimiento. Pausa). ¡Denme un beso! (Los tres, uno después de otro, besan con cariño a Domenico). Mañana nos vemos. LOS TRES (salen seguidos por Alfredo, Rosalía y Lucía) Hasta mañana. Domenico los sigue con la mirada, absorto en sus reflexiones sentimentales. Luego se acerca a la mesa y se sirve de beber. FILOMENA (se ha sentado en el sillón y se ha sacado los zapatos) ¡Virgen, qué cansancio! ¡Ahora sí que lo siento! DOMENICO (con afecto comprensivo) Todo el día en movimiento... además la emoción... todos los preparativos de estos últimos días... pero ahora quedate tranquila y descansá. (Toma el vaso y va hacia la terraza) ¡Qué linda noche hace! (Filomena siente algo en la garganta que la hace gemir. Emite sonidos semejantes a un lamento. Fija la mirada en el vacío como a la espera de un acontecimiento. El rostro se le moja con lágrimas como agua pura sobre guijarros limpios y pulidos. Domenico preocupado se le acerca). Filome’, ¿qué sucede? FILOMENA (feliz) Dummi’, estoy llorando... ¡Qué hermoso es llorar!... DOMENICO (estrechándola tiernamente) No es nada... no es nada. Has corrido... has corrido... has tenido miedo... te has caído... te has levantado... has trepado... Has pensado, y pensar cansa... Pero no tendrás que correr más, no tendrás que pensar más... ¡Descansá!... (Vuelve a la mesa para 33

beber, todavía, un trago de vino). Los hijos son los hijos... Y son todos iguales... ¡Tenés razón, Filome’, tenés razón vos!... (Y toma su vino, mientras cae el telón).

FIN

34