Ficino Marsilio - Tres Libros Sobre La Vida

MARSILIO FICINO TRES LIBROS SOBRE LA VIDA LUIGI CORNARO DE LA VIDA SOBRIA ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE NEUROPSIQUIATRIA MAD

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MARSILIO FICINO

TRES LIBROS SOBRE LA VIDA LUIGI CORNARO

DE LA VIDA SOBRIA

ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE NEUROPSIQUIATRIA MADRID 2006

Titulos originales: Libri de vita triplici Trattato della vita sobria

Traducción: M arciano Villanueva Salas

© Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2006 Derechos: Asociación Española de Neuropsiquiatría O Villanueva, 11.28001 - Madrid Telf. y Fax: (91) 431 49 11 ISBN: 84-95287-28-5 Depósito Legal: VA. 966.-2005 Impreso en España. Unión Europea Detalle de la sobrecubierta: Tiziano, Retrato, 1516 Grabado interior: Rafael, fragmento de la Sacra conversación, 1514 Introducción y notas: Mauricio Jalón Impresión: Gráficas Andrés Martín, S. L. Paraíso, 8. 47003 Valladolid Distribución: LATORRE LITERARIA. Camino Boca Alta, 8-9. Polígono El Malvar 28500 Arganda del Rey (Madrid) Colaboración técnica: GlaxoSmithKline Directores de la edición: Femando Colina y Mauricio Jalón

El inicio de la visión moderna: entre Ficino y Comaro

I. Parece indudable que el Renacimiento fue una época de eferves­ cencia vital y cultural en toda la escala de la indagación, desde la ciencia exacta hasta el conocimiento del individuo. El impulso renovador alcanzó tal extremo que vino, por añadidura, a significar un insólito quiebro de las mentes cultivadas; y si tal situación vino a acrecentarse en unos tiempos críticos como los de finales del siglo XV, más se complicó todavía a medi­ da que avanzaba la centuria siguiente. Fue de hecho en estas décadas ini­ ciales de la modernidad cuando se difundió la obra de los dos autores ita­ lianos que aparecen juntos en este volumen. Marsilio Ficino nació en 1433, cerca de Florencia, en Figline Valdamo. Era hijo de un médico famoso, Diotifeci, y fue luego discípulo de un asimismo médico y filósofo peripatético, Niccolò Tignosi, así que su pasión temprana por los textos antiguos, por la lengua griega, prosiguió todavía cuando estudiaba medicina en Bolonia y Pisa, por influjo de su padre; y este médico del cuerpo va a pasar a ser un médico de almas, aun­ que estuviese también preocupado por la física de cada individuo, por la curación de su organismo. Ficino era enclenque y menudo, tartamudeaba un poco, era algo supersticioso y disfórico. Muy sensible al paisaje, encontraba equilibrio con la naturaleza y con sus atributos sensibles. Pero sobre todo -como lec­ tor impenitente, gran trabajador y excelente analista- utilizaba su podero­ sa inteligencia para compensar esas debilidades con un estudio continuado y amplísimo; se interesó por la fisiología y la física (se centró, de joven, en la óptica), así como por la música, además de por los estudios filosófi­ cos y eruditos, que emprendió siempre con imaginación. El busto que le hizo Andrea Ferrucci, en 1525, nos muestra a un hombre agudo con ojos muy abiertos que miran hacia arriba hasta el punto de tener la frente arru­ gada; tiene levemente abierta su boca algo triste pero burlona; su pose es teatral, débil, chispeante y segura a la vez. Está en la catedral de Florencia: el filósofo sostiene un infolio cuyas hojas se abren hacia nosotros, de modo tal que sus manos parecen estar tocando las cuerdas de un instrumento. 7

Tan afanoso como encendido, Ficino encabezó la Academia florenti­ na, creada por Cosme de Médicis (1389-1464). Este inventivo mercader y admirador del conocimiento había comprado manuscritos griegos, tras la caída de Bizancio, y se los dio a traducir. De su mecenas, esa figura capi­ tal para el Humanismo, nace asimismo el juego entre ‘Médicis’ y ‘medi­ cus’ que alguna vez hizo, también válido para su sucesor en el patrocinio, Lorenzo el Magnífico. Ficino vivió en un momento de entrada masiva del pensamiento anti­ guo, en la que su acción su decisiva: la concepción unitaria de la filosofía se acentuó con este gran renacimiento de las letras que él mismo propició. Ficino leyó a todos, también a materialistas como Lucrecio; se interesó por todos, incluyendo a Epicuro, en apariencia lejano de él, pero que le sirvió para moderar la oposición platónica entre laetitia y voluptas. En fin, fue un pensador de curiosidad ambiciosa, arrebatado por la unidad de la naturale­ za. Había perfeccionado su griego antes de los veinte años, y era un idio­ ma en el que trabajaba ya desde 1453 (con Homero, Hesiodo, Orfeo, Proclo). Fue traduciendo el Corpus hermeticum, falsamente egipcio, y este legado alejandrino fue crucial para su propia «revelación» interna*1. Luego, hizo lo propio con la obra de Platón, desde 1462, y el resultado fue tan memorable como su versión posterior de Plotino; además apadrinó y pro­ logó Sobre la edificación de L.B. Alberti; y tradujo, por añadidura, un texto tan cristiano como la Carta a los romanos de Pablo de Tarso. Por entonces ya estaba naciendo su obra personal. Así su excelente comentario al Banquete, escrito en latín entre 1469 y 1474, luego vertido por él mismo al italiano2. El éxito de este libro es incomparable con cual­ quiera de los de su tiempo: su influjo se percibe en todos los campos no filosóficos -de las letras y las artes a la medicina- durante más de un siglo. A través de él se difunde una filosofía amorosa dominada por cierta catar­ sis interna, que tendrá gran peso en la cultura del siglo XVI, en la poesía y la narración, en la pintura y la escultura; de inmediato, en los Libros del amor de Francesco Cattani da Diacetto, su discípulo muerto en 1522; luego, en otros ensayos como el famoso Libro de la naturaleza del amor, 1525, de Mario Equicola, o los Diálogos de amor, 1535, del filósofo creador León Hebreo, entusiasta también y lleno de ideas universalistas. 1 Como recordaba en 1489 en una cana, lee compulsivamente a Agustín, Boecio, Apuleyo, Calcidio. Macrobio, Avicena, Besarión y Nicolás de Cusa. Y se sumerge, por añadidura, en trata­ dos neopitagórtcos y neoplatónicos. Los analiza racionalmente, pero en parte facilita la recupera­ ción individual de la antigua adivinación, una singular mezcolanza de racionalismo y mitología, de matemática y augurios proféticos, A.Warburg, La rinascita del paganísima antico. Florencia. La Nuova Italia. 1980, p. 321. 1 M. Ficino, De amore. Madrid. Tecnos, 1986. Destaca entre sus comentarios a otros diálo­ gos de Platón.

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Además, Ficino dio una visión propia, revitalizadora y singular, de todo el platonismo, lo trastoca e impurifica, logrando una síntesis de ideas rara pero muy fructífera, con la cual se creará un «vasto telón de fondo para interpretar el mundo» en el siglo XVI, alternativo al galenismo y aris­ totelismo tradicionales. Su mirada ayudó a establecer una especie de filo­ sofía primera generalizada3, como se ve bien en su importantísima serie titulada Teología platónica, entre 1469 y 1474, que giran en tomo al ser, al proceso del pensamiento, a las ideas de perfección y de alma, tan influ­ yentes en la filosofía, literatura, medicina y artes del siglo XVI. Finalmente, escribió Tres libros sobre la vida, que algunos han llama­ do su Medicina platónica, en paralelo con la anterior. Su Libri de vita tri­ plici, está formado por los libros De vita sana. De vita longa. De vita cae­ litus comparanda, que publica en un largo intervalo de casi nueve años4. En esta obra, triplemente famosa, incorpora nociones platónicas tardías y mágicas —Apolonio de liana aparece notablemente en el tercero-, y así reelabora aspectos diversos de la astrologia helenística, entre ellos la idea alejandrina de que el cielo es un gigantesco ser con vida, provisto de un alma con la que se comunica cualquier alma viviente. Para entender seme­ jante amalgama teórica, hay que considerar, de entrada, la curiosidad que el círculo florentino tuvo por las ciencias naturales, por la cosmografía y las matemáticas; y él mismo -como médico y astrólogo interesado por las ciencias de la naturaleza- abordó en este libro problemas de fisiología y de dietética, combinando su discurso medicinal con consideraciones astroló­ gicas5, propias de muchos de los sabios anteriores (o los de su siglo y del siguiente). Era inevitable, en su época, que un tratado médico como éste se sirviese de argumentos astrológicos comunes, especialmente entrecruza­ dos con la tradición hermética -una filosofía primigenia y simbólica, una gnosis, un energismo global- que él mismo había difundido6. -i En Ficino, pues, aunque retenga componentes aristotélicas mani­ fiestas, pesa de un modo determinante su mixtura neoplatónica y ‘neo’ C. Schmitt, Ansióte et la Renaissance, París. PUF, 1992, pp.109-110. El historiador de la ciencia recordaba que conviene hablar de arisiotelismos en el Renacimiento, pues en su mayoría fueron también eclécticos, tocados por estoicismo, platonismo o atomismo. ‘ Apareció en 1489, a la par que su traducción y comentarios a Plotino. El libro I. de 1480, es más bien de dietética, y se remite a Platón, Leyes. X; los libros II y III, redactados seguramen­ te hacia 1489, tienen un carácter más metafisico y cosmológico, más extraño para nosotros. El II está en parte inspirado por nuestro Amau de Vilanova, muerto en 1311, gran médico, químico dotado de rasgos proféticos; el III remite a Plotino, Enéadas, IV, 4 y II. 3. y a todo el neoplato­ nismo. Pero el texto es deudor de Aristóteles, de los Tratados hipocráticos, de los galenismos anti­ guos o los de Constantino el Africano, Avicena y Pietro d 'Abano. 5 Aspecto destacado por A. Chastel, Morsile Ficin et Vari, Ginebra, Droz, 1997,p. 13. 1 Véase, sobre todo. F. Yates. G. Bruno y la tradición hermética. Barcelona, Ariel 1983, cap. IV, «La magia natura] de Ficino».

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egipcia’ basada en Plotino, Proclo, Sinesio de Cirene o Jámblico. Él reto­ ma esa cadena de especulaciones difundidas desde el siglo II de nuestra era; pero él es tanto un racionalista, que reconoce preferir la medicina a cualquier especulación sobre imágenes, como un iluminado, un hombre religioso (se ordenó sacerdote, aunque tardíamente, manteniendo mucha independencia filosófica). Con su reflexión y su meditación, con su razón y su fe personal busca una doctrina especulativa que favorezca la unión entre los cristianos así como, sobre todo, entre las distintas filoso­ fías; que remita a la idea de inmortalidad anímica (reflejo ésta de la divi­ nidad) para devolverla a cada vida individual; que integre su presente en una especulación más vasta, más universal. Así Ficino habla, una y otra vez, del proceso de divinización del alma, y asimismo de la idea de que el cosmos está penetrado de la divinidad (son sus ideas más hiperbólicas, que criticará Leibniz); pero al mismo tiempo desciende sobre los huma­ nos y toma en consideración, por un lado, las teorías sobre el valor de las ideas innatas y el peso de la reminiscencia en nuestro modo de acceder al conocimiento, por otro y especialmente, las circunstancias concretas de cada individuo. Entre estos dos polos se desarrolla su discusión filosófica. La prime­ ra corresponde a su visión del universo como un organismo animado bien enlazado por efectivas correspondencias, capaz de vincular a todos los seres mediante intercambios de fuerzas: el universo está inseminado con esa energía capaz de eslabonar seres vivos y cosas (León Hebreo hablará incluso de un verdadero esperma pangenésico del mundo)7. Hay, para él, una cosmicidad que afecta a lo orgánico y a lo inorgánico por obra del cir­ cuitus espiritualis, esa corriente ininterrumpida y circular que todo lo atra­ viesa y condiciona8. Así que su pensamiento, en este punto simbólico, intenta leer en cierta imagen que él aísla los atributos propios del elemen­ to original correspondiente, dada la ligadura entre las cosas, sean físicas o no9. En conjunto, refuerza el universo de conexiones entre los estratos del mundo (el circuito del macrocosmos), entrevé una ordenación espacial y piensa que podría en cierta medida controlarse10.

’ León Hebreo, Diálogos de amor, Madrid, Tecnos-Alianza, 2002, II, p. 101. • E. Panofsky, Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza. 1973, cap. 5. 9 Pedro Mexía, Silva de varia lección, I, 3, elige precisamente este aspecto de Tres libros sóbrela vida. Cita Mexía a su autor seis veces en su libro de 1547, que tuvo enorme difusión inter­ nacional. En cualquier caso facilitó el conocimiento de Ficino en España, del que sólo se tradujo, en 1568, una recopilación suya: Grandes avisos y grandes secretos. Iu P. O. Kristeller, Il pensiero filosofico di Marcilio Ficino, Florencia, Sansoni, 1953.1. cap. 5. Véase las ideas fundamentales de E. Cassirer. El problema del conocimiento en la filosofía y en Ut ciencia modernas, México, FCE, 1974, t. I, pp. 118-132. éste fue quien recuperó a Ficino, a principios del siglo XX, y lo situó en la cabeza de la problemática filosófica europea moderna.

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En segundo lugar, la conciencia interior (que sería una zona especial, apartada del mundo empírico y ajena al mundo trascendental) es una expe­ riencia muy moderna, casi existencialista. Podría verse como el objeto de una psicología empática que ahondase en la vida humana, al reconocer que es presa del dolor y de la inquietud, en todos sus grados11. Ella le facilita­ ría su comprensión de las tensiones y conflictos agudos, muy concretos, que hubo poco antes y no mucho después de 1500; fuesen éstos religiosos, políticos o culturales, todo parece teñirse de inseguridad. Gracias al aquellos vínculos, el ámbito de lo humano se enlaza con el mundo divinizado, lo que justificaría una cadena de reflexiones sobre la totalidad y el individuo, que van desde lo más teórico hasta lo más con­ creto de la condición humana. En efecto, él tiene un modo singular de abordar ese espejo y resumen del universo que es el hombre concebido como microcosmos, más allá de las inveteradas metáforas energéticas y metafóricas de la luz y de la visión; él no las olvida12, pero intenta especi­ ficar los fundamentos astrológicos del edificio de la medicina, y para ello se apoya en una filiación planetaria, un horizonte simbólico-mítico electi­ vo, sin negar, en absoluto, que exista una autonomía individual del com­ portamiento1'. Por otra parte, el influjo de Ficino y su entorno será decisivo para esa edad de oro de la melancolía que es el Renacimiento avanzado. Su con­ centración en ese estado anímico -su formulación del modo de ser satur­ nino, del universo de la tristeza-, tuvo un peso extrañísimo en el ocaso del Renacimiento o, mejor, en el paso del Manierismo al Barroco14. Pero si él fue quien dio forma a la conjetura sobre el vínculo entre genio y melanco­ lía, también fue quien por vez primera engarzó esta idea, que aparecía en los Problemas llamados aristotélicos, con la del «furor» divino que había desarrollado Platón, ese entusiasmo inspirador que las Musas insuflan en el poeta. Ficino, pues, amplió la intuición de que tal desazón es caracterís­ tica del filósofo o del hombre creativo: no sólo los saturninos son los dota-

11 P. O. Krisieller, Il pensiero filosofico di Marcilio Ficino, II, cap. 1. esp. pp. 223-234. Los acentos que dieron a esta imagen renacentistas como Bovelies, León Hebreo o Paracelso, ofrecen una idea de actividad humana individualizada y dinámica, más allá del reflejo y pasivo del gran cosmos ese temperamento se nos muestra como un privilegio del poeta (por extensión del artista), de todo verdadero filósofo, del buen gobernante. E. Cassirer, Individu el cosmos dans la philosophie de la Renaissance, Parts, Minuit, 1983. pp. 141-147. Ficino era el mejor médico de Italia, según Paracelso, por ese motivo. 14 Más o menos en su estela, inundaron España, Francia. Inglaterra varios autores: Velázquez y su Libro de la melancolía de 1385, Brighi y su Tratado de la melancolía de 1386, Santa Cruz y su Diagnóstico y curación de las afecciones melancólicas de 1591. Du Laurens y sus Discursos sobre la melancolía de 1597. Guibelet y su De l’bimeur mélancotique de 1603, Ferrand y su Melancolía erótica de 1610. Burton y su Anatomía de la melancolía de 1621.

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dos para el mundo intelectual, sino que todo trabajo mental -abstraído, ais­ lado- sitúa a cualquiera, por afinidad, bajo el mandato de Saturno, el pla­ neta más lejano y más lento del sistema solar, el más hostil, en consecuen­ cia, a la vida. n Ficino había nacido bajo el signo de Saturno; era melancólico él mismo, y un curador de saudades15. Y los Tres libros sobre la vida nos ofrecen un arte de vivir que está destinado sobre todo a los intelectuales, ya que les enseña a sacar partido del influjo favorable del humor oscuro. Para revisar­ lo, hay que evocar otro circuito, el del microcosmos, con sus conexiones intemas; y es que en la antropología que se desarrolló desde inicios del siglo XV, y que relanza Ficino, hay un elemento mediador entre el cuerpo y el alma, es el espíritu humano o vital, que hace de cópula o vínculo entre nues­ tro todo. Ese spiritus -compendio del general espíritu vital estoico y del anima mundi neoplatónico16-, era un fluido sutil, generado por la sangre y activo sólo en el cerebro; era el instrumento del alma17*para realizar todas sus acciones, era «un lazo común o medio entre el cuerpo y el alma», dirá Robert Burton. En el macrocosmos, el homólogo spiritus (mundano) tendrá su posi­ bilidad de ajuste o de desajuste con ese spiritus (humano); pero la idea de su influjo irá atenuándose progresivamente en un siglo"*, justo cuando nuevos médicos u otros sabios retomen entre 1585 y 1621 el discurso fíciniano y lo orienten sistemáticamente en la dirección de una enciclopedia melancólica menos lastrada por especulaciones astrológicas, no del todo ausentes pero reducidas cada vez más a meros adornos. Ahora bien, bajo el peso estoico y neoplatónico, Ficino distingue tres facultades anímicas: imaginación, razón discursiva y razón intuitiva. La distinción se aparta de la topología usual de la mente, basada en la terna imaginación, razón y memoria (que, por cierto, recuperarán Huarte de San Juan o Bacon, y tras ellos el movimiento ilustrado). Tales facultades fun­ damentales, para Ficino -y sobre todo la razón intuitiva (o mens)- permi­ tían la libertad individual; mientras que las inferiores estarían más someti­ das al mundo necesario, encadenado, de la physis. De esta idea19, Ficino extrae no sin muchas paradojas cierto sistema que renueva y abraza nove-

15 A. Corsini. «II De vira di Marsilio Ficino», Riv. di noria critica delle scienze mediche e naturali, X. 1919, pp. 5-13. P. Zambelli, L’ambigua natura della magia, Venecia, Marsilio. 1996, p. 24. " Velázquez, Libro de la melancholia, Sevilla, 1585, f. 4lr: «los espíritus vitales son pro­ pios instrumentos del alma; todos los movimientos y afectos del alma se representan, y los veni­ mos a entender, por el movimiento de estos espíritus». '* Véase todavía en la Controversias médicas ( 1556) de nuestro F. Valles, el apartado sobre si en los días críticos hay una fuerza de origen celeste. Iv Seguimos a R. Klibansky, E. Panoísky, F. Saxl, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza, 1991, 250-267, esp. p. 259 y ss.

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dosamente una terapia inveterada y confusa sobre la congoja, que tenía una forma imprecisa, mal constituida. A su juicio, hay primero una causa celeste de la tristeza, debida a que un apesadumbrado se pierde en la indagación, en esa apertura al mundo superior que fue tan importante desde los antiguos hasta el Renacimiento. En segundo lugar, hay una causa natural: es debida a que ese desanimado se recoge de la periferia de las cosas, se reconcentra, se vuelca hacia den­ tro, hacia la tierra que es su imagen especular, hacia la misma bilis terro­ sa, la bilis negra, lenta y pastosa -carbón humoral o una especie de alqui­ trán espeso que le domina-20, y ello provoca su desconsuelo; es la bilis patológica un residuo de la combustión de nuestra máquina, pero asimis­ mo susceptible de nueva inflamación, de quemarse por vez segunda. La causa humana de la pena, finalmente, remite a una fisiología carente de fluidez, desvitalizada, que provoca cierto abatimiento, bien por una sangre que espesa en exceso, bien por un cerebro que pierde su humedad caracte­ rística según la medicina antigua, bien por una digestión pesada, lenta, tor­ turante. Lo último ocurre tanto en la vejez como en quienes son muy sedentarios; y los hombres de letras en particular, además de ser poco acti­ vos tienen el peligro de flaquear, derivado de las otras dos primeras causas. El tratamiento terapéutico que propone será físico, en buena parte, ya que las causas son, cómo vemos, más bien físicas; y él lo destaca como médico, de ahí que hable en principio de régimen, de los remedios que per­ miten la refrigeración o el calentamiento corporales; pero ello se repetirá o matizará en los médicos posteriores, ya citados, que apelarán extensa­ mente a la evacuación, sangría, desviación: a todo tipo de flujos. Sin embargo, nada es simple en tales discusiones, pues hay una libertad indi­ vidual a la que no renuncian ni él ni éstos, de modo que «las causas más remotas residen en gran parte en el comportamiento del individuo; y el proceso de tratamiento reclama, a menudo de forma insistente, la partici­ pación de la voluntad y de la iniciativa razonable del paciente»; en suma, una psicoterapia viene asociada de inmediato a un tratamiento que estaba dirigido antes hacia causas puramente somáticas21. Los pacientes habrán de estar bien templados, físicamente, pero habrán de tener lumbre y res-> plandor natural pasados por una mente que ilumine el cuerpo. El afligido puede ver paliados sus males con el goce de la naturaleza, su equilibrio natural y, sobre todo, con sus efluvios: colores cuidados22, 20 Cf. Galeno, De locis patientibus, c. 8: «el color de la bilis negra, que oscurece la morada de la mente a modo de (inieblas, provoca temor». 21 J. Starobinski, Historia del tratamiento de la melancolía, Basilea, Geigy, 1962, p. 15. 22 Pues «el color de la bilis negra hace que la morada de la mente sea semejante a las tinie­ blas y causa del temor»: F. Valles, Controversias, Madrid, CS1C, 1988, p. 332.

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levemente encendidos pero no excitantes; ciertos olores supremos, sutiles pero enriquecidos; sustancias espirituosas (como el vino), que hay que medir escrupulosamente; limitación de las pasiones violentas, tensas, ago­ tadoras, pues Ficino se muestra muy ascético con la física amorosa (algo que ni la hoy recuperada Hildegarda de Bingen, en el Medievo, ni muchos médicos del siglo XVI sostienen). En paralelo, además, Ficino nos va mos­ trando sus perspectivas sobre ese mundo animal, ese cosmos que los anti­ guos habían expuesto, esas ideas sobre la cohesión entre las cosas que el neoplatonismo había desarrollado, ese análisis de la fuerza de las imáge­ nes presentada por Jámblico, o ese análisis de estados de duermevela que Sinesio tan bien había expuesto cuando Roma se derrumbaba. Es el sus­ trato teórico de sus paralelismos naturales y, al mismo tiempo, es -en el caso del terreno imaginativo o de los ensueños- un territorio psicológico o simbólico fundamental. Por otra parte, el apenado habría de responder a un tratamiento astral, correctivo del mal influjo de los astros. Ficino da una buena muestra de las convicciones astrológicas del siglo XV y que van a acrecer en el siglo XVI todavía, en una búsqueda infructuosa por restablecer buenas relaciones con el todo a través de la suposición de dependencias, correspondencias, simetrías entre lo celeste y lo terrestre, los astros y las piedras, la anima­ ción celeste y la de todos los seres vivos. Ello le valió un fuerte reproche de su gran amigo Pico della Mirandola, por considerarlo demasiado deter­ minista; lo cual ha venido recordándose desde entonces como base para la crítica de este trasfondo astral de nuestra cultura, poco comprensible ya dada nuestra ruptura con el cosmos. El futuro fracaso de esta visión no impide que el libro sea testimonio, muy bello, de un conjunto de teorías astronómico-psíquicosomáticas que habían tenido vigencia durante muchos siglos y siguieron teniéndola toda­ vía. En todo caso, esas consideraciones astrológicas están mezclándose ya con una idea de genio individual naciente, pues para Ficino hay unos cuer­ pos astrales del alma (aethera corpa), que se adaptarían a los diferentes cerebros, influyéndolos y marcando un genio personalizado; éste encon­ trará mayor autonomía en su colega Pico della Mirandola, en Castiglione y, de otro modo, en Erasmo, en Cardano, así como más tarde en persona­ jes de Shakespeare o de Cervantes23. En cualquier caso esto nos conduce a un punto central: el citado correctivo supondría una nueva carga de spiritus, de energía sustancial, que exige a Ficino fundir filosofía, magia, medicina, astrologia y, por añadidura, música. La contribución de la música, en su libro III, es de

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E. Zilsel, Le géme. Paris, Minuit. 1993, pp. 244-254.

herencia pitagórica pero, asimismo, procede de la coherencia de su sis­ tema: la armonía del mundo ha de penetrar en el desencajado melancó­ lico, y el sonido -aire movido, purificado, medido y sometido a unos números que revelan la estructura del mundo (también el celeste)-, es capaz de incorporarse sutilmente al cuerpo-alma del sufriente, de hacer de spiritus materializado levemente como aire armónico o como len­ guaje simbólico que emplea el aire para aparecer, remover, hacer olvi­ dar las ideas estancadas, para ser el mejor ejemplo de esa movilidad que la brea de la tristeza hace imposible. Y este hallazgo va a durar hasta hoy, incluso tras las embestidas de la psiquiatría positivista del siglo XIX24. II. Muy distinto valor y significado tiene el breve escrito de Luigi Comaro. De este veneciano afortunado hay que decir, antes de nada, que si su fecha de fallecimiento es segura, el 8 de mayo de 1566 -poco después de publicarse en Padua esa suma de reflexiones domésticas que es De la vida sobria-, en cambio, de su nacimiento se estima tan sólo que tuvo lugar entre 1457 y 1467: es sobre todo una vida prolongada, en parte gra­ cias a un poderoso autocontrol. En fin, Luigi o Alvise Comaro era hijo de un hostelero paduano, si bien le gustaba que citasen su ascendencia veneciana; es verdad que des­ cendía lejanamente del dogo Marco Comaro (nacido en 1286), pero ni tenía bienes ni las autoridades de Venecia le reconocieron esas raíces. Su matrimonio, ya maduro, con Veronica Agugia, en 1517, le satisfará en este punto años después, cuando logre al fin que su hija Chiara se case con un descendiente de la rama poderosa del apellido que él llevaba, Giovanni Comaro. Ese afán nobiliario, ese deseo de excelencia patricia, no deja de percibirse en su escrito. Gracias a una herencia y posiblemente a su habilidad constructora de varios edificios y de espléndidas villas había logrado un ascenso social. Por su contacto con hombres del poder, concretamente con Juan Pablo I, cuan­ do fue patriarca de Venecia, se conservan cartas recibidas de éste, y noticias de sus relaciones. Se sabe, sobre todo, que estudió hidráulica, arquitectura y agricultura, y que de hecho escribió un tratado sobre las aguas y otro sobre temas arquitectónicos (Ficino, recordemos, había escrito sobre Alberti). Por añadidura de su vida activa civil se benefició especialmente la zona véneta: construcción de diques, control del agua y extensión de zonas cultivables por desecaciones sucesivas, diseño de un famoso odeón padua­ no, idea de un teatro en el gran canal veneciano (sobre una isla artificial),

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J. Starobinski, Historia del tratamiento de la melancolía, pp. 74-83.

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apoyo continuo a literatos, artistas y arquitectos, incluyendo al joven genio Andrea Paladio. Pero a Comaro se le recuerda sobre todo por De la vida sobria, donde revisa secamente algunos de esos episodios de su propia vida al captar los excesos y la falsedad social. Preocupado por los graves efectos de su vida disoluta y de sus desórdenes alimenticios, antes de los cuarenta decidió que la única vía para vivir sin zozobras era la sobriedad. Mucho después, haciendo un balance del equilibrio alcanzado, escribió un tratadillo publi­ cado por vez primera en Padua, en 1558, al que siguieron tres obrillas simi­ lares en los años 1561, 1563 y 1565, que adjuntó; pero en los distintos apanados del volumen que resulta va diciendo sorprendentemente el autor que tiene 81, 83, 86 y 95 años. Pues a medida que envejecía le placía aumentar su edad, acaso por vanidad: Tintoretto lo retrata por esos años, hierático, calvo y seco, de manos afiladas; el cuadro se halla en el floren­ tino Palacio Pitti. Pues bien. De la vida sobria tuvo un reconocimiento importante en Europa. Formó parte de la cultura italiana desde su aparición, y un Cardano lo alababa a menudo, cuando todavía estaba vivo su autor25. Se editó muchas veces en la Francia de los siglos XVII y XVIII, y su traduc­ tor, el jesuíta Léonard Lessius, de Anvers, publicó incluso un texto com­ plementario, en 1613. Más aún fue una obra reconocida en Inglaterra por el célebre Addison, a principios del siglo de las Luces, que alabó su exce­ lente humor, su sentido común y su naturalismo en The Spectator (n.° 195); y más tarde el médico suizo Tissot, en 1775, lo destacó en su escrito Sobre la salud de los hombres de letras26. Más notable aún es que el eco del tratado de Comaro llegara hasta el siglo XIX: así en Nietzsche, seguramente por influjo de Burckhardt. Pues bien, en La cultura del Renacimiento en Italia este ensalzador de la cultura clásica, griega o italiana, dedica unas páginas notables a la auto­ biografía, la de Cellini, la de Cardano, y copia largos párrafos del libro de Comaro, hombre «tan estimable como feliz»2’; le alalia por su vejez pru­ dente y activa (siguió sirviendo a la República veneciana hasta el final), por sus trabajos encauzadores de la naturaleza, por ser un moderado y efi­ caz homo faber. Para Burckhardt, este curioso, pero no excepcional, escri-

15 En Proxeneta (XLIII), Theonoston {libro TI) y De sanitale tuenda (I. 9): N. Siraisi. The Clock and thè Mirrar: Girolamo Cardano and Renaissance Medicine. Princeton, N.J., Princeton Univ.. 1997. pp. 79-85. “ S.A. Tissot. De la samé des gens de lettres. Paris. La diffirence, 1991. pp. 119-120. Pues todas sus normas apuntan hacia el ideal saludable, gracias a la sencillez de costumbres. 11 I. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Iberia, 1979, pp. 249-251.

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tor ha de integrarse en todo un conjunto de descubrimientos -viajes rela­ tados, ampliación de las ciencias naturales, conciencia intensa del paisaje, descripciones psicológicas, retrato de ciudades y ciudadanos, atención a los rasgos extemos, crecientes protecciones internas, concentración en la escritura- que se unen en un ideal de vida activa, impulsada por Lorenzo el Magnífico y los hombres que le rodearon. El texto sería un ejemplo singular, indirecto pues, del nuevo mode­ lo civilizador y social (el empuje de cierta burguesía facilitó la distinción de formas, el nuevo ideal del cortesano); como dice Norbert Elias, al diferenciarse mejor las funciones ciudadanas y al generarse nuevas dependencias sociales se exigió cada vez más un ajuste del comporta­ miento individual; hubo un reacomodo intemo (entre racional e irracio­ nal) que determina las formas de actuación: «el individuo se ve obligado a organizar su comportamiento de modo cada vez más diferenciado, más regular y más estable»28. Pero volvamos a su escrito. Dice Comaro: «reparo en la belleza de los lugares y de los paisajes que atravieso, ya sean llanuras cercanas o montañas lejanas, ríos o fuentes, con muchos bellos edificios y jardines en su entorno. Y ninguno de estos placeres y deleites pierde ni un ápice de su dulzura o de su atractivo por merma de mis facultades, pues dis­ tingo bien las tonalidades de la luz, oigo sin dificultad lo que se me dice y todos los restantes sentidos están en perfecto estado, y más en especial el del gusto, que con más satisfacción disfruto ahora de los sencillos ali­ mentos que consumo». Todo es resultado de una doma de la naturaleza y de los deseos, pero está enunciado de un modo menos incisivo que su coetáneo Erasmo, menos sabroso que Montaigne, nacido en 1533, quien planteará ya una nueva autarquía, basada en la acumulación, la concen­ tración y la vigilancia29. De la vida sobria es el retrato de un individuo tranquilo, de mediados de siglo XVI. que se sitúa en un remanso vital: está muy lejos de la inten­ sificación del ‘entusiasmo ficiniano', el que expresará el complejo senti­ miento interior de tantos sabios, desde Cardano hasta Bruno y Campanella. Además, a la hora de pensar en la salud y la longevidad, Comaro, como hombre técnico, procura rechazar las referencias alquímicas o mágicas, incluso intenta lo propio con las astrológicas (sin lograrlo del todo). Hay un leve aire platónico renovado en muchos pasajes de su texto; puede reso­ nar incluso un eco del Cortesano de Castiglione, que había sido amigo del

:s N. Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE. 1989. p. 451. w J. Starobinski, Montaigne en mouvement, París. Gallimard, 1982, pp. 148-152.

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ficiniano Cattani da Diacetto. Pero no mucho más hay en esa línea. La exaltación individual ha pasado a un plano más interiorizado; no se ve esa enorme tensión intelectual, situada entre una captación sensible del mundo y una intelección racional, que antecede al modo moderno de pensar. En cambio, sí destaca un humoralismo equilibrado; una evitación de la melancolía, ese desarreglo tan temido, por medio de una existencia regulada; una gradación de lo que ha de presentarse ante los sentidos para que vivir sea un lento disfrutar. En las páginas de Cornaro parece definir­ se ese sustituto de la inmortalidad que sería la conservación prolongada de latidos regulares, la vida guardada casi entre sus propias manos, con pocos añadidos visibles (si dejamos de lado los bienes materiales, que él da por supuestos). De la vida sobria es un tratado naturalista a la vez tradicional, hipocrático-galénico, y precientífico, dado que este famoso longevo se esforzó ante todo por emanciparse de las ideas supersticiosas sobre la salud con argumentos simples, directos, tomados de la experiencia inme­ diata. Muchos otros, en el futuro, sólo verán en su texto una curiosa refle­ xión, literaria, sobre la alimentación sana o la vida bien temperada. Pero los ilustrados, como Tissot, insistirán más en su moderno hipocratismo, al tratar los problemas de la gente dedicada a la lectura y la escritura, esos estudiosos conflictivos que, significativamente, habían sido el punto de partida para Tres libros sobre la vida de Ficino. Los contemporáneos, una vez caído el Antiguo Régimen -y una vez caídos los humores y la melan­ colía del reino médico-, miran a Comaro como un modelo algo ingenuo y, sin embargo, todavía atractivo. III. Entre la vida de Marsilio Ficino (1433-1499), que tiene lugar en la cúspide humanística, y el final de la existencia de Luigi Comaro (c.1467-1566), tan prolongada, mediaron muchos y profundos cambios. El arranque de la exploración y dominio del oeste, la conjunción entre comercio y aventura, entre navegación, geografía y astronomía, la victo­ ria de la imprenta en la recuperación de la Antigüedad se unieron en el nacimiento de un mundo cada vez más medido -cuantificar las cosas dia­ rias, el paso del tiempo, los hechos mínimos, será tan decisivo para la ciencia como clasificar plantas, diseccionar cuerpos, observar trayectorias o diseñar máquinas nuevas-, al tiempo qué la literatura crecía y la bio­ grafía ganaba autonomía, con todo lo que ello supuso para la definición del individuo moderno, de su intimidad, de su posible encierro interior. El apogeo del Renacimiento puede situarse entre 1490 y 1530, preci­ samente cuando finalizaba la trayectoria vital ficiniana. Por contraste, para algunos, desde 1530 se inicia su declive, o para otros, una rica fase de tran18

sición («manierista»), que dura hasta 1630. En todo caso, fueron momen­ tos bastante dispares. Y los dos textos aquí presentados lo son también: ambos pueden ser representativos de dos formas de situarse en las letras y de dos estilos de vida diversos: uno, meditativo e intelectual; el otro, acti­ vo en la vida pública. Sin embargo, ambos autores, apoyados vigorosa­ mente en los antiguos, son padres del modo de ser moderno', aunque sus preocupaciones sean en buena parte divergentes, están orientados por cier­ tos rasgos comunes: el control del cuerpo, el diseño de su propia vida a partir de los clásicos, participando en buena parte de un mundo común, hoy desaparecido -ideas, naturaleza, orden social-, entre ellos. Además, dada su dedicación a las letras, cabe recordar que los huma­ nistas prefieren a los clásicos frente a los medievales no porque éstos tra­ bajen con términos y cálculos muy abstractos, sino sobre todo «porque sus abstracciones jamás se incorporan al reino de la realidad y no ayudan ni a su control ni a su comprensión»30. Por ello, como también afirmaba Garin, al concluirse esos años intensos se produjo un verdadero cambio de equi­ librio en la cultura, de modo que humanistas, artesanos, artistas y hombres de acción se alejaron de los callejones sin salida del Medievo, buscaron «nuevos estímulos, nuevos impulsos, nuevos fermentos culturales», de suerte que, frente a ciertas preguntas que carecían de respuesta, «surgieron posibilidades nuevas e impensadas»31. La figura de Marsilio Ficino se encuentra en la génesis, todavía con­ fusa, de esta revolución cultural. Ciertos estudios científicos y filosóficos que nos parecen poco cercanos a nuestra sensibilidad, ciertas teorías y prácticas artísticas de altura, pero demasiado elevadas para la actualidad, incluso determinadas actuaciones extrañas, imaginativas o «mágicas» -las propugnadas o realizadas en un plano superior por muchos sabios- se entremezclaron en esos años de modo novedoso en muchos autores, gra­ cias al inicial impulso ficiniano, de sus seguidores y de sus detractores. Le sucedió una Europa perturbada por inquietudes individuales y colectivas, por situaciones políticas muy complicadas y desgarradoras, por crisis reli­ giosas y geopolíticas o por enormes mutaciones en el árbol de los saberes matemáticos o medicinales, esto es, los relativos al propio cuerpo, a la con­ servación de la salud, física o mental, un problema que empezó a preocu­ par obsesivamente a los estudiosos y a muchos ciudadanos. La trascendencia intelectual de las figuras surgidas entre el nacimien­ to de Ficino y la muerte de Cornaro es decisiva no sólo por su repercusión

w E. Garin, «Los humanistas y la ciencia». La revolución cultural del Renacimiento, Barcelona. Crítica, 1984. p. 255. 11 E. Garin. Ciencia y vida civil en el Renacimiento italiano, Madrid, Taurus, 1982, p. 12.

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entre sus contemporáneos y sus inmediatos sucesores sino también porque preparó el terreno para la revolución científica del siglo XVII, al propiciar la disolución de temas secularmente arraigados. Distintas figuras del Quinientos, bien afectadas por el aristotelismo, bien contrarias a su legado -que envejecerá en terrenos como la física y la medicina-, buscaron siste­ mas cosmológicos nuevos y distintas interpretaciones naturalistas, abando­ nando un buen número de conceptos y sobre todo de prejuicios32. En ese momento de mezcolanza radical, las teorías alquímicas, lumínicas, vitalistas, criptográficas y numéricas se conjugaron entre sí y ayudaron quizá a liquidar la idea cósmica anterior (aunque la astrologia fuese un recipien­ te estático del pensamiento). En conjunto esa expansión de la vida se combinó ya con el rigor mate­ mático, la explosión de fuerzas individuales se combinó con la busca de un orden distinto en el pensamiento y en la naturaleza, de modo que la biolo­ gía se verá tocada por el número, del mismo modo que una medicina más natural e inmediata -cuerpo, alimento, apetitos- se verá doblada por la idea de mecanismo, por el artificio. Todo será sustituido por un mundo autónomo, desvitalizado y geometrizable, desgajado de un ser humano que se sintió de inmediato, por ello mismo, más aislado, menos arropado que antes. M. J.

P. O. Kristeller, El pensamiento renacentista y sus fuentes, México, FCE, 1982, pp. 69-70.

MARSILIO FIC1NO

TRES LIBROS SOBRE LA VIDA

I

Sobre los cuidados de la salud de quienes se dedican al estudio de las letras

La vida sana Marsilio Ficino de Florencia saluda a Giorgio Antonio Vespucci y a Giovanni Battista Boninsegni1. A menudo en estos tiempos, mientras pa­ seábamos, según la costumbre de los filósofos peripatéticos, he hablado con vosotros acerca de los cuidados de la salud de quienes se dedican con ahín­ co al estudio de las letras. Ahora, en fin, he tomado la decisión de resumir los argumentos de aquellas conversaciones en un breve compendio y de presentarlo, antes que a nadie, a vosotros. No daré mi aprobación a este librito hasta tanto no sepa que lo aprobáis también vosotros, hombres y ami­ gos fidelísimos, ni permitiré que sea sometido al severo juicio de nuestro Lorenzo de Médicis2, cuya buena salud se propone, de hecho y ante todo, tutelar, si llega el caso. Pues en verdad, difícilmente podría ser útil a los li­ teratos de nuestro tiempo, y más en especial a los de nuestra ciudad, si no lo ha sido primero para su protector y mecenas. Leedlo, pues, con atención y poned la máxima diligencia en el cuidado de vuestra salud. Si ésta falta, nunca conseguiremos ni llegar tan siquiera a las excelsas puertas de las Mu­ sas, y en vano llamaremos a ellas, a menos que nos conduzca hasta allí y nos las abra, con su intervención extraordinaria. Dios todopoderoso. Deseamos, en efecto, que esta nuestra disertación médica tome en consideración como tema particular lo siguiente: que si es evidente que para adquirir la sabiduría se debe buscar con empeño la salud del cuer­ po, más aún ha de buscarse la de la mente, que es la única que puede al­ canzar y poseer la sabiduría. Por lo demás, todos cuantos intentan con­ seguir la sabiduría con una mente no sana, buscan la ciencia de una manera bastante errada. La salud del cuerpo la promete Hipócrates; la del alma, Sócrates. Pero la verdadera salud de ambos, la del cuerpo y la del alma, sólo la asegura aquel que exclama: «Venid a mí todos los que es­ táis rendidos y agobiados por el trabajo, que yo os daré descanso. Yo soy el camino, la verdad y la vida»3. 23

A todo el que camina por aquel difícil, arduo y largo sendero que con constante y perseverante esfuerzo conduce al templo excelso de las nue­ ve Musas le parece que para avanzar por esta senda necesita nueve guías. De ellas, las tres primeras están en el cielo, las tres siguientes en el alma y las tres últimas en la tierra. De las del cielo, es Mercurio el primero que nos incita y nos exhorta a emprender la búsqueda del camino de las Mu­ sas, porque es a él precisamente a quien se le atribuye la tarea de toda in­ vestigación. Luego, Febo mismo ilumina con fecundo esplendor tanto los espíritus que indagan como las realidades indagadas, de modo que poda­ mos fácilmente encontrar lo que buscamos. Se acerca a continuación la bellísima Venus, madre de las Gracias4, que custodia y ornamenta todas las cosas con aquellos rayos suyos que dan vida y alegría. De este modo, todo cuanto ha sido indagado a instancias de Mercurio, encontrado luego gracias a las indicaciones de Febo y circundado por la maravillosa y sa­ lutífera belleza de Venus, aporta siempre placer y utilidad. Vienen luego las tres guías de este camino que tienen su sede en el al-* ma, a saber, la voluntad ardiente y constante, el ingenio agudo, la memo­ ria tenaz. Y tres son asimismo las guías en la tierra: un padre de familia prudente, un preceptor excelente, un médico experimentado. Sin estas nue­ ve guías nadie puede ni podrá nunca acceder al templo de las nueve Mu­ sas. Las seis primeras nos las asignan, desde el principio, principalmente Dios omnipotente y la naturaleza, mientras que las tres últimas nos la pro­ cura nuestra diligencia. De los preceptos y los deberes que atañen al padre de familia y al preceptor en lo concerniente al estudio de las letras diserta­ ron de hecho muy a menudo muchos sabios antiguos, acá y allá, en sus tra­ tados, y más en especial, en sus libros de la República y las Leyes, nuestro Platón. Luego, lo trataron también, de magnífica manera, Aristóteles en la Política. Plutarco y Quintiliano. Por tanto, a los estudiosos de las letras ahora sólo les falta un médico que tienda la mano durante el camino y ayu­ de con consejos saludables y con medicinas a quienes no han sido aban­ donados ni por el cielo ni por su espíritu ni por el padre de familia ni por el preceptor. Así pues, compadecido de la suerte llena de afanes de aque­ llos que recorren el difícil camino de Minerva que disminuye las fuerzas, me acerco, como médico, en primer lugar a los débiles y enfermizos, y quiera el cielo que mi capacidad sea tan íntegra y tan eficaz como es bien intencionada mi voluntad. Levantaos con presteza, adolescentes, bajo la guía de Dios. Levantaos, jóvenes y hombres en la madurez de la edad, in­ flamados por un amor a Minerva demasiado ardiente. Acercaos con buen ánimo al médico que, iluminado y sostenido por Dios, os prodigará conse­ jos y remedios saludables para llevar a cabo vuestro propósito. Los que se dedican al estudio de las letras deben cuidar, ante todo, el cerebro, el corazón, el hígado y el estómago con el mismo esmero con 24

que los corredores cuidan sus piernas, los atletas los brazos, los cantan­ tes la voz. Deben, incluso, poner mayor cuidado, en la medida en que aquellas partes del cuerpo son más importantes que éstas segundas y es­ tos miembros son utilizados más a menudo y para cuestiones de mayor importancia. De igual modo, todo artesano diligente dedica los máximos cuidados a sus instrumentos: el pintor a los pinceles, el herrero a los yun­ ques y martillos, el soldado a los caballos y las armas, el cazador a los perros y las aves de cetrería, el citarista a la cítara, y cada uno a los ins­ trumentos de su oficio. En realidad, sólo los sacerdotes de Minerva, solamente quienes van en busca del sumo bien y de la verdad son tan negligentes, oh infamia, y tan desventurados que se diría que descuidan por completo aquella herra­ mienta con la que podrían, en cierto modo, medir y abarcar el universo en­ tero. Herramienta de esta guisa es, propiamente, el espíritu5, que los médi­ cos han definido como vapor de la sangre, puro, sutil, cálido y claro. Generado por el calor mismo del corazón, que lo extrae de la parte más su­ til de la sangre, vuela al cerebro y allí se sirve de él sin descanso el alma para mover los sentidos, tanto los internos como los externos. Y por este motivo, la sangre sirve al espíritu, el espíritu a los sentidos y los sentidos, en fin, a la razón. La sangre es producida, a su vez, por una energía natu­ ral que actúa en el hígado y en el estómago. La parte más sutil de la san­ gre fluye hasta la fuente del corazón, donde actúa la energía vital. Allí, pues, se generan los espíritus y de allí suben al cerebro y (por así decirlo) a la acrópolis de Paladio, donde domina la fuerza animal, es decir, la ca­ pacidad de sentir y de moverse. Y así, la contemplación es de ordinario de la misma índole que la condescendencia del sentido, y el sentido es tal co­ mo es el espíritu, y el espíritu es, de hecho, tal como es la sangre y como son las tres fuerzas que hemos dicho, a saber, la natural, la vital y la ani­ mal, de las que, por las que y en las que son generados, nacen y se nutren los espíritus. De aquí se sigue que los hombres amantes de las letras no sólo deben cuidar con gran diligencia los miembros, las fuerzas y los espíritus que he­ mos mencionado, sino que deben evitar, además, con la máxima cautela, la pituita y la bilis negra, al modo como los navegantes evitan Escila y Caribdis. Pues, en efecto, mientras el resto de su cuerpo se mantiene ocioso, desarrollan una gran actividad cerebral y mental y por eso son propensos a producir pituita y bilis negra que los griegos llaman, respectivamente, flegma y melancolía. La primera a menudo debilita y sofoca el ingenio, la segunda, por el contrario, si es demasiado abundante y se inflama, ator­ menta el alma con una inquietud continua y delirios frecuentes y perturba la capacidad de juicio hasta tal punto que puede afirmarse, y no sin razón, que los hombres de letras gozarían de singular salud si no se vieran a ve­ 25

ces perturbados por la pituita y que serían los más felices y sabios de to­ dos los hombres si la imperfección de la bilis negra no les indujera con fre­ cuencia a entristecerse y llegar a veces hasta el desvarío. Las causas que hacen que los hombres de letras sean melancólicos son de tres tipos principales: la primera celeste, la segunda natural, la tercera humana. Celeste porque, según dicen los astrónomos. Mercurio, que nos invita a buscar las ciencias y las artes, y Saturno, que hace que seamos per­ severantes en esta búsqueda y que, una vez alcanzadas, las conservemos, son en cierto modo fríos y secos -o si por acaso Mercurio no es frío, la pro­ ximidad del Sol hace que sea a menudo sumamente seco- y precisamente así (es decir, fría y seca), es, según los médicos, la naturaleza melancólica. Y de esta misma naturaleza hacen partícipes, en principio, Mercurio y Sa­ turno a los estudiosos de las letras y a sus seguidores y se la conserven y aumenten día tras día. La causa natural parece consistir en el hecho de que para adquirir el conocimiento de las ciencias, sobre todo de las difíciles, es necesario que el alma se recoja del exterior al interior como desde la periferia al centro y que, mientras especula, se mantenga firmemente asentada en el centro, por así decirlo, del hombre. Ahora bien, recogerse de la periferia al cen­ tro y mantenerse fijo en él es propio sobre todo de la tierra, con la que tie­ ne bastante parecido la bilis negra. Por consiguiente, esta bilis negra esti­ mula continuamente al espíritu a recogerse en unidad, a afirmarse en ella y a consagrarse a la contemplación. Y ella misma, en cuanto que es se­ mejante al centro del mundo, incita a indagar el centro de todas y de ca­ da una de las cosas y eleva hasta la comprensión de las realidades más su­ blimes, pues se encuentra en armonía máxima con Saturno, que es el más elevado de los planetas. Y la contemplación misma adquiere, a su vez, co­ mo mediante una concentración continua y una cuasi-comprensión, una naturaleza muy parecida a la de la bilis negra. La causa humana, es decir, la que depende de nosotros, es ésta: da­ do que la actividad frecuente de la mente reseca bastante el cerebro, se sigue que, consumido en gran parte el humor, que es el sustento del ca­ lor natural, de ordinario se extingue también el calor mismo, de tal suer­ te que la naturaleza del cerebro se torna seca y fría, que es de hecho una cualidad terrestre y melancólica. Además, por el movimiento continuo de la búsqueda, también los espíritus, movidos sin tregua, se disuelven. Es, pues, necesario restablecer estos espíritus disueltos, tomándolos de la parte más sutil de la sangre. Y por eso, consumidas a menudo las partes más sutiles y limpias de la sangre, la sangre restante es necesariamente densa, seca y negra. A todo ello se añade que la naturaleza, enteramente volcada durante la contemplación en el cerebro y el corazón, abandona el estómago y el hígado. Y por eso, como los alimentos, sobre todo los 26

demasiado suculentos o demasiado duros, están mal digeridos, la sangre se torna fría, densa y negra. Y, en fin, a causa del ocio excesivo de los miembros, no se expulsa lo superfluo ni se exhalan los vapores densos y oscuros. Todas estas circunstancias suelen tomar al espíritu melancólico y al ánimo triste y medroso, pues las tinieblas interiores llenan de triste­ za y de terror el alma mucho más que las exteriores. Pero de entre todos los hombres de letras, están sobre todo oprimidos por la bilis negra aque­ llos que, entregados con pasión a la filosofía, apartan su mente del cuer­ po y de las cosas corpóreas y la unen a las incorpóreas, ya sea porque una ocupación demasiado absorbente exige a su vez una mayor concentra­ ción de la mente o porque durante todo el espacio de tiempo que unen la mente a la verdad incorpórea se ven forzados a separarla del cuerpo. Y así, su cuerpo se vuelve a veces exánime y melancólico. A esto es a lo que alude nuestro Platón, en el Timeo, cuando dice que el alma, al con­ templar con gran frecuencia e intensidad las cosas divinas, hasta tal pun­ to crece y se fortalece con tales alimentos que se eleva por encima de su cuerpo mucho más de cuanto la naturaleza corpórea puede soportar y ella misma, agitándose con gran violencia, parece como que se escapa y hu­ ye y como que desmorona el cuerpo6. Baste hasta aquí con haber señalado a qué es debido que los sacer­ dotes de las Musas o son melancólicos desde el principio o se tornan así a consecuencia del estudio, por razones en primer lugar celestes, en se­ gundo lugar naturales y en tercer lugar humanas. Así lo afirma el propio Aristóteles en el libro de los Problemas7. Dice, en efecto, que todos los hombres que sobresalen en cualquier materia han sido melancólicos, co­ rroborando así la opinión que expone Platón en su libro Sobre la ciencia o Teeteto, a saber, que todos los hombres geniales han solido ser bastante excitables y sometidos al poder del furor8. También Demócrito dice que sólo los que están sacudidos por una especie de gran furor pueden ser hombres de gran ingenio9. Y en esta materia mantiene, al parecer, el mis­ mo punto de vista nuestro Platón, cuando dice en Fedro que en vano se llama a las puertas de la poesía si el furor no nos arrebata10. Y aunque tal vez aquí se refiere al furor divino, con todo, según los médicos, ningún otro, salvo los melancólicos, es excitado por un furor de este género. Llegados a este punto, debemos ya exponer las razones por las que Demócrito, Platón y Aristóteles afirman que algunos melancólicos supe­ ran a veces en ingenio a todos los demás hombres en un grado tal que más parecen divinos que humanos. Así lo declaran, sin sombra de duda, los mencionados Demócrito, Platón y Aristóteles, pero sin explicar, al pare­ cer, con suficiente claridad las razones de un hecho tan notable. Debe, pues, tenerse el valor necesario para investigar, con la ayuda de Dios, es­ tas causas. La melancolía, es decir, la bilis negra, es de dos clases. A una 27

de ellas la llaman los médicos natural, mientras que la otra surge en vir­ tud de un recalentamiento. La melancolía natural no es otra cosa que la parte más densa y más seca de la sangre". La, por así decirlo, recalenta­ da, se divide en cuatro especies. Se deriva, en efecto, de la combustión o de melancolía natural, o de una parte más pura de la sangre, o de la bilis, o de la pituita salada. En todo caso, la melancolía que nace de un reca­ lentamiento es perjudicial para la capacidad de juicio y para la sabiduría. Pues, en efecto, cuando el humor se enciende y arde, suele producir aque­ lla excitación o aquel delirio que los griegos llaman manía y nosotros fu ­ ror. Pero cuando se extingue, porque las partes más sutiles y más limpias se han disuelto y sólo queda un negro hollín, provoca aturdimiento y en­ tontecimiento. Y a esta disposición del ánimo se la llama propiamente melancolía, demencia o locura. Así pues, sólo aquella otra bilis negra que hemos llamado natural nos resulta provechosa para la adquisición del juicio y de la sabiduría, y aun entonces no siempre. Si está sola, con su masa negra y densa ofusca el es­ píritu, aterroriza el ánimo, embota el ingenio. Si mezcla con la simple pi­ tuita, se sitúa sangre fría alrededor del corazón sangre fría, y como conse­ cuencia de esta frígida densidad se genera indolencia y entorpecimiento. De acuerdo con la naturaleza de todas las cosas lo bastante densas, cuan­ do la melancolía de esta índole se enfria, tiende a llegar al frió máximo. Y en esta situación no se espera nada, se teme todo y hasta la contemplación de la bóveda celeste provoca tedio’2. Si la bilis negra, ya sea sola o mez­ clada con algún otro humor, se corrompe, provoca fiebres cuartanas, hin­ chazón del bazo y otras muchas dolencias de este género. Cuando es de­ masiado sobreabundante, sea sola o unida a la pituita, hace a los espíritus más densos y más fríos, aflige al alma con un hastío permanente, embota la agudeza de la mente y la sangre no se eleva en torno al corazón de los arcadios13. La bilis negra no ha de ser ni tan poca que no consiga regular la sangre, la bilis y el espíritu, y ocurra entonces que el ingenio sea in­ constante y la memoria frágil, ni tampoco, por el lado contrario, tan abun­ dante que, cargados con un peso excesivo, parezcamos estar somnolientos y necesitar espuelas. Es, pues, preciso que la melancolía sea todo lo sutil que permita su naturaleza. Si se consigue llegar al grado más sutil compa­ tible con su naturaleza, podría tal vez ser también abundante sin llegar a ser nociva, incluso hasta el punto de equipararse a la bilis amarilla, al me­ nos en lo relativo al peso. Abunde, pues, la bilis negra, a condición de que sea sutilísima. Que no cese de circundarse del humor de la pituita más sutil, para que no se re­ seque del todo y se haga durísima. Pero que no se mezcle enteramente con la pituita, sobre todo si ésta es más bien fría y abundante, para no enfriar­ se. Mézclese con la bilis amarilla y con la sangre de tal modo que de estos 28

tres humores resulte un solo cuerpo en cuya composición la proporción de la sangre sea el doble que las otras dos juntas. Sean, por ejemplo, ocho par­ tes de sangre, dos de bilis amarilla y otras dos de bilis negra. Que la bilis negra sea un tanto inflamada por los otros dos humores y, encendida, res­ plandezca, pero no arda, para que no ocurra lo que le acontece de ordina­ rio a una materia algo dura que, cuando es demasiado ardiente, se consu­ me y desbarata con demasiada violencia; y, de modo análogo, cuando se enfría, llega a helarse. A imitación del hierro, la bilis negra, cuando tiende mucho al frió, se hace sumamente fría, mientras que cuando tiende mucho al calor se calienta en grado máximo. No debe parecer extraño que la bilis negra pueda encenderse fácilmente y, una vez encendida, arda con excesi­ va violencia; vemos, en efecto, que de modo parecido a ella, la cal, rodea­ da de agua, súbitamente arde y se incendia. Tanta es la fuerza con que la melancolía tiende a estos dos extremos opuestos en virtud de una cierta unidad de su naturaleza estable y fija. Esta tendencia a los extremos no aparece en los otros humores. Y así, cuando la melancolía es sumamente cálida, confiere audacia máxima y hasta fiereza. Cuando, por el contrario, es extremadamente fría, hace a los hombres cobardes y sumamente pere­ zosos. En cambio, cuando se encuentra en los grados intermedios entre el frío y el calor, produce diferentes estados de ánimo, no de manera distinta a lo que ocurre con el vino, sobre todo con el que es puro y fuerte, que sue­ le generar diversos estados de animo en quien lo bebe hasta embriagarse o sin la debida moderación. Es, pues, necesario que la bilis negra esté convenientemente templada. Cuando está moderada, como hemos dicho, y mezclada con la bilis y la san­ gre, al ser por un lado, y en virtud de su propia esencia, seca, y convertirse, por otro lado, en sutilísima hasta donde lo permite su naturaleza, es fácil­ mente encendida por los otros dos humores. Y como es sólida y compacta, una vez encendida arde durante bastante tiempo. Dado que a consecuencia de la unión de la sequedad con la densidad posee muchísima energía, se ca­ lienta con gran intensidad. Ocurre exactamente como cuando se encienden juntas la leña y la paja, que arden y resplandecen más y durante más tiem­ po. Y de un calor prolongado y fuerte se derivan un gran resplandor y un movimiento asimismo prolongado y fuerte. A esto se refiere aquella sen­ tencia de Heráclito: «Una luz seca, un alma sapientísima»14. Alguno podría tal vez preguntarse cómo es el cuerpo de aquel humor que se deriva de la composición de los tres humores en la proporción que ya hemos señalado. Cuanto al color, este cuerpo es como el oro, aunque con cierta tendencia al púrpura. Y cuando se enciende, ya sea por el calor natural o por un movimiento del cuerpo o del alma, arde y resplandece ca­ si como el oro incandescente y rojeante mezclado con púrpura y, como Iris, saca varios colores de su corazón ardiente. 29

Habrá también quien se pregunte cómo ayuda al ingenio un humor compuesto de esta guisa. En realidad, los espíritus que nacen de este hu­ mor son, en primer lugar, verdaderamente sutiles, no de diferente manera a la del agua que se llama «agua de la vida» o «de la vid», y también «agua ardiente», que se obtiene, de ordinario, de la parte más densa del vino pu­ ro mediante una destilación cerca del fuego. De hecho, los espíritus, com­ primidos en los estrechos pasajes de la bilis negra, adelgazan mucho a cau­ sa del calor fortísimo derivado de la unión y, empujados a través de conductos más angostos, se tornan aún más sutiles. En segundo lugar, por la misma razón, son más cálidos y asimismo más puros. En tercer lugar, son de movimientos ágiles y de actuaciones harto impetuosas. En cuarto lugar, al proceder directamente de un humor denso y estable, mantienen durante muchísimo tiempo la actividad intelectual. Confiando, pues, en es­ te servicio, nuestra alma busca con ardor y persevera más en la búsqueda. Encuentra con facilidad lo que ha buscado, lo analiza con esmero, lo juz­ ga con claridad; y, una vez juzgado, lo recuerda durante largo tiempo. Añádase que, como hemos explicado más arriba, el alma, mediante un instrumento o estímulo de este género, que en cierto modo está en armo­ nía con el centro del mundo y que, por así decirlo, recoge al espíritu en su centro, busca siempre el centro y penetra hasta en los rincones más recón­ ditos de todas las cosas. Está también en armonía con Mercurio y Saturno. Este segundo planeta, que es el más encumbrado de todos15, eleva a quien le busca a la contemplación de las cosas más sublimes. Por este motivo, los filósofos finalizan con el ser singular, especialmente cuando su alma, así alejada de los movimientos externos y del propio cuerpo, se acerca lo máximo posible a las cosas divinas y se convierte casi en su instrumento. Henchida, pues, de lo alto con oráculos e influjos divinos, piensa cons­ tantemente cosas nuevas e inusuales y predice el futuro. Así lo afirman no sólo Demócrito y Platón sino también Aristóteles en el libro de los Pro­ blemas y Avicena en los libros De las cosas divinas y Sobre el alma16. ¿Con qué finalidad hemos hablado tan por extenso del humor de la bi­ lis negra? Para recordar hasta qué punto debemos buscar y alimentar la otra bilis, la cándida17, como la mejor, y que en esa misma medida debe­ mos evitar, como la peor, la que es su contraria, como hemos dicho. De he­ cho, ésta segunda es tan funesta que Serapión dijo que su ímpetu está pro­ vocado por un demonio malvado18, y el sabio Avicena no ha contradicho esta afirmación19. Retomando al punto en que nos hemos desviado para esta digresión ya excesivamente larga, larguísimo es el camino que lleva a la verdad y a la sabiduría y está repleto de pesadas fatigas por tierra y mar. Así pues, todo aquel que avanza por esa senda afronta a menudo, como diría el poeta, peligros terrestres y marítimos. Pues en efecto, si navega por un 30

mar, se ve continuamente agitado por las olas, es decir, entre los dos hu­ mores, precisamente la pituita y la melancolía nociva, como entre Escila y Caribdis. Si, en cambio, elige (por así decirlo) el camino por tierra, le salen al instante al paso tres monstruos. El primero está alimentado por la Venus terrestre y por Príapo, el segundo por Baco y Ceres, en el ter­ cero se le opone a menudo la nocturna Hécate. Necesita, por tanto, invo­ car con frecuencia al Apolo del cielo, al Neptuno del mar y al Hércules de la tierra, para que estos tres monstruos enemigos de Palas sean atra­ vesados por las flechas de Apolo, domados por el tridente de Neptuno y abatidos por la clava de Hércules. El primer monstruo es el coito al que incita Venus, sobre todo cuando desborda, aunque sea por poco, las propias fuerzas211. En este caso, en efec­ to, seca inmediatamente los espíritus, sobre todo ios más sutiles, debilita el cerebro y daña el estómago y las partes situadas en tomo al corazón. Y na­ da puede ser más nocivo para el ingenio que este mal. ¿Por qué, si no, en­ tendió Hipócrates que el coito era comparable a la epilepsia2', sino porque afecta a la mente, que es sagrada? Este mal es tan nocivo que, en su libro Sobre los animales, Avicena escribió: «Si durante el coito alguien derrama más esperma de lo que soporta la naturaleza, esto le daña más que si per­ diera una cantidad de sangre cuarenta veces superior»22. Y por eso querían los antiguos, con razón, que las Musas y Minerva fueran vírgenes. A esto se refiere aquello que narran Platón: cuando Venus amenazó a las Musas con armar y dirigir contra ellas a su hijo si no veneraban y cultivaban los ritos sacros del amor, las Musas replicaron: «Dirige, Venus, esta amenaza a Marte, porque tu Cupido no vuela tras de nosotras»23. Y, en fin, no hay ningún sentido tan alejado de la inteligencia por su propia naturaleza co­ mo el del tacto. El segundo monstruo es el hartazgo de vino y comida. Si el vino24 es excesivo o fuerte y de muchos grados llenará sin ninguna duda la cabeza de pésimos humores y vapores. Dejo aparte el hecho de que la embriaguez convierte a los hombres en locos y desatinados. Cuando se come en de­ masía, la digestión reclama toda la fuerza natural de que dispone el estó­ mago, de donde se sigue que ésta no puede dirigirse al mismo tiempo a la cabeza y a la especulación. En segundo lugar, las malas digestiones ofus­ can la agudeza y la vivacidad de la mente con muchos y diversos vapores y humores. E incluso en el caso de que se haya digerido de forma sufi­ ciente, incluso entonces, como dice Galeno, «el alma sofocada por la gra­ sa y la sangre no puede percibir nada que sea celeste»25. El tercer monstruo, en fin, es prolongar con frecuencia las vigilias hasta altas horas de la noche, sobre todo después de la cena, de modo que luego se hace preciso dormir hasta mucho después de la salida del Sol. Co­ mo quiera que en esto yerran y se engañan muchísimos estudiosos, expli31

care con mayor detenimiento hasta qué punto este comportamiento es no­ civo para el ingenio. Aduciré para ello siete razones principales. La pri­ mera se encuentra en el cielo mismo; la segunda en los elementos, la ter­ cera en los humores, la cuarta en el orden de las cosas, la quinta en la naturaleza del estómago, la sexta en los espíritus, la séptima en la fantasía. En primer lugar, son tres los planetas que, como hemos dicho antes, ayudan de modo especial a la contemplación y a la elocuencia: el Sol, Ve­ nus y Mercurio. Ahora bien, dado que estos planetas se desplazan juntos con un movimiento regular y casi igual, nos abandonan cuando se inicia la noche y resurgen y vuelven a visitamos cuando se avecina o está surgien­ do el día. Tras la salida del Sol, estos planetas son empujados hacia la duo­ décima región del cielo que los astrónomos asignan a la cárcel y las tinie­ blas. Por consiguiente, especulan con gran agudeza y componen y escriben con orden y con gran eficacia todo lo que han descubierto no aquellos que se dedican a estas actividades por la noche, cuando estos planetas se nos escapan, o de día después de la salida del Sol, cuando entran en la casa de la cárcel o de las tinieblas, sino aquellos otros que, cuando estos planetas están a punto de surgir o ya surgiendo, se levantan para dedicarse a la con­ templación y la escritura. La segunda razón, es decir, la extraída de los elementos, es como si­ gue: cuando sale el Sol, el aire se mueve, se hace más sutil y transparente, mientras que cuando se pone ocurre lo contrario. La sangre y el espíritu se ven necesariamente impulsados a seguir el movimiento y la calidad del ai­ re que los envuelve y que tiene una naturaleza parecida a la de ellos. La tercera razón, que se toma de los humores, es del siguiente tenor: con la llegada de la aurora, la sangre se mueve, predomina y se hace sutil, cálida y transparente; los espíritus están habituados a seguir y a imitar a la sangre. Cuando luego sobreviene la noche, se alzan con el predominio la melancolía más densa y más fría y la pituita, que toman sin duda a los es­ píritus totalmente inadaptados para la especulación. La cuarta razón, tomada del orden de las cosas, es como sigue: el día está dedicado a la vigilia, la noche al sueño, porque cuando el Sol se acer­ ca a nuestro hemisferio o pasa por encima de él, abre con sus rayos los pa­ sajes del cuerpo y difunde los humores y los espíritus desde el centro a la periferia y esto incita y ayuda a velar y actuar. Luego, cuando se aleja, acontece lo contrario: todas las cosas se restringen, lo que, en virtud de un cierto orden natural, invita al sueño, sobre todo después de la tercera o la cuarta parte de la noche. Por consiguiente, quien duerme por la mañana, cuando el Sol y el mundo despiertan, y está en cambio en vela hasta avan­ zada la noche, cuando naturaleza ordena dormir y recuperarse de las fati­ gas, éste tal entra en discordia con el orden del universo y consigo mismo y es perturbado y arrastrado en direcciones contrarias por movimientos 32

opuestos. Pues, en efecto, mientras el universo le empuja hacia las cosas externas, él, al contrario, se mueve hacia el interior. Y al revés: cuando el universo le arrastra hacia el interior, él se mueve hacia las cosas exterio­ res. Por tanto, un orden desconcertado y movimientos contrarios entre sí sacuden y perturban por un lado todo el cuerpo y por otro a los espíritus y el ingenio. En quinto lugar, a partir de la naturaleza del estómago se argumenta del siguiente modo: el estómago, en virtud de la acción continua del aire diurno, al abrirse los poros, experimenta una notable dilatación y así, al alejarse volando los espíritus, al final acaba harto debilitado. Por tanto, cuando sobreviene la noche necesita de nuevo una cierta abundancia de es­ píritus que lo sostengan. Ésta es la razón de que todo aquel que en estos momentos se enfrenta a reflexiones largas y difíciles tiende a atraer hacia su cabeza a los espíritus. Pero éstos, arrastrados en direcciones contrarias, no alcanzan a satisfacer ni al estómago ni a la cabeza. Resulta, pues, más nocivo que nunca mantenerse largo tiempo en vela después de la cena y dedicamos con empeño a tales estudios, justo en el momento en que, para digerir los alimentos, el estómago necesita de más espíritus y de mucho más calor. La vigilia y el estudio hacen que, por el contrario, tanto los pri­ meros como el segundo sean desviados y dirigidos a la cabeza, y así ocu­ rre que no son suficientes ni para el cerebro ni para el estómago. Añade que la cabeza, en virtud de un movimiento de este género, se llena de los vapores, más densos, de la comida y que el alimento, abandonado en el es­ tómago por el calor y por los espíritus, no es digerido y se corrompe, lle­ nando de nuevo y dañando a la cabeza. Finalmente, en las horas matutinas, cuando hay que levantarse para liberar a cada una de las partes del cuerpo de todas las escorias acumuladas y retenidas durante el sueño, justamente entonces -y esto es lo peor- quien, habiéndose mantenido en vela durante la noche, había interrumpido totalmente la digestión, para dormir después por la mañana, se ve obligado a impedir durante más tiempo la expulsión de los excrementos. Todos los médicos están de acuerdo en que esto es muy nocivo tanto para la inteligencia como para el cuerpo. Con razón, pues, aquellos que, en contra de la naturaleza, utilizan, como los mochue­ los, la noche como si fuese día y, a la inversa, el día como noche, también en esto imitan, aun sin quererlo, a los mochuelos y así como a éstos la luz del sol les ofusca los ojos, también en aquellos la agudeza de la mente se ofusca ante el esplendor de la verdad. En sexto lugar, se llega a la misma conclusión a partir de los espíri­ tus. Éstos, sobre todo los más sutiles, acaban por disolverse a consecuen­ cia de las grandes fatigas diurnas. Por la noche quedan pocos y tan densos que son totalmente inadecuados para el estudio de las letras, de modo que la inteligencia que se confía a sus débiles y mutiladas alas no puede volar 33

sino como vuelan los murciélagos y las lechuzas. Por la mañana, al con­ trario, después del sueño, los espíritus están restablecidos y los miembros vigorizados hasta el punto de que sólo necesitan una ayuda mínima por parte de los espíritus. Son, por consiguiente, muchos los espíritus sutiles dispuestos a servir al cerebro y capacitados para obedecer sin la menor di­ ficultad, porque no les exige mucho esfuerzo la tarea de sostener y guiar a los otros miembros. La séptima razón, en fin, se formula del siguiente modo, a partir de la naturaleza de la fantasía: la fantasía, o la imaginación, o el pensamiento o como quiera llamárselo, durante la vigilia está distraída y perturbada por muchas y prolongadas imágenes, consideraciones o pensamientos opues­ tos entre sí. Y esta distracción y esta perturbación son muy contrarias a una contemplación sostenida, para la que se requiere una mente tranquila y se­ rena. Sólo la quietud nocturna consigue finalmente calmar y apaciguar aquella agitación. De donde se sigue que, al caer la noche, nos dedicamos a los estudios siempre con la mente turbada, mientras que cuando nace el día lo hacemos con el espíritu sosegado. Ahora bien, cuantos intentan juz­ gar las cosas con la mente agitada piensan, no de distinto modo a quienes sufren vértigos, que giran todos los demás (como dice Platón), cuando la verdad es que son ellos los que giran. Y justamente por este motivo, Aris­ tóteles, en su Económicos, establece que hay que levantarse antes de la pri­ mera luz y afirma que esto sirve de grandísima ayuda tanto para la salud del cuerpo como para los estudios de filosofía26. Esta afirmación debe en­ tenderse en el sentido de que con una cena rápida y moderada debemos procurar con la máxima diligencia tener ya hecha la digestión por la ma­ ñana. Recordaremos, por último, que el sagrado poeta David, trompeta de Dios omnipotente, dice que para cantar a su Dios con la cítara y los salmos nunca se levanta por la tarde, sino por la mañana, cuando nace el día27. De­ bemos levantamos, pues, sin más, sólo en aquella hora en que podemos hacerlo con comodidad y sin molestias ni para la mente ni para el cuerpo. De cuanto hemos argumentado más arriba se deduce ya con suficien­ te claridad que es conveniente que nuestros estudios se inicien al salir el Sol o una hora, o dos como máximo, después de haber salido. Pero antes de abandonar el lecho, fricciona primero ligeramente, con las palmas de las manos, todo el cuerpo, y luego, con las uñas, la cabeza, esto segundo con mayor delicadeza. Sigue en estas acciones las sugerencias de Hipó­ crates. Dice, en efecto, que las fricciones, si son enérgicas, endurecen el cuerpo; si son ligeras, lo reblandecen; si son muchas, lo dañan; si pocas, lo refuerzan. Una vez ya levantado de la cama, no te dediques de inmediato a la lectura y a la meditación, sino concede al menos media hora a la hi­ giene corporal. Y entrégate luego con celo a la meditación, que prolonga­ rás, según tus fuerzas, cerca de una hora. Afloja luego, durante un breve 34

espacio de tiempo, la concentración de la mente y de vez en cuando peina con cuidado y elegancia la cabeza con un peine de marfil, desde la frente hacia la nuca, cuarenta veces. Fricciona luego la nuca con un paño más bien áspero. Vuelve, en fin, a la meditación, dedícate al estudio otras dos horas, o una al menos. De hecho, algunas veces pueden prolongarse los es­ tudios, pero con algunas interrupciones, hasta el mediodía. Y hay incluso ocasiones, aunque muy raras, en las que pueden mantenerse hasta dos ho­ ras después del mediodía, si mientras tanto no nos vemos precisados a to­ mar alimentos. El Sol es, en efecto, poderoso cuando surge y lo es también cuando se encuentra en medio del cielo. En la zona celeste que sigue in­ mediatamente a la central, y que los astrónomos llaman nona o novena y casa de la sabiduría, el Sol disfruta más que en ningún otro lugar. Y como todos los poetas quieren que Febo sea cabeza y guía de las Musas y de las ciencias, es razonable que cuando deba meditarse algún asunto particular­ mente elevado, sean éstas las horas más adecuadas. Si han de buscarse las Musas, búsqueselas en estas mismas horas, bajo la guía de Febo. Los res­ tantes momentos del día son aptos para la lectura de las cosas antiguas y de otras, más que para la contemplación y el descubrimiento, por uno mis­ mo, de cosas nuevas. Pero debemos recordar siempre que en cualquier ho­ ra es necesario aligerar un poco la concentración, pues los espíritus, al con­ centrarse, se debilitan y quien permanece siempre concentrado acaba por tomarse flojo. Descanse tu cuerpo, mientras tu alma se fatiga. Es dañoso el cansancio del cuerpo, y más aún el del alma, pero el de ambos juntos es el peor de todos, porque agita al hombre con movimientos que son, a un mismo tiempo, opuestos y de direcciones contrarias, y dispersa la vida. Que, en fin, la meditación no se prolongue hasta el punto de que llegue al desagrado, sino que debe abandonarse antes de llegar a este extremo. Es oportuno, a mi entender, recordar aquí brevemente cuáles son las co­ sas de las que hemos dicho que son nocivas para los hombres de letras y se­ ñalar los remedios para cada una de ellas. Por tanto, para que la pituita no aumente demasiado, es necesario hacer ejercicios dos veces al día, con el es­ tómago casi vacío, pero sin fatigarlo, para que no vengan a faltar los espíri­ tus agudos28. Es preciso, además, liberar con la máxima diligencia todos los pasajes de los excrementos y de las escorias y se debe también eliminar to­ da la suciedad de la piel de todo el cuerpo, sobre todo de la cabeza, con lo­ ciones y fricciones. Deben evitarse los alimentos demasiado fríos y, si no se opone la bilis negra, también los húmedos y los totalmente grasos, suculen­ tos, viscosos, pringosos y gelatinosos y los que suelen corromperse con fa­ cilidad. Si el estómago está frío, sea por la naturaleza o por la edad, es pre­ ciso eliminar o al menos disminuir el agua como bebida. Se exige que la cantidad de los alimentos sólidos sea moderada, y más aún la de los líqui­ dos. La habitación ha de estar en un lugar elevado y alejado del aire pesado 35

y nebuloso. Debe evitarse la humedad, ya sea con el fuego o con fragancias cálidas. Debe mantenerse la cabeza, sobre todo la parte de la nuca, y los pies, alejados del frío, porque es muy nocivo para la inteligencia. En los alimen­ tos más fríos, es provechoso un uso moderado de las especias, en especial de la nuez moscada, la canela y el azafrán, y también el jengibre condimenta­ do, por la mañana y con el estómago vacío, cosa que ayuda bastante también a los sentidos y a la memoria. Las cosas que hacen que aumenten en nosotros la pésima y dañosa bi­ lis negra, y sobre las que ya hemos puesto en guardia en los capítulos pre­ cedentes, son las siguientes: el vino denso y turbio, sobre todo el tinto; los alimentos duros, secos, salados, acres, ácidos, viejos, a la brasa, a la parri­ lla, fritos29. La carne de buey y de liebre, el queso envejecido, las salsas, las legumbres, en particular las habas, las lentejas, la berenjena, el jaramago, la berza, la mostaza, el rábano, el ajo, la cebolla, el puerro, las moras, las zanahorias, todos los alimentos que calientan o enfrían y al mismo tiempo secan y todos los de color negro30. La ira, el temor, la compasión, el dolor, el ocio, la soledad y todo cuanto ofende a la vista el olfato, el oído, pero sobre todo y por encima de todo las tinieblas. Además, una se­ quedad excesiva del cuerpo, ya sea debida a las largas vigilias o a agita­ ciones o preocupaciones excesivas de la mente, a los coitos frecuentes y al consumo de cosas muy cálidas y muy secas y a una evacuación excesiva a consecuencia de una purga, o a ejercicios físicos fatigosos, o a las dietas, a la sed, al calor o al viento demasiado seco o demasiado frío. Y como la bilis negra es siempre, de hecho, muy seca, y también fría, aunque no en la misma medida, sin duda es necesario contrarrestarla recurriendo a cosas moderadamente cálidas y lo más húmedas que sea posible y a alimentos cuidadosamente hervidos, que pueden digerirse con facilidad y producen sangre sutil y limpísima. Pero entretanto -para atender como es debido al estómago y la pitui­ ta, y también a la bilis negra-, deben sazonarse los alimentos con canela, azafrán y sándalo. Ayudan las pepitas de melón y de sandía y los piñones lavados. Sientan bien todos los lacticinios: la leche, el queso fresco, las al­ mendras dulces. Son asimismo buenas las carnes de volátiles31, de pollos y pollastres y de los cuadrúpedos todavía lactantes, los huevos, sobre todo los sorbidos, y de las diversas partes de los animales, los sesos. También las manzanas dulces, las peras, los melocotones, los melones, las ciruelas de Damasco y frutas parecidas, las calabazas bien cocidas, y entre las le­ gumbres las húmedas, no las viscosas. No son, en cambio, recomendables, a mi parecer, las cerezas, los higos, las uvas. Repruebo también la náusea y los hartazgos. Contra esta peste no hay en realidad ningún remedio más eficaz que un vino ligero, limpio, dulce, fragante, que es el más adecuado para hacer na­ 36

cer espíritus más claros y limpios que los otros. De hecho, como quieren Pla­ tón y Aristóteles, a consecuencia de este tipo de vino, este humor se hace tierno, dulce y transparente, exactamente como los altramuces salados o el hierro rusiente por efecto del fuego. La verdad es que cuanto ayuda a los es­ píritus y al ingenio el consumo moderado de este vino, otro tanto les daña su abuso. Es, además, natural que sirva de ayuda verter en las copas llenas de vino, o también en el caldo mismo, oro o plata especialmente abrasados y lá­ minas de oro y de plata, así como comer y beber en vajilla de oro o de pla­ ta. Es, en fin, bastante útil tomar con frecuencia, y con el estómago vacío, zumo de regaliz o también de granada o de naranja dulces. Ayudan no poco los aromas suaves, sobre todo los templados y ten­ dentes a lo cálido cuando predomina el frío, o. por el contrario, los que se inclinan a la frialdad si lo que prevalece es el calor. Los primeros de­ ben ser atemperados por las rosas, las violetas, el mirto, el alcanfor, el sándalo, el agua de rosas, todas ellas cosas frescas. Los segundos, en cambio, por el cinamomo, el cidro, el naranjo, el clavel, la menta, el to­ ronjil, el azafrán, la corteza de áloe, el ámbar, el almizcle, que son cosas cálidas. Ayudan en especial las flores primaverales, las hojas de cidro y de naranjo y los frutos aromáticos, pero sobre todo el vino. Estos aromas o bien se aspiran por la nariz o bien se colocan sobre el pecho o el estó­ mago, según los gustos individuales. No aprobamos, en cambio, el con­ sumo de aromas muy calientes o muy secos si se emplean solos y duran­ te mucho tiempo. Debe tenerse en la boca jacinto, que hace al ánimo bastante sereno y vivaz. También el hierobotanum, es decir, la escarola, sienta bien, ya sea como alimento o como aroma. Asimismo la lengua de buey, la borraja, el toronjil y el agua de estas tres plantas. Deben asimis­ mo ser habituales en nuestra mesa la lechuga, la endivia, las uvas pasas, la leche y las almendras. Es preciso evita el aire demasiado cálido o de­ masiado frío y nebuloso, mientras que ha de acogerse con mucho agrado el aire templado y sereno. Mercurio. Pitágoras y Platón prescriben que debe tranquilizarse y dar ánimo con el sonido de la cítara y con cantos suaves y armoniosos a los espíritus confusos y entristecidos. También el poeta sacro David liberó a Saúl de la locura con el salterio y los salmos32. Yo mismo, si se consien­ te comparar lo ínfimo con lo sumo, compruebo en mi casa a cuánto alcan­ za la dulzura de la lira y del canto contra la amargura y la bilis negra33. Recomendamos la contemplación frecuente del agua tersa y de los co­ lores verdes y rojos34, las visitas asiduas ajardines y bosques, los tranqui­ los paseos a lo largo de los ríos y de los prados florecidos35. Alabamos tam­ bién los ejercicios ecuestres, los paseos en carroza, la navegación suave pero, ante todo, los quehaceres variados y no fatigosos, las tareas que no causan hastío y el trato habitual con hombres de espíritu cortés. 37

Es indispensable que cuidemos sin pausa y con la máxima diligencia el estómago para que los hartazgos no provoquen náuseas o digestiones di­ fíciles, ni dañen la cabeza. Deben hacerse dos comidas al día, ligeras y de modesta cantidad, moderadamente condimentadas con canela, macis y nuez moscada. Sea siempre mayor el peso de los alimentos secos que el de los húmedos y el de las bebidas, salvo en el caso de que tengamos sólidas ra­ zones para temer la presencia de la sequedad de la bilis negra. Que la co­ mida espere al hambre (si puede hacerse con comodidad) y la bebida a la sed. Que el hambre y la sed sigan presentes cuando nos levantamos de la mesa. Queden lejos el hartazgo y la saciedad. Es preciso abstenerse de los alimentos que, ya sea por la humedad excesiva o por ingredientes jugosos, pringosos o viscosos, dilatan y fatigan el estómago o son fríos o hirvientes, o que por su dureza se digieren con dificultad, y de los alimentos que, in­ cluso mucho tiempo después de la comida, envían un sabor molesto al pa­ ladar, o que hinchan o llenan la cabeza de múltiples vapores. Es preciso abs­ tenerse, sobre todo, de cualquier tipo de alimentos que se descomponen fácilmente fuera o dentro del vientre. No recomendamos bajo ningún con­ cepto los sabores dulces o agrios cuando se consumen solos, sino que de­ seamos que lo dulce se temple con un poco de agrio o de picante o de seco. La almáciga y la menta seca, la salvia fresca, las uvas pasas, el mem­ brillo cocido y sazonado con azúcar, la achicoria, la rosa, el coral, la alcapa­ rra lavada y aderezada con aceite hacen buenas migas con el estómago. Tam­ bién las hacen los albaricoques, las granadas de sabor agridulce y, en general, todos los alimentos moderadamente ácidos y un poco ásperos, que los médicos llaman astringentes, así como los que son ligeramente agrios o salados o aromáticos. Pero los mirobálanos o ciruelas de la India superan a todos. También el vino, el tinto mejor que el blanco, de sabor un tanto amar­ goso, será óptimo bebido puro y a pequeños sorbos, salvo que el calor y la pituita exijan otra cosa. En todo caso, deben consumirse primero los ali­ mentos líquidos y después los sólidos. Tras la comida, se recomienda el con­ fite de cilantro y el membrillo sazonado con azúcar, las granadas y las peras verdes, así como los nísperos, los melocotones secos y otras frutas pareci­ das. Es conveniente masticar a fondo todas las cosas antes de deglutirlas. En caso necesario, debe ayudarse al estómago desde el exterior con almáciga, rosas, menta o coral. Durante las dos o tres horas siguientes a las comidas debemos evitar dedicamos a reflexiones difíciles o lecturas exigentes. Tal vez sean nece­ sarias cuatro horas de reposo si los alimentos y las bebidas han sido de­ masiado abundantes o las viandas demasiado pesadas. Ya es bastante ma­ lo llenar y fatigar el vientre con los alimentos y las bebidas, pero aún es peor dedicarse a pensamiento arduos con el estómago así lleno y fatigado. Debes, pues, o bien tomar alimentos ligerísimos o bien, tras haber comido, 38

reposar hasta haber hecho la digestión. No se debe dormir después de la comida del mediodía si no es absolutamente necesario y, en todo caso, tras haberse mantenido despierto durante un par de horas cuando menos. Por la noche, en cambio, después de la cena basta (al parecer) una sola hora en vela. El coito es bastante nocivo para el estómago, sobre todo si lo practi­ cas apenas saciado o con hambre. El estómago se entristece con el ocio y se alegra con el ejercicio si no está atiborrado. Inmediatamente después de las comidas es necesario pasear despacio y después sentarse. Pero entiendo que ha llegado ya el momento de sacar del laboratorio de los médicos algunos remedios que conserven íntegras o que restablez­ can las fuerzas del estómago, del corazón, del cerebro, de los espíritus, del ingenio y que si la pituita o la bilis negra aumentan o está a punto de pro­ ducirse la náusea, las alejen. Todos los médicos están de acuerdo, sin dis­ cusión, en afirmar que no hay nada más eficaz que la triaca36 para mante­ ner y afianzar cada uno de los miembros y de las fuerzas, ya sean las del espíritu o las del ingenio. De ella tomaremos, pues, para empezar, media dracma, o a) menos un tercio de dracma, dos veces por semana en el in­ vierno y el otoño, y sólo una vez, en cambio, en verano y en primavera, bien sola o bien, si se prefiere, con un poco de vino puro, claro y dulce en las estaciones frías y húmedas, mientras que en las estaciones cálidas y se­ cas, especialmente si la naturaleza o la edad son más bien cálidas, con dos o tres onzas de agua de rosas, con el estómago vacío, seis o siete horas an­ te de las comidas. Si no se dispone de triaca, emplearemos mitrídato37. Los días que tomemos la triaca o el mitrídato deberemos abstenemos de todo lo que es cálido y, si es verano o primavera, deberemos usar cosas frescas. En segundo lugar, y para los mismos fines, todos ellos recomiendan el áloe selecto y bien lavado. Toma dos dramas de mirobálanos38québulos y una drama de cada una de las cosas siguientes: rosas purpúreas, sándalo rojo, mirobálanos émblicos, canela, azafrán, corteza de cidro, ben, toron­ jil, es decir, cidronela, y doce dracmas de áloe selecto y bien lavado. Con­ fecciona con todo esto y con vino de primera calidad píldoras que tomarás una vez a la semana, al despuntar el día, en la cantidad adecuada a tu com­ plexión; en verano con agua de rosas y en las restantes estaciones con vi­ no. Los días en que no tomes ni la triaca ni las píldoras recurrirás, por la mañana y por la tarde, dos o tres horas antes de las comidas, a la siguien­ te preparación: Toma cuatro dramas de cinamomo y otras tanto de miro­ bálanos émblicos y de azafrán, media dracma de rosas púrpura, dos drac­ mas de sándalo rojo, una dracma de coral y azúcar blanquísimo en suficiente cantidad. Disuelve el azúcar en agua de rosas y en zumo de ci­ dro o de limón a partes iguales y hazlo hervir suavemente. Añade luego un tercio de dracma de almizcle y otro tanto de ámbar. Prepara, finalmente, bolitas sólidas, vulgarmente llamadas bocados, y recúbrelas de oro. 39

Nosotros mismos hemos podido comprobar personalmente que estos tres preparados, a saber, la triaca, el áloe combinado en su justa proporción {templado) y la confección descrita en último lugar, usados como se ha di­ cho, ayudan a todos y cada uno de los miembros, a todas las energías y a todos los espíritus, afinan los sentidos y el ingenio, refuerzan la memoria y hacen salir fácilmente o mejoran la pituita, la bilis amarilla y la bilis ne­ gra. Es, además, creencia común que estos tres preparados son bastante adecuados para cualquier edad y cualquier complexión. Si se hace necesario combatir con remedios más enérgicos una pituita desbordante, daremos, con la aurora, algunas píldoras del compuesto de Ga­ leno a base de áloe amargo o de las que Mesué llama «elefanginas»39, siem­ pre, por supuesto, en el número y las veces que sean adecuados. O también, en personas de constitución robusta, píldoras a base de áloe y de trocisco de agárico en proporciones iguales, pero siempre con miel de rosas líquido, vi­ nagre de miel y agua de hinojo. Este jarabe resulta de gran utilidad para di­ solver y eliminar la pituita, tanto antes como después de las píldoras. Si ade­ más de la pituita perturban los restantes humores, será conveniente purgar con las píldoras de ruibarbo de Mesué o con las píldoras que los modernos llaman sine quibus. Nosotros, por nuestra parte, somos contrarios a toda pur­ ga o evacuación violenta e imprevista40, pues debilitan el estómago y el co­ razón, eliminan muchos espíritus, mezclan los humores y ofuscan, con los tenebrosos vapores de los humores, los espíritus que quedan. Cuando la cabeza está acalorada por catarros provocados por la pitui­ ta, daremos de cuando en cuando, a la hora de acostarse, algunas de las píl­ doras que acabamos de describir. Prescribiremos, además, masticar a me­ nudo incienso a aquella hora y también en otras, porque en los catarros presta bastante ayuda a todos los sentidos y a la memoria. Se aconseja asi­ mismo tener en la boca nuez moscada y triaca, y acercar a la nariz la me­ jorana que llamamos amáraco, o el agua extraída de ella, o verter esta úl­ tima. Después de las comidas, conseguiremos limitar el desarrollo de los vapores de los alimentos con cilantro y membrillos. Si la cabeza se encuentra a menudo mal, oprimida por un humor frío, además de lo que ya hemos dicho ordenaremos tener en la boca un prepa­ rado que llamamos diambra o galanga o plisarcoticón41. E incluso masti­ car con frecuencia mástique. Aconsejaremos además frotar la frente, las sienes y la nuca con hojas de mejorana, de hinojo, de ruda, machacadas con aceite de rosas y también áloe perfectamente templado con vinagre, aceite y agua de rosas. Cuando los ojos se anublan, pero no se toman rojizos ni hay indicios de ningún tipo de inflamación, 'en este caso ayuda un colirio de agua de hi­ nojos, mejorana, celidonia y ruda, con el añadido de azafrán y antimonio; debe exprimirse con un paño este agua, que es al principio un poco densa. 40

No acerques nada a los ojos si antes no los has limpiado varias veces con las píldoras de luz. Pero si, además de nublados, los ojos están enrojecidos, limpíalos de inmediato con píldoras compuestas de fumaria42. Aquí sirve de ayuda un colirio de agua de rosas y azúcar; a veces es útil poner enci­ ma cuanto antes clara de huevo, tucía y leche, todo junto. En todo caso, el consumo cotidiano de hinojo conserva y agudiza la vista. De hecho, es conveniente tener a menudo en la boca su simiente y masticar sus hojas. Es óptima la trifera menor descrita por Mesué43. Aprovecha también bas­ tante tomar todos los días, con el estómago vacío, mirobálano québulo condimentado y, con él, un poco de pan hecho a base de azúcar y de hino­ jo en polvo que, entre otras cosas, proporciona una ayuda prodigiosa a la inteligencia y contribuye a prolongar la vida. También el consumo de eu­ frasia protege de manera especial los ojos44. En todos los dolores de cabe­ za y obnubilación de los ojos es necesario alejar los vapores con fricciones y con pequeñas ventosas. Y si aparece el calor y abunda la sangre, aplica­ remos sanguijuelas en la nuca y las espaldas. Con frecuencia, el estómago de los hombres de letras pierde casi por entero el sentido del gusto. Si esto sobreviene a consecuencia de un de­ fecto de la pituita -y así lo da a entender un sabor ácido en la boca y una saliva abundante y más bien viscosa- tras haber liberado el bajo vientre con las medicinas que antes hemos mencionado, recurre a un compuesto aromático de rosas, es decir, mezclado con azúcar de rosas, y también a la miel de rosas con canela, sola o sazonada con jengibre y con jarabe de menta, pero emplea en primer lugar la triaca. Si la falta del sentido del gus­ to se deriva por acaso de la abundancia de bilis -y de ello suele ser indicio el amargor de boca-, después de purgarte con áloe preparado, como ya he­ mos dicho o con ruibarbo, debes tomar un compuesto a base de sándalo o una bebida a base de azúcar, vinagre blanco y vino de granada àcida, o me­ locotones o peras sazonadas con azúcar y preparadas con jarabe, como en­ seña Mesué. o este preparado nuestro, que ayuda bastante al sentido del gusto. Toma cuatro onzas de azúcar de rosas, dos onzas de jarabe de guin­ das, otras tantas, es decir, dos onzas de citonita, media onza de mirobála­ no québulo, otro tanto de mirobálano émblico, media dracma de sándalo rojo y la misma cantidad de coral rojo. Vierte encima dos o tres onzas de almíbar de zumo de cidra o de limón. Y si el estómago es débil y está frío, añade dos dramas de canela. Esta confección debe usarse dos horas antes de las comidas. El electuario a base de citonita y el consumo de alcaparras con vinagre elimina siempre la náusea derivada de estos dos humores. Es beneficioso beber en ayunas un poco de vinagre blanco de rosas, mezcla­ do con un peso dos veces mayor de azúcar, o también jarabe de menta o de ajenjo, e igualmente la menta condimentada con vinagre o templada con zumo ácido de granadas. 41

Pero dejemos ahora de lado estas cosas, que son de menor importancia, y volvamos a lo que es el mayor peligro, a saber, la bilis negra que, siempre que abunda y se enfurece, sacude y debilita todo el cuerpo, pero sobre todo al espíritu como instrumento del ingenio y al ingenio mismo y a la capaci­ dad de juicio. Para curarla, sea el primer precepto, como enseña Galeno, el de no esforzarse por eliminarla toda a la vez y de un solo golpe, no sea que, suprimida la parte más líquida y más sutil, quede un residuo más denso y bastante más seco. Ha de procederse poco a poco, para que también este re­ siduo se tome más blando y pueda ser desechado. Sea el segundo precepto el de humedecer mientras tanto, en la medida de lo posible, la cabeza y el cuerpo entero, bien con alimentos más húmedos, con baños suaves y tem­ plados o bien con ungíientos asimismo suaves y no demasiado fuertes, pro­ curando no provocar catarros ni dañar el estómago o el hígado ni obstruir los canales del cuerpo. El tercer precepto, a continuación -y éste es en verdad singularmente importante-, consiste en sostener y reforzar incesantemente el corazón con remedios adecuados, en parte mediante consumo interno y en parte aplicados desde el exterior al pecho y a las narices. Deben, además, contemplarse, olerse y meditarse con asiduidad las cosas que aportan placer y alegría y alejar aquellas otras que disgustan y perturban. Han sido muchos los que han preparado abundantes recursos contra este humor. Propondré a continuación, entre otros innumerables, tres gé­ neros de remedios, los más selectos y seguros de todos ellos, aceptados primero por los antiguos, confirmados después por los modernos y a veces adaptados por nosotros a nuestras costumbres. Está, en primer lugar, la composición de un jarabe óptimo, en segundo lugar píldoras excelentes, en tercer lugar electuarios muy saludables. Si estos tres remedios se utilizan de forma adecuada, el humor melancólico se torna blando y es digerido y disuelto, los espíritus se hacen más sutiles y limpios, se restablece el inge­ nio, se refuerza la memoria. El jarabe se hace así. Toma un puñado de cada una de las hierbas si­ guientes: borraja, lengua de buey, flores de la una y de la otra, toronjil, cu­ lantrillo, endivia, violeta, cuscuta, polipodio, sen, epítimo, veinte ciruelas de Damasco, diez manzanas olorosas, una onza de uvas pasas, media on­ za de regaliz, tres dracmas de canela, sándalo rojo, corteza de cidro, media drama de azafrán. Háganse cocer en agua todas estas hierbas hasta que se consuma un tercio. Tras filtrar lo cocido, hacerlo hervir de nuevo, a fuego suave, con azúcar y el epítimo. Añádanse finalmente los aromas, es decir, la canela y el azafrán. Bébanse, con la llegada de la aurora, tres onzas de este jarabe recalentado, junto con dos o tres onzas de agua de lengua de buey. Deben tomarse a la vez al menos dos o más de las píldoras de las que se hablará a continuación, según las necesidades de cada uno, es decir, de tal modo que el bajo vientre se mueva un poco todos los días. 42

Hay, con esta finalidad, dos tipos de píldoras, las unas adecuadas a las constituciones delicadas y las otras a las más robustas. A las primeras se las puede llamar áureas o mágicas y se componen en parte a imitación de los Magos y en parte según nuestra inventiva, bajo el influjo de Júpiter y Ve­ nus. Éstas eliminan, sin provocar molestias, las pituita, la bilis y la bilis ne­ gra. refuerzan cada uno de los miembros y hacen más sutiles y más limpios los espíritus. Cuando éstos están constreñidos, los dilatan de tal modo que no generan tristeza sino que más bien disfrutan con la dilatación y con la luz; más aún, los refuerzan de tal modo que no desaparecen, porque están demasiado extendidos. Toma, pues, doce granos de oro, preferiblemente en láminas si es oro puro, media dracma de incienso, de mirra, de azafrán, de corteza de áloe, de canela, de corteza de cidro, de toronjil, de seda cruda es­ carlata, de menta, de ben blanco, de ben rojo, de coral rojo, de los tres tipos de mirobálanos, es decir, los émblicos, los québulos y los de la India y, en fin, áloe bien lavado y con un peso igual al de todos los otros ingredientes juntos. Prepara las píldoras con vino de primerísima calidad. Para eliminar la melancolía se confeccionan píldoras bastante más eficaces y nada violentas según la siguiente receta. Toma una dracma de peonía, de mirra, de lavanda, de toronjil, de incienso, de azafrán, de cada uno de los tres tipos de mirobálano, es decir, émblicos, québulos y de la India y de rosas, tres dramas de trociscos de agárico, de polipodio, de epítimo, de sen, de lapislázuli bien lavado y preparado, de piedra de Armenia preparada de modo parecido y dos onzas de áloe lavado, y confecciona las píldoras con vino de primera calidad. Si, junto con la melancolía, domina un calor paten­ te, deberán aumentarse en un tercio de su peso los ingredientes fríos de esta composición. He preparado estas píldoras siguiendo, como es debido, las in­ dicaciones de los estudiosos de las letras, los griegos, los latinos y los ára­ bes. No he querido añadir ingredientes más fuertes, como el eléboro, al que recurría Caméades cuando le invadía el estro divino. Yo me ocupo única­ mente de los hombres de letras y de personas un poco más robustas, para las que nada es tan nocivo como los remedios violentos. Por eso he omitido las conocidas píldoras de la India y las que incorporan lapislázuli o piedra de Ar­ menia, y el compuesto llamado logodion4i. Si, para poner el punto final, parece oportuno añadir una receta más simple, a la que recurro con frecuencia, toma una onza de áloe lavado, dos dramas de mirobálanos émblicos y québulos, dos dracmas de almáciga, dos también de rosas, preferiblemente rojas, y prepara las píldoras con vi­ no. Ya sean éstas o las otras píldoras que hemos aconsejado, nunca deben tomarse solas, no sea que se sequen demasiado, que es lo peor que puede ocurrir en la melancolía, sino que han de tomarse junto con o a vez que el jarabe que hemos descrito antes, siguiente en parte a Mesué y en parte a Gentile de Foligno46, o con una, dos o tres onzas de vino ligero y perfu43

mado, según las necesidades de cada uno, o con agua de miel, de uvas pa­ sas y de regaliz y si en algunos casos predomina el calor con almíbar de violetas y agua también de violetas. Aconsejo, en fin, sin más, a todos los letrados, que son más propen­ sos a la bilis negra, que tomen esta purga dos veces al año, a saber, en pri­ mavera y en otoño, durante quince o veinte días seguidos, en forma de píl­ doras o con un jarabe o con remedios parecidos. Pero a cuantos se hallan un poco menos sujetos a este morbo, les será suficiente tomar las primeras o las últimas píldoras una semana al año, en verano con almíbar, como he­ mos dicho, y en las restantes estaciones con vino. Debe recordarse que cuando existe grave riesgo de provocar sequedad, mientras que sigue en pie la necesidad de purgarse, vale la pena interrum­ pir las píldoras y añadir de vez en cuando, a la hora de hacer la purga, al ja­ rabe o a una tisana hecha en agua de lengua de buey, una onza, o al menos media, de un preparado a base de sen o de purgante universal o de trifera de Persia. Y si la complexión es más robusta y el bajo vientre más estreñido y duro, es bueno añadir una o dos dracmas del electuario llamado Hamech47. En este caso, es útil asimismo un preparado de casia, y más útil aún el ma­ ná. Todas estas medicinas son adecuadas para cualquier tipo de melancolía, pero sobre todo para la producida por la combustión. Son también reco­ mendables para la melancolía natural, pero aquí el remedio es más eficaz si al jarabe se le añade una porción doble o triple de polipodio y otro tanto de regaliz, azafrán y uvas pasas. Agregúense a esta medicina dos onzas de miel líquida de rosas. Ya hemos indicado más arriba las veces que debe tomarse el jarabe. La medicina deberá aplicarse junto con el jarabe tres veces al día durante veinte días. Si no aparece ningún humor melancólico sino que simplemente se tie­ ne una complexión melancólica, es decir, que los miembros son fríos y se­ cos, recuerda que no sirve de nada purgar el bajo vientre ni extraer sangre. Aquí se debe recurrir sólo a las otras cosas que ya hemos dicho o que di­ remos, especialmente a aquellas que ayudan a calentar un poco el cuerpo, a humedecerlo bastante, a iluminar los espíritus y a sostener, en la medida de lo posible, los miembros. Cuando, en cambio, es excesivo el humor de la bilis negra, debemos no sólo humedecer el cuerpo y el humor sino tam­ bién liberar el bajo vientre, con aquella precaución que ya hemos indicado y, por supuesto, nunca con remedios violentos. Justamente por eso nos aconseja Platón en el Timeo no irritar con medicamentos demasiado fuer­ tes y molestos una enfermedad que perdura durante mucho tiempo48, como es el caso de la melancolía. Hay, por el contrario, quienes se manifiestan más partidarios de la extracción de sangre, pero esta conducta es muy rechazada por los médi­ cos doctos, pues de hecho la sangre templa la bilis negra, estimula los es­ 44

píritus, conserva la vida. En realidad, sólo cuando una risa desmedida y mucha audacia e insolencia, o una tez rubicunda y una hinchazón de las venas indican exceso de sangre, es decir, cuando la situación lo requiere, debemos extraer sangre a los hombres de letras, de la vena del bazo del brazo izquierdo, con una incisión amplia, cuatro onzas por la mañana y otras tantas por la tarde. Luego, al cabo de pocos días, de un mínimo de siete a un máximo de catorce, es necesario irritar las cicatrices para go­ tear tres o cuanto onzas de sangre, ya sea mediante un frotamiento más bien enérgico o bien aplicando sanguijuelas, también llamadas sangujas. Estas dos cosas es conveniente practicarlas sólo con las personas más ro­ bustas, mientras que a los más débiles, si la situación lo exige, es bueno limitarse a excitar las incisiones, como hemos señalado. Pero no se pue­ de ni liberar el intestino con medicinas ni extraer sangre si antes no se ha puesto todo mórbido con lavativas grasas y blandas. Y, en el caso de com­ plexión melancólica, téngase como norma general actuar de tal modo que, en caso necesario, el bajo vientre esté siempre mórbido y libre a base de lavativas frecuentes. Vienen a continuación los electuarios. De entre todos ellos apruebo aquel que Rhazés definió como «hilarante»44 y los descritos por Avicena en el libro de Las fuerzas del corazón, pero mucho más aquel que Mesué describe del siguiente modo: Toma una libra de seda cruda de color escar­ lata apenas teñida, sumérgela en zumo de manzanas dulces y aromáticas, en zumo de lengua de buey y en agua de rosas, una libra de cada uno; al cabo de veinticuatro horas, hazlo hervir suavemente hasta que el agua se tome roja. Saca luego la seda y exprímela con cuidado. Vierte ahora cien­ to cincuenta dracmas de azúcar blanquísimo y ponlo a hervir de nuevo has­ ta que adquiera la densidad de la miel. Retíralo ahora del fuego y añade, mientras todavía está caliente, seis dracmas de ámbar crudo cuidadosa­ mente desmenuzado y deslíe el ámbar. Añade, en fin, un polvo preparado del siguiente modo: Toma seis dracmas de corteza de áloe verde y seis de canela, trece dracmas de lapislázuli bien lavado, dos dracmas de perlas blancas que llamamos uniones, una dracma de oro genuino, media dracma de almizcle selecto. De este electuario se toman una o dos dracmas por la mañana y una por la tarde, tres o cuatro horas antes de las comidas, y siem­ pre con vino. Este electuario me gusta bastante más que los otros. Apruebo también, con todo, el electuario a base de almizcle dulce de Mesué y un preparado de gemas, a condición de que se tomen con agua de rosas. Y recomendaría también encarecidamente el electuario preparado por Pietro de Abano50, gran filósofo, si su propio descubridor no recelara que un uso inmoderado puede provocar una dilatación y exaltación exce­ siva de los espíritus. Por esta razón, he considerado otros dos electuarios, suficientemente seguros y bastante adecuados para cualquier estación, 45

edad o complexión gracias a su naturaleza templada, en la que a lo útil se añade lo dulce. Alimentan, a la vez que sostienen y refuerzan. Ayudan ade­ más tanto a mantener firme el espíritu y el ingenio como a tomarlos agu­ dos y limpios. Toma cuatro onzas de azúcar de rosas, dos onzas de azúcar mezclado con lengua de buey, una onza de corteza de cidro recubierta de azúcar, dos onzas de mirobálanos québulos sazonados, una dracma de ca­ nela selecta, media dracma de sándalo y de coral, ambos rojos, y añade media dracma de seda escarlata cruda cortada en trocitos, de azafrán y de perlas, un tercio de dracma de oro y plata, dos granos de ámbar y dos de almizcle. Disuelve todos estos ingredientes juntos en zumo de cidra o de limón hervidos con azúcar. Viene a continuación el segundo preparado, un tanto más saludable y ciertamente mucho más agradable: toma cuatro onzas de almendras dul­ ces, dos onzas de piñones mantenidos durante veinticuatro horas en un baño de agua y de pepitas de sandía, cuatro onzas de aquel azúcar duro, llamado cándido, y libra y media del otro azúcar, pero blanquísimo. Di­ suelve todos estos ingredientes en agua de rosas, de limón y de cidra, en la que se hayan apagado oro y plata incandescentes. Hazlo hervir todo suavemente. Añade por fin una drama de canela, de ben rojo, de sándalo rojo, de coral asimismo rojo, media dracma de perlas blanquísimas, de azafrán, de seda cruda escarlata reducida a pedacitos menudísimos, doce granos de oro y de plata, un tercio de dracma de jacinto, de esmeralda, de zafiro, de carbunclo. Si alguien no dispone de oro o de plata, de ámbar o de almizcle o de piedras preciosas, estos preparados sirven también de ayuda sin estos ingredientes. De estos electuarios, siento preferencia por tres de ellos, a saber, uno de Mesué, justo el que se ha mencionado antes, y los dos nuestros que acabo de describir. Ya hemos indicado más arriba cómo deben emplearse. Si alguien busca algo más sencillo, pero que siga siendo adecuado para todos, corte en trocitos una cidra entera muy madura y hágala cocer con mucho azúcar y mucho jugo de rosas. Una vez cocida, sazónela con un poco de canela y de azafrán o use también un preparado aromático de ro­ sas hecho del siguiente modo: toma una onza de preparado aromático de rosas y añade dos onzas de azúcar de rosas y dos de azúcar de lengua de buey. O mézclese, de modo parecido, un preparado a base de almizcle. Aunque estos dos compuestos no son de hecho simples, resulta bastante fácil conseguirlos. Si se teme el calor, añádase un preparado de almendras o azúcar de violetas. A menudo, a los melancólicos, y más particular a los que se dedican a las letras, les suele acontecer que a causa de las largas vigilias su cerebro se reseca y ellos mismos se debilitan. Y como nada aumenta tanto los ma­ les de la bilis negra como las vigilias prolongadas, es necesario intentar po46 \

ner remedio a tan gran mal con la máxima solicitud. Coman, pues, después de los restantes alimentos, lechuga con un poco de pan y un poquito de azafrán y, tras haber comido la lechuga51, beban unos sorbos de vino puro y no trabajen más de una hora por la noche, a la luz del candil. Cuando va­ yan luego a dormir, tomen un preparado de este tipo, que se componga de dos onzas de semillas de adormidera blanca, una onza de simiente de le­ chuga, media drama de amomo y de azafrán y seis onzas de azúcar. Di­ suelve y haz hervir todos estos ingredientes juntos en zumo de adormide­ ra. Tómense dos dracmas y gústese al mismo tiempo un poco de jarabe de adormidera o de vino. Frótales la frente y las sienes con aceite de violetas o de nenúfares, con el añadido de alcanfor o también, y de este mismo mo­ do, con leche y aceite de almendras y violetas. Acercarás a la nariz el aro­ ma del azafrán y del alcanfor y la piel de una manzana dulce y también un poco de vinagre y abundante agua de rosas52. Prepara también una cama hecha de hojas de plantas frías. Calma los oídos con cantos y sonidos so­ lemnes y sosegados53. Humedecerás a menudo la cabeza con lavados de este tipo, es decir, con agua en la que se hayan hecho cocer trocitos de adormidera, lechuga, verdolaga, malva, pétalos de rosa, hojas de vid, de sauce y de caña y añade manzanilla. Es también necesario humedecer a menudo las piernas, los brazos y el cuerpo entero con baños delicados pre­ parados con estas hierbas. Ayuda además bastante beber leche54 con azú­ car, naturalmente con el estómago vacío, siempre que lo tolere bien. Estos remedios húmedos ayudan maravillosamente a los melancólicos, aun en el caso de que duerman lo suficiente. Recuerda que en la mesa debe ser muy habitual la presencia de leche de almendras. Les ocurre a veces a los estudiosos que ya sea porque leen o escriben con diligencia con la cabeza inclinada o porque se abandonan a una exce­ siva inactividad, les llena la cabeza hasta la pesadez una cierta pituita más viscosa, junto con una melancolía demasiado fría, de tal suerte que se tor­ nan torpes y desmemoriados. A éstos, pues, es necesario aligerarles la ca­ beza con los remedios de los que hemos dicho en otro lugar que son ade­ cuados para la pituita. Si no resultan ser suficientes, puede recurrirse a píldoras de la India, a las cáscaras de bellota y a los compuestos de logodion; y también a compuestos a base de coloquíntida o de Arquígenes55 o de Andrómaco56 o de Teodición57 o a las píldoras del Judío58, que Mesué describe en el capítulo sobre el mal de cabeza. Si la complexión o la edad son más frías y la edad no es obstáculo, después de una purga recurre a aquella preparación anacardina que en su Antidotarlo llama Mesué «pre­ parado de los doctos», o también a la anacardina de que habla en el capí­ tulo «Sobre la pérdida de memoria», siguiendo el parecer del hijo de Za­ carías. Tómese una dracma a primera hora de la mañana. Quien la toma deberá renunciar absolutamente aquel día a la ira, al coito, a la embriaguez, 47

a la fatiga y a las cosas calientes. Estos remedios son bastante eficaces con­ tra el entumecimiento y la pérdida de memoria. Pero si prefieres remedios caseros, da jengibre endulzado con azúcar, aunque mezclado con un poco de incienso, que presta bastante ayuda a los sentidos y a la memoria, sobre todo cuando se añaden las siguientes cosas: miel de anacardo, miel de mirobálanos québulos. de caña aromática, de junco oloroso, ámbar y almizcle. También son útiles los preparados a base de ámbar, el plisarcoticón y la galanga, pero hay que tenerlos mucho tiem­ po en la boca y verterlos gota a gota en la nariz y en las orejas. Ayuda igualmente no poco el aroma de incienso, de la mejorana, del hinojo, de la nuez moscada, de la ruda, de los claveles. Recuerda, de todas formas, que, como hemos dicho al principio, en estas y en otras enfermedades pareci­ das, la triaca es siempre el primero y el más excelente de todos los reme­ dios. Además, a los entumecidos y desmemoriados frótales las sienes y la nuca con este ungüento: toma una onza de aceite de saúco, dos onzas de aceite de ben, media onza de eufurbio y otro tanto de aceite de castor. Haz fricciones enérgicas en los brazos, las piernas y la nuca y, si es necesario, aplicarás en la nuca pequeñas ventosas. Cubrirás y aplicarás, además, en el vértice de la cabeza, mejorana, incienso y nuez moscada. Si los hombres ávidos de verdad deben cuidar el espíritu corpóreo si­ guiendo los atentos consejos de los médicos, para que no ocurra que, ente­ ramente descuidado, este espíritu venga a ser impedimento o no ofrezca ayuda válida a quienes buscan la verdad, es indudable que conviene culti­ var con mucha mayor diligencia, y siguiendo los principios de la discipli­ na moral, el espíritu incorpóreo, es decir, el entendimiento, que es el úni­ co instrumento con el que se puede captar la verdad misma, que es justamente incorpórea. No es lícito, en efecto, cultivar tan sólo al siervo del alma, es decir, al cuerpo, y descuidar el alma misma, que es señora y reina del cuerpo, sobre todo si se piensa que, según los magos y Platón, to­ do el cuerpo depende del alma, hasta el punto de que si el alma no se en­ cuentra bien, tampoco puede estar bien el cuerpo. Por este motivo, Apolo, inventor de la medicina, estimó que el más sabio de todos no fue Hipócra­ tes, aunque nacido de su propia estirpe, sino Sócrates, porque cuanto Hi­ pócrates se interesó por la salud del cuerpo, otro tanto hizo Sócrates por la del alma5’, si bien sólo Cristo consiguió llevar a su culminación lo que aquellos dos intentaron. Por consiguiente, si Sócrates nos ordena cultivar nuestra mente con costumbres óptimas para poder alcanzar más fácilmente con una mente se­ rena aquella luz de la verdad que buscamos por instinto natural, ¿cuánto más justo no es veneraren primer lugar la misma verdad divina con la san­ ta religión? Pues para buscarla y comprenderla ha sido creada la mente, del mismo modo que el ojo para ver la luz del sol. Y, como dice nuestro Pla­ 48

tón60, así como el ojo no percibe nada sensible sino en aquel que es suma­ mente visible, esto es, en el resplandor del sol mismo, así tampoco el en­ tendimiento humano capta nada inteligible sino en Aquél que es suma­ mente inteligible, es decir, en la luz de Dios siempre y en todo lugar presente a nosotros; en aquella luz, digo, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, en aquella luz de la que David canta: «A través de tu luz vemos la luz»*’1. Es indudable que del mismo modo que en los ojos puros y fijos en la luz revierte al instante su fulgor, brillando en los colores y en las figuras de las cosas, así, cuando la mente se ha purificado con una disciplina mo­ ral de todas las perturbaciones corporales y está orientada por un amor re­ ligioso y ardentísimo hacia la verdad divina, es decir, al mismo Dios, al instante, como dice el divino Platón62, la verdad penetra en la mente divi­ na y despliega con felicidad suma las verdaderas razones de las cosas que están contenidas en ella y sobre la que todas las cosas se fundamentan. Y del mismo modo que circunda de inmensa luz la mente, así colma también venturosamente al mismo tiempo a la voluntad de otra tanta felicidad.

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II

Sobre la larga vida

Proemio Marsilio Ficino, florentino, envía sus saludos a Filippo Valori, ópti­ mo y nobilísimo ciudadano1. Sí bien es cierto que Platón sigue vivo en virtud de su genio, y seguirá viviendo, a mi entender, mientras el mundo viva, ello no obstante mi inclinación me empuja constantemente a cui­ darme y preocuparme, después del culto divino, ante todo y sobre todo de la vida de Platón. Ésta es, en efecto, desde hace ya mucho tiempo, y anticipándose a otros, la aspiración de la casa de los Médicis en lo que concierne a mi persona. A este mismo fin tiendes también tú, querido Va­ leri, concordando conmigo en la gran amistad con los Médicis y en el amor a la gloria y a la disciplina de Platón. Os deseo, pues, a los Médi­ cis y a ti, aquella misma vida que siempre he deseado para Platón. Por estas razones te exhorto y conjuro, querido Valori, a leer y observar es­ tos preceptos nuestros sobre el modo de prolongar la vida con una dili­ gencia similar al empeño con que te esmeras en fomentar la gloria de Platón. Y te vaticino que siguiendo estos preceptos podrás gozar de lar­ ga vida y defender y amparar también durante largo tiempo, con el mag­ nánimo Lorenzo de Médicis, la filosofía ahora resurgente de Platón. Que disfrutes de buena salud. La vida larga Nos llevan a un arte y a un saber perfectos no tanto la aptitud del inge­ nio para aprender y la tenacidad de la memoria cuanto más bien la perspica­ cia para juzgar con prudencia. De hecho, dada la ambigüedad que se deriva de la diversidad de las conjeturas, la tarea de juzgar resulta ser hasta tal pun­ to difícil que es indispensable que los juicios se vean confirmados mediante experimentos. Pero también los experimentos son engañosos, bien por la di51

Acuitad del juicio en sí, bien por la fugacidad del momento oportuno para llevarlos a cabo. Por eso concluimos con razón, de la mano de Hipócrates, que el apren­ dizaje y dominio de un arte exige mucho tiempo y que no podemos alcan­ zarlo sino a lo largo del curso de una vida dilatada. Una vida dilatada no es tan sólo algo prometido de una vez por todas, y ya desde el principio, por el hado, sino que también nos la procura nuestra diligencia. Así lo admiten, por un lado, los astrólogos cuando discurren sobre las elecciones y las imágenes y lo confirman el cuidado diligente y la experiencia de los médicos. Gracias a este comportamiento avisado consiguen larga vida, con mucha frecuencia, no sólo los hombres vigorosos y de naturaleza sana, sino también a veces, personas enfermizas. No debe, pues, maravillamos que un tal Heródico, es­ tudioso de las letras, y el más débil de todos los de su tiempo (como testifi­ can Platón y Aristóteles)2, con precauciones de esta índole llegara casi a los cien años. Plutarco refiere también que muchos individuos, por otra parte de complexión delicada, alcanzaron, con su sola diligencia, larga vida, para no hablar ahora de tantos hombres de salud endeble como ya he conocido que, gracias a su prudencia, han superado en años a personas muy robustas. No será, pues, ni inútil ni vano, tras haber redactado un libro Sobre los cuidados de la salud de quienes se dedican al estudio de las letras, ense­ ñar también a los ingenios deseosos de saber algunos preceptos que ayu­ dan a conseguir una larga vida. No deseamos que estos consejos lleguen a conocimiento de los perezosos y los haraganes. ¿Por qué, en efecto, ha­ bríamos de desear que vivan largo tiempo quienes en realidad no viven, como si en vez de abejas nutriéramos zánganos? Ni queremos tampoco que se divulguen entre libertinos entregados a la liviandad de los placeres, que, necios, ponen cada día en el primer lugar el breve deleite, ni que sean conocidos por los malvados y los inicuos, cuya vida es muerte para los buenos, sino tan sólo por los hombres prudentes y moderados que, con las fuerzas de su sagaz ingenio, ayudarán a la especie humana tanto en los negocios públicos como en los asuntos privados. La vida, como una luz, se mantiene en el calor natural y éste, a su vez, se alimenta de un humor aéreo y graso, como aceite. Si, pues, por azar, vie­ ne a faltar este humor o si, por el contrario, es demasiado abundante o vi­ ciado, al momento el calor se debilita y al final se extingue. Si el calor se debilita y disminuye por falta de humores, sobreviene la muerte por diso­ lución. Si, por el contrario, es tapado, envuelto y oprimido por el humor excesivo o viciado, la vida se extingue por ahogo. El ahogo sobreviene co­ mo consecuencia de la sobreabundancia o la putrefacción de cualquier hu­ mor, pero sobre todo cuando la pituita aumenta en exceso o acaba, de al­ guna manera, en descomposición, hasta el punto de que, no sin razón, la pituita ha sido definida como «amenaza para la vida»3. 52

Los preceptos más necesarios para prolongar la vida son, por tanto, evitar por un igual -por un igual, digo, es decir, en la misma medida- por un lado la disolución y por el otro el ahogo y la putrefacción. En efecto, cuando curan a una persona de complexión más bien cálida y seca, en la que los pasajes están abiertos y los humores y los espíritus son sutiles, se oponen a la disolución. Cuando, en cambio, tratan un cuerpo dispuesto de forma contraria, se oponen más bien al ahogo. Pero se utilizan mucho contra ambos cuando hacia ambos inclinan el lugar y el tiempo. Aplica­ dos a los hombres de ingenio y de estudio, los dos preceptos son por un igual necesarios, porque de ambos sufren éstos (es decir, de disolución y de ahogo). Parece, en efecto, que a éstos el ingenio agudo y cálido y el in­ cesante movimiento de las imágenes les amenaza por un lado de disolu­ ción y que, por otro lado, el ocio del cuerpo y la dificultad de la digestión les hacen temer el ahogo. En ninguna otra cosa, pues, se empeñan y se afanan tanto los médicos como en curar a los hombres de esta índole. Y aunque toda la disertación del libro anterior ayuda mucho a prolongar la vida, parece, con todo, que una materia de tanta importancia pide un tra­ tamiento específico. Así intentaré hacerlo a continuación, en la medida de mis posibilidades. Pero a la vez que consideramos con pingüe Minerva este pingüe acei­ te4, necesario para nuestro vigor ígneo, portadora de olivas, origen del aceite vital, nacida de la cabeza del divino Júpiter, ríe, porque mientras re­ conocemos claramente la cantidad de su don, no sabemos apreciar como es debido su calidad. Así pues, riendo, dice: «Os he dado abundante acei­ te, no sólo el necesario para alimentar la llama, sino que lo he vertido pu­ ro, sin heces, en la lámpara». Éstas son sus palabras. Pero nosotros, diva­ gando entre las palabras, tropezamos y erramos, porque todavía no hemos prestado oído atento a su palabra, lámpara de nuestros pasos5. Aprenda­ mos, pues, de esta lámpara, que debemos suministrar continuamente y con diligencia aceite a la llama, de tal modo que ni sumerjamos la luz inun­ dándola de improviso ni tengamos, por el contrario, la bebida alejada del sediento. Pero ya hemos hablado lo suficiente, a nuestro entender, de estas dos cosas en las páginas precedentes. Nos quedan dos aspectos, uno de los cuales nos parece que lo hemos analizado sólo un poco y el otro apenas lo hemos rozado, aludiendo a Palas en tales términos que ésta, nada propen­ sa a la risa, se reiría de nosotros. ¿De qué se trata? Tengamos en cuenta, para empezar, que una llama, por pequeña que sea, consume, y por eso brilla más tiempo la lámpara en la que la llama está regulada respecto de la mecha de tal modo que no chupe el aceite sino que lo cate. Así, también nosotros, en todo género de dieta, de­ bemos evitar que alguna vez, sobre todo en la juventud, adquiera demasiado ímpetu el fuego que alienta dentro de nosotros y es voraz por su propia na­ 53

turaleza. En este caso bastará con mantener alejado tanto el humor que tien­ de a inundar como el frío penetrante. Prestaremos, pues, atención al hecho de que con frecuencia una lámpara se apaga cuando no es alimentada con aceite puro sino (por así decirlo) mezclado con posos. La consecuencia es que, al cabo de poco, de los posos nacen hongos que sofocan la luz. Noso­ tros hemos recibido de Palas un aceite que da vida, es decir, aéreo en su gra­ do máximo posible, puro y, al mismo tiempo, y en virtud de una cierta vis­ cosidad natural, compacto y estable. Por tanto, el aceite que se va añadiendo tomándolo poco a poco debe ser no sólo igual sino de un aspecto parecido. Y para que sea parecido, no debe de ser tan sólo aéreo y graso, sino que de­ be estar, además, enteramente libre de heces, es decir, del sedimento que se forma con la tierra y el agua más densa. Para evitar, pues, la acumulación de este sedimento, debemos rehusar los alimentos de esta índole, el ocio, las malas digestiones y la suciedad. Al mismo tiempo, honramos a Minerva con mesura, para que refuerce la cabeza de la que ha nacido y no debilite, por otra parte, los nervios y el estómago. El humor natural se reseca rápidamente por las siguientes causas: un flujo de sangre demasiado abundante, una evacuación violenta del vientre, un bajo vientre demasiado laxo, un sudor excesivo, los pasajes demasiado abiertos, un coito practicado hasta el debilitamiento, una sed anhelante, un hambre atormentadora, una vigilia prolongada, el consumo de cosas cáli­ das y a la vez secas, un movimiento fatigoso del cuerpo y del alma, la an­ siedad, la ira, el dolor, el aire en exceso seco y a la vez ardiente, sobre to­ do cuando está recalentado por el fuego, el viento árido, violento y prolongado. Aumentan el humor más allá de lo justo las cosas contrarias a éstas. La embriaguez frecuente produce los dos efectos, pues por una par­ te reseca el cerebro con su calor excesivo y, por otra, lo sofoca con el hu­ mor. Pero nada hay que dañe tanto en entrambos casos como una mala di­ gestión. En efecto, cuando un alimento no es bien digerido, por un lado viene a faltar aquello con lo que puedes humedecer el humor natural y, por otro, el alimento permanece putrefacto y, al desbordarse, sumerge al men­ cionado humor. Por este motivo dice Avicena que cuando la digestión se corrompe se corrompe también la sangre6, y, siguiendo a Galeno, afirma que la digestión es la raíz de la vida. Es, por tanto, óptima y poco menos que única esta norma de Galeno: cuidarse siempre, más que de ninguna otra cosa, de la digestión de los alimentos. De nada sirve, en efecto, el que parece ser el precepto más importante, a saber, comer alimentos sanos, si no se les digiere, porque al penetrar en los miembros sin estar bien digeri­ dos se deriva de ellos un humor nocivo, igual que en el caso de los malos alimentos. Y al contrario, a menudo se consigue con alimentos no muy ex­ quisitos una nutrición no tan mediocre, a condición de que se tenga una buena digestión. 54

Debemos, pues, evitar con la máxima diligencia las malas digestiones como causa grave a un mismo tiempo de disolución y de ahogo, adecuan­ do a nuestra naturaleza la cantidad de los alimentos y de las bebidas, pres­ tando asimismo atención a su calidad y a que sean simples, bien prepara­ dos y triturados, ayudando al estómago con un ayuno que despierta el hambre y, llegado el caso, también con estímulos extemos y tomando, en fin, después de las comidas, sustancias astringentes. Procuraremos tam­ bién con diligencia que la cantidad de las bebidas no supere la de los ali­ mentos y que éstos no sean ni demasiado líquidos ni demasiado sólidos, que no haya ningún elemento excesivamente frío, que las viandas sean muy variadas, que a un alimento indigesto no venga a añadírsele otro asi­ mismo indigesto, porque todas estas cosas dificultan mucho la digestión. Debemos guardamos también con el mayor cuidado de poner trabas a la digestión con el coito inmediatamente después de la comida, con la siesta, a menudo innecesaria, con la vigilia nocturna, con la fatiga del alma o del cuerpo o de cualquier otra manera. Y no me refiero tan sólo a la primera digestión, es decir, la que se produce en el estómago, sino también a la se­ gunda, que acontece en el hígado, además de la tercera, en las venas, y la cuarta, en fin, que tiene lugar en los miembros. Todo este proceso requie­ re un cierto lapso se tiempo, más bien largo, y si se le perturba, de la ma­ nera que sea, el alimento no ayuda al humor. Del mismo modo que es necesario para la vida ayudar a la digestión, también lo es procurar librarse de las secreciones intemas. Es asimismo necesario eliminar la suciedad de la piel. Es necesario que el movimiento del cuerpo sea tan continuo, moderado y diverso como el de los cuerpos celestes, el del aire, el fuego y el agua, respetando, obviamente, las exi­ gencias de la digestión y del sueño y evitando, por supuesto, la fatiga y la disolución. Bajo la sombra nos cubrimos de sopor, de moho y herrumbre. Vivamos bajo el Sol, a la luz, según el consejo que brotaba a menudo de los labios de mi padre Ficino, médico ilustre7. Pero para salir airosos en to­ do esta empresa habría sido necesario habituar al cuerpo, desde la más tier­ na infancia, no tanto a los quehaceres ciudadanos cuanto más bien a algu­ nos ejercicios de la vida campestre y a cosas de este género y haberse atenido a una cierta variedad tanto en la alimentación como en el estilo de vida. Esto es lo que me recomendaba a menudo mi padre, guiado por su cordura y su prudencia. Pues en efecto, quienes viven, en toda edad, en una suntuosa afectación corren con frecuencia más peligros; quienes no hayan practicado lo bastante de jóvenes este género de vida, acostúmbrense de adultos, pero con esfuerzos cautos y graduales. Entre los preceptos más necesarios para una vida longeva, todos los griegos mencionan que nos alimentemos de euquimos8. Llamamos euquimos a los alimentos sanos, que aportan buenos nutrientes y generan buena 55

sangre. Decimos que es buena la sangre que no es fría, ni seca, ni turbia, sino caliente, húmeda y limpia. Caliente, pero con un calor no fuerte, hú­ meda, pero con un humor no acuoso, limpia, pero no excesivamente sutil. La sangre demasiado ardiente por un lado estimula demasiado el calor na­ tural y, por otro, reseca el humor y hace que también se disuelva y desa­ parezca fácilmente el humor o el calor que aporta. Además, la sangre hú­ meda en exceso y poco menos que como agua debilita el calor natural y extingue el humor natura), o lo empuja a la disolución bajo los efectos del calor, o sofoca el calor con la humedad. Y, en fin, y en términos generales, si una parte del humor natural procede de una sangre acuosa, por un lado se pudre con facilidad y, por otro, se disuelve al instante y se reduce a na­ da. A esto se debe que quienes comen frutos y verduras demasiado blan­ dos - a excepción, tal vez, de cuando se toman en raras ocasiones y como medicina para calmar el vientre- en breve espacio de tiempo llenan las ve­ nas de jugo indigesto y sujeto a putrefacción. Para que esto no ocurra, se aleja el peligro si antes de consumir estos alimentos se cuecen o si, al me­ nos, se les acompaña con pan. Que la sangre no sea, pues, ni ígnea, ni ácuea, sino aérea; que no se parezca al aire demasiado pesado, para que no se incline al agua, ni tampoco al aire demasiado sutil, para que no se ca­ liente fácilmente y se convierta en ígnea, sino que se mantenga como sus­ tancia intermedia, en la que predomine un aire de calidad equilibrada. Y estén presentes los restantes elementos en la medida en que se adaptan al predominio del aire. No sea su sustancia muy sutil, para que no genere un humor inestable y un espíritu volátil y expuesto a disolución. Ni sea tampoco muy densa, pues en tal caso resultará de escasa utilidad para el ingenio y difícilmente se transformará en humor natural y en espíritu, obstruirá los pasajes y pro­ piciará episodios de ahogo. El mismo espíritu que al fin de aquí se deriva, fatigoso y denso, es en sí, a causa de su densidad, poco apto para la vida y sofoca el calor natural del mismo modo que un humo denso oprime y ha­ ce menguar la llama. Paso por alto que a veces es tan tenebroso que en­ tristece la vida y la hace más insufrible que la muerte. Ayuda, en cambio, a mi entender, a una larga vida, en primer lugar, que la sangre, junto con una sustancia muy aérea y no excesivamente densa, tenga en sí un humor viscoso y tenaz, como el que tienen, junto con la sutileza, el aceite de oli­ va, el humor de la anguila, graso y a la vez sutil, y el aceite extraído por sublimación de la trementina. Elige, pues, con diligencia, los alimentos y todas las cosas restantes que tienen la capacidad de hacer que la sangre y el humor se parezcan a ellos. La sangre y el humor adornados de tales ca­ racterísticas son, como el aceite para la llama, el alimento del calor vital, a un mismo tiempo sutiles y sólidos. Uno de los preceptos de Rhazés para conservar la juventud es cabalmente consumir cosas que llevan la sangre 56

al corazón, se reúnen allí y le proporcionan ayuda9. También Avicena ha­ ce suya esta norma, que aconseja evitar la sangre acuosa y lábil10. En todo esto es preciso regularse de diverso modo según la diversidad de los cuerpos. Así, cuando el cuerpo es más bien denso, debe procurarse, con todos los remedios posibles, hacer la sangre sutil y adensarla, en cam­ bio, cuando está enrarecido. Cuando la complexión del cuerpo es media, to­ maremos igualmente una vía media. Pero jamás intentaremos modificar la complexión natural del cuerpo, pues entonces arrebataríamos la vida misma. Ayuda también recordar que cuando tengamos motivos suficientes pa­ ra temer que la sangre sea demasiado sutil y, al mismo tiempo, el estóma­ go no sea de por sí muy fuerte, debe intentarse conseguir poco a poco que la sangre sea más densa, mientras que cuando se trate de un individuo en­ deble deberemos procurar nutrirle con alimentos más sustanciales y man­ tener al mismo tiempo el estómago caliente, favorecer el sueño, aumentar el ejercicio físico de acuerdo con las propias fuerzas y reducir el del espí­ ritu, que a menudo les resulta perjudicial a muchísimos. Si el estómago no soporta los alimentos demasiado viscosos y duros o muy fríos, consegui­ remos al menos que la sangre y el humor sean sólidas recurriendo a los co­ rales, los sándalos, las rosas, los cilantros, los mirobálanos, los membri­ llos, las cidonias, el azúcar de rosas y cosas astringentes. En este caso, no contaríamos con la seguridad de alcanzar nuestro objetivo consumiendo sustancias demasiado glutinosas. A quienes no sean capaces de digerir las carnes viscosas de los ani­ males de mayor tamaño les será muy oportuno alimentarse con piñones y pistachos, con jugo de regaliz y de almidón, a lo que se añaden almendras dulces y su aceite y semillas de membrillo y aceite de sésamo, junto con azúcar blanquísimo y agua de rosas. A éstos les permitimos también las ex­ tremidades de las gallinas y de los cabritos, las tortugas, los caracoles y las criadillas. No daremos vinos blancos, sino tintos y de sabor áspero y has­ ta cierto punto amarguillo, mezclando el vino con agua ferruginosa aro­ matizada con almáciga. Frotaremos suavemente la piel con aceite puro de almáciga y de membrillo y prohibiremos, al mismo tiempo, las sustancias que hacen a la sangre sutil o caliente, con la excepción tal vez de añadir un poco de azafrán o de canela a los alimentos más consistentes, para que puedan ser digeridos con mayor facilidad y, una vez digeridos, lleguen, a través de estrechos canales, hasta los miembros. Es, en efecto, difícil con­ ducir los alimentos viscosos o un poco demasiado densos desde un estó­ mago no muy fuerte hasta la tercera y la cuarta digestión si no son lleva­ dos hasta la meta por vehículos de esta índole y no son, además, estimulados por leves fricciones. Cuando des fricciones, las harás con las manos blandas y acuérdate de humedecerlas con un vino aromático en el que habrás hecho macerar manzanilla, mirto y rosas. 57

Pero dejemos de lado, por el momento, los cuerpos de los individuos más débiles y delicados y pasemos a una regla de vida general, apta, por consiguiente, para las complexiones corporales comunes y del término medio. Mira que por ningún motivo estén los canales del cuerpo ni de­ masiado abiertos ni demasiado cerrados. En el primer caso, en efecto, se crea una situación peligrosa a causa de la descomposición y del daño que puede penetrar desde el exterior, mientras que en el segundo el peligro se encuentra en la putrefacción y el ahogo. Aunque no te fuerzo con el fre­ no de una regla demasiado rigurosa -cosa que Hipócrates condena- no por eso te aflojo las riendas hasta el desenfreno. Toma con parsimonia las verduras y los frutos más bien húmedos y con mayor parsimonia aún la leche y el pescado, ambas cosas con miel, y con mesura extrema las se­ tas, acompañadas de especias y de semillas de pera. Bebe igualmente, pe­ ro también con parsimonia, agua pura. A los alimentos que son más hú­ medos o grasos añádeles condimentos aromáticos o picantes, pues de lo contrario llevan hasta los miembros muchísimo humor no adecuado y pú­ trido, y aunque es bien cierto que también proporcionan un humor nece­ sario para la naturaleza, lo suministran sujeto a una corrupción rápida por­ que, no de modo diferente al del vino aguado, se enturbia con prontitud y se corrompe. De aquí procede la calvicie precoz y la tez pálida y rugosa, como la de los viejos. También las carnes, si se consumen a diario, traen consigo una rápida putrefacción, incluso aunque estén acompañadas de buena cantidad de pan. De ahí que Porfirio, fundamentándose en la auto­ ridad de los antiguos pitagóricos, prohíba comer carne de animales". ¿Ig­ noramos acaso que los hombres antediluvianos, que eran longevos, se abstenían de los animales? De todas formas, lo que los médicos prohíben no es el uso sino el abuso de carne. Evita, en fin, los alimentos húmedos, en cuanto sujetos a putrefacción, y recuerda que las personas húmedas y grasas envejecen y mueren antes, como afirma Hipócrates y como confirma la experiencia. Consume, pues, con moderación los alimentos demasiado secos o compénsalos al menos con abundantes bebidas. Para andar sobre seguro, elige alimentos ni de­ masiado secos ni demasiado húmedos. En todo caso, Avicena prefería los alimentos más bien secos a los blandos para prevenir la calvicie. Sé muy cauto en lo relativo a los alimentos demasiado fríos o demasiado calientes. Inclínate por los que son a un mismo tiempo cálidos y húmedos. Si el aire es abrasador, que el humor de los alimentos supere el calor del aire; si frío, el calor de aquéllos supere el humor de éste. Pero que en ambos casos la desviación sea moderada. De todos modos, tanto el calor como el humor han de tener algo de graso y de astringente, para que el humor difundido en los miembros se mantenga bajo el calor más estable y dure por más tiempo. Poseen esta propiedad, en primer lugar, el trigo y el pan de prime­ 58

ra calidad, luego el vino tinto de sabor áspero y poco dulce, en tercer lu­ gar los piñones y cosas parecidas a ellos por su composición y tenacidad, en cuarto lugar las carnes a un mismo tiempo no húmedas y tiernas, como la de cerdo y el lechazo. Los médicos antiguos, sobre todo Galeno, reco­ mendaban la carne y la sangre de cerdo a causa de una cierta semejanza con nuestro cuerpo. Estas carnes son, pues, óptimas para los cuerpos que se parecen a ellas, como ocurre en el caso de los hombres del campo, los labriegos, las personas robustas y los que realizan muchos ejercicios físi­ cos, sobre todo cuando han sido conservadas durante cuatro días en sal y condimentadas con una pizca de especias y cilantro. También la sangre de cerdo es útil si está cocida con azúcar, y se la purifica al máximo hasta que se convierte en líquida y limpia. Pero retornando a nuestro elenco: no se aconsejan las carnes más bien húmedas, como ya hemos dicho, ni tampoco las que son a la vez duras y secas, como la de libre ya algo vieja y la de buey, sino más bien las de ca­ lidad media, como el pollo, el capón, el pavo, el faisán, la perdiz y acaso la paloma, sobre todo la doméstica. Entran aquí también los cabritos y los terneros jóvenes, los castrados de un año y los jabalíes. No desprecio los cabritos lechales ni el queso fresco. He omitido los pajarillos de pequeño tamaño, pues el consumo frecuente de alimentos demasiado sutiles sólo sienta bien al estómago que no soporta los alimentos más consistentes, mientras que un estómago fuerte sólo saca de aquí un vapor o un humor pasajeros. No dejo de lado, con todo, los huevos de gallina, si se come tan­ to la yema como la clara, porque la yema sola es alimento propio de per­ sonas delicadas12. De hecho, Avicena afirma que, en caso de disminución de la sangre y de debilidad del espíritu cardíaco, no hay vianda que más ayude que la yema de los huevos de gallina, de perdiz o de faisán13. Tal vez no sea descaminado alimentar a las ocas con espella y agua limpia y, tras sacrificarlas, conservar la carne durante siete días, condimentándola con sal y semillas de cilantro y sazonándola con vinagre antes de comerla. De modo parecido ha de tratarse el ciervo, si el estómago es muy fuerte. Es también probable que la carne de algunos animales de vida longeva con­ tribuya a una vida larga, a condición de que esta carne provenga de ejem­ plares jóvenes. Y lo mismo las otras carnes, tanto asadas como cocidas. Que la cantidad de los alimentos sólidos sea el doble de la de los lí­ quidos, el pan sea el doble o vez y media respecto de los huevos, el triple respecto de la carne y el cuádruplo respecto del pescado, las verduras y los frutos más acuosos. No debe iniciarse la comida con bebidas ni tolerar que sean demasiado abundantes. Tras la comida debe tomarse siempre alguna cosa astringente, sin bebidas o con una bebida moderada. Cuando la complexión, la edad, el lugar o la estación del año tienden a lo cálido y seco, vuélvete un poco hacia los alimentos de cualidades 59

opuestas14. Cuando se da una justa proporción (temperies), mantón este equilibrio (temperies). Deben, además, aumentarse los ejercicios físicos y reducirse los anímicos cuando ha habido un exceso de alimentos demasia­ do duros en nuestras comidas, acaso a veces necesarios para conservar la vida. Durante las nueve horas del día, sentaos dos veces a la mesa, y que ésta sea en ambas ocasiones parca, pero más parca en la cena. Después de la primera digestión, dedícate igualmente dos veces a los ejercicios corpo­ rales y prolóngalos hasta casi sudar. El sueño nocturno, desde el momento es que es siempre necesario, es siempre bueno; el diurno, en cambio, nun­ ca es bueno, salvo que sea absolutamente necesario. Los animales que se encuentran bajo nuestra custodia, antes de con­ sumirlos deben ser mantenidos con alimentos limpios y selectos. Tales ali­ mentos, como todas las demás cosas, han de ser elegidos de entre los altos y fragantes pastizales. Ten siempre en la mente, a este propósito, aquella regla, enunciada por vez primera por el filósofo Arnau de Vilanova15, a sa­ ber, que es conveniente seleccionar los animales, las verduras, los frutos, los cereales y los vinos que proceden de regiones altas y fragantes (como acabamos de decir), serenadas por vientos templados, calentadas por sua­ ves rayos de sol, donde no hay aguas estancadas, las tierras de labor no es­ tán abonadas con estiércol sino con su humor natural y donde cuantas co­ sas nacen se mantienen mucho tiempo sin corromperse. Sólo en estos lugares se debe habitar y sólo de las cosas aquí nacidas se debe comer. No debemos confiar en que de alimentos que se pudren en breve espacio de tiempo podamos extraer un humor duradero y alejado de la putrefacción, ni debemos esperar que podamos disfrutar sin dificultades de larga vida allí donde los frutos de la tierra no se conservan por mucho tiempo inco­ rruptos y donde en muy contadas ocasiones llegan los hombres a una edad longeva. La manzana de Persia, también llamada melocotón, indica bien a las claras cuán determinantes son el lugar y los alimentos; en Persia es ve­ nenosa, en Egipto es un remedio para el corazón. Y lo mismo el eléboro, que en Anticira es consumido sin el menor daño, mientras que en otros lu­ gares actúa como un veneno16. Aristóteles aconseja que la habitación esté en un lugar elevado y orientada hacia el sur y el este, donde el aire es su­ til, no húmedo ni frió17. Y Platón encuentra hombres longevos en las re­ giones más elevadas y templadas1”. Es, además, muy nocivo contaminar las tierras de labor con estiércol y no conducir fuera de los campos el agua estancada. Pues en efecto, todo cuanto allí nace está sujeto a una rápida descomposición. Por esta razón, no puedo dejar de desaprobar a quienes reprueban al sabio Hesiodo porque al hablar de las cosas de la campiña no menciona el estiércol19. Aquel sabio se preocupaba más de la salubridad que de la fertilidad y afirmaba que el campo puede abonarse lo suficiente revolviendo a su debido tiempo con la tierra las hojas de los altramuces y 60

de las habas. Pero ya que nos vemos obligados a vivir en zonas bastante húmedas y poco salubres y a sustentarnos con alimentos bastante perece­ deros. procuremos al menos adoptar el estilo de vida que aconsejan los mé­ dicos cuando el aire es pestilente. Pero de esto ya hemos disertado lo bas­ tante en el libro Contra la pestilencia211. Diremos brevemente, para concluir, que emplearemos perfumes sua­ ves y en cierto modo cálidos. Nos lavaremos a menudo y ligeramente con áloe preparado como es debido21. Y decimos que ha sido preparado como es debido si ha sido lavado con agua de rosas o con zumo asimismo de ro­ sas y ha sido perfectamente mezclado con pétalos de rosas frescas y ma­ chacadas. Añádase luego mirobálano y almáciga y, si a mano viene, rosas. Esta medicina es. sin la menor duda, portentosa para conservar durante mucho tiempo una mente sana en un cuerpo sano. Mantendremos además el cuerpo en ejercicio, recurriremos al fuego en el momento oportuno. Condimentaremos los alimentos con el siguiente polvo: la cuarta parte de una onza de mirobálanos émblicos, media onza de sándalos, una onza en­ tera de canela, la octava parte de azafrán. Utilizando este tipo de polvo, y añadiendo además cosas un tanto ásperas, podremos tal vez impedir que se echen a perder alimentos y lugares que se corrompen con facilidad. Re­ cordemos también que donde son más las personas que mueren a causa de la putrefacción y del ahogo que a causa de la disolución, allí es donde jus­ tamente debemos combatir con el máximo celo precisamente la putrefac­ ción y el ahogo. Por el lado contrario, recurriendo a condimentos aromá­ ticos y en cierto modo ásperos (como hemos dicho) y a fragancias parecidas, se mantiene alejada en todo momento la descomposición. Un­ tándose con aceite se rechaza la acometida del frío; lavándose con agua y aceite se aleja la disolución provocada por la fatiga o el calor. También ayuda enjuagarse a menudo la boca con agua, tener en la boca jugo de re­ galiz o azúcar en cristales, lavarse las manos y la cara con abundante agua de rosas y un poco de vinagre de rosas y recurrir a perfumes de este gé­ nero, recuperar fuerzas cada siete horas con alimentos en su justa medida y conceder reposo al cuerpo y al alma evitando el calor excesivo. Es también muy importante la calidad del vino22 y de los cereales que consumimos habitualmente. Sean, pues, de tal calidad que se conserven ín­ tegros durante más de un año, e incluso hasta tres, si hemos de confiar en poder obtener de ellos una nutrición incorruptible. El vino -blanco o tin­ to- sea limpio, agradable, de sabor asperillo, aromático y que necesite agua, salvo que aciertes a encontrar un vino ligero y a la vez durable, co­ sa de ordinario muy difícil. El más eficaz es el que el filósofo Isaac23 lla­ ma vino vinoso, madurado al sol y purificado por los vientos, del que pres­ cribe que, antes de beberlo, sea mezclado en su justa proporción con agua pura de manantial. Aconseja evitar el vino aguado y débil y el agrio, por­ 61

que una vez que ha penetrado en las venas y en los miembros se toma áci­ do o de alguna manera se corrompe. El vino aguado sujeto a putrefacción, una vez cocido, y a condición de que conserve su sustancia, aunque no go­ za de mucha estima, será de utilidad al menos en el sentido de que no se­ rá origen de un humor corruptible, aunque su acidez deberá ser amorti­ guada con agua de primera calidad. Del vino que aquí aprobamos dice Isaac, siguiendo el parecer de los antiguos, que tiene bastante parecido con las grandes triacas. Un vino así, mezclado en su justa proporción, calienta (como hemos dicho) las complexiones frías, refresca las cálidas, humede­ ce las secas, seca las demasiado húmedas y (como enseña Galeno) recrea el humor natural y favorece el calor y conserva a ambos en su justo equi­ librio (contemperat). Mezclar vinos de este tipo les resulta más necesario a los jóvenes y menos a los viejos, sobre todo si son de naturaleza fría. De hecho, la vejez fría y dura es caldeada y ablandada (como dice Platón) por el vino como el hierro por el fuego y los altramuces por el agua. Has de sa­ ber que lo que antes hemos dicho, esto es, que el vino nos produce efectos contrarios y templa las cualidades opuestas, lo consiguen también el rega­ liz, aunque más débilmente, y el aceite de rosas, pero aplicado por vía ex­ tema. Que todos estas cosas te sean habituales. Y no dudes de que cual­ quier cosa de calidad templada y de poderosa virtud puede templar las cosas restantes, al modo como el frío enfría todo lo demás. Poseen esta cualidad, ante todo y sobre todo, por la conveniente disposición (tempera­ mento) de Júpiter, merced al cual son también las cosas más salubres. Pe­ ro abordaremos todas estas cuestiones en otro lugar. Piensen quienes han dejado ya a sus espaldas siete veces siete años y entran en el año quincuagésimo que Venus simboliza la juventud y Satur­ no la vejez y que, a decir de los astrónomos, estos dos astros son más ene­ migos entre sí que frente a todos los demás. Huyan, pues, los hombres de Saturno [es decir, los ancianos] de las cosas de Venus que, a decir verdad, también a los jóvenes les arrebatan muchísima vida. En realidad, Venus no piensa en los nacidos sino en los nascituros y, apenas producido el semen, seca al instante las hierbas. Entiendan, además, que el frío y el aire noc­ turno son mortales para ellos y aténganse exclusivamente a una dieta de la que puedan esperar extraer con la mayor abundancia posible sangre y es­ píritu: yemas de huevos frescos, por poner un ejemplo, vino un tanto dul­ ce y lo más aromático que sea posible. De hecho, en este caso la yema re­ fuerza la sangre del corazón y el vino restaura sobre todo el espíritu. Consuman carnes de primerísima calidad y de facilísima digestión y, para decirlo resumidamente, sigan toda dieta que aumenta a un mismo tiempo el calor y la humedad. Restauren constantemente el espíritu, sobre todo con los aromas del vino. Eviten las vigilias, el ayuno y la sed, además de la fatiga del cuerpo y del espíritu, la soledad y la tristeza. Si por acaso han 62

abandonado la música, retomen a ella, pues jamás debe descuidarse. Vuel­ van, en la medida de lo conveniente, a algunos de los juegos y costumbres propios de la infancia ya pasada. Es harto difícil rejuvenecer (por así de­ cirlo) en el cuerpo si antes no se toma a ser niño en el espíritu. Por consi­ guiente, en cualquier edad es de gran utilidad para la vida conservar algu­ nas de las cosas de la infancia e intentar descubrir siempre nuevos y diversos pasatiempos. Pero también ha de tenerse en cuenta que la risa pro­ longada y desmedida en nada ayuda, pues dilata demasiado el espíritu ha­ cia las realidades exteriores. Pero retomemos a los ancianos. Si sienten frío, busquen fomentos perfumados y cálido-húmedos. Recuerden que no tiene nada de pueril aquel pueril fomento de Avicena24, preparado ya para David, aunque tal vez tarde. Es para los ancianos un estímulo maravilloso la miga de pan fresco, todavía caliente, aplicada al estómago y acercada con frecuencia a la nariz. A Demócrito, ya a punto de expirar, la miga de pan así preparada le retuvo por sí sola el espíritu fugitivo hasta que le plugo25. Recurran tam­ bién a fricciones suaves y de vez en cuando a lociones que llevan el ali­ mento hasta las extremidades. Sean consumidores habituales de piñones, por supuesto lavados. De hecho, este tipo de nutrición ha sido recomenda­ do por los médicos antiguos como sumamente adecuado para los ancianos: es, en efecto, cálido, húmedo y graso, suaviza cualquier aspereza y, al mis­ mo tiempo (cosa verdaderamente prodigiosa) que aumenta el humor natu­ ral, seca lo superfluo y purifica lo corrompido. Hay quienes dan todos los días a los viejos una dracma de estos piñones para que la consuman des­ pués de las comidas. Y otra más añadiría yo, con el estómago vacío, o un trozo de piñonate fresco, todavía caliente y dorado. Prepararás también un electuario de la siguiente manera: toma cuatro onzas de almendras dulces y otras tantas de piñones, dos onzas de pista­ chos, una de semillas de sandía, una de avellanas descascarilladas. Tritú­ ralo todo, cuécelo con azúcar blanquísimo al que habrás añadido una dracma de jengibre fresco y aromatizado, media dracma de azafrán, un tercio de dracma de almizcle y otro tanto de ámbar. Rocía el azúcar con agua de toronjil, es decir, de cidronela, y de rosas. Añade a todo esto mu­ chas hojas de oro. Con el consumo diario de este preparado los ancianos conseguirán una vida más fuerte y más longeva. Pueden tomarlo bien du­ rante las comidas o bien algunas horas antes. Será incluso más útil si jun­ to con este preparado beben un poco de vino blanco aromático. En las es­ taciones más cálidas prolongará la vida de los ancianos el azúcar de rosas junto a hojas de oro y mirobálanos aromáticos. Nadie duda de que, en el caso de personas y de estaciones húmedas, sirve para este mismo fin la triaca, acerca de cuyo uso hemos hablado ya por extenso. Ni nadie nega­ rá tampoco que les ayudarán también mucho las raíces de la énula cam­ 63

pana y las del ben, tanto las blancas como las rojas, sobre todo cuando es­ tán frescas -las primeras consumidas como alimento, las segundas tam­ bién como aroma- y todas las cosas que son sencillamente cálidas y hú­ medas y, al mismo tiempo, aromáticas y también astringentes y a la vez grasas. Y por cierto, los ancianos deben consumir habitualmente zumo de regaliz de primera calidad. Se nos dice, en efecto, que el regaliz es muy parecido al calor y al humor del cuerpo humano y que es útil además en algunos de los achaques propios de la vejez. Sean también alimentos ha­ bituales la leche de almendras y el almidón, el azúcar y las uvas pasas. No ya tan sólo para detener el avance de la vejez, sino también para retrasarla recomienda Rhazés calurosamente una trifera preparada a base de mirobálanos indios, émblicos y berílicos y también los mirobálanos in­ dios cocidos con azúcar26. Avicena alaba la trifera de mirobálanos, tanto la mayor como la menor, y también una preparación de limaduras de hierro, y mejor aún si son de oro. Para mantener a raya los achaques de la vejez prescribe masticar todos los días mirobálanos, sobre todo los québulos, convenientemente preparados. Has de saber que los mirobálanos tienen muchas virtudes. La prime­ ra es aquella merced a la cual se seca de admirable manera el humor su­ perfluo, de modo que preserva de la canicie. La segunda es que recoge el humor natural y protege tanto de la corrupción como de la inflamación, de suerte que prolonga mucho la vida. La tercera es aquella por la cual, gra­ cias a su poder astringente y aromático, mantiene unidos, nutre y refuerza el espíritu natural y el animal. Tal vez por todo esto habrá quien crea que el árbol de la vida del paraíso terrenal fue un mirobálano. Resultados bastante parecidos obtienen el oro y la plata, el coral y el espodio y las piedras preciosas, también cuando en lugar de la propiedad aromática aportan la capacidad de despejar. Tú, por tu parte, recuerda que, como hemos explicado más arriba, los perfumes protegen nuestra vida so­ bre todo cuando, junto con una cierta fuerza aromática, son a la vez hú­ medos y cálidos y poseen una viscosidad grasa, adaptada al desarrollo. Así son, en primer lugar, las raíces de ben, tanto las blancas como las rojas, so­ bre todo cuando están frescas o, al menos, cuando junto con una cierta vir­ tud sutil, fragante y penetrante, tienen una sustancia densa y una propiedad muy astringente. Entre las sustancias cordiales de naturaleza fría esta com­ binación parece darse ante todo en los mirobálanos y en el ámbar, luego en las rosas y en el zumo y la simiente del cidro, en tercer lugar en el sánda­ lo, en el cilantro y el mirto y en otras plantas parecidas. Entre las sustan­ cias cordiales de naturaleza cálida vemos que está presente en la zedoaria27, en la madera de áloe, en la corteza de cidro, en las especias, en la nuez moscada, en el macis, en el olíbano, en la almáciga, en la dorónica y también, en fin, en la salvia. 64

Afirma la tradición que el ámbar y el almizcle poseen propiedades as­ tringentes. También el jengibre, en virtud de su peculiar humedad, ayuda con frecuencia a los ancianos, sobre todo cuando es fresco y ha sido sazo­ nado. Pero, al igual que las especias, parece que ha de consumirse con cau­ tela, a causa de la intensidad de su calor. Esta misma cautela ha de apli­ carse al consumo de la zedoaria, aunque se la considera parecida a la triaca y tiene una naturaleza astringente y a la vez grasa, sumamente adecuada para los viejos. El ámbar, al tener un calor más bien moderado, puede to­ marse de ordinario con tranquilidad. Posee, además, en virtud de la visco­ sidad unida a su sutiliza astringente, la prerrogativa de reforzar la vida en los miembros y en los espíritus. Por esta razón, si se extrae de él un agua con la que se lava la piel, restablece la cuarta digestión y aleja las enfer­ medades que se producen precisamente cuando ésta falta. Los aromas que tienen una sustancia muy sutil, como la canela y el azafrán, deben ser mez­ clados con cordiales fríos y más duros. De hecho, si los aromas son sola­ mente cálidos y sutiles y se toman solos, excitan demasiado el calor natu­ ral y disuelven el humor. Son, de todos modos, necesarios tanto para la digestión de los alimentos más fríos y húmedos como para transportar los cordiales duros a las zonas próximas al corazón. No debe pasarte inadvertido que el humor necesario para la vida se encuentra en primer lugar en el corazón y en sus venas y arterias, como en­ seña claramente Isaac25. Y, como demuestra Avicena, este humor está a menudo bañado y alimentado por el humor natural de los otros miembros. Por esa razón es necesario mantenerse atentos para que no se seque el hu­ mor de algún miembro, y mucho más aún para que no disminuya también, y a la vez, el humor de las visceras precordiales. Para que todos los ali­ mentos, los fomentos y los cordiales sean transportados con abundancia, incluso a través de canales estrechos, hasta las dichas entrañas precordia­ les, añade a todas estas cosas azafrán. Para que se conserven, recurre a los mirobálanos. Y para alcanzar, en fin, ambos efectos, toma, de entre los aro­ mas cálidos, el almizcle y el ámbar y, de entre los fríos, las rosas y el mir­ to. Recuerda que el hinojo dulce ayudará a los viejos, pues de hecho di­ funde los alimentos por los miembros y, por aquella misma virtud que aumenta la leche, aumenta también el humor natural. Por este motivo dice Dioscórides que gracias al hinojo se libran las serpientes de un año de ve­ jez. Tenemos también en alta estima a la salvia, porque calienta de mane­ ra equilibrada (temperate), refuerza la virtud natural y mantiene alejada la parálisis. Aprobamos igualmente el uso moderado del jengibre preparado, porque posee una naturaleza pingüe y cálida. Todos aprecian el oro por encima de cualquier otra cosa como la más equilibrada de todas ellas y la más inmune a la corrupción. Está con­ sagrado al Sol a causa de su esplendor, y a Júpiter por su naturaleza tem65

piada. Puede, por tanto, templar maravillosamente el calor natural con el humor, preservar a los humores de la corrupción e infundir en los miem­ bros y en los espíritus las virtudes propias del Sol y de Júpiter. Ello no obstante, todos desean que la sustancia durísima del oro sea más sutil y de más fácil penetración. Saben, en efecto, que los cordiales restablecen la virtud oculta del corazón, sobre todo cuando la naturaleza no se fatiga nada al atraerlos. Para reducir esta fatiga al mínimo posible, deben ser presentados y convertidos en sutilísimos o unidos a algún elemento su­ mamente sutil. Consideran que la mejor solución para ello sería conver­ tir al oro en potable sin necesidad de mezclarlo con ninguna otra sustan­ cia. Y si esto no es posible, quieren que se le consuma triturado y reducido a hojas. Tendrás oro casi potable con el siguiente procedimiento: recoge flo­ res de borraja, de buglosa, del toronjil que llamamos cidronela. Y cuando la Luna entra en el León o en el Carnero o en el Sagitario y mira al Sol o a Júpiter, cuécelas con azúcar blanco disuelto en agua de rosas y añade con cuidado tres hojas de oro por onza. Bébelo todo en ayunas y con un vino dorado. Bebe igualmente la sopa de capón destilada al fuego o consumida de otra manera junto con julepe de rosas en el que habrás desmenuzado previamente algunas hojas de oro. Apagarás por añadidura con agua purí­ sima de manantial oro incandescente, desmenuzando dentro hojas de oro. Mezcla en proporción adecuada este agua con vino de color áureo y come, junto con esta bebida, una yema de huevo fresco. Conservarás fácilmente el humor en todo el árbol del cuerpo si consi­ gues conservarlo en las raíces. Toma, pues, el corazón, el hígado, el estó­ mago, las criadillas y el cerebro de gallinas, pollos y capones; cuécelo to­ do en poca agua y con poquísima sal. Cuando esté todo cocido, tritura toda la carne, el jugo y el azúcar y añádele la yema de un huevo fresco. Haz con ello una torta condimentada y dorada con canela y azafrán en pequeñas cantidades. Lo comerás cuando tengas apetito, al menos una vez cada cua­ tro días, solo, con la única compañía de vino limpio como bebida. A menudo, inmediatamente después del décimo septenario, y a veces también después del noveno, al aridecerse poco a poco el humor, comien­ za a secarse el árbol del hombre. En tal caso, lo primero que debe hacerse es regar este árbol humano con líquido humano juvenil para renovar su vi­ gor. Elige, pues, una mujer joven, sana, hermosa, alegre, de complexión templada, succiona ávidamente su leche cuando la Luna está en creciente y come inmediatamente después una pequeña cantidad de polvo de hino­ jo, debidamente preparado con azúcar. El azúcar impide, en efecto, que la leche se coagule o se pudra en el vientre. El hinojo, por su parte, al ser su­ til y amigo de la leche, la difundirá entre los miembros. A quienes están consumidos por la fiebre éctica29 senil, los médicos 66

intentan curarlos y ayudarlos con un destilado de sangre humana, obteni­ do al fuego con arte sublime. ¿Qué impide, pues, restablecer de vez en cuando con esta misma bebida a quienes están ya consumidos por la ve­ jez? Es opinión común y antigua que ciertas viejas hechiceras, a las que el vulgo llama brujas, chupan la sangre de los niños para rejuvenecer sus fuerzas. ¿Por qué nuestros ancianos, cuando ya no tienen a mano ningún otro remedio, no han de poder chupar la sangre de un jovencito? Me re­ fiero a un jovencito que otorgue su consentimiento, que sea sano, alegre, de complexión templada, que tenga sangre excelente y tal vez demasiado abundante. Chupen, pues, como las sanguijuelas, una o dos onzas de una vena del brazo izquierdo apenas abierto y tomen inmediatamente después otra tanta cantidad de azúcar y vino; háganlo cuando sientan hambre y en Luna creciente. Si tienen dificultades para digerir la sangre cruda, cuézanla primero junto con azúcar o mézclese con azúcar y destílese poco a po­ co sobre agua hirviente y bébase a continuación. En este caso, también sir­ ve de ayuda calentar el estómago con sangre de cerdo. Y sería sin duda oportuno empapar con esta sangre que brota de la vena de un cerdo una es­ ponja humedecida en vino caliente y acercarla inmediatamente después y, todavía caliente, al estómago. Galeno y Serapión afirman que la mordedura de un perro rabioso se cura con sangre de perro, pero no explican las causas30. Tras haber refle­ xionado sobre el tema durante dos días, he llegado a la conclusión de que la saliva venenosa de un perro rabioso, cuando penetra en el pie herido de una persona, asciende poco a poco, a través de las venas, hasta el corazón, como un veneno, si no hay algo que lo ataje. Si, pues, la persona que ha si­ do mordida por un perro rabioso bebe en el ínterin la sangre de otro perro, esta sangre cruda permanece durante muchas horas en el estómago, que acabará por eliminarla, como elemento extraño, a través del bajo vientre. Mientras tanto, esta sangre de perro lleva al estómago, antes de que alcan­ ce las visceras precordiales, aquella saliva del perro que atenaza los miem­ bros superiores. Pues, en efecto, por un lado la sangre del perro tiene la fa­ cultad de atraer la saliva canina y, por otro, la saliva posee la virtud de seguir a esta sangre. Por consiguiente, el veneno, alejado del corazón y mezclado con la sangre estacionada en el bajo vientre, es conducido, junto con la sangre, hacia los miembros inferiores y mantiene así incólume al hombre mordido. ¿A qué viene todo esto? En primer lugar, a poner de ma­ nifiesto la causa que subyace bajo un fenómeno tan misterioso, relacionado con el tema de nuestra exposición. En segundo lugar, a recordar que la san­ gre puede beberse con efectos saludables y que la sangre humana posee la propiedad de atraer a la sangre humana y de discurrir juntas. Y así, no du­ darás de que la sangre juvenil bebida por un anciano puede llegar a las ve­ nas y a los miembros y allí le servirá de grandísima ayuda. 67

Es buena cosa que quien ha llegado a una vejez avanzada recuerde que a una naturaleza débil no se la debe fatigar con el peso de los alimen­ tos ni se la debe empujar en direcciones opuestas con una excesiva diver­ sidad de viandas. Incluso la edad juvenil se toma presto vieja a causa de este error. Distribuyan, pues, las comidas y restauren las fuerzas de su na­ turaleza no con comidas abundantes, sino numerosas y espaciadas, con los intervalos necesarios para la digestión. A menudo, cuando el estómago ya ha digerido los alimentos, pero no lo ha hecho aún el hígado, la ingestión de nuevos alimentos distrae y fatiga a la naturaleza y, si este cansancio es frecuente y poco menos que habitual, sobreviene una vejez prematura. En el invierno, los viejos, como las ovejas, buscan los lugares soleados, y en verano, como los pájaros, buscan paisajes amenos y cruzados por riachue­ los. Recréense a menudo entre plantas verdeantes y de suave aroma pues éstas, viviendo y respirando, contribuyen a acrecentar el espíritu del hom­ bre. Busquen refugio en los parajes que suelen ser preferidos por las abe­ jas, saboreen la miel del invierno, pues la miel es de hecho un alimento que les conviene en primer lugar a los ancianos, salvo que se tema una infla­ mación biliar. Es adecuado el queso muy fresco; son adecuados los dátiles, los hi­ gos, las uvas pasas, las alcaparras, las granadas dulces, las yuyubas, el hi­ sopo, la escabiosa, la ruda, pero mucho más aún los pistachos y, por enci­ ma de cualquier otra cosa, como ha hemos dicho, los piñones. Se obtendrá muy gran ayuda de todos estos alimentos si, antes de consumirlos, se les ha mantenido en agua tibia durante doce horas, de modo que no dañen al estómago, y si, además, cuando se les consume, se pasea entre pinos, oli­ vos y vides o se olfatean al menos los vapores y la fragancia de los pina­ res. De parecida manera, la goma y las lágrimas del pino, mezcladas con aceite y vino, calman a menudo los dolores corporales. Es, en efecto, pro­ bable que los árboles dotados por la naturaleza de larga vida, sobre todo los que se mantienen verdes también en el invierno, ayuden a prolongarte la vida dilatada con su sombra, sus vapores, sus frutos nuevos, su madera, cuando se usan todas estas cosas de un modo apropiado y a su debido tiem­ po. De los animales longevos hemos hablado ya antes. A este mismo re­ sultado te llevará pasar mucho tiempo con personas sanas de complexión parecida a la tuya igualmente sana en el entorno de tus amistades, y tal vez incluso en mayor medida si son algo más jóvenes que tú. Deberíamos pre­ guntar al casto Sócrates si es cierto que la compañía de los jóvenes contri­ buye a retrasar un tanto la vejez. Pero consultad solícitamente, ancianos, más que a Sócrates a Apolo, que tuvo a Sócrates por el más sabio de los griegos. Consultad también a Júpiter y a Venus. El mismo Febo, inventor de la medicina, os dará nuez moscada para restablecer el estómago; Júpiter y Febo la almáciga y la 68

menta; Venus, por su parte, el coral. Para curar la cabeza, Febo os dará la peonía, el incienso, la mejorana y, junto con Saturno, la mirra. Júpiter os concederá el espinacardo y el macis; y Venus, en fin, el dulce hinojo y el mirto. Para sostener el corazón, tomad de Febo la cidronela, el azafrán, la madera de áloe, el incienso, el ámbar, el almizcle, la dorónica31, un poco de clavo, corteza de cidro, canela; de Júpiter el lirio, la buglosa, la albahaca, la menta y las raíces del ben, tanto las blancas como las rojas; de solo Venus, el mirto, el sándalo y la rosa; y de Venus y Saturno, el cilantro. Ma­ chacad cuidadosamente todas estas hierbas y preparad en forma de cata­ plasma, con aceite de membrillo, las que afectan al estómago. Rociad las que se relacionan con la cabeza con aceite de espiga de trigo y untad con él la cabeza, las sienes y la frente. Y salpicad, en fin, las que afectan al co­ razón con agua de rosas y acercadlas desde el exterior a las visceras pre­ cordiales. Pero no me explico cómo hemos podido dejar de lado el hígado, necesario, sobre todo, para la producción de sangre. Este órgano será ayu­ dado por Febo con eupatorio-12 y opobálsamo33 y por Júpiter con pistachos y uvas pasas; también por Venus con la anémona hepática, la endivia, el espodio y la achicoria. Para curar, en fin. el bazo, aquel Saturno vuestro os dará, junto con Júpiter, las alcaparras, la escolopendra y el tamarisco. Jú­ piter y Venus curan, juntos, la vejiga con el pino, el regaliz, el almidón, las semillas de sandía, la malva, el malvavisco, la hierba del maná y la casia. No huyáis, ancianos, de Júpiter, a quien deben temer más bien los otros. Este planeta, en efecto, cuanto más extraño es para los jóvenes, tan­ to más familiar os será a vosotros. Para que revivifique y refuerce al má­ ximo posible también vuestro cuerpo, tomad de vez en cuando de él, cuan­ do reina, e igualmente de Febo, mumia34 y pulpa de oca asada. Untadlo todo con un poco de grasa de oca; machacadlo cuidadosamente; cocedlo con miel de mirobálanos québulos e indios; sazonadlo con ámbar, almiz­ cle y azafrán. Confiad en que estas cosas os ayudarán más que ninguna otra, persuadidos de que la confianza es el alma de las medicinas que son de utilidad para la vida. Por su medio confiáis, en efecto, en que Dios os será favorable a vosotros, que dirigís a él vuestras súplicas, y en que las cosas por él creadas, y sobre todo las celestes, poseen un poder maravillo­ so para acrecentar y conservar la vida. Pero ahora os alejo, ancianos, de estos severos númenes y os acerco un poco a Venus a través de jardines y praderas verdeantes. Os convoco a todos junto a la divina Venus, que no se burla de vosotros sino que bromea. Recita, digo, tanto para vosotros como mí, ya viejo, este oráculo jocoso: «Yo os he dado, hijos míos, por si acaso lo ignoráis, la vida con el placer y el movimiento. También, pues, con cierto placer y movimiento, aunque no iguales a los primeros, os la conservaré. Y os la conservará, con su li­ bertad, también Libero, plantador de vides y difundidor de vida: libre él 69

mismo, siente odio hacia los esclavos y aquella vida que promete con el vino se la concede, larga, sólo los hombres libres. Ayudó en verdad a mi vida y a mi mente, en el tiempo del reinado de Saturno, la menta menor [el pene], que todavía hoy me place. A vosotros os ayuda, en cambio, para la mente y para la vida, la menta mayor, y os perjudica, por el contrario, la menor. Recoged de mis jardines la risa, dejad de lado el higo. Cuando re­ cogéis estas violetas, pensad que recogéis lirios, cuando tomáis un lirio, que recogéis también azafrán. Fue el mismo Júpiter quien, del azafrán re­ cibido como don de Febo, hizo que naciera y se propagara el lirio. Yo re­ cibí de Júpiter el lirio y lo transformé en las violetas que veis. Sea, en fin, para vosotros la rosa lucero matutino y lucero vespertino el mirto». Después del oráculo, sobre el que desea que reflexionemos, nos ha­ ce saber que la naturaleza de las cosas verdeantes, mientras se conservan verdes, no sólo es viva, sino también joven, y que rebosa, por tanto, de humor sano y de espíritu vivaz. Y así, a través del olfato, de la vista, la costumbre y la frecuentación, hace penetrar en nosotros el espíritu juve­ nil. Paseando, pues, entre verdeantes plantas, indagamos al mismo tiem­ po la causa por la que el color verde restablece, mejor que ningún otro, la vista y transfiere una impresión a la vez placentera y saludable. Y aca­ baremos descubriendo, al fin, que la naturaleza de la vista es luminosa y amiga de la luz, aunque lábil, y que se dispersa fácilmente. De ahí que, mientras se dilata por la luz, dado que es siempre su amiga, a veces es como arrebatada por un cierto oleaje luminoso excesivo y mengua por la fuerte dilatación. Huye luego, obviamente, de las tinieblas como de enemigos y por eso retrae sus rayos a un espacio reducido. La vista desea disfrutar de la luz, de modo que se vea acrecentada y reforzada por medio de esta amiga su­ ya, pero sin llegar por eso a quedar destruida. De hecho, en cualquier co­ lor, cuando lo negro y oscuro superan a lo luminoso, el radio visivo no se amplía ni, por tanto, se deleita tanto como querría35. Cuando, por el con­ trario, predominan los colores claros y luminosos sobre los oscuros, el ra­ dio de visión, distraído por una cierta voluptuosidad nociva, se extiende hasta abarcar espacios dilatados. Por eso, el color verde, que combina me­ jor que ningún otro en su justa medida (temperatius) el negro con el blan­ co, es mejor que el uno y el otro y deleita y conserva a un mismo tiempo36. Y, además, en virtud de su naturaleza delicada y tierna, resiste, como el agua, sin ofenderlos, los rayos de los ojos, para que no se dispersen yendo más lejos. De hecho, las cosas duras y a la vez ásperas quiebran en cierto modo los rayos, mientras que las muy tenues abren el camino hacia la di­ solución. Pero las que tienen una cierta consistencia y a la vez una super­ ficie pulida y uniforme, como los espejos, ni quiebran los rayos ni permi­ ten que se dispersen más lejos. Y las que, en fin, además de estas 70

características, son tiernas y blandas, como el agua y los objetos verdes, complacen, por su blandura, a los rayos líquidos de los ojos. En definitiva, la vista no es sino un rayo encendido por la naturaleza en nosotros en una cierta agua de los ojos y busca una luz templada en un agua que en cierto modo es opuesta a ella37. Se alegra, por tanto, con el agua, encuentra de­ leite en los espejos acuiformes, se recrea en las cosas verdes. Y es induda­ ble que la luz del sol presente en los objetos verdes tiene en sí un humor primaveral y un agua sutil plena de una luz recóndita. De aquí se deriva asimismo el hecho de que el color verde, cuando se atenúa, se resuelve en el amarillo. ¿Para qué todas estas cosas? Para que comprendamos que la utiliza­ ción frecuente de cosas verdes, justamente porque restablece el espíritu de la vista, que de alguna manera es eminente en el espíritu animal, restable­ ce también este último. Y recordaremos además que si el color verde, por el hecho de ocupar un grado medio en la escala cromática y de ser el más templado, sirve de gran ayuda al espíritu animal, mucho más ayudarán al espíritu natural y vital las cosas de cualidades muy equilibradas y nos se­ rán de gran utilidad para la vida. No hay nada en el universo más armo­ niosamente compuesto (temperatius) que el cielo, ni nada bajo el cielo es­ tá más equilibrado (temperatius) que el cuerpo humano, ni nada en este cuerpo tiene mayor equilibrio (temperatius) que el espíritu. Así pues, la vi­ da que permanece en el espíritu se sostiene y refuerza por medio de cosas equilibradas. Y mediante estas cosas equilibradas (res temperatae), se ha­ ce el espíritu semejante a las realidades celestes. La equilibrada composición (temperie) del verde (que, cuando ilumi­ na, a un mismo tiempo recoge y dilata el espíritu animal y, por tanto, le presta grandísima ayuda) nos enseña que también nosotros, al elegir, com­ binar y usar los cordiales, debemos mezclar las sustancias aromáticas y su­ tiles y penetrantes, que suelen distender o también iluminar el espíritu, co­ mo hacen el azafrán y la canela, con los aromas siempre astringentes y adicionantes, como los mirobálanos y otros parecidos, y a la inversa. Y tampoco debemos descuidar las cosas que. incluso sin intensidad aromáti­ ca, producen ambos efectos, esto es, que dilatan algo, recogen bastante e iluminan mucho, como hemos expuesto en otro lugar -un efecto propio del oro, de la plata, del espodio, del coral, del ámbar, de la seda, de las piedras preciosas, entre las que tenemos en gran estima al jacinto, retenido en la boca, gracias a su composición equilibrada (temperies), tomada de Júpi­ ter-. Dado que, en efecto, no pueden generarse bajo tierra cosas bellísimas y poco menos que celestiales sin un cierto influjo máximo por parte del cielo, es probable que en cosas tales estén presentes y actúen maravillosas virtudes celestes. Una composición de tal índole que, al mismo tiempo que dilata e ilumina el espíritu, lo recoge, lo deleita y lo restablece intema71

mente, del mismo modo que fuera las cosas verdeantes, como el laurel, el olivo y el pino, que se mantienen verdes incluso en el invierno, deleitan y restituyen la vista y la conservan largo tiempo, también en los ancianos, en una cierta frescura natural. Y tanto más produce este efecto cuanto que ac­ túa también internamente, y lo hace en grado máximo si dicha composi­ ción inflama con su perfume aromático y deleita con su sabor. Pues efec­ tivamente, al igual que el cuerpo, que se compone de las partes más pesadas de los humores, se reduce a una quinta forma, así también el espí­ ritu. que está constituido por las partes más sutiles de los mismos humo­ res, posee una quinta forma naturalmente equilibradísima (temperatissi­ ma), esplendente y, por tanto, celeste. Y justamente en esta forma ha de ser conservado para que sea sutil y a la vez estable y firme, como ya hemos dicho. Que sea totalmente luminoso y también, y en cierto modo, sólido. Que sea, además, incesantemente restaurado con cosas fragantes, sólidas y luminosas, si deseamos conservar la vida que vive en el espíritu y reivin­ dicar para nosotros los dones del cielo. Tras haber considerado todas estas cuestiones por orden de Venus, deberemos pensar que hemos escuchado a Venus en persona. Mientras Venus conversaba por así decirlo personalmente de esta gui­ sa entre ios viejos, hasta aquel momento con gracia y donosura -aunque es verdad que a continuación tal vez habría hablado en demasía- Mercurio, inventor de la palabra y protector de la elocuencia, interrumpe el discurso en estos términos58: «¿Qué tenéis que hacer vosotros, ancianos, con esta Venus siempre jovencita? ¿Ni qué tiene que hacer Venus con su perorata? ¿No son acaso los discursos a la vez míos y vuestros? ¿No es acaso el ra­ zonamiento (ratio) tan mío como vuestro? Escuchadme, pues, con la mis­ ma atención, o mejor aún, con una atención mucho mayor que la que ha­ béis prestado a Venus. Sabéis bien que son cinco los canales de la sensibilidad: vista, oído, olfato, gusto, tacto. Aprended, pues, que son tam­ bién cinco los canales (por así decirlo) de la razón (rationes). Pues en efec­ to, mientras vuestra alma adquiere todos los días conocimientos a través de estos cinco sentidos, y a partir de aquí conoce la naturaleza (ratio) de las cosas, resultan ser cinco, como cinco razones, las nociones y los modos de referirse a las cosas que se han de juzgar. Además, así como son cinco los sentidos y, por tanto, también son, en cierto modo, cinco las razones, así también el curso de la vida viene a disponerse en cinco grados con respecto al sentido y a la razón. Se enumeran, pues, cinco edades: la primera es mo­ vida únicamente por el sentido, la segunda es mucho más atraída por el sentido que guiada por la razón: después de ésta, la tercera se deja persua­ dir alternativamente y por un igual por la razón y por el sentido, la cuarta se guía más por la razón que por el sentido y la quinta, en fin, debe ser go­ bernada únicamente por la razón. Por tanto, la primera y la segunda edad, 72

como sujetas a Venus, que escuchen, si así les place, los discursos de Ve­ nus, pero escuchen las restantes a Mercurio. Me dirijo, pues, a todos vo­ sotros, que os halláis en esta edad última, no tan sólo en mi nombre sino también en el de Diana, a la que veis aquí a mi izquierda. Y dado que, mientras ella es muda, hablo yo dos lenguas, con razón hablo también en nombre de ella, pues domino su idioma. »Venus ha puesto en vosotros un solo placer, y en verdad dañoso, con el que os dañaríais a vosotros mismos, mientras ayudaríais a los venideros, consumiéndoos poco a poco como a través de una úlcera oculta, llenando y generando con vuestros humores otro ser y entregándoos al fin a la tie­ rra como viejo caparazón de cigarra ya exhausta, para dar en pensar mien­ tras tanto en una cigarra más joven. ¿No advertís que lo que Venus genera a partir de nuestra materia es algo fresco, vivo y dotado de sensibilidad? Os arrebata a escondidas la juventud y la vida y la sensibilidad, me atre­ vería a decir que el cuerpo entero, a través del placer de todo el cuerpo, pa­ ra hacer un cuerpo distinto, entero y vivo. Por tanto, teniendo yo conoci­ miento de la calidad de la materia que queda después de la cuarta digestión, os recuerdo que los alimentos digeridos en esta última son de grandísima ayuda para vuestra vida: así, por ejemplo, un huevo fresco, en­ tero, que se ha de sorber con azúcar y una pizca de azafrán, o la leche hu­ mana o de cerda o de cabra bebida con un poco de miel. Ambos alimentos son más saludables cuando conservan todavía su calor original. Y si pare­ ce que el huevo necesita aún otra digestión, sobre todo si el estómago es un poco débil, se le cuece, aunque poco. «Pero, para retornar un momento a Venus, si alguna vez la habéis visto, la habréis visto muy joven, con tanto maquillaje y aderezos como poco menos que una meretriz. Ésta, pues, que es siempre nueva, busca siempre lo nuevo y odia lo viejo. Destruye las cosas ya hechas para cons­ truir las que se han de hacer. Y también, si se me permite decirlo, al mo­ do de una meretriz, no se contenta con un hombre solo, sino que quiere la multitud y, para hablar a la manera de los dialécticos, más se cuida de la especie que del individuo. Y ya no os turba solamente el tacto, sino que día tras día os engaña también el gusto y, tras haberos engañado, os condena a la ruina. En realidad es esta Diana la que os ofrece, como don de Apolo y Júpiter, los sabores que sentís en las cosas degustadas con un cierto equilibrio moderado (temperie). Es, en cambio, la insidiosa Venus la que fabrica los maravillosos halagos de los sabores de los que estáis presos cada día como de un amo y, míseros, a escondidas perdéis la vi­ da. ¿Por qué, pues, acusáis a Marte? ¿Por qué a Saturno? La verdad es que muy raras veces os causa daño Marte, y no a escondidas. También Saturno muestra con bastante frecuencia un rostro hostil, pero daña más bien lentamente y a nadie le niega tiempo para buscar remedios. Sólo Ve73

ñus se manifiesta abiertamente como amiga, mientras que ocultamente es enemiga. Acusad, pues, más bien a ésta, si es licito lanzar acusaciones contra alguno de los dioses. Ante sus múltiples insidias, procuraos por vosotros mismos, por una parte, los ojos de Argos y armaos, por la otra, con el escudo de Palas. Cerrad los oídos a sus muelles promesas como a los cantos de las sirenas portadoras de muerte. Y aceptad, en fin, de mí esta ñor de la providencia con la que podréis escapar de todas las enfer­ medades mortales de esta Circe. Ésta os promete graciosamente, más que abundantes dones, tan sólo dos placeres, ambos mortales. Yo, por mi par­ te, con el favor del padre y del hermano, os prometo cinco, os aseguro cinco, puros, permanentes, saludables. Uno de ellos, el más bajo, reside en el olfato, otro, superior, en el oído, otro, aún más elevado, en la vista, todavía uno más, más destacado, en la imaginación, y el último y más ex­ celso y divino en la razón. Cuanto mayor es el placer que se encuentra en el tacto y el gusto, tanto más grave es el daño que de ordinario acae­ ce de improviso en la vida. Y al contrario, cuanto mayor es el placer que gustáis cada día en el olfato, en el oído y en la vista, e igualmente en la imaginación y con frecuencia en la razón, otro tanto más largos hacéis los hilos de vuestra vida. »Pero del mismo modo que os he amonestado a precaveros de la do­ losa Venus en las seducciones del tacto y del gusto, guardaos también de Saturno en el placer, más secreto, de una contemplación demasiado asidua de la mente, pues en esta actividad a menudo devora a sus hijos. Aquéllos, en efecto, a quienes arrebata con la seducción de sus más altas contempla­ ciones y los reconoce en ellas como suyos, a éstos, a veces, si se quedan durante demasiado tiempo, con una hoz los separa de la tierra y a menudo arrebata la vida terrena a estos incautos. Es, con todo, más benigno que Ve­ nus, al menos en el sentido de que mientras Venus dona a un tercero la vi­ da que te arrebata a ti, sin darte nada en compensación por el daño causa­ do. Saturno, a cambio de la vida terrena de la que te separa, y estando él mismo separado, te da una vida celestial y eterna. Venus y Saturno -el cual, sin duda, tanto goza en Acuario como reina en la Balanza- parecen ser semejantes entre sí en que tanto la una como el otro atormentan a los humanos con el placer de generar y dañan a los atormentados para ayudar así a la posteridad. Pero ésta fecunda el cuerpo fértil y estimula el cuerpo fecundo, mientras que aquél incita a que dé a luz la mente fecundada con su semen. Vosotros, pues, recordando el proverbio que dice que ‘es mejor no exagerar’3'’, mantened a raya constantemente con los frenos de la pru­ dencia el placer de ambos por procrear. De todos modos. Saturno daña con mucha mayor rapidez y más hondamentete a los que oprime con el tedio, el torpor, la tristeza, las preocupaciones, las supersticiones, que no a aque­ llos otros que él mismo eleva a las realidades sublimes que sobrepasan la 74

capacidad de los cuerpos y de los hábitos de los mortales. Pero tened siem­ pre presente, os aconsejo, aquello que el justo Júpiter enseñó a Pitágoras y a Platón: que la vida humana se conserva en una cierta equilibrada pro­ porción del alma misma con el cuerpo y que de similar manera la una y el otro se nutren y crecen con determinados alimentos y ejercicios adecuados a cada uno de los dos. Si alguien hace que una de las dos partes sea mucho más robusta que la otra, especialmente si lo lleva a cabo a través de su edu­ cación, causa un daño nada leve a la vida. Por tanto, todo el que, de entre las cosas recomendadas por el arte médico, elige aquellas que ayudan a la vez al cuerpo y al espíritu, se garantiza el máximo provecho para su vida. Contad en el número de estas cosas el vino, la menta, el mirobálano, el al­ mizcle, el ámbar, el jengibre fresco, el incienso, el áloe, el jacinto y las pie­ dras y hierbas parecidas y los remedios que preparan los médicos para la utilidad de entrambos. »Pero, dejando de lado estos razonamientos tortuosos y demasiado prolijos, también yo, como médico, he llegado a esta misma conclusión. Si se recuerda que los sabores sacados de cosas ya no vivientes, e igualmen­ te los olores de aromas ya secos e inertes son muy útiles para la vida, ¿có­ mo poner en duda que los olores obtenidos de plantas todavía vivas y uni­ das a sus raíces pueden añadir, de maravilloso modo, vigor a la existencia? Y, en fin, si los vapores que brotan de una vida solamente vegetal propor­ cionan tanta ayuda a nuestra vida, ¿cuánto pensáis que podrán ayudar los cantos aéreos a un espíritu que es asimismo aéreo, los armoniosos a un es­ píritu armonioso, los cálidos y vivos a un espíritu vivo, los dotados de sen­ sibilidad un espíritu sensible, los concebidos con la razón a un espíritu ra­ cional? Os confío, pues, esta lira por mí mismo construida con la que canto a Febo, consuelo en los trabajos, prenda de larga vida. Así como las cosas de cualidades muy equilibradas (temperatissimae) y al mismo tiempo aro­ máticas equilibran (contemperant) tanto a los humores entre sí como al es­ píritu natural consigo mismo, así también los olores de esta índole actúan sobre el espíritu vital, y lo mismo los cantos armoniosos sobre el espíritu animal. Así pues, mientras templáis (temperatis) las cuerdas y acordáis los sones de la lira y los tonos de las voces, pensad también, y de parecido mo­ do, en templar (temperari) internamente vuestro espíritu. Y para no ser más avaro que Venus, que sin Baco es fría y flaca, recibid del padre Libe­ ro, por mi medio, este néctar40. Aquellos sobre todo de entre vosotros que sean fríos, tomen en las estaciones frías, dos veces al día, durante seis días, dos onzas de vino dulce, de viñas garnachas o malvasías, junto con una onza de pan, tres horas antes de la comida y una vez al día una drac­ ma de aguardiente destilado del vino, con media onza de julepe de rosas. Pueden asimismo emplear muy bien este licor para humedecer el cutis y para olfatearlo. Y para aportaros, después de este néctar, también la am75