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Vencer los miedos la filosofía como amor por la sabiduría



Luc Ferry

Vencer los miedos

EDAF~ ENSAYO

LUCFERRY

Vencer los miedos La filosoña como amor a la sabiduría

+

EDAF

MADRID - MÉXICO - BUENOS AIRES - SAN JUAN - SANTIAGO - MIAMI

2007

© 2006. Luc Ferry © 2007. De la traducción: !rache Ganuza Femández © 2007. De esta edición, Editorial Edaf, S. L., por acuerdo con Odile Jacob, 11 rue Soufflot, 75005 París.

Diseño de cubierta: Gerardo Domínguez Editorial Edaf, S. L. Jorge Juan, 30. 28001 Madrid http:/www.edaf.net [email protected] Ediciones-Distribuciones Antonio Fossati, S. A. de C. V. Sócrates, 1441 , 5 ~ piso Colonia Polanco C. P. 11000 México D. F. [email protected] Edaf del Plata Chile, 2222 1227 Buenos Aires, Argentina [email protected] Edaf Antillas, Inc. Av. J. T Piñero, 1594 Caparra Terrace (00921-1413) San Juan, Puerto Rico [email protected] Edaf Antillas 247 S. E. First Street Miami,FL33131 [email protected] EdafChile, S. A. Exequiel Femández, 2765, Macul Santiago - Chile [email protected]

Junio 2007

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (artículo 270 y siguiente del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos.

ISBN: 978-84-414-1904-9 Depósito legal: M-25.558-2007

PRINTED IN SPAIN

IMPRESO EN ESPAÑA

Impreso por Closas-Orcoyen, S. L.-Pol. Igarsa. Paracuellos de Jarama (Madrid)

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Indice

PRÓLOGO...................................................................

11

I

¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? UNA BREVE HISTORIA DE LAS «DOCTRINAS DE LA SALVACIÓN SIN DIOS» Los tres interrogantes fundamentales de la filosofía El arquetipo de las doctrinas de la salvación sin Dios: el caso del estoicismo ..... .... .................. ............. La victoria de la religión cristiana sobre la filosofía griega................................................................ Algunas observaciones, antes de continuar, sobre el impacto decisivo y a la vez muy particular del cristianismo sobre la historia de la filosofía occidental La revolución científica, el derrumbamiento de la cosmología griega, la vacilación del cristianismo y el resurgimiento de la filosofía: el nacimiento del humanismo moderno.......................................... La posmodernidad: Nietzsche, Heidegger y nosotros La moral del «gran estilo» y la doctrina de la salvación de Nietzsche ................................. ... ... .......

24 26 37

47

52 74 79 7

VENCER LOS MIEDOS

En defensa de un humanismo posnietzscheano: el humanismo del hombre-Dios ......... .. .............. .......

86

11 RESPUESTAS A LAS OBJECIONES l.

11.

Ill.

8

LAS OBJECIONES DE ANDRÉ COMTESPONVILLE ...................................................

107

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES DE ANDRÉ COMTE SPONVILLE .....................

113

Sobre la définición de la filosofía ................. Popper, Foucault, Habermas, Derrida y otros. ¿Puede consensuarse de facto una definición de la filosofía? ..................................................

125

Una tradición católica y republicana que desvirtúa en mi opinión la idea que tenemos en Francia de la actividad filosófica ..............

126

Sobre la cosmología antigua y el hecho de que las sabidurías del mundo se encuentren tanto en Platón o Aristóteles como en los estoicos

135

Sobre la existencia de un vínculo entre materialismo y determinismo y tu adhesión a la tradición epicúrea tanto (o más) que a la espinosista o estoica ........................................

141

LAS OBJECIONES QUE PROVIENEN DE LOS TEÓLOGOS CRISTIANOS ..................

145

Vuelta a la cuestión: ¿autonomía filosófica/heteronomía religiosa? ..................................

160

113 118

ÍNDICE

Págs. IV.

OTRAS OBJECIONES SOBRE LOS LÍMITES DE LA FILOSOFÍA: LA CUESTIÓN DE LAS TRADICIONES «DISTINTAS DE LAS CRISTIANAS Y OCCIDENTALES»

169

111 PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA l.

DEFINICIONES DE LA FILOSOFÍA: LO QUE ES Y LO QUE NO ES .................................. Arte, religión y filosofía según Hegel ............ «La existencia precede a la esencia» o los cinco conceptos claves del existencialismo sartriano: la mala fe, la reificación, el ser y la nada, la náusea ......................................... Ciencia y falsas ciencias: el criterio de demarcación según Popper ................................. La genealogía según Marx, Nietzsche y Freud Teoría filosófica y científica según Heidegger: la cuestión de la ontología ........................

11.

179 179

188 195 206 212

ÉTICA APLICADA: LOS DERECHOS DEL ANIMAL SEGÚN LOS UTILITARISTAS. LA EDUCACIÓN A TRAVÉS DEL TRABAJO SEGÚN ROUSSEAU Y KANT ....................

219

El utilitarismo anglosajón ..............................

220

La educación según Kant: el nacimiento de métodos activos y la valoración «antiaristocrática» del trabajo .........................................

227 9

VENCER LOS MIEDOS

ID.

SOTERIOLOGÍA CRISTIANA Y FILOSOFÍA LAÍCA: EL AMOR EN EL CRUCE DE CAMINOS...........................................................

235

¿Qué amamos en los otros? La singularidad del amor según Pascal....................................

236

CONCLUSIÓN: «DOMESTICAR EL MIEDO ... » .. ...

243

10

Prólogo

E

libro se compone de tres partes muy distintas y sin embargo inseparables. La primera es una conferencia en la que presenté a un amplio público los puntos esenciales de mi libro Aprender a vivir 1• En ella se encontrará una reflexión sobre lo que para mí es la filosofía, sobre las épocas álgidas que han marcado su historia y sobre lo que puede aportamos en términos de sabiduría práctica. Allí desarrollo y profundizo la idea según la cual las grandes visiones filosóficas del mundo son, en lo esencial, doctrinas de salvación sin Dios, tentativas de salvarnos de los miedos que nos impiden alcanzar una buena vida, pero sin la ayuda de la fe ni el recurso a un Ser supremo. La primera versión de esta conferencia se presentó en la Sorbona, en el Colegio de filosofía, durante el año 2005. Desde entonces no he dejado de volver sobre ella, de reescribirla y enriquecerla, especialmente con motivo de los debates que ha suscitado, para lograr que expresara de manera como mínimo adecuada el mensaje que quería transmitir. Al hilo de este lento trabajo, siempre he tenido tres modelos en mente: El existencia/isSTE

1 Apprendre a vivre. Traité de philosophie a l'usage des jeunes générations, Plon, 2006. Versión castellana en Taurus, Madrid, 2007 (N. de la T.)

11

VENCER LOS MIEDOS

mo es un humanismo de Sastre, que tengo por una obra maestra de pedagogía. ¿Qué es la metafísica? de Heidegger, porque esa pequeña conferencia, de una profundidad abismal, resume perfectamente lo esencial de su pensamiento y, por la misma razón, La felicidad, desesperadamente, de mi amigo André Comte-Sponville. Por supuesto, de ninguna manera pretendo compararme en nada con esos tres filósofos, sino por la forma de la conferencia «canónica», que creo interesante y útil en la medida en que permite al autor, como a sus lectores, hacer balance, recobrar sin artificios ni falsas apariencias los motivos principales de un trabajo recomenzado en ocasiones desde hace decenios. Dicho esto, la intención de esta publicación no solo es pedagógica. Limitarse a resumir de manera más simple el contenido principal de Aprender a vivir no justificaría una publicación. En realidad persigo otro objetivo. Básicamente, en Aprender a vivir procuré presentar la definición y la historia de la filosofía tan límpidas e interesantes como fuera posible sin introducir en escena mi propio punto de vista sobre esa impresionante galería de retratos. En cambio, en mi conferencia, al igual que a lo largo de este libro, he creído útil indicar de manera explícita la perspectiva filosófica a partir de la cual cuento y me apropio en cierto modo de esa historia. El humanismo posnietzscheano que intento desarrollar desde hace años forma así su principal hilo conductor, lo que permitirá a mi lector definirse él mismo más fácilmente. De ahí también el vínculo con la segunda parte, perteneciente a un género más antiguo: el de las «respuestas a las objeciones». Cuando un libro aparece suscita debates, provoca observaciones, críticas y objeciones en las que de ninguna manera se había pensado escribiéndolo. Fue el caso de Aprender a vivir. Algunas de ellas, que atañen a la definición de la filosofía, pero también a las relaciones que esta mantiene con la 12

PRÓLOGO

religión, me han parecido particularmente significativas. Las he querido publicar aquí, tratando de aportar ciertos elementos de respuesta (lo que constituyen el objeto de la segunda parte), para someter en cierta forma mi propio punto de vista al banco de pruebas, para examinarlo comparándolo al de otros pensadores a fin de clarificar más y mejor ante el lector lo que la filosofía puede ser hoy. Estas discusiones, condescendientes pero sin concesiones, con interlocutores que profesan ideas distintas a las mías, me han permitido desarrollar y profundizar considerablemente la perspectiva elaborada en mis trabajos anteriores. Finalmente, tuve que escoger lo que me parecía absolutamente esencial para realizar como deseaba una verdadera síntesis de los momentos cruciales de la historia de la filosofía occidental y, en consecuencia, descartar ciertas ideas y ciertos autores que amo infinitamente pero que no podían figurar en una obra tan voluntariamente sintética. Sobre todo, por razones de fondo tanto como pedagógicas, me esforcé en presentar todas las filosofías a las que había dedicado una exposición sustancial según tres ejes fundamentales: la teoría, la ética o la moral y la doctrina de la salvación o de la sabiduría. Era esta una presentación en perfecto acuerdo con la cosa misma. No por ello deja de existir, al margen de esas tres avenidas majestuosas, una pluralidad casi infinita de callejuelas y claros, de atajos y senderos que forman una de las riquezas más admirables del pensamiento filosófico. Para ofrecer una idea de ello he redactado la tercera parte. Allí se encontrarán, presentadas en forma de breves exposiciones tan pedagógicas como me ha sido posible, algunas de esas ideas que aconsejaría llevarse a todo hijo de vecino, como solemos decir, a una isla desierta. Claro está, las he escogido en función del vínculo que mantienen con mi propósito principal. Se encontrará así una serie de reflexiones de Hegel, Popper, Sartre, Hei13

VENCER LOS MIEDOS

degger, e igualmente de Marx, Nietzsche y Freud, sobre lo que es y no es la filosofía en relación con otras regiones del espíritu (ciencia, arte, religión, ideologías ... ). Se abordarán también, con los utilitaristas ingleses, después con Kant y Rousseau, ciertas repercusiones particulares pero extremadamente significativas de las visiones morales que estos han contribuido poderosamente a construir referidas, por una parte, a la cuestión del derecho de los animales y, por otra, a la filosofía de la educación. Finalmente, expongo para concluir una reflexión de Pascal sobre el amor: no solo es de una profundidad abismal en sí misma, sino que además afecta a lo que, en el cristianismo, dice tanto a los no creyentes como a los creyentes y que, como tal, forma un pasaje entre pensamiento cristiano y filosofía laica. Son estos los que me han incitado, como indico en la conclusión, a continuar mis reflexiones sobre la sabiduría del amor en el seno de un mundo con mucho apartado de lo religioso.

14

1 ¿Qué es la filosofía? Una breve historia de las «doctrinas de la salvación sin Dios»



perfectamente que puede parecer excesivamente ambicioso querer presentar de un solo tirón tanto una definición como los componentes de una historia, por breve que sea, de la filosofía. Es, como decimos en mi tierra, pretender pedir peras al olmo 2 • Soy el primero en darme cuenta y valoro de antemano la importancia y legitimidad de las críticas que puedan dirigírseme. Sin embargo, el ejercicio no me parece carente de sentido, al menos si se lo toma como lo que es: una tentativa de abrir una brecha, de encontrar un ángulo que os permitirá, así lo espero, captar una cierta idea de la filosofía. Su historia, incluso esbozada a grandes rasgos, es tan apasionante que quizá os entrarán ganas de ir y mirar vosotros mismos en ella más de cerca. Es eso, esa chispa que puede poner el espíritu en marcha y nada más, lo que me gustaría en la medida de lo posible, transmitiros hoy. Y solamente en esta medida, muy modesta en realidad, os pido juzgar las palabras que siguen. Comenzaré por una constante común: si os tomáis el tiempo de echar un vistazo a las obras de síntesis, manuales escolares o diversos libros de iniciación que normalmente pretenden introducir a la filosofía, veréis que casi siempre

S

É

2 El autor dice aquí «chercher a faire tenir la >-. No se puede negar que posee una especificidad singular. Y en mi libro he dedicado un largo capítulo a la religión cristiana, porque como ninguna otra mantiene un diálogo conflictivo con esa tradición filosófica griega. Sin embargo, sobre todo en ¿Qué es una vida realizada?, me he ocupado de recordar y analizar en detalle todo lo que ese diálogo debe al mundo árabe y, muy especialmente, al que fue, sin duda con Maimónides, el filósofo más grande de su época: Averroes. Sin él, podemos decir, sin riesgo a equivocarnos, que la revolución alberto-tomista no hubiera tenido lugar. Sin él, la Iglesia no hubiera redescubierto a Aristóteles y no sería lo que 170

RESPUESTAS A LAS OBJECIONES

es hoy en día. Me hubiera encantado coincidir con Maimónides y Averroes, esos intelectuales más filósofos que creyentes, que han cambiado, cada uno a su manera, el curso de la historia de la filosofía. Pero, paradójicamente, su influencia -sobre todo la de Averroes- se ha ejercido a través de la vía del cristianismo. Por ella, la filosofía será integrada durante siglos en el proyecto religioso -al que, como he mostrado en la primera parte de este libro, nunca se someterá del todo--. Por este motivo le he dedicado un capítulo importante. Por razones diferentes, pero similares, me apasioné por el budismo --que coincide por otra parte en más de un punto con las antiguas sabidurías occidentales-. Sin embargo, no estoy seguro de que el budismo pueda considerarse como una «filosofía» en el sentido griego del término. Contrariamente a las versiones edulcoradas que se tienen de este en Occidente, contiene demasiados dogmas propiamente religiosos para eso. Son, es evidente, eminentemente respetables, sin duda impresionantes en profundidad, pero no veo claro cómo la filosofía podría aceptarlas. Desde luego, reconozco de buena gana que la discusión permanece abierta. De ninguna manera pretendo cerrarla aquí. Solamente precisar los límites de una obra que no tenía ninguna pretensión de saber absoluto y de la que estoy convencido que no hubiera ganado nada -salvo quizá en políticamente correcta- transformándose artificialmente en una enciclopedia universal del pensamiento en todas las direcciones.

171

111

Para llevar a una isla desierta...



•e

ÓMO situamos al final de esta historia de la filoso(, fía, cómo sacar partido de ella para prolongarla todo lo posible? ¿Cuáles son las cuestiones que la animan hoy en día y que tenemos que tener en cuenta para seguir dando sentido a nuestras vidas? Cuando en Aprender a vivir esbocé mi historia de las grandes visiones del mundo, tuve la ocasión de presentar una constelación de ideas que me parecen geniales y que, como suele decirse, aconsejaría a todo hijo de vecino llevarse a una isla desierta. Entre otras y en desorden: la diferencia entre el hombre y el animal en Rousseau, la fundación del humanismo moderno en Kant, el mundo de la técnica en Heidegger, la representación del cosmos en los estoicos, el rechazo de la importancia del futuro y del pasado en los antiguos, el gran estilo y la inocencia del devenir según Nietzsche, la critica de las pasiones tristes en la sabiduría materialista heredada de Espinosa, los principios aristocráticos de la ética de Aristóteles, el Cogito de Descartes y algunas más que también compensan el viaje ... Con el fin de ensanchar el horizonte e incitar a que se prosiga con el trabajo del pensamiento ampliado, me gustaría añadir a esa colección algunas perspectivas suplementarias en las que me parece que vale la pena --o más

175

VENCER LOS MIEDOS

bien el placer- detenerse. A veces las he evocado en algunos de mis libros precedentes, pero en contextos particulares, a menudo de forma menos pedagógica, por lo que me gustaría presentarlas aquí por sí mismas, como «miniaturas», en forma de breves exposiciones concentradas sobre el pensamiento moderno y contemporáneo a fin de que también se pueda valorar lo grande que es la filosofía no solo por su pasado. Incluso si estoy lejos de compartirlas todas, esas ideas forman parte de mi museo imaginario y estoy seguro de que, por hipótesis, dan mucho que pensar. Aparte de que ofrecerán la ocasión de reflexionar en un tema puntual, también las he escogido por otras dos razones. La primera es que me parece que ofrecen por sí mismas un ángulo de ataque que permitirá a los que lo deseen abordar más fácilmente un gran autor o una corriente de pensamiento. La segunda está directamente ligada al hilo conductor de este libro. Como indico en el prólogo, existe, fuera de las grandes avenidas que forman la teoría, la ética y la reflexión sobre la sabiduría y la salvación, una cantidad innumerable de travesías. En este punto asumo completamente las observaciones de André Comte-Sponville: evidentemente se puede hacer filosofía, e incluso de la más elevada, sobre temas particulares que, al menos de entrada, no tienen una relación directa con la cuestión de la salvación. La filosofía ayuda a pensar y también a vivir en el sentido de que nos permite como ninguna otra disciplina del espíritu comprender los aspectos concretos de nuestras existencias que, más o menos secretamente, liga a esas perspectivas más vastas que implícitamente constituyen la teoría, la moral y el interrogante sobre la sabiduría. Este es un aspecto del trabajo filosófico al que querría rendir homenaje, un lado a menudo oculto que me gustaría hacer visible a todos los que pueda interesar. 176

PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA ...

Como se verá en la primera exposición dedicada a Hegel, otras disciplinas de la vida del espíritu van en la misma dirección que la filosofía: es el caso, según Hegel, del arte y de la religión que, bajo su punto de vista, poseen las mismas ambiciones que la filosofía, aunque por otras vías. Esta analogía puede entenderse en dos sentidos. Se la puede leer como si se tratara de demostrar la superioridad del trabajo filosófico sobre otros momentos de la vida del espíritu. También se la puede descifrar a la inversa, como si mostrara que todas las formas de vida espiritual se reúnen y en el fondo van, cada una a su manera, en la misma dirección. Esta última lectura, que me parece más justa e interesante, permite comprender la experiencia que tienen todos los filósofos al descubrir que otras disciplinas, por vías que a primera vista no tienen nada en común con las de la filosofía (por ejemplo, la literatura o la música, e incluso a veces ciertas artes manuales en las que la filosofía raramente piensa a priori), han descubierto sobre la vida verdades propiamente filosóficas que no tienen nada que envidiar a las que terminan por descubrir los «profesionales» de la disciplina. Este es uno de los puntos de interés del breve texto de Hegel, siempre que se acepte leerlo un poco a contracorriente del que a primera vista parece su movimiento natural. He aquí el resto de temas abordados, agrupados bajo las tres rubricas que son los interrogantes esenciales respecto a la teoría, la ética y la sabiduría: l.

LA FILOSOFÍA, LO QUE ES, Y LO QUE NO ES ...

Arte, religión y filosofía según Hegel. El abrecartas de Sartre y la definición del existencialismo. 177

VENCER LOS MIEDOS

-

II.

El criterio de demarcación entre ciencia y falsa ciencia según Popper. La genealogía en Marx, Nietzsche y Freud. La diferencia entre teoría filosófica y teoría científica según Heidegger.

ÉTICA APLICADA

-

llI.

El utilitarismo inglés y la cuestión del derecho de los animales. La pedagogía del trabajo en Rousseau y Kant.

LA SABIDURÍA DEL AMOR

-

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¿Qué amamos en los otros? La singularidad del amor según Pascal.

1

Definición de la filosofía: lo que es y lo que no es

Arte, religión y filosofía según Hegel

L

os textos que Hegel ha dedicado -principalmente en

su curso sobre estética pero también en sus lecciones sobre historia de la filosofía- a las relaciones que existen entre el arte, la religión y la filosofía ofrecen un interés excepcional. Permiten como pocos comprender de qué manera concibió Hegel, que fue uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos, la actividad filosófica en relación con esas dos esferas vecinas en el campo de la cultura y del pensamiento. Este es, en sustancia, su mensaje: esas tres dimensiones de la vida del espíritu tienen la misma misión, la misma finalidad, a saber, expresar lo divino o, como él dice en su lenguaje, «la vida del espíritu absoluto». Pero en cada caso, aunque el contenido sea finalmente el mismo, la forma o la expresión difieren. Tratemos de comprender lo que Hegel quiere decir. Vale la pena, pues no solo nos permitirá captar un aspecto decisivo de su obra, sino también cuál es la esencia de la filosofía en general.

Comencemos por el arte. 179

VENCER LOS MIEDOS

En sus cursos de estética, Hegel lo define como esa actividad específica del hombre que busca crear o, para decirlo mejor, encamar bajo una forma sensible, material, la idea de lo absoluto. En otros términos, eso significa que el arte está ahí para traducir en un dibujo, una pintura, un templo, una escultura, una pieza de música, etc., la idea que los hombres tienen de Dios en una época y una cultura determinadas. Y de hecho, no se puede negar que en todas las civilizaciones, hasta una fecha reciente -aproximadamente, hasta el siglo XVII europeo-, el arte está la mayoría de las veces abocado, como la religión, a expresar lo que Hegel llama la «Verdad inteligible» más alta, es decir, la Idea de Dios. Pero la gran diferencia respecto a la religión, según Hegel, es que este, paradójicamente, lo hace en una forma contraria al contenido que quiere transmitir. En efecto, aunque el arte parte de la idea de Dios, y en consecuencia de lo más espiritual que hay en nuestros pensamientos, no deja de encamar esta idea en un material sensible: el mármol del escultor, la piedra del arquitecto, las vibraciones sonoras del compositor, los colores del pintor, etc. Desde ese punto de vista, puede decirse que la forma artística como tal es inadecuada al fondo que quiere traducir, puesto que, precisamente, es sensible y ese fondo inteligible. Dios es por definición una entidad inmaterial, puramente espiritual. Nunca podrá, por tanto, ser perfectamente expresado en el arte. Por eso, al final el arte deberá ser superado, como dice Hegel de manera perfectamente clara en los cursos en que se ocupa de estética: «Del mismo modo que el arte encuentra su antes en la naturaleza y en los dominios de la vida, posee también su después, es decir, una esfera que, a su vez, supera su modo de aprehensión y presentación del absoluto. Porque el arte aún contiene en sí mismo un límite, debe disolverse en formas superiores de conciencia». 180

PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA ...

Y ese «después del arte», esa esfera superior a la de la estética tiene un nombre: por supuesto se trata de la propia religión. Es esta quien toma el relevo y quien podrá llegar mucho más lejos que el arte porque esta vez buscará expresar lo divino, no en un material sensible, que le es totalmente extraño, sino en el elemento de la conciencia de un sujeto, en una interioridad, la de la fe, que es un estado de conciencia personal situado en el «sentido interno», es decir, en el tiempo, y no en la exterioridad de una materia situada en el espacio. Como también dice Hegel, la religión nos habla de lo divino a través de «representaciones». Con este término, Hegel persigue algo totalmente preciso. Piensa sobre todo en el hecho de que para hacer comprender la verdad divina, Cristo siempre recurre a imágenes, metáforas, mitos, símbolos, etc., que hablan a la conciencia de los hombres. Los Evangelios están plagados de parábolas al hilo de las cuales Jesús trata de transmitir un mensaje religioso que sea accesible para todos. Algunos románticos alemanes a veces comparaban esas famosas parábolas con los cuentos de hadas populares que también hablan a la conciencia común y, en ocasiones, transmiten mensajes de una profunda significación. Para Hegel -que hizo largos estudios de teologíala religión se eleva un paso por encima del arte en la tentativa de expresar la verdad de la idea de Dios. Hablar a la conciencia, acoger de lleno lo divino en la interioridad del espíritu, y no en la exterioridad de un material sensible, ya es mucho mejor que tratar, como en el arte, de expresarlo en el seno de lo que le es radicalmente contrario. La religión aparece así como más próxima a lo auténticamente divino puesto que ahora se lo sitúa en la subjetividad. Esta nos eleva de la estética, de lo sensible, a lo espiritual. Se advertirá, sin embargo, que, por una parte, para Hegel el contenido sigue siendo el mismo -se trata siempre de 181

VENCER LOS MIEDOS

traducir el mismo mensaje divino al que se vincula el arte- y, por otra, la forma todavía no alcanza la expresión más alta. En efecto, las parábolas, los mitos y los símbolos, por profundos que sean, siguen girando en tomo a la cosa misma sin captarla verdaderamente: hablan de lo divino, pero dicen de él palabras encubiertas, como si se dirigiesen a los niños, como si se emplearan siempre en sentido figurado sin ser nunca capaces de decir el sentido propio. Solo la filosofía podrá, según Hegel, cumplir de veras la tarea de pensar y decir adecuadamente lo divino: si este es de orden espiritual, inteligible, efectivamente hay que expresarlo en el elemento de la inteligencia, y no en el de lo sensible o en el del mito. En consecuencia, solo en el elemento conceptual por excelencia, en la racionalidad filosófica bien entendida, podrá advenir esa expresión por fin adecuada. Toda la filosofía estará destinada a realizar por fin esta tarea: decir lo divino mejor que el arte y la religión, decirlo «en el concepto», en el pensamiento, y no en un material sensible o en parábolas aproximativas. Así, vemos cómo Hegel atribuye a la filosofía el mismo contenido que a la religión, del que únicamente se distingue por la expresión, que debe hacerse racional, haciéndose el momento de la Revelación, es decir, el momento religioso por excelencia, cada vez más superfluo. Y por eso mismo puede decirse que esta racionalización de la religión por parte de la filosofía moderna es también una secularización o una humanización de su contenido. Eso es lo que transparenta claramente una de las tesis más célebres de Hegel, que sostiene que, desde entonces, el arte pertenecería a una época acabada de la historia humana. En ese curso de estética no deja de insistir: «El arte es y sigue siendo para nosotros, en cuanto a su destino más elevado, algo del pasado», ha perdido «para nos-

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PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA ...

otros», añade Hegel, su «verdad auténtica» y ha «dejado de estar vivo». En resumen, Hegel se hace apóstol de la «muerte del arte». Sin duda, esto podrá parecer curioso, incluso simplemente falso, a todos los que piensen que el arte contemporáneo, el arte del siglo xx, ha renovado todos los géneros estéticos de manera particularmente convincente al librarse, precisamente, del imperativo de representar lo divino. Sin embargo, la afirmación dista mucho de carecer de sentido, si nos esforzamos por entenderla desde el interior, en los dos niveles de profundidad sucesivos en los que se sitúa: está claro, por supuesto, que el «para nosotros» se entiende, en primer lugar, en un sentido histórico y significa: «para nosotros, modernos», que hemos abandonado la infancia de la humanidad. Significa también: para nosotros, filósofos de cultura cristiana, que alcanzamos a comprender que la divinidad no tiene necesidad de una forma sensible, por consiguiente, necesidad del arte, para ser representado en la conciencia. Puesto que es espiritualidad pura, solo por una ingenuidad radical la visión estética del mundo se aferra a una aprehensión sensible de lo absoluto. He aquí al arte llevado a su disolución en la religión -esta misma concebida como un simple modo (ciertamente superior, en tanto que menos sensible) de presentación de la verdad de lo divino-. Es eso lo que Hegel, que a veces pasa por el filósofo más oscuro de todos los tiempos, formuló en sus cursos de la forma más clara: «Para nosotros, el arte ya no pasa por la forma suprema que la verdad pueda adoptar para darse una existencia. En efecto, muy pronto el pensamiento se alzó contra el arte como representación que hace sensible lo divino: entre los judíos y los mahometanos, incluso entre los griegos como Platón, que se opuso ya con vigor a los dioses de Homero y Hesíodo. A decir verdad, con el progreso de la cultura llega 183

VENCER LOS MIEDOS

para cada pueblo un tiempo en el que el arte apunta hacia su propia superación» (1, 141/142). Y, según Hegel, ese tiempo llegó a Europa cuando, con la Reforma, el cristianismo, que también había recurrido al arte, finalmente tuvo que renunciar a él, al haber alcanzado la representación de Dios un grado demasiado elevado de espiritualidad como para poder ser deshonrado por mucho más tiempo de esa manera. De nuevo, Hegel lo dice en términos meridianos: «Cuando la pasión del saber y de la investigación así como la necesidad de una espiritualidad interior engendraron la Reforma, la representación religiosa también tuvo que retirarse del elemento sensible para entrar en el interioridad del alma y del pensamiento. El después del arte consiste en que el espíritu está habitado por la necesidad de encontrar satisfacción solamente en su propio seno como la única forma que conviene a la verdad». No se podría decir mejor, y ese paso por la Reforma expresa de manera condensada todo lo que la religión añade al arte al adoptar como forma la representación: con esta última, «el absoluto se desplaza de la objetividad del arte hacia la interioridad del sujeto», de forma que Hegel no duda en hablar de un «progreso del arte hacia la religión». Pero ese progreso, como ya he dejado entender, solo se cumplirá para Hegel con la filosofía: solo esta consigue pensar la interioridad de una manera que conviene plenamente a la naturaleza de lo divino, que es el Espíritu. Pues, por haberlo interiorizado, la religión no deja de representar a Dios como un objeto exterior a la conciencia: lo que a decir verdad es inherente a la estructura misma de la representación como tal. Como Husserl dirá más tarde, con una fórmula que Hegel no hubiera rechazado, «toda conciencia es conciencia de algo», conciencia de algo finito -una mesa, una silla, un árbol, etc.- que 184

PARA LLEVAR A UNA ISLA DESIERTA ...

se opone a ella como dado del exterior. Pero, precisamente, Dios no es algo finito, es absoluto. Por tanto, no se le debe representar como un objeto entre otros, exterior a nosotros como todas las demás cosas en el mundo. En consecuencia, la propia conciencia humana no podría ser el lugar mejor adaptado a su justa comprensión. De igual manera que se debe superar la expresión sensible, estética, de lo divino en el arte, también, según Hegel, hay que superar la representación ingenua que habitualmente la religión establece de Dios como un objeto exterior que, en cierto modo, se enfrentaría a nuestra conciencia. Si queremos intentar comprender lo que quiere decir Hegel con esto -solamente para aproximarnos a lo que piensa, sin necesidad de quedarnos allí, como veremos-, podemos pensar en esos creyentes un tanto particulares que son los místicos. Justamente, hacen lo posible por evitar pensar en Dios como un objeto separado, incluso opuesto a la conciencia humana. Para ellos el ideal sería la reconciliación completa de nuestra conciencia de ser finito con el absoluto divino. Por eso tratan de pensar la fe como una «fusión en Dios», como una suerte de abolición de la conciencia en provecho de una unión absoluta con Dios. Y por lo mismo desarrollan prácticas religiosas (mortificación o plegarias repetidas, por ejemplo) que persiguen abolir su propia subjetividad para coincidir más con el absoluto buscado. Por supuesto, Hegel no es un místico. Es un racionalista que condena esa tentativa ilusoria de coincidir directamente, de manera inmediata, con Dios. Pero piensa, como los místicos, que, sin embargo, hay que realizar esta reconciliación perfecta. Sencillamente, en su opinión no debe producirse en el misticismo. Solo la filosofía especulativa, el pensamiento puro, conseguirá reconciliar la objetividad del arte y la subjetividad de la religión para 185

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expresar por fin plenamente los atributos de lo divino y reconciliamos con ellos. Poco importan aquí las modalidades de esta difícil reconciliación -son las tesis más generales del sistema hegeliano, incluso el sistema entero, lo que habría que desarrollar para justificar su posibilidad-, admitiendo que se consiga... Con la que ya podemos contar, en la fase a la que hemos llegado, es que para él la metafísica, en su momento racionalista más elevado, es la que pretende realizar mediante el pensamiento, con el «elemento del concepto», como dice Hegel, lo que la religión nos proponía mediante la fe: reconciliar al fin al hombre y a Dios, reunirlos en una misma comunidad espiritual y alcanzar así la unión de lo finito y de lo infinito, de lo relativo y de lo absoluto. A manera de conclusión, podemos indicar un ejemplo que ilustra muy bien la forma en que la jerga filosófica, de la que Hegel, como casi todos los filósofos de su época, era un entusiasta, puede revestir ideas que en ocasiones podrían ser formuladas de forma sencilla (al igual que en los grandes conciertos románticos, que datan del mismo periodo, la virtuosidad formaba parte integrante de la cultura del momento hasta el punto de convertirse en un imperativo casi inevitable): Hegel define en muchos pasajes de su obra su sistema filosófico acabado como «la identidad de la identidad y de la diferencia». Hay que confesar que, formulada de esta manera, la definición de la filosofía se vuelve incomprensible para la casi totalidad del género humano. Sin embargo, con lo poco que ya hemos visto disponemos de medios que pueden permitimos «traducir» la fórmula para hacerla poco menos que comprensible. Significa simplemente que la filosofía, como el arte, como la religión, pero mejor que estos y de forma por fin acabada, 186

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debe realizar la reconciliación de Dios y del hombre, del infinito y de lo finito, términos que son aquí sinónimos: Dios es el infinito, el ser que es siempre idéntico a sí mismo, puesto que es perfecto y a la vez eterno, está fuera del tiempo. El hombre, es lo «finito», es decir, ese individuo efectivamente limitado, puesto que está destinado a la ignorancia, al pecado y finalmente a la muerte. Lejos de ser siempre idéntico a sí mismo, como Dios, está abocado al cambio, al tiempo, por tanto, a la «diferencia», incluso a la «escisión», como dice Hegel para designar el hecho de que el ser humano nunca puede reconciliarse de manera plena con el mundo y amarlo completamente en la medida en que no está reconciliado con Dios. La filosofía, como pensamiento de la reconciliación de lo divino y de lo humano, de lo infinito y de lo finito, de lo que es idéntico a sí y de lo que es mortal, destinado a hacerse diferente de sí, ¡es por ello «identidad (= reconciliación) de la identidad (= de Dios) y de la diferencia (= del hombre)»! Pero más allá de la abstracción de las fórmulas -y sin duda también del pensamiento que mal que bien tratan de traducir- creo que la percepción hegeliana de la diferencia entre arte, religión y filosofía queda bastante clara para nosotros en más de un aspecto. Lo que yo rescato de ella es, en primer lugar y antes que nada, esa idea que me parece profundamente justa, según la cual la finalidad del arte, su «misión» (como quizá algunos dirían hoy en día), es la de expresar la verdad -verdades, o por lo menos grandes experiencias humanas- en un material sensible. En ese sentido, el arte posee el mismo objetivo que la literatura o la filosofía. Solo la expresión, los medios utilizados si se quiere, difieren. Lo que explica con claridad los vínculos que se pueden establecer sin que nos demos cuenta entre regiones de la vida del espíritu que muchas veces tenemos la costumbre de oponer: no está, por un lado, la filosofía, 187

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que sería racionalista y «árida»; por otro, la ficción, imaginativa y sensible; en tercer lugar, la música o las artes plásticas que afectarían sobre todo a la sensibilidad, sino que esos diversos momentos de la actividad espiritual, sin confundirse por ello, desde luego, están secretamente enlazados entre sí por múltiples analogías.

«La existencia precede a la esencia» o los cinco conceptos claves del existencialismo sartriano: la mala fe, la reificación, el ser y la nada, la náusea. Empecemos por el comienzo: ¿qué es el existencialismo? Sencillamente, según Sastre, la filosofía que hace suya la convicción de que «la existencia precede a la esencia». La fórmula puede parecer abrupta y poco significativa a primera vista. Sin embargo, es más simple y profunda de lo que parece. Para empezar, significa esto: en toda la filosofía clásica de inspiración platónica y, más aún quizá, en la religión cristiana, se ha partido de la idea de que para el ser humano «la esencia precedía a la existencia». Más claramente: Dios concibe en primer lugar al hombre y a la mujer, después viene, en un segundo momento, la creación que los hace existir. En cierta forma es un «Dios artesano» que, como un obrero que ha de fabricar un objeto, trazaría en primer lugar un plan y después lo realizaría. Para decirlo todavía de otro modo, desde esta perspectiva, Dios primero hace funcionar su entendimiento y, solamente después, en un segundo momento, su voluntad. Para expresar su pensamiento con total claridad, Sartre, en un breve texto que yo aconsejo leer a todos mis estudiantes, El existencialismo es un humanismo, pone el 188

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ejemplo de un obrero que tuviera que fabricar un abrecartas. Así es como lo formula: «Cuando se considera un objeto fabricado, como, por ejemplo, un libro o un abrecartas, ese objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de abrecartas, e igualmente, a una técnica de producción previa que forma parte del concepto y que en el fondo es una fórmula. Así, el abrecartas es a la vez un objeto que se produce de una cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no podemos suponer un hombre que produjera un abrecartas sin saber para qué sirve. Diremos entonces que para el abrecartas la esencia, es decir el conjunto de fórmulas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo, precede a la existencia ... Cuando concebimos un Dios creador, la mayoría de las veces ese Dios se asimila a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe precisamente lo que crea. Así, el concepto de hombre, en la mente de Dios, es asimilable al concepto de abrecartas en la mente del industrial ... El existencialismo ateo que yo represento, [ ... ] declara que si Dios no existe, hay al menos un ser cuya existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto y que ese ser es el hombre ... ». Vemos así cómo Sartre, sin saberlo (e incluso creyendo ser completamente original), reproduce casi literalmente el pensamiento de la libertad humana elaborado por Rousseau y Kant. Para él, como para ellos, el hombre es libre 189

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en el sentido de que escapa a todas las categorías «esenciales», a todas las definiciones, e igualmente a todos los «programas» en los que se pretendería encerrarlo. Por eso, para Sastre, el primer adversario del existencialismo es la religión, y principalmente la teología cristiana. En efecto, según la visión teológica del mundo, la esencia (el plan) viene antes que la existencia (su realización), de manera que hay que suponer de antemano una finalidad del ser creado de la que podría deducirse una reflexión sobre su destino --en lo que concierne al hombre, una moral-. De igual manera que el abrecartas está «hecho para» abrir los libros o el reloj para dar la hora, debemos imaginar que también el ser humano, desde la perspectiva de que está «fabricado» por un Dios, debe responder a un objetivo y cumplir una cierta misión (por ejemplo, servirlo, obedecer sus mandatos, etc.). Es un esquema clásico, con todas sus implicaciones éticas, lo que el existencialismo sartriano propone invertir: si el ser humano, propiamente hablando, no es una criatura, ningún «plan», ninguna «esencia», precede a su existencia. Ninguna finalidad particular se asigna, en consecuencia, a su ser --como en cambio sí ocurre en todos los objetos fabricados-. El ser humano es en ese sentido el único plenamente libre, el único que escapa a priori a toda definición previa. Lo que le toca, ya no es seguir los mandatos divinos que se asignarían a su estatuto de criatura, sino al contrario, «inventar» el Bien y el Mal. Con esta simple aproximación al existencialismo se deduce ya una tesis crucial: para Sartre, como para Rousseau y Kant, no hay «naturaleza humana» intangible, destino del hombre inscrito a priori en una esencia. Hay que prestar atención cuando se lee a Sartre: como no es un buen historiador de la filosofía, ignora sus predecesores y no deja de pretender, equivocadamente, que el 190

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existencialismo marca una ruptura total con los filósofos del siglo xvm, en lo que se equivoca. Lo que no tiene importancia en cuanto al fondo, pero en ocasiones confunde en el plano histórico. En verdad, como Rousseau y Kant, Sartre piensa que el hombre es el ser que, por decirlo así, hace «estallar» todas las categorías, todas las definiciones en las que se le quiere aprisionar -en lo que reside, de nuevo, su libertad-. Por eso también, como aquellos, hace que salten en pedazos los presupuestos del racismo y del sexismo. ¿En qué consisten estos, en efecto, si no es en la idea de que existe una esencia de la mujer, del árabe, del negro, del amarillo o del judío que precedería a su existencia y de la que se deducirían características necesarias y comunes a la «especie»? Así, formaría parte de la naturaleza de la mujer (¡como si no hubiera más que una!) tener hijos, no participar en la vida pública para encerrarse en casa, ser dulce y sensible, intuitiva más que intelectual, etc., como estaría, según los clichés habituales del racismo, en la naturaleza «del» negro llevar el ritmo en la sangre y ser infantil («el africano es juguetón»), en la «del» árabe ser falso, en la «del» judío ser inteligente, amar el dinero, y otras pamplinas de la misma índole. Pero no existe ninguna «naturaleza» del ser humano en general, no es más de tal sexo o de tal «raza». Sobre esta convicción, el existencialismo ha querido fundar un feminismo y un antirracismo de tipo universalista: lo que da dignidad al ser humano en general es el hecho de que es, a diferencia de los objetos o de los animales, un ser fundamentalmente libre, trascendente a todas las etiquetas que pretenden acorralarlo. Lo que le da su valor, no es su pertenencia a una comunidad sexual, étnica, nacional, lingüística o cultural particular, sino al contrario el hecho de que es capaz de elevarse por encima de cualquier posible arraigo para participar de la humanidad en general. 191

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Por las mismas razones, ni la historia ni la naturaleza podrían ser tenidas por «códigos» determinantes. Cierto, el ser humano está en situación: es de un sexo, de una nación, de una familia, etc. En resumen, tiene una naturaleza y una historia. Pero precisamente, en contra de lo que pretende el materialismo, no es esta naturaleza y ni esta historia ni se puede reducir a ella. Las tiene y puede distanciarse, incluso, en cierta medida, abstraerse para arrojar sobre ellas una mirada crítica. Por ser mujer, no se es menos Hombre ... A pesar de todas sus pretensiones por librarse de cualquier forma de religión, las grandes figuras del materialismo (el biologismo, el psicoanálisis y el marxismo), desde ese punto de vista, se le presentan a Sartre como las nuevas «teologías» de nuestro tiempo. Incluso sin darse cuenta, efectivamente renuevan la idea de que el ser humano estaría determinado inconscientemente por «esencias» previas a su existencia: su sexo, su infraestructura genética o neuronal, su medio familiar, su clase social funcionarían como categorías determinantes, como códigos poderosos que controlarían inconscientemente hasta el menor de sus actos. Ese nuevo determinismo es lo que el existencialismo rechaza. De ahí su célebre crítica a la idea de inconsciente y, en la época en que todavía es una filosofía de la libertad, sus polémicas contra los marxistas ortodoxos. Es esta la óptica desde la que, durante un debate que se ha hecho célebre, Sartre reprochará a los marxistas querer encerrar al ser humano en una ciencia de la historia que, anunciando la Revolución como una fatalidad mecánica, niega su libertad. De ahí la importancia del concepto de «mala fe» en Sastre. En el fondo, designa lo contrario de la libertad asumida, la reafirmación de las categorías que supuestamente nos determinan. En la práctica, la mala fe consiste en identificarse con un papel psicológico o social, con una imagen extraída de la mirada de los otros, de tal manera que ese papel y esa 192

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imagen enseguida funcionarán como una «esencia» que determinará del todo nuestras actitudes. Hay que leer desde ese punto de vista las célebres páginas dedicadas por Sastre en El ser y la nada a la descripción del camarero que interpreta ser camarero, que hace lo posible para conformarse a su esencia: sus fórmulas son fijas («y el señor, ¿qué desea?») y sus más pequeños gestos están predeterminados (la posición de la bandeja, sus movimientos sabiamente dominados, el descuido de la servilleta blanca que cuelga sobre el brazo, etc.). Hay que añadir que, por supuesto, solo se trata de un ejemplo entre mil otros posibles y que, en nuestra vida, existe una infinidad de formas de ceder a la mala fe identificándonos con papeles «bien conocidos»: el buen padre de familia, el sabio matemático siempre distraído, el militar rígido, la niña mujer, la chica modelo, etc. Resumiendo, todo nos parece bien para negar nuestra propia libertad y colarnos en «esencias» tan hechas que solo nos queda interpretar como personajes de teatro. Razón por la que la mala fe siempre conduce a la reificación de lo humano, en sentido propio, etimológico, a su transformación en una cosa (en latín: res), en un objeto cuya esencia, efectivamente, precede a la existencia y la determina. Todo objeto es lo que es. Coincide plenamente con él mismo, y esta coincidencia perfecta consigo es lo que busca el hombre de mala fe cuando trata de identificarse con su papel hasta el punto de no ser más que uno consigo mismo. Por extraño que eso pueda parecer a primera vista, el ser humano auténtico, a diferencia de todos los demás seres, no es lo que es. Esto no es una fórmula y no hay nada en ello de contradictorio ni de ilógico. Basta para convencerse con prestar un instante atención al fenómeno de la «conciencia de sÍ»: cuando pienso en mí y digo de

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mí, como confesándome, que soy esto o aquello, glotón o perezoso, obviamente ya estoy en cierta forma más allá de mí mismo. Se opera por así decir un desdoblamiento del yo, entre un yo objeto, del que digo que es glotón, perezoso, etc., y un yo sujeto que reflexiona e interpreta su álter ego. En resumen, si los objetos materiales y los animales son lo que son, si están «plenos de ser» como dice Sartre, el ser humano, a través de esa experiencia única y misteriosa de la conciencia, experimenta la prueba de la dualidad: desde que comienza a mirarse a sí mismo, no es totalmente lo que es. Es ese «no», esa distancia consigo, ese «agujero en el ser», lo que Sastre llama la «nada». De ahí el título que, por lo demás, pone a su principal libro: El ser y la nada, que casi se podría traducir por: «La cosa y el hombre». En la misma perspectiva, se podría decir del materialismo en todas sus manifestaciones contemporáneas -del biologismo, del psicoanálisis ortodoxo y del marxismo principalmente- que son los instrumentos teóricos de la mayor «mala fe» en tanto que niegan la presencia de la nada en el hombre y, así, trabajan en su reificación. La verdad, si la existencia no está determinada y si no hay ningún Dios que haya creado el universo, es que el mundo entero está inmerso, podríamos decir, en el «indeterminismo». No solamente la existencia humana no tiene sentido determinado a priori (de manera que el ser humano debe dar por y para sí mismo un sentido a su vida), sino que el mundo en el que vivimos es totalmente contingente en el sentido de que muy bien hubiera podido no ser, al igual que hoy podría caer en la nada. El sentimiento de esta contingencia del ser es lo que Heidegger llamaba la angustia y que Sarte designa bajo el nombre de «náusea». En el libro que lleva ese título, el personaje principal la define en estos términos: «Todo es gratuitito, el jardín, esta ciudad y yo mismo. Cuando nos damos cuenta, se nos

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revuelve el corazón y todo se pone a flotar. Ahí está la náusea.» Se comprende perfectamente que esos temas sartrianos hayan podido suscitar en algunos, cristianos y marxistas ortodoxos sobre todo, la opinión de que el existencialismo era un inmoralismo o, peor, un nihilismo. También se hubiera podido ver en él una crítica radical a las dos grandes figuras de la metafísica: la teología dogmática y el materialismo, que siempre buscan la razón del comportamiento de los hombres fuera de ellos. Es una pena que el propio Sastre no haya sido fiel a las ideas de su juventud, que haya renegado de ellas para dejar finalmente la pobre imagen de antiguo compañero de viaje de las ideologías antihumanistas y totalitarias. Porque había sabido traducir, como quizá ningún otro antes que él (salvo Husserl), lo que el humanismo de Rousseau y de Kant tenía de anunciador para la filosofía contemporánea. En otro estilo, y respecto a distintas cuestiones -sobre todo la del estatuto de las ciencias-, el filósofo del que vamos a hablar ahora, Kart Popper ( 1902-1994), es también uno de los que, dentro del pensamiento contemporáneo, han intentado desarrollar ciertos aspectos del kantismo. Al igual que Sartre, puede figurar entre los más grandes críticos del materialismo contemporáneo. En una época en la que no estaba bien visto remover sus dogmas, tuvo la idea de denunciar la superchería de las «falsas ciencias» que, en su opinión, eran el marxismo y el psicoanálisis dogmáticos. Como vamos a ver, su mensaje merece que nos desviemos.

Ciencia y falsas ciencias: el criterio de demarcación según Popper ¿Cómo distinguir el discurso científico de los demás discursos, y sobre todo de las falsas ciencias que pretenden 195

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adoptar su legitimidad? ¿En qué consiste, por ejemplo, la diferencia entre la astronomía y la astrología, e igualmente entre las ciencias duras, como la biología y la física, y las ciencias humanas, como la psicología y la sociología? Esta es la cuestión crucial en la que Popper trabajará toda su vida. El pensamiento de Popper no es una doctrina filosófica completa, un sistema como el de los estoicos o Kant, por ejemplo, con una teoría, una moral y una soteriología. Ese carácter parcial de su filosofía está ligado al hecho de que, en lo esencial, se inscribe en un marco ya elaborado que él llama «racionalismo crítico» y que, grosso modo, corresponde a la filosofía kantiana. Por ello, no es menos coherente y profunda. Posee ramificaciones innumerables, de manera que ha dado lugar a muchas controversias, así como a lecturas a menudo divergentes. Muchas veces, Popper ha tenido la sensación de haber sido mal comprendido, incluso traicionado por algunos de sus más cercanos discípulos. Aquí solo aspiro a dar una idea del principio fundamental de su pensamiento. Pero si se quiere ir más lejos, habrá que leer su libro clave, Conjeturas y refutaciones. Tratemos de ir a lo esencial, que sin duda reside, para el propio Popper, en la famosa noción de «falsabilidad». Fundamentalmente, Popper la utiliza para designar el criterio de demarcación entre la ciencia y los demás discursos. Para él, en efecto, el discurso científico se caracteriza, en principio y antes que nada, por el hecho de que a diferencia de otros discursos es, como se dice tan a menudo, no verificable, sino, al contrario, «falsable», es decir, según una primera aproximación, refutable por la experiencia. Para comprender bien esta idea, lo mejor es partir de representaciones comunes de la ciencia a las que Popper se opondrá radicalmente. Normalmente, en efecto, sabios y filósofos tienen una propensión casi natural a considerar que la ciencia es el 196

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conjunto de proposiciones verdaderas y ciertas por demostrables -sea de manera puramente lógica, como en las matemáticas, o de forma experimental, como en las ciencias naturales-. En el fondo, espontáneamente pensamos que el objetivo de la actividad científica es el de probar, demostrar proposiciones a fin de alcanzar certezas o, al menos, probabilidades casi ciertas. Esa es una concepción de la ciencia que Popper llama el «verificacionismo», contra el que se alzará vigorosamente. Porque, según una paradoja sorprendente, el primer riesgo de ese «verificacionismo» es el de conducir a lo contrario de lo que persigue, a saber, al escepticismo. En efecto, según la perspectiva empirista, que tan a menudo es la «filosofía espontánea de los sabios», lo esencial del método científico reposa sobre lo que tradicionalmente llamamos el razonamiento por «inducción». La actividad científica, al menos del lado de las ciencias experimentales, procedería según este siguiendo cuatro grandes etapas: En primer lugar, estaría la observación, el registro neutro, por no decir pasivo, de datos suministrados por los sentidos. En segundo lugar, esta observación llevaría al científico a pensar que existe un orden en el universo o, por lo menos, secuencias ordenadas: cuando se calienta agua, siempre acaba por hervir, el día sucede a la noche, el calor dilata algunos materiales, derrite la cera, etc. Intervendrían entonces las hipótesis explicativas destinadas a «dar razón» de los fenómenos observados. El método experimental consistiría desde ese momento en tratar de verificar esas hipótesis con el objeto de transformarlas en leyes científicas definitivamente establecidas. Según la conclusión de este proceso, las grandes leyes científicas siempre se obtendrían a partir de la inducción: 197

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al observar regularmente la repetición de una misma secuencia de hechos (el agua entra en ebullición alrededor de los cien grados) se extraería una ley general (sobre los efectos del calor). El problema, por supuesto, como Hume había visto ya en el siglo XVIII, es que ese tipo de «verificacionismo» se vuelve en su contra y se convierte en escepticismo. Pues el razonamiento por inducción nunca nos permitirá alcanzar conclusiones ciertas. Puedo haber observado mil veces que el día sucede a la noche, ¡nada prueba con todo rigor que ocurrirá lo mismo mañana por la mañana! Por otra parte, por eso, en filosofía consecuente, Hume se consideraba a sí mismo escéptico y tenía a la ciencia, según sus propios términos, por una «creencia» entre otras: en efecto, gracias a la creencia paso de lo probable a lo cierto, de lo general a lo universal, de la convicción íntima de que el Sol va a salir a la certeza absoluta (pero en rigor ilegítima) de que saldrá mañana con seguridad. En realidad, nada me lo prueba absolutamente, no más que el hecho de que yo pueda tener certeza, únicamente a partir de la inducción, de que el agua volverá a hervir siempre alrededor de los cien grados. Así, la ciencia fundada sobre la observación solo sería una creencia, una «expectativa» en cierto modo, y de ninguna manera un cuerpo de verdades ciertas. Si la primera conclusión lógica del empirismo es el escepticismo, la segunda es el «psicologismo», es decir, la idea, tan paradójica como la primera, según la cual la ciencia no es más que un sentimiento, un «estado psíquico» entre otros, de manera que no habría criterio de demarcación claro y legítimo entre la ciencia y las demás opiniones, prejuicios o creencias. Aquí es donde Popper va a intervenir. Por supuesto, no puede sino estar de acuerdo con la conclusión de los 198

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empiristas: si toda la actividad científica descansa en la observación y la inducción, el escepticismo y el psicologismo se imponen. La experiencia podrá mostrar mil veces que una ley está «verificada», en esas condiciones nunca permitirá probar que lo estará otra vez de nuevo. Pero lo que Popper critica son las premisas de esta epistemología. Lo que es falso, a su parecer, es que la ciencia proceda por inducción y verificación. Al contrario, sus dos momentos claves son la conjetura y la refutación: la conjetura, porque el espíritu científico no es de ningún modo pasivo y neutro, sino activo e incluso, llegado el caso, apasionado. La refutación, porque, frente a la opinión dominante (punto en el que Popper introduce su verdadera «revolución»), la ciencia no tiene por objetivo «verificar» hipótesis («conjeturas»), sino, al contrario, hacer lo máximo para tratar de refutarlas o (los dos términos son aquí sinónimos) «falsadas». Veamos ahora lo que eso significa en realidad, por qué esta inversión de los puntos de vista, aparentemente banal, va a revelarse de una excepcional riqueza. En su obra, Popper a veces recurre a un ejemplo simple pero particularmente significativo. Consideremos la proposición «todos los cuervos son negros». Por las razones que acabamos de examinar, es imposible probar, tal y como pretendería el «verificacionismo», la verdad de una proposición semejante. Se podrán acumular mil, diez mil, cien mil observaciones que van en la misma dirección, nunca probarán absolutamente que todos los cuervos son negros. Siempre es posible, en efecto, que una nueva observación vaya en el sentido inverso, que un día se descubra un cuervo blanco o gris, y habría que conocer todos los cuervos pasados, presentes y futuros para poder establecer una conclusión con valida, lo que por definición es imposible. En cambio, es perfectamente posible refutar o 199

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falsar esta proposición, ¡basta que yo exhiba un solo cuervo blanco (o gris o verde, poco importa), y entonces estaremos seguros de que la proposición es falsa! De ahí la primera conclusión que Popper puede extraer de la noción de falsabilidad: hay asimetría entre la verdad y la falsedad. De forma más clara, es imposible probar empíricamente que una proposición es verdadera, en cambio es posible probar con todo rigor que es falsa. O, dicho de otra manera: nuestras certezas nunca pueden dar con la verdad, pero, en cambio, al menos podemos escapar del escepticismo, pues es cierto, e incluso absolutamente, que ciertas proposiciones son erróneas. A partir de este hilo conductor se hace posible trazar una línea de clara demarcación entre el discurso científico y el resto de discursos, no científicos: simplemente, una proposición que a priori no se presta a ninguna refutación posible (por ejemplo: Dios existe, que nadie puede refutar experimentalmente), no es, por pura definición, una proposición científica. En ningún caso eso significa que sea falsa, sino simplemente que depende de otra lógica distinta que la de la ciencia. Para comprender todo el alcance de esta simple observación, no carece de interés recordar una anécdota que dice mucho sobre las relaciones que Popper mantenía con discursos que siempre ha considerado, a pesar de sus pretensiones, como no científicos, en este caso, el psicoanálisis y el marxismo. A comienzos de 1920 Popper se interesa especialmente en los trabajos de Einstein sobre la relatividad. Por aquel entonces eran muy criticados. En paralelo, continúa estudiando el marxismo, al que, a priori, no es hostil. Él mismo estuvo tentado por el comunismo y, como socialdemócrata, simpatizó con las corrientes «austromarxistas». Finalmente, también se interesa en el psicoanálisis y 200

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sobre todo trabaja con Alfred Adler analizando grupos de niños. Sin embargo, desde entonces, quedó sorprendido por la diferencia fundamental de actitud que separa al físico del resto de intelectuales. Por un lado, marxistas y psicoanalistas adoptan siempre, hasta en los mínimos detalles, una actitud verificacionista. No se trata de negar que algunas de sus hipótesis sean plausibles, inteligentes o seductoras. . . y quizá incluso ¡«plenas de verdad»! Simplemente, siempre se invoca a la experiencia para confirmarlas, nunca para tratar de invalidarlas. Cualquiera que sea el caso que se presente, viene a confirmar la teoría, de tal forma que, sobre todo para los marxistas, la lectura de los periódicos, desde los titulares de la Une* hasta las breves noticias, funciona como una larga serie de pruebas en favor de sus convicciones. Y si por azar un acontecimiento parece oponerse a los principios fundamentales de la doctrina, rápidamente se inventa una «hipótesis ad hoe>>, una especie de parche para, como bien dice Popper, «inmunizar la teoría», vacunarla contra los posibles golpes de lo real. En la misma época, la actitud de Einstein ofrece una imagen exactamente inversa, la de la verdadera ciencia, según Popper. Uno de los aspectos de sus descubrimientos lo conduce a suponer que los rayos luminosos describen una curva cuando están en el campo de gravitación de un cuerpo sólido. Pero en lugar de inmunizar esta hipótesis contra cualquier posible golpe de lo real, él mismo imagina los medios que podrían refutarla. Efectivamente, a fin de probarla, haría falta poder observar el rayo luminoso de una estrella situada en el campo de gravitación del Sol. Pero para eso debe haber un eclipse. ¡El 29 de mayo de 1919 se presenta la ocasión! Se puede observar un eclipse de Sol desde África, y Einstein predice con precisión que, *

Primera cadena nacional francesa. (N. de la T.)

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en las fotos, las estrellas próximas al Sol deberán aparecer desplazadas de su posición habitual en el cielo, calculando igualmente la amplitud de ese desfase. Hecho esto, asume inevitablemente el riesgo de que los hechos lo refuten sin que ninguna inmunización sea posible en ese momento. Se expone al peligro de que los hechos lo contradigan de manera incuestionable. Aunque audaces y refutables, a diferencia de las tesis de Freud o de Marx, las conjeturas de Einstein van a resistir la prueba de los hechos. Sin duda, esta victoria no se consigue de una vez por todas, pero nos pone en camino de lo que es la ciencia auténtica: un conjunto de proposiciones refutables o falsables -una vez más, los dos términos son aquí sinónimos- que han superado, hasta que se demuestre lo contrario, pruebas de falsificaciones arriesgadas para ellas. De ese simple criterio de demarcación se siguen ya toda una serie de consecuencias importantes sobre la diferencia entre la ciencia y los demás discursos. Destacaremos aquí dos, particularmente significativas. La primera es que si la ciencia, en primer lugar y ante todo, es un cuerpo de proposiciones falsables, la principal característica de una conjetura científica será la de ser arriesgada, audaz, y no tibia, a priori inmunizada contra toda refutación y discusión posible. Ahora bien, un enunciado solo podrá ser refutado si excluye «valientemente» la posibilidad de ciertos acontecimientos en el mundo. Solo haciendo eso corre el riesgo de que los hechos lo contradigan -al contrario, una teoría que no excluya ninguna eventualidad, una hipótesis que puede explicar tanto un acontecimiento como su contrario, escapa a toda posibilidad de ser impugnada por lo real. 202

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Por supuesto, eso no significa (Popper no ha dejado de repetirlo), que los discursos no refutables sean falsos: ¡cómo podríamos probarlo, por otra parte, puesto que precisamente no son falsables! Incluso es posible que incluyan muchos elementos, en cierto modo, «verdaderos», al describir correctamente ciertas realidades. Simplemente, no pueden ser objeto de una discusión objetiva, susceptible de ser arbitrada hasta el final por pruebas que apelen a la experiencia. Además, a fuerza de inmunización, acaban por no enseñarnos nada sobre lo real: una doctrina que puede explicarnos todo, en verdad no explica nada. A fin de hacer el criterio de demarcación más sensible todavía, examinemos brevemente dos ejemplos (podrían, claro está, multiplicarse hasta el infinito) de proposiciones no científicas en tanto que manifiestamente no falsables: «Dios existe»: quizá es verdad, pero es imposible imaginar una experiencia, una prueba, que viniera a contradecir esta hipótesis. Por supuesto, se ha intentado muchas veces, como por ejemplo Diderot, en su Carta sobre los ciegos, escrita contra la teodicea de Leibniz. Es bastante fácil comprender su argumento: si existe el mal, que hiere injustamente a quienes no han pecado, es que no hay un Dios justo. Ahora bien, existen ciegos desde el nacimiento, luego no existe un Dios justo ... Pero, aparte de que el razonamiento solo es válido frente a un Dios justo, incluso en contra de este último, no prueba nada en absoluto para el creyente, que siempre puede suponer que «los caminos del Señor son inescrutables», ¡punto final! La proposición «Dios existe» nunca es verdaderamente refutable y, en ese sentido, no es científica. «Toda acción humana está determinada por intereses conscientes o inconscientes. No existe, por tanto, acto gratuito alguno ni libre albedrío»: este tema, común al utilitarismo y al materialismo, que presentan frecuente203

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mente como un hecho científico, es evidentemente todo lo contrario: un postulado torpemente metafísico, siempre no falsable. ¿Cómo probar, en efecto, que un acto no habría sido determinado secretamente por intereses inconscientes puesto que, por definición incluso, son invisibles e impalpables? Ni la teología, ni el materialismo seudocientífico o filosófico son teorías falsables. La segunda consecuencia del criterio de demarcación popperiano se refiere a la concepción de la objetividad que emplean las ciencias auténticas. Merece también todo nuestro interés. En el marxismo y el psicoanálisis, a menudo, de manera implícita o explícita, la idea que sostiene la teoría de la objetividad es la de un dominio de los intereses inconscientes. Eso da sentido, por ejemplo, al hecho de que, para ser psicoanalista, en principio haya que haber sido analizado. Igualmente, el sociólogo marxista es aquel que tiene (al menos es una de sus pretensiones más constantes) «objetivizado» su inconsciente social, el que ha tomado conciencia de sus determinaciones y de los intereses que pesan sobre su trabajo, sus elecciones, compromisos, etc. La objetividad, en ese sentido, no sería una propiedad intrínseca de este o aquel juicio o proposición, sino el resultado de un largo proceso, de un trabajo sobre uno mismo, sobre su historia, su familia, su medio, sus condiciones sociales de existencia, etc. Es muy posible que, en un plano personal, un trabajo semejante sea útil, e incluso necesario. Lo que afirma Popper, sin embargo, es que no tiene en rigor ninguna relación con la actividad científica, y esto, al menos, por dos razones. La primera es que si la actividad científica tuviera que depender de un trabajo semejante del sabio sobre sí 204

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mismo, deberíamos desembocar de inmediato en el escepticismo: porque ese trabajo es, por definición, una tarea infinita, e incluso el sociólogo o el analista más veterano no podrían pretender seriamente haber esclarecido la totalidad de su inconsciente social o personal. Nadie puede saber nunca a qué determinación está expuesto sin saberlo. Es incluso una simple tautología. Por consiguiente, desde esta perspectiva, la objetividad perfecta solo podría ser un ideal, nunca una realidad. La segunda razón, es que, de todas formas, eso no tiene ninguna importancia desde un punto de vista científico. Pues el problema no es de ningún modo el de saber «desde dónde habla el sabio», de analizar cómo y por qué ha llegado a tal o cual hipótesis, sino el de poder someter la hipótesis en cuestión a la discusión común y crítica. La objetividad de un enunciado científico no depende de la forma en la que es producido, sino únicamente de su «discutibilidad». El criterio de la objetividad no se sitúa en una genealogía más o menos sospechosa, sino en lo que Popper llama una «epistemología sin sujeto», es decir, una teoría de la ciencia en la que uno se cuida como de un mal de ojo del inconsciente de los investigadores. Ciertamente, nos podríamos interesar en ella desde otro punto de vista: por ejemplo, si nos ponemos a reflexionar en las políticas científicas, si nos preguntamos por qué se trabaja sobre tal objeto, en una dirección más que en otra, etc. Todas esas cuestiones son legítimas e interesantes. Pero no afectan en nada al problema de la objetividad científica, que Popper, en su libro titulado Conjeturas y refutaciones, define en estos términos: «Si se me preguntara: ¿cómo llega a conocer usted? ¿Cuál es la fuente o la base de su saber? [ ... J Respondería: no lo sé, mi afirmación era una simple conjetura. Poco importa esta o las fuentes de las que ha podido salir -hay 205

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varias posibles y puede que no sea consciente de ellas. De todas formas, las cuestiones de origen o de genealogía tienen poco que ver con las cuestiones de verdad. Pero si el problema que he intentado resolver con mi hipótesis os interesa, podéis colaborar conmigo criticándola tan severamente como podáis, y si podéis indicar una pueba experimental que creéis que podría refutarla, con gusto os ayudaré.» Lo que muestra que el científico no es ni un periodista, ni un filósofo de la sospecha, sino alguien que, en principio, no puede sino estar abierto a la discusión pública. Ese es sin duda uno de los aspectos más profundos del pensamiento popperiano: como Kant, inscribe la intersubjetividad, la ética de la discusión, diríamos nosotros hoy en día, en el corazón de la objetividad. En su «epistemología sin sujeto», se interesa por los enunciados, las ideas y las conjeturas, no por el sexo, el origen social, étnico, religioso o cultural de los que las defienden. Por eso también se puede «acabar con las ideas sin acabar con los hombres», refutar una hipótesis, sin arrojar seguidamente el anatema sobre quien la ha propuesto. De ahí el doble vínculo que mantienen ciencia y democracia: no solamente todo el mundo es, al menos en principio, igual ante la ciencia, en el sentido de que nadie está excluido de la discusión por «naturaleza», en razón de su clase social o de cualquier otra pertenencia comunitaria que se quiera. Sino que además, tanto en la ciencia como en una verdadera democracia, nada escapa tampoco, salvo precisamente la esfera privada del «sujeto», a la discusión pública ... Para completar el cuadro, no carece de interés presentar el reverso, por así decir, exponer de manera tan objetiva e imparcial como sea posible el punto de vista que acabamos de ver cómo Popper se ha esforzado en criticar, a saber, el prejuicio de la sospecha o, como decía el propio Nietzsche, de la «genealogía». Aquí, ya no nos pregunta206

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mos por lo que dice el interlocutor, sino desde dónde habla y quién es para sostener el discurso que sostiene. Perspectiva, por tanto, rigurosamente inversa a la defendida por Popper.

La genealogía según Marx, Nietzsche y Freud En efecto, es exactamente la concepción de la ciencia que hemos visto puesta en marcha por Popper, la que los «filósofos de la sospecha» siempre se han esforzado por «deconstruir», proponiendo una concepción distinta del pensamiento, de la «teoría», entendida como actividad «genealógica». Nosotros ya la hemos tratado a propósito de Nietzsche, pero ahora me gustaría volver sobre ella de manera más minuciosa, sobre todo para situar mejor la genealogía nietzscheana en relación con la de los otros grandes filósofos de la sospecha que son Marx y Freud. Y como estos han influido en muchos aspectos la filosofía contemporánea, al menos hasta una fecha reciente, no es vano tener algunas ideas claras relativas a ellos. Ya se trate de las «ideologías» burguesas criticadas por Marx, de los «ídolos» de la metafísica hechos añicos por Nietzsche o de la crítica de la religión como «neurosis obsesiva» de la humanidad según Freud, el gesto es, en un primer momento al menos, similar: siempre se trata de acabar con las ilusiones de una humanidad que trascendería la realidad material (la de la historia para Marx, la de la vida para Nietzsche, o de las pulsiones en el psicoanálisis freudiano) en cuyo seno, en verdad, está del todo inmersa. A pesar de ello, una diferencia crucial distingue la actitud intelectual de Nietzsche, por un lado, y la de Marx y Freud, por otro -una diferencia que va a permitir comprender en qué medida su materialismo, y por lo mismo su crítica de las 207

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ilusiones de la trascendencia, es infinitamente aún más radical que la de sus dos iguales en filosofía de la sospecha. Y es que Marx y Freud, a pesar de lo que se haya podido decir, son cuando menos herederos de las Luces. Con esto quiero decir que su pretensión de verdad, de más verdad incluso que todas las teorías anteriores a la suya, todavía se inscribe en el marco de una búsqueda científica o racionalista. Para pensar lo irracional, no pretenden abandonar la razón, sino más bien aplicarla a lo que es o parece ser diferente a ella: hay una lógica de las ideologías y de su producción, de igual manera que hay una lógica en marcha en la emergencia de los lapsus, de los sueños, de las patologías neuróticas o psicóticas. Incluso si las verdades que descubren o creen descubrir se pretenden revolucionarias --de lo que no dudaremos aquí- tanto uno como otro siguen estando convencidos de fundar una ciencia nueva: ciencia de la historia y de la economía para Marx, ciencia del inconsciente y de la vida psíquica para Freud. Incluso si pretenden revolucionar la sociología o la medicina, Marx no deja de ser sociólogo y Freud médico. Entre la ideología --es decir, los discursos ilusorios- y la ciencia auténtica existe realmente para ellos una línea de demarcación tan clara como irreductible. Por razones que hemos sugerido en el primer capítulo de este libro, la situación de la genealogía nietzscheana es necesariamente distinta. Su crítica de la ciencia y, más generalmente, de todas las manifestaciones de la voluntad de verdad como emanación típica de las fuerzas reactivas no le permite reasumir tan ingenuamente como Marx y Freud una posición -tan sofisticada e inédita como se quiera- de «científico». ¡La deconstrucción de la verdad a la que se entrega toda la obra de Nietzsche no puede con todo, sin contradicción flagrante, recibir a su vez el estatuto de una verdad científica! 208

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Así, desde ese punto de vista, para precisar exactamente el sentido y el estatuto de la filosofía de Nietzsche, una comparación con los demás filósofos de la sospecha, y sobre todo con el psicoanálisis, puede revelarse muy esclarecedora. En principio, un «buen psicoanalista» debe haber pasado él mismo por un análisis. Debe -admitiendo por hipótesis que una fórmula semejante tenga sentidohaber «aclarado» suficientemente su propia historia y sus relaciones con su propio inconsciente para poder entender a los otros. Se da por supuesto que por lo menos sabe un poco sobre sí mismo, y las interpretaciones que da de los diversos síntomas que percibe en sus pacientes deben poseer, tanto como sea posible, una cierta relación con lo «verdadero». Para revelar la «verdad de los demás», o al menos comprender parte de esta, hay que haberse revelado un tanto a sí mismo, en la medida de lo posible. Sutilmente, lo que siempre se esconde más o menos detrás de una convicción semejante, incluso si en contadas ocasiones se ofrece una explicación, es la convicción implícita de que a pesar de todo existe un vínculo entre la idea de una cierta autonomía de la subjetividad (la que se supone en un psicoanalista «veterano») y la noción de objetividad (la que se atribuye a sus interpretaciones). Al exigirle al futuro psicoanalista que se analice a sí mismo, lo que se le reclama es que llegue, gracias a su propio análisis, a ser un sujeto, si no perfectamente libre y soberano, al menos un poco más liberado y consciente de sí mismo que sus propios pacientes -de manera que las interpretaciones que formule, sin pretender quizá la «verdad absoluta», no dejen de manifestar cierta aspiración de aproximación, por poca que sea, a lo verdadero. La perspectiva nietzscheana es mucho más radical. Cuando Nietzsche afirma que «no hay hechos, sino solo 209

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interpretaciones», no duda en añadir que no hay, propiamente hablando, ni «sujeto» que interprete, ni «objeto» interpretado. La fórmula puede parecer una figura de estilo, incluso casi puede parecer absurda. No lo es. He aquí lo que significa: el genealogista, como el psicoanalista (o como el crítico marxista de las ideologías), es el que interpreta las creencias, los ídolos, las ilusiones (de la trascendencia), en resumen, los síntomas en general, relacionándolos con los procesos inconscientes que los han engendrado. Pero, a diferencia del psicoanalista (al menos si este no es nietzscheano y piensa, al menos en cierta medida, que su disciplina es una ciencia), el genealogista admite plenamente la idea de que su interpretación está totalmente producida por su propio inconsciente, que solo es un reflejo, sin ninguna verdad superior, de sus propias fuerzas vitales y que estas son siempre irreductibles a la conciencia que se puede tener de ellas, que en consecuencia se le escapan, tanto a él como a los que él pretende interpretar. En esas condiciones, que inevitablemente son las del genealogista nietzscheano en razón misma de sus presupuestos anticientíficos, la interpretación del genealogista no podría tener ninguna pretensión científica de verdad. Al contrario, en tanto que producto de fuerzas inconscientes que atraviesan al genealogista tanto como a aquellos cuyas ilusiones critica, esa interpretación es a su vez interpretable por otro genealogista cuyas interpretaciones son a su vez interpretables según un proceso que puede repetirse hasta el infinito. Hay así, en la pretensión metafísica de querer juzgar el mundo de aquí abajo como si pudiésemos sobrepasarlo y libramos nosotros mismos de las fuerzas vitales que nos hacen ser lo que somos, o mejor, que simplemente somos, un verdadero círculo vicioso: comprender el círculo es también comprender que ningún 210

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enunciado filosófico, aunque fuera el del propio Nietzsche, no podría escapar a lo que lo engendra (a la vida), que no hay, en el sentido que sea, «meta-lenguaje», verdad que sobrepasaría lo real. Eso es exactamente lo que quiere decir Nietzsche cuando declara, en el Crepúsculo de los ídolos, que «una condena de la vida por parte del viviente nunca es más que el síntoma de una especie de vida determinada». Eso significa que nuestras evaluaciones, nuestros puntos de vista, nuestras interpretaciones del mundo, nunca pueden fundarse a partir de la referencia, cualquiera que sea, a un saber, en sentido propio, absoluto (no relativo a la vida). Al contrario, lo único que hacen es expresar nuestro estado vital --en lo que vemos que Nietzsche es realmente un materialista radical-. Nada trasciende ni mínimamente la materialidad de lo viviente. En este sentido hay que entender ese pasaje de la Gaya ciencia titulado «Nuestro nuevo infinito» según el cual «el mundo, para nosotros, se ha vuelto infinito, en el sentido de que no podemos negarle la posibilidad de prestarse a una infinidad de interpretaciones» de las que ninguna podría nunca culminar en la ilusión de una verdad última. En la filosofía moderna, el relativismo escéptico, la creencia en la imposibilidad de alcanzar una verdad objetiva, siempre había tomado la forma de un «subjetivismo»: si era imposible llegar a la objetividad, era porque precisamente la subjetividad del individuo estaba, por así decir, hasta tal punto afirmada que venía a hacer imposible cualquier esperanza de encontrar criterios aceptables de objetividad (de lo bello, de la verdad, de la moralidad, etcétera). No hay nada semejante en Nietzsche. Su escepticismo, si el término todavía conviene, como mucho adquiere la forma de un perspectivismo sin sujeto ni objeto, de una teoría de la interpretación en la cual solo existe 211

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la interpretación como tal, sin la expectativa de una verdad científica, e independiente de la idea de un sujeto que interpretaría tanto como de un objeto interpretado. Es casi impensable y, por otra parte, no estoy del todo seguro de que Nietzsche no ceda a la convicción de tener «razón», como suele decirse, contra las ilusiones de la metafísica. Pero en todo caso, esta es la concepción de la genealogía que intenta pensar -lo que hace que no sea un filósofo de la sospecha como los demás. Para él, como acabamos de ver, la filosofía nunca podría ser una ciencia. A decir verdad, esa es una convicción que comparte con la mayoría de los filósofos que saben, incluso cuando hablan de teoría, que esta no tiene ninguna pretensión, estrictamente hablando, científica. Las grandes tesis filosóficas no son ni verificables ni falsables experimentalmente. Por ejemplo, ¿el cosmos es armonioso y bueno, como piensan los estoicos o, por el contrario, caótico y neutro, como afirman los epicúreos y los atomistas? Imposible de responder, desde un punto de vista científico, pues ninguna experimentación puede confirmar o invalidar verdaderamente las palabras de los filósofos. Algunos «cientifistas» -algo miopes- a veces concluyen que la filosofía es un discurso hueco. No han comprendido su estatuto en absoluto. Por eso puede ser muy útil reflexionar con rigor sobre la diferencia entre filosofía y ciencia. Hemos visto lo que decía Popper al respecto, en la estela del racionalismo crítico fundado por Kant. Pero también Heidegger, al continuar y explicitar la obra de Kant, ha intentado enfrentarse al mismo problema, aunque de forma muy diferente a la de Popper. Me gustaría, pese a lo abstracto que puede llegar a ser, presentar lo más claramente posible las conclusiones a las que ha llegó gracias a su inspiración kantiana. Aunque en las antípodas de las de Popper, me parecen también profundamente justas y útiles. 212

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Teoría filosófica y teoría científica según Heidegger: la cuestión de la ontología La primera conclusión de Heidegger --conclusión que nadie, según me parece, cuestiona- es que la filosofía, a diferencia de las ciencias, no trata sobre ningún objeto particular. Con su vocabulario, que se aleja bastante del lenguaje común porque a menudo retoma conceptos que vienen del griego antiguo, Heidegger dice que la filosofía no trata sobre ningún «ente» en particular. La sociología, por ejemplo, se ocupa de un objeto preciso, la sociedad, la biología de los organismos vivos, y de la misma forma, todas las ciencias exactas o humanas poseen un objeto que las define y a cuyo estudio se limitan: un matemático que estudia los números no es un historiador y él mismo no se confunde con un físico porque los objetos -las cosas reales, los «entes»- que estudian no son sencillamente los mismos. En cambio, cuando los estoicos, por ejemplo, nos hablan del «cosmos» en general, no se ocupan de ningún ente, de ningún objeto particular, sino de la totalidad del Ser en general. Por lo que, según Heidegger, la filosofía es en primer lugar y ante todo, por lo menos en su parte teórica (la única que aquí nos interesa sin incluir por tanto la de la moral y la soteriología), una ontología, una teoría del ser, no una teoría de tal o cual clase de objetos o de datos particulares. Más concretamente, y aquí damos un paso más, la teoría filosófica se interroga sobre las características comunes de todos los «entes», de todos los objetos particulares, y esto antes incluso de tener una experiencia concreta (teniendo este «antes» una significación lógica y no cronológica: es obvio que, felizmente, comenzamos a ver objetos antes de hacer filosofía). 213

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Esto significa que incluso antes de haber visto o tocado tal o cual objeto particular, puedo saber, completamente a priori, que debe poseer un cierto número de propiedades sin las cuales no podría ser tenido por objeto. Por ejemplo, antes de haber visto una mesa, una silla o un árbol, sé que tendrán en común que se sitúan en el espacio y en el tiempo, que ocupan una cierta porción de ese espacio, que son en cierta medida idénticos a sí mismos (es decir, que tienen una cierta permanencia a través de las diferentes modificaciones que subsisten al hilo del tiempo), que poseen una razón de su existencia o, si quiere, una causa, etc. Por tanto, la filosofía, desde ese punto de vista teórico, puede definirse como una ontología, si al menos se le da al término el sentido preciso y, en verdad bastante inusual, que a veces le da Kant y, tras él, Heidegger, de definición a priori de la objetividad del objeto, de lo que constituye la esencia de la objetividad en general -lo que también Heidegger designa, en el gran libro que dedica a Kant, con la sugestiva expresión de pre-comprensión ontológica = lo que yo sé del objeto antes de tenerlo presente ante mí. Si uno quiere hacerse una idea de lo que esos términos tan abstractos significan, uno de los rodeos más simples consiste en acordarse del B-A BA de la teoría de los conjuntos. Eso permite hacer totalmente inteligible el sentido en que se toma aquí el término de ontología. Sabemos, en efecto, que para definir un conjunto en matemáticas, basta enunciar una propiedad a la cual corresponderán un cierto número de elementos (los que precisamente se clasifican bajo esa propiedad). Ahora bien, si yo quiero definir a priori un conjunto vacío, es decir, un conjunto al que no corresponda ninguna realidad, basta con que enuncie una propiedad que niegue explícitamente uno de los criterios que la ontología indica como constitutivos de la definición de 214

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toda objetividad. Así, por ejemplo, si admito al nivel de la ontología que un objeto, para ser objeto, debería ser idéntico a sí mismo, basta con que niegue el principio de identidad, que ponga, por ejemplo, como propiedad que define mi conjunto la propiedad de «no ser idéntico a sí mismo», o «X difiere de X», y con certeza habré definido a priori un conjunto en el que ningún elemento se pueda clasificar. Quien comprenda este ejemplo necesariamente comprende lo que se entiende aquí por ontología. Si se reflexiona sobre la operación por la que hemos obtenido esta definición del conjunto vacío, se verá que efectivamente exige, aunque sea implícitamente, que yo cuente con una idea, un criterio de las propiedades sin las cuales un objeto no podría representarse como existente. Y ese criterio, se convendrá, lo poseo totalmente a priori: para saber que a la propiedad x difiere de x, no corresponde ningún elemento, no hay ninguna necesidad de comparar uno por uno los objetos empíricos con el fin de ver si, por ventura, se encuentra entre ellos uno al que corresponda esta exigencia. Esta definición general de la objetividad del objeto (de la «entidad del ente», como dice Heidegger) aparece así como el primer y principal objeto de toda filosofía. Su primera tarea, en efecto, es la de describir y enumerar el conjunto de esos criterios sin los cuales un objeto no podría ser pensado como tal. Este es el trabajo que ya aborda Platón cuando distingue la idea (lo que es estable, idéntico a sí mismo) de lo sensible (siempre variable y cambiante), como lo que es plenamente frente a lo que tiene menos ser; o Aristóteles cuando enuncia su tabla de las «categorías». Pero sin duda es Kant quien pretende dar a esta enumeración una forma verdaderamente sistemática. Sin profundizar aquí en los resultados de ese trabajo ontológico, puede decirse que los dos criterios fundamentales que el conjunto de la filosofía moderna ha destacado 215

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como esenciales a toda definición de la realidad de lo real son el principio de identidad y el principio de razón. Una vez descrita esta ontología, todavía es posible preguntarse sobre su origen, es decir, sobre las razones por las que precisamente pensamos la objetividad en general de tal forma y no de tal otra, según esos criterios (identidad, razón) y no según otros; igualmente, sobre los motivos que hacen, según parece, que esos criterios sean más o menos comunes a la humanidad (comunidad que podríamos probar, si se nos pidiera un indicio, por la capacidad de las ciencias que utilizan o han utilizado esos principios para ser universalmente comunicadas y discutidas), y fundamenten así la perspectiva ética de la comunicación intersubjetiva. Puede decirse que ante la cuestión del origen de las estructuras ontológicas, se han aportado dos tipos de respuesta. La primera consiste en buscar una razón, un fundamento de esa estructura, por tanto, en duplicarla en cierta forma haciendo funcionar sobre ella uno de sus elementos constitutivos (el principio de razón). Habitualmente, este fundamento se ha encontrado en Dios, creador de las «verdades eternas» de la ontología. De ahí el término que Kant y, tras él, Heidegger han utilizado para designar ese tipo de respuesta: «onto-teo-logía», puesto que la explicación de esa comunidad de estructura que pone de manifiesto la ontología reposa sobre una cierta teología, sobre un pensamiento de Dios como fundamento de las verdades filosóficas. En ese sentido, la tentativa «materialista» de deducir las categorías ontológicas de un fundamento material, de explicar, por ejemplo, la aparición del principio de identidad a partir de una «relación social» como la del trueque, se integra perfectamente en el mecanismo de la onto-teología, incluso si ofrece de esta una versión secularizada. Ese modo de funcionamiento de la onto-teología fue denunciado por primera vez por Kant, después, de una 216

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forma bastante análoga, por Heidegger. Sin entrar en el núcleo de esta crítica, al menos podemos enunciar someramente su principio: consiste en denunciar la onto-teología como circular mostrando cómo, para fundar la ontología, esta ya está obligada a utilizar principios que son los de la ontología, de manera que su justificación se vuelve un círculo vicioso. De ahí la segunda «respuesta» que se aporta a la cuestión del origen de la ontología, respuesta que, para Kant, y después para Heidegger (¡nunca se mencionará suficientemente lo que Heidegger ha leído y releído a Kant!), consiste en deconstruir la cuestión misma. Esta explicita su circularidad y concluye, al término de esta deconstrucción, en la imposibilidad misma de encontrar un verdadero fundamento de la ontología y de aportar así una respuesta definitiva a la cuestión del origen último de nuestras estructuras filosóficas de pensamiento. De nuevo se advertirá que ninguna de esas dos cuestiones depende de un análisis científico. La ciencia siempre supone las estructuras ontológicas que la filosofía trata de sacar a la luz. No las cuestiona ni busca (salvo de cuando en cuando, como de pasada) explicitarlas. Para utilizar una metáfora sencilla, pero significativa, podemos pensar en el juego de ajedrez: las ciencias son como las diferentes jugadas, la filosofía, al menos en su parte teórica, como el análisis reflexivo que trataría de extraer las reglas del juego para explicitarlas e intentar pensar la cuestión de su origen. Con Kant y Heidegger, que sigue en esto sus enseñanzas, comprendemos al fin por qué la idea de un fundamento último de los valores es imposible, incluso aberrante. Como un pez que no podría salir de su pecera para contemplarla desde el exterior, nosotros no podemos salir de nuestro pensamiento para explicar su origen como desde 217

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el afuera. Tanto si nos situamos en un punto de vista materialista, para tratar de elaborar, como por ejemplo hacen hoy muchos biólogos, «fundamentos naturales de la ética», del arte y de la ciencia, como si deseamos mantener en vida el antiguo punto de vista de la teología, que vincula todas las actividades del espíritu humano al Ser supremo, el propósito de querer extraer un fundamento último es ilusorio. Ciertamente, podemos describir los valores, lo verdadero, lo bello, el bien y, a veces, el sentimiento de lo absoluto que nos inspiran. Podemos hacer de ello, como dice Husserl, ese otro potente discípulo de Kant que fue el maestro de Heidegger, una fenomenología. Pero nos es imposible fundamentarla absolutamente. Eso es lo más profundo que nos enseñan, en mi opinión, las reflexiones de Kant y de Heidegger sobre la diferencia entre filosofía y ciencia.

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Etica aplicada: Los derechos del animal según los utilitaristas. La educación a través del trabajo según Rousseau y Kant

el siglo xvm, el universo occidental está dominado casi sin excepción por dos grandes visiones morales del mundo: por un lado, el utilitarismo, que reina en el universo anglosajón y sostiene, todavía hoy, casi todos los debates éticos y jurídicos en Estados Unidos, y, por otro, el kantismo, que reencontramos, bajo formas diversas, en la mayoría de las tradiciones republicanas de la vieja Europa. Esas dos visiones morales del mundo tienen ciertos rasgos comunes: ambas, por ejemplo, son individualistas y reconocen los derechos de la persona. Ambas, también, son universalistas en el sentido de que buscan no solo el bien común, sino que consideran a los seres humanos como moralmente iguales entre sí. Por lo demás, divergen principalmente en un punto esencial: para los utilitaristas, lo que fundamenta la dignidad moral de un ser o, para hablar con más precisión todavía, lo que debe incitarnos a respetarlo, es el hecho de que posee «intereses», es decir, más claramente, que sea susceptible de experimentar placer y dolor, que sea capaz, por lo mismo, de sufrir. Para los kantianos, esta consideración no es, desde luego, despreciable, pero lo que fundamenta la dignidad moral de un ser y exige su respeto proviene de otro lugar y se refiere a una cualidad que solo el ser

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humano posee verdaderamente: la libertad, entendida justamente como la capacidad de poder poner de lado, en ocasiones, sus intereses egoístas para poder, llegado el caso, si no sacrificarse, al menos ponerse entre paréntesis para ocuparse de otro. Más que una exposición puramente teórica, he preferido, con el fin de dar al lector una idea sustancial de esos puntos de vista opuestos, abordar dos ejemplos de ética aplicada: el del derecho de los animales, que constituye un aspecto esencial de la literatura utilitarista, y el de la educación que, en la tradición republicana inspirada por Kant o, por lo menos próxima a sus ideas, ha tomado una dimensión de una importancia inestimable. Comprenderemos así los principios de esas dos éticas humanistas, pero también podremos captar sus divergencias de fondo a la vez que sus posibles prolongaciones en un plano completamente práctico.

El utilitarismo anglosajón El utilitarismo es, sin ninguna duda, la doctrina filosófica que ha tenido más éxito en el mundo anglosajón desde el siglo XVIII. Todavía hoy, un número impresionante de filósofos contemporáneos, principalmente moralistas, tienen esta filosofía como referencia. Para que esto suceda, es necesario que haya en ella algo potente que hay que tratar de comprender aunque no se compartan sus principios. Generalmente, se considera que el padre fundador del utilitarismo es Jeremy Bentham (17 48-1832). Ha sido admirado hasta nuestros días por una línea ininterrumpida de filósofos que han tratado de prolongar y profundizar sus ideas. 220

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Comencemos por despejar un malentendido, lamentablemente muy extendido: el utilitarismo no tiene nada que ver con una justificación del egoísmo, con una defensa e ilustración de los intereses particulares contra el interés general. De ser así, no se entendería por qué, en sentido estricto, podría constituir una moral. Nunca ha defendido la tesis que en ocasiones se le atribuye, según la cual ¡todo lo que sirve para mis intereses personales sería forzosamente bueno! Por el contrario, el utilitarismo se presenta como una moral «altruista», es decir, una moral que tiene en cuenta a los demás y se preocupa por el bienestar de todos. De hecho, su intuición fundadora podría enunciarse de la siguiente manera: una acción es buena cuando tiende a realizar la mayor cantidad de felicidad en el universo para el mayor número posible de seres afectados por esa acción. Es mala en caso contrario, es decir, cuando tiende a aumentar la cantidad global de desgracia en el mundo. Vemos que el postulado inicial no tiene nada de egocéntrico y que incluso debe entrar directamente en conflicto con los comportamientos que se limiten al exclusivo cuidado de uno mismo: para los utilitaristas existen, en efecto, casos en los que se puede exigir el sacrificio individual en nombre de la felicidad colectiva, y la naturaleza exacta de tales conflictos constituye uno de los principales problemas de la teoría utilitarista. Aclarado esto, se comprende que a partir de una convicción semejante, el utilitarismo adoptará una posición opuesta a la de Rousseau y Kant sobre la cuestión crucial del humanismo, la diferencia entre el ser humano y el animal. Nosotros hemos visto en la primera parte de este libro que, para este último, lo que hace del hombre un «ser moral», un ser que merece ser respetado y protegido, especialmente por esos famosos derechos que formulará la 221

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gran Declaración de 1789, es su libertad entendida como la capacidad de alejarse de la naturaleza para entrar en la doble historicidad de la educación y la cultura. La moral que Rousseau inspira a Kant y a los grandes republicanos franceses es, por tanto, una moral del desinterés. Ciertamente, esta no desprecia de ningún modo la felicidad, como algunos comentadores superficiales a veces han creído, pero sostiene que en algunas circunstancias, cuando es contraria a lo que debe hacerse moralmente, hay que saber dejarla de lado y actuar de forma desinteresada. El utilitarismo piensa exactamente lo contrario: para él, la búsqueda de la felicidad debe imponerse sobre cualquier otra consideración. Es ella la que constituye a la vez el primer principio y el fin último de la moral. Desde esta perspectiva, si se admite como postulado que la cantidad de felicidad sobre esta tierra es el exclusivo y único criterio ético, es absolutamente normal que se extienda la protección del derecho a todos los seres susceptibles de sufrir, sean o no personas humanas. Porque lo que en el fondo importa es esa suma global de alegrías y penas en el mundo, ¡y no el hecho de que estas sean alegrías y penas de una u otra categoría de seres, dotados o no de más o menos capacidad de libertad! En esas condiciones, que se trate de un ser humano o de un animal poco importa, puesto que lo que la moral utilitarista nos invita a combatir es el sufrimiento o la desgracia en todas sus formas. Eso es lo que expresa a la perfección un breve texto de Jeremy Bentham que formula de manera condensada y clara esta idea fundadora de todo el pensamiento utilitarista. Prestemos atención a los términos que emplea Bentham. Notemos, por ejemplo, que de entrada habla del «resto del reino animal» para designar lo que los utilitaristas de hoy en día llaman «animales no humanos»: es su manera de decir, a la inversa que Kant y Rousseau sobre

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todo, que el hombre es un animal como los demás y que la especie humana forma parte integral del reino animal en su conjunto. Observemos también que fue escrito justo después de la Revolución francesa, en el momento en que Francia acababa de liberar a los esclavos negros, mientras que continuaba, según la conocida expresión, «tratándolos como animales» en los territorios británicos: «Quizá llegue el día en que el resto del reino animal recuperará los derechos que nunca le hubieran podido ser arrebatados de no ser por la tiranía. Los franceses ya han conseguido que la piel oscura no sea una razón para abandonar sin recursos a un ser humano a los caprichos de un perseguidor. Tal vez se acabe un día por comprender que el número de piernas, el vello de la piel o la extremidad del hueso sacro son razones igualmente insuficientes para abandonar a una criatura sensible a la misma suerte. ¿Qué otra cosa debería trazar la línea de demarcación? ¿Acaso la facultad de razonar, o quizá la facultad del lenguaje? Sin embargo, un caballo que ha llegado a la madurez o un perro es, más allá de toda comparación, un animal más sociable y más razonable que un recién nacido de un día, de una semana o incluso de un mes. Pero supongamos que fuera de otro modo, ¿de qué nos serviría? La cuestión no es: ¿pueden razonar? Ni: ¿pueden hablar? Sino: ¡¿pueden sufrir?!» El argumento central está claro: las diferentes cualidades que suelen invocarse para valorar al hombre en detrimento del animal (la razón, el lenguaje) no son pertinentes. Evidentemente, no concedemos más derechos a un hombre inteligente que a un tonto, ni a un parlanchín que a un afásico (alguien que ha perdido la facultad de hablar). El único criterio moral significativo solo puede ser, para Bentham, la capacidad de experimentar placer y 223

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dolor. Desde que un ser puede sufrir, y contrariamente a lo que pensaba Descartes, obviamente los animales sufren, tenemos el deber moral de ahorrarle en la medida de lo posible sufrimientos. Las consecuencias de un principio semejante no son ni simples ni evidentes. Por ejemplo, la mayor parte de los utilitaristas hoy en día son vegetarianos y generalmente hostiles a los experimentos que se llevan a cabo en los laboratorios con animales, pero no todos: porque por la argumentación de la cantidad de felicidad en el mundo se puede, en una cierta medida, hacer experimentos con animales e incluso matarlos sin hacerlos sufrir inútilmente, es decir, sin provecho, y si acciones como esas son, en suma, susceptibles de disminuir los sufrimientos, pueden ser legítimas. Por eso debe entenderse que la moral utilitarista se va a presentar precisamente, no como una doctrina de aplicación simple, sino como un difícil «calculo de los placeres y sufrimientos» que considera los casos prácticos con mucho cuidado. Debemos observar que esta visión moral del mundo se inscribe en una perspectiva que cuenta con los progresos de la democracia, es decir, con los progresos de la «igualdad de condiciones», para que tras las mujeres, a las que hasta hace poco no se les concedía el derecho al voto, tras los Negros de África, que se habían visto reducidos a la esclavitud, los animales entraran a su vez en la esfera del derecho. Hay que recordar a las jóvenes generaciones -pues eso les parece con razón inimaginable- que piensen que, en ciertos países de Europa, sobre todo en algunos cantones de Suiza, ¡aún se denegaba a las mujeres el derecho al voto hasta finales de los años 70! Lo que significa que lo que nos parece escandaloso, e incluso grotesco hoy en día, podía estar sobrentendido apenas algunos años antes y, recíprocamente, lo que aún nos parece insensato, por ejem224

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plo, conceder derechos a los animales, quizá sea la evidencia del mañana. Ahora podemos resumir el pensamiento utilitarista en tres puntos fundamentales: 1) el hombre no es el único ser que posee derechos, sino que deben beneficiarse de estos todos los seres susceptibles de experimentar placer y dolor. El utilitarismo, por tanto, no es una moral centrada exclusivamente en el hombre, no es un «antropocentrismo»; 2) el objetivo último de la actividad moral y política es la optimización de la cantidad de felicidad en el mundo, y no primordialmente el respecto de la libertad (salvo, claro está, si esta libertad es un elemento de nuestra felicidad); 3) el derecho tiene por finalidad primera proteger intereses, cualquiera que sea el sujeto al que esos intereses pertenezcan (si por otra parte todos son iguales, poco importa en efecto que se trate de los intereses de un blanco o de un negro, de un hombre o de una mujer, de un humano o de un ratón, etc.). A finales del siglo XIX, un libro escrito por uno de lo más grandes discípulos de Bentham, Henry Salt, Les Droits de l' animal dans leur rapport avec le progres social ( 1892) reactivará la discusión precisando las tesis del utilitarismo y aplicándolas a cuestiones muy concretas: reconocimiento de los derechos de los animales salvajes, crítica de las matanzas, de la caza, de la moda del cuero, de las plumas o de las pieles, de la experimentación con animales, etc. He aquí la primera línea de su obra, que le da perfectamente el tono: «¿Tienen derechos los animales? Sin ninguna duda, si los hombres los tienen ... ». Pues para Salt, como para Bentham, los derechos son simplemente protecciones que proceden del Estado en dirección a lo seres susceptibles de sufrir. En consecuencia, si los hombres tienen derechos, no hay ninguna razón para que los animales no los tengan puesto que a todas luces sufren tanto como los humanos. 225

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Hoy, un filósofo australiano, Peter Singer, prolonga este tipo de argumentación en su libro titulado, de forma significativa, La liberación animal (el título, por supuesto, alude a los movimientos de liberación de la mujer). Como para Bentham o Salt, es la capacidad de experimentar placer o dolor lo que supone toda la dignidad de un ser y lo constituye, en sentido amplio, en persona moral. En el lenguaje de Singer, se dirá que esta capacidad se traduce en el hecho de «poseer intereses». De nuevo aquí no es estéril detallar un poco el tipo de argumentación y de lenguaje que mantienen constantemente los utilitaristas. He aquí, a título de muestra, un pasaje destacable del libro de Singer: «La capacidad de sufrir y de experimentar placer es un prerrequisito para tener intereses, una condición que hay que cumplir antes de poder hablar con sensatez de intereses. Sería absurdo decir que no entraba en los intereses de la piedra, por ejemplo, que los niños le fueran dando puntapiés camino de la escuela. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir ... A un ratón, por el contrario, le interesa que no le vayan dando puntapiés a lo largo del camino que lleva a la escuela, porque sufriría con ello ... Así, el límite de la sensibilidad (un término estenográfico cómodo aunque imperfecto para designar la capacidad de sufrir y/o experimentar placer) constituye el único límite válido al respeto que tenemos que otorgar a los intereses de los demás. Resultaría arbitrario fijar este límite mediante otra característica como la inteligencia o la racionalidad.» El razonamiento tiene el mérito de ser claro: si el derecho es, en sentido amplio, el sistema por el cual los intereses son reconocidos y respetados, las rocas y los árboles están excluidos de ellos, pero no los ratones ni el resto de animales. 226

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Como hemos visto en el primer capítulo de este libro, no es el mismo criterio el que tiene la moral republicana tal y como la elaboran sobre todo otros grandes filósofos del siglo xvm, comenzando por Kant: para este último, al contrario, es la facultad de alejarse de los intereses (la libertad de no estar totalmente determinados por ellos) lo que define la dignidad y hace solo del ser humano una persona moral susceptible de tener derechos. Para Kant, en efecto, ni la razón ni el lenguaje (en este punto, estaría de acuerdo con Bentham) hacen de un ser, cualquiera que sea, un ser de derecho, que posee una dignidad, un ser que merece respecto y protección. Lo que le da su verdadera dignidad, es la libertad que, como hemos visto, Rousseau llamaba también «perfectibilidad» y Kant «buena voluntad», es decir, la capacidad de actuar de forma desinteresada. Es esta facultad la que hace del ser humano, y solo de él, un ser capaz de cultura, de política y de moral. Esto no significa de ningún modo que haya que martirizar a los animales, ni tampoco ser indiferente a sus sufrimientos. Al contrario, debemos protegerlos y sin duda tenemos deberes para con ellos, sobre todo el de evitarles sufrimientos inútiles. Simplemente, ellos no forman parte, para Kant, del mismo reino que nosotros, del mismo mundo moral, el de la reciprocidad de los deberes o, como dirán los discípulos de Kant, de la «intersubjetividad». Esto no zanja el debate, claro está, pero hay que advertir, sintamos lo que sintamos por los animales, que si bien a veces nos ocupamos de proteger a las panteras, los osos o incluso a los tiburones, la reciprocidad es, por lo menos, bastante rara. Tan es así que carecen, brutalmente, de educación. Por razones que, como vamos a ver en un momento, no son tan anecdóticas como piensan los utilitaristas ... 227

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La educación según Kant: el nacimiento de métodos activos y la valoración «antiaristocrática» del trabajo Las concepciones tradicionales de la educación en general están fundadas sobre un mismo modelo: se trata siempre más o menos de considerar al niño como un adulto en miniatura e, incluso por esta razón, de exhortarlo, para que imite a sus padres y a sus profesores tan perfectamente como sea posible. En ese esquema educativo, el niño se asimila, básicamente, a un receptáculo pasivo en el que se vierten conocimientos y reglas de comportamiento. Por supuesto, lo que digo suena un poco a caricatura y existe una educación antigua más fina e inteligente de lo que deja ver esta breve presentación. Sin embargo, la idea general no es totalmente falsa y al menos se corresponde con la visión que los modernos tienen de los antiguos cuando aquellos inventan una nueva pedagogía. En efecto, a medida que el mundo humanista y democrático entra en escena, aparece una concepción de la educación que invertirá esos dos postulados del pensamiento tradicional. En primer lugar, se trata de afirmar que existe una «lógica del niño» cuya psicología y modos de pensamiento no se pueden reducir a los del adulto «en más pequeño»; por otro lado, al mismo tiempo que la noción de libertad se precisa, que la de la virtud, como hemos visto en Kant, se asocia estrechamente a la del trabajo, una pedagogía activa, y ya no pasiva, entra en escena: sostiene que el niño solo se formará verdaderamente de manera eficaz y profunda practicando por sí mismo las actividades formativas y no solamente siendo pasivo frente a los saberes que un maestro depositaría en su cabeza como en un vaso o un depósito vacíos que habría que rellenar.

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Ahora bien, esta nueva pedagogía, que aparece ya en el libro clave de Rousseau, el Emilio, y después, como bien ha mostrado uno de nuestros más grandes historiadores de la filosofía, Alexis Philonenko, en las Reflexiones sobre la educación de Kant, posee a la vez una dimensión política y filosófica que hemos de tener presente si queremos entender las preguntas y dificultades que atraviesan todavía hoy nuestros sistemas escolares. Puesto que como vamos a ver, sin duda todavía continuamos pensando la escuela de hoy desde el universo mental de los métodos activos. Rousseau, en el Emilio, ya decía que era preferible la educación «a través de las cosas» que la educación «a través de los hombres». Y precisamente esta es la idea que está directamente en el corazón de los métodos activos. ¿Qué significa esta fórmula? Grosso modo, que la educación a través de los hombres es la educación tradicional, en la que el alumno está pasivamente formado por otro hombre, el maestro. La educación a través de las cosas, al contrario, designa los métodos nuevos, en los que el alumno se forma por sí mismo, activamente, trabajando para salvar ciertos obstáculos que le pone la realidad. No por ello, por supuesto, en esta perspectiva moderna, el maestro es inactivo: es él principalmente quien escoge lo que podríamos designar como los «buenos obstáculos», los que están en relación con la edad y las posibilidades del alumno, los que por tanto podrá superar sin que dejen de ser útiles para su formación, fecundos para él en términos de aprendizaje de una u otra disciplina. Hasta aquí, esas ideas tal vez pueden parecer interesantes, pero en el fondo son bastante banales, en cualquier caso, no tan «geniales» como para llevárselas a una isla desierta. Pero precisamente es ahí donde interviene Kant, 229

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fiel discípulo de Rousseau en este punto, para darle una dimensión filosófica de una extraordinaria profundidad. Se pueden, según él, distinguir tres grandes concepciones de la pedagogía que forman entre sí un sistema completo, y que a la vez remiten a aquello que distingue más radicalmente la política y la moral modernas de todas las de la Antigüedad. La primera deja una libertad absoluta al niño: es la educación a través del juego. Desde la época de Kant, en efecto, ciertos pedagogos modernistas ya tenían la idea de que una educación mediante el juego podría, en ciertos casos, ser buena. Después de todo, ¿por qué en lugar de enseñar las matemáticas, que a veces son tan penosas y aburridas, no enseñarles a los niños juegos que formen igualmente bien el espíritu sin por ello embrutecerlos --el ajedrez, por ejemplo?-. Y, a partir de ese modelo, que como se advertirá cada vez se aplica más hoy en día, como muestran los programas educativos que se propone a los niños, se imaginan ya toda una serie de técnicas pedagógicas «innovadoras» que casi permitirían ahorrar todo aburrimiento y obligación al alumno. Esta teoría de la educación -del mismo modo que todas las teorías de la educación como veremos en un momento- mantiene una analogía muy estrecha con el pensamiento político. Como Kant percibía con mucha finura, una educación que llegara a ser enteramente lúdica, a suprimir verdaderamente toda obligación, sería «el equivalente» perfecto de lo que se puede llamar en política la anarquía: un sistema en el que el ciudadano, al igual que el alumno, está finalmente liberado de todas las obligaciones que le imponen normalmente la ley y el Estado. La segunda concepción de la educación es exactamente inversa a la primera: se identifica simplemente con el modelo tradicional al que yo aludía hace un momento, el adies230

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tramiento. En esta perspectiva, el niño es completamente pasivo, tan pasivo como activo en la educación a través del juego, y «la educación a través de los hombres», para hablar como Rousseau, alcanza aquí su apogeo como «la educación a través de las cosas» lo alcanzaba en la pedagogía mediante el juego. En cuanto al equivalente político del adiestramiento, Kant lo sitúa por supuesto en esa cara de la política autoritaria que es el absolutismo. Para Kant, esas dos concepciones de la educación forman lo que él llama una «antinomia», es decir, una discusión en la que dos tesis se enfrentan diametralmente. Y como pasa a menudo en las antinomias que describe Kant, ambas son igualmente falsas y, sin embargo, ambas encierran también algo de verdad. Veamos eso un poco más de cerca. La pedagogía del juego es falsa en tanto que no deja ningún lugar a la obligación, necesaria no solo para adquirir, sino también para dominar una disciplina. Creer que se puede alcanzar todo por medio del juego es simplemente un error: ciertos saberes se resisten y suponen, como se va a ver en la solución de la antinomia, una obligación que es la del trabajo. Y sin embargo, la pedagogía del juego tiene algo de justa, a saber, lo que en ella coincide con la intuición de Rousseau respecto a la educación mediante las cosas: es verdad que practicando una actividad intelectual, por lúdica que sea, como es el caso del ajedrez, el espíritu del niño se forma mejor que cuando está siempre obligado a la pasividad. Las cualidades y los defectos del adiestramiento se deducen de lo que acabamos de decir: es erróneo en tanto que niega los beneficios de la práctica, de la actividad, resumiendo, de la libertad del niño, de forma que sin lugar a dudas es conveniente para los animales, pero no para los seres libres. En cambio, es adecuado por el 231

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momento de obligación que mantiene en la educación, incluso si lo hace de manera dogmática y unilateral. En adelante, para Kant, esta es la ecuación que hay que resolver para quien haya comprendido bien los dos términos de esta antinomia: ¿cómo conciliar lo que esas dos visiones extremas, ambas falsas, pueden sin embargo tener de justo, al menos en su punto de partida?, o para decirlo mejor: ¿cómo respetar la libertad del niño enseñándole una disciplina, cómo hacerlo de manera que sea activo y pasivo al mismo tiempo, libre y sin embargo obligado? Respuesta: por el trabajo. ¿Por qué? Porque puede proporcionar, si se puede decir así, el «concepto sintético», la solución de la antinomia. Pues, trabajando -siempre que no se trate simplemente de una obligación impuesta desde fuera como en el adiestramiento-, el niño ejerce ciertamente su actividad, su libertad, pero no deja de tropezarse con obstáculos objetivos que, cuando están bien escogidos por el maestro, pueden resultar formadores para él desde el momento en que llegue a superarlos activamente. Con el trabajo, el alumno es a la vez activo y pasivo, libre y coaccionado, todo ello, sin embargo, dentro del marco de una educación a través de las cosas tal y como lo recomendaba Rousseau. La idea es tan simple como profunda: el buen maestro no es ni el que deja jugar al alumno y se retira por incapacidad o por demagogia, ni tampoco el que pretende obligarle pasivamente a entender su discurso sin la mínima participación activa; el buen maestro es el que sabe escoger los buenos obstáculos, los que son, como lo sugería hace un momento, a la vez de buen nivel para el alumno y formadores en relación con la disciplina que se quiere que descubra y aprenda. Y así, en la solución de esta antinomia, la educación a través de las cosas y la educación a través de los hombres se reconcilian. 232

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Y de nuevo, un modelo político se perfila detrás de las elecciones pedagógicas: a la anarquía del juego y al absolutismo del adiestramiento sucede la idea republicana o, si se quiere, la ciudadanía del trabajo. La fórmula puede explicitarse de la manera siguiente: si la anarquía corresponde al juego y el absolutismo al adiestramiento, la República constituye el sistema político análogo a la valoración de las pedagogías del trabajo. ¿Por qué? Simplemente porque el ciudadano de una república es el que vota activamente las leyes y quien escoge también libremente a sus dirigentes por medio de la elección. Ahora bien, si reflexionamos, constataremos que en esta actividad, que es la del ciudadano de una república por excelencia, el adulto, como el alumno de nuestra pedagogía del trabajo, es a la vez libre y coaccionado, activo y pasivo. En efecto, es libre cuando vota la ley y elige un dirigente, pero está coaccionado por esta misma ley y, llegado el caso, por los dirigentes que él se ha dado, desde el momento en que la elección queda cerrada -donde encontramos los dos momentos, libertad y disciplina, actividad y pasividad, que el trabajo reconcilia en él. De manera que vemos que cuando se abandona el mundo antiguo, el mundo aristocrático donde el trabajo solo es una actividad subalterna, reservada a los esclavos, el trabajo tiende a convertirse en una de las manifestaciones esenciales del propio hombre, de la libertad como facultad de transformar el mundo y, tramformándolo, transformarse y educarse de paso a sí mismo. El primado de la teoría ha dado lugar, en cierta forma, al de la praxis. En el mismo sentido, la noción de virtud, que se encuentra en el corazón de cualquier pedagogía con sus orejas de burro y sus positivos, sus sanciones y sus matrículas de honor, cambia también completamente. Ya no es, como en el mundo antiguo, aristocrática, la actualización 233

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de una naturaleza bien dotada, es decir, bien nacida, sino que desde entonces depende del orden del «mérito». El húsar de la república siempre preferirá al alumno poco dotado, en principio, pero que a fuerza de trabajo consigue aprobar, en lo que se revela eminentemente meritorio, al alumno dotado, que tiene todas las «facilidades», pero es perezoso e impertinente. Lo que nos permite revelar un pequeño secreto de nuestra vida escolar y explicar por qué la fórmula canónica de los boletines trimestrales sigue siendo y lo será durante mucho tiempo, por lo menos mientras la idea republicana no esté completamente muerta: «Puede mejorar».

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Soteriología cristiana y filosofía laica: el amor en el cruce de caminos

moral -el respeto al otro- es vital... cuando falta. Sin ella, no podríamos vivir en comunidad de forma más o menos pacífica. Pero cuando está ahí, cuando el respeto a los demás va de suyo, cuando por así decir se da por hecho, la moral se vuelve superflua, por no decir irrisoria. Porque, aun siendo condición de una relación pacífica con los demás, no le da ningún sentido. Todos lo sabemos: solo el amor da sentido a nuestras vidas. Por lo demás, puede que sea amor a los otros, o amor al arte, a la justicia, a la verdad o a cualquier otro valor imaginable: es él el que nos anima, el que nos hace vivir. Sin embargo, nada que hacer con la moral. A no ser que me equivoque, las más grandes pasiones amorosas son, en lo esencial, amorales, si no inmorales, y todos hemos conocido personas bondadosas y altamente morales de las que sin embargo no nos enamoraríamos por nada del mundo ... Es decir, que por sí solo, al amor designa, más allá de la teoría y de la práctica, una tercera esfera: la del sentido, incluso, como vemos en la tradición cristiana, la de la salvación. Es, por decirlo así, su principal hilo conductor. Razón magnífica en mi opinión para captar ese hilo y seguirlo un instante según uno de aquellos, a saber Pascal, que tal vez lo ha llevado hasta lo más profundo del corazón humano.

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¿Qué amamos en los otros? La singularidad del amor según Pascal La gran tradición romántica, al retomar, como vamos a ver en un instante, una de las ideas más geniales de Pascal, nos ha legado un pensamiento grandioso de lo que amamos en la singularidad de un ser, de una obra o de una cultura. Esta reposa en un análisis muy simple de lo que caracteriza toda gran obra de arte: en cualquier dominio, la gran obra se caracteriza, para empezar, por un origen «local», por la particularidad del contexto cultural de su nacimiento. A pesar de su grandeza, siempre está más o menos marcada histórica y geográficamente por la época y el «espíritu del pueblo» en el seno de los cuales ha surgido. Este es, si se quiere, su lado «folclórico». Incluso sin ser grandes especialistas de la historia del arte, nos damos cuenta casi sin pensar que un lienzo de Vermeer no pertenece ni al mundo asiático, ni al universo árabemusulmán y que claramente tampoco es localizable en el espacio del arte contemporáneo ... De la misma manera, en ocasiones bastan apenas unos compases para determinar que una música viene de Oriente o de Occidente, que es clásica, barroca, romántica ... Por otra parte, muchas obras de música compleja asumen explícitamente una influencia popular: las danzas húngaras de Brahms, las polonesas de Chopin, las danzas populares rumanas de Bartok, e infinidad de otras partituras de una indudable importancia musical ... Dicho esto, lo propio de la gran obra, a diferencia precisamente del folclore y la artesanía local, es que posee en ella misma algo que le permite elevarse a lo universal o, para decirlo mejor si la palabra asusta, algo para dirigirse potencialmente a la humanidad entera. En ese sentido Goethe, después de Hegel, hablaba de una historia mun236

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dial del arte y de la cultura y sobre todo de una «literatura mundial» (Weltlitteratur). La idea de mundialización no está de ningún modo asociada a la de uniformidad: el acceso de la obra a un nivel mundial no se obtiene mofándose de las particularidades de origen, sino al contrario, puesto que en parte se nutre de ellas, respetándolas. Simplemente, esas particularidades, en lugar de permanecer intactas, incluso de ser sacralizadas y como tales destinadas a encontrar sentido solo en su comunidad de origen, son tomadas en un proyecto que, traduciendo una experiencia existencial potencialmente común a la humanidad, habla eventualmente a todos los seres humanos, sea cual sea el lugar y tiempo donde vivan. Pero, tras Aristóteles, la lógica clásica designa bajo el nombre de «singularidad» o de «individualidad» una particularidad que no permanece en lo particular sino que, por el contrario, se reconcilia con lo universal. Fácilmente percibimos por qué la gran obra de arte nos ofrece de ello el modelo más perfecto: porque los grandes autores, los «genios», son, en ese sentido preciso, autores «singulares», a la vez arraigados en su cultura de origen y en su época, pero destinados a hablar a todos los hombres de todos los tiempos en razón de la universalidad de su mensaje, leemos todavía a Platón u Homero, Moliere o Shakespeare, o escuchamos aún las obras de Bach o Chopin. También vale para todas las grandes obras, todos los grandes monumentos: se puede ser francés, de cultura católica, y sin embargo quedar profundamente deslumbrado por el templo de Angkor, por la mezquita de Kerouan o por una caligrafía china. Esta concepción de las grandes obras como «singularidades», es decir, como transfiguración de las particularidades locales de origen en una relación con la universalidad del mundo, puede aplicarse tanto a los mayores descubrimientos científicos (por ejemplo: el álgebra, como su 237

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nombre indica, es de origen árabe, pero todo el mundo la utiliza hoy en día) como a las culturas tomadas como entidades globales (es así como se habla de arte griego, del «clasicismo francés», del «romanticismo alemán», etc.). Igualmente, en este sentido se puede defender una concepción no tribal, no nacionalista, de las identidades culturales que, aunque particulares, o más bien, porque también son particulares, enriquecen el mundo al que se dirigen y del que realmente son parte cautiva desde que aceptan hablar también el lenguaje universal: «cultura compartida» o «reparto de culturas» que, desde el punto de vista del pensamiento ampliado, se enriquecen unas a otras, no bajo la sola forma anodina y demagógica del respeto a los «folclores» y los «artesanos locales», sino en la óptica más profunda de la construcción de un mundo a la vez diverso y común. Por ello se ve por qué la noción de singularidad puede y debe ser vinculada directamente al ideal del pensamiento ampliado: distanciándome de mí mismo para comprender al otro, ampliando por tanto el campo de mis experiencias, me singularizado puesto que supero a la vez lo particular de mi condición individual de origen para acceder, si no a la universalidad, al menos a una conciencia cada vez más amplia y más rica de las posibilidades que son las de la humanidad entera. Ahora bien, precisamente esto es lo que Pascal ha pensado como ningún otro antes que él, en su filosofía del amor. Únicamente él da su valor y su sentido últimos a ese proceso de «ampliación» del horizonte que puede y debe guiar la experiencia humana. ¿Qué relación, se preguntará quizá, con la noción de singularidad tal y como la acabamos de evocar? Un fragmento, sublime, de los Pensamientos de Pascal (323), nos ayudará a comprenderlo mejor. Él se pregunta sobre la naturaleza exacta de los objetos de nuestras afecciones al mismo tiempo que sobre 238

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la identidad del yo. Tengo que citarlo entero a fin de cada uno pueda tenerlo presente en la mente: «¿Qué es el yo? Un hombre que se asoma a la ventana para ver a los que pasan; si yo paso por ahí, ¿puedo decir que se ha asomado para verme a mí? No, porque no piensa en mí particularmente. Pero el que ama a alguien por su belleza, ¿lo ama? No, pues la viruela, que acabará con la belleza sin acabar con la persona, hará que ya no lo ame. Y si me aman por mi discernimiento, por mi memoria, ¿me aman a mí? No, porque puedo perder esas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde esta entonces ese yo si no está en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma sino por sus cualidades, que no son lo que hace al yo, puesto que son perecederas? Pues ¿amaríamos la sustancia del alma de una persona abstractamente, y algunas cualidades que le perteneciesen? Esto no es posible, y sería injusto. Por tanto, nunca se ama a nadie, sino solamente cualidades. No nos burlemos más por tanto de los que se hacen honrar por sus cargos y oficios, puesto que no amamos a nadie más que por sus cualidades prestadas». De ahí la conclusión que se extrae generalmente de este texto, a saber, que el yo, del que Pascal ya nos había dicho que era «detestable», no es plausible como objeto de amor. En efecto, parece, en un primer momento al menos, que me aferro antes que nada a las particularidades, a las cualidades íntimas del ser que pretendo amar: su belleza, su inteligencia, etc. Pero, como tales atributos son ante todo perecederos, un día u otro debo esperar dejar de amarlo, lo que, como Pascal advierte en otro fragmento (123), confirma la experiencia más banal: «Ya no ama a 239

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esa persona a la que amaba hace diez años. ¡Me lo creo! Ya no es la misma, ni él tampoco. Él era joven y ella también~ ella es otra. Tal vez él la amaría tal y como era antes ... ». Por eso se descubre que, lejos de haber amado en el otro lo que se tenía por su «particularidad» más esencial, uno solo se aferra a cualidades abstractas, que se pueden encontrar, llegado el caso, en cualquier otro: la belleza, la inteligencia, el coraje, la fuerza, no son propias de este o aquel, no están necesariamente ligadas de manera íntima y particular a la «sustancia» de un ser, sino que son, por decirlo así, intercambiables. Sin duda, el antiguo amante del fragmento 123, si piensa así, se divorciará y buscará una mujer más joven y bella, y en eso, muy semejante a aquella con la que se había casado diez años antes ... Ahí Pascal descubre, mucho antes que Hegel, que lo particular y lo universal abstracto, lejos de oponerse, «pasan del uno al otro» y no constituyen más que una verdad. Yo creo captar el corazón de un ser, su intimidad más íntima, amándolo por sus cualidades, pero la realidad es otra: yo no capto de él más que atributos tan anónimos como un cargo o una condecoración, y nada más. En otros términos, y recobro aquí el hilo de nuestro tema: lo particular no era lo sin¿?ular. Solo, en efecto, la singularidad que supera a la vez lo particular y lo universal puede ser objeto de amor. Si nos atenemos únicamente a las cualidades particulares/generales, no amamos nunca a nadie y, desde esta óptica, Pascal tiene razón, ¡hay que dejar de reírse de los vanidosos que buscan honores, porque nosotros no somos superiores a ellos! Lo que hace que un ser sea amable, lo que da el sentimiento de poder escogerlo entre todos y de continuar amándolo cuando la enfermedad lo haya desfigurado, es lo que lo hace irreemplazable. eso y no otra cosa. Lo que se ama en él (y que él ama en nosotros en su caso) y que en consecuencia debemos 240

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tratar de descubrir tanto en los demás como en uno mismo, no es ni la particularidad pura, ni las cualidades abstractas (el universal), sino esa singularidad que lo distingue y lo hace único. A aquel o a aquella a quien se ama, puede decirse afectuosamente, «gracias por existir», pero también, con Montaigne evocando a su amigo La Boétie, «porque eras tú, porque era yo», pero no: «porque era hermosísimo, rico e inteligente ... ».

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CONCLUSIÓN:

«Domesticar el miedo ...»

•poR

qué un título tan ambicioso, al final, tan modesto? (, ¿Por qué, por ejemplo, no prometer al lector que, gracias a la filosofía, podrá «vencer los miedos» sin esfuerzo, acabar con ellos, fulminarlos, como san Jorge a su dragón, para vivir al fin en la serenidad más perfecta? La promesa, en los tiempos que corren, podría seducir. Doctrinas de todo tipo, derivadas más o menos del psicoanálisis y de las teorías del «desarrollo personal», atraen a la clientela, y hasta el Dalái Lama seduce a todos los desgraciados de la Tierra con las virtudes de su «arte de la felicidad». Lo digo sin tapujos, dispuesto a decepcionar: no creo una palabra de todos esos cuentos. El filósofo no es un sabio, todavía menos un gurú. Amar la sabiduría es desearla, buscarla, no poseerla, y en ese aspecto, si no en todos, la filosofía es una búsqueda. El sabio auténtico, si existe, seguramente no escribe, no sermonea a las multitudes: se contenta con vivir y eso le basta. Como Epicteto, confieso no haberlo encontrado jamás. La promesa de una victoria sobre los miedos es una mentira: nunca se acaba con ellos. Y eso es igualmente válido para los tres discursos que pretenden, cada uno a su manera, afrontarlos: el religioso, el psicoanalítico y el filosófico. Fijaos en los creyentes de vuestro alrededor. Salvo algunas excepciones -que personalmente tampoco he 243

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encontrado nunca- no los veo locos de alegría cuando se anuncia la muerte de un hijo, de una madre, de un marido o de un hermano. Ahora bien, en buena teología, deberían alegrarse por ello, festejarlo incluso como una oportunidad maravillosa para el difunto que regresa por fin junto a su Dios y se encuentra así liberado de sufrimientos terrestres. No cabe duda de que la religión ofrece consuelo. Que suprima por ello el miedo a la muerte no me parece en absoluto corroborado por la realidad observable ... Fijaos en aquellos a los que un largo análisis hubiera debido por lo menos librar de algunas de sus fobias más avasalladoras y menos razonables: miedo infantil a la oscuridad, a los ratones, a los ascensores, a las algas del fondo del mar ... La verdad es que después de unos veinte años invertidos en hablar con un terapeuta, no es extraño (tengo algunos casos muy concretos en mente) que esos pequeños síntomas de angustia estén como el primer día, todavía en su lugar ... En cuanto a la filosofía, Epicteto tenía ya la honestidad de concederlo, es muy posible que no haya engendrado jamás un solo sabio, ni conseguido liberar completamente a ningún hombre de los miedos que lo habitan. Espinosa nos habla de la beatitud a la que llega aquel que accede a la sabiduría suprema, al «conocimiento del tercer género», pero nadie ha visto jamás, ni de cerca ni de lejos, a qué se parecería ni en qué podría consistir este famoso pensamiento de tercer tipo. Por eso, bien mirado, prefiero filósofos que no prometen la felicidad. Tengo algunos amigos espinosistas; no me parecen ni más serenos ni más alegres que el primer cartesiano que se presenta. En cuanto al amor fati de Nietzsche, el amor del presente tal y como es, se lo podemos aconsejar al que, en Ruanda u otra parte, ve a los suyos descuartizados y bañados en sangre; dudo mucho que eso le sea de gran ayuda ... 244

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Entonces, me diréis, ¿para qué la filosofía? Frente a los miedos que encogen la vida, que la hacen menos libre y menos alegre, no es ni una muleta, ni un medicamento. Sin embargo, con razón o sin ella, la creo más lúcida, menos ilusoria si se quiere, que la religión, y más fundamental, menos «técnica», que el psicoanálisis, que se atiene al «cómo» sin acceder nunca al «por qué». Desde luego, no nos deja ninguna solución clave a mano, ni nos dispensa del esfuerzo de vivir y de pensar por nosotros mismos, pero puede, como ninguna otra, ayudamos, si no a vencer, al menos a domesticar una realidad que no entiendo cómo podría no asustamos. Sobre este último punto pienso exactamente lo contrario que Freud, cuando en una carta a su amigo Flies, declara tranquilamente que «cuando uno comienza a plantearse cuestiones sobre el sentido de la vida y de la muerte está enfermo, ya que todo eso no existe objetivamente». ¡Objetivamente! ¿Puede decirse cosa más falsa, más dogmática y menos reflexiva? Una torpeza, una caída, un microbio y os veis privados de los seres que más queréis: ¿no es eso la objetividad misma? Basta con mirarnos, pequeños trozos de carne rosa o marrón cubierta de una fina película de piel que la menor herida expone al sufrimiento y a la muerte: ¡Ah sí! Efectivamente, estamos locos por estar un poco inquietos, levemente preocupados ... A menos que sea nuestro gran psicoanalista el que se pierde en sus propios fantasmas en el momento en que pretende que la angustia es patológica, cuando es el signo mismo de la lucidez. ¿Vencer los miedos? Ni lo pensemos. Pero podemos, en lugar de negarlos como Freud o huir de ellos entrando en el refugio de la religión, aprender a vivir con ellos, incluso, como el yudoca hace de su enemigo, transformarlos en ocasiones en nuestro provecho, hacer de ellos el 245

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motor del pensamiento y de la acción, en resumen, domesticarlos. Como el zorro del pequeño príncipe que, salvaje al principio, aspira a entrar en la esfera de la amistad, los miedos nos obligan a progresar. Cualquier marinero que tras una travesía difícil alcanza la tranquilidad de un puerto tiene esa experiencia: cada vez que logramos superar un miedo, nos sentimos más libres, y si no más dichosos, al menos más serenos. Contrariamente a lo que recomienda Freud, hay que pensar en la muerte, familiarizarse con ella, reflexionar de nuevo y siempre sobre el hecho de que la finitud nos impone vivir con los que amamos y de los que seremos un día u otro separados. Ayudamos a hacerlo de la manera más consciente y lúcida posible, he ahí, me parece, lo que la filosofía, modestamente, puede prometer. Es poco o mucho, como se quiera, pero esto es. Por eso también admiro las meditaciones de Pascal sobre la singularidad y, tanto en ese ámbito que afecta al amor como en otros, me gustaría ahondar en la idea de que una secularización del cristianismo no es solamente posible sino, en más de un aspecto, fecunda. ¿En qué podría consistir, al margen de la religión, una sabiduría del amor? ¿Cómo vivir filia y ágape con la clara conciencia de que veremos morir inevitablemente a los que amamos, a no ser que muramos antes que ellos? ¿Qué diálogo, qué lazos establecer con ellos en esas condiciones cada día que Dios crea o más bien no crea? Esas son las cuestiones que merecen que nos detengamos inspirándonos, entre otros, en el mensaje de Pascal. Un humanismo laico puede tener allí su origen. Trataré de volver sobre ello en un próximo libro. Pero, contrariamente a una idea común, las consideraciones sobre el amor no afectan solamente a la esfera privada, al ámbito de las relaciones interindividuales. Por 246

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una parte, no desdeñable, valen también en la esfera de lo colectivo. En La sabiduría de los modernos sugerí la idea, extraña a primera vista, de una «política del amor». Sigo convencido de que merece ser meditada. Para que un proyecto político de envergadura pueda entrar en vigor y concretarse sin provocar de inmediato el desfile habitual de descontentos y manifestaciones que en nuestro país acompañan cualquier tentativa de reforma un tanto audaz, tenemos que ser capaces de apoyamos en el vínculo social, incluso crearlo si falta. Ahora bien, lo vemos cada día, la solidaridad casi no existe más que en la familia o cuando, a un nivel abstracto y desencarnado, los mecanismos del Estado del bienestar, como por ejemplo los seguros de enfermedad o el paro, nos vienen a ayudar. Respecto al resto, el reino absoluto del corporativismo y los lohhys de toda clase. Me acuerdo que un día, el jefe de Gobierno al que yo pertenecía anunció, sin haberlo advertido a sus ministros, que tres mil millones de euros iban a ser desbloqueados en beneficio de los restauradores. Entonces, yo me enfrentaba a una huelga de investigadores, que exigían -con razón, ¿hace falta explicarlo?- algunas decenas de millones de euros para volver a sus laboratorios. En el momento mismo en que la noticia se difundió como la pólvora, yo estaba en un anfiteatro, en medio de quinientos o seiscientos de entre ellos, en plena negociación. Poco es decir que yo no sentí el aire de la solidaridad con los bares soplar en la asamblea que me rodeaba ... Cada uno barre para su casa y el dinero público, siendo más escaso que nunca, lo gana normalmente el egoísmo. Ahí no hay ni moral ni objeción que hacer. Es así, eso es todo, y es perfectamente comprensible, incluso si el hecho es, hay que confesarlo, bastante lamentable. Sin embargo, queda una chispa de esperanza. Se debe al hecho de que, globalmente, los vínculos entre generacio247

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nes son, se diga lo que se diga en ocasiones, más fuertes que nunca. Bien mirado, sin duda los padres quieren a sus hijos más que en ninguna otra época de la historia. Les atenaza la angustia desde que su futuro está en tela de juicio -el número incalculable de demandas de seguro escolar al que debe hacer frente todo ministro de Educación es una clara prueba de ello-. Y en total, los niños corresponden bastante ese amor de sus padres junto a los cuales permanecen, como sabemos, hasta una edad cada vez mayor. En mi opinión, habría que apoyarse más en ese vínculo para construir un proyecto político, porque sin duda es el único que, al hilo de los dos últimos siglos, se ha enriquecido y reforzado, e incluso profundizado. Es casi imposible soportar la pobreza, incluso relativa, en una sociedad que nos incita sin cesar y por todos lados al consumo. En cambio, cuando se tiene el sentimiento de que los esfuerzos que se han hecho y las pruebas que se han sufrido por lo menos serán útiles para nuestros hijos, que tendrán una vida mejor que la nuestra, todo parece tener más sentido y, por lo mismo, se hace más soportable. Esclarecer lo que está en juego en la política moderna a la luz del humanismo al fin liberado de los oropeles de la metafísica puede ser útil. Porque la filosofía puede y también debe, incluso si a veces es peligroso, entrar en la ciudad.

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NOTA FINAL

Le recordamos que este libro ha sido prestado gratuitamente para uso exclusivamente educacional bajo condición de ser destruido una vez leído. Si es así, destrúyalo en forma inmediata. Súmese como voluntario o donante y promueva este proyecto en su comunidad para que otras personas que no tienen acceso a bibliotecas se vean beneficiadas al igual que usted.

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LUC FERRY (París, 1951) es

filósofo y ha ejercido la docencia en el IEP de Lyon, en la ENS y en las universidades de la Sorbona y de Nanterre. Entre 2002 y 2004 fue ministro de juventud, Educación e Investigación en el gabinete de j eanPierre Raffarin. En la actualidad se ha convertido en una referencia obligada de la cultura francesa, con gran predicamento en los medios de comunicación social. Su obra --extensa y exitosa- está traducida a varios idiomas y difundida en más de veinticinco países. Entre sus publicaciones podemos remarcar El nuevo orden ecológico, El hombre-

dios: el sentido de la vida, La sabiduría de los modernos , con André Comte-Sponville , ¿Qué es una vida realizada?, ¿Qué es el hombre?, Aprender a vivir y Lo religioso después de la religión.

uc Ferry define la filosofía como una soteriología, es decir, una doctrina de salud en concurrencia con las grandes religiones. Para él, la filosofía no puede limitarse a una reflexión crítica, sino que alcanza su plenitud cuando se aleja de Dios: cuanto más atea se hace, más se corresponde con su concepto de filosofía. En Vencer los miedos ofrece un reflexión sobre qué es la filosofía, sobre qué puede aportamos en términos de sabiduría práctica y sobre las épocas históricas que han marcado su desarrollo. En esta obra -de fácil lectura y pensada para el gran público- defiende que los grandes sistemas filosóficos son tentativas de evitamos los miedos, el miedo a la muerte principalmente, que nos impiden disfrutar de una buena vida y nos obligan a echar mano del refuerzo de la fe o del recurso de creer en un Ser supremo . •

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ISBN: 978-84-4

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