Fernando Lalana - La Momia de Leningrado

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Índice Cubierta Portadilla Índice Dedicatoria Prefacio Jueves, 22 de junio de 2000 Lunes, 3 de julio de 2000 Jueves, 6 de julio de 2000 Viernes, 7 de julio de 2000 (San Fermín) Sábado, 8 de julio de 2000 Domingo, 9 de julio de 2000 Lunes, 10 de julio de 2000 Epílogo Notas Sobre los autores Créditos Grupo Santillana

‹‹Serás como Ra, te alzarás y te acostarás eternamente›› Del Libro de los Muertos de PTOLOMEO V EPÍFANES.

Prefacio

UN DIÁLOGO SOBRE CELSO MIRAPATIOS —No sé si llegó a ser consciente de que, a los ojos de los demás, era un monstruo; pero lo cierto es que lo era. Incluso para mí, sin duda. Un monstruo escalofriante. Y no solo por su monstruoso aspecto: flaco, altísimo y de manos enormes; o porque anduviese siempre gimiendo y babeando; o por el detalle de que le faltase un pedazo del cráneo. Yo creo que era un monstruo, sobre todo, porque había llevado una vida digna de un monstruo, siempre coqueteando con la muerte. —Coqueteando con la muerte. ¡Qué poético! —Así es: Con su propia muerte y con la de los demás. A los diecisiete años se apuntó voluntario para luchar en la guerra civil española del lado de los nacionales y fue allí, en el frente norte, cerca de Alsasua, donde la metralla de un obús de mortero casi le arrancó la vida. —Pero no murió entonces, claro está. —No. La explosión solo le destrozó parte de la cabeza, lo que le dejó ya para siempre mudo y medio lelo. Un capitán médico que debía de creerse pariente lejano del doctor Frankenstein, ordenó al herrero de un pueblo cercano forjar en la fragua una pieza de hierro templado con la que le tapó el

la fragua una pieza de hierro templado con la que le tapó el boquete que el proyectil le había abierto aquí, en el parietal derecho, y por el que incluso había perdido parte de la masa encefálica. —Una decisión arriesgada. —Según se mire. Lo cierto es que no tenía mucho que perder. En plena batalla y con una herida así… ni él mismo habría dado un real por su vida. Inexplicablemente, milagrosamente quizá, sobrevivió a la intervención quirúrgica y, al acabar la contienda, le sustituyeron la placa de hierro por una de acero inoxidable en otra arriesgada operación. Incluso apareció en los periódicos de la época como un éxito del sistema sanitario del nuevo régimen instaurado por el general Franco. Por cierto que, años después, lo encontré trabajando como bedel en la Facultad de Medicina. —¿Al general Franco? —¡No, hombre…! A Mirapatios. —Ah, ya decía yo… —Se encargaba del cuidado de los cadáveres necesarios para las prácticas de disección del departamento de Anatomía. Los traía y los llevaba, los limpiaba, y hasta remendaba a su manera los estragos que en ellos causaban los escalpelos de los estudiantes menos diestros. Al final de cada curso, se encargaba de trasladar hasta el cementerio municipal los restos ya inservibles. Hacía buenas migas con los sepultureros, que lo consideraban uno de ellos, lo que resulta notable, pues los enterradores conforman un gremio tremendamente corporativo y cerrado. —¿Cuándo ocurría todo eso?

—¿Cuándo ocurría todo eso? —Hace unos… unos veinte años, calculo. Sí. A principios de los ochenta. Por aquel entonces, en su carnet de identidad ya aparecía como Celso Mirapatios. Era un nombre inventado, claro está. Mirapatios no era sino el apodo por el que lo conocieron los alumnos del colegio de los hermanos maristas, donde permaneció durante algunos cursos como vigilante de recreos. Y Celso era el nombre de aquel capitán médico que le salvó la vida en la guerra civil… o que le condenó a una existencia que quizá no merecía haber llevado, según se mire. —Entonces… ¿incluso usted ignora cuál era su verdadero nombre? —Así es. Él lo había olvidado y no poseía documento alguno que lo aclarase. Nunca supe dónde nació, ni su edad exacta, ni si tenía algún familiar. —¡Qué cosa tan tremenda! Vivir sin saber quién eres… —En sus últimos años, seguramente fui su único amigo. Le ofrecí ser mi ayudante cuando perdió su empleo en la facultad a raíz de un turbio asunto de tráfico de restos humanos. A pesar de sus deficiencias, me empeñé en que aprendiera a defenderse solo, a preparar los baños para curtir y embalsamar… Ahora pienso que fue un error. Nunca debí intentarlo. Una tarde, justo hace ahora once años, cuando yo ya creía que el pobre Celso era capaz de manejarse por sí solo con los productos químicos, confundió el cloruro sódico con la sosa cáustica, y murió asfixiado por los vapores producidos, en un accidente del que yo siempre me he sentido único responsable. —Espere, espere un momento… ¿Lo dice en serio? ¿De veras cree que la muerte de su ayudante fue culpa de usted?

veras cree que la muerte de su ayudante fue culpa de usted? —En efecto, ya le digo que siempre lo he creído así. —¿Y si yo le dijera que Celso Mirapatios no murió a causa de la inhalación de vapores tóxicos… sino que falleció estrangulado? —¿Qué? Estrangulado… ¡No es posible! —Le aseguro que lo es. Al analizar su… su momia, se pudo comprobar que tenía rota la tráquea. —Pero… ¿Qué me está diciendo? ¡Oh, señor…! Si eso fuera cierto… yo habría vivido engañado durante todos estos años. —En efecto. Aunque, desde luego, no fue usted el único que resultó burlado. —¡Ejem…! No, claro… Pero, como verá, en este asunto nadie ha obrado de manera intachable. —Eso parece. Y ya que hablamos de ello… ¿Le importaría contarme cómo acabó el cuerpo de Celso Mirapatios en el Museo Egipcio de Leningrado? Creo que ya es lo único que me intriga. —Eso… es un poco más largo y difícil de explicar. —No se preocupe por eso, don Pablo. No tengo prisa. No tengo ninguna prisa…

Jueves, 22 de junio de 2000

S PARRING —Así que, al final, lo has aprobado todo. —Sí. —Me parece inaudito, Gerardo. Mi más sincera enhorabuena. Entonces… ¿vas a seguir estudiando? Al escuchar aquello, Gerardo Biela detuvo con dificultad sus ciento quince kilos de peso y me miró desde la atalaya de su metro noventa y cinco de estatura. Torció el gesto como si le hubiese mencionado al Hombre del Saco. A cualquiera que no lo conociese como yo, le habrían dado escalofríos. —¡Qué dices, hombre, qué dices! —bramó—. ¡De seguir estudiando, nada! Si me he roto los codos este curso como nunca en mi vida, ha sido porque llegué con mi padre a un acuerdo: Si aprobaba la secundaria no me daría más la lata con los estudios y podría ponerme a trabajar de una condenada vez. Hoy es, para mí, un día histórico. Buscó con la mirada un cercano grupo de contenedores de reciclaje y se dirigió hacia allí. Abrió la cremallera de su mochila y la vació por completo en la boca del de color azul.

—¿Qué haces? —Señoras y caballeros: Con este sencillo acto, Gerardo Biela Brazatortas dice adiós para siempre a los libros. A los de texto, se entiende. —Buena precisión. Acto seguido, arrojó la mochila al contenedor amarillo. ‹‹Todo tipo de envases››, decía el rótulo. —Listo. Gruñó. Luego, metió las manos en los bolsillos y siguió andando. —¿Ya sabes en qué vas a trabajar? —le pregunté, cuando logré ponerme a su altura, superada la sorpresa. —No, aún no. De momento, mientras encuentro algo, mi padre me ha ofrecido un puesto en su gimnasio. —¿Haciendo qué? —Como sparring. —Ten cuidado. Tengo entendido que los boxeadores a los que entrena tu padre son de lo mejor. —No te preocupes. Sé cuidarme. —No, si lo digo por eso, precisamente. A ver si vas a descalabrar a una futura promesa del cuadrilátero y te buscas un lío. En ese instante, escuchamos a nuestras espaldas la voz de grulla de Maximiliano Urgel; Max para los amigos. —¡Eh! ¿Adónde vais tan deprisa? —Lejos del instituto —contestó Biela—. Cuanto más lejos, mejor. Fin de curso. Fin de etapa. Fin de todo. —Esperad, esperad. Tengo algo que proponeros. —¡Ni hablar! —exclamamos Biela y yo, al unísono, sin

—¡Ni hablar! —exclamamos Biela y yo, al unísono, sin detenernos. —Pero ¿qué os pasa? ¿Qué clase de amigos sois vosotros, que ni siquiera podéis escuchar una proposición? —Amigos escarmentados —le aclaré, innecesariamente. Max Urgel abrió los brazos al tiempo que exhibía esa mueca repulsiva a la que solo él es capaz de llamar sonrisa. —Vamos, vamos… ya sé que durante estos últimos años nos hemos metido en algún que otro lío… —¡No es exacto, Max! Tú nos has metido a los tres en infinidad de líos. —Vale, vale… pero ahora traigo algo que os va a compensar de todos los malos tragos que habéis pasado por mi culpa. —A ver… El pelirrojo Urgel carraspeó, antes de continuar. —Decidme: ¿Qué es lo que más desea alguien en nuestra situación: cumplidos los dieciséis tacos y recién terminada la Enseñanza Secundaria, vulgo ESO? —¿Ligar con una tía estupenda? —aventuró Biela. —¡Siempre igual! —se lamentó Urgel—. ¡Siempre pensando en lo mismo! ¡Ligar, ligar…! Bueno, pues no es eso. Lo que alguien como nosotros desea es… pasta. —¿Macarrones? —¡No, hombre! Pasta gansa. Guita. Tela. Parné. —¿Eh? —¡Dinero, hombre, dinero! Dinero para comprar una moto de ciento veinticinco. —Ah. Es que yo no sé montar en moto. —Bueno, pues para sacarte el carnet de moto y, luego,

—Bueno, pues para sacarte el carnet de moto y, luego, comprarte una moto —aventuró Max, inasequible al desaliento. —Pero si yo no… —¡Es un ejemplo, Gerardo, demonios! —¿Un ejemplo de qué? Visto su escaso éxito con Biela, Max decidió probar suerte conmigo. —Veamos… a ti, Nico. ¿Qué es lo que más te apetecería comprarte en estos momentos? —¿Lo que más? —Lo que más de lo más. —Un Stradivarius. —¿Eh? ¿Y para qué quieres un… un… un animal prehistórico? —Un Stradivarius no es un dinosaurio sino un violín. Un violín carísimo. —Ya… Bueno… pues ahí lo tenéis. Para comprar un extranviarius de esos, hace falta dinero. Y para ganar dinero, ¿qué hace falta? Biela y yo nos miramos, una vez más. —Ser un sinvergüenza —dije. —Jugar a la lotería —dijo él. —¡No, demonios, no! —exclamó Max, apretando los puños—. Os he dado antes la pista: Resulta que ya hemos cumplido la edad mínima laboral. O sea, que a partir de ahora, podemos encontrar un trabajo de verano. —¡Hombre…! De eso estábamos hablando hace un momento, precisamente. —¿Lo veis? Ya lo sabía yo, ya… ahora, decidme: ¿Qué os parecería ganar treinta mil duros[1] por un par de semanas de curro

parecería ganar treinta mil duros[1] por un par de semanas de curro facilito? Con solo aquella tonta frase, la conversación de Max adquirió súbitamente un marcado interés para Biela y para mí. —¡Qué dices! ¿Ciento cincuenta mil cucas por quince días de curro? —¡Ciento cincuenta mil para cada uno de nosotros. ¡Ojo al dato! ¡Para cada uno! Reconozco que sentí de inmediato un cosquilleo trepando por mi columna vertebral. —¿De qué hay que trabajar? ¿De minero? —Frío, frío… —Tiene que tratarse de algo ilegal —deduje. —¡Que no, hombre, que no! —protestó Urgel—. ¿Es que me has tomado por un delincuente? —Todavía no. Por ahora, solo un delincuente en potencia. —¡Ciento cincuenta mil pelas! —repitió Biela—. ¡Menudo verano nos íbamos a pegar! —Pues eso está hecho —aseguró Max—. Mi tío Pablo anda agobiado de faena y necesita ayuda imperiosamente. No cree que sean más de dos semanas de trabajo, pero está dispuesto a pagarnos el mes entero. Si os parece bien, empezaríamos el próximo lunes. —Por mí, de acuerdo —dijo Biela. —Absolutamente de acuerdo —dije yo. —¡Perfecto! Voy a llamar ahora mismo a mi tío y le digo que puede contar con nosotros —confirmó Max Urgel—. ¡Lo vamos a pasar en grande, ya veréis! —Por cierto… —dije, interrumpiendo la euforia de nuestro

—Por cierto… —dije, interrumpiendo la euforia de nuestro compañero—. ¿A qué se dedica tu tío? —¿Mi tío Pablo? Es taxidermista. Dicen que es uno de los mejores del país. La nueva mirada que Biela y yo cruzamos fue una mirada sorprendida. —¿Y qué es un taxidermista? —preguntó él, al fin. —Amigo, Biela, qué poca cultura general… La propia palabra lo dice. Taxidermista: El que conduce un taxi —dijo Max, más serio que una ristra de ajos. —Claro. Justo lo que yo pensaba —murmuró Biela.

Lunes, 3 de julio de 2000

TORRESECAS Se decía que todos los fantasmas de la ciudad habitaban en el palacio de los marqueses de Torresecas. El edificio, sobrecogedor, imponente, de fachada tiznada por mugre centenaria, se alzaba al final de la calle a la que daban nombre sus primitivos propietarios, en lo más castizo del Casco Viejo de la ciudad. Daba la sensación de que el caserón del siglo XVI intentaba mantener su dignidad arquitectónica pese al atentado al buen gusto que suponían los diversos negocios que durante la última centuria habían ido invadiendo los antiguos graneros de la planta baja, ahora convertidos en locales comerciales. De ellos, los más veteranos eran la tienda de salazones y ahumados de Antero Necromio, y los billares Antraca, los más siniestros de la ciudad, de cuyo dueño, Custodio Antraca, se decía que había perdido la pierna derecha peleando en el frente ruso con la División Azul; dato falso a todas luces pues Antraca no pasaría de los sesenta años de edad, lo que significaba que, en el mejor de los casos, tendría que haber ido voluntario a la guerra siendo un niño de pecho. Una tienda de marcos para cuadros, una imprenta con nombre

Una tienda de marcos para cuadros, una imprenta con nombre de diosa romana y la farmacia de don Leopoldo Lasala completaban los bajos del edificio. En tiempos, por la enorme puerta principal apta para la entrada de carruajes, se accedía a un cine de barrio, el Rialto, ahora ya cerrado y, lo que es peor, olvidado por todos. La planta noble del palacio de Torresecas había sido anárquicamente dividida en varias viviendas, algunas de ellas utilizadas ahora como despachos profesionales, y albergaba también la sede de un club de jugadores de ajedrez y de la Asociación de Amigos del Seat 600. Por fin, en el torreón derecho, casi tan alto como la cercana torre de la iglesia de San Felipe, se hallaba el taller de taxidermia de don Pablo Urgel, ubicación del que iba a ser nuestro primer ‹‹curro››. Qué emoción.

DON PABLO URGEL Yo creo que hay profesiones que no solo imprimen carácter a quien las ejerce sino que también condicionan su aspecto físico. Por ejemplo: Tú ves a un tipo por la calle y puedes decir, sin temor a equivocarte, ‹‹ese señor es luchador profesional de sumo››. Bien. Pues esa mañana aprendí que esa intuición puede hacerse extensiva a quienes disecan animales. Fue echarle la vista encima al tío de Max Urgel y darme cuenta de que solo podía ser taxidermista. Bueno, o taxidermista o técnico de luces en un teatro municipal, una de dos. Pero, preferentemente, lo primero. Era enjuto y alto, casi tan alto como Biela, que ya es decir.

Era enjuto y alto, casi tan alto como Biela, que ya es decir. Vestía camisa blanca y corbata negra de nudo estrecho pero se protegía la ropa con un mandil verde oscuro que casi le llegaba a los tobillos. También de color verde oscuro, oscurísimo, eran los cristales de las gafas de pasta marrón que jamás se quitaba. Tras ellas, podía adivinarse una mirada capaz de disecar a un jabalí sin el concurso de productos químicos. De inmediato, tuve la sensación de que se trataba de un hombre taciturno. Quizá consumido por alguna pena antigua o por algún insoportable remordimiento. —Tío Pablo… —Maximilià, sobrino mío… —dijo, con un leve acento catalán y su voz grave como un enfermo de pulmonía. —Estos son mis amigos: Gerardo Biela y Nicolás Martín Mateos. Yo adelanté la mano, dispuesto a estrecharle la suya, pero don Pablo se limitó a saludarnos con un gesto de la cabeza, mientras nos examinaba detenidamente. Tan violenta se tornó la situación que Biela optó por romper el silencio. —Supongo que Max ya le habrá dicho que nosotros no tenemos ni idea de disecar bichos. —Ni falta que hace —rezongó el taxidermista—. De disecar ya me encargo yo. Os necesito para limpiar y clasificar las piezas que van a llegar estos días procedentes de un pequeño museo etnológico que va a ser reformado: La Fundación Pérez-Balaguer. Por desgracia, la operación ha coincidido con la celebración en nuestra ciudad de dos acontecimientos excepcionales. Por un lado, la fase final del campeonato nacional de pesca con caña. Por

lado, la fase final del campeonato nacional de pesca con caña. Por otro, la retirada de los ruedos del famoso torero El Niño de Lumpiaque. Mis amigos y yo nos miramos de reojo. —Y… ¿qué tiene eso que ver con…? —Está bien claro, sobrino: Los pescadores del concurso querrán llevarse disecadas sus mejores capturas como recuerdo y el diestro de Lumpiaque, que se despide de la afición con un festival en solitario, me ha pedido que le diseque las cabezas de sus seis últimos toros para decorar el salón de su finca de Calatayud. —Vaya horterada —gruñó Biela. —Mañana —continuó don Pablo— empezarán a llegar las cajas del museo. Dedicad el día de hoy a despejar la sala trasera para poder almacenar allí los fondos de la Fundación. Llegarán colecciones de minerales e insectos, animales disecados, artesanías y trajes de diversos países de África y Sudamérica. Lo quiero todo perfectamente organizado, fichado y limpio. ¿Está claro? —Cristalino, tío Pablo. Y si tenemos alguna duda, te preguntaremos. —Cuanto menos me molestéis, mejor que mejor. —Entendido. Cuando don Pablo hubo abandonado la estancia, Biela, llamó mi atención con un codazo. —Yo creía que un museo etnológico era donde se guardaban botellas de vino. —Eso es enológico, Gerardo. Enológico. —Vaya por Dios… Por una letra he vuelto a meter la pata.

—Vaya por Dios… Por una letra he vuelto a meter la pata.

VIOLETA —El tato huele raro. —No me llames ‹‹el tato››, ¿quieres? —¡El tato huele raro! —¡Calla de una vez, enana repugnante! —¡Papá! Nico me ha llamado enana repugnante. —Ya lo he oído. Nicolás, no le digas a la nena esas cosas. —¡Mamá! ¡Papá me ha llamado ‹‹la nena››! ¡Y Nicolás, enana repugnante! ¡Y además, huele raro! —repitió mi odiosa hermana, dirigiéndose a la cocina, donde mi madre preparaba la cena. —Pero ¿de dónde ha salido esa chivata asquerosa? —Eso, tú sabrás, papá. Desde luego, no parece de esta familia. —Pues hasta donde yo sé, es tan hija mía como tú. Pero eso de que no puedas ni rascarte la nariz sin que le vaya con el cuento a tu madre, te aseguro que no es propio de los Martín, que siempre hemos sido muy nobles, muy leales, muy heroicos, muy benéficos y gente de fiar —dijo mi padre, adjudicando a nuestra familia casi todos los títulos que ostenta la inmortal ciudad de Zaragoza. —Entonces, será cosa de la familia de mamá. Seguro que entre los Mateos hay algún delator. El tío Cosme, por ejemplo, tiene pinta de confidente de la policía. ¿O no? Mi padre arrugó la nariz y olisqueó el ambiente un par de veces. —Cualquiera sabe. Pero en algo sí tiene razón la nena: Aquí huele raro. Creía que eran las sardinas de la cena, pero ahora veo que eres tú. ¿De dónde has traído ese olor, si puede saberse?

que eres tú. ¿De dónde has traído ese olor, si puede saberse? —¿Qué olor? —No sé… como a… a jabón arsenical. —¿Y eso qué es? —Una sustancia que usan los taxidermistas. Lo de mi padre es de concurso de televisión. —Premio, papá. Es que… verás: hoy he empezado a trabajar en un taller de taxidermia. Mi padre arqueó una ceja. La derecha. —¿Te pagan bien? —Ya lo creo. A lo mejor, hasta puedo comprarme una moto. —Eso, ni lo sueñes. —¿Por qué? —Porque no. Mi padre, que en paz descanse, nunca me dejó tener moto. Y cuando fui mayor de edad, apareció tu madre y de nuevo me quedé con las ganas de comprarme una Bultaco, que era la ilusión de mis años mozos. No sabes la frustración que tengo. Así que, mientras vivas en esta casa, tú no vas a tener moto porque no me sale de las narices. —¡No es justo! —¿Quién ha dicho que lo sea? Nuestra sociedad es injusta por naturaleza, hijo mío. Ya va siendo hora de que lo aprendas. —La mayoría de los padres, lo que desean es que sus hijos disfruten de las cosas que ellos no han podido tener. —Naturalmente. Por eso estás aprendiendo a tocar el violín. Lo de la moto es asunto aparte. Mi réplica fue interrumpida por la entrada de mi madre con una fuente de sardinas en las manos, escoltada por Violeta, con su habitual sonrisa de hiena de ocho años en los labios.

habitual sonrisa de hiena de ocho años en los labios. —El chico está trabajando. En el taller de un disecador de animales. Mi madre me miró como si tuviese la lepra. Violeta abrió mucho los ojos y se me acercó, transida de admiración. —¡Qué guay, tato! Oye, ¿disecarás a mi hámster cuando se muera? —¡A ti te voy a disecar, como no te calles! Después de la cena, mientras jugábamos nuestra cotidiana partida de ajedrez, mi padre me miró por encima de las gafas. —Conste, que me parece estupendo que hayas decidido trabajar este verano, hijo mío, pero… eso de la taxidermia… ¿No te parece un trabajo un tanto extraño? —Había pensado en repartir pizzas, pero como no me dejas ir en moto… —repliqué con retintín. —¿Cómo has encontrado eso del taxidermista? —Ha sido cosa de mi amigo Max. Max Urgel, ya sabes. —Ah, ya… Ahora me lo explico todo —dijo mi padre, torciendo el gesto—. Y lo que no entiendo es cómo un chico brillante como tú, tiene esos amigos tan… tan raros. Parpadeé, mientras acariciaba la corona de la dama negra. —Papá… a esta hora, la mayoría de los chicos de mi clase estarán delante del televisor viendo Gran Hermano. Y, en cambio, yo estoy aquí, jugando contigo al ajedrez. ¿Eso no te dice nada? Mi padre suspiró mientras asentía con la cabeza y movía el alfil. —Vamos, que te relacionas con tipos raros porque tú también

eres un raro. No, si ya lo sospechaba. Eso de que te gusten los boleros y las películas antiguas y el bacalao al pil-pil… Pero no serás un marginado ¿verdad? Un frisbi. Intenté que no me diera la risa. —No, papá, no soy un marginado ni un friki. A estas alturas ya te habrías tenido que dar cuenta. —Quizá. Pero esos dos con los que vas, seguro que sí lo son. El pelirrojo estrafalario y el grandullón. —Urgel es divertido y Biela es un gran tipo. Alguien en quien se puede confiar. —Un poco corto, me parece a mí. —Que no, papá. Habla poco, pero no tiene un pelo de tonto. Acaba de aprobar la secundaria. Muchos querrían. —Acaba de aprobar con dos años de retraso ¿no? —Repitió quinto de primaria porque tuvo un accidente: Se cayó de un tren en marcha. —¿Que se cayó de un tren? —Sí. Nunca nos lo ha aclarado totalmente, pero así fue. Pasó cuatro meses en el hospital. Y, luego, en primero de la ESO, cogió las paperas. —¿Paperas? ¡No te digo…! Una enfermedad que ya no existe. ¡Hasta en eso es un raro! —Es poco habitual, sí. Por eso el médico no acertó con el diagnóstico y casi se muere, el pobre Biela. —En fin, tú sabrás lo que haces. —Claro que lo sé. Y no como tú, que estás en la inopia. —¿A qué viene eso? —Jaque mate, papá.

—¿Eh…? ¡Maldita sea…!

Jueves, 6 de julio de 2000

LOS RUSOS Los rusos aterrizaron en Madrid en el vuelo 4587 de la compañía Aeroflot, procedente de San Petersburgo, a las cuatro de la tarde. El inspector de policía Germán Bareta había sido encargado por el comisario Malumbres de acompañarlos durante su estancia en España, lo que incluía ir a recogerlos al aeropuerto de Barajas y llevarlos hasta Zaragoza en su vetusto Seat Málaga sin aire acondicionado. Toda vez que la primera ola de calor de aquel verano barría ya la Península Ibérica desde los primeros días del mes, el teniente Vlamidir Goliatkin y el cadete en prácticas Alexei Vostok llegaron aquella tarde al Hostal Cataluña con claros síntomas de deshidratación y ya no abandonaron su habitación hasta la mañana siguiente.

Viernes, 7 de julio de 2000 (San Fermín)

AIRE ACONDICIONADO Cuando el inspector Bareta llegó a las ocho y media al Hostal Cataluña, Goliatkin y Vostok ya le esperaban, de pie en el vestíbulo de la planta baja, junto a recepción. —Buenos días. ¿Han descansado bien? —Regular, esa es la verdad —respondió el oficial de la policía rusa—. En San Petersburgo no estamos acostumbrados al zumbido del aire acondicionado. Pero, claro, sin aire acondicionado aquí no hay quien duerma. La temperatura no ha bajado de los treinta grados en toda la noche. En Rusia, cuando los termómetros marcan treinta grados, la gente se baña en las fuentes públicas. —Aquí la gente se baña en las fuentes cuando gana su equipo de fútbol, aunque esté helando a rajas. —Curiosa costumbre. Germán Bareta había empezado a sentir una inexplicable corriente de simpatía por Goliatkin desde que le echase la vista encima el día anterior, en Barajas. En cambio, el muchacho que le acompañaba, tan rubio, tan alto y tan callado, le producía una

inexplicable pero intensa sensación de incomodidad. —Mi jefe, el comisario Malumbres, les envía sus saludos. Me ha dicho que me ponga a su disposición y que no les dé mucho la lata. Vamos, que no me inmiscuya innecesariamente en su investigación —declaró Bareta. —Muy considerado, el comisario. —Pero… si quieren contarme lo que les ha traído hasta España, soy todo oídos. No teman aburrirme. —Muy amable, inspector. Por ahora no será necesario, gracias. El español apretó los dientes con disgusto y sonrió desganadamente. —Bien. ¿Adónde quieren que los lleve? Goliatkin sacó de su bolsillo unos papeles doblados y buscó una dirección. —Al Museo Pérez-Balaguer, por favor. Bareta frunció inmediatamente el ceño. —No me suena ese museo. ¿Tiene la dirección? El ruso sacó una pequeña libreta del bolsillo trasero del pantalón y consultó sus anotaciones. —Calle de San Jorge, número ochenta. —¡Ah…! Está muy cerca de aquí. Incluso podemos ir andando. Lo que no sabía era que hubiese allí un museo. Cuando salieron del hostal Cataluña todavía se podía respirar sin esfuerzo. Unas horas más tarde, el inclemente sol zaragozano convertiría las calles en la versión urbana del desierto del Sahel y un simple paseo, en una travesía agobiante y de final incierto. Cruzaron a la otra acera, y luego caminaron un par de minutos

Coso abajo siguiendo, sin apercibirse de ello, el trazado de la antigua muralla romana, hasta llegar a la confluencia con la calle de San Jorge. El numero ochenta era, justamente, la última de las fincas, la que hacía esquina con la calle del Coso. —¡Ya decía yo…! —exclamó Bareta al percatarse de la ubicación de su destino—. No se trata de ningún museo, sino del antiguo seminario de los jesuitas. Los dos rusos se miraron un instante. —Entonces… ¿No hay un museo en estas señas? —preguntó el teniente Goliatkin. — Yo creo que no. Sospecho que está usted confundido. De todos modos, vamos a preguntar.

EL MUSEO PÉREZ-BALAGUER —No, no están confundidos. Por supuesto que tenemos aquí un museo. El Etnológico y de Ciencias Naturales de la Fundación Pérez-Balaguer. Pero, sintiéndolo mucho, está cerrado temporalmente, desde la semana pasada —les informó el fraile decrépito y de voz aflautada que salió a abrirles la puerta, tras cinco minutos de llamar al timbre—. Vamos a acondicionar las salas del museo y el legado del padre PérezBalaguer para que pueda ser admirado en las mejores condiciones. Pensamos reabrirlo coincidiendo con las próximas fiestas del Pilar. El pasado martes comenzó el traslado de las primeras piezas a un taller especializado, para su limpieza y mejor clasificación.

mejor clasificación. Goliatkin no disimuló su contrariedad. —¿No podríamos pasar y echar un vistazo a lo que quede? —preguntó, mirando de soslayo a Bareta—. Es importante. —¿No les acabo de decir que el museo está cerrado? — replicó el jesuita, con un puntito de irritación. Germán Bareta sacó entonces del bolsillo su placa de policía y la colocó a un palmo de la nariz del anciano. —¿Nos deja pasar, hermano? Estos señores han venido de muy lejos solo para admirar su colección. El hombrecillo tragó saliva, mientras parecía quedar hipnotizado por la credencial de Bareta. —Bueno. Siendo así…

UN ERROR —Tiene que haber un error —murmuró el policía ruso, al acceder a la única sala del museo, situada en la primera planta del edificio del seminario—. Aquí no hay fondos de procedencia egipcia. Mucho menos, las grandes piezas que yo esperaba encontrar. —¿Y eso es malo? —preguntó el inspector Bareta, con un retintín que no le pasó inadvertido a Goliatkin. —Sí, amigo. Es malo —confirmó el ruso, cuyo acento eslavo era casi imperceptible—. Es malo porque cierta momia egipcia que adquirió el Museo de San Petersburgo hace unos años teóricamente procedía de aquí. —¿Y qué?

—¿Y qué? Goliatkin miró a Bareta. Durante unos segundos pareció meditar si podía confiar en él. Y debió de concluir que sí. —Pues que hace tres meses, un grupo de estudiantes de ingeniería decidió hacer un estudio en TAC de esa momia. Para adquirir práctica en el manejo de un nuevo escáner adquirido por la universidad, por lo visto. Y hubo sorpresa.

FACULTAD DE CIENCIAS FÍSICAS UNIVERSIDAD DE SAN PETERSBURGO ABRIL DE 2000 —Como veis, en apenas diez minutos el Escáner SC-5200 ha realizado una tomografía axial computerizada completa del sarcófago y de su contenido. Es importante delimitar muy bien el alcance y la profundidad del barrido efectuado, a fin de que el programa informático pueda dibujar con nitidez todo aquello que nos vaya mostrando el TAC. En este caso, por un lado tendremos el sarcófago y, por otro, su contenido. La momia. Como veis, podemos analizar perfectamente la densidad de los materiales, su temperatura, su composición, detectar grietas… en fin, cualquier cosa. —Profesora. Profesora Ivaskaia. —¿Qué hay Dimitri? Dimitri Dernev era el empollón de la clase. Casi nunca atendía a las explicaciones de los profesores porque, según él, no le enseñaban nada nuevo y, por el contrario, le distraían de sus

personales razonamientos. Así, mientras la profesora Catalina Ivaskaia explicaba al resto de la clase las posibilidades del nuevo aparato con el que iban a trabajar durante el siguiente cuatrimestre del curso, Dimitri centraba su atención en la pantalla del escáner y en los datos que iban surgiendo del análisis que el aparato seguía efectuando automáticamente. —Verá, profesora… las lecturas sobre el sarcófago parecen correctas pero…, en la momia… hay algo que no entiendo. —¿El qué, Dimitri? —preguntó la profesora con aire cansino, un poco harta de las interrupciones constantes de aquel alumno tan brillante como maleducado. —Fíjese en esto —dijo, señalando la imagen de la pantalla—. Mire esta zona del cráneo. Yo lo interpreto como una aparatosa fractura; con gran pérdida de masa ósea. ¿No cree? —Posiblemente. En todo caso, los expertos del museo serán quienes valoren los datos que les proporcione nuestro trabajo… —Sí, sí, sí, pero… es que aquí hay algo muy, muy curioso. Extraño, diría yo. El misterioso interés de Dimitri resultó contagioso para el resto de la clase. Sus catorce compañeros, comenzaron a cuchichear por lo bajo y la profesora Ivaskaia vio, impotente, cómo perdía por completo la atención de los alumnos. Así que optó por entrar en el juego de Dimitri. —Está bien… —dijo, acercando la cara a la pantalla mientras se calaba sus gafas de présbite prematura—. Reconozco que mi fuerte no es la anatomía pero… veamos… En efecto, a primera vista parece que nuestra querida momia presenta un… un considerable boquete en el cráneo. En el hueso parietal derecho,

concretamente. Algún accidente, tal vez. O quizá una agresión. Quién sabe. Han pasado cuatro o cinco mil años desde su muerte y supongo que será difícil establecer en qué circunstancias se produjo. ¿Qué es lo que ve usted de raro en eso, señor Dernev? —Lo raro son esos ocho puntos repartidos alrededor del borde de la fractura. Se trata de pequeños orificios. Como los que habrían servido de alojamiento a ocho pequeños tornillos que sujetasen una placa metálica tapando el boquete. La profesora estudió con atención los puntos señalados por su alumno. —Bien… podría ser eso o algo totalmente diferente. En todo caso… aunque mi fuerte no es la historia del Antiguo Egipto, tengo entendido que los egipcios… ¡ejem…! poseían algunas técnicas quirúrgicas muy avanzadas. Tal vez en vida, nuestro sujeto llevase, como usted sospecha, una placa metálica en el cráneo. —Lo mío no es una sospecha, profesora. Es una certeza — afirmó el muchacho—. Porque, fíjese qué curioso: En uno de los agujeros… en este, concretamente, aún permanece alojado el tornillo. La profesora se acercó aún más a la pantalla del monitor. Acto seguido, tecleó unas instrucciones en el ordenador asociado al escáner hasta conseguir ampliar la zona elegida. —Caramba, Dimitri… juraría que tienes razón. Parece un tornillo, sí. Sin duda. —¿Ya conocían los antiguos egipcios el tornillo? —preguntó otro de los alumnos.

—Reconozco que mi fuerte… no es la historia de los tornillos… —comenzó a decir la profesora Ivaskaia. —Lo más llamativo —interrumpió de nuevo Dimitri— es que no parece en absoluto un tornillo fabricado hace cinco mil años. Para empezar, a simple vista se comprueba que, pese a su pequeño tamaño, posee una perfección industrial. Pero, por encima de todo, hay un detalle revelador. Si hemos de atender a la lectura del espectrómetro, nuestro tornillo tendría una densidad de cuatro con cincuenta y cuatro. Exactamente. —¿Y eso significa…? —preguntó la profesora. —Titanio. —¿Titanio? —Titanio de calidad quirúrgica, para ser más exactos. La profesora y el resto de los alumnos pasearon la vista de un monitor a otro, confirmando así las palabras de Dimitri. —Pero… eso no es posible —concluyó la señora Ivaskaia. —Es lo malo de la realidad: Que le importa un bledo lo que usted piense de ella —ironizó un sonriente Dimitri—. Ese tornillo es de titanio, le parezca a usted imposible o no. Y las consecuencias de esa certeza solo pueden ser dos: O acabamos de hacer un descubrimiento revolucionario en el estudio de la civilización del antiguo Nilo o… —O la momia que exhibe nuestro museo egipcio… es un fraude total y absoluto —concluyó Catalina Ivaskaia.

LENINGRADO

—Naturalmente, la opción correcta era la número dos. Alguien estafó a nuestro museo vendiéndole una momia egipcia falsa —comentó Goliatkin como conclusión de su relato—. Y esa es la razón de que el joven Vostok y yo estemos aquí. Bareta enarcó una ceja antes de dirigirse a su colega ruso. —A ver si lo entiendo: La policía de San Petersburgo decide enviarles de vacaciones a España a usted y al joven Vostok para que investiguen una posible estafa al museo egipcio de su ciudad llevada a cabo hace… ¿cuánto tiempo? —Eeeh… Once años. —Once años —repitió Bareta, con toda la intención. —Sí. Lo recuerdo porque entonces la ciudad aún se llamaba Leningrado. Se recuperó el antiguo nombre en el noventa y uno. Bareta metió las manos en los bolsillos de su pantalón y le habló al ruso casi de perfil. —Ya… Mire, Goliatkin, si no quiere decirme qué los ha traído realmente aquí a usted y a ese muchacho que más parece un bailarín del Bolshoi que un policía, no me lo diga. Pero no me tome por tonto. ¿De acuerdo? Goliatkin miró a Germán Bareta unos instantes, esbozó un amago de sonrisa y asintió con un casi imperceptible movimiento de cabeza. —Por cierto —dijo después, suavemente— el Bolshoi está en Moscú. El ballet de San Petersburgo… —Ya lo sé —cortó Germán Bareta—. Es el del Teatro Mariinski, aunque mucha gente lo sigue llamando Kirov como en la época soviética. Dije Bolshoi para que la frase quedase más redonda. El ruso alzó las cejas.

El ruso alzó las cejas. —Admirable. Nunca pensé que un policía español conociera ese detalle. —Es que me casé con una bailarina de clásico. —¡No me diga! Un policía y una bailarina. Una pareja casi imposible. —Se equivoca: Una pareja totalmente imposible. María y yo tardamos seis años en rendirnos a la evidencia. Luego, nos divorciamos deprisa y sin rencores. Pero en esos seis años yo aprendí a disfrutar con Giselle, El corsario y El lago de los cisnes. —Es usted un pozo de sorpresas, Bareta. —Usted, en cambio, es un completo misterio, Goliatkin. Los dos hombres se volvieron entonces hacia el joven acompañante del ruso. El chico le hacía señas a su jefe para que se le acercase. —Disculpe, inspector —murmuró el oficial. Cuando Goliatkin llegó junto a él, el muchacho le habló quedo y en su idioma natal: —Realmente, sí hay en este museo una pieza egipcia, aunque solo una, al parecer. Mire allí, teniente. Señaló una figura menuda, de apenas unos tres palmos de altura, totalmente envuelta en vendajes que debieron de ser blancos en su día. —Ya veo —confirmó el policía—. Parece una momia de ibis. Aunque suelen tener un tamaño mayor. —Será una cría de ibis. Los egipcios los adoraban. El ibis era la mascota más habitual en la civilización egipcia y cuando

la mascota más habitual en la civilización egipcia y cuando morían, sus dueños los mandaban embalsamar como a las personas de alto rango. No es una pieza de gran valor porque las hay a miles repartidas por todos los museos del mundo, pero… de todo cuanto veo aquí, es la única que pertenece al Egipto de los faraones. —Bien, chaval. Buen ojo. Goliatkin se aproximó hasta el ibis, que reposaba sobre una tosca peana de madera, sin protección alguna. Durante unos instantes, lo contempló con atención. Luego, lo cogió con la mano derecha. —¡Eh! ¿Qué hace? —gritó el viejo fraile, que no les había quitado el ojo de encima ni un instante—. ¡Suelte eso ahora mismo! —Pierda cuidado, hermano —dijo Bareta, sin ningún entusiasmo—. El señor Goliatkin sabe lo que hace. Es un auténtico experto. —Pero, oiga, es que los objetos expuestos en un museo no se tocan. El ruso inspeccionó el ibis con atención durante unos segundos. Luego, volvió a colocarlo en su lugar, cuando ya el anciano se le acercaba echando chispas. —Haga el favor de no tocar nada más —gruñó el jesuita—. ¡Y ahora, fuera! ¡Fuera de aquí! —Tranquilícese, que ya nos vamos —respondió Goliatkin, iniciando el camino hacia la salida. Cerca de la puerta se volvió de nuevo hacia el fraile. —¿Puede decirme quién se encarga de la restauración de los materiales del museo?

materiales del museo? —¡Ni lo sueñe! —Hermano… —murmuró Bareta, agitando su credencial con parsimonia—, recuerde que su obligación de buen cristiano es colaborar con las autoridades. El anciano apretó los dientes; parecía dispuesto a resistirse pero claudicó al cabo de unos segundos. —Un antiguo discípulo del padre Pérez-Balaguer. Urgel, se llama. —Ah. ¿Don Pablo Urgel? —preguntó entonces el policía ruso—. ¿El taxidermista? —El mismo, sí —respondió el anciano, sorprendido—. ¿Lo conoce? —Desde luego. Es una eminencia en su oficio. ¿Sigue teniendo su taller en el número doce de la calle de los marqueses de Torresecas? —Pues… sí. Exactamente allí, sí. —Muchas gracias. Cuando dejaron atrás el antiguo seminario, Bareta se sonrió. —No piense que me ha impresionado, Goliatkin. Es el truco más viejo del mundo. —No he dicho que no lo sea. —¿Dónde ha visto el nombre de ese tal Urgel? —En la base de la peana del ibis. Había una chapita con el nombre y la dirección. —¡Qué coincidencia! Goliatkin gruñó, antes de continuar: — Yo no creo en las coincidencias, Bareta. Por eso me

— Yo no creo en las coincidencias, Bareta. Por eso me gustaría visitar ahora el taller de ese taxidermista. —Ya lo imaginaba. Es allí adonde vamos. —Oh. Bien. Es usted rápido en sus decisiones. —Calle de los marqueses de Torresecas, número doce ¿verdad? —Así es. —Hablando de coincidencias: Precisamente allí, en esa misma casa, es donde tiene la consulta mi dentista. —Bueno, supongo que eso sí será una mera casualidad. Durante el siguiente minuto, caminaron en silencio. Al final de ese tiempo, Goliatkin se aflojó el nudo de su corbata. —¿Está muy lejos? —preguntó—. Empieza a apretar el calor. —No, no se preocupe. Ni siquiera hay que salir de los límites del barrio. Diez minutos más. El joven estudiante de policía se dirigió en ruso a su jefe, que respondió con un monosílabo. —¿Qué dice el chico? —preguntó Bareta. —Díselo tú mismo, Alexei —fue la respuesta. Ante la sorpresa de Bareta, que no contaba con ello, el joven ruso se expresó en un correcto castellano. —Decía que… no entiendo cómo los españoles pueden soportar esto. El calor, digo. —Procuramos vivir de noche —fue la respuesta del inspector —. Ese es el secreto.

MALVA Y EL PALACIO

MALVA Y EL PALACIO Como recién llegado al mundo del trabajo asalariado, yo acababa de descubrir que uno de los grandes placeres del empleado, aparte de cobrar su sueldo puntualmente, es la pausa diaria para el almuerzo. Y aquella mañana, la pausa prometía ser gloriosa porque Malva me había asegurado la noche anterior que pasaría a tomar el café con nosotros. Y la única razón que yo podía imaginar para que ella hubiese tomado esa decisión era la de que quería ligar conmigo. Por fin. Supongo que no será necesario aclarar que Malva Contreras es condenadamente atractiva y condenadamente inteligente. Para mí, solo tiene un defecto: Antes de que yo me diese cuenta de lo muy sexy e interesante que era, hacía ya tiempo que compartíamos una buena amistad. Y, claro, ahora no encuentro el momento de decirle que, si por mí fuera, mandaría a la porra nuestra amistad; que lo que ocurre es que estoy perdidamente enamorado de ella. Y que daría lo que fuera a cambio de un puñado de esos besos apasionados y furiosos que otros le roban, quiero pensar que sin que ella sea realmente consciente. Durante un tiempo ya demasiado largo, he esperado que Malva me diese alguna señal de sentir por mí algo siquiera parecido a lo que yo siento por ella. Pero lo cierto es que los meses pasan y, para mi desgracia, sigue considerándome tan solo su mejor amigo mientras no deja de ligar con todos los tíos que se le ponen a tiro. Yo hago como que no me importa o como que no me doy cuenta de nada. Supongo que tengo miedo. Miedo de descubrir que no puedo ser otra cosa que eso: el amigo de la chica. Ese

papel que en el reparto de las películas se reserva a un actor estúpido y bobalicón mientras el verdadero protagonista la enamora hasta los tuétanos y la hace vibrar de pasión. A veces pienso que soy un imbécil; que, para estar así, sería preferible salir de dudas, decirle que no puedo vivir sin ella y aguantar lo que venga, incluso la decepción más atroz. Pero no. No me atrevo. Puedo seguir viviendo con la duda de que quizá me quiera aunque aún no lo sepa; pero no creo que sobreviviese a la certeza de que tengo que conformarme con ser para siempre su viejo compañero de la infancia. A veces, Malva me cuenta cosas que yo no habría querido saber jamás. Nos vemos casi a diario. Durante el curso, porque siempre hemos ido a la misma clase, y en tiempo de vacaciones, porque vivimos en la misma calle. Es una tortura. Desde hace meses, cada vez que me cruzo con ella o sé que vamos a coincidir, el corazón se me agarra a la garganta, me cuesta respirar y creo que me va a dar un síncope. En ocasiones, creo percibir destellos de esperanza: Una frase ambigua, una mirada, una carantoña más cariñosa de lo habitual… Más tarde, al recordarlo fríamente, todo eso me parece nada y, por el contrario, enorme la distancia que nos separa. Estoy hecho un lío. —¿Dónde quedaste con Malva? —Aquí mismo, en la puerta del palacio. Aunque, si se retrasaba, le dije que estaríamos en la tasca de Fuenclara. —Pues vamos para allá porque me muero de hambre —gruñó

Biela. —Espera un poco. Tiene que estar al caer. —¡Eh! ¡Nicolás! Me volví sorprendido, en busca de la voz que me llamaba. No era la de Malva, desde luego. Pero sí me resultaba conocida. —Ho… hola, señor Bareta. —¡Qué señor Bareta ni qué leches de cabra! ¡Inspector Bareta, que estoy de servicio! ¡Ja, ja, ja…! Le tendí la mano, pero Germán Bareta la apartó de un manotazo y me abrazó con tal contundencia que casi me desmonta la pelvis. —¡Chico, qué alegría…! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué tal están tus padres? —Pues… están bien. Como siempre, vamos. —Bueno, bueno… ¿Y qué? ¿Qué demonios te trae por aquí? —Pues… estos amigos y yo, que estamos sacándonos unas pesetillas con un trabajo de verano. Me pareció que al inspector Bareta se le empañaba la mirada. —Caray… Eso significa que ya has cumplido los dieciséis. Cómo pasa el tiempo. Pensar que te conocí cuando aún cagabas los pañales… —Cierto —dije, rogando para mis adentros que no empezase a contar intimidades de cuando yo era un bebé, como hacen la mayoría de los adultos. —¿Y en qué estáis trabajando? Si no es un secreto, claro. —No, claro que no. Estamos trabajando para el tío de mi amigo Max, que es taxidermista. Creo que aún no había terminado la frase cuando noté que Germán Bareta fruncía el ceño de un modo casi furioso.

—Taxidermista, dices… —Sabe usted lo que es, ¿no? —Sí, desde luego. Y cayó en un silencio incómodo como la cama de un faquir, que finalmente rompió uno de sus acompañantes con un carraspeo. El policía parpadeó. —¡Ah! Nicolás… —dijo— os voy a presentar. Estos señores son… dos colegas rusos. Vladimir y Alexei. Nos conocimos en un congreso de INTERPOL y han venido de… de turismo. Les estoy sirviendo de guía. Este es Nicolás y sus amigos… sus amigos… Tardé cinco segundos en reaccionar. —¿Eh? ¡Ah! Esto… Gerardo y Max. —Hola. —Hola. —Hola. ¿De veras es inspector de policía? —le preguntó Max. —No, hombre. Soy inspector del gas, no te fastidia… ¡Pues claro que soy policía! —El inspector Bareta es un amigo de mi familia… —comencé a explicar. —Eso no es exacto, Nicolás —me cortó él—. Lo que soy es tu padrino. —¡Ah, sí…! Es cierto. La verdad es que no me acordaba de ese detalle. Como no me hace usted jamás ningún regalo… Bareta se echó a reír a carcajadas. —¡Qué cabrito te has vuelto! Aunque, la verdad es que tienes toda la razón, Nicolás. Y lo siento; pero es que el sueldo de policía no da para ser un padrino espléndido. Pero te llamo siempre por teléfono para felicitarte por tu cumpleaños. —Eso es cierto —reconocí.

—Eso es cierto —reconocí. —El padre de Nico y yo —comenzó a explicar Bareta— somos grandes amigos. Nos conocimos haciendo el servicio militar en los regulares de Melilla. Nos destinaron durante cuatro meses al destacamento de las islas Chafarinas y de allí volvimos ya inseparables… La frase quedó en suspenso cuando la mirada del inspector saltó por encima de mi hombro. Antes de que yo pudiese apercibirme de lo que ocurría, él volvió a hablar, en un tono mucho más bajo. —Quieto todo el mundo. Volveos disimuladamente y mirad lo que se acerca desde el fondo de la calle. ¡Menuda chavala! De esas que solo se ven en las revistas. No necesitaba volverme para saber de quién hablaba Bareta, aunque lo hice de todos modos. —Se trata de una amiga nuestra, inspector. Lo digo para que no suelte usted ninguna burrada de la que tenga que arrepentirse. —Ah. Has hecho bien —susurró mi padrino, sin apartar la mirada de la chica de mis sueños.

MALVA Allí estaba. Malva calzaba sandalias y vestía un vaquero corto y una camiseta de color indefinido con un mensaje atrozmente feminista sobre las… sobre el pecho. Por suerte, la calle de Torresecas apenas tenía circulación. De lo contrario, se habría producido un atasco a su paso. —¡Malva! —grité—. ¡Estamos aquí!

—¡Malva! —grité—. ¡Estamos aquí! —Malva —repitió Bareta—. ¿Qué nombre es ese? —Nunca lo he sabido. Su padre dice que lo sacó de una carta de colores. Ella sonrió —tenía una sonrisa como la luna menguante— y se dirigió hacia nosotros sin apresurarse. —Esta es nuestra amiga Malva —dije, cuando llegó hasta nosotros—. Malva Contreras. No hizo falta seguir con las presentaciones. De inmediato, el inspector Bareta se le acercó y le estampó dos sonoros besos en las mejillas. —Encantado, jovencita. Soy Germán, el padrino de Nicolás. Sus amigas son mis amigas. —¿Padrino? —preguntó ella—. Creía que Nicolás no estaba bautizado. —Y no lo está. Soy su padrino… honorario, digamos. —Hizo la mili con mi padre —expliqué—. Estando en las Chafarinas se prometieron mutuamente ser los padrinos de sus respectivos hijos. —Solo de los primogénitos —aclaró Bareta. —¡Ah, claro! —exclamó entonces Malva—. Es el policía, ¿verdad? Recuerdo haber oído hablar de usted en casa de Nicolás. El que durante la mili se gastaba la paga entera en coñac. ¿No es eso? Germán Bareta se quedó instantáneamente serio. —Eso es absolutamente falso —masculló—. Me la gastaba en ron. Ron del bueno. —Estupenda precisión, inspector —comenté. —Pues sí, lo es. Porque al precio que iba el buen ron, os puedo

—Pues sí, lo es. Porque al precio que iba el buen ron, os puedo asegurar que nuestra mísera paga de cabos de reemplazo no daba para muchas borracheras. De hecho, cualquiera de mis compañeros os podría garantizar que yo era el más sobrio del destacamento… Entonces, el inspector Bareta se percató de que Malva ya no le prestaba atención. Y es que, acababa de descubrir, tras el teniente de policía ruso, a su joven y rubio ayudante. —Hola. ¿Quién eres tú? El ruso se retiró de la frente el flequillo con un movimiento de la cabeza y sonrió. Biela me miró de reojo, con un puntito de compasión, y chasqueó la lengua. —Me llamo Alexei. Y estoy encantado de conocerte… Malva. Malva se alzó sobre las puntas de los pies para darle los dos besos de rigor. Pero se armaron un cierto lío y acabaron rozándose los labios. —Disculpa —dijo el rubio—. Es que en mi país siempre se dan tres besos. —Una estupenda costumbre —dijo Malva, mirando a Alexei como si ninguno de nosotros existiésemos. —¡Eh, tío! ¡Tío Pablo! Los gritos de Max empujaron nuestra atención hacia el portalón del palacio de Torresecas, bajo cuyo umbral acababa de aparecer don Pablo Urgel. El taxidermista contemplaba el grupo que formábamos nosotros tres, los rusos, Malva y mi padrino con cierta estupefacción. Creo que, durante un segundo, estuvo a punto de escabullirse y regresar al interior del portal pero, por fin, sintiéndose observado por todos,

al interior del portal pero, por fin, sintiéndose observado por todos, alzó el brazo derecho y accedió a acercarse. Las presentaciones, los apretones de manos, las sonrisas y los besos en las mejillas se repitieron como en las tomas falsas de una mala película de cine. Nuestro grupo aumentaba poco a poco de tamaño y la estrecha calle de Torresecas empezaba a parecer el camarote de los hermanos Marx. —De modo que usted es don Pablo Urgel, el taxidermista — recuerdo que preguntó el teniente de policía ruso cuando se lo presentaron. —Pues… sí. —Es un placer conocerle. Por extraño que le parezca, había oído hablar de usted. —¿Ah, sí? —Sí. El amigo Bareta acaba de mostrarnos el Museo PérezBalaguer. Allí, una especie de conserje vestido de luto nos ha hablado muy bien de usted. El tío de Max intentó sonreír, pero yo me di perfecta cuenta de que la sonrisa se le quedaba entre los dientes, como jirones de carne guisada. Un tipo cojo y terriblemente mal encarado había salido de los cercanos billares Antraca y nos contemplaba desde la puerta con una expresión dura como el pedernal. También me pareció ver una sombra al otro lado del cristal de la puerta de la siguiente tienda, esa en la que vendían bacalao seco, ahumados y salazones. —¡Inspector Bareta! El policía se volvió de nuevo hacia el portal del palacio de Torresecas. Un hombre de mediana edad, con traje de lino de color

Torresecas. Un hombre de mediana edad, con traje de lino de color crudo y sombrero panamá, se nos acercaba desde allí. —¡Hola, doctor Aspid! —¿Qué le trae por aquí? —preguntó el recién llegado, estrechando la mano de Bareta—. Que yo recuerde, no tenemos cita hasta la próxima semana. El lunes, ¿verdad? —Pasaba por casualidad cuando me he tropezado con mi ahijado, que es este buen mozo y, luego, han ido apareciendo otras personas y… bueno, la verdad es que resulta demasiado largo para contarlo. —Nosotros íbamos a almorzar —dijo entonces Biela, en voz muy alta—. ¿Por qué no nos acompañan a la tasca? Tiene aire acondicionado. —Estupenda idea —corroboró mi padrino—. ¡Señoras y señores! ¡Todo el mundo a la tasca de Fuenclara! La tasca de Fuenclara ocupaba un sótano en la cercana calle de los condes de Fuenclara al que se accedía por una escalera tan estrecha que alguien de las dimensiones de Biela corría el riesgo de quedarse encajado entre las paredes. Tras los diecisiete escalones, se desembocaba en un local diminuto pero demostradamente elástico; en el que siempre cabía alguien más. Almorzamos opíparamente grandes dosis de colesterol disfrazado de morcillas, chorizos, huevos rotos y otras lindezas semejantes. Nosotros pedimos refrescos y cerveza sin alcohol, pero entre los cinco adultos se cepillaron dos botellas de tinto del Somontano. Con los cafés, convencimos a Goliatkin para que nos cantase ‹‹Ochichornia›› a capella. Nunca debimos hacerlo. Hasta ese momento, yo pensaba que todos los rusos sabían cantar. Eso

sí, al concluir su interpretación, le aplaudimos con entusiasmo. Lo peor: Malva y Alexei prácticamente hicieron la guerra por su cuenta. Se sentaron aparte, se rieron aparte… Esa mañana comprobé lo sabias que son las leyes penales. Si el asesinato no estuviera castigado con pena de reclusión mayor, creo que no habría podido resistir la tentación de intentar estrangular al ruso. Cuando dimos por terminado el ágape, eran cerca de las doce y media. La mañana estaba ya agonizante. Solo quedaba rematarla. —Tenéis que volver a vuestra tarea —nos indicó el señor Urgel —. Y yo también debo regresar a lo mío. —¿Y ustedes? —preguntó el doctor Aspid a los policías. —Nosotros —respondió inmediatamente Goliatkin, dejando a Bareta con la boca entreabierta— pensábamos visitar el palacio árabe de La Aljafería. Nos han asegurado que es maravilloso. —Lo es, señor Goliatkin —confirmó el dentista—. Lo es. Maravilloso. Ya de nuevo en la calle, justo antes de despedirnos, una sonrientísima Malva, que no dejaba de comerse a Alexei con los ojos, nos propuso un plan irrechazable. —¿Sabéis que mañana hay fiesta en Veterinaria? —nos dijo—. Podríamos ir. —Yo creía que los de Veterinaria solo organizaban esas fiestas a lo largo del curso —replicó Max. —Hacen nueve durante el curso y esta como despedida, que promete ser la caña de España. Las fiestas de Veterinaria eran absolutamente demenciales y difícilmente descriptibles.

Organizadas desde tiempo inmemorial por los estudiantes de tercer curso de la Facultad de Veterinaria para recaudar fondos con destino a su viaje de paso del Ecuador, duraban doce horas, de nueve de la noche a nueve de la siguiente mañana, y se desarrollaban en el edificio de la facultad, cuyos vestíbulos y pasillos se convertían por unas horas en la discoteca más salvaje de la ciudad. —¿Iremos? —¡Naturalmente que iremos! —dije, encantado ante semejante perspectiva. —¡Hecho! —dijeron al unísono Biela y Urgel. —Ya contaba con ello —concluyó Malva—. Por cierto, que me he permitido invitar a Álex. Seguro que no ha visto nada igual en su vida; y así se lleva un buen recuerdo de España. ¿No creéis? —¿Álex? —preguntó Biela—. ¿Quién es Álex? —El ruso joven —murmuró Max, dándole un codazo e intentando que yo no lo notase. Pero claro que lo noté. Traducido al cristiano: La mujer de mis sueños estaba intentando ligar en mis propias narices con un tipo seis años mayor que yo, dos palmos más alto que yo, bastante más guapo que yo, absolutamente más rubio que yo y con los ojos mucho más azules que los míos. La verdad, no sé qué podía ver Malva en aquel tipo. Definitivamente, a las mujeres no hay quien las entienda. Y ahí seguía, pendiente de él, como si los demás no existiésemos. —Pasaremos a buscarte por el hostal a eso de las nueve.

—Pasaremos a buscarte por el hostal a eso de las nueve. Iremos a cenar algo y, después, a la fiesta. Sin prisa. Realmente aquello no se anima hasta pasada la medianoche. —Bien. —Porque… ahora tú tendrás que trabajar, claro. —Sí. —No, Alexei —corrigió de inmediato Goliatkin, que estaba al quite—. Realmente, ya no hay nada interesante que puedas aprender hoy a mi lado. Al escuchar aquello, a Malva se le iluminó la cara. —Yo pensaba pasar el resto del día en la piscina. Si tu jefe te da permiso, podías venir conmigo. Así tomabas un poco el sol, que creo que en tu país es un bien escaso. —Es que… no se me ha ocurrido echar un bañador entre el equipaje. —Por eso, no te preocupes —replicó Malva—. Creo que eres de la misma talla que mi hermano. Alexei buscó con la mirada al teniente Goliatkin, quien asintió con un gesto. Mientras Biela, Urgel y yo regresábamos al lóbrego palacio de Torresecas, Malva y el ruso se alejaban calle adelante, entre risas, camino de alguna de las piscinas municipales. —Hacen buena pareja —murmuró entonces Max. —¿Qué eres tú? —salté de inmediato—. ¿Un amigo o una rata traidora? —La verdad es la verdad, Nico. Aunque duela. Seguramente tenía razón. Y aquella verdad dolía como el mordisco del hombre-lobo.

mordisco del hombre-lobo.

BILLARES ANTRACA Tras despedirse de Nicolás, de Gerardo, de Malva, de Alexei, de don Pablo Urgel y del doctor Aspid, el inspector Bareta y el teniente Goliatkin permanecieron unos instantes frente a la fachada del palacio de Torresecas. El ruso inspeccionaba el edificio minuciosamente, como si estuviese anotando en su memoria todos los detalles. —¿Juega usted al billar, Germán? Bareta se sorprendió. Era la primera vez que el ruso le llamaba por su nombre de pila. —No. No sé jugar al billar. —Vamos. Yo le enseñaré. Sin esperar réplica, Goliatkin cruzó la calzada y se dirigió a la entrada del salón de billares Antraca. Ocupaba un semisótano grandísimo, oscuro incluso en pleno día y con excesiva humedad para la práctica del billar de alta competición. Pero, eso sí, disponía de algunas mesas de magnífica calidad. El ruso no optó por una de esas sino por otra de billar americano, con troneras, situada prácticamente en el centro de la sala. Eligió dos tacos y le alargó uno al español. — Yo invito —dijo Bareta, introduciendo en la ranura una moneda de cien pesetas. Tiró luego del mando y las bolas cayeron en la bandeja inferior con un estrépito que se les antojó escandaloso en medio del ambiente callado y espeso del local. Sin embargo, los doce clientes del establecimiento, todos ellos

Sin embargo, los doce clientes del establecimiento, todos ellos adolescentes, ni se inmutaron. —Empiece usted —rogó el ruso, tras colocar en su lugar las dieciséis bolas. Bareta golpeó la bola blanca que, a su vez, deshizo el triángulo que formaban las demás. —Su turno, Vladimir. El ruso jugaba como un campeón. Sin apenas titubeos, coló en las troneras cinco bolas seguidas, con una precisión escalofriante. Luego, deliberadamente, falló una carambola muy fácil. —Le toca, Germán. Tómese su tiempo. —Bien. El inspector dio varias vueltas a la mesa en busca de jugada, mientras el teniente, apoyada la barbilla sobre el taco, estudiaba disimuladamente el local. Bareta jugó y falló. —Pruebe otra vez —le dijo el ruso—. La bola cuatro en el rincón… No, hombre: En el otro rincón. —Aquel me parece más fácil. —Pero está más lejos. El bueno es el otro. —Ah. Esta vez, la carambola se completó y la bola número cuatro desapareció por la tronera. —¡Eh! ¡Lo he conseguido! —¿Lo ve? En este juego, lo principal es elegir bien la carambola. Bareta volvió a fallar la siguiente y Goliatkin le tomó el relevo metiendo cuatro seguidas.

metiendo cuatro seguidas. —Siga usted. —Pero si no ha fallado. —Siga. El ruso se acercó entonces al encargado del local, un tipo siniestro, cojo de la pierna derecha, ataviado con un largo mandil de cuero, con los bolsillos repletos de monedas. —¿Dónde están los servicios? —preguntó. —Aquí no hay servicios. Hay urinarios —contestó Custodio Antraca—. Al fondo, a la derecha. No se lleve el taco. Déjelo junto a la mesa. Tardó en volver Goliatkin más de cinco minutos. En ese tiempo, Bareta metió dos bolas de diecinueve intentos. Cuando regresó, el ruso acabó de una tacada con todas las bolas que quedaban sobre la mesa. —¿Nos vamos? —dijo a continuación. —Vaya por Dios. Ahora que le estaba cogiendo el aire a este juego… —ironizó Germán Bareta—. ¿Me deja tomarme la revancha con una partida de futbolín? —¿Futbolín? La revancha fue revancha y el inspector le ganó al ruso por nueve goles a uno. Pero Goliatkin encontró aquel juego divertidísimo. Al salir de la penumbra, la intensa luz del mediodía castigó dolorosamente las pupilas de los dos hombres. —¿Tiene usted gafas de sol, Vladimir? —No pensé en ese detalle —reconoció el ruso, cubriéndose los ojos con la mano. —Tenga las mías. Puedo pasarme sin ellas un par de días.

—Tenga las mías. Puedo pasarme sin ellas un par de días. Pero no se las lleve a Rusia. —Descuide. Y muchas gracias. —Tengo una curiosidad: ¿Dónde aprendió a hablar el castellano tan correctamente? Vladimir Goliatkin suspiró profundamente. Pareció evocar recuerdos ya lejanos. —Lo aprendí en casa. Mi madre era española y a mí siempre me hablaba en español. Ella fue uno de aquellos cientos de niños que fueron llevados a Rusia para librarlos de los horrores de la guerra civil española. Mi segundo apellido es Lozano.

SALAZONES ANTERO NECROMIO Caminaron por la acera hasta detenerse ante el escaparate de otro de esos comercios tan antiguos como la propia memoria de la ciudad: La tienda de salazones de Antero Necromio. —¿Qué son esas… cosas repletas de grandes agujeros? — preguntó el ruso, señalando unos objetos con forma de triángulo isósceles, de color marrón y, efectivamente, llenas de grandes agujeros. —¿Eso? Son lomos de congrio. Un pescado. Aquí tiene mucha tradición. Esta es una ciudad de interior y durante siglos solo fue posible consumir el pescado seco o en salazón. El congrio admite muy bien ser conservado así. Se seca y se ahuma y adquiere ese aspecto tan extraño, como… —Como una momia —completó Goliatkin. Bareta se sonrió.

—Ahora que lo dice, creo que así es. No tiene muy buena pinta, es cierto, pero le aseguro que una vez cocinado está delicioso. Goliatkin gruñó una media carcajada. —Es curioso. ¿Sabe cómo llaman coloquialmente a las momias quienes se mueven en el mundillo de la arqueología? —Ni idea. —Pescado seco. —¿Pescado seco? Una imagen un tanto repulsiva, ¿no cree? —Nunca lo había visto tan claro como ahora —dijo el ruso en tono misterioso.

SANTIAGO EL MENOR Ya que habían utilizado la excusa de visitar el palacio de la Aljafería, Bareta animó a su colega a caminar hasta allí, pero pronto descubrió que la resistencia del ruso frente al calorazo que esos días se había instalado en el valle del Ebro era incluso menor que la de los ejércitos de Napoleón frente al frío de la estepa rusa. Pronto se vieron obligados a hacer un alto en el camino. —¿Podríamos entrar aquí un momento? —dijo Goliatkin al pasar ante las columnas salomónicas que flanqueaban la puerta de entrada de la iglesia de Santiago el Menor. —Desde luego —concedió Bareta—. No sabía que le interesase el arte sacro católico. —Y no me interesa. Pero supongo que ahí dentro se estará

fresquito y habrá bancos para sentarse. Este calor me está matando. Eran los únicos visitantes de la iglesia y se sentaron en el último banco. La luz solar, que entraba como los dedos de Dios a través de los rosetones multicolores, cabalgaba sobre el polvo en suspensión para hacerse visible. Pese a ello, una penumbra fresca y grata era la dueña del interior del templo. —¿Ha renunciado a seguir la pista del taxidermista Urgel? — le preguntó Bareta a Goliatkin, tras unos minutos de reposo y recogimiento. —Ni mucho menos. Esta tarde tengo pensado hacerle una visita. Antes, formábamos un grupo demasiado amplio como para quedarme a hablar con él sin llamar la atención. Aunque, si he de serle sincero, no tengo muchas esperanzas de que una conversación con ese taxidermista me sea realmente útil. Dispongo de poco más de setenta y dos horas más antes de tener que regresar a mi país y mucho me temo que este va a ser un viaje perdido. —Si me dijera lo que busca exactamente, quizá podría ayudarle más y mejor de lo que lo he hecho hasta ahora. Goliatkin contuvo un escalofrío. La temperatura allí, dentro de la iglesia, era al menos diez grados inferior a la de la calle y el sudor se le estaba enfriando sobre la piel. —No, gracias, amigo Bareta. En realidad… mi misión es mucho menos oficial de lo que usted piensa. Es un favor que le estoy haciendo a mi amigo Konstantin Dadan, director gerente del Museo Egipcio de San Petersburgo. No puedo decirle más. O, mejor dicho, no quiero decirle más.

—Veo que le gusta ir por libre. Incluso se ha deshecho hábilmente de su ayudante. —Alexei ha sido otra de las concesiones que he tenido que hacer para poder realizar este viaje. Parece un buen chico. Listo, muy listo; pero, hoy por hoy, para mí no supone más que un estorbo. Me lo colocaron mis jefes porque habla español y, por lo visto, sabe mucho sobre el Antiguo Egipto de los faraones. Pero aquí de lo que se trata es de saber mucho de los sinvergüenzas de hoy en día. —Entiendo. Cuando los dos hombres regresaron a la calle, el sol caía a plomo sobre Zaragoza, como lava ligera. Eran las dos menos veinte de la tarde. —¿Y si nos olvidamos de la Aljafería y nos vamos a comer? —preguntó Bareta—. Por aquí hay varios restaurantes que ofrecen un buen menú del día por poco dinero. —Ustedes, los españoles, siempre pensando en comer. Bareta rió con ganas. —¡Pues claro! La vida es lo que media entre el café tras una comida y el aperitivo antes de la siguiente. Goliatkin movió la cabeza, resignado. —Hablando de comida, Bareta… ¿Dónde puedo comprar un pescado. —¿Un pescado seco? —No, no. Fresco. —En una farmacia, naturalmente. —¿Cómo dice? El inspector volvió a reír, aunque carraspeó de inmediato y

quedó serio. Quizá el calor le estaba afectando también a él. —Era una broma, hombre. ¿Dónde va a comprar un pescado? ¡En una pescadería, por supuesto! —¿Puede llevarme a una? Bareta miró de soslayo a su colega. No lograba encontrarle el sentido a nada de lo que hacía o decía el ruso. —Claro que puedo llevarle a una pescadería —respondió, consultando su reloj—. Todavía estarán abiertos los puestos del Mercado Central, que está muy cerca de aquí. En cinco minutos recorrieron un laberinto de callejones con salida en la calle del Cedro, que desembocaba directamente frente a una de las puertas laterales del Mercado de Lanuza, el antiguo mercado central de la ciudad. Germán Bareta condujo a Goliatkin hasta Pescados José Luis, el puesto preferido por María, su ex mujer. Allí, el ruso eligió una merluza estupenda, de casi dos kilos y medio. —¿Está fresca? —preguntó Goliatkin. —¿Que si está fresca? —repitió el pescadero, un tipo joven, de pelo rizado, con un aro de plata en la oreja, lo que le daba cierto aire de pirata—. Ayer, a estas horas, la pobrecilla nadaba en el Mar Cantábrico, ignorante de la suerte que le esperaba. ¿Cómo se la preparo? ¿A rodajas? ¿O le saco los dos lomos? —No, no… déjemela tal cual —respondió Goliatkin—. Entera. —¿Entera? ¿No le quito la cabeza, siquiera? —No, gracias. Está bien así. —Como quiera. Para mí, menos trabajo. Serán dos mil quinientas pesetas para usted. Por ser amigo del inspector.

Durante la comida, que hicieron en una cafetería cercana, no hablaron en absoluto de la investigación. Quizá por ello, resultó muy agradable y, llegando a los postres, Germán Bareta estaba ya convencido de que Vladimir Goliatkin era un buen tipo; raro, sí, como lo son todos los extranjeros, pero de buena pasta, y al que quizá la vida había llevado por tortuosos derroteros. Eran las tres y diez de la tarde cuando se pusieron en pie. Bareta pagó la cuenta. —Invito yo. —¿No debería coger la factura para justificar el gasto ante su jefe? —Le acabo de decir que invito yo, no mi jefe. Goliatkin miró un momento a su colega y, luego, le palmeó la espalda. —Gracias, hombre. Oiga… Supongo que a esta hora estarán cerrados los comercios. —Excepto las grandes superficies, sí. Aquí, nadie se pone en marcha antes de las cinco de la tarde. Muchos lo hacen incluso a las seis. —Hasta ahora, no entendía los estrafalarios horarios españoles. Pero está claro que, en verano y a las cuatro de la tarde, es inútil esperar clientes detrás de un mostrador. —Inútil y peligroso para la salud. Debería usted volver al hostal y cumplir con el rito de la siesta. —He leído maravillas sobre esa costumbre tan española. —No duerma más de media hora y, cuando despierte, se encontrará como nuevo.

encontrará como nuevo. —Creo que… voy a probar, sí. —Coja un taxi hasta su hostal. La mayoría llevan aire acondicionado. —Bien. ¿Quiere que le deje antes en alguna parte? —No, gracias. Mi comisaría queda en dirección contraria. —Me va a crear mala conciencia —dijo el ruso, con una sonrisa—. Yo me voy a echar la siesta y usted se marcha al trabajo. —¿Le cuento un secreto? Yo también voy a la comisaría a echar la siesta. Hasta mañana, Vladimir. Pasaré a recogerlos a primera hora. —De acuerdo. Se estrecharon las manos. Fue un apretón largo, que remataron con un par de palmaditas en el hombro, en un gesto que, sin llegar a ser un abrazo, sí resultó especialmente afectuoso. Al despedirse de Goliatkin, Bareta no pudo evitar un mal presentimiento; una inexplicable incomodidad, una mala sensación. No había razón aparente para ello pero, a veces, ese sexto sentido que tan habitualmente desarrollan los policías hacía acto de presencia.

EL PALO DE CIEGO Goliatkin se despertó en su cama del hostal con la cabeza pesada y la boca pastosa. En parte, por haber dormido una

pesada y la boca pastosa. En parte, por haber dormido una siesta mucho más larga de lo aconsejable y, en parte, por la escasa humedad relativa del ambiente, provocada por el continuo funcionamiento del aire acondicionado. Fue al baño y se echó agua por la cara. En la bañera, cubierta por tres bolsas de hielo que había comprado en la cafetería del propio hostal, reposaba la merluza adquirida en Pescados José Luis. Cuando salió a la calle eran las cinco y cuarto de la tarde y los termómetros marcaban cuarenta grados a la sombra. Cogió de nuevo un taxi, pues había comprobado que no era un medio de transporte excesivamente caro y sí muy cómodo. Le indicó al chófer la dirección del palacio de Torresecas. Al descender del vehículo, se refugió rápidamente en el portal. Y allí permaneció durante un buen rato intentando decidir qué hacer. Por fin, consultó los rótulos de los buzones para localizar el taller de taxidermia y comenzó a subir las escaleras del torreón. Lo acompañó la suerte. Antes de llegar al descansillo, oyó el sonido de una puerta al cerrarse. Intuyó que podía tratarse de su hombre, así que, con todo sigilo, deshizo el camino hasta esconderse bajo el primer tramo de escalones. Desde allí pudo ver a don Pablo Urgel, pues, en efecto, era él quien bajaba por la escalera tras abandonar su taller. El ruso lo siguió en completo silencio a través de diversas dependencias del palacio, todas ellas solitarias y tenebrosas, hasta llegar a una puerta disimulada en uno de los muros. Aunque el taxidermista la cerró tras él con llave, no le llevó mucho tiempo al policía forzar la cerradura con las ganzúas que

siempre llevaba encima. Al abrir la puerta apareció ante él una escalera lóbrega y estrecha que descendía a partir de ese punto. Goliatkin comenzó a bajar los escalones con todo cuidado. Cuando hubo contado treinta y su vista empezaba a acostumbrarse a aquella oscuridad casi impenetrable, pudo distinguir que se encontraba en una estancia que bien podía haber sido despensa o quizá, en tiempos, carbonera. Al otro extremo de esa sala se veía una puerta. Y tras la puerta, había luz. Cuando Goliatkin empujó la puerta, esta gimió lastimeramente. Don Pablo Urgel se volvió. No pareció asustarse. Ni siquiera pareció sorprendido. Se limitó a mirarle a través de sus gafas de sol. —¿Qué desea? —preguntó, tras unos instantes de silencio. El ruso observó la estancia con despreocupado detenimiento. Al hacerlo, sintió cómo se le erizaba el vello de la espalda. Casi no podía creer su suerte. En aquella sala enorme, del tamaño de un pequeño teatro, podían verse por doquier momias y sarcófagos del Antiguo Egipto. De inmediato se percató de que aquel descubrimiento resultaba mucho más interesante de lo que esperaba encontrar. Goliatkin alzó la bolsa de plástico que llevaba en la mano. —Buenas tardes, señor Urgel. Me preguntaba si… si podría disecarme esto. Urgel echó un vistazo al contenido de la bolsa y frunció el ceño. Se sintió desconcertado. De inmediato, intuyó que algo marchaba rematadamente mal, pero aún no sabía qué. —¿Una… merluza?

—Sí —confirmó el ruso—. La he pescado en el Ebro y quiero llevármela de recuerdo. Urgel parpadeó. Ahora ya estaba claro. Aquello era una trampa. Un truco de algún tipo. Un juego de ingenio. Algo así. —Podría disecarla, sí, desde luego, pero… verá: tengo mucho trabajo. Tal vez dentro de un mes o dos… —No dispongo de tanto tiempo —le interrumpió el ruso—. He de volver pronto a mi país. Don Pablo tragó saliva. —Bien… En ese caso, déjemela ahí y veré lo que puedo hacer. —Gracias. Liberado de la bolsa, el ruso cruzó los brazos y miró al señor Urgel. —¿No me va a dar un recibo? ¿Ni me va a tomar los datos? ¿Y si no vuelvo nunca más? Urgel afiló la mirada. —Sí, claro… vamos a ver… —cogió un talonario y un lapicero muy afilado—. ¿Su nombre? —Vladimir Goliatkin. Soy ruso. Y soy policía. —Oh, claro, ahora le recuerdo. Usted es quien esta mañana acompañaba a ese inspector… el padrino de Nicolás, el amigo de mi sobrino. —Así es. Urgel había roto a sudar. Goliatkin se dio cuenta de ello. —Bien, en ese caso… creo que sí. Que podré atender su petición. —Estupendo. Mis compañeros de la policía de San

Petersburgo se van a morir de envidia. Al escuchar aquello, Urgel dio un respingo; y no pudo evitar romper la mina del lapicero contra el cuaderno. —San Petersburgo —repitió. —Sí. La antigua Leningrado. La ciudad natal de Vladimir Putin, el nuevo presidente ruso. Pablo Urgel exhaló todo el aire de sus pulmones mientras asentía con la cabeza. Acababa de dar por hecho que todo había acabado. Bajó la vista y, lentamente, se frotó el puente de la nariz con la mano derecha. —De modo que… han encontrado el tornillo —balbució. Goliatkin no movió ni una ceja; pero estuvo a punto de saltar de alegría, al darse cuenta de lo que significaba aquella pregunta. En su respuesta trató de mostrarse perfectamente tranquilo y seguro de sí mismo. —Así es —dijo—. Unos estudiantes de la universidad escanearon el sarcófago y lo descubrieron. El taxidermista volvió a suspirar profundamente y, tras tambalearse levemente, buscó asiento en un taburete alto. — Yo dejé ahí ese tornillo de titanio —confesó. —¿Lo dejó a propósito? No fue un descuido, entonces. —No, no lo fue. —¿Por qué lo hizo? —Lo hice como una forma de… de expiación. Un modo de calmar en lo posible mi mala conciencia. Dejando ese tornillo, me aseguraba de que, tarde o temprano, alguien lo descubriría. —No ha sido fácil. La momificación del cadáver era magnífica. ¿Dónde aprendió esa técnica? —No la aprendí. La inventé y la desarrollé yo mismo, a partir

—No la aprendí. La inventé y la desarrollé yo mismo, a partir de libros en los que se describían los rituales del Antiguo Egipto de los faraones. En apenas un mes y medio, puedo darle a un cadáver el aspecto de una momia egipcia de hace cinco milenios. Puedo asegurarle que, incluso para un experto, no sería tarea fácil distinguir una momia auténtica de una de las que yo preparo. —Resulta asombroso. Pero dígame: ¿Quién era el muerto? ¿Quién se esconde bajo la falsa personalidad del Gran Sacerdote Mirahp-At-Ios de la decimotercera dinastía? Urgel lanzó un anzuelo a sus recuerdos y comenzó a tirar del hilo. —Mirahp-At-Ios —repitió—. No es más que un invento. Nos pareció una ingeniosa distorsión de su apellido: Mirapatios. Celso Mirapatios. Un pobre hombre, oscuro y limitado, que fue mi ayudante durante varios años y que llevó una vida miserable. —Sin embargo, tras su muerte y durante la última década, ha sido admirado por los miles de visitantes del Museo de San Petersburgo. —Curiosa paradoja, sí. Supongo que le habría gustado saber que ha sido un famoso post-mortem. —¿Le importaría hablarme de él? Pablo Urgel miró al policía ruso de hito en hito. Luego, se encogió de hombros. —¿Qué quiere que le diga…? Solo era un pobre hombre. No sé si llegó a ser consciente de que, a los ojos de los demás, era un monstruo; pero lo cierto es que lo era. Incluso para mí, sin duda. Un monstruo escalofriante. Y no solo por su monstruoso aspecto: flaco, altísimo y de manos enormes…

aspecto: flaco, altísimo y de manos enormes… Durante algunos minutos, el taxidermista fue desgranando detalles de la extraña existencia de Celso Mirapatios ante un Vladimir Goliatkin que aún no podía creer la suerte de haber resuelto tan complicado caso prácticamente por azar. —Una tarde —recordó don Pablo Urgel, poco después, acercándose al final de su relato— justo hace ahora once años, cuando yo ya creía que el pobre Celso era capaz de manejarse por sí solo con los productos químicos, confundió el cloruro sódico con la sosa cáustica y murió asfixiado por los vapores producidos, en un accidente del que yo siempre me he sentido único responsable. Goliatkin parpadeó. —Espere, espere un momento… ¿Lo dice en serio? ¿De veras cree que la muerte de su ayudante fue culpa de usted? —En efecto, ya le digo que siempre lo he creído así. —¿Y si yo le dijera que Celso Mirapatios no murió a causa de la inhalación de vapores tóxicos… sino que falleció estrangulado? El taxidermista experimentó casi una convulsión al escuchar aquello. —¿Qué? Estrangulado… ¡No es posible! —Le aseguro que lo es. Al analizar su… su momia, se pudo comprobar que tenía rota la tráquea. Urgel comenzó a caminar, muy nervioso, en torno a su mesa de trabajo, mientras se llevaba la punta de los dedos a las sienes. —Pero… ¿Qué me está diciendo? ¡Oh, señor…! Si eso fuera cierto… yo habría vivido engañado durante todos estos

fuera cierto… yo habría vivido engañado durante todos estos años. —En efecto. Aunque, desde luego, no fue usted el único que resultó burlado. —¡Ejem…! No, claro… pero, como verá, en este asunto nadie ha obrado de manera intachable. —Eso parece. Y ya que hablamos de ello… ¿Le importaría contarme cómo acabó el cuerpo de Celso Mirapatios en el Museo Egipcio de Leningrado? Creo que ya es lo único que me intriga. Urgel parecía a punto de caer en estado de ‹‹shock››. Miró a Goliatkin con los ojos vidriosos. —Eso… es un poco más largo y difícil de explicar. —No se preocupe por eso, don Pablo. No tengo prisa. No tengo ninguna prisa…

JUNIO DE 1989 Pablo Urgel entró en el taller del sótano cargando con dificultad con un envase de diez kilos de glicerina químicamente pura. De inmediato, sintió el sofocante olor de los vapores de la sosa cáustica en altas concentraciones; y, un segundo más tarde, descubrió el cuerpo de su ayudante tendido en el suelo. —¡Celso! —gritó, mientras sentía cómo un intenso picor se apoderaba de su garganta—. ¡Celso, por Dios! ¡Levanta! Estaba caído boca abajo, junto a los restos de dos grandes redomas hechas añicos. Pablo Urgel le dio la vuelta con dificultad y buscó

Pablo Urgel le dio la vuelta con dificultad y buscó infructuosamente el latido del pulso en su arteria carótida. Entonces, comenzó a toser espasmódicamente y tuvo que abandonar el cuarto. —¿Qué pasa, Urgel? ¿Qué son esos gritos? El taxidermista alzó la vista y reconoció a don Jaime, el director de la empresa para la que trabajaba desde hacía dos años. —Es mi ayudante… —explicó Pablo, con dificultad—. ¡Ayúdeme a sacarlo del taller, por lo que más quiera! Con gran dificultad, tratando de no caer ellos mismos víctimas de los vapores sofocantes, arrastraron fuera del laboratorio el cuerpo del desdichado ayudante y una vez allí le practicaron la respiración artificial. Sin embargo, fue inútil. No tardaron en convencerse de que la muerte se había apoderado irremisiblemente de Celso Mirapatios. Acuclillado, apoyada la espalda contra la pared, Pablo Urgel comenzó a gimotear. —Ha sido culpa mía, don Jaime —reconoció entre sollozos —. Pensé que Celso ya era capaz de distinguir los diferentes productos químicos. Habíamos establecido un código de colores, lo aprendió con rapidez y pensé que ya lo dominaba a la perfección. ¡No debí fiarme! —Bueno, bueno, Urgel, no pierdas los nervios… Sea por lo que sea, ha ocurrido un accidente y eso es algo que ya no tiene remedio. Ahora, hemos de buscar la manera de impedir que esta circunstancia se convierta en una catástrofe. —¿Cómo vamos a hacer eso? ¡Claro que es una catástrofe! ¡Por mi culpa ha muerto un hombre! ¿No lo entiende? Nunca

¡Por mi culpa ha muerto un hombre! ¿No lo entiende? Nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! Y lo más probable es que, además, acabe dando con mis huesos en la cárcel, don Jaime. ¡En la cárcel! Y no será porque no lo merezca… —Eh, eh, cálmate. Vamos a intentar que eso no sea así, Pablo. Sería una verdadera lástima que alguien tan brillante como tú viera su vida arruinada por un asunto como este. Al fin y al cabo, Celso era solo un… un débil mental. Un ser insignificante cuya desaparición nadie echará de menos. Pablo Urgel tragó saliva con dificultad. —Don Jaime, por Dios… No puede hablar en serio. Celso tenía sus limitaciones, claro, pero era un hombre. Una persona como usted y como yo. —¿Estás completamente seguro de eso? Yo no diría tanto. En el momento en que aquella bomba le arrancó media cabeza, creo que dejó de ser una persona como tú o como yo. —Pero… —Sinceramente, yo casi me alegro de que Celso nos haya dejado de este modo. Al fin y al cabo, no ha sufrido y… bueno, empezaba a preocuparme lo mucho que sabía de nuestro negocio. —En ese sentido era completamente inofensivo, se lo aseguro. Jamás se habría ido de la lengua… Don Jaime cortó la réplica del apesadumbrado disecador con un abrazo. —Pablo, Pablo… escucha: La organización está contigo. La empresa, quiero decir. Y estamos dispuestos a jugar fuerte, a apostar por ti, a conseguir que salgas con bien de este… desgraciado incidente. Vamos a tratar de imaginar que nada de

esto ha ocurrido. —¿De qué está hablando? —Celso Mirapatios era un hombre absolutamente oscuro. Puede desaparecer sin que nadie lo eche de menos. No tenía familia, ni amigos… — Yo era su amigo. —¡Claro! Y seguro que él no querría que ahora, por culpa de este lamentable accidente, su único amigo acabe entre rejas. Pablo Urgel sacudió la cabeza. —La muerte de un hombre no es fácil de ocultar. Don Jaime sonrió para sus adentros. Todo estaba saliendo a pedir de boca. —Eso, depende. Verás, estaba pensando… Esa técnica de momificación que has desarrollado con tan buenos resultados… Podría aplicarse a un cadáver reciente, como el de Celso ¿verdad? —Desde luego, pero… Oiga, ¿qué me está proponiendo? Don Jaime se acarició el mentón antes de continuar. —Casualmente, tenemos una petición del Museo Egipcio de Leningrado. Quieren una pieza grande, una momia con sarcófago. Los rusos pagan bien, hacen pocas preguntas y están muy lejos de aquí. Sería… perfecto. Pablo Urgel miró a su jefe de hito en hito. —No puedo creerlo. ¿Me está proponiendo que… que hagamos pasar a Celso por una momia egipcia? —¿Por qué no? ¿No confías en tus conocimientos? —Sí, claro que sí. Mi técnica funciona a la perfección, usted lo sabe. A primera vista no habría problemas; nadie notaría la

diferencia, pero… un estudio minucioso del cuerpo sí revelaría la verdad de inmediato. —Vamos… ¿Por qué razón iban los rusos a hacer un estudio minucioso? El museo quiere la momia para exponerla al público y justificar su presupuesto de gastos de este año. Piénsalo. Todo Leningrado pasará ante tu obra; la admirarán sin apercibirse de que la momia, que ellos creen de cinco mil años, en realidad solo tiene cinco semanas de antigüedad. Incluso podemos rendirle un pequeño homenaje a Celso. Diremos que se trata de la momia del alto sacerdote Mirahp-At-Ios. —¿Se ha vuelto loco? ¡Es una pista clarísima! —¡Ni mucho menos! —exclamó don Jaime, riendo—. El idioma ruso no tiene apenas ningún parecido con el español. Incluso utiliza un alfabeto distinto. Nadie se dará cuenta de la broma. Será nuestro secreto. Urgel miró a su jefe con una mezcla de admiración, temor y agradecimiento. —Es… es un plan muy brillante, don Jaime. Brillante pero arriesgado. Y usted parece dispuesto a correr el riesgo de ser descubierto, poniendo a su empresa en peligro… tan solo por salvarme. —Naturalmente, Pablo. Naturalmente. Esta empresa es como una gran familia y todos debemos ayudarnos mutuamente en caso de necesidad. Hoy por ti, mañana por mí. —Yo… no sé qué decir salvo que… si su plan funcionase, yo le quedaría eternamente agradecido, don Jaime. —Lo sé, lo sé… y cuento con ello. Cuento con que pondrás tus conocimientos y tu experiencia al servicio de nuestro

negocio. Así, todos saldremos beneficiados. Todos. —Por supuesto. Por supuesto que sí. —Bien… Ahora, deberías ponerte a trabajar en el cuerpo del pobre Celso, para iniciar el proceso de momificación cuanto antes. Y, desde luego, pienso que lo más seguro es que lo lleves a cabo aquí mismo, en el sótano. —Sí, claro, claro… conviene ser discreto. Muy discreto. —Puedes utilizar el sarcófago y los lienzos de esa última momia que trajimos de Alejandría. La número sesenta y cuatro. No es gran cosa, ni tiene excesivo valor ni figura en ninguno de los catálogos que manejan los museos.

DON JAIME Don Pablo había terminado la narración de aquellos recuerdos con un sabor terriblemente amargo en la boca. —Y ahora… después de todo este tiempo, viene usted a contarme que Celso no murió a causa de un accidente del que siempre me he sentido responsable sino que murió… asesinado. El teniente Goliatkin había fruncido el ceño hacía un buen rato, apenas iniciado el relato del taxidermista, y ya no parecía capaz de desprenderse de esa expresión. —Así es. Tal como yo lo veo, alguien estranguló a su ayudante y luego rompió contra el suelo los envases que contenían la sosa cáustica, para simular su muerte por asfixia química. —Alguien… —repitió Pablo Urgel, cerrando los ojos;

después asintió—. Siempre me he preguntado de dónde venía don Jaime cuando apareció tan oportunamente esa tarde. Llegó doblando la esquina del pasillo del fondo. No venía, por tanto, de su despacho. No venía de ninguna parte. Estaba allí, escondido, esperando que yo encontrase el cuerpo de Celso Mirapatios… al que posiblemente él acababa de asesinar. El ruso guardó silencio durante unos instantes. —Un plan muy hábil, el de su jefe, ese don Jaime. Ideó un crimen del que usted se ha considerado siempre culpable. Luego, le ayudó a salir del atolladero asegurándose así su eterna gratitud. Una gratitud que se traduce en tener a su disposición sus excepcionales conocimientos como taxidermista y su prodigiosa técnica de momificación acelerada. —Sí… —reconoció Urgel, cabizbajo—. Supongo que se puede resumir de ese modo. —¿Para qué? —preguntó el policía. —¿Cómo? —No acierto a adivinar qué tipo de empresa necesitaría los servicios de alguien como usted. ¿Una especie de… funeraria, quizá? —No. En realidad, es una empresa de intermediación. Compramos y vendemos piezas arqueológicas del Antiguo Egipto. Momias, especialmente. Se trata de un mercado en expansión. A pesar de los esfuerzos del gobierno egipcio, son miles las momias extraídas de las excavaciones arqueológicas de su país que van de aquí para allá, que unos museos venden a otros, que particulares venden a museos, que se importan legal o ilegalmente del país del Nilo… Ese es nuestro campo de trabajo. —Y ustedes utilizan el Museo Pérez-Balaguer como falso

—Y ustedes utilizan el Museo Pérez-Balaguer como falso remitente de las piezas que comercializan. El tío de Max Urgel asintió. —Ese y algunos otros pequeños museos de larga historia y que figuran desde hace muchos años en el listado internacional de museos de la UNESCO. —Entiendo —dijo Goliatkin—. Remitentes nada sospechosos y piezas aparentemente magníficas. Como es lógico, los compradores no van a hacer muchas preguntas si están satisfechos y existe una apariencia de legalidad. —Supongo que así es aunque, realmente, no estoy muy al tanto de los detalles administrativos o de gestión. Yo me encargo solo de tareas, digamos… técnicas. Conozco muy bien las momias y sé cómo tratarlas. Con paciencia y conocimientos, de una momia de escaso valor y en un estado lamentable, se puede conseguir una pieza que cualquier museo exhiba orgulloso. En ocasiones, he creado una momia con partes de otras dos o tres… —Y, supongo, también habrá ‹‹fabricado›› algunas otras mediante su brillante técnica de momificación, como hizo con Mirapatios. —Algunas, sí. Pero nunca a partir de un cadáver tan reciente como el de Celso… El policía pensó entonces que no podía haber tenido más fortuna. No solo iba a resolver con inusitada rapidez y pleno acierto el asunto que le había conducido hasta España sino que, de rebote, iba a sacar a la luz la actividad de una organización clandestina de tráfico de objetos arqueológicos. Y todo gracias a aquel pobre hombre que llevaba más de una década

a aquel pobre hombre que llevaba más de una década angustiado por el peso de un crimen que no había cometido. ‹‹¡Qué vueltas da la vida!››, pensó el ruso.

EL FIN En ese instante, don Pablo Urgel alzó ligeramente la vista para mirar por encima del hombro del policía a alguien que acababa de entrar en la estancia. Goliatkin descubrió de inmediato el leve movimiento; y entonces, aún invadido por la euforia que le producía su inesperado éxito, se percató de que había cometido el más grave error de su vida; que se había comportado como un novato torpe y descuidado; y que ese descuido le iba a costar muy caro. Simplemente, no se lo esperaba. No contaba con ello. Había entrado en el palacio de Torresecas convencido de que no tenía nada, de que no había encontrado aún la pista adecuada para encarar adecuadamente el caso y de que la entrevista con el disecador iba a ser una pérdida de tiempo en un escenario inofensivo. Como mucho, esperaba encontrar un hilo de seda del que seguir tirando. Inesperadamente, se había topado con todo lo contrario; con el primero de sus palos de ciego, había acertado justo en el centro de la diana. Y tan imprevisto había resultado el acierto, que solo ahora se daba cuenta de que se había metido en la boca del lobo sin haber tomado las más elementales precauciones. En ese instante, supo que estaba irremisiblemente

precauciones. En ese instante, supo que estaba irremisiblemente perdido. No se molestó en girar la cabeza. Le bastó mirar la expresión de Urgel y el impreciso y deformado reflejo que le devolvían los cristales de sus gafas oscuras. Vio el leve destello producido por el movimiento de un arma corta que alguien situado a su espalda —el famoso don Jaime, seguramente— levantaba hacia él. Se preguntó si aquel hombre que ya le tenía en su punto de mira le permitiría verle el rostro, si cometería el error de regodearse en la sorpresa de su víctima, si accedería a cambiar con él unas frases antes de apretar el gatillo, concediéndole así la oportunidad de pensar durante unos segundos el modo de esquivar a la muerte. Pero eso solo pasa en las películas y en las malas novelas policíacas. Sin demora alguna, apenas un parpadeo después, el ruso oyó el comienzo del estampido de un disparo. Solo el comienzo. Antes de que se completase la detonación, antes de que cayera de bruces y su frente golpease la mesa de trabajo del taxidermista manchándola de sangre, Vladimir Goliatkin ya estaba muerto.

Sábado, 8 de julio de 2000

Los sábados son, con frecuencia, días algo tontos, ni hábiles ni festivos. Aquel primer sábado como currantes lo fue en grado sumo. Una jornada inane, que diría el poeta. Para empezar, pasamos la mañana trabajando en el taller del señor Urgel al que, por cierto, apenas vimos un par de minutos. Lo justo para abrirnos la puerta e indicarnos genéricamente nuestras obligaciones. —Si no he vuelto para entonces, a las dos menos cuarto, ni un minuto antes, os vais dejando la puerta cerrada. Tengo trabajo que no puedo interrumpir. Yo apenas lo conocía. Tan solo de los cinco días que llevábamos trabajando para él; pero tuve la clara sensación de que estaba más taciturno aún que de costumbre. Max me confirmó esa impresión. —Algo le preocupa —dijo, cuando nos quedamos solos—. Mi tío es raro, pero no tanto. Trabajamos los tres a conciencia, pues ya nos habíamos percatado de que aquella era una tarea de obra cumplida. En cuanto hubiésemos limpiado y clasificado todos los fondos del museo Pérez-Balaguer, podríamos dar de mano y cobrar nuestro anhelado sueldo. Si nos llevaba todo el mes, como si nos lo ventilábamos en quince días. Así que aquella mañana Gerardo,

ventilábamos en quince días. Así que aquella mañana Gerardo, Max y yo apenas cruzamos palabra y no paramos ni a almorzar. El tío de Max, tal como había anunciado, no regresó. A las dos menos cuarto dimos por concluida nuestra primera semana laboral. Nos despojamos de los delantales y guardapolvos, que dejamos colgados del perchero junto a la entrada y, tras haber cerrado la puerta del taller, descendimos por la escalera que desembocaba en el patio del palacio. Biela y yo emprendíamos ya el camino hacia la calle cuando advertimos que Max se había detenido y miraba a su alrededor. —¿Qué ocurre? —Me preguntaba… adónde irá mi tío todos los días cuando nosotros estamos trabajando en su taller. Mientas respondía a mi pregunta, se dirigió a la más cercana de las cuatro puertas que se abrían en el perímetro del patio. Una tras otra, comprobó que estaban cerradas. —Es posible que se marche fuera —aventuró Gerardo. —¿En zapatillas de casa y con su asqueroso guardapolvo que apesta a líquidos de curtir? No lo creo. Seguro que se dirige a alguna parte dentro de este mismo palacio. ¿Pero adónde? ¿Y por qué? —No es cosa nuestra, Max —dije. Él ladeó la cabeza. —No, no lo es.

SOLA O NO —Oye, papá… Esta noche hay fiesta en la Facultad de

—Oye, papá… Esta noche hay fiesta en la Facultad de Veterinaria. La última de este curso. Así que vendré tarde. O mañana pronto, según se mire. Se lo dices tú a mamá en el momento y de la manera que creas mejor para que no ponga el grito en el cielo. Mi padre chasqueó la lengua. —Ni hablar. Se lo dices tú. —Hombre, no seas así. Hazme este favor. —No sabes la faena que me haces. Esta noche echan un partido por la tele que me interesaba. —¿Y qué? —Pues que para decirle a tu madre que no vas a volver hasta el amanecer, sin mucho riesgo de que me monte un pollo, tendría que invitarla al cine. Y, entonces, me quedo sin ver el fútbol. —Existen unos artefactos llamados vídeos, que permiten grabar los partidos y verlos después, tranquilamente. —Ya… Al menos, prométeme no volver borracho. —¡Papá…! ¿Cuándo he vuelto borracho? —Que yo sepa, nunca. Pero para todo hay una primera vez. —¿Diga? Reconocí al instante la voz de Laura, la madre de Malva. Es que tengo un oído finísimo. —Hola. Soy Nicolás. —Hola, Nico. ¿Qué tal va todo? —Bien, supongo. ¿Está Malva en casa? —No. No volverá hasta las ocho. Está en la piscina. En el Parque Sindical. —¿En dónde?

—En ese centro deportivo… ¿cómo se llama ahora? El Río Ebro, creo. —Ah, ya. —Qué manía con cambiarles los nombres a los sitios. Hay calles que aún no sé qué ha sido de ellas. —Y… Estooo… ¿Ha ido sola? —Pues no lo sé. —¿Ha cogido una toalla de más y un bañador de su hermano? —Ahora que lo dices… sí. Sentí una punzadita en el estómago. —Bien. Dígale que me llame cuando vuelva, por favor.

Domingo, 9 de julio de 2000

VETERINARIA, HORA CERO —¡Son las doce de la noche! ¡La hora de las brujas! ¡Ya es domingooo…! —berreó el disc-jockey contratado por los futuros veterinarios, casualmente, un chaval de último año de nuestro instituto que respondía al enigmático nombre de Pepín—. ¡Y es la hora de que comience nuestro concurso de rock and roll! Hasta pasadas las dos de la mañana, las fiestas de Veterinaria no se animaban por completo. Esas primeras cinco horas eran el tiempo tranquilo en que aún se podía circular por los pasillos, comprar una bebida sin riesgo de que terminase sobre la ropa y bailar con cierta holgura en los dos vestíbulos habilitados como pistas. Durante ese tiempo, para mantener caldeado el ambiente y entretenido al personal, también se celebraban concursos o sorteos. Más tarde, habría resultado imposible. Una de las hermanas Sandoval me enlazó por la cintura y me arrastró hacia la pista del vestíbulo principal. —¿Vamos, guapetón? —¡Naturalmente! Por cierto, tú eres… ¿Eugenia? —Victoria. Puedes llamarme Vicky.

—Vicky. Cómo el vikingo. —Exacto. Si ganamos el concurso, nos repartimos el premio, ¿vale? —¿Cómo ‹‹si ganamos››? ¿Acaso lo dudas? ¡Vamos a dejarlos con la boca abierta, aunque acabemos con una luxación de cadera! —¿Siempre dices cosas tan raras? —Casi siempre, sí.

EL RUSO Desde el momento en que los vi marcharse juntos la mañana del viernes, yo no había parado de darle vueltas al tema de Malva y el ruso. Imaginaba a Malva y al ruso en la piscina; a Malva y al ruso comiendo juntos ensaladilla rusa; a Malva y al ruso montando juntos en la montaña rusa; al ruso diciéndole a Malva al oído ternezas en ruso. Vamos, que el ruso me había amargado las últimas treinta y seis horas de mi existencia y yo no estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a que me amargase también la fiesta de esa noche. Y como intuía que Malva no me haría el menor caso mientras Miguel Strogoff anduviese cerca, opté por asegurarme compañía femenina. Decidí tantear a las hermanas Sandoval, dos gemelas de nuestro instituto, de bastante buen ver. Por supuesto, no eran tan espectaculares como Malva, pero en grandes cachondeos como el que nos esperaba esa noche tenían sobre la mujer de mis sueños una importante ventaja: Bailaban como los ángeles. —Si nos pagas la entrada, cuenta con nosotras —me aseguró

—Si nos pagas la entrada, cuenta con nosotras —me aseguró Eugenia Sandoval, cuando la llamé por teléfono esa tarde—. Es que estamos a dos velas, corazón. Como hemos suspendido tres cada una, nuestros padres nos han reducido el suministro de paga a cero grados Kelvin hasta las recuperaciones de septiembre. Tenemos que tirar de ahorros para todo. —Vaaale —acepté, recordando que el sueldo prometido por don Pablo Urgel convertiría en calderilla las mil quinientas pesetas de las tres entradas—. Pero las consumiciones os las pagáis vosotras. —Hecho. ¿Vas a llevar a algún amigo? —Voy con Gerardo y Max. —¿Quieres decir… con Biela y Urgel? —preguntó ella, con cierto temblor en la voz y tras un sospechoso silencio. —Exacto. —Bueno, da igual —aceptó la Sandoval, tras un resoplido—. Supongo que habrá otros chicos en la fiesta, ¿no? —Sí, claro: otros mil, más o menos, ya sabes. Pero no os voy a pagar la entrada para que liguéis con otros. Si os cansáis de mí, os podéis turnar tú y tu hermana. Pero quiero a una de las dos a mi lado en todo momento. ¿Vale? —Descuida —dijo ella, tras un gruñido irónico—. Pero no sueñes con darle celos a la Contreras. Tengo entendido que la vieron ayer en las piscinas de Casablanca con un rubio que, al parecer, está como un queso suizo, así que no creo que se inmutase ni aunque te viera ligando con Nicole Kidman.

EL ITALIANO

EL ITALIANO Quedamos a las diez, con la intención de tomar algo en un restaurante italiano. Allí acudieron las Sandoval, Gerardo, Max y también Malva y el ruso que, poco acostumbrado al sol español, tras sus dos primeros días de piscina municipal, lucía un color de piel entre fucsia y anaranjado que producía escalofríos con solo verlo. Pese a ello, las gemelas abrieron unos ojos como platos de postre en cuanto vieron al de San Petersburgo y se lanzaron sobre él como buitres, atosigándolo a preguntas y sonrisas, con gran disgusto de Malva y gran regocijo por mi parte. Aprovechando una visita a los servicios, abordé lejos del grupo a ‹‹la Contreras››, como la llamaba Eugenia Sandoval. —Supongo que esta noche nos vamos a ver más bien poco. Como siempre, ella me entendió a la primera. —Esperaba que lo comprendieses. Álex se marcha de España pasado mañana. Tú tienes todo el tiempo del mundo para intentar ligar conmigo. Él, solo unas pocas horas. Yo creo que merece esa oportunidad. —Eso significa que te gusta. —¡Vaya cosa! Te habrás dado cuenta de que alguien como Álex gusta al noventa y cinco por ciento de las mujeres. —Si tú lo dices… Es que yo, de hombres, no entiendo. —Pues peor para ti. Iba a darme ya la espalda cuando la sujeté por el codo. —¿Y si lo consigue? —pregunté—. ¿Y si consigue enamorarte? ¿Y si acabas marchándote a Rusia con él? —¿Y qué, si me fuera?

—¿Y qué, si me fuera? Qué difícil me estaba resultando… —¿Qué… Qué iba yo a hacer sin ti? Malva me miró, ligeramente sorprendida. Con la mirada afilada como una navaja de barbero. De pronto, me abrazó. Me abrazó muy fuerte. —Solo hay una cosa —me susurró al oído— que nunca debes hacer conmigo, Nicolás: Ponerte pesado. Cuando deshizo el abrazo se besó la yema del dedo índice y, luego, la colocó sobre mis labios. Y se fue. No sé si ya he dicho que a las mujeres no hay quien las entienda. Por si acaso, lo repito.

JERRY LEE LEWIS Después de cenar, tomamos los siete el tranvía de la línea 1, que terminaba justamente en la Facultad de Veterinaria, el universitario templo de la noche, situado en el extremo oriental del barrio de Montemolín. Desde mucho antes de llegar a nuestro destino, ya una riada de gente joven señalaba la dirección del evento sin el menor asomo de duda. Al llegar, compramos las entradas y otras quinientas pesetas por barba en tiques para consumiciones —cien duros en las fiestas de Veterinaria daban para mucho más que en cualquier otro lugar de España— y, acto seguido, atravesamos el umbral de acceso al vestíbulo principal. Desde ese momento, la única forma posible de comunicación

Desde ese momento, la única forma posible de comunicación entre nosotros o con cualesquiera otros asistentes a la fiesta eran los gestos propios del cine mudo o el grito pelado a tres dedos de la oreja del oyente. El ambientazo dejó atónito al ruso desde el primer momento. Y no salió de su estado de estupor hasta que se inició el concurso de rock and roll y todos nuestros amigos y conocidos se acercaron para animarnos. Mientras giraba y lanzaba a mi pareja de baile por las alturas, no podía evitar mirar de vez en cuando a Malva Y Alexei abrazados, compartiendo la misma bebida, riendo juntos. Hacían muy buena pareja, desde luego, pero… ¡qué demonios! En aquel momento, todo el mundo estaba pendiente de Victoria Sandoval y de mí. Otras seis parejas bailaban en la pista pero estaban a años luz de nosotros. —¡Vamos! —le grité entonces a mi compañera—. ¡Ya está bien de hacer el pato! ¡Ahora, vamos a bailar de verdad! ¡Sígueme! Sandoval me sonrió y se puso en mis manos. Yo necesitaba un baño de autoestima con urgencia y decidí dármelo a los acordes del piano de Jerry Lee Lewis. Y fue una pasada total y absoluta, una locura. Túneles, lanzamientos, molinetes a ambos lados. Como si lo hubiésemos estado ensayando durante semanas. Giro, giro, patada, paso, patada… Un salto, otro. Giro, giro, giro. ¡Otra vez! ¡Del otro lado! ¡Arriba…! Al terminar, recibimos una ovación que hizo temblar las paredes del edificio. El ruso estaba encantado; la hermana de Victoria, transida de euforia, le estampó a Max un par de besos de clase A, con lo que él también se mostró encantado; y una sonriente Malva me guiñó un ojo sin que nadie se enterase.

me guiñó un ojo sin que nadie se enterase.

LA NOCHE A partir de ahí, la noche fue transcurriendo como un torbellino delicioso de baile, música, flirteos, risas y miradas más o menos ardientes hasta, aproximadamente, las tres menos veinte de la mañana. A esa hora, empezó el lío. Una de las hermanas Sandoval —para entonces, me resultaba imposible saber cuál— me pidió que bailase con ella un bolero. —¿Y de dónde saco yo un bolero? —grité. Ella me señaló al disc-jockey Pepín, situado en el rellano de entreplanta, en lo alto de la escalinata principal, rodeado por sus mesas de mezcla y sus etapas de potencia. —¡Los de seguridad no nos dejarán acercarnos a él! —¿Acaso no somos la pareja que ha ganado el concurso de baile? —preguntó ella junto a mi oído. Asentí, no muy convencido, y comenzamos a abrirnos camino hacia el puesto del pinchadiscos. Tal como yo suponía, en cuanto intentamos subir la escalera, apareció un guarda jurado diciendo no con el dedo y acariciando la porra. Pero tal como Sandoval suponía, cuando le hicimos señas a Pepín, este le indicó al vigilante que nos permitiese pasar. En el puesto del disc-jockey, el volumen de la música era ligeramente inferior al de la pista, de modo que con menos dificultades de las esperadas, le expusimos nuestras pretensiones.

dificultades de las esperadas, le expusimos nuestras pretensiones. —Hasta dentro de una hora no tenía pensado meter el primer bloque de lentas —nos contestó— pero, tratándose de vosotros… ¡de acuerdo! Elegid un par de temas. En ese estuche están los boleros. Hice un rápido repaso, elegí dos canciones y luego le transmití a Pepín instrucciones precisas. Él levantó el dedo pulgar, en señal de conformidad. En cuanto volvimos a la pista, cambió la luz y cambió la música. —¡Ahora unos minutos de descanso y carantoñas! —anunció el pinchadiscos, ganándose unos cuantos silbidos, aunque menos de los que yo esperaba. Comenzó por Lo dudo de Los Panchos. Como no hacía mucho tiempo que había servido de tema principal en un anuncio de televisión, todo el mundo se la sabía de memoria y la coreamos a pleno pulmón. Seguramente fue la más horrenda versión del famoso bolero que se haya escuchado jamás, pero sirvió de excelente transición. Después, ya con el ambiente más propicio, Pepín fue mezclando a Los Panchos con Lucho Gatica. Y, coincidiendo con la mezcla, mi dedicatoria. —De Nicolás, nuestro campeón de esta noche en el concurso de rock and roll, para Malva, que ni es su pareja de baile ni creo yo que sea una malva, precisamente. Qué ingenioso, el Pepín. Y comenzó a sonar Algo contigo. ¿Hace falta que te diga que me muero por tener

algo contigo? ¿O es que no te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta ser tu amigo…? Si Malva no lo entendía, era como para hacerle un reconocimiento psiquiátrico. Abrazado a ritmo de bolero a Victoria Sandoval, podía ver a Malva bailando con Alexei, apoyada la mejilla en el hueco de su hombro. Estaban a seis pasos de nosotros, con otras parejas de por medio, y los perdía de vista de cuando en cuando. Al regreso de una de esas interrupciones, ella me estaba mirando. No hizo ningún gesto, nada. Solo me miró. Me miró y siguió mirándome durante el resto de la canción. Y yo la miraba a ella, mientras apoyaba mi mejilla en la de Victoria Sandoval. Y no dejamos de mirarnos ni un instante, mientras Lucho Gatica continuaba desgranando su canción: …Ya me quedan muy pocos caminos y aunque pueda parecerte un desatino no quisiera yo morirme sin tener algo contigo…

MUY HEAVY Y entonces, haciendo añicos ese momento mágico que seguramente yo recordaré toda mi vida, apareció un tipo enorme, con algunas copas de más.

con algunas copas de más. Desgraciadamente, siempre es así. En todos estos saraos, siempre hay un irresponsable que no sabe beber y que lo fastidia todo. A este lo tenía yo visto de alguna otra de las fiestas. Era un heavy motero al que llamaban el Málaga, por su parecido con el Sevilla, el cantante del grupo Mojinos Escozíos. Un broncas impenitente pero al que nunca había visto pasar de las bravuconadas y las groserías. Sin embargo, para todo hay una primera vez, como bien decía mi padre. Esa noche, el Málaga debía de llevar en las venas más alcohol de la cuenta. Comenzó a subir las escaleras camino del puesto del pinchadiscos. El guardia de seguridad salió a su encuentro. El motero lo apartó de un inesperado empujón, que lo hizo rodar escaleras abajo, y continuó su ascensión. Recuerdo que miré a Pepín, que se había quitado los auriculares con un gesto de inquietud. Busqué entonces a Biela. Milagrosamente, nuestras miradas se cruzaron y no tuve más que hacerle un gesto para que comenzara a abrirse paso hacia la escalinata. Yo hice lo propio. Algunos, pero solo algunos, de los asistentes habían dejado de bailar y atendían al guardia de seguridad, que parecía conmocionado. Cuando estábamos a media docena de escalones del rellano, pudimos escuchar al Málaga vociferando: —¡Quita esa mierda y pon Iron Maiden! —No tengo nada de Iron Maiden —replicó Pepín, intentando mantener la flema. El motero soltó el broche de uno de los bolsillos del pecho de su

El motero soltó el broche de uno de los bolsillos del pecho de su cazadora y sacó un CD. —¡Toma! ¡Ahí tienes todos sus éxitos! ¡Ahora, ponlo! —Lo siento, pero no se admiten peticiones. —¡La basura que está sonando ha sido una petición! —Te equivocas —dijo Pepín, firme—. Eso lo he puesto porque he querido. —¡Que pongas Iron Maiden o te arranco la cabeza! —gritó el energúmeno, agarrando al pinchadiscos por la pechera. —¡Vamos, Gerardo! —le grité a Biela. Llegamos hasta él y Biela sujetó el brazo del Málaga. —Suéltalo —le dijo con voz cavernosa—. Vamos, suelta a nuestro amigo. El Málaga obedeció, aunque fue para intentar golpear a Biela. Imposible, claro. Ni siquiera estando sereno habría podido sorprenderle. Mucho menos, con la media tajada que llevaba. Gerardo esquivó el golpe con una finta y, acto seguido, le soltó un crochet flojito en el pómulo, que provocó las iras del seguidor de Iron Maiden y le hizo revolverse como un toro herido. Biela no tuvo más remedio que derribarlo sobre el suelo del rellano, mientras Pepín, aún temblando, trataba de comunicar con los otros tres guardas jurados repartidos por la facultad. Viendo la facilidad con la que Gerardo Biela había inmovilizado al tipo, pensé que el incidente no pasaría a mayores. Incluso me permití meterme con sus gustos musicales. —Eres un cateto y un carroza. Donde estén Led Zeppelin, que se quiten los Iron Maiden. Incluso Uriah Heep eran mejores que ellos. El enorme motero pareció volverse loco ante mi provocación.

El enorme motero pareció volverse loco ante mi provocación. Biela me lanzó una mirada recriminatoria, pidiéndome que no echase más leña al fuego, pero no por eso me pareció que tuviese dificultades para sujetar a la fiera. Entonces, en ese instante, descubrimos con espanto que el Málaga no había venido solo. Con el rabillo del ojo percibimos en la pista ciertos sospechosos movimientos. Diez segundos después, cuatro clones del fan de Iron Maiden subían los peldaños de la escalinata de tres en tres. —Esto se pone feo. Lárgate —me dijo Biela. —Ni hablar. Si nos han de atizar, tocaremos a menos siendo dos. —No digas chorradas. Si somos dos, nos darán el doble de cera, y en paz. Vete de aquí ahora mismo y trata de traer cuanto antes a algún guardia de seguridad. Es la única solución. Cuando eché a correr escaleras arriba, Pepín ya había hecho lo propio, tras meter en una de las platinas la casete de emergencia. ‹‹Pase lo que pase, incluso en caso de bombardeo o terremoto, suprimir la música es lo que nunca se debe hacer —recuerdo que nos había dicho alguna vez—. Las consecuencias de un silencio son imprevisibles.›› Eché a correr tras él, escaleras arriba hasta la planta superior de la facultad, la única que no se utilizaba durante la fiesta. Los techos altísimos permitían enormes ventanales a través de los cuales penetraba la luz plateada de las farolas de la calle. Iluminado por ese resplandor, intentaba encontrar el modo de acceder al exterior sin tener que volver a pasar por el vestíbulo principal. —¡Por aquí, vamos! —oí entonces gritar a Pepín.

—¡Por aquí, vamos! —oí entonces gritar a Pepín. El disc-jockey me hacía gestos junto a la salida de emergencia, desde la que se accedía a una de las escaleras de incendios. Al abrir la puerta, comenzó a sonar una alarma. Descendimos por la escalera metálica hasta el nivel de la calle. En el tiempo que nos llevó dar la vuelta al edificio y regresar ante la fachada principal, el desastre se había consumado. La pelea y el sonido de la alarma estaban provocando la marcha más o menos apresurada de buena parte de los asistentes a la fiesta. En medio de aquel barullo, de manera casi increíble, distinguí a Malva, a Urgel y a las hermanas Sandoval. Como tanta otra gente, corrían hacia la zona habilitada como aparcamiento, lo que se me hizo raro porque nosotros no habíamos venido en coche. —¿Adónde vais? —les grité. —Malva tiene un plan —me respondió Max sin detenerse—. Vamos, ven. Entonces me percaté de que se dirigían hacia un grupo de cinco motos realmente espectaculares aparcadas en batería junto a un seto. —Pero… estas son las motos del Málaga y sus amigos. —Premio. —¿Qué pensáis hacer con ellas? —pregunté, temiéndome lo peor. —Creo que es la única forma de llamar la atención de esos energúmenos —me dijo Malva. —Listo —anunció Max, abriendo sin ninguna dificultad el candado de la cadena que abrazaba la llanta delantera de la primera moto y un casco más negro que el alma de un verdugo.

—¿Podrás ponerla en marcha? —le preguntó Malva. —Eso está hecho —dijo Max, que ya hurgaba en la cerradura del contacto con una de sus ganzúas eléctricas. Tres segundos más tarde, el motor de la Harley-Davidson cantaba ya con su peculiar sonido intermitente. Malva se encajó el casco, que le venía algo grande, y saltó sobre el asiento de la motocicleta. —¿Podrás hacerlo? —le preguntó a Urgel. —Descuida. ¿Y tú? —Enseguida lo sabremos —dijo ella. Antes de que yo pudiera recuperarme de mi sorpresa, Malva metió la primera marcha, aceleró y salió zumbando. Para cuando recuperé el habla, Max ya había soltado los candados de las otras cuatro motos y nos entregaba un casco a cada uno. —¿Sabes conducir una moto? —Sí. —¿Y vosotras? —les preguntó a las hermanas Sandoval. —Naturalmente. Tenemos una vespino. —Pues ya está. En el fondo, todas las motos son iguales. Y las vamos a llevar despacito, no os preocupéis —nos indicó Urgel, mientras iba poniendo en marcha los motores uno a uno con sus ganzúas.

EL HIJO DE LA ESCAPISTA Lo de Urgel resulta prodigioso, por muy acostumbrado que estés

a verle actuar. No hay cerradura o mecanismo de combinación que se le resista. Le viene de familia, claro. Su padre es cerrajero. El rey de los cerrajeros, según su hijo. Cuenta Max que, en cierta ocasión, se atascó la puerta de la cámara acorazada del Banco de España. Ni siquiera la empresa fabricante del mecanismo lograba hacerla funcionar. Llamaron a don Máximo Urgel y la abrió en dieciocho minutos. Nuestro compañero quizá no posee aún el nivel de su padre pero, a cambio, ha heredado alguna de las habilidades de su madre, una escapista que se encuentra casi siempre de gira mundial con el Circo Ruso. Con Max a tu lado, es difícil quedarse atrapado en un ascensor o en cualquier otro lugar, y venera al famoso mago Harry Houdini como otros lo hacen con los grandes futbolistas o con los pilotos de Fórmula 1.

CARNAZA Mientras los cuatro saltábamos a la grupa de nuestras respectivas monturas, caí en la cuenta de un detalle. —¿Y el ruso? —pregunté—. ¿Dónde está Alexei? —Se ha quedado dentro, ayudando a Biela —me respondió Urgel. De inmediato caí en la cuenta de lo que aquellas siete palabras significaban realmente: Alexei se estaba zurrando con los macarras. Mi simpatía por el ruso sobrepasó por vez primera el umbral de la nada absoluta. Mientras Max arrancaba los motores de las otras motos, Malva

se dirigió a la explanada delantera. Los asistentes a la fiesta todavía abandonaban en buen número el edificio; la concentración humana en el vestíbulo de primera planta había descendido considerablemente; la desigual pelea entre los cinco macarras de la banda del Málaga y la extraña pareja que formaban Biela y Alexei continuaba cuando Malva dio gas y soltó el embrague de la Harley, enfilando la escalinata principal de la Facultad de Veterinaria. A punto de llegar al primer peldaño, empujó el manillar hacia el suelo y, de inmediato, descargó cuanto pudo el peso sobre la rueda delantera. Y la impresionante motocicleta trepó escalones arriba sin aparente dificultad. Ahora llegaba quizá lo más difícil, a partir del momento en que la moto saltó sobre el atrio que formaban las grandes columnas de la fachada, pasó entre las dos centrales, cruzó la puerta y se plantó en el interior del vestíbulo principal. Malva giró el manillar, inclinó levemente la motocicleta, cambió de un lado a otro el peso de su cuerpo y pisó el freno para que la rueda trasera se deslizase sobre el serrín que cubría el suelo a fin de facilitar la limpieza tras la fiesta. La Harley, casi un cuarto de tonelada de peso, giró sobre sí misma y quedó mirando a la salida. Para entonces, el Málaga y sus amigos ya se habían apercibido de la situación. —Pero… ¡pero si esa es mi moto! —gritó el jefe de la banda—. ¿Quién es ese tío? —No es un tío, Málaga… ¡es una tía! —le aclaró uno de sus colegas. Malva tocó el claxon e hizo de inmediato un corte de mangas

Malva tocó el claxon e hizo de inmediato un corte de mangas que fue el pistoletazo de salida. Olvidando a Biela y al ruso, los cinco energúmenos se lanzaron en su persecución.

EXTRAÑA PERSECUCIÓN Malva aceleró de nuevo la Harley, salió de la facultad por donde había entrado, bajó casi volando los catorce peldaños de la escalinata y se unió a nosotros cuatro, que la esperábamos con las otras motos en marcha. —¡Que se llevan nuestras motos! —gritaban los cinco fans de Iron Maiden en medio de las expresiones más soeces que yo recordaba haber oído nunca. Abandonamos los terrenos de la facultad y salimos a la avenida de Miguel Servet, la principal del barrio, siempre perseguidos por el Málaga y sus secuaces. Circulábamos los cinco despacito, a no más de treinta o cuarenta por hora, lo suficiente para mantener la distancia con nuestros perseguidores que, por cierto, no se encontraban en demasiada buena forma física. —Y ahora ¿qué? —le grité a Malva, colocándome a su lado. —Depende de lo que ellos hagan. Por si acaso, ten preparado en el móvil el número de tu padrino, ese que es policía. Por una bocacalle de las de nuestra mano derecha asomó entonces un taxi libre. El Málaga y sus amigos, reventados ya de tanto correr, vieron ahí su oportunidad. Se lanzaron sobre el coche —curiosamente, un Seat Málaga—, abrieron la puerta, sacaron a empellones al taxista, se subieron los cinco al vehículo y

empellones al taxista, se subieron los cinco al vehículo y aceleraron en nuestra persecución. —Perfecto —murmuró Malva—. Los muy lerdos la acaban de cagar. —Pues se acercan a toda pastilla —advertí. —¡Nos separamos! —nos gritó Malva—. Que cada cual vuelva a Veterinaria por un camino diferente. Ellos solo pueden perseguir a uno de nosotros. Al que le toque, que se apañe como pueda hasta que los taxistas se les echen encima. —¿Los taxistas? —pregunté—. ¿Qué taxistas? En lugar de respuesta a mi pregunta, me encontré con que mis cuatro amigos se separaban de mí en distintas direcciones. Y quizá por ser el que permaneció en la misma ruta, fui el elegido por los pasajeros del taxi robado. En cuanto me quise dar cuenta, los tenía detrás. De inmediato, me adelantaron e intentaron cerrarme el paso, pero yo aceleré a fondo, me subí a la acera por el badén de un garaje, y logré esquivarlos. Regresé en cuanto pude a la calzada y opté por dirigirme hacia el centro de la ciudad, quizá por ser la zona que yo mejor conocía. Al tomar la última curva de la calle de Miguel Servet, justo antes de cruzar el puente sobre el río Huerva, me encontré con una cuadrilla de la empresa municipal de limpieza, que regaba el suelo a golpe de manguera. El patinazo fue inevitable y el derrapaje antológico. De manera intuitiva aceleré, giré el manillar en sentido contrario, toqué ligeramente el freno y accioné los intermitentes. Y como resultado de todo eso, mi Harley corrigió la feroz cruzada, hizo amago de derrapar del otro lado y, finalmente, volvió a su trayectoria original de forma casi milagrosa.

trayectoria original de forma casi milagrosa. Tras el susto, comprobé que el Seat Málaga se había vuelto a pegar a mi guardabarros trasero. Nos saltamos en rojo el semáforo del cruce con la calle Asalto y al entrar en la plaza de San Miguel, hice amago de desviarme a la izquierda para, de inmediato, echarme a la derecha por la calzada lateral prevista para hacer el cambio de sentido. Ellos no fueron tan rápidos y, de pronto, se encontraron persiguiendo la nada. Hundieron el pie en el freno y con un violento giro de volante, balancearon el coche hasta hacerlo girar ciento ochenta grados. Y cuando iban a reanudar la persecución, se toparon con una docena de taxis que les cerraban el paso. Entonces lo comprendí. Esa era la circunstancia que Malva había previsto: El taxista arrojado de su vehículo no había tardado en encontrar a un compañero desde cuya emisora se había dado la alerta tanto a la policía local como al resto del gremio de taxistas. Resultado: El Málaga y sus cuatro adláteres se vieron de pronto rodeados de taxistas dispuestos a retenerlos hasta la llegada de los primeros coches patrulla del cero noventa y dos.

COMO SI NADA Cuando llegué de nuevo a la Facultad de Veterinaria, mis amigos me esperaban impacientes. Habían aparcado las motos exactamente en el mismo lugar y orden en que se encontraban anteriormente; y Max se había encargado de volver a cerrar todos los candados. Tras hacer lo propio con la mía, nadie podría sospechar que aquellas motos se habían movido de allí.

sospechar que aquellas motos se habían movido de allí. El peor trago fue encontrarnos frente a frente con Biela y Alexei. Los macarras les habían atizado a base de bien, sobre todo a Gerardo, que presentaba cortes y moratones como para ilustrar todo un manual de primeros auxilios. En el ruso destacaba un ojo morado que acabaría por adoptar el aspecto de una pequeña coliflor. Eso sí, ambos mantenían el ánimo por las nubes. Álex parecía encantado de haber sobrevivido a su primera pelea en tierra española. Biela, por su parte, abrazaba al ruso con rendido afecto. —Tendríais que haber visto cómo sacude aquí, el amigo —nos explicaba—. Se ve que en la academia de policía donde estudia los preparan para todo. ¡Qué bárbaro! Luego, se volvía de nuevo hacia el rubio y le palmeaba la espalda con peligrosa contundencia. —Tú y yo… ¡Amigos! ¡A-mi-gos! —decía Gerardo, sin recordar que Alexei comprendía el español a la perfección—. ¡Mai frien! ¡Amigos para siempre! Forever! Da? Da? —Que sí, hombre, que sí —respondía el de San Petersburgo, con una sonrisa que terminaba en un rictus de dolor. Eran cerca de las cinco cuando llegamos todos a la plaza de España a bordo de un ‹‹búho››. Bajo la luz ambarina del reloj de la Diputación Provincial, Malva propuso acompañar ella a Alexei hasta el hostal Cataluña; nosotros tres decidimos acompañar a las gemelas Sandoval hasta su casa. Así, la primera ronda de besos de despedida tuvo como telón de fondo el amanecer de aquel domingo extraño en el que, sin

nosotros sospecharlo todavía, íbamos a entrar en una catarata de misterios y peligros como nunca habíamos podido imaginar. 14'00 HORAS

Me levanté a la hora de comer y, claro, tuve que enfrentarme a las malas caras de toda la familia. —Vaya horas de llegar, las de anoche. —Sí, papá. Pero fue algo excepcional. Es que el padrino me endilgó a un ruso para que lo cuidase. —¿Padrino? ¿Te refieres a Germán Bareta? —Claro. Me lo encontré el viernes, durante la pausa del almuerzo. Por lo visto, le han encargado acompañar a unos policías rusos que están de visita. Uno de ellos solo tiene veintidós años y me pidió que le enseñase la marcha del sábado noche de nuestra ciudad. No me podía negar. —Ya cogeré yo por banda a ese impresentable —rezongó mi madre, mirando a mi padre de soslayo. —Los de Veterinaria celebraban su última fiesta del curso y lo llevamos allí. El tío flipaba por las patas abajo. Mi madre había hecho arroz con pollo. Lo hace en la olla exprés y le sale de muerte. Primero, me comí tres platos; luego, me puse malo. Así, a las cuatro de la tarde, andaba preparándome mi tercer vaso palmero de sal de frutas cuando sonó el teléfono de esa peculiar manera en que suena cuando es Malva la que llama. —¿Diga?

—¿Diga? —Nicolás. ¿Podemos quedar en el portal de mi casa dentro de quince minutos? Las náuseas me subían desde las corvas. A cualquier otro de los seis mil millones de habitantes del mundo le habría dicho rotundamente que no. Pero a Malva yo no le podía negar nada. —Pues claro. ¿Ocurre algo grave? —Aún no sé si es grave o no. Al parecer, el ruso ha desaparecido. —¿Alexei? —No, no. El otro. El teniente Goliatkin.

LA MÁS HERMOSA Ese día resultó ser el más caluroso de aquel verano achicharrante. Y a las cuatro y cinco de la tarde iba yo caminando por la acera de mi calle, camino de la casa de Malva, protegido del impío sol tan solo por mis gafas Ray-Ban de imitación y una gorra de visera de Dinópolis que, antes de salir de casa, había empapado de agua bajo el grifo del lavabo. Sin embargo, tamaño sacrificio tuvo una pronta, primera compensación. Malva me esperaba impaciente delante del portal de su casa y casi desde el principio de mi caminata la tuve en mi punto de mira, en mi horizonte, aumentando poco a poco de tamaño mientras me acercaba a ella. Contemplando su silueta a contraluz no podía dejar de pensar que era la chica más hermosa que yo conocía. Quizá no la más guapa, pero sí la más hermosa.

guapa, pero sí la más hermosa. —Vamos. Álex nos espera en el hostal Cataluña. Al llegar, Malva y el ruso se dieron un par de besos. A mí me estrechó la mano. Todo, sin cambiar ni una palabra. Luego, nos dirigimos a su habitación. —Se ha marchado —dijo Álex, nada más cerrar la puerta—. Ha recogido sus cosas y se ha marchado, dejándome aquí. Se ha llevado su ropa y su maleta. Se ha ido. Malva contemplaba el armario, en el que solo colgaban algunas de las prendas de Alexei. —¿Cuándo lo viste por última vez? Alexei bajó la vista antes de responder. —El… el viernes. —¿A qué hora? —Cuando nos despedimos tras haber estado en la tasca aquella, junto al palacio de Torresecas. —¿Cómo? —exclamé—. ¡Pero si de eso hace cuarenta y ocho horas! ¿Quieres decir que la noche del viernes ya no vino a dormir y no te habías preocupado hasta ahora? El ruso carraspeó. —No, no es eso. El que no vino a dormir… fui yo. Me volví hacia Malva, que desvió la mirada. De pronto, me sentí como el tonto del pueblo. —Fuimos a una fiesta, a casa de Carlota Sáenz. Álex no se encontraba bien y los padres de Carlota le permitieron quedarse a dormir —dijo Malva, en un tono que delataba la mentira. —En realidad… bebí más de la cuenta —reconoció el ruso enseguida—. No volví al hostal hasta cerca de las once de la

mañana del sábado. El teniente no estaba pero supuse que había salido. Su cama estaba hecha, pero imaginé que ya habrían arreglado la habitación. Me di una ducha, me cambié de ropa y volví a salir. —Habíamos quedado para ir de nuevo a la piscina —explicó Malva, innecesariamente. —He preguntado a la gobernanta del hostal —dijo el ruso—. Recuerda perfectamente que el sábado, cuando arreglaron la habitación, no tuvieron necesidad de hacer las camas. De modo que, efectivamente, el teniente no vino ya a dormir la noche del viernes. —¿Crees que Goliatkin es un hombre capaz de hacer eso? Dejarte solo y largarse sin más, quiero decir. Álex abrió los brazos sin dejar de pasear nerviosamente por la habitación. —No lo sé. No lo conozco lo suficiente. Parece un buen tipo y un buen policía. Pero, realmente, no sé qué clase de persona es. —¿Has echado algo en falta? El ruso carraspeó. —Pues… no. Creo que no. —¿Lo crees o lo sabes? —No estoy seguro… Traje mucha más ropa que el teniente. No podía imaginar que haría tantísimo calor aquí, en España, y… A ver si recuerdo… Durante un par de minutos, Álex abrió los cajones, hizo memoria de las camisas y los polos que habían formado parte de su equipaje. Por fin, pareció tenerlo claro. —Me falta una camisa.

—Seguro. —Sí. Y un jersey fino. Seguro, también. Malva se pasó la mano por el pelo, corto y negro, siempre encrespado, despeinándoselo ligeramente. —Sabes lo que eso significa, ¿no? El ruso y yo nos miramos, incapaces de resolver el acertijo. —Si Goliatkin hubiese recogido sus cosas, no se habría llevado nada que no fuera suyo. Si con su ropa han cogido también un par de prendas tuyas es porque… la persona que lo hizo no estaba muy segura de lo que tenía que llevarse. Alexei apretó el gesto. En parte a causa de la rabia; en parte, a causa del dolor que le producía el golpe del ojo. —Esto no tiene buena pinta —reconoció. Cuando entramos en el cuarto de baño, Malva arrugó de inmediato la nariz. —Huele ligeramente a pescado, ¿no? Se arrodilló ante el bidé para poder contemplar el fondo desde muy cerca. —Mirad esto —dijo, pasando dos dedos sobre la superficie, blanca y brillante—. Parecen… escamas. —¿Escamas de pescado? —pregunté—. Eso abre la posibilidad de que alguien haya golpeado al teniente con un besugo. Malva y Alexei me miraron, frunciendo el ceño. Como si no entendiesen lo que les decía. —Con un golpe de besugo de buen tamaño te pueden dejar KO —insistí—. Y no hay que despreciar el elemento sorpresa que supone. Quizá sea el único modo de pillar desprevenido a alguien de la experiencia de Goliatkin.

Álex y Malva se miraron. Aparentemente, no les convencía mi teoría. No sé por qué. —La recepcionista —informó Álex entonces— vio salir al teniente Goliatkin a media tarde del viernes. Dejó la llave de la habitación en el casillero y, al parecer, ya no regresó. No recuerda que llevase su maleta, ni ningún otro bulto, al salir. Si acaso, una bolsa de plástico, de asas. De momento, ella sería la última persona que le vio antes de su desaparición. —Si alguien recogió después sus cosas, por lo visto no pidió la llave sino que forzó la entrada. Definitivamente, la cosa pintaba cada vez peor. Sin embargo, el inspector Bareta no fue de la misma opinión. O no quiso serlo. Quizá el hecho de ser domingo y de que le despertásemos de una siesta algo tardía influyó en su apreciación del problema. —Bueno, bueno… no hay que ponerse nerviosos —nos dijo, con voz pastosa, cuando le llamamos por teléfono—. En realidad ¿qué ha ocurrido? Un adulto, teniente de policía, de visita en un país extranjero, se ausenta de su hotel llevándose sus pertenencias. Hombre… yo no soy adivino pero supongamos que el bueno de Vladimir ha encontrado un plan… —¿Cómo? —Que ha ligado, quiero decir. El teniente es alto y bien parecido. —Ah. —Quizá pasó más tarde a recoger sus cosas sin querer delatarse ante la recepción del hotel. Incluso, puede que haya decidido marcharse del hotel sin pagar. —Eso lo veo muy poco probable, Germán.

—Eso lo veo muy poco probable, Germán. —Ya, ya… pero es una posibilidad entre otras muchas. Estamos en verano y en fin de semana. Vamos, que yo esperaría hasta mañana, lunes. Si mañana no aparece a la hora en que habíamos quedado, denunciamos la desaparición y nos ponemos en marcha. Hacerlo ahora me parece precipitado. Cuando colgué el teléfono, solo pude encogerme de hombros ante las miradas de mis amigos. —Mañana —dije, simplemente. No pude evitar ponerme en la piel de Alexei. —Tú, tranquilo —le dije—, que no te has quedado solo en un país extranjero. Aquí estamos nosotros para lo que te haga falta. Por ejemplo: Si no puedes quedarte a dormir en el hostal, puedes venir a mi casa. —O a la mía —dijo Malva. —Mejor a la mía. —¿Por qué a la tuya? —Porque es más grande. —No, no lo es. —Bueno. Pues es más acogedora. Está pintada en colores más cálidos. Me pareció que a Malva se le escapaba la risa. —No es necesario —dijo Álex, entonces—. El hostal estaba pagado por adelantado, con un bono. No me echarán de aquí hasta pasado mañana. —¿Y los billetes de vuelta a tu país? —preguntó Malva. El ruso se acarició la órbita de su ojo maltrecho. —Los guardaba el teniente.

TORRENTE Poco más podíamos hacer, de modo que decidimos ir al cine. Vimos ‹Torrente››, de Santiago Segura. Engañamos al ruso diciéndole que era una película policíaca y, claro está, en cuanto empezó la sesión se quedó estupefacto. A la salida, seguía en estado de choque. —Supongo que hay que ser español para entenderla. ¿De veras es tan graciosa? He pensado que os iba a dar un ataque al corazón. Malva aún se enjugaba las lágrimas. —Chico, no sé. Debe de ser lo que tú dices, que va con el carácter español. Pero lo cierto es que yo me parto de risa con Segura. ¡Me parto! Desde luego, había conseguido nuestro principal propósito: Distraer de su problema durante un par de horas a Alexei. Como beneficio adicional, habíamos pasado a la fresca las horas más calurosas del día. Llamamos al hostal, donde nos informaron de que Goliatkin no había regresado. Optamos por pasear por el centro de la ciudad, aunque con frecuentes paradas en bares y cafeterías para reponer líquidos y aliviar el calorazo, que seguía siendo infernal. Por fin, pasadas las nueve de la noche, se puso el sol y comenzó a descender muy lentamente la luz y la temperatura. Después de cenar, nos reunimos con Biela y Urgel en la terraza del bar La Maravilla e intentamos agotar, sin conseguirlo, sus

del bar La Maravilla e intentamos agotar, sin conseguirlo, sus existencias de granizado. Decidimos dar por cerrada la jornada al filo de la medianoche. Acompañamos todos a Alexei al hostal, nos aseguramos de que no había ningún problema para que siguiera allí alojado y establecimos el plan para el día siguiente. —He quedado con Álex en que me llamará por la mañana —dijo Malva—. Si Goliatkin aparece, bien. Si no, en cuanto llegue tu padrino, el policía, me acercaré para saber cuál es la decisión que toman. —Y, a continuación, nos llamas a nosotros —dije. —Acuérdate de coger el móvil. —Claro. —Y de conectarlo, que eres un desastre.

Lunes, 10 de julio de 2000

Una vez conocí a un tipo al que le gustaban los lunes. Era un escritor; alguien que podía distribuir el tiempo a su antojo y para quien, por tanto, no había diferencia entre día hábil y festivo; pero escritores hay pocos y, para casi todo el mundo, el lunes es un día odioso. Aquel lunes no fue una excepción. A las nueve de la mañana Max, Gerardo y yo nos reunimos ante el portalón del palacio de Torresecas con el lunes pintado en la cara. Gerardo Biela, además del lunes, llevaba dibujada en el rostro su pelea con los secuaces del Málaga. Sin embargo, cuando don Pablo Urgel nos abrió la puerta de su taller, intuimos que aquel lunes le había sentado aún mucho peor que a nosotros. —Hola, tío Pablo —murmuró Max, tan impresionado como nosotros por las enormes ojeras que asomaban bajo los cristales verdosos de las gafas del taxidermista. —Hola, chicos —nos dijo, con voz sorda—. Venga, a trabajar. Hoy toca limpiar y clasificar coleópteros, fósiles y minerales. No sé a qué se debe, pero todas las piezas que llegan del PérezBalaguer están cubiertas por una asquerosa capita de grasa, como si hubiesen estado expuestas en el escaparate de uno de los

si hubiesen estado expuestas en el escaparate de uno de los bares de El Tubo. Así que ahí tenéis un bote de lavavajillas rebajado y unos cepillos de dientes. Limpiadlo todo con mucho mimo. Trabajaréis solos porque yo tengo cosas muy urgentes que atender. —Como siempre —musitó Max. —Confío en vosotros —concluyó el taxidermista. —¿Te ocurre algo, tío Pablo? No tienes buen aspecto. El señor Urgel miró largamente a su sobrino. —Comparado con vuestro amigo —dijo, refiriéndose a Biela— debo parecer míster Universo. —Es que… ayer tuve partido de rugby —explicó Biela, con notable rapidez de reflejos—. Contra la Santboiana, nada menos. —Perdisteis, imagino. —Por cuarenta y nueve puntos. —Puntos de sutura, se entiende. —Je. Sí. Muy gracioso.

DOLOR DE MUELAS Prácticamente a la misma hora, el inspector Bareta llegaba rabiando al hostal Cataluña, donde le esperaba Alexei Vostok. —Hola, chaval —saludó el policía mientras se masajeaba nerviosamente el carrillo izquierdo—. ¿Qué te ha pasado en el ojo? —Nada grave, inspector. Un tributo a la noche zaragozana. —¿Se ha sabido algo de tu jefe? —Ni la menor noticia.

—Ni la menor noticia. —¡Maldita sea! Esto no hay quien lo aguante… —Comprendo que para usted es un trastorno inesperado… —No me refiero a la desaparición de Goliatkin. ¡Hablo del dolor de muelas que tengo! Estoy viendo las estrellas en pleno día, chaval. Te lo aseguro. —Recuerdo que el pasado viernes comentó usted con su dentista que hoy tenía cita. —Así es. Eso es lo más curioso —respondió el policía, ahogando un quejido—. Hasta hace un par de días no me dolían las muelas en absoluto. La cita con el doctor Aspid era para una mera revisión rutinaria. Pero siempre que se acerca la fecha de una de esas revisiones, me aparece un problema que acaba en uno o dos empastes. No lo entiendo. —Será psicosomático. —¿Eh? Oye, chaval, a ver lo que dices de mí, ¿vale?

COMISARÍA DEL CENTRO Bareta comenzó por interrogar al personal del hostal Cataluña, con pobres resultados. El camarero de la cafetería recordaba que Goliatkin le había comprado varias bolsas de hielo en cubitos cuando llegó el viernes a primera hora de la tarde. Un par de horas después, la recepcionista que cubría ese turno lo había visto salir. Pero nadie recordaba haberlo visto regresar ni tenían una explicación para la desaparición de su equipaje. —¿Seguro que, cuando se fue, no llevaba alguna maleta?

—¿Seguro que, cuando se fue, no llevaba alguna maleta? —Desde luego que no —le confirmó la chica de la recepción —. Recuerdo que llamé a un radiotaxi y él permaneció unos minutos ahí, en el vestíbulo, esperando que llegase. Lo único que llevaba era una bolsa de plástico. De las de asas. —¿Una bolsa blanca con un dibujo azul y negro? —Puede ser, sí. —Es la bolsa de Pescados José Luis. Goliatkin salió de aquí con la merluza. —Menos mal. Al menos, esté donde esté, no se morirá de hambre. Bareta miró al joven ruso. —¡Muchacho! Eso es casi humor español. La última pregunta fue de nuevo para la recepcionista. —¿A qué compañía de radiotaxi suelen llamar? —Radiotaxi Aragón.

PESQUISAS Tras esas primeras pesquisas, Alexei y Bareta acudieron a la comisaría. Allí lo primero que hizo el inspector fue llamar a la compañía de taxis, donde le confirmaron que el coche que había recogido a Goliatkin el viernes, lo condujo hasta las inmediaciones del palacio de Torresecas. Acto seguido, Bareta optó por ir a ver al comisario, pero cuando le preguntó a Elvira Mohedano, su secretaria, esta le anunció: —Está en una reunión con el delegado del Gobierno. Le

—Está en una reunión con el delegado del Gobierno. Le puedo pasar un mensaje, si cree usted que es importante. —La verdad, no sé si es realmente importante. Cuando puedas, hazle llegar esta nota. Germán Bareta cogió un post-it y garabateó la frase: ‹‹El ruso ha desaparecido. Necesito instrucciones››. Luego, se la entregó a la secretaria del comisario Malumbres. Elvira Mohedano frunció inmediatamente el ceño al leer aquello. —Ese ruso de la nota… ¿no se llamará Vladimir, por casualidad? Vladimir Guliankin. —Es Goliatkin —intervino Álex—. ¿Qué ocurre? —Hemos recibido durante la noche un fax en ruso procedente de la comisaría central de San Petersburgo. En el encabezamiento, que es lo único legible porque está en inglés, advertía que era para entregárselo personalmente al teniente Vladimir Goliatkin. —Déjame ver ese fax —pidió entonces Germán Bareta. —Enseguida, inspector. Por cierto, que tiene usted muy mala cara. —Ya lo imagino. Una muela me está matando.

FAX Bareta y Alexei extendieron sobre la mesa del inspector las tres hojas de papel térmico que les entregó Mohedano. El joven ruso leyó su contenido con rapidez y, a continuación, negó lentamente con la cabeza.

—No hay nada que nos pueda ayudar a localizar al teniente. Se trata de información que él había solicitado a Rusia en torno a la investigación sobre el asunto de la falsa momia del Museo Egipcio de San Petersburgo. Según dice aquí, al menos otros seis museos rusos habrían comprado en los últimos años piezas egipcias de gran valor al museo de la Fundación Pérez-Balaguer. Se trata de joyas, pergaminos, arquetas… y, por supuesto, sarcófagos y momias. Todo ello muy bien documentado y aparentemente legal. A Bareta parecía habérsele olvidado por unos momentos su dolor de muelas. —Interesante. ¿Sabes? Ahora ya empiezo a creer que tu jefe sí pudo venir a España por el caso de la momia falsa. Parecía una simple excusa, pero es posible que la dimensión del asunto sea mucho mayor de lo que él me dijo. O de lo que yo creí entender. —¿Pero saber eso puede ayudarnos a encontrarlo? —Por ahora, no. Por ahora solo es una pieza más de un rompecabezas del que no tenemos la muestra. —¿Qué sugiere usted que hagamos, inspector? Bareta suspiró mientras se echaba a la boca un par de pastillas Juanola, a las que se consideraba adicto sin remedio. —No tenemos mucho donde elegir. Supongamos que el teniente me dijo la verdad y que acudió la tarde del viernes al taller del taxidermista Urgel. —Con la merluza. —Con la merluza, sí.

USETHBI Hacia el mediodía, Bareta y Vostok llamaron con los nudillos a la puerta del taller de don Pablo Urgel. Y yo mismo salí a abrir. —Nicolás… —Hola, inspect… quiero decir: Hola, padrino. Alexei… ¿Qué? ¿Ha aparecido ya el teniente Gorbachov? —Goliatkin. Se llama Goliatkin —me aclaró el ruso—. Y no, no ha aparecido. —¿Está tu tío, el disecador? —le preguntó Bareta a Urgel, que se había acercado hasta colocarse a mi espalda. —Pues… no. Prácticamente no está nunca aquí. Nos abre el taller a primera hora de la mañana y de la tarde y luego se marcha. Dice que tiene mucho trabajo. —Vaya… Esto empieza a parecer el juego del escondite. —¿Por qué lo busca? —Lo busco porque lo último que me dijo Goliatkin fue que tenía la intención de venir a hablar con él. No sé si llegó a hacerlo pero, por ahora, es aquí donde se pierde su pista. —Ajá… Pues lo siento pero mi tío tal vez no vuelva hasta la tarde. —¿A qué hora? —Nuestra jornada comienza a las cuatro y media. —¡Mira qué bien! Precisamente a esa hora tengo cita con mi dentista, el doctor Aspid, que tiene aquí mismo la consulta. Vendré hacia las cuatro, hablaré con tu tío y así mato dos pájaros de un tiro.

Alexei, mientras tanto, recorría la estancia como si le trajera extraños recuerdos. En cierto momento comenzó a examinar con atención los insectos y minerales que estábamos limpiando y clasificando. —¿Habéis tenido que limpiar algún objeto egipcio estos días atrás? —No, ninguno —respondió Biela—. Todo son animalillos y artesanías de África y Sudamérica. No hay nada egipcio. —Y, sin embargo, el Museo Pérez-Balaguer ha suministrado momias, sarcófagos y otros objetos del Egipto de los faraones a museos de media Rusia. —Lo más probable es que se trate de una tapadera —murmuró mi padrino—. Es posible, incluso, que los responsables del PérezBalaguer sean ajenos a este asunto y desconozcan que han sido utilizados como falsos remitentes de esas piezas. El joven ruso seguía husmeando. —Inspector —dijo de pronto—. Aparte del personal del hostal, parece que fue usted el último en hablar con el teniente antes de su desaparición. ¿Qué hicieron desde que nos separamos la mañana del viernes? El policía frunció el ceño para ayudarse a hacer memoria. —Déjame recordar… Primero, miramos el escaparate de la tienda de ahumados. Le llamó la atención el congrio. Luego, jugamos una partida de billar y otra de futbolín en los billares de aquí abajo, a continuación entramos en la iglesia de Santiago el Menor unos minutos a descansar, compramos una merluza en Pescados José Luis y comimos el menú del día en la cafetería Lanuza, junto al mercado central. Luego, nos separamos. Tu jefe dijo que volvía al hostal para echarse una siesta y, por lo que

dijo que volvía al hostal para echarse una siesta y, por lo que parece, así lo hizo. —¿Ha dicho que compraron una merluza? —preguntó el ruso. —Él la compró. No quiso que el pescadero la limpiase. Se la llevó entera en una bolsa. Alexei se dirigió entonces hacia un gran arcón frigorífico que funcionaba en uno de los rincones de la estancia y alzó la tapa. Los demás, echamos también un ojo a su contenido. Había varios pescados grandes: Un lucio enorme, un siluro de más de un metro y un barbo de tamaño considerable. Y, además, una perdiz y una cotorra. Todos ellos congelados y con sus etiquetas, en espera de que les llegase el turno de ser disecados. —No está la merluza —murmuró Vostok, decepcionado—. ¿Le preguntó para qué la quería? —Pues no. A esas alturas, yo ya había tomado la decisión de no preguntarle nada y dejar que él me contase lo que quisiera. Y lo de la merluza no me lo contó. En ese momento, Max alzó la mano. —Acabo de recordar que sí había aquí un objeto claramente egipcio cuando llegamos el lunes pasado. Era una figurita de barro que representaba a un campesino. Si no me equivoco… llevaba una hoz en la mano. —¿Y ya no está? —preguntó Bareta. —No. El sábado por la mañana faltaba el ordenador portátil de mi tío y esa figurita. Supongo que se debió de llevar las dos cosas la noche anterior. —Era un usethbi —dijo, muy seguro, el ruso. —¿El qué? —Un usethbi. Una especie de siervo en miniatura. Los egipcios

—Un usethbi. Una especie de siervo en miniatura. Los egipcios introducían en los sarcófagos uno o varios usethbi. Aunque el muerto pudiese gozar de los fértiles campos del Más Allá, existía la creencia de que el dios Osiris podía obligarle a labrar los campos para mantenerlos. Por eso, la mayoría de difuntos se hacían acompañar de uno o varios usethbi, para que, llegado el caso, atendiesen esa tarea en su lugar. Los usethbi llevaban en el costado una inscripción con las palabras mágicas que el difunto tenía que pronunciar para que el siervo volviese a la vida. De ahí su nombre. Usethbi significa ‹‹El que obedece››. Todos miramos a Alexei con cierta sorpresa. —Caramba —murmuró Bareta—. ¿Eso te lo acabas de inventar o realmente entiendes de estas cosas? —Me lo acabo de inventar —dijo Alexei, muy serio—. Por eso me enviaron junto al teniente Goliatkin: Porque invento muy bien sobre el Antiguo Egipto. —Ya… —replicó Bareta, con sorna—. Pues ahora invéntate una teoría sobre la desaparición del usethbi. Vostok torció el gesto antes de responder: —Mal asunto. Los usethbi tienen su lugar dentro de las tumbas. Tal vez el señor Urgel lo haya cogido para que le haga compañía a algún muerto reciente.

URGENCIAS El tiempo de Alexei Vostok en España se acababa. Apareciera o no su jefe, al día siguiente a primera hora, tendría que volar a Madrid para enlazar con el avión de San Petersburgo. El comisario

Madrid para enlazar con el avión de San Petersburgo. El comisario Malumbres se había tomado la molestia de arreglar el tema de los billetes de avión desaparecidos junto con Goliatkin. Lo que hubiera que hacer, había que hacerlo ya. A la una y media de la tarde, sonó mi teléfono móvil con la melodía que indicaba que la llamada procedía de Malva. —¡Por fin llamas! ¿Dónde te has metido toda la mañana? ¿No quedamos en que acompañarías a Alexei y nos tendrías informados? —Lo siento. Mi hermano se ha pillado los dedos con una puerta y he tenido que llevarlo a urgencias. Y ya sabes lo que ocurre allí, que tienes idea de cuándo entras pero no de cuándo sales. Y, además, en el hospital hay que apagar los móviles. ¿Qué sabes de Alex? —Está aquí, con nosotros. Ha venido con mi padrino, el policía. De Goliatkin no sabemos nada. —Lo imaginaba. ¿Quedamos a comer en el Triana? —Nosotros salimos ahora. ¿Te va bien a las dos menos cuarto?

TRIANA La decoración del Triana la componían miles y miles de botellines de licores diversos, en una colección como habrá pocas en España. Y junto a eso, la cabeza disecada de Bulerioso, un morlaco de casi seiscientos kilos que el Viti toreó en el coso de la Misericordia mil años atrás. A mí el restaurante Triana no me gustaba ni un pelo, pero Malva

A mí el restaurante Triana no me gustaba ni un pelo, pero Malva tenía debilidad por sus suelos de madera y por sus camareros, tan viejos como el propio local. Comimos casi solos, aunque, cuando ya nos íbamos, aparecieron tres chicas con pinta de abogadas laboralistas, que ocuparon la mesa más alejada de la nuestra. En poco más de media hora estábamos dando cuenta del café y fue el momento en que pusimos a Malva al corriente de todas las novedades surgidas durante la mañana. Sus decisiones, como siempre, fueron inmediatas. —Te quedan dieciocho horas en Zaragoza, Alexei. Podemos dedicarlas a hacer turismo y a comprar recuerdos de España… o podemos dedicarlas a buscar al teniente Goliatkin. Tú decides. El ruso nos miró a todos, uno por uno. —Al teniente lo seguirán buscando aunque tú te vayas —le recordé. —Y es posible que él mismo no quiera que lo encuentren — aventuró Max—. Cabe la posibilidad de que haya desaparecido voluntariamente. Álex asintió. —Pero soy estudiante de la Academia de Policía de San Petersburgo. No podría volver a mirar a la cara a mis compañeros si regresase a Rusia sin haber hecho todo lo posible por aclarar lo ocurrido con el teniente Goliatkin. Biela, Urgel y yo nos miramos de reojo y nos encogimos de hombros. La suerte estaba echada. —¿A qué hora tenéis que volver al trabajo? —preguntó Malva. —A las cuatro y media. —Son las dos y media —constató, consultando su reloj—. Nos quedan dos horas.

quedan dos horas. —Muy bien. ¿Qué hacemos? La chica más hermosa del barrio tomó las riendas. —Yo creo que… el misterio que nos preocupa está en el palacio. —¿En el palacio de Torresecas? —Pues claro, memo. ¿En qué palacio va a ser? ¿En el de la Zarzuela? Por lo que me habéis contado, está confirmado que Goliatkin acudió allí la tarde del viernes. Después de eso, ya no hay nada. Es posible que de allí fuese a alguna otra parte, pero en estos momentos, su rastro se pierde ahí. Por tanto, mientras no haya pruebas en contra, hay que pensar que fue al palacio a hablar con don Pablo Urgel… y ya no salió de allí.

EL CÓNSUL HONORARIO Diez minutos más tarde, estábamos frente al palacio de Torresecas, maquinando a la propia sombra del edificio. —Solo hay una teoría que nos resulta útil: Pensar que el teniente Goliatkin está en algún lugar de ese palacio, retenido contra su voluntad. —Pues vamos a registrarlo de arriba abajo —propuso Biela. —Sí, de acuerdo; pero tenemos que ser discretos, Gerardo —le explicó Malva—. Si entramos como un elefante en una cacharrería, seguramente no lograremos nada. Ya que no contamos con mucho tiempo, yo me inclino por intentar echar un vistazo a los sótanos y a las buhardillas. El resto de los pisos parecen ocupados por oficinas o consultas profesionales de apariencia normal.

—¿Y el local del cine Rialto? —propuso Max—. Lleva abandonado un buen montón de años. Es un sitio ideal para establecer allí un escondite secreto. —Cierto. Sería bueno revisarlo, también. La cuestión es cómo llegar hasta esas zonas del palacio sin despertar sospechas. —Revisar las buhardillas supongo que será fácil —dijo entonces Urgel—. Subimos por la escalera principal y nos toparemos con una puerta que no creo que yo tenga mucha dificultad en abrir. Lo de los sótanos es diferente. Podría ser que cada uno de los comercios de la planta baja tuviera su parte del sótano. —Pero también puede ser que el sótano sea independiente de los comercios —aventuró Alexei. —Quizás. Pero entonces… ¿por dónde se entra? —Yo creo haber visto una puerta disimulada en una de las paredes del vestíbulo del fondo, el que daba acceso al cine —dijo Gerardo. Malva asintió. —Empezaremos por lo fácil, entonces. Primero, buhardillas. Después, esa puerta de la que habla Biela. Y así lo hicimos. Pero fueron intentos fallidos. A las buhardillas accedimos sin dificultad, tal como Max había supuesto. Pero estaban inusitadamente vacías. Ni siquiera servían como trastero. Allí no había más que polvo de siglos. De inmediato, bajamos hasta el vestíbulo principal y, de ahí, al vestíbulo interior, el que muchos años atrás servía de hall al cine Rialto. —Ahí —dijo Biela, señalando una de las paredes.

La luz era escasa, pero pronto vimos que tenía razón. —Tienes razón —indicó Max Urgel, recorriendo el contorno de la puerta con los dedos—. Está muy bien disimulada; mucho más de lo habitual. Pero no hay duda de que aquí hay una puerta. O la había, más bien, porque ha sido condenada. —¿Cómo? Max retiró un trozo de moldura de madera y, debajo, apareció una chapa metálica del tamaño de una tarjeta de crédito, fijada con ocho remaches. —Posiblemente, se podía entrar por aquí hasta hace unos días. La han condenado muy recientemente. —¿Cómo lo sabes? —Fijaos en los remaches. Tienen algunos arañazos, producidos en su colocación, y todavía están brillantes. Ni siquiera ha dado tiempo a que el metal se empañe. —¿Puedes abrirla? —De ninguna manera. Quizá sea posible por el otro lado, pero no por aquí. Yo puedo forzar con facilidad una cerradura pero si no hay cerradura que forzar, no puedo hacer nada. Malva consultó su reloj. —Las tres y cuarto —dijo—. Nos queda una hora y cuarto hasta que tengáis que entrar a trabajar. Lo que sea, tenemos que hacerlo deprisa. Max pidió la palabra. —El que hayan condenado esa puerta significa, seguramente, dos cosas. La primera: Que alguien, hace poco tiempo, la ha considerado peligrosa. La segunda: Que existe otra entrada al mismo sitio.

De vuelta a la calle, nos refugiamos en el bar Chotis, justo enfrente del palacio y desde cuya cristalera podía vigilarse la fachada entera. —Si Max tiene razón —dijo Malva— y existe otra entrada a los sótanos del palacio, el paso tiene que estar en una de las tiendas. —Yo me inclino por los billares Antraca —dije—. El inspector Bareta contó cómo Goliatkin insistió en jugar una partida de billar. Estoy seguro de que sospechaba algo. Apostaría los zapatos a que desde los billares, que están en un semisótano, hay acceso a los verdaderos sótanos del palacio. ¿Quién viene conmigo? Se alzaron tres manos de inmediato. Todas, menos la que yo deseaba. —¿Tú no vienes, Malva? —Id vosotros por los billares. Tienes razón: Parece la opción más lógica; pero… a mí me resulta mucho más sospechosa la tienda del pescado seco. —¿Por alguna razón en especial? —No. Intuición femenina. Pero me gustaría recorrer detenidamente el perímetro del palacio. Quizá mi sospecha tenga algún fundamento y aún no me he dado cuenta. —Pero… no podemos dejar que vayas sola. —No hay problema. Yo la acompañaré —dijo Alexei, con una admirable rapidez de reflejos. Malva sonrió encantada. ¡Por Dios, qué ganas tenía yo de que el condenado ruso cogiera el avión de vuelta a su tierra!

EL COJO COME Cuando descendimos los ocho escalones que desde el nivel de la calzada nos depositaron en la entrada de los billares Antraca, nos encontramos en un local prácticamente vacío. Solo el propio Custodio Antraca nos miró entrar, con un rictus de extrañeza, mientras se llevaba a la boca parsimoniosamente cucharadas del guiso que se había traído en una fiambrera de aluminio, sentado ante la única mesa de ping-pong del establecimiento, que le hacía las veces de mesa de comedor. Le saludamos con un gesto que no tuvo respuesta y nos instalamos en la mesa de billar americano más alejada de la entrada. Sin saberlo, repetimos los movimientos y la estrategia del teniente Goliatkin; sobre todo cuando, a los pocos minutos de haber iniciado nuestra partida, yo dejé el taco apoyado en el canto de la mesa y me dirigí hacia los servicios. ‹‹Urinarios››, según rezaba el cartelito sobre la puerta. El hedor, mezcla de amoniaco y zotal, era insoportable. Revisé rápidamente el apestoso recinto, cubierto de pintadas obscenas hasta el último rincón, sin encontrar otra salida que un ventanuco alto, protegido por una reja de hierro por la que solo podría escapar un gato. —Por los retretes no hay conexión con el resto del edificio —les informé a mis amigos, tras volver junto a ellos—. Si existe alguna salida debe de estar tras aquella puerta en la que pone ‹‹almacén››. —Pero si vamos hacia allí, el cojo nos verá —dedujo Biela. —Correcto. La única solución es que dos de nosotros lo

—Correcto. La única solución es que dos de nosotros lo distraigan mientras el tercero se cuela por la puerta. —Vale. —Id vosotros —dije—. Distraedlo. —¿Cómo lo hacemos? —Yo qué sé. Pedidle cambio de cinco mil pesetas. —¿Y de dónde sacamos un billete de cinco mil? Yo ni siquiera he tenido uno en las manos. —Bueno, pues inventad cualquier excusa. Haced que mire para otro lado diez condenados segundos, caray. Biela y Max avanzaron hacia el hombre, que les lanzó de inmediato una mirada desconfiada mientras pelaba una manzana con ayuda de una navaja que podría haber servido para abrir una sandía. Yo ensayaba una jugada de billar a tres bandas sin perder de vista a mis amigos ni al cojo Antraca. Y cuando Max y Gerardo estaban a diez pasos del hombre, un peculiar sonido, un múltiple petardeo intermitente, procedente de la calle, los detuvo en seco. —¿De qué me suena ese ruido? —murmuró Max. Lo supo enseguida. Justo ante la puerta de los billares acababan de detenerse cinco motos Harley-Davidson, además de una BSA, una Guzzi y una Triumph, todas ellas de gran cilindrada. —Ay, Dios… —murmuró Biela. Un segundo después, el Málaga comenzó a bajar los ocho escalones mientras se despojaba del casco. —¿Qué pasa, cojo mantecas? —bramó al entrar. Tres segundos más tarde, descubrió a mis amigos. Parpadeó.

Tres segundos más tarde, descubrió a mis amigos. Parpadeó. Procesó lentísimamente la información y, por fin, gritó como un energúmeno. —¡Me cagüen la leche! ¡Son ellooos! ¡Son los de Veterinaria! De manera insensata, el Málaga se abalanzó sobre Biela, que con un gesto de púgil veterano, esquivó la embestida y lo proyectó contra uno de los futbolines. Pero para entonces, la presencia de los otros moteros en las escaleras y la puerta de entrada ya nos impedía cualquier posibilidad de huida. —¡Atrás! —gritó Max, retrocediendo. Yo solté el taco y corrí hacia los lavabos. —¡No, Nico, no! —exclamó—. ¡Hacia el almacén! Tenía razón. Los retretes eran un callejón sin salida. Que el almacén tuviese una puerta trasera era nuestra única posibilidad.

SALAZONES En cuanto se vieron solos, Malva y Alexei cruzaron dos miradas de complicidad y se dirigieron hacia la tienda de salazones de Antero Necromio, que hacía esquina con el callejón lateral de carga y descarga situado a la izquierda del palacio. —Vamos. Un viejo camión Ford, cuyo toldo reproducía en sus laterales el rótulo de letras blancas sobre fondo azul que ostentaba la fachada del establecimiento, dormitaba la siesta junto a la persiana metálica que cerraba un pequeño muelle de carga. Soltaron de sus anclajes una de las puntas del toldo, echaron

Soltaron de sus anclajes una de las puntas del toldo, echaron un vistazo al interior de la caja del camioncito y tuvieron la primera sorpresa. —No huele en absoluto a pescado —hizo notar Malva. Vieron mantas y cuerdas. Y todas las superficies metálicas estaban protegidas y acolchadas, como en los camiones de mudanzas. —Demasiadas precauciones para transportar lomos de bacalao —murmuró el ruso. Mientras Alexei vigilaba, Malva se introdujo en el camión y consiguió llegar hasta la cabina. Abrió la guantera. Miró en los bolsillos de las puertas y en los portaobjetos situados bajo el volante sin encontrar lo que buscaba. De pronto, tuvo una intuición. Bajó el parasol del lado del conductor. Allí, en un pequeño bolsillo de plástico trasparente, vio una llave. Abrió la puerta y salió con ella en la mano. —Álex… Había una cerradura junto a la persiana metálica. Malva introdujo la llave y la giró un cuarto de vuelta. Con un sonido más estridente del que ellos habrían deseado, la persiana comenzó a subir. Cuando hubo dejado un hueco de algo más de medio metro, la chica giró la llave en sentido contrario, la sacó y se la echó al bolsillo. —No hizo falta que se dijeran nada. Ambos se deslizaron por el hueco y se colaron en el local.

ALMACÉN

La puerta del almacén estaba cerrada, pero era endeble y se abrió de par en par cuando Biela cargó contra ella con todas sus fuerzas. —¡Serás bestia! —le gritó Max—. ¿Y ahora cómo la cerramos? Por toda respuesta, Gerardo localizó en el local parte de un viejo mostrador, se colocó tras él y lo empujó contra la puerta justo en el momento en que los primeros moteros asomaban por el fondo del pasillo. —¡Traed algo más! —gritó, mientras seguía empujando, para resistir la embestida de nuestros atacantes. Había también allí una sinfonola prehistórica, aún cargada con discos de vinilo de 45 r.p.m. Entre Max y yo logramos moverla hasta las inmediaciones de Gerardo y volcarla, de modo que quedó encajada como una riostra contra el mostrador. —¡Bien! Eso nos dará unos minutos para pensar. —¡No hay nada que pensar! —gritó Max—. Lo que hay que hacer es encontrar el modo de escapar de aquí. —¿Y si no hay salida? —Con ese espíritu, no iremos muy lejos, Nico. Recuerda lo que dice Louis Van Gaal: Siempre positivo, nunca negativo. Por suerte, y pese a mi pesimismo, había una salida. Al fondo del almacén, oculto tras una docena de cajas de Mirinda, y junto a los restos de una vieja antena de televisión, descubrimos una especie de zulo, una suerte de recoveco en cuyo fondo se abría un ventanuco que daba acceso a un pasillo lóbrego, telarañoso, húmedo y siniestro. —¿Nos tenemos que meter por ahí, sin siquiera una linterna? —Hombre, podemos elegir: O eso, o esperamos a que el

Málaga y sus amiguitos logren entrar aquí y nos aticen como a esteras. —Está claro. Zambullámonos, pues, en las tinieblas. ¿Quién dijo miedo?

EL MONTACARGAS Malva y Alexei cerraron tras de sí la persiana metálica y, tras esperar a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra interior, pudieron comprobar que se hallaban en la trastienda del comercio de salazones y ahumados. Junto a la pared situada a la derecha, encontraron no menos de cincuenta sacos, conteniendo cada uno de ellos treinta kilos de natrón, si había que fiarse de las etiquetas. INDUSTRIAS QUÍMICAS LABARRAQUE PUERTOLLANO Carbonato de Sodio (CO3Na2) ‹‹Natrón›› ORIGEN: Sudán Irrita la piel. Manipúlese con cuidado. Uno de los sacos estaba abierto y el ruso tomó entre los dedos una porción de aquella sustancia suave como el talco, formada por diminutos cristales translúcidos y de un peculiar olor, fuerte y picante, que recordaba al de la sosa cáustica. —¿Para qué sirve el natrón? —preguntó Malva. —Es un poderoso desecante —respondió Alexei, mientras se

soplaba los dedos tras sentir ya una leve quemazón en la piel. —¿Y con eso se sala el pescado? —Por supuesto que no. Además, esto no es un secadero. Aquí se dedican a otra cosa. El natrón era fundamental para el proceso de momificación. Es un producto conocido desde tiempos muy remotos. Ya te habrás dado cuenta de que el nombre que los romanos dieron al sodio, natrium, procede precisamente del natrón. —Hombre, claro —ironizó Malva—. Es en lo primero que me había fijado —la chica señaló entonces el rincón opuesto de la estancia—. Mira aquello. Parece… una plataforma elevadora. Se acercaron hasta confirmar su primera impresión. —En efecto. Es un montacargas. Solo que, desde aquí, no sirve para subir sino… para descender. —Hombre, cuando estemos abajo sí servirá para subir. —Ah. ¿Es que vamos a bajar? Malva sonrió. —Si prefieres quedarte aquí solo… —Voy donde tú vayas —fue la respuesta del ruso. Se situaron ambos sobre la plataforma, metálica y de superficie rugosa. A la izquierda de la guía, sobre un pequeño mástil de un metro de altura, una botonera con tan solo tres pulsadores. La chica leyó los rotulitos. —Subir. Parar. Bajar. Está claro, ¿no? Malva oprimió el botón inferior y, con un susurro apenas audible, la plataforma comenzó a descender hacia los profundos sótanos del palacio de Torresecas.

LA SALA DE CALDERAS Avanzábamos como ciegos por aquel pasadizo que se nos antojaba una catacumba interminable. Y mejor así. De haber podido contemplar las paredes que nos rodeaban, el suelo que pisábamos, la bóveda que nos cubría… lo más probable era que hubiésemos sufrido una crisis nerviosa. Deslizábamos los dedos por las paredes de adobe sintiéndolas viscosas, como impregnadas de baba de caracol. A veces, telarañas tan espesas como bolsas de supermercado se nos adherían a la cara y, en nuestro intento de respirar, las aspirábamos y se nos enredaban en la lengua y en el interior de la garganta. Alguna suerte de ser repulsivo se deslizaba por el suelo, junto a nosotros y, de cuando en cuando, trepaba por nuestros tobillos y ascendía hacia nuestras pantorrillas, deteniéndose a chuparnos la sangre. Habíamos oído a lo lejos, de un modo sordo, la irrupción de los moteros del Málaga en el pequeño almacén. Eso nos impulsaba a seguir adelante, con una convicción casi febril: Sabíamos que no existía la posibilidad de volver sobre nuestros pasos porque allí estarían ellos. El pasadizo desembocaba en una sala de calderas: Cañerías que en su día estuvieron pintadas de rojo, llaves de paso, relojes, manómetros, bombas de presión… Una carbonera casi vacía, por cuya trampilla, a ras de la acera, entraban esos rayos de sol que iluminaban la estancia y que nos permitían ver, al fin. En uno de los

iluminaban la estancia y que nos permitían ver, al fin. En uno de los rincones se apilaban los restos de medio centenar de butacas de madera, que en otro tiempo poblaron la platea del cine Rialto. El suelo, alfombrado de programas de mano de antiguas películas, películas que ya no existen en el mundo de lo digital, que solo están en el recuerdo de espectadores demasiado viejos para recordar: Tarzán y las Amazonas, Maciste contra la Reina de Saba, El Secreto de Fu-Manchú… —Es la sala de calderas del Rialto —dijo Biela, encandilado—. ¡Qué maravilla! Es como la de un transatlántico. Como la del Titanic. —Tú, como siempre, tan tranquilizador —replicó Max. Había una escalera. Siempre hay una escalera. Y trepamos por ella hasta alcanzar el vestíbulo del antiguo cine, abandonado veinte o veinticinco años atrás, y donde aún podían verse carteles anunciadores de la última película que se proyectó en el local: Superargo el gigante. Localizamos enseguida los accesos al patio de butacas, el bar, la taquilla y las puertas de salida, cerradas con sendas verjas. Pensamos que ahí estaba nuestra salvación pero los candados que cerraban esas verjas habían sido colocados desde el exterior y se hallaban fuera del alcance de Max. —Por aquí no hay escapatoria —aseguré con desespero—. Si existe una salida, tiene que estar allí. Señalé una puerta, junto a lo que en tiempos fue la barra del bar, que exhibía un rótulo en el que se adivinaba, más que se leía, ‹‹cabina de proyección››. Estaba abierta, pero Max la cerró tras nuestro paso, intentando

Estaba abierta, pero Max la cerró tras nuestro paso, intentando dificultar en lo posible que los moteros siguiesen nuestra pista. Tras la puerta, veinticinco escalones nos condujeron, tal como anunciaba el cartelito, a la cabina del proyeccionista, que más que vacía, parecía desvalijada. A través de los ventanucos de proyección pudimos constatar con inquietud que el Málaga y sus secuaces ya habían accedido a la platea del cine y peinaban la sala en nuestra busca, alumbrándose con sus mecheros Zippo por entre las filas de butacas supervivientes. —Ay, madre… los tenemos pegados al culo —susurró Max. —Y como den con nosotros, nos van a convertir en pienso para pollos —completó Gerardo.

LAS PROFUNDIDADES Malva y Álex contuvieron la respiración durante el interminable descenso a los infiernos que supuso su viaje en el montacargas. Vieron una puerta en un nivel intermedio, pero no lograron abrirla. Así, que optaron por seguir hasta el punto inferior del recorrido. —¿Cuánto crees que hemos bajado? —preguntó la chica cuando la plataforma se detuvo al final de su recorrido. —No lo sé —reconoció Álex—. Mucho, desde luego. Más de veinte metros, quizá. Malva consultó su teléfono móvil. —Por supuesto, estamos sin cobertura. Imposible conectar

—Por supuesto, estamos sin cobertura. Imposible conectar con el exterior. Durante el descenso, el ruso había sacado de su bolsillo una pequeña linterna, poco mayor que un bolígrafo pero que proporcionaba una luz blanca e intensa. Iluminándose con ella, comenzaron a recorrer aquel mundo subterráneo, húmedo e insano. Dolorosamente silencioso. —Debemos de estar en el nivel de los cimientos del edificio. —Huele a demonios con el vientre suelto. De cuando en cuando, se oían lejanos chillidos de rata. Y, también de forma intermitente, gargarismos de cañerías de desagüe. Había un eco siniestro y húmedo, que invitaba a hablar en voz muy baja. Malva y Álex vieron toneles apilados, rotos e inservibles. Elementos para la decoración de escaparates que ya nunca cumplirían con su cometido. Varias cajas de madera que, por la acción de la humedad y de las ratas, habían reventado, diseminando por el suelo docenas y docenas de cajitas de un curioso medicamento envasado artesanalmente. VALIDOL Antifermentescible del tubo digestivo, analéptico y sedante del SNC de probada eficacia. LABORATORIO DEL DOCTOR PORRAS Calle Fuenclara, 1 ZARAGOZA Como único camino posible, un pasadizo angosto, angustioso. Rejas de hierro a ambos lados, cerrando antiguas carboneras,

Rejas de hierro a ambos lados, cerrando antiguas carboneras, vacías de carbón. En una de ellas, puntales de hierro oxidadísimos. En otra, cajones con restos de vajilla, entre viruta de madera. Más allá, resmas de papel, formando bloques retorcidos; la guillotina de una imprenta; sellos de caucho, docenas de ellos, como setas geométricas; plumillas de caligrafía, diseminadas por el suelo, como insectos metálicos muertos. Más adelante, un colchón reventado y una manta del ejército, hecha jirones. De repente, en mitad del pasadizo, como una aparición sobrenatural, el esqueleto de un animal grande, posiblemente un burro. —Pobre bicho… ¿Para qué lo bajarían aquí? —Quizá para trabajar en la cimentación del edificio. Como los caballos que se utilizaban para tirar de las vagonetas de las minas. Y, como ellos, resultó condenado a morir en la oscuridad. A un lado, un espacio circular, de paredes rezumando un líquido viscoso, negro y maloliente. El suelo, cubierto por tablones. —Un pozo negro, seguramente. —Dios mío, qué asco… —murmuró Malva, llevándose las manos al estómago. —No te detengas. Tenemos que seguir. Adelante, siempre adelante… El camino se bifurcaba. El corredor de la izquierda estaba cortado, cegado a los pocos metros por una pared de ladrillos macizos. —La elección es fácil: Habrá que seguir por el otro.

—La elección es fácil: Habrá que seguir por el otro. El otro desembocó enseguida en un distribuidor de tales dimensiones que la linterna de Alexei no alcanzaba a iluminar su contorno. El ruso fijó la luz de la linterna en uno de los vanos. —No puedo creerlo. Mira eso, Malva. Es el arranque de unas escaleras… que descienden. No puedo imaginar que sea posible llegar a un lugar aún más profundo que este. —Espero que no pretendas averiguar adónde conducen. No había opción, en realidad, pues comprobaron que el paso también aparecía cortado a los pocos metros por una barrera de piedras y escombro. —Hay tres opciones para continuar adelante —dijo entonces Alexei—. ¿Cuál prefieres? —La del centro. Al principio, silencio entre ellos. Luego, no. —Nos estamos desviando —advirtió Alexei—. Este pasillo describe una curva. —Lo que nos faltaba: A ver si nos vamos a encontrar con ‹‹la chica de la curva››. La pared interior estaba formada por sillares de piedra, sin duda robados de la muralla romana de la ciudad. Y en la exterior, se abrían cada cuatro pasos, nichos como los de una catacumba; por fortuna, vacíos. En el suelo se acumulaban tres dedos de agua más negra que la pez. —Nos hemos equivocado, Álex —murmuró una Malva casi llorosa—. ¿Qué hacemos aquí? Esperábamos encontrar momias, sarcófagos, tesoros del Antiguo Egipto… y, por supuesto, al teniente Goliatkin. Y hasta ahora solo hemos hallado

miasmas y miseria… —Tienes razón. ¿Quieres que volvamos atrás?

S TAIRWAY TO HEAVEN Aún dudaba Malva sobre la propuesta de retroceso de Álex cuando la luz de la linterna iluminó una esperanza. —¡Por fin! ¡Mira! Aquello parece una escalera de subida. —¡Vamos! —exclamó la chica—. Necesito imperiosamente respirar aire limpio. Treparon febrilmente los treinta y nueve desgastados escalones que los depositaron en un pequeño rellano situado ante la cara exterior de una compuerta metálica de casi un palmo de grosor, con cierre por palanca giratoria, como las que dan acceso a los estudios de radio o televisión. Con sumo cuidado, liberaron la palanca. Ignorantes de lo que los esperaba más allá, realizaron la operación lentísimamente, en un intento de no llamar la atención de quien pudiera hallarse del otro lado. Por fin, sudando por la lentitud del esfuerzo, lograron abrir dos dedos la compuerta y echar un vistazo a través de la rendija. —Nadie… —suspiró Malva. Fue como cambiar de planeta. Aquello era otro mundo, limpio y luminoso. Accedieron a un cuarto de máquinas en el que crepitaba el motor de un imponente deshumidificador. Había también una

caldera de gran tamaño, con quemador de gasóleo y su correspondiente depósito para el combustible. Debía de tener alguna pequeña fuga porque el olor a gasoil era intenso, hasta casi resultar insoportable. Una luz tenue, de bajo consumo, y el enorme número de chivatos luminosos de diversos colores que se encontraban encendidos permitieron a los dos chicos prescindir de la luz de la linterna. Curiosamente, aquella estancia parecía ser el nexo de unión entre diversas dependencias del edificio. Además de la compuerta que lo separaba del inframundo húmedo y apestoso que Malva y Álex acababan de recorrer, la estancia tenía otras dos salidas. A la derecha, vieron una doble compuerta, metálica, con barra antipánico. A la izquierda, una puerta de una sola hoja y con ventanilla de cristal. —¿Por dónde salimos? —preguntó el ruso. La respuesta de Malva fue cruzar el índice sobre los labios reclamando silencio y prestar atención a las voces que se oían al otro lado de la puerta doble. —¡Eh, mirad esta puerta! —gritaba un tipo de voz cazallera —. ¿No habrán escapado esos tres por aquí? Parece una salida de emergencia y a lo mejor da a la calle. —No, hombre, no. ¿Cómo va a dar a la calle si estamos en un sótano? Además, ¿No ves que solo se puede abrir del otro lado? Eso no es una salida. —Tienes razón. Y apesta a gasoil. —¿Quiénes son esos? —preguntó Alexei, en un susurro. —No lo sé. Pero me apuesto algo bueno a que ‹‹esos tres›› a los que persiguen son Nico, Biela y Urgel.

los que persiguen son Nico, Biela y Urgel. De pronto, uno de los moteros dio un tremendo golpe sobre la puerta de chapa. Malva y el ruso estuvieron a punto de gritar, lo que les habría delatado irremisiblemente. Por suerte, el susto solo les hizo caer de espaldas. —¡Estate quieto, Chapas! —escucharon, a continuación—. ¿No ves que se abre hacia aquí? No vas a conseguir nada más que llamar la atención de algún vecino. ¿Y sabes quién es el dueño de este cine? ¡El Vampiro! —¿Quién? ¿El tipo del bigotito? ¿El del pelo peinado con gomina? —Ese mismo. Me han dicho que lo compró hace años y, luego, lo cerró y lo dejó abandonado. —¿Y para qué quiere un cine abandonado? —No lo sé. Dicen que así no le molesta nadie. —Vaya un tipo raro. —Y peligroso. — Yo diría que le tienes miedo. —¡Yo no le tengo miedo a nadie! Pero tampoco es cuestión de buscarse un lío innecesario. Vamos a localizar a esos tres idiotas, les zurramos la badana y nos largamos. Lo que siento es que no me ha parecido ver a la chavala que iba con ellos. La que cogió mi moto. —Que, por cierto, bien buena estaba, la tía. —¡Eh, Málaga! ¡Ya hemos registrado todo el patio de butacas y no hay ni rastro de esos críos! —¿Habéis mirado en la cabina de proyección? —No. Es que la puerta está cerrada. —¿Y qué? Si no están por ningún otro sitio, tienen que estar

—¿Y qué? Si no están por ningún otro sitio, tienen que estar allí. ¡Vamos arriba! Malva tragó saliva. —¡El Málaga! —murmuró—. ¡El Málaga y los moteros de la fiesta de Veterinaria! ¿Pero cómo es que están aquí? Nerviosamente, buscó su teléfono móvil y marcó el número de Nicolás. —A ver si hay suerte y ahora ya consigo enganchar una pizca de cobertura… Vamos, vamos… —¿Malva? ¿Eres tú? —¡Nico! ¡Gracias a Dios…! ¿Dónde estáis? —Estamos en la cabina de proyección del antiguo cine Rialto. ¿Tú por dónde andas? —Eso no importa. ¡Salid de la cabina inmediatamente! ¡El Málaga y sus amigos van a por vosotros!

SIN OPCIONES El aviso de Malva resultó providencial, pero a esas alturas, nuestras opciones de escapatoria se habían reducido a solo una, y poco aconsejable, además. —¡Han reventado la puerta del vestíbulo y están subiendo por la escalera! —exclamó Max. —¡Vamos! —dije, entonces—. ¡Hay que salir fuera! ¡A los tejados! Biela y Urgel me obedecieron sin rechistar y, a través de una trampilla metálica, salimos a la azotea del edificio del Rialto, levantado en lo que fue el patio de caballos del palacio de

levantado en lo que fue el patio de caballos del palacio de Torresecas. —¡No hay escapatoria! —exclamó Max, cuando nos vimos allí, rodeados por los medianiles de edificios mucho más modernos. —¡Hay una posibilidad! —dije—. Saltar desde aquí al tejado del palacio. —¡Estás loco! —gritó Gerardo. Sin embargo, los golpes que el Málaga y sus amigos propinaban ya a la puerta de la cabina lo convencieron rápidamente de que aquella descabellada posibilidad era mucho más atractiva que la de caer en manos de semejantes energúmenos en un lugar como aquel, apartado de la vista de cualquier posible testigo. El alero del tejado y el borde de la azotea en que nos encontrábamos se hallaban separados por la anchura de los balcones de la fachada trasera del palacio. Unos tres metros, aproximadamente. Los moteros estaban a punto de destrozar la puerta de la cabina. —¡Vamos! ¡Hay que saltar! Si nos lo pensamos mucho, estamos perdidos. Decidí ser el primero. Retrocedí hasta el otro extremo de la azotea para tomar impulso y, luego, eché a correr como un desesperado. Me impulsé tan alto como pude. Volé sobre el hueco existente entre las dos construcciones. Y caí sobre el tejado. Incluso más lejos de lo que imaginaba. Al caer, rompí un buen número de tejas y me produje con ellas varios cortes superficiales, que me parecieron cosa de nada en comparación con la perspectiva de ser vapuleado por el Málaga y sus socios.

sus socios. —¡Vamos, saltad! ¡No es difícil! Pese a su tamaño, no me preocupaba Gerardo, que estaba fuerte y ágil. Él fue el siguiente en saltar y, en efecto, no tuvo problemas, salvo que causó con su aterrizaje un destrozo en el tejado bastante mayor que el mío. —Van a tener goteras a partir de ahora —murmuró, tras incorporarse. Enseguida vimos que Max no las tenía todas consigo. Como nosotros, retrocedió para tomar carrerilla. Y fue la idea de que los moteros estaban a punto de irrumpir en la azotea lo que terminó de decidirle; pero emprendió la maniobra sin convicción. —Mierda. Se va a caer —murmuré. Saltó corto. Cortísimo. Milagrosamente, logró echar las manos hacia adelante y, en el último instante, consiguió sujetarse al canalón de cinc que recorría el extremo del alero. —¡Ayudadme! —gritó, apuradísimo. En ese momento, el Málaga y sus secuaces lograron salir a la azotea. Lo que nos faltaba. Biela hizo ademán de acercarse hasta el borde del tejado para ayudar a Max. —¡Quieto, Gerardo! —le ordené—. Ya voy yo. Tú pesas demasiado y el alero está en muy mal estado. Corremos el riesgo de que se venga abajo. Me tumbé sobre las tejas para repartir mi peso en el máximo de superficie y fui deslizándome hasta que logré sujetar a Max por su codo derecho. —¡Vamos, Max! ¡Arriba! ¡Ya te tengo! ¡Ahora, intenta subir la pierna izquierda hasta el canalón!

pierna izquierda hasta el canalón! —¡No puedo! —¡Inténtalo te digo! A tres metros de nosotros, sobre la azotea del Rialto, seis de los moteros nos increpaban con toda la potencia de sus pulmones. —¡Os vais a caer los dos, idiotas! —¡Vais a tener vuestro merecido! —Yo no quiero que tengan su merecido. ¡Yo quiero atizarles en persona! —decía uno de ellos, mientras Max, con mi ayuda, lograba, por fin, trepar hasta el tejado. —¡Lo están consiguiendo, maldita sea! —ladró el jefe de la banda—. ¡Hay que perseguirlos! La orden fue acogida con escaso entusiasmo por sus secuaces. —Pero, hombre, Málaga. ¿No has visto que ellos casi la palman? El furibundo motorista no estaba dispuesto a atender a razones. Mientras nosotros trepábamos a toda prisa por el tejado del palacio, él retrocedía hasta el otro extremo de la azotea para, como nosotros, tomar impulso y saltar. Justo cuando llegamos a lo más alto, al vértice que separaba las dos aguas del tejado, echamos la vista atrás. El Málaga iniciaba su carrera. —Es rápido. Me parece que lo va a lograr —dije. —Y si lo consigue, lo seguirán los demás. El salto del motero fue largo y suficiente. Su error fue aterrizar exactamente en el mismo lugar en el que ya lo había hecho Gerardo, dejando en su caída muchas tejas rotas y otras más, fuera de sitio. Aquel segundo impacto fue demasiado para los

viejos maderos que formaban el soporte del tejado, incapaces de soportar el impacto de las diez arrobas largas del Málaga. El tejado se hundió bajo sus pies. Se creó una especie de embudo que se tragó al energúmeno, al que oímos gritar mientras volaba, rodeado de escombros, hasta caer sobre el suelo de la buhardilla del palacio. Sus compañeros lo llamaron a voces, pero no obtuvieron respuesta y, por suerte para nosotros, desistieron de continuar en nuestra persecución. Nosotros seguimos un par de minutos subiendo y bajando por los tejados, como los deshollinadores de Mary Poppins, hasta que, al asomarnos a uno de los patios interiores, descubrimos una escala de barrotes de hierro encarcelados en el muro, que nos permitió descolgarnos hasta un balcón del segundo piso.

SEAT 600 D —¿De dónde habéis salido vosotros? —nos preguntó, asombrada, la secretaria del Club de Amigos del Seat Seiscientos, que acudió a abrirnos la puerta del balcón tras haber llamado nosotros su atención golpeando los cristales. —¡Gracias! Estábamos instalando un nuevo sistema para espantar a las palomas y se nos ha cerrado la trampilla por la que habíamos salido al tejado. Menos mal que estaba usted aquí. —Ah… ¿Y qué? ¿Se espantan las palomas con vuestro sistema?

—¡Ya lo creo! —dije—. Al que no hemos podido espantar ha sido a un palomo de ciento treinta kilos, que ha atravesado el tejado de la parte de atrás, la más cercana al cine. —Si lo ve por aquí —completó Max, mientras corríamos hacia la salida—. No le deje entrar. No le gustan los seiscientos. Solo las motos. —¡Ah! Vale. Al salir al rellano de la escalera, intenté hablar por teléfono con Malva para decirle que habíamos logrado escapar. Pero parecía estar fuera de cobertura.

EL CORREDOR Malva y Vostok decidieron olvidarse de la doble compuerta que parecía comunicar con el sótano del cine y salir a un largo corredor de paredes de piedra y ladrillo, con el suelo de cemento pintado de verde hospital. Pronto, muy pronto, el intenso olor del gasoil se mezcló con un no menos penetrante tufo a productos químicos. Y, algo después, el ruso sujetó a Malva por el brazo y la obligó a introducirse por la primera puerta que encontraron abierta. —Para este tipo de trabajos nos venía bien el antiguo ayudante de don Pablo. ¿Lo recuerdas, Mamulian? —Sí, lo recuerdo perfectamente. ¡Qué tío! ¡Tenía la fuerza de diez hombres! Por cierto, ¿sabes qué fue de él? ¿Se jubiló?

diez hombres! Por cierto, ¿sabes qué fue de él? ¿Se jubiló? —Sí, creo que sí. Ahora vive en San Petersburgo. —¡No te digo! ¡En San Petersburgo, nada menos! Como un pachá. —Como un faraón, más bien… Anda, vamos rápido hacia el montacargas, que el jefe quiere que el encargo esté en el camión lo antes posible. De pronto le ha entrado una prisa tremenda por servir todos los encargos pendientes. —Y a mí me ha dicho Fabián que, por el momento, no se aceptan nuevos pedidos. —Lo que yo me temía: Ha debido de ocurrir algo grave y don Jaime ha decidido paralizar la actividad durante unas semanas. Ya ocurrió algo parecido hace unos años… ¡cuida, no le hagas una mella a la caja, que ya sabes cómo se pone el jefe! — Ya lo sé, ya… Mantenían la conversación dos hombres de pelo ceniciento, uno alto y otro bajito pero de anchísimas espaldas, que transportaban entre ambos, a lo largo del corredor y con evidente esfuerzo, un enorme sarcófago recién restaurado. Malva y Vostok los dejaron pasar de largo y cuando hubieron desaparecido tras una puerta al fondo del corredor, decidieron seguir avanzando. —¿Sabes? Tengo la sensación de que estamos cerca de resolver el misterio de la desaparición del teniente Goliatkin — murmuró un Alexei Vostok que, pese a manifestar esa convicción, no parecía muy esperanzado en hallar con vida a su superior. Pronto, empezaron a encontrar pequeños almacenes, parecidos a los trasteros que habían hallado en el nivel inferior;

parecidos a los trasteros que habían hallado en el nivel inferior; pero estos estaban limpios, cerrados con puertas de madera, pintados de blanco y cuidadosamente ordenados. En el primero vieron más sacos de Natrón, perfectamente apilados. —O gastan mucho natrón o hicieron en su día un pedido algo exagerado —murmuró Malva. —Ya lo creo —confirmó el ruso—. Fíjate en estos bidones de plástico. Más natrón. En este caso, molido. Y en cada envase hay doscientos kilos. El siguiente almacén guardaba una considerable variedad de productos. Muchos de ellos, exhibían curiosas etiquetas: Alumbre de roca (Sulfato de aluminio) Cremor tártaro (Bitartrato de potasio) Jabón arsenical de Bècoeur Piedra infernal (Nitrato de plata) Rejalgar (Bisulfuro de arsénico) —Todos estos son productos propios de la taxidermia — murmuró Alexei—. Yo diría que el tío de ese amigo tuyo tiene

murmuró Alexei—. Yo diría que el tío de ese amigo tuyo tiene mucho que ver con lo que se cuece aquí abajo. En otros armarios se almacenaban productos químicos mucho más habituales. Desde carbonato de sosa o ácido sulfúrico a formol o esencia de trementina. La siguiente puerta dio paso a un nuevo almacén cuyo contenido llamó poderosamente la atención del joven ruso, conforme fue desgranando los nombres que aparecían en las etiquetas. —Aceite de enebro… ¡Pez blanca! Ámbar, mirra, aceite esencial de cedro. ¡Agua de elefantina…! Betún amargo, jabón de Betania… —¿Sabes de qué se trata? —preguntó Malva. El ruso parpadeaba, todavía asombrado. —¡Pues claro que lo sé! ¡Y es fascinante! Se trata de productos utilizados en el Antiguo Egipto. Algunos de ellos tienen que ver con los procesos de momificación aunque también hay tintes como el betún de Judea o el caldo de cúrcuma; y otros son de uso general, como el aloe o la casia, que son especias; hay cera, miel, tallos de junco y flores de loto envasadas al vacío, avena en grano, esparto, cáñamo, hojas de papiro, paja, tallos de bambú… ¡Por Lenin! Es el paraíso de los falsificadores de momias egipcias. No falta nada para reproducir hasta el más mínimo detalle de un enterramiento ritual. En el siguiente armario descubrieron cientos de bobinas de lienzo de lino, idéntico al utilizado para vendar los cadáveres que debían ser momificados. También había lienzos originales, clasificados por periodos dinásticos. —La cosa se complica —musitó Malva al oído de un Alexei

—La cosa se complica —musitó Malva al oído de un Alexei que parecía cada vez más fascinado por sus hallazgos. Pero lo que realmente les erizó el vello de la nuca fue lo que vieron al abrir el acceso al siguiente espacio, sobre el que colgaba un curioso rótulo: ‹‹Almacén de momias de animales››, con su correspondiente traducción al inglés: ‹‹Animal mummies store›› y una advertencia en francés: ‹‹Défense de fumer››. —Esto resulta cada vez más fascinante… —dijo el ruso, una vez que constató el contenido de la sala—. Si me hubiesen dicho que existía un lugar así, lo habría puesto en duda. Pero es cierto. —¿Qué son? —preguntó Malva. —La mayoría, momias de ibis. —¿Son valiosas? —No mucho. En el Antiguo Egipto las vendían en tenderetes cercanos a las tumbas y la gente las compraba para dejarlas como ofrenda a los muertos. —Como hacemos aquí con las flores. —Algo parecido, supongo. Era la ofrenda más habitual y por eso hay tantísimas. En una sola tumba, en Saqqara, se encontraron más de diez mil. —¿Diez mil momias de ibis? —Como lo oyes. Pero aquí no solo hay momias de ibis. Fíjate: Ahí tenemos momias de cocodrilos, de ranas, de serpientes, de arañas, de halcones, de musarañas… Esas se utilizaban en rituales diversos. Mientras le ofrecía a Malva sus explicaciones, Alexei recorría los estantes febrilmente, leyendo etiquetas, algunas de las cuales parecían maravillarlo. —¡Mira, Malva! ¡Una momia de babuino! Esto sí es una

—¡Mira, Malva! ¡Una momia de babuino! Esto sí es una rareza. Se trataba de un animal sagrado y solo los sacerdotes y los faraones tenían acceso a ellas. ¡Es increíble! ¡Solo me faltaría encontrar una momia de buey! —Aquí veo momias de animales domésticos —exclamó la chica, casi al instante. Supongo que las harían para que acompañasen al muerto en el más allá igual que le habían acompañado en vida. —¡Exacto! ¡Y aquí hay momias de animales comestibles! Peces, patos, gansos… Sin duda, comida para el largo viaje que emprendían los muertos. El ruso parecía a punto de entrar en un estado de euforia. Continuamente se llevaba las manos a la cabeza, e iba de un lado a otro sin saber muy bien dónde quedarse. —No sé si te das cuenta de lo que esto significa, Malva. Es como un supermercado de objetos del Antiguo Egipto. Con lo que hay aquí uno se puede hacer su propia tumba faraónica a la medida. La momia, la caja, el sarcófago… y todos los objetos rituales que acompañaban a los muertos en su largo viaje. ¡Es increíble! —Lo que me parece increíble es lo mucho que sabes tú sobre el tema —dijo Malva—. Por lo que veo, eres un verdadero experto. El ruso sonrió. —Se trata para mí de una afición muy antigua —reconoció—. Yo creo que fue la principal razón por la que fui elegido para acompañar al teniente Goliatkin en este viaje. — Ya que hablas del teniente… seguimos sin saber nada de él.

él. Alexei frunció el ceño. Miró a Malva con cierto disgusto, como echándole en cara que viniese a fastidiarle su disfrute con aquel asunto tan desagradable.

EL DESPACHO DEL JEFE Al final del pasillo se abría un nuevo distribuidor, de forma aproximadamente ovalada y cuya puerta principal aparecía entornada. Malva asomó la cabeza con precaución y, al momento, sacudió la mano ante Alexei, dándole a entender que lo que acababa de descubrir superaba todo lo visto anteriormente. — Yo creo que este es el despacho del jefe —murmuró—. El famoso don Jaime. Estaba presidido por un maravilloso sitial de madera policromada y oro representando una escena del libro de los muertos. En el centro, podía verse a Anubis comparando el peso del corazón del difunto con el de una pluma. A su lado, el dios Toht anotando el resultado favorable. A la derecha de la balanza estaba representado el devorante, una criatura mitad hipopótamo, mitad cocodrilo, con patas de león, en actitud de espera, con la intención de devorar a quienes no pasasen la prueba de Anubis. El difunto estaba representado a la izquierda, muy pequeñito, con cara de circunstancias, dentro de su ataúd.

La mesa principal era la típica de un alto cargo. Con el mismo teléfono, ordenador portátil, portafolios e interfono para comunicar con su secretaria que tendría cualquier mesa de presidente o de director general de una gran empresa. Eso sí, no había fotos de la familia. Y, en cambio, podía verse como adorno un pequeño estuche abierto, mostrando una piedra de color cobre y brillo pálido. AMALGAMA GOMORRESINA, COBRE Y PLATA. XVII DINASTÍA. SAIS Decía la plaquita grabada. En un lateral del despacho, un archivador metálico mostraba impúdicamente su contenido: Docenas y docenas de carpetas, colgadas de guías metálicas, con información y fotografías de diferentes piezas, clasificadas según su procedencia: Tebas, Luxor, Gizeh, Saqqara, Deir-el-Bahari… Y también por periodos dinásticos. —¿Cuánto tiempo llevará esta gente dedicándose a este negocio? —se preguntó Vostok en voz alta, sin ocultar ni por un momento su entusiasmo—. Esto es como el sueño de todo aficionado al Antiguo Egipto. De inmediato, se zambulló en el archivador y comenzó a consultar el contenido de algunas de las carpetas, con evidentes signos de admiración.

Malva le tocó en el brazo. —Oye, Álex, ya sé que se trata de algo interesantísimo, pero nos estamos jugando el pellejo para encontrar a Goliatkin, no para regodearnos en nuestros hallazgos, por muy interesantes que te parezcan. —Sí, sí, tienes razón —murmuró el ruso, sin dejar de revisar carpeta tras carpeta—. ¡Por todos los zares! ¡Esta gente ha clasificado cosas que envidiaría el Museo Británico! —Déjalo para más tarde y sigamos buscando a tu jefe. —Espera un poco. Quizá no tenga otra oportunidad de echarle un vistazo a semejante material. Tras consultar una de las fichas, Alexei miró en torno a sí y se dirigió a toda prisa a uno de los rincones del despacho. Allí, en una vitrina de madera y cristal, junto a otras piezas menores de jaspe, coralina y turquesa, dio de inmediato con un pectoral de oro y piedras preciosas de una belleza difícil de describir. SENUSERT I 1897-1878 AC XII DINASTÍA (IMPERIO MEDIO) LAHUN Rezaba la chapita identificativa. En la pared del fondo, a espaldas de quien ocupase el sillón principal, destacaba un expositor con cuatro vasos canopes de piedra representando las cabezas de los cuatro hijos de Horus primorosamente talladas.

Tras explicarle a Malva lo excepcional de las piezas, Alexei centró su atención en tres objetos sin aparente relación entre sí, colocados sobre la mesa en una urnita de policarbonato. —Ese es un usethbi —se adelantó la chica, señalando la pequeña figurita central, que sonreía desde su pequeño ataúd con una espiga de cereal en una mano y una hoz en la otra. —Veo que aprendes rápido —admitió Vostok—. A la derecha, se ve claramente una ranita momificada y lo de la izquierda… eso es algo realmente curioso. Los expertos los denominan Ooparts u objetos fuera de tiempo. —¿Por qué ‹‹fuera de tiempo››? —Los investigadores no se ponen de acuerdo para darles una explicación. Los más comunes son masas cilíndricas de arcilla con un núcleo de antracita, que pudieran tener algún parecido con… una pila eléctrica. Malva se sonrió. —¿Pilas eléctricas en el Antiguo Egipto? Eso parece el argumento para un capítulo de Expediente X. Pero el más impensable de los objetos conservados por el misterioso jefe de aquella misteriosa empresa, se encontraba en una vitrina empotrada en el suelo, bajo un cristal de seguridad. Cuando Alexei Vostok logró traducir el pequeño rótulo que identificaba el contenido, comenzó a sudar y gimió de excitación. LABERINTO DE HARVARA PIRÁMIDE INCLINADA DE ON SALVARSAN I PERIODO PREDINÁSTICO

ON (HELIÓPOLIS) —¡No vas a creerlo, Malva! ¡No vas a creerlo! —¿Qué pasa ahora? —¡Si esto es cierto, este tipo tiene aquí un plano auténtico del laberinto de Harvara! —Como no me des más detalles… —Se trata de uno de los más grandes misterios del Antiguo Egipto. Quizá solo sea una leyenda, pero se habla a menudo de la fabulosa y antiquísima pirámide inclinada de On, un lugar próximo a la ciudad de Heliópolis. Si realmente esa pirámide primitiva estuvo alguna vez allí, lo cierto es que nada queda de ella. Pues bien: El laberinto de Harvara se encontraría en el interior de la pirámide de On y tendría como misión dificultar la tarea de los ladrones de tumbas. —Curioso. Aunque parece que no era fácil desanimar a esos ladrones de tumbas. Creo que la de Tutankamón es la única que se ha encontrado intacta hasta ahora. El joven Vostok parecía a punto de sufrir un ataque de ansiedad mientras escudriñaba, tendido sobre el suelo, los tenues trazos de aquel trozo de papiro. —Así es, en efecto —respondió, sin dejar de observar la vitrina—. Durante milenios, tribus enteras vivieron de expoliar las tumbas de los faraones. ¿Sabes que había ladrones de tumbas que llegaban a pasar incluso más de un año dentro de una gran pirámide, sin ver la luz del sol, desentrañando sus secretos y desvalijándolas por completo? Esa era su profesión y, en cierto modo, resultan tan admirables como los propios constructores de las pirámides. ¿Te imaginas? Un año o más sobreviviendo sin

de las pirámides. ¿Te imaginas? Un año o más sobreviviendo sin apenas agua ni comida, sin luz, enfrentándose a las trampas más sofisticadas, a los laberintos más complejos… —En el fondo, no eran más que bandidos. —¡Bandidos…! Para mí, esos bandidos son quienes dan sentido a todas y cada una de las leyendas sobre el Antiguo Egipto. Sin ellos, el misterio que envuelve a los grandes faraones sería completamente distinto del que hemos conocido y, seguro, mucho menos impresionante y sobrecogedor.

UN AIRE Malva alzó de pronto la cabeza, extrañada por la corriente de aire que acababa de sentir acariciándole el rostro. —Álex… Una puerta disimulada en el lateral del despacho acababa de abrirse. Por suerte, la persona que salía de ella, lo hizo de espaldas, arrastrando un arcón que se adivinaba pesado. Eso permitió a los dos chicos ocultarse tras la mesa, con los corazones latiendo como los pistones de una locomotora de vapor. Malva y Alexei intercambiaron una mirada de pánico cuando el recién llegado dejó caer el arcón y se dirigió precisamente hacia donde ellos se encontraban. Malva pensó que aquello era el fin. Por suerte, el hombre no dio la vuelta a la mesa sino que accionó el interfono desde el frente del mueble. —¿Oye? ¿Pablo? —preguntó, tras escucharse un sonido de

—¿Oye? ¿Pablo? —preguntó, tras escucharse un sonido de chicharra. —Diga, don Jaime —respondió el taxidermista, con la voz distorsionada por la electrónica, pero perfectamente reconocible. —¿Cómo va la tarea? —Bien. Va bien. El proceso sigue su curso —comentó el señor Urgel, notablemente lacónico. —Verás… te llamo porque hay novedades. Una serie de acontecimientos nos aconsejan abandonar inmediatamente nuestra actividad en el palacio. Deberíamos cerrar todos los accesos hoy mismo, lo antes posible. ¿Puedes dejar en suspenso el proceso de momificación? Esta vez, la respuesta tardó en llegar unos segundos. —Sí, es posible. Ahora mismo, el cuerpo está en la bañera de natrón. Se puede dejar ahí por tiempo indefinido. —Hazlo así, entonces. Y recoge todo como si no fueras a volver por aquí en mucho tiempo. No te lleves nada que pueda asociarse con lo que haces aquí abajo. —Entendido, don Jaime —dijo Pablo Urgel, tras unos segundos de silencio. El hombre se dirigió entonces al archivador que Alexei había consultado poco antes. Quedó de espaldas a los dos chicos, hojeando algunas de las carpetas. Malva y Álex tuvieron que hacer un esfuerzo supremo para no delatar su presencia pero, al mismo tiempo, sabían que su suerte no podía durar. En ese momento, tan solo con girar la cabeza, el jefe de los malos podía descubrirlos. Malva cerró los ojos, casi resignada a un final catastrófico. De

Malva cerró los ojos, casi resignada a un final catastrófico. De repente, le había dado por pensar que el insensato de Nicolás iba a llamarla al móvil precisamente en ese instante. Aun con el timbre desconectado, el leve sonido del vibrador se haría presente en el silencio casi sepulcral de aquel despacho subterráneo. Pero lo que sonó fue otra voz, procedente de la puerta. —Don Jaime… Ya hemos cargado el último envío en el camión. —Muy bien —respondió el hombre—. Llevadlo a la agencia y no volváis ya por aquí. Voy a cerrar todos los accesos. Ya sabéis: Desde este mismo momento, nada de intentar bajar aquí hasta nueva orden. Nada tampoco de intentar comunicarse conmigo. —De acuerdo, jefe. Nos vamos ya. —¡Esperad, inútiles! Necesitaréis la documentación, para incluirla en el envío. —Ah. Claro, claro… El hombre rebuscó en el archivo hasta dar con una determinada carpeta, la sacó de las guías y se dirigió con ella hacia la puerta. Sentir que el sujeto se alejaba, aunque fuese momentáneamente, alivió a Malva lo suficiente como para, incluso, pensar que no era la primera vez que escuchaba la voz de aquel hombre. —¿Dónde la he oído? —se preguntó, en un susurro inaudible. Había regresado el silencio. Un silencio que, se percataron de pronto, duraba mucho más de lo esperado. —Me parece que se ha largado—murmuró Malva al oído de

—Me parece que se ha largado—murmuró Malva al oído de Alexei, pasado más de un minuto—. Intentemos salir de aquí. —Es extraño —susurró el ruso—. No he tenido la sensación de que fuera a marcharse. En fin… habrá que aprovechar la circunstancia. Se asomaron cautelosamente desde su escondite, comprobando que, en efecto, se hallaban solos en el despacho y, de inmediato, se dirigieron de puntillas a la puerta. Cuando se encontraban a dos pasos de la salida, oyeron un clarísimo carraspeo procedente del pasillo y los pasos del hombre, acercándose. —¡Atrás! ¡Rápido! —susurró la chica. Retrocedieron a toda prisa; el ruso, consciente de que no tenían tiempo de regresar a su anterior escondite, empujó a Malva hacia la puerta lateral por la que había aparecido el tal don Jaime y que aún permanecía entornada.

LA CÁMARA Durante el siguiente minuto se mantuvieron sumergidos en la oscuridad, tratando de serenarse, de controlar su respiración, abrazados, tapándose mutuamente la boca con la palma de la mano. Por fin, tras una espera que se les antojó larguísima, Alexei sacó de nuevo su linternita y la encendió. Y con la luz regresó el asombro. La sala en la que ahora se encontraban era un antiguo aljibe, sembrado de pilares de piedra, arcos de herradura y bóvedas de

sembrado de pilares de piedra, arcos de herradura y bóvedas de ladrillo macizo. Lanzó el joven Vostok una ráfaga circular de luz, con el objeto de hacerse una idea de las dimensiones del lugar; pero antes de completarla, su atención quedó presa de una espectacular cabeza de piedra que reproducía, con el peculiar estilo del Antiguo Egipto, la de un faraón. Un faraón de la decimocuarta dinastía, según rezaba el rótulo identificador, que Alexei pudo leer en cuanto se acercó lo suficiente. —¿Adónde demonios vas? —le preguntó Malva, cada vez más nerviosa, viendo que su compañero pretendía internarse en la estancia. —¿Pero es que no ves lo que hay aquí? —replicó un Alexei fascinado hasta los tuétanos—. ¡Hemos dado con la sala del tesoro! ¿No lo comprendes? Si este edificio fuera una pirámide, estaríamos en la cámara mortuoria. ¡Mira a tu alrededor! Todavía más espectacular que la cabeza de piedra resultaba una estela funeraria, de madera policromada y yeso, representando al Toro Bujis recibiendo las ofrendas del faraón Ptolomeo V Epífanes. Sobre una gran tabla chapada en oro podía contemplarse la transformación del faraón muerto en el dios Osiris, cuya cabeza se hallaba rodeada por los brazos protectores de Horus y Anubis. La serpiente que le amenazaba acababa de ser atravesada por sendas dagas, al tiempo que el gran pájaro-ojo sobrevolaba la escena recitando los versos sagrados: ‹‹¡Vete! ¡Aléjate! ¡Ve a ahogarte al gran lago del abismo donde tu padre ha ordenado que seas sacrificada! Yo soy Ra, ante quien tiemblan los hombres. ¡Vete, rebelde! ¡Huye de mis dagas de

tiemblan los hombres. ¡Vete, rebelde! ¡Huye de mis dagas de luz!››. El ruso acarició suavemente, sobrecogido por la emoción, los caracteres jeroglíficos dibujados sobre la piedra. —¿Te das cuenta, Malva? —¿De qué? —De que todo esto parece auténtico. Seguramente, nos hallamos ante piezas verdaderas, confeccionadas hace cinco mil años por los hombres que crearon la primera gran civilización de la tierra. Tesoros que no se han expuesto en museo alguno, que apenas nadie ha tenido ocasión de contemplar en los últimos siglos. Malva aún sentía el peligro rozándole la piel y, por tanto, difícilmente podía colocarse en el lugar de Alexei y sentir una fascinación similar a la que él experimentaba ante sus hallazgos. —No lo dudo, Álex. Reconozco que es emocionante; pero creo que deberíamos preocuparnos un poco más por nuestra propia suerte. —Claro. Tranquila. Será solo un minuto. Había allí unos vasos canopes tan grandes que podrían albergar las entrañas de un atlante. Y una preciosa cuadriga. Y juguetes. Una especie de casa de muñecas, con figuritas de barro cocido. Algo más allá, un espectacular sarcófago de madera. En la tapa estaba representada una mujer joven, con el pelo liso, perfectamente aceitado, y unos ojos enormes, orlados de máscara negra. El ataúd se hallaba vacío, pero exhibía una etiqueta:

DB320/0109 AHMOSE HENUTEMIPET DEIR EL-BAHARI —Debe de tratarse de una de las princesas encontradas en el escondite de Deir el-Bahari. Fíjate en sus ojos. Parece que nos esté mirando. —Posiblemente te mira a ti —dijo Malva—. Seguro que es la primera vez que ve a un ruso de cerca. Había otras muchas, muchísimas cajas de madera, todas etiquetadas. KV35/044 TUTHMOSE IV TEBAS —Ka, uve: King's Valley —aclaró Alexei—. El Valle de los Reyes. KV62/771 ANKESEN-AMON (TUTANKAMON) TEBAS —¡Sopla! —exclamó Malva, al leer el nombre del conocidísimo faraón—. ¿Es el mismo Tutankamón que yo creo? —Claro. —¿Y lo tienen aquí? —No, mujer. Pero sí puede tratarse de algunos objetos

—No, mujer. Pero sí puede tratarse de algunos objetos procedentes de su tumba. En el centro de la cámara, apoyado sobre unas traviesas de ferrocarril, reposaba un cajón de considerables dimensiones. DB320/19A AHMOSE-NEFERTARI (PINEDJEM I) —De, be, trescientos veinte —musitó Alexei, señalando la etiqueta. Deir el-Bahari, de nuevo. Un yacimiento magnífico. Más de cuarenta momias reales fueron escondidas en la tumba de la familia del faraón-sacerdote Pinedjem primero. Entre ellas, las de Amenhotep, Ramsés segundo, Seti primero y la misteriosa Dama Joven, que se cree puede ser Nefertiti. El tono del joven ruso revelaba continuamente, en cada sílaba, una profunda y constante admiración hacia todo lo que iban encontrando. Y sus hallazgos no parecían tener fin. TA26/0032 PAATENEMHEB AMENOFIS IV (AKENATÓN) DP01/476 IMHOTEP (DJESER) SAQQARA Apoyada sobre la pared del fondo reposaba una enorme estela funeraria del periodo ptoloméico, formada por varias

estela funeraria del periodo ptoloméico, formada por varias piezas de madera de tejo fijadas sobre anclajes. También un friso de piedra caliza de más de siete metros de largo. Tres columnas, una con forma de loto gigante. Una máscara funeraria de la época romana. Una mesa para jugar al senet. Un capitel en el que podía verse a la diosa Hator, con sus características orejas de vaca. Una cabeza de Anubis, hecha de un material ligero como el cartónpiedra. Un sonajero que todavía sonaba. Una pequeña barca. Lanzas, escudos, un arpa, un laúd, una trompeta, un cuerno de bronce de casi tres metros…

EL SONIDO Fue entonces, en ese preciso instante, cuando oyeron aquel sonido que les heló la sangre en las venas: El de una compuerta cerrándose con contundencia. Un escalofrío recorrió de arriba abajo el cuerpo de Malva, mientras buscaba la mirada de Alexei con la suya, sin conseguir encontrarla en medio de aquella oscuridad, solo rasgada por el haz de la linterna. —Oh, no… —gimió la chica—. Eso ha sonado como si… También al ruso se le había acelerado el pulso. Cogió a Malva de la mano y, alumbrándose con la linterna, deshicieron ambos con rapidez el camino hasta la puerta por la que habían entrado, la que comunicaba con el despacho de don Jaime. Cuando llegaron a sus inmediaciones, comprobaron que estaba cerrada. El joven Vostok iluminó de inmediato su contorno. A primera vista, no había asidero alguno. —Espero que haya una forma de abrir esta puerta desde aquí

—Espero que haya una forma de abrir esta puerta desde aquí dentro —murmuró Malva—. Porque si no es así… estamos perdidos. Entonces, surgiendo de la oscuridad que los envolvía, les llegó una voz inesperada, que hizo gritar a la chica y obligó al ruso a contener un alarido. —Sí puede abrirse, jovencita; pero, de todos modos, estáis perdidos. De inmediato, la luz de dos potentes linternas iluminó directamente sus rostros, deslumbrándolos por completo. —¡Antero, Mamulian! ¡Cogedlos! —dijo don Jaime a sus secuaces.

EL TALLER Tras abandonar la cámara y el despacho, los hicieron avanzar a empellones por el corredor principal, hasta llegar a una puerta metálica, con un ventanuco en forma de ojo de buey. —¿Qué tal va todo, Pablo? —preguntó el jefe, entrando en el taller donde trabajaba el taxidermista. Urgel se encontraba de espaldas y no se molestó en volverse para contestar. —Ya le he dicho que todo va bien, don Jaime. Le extraje sin problemas todas las vísceras y la sangre. Ahora, tengo el cuerpo aquí, en la bañera principal, cubierto de natrón. Cuatro semanas sería tiempo suficiente para continuar con el proceso pero si tenemos que abandonar las instalaciones durante algunos meses, incluso puede ser mejor. La desecación será mucho más intensa,

casi perfecta. —Bien. Porque te traigo más trabajo. Aunque ni los chicos ni los dos empleados de don Jaime hicieron el menor ruido, algo debió de alertar al taxidermista que, de repente, frunció el ceño y se volvió. —¿Qué significa esto? —exclamó, abriendo mucho los ojos tras los cristales verdosos de sus gafas—. ¿De dónde han salido estos chicos? —Eso me gustaría saber a mí —dijo el jefe—. Pero está claro que han visto y oído mucho más de lo que nos conviene a todos. Fue en ese momento cuando Malva y Alexei contemplaron por primera vez el rostro de don Jaime. La sorpresa les hizo abrir la boca de par en par. —Por algo me sonaba su voz —murmuró la chica—. Usted es… el dentista. —Doctor Jaime Aspid, especialista en estomatología con consulta abierta en el señorial, aunque descuidado, palacio de Torresecas —dijo el hombre con cierta frivolidad—. En otras circunstancias estaría encantado de volver a verte, jovencita. Pero no ha sido una buena idea por vuestra parte entrar en mis dominios sin haber sido previamente invitados. —¿No hablará en serio? —le dijo, entonces, el tío de Max —. Quiero decir: ¿No estará pensando realmente en acabar con estos dos chicos a sangre fría? La respuesta de Aspid resultó dura como el pedernal. —Lo que, desde luego, no puedo permitir de ninguna manera es que sigan vivos.

A Urgel se le erizaron todos los vellos del cuerpo. —Pues no cuente conmigo —dijo, tratando de aparentar una firmeza que no sentía—. Una cosa es participar en un negocio ilegal y otra, muy distinta, convertirme en cómplice de un crimen. El doctor Aspid se volvió como un ave rapaz hacia el disecador. —¡Vaya, cuántos escrúpulos, de repente! Sin embargo, te recuerdo que llegan tarde, Pablo. ¿Acaso te olvidas de que eres encubridor, y por tanto cómplice, en la muerte de ese policía ruso? Al escuchar aquello, Alexei Vostok sintió que el estómago se le daba la vuelta, como un calcetín. —¿Qué están diciendo? —preguntó con una voz que no parecía la suya—. ¿Han matado al teniente Goliatkin? Jaime Aspid miró al muchacho y, luego, al taxidermista. —¿Lo ves, Pablo? ¿Ves cómo no nos queda otro remedio que deshacernos de estos dos incómodos testigos? Se trata de ellos o nosotros. Pablo Urgel conocía bien al doctor Aspid. Sabía lo poco que le costaba apretar el gatillo. Lo poco que dudaba ante la muerte de los demás. Lo había comprobado hacía apenas cuarenta y ocho horas, con el policía ruso, al que no dio opción ni de parpadear antes de volarle la cabeza. Sabía que ahora tampoco dudaría. Que aquella pregunta retórica que acababa de formular, en realidad era la sentencia de muerte para los dos chicos. A no ser que él hiciese algo inmediatamente. Había perdido ya un segundo y quizá fuese demasiado tarde. Estaba utilizando una pala para minerales, con la que repartía

el natrón sobre el cuerpo sin vida del teniente Goliatkin. Con un movimiento rápido, cargó con la herramienta una porción de la sal y la arrojó con fuerza a la cara del dentista. Lo hizo justo a tiempo. Aspid ya alzaba el brazo para disparar sobre Alexei cuando se vio alcanzado por la ráfaga de polvo blanco. Algunos granos se introdujeron en su ojo derecho en el que, de inmediato, sintió una fuerte quemazón. Disparó, pese a todo. Y acertó al ruso. Por suerte lo hizo en el brazo y el resultado quedó en un rasguño. De inmediato, el joven estudiante de policía se abalanzó sobre don Jaime, que volvió a apretar el gatillo de la pistola, cuyo proyectil esta vez acabó en el techo del taller. Antero Necromio y su ayudante se abalanzaron a su vez contra el joven Vostok al tiempo que el taxidermista les arrojaba con fuerza su pequeña pala de hierro y atinaba en la frente del dueño de la tienda de ahumados y salazones. Y aprovechando la confusión creada por unos y otros, Malva escapó. Fue visto y no visto. Los estampidos de los dos disparos parecieron darle alas. Vio una puerta entornada y, sin pensárselo dos veces, se lanzó hacia la misma, la atravesó y siguió corriendo como desesperada por el laberinto de corredores que se abría ante ella, cambiando aleatoriamente de dirección en cada intersección. Por fin, asfixiada por el esfuerzo y por el miedo, sintió cómo se le doblaban las rodillas; cayó de bruces y, desde el suelo, miró hacia atrás.

Nadie la seguía; pero allí, tirada en mitad de aquel pasillo, asustada y temblorosa, se sintió perdida y débil; y optó, en un último esfuerzo, por refugiarse tras la primera puerta que encontrase abierta. Aquel mundo subterráneo creado y regentado desde hacía décadas por el dentista Aspid parecía no tener fin. Malva y Alexei ya habían podido constatar las enormes dimensiones del lugar al descender hasta el último sótano, el situado al nivel de la cimentación. El segundo nivel de subsuelo, donde ahora se encontraban, podía parecer menor a primera vista, ya que estaba fragmentado en corredores, salas, despachos y almacenes, además de la parte que ocupaban los billares Antraca y la sala de calderas del antiguo cine Rialto; sin embargo, seguía siendo grandísimo. Cuando Malva recuperó parte de la serenidad perdida, lo primero que hizo fue lanzar una mirada en derredor. Y con esa mirada descubrió en primer término una bellísima pieza de tela de lino de casi tres metros de largo por uno y medio de ancho, sobre la que se había pintado una escena familiar. Se hallaba colgada de la pared, protegida tras un cristal grueso, justo a la derecha de la puerta de entrada a la sala; y exhibía, naturalmente, su correspondiente chapita. PSAMÉTICO I Y SU FAMILIA 664/610 AC XXVI DINASTÍA SAIS

SAIS Al girar la vista hacia el centro de la estancia, la chica tuvo que contener un nuevo escalofrío. Y ya había perdido la cuenta de los que llevaba desde que decidió entrar junto a Alexei en la tienda de salazones de Antero Necromio. Esta vez, la causa del estremecimiento fue contemplar en una urna de cristal, a dos pasos de donde se encontraba, una momia verdadera y de aspecto nada tranquilizador, durmiendo su sueño eterno sobre la parte inferior de un sarcófago antropomorfo. NECRÓMEDES III PENTANIPÓMENO 170/139 AC XXXII DINASTÍA ALEJANDRÍA Rezaba en esta ocasión el inevitable rotulito. Se trataba, pues, de una momia reciente, de una época en la que las técnicas de embalsamamiento casi se habían perdido y la tarea de quienes se dedicaban a esos menesteres se limitaba a la utilización como conservante del betún de Judea procedente del lago Asfaltites, como era conocido por entonces el Mar Muerto. Pese a ello, pese a ni siquiera estar vendada, la momia del sacerdote presentaba un aspecto impecable. La piel casi pétrea y de color oscurísimo; el cráneo rapado, las orejas grandes, adornadas con pendientes; el rostro alargado, duro, de facciones angulosas, rematado por una peculiar perilla. La boca, desproporcionadamente grande pero de finos labios, parecía sonreír desde el más allá, con una mueca

de finos labios, parecía sonreír desde el más allá, con una mueca de desdén; los ojos cerrados; los brazos cruzados sobre el pecho, sosteniendo el kab, el bastón dorado, con franjas rojas y verdes. Vestía una túnica blanca orlada de oro, como también de oro parecían las sandalias que calzaba. Una piel de leopardo sobre los hombros. En definitiva, la típica indumentaria de los sacerdotes sem, encargados de las ceremonias rituales durante los enterramientos. Pese a la angustia, Malva no pudo evitar sentirse fascinada por aquel muerto de dos mil años de antigüedad, que parecía capaz de volver a la vida en cualquier momento. Fue al continuar con su examen del lugar cuando la atenazó, de nuevo, una mala sensación. Y es que aquella parecía una sala de autopsias. En el centro, bajo lámparas ahora apagadas pero que prometían una catarata de luz, vio una mesa de piedra, con el perímetro acanalado y un orificio a modo de desagüe, sin duda para que pudiese ir escurriendo hasta un cubo la sangre y el resto de los líquidos de los cadáveres. En la pared más cercana, un panel similar al que en los talleres se utilizan para mantener en orden las herramientas; solo que en este caso, se trataba de instrumental quirúrgico: Desde pinzas y escalpelos hasta berbiquíes y sierras para huesos. En las otras paredes, varias láminas: De completae Anathomiae de Nicola G. Homúnculo. Y un curioso dibujo, un original de Francis Meléndez representando a un divertido esqueleto en plena danza de la muerte, dedicado personalmente por su autor a don Pablo Urgel. En un cuarto aledaño, separado de la sala principal por un

En un cuarto aledaño, separado de la sala principal por un umbral sin puerta, Malva descubrió otras momias humanas, en mal estado y despojadas de toda clase de ornamentos. Su procedencia solo podía establecerse por un tosco rótulo escrito a mano sobre un cartón. Si había que hacer caso de esa anotación apresurada, procedían del yacimiento de Dush. Estaba claro que se trataba de un lote inservible. Quizá pendiente de restaurar. Y, algo más allá, dos espectaculares momias de cocodrilos del Nilo, de un tamaño desmesurado. De regreso a la sala principal, realizó la chica su último descubrimiento, el que nunca querría haber llevado a cabo. La confirmación de lo que parecía evidente desde hacía unos minutos pero que aún confiaba en poder considerar un error. Cuidadosamente plegada, dentro de una cesta de mimbre, Malva vio una muda completa de ropa de caballero. El traje gris, la camisa blanca con el cuello manchado de sangre, los zapatos negros de cordones, la corbata de rayas claramente pasada de moda… Por separado, eran prendas que podían pertenecer a cualquiera. Pero el conjunto de todas ellas, Malva supo de inmediato que solo podía componer la indumentaria de Vladimir Goliatkin. No había resquicio para la duda. Y aun en ese caso, le habría bastado rebuscar en los bolsillos de la chaqueta para encontrar la cartera con la documentación en ruso y la placa de teniente de la policía de San Petersburgo. Apenas unos segundos después del hallazgo, una bocanada líquida y ardiente le subió hasta la garganta procedente de las entrañas.

entrañas. Acto seguido, fue consciente de lo infinitamente cansada que estaba. Sin conseguir apartar la vista del contenido de la cesta de mimbre, Malva se dejó caer mansamente en el suelo, de rodillas, hasta terminar recostada, el hombro derecho apoyado contra la pared. En esa postura un tanto absurda, no pudo evitar echarse a llorar. Empezaba a comprender que la aventura —emocionante, hasta divertida en un principio— había pasado a convertirse en drama y amenazaba con terminar en tragedia. Vladimir Goliatkin estaba muerto. Y quizá en esos momentos también Alexei y el tío de Max Urgel habían corrido ya su misma suerte. Y ella… Ella se encontraba allí, indefensa, metida hasta lo más profundo en las fauces de la fiera, sin saber qué hacer. Los secuaces de Aspid le habían quitado el teléfono y cada minuto que pasaba, aumentaba la posibilidad de que aquellos hombres apareciesen detrás de una pistola cargada con balas que llevaban su nombre. Ya no era una broma. Ya no era un juego. Ya no era una aventura ni una novela. Ya no era divertido ni emocionante. —No puedo más… —gimió, deseando que aquello terminase lo antes posible, del modo que fuera.

BAR CHOTIS En cuanto salimos a la calle, tras abandonar la sede de los amigos del SEAT 600, nos dirigimos al bar Chotis, justo enfrente del palacio, desde donde podíamos vigilar tanto su entrada como

las de los billares, la tienda de ahumados y la farmacia. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gerardo, escudriñando la fachada a través de la cristalera del bar. —No lo sé —admití, mientras llamaba por tercera vez, sin éxito, al número de teléfono de Malva—. ¡Y sigue sin contestar! ¿Qué demonios estará ocurriendo? Al contrario de lo que sucedía mientras saltábamos como gatos por los tejados del palacio, en estos momentos era Max quien parecía más sereno. —La última vez que hablaste con ella nos advirtió de que los moteros nos pisaban los talones —recordó—. Eso significa que Malva y el ruso habían conseguido llegar hasta los sótanos del palacio. Y supongo que lo habían hecho a través del almacén de la tienda de salazones. Antes de separarnos, Malva dijo que le parecía sospechosa… y, como siempre, debió de acertar. Esa tienda, y no los billares Antraca, tiene que ser la tapadera del negocio que se oculta en el subsuelo del palacio. Lo que los policías rusos vinieron a investigar. —Vale. Supongamos que tienes razón, Max. La cuestión es: ¿Qué hacemos? —¿Por qué no intentamos seguir sus pasos? —propuso Biela —. Los de Malva y el ruso, digo. Intentemos entrar en la tienda del pescado seco por la puerta del almacén, la que da al callejón lateral. A ver si damos con ellos. —No me gusta ni un pelo —reconocí de inmediato—. Si los de la banda han descubierto a Malva y al ruso, que es lo más probable, ahora estarán sobre aviso. Nos estaríamos jugando el pellejo de un modo estúpido.

—Entonces ¿qué? ¿Nos quedamos cruzados de brazos? —Podemos intentar otra cosa —propuse. —¿El qué? —Una maniobra de distracción. Tal vez podamos atraer la atención de la gente que trabaja en la tienda de salazones; si creamos cierta confusión quizá eso ayude a Malva y Alexei a escapar o nos permita a nosotros encontrar el modo de entrar sin ser vistos. —¿Y… en qué tipo de maniobra de distracción estás pensando esta vez?

UNA CARCAJADA El doctor Aspid apretaba los dientes de tal modo que los músculos maseteros le habían palidecido claramente. Y lo hacía mientras apuntaba al taxidermista con su pistola, temblando peligrosamente de ira. —No sé por qué no te vuelo la cabeza, Urgel —masculló—. Quizá aún conservo la esperanza de que te comportes de un modo razonable para no echar por tierra nuestro negocio por culpa de estos críos. —No se trata de estos críos, don Jaime —replicó Pablo Urgel, aparentando una calma que no sentía—. Es la policía rusa. Nos han pillado. —¡Bobadas! —bramó el dentista—. ¡Nadie nos ha pillado! ¡El policía ruso venía solo y dio con nosotros por pura casualidad! ¡Estoy convencido de eso! Y ahora que ha

desaparecido, que se ha convertido en una momia imposible de identificar, el peligro ha pasado. —Se olvida de los dos chicos —le recordó Urgel, señalando con las cejas al joven ruso, que permanecía maniatado y en silencio en uno de los rincones de la sala—. Ellos ahora lo saben todo. ¿También piensa matarlos y convertirlos en momias? En ese caso, tendrá que hacerlo usted mismo, porque yo ya no voy a ayudarle. —Claro que lo haré, si es preciso; pero, antes, quiero saber qué ha sido exactamente lo que los ha traído aquí. Necesito averiguar cuánto saben los rusos sobre nuestra organización; pero, sobre todo, cuánto sabe la policía española, que es la que me preocupa de verdad. —¿Y cómo piensa hacer eso? El doctor Aspid consultó su reloj. —Dentro de diez minutos tendré tumbado en el sillón de mi consulta al inspector Bareta. Los sacamuelas tenemos fama de ser buenos conversadores y con la ayuda de un poco de gas de la risa no me resultará muy difícil sonsacarle al inspector todo lo que sepa sobre el estado en que se encuentra la investigación. En ese momento, irrumpió de nuevo en la sala Antero Necromio, acompañado de su ayudante, el hombre al que llamaban Mamulian. El vendedor de bacalao se había cubierto la herida de la frente con un apósito. —Lo siento, doctor Aspid. No encontramos a esa condenada chica por ningún lado. —¡Maldita sea! —bramó el dentista—. ¿Cómo es posible? ¡Definitivamente, estoy rodeado de ineptos! —Compréndalo. Puede haberse escondido en mil recovecos.

—Compréndalo. Puede haberse escondido en mil recovecos. Usted sabe que esto es muy grande. Lo que está claro es que no ha podido escapar. Las salidas están condenadas y ya no queda nadie más que nosotros en las instalaciones. Jaime Aspid hizo rechinar los dientes emitiendo un sonido que puso los pelos de punta a todos. —Bien. Yo voy a abrir la consulta, que ya es la hora. Es fundamental no despertar sospechas. En lo posible, todo debe seguir igual, como si nada raro ocurriese. —A esta hora, mi sobrino y sus amigos estarán llegando al palacio para que yo les abra la puerta de mi taller —dijo Pablo Urgel—. Si no aparezco, podrían sospechar. —¿Y qué pretendes? ¿Qué te deje salir de aquí, sin más, quizá con la promesa de que volverás mansamente en cuanto les hayas dejado organizado el trabajo a esos tres chicos? ¡Vamos, Pablo! ¿Me tomas por tonto? Cuando vean que no apareces, esperarán un rato y luego se marcharán, encantados de no tener que trabajar esta tarde. — Yo no estaría tan seguro de eso, doctor Aspid. El dentista se volvió hacia Vostok, que era quien acababa de hablar. —¡Vaya, hombre! Aquí todo el mundo tiene algo que opinar, por lo visto. Anda, chaval, cierra la boca. Tú, Antero, vigila a estos dos hasta que yo vuelva. Y Mamulian, que siga buscando a la chica. Voy a abrir la consulta. —Bien, jefe. —¡No se entera usted de nada, doctor Aspid! —gritó entonces el joven ruso—. Tiene sobre sí un problema mucho mayor del que se imagina. Y lo más inteligente que podría hacer

mayor del que se imagina. Y lo más inteligente que podría hacer sería… soltarme. Jaime Aspid parpadeó durante unos segundos, casi estupefacto por el atrevimiento del muchacho. A continuación, estalló en una larga y burlona carcajada.

MANIOBRA DE DESPISTE —Ahí está. Vamos. El pequeño y antediluviano camión Ford, con la rotulación ‹‹Ahumados y salazones Antero Necromio›› en los laterales de la caja, aparentemente dormitaba, apoyada su parte trasera en el pequeño muelle de carga situado en el lateral del palacio, cuando Biela, Urgel y yo nos acercamos hasta él de un modo que consideramos disimulado; aunque quizá no lo fuera tanto, ni mucho menos. —¿Podrás ponerlo en marcha? Max Urgel enarboló de inmediato una de sus ganzúas. —La duda ofende, amigo Biela. Será pan comido. La pregunta es: ¿Sabrás tú conducirlo? —La duda ofende, amigo Urgel. Yo sé conducir cualquier cosa que tenga ruedas y algunas que no las tienen. —A ello, pues. Nos adentramos en el estrecho callejón que, desde la calle de Torresecas, separaba el palacio del edificio colindante y, al llegar junto al camión, Urgel comprobó que tenía cerradas las puertas. Pese a ello, medio minuto más tarde, se acomodaba, junto a Gerardo Biela, a bordo de la cabina del vehículo, mientras yo

Gerardo Biela, a bordo de la cabina del vehículo, mientras yo permanecía sobre el muelle de carga, que tenía cerrada la persiana metálica de acceso, atento a cualquier incidencia o a la aparición de alguno de los malhechores; pero nada ocurrió. De inmediato, Max puso el contacto, Gerardo conectó los calentadores y, tras unos segundos de espera, el motor diesel arrancó sin problemas. —¡Vamos, sube! —me gritó Biela. Me apoyé en el escalón de la cabina y me sujeté al soporte del espejo retrovisor. —¡Nos vamos! —exclamó nuestro enorme amigo. Arrancó y enfilamos la salida del callejón. Pero antes de llegar a la intersección de las dos vías, le pedí que se detuviera. —Frena. Frena, Gerardo. —¿Qué pasa? Yo no había dejado de mirar hacia atrás, hacia el muelle de carga. —Esperaba que saliese alguien en nuestra persecución. Que hubiese gritos, carreras y amenazas. Y aquí no pasa nada. —¿Y qué? —Hombre, Gerardo. Es que si nadie se da cuenta de que nos llevamos el camión, ya me dirás qué birria de maniobra de distracción es esta. —Ah, claro, claro… ¿Y qué hacemos, entonces? ¿Toco la bocina para avisarlos? Va a quedar un poco raro. —A lo mejor no hay nadie —aventuró Max—. La tienda está cerrada; la persiana del almacén, también. —Entonces, ¿por qué Malva no contesta al teléfono?

—Entonces, ¿por qué Malva no contesta al teléfono? Biela y Urgel se quedaron mirándome, quizá esperando que yo mismo respondiese a mi pregunta. Pero no teníamos respuesta, claro. —Voy a entrar en ese almacén —decidí, de repente, de modo nada reflexivo—. Tengo que buscar a Malva y a Alexei. —Te acompaño —dijo Max, abriendo la puerta de la cabina del camión. —No. Prefiero ir solo. Sigo pensando que puede ser peligroso. —No puede ser más peligroso que huir de los moteros del Málaga saltando tejados. Sonreí. —Vete a saber. Pero insisto en ir solo. Tú, ábreme la puerta del almacén y luego ve con Gerardo a aparcar el camión a un par de manzanas de aquí. Y permaneced atentos por si os llamo al móvil. Max se acercó hasta la cerraja de la persiana metálica y la manipuló con una de sus ganzúas. —¿Qué pasa? ¿Por qué tardas tanto? —Lo siento. No puedo abrirla. —Pensaba que no había cerraja que se te resistiese. —Y no la hay. Pero no es problema de la cerraja. Es que han bloqueado la persiana desde dentro, con un pasador o unas barras de seguridad. —De modo que no podemos entrar. —Yo no he dicho eso —murmuró Max, alejándose de la fachada y mirando hacia lo alto. Luego, se dirigió hacia Gerardo. —Retrocede. Tienes que maniobrar el camión hasta colocarlo justo bajo esa ventana redonda que se ve ahí arriba.

—A que nos pillan… —Date prisa y no nos pillarán. Biela maniobró el camioncito siguiendo las indicaciones de Urgel y así yo, tras haber trepado hasta el techo de la caja, pude alcanzar la ventana. —Seguro que al abrirla suena una alarma —vaticiné. —No lo creo —me tranquilizó Max—. El principal problema será la altura. Está a más de cuatro metros del suelo y según lo que haya al otro lado, te puedes romper una pierna saltando desde ahí al interior del almacén. Justo debajo de la ventana no había nada, así que el salto resultó largo pero limpio. Y salió bien.

ATROPELLO Tras ver desaparecer a Nicolás por el ventanuco redondo, el hijo del cerrajero corrió a la cabina del camión. —¡Dale! Gerardo Biela, al que la espera había puesto tremendamente nervioso, aceleró a fondo. En un santiamén, el camioncete recorrió el callejón, que se estrechaba conforme se acercaba a su confluencia con la calle de Torresecas. En los últimos metros, las paredes de los dos edificios casi rozaban los laterales de la caja del camión. Justo cuando llegaban a la intersección, un peatón apareció insospechadamente por la derecha y a punto estuvieron de

llevárselo por delante. —¡Cuidado, Biela! —gritó Max—. ¡Madre mía, madre mía! ¡Casi te cargas a ese tipo! —¿Quién iba a pensar que andaría alguien por aquí a estas horas? ¡Fo! ¡Las maldiciones que nos debe de estar echando, el pobre hombre! —supuso Gerardo, lanzando un vistazo rápido por el retrovisor—. Por cierto… ¿A ti no te sonaba su cara? —Ahora que lo dices… sí. Pero no sé de qué.

LA SACERDOTISA Malva se abrazó a sí misma. Tenía frío. No sabía si realmente había bajado la temperatura de la sala o era que el miedo le estaba empezando a helar la sangre. Siempre se había tenido por una persona resuelta, inteligente y capaz de pensar con sensatez; pero ahora se sentía torpe y confusa. Necesitaba librarse de aquella angustia o no lograría razonar con la frialdad suficiente. La momia del sacerdote Necrómedes parecía respirar. ‹‹¿Qué es preferible? —se preguntó Malva—. ¿Buscar un buen escondite y esperar a que Nicolás y sus amigos resuelvan la situación desde fuera y vengan a rescatarme o, por el contrario, tratar de escapar por mis propios medios?››. Ninguna de las dos opciones la convencía; pero estaba claro que lo más fácil era no hacer nada y dejar pasar el tiempo. Salir ahí fuera de nuevo, al intrincado laberinto que suponían los corredores subterráneos del palacio, era la opción que le

producía mayor rechazo. Sobre todo, porque incluía a un tipo con una pistola dispuesto a disparar sobre ella. Estaba decidido. De momento, se quedaría allí, aguardando acontecimientos. Pero tenía que esconderse. Si los malos irrumpían en la sala, no podía contar con hacerse invisible. Comenzó a buscar dónde ocultarse y cuando empezaba a desesperar de hallar un buen escondite, se le ocurrió una idea; una idea aparentemente descabellada pero que no logró sustituir por otra mejor. Finalmente, se convenció de que sí, de que podía ser una buena opción. La duda fue entonces si sería capaz, si tendría valor para llevarla adelante. El tiempo pasaba rápido. Sabía que cuanto más tardase en decidirse, más aumentaban las posibilidades de ser descubierta. —Vamos —se dijo. Se sintió un poco mejor. Volvía a ser la de antes. Volvía a ser la chica resuelta que siempre tenía un plan. En esta ocasión, un plan disparatado, seguramente; pero aun así, era mejor que nada. Levantaría la urna de policarbonato que cubría los restos del sacerdote egipcio. Lo desnudaría de sus adornos y ropajes. Llevaría la momia junto a las otras, las que se amontonaban en la sala contigua. Se vestiría ella misma con las ropas de Necrómedes III Pentanipómeno, ocultaría su cara con una de las máscaras que allí se exhibían, y se tumbaría en el sarcófago. A primera vista, podía parecer absurdo pero pensó que contaba con el factor de lo inesperado para que nadie se diese cuenta del cambio de momia. Quién lo iba a imaginar. Durante los siguientes diez minutos llevó adelante su plan.

Todo como lo había pensado. El policarbonato de la urna era ligero como el corcho, así que, tras soltar unos sencillos anclajes, pudo alzarlo sin problemas y apartarlo lejos. Y también lo era la momia. Ligerísima. Como si estuviese hueca. La trató con sumo cuidado, colocándola sobre una pieza de lienzo y arrastrándola hasta la estancia contigua. Se colocó sus vestiduras. No le impresionó hacerlo, ni tumbarse en el sarcófago. Quizá si hubiese tenido que poner la tapa, habría sido otra cosa, pero aquello era casi como echarse a dormir sobre el duro suelo en una noche de camping.

AMIGO O ENEMIGO Apenas diez minutos después de haber adoptado la personalidad del difunto sacerdote sem, notó cómo alguien hurgaba en la puerta de la sala hasta conseguir abrirla. Malva contuvo la respiración. Escuchó pasos que recorrían la estancia. Tuvo la certeza de que el recién llegado buscaba algo… o a alguien. Le escuchó abrir y cerrar puertas, retirar obstáculos. Se percató entonces del aspecto más comprometido y débil de su plan. Al mantener oculto el rostro tras la máscara dorada, no podía ver lo que ocurría en la sala. No tenía medio de averiguar si quien acababa de entrar era amigo o enemigo; si había llegado para salvarla o para acabar con ella. Necesitaba que el propio recién llegado se descubriese. Ella, desde luego, no estaba dispuesta a echar por tierra su magnífica estrategia de camuflaje sin saber con quién se la estaba jugando.

camuflaje sin saber con quién se la estaba jugando. ‹‹Vamos, di algo —pensó Malva, furiosamente—. Déjame saber quién eres. Solo necesito dos palabras. Solo dos sílabas. Un carraspeo. Un suspiro…›› Pero la pista que Malva necesitaba no acababa de llegar. El desconocido se marchaba. Aún echó un último vistazo a la sala antes de dirigirse a la puerta. La abrió y salió al pasillo. Se detuvo, de pronto, fruncido el ceño, como si hubiese sido capaz de oír los pensamientos de la chica. Tras veinte interminables segundos de silencio, el misterioso visitante regresó al interior de la estancia. —¿Malva? El corazón de la chica dio un vuelco. La voz insistió. —Malva, ¿estás aquí?

CARGA Y DESCARGA Gerardo Biela aparcó el camioncito dos calles más allá, en la de la Torre Nueva, en una zona reservada para carga y descarga. —¡Demonios! —exclamó entonces Urgel—. ¡Ya sé quién era el tipo al que casi atropellamos! —¿Quién? —¡El padrino de Nico! El policía. Biela abrió levemente la boca. —¡Es verdad! Dijo que hoy tenía cita con su dentista, aquel fulano con cara de lagarto. Seguro que ahora se dirigía hacia allí. —Bueno es saberlo. Si lo necesitamos, ya sabemos dónde

—Bueno es saberlo. Si lo necesitamos, ya sabemos dónde encontrarle. —De momento, vámonos al bar Chotis, a esperar la llamada de Nico. —¿Y si no llama? —¡No me pongas nervioso, Gerardo! Si no llama, ya pensaremos qué hacer; pero deja de ponerte siempre en lo peor, ¿quieres? —Vale, vale…

EL GAS DE LA RISA —Adelante, señor Bareta —dijo Amparo, la enfermera y ayudante del doctor Aspid—. Siéntese en el sillón, haga el favor. —Gracias. —¿Tiene mucho dolor? Lo digo porque trae usted muy mala cara. —Pues sí. Me duele una barbaridad. Sobre todo, desde hace veinticuatro horas. Y, encima, me acabo de dar un susto de muerte. Casi me atropella una camioneta que salía del callejón a toda leche. ¡Huy…! Perdone por la expresión. —¡Bah…! No se preocupe. En la consulta de un dentista se escuchan toda clase de palabras malsonantes. Póngase cómodo. El doctor no tardará en venir. Piense que, cuando salga de aquí, dentro de un rato, el sufrimiento habrá cesado. ‹‹Hay que ver las cosas tan raras que dice esta mujer››, pensó Germán Bareta, mientras se recostaba en el sillón del dentista. Sobre ese pensamiento, oyó el sonido de la llave en la

Sobre ese pensamiento, oyó el sonido de la llave en la cerradura y de la puerta del piso abriéndose y cerrándose. Casi de inmediato, hizo su aparición Jaime Aspid. Saludó, sonrió, fue a cambiar la chaqueta por la bata blanca, se lavó escrupulosamente las manos y, por fin, se acomodó en el taburete giratorio, a la derecha del sillón del paciente. Escuchó la historia que le contó el policía sobre cómo el pasado fin de semana había sido para él un suplicio dental y comenzó la inspección. —En efecto, tiene una muela picada. Ha de dolerle mucho, a la fuerza. —No sabe usted cuánto, doctor —dijo Bareta, esforzándose por pronunciar con corrección pese a los manejos que el doctor estaba llevando a cabo sobre sus labios y boca. —Bueno, pues vamos a ello. Voy a anestesiarle con óxido nitroso —dijo el médico, colocándole sobre boca y nariz una mascarilla conectada a una pequeña bombona para gas comprimido. —¿No me pincha en la encía, como siempre? El odontólogo carraspeó largamente, para darse tiempo de elaborar una respuesta convincente. —No, esta vez no. Es que… cambié hace poco de marca de anestesia y parece que algunos pacientes presentan con ella ligeros problemas alérgicos, así que… he decidido devolverla toda y, mientras me envían una partida nueva, estoy usando el óxido nitroso. —Es lo que llaman el gas de la risa. ¿No es así? —Sí. Hace unos años se utilizaba mucho, pero se descubrió que su uso continuado acarreaba ciertos problemas; sin

que su uso continuado acarreaba ciertos problemas; sin embargo, administrado esporádicamente sustituye con ventaja a las anestesias. —¿Es como el cloroformo? Aspid rió suavemente. —No, no se preocupe. No perderá usted el conocimiento. Simplemente, desaparecerá el dolor. Pronto sentirá cómo entra en un estado de… de cierta indolencia, en el que todo le importará un pimiento, por decirlo de modo sencillo. En el fondo, es lo más parecido a la felicidad. Jaime Aspid abrió la espita de la bombona. Esperó unos segundos y retiró la mascarilla de la boca de Bareta. —Ya está. ¿Cómo se encuentra? ¿Aún siente dolor? El policía esbozó una sonrisa bobalicona. —¡Ji, ji…! No, doctor. Ya, no. Esto es… maravilloso.

UN BOTIJO —¿Malva? —dije en tono quedo—. ¿Estás aquí, Malva? Llevaba cerca de diez minutos recorriendo con cautela pasillos interminables, iluminados con luces de emergencia que en ocasiones parpadeaban creando una molestísima sensación de irrealidad. La mayoría de las puertas que encontraba en mi camino se hallaban cerradas y empezaba a pensar que había hecho mal impidiendo que Max me acompañase. Con su ayuda y la de sus ganzúas, todo habría sido más fácil. De cuando en cuando, hallaba alguna estancia abierta, que examinaba con rapidez, esperando encontrar a Malva. También a

examinaba con rapidez, esperando encontrar a Malva. También a Alexei, claro, aunque la suerte que él hubiese corrido me importaba muchísimo menos. —Malva, soy yo, Nicolás —susurré—. Si estás escondida puedes salir. No hay peligro. Aguardé unos segundos una respuesta que no llegó y volví a salir al pasillo dispuesto a continuar mi búsqueda. Al hacerlo, me tropecé con un tipo muy bajo pero anchísimo de espaldas, que se acercaba por el corredor. Durante un instante me invadió el pánico. Estuve a punto de salir huyendo. Por suerte, no lo hice. —¡Eh! ¿Quién eres tú? Miré al tipo de arriba abajo, mientras simulaba cerrar la puerta con llave. —Nicolás. De la… sección de taxidermia. ¿Y tú? El tipo parpadeó. No parecía tener muchas luces. —Yo soy Mamulian. El ayudante del señor Necromio. —Ah, sí, ya… ya había oído hablar de ti. Pero me parece que no habíamos coincidido hasta ahora. —No. Creo que no. Oye, ¿no habrás visto por ahí a una chica? Una chica morena, de pelo corto. Muy guapa. El corazón se me aceleró al escuchar la descripción de Malva. —Pues… no. Hace rato que no veo a nadie. ¿Por qué? —Porque el doctor Aspid me ha mandado a buscarla. Yo iba de sorpresa en sorpresa. —El doctor Aspid, ¿eh? —Sí. El jefe en persona. —Ya, ya, ya… —Pero ¿cómo es que estás todavía aquí? El doctor ha ordenado

hace ya rato desalojar las instalaciones. —¿Ah, sí? Pues no me he enterado. Ahora me explico lo del camión. —¿Qué pasa con el camión? —Que hace un rato he visto cómo alguien se lo llevaba a toda prisa. Mamulian, sorprendido, colocó sus brazos en jarras. No sé por qué, me recordó a un botijo. —¿Qué dices? —exclamó—. ¿Que se han llevado el camión? ¡Pero si aún estaba dentro el último envío que teníamos que llevar a la agencia! ¡Ay, madre…! Ya verás la bronca que le va a echar el jefe al señor Necromio. Y cuando al señor Necromio le cae una bronca, a mí me cae otra, aún más gorda. —Vaya. Lo siento, amigo Mamulian. —Voy a dar aviso de inmediato. —Y yo me voy enseguida. Recojo dos cosas y me largo. —Recuerda: no debemos volver por aquí hasta nueva orden. —Ya. Pero… seguiremos cobrando nuestro sueldo, ¿no? —Hombre, como está mandado… Cuando Mamulian se alejó pasillo adelante, yo estaba sudando frío. Lo cierto es que había tenido una suerte colosal en aquel encuentro. Además de no haber despertado las sospechas del ayudante de Necromio, ahora sabía que Malva se les había escapado y andaba por algún lugar de aquel mundo subterráneo. Si fuese capaz de encontrarla y sacarla de allí, sin duda mis posibilidades de ligar con ella aumentarían de forma considerable. La siguiente puerta estaba también abierta. Era una sala grande,

la más grande de las que había visto hasta ahora. Como todas las anteriores, atestada de material diverso y de aparatos cuya función era un misterio para mí. —¿Malva? —volví a preguntar, en voz baja—. Malva, ¿estás aquí?

LO INESPERADO Malva me reconoció. Y se incorporó de inmediato. —¡Estoy aquí! —exclamó—. ¡Estoy aquí, Álex! Se retiró la máscara que le cubría la cara y abandonó el sarcófago, temblando. Y, temblando, corrió hasta echarse en los brazos del ruso. Luego, abrazada a él, incapaz de contenerse por más tiempo, rompió a llorar, temblando como una hoja, desencajada por la tensión sufrida. —¡Oh, Álex…! No sabes el miedo que he pasado. —Tranquila, tranquila… —le susurró el ruso al oído, apretándose contra ella, acariciándole la espalda. Permanecieron unos segundos en silencio, acompasando sus respiraciones. —¿Estás mejor? —Sí. Sí, ya estoy mejor… Menos mal que has conseguido escapar tú también. ¡Oh, Dios…! He llegado a pensar que habrías muerto. ¡Eh! ¡Estás herido! —Solo es un rasguño. —¿Cómo has logrado huir? —En realidad, ha sido fácil. El doctor Aspid tenía que abrir su

consulta y, al quedarme solo con Necromio, he podido reducirle. —¡Estupendo! ¡Entonces, si Aspid no está, nos resultará fácil salir de aquí! —Es posible que sí… —¡Pues vamos! Estoy deseando verme fuera de este lugar… El ruso no se movió. —Espera, espera. No tengas tanta prisa. Todavía está el ayudante de Necromio recorriendo los pasillos. Y deberías cambiarte de ropa. No parece adecuado que salgas de aquí vestida de sacerdote sem. Malva asintió, con media sonrisa, y se dirigió hacia el cesto de mimbre en que había dejado su ropa. —Por cierto… aquí… aquí están las cosas del teniente Goliatkin. Alexei Vostok frunció los labios antes de volver a hablar. —¿Ah, sí? Vaya… Pobre teniente Goliatkin. Malva detectó un tono extraño en la contestación de Alexei, pero no quiso darle importancia y siguió despojándose, aunque algo más lentamente, de los ropajes del faraón-sacerdote.

ALGO VA MAL Justo cuando estaba en ropa interior, a punto de ponerse el pantalón, percibió el movimiento del ruso a su espalda. No lo vio: Lo intuyó. Y tuvo la certeza de que algo iba mal. Rematadamente mal.

En un gesto apenas consciente, alzó la mano izquierda hasta colocarla sobre su garganta. Eso le salvó la vida. Oyó el sonido del cable cortando el aire y, de inmediato, sintió aquel inmenso dolor sobre el dorso de la mano. Y cayó de rodillas. Alexei Vostok le había rodeado el cuello con un trozo de sirga metálica que llevaba consigo y que ahora apretaba con todas sus fuerzas. Malva no sintió miedo, realmente. Se sintió sorprendida. Burlada. Y casi de inmediato, fue presa del odio. Inmersa en una oleada de ira. Aún tenía la mano derecha libre. Tanteó hasta encontrar la máscara de oro que acababa de dejar junto a las ropas que había vestido. De reojo, localizó el pie de Vostok y lo golpeó con la pesada pieza metálica a la altura del tobillo. Le oyó gritar de dolor, pero la presión que ejercía en torno a su cuello apenas disminuyó. —Me gusta tu coraje, Malva —le susurró Vostok, casi rozándole la nuca con los labios—. Nunca te rindes ¿eh? Eso está bien. Pero no va a impedir que acabe contigo. Malva se dio cuenta de que estaba perdida. Sin poder utilizar la mano izquierda, que seguía atrapada entre la sirga y su cuello, sus posibilidades de luchar contra Alexei eran insignificantes. Y si la retiraba, el ruso no tardaría ni un segundo en rebanarle el cuello. Aun manteniéndola allí, empezaba a pensar que, efectivamente, estaba perdida. Que su muerte era solo cuestión de unos pocos segundos. Tuvo certeza de ello cuando vio pasar su vida por delante, en un suspiro.

UN GRITO En ese momento, oí un grito que me encabritó el corazón. No fue un alarido sino un grito corto, de dolor pero, eso sí, me llegó con toda claridad. Procedía de muy cerca. Quizá de la sala contigua a aquella en que me encontraba. Aunque quien había gritado no era Malva, supe que debía acudir a toda prisa. Salí corriendo al pasillo. La primera puerta, no. Pero sí la segunda. Miré a través del ventanuco antes de entrar… y tuve que parpadear para creerlo. Allí estaba Malva, medio desnuda, y Vostok trataba de estrangularla con una especie de cable metálico. Tuve que frotarme los ojos para asegurarme de que no se trataba de un error de mi mente.

UNA EXHALACIÓN Entro en la sala como una exhalación y el ruso me lanza de reojo una mirada torva. En mi carrera hacia él, sobre la marcha cojo un taburete de laboratorio con la intención de utilizarlo como arma. No tengo ni siquiera la oportunidad de intentarlo. Sin saber cómo, me encuentro volando por los aires y aterrizando de espaldas en el suelo, y el dolor me corta la respiración.

respiración. Ahora recuerdo lo que dijo Biela sobre el ruso: Que peleaba como el protagonista de una película de chinos. Está claro que no puedo ser enemigo para él y sus técnicas de lucha aprendidas en la academia de policía de San Petersburgo. Al menos, con mi presencia, sí he logrado que suelte momentáneamente a Malva, que sangra con abundancia por el dorso de la mano izquierda. Mientras intento levantarme, veo al ruso que, tras recoger el taburete, lo enarbola por las patas como si se tratase de una extraña maza. Siento llegar el golpe pero, milagrosamente, logro esquivarlo en el último instante. El asiento de madera se astilla ferozmente contra el suelo, a un palmo de mi cara. Desde mi posición pateo con desespero la pantorrilla de Vostok y lo hago trastabillar. Bien, ha caído junto a mí. Me lanzó sobre él, tratando de inmovilizarlo. Es inútil. No sé cómo, el ruso me voltea de nuevo. Por Dios, qué mal he caído. Este tipo me va a matar. Me siento muy mareado. Un golpe en el costado me nubla la vista. Otro en el estómago me roba el último aliento. Ahora va a golpearme de nuevo, a placer, porque yo ya no puedo ni defenderme. Me hago un ovillo y espero el fin. Ahí viene. Veo un destello dorado y creo que es el anuncio de la muerte. Pero no. Sigo respirando. Esta vez, el golpe se lo lleva él. Malva ha aparecido de improviso, cuando yo pensaba que habría intentado escapar, y le golpea con todas sus fuerzas, con rabia. Le golpea en la cara con un objeto dorado y, desde luego, contundente, que no acabo de reconocer. Podría ser una máscara de oro. Me pregunto de dónde la habrá sacado.

pregunto de dónde la habrá sacado. Pillado de lleno en su tumefacto ojo derecho, el dolor hace que Alexei se tambalee hasta clavar una rodilla en el suelo. Mira durante un instante a Malva, al tiempo que lanza un exabrupto en ruso. Parece volverse loco. Ella intenta golpearle una segunda vez; él la esquiva. Yo casi no puedo respirar pero me doy cuenta de que es mi turno. Reuniendo todas mis fuerzas y toda mi voluntad, me abalanzo sobre el ruso. Esta vez sí, consigo derribarlo. De resultas del golpe recibido, está sangrando como un cerdo por la nariz. Me mancho con su sangre, se revuelve, me golpea de nuevo con el codo. Veo las estrellas, pero le he dado a Malva una nueva oportunidad que ella no desaprovecha. Toma impulso y, esta vez, el impacto con la pesada máscara dorada es brutal. El crujido de los huesos de la cara del ruso me produce un escalofrío atroz. Mi mirada se cruza con la suya. El azul de sus ojos es más frío que nunca; y justo en ese instante, se trastoca en blanco y, tras un titubeo… Alexei Vostok pierde el conocimiento y se desploma. —Cerdo… —masculla Malva. Deja caer la máscara, salpicada de sangre, y viene hacia mí. Se echa en mis brazos. Su abrazo me duele pero no quiero que acabe nunca. Menos aún, cuando ella busca mis labios con los suyos y me besa, intensamente, con desespero, hasta que un sollozo inoportuno rompe el hechizo. —¿Estás bien, Nico? ¿Estás bien? Asiento con la cabeza. No consigo articular palabra. —Vámonos —dice—. Vámonos de aquí. La ayudo a vestirse. Su camiseta feminista y el pantalón vaquero corto. Entonces, vuelve a besarme. Está hecha una

vaquero corto. Entonces, vuelve a besarme. Está hecha una calamidad, despeinada, los ojos enrojecidos, la sangre, el gesto de dolor… Ahora ya no tengo duda de que es la chica más hermosa del planeta.

EL TORNO —Así que el ruso ha desaparecido, ¿eh? —¡Ji, ji…! Pues sí, doctor. Desaparecido. ¡Plof! Se ha esfumado. ¡Ji! —Entonces, habrá una investigación. —Bueno… como siempre, claro. ¡Je, ji…! Si alguien desaparece, se abre un expediente… —Pero este será un asunto grave, ¿no? El tipo venía en misión oficial y los rusos pedirán explicaciones. —¡Qué va, qué va…! ¡Jia, jia! ¡Ahí está lo curioso. Es que el tío había venido por su cuenta. Por hacerle un favor a un amigo. Nada de misión oficial. —¿No? —No. —¿Y a qué había venido, exactamente? —¡Y yo qué sé…! ¡Jia, jia…! ¡Pues anda que no era misterioso ni nada, el tipo… —¿No sabe usted lo que pretendía investigar? —Bueno, sí… Algo de unas momias, creo… pero no sé si me lo decía en serio o para que yo me callara. El doctor Aspid sonrió para sus adentros. La información que

El doctor Aspid sonrió para sus adentros. La información que Bareta le estaba proporcionando resultaba mucho más tranquilizadora de lo que había imaginado. Sonó entonces el timbre de la puerta. Amparo, la ayudante del doctor Aspid, acudió a abrir. —Buenas tardes. ¿Está el inspector Bareta? La enfermera miró primero al joven altísimo que le había hecho la pregunta. Luego, al muchacho pelirrojo que lo acompañaba. —Pues… sí. Ahora está en la consulta del doctor. —Vamos a pasar, si no le importa —dije yo, asomando entre mis dos amigos. La ayudante del dentista retrocedió un paso, supongo que impresionada por mi aspecto lamentable. —Pero ahora no podéis… —Podemos. Es muy importante. Abrimos dos puertas antes de dar con el consultorio. —¡Inspector! —grité al verle tumbado en el sillón—. ¡El doctor Aspid es el jefe de la banda! Bareta ni siquiera se dio por aludido. En cambio, el jefe alzó hacia nosotros una mirada feroz y reaccionó con una rapidez endiablada. Saltó del taburete, se colocó tras el sillón, sujetó la cabeza del inspector con un brazo y, con la otra mano, tomó el torno. De inmediato, lo puso en funcionamiento a la máxima velocidad, acercando peligrosamente la fresa al ojo derecho de su paciente. —¡Quietos! Si dais un solo paso, le meteré el torno por el ojo. ¿Me habéis oído? Y no solo quedará tuerto. Lo empujaré hasta el

fondo. Hasta que le empiece a batir el cerebro como si fuera nata montada. ¿Está claro? La perspectiva me encogió el estómago. Me detuve al momento y extendí los brazos para obligar a mis compañeros a hacer lo propio. Efectivamente, con aquel instrumento podía hacerle mucho daño a mi padrino. Posiblemente, incluso acabar con su vida.

ROTURA DE LA TENSIÓN Durante diez segundos, Aspid y yo nos miramos fieramente. No sé qué habría pasado. Seguramente, la situación se habría tornado un tanto grotesca, teniendo en cuenta que un torno de dentista no es precisamente un arma de bolsillo y no sé cómo el doctor Aspid habría intentando mantener su ventaja. En cualquier caso, no hubo posibilidad de saberlo porque, ya digo, la tensión se deshizo a los diez segundos de su última amenaza, cuando Malva, que se había quedado en el vestíbulo de la consulta, localizó la caja de diferenciales y desconectó el interruptor principal de la instalación eléctrica. De inmediato, el torno se detuvo mansamente y, por tanto, dejó de suponer un instrumento mortífero. Aspid lo miró un momento, incrédulo. Cuando volvió a alzar la vista, ya Gerardo Biela se abalanzaba sobre él y lo dejaba fuera de combate del primer guantazo.

Epílogo

—La organización liderada por el doctor Aspid en Zaragoza había propiciado la creación de otra red en Moscú y San Petersburgo, encargada de la promoción y distribución de sus productos en museos de las repúblicas de la antigua Unión Soviética. —Quieres decir que el doctor Aspid tiene en Rusia una especie de sucursal de su negocio. Germán Bareta negó suavemente. Acababa de regresar de la comisaría de Centro, donde Alexei Vostok, Jaime Aspid, Antero Necromio y Eubúlides Mamulian seguían siendo sometidos a interrogatorio. Las líneas principales del embrollo empezaban a estar claras y mi padrino se encontraba deseoso de compartir la información con nosotros. —No, no, en absoluto —aclaró—. No parece que las dos organizaciones estén relacionadas entre sí sino, más bien, que la empresa rusa había surgido al calor de la española. Digamos que Aspid y sus secuaces comenzaron a ofertar sus productos a diversos museos y, posteriormente, la mafia rusa, al percatarse de las enormes posibilidades del negocio, decidió actuar como intermediaria. Se apropiaban de una buena parte del beneficio de Aspid pero, a cambio, le proporcionaban muchísimos más clientes de los que él habría podido conseguir y se ocupaban del transporte

de los que él habría podido conseguir y se ocupaban del transporte y la entrega de las piezas. De hecho, Aspid, al parecer, no conoce en persona a ninguno de los miembros de la organización rusa. Y eso, a pesar de que ya eran prácticamente sus únicos clientes. —De modo que tampoco conocía a Alexei Vostok. —No, claro que no. Hasta que el propio Vostok no le dijo quién era y que había sido enviado para vigilar a Goliatkin, Aspid pensaba, como nosotros, que se trataba realmente de una especie de ayudante del teniente ruso. —Y no era eso, sino todo lo contrario. —Así es. Cuando los mafiosos rusos supieron que Vladimir Goliatkin pensaba viajar a España para investigar el origen de la falsa momia de San Petersburgo, temieron que pudiera acabar con la organización de Aspid, que les proporcionaba la materia prima para su negocio, así que lograron, a través de sus contactos en la policía, que el joven Alexei Vostok lo acompañase. Pero la misión de Vostok era asegurarse de que Goliatkin volviese con las manos vacías… o que no volviese. —Lo raro es que Goliatkin no sospechase de él. —Puede que sí lo hiciera. Recuerda qué pronto intentó deshacerse de su compañía y llevar su investigación adelante en solitario. En cualquier caso, Vostok tenía un disfraz perfecto. Al parecer es cierto casi todo cuanto nos ha dicho: Estudiante en la escuela de policía, gran experto en el arte egipcio y, por descontado, su dominio del idioma español es un hecho. Solo se le olvidó decirnos… que trabajaba para los malos. Malva, cogida de mi brazo, no había abierto la boca desde el inicio de la conversación; pero, de pronto, acercó sus labios a mi oído.

—Lo siento… —susurró. —¿Qué sientes? —Estoy avergonzada. Ya sabes a lo que me refiero. Alexei me deslumbró desde el primer momento. No fui capaz de ver su doble juego. Pensé que también yo le gustaba a él y me dejé querer. —Seguro que así era. Cómo no ibas a gustarle. Otra cosa es que, llegado el momento, Vostok no tuviese ningún problema en rebanarte el cuello. Malva me miró a los ojos. —Qué borde eres… —me dijo, sonriendo. La investigación seguía su curso y avanzaba a pasos de gigante. La organización de Aspid quedaría completamente desmantelada. El dentista iba a ser acusado de asesinato en la persona del policía ruso. Y Vostok lo sería de intento de asesinato y pertenencia a organización delictiva, entre otros delitos que aún estaban por definir por parte del fiscal. La policía rusa también quería su parte del pastel y preparaba un buen número de detenciones. —¿Y mi tío? —preguntó entonces Max, que tampoco había despegado los labios hasta ahora. —Ya veremos —le respondió Bareta—. Su participación en los delitos relacionados con la falsificación o el tráfico de obras de arte es muy clara. Pero en el caso de los delitos de sangre, aun siendo cooperador del doctor Aspid, se tendrá en cuenta que su actuación, sin duda, salvó la vida de Malva. De momento, tengo entendido que el fiscal piensa solicitar al juez su libertad bajo fianza. Cuando llegue el juicio, ya veremos.

Nos habíamos reunido en el bar Chotis mientras la policía judicial seguía recorriendo los interminables sótanos del palacio de Torresecas, poniendo al descubierto los entresijos de la organización de Aspid. El trabajo de catalogación sería ingente. El número de obras de arte, sarcófagos, momias y demás piezas arqueológicas crecía y crecía conforme la policía lograba acceder a más salas y almacenes. En ese momento, un policía de uniforme se asomó a la puerta del bar. —Inspector Bareta, el señor juez instructor dice que puede usted pasar a reconocer las pertenencias del policía ruso. —Voy. Salimos los cinco y nos dirigimos al vestíbulo del antiguo cine, donde el juez Carnicero había instalado su puesto de mando. La ropa de Goliatkin estaba en el mismo cesto de mimbre donde ya Malva la había visto anteriormente. —Usted, sin duda —le dijo a Bareta el magistrado—, fue la persona que más tiempo acompañó a la víctima desde que aterrizó en España hasta su muerte. —Seguramente, señoría. —¿Puede reconocer si esa es la ropa que vestía? Mi padrino alzó alguna de las prendas. —Sí, señoría. La reconozco. Era la ropa que usaba Goliatkin el pasado viernes. —Son prendas muy vulgares. ¿Está seguro de lo que afirma? Bareta echó mano de nuevo al cesto y levantó unas gafas de sol. —Estoy seguro, señoría. Y estas son mis gafas de sol. Se las

presté el pasado viernes al teniente Goliatkin. —Muy bien. Queda así declarado. —Por cierto, señoría… ¿puedo recuperar mis gafas? —Forman parte de la instrucción del sumario, inspector. Usted lo sabe. —Lo sé, señoría, lo sé… Pero es que me costaron quince mil pesetas y la luz cada vez me molesta más. Debe de ser cosa de la edad. Seguro que ya se me ha escapado algún delincuente estos últimos días por culpa del deslumbramiento. El magistrado chasqueó la lengua. —De acuerdo, Bareta. Dígales a los de criminalística que les hagan unas fotos antes de devolvérselas. —Gracias, señoría. Una vez que las fotografiaron, Germán Bareta se puso las gafas. Al hacerlo, me pareció que se emocionaba intensamente. Ladeó la cabeza, inspiró profundamente y consultó su reloj. —Chicos —nos dijo—, mi turno acaba de terminar. Ya no estoy de servicio. Me vuelvo al bar. Voy a tomarme un vodka con hielo en memoria de mi colega Vladimir Goliatkin. —Allá tú, padrino. Nosotros nos vamos a la piscina a pasar el día, que promete ser de aúpa. —Cuidado con las quemaduras solares. —Llevamos protección total —dijo Gerardo. Echamos a andar por la calle de Torresecas, camino de la plaza de España. Malva, deliberadamente, dejó que Biela y Urgel se nos adelantaran unos pasos. Entonces, se volvió hacia mí. —Aún no te he agradecido que me salvaras la vida.

—Aún no te he agradecido que me salvaras la vida. —¿Yo? ¡Qué dices! Por si no lo recuerdas, fuiste tú la que dejó fuera de combate al ruso. No atendió a mis razones. Se detuvo, me miró a los ojos con intensidad, me agarró por la pechera y me atrajo hacia sí. Y me besó en los labios de una forma nueva, contundente, que yo no conocía; y que ya no estaba condicionada por la proximidad de la muerte. El inspector Bareta, que cruzaba en ese momento la calle de Torresecas camino del bar, se detuvo en mitad de la calzada, nos miró, sonrió y siguió su camino. El beso de Malva sabía a canela, a menta fresca y a nuez moscada. Y su sabor permaneció en mis labios durante el resto de aquel largo y tórrido verano. El último verano del milenio.

Notas

[1] Un duro = 5 pesetas. 30.000 duros = 150.000 pesetas = 900 euros aprox.

Sobre los autores

José María Almárcegui nace en Zaragoza en 1960. Ha ejercido multitud de oficios, aunque el dibujo y el diseño son, quizá, las actividades que le han acompañado más constantemente en su vida. Le apasionan la radio y el ciclismo. En la actualidad trabaja como técnico de sonido y montajes audiovisuales. En 1988 comenzó a colaborar como guionista (y más esporádicamente, como ilustrador) con Fernando Lalana. Hasta la fecha han publicado juntos cerca de veinte títulos, con los que han conseguido, entre otros, la Mención de Honor del Premio Lazarillo y el Premio El Barco de Vapor. Fernando Lalana nace en Zaragoza en 1958. Tras estudiar Derecho y realizar el servicio militar en Melilla, de donde sacará ambiente y personajes para Morirás en Chafarinas, encamina sus pasos hacia la literatura, que pronto se convierte en su primera y única profesión, tras quedar finalista en 1981 del Premio El Barco de Vapor. Desde entonces, ha publicado más de noventa libros con las principales editoriales españolas y ha ganado numerosos premios, entre ellos, en tres ocasiones el Gran Angular de novela, Mención de Honor del Premio Lazarillo y el Premio El Barco de Vapor. En 1991, el Ministerio de

Cultura le concede el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Morirás en Chafarinas, obra que fue llevada al cine en 1995. Está casado y tiene dos hijas: María e Isabel. Viven en Zaragoza. Sobre las piedras que habitaron los romanos de Cesaraugusta y los musulmanes de Medina Albaida. O sea, en el Casco Viejo. En Alfaguara ha publicado Los hijos del trueno, La maldición del bronce, La muerte del cisne y Perpetuum mobile, ganadora del Premio Jaén 2006 de Narrativa Infantil y Juvenil.

© Del texto: 2006, Fernando Lalana y José María Almárcegui © De esta edición: 2012, Santillana Ediciones Generales, S.L. Torrelaguna, 60. 28043 Madrid Teléfono: 91 744 90 60 Telefax 91 744 92 24 www.librosalfaguarajuvenil.com ISBN ebook: 978-84-204-0452-3 Diseño de cubierta ebook: María Pérez-Aguilera Conversión ebook: Kiwitech Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

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