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ETICA, DERECHOS HUMANOS Y GUERRA Angelo Papacchini La posibilidad de una regulación ética de la guerra resulta aparentemente desmentida por las prácticas imperantes en los enfrentamientos armados: sevicias y atropellos generalizados, actos de lesa humanidad, crímenes atroces, etc. A pesar de lo anterior, me propongo exponer argumentos en favor de la pertinencia y necesidad de acudir a criterios morales para orientar la conducta en la guerra, sustentados en el ethos de los derechos humanos. Destacaré así un aspecto a mi juicio importante de la vigencia y actualidad de los derechos en nuestro medio: la posibilidad que nos ofrecen de enfrentar la guerra y la violencia con una postura ética no moralista, y de esbozar algunas respuestas relativas a las preguntas clásicas relativas a la legitimidad moral de la guerra y de la formas de llevarla a cabo. Haré también una breve mención al problema de la globalización - el otro tema propuesto para el panel - al enfrentar la posible justificación de las denominadas intervenciones humanitarias en defensa de los derechos humanos. Mi exposición se articulará en tres partes: a) en la primera trataré de cuestionar la supuesta incompatibilidad entre ética y guerra; b)en la segunda propondré una ética sustentada en derechos, como una alternativa al realismo pragmático y al moralismo abstracto; c)en la tercera trataré de derivar de este horizonte ético unos criterios más precisos para responder a preguntas clásicas relativas a la legitimidad moral de un conflicto armado en general, y de la misma guerra que estamos viviendo y padeciendo. I. ¿UN MATRIMONIO IMPOSIBLE? De acuerdo con una opinión arraigada, existiría una incompatibilidad radical entre ética y guerra, puesto que esta última ha sido concebida tradicionalmente como el terreno abonado para toda clase de atropellos de las normas morales1. 1. Autonomía u oposición antagónica. La negación de cualquier vínculo entre ética y guerra se realiza por medio de diferentes estrategias argumentativas: algunos insisten en la autonomía de la guerra, que obedecería a leyes propias; otros, más radicales, plantean la relación en términos de una antítesis radical. De acuerdo con la primera hipótesis, la guerra es por definición un espacio ajeno a la jurisdicción de la ética: como ruptura violenta de lo cotidiano, su estallido obligaría a dejar de lado de manera provisional principios éticos o jurídicos, para asumir como pauta de conducta máximas de destreza apropiadas para asegurar, en una situación excepcional de peligro, la necesidad de supervivencia y la victoria sobre el enemigo. La guerra tendría su propia lógica y sus reglas inmanentes, y sólo debería ser juzgada con criterios de racionalidad estratégica, en función de los fines a lograr. Esta postura cuenta con el respaldo de ilustres pensadores como Maquiavelo, Hegel y Klausewitz, y en la 1

En sus reflexiones sobre la primera guerra mundial, Freud llama la atención sobre el contraste entre la moralidad que los Estados exigen a sus ciudadanos y la negación sistemática de todo principio ético en caso de enfrentamiento armado con potencias externas(Zeitgemässes über Krieg und Tod, Studienasugabe, Band IX, Fischer Taschenbuch, Frankfurt, 1982, p.40). El mismo Hegel, defensor entusiasta de la guerra como factor de cohesión ética y resorte de la cultura, destaca sin embargo ciertas conexiones entre crimen y guerra (Frühe politische Systeme, Ullstein, Frankfurt, 1974, p.278).

actualidad parecería haber sido asumida por la gran mayoría de quienes se han dedicado, en nuestro medio, al análisis del conflicto armado interno2. Pero no faltan quienes, inconformes con la tesis de la simple independencia, plantean los nexos en términos de una franca e irremediable oposición: la guerra sería lo opuesto de la ética, su antítesis más radical, algo análogo a la experiencia carnavalesca en la que no solamente se interrumpen temporalmente las normas sociales, sino que se invierten las relaciones de poder. El carácter demoníaco de la lucha por el poder se expresaría con especial virulencia en aquella peculiar dimensión de la política en que el enfrentamiento entre movimientos políticos y sociales es reemplazado por el lenguaje de las armas. Incluso los actores bienintencionados acabarían por sucumbir a la tozudez de una realidad que obliga a pisotear cuanto ideal ético o humanitario se interponga a los fines peculiares de la guerra. Estas últimas consideraciones nos indican que el problema de la autonomía u oposición antagónica entre ética y guerra se inscribe a su vez en la cuestión más general relativa a los nexos entre ética y política. Al fin y al cabo la guerra constituye "la manifestación más clamorosa de la política"3 o, de acuerdo con la célebre afirmación de Clausewitz, la continuación de la política con otros medios. Los partidarios de la independencia de la política frente a cualquier ingerencia por parte de la moral, asumirán como obvia esta misma independencia en aquellos casos en que la lucha política acude a la fuerza de las armas; al tiempo que quienes propugnan una antítesis radical entre ética y política darán por descontada la violación sistemática de cualquier principio moral en el curso de la guerra. A tono con la postura más radical, quienes entran en el juego de la guerra tendrían que estar dispuestos a mancharse las manos, vender el alma y "entrar en el mal", como diría Maquiavelo, so pena de fracasar y ser derrotados. La preocupación por la ética conservaría a lo sumo un valor instrumental, como una herramienta adicional a utilizar contra el enemigo, para criminalizar su conducta y mostrarlo como un violador sistemático de los elementales principios éticos de convivencia. De hecho cada uno de los enemigos acaba por forjarse una moral a su medida, al tiempo que el vencedor acostumbra imponer también sus propios valores, para legitimar moralmente la forma de lucha empleada4. 2

"La reflexión de los responsables políticos sobre las cuestiones de la guerra y la paz, así como la de muchos intelectuales - anota McMahan - se estructura normalmente mediante un marco de supuestos substancialmente amoral. Se piensa que los problemas son de naturaleza 'práctica'; las opciones políticas se comparan exclusivamente en términos de consecuencias esperadas, y las consecuencias se evalúan únicamente en términos de su efecto sobre el interés nacional". Jeff McMahan, "Guerra y paz", en Compendio de ética, P.Singer editor, Alianza, Madrid, 1993, p.521. La neutralidad valorativa se degrada a menudo en la que S.Giner denomina la "falacia de la objetividad amoral". "Sociología y filosofía moral", en Historia de la ética, t.3, V.Camps ed., Crítica, Barcelona, 1989, p.120. 3

N.Bobbio, El tercero ausente, Cátedra, Madrid, 1977, p.224.

4

En el proceso de Nüremberg no fueron condenados crímenes de guerra perpetrados por los aliados como bombardeos indiscriminado de ciudades, 2

2. El realismo pragmático frente a la guerra. Las tesis relativas a la autonomía u oposición entre ética y guerra se traducen en una actitud realista y pragmática, compartida por igual por los actores de la guerra y por quienes se dedican a analizarla. La postura realista considera trabajo perdido acabar con la guerra o pretender modificar una práctica por esencia violenta, impenetrable a criterios y patrones morales5. De allí la aceptación resignada de una realidad supuestamente incontrovertible: el espacio de la guerra representaría una zona de "despeje" frente a los principios éticos, o incluso - de acuerdo con la hipótesis más radical - el escenario en el que estos principios deben ser inevitablemente violados. De acuerdo con esta lógica, las restricciones morales en el conflicto armado son tachadas de utópicas e incluso de indeseables. La actitud pragmática sugiere a su vez concentrar energías en la búsqueda y empleo de medios eficaces para someter al enemigo y lograr la paz, sin reparar en problemas relativos a la licitud moral de las estrategias empleadas: una vez logrado el objetivo, nunca faltará la manera de legitimar el uso de los medios utilizados para alcanzarlo. Al fin y al cabo los conflictos armados no se ganan con paternoster, de acuerdo con la célebre expresión de Cosimo de Medici. En el juego de la guerra todo es válido, con tal de que consiga la destrucción o sometimiento del enemigo. Una mirada somera a la conducta de los grandes jefes militares - ensalzados como héroes nacionales y presentados como ejemplo para la juventud - sería suficiente para darse cuenta de que todos ellos han acudido de manera sistemática a la violencia, sin reparar en problemas morales a la hora de tomar las medidas más sangrientas y disponer a su antojo del destino de miles de vidas humanas. Por lo general estas dos miradas sobre la guerra - la realista y la pragmática - se retroalimentan entre sí. Si desde tiempos inmemoriales la praxis humana, el proceso de formación de los Estados y las relaciones entre ellos están marcados por la práctica de la guerra, y si los intentos de humanizarla o civilizarla han fracasado de manera tan estruendosa desplazamiento masivo de población civil, o la misma utilización de la bomba atómica que coincidió, de manera paradójica, con la firma del convenio de Londres en el que quedó tipificado el crimen de lesa humanidad. Cfr, A.Maurice de Zayas, "El proceso de Nuremberg ante el tribunal militar internacional(1945-1946)", Los grandes procesos. Derecho y poder en la historia (A.Demandt ed.), Crítica, Barcelona, p.246. 5

Son múltiples y variadas la razones aducidas para sustentar esta postura: algunos apelan a una pulsión destructiva bien arraigada en la naturaleza humana, que desafiaría cualquier intento de someterla o domeñarla por parte de la cultura y estallaría de manera periódica en el espacio de la guerra; otros subrayan la presencia en el ser humano de una tendencia inagotable a acumular poder en condiciones de escasez, que envolvería por igual a individuos, pueblos y Estados en una lucha inagotable; y no faltan quienes asumen sin más como un dato originario e incontrovertible una disposición arraigada al mal, que transformaría al hombre en un lobo feroz frente a los demás miembros de su especie. 3

como lo muestran los conflictos internacionales más recientes -, al ser humano no le quedará otra opción que la de aceptar la inevitabilidad del enfrentamiento armado para resolver los conflictos entre Estados, y resignarse al carácter esencialmente violento de esta form de interacción humana. Aún más, ante la ausencia de alternativas reales, los actores políticos se verían obligados a emplear la única racionalidad pertinente en el caso de la guerra: la pragmática o instrumental, que evalúa los medios exclusivamente en función de su eficacia para el logro de determinados fines. Cabe destacar que el juicio descriptivo acerca de cómo marcha el mundo se transforma, de manera paulatina, en un juicio valorativo y prescriptivo: si desde que mundo es mundo todos los actores de la guerra utilizan de manera indiscriminada y despreocupada todos los medios violentos a su alcance, parecería razonable concluir que es imposible actuar de manera distinta y que no es conveniente perder el tiempo en el intento quijotesco de someter el juego de la guerra a preceptos morales. Quien toma en serio la lucha militar no debería desperdiciar energías en cuestiones de carácter moral, ni detener su acción por eventuales conflictos de conciencia, que lo pondrían en condiciones de inferioridad frente al enemigo. De manera adicional, los teóricos realistas hacen notar que las trabas éticas impuestas desde afuera acaban por perturbar el curso "natural" del conflicto, con efectos perversos similares a los que muchos neoliberales perciben en la intervención del Estado en la economía: la intención de humanizar la guerra para limitar la crueldad y reducir la pérdida de vidas humanas produciría de hecho una prolongación innecesaria del conflicto, y por consiguiente el efecto contrario al esperado; al tiempo que la desvalorización ética de determinadas conductas - por lo general atribuidas al adversario - favorecerían la proliferación de actos de sevicia y crueldad contra un enemigo considerado moralmente indigno. El intento de moralizar la guerra se transforma así, a lo ojos de los realistas pragmáticos, en el ejemplo más ilustrativo del "rigorismo intransigente" y del "moralismo abstracto" 6, incapaz de entender la racionalidad de lo real y condenado por eso mismo a la ineficacia y al fracaso. Sobra anotar que esta actitud pragmático-realista frente a la guerra cuenta en nuestro medio con una cantidad abrumadora de adeptos, tanto entre los actores del conflicto como entre quienes se dedican a tratar de descifrar su sentido. De hecho las referencias a cuestiones morales constituyen algo esporádico; la reiterada violación de principios básicos del DIH y la proliferación de crímenes de guerra o de lesa humanidad han acabado por reducir la indignación frente a actos particularmente atroces, aceptados ya como una práctica común y a lo sumo cuestionados como un error estratégico, más que como una violación de elementales principios de moralidad. 3. ¿Una ética especial para la guerra? Los realistas pragmáticos propugnan la radical incompatibilidad entre ética y guerra. No faltan, sin embargo, quienes pretenden encontrar en esta última la expresión de una forma superior de moralidad. La hipótesis relativa al conflicto entre diferentes códigos éticos encuentra en la guerra un terreno particularmente propicio de aplicación, y ha sido utilizada por quienes se resisten a identificar el conflicto armado con el estallido sin freno de lo demoníaco y con el imperio del mal. El fenómeno de la guerra no 6

Los realistas acostumbran citar el Pacto Briand-Kellog como un ejemplo ilustrativo de esta actitud condenada a la ineficacia. Cfr. R.Aron, Paz y guerra entre las naciones, Alianza, Madrid, 1984, tomo 2., p.696. 4

carecería de moralidad; simplemente respondería a patrones morales distintos, y debería ser evaluado en consonancia con valores tales como el coraje, la entrega a la patria, el sentido del honor o la lealtad con el cuerpo al que pertenecen. La incompatibilidad con las normas de una clase específica de ética no invalidaría la posibilidad de encontrar en la guerra un ethos propio, articulado alrededor de principios como la disposición a entregar la vida en aras del bien común, el coraje o la disposición a luchar de manera caballerosa y limpia7. 4. Argumentos en favor de la aplicación de criterios éticos en la guerra. La afirmación aparentemente tautológica de quienes afirman que "guerra es guerra" significa en realidad que la guerra responde a criterios impuestos por la racionalidad inmanente que la regula. Sin embargo, esta misma lógica podría aplicarse en la esfera de las transacciones económicas "negocio es negocio" -, en la política, en el arte e incluso en el amor. La proliferación de terrenos vedados para la ética acaba por enclaustrarla y transformarla en algo absolutamente inocuo. De esta forma la moral tendría un valor residual, sólo aplicable a cuestiones de poca monta, o quedaría relegada en los "intersticios del universo", en los que Epicuro ubicaba a sus dioses. De otro lado, aceptar la segunda tesis - es decir la oposición inevitable entre conducta bélica y principios éticos -, nos dejaría sin argumentos para cuestionar la guerra sucia, la guerras expansionistas alimentadas por mitos raciales, la utilización de toda clase de armas, los bombardeos indiscriminados sobre áreas pobladas, etc. Reconocer el dato fáctico de que en la guerra se violan de manera más frecuente las normas morales no significa que sea lícito hacerlo, ni que sea imposible actuar de otra forma. En caso de aceptar la tesis relativa a la inmoralidad o al carácter demoníaco de la guerra en general, nos veríamos obligados a descuidar las diferencias entre guerras defensivas y ofensivas, guerras de dominación y guerras de liberación, guerras libradas en nombre de la libertad y llevadas a cabo con estrategias congruentes con este fin y guerras expansionistas inspiradas en el axioma de la guerra total. Aceptar como un destino la ineludibilidad de la violencia en la guerra supone además la impotencia y la renuncia del ser humano a cualquier intento de asumir el control de sus actuaciones. En fin, la invitación a dejar que la guerra siga su curso, sin trabas externas de carácter jurídico o moral, y "madure", pone de manifiesto un giro inesperado y poco realista hacia la confianza en una pretendida "astucia de la violencia", capaz de producir por sí misma, de manera algo milagrosa, los remedios contra los males que ella provoca. La posibilidad de que la moral degenere en moralismo abstracto o se agote en la que Cortina denomina la "moralina" no justifica una desvalorización en bloque la práctica y el discurso moral. El peligro de degeneración y abuso no es un "privilegio" exclusivo de la ética: la política puede degradarse en politiquería, el derecho en legalismo leguleyo, la religiosidad en fanatismo, etc. Pero el asco por la politiquería o el malestar por los abusos del derecho no pueden servir de pretexto para descalificar sin más la actividad política o la importancia del derecho como herramienta para la convivencia humana. Al fin y al cabo, como bien lo entendió Montaigne, sólo cabe abusar de cosas buenas. No es impensable una ética sensible a la realidad y a las posibilidades humanas, que tome en cuenta de manera realista los obstáculos 7

El Decálogo go de la "ética de la guerra" incluiría el deber irrestricto de matar al enemigo - el precepto bíblico "no matarás" se transforma en el otro "no matarás al amigo" - la disposición al sacrificio supremo de la vida, el desprecio del peligro, la obligación de evitar todo acto de cobardía, etc. 5

psicológicos y sociales que dificultan la humanización de la guerra. Creo que pocos se atreverían a acusar de moralismo abstracto los lúcidos análisis de Freud sobre la guerra, inspirados en un profundo pathos ético acerca de la necesidad de luchar por la cultura y la paz, o la descalificación por parte de Maquiavelo de las atrocidades cometidas por un gobernante como Agátocles de Siracusa8. En cuanto a la idea de unos principios éticos ad hoc para la guerra, es innegable que el estado de guerra exige la adecuación de normas generales a condiciones peculiares de peligro, amenazas y carencias, y por consiguiente la elaboración de una "ética en la guerra" como una rama de la denominada ética práctica o aplicada. En cambio surgen serias dudas cuando se pretenden forjar principios éticos específicos para la situación de combate. Una actitud de esta naturaleza podría llevarnos a una extraña forma de esquizofrenia: los humanos deberían adecuarse a los preceptos de la ética cristiano-humanista en tiempos de paz, pero olvidarse de ellos y asumir la del ethos clásico en condiciones de combate. En caso de una guerra persistente, lo que aparece como un ethos para tiempos de crisis podría acabar por impregnar la sociedad entera, en especial si se afianza la tendencia a considerar el ethos belicista no como una regresión sino como una ganancia frente a la ética sustentada en principios de igualdad y solidaridad universal. Es conveniente además recordar que los belicistas más furibundos no se han limitado a exigir la autonomía de la guerra, y ni siquiera se han conformado con acentuar la divergencia ineludible entre ética y guerra; por el contrario, han pretendido transformar los actos de crueldad, sevicia y barbarie en le expresión de una moralidad más elevada, inscrita a su vez en una teoría de la historia o en una bien original concepción de lo sagrado y de la divinidad. II. UNA ÉTICA SUSTENTADA EN DERECHOS Una vez aclarada la pertinencia de un juicio moral acerca de la guerra, se abre otra pregunta: ¿qué postura ética asumir para establecer criterios y pautas de moralidad? La multiplicidad de candidatos potenciales, enfrentados en una lucha que no ahorra críticas feroces y demoledoras, puede transformarse en un obstáculo tan serio como el rechazo de una postura ética cualquiera. 1. Una alternativa viable al relativismo y al dogmatismo. Ante la aparente dificultad de asumir un punto de vista seguro y confiable frente a tan abundante oferta de sistemas éticos a menudo incompatibles, parece afianzarse día a día la idea de que en un mundo marcado por la convivencia entre culturas distintas la mejor opción es la de renunciar a concepciones "densas" de lo moral o a la sumo de conservarlas, pero para dominio exclusivo de las personas en su esfera privada, no para las grandes cuestiones que afectan a la vida pública. En esta esfera debería imponerse una actitud neutral y tolerante frente a las diferentes concepciones morales. La opción por el pluralismo plantearía la necesidad de aceptar la coexistencia de múltiples lenguajes o dialectos morales, renunciando a la idea de un lenguaje universalmente compartido, que resultaría inevitablemente excluyente. Habría que respetar la existencia de ideales encontrados de excelencia humana y de diferentes opciones en cuanto a búsqueda de 8

"Su extremada crueldad, su conducta inhumana y sus innumerables crímenes no permiten que se le incluya entre los hombres excelentes". Il principe, Tutte le opere, Sansoni, Firenze, 1971, p.269. 6

la felicidad, reconocimiento social o elección de formas de vida consideradas acordes con la dignidad y la libertad de cada cual. El reconocimiento del pluralismo como un hecho innegable de nuestro tiempo acaba por justificar a menudo posturas éticas relativistas y escépticas, que se traducen en una oposición radical a cualquier intento de cuestionar moralmente una práctica social o cultural cualquiera. Si el único criterio confiable para emitir un juicio moral es la creencia de legitimidad por parte de los miembros de una comunidad determinada, todo juicio externo acaba por ser considerado ilegítimo e incluso violatorio de la diversidad cultural. La cara sombría de este relativismo aparentemente respetuoso de las diferencias sale a relucir tan pronto nos centramos en las consecuencias que se derivarían de su aplicación estricta: si el principio fuese correcto, tendríamos que abstenernos de emitir juicios morales sobre el régimen nazi - al fin y al cabo un sistema cultural con valores bien definidos -, sobre las torturas, los campos de concentración, o incluso sobre prácticas como el asesinato sistemático como forma para arreglar los conflictos, la retaliación y la venganza, que alguien podría reivindicar como prácticas legítimas en la subcultura de la mafia. Un antídoto al peligro de relativismo y escepticismo - que reducen a la insignificancia la argumentación en el terreno moral - es posible encontrarlo a mi juicio en un hecho peculiar de nuestro tiempo, sin precedentes en la historia de la humanidad: el acuerdo acerca de unos valores mínimos para regular las relaciones sociales y políticas de los individuos en el seno del Estado, al igual que las relaciones entre naciones. Más allá de las polémicas acerca de su alcance como texto jurídico y de su carácter coactivo para los Estados, la Declaración universal de los derechos humanos se ha trasformado de hecho en un sólido punto de referencia para los debates jurídicos, políticos y éticos. La declaración de derechos, considerada por muchos como la expresión de la "conciencia jurídica y moral de la humanidad", parecería destinada a llenar el vacío dejado por la crisis de los códigos morales sustentados en cosmovisiones religiosas o por el desencanto provocado por el fracaso de las utopías o y de las promesas de liberación. El acuerdo acerca de los derechos se extiende a su vez a los valores morales de dignidad, libertad y autonomía que los sustentan. En últimas los derechos constituyen la traducción normativa del principio moral que obliga a tratar a cada ser humano como una persona, con un valor intrínseco y no-instrumental, de la valoración de la libertad-autonomía como una forma ineludible de autorrealización personal y de la obligación de solidaridad entre sujetos igualmente vulnerables y necesitados. Por cierto, la forma de materializar estos valores se configura de manera distinta en diferentes culturas o épocas. Sin embargo, más allá de las diferencias, parecería legítimo hablar de unos "universales morales", compartidos en su núcleo esencial por todo ser humano. Se configura así la posibilidad de una ética universalmente compartida, centrada en el valor intrínseco, no instrumental, de todo ser humno, y que asume como elemento prioritario los derechos frente a obligaciones y fines: a)estoy obligado a hacer algo sólo en la medida en que debo respetar un derecho propio o ajeno; b)un fin es valioso en la medida en que contribuye a la satisfacción de un derecho fundamental 9. Algunos autores han cuestionado esta forma de 9

Lo que significa que no existen obligaciones morales desligadas de derechos. En otro trabajo he sugerido la conveniencia de un ajuste reflexivo entre la reflexión 7

concebir la ética, que resultaría demasiado limitada y empobrecida, y carecería de solidaridad y generosidad10. Se trata de críticas legítimas, pero sólo en la medida en que su blanco se restringe a la concepción atomista e individualista de los derechos propia de la tradición liberal. La ética reivindicada en este trabajo se sustenta por el contrario en una concepción integral de los derechos, que abarca los derechos sociales y las propuestas más recientes relativas a derechos colectivos. De allí el valor prioritario asignado a la solidaridad, al igual que la concepción de la libertad y autonomía en un contexto eminentemente social. 2. Una alternativa al moralismo abstracto y al realismo prágmático. La ética sustentada en derechos logra además salir airosa frente a las críticas de moralismo abstracto dirigidas a muchas propuestas sistemáticas en el terreno de la ética. En parte a raíz del debate secular alrededor de la ética kantiana, se han venido decantando los rasgos peculiares de una postura ética "moralista": a)confianza en la eficacia mágica de las apelaciones morales, ligada a su vez con la pretensión de someter de manera inmediata la praxis política y económica a criterios de racionalidad ética; b)actitud rigorista en el sometimiento a las normas, acompañada por la despreocupación frente a las consecuencias de la acción (fiat justitia et pereat mundus); c)tendencia de individuos o grupos a identificar sus peculiraes principios éticos con la moralidad sin más. La opción por los valores éticos relacionados con los derechos aleja el ética y el ethos de los derechos humano. Este último se constituye en un punto de referencia obligado e incluso en un canon para sopesar la validez de diferentes sistemas éticos, controlar las conclusiones del razonamiento moral o incluso ampliar y enriquecer el alcance de determinados valores o principios éticos. Al mismo tiempo, la reflexión sistemática en el terreno moral contribuye a llenar lagunas o a sugerir respuestas satisfactorias a las controversias relativas al ethos de los derechos, al alcance de un derecho específico o a la forma de enfrentar los conflictos entre derechos fundamentales. Parecería configurarse aquí un círculo vicioso: para salir del escepticismo moral acudimos a la idea de derechos, que a su vez nos remite a los sistemas éticos ante la presencia de dilemas difícilmente solucionables desde el horizonte de los derechos humanos. Se trata, sin embargo, de un círculo vicioso sólo en apariencia: si concebimos este ir y venir, de los sistemas éticos a la realidad de los derechos y de éstos a los grandes sistemas morales, como un ajuste y un afinamiento constante, resulta legítimo contrastar los sistemas éticos con la pauta de los derechos humanos, y al mismo tiempo buscar en los primeros unas pautas para superar muchos de los dilemas sin respuestas con los que se enfrenta la teoría y la práctica de los derechos humanos. Se rompe el círculo si aceptamos la traducción normativa de los valores y principios éticos en derechos como un argumento razonable en favor de la validez de los primeros; y se asume al mismo tiempo la importancia de un desarrollo ulterior, desde la perspectiva ética, de estos mismos principios morales, asumiendo como criterio la coherencia lógica pero sobre todo la experiencia de las nuevas luchas, un desarrollo que podrá a su vez contribuir a llenar las lagunas y vacíos presentes en las teorías de derechos. 10 Cfr.J.Raz, "Right-based moralities", Theories of Rights (J.Waldron ed.), Oxford University Press, 1992, pp.197-98. 8

peligro del subjetivismo a ultranza, en la medida en que apela a un código de ética pública compartido en la actualidad por la casi totalidad de individuos, pueblos y Estados; toma en serio las exigencias propias de una ética de la responsabilidad, ante la importancia atribuida a las consecuencias de la acción moral en relación con la protección y ampliación de los derechos humanos; es consciente, en fin, del hecho de que los principios morales - si bien no carentes de eficacia práctica -, requieren de todas formas del concurso del ordenamiento jurídico y de la praxis política para su realización. Los derechos humanos se ubican en el cruce de caminos entre ética, derecho y política: al inicio meras aspiraciones morales, ganan en eficacia en la medida en que son reconocidas y protegidas por parte de un ordenamiento positivo y cuentan con el respaldo de los actores políticos. 3. Una ética laica y pública. De las consideraciones anteriores se desprende además que una moral sustentada en derechos desborda la dimensión meramente privada e incluye por igual indicaciones para la tomas de decisiones en la esfera pública: ofrece al mismo tiempo pautas de conducta en la esfera privada y criterios normativos para organizaciones e instituciones. Una expresión apropiada para la ética de los derechos podría ser la noción de "ética pública cívica", propuesta por A.Cortina o la de "moralidad política", avanzada por Villoro. Esta última expresión resulte quizás más apropiada para nuestro objetivo, puesto que permite superar la oposición tradicional entre ética y política, y sobre todo la tendencia a relegar lo moral en la esfera de la privacidad y de la interioridad. Una ética política como la sustentada en derechos no pretende desconocer la peculiaridad de la racionalidad política, ni exige que esta última se someta sin más a abstractos principios éticos, como parecería desprenderse de la postura kantiana11. Se limita a formular unos criterios de racionalidad ética, para que sean tomados en cuenta, en igualdad de condiciones, con las consideraciones de racionalidad estratégica y de conveniencia política. III - CRITERIOS PARA DEFINIR LA LICITUD MORAL DE LA GUERRA Una vez esbozado el horizonte de referencia, es necesario entrar a definir la aplicación de los principios éticos a la realidad de la guerra, y en especial a dos grandes conjuntos de problemas: la cuestión clásica acerca de las guerras justas y el problema relativo a la forma correcta de llevarlas a cabo. 1. Criterios tradicionalmente esgrimidos para definir la legitimidad de la guerra. Existe una larga tradición de filósofos y teóricos de la política - S.Tomás, Vitoria, Grocio, Pufendorf empeñados en cuestionar la condena indiscriminada de la guerra y en establecer criterios morales, jurídicos y políticos para justificar determinados conflictos armados. En palabras de S.Tomás, "tres cosas se requieren para una guerra justa: primero, la autoridad del príncipe, por cuyo mandato se ha de hacer la guerra(...)Se requiere en segundo lugar una justa causa, a saber, que quienes son impugnados merezcan por alguna culpa esa impugnación(...) Finalmente, se requiere que sea recta la intención de los combatientes: que se intente o se 11

"Una moralización inmediata del derecho y de la política - anota Habermas violaría efectivamente aquellas 'zonas protegidas' que nosotros - por buenas razones, es decir por razones morales - queremos salvaguardar a las personas jurídicas. Es equívoca la idea según la cual, par evitar esta moralización, tendríamos que liberar la política internacional del derecho, y el derecho de la moral". L'inclusione dell'altro, Studi di teoria politica, Feltrinelli, Milano, 1998, p.212. 9

promueva el bien o que se evite el mal"(Suma Teológica, 2-2,q.40, a.1). El primero de los criterios evita que personas particulares queden autorizadas para emprender una iniciativa de guerra. El segundo - que sigue cumpliendo un papel decisivo para definir la justicia de las armas en defensores contemporáneos de la guerra justa como Heller, Anscombe, Phillips o Walzer - establece en cambio la "justa causa" como condición de posibilidad para una guerra legítima. A juicio del doctor angelicus existen dos coyunturas en las que es posible hablar de una justa causa para la guerra: a)frente a una agresión por parte de potencias externas, que transforma la acción militar del agredido en el ejercicio de la legítima defensa, análogo al que ejerce el individuo frente a eventuales agresiones contra su integridad física; b)cuando un Estado ha padecido una grave injuria y no tiene alternativas para obtener reparación por los daños recibidos. S.Tomás destaca en fin el requisito de la "recta intención" por parte del gobernante que incita a la guerra y de quienes aceptan el desafío de la lucha armada, una variable especialmente importante desde la perspectiva moral, que toma en cuenta la intención y los móviles que orientan determinadas conductas, y no solamente el curso de las acciones. Se trata de un requisito importante, para evitar que las condiciones objetivas que parecerían justificar el recurso a las armas puedan ser utilizadas para encubrir una política expansionista. Los teóricos posteriores comparten por lo general con S.Tomás el requisito de la recta intención y de la justa causa, pero difieren en cuanto a las condiciones concretas en que esta última se materializa. Las diferencias salen a relucir en cuestiones relativas a la legitimidad moral y jurídica de ataques preventivos, cuando existen fuertes indicios de una agresión futura, a la posibilidad utilizar la guerra como herramienta para resarcir una injuria pasada - y no solamente para enfrentar una agresión en acto - o a la eventual justificación de guerras libradas para corregir una injusticia o impedir un ataque contra potencias aliadas12. Todos aceptan el derecho de autodefensa individual o colectiva, pero no así las intervenciones armadas emprendidas como medida preventiva o para castigar al enemigo. Por consiguiente, varía también el listado de causas consideradas injustas, que abarca las guerras expansionistas, las emprendidas para probar las virtudes de los ciudadanos o reforzar la cohesión interna, las guerras impulsadas por la intolerancia religiosa, etc. Es necesario también aclarar que quienes hablan de una causa justa de la guerra no se refieren a la causalidad eficiente, es decir a los factores objetivos que desencadenan el conflicto armado una tarea para el historiador -, sino a la causalidad final, es decir a las razones que impulsan a los sujetos a tomar las armas, a partir de una condición determinada (agresión externa en acto 12

"Si el cuerpo es acometido con violencia presente con peligro de la vida, no evitable de otra manera - anota Grocio - entonces dijimos antes que la guerra es lícita, aun con muerte del que infiere el peligro(...)Hase de notar que este derecho de defensa nace de suyo y primariamente de que la naturaleza le confía a cada uno a sí mismo". U.Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, libro 1º, tomo I, Reus, Madrid, pp.260-62. En cambio difieren en cuanto a otras causales como la recuperación de bienes, el ataque preventivo frente a una potencia enemiga, la respuesta a una injuria o la solidaridad con Estados aliado objeto de una agresión externa. Sobre el tema de la justificación de la guerra cfr.G.Del Vecchio, El derecho internacional y el problema de la paz, Bosch, Barcelona, 1959; y H.Valencia Villa, La justicia de las armas, TM-IEPRI, Bogotá, 1993. 10

o amenaza de agresión, etc.). Otros filósofos y teóricos de la Modernidad aportan un criterio adicional para definir la guerra justa, no contemplado de manera expresa por S.Tomás pero no incompatible con su concepción ético-filosófica: un balance razonablemente optimista en cuanto a las consecuencias favorables derivadas del recurso a las armas, inspirado en la que Weber denominó una "ética de la responsabilidad". Es lo que sugieren autores como Pufendorf y Grocio, quienes coinciden en la necesidad de someter cualquier decisión de emprender la guerra a un cálculo razonablemente favorable de las consecuencias. 2. Reformulación de los criterios desde el ethos de los derechos humanos. a. La justa causa. De acuerdo con este nuevo paradigma ético, la justa causa se configura ante el peligro de una grave violación de derechos y libertades básicas, frente a un guerra agresiva de un poder que pretende acabar con la autonomía política de un Estado, o pisotear los derechos y libertades de los ciudadanos. La apelación a los derechos - y a los valores de dignidad y autonomía que los sustentan - permite además incluir en la justa causa el deseo de un pueblo de recuperar su independencia frente a un régimen colonial, o incluso el recurso a las armas de grupos y etnias amenazados por una élite que ejerce el monopolio del poder político y de los recursos económicos. Cuando no existen alternativas eficaces para garantizar la seguridad, el goce de las libertades individuales básicas y los derechos de participación política, puede resultar legítimo apelar a la fuerza de las armas, una vez agotado el recurso a la fuerza moral o la movilización política y social. La ética de los derechos autoriza a concluir que en algunos casos arriesgar la vida puede resultar más consistente con la dignidad humana que la entrega pasiva y sumisa al poder, y que una acción militar impulsada por el anhelo de libertad puede ser moralmente preferible a una paz sustentada en la dominación13. b. La recta intención. El caso de las intervenciones "humanitarias". Desde la perspectiva de los derechos resulta por igual evidente que la recta intención que inspira a los actores del conflicto no puede ser otra que la voluntad de preservar las libertades básicas frente a una agresión, o la de recuperarlas ante un poder que las sigue desconociendo y pisoteando. Este requisito adquiere especial importancia en una época marcada por la hegemonía del discurso de los derechos en que prácticamente todos los actores tienden a legitimar su conducta apelando a ellos, a pesar de que los violan de manera sistemática. En este contexto se incrementa el peligro de que los derechos se transformen en simple pretexto o herramienta ideológica, al servicio de toda clase de intereses. Los abusos con las denominadas intervenciones humanitarias ilustran este peligro. La idea de una intervención armada por parte de la comunidad internacional para impedir genocidios o graves atropellos contra los derechos 13

"La doctrina de la guerra justa - anota Ruiz Miguel - considera que ciertas violaciones graves de la libertad, la igualdad o la seguridad, agrupables bajo las rubricas de la reivindicación de derechos propios y de la vindicación de las injurias, pueden ser motivo suficientemente justificado para romper la paz(...)El intento más defendible de justificación de la guerra de carácter dentológico es el que se apoya en último término en los derechos y deberes de los individuos agredidos...". "Paz y guerra" en, Filosofía política II. Teoría del Estado, Trotta, Madrid, 1996, pp.250-253. Del mismo autor cfr. La justicia de la guerra y de la paz, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1988. 11

humanos es consistente, en una época de globalización, con la idea de una responsabilidad colectiva frente a la violencia padecida por personas inermes, en los más alejados rincones del planeta. No podemos no compartir la idea de que la comunidad civilizada no puede quedar indiferente frente a graves atropellos contra la dignidad y la vida tolerados o propiciados por un Estado específico. Sin embargo, la experiencia de recientes intervenciones "humanitarias" como la realizada en Somalia, acompañada por toda clase de atropellos contra los supuestos beneficiarios, debería servir de alerta para evitar la doble moral o la utilización de los derechos como pretexto para encubrir intereses no santos o arbitrarias políticas de poder14. c. El cálculo razonable de las consecuencias. La apelación a la frónesis adquiere especial importancia a la hora de emprender un juego tan riesgoso como el de la guerra, que pone en riesgo una cantidad apreciable de vidas humanas. Quienes asumen la iniciativa de lucha armada están obligados a evaluar de manera realista las consecuencias de su determinación. De manera más específica, una lucha armada emprendida para recuperar derechos pisoteados pero sin mayores perspectivas de éxito, que amenaza además por hacer más precaria la condición de quienes padecen la violencia, carecería de razones morales o debería ser interrumpida o aplazada en vista de las consecuencias posibles sobre los derechos humanos de todos los directamente afectados. La apelación a la prudencia y a la responsabilidad se encuentra además en casi todos los defensores del derecho de resistencia, quienes por lo general coinciden en condicionar la legitimidad de la lucha armada contra un poder tiránico o totalitario a la posibilidad razonable de éxito y a un balance positivo entre los sacrificios que conlleva la sublevación y las ganancias en cuanto a libertades y derechos. d. Una alternativa al pacifismo absoluto y al realismo. La idea de una guerra justificada en función de la defensa de los derechos humanos supone una opción intermedia entre el pacifismo absoluto y el realismo belicista. A diferencia del primero, contrario por principio a toda clase de guerra e inconmovible en su idea de que un fin bueno no admite en ningún caso el recurso a un medio intrínsecamente inmoral como la violencia, esta propuesta justifica en algunos casos el recurso a las armas en defensa de los derechos, para evitar que la renuncia a la fuerza acabe por ponerla en manos del prepotente; a diferencia de los realistas, considera posible distinguir entre guerras justas e injustas, con criterios que desbordan las meras intenciones de los combatientes y su tendencia recíproca a descalificar moralmente las razones del adversario. Puede resultar algo paradójico el hecho de que los pacifistas absolutos y los realistas acaben por coincidir, por razones distintas, acerca de la inutilidad de un juicio moral sobre una guerra específica: los primeros porque le restan importancia a un asunto de esta naturaleza ante la convicción de que toda guerra es igualmente inmoral; los segundos porque consideran toda guerra igualmente justificada, en función de los intereses superiores del Estado. 3. La justicia en la guerra desde el ethos de los derechos. La posibilidad de someter a normas éticas el juego de la guerra encuentra otra posibilidad de aplicación en la así llamada 14

Sobre este tema cfr. C.Ramón Ch., ¿Violencia necesaria?, Trotta, Madrid, 1995. "Las intervenciones humanitarias - anota a su vez Ruiz Miguel - pueden ser una vía de fácil excusa para que los países más poderosos mantengan y acentúen el control sobre los más débiles sin que, al fin y al cabo, se incremente la protección de los derechos humanos". "Paz y guerra", ed. cit., p.261. 12

"humanización" del conflicto, que tiene hondas raíces en la tradición de Occidente 15. En contra de la tesis de la guerra total, sin restricciones en cuanto a la utilización de los medios destructivos más eficaces, se han venido imponiendo determinados límites al uso de la fuerza. Una de las normas básicas que regula la práctica del enfrentamiento armado tiene que ver con la necesidad de no involucrar y respetar a las personas "inocentes" que, en sentido literal non nocent, es decir no constituyen un peligro o una amenaza. De aquí la obligación de respetar a la población civil - e incluso al mismo combatiente herido o en estado de indefensión - que se traduce a su vez en la condena de la eliminación premeditada de personal civil o de militares por fuera del combate como una forma de asesinato. De la obligación de respetar a los no combatientes y del principio de la proporcionalidad de la fuerza empleada, se derivan además una serie de restricciones a las armas empleadas en el conflicto. Queda en entredicho la legitimidad del empleo de armas particularmente destructivas - nucleares, termonucleares, biológicas o químicas -, que vulneran de manera indiscriminada a la población civil, o que producen en el adversario sufrimientos injustificados16. El ethos de los derechos aporta razones adicionales para consolidar la que se ha venido denominando la "civilización" de la guerra. La toma en serio de la dignidad humana del enemigo - que abarca por igual a combatientes y población civil - sugiere unos argumentos morales adicionales para descalificar aquellas prácticas que violan de manera evidente este valor: tortura, chantaje, violencia psicológica, retaliaciones sobre la población no directamente 15

Es importante distinguir la cuestión relativa a las causas que justifican una iniciativa militar, del conjunto de normas que regulan su desarrollo. La distinción entre guerra legítima y guerra legal - para retomar las categorías de Bobbio -, o simplemente entre el derecho a emprender la guerra y la obligación de llevarla a cabo de acuerdo con pautas éticas y jurídicas, sirve además, como bien lo anota Macmahan, para evitar conductas desmedidas por parte de quienes creen tener la moralidad a su favor, o al revés de quienes - descalificados moralmente - se sienten con derecho a acudir a toda clase de violencia. Cfr. op.cit., p. 248. 16

En la ya citada obra de Grocio se encuentra una amplia gama de restricciones al uso de la fuerza en la guerra que se han venido imponiendo por motivos prudenciales, pero también por la sensibilidad frente al dolor ajeno y el rechazo de la crueldad contra los más indefensos: "ninguna riña con los vencidos ni con los muertos"; respeto por niños y ancianos, al igual que por las personas entregadas al culto o al cultivo de la tierra; condena del asesinato por fuera de combate y de la eliminación de los prisioneros; respeto por la naturaleza y los recursos naturales ("si los árboles pudiesen hablar, clamarían que pagan inicuamente las penas de la guerra, no siendo causas de guerra". Cfr. op.cit., t.IV, pp.127-146. Por cierto muchos teóricos realistas cuestionan esta clase de limitaciones, con diferentes argumentos: no sería más inmoral destruir las armas que los sujetos que las fabrican; el ataque a la población civil constituye una herramienta valiosa para doblar la moral del enemigo y obligarlo a rendirse; una vez admitido que "todas las acciones de guerra son en nuestra época destructoras, una acción brutal, que trajese consigo la capitulación rápida de un agresor, estaría eventualmente justificada". Cfr. R.Aron, op.cit., p. 729. 13

involucrada en la guerra, asesinato de soldados en estado de indefensión, utilización de armas diseñadas para mutilar o desfigurar al enemigo, o para propagar enfermedades contagiosas. La dignidad humana justifica el recurso a la fuerza, y en casos extremos a la fuerza de las armas, para defender libertades amenazadas, pero en ningún caso la sevicia y la violencia. No se trata de límites meramente funcionales, autoimpuestos por consideraciones de conveniencia, criterios de reciprocidad o cálculos estratégicos acordes con el principio de proporcionalidad entre medios y fines, sino de restricciones sustentadas en principios deontológicos fuertes. Si bien en la práctica no resulta siempre fácil trazar la línea divisoria entre fuerza y violencia, el esbozo de un ideal regulativo que ayude a diferenciarlas contribuye en algo a una de las tareas prioritarias de la cultura, que es la de ponerle diques morales a la pulsión destructiva. Apelar a la ética de los derechos para regular el curso de la guerra ofrece la ventaja adicional de que estas restricciones no poseen un carácter exclusivamente hipotético o coyuntural y, por el contrario, se imponen independientemente del cálculo de ventajas y perjuicios, o del hecho de que el enemigo las viole de manera reiterada. La propuesta de "humanizar" la guerra ofrece el blanco a varias clases de críticas: los realistas abrigarán serias dudas acerca de la posibilidad de una guerra light, libre de violencia17; otros argumentarán que lo que se impone es el imperativo de acabar con la guerra, más que de civilizarla; y no faltarán los que denuncien en esta propuesta una ofensa a nuestros parientes más cercanos, los animales, ajenos a los actos de sevicia propios del enfrentamiento entre humanos. Para empezar por la última objeción, es innegable que la violencia en la guerra es un fenómeno peculiarmente humano. Por consiguiente, resultaría más apropiada una propuesta tendiente a "animalizar" la guerra, para someterla a esos rituales que, de acuerdo con etólogos como Lorenz, se encargarían de reducir la violencia intraespecífica entre los animales. Apelar a un imperativo biológicamente fundamentado parece, sin embargo, poco o nada justificable desde una perspectiva ética que supone la libertad y autonomía como condición de posibilidad. En cuanto a la desconfianza acerca de la posibilidad de una guerra libre de crueldad y violencia, es innegable que la arraigada pulsión de destrucción, que encuentra en la coyuntura de la guerra el terreno más apropiado para desahogarse, constituye un argumento poderoso a su favor. Sin embargo, el reconocimiento de una tendencia innata a la retaliación - que todos experimentamos a diario frente a la menor ofensa - es bien distinto de legitimarla moralmente o de asumirla como una conducta ineludible e incontrolable. Y en cuanto al argumento de quienes proponen el fin de la guerra, más que su humanización, creo que la mejor respuesta sigue siendo la que esboza Kant en la Paz perpetua: el esfuerzo por someter a normas jurídicas y éticas la práctica de la guerra - una realidad poco grata pero inevitable en la condición actual de las relaciones internacionales - constituye al mismo tiempo un primer paso para una paz duradera; el respeto de la dignidad del enemigo acaba por allanar el camino hacia el reconocimiento futuro entre las partes enfrentadas. Conviene en fin anotar que el DIH recoge y sistematiza las exigencias éticas relacionadas 17

K.Schmitt ha acuñado la expresión "humanidad, bestialidad", refiriéndose en especial a las guerras emprendidas para defender la democracia y los derechos, que acabarían en manifestaciones particularmente violentas de crueldad, ante un enemigo despojado de dignidad moral.Para la refutación de las tesis de Schmitt, cfr. Habermas, L'inclusione dell'altro, ed.cit., p.214 e sgs. 14

con el ejercicio de la guerra, que se traducen de manera paulatina en convenios y pactos obligantes para los Estados. Gracias a la consolidación de esta normatividad jurídica, los preceptos morales adquieren mayor eficacia. Sin embargo, no se tornan por esto superfluos. Por el contrario, siguen desempeñando un papel fundamental para que DIH se adecue a una realidad cambiante y enfrente con éxito los retos representados por el avance tecnológico en armamentos, las nuevas formas de librar la guerra o la ampliación de los sujetos que merecen protección. Además, las normas morales cuentan con un grado mayor de universalidad, y se imponen más allá de los tecnicismos jurídicos y de las distinciones, a menudo arbitrarias o bizantinas, entre DIH y derechos humanos, y sin importar que hayan sido ratificadas de manera expresa por parte de las fuerzas enfrentadas en un conflicto armado. La apelación a principios éticos contribuye en fin a evitar que se repitan manipulaciones del Derecho Internacional en favor de un grupo de potencias dominantes o de los vencedores. 4. Una breve mirada al conflicto armado que vive el país. La posibilidad de someter el conflicto a criterios éticos se enfrenta con una dificultad adicional, puesto que las guerras civiles han sido tradicionalmente las menos "civilizadas" y las que han arrojado dosis particularmente elevadas de sevicia y barbarie18. a. ¿Es legítima la guerra que libran en este momento los diferentes actores involucrados en ella? Esta pregunta nos obliga a volver la mirada a los criterios arriba esbozados en relación con la justicia o ilegitimidad de una guerra específica. Se trata de averiguar hasta qué punto se configuran las condiciones para hablar de una "justa causa" - que en nuestra reconstrucción coinciden con una grave amenaza para los derechos o con la necesidad de luchar para lograr su reconocimiento -, y de una "recta intención" en los actores del conflicto. Al averiguar por las razones esgrimidas por parte de los actores del enfrentamiento armado, llama la atención el hecho de que todos ellos apelan, con diferentes matices, al tema de los derechos como una de las razones para justificar y legitimar su lucha. Las fuerzas militares subrayan su papel institucional como fuerza legítima al servicio del Estado, dotada del monopolio de la fuerza y encargada de asegurarles a todos los ciudadanos el derecho a la vida y las libertades básicas; las autodefensas apelan al derecho de legítima defensa, que las autorizaría a tomar en sus manos - ante la ineficacia del Estado - la defensa por las armas de sus derechos básicos a la seguridad, a la propiedad y a la libertad; y los dos más importantes grupos guerrilleros apelan a la exclusión política, a la violencia institucional y a las graves carencias en cuanto a derechos básicos que padece una porción considerable de la población colombiana para justificar la lucha armada por una vida digna y una sociedad más justa. Por cierto, existen diferencias significativas en cuanto a la forma de concebir los derechos, o al valor relativo atribuido a cada uno de ellos. En cuanto a lo primero, llama la atención la concepción eminentemente instrumental expresada de manera reiterada por miembros de las fuerzas armadas, que tienden a valorar de manera utilitarista el respeto por la libertades básicas en función del poder adicional que éste asegura, al fomentar un respaldo mayor por parte de la población civil. Las posturas antagónicas de los grupos insurgentes y de las 18

Cfr.P.Waldmann, "Dinámicas inherentes de la violencia política desatada", Sociedades en guerra civil (P.Waldmann y F.Reinares compiladores), Paidós, Barcelona, 1999, pp.94-100. 15

autodefensas ilustran a su vez la distinta valoración de las diferentes clases de derechos fundamentales: si los primeros le confieren una prioridad absoluta a los derechos económicos, sociales y culturales - el pan antes que las flores -, las segundas reivindican de manera exclusiva los derechos clásicos de la tradición liberal, y en especial al derecho de propiedad frente a cualquier intento de justicia redistributiva. Sin embargo, más allá de estas diferencias y a pesar de que se trata a menudo de un reconocimiento meramente formal o verbal - la coincidencia en cuanto al tributo rendido a los derechos bien podría transformarse en un foco de convergencia entre las partes. En cuanto al segundo requisito, la recta intención, no resulta fácil entrar a escudriñar las intenciones que impulsan a los diferentes actores armados. Sin embargo, no es tarea imposible sopesar una serie de datos - las prácticas reales, los discursos paralelos a las proclamas oficiales - con miras a verificar la seriedad y veracidad de los móviles esgrimidos para justificar la continuación de la guerra. Así, no es infrecuente escuchar en los círculos militares - o incluso en una sociedad civil amenazada por el conflicto - la tendencia a responsabilizar a los derechos humanos de las trabas a las que se verían sometidas las fuerzas que encarnan la legitimidad del Estado; llama por igual la atención la resistencia de las Farc a incluir el tema de los derechos y del DIH como puntos prioritarios en las mesas de negociaciones; por no hablar de los paramilitares quienes, más allá de la pleitesía verbal al lenguaje de los derechos, no logran ocultar una práctica inspirada en atropellos sistemáticos contra la población civil y contra individuos u organismos comprometidos con la defensa y promoción de los derechos humanos. b. Respeto de las normas que regulan la práctica de la guerra. La posibilidad de justificar moralmente la guerra interna deja cierto margen de dudas: habría que intentar averiguar si existió y sigue existiendo un régimen excluyente y despótico, o si no existen alternativas distintas para hacer valer determinados derechos. En cambio pocas dudas deja el ejercicio mismo de la guerra, que pone de manifiesto una degradación creciente del conflicto, marcado por la lógica perversa de la retaliación y la venganza, y por una escalada de respuestas siempre más crueles e inhumanas. La práctica de las autodefensas se lleva de lejos el primer lugar en cuanto a la violación sistemática de todo principio de civilidad: los actos reiterados de violencia y barbarie, las masacres perpetradas contra personas indefensas, las muertes infringidas con sevicia y crueldad, el terror como estrategia sistemática, la lógica de la retaliación indiscriminada, le confieren un carácter siniestro a la lucha de los paramilitares, más allá de los proclamas oficiales, de las simpatías despertadas por su líder o de las lecciones de DIH que aparecen, junto con la página ecológica, en su boletín oficial. Su accionar desborda ampliamente la dimensión defensiva de derechos y propiedades - razón aducida para justificar su lucha armada - para transformarse en guerra ofensiva de aniquilación, pero no de sus enemigos históricos sino de la población civil a menudo ajena al conflicto. El ataque a los no combatientes incluye además masacres de familias enteras, inspiradas en parte en una presunción de responsabilidad colectiva: la retaliación contra un supuesto enemigo abarca por igual a su familiares y amigos. La violencia perpetrada por las autodefensas sirve además para ilustrar la falacia en la que incurren quienes pretenden justificar la llamada violencia de 16

respuesta: los diferentes grupos enfrentados encontrarán siempre argumentos para mostrar que la suya constituye la segunda violencia, supuestamente justificada por la necesidad ineludible de enfrentar una agresión previa, lo que acaba por fomentar una escalada progresiva e incontrolable de respuestas siempre más violentas. En cuanto al accionar de la guerrilla, ésta dispone todavía de un capital de ideales y valores propios de una lucha que, en su tiempo, logró despertar la simpatía y el entusiasmo de todos los que anhelaban una sociedad más justa. Sin embargo, este capital moral se va desmoronando de manera peligrosa y rápida ante los reiterados actos de sevicia, el desprecio sistemático de las normas que regulan la práctica de la guerra y el irrrespeto por la población civil. Ejecuciones sumarias, ataques a poblaciones indefensas, sabotaje económico, daños ecológicos, minado de zonas ocupadas por civiles, actos de intimidación y terrorismo constituyen formas de lucha difícilmente compatibles con las reglas de la guerra, con elementales principios éticos y con los mismos ideales que alguna vez impulsaron a quienes iniciaron hace varias décadas la lucha armada. En los últimos tiempos la práctica de los grupos insurgentes parecería inspirarse en un pragmatismo ajeno a toda consideración moral, en la búsqueda afanosa de poder. Hemos asistido incluso a cierta "trivialización" de la muerte, producida sin criterios selectivos, e incluso por fuera de la lógica que ha inspirado tradicionalmente le "ética terrorista", centrada en la idea de que la sangre derramada debería ser la mínima indispensable para el logro de determinados objetivos políticos. Por el contrario, la población civil ha sido tratada a menudo, de manera despreocupada, como "capital prescindible". La búsqueda de poder en función de ideales de justicia social y libertad se transforma de manera paulatina en un fin independiente, que a su vez justifica el empleo de toda clase de medios violentos; al tiempo que la aspiración hacia una sociedad diferente y una forma superior de humanidad acaba por desplazarse en una nebulosa lejanía19. 19

Lo que anota Villoro para el movimiento guerrillero en general se aplica también al caso colombiano: "El poder, concebido primero como medio, llega a cobrar importancia central. Va cubriendo todos los aspectos de su vida(...) ¿Cómo distinguir ya el uso de la violencia como puro medio de su aceptación como fin válido por sí mismo? ¿Qué distingue el robo de un banco o el asesinato de una familia campesina a nombre de La Causa, de los mismos actos realizados por el poder en curso?"Op.cit., p.89. Una mención especial merece el secuestro extorsivo, una de las más crueles violaciones de la dignidad humana: la víctima queda rebajada a simple ficha para la obtención de un rescate; se le recorta a la persona su libertad personal y se pone en entredicho su seguridad; se afecta gravemente el equilibrio mental de quienes padecen, en carne propia o en la de los seres más queridos, el trauma o en algunos casos la agonía lenta del secuestro. Nadie duda de la eficacia de esta forma de violencia para la consecución de recursos. Sin embargo, ¿qué tan legítima puede resultar una lucha que acude de manera sistemática a una práctica que desconoce la diferencia elemental entre combatientes y no combatientes, y viola de manera tan evidente los derechos elementales de las personas a la integridad física, a la no-instrumentalización y a la libertad? Poco sirven las maromas semánticas, dignas de la más sofisticada tradición escolástica, para tratar de suavizar o encubrir con eufemismos - ante la 17

En relación con las actuaciones de las Fuerzas armadas, a pesar de la presión de la comunidad internacional y de ciertos avances frente a los tiempos - de infausta memoria - en los que se practicaba sin recelos la teoría de la seguridad nacional y se consideraba como subversiva cualquier referencia al respeto de los derechos humanos, los informes anuales de organismos internacionales siguen reportando casos de torturas, desapariciones forzosas, ataques a la población civil, tolerancia o connivencia con las acciones de los paramilitares, prácticas que por lo demás cuentan con un alto grado de impunidad o con penas muchas veces benignas, gracias al fuero especial del que siguen gozando los miembros de las fuerzas militares o a un mal entendido espíritu de cuerpo. En la medida en que la fuerza legítima, que reivindica el monopolio de las armas, incurre en actos de esta naturaleza, el Estado se rebaja a la condición de quien lo reta y acaba por darle la razón a quienes cuestionan su legitimidad. Poco o nada compatible con los criterios éticos que deberían orientar la guerra interna resulta también la tendencia a descalificar moralmente al enemigo, tildado de bandolero, narcotraficante o criminal sin más, una estrategia verbal que parecería a ratos pretender justificar el aniquilamiento físico del adversario, más que su sometimiento. Preocupa además la tendencia de las fuerzas militares a ensanchar de manera exorbitante el espectro de los sujetos considerados como enemigos, al incluir en esta categoría a líderes de movimientos sociales, campesinos, maestros y activistas de los derechos humanos. Llama en fin la atención cierta actitud defensiva frente al DIH, al igual que la tendencia a considerar los mecanismos de control del Estado como una traba para enfrentar de manera eficaz a la subversión. En últimas, la realidad de la guerra parecería indicar que todos los actores se van hundiendo de manera paulatina en el terreno cenagoso de la retaliación y del terror. La degradación del conflicto ha desbordado ya todo límite de civilidad, con la multiplicación de actos de crueldad y barbarie que constituyen una afrenta no solamente para las víctimas inocentes, sino para la humanidad sin más. La eliminación a sangre fría de personas indefensas o ajenas al conflicto, los frecuentes casos de tortura, la forma particularmente cruel de matar, el irrespeto por los cadáveres, deberían despertar una reacción más enérgica en una opinión aparentemente debilitada por el espectáculo reiterado de la violencia. comunidad nacional e internacional - una práctica que ningún ser civilizado debería aceptar o tolerar. Los intentos más comunes de justificar esta práctica como una herramienta ineludible de financiación de la guerra, ante la ausencia de alternativas igualmente eficaces, pone además al descubierto una extraña inversión entre medios y fines: ya no se concibe la guerra en función de una sociedad más justa y de una ampliación de los derechos sino que, por el contrario, se sacrifican sin más, y de manera siempre más generalizada, los derechos de la población civil, como medio para seguir con una guerra que acaba por transformarse en un fin autónomo. "¿Puede surgir un orden nuevo si los medios se diferencian sólo técnicamente de los propios del viejo orden que, con razón, son odiados y menospreciados?", se preguntaba Lukács frente a los métodos empleados por los bolcheviques en la revolución rusa. La respuesta sigue siendo negativa, puesto que el humanismo construido por medio del terror deja traslucir pronto sus lados siniestros."El bolschevismo como problema moral", Socialismo y ética: texto para un debate, Pluma-Debate, Bogotá, 1980, p.303. 18

c. Cálculo de las consecuencias. Igualmente problemático resulta el balance relativo a los logros del conflicto en cuanto a protección de los derechos, o a las perspectivas a mediano y largo plazo para la consolidación de un orden social más justo: las cifras aterradoras de muertes violentas, en las que el conflicto armado incide de manera directa o indirecta 20, el incremento de ataques contra la propiedad y la libertad personal, el incremento de los índices de miseria y de necesidades básicas insatisfechas, el desplazamiento de una parte considerable de la población, las secuelas nefastas de la experiencia de la violencia en quienes han sido testigos de crímenes atroces o han vivido el trauma del secuestro, la pauperización creciente de sectores marginados afectados por los efectos negativos de la guerra, los graves atentados contra el ecosistema que seguirán perjudicando a las generaciones futuras, constituyen hechos que no deberían ser subestimados por parte de quienes se empecinan en seguir adelante con la violencia de la guerra. Preocupan por igual los pobres resultados en cuanto a , modernización del país, fortalecimiento de las instituciones y consolidación de una cultura democrática. Estas últimas anotaciones parecerían poner en entredicho la legitimidad de una guerra que pudo haber contado en sus inicios con cierta justificación moral, pero ha venido perdiendo de manera paulatina su razón de ser. ¿No sería conveniente un alto en el camino para evaluar formas alternas de lucha, y acudir a fuerzas distintas de la que se desprende del cañón de un arma? Resulta en este caso pertinente la metáfora de Bobbio: la guerra se ha transformando en un camino sin salida, que acaba por envolver día a día a los protagonistas en la lógica de la retaliación violenta y de la venganza, por encima de cualquier límite ético o cultural. Así las cosas se transforma en un imperativo categórico la obligación de suspender un juego tan costoso como inútil. No para buscar una paz a cualquier precio, que podría resultar igual de siniestra y opresiva, sino una paz sustentada en una práctica integral de los derechos fundamentales. Un acuerdo sobre la humanización de la guerra puede transformarse en un primer paso en esta dirección.

20

Saúl Franco calcula en 33.466 la cifra de homicidios directamente vinculados con el conflicto armado. "siendo importante - anota el autor - podría pensarse que es un porcentaje relativamente bajo", si comparado con la suma total de homicidios, que asciende a la suma de 331.390. Sin embargo, agrega el autor, "el impacto de este genocidio político tiene muchas otras vías y algunos otros indicadores en el conjunto de la vida nacional. Quizás más que en el porcentaje de muertes, su peso se hace sentir en la militarización de la vida pública y en el refuerzo a la generalización de la violencia...". Quinto: no matar, TM -Iepri, Bogotá, 1999, p.168. 19