Ernesto Feuerhake - Bakunin y Su Concepcion de La Ciencia

Universidad de Chile Facultad de Filosofía y Humanidades Licenciatura en Filosofía Bakunin y su concepción de la cienci

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Universidad de Chile Facultad de Filosofía y Humanidades Licenciatura en Filosofía

Bakunin y su concepción de la ciencia Una presentación de su pensamiento, a partir de uno de sus momentos

Seminario: La Modernidad: Filosofía e Historia Prof. J. Francisco Herrera Alumno: Ernesto Feuerhake Cuarto año 27/07/08

Índice

Introducción...............................................................................................................

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1. La ontología...........................................................................................................

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1.1 La naturaleza.................................................................................................

5

1.2 La legislación.................................................................................................

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2. El hombre como naturaleza (una crítica)...........................................................

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3. Bakunin otra vez: sus reparos..............................................................................

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Bibliografía................................................................................................................

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Introducción

Al acudir a las Obras Completas del revolucionario ruso (aunque ferviente internacionalista, aparte de haber vivido gran parte de su vida alejado de su tierra natal) Mikhail Bakunin, encontré que sería mucho mejor cambiar mi libro guía. Dios y el Estado es su obra más difundida, sobre todo en lengua castellana, y muestra, además, una lúcida crítica de la ciencia o más bien del saber como poder. Yo había proyectado basarme en él. Sin embargo, hay un escrito, pensado como anexo a su discurso ante la Liga de la Paz y de la Libertad, en Ginebra, en que el autor desarrolla abierta y específicamente sus opiniones sobre la filosofía y la ciencia. Es su escrito más propiamente “filosófico”. Su título es, justamente, Consideraciones filosóficas sobre el fantasma divino, sobre el mundo real y sobre el hombre. No deja de ser verdadero, en cualquier caso, que todas las ideas de Bakunin están esparcidas en todos sus escritos, y que es siempre posible que una idea propiamente filosófica aparezca en alguno de sus textos más políticos o contingentes y no en éste, que podría constituir algo así como su ontología. Pero lo cierto es que en este texto, que ahora presentaré, no sólo se esboza sino que se desarrolla, en verdad, el tema que nos habíamos propuesto tratar: la consideración bakuniniana de la ciencia. Puede que sobre otros temas, también filosóficos, este texto sea más bien pobre en relación con la generalidad de los escritos del autor, pero para el tema que vamos a tratar ahora se muestra como el texto clave. La estructura de la investigación comprende tres momentos. En primer lugar, la exposición de lo que prefiero llamar ontología, presentada por Bakunin mismo en este libro, para saber con qué elementos estamos lidiando y, por supuesto, con qué elementos no. Nos encontraremos allí con un pensador muy propio de la Modernidad, aunque de la veta que podríamos nominar crítica: cercano a Marx, heredero de Hegel y de Kant, por negación; admirador de Comte, aunque con una tendencia (política y filosófica) a extremar las posiciones para mostrar, por un lado, su ridículo y, por otro, su verdad (o, más precisamente, para mostrar el momento en que el ridículo y la verdad son una y la misma cosa). Hallaremos, de este modo, el desde dónde está pensada su crítica filosófica. En segundo lugar, una interrupción: una breve intervención a partir de algunos pensadores contemporáneos (en particular Arendt y Agamben) sobre lo que Michel Foucault ha dado en llamar “biopolítica”. No se trata de una explicación de qué sea la biopolítica; más bien, aplicaremos estas nociones inmediatamente al pensamiento de Bakunin que habremos expuesto con anterioridad. Dispondremos así de una cierta 3

batería de elementos críticos con que enfrentarnos a él para comprenderlo y, lo que es lo mismo, cuando se hace con sinceridad, criticarlo. En tercer lugar, volveremos a la obra de Bakunin, para encontrar una prefiguración de las críticas que habremos analizado recién. O, al menos, una salida a los problemas que posiblemente él mismo haya encontrado en su propio sistema. Bakunin muestra, de algún modo, la contradicción entre su posición filosófica primera y su autocrítica como si se tratara de una contradicción propia de la teoría, y no suya. Intentaremos investigar algo respecto de esto. Entonces se nos mostrará Bakunin como un pensador radicalmente sui generis, internamente contradictorio y, quizá por lo mismo, de gran riqueza. Esta contradicción interna residiría, como aventuraremos, en que el autor, por un lado, comulga con una cierta filosofía que, si bien es muy crítica, también es parte del pensamiento de la época y, por otro lado, en que su apego a la vida política, concreta, y su reflexión filosófica respecto de esa experiencia, lo llevan a postular ideas aparentemente irreconciliables con la posición filosófica que ha defendido anteriormente. La investigación madurará y dará frutos en la medida en que estos temas puedan encontrar un espacio para florecer. Por lo general, los estudios filosóficos sobre otras épocas histórico-filosóficas tienden a ser reductivos o muy generales. Estudiamos la Modernidad y nos olvidamos de autores como Bakunin, pero también nos olvidamos de pensadores tan diversos como Hamann o La Mettrie. Sus obras son, a menudo, como quistes. Si queremos emprender un estudio sobre una época, en su cariz filosófico, no podemos hacer como si no viéramos a estos autores, que son, además, muy normalmente, los más complicados y críticos de sus propios contemporáneos. Esta investigación quiere aportar a una visión más escrupulosa y detallada del momento filosófico que llamamos Modernidad.

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1. La ontología

1.1 La naturaleza

En las primeras páginas del texto, Bakunin escribe:

Todo lo que es, los seres que constituyen el conjunto indefinido del universo, todas las cosas existentes en el mundo, cualquiera que sea su naturaleza particular, tanto desde el punto de vista de la calidad como de la cantidad, las más diferentes y las más semejantes, grandes o pequeñas, cercanas o inmensamente alejadas, ejercen necesaria e impremeditadamente, sea por vía inmediata y directa, sea por transmisión indirecta, una acción y una reacción perpetuas; y toda esa cantidad infinita de acciones y de reacciones particulares, al combinarse en un movimiento general y único, produce y constituye lo que llamamos vida, solidaridad y causalidad universal, la naturaleza. Llamad a eso Dios, lo absoluto, si os divierte, ¿qué me importa?, siempre que no deis a esa palabra, Dios, otro sentido que el que acabo de precisar: el de la combinación universal, natural, necesaria y real, pero de ningún modo predeterminada ni preconcebida, ni prevista, de esa infinidad de acciones y de reacciones particulares que todas las cosas realmente existentes ejercen incesantemente unas sobre otras. Definida así la solidaridad universal, la naturaleza, considerada en el sentido del universo sin límites, se impone como una necesidad racional a nuestro espíritu; pero no podemos abarcarla nunca de una manera real, ni siquiera por la imaginación, y menos reconocerla. Porque no podemos reconocer más que esa parte infinitamente pequeña del universo que nos es manifestada por nuestros sentidos; en cuanto al resto, lo suponemos, sin poder comprobar realmente su existencia Claro está que la solidaridad universal, explicada de ese modo, no puede tener el carácter de una causa absoluta y primera; no es, al contrario, más que una resultante, producida y reproducida siempre por la acción simultánea de una infinidad de causas particulares, cuyo conjunto constituye precisamente la causalidad universal, la unidad compuesta, siempre reproducida por el conjunto indefinido de las transformaciones incesantes de todas las cosas que existen y, al mismo tiempo, creadora de todas las cosas; cada punto obrando sobre el todo (he ahí el universo producido), y el todo obrando sobre cada parte (he ahí el universo productor o creador)1

La modalidad del trabajo, al menos en los momentos en que tratamos de Bakunin, será siempre esta: su lectura y un consiguiente comentario. Comienzo. Lo primero que encontramos es una definición de naturaleza, y vemos también que, en la obra de Bakunin, puede ésta sinonimarse con: vida, solidaridad y causalidad universal. Este último es un solo concepto pero se puede además poner “universal” como apellido de cada uno de los tres sustantivos por separado y la expresión sigue guardando pleno sentido. A esta posición, Bakunin la llama materialista, fundamentalmente porque no supone nada que no sea materia o producto de ella. Según esta idea, llamamos algo (yo prefiero decir ente, y así lo haré en adelante) a aquello que obra en el mundo, aquello 1

Bakunin, p. 181-182

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que es movido por otras causas y que al mismo tiempo es causa de otras cosas. Por supuesto, esta idea no admite nunca causas únicas de las cosas: un cambio puede tener infinitas causas. Es difícil, sin embargo, leer este pasaje. Cabe la pregunta: ¿qué nos está diciendo el autor, nos está diciendo qué es la naturaleza o nos está diciendo qué no es la naturaleza? Quiero decir, ¿nos está diciendo cómo entiende él lo que todos entendemos más o menos por naturaleza, o nos está dando una seña para distinguir qué es lo real, lo perteneciente a la naturaleza, de lo que no lo es y es, por lo tanto, irreal, falso? Pienso que se trata de la primera alternativa. Bakunin es un materialista o, más precisamente, un empirista. Y un nominalista, como tendremos oportunidad de ver más adelante, en la tercera parte de este trabajo. Para Bakunin, lo que no es experimentable (con los sentidos, incluso) no es, o al menos no es tanto como lo que sí: considera abstracto todo lo que no es particular, pero supone que hay, por decir así, abstracciones buenas y malas. No todo lo abstracto es condenable, por cuanto la vida, escribe, “es una transición incesante de lo individual a lo abstracto y de lo abstracto al individuo”2. Si pudiéramos leer el pasaje que venimos comentando (su primer párrafo) de una manera, por decir así, normativa, el resultado sería interesante: si pudiéramos, por ejemplo, ante la pregunta por si algo existe realmente o no, decir: “¿y eso que tú quieres saber si existe, es afectado por alguna causa y al mismo tiempo es causa de algo?”. Y podríamos entonces tener una regla con que medir las diversas apariciones o invenciones del espíritu. Dios, por ejemplo, no es causado por nada y, como tal, no puede existir, por mucho que sí sea causa de algo. Pero y Dios, ¿causa de qué es? ¿Causa del mundo? Pero eso es un dogma teísta, no cabe aquí, ni de chiste. ¿Pero y si pensamos a Dios como causa de ciertas actitudes en los hombres, de ciertas decisiones, por ejemplo, en último caso como causa de la construcción material de una catedral? Dado el caso, habría que ser rigurosos y recordar que Bakunin es, además de materialista, un anarquista. Por cuanto es posible que admita esta pregunta respondiendo que no, que Dios no es causa de nada, y que esa catedral ha sido construida por causa de un grupo de individuos que, a lo largo de la Historia, se han inventado un Dios, poniéndolo como causa de ellos mismos cuando en realidad no era otra cosa que su propia creación. Otro escritor anarquista, esta vez francés, aún más olvidado (¿censurado?) que Bakunin (c’est pas possible!), escribía: “- Usted dice, señor Déjacque, que todo efecto tiene una causa. Muy bien. Pero 2

Bakunin, p. 296n.

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entonces usted reconoce a Dios, porque, de todas maneras, el universo no pudo haberse creado solo; es un efecto, ¿no es así? ¿Y quién quiere usted que lo haya creado, si no Dios mismo?... ¿Entonces es Dios la causa del universo? ¡Ah! ¡Ah! Ve usted, lo tengo, mi pobre señor Déjacque, no puede escaparse de mí. No hay forma de salir de ésta. - ¡Imbécil! ¿Y la causa... de Dios? - La causa de Dios... la causa de Dios... ¡Maldición! Usted sabe bien que Dios no puede tener una causa porque él es la causa primera. - Pero entonces, especie de bruto, si usted admite que hay una causa primera, entonces no la hay, y tampoco hay Dios, entendiendo que si Dios puede ser su propia causa, el universo también podría ser la propia causa del universo. Esto es tan simple como saludar. Si usted afirma, por el contrario y conmigo, que todo efecto tiene una causa y que, por consecuencia, no hay ninguna causa que no tenga causa ella misma, su Dios también tendría que tener una. Porque para ser la causa cuyo efecto es el universo, tendría que ser también el efecto de alguna causa superior. Pero, encima, ¿quiere usted que se lo diga? La causa cuyo efecto es su Dios no es en absoluto de un orden superior; es de un orden inferior, ciertamente; esta causa es simplemente su cretinismo. ¡Y ya, vamos, suficiente interrupción, silencio! Y tenga usted a bien esto que le digo: usted no es el hijo, es el padre de Dios3

Volvemos a Bakunin. Encontramos, en el segundo párrafo ya, lo que veníamos prefigurando en el comentario. El autor escribe que “no podemos abarcarla [a la naturaleza, la solidaridad o causalidad universal] nunca de una manera real, ni siquiera por la imaginación, y menos reconocerla”. Lo otro, lo que no conocemos por nuestros sentidos, lo suponemos, “sin poder comprobar realmente su existencia”. Hay aquí ecos claros de empirismo, incluso en el modo de decir y no sólo en el fondo de lo dicho. Es evidente, me parece, que cuando dice “nuestros sentidos” se refiere a nuestros sentidos individuales. De otro modo, la puerta quedaría demasiado abierta. O demasiado junta, permitiendo que muchos seres se oculten en la sombra sin que podamos verlos o experimentarlos de ningún modo. En todo caso, quedamos con esta noción de naturaleza que bien puede ser, también, la noción bakuniniana de realidad: el conjunto (abstracto) de todos los entes existentes, interconectados por una causalidad infinita. Guardémosla para después.

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Déjacque, Joseph. L’Humanisphère. Disponible en http://joseph.dejacque.free.fr/libertaire/n01/humanisphere.htm. La traducción es mía.

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1.2 La legislación

Volvamos, pues, a escuchar al autor: Cuando el hombre comienza a observar con una atención perseverante y seguida esa parte de la naturaleza que le rodea y que encuentra en sí mismo, acaba por percatarse de que todas las cosas son gobernadas por leyes que les son inherentes y que constituyen propiamente su naturaleza particular; que cada cosa tiene un modo de transformación y de acción particular; que en esa transformación y esa acción hay una sucesión de fenómenos y de hechos que se repiten constantemente, en las mismas circunstancias dadas, y que, bajo la influencia de nuevas circunstancias determinadas, se modifican de una manera igualmente regular y determinada. Esa reproducción constante de los mismos hechos por los mismos procedimientos constituye propiamente la legislación de la naturaleza: el orden en la infinita diversidad de los fenómenos y de los hechos... [Estas leyes] son absolutamente inherentes a todas las cosas que existen, sin exceptuar de ningún modo las diferentes manifestaciones del sentimiento, de la voluntad y del espíritu; pues estas tres cosas, que constituyen propiamente el mundo ideal del hombre, no son más que funcionamientos completamente materiales de la materia organizada y viva, en el cuerpo del animal en general y sobre todo del animal humano en particular 4

Observamos que está sentando todo desde el principio. Acaba de decir qué entiende por naturaleza y ahora quiere dejar en claro, ante cualquier interrogante, que esta causalidad universal no es azarosa. Esto puede parecer evidente pero Bakunin pretende disipar todas las dudas. Pone, por lo pronto, al hombre como un ente más dentro de la naturaleza, con todas sus posibles disposiciones internas, emociones, etc., “todo su mundo ideal”. No lo niega, está claro. Pone su origen en la materia organizada. Bakunin abunda en diatribas contra los idealistas y espiritualistas de todo tipo, que llama “metafísicos y teólogos”, adjetivos que utiliza a la manera de los insultos. Esto quiere decir, en todo caso, que la actividad humana está tan sujeta a las leyes de la naturaleza como la actividad de cualquier otro ente existente. Comenzamos, pues, a entrever de qué modo el pensamiento de Bakunin está cruzado por gran parte de los clichés de la Modernidad. Por ejemplo: considera, dentro de estas leyes invariables, la ley del Progreso: “[...] Pero hay leyes particulares que sólo son propias a ciertos órdenes particulares de fenómenos, de hechos y de cosas... Así, la ley del progreso, que constituye el carácter esencial del desenvolvimiento social de la especie humana, no se manifiesta de ningún modo en la vida exclusivamente animal, y aun menos en la vida exclusivamente vegetal; mientras que todas las leyes del mundo vegetal y del mundo animal se encuentran, sin duda, modificadas por nuevas circunstancias, en el mundo 4

Bakunin, p. 183-184

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humano”5, de donde deducimos que no ocurre que todas las leyes sean las mismas para todos: cada cosa [cada especie, en este caso] tiene su ley que le es inherente, y propia. En todo caso, “Esa constancia y esa repetición [que designan las leyes] no son, sin embargo, absolutas. Dejan un vasto campo a lo que llamamos impropiamente anomalías y excepciones, manera de hablar muy poco justa, porque los hechos a los cuales se refiere prueban solamente que esas reglas generales, reconocidas por nosotros como leyes naturales, no siendo más que abstracciones deducidas por nuestro espíritu del desenvolvimiento real de las cosas, no están en estado de abarcar, de agotar, de explicar toda la infinita riqueza de ese desenvolvimiento”6. Las leyes son abstracciones también, mayor o menormente precisas7. Considera, además y por lo tanto, una necesidad lógica en la historia: “Porque, ¿qué es la lógica, si no es el desenvolvimiento natural de las cosas, o bien el proceso natural por el cual muchas causas determinantes, inherentes a esas cosas, producen hechos nuevos? Por consiguiente, me será permitido enunciar este axioma tan simple y al mismo tiempo tan concluyente: Todo lo que es natural es lógico, y todo lo que es lógico, o bien se encuentra ya realizado, o bien deberá realizarse en el mundo natural, inclusive el mundo social”8. Podemos ver claramente la sujeción total

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Bakunin, p. 184-185. Bakunin, p. 185. 7 Bakunin afirma que “siempre que un hombre piensa, cualesquiera, por lo demás, que sea su ambiente, su naturaleza, su raza, su posición social y el grado de desenvolvimiento intelectual y moral, y aun cuando divague y fantasee, su pensamiento se desenvuelve invariablemente según las mismas leyes; y es eso, precisamente, lo que, en la inmensa diversidad de las edades, de los climas, de las razas, de las naciones, de las posiciones sociales y de las naturalezas individuales, constituye la gran unidad del género humano. Por consiguiente, la ciencia, que no es otra cosa que el conocimiento y la comprensión del mundo por el espíritu humano, debe ser una también” (p. 247). La ciencia, los avances de la ciencia, están pensados aquí como precisiones, como afinamientos de la mirada. Newton y Aristóteles, en este sentido, pensaban igual, “sus pensamientos se desenvolvían invariablemente según las mismas leyes”. Newton ha corregido a Aristóteles y será luego corregido a su vez, ad infinitum (veremos ya por qué ad infinitum y no usque ad finem unum). Vemos ya que la idea de ciencia que Bakunin se hace no está, o no lo está suficientemente al menos, historizada. Es así que puede decir, por ejemplo: “... y como sabemos de una manera segura, por la experiencia de cada día y por la ciencia, que no es otra cosa que la experiencia sistematizada de los siglos (...)” (p. 191, el énfasis es mío). 8 Bakunin, p. 189-190. Sin embargo, “No resulta de ningún modo de eso que todo lo que es lógico o natural sea, desde el punto de vista humano, necesariamente útil, bueno y justo. Las grandes catástrofes naturales: los temblores de la tierra, las erupciones volcánicas, las inundaciones, las tempestades, las enfermedades pestilenciales, que devastan y destruyen ciudades y poblaciones enteras, son ciertamente hechos naturales producidos lógicamente por un concurso de causas naturales, pero nadie dirá que son bienhechores para la humanidad. Lo mismo pasa con los hechos que se producen en la Historia: las más horribles instituciones llamadas divinas y humanas; todos los crímenes pasados y presentes de los jefes, de esos supuestos bienhechores y tutores de nuestra pobre especie humana, y la desesperante estupidez de los pueblos que aceptan su yugo; las infamias actuales de los Napoleones III, de los Bismarck, de Alejandro II y de tantos otros soberanos o políticos y militares de Europa y la cobardía increíble de esa burguesía de todos los países que los anima, los sostiene, aun aborreciéndolos desde el fondo de su corazón; todo eso presenta una serie de hechos naturales producidos por causas naturales, y por consiguiente muy lógicos, lo que no les impide ser excesivamente funestos para la humanidad” (p. 190n). Podemos recordar aquí el comentario de Pascal según el cual la idea de que la Historia sigue un curso 6

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del hombre a las leyes naturales. Bakunin llega a escribir, en este sentido, que “Obedeciendo a las leyes de la naturaleza... el hombre no es esclavo, puesto que no obedece sino a las leyes inherentes a su propia naturaleza, a las condiciones por las cuales existe y que constituyen su ser; al obedecerlas, se obedece a sí mismo”9. Ahora bien, llegamos aquí a un punto en que la cosa se pone, por decir algo, incómoda. Porque, en verdad, ¿qué es esto de que obedeciendo a las leyes de la naturaleza el hombre se obedece a sí mismo? ¿Estamos hablando de Spinoza, de Schelling, para quienes la libertad justamente se identifica con la necesidad, por cuanto ser libre es, por decir así, el acoplamiento de la propia vida a las leyes naturales? ¿Qué sucede con el sueño baconiano de dominación de la naturaleza, con la creatividad propia de lo humano, con el trabajo? ¿Y con la distancia entre los hombres y los demás entes vivos? ¿En qué se diferencian, específicamente, los hombres de los demás animales; de qué son capaces los unos y no los otros? Bakunin se hará cargo de estas cuestiones. Leámoslo: “Y, sin embargo, en el seno de esa misma naturaleza existe una esclavitud de la que el hombre debe liberarse so pena de renunciar a su humanidad: es la del mundo exterior que le rodea llamada habitualmente naturaleza exterior. Es el conjunto de las cosas, de los fenómenos y de los seres vivos que le obsesionan, le rodean constantemente por todas partes, sin los cuales y fuera de los cuales, es verdad, no podría vivir un solo momento, pero que, sin embargo, parecen conjurados contra él, de suerte que, a cada instante de su vida, está forzado a defender contra ellos su existencia. El hombre no puede existir sin ese mundo exterior, porque sólo en él puede vivir y únicamente a sus expensas le es posible alimentarse; pero, al mismo tiempo, debe salvaguardarse contra él, porque ese mundo, a su vez, parece querer devorarlo siempre. Considerado desde ese punto de vista, el mundo natural nos presenta el cuadro criminal y sangriento de una lucha encarnizada y perpetua, de la lucha por la vida. No es sólo el hombre el que combate: todos los animales, todos los seres vivos, ¡qué digo!, todas las cosas que existen y que llevan en sí, como él, pero de una manera mucho menos aparente, el germen de su propia destrucción y, por decirlo así, su propio enemigo –esa misma fatalidad natural que los produce, los conserva y los destruye a la vez–, luchan contra él, pues toda categoría de cosas, toda especie vegetal y animal, no viven más que en detrimento de las demás; una devora a la otra, de suerte que, como he dicho en otra parte, “el mundo natural puede ser considerado como una sangrienta hecatombe, como una tragedia lúgubre creada por el hambre. Es teatro constante de una lucha sin cuartel...” Porque en el mundo natural, los fuertes viven y los débiles sucumben, y los primeros no viven sino porque los otros sucumben. Tal es la ley suprema del mundo animal. ¿Es posible que esa ley fatal sea la del mundo social y humano? 10

lógico es absurda, por cuanto no hay lógica en que Oliver Cromwell, cuando estaba presto a conquistar Europa, muriera por un cálculo renal. Ahora bien, esta parece ser una crítica previa a Hegel, pero no a Bakunin. Bakunin es, hay que recordarlo siempre, rigurosamente materialista. El cálculo renal de Cromwell no es ilógico: tiene causas necesarias (su herencia genética, el maltrato de su riñón, etc.). Nos será imposible abordar en este trabajo aquella alusión de Bakunin a que incluso en asuntos humanos hay leyes invariables. Quedará para el futuro, si la oportunidad se presenta. 9 Bakunin, p. 193. Esto podría sonar a kantismo. Sin embargo, en Kant es la racionalidad la que encuentra, dentro de sí misma, su propia ley, y es capaz de dársela, constituyéndose en autónoma. En Bakunin, por el contrario, estas leyes son, por un lado, de la naturaleza y no de la razón y, por otro lado, no requieren un intelecto filosófico que las desentrañe, porque pueden ser y de hecho son experimentadas por todos los individuos de la especie. 10 Bakunin, p. 193-194

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Vemos que, en primera instancia, sitúa al hombre como esclavo de las leyes naturales, pero sabemos que esto no es tan así11. Bakunin está aquí siendo retórico. El hombre no está, en su teoría, opuesto a la naturaleza. En este sentido, Bakunin no es antropocéntrico y no considera que el hombre y la naturaleza sean cosas diversas, sea el que sea el que esté en posición de dominación. Ni la naturaleza domina a los hombres ni los hombres dominan la naturaleza. Lo que ocurre es que tendemos a creer que la naturaleza se nos opone, que la naturaleza nos desprecia. Y pensamos que podemos ir contra ella. Esta idea, según Bakunin, es un prejuicio de origen religioso: Después de cuanto acaba de decirse, me parece evidente que ninguna rebelión contra lo que llamo causalidad o naturaleza universal, es posible para el hombre; la naturaleza lo envuelve, lo penetra, está tanto fuera de él como en él mismo, constituye todo su ser. Al rebelarse contra ella se rebele contra sí mismo. Es evidente que es imposible para el hombre concebir sólo la veleidad y la necesidad de una rebelión semejante, puesto que, no existiendo fuera de la naturaleza universal y llevándola en sí, hallándose a cada instante de su vida en plena identidad con ella, no puede considerarse ni sentirse ante ella como un esclavo. Al contrario, es estudiando y apropiándose, por decirlo así, con el pensamiento, de las leyes naturales de esa naturaleza –leyes que se manifiestan igualmente en todo lo que constituye su mundo exterior, y en su propio desenvolvimiento individual: corporal, intelectual y moral– como él llega a sacudir sucesivamente el yugo de la naturaleza exterior, el de sus propias imperfecciones naturales, y, como lo veremos más tarde, el de una organización social autoritariamente constituida. Pero, entonces, ¿cómo ha podido surgir en el espíritu del hombre ese pensamiento histórico de la separación del espíritu y la materia? ¿Cómo ha podido concebir la tentativa impotente, ridícula, pero igualmente histórica, de una revuelta contra la naturaleza? (...) Tal fue la obra histórica de todos los dogmas y cultos religiosos 12

Tal fue, dice, la obra histórica de todos los dogmas y cultos religiosos. Con su introducción de un Dios creador ajeno a la causalidad universal, necesariamente ilógico e imposible, con sus “creo porque es absurdo”, intentó situar a los hombres por fuera de la naturaleza y consideró a la materia un mal. Pero, en fin, somos materia y sólo materia. Somos naturaleza. Bakunin da un ejemplo excelente: “He ahí un huracán que sopla y 11

“Confieso que experimento siempre repugnancia a emplear estas palabras: “leyes naturales que gobiernan el mundo”. La ciencia natural ha tomado la palabra ley a la ciencia y a las prácticas jurídicas, que le han precedido naturalmente en la historia de la sociedad humana. Se sabe que todas las legislaciones primitivas han tenido al principio un carácter religioso y divino; la jurisprudencia, como la política, es hija de la teología. Las leyes no fueron, pues, sino mandatos divinos impuestos a humana sociedad a quien tuvieron la misión de gobernar. Transportada más tarde a las ciencias naturales, esa palabra ley conservó en ellas largo tiempo su sentido primitivo, y eso con mucha razón, porque, durante el largo período de su infancia y de su adolescencia, las ciencias naturales, sometidas aún a las inspiraciones de la teología, consideraron ellas mismas la naturaleza como sometida a una legislación y a un gobierno divinos. Pero, desde el momento que hemos llegado a negar la existencia del divino legislador, no podemos hablar de una naturaleza gobernada y de leyes que la gobiernan. No existe ningún gobierno en la naturaleza, y lo que llamamos leyes naturales no constituyen otra cosa que diferentes modos regulares del desenvolvimiento de los fenómenos y de las cosas, que se producen, de una manera desconocida para nosotros, en el seno de la causalidad universal” (p. 259n). 12 Bakunin, p. 229-230.

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que destroza todo a su paso, impulsado por una fuerza que le parece inherente. Si hubiese podido tener conciencia de sí mismo, habría podido decir: “Soy yo el que, por mi acción y mi voluntad espontánea, destrozo lo que ha creado la naturaleza”; y estaría equivocado”13. Ahora bien, hay una gran diferencia entre ese huracán y nosotros los hombres. La diferencia estriba en la que Bakunin estima la facultad distintiva de los hombres respecto de las demás especies animales: la facultad de pensar. No dice que necesariamente sea el hombre el único animal capaz de pensar, pero sí dice que es el único animal en que el pensamiento puede darse de tal manera que pueda ser llamado facultad. De hecho, dice que es indiscutible que hay algunos animales que piensan. Pero no hay ninguno del que pudiera decirse, con propiedad, que tenga lenguaje. Bakunin cita un pasaje de Feuerbach, que echa luz sobre esto mismo: “el hombre hace todo lo que los animales hacen; sólo que él está llamado a hacerlo –y, gracias a esa facultad tan extensa de pensar, gracias a ese poder de abstracción que le distingue de los animales de las demás especies, está forzado a hacerlo– cada vez más humanamente”14. Por lo tanto, es el lenguaje, nuestra capacidad de pensar y, lo que quiere decir lo mismo, de abstraer15, la que nos ha permitido no dominar, sino hacer uso de las propias leyes de la naturaleza en nuestro propio beneficio: “Para dar un ejemplo muy simple: el viento, que al principio le aplasta [al hombre] bajo la caída de los árboles desarraigados por su fuerza o que derriba su choza silvestre, es obligado más tarde a moler el trigo”16. Se trata de la misma fuerza (el viento), que ahora, por conocer nosotros sus propios modos de funcionar, puede ser usado. Por otra parte, sería absurdo, desde esta perspectiva, dominar a la naturaleza (en cuanto causalidad universal) porque todo lo que podemos hacer (todo lo que cualquier ente puede hacer) ya está dentro del mismo orden que quisiera dominar. Es como la paradoja del peluquero. O, mejor, es como la siguiente reflexión, que alguna vez hice yo mismo, hace muchos años ya: preguntándome por cómo podía saberse qué cosas eran naturales y qué cosas antinaturales (vale la pena recordar que esta reflexión se me apareció pensando yo sobre la posible antinaturalidad

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Bakunin, p. 223. Feuerbach, Ludwig, citando en Bakunin, p. 218. 15 “Repitiendo una observación muy curiosa que Hegel ha hecho –según creo, por primera vez–, he hablado ya de esa particularidad de la palabra humana de no poder decir más que generalidades, pero no la existencia inmediata de las cosas, en esa crudeza realista, cuya impresión inmediata nos es aportada por nuestros sentidos” (p. 290n). Para Hegel, es preciso apuntarlo, lo indecible es justamente lo abstracto, lo que quiere decir que esta curiosidad del lenguaje consistente en poder decir siempre y sólo generalidades, que Bakunin parece percibir como defecto, para Hegel es justamente la garantía de que es posible hacer filosofía y, así, concebir algo así como la totalidad. 16 Bakunin, p. 226-227. 14

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de la homosexualidad, específicamente buscando un método para contrarrestar la opinión general de que lo natural es el hombre con la mujer etc.), concluí que o todo es natural, o muy pocas cosas son naturales. El argumento depende de cómo se considere la naturaleza: si como una fuente o, más justamente, como una madre que diera a luz hijos que más tarde podrían hacer cosas contra ella, o si como una cierta legalidad interna a cualquier elemento existente. La primera noción parece estar ligada, en todo caso, necesariamente, a un cierto mito y a un dogma que pudiera determinar qué es lo natural originariamente y qué es, por el contrario, artificio humano. Por lo demás, la pregunta que me surgía era, finalmente: puestas así las cosas, ¿qué tal si lo natural, entendido como el orden debido de las cosas, no ha sucedido nunca? La segunda noción que se me ocurría, cercana o quizá idéntica a la de Bakunin, decía que todo lo que es posible es natural. Es decir, por ejemplo, la televisión, que no es natural en el primer sentido (no la hizo Dios, no se encuentra naturalmente en la naturaleza), sí lo es en el segundo, por cuanto funciona con las leyes de la física, de la óptica, de la mecánica, de la química, etc., y no “escapa” a ninguna de estas ni las contraviene y, de hecho, ellas la permiten. Según esta noción, nada puede contravenir las leyes de la naturaleza, absolutamente nada. Puedo creer que lo hago. Puedo creer que contravengo la ley de gravedad cuando me elevo y vuelo en avión. Pero en realidad ocurre que es la propia ley de gravedad, unida a otras leyes que parezco no tener en cuenta, la que permite que yo vuele en avión. Es confuso, en cualquier caso, el concepto de ley. Ya hemos mostrado, en una nota anterior, el conflicto que a Bakunin le produce su utilización. Por ahora, tenemos que, gracias a la facultad de pensar, estas leyes pueden ser aprehendidas por los hombres y observadas luego, de modo que dejen de serle hostiles. Como cuando aprendo las reglas de un juego, por ejemplo, las del ajedrez. En un primer acercamiento, puede parecerme que el juego es aburrido y que sus reglas son arbitrarias, que las movidas posibles son castrantes, que me prohíben hacer cosas que quiero (yo quisiera mover el caballo en forma de M y no de L, y no puedo), que me obligan a hacer cosas que no quiero, etc. Sin embargo, cuando ya hemos aprendido a jugar, disfrutamos del juego y, mientras mejor conocemos sus reglas, más cosas podemos hacer (hacer una movida que obligue al otro a mover una pieza, aun cuando el oponente sepa que esa movida va a ser peor para él). Incluso ya nos comienza a parecer un poco molesto el que juega sin atender a las reglas, el que las cuestiona, o el que juega distraído, como no estando en verdad allí. Nosotros ya sabemos jugar, y a veces hasta ganamos el juego. Y lo ganamos sólo porque la observancia escrupulosa y atenta de sus reglas nos permite 13

ponerlas a nuestro favor. La diferencia entre las leyes de la naturaleza según Bakunin y los juegos es que en la naturaleza no se puede hacer trampa. O, en realidad, podría decirse que hacer trampa no es más que otro modo de no seguir las reglas: “Frente a esa naturaleza universal, el hombre no puede tener ninguna relación exterior ni de esclavitud ni de lucha, porque lleva en sí esa naturaleza y no es nada fuera de ella. Pero, al estudiar sus leyes, al identificarse en cierto modo con ellas, al transformarlas por un procedimiento psicológico, propio de su cerebro, en ideas y en convicciones humanas, se emancipa del triple yugo que le imponen primero la naturaleza exterior, después su propia naturaleza individual interior, y, en fin, la sociedad de que es producto”17.

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Bakunin, p. 229.

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2. El hombre como naturaleza (una crítica)

Este apartado pretende tener la forma de la interrupción. Como si Bakunin estuviera hablando y alguien le dijera: “¡Alto! Mira...” y quisiera criticarlo. Es fundamental que este segundo capítulo sea un no dejar seguir hablando a Bakunin, por lo cual el tercer capítulo tendrá forma de respuesta. A la luz de lo que hemos expuesto ya, Bakunin se aparece como un moderno. Quiero ahora criticarlo en tanto tal, para luego permitir que continúe su discurrir, como si hubiera sido capaz de escuchar esta crítica desde el futuro. Seguimos. Poner a los hombres como un elemento más de la naturaleza no es algo que se pueda hacer con tanta facilidad. Es preciso hacer muchos alcances y afinar casi demasiados detalles, porque decir, así como así, que el hombre es un animal sin mayor diferencia con el perro y que la su facultad de pensar no es más que una función de su cerebro que le permite tener una vida “mejor”, es algo muy fuerte. Digo fuerte porque la tradición siempre opera, por debajo, en nuestras nociones y conceptos. No podemos olvidarnos simplemente de que por larguísimo tiempo los hombres encontraron, por decirlo así, el sentido de su vida justamente en su distinción respecto los animales y, todavía más, del mundo y de las “cosas mundanas”. Al parecer, hay que ser cuidadosos con la historia, porque cuando no se lo es, se filtra quién sabe por dónde y nos recuerda, a veces trágicamente, que lo que hacíamos tenía un pasado mucho más pesado de lo que creíamos. En este sentido, algunos conceptos desarrollados por Hannah Arendt nos serán de mucha utilidad, porque, atendiendo a la historia de la filosofía y a la historia política de Occidente, y conectándolas (como las conectaría también Bakunin, sin duda18), es capaz de ayudarnos a hacernos ver qué hay tras esta “naturalización” de los hombres. Veremos, además, que Bakunin, por lo menos, lo había entrevisto también, pero quizá no lo había tomado tan en serio. La autora designa las tres principales actividades de los hombres, que habrían tenido diversos papeles y habrían sido protagonistas, cada una a su tiempo, de la vida y de la historia. Así habla ella: Con el término vita activa, quiero designar tres actividades humanas fundamentales: la labor, el trabajo y la acción. Son fundamentales porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las cuales le ha sido dada la vida en la tierra a los hombres. 18

“No se ha hecho ninguna gran transformación política y social en el mundo sin que haya sido acompañada y a menudo precedida por un movimiento análogo en las ideas religiosas y filosóficas que dirigen la conciencia, tanto de los individuos como de la sociedad...” (Bakunin, p. 231).

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La labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo crecimiento espontáneo, metabolismo y eventual decaimiento están ligados a las necesidades vitales producidas y saciadas en el proceso vital por la labor. La condición humana de la labor es la vida misma. El trabajo es la actividad correspondiente a la no-naturalidad de la existencia humana, que no está insertado y cuya mortalidad no se ve compensada por el ciclo eterno de la vida. El trabajo provee un mundo “artificial” de cosas, claramente diverso de todo lo natural, que le rodea. Dentro de sus fronteras habita cada vida individual, mientras este mundo perdura y las trasciende a todas. La condición humana del trabajo es la mundaneidad. La acción, la única actividad que ocurre directamente entre hombres sin intermediarios de cosas o de materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres y no el Hombre viven en la tierra y habitan el mundo. Todos los aspectos de la condición humana se relacionan, de algún modo, con la política, pero esta pluralidad es específicamente la condición –no sólo la conditio sine qua non, sino la conditio per quam– de toda vida política (...)19

Tenemos, pues, que la labor consiste en los procesos que debe llevar a cabo el cuerpo en tanto cuerpo para mantenerse con vida. La labor es común a las plantas, a los animales y a los hombres en tanto seres vivos. El trabajo, propiamente humano, consiste en las actividades materiales que los hombres llevan a cabo y que implican una modificación del mundo o una creación de un objeto. En último lugar, la acción, de la que también son capaces sólo los hombres (y no el hombre en singular, porque se requiere, para que esta tenga que lugar, la pluralidad) consiste en la puesta en el mundo de hechos y de palabras (que son hechos, de algún modo), y que sólo pueden lugar en el espacio público en que son posibles la opinión y el recuerdo. La palabra que Arendt usa para hechos en inglés es deeds, que también puede traducirse por hazañas. Por otra parte, Agamben escribe: Los griegos no disponían de un término único para expresar lo que nosotros entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos, semántica y morfológicamente distintos, aunque reconducibles a un étimo común: zoé, que expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales, hombres o dioses) y bíos, que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o de un grupo. Cuando Platón, en el Filebo, menciona tres géneros de vida y Aristóteles, en la Ética Nicomaquea, distingue la vida contemplativa del filósofo (bíos theoretikós) de la vida del placer (bíos apoláustikos) y de la vida política (bíos politikós), ninguno de los dos habría podido utilizar nunca el término zoé (que significativamente carece de plural en griego) por el simple hecho de que para ellos no se trataba en modo alguno de la simple vida natural, sino de una vida cualificada, un modo de vida particular (...) En el mundo clásico, la simple vida natural es excluida del ámbito de la pólis en sentido propio y queda confinada en exclusiva, como mera vida reproductiva, en el ámbito de la oikos (...)20

El encuentro es evidente, y sabemos que Agamben es un buen lector y, a veces, incluso, un buen glosador de Arendt. La distinción entre bíos y zoé es llevada a cabo en el 19 20

Arendt, p. 7. Todas las traducciones de Arendt en este trabajo son mías. Agamben, p. 9-10.

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pensamiento contemporáneo (es decir, es recordada) por Arendt, y reescrita hoy en día por Agamben. Es claro que la zoé es identificable con lo que Arendt designa con labor: el metabolismo, la vida misma en su desnudez, común a cualquier ser vivo. Bíos, por el contrario, designa, al decir de Agamben, una vida cualificada, ya no una vida en general, como lo hacía zoé. Bíos es posible sólo cuando zoé ya está “superada”, es decir, cuando los procesos y los objetos necesarios para que la “vida en general” de un individuo pueda seguir andando, entonces surge la posibilidad de la elección (en Aristóteles aparece así) de una bíos. Es parecido al dicho: “no basta con vivir, hay que vivir bien”, o cuando se le critica a alguien que vive como un pusilánime, por ejemplo, y se le dice: “tú sólo estás sobreviviendo, tienes que vivir”. La zoé es, en este sentido, la supervivencia. Bíos es la vida, propiamente, la vida buena21. Para comprender propiamente lo designado con el término acción, y cómo hemos llegado a la noción actual de política, se hace necesario un retorno a los orígenes de la filosofía y del pensamiento político, más precisamente una revisión de los planteamientos de Aristóteles y sus vicisitudes históricas a través de la Edad Media hasta la Edad Moderna. Lo que Aristóteles designó como bíos poltikós, es decir, una vida dedicada a los asuntos públicos o de la ciudad, tenía su correlato ya en Agustín en la expresión vita negotiosa o actuosa. Esto, vita activa, es lo que la palabra griega bíos designa propiamente, en contraposición a zoé, que sólo designa, como hemos apuntado, la vida natural como puede ser la de un animal de cualquier clase que no se preocupa más que de mantenerse con vida. La bíos, que no puede ser sino politikós (ya veremos en qué sentido), puede ser llevada de diversos modos, todos coincidentes en su existencia en el ámbito de la práxis, acción, y en su búsqueda de lo bello, que en Aristóteles a menudo coincide con lo “inútil”, por cuanto lo “útil”, es decir, lo “necesario”, está relegado al ámbito de la zoé22. Luego de la disolución de la ciudad-estado, en donde hallaba su hogar la política, comenzó a denominarse vita activa a cualquier forma de involucramiento en los asuntos del mundo, por contraposición a la contemplación y la teoría; esta dicotomía, que 21

“Es cierto que [Aristóteles] en un celebérrimo pasaje de la misma obra [la Política] define al hombre como politikón zoón (1253a, 4); pero aquí (al margen del hecho de que en la prosa ática el verbo bíonai no se utiliza prácticamente en presente), político no es un atributo del viviente como tal, sino una diferencia específica que determina el género zoón (inmediatamente después, por lo demás, la política humana es diferenciada de la del resto de los vivientes porque se funda, por medio de un suplemento de politicidad ligado al lenguaje, sobre una comunidad de bien y de mal, de justo y de injusto y no simplemente de placentero y doloroso)” (Agamben, p. 11). 22 "Sólo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre; ni una bestia ni un dios son capaces de ella, y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás” (Arendt, p. 22-23).

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encontraba su origen en el pensamiento de Platón con claridad y en el de Aristóteles con más oscuridad, siguió prolongándose y radicalizándose durante la Edad Media. Con la introducción platónica y su prolongación cristiana de la eternidad, el sentido del inter homines esse (“estar entre los hombres”, forma romana sinónima de “estar vivo”) comenzó a difuminarse: si en la Antigüedad el espacio público era el lugar en que era posible, en cierto modo, alcanzar la inmortalidad (“inmortalizarse” mediante hechos y hazañas) y así capear el carácter pasajero de la vida, la eternidad y la quieta contemplación que ésta exige vino a hacer que los hombres se retiraran de lo público y se retrotrajeran hacia sí, en el silencio de lo inexpresable23. El antiguo afán de inmortalidad comenzó a ser considerado un modo de la vanidad, eventualmente un pecado. Así, el bíos politikós se redujo a asistente de la vita contemplativa, cediendo creciente paso a la hegemonía de la teoría en la existencia humana. Parte del mismo proceso de degradación y de, por decir así, de-significación, es la traducción por parte de santo Tomás del bíos politikós: “homo est naturaliter politicus, id est, socialis”: ocurre que en el pensamiento de Aristóteles ser “social” no es algo propiamente humano y más bien pertenece al ámbito de las necesidades. La política y, por tanto, la libertad, no es asimilable con lo social. Por otra parte, el bíos politikós de Aristóteles no se comprende en ausencia de la noción de zoón lógon échon, algo así como el viviente capaz de palabra (traducido igualmente mal por animal rationale), nociones ambas que (sólo) juntas permiten la comprensión, a su vez, de la vida política24. En el pensamiento griego, la experiencia familiar halla su origen en la necesidad; la política, en la libertad, habiendo sido ya cubiertas las necesidades. Estas dos instancias constituían lo privado y lo público, diferenciados con claridad: - lo privado: la propia palabra lo indica, porque la vida privada está privada de lo propiamente humano de la vida humana25: el aparecer en el campo de lo público. Lo privado es lo que no aparece, lo digno de ser escondido por bajo. En su aspecto positivo,

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"Políticamente hablando, si morir es lo mismo que "dejar de estar entre los hombres", la experiencia de lo eterno es una especie de muerte..." (Arendt, p. 20). 24 "Ser político, vivir en una pólis, significaba que todo se decidía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas de trato con la gente, características de la vida al margen de la pólis, de la vida del hogar y familiar, donde el jefe de familia gobernaba con poderes despóticos e indisputados, o bien de los bárbaros de Asia, cuyo despotismo era a menudo señalado como semejante a la organización de la familia” (Arendt, p. 26-27). 25 "Una de las características de lo privado, antes del descubrimiento de lo íntimo, era que el hombre existía en esta esfera no como verdadero ser humano, sino únicamente como espécimen del animal de la especie humana. Ésta era precisamente la razón básica del tremendo desprecio sentido en la antigüedad por lo privado" (Arendt, p. 45-46).

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sin duda, lo privado es necesario porque permite suplir las necesidades primeras de los hombres para que puedan luego desplegar su libertad política. La familia es lo esencialmente privado. Y más que eso: “... [l]o privado era semejante al aspecto oscuro y oculto de la esfera pública, y si ser político significaba alcanzar la más elevada posibilidad de la existencia humana, carecer de un lugar privado propio (como era el caso del esclavo) significaba dejar de ser humano”26. Con el tiempo, lo privado fue transformándose y, si bien por un lado se ensanchó y acaparó el lugar de lo público (como veremos ahora), por el otro mantuvo todavía una especificidad: para Maquiavelo, la Iglesia tenía que quedarse en el ámbito privado y no intentar involucrarse en lo público, porque de esa mezcolanza uno de los dos espacios, si no los dos, saldrían corrompidos. En el caso de Sócrates y en el de Cristo (aunque en este segundo en mucha mayor medida), condición de posibilidad de la sabiduría y de la bondad respectivamente es su no publicidad: de algún modo, ni la sabiduría ni la bondad son de este mundo. - lo público: es lo que puede ser visto y escuchado por todos los demás hombres. Lo público "significa el mundo mismo, en cuanto es común a todos nosotros y se distingue, al mismo tiempo, de nuestro lugar privado en él"27, y se relaciona con las cosas fabricadas por los hombres mediante el trabajo y así como son los asuntos propios de la acción. Es lo que une y, al mismo tiempo, separa a los hombres28. La instancia pública es la instancia en que cada hombre individual puede llegar a ser plenamente el que es, haciéndose notar mediante actos y palabras, ante otros hombres diversos29. Este mundo público es, por tanto, el único que puede ofrecer una cierta permanencia o trascendencia: “La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la natural ruina del tiempo..."30. Estas dos experiencias humanas (la de lo público y de lo privado), sin embargo, han perdido sus contornos desde la Antigüedad hasta hoy. En la Edad Moderna, el río que 26

Arendt, p. 64. Arendt, p. 52. 28 El sentido en que esto está dicho es bien particular y es difícil señalarlo si no es mediante analogías, como la de la mesa, que entrega la propia Arendt. Sin embargo, puede decirse que lo público es la experiencia que da sentido a la relación y al contacto con los otros en condiciones de igualdad, por un lado, y la experiencia que nos muestra, por otro lado, cuán radicalmente diversos somos entre nosotros. Lo público es la instancia en que se ve con toda claridad que todos somos, por decirlo así, igualmente diferentes. 29 "Ser visto y ser oído por otros deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente..." (Arendt, p. 57). 30 Arendt, p. 55. 27

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separaba la esfera pública de la privada y que el hombre griego tenía que atreverse a cruzar si quería lograr la inmortalidad en la vida política31, se ha secado y la frontera se ha movido. En la Edad Media, cuando se hizo popular la intención de pasar de la oscuridad insípida de la vida cotidiana a la luz inefable de la contemplación, lo privado griego tomó el lugar de lo público, y éste simplemente desapareció. En adelante, lo privado (esencialmente lo económico, lo relativo a las necesidades), en este sentido, se hizo público y la administración colectiva de la “gran familia” que es la “sociedad” (que recién comenzaba a aparecer) suplantó a la política. Si para los griegos el concepto de “economía política” hubiera sido prácticamente una contradictio in terminis, en la Edad Moderna, que tomó “abstractamente” al conjunto de los hombres y los hizo pasar por uno –el Hombre–, reduciendo todo posible interés humano, además, a la animalidad de la necesidad de supervivencia32, la “economía política” pudo florecer y ser, de algún modo, la ciencia más importante (en cuyo caso Marx es ejemplar, y lo que hemos alcanzado a decir de Bakunin no se aleja demasiado). La sociedad moderna se asemeja más que a nada a una gran familia, cuyo padre, podríamos aventurar, sería el Estado33. En este proceso de ensanchamiento de lo privado, en que el lugar que pertenecía previamente a lo público ha terminado por ser invadido con puros intereses de orden privado, la violencia, que estaba legitimada en el orden privado griego, aparece como legitimada ahora también en lo social, forma gigante de lo privado. En este sentido, no sólo hay una fuerza que coordina la distribución y el saciamiento de las necesidades, sino que hay también una fuerza interesada en no permitir conflictos internos en la sociedad y, en general, en no permitir actitudes divergentes demasiado distantes de la “opinión general”: es decir, opera aquí la supresión de la espontaneidad y de la acción y, no cabe duda, de la política, por cuanto la distinción y la diferencia han pasado a formar parte de lo privado, de lo que, 31

“Quien entrara en la esfera política había de estar preparado para arriesgar su vida [...], [por cuanto] el valor se convirtió en la virtud política por excelencia...” (Arendt, p. 36) 32 Esto a partir de la ciencia de inspiración arquimídea (cuya petición de “un punto de apoyo mediante el que mover el mundo” se situó fuera de éste) y a la filosofía, saber teorizante por excelencia: estas dos hermanas no estaban, después de todo, tan separadas, y más bien hundían sus raíces en la misma experiencia del desarraigo de los hombres respecto del mundo, por un lado, y de la tierra, por el otro. 33 "A este respecto no es de gran importancia que una nación esté formada por iguales o desiguales, ya que la sociedad siempre exige que sus miembros actúen como si lo fueran de una enorme familia con una sola opinión e interés. Antes de la moderna desintegración de la familia, este interés y opinión comunes estaban representados por el cabeza de familia, que gobernaba de acuerdo con dicho interés e impedía la posible desunión entre sus miembros. La asombrosa coincidencia del auge de la sociedad con la decadencia de la familia indica claramente que lo que verdaderamente ocurrió fue la absorción de la unidad familiar en los correspondientes grupos sociales. La igualdad de los miembros de estos grupos, lejos de ser una igualdad entre pares, a nada se parece tanto como a la igualdad de los familiares ante el poder despótico del cabeza de familia..." (Arendt, p. 39-40).

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en verdad, “a nadie le importa”34. Tiene lugar la imposición de una opinión común ante a la que sólo se puede estar en contra a riesgo de ser considerado anormal (es, en palabras de Heidegger, “el Reino del Uno”) y ser, así, marginado. Sólo en este caldo de cultivo, como decíamos, puede gestarse la moderna ciencia económica35. Que todo pueda reducirse a la economía, es decir, a la necesidad natural, constituye, por decir así, un crecimiento no-natural de lo natural, frente al que la condición de la natalidad en relación con la acción, o sea, la posibilidad de creación incesante de lo humano mismo –que, es decía en Los Orígenes del Totalitarismo, innatural–, se ve truncada por serle eminentemente contraria. En relación con esto, otra confusión histórica de radical importancia a la hora de explicar la situación política de la actualidad, es la confusión, de raigambre naturalista, entre labor y trabajo. El trabajo comenzó a ser considerado –y esto en Marx se ve con más claridad que en nadie– como natural, como parte del metabolismo humano. De esta confusión nace lo social (que confunde lo público con lo necesario) y de esta confusión nace también la otra confusión de lo social con lo político. En Marx, que, como dice Arendt, en varios aspectos no hizo más que resumir doscientos años de Modernidad, todo esto se ve nítidamente. Marx confundió la acción política con el trabajo y la labor. Entendió la acción política como un hacer, cuando el hacer es patrimonio del trabajo: la modificación de una cosa en otra. Pensar que los hombres hacen la historia por medio de la política o, peor, que el Hombre lo hace, es precisamente ignorar la pluralidad de los individuos. Por otra parte, esta condición del trabajo y de la acción en términos de procesos de producción y consumo aparece muy cercana a la vida animal regida por la necesidad: la labor.

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"... estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una "objetiva" relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida. La privación de lo privado radica en la ausencia de los demás; hasta donde concierne a los otros, el hombre privado no aparece y, por lo tanto, es como si no existiera. Cualquier cosa que realiza carece de significado y consecuencia para los otros, y lo que le importa a él no le interesa a los demás” (Arendt, p. 58). Esto explica, quizá, la creciente sensación de soledad en las sociedades modernas. 35 "Este mismo conformismo, el supuesto de que los hombres se comportan y no actúan con respecto a los demás, yace en la raíz de la moderna ciencia económica, cuyo nacimiento coincidió con el auge de la sociedad y que, junto con su principal instrumento técnico, la estadística, se convirtió en la ciencia social por excelencia. La economía -hasta la Edad Moderna una parte no demasiado importante de la ética y de la política, y basada en el supuesto de que los hombres actúan con respecto a sus actividades económicas como lo hacen en cualquier otro aspecto- sólo pudo adquirir carácter científico cuando los hombres se convirtieron en seres sociales y unánimemente siguieron ciertos modelos de conducta, de tal modo que quienes no observaban las normas podían ser considerados como asociales o anormales” (Arendt, p. 4142)

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El punto de todas estas distinciones es el siguiente: para Arendt, a partir de Platón (que, a través de su relato de la muerte de Sócrates, ha puesto de una vez y –quizá– para siempre, a la ciudad en contra de la filosofía), ha venido aconteciendo una inversión en la jerarquía de estas actividades. Según el pensamiento de la autora, estaríamos presenciado hoy la victoria de la labor. Bastarán algunas indicaciones: en la vida en general (zoé) no hay espacio para la individualidad, porque una vez que la humanidad se ha concebido así (en términos de especie, de una sola Historia, de un solo Hombre que progresa36), el hombre ha dejado de tener una diferencia específica que permita algo así como la personalidad, en términos radicales. Si bien cualquier defensor de la especie o de la Humanidad concedería, finalmente, un espacio para la personalidad individual, es decir, para la unicidad irrepetible de cada uno, sería siempre como residuo y nunca como una preocupación fundamental. Ocurriría siempre como le ocurría a Kant, cuando decía: “nunca dejará de ser desconcertante... que las primeras generaciones parecen echarse a los hombros actividades dolorosas sólo por el bien de las próximas... y que sólo la última generación tendrá la buena fortuna de habitar en el edificio ya completamente construido”. Cuando el hombre es puesto como naturaleza y no se distingue de ella, es decir, cuando podemos decir, como Bakunin decía con Feuerbach, que “el hombre hace todo lo que los animales hacen; sólo que él está llamado a hacerlo (...) cada vez más humanamente”, aunque se le conceda al hombre la “capacidad de pensar”, esa capacidad es insuficiente. Por lo demás, esa capacidad es la que permite el trabajo, propiamente, y no la acción, como hemos visto en los abundantes ejemplos aportados por Bakunin.

El giro del pensamiento de la biopolítica ha sido el siguiente: Foucault se refiere a esta definición [la de zoón politikón] cuando, al final de la Voluntad de saber, sintetiza el proceso a través del cual, en los umbrales de la vida moderna, la vida natural empieza a ser incluida, por el contrario, en los mecanismos y los cálculos del poder estatal y la política se transforma en bio-política: “Durante milenios el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (...). Según Foucault, “el umbral de modernidad biológica” de una sociedad se sitúa en el punto en que la especie y el individuo, en cuanto simple cuerpo viviente, se convierten en el objetivo de sus estrategias políticas. A partir de 1977, los cursos en el Collège de France comienzan a poner de manifiesto el paso del “Estado territorial” al “Estado de población” y el consiguiente aumento vertiginoso de la importancia de la vida biológica y de la salud de la nación como problema 36

Es posible, en este sentido, que el Progreso sólo sea pensable a partir de una concepción de la humanidad como un solo ente, la Humanidad, dentro de cuyo despliegue cada generación no es más que un momento.

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específico del poder soberano, que ahora se transforma de manera progresiva en “gobierno de los hombres”... “El resultado de ello es una suerte de animalización del hombre llevada a cabo por medio de las más refinadas técnicas políticas. Aparecen entonces en la historia tanto la multiplicación de las posibilidades de las ciencias humanas y sociales, como la simultánea posibilidad de proteger la vida y de autorizar su holocausto”. En particular, el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles, en esta perspectiva, sin el control disciplinario llevado a cabo por el nuevo bio-poder que ha creado, por así decirlo, a través de una serie de tecnologías adecuadas, los “cuerpos dóciles” que le eran necesarios. Por otra parte, ya a finales de los años cincuenta (es decir casi veinte años antes de la Volonté de savoir) H. Arendt había analizado, en The Human Condition, el proceso que conduce al homo laborans, y con él a la vida biológica como tal, a ocupar progresivamente el centro de la escena política del mundo moderno. Arendt atribuía precisamente a este primado de la vida natural sobre la acción política la transformación y la decadencia del espacio público en las sociedades modernas (...)37

Lo que habría ocurrido es que, de algún modo, toda la riqueza de que era capaz la existencia humana habría sido achatada hasta hacerla coincidir con la existencia puramente animal. Se comprende, en todo caso, la situación, en particular en el caso de polemistas como Bakunin: la supuesta “altura” de la humanidad, su supuesta “superioridad” respecto de la vida animal, todo el discurso que hablaba sobre eso, era por entonces patrimonio de, como gustaba Bakunin aludir a ellos, “los metafísicos y los teólogos”. Tenía sentido entonces decir, para contrariarlos, que no, que no hay mayores diferencias entre los animales y los hombres, que los hombres no son más que animales superdesarrollados pero esencialmente la misma cosa. Y se comprende que por entonces eso haya parecido liberador, por cuanto la supuesta “especialidad” de los hombres respecto de los animales estaba identificada justamente no con la acción (que habría hecho que los anarquistas, socialistas y enemigos del cristianismo en general hubieran estado en este punto de acuerdo con los teólogos y metafísicos), sino con “el alma”, con la relación con “Dios”, con una “racionalidad” y un “libre arbitrio” que no podían dejar de estar remitidos a dones divinos y a fábulas religiosas. Pienso que la situación ante la que se vieron los socialistas era más o menos así: eran los metafísicos y los teólogos quienes separaban a los hombres de los animales por cuestiones esenciales, por cuestiones propiamente religiosas; pero entonces viene todo el imaginario postilustracionista y post-kantiano que permitió que entrara en escena alguien como Darwin, por ejemplo, a decir que no había ninguna diferencia sustancial entre los hombres y los demás animales. Entonces por ahí va la cosa.

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Agamben, p. 11-12.

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Sin embargo, si hay diferencias entre animales y hombres no reside en “el alma”, y ese combate era un combate justo. Porque un combate sobre esencias impuestas, inventadas, falsas. Los animales también comen, viven, y también a su manera trabajan: de hecho, también piensan, según Bakunin. No hay diferencia. Lo olvidado es la posibilidad de la acción, lo imprevisible, de lo que más tarde Arendt denominaría, siguiendo a Agustín, como natalidad: la posibilidad, exclusivamente humana, de lo nuevo, de lo inesperado, que es propiamente la acción. Si todo está sujeto a una causalidad universal, en el sentido de Bakunin, no hay posibilidad de originalidad, es decir, de orígenes nuevos. Comenzaba entonces a socavarse conceptualmente la condición más propia de los hombres que es la acción, y a ser suplantada, en primer lugar, por el trabajo y, hoy, por la labor, en una sociedad como la nuestra que es una sociedad no de hombres, no de trabajadores, sino de consumidores, de procreadores, de productores (todas estas propiedades de la labor, de la vida, de la “nuda vida”, como la ha llamado Agamben). Si, como dice Arendt, ha triunfado la labor, por cuanto los hombres han dejado de ser considerados en su unicidad radical38 para comenzar a ser considerados sólo como engranajes-productores-consumidores de una sola gran máquina, de un solo gran Hombre; esto es, para comenzar a ser considerados como sólo un elemento dentro de la causalidad universal en su despliegue histórico necesario (determinado pero no predeterminado por un Dios o una Providencia), entonces podemos esperar que la ciencia social (la sociología, la ciencia política, la Historia como ciencia que se imaginaba el mismo Bakunin) rija el destino, o intente investigar y averiguar la legalidad interna del movimiento general de la Humanidad. Hemos cambiado la perspectiva: ya nada puede importarnos menos que el individuo en su radical diferencia.

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La concepción arendtiana de la unicidad radical del individuo no es liberal. No tenemos el espacio ni el tiempo para mostrarlo, pero lo dejamos sentado. La de Arendt es una búsqueda de recuperación de la individualidad en términos no liberales, e incluso anti-liberales. En otra ocasión habrá tiempo de abordar esta cuestión: por qué Arendt no es, por ningún motivo, liberal.

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3. Bakunin otra vez: sus reparos

Habíamos adelantado que nos parecía que Bakunin había previsto los peligros que su propia doctrina les propinaría a los individuos en tanto tales. Procederemos ahora a presentar, en forma similar a la primera parte de este trabajo, lo que podrían ser consideradas las respuestas de Bakunin a los reparos que desde el pensamiento de Arendt, Foucault y Agamben acabamos de formular. La pregunta final quedará abierta: ¿es, pues, el de Bakunin, un pensamiento de dos caras que se enfrentaría a sí mismo abrigando una contradicción? ¿O, por el contrario, podemos pensar que estas respuestas que aventuraremos ahora no son más que parches finalmente impotentes? En cualquier caso, la visión, por parte del autor, de estas problemáticas, no debe pasarnos desapercibida y debe, en verdad, hacernos pensar que estos planteamientos tienen una antigüedad y una profundidad inusuales y han podido ser sentidos por varios autores elididos por la tradición. Es decir: si bien es posible que la respuesta dada por Bakunin a los problemas pueda ser juzgada de insuficiente, lo que no es insuficiente es su darse cuenta de la existencia de tales problemas. Comenzaremos por la promesa del título de la investigación: la concepción bakuniniana de la ciencia, en particular de las ciencias sociales y de la sociología, que por entonces comenzaba a prefigurarse. Bakunin alega que los positivistas no han tenido el coraje de declararse ateos. Lo dice así: “Los positivistas franceses, ¿están convencidos de esta verdad negativa, sí o no? [la inexistencia de Dios] Sin duda lo están, y todos tan enérgicamente como los materialistas mismos. Si no lo estuvieran, habrían debido renunciar incluso a la posibilidad de la ciencia, porque saben mejor que nadie que entre lo natural y lo sobrenatural no hay transacción posible, y que esa inmanencia de las fuerzas y de las leyes, sobre la cual fundan su sistema, contiene directamente la negación de Dios. ¿Por qué, pues, en ninguno de sus escritos se encuentra la franca y simple expresión de esa verdad, de modo que cada cual pueda saber a qué atenerse con ellos? ¡Ah!, es que son conservadores políticos y prudentes, filósofos que se preparan a tomar el gobierno de la vil e ignorante multitud en sus manos. He aquí cómo expresan esa misma verdad: Dios no se encuentra en el dominio de la ciencia; siendo Dios, según la definición de los teólogos y de los metafísicos, lo absoluto, y no teniendo la ciencia por objeto más que lo que es relativo, no tiene nada que hacer con Dios, que no puede ser para ella más que una hipótesis inverificable. Laplace diría la misma cosa con más franqueza de expresión: “Para construir mi sistema de los mundos, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. No añaden que la admisión de esa hipótesis implicaría necesariamente la negación, la anulación de la ciencia y del mundo. No, se contentan con decir que la ciencia es impotente para verificarla y que por consiguiente no pueden aceptarla como una verdad científica. Notad que los teólogos –no los metafísicos, sino los verdaderos teólogos– dicen absolutamente lo mismo: “Siendo Dios el ser infinito, omnipotente, absoluto, eterno, el espíritu humano, la ciencia del hombre, es incapaz de elevarse hasta él”. De ahí resulta la necesidad de una revelación especial determinada por la gracia

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divina; y esa verdad revelada y que, como tal, es impenetrable por el análisis del espíritu profano, se convierte en la base de la ciencia teológica”39

La base de esta crítica del posible kantismo subyacente a los positivistas y, finalmente, a toda la teoría de las ciencias arraigada en el pensamiento de Kant tiene su origen, como muchas de las nociones de Bakunin, en Hegel: “Si los positivistas franceses hubiesen querido tomar en consideración la crítica que preciosa que Hegel, en su Lógica –que es, ciertamente, uno de los libros más profundos que se han escrito en nuestro siglo–, ha hecho de todas estas antinomias kantianas, se habrían forjado el juicio conveniente sobre esa pretendida imposibilidad para reconocer la naturaleza íntima de las cosas. Habrían comprendido que ninguna cosa puede tener realmente en su interior una naturaleza que no se manifieste en su exterior”40. Esta es la base ontológica en la que Bakunin se apoya para considerar que cualquier “cautela” por parte del conocimiento en términos de “frontera” no es más que un prejuicio metafísico41. El autor, como en otras 39

Bakunin, p. 256. Bakunin, p. 278. 41 En una extensísima nota al pie, de unas cinco o seis páginas, Bakunin explica su consideración de que “no puede haber nada adentro que no esté afuera, ni nada afuera que no esté adentro” de la cosa. Sus ejemplos son, como casi siempre, muy bellos. La abreviaré mucho y quedará larga, de todos modos, pero valdrá la pena: “Esta es una verdad universal que no admite ninguna excepción y que se aplica igualmente a las cosas inorgánicas en apariencia más inertes, a los cuerpos más simples, lo mismo que a las organizaciones más complicadas (...). Esos llamados genios ignorados, esos espíritus vanidosos y enamorados de sí mismos, que eternamente se lamentan de no llegar nunca a sacar a luz los tesoros que dicen contener en sí, son siempre, en efecto, los individuos más míseros con relación a su ser íntimo: no llevan en sí nada. Tomemos, por ejemplo, un hombre de genio, que habría muerto al entrar en la virilidad, en el momento que iba a descubrir, a crear, a manifestar grandes cosas, y que se ha llevado a la tumba, como se dice generalmente, las más sublimes concepciones, perdidas para siempre para la humanidad (...) ¿Ha llevado consigo algo a la tumba? Sí, una gran posibilidad, no una realidad. En tanto que esa posibilidad se ha realizado en él, hasta el punto de convertirse en su ser íntimo, estad seguros, de una manera o de otra, se ha manifestado ya en sus relaciones con el mundo exterior (...) He tenido en mi juventud un querido amigo, Nicolás Stankevich (1813-1840). Era verdaderamente una naturaleza genial: una profunda inteligencia, acompañada de un magnífico corazón. Y, sin embargo, ese hombre no hizo ni escribió nada que pueda conservar su nombre en la Historia. ¿Habría ahí un ser íntimo, perdido sin manifestación y sin rastro? No; Stankevich, a pesar de que –o precisamente por ello– ha sido el menos presuntuoso y el menos ambicioso del mundo, fue el centro vivo de un grupo de jóvenes en Moscú, que vivieron, por decirlo así, durante varios años, de su inteligencia, de sus pensamientos y de su alma. Yo pertenecí a ese número, y lo considero en cierta manera como mi creador (...) Su ser íntimo estaba completamente manifestado en sus relaciones con sus amigos, primero, y luego con todos los que han tenido la dicha de acercársele; una verdadera dicha, porque era imposible vivir cerca de él sin sentirse en cierto modo mejorado y ennoblecido. En su presencia, ningún pensamiento cobarde o trivial, ningún instinto malo parecían posibles; los hombres más ordinarios cesaban de serlo bajo su influencia. Stankevich pertenecía a esa categoría de naturalezas a la vez ricas y exquisitas que David Strauss ha caracterizado tan bien, hace mas de treinta años, en su folleto titulado, si no me equivoco, El genio religioso (Über das religiöse Genie). Hay hombres dotados de un gran genio –dice– que no lo manifiestan por ningún gran acto histórico, ni por ninguna creación, sea científica, sea artística, sea industrial; que no han emprendido nunca nada, ni han hecho ni escrito nada, y cuya acción se ha concentrado y se ha resumido en su vida personal, y que, sin embargo, han dejado tras sí un rasgo profundo en la Historia, por la acción, exclusivamente personal, es verdad, pero al mismo tiempo muy poderosa, que han ejercido en su alrededor inmediato, sobre sus discípulos. Esta acción se extiende y se perpetúa, primero por la tradición oral y más tarde por los escritos, por los actos históricos de sus discípulos o de los discípulos de 40

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oportunidades, explica esto además por razones políticas o, más crudamente, por razones de clase: “Así es como los positivistas abren la puerta a los teólogos y pueden seguir siendo sus amigos en la vida pública, no obstante hacer ateísmo científico en sus libros. Obran como conservadores políticos y prudentes. Los materialistas son revolucionarios. Niegan a Dios, niegan la causa primera. No se contentan con negarla, prueban su absurdo y su imposibilidad”42. Ahora bien, sí hay un aspecto de las cosas que Bakunin considera inasible para las ciencias (hay que recordar que Bakunin considera ciencias todos los sistemas de abstracciones verdaderas de que es capaz el hombre, y no sólo las ciencias naturales). Pero no porque las ciencias tengan ese límite. Se trata, más bien, de algo a lo que ciencia nunca podrá llegar. Decir que se trata de un límite de la ciencia sería equivalente a decir que el sentimiento del amor es un límite de la carpintería: un absurdo, es decir, la medición de un objeto con una regla que no es la suya o, por decirlo bien dicho, pedirle peras al olmo. Y justamente aquí reside su crítica y su lucidez. Es justo anotar que toda esta digresión aparece en el texto original también, como muchas otras de las mayores ideas del autor, como una nota al pie: “Existe realmente en todas las cosas un aspecto o, si queréis, una especie de ser íntimo que no es inaccesible, pero que es imperceptible para la ciencia. No es, de ningún modo, el ser ínitmo de que habla el señor Littré con todos los metafísicos, y que constituiría, según ellos, el en sí de las cosas, y el porqué de los fenómenos; es, al contrario, el aspecto menos esencial, menos interior, el más exterior y a la vez el más real y el más pasajero, el más fugitivo de las cosas y de los seres: es su materialidad inmediata, su real individualidad, tal como se presenta únicamente a nuestros sentidos, y que ninguna reflexión del espíritu podría retener, ni ninguna palabra podría expresar. Repitiendo una observación muy curiosa que Hegel ha hecho –según creo, por primera vez–, he hablado ya de esa particularidad de la palabra humana de no poder decir más que generalidades, pero no la existencia inmediata de las cosas, en esa crudeza realista, cuya impresión inmediata nos es aportada por nuestros sentidos. Todo lo que podéis decir de una cosa para determinarla, todas las propiedades que le atribuís o que encontráis en ella, serán determinaciones generales, aplicables en grados diferentes y en una cantidad innumerable de combinaciones diversas, a muchas otras cosas. Las determinaciones o prescripciones más detalladas, las más íntimas, las más materiales que podríais hacer serán siempre determinaciones generales, de ningún modo individuales. La individualidad de una cosa no se expresa. Para indicarla debéis, o bien llevar a vuestro interlocutor a su presencia, hacérsela ver, oír, palpar, o bien debéis determinar su lugar y su tiempo, tanto como sus relaciones con otras ya determinadas y conocidas. Huye, escapa a todas las otras determinaciones. Pero huye, escapa igualmente a sí misma, porque no es otra cosa que una transformación incesante: es, era, no es ya, o bien es otra cosa. Su realidad constante en desaparecer o transformarse. Pero esa realidad constante es su aspecto general, su ley, el objeto

sus discípulos... El doctor Strauss afirma, me parece que con mucha razón, que Jesús, como personaje histórico y real, fue uno de los más grandes representantes, uno de los magníficos ejemplares de esa categoría particular de hombres de genio íntimos. Stankevich lo era también, aunque, indudablemente, en una medida mucho menor que Jesús (Bakunin, p. 286n-289n). 42 Bakunin, p. 263.

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de la ciencia. Esa ley, tomada y considerada aparte, no es más que una abstracción, desprovista de todo carácter real, de toda existencia real. No existe realmente, no es una ley efectiva, sino en ese proceso real y viviente de transformaciones inmediatas, fugitivas, imperceptibles e indecibles. Tal es la doble naturaleza, la naturaleza contradictoria de las cosas: la de ser en realidad lo que incesantemente deja de ser, y no existir realmente en lo que permanece general y constante, en medio de sus transformaciones perpetuas. Las leyes quedan, pero las cosas perecen, lo que equivale a decir que esas cosas cesan de ser y se convierten en cosas nuevas. Y sin embargo, son cosas existentes y reales; en tanto que sus leyes no tienen existencia efectiva más que si están perdidas en ellas, no siendo, en efecto, más que en tanto que son el modo real de la genuina existencia de las cosas, de suerte que, consideradas aparte, al margen de esa existencia, se convierten en abstracciones fijas e inertes, en no seres. La ciencia, que no se ocupa más que de lo que es expresable y constante, es decir, de las generalidades más o menos desarrolladas y determinadas, pierde aquí su latín y rinde su bandera ante la vida, que es la única que está en relación con el aspecto viviente y sensible, pero imperceptible e indecible de las cosas. Tal es el real y se puede decir único límite de la ciencia, un límite verdaderamente infranqueable. Un naturalista, por ejemplo, que es él mismo un ser real y vivo, diseca un conejo; ese conejo es igualmente un ser real, y ha sido, al menos hace apenas unas horas, una individualidad viviente. Después de haberlo disecado, el naturalista lo describe; pues bien, el conejo que sale de la descripción es un conejo en general, que se parece a todos los conejos, privado de toda individualidad, y que, por consiguiente, no tendrá nunca fuerza para existir, y permanecerá eternamente un ser inerte y no viviente, ni corporal siquiera, sino una abstracción, la sombra fijada de un ser vivo. La realidad viviente se le escapa y no se da más que a la vida que, siendo ella misma fugitiva y pasajera, puede percibir y, en efecto, percibe siempre todo lo que vive, es decir, todo lo que pasa o lo que huye. El ejemplo del conejo sacrificado a la ciencia, nos interesa poco, porque ordianariamente nos interesamos muy poco en la vida individual de los conejos. No es lo mismo con la vida individual de los hombres, que la ciencia y los hombres de ciencia, habituados a vivir entre abstracciones, es decir, a sacrificar siempre las realidades fugitivas y vivientes a sus sombras constantes, serían igualmente capaces, si se les dejase hacer, de inmolar o al menos de subordinar en provecho de sus generalizaciones abstractas. La individualidad humana, lo mismo que la de las cosas más inertes, es igualmente imperceptible y, por decirlo así, inexistente para la ciencia. También los individuos vivos deben precaverse y salvaguardarse contra ella, para no ser inmolados, como el conejo, en provecho de una abstracción cualquiera; como deben prevenirse al mismo tiempo contra la teología, contra la política y contra la jurisprudencia, que, participando igualmente de ese carácter abstractivo de la ciencia, tienen la tendencia fatal a sacrificar los individuos en provecho de la misma abstracción, llamada por cada uno con nombres diferentes; la primera la llama verdad divina; la segunda, bien público, y la tercera, justicia. Bien lejos de mí querer comparar las abstracciones bienhechoras de la ciencia con las abstracciones perniciosas de la teología, de la política y de la jurisprudencia. Estas últimas deben cesar de reinar, deben ser igualmente extirpadas de la sociedad humana –su salvación, su emancipación, su humanización definitiva no se producen sino a ese precio– mientras que las abstracciones científicas, al contrario, deben ocupar su puesto, no para reinar sobre la humana sociedad, según el sueño liberticida de los filósofos positivistas, sino para iluminar su desenvolvimiento espontáneo y viviente. La ciencia puede aplicarse a la vida pero nunca encarnarse en la vida. Porque la vida es la acción inmediata y viviente, el movimiento a la vez espontáneo y fatal de las individualidades vivas. La ciencia es la abstracción, siempre incompleta e imperfecta. Si quisiera imponerse a ella como una doctrina absoluta, como una autoridad gubernativa, la empobrecería, la falsearía y la paralizaría. La ciencia no puede salir de las abstracciones: ese es su reino. Pero las abstracciones y sus representantes inmediatos, de cualquier naturaleza que sean: sacerdotes, políticos, economistas, juristas y sabios, deben cesar de gobernar a las masas populares. Todo el progreso del porvenir está ahí. Es la vida y el movimiento de la

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vida, la acción individual y social de los hombres, vueltos a su completa libertad. Es la extinción absoluta del principio de autoridad. ¿Y cómo? Por la propaganda más ampliamente popular de la ciencia libre. De esta manera, la masa social no tendrá fuera de sí una verdad llamada absoluta que la dirija y que la gobierne, representada por individuos muy interesados en conservarla exclusivamente en sus manos porque les da la fuerza, y con la fuerza la riqueza, el poder de vivir a costa del trabajo de la masa popular. Esa masa tendrá una verdad, siempre relativa, pero real, una luz interior que iluminará sus movimientos espontáneos y que hará inútil toda autoridad y toda dirección exteriores... (...) Esto no impedirá, sin duda, que los hombres de genio mejor organizados para las especulaciones científicas que la inmensa mayoría de sus contemporáneos, se entreguen más exclusivamente que los demás al cultivo de las ciencias, y presten grandes servicios a la humanidad; pero sin ambicionar otra influencia social que la influencia natural que un espíritu superior no deja nunca de ejercer en su medio, ni otra recompensa que la satisfacción de su noble pasión, y algunas veces también el reconocimiento y la estima de sus contemporáneos. La ciencia, al convertirse en patrimonio de todo el mundo, se casará en cierto modo con la vida inmediata y real de cada uno. Ganará en utilidad y en gracia lo que perderá en ambición y en pedantismo doctrinarios. Tomará en la vida el puesto que el contrapunto debe ocupar, según Beethoven, en las composiciones musicales. A alguien que le había preguntado si era necesario saber contrapunto para componer buena música, le respondió: “Sin duda, es absolutamente necesario conocer el contrapunto; pero tan necesario es olvidarlo después de haberlo comprendido, si se quiere componer algo bueno”. El contrapunto forma, en cierto modo, el esqueleto regular, pero pefectamente inanimado y sin gracia, de la composición musical, y como tal, debe desaparecer absolutamente bajo la gracia espontánea y viva de la creación artística. Lo mismo que el contrapunto, la ciencia no es el fin, es uno de los medios más necesarios y más magníficos de esa otra creación, mil veces más sublime aún que todas las composiciones artísticas, de la vida y de la acción inmediatas y espontáneas de los individuos humanos en sociedad. Tal es, pues, la naturaleza de este ser íntimo, que realmente queda siempre cerrado para la ciencia. Es el ser inmediato y real de los individuos, como cosas: es lo eternamente pasajero, son las realidades fugitivas de la transformación eterna y universal, realidades que lo son en tanto que cesan de ser y que no pueden cesar de ser sino porque son; son, en fin, las individualidades palpables, pero no expresables de las cosas. Para poder determinarlas, sería preciso poder conocer todas las causas de que son los efectos, y todos los efectos de que son las causas; percibir sus relaciones de acción y de reacción naturales en todas las cosas que existen y que han existido en el mundo. Como seres vivos, percibimos, sentimos esa realidad, nos envuelve, la sufrimos y la ejercemos, muy a menudo a nuestro capricho, en todo momento. Como seres de pensamiento, hacemos forzosamente abstracción de ella, porque nuestro mismo pensamiento comienza con esa abstracción y por ella. Esta contradicción fundamental entre nuestro ser real y nuestro ser pensante, es la fuente de todos nuestros desenvolvimientos históricos, desde el gorila, nuestro antepasado, hasta el señor de Bismarck, nuestro contemporáneo; la causa de todas las tragedias que han ensangrentado la historia humana, pero también de todas las comedias que la han regocijado; ha creado las religiones, el arte, la industria, los Estados, llenando el mundo de contradicciones horribles y condenando los hombres a terribles sufrimientos; sufrimientos que no podrán acabar sino por el abandono de todas las abstracciones que ha creado en su desenvolvimiento histórico y que se resumen definitivamente hoy, en la ciencia, por la vuelta de esa ciencia a la vida”43

Hay mucho que decir aquí. En primer lugar, encontramos una crítica al proyecto comteano de un gobierno de la ciencia o de los sabios. Bakunin sabe que la ciencia es 43

Bakunin, p. 290n-293n.

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una empresa necesaria, pero necesariamente abstracta. Como tal, puede decir y generar verdades respecto de las generalidades (y Bakunin acepta que pueda haber una ciencia de las sociedades, en fin, acepta que puede haber ciencia de todo en cuanto algo en general), pero siempre mantendrá, fuera de sí, a las individualidades irreductibles que permiten la misma generalización sobre la que ella versa. Es en este sentido que la ciencia debe ser “aprendida” y luego “olvidada”, como el contrapunto de Beethoven, si queremos hacer las cosas bien: justamente porque las cosas se hacen, es decir, porque todo sucede, porque la vida misma acontece en la más pura e infinita individualidad y detalle, que es por definición inasible para la ciencia. La ciencia, aun la ciencia humana, podrá hablar de “el hombre”, pero jamás de los hombres considerados pluralmente. La generalización siempre es una tendencia a la uni-versalización, a poner un uno donde en verdad, en realidad, hay un muchos. A partir de esto Bakunin puede considerar que la utopía comteana de un gobierno de los sabios es un despropósito, porque éstos, por mucho que sepan todo lo que puede saberse, nunca podrán hacerse cargo de la individualidad. Es por esto, entre otras razones, que los gobiernos (no sólo el de los sabios sino todos los gobiernos) son siempre inoperantes y, más todavía, perniciosos y tiránicos: un gobierno necesariamente generaliza y, por tanto, anula el detalle íntimo, imperceptible al pensamiento, de lo radicalmente uno. Se articula así la crítica bakuniniana a la ciencia. O no a la ciencia, pero sí a las pretensiones gubernamentales de la ciencia. De este modo, se articula también, como intuición, la crítica al prejuicio moderno de la Humanidad o de la Especie que terminaría dando en los totalitarismos de siglo XX y en las sociedades de masas contemporáneas, que no son otra cosa que posttotalitarismos, en que la vida de los hombres está reducida a la “nuda vida” en términos de Agamben, al animal laborans en términos de Arendt. Por otra parte, la idea bakuniniana de que la ciencia ha de “volver a la vida” se presenta enigmática y, como tal, como una salida particularmente oscura (la imagen es precisa) a los propios problemas que su noción del hombre como “otro animal más” nos había planteado, ante la que habíamos reaccionado recurriendo a los pensamientos de Agamben-Foucault y Arendt. Bakunin reaccionaba a “los metafísicos y los teólogos” que consideraban que entre los animales (en verdad, entre la naturaleza) y el hombre había una frontera infranqueabla, dado que el hombre tenía, de algún modo, un cierto origen divino. El principio de la divinidad y todas las nociones teológicas han producido, según Bakunin, las más grandes atrocidades y, en verdad, la propia idea de la autoridad tiene un origen 30

teológico. Si hay Dios, entonces hay autoridad. Si no, entonces la autoridad no descansa ya sobre nada. Esta es la razón de la insistencia machacona de los anarquistas en la negación de Dios y de toda divinidad44. Íbamos en que, frente a este panorama, Bakunin decide situar al hombre como parte integrante de la naturaleza, tanto como las piedras y los conejos. Podemos caracterizar esta búsqueda como una búsqueda de arraigo ontológico. Los metafísicos habían puestos a los hombres en un pedestal falso, se trataba entonces de volver a pararse sobre la tierra, junto a todas las demás criaturas. Ahora bien, la noción de naturaleza en general que corría por entonces era particularmente pobre. Ya hemos notado que, por obra de la tradición filosófica, todas las “particularidades” de los hombres habían sido remitidas a Dios. Bakunin, sin embargo, no parece haber leído a los autores previos al cristianismo. Su pensamiento se asemeja en muchos momentos al de Aristóteles, seguramente sin que él mismo lo supiera, y así entonces también al de Arendt, en su preocupación por la particularidad de los individuos, por un lado, y por la consideración de que no hay particularidad sin pluralidad y sin relación estrecha y política con los otros. Bakunin comparte la opinión de que un hombre que no se interesa por cuestiones políticas no es un hombre propiamente, y de que la libertad individual sólo tiene sentido en la medida en que todos los demás hombres son libres también. Caracterizábamos la puesta del hombre en la tierra como un gesto de arraigo ontológico. Esto quiere decir, poco más o menos, que lo había que hacer por entonces, teóricamente, era volver a darle al hombre un lugar entre los entes y, al así hacerlo, volver a darle un origen. Sin embargo el origen que se le dio (la meta naturaleza), incluso en algunas oportunidades (como en el pensamiento de algunos discípulos de Darwin) con un gesto sarcástico fue un origen particularmente reductivo. No digo con esto que el hombre venga de otro lugar y no de la naturaleza: lo que quiero decir es que la naturaleza puede concebirse de modos muy diversos al modo en que se la ha venido concibiendo en la tradición filosófico-científica. Cuando se dijo que el hombre no era otra cosa que un animal más, se dijo al mismo tiempo, o al menos el tono en que se lo dijo señalaba también que el hombre era, por decir así, “poca cosa”. La actitud ascética y cristiana de “desprecio” por la naturaleza y la materialidad en general en contraposición con “lo que de divino” había en los hombres, es decir, su “alma”, se mantuvo en el ateísmo del siglo XIX, y lo que cambió entonces fue que dejó de haber alma y todo pasó a ser, de algún

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No tengo espacio aquí para desarrollar ahora este tema.

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modo, subrepticiamente, “despreciable”. Lo que en general aconteció entonces es que, siendo la “particularidad” un residuo metafísico y teológico emparentado con el “alma individual”, muchos pensadores decidieron remitir cualquier manifestación de lo humano a la naturaleza sin atributos. Entre ellos podemos contar a Marx, a Darwin, acaso a Feuerbach y sin dudas, en algún sentido, a Hegel, en cuyo pensamiento lo particular sólo tiene sentido en la medida en que está remitido a un universal. La insistencia en que no hay diferencia esencial entre los hombres y los demás entes, en que todo es producto de la misma emanación de lo mismo, terminó por ocultar que, si bien no tienen un origen diverso, sí forman parte de las posibilidades de lo humano ciertos rasgos que no pueden estar presentes en la naturaleza como tal: en particular, la condición humana, destacada por Arendt, de la natalidad. Sin embargo, vemos que en Bakunin, si bien de un modo extraño y muy particular, esto aparece rescatado. Arendt escribía, en la última página de Los Orígenes del Totalitarismo: “El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento histórico, es la suprema capacidad del hombre; políticamente, se identifica con la libertad del hombre. Initium ut esset homo creatus est (“para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre”), dice Agustín. Este comienzo es garantizado por cada nuevo nacimiento; este comienzo es, de hecho, cada hombre”45

Cada hombre es una posibilidad única de novedad y de acción. Esto es lo que parece vislumbrar Bakunin en todos sus reparos a las ciencias en general, denunciando que no hay cabida en ellas para la individualidad. La importancia de la individualidad pasa por aquí. Parece haber, entonces, una “contradicción” en el pensamiento de Bakunin. Por una parte, encontramos en su pensamiento una concepción cerrada, típicamente moderna y cientificista del universo en su totalidad (la naturaleza pensada como causalidad universal), y por otro lado un rescate, extra-científico, de las individualides irreductibles. Es como si hubiera concebido el universo como un todo cerrado y le hubiera hecho un pequeño agujero. Como si hubiera vislumbrado, como si hubiera tenido la intuición de que no estaba bien cerrarlo todo. Bakunin puede ser considerado entonces como un hito en la historia del pensamiento y en particular en la historia de la Modernidad, por cuanto en él pueden prefigurarse ciertas fronteras, ciertas nociones,

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Arendt, Hannah. Los Orígenes del Totalitarismo, Alianza Editorial, p. 706-707.

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ciertas intuiciones que serían tratadas sólo en la segunda mitad del siglo XX por los filósofos que llamamos “posmodernos”, y muchas veces ni siquiera.

Estas nociones requerirían, para ser debidamente desarrolladas, muchísimo más trabajo posterior. Por lo pronto, y en honor al tiempo, no puedo más que apuntarlas.

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Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio. Homo Sacer I: El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos, Valencia, 2006.

ARENDT, Hannah. The Human Condition. University of Chicago Press, Nueva York, 1998.

BAKUNIN, Mikhail. Consideraciones filosóficas sobre el fantasma divino, sobre el mundo real y sobre el hombre, en Obras Completas, tomo III, Ediciones de La Piqueta, Madrid, 1979.

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