Ensayo Sobre El Laberinto de La Soledad

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El laberinto de la soledad y la apertura del canon

Anthony Stanton

Conferência proferida como parte das atividades previstas na “Cátedra Daniel Cosío Villegas” (El Colegio de México e CEPPAC) sob o título: “História, Mito, Autobiografia y Ficción en el Ensayo El Laberinto de la Soledad”, 22 a 31 de agosto de 2005, Universidade de Brasília (UnB).

Brasília 2006

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El laberinto de la soledad y la apertura del canon

Anthony Stanton El Colegio de México Comienzo con una afirmación que hoy parece evidente: El laberinto de la soledad es uno de los pocos textos indiscutiblemente canónicos de la literatura mexicana. Como toda obra clásica, tiene la capacidad de significar cosas muy distintas a diferentes lectores en diversos lugares y en diversos momentos históricos. Los clásicos, siempre actuales, nos ofrecen un espejo en el cual cada uno puede verse reflejado de manera fiel o deformada. A diferencia de los libros que quedan sepultados en la historia, los clásicos parecen acompañarnos en cada nueva aventura: sería absurdo sostener que las obras de Shakespeare sólo tienen interés para los contemporáneos de Shakespeare. Obra canónica, El laberinto es también una de las primeras reflexiones sistemáticas sobre lo que constituye el canon de la cultura mexicana: aquí me refiero no sólo al canon literario, artístico e intelectual sino también al canon histórico, mítico, político, social y popular. Asombra todavía pensar que este ensayo fue el primer libro formal de prosa de Octavio Paz: una obra maestra escrita a los 35 años de edad. Más que un reflejo de las intenciones originales del autor, el texto se ha transformado en la suma de las cambiantes y encontradas interpretaciones de sus muchos lectores. Con alrededor de un millón de ejemplares vendidos sólo en las ediciones del Fondo de Cultura Económica y a pesar de ser una lectura obligatoria en el sistema educativo mexicano, el libro no ha cesado de provocar polémicas. Publicado por primera vez en 1950 y revisado en 1959 en una segunda edición, El laberinto se ha convertido en un texto sagrado y es, para muchos, una especie de encarnación programática de la cultura nacional. ¿Cuántos lectores no han buscado en sus páginas una definición esencialista del ser del mexicano o las claves de una filosofía de lo mexicano? Sin embargo, su estatuto es ambiguo: sus críticas subversivas, que escandalizaban a los primeros lectores, se han vuelto lugares comunes. Una creación heterodoxa pasa a ser institucionalizada y, en el peor de los casos, utilizada como una especie de guía turística sobre México y lo mexicano. Su extraña fortuna ha consistido en ser el testigo de su propia mitificación, ser la versión autorizada de lo mexicano, cosa paradójica ya que fue este mismo tipo de codificación oficial lo que el libro quiso combatir. Hoy es difícil imaginar que este libro canónico tuvo una recepción bastante hostil en 1950. Paz era entonces lo que ahora llamaríamos un pensador políticamente incorrecto, como lo demuestran sus primeras críticas públicas del régimen totalitario ruso. i Recordemos que fue atacado no sólo desde la izquierda sino también desde la derecha, sobre todo desde los círculos dogmáticos de la ortodoxia católica, por su extraordinaria lectura de Sor Juana Inés de la Cruz como mujer, poeta e intelectual en busca del conocimiento y no como una santa casada felizmente con la Iglesia. ii 1

En 1950, el mismo año en que se publica El laberinto de la soledad, Paz escribe su primera crítica pública del régimen totalitario ruso, texto que vio la luz en el número 197 (marzo de 1951) de la revista argentina Sur: véase “Los campos de concentración soviéticos”, en Ideas y costumbres I. La letra y el cetro, vol. 9 de las Obras completas de Octavio Paz, 2ª ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 1995), pp. 167-170. 2

El libro seminal que corona su obra como ensayista es Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (México: Fondo de Cultura Económica, 1982), reeditado como el tomo 5 de las Obras completas de Octavio Paz, 2ª ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 1994).

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Como sucede con toda obra de arte, su génesis puede verse en términos biográficos y textuales. El libro es concebido durante los dos años vividos en los Estados Unidos, entre diciembre de 1943 y fines de 1945, pero la redacción tiene lugar en París, en el verano de 1949. Así, un libro pensado y escrito por un viajero en un exilio voluntario tiene como uno de sus temas centrales una especie de exilio metafísico llamado “soledad”. En su estructura, el libro puede leerse, entre otras cosas, como un viaje personal y colectivo en busca del autoconocimiento. El ensayo muestra, en sus temas y estructura, un paralelismo simbólico con la biografía del autor, paralelismo que se proyecta sobre un patrón genérico antiquísimo: el de los viajes de iniciación en los cuales el sujeto, en su papel ejemplar de héroe de un “mito de redención”, aspira a una reconciliación con la colectividad después de haber superado una serie de pruebas. Volveremos después a esta dimensión mítico-religiosa o alegórica, ya presente desde el título con su alusión al laberinto. El conocido capítulo inicial, “El pachuco y otros extremos”, es una reflexión provocada por la experiencia directa: mientras vive en Los Ángeles Paz es testigo de los motines y la represión de las pandillas de jóvenes mexicano-americanos perseguidos por la policía. Desde el comienzo las meditaciones se presentan como productos de la experiencia vivida y no como interpretaciones de libros previos. Son frecuentes las oraciones que empiezan con “Recuerdo que...” o con fórmulas autobiográficas como “Cuando llegué a los Estados Unidos...”. Otras veces, el autor quiere que estemos conscientes de los cinco años transcurridos entre la experiencia y el momento de la escritura: “Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía...”. iii Así se establece el gran tema de la escritura subordinada a la vida. Si en 1950 la experiencia previa en Los Ángeles se presenta como el origen autobiográfico del libro, en un ensayo introductorio escrito más de cuarenta años después (y que forma parte de una serie de reinterpretaciones que el autor ha hecho de su libro más conocido) Paz hace remontar estos orígenes a tres recuerdos de experiencias infantiles que recrean la sensación de desamparo, extrañeza, separación o exclusión, sensación que provoca en otros la de rechazo, condena, suspicacia o desconfianza. En el libro, el concepto de “soledad”, con sus connotaciones de diferencia, otredad, aislamiento y enajenación, trasmite esta idea de autoconciencia radical, pero leamos el pasaje en el que el prosista de 78 años dramatiza la experiencia fundacional en la casa familiar de Mixcoac, experiencia ocurrida cuando tenía tres o cuatro años: Me veo, mejor dicho: veo una figura borrosa, un bulto infantil perdido en un inmenso sofá circular de gastadas sedas, situado justo en el centro de la pieza. Con cierta inflexibilidad, cae la luz de un alto ventanal. Deben de ser las cinco de la tarde pues la luz no es muy intensa. Muros empapelados de un desvaído amarillo con dibujos de guirnaldas, tallos, flores, frutos: emblemas del tedio. Todo real, demasiado real; todo ajeno, cerrado sobre sí mismo. Una puerta da al 3

El laberinto de la soledad, en El peregrino en su patria. Historia y política de México, vol. 8 de las Obras completas de Octavio Paz, 2ª ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), p. 56. En adelante todas las referencias al ensayo, incluidas en el texto entre paréntesis después de cada cita, remiten a esta edición. Este tomo incluye, además de El laberinto de la soledad, varios otros textos, dos de los cuales citaré en estas páginas: Postdata (1970) y “Vuelta a El laberinto de la soledad” (1975), la conversación con el crítico francés Claude Fell.

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comedor, otra a la sala y la tercera, lateral y con vidrieras, a la terraza. Las tres están abiertas. La pieza servía de antecomedor. Rumor de risas, voces, tintineo de vajillas. Es día de fiesta y celebran un santo o un cumpleaños. Mis primos y mis primas, mayores, saltan en la terraza. Hay un ir y venir de gente que pasa al lado del bulto sin detenerse. El bulto llora. Desde hace siglos llora y nadie lo oye. Él es el único que oye su llanto. Se ha extraviado en un mundo que es, a un tiempo, familiar y remoto, íntimo e indiferente. No es un mundo hostil: es un mundo extraño, aunque familiar y cotidiano, como las guirnaldas de la pared impasible, como las risas del comedor. Instante interminable: oírse llorar enmedio de la sordera universal... No recuerdo más. Sin duda mi madre me calmó: la mujer es la puerta de reconciliación con el mundo. Pero la sensación no se ha borrado ni se borrará. No es una herida, es un hueco. Cuando pienso en mí, lo toco; al palparme, lo palpo. Ajeno siempre y siempre presente, nunca me deja, presencia sin cuerpo, mudo, invisible, perpetuo testigo de mi vida. No me habla pero yo, a veces, oigo lo que su silencio me dice: esa tarde comenzaste a ser tú mismo; al descubrirme, descubriste tu ausencia, tu hueco: te descubriste. Ya lo sabes: eres carencia y búsqueda (pp. 17-18). Recreación (invención) magisterial de la primera experiencia de la soledad, con la enigmática y eficaz fractura de la voz narrativa: la memoria y la imaginación se dan la mano para crear el escenario simbólico fundacional que iluminará, como en toda escritura autobiográfica, las experiencias posteriores. Esta prefiguración se presenta como una vivencia personal y universal que se proyectará sobre la vida histórica de la nación. Como para el psicoanalista, las repeticiones dañinas se ven como síntomas de un conflicto psíquico no resuelto que tiene raíces en el pasado: “no es extraño que desde mi adolescencia me intrigase la suspicacia mexicana. Me pareció la consecuencia de un conflicto interior. Al reflexionar sobre su naturaleza, encontré que, más que un enigma psicológico, era el resultado de un trauma histórico enterrado en las profundidades del pasado” (pp. 20-21). El libro se escribe en el París de la posguerra, un París dominado por los debates existencialistas de Sartre, Camus y Merleau-Ponty. Muchos temas existencialistas, como el de la autenticidad, permean el ensayo. Pero lo más interesante es que Paz se identifica en aquel momento no tanto con el existencialismo como con los restos del movimiento surrealista. Sus ideas literarias y políticas coinciden no con las de Sartre sino con las de Breton y sus compañeros, aunque no dejan de alimentarse también del entorno existencialista. El surrealismo, entonces, es otro discurso estructurante del libro. Si pensamos en los antecedentes textuales en la obra anterior de Paz, saltan a la vista varios momentos. iv De sus primeros ensayos sobre poética proviene la creencia de que la existencia humana es una oscilación dialéctica entre los polos de la soledad y la comunión. v Lo original y sorprendente del libro de 1950 es la proyección de esta misma dialéctica sobre la 4

La investigación más completa sobre las fuentes intelectuales y textuales del ensayo fue realizada por Enrico Mario Santí en su edición crítica de El laberinto de la soledad (Madrid: Cátedra, 1993). 5 Por ejemplo, en su ensayo “Poesía de soledad y poesía de comunión”, publicado en 1943 y recopilado en Primeras letras (1931-1943), selección, introducción y notas de Enrico Mario Santí (México: Vuelta, 1988), pp. 291-303. Los textos de Primeras letras, algo reorganizados, forman parte de Miscelánea I. Primeros escritos, tomo 13 de las Obras completas de Octavio Paz, 2ª ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 1999).

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historia de México. Otra fuente textual interna está constituida por los ensayos sobre el papel del mito en la vida moderna, ensayos inspirados por sus lecturas de los miembros del Colegio de Sociología (Roger Caillois, Georges Bataille, Pierre Klossowsky, Jules Monnerot y, lateralmente, Jacques Soustelle, el gran estudioso del México precolombino), figuras que podríamos llamar discípulos heterodoxos del surrealismo. Este interés no convencional en las manifestaciones modernas de lo sagrado como transgresión ritual es un desprendimiento de la obsesión antropológica y estética del surrealismo por México como lugar de regeneración para la decadente civilización occidental. Como en los casos contemporáneos de Carpentier y Asturias, o el ejemplo posterior de un Cortázar, estamos ante una compleja lectura transcultural ya que El laberinto es un libro sobre México escrito en París por un mexicano que ha asimilado las teorías de la cultura europea sobre el papel supuestamente mesiánico y mítico de México. Lo cierto es que esta visión primitivista de México no es una invención de los surrealistas. En última instancia, las raíces de esta exaltación primitivista de México se encuentran en el romanticismo y sus derivaciones modernas. Años antes de que llegaran los surrealistas franceses a declarar que México era “el lugar surrealista por excelencia”, el escritor inglés D. H. Lawrence había construido un mito semejante y lo había ubicado en México, en su extraña novela The Plumed Serpent (La serpiente emplumada) (1926). De hecho, sabemos que la primera versión frustrada del ensayo de Paz consistió en una novela, de inspiración lawrenciana, redactada hacia 1942. vi Este dato es interesante porque creo que el libro ensayístico contiene huellas de su origen novelístico. Por último, una fuente evidente para las ideas del ensayo son las notas periodísticas publicadas entre marzo y diciembre de 1943 en el periódico mexicano Novedades. Son unos treinta textos que fueron reunidos por primera vez en 1988. vii Aquí tenemos, además de múltiples ejemplos del análisis moral, satírico, lingüístico y psicológico de las costumbres, creencias y actitudes de los mexicanos, el primer uso conocido (en letras de imprenta, en dos textos de marzo de 1943) del sustantivo “ninguneo” y del verbo “ningunear”, maravillosa invención que ya forma parte del patrimonio colectivo del español de México y de otros países. viii Es probable que Paz se haya inspirado en el tratamiento irónico y lúdico que Antonio Machado da a “don José María Nadie” en Juan de Mairena (1936), importante obra inclasificable de pensamiento fragmentario sobre arte y filosofía que provee, además, el conocido epígrafe del ensayo de Paz sobre “la esencial heterogeneidad del ser”. Parte de uno de los textos periodísticos de 1943, “Don Nadie y Ninguno”, entra, transformado, en una página del segundo capítulo de El laberinto, “Máscaras mexicanas”, y comienza con una declaración irónica de su genealogía: “Don Nadie, padre español de Ninguno...” (p. 72). Además de ser un gran poeta, Paz es uno de nuestros más brillantes ensayistas. Me parece que sus únicos rivales hispánicos como ensayistas literarios modernos son Reyes y Borges. El ensayo literario es un género plural, híbrido, inclasificable. Es el más pragmático de los géneros porque busca no sólo describir sino también influir en las concepciones que tenemos de nuestras creencias, costumbres, actitudes y mitos. Crítica y creación. Forma de expresión 6

Para más datos sobre la influencia de Lawrence en la primera época de Paz, véase mi artículo “La prehistoria estética de Octavio Paz: los escritos en prosa (1931-1943)”, Literatura Mexicana 2 (1991), pp. 23-55. 7 Casi todos los textos están recopilados en el ya citado libro Primeras letras. 8

Los textos son “El vacilón” y “Don Nadie y Ninguno”, recopilados en Primeras letras.

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inseparable de la modernidad, el ensayo es intrínsecamente exploratorio, provocador, no sistemático. En su búsqueda del conocimiento, el ensayo suele ser una indagación libre que no respeta fronteras. Fiel a su impureza constitucional, El laberinto se alimenta de diversos discursos: filosofía, historia, psicología, religión, mitología, narrativa, lingüística, sociología, antropología... Dialoga con todos pero no pertenece a ninguno: todo lo asimila y sintetiza en un estilo poético inconfundible. Es una obra literaria que habla de lo que no es literatura. Tanto su unidad estructural como su poder retórico y su estilo deslumbrante son obra de la imaginación poética que piensa analógicamente. Incluso podemos decir que son legítimas en un texto de esta naturaleza ciertas contradicciones interiores y la exasperante renuencia a hacer explícitos sus procedimientos epistemológicos y sus premisas racionales, rasgos que serían defectos inadmisibles en un tratado. ix Como pisa el terreno de los especialistas, el ensayo derriba los muros que no permiten un conocimiento integral. El mismo Paz señaló varias veces que las fuentes intelectuales más importantes del libro estaban en Nietzsche, Marx y Freud. x Pero tal vez no habrá que desestimar un antecedente más personal: la sensibilidad que tiene el joven ante el paisaje tan peculiar del Valle de México, donde el pedregal volcánico conserva intacto un pasado vivo, producto de explosiones violentas. En este paisaje volcánico, el pasado es energía enterrada, siempre a punto de estallar. En uno de sus primeros poemas, escrito a los 17 años, influido sin duda por The Waste Land (1922) de Eliot (texto traducido un año antes en México por Enrique Munguía con el título de El páramo xi ), leemos los siguientes versos con su visión sombría de la ciudad moderna como espacio desacralizado: Los enormes templos derruidos, las columnas ya rotas, aplastando serpientes y dioses labrados. xii El otro México, lo que Paz llama el México subterráneo, el mundo precolombino antiguo y actual, tiene que ser desenterrado, descifrado y asimilado a la conciencia moderna: en términos machadianos, es nuestra otredad constitutiva. La persistente metáfora arquitectónica o geológica que describe una realidad de dos niveles, uno visible en la superficie que oprime a otro oculto en las tinieblas del pasado o del inconsciente, se puede explicar efectivamente señalando su triple procedencia intelectual: su origen freudiano (lo manifiesto como síntoma de lo latente), su derivación del modelo hermenéutico marxista (la vida cultural como una superestructura determinada por una base menos visible) o, finalmente, su fidelidad al afán nietzscheano de penetrar más allá de la máscara superficial de lo convencional. Pero la empresa responde también a una visión personal del entorno local en el cual los edificios coloniales y modernos están superpuestos utilizando como cimientos los restos de los antiguos templos prehispánicos. Es decir: el joven poeta intuye (metafóricamente) lo que el pensador racionalizará años después. 9

Esta renuencia fue bien percibida por Santí en su introducción a la ya citada edición crítica (p. 67). Por ejemplo en la ya mencionada entrevista con Claude Fell titulada “Vuelta a El laberinto de la soledad”, incluida en El peregrino en su patria (ver nota 3), pp. 239-260.

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T. S. Eliot, “El páramo”, traducción [prosificada] y prólogo de Enrique Munguía, Contemporáneos, núm. 26-27 (julio-agosto de 1930), pp. 7-32. 12 “Nocturno de la ciudad abandonada”, Barandal, núm. 4 (noviembre de 1931), p. 7.

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Por otro lado, hay que recordar que este libro, tan lleno de oposiciones binarias, es anterior al estructuralismo francés. Este género de oposición o dicotomía se encuentra, por supuesto, en muchos sistemas filosóficos, religiosos y míticos (como nos recordó la antropología estructural de Lévi-Strauss). Además, la percepción de invariantes opuestas en la historia ya está presente en lo que es, probablemente, el texto fundador de este tipo de ensayo en Hispanoamérica: el Facundo (1845) de Sarmiento. La excavación de esta otredad cultural funciona, a su vez, en varios niveles. El sincretismo antropológico y arqueológico es simultaneísmo histórico y psicológico. En las primeras páginas del ensayo leemos: “A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes” (pp. 48-49). El concepto abstracto convertida en imagen concreta: un modelo de explicación sintético y sugerente que no acepta ningún divorcio entre lo teórico y lo empírico. De nuevo, se argumenta analógicamente. La estructura del libro reproduce el mismo esquema binario y dialéctico de varios niveles superpuestos. Los cuatro primeros capítulos parecen ser una descripción fenomenológica de ciertos rasgos psicológicos, lingüísticos y sociales de la cultura mexicana vista desde una perspectiva sincrónica. Más que generalizaciones sobre el carácter o alma nacional, son descripciones nostálgicas, irónicas y críticas de algunos mitos y estereotipos. Los capítulos siguientes interpretan, en orden cronológico, los episodios centrales de la historia de México. Pero la segunda parte no es ni causa ni efecto de la primera: ni determinismo psicológico ni determinismo histórico. Una de las características más asombrosas del libro es la manera en que anticipa y asimila a su propio discurso posibles objeciones y críticas. Así, al mismo tiempo que se enuncian los rasgos identificados por muchos como distintivamente mexicanos, se habla de “la siempre dudosa originalidad de nuestro carácter” (p. 48) y “la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional” (p. 47). Discurso crítico y autocrítico que no quiere congelarse en definiciones esencialistas. Otro aspecto del libro que no ha sido analizado por la crítica es la existencia de estrategias retóricas que introducen dimensiones de profundidad y ambigüedad. Veamos por ejemplo la enunciación misma del discurso. ¿El yo que habla es siempre el mismo? ¿Desde dónde habla y a quién o a quiénes se dirige? Si se lee como una obra literaria, salta a la vista que no hay estabilidad en la fuente de enunciación. Hay una movilidad constante. El que habla es a veces un yo autobiográfico identificable con un hombre llamado Octavio Paz. Otras veces habla el portavoz de la colectividad nacional, amparado en un nosotros que le atrae y le repele. En otras partes el yo se asume como ser universal sin ninguna restricción, como en la primera oración del libro: “A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso” (p. 47). Con frecuencia se cede el punto de vista a los demás. Hay un constante juego de espejos entre yo y otro, entre sujeto individual y sujeto colectivo. El narrador vive la misma oscilación dialéctica que rige los distintos niveles del libro. En cada intento de aislar un rasgo específicamente mexicano o un episodio histórico intrínsecamente nacional, se vislumbra la analogía con lo universal. Estas paradojas de la identidad elusiva se plasman desde la página inicial con la imagen de un Narciso adolescente, “inclinado sobre el río de su conciencia” (p. 47), que no sabe si el rostro reflejado en el agua es el suyo. En uno de sus muchos y cambiantes

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comentarios retrospectivos sobre El laberinto, Paz escribió en 1992 que “la enseñanza de la Revolución mexicana se puede cifrar en esta frase: nos buscábamos a nosotros mismos y encontramos a los otros” (p. 32). El carácter nacional es tan ilusorio y tan laberíntico como una historia nacional aislada de las corrientes universales. Una de las innovaciones más atrevidas del libro es la inclusión, al lado de textos de la alta cultura, de múltiples ejemplos provenientes de la cultura popular: canciones, malas palabras, albures... Una cita de Rilke, Hölderlin o López Velarde tiene el mismo valor jerárquico que los versos de un corrido, un refrán o una grosería. En suma: estudios culturales avant la lettre. Habrá que agregar que en el análisis del lenguaje popular, el libro precursor de Samuel Ramos no soporta la comparación por su timidez y su falta de imaginación poética. Por último, hay que resaltar la atrevida descripción de las actitudes estereotipadas que gobiernan y envenenan las relaciones entre los dos sexos y el intento de poner al descubierto el código de conducta machista. La lógica simbólica que rige estas expresiones (y otras como el tradicionalismo, el ceremonialismo, los rituales de cortesía, la reserva y el pudor) se presenta como una victoria de lo cerrado sobre lo abierto, un “amor a la Forma” que puede llegar a ser un orden opresivo de asfixia y muerte. Si la Forma cerrada es una máscara petrificada, la participación o comunión colectiva se manifiesta como movimiento acuático. Así, agua y piedra son los correlatos simbólicos de comunión y soledad en todo el libro. La Fiesta popular, recreada en páginas de gran intensidad poética en el capítulo “Todos Santos, Día de Muertos”, es vista como una “súbita inmersión en lo informe”. Aquí, y en el capítulo de la segunda parte sobre la Revolución mexicana, el discurso ensayístico convive con una voz que canta rítmicamente en pasajes de gran densidad lírica. La irrupción del tiempo sagrado, mítico y cíclico en la Fiesta, percibida ésta como “gasto ritual” y “derroche”, lectura derivada de Bataille y Caillois, se complementa con la idea más personal de que la Fiesta es, en términos políticos, una revuelta: regreso a los orígenes e inversión paródica de las jerarquías dominantes. Aquí se anticipa lo que será su peculiar interpretación de la Revolución mexicana como revuelta popular, Fiesta de participación colectiva, instante de comunión. Esta lectura de la Fiesta como liberación súbita, explosión violenta, retorno al caos originario de la indiferenciación e irrupción del tiempo ritual de lo sagrado anticipa, en sus dimensiones sociales y políticas, la influyente interpretación de lo carnavalesco que hace el teórico ruso Bajtín en su libro de 1965 sobre Rabelais. Se lleva a cabo la más arriesgada de las interpretaciones en el capítulo cuatro, “Los hijos de la Malinche”. En una especie de psicoanálisis lingüístico se extraen significados ocultos y reprimidos de esas “palabra prohibidas [...] malditas”, “palabras que no dicen nada y dicen todo”. La lectura mítico-etimológica de La Chingada, motivo de escándalo que fue incorporado a muchas páginas de la novela La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, revela bien la manera de trabajar con las palabras más polisémicas. Si el verbo “chingar” expresa la penetración violenta, la victoria de lo masculino sobre lo femenino, de lo cerrado sobre lo abierto, de lo activo sobre lo pasivo, y si La Chingada es la figura materna, la conclusión señala un acto de violación: “La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El ‘hijo de la Chingada’ es el engendro de la violación” (p. 97). El padre, el macho, la figura violenta y activa del Chingón, se identifica con la figura histórica y mítica del conquistador español mientras que la figura materna, protectora y pasiva,

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La Chingada, se transforma en una figura religiosa compuesta: la diosa india Tonantzin, la virgen María europea y la sincrética representación mexicana de la virgen de Guadalupe, símbolo de la Nación hasta el día de hoy. La proyección histórica llega a su culminación con la identificación de la madre violada con la figura de la Malinche, la mujer indígena violada por Cortés (según la mitología nacionalista). Si las figuras históricas se han vuelto arquetipos míticos que ocupan en centro de un conflicto psíquico, cada episodio de la historia mexicana será un intento por recobrar un linaje, una filiación paterna o materna, en un intento de trascender la soledad del huérfano y regresar a una comunión unitiva. Así, el movimiento decimonónico de la Reforma, encabezado por Juárez y los liberales, se presenta como “la gran Ruptura con la Madre” (p. 103). Si la política se expresa en términos míticos, religiosos y psicoanalíticos, las relaciones entre los sexos se analizan como formas políticas de ejercer y mantener el poder. Una consecuencia de esta visión es el énfasis en la continuidad de los arquetipos del poder: son tristemente célebres en todo el mundo hispánico las semejanzas entre el conquistador, el caudillo, el cacique y el dictador. Las páginas de la segunda parte del libro que hablan de la historia de México intentan mostrar el mismo ritmo dialéctico que rige la conducta individual y colectiva. La historia de México vista como una oscilación binaria entre la soledad y la comunión, entre la máscara y la autenticidad (o transparencia). En un momento Paz cita el concepto de la “twofold motion of withdrawal-and-return” (pp. 185-186) del historiador inglés Arnold Toynbee, quien vio en cada proceso histórico de larga duración una estructura teleológica. Es evidente que un esquema que privilegia arquetipos o invariantes no puede ni debe albergar en su lógica simbólica todos los datos empíricos. De todas maneras, sorprende que los historiadores no hayan prestado más atención al tipo de interpretación que hace Paz de la historia de México. ¿Cómo se relaciona esta interpretación simbólica con las grandes líneas dominantes en aquel momento de la historiografía nacional? Si en la primera parte se corre el riesgo de construir generalizaciones a partir de la observación empírica de rasgos psicológicos o culturales, en esta segunda parte el riesgo consiste en una inevitable simplificación de los complejos nudos de la historia, obligados en acomodarse en un rígido esquema binario. El detalle se sacrifica al gran diseño. No obstante lo anterior, la interpretación que se hace en El laberinto de los grandes episodios de la historia de México es novedosa en muchos aspectos. Veamos brevemente sus aportaciones y limitaciones. La descripción del mundo colonial de la Nueva España es notable por su generosidad y empieza a combatir el olvido decretado tanto por liberales como por revolucionarios. No sorprende que haya sido esta parte del libro la que más le impresionó a José Vasconcelos, como éste anotó en su reseña de la primera edición. xiii La orfandad colectiva engendrada por la explosión violenta de la Conquista es paliada, en parte, por la protección psicológica ofrecida por la nueva religión. El sincretismo será la respuesta conciliadora. Aunque es crítico del carácter rígido, burocrático y estático del régimen colonial, Paz ofrece una visión inusualmente idealizada, al menos en un primer momento: “Mundo abierto a la participación y, por lo tanto, orden cultural vivo, sí, pero implacablemente cerrado a toda expresión personal, a toda aventura” (p. 123). El ejemplo supremo de un espíritu libre atrapado 13

La reseña, titulada “Octavio Paz”, se publicó originalmente en la revista Todo, núm. 865 (6 de abril de 1950), p. 11. Quedó en el olvido total hasta que fue reproducida en el “Semanario Cultural de Novedades”, núm. 363 (2 de abril de 1989), p. 4.

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en un mundo cerrado es Sor Juana Inés de la Cruz, a quien Paz dedica unas páginas espléndidas (pp. 118-123), páginas que anticipan el proyecto llevado a cabo en su gran libro de 1982: comprender la vida y la obra de Sor Juana mediante su problemática inserción en el mundo de la Nueva España. Si la utopía religiosa de la Colonia se vuelve un orden petrificado y decadente, la utopía secular de los liberales es un espacio de orfandad, una doble ruptura con el origen. Al rechazar tanto el pasado precolombino como el pasado colonial como dos formas de opresión teocrática, los ideólogos del liberalismo importan una superestructura formal que no tiene relación orgánica con la realidad cultural o social de México: “La Reforma funda a México negando su pasado. Rechaza la tradición y busca justificarse en el futuro” (p. 130). La nueva utopía racional elimina la dimensión sagrada de la experiencia: “La geometría no substituye a los mitos” (p. 131). Esta visión negativa del liberalismo sufriría hondas transformaciones en la obra posterior de Paz. A partir de la década de 1970 él se definiría política y filosóficamente como un liberal, pero en ambas ediciones de El laberinto persiste la visión marxista del liberalismo como falsa ideología. El retrato del porfiriato como régimen de simulación, mentira e inautenticidad parece hoy totalmente maniqueo: una caricatura inaceptable. Progreso, ciencia y orden no son, para el autor, sino máscaras de la ideología importada del positivismo que ocultan una realidad neofeudal. A diferencia de lo que había ocurrido en Europa, en México no había lazos orgánicos entre forma y contenido: “la superposición de formas jurídicas y culturales que no solamente no expresaban a nuestra realidad, sino que la asfixiaban e inmovilizaban” (p. 135). Lo que en la primera parte eran formas psicológicas y culturales son ahora ideologías públicas, pero en ambos casos se trata de máscaras. Esta visión negativa, nuevamente de inspiración marxista, reproduce, sin cuestionarla, la denigración satánica del viejo régimen que puso en marcha la joven Revolución como estrategia de autolegitimación. Es una denigración dictada también por las necesidades estructurales y simbólicas de la construcción textual. La interpretación de la Revolución de 1910, en cambio, es idealizada y utópica. La presenta como revelación ontológica e instante de autoconocimiento: “una verdadera revelación de nuestro ser” (p. 137), “un regreso a los orígenes” (p. 143), “una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre”, “un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión” (p. 146). Como en el capítulo sobre la Fiesta, aquí se despliegan todos los dones poéticos del autor. Si la revolución francesa y la rusa gozan de una preparación intelectual con programas y proyectos racionales, la mexicana se singulariza por no contar con doctrina previa: “Desnuda de doctrinas previas, ajenas o propias, la Revolución será una explosión de la realidad y una búsqueda a tientas de la doctrina universal que la justifique y la inserte en la historia de América y en la del mundo” (p. 140). Su originalidad reside en su misma espontaneidad, su confusión y su permanente improvisación. La llave de su autenticidad es su falta aparente de ideología. Para Paz, la Revolución mexicana no es, en términos estrictos, una revolución en el sentido clásico de la palabra sino una revuelta, un intento de restablecer una edad de oro, una armonía colectiva perdida. Para sus propósitos es evidente que el autor tiene que privilegiar los ideales del movimiento zapatista a expensas de los de las otras facciones en pugna. En esta apasionada defensa del carácter popular de la Revolución mexicana, se idealiza no al grupo dominante o victorioso sino a aquel movimiento marginal a nivel nacional, un movimiento sin duda radical,

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pero también tradicional y arcaizante en muchos aspectos (como en el de sus demandas agrarias que pedían un retorno a las formas colectivas de tenencia de la tierra). En este sentido, es importante señalar que en estas páginas brilla por su ausencia la figura de Madero, el instigador liberal de la Revolución. Una muestra más del antiliberalismo de Paz en aquel momento. En esta lectura ontológica y popular de la Revolución, ésta aparece como una Fiesta de participación colectiva, un momento de comunión, una manera de escapar de la soledad histórica. El párrafo final del capítulo es una culminación de gran intensidad poética y merece ser citado en su totalidad: La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y, por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas, para emplear la expresión de Martín Luis Guzmán. Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado. Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentiras, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y el amor, que es rapto y tiroteo. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas substancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano (p. 146). Para entender cabalmente esta idealización utópica conviene retomar de nuevo la dimensión autobiográfica. El laberinto es, entre otras cosas, una proyección muy personal del autor, un intento de crear una resolución imaginaria de un conflicto histórico presente en su propia familia, dividida entre la ideología liberal del abuelo, Ireneo Paz, y la ideología zapatista del padre, Octavio Paz Solórzano, miembro prominente del Partido Nacional Agrarista y uno de los arquitectos de la Ley Agraria de 1922. El hijo y nieto trata de cicatrizar la herida abierta de la familia, dividida como la patria entre el afán universal de modernizar y la necesidad de escuchar la voz del otro México, rural e indígena, aislado y humillado. Hay aquí una tensión, presente en toda la obra de Paz, entre dos utopías que jalan en dos direcciones opuestas: el mito de un futuro abstracto y el mito de un pasado irrecuperable. Si leemos El laberinto no como un tratado cerrado sino como un ensayo literario, se confirma no sólo su vigencia sino también su complejidad, su ambigüedad, su riqueza simbólica y hermenéutica. Nuestro mundo no es el de 1950, pero nuevas generaciones parecen encontrar en sus páginas si no respuestas definitivas a sus preguntas al menos una manera liberadora de plantear sus dudas. Paz concluyó la primera edición de su libro con una famosa declaración: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres” (p. 177). Rescribió así una sentencia conocida que proclamó Alfonso Reyes en 1932: “Hemos alcanzado

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la mayoría de edad”. xiv En Paz, la conclusión señala una liberación que es una nueva condena. Al salir del laberinto de la soledad de la historia nacional, aislada de las corrientes universales, México entre en otro laberinto más vasto: el de la civilización universal en una época desacralizada de enajenación masiva. La única forma de trascendencia parece ser la de la soledad multiplicada: “Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios” (p. 177). Medio siglo después, vivimos el derrumbe de muchas certezas ideológicas y sufrimos la imposición de la modernidad que siempre parece venir de fuera. Una de las enseñanzas del libro es que esa modernidad necesaria tiene que ser inclusiva y que se puede buscar también dentro de nuestra tradición (ésta sería la lección de la Revolución mexicana). Si podemos abrir los presupuestos genéricos del texto y leerlo simultáneamente como ensayo literario, narración, autobiografía y mito moderno, tal vez sea posible entender mejor las contribuciones de este extraño libro híbrido que es una desconstrucción crítica e irónica de los mitos dominantes a la vez que una construcción simbólica e imaginativa de la identidad individual y colectiva. Encarna en su propia textualidad abierta y ambigua la apertura transhistórica del canon en toda su pluralidad. En la dimensión social, histórica y política, México carece todavía de “una forma que nos exprese”, pero en la medida en que es una “forma” creada por la imaginación crítica, El laberinto de la soledad se afirma como obra fundacional sin la cual es imposible entender la cultura moderna de México.

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“Las nuevas artes” [1944], en Obras completas de Alfonso Reyes, vol. 9 (México: Fondo de Cultura Económica, 1959), p. 403.