En Las Tierras Del Potosi

EN LAS TIERRAS DEL POTOSI (BOLIVIA) Capitulo I Era de ver a Martin Martines el día de su salida de Sucre. Sus botas char

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EN LAS TIERRAS DEL POTOSI (BOLIVIA) Capitulo I Era de ver a Martin Martines el día de su salida de Sucre. Sus botas charoladas reverberaban a la luz del sol; sus diminutos espolines dejaban oir apenas un suave tintín cuando andaba por el patio o habitaciones de la casa disponiendo algunos arreos de su silla de montar; llevaba un pantalón de amarilla tela que hacía feo contraste con el negro luciente de sus botas; su delgado poncho de largos flecos pendía descuidadamente de sus hombros; su sombrero de jipi-japa con el ala levantada por delante dejaba entrever por encima de la oreja la punta de un barboquejo puesto por su madre, pero que no queria usarlo por parecerle poco gracioso; un gran pañuelo de crema escarlata redeaba su cuello formando un rosón hacia adelante. En suma, mostraba una indumentaria todo lo menos apropiada para un largo viaje por regiones inclementes, y a lo suma pasadera para ir de paseo a cualquier valle próximo. Con todo, Martin parecía muy animado. Aquella mañana se levantó de cama más temprano que de costumbre, impaciente que le trajesen de la posta la mula que el día anterior alquilara para su viaje. Por fin, había llegado el día de su partida. Por fin, iba a irse a Llallagua, a esa tierra opulenta y soñada, donde sabiá que se ganaba el dinero a manos llenas, y de donde esperaba regresar al cabo de un tiempo a deslumbrar a sus amigos con su largueza. Un sol de primavera, luminoso y caliente, brillaba sobre las blancas paredes y los techos rojos de la casa. En un rincon del patio, una mata de madreselvas, que estaba a medio trepar en un pilar próximo, movía rato a rato sus floridos festones, como diciendo adiós a Martin, y un pajarillo, posado sobre el alero, daba, a intervalos regulares, sus agudos gorjeos, como si también se le despidiese. Pero Martín poco o nada se fijaba en este bello asunto que le ofrecía la Naturaleza, pues con el afán de su marcha, más iba su pensamiento a la mula esperada u otros objetos prosaicos referentes a su viaje. Cuando le llamaron al comedor, negóse a comer, no obstante las insinuaciones de su madre, el pedazo de asado y los huevos fritos que ella le hiciera preparar, y apenas bebió a sorbos, como maquinalmente, el café que le sirvieron. Llegó el postillón de la posta con la mula. Era un animal

greñudo y amojamado, con las costillas haciendo relieve por bajo del estropeado pellej, el labio inferior colgante, en ademán de desaliento, y, por añadidura, con una protuberancia, a punto de reventar, sobre el lomo. Martín sufrió y aun se indignó ante semejante espectáculo; pero no habia más recurso que conformarce. Ya sabía él con las postas de Sucre no hay que tener exigencias. Ensillose, pues, a la mula con lentitud y mal, pues, además de que ella ensayaba mordiscos y coces, Martín, nada experimentado en la operación de ensillar convenientemente una caballería, pudo apenas, y sólo con la ayuda del postillón, llenar medianamente tal operación. Luego, a última hora, notando que sus alforjas estaban sumamente pasadas y voluminosas, trató de aligerarlas sacando de ellas varias cosas; pero su madre, cuya mano cariñosa había hecho caber allí buenos pollos y botellas de vino, hízole oportunas reflexiones sobre la necesidad que tendría de esos menesteres en el camino, hasta que al fin le redujo a llevarlos. Por fin, llegó la hora. Martín, no sin cierta emoción, dio el abrazo de despedida a su madre, que lloraba de verle partir por vez primera a tierras lejanas; montó con torpeza y dificultad, y salió de casa caballero en su flaca mula, cuyos cascos resonaron profundamente sobre las losas del zaguán. Entretando, el sol continuaba reverberando con viveza, la madreselva meciéndose suavemente al soplo del aire cargado de su fuerte aroma, y el pajarillo posado sobre el tejado, siempre gorjeando con su vibrante voz.

AUTOR JAIME MENDOZA Capitulo II Era una mañana radiante. La campiña de Sucre, rojiza y polvorienta, reverberaba bajo la inmensa bóveda azul. A través de ella, culebreaba el camino carretero del Norte. Veíanse, diceminadas en sus contornos, casuchas de labriegos, algunas de las cuales mostraban banderolas blancas en señal de que allí habia chicha para aplacar la sed de los caminantes. Por el ancho camino pasaban, con dirección a la ciudad, tropas de borricos cargados de comestiblesy arreados por indios de montera negra, poncho rojo y calzones blancos. Las indias, con la gruesa lliclla, en la que llevaban grandes bultos cargados a la espalda, conducían en sus manos grandes cantaros con

leche o platos colmados de sabrosa nata. Al tardo paso de su desmirriada mula avanzaba Martin lentamente, dejando atrás la ciudad y mirando delante el camino onduloso que en grandes curvas iba a perderse a su frente. El postillón, caminándo tras él, tocaba de cuando en cuando su pututu, del que salia siempre la misma nota, una nota prolongada y monótona que los ecos repetían a lo lejos. Martin trataba a ratos de hacer correr a su mula; pero el trote seco e inmisericorde de ella, le obligaba a continuar nuevamente paso a paso. Luego, el joven concluía por soltar las riendas, y con la cabeza inclinada distraídamente, dejábase arratrar por sus pensamientos. Pensaba en su madre, a quien acababa de dejar llorando; en su pueblo natal, que ya no vería en algún tiempo; en Lucía, una grandiosa muchacha que la noche anterior le había jurado por la trigésima vez que nunca le olvidaría, y, en fin, en todo lo que iba dejando atrás. Sentía, por lo mismo, cierta tristeza; pero luego reanimábale la idea de que estaba yendo a una tierra riquísima, donde esperaba que le iría muy bien y de donde regresaría pronto. Recordaba continuamente a su amigo Máximo Godoy, quien le había contado tales cosas de aquella tierra, que llegó a ser una obsesión en el marchar allí lo más pronto. El no era, ciertamente, un hombre audáz y aficionado a aventuras extraordinarias; pero le gustaba vivir holgadamente, y como para vivir holgadamente se necesitaba dinero, y el dinero no abundaba en las arcas de su casa, Martín se hizo la cuenta de que lo que más le convenía era hacer lo mismo que Máximo Godoy, esto es, ir a trabajar a Llallagua para volver de alli con los bolsillos llenos. Recordaba también como había conocido a Godoy en el colegio, un muchacho pobre, desarrapado y decididamente bruto. Y,sin embargo, pasados algunos años, volvió averlo hecho un señor, hablando de grandes negocios y manejando fajos de billetes de banco. ¿Cómo los había adquirido? Muy fácilmente: en Llallagua. ¡Llallagua! Desde entonces, para Martín, Llallagua vino a ser una fascinación,algo así como el país de Ofir, un país fantástico y deslumbrante, donde no había más que extender la mano para retirarla colmada de monedas de oro. ¿Por qué el no podía hacer lo mismo que Godoy, quien siendo casi un idiota se había hechon rico en un periquete? Martín era estudiante del tercer año de derecho; mas bajo el influjo de sus nuevas ideas, resolvió despedir el derecho hasta mejor ocasión y dedicarse de lleno a sus propósitos. con la elocuencia que le inspiraba su empeño, no le fué difícil convencer a su madre de que lo que se proponía era lo mejor que se podia hacer, y muy pronto pudo adquirir, mediante los esfuerzos de ella, los recursos necesarios para su viaje. Tampoco fué difícil una carta de recomendación de un amigo influyente para el gerente de la Compañía de Llallagua; y con esto y con la cabeza llena gratas iluciones, se lanzó camino adentro de sus deseos. Ya se veía Martín, como su colega Máximo godoy, invitando valientes copas de champagne a sus amigos, llevando en los dedos anillos con piedras brillantísimas y mandando a su novia obsequios que le hiciesen palidecer de gusto y de admiración. ¡Cómo iba a gozar a su regreso! ¡Cómo iba a llamar entonces la atención de los demás!. De pronto, la mula se detuvo, y de seguida dobló sus rodillas y se acosto en la tierra. Era que la presión causada por la silla sobre el tumor de su lomo lo iba mortificando a lo sumo, y quiso aliviarse echándose al suelo, sin tener en cuenta al caballero.

Este, interrumpiendo tan bruscamente en sus pensamientos, se atolondró, y apenas tuvo tiempo de sacar los pies de los estribos para hacerse a un lado y no ser aplastado por el cuerpo del animal. El postillón declaró que la mula tenía ese hábito fe´simo de recostarse en tierra; que asimismo lo había hecho con otros viajeros, y que, por lo mismo, había que ir con mucho tiento. Con lo cual, Martín ya no tuvo tranquilidad para seguir entregándose a sus anteriores pensamientos, y prosiguió el camino atento solo a que la mula no le hiciese una nueva jugada. En sus exasperaciones echaba pestes contra el postero de Sucre, que le había sometido a tal tortura, y deseando llegar de una vez a La Punilla, que era la siguiente posta, donde debía cambiar de animal. Pero la suerte siguió maltratándolo. Cuando llegó a La Punilla, negáronse a darle animal,con pretexto de que el correo debía pasar luego y tendría que ocupar todos los animales de la posta. Martín no sabía que hacer. Inútil fue exhibiese ante el postero las más expresivas consideraciones sobre los grandes perjuicios que le acarreaba aquella tardanza. El postero le oyó como oir llover, y en poco estuvo que Martín, armandose de inusitada energía, emprendiese a bofetones con aquel flemático jayán, a la manera de otros viajeros. Felizmente llegó el correo, y como el conductor advirtiese los apuros del joven, le tuvo, sin duda, lástima, pues hizo que se le diese el animal que reclamaba. Martín, muy agradecido para aquel hombre, regalóse con abundantes tragos de vino, y siguió el viaje en su compañía. Por su parte, el conductor, complacidocon las demostraciones del joven y su aire ingenuo y suave, prometióle que en las siguientes postas le haría proporcionar inmediatamente bestias de viaje; con lo cuál el joven comprendío que lo que más le conveniá era no desprenderse del correo, bien que el iba por lo regular a galope, y Martín podía apenas seguirlo. Efectivamente en la otra posta, llamada Fisisculco, dieron inmediatamente a Martín la mula que necesitaba, pues el conductor había acudido a la superchería de decir que el joven iba muy apurado desempeñando una comosión prefectural. Pero Martín no conto con lo difícil de su empeño de ir al paso del correo. Apenas pudo llegar con él al pueblejo de Moromoro, donde estaba la cuarta posta. Sentíase deshecho con aquel caminar galopante pasando como una exhalación por breñs y quebrados, y ya no quería sino dar descanso a sus molidos huesos. A Moromoro llegaron al atardecer, y como de allí debía continuar el correo caminando toda la noche, Martín se horrorizó ante esa idea, y no tuvo más remedio que despedirse de su compañero y quedarse a pasar la noche en la posta de Moromoro, donde con dificultad le proporcionaron una pésima cama cuyas incomodidades fueron, sin embargo, tolerables para Martín, en razón de su cansancio. Al día siguiente, nuevas dificultades para seguir el viaje. En la posta no había más animales que la mula, aun más desgraciada que la del tumor, pues su espalda era una sucesión de horrorosas mataduras. Martín protestaba. El postero, un viejo de luenga barba gris, le hizo las más curiosas reflecciones sobre la escasez de forraje, sobre la carencia de acémilas y sobre el completo descuido de las autoridades para atender debidamente el servicio de postas, concluyendo en seguida por invitar un trago de singani en la misma copa en que acababa aquél de

beber, y que, naturalmente, rechazó este. Martín, indignado ante el cinismo del viejo, tuvo que salir de la posta a buscar en el pueblo un animal de alguno de los lugareños. Afortunadamente, pudo coseguir uno. Era un caballito sin herraduras y de aspecto salvaje, por el que debió pagar un flete subidísimo, y que durante el camino a la siguiente posta le dió no pocos sustos, pues se espantaba y saltaba como un cabrito. Martín comprendió en aquella ocasión que cabalgando en animales de tan variada ídole, debía sufrir quien sabe qué percances, él que hasta entonces no había hecho ningún ejercicio de equitación. El cuadro de la naturaleza había variado por completo. Ahora ya no veía Martín las amenas perspectivas del día anterior. La vegetación se hacía más raquítica; ya no se veía mas que uno que otro árbol, y en cambio se presentaban áridas serranías, pampas de aspecto desolado y, en general, una perspectiva monótona y desesperante. En este día, el viajero anduvo primeramente por una planicie inmensa cubierta a trechos de menudo pasto; siguió por una angosta quebrada flanqueada de sombríos peñascos; ascendió por una cuesta enpinada; bajó, pasó por una serie interminable de escabrosos desfiladeros y, por último, volvióa ascender otra cuesta que terminaba en una yerma meseta, donde la esperaba un nuevo huésped, al que no estaba familiarizado, y que debió acompañarle por bastante tiempo: eñ viento. El viento cantaba allí su eterna canción. Silbaba entre los pajonales de las alturas de karakara, formaba a la distancia remolinos de polvo que se levantaban en grandes espirales blanquecinas, azotaba a las peñas solitarias que se destacabann a lo lejos simulando castillos fantásticos, chasqueaba entre las aristas de las rocas, metíase lúgubremente entre sus hendiduras produciendo fúnebres aullidos, resbalaba sobre las aterciopeladas praderas, y se perdía bramando, y volvía a aparecer, y subía y bajaba, y se retorcía, y gritaba incansable, petente, frío, insistente, siempre movible y siempre tenaz, como si fuese el único señor despótico de aquella agria región. Con las primeras rachas de viento voló el sombrero de Martín, y fue necesario que el postillón corriese una larga distancia para recogerlo. Recién entonces, dió el joven razón a su madre, que con tanta solicitud había puesto el barboquejo al sombrero, y ya en adelante no dejó de usar el importante adminículo. En la posta de Karakara quedó Martín muy sorprendido de que, contra todo lo que esperaba, el postero le diese con mucha facilidad el animal que hubo pedido; de manera que pudo seguir adelante sin dilación ninguna; pero en Ocurí, la siguiente posta, volvieron a presentarse los inconvenientes. Allí, los encargados del servicio de posta, que eran indios, estaban todos borrachos y no hicieron caso ninguno del viajero, y aun sinestarlo habría pasado lo mismo, pues ya se sabe que los indios de las postas se mueven únicamente bajo el estimulo de los palo, y Martín estaba muy lejos de acudir a semejante recurso. No tubo, pues, más que quedarse a pernoctar en Ocurrí. Fue una noche atroz. El maltrecho viajero tenía frío y hambre. Acogióse a un cuarto de la posta donde por único menaje habían dos poyos de barro para servir de mesa y de cama. Dificilmente consiguió que le diesen un par de cueros de oveja para recostarse; y en cuanto a alimentos, daba la imposibilidad de conseguir ni un poco de caldo caliente, tuvo que recurrir a sus alforjas, y esta fue la segunda vez que a Martín dio también razón a su madre, que tan ahincamente había

puesto en las alforjas los pollos y el vino, que le supieron a maravilla y reconfortaron en mucho su atribulado organismo. Al día siguiente, cuando Martín, tiritando de frío hace en aquellas alturas inclementes, solicitó el animal que necesitaba, tampoco le hicieron caso. Los indios, que durante la noche habían seguido bebiendo el alcohol con agua, estaban unos completamente embriagados, y otros durmiendo. Fue necesario que Martín, por consejo de un poblano, recurriese al corregidor del lugar, y únicamente con la intervención de este personaje, que hizo lujo de su poder en los indios, pudo conseguir una mala bestia, en que siguió melancólicamente su viaje. Por la tarde, llegó a otro pueblo, Macha, donde estaba la última posta que debía tocar, pues el resto del camino a Llallagua tenía que hacerlo pasando por los pueblos de Pocoata y Chayanta, en lso que no había sevicio de postas en ese tiempo. Por su fortuna, halló Martín en Macha una benévola acogida en el postero del lugar, un viejo bonachón que se avino sin mucho trabajo a las insinuaciones del joven, proporcionándoleun buen mulo y un postillón que debían conducirlo hasta Llallagua. Martín respiraba. Ya había viajado más de treinta leguas y no le faltaban sino unas veinte para llegar a Llallagua. Y sobre todo ya no tendría que ver en adelante con las malditas postas, que le dejaron un recuerdo detestable. Y al madecirlas, el viajero no se fijaba para nada en que, dadas las grandes dificultadesde viabilidad en Bolivia, hoy mismo subsistentes en vastas circunscripciones de su territorio, las postas, con su pésimo servicio y todo, constituyen uno de los pocos medios, y, en ciertos casos, el único, de acceso y salida en las poblaciones mediterráneas del país. Al otro día muy temprano proseguía su marcha el viajero. Ahora su vista se recreaba sobre extensos alfalfares y cabadales bajo riego, entre los que pasaba el camino. Aun llegó a ver algunos arbolitos, y se sorpredió gratamente divisando a lo lejos un sauce gigantesco que cobijaba bajo sus agobiadas ramas una casa de campo. Temprano pasó por el pueblo de Pocoata, pueblo de sangrientos recuerdos históricos y de viejas leyendas. El viajero debió atravesarlo de extremo a extremo. En sus deciertas calles no vio mas habitantes que un perro con cara de hambre y un viejo encorvado y sucio que caminaba claudicando. La iglesia, de altas y blancas bóbedas, estaba a punto de derruirse. Cuando Martín salió de entre el callado caserío, le pareció que había pasado sobre el cadaver de un pueblo. Tarde de noche llegó a Chayanta. Aquella jornada había sido de mas de quince leguas y atravesando por tremendas cuestas y laderas en las que bastaba un paso en falso para despeñar al caminante a barrancos que estaban ha centenares de metros. El postillón contó a Martín cómo habían perecido allí gentes y animales, y Martín no se atrevía ni aun a mirar el fondo de los precipicios. Al llegar a Chayanta, Martín sentíase tan rendido, que no pensaba sino en recostarse a descansar. Mas la población estaba sumida en el sueño, y no había donde albergarse. Por fín, después de andar mucho por las calles, vió una puerta de cuyas hendeduras emergía un poco de luz. Llegóse allí y preguntó a los que le abrieron donde era la casa del corregidor, pues pesaba alojarse allí. Se lo indicaron, y tuvo andar nueve calles para llegar a dicha casa, ante cuya puerta estuvo llamando más de media hora, y como no había trazas de que le abriesen, no tuvo mas remedio que volver a la única tienda con luz

que había encontrado, y allí pidió por favor que se lo hospede. No le hicieron buena cara las gentes que allí estaban, que eran dos mujeres indias y un arriero que tocaba un charango. Habláronce en aimará, y concluyeron por decir en quechua a Martín que no tenian donde alojarlo. Martín pensaba si no tendría que tirarse en media calle a descansar; pero, con el frío que hacía, tuvo miedo, y de nuevo insistió, e insistió tanto, que al fin lo dejaron entrar a la tienda sus inhospitalarios moradores. No había más gentes que las dos indias y el arriero. Tomaban chicha, mascaban coca y hablaban siempre en aimará. Martín , para congraciarse con ellos, regalóles casi el resto de provisiones que le quedaban en las alforjas, consistentes en azúcar, té y singani. Con esto varió la situación. Pronto le bridaron un vaso de chicha, que Martín bebió con avidez, pues se moría de sed. El arriero se encargó de poner en seguridad y con bastante forraje al mulo del viajero, y las mujeres le prepararon, por medio de lanudos cueros de oveja y de llama, una cama que, si no era del todo limpia y cómoda que hubiese deseado, por lo menos le sirvió para abrigar y dar descanso a su cuerpo. Martín estaba ya solo a cuatro leguas de Llallagua. He aquí lo que le alentaba y le hacia disimular los trabajos y sinsabores por los que iba pasando. Al día siguiente llegaría por fin a su destino, y ya no más indios, mulos ni corregidores, ya no más precipicios, ni hambre, ni cansanci, ni hastío. Pensando en esto, se durmió arrullado por el cuchicheo de las mujeres que, por consideracióna el, habían resuelto hablar en vos baja, mientras el arriero había cesado de tocar su charango. Apenas amanecía cuando despertó a Martín una voz desolada. Era el postillón, que había venido a avisarle que el mulo se había escapado. Martín, lleno también de desolación, recordó que el arriero se comprometió por la noche a asegurar el mulo; pero el postillón le dijo que había sido pura oferta, que el arriero no hizo tal cosa, que el mulo no tuvo qué comer, y que, forzosamente, acometido por el hambre, se corrió. ¿Qué hacer? No había más remedio que el mismo postillón fuese en alcance del macho, y así lo hizo. Pero pronto pasó toda la mañana y vino el mediodía, y el postillón y el mulo no reaparecían. Martín vagaba tristemente por las calles de Chayanta en afanosa espera. Un vecino le hizo notar con sorna que, seguramente, el mulo no pararía hasta llegar "a sus pasos", lo mismo que el postillón, y que se debía perder la esperanza de volver a ver. Con esto, a Martín no le quedó sino buscar otro animal. Mas ¡cuánto trabajo le costó encontrarlo! Dirigióse al cura, al corregidor y a cuantos pudo. El cura le dijo que aquel mismo día debía ir en su mula a confesar a un agonizante. El corregidor adujo la excusa de que sus animales estaban sin herraduras, y que no las había en el pueblo. Y así los demás. Por fin, un trajinante se dejó enternecer por las insinuaciones del viajero, y consintió en dar su mula con la condición de que se la devolviese el mismo día que llegase a Llallagua y se le pagase el cuadruplo del flete ordinario. Martín naturalmente accedió a todo. Yhe aquí de nuevo al viajero montando dificultosamente a la bestia para salir de Chayanta y hacer la última jornada de su accidentado viaje. Martín llevaba pésima impresión del lugar. Chayanta, el país del oro, le pareció un pueblo de mendigos. Como en Pocoata, lo que mas vió fue solares, polvo e inmundicias. Sus habitantes le parecieron unos cuantos indios sórdidos, miserables, que ni siquiera tenían mulas para darlas a los

trajinantes Capitulo III Caía el sol. un viento fuerte, que aparecía acometido de inmensa furia, soplaba sin descanso en la yerma llanura por donde caminaba Martín en su flojísima mula. Columnas de polvo, que formaban enormes espirales que se extendían y perdían en las alturas, se mostraban a cada momento, ondulaban, corrían con vertiginosa rapidez, atravesaban los caminos, ascendían a las colinas, se hundían en las profundidades, y daban vueltas por todas partes, como si estuviesen empeñadas en danza colosal. Las zarzas de los contornos se sacudían con el viento, zumbaban y se estiraban, como si quisiesen abandonar la tierra en que nacieran. Había agudos silbidos entre los pajonales y las piedras esparciadas en la pampa. Había como suspiros enormes lanzados por toda la tierra. Había alaridos, sollozos, cánticos inenarrables. Era la feroz y poderosa sinfonía que entona el viento en esas soledades. Martín, que caminaba contra el viento, sentía venir a azotarle la cara aquellos soplos furiosos que parecían rechazarle lejos de la tierra inhospitalaria, adonde iba con tanto ahinco. La falda de su leve sombrero se batía sin cesar contra la copa con una interminable sucesión de golpes secos y rápidos; su poncho, cuyos flecos despeñados se agitaban, acusaba propensiones de abandonarle batiéndose a manera de una vela. Y su pañuelo de seda, asimismo, evolucionaba sin descanso en derredor de su cuello con su flotante rozón, que tan pronto estaba atrás como a los lados. Martín taconeaba sin desmayo contra los ijares de su mula, un animal sumamente lerdo que parecía no poder avanzar contra el viento. En aquellos momentos maldecía Martín sus pequeños espolines, que no causaban impresión ninguna en la bestia. En vez de tan ridículos adminísculos, él habría querido ahora llevar puñales en los tacones. Por lo demás, Martín estaba hacho un desastre. Sus botas de reluciente charol, ahora completamente ajada, habían perdido todo su brillo y estaban salpicados de barro; su pantalón empezaba a desgarrarse por distintas partes; su sombrero había adquirido una forma extravagante. Y en cuanto a su propio cuerpo, Martín sentíalo horriblemente sucio. El polvo se la había metido por todas partes. Sus ojos estaban enrojecidos bajo su acción; por la boca tragaba y escupía tierra. Su negra cabellera ya no era negra. Sus orejas eran depósitos de aquella. Y hasta en los más íntimos rincones de su cuerpo se le había metido la tierra. Y el viento seguía soplando con una constancia y vigor indomables, achando siempre con nubes de aquella tierra impía al asendereado viajero. Martín se hallaba admirado a la vez de estar rabioso. Parecíale notar no sé qué de inteligente y de intencional en el bravío elemento. Aquella furia, aquel tesón, aquel encarnizamineto del viento llegaban a maravillarle y promovían íntimamente en su alma un sentimiento de protesta que a ratos se manifestaba en forma de vulgares interjecciones. Pero, ha aquí Llallagua. Martín se aproximó lentamente al grupo de edificios que ya desde varios kilómetros de distancia había estado divisando. Una plazotela rodeada de casas con techos de calamina y paja fue lo primero que se

afreció a su vista. En el frontis de una de estas casas vio un letrero que decía en grandes caracteres: Hotel. Junto a la puerta estaba un grupo de personas que parecían observar con curiosidad al viajero. Martín llegóse al grupo y preguntó al que parecía un mozo si no había en el hotel un cuarto para alojarse. Contestole el otro que todas las "piezas" estaban ocupadas. Y como el joven insinuase se le indicara en qué otra parte podía encontrar alojamiento, de pronto uno de los que formaban el grupo se desprendío de él y vino al encuentro de Martín, extendiéndole la mano al mismo tiempo que le decía: —¡Hola, Martín! ¿cómo te va? Me alegro de verte... ¿Ya no me conoces? ¡Mírame, hombre! Martín le estrechó la mano, miróle con mucha fijeza, pero no le reconoció. —Soy Emilio Olmos. ¿Ya no me conoces? —¿Emilio Olmos?- se decía Martín buscando entre sus recuerdos. El otro insistió: —Soy Emilio Olmos... aquel que en el colegio les enseñaba a ustedes tantas picardías. ¿No te acuerdas? Aquel que una vez le robó su cigarrera al profesor... —¡Hola, Emilio!— prorrumpió Martín cayendo en la cuenta, —¡si, te reconozco!... pero ¿es posible que estés tan cambiado? En efecto, Martín, al reconocer a su antiguo camarada de colegio, hallóle muy desfigurado. Hacía varios años que no le había visto, y aun perdío el recuerdo de su nombre. Ahora le causó admiración ver aquel muchacho, a quien conociera como un adolecente imberbe y fresco, convertido en un mozo rollizo, de barba poblada e inculta, de líneas salientes, y en general de una fecha que aparentaba mucha más edad de la que realmente tenía. Hablánronse con mucha animación y luego Emilio invitó a Martín alojamiento en el propio cuarto que ocupaba en Llallagua. Fueron allí. Salieron de la plazotela y se dirigieron al grupo de casuchas dispuestas sin orden ni concierto en las proximidades. Emilio detúvose ante la puerta de una de ellas, abrióla y dijo: -Entra, querido, entra. Aquí te alojaras conmigo. Desensillóse la mula, que fue inmediatamente devuelta a Chayanta, y Emilio hizo que preparasen desde luego una taza de te para su amigo, mientras este trataba de sacudirse de la tierra que llevaba encima. Estaban en un cuarto estrecho y lóbrego. En un lado se veía un catre con la cama revuelta. Junto al catre, hacía la cabecera, estaba un cajón de madera vacío, a modo de velador, sobre el que se veía una botella en cuyo cuello estaba metido un cabo de vela. Allí mismo estaba también un bacín con restos de orina y reciduos de cigarro, y codeándose con el dos vasos en que habían restos de cerveza. Desde luego este detalle causó repulsión en Martín, pero la disimuló llevando sus ojos a otra parte. Pendientes de clavos en las paredes, se veían algunas prendas de ropa cubierta de polvo. En un rincón, una maleta entreabierta dejaba asomar puntas de pañuelos, de ropa blanca y de otros menesteres también muy empolvados. Un santo colocado sobre una repisa apenas se podía distinguir a consecuencia del polvo que le cubría. El polvo campeba por todas partes, sobre todo en el techo y las paredes. Fuera se oía soplar el viento con un aullido prolongado y lúgubre. Una ventanilla sin vidrios y a cuyos marcos se había pegado, en lugar de aquéllos, un lienzo blanco, apenas podía resistir a los embates del viento, y dejaba pasar por sus junturas y a través

del lienzo un polvillo fino que se esparcía en la habitación. Martín, sentado sobre la cama, pues no había otros asientos, contó a su amigo el objeto de su viaje y varios de los percances que le ocurrieron. Emilio, luego de escucharle con atención exclamó: —Entonces, ¿has resuelto cortar tus estudios? —Sí, pero sólo temporalmente. —Es raro. Recuerdo que en el colegio te distinguías mucho, y supongo que en la facultad continuarías lo mismo. Martín repuso suspirando: —Necesito dinero, y sé por Máximo Godoy que aquí se gana con facilidad. —¡Segun!... Sí tú sabes andar con la viveza que tenías en el colegio, es seguro que te irá bien y mucho mejor que a Godoy. —Lo malo es que soy completamente ignorante en asuntos de minas. —¡Qué importa! Eso se aprende en dos trancos. —Espero que me ayudarás. —Ya lo creo. Desde luego la carta de recomendación que me has mostrado te va ha servir de mucho. Hay que aprovechar. Callaron. Emilio, con los ojos clavados en Martín, pareció reflexionar profundamente. Este, después de una gran pausa, dijo: —¿Cómo es eso de los contratos? Godoy me ha hablado mucho sobre ese asunto y me decía que ahí está el mejor medio de ganar harto y pronto. —Justamente yo estaba pensando en esto. ¿Querrías tú firmar un contrato? —Si la cosa es tan buena como dice Godoy... —Oye— interrumpió Emilio, -no te atengas mucho a lo que dice Godoy... Godoy no es más que un lechero... En cambio yo te daré datos precisos. ¿Quieres ponerte en mis manos? —¡Cómo no! —Bueno, pues. Ya verás cómo te saco yo en este asunto. Y con verbo fácil y expresivos gestos Emilio explicó a su amigo lo que en las minas significaba un contrato en aquellos tiempos, diciéndole que no era más que un simple arrendamiento hecho por la Compañía al contratista de un punto tal o cual de las minas, en el que el arrendatario podía explotar a su gusto el metal que pudiese para entregarlo luego a la administración por un precio determinado de acuerdo con las condiciones que se estipulasen. Desde luego Martín notó que lo dicho por Emilio no era lo mismo que lo dicho por Godoy; mas como él mismo tenía pésima idea de la capacidad intelectual de éste, se atuvo a las explicació de aquél. Por ejemplo: Godoy le había dicho que cualquiera podía ganar en los contratos, y Emilio pronunció un enfático "segun" que no hizo ninguna gracia en Martín. —¿Y yo deberia pedir un contrato, no teniendo preparación ninguna?insinuó Martín tímidamente. —¡Por qué no! Para ser contratista no hay necesidad de estar muy versado en materias de minas. Godoy sabía menos que tú... y ya ves... Martín insistió aún sobre sus diferencias en minería; pero Emilio, que lo facilitaba todo, no obstante haber lanzado aquel "segun", volvio a engolfarse en largas explicaciones sobre este tema y convenció a Martín de que, en efecto, lo que más le convenía era tomar un contrato en Llallagua. —Ve mañana mismo al gerente —exclamó—; yo te indicaré esta noche cuál será el contrato que debes pedir. Tú presentarás tu carta de

recomendación y obrarás ni más ni menos conforme a mis indicaciones. ¿Comprendes?. Entonces Martín hizo notar su estropeado traje y propuso que sería mejor esperar al arriero que traía su equipaje, y que, según sus cálculos, debía llegar a Llallagua al día siguiente. Así se presentaría de un modo conveniente al gerente, pues mostrándose tal mal traído como estaba, temía no ser atendido Emilio hizo una mueca y repuso: —¡Cómo se ve que vienes de Sucre! Lo que es aquí no se de importancia al traje. Pero, en fin, si tú quieres esperar, esperemos. Mientras tanto te iré instruyendo sobre lo que tienes que hacer. Iremos a dar una vuelta por las minas, pues conviene que al gerente te presentes como muy conocedor de ellas. Martín asintió, aunque aquello de presentarse como muy conocedor de las minas, para él, que estaba de llegar a ellas, le pareció bastante aventurado. Después de todo, Martín estaba satisfecho. Veía que sus asuntos tomaban un buen sesgo y que sus cálculos no saldría fallidos. El encuentro con Emilio le parecía providencial. Sus palabras, su espontaneidad y su desparpajo le hicieron magnífica impresión. ¿Qué habria hecho sin tan oportuna ayuda? Cierto era que a momentos le venía la desconfianza. Al oir la facilidad con que se despachaba Emilio, se preguntó si aquello no sería una farsa. ¿Era Emilio serio? ¿O era simplemente la continuación del antiguo bribón del colegio? Hubo un momento en que se le ocurrió fijamente esta idea y empezó a mirar con recelo el miserable menaje del cuarto. Pero Emilio, como si adivinase los pensamientos de Martín exclamó: —Es natural que te extrañe la indigencia de este cuarto; pero debes saber que yo resido en Uncía, en un pueblo que está a más de una legua de aquí. En Llallagua sólo estoy precariamentecon motivo de mis negocios. Y, a su vez, Emilio contó su vida a Martín. Hacía como dos años que residía en esos lugares. Había pasado por toda clase de oficios y empleos, sin excluir los más íntimos. En la actualidad era rescatador y estaba contento. Le iba bien. Sí, tan bien, que hasta podía habilitar a varios contratistas. Luego, Emilio debió también explicar lo que significaba "habilitar" y lo que significaba ser rescatador; y aunque la explicación no fué suficientemente clara, Martín se hizo la cuenta de que, Si Emilio habilitaba a otros, era claro que estaba aún mejor que Godoy, y que ser rescatador debía ser tan ventajoso y quizá aún más que ser contratista. Por la noche los dos amigos fueron a comer al hotel. Emilio hizo allí la presentación de Martín a los concurrentes. Había allí gentes de extranísimas cataduras para los ojos del recien llegado. Vio que abundaban los sacos de cuero, las bufandas de lana de vicuña, las gorras y las polainas. Pero, sobre todo, dos tipos fijaron la atención de Martín. Era el uno un señor maduro, de rostro colorado y bonachon, de cuya boca salía con frecunecia la palabra panizo, y una de cuyas manos se sepultaba a cada momento en uno de los bolsillos del pantalón para reducir una hernia que tenía en la ingle izquierda. El otro era un joven pecoso, de dicción y ademanes de roto(chileno), que estaba empeñado en hacer sonar un gramófono que chirriaba de un modo vergonzoso. Emilio invitó unas copas de koktail antes de sentarse a la mesa. Un joven de saco de cuero y de polainas, que estaba medio ebrio,

empezó a llenar de agasajos a Martín. Emilio, que conversaba con el señor de la hernia, dijo, refiriéndose a Martín, y pensando quizás recomendarlo, que se trataba de un "distinguido intelectual" de Sucre. Al momento el otro exclamó: —¿Intelectual dice usted? Entonces se va por una taco. —Ahora me explico por qué usted no se ha ido por ahí.. —¡Claro! Y asimismo usted... Querido Emilio, ni usted ni yo somos intelectuales, y por eso estamos bien. —Nunca he pretendido, y por eso estamos bien. —Y hace bien. aquí no vale eso. Aquí lo que vale es el panizo. El joven del gramófono se aproximó cimbrándose, porque estaba borracho, y pidió champagne. Uno de los concurrentes exclamó: —Oiga, Varela, ya no pida mas champagne... Ya hemos tomado mucho. Mejor comamos... —¡Champagne!- gritó el borracho dando un puñetazo en el mostrador, donde varias botellas y vasos hicieron chilin. Sirvieron el champagne, que no era otra cosa que una sidra mezclada con algunas sobras. El joven Varela, empinando la copa, daba frecuentes vivas a Chile, seguidos siempre de la pintoresca palabra de Cambronne. Emilio llamó aparte a Martín y le dijo: —Ahí tienes un contratista. —¿Ese?— contesto Martín admirado, señalando a Varela.. —Ese. Ya ves si ganará bastante plata para derrochar de este modo. —¿Cómo le vendrá a costar esto? —Lo menos unos trescientos pesos. Martín dijo para sí: —¡Dios mío! Tresientos pesos hachados así. ¡Cuánta plata! Cuando comían, sentados todos en derredor de una misma mesa, Varela insultó de un mod soez a uno de sus comensales que bno quería acceder a su empeño de tomar mas champagne. El injuriado, un hombrón maziso, pero contrahecho, contestó, tratando de remedar el acento del borracho: —Pobre roto...¿No te acordáis Calama? Alli no érais mas que un cargador. En Bolivia te la das de guapo. Aquí te vastís de caballero, y porque tamac champaña querís ser mac de lo que sos. Varela hizo relucir un agudo puñal, con el que trató de lanzarse sobre su contendor; pero la inmediata intervención de los demás lo contuvo. Las injurias continuaro por un buen rato, sin que valiesen para nada las excitaciones del hotelero. Los gritos, las carcajadas y los puñetazos sobre la pobre mesa atronaban la sala. Emilio se reía de buena gana. Martín estaba asombrado y un si es no es receloso. Pronto oyó que su amigo le decía a media voz: —Esto es de casi de todas las noches. Pero lo curioso es que nunca se dan ...¿Por qué no les dejarán pegarse? ¡tontos! El hombre de la hernia, que estaba sentado a la izquierda de Martín, habíale hablado largo y tendido durante la comida. —A los hombres inteligentes como usted -decíale- les va bien en todas partes. Usted hará mucho aquí. Luego ofrecióle recomendarlo en la Gerencia de la Compañía; díjole tener allí mucha influencia y que ya había hecho dar magníficas colocaciones a muchos. Emilio, a quien no se le escapaban esas palabras, codeaba a cada

momento a Martín. El antiguo agasajador de Martín, sentado al frente y más borracho que antes, levantaba a cada momento su copa, dirigiéndole melosos brindis. Martín estaba sofocado. Sentíase dentro de su ambiente de cocina, de cigarros y de bebidas alcohólicas. ¡Qué de nuevas impresiones iba experimentando cada día! recordaba sus noches anteriores en que había dormido sobre cueros de oveja, sus ejercicios de equitación en los animales de las postas, sus vicisitudes. Ahora en cambio, estaba en un sitio abrigado, halagado por los demás. ¡Estaba en Llallagua! Y, sin embargo, en aquellos momentos, al hallarse en el comedor sentía un aimpresión invencible de asco. Quizá también venía a su imaginación el apacible ambiente de su casa, la imagen de su madre y las cultas maneras de las gentes que antes tratara. Ahora ya no había eso. Pero Martín había llenado su deseo: ¡estaba en Llallagua! De regreso al alojamiento, había que disponer una cama para Martín. Emilio consiguió un colchón prestado de la vecindad. Pusiéronlo en el suelo sobre una manta, y formaron, por medio de cuento pudieron haber en la mano, incluso el poncho de Martín, una cama, en la que éste se acostó sin más preámbulos, incitado por los cansejos de Emilio y de su propio cansancio. Emilio, una vez acostado Martín, púsole todavía por encima todas las prendas de ropa que colgaban de las paredes, con lo que se formó una montaña que divirtió mucho a ambos. Al mismo tiempo decíale: —Querido hay que abrigarse. Aquí hace un frío horroroso y es fácil coger una pulmonía. Lástima sería que el futuro contratista se malogre. —Creo que no sentiré frío- decía Martíbn tiritando. —Pues si, a pesar de cuanto llevas encima, aun lo sientes, tendras que venirte a mi cama, donde nos calentaremos uno a otro. A su vez, Emilio se acostó en su lecho, que había estado sin tender, y desde allí continuó conversando con Martín. Dábale sabios consejos sobre la manera de vivir en las minas. Díjole que allí abundaba una casta de farsantes, de infidentes y de viciosos, con los que había que tener mucha cautela.Luego continuó haciéndole circunstanciadas explicaciones sonbre los trabajos mineros y sobre todo lo que debía saber para hablar sin embarazo cuando se presentase al gerente de la Llallagua solicitando el contrato proyectado. Una hora después, todavía hablaba Emilio; pero un suave ronquido, que venia de la otra cama, le anunció que su amigo había concluído por dormirse. La noche se deslizaba tranquila, pero no callada. El viento continuaba zumbando contra las rústicas paredes de las casas y los techos de paja brava, ya tan habituados a él. Al pasar por los resquicios y al chocar contra los ángulos, formaba una gran variedad de notas agudas, graves, veladas, sonoras, quebradas o continua. Y estas notas agudas, reuniendose unas con otras. producían acordes prolongados a lo infinito y llenos de una salvaje y doliente arminía. Hacía ya algunas horas que Martín dormia a pierna suelta, cuando de pronto se desperto sobresaltado. La habitación se había iluminado tenuemente con el cabo de la vela colocado en la botella, y a su velada luz vió Martín que la puerta estaba entreabierta y que entraban al cuarto unos hombres de facha estrafalaria, cargados de sacos misteriosos, que lo fueron depositando en un rincón. Luego sintió un rápido cuchicheo. Los hombres tornaron a salir, y Emilio,

en calzoncillos, cerró la puerta. ¿Qué era aquello? Martín no sabía explicárselo, y para salir de dudas, se incorporó y habló a Emilio. —No te asustes -dijo éste;- esos hombres que acabas de ver, son unos infelices mineros que me han traído un poco de metal. No tienen otra manera de hacer su pequeño comercio.¡Pobrecitos! Y, de seguida, Emilio explicó a Martín cómo muchos de los que vendían estaño tenían que hacerle sus respectivas entregas en altas horas de la noche para evitarse dificultades. —¿Qué quieres? —añadió;— los obreros, en estos lugares, se hallan tan maltratados, que forzosamente tienen que acudir a ciertos medios para mejorar su situación. Ellos trabajan hasta matarse, y ven que se les paga una miseria que de ningún modo corresponde al exceso de actividad que han empleado. Pues bien, entonces se pagan a sí mismo vendiendo el producto de su trabajo al que mejor les retribuye. ¿No es esto muy justo? A mí me parece que sí. ¿Tú has leído libros de socialistas y de anarquistas? ¿No? Pues léelos. Allí está la confirmación de lo que digo. Pero, aun sin necesidad de eso, tú eres suficientemente avisado para comprenderme. La cuestión de la propiedad, tú lo sabes, está aún por resolverse. ¿De quién es la tierra? ¿De quién son, por ejemplo, las minas? De todos. Sólo por abuso, unos cuantos se apoderan de este patrimonio común. Ellos son los verdaderos ladrones. Los obreros trabajan y deben gozar del producto de su trabajo. Era de ver a Emilio aquella noche haciendo desde su cama, la apología del obrero ladrón. Marín, quizá riéndose íntimamente, oyó estas y otras cosas que le decía su amigo, sin pensar, naturalmente, en contradecirle. Y cuando Emilio concluyó su larga exposición, Martín se persuadió más que nunca que aquello era robo, nada más que robo, por mas que su amigo le adornase con nombres más o menos altisonantes. —Ahora —repuso Emilio—, espero que tú serás muy reservado sobre lo que has visto, pues, de lo contrario, comprometerías a muchos infelices y aun a mí mismo. —¡Bah! —esclamó Martín— ¿cómo crees que pudiese yo cometer alguna indiscreción? Aunque no fuese tu amigo, bastaría el hecho de estar hospedado en tu casa para ser reservado. —Y, por otra parte, creo haberte demostrado que, al obrar como obran los obreros, están dentro de la justicia y la razón. Ojalá tú llegases a abrigar esta misma convicción. —¡Ojalá! — repuso Martín, y a poco volvió a dormirse, y soñó que veía a todos lados caras patibularias, que seguramente debían ser las de los infelices obreros de que tanto le había hablado Emilio.

Capitulo IV Conforme a lo convenido, Emilio y Martín decidieron hacer una larga jira por las minas apenas se levantaron de la cama. No entrarían al interior de ellas; pero Martín, con las explicaciones de Emilio, empezaría a conocerlas por fuera. La ascensión allí era de una legua mas o menos desde la casa de Emilio. Hacía un tiempo magnífico. El viento soplaba ahora con escasa fuerza, por más que a ratos diese muestras de desatarse. El sol de la mañana lucía soberbio en un cielo donde no se veía ni una nubecilla. Los dos paseantes caminaban con lentitud, porque Emilio temía que

Martín, por su falta de costumbre en aquellas altitudes, fuese atacado del sorocche. Martín veía a su frente una serranía árida y nada atrayente. Era la del gran mineral de Llallagua con que tanto había soñado. Bajo la viva luz del sol, veíase brillar en el camino una infinidad de partículos metalíferas. Ya eran guijarros incrustados de concreciones que reflejaban el sol, ya era la misma tierra sembrada de moléculas luminosas. —Esta tierra es tan rica —dijo Emilio,— que aun cuando alces sólo un puñado de ella, siempre hallarás cierta proporción de metal. —¿De oro?— preguntó Martín con codicia. —De estaño, que es lo mismo, pues que lo uno se adquiere con lo otro. Aquí el estaño está en todas partes: en el seno de la tierra y en su superficie, en la arena, en las piedras, en el agua... —¿Y en el aire?— añadió Martín con buen humor. —También, y, por ende, en la ropa de las personas, en su piel, en sus pulmones, en su estómago. . . —¿Y en su cerebro? —En su cerebro sobre todo. Hay muchos en que el estaño produce tal obsesión, que bien se puede decir que tienen el cerebro de puro estaño. —Cierto. A medida que avanzaban, descubría Martín nuevos puntos de vista. La montaña que le señalaba su compañero como el gran macizo en que estaba el principal núcleo de las minas, se iba descubriendo y destacando más próxima y distinta. El camino que seguían se dibujaba a lo lejos en grandes zig-zag que se encaramaban hasta la cúspide. El gran cerro mostraba sus profundas arrugas que denunciaban su vejez. Enormes farellones hacían contraste con aquéllas, empinándose sobre el cerro como gigantescas verrugas. Y en las rugosidades, y los farellones, y los flancos, y las pendientes, se divisaban agujeros junto a los cuales había montones de tierra y rocas. Emilio señaló a Martín los dos más grandes desmontes, el uno de color azulado y el otro blanquecino, diciéndole que eran la dos minas más importantes de Llallagua: La Azul y La Blanca, Habían subido una pequeña, pero empinada cuesta, y descansaron por un buen rato. Junto a un grupo de casas muy próximas, se veían tendidas en el suelo varias carpas, en las que habían porciones de una tierra negruzca que varias mujeres revolvían. —Es el metal lavado que van haciendo secar— dijo Emilio. De cuando en cuando, pasaban junto a los paseantes hombres, mujeres o niños, siempre muy sucios. Sus rostros, bajo una capa de tierra negra, parecían pintados con carbón. Martín, mirando una de estas figuras, exclamó: —¡Cuánto polvo hay en estos lugares! —¡Ya lo creo! Este es el país del polvo. Nadie se libra de él. El polvo es el rey. Es como un símbolo. La misma industria se reduce a hacer polvo. . . —Pero ¿es que esta gente nunca se lava? —¿Ni para qué se va a lavar? Fíjate en ese hombre que está con una máscara negra. Si se la saca a fuerza de agua y jabón, en media hora volverá a estar lo mismo. Aquí ya nadie se cuida de lavarse. Van con su polvo a cuestas. Duermen y comen con él. Ese otro hombre que parece con guantes negros, dentro de poco engullirá sus alimentos,

ennegreciéndolos con sus propias manos. Continuaron andando. Martín veía en las proximidades del camino casuchas de mineros hechas de piedras y barro torpemente conglomerados, con techos de paja y con puertas tan bajas, que, para trajinar por ellas, había que doblarse por completo. Junto a varias de estas casas se veían mujeres sucias, chiquillos semidesnudos, perros, cerdos, gallinas y aun Jumentos, todos en amigable compañía. Luego, avanzando algo más, se veían boquerones abiertos-en las rocas, negros, siniestros, amenazadores, pero dejando notar que en su seno también rebullía la vida. —¿Aquellas son cuevas?— preguntó Martín. —Sí, son cuevas. —Y parece que están habitadas. —Ya lo creo: como que constituyen una de las habitaciones humanas más disputadas. —¡Pero ahí las gentes deben vivir como fieras! ¿Es que no se abastecen las casas? —No las hay para todos. Y aun habiéndolas, los mineros suelen preferir esas cuevas, porque las casuchas que muy difícilmente hacen construir los patronos son tan mal hechas, que es un tormento vivir en ellas. Efectivamente, más adelante se divisaban filas de cuartos pequeños y bajos, de los que sólo algunos llevaban techos de calamina o paja. Algunos, a guisa de techo, mostraban telas remendadas sostenidas sobre sus paredes con estacas y con piedras. Otros no eran sino solares. De todos modos, la gente pululaba en ellos. Oíanse los chillidos de los niños y los gritos de las mujeres. El humo salía en tenues columnas de tan pobres viviendas. Los paseantes volvieron a sentarse. Habían ya subido una gran parte del cerro. Las minas se veían más próximas. El camino que acababan de recorrer se perdía a lo lejos, hacia las faldas del cerro, como una faja blanquecina y estrecha, sembrado a trechos por los transeúntes, que, a la distancia, apenas parecían puntos. El sol continuaba brillando con admirable limpidez. Los techos de calamina de las casas distantes lanzaban reflejos ofensivos a los ojos. Por sobre las cabezas de los dos amigos, a una altura enorme, pasaban los cables del andarivel arrastrando sus negras vagonetas. Pronto estaban contemplando desde cierta distancia la bocamina de La Azul. Había allí escaso movimiento. Lo que más se oía era el ruido del andarivel y el frecuente resonar de las carretillas que salían de la mina cargadas de fragmentos de peña y de tierra, y conducidas por hombres que echaban esos fragmentos al desmonte. —Esa es la caja (piedra metalifera) —dijo Emilio;— allí también hay estaño. —Y entonces, ¿cómo lo echan así? —Porque como el estaño está ahí en menor proporción, no vale la pena de sacarlo, y prefieren siempre lo más rico. De La Azul, pasaron rápidamente hacia las minas que se escalonaban hasta la altura. Cada una consistía en un agujero al que seguía por fuera un terraplén, y por abajo un montón mas o menos grande de tierra y piedras extraídas de las entrañas terres tres. En tomo se veían casuchas de triste aspecto, y gentes siempre muy sucias ocupadas en sus respectivas faenas. Veíanse también tropas de burros y llamas, en los que se cargaba el metal explotado. En la mina La Blanca volvieron a descansar los paseantes.

Martín gozaba viendo el extenso panorama que desde aquel sitio se desarrollaba hacia abajo y al frente. El cerro, casi vertical en sus alturas, a medida que los ojos bajaban por sus pendientes, iba extendiéndose en líneas mas o menos oblicuas hasta formar a sus plantas una llanura que se desplegaba con leves inflexiones hasta el río de Catavi. En la banda opuesta de este río se veían enfiladas serranías áridas y rojizas, detras de las cuales aparecían otras y otras hasta cerrar el horizonte en cuyo confín adquirían un tinte violado que encantaba a Martín. Y el sol continuaba pomposamente claro, el cielo sin una nube, y el viento, siempre contenido, sólo a ratos daba resoplidos fuertes que levantaban torbellinos de polvo que, por un momento, turbaban la diafaqj^ad del ambiente. Emilio sacó de su arrobamiento a Martín señalándole un grupo de mujeres en el terraplén de La Blanca. —¿Quiénes son? ¿Qué hacen?— preguntó Martín. —Son las palliris. Trabajan. Ya lo ves. En efecto, trabajaban. Sentadas sobre el suelo helado, formando grupos más o menos pintorescos, vestidas de trajes policromos, inclinaban la espalda y movían con monótona regularidad uno de los brazos armado de un martillo que hacían caer sobre los trozos de piedras metalíferas que sostenían con el otro brazo. Su oficio consistía en reducir a diminutos pedazos los grandes trozos que los mineros extraían del interior de la tierra. Había entre ellas viejecitas cuyas manos temblorosas esgrimían el martillo con torpeza, dándose frecuentes golpes en los dedos. Había mozas, varias de arrogante aspecto pero siempre sucio, trabajando, por lo general, con aire de mala gana. Había aun chiquillas de diez o doce años que eran las que trabajaban con más entusiasmo y actividad. Las más llevaban los dedos vendados o mostrando al aire feas llagaduras ocasionadas por el martillo o las piedras. Muchas tenían los labios verdosos y los carrillos abultados por la coca que iban mascando. Unas estaban con la espalda cubierta de rebozos rojos, verdes, amarillos o de otros colores; otras no llevaban mas que una manteleta inmunda o algún andrajo sobre el cuello. Todas tenían el rostro pintarrajeado por el polvo que se desprendía del metal desmenuzado. Formaban series de figuras grotescas, que inspiraban, al mismo tiempo, risa, compasión, repugnancia y rabia. Lo que más impresionó a Martín fue ver junto a varias de estas mujeres, que eran madres, sus pobres hijos, criaturas de uno o dos años, con las cabecitas envueltas en pañuelos ennegrecidos, con la cara empolvada, los miembros ateridos y sentados al lado de sus madres, a las que parecían ver trabajar con gran entretenimiento. Sonaron algunas campanadas, y al momento se levantaron las mujeres, sacudiéronse las polleras y se dispersaron en distintas direcciones. Era la hora del almuerzo. Los paseantes ya no tenían tiempo de ir a almorzar al hotel, del que se habían alejado más de una legua, y entonces Emilio dispuso que irían a una ranchería vecina donde tenía conocidos que les podían atender. Caminando por confusos vericuetos, Emilio condujo a Martín hasta una depresión del cerro en que había un grupo de habitaciones humanas. —¡Hola, mi amigo Sánchez!— exclamó, parándose a conversar con un

minero viejo que se había asomado a una puerta. Díjole que venían sin almorzar él y su compañero, y que les hiciese preparar un buen asado y huevos. El minero llamó a su mujer, y le encargó que hiciese lo indicado. Luego invitó a los jóvenes a pasar a su vivienda. Era un cuartucho que, en su mayor parte, estaba ocupado por una cama inmunda. Una infinidad de cacharros se veía en el suelo. En un rincón, un grueso haz de cebollas estaba sobre un montón de patatas. De una estaca clavada en la pared pendía un cordero descuartizado, cuyos músculos rojos y grasas blancas causaban antojo en Emilio, que declaró sentía mucha hambre. Había también clavados a las paredes ahumadas mecheros, barrenos y otros útiles. Los muros y el techo, cubiertos de hollín y de polvo, daban fúnebre aspecto a la vivienda. La mujer de Sánchez entró armada de un cuchillo y cortó un buen pedazo de aquella carne que iba excitando el apetito de Emilio. Este dijo a su amigo. —Bueno, ya has visto una habitación de minero, habitación que, es, a la vez, cocina, despensa y dormitorio. Ahora, mientras nos preparan el asado, vamos a dar una vueltecita por las otras casas. Las otras casas que visitaron eran, sobre poco más o menos, del mismo corte que la de Sánchez, siendo varias aún más miserables, y constituyendo asquerosos chiqueros en que estaban confundidos hombres y animales. A una de ellas ni aun les fue posible entrar, porque el suelo estaba ocupado por una sola cama en la que dormían cuatro mineros juntos. El uno roncaba con furia, sin que sus compañeros se diesen por entendidos. Otro había arrimado la terrosa cabeza contra la boca de su vecino que, profundamente dormido, daba resoplidos silbantes. El cuarto abrió los párpados en el momento que pasaban los dos amigos, hizo ver sus globos oculares rojos y soñolientos, y luego los volvió a cerrar para seguir durmiendo. Emilio dijo: —Estos son los que trabajan veinticuatro horas. —¿Hay quienes trabajan venticuatro horas? —SÍ; y también treinta y seis. En otra casucha, recostado entre un montón de harapos, estaba un hombre solo, de rostro abotagado, tosiendo con frecuencia, y escupiendo en el suelo, en las paredes y en la cama esputos ahumados o nauseabundos. —¿Cómo estás. Arce?— díjole al entrar Emilio. —Siempre lo mismo— respondió el minero con apagada voz. —Y tu mujer y tu hijo ¿dónde están? ¿Cómo te dejan tan solo? —Mi mujer ya está aburrida de verme padecer, y no quiere ya ni verme... Mi hijo ha ido a Panacache, a la fiesta. —¿A Panacache? ¡Qué atrocidad! Cuando salieron, Emilio dijo: —Ese es un enfermo atacado del "mal de las minas". No tiene remedio. Efectivamente, su mujer debe estar aburridísima, porque esa enfermedad suele prolongarse bastante. Su hijo estará divirtiéndose en Panacache. —¿Que es eso de Panacache? —Un poblejo de esos donde van todos los años, en romeria, los mineros de estos lugare. El hijo de ese hombre, como te digo, debe estar ahora bebiendo y bailando. Se habrá gastado un dineral para comprar sus disfraces. Es el lujo de estas gentes.Gastan hasta su

último peso por vestirse de diablos, de monos y osos, beber y hacer beber a otros, brincar días enteros en los campos y pueblos y llenar de atenciones y comestibles a los curas. —Pero es una iniquidad lo que hace el hijo con el padre enfermo, dejándole así, solo y desamparado. —Al contrario. El debe estar en la seguridad de que va haciendo una buena obra. Esperará que con su peregrinación ha de conseguir que sane su padre. Este mismo debe abrigar esa esperanza. Esa es la fe. Llegaron al pie de un gran peñasco que se elevaba sombrío y casi verticalmente. A sus plantas se veía una enorme oquedad a cuyos lados se había levantado unos muros de piedra para formar una casa. La misma peña le servía de techo. Una puerta y una ventana se destacaban con mucha regularidad en el muro. Allí vivían dos familias numerosas. —Esto se llama El Convento —dijo Emilio.— Ahí ves una transición de la casa a la cueva. Hemos visto ya las casas puras como la de Sánchez. Esta otra es medio casa y medio cueva. Vamos un poco más y veremos las cuevas puras también. En efecto, a pocos pasos se veía la peña horadada a diferentes alturas por agujeros mas o menos grandes y profundos, en los que trajinaban gentes y bestias. Uno de estos agujeros estaba tan alto, que debía ser difícil el acceso a él; pero se veía que estaba habitado, pues algunas figuras humanas atisbaban por allí como por una ventana. Emilio entró e incitó a Martín a entrar a ia primera cueva. Para hacerlo tuvieron que andar a gatas, y dentro de la cueva se daban frecuentes golpes en la cabeza y la espalda al querer enderezarse. Una mujer cocinaba tranquilamente entre un montón de yaretas y mondaduras de patatas. Ni aun la distinguió Martín, a consecuencia de la obscuridad y del humo. Cuando salió, tenía la ropa, las manos y la cara tiznadas de negro; después de lo cual no quiso mas repetir tales pruebas. Sánchez apareció anunciando que el asado y huevos estaban preparados, y los Jóvenes volvieron a la casa del minero a tomar ese sencillo desayuno. Tomáronlo fuera, al aire, a la luz, poniendo sobre sus rodillas los platos. A Emilio le supo muy bien su ración. Entre bocado y bocado hablaba con Sánchez. —¿Qué es de tus hijos? —Están en su punta. —¿Y tú? —Entraré esta tarde. Estoy de punta de noche. —Punta —dijo Emilio a Martín— es el trabajo correspondiente al día o a la noche. Hay una punta de día y otra de noche, que comprende a los trabajadores que tienen faena de doce horas. Martín exclamó, dirigiéndose al minero: —¿Y estás contento con el trabajo de las minas? —¿Qué vamos a hacer? Para vivir hay que trabajar. —Me figuro que no será muy divertido estar ahí dentro, en el interior de la tierra, sin ver la luz... —A veces es mejor que estar aquí afuera. ¿No es verdad, D. Emilio? Así es. Sobre todo en la estación lluviosa y en el invierno, muchos mineros prefieren las profundidades de las minas a sus asquerosas pocilgas, donde el frío, el viento, la lluvia y la nieve les disputan el terreno y les combaten sin tregua. Figúrate que a las

casas se entra diariamente el agua, filtran las paredes, el suelo es un charco, y aun cuando vuelve el buen tiempo, ya el sol y el aire no pueden desecar pronto 1^ humedad de estas mazmorras; de modo que sus moradores huyen de ellas yéndose a los campos o entrando a las minas. —De todos modos, yo preferiría cualquier cosa a permanecer en esos antros. —¡la... ja... ja...! —prorrumpió Sánchez.— Tiene miedo el viracoche. —Sin embargo —añadió Emilio,— te conviene conocer el interior de las minas. Debes entrar allí en la primera ocasión. —Procuraré no hacerlo. —¡Phs!... Es lo mas sencillo. No tendrás mas que andar; con algún tiento, agarrado del mechero, en esos subterráneos. Es de suponer que irás con guías, y ellos te indicarán los malos pasos, los piques, las gradientes. Aquello es sólo una serie de galerías. Cierto es que a veces hay que echarse, y pasar, arrastrandose como una serpiente, por lo angosto y bajo de algunas comunicaciones. En Llallagua están las minas muy mal laboreadas, y por eso se ven esas casas que perjudican la explotación. Cuando entres tú allí verás las vetas y sabrás lo que son la guía, la llusoka, etc., como ya sabes lo que es la caja. Verás también a los barreteros horadando las peñas con la barreta o haciéndolas volar con la dinamita; a los apiris acarreando la tierra; a los torneros, a los chivatos, a los pongos, Al pasar por su lado te saludarán con avemarias o con maldiciones a su suerte y a la hora en que les parió su madre. Es de suponerse que no tendrás la desgracia de que te caiga una aisa o te alcance un tiro de dinamita, o que te derrumbes en un cuadro. Sería lamentable. He visto muchas veces hombres degollados por las aisas. He visto piernas y dedos volados por la dinamita... Así como he visto personas reducidas a un poco de grasa, por una caída a un cuadro de una altura de dos cientos metros... Pocos momentos después los paseantes emprendían el regreso a Llallagua, con la panza llena y magnífico humor. Emilio, al despedirse del minero, díjole: —Oye, Sánchez, ¿y cuándo arreglas esa deudita? —En esta semana sin falta. —¡Hombre! no te descuides. —Pierda cuidado, D. Emilio. Y Emilio, volviéndose a Martín, le dijo: —Es uno de mis deudores. A ver qué tal metal me entrega... Cuando bajaban, Emilio señaló a su derecha una bocamina próxima, exclamando: —¿Ves esa mina? Se llama Quimsachata, Fíjate en ella. Es la que vas a pedir en contrato. Martín miró con detención aquel agujero, encontrándolo tan torbo y sombrío como los otros que ya había visto. Sin embargo, esa era la mina que le debía dar la plata y la satisfacción.

Capitulo V De regreso a Llallagua, encontróse Martín con el arriero que traía su equipaje; de modo que ya podía sacarse su desgarrado pantalón y sus ajadas botas, y vestirse convenientemente para presentarse al gerente de la Compañía. Además, había el Joven tenido tiempo de muñirse de todos los conocimientos mas urgentes para salir bien librado en su empeño. Emilio se preocupó con ardimiento de prepararle. Aun, por la noche, siguieron hablando desde sus camas sobre el mismo tema: contratos, peones, metal en bruto, trabajadores, planillas, Quimsachata, etc., etc. Martín estaba contento. Le parecía ya ser contratista y estarse embolsando bonitas sumas de dinero, como habían hecho otros. Aquello iba a ser una ganga. Hizo bien de creer a Godoy y lanzarse a Llallagua. Cierto era que sufrió muchísimo en el viaje y las cosas que empezaba a ver no eran muy alucinantes; pero ¿qué importaba? ¿Para qué era pensar en cosas tristes teniendo a la vista un espléndido negocio? De esta manera, el joven, con el entusiasmo de sus veintitrés años y con el egoísmo del hombre que quiere ser feliz, se entregaba a sus gratos pensamientos. Emilio, de su lado, esperaba con impaciencia la resolución del asunto de su amigo. La firma que vio al pie de la carta de recomendación le daba plena confianza en el éxito buscado. Quizá él había hecho ciertos planes acerca de su amigo, planes que no creyó aún conveniente exponerle, pero que en su tiempo los desarrollaría en provecho de ambos. Al día siguiente, a las diez de la mañana, Martín se encontraba en Catavi en la casa de la administración. Emilio le acompaño hasta la puerta, y convinieron en que le esperaría fuera, pues no convenía que él se presentase, por no estar en buenas relaciones con el gerente. Por desgracia, Martín no pudo ver de inmediato al gerente. Dijéronle que estaba en cama, y el joven no tuvo más remedio que esperar. Emilio le había dicho que no parase hasta no encontrar con dicho personaje, y Martín quería seguir textualmente las indicaciones de su amigo. Parado junto a un pilar, en una esquina del patio, miraba a cada momento su reloj. Un criado le había indicado la puerta del departamento del gerente, y el joven se apostó cerca de ella. A uno de los costados del patio estaban las oficinas del cajero y del contador, donde estos señores trabajaban a aquellas horas en completo silencio. Al otro lado, hacia un ángulo que probablemente daba a la cocina, se oían voces femeninas que rumoreaban a ratos. Con frecuencia salía de allí un criado pequeño, cruzaba el patio, entraba al departamento del gerente, y volvía a salir, siempre con la noticia de que éste aun no estaba "visible". Un enorme pavo andaba por el patio hinchándose y deshinchándose sin descanso. Parecía estar furioso. Avanzaba con paso mesurado hasta cerca a Martín, inflábase casi hasta reventar, y después de hacer grotescas piruetas, se retiraba poco a poco, para volver a repetir la misma operación con una regularidad desesperante. Martín le miraba con repugnancia. Y entretanto, el gerente no parecía. Martín contemplaba la cerrada puerta restregándose las manos de frío y de impaciencia. Algunas personas también habían venido en busca del gerente, pero todas se

dieron media vuelta al saber que "aun no estaba en pie", según les decía el criado. Por su parte, Martín estaba decidido a no abandonar su posición mientras no verse con el "señor gerente". Iban a ser las doce, y ya pasaban dos horas desde que Martín esperaba. El cajero y el contador, seguidos de otros empleados, salieron de sus oficinas y abandonaron la casa. El criado continuaba haciendo frecuentes excursiones de la cocina al comedor y de éste a las habitaciones del gerente. El pavo continuaba fastidiando con su terquedad feroz a Martín. Por fin, se abrió la puerta tan contemplada y en sus umbrales apareció la figura de un caballero delgado, de pequeña estatura, de ojos vivos y de luengo bigote. Martín dijo para sí: "Este debe ser". Luego avanzó hacia el caballero, y haciéndole una profunda reverencia, preguntó si tenía el honor de hablar con el "señor gerente". Contestóle el caballero con una señal de asentimiento, y entonces Martín le entregó la carta que traía a la mano. Leyóla rápidamente el gerente, y de seguida invitó a Martín a que pasase al escritorio. Allí, después de ofrecer un asiento a Martín, le dijo: —El señor Lens, amigo mío muy estimado, me recomienda a usted. Estoy a su servicio. Martín agradeció. Sentíase un tanto embarazado; pero procurando dominarse, declaró, en una exposición correcta, aunque algo difusa, su vivo deseo de trabajar en la Compañía, brindando todo el tesón y actividad de que estaba poseído para ponerlos al servicio de ella. —¡Muy bien! —exclamó el gerente;— no dudo de las aptitudes de usted. ¿Y, seguramente, ya habrá estudiado usted el puesto que le conviene? Dígamelo, para ver. . . Entonces Martín lanzó resueltamente su proposición para tomar en contrato la mina Quimsachata, siguiendo punto por punto las instrucciones de Emilio. El gerente, mientras hablaba Martín, consideraba, retorciéndose los bigotes, el aspecto entre ingenuo y embarazoso del joven, su dicción correcta, su traje de ciudad puesto irreprochablemente y sus maneras distinguidas. Luego, cuando concluyó Martín, hizo el gerente una pausa, pareció reflexionar detenidamente; mas de repente clavó sus ojo? sobre el joven y le preguntó de sorpresa: —Usted ha venido de Sucre, ¿no es cierto? —Sí, señor. —Y es de suponer que recién habrá conocido usted las minas. Martín estuvo a punto de afirmar, de conformidad a las indicaciones de Emilio, que ya era conocedor de minas, pero se sintió cortado; venció en él su hombría de bien, y declaró que efectivamente era la primera vez que las había visto. —Entonces —repuso el gerente— yo no le aconsejaría pensar en ese contrato que me indica usted. Podría perjudicarse y salir perdiendo. Para trabajar en estas cosas, hay que conocerlas de cerca. Martín expuso que contaba con la ayuda de personas "muy entendidas". Pero el gerente replicóle: —NÍ aun así. Esas personas pueden engañarle. Usted mismo, como interesado, debería estar familiarizado con sus cosas. ¿No es así? —Es así, señor. —Lo mejor que podemos hacer, señor Martínez, es lo siguiente: yo le daré una tarjeta para el administrador del ingenio de Catavi, y

usted hablará con él y acordarán sobre la colocación que más le convenga. Martín agradeció, y el gerente tomó una tarjeta, escribió rápidamente algunas líneas y se la pasó con mucha finura al joven. Este volvió a agradecer, y comprendiendo que no tenía más que hacer en aquel sitio, se despidió del amable caballero y salió de la casa, no poco avergonzado por lo que le había pasado, y más aún por la cara que iba a poner ante Emilio, que debía estarle esperando impaciente. —¡Caramba! ¡que has tardado harto!— le dijo éste al verlo. — ¿Y qué tal? Martín le contó lo ocurrido y le enseñó la tarjeta. —¡Bah!. . . hemos fracasado — exclamó Emilio. Estaba furioso. Fueron caminando un gran trecho en silencio; luego se detuvo y exclamó: —Lo de siempre. Si hubiese ido cualquier rotito a solicitar, el contrato, al momento lo obtiene. Pero ¡tú!... Tú que hablas bien y que estás elegantemente vestido. . . En realidad, yo creo que tu traje te ha perjudicado. Después, mirando con desdén la tarjeta, continuó: —Ahora el gerente te pelotea contra el administrador de Catavi, que es un bestia. Allí sí no me comprometo a acompañarte. —Pero, al menos, dime dónde está el ingenio — insano Martín con humildad. —¿Piensas ir allí ahora mismo? —Sí. ¿No estaría bien? —Pero ¡hombre! son las dos de la tarde: ¿te has olvidado de que tenemos que almorzar? Capitulo VI Aquella misma tarde se hallaba Martín entretenido en ir y venir junto a ]a puerta del ingenio de Catavi. El portero le había dicho que el administrador se hallaba muy ocupado, y mientras tanto que se desocupase, resolvió el joven pasearse por aquel sitio contemplando el cuadro que le rodeaba. Había un continuo trajín de carretas, muías y personas. Enfiladas cerca a la puerta estaban diez carretas con sus muías enganchadas, que, paradas en actitud fatigada y triste, parecían reflexionar en su suerte. Los carreteros, sucios y sudorosos, salían del ingenio cargados de sacos repletos de barrilla, que depositaban en las carretas. El capataz, montado en su muía, llevando un cinto del que pendían una pistola y un puñal, calzado de botas que le cubrían hasta los muslos y ostentando unas espuelas enormes, dirigía la operación. Una multitud de gente, sobre todo de chiquillos, hormigueaba entre las carretas. Algunas mujeres, sentadas junto a montones de frutas, de pan y de ollas y platos con diversos manjares, ofrecían sus mercancías a los transeúntes y cuidaban de que las muías que pasaban con frecuencia por su lado no las pisasen. Desde lejos, un continuado chillido de maderas y fierros, ^ue parecían estarse lamentando, anunciaba que se iba acercando otro convoy. Los acarreadores de la barrilla se apresuraban: veíaseles agobiados bajo el peso de los sacos, caminando casi de carrera, bañados en sudor, jadeando, sin sombreros, algunos con la cabeza envuelta en trapos asquerosos y

todos con la cara y los vestidos colmados de tierra. Alzábase un ruido infernal. Los gritos de las mujeres, los chillidos de los chicos, las blasfemias de los carreteros, los relinchos de las mu las, los latigazos, el chirrido de las carretas que se acercaban, el rumor del ingenio, todo formaba un concierto ensordecedor. Martín contemplaba distraído el espectáculo, y a cada momento trataba de limpiarse del polvo que, al levantarse en nubes espesas, caía sobre su elegante traje. Pronto las carretas quedaron cargadas. Resonaron los látigos y las mulas partieron. Cada carretero saltaba sobre su muía estando ella en movimiento, causando con esto mucha sorpresa en Martín. Mientras salía este convoy, llegaba el otro. Veíase a los carreteros de aquél esgrimiendo gruesos rebenques y cadenas de argollas, con las que excitaban a las muías. Las carretas que llegaban estaban cargadas de enormes rimeros de maderas, de fardos de pasto aprensado, de. cajones de mercaderías y de piezas de maquinaria de variadas formas. De pronto, la carreta que venía por delante se detuvo. Al pasar por un charcal próximo, sus ruedas se habían hundido profundamente en el barro y las muías no alcanzaban a sacarlas. El carretero empezó una azotaina horrible en las muías. Estas hacían esfuerzos continuos: inclinábanse hacia adelante casi hasta tocar la tierra. Sus patas se aferraban al suelo a modo de ganchos. Se estiraban, temblaban y tiraban. Pero nada. Los demás carreteros aparecieron armados de sus látigos. Gritaban con furor. Pateaban a las muías, las apedreaban y hacían caer, chasqueando, sus látigos sobre los cuerpos temblorosos y desgarrados de las muías, singularmente en sus delgadas piernas. Martín no pudo tolerar más este cuadro y se metió al ingenio. El administrador continuaba muy ocupado; pero Martín hizo que el portero le señalase el sitio en que estaba, para ir a su encuentro. —Allí está— dijo el portero, indicando un numeroso grupo de gente que se apiñaba en derredor de una instalación. —¿Cuál de ellos es? —Fíjese usted en el hombre más sucio entre todos. Ese es.. Martín avanzó entre una confusión de cosas. Vio el suelo dividido en compartimientos, donde se mostraban objetos enteramente desconocidos para él. Vio una especie de represas donde corría una agua lodosa y rojiza, mujeres que escarbaban en esa agua, hombres y muchachos que iban y venían, ruedas que giraban, chimeneas que humeaban, extraños aparatos cuyo funcionamiento no comprendía. Pero, sobre todo, se fijaron sus ojos en el sitio que le señalara el portero. Allí, mas que en todas partes, se notaba una actividad febril. Una multitud de obreros bullía como un enjambre en irrupción. Tratábase de arreglar un molino cuyas grandes y pesadas piezas apenas podían ser movidas, y parecían burlarse, en su fría impasibilidad, de los esfuerzos inauditos que desplegaban los hombres para moverlas apiñándose como moscas en un panal. Unos palanqueaban con gruesos palos o barras de fierro; otros, colocados en fila, tiraban de una gruesa cadena; varios, subidos sobre el maderamen, ayudaban a los otros, y todos gritaban, se apelotonaban, Jadeaban y sudaban; la madera crujía, el fierro rechinaba. Y crujíanT'también huesos y coyunturas. Entre aquel hacinamiento de hombres astrosos y tiznados, Martín

distinguió uno que mandaba a los demás, no obstante de que, por la mugre que le cubría, parecía uno de los más infelices. Entonces pensó, acordándose del dicho del portero, que ese debía ser el administrador; pero como en aquellos momentos dicho personaje estaba muy afanado, el joven se reservó hablarle mas tarde y entregarle la tarjeta. Mientras tanto, sus ojos continuaban mirando aquella balumba. Pronto llamaron su atención unas baterías de pisonea Aquellas gruesas barras negras dispuestas en fila, verticalmente, sobre una especie de torres, alzándose siempre rectas hacia arriba, volviéndose en derredor de su gran eje, y cayendo, sin variar su rectitud, con formidable estrépito sobre el metal que se ponía a sus pies, le parecieron otros tantos bailarines grotescos que estuviesen entretenidos en vertiginosa danza. Aquí, el ruido era aún mayor que afuera, y Martín se sentía ya atontado con tanto clamoreo. Soño, poco después, un pito. Era la hora del descanso, que allí llamaban acullí. Los obreros se dispersaron a tomar aliento. El administrador, que no era otro el hombre mugriento en que Martín se fijara, se dirigió también a su habitación. Entonces Martín surgió desde su punto de observación y fue a su encuentro. Saludóle cortesmente y le presentó la tarjeta del gerente. Recibióla el administrador con mal modo y la dio vueltas en sus manos; leyó lentamente lo contenido, y luego, después de mirar a Martín de pies a cabeza, le dijo en tono bronco y seco: —No tengo ningún puesto desocupado en el ingenio. Dígalo así al gerente. Y de seguida se puso a caminar, poniéndose al bolsillo del pantalón la tarjeta, que se había ennegrecido rápidamente en sus manos. Ante semejante respuesta, Martín no tuvo más que dar media vuelta e ir nuevamente a buscar al gerente para transmitirle el recado, que él lo calificaba de insolente, del administrador. Afortunadamente, esta vez no tuvo que esperar. Cuando llegaba a la casa, salía el gerente. Oyó éste al joven con benévola sonrisa, díjole algunas frases de consuelo y le dio otra tarjeta de recomendación para el administrador del otro ingenio de Llallagua llamado Cancañiri, donde debería ir Martín al día siguiente. Y por fin, ya al anochecer pudo regresar el joven a su alojamiento, cansado, pues hubo de andar mas de dos kilómetros, y con la cabeza atolondrada por las cosas que le hubieron pasado en aquel día memorable. A la llegada de Martín, no estaba Emilio en el alojamiento. Había ido a Uncía llevado por sus negocios y dejando el cuarto a la disposición de su amigo. Pasó, pues, Martín solo aquella noche. Sentíase descorazonado y empezaba a entrever lo difícil de su empeño. Pero pronto el buen sueño vino a aliviarle, y cuando se durmió, soñó que se hallaba en un sitio extraordinario, un antro inmenso donde danzaban, en frenética ronda, máquinas monstruosas, carretas, muías, obreros, administradores. . . Capitulo VII El administrador del ingenio Cancañiri, persona amable, reposada y en un todo distinta del administrador del ingenio de Catavi, trató muy bien a Martín. Díjole, al ver la tarjeta del gerente, que, desgraciadamente, en aquellos días no había un puesto desocupado;

pero que pronto se retiraría uno de los principales empleados, el canchero, y que en su lugar sería colocado Martín. Era, pues. necesario esperar. Pronto, Martín, empezaba a persuadirse que no era tan fácil como él creyera ganar el dinero, o que, por lo menos, el no tenía la misma fortuna de otros. En pocos días, y menos aún, en pocas horas, se desvanecían sus esperanzas, y sus cálculos resultaban fallidos. Pero Martín hizo el propósito de luchar. Emilio regresó de Uncía, y Martín le contó las peripecias que le iban pasando. —¡Pero, hombre! —exclamó Emilio— ¿por qué te empeñas tanto en embromarte? Me extraña tu afán. ¿Cuánto te pagarán en el puesto que te ofrecen? —Cien pesos. —Es decir, lo necesario para que te mueras de hambre. —Y entonces, ¿qué puedo hacer? No tengo otra manera de hacerme de dinero. —¿Quieres, efectivamente, hacerte de dinero y pronto? ¿Tienes ánimo y resolución? —¡Por qué no! —Pues, entonces, no te amilanes, querido. Yo te puedo asociar a mis trabajos... Ganarás lo que quieras. —¿Es decir? —Oyeme. Y Emilio, en forma categórica y no poco cínica, desarrolló ante su amigo todo un plan de trabajos, según el cual, Martín vendría a ser su ayudante en los negocios que hacía; esto es, en el rescate, Pero Martín no quedó satisfecho con las proposiciones de Emilio. Le pareció que aquello estaba rodeado de ciertos inconvenientes que bien podrían ponerle en algún conflicto. —¿Qué tienes? —exclamó Emilio.— Pones una cara como si ya yo te estuviese proponiendo que vayas a robar. Lanzó una -carcajada, y luego prosiguió: —Tú, aquí no tienes nada que temer. Es un negocio como cualquier otro... Pero Martín, por mucho que su amigo le habló de las ventajas que le reportaría el asunto, no supo darle una contestación favorable. Estaba convencido de que Emilio no hacía un negocio lícito, y, por lo mismo, tuvo escrúpulos de entrar en él; pero como al mismo tiempo no quería descontentar a su amigo diciéndole lo que pensaba, sólo pudo responderle con ambigüedades. Emilio siguió riéndose, adivinando, al través de las frases evasivas de Martín, sus temores ocultos. Luego concluyó: —Bueno, querido, dejemos esto. Yo he querido ayudarte como un amigo de la niñez. Conste. Tú no piensas como yo. ¡Qué le haremos! Tengo la seguridad de que, andando el tiempo, y con la experiencia que se adquiere en estos lugares, pensarás después de otra manera y me darás razón. —Tengo fe en tu amistad. Estoy persuadido de lo bueno que eres conmigo. Pero... —Pero. . . —concluyó riendo— ¿vamos a tomar una copa? Capitulo VIII

Los días pasaban sin que Martín pudiese colocarse. El administrador del ingenio Cancañii-i le había dicho que tan pronto como se retirase el canchero se lo haría avisar. Pero el aviso no llegaba. Martín esperaba impaciente. Continuaba alojado en el cuarto de Emilio, quien siempre le trataba con benevolencia. Emilio demostraba una gran actividad. Por lo general permanecía en Uncía, y sólo una que otra noche venía a Llallagua. Parecía muy contento. Hablaba a Martín, sin disimulo ninguno, sobre el "brillante éxito de sus negocios". Pero Martín no se alucinaba. Algunas noches volvía también a presenciar escenas análogas a la que tanto le sorprendió en la primera noche que durmió en el cuarto; esto es: veía entrar allí gentes de sombría catadura conduciendo sendos sacos de metal. Esto mismo hacía que el joven desease trasladarse de una vez al lugar de su colocación, librándose así de ver cosas que afeaba, pero que no podía denunciar, dada su lealtad y discreción. ¡Cuan largos y monótonos le parecían aquellos días! Levantábase tarde de cama, y no tenía que hacer. Vagaba por los alrededores, iba a los veneros, donde permanecía horas viendo trabajar a hombres y mujeres, o visitaba los sitios más agrestes y retirados entregado a tristes ideas. Luego pasaba a almorzar al hotel, donde siempre encontraba dos personajes, con los que había trabado relación hacía días; uno, don Juan Nava, de quien no sabía a punto cierto cuál era el oficio, y otro, D. Miguel Illanes, un antiguo contratista fracasado que, como Martín, no tenía que hacer, y por lo general pasaba el tiempo hablando contra la Compañía. Reunidos los tres a la hora del almuerzo, jugaban un cacho por una o dos copas de coktail, y se sentaban a la mesa conversando sobre variados temas, en los que casi siempre estaban en contradicción D. Juan y D. Miguel. Después de almorzar, poníanse asientos junto a la puerta, al sol, y allí continuaban conversando, al propio tiempo que miraban afuera. En todos aquellos días que eran de trabajo, la plazoleta de Llallagua permanecía desierta y apenas pasaban por allí escasos transeúntes. Cuando éstos eran conocidos por D. Juan o D. Miguel, era de oirlos haciendo la filiación, la historia y el análisis más detallado del pasajero, que no siempre salía airoso entre los labios de estos murmuradores. Un dio oyó Martín este comentario: —Allá va Juanito Vargas con los niños— decía D. Juan señalando un grupo de viajeros que se dirigían a las minas. —¿Adonde irá ese asno? —Pues a inspeccionar sus trabajos. D. Miguel se rió con mofa. D. Juan repuso: —iY qué! ¿Usted no cree que Juanito sea competente para eso? ¿No ve usted cómo está de bien? —¿Y quién le ha dicho a usted que para estar de bien se necesita ser competente? Precisamente para estar de bien en la Compañía se necesita ser un pollino. —¡Bravo, D. Miguel! ¡Hable usted, hable! —Ahí tiene usted una muestra en ese tipejo que acaba de pasar. ¿Qué entiende él de minas? Nada. Y, sin embargo, le han dado una de las mejores minas. El ni siquiera entra a ellas. ¿Ni para qué va a entrar? ¿Qué sabe? Todo lo hacen los peones. —Eso mismo prueba que el muchacho es listo, puesto que sabe ganar el dinero sin trabajar. D. Miguel escupió con desprecio. D. Juan continuó: —Pero, mire, D. Miguel, si Juanito no será listo. . . ¿Y lo de los

perros muertos? D. Miguel tomó a escupir. Martín preguntó: —¿Qué es eso de los perros muertos? —Se acostumbra aquí esa expresión para significar que en las planillas que presentan los contratistas a la administración para hacer sus pagos, se hacen figurar nombres de personas que no existen o que están ausentes. —Pero eso es una iniquidad. —Muy común aquí. —Y en todas partes — dijo sentenciosamente D. Juan. Martín veía también pasar por la plazoleta, casi diariamente. grupos de gentes llevando niños muertos a enterrar. Eran siempre grupos de borrachos. Pasaban tocando charangas y cantando. y aun bailando. Viendo uno de estos grupos, preguntó un día: —¿Hay alguna epidemia? Cada día veo llevar niños difuntos. D. Miguel se encargó de contestarle. —No hay ninguna epidemia. Pero para que aquí mueran los niños no hay necesidad de epidemias. ¿No ve usted cómo los tratan? Fíjese ahora mismo en esas mujeres. Señaló dos mujeres que iban cargadas de sus criaturas y en estado de completa ebriedad. Una de ellas se podía tener apenas; se cimbraba de uno a otro lado. Su niño, como de un año, bien sujeto a la espalda de la madre, dormía profundamente. Su diminuta cabeza, enfundada en un gorrito sucio, se mecía también sobre el cuello, siguiendo los movimientos de la beoda, a la manera de un botón de flor sacudido por contrarioS"S5plos de viento. La otra mujer cantaba y zapateaba, mientras su criatura, acomodada también a la espalda, no daba muestras de inquietud, pues quizá ya estaba habituada a tales cosas. D. Miguel continuó: —¡Y si usted viese otras cosas que hacen estas malditas! A criaturas de pocos meses les dan carne, frutas, chicha, ají. Las ponen unas envolturas con las fajas tan apretadas, que las guaguas resultan más tiesas que un palo. Las tienen al frío, a la lluvia. al sol, a la nieve, al viento. Las pegan con crueldad. En sus borracheras se acuestan con frecuencia sobre ellas y las ahogan. —¡Qué horror! —Como usted lo oye. Tratadas de esa manera las guaguas, no es raro que mueran diariamente. Ahora, si sobreviene alguna dolencia, peor. Entonces por el cuerpo de la pobre criatura se hace pasar los brebajes que no se pueden imaginar, siendo uno de los menos repugnantes el excremento. Un día, además de los entierros de costumbre, pasó el de un adulto. Una procesión de gentes astrosas seguía el ataúd. Algunas mujeres, cubiertas desde la frente con viejos mantones verdinegros, vociferaban y lloraban & voz en grito. Los que conducían el féretro iban a la carrera jadeando de fatiga. Los demás le seguían también corriendo. Todos parecían desolados y ansiosos de llegar pronto. —¿Por qué irán tan deprisa? — preguntó Martín a D. Miguel. —Una de tantas abusiones: creen que, haciendo así, se libran de que el alma del muerto se quede por mucho tiempo entre ellos. —Ese cadáver es del que fue destrozado anoche — exclamó D. luán. —¿Alguien fue destrozado? —Sí, en La Azul cayó una aisa que averió a dos hombres y mató a

ese que llevan. Esta mañana vi el cadáver. Tenía el cráneo aplastado en forma de un pan. —Estas cosas aquí son muy frecuentes— repuso D. Miguel. —Las minas están tan mal trabajadas, que las aisas caen a cada paso, y matan y hieren sin que ni aun se sepa de ^Tgunos. Lo mismo con la dinamita. No hay vigilancia. Lo que pasa ahí adentro es un escándalo. —Sin embargo —dijo D. Juan,— el subprefecto, en la inspección que verificó últimamente, informó al Gobierno que las minas ofrecen completa garantía y están en magníficas condiciones. —¡Qué inspección ni qué pistolas! El subprefecto y comitiva se han reducido a pasear por un rato cerca de una de las bocaminas. Eso sí, comieron bien y bebieron buenas copas... Y ya estaba la inspección. Pero, aun entrando al interior de los socavones para examinarlos y ver las condiciones del trabajo, ¿qué habría dicho el subprefecto? Lo mismo. Que todo está espléndidamente. A no ser que le hubiese caído una aisa, o se hubiese derrumbado en un cuadro... D. Juan sonrió. —Hay que decir la verdad —continuó D. Miguel.— Los subprefectos y otras autoridades no hacen más que simulacros de inspecciones. Las minas acá están tan mal trabajadas, que si los Gobiernos se preocupasen de hacer levantar una investigación efectiva o seria, se sabrían cosas tremendas. Pero no se hace así; y, naturalmente, alentados con semejante indiferencia de los poderes públicos, los patronos poco o nada se cuidan de rodear al trabajador de las condiciones de seguridad debidas, resultando que éste siempre está expuesto a quedar inutilizado o a morir por algún accidente, y una vez inutilizado o muerto, tampoco el patrón le resarce, a él o a su familia, del daño producido. —¡No tanto —protestó D. Juan, —no tantol El otro día nomás le han dado a la viuda de Saavedra. Lo he visto. —¿Cuánto le han dado? —Creo que cien pesos. —Con lo que tiene lo bastante para pedir limosna. Bueno. Y a otros no les dan ni siquiera eso. En vez de pesos les dan palos. SÍ se quejan, peor. Tienen que andar temporadas largas tras de jueces, abogados, procuradores: otra calamidad. Y, por lo común, concluyen por no hallar justicia. De modo, pues, que ante semejante expectativa, el averiado o su familia prefieren callarse. Yo conozco, y usted y todos aquí conocen, mujeres que han quedado cargadas de hijos pequeños, seis, ocho, o más, después que sus padres murieron en servicio de la Compama. ¿Cómo cree usted que esas mujeres sostienen a sus hijos? —Sí, sí. . . no niego —exclamó D. Juan.— Pero la verdad es también que esta gente es muy audaz. Muchos se averian por su propia culpa: se meten a los lugares peligrosos, manejan la dinamita sin ninguna precaución. —Eso mismo acusa falta de vigilancia de los patronos. Otro defecto. Porque si ellos cuidasen de que los trabajadores obren con prudencia y orden, no se producirían tantos males que hoy pasan. Los patronos, ya lo creo, siempre echan la culpa de todo a los trabajadores; pero, si fuéramos a creerles, habría que acabar en la imbecilidad. —Sin embargo —añadió D. Juan,— cuando el obrero se contrata para trabajar, es claro que afronta las consecuencias que pueden

resultarle de ese trabajo, que ya se sabe que es peligroso; de modo que el patrón no siempre debe responder de los daños a que voluntariamente se ha expuesto el obrero. —Pues, justamente, para eso deberían estar los poderes públicos, las leyes: para impedir que el obrero se contrate en trabajos que son peligrosos, y que pueden no serlo, y para obligar a los patronos a establecer trabajos que estén rodeados de suficiente garantía. —Entonces se atacaría a la industria, al trabajo, hasta a la libertad. —Al contrario, se las consolidaría; se las daría una forma más segura y humanitaria. Así surgirían industrias sólidas, de largo aliento, y no estas industrias a medias donde todo es incipiente y defectuoso, en que no se va sino a ganar pronto, a ganar de cualquier modo, a ganar aun con desprecio de la vida de los otros. Entonces se establecerían desde el principio trabajos bien organizados. No se haría como en Llallagua, donde se va agujereando por todas partes la tierra sin cuidado ninguno. —Bueno, señores, adiós —interrumpió D. Juan despidiéndose;— ya D. Miguel está en su terreno... y yo no quiero oir latas. —¡Hombre, vayase! Tengo quien me las oiga. ¿No es cierto, D. Martín? —Justamente, me interesa oirlo. —No crea usted que hablo por despecho, por haber perdido mi colocación en la Compañía. No. Precisamente la he perdido por mi carácter independiente. Yo no transijo con ciertas cosas. Hablo claro. Por eso, ciertos paniaguados como D. Juan, me llaman latero y aun doctor. Pero no soy abogado, ni médico; y, sin embargo, tengo el sentido común que suele faltar a muchos abogados y médicos. Ahora bien, el simple sentido común me dice que la situación del trabajador en estos lugares no puede ser peor. Ya usted habrá podido observar algunos obreros. Sus alojamientos son cuevas; sus vestidos, haraposa su alimento, inmundicias. Trabajan doce, veinticuatro y treinta y seis horas seguidas. Y como trabajan en pésimas condiciones, su trabajo es deficiente, y funesto para el obrero. Rarísima vez llega a la vejez; pues muere o por accidente del trabajo, o por el agotamiento gradual producido por él mismo. En sus horas de descanso no hace sino seguir sufriendo. No tiene ninguna diversión, pues no se puede decir que las jugeas a que se entrega son una diversión. Al contrario, son un^oe las peores formas de su constante sufrimiento. En efecto, emborracharse hasta la inconsciencia, estragar su estómago, gastar todos sus reales, pelear, cantar y bailar sollozando, no es gozar. Ahora, en lo moral, ya se puede deducir cómo es un hombre que vive en semejantes condiciones. Es abyecto, estúpido, malo, pervertido. Aborrece al patrón. Le aborrece íntimamente, aun cuando en la apariencia muestre otra cosa. Y aun cuando forzosamente trabaja en beneficio del patrón, hace lo posible para perjudicarlo. Cuando roba, lo hace no sólo por aprovecharse del producto de sus robos, sino también por tener el gusto de hacer algún daño al patrón. Hay patronos candidos, y asimismo los que los representan, que se figuran que sus trabajadores les adoran porque son tratados por ellos con grandes muestras de afecto, reverencias, genuflexiones y otras piruetas, porque reciben en ciertas ocasiones guirnaldas de filigrana, tarjetas, medallas u otros obsequios. No ven que eso es una sangrienta ironía. Son

manifestaciones que no dicta el afecto, sino el miedo, el interés, la codicia, la abyección. El trabajador siempre aborrece al patrón. Y le aborrecerá mientras subsista este estado de cosas. Esta es una verdad tremenda que ojalá estuviese en la mollera de muchos patronos que en ese orden viven en la luna, contentándose, ellos o sus administradores, con el ejercicio vulgar y automático de sus cargos, sin dar ninguna importancia a un factor que debería constituir una seria preocupación. Las buenas relaciones, no aparentes, sino reales, entre el patrón y el obrero, son uno de los factores más importantes para el desarrollo regular de ciertas industrias, y para asegurar su porvenir. Así se haría obra previsora y sólida. Pero, vaya usted a decir esto a ciertos patronos o gerentes. Se le reirán. Váyales a hablar de la equidad, de la caridad, del amor, como factores del trabajo. . Le dirán: ¡qué latero!. . . y basta. Martín oía, no sin cierto interés, las referencias de D. Miguel. El comprendía que el viejo debía llegar a la exageración en muchas cosas, pero también debía tener razón en otras. De todos modos, las latas (llamadas así por D. luán) de D. Miguel no le cansaban todavía. Hallaba en ellas algo como una enseñanza y se prometía utilizarla. Esto mismo hacía que se aficionase a la compañía del antiguo contratista; y entrambos, viejo y joven, igualmente desocupados, y también casi igualmente tristes, se paseaban todas las tardes en la plazoleta. Desde las seis había allí algún movimiento de gente. Esta, después del trabajo, acudía a la pulpería de Llallagua situada en la plaza, y a Martín, sobre todo desde que oía las relaciones de D. Miguel, no dejaba de llamarle la atención el cuadro que se desarrollaba ante sus ojos cada tarde. Era un desfile de figuras miserables. Veíanse mineros de faz lívida y manchada de zonas de mugre, de ojos enrojecidos, de aire estúpido y decaído; unos embozados en sus bufandas y calzados de gruesas medias y cueros fruncidos y acomodados a los pies y piernas por medio de apretadas y cortantes correas; otros sin ninguno de estos adminículos, teniendo únicamente un harapo por blusa y otro harapo por pantalón. Veíanse mujeres con los labios, la nariz, los ojos, las orejas embutidos de tierra; algunas llevando varias polleras superpuestas; al paso que otras no mostraban sino festones desgarrados colgando de su cintura, y dejando ver entre ellos los miembros atejos. Veíanse también niños infelices, siempre descalzos, con la cabeza al aire o apenas cubierta de algún resto de gorra o sombrero, con los cuerpos semidesnudos, con la mirada viva y ávida, hambrientos, con frío, maltratados, y, sin embargo, contentos. Y todas estas gentes entraban y salían de la pulpería, se apiñaban y se empujaban ansiosos de llevar de una vez sus provisiones después de un día de pesado trabajo. Sin embargo, algunos, y sobre todo los más infelices y los niños, tenían que esperar horas y horas. La aglomeración a veces llegaba a ser tal, que se formaba ante la puerta una barrera compacta, imposible de atravesar para los retrasados; y aun los que habían sido despachados apenas podían salir. No pocos de ellos protestaban. Se les había pesado menos el arroz o la harina, se les había dado pan crudo, o se les había cambiado, lo que pedían, por otra cosa. Las voces de los pulperos resonaban dentro destempladas y vibrantes. La multitud rumoreaba sordamente. Los chicos trataban de escurrirse entre los grandes. Los fuertes repartían codazos y empellones para avanzar. Y aquella masa humana, atiborrada de polvo,

sudorosa, mal oliente e irritada, apenas podía disminuir, pues en cambio de las que salían, llegaban otras personas a formar parte de ella. Una tarde en que D. Miguel y Martín se habían acercado al grupo plantado ante la pulpería, vieron salir a una mujer que echaba pestes. Su marido la había mandado por una botella de aguardiente, y como no la había en la pulpería, le dieron una botella de cognac, viéndose ella obligada a llevarla, pues de otro modo su marido, que era un borrachín terco y bruto, la habría recibido a palos. La mujer lloriqueaba, diciendo que esto mismo le pasaba cada vez, y que al fin de las quincenas, ella y sus hijos apenas percibían una miseria de los salarios del hombre, pues todo lo había absorbido la pulpería por el cognac que se bebía aquél. —Mil veces preferiría comprarme moscatel— decía la mujer en quichua. —¿Y por qué no lo hará así en otra parte? —observó Martín, hablando con D. Miguel. —Pues porque no tiene un centavo. Ella tiene que venir forzosamente a la pulpería de la Compañía a aviarse, es decir, a surtirse de lo que necesita, y como en la pulpería no hay sino bebidas finas, la mujer, por imposición del marido, que pide cualquier bebida alcohólica, tiene que llevar lo que le dan. Claro es que ella, a tener dinero, preferiría, como ha dicho, comprarse moscatel, que vale la quinta parte del cognac. —Pero será preferible que el hombre se tome cognac y no moscatel. —¡Phs! El cognac que aquí se vende es tan pésimo o más aún que el último de los cañagos. —Entonces sería mejor que no hubiese ningún licor en la pulpería. —Seguramente. Pero, en tal caso, perdería la pulpería una de sus principales fuentes de ganancia, y eso no es aceptable para ella; de modo que'seguirá alcoholizando a la gente con bebidas finas, —Pero ¿no acobarda a los viciosos ni siquiera la idea de tener que pagar con tanto exceso por esas bebidas? —¡Qué les va a acobardar! Hay aquí peones que ganan apenas tres o cuatro pesos diarios y empleados que ganan menos aún que los peones, y que casi todo su haber lo emplean en pagar los exagerados precios de las bebidas que consumen. —Pero, a lo menos, la pulpería debería traer bebidas mas baratas. —Le es prohibido. Se dice que una de las maneras de aminorar el alcoholismo en estos lugares es alzando los precios de esas bebidas. Pura charla. En el fondo de esto no está más que el negocio. Eran las siete de la noche. Los pulperos echaron fuera a algunos que ya habían penetrado hasta el mostrador, y cerraron violentamente las puertas. La gente que quedaba sin despachar se dispersó, mohína y hambrienta. —¿Ve usted cómo les tratan? —exclamó D. Miguel;— no parece sino que fuesen mendigos que hubiesen acudido a pedir limosna. —¿Y qué harán ahora estos? —¡Qué se yo! Muchos se irán a dormir sin comer; quizá mañana no podrán entrar al trabajo porque no se les ha aviado de cebo, coca y otras cosas indispensables para emprenderlo. —Pero, efectivamente, ¿no disponen ellos con toda libertad de sus salarios? —No. La Compañía los administra. La pulpería pasa a la administración las planillas en que figuran las deudas de los

trabajadores. La administración paga, desde luego, a la pulpería por esas cuentas, y únicamente deépués de eso entrega al trabajador su saldo, si lo tiene. Naturalmente, no faltan confusiones y reclamos. Los obreros medianamente avisados, que llevan sus cuentas con algún cuidado, casi nunca están de acuerdo con la pulpería, y reclaman. Pero los más, que son tan ignorantes como estúpidos, no hacen sino pedir y consumir, dejando que se disponga comose quiera de sus ganancias. Según esto, se comprende que esto de la pulpería es un buen negocio. Se la impone al obrero de todos modos. No se permiten competencias. SÍ viene un carnicero con su negocio, se le echa o se decomisa su carne. No se tolera tenduchos de trapos u otros artículos. Todo debe acapararlo la pulpería impuesta por la Compañía. ¡Y si siquiera la pulpería trajese mercaderías buenas y estableciese precios módicos! . . . Todo lo contrario. Telas más apropiadas para los trópicos que para, las minas; cosas de lujo y no de utilidad; alimentos adulterados; bebidas llamadas finas, y, no obstante, de lo peor. Y todo dado como por favor, y ¡a unos precios!... Y, sin embargo, ya usted oirá quejarse a los pulperos. Le dirán que "los indios son muy estúpidos", que "no piden pronto", que "no se contentan con nada". ¡Claro! Le dirán que "se han clavado con diez, o veinte, o cincuenta mil pesos" por mercaderías dadas al crédito. ¡Claro! Su avidez por ganar de un modo desmedido les arrastra a hacer préstamos locos, sucediendo que alguna vez se les burlan los más infelices. He ahí lo que son los señores pulperos. No mego que suele haberlos buenos, moderados y probos. Pero ¡la generalidad! ... —¿Cómo les puede tolerar la gente?— dijo Martín. —Ya lo ve usted. En otras partes, los pulperos, administradores y diablos bailarían el gran baile. Aquí la gente es muy dócil, muy sumisa, muy estúpida. ¡Somos unos pobres indios! Capitulo IX Estas y otras cosas eran las que Martín oía diariamente, y como las que veía no eran tampoco mejores, su corazón empezaba a contaminarse de esa postración peligrosa que suele seguir, en los espíritus delicados, a un gran entusiasmo helado repentinamente por la decepción. Y, para acrecentar su pena, el asunto de su colocación se iba dilatando en demasía. Dos veces había vuelto a ir al ingenio Cancañiri, y el administrador, usando siempre con él de buenos modos, de dijo que el canchero aun no se retiraba, pero que no tardaría en hacerlo. La última de estas veces, una tarde templada y fría, volvía Martín a su alojamiento pensando en su suerte y en que no había hecho mal disparate en dejar la tranquilidad de su vida muelle de Sucre para venir a un lugar que se le mostraba tan ingrato. Silbaba fúnebremente el viento del sud, azotando la descubierta nuca del Joven, que no llevaba abrigo ninguno. A ratos pasaban tropas de llamas, muías o burros, levantando una polvareda fastidiosa y dispidiendo un olor que daba grima al caminante. Un crepúsculo lívido envolvía los objetos con apariencias funerales. Los cerros, las pampas, las cañadas, aparecían bañadas en tintas siniestras. Martín encontraba a veces uno que otro caminante que ascendía en el cerro, arrugando todo el rostro en ademán de evitar el polvo que el viento le lanzaba de frente. En la

extensión sólo se oía el bramido del viento y las voces y silbos de los bajadores que arreaban a las llamas y borricos. Todo le perecía a Martín detestable en aquellos momentos. —¿Y esto es el famoso Llallagua?— decíase,— ¿esta es esa tierra riquísima en que yo soñé como un iluso? ¿Dónde están las grandezas de que me hablaba el idiota Godoy? ¿Dónde está la plata? Yo no veo aquí más que miserias. iBuen chasco me he llevado! Luego, pensando en su madre, a quién él había alucinado pintándole hermosas expectativas y dándole mil seguridades, sentíase tan avergonzado, que sólo esto no se habría atrevido a presentarse otra vez ante ella. Y, sin embargo, al mismo tiempo, ¡echaba tanto de menos el dulce afecto de su madre! En medio de aquel ambiente en que ahora vivía, presenciando miserias, egoísmos, odios, envidias y otras feas pasiones, el exquisito amor materno se le presentaba desde lejos mucho mas grande y querido de lo que se le había figurado cuando estaba en plena posesión de él. No parecía sino que quería volverse niño, y de buena gana, él, un mozo rollizo, se habría acurrucado en el regazo de su madre, como'un bebé de tres años. ¿No era, acaso, su madre el gran asilo, el único recurso, el pQgírer consuelo? Pensaba también en Lucía. ¿Qué diría ahora la graciosa muchacha si lo viese todo empolvado y sucio, con la faz demagrada, con el corazón oprimido y enteramente distinto de aquel Martín alegre y decidor que llegaba al salón, oliendo a violetas, para decirla frases delicadas y discretas? Y pensaba en sus amigos, en los entusiastas compañeros de las aulas, que paseaban con él por las calles hablando del derecho natural o de la economía política, y pensaba en sus triunfos de estudiante y en todos sus antiguos propósitos, abandonados por correr tras una aventura loca. Y pensaba, en fin, en el aire de su pueblo natal, ese aire regalado y suave, tan distinto de este otro aire frío y polvoroso que respiraba en Llallagua; en el agua dulce y exquisita de Sucre, en sus días luminosos, en sus noches de luna espléndidas, en sus cerros queridos. ¡Dulces y tristes pensamientos! El viento mugía feroz en su redor, y le abofeteaba con sus glaciales rachas como si le castigase por tales pensamientos. La sombra nocturna —una sombra horripilante— desplegaba sus alas gigantescas como una ave inmensa é impalpable. La soledad le rodeaba. De repente, tropezó con una piedra y cayó bruscamente al través del camino. El viento llevó lejos el estrépito de su caída. En aquel mismo momento, una mujer pasaba cerca, acompañada de un perro negro y feo. El perro ladró con furia al joven que apenas podía incorporarse. Y la mujer, en lugar de llegarse a socorrerlo, hizo un rodeo y pasó mirándole con ojos desconfiados, como si dijese: "¡Si será un borracho!" Capitulo X El robo del estaño en Llallagua había llegado en aquellos tiempos a tal grado, que bien podía decirse que, de la producción total del metal, por lo menos una cuarta parte era absorbida por el robo. El robo y los negocios relacionados con él, como el rescate, eran el gran aliciente que atraía a esos lugares diversas clases de gentes.

Aun muchos de los obreros afluían allí, más que por lo subido de los salarios que pagó por un tiempo la Compañía, por las facilidades que encontraban para el robo. Y en vano era que la Compañía tocara diferentes resortes para combatirlo. Se organizaban policías numerosas, se daban magníficas primas por los descubrimientos y delaciones, se establecían castigos terribles, se hacían trabajos de seguridad más o menos ingeniosos, y el estaño seguía escurriéndose con una facilidad y constancia sorprendentes. Se robaba en el interior de las minas, en las canchas, en los almacenes y hasta en las carretas y animales cargados del precioso metal. Robaban los hombres, las mujeres y los niños, esto es, los barreteros, los apiris, los pongos, los chivatos, las lavadoras, las palliras y ehimpas. Hasta los policiales robaban. Y, en verdad, que se daban tales mañas, que por muy rigurosa que fuese la vigilancia, no era fácil descubrirlos. De noche subían hasta las proximidades de las minas caravanas de hombres y borricos, que regresaban cargados con el metal. Aun de día el robo era considerable. Los mineros que salían del trabajo se llevaban con facilidad siquiera algunas libras. Las mujeres, vestidas de pesadas y gruesas polleras, salían con el peso aun más aumentado en ellas. Contar con los chaguiris era inútil. Estos no hacían mas que registrar superficialmente a la gente. con las mujeres ni aun se podía hacer eso. Muchas se enojaban diciendo que, bajo el pretexto de registrarlas, se las hacía presiones poco honestas. Por lo demás, la mayoría de las tales chaguiris estaba también compuesta de ladrones. Dado semejante orden de cosas, bien se comprenderá que las casas de rescate prosperaban. En esos tiempos, dichas casas no se podían implantar ostensiblemente en Llallagua, por las restricciones impuestas por la Compañía; pero se les establecía en el pueblo de Uncía, distante apenas algunos kilómetros de las minas. De este modo, Uncía vino a ser en poco tiempo el centro principal de acción de los rescatadores y el seguro foco adonde afluían los vendedores del mercado substraído. Muy pronto fundáronse allí, sobre todo por comerciantes austriacos, casas de rescate, que se enriquecieron como por ensalmo. Siendo el rescate permitido por las leyes bolivianas, no había por qué acobardarse en emprender tal negocio; y aun cuando los mas de lso metales rescatados procedían del robo, como casi nunca los industriales podían probar esa procedencia en las innumerables cuestiones que se suscitaban con este motivo, resultaba que los negociantes se mantenían dentro de una situación muy ventajosa. Tal cosa alentaba a lso ladrones, y estando el rescate sobre todo apoyado en ellos, vino a ser considerado lógicamente como uno de los negocios más lucrativos y seguros. Tal era el negocio al que Emilio se había dedicado. Naturalmente, Emilio, como hombre audaz y despreocupado, no anduvo con tapujos, y procuró que su industria le diese ganancias suficientes a llenar sus necesidades de hombre derrochador a lo sumo, como lo era. Por otra parte, exento de ciertos escrúpulos, el no se limitaba a recibir, a la manera de otros, lo que los vendedores le traían. Movíase con admirable diligencia de una a otra parte. Se ponía en íntimo contactocon los mineros; estimulábales de unas y otras maneras a recoger la mayor cantidad posible de metal para

entregarle, y, en ese afán, llegaba a predicar la legalidad y aun la santidad del robo. Emilio vivía en Uncía, donde recogía el grueso del metal que se le entregaba; pero también se iba con frecuencia a Llallagua cuando allí encontraba mejores expectativas. Y fue así como le encontró Martín. Hacía ya un año que Emilio era rescatador, y se hallaba tan satisfecho, que, despertadas en las nuevas ambiciones, lo que ahora quería amplificar su negocio. En un principio había sufrido no pocos contratiempos, y aun estuvo a punto de abandonarlo. Los proveedores de metal no siempre se presentaban, se retrasaban en sus compromisos, buscaban otros compradores o le engañaban. Estos inconvenientes mortificaban al mozo, que deseaba ganar como otros. Un encuentro feliz favoreció sus anhelos. Cierta noche regresaba de Llallagua a Uncía, muy irritado porque un trabajador que debía entregarle algunos sacos de metal no había podido cumplir esta obligación. Acompañaba a Emilio un joven que había garantizado al deudor y que había ofrecido entregar por cuenta de éste, en Uncía, el indicado metal. Emilio caminaba echando sapos y culebras contra varias personas y lamentándose de tener que tratar con gentes que sólo estaban buenas para fiarse y no para pagar. De pronto su compañero le hizo una extraordinaria proposión: díjole que él podría entregarle con seguridad todas las noches, por lo menos diez quintales de metal. ¿Quién era aquel mozuelo? Había dicho a Emilio llamarse Lucas Cruz; pero, por lo demás, fue tan reservado, que inútilmente Emilio le hizo un mar de preguntas sin conseguir que le dijese otra cosa que aquello de que, efectivamente, podría entregarle "cada noche diez quintales de metal". Emilio, naturalmente, muy intrigado, cerró el convenio con el Joven proponedor, aunque dudase mucho de la seriedad de tal compromiso. Pensó que bien podía tratarse de un embaucador y sencillamente de un simple de espíritu: mas como no lo podía traer ningún perjuicio esta aventura, quiso seguirla siquiera como asunto de diversión. ¡Y cuánta fue su sorpresa cuando, en la noche siguiente, recibió puntualmente los diez sacos ofrecidos! Y asimismo en todas las noches siguientes venía esa misma cantidad con una regularidad tal, que Emilio se quedó verdaderamente estupefacto. Pronto algunos mineros a quienes pidió datos sobre aquel muchacho tan reservado y tan extraño, dijéronle que era un "buen chico", que merodeaba desde hacía algún tiempo en las minas. Llamábanle el niño. Era muy popular y muy querido entre los mineros. Tenía cara imberbe y lozana, ojos azules y cabellos rubios. Era muy simpático, y un rematado ladrón. Hacía pocos meses que se presentó en las minas. Nadie sabía de dónde vino. Fue barretero por un mes, pero se cansó de este oficio y eligió el otro. NoTabía quien como él supiese urdir mejores procedimientos para sacar el metal de las minas y hacerlo trasladar a Uncía burlando la vigilancia de los serenos. Vivía muy cerca de los principales socavones, ya en una cueva, o ya en la casa de un minero con cuya hija mantenía relaciones de concubinato. Desde allí hacía sus excursiones, generalmente nocturnas, recolectaba cuanto le entregaban los mineros que se servían de él como de intermediario, y luego lo hacía conducir al

mercado, es decir, a Uncía. Los días de tempestad eran los preferidos para llenar sus tareas. Indiferente al frío, al viento, a la nieve y a las más terribles borrascas, atravesaba los torrentes, trepaba por los peñascos como un gamo, se deslizaba sobre las pendientes nevadas con unos cuantos "personajes desarrapados y audaces como él para llevar a término sus temerarias empresas. Soportaba las privaciones sin lanzar una queja. Era tan resistente como simpático, y tan activo como inteligente. Todos se admiraban de que aquel muchacho que parecía un niño guardase un caudal de energía y valor increíbles. Pero lo más notable era su desprendimiento. Cuanto dinero ganaba lo derrochaba sin tasa entre hambrientos, haraposos, mujerzuelas, truhanes, enfermos, viejos, niños y aun delincuentes. No guardaba nada para sí. Ni aun se vestía regularmente. Parecía un hermoso mendigo. Mejor: parecía un ángel vestido de harapos. Por lo demás, casi nada sesabía de los antecedentes de Lucas. Emilio, que trató de intimarse con él inútilmente, hizo por averiguarlo. Lucas fue con el tan reservado como lo había sido con los otros. Lo más que llegó a decir fue que no tenía padre, que su madre lo echó de su lado muy niño y que su país era muy lejano. ¿Qué hizo al verse solo? ¿Por qué lugares vagó? ¿Cuáles aventuras le pasaron? Naturalmente, la fantasía popular bordaba mil comentarios sobre su persona. Quién le consideraba simplemente como un colegial corrido de las aulas, quién como un escapado del presidio, quién como hijo de una familia ilustre. Hasta había quien le tenía por el mismo diablo. No faltando tampoco quién le considerase como un enviado de Dios. Singularmente unas cicatrices que se le descubrieron en la cabeza cierta vez que se hizo recortar completamente su abundante cabellera, dieron pasto abundante a las habladurías. ¿De qué provenían tan terribles señales? ¡Seguramente Lucas habría hecho cosas tremendas! Y, sin embargo. Lucas era un ser suave, manso, humilde. Fuera de raros accesos de furor a que contra su voluntad se le había llevado alguna vez, siempre se le veía revestido de un aire tranquilo y dulce. Su trato era igual con toda clase de gentes. Mostraba un no sé qué de candido y de paciente, que, a no ser tan bello como un ángel, se le habría comparado fácilmente con un buey. Tal era el colaborador que tan afortunadamente había encontrado Emilio. Capitulo XI Llegó un domingo de pago. Por entonces se pagaba en Llallagua con cien mil pesos más o menos quincenalmente. Había con tal motivo un movimiento considerable en las minas. Cada pago daba lugar a una feria que se hacía en la plazoleta de LLallagua. Las gentes de negocios acudían allí desde entenares de leguas. En todos esos días se veían llegar numerosas caravanas conduciendo fardos de telas, barriles y sacos de bebidas alcohólicas, víveres y otras mercancías. Aquel día, a eso de las diez, Martín, acompañado de Emilio, llegó a la plazoleta y quedó sorprendido de ver ese lugar que en los días anteriores estaba poco menos que desierto, hoy rebosando de gente, animales y artículos de toda especie. Apenas se podía avanzar entre la abigarrada multitud. Veíanse toldetas sacudidas por el viento y bajo de ellas montones de telas multicolores, ropa, abarrotes, dijes y chucherías. De las paredes próximas colgaban pantalones,

polleras,""5haquetas, pañuelos, zapatos, arreos de montura y otros menesteres. Los pequeños mercachifles, los buhoneros, exhibían al sol sus mercaderías. Dos martilieros gritaban a desgañifarse. Había diversas clases de juegos en torno de los cuales se arremolmaban los jugadores y los curiosos. Mujeres sentadas Junto a montones de verduras y de frutas las arreglaban y desarreglaban discutiendo con los compradores. Más allá se veían filas de indias vestidas del tradicional acsu y la lliclla, mostrando corderos recientemente muertos y despellejados que eran detalladamente examinados por los interesados, sacos pictóricos de panes sabrosos o mezquinos, haces de cebollas y otras hortalizas, quesos blanquísimos, pequeños montones de habas, maíz, papas y otros comestibles, rollos de bayeta, hierbas y objetos medicinales. En otros lados se pesaba cargas de cebada, chuno, harina y otros artículos, formándose en tomo una aglomeración y gritería locas. Tropas de burros maniatados, de muías y caballejos de cum aspecto, ocupaban un buen espacio de la plaza. Y por entretodo esto circulaba una muchedumbre apiñada de gentes cuyo clamoreo y movimientos mareaban a Martín. Las voces de los vendedores y compradores, los saludos, los pregones de los martilieros, los rebuznos de los borricos, los gritos de los chiquillos, las carcajadas, las interjecciones, las disputas, formaban una algarabía muy del gusto de Emilio, que iba conduciendo a Martín en medio de aquella batahola. Ahora veía Martín a muchos mineros menos haraposos que de ordinario. Hasta había algunos que estaban limpios y trajeados de vestidos flamantes. Llevaban pañuelos de vivos colores al cuello, sombreros alones puestos al descuido, pantalones anchísimos por arriba y angostos hacia los pies, chaquetas de grueso paño y bufandas de diversas hechuras y colores. Las cholas, asimismo, se presentaban más compuestas que de costumbre, y exhibían sus jubones y polleras de los más variados matices, que daban a la plaza una apariencia florida. Algunas llevaban lujosas mantillas, polleras de raso y fg^pa y enormes pendientes tachonados de perlas y brillantes. Sus sombreros ofrecían una gran variedad, desde los de falda anchísima hasta los que apenas la tenían. Unas calzaban botinas policromas, con exceso de adornos y con tacos desmesurados; otras sólo humildes zapatos, que dejaban ver el nacimiento de las piernas cubiertas de medias de variados colores. Después de andar largo tiempo entre el gentío, Emilio y Martín pasaron al hotel a almorzar. También allí había una gran aglomeración de personas, empleados de distintas categorías de la Compañía, comerciantes y curiosos. Los hoteleros apenas se bastaban para atender a la concurrencia. Resonaban vasos y botellas que se destapaban, las cokteleras en que se preparaban diversos br^gjes y las mesas que golpeaban los que pedían de beber. Había ya desde aquella hora varios borrachos. Emilio, muy conocido por todos los circunstantes, debió presentar a su amigo y debió también beber un número grande de copas de wisky con agua que le obligaron a engullirse unos irlandeses. Martín se mostraba muy parsjaionioso, con ofensa de los otros, que parecían querer que él tamftén bebiese en la misma proporción de los demás. Sentáronse a almorzar en derredor de una sola mesa, grande en verdad, pero que resultaba estrecha para el exceso de concurrencia. Martín quedó aprisionado entre Emilio y un señor gordo que durante

todo el almuerzo le estuvo hablando de maniatas, guimbaletes, cernidores y otros útiles de minas. Almorzaron con incomodidad, no sólo por la estrechez de la mesa, sino también por la presencia de los borrachos, que estaban muy lejos de tener compostura y consideración por lo demás. Cuando salieron del almuerzo, Martín vio que en la plaza la algazara y aglomeración estaban en su colmo. La muchedumbre se agitaba sofocada y polvorienta. Las transacciones estaban en su mayor fuerza. Los borrachos abundaban. A indicación de Emilio, salieron de la plaza para ir a pasear por los ranchos próximos. Cuando pasaban cerca de una casita en cuya puerta flameaba una banderola roja, Emilio fue llamado por una mujer muy ataviada que estaba en el umbral. —Entremos aquí a tomar una copa— dijo a su compañero. En la habitación había varias personas que estaban entretenidas en animada jarana. En un rincón, algunos trabajadores departían con brío. En otro, una chola Joven, muy llena de aderezos, se hallabatstrechada por tres o cuatro galanes obreros, que se disputaban su preferencia. Había, además, otras cholas y otros hombres que cantaban al son de mal tocada guitarra y bailaban los bailedtos de tierra haciendo singulares contorsiones. La mujer que invitó a entrar a Emilio, era una garrida moza que no pudo menos de llamar la atención de Martín. Apenas entraron, sirvióles dos grandes vasos de chicha, que les obligó a beber mientras decía: —¿Dónde se ha perdido usted, D. Emilio? —Aquí, no más. —Yo no loi visto. —Es que no has querido verme. Y mientras así hablaba, la mujer miraba con el rabillo del ojo a Martín. —Es mi amigo Martín Martínez, que ha llegado de Sucre. Trátalo bien. Se ofrecieron mutuamente sus servicios. Luego, la chola preguntó a Emilio: —¿Y el joven Lucas? —No lo he visto hoy. —¿Es cierto que está con una pallira? —No sé. Pero puede ser. Creo que es bien tratado por todas las mujeres. —¡Pero meterse con una pallira! —¿No te gustan las palliras? —¡Cómo, pues, D. Emilio! Un joven tan buen mozo y tan querido, embarrarse con semejantes imillas. —Según veo, estás impresionada con esto. Seguramente, tu también andarías en amores con Lucas. —No diga usted eso, D. Emilio. Es falso... es falso. Nunca D.. Lucas ha tenido nada conmigo. —Así hablan todas las mujeres. —Yo no soy como todas. —Ni más ni menos. Estoy cierto que también dirás que no has tenido nada conmigo. —¡Jesús! ¡D. Emilio!— gritó la chola poniéndose cruces. Dos trabajadores se acercaron a saludar ceremoniosamente a Emilio. El se puso a hablar con ellos por largo rato, al propio tiempo que

bebía de un modo que asombraba a Martín. Martín, en efecto, le había visto que en el hotel se tomó una cantidad que bien pudo emborracharlo como a los otros. Pero Emilio parecía tener una resistencia enorme. Solamente cuando se salieron de la casa, notó Martín que su amigo ya estaba algo borracho. Al pasar Junto a una puerta, vieron un lindo caballo ensillado al que tenía por la brida un muchacho; y en aquel mismo momento salió un Joven vest!3o de viajero, quien, luego de montar al caballo, dio rumbosamente una moneda de oro al muchacho. —¿Has visto?— dijo Emilio a su amigo. —Sí. —¿Y no me preguntas siquiera quién es ese príncipe que da propinas en libras esterlinas? Martín calló. Emilio añadió: —Pues ese príncipe es cualquier mozo de cordel, como el Várela aquel de la otra noche. ¿Te acuerdas? —Sí. —Y por supuesto, que ya comprenderes que éste también es un contratista. —¡Hola! —Y estos son los que aquí vienen a vestirse di caballeros, a tomar champagne, a montar hermosos caballos y a dar propinas en oro a los criados, es decir, a sus iguales. ¡Si es algo sin nombre! Figúrate, querido, tú a quien yo considero diez veces mas apto que esos tipos, ¡cómo estás! Martín suspiró avergonzado. —Pero tú estás así porque quieres —añadió Emilio con gran calor.— Eres un hombre lleno de escrúpulos. Tú deberías darles un puntapié. Tú deberías ser como yo. Yo, maldito lo que me fijo en preocupaciones tontas. Yo he sido barretero, capataz, corregidor, arriero, soldado, negociante. Ahora soy rescatador. . . lo que quiere decir que estoy en camino de ser ladrón. Martín hizo por reir. Emilio prosiguió, tomándole familiarmente del brazo. —Bueno, pues, querido, no seas bobo. Tú te puedes arreglar si sigues mis consejos. En aquel momento se encontraron con el administrador del ingenio de Cancañiri, quien, reconociendo a Martín, acércosele con mucha amabilidad, y después de saludar, le dijo: —Por fin se fue ayer nuestro hombre. Desde mañana, puede usted ocupar su puesto.

Capitulo XII Era una mañana glacial. Una neblina densa envolvía los objetos, deteníase sobre ellos, o pasaba ondulando silenciosamente. A veces una finísima llovizna caía a la tierra formando hilillos entrecruzados por las corrientes de viento que no cesaba de soplar, haciendo mas penetrante el frío del ambiente. Había nevado por la noche, y cuando a momentos se disipaba la niebla, se veían las alturas y sinuosidades del cerro cubiertas de franjas blancas. El suelo, charcoso, mostraba en los caminos las huellas profundas que dejaran al pasar los caminantes. Hacía un frío horrible.

En el pequeño ingenio de Cancañiri se trabajaba con actividad. Cerca al deslamador, las lavadoras, sentadas en hilera junto al agua que corría lentamente arrastrando la tierra, trabajaban, como de costumbre, tratando de separar aquélla de las partículas de metal con que iba mezclada. Una serie de canaletas llevaba el agua a varios depósitos hechos en el suelo a diferentes niveles, y allí las mujeres, ya con las manos remangadas, o ya por medio de pequeñas tablas, llenaban su tarea bajo la mirada vigilante de los mayordomos. Entre los vagos jirones de niebla que ora permanecían indecisos y ora resbalabaiTsobre el suelo arrastrados por el viento, adivinábase más que se distinguía los diversos compartimientos del ingenio en que funcionaban, distribuidos en secciones colocadas al descubierto, los diversos aparatos de beneficiar el estaño. Junto a ellos se movían o pasaban, aparecían o desaparecían figuras humanas desarrapadas. Caracterizaba el cuadro un viejo decrépito calzado de enormes zapatos con gruesísimas suelas, con una escarcela de cuero colgada a su hombro, con su sombrero alón que le ocultaba la feísima faz, y empuñando una larga esco5a que la hacía deslizar sobre la superficie del agua del depósito. separando una especie de nata terrosa que allí se formaba. A poca distancia sentíase el ruido de un pequeño motor a vapor, moviendo un rústico molino que trituraba el mineral que se le echaba de rato en rato. Veíase también entre la niebla llegar o partir manadas de llamas o borricos cargados de sacos de barrilla o de metal en bruto. Las voces y silbos de los arrieros y el chasquido de sus látigos eran traídos o llevados por el viento que a momentos soplaba con violencia, barriendo las nieblas o trayendo otras nuevas. Las lavadoras trabajaban agachando cuanto podían el rostro, para evitar las rachas de viento que las azotaban y mojaban con la llovizna. Veíanse viejas de faz consumida envueltas en inmundos guiñapos, hundiendo sus manos angulosas a modo de garras en el agua y el barro. Sus caras desmirriadas y sus ojos nublados, les daban apariencias espectrales entre la plomiza niebla. Había también algunas Jóvenes y chiquillas de aspecto indigente, en cuyas caras empolvadas se mostraban hacia las mejillas chapas rojas de las que la sangre parecía a punto de brotar. Algunas cuchicheaban entre ellas y aun se reían mirando de reojo al canchero que, de cuando en cuando, pasaba cerca vigilando el trabajo. El canchero, en efecto, con su delgado ^abán que mal le cubría del frío ambiente, las manos metidas enTas faltriqueras, los hombros levantados y la cara congestionada y arrugada por el frío, presentaba una facha que resultaba reidera. El canchero era Martín. Hacía pocos días que había entrado al ejercicio de su cargo, y ya aquello le parecía una tarea atroz. Levantarse diariamente a las seis de la mañana, hiciese bueno o mal tiempo, para ir a vigilar a un grupo de gentes abosas que pasaban todo el día urgando el agua y el lodo, le parecía un oficio estúpido. Recordaba con pena aquellos tiempos en que, bajo el clima suave de Sucre, se levantaba de la cama a las ocho o nueve de la mañana y era solícitamente atendido en su casa. Ahora era otra cosa. Vivía dentro del ingenio, en un cuartucho lóbrego y desmantelado. Dejaba el lecho aun no bien claro el día y tintando de frío. Tomaba un poco de agua caliente ennegrecida con el nombre de té. Y de seguida tenía que salir fuera a llenar sus funciones. Y fuera, el

viento, el polvo y el frío le azotaban sin piedad, poníanle la nariz y mejillas coloradas; la tierra se le metía por todas partes; sus manos, aunque enguantadas, se le enfriaban hasta el punto de poner un continuo gesto de mortificación en su cara; y todo esto daba lugar a que las mismas lavadoras se burlasen de él. Mas como él mismo había buscado con ahínco esa situación, no tenia mas que seguir luchando. Pronto apareció Benito, uno de los mayordomos, y se pusieron a conversar. —¡Por Dios, que hace frío!— decía el mayordomo fijando 1os ojos en el menguado gabán del joven, quien, comprendiendo que aquél debía estar admirado de verlo con tan escaso abrigo, contestó: —¡Yo no lo siento mucho! —Pues... ¡y usted que recién ha llegado de Sucre! Lo que es yo, no puedo ya tenerme con el frío y mi reumatismo. —¿Padece usted reumatismo? —Sí, pues, en las piernas y brazos. Y sobre todo, en los días de temporal, se me aumentan los dolores como ahora. Si esto sigue, pediré licencia al administrador para ir a recostarme. Sabido era que, cuantas veces quería Benito recostarse, hablaba de su reumatismo. —¿Y por qué no llama usted al médico? —¿Para qué? El médico dice que mi mal no es reumatismo.. —¿Qué será entonces? El mayordomo ensayó una risilla burlesca, calló un momento, y luego respondió: —Dice que es alcoholismo. . . Y como Martín le mirase con atención, repuso: —Es su costumbre. A todos les dice lo mismo. Cree que todos son unos viciosos. . . Pero, como si involuntariamente confirmase los dichos del médico, lanzaba al conversar, sobre la cara de Martín, su aliento saturado de alcohol. Se separaron. Martín quedó cerca de las lavadoras, siempre con las manos en los bolsillos. Benito se fue rodeado de una atmósfera alcohólica. Dijo que iba a pedir la consabida licencia al administrador. Al andar, cojeaba de la pierna izquierda. Estaba arrebujado en un chai larguísimo y viejo que le cubría el cuello y parte de la cara. Sus rotos zapatos estaban completamente embarrados. Su pantalón, de r^¿o casimir y lleno de roturas y remiendos, estaba también salpicado de barro. Llevaba un sobretodo tan usado, que, mas que abrigo humano, parecía un espantajo. Martín le vio alejarse, y pensó que Benito iba a ser feliz de recostarse en semejante tiempo. Luego, volviéndose a las lavadoras, consideraba con lástima a aquellas pobres mujeres que, no obstante el temporal que hacía, se veían obligadas a permanecer sentadas en el barro, sin techo que las cobijase, y con las manos remojando en el agua, que parecía semihelada. Y de este modo, mientras él compadecía a esas mujeres, ellas se burlaban de él. La niebla recogió sus últimos jirones y fue a replegarse en las cumbres de los cerros empujada por el viento que, sombrío y dominador, resoplaba como una bestia inmensurable e invisible. Ahora ya se podía ver con claridad el movimiento del ingenio. Cesó la llovizna, y, de repente, un buen rayo de sol se desparramó en tomo. Entre los espesos nubarrones que cubrían el cielo se había hecho un

gran agujero, y por allí pasaba un haz de rayos solares alegres y calientes que llenaron de satisfacción a Martín. Pocos momentos después oíase el silbato del motor. Era la hora del almuerzo. Las lavadoras se levantaron todo mojadas. Algunas ni aun sacudían sus embarradas polleras. El viejo de la escarcela salió dando trancos. Los que pqsaban cerca de él le llamaban Acarapi. En la portería, todos fueron registrados por el portero. Palpábales éste, sobre todo en torno del tronco, y sólo después de esta inspección podían salir. Martín, restregándose las manos, paseaba en su estrecho cuarto. Una mujer apareció trayendo un portaviandas. Era la cocinera que conducía el frugal almuerzo del joven. Afuera, el sol que asomara por algunos momentos su cara sonriente y viva, había vuelto a ocultarse tras una gruesa capa de nubes sombrías. El viento dejaba oir su continua melopea. Y al mismo tiempo que ella, venía a los oídos de Martín un silbido de muchacho distraído que al pasar por las cercanías se entre tenía en modular un aire monótono y triste que intrigaba a Martín.

Capitulo XIII Una tarde, Martín, como de costumbre, se encontraba paseando entre las lavadoras. Hacía cerca de un mes que seguía en su colocación. No había vuelto a ver a Emilio ni a sus otros conocidos, y pasaba su vida en el ingenio, procurando llenar con toda puntualidad sus obligaciones. El joven, no obstante el tiempo transcurrido, aun no estaba familiarizado con su nueva vida; pero he aquí que una circunstancia inesperada había venido a hacer mas pasaderas sus ocupaciones. Una de las lavadoras, una chica de pollera y rebozo, había empezado a interesarle. Nunca Martín se lo hubiese figurado; pero era así. El, desde su llegada a Llallagua, se sentía muy mal impresionado de las mujeres. Las cholas le causaban repugnancia, y, ciertamente, lo que veía en ellas no era para agradar a un Joven de sus gustos. Aquellas mujeres, que ordinariamente estaban susias y desarrapadas, y que sólo en ciertos días se presentaban lavadas a medias y vistiendo trajes chillones y ridículos, no podían encantar ni mucho menos los ojos de Martín, que se acordaba de la graciosa y elegante indumentaria mujeril que antes viera en Sucre. Martín, desde que llegó, se admiraba del mal gusto de Emilio y de otros a quienes les oía hacerse lenguas sobre la cholita tal o cual. Consideraba aquello como un capricho, como una degeneración del gusto. Además, Martín había venido con una buena parte de su corazón y su cabeza ocupados por la imagen de Lucía, la muchacha de apostura señoril y atractiva, y comparar esa imagen con las que ahora veía, era una irrisión. Mas ahora resultaba que él también se iba por el mismo carril de sus criticados amigos. ¿Sería que también su gusto se iba pervirtiendo? Martín, al pensar en esto, no dejaba de sentirse avergonzado. El nunca habría querido dar tal muestra de flaqueza. Pero la verdad era que ya miraba con ojos interesados a la jovencita Claudina, que tal era el nombre de la susodicha lavadora. Martín

había empezado fijándose parte por parte en la muchacha. Primero llamábanle la atención sus bien formadas pantorrillas, que por llevar las polleras cortas, se exhibían libremente ya cubiertas de largas medias o ya desnudas. Después, Martín echó de ver la cara de la joven, una cara efectivamente simpática, aunque por lo regular estuviese empolvada de tierra. Por último escudrinó aquel busto soberbio de mujer apenas púber, y, en total de cuentas, se encontró ante un conjunto de formas bellas, aunque estuviesen detestablemente vestidas. Pero, aun en el mismo traje, el gusto de Martín empezó a modificarse. Las polleras de las cholas, que tan repulsivas le habían sido en un principio, ya ahora le parecían más pasaderas y hasta hallaba algunas dispuestas con mucha gracia, v. gr. en Claudina. De este modo, el Joven iba cediendo el campo, con escándalo de sí mismo, pero sin poder remediarlo. Aquella tarde, Martín paseaba lentamente, pasando una y otra vez cerca a Claudina, cuando le anunciaron que le buscaba un hombre. Volvióse y vio acercarse a un muchacho vestido al modo de los mineros, con gruesas medias subiéndole hasta las rodillas, los ppolecos de cuero de cabra en los pies, y al cuello una bufanda de lana de vicuña. Supuso que era alguien que venía en busca de trabajo. Aproximóse al recién llegado, hizo un sencillo saludo y le entregó un papel. Martín quedó gratamente impresionado. Era una carta de Emilio, en la que éste le invitaba a almorzar en Uncía el domingo próximo, y al propio tiempo le presentaba a su amigo Lucas Cruz, un joven "notablemente talentoso y de pelo en pecho". Martín consideró con atención al portador del papel, y se sorprendió de que bajo tan pobre y descuidada vestimenta se ocultase una "notable inteligencia", como le decía su amigo; pero consideró esto como un arranque hiperbólico de Emilio. Eso sí, halló que el recién venido era todo un buen mozo. Tenía una cara correcta y simpática, aunque extraordinariamente sucia. Su crecida y rubia cabellera le caía en bucles en que estaban enredadas algunas hilachas y pajas. Sus ojos azules lanzaban reflejos mirando en derredor. Martín condújole a su cuarto e hizo que le sirviesen una taza de té. Conversaron; pero el Joven era de tan pocas palabras, que apenas daba razón a Martín sobre las diversas cuestiones que se trajeron a cuento. Luego, Martín, que había supuesto que el recomendado de su amigo le diría que venía en busca de trabajo, quedó muy admirado de no oirle nada al respecto. Comprendió que quizá se trataba de un muchacho sumamente tímido, y le preguntó si no buscaba alguna colocación, y cuando le contestó negativamente, quedó mas admirado aún. Pocos momentos después, se despedían, llevando Lucas para Emilio el recado de Martín, en que éste aceptaba agradecido su invitación. Martín viendo alejarse aquel muchacho tan simpático y tan pobremente vestido, no pudo menos de sentir cierta impresión de pena y de lástima. Confirmóse en su idea de que debía ser algún ser exageradamente tímido, y que aquello de "talentoso y de pelo en pecho" que dijo Emilio, no pasaba de ser una broma. Al día siguiente, muy temprano, se notó en el ingenio la desaparición de una gruesa cantidad de barrilla. Los ladrones habían hecho abundante cosecha por la noche, entrando a pleni cancha y substrayendo, de un gran montón de metal beneficiado que quedaba allí, lo menos una docena de quintales. El administrador estaba furioso por esta pérdida, y despidió al sereno, que no había sabido vigilar debidamente el ingenio, no faltando quien dijese que aquél

mas bien estaba en connivencia con los ladrones. Y lo peor era que éstos no habían dejado señal ninguna para seguirles la pista. Martín estaba asombrado. Acababa de convencerse de la facilidad con que se hacían los robos en Llallagua, y aquello le intrigaba. ¡Entrarse al ingenio sin dejarse sentir, y llevarse doce quintales de metal como llevarse una libra, le pareció una obra de arte sorprendente! Luego, por un proceso ideológico muy natural, llegó a pensar en su visitante del día anterior. ¿No podría ser que éste se hallase envuelto en el misterioso robo? ¿No sería que vino con fines preconcebidos y en connivencia con Emilio? Ya sabía Martín a qué atenerse respecto de la escrupulosidad de Emilio. Pero, su amigo Emilio ¿sería posible que recurriese a tales procedimientos y abusase así de la amistad? Aquello le parecía monstruoso. Luego pensaba Martín en la figura y ademanes del enviado de Emilio. Recordaba su rostro de niño candido y su aire reservado e indolente. ¿Cómo pensar que ese muchacho, que no tenía ni pizca de la facha de un salteador, anduviese metido en tales líos? Aquello le parecía inaceptable, mas siempre quedaba en su corazón la sospecha. Para su satisfacción, pronto abandonó tales presunciones, pues empezó a correr como muy valedera la voz de que los ladrones eran unos trabajadores que vivían en las mismas proximidades del ingenio, con cuyo motivo se comenzaron a hacer pesquisas por aquel lado.

Capitulo XIV Mientras así Martín pensaba ganarse honradamente, aunque con muchas modificaciones, su modesto sueldo, su amigo Emilio, a quien hacia como un mes que no veía, se hallaba entregado a mas y mejor en hacer "soberbias combinaciones", como el decía. El dinero se le venía en tal abundancia, que, a ser Emilio mas previsor y arreglado, se habría hecho rico muy rápidamente. Había días en que recibía hasta veinte quintales de metal de buena ley; de modo que sus despachos de Uncía representaban cifras que, si hubiesen sido conocidas, habrían causado justa alarma en los patronos y aun suscitado un movimiento de envidia en muchos otros rescatadores. Mas con la misma facilidad con que entraba el dinero en las manos de Emilio, volvía a salir de ellas. Jamás Emilio sería rico. Su temperamento derrochador llevábalo a los mayores extremos, muchas veces hasta a quedar sin un peso, debiendo entonces acudir al crédito, del que aun llegaba a abusar, puesto que se le concedía con harta facilidad. Desde luego, su mayor preocupación era cumplir con Lucas, dándole todo el dinero que este requería, para lo cual no omitía esfuerzo ninguno; mas una vez llenada esta obligación, se entregaba de lleno a su vida de disipación. Su paso por los hoteles, las jaranas y diversiones, estaba señalado por un reguero de plata. Emilio era un asiduo concurrente de los jolgorios de la plebe. Veíasele allí barajado con los barreteros, los arrieros, las cholas y otras gentes de baja estofa, gozando de gran partido entre ellas. Allí mismo también solía hacer muchas de sus "combinaciones", librando sendas copas de chicha y de licor y emborrachándose y haciendo emborrachar a los demás. Y claro es que, con tal sistema, favorecía sus planes y se aseguraba éxitos. El tenía ciertas máximas que solía inculcar a otros. "Hay que mezclarse con

los trabajadores —les decía;— hay que estudiarlos y tratarlos según son ellos. Hay que beber con ellos; hay que favorecer a los que están mal, sin descuidarse tampoco de repartir de cuando en cuando algunos puñetazos". Y así era como obraba. Familiarizábase con los cholos y aun los indios. Tenía un regimiento de compadres. Estimulaba a los tímidos y pocatos; ayudaba a los necesitados; libraba a los tramposos; se alcoholizaba, bailaba, cantaba, reía y lloraba con los borrachos. Y cuando llegaba el caso, iniciaba formidables sesiones de box, de las que pocas veces salía con chichones, pues, por lo general, le respetaban. Y a este paso se despertaban nuevas ambiciones en Emilio. Ya que le iba tan bien en sus negocios, quería magnificarlos todavía mas. Forjaba planes mas o menos ingeniosos, algunos de los cuales no dejaban de tener cierta originalidad. Quería hacer una especie de sindicato con ramificaciones en todas las minas, disponiendo de los mismos empleados de ellas. "Con un poco de plata y de mana. . .", se decía en sus adentros. Una vez insinuó ante Lucas el siguiente plan: La policía de Llallagua debía pertenecerles. ¿Por qué no? Si la Compañía pagaba a los serenos noventa o cien pesos, ¿por qué no pagarles el doble o el triple por mes? Pero Lucas, siempre reservado e indiferente, no se entusiasmó. Quizá encontraba ocioso este plan. ¿Por qué pagar a los serenos de la Compañía ese sobresueldo, cuando sin necesidad de eso dejaban sacar todo el metal que se quería?

Capitulo XV Llegado el domingo de la invitación, que era día de pago y de descanso, Martín emprendió el camino de Uncía. No tenía un animal para hacer en el los seis kilómetros que habían hasta allí, y debió ir a pie, lo cual le fatigó mucho. Pero quedó bien compensado con la magnífica recepción que le hizo su amigo. Después de un mes de trabajo y de retraimiento, Martín estaba deseoso de alguna expansión; de manera que se sentía contento aquel día. Causóle buena impresión ver que en Uncía estaba Emilio de bien distinto modo de como lo hallara en Llallagua. Ocupaba una casa espaciosa, con buen menaje y ciertas comodidades que denunciaban bien claro su feliz situación. Grande fue la sorpresa de Martín cuando, a poco de hallarse en el cuarto al que le condujera su amigo, entró allí una chola, llevando un niño en brazos^ de quien le dijo Emilio: —Mi mujer. . . mi hijito. Luego conoció también otros dos chicos, hijos de Emilio, el mayor de los cuales apenas debía contar cuatro años. Eran un par de bebés, de mejillas regordetas y coloradas, bulliciosos y horriblemente traviesos. —Ya verás que no me he descuidado... Y tú ¿no tienes todavía una mujercita? Martín sonrió mientras Emilio se extendió en largas consideraciones sobre la necesidad de contar, en lugares como las minas, con una compañera que le atienda a uno debidamente, que le arregle la ropa. que le sirva bien condimentados platos y le tienda la cama. —Por ahora, tú estás todavía huraño— añadía; — pero al fin caerás. Es imprescindible. La mujer es tan necesaria, que eso lo reconocen los mismos monjes. Estoy seguro que no tardarás en echarle el ojo a

una... Martín pensaba en Claudina, y encontraba que Emilio tenía razón. Preparóse coktail. Mientras bebían, su charla se hacía mas animada. Martín se reía de buena gana ante las ocurrencias de Emilio. Lleno de buen humor después de aquel tiempo de continuas molestias, se entregaba al gozo, y hasta menudeaba en los sorbos del aperitivo, haciendo a un lado su parquedad ordinaria. Seguramente aquel era el primer día alegre que pasaba en las minas. —¿Y qué te pareció mi recomendado del otro día?— preguntó Emilio. Martín contestó que le parecía un joven simpático, pero demasiado tímido, y que no le pudo notar el "notable talento" a que se refiriera Emilio. Luego, el recuerdo de Lucas trajo a Martín el del robo de la noche inmediata, y se lo contó a Emilio. Este se rió a carcajadas y exclamó: —¡Ah picaro! con razón me pidió la carta de presentación... Tenía, sin duda, su plan... ¡Ah picaro!... ¡Y decir que no tiene talento! Martín, considerando que las palabras de Emilio eran simples bromas, se apresuró a cortarle, diciendo: —Ya se sabe que los ladrones del metal son unos trabajadores que viven cerca del mismo ingenio; así es que tu Lucas no ha tenido el honor de ser el autor de esta fechoría. —Justamente, Lucas vive con una familia de trabajadores cerca del ingenio. El es. ¡Con razón el otro día me entregó doce quintales de riquísima barrilla! Pero Martín no se daba por vencido. Para seguir la broma exclamó: —Entonces no me queda más que denunciar a Lucas. —Sería inútil. ¿Cómo podrías probar que él es el ladrón? Supongo que no irías a avisar lo que te voy diciendo en el seno de la confianza. Martín empezaba a decirse a sí mismo: —¿Será posible? Emilio prosiguió con cinismo: —Has de saber, querido, que este Lucas es el principal de mis proveedores de metal; pero si tú dijeses algo de él, aun presentando pruebas, no sólo a el perjudicarías, sino también a mí, lo que no se puede esperar de tu lealtad. Martín continuaba diciéndose: —¿Será posible? Luego Emilio empezó a contar a Martín lo que era Lucas. Martín habría preferido no oir cosas que se veía obligado a callar; mas como era el mismo amigo que le halagaba quien le hablaba de esas cosas, no tuvo más que oirías. Fue así como supo Martín que Lucas era un muchacho sin par, que hacía conducir a Uncía cargamentos de metal, que no temía a los hombres ni a los elementos, que ganaba valientes cantidades de dinero, que lo gastaba todo en los miserables, que era el ídolo de los mineros... La llegada de dos nuevos invitados interrumpió a Emilio. Eran un comerciante, probablemente italiano, que usaba con mucha frecuencia de la sílaba ma en su charla, y el otro un viejecito delgado, chico, arrugado y de apariencia simiesca. Llamaron a almorzar; pero antes hubo que beber otra ronda de coktail. Los recién llegados abrazaron a la chola, mujer de Emilio, que cumplía años, y obligaron a hacer lo propio a Martín. Almorzaban alegremente. Emilio exclamó, dirigiéndose al comerciante:

—¿Y qué tal, D. Gregorio, con el negocio? —Ma.. yo no sé lo que pasa. Ya no se vende, ma... —Pero, en cambio, comprará usted mucho metal* —Ma... no... Con la morte del otro día, ya no vene casi nadie... ¿E qué lo vamos a hacer? Efectivamente, en aquellos días los serenos de una de las minas habían muerto de un balazo a un hombre que se llevaba un poco de metal. —El nuevo subprefecto —dijo el viejecito— ha declarado, como uno de los puntos principales de su programa, que combatirá el rescate hasta extirparlo por completo. —¡Iluso! Seguro que eso dirá por el influjo de las empresas; pero no es hombre de realizar tal cosa. ¿Cómo podría impedir el rescate, si el está autorizado por las leyes del país? —Es que ciertos subprefectos suelen pasar por encima de las leyes— añadió, haciendo ¡i, ]i, ¡i, el viejo. —Se conoce que usted lo hacía así. —Cuando yo fui subprefecto en Lipes, siempre subordiné mis actos a la ley. Por eso estoy en este estado. —No, suegro: usted está así por su afición a las copitas. El viejo, sin darse por ofendido, volvió a hacer ¡i, ¡i. El comerciante habló: —Ma, yo también he sido 1'otro día con el siñore subprefecto e le oí hablar... —¿Sobre el rescate? —Ma, no. Habló contra de su antecesore; e decía que no halló, ma, nada en la ofichina, ni archivo, ni libro de copias, ni prensa... —Lo de siempre: así hablan todos los subprefectos. Han de ver ustedes que cuando venga otro subprefecto ha de decir lo mismo de éste, que no ha hallado nada, ni archivo, ni libros, ni diablos. Supongo, suegro, que a usted le pasó esto mismo cuando fue autoridad. —En Lipes, yo no hallé más que una mesa vieja, como único mueble, en la subprefectura. Y como era un trasto tan miserable, al retirarme me dio vergüenza dejarlo... —¿Y se lo llevó usted? —No. La regalé a Da. Leandra, a quien debía unos pesos. Martín, ya algo mareado con el vino que se bebía en abundancia en el almuerzo, miraba con repugnancia al vejete, que le parecía muy cínico, y al comerciante, cuyas grandes mandíbulas devoraban los platos. Los chiquillos hacían un ruido infernal en la pieza contigua. La chola Mariana aparecía con frecuencia ayudando a servir al criado, un cchuta, cuyos calzones partidos llamaban también la atención de Martín. El comerciante habló: —Ma, ¿saben ustedes la noticia de Llallagua? Dice que el gerente se va en Chile, e dice que no será más aquí, ma, que viene un otro. —¡Hola! —E dice que se suspenden los contratos. —Bueno; pero ya es tarde. La mina está destrozada. —Ma, dice que en Santiago los directore son peleado, e no son contentos de la producción; ma, quieren molto mas, e que van a hacer novos trabajos. —Seguro. Los chilenos son valientes y fecundos en iniciativas. No faltará quien desde Santiago, en vista de cualquier plano, indique la conveniencia de abrir, por ejemplo, un socavón, desde Catavi a las

minas, para facilitar la explotación. El viejo hizo ji... ji... ji. Emilio siguió: —La verdad: en Chile hay gentes fanáticas que todo lo facilitan. No sospechan lo que es Llallagua. Se han formado tal idea de su riqueza, sin fijarse en las dificultades. Pero, ya pronto abrirán los ojos. Y, sobre todo, cuando haya que sacar la plata para corregir los desaguisados, ya me figuro la cara que pondrán. Las minas no pueden estar peor trabajadas. Son una atrocidad, un absurdo. Solamente los contratistas importan a la Compañía una pérdida ante la cual deberían ponerse a llorar los accionistas, y sobre todo los directores. * ** Después del almuerzo, llevó Emilio a Martín a pasear por el pueblo. Uncía hizo a este la impresión de un pueblo muy jaranero y alegre. Por todas partes flameaban pañuelitos multicolores, izados de largos palos acomodados en las puertas. Las juergas se sucedían sin interrupción en calles enteras. Oíase el rumor de armoniums, guitarras, bandurrias y charangas, acompañados de cantos, zapateos y jaleos. Cuando llegaron a la plaza, había allí un hervidero de gente, sobre todo de indios. Se celebraba la fiesta de San Miguel, y los indios, conforme a una costumbre tradicional, hacían ejercicios de pugilato. En medio de la multitud se había formado un claro, a manera de liza, y allí avanzaba el indio que quería pelear, inclinando el tronco, irguiendo la cabeza, adelantando la quijada y mirando al frente en actitud de desafío, al modo de un gallo. En seguida, venía otro indio haciendo los mismos gestos, y entonces se daban de puñetazos con las manos forradas de rebotados guantes, bajo la vigilancia de un juez, quien, después de un momento, los separaba para que se continuase la misma operación con otros. Entre los concurrentes que presenciaban estos ejercicios, Emilio reparó en Lucas, y lo llamó. Lucas llevaba un traje muy distinto de aquel con que Martín lo conoció. Estaba enfundado en un saco y un pantalón que, por serle sobradamente grande, no le venían bien. Un sombrero alón caíale a un lado sombreándole la pálida tez. Llevaba al cuello un pañuelo de seda verde. Su cara lavada dejaba ver distin tamente sus facciones juveniles y correctas. —¿Qué ropa de gigante te has ido a poner?— exclamó Emilio riendo. Lucas explicó que el sastre le había hecho aquella ropa, sobre la medida de uno de sus compañeros (de Lucas), que era más alto y gordo que él. —¡Vaya un sistema de mandarse hacer ropa! Lucas explicó que no teniendo el tiempo para encontrar al sastre, había tenido que obrar así. Martín, aunque divertido con esta ocurrencia, que acusaba claramente el descuido de Lucas en materia de indumentaria, no dejaba de sentir cierta prevención contra el después de su conversación de antes del almuerzo con Emilio. Este, que lo advirtió, insinuó a Martín que no tratase mal a Lucas. Lucas, por su parte, no parecía notar el rencor con que le miraba Martín, y se entretenía en ver la pelea de indios. Ellos continuaban

en su ejercicio con una regularidad imperturbable. Por lo general, salían ilesos, y sólo de cuando en cuando había derramamiento de sangre. —¡Atención! ¡aquélla otra sí que es pelea!— exclamó Emilio señalando un punto próximo. Volviéronse Martín y Lucas, y vieron dos mujeres que reman desaforadamente. Colocadas como a treinta metros una de otra, se enjaretaban los denuestos más expresivos y gesticulaban y braceaban sin descanso. De lejos, los dedos de sus manos, que se abrían y cerraban grostescamente, parecían patas de arañas gigantescas. —Acerquémonos para oir mejor —dijo Emilio;— a mí me encantan estas cosas. Se acercaron. Cada una de las disputantes caminaba algunos pasos alejándose de la otra; luego se detenía, revolvíase a su adversaria, tornaba a levantar los brazos y le lanzaba nuevas tiradas de frases pintorescas. Otras veces volvían a aproximarse algunos pasos, pero luego seguían alejándose. Con frecuencia, se remangaban las polleras y dejaban ver lo que no puede nombrarse. Una de ellas estaba ya ronca, y su voz ya no parecía mas que una serie de sonidos inarticulados. En cambio, la otra soltaba sus cláusulas seguida y pomposamente con voz amplia y vibrante, que resonaba como un clarín. Las palabras fluían de su boca sin interrupción, acompañadas de una mímica inenarrable. Esta triunfaba. Pronto estuvieron a mas de una cuadra una de otra. La ronca ya no emitía sino una especie de berrido, como un cerdo que están matando. La voz de la otra se oía. desde la distancia, siempre clara, como si estuviese fresca, formando rosarios de dicterios que venían a caer sobre su contrincante como un diluvio de piedras. —¡Qué mujer más guapa! —dijo Emilio entusiasmado.— ¿Qué orador, el más resistente, podría competir con ella? Cuando estas mujeres llegan a las cimas de la elocuencia, aunque sea una elocuencia cochina, no tienen comparación. De regreso a su casa, Emilio, que estaba de magnífico humor, obsequió a Martín y Lucas con un abundante lunch, seguido de una interminable sucesión de vasos de cerveza, bajo cuya influencia Martín se sentía cada vez mas mareado. Emilio trabajaba para que Martín hiciese las paces con Lucas. Pero Martín, a medida de hallarse mas borracho, sentíase también mas resentido contra el joven, y aun llegó a decirle tal cual frase agresiva. Lucas, por su parte, hacía demostraciones inequívocas de estimación por Martín, sin parecer que tomase a lo serio la animadversión de que era objeto. Emilio le había dicho reiteradamente que había que dispensar a Martín en atención a su estado, y Lucas obraba en consecuencia. Además, Emilio, así como anteriormente había hecho ante Martín la apología de Lucas, había hecho también ante este la de aquél, y Lucas ya sabía que Martín era un "intelectual", un muchacho bueno, aunque muy escrupuloso; en suma. una "gran cosa". Sobre todo, aquello de "intelectual" parecía gustar mucho a Lucas. No parecía sino que se figuraba que ser intelectual es ser un hombre superior al común de los mortales. Después del lunch, Martín estaba tan embriagado, que fue necesario hacerlo recostar en la cama de Emilio para que se recuperase. Al anochecer se despertó sobresaltado. Le habían pasado algo los humos de la borrachera, y habló de irse. Sentíase bajo la obsesión de regresar a Llallagua, donde, al día siguiente, debía estar en su

puesto desde las seis de la mañana. Inútilmente trató Emilio de disuadirle de su empeño. Martín no cejaba, y en vista de su porfía, no hubo mas remedio que convenir en su regreso. Entonces buscóse un animal; pero como no se consiguió, había que hacer nueva caminata a pie. Luego era también necesario que Martín llevase un compañero, dado que siendo de noche le era fácil extraviarse. Tal compañero se presentó al punto. Era Lucas. Aquí nuevas dificultades y discusiones. Martín trataba de excusarse de la compañía de Lucas, que quizá, en sus adentros, la conceptuaba peligrosa. Con frases corteses agradeció por la molestia que Lucas quería tomarse, pero insinuó que se le diese otro guía. No parecía sino que abrigaba el recelo de ser víctima de alguna jugada terrible. Pero Emilio supo disuadirle de sus temores y le persuadió que de lo único que se trataba era de que no se perdiese en el camino, toda vez que Martín era novicio en tales andanzas. Díjole, además, que viviendo Lucas, como vivía, en Llallagua, regresaba también allí, y no haría otra cosa que llevarle por su mismo camino y dejarle, al pasar, en Cancañiri. Fuéronse, pues, juntos Martín y Lucas. Y en verdad que éste supo conducir a su compañero con el mayor comedimiento y dicisión. Agarrado de una linterna, iba por delante, paso a paso, indicando a Martín las piedras en que podía tropezar, los saltos o las aguadas del camino. No hablaban casi nada. Lucas, encerrado dentro de su reserva ordinaria, quizá pensaba en aquellos momentos que tenía el honor de acompañar a un "intelectual". Y, por su parte, el intelectual, que en otras condiciones habría querido platicar largamente, permanecía ahora muy parco de palabras y quizá se decía a sí mismo: —Heme aquí conducido por un bribón. Por rara coincidencia, el viento no zumbaba como de costumbre. Parecía muerto. Y Martín, ya tan familiarizado con él, se admiraba ahora de la ausencia del mas constante y feroz morador de aquellos lugares. De cuando en cuando se encontraban con bestias y trajinantes que regresaban de Llallagua a Uncía. A ratos se paraban a descansar, atravesando, a lo mas, una que otra frase breve y obligada. Luego seguían caminando lentamente. La negra silueta de Lucas, con su gran sombrero caído a un lado, se destacaba por delante de Martín. Y Martín, mirándola y pensando en el aire apacible de aquel muchacho, en su comedimiento y en sus maneras sencillas y benévolas, se sorprendía de que fuese el hombre terrible y lleno de sombrías aventuras de que le había hablado Emilio. Bien era verdad que él seguía creyendo que en las referencias de su amigo debía haber mucha exageración. Cuando ya estaban cerca de Llallagua, tuvieron los caminantes que hacerse a un lado del camino para no ser atropellados por dos jinetes que venían a galope desaforado. Debían ser dos borrachos guapetones a juzgar por el modo altisonante y fanfarrón con que se hablaban. —¡Alto!— gritó uno de ellos al distinguir a los jóvenes. Martín se detuvo; pero Lucas, que no hubo notado esto, siguió andando. —¡Alto!— volvió a gritar con voz tenante el caballero. Y, de seguida, se lanzó sobre Lucas tratando de atropellarle.. —¿Y por qué me quiere usted hacer parar?— exclamó Lucas.

—Porque me da la gana. . . porque soy más hombre que usted... . Y seguía estimulando a su caballo sudoroso, que se encabritaba, bufando, ante Lucas. Entonces Martín vio algo extraordinario. Vio que Lucas dejó su linterna sobre el suelo, y saltando con la agilidad de un tigre sobre su ofensor, lo cogió por el cuerpo y lo derribó del caballo, pisoteándolo después con tal ferocidad, que el caído se puso a pedir perdón a voz en cuello. Lucas le dio un último puntapié y le dijo: —Ahora, si es usted tan hombre, vaya a tomar su caballo. Y volviéndose a Martín, le insinuó a seguir caminando, al propio tiempo que le hacía notar cómo el otro caballero había huido a las primeras de cambio: Lucas sonreía y se felicitaba de que su linterna no se hubiese roto durante la refriega. A su tenue luz vio Martín que una de las manos de Lucas enrojecía. —¿Se ha hecho usted alguna avería?— le dijo. Lucas reparó entonces en su mano, descubriendo en ella un rasguño del que había trasudado un poco de sangre. Pasóse con su saliva y se apretó con un pañuelo. Martín se acordó de los animales que se lamen sus heridas. Media hora después, llegaban, sin mas novedad, al ingenio de Cancañiri, ante cuyas puertas se despidieron. Lucas continua ba su camino hacia las minas, y Martín pasó a su cuarto a acostarse, pensando en que, efectivamente. Lucas era un hombre de "pelo en pecho".