Elias Norbert. Humana Conditio. Consideraciones en torno a la evolución de la humanidad..pdf

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Este libro analiza la Europa de las dos guerras mundiales y tiene su punto de partida en el dilema ante el que se sitúa el hombre contemporáneo: la alternativa entre una autodestrucción generalizada, preconizada por los i los grandes conflictos bélicos, o bien la superación de las actitudes totalitarias que conducen a la violencia. La segunda alternativa, nos advierte Norbert Elías, exige una civilización superior todavía por conquistar. Norbert Elías (Breslau, 1897-Ámsterdam, 1990) lúe sin duda uno de los pensadores europeos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Además de este libro, en Ediciones Península se han publicado La sociedad de los individuos, Mozart, Teoría del símbolo. Compromiso y distanciamiento y la entrevista biográfica MÍ trayectoria intelectual (1995).



Norbert Elías

Humana conditio

Consideraciones en torno a la evolución de la humanidad

I* A fin de comprender mejor las cuestiones actuales, a veces es útil alejarse de ellas en el pensamiento para enfocarlas lentamente desde la distancia. De este modo se comprenden mejor, porque quien permanece absorto en las cuestiones de actualidad sin mirar nunca más allá de ellas, puede considerarse prácticamente ciego. En este día celebramos la paz, la paz después del fin de una terrible guerra. Juntamente con este día de la paz celebramos también el verdadero nacimiento de la nueva República Federal Alemana. Los pueblos de Europa conmemoramos, pues, cuarenta años de tiempo de paz. Otros pueblos de la tierra son menos afortunados; en ellos no cesan las guerras y las revoluciones, los actos de violencia a nivel internacional y nacional. Podemos considerarnos afortunados de vivir en una región del planeta donde no ha habido ninguna guerra durante cuarenta años. Pero ¿qué clase de mundo es éste en el que uno puede felicitarse de no estar directamente implicado durante un plazo de cuarenta años, menos de medio siglo, en la amenaza y la cólera del asesinato colectivo de seres humanos que llamamos guerra, y en el que siempre ha)' que contar con que la próxima guerra, aún más terrible, estalle sobre uno? ¿Qué clase de seres humanos son los que se amenazan mutuamente una y otra vez con la guerra, el asesinato y la muerte? Humana conditio, la condición del ser humano. He elegido esto como línea de orientación de lo que aquí diré porque los enfrentamientos violentos entre los hombres, que llamamos guerras desde tiempos inmemoriales, pertenecen al destino, a las condiciones de vida de los seres humanos. Sufrimientos y atrocidades creados por el hombre. Y, sin embargo, las guerras se han venido produciendo hasta ahora como mareas y tormentas ingobernables para el hombre. Por muy grandes que sean las particularidades que distinguen a la guerra de Hitler de todas las demás, no podemos comprender del todo el problema humano que aquí discutimos si no dirigimos la mirada hacia esta última guerra europea o hacia la siguiente posible guerra mundial, y preguntamos: ¿Por qué la guerra en general? El asesinato recíproco de los pueblos ha sido elevado por el hombre a una institución reconocida. Las guerras constituyen una sólida tradición de la humanidad. Están enraizadas en sus instituciones y actitudes sociales, en la esencia de los seres humanos, incluso de los más pacíficos. Ahora, sin embargo, hemos llegado al final del recorrido. Vivimos en un momento del desarrollo humano en que la próxima guerra puede traer consigo la destrucción de una considerable parte de la humanidad, cuando no de la tierra habitable, y por descontado, de las naciones beligerantes. Muchos lo saben, probablemente incluso algunos miembros de los gobiernos que preparan la próxima guerra. Pero la presión de las instituciones y actitudes sociales de los seres humanos, la cual empuja hacia la guerra, es tan grande y al parecer tan inevitable que ya nos acecha el temor a la siguiente, aún más terrible, mientras todavía llevamos luto por la última y celebramos al mismo tiempo con alivio una corta época de paz de sólo cuarenta años.

II Curiosamente, si se reflexiona en un sentido general, el ser humano ha aprendido a domesticar las fuerzas de la naturaleza en muchos aspectos. Los espíritus y dioses imaginarios que antiguamente poblaban en la imaginación del hombre la tierra salvaje, con sus tenebrosos bosques, montañas misteriosas y procelosos mares, han vuelto a los sueños humanos de los que surgieron. El desarrollo de las ciencias naturales —precisamente en las universidades, esto no debería olvidarse—, ha proporcionado al hombre un conocimiento amplio, relativamente profesional y muy cercano a la realidad de las circunstancias que rodean a los fenómenos naturales. Estas ciencias nos han descubierto la «verdad», como se decía antes, sobre la naturaleza, eliminando tanto el pánico ante su carácter demoníaco como la creencia en una madre naturaleza siempre bondadosa. Al parecer, muchos no pueden perdonar a las ciencias naturales que hayan destruido el hechizo de la naturaleza. También esto pertenece a la humana conditio. Creo que en relación con lo que tengo que decir aquí no carece de cierta importancia explicar este hecho. Muchos dicen que quieren saber la verdad, que quieren saber cómo es realmente el mundo en que viven. Sin embargo, una observación más minuciosa pone a menudo de manifiesto que el mundo, tal como es en realidad, no se corresponde en absoluto con los deseos humanos. Cuando se dan cuenta de esto, muchos retroceden ante la verdad. Prefieren mecerse en sueños, en fantasías. De hecho, se trata de uno de los problemas centrales de la existencia humana: ¿Queremos realmente ver el mundo tal como es, incluso cuando nuestra intuición nos dice que es insatisfactorio, que no está hecho de acuerdo con nuestros deseos? ¿O queremos envolvernos en nuestros deseos e ideales como en una cálida túnica que nos proteja del frío de la vida, arriesgándonos a que la realidad inoportuna irrumpa súbitamente en el calor de los sueños y nosotros sigamos viviendo, desengañados y cínicos, al margen de los sueños, ya perdidos, y de los ideales, herrumbrosos y destrozados? Les pondré un ejemplo quizá lo bastante lejano como para considerarlo sin una angustia especial. La totalidad del universo en el que vivimos, según se desprende lentamente de las progresivas investigaciones de los cosmólogos, está muy alejada de la imagen suave y armónica del mundo de Newton y lo es todo, menos atractiva. La carbonera atómica del sol, que consume constantemente su propio combustible y que alguna vez se transformará en un «enano blanco», los fenómenos que llamamos «agujeros negros», que absorben rayos de luz y no vuelven a emitirlos; el yermo y desorientado automatismo del universo real, en suma, lo que los cosmólogos ya han empezado a descubrir, está muy lejos de ser el equilibrio armonioso de la naturaleza bella y regular, cuya imagen prevaleció en la época del esclarecimiento y dio alas a la fantasía de sus filósofos. Para decirlo con una sola frase: lo que los seres humanos de las sociedades desarrolladas de esta tierra perciben como naturaleza no es, salvo en algún punto aislado, la naturaleza no domesticada ni manipulada por el hombre, sino, casi exclusivamente, una naturaleza domesticada por el hombre y transformada por él para sus propios fines. Lo menciono aquí porque esta circunstancia posee cierto valor simbólico. Muchos miembros de las sociedades desarrolladas subliman hoy en día la naturaleza. Sin embargo, mal podrían hacerlo si tuvieran que vivir de lleno en una naturaleza aún no transformada y amansada por el hombre. A fin de hacerles soportables los sucesos naturales en

cuyo ámbito se mueven, conscientes sólo a medias del papel que ha desempeñado en ellos el trabajo del hombre, tanto físico como científico, viven pensando en una escala de valores invertida. Se empeñan en que para el ser humano lo más importante de este mundo, por lo menos mientras no nos caiga una lluvia de meteoros, no son los fenómenos físicos, sino los humanos. Lo más importante para el hombre es el propio hombre, que puede domesticar la naturaleza, embellecerla o también estropearla. Divago un poco, pero me parece importante, para lo que tengo que decir sobre las cuestiones actuales, dar la máxima concreción al marco en el que se desarrollan los problemas. No es pura casualidad que Conditio humana sea el título de un poema que resume en su visión algo de lo que intento decir aquí. Es corto. Permítanme citarlo: No oímos el rumor de la tierra en movimiento cerramos los ojos a la inconcebible lejanía y al viaje que no tiene nombre ni destino sólo a veces cuando la luna calva brilla en el resplandor de su luz escondida cuando la legión fulgurante de estrellas sin vida nos contempla en su fría belleza percibimos casi en la lengua este sabor de la tierra solitaria con su viva fuerza motriz y palpamos la incomprendida misión del bómbice sapiente en su viaje por los desiertos del mundo funde entonces el tiempo las puertas engañosas y aparecen, sin trampas, el comienzo y el fin y se hunden los bastidores de las sanguinarias metas humanas ¿Dónde estamos? Ahí tienen a la humana conditio al desnudo: la tierra solitaria con su viva fuerza motriz. El universo en evolución o, lo que quiere decir lo mismo, la «naturaleza» de la cual surgen y en la que nacen los seres humanos carece totalmente de sentimientos. No es buena ni mala para el hombre; es un suceso ciego, sin sentidos ni rumbo, cuya fuerza y, por consiguiente, su poder son abrumadores en comparación con el poder de la humanidad. Su curso transcurre en una indiferencia total hacia la

humanidad y el individuo. Los sucesos naturales que se desenvuelven en cada individuo y que solemos designar metafóricamente como su cuerpo, siguen con bastante frecuencia sus propios caminos en forma de enfermedades, en forma de un deterioro lento o rápido, predeterminado genéticamente: el de la vejez y la muerte. El ser humano intenta una y otra vez disimular esta total indiferencia de la naturaleza ciega e inhumana por medio de imágenes nacidas de la fantasía que se corresponden mejor con sus deseos. Yo considero nociva y peligrosa esta tendencia a rehuir el conocimiento de la realidad o, si quieren, de la «verdad» porque no es deseable. Semejante encubrimiento de la indiferencia de todo este mundo inhumano hacia el hombre encubre, al mismo tiempo, el hecho de que las únicas formas de vida del mundo que en determinadas circunstancias pueden no ser indiferentes al destino de los seres humanos son otros seres humanos. Solamente de ellos podemos esperar simpatía, el calor de los sentimientos y ayuda en las dificultades de la vida en este mundo desnudo e indiferente. Ya sea por pura avidez de saber o en la búsqueda de ayuda o consuelo fuera de la humanidad, los científicos actuales se mantienen atentos a señales de otros seres en este universo inanimado, capaces de comunicar se entre sí a través de símbolos aprendidos, como el ser humano, y de acumular conocimientos para utilizarlos en la práctica. Sin embargo, es muy posible que sólo se den en la tierra las circunstancias exactas que permiten la vida de seres sapientes, sensibles, dotados de fantasía y propósitos en esta naturaleza ciega, carente de rumbo y objetivos. Es del todo posible que «o, la totalidad del universo no exista ningún otro ser de esta especie, ninguna «inteligencia superior». Nuestra llamada al universo vacío: «¿Hay alguien ahí?», puede ser en vano. Quizá el hombre llama con la esperanza de encontrar a alguien más fuerte y más sabio que nosotros mismos, alguien que pueda quitarnos de los hombros la carga de responsabilidad que pesa sobre nosotros. Pero ya no somos niños. No hay nadie. Quizá consideren ustedes que divago en exceso en esta celebración de una paz que cumple cuarenta años. Pero mi preocupación por el grave significado de este día de la paz no está enturbiada por la preocupación de comprender la situación de la humanidad en este mundo. La insensatez de la guerra y, por lo tanto, de los hechos perpetrados por los nacionalsocialistas, la importancia única del ser humano para sus semejantes, irrumpen con urgencia en primer plano cuando se contempla la imagen de la humanidad sapiente, ansiosa de sentido y alegría, en este soleado planeta tierra emplazado en el gigantesco desierto del mundo insensible. No cabe duda de que el ser humano puede destruir asimismo la habitabilidad de su planeta, y tal vez ya está en camino de hacerlo. Pero es un poco alarmante ver que muchos sacan de ello la conclusión de que la naturaleza no manipulada por el hombre es benefactora y positiva para él, y sólo la intervención humana en los procesos naturales entraña peligros para la humanidad. La verdad es que el ser humano ha trabajado desde hace muchos milenios, con objetivos a corto plazo, llevado por la inquietud ante las inclemencias de la naturaleza, en la domesticación de sus salvajes y peligrosas características. Taló los bosques primitivos para transformarlos en campos y jardines. Consiguió exterminar en algunas regiones a lobos, gatos salvajes y serpientes venenosas, todo lo que era peligroso para él. Ahora puede colonizar estas regiones en paz y sin peligros y encontrar bella a la naturaleza dominada y pacificada por él. Las fieras están entre rejas en los zoológicos. En la actualidad sólo el propio ser humano, en su papel de automovilista, por ejemplo, puede constituir un peligro para sí mismo. No obstante, la indudable peligrosidad del ser humano a través de las transformaciones que ha introducido en su medio natural sin quererlo —en parte a causa de su

número incontrolable, en parte a causa de su afición a los automóviles y a otras particularidades sociales de esta época— es sólo la última fase de un milenario proceso de transformación de su entorno natural. Esta transformación creciente por parte del hombre de su medio no humano ha tenido en todas las épocas consecuencias imprevistas que a largo plazo eran consideradas parcialmente favorables y desfavorables. El hecho de que las consecuencias perjudiciales de la transformación de su entorno natural por parte del ser humano tengan probablemente mayores proporciones que antes, se debe a dos características de la evolución humana que a mi juicio son importantes en este contexto. Las mencionaré brevemente.

III La situación de los seres humanos en la fase actual de su evolución social está influida principalmente por un singular desequilibrio en el desarrollo de sus conocimientos. Donde mejor puede observarse este desequilibrio es precisamente en las universidades, aunque no suela reconocerse como tal. El conocimiento profesional y realista de las circunstancias naturales no humanas ha adquirido en la actualidad, debido al crecimiento de los institutos de investigación, tan grandes proporciones que supera ampliamente el de todos los siglos precedentes. Esto conlleva un crecimiento correspondiente de la tecnología física, una inmensa expansión de los controles y la manipulación por parte del ser humano de los procesos naturales no humanos para fines militares y pacíficos, lo cual ha contribuido a su vez a la introducción de importantes cambios en la convivencia social humana. Su utilidad en la práctica, no sólo técnica, sino sobre todo médica, es la mejor prueba de la congruencia realista de una parte considerable de conocimientos en el campo de las ciencias naturales. Les ruego que reflexionen sobre lo que ocurre en este ámbito. Gracias al progresivo trabajo científico, la naturaleza está cada vez más desmitificada. El ser humano ha descubierto en este sentido que la influencia de su búsqueda de conocimientos a través de ideales preconcebidos, sueños y fantasías, le cierra el camino a una ciencia profesional, realista o, en un lenguaje anterior, «verdadera». De hecho, las ciencias naturales han renunciado hace tiempo a la idea de que el universo natural se corresponda en absoluto con sus propios ideales o con los deseos humanos. Tal vez no se haya comentado todavía, pero yo he señalado ya que la imagen total del universo, que ahora sale paulatinamente a la luz gracias al trabajo de investigación de los naturalistas, no es muy atractiva para el ser humano. Tuvimos un pequeño anticipo cuando vimos por televisión el paisaje lunar. El satélite de la tierra, que visto desde una gran distancia resplandece como la gran luna dorada de los amantes en el cielo del estío, es, cuando se observa más de cerca, un desierto sin vida cubierto de rocas. Considero muy posible que en el curso del próximo siglo el hombre comience a enriquecer con plantas este pobre desierto y a crear espacios aéreos donde puedan vivir los seres humanos, transformando así poco a poco la luna en un lugar agradable para nosotros. La recompensa que se deriva para el hombre de la recuperación de su temor y sus deseos en la búsqueda científica, es decir, del valor de ver y representar la realidad de este mundo sin subterfugios embellecedores es su capacidad de transformar este mismo mundo situado dentro del ámbito de su poder, de manera que se corresponda mejor con sus deseos y necesidades. Tal es, si así lo quieren ver, el secreto de la ciencia: renunciando a las ilusiones, a las fantasías o, dado el caso, también al temor y a la angustia, desarrollar de tal modo los conocimientos del mundo que se adapten con la mayor exactitud posible al mundo real. Cuando se poseen estos conocimientos, se puede transformar el mundo indeseable, y quizá también temible, para que se ajuste mejor a las necesidades humanas. El ser humano posee una corta memoria. En los países desarrollados, apenas se recuerda la fatiga y peligrosidad de la vida de nuestros antepasados en las estepas salvajes, los ríos indomables que inundaban periódicamente la tierra y los inmensos bosques donde todos los organismos vivos,

plantas, animales y hombres, mantenían una lucha constante entre sí. La presencia universal de los peligros y el temor ante las fuerzas incomprendidas de la naturaleza encontraba su expresión en la multiplicidad de espíritus con los que la fantasía protectora del ser humano poblaba el mundo misterioso y amenazador. La desmitificación de la naturaleza fue un proceso largo, un trabajo de siglos, laborioso y anárquico. Eloy en día apenas lo recordamos. La desmitificación de la naturaleza se ha convertido en algo corriente. Ni siquiera la enfermedad más dolo-rosa es atribuida ya al conjuro de una bruja, y muy raramente la locura, a la posesión de los malos espíritus. Tampoco la erupción de un volcán o un asolador terremoto se atribuye ya a los iracundos espíritus de la montaña o de la tierra. En muchos países, el hombre se ha apropiado hasta tal punto de la naturaleza que sólo en momentos excepcionales, podría decirse que al borde de la muerte, tiene conciencia de su siempre latente prepotencia y peligrosidad. Vive incluso los seísmos e inundaciones como manifestaciones de la naturaleza, cuyas causas y aparición puede investigar científicamente y disminuir su peligrosidad con ayuda de la previsión científica. Hasta tal punto hemos olvidado la longitud de este proceso de desmitificación, tan poco conscientes somos de la evolución de estos conocimientos altamente realistas sobre el ámbito de la naturaleza no humana, que muchos consideran la congruencia real de sus conocimientos acerca de la naturaleza sencillamente como el resultado de su razón natural o, más generalmente, de la universal racionalidad humana. Por esto son totalmente incapaces de explicar por qué, si el ser humano está en situación de pensar y actuar «racionalmente» en relación con los fenómenos naturales extrahumanos, no lo está, sin embargo, en la misma medida para actuar «racionalmente» en relación con su propia convivencia social. Pero si aquí se tratara realmente de una cuestión de «racionalidad» humana, de «razón» innata o de «comprensión» universal, no se entendería en absoluto por qué el hombre sólo hace uso de su «razón», de su «racionalidad» en relación con la «naturaleza» y no, o por lo menos no en la misma medida, en relación con su convivencia social. La inevitabilidad con que el ser humano, precisamente en el momento en que celebra cuarenta años de paz, se encuentra ante el peligro de otra guerra peor que la anterior, es un buen ejemplo de esta singular diversidad de conducta y pensamiento en relación con la naturaleza y con la sociedad. Si conceptos como «razón» o «racionalidad» tuvieran un significado claro —y dudo de que sea así—, habría que explicar por qué la «racionalidad» humana se limita actualmente a la orientación en el ámbito de los procesos naturales y parece detenerse ante la reflexión, y también ante la actitud hacia la convivencia social, a la que pertenecen asimismo las relaciones entre los Estados. Es bastante evidente que no se avanza en la solución de semejantes problemas con conceptos como «razón» y como «racionalidad» e «irracionalidad». La diferencia con que aquí se tropieza es muy instructiva. Si la humanidad, a causa de un fenómeno natural como una epidemia o la caída de un meteoro, se encontrase ante un gran peligro, similar al que hoy la amenaza debido al empleo de armas atómicas con fines bélicos, muchos grupos de científicos se dedicarían a investigar para hallar la mejor manera de afrontar este peligro de la naturaleza o, en caso de no poder soslayarlo, estudiar el traslado de núcleos de población para disminuir los peores efectos del peligro. En otras palabras, se intentaría, dejando de lado los sueños y otras fantasías, buscar una explicación del peligro lo más realista posible, y sobre esta base sólida tomar las correspondientes medidas necesarias. En este caso, en la superación de peligros causados por fenómenos de la naturaleza no humana, los seres humanos unidos en determinados grupos sociales actúan casi como adultos. No se vuelven a mirar si hay alguien que pueda ayudarlos. No practican la política del avestruz. No se hacen la ilusión de que el peligro desaparecerá si expresan a coro el deseo de que desaparezca. En este caso, en el encuentro con peligros de índole física y biológica, los seres humanos han llegado a comprender que ellos solos pueden hacer algo para conjurar el peligro o disminuirlo, y precisamente por medio de conocimientos que se ajusten de la

mejor manera posible a la realidad. Para obtenerlos, sin embargo, se requiere una distanciación consciente del fenómeno amenazador, una desconexión de todas las fantasías idealizadoras. Con esto nos aproximamos un poco más a la esencia de la cuestión. Ante la amenaza de fenómenos naturales extrahumanos, el hombre es capaz de reprimir sus deseos y fantasías. El camino ha sido largo y laborioso, pero ahora, en las sociedades industriales más desarrolladas, se ha llegado a una homogeneidad social del lenguaje y del saber que ya permite a los niños de estas sociedades contemplar a la naturaleza domesticada en la que viven sin temor a espíritus y hechiceros. Aprenden muy temprano que las imágenes animadas de la pantalla no son ninguna brujería, que los ordenadores son aparatos creados por el ser humano, que pueden ser reparados por él cuando se estropean. Y para los adultos de estas sociedades la desmitificación de la naturaleza no humana, la intervención conjunta del hombre, relativamente tranquila y profesional, en caso de peligros naturales a nivel físico y biológico, es algo casi común y corriente. Apenas recuerdan que los seres humanos de las generaciones anteriores percibían la naturaleza mucho menos domesticada y mucho más amenazadora de su entorno y de su interior, a través del velo de sus deseos y temores, es decir, mítica y mágicamente. En cambio, en sus esfuerzos por dominar los peligros que los seres humanos representan para sus semejantes, y en especial frente a la amenaza recíproca de grupos constituidos en Estados militaristas, el ser humano se comporta de un modo muy diferente. Compruébenlo ustedes mismos: ante los tremendos peligros con que los hombres se amenazan mutuamente, sobre todo, aunque ni mucho menos de forma exclusiva, con el del empleo directo de la violencia física, la humanidad entera permanece hoy en el fondo tan indefensa como nuestros antepasados ante las amenazadoras fuerzas de la naturaleza, por ejemplo, los rayos, las epidemias o las gigantescas inundaciones a las que debemos el mito del diluvio de Noé. En una palabra, el destino del ser humano en la fase actual de desarrollo de la humanidad es que en algunos países se haya conseguido, sobre todo con ayuda de las ciencias naturales, tanto las puras como las aplicadas, disminuir considerablemente los peligros e inclemencias a los que está expuesto a merced de la naturaleza no domesticada. Por esta razón, hoy por hoy, el mayor peligro para los seres humanos lo constituyen ellos mismos. En la actualidad, muchos culpan instintivamente a los científicos naturalistas del hecho de que los Estados se amenacen con armas nucleares de una fuerza destructiva sin precedentes. Esto es, no obstante, uno de los mitos con que se pretende ocultar la realidad social. El impulso para el desarrollo de armas nucleares para fines bélicos lo dio la carrera de armamento de la guerra, cuya terminación celebramos hoy. Como hoy, en la antesala de una posible guerra, uno de los bandos beligerantes de la última conflagración, el norteamericano, temía que el otro, Hitler y sus ejércitos, se le adelantara en la fabricación de una nueva arma atómica. Es la hostilidad recíproca de los grupos humanos y en especial la estructura social de las guerras lo que empuja hacia el desarrollo científico de armas cada vez más peligrosas. Es de suponer que ya en la Edad de Piedra los grupos humanos rivales competían en el perfeccionamiento de sus armas arrojadizas. Entonces, sin embargo, el peligro que representaban para los grupos humanos las fuerzas de la naturaleza en estado salvaje era probablemente tan grande, si no mayor, que el representado por otros grupos humanos. Hoy, como ya se ha dicho, el primero ha disminuido en el seno de muchas sociedades. Por ello el peligro del hombre para el hombre como la mayor amenaza aún no conjurada en el terreno de lo posible surge ante nuestra mirada con especial nitidez. Tal vez convendría añadir que la actitud del ser humano hacia nuevos descubrimientos, hacia la

ampliación de sus conocimientos sobre el mundo desconocido en que vive, no es siempre resuelta y positiva. Antiguos mitos dan fe de que el hombre ha acogido siempre con suspicacia los conocimientos nuevos. Era mejor seguir con lo viejo. Nunca se podía estar seguro de que los dioses omniscientes no se enojaran ante la arrogancia de los hombres al apropiarse de la sabiduría de los dioses. Nunca se podía saber qué peligros traería consigo el nuevo descubrimiento, cómo se vengarían los dioses de esta nueva osadía de los hombres. Yo llamo a esto el complejo de Prometeo. Prometeo robó el fuego a los dioses y lo dio a los hombres; fue, por lo tanto, un gran bienhechor de la humanidad, pero el Dios supremo le castigó por ello de la manera más terrible, encadenándole a una roca donde un buitre le devoraba día tras día las entrañas. Adán, a su vez, fue expulsado por Dios del paraíso porque probó la fruta del árbol de la Sabiduría, aunque incitado por su mujer; en este caso, existía asimismo el peligro de que el hombre participara de la sabiduría divina. De igual modo, muchas personas sospechan aún hoy de los científicos que aportan continuamente nuevos conocimientos. Dicho con más exactitud, olvidan a la ciencia cuando sus frutos contribuyen a su bienestar, cuando ayuda, por ejemplo, a que los niños crezcan más sanos y el hombre, en general, disfrute de una vida más larga, pero la culpan cuando algo les disgusta, como la lluvia ácida y la contaminación de los ríos. Sin embargo, muchas de estas manifestaciones indeseables no son problemas científicos, sino sociales, o aún más exacto: cuestiones generadas por el poder. Investigarlas como tales y dar cuenta de ellas a la opinión pública incumbe a las ciencias sociales, para cuyos representantes es, no obstante, difícil de perforar la capa de mitos desorientadores que en la actualidad siguen determinando, en gran medida, la imagen del ser humano de las diversas sociedades. Aquí, como ven, nos encontramos ante una singular división de los conocimientos muy característica de la actual situación del hombre en las sociedades desarrolladas, y que tiene importantes consecuencias para nuestra vida y nuestras actitudes sobre las que no me es posible extenderme aquí. Nuestra relación con la naturaleza no humana está marcada por una amplia desmitificación y secularización del conocimiento social sobre los hechos naturales. La gran congruencia de este conocimiento con la realidad hace posible un amplio control de los procesos naturales y su adaptación cada vez mayor a las necesidades humanas. La relación del ser humano con su convivencia en forma de sociedades a diversos niveles está, por el contrario, en gran medida determinada todavía por ilusiones y temores, por ideales y contraideales, en una palabra, por imágenes míticas y mágicas. La objetividad de las imágenes es, en el ámbito de la sociedad, mucho menor que en el de la naturaleza, y su subjetividad, el peso de su significado emocional para el poseedor respectivo de los conocimientos, proporcionalmente mayor.

IV El nacionalsocialismo fue sin duda un ejemplo especialmente peligroso y temible de un mito social. Pero sólo fue un ejemplo entre otros muchos. Resulta, desde luego, alarmante que un mito social cruel y despiadado que sólo halagaba el sentimiento nacional del propio pueblo y satisfacía la necesidad de afirmación del valor incomparable de la propia nación pudiese encontrar semejante eco. Sin embargo, sólo se trataba de un ejemplo especialmente temible de la insaciable necesidad de mitos sociales por parte del hombre, que demuestren el valor incomparable de la propia nación. Personas que carecen de sensibilidad para los mitos de la naturaleza se entregan una y otra vez a mitos sociales de índole nacionalista. Alguien a su alrededor. ¿No nos están conduciendo de nuevo hacia una guerra en nombre de mitos sociales o, como también se dice, en nombre de ideologías sociales que se basan igualmente en el valor incomparable de la propia nación? ¿Acaso no es tan inevitable esta implicación, esta desviación hacia la guerra, precisamente porque el verdadero tema conflictivo sobre el que se podría hablar está tan sobrecargado de sentimentales mitos sociales que se ha vuelto intratable? Semejantes mitos ejercen a menudo una influencia decisiva, a través de ideologías, sobre las estrategias de los dirigentes. ¿Merece la pena que por ellas condenemos de nuevo a muerte a millones de seres humanos y hagamos inhabitables extensas zonas de la tierra? Permítanme unas palabras sobre la función de tales mitos. Creo que tienen relación con esta jornada conmemorativa. También son imprescindibles si se quiere hablar un poco, como es mi intención, sobre el futuro de Europa y, por lo tanto, de la República Federal Alemana. Empecemos con unas ideas sobre el diagnóstico del pasado que hemos dejado a nuestras espaldas. Se ha dicho a veces, pero quizá merezca la pena repetirlo, que el terrible episodio del nacionalsocialismo sólo puede comprenderse en el contexto de una situación social que se encuentra una y otra vez en el desarrollo de las relaciones internacionales, como las existentes entre unidades de supervivencia relativamente autónomas. Encontramos repetidamente que semejantes unidades de supervivencia, ya sean Estados o tribus, se organizan, después de una serie de luchas, en el sentido de una jerarquía de Estado o de poder. En el curso de una serie de luchas eliminatorias aparecen, por ejemplo, dos o tres de los Estados implicados como los más poderosos a la cabeza de esta competición, que se enzarzan entonces, obligados por este ánimo competitivo, en una lucha por la supremacía. El resultado de una lucha hegemónica semejante puede ser de muy diversa índole. Puede conducir, como en el caso de las ciudades-república de la Grecia antigua, a una situación de tablas. Ni Esparta ni Atenas ni Tebas ni Corinto obtuvieron la hegemonía por la que luchaban, pero este ejemplo ya muestra la singular situación coactiva. Cuando en una lucha semejante otros Estados se refuerzan por medio de alianzas o el dominio sobre otros grupos humanos, los Estados que no adquieren más fuerza, se debilitan. La historia de Roma es un buen ejemplo del auge de una potencia hegemónica durante siglos de luchas eliminatorias. Roma es también un buen ejemplo de lo que me gustaría llamar el furor hegemonialis. Cuando un Estado ha conseguido, mediante tempranas luchas eliminatorias, vencer a dos o tres adversarios de fuerza similar a la suya y obligarlos a integrarse en una confederación o a someterse, sus capas dirigentes se ven acosadas con gran regularidad por la idea de que es necesario

para su segundad ser militarmente más fuertes que cualquier otro Estado de su entorno. La competencia entablada con otros Estados ejerce en cada fase de semejante lucha eliminatoria una presión cada vez más fuerte para desafiar a todos los adversarios posibles y garantizar, a través de su derrota o destrucción, la seguridad del propio Estado. Esto conduce asimismo a su posición hegemónica en relación con todos los Estados y tribus visibles, y a su alcance y a la unificación forzosa de éstos en forma de Estados cada vez mayores. Sin embargo, la tierra es demasiado grande y la humanidad se compone de un número demasiado elevado de Estados y tribus. Hasta ahora, todos los esfuerzos de un pueblo encaminados a conseguir la seguridad absoluta para sí mismo mediante la hegemonía sobre todos los posibles rivales han fracasado en última instancia, porque detrás de cada frontera alcanzada por un Estado hegemónico victorioso —mediante la derrota del último adversario de turno, que podía poner en peligro la propia seguridad— surgen siempre nuevos grupos humanos, aún no vencidos, que constituyen en la imaginación del pueblo conquistador un posible peligro para las propias fronteras. El destino del creciente Imperio romano demuestra con gran claridad el carácter ilusorio de incluso el resultado más triunfal de las luchas eliminatorias con posibles rivales. Naturalmente, los romanos amasaron una increíble riqueza gracias a la larga serie de guerras, en su mayoría victoriosas, botines de guerra, esclavos, tributos o impuestos de los pueblos vencidos e integrados finalmente en el Imperio de Roma. No obstante, en lo referente a la seguridad de su Estado, descubrieron lo mismo que han descubierto en épocas más recientes todos los pueblos aquejados de la fiebre hegemónica. Descubrieron que detrás de cada frontera alcanzada para mantener la seguridad de su Estado mediante la derrota de un pueblo que podía ponerla en peligro, vivían pueblos todavía independientes que siempre representaban una amenaza bélica para la propia seguridad mientras no se lograra concertar con ellos, que quizá también ansiaban vivir en paz, un acuerdo no bélico sobre relaciones fronterizas. Uno de los ejemplos más gráficos de esta presión de la lucha competitiva entre unidades de supervivencia humanas, que conduce a la dilatación ilimitada de los propios dominios y por ende a la formación de imperios cada vez mayores bajo la dirección de un pueblo hegemónico conquistador, es el destino de Alejandro Magno. Las luchas eliminatorias entre las ciudades-república griegas no fueron concluyentes, pese al peligro de la mutua conquista, debido a los reyes persas. El padre de Alejandro, Felipe de Macedonia, y después el propio Alejandro, obligaron a los Estados griegos, muy diferentes entre sí por su carácter nacional y por sus tradiciones a someterse al dominio macedonio y así, a unificarse, en parte por persuasión y en parte con ayuda de su superior potencia militar. Los ejércitos griegos conjuntos se volvieron entonces, bajo el mando macedonio, contra aquella potencia que desde hacía siglos amenazaba efectivamente la seguridad e independencia del reino macedonio y de sus vecinos tesalienses y irados. Bajo el mando de Alejandro, los ejércitos griegos irrumpieron en territorio persa como represalia por la amenaza constante y las ocasionales incursiones persas en territorios de los pueblos de habla griega. Sin embargo, cuando Alejandro hubo derrotado al rey persa, no se contentó con haber eliminado definitivamente el peligro de los griegos mediante la destrucción del reino persa y la formación de un imperio unificado griego-persa. Encontró en las fronteras asiáticas del reino persa pueblos que aún no estaban sometidos a su dominación y que, por consiguiente, representaban una amenaza para sus fronteras recién conquistadas. Cuando hubo vencido también a estos pueblos y

ampliado las fronteras de su imperio hasta la desconocida Asia, encontró otros pueblos detrás de las nuevas fronteras que podían amenazar la seguridad de su reino. Y cuando también hubo derrotado a éstos, el proceso se repitió. Al parecer esperaba llegar en su avance al fin del mundo o, si no, por lo menos a los confines del continente habitado por seres humanos, al océano universal que rodeaba la tierra firme, dando de hecho una frontera absolutamente segura a su imperio. Cuando, impulsado por esta fiebre hegemónica —y por lo visto también por una curiosidad personalísima, casi científica, de conocer el vasto y misterio del mundo—, hubo llegado hasta la India, sus leales veteranos se opusieron a la constante ampliación de su campaña de conquista. El soñado mar universal no aparecía en el horizonte, la frontera absolutamente segura era inalcanzable. Ya estaban hartos. Alejandro, después de asegurar sus remotas fronteras, se vio obligado a regresar y a contentarse con dotar de una organización más sólida al imperio gigantesco que había forjado con una serie de brillantes conquistas. En este contexto, uno recuerda el destino de Alejandro como una parábola. En el empeño de hallar las fronteras de la tierra y con ella la frontera absolutamente segura de su imperio, Alejandro había aglutinado unos territorios que, teniendo en cuenta los conocimientos de la época, eran seguramente demasiado dilatados y estaban habitados por pueblos demasiado diversos para que pudieran ser gobernados con efectividad y en paz desde un único centro, y protegidos a la larga de invasiones extranjeras. Existe una estrecha relación entre la magnitud del territorio conquistado y la densidad de la poblacional de un Estado gobernable por un centro único y el correspondiente desarrollo de la ciencia, de la que dependen entre otras cosas el estado de la técnica de comunicaciones, de los medios de transporte y la física en general, pero también el de la técnica administrativa y de la productividad de la agricultura. Aquí juegan, asimismo, un papel la cantidad numérica y las fuentes de poder dn importantes aquí. Es suficiente indicar la consistencia de la dinámica del desarrollo de las relaciones internacionales. Correspondía totalmente a la tradición que la confederación de Estados alemanes, reforzada bajo la dirección de Prusia, tanto militar como económicamente, no iniciara desde dentro, por decirlo así, una mayor unificación e integración de los Estados alemanes, sino que primero desafiara al Imperio francés. Es cierto que los esfuerzos de Francia por alcanzar la hegemonía en Europa habían fracasado al vencer Inglaterra y los príncipes del continente europeo a los ejércitos revolucionarios de Napoleón, pero ahora otro Napoleón gobernaba a los franceses como emperador, como símbolo viviente de la tradicional supremacía de Francia en el continente europeo. Los estadistas del Imperio británico, que dentro y fuera de Europa estaba envuelto desde hacía siglos en una lucha competitiva con la potencia continental mis poderosa, su ancestral enemiga, Francia, como siempre habían contemplado con benevolencia el auge de Prusia. Fieles a su costumbre, simpatizaban con la segunda potencia del continente, que era una garantía de equilibrio contra las pretensiones hegemónicas de Francia. Sin embargo, de la guerra de 1870-1871 salió Alemania como un imperio unificado y fortalecido, mientras Francia quedó debilitada. Con esto cambió el equilibrio de fuerzas en Europa. Resulta un poco alarmante ver la precisión con que los estadistas realizan las jugadas de ajedrez que les impone un cambio estructural semejante en las relaciones internacionales. No bastó a las clases dirigentes alemanas haber logrado por fin la unificación nacional y la equiparación con los más antiguos Estados europeos, además de una evolución económica acelerada. Con asombrosa rapidez, en el curso de menos de treinta años, se desarrolló, también en amplios sectores de la nobleza y la burguesía alemanas —contribuyendo a ello en gran medida el gobierno fuertemente autócrata de un nuevo emperador alemán—, a partir del deseo ahora cumplido de la igualdad con las demás grandes potencias europeas, la necesidad de una posición hegemónica entre los Estados de Europa. « ¡ Alemania a la cabeza!». «La seguridad de Alemania exigía el ejército más poderoso y, sobre todo, una flota tan poderosa y, a ser posible, más poderosa que la inglesa». No puedo entrar aquí con detalle en la dinámica social que empuja una y otra vez a los Estados al deseo de liberarse

primero de la supremacía de otros Estados para equipararse con ellos, y acto seguido de ser más poderosos que todos los demás y alcanzar la hegemonía sobre ellos; una lucha hegemónica, en resumen, que tarde o temprano ha de dirimirse siempre c >n la violencia de la guerra. Sin embargo, la regularidad, repito, con que los Estados, y quizá ya unidades de supervivencia sin categoría de Estado que puedan competir de algún modo, se involucran en luchas eliminatorias por la hegemonía, es, si se observa desde una perspectiva de milenios, y precisamente en estos días, un poco alarmante. En el caso de Alemania influyó también que gran número de sus ciudadanos habían sufrido bajo la política de muchos y pequeños Estados y a causa de la debilidad de Alemania dentro de los grupos de Estados europeos. El sentimiento nacional, tal vez intensificado a la sombra de la grandeza pasada, fue ofendido y herido durante mucho tiempo. Muy poco después de la unificación del imperio, seguramente ya en las últimas décadas del siglo pasado, empezó a reaccionar. El péndulo osciló hacia el otro lado. El sentimiento humillado cedió el paso a una conciencia nacional muy superior a la realidad. El incremento de la propia estimación nacional de la época del imperio no fue todavía tan lejos como el mito de la raza superior de la época de Hitler, pero el delirio ante la imagen de la propia grandeza, reinante en Alemania durante la época imperial, es decir, antes de la Primera Guerra Mundial, era ciertamente una forma previa del engreimiento desmedido de la Segunda Guerra. De modo análogo, aunque no en la misma medida, surgió con el sentimiento nacional de la época imperial un notable incremento del antisemitismo. La imagen aún confusa y, precisamente por ello, muy superior a la realidad, del valor de la propia nación, halló su confirmación en una contrafigura, la imagen de la minoría más visible del imperio, la judía, cuya ilimitada mediocridad e inferioridad realzaba la propia superioridad y grandeza. El período que precedió a la Primera Guerra Mundial fue también un período de carrera armamentista. También en este caso se enzarzaron las potencias principales en una carrera de armamento que fue aumentando de forma creciente el peligro de una conflagración. Después de la formación del imperio, los ingleses comprendieron rápidamente que ahora su enemigo tradicional ya no era Francia, sino el Imperio alemán, convertido en la mayor potencia militar del continente; y las palabras del káiser y las voces de los alemanes y de muchos otros grupos nacionales revelaban con gran claridad que se apuntaba hacia la supremacía de Alemania en Europa. Esta incipiente pero poderosa fiebre hegemónica de Alemania condujo, muy en consonancia con la dinámica de las relaciones internacionales, a un acercamiento y finalmente a una alianza entre Inglaterra y Francia. Inglaterra reivindicaba la hegemonía en los mares y sus estadistas no permitieron que nadie dudara de que cualquier amenaza contra su hegemonía marítima conduciría a la guerra. Sin embargo, el emperador alemán, junto al almirante Tirpitz, empleaba una buena parte de su considerable energía en igualar el potencial militar de la flota de guerra alemana con el de la inglesa. ¡Do' potencias empeñadas ciegamente en conseguir la hegemonía! Si se considera con realismo, no cabe duda de que fue poco inteligente erigirse en enemigo de Inglaterra. De hecho, tal vez pueda decirse que fue el principio del fin del Imperio alemán. Cuando miramos hoy hacia esta época anterior a la Primera Guerra Mundial, obtenemos una imagen particularmente impresionante de lo difícil que fue entonces, y suele ser siempre para gobernantes y súbditos que envueltos en el cálido manto de su mito nacional, avanzan hacia la guerra, hacerse una idea realista del posible curso de la guerra y de las propias posibilidades de victoria. Ante todo, apenas se hallan en disposición de imaginarse el aspecto del propio país y de la humanidad en general después de la guerra. De hecho, se tiene la impresión de que durante el período anterior a la guerra de 1914, el mito nacional y el delirio hegemónico que desencadenó —podría hablarse del

«sueño alemán» copiando la conocida expresión «el sueño americano»— deterioró considerablemente el sentido de la realidad de los dirigentes militares y políticos del destino alemán, pero también en gran medida el de las clases dirigentes inglesas, francesas y rusas. También en los umbrales de la Segunda Guerra Mundial encontramos en estadistas como Hitler, (Chamberlain, Pétain e incluso Stalin, la misma ausencia del sentido de la realidad o su deterioro en la persecución de ideales fantásticos. Las clases dirigentes de la Alemania imperial no tenían por lo visto una idea clara de la posible —y si los alemanes avanzaban, probable— entrada de Estados Unidos en la guerra y de lo que podía significar para su desarrollo. Sociológicamente ignorantes, no tenían la menor idea de las posibles, tal vez probables, consecuencias sociales de una guerra. Bismarck tenía cierta idea de que la política exterior alemana requería una precaución especial a fin de que Alemania, como «país central», no se viera envuelta en una guerra de dos frentes, en el este y el oeste. Comprendía incluso que la afinidad lingüística e histórica entre América e Inglaterra, y por ello la posible intervención de la primera en una guerra al lado de la segunda, podía significar una influencia decisiva sobre el reparto del poder en Europa. Es evidente que este sentido de la realidad faltó a Guillermo II y a sus consejeros. Extraña decir esto del representante de un antiguo linaje, pero este emperador tenía algo de arribista, al igual que Hitler, quien lo era de hecho. El kaiser pertenecía a una época en que el oro viejo, la sólida pátina de la antigua cultura popular, se acumuló a causa del auge de la nueva riqueza, consecuencia de la rápida industrialización y modernización. Frente al viejo káiser, el abuelo, que aún seguía íntimamente ligado a la más sencilla tradición militar de la nobleza prusiana, encarnaba el nieto la nueva mentalidad progresista, la cual tenía representantes por todo el país. Los hombres nuevos de entonces eran explícitos, elocuentes, resueltos y despiadados.

VI No estaban solos. En Inglaterra existían tendencias análogas. Allí, sin embargo, lo llamaban con una palabra un poco despreciativa: jingoísmo. We don ’f want to fight; but, by fingo, if we do! Gran Bretaña poseía un desarrollo estatal mucho más continuado que Alemania. Los británicos tenían entonces su lugar en el sol y estaban muy seguros del propio valor. En Francia había grupos muy activos que reivindicaban una revancha por la derrota de 1871. Había monárquicos inteligentes que abogaban por el restablecimiento de la grandeza de Francia a través de la recuperación de la antigua y gloriosa tradición monárquica francesa. La fiebre hegemónica alemana tenía una nota característica; tal vez, entre otras cosas, porque era algo nuevo para los alemanes, y esto hacía especialmente excitante el avance de Alemania hacia la igualdad con las otras grandes potencias europeas y la posterior posición de hegemonía sobre todas ellas. Es de a conocido el entusiasmo con que muchos miles de jóvenes marcharon al frente cuando por fin estalló la esperada guerra en agosto de 1914. Sin embargo, los militares de ambos bandos se habían equivocado en sus cálculos. Habían especulado, como se sabe, con una guerra corta entre dos concentraciones de fuerzas armadas que terminaría en una victoria rápida y abrumadora. La imagen bélica que predominaba en la mente de todos era la de la guerra de 1870-1871. Del choque de los dos ejércitos enemigos resultó en cambio el martirio de la agotadora guerra de trincheras. Pese a ello, la impresión de que Alemania estaba destinada a vencer no se desvaneció en seguida. «Venceremos porque no hay otra alternativa», se decían todos. No es del todo inútil recordar la seguridad ficticia que confiere la fe en un mito social semejante. Si no se tiene en cuenta la absoluta seguridad de la victoria que existía en amplios sectores del pueblo alemán y sobre todo entre las clases dirigentes nobles y burguesas en el año 1914 e incluso en 1915, no se puede comprender la reacción de estas clases a la derrota de 1918. Aquellos grupos de la burguesía y la nobleza dominados de manera especial por la fiebre hegemónica y que incluso al vislumbrarse la derrota seguían exigiendo la anexión de regiones económica y estratégicamente importantes de Bélgica y quizá hasta de Francia, no habían pensado nunca en la posibilidad de una derrota. El mito del destino natural de Alemania a la grandeza había echado raíces en muchos ánimos. La derrota, cuando se produjo, fue incomprensible. La negaron. En realidad, no se trataba de una derrota. Alemania había sido traicionada. Una puñalada por la espalda, asestada sobre todo por la clase trabajadora (y quizá también por los judíos) había impedido a los soldados frenar el avance enemigo. La solidez del convencimiento con que muchos creyeron entonces en la leyenda de la puñalada, para engañarse a sí mismos, para ocultar el delirio hegemónico subyacente, deberían de haberla vivido las generaciones actuales para que viesen que un delirio semejante también podía apoderarse de las personas en Alemania.

En otro contexto ya he dicho que, si bien es cierto que los mitos han desaparecido casi por completo de nuestros conocimientos sobre la naturaleza, no ha sucedido así en lo que respecta a los fenómenos sociales. La famosa leyenda de la puñalada es un ejemplo del papel y la función de los mitos en la vida social de la humanidad. La leyenda pudo haberse puesto en circulación deliberadamente, porque la idea de una derrota era insoportable. La resultante ocultación de la realidad, sin embargo, tanto si fue iniciada como no con fines propagandísticos por círculos interesados, correspondió a un sentimiento que ya existía en amplio^ círculos de la nobleza y la burguesía alemanas como impulso determinante de la actuación política. Este sentimiento explica la disposición a creer en la puñalada; explica la receptividad para los mitos sociales de mayor alcance cuyo anticipo fue la leyenda de la puñalada. En estrecha relación con el delirio hegemónico que en una situación determinada puede afectar a amplios sectores de un pueblo suelen estar las fantasías colectivas que indican que el propio pueblo y, por consiguiente, uno mismo, está predestinado a la grandeza —lo cual significa generalmente la supremacía sobre todos los demás pueblos vecinos—, ya sea por disposición divina, histórica o natural. La lucha armada por la hegemonía sobre otros pueblos encuentra su legitimación en la fe en la propia misión entre los pueblos. Esta te en la propia misión como justificación de la guerra de conquista solía tener en otros tiempos un carácter religioso. El delirio hegemónico de los árabes encontró su expresión en la fe en la misión de las tribus árabes, que era luchar por la difusión de la doctrina de Mahoma; el de los cruzados, en la fe en la misión de propagar la doctrina de Cristo y en especial también de rescatar a su país de origen del yugo de los infieles. En épocas posteriores, franceses e ingleses justificaron su supremacía sobre otros pueblos de otros continentes con su misión como representantes de la civilización. Y similares tendencias misioneras vuelven a jugar un papel en la actualidad en la lucha hegemónica entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Una de las singularidades de la posterior pretensión alemana a la hegemonía es que, al menos en apariencia, no necesitó ser justificada por sus adalides con ninguna misión, con ninguna tarea impersonal. La conversión al islamismo fijó un límite a la sanguinaria matanza de las campañas árabes. La lucha de Napoleón por la unificación de Europa bajo la supremacía de Francia estuvo vinculada originalmente a una lucha por los ideales de la Revolución Francesa y más tarde a la lucha contra el absolutismo antiguo y obsoleto y a favor del absolutismo esclarecido, como se explica, por ejemplo, en el Código de Napoleón. La lucha de Alemania por la hegemonía entre los Estados europeos a partir de 1870 fue, a mi entender, considerada en mayor medida que la de Napoleón por sus adalides, sin el pretexto de una misión objetiva, directamente como una lucha por el poder. Esto se debe tal vez a que los alemanes sufrieron durante los siglos de su impotencia política y militar, y especialmente durante la Guerra de los Treinta Años, con mayor intensidad que muchos otros pueblos europeos los efectos de la fuerza superior de otros Estados; y esto condujo a su vez a una actitud que justificó a los ojos de muchos alemanes la lucha por el poder con todos los medios disponibles. Recuerdo de la época anterior a 1914 declaraciones como: «Los discursos sobre humanidad son pamplinas. Lo que importa a los Estados en política exterior y a los partidos y clases en política interior es sencillamente el poder.» Esta franca enunciación de la lucha por el poder con todos los medios creó una determinada ceguera ante el hecho de que la indudable prioridad de la lucha por el poder en la política de los Estados más antiguos y, por así decirlo, nacionalmente más maduros, tenía ciertos límites impuestos por una moral nacional más o menos sólida. Ya en tiempos del káiser Guillermo II y después, de forma mucho más definida, en la época de la República de Weimar,

lanzaron los círculos que se autodenominaban «círculos nacionales» la idea de que podía haber límites civilizadores, fronteras morales de la lucha por el poder en interés de la nación. Como testimonio de la mentalidad de este período imperial permanece todavía en nuestro recuerdo la expresión «letargo humanitario». No necesitaba ninguna legitimización; Alemania quería sencillamente, como se decía, «su lugar en el sol». El mito nacionalsocialista convirtió esta postura, ya muy difundida en «círculos nacionales» bajo el último kaiser, en un sistema dogmático que, al igual que la estructura más democrática de la República de Weimar, podía encontrar resonancia en círculos populares más amplios. Es posible que no se diera la importancia que merecía a la singular ruptura con la tradición burguesa de Alemania, ocurrida después de 1870. Durante el período del absolutismo pre revolucionario, los dirigentes de la burguesía alemana crearon una tradición cultural en la que los ideales humanitarios jugaban un papel preponderante. En el imperio, y especialmente bajo el tercer y último emperador, los exponentes de esta tradición, que sin duda alguna seguían existiendo, se fueron quedando poco a poco al margen dentro de la burguesía y cada vez con más insistencia fue apareciendo en primer plano —quizá bajo el imperativo de asegurar la grandeza de Alemania y, a ser posible, su hegemonía sobre los pueblos de Europa— un nacionalismo antihumanitario sin fronteras morales.

VII Ya he hablado del efecto de la derrota de 1918. Muchos alemanes, sobre todo los oficiales y estudiantes más jóvenes, vivieron la capitulación como un corredor que en plena carrera choca de repente contra un muro sólido. Habían abrigado el pleno convencimiento de que Alemania estaba predestinada a la grandeza. Esta fe era para muchos alemanes tan verdadera como lo es para otros un credo religioso. Hasta el último momento no habían dudado de la victoria definitiva de Alemania. Y de improviso, todo había terminado. En esta situación, la idea de que sólo una traición, una puñalada por la espalda podía explicar la derrota de Alemania, era consoladora. Armados de este modo, podían encaminar de nuevo a Alemania hacia su destino histórico, hacia su grandeza como potencia hegemónica de Europa. Esta misión era a grandes rasgos completamente clara para muchos oficiales, académicos, industriales, etcétera, ya el día en que se firmó el Tratado de Paz de Versalles. Era cuestión de liberarse de las ataduras de este tratado, dedicarse al rearme, compensar la derrota de Alemania, causada por la traición, mediante una victoria definitiva y de nuevo acercar Alemania a su destino histórico. Aquí no es necesario investigar por qué estos objetivos fijados en los «círculos nacionales», como se autodenominaban, inmediatamente después del Tratado de Paz, no fueron perseguidos en serio hasta unos doce años después, coincidiendo con una grave crisis económica, por Hitler y Hindenburg. Sin embargo, no faltan pruebas documentales de la temprana aparición de estos objetivos ni pruebas de que los verdaderos fines de Hitler apuntaban inequívocamente en dicha dirección,- No cabe duda de que habría preferido, a ser posible, alcanzar la supremacía de Alemania en Europa sin recurrir a la guerra, pero era evidente que no dudaría en declarar la guerra, valiéndose de la fuerza recuperada de la Wehrmacht, a todos los Estados que obstaculizaran el camino de Alemania hacia la hegemonía. Los servicios informativos de los aliados occidentales, así como los de Stalin, no debieron de hacer un buen trabajo o su audiencia debió de ser nula, porque, ¿cómo se puede explicar que Chamberlain, al igual que Stalin, parecieran creer realmente que podían impedir a Hitler y a los suyos, simplemente con tratados y concesiones renovadas una y otra vez, que se resarcieran con una guerra victoriosa de la derrota de 1918? Cuando se reflexiona más a fondo, se descubre también aquí la singular ceguera de las personas que dirigen los destinos de los pueblos. Las numerosas concesiones que se hicieron a Hitler, las conquistas que logró sin disparar ni un cañonazo, contribuyeron sin duda a reforzar la certeza mágica de que también ganaría una guerra. Al mirar atrás se ve hoy con toda claridad el increíble esfuerzo que necesitó realizar el conjunto del pueblo alemán para prepararse para una guerra y llegar a estar en condiciones de librarla. Hitler vivía, tal vez más de lo que aparentaba, en un mundo casi mítico. Una facultad extraordinaria de ver con realismo las condiciones de poder nacionales e internacionales se mezclaba en él con un temor mágico, que a menudo exageraba el peligro real, de los enemigos internos. Una organización y vigilancia sumamente efectiva y, como tal vez se habría dicho antes, sumamente racional y realista de todo el pueblo, encontró su legitimación en la certidumbre mágica de que este pueblo estaba predestinado por una fuerza indefinida — ¿por la naturaleza?— a ser el pueblo soberano de Europa, cuando no del mundo.

Es de sobra conocido cómo actuó con aquellos a quienes su mito consideró como enemigos. Puede ser útil, sin embargo, volver a hacer mención en este contexto de las características del período imperial. He hablado de la aspiración de ser una gran potencia sin trabas morales y sin otra legitimación que el valor extraordinario del propio grupo a causa de su destino histórico. En las declaraciones de la época del káiser aparecen una y otra vez indicaciones de que muchos miembros de aquellos círculos que se consideraban «nacionales» atribuían ya un valor supremo a la sola condición de ser alemán. El mito nacionalsocialista de la raza superior alemana estableció esta tradición del imperio de un modo muy rectilíneo, de una forma más apropiada para su popularización y también más elaborada como sistema argumentativo. L miembros de la raza germánica estaban destinados por la naturaleza y la historia a ser la clase dirigente, una especie de nobleza de la humanidad. Otras razas, sobre todo los judíos y los negros, eran inferiores y en consecuencia enemigas por naturaleza. Lo mejor era exterminarlas. Un recuerdo que aún hoy preocupa a muchos es el hecho de que aquí, entre los alemanes, surgiera un mito que no sólo era contrario a los esfuerzos de nuestra era por conseguir una mayor igualdad entre los seres humanos, sino que, al hacer hincapié en el valor superior del propio grupo, revalorizaba la desigualdad entre los hombres. La humanidad había llegado laboriosamente a un punto en que, si bien continuaban existiendo de hecho enormes desigualdades entre diversos grupos, la igualdad existencial y social de todos los seres humanos era ampliamente reconocida. Y aquí se anulaba ahora explícitamente este trabajo de generaciones. Lo que aún hoy hace del nacionalsocialismo algo difícil de soportar no es simplemente la brutalidad de sus representantes. Las brutalidades de todas clases están sin duda a la orden del día en nuestro mundo. Lo que aún hoy estremece es la simultaneidad de la construcción minuciosa, casi racional o realista de una gran organización y del uso de tecnologías científicas por un lado, y de la degradación y decadencia moral ante los sufrimientos y la muerte de millones de hombres, mujeres y niños por el otro lado... de seres humanos que no representaban ningún peligro para los grupos dirigentes, que no poseían armas y que fueron asesinados con saña y crueldad, peor que si fueran reses de matadero.

VIII Me gustaría poder decir que todo esto, que el horror de la época de Hitler y de la Segunda Guerra Mundial, está más o menos olvidado después de cuarenta años. Pero no ha sido olvidado. El recuerdo de Hitler y de los asesinatos en masa perdura vivamente por toda la tierra en el seno de muchos grupo humanos como el símbolo de algo muy malo y es poco probable que en un futuro previsible llegue a desaparecer de la memoria de la humanidad el recuerdo del gobierno de Hitler y de los muchos millones de seres humanos que perdieron la vida en todos los bandos por culpa de sus decisiones. Lloramos hoy en día a estos muertos, yo, particularmente, a los míos y otros a los suyos. No han sido olvidados. Este cuadragésimo aniversario de la conclusión de la paz es un día en que nos proponemos hacer todo lo posible para que dentro de otros cuarenta años podamos celebrar el octogésimo aniversario de la paz. Pero no es un día de olvido. No hacemos ningún favor al pueblo alemán pretendiendo que ahora, cuando todos los pueblos implicados celebramos juntos el retorno del día en que terminó la Segunda Guerra Mundial, ha quedado olvidada la guerra misma y la gran matanza que ocasionó. Sé que muchos alemanes dicen: «No quiero oír hablar más de todo aquello». Pero éste es un camino equivocado. Hitler y sus actos no se borrarán del recuerdo de la humanidad sólo por el hecho de no mencionarlos. La fuerte tendencia a superar el pasado sumiéndolo en el olvido causa, a mi modo de ver, la imposibilidad de superarlo. La mayor parte de los alemanes vivos en la actualidad no tuvieron nada que ver con Hitler y los nacionalsocialistas. Sin embargo, es un error creer que la carga del nombre alemán, representada por el recuerdo de la época de Hitler, puede eliminarse aduciendo que muchos de los alemanes que viven en la actualidad no participaron en absoluto como individuos en los actos de los nacionalsocialistas. El caso es que cada individuo lleva en su actitud personal características de la actitud de su grupo que determinan el destino de cada individuo a través del destino y la reputación de los grupos a los que pertenece. Sé muy bien en qué medida está determinado mi destino personal por el hecho de ser alemán a la vez que judío. Como judío, tuve que abandonar Alemania. Cuando, no obstante, llegué como exiliado a Francia y después a Inglaterra, fui internado en Inglaterra como alemán con otros alemanes tras el avance de los ejércitos alemanes en Occidente y el correspondiente aumento del temor de invasión. Recuerdo todavía con gran claridad que el comandante inglés del campo nos reunió un día con la expresa intención de darnos una buena noticia, que a su juicio era para nosotros la de que las tropas alemanas habían tomado París. Era imposible hacer comprender al inglés que para nosotros no era una noticia grata, ya que incrementaba el peligro de invasión. Simultáneamente, los nacionalsocialistas del campo intentaban con un destello de alegría en los ojos explicar a los alemanes judíos lo que las tropas de Hitler harían con ellos cuando lograsen invadir Inglaterra. Tal vez empezarían por desembarcar en la isla de Man, donde se encontraba el campo de interna-miento, para iniciar desde allí la limpieza. Me imagino lo que mis antepasados tuvieron que sufrir porque sus antepasados habían sido considerados responsables, siglos atrás, de la crucifixión de Cristo. Que el destino individual y también el prestigio del individuo está determinado en gran medida por el destino y el prestigio de grupos —y muy especialmente en nuestra época por el destino y el

prestigio de los Estados, de las naciones a las que pertenece el individuo— es sencillamente un hecho, un aspecto del mundo de la raza humana. No se trata de considerar si es un hecho bueno o malo; es así. En consecuencia, cuando amigos y conocidos cristianos me confirman en serio que ellos, personalmente, no tuvieron nunca nada que ver con el nacionalsocialismo, siento a menudo la inutilidad de sus esfuerzos. Tienen toda mi comprensión, pero también sé que pasan por alto el punto esencial. La maldición de este inmediato pasado alemán no se anula concretando la inocencia o la culpa de individuos aislados. Se trata de un problema del destino social de los alemanes y muy especialmente de su identidad nacional. La mancharon actos inhumanos que no es fácil erradicar de la memoria de la humanidad. Esto es alarman te y muy triste, porque el número de jóvenes alemanes, que de hecho no tuvieron nada que ver con Hitler y sus ejércitos, crece continuamente. Y no obstante, el recuerdo de este pasado común de la nación pesa también sobre ellos. Permítanme que haga ahora una pausa para decir que no menciono esta realidad con ánimo de dirigir reproches o acusaciones. Nada está más lejos de mi intención. Hablo un poco en el tono de un médico. La participación del individuo en el destino y la reputación de su grupo o sus grupos es, como ya he apuntado, un hecho. Pertenece al destino del ser humano; es un aspecto de la conditio humana. Nada es más peligroso que la tendencia a esquivar esta realidad a través del disimulo o la postergación. Solamente afrontándola con decisión y valentía podremos formular la pregunta: ¿Qué debe hacerse en semejante situación? Y tal es de hecho la pregunta decisiva. La identidad de los alemanes ha sido manchada. Los alemanes occidentales tienen la posibilidad de discutir abiertamente esta pregunta. No creo que pueda dar resultado la forma con que los alemanes orientales intentan resolver el problema. Parecen actuar de acuerdo con la siguiente máxima: «Nuestro traje viejo tiene manchas. Hagámoslo desaparecer y pongámonos uno nuevo». No estoy del todo seguro de poder abundar en este contexto sobre los deberes que surgen cuando se plantea el problema del modo que he intentado hacerlo aquí. Sin embargo, quizá sea útil que esboce de nuevo con más claridad el problema en cuestión mediante un símil. Es sin duda alguna un problema trágico. La casualidad ha querido que releyera hace poco la tragedia de Sófocles, Oedipus Rex. Una gran calamidad, una peste, ha atacado al pueblo de Tebas. El rey Edipo habla a sus súbditos, les habla con un calor y una simpatía que nos emocionan tal vez porque suelen faltar actualmente en las relaciones entre gobernantes y súbditos. «Hijos míos», interpela Edipo a los tebanos reunidos a su alrededor. Les dice que comparte su tribulación y que hará todo cuanto esté en su mano para descubrir por qué los dioses han desencadenado contra Tebas la maldición de esta epidemia. De forma paulatina se pone de manifiesto que él es el culpable. El mismo, sin saberlo, ha asesinado a su padre y se ha casado con su madre. Sófocles deja bien claro que Edipo cometió este horrible crimen con total inocencia. Ignoraba que el anciano que le provocaba y al que acabó matando era su padre. Ignoraba que la mujer con quien acabó casándose era su madre. Y todavía peor: los dioses, en sus incomprensibles designios, habían condenado ya desde su nacimiento con este destino a Edipo, como miembro de una familia llena de maldiciones; habían decretado con anticipación que debía ser el asesino de su padre y el marido de su madre. Inocente, había sido declarado culpable por el consejo de los dioses y condenado por un crimen cometido por sus antepasados. La mancha que ensucia el buen nombre de los alemanes y que fue causada por la inhumanidad del Tercer Reich no es consecuencia de una maldición de los dioses. Los diversos pueblos de la tierra tienen una imagen colectiva más o menos precisa unos de otros. La imagen colectiva de los alemanes en el recuerdo de otros pueblos, y quizá también en su propio recuerdo, fue manchada por el Tercer

Reich. Las voces del recuerdo de este pasado en otros países han bajado de tono. La República Federal ha hecho mucho para conseguirlo. El régimen parlamentario antes odiado y combatido por la mayoría de alemanes funciona muy bien. El «milagro económico» ha contribuido mucho a reforzar la confianza que tenían en sí mismos los alemanes federales. Y también gracias al auge económico, Alemania se ha convertido en un aliado y un colaborador deseable para otros países, en especial para los países menos desarrollados de África y de todo el mundo. Sin embargo, la cuestión de qué tradiciones nacionales y sobre todo qué rasgos del carácter nacional alemán hicieron posibles las inhumanidades del Tercer Reich, y la otra cuestión de si esta tradición nacional puede prevalecer de nuevo, no han quedado ni mucho menos eliminadas.

IX El problema en cuestión se interpreta mal si se plantea como el problema de la culpa colectiva. Lo que yo intento señalar no es un problema de culpa, sino de hechos. La sociedad alemana actual ha surgido de la anterior. Como en otras naciones, también en Alemania existe una continuidad de la tradición del comportamiento. Por motivos en los que no puedo profundizar aquí, las líneas generales de esta tradición sufren interrupciones mucho más considerables que en la mayoría de otras naciones europeas. En consecuencia, el sentimiento de identidad nacional, la conciencia del propio valor de los alemanes, especialmente en la República Federal, son más vacilantes, más inseguros, en una palabra, más problemáticos que en la mayoría de otros Estados europeos. Los daneses, los franceses, los ingleses no tienen en la actualidad dificultades muy grandes con su identidad nacional, a pesar de las pérdidas de poder y de estatus sufridas por todos los países europeos. Los alemanes, y sobre todo los alemanes federales, tienen grandes dificultades. No se habla mucho de ello, en parte debido a la conciencia nacional convulsivamente exagerada del Tercer Reich: todo intentó por parte de los alemanes de hablar abiertamente de su conciencia nacional suscita en todos la sospecha de que quieren resucitar la exagerada conciencia nacional del 'Tercer Reich. A este respecto, yo no soy suspicaz en absoluto. Para mí es quizá más fácil que para muchos otros alemanes decir que el problema de la identidad nacional de la República Federal debería ser, sin convulsiones y, a ser posible, sin vinculaciones con la tradición del nacionalismo alemán posterior a 1870, reflexionado y discutido abiertamente como un problema humano que compete en especial a la generación más joven. El problema de la identidad nacional de la República Federal tiene, como en otros casos, dos facetas que se complementan. Está primero el problema de la identidad colectiva: ¿Qué clase de personas somos como alemanes federales? ¿Cuáles son las características, cuál es el sentido y el valor de la nueva convivencia alemana? ¿Cómo podemos los alemanes crear nuevos valores en el concierto europeo? No son preguntas muy sencillas, precisamente porque aún después de cuarenta años, la imagen del Tercer Reich continúa ensombreciendo la identidad actual de los alemanes. Estas preguntas son también difíciles porque una identidad especial de los alemanes federales se antoja a muchos de ellos una confirmación de la división del viejo Imperio alemán. Sin embargo, no deberían abrigar demasiados temores a este respecto. Baviera, Sajorna, Prusia fueron en un tiempo Estados separados con una identidad propia que tal vez aún conservan hoy en día. Esto quizá dificultó la unificación final, pero no la impidió en modo alguno. No es de esperar en un futuro previsible la unificación correspondiente de los dos Estados alemanes actuales, pero no la impedirá el hecho de que la República Federal desarrolle por fin con toda rotundidad su valor propio y, por lo tanto, m identidad propia. Cualquiera que sea el problema nacional de la República Federal Alemana que pongamos sobre el tapete, siempre duele, parece peligroso y, por consiguiente, no se habla de él. Sin embargo, el problema de la identidad nacional de Alemania occidental es un problema serio y yo creo que debería discutirse. Quizá no consideren ustedes inoportuno hablar de él en este día, pues de hecho, aunque no

formalmente, el 8 de mayo de 1945 nació la República Federal, fue el día de la creación de una Alemania relativamente libre, gobernada por un sistema parlamentario y, en este sentido, democrática. Quizá hoy, después de cuarenta años, podemos decir que el Estado surgido entonces de las tres zonas de ocupación occidentales fue algo nuevo en la historia alemana. Es posible que no hayamos aprovechado suficientemente la posibilidad de renovación, pero esto es un defecto que sin duda puede corregirse. Siempre recuerdo a este respecto un importante episodio de la historia de Dinamarca. En 1866, Dinamarca fue derrotada por Prusia. Las pérdidas territoriales, sobre todo en Schleswig-Holstein, fueron considerables. A la sazón había en Dinamarca personas convencidas de que el futuro del país estaba en peligro si no se abría a la masa de la población —y entonces esto equivalía a la masa de la población campesina— el acceso a un nivel de instrucción más elevado. Grundtvig, a fin de compensar la derrota, que era casi una catástrofe nacional, puso los cimientos de un amplio movimiento de educación popular a nivel superior, es decir, en el fondo, un movimiento renovador de toda la nación. Al mismo tiempo se procedió a un reforzamiento de la conciencia nacional, que era moderada, indiferente e inofensiva. Los efectos de este movimiento de renovación son aún palpables hoy en día y permitieron a los daneses sobrevivir al período de ocupación durante la guerra de Hitler, desestabilizador también para otros países, con un espíritu de solidaridad nacional sereno e inmutable. Alemania no ha sufrido una, sino dos graves derrotas militares. Sus dirigentes, primero el káiser y luego Hitler, movilizaron dos veces toda la fuerza del pueblo alemán con el objetivo de lograr para Alemania la hegemonía en Europa. El objetivo era tentador... tan tentador, que quizá sólo un estadista del calibre de Bismarck habría sido capaz de comprender que el potencia! militar de Alemania como «país del centro» no era lo bastante grande para culminar con la victoria una guerra prolongada contra la mayoría de principales potencias europeas y, sobre todo, contra los Estados Unidos de América. Bismarck era un gran hombre, pero su política fue en lo esencial una política de moderación. Cuando hubo vencido a Austria, vio en seguida la necesidad de conseguir la amistad de Austria, de convertir al enemigo de ayer en el amigo de hoy. Aún no le cegaba el mito nacional de la época del káiser y de Hitler. Con posterioridad, las clases dirigentes de Alemania, embriagadas por la idea de una hegemonía alemana, perdieron la noción de la magnitud del riesgo a que expondrían al pueblo alemán. Nunca fue muy probable que Estados Unidos contemplara sin oposición el nacimiento de un gran Imperio alemán bajo el mando de un emperador o, peor aún, de un dictador, o sea, un posible rival en el marco eurásico con una ideología peligrosamente agresiva. No obstante, su ceguera profesional impidió al káiser y después a Hitler considerar en serio el potencial bélico de Estados Unidos. Después de cada una de las guerras hegemónicas perdidas por Alemania, su dirigente desapareció, el primero en Holanda, el otro en la tumba, dejando al pueblo en el caos que él había creado. Desde Bismarck, el pueblo alemán no ha tenido mucha suerte con sus dirigentes.

X La perdida guerra hegemónica de Alemania fue, por lo que puede verse, el último intento de un Estado europeo por alcanzar la hegemonía en Europa. Alemania fue la gran perdedora de esta guerra, pero no la única. También Francia e Inglaterra, vencedoras nominales de la Segunda Guerra Mundial, perdieron realmente la contienda. Los verdaderos vencedores fueron la Unión Soviética y Estados Unidos. Estas dos potencias se erigieron al final de la guerra en la cumbre de la jerarquía estatal no sólo en Europa, sino del mundo entero. Ambos Estados poseían ahora las dos organizaciones militares más poderosas de toda la tierra. No estoy completamente seguro de que haya quedado lo bastante claro el problema que afrontaron los dirigentes norteamericanos y soviéticos cuando Hitler y Goebbels rehuyeron con el suicidio la responsabilidad ante los alemanes, que se arrogaron durante tanto tiempo, y cuando se derrumbó la resistencia alemana. Los soviéticos desde el este, los norteamericanos y las tropas aliadas desde el oeste, convergieron en Alemania. Esto no careció totalmente de peligro, pues los vencedores occidentales y orientales habrían podido entrar en conflicto entre sí con bastante facilidad. Fue necesario un convenio sobre las fronteras de las zonas de ocupación de los ejércitos orientales y occidentales para evitar un posible conflicto bélico entre ambos ejércitos. No había que ser muy inteligente para prever que la frontera establecida por el acuerdo entre los ejércitos de los vencedores orientales y occidentales se convertiría en una frontera permanente. Era de prever que los soviéticos nunca se retirarían sin lucha de las zonas conquistadas por sus ejércitos, que nunca renunciarían voluntariamente a las zonas ocupadas por ellos y, sobre todo, a las zonas alemanas ocupadas. Habían sufrido pérdidas gigantescas y querían la máxima seguridad posible para su patria. Nada estaba, sin embargo, más lejos de la intención de los norteamericanos y de sus aliados que enzarzarse en una guerra con los rusos a causa de la unidad de Alemania o la libertad de otras zonas ocupadas por la Unión Soviética. Por el contrario, otros Estados europeos cuyos ciudadanos habían sufrido bajo la ocupación alemana y conocido, a través de la SS y la Gestapo el significado de un gobierno alemán de Hitler —y en especial los franceses—, estaban muy de acuerdo en que Alemania quedara dividida en dos partes cuya frontera se hallaba entre las tropas de ocupación. El coloso alemán del centro de Europa había intentado por dos veces conquistar por las armas la hegemonía sobre el continente europeo. Este intento había fracasado las dos veces después de una guerra devastadora. Los alemanes habían ganado pocos amigos y muchos enemigos en su ocupación de otros países, muy especialmente en la guerra de Hitler, al parecer como una razasuperior. En el fondo todos estaban satisfechos de que este temible coloso militar centroeuropeo estuviera-dividido en dos partes, porque ello lo hacía menos peligroso para sus vecinos. Sin embargo, la división de Alemania en dos zonas de ocupación y luego en dos Estados, al igual que la división de Corea, fue en definitiva sólo un producto secundario de la paulatina aparición de la rivalidad entre las dos mayores potencias militares del inundo, la Unión Soviética y Estados Unidos. Ya he señalado antes la regularidad con que en una jerarquía estatal, después de una serie de luchas hegemónicas, surgen dos y a veces también tres Estados que, sin haberlo previsto ni planeado, rivalizan entre sí por la hegemonía sobre este grupo de naciones. Esto conduce a una situación de

violencia, porque cada uno de los dos o tres candidatos al poder hegemónico ha de temer que uno de ellos le arrebatará la independencia y la libertad de decisión cuando sea más poderoso que él. Me he remitido a Esparta y Atenas, a los griegos y a los persas, a Roma y Cartago, a los Habsburgo y los Borbones y podría poner muchos otros ejemplos. En la actualidad, pues, son Estados Unidos y la Unión Soviética los que se encuentran nolens volens en esta situación de violencia como rivales por la hegemonía sobre los Estados de la tierra. También en tiempos pasados se libraron a menudo estas luchas hegemónicas bipolares entre potencias con formas sociales y de gobierno totalmente distintas entre sí. La larga lucha por la hegemonía entre Atenas y Esparta, por ejemplo, se desarrolló mientras en las dos ciudades-república dominaban sistemas y clases sociales muy diferentes. La democracia popular de Atenas se enfrentaba a la oligarquía aristocrática de Esparta. Cuando Esparta venció, impuso a los atenienses la forma de gobierno oligárquica-aristocrática de los llamados Treinta Tiranos. De igual modo, juega ahora seguramente un papel en los conflictos hegemónicos entre la Unión Soviética y Estados Unidos, en el umbral de una posible guerra, la diferencia de forma social y de gobierno. Es importante en estas luchas hegemónicas que la Unión Soviética sea una dictadura de partido y Estados Unidos un régimen parlamentario bipartito y que en ambos países prevalezcan ideologías contrarias. Sin embargo, el gran peligro que significa para todos nosotros, para toda la humanidad, la amenaza recíproca de estos dos candidatos a la hegemonía, reside principalmente en lo que sus divergencias tienen en común con las de anteriores luchas hegemónicas. Reside en que ahora los dos Estados militares más poderosos se enfrentan como rivales. Existen innumerables precedentes de la carrera de armamento de estos dos Estados, que por muy buenas razones nos preocupa a todos. Estos precedentes demuestran, sin excepción, lo extraordinariamente difícil que resulta detener el mecanismo social de este círculo vicioso. Sólo cuando dejemos de considerar como algo único y aislado el creciente contraste entre la Unión Soviética y Estados Unidos, sólo cuando veamos que hay centenares de precedentes y que aquí se trata de un fenómeno social recurrente, con ciertas características constantes, podremos comprender con claridad qué hay de singular en la situación actual. Una característica de este fenómeno suele ser la tendencia polarizadora de muchos otros Estados de la jerarquía estatal cuya cumbre está formada por las dos potencias militares antagonistas. Todas las variaciones, que siempre se repiten, muestran que los otros Estados tienen una fuerte tendencia a aliarse con uno u otro de los dos Estados hegemónicos y a agruparse a su alrededor como limaduras de hierro en torno al polo de un gran imán. Otra constante de este fenómeno son las maniobras, casi siempre incruentas, de cada uno de los dos Estados hegemónicos para situarse en la mejor posición de ataque en caso de guerra, maniobras para ocupar posiciones en la zona intermedia más o menos amplia entre los territorios respectivos. El conflicto armado entre los dos Estados hegemónicos suele iniciarse, cuando se produce, en esta zona situada entre las dos potencias rivales. Cada una de ellas intenta formar en esta zona contigua al propio territorio una red lo más amplia posible de Estados federados o tributarios y ganar al mismo tiempo para su causa Estados federados o tributarios en el glacis que rodea la patria del enemigo. La formación de un glacis en torno al propio territorio tiene el objeto de dificultar al máximo la penetración del enemigo. Por otra parte, los Estados federados o tributarios que se encuentran en el glacis del enemigo deben facilitar la propia penetración en su territorio o, a ser posible, su destrucción.

Falta saber si estas maniobras para ocupar la mejor posición de ataque en el período de la preguerra tienen, en la era de los misiles y armas nucleares, la misma importancia que en el tiempo de los cañones y fusiles o de las lanzas, flechas y espadas. Pero la coacción a la violencia y también la tradición militar conservada sin interrupción desde la época de los príncipes hasta la de los jefes de partido y presidentes, ejercen por lo visto una fuerte presión en este sentido. Los zares ya intentaron asegurarse puntos de apoyo en Afganistán para proteger a su patria. Ya intentaron impedirlo los británicos. Ahora han sido sustituidos por los norteamericanos. Los rusos, por su parte, gozan de sus puntos de apoyo en Cuba y Nicaragua y, no lo olvidemos, en Vietnam. Y los norteamericanos no escatiman esfuerzos para expulsarlos, a ser posible sin la intervención del ejército, de la especialmente peligrosa proximidad en Centroamérica. Este peligroso juego es tan viejo como los propios Estados. Ya en la Antigüedad, intentaron asirios y egipcios conquistar la hegemonía en Palestina, o romanos y cartagineses en Sicilia, antes de volver a sus respectivas patrias. Hay muchas otras constantes en estas luchas hegemónicas bipolares, que pueden observarse en casi todos los casos. Quiero mencionar una de ellas. Puede resultar alarmante, pero no tiene sentido cerrar los ojos. No conozco un solo caso en la evolución de la humanidad en el cual semejante conflicto entre las dos potencias militares más poderosas en la cumbre de una jerarquía estatal no haya conducido tarde o temprano a una guerra, a la solución del candente conflicto por la fuerza de las armas. E incluso aunque existiera el precedente de una solución pacífica, de la anulación de una guerra hegemónica inminente, tendríamos el deber de estudiar más de cerca la regularidad con que semejante actitud desemboca en un conflicto armado. Porque aun siendo muchas las similitudes con procesos anteriores de esta índole, en nuestros días la lucha hegemónica ofrece al mismo tiempo determinadas peculiaridades estructurales muy distintas. Hoy nos encontramos en una situación que no tiene precedentes. Hemos llegado en dos correlaciones al final del camino.



XI Ya he dicho que no conozco ningún caso en que la constelación de las dos o tres potencias militares más poderosas en la cumbre de una pirámide de Estados, convencida cada una de ellas de que las otras representan una amenaza para su seguridad, no haya acabado tarde o temprano en un grave conflicto bélico. Una de las peculiaridades de la actual constelación de potencias es que una guerra entre los dos Estados hegemónicos tendría como consecuencia, dado el actual progreso de la técnica armamentística, la casi total destrucción de las dos potencias hegemónicas y de sus aliados, y probablemente también una disminución temporal o definitiva de la habitabilidad de la tierra. Muchos opinan que la propia magnitud del peligro haría entrar en razón a los dirigentes políticos de los dos grandes Estados militares. Sin embargo, yo no creo que el paso de la lucha, relativamente incruenta, por la posición más estratégica a la guerra declarada entre los dos grupos estatales pueda imaginarse sencillamente como el resultado de lo que hoy suele designarse como «decisión racional». Existen en esta constelación de potencias tantas posibilidades del paso imprevisto, dominado por sueños y temores, de la guerra fría a la caliente, que la esperanza de que la razón humana pueda poner coto tarde o temprano a la inmensa presión de semejante constelación hacia la guerra, se me antoja francamente ilusoria. Tengo, eso sí, una idea de lo que podría hacerse para detener el mecanismo automático de la creciente amenaza mutua de las grandes potencias militares e invertir el proceso de escalada. Quizá tenga tiempo más adelante de decir algo sobre este particular. Ya he mencionado que la lucha por la hegemonía entre los dos grandes Estados militares, iniciada al final de la Segunda Guerra Mundial en los años cuarenta del siglo XX, es singular porque la humanidad ha llegado al final de un camino. Esta metáfora del final del camino no se refiere solamente al peligro de autodestrucción de la humanidad en la próxima guerra. Aun descartando de momento la idea del carácter único de este peligro, descubrimos que las actuales luchas hegemónicas entre las dos mayores potencias militares son de una índole que no tiene precedentes. Los ejemplos de tiempos pasados demuestran con claridad que semejantes luchas pueden termina de un modo indeciso o con el acceso del Estado vencedor a una hegemonía integradora de todo el grupo de Estados. Las luchas eliminatorias de las ciudades-república sumerias, así como las de las ciudades-repúblicas griegas, terminaron en tablas, es decir, sin que Esparta, Atenas, Tebas o Corinto lograran conquistar la supremacía sobre las otras ciudades y formar de este modo con ellas un Estado griego unificado. Esto se produjo finalmente a través de un Estado extranjero, provocado por los soberanos del reino de Macedonia, Felipe y Alejandro, que condujeron a las ciudadesrepública, unidas a la fuerza, a la batalla definitiva con el enemigo ancestral de muchos años: el amenazador Estado persa. Si en la actualidad una de las dos potencias hegemónicas pudiera obtener la victoria sobre la otra sin destruirse mutuamente, es posible que también en este caso se llegara al final de un camino. La Unión Soviética o Estados Unidos podrían erigirse entonces en potencia hegemónica de toda la humanidad. A diferencia de todos los vencedores anteriores en las luchas por la hegemonía entre un

grupo de Estados —por ejemplo, China o los romanos— que se consideraban soberanos de un imperio mundial pero que de hecho sólo consiguieron unificar y pacificar una parte limitada de la humanidad, el vencedor de la guerra hegemónica actual estaría en posición, si no se hubiera debilitado excesivamente durante la contienda, de controlar las riendas militares y económicas a tan gran escala que haría imposible la rivalidad efectiva de cualquier otro Estado. Es improbable que se produzca realmente una situación semejante, pero el hecho al que me refiero y del que he dicho que también podría significar el final de un camino es completamente real. Tal vez debería decir: significa el final de un camino y el comienzo de otro. La evolución de la humanidad se encuentra en un punto o, expresado con más propiedad, en un período en que los seres humanos afrontan por primera vez la tarea de organizarse globalmente, es decir, como humanidad. Esta tarea es el resultado de una larga evolución y al presentarse ofrece asimismo las posibilidades técnicas para dicha organización de la humanidad. Les ruego que no me interpreten mal. Ahora no estoy hablando de lo que solemos llamar una utopía. La tarea de desarrollar un orden de convivencia para toda la humanidad se presenta hoy realmente a los seres humanos, con independencia de que la reconozcan o no como tal. Nadie puede prever cuánto tiempo necesitará la humanidad para llevar a cabo esta tarea. Nadie puede prever si la humanidad se destruirá a sí misma o hará inhabitable la tierra durante las luchas que se entablarán para realizarla.

XII En circunstancias anteriores, la pacificación de un grupo de Estados siempre se ha producido a través de una secuencia de luchas eliminatorias entre ellos, de las cuales ha salido vencedor un único Estado que se ha erigido entonces en potencia hegemónica. La Pax romana es un conocido ejemplo de esta situación. Aparecen ahora indicios que apuntan en la misma dirección en las dos grandes potencias militares que durante la segunda mitad del siglo XX han surgido como tales en todo el mundo después de los últimos conflictos internacionales. Oculto a medias, ya se anuncia en las ideologías nacionales de las dos potencias militares más poderosas de la segunda mitad del siglo XX el sueño nacional de una posición hegemónica sobre toda la humanidad. Es útil a este respecto forzar un poco la propia imaginación y conjurar en la mente situaciones posibles, incluso aunque no tengan ninguna posibilidad, o muy remota, de convertirse en situaciones reales. Imaginemos lo siguiente: si Estados Unidos no existiera, es muy probable que hoy en día la Unión Soviética, tras la victoria sobre Alemania, fuera la potencia militar más poderosa, no sólo de Europa, sino de todo el mundo. Naturalmente, queda por demostrar si la Unión Soviética hubiera podido vencer a Alemania sin la ayuda de Norteamérica y sus aliados. Pero supongamos que fue así. La potencia militar soviética habría aventajado de tal modo a todas las demás potencias del mundo que la Unión Soviética se habría convertido de hecho en el Estado hegemónico de la humanidad. En este caso, pues, los dirigentes de los partidos comunistas de todos los países serían los mandatarios efectivos. La ejecutiva del partido comunista de la Unión Soviética, el Estado militar más poderoso de la tierra, asumiría la hegemonía sobre toda la humanidad. Es de suponer que intentaría evitar, con ayuda de su superior potencia militar, luchas armadas entre los Estados sometidos, a fin de lograr así la pacificación de la humanidad, introduciendo la Pax soviética. El sueño de semejante hegemonía mundial soviética está contenido implícitamente en la doctrina oficial de la Unión Soviética. La doctrina marxista, reducida casi en exclusiva a las relaciones económicas y entre las clases, lo mantiene oculto. Esta doctrina sólo habla de la necesidad social de instaurar, mediante revoluciones comunistas más o menos lejanas, dictaduras del proletariado, o dicho con más exactitud, dictaduras de un comité ejecutivo del partido comunista. La especialización de la doctrina marxista, que no reconoce ninguna significación social intrínseca en las fuentes de poder estatales y, sobre todo, las militares, oculta un hecho que ciertamente Marx no podía prever: el hecho de que una victoria del comunismo sobre toda la tierra traería consigo la posición hegemónica de la mayor potencia militar comunista, o sea, la Unión Soviética. La Pax soviética, considerada como posibilidad hipotética, tiene su contrapartida en la Pax americana. El sueño americano, the American Dream, discutido con tanta frecuencia en los propios Estados Unidos, no se ha dirigido explícitamente hasta ahora hacia una posición hegemónica norteamericana. Sin embargo, no faltan indicios en esta dirección. También en el caso de Estados Unidos, como en el de la Unión Soviética y como defensa contra las pretensiones soviéticas de supremacía mundial, la acción en favor del propio sistema de varios partidos, organizado sobre una

base capitalista, toma con mucha frecuencia el carácter de una misión universal. Como en el caso de la Unión Soviética, la preocupación por la propia seguridad suele conllevar en Estados Unidos la exigencia de que la propia potencia militar sea la más fuerte del mundo, a fin de asegurar la integridad militar del propio país. Esta es también una de las peculiaridades J i a lucha hegemónica bipolarizada: mientras los dos Estados militares más fuertes mantengan la balanza en equilibrio, mientras sus medios económicos y militares estén más o menos equilibrados, los Estados menos poderosos gozarán de un reducido campo de acción para las propias decisiones, de un espacio libre para su propio gobierno. Cuanto más se incline la balanza en favor de una de las dos potencias militares más fuertes, tanto mayor e inequívoco será el carácter de potencia hegemónica mundial adquirido por dicho Estado. Sin embargo, sólo menciono esta posibilidad para hacer comprensible la dinámica social de semejante constelación de Estados. En realidad, el incremento de poder de una de las dos potencias hegemónicas —ya sea directamente a través del crecimiento del potencial militar, ya sea a través de una nueva alianza, la conquista de una posición en el campo de los Estados no organizados— provoca generalmente un intento de equiparación por parte de la otra potencia hegemónica que vuelve a equilibrar la balanza y restablece así la única forma de seguridad que pueden tener las dos potencias hegemónicas en sus relaciones mutuas. Se trata de una situación difícil. Cada una de las dos potencias intenta continuamente superar a la otra; cada una de ellas intenta continuamente emular la menor ventaja de la otra. Cada una busca involuntariamente ir acercándose paso a paso a la hegemonía mundial, a la posición del Estado militar más poderoso de la tierra; y cada una verá obstaculizados continuamente sus propósitos por la contrapresión de la otra. No digo en absoluto que los gobiernos de ambos Estados aspiren conscientemente a la dominación mundial. Sólo digo que la peculiar situación coactiva en que se encuentran ambas potencias las empuja en esta dirección. Lo que llamamos carrera de armamentos es asimismo un resultado de esta situación coactiva. Tampoco doy por supuesto que el gobierno de ambos Estados hegemónicos avance hacia una guerra totalmente consciente de las consecuencias. Solamente digo que los gobiernos de ambos Estados, por el hecho de buscar ventajas posicionales o militares sobre el adversario, caminan involuntariamente hacia una guerra. Existen buenas pruebas de que ambos bandos, tanto el comunista como el capitalista —sobre todo los grupos dirigentes, pero quizá también partes de la población—, sueñan con la desaparición del otro. Ambos sueñan con el desmoronamiento del contrario. Quizá incluso hagan algo para provocar este desmoronamiento, a ser posible sin la necesidad de una guerra. Pero los dirigentes de ambos bandos no parecen ver muy claro que, llegado el caso de sentirse acorralado por el adversario y de no encontrar otra salida, habría una gran probabilidad de que el otro bando recurriera a la guerra como último recurso, es decir, al empleo del abundante arsenal de armas nucleares. Durante toda mi larga vida, por lo menos desde que era estudiante del último curso de segunda enseñanza, conocidos y amigos comunistas me han asegurado una y otra vez que la crisis actual es la crisis final del capitalismo y que a partir de ahora la revolución comunista y, después de la dictadura del proletariado, la sociedad sin represión, casi sin gobierno, seguirán irremisiblemente. Lo oí en 1913, volví a oírlo a principios de este año y, expresado con una convicción igualmente firme, durante los largos años que median entre estas dos fechas. El sueño comunista de que la profecía marxista del fin del capitalismo se cumplirá dentro de poco tiempo, de que la crisis final del capitalismo ya ha llegado, ha dado alas durante todo este siglo a la fantasía de los crédulos.

Sin embargo, la ilusión de que el desmoronamiento del contrario se producirá sin necesidad de una guerra no es privativa de un bando. También entre los norteamericanos y en los países europeos de la alianza occidental se encuentra a menudo la ilusión de que el bloque oriental sufrirá una crisis dentro de muy poco tiempo y desaparecerá por sí solo. Mi impresión es que este sueño del desmoronamiento espontáneo del comunismo en la Unión Soviética y los Estados del Este se ha fortalecido y difundido como nunca en las últimas décadas. Y, como va se ha dicho, se procura entonces contribuir de alguna manera a que este inminente derrumbamiento espontáneo se produzca cuanto antes. Creo que estas ilusiones del supuesto derrumbamiento espontáneo de los regímenes capitalista y comunista son una quimera. Les falta una base real. Son, además, una quimera peligrosa. Los comunistas ayudan activamente desde hace tiempo a acelerar el derrumbamiento del capitalismo profetizado por Marx. Y en épocas recientes parece que el gobierno norteamericano piensa hacer algo similar con el régimen comunista. Si uno de los dos Estados consiguiera realmente poner en un aprieto al adversario, el peligro de una guerra aumentaría considerablemente. Ya lo he dicho una vez; pero merece la pena repetirlo.

XIII ¿Qué se puede hacer? El régimen dictatorial comunista no parece dispuesto a desaparecer por las buenas. El régimen parlamentario capitalista tampoco da muestras de querer desvanecerse. No es en absoluto imposible una guerra entre ambos Estados, pero sería una catástrofe tan grande para la humanidad entera, que tal vez deberíamos pensar más sobre las alternativas de la guerra. La conflagración entre los ejércitos soviéticos y norteamericanos terminaría probablemente en una destrucción masiva y sin la menor duda en un extraordinario debilitamiento de ambos bandos. Los veedores previsibles de una guerra semejante serían otros países, suponiendo que estuvieran en situación de sobrevivir a un conflicto bélico y de proteger a su población, su territorio y su capital de los efectos destructores de una guerra nuclear. India, Brasil y sobre todo China estarían entonces entre los candidatos a las primeras posiciones de la jerarquía mundial de Estados. Merece la pena señalar que las relaciones entre los Estados, si no empiezan a cambiar paulatinamente antes de una guerra nuclear, sufrirán con toda seguridad un cambio radical después de una conflagración semejante. En la actualidad podemos decir que en caso de un conflicto bélico, el hecho de que los Estados se invadan mutuamente se ha convertido ya en una tradición casi inherente a la humanidad y, por lo tanto, a la humana conditio, al destino ineludible de los hombres. La organización de todos los Estados está orientada hacia la posibilidad de una guerra. Casi todos los Estados tienen instituciones militares preparadas para defender al propio territorio de los ataques militares de otro país o, en caso de un conflicto armado, para atacarlo. En palabras más claras: actualmente, los Estados de todo el mundo están dispuestos a hacer uso de la violencia física en caso de un conflicto con otros Estados o, dicho de otro modo, a torturar a los ciudadanos del Estado enemigo, asesinar y destruir todos sus medios de producción, su potencial militar y su capacidad de resistencia hasta que el Estado enemigo se rinda o sencillamente se derrumbe. Una característica de las instituciones tradicionales de la mayoría de sociedades estatales del mundo es hacer, en los conflictos internacionales, algo que está rigurosamente prohibido y castigado en los conflictos nacionales, a saber: tratar de dirimir el conflicto en beneficio propio mediante el empleo de la violencia física. No es insensato suponer que después de la próxima guerra, si se produce, la humanidad superviviente llegará al convencimiento de que es necesario romper con la tradición que no sólo permite, sino incluso induce a los Estados, en caso de un conflicto con otro Estado, a defender los propios intereses con el uso de la fuerza física, con una lucha a vida o muerte, en una palabra, mediante el empleo de la organización militar mantenida para semejante fin por todos los Estados. Entonces dispondremos, o así lo parece, de la posibilidad de que los seres humanos se reúnan y digan: «Nada es peor que la guerra. ¿Qué podemos hacer para evitarla?». Bajo la impresión de una guerra semejante, es probable que estén en situación de hacer lo que hoy no podemos hacer nosotros: instancias para el arbitraje de conflictos internacionales a las que todos los Estados tengan que someterse. Esta condición humana, la reiteración de las guerras, parece tan inevitable hoy en día como lo

ha sido durante toda la evolución de la humanidad. Hoy, sin embargo, si me permiten decirlo una vez más, nos hallamos en unas circunstancias que no se habían presentado antes en la historia de la evolución humana. Como he dicho, hemos llegado al final del camino. Si los Estados hegemónicos de la actualidad, es decir, los Estados con el potencial militar más poderoso, siguen hoy la tradición milenaria de la humanidad, que considera como algo natural la rivalidad entre grupos de seres humanos y que la lucha por la propia seguridad y, a ser posible, por la propia hegemonía sobre los demás grupos tiene que dirimirse mediante el empleo de la violencia física, con una lucha a vida o muerte, entregarán seguramente no sólo a una gran parte de su propia población, sino también a una parte considerable de la humanidad a una muerte más o menos horrible, y harán al mismo tiempo inhabitable una parte considerable de la tierra, cuando no la totalidad del planeta. Hasta qué punto es poderosa la fuerza de esta tradición milenaria de la humanidad de solucionar los conflictos de grupos por medio de las armas y hasta qué punto es difícil para los dirigentes de los Estados hegemónicos sustraerse a la presión de esta tradición, a la presión de las instituciones y normas de conducta creadas por esta tradición, se pone hoy de manifiesto con una evidencia estremecedora. La guerra aparece como el eterno destino del ser humano. Ni siquiera la visión de la singularidad de la situación actual parece ser capaz de vencer la fuerza de la tradición que empuja hacia la guerra. Esto resulta tanto más asombroso cuanto que los Estados hegemónicos de la tierra ya no están gobernados como en épocas anteriores por hombres surgidos de la nobleza guerrera. Los dirigentes de la Unión Soviética se legitiman como representantes de los obreros industriales y los de Estados Unidos como representantes de los empresarios industriales. En ambos casos, el conflicto interno entre la nobleza militar y agraria, la nobleza feudal, como se llama a veces, fue un enemigo. Resulta muy instructivo ver la implacabilidad con que representantes de la burguesía y la clase obrera industrial, que ahora siguen las huellas de los príncipes y la nobleza desde sus posiciones en el gobierno, se adaptan por el peso de las instituciones estatales a la tradición de comportamiento de sus antecesores sociales. La visión de la singularidad de la situación actual parece impotente por completo frente a las presiones de la tradición milenaria de emplear la violencia física como medio para solucionar los conflictos entre unidades de supervivencia más o menos autónomas, o sea, actualmente, entre Estados soberanos que se autogobiernan. Encontramos aquí un ejemplo modélico de una particularidad que se repite una y otra vez en la evolución humana. Esta evolución se produce no tanto a causa de procesos de aprendizaje basados en la comprensión, en el conocimiento anticipado de las posibles consecuencias de la acción conjunta de un grupo humano, sino mucho más a causa de procesos de aprendizaje debidos a decisiones erróneas y a las amargas consecuencias que de ellas se derivan. Como ya he dicho, no es un disparate suponer que después de una guerra nuclear la humanidad superviviente se sentirá más inclinada, a causa de la amarga experiencia sufrida, a crear instituciones efectivas para la solución pacífica de los conflictos internacionales. Es fácil imaginar que después de una guerra nuclear, el conocimiento de que la soberanía de un Estado tiene sus límites allí donde entra en juego el bien y el mal de la humanidad, no será considerado una utopía, sino algo sumamente realista. El gobierno de un país que siga practicando la vieja costumbre de preparar una guerra contra otro país o incluso invadirlo con la fuerza de las armas, sembrando el horror y la muerte, será llevado como un grupo de delincuentes contra la humanidad ante un tribunal mundial, ya sea mediante la presión de sanciones económicas a nivel mundial o mediante la presión de la opinión pública del mundo entero, o con la ayuda de un cuerpo expedicionario internacional de los Estados aliados del mundo.

XIV A la vista de la tierra medio destruida, o tal vez sólo al imaginarla, será más fácil acostumbrar a los gobiernos de Estados muy grandes y poblados a llevar ante un tribunal de los Estados aliados de la tierra sus diferencias de intereses y opiniones sobre cuestiones de seguridad. A partir de aquí puede esperarse una tolerancia natural por parte de todos en lo referente a divergencias de fe o de sistema social. El arrepentimiento de la humanidad ante la desaparición del esplendor terrestre puede llegar, naturalmente, demasiado tarde. Es posible que la tierra, tal como la conocemos, esté irremisiblemente perdida y la humanidad, si continúa existiendo, tenga que volver a la vida familiar en las cavernas. No obstante, si todavía perduran las condiciones de la organización estatal en la tradición de los Estados actuales, sería probablemente más fácil tomar una medida que hoy, en los umbrales de una guerra nuclear, es muy urgente pero que debido a una tradición anquilosada se nos antoja utópica e irrealizable. La relativa debilidad del Tribunal Internacional de La Haya indica con bastante claridad el punto vulnerable en la estructura de esta institución. A diferencia de los tribunales internos de los Estados, a los tribunales internacionales les faltan órganos ejecutivos con cuya ayuda sea posible dirimir los contenciosos, incluso en los casos en que personas poderosas, o grupos de personas, intentan sustraerse a la justicia. En la actualidad parece ilusorio imaginar que Estados poderosos como los Estados Unidos de América y la Unión Soviética se avengan a someter sus constantes acusaciones recíprocas a un tribunal o a una comisión neutral de hombres y mujeres cuya integridad imparcial sea reconocida por el mundo entero. Es ilusorio porque, a pesar del peligro de guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, las naciones unidas del mundo no pueden hablar con una sola voz, son incapaces de tomar conjuntamente medidas económicas y policiales que pudieran imponer una sentencia de su tribunal, a pesar de la resistencia de las partes implicadas. Actualmente resulta, pues, muy claro que las negociaciones directas entre las dos potencias hegemónicas que amenazan la paz del mundo aportan argumentos tan difuminados por la voluntad de disimular las propias intenciones, por la presión de la propaganda y ante todo por una incapacidad tan notoria de comprender los temores y preocupaciones reales del otro bando, que nada parece más deseable y necesario que una comisión de vigilancia imparcial. Como es de suponer, sin embargo, semejante comisión no podría funcionar en seguida como un tribunal arbitral, podría empezar informando por lo menos a la opinión mundial sobre cuál es la verdadera situación detrás de los argumentos de ambos lados, confusos y en buena parte incomprensibles para la opinión pública. Los medios informativos han asumido parcialmente la tarea de informar a la opinión pública de los diversos Estados sobre lo que se esconde en realidad tras las falsas manifestaciones oficiales de las dos grandes potencias militares. Una corporación pública de hombres y mujeres imparciales que estuviera en situación de informar con gran regularidad a la opinión mundial sobre las intenciones y preocupaciones ocultas tras las declaraciones falsamente ideológicas de los dos gobiernos hegemónicos, podría ejercer a la larga una influencia considerable sobre la peligrosa estrategia de disimulo practicada por las dos grandes potencias. Y no cabe la menor duda de que sería deseable que los gobiernos de las dos superpotencias que amenazan la paz no sólo intentaran disminuir sus preocupaciones por medio de las negociaciones directas —ciertamente útiles e indispensables—, sino

que apelaran a la ayuda de corporaciones imparciales con funciones de asesoramiento o arbitraje (como las que ya han intervenido en los casos de Perú y Chile, por ejemplo), sobre todo cuando las negociaciones directas se han estancado y no pueden progresar. Como ya se ha dicho, sin embargo, es posible que en este período previo a una guerra nuclear sean inviables incluso estas modestas proposiciones para la disminución del peligro. Es posible que estos pasos hacia la formación de organizaciones supranacionales que puedan funcionar con efectividad como vigilantes de la paz, no puedan darse hasta después de semejante guerra. De todos modos, ya sabemos hoy en día dónde hay que buscar la raíz de la resistencia contra la formación de instituciones eficaces para la disminución del peligro de guerra. La organización estatal tradicional posee determinadas e inequívocas características estructurales que obstaculizan la creación y el desarrollo de instituciones eficaces para la prevención de la guerra. En el centro de esta resistencia encontramos el concepto de soberanía absoluta, ilimitada e inalienable de cada Estado individual. Este concepto y sus organizaciones correspondientes han sido adoptados de los principados de otros tiempos por los nacionalismos dominantes de la actualidad o, dicho con más exactitud, por los Estados gobernados por los representantes de un partido. Todos los príncipes pretendían gobernar sin limitaciones dentro de su territorio. Aunque en realidad los príncipes más poderosos solían violar la soberanía de los menos fuertes y, llegado el caso, incluso suprimirla, el concepto de la autonomía e independencia absolutas e ilimitadas de un Estado era considerado una doctrina válida para todos los Estados principescos, esencialmente a causa de una solidaridad fundamental entre todos los príncipes y gobiernos de los principados. Como cada príncipe reclamaba para sí mismo la soberanía absoluta —y también el derecho de decidir sobre la guerra y la paz—, cada uno de ellos estaba interesado en reconocer en principio para todos los demás idéntica autonomía e inviolabilidad. Ya las guerras de épocas anteriores muestran con claridad que, en la práctica, el principio de la soberanía absoluta de todos los príncipes era muy frágil. A pesar de ello, la idea de que todos los Estados eran soberanos se mantuvo cuando el gobierno de los príncipes fue sustituido por el de los representantes de partidos políticos. En esta fase de la evolución es un hecho manifiesto que el reconocimiento y el respeto de la autonomía absoluta de un Estado por parte de todos los demás Estados cumple una función protectora para cada Estado individual. Protege hasta cierto punto a cada Estado de la pérdida o limitación de su independencia. Aquí se puede observar también una especie de solidaridad entre todos los Estados. Como cada uno de ellos concede un gran valor a la propia soberanía, al propio gobierno y a la propia independencia, la mayoría de gobiernos respeta, hasta donde sus intereses se lo permiten, la soberanía de otros Estados. Sin embargo, aunque el respeto por la soberanía estatal es reconocido como básico en todo el mundo, en realidad las grandes diferencias de poder entre los Estados hacen que se olvide y quebrante con mucha frecuencia. Los Estados poderosos tienen una soberanía cada vez más limitada. Las crecientes relaciones económicas entre los Estados señalan límites a la independencia de cada uno de ellos. Sólo los Estados militares más poderosos que están en la cúspide de la jerarquía estatal gozan de un grado relativamente elevado de independencia, de «soberanía», y, por consiguiente, de una mayor capacidad de decisión. Con esta consideración nos acercamos al fondo del problema del actual peligro nuclear. Los avances de la técnica armamentista han creado también en este aspecto una situación única. Los

gobiernos de las dos potencias hegemónicas pueden hoy en día emprender acciones por las cuales no sólo se amenazan mutuamente con la destrucción generalizada y tal vez con la aniquilación; podría decirse que esto es asunto suyo. El cartaginés Aníbal amenazó a Roma, y los romanos victoriosos destruyeron Cartago y vendieron como esclavos a los supervivientes. Pero el radio destructor de las armas nucleares no puede localizarse. Los dos gobiernos, el de la Unión Soviética y el de Estados Unidos, están en situación de adoptar decisiones que impliquen al destino de la humanidad entera o por lo menos partes considerables de la humanidad. Y los amenazados por este peligro son apenas capaces, con su organización actual, de influir en estas decisiones. En nombre de la soberanía del Estado, estos dos gobiernos, tal vez de acuerdo con grandes partes de la población de sus Estados, se arrogan el derecho de adoptar decisiones de las que no sólo depende el destino de su propia población, sino también el de muchos otros Estados y quizá el de la tierra como hábitat de la especie humana. Podría pensarse que después de la próxima guerra —suponiendo que sobrevivan los suficientes grupos humanos organizados— el problema con que ahora tropezamos será más fácil de reconocer y solucionar que en la actualidad, antes de la guerra. El desarrollo alcanzado por la técnica armamentista ha creado una situación que ya no es compatible con el tradicional derecho soberano de los Estados a decidir por su cuenta la guerra y la paz. Por este motivo he mencionado antes el problema de la creación de corporaciones supranacionales imparciales que —tal vez apoyadas por la opinión mundial— puedan ayudar con sus consejos a las potencias militares involucradas en una hostil carrera de armamentos cuando ninguno de ambos Estados encuentre una salida para la lucha cuerpo a cuerpo en la que se han inmovilizado. En el boxeo, la lucha cuerpo a cuerpo es dirimida por el árbitro, que separa a ambos adversarios. Las dos superpotencias no someten a ningún árbitro la cuestión de su soberanía y muy bien puede ocurrir que el delirio hegemónico tape los oídos de sus dirigentes. Quizá, pues, ha llegado el momento de exigir que cuando las dos potencias hegemónicas no sean capaces en una negociación directa de detener la escalada de armamentos y aliviar la tensión de la guerra fría que amenaza a la humanidad, acepten la ayuda de una corporación asesora neutral. Y quizá también ha llegado la hora de reflexionar sobre cómo debe ser esta corporación, imparcial en un sentido estricto, y cómo puede prestarle apoyo la opinión pública mundial. ¿Por qué esperar hasta después de la guerra para la fundación de una institución semejante? Si los dos gigantes no están en situación de detener por sí solos la lucha cuerpo a cuerpo en que se han inmovilizado, deben tener por lo menos la inteligencia de reclamar ayuda y asesoramiento neutral. De otro modo, el peligro que representan para la humanidad es demasiado grande. El ser humano no es capaz de eliminar la muerte, pero sí es perfectamente capaz de evitar la matanza recíproca.

XV He hablado de que el actual conflicto entre dos grandes potencias militares situadas en la cúspide de una jerarquía de Estados posee, junto a muchas similitudes con luchas anteriores por la supremacía, determinadas particularidades estructurales de carácter singular. Una de estas particularidades es el hecho de que la guerra hacia la cual derivan las dos superpotencias rivales de la actualidad será, si se declara, de una índole mucho más destructiva que cualquier otra lucha final entre las dos potencias militares más poderosas. En los casos anteriores se observan, como ya he mencionado, dos formas de desenlace que siempre se repiten en estas luchas eliminatorias. En un caso que encontramos una y otra vez, la lucha se mantiene equilibrada mientras ninguna de las dos potencias consigue alcanzar una hegemonía efectiva sobre todo el grupo de Estados e integrarlos así, en calidad de miembros o súbditos, en un Estado de orden más elevado, un Estado unificado bajo el gobierno de la potencia hegemónica vencedora. La lucha por la supremacía entre x\tenas y Esparta es un ejemplo de semejante equilibrio, mientras Roma ejemplifica el ascenso de una potencia hegemónica durante más de cuatrocientos años. Las luchas eliminatorias entre los Estados alemanes tuvieron también durante muchos siglos el carácter de un equilibrio multipolar de Estados. Si bien es cierto que los emperadores estaban oficialmente en la cúspide, el verdadero poder se hallaba en manos de los numerosos príncipes y ciudades imperiales, hasta que Prusia, mediante una larga serie de luchas eliminatorias en las que estuvo con frecuencia al borde de la derrota, logró convertirse en potencia hegemónica y, como tal, integrar a los diversos Estados alemanes, a la sazón independientes, en un solo Estado unificado, tras renunciar al reino de Habsburgo, que por su multiformidad no era fácil de anexionar al Estado unificado alemán. Merece la pena reflexionar sobre las posibilidades que tendrá el vencedor de la lucha hegemónica actual, tanto si es uno de los dos Estados beligerantes, es decir, la Unión Soviética o Estados Unidos, como uno de los no beligerantes, por ejemplo, China. ¿Es probable que una Unión Soviética vencedora, o Estados Unidos o China, pudiera instaurar, al convertirse en potencia dominadora de la mayoría de Estados del mundo, algo similar a la Pax romana, que en este caso sería la Pax soviética, norteamericana o china? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, porque también aquí es evidente que la tarea frente a la cual se encontraría en la actualidad una potencia hegemónica, tras la eliminación de todos los posibles rivales, sería sólo en un determinado aspecto, diferente al de las tareas análogas de todos los casos anteriores. Hoy en día, la tarea de una potencia hegemónica sería asegurarse el dominio efectivo sobre todos los Estados del mundo y, una vez logrado, integrarlos a todos en un único Estado universal. Esto sería, de hecho, un imperium mundi, ya fuese de carácter soviético, norteamericano o chino. No es muy aventurado suponer que en los dos próximos siglos se fortalecerá —con o sin guerra— la necesidad de desarrollar instituciones a nivel mundial, de las cuales podría considerarse a las Naciones Unidas y a la Sociedad de Naciones como formas preliminares. Cuando se contempla

con más atención la configuración global de los Estados de la tierra, se antoja muy poco probable que un solo Estado sea capaz algún día de someter a su gobierno a todos los Estados del mundo en un Estado unificado. De momento sólo quiero indicar con brevedad que, en mi opinión, el potencial de poder de un solo Estado —incluyendo al más poblado, China, a un nivel de país desarrollado e industrializado— no sería suficiente para establecer un Imperium mundi efectivo y duradero, el gobierno mundial de un Estado único o de un grupo de Estados, y llevar a cabo la pacificación de la humanidad, la eliminación de la tradicional institución de la guerra, a la manera romana, mediante la abrumadora superioridad militar de un solo Estado y de sus aliados. Con ello quiero decir que la organización de la humanidad no permite una pacificación global en la forma tradicional más corriente entre grupos humanos independientes y a menudo hostiles, a saber: mediante la superioridad militar monopolizada por un solo grupo de seres humanos. No cabe duda de que determinados aspectos del progreso técnico, como el desarrollo monopolista de la astronáutica y la investigación del espacio, dirigen las tendencias de la evolución hacia la hegemonía bélica, pero la red de la humanidad está demasiado tirante y el número, grande o pequeño, de Estados acostumbrados a la independencia es demasiado considerable para que un solo Estado o un solo grupo de Estados tenga posibilidad de ejercer una hegemonía económico-militar más o menos duradera sobre toda la humanidad. La importancia de las diferencias nacionales para el sentido de identidad de los seres humanos que componen todos estos Estados está demasiado arraigada para que puedan soportar a largo plazo la dominación de un Estado único y, por consiguiente, de una cultura única sin organizarse una y otra vez en movimientos de resistencia. Quiero dejar bien sentado que no me refiero aquí a si es o no deseable una pacificación de la humanidad mediante la hegemonía económico-militar de un solo Estado. Me limito únicamente a investigar el potencial real de poder de los Estados y descubro que es exigua la posibilidad de que exista la superioridad de medios necesarios para que un solo Estado detente una hegemonía duradera sobre todos los demás. A este respecto, también nos encontramos actualmente en una situación singular.

XVI La dinámica de la constelación, que enfrenta a las potencias militares más poderosas de un grupo de Estar dos y que promete al vencedor de estas luchas eliminatorias una posición hegemónica dentro del grupo de Estados, no es menor en la actualidad, y la fiebre hegemónica, la idea embriagadora de que el propio pueblo puede ser el más fuerte, más rico y más prestigioso de todos los que componen el grupo de Estados, es por lo visto para los dos candidatos a la hegemonía de la actual fase de evolución igualmente atractiva que en análogas luchas hegemónicas en anteriores fases de evolución de la humanidad. Ya he hablado del delirio hegemónico de Alejandro Magno. He aludido a la serie de guerras gracias a las cuales los romanos lograron convertirse en la potencia hegemónica de los países mediterráneos. Podría haberme referido a la serie de luchas durante cuyo transcurso los reyezuelos de París fueron progresando hasta convertirse en soberanos de las numerosas regiones, antes independientes, que hoy forman la Francia unida y pacificada; o al ascenso de Inglaterra a la supremacía sobre todas las Islas Británicas, que incluyeron temporalmente a la hoy República libre de Irlanda. A partir de aquí se puede pensar en la lucha por la supremacía de los alemanes, tardíamente unificados, y en el delirio hegemónico de la época del káiser y de Hitler. Como se ha dicho, la dinámica de la organización, que hoy conduce a la Unión Soviética y a Estados Unidos, cada uno en defensa de la propia seguridad y tanto si lo saben como si no, a una lucha eliminatoria por conseguir la supremacía política sobre los Estados del mundo, no es menos fuerte hoy que en las numerosas luchas hegemónicas análogas de épocas anteriores. Sin duda alguna, la conciencia de que el vencedor de semejante lucha eliminatoria recibirá el gran premio de una posición hegemónica sobre los Estados del mundo se ve un poco enturbiada en ambos casos por el conocimiento del tremendo riesgo representado por una guerra nuclear. Sin embargo, en ambos casos se percibe claramente el anhelo de llegar a ser militarmente más fuerte que el rival y, en consecuencia, el Estado modélico de la tierra, militar y socialmente. Al igual que en otros casos, este anhelo encuentra su expresión en la fe en la propia misión universal. En épocas anteriores ya se dejaba sentir, pero entonces se trataba a menudo de la fe en la propia misión de propagar una religión sobrenatural, propagación siempre vinculada al deseo de difundir el propio dominio. La entrada de Napoleón en la lucha hegemónica tuvo lugar bajo la bandera de la difusión de las metas revolucionarias, y con posterioridad en nombre de la patria francesa, de su tarea civilizadora y de su gloria. En el caso de Hitler se produjo en nombre de la propia raza. Las potencias hegemónicas de las postrimerías del siglo XX legitiman su lucha por la supremacía sobre la humanidad con su misión de difundir un determinado orden social, el capitalista por un lado y el comunista por el otro. Cuando en Rusia, después de la revolución, un grupo de políticos de partido tomó las riendas del poder para imponer la doctrina social de Marx como medio de orientación, esta doctrina cambió su función. La doctrina de Marx profetizaba que los conflictos sociales entre empresarios y trabajadores industriales terminarían tarde o temprano con la victoria en todo el mundo de la

dictadura del proletariado. La doctrina despertó la esperanza de la inevitable llegada de una sociedad sin clases y finalmente de una humanidad sin ricos ni pobres, sin explotadores ni explotados. La doctrina de Marx sobre la victoria final del comunismo en todo el mundo demostró, al igual que la doctrina contraria del clásico liberalismo económico, una singular ceguera teórica frente a la función propia del Estado y a las fuentes de poder específicas de un gobierno de Estado. Esta coincidencia de las dos clases industriales en el siglo XIX, y quizá también en el XX, es fácil de comprender. En el siglo pasado, desde el punto de vista del trabajador, el Estado no era otra cosa que un aliado del empresario; desde el punto de vista de este último, el Estado, y sobre todo el gobierno a través de sus decretos, representaba a menudo un obstáculo que no comprendía el mecanismo de los procesos económicos. En el seno de la Revolución Rusa, los políticos de partido, cuyo principal medio de orientación teórica era una teoría sin comprensión para la función propia de un Estado y su gobierno, se encontraron en la posición de miembros del gobierno y representantes del Estado. Sintieron en la propia piel las leves de las funciones estatales, y sobre todo gubernamentales —leyes que podían reducirse a funciones económicas—, y aprendieron muy pronto en la práctica a utilizar los instrumentos de política interior y exterior del poder estatal. No pudieron cambiar, sin embargo, las estructuras fundamentales de la doctrina social que legitimaba su revolución, ideada por Marx y perfeccionada por Lenin. Estas estructuras fundamentales eran económicas, orientadas hacia las relaciones entre las clases. Mientras en la práctica el gobierno del Estado y especialmente el monopolio de la violencia física, ostentado por los militares y la policía, ejercían una influencia decisiva en el desarrollo del Estado comunista, se mantenía al mismo tiempo la fe ortodoxa de que el gobierno sólo poseía una función de superestructura, es decir, una función protectora ante la explotación de una clase. Mientras el Estado conquistado por los políticos partidistas revolucionarios caía inevitablemente en el remolino de la política internacional, la orientación teórica correspondiente aparecía sólo como una continuación de la lucha de clases. Mientras en la práctica la dictadura del proletariado, quizá impuesta al principio, se había convertido desde hacía tiempo en una dictadura del partido comunista, los medios de orientación teóricos permanecían sin cambios, en la misma fase de desarrollo representada por Marx y Lenin. En esta fase se preveía que la dictadura del proletariado desaparecería cuando el capitalismo fuera vencido definitivamente en todos los países. Y la dictadura del partido, y sobre todo de la cúspide del partido, se defendía recalcando la necesidad de proteger al Estado soviético de los países donde imperaba el capitalismo, donde aún no se había llevado a cabo la esperada revolución. Como se ve, la doctrina marxista cambió singularmente de orientación. La idea de una transición interna del Estado a un orden social comunista, que después de Marx era de esperar en todos los países capitalistas a causa de una ley interna regular del capitalismo, se convirtió ahora en un arma de la política exterior soviética, determinada en gran medida por el interés del propio Estado. Al igual que otros Estados en épocas anteriores, el Estado comunista irrumpió en la lucha hegemónica. La profecía marxista de la revolución mundial contribuyó a ello. Sin embargo, también la profecía sufrió un cambio, probablemente sin que nadie la advirtiera apenas. Ahora significaba en la práctica la expansión de la supremacía de un Estado: la Unión Soviética. El hecho de que la promesa marxista de una revolución lograda adquiriese durante un tiempo una nueva función para la clase trabajadora de todos los países —la función de la promesa para la

Unión Soviética revolucionaria, y en especial para su territorio hegemónico, la República Soviética Rusa, de que estaba destinada a la supremacía sobre todos los Estados del mundo—jugó sin duda alguna un papel importante en el latente conflicto entre Rusia y Estados Unidos. Causó la impresión —y hasta cierto punto sigue causándola aún hoy— de que la idea de una posición hegemónica de la Unión Soviética sobre los Estados del inundo no es del todo ajena a la dirección del partido comunista ruso. Actualmente, los portavoces de la Unión Soviética insisten una y otra vez en su deseo de igualdad y coexistencia con Estados Unidos. Eso es alentador; es el camino acertado. Sin embargo, no se puede olvidar de repente que hasta hace poco la Unión Soviética no hablaba de igualdad y coexistencia con el mundo capitalista, sino de su desaparición. Es promesa de la revolución inminente en todos los Estados capitalistas y de su consiguiente equiparación con la Unión Soviética no fue ciertamente la causa de la hostilidad, con frecuencia enconada, entre ambas superpotencias, ni tampoco de la escalada o carrera armamentista. Es propaganda ofensiva, en cambio, la agresiva doctrina soviética, sin duda contribuyó en gran medida a la exacerbación de la lucha hegemónica con Estados Unidos. Un gobierno norteamericano intenta ahora corresponder con la misma moneda. Se sirve igualmente de una doctrina ofensiva que pide la aceptación mundial del algo embellecido sistema político y económico de Estados Unidos. Hasta hace poco tiempo faltaba a los Estados capitalistas dirigidos por Estados Unidos una nota humana y universal. En los últimos años, la doctrina capitalista, humanamente algo pobre, ha ganado humanidad y persuasión con la exigencia por parte de sus representantes de salvaguardar los derechos humanos en todo el mundo. Es hermoso que la llamada a proteger los derechos elementales de los seres humanos despierte hoy más atención. Significa un fortalecimiento de la conciencia humana, de la compasión entre los seres humanos, desaparecida temporalmente en Alemania bajo la dominación nazi. Hoy en día, en las cámaras de tortura y los campos de trabajos forzados de las numerosas dictaduras sigue sin notarse nada de esta compasión por otros seres, sobre todo si son enemigos. Es alentador que el gobierno de un Estado militar tan poderoso como Estados Unidos se pronuncie con gran decisión en favor de los derechos humanos. No obstante, del mismo modo que el lema de la lucha por la igualdad humana y contra la opresión en la propaganda soviética va dirigida especialmente a la exportación, la defensa de los derechos humanos por parte del gobierno norteamericano también ha sido pensada para exportarla. Por muy en serio que se tome este objetivo, no es posible sustraerse a la sospecha de que este gobierno lo aprovecha ante todo para dar más solidez a su pretensión de conquistar la hegemonía sobre todos los Estados de la tierra.

XVII Dos potencias, pues, luchan actualmente entre sí por la supremacía a nivel mundial, hasta ahora con medios relativamente pacíficos. Tengo buenos motivos para creer que estos preparativos para que una sola potencia alcance una posición hegemónica sobre los Estados de la tierra pueden obtener un éxito pasajero, pero nunca definitivo. Los intentos de fundar un Estado mundial, o sea, un Imperium Romanum a nivel global, gobernado por Rusia, Estados Unidos, China o cualquier otro país, pueden tal vez dar resultado a corto plazo, pero a la larga están sin duda condenados al fracaso. Es importante expresarlo claramente, porque sería muy funesto que alguna potencia intentara conseguir semejante dominio del mundo. En la actualidad, parece que ni los dirigentes de la Unión Soviética ni de Estados Unidos son inmunes a los ataques de la fiebre hegemónica. No están vacunados contra la seducción de la idea: « ¡Queremos, debemos ser la potencia más poderosa de la tierra!», o incluso: «Somos la potencia más fuerte de la humanidad». Vuelvo a pedirles que no me interpreten mal. No hablo aquí de mis deseos. Es cierto que yo mismo no me encontraría bien en un mundo donde un Estado o un grupo de Estados dominara toda la humanidad. De todos modos, podríamos preguntarnos si la supremacía de un Estado más poderoso que todos los demás sería un precio demasiado elevado para la pacificación de la humanidad, o sea, para la eliminación de la guerra como institución permanente en las relaciones internacionales. Podría decirse que si un solo Estado alcanzara tal superioridad militar sobre todos los demás Estados, el cual poseyera, de facto a nivel global, el monopolio de la violencia física y que su ejército, como una especie de policía mundial, pudiera impedir que cualquier otro Estado empleara la propia organización militar en los conflictos con otros, si este Estado, en última instancia, fuese tan fuerte que lograra de hecho la pacificación de la humanidad, la eliminación de las guerras, tal vez merecería la pena pagar por lo menos durante un tiempo el precio del sometimiento a un Estado hegemónico y de soportar la altanería, siempre presente en estos casos, del pueblo dominante. Es muy corriente que un pueblo más poderoso que otros militar y económicamente desarrolle una versión propia del orgullo. Sus miembros suelen tener la impresión de que su misma naturaleza es mejor y, por lo tanto, ellos son superiores a todos los demás pueblos. Una vez más, no deseo para mí ni para ustedes vivir en un mundo con semejante estructura social. Sin embargo, cuando he dicho antes que consideraba muy improbable que un solo Estado pudiera alcanzar una hegemonía efectiva sobre todos los Estados del mundo, no lo he dicho porque no deseo que ocurra. Les hablaba y les hablo como un sociólogo que investiga los problemas de la sociedad humana, del mismo modo y con la misma actitud con que un médico intenta diagnosticar el estado de salud de una persona. Si el médico, al establecer esta diagnosis, se deja influir por sus deseos, la diagnosis no tendrá ningún valor y será probablemente equivocada. Lo mismo puede decirse de la diagnosis sociológica. En este sentido, el puramente diagnóstico, ya he señalado que la organización social de la humanidad, sobre todo su división en más de 150 Estados grandes y pequeños, muchos de los cuales poseen una marcada tradición nacional y una identidad nacional propia, hace improbable la hegemonía permanente de un solo Estado. Ya las dos guerras mundiales, en las que Alemania intentó

realizar su anhelo de una posición hegemónica en Europa mediante una victoria militar, fracasaron en última instancia porque el potencial de poder alemán no bastó para superar los potenciales conjuntos de Francia, Inglaterra y Estados Unidos y, en la Segunda Guerra Mundial, también de la Unión Soviética. No veo que ningún Estado del mundo tenga los medios de poder suficientes para asegurarle la supremacía sobre la alianza de un número considerable de Estados menos fuertes. Por añadidura, tal como están las cosas hoy en día, el camino a la posición hegemónica de una sola potencia conduce con seguridad a una guerra nuclear y tal vez a un ciclo de brutalidades como secuela. Para comprender esta situación, no es necesario en absoluto dar por sentado que los gobiernos de los aspirantes actuales a la hegemonía mundial se han lijado explícitamente y sin rodeos la meta de conquistar la supremacía global, ya sea mediante estrategias no bélicas, va mediante una guerra declarada. Me limito a constatar que la situación en que se encuentran los empuja en esta dirección. Con objeto de incrementar su seguridad, ambas potencias hegemónicas aumentan constantemente su potencial militar. El crecimiento de este potencial las aleja más y más del ámbito competitivo de todos los demás Estados, que de este modo quedan relegados a un segundo plano. Al mismo tiempo, ambas potencias hegemónicas intentan superarse mutuamente en la carrera de armamentos. A esto me redero cuando digo que la presión inevitable de su posición las empuja hacia la hegemonía. Intento poner de manifiesto toda la paradoja de esta situación, y también su peligro, cuando afirmo que ambos Estados se ven forzados por su posición a conquistar la supremacía global, pese a que la posibilidad de que uno solo de ellos pueda llegar a ejercer una hegemonía efectiva y duradera sobre todos los demás Estados es muy exigua. En fases anteriores de la evolución estatal, las cosas, como ya he mencionado, solían ser diferentes. Los británicos, por ejemplo, lograron en el curso de cuatro a cinco siglos la integración en Inglaterra de los pueblos que habitan las Islas Británicas. Inglaterra se convirtió en potencia hegemónica y el inglés en la lengua oficial de las islas. Algunos dialectos celtas sobrevivieron aquí y allí, pero la identidad escocesa y galesa se debilitó, en especial a causa de la participación en la riqueza del Imperio británico. La tradición propia de los irlandeses, en parte bajo la influencia de la propia religión, erigió una frontera que duró varios siglos frente al movimiento de integración inglés. Este es uno de los muchos ejemplos de procesos paulatinos de asimilación e integración. Una breve mirada al proceso de integración casi logrado por un país hegemónico más antiguo ayuda a comprender el proceso de integración bajo la égida de una potencia hegemónica actual, aún no logrado pero susceptible de ser coronado por el éxito. Contemplo con tensa atención los esfuerzos de la Unión Soviética para integrar, o quizá podríamos decir rusificar, a los diversos pueblos de la Unión Soviética, y también —todavía con vacilaciones— a los Estados del bloque oriental. Con ello no quiero en absoluto insinuar que los dirigentes de la Unión Soviética entienden este suceso como un proceso de asimilación e integración. Bajo la influencia de una teoría de Stalin, que subraya la independencia de las naciones, tal vez ellos mismos no sean conscientes de la dinámica a largo plazo de semejantes procesos de formación estatal. En cualquier caso, cabe dentro de lo posible una integración de los pueblos de la Unión Soviética que progresa desde hace siglos y puede llegar a ser irreversible. Asimismo, podemos imaginar la rusificación de Bulgaria, siendo en cambio más difícil la de Rumania, Hungría o Polonia. Sin embargo, ¿es concebible que la Unión Soviética —suponiendo que una de las potencias beligerantes pudiese salir victoriosa de una posible guerra futura— estuviera en situación, como

vencedora, de colocar gobiernos comunistas en todos los países de la tierra? ¿Sería probable que la Unión Soviética fuera entonces capaz de debilitar por asimilación en un tiempo previsible y hasta tal punto la conciencia nacional de los pueblos gobernados por ella en todo el mundo, indios, chinos, senegaleses, nigerianos, ingleses, italianos y franceses, brasileños y argentinos, que dejaran de considerar la supremacía rusa en el mundo como una dominación extranjera? ¿Es imaginable que incluso una supremacía indirecta de la Unión Soviética sobre los Estados del mundo, a través de la mediación de presidentes del partido nativos en la cumbre de una jerarquía de partido que abarcara todo el país, fuese tolerable a la larga para los numerosos Estados de marcado perfil nacional y no suscitara continuamente una resistencia violenta? Y si es improbable la supremacía del partido comunista en todos los Estados del mundo, incluso bajo el gobierno de un imperio soviético que abarcara toda Europa, y surgieran de hecho una y otra vez movimientos rebeldes de los pueblos sometidos, ¿para qué la victoria? ¿Para qué, sobre todo, la guerra? ¿Podría realmente esperar la Unión Soviética una mayor seguridad de fronteras tan dilatadas? ¿No sería previsible que durante siglos continuaran surgiendo movimientos de resistencia entre los pueblos no asimilados que minaran las fuerzas de la nación hegemónica? Y lo mismo puede aplicarse a una supremacía mundial de los Estados Unidos de América. Actualmente ya tienen sobre sus hombros un considerable trabajo de asimilación, sólo para absorber los numerosos grupos de inmigrantes en su propio territorio. Ni siquiera es previsible que la población de habla inglesa estadounidense sea capaz de absorber la población hispanoparlante, o si la lengua española se establecerá en Estados Unidos como segunda lengua, en asociación con elementos de la tradición cultural latinoamericana. En este caso, supongamos también que una de las dos superpotencias enemigas del mundo actual, Estados Unidos, se alzara con la victoria después de una guerra nuclear. Este país se vería también en el deber de procurar, por el ejemplo o por la presión, que en todos los Estados del mundo se crearan instituciones que correspondieran a los ideales de los grupos dirigentes norteamericanos, sobre todo formas de gobierno parlamentario y una economía de mercado libre. Si la dictatorial Unión Soviética podría lograr tal vez por un tiempo breve mantener a todos los Estados del mundo bajo vigilancia policial y militar, fundando así un efímero monopolio de la violencia, un Estado único sobre la tierra, para un gobierno parlamentario la tarea es apenas viable. No se puede descartar la posibilidad de que Estados Unidos, como en un tiempo Roma, se transformara, bajo la presión de una tarea de gobierno universal, de república gobernada por una oligarquía en un país gobernado por una dictadura, probablemente una dictadura presidencial. Pero, fuera cual fuese su forma de gobierno, el potencial militar, económico y demográfico de Estados Unidos es todavía más insuficiente que el de la Unión Soviética para lograr una efectiva Pax americana, un Estado único gobernado por un único centro, que abarque la humanidad polifacética y asuma el papel de policía del género humano.

XVIII Lo que pretendo demostrar con tales experimentos mentales es lo siguiente: en todas las etapas anteriores de la evolución de la humanidad fue posible que el vencedor de una lucha hegemónica consiguiera la integración efectiva de unidades de supervivencia más pequeñas, antes autónomas, en el marco de una organización gubernamental más amplia, y tal fue de hecho el camino en numerosos casos para que tribus pequeñas se convirtieran en tribus grandes o también en Estados, y cierto número de Estados pequeños en uno grande. Pero la unión y, por lo tanto, la pacificación de la humanidad no puede conseguirse de este modo, por medio de una guerra. Muchas guerras pasadas fueron luchas por la hegemonía. Cualesquiera que fuesen los objetivos inmediatos de los beligerantes, estas guerras tuvieron a menudo como consecuencia la integración, y por tanto la pacificación, de territorios cada vez mayores. En su inevitable ceguera, los seres humanos no eran casi nunca capaces de encontrar otra salida que la guerra para pacificar dichos territorios. Esta larga tradición perdura aún hoy, como lo demuestran instituciones como la del ejército regular y todo un complejo de medios de orientación establecidos que siempre incitan a conflictos armados entre las naciones. Sin embargo, ahora la humanidad se enfrenta —lo repito a un problema singular, diferente en un determinado aspecto de los problemas que tenían planteados los seres humanos en anteriores etapas de su evolución. Antes se trataba siempre de la unión y en general también de la pacificación de sectores parciales de la humanidad. Ahora hemos alcanzado una etapa en que debe conseguirse la unión y la pacificación en un plano global, es decir, de toda la humanidad, una tarea que ya no es factible de la manera convencional, con las instituciones y los modos de pensar tradicionales que proceden en su mayor parte de la época de los Estados principescos. La paradoja de esta nueva situación estriba en que la humanidad, a causa de las distancias de épocas anteriores, es extraordinariamente multiforme, y en que al mismo tiempo, a causa de la actual reducción de las distancias y de las cadenas de interdependencia cada vez más largas, densas y sólidas, se ha estrechado en todas sus partes, hasta los confines más remotos de la tierra, acercándose mucho entre sí. Las dos superpotencias de la humanidad actual rivalizan en sus preparativos bélicos como si para ellos existiera, como existía para las grandes potencias de otros tiempos, la posibilidad de una victoria y de garantizar aún más la seguridad de su territorio nacional mediante la anexión de regiones o grupos de población del enemigo derrotado. La idea, sin embargo, de que es posible alcanzar una mayor seguridad a través de una guerra, como muchas veces en períodos anteriores, es ilusoria. Quien cree lo contrario y obra según esta creencia, intenta sencillamente crear una situación nueva con una mentalidad anticuada. Quizá considerarán una trivialidad que les diga que la seguridad de un Estado es en la situación actual imposible de alcanzar mediante preparativos bélicos o mediante la propia guerra. Así pues, ¿qué debemos hacer: ¿Cuál es el problema? Es casi insoluble, al menos por el momento. Puesto que la presión exterior en forma de una potencia hegemónica no parece muy adecuada para asegurar la paz del mundo, los pueblos de la tierra se encuentran hoy en día ante la alternativa de prestarse voluntariamente o, llegado el caso, de someterse voluntariamente al arbitraje de la humanidad para eliminar poco a poco las instituciones bélicas tradicionales. Es posible que la masa de la población,

en especial las clases dirigentes de los Estados, puedan alcanzar de modo paulatino este grado de civilización. De momento, sin embargo, dada la profunda hostilidad, la tenaz y salvaje aversión, el desprecio insondable que en la actualidad, abierta y encubiertamente, determinan las relaciones internacionales, la tarea de una pacificación de la humanidad no impuesta desde el exterior, sino basada en decisiones voluntarias, es hoy por hoy inalcanzable. Sólo podemos mencionarla como la única alternativa de la catástrofe... pero, ciertamente, sin grandes esperanzas. Cabe dentro de lo posible que los seres humanos lleguen a romper con la tradición actual, a renunciar voluntariamente, incluidos los Estados más poderosos, a medios violentos para asegurar el propio territorio, pero sólo después del azote de una nueva guerra. V entonces quizá será demasiado tarde. He aludido aquí varias veces a las características singulares ele la liebre hegemónica. La política de las dos superpotencias actuales sólo puede explicarse en este sentido, el de la secreta esperanza ele ms dirigentes de eliminar al adversario de una u otra forma sin sufrir un gran descalabro del propio potencial de poder, consiguiendo así que el Estado propio pueda gobernar la humanidad con seguridad garantizada. Semejantes esperanzas sólo pueden abrigarse con un sentido muy disminuido de la realidad. No es muy difícil darse cuenta de que en la situación actual ni las armas ofensivas ni las defensivas de un país pueden garantizar la seguridad suficiente para permitirle salir de una guerra sin un grave deterioro de su potencial bélico, sin hacerle perder, por lo tanto, el papel de líder entre los Estados del mundo durante mucho tiempo, tal vez para siempre. En esta situación, sólo los acuerdos entre los Estados pueden ofrecer seguridad. El establecimiento de acuerdos entre los Estados exige, sin embargo, un grado considerable de confianza mutua entre las partes. Y ésta no existe. Una gran desconfianza mutua, alimentada incesantemente por un alud propagandístico, caracteriza hoy en día las relaciones entre muchos Estados, y sobre todo entre las dos grandes potencias. Esto sitúa en primer plano una tarea que quizá no es del todo imposible: la eliminación de la desconfianza. Si (lucremos evitar la supremacía de un solo pueblo, o sea, la presión exterior, es necesario que seamos muy exigentes con nosotros mismos, que pongamos a prueba nuestra capacidad de tolerancia. Es evidente que la eliminación de la desconfianza entre los Estados no puede llevarse a cabo de la noche a la mañana. Requiere el esfuerzo paciente y colectivo de muchas personas que trabajen en sus países para que se imponga la actitud de solucionar los conflictos internacionales, o bien mediante compromisos pacíficos o a través del arbitraje de órganos supranacionales. La disminución universal, no unilateral, de las enemistades absolutas entre grupos de seres humanos es sin duda una de las tareas ineludibles para una humanidad amenazada por la guerra. Trabajamos en última instancia por una confederación mundial de Estados, basada en una alianza voluntaria y que posea órganos efectivos para la solución de conflictos internacionales y el castigo a los infractores de la paz. Es la alternativa de la carrera de armamentos de dos potencias hegemónicas, de su dominación y de la frecuente parálisis de las actuales formas preliminares de semejante confederación, y es también con toda certeza la alternativa de la hegemonía de una sola superpotencia sobre todos los Estados del mundo. Naturalmente, esta eficaz confederación de Estados es por el momento sólo una gran palabra. Los ríos verterán mucha agua en los mares antes de que la palabra se convierta en un hecho. No obstante, es útil no perder de vista esta meta como algo hacia lo que podemos encaminarnos con mucha paciencia y cautela, incluso aunque no se convierta en realidad en el curso de nuestra vida.

Este es un error que cometen hoy en día muchas personas, capaces solamente de consagrarse a objetivos inmediatos. Sólo se interesan por aquello que en su opinión podrá realizarse mañana, pasado mañana o en todo caso, a lo largo de su vida. «Después de nosotros, el diluvio —dicen—. No me importa lo que ocurra después de mi muerte». Y trabajar para la paz entre los hombres es precisamente un objetivo a largo plazo.

XIX Este objetivo no puede alcanzarse, además, sin una conciencia muy clara del inestable equilibrio existente en la jerarquía de Estados. Tomemos como ejemplo el caso actual de Estados occidentales de Europa. Son aliados de los Estados Unidos. Semejante posición exige una gran comprensión de las cuestiones de equilibrio político. Muchos grupos de los países europeos propugnan la total separación de la alianza norteamericana. Si se llevara a cabo esta separación, la balanza del poder se inclinaría de modo considerable a favor de la Unión Soviética. Al mismo tiempo, existiría el peligro nada desdeñable de que los Estados europeos cambiaran su papel de aliados por el de Estados satélites. Sin duda este peligro disminuiría si los Estados de Europa occidental, o por lo menos varios de ellos, se pusieran de acuerdo. En otras palabras, la situación actual del mundo coloca a los Estados europeos, y tal vez en especial a la República Federal Alemana, ante el peligro de convertirse de hecho en Estados tributarios de la Unión Soviética o de Estados Unidos. Probablemente el mantenimiento del justo equilibrio entre estas dos alternativas sólo es posible en unión con otros países europeos. Pero esta consideración indica al mismo tiempo que es muy poco realista pensar en alternativas absolutas y también, por lo tanto, en enemistades absolutas. En el estado actual de los partidos, tal es a menudo el caso. Se piensa en blanco o negro, en todo o nada, en separación de Estados Unidos o en una sumisión incondicional. Un tales casos, mantener el equilibrio justo es una tarea política mucho más difícil que la práctica de una política de «todo o nada». No es menos difícil para los países europeos, y en particular para la República Federal Alemana, comprender que la decisión sobre la guerra nuclear apenas depende de ellos, sino casi exclusivamente de las superpotencias y sus gobiernos. De momento pasaré por alto los problemas ele otros países europeos que, como Gran Bretaña y Francia, poseen cierto grado de independencia porque disponen de sus propias armas nucleares. Para los ciudadanos de la República Federal es importante comprender con claridad que la decisión de vivir en paz o en guerra sólo depende de ellos en muy escasa medida. Su participación en el propio destino se reduce a la influencia que puedan ejercer sobre las decisiones de los dos Estados hegemónicos y el equilibrio de fuerzas entre ambos. Es difícil para un pueblo acostumbrado a la independencia abrir los (ajos al hecho de que su listado, después de perder dos guerras, ha perdido también una buena parte de su independencia. Y quizá sea todavía más difícil sacar las consecuencias prácticas de este reconocimiento. Futre estas consecuencias está el hecho de que para los alemanes federales es casi imposible llevar a solas una política de paz. Hagan lo que hagan, la cuestión decisiva es qué importancia tienen sus actos para el equilibrio de fuerzas entre las dos potencias hegemónicas. Si, por ejemplo, la República Federal, en su afán de neutralidad, se distanciara un poco de sus aliados norteamericanos, se produciría automáticamente un debilitamiento de Estados Luidos y el correspondiente fortalecimiento por fiarte de la Unión Soviética. No es ciertamente asunto de todos ver tales problemas políticos como problemas del equilibrio de fuerzas, pero no cabe duda de que ésta es la verdadera estructura de las relaciones internacionales; uno se acerca más a la esencia de las cosas cuando comprende la inestabilidad del equilibrio de

fuerzas entre los Estados. En la carrera de armamentos se trata continuamente de problemas de equilibrio. Ambas potencias hegemónicas temen sin cesar quedarse rezagadas en la cuestión de alianzas o sistemas tic armamento con respecto a la potencia enemiga. No ha pasado mucho tiempo desde que los rusos tomaron la iniciativa en la carrera de armamentos. Actualmente, la iniciativa está en manos de los norteamericanos. El intento del gobierno norteamericano, sin embargo, de obligar a competir a los soviéticos, económicamente más débiles mediante el desarrollo de nuevos sistemas de armamento — es decir, forzarles a un nivel en la industria armamentista que les exige un esfuerzo de manifiesta dificultad para ellos— no carece de peligros. De este modo, los norteamericanos ascenderían temporalmente a la posición de potencia hegemónica indiscutida, de potencia militar más poderosa de la tierra. Esta inclinación de la balanza en contra de sus intereses haría sentirse a los dirigentes de la Unión Soviética gravemente amenazados; podrían verse relegados a una posición de permanente inferioridad con respecto a Estados Unidos. No podemos prever la reacción de los mandatarios soviéticos si llegaban al convencimiento de que corrían el peligro de no poder mantener la carrera de armamentos, si se veían obligados a reconocer que se encontraban en inferioridad de condiciones frente a Estados Unidos a causa de un creciente desequilibrio en el potencial militar y económico. Es muy posible que en semejante caso los dirigentes de la Unión Soviética, quizá presos de una especie de pánico, se decidieran por una guerra preventiva, aun sabiendo que esta decisión equivaldría a un suicidio. Como es natural, lo mismo sucedería en el caso contrario. También los grupos dirigentes de Estados Unidos podrían, en una situación de pánico como el descubrimiento repentino de armas secretas soviéticas, adoptar la decisión de adelantarse a un supuesto ataque soviético. Estas consideraciones, conjeturas sobre posibles futuros, no son ociosos juegos de palabras. Manteniendo ante nuestra vista situaciones semejantes, estaremos en mejores condiciones para pensar qué se puede y no se puede hacer. No es inusual que a la vista de tales peligros como el que comportaría la decisión de una suicida guerra preventiva, la sensación de estar acorralado por el otro bando indique la necesidad del equilibrio militar entre ambos adversarios. El esfuerzo constante de mantener el equilibrio armamentista a través de negociaciones entre los representantes de las dos grandes potencias militares es sin duda alguna indispensable, e inevitable igualmente el temor del desequilibrio. Si los representantes de las dos potencias no consiguen nada con sus esfuerzos, quizá tendría que intensificarse la exigencia por parte de otros países de todas las tendencias de que los dos grandes Estados soliciten la ayuda de consejeros neutrales y tribunales arbitrales. No estoy seguro de que los líderes políticos de los dos Estados hegemónicos sean capaces de decidir sobre el bien y el mal de la humanidad sin la ayuda de consejeros menos directamente implicados.

XX En cambio, estoy completamente seguro de que el problema de la escalada armamentista no se puede solucionar reduciendo los convenios y negociaciones sobre armamento. El temor de una posible superioridad militar del enemigo se ve hoy incrementado en gran medida por brotes de una profunda hostilidad emocional entre los representantes de ambos Estados. Esta hostilidad no sólo tiene sus raíces en la amenaza militar recíproca, sino también en el hecho de que las dos mayores potencias militares del mundo representan doctrinas sociales diferentes e incluso de signo opuesto. En un lado están los representantes de un sistema social comunista, inspirados por la creencia de que este sistema es de un valor incomparable para toda la humanidad. En el otro lado están los representantes de un orden social capitalista, igualmente inspirados por la idea de que su sistema económico, el establecimiento de una competencia de mercados relativamente libre, es la mejor, la organización ideal, la única que puede asegurar el bienestar creciente y el progreso de la humanidad. Este contraste entre los ideales e instituciones sociales se ve profundizado todavía más por el hecho de que a partir de la Revolución rusa surgió una dictadura de partido que se perpetúa a sí misma, mientras que la institución económica de la competencia en mercados más o menos libre en la mayoría de Estados industriales más desarrollados y, sobre todo, en los propios Estados Unidos de América, se unió a la institución política de elecciones individuales y secretas y la competencia relativamente libre y sin violencia de por lo menos dos partidos, es decir, la competencia de los partidos por los votos de los ciudadanos y, a través de ellos, el acceso a los puestos de gobierno. En el conflicto de las dos grandes potencias compiten, por lo tanto, dos tendencias y también, por consiguiente, dos temores elementales que guardan una estrecha relación entre sí pero que en la práctica y la teoría pueden distinguirse con claridad. Está en primer lugar la preocupación del pueblo norteamericano y ruso y de los pueblos aliados por su seguridad física, el temor ancestral de un grupo de seres humanos ante su posible destrucción por obra de otro grupo. Este temor ha sido hasta ahora un hecho inalterable en la vida de los hombres, una condición humana. Si la Unión Soviética y sus aliados conquistaran militarmente la supremacía, estarían en situación de matar a millones de ciudadanos de América y sus aliados de Europa occidental y Asia; podrían obligar a estos países a hincar la rodilla. Lo mismo ocurriría si el equilibrio armamentista se inclinara a favor de los norteamericanos. Estados Unidos y sus aliados podrían entonces sembrar la muerte y la destrucción entre los pueblos de la Unión Soviética y de sus aliados. Pero esto no es todo. Al temor de la amenaza física se suma en ambos bandos otro temor: el de ver amenazadas sus propias instituciones sociales y el de la pérdida de valores y significados que comportaría su destrucción. Como fuerza motriz de la hostilidad, de la constate enemistad mutua, este último temor no es menor en importancia que el de la destrucción física. Con ayuda de un armamento superior, los rusos podrían imponer sus propias instituciones políticas y sociales a los norteamericanos y a sus aliados. Gracias a la superioridad de su fuerza militar, podrían establecer, en Estados Unidos y en cada uno de sus Estados aliados, una dictadura del partido comunista y transformar todas sus empresas privadas en empresas estatales, eliminar, en una

palabra, las formas de vida y de gobierno vigentes y poner otras en su lugar de acuerdo con su propio modelo. Los libros autorizados de la doctrina comunista, sobre todo las obras de Karl Marx, indispensables para la legitimación de la dictadura del partido comunista, contienen numerosas expresiones de desprecio y odio hacia todos aquellos que se niegan a aceptar las consignas de la implacable lucha de clases o a compartir la fe en la necesidad de una revolución cruenta rematada por una dictadura. En el sentido de la tradición que se remonta a Marx y Lenin, una revolución, o sea, prácticamente el empleo de la violencia física, se presenta como el único medio para solucionar los conflictos entre trabajadores y empresarios. La doctrina comunista considera el fracaso del capitalismo como una necesidad esencial para la evolución de la humanidad. Tal es el motivo de que en los países capitalistas se sume al temor de la destrucción tísica a manos de la potencia militar comunista, el temor de la destrucción de la normas establecidas de vida y de gobierno y su sustitución por instituciones según el modelo soviético. Las clases dirigentes de los Estados aliados de Estados Unidos se sienten particularmente amenazadas por este peligro. Una victoria militar del bloque comunista —suponiendo que se obtuviera con el uso exclusivo de armas convencionales, sin la intervención de las nucleares— traería consigo la degradación social de los grupos dirigentes y en muchos casos su encarcelamiento o destierro a lejanos campos de concentración. Las diversas doctrinas de las sociedades capitalistas están menos definidas que la de las sociedades comunistas en una serie de libros autorizados, extractos de los cuales ya se pueden leer en las escuelas y que, según la forma dictatorial de gobierno, contienen una unificación relativamente elevada de las formas de pensar individuales. Sin embargo, aunque en las sociedades capitalistas falten libros que jueguen un papel central similar, como representantes de una doctrina social común, al de las obras de Marx, Engels y Lenin en la Unión Soviética, no falta un consenso ideológico bastante amplio, que no se centra precisamente en una actitud negativa sino que encuentra su expresión común, quizá más marcada, en el repudio de la doctrina característica de los países comunistas. Junto a estas expresiones comunes de repudio de la doctrina comunista, que abarcan con numerosos matices todo un espectro de ideales no comunistas, encontramos también réplicas de la crítica y condena ideológicas del capitalismo, estas últimas centralizadas en mayor medida, para las cuales creó el propio Marx los modelos apenas superados y que en Rusia se emplearon a un nivel nacional y después, de repente, a un nivel internacional. Implícitas en las diversas doctrinas de los países capitalistas, se encuentran numerosas réplicas de la forma de argumentación introducida por Marx, que tacha al adversario de execrable y lo equipara con el mal absoluto. Así pues, el temor es igual por parte soviética que por parte norteamericana. En este caso tampoco se trata solamente de un temor físico, sino al mismo tiempo del temor a la destrucción social. La superioridad militar incuestionable de Estados Unidos y sus aliados amenazaría por igual la existencia física de los pueblos del bloque oriental y sus formas de vida y de gobierno actuales. Y también en este caso es especialmente grande el peligro para la existencia social de las capas dirigentes. Los miembros, sobre todo, de los partidos comunistas establecidos en estos países correrían el peligro de perder su posición privilegiada si se produjera una derrota militar. Grupos enteros, tal vez como sería el caso de los grupos dirigentes de los países capitalistas tras la victoria comunista, serían juzgados por un nuevo régimen y condenados a cadena perpetua en prisiones o campos de concentración. También en este caso, el peligro de guerra no sólo significaría una amenaza para la vida, sino para la existencia social de muchos seres humanos y, por consiguiente, un grave peligro para algo que da valor y significado a la vida de estos seres.

XXI Representarse con mayor claridad de la corriente estas dos raíces de la amenaza mutua y del temor recíproco, su aspecto físico y su aspecto social, no carece totalmente de utilidad a la hora de reflexionar sobre las posibles estrategias de la distensión. A veces se tiene la impresión de que la humanidad considera fácil y evidente lo que puede hacerse para separar a los grupos dirigentes de las dos superpotencias, inmovilizados en una lucha cuerpo a cuerpo, y detener así la fatal coacción hacia la carrera de armamentos. A muchos les parece suficiente demostrar a todo el mundo que están llenos de buena voluntad y son partidarios de la paz. Por sí solo, esto ya es una contribución significativa a la eliminación del peligro de guerra. Muchos depositan sus esperanzas de concordia entre las dos grandes potencias militares en las limitaciones de armamento. Semejantes limitaciones son sin duda de gran utilidad, pero cuando uno adquiere conciencia de la doble raíz de la amenaza recíproca, debe preguntarse si las limitaciones de armamento militar pueden ser alguna vez suficientes por sí solas, incluso si son posibles mientras no se tenga en cuenta la otra raíz del enconado antagonismo mutuo entre las dos potencias hegemónicas. Con ello quiero decir lo siguiente: los acuerdos sobre limitación de armamentos, por útiles e indispensables que sean, sólo ofrecen una escasa posibilidad de conducir a una interrupción duradera de la carrera de armamentos, porque su escalada progresiva será siempre alimentada por el temor recíproco, por la desconfianza mutua y sobre todo por la enconada hostilidad de los dos grupos dirigentes, expresada en la continua difamación ideológica de ambos bandos y que, como ya se ha dicho, tiene sus buenas razones. Creo que la posibilidad de detener el proceso de la carrera de armamentos será exigua mientras no se realicen esfuerzos simultáneos hacia un desarme ideológico. Esta tarea, sin embargo, requiere una estrategia parcialmente diferente de la exigida por los convenios sobre desarme. No cabe iluda de que los esfuerzos por un desarme ideológico entre los dos grandes pueblos que se amenazan mutuamente pueden jugar un papel central en las negociaciones de los expertos, pero en esta tarea pueden y deben colaborar al mismo tiempo círculos más amplios ele los pueblos en conflicto. Es muy poco realista esperar que amitos bandos estén en situación de detener con efectividad y de forma duradera la dinámica de la escalada de armamentos mientras continúen mostrando en sus discursos propagandísticos la hostilidad implacable, la cual encuentra su principal expresión en la creencia mutua de que el otro bando tiene que desaparecer de la tierra tarde o temprano. Si se observa más de cerca la evolución de esta guerra Iría, se advierte que la fuerza y la energía de las difamaciones mutuas están sujetas a oscilaciones. Durante un tiempo, la ofensiva generalizada de difamación del capitalismo corrió a cargo de los comunistas. En cada crisis de los países capitalistas, crisis que forman parte de su estructura normal, veían la crisis definitiva. Cada generación comunista esperaba ver realizada durante su vida la profecía de Marx sobre el fracaso del capitalismo. Triunfantes, profetizaban la revolución desde la esquina más cercana. Marx había conseguido teóricamente y hasta cierto punto desdramatizar el proceso de una revolución, y por ello resultaba fácil olvidar que las revoluciones son acontecimientos sociales tan violentos, sangrientos y asesinos como las guerras. Anteriormente solía hablarse de una guerra justa e injusta; es posible que

a los ojos de muchos comunistas una revolución parezca una violencia justificada; y una guerra, una violencia injustificada. En cualquier caso, éste es un ejemplo de la dificultad del desarme sin un desarme ideológico. Es difícil imaginar que los Estados gobernados por un sistema parlamentario sean capaces de un acuerdo duradero sobre la carrera de armamentos cuando su interlocutor en las negociaciones propaga al mismo tiempo en estos Estados la fe en la llegada inevitable de una revolución sangrienta. Entretanto, la idea de que los Estados capitalistas desaparecerían por sí solos con ayuda de una revolución durante la vida de quienes así lo esperan, ha perdido mucha fuerza persuasiva. No obstante, los molinos de la propaganda siguen girando a toda marcha con los mismos titulares. Es difícil creer en la posibilidad de una coexistencia relativamente pacífica con otros grupos de seres humanos a quienes se desecha como carentes de torio valor ideológico y se amenaza con la desaparición. Lo mismo puede decirse riel otro bando, (lomo rusos y como comunistas, los dirigentes de la Unión Soviética han demostrarlo a mentirlo una notable sensibilidad contra medirlas o manifestaciones que parecieran negarles el reconocimiento como gran potencia entre los listarlos más desarrollados ríe la tierra, (lomo reacción contra la tradicional ofensiva ideológica ríe los países comunistas, se incrementa actualmente la ofensiva ideológica ríe los países capitalistas, sobre torio de listarlos Unirlos. Se habla riel mundo civilizado ríe Occidente en contraste con las dictaduras ríe partirlo tirios países comunistas, que en el Oeste se consideran la expresión ríe la falta ríe libertad e igualdad institucionalizarla. 1 Del mismo modo que en los países comunistas suelen dejarse engañar por la esperanza mágica tic que el capitalismo desaparecerá por sí solo con ayuda de la tan esperada revolución, existe al parecer en muchos círculos ríe Occidente la esperanza mágica ríe que el régimen comunista desaparecerá por sí solo en la Unión Soviética y en sus Listarlos federarlos en un futuro más o menos próximo, va sea por la lentitud paralizadora ríe su burocracia, ya porque no puede seguir el ritmo evolutivo ríe los listarlos parlamentarios, también aquí se multiplican las expresiones ríe desprecio ideológico hacia la parte contraria. Es esta situación lo que hace indispensable un desarme ideológico. Por este desarme no entiendo una renuncia a las propias metas y convicciones sociales. No hay ninguna razón para que los comunistas no conserven su código de valores y los capitalistas el suyo. Tampoco abogo por un neutralismo. Nada más lejos de mi intención. Lo que propugno es una gran política general de moderación, una moderación considerable de la hostilidad hacia grupos o individuos que no comparten las propias convicciones. Ante el peligro de una guerra nuclear, los conflictos apasionados e intolerantes entre personas de diferentes doctrinas son peligrosos. Considero necesario, por consiguiente, decir cada vez con más claridad lo que a todos nos concierne, pues nuestro propio celo y nuestro propio apasionamiento en el odio o en el desprecio hacia el otro bando aumentan el apasionamiento en el conflicto que hoy continúa existiendo entre los dos gobiernos, los gobiernos responsables en última instancia de la guerra y la paz. El peligro tic una guerra nuclear es demasiado grande y las consecuencias de semejante guerra demasiado espantosas para que los pueblos de la tierra puedan permitirse el lujo ele una enemistad enconada e irreconciliable, de incesantes críticas y burlas recíprocas, en una palabra: el lujo de la intolerancia ideológica en nuestra época. Como ya se ha dicho, esto no tiene natía que ver con la renuncia a las propias convicciones, sólo se trata al principio del tono con que se defienden. A Lis que eso: es necesario que los países de orientación capitalista reconozcan que el régimen comunista de los países del bloque oriental es demasiado fuerte y poderoso para poder eliminarlo de otro modo que mediante una victoria inequívoca en una guerra nuclear. V es necesario que los países de

orientación comunista reconozcan que los países gobernados por el sistema capitalista son demasiado fuertes y poderosos y que, además, su orientación hacia la economía de mercado y su régimen parlamentario tienen raíces demasiado profundas para que puedan ser eliminados de otro modo que por medio de la violencia desde el exterior, es decir, por medio de una victoria comunista en una guerra nuclear. En ambos casos, es más que dudosa la posibilidad de victoria en una guerra de esta índole; tal vez la consecuencia definitiva de semejante guerra sería la colonización de las regiones afectadas por una población nueva, lo cual comportaría un cambio total del mapa. Los dirigentes de ambos bandos abrigan al parecer la esperanza de que el régimen contrario se derrumbe por sí solo dentro de poco a causa de sus contradicciones internas o su ineficiencia burocrática, de modo que al final sólo sea preciso darle el golpe de gracia. Ambos bandos subestiman la capacidad y voluntad de resistencia del enemigo. ¿Qué sucederá cuando la autoeliminación del otro bando, tan deseada y mágicamente esperada, no se produzca en un tiempo previsible? Es muy grande la probabilidad de que los sentimientos acumulados de la enemistad mutua, alimentados sin cesar en ambos bandos por un sistema de argumentación cerrado, se desahoguen de improviso en acciones bélicas, iniciando así el ciclo de violencias. ¿No es extraño que tengamos conciencia del peligro de las armas físicas y no del peligro de las armas mentales, de los pensamientos que despiertan falsas esperanzas y atizan la animadversión mutua para incitar a la guerra? ¿Cómo puede conjurarse ésta si sólo se negocia y reflexiona sobre el desarme y no al mismo tiempo sobre lo que piensan de sí mismos los hombres que ordenan la fabricación de estas armas y probablemente su uso? lie hablado antes de la eliminación de la desconfianza. Es indispensable, pero se trata de un proceso laborioso y prolongado. No sólo exige una mayor reseña de los oradores de ambas superpotencias, educados en la guerra fría —la anteguerra—, sino también algo mucho más difícil: renunciar a determinados y peligrosos axiomas de la ideología de ambos partidos; por ejemplo, la esperanza de que el bando contrario, con su forma de gobierno y economía, desaparecerá de la faz de la tierra y será sustituido por el propio, con su correspondiente modelo de economía y gobierno. Sería magnífico, y también muy útil para la disminución del peligro de guerra, que los norteamericanos y sus aliados redujeran la propaganda que presenta al comunismo como algo totalmente abominable. Quizá en este bando no se tiene plena conciencia de que ellos, los Estados de partidos múltiples, tendrán que convivir en un futuro previsible con el bloque de Estados comunistas y dictatoriales en calidad de vecinos, si no llega antes una guerra que cambie el mapa de todo el globo. La violencia es indivisible. No se puede condenar y estigmatizar la llamada a la violencia interna de la revolución y preparar y ensalzar al mismo tiempo el empleo de la violencia en las relaciones internacionales. Y en el otro lado también sería magnífico que los dirigentes del bloque soviético redujeran a su vez de modo paulatino su propaganda revolucionaria. También reza para el bloque soviético que su población tendrá que convivir en buena vecindad con los Estados de gobierno parlamentario y una economía de mercado más o menos libre. No puede esperarse una convivencia pacífica ni que disminuya el peligro de guerra mientras en el bloque soviético los niños en las escuelas y más tarde los estudiantes en las universidades tengan que aprender que los países capitalistas, de sistema parlamentario, se convertirán tarde o temprano, mediante una revolución cruenta, en dictaduras comunistas del proletariado, según el modelo de la Unión Soviética. Como ya he dicho, la violencia es indivisible. No se puede esperar una disminución del peligro de violencia bélica en las relaciones internacionales y profetizar al mismo tiempo un golpe de Estado violento, una revolución dentro de

otro Estado, y propagar exaltadas consignas de lucha. La eliminación de la desconfianza es sin duda una cuestión bastante urgente, pero no debemos engañarnos al respecto: se trata de algo muy difícil. Las dos grandes potencias inmovilizadas en un forcejeo sólo pueden intentar durante un período prolongado y muy despacio, paso a paso, disminuir la enemistad que las separa y adquirir un poco de confianza mutua. Tal vez sirva de ayuda el hecho de que no hay entre ellas un conflicto de intereses que las empuje a la guerra y que haría imposible su convivencia como pueblos autónomos. Los pueblos del bloque soviético no necesitan para existir con relativa autonomía el territorio habitado por los norteamericanos, y éstos no necesitan para su existencia independiente como pueblo territorios de la Unión Soviética. Si el conflicto de intereses fuera de esta índole, sería muchísimo más difícil para la humanidad esquivar una guerra. El conflicto de intereses entre las dos grandes potencias no es, pues, de carácter territorial, sino que estriba principalmente en que ambas constituyen una amenaza para la seguridad de la otra y se han convertido en rivales por la posición en la cumbre de la jerarquía estatal, por la posición de la potencia más fuerte de la humanidad. Cada una de las dos superpotencias, la Unión Soviética o Estados Unidos, sería de hecho en la actualidad la potencia más fuerte de la tierra si la otra gran potencia no le obstaculizara el camino. No cabe duda de que la diversidad de sus instituciones e ideales sociales influye también en que ambas intenten la supremacía sobre toda la humanidad. Así pues, los grupos dirigentes de las dos grandes potencias no se enfrentan con la mayor desconfianza a causa de exigencias territoriales irrenunciables, sino como rivales por la supremacía entre los Estados del mundo y como representantes de doctrinas sociales contrarias que se amenazan mutuamente. Cada una de ellas cree que el futuro es suyo. Los que se consideran libertadores de la represión de una clase explotadora son considerados por el otro bando opresores dictatoriales del pueblo. Este engranaje de actitudes y sentimientos hostiles obstaculiza todas las negociaciones y dificulta todos los esfuerzos por alcanzar fórmulas de compromiso.

XXII Es probable que estos sentimientos de hostilidad sean compartidos hasta cierto punto por amplios sectores de ambos grupos de pueblos. Puede ser peligroso para la existencia social de los seres humanos, incluso tal vez para su existencia física, que su lealtad como partidarios de la doctrina social, sancionada oficialmente en su sociedad, sea puesta en tela de juicio. Con cierto margen de tolerancia, en las sociedades gobernadas por un sistema parlamentario y sin ninguno en las gobernadas por una dictadura, todavía es válido hoy en día la antigua frase: Cuius regio, eius religio. Dicho de otro modo: es aconsejable mostrarse partidario de las doctrinas sociales aprobadas por la propia sociedad y evitar la sospecha de que uno apoya un sistema social que en la sociedad propia es rechazado, proscrito y también con frecuencia aborrecido. Si se considera desde cierta distancia la situación de la «guerra fría», característica hasta ahora con algunas oscilaciones de la segunda mitad del siglo XX, se advierte con facilidad que la «guerra caliente» hacia la cual se encaminan los dirigentes de ambos bandos, impulsores e impulsados al mismo tiempo, tiene en muchos aspectos el carácter de una guerra religiosa. No ha pasado mucho tiempo desde que se enfrentaron en muchas regiones de Europa grupos católicos y protestantes animados por una enemistad irreconciliable, y lucharon a vida o muerte en numerosas guerras por la supremacía. Las circunstancias en que los hombres odian y matan en aras de sus diversas creencias religiosas se han repetido en muchas partes de Europa, por ejemplo en Irlanda del Norte, hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, el ardor de la enemistad irreconciliable entre católicos y protestantes se ha ido moderando hasta establecer un clima mucho más suave en sus relaciones. Ya en el siglo XVI hubo personas a quienes les horrorizaban los excesos de la intolerancia y la hostilidad entre los diversos grupos de seres humanos. No obstante, los defensores de la moderación y la tolerancia, como Montaigne y Erasmo, atrajeron como tales escasa atención o ninguna en absoluto. El odio y las amenazas entre los partidarios de la antigua Iglesia y los de las nuevas iglesias y sectas eran demasiado grandes, y las heridas demasiado frescas para que fuera posible detener las acciones violentas y los insensatos sufrimientos que se infligieron mutuamente los partidarios de las diversas religiones. Pasaron muchos siglos antes de que se moderase la inaplicable hostilidad entre los diversos grupos de religiones y disminuyera el impulso de atacar de palabra y obra a los miembros de otro credo y de convertirlos, a ser posible, a la te verdadera. En la actualidad, después de trescientos o cuatrocientos años, se ha conseguido lo que antes parecía irrealizable, lo que en su tiempo calificó de quimera el joven 'Tomás Moro, sólo posible en el país de las utopías: la tolerancia mutua entre los dos grupos religiosos se ha incrementado considerablemente. No fallan ecos de la antigua estigmatización entre protestantes y católicos, pero la hostilidad profunda se ha suavizado mucho. Miembros de los dos grupos religiosos pueden vivir con bastante frecuencia en paz y amistad. Casi parece inconcebible que en épocas pasadas se odiaran hasta el punto de declararse la guerra. La posibilidad de que desaparezcan los sentimientos hostiles, de raíces igualmente profundas, alimentados sin duda por comprensibles intereses contrapuestos, sobre todo de los grupos dirigentes en los Estados donde prevalecen las doctrinas comunista y capitalista, puede parecer utópica en la

actualidad. La dificultad estriba en que el tiempo apremia. Ya no podemos esperar trescientos o cuatrocientos años a que se calmen los ánimos. Una de las tareas más urgentes de la época actual es la limitación de armamentos y una suavización de los enconarlos sentimientos de hostilidad y del consiguiente temor que conducen a los dos grupos de Estados con diferentes instituciones y doctrinas sociales a una interminable carrera de armamentos, y en última instancia a la posible destrucción del enemigo y de sí mismo. Tal es la razón de que me parezca tan importante aunar el esfuerzo de un desarme militar con el esfuerzo de un desarme ideológico. No cabe duda de que en la realización de esta tarea juega un papel decisivo la buena disposición de los representantes de ambos listarlos a una suavización de las voces, a la moderación de sus ataques verbales, en una palabra: a la tolerancia mutua. En esta tarea, sin embargo, como ya hemos indicado, pueden colaborar en gran medida los ciudadanos de ambas naciones. Porque, no lo olvidemos: la guerra es en definitiva una institución social, una práctica reproducida una y otra vez por los hombres, y por esto mismo no puede ser eliminada porque la costumbre está demasiado enraizada en las estructuras de la personalidad; tanto la costumbre del odio como la de dirimir conflictos internacionales mediante el empleo de la fuerza militar. En una época en que el desarrollo de la técnica armamentista y de la técnica en general ha puesto en manos de los hombres los medios para destruir grandes sectores de la humanidad —y convertir quizá en inhabitable a toda la tierra—, es preciso poner a prueba todos los niveles de las formas heredadas de convivencia, y en especial las pautas del comportamiento. La magnitud de la destrucción que los seres humanos pueden causar hoy en día con los medios de la técnica tiene mayores proporciones que nunca. Podría decirse que el acceso a un nivel no alcanzado hasta ahora, del peligro que los seres humanos representan mutuamente en sus unidades de supervivencia, o sea, sobre todo en los Estados, significa el paso a una nueva era. Podemos elegir entre una autodestrucción generalizada de la humanidad y la eliminación de actitudes que conducen a guerras como medios de dirimir los conflictos internacionales. La segunda alternativa requiere una mayor civilización. Requiere, sobre todo, más moderación que nunca en el tratamiento de conflictos sociales por parte de todos los implicados. Uno de los problemas a que esto nos enfrenta está el de que el desarrollo de las relaciones entre los seres humanos y las instituciones que las rigen, se realiza actualmente con mucha más premura y es mucho más laborioso que el desarrollo de las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza no humana, o sea, que el de los conocimientos tecnológicos y de ciencias naturales. Las dificultades que esto comporta empeoran todavía más por culpa de una tradición de la ciencia que se mantiene con idéntica fuerza a pesar de su evidente cuestionabilidad: la costumbre tradicional de considerar las relaciones de los seres humanos con la naturaleza no humana y las de los seres humanos entre sí en su evolución oral y mental como dos procesos totalmente independientes. Un pequeño ejemplo de esta tendencia a clasificar por separado los sucesos que nos rodean, lo hallamos en los representantes de los principales Estados militares de la actualidad, quienes creen que podrían llegar a acuerdos efectivos sobre el volumen de su depósito de armas y la índole de éstas, sin frenar al mismo tiempo su hostilidad mutua y analizar con gran celo la naturaleza de los conflictos y sus propias actitudes, que no cesan de incentivar la escalada de armamentos.

XXIII La hostilidad latente entre los dos Estados militares más poderosos de la actualidad incita continuamente a ambos a una característica deformación de los hechos. Los gobernantes suelen dar el tono al lanzar estas deformaciones y una parte considerable de la población las toma en serio y cree en ellas porque halagan su propia dignidad. En la esencia de los credos sociales de ambos bandos hay tina imagen idealizada de la propia sociedad y una imagen denigrante de la sociedad del adversario. Como en muchos otros casos, incluido el de protestantes y católicos, los seres humanos implicados ven una vez más la diferencia entre las instituciones sociales y las doctrinas de los estados capitalistas y comunistas como el contraste entre el bien absoluto y el mal absoluto. Predomina la impresión de que este contraste está basado como algo definitivo en la existencia de la humanidad; algo que duraría eternamente, según el mito en que muchos creen, si el bando propio, el bueno, no consiguiera la victoria sobre el mal absoluto del otro bando, el comunismo vencedor, el capitalismo vencedor se considera en este sentido la etapa final de la evolución humana, el ideal hecho realidad. En el ardor de la lucha, ciegamente enardecida por la dinámica de esta situación de anteguerra, muchos partidarios de los dos bandos son incapaces de pensar más allá de la victoria final de la propia doctrina social y su adaptación por toda la humanidad, incluso siendo conscientes al mismo tiempo de que el debilitamiento de todos los implicados al final de una tercera guerra mundial sería lo bastante grande para poner definitivamente en otras manos los papeles hegemónicos de Estados Unidos y la Unión Soviética entre los Estados del mundo. Tal como están las cosas, parece ser que las dos potencias hegemónicas enfrentadas entre sí sólo pueden seguir pensando, a pesar del cambio en las condiciones bélicas, por los cauces habituales. Así de fuerte es la dinámica de sus planteamientos. El comunismo victorioso, el capitalismo victorioso aparece como la etapa final. No se piensa más allá. Los gobernantes de ambos bandos sienten la necesidad de preparar a sus ciudadanos para una posible guerra. Si esta guerra llega, mucho dependerá para ambos bandos de la moral de los soldados, de la disposición de los propios grupos a arriesgar la vida por el bien de la propia causa. Esto obliga al esfuerzo preliminar de afianzar en los miembros del propio partido la fe en el bien absoluto de la propia causa y en el mal absoluto de la causa contraria. Podemos aceptar que las capas dirigentes de los dos grupos de Estados obran con toda honestidad. Es posible que estén imbuidos de una fe profunda en el bien absoluto de su ideal social y en el mal absoluto del ideal social contrario. Y esta fe, de signos opuestos, parece ser compartida por los grupos dirigentes y quizá también por amplios sectores de los dos bloques enemigos. Se trata de uno de los motores decisivos de la honda desconfianza entre los dos bandos, que juega un papel importante como impulsor de la escalada de armamentos tan difícil de detener. La actual estrategia argumentativa en defensa del comunismo o del capitalismo es, sin duda, como puede verse, bastante singular, puesto que conduce a una extraña mezcla de ideal y realidad. No siempre está claro, por ejemplo, si a los ojos de sus representantes la actual organización social

soviética corresponde ya a la realización del ideal comunista, es decir, si es una organización social comunista o si está en camino de serlo; y en este último caso sería interesante saber a qué distancia se halla de la realización de este ideal. Con el sistema social capitalista de gobierno parlamentario ocurre más o menos lo mismo. Nos hemos acostumbrado a hablar del mundo libre. No cabe duda de que está justificado decir que la población de los Estados parlamentarios puede llevar en general una vida individual más libre, con todos sus riesgos, que en los Estados dictatoriales. Sin embargo, hablar de una sociedad libre en el sentido absoluto significa exagerar un poco. Con esto quiero decir lo siguiente: a través de la constante idealización del propio orden social, frente a la difamación del orden social del adversario, se comunica la impresión de que el orden social del propio bando es efectivamente una etapa final, el ideal hecho realidad. Para disminuir la tensión, podría ser de utilidad distinguir con más cuidado del habitual entre la imagen ideal de una sociedad comunista y la sociedad real de la Unión Soviética, entre la imagen ideal de una sociedad parlamentaria capitalista y la sociedad que existe realmente en Estados Unidos. Así será más fácil poner en claro que ni el comunismo ni el capitalismo son la etapa final en la evolución de las sociedades humanas. Ambas son fases de una evolución que, con toda probabilidad, si la guerra no se inmiscuye, conducirá más allá de las formas sociales actuales, o sea, del capitalismo y del comunismo en el sentido que damos hoy a estas palabras, hacia otras formas de sociedad. Tal como hoy en día se nos presentan en la realidad, las dos sociedades, tanto la comunista como la capitalista, están llenas de manifiestas deficiencias necesitadas de reformas. No compensa en absoluto conjurar, a causa de las diferencias entre dos formas de sociedad, cada una de las cuales tiene sus ventajas e inconvenientes pero que en relación con las necesidades de los seres humanos que las han creado son todavía formas de convivencia muy imperfectas y transitorias, una guerra que ponga en juego el futuro global de la humanidad. Una cuestión totalmente distinta es preferir a la otra una de estas sociedades, después de establecer una comparación entre una sociedad comunista real y una sociedad capitalista real y de reconocer con plena imparcialidad sus deficiencias respectivas. Yo, personalmente, estoy convencido de que el sistema social occidental es muy preferible al oriental. Mis facultades, sean cuales sean, se habrían atrofiado si el destino hubiese querido que me quedara en la Alemania del Este, donde nací. Pero la pregunta que deben formularse todos, dondequiera que vivan, es ésta: ¿compensa destrozarse mutuamente la cabeza a causa de una filiación, sobre todo de una filiación emocional, a uno de dos sistemas sociales tan imperfectos o, mejor dicho, provocar el riesgo de una guerra nuclear mediante ataques continuos y enconados contra el otro bando? ¿Acaso no exige solamente este peligro en que todos nos encontramos una política de tolerancia? Aquí hablo, por consiguiente, lo repito una vez más, de algo a lo cual pueden aportar su contribución todas aquellas personas que sientan un interés activo por estos problemas. El peligro de una nueva guerra religiosa, una guerra entre partidarios de doctrinas sociales opuestas, es grande. El problema planteado estriba en cómo romper el círculo vicioso no sólo del armamento, sino también de hostilidad entre los grupos de seres humanos enfrentados; porque el armamento no entra en el círculo por sí solo. Es el miedo, el temor, la hostilidad abierta o encubierta de los grupos humanos lo que lo impulsa. Para esto, pues, hay que trabajar. ¿Qué ocurriría si los dirigentes de ambos grupos de Estados pudieran demostrar con la práctica que una de las dos formas sociales creadas por los hombres para los hombres es mejor que la otra? Esta pregunta puede sugerirnos tina idea tal vez utópica, una especie de experimento mental. ¿Y si los

dos grupos antagónicos concertaran un pacto en el que renunciaran a dirimir sus conflictos por medios bélicos y se comprometieran en cambio a competir durante los cincuenta años siguientes para demostrar cuál de los dos grupos de Estados era más capaz de procurar el bienestar, la Libertad y la igualdad de los seres humanos que los forman? Considero muy probable que en el transcurso del largo período de paz que se iniciaría para todos cambiarían considerablemente los sistemas sociales actuales. Me parece muy probable, por ejemplo, que en semejante caso de bienestar y educación crecientes de la población, la dictadura de los partidos comunistas se modificaría de manera muy notable, en el sentido de una mayor reciprocidad de los controles de gobernantes y gobernados, y también en Estados Unidos, la reciprocidad de estos controles, relativamente reducida por la singularidad del sistema electoral, evolucionaría en beneficio de los gobernados durante un largo período de paz caracterizado por el bienestar y la educación crecientes de la población. Ya he señalado que ninguna de las dos formas sociales, cuyos representantes luchan actualmente por la supremacía, es perfecto. En ambos casos se trata de fases en la evolución de la humanidad, que probablemente avanzará o retrocederá. Se pueden preferir las formas sociales y de gobierno occidentales a las del bloque soviético, pero no es indispensable que la preferencia por las formas de vida del mundo occidental implique hostilidad y desprecio por las formas de vida del bloque oriental. Para bien o para mal de la humanidad, es imprescindible, también en el caso de esta decisión, abogar por una mayor tolerancia hacia el otro bando, por el derecho de los países con gobierno comunista a elegir sus propio camino sin sentirse amenazados, con una limitación: esta actitud sólo puede echar raíces en los países occidentales si se trata de una actitud recíproca, si la población del bloque comunista trabaja asimismo para eliminar poco a poco la amenaza contra los países occidentales, sobre todo la ejercida a través de la propaganda revolucionaria. Una de las tesis de la ideología comunista es que las dificultades de los países soviéticos, y en especial la permanencia de una dictadura de partido, no pueden desaparecer por culpa de la hostilidad de los Estados Capitalistas y de la amenaza contra los Estados comunistas. Pero, precisamente, esto es lo peligroso de todos los ciclos de violencia, que siempre se trata de una hostilidad recíproca y que los sentimientos y acciones hostiles de ambos bandos se enconan mutuamente. La violencia del régimen zarista tuvo su contrapartida en la violencia de la Revolución rusa, y ésta en la violencia de las tropas contrarrevolucionarias en algunos países capitalistas. Ahora, sin embargo, este engranaje de hostilidades mutuas, de la amenaza mutua entre dos grupos de Estados de eliminarse el uno al otro con ayuda de la violencia militar, ha conducido a la humanidad a una situación límite. No es la primera situación límite internacional de esta índole, no es la primera escalada de violencia en una lucha por la hegemonía, pero quizá sea la última. No cabe la menor duda de que muchos intuyen actualmente la peligrosidad de esta escalada. La amenaza de una nueva guerra está en todos los labios. La juventud en particular sufre ante la perspectiva de tener que existir siempre a la sombra de la guerra nuclear. No presumo de conocer una salida. Lo único que puede hacerse como primera medida es explicar la trabazón, las tenazas con que se mantienen mutuamente inmovilizadas las dos grandes potencias. Pueden proponerse ideas que demuestren dónde está la llave con cuyo auxilio podrían abrirse las tenazas, paulatinamente, con paciencia y tenacidad. Esta llave no está en las armas; por muy útil y deseable que sea una limitación de armamento, no elimina el peligro. Está, naturalmente, en los propios seres humanos que necesitan las armas. Y aunque esto se sobreentienda, no siempre se dice con la claridad suficiente. El peligro estriba única y exclusivamente en la actitud de los seres humanos hacia sus semejantes. Si fuera posible eliminar la hostilidad y la desconfianza de los dos grupos de Estados, y en particular de sus clases dirigentes, el

peligro disminuiría. Como es natural, esto sólo tendría sentido si ocurriera al mismo tiempo en ambos bandos, lo cual sería sin duda un proceso lento. Requeriría un tiempo considerable. En Occidente se diría: «Que demuestren los soviéticos de lo que son capaces. Siempre afirman que su sistema social es el mejor. ¿Seguirán manteniéndolo cuando desaparezca la amenaza de la guerra? ». Y en los países del Este se diría: «Que demuestren los países capitalistas de lo que son capaces, también ellos afirman siempre que su sistema social es mejor que el comunista. ¿Seguirán afirmándolo durante un largo período de paz y en una competencia pacífica de los diversos sistemas de estado? Esto es lo que yo entiendo por desarme ideológico. De hecho, sólo requiere otro paso hacia delante de la civilización, una mayor tolerancia y moderación en las relaciones entre los diversos grupos de Estados. No digo que este cambio de actitud, y en especial un cambio de actitud simultáneo a ambos lados del muro, sea realizable. Sólo hago un diagnóstico. Sólo digo que el peligro de una guerra nuclear no es inevitable, que las generaciones futuras no están necesariamente condenadas a vivir en peligro constante de una guerra devastadora. No cabe duda de que es difícil para los dirigentes de las superpotencias, dueños y señores de grandes arsenales de armas, esconder las uñas. Pero no veo otro camino. En realidad, la cuestión es si este cambio de actitud, el comedimiento de los Estados en sus relaciones mutuas, es posible sin la trágica experiencia de una guerra.

XXIV Los problemas de los que he hablado aquí no se pueden apreciar con claridad si se miran desde una perspectiva a corto plazo, limitada al presente. Líe intentado mostrar lo que es visible en estos problemas cuando se contemplan en un contexto a largo plazo. Para terminar, permítanme volver una vez más a los problemas de la República Federal. Espero que también éstos se vean más claramente mirando más allá de lo cotidiano y abordándolos con cierta moderación. Tal vez así reconozcamos mejor que precisamente en la República Federal Alemana puede hacerse mucho para contrarrestar el desenfreno del delirio hegemónico que tan a menudo se manifiesta en uno u otro bando. La situación actual de la República Federal me recuerda a veces una historia que oí hace mucho tiempo y de la que sólo permanecen fragmentos en mi memoria. La historia trata de un grupo de personas que vivían en un gran palacio. Durante una guerra, el palacio se quemó y el grupo de sus antiguos ocupantes tuvo que guarecerse en tiendas. Se instalaron más o menos lijen en su ciudad de tiendas y al principio se sintieron casi satisfechos porque los más viejos les dijeron que las tiendas eran sólo un alojamiento provisional; esperarían la ocasión de reconstruir el palacio destrozado por la guerra. Continuaron viviendo en las tiendas mientras los jóvenes envejecían. Creció una nueva generación, que preguntó a los más viejos: « ¿Por qué hemos de vivir en tiendas? Podríamos construirnos aquí mismo una casa nueva». «No —contestaron los viejos—. Si nos construimos aquí una casa nueva y modesta, perderemos la ocasión de reconstruir el antiguo y hermoso palacio». Y así siguieron viviendo en tiendas generación tras generación. Celebraron el 40 aniversario del levantamiento de la ciudad de tiendas, luego el 50, el 60 y el 75. Los jóvenes preguntaban siempre: « ¿Por qué no podemos construir una casa nueva y sólida en vez de la ciudad de tiendas?». Y los ancianos respondían siempre: «No. Si construimos algo nuevo, perderemos el derecho a levantar un palacio sobre las ruinas quemadas del antiguo». Y así esperaron generación tras generación el día en que pudieran reconstruir el viejo y magnífico palacio. Tengo muchas veces la sensación de que sería bueno para el futuro de la República Federal darse cuenta de que poco a poco se ha convertido de hecho en una nación con sus propias tradiciones y su propia identidad. Entonces podría emprender toda una serie de tareas que es difícil llevar a cabo mientras en la República Federal se siga viviendo como en un campamento de tiendas provisionales. Hay muchas cosas que hacer. En la actualidad, la conciencia nacional de la República federal parece residir sobre todo en el fortalecimiento de la economía. Podría encontrar asimismo satisfacción en el hecho de que los alemanes federales han conseguido por primera vez crear un sistema de varios partidos que funciona a largo plazo. No obstante, quizá se vea con otros ojos cuando se ha vivido tanto como yo. Recuerdo muy bien la aversión con que mis conocidos nacionalistas hablaban del régimen parlamentario de la República de Weimar, el odio que sentían hacia aquellos charlatanes. «No podemos tener un régimen parlamentario en Alemania —decían—, no es alemán, sino algo impuesto por Occidente que no figura entre nuestras tradiciones». 1 oda vía lo recuerdo muy bien. Era cierto que no figuraba en la tradición alemana. Y ahora uno de los grandes méritos de este nuevo Estado, de la República Federal Alemana, es tener un régimen parlamentario que funcione de verdad; ahora, pues, se ha conseguido

después de una guerra, después de la amarga experiencia de semejante guerra, romper con determinadas costumbres. Si ahora se dejara por fin de contemplar a esta República Federal como algo provisional, si se la pudiera ver como realmente es: un nuevo Estado alemán del que puede esperarse que viva todavía muchas décadas de paz y bienestar, entonces sería posible crear a conciencia una tradición de humanidad en la República Federal de la que hoy existen ya muchos indicios, quizá porque ya está realmente en marcha el civilizador cambio de actitudes del que hablaba antes. Entonces también sería más fácil alcanzar lo que a veces llamamos la superación del pasado. Ya lo he dicho: Hitler y el recuerdo de todas las atrocidades que significa este nombre no desaparecerán de la historia alemana. Es difícil, sobre todo para la juventud, acabar con este problema si se contempla a la República federal como algo transitorio y no como un Estado alemán propio, con su cultura y sus tradiciones. Es muy extraño que se tenga la impresión de que con ello se renuncia a la posibilidad de un acuerdo con el otro Estado alemán. Si surge la oportunidad, si ambos lados desean y pueden encontrarse, no será ciertamente un obstáculo para semejante acercamiento que la República Federal haga lo mismo que ha hecho hace tiempo la República Democrática: considerarse a sí misma un Estado alemán con su cultura y su tradición propias y al mismo tiempo con la antigua tradición común alemana. Entonces quizá se comprendería mejor la importancia que tiene en semejante Estado el desarrollo de una cultura propia, el cultivo de la creatividad individual y, como he dicho, de la humanidad, así como, entre otras cosas, el desarrollo de actitudes más amistosas hacia otros grupos diferentes en el propio país y en otros países. Porque, si bien los países europeos, entre ellos el alemán occidental, no pueden compararse en potencia militar, ni por separado ni en conjunto con las dos grandes potencias actuales, no existe ninguna razón para que la población de los países pequeños no pueda realizar grandes cosas. La idea, muy difundida aún hoy, de que los Estados militarmente más poderosos tienen que llevar también la iniciativa en cuestiones no militares, sobre todo en humanidad o en capacidad creativa artística, científica y técnica, es una leyenda opresora. La propia leyenda, y la carga de la inferioridad que pesa demasiado a menudo sobre los súbditos de los Estados menos poderosos, pueden contribuir considerablemente a la paralización o incluso destrucción de su capacidad de rendimiento. Este peligro es especialmente grande en el caso de los numerosos Estados europeos, que en otro tiempo fueron Instados militares y hegemónicos de primera categoría. No sólo la República Federal, sino casi todos los Estados de Europa occidental viven hoy día a la sombra de un gran pasado. También ellos tienen que construir una casa nueva. Como herederos de su pasada grandeza, todos deben superar un pasado que les acosa con el recuerdo de haber perdido categoría en el mundo como nación. Este pasado que deben superar es muy diferente en cada caso. En el de los italianos y holandeses les impone una tarea distinta de la que presenta a los españoles o los suecos. Los descendientes de las antiguas naciones hegemónicas europeas, franceses e ingleses, se encuentran ante una tarea diferente en muchos aspectos y no menos difícil que la de los alemanes occidentales a la hora de superar su pasado. Sin embargo, al contemplar a Europa desde cierta distancia, se ve con bastante claridad la similitud del destino de los europeos. Se advierte que la Segunda Guerra Mundial trajo consigo un cambio más profundo en la situación de las naciones europeas que la guerra anterior. No sólo un único país europeo, sino todos los países de Europa han perdido en gran medida su posición de grupos dirigentes de la humanidad, de la que gozaron durante trescientos o cuatrocientos años.

Esta situación, como ya se ha dicho, no carece de peligro. Podría mencionar Estados que en el curso de varios siglos no se han sobrepuesto del todo a semejante pérdida, y por ello su capacidad de progreso ha sufrido, a mi juicio, un gran menoscabo. Pero la simple mención del problema debe bastar en este contexto; sólo pretende indicar una de las características comunes del destino europeo. Tengo la sensación de que al respecto la República Federal está en el buen camino. No hay que olvidar el pasado ni tampoco la tarea de su superación cuando se dirige la mirada con determinación hacia el futuro. Si lo hacemos así, veremos con mayor claridad la importancia de que en la República Federal se fortalezca con el tiempo esta convicción: he aquí un nuevo Estado alemán, un Estado más humano, cuyos miembros están capacitados para establecer un vínculo de unión con el espíritu de grupo de los Estados europeos. Si esta convicción se fortalece y con ella el sentimiento de la propia capacidad de progreso, no sólo en el terreno económico, sino también en todos los demás sectores de la convivencia humana, será más fácil, a mi juicio, que las nuevas generaciones de la República Federal, cuando contesten en el extranjero a preguntas sobre Hitler, puedan decir con cierta 'serenidad: « ¿Hitler? Sí, es cierto, sucedió una vez. Pero ahora somos diferentes».

Nota: * Este pequeño libro surgió durante la preparación de una conferencia sobre el mismo tema que fui invitado a pronunciar en la Universidad de Bielefeld el 8 de mayo de 1985. La transcripción de la cinta magnetofónica grabada durante la conferencia será publicada en el núm. 2 de las Bielefelder Universitatsgespráche. Tengo una deuda especial de gratitud con Rudolf Knijff por su ayuda en este trabajo. También agradezco la ayuda de Gottfried Mermelink. El volumen aparece en el marco de un proyecto editorial patrocinado por la Fundación FritzThyssen (dirección general: Hermann Korte, Ruhr, Universidad Bóchum) a la cual desearía expresar asimismo mi gratitud en este lugar.