El Secreto de La Vainilla

El Secreto de la Vainilla por Salvador Lozano Ilustraciones de Brenda Hernández Araujo Smashwords Edition Copyright 2008

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El Secreto de la Vainilla por Salvador Lozano Ilustraciones de Brenda Hernández Araujo Smashwords Edition Copyright 2008 Salvador Lozano Todos los derechos reservados conforme a la ley. This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each recipient. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return to Smashwords.com and purchase your own copy. Thank you.

A Delia y María.

1 La leyenda de Xanat Cuando yo era niño, una o dos veces al mes mi madre hacía un pastel ligero que llevaba unas gotas de extracto de vainilla. En cuanto destapaba el frasquito, el aroma del condimento se esparcía por la cocina, escapaba por la puerta y le avisaba a toda la casa que mamá estaba cocinando su postre favorito. A veces mi hermano y yo —si no estábamos jugando con nuestro perro Pirata o navegando en un barco de sillas por el mar de la sala— nos sentábamos a observarla cocinar. En más de una ocasión la oí decir, mientras dejaba caer las negras gotitas sobre la harina: Siempre hay que usar vainilla genuina, no cosas artificiales. Yo no sabía entonces qué quería decir mi madre, ni me imaginaba de dónde provenía aquel líquido oscuro que ella tanto apreciaba y que le otorgaba a sus postres un aroma y un sabor tan apetitosos. Andando el tiempo, he aprendido algunas cosas acerca de la vainilla. Entre ellas, ésta: que muchísimas personas de todo el mundo están de acuerdo con mi madre, y que en sus pasteles, helados, flanes, refrescos y perfumes sólo usan vainilla genuina, obtenida de su fuente natural. Y ya averigüé cuál es esa fuente. La vainilla se obtiene del fruto de una planta originaria de México. Su cuna es la región del estado de Veracruz donde hoy se asienta la ciudad de Papantla, que con justa razón ha ganado fama como “la ciudad que perfuma al mundo”. Dicha región sigue produciendo hoy en día la mayor parte de la vainilla mexicana. He aprendido también un poco de su historia y de la gente que la cultiva. Y aprendí su leyenda.

Supongo que te gustan las leyendas. A mí nunca deja de maravillarme cómo visten los pueblos toda clase de seres de la vida real con el ingenioso tejido de esas narraciones fantásticas. Hay leyendas de constelaciones, ríos, volcanes, reyes antiguos, animales, plantas y mil cosas más. Cada estrella y cada persona pudieran tener su leyenda. Esta es una de mis favoritas, la leyenda de Xanat. Había una vez una princesa que se llamaba Xanat. Bueno, unos dicen que se llamaba Xanat, y otros que Tzacapontziza, es decir, Lucero del Alba. Yo prefiero Xanat, por dos motivos. Primero, que Xanat es una palabra bonita y sencilla, que quiere decir flor en la lengua totonaca, la lengua que los habitantes de la tierra de la vainilla hablaban cuando llegaron los españoles. Segundo, que en esta lengua la vainilla se llama caxi xanat, flor recóndita. Ya verás por qué. Como sucede a menudo con las princesas de leyenda, Xanat fue desde pequeñita muy hermosa. Tan hermosa, que sus padres decidieron que no podrían entregarla en matrimonio a ningún mortal. Así que la consagraron al servicio de la diosa Tonoacayohua, señora de la agricultura y la subsistencia. Las jóvenes a ella consagradas tenían que mantenerse solteras y castas de por vida. Desde entonces, la princesa no tuvo mayor ocupación que llevarle flores y otras ofrendas a la diosa de la que dependía la vida misma de su pueblo. Sólo que, para cumplir con sus deberes, Xanat tenía que recorrer los campos y bosques cercanos al templo de su señora. Y así sucedió que un día, cuando Xanat andaba cazando tortolitas para la diosa, un joven príncipe de nombre Zkatan-Oxga, que quiere decir Venadito, la vio y se quedó prendado de ella. Zkatan-Oxga sabía muy bien que Xanat le estaba prohibida y que aun fijar sus ojos en ella podría costarle la cabeza. El voto de castidad de las muchachas consagradas a Tonoacayahua era rigurosísimo, y violarlo se castigaba nada menos que con el degüello. Pero el deseo fue más poderoso que la prudencia. El mancebo empezó a ir con frecuencia a los parajes que recorría Xanat, para espiarla escondido entre los arbustos y malezas. Una mañana ya no pudo contenerse. Salió de repente al encuentro de la princesa, le confesó su amor y, tomándola del brazo, la llevó hacia las profundidades de la selva. Xanat, debo decirlo, lo siguió de buen grado, quizá impresionada por la osadía y vehemencia del príncipe. No se habían internado mucho en lo espeso de la selva cuando apareció ante ellos un monstruo terrible que, vomitando fuego, los obligó a desandar sus pasos. Los dos enamorados pronto estuvieron de vuelta en las inmediaciones del templo de Tonoacayohua, donde ya los esperaban cuchillo en mano los sacerdotes de la diosa, que ni tardos ni perezosos los degollaron y les arrancaron el corazón. Los corazones todavía palpitantes de Xanat y Zkatan-Oxga fueron ofrendados a la deidad ofendida. Sus cuerpos sin vida, arrojados a un profundo barranco. Al poco tiempo, en el sitio donde los dos jóvenes fueron degollados y su sangre corrió por el suelo, las hierbas se marchitaron y se formó un claro. Meses después, brotó ahí un arbusto vigoroso que creció con rapidez y se cubrió de tupido follaje. Y luego, a su lado, creció un bejuco delgado, de intenso color verde, que se abrazó a él y trepó por sus ramas. Para la primavera, el esbelto bejuco dio unas flores delicadas, de color amarillo verdoso pálido. Las flores, como la tierna Xanat, no vivieron mucho; apenas unas horas, como el trágico idilio de los dos jóvenes príncipes. Pero fructificaron en unas vainitas delgadas que, una vez maduras, dieron a los aires un fino perfume. El mismo perfume que siglos después llenaría mi casa cada vez que mi madre abría su frasquito de negra esencia de vainilla.

2 El bejuco multiplicado La planta que da la vainilla es una orquídea tropical que crece sujetándose a los árboles. A las plantas que crecen de este modo las llamamos epifitas. Hay muchas especies de plantas epifitas. La próxima vez que vayas de paseo a un bosque o a un parque, búscalas en los troncos y las ramas de los árboles. A veces son meros helechos y musgos que forman jardines en miniatura sobre las ramas altas, donde pueden recibir la luz solar que difícilmente llega al suelo del bosque. A veces sus raíces o su follaje cuelgan por los lados de las ramas como la crin de un caballo salvaje, o escurren junto al tronco como una barba. A veces son plantas trepadoras, guías que serpentean en pos de la luz solar validas de sus raíces aéreas para asirse firmemente a la corteza de su socio más robusto. Llegan a tejer con las ramas de los árboles redes apretadas por las que a duras penas se cuelan delgados rayitos de sol. A veces, triste es decirlo, el abrazo de la epifita es tan vigoroso y envolvente que termina por ahogar al generoso amigo que le prestó su apoyo. No por nada a una de estas plantas, que crece en las selvas de Asia, se la conoce como la estranguladora. Por donde yo vivo, hay un parque en el que muchos de sus árboles crecieron medio torcidos, no sé por qué. En el verano, cuando más llueve, toda clase de epifitas se apretujan sobre los troncos inclinados, como abriéndose paso a codazos para conseguir los mejores lugares y sujetándose unas de otras para no resbalar por la mojada orilla. Algunas parecen a punto de precipitarse al vacío, y penden apenas de sus raíces. ¡Ah —pienso al verlas—, los jardines colgantes de Orizaba! Las plantas epifitas no son parásitas. Aunque muchas de ellas toman algo de agua y minerales de la superficie de las plantas que las sostienen, las epifitas fabrican sus propios alimentos. Para eso buscan la luz solar. Todas las plantas utilizan la luz solar como fuente de energía en un proceso que llamamos fotosíntesis, a partir del cual construyen su propio cuerpo, desde las raíces hasta la más pequeña de sus hojas. En la fotosíntesis, las plantas usan energía solar, que captan mediante pigmentos como la clorofila; agua, que absorben del suelo, de las superficies húmedas y aun del aire; y dióxido de carbono, gas que toman del aire a través de unos pequeñísimos orificios llamados estomas. Con esos tres ingredientes, las plantas fabrican azúcares. Con los azúcares y cierto número de minerales que obtienen del suelo, como nitrógeno, potasio y fósforo, las plantas elaboran una infinidad de compuestos orgánicos, como celulosa, almidones, grasas y proteínas, con los cuales construyen sus propios tejidos.

La fotosíntesis es una tarea literalmente vital. Toda la vida en nuestro planeta depende de ella. Fuera de unas cuantas bacterias y algas, las plantas son los únicos organismos vivos de la Tierra capaces de fabricar por sí mismos sus propios constituyentes orgánicos a partir de material inorgánico. Los organismos animales no podemos hacer lo mismo. Tampoco los hongos o la aplastante mayoría de las bacterias. Todos dependemos directa o indirectamente de las plantas para alimentarnos. No es que las plantas sean autosuficientes. En el gran ciclo de la naturaleza, tal como lo encontramos hoy en día después de una larga evolución, las plantas necesitan de los hongos y bacterias para sobrevivir. Son éstos los que descomponen la materia orgánica y liberan los minerales que las plantas necesitan. Hasta hay unas bacterias que viven en las raíces de plantas como el frijol y el garbanzo y se ocupan de fijar nitrógeno del aire, para bien de las plantas que les prestan alojamiento. Cosa más importante aún, la gran mayoría de las plantas se asocian íntimamente con hongos que colonizan sus raíces y se encargan de gobernar el ciclo de los minerales en el suelo y hasta de regular la humedad del mismo. El propio cuerpo del hongo, en forma de una multitud de larguísimos y delgados filamentos, se convierte en una prolongación de las raíces y absorbe agua y minerales para la planta, de la cual obtiene en pago los hidratos de carbono que él necesita para vivir. A esta sociedad de raíces y hongos benéficos se la conoce como micorriza (palabra que los científicos formaron a partir de dos términos griegos, mikes y rhiza, que quieren decir, precisamente, hongo y raíz). Muchos expertos piensan que, sin trabar alianza con los hongos para formar micorrizas, las plantas nunca hubieran podido propagarse por toda la Tierra. Pero las plantas son como las pilas de la vida en el planeta. Se cargan todos los días de energía solar para luego repartirla, principalmente en forma de alimentos, por todo el ecosistema terrestre. Sea que las consumamos directamente, sea que comamos la carne de un animal que se haya alimentado de ellas o de otros animales, las plantas siempre estarán al comienzo de esa intrincada red que une a unos organismos con otros por el estómago y a la cual llamamos cadena alimentaria. (Lo del estómago es sólo un decir. La mayor parte de los organismos vivos —plantas, hongos, bacterias, etc— no poseen estómago. Pero ciertamente todos tienen alguna manera de nutrirse.) Las plantas no sólo nos dan alimentos. Desde que empezaron a invadir la tierra las plantas también empezaron, como resultado de su actividad fotosintética, a oxigenar la atmósfera, y hoy día nos siguen dando el oxígeno que respiramos. Por cada molécula de azúcar que fabrican, liberan seis moléculas de oxígeno. Parte de la energía solar que absorben se queda almacenada en sus tejidos y nos la entregan cuando quemamos leña o carbón vegetal. Y, si es verdad que el petróleo se origina en restos de organismos que vivieron hace millones de años, entonces la energía que mueve nuestras fábricas y automóviles es energía del Sol que absorbieron las plantas de aquellos tiempos remotos. Las plantas nos dan también maderas, aceites y fibras como el algodón, el lino o el henequén, productos con los que hacemos botes y muebles, cocinamos, fabricamos telas y sogas. Nos dan sustancias medicinales. Y nos dan, asimismo, sustancias como los colorantes y las fragancias de sus flores, semillas y frutos. Sustancias como la vainilla.

La vainilla se obtiene de tres especies de orquídeas epifitas. La mayor parte la produce la orquídea originaria de México a la que los científicos conocen como Vanilla planifolia y que antes denominaban Vanilla fragrans. (Por cierto, estos nombres están en latín. ¿Te imaginas por qué? Luego te digo.) La familia de las orquídeas es una de las más numerosas del reino vegetal. Y de las más de 30,000 especies de orquídeas que hay en el globo, una buena parte son epifitas. La planta de la vainilla es un largo bejuco trepador. No es mucho más gordo que tu dedo pulgar, pero puede llegar a tener más de veinte metros. Más o menos cada diez o doce centímetros, tiene unos nudos de los que brotan hojas de color verde oscuro. En su base, el bejuco tiene unas cuantas raíces delgadas que no penetran mucho en el suelo y que a duras penas podrían sostenerlo; pero a lo largo del tallo le crecen raíces aéreas que le permiten aferrarse a la corteza de los árboles y trepar vigorosamente por sus troncos y ramas. Las raíces están envueltas en una capa de células muertas que se llama velamen y que chupa más agua que una esponja; esto ayuda al largo bejuco a mantenerse abastecido de agua a pesar de lo escaso y endeble de sus raíces terrestres. A los árboles que le sirven de sostén los llamamos tutores. Deben ser siempre árboles de raíces profundas, pues las raíces de la vainilla sólo pueden tomar nutrientes de la capa superficial del suelo, y no es deseable que bejuco y tutor compitan entre sí. Tradicionalmente, los árboles que se han usado de tutores para la vainilla son el capulín, el colorín (que en la región de Papantla se conoce como pichoco), el cocuite y el cojón de gato. El bejuco puede trepar por otros objetos, no sólo árboles. En el Museo de la Ciudad de Papantla, Teresita Tomás, la encargada, me mostró unos bejucos de vainilla que ella plantó en el patio y que han crecido cogidos de un muro. Para plantar la vainilla se usan esquejes. Son trozos de bejuco como de un metro de largo, cortados del extremo en crecimiento de una planta sana y que se plantan al pie del tutor. Si todo sale bien, cada esqueje se convertirá en un otro bejuco, una nueva planta de vainilla. Siempre que se usan esquejes para obtener plantas nuevas, sean de vainilla o de cualquier otra especie, se aprovecha una maravillosa cualidad de los organismos vegetales: poder dar descendientes a partir de ciertos tejidos vivos de la madre en lugar de semillas. Lo que hace el vainillero que planta un esqueje no es muy diferente de lo que hacía una amiga de mi madre, ya entrada en años, que se entretenía coleccionando violetas africanas. Cuando quería hacer copias de sus violetas, a veces para obsequiarlas a sus amistades, a veces para adornar otro rincón de su casa, cortaba una hojita sana, le hacía unas pequeñas incisiones con una navaja y la ponía en un platito con agua. Al cabo de unos días, en las incisiones crecían otras hojitas con algo de raíces por debajo, de hecho plantas en miniatura que aquella señora seleccionaba y sembraba luego en macetas. Tal vez tú has visto algo semejante. Una vecina o una tía le regala a tu mamá un pie o un camote de una plantita. Ella pone el cachito de vida vegetal en agua, en una maceta o directamente en el jardín, y al cabo de un tiempo tiene una nueva planta. A esta forma de reproducción de las plantas se la llama propagación vegetativa. Ocurre con enorme frecuencia en la naturaleza y es muy usada por jardineros y horticultores, que obtienen así plantas nuevas sin pasar por el proceso de germinación de semillas —a veces casi imposible en circunstancias normales—y con la ventaja de que las hijas serán el vivo retrato de su madre pues son, de hecho, trozos de ella.

Las plantas tienen en sus organismos regiones de crecimiento perpetuo, en las que las células recién nacidas, todavía indiferenciadas, pueden adoptar cualquier oficio que se les asigne. Esas regiones, llamadas meristemos, se hallan en las puntas del tallo y de las raíces, en los sitios donde la planta engorda, en bulbos y yemas, etc. En algunas plantas, como las violetas africanas, aparecen meristemos en los bordes de una herida. Además, los tejidos que se cortan de una planta por lo general no mueren de inmediato; en las condiciones apropiadas, pueden sobrevivir muchos días. Tienen vida vegetativa. Por eso se mantienen lozanas por un tiempo las flores que ponemos en un florero con agua y frescas las frutas en el refrigerador. Si una planta se multiplica una y otra vez por este medio, puede cobrar una longevidad extraordinaria. Una planta que se propaga por medio de sus bulbos prolonga su vida por cientos y miles de años, quizá en veintenas de bosques y jardines de medio mundo, pues el tulipán holandés que hoy florece en un jardín de nuestro continente es, de hecho, el mismo que floreció en Turquía hace varios siglos y cuyos bulbos fueran vendidos un día en Europa a precio de oro. Lo mismo puede decirse de la vainilla. La vainilla en cultivo se propaga exclusivamente por esquejes. Todos los plantíos de Vanilla planifolia que existen actualmente en el mundo se originaron en unos cuantos esquejes cortados de bejucos silvestres hace largo tiempo. Todos los que hay fuera de nuestro país se originaron en esquejes que se llevaron a Europa a principios del siglo XIX. Más de un botánico sospecha que toda la Vanilla planifolia que se cultiva actualmente fuera de México representa un solo individuo biológico, fragmentado y trasplantado miles y miles de veces; un clon, en el sentido estricto de la palabra. Toda la documentación histórica disponible tiende a sustentar esta fascinante posibilidad. Investigadores como el doctor Pesach Lubinsky, de la Universidad de California, vienen haciendo estudios de muestras de esas plantas para confirmarla científicamente. Los vainilleros se valen de la propagación vegetativa porque sembrar semillas de vainilla en los campos no tendría mucho sentido. Lo más probable es que no germinaran. La primera dificultad proviene de que—a diferencia de plantas como el maíz, el frijol o el aguacate — las orquídeas tienen la peculiaridad de producir semillas muy pequeñitas y desprovistas de reservas nutritivas, con apenas un embrión rudimentario. Si alguna vez te han dejado de tarea poner a germinar un frijol, habrás notado que la plantita puede crecer por muchos días y con bastante rapidez sin que tengas que proporcionarle nada más que luz y agua (comúnmente manteniendo húmedo el algodón en que pusiste el frijol al comenzar el experimento). Podría decirse que vive del aire, y es verdad hasta cierto punto, porque de él toma el dióxido de carbono necesario para realizar la fotosíntesis. Pero la semilla de frijol no contiene sólo el embrión que se convierte en la nueva planta. Las dos partes en que se abre cuando germina, llamadas cotiledones, son almacenes de sustancias nutritivas. Esto le garantiza alimento al embrión del frijol cuando inicia su crecimiento. Un frijol sembrado bajo tierra depende de estos recursos mientras la plantita no brote a la luz e inicie la fotosíntesis. Son muchísimas las plantas que, en ésa u otra forma semejante, ponen en sus semillas alimento para su descendencia. Un buen número de ellas —como el frijol, el maíz, las habas, el trigo, el arroz— las cultivamos justamente para comer sus semillas, cargadas de nutrientes. Las orquídeas producen cantidades ingentes de semillas, a veces millones en una sola planta, pero sólo relativamente pocas tienen la fortuna de convertirse en una nueva planta. En la naturaleza, la aplastante mayoría de las semillas de las orquídeas no pueden germinar a menos que encuentren por ahí un hongo amigo que les sirva de nodriza a los pobres embriones, de otro modo condenados a morirse de hambre.

Las semillas de la vainilla, sin ser las más pequeñas en la familia de las orquídeas, son prácticamente microscópicas: la mayoría miden entre 0.25 y 0.30 milímetros. Su cubierta exterior —testa la llaman los botánicos— es bastante dura, y les permite sobrevivir largo tiempo en el medio ambiente natural. Las semillas de la vainilla pueden permanecer en estado de latencia —es decir, vivas pero sin actividad metabólica perceptible—por varios años. Para germinar, las semillas tienen que dispersarse, muy probablemente con la ayuda del tubo digestivo de un murciélago, donde la dura testa sería semidigerida; luego, deben encontrar sus socios en el mundo de los hongos. Es creíble que así se propagara la vainilla silvestre en tiempos remotos y que todavía ocurra lo mismo en la espesura de las selvas. Desde los años treinta del siglo pasado se iniciaron experimentos para obtener plantas de vainilla a partir de sus semillas. El proceso es delicado en extremo y exige instalaciones especiales, genuinos laboratorios de biología, donde las semillas se hacen germinar en frascos con un medio nutritivo especial para no depender de la ayuda de los hongos. La temperatura y la cantidad de luz se regulan estrictamente. En los primeros experimentos, las semillas tardaban hasta siete meses en germinar y el porcentaje de éxito era en extremo reducido. Los experimentadores han refinado sus métodos y lo ultimo que supe es que ahora las plantitas tardan entre cuatro y seis semanas en brotar, y que el porcentaje de semillas que germina en bastante mayor. Conforme crecen, cada dos meses más o menos hay que transplantar a las sobrevivientes a frascos cada vez más grandes. Tardan cuando menos ocho meses en estar listas para plantarse en el suelo. Obviamente, esto resulta por ahora muy complicado y caro para el cultivo comercial de esta planta, aunque métodos semejantes se emplean para la reproducción de orquídeas ornamentales. Pero también se ha explorado otra idea: producir muchas plantitas in vitro (es decir, en condiciones artificiales creadas en el laboratorio) a partir de tejido meristémico del bejuco, técnica que también se concibió originalmente para producir orquídeas ornamentales. En la generalidad de las orquídeas, cuando germinan las semillas, el rudimentario embrión que contienen, constituido de unos cuantos cientos de células, forma una estructura tuberosa llamada protocormo, a partir del cual se desarrolla la planta completa. Se ha encontrado que ciertos tejidos de las orquídeas, si se los cultiva, son capaces de formar protocormos que pueden multiplicarse por tiempo indefinido o ser inducidos a regenerar una planta completa. Desde fines del siglo XX se probó si podría hacerse más o menos algo así con Vanilla planifolia. Se han cultivado trocitos tomados de los nudos, de las yemas, de las puntas de las raíces aéreas y de las puntas del bejuco en crecimiento, utilizando diferentes medios de cultivo, con varios grados de éxito. En uno de los trabajos más venturosos de micropropagación in vitro, efectuado en la India, se obtuvieron 42 brotes de una sola yema en solamente 134 días. En otro, se consiguió subdividir en varios ciclos sucesivos los brotes obtenidos, de modo que de un solo trocito de tejido vegetal se pueden obtener 250 brotes, de los cuales sobreviven por lo menos 50 plantitas nuevas. Y la cosa ya salió del laboratorio: en la India se está produciendo vainilla con bejucos así originados. 3 Al servicio de Xanat

En México, por ahora, el cultivo de la vainilla sigue dependiendo de la propagación vegetativa por medio de esquejes. Hay una larga serie de reglas, fruto de la experiencia, que se deben seguir para tener buen éxito. Xanat es una princesa exigente. Los esquejes se toman del bejuco en tiempo de secas, cuando la planta está aletargada. Deben tener cuando menos 75 centímetros de largo, un centímetro de grueso y consistencia recia. Se recomienda no lastimar o romper las raíces aéreas que sostienen al bejuco, pues esos mismos tentáculos se agarrarán al nuevo tutor. Antes de plantarlos, el vainillero tiene que estar seguro de que sus esquejes no están infectados con hongos nocivos, porque así como hay buenos socios, hay también viles parásitos, dispuestos a robar, devorar y matar. Éstos no sólo le darían muerte a la planta nueva, sino que podrían propagarse a todo el vainillal y acabar con él en un corto lapso. Por eso, los cultivadores más cuidadosos sumergen los esquejes por unos minutos en una solución fungicida antes de plantarlos. El esqueje de la vainilla se entierra un poquito en el suelo, no más de diez centímetros, al pie del árbol que será su tutor. Para estimularlo a formar raíces y darle nutrición a la planta, se pone en el hoyo una buena cantidad de materia orgánica. Ésta, al descomponerse, formará ese suelo rico y de color oscuro que se conoce como humus o mantillo, altamente nutritivo y que también contribuye a mantener estable la humedad en torno a las raíces. Aunque un tutor puede dar apoyo a varios bejucos de vainilla, lo acostumbrado es plantar no más de dos esquejes por tutor. Las plantas necesitan su espacio y no deben competir entre sí por nutrientes o por la luz solar. Además, si alguna planta se enferma, es muy fácil que contagie a las que estén próximas. Tradicionalmente, en un vainillal nuevo los tutores se plantan más de un año antes que los esquejes, dejando como mínimo metro y medio entre un tutor y otro, pero preferiblemente dos y, en ocasiones, hasta tres metros. Para que más adelante los trabajadores puedan pasar con facilidad entre los árboles, se dejan senderos en el sembrado, los cuales se conocen como calles. En tiempos recientes, algunas personas tuvieron la feliz idea de plantar vainilla en sus naranjales. El naranjo ha resultado un excelente compañero de la vainilla. Prospera en los mismos climas y condiciones que ésta, pero no compite con ella ni por recursos naturales ni por mano de obra, pues sus cosechas se recogen en épocas diferentes. Los naranjos, que de por sí se plantan espaciados en esmeradas cuadrículas, simplemente le dan sostén al bejuco y lo ayudan a recibir la cantidad adecuada de luz solar. El agricultor se beneficia de tener dos cultivos en el mismo espacio en que antes sólo tenía uno. Dependiendo de la distancia que se escoja mantener entre las plantas, en una hectárea de terreno pueden plantarse entre 2,000 y 6,000 esquejes, sostenidos por entre 1,000 y 3,000 tutores. (Recuerda: una hectárea es una superficie de 10,000 metros cuadrados. Si es de forma cuadrada, medirá 100 metros por lado.) La verdad es que, observando ciertas reglas, se podrían plantar mucho más bejucos en el mismo espacio. En cultivos experimentales se han llegado a plantar más de 16,000 esquejes por hectárea, con buenos resultados. Ello es posible porque en un cultivo experimental los agrónomos tratan de controlar estrictamente todos los factores que intervienen en el ciclo de vida de la planta, a fin de obtener el máximo rendimiento posible de ésta. La productividad de ningún cultivo depende de un solo factor. Si una planta tiene luz suficiente, quizá aún le falte agua en ciertos momentos, o bien, es posible que disponga siempre de agua suficiente, abundante luz solar, temperaturas favorables, y sufrir, no obstante, de falta de nitrógeno o fósforo en el suelo.

Los ingenieros agrónomos se ocupan de averiguar cómo aportarle a los cultivos, en cantidad y forma óptimas, los varios elementos que intervienen en su desarrollo—agua, luz, minerales, temperatura, etc—y de refinar los métodos de cultivo para que la planta aproveche al máximo dichos ingredientes. Los cultivos experimentales le permiten a los agrónomos comprobar qué es lo mejor para cada planta, o qué plantas son las mejores para las condiciones de un determinado lugar. A partir de ese conocimiento, pueden aconsejarle a los cultivadores qué hacer para obtener mayores rendimientos de sus cultivos, por planta y por superficie trabajada. Siguiendo las técnicas que vienen puliendo los agrónomos, los vainilleros podrían al menos triplicar la cantidad de esquejes que plantan por hectárea. Y podrían asimismo controlar otros factores para sacarle el máximo rendimiento a cada bejuco. Algunos han empezado a hacerlo. Por ejemplo, en vez de usar árboles como tutores, hacen trepar sus bejucos por cañas de bambú, que se pueden plantar mucho más cerca unas de otras. Como ya no cuentan con el denso follaje de los tutores tradicionales para regular la cantidad de la luz solar que reciben sus bejucos, utilizan varios tejidos y mallas, con los que erigen una estructura que recibe el nombre de casa sombra y que imita el dosel que en las selvas protege al bejuco del exceso de luz solar. En la casa sombra, la planta ya no depende del suelo, pues los nutrientes los toma de la materia orgánica que se pone a disposición de su raíz en un sustrato especial. Dicha materia orgánica provee no sólo nutrientes, sino los hongos benéficos de los que dependerá la orquídea toda su vida. La temperatura, la humedad y otros factores se controlan con mayor facilidad. En las mejores casas sombra, los bejucos se riegan por aspersión y se instala una cama especial de filtrado para evitar que se acumule el agua. Por supuesto, en todo esto entra en consideración un factor importantísimo: la mano de obra, el enorme esfuerzo humano que demanda este cultivo, en el que hasta ahora muy pocas cosas se hacen con ayuda de máquinas. Incorporar técnicas agrícolas que ahorren mano de obra y generen mayor producción en menos tiempo, le ayudará a los vainilleros mexicanos a abatir los costos del cultivo. Hazte una idea. Plantar a mano, digamos, 3,000 o 4,000 esquejes para iniciar un vainillal tradicional es ya una tarea formidable. Y es apenas el principio de una sucesión de actividades que consumirán año con año esfuerzos colosales. Una vez establecidos, los bejucos crecen entre 50 y 100 centímetros al mes. Conforme crecen, es común podar los tutores para garantizar que las plantas reciban suficiente luz solar, aunque no tanta que las queme. La idea es imitar en lo posible las condiciones de la selva. Por lo general, mientras más juntas se coloquen las plantas, más severa o más frecuente tendrá que ser la poda. También hay que quitar las malezas, esas abusivas que nunca faltan a la fiesta a la que nadie las invitó. Como buenas gorronas, vienen casi siempre mal vestidas, con espinos cortantes y flores de lo más feo, pero, eso sí, dispuestas a engullirse los nutrientes de nuestros cultivos y jardines. En las calles, la limpieza se hace con azadón; al pie del tutor las intrusas se arrancan cuidadosamente a mano, procurando no lastimar las delgadas raíces de la vainilla, que crecen entre la materia orgánica. Muchos vainilleros encausan las guías. Primero, cuando éstas han alcanzado cierta altura — digamos, la primera horqueta de las ramas del tutor—las obligan a crecer hacia abajo, para que toquen el suelo y formen más raíces, lo cual se estimula cubriendo la punta del bejuco con abundante materia orgánica. Luego, las orientan otra vez hacia arriba. La operación se repite varias veces a lo largo del crecimiento de la planta.

Esta práctica resulta en una planta más vigorosa, más resistente a las enfermedades, más productiva y, también, más al alcance de la mano, cosa muy importante a la hora de trabajar en ella o cosechar los frutos. Eso aparte de que el tutor se ve de lujo, completamente vestido con las hojas de la vainilla. Otra pesada tarea del vainillero es combatir enfermedades. Los peores enemigos de la vainilla son los hongos del género Fusarium, que provocan la pudrición de la raíz y el tallo. Les siguen los del género Collectotrichum, que provocan una enfermedad llamada antracnosis, palabra que esencialmente quiere decir ennegrecimiento (viene de la palabra griega ánthrax, que quiere decir carbón). La enfermedad se ve cómo unas manchas hundidas de color café en el bejuco, las hojas jóvenes, las flores y el propio fruto. Cuando esto último ocurre, los vainilleros dicen que los frutos están “pintos”. Los hongos son organismos que prosperan en lo mojado. Viven en medios húmedos —terrenos encenagados, pies sudorosos, el interior de algunas células—y se alimentan por absorción. Los del género Fusarium atacan a la vainilla cuando se encharca el suelo. Los que provocan la antracnosis aprovechan la temporada de nortes, cuando abundan las lloviznas frías, sobre todo a mediados de enero. También hay varios virus que afectan a la planta, como el mosaico de la vainilla. Cuando una planta se enferma de cualquiera de estos males, el vainillero no tiene más remedio que eliminarla lo antes posible, no sea que contagie a otras. Por lo general se pueden reemplazar las plantas enfermas con esquejes tomados de bejucos sanos. Los vainillero tienen también que luchar contra los parásitos. El más temible es la chinche roja, que chupa la savia del bejuco, las hojas y los frutos. Para muchos cultivadores, este insecto es el enemigo número uno de la vainilla. La única defensa en su contra es aplicar insecticidas y eliminar las hojas afectadas, tarea que puede volverse casi constante en algunas temporadas. En la época de floración, se presenta otro enemigo peculiar: las chachalacas. Estas aves, una especie de gallinas flacas pero mucho más ruidosas, se comen las flores tiernas. Una parvada de chachalacas hambrientas puede devorar docenas de flores en un almuerzo. El técnico Juan Pérez Atzín, del Consejo Veracruzano de la Vainilla, me relató que su abuelo, como muchos otros vainilleros totonacos, cazaba a las chachalacas con escopeta y que él lo acompañó muchas veces en esta labor siendo niño. Obviamente, las casas sombra eliminan muchos problemas y ahorran trabajo. Para empezar, ya no hay que podar tutores. Eliminar malezas se reduce prácticamente a cero, aunque, por otra parte, es de rigor encauzar las guías en las estacas de bambú, para aprovechar al máximo el espacio. La casa sombra facilita también agregar materia orgánica y regular la cantidad de agua que reciben los bejucos. Otro de los beneficios que han traído las casas sombra es que, cuando cuentan con instalaciones para evitar la acumulación de agua, eliminan el factor principal que favorece el ataque de los hongos nocivos. Si en un futuro no muy lejano los métodos de cultivo más modernos se combinaran con la micropropagación in vitro, la producción vainillera mexicana podría crecer enormemente con costos muchísimo menores. Las chachalacas… bueno, tendrán que ir a buscar su almuerzo a otra parte. 4

La flor, la abeja y el esclavo Marzo. En todo el hemisferio norte se siente ya llegar la primavera. Soplan los últimos nortes en el golfo de México, empieza a haber noches calurosas, y los cornejos, quizá los árboles más vistosos de la temporada, se cubren de flores rosadas. En los vainillales, las plantas saludables que han alcanzado por lo menos dos años y medio de edad, y algo más de veinte metros de largo, empiezan a florecer. Los bejucos jóvenes dan muy pocas flores. Una planta de vainilla alcanza su mejor momento a los siete u ocho años, y se mantiene en ese nivel por cuatro o cinco años más. Después su vigor empieza a declinar poco a poco, y cada año da menos flores. A la larga, los bejucos que envejecen y pierden productividad tienen que reemplazarse. Las flores de la vainilla, de color amarillo verdoso, brotan en racimos. Inflorescencias racimosas, dicen los botánicos. Los vainilleros los llaman macetas. Cada bejuco produce hasta quince macetas, a veces un poco más; y cada maceta llega a tener hasta veinte flores. Los vainilleros de Papantla han observado que el comienzo de la floración y, sobre todo, la abundancia de flores dependen de cómo haya sido el invierno. Si la temperatura ambiente se mantuvo muy pareja, la floración será más bien pobre; pero si hubo variaciones grandes de temperatura, habrá flores en abundancia. Dicen también que los cambios de temperatura influyen en el sabor de la vainilla. Si hubo algunos días de frío extremo, el sabor será más fino. Para los vainilleros, la primavera representa otra época de intenso trabajo, que durará buena parte de marzo, todo abril y, a veces, hasta los primeros días de mayo. Las flores de la vainilla son efímeras. Cada mañana, aquí y allá, se abrirán una o dos flores, para vivir apenas unas horas, no más allá del mediodía. Pero la flor que se fecunde en ese breve lapso producirá al cabo de unas semanas su fruto: una carnosa vaina verde que, correctamente tratada, nos entregará al final su fragante esencia. Como ocurre con casi todas las orquídeas, las flores de la vainilla son hermafroditas. Esto quiere decir que cada flor posee órganos reproductores tanto masculinos como femeninos. No todas las flores son hermafroditas. Muchas especies vegetales, incluso una que otra orquídea, dan flores masculinas y femeninas separadas, sea en la misma planta, sea en plantas distintas, macho y hembra. Por poseer todos los órganos reproductores, a las flores hermafroditas se las llama también flores completas o perfectas. Las flores hermafroditas son más o menos como se ve en el dibujo.

Los órganos masculinos son los estambres, en cuyo extremo se localizan las anteras. Es en éstas donde se concentra el polen, ese polvito amarillo y pegajoso que se te queda en los dedos cuando las tocas. El órgano femenino es el pistilo, en cuyo extremo superior encontramos el estigma y al fondo del cual se ubica el ovario. En éste se esconden los óvulos, las futuras semillas. Para que haya fecundación, primero tiene que haber polinización, es decir, el polen deberá pasar de las anteras al estigma. De que esto ocurra se encargarán el viento, los insectos, los pájaros, a veces el hombre. Una vez que un grano de polen llega al estigma de una flor de su misma especie —o de parentesco muy cercano—, recibe el estímulo de ciertas sustancias bioquímicas y germina. Produce un finísimo tubo, llamado tubo polínico, que se abre paso a lo largo del pistilo hasta alcanzar el ovario. A veces es toda una hazaña. Hay flores en que los tubos polínicos tienen que penetrar varios centímetros, distancia que equivale a cientos de veces el diámetro de los minúsculos granos de polen. Claro que para eso tienen sus recursos: conforme avanzan, los tubos polínicos secretan sustancias que, de hecho, digieren el tejido del pistilo. Cuando los tubos polínicos penetran por fin en el ovario, descargan en él los núcleos del polen para fertilizar los óvulos. Hecho esto, la flor ha quedado fecundada o, como también se dice, fertilizada. A partir de ese momento, en las profundidades de la flor ocurre toda una serie de transformaciones encaminadas, en resumidas cuentas, a producir cierto número de semillas. En ellas estarán contenidos los embriones de futuros individuos de la especie. En muchas plantas, los tejidos de la flor que rodeaban a los óvulos se convierten en una envoltura protectora y nutritiva que puede venir en todas formas, colores y tamaños. Es el fruto. Las naranjas que exprimimos para el desayuno crecieron a partir de los ovarios de otras tantas flores de azahar. Fresas, manzanas, jitomates, chiles jalapeños, duraznos, ejotes, limones: todos fueron flores o partes de flores, y aun grupos de flores, que llegan a nuestra mesa gracias a un proceso semejante de fertilización. (Hay algunas especies que nos dan susfrutos sin necesidad de polinización. Ejemplos: la piña, la naranja ombligona, el plátano.)

Del mismo modo, las vainitas olorosas de las que se obtiene la esencia de vainilla fueron otrora los ovarios de las pálidas orquídeas del vainillal, y para que esas vainitas existan, las flores de las que salieron tuvieron que fertilizarse. Sólo que, como ocurre con la generalidad de las orquídeas, la flor de la vainilla, a pesar de ser completa, no puede polinizarse por sí misma. Sus órganos reproductores están bastante juntos, unidos en una columna central llamada ginostemo, pero el polen no se desprende con facilidad de las anteras, pues en vez de presentarse en gránulos sueltos como ocurre en otras flores, forma una sola masa grumosa, llamada polinio. Para colmo, una fina membrana, el rostelo, le estorba el paso al estigma. La polinización de las orquídeas es casi siempre tarea de insectos que, al tratar de obtener alimento de la flor, con sus movimientos se encargan de desprender el polinio de las anteras y hacerlo entrar al estigma, ya sea de la misma flor o de otra a la que lo llevan pegado a su cuerpo. Dicen por eso los científicos que se trata de una polinización entomófila, palabra que han formado con dos raíces de la lengua griega: entomos, que quiere decir insecto, y philía, que quiere decir amistad o afinidad. Muy acertado. A lo largo de su evolución, un gran número de orquídeas ha establecido una singular relación amistosa con los insectos que las polinizan. Cierta especie de insecto atiende con exclusividad a cierta especie de orquídea; después de miles y miles de años de adaptación mutua, ya ningún otro bichito puede encargarse de la tarea pues planta e insecto han terminado por hacerse el uno para el otro. Por servicios tan especializados, sería de esperarse que el animalito reciba la paga acostumbrada, a saber, néctar y polen. Pero las orquídeas tienden a ser mentirosas e ingratas. Algunas de plano no le dan nada por su trabajo al insecto polinizador, que acude a ellas engañado por su aroma o su llamativa apariencia; otras lo premian apenas con un poquitín de seudopolen estéril o de néctar. No lo he comprobado, pero tengo la impresión de que las orquídeas, entre más copetonas y perfumadas, más avaras. Es frecuente oír y leer que el insecto polinizador particular de la flor de la vainilla es una abeja oriunda de nuestro continente, buena productora de miel y carente de aguijón, que los científicos conocen como Melipona beechei y que los vainilleros llaman sencillamente abeja melipona. La melipona parece un buen candidato, pues subsiste en los mismos climas tropicales en que prospera la vainilla. No son pocos los botánicos en desacuerdo. Aseguran que la fama de la melipona le viene de que casi todo el mundo repite un dato falso generado por error hace un par de siglos. El verdadero agente polinizador de la vainilla —nos informan— es la abeja Euglossa viridissima, perteneciente al grupo de las llamadas abejas de las orquídeas. Los machos de estas abejas tienen la peculiaridad de que van a las flores no sólo a recoger néctar, sino también a perfumarse. Euglossa viridissima es nativa de México y América Central. Es de color verde metálico muy brillante. Y le encantan las orquídeas. Cualquiera que sea el verdadero insecto polinizador, éste ha mantenido vigente por milenios el ciclo reproductivo de la vainilla silvestre, y podemos estar seguros de que de su amistad con la planta dependían los antiguos habitantes de México para obtener las apreciadas vainitas. De hecho, hasta mediados del siglo XIX no hubo ninguna otra forma de polinización de la vainilla. Para entonces, la fama de la vainilla de Papantla se había extendido por el mundo, y la demanda crecía de modo sostenido, sobre todo en Europa. Muchos trataron entonces de aclimatar el bejuco a otras tierras que ofrecían condiciones tropicales parecidas a las del norte de Veracruz, pero sin éxito. Sus esquejes prendían y crecían; muchas de sus plantas sobrevivían y hasta daban flores; pero nunca fructificaban. Les faltaba un pequeño detalle: la abeja polinizadora.

Las cosas cambiaron a partir de 1841, cuando un ingenioso esclavo de nombre Edmond Albius, que vivía en la isla francesa de Bourbon, descubrió un método de polinización manual. La isla está situada en el océano Índico; es volcánica y tiene un clima tropical, caliente y húmedo, semejante al de nuestras costas del Golfo. El principal producto de la isla era la caña de azúcar. Un horticultor de apellido Marchand introdujo la vainilla a la isla en 1817. Los esquejes de vainilla prendieron en su suelo sin mucha dificultad, pero nunca daban fruto. Se dice que el amo de Albius, un hacendado azucarero de nombre Ferreol Bellier Beaumont, conseguió mantener con vida un bejuco de vainilla por casi veinte años, aunque la planta era improductiva. Una mañana, Bellier Beaumont se quedó boquiabierto al encontrar dos frutos creciendo en el bejuco. Albius, por entonces apenas adolescente, le dijo que él había fertilizado las flores y le explicó cómo. El colono francés envió al muchacho a visitar todas las grandes haciendas de la isla para enseñarles a otros esclavos a polinizar las flores de la vainilla. Lo hizo muy bien. Al poco tiempo, los vainilleros de Bourbon aprendieron, asimismo, a beneficiar los frutos para exportarlos, y la vainilla pasó a ser el producto de exportación más importante de la isla, dejando al azúcar en segundo lugar. Para 1898, la isla despachó casi 25 toneladas de vainas a Francia. Hay que ser justos: está documentado que el botánico belga Charles Morren, que investigaba el asunto en un laboratorio de la ciudad de Lieja, descubrió la polinización manual unos años antes que Albius. Las fuentes ubican su descubrimiento en 1836. Pero el descubrimiento de Morren no tuvo consecuencias prácticas, quizá porque el científico trabajaba muy al norte de las latitudes en que se cultiva la vainilla, y en esa época no había internet ni mensajes instantáneos; ni Morren ni Albius estaban en Facebook. Fue a partir del descubrimiento de Albius cuando la polinización manual se empezó a aplicar en Bourbon (Reunión), Mauricio y Madagascar, a la sazón posesiones de Francia, y de ahí se difundió mundialmente. En 1848 hubo una revolución en Francia. El gobierno revolucionario de París abolió la esclavitud en todas las posesiones francesas. La isla de Bourbon pasó a llamarse Reunión, y sus 62,000 esclavos, la mayoría de los cuales trabajaban en haciendas azucareras y vainilleras, fueron emancipados. Entre ellos estaba Edmond Albius, el descubridor del método de polinización manual al que muchos colonos franceses debían su prosperidad. Albius nunca recibió recompensa alguna por su descubrimiento. Hubo quienes dijeron que había sido algo casual, que era sencillamente imposible que un mero esclavo hiciera semejante descubrimiento, tal como aún ahora hay quienes creen imposible que una mujer o un negro alberguen en su mente ideas brillantes o en su corazón sentimientos elevados. Después de la emancipación, el joven fue a trabajar como sirviente de cocina en la capital de la isla. Fue acusado de robar unas joyas y condenado a diez años de trabajos forzados. Su antiguo amo le escribió al gobernador para pedirle que fuera clemente con su ex esclavo. Le recordó que Edmond le había ayudado a ganar mucho dinero a la isla, y manifestó su opinión de que, tal vez, si se le hubiera dado alguna pequeña recompensa, nunca se le hubiera antojado robar. Albius fue liberado a los cinco años. Murió en la pobreza en 1880. Cien años después, en 1980, el alcalde de la comarca en que vivió Albius hizo levantar un pequeño monumento a su memoria en la parada de autobús vecina a la hacienda de Belle Vue, donde el joven hizo su descubrimiento. Hay también una escuela que lleva su nombre. El método que descubrió Albius es el que aún se sigue universalmente. Con un palito puntiagudo y humedecido, por lo general de bambú, se rompe la membrana que separa los órganos masculinos de

los femeninos y se hace al polen entrar en contacto con el pistilo. Suena sencillo, pero me consta que exige una gran habilidad. Aunque el método fue ideado en el extranjero y los primeros en utilizarlo fueron competidores de los vainilleros mexicanos, en pocos años llegó a nuestro país. Se cuenta que lo trajo una familia francesa que, mediante la polinización manual, aumentó muchísimo el rendimiento de su plantío. Los franceses fueron acusados de robar a sus vecinos, que no se explicaban cómo podían producir tanto. Para librarse de la acusación, los franceses no tuvieron más remedio que revelarle el flamante método a los vainilleros mexicanos. Hoy en día, en todos los vainillales del mundo la polinización se hace a mano. Las abejas, en todo caso, se encargan de las pocas plantas que crecen silvestres en lugares recónditos de nuestras selvas. Se entiende que no sea fácil comprobar a qué especie pertenecen los bichitos polinizadores. En el norte y el centro de Veracruz, cientos de jornaleros son contratados todos los años en la época de floración para polinizar a mano la vainilla. La gran mayoría son mujeres de la etnia totonaca. Cada primavera se las ve llenar los vainillales desde la madrugada hasta el mediodía, con sus frescos trajes blancos que resaltan entre el verdor de la vegetación. En cada inflorescencia se polinizan cuatro o cinco flores, nada más. La idea es concentrar en esas pocas flores toda la energía que el bejuco lleve hasta el racimo. A nuestros ojos, el éxito de la maniobra se manifestará a los tres días: si hay fecundación, los pétalos se mantienen en su lugar, protegiendo al ovario; si no, sencillamente se desprenden y la flor desaparece junto con las que no se polinizaron. Fuera de nuestra vista, en lo recóndito de la flor, se ha iniciado el maravilloso proceso de formación del fruto. 5 El último estirón… o casi Hace ya más de cuarenta años que visité Papantla por primera vez. Un compañero de estudios había hecho amistad con un muchacho holandés que estaba estudiando en México y que quería visitar las ruinas de El Tajín. Yo tampoco las conocía. Mi amigo, que ya había estado ahí, se ofreció a servirnos de guía. El día convenido, salimos del Distrito Federal lo más temprano posible, con la intención de llegar a Papantla a media tarde. Pero nuestro autobús se descompuso y tuvimos que esperar otro por más de dos horas. El segundo autobús no llegó a descomponerse, pero tosía, respingaba y a cada rato parecía que se iba a quedar parado. Total, que llegamos a Poza Rica al anochecer. Mis dos compañeros eran rubios y altos, mientras que yo era y sigo siendo bastante bajo de estatura; así que llamábamos la atención. No faltaron quienes me preguntaran si mis compañeros eran unos turistas gringos a los yo servía de guía. Siempre respondíamos a esto con guasas. A quien trataba de hablarle en inglés, el holandés le respondía en su idioma y luego, cuando la otra persona mostraba su desconcierto, la saludaba amablemente en español, que dominaba bastante bien, y le aclaraba de dónde provenía. También aclarábamos que el verdadero guía del grupo era mi condiscípulo, cosa que la gente no creía y simplemente tomaba como otra broma. Así las cosas, unos alegres estudiantes de Poza Rica que conocimos en la calle y a los que les cayeron bien nuestras guasas nos invitaron un refresco. Estuvimos conversando con ellos largo rato

y, cuando al fin salimos de Poza Rica a Papantla en un camión de segunda, era ya bastante tarde. Nos hospedamos en el primer hotelito que encontramos y nos echamos a dormir. Fue a la espléndida mañana siguiente cuando recorrimos una de las poblaciones más lindas que he conocido en mi vida. La ciudad era notablemente más pequeña que en la actualidad y muchos elementos que hoy la distinguen no existían todavía, entre ellos el formidable mural escultórico que desde 1979 adorna la plaza principal, junto a la catedral de la Asunción. (Dicho mural es obra del maestro Teodoro Cano, reconocido pintor y escultor papanteco, fundador del Museo de la Ciudad. Colaboraron en su ejecución los artistas Lorenzo Rivera Díaz, Ambrosio Contreras García y José Vidal Espejel.) Tampoco había abierto sus puertas el Museo de la Ciudad, lugar agradabilísimo en el que, en mis visitas de años recientes, he encontrado solaz a la par que valiosa información. En cambio, nos tocó contemplar un espectáculo que hace ya muchos años no se ve: por todas partes, en plena calle, había tendidos de vainilla puesta a secar al sol sobre mantas extendidas en tarimas y petates. Confieso que al principio ni siquiera me imaginaba de qué producto se trataba, y me hacía cruces al respecto. No, no se parecía para nada al café recién despulpado que había visto asolear en forma parecida en la sierra de Zongolica. Pero alguien dijo entonces “vainilla”, y algo se conectó en mi cerebro: claro, era la famosa vainilla de Papantla. El fruto de la vainilla alcanza su tamaño máximo más o menos 45 días después de la fecundación, pero tiene que dejarse madurar un largo tiempo en el bejuco. Idealmente, de la fecundación a la cosecha deberán transcurrir alrededor de nueve meses, y ya se han dictado leyes y reglas para evitar que el fruto se recoja prematuramente, como antaño ocurría. La temporada de cosecha empieza oficialmente el 10 de diciembre de cada año, fecha en que los vainilleros pueden empezar a vender la vaina en verde. Conforme se acerca este término, los vainilleros empiezan a vigilar atentamente las vainas, en espera de los primeros signos de sazón. Se sabe que los frutos están listos para la cosecha cuando sus bordes, antes angulares y marcados, se han redondeado, y las puntas muestran una leve pincelada de amarillo. Fuera de eso, las vainas deben mantener un color verde brillante, muy semejante al de toda la planta. Y, cosa importantísima, no deben haberse abierto todavía. Los frutos de la vainilla tienen a todo lo largo unas costuras que se abren cuando maduran, como los ejotes o los chícharos, con la única diferencia de que los frutos de la vainilla, en vez de dos costuras, tienen tres, y que se abren muy poco a poco, empezando por la punta. Si una vaina ha empezado a abrirse, ya maduró más allá de lo deseable. Sirviente del imperativo de multiplicación de la especie, el fruto tiene un calendario ineludible. El vainillero tiene que ceñirse al mismo y ser igualmente preciso: adelantarse a la apertura de las vainas, pero no demasiado. Al principio hay pocas vainas maduras y bastará ir a cosechar una o dos veces a la semana. Cuando la maduración llega a su pico, hay que trabajar todos los días. Cosechar ocupa a los vainilleros más o menos de los primeros días de diciembre a los primeros de enero. Cada planta producirá entre 500 gramos y un kilo de vaina en verde. Un vainillal de una hectárea puede producir alrededor de dos toneladas. Cuando se cosechan, las vainas no huelen para nada a vainilla. El fruto exige todavía otro laborioso proceso antes de cedernos su perfumada esencia. A este proceso lo llamamos beneficio. En ocasiones, el propio vainillero se encarga, al menos en parte, del beneficio de sus vainas. En años recientes, algunas asociaciones y empresas se han dado a la tarea de realizar todos los pasos de la producción, desde plantar los bejucos y fecundar las flores hasta beneficiar los frutos y obtener el

extracto de vainilla. Pero todavía en la mayoría de los casos, los vainilleros venden la cosecha a los beneficiadores. Como los vainillales están dispersos en una región más o menos extensa, los beneficiadores compran la vainilla por medio de agentes acopiadores. Los cosechadores juntan los frutos en canastos o bolsas de lona, en los que se transportan hasta los centros de acopio. De ahí se lleva la vainilla a los sitios donde se beneficiará. Los acopiadores reciben las vainas todavía con un tallito, que se les tiene que arrancar. A esto se le llama despezonar las vainas. Luego se clasifican. Para esto se tiene en cuenta el grado de madurez, el tamaño y si acaso se han empezado a abrir. Las que empezaron a abrirse durante la cosecha o el transporte tienen que separarse de las demás porque son las que más fácilmente se dañan durante el curado. Las muy pequeñas también se apartan, porque se curan más rápido que las demás. De hecho, algunos beneficiadores cuidadosos separan las vainas hasta en cuatro categorías. Cumplidas estas dos labores, comienza la parte más importante del beneficio: el curado. Cuando se cortan del bejuco, las vainas todavía poseen vida vegetativa. Si se las deja seguir viviendo, cumplirán sin falta su destino: completarán su ciclo vital y terminarán por abrirse para arrojar sus semillas al mundo a ver si encuentran condiciones propicias para germinar. Entonces, para aprovecharlas, primero que nada hay que matarlas (o, como también se dice, marchitarlas). Asimismo hay quitarles lo más posible la humedad, para que, una vez muertas, no se vuelvan pasto de los hongos. Y —lo más importante— hay que liberar el sabor y el aroma de la vainilla, aún prisioneros en los tejidos del fruto. Todo esto se consigue con el curado. Un modo muy común de marchitar las vainas es asolearlas hasta que se ponen muy calientes. Es el método más acostumbrado en nuestro país y, por eso, muchos lo llaman el método mexicano. El asoleado sigue siendo un paso esencial del curado de la vainilla, sólo que desde hace tiempo ya no se hace en las calles. En la actualidad, esta parte del curado se realiza en los patios de las casas de los vainilleros, o se encargan de ello los beneficiadores, en espacios destinados para ello en sus propias plantas. A veces las condiciones del tiempo no son propicias para el asoleado. En ese caso, las vainas se marchitan en los caloríficos, que no son otra cosa que hornos, donde la temperatura de las vainas se eleva a entre 60o y 65o C por hasta 48 horas. Éste es el método más acostumbrado en las zonas productoras del estado de Oaxaca, pero también se usa ampliamente en el norte de Veracruz. Una alternativa es sumergirlas en agua caliente, a no más de 65o C, por entre 1 y 4 minutos, dependiendo de su tamaño. Es el método Bourbon, llamado así por haberse adoptado en la patria de Edmond Albius. Sean asoleadas, horneadas o escaldadas, las vainas se envuelven luego en mantas de algodón o lana —que los vainilleros llaman cobijas— para ponerlas a sudar en cajas de madera o plástico. Luego viene otro período de asoleado. El asoleado y el sudado se alternan por varios días. Luego, el sudado continúa pero el asoleado se va espaciando. Las vainas van adquiriendo un color café muy oscuro; al cabo de un mes, se tornan suaves y elásticas, con un color negro lustroso, como de ébano.

Viene entonces la fase del secado lento, bajo techo, que puede durar otros dos meses. Durante esta fase, las vainas se reclasifican según su calidad y se inspeccionan regularmente. Las que no se van secando al ritmo deseable se vuelven a asolear y sudar. Las que van alcanzando el grado requerido de humedad —o, por mejor decir, de sequedad— se retiran para lo que se conoce como acondicionamiento. En su superficie se aprecian ya unos minúsculos cristales. Las vainas que se van a acondicionar se reclasifican y se estiran con los dedos para que queden derechitas. Con ello, además, se extiende el aceite que exudan durante el curado y les da su lustre característico. Las vainas se juntan en mazos y se atan, se envuelven en papel encerado y se guardan en cajas de lámina metálica. El acondicionamiento toma entre tres y seis meses, lapso después del cual las vainas curadas quedan listas para su venta o para que se obtenga de ellas el extracto de vainilla. El curado de la vainilla es un procedimiento sumamente antiguo. Es seguro que los habitantes de las regiones productoras usaban el asoleado y el sudado desde antes de que llegaran los españoles. En su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, el científico y viajero alemán Alejandro de Humboldt, que visitó nuestro país en los primeros años del siglo XIX, no sólo describe el asoleado y el sudado, sino asimismo un horno, no muy diferente de los actuales caloríficos, en el que las vainas se ponían a secar sobre camas de carrizo suspendidas con sogas. En otros países productores de vainilla, desde América Central hasta la India, pasando por Madagascar, se adoptaron y se siguen esencialmente los mismos pasos, con muy ligeras variantes: marchitamiento inicial, asoleados, sudados, secado lento, acondicionamiento final. ¿Qué ocurre en la vaina durante el curado? Los químicos llaman precursores a las sustancias que, después de una o varias reacciones químicas, se convierten en otras, que son los productos deseados. Lo que tenemos en los tejidos de la vaina verde son los precursores del sabor y el aroma de tu helado de vainilla o el pastel de mi mamá. En un frasquito de extracto de vainilla hay toda una variedad de sabores y olores combinados. El principal es una sustancia que se llama vainillina y es la que forma cristalitos sobre la superficie de la vaina curada; pero interviene cuando menos otra media docena de sustancias, y son muchos los expertos que afirman que en un buen extracto de vainilla hay más de doscientas, algunas en cantidades minúsculas, que le dan su cuerpo y riqueza. ¿Cómo se convierten los precursores en todas estas sustancias? La verdad es que, no obstante los muchos adelantos que ha habido en el conocimiento de la bioquímica de la vainilla, todavía no se conocen con precisión todas las reacciones que se presentan durante el laborioso proceso de su beneficio. Pero algunas cosas son seguras. Junto a los precursores, existen en las vainas otras sustancias que, con el curado, van a propiciar que aquéllos se transformen en los diversos compuestos aromáticos que caracterizan a la vainilla. Se trata de ciertas proteínas, llamadas enzimas, que causan o aceleran reacciones bioquímicas específicas cuando se reúnen determinadas condiciones. Todos los seres vivos tenemos una ingente variedad de enzimas en todas partes de nuestro organismo, que depende de ellas para realizar un número igualmente ingente de funciones, pues las enzimas intervienen en la inmensa mayoría de las reacciones bioquímicas que tienen lugar constantemente en nuestro cuerpo, a una velocidad difícil de imaginar. Las enzimas tienen varias cualidades distintivas. No se consumen ni se alteran químicamente en los procesos en que toman parte.

Son muy eficientes. Una cantidad más bien corta de una enzima puede realizar una cantidad tremenda de trabajo. Una molécula de la enzima llamada catalasa puede descomponer 40,000 moléculas de agua oxigenada por segundo a temperatura de congelación. De hecho, la mayoría de las enzimas están presentes en cantidades relativamente pequeñas. Son bastante específicas. Cada enzima actúa sobre una sustancia determinada o un grupo de sustancias químicamente muy semejantes. A estas sustancias, por cierto, se las llama sustratos, y cada enzima recibe su nombre dependiendo del sustrato sobre el que actúa. La acción de las enzimas es regulada por su ambiente; digamos, la acidez del medio, la concentración del sustrato, la concentración de los productos resultantes, la presencia de ciertas sustancias activadoras o coadyuvantes, la ausencia de aquellas que las inhiben. Las enzimas se producen dentro de las células de los seres vivos y la mayoría de ellas trabajan ahí mismo, aunque algunas —por ejemplo, las enzimas digestivas de los vertebrados— son secretadas al exterior de la célula. Pero las enzimas, tan trabajadoras, tienden a ser también bastante inestables. Una temperatura demasiado elevada puede destruirlas o inactivarlas fácilmente. También hay un buen número de sustancias que las arruinan. Todo nuestro metabolismo depende de las enzimas. Cuando una persona carece de una enzima o la produce en forma deficiente, sufre sin falta alguna enfermedad, que puede ser desde leve hasta muy severa. Un ejemplo bastante común es el de las personas que no toleran la leche porque no pueden digerir la lactosa, es decir, el azúcar de la leche. Esto se debe a que no producen en cantidades suficientes una enzima, llamada lactasa, indispensable para descomponer la lactosa en azúcares digeribles, como glucosa y galactosa. A las personas que sufren esta deficiencia, la leche les provoca diarrea, gases y dolores de vientre. Si tú disfrutas de la leche sin ningún problema, es seguro que en tu intestino delgado hay siempre las cantidades necesarias de lactasa. Si no… bueno, podemos vivir sin beber leche. Pero no podríamos vivir sin las enzimas que intervienen en nuestra respiración, en las funciones de nuestro cerebro o nuestros riñones o en la multiplicación de nuestras células. De hecho, hay males provocados por la deficiencia de ciertas enzimas, en los que órganos y sistemas enteros degeneran y se destruyen, y quien padece el mal muere sin remedio, a veces a muy corta edad. También la vida de las plantas depende de miles de enzimas que intervienen en la fotosíntesis, la respiración, la fabricación de almidones y proteínas, la producción de células sexuales, la maduración de los frutos y docenas de otros procesos. En el fruto de la vainilla están presentes tanto los precursores como las enzimas que intervienen para que aquéllos se conviertan en saborizantes y aromáticos. Lo más probable es que estas enzimas se encuentren ahí porque en condiciones naturales desempeñan un papel en que el fruto madure y se abra para liberar las semillitas en la estación apropiada. Si bien falta mucho por averiguar, desde mediados del siglo pasado quedó bien probado, por ejemplo, que una enzima llamada beta-glucosidasa es la que se encarga de descomponer las moléculas de uno de los precursores, la glucovainillina, dando como resultado glucosa y vainillina. O que otra, llamada peroxidasa, interviene en la formación de ácido vainíllico, otro de los componentes aromáticos más importantes del producto final. Se sabe también que en las vainas recién cosechadas las enzimas y los precursores están ubicados en compartimentos diferentes. Algunos estudios indican que los precursores se concentran en la

región que rodea a las semillas, mientras que las enzimas que intervienen en su desdoblamiento se concentran más bien cerca de la pared externa. Parece ser que el marchitamiento —sea cual sea el método empleado— rompe las paredes celulares y permite que las enzimas entren en contacto con los precursores. El sudado, que mantiene las vainas a temperaturas de entre 45o C y 65o C, con una humedad elevada, favorece la acción de las enzimas. Con éstos y muchos otros conocimientos reunidos a lo largo de las últimas décadas, varios científicos se han dado a la tarea de modernizar el curado de la vainilla. El propósito es acortar sustancialmente el tiempo que se lleva el proceso, mejorar la calidad del producto y obtener más aromáticos por kilogramo de vainas cosechadas. Cada año, con el apoyo del CONACYT, la compañía Coca Cola convoca a un concurso para otorgar el Premio Nacional de Ciencia y Tecnología de Alimentos. En 2006, un equipo de investigadores del Instituto Tecnológico de Veracruz recibió mención honorífica por un trabajo en verdad prometedor en el campo de la tecnología vainillera. Los científicos premiados se habían propuesto diseñar un método de beneficio de la vainilla en condiciones controladas. Para ello, se pusieron a estudiar las temperaturas y humedades —las dos variables claves— a las que se ven sometidas las vainas en el curado tradicional. Luego, con la información obtenida, procuraron crear en el laboratorio condiciones que hicieran más eficiente el proceso. En vez de asolear y sudar las vainas, las sometieron por siete días a una atmósfera controlada con una temperatura de 40o C y una humedad relativa de 85%. Luego las pusieron en secado lento, en el cual las vainas se mantuvieron a 40o C y 75% de humedad relativa por treinta días. Pasado ese lapso, las vainas se metieron en bolsas de celofán para almacenarlas a temperatura controlada de 25o C. Para asegurarse de tener en cuenta todos los factores, los investigadores sometieron al procedimiento lotes de vainas marchitadas por tres métodos diferentes —horneado, inmersión en agua caliente y congelación—, así como un lote de vainilla sin marchitar. Los resultados fueron de lo más alentador. Para empezar, el tiempo del proceso disminuyó notablemente: en escasos cuarenta días la humedad de las vainas se redujo al punto que con el curado tradicional se alcanza después de tres meses. No sólo eso. Las concentraciones de los aromáticos principales en el producto final fueron iguales o mayores que las obtenidas con el curado tradicional. A todas luces, por medio de un beneficio controlado se puede eliminar los ciclos de sudado-secado que se emplean en el beneficio tradicional y obtener vainilla curada de primera calidad. El trabajo de estos investigadores arroja, de paso, otros dos datos interesantes para el futuro de la industria vainillera. El primero es que el método de marchitamiento sí tiene efecto en la descomposición del precursor y la formación de los compuestos aromáticos. La congelación y el escaldado en agua caliente fueron los que produjeron mayores concentraciones de aromáticos en el proceso posterior. Si has leído con atención, sabes que la congelación no forma parte de los métodos tradicionales. El segundo dato interesante es que las vainas que no se marchitaron antes de procesarlas fueron las que alcanzaron los mayores contenidos de vainillina, indicio de que el marchitamiento quizá inhibe el sistema enzimático responsable de descomponer la glucovainillina. Me imagino que nuevas investigaciones permitirán precisar el mejor método de marchitamiento o si éste es a fin de cuentas necesario.

Quiero darte los nombres de los cuatro investigadores que hicieron este trabajo: son la doctora Guadalupe del Carmen Rodríguez Jimenes, la maestra en ciencias Thelma Lucía Rosado Zarrabal, el doctor Miguel Ángel García Alvarado y el doctor Víctor José Robles Olvera. Es patente que trabajos como el suyo abren las puertas a una profunda renovación tecnológica en la producción mexicana de vainilla. Con más estímulos a la investigación científica y con las inversiones apropiadas, es posible que en unos años queden atrás para siempre los lentos, laboriosos y costosos métodos artesanales. Todavía guardo el grato recuerdo de los tendidos de vainilla en aquella luminosa mañana de hace cuatro décadas. Papantla estaba hermosa bajo los rayos del sol que secaban los frutos recién cosechados. Pero no estoy enamorado de esa bella imagen, sino de otra, para mí más bella: la imagen futura de nuestra producción vainillera transformada en una industria moderna y eficiente. 6 La botellita negra Volvemos a donde comenzamos: la botellita de extracto de vainilla que usaba mi madre. Puesto que era extracto natural genuino, indudablemente contenía una mezcla compleja de quizá hasta más de doscientos componentes, gran parte de ellos en cantidades minúsculas. Era esencia de vainilla, como le decía mi mamá. Los componentes que se encuentran en mayor cantidad en el extracto natural de vainilla son la vainillina y el p-hidroxibenzaldehido (PHB). La vainillina, por lo general, se encuentra de 5 a 20 veces más que PHB, dependiendo de la región en que se haya cultivado la vainilla y, sobre todo, del método de curado que se haya seguido. Otro componente importante es el ácido vainíllico. En la botellita, todos esos componentes venían disueltos en una mezcla de alcohol y agua, quizá endulzada con azúcar. Los componentes saborizantes y aromáticos de la vainilla son solubles en alcohol. Para extraerlos, las vainas curadas se maceran en una mezcla de alcohol y agua; el líquido negro resultante es el extracto de vainilla. Se dice rápido, pero no se hace rápido. Como todo lo que tiene que ver con la vainilla, el proceso es largo. Los componentes que nos interesa extraer se disuelven muy, muy lentamente en el alcohol. El procedimiento básico para obtener el extracto de vainilla, tal como lo describe la norma oficial de nuestro país, consiste en lo siguiente. Las vainas de vainilla beneficiadas se ponen en un recipiente apropiado al que se agregan dos mililitros de alcohol etílico absoluto y un mililitro de agua por cada gramo de vainas. Se tapa el recipiente y el contenido se deja macerar a temperatura ambiente por 12 horas. Cumplido ese lapso, se agregan dos mililitros de alcohol etílico absoluto por gramo de vainas, se mezcla todo perfectamente y se deja macerar por tres días. Luego, la solución se filtra con papel de poro fino, compactando firmemente los sólidos y lavando lentamente con una disolución de alcohol etílico y agua al 50%, hasta obtener un volumen total de 10 mililitros por cada gramo original de vainas. ¿Sumaste el tiempo? Por lo menos tres días y medio. Añádele a eso el tiempo necesario para analizar el producto, rectificar su concentración y atender otros aspectos del control de su calidad. Y luego hay que envasarlo.

Otra cosa: al describir el procedimiento, la norma menciona cantidades más bien pequeñas, propias de un laboratorio. En la práctica industrial algunos lapsos se alargan inevitablemente por varias razones. Una de ellas, muy importante, es justamente la escala en que se hacen las cosas. No es lo mismo amasar a mano 200 gramos de harina con un poco de leche, un huevo y azúcar para hacer un pan, que batir 200 kilos de harina con muchos litros de leche, cien huevos, varios kilos de azúcar, etc. Se tiene que idear una manera de ir agregando los ingredientes y de batir todo al mismo tiempo en un gran recipiente. Si fueras a diseñar una planta para elaborar extracto de vainilla, tendrías que considerar dónde se va a recibir y almacenar la vaina beneficiada; dónde y cómo se la va a hacer trocitos, posiblemente con un triturador de cuchillas; dónde y con qué se van a pesar y medir los ingredientes; cómo se va a echar la vaina triturada al tanque macerador, al cual también hay que bombear el agua y el alcohol desde sus respectivos tanques; cómo agitar la mezcla para mantenerla homogénea mientras se macera la vainilla; a dónde se va a bombear el extracto de vainilla una vez obtenido; cómo se va a retirar y eliminar el bagazo de las vainas; si se le va a añadir azúcar al extracto, caso en el cual hay que instalarle al tanque de depósito quizá una tolva —una especie de embudo— y un agitador; cómo se va a envasar el extracto, seguramente por medio de una máquina embotelladora; si las botellitas se van a empacar en cajas de cartón o plástico, caso en el cual hay que tener dónde hacerlo y dónde almacenar las cajas; cómo mantener limpio todo el equipo y darle mantenimiento. La buena noticia es que el tiempo que toma extraer la esencia de vainilla en una planta industrial moderna no es necesariamente más largo que el que indica la norma oficial. Varios ingenieros con experiencia, después de muchas pruebas, han concluido que si las vainas se maceran en una mezcla de alcohol etílico y agua al 75%, no a temperatura ambiente sino a 50o C y con agitación continua, de preferencia vertical para evitar asentamientos, pueden obtener un buen extracto de vainilla en solamente 18 horas de maceración. Nada mal, si consideras lo que dice el método oficial o, peor aún, el método de maceración lenta que todavía se usa en algunos lugares y toma varias semanas. He leído que en Francia venden un aceite de vainilla que se elabora macerando las vainas por tres semanas en aceite de girasol. Pero, además de reducir el tiempo de extracción, hay otra cosa que tener en mente. Si los aromáticos y saborizantes de la vainilla no se disuelven tan fácilmente en el solvente, lo más probable es que con los métodos actuales no estemos sacándole a las vainas todo el producto aprovechable o que hacerlo con estos métodos tomaría demasiado tiempo. A fines del siglo XIX y principios de XX vivió en Alemania un ingenioso químico y nutriólogo llamado Franz von Soxhlet. Hasta donde yo sé, este buen hombre nunca se ocupó de curar vainilla o de obtener su extracto, aunque a lo mejor la disfrutó a veces en su merienda. Más bien, Soxhlet trabajó mucho con la leche y los lácteos. Fue un ardiente promotor de la pasteurización e inventó un aparato para pasteurizar porciones individuales de leche para el consumo de su hijito. Fue el primero en separar las proteínas de la leche y en describir la lactosa.

En 1879 Soxhlet inventó un aparato para separar grasas de muestras sólidas, el cual se conoce como extractor Soxhlet y el cual sigue teniendo amplia aplicación lo mismo en los laboratorios de análisis químico que en ciertos procesos industriales. Un extractor Soxhlet se ve más o menos como en el dibujo. El aparato consta de tres partes principales: abajo, un recipiente (C) en el que se hace hervir el solvente; en medio, un recipiente en el que se coloca el material a tratar (A), envuelto en un filtro de papel grueso o celulosa, que los laboratoristas llaman el cartucho; arriba, un condensador (D) enfriado con agua.

Cuando el solvente hierve, sube en forma de vapor por el tubo lateral que se ve a la izquierda. El condensador lo enfría y el solvente condensado escurre al recipiente de la muestra. Conforme este recipiente se llena, el sifón de la derecha (F) devuelve el solvente al recipiente en el que se calienta, llevando cada vez un poco de material disuelto. El solvente circula así de manera continua por la muestra y en cada vuelta disuelve un poco más del compuesto o los compuestos que se desea separar. El ciclo se puede mantener por horas o días, hasta obtener los resultados deseados. Las impurezas permanecen en el cartucho y al final se desechan. El extractor Soxhlet resulta conveniente cuando los productos que se desea obtener son de baja solubilidad en el solvente empleado. Si el compuesto que se desea obtener se disuelve fácilmente en el solvente, no hay necesidad de recurrir a algo así, pues basta filtrar la solución para separar las impurezas insolubles.

A todas luces, la vainilla se presta al método Soxhlet. Su aplicación a la obtención de esencia de vainilla permite reducir notablemente el tiempo que toma el proceso. En ocho o diez horas se puede procesar la misma cantidad de vainas que con el método oficial se procesa en tres días y medio. No sólo eso. La cantidad de vainillina que se obtiene de la misma cantidad de vainas es bastante mayor, lo cual confirma que en la actualidad a las vainas beneficiadas no se les está sacando todo el jugo, por así decirlo. Pero alguien tuvo hace poco una idea todavía mejor. Desde hace algunos años se empezó a mejorar el método Soxhlet utilizando dos formas limpias de energía para tratar los materiales de los que se busca separar alguna sustancia: microondas y ultrasonido. Se diseñaron variantes del aparato original y se probaron en varias tareas. Los diseños se fueron refinando, y las tareas se multiplicaron. Los resultados han sido muy positivos. Se han extraído muy bien, por ejemplo, aceites y otros productos de la soya, el girasol, la salvia, el ginseng, las semillas de uva, etc. Esta técnica se ha aplicado también a la eliminación de contaminantes y al análisis de una gran variedad de materiales. En 2006, en el certamen del Premio de Ciencia y Tecnología de Alimentos patrocinado por Coca Cola que mencioné en el capítulo anterior, hubo otra mención honorífica. La ganaron la doctora María de Pilar Cañizares Macías y la química Claudia Valdez Flores, investigadoras del Departamento de Química Analítica de la Facultad de Química de la UNAM. Lo que se propusieron estas dos científicas mexicanas fue aplicar microondas y ultrasonido para obtener extractos de vainilla de mejor calidad, con mayor concentración de vainillina y en menor tiempo. En sus experimentos, las vainas de vainilla se ponen en un tubo de vidrio junto con una solución etanol-agua al 75%. Este tubo se coloca adentro de otro, de mayor diámetro, el cual contiene un baño de agua. Al tubo interior se le adapta arriba un condensador para evitar pérdidas de etanol y compuestos volátiles. Los tubos concéntricos con el agua y las muestras se colocan dentro de un horno de microondas. Éste es un tanto diferente de los que vemos en las cocinas de nuestros hogares, entre otras cosas porque es capaz de concentrar las microondas en los recipientes de las muestras por medio de un dispositivo especial. Por la siguiente hora y cuarto, más o menos, la muestra se irradia a intervalos: un minuto de irradiación, tres minutos de descanso (al revés que en el boxeo). Algo semejante se hace para someter la muestra a la acción del ultrasonido. Los experimentos fueron todo un éxito. Con el uso de microondas concentradas se ha logrado extraer 2.38% de vainillina en 77 minutos, frente al 0.89% obtenido por el método oficial en tres días y medio. El empleo de microondas concentradas y ultrasonido aumentó la eficiencia de extracción entre 40% y 300%, en comparación con el método Soxhlet y el método de la norma oficial, respectivamente. Un adelanto de veras sustancial. Eso no fue todo. Al mismo tiempo, las investigadoras consiguieron perfeccionar una metodología analítica que les permite averiguar cuánta vainillina —el aromático principal— hay en los extractos conforme se van haciendo. Obtener esa información en línea, como se dice, es de suma importancia para vigilar el proceso de extracción, darle al extracto la concentración exacta sin interrumpir el proceso, y controlar la calidad del producto. En otras palabras, el procedimiento que proponen la doctora Cañizares Macías y la química Valdez Flores, y que les mereció el premio, no sólo permitiría extraer más esencia de vainilla en menos

tiempo que con el procedimiento establecido. También reduciría el tiempo de análisis y echaría las bases para automatizar todo el proceso. Imagínate una planta automatizada, gobernada por una computadora. Ésta le ordenaría a las bombas del alcohol y el agua encenderse o apagarse, regularía los agitadores, vigilaría temperaturas y concentraciones, y de acuerdo con los datos obtenidos encendería o apagaría los generadores de microondas o ultrasonido. La computadora registraría el volumen producido, lo bombearía al tanque de mezclado para añadirle azúcar y luego pasaría el producto a la máquina envasadora. Una planta así posiblemente haría todo, desde la trituración de las vainas hasta el llenado de las botellitas, en sólo tres o cuatro horas. Me encantaría verla. 7 ¿Qué hay en un nombre? El poeta inglés William Shakespeare escribió una famosa pieza de teatro titulada Romeo y Julieta. Dos jóvenes enamorados, vástagos de familias rivales, sufren por la acerba enemistad de sus parientes. En una famosa escena, la pobre Julieta lamenta que el apellido de su amado los haga formalmente enemigos. “¿Qué hay en un nombre?”, exclama. “Lo que llamamos rosa con otro nombre tendría el mismo perfume”. Y así es en verdad, porque las rosas, como todas las demás flores del mundo, reciben diferentes nombres en diferentes idiomas sin dejar de ser por ello rosas. Eso, aparte de que un buen número de plantas, así como de animales, han cambiado de nombre conforme las culturas y las lenguas evolucionan y se entremezclan. Todo lo cual le presentó desde hace tiempo un serio problema a los científicos: cómo estar seguros de que sus colegas de otros países hablaban de la misma rosa (o árbol o insecto o molusco) que ellos. Las cosas pueden tornarse bastante confusas. Donde vivo actualmente, la gente llama tulipán a la flor que yo siempre había conocido como hibisco. Hasta que me mudé por acá, yo sólo conocía por tulipanes a esas flores que se propagan por medio de bulbos y que mucha gente llama tulipanes holandeses, para distinguirlos de los hibiscos, a los que llaman tulipanes a secas. Quizá mi confusión de jardinero no importe mucho. Pero imagínate un informe científico en que se hable de un pez al que el informante llame trucha pero que sus lectores de otros países llamen carpa o megalofish o pez verde. Nadie entendería nada. Afortunadamente, hace ya dos siglos y medio un médico y naturalista sueco llamado Carlos Linneo se propuso clasificar todas las plantas conocidas y, en su catálogo, fijó la manera que desde entonces sigue la ciencia para ponerle nombre a los seres vivos. A cada ser vivo se le asigna un nombre formado por dos palabras en latín (o griego latinizado); la primera nos dice a qué género pertenece y la segunda distingue su especie. Se acostumbra añadir el apellido de la persona que clasificó la especie y, a veces, el año en que lo hizo. Es lo que se conoce como nombre científico.

El perro doméstico, por ejemplo, pertenece al género Canis. Su nombre específico es Canis familiaris. Al mismo género pertenecen el lobo gris (Canis lupus), el coyote (Canis latrans), etc. ¿Por qué en latín? En la época de Linneo, el latín era el idioma internacional de la ciencia. Nadie lo hablaba ya como lengua propia, pero se había conservado en la iglesia y en las universidades, principalmente. No importa cuál fuera la lengua madre de un naturalista o un astrónomo, si podía escribir su trabajo en latín era seguro que lo leyeran colegas de muchos otros países y lenguas nacionales. El Species plantarum de Linneo, primer catálogo sistemático de todas las plantas conocidas en el que cada una recibe un nombre científico, se escribió enteramente en latín. El latín ya no es la lengua común de los científicos. Pero tiene sus ventajas seguir usándolo para los nombre científicos. La ventaja más obvia proviene precisamente de que el latín no sea ya una lengua viva, sujeta a los cambios a veces sutiles y a veces bruscos que experimentan las lenguas que las naciones usan cotidianamente. Los significados de las palabras, las reglas gramaticales, la pronunciación de las lenguas vivas son inestables, evolucionan. El latín es un medio de comunicación estable. Claro, para leer las descripciones originales de Linneo hay que saber bastante latín. Pero sabiendo un poquito de latín puede uno al menos entender el sentido del nombre científico y darse cuenta de cuáles son los rasgos de un ser vivo que los naturalistas consideran distintivo. A veces, los criterios en cuanto este rasgo distintivo cambian, porque los adelantos científicos ponen de relieve aspectos que antes no se conocían o no se consideraron decisivos. Cuando eso ocurre, los científicos discuten el asunto y se ponen de acuerdo en un nuevo nombre para la especie en cuestión. La vainilla tiene actualmente el nombre científico de Vanilla planifolia Jackson. Antes se la conoció como Vanilla fragrans Andrews. Linneo la había bautizado Epidendrum vanilla, y así la llama Alejandro de Humboldt en su informe sobre la Nueva España al que me referí en un capítulo anterior. Es claro que los criterios cambiaron y se refinaron. A veces, se ha cambiado todo el sistema de clasificación. En tiempos de Linneo, todavía se agrupaba a todos los seres vivos en dos grandes reinos, animales y plantas, como lo había hecho Aristóteles. Los taxonomistas —que es como se llama a los que se dedican a la ciencia de la clasificación de los seres vivos— habían ya establecido varias subdivisiones, aunque no siempre seguían los mismos criterios. En su clasificación de las plantas, Linneo se atuvo en lo principal a sus características sexuales, pero en varias ocasiones intentó fijar los rudimentos de un sistema basado en semejanzas. Más o menos un siglo después de que Linneo hizo su clasificación, el científico alemán Ernst Haeckel (1834—1919) definió tres reinos en lugar de dos: Protista, Plantae y Animalia. Tal vez no tuvo mucho eco, porque todos mis libros de texto de la escuela primaria, un siglo después, seguían hablando solamente de dos reinos. En nuestros días, a raíz del trabajo de los biólogos Robert H. Whittaker y Lynn Margulis, entre otros, se ha reclasificado a los seres vivos en cinco reinos. Este nuevo sistema tiene en cuenta lo que se sabe ahora de la posible evolución de los varios grupos de seres vivos y de sus relaciones genéticas. Dejamos de considerar plantas a los hongos y aprendimos que no hay animales unicelulares. Lo más probable es que no sea un sistema definitivo. Hay muchísimos detalles en debate y nuevas propuestas de organización del esquema general. La ciencia es así: en un universo de infinita complejidad como éste, siempre será más lo que no sabemos que lo que sabemos. Por eso hay

revoluciones científicas periódicas, cada vez que un descubrimiento sacude todo el edificio del conocimiento establecido. Quién sabe cómo se verá el cuadro en las décadas venideras. Quién sabe cuántas ideas supuestamente definitivas sobre el árbol genealógico de la vida tendremos que abandonar. Me llama la atención, empero, que en todos los esquemas taxonómicos, tanto los establecidos como los que se proponen, cada especie siga recibiendo un nombre formado de dos términos latinos, como en el sistema de Linneo. Obviamente resultó una buena idea. Quizá perdure. 8 Pasado y futuro Cuando Hernán Cortés llegó a las costas de Veracruz, en abril de 1519, habitaban la región donde hoy se asienta Papantla los totonacos. Es una región más bien extensa, que comprende desde la desembocadura del río de La Antigua hasta la del río Cazones, y sube desde la costa hasta la sierra de Puebla. Los totonacos se hallaban por entonces sometidos al imperio azteca, que había conquistado la región más o menos entre 1465-1470. Los testimonios más antiguos nos revelan que la vainilla era parte del tributo de los totonacos a sus dominadores y que éstos la empleaban para condimentar el cacao. Sin embargo, no hay indicio alguno de que los totonacos cultivaran la vainilla. Todos los documentos disponibles confirman que, antes del siglo XVIII, no se cultivaba la vainilla ni en Papantla ni en ninguna otra parte. Todavía en 1744 la vainilla que producía Papantla o su vecina Misantla era de origen netamente silvestre. Esto quiere decir que los bejucos no provenían de esquejes plantados por el hombre, sino que habían crecido a partir de semillas afortunadas; crecían abriéndose paso entre el ramaje de sus tutores sin ayuda del hombre, agarrándose a ellos lo mejor que podían con sus raíces adventicias; dependían enteramente de las condiciones naturales para obtener agua y nutrientes; y, llegada la primavera, daban sus racimos de flores amarillas, que se abrían al despuntar el día en espera de su polinizador natural. Las flores fecundadas producían sus vainas y éstas, al cabo de varios meses, eran cosechadas por los indios que conocían la ubicación de los bejucos en las profundidades de la selva. Éstos se hallaban a buena distancia unos de otros, pues las poblaciones silvestres de Vanilla planifolia tienden a vivir dispersas en áreas extensas. No es extraño, entonces, que la vainilla fuera un producto más bien escaso, un lujo. Los totonacos —¿recuerdas?— la llamaban caxi xanat, flor recóndita, pues sin duda sólo la encontraban en parajes apartados. Los aztecas la llamaban tlilxóchitl, que quiere decir flor negra. A todas luces, no conocían las pálidas flores que cada primavera se abrían en las selvas tropicales del Totonacapan. Sólo conocían el fruto aromático y de lustroso color negro que recibían como parte del tributo anual que les entregaban los totonacos.

Es muy probable que los totonacos ya siguieran para curarlas esencialmente los mismos pasos que hoy en día se siguen en el proceso artesanal, aunque la verdad es que no tenemos ningún documento que dé testimonio de ello o que nos permita entender cuándo y cómo se descubrieron los rudimentos del beneficio de las vainitas. Hernán Cortés envió la vainilla a España junto con otros productos, como el cacao, ingrediente principal del chocolate, bebida a la que pronto se aficionaron la corte y las clases pudientes de la metrópoli. Los españoles condimentaban su chocolate con canela, anís y, desde luego, vainilla. Es fama que en 1615, cuando Luís XIII de Francia desposó a la princesa española Ana de Austria, ésta llevó a París en su equipaje todo lo necesario para preparar chocolate a la vainilla. Como resultado, el “secreto” pasó a la corte francesa, donde hizo furor. Con ello aumentó también la demanda de vainilla, que sólo se obtenía en la Nueva España y en cantidades más bien reducidas. Andando el tiempo, Francia se convertiría en el mercado principal de la vainilla mexicana, que se empezó a usar no sólo como condimento, sino también en perfumería y medicina. En toda Europa creció el interés por los frutos de Xanat. La demanda del producto indujo a cultivar el bejuco, en vez de conformarse con recoger las vainas maduras en los montes. El primer vainillar plantado por la mano del hombre se estableció alrededor de 1760, hace dos siglos y medio. Fue el paso de la recolección al cultivo. Para 1860, menos del 5% de las vainas que se cosechaban eran de origen silvestre. En 1841 se descubrió la polinización manual, y México dejó de ser el productor exclusivo. El cultivo prosperó en las posesiones francesas y luego en otros territorios. Por toda la franja de la Tierra que limitan los trópicos de Cáncer y Capricornio surgieron vainillales. Lo curioso es que México perdió su monopolio, pero no su mercado. Para 1860 la isla de Reunión exportaba a Francia el doble de vainilla que México, pero nuestro país seguía exportando de manera sostenida entre 8,000 y 10,000 kilogramos por año a ese país. Y en las décadas siguientes surgió el gran mercado de los Estados Unidos, que para 1890 absorbía más de 66,000 kilogramos de vainilla mexicana. Para 1910, año en que se inicia la Revolución Mexicana, nuestro país estaba exportando nada menos que 150,000 kilogramos anuales de vainas beneficiadas. De ellos, más de 12,000 iban a Francia. Era claro que, pese a la competencia de otros productores, México mantenía muy bien su lugar en el mercado. Por eso me llevé menuda sorpresa cuando me vine a enterar de que en la actualidad México produce nada más entre 20 y 30 toneladas al año, que representan una fracción más bien exigua de las 2,000 toneladas de vainas beneficiadas que se producen en el mundo. ¿Qué había pasado? Se mencionan muchos factores. Por ejemplo, que la frecuente fluctuación de los precios del producto desalienta a los vainilleros con menor capacidad de resistencia económica. Cuando el precio baja demasiado, aquellos que tienen vainillales más bien pequeños, complemento de la economía familiar, prefieren dedicar sus esfuerzos a otra cosa. También se señala que, cuando tomó vuelo la producción petrolera en el norte de Veracruz, esta nueva actividad productiva atrajo a mucha gente, que abandonó la agricultura. En el área de Papantla, esto quiso decir abandono del cultivo de la vainilla. Hay quienes afirman, por otra parte, que la competencia de la vainillina sintética, que entró al mercado a principios del siglo XX, fue uno de los factores decisivos. Eso sí que no me convence. Los que saben de esto me informan que la demanda mundial actual de vainilla natural anda entre las 3,000 y las 4,000 toneladas de vaina beneficiada al año y que de esa demanda sólo se satisface algo

más de la mitad. Madagascar —el principal productor actual— produce unas mil toneladas al año, y la vainillina sintética no parece haberle hecho mella a su mercado. La vainilla es como el vino. Hoy en día es perfectamente posible fabricar vino en el laboratorio, con alcohol etílico puro y varios aditivos. Sería rápido y barato. Pero nadie que yo conozca preferiría eso a un buen vino de uva, elaborado, añejado y embotellado con todas las de la ley. La vainillina sintética tiene su propio mercado, cercano al de las imitaciones baratas y los artículos de pacotilla. No se va a dejar de hacer ropa fina nada más porque la hay de baja calidad, ni se van a dejar de vender los discos compactos genuinos nada más porque los hay piratas (que no se podrían hacer sin los genuinos). Si la demanda de vainilla natural de buena calidad es tan grande como dicen los expertos, la industria vainillera mexicana tiene una excelente oportunidad de crecimiento. Si no la aprovecha, otros lo harán. Países como la India, Indonesia o China, donde la mano de obra es tanto o más barata que en México, utilizan ya métodos modernos de cultivo, aplican los adelantos de la ciencia a su producción y, además, le entran con ganas a la mercadotecnia para colocar su producto en los mercados mundiales. Hay que reconocer que en México, a pesar de que somos los más antiguos en el negocio, casi nadie sabe producir vainilla en grande. La enorme mayoría de los vainillales mexicanos son rústicos y producen, cada uno, unas cuantas decenas de kilogramos de vaina en verde. En comparación, un vainillal moderno, con cierto grado de tecnificación, produce cientos y aun miles de kilogramos por hectárea. Producir en grande requiere inversión, tecnificación, renovación. En particular, a los productores les conviene prestar mucha atención a lo que la ciencia tiene que ofrecer. Cuando hablo de tecnificación no me refiero a instalar un calorífico; eso es tecnología del siglo XIX. Xanat tiene que volverse una chica moderna. Vivir en el siglo XXI. Renovarse o morir. En las páginas anteriores mencioné algunos adelantos técnicos que empiezan a aplicarse en la producción vainillera o que pudieren aplicarse en el futuro. Son apenas los ejemplos principales. Hay muchas otras cosas en cierne. Recordarás que cuando mencioné la germinación de semillas in vitro dije que es todavía una técnica demasiado complicada y cara para producir plantitas de vainilla. No obstante, esta técnica contiene una promesa formidable para los vainilleros: la posibilidad de cruzar Vanilla planifolia con otras orquídeas del género Vanilla para obtener híbridos con mejores cualidades (digamos, resistencia a los hongos nocivos o mayor concentración de precursores útiles). Para obtener híbridos, hay que polinizar las flores de Vanilla planifolia con polen de sus primas y luego hay que hacer germinar las semillas de los frutos obtenidos. Es posible que se tenga que experimentar con un buen número de especies —el género Vanilla contiene más de cien— antes de obtener resultados satisfactorios. La propia naturaleza nos señala el camino. El 95% de la vainilla que se produce en el mundo proviene de Vanilla planifolia, pero en la Polinesia Francesa se cultiva una vainilla a la que el taxonomista que la describió bautizó Vanilla tahitiensis y que es muy apreciada por sus frutos, más carnosos y ricos en aceites, y por el finísimo sabor de su extracto. A varios botánicos les llamó la atención que nunca se ha encontrado un ejemplar silvestre de esta planta, sumamente parecida a la planifolia. Así que propusieron la hipótesis de que se trata de un híbrido espontáneo de Vanilla planifolia y Vanilla pompona o Vanilla odorata, dos especies que ocasionalmente están presentes en las mismas zonas geográficas. Las vainillas fueron llevadas a Tahití desde Filipinas, a donde los españoles introdujeron el cultivo en la época colonial.

Varios estudios recientes del material genético de la vainilla de Tahití confirman que es de origen híbrido. Sería interesante que se reprodujera intencionalmente esta hibridación en México pues tanto la pompona como la odorata se dan en nuestro territorio aunque no se explotan comercialmente. Hay muchas cosas detrás de un frasquito de extracto de vainilla: leyenda e historia, trabajo humano, ciencia y tecnología. He querido contarte todo esto porque me parece interesante en sí mismo y por picar tu propio interés. Si has leído hasta aquí, creo que lo he conseguido. Y si decides dedicar tu vida a la biología, a la bioquímica, a la tecnología de alimentos, no te olvides de la princesa Xanat. Quién quita y te toca rescatarla.

Gracias Muchas personas me prestaron ayuda durante la elaboración de este libro, con información, orientaciones o palabras de aliento. Quiero manifestar en particular mi agradecimiento a las siguientes. Doctor Roberto Briones Martínez, investigador y decano del CEPROBI-IPN, jefe del Laboratorio de Enzimología. Doctor Emilio H. Kouri, profesor de historia de la Universidad de Chicago, autor del libro A Pueblo Divided: Business, Property, and Community in Papantla, Mexico. Doctor Pesach Lubinsky, de la Universidad de California, EUA. Técnico Juan Pérez Atzín, del Consejo Veracruzano de la Vainilla. Doctora Guadalupe Rodríguez Jimenes, profesora investigadora de la Unidad de Investigación y Desarrollo de Alimentos del Instituto Tecnológico de Veracruz. Doctor Miguel Soto Arenas, botánico especialista en orquídeas. María Teresa Tomás, encargada del Museo de la Ciudad de Papantla. Por supuesto, ninguna de estas personas es responsable de mis errores.