El Paisaje de La Historia

EL PAISAJE DE LA HISTORIA Cómo los historiadores representan el pasado JOHN LEWIS GADDIS Tradncción de Marco Aurelio Gah

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EL PAISAJE DE LA HISTORIA Cómo los historiadores representan el pasado JOHN LEWIS GADDIS Tradncción de Marco Aurelio Gahnarini EDITORIAL ANAGRAMA Titulo de la edición original: The Landscape of History Oxford University Press Nueva York, 2002

01 CAP EL PAISAJE DE LA HISTORIA

Caspar David Friedrich, El caminante ante un mar de niebla, (c. 1818, Hamburg Kunsthalle, Hamburgo / Alemania, Bridgman Art Library). 1. EL PAISAJE DE LA HISTORIA Un hombre joven está de pie, sin sombrero y con un abrigo negro, sobre una roca alta, de espaldas a nosotros y se apoya en un bastón para resistir el viento que le agita y le enmaraña el pelo. Ante él se extiende un paisaje envuelto en niebla, en el que apenas se divisan parcialmente formas fantásticas de promontorios más lejanos. A lo lejos, el horizonte muestra montañas hacia la izquierda, una llanura hacia la derecha y tal vez muy lejos –imposible asegurarlo– un océano, aunque quizás sólo sea más niebla imperceptiblemente mezclada con nubes. La pintura, que data de 1818, es muy conocida: El caminante ante un mar de niebla, de Caspar David Friedrich. La impresión que produce es contradictoria, pues sugiere el señorío sobre el paisaje y al mismo tiempo la insignificancia de un individuo en él. No se ve rostro alguno, así que es imposible saber si el joven experimenta alegría, terror o ambas cosas. Paul Johnson utilizó hace unos años este cuadro de Friedrich como cubierta de su libro El nacimiento de lo moderno, con el fin de evocar el surgimiento del romanticismo y el advenimiento de la revolución industrial i-(1). Quisiera utilizarlo ahora para evocar algo más personal, que es mi propia sensación –absolutamente idiosincrásica, lo acepto– del tema sobre —17— el que versa la conciencia histórica. Puede que la lógica de comenzar con un paisaje no sea evidente de inmediato, pero piénsese, por un lado, en el poder de la metáfora y, por otro, en la particular combinación de economía e intensidad con que las imágenes visuales pueden expresar metáforas. La mejor introducción que conozco al método científico, La credibilidad de la ciencia, de John Ziman, señala que a menudo las intuiciones científicas surgen de revelaciones tales como «la conducta de un electrón en un átomo "se asemeja" a la vibración del aire en un continente esférico, o que la configuración aleatoria de la larga cadena de átomos de la molécula de un polímero "se asemeja" al movimiento de un borracho cruzando un prado» ii-(2). Y el sociobiólogo Edward O. Wilson ha añadido: «Pero la realidad ha de abrazarse y explicarse sin vacilaciones. Y la mejor manera de mostrarla es tal como se la descubrió, manteniendo una vivacidad y un juego de emociones comparables» iii-(3). Me parece que es aquí donde la ciencia, la historia y el arte tienen algo en común: todas dependen de la metáfora, del reconocimiento de modelos, de la comprensión de que algo «se asemeja» a otra cosa.

Para mí, la postura del caminante de Friedrich —esa impresionante imagen de una espalda frente al artista y a todos los que desde entonces han visto su obra— «se asemeja» a la de los historiadores. La mayoría de nosotros piensa que, después de todo, en eso precisamente consiste nuestro oficio, en dar la espalda al sitio hacia el cual vamos, sea cual fuere, y centrar la atención, desde cualquier punto de vista favorable que encontremos, en el lugar donde hemos estado previamente. Nos sentimos orgullosos de no tratar de predecir el futuro, como intentan hacer nuestros colegas en economía, sociología y ciencia política. Nos resistimos a dejarnos influir por las preocupaciones contemporáneas (entre los historiadores, el término «presentismo» no es precisamente un cumplido). —18— Avanzamos valientemente hacia el futuro con los ojos firmemente clavados en el pasado: la imagen que presentamos al mundo es, para decirlo sin rodeos, la del trasero iv-(4). I No hay duda de que los historiadores dan por supuestas algunas cosas relativas al porvenir. Por ejemplo, apuestan a que el tiempo seguirá transcurriendo, que la gravedad continuará extendiéndose en el espacio y que el trimestre de otoño en Oxford seguirá siendo como ha sido a lo largo de setecientos años por esas fechas: seco, oscuro y húmedo. Pero sólo sabemos estas cosas relativas al futuro porque las hemos aprendido del pasado: sin eso carecerían de sentido incluso estas verdades fundamentales, por no hablar ya de las palabras con las que las expresamos, de quiénes o qué somos ni de dónde estamos. Conocemos el futuro únicamente por el pasado que proyectamos en él. La historia, en este sentido, es lo único que tenemos. Pero, en otro sentido, el pasado es algo que nunca podemos capturar. Pues en el momento en que nos damos cuenta de lo que ha ocurrido, ya esto nos es inaccesible: no podemos revivirlo, recuperarlo ni volver a ello como podríamos hacerlo con un experimento de laboratorio o una simulación de ordenador. Sólo podemos presentar el pasado como un paisaje próximo o distante, de modo muy parecido a como Friedrich pintó lo que ve el caminante desde su elevado punto de observación. Podemos percibir formas a través de la niebla y la bruma, podemos especular sobre su significado y a veces podemos incluso ponernos de acuerdo acerca de qué son. No obstante, a menos que inventemos una máquina del tiempo, nunca podremos volver a ellas para saberlo con seguridad. —19– Naturalmente, la ciencia ficción ha inventado máquinas del tiempo. En verdad, dos novelas recientes, El libro del día del juicio final, de Connie Willis, y Rescate en el tiempo, de Michael Crichton, están protagonizadas por estudiantes de posgrado de historia —en Oxford y Yale, respectivamente—, que utilizan estos artefactos para proyectarse a la Inglaterra o la Francia del siglo XIV con el fin de preparar sus tesis doctorales v-(5). Ambos autores sugieren algunas cosas que el viaje a través del tiempo podría hacer por nosotros. Por ejemplo, proporcionarnos una «sensación» correspondiente a una época y un lugar determinados; las novelas evocan los bosques más espesos, el aire más limpio y el canto mucho más sonoro de las aves de la Europa medieval, así como los caminos embarrados, la comida podrida y la gente hedionda. Lo que no muestran es que sería más fácil detectar las pautas más amplias de una época si la visitáramos, porque los personajes siguen viéndose envueltos en las complicaciones de la vida cotidiana que tienden a limitar la perspectiva; por ejemplo, contraer la peste, ser quemado en la hoguera o decapitado. Tal vez sea precisamente esto lo que mantiene el interés en la novela o hace rentables los derechos cinematográficos. Personalmente, me inclino a pensar que aquí se esconde una cuestión de mayor calado: la experiencia directa de los acontecimientos no es necesariamente la mejor senda hacia su comprensión, puesto que el campo visual no se extiende mucho más allá que el de los sentidos inmediatos. Para funcionar como historiador es preciso tener la capacidad de imaginar cómo se sobrevive a una hambruna, se huye de una banda de asaltantes o se lucha con una armadura puesta. No es probable que quien no sea historiador se tome el tiempo necesario para comparar las condiciones de vida de la Francia del siglo XIV con las que imperaban bajo Carlomagno o los romanos, ni para averiguar qué paralelismos podría haber —20— entre la China de los Ming y el Perú precolombino. Puesto que el individuo está «estrechamente limitado por sus sentidos y su poder de concentración –dice Marc Bloch en El oficio de historiador–, nunca percibe más que una pequeña parte del gran tapiz de los acontecimientos ... A este respecto, el estudioso del presente no está en mejores condiciones que el historiador del pasado» vi-(6). Yo diría que, en realidad, el historiador del pasado está en condiciones mucho mejores que el partícipe del presente, por la sencilla razón de que tiene un dilatado horizonte. En su breve biografía sobre Picasso de 1938, Gertrude Stein se acerca a la explicación cuando dice: «Cuando estuve en Estados Unidos viajé por primera vez casi todo el tiempo en avión y al mirar a tierra veía todas las líneas que el cubismo produjo cuando todavía ningún pintor había volado nunca en un avión. Veía en tierra las entremezcladas líneas de Picasso ir y venir, desarrollarse y destruirse a sí mismas.» vii-(7) Lo que sucedía, en toda su literalidad, era un distanciamiento del paisaje y, por tanto, una elevación sobre el mismo: un alejamiento de lo normal, que proporcionaba una nueva percepción de la realidad. Era lo que veían los hermanos Montgolfier desde su globo sobre París en 1783, o los hermanos Wright desde su

primer «Flyer» en 1903, o los astronautas del Apolo cuando volaron alrededor de la Luna en las navidades de 1968, con lo que se convirtieron en los primeros seres humanos que veían la Tierra sobre el fondo oscuro del espacio. Es también, por supuesto, lo que ve el caminante de Friedrich desde su pico en la montaña, lo mismo que otros muchos a quienes la elevación, al cambiarles la perspectiva, les ha ensanchado la experiencia. Esto nos aproxima a las cosas que hacen los historiadores. Pues si el lector piensa que el pasado es un paisaje, la historia es la manera como lo representamos, y es justamente este acto de representación lo que nos eleva por encima de lo —21— familiar para permitirnos tener experiencias sustitutorias de lo que no podemos experimentar directamente: una visión más amplia. II Pero ¿qué ganamos con esa visión? Varias cosas, a mi juicio. La primera es una sensación de identidad paralela al proceso del crecimiento. Al despegar en un avión uno se siente al mismo tiempo grande y pequeño. Uno no deja de tener una sensación de dominio cuando la línea aérea que ha elegido lo aleja del suelo, lo eleva sobre los atascos de tráfico alrededor del aeropuerto y le desvela vastos horizontes que se extienden a distancia, todo ello, naturalmente, suponiendo que esté sentado junto a una ventanilla, no haya nubes y el miedo a volar no le obligue a mantener los ojos cerrados desde el despegue hasta el aterrizaje. Pero, a medida que se gana altura, también es imposible dejar de advertir cuán pequeño se es en relación con el paisaje que se despliega ante uno. La experiencia es a la vez estimulante y terrorífica. Así es la vida. Todos nacemos con tal egocentrismo que sólo nos salva el hecho de ser bebés y, por tanto, encantadores. Crecer es en gran parte salir de esa condición: nos empapamos de impresiones, y al hacerlo nos autodestronamos —al menos en la mayoría de los casos— de nuestra posición originaria de centro del universo. Es como despegar en un avión: el establecimiento de la identidad requiere el reconocimiento de nuestra insignificancia relativa y el orden más amplio de las cosas. Recuerde el lector cómo se sintió cuando sus padres le trajeron inesperadamente un hermano o una hermana menor, o cuando lo abandonaron a la tierna misericordia de la guardería; lo que fue el ingreso en la primera escuela pública o privada, llegar a sitios como Oxford, Yale o la Escuela —22— Hogwarts de Magia y Hechicería viii-(8), o afrontar como maestro la primera clase llena de alumnos hoscos, intratables, adormecidos y solipsistas. Apenas se ha salvado un obstáculo, aparece otro en el camino. Cada acontecimiento disminuye nuestra autoridad precisamente en el momento en que pensamos haberla conseguido. Si en esto consiste la madurez en las relaciones humanas –a saber, en la adquisición de identidad a través de la insignificancia–, yo definiría la conciencia histórica como la proyección de esa madurez en el tiempo. Entendemos cuánto nos ha precedido y qué poca importancia tenemos en relación con ello. Aprendemos cuál es nuestro lugar y advertimos que no es precisamente grande. «Incluso un conocimiento superficial de la existencia, a lo largo de milenios y por parte de incontables seres humanos —ha señalado el historiador Geoffrey Elton—, contribuye a corregir la tendencia normal del adolescente de identificar al mundo consigo mismo en lugar de identificarse él con el mundo.» La historia enseña «los ajustes y las revelaciones que ayudan al adolescente a hacerse adulto, sin duda un servicio valioso en la educación de la juventud» ix-(9). Mark Twain lo expresa mejor aún: Que preparar el mundo para el hombre haya llevado cien millones de años demuestra que para eso fue hecho. Es lo que supongo. No lo sé. Si la torre Eiffel representara ahora la edad del mundo, la capa de pintura del botón que remata la cúspide representaría la participación del hombre en esa edad; y cualquiera advertiría que esa capa fue la finalidad para la que se construyó la torre. Creo que lo advertiría. No lo sé. x-(10) Pero también hay en esto una paradoja, pues aunque el descubrimiento del tiempo geológico o «profundo» disminuyó la importancia de los seres humanos en la historia general —23— del universo, también –a ojos de Charles Darwin, T. H. Huxley, Mark Twain y muchos otros– destronó a Dios de su posición central, con lo cual no quedó por allí nadie más que el hombre xi-( 11). Contra lo que cabía esperar, el reconocimiento de la insignificancia humana no exaltó el papel del agente divino a la hora de explicar las cuestiones humanas, sino que tuvo exactamente el efecto contrario. Dio origen a una conciencia secular que, para bien o para mal, hizo lisa y llanamente responsable de lo que sucede en la historia a sus protagonistas. En consecuencia, lo que sugiero es que así como la conciencia histórica exige distanciamiento – o, si se prefiere, elevación– del paisaje que es el pasado, también exige cierto desplazamiento: habilidad para pasar de la humildad al señorío y viceversa. Nicolás Maquiavelo lo dijo precisamente en su famoso prefacio a El príncipe: ¿cómo es que «un hombre –le preguntaba a su amo Lorenzo de Médicis– de

condición inferior, y aun baja, si se quiere, tiene la audacia de discutir sobre la gobernación de los príncipes y de aspirar a darles reglas?». Puesto que era Maquiavelo, él mismo responde a su pregunta: Los pintores que van a dibujar un paisaje deben estar en las montañas, para que los valles se descubran a sus miradas de un modo claro, distinto, completo y perfecto. Pero también ocurre que únicamente desde el fondo de los valles pueden ver las montañas bien y en toda su extensión. En la política sucede algo semejante. Si, para conocer la naturaleza de las naciones, se requiere un príncipe, para conocer la de los principados conviene vivir entre el pueblo xii-( 12). Tanto el cortesano como el artista o el historiador se sienten pequeños porque todos reconocen su insignificancia en un universo infinito. Cada uno de ellos sabe que nunca podrá regir un reino por sí solo, captar en la tela todo lo que —24— ve en un horizonte distante, ni volcar en los libros que escriba o en las conferencias que pronuncie ni siquiera la totalidad de los acontecimientos correspondientes al más pequeño fragmento del pasado. Lo máximo que se puede hacer, tanto con un príncipe como con un paisaje o con el pasado, es representar la realidad, es decir, pasar por alto los detalles, buscar modelos más amplios y considerar cómo se puede utilizar con fines propios lo que se ve. El mero acto de representación hace que uno se sienta grande, porque uno mismo es el responsable de la representación: es uno quien debe hacer comprensible la complejidad, primero para sí mismo y luego para los demás. Y el poder que reside en la representación puede ser en verdad grande, como acertadamente entendió Maquiavelo. En efecto, ¿cuánta influencia tiene hoy Lorenzo de Médicis en comparación con el hombre que solicitaba ser su tutor? En consecuencia, la conciencia histórica le deja a uno, lo mismo que la madurez, con una sensación simultánea de su propia importancia e insignificancia. Como el caminante de Friedrich, uno domina un paisaje incluso cuando éste le haga sentirse pequeño. Estamos suspendidos entre sensibilidades incompatibles entre sí, pero precisamente en esa suspensión es donde tiende a residir nuestra propia identidad, ya sea como persona, ya como historiador. La duda acerca de uno mismo debe preceder siempre a la autoconfianza. Sin embargo, nunca debe dejar de acompañar, de desafiar, y de esa manera, de disciplinar la autoconfianza. III Maquiavelo, que combinaba de manera tan asombrosa ambas cualidades, escribió El príncipe — como informó con presunción a Lorenzo de Médicis— con la idea de que «no —25— me era posible haceros un presente más precioso que el de un libro con el que os será fácil comprender en pocas horas lo que a mí no me ha sido dable comprender sino al cabo de muchos años, con suma fatiga y con grandísimos peligros», La finalidad de su representación era la destilación: trataba de «condensar» un gran cuerpo de información en una forma compacta y manejable, de modo que su patrón pudiera dominarla rápidamente. No por casualidad es un libro breve. Lo que Maquiavelo ofrecía era un resumen de experiencia histórica que ampliaría sustitutivamente la experiencia personal. Puesto que «los hombres caminan casi siempre por caminos trillados ya por otros [...] deben con prudencia escoger tan sólo los senderos trazados [...] por aquellos que sobrepujaron a los demás, a fin de que, si no consiguen igualarlos, al menos ofrezcan sus acciones cierta semejanza con las de ellos» xiii-( 13). No he encontrado mejor resumen de los usos de la conciencia histórica. Me gusta porque hace dos puntualizaciones: la primera, que estamos destinados a aprender del pasado, hagamos o no el esfuerzo pertinente, pues es la única base de datos que tenemos; y la segunda, que podríamos tratar de hacerlo sistemáticamente. E. H. Carr se basó en la primera cuando, en ¿Quê es la historia?, observó que probablemente el tamaño y la capacidad de razonamiento del cerebro humano no sean mayores ahora que hace cinco mil años, pero que muy pocos seres humanos llevan hoy la vida que se llevaba entonces. Continuaba diciendo que la efectividad del pensamiento humano «se ha multiplicado enormemente mediante el aprendizaje y la incorporación [...] de la experiencia de las generaciones intermedias». Puede que la herencia de las características adquiridas no opere en biología, pero sí en los asuntos humanos: «La historia es progreso a través de la transmisión, de una generación a otra, de las habilidades adquiridas.» xiv-( 14) —26— Como ha señalado su biógrafo Jonathan Haslam, la idea de «progreso» de Carr en la historia del siglo XX tendió de un modo desconcertante a asociar esa cualidad con la acumulación de poder en manos del Estado xv-(15). Pero en ¿Qué es la historia? Carr expuso un argumento más amplio y menos controvertido: el de que, si podemos ampliar el espectro de experiencias más allá de lo que hemos encontrado como individuos, si podemos inspirarnos en las experiencias de otros que han afrontado situaciones comparables en el pasado, nuestras probabilidades de actuar con sabiduría, aunque no están garantizadas, aumentan proporcionalmente.

Esto nos lleva a la segunda puntualización de Maquiavelo, la de que nuestro aprendizaje del pasado debería ser sistemático. Los historiadores no debieran engañarse a sí mismos pensando que son los proveedores del único medio por el cual las habilidades –y las ideas– adquiridas se transmiten de una generación a la siguiente. La cultura, la religión, la tecnología, el medio ambiente y la tradición pueden hacer todo eso. Pero se puede sostener que la historia es el mejor método para ampliar la experiencia a fin de contar con el mayor consenso posible sobre cuál podría ser el significado de la experiencia xvi-(16). Sé que esta afirmación provocará un gesto de asombro, dado que tan a menudo los historiadores discrepan ostensiblemente entre sí. Disfrutamos del revisionismo y desconfiamos de la ortodoxia, sobre todo porque si hiciéramos lo contrario podríamos quedar fuera de circuito. En los últimos años hemos abrazado visiones posmodernas acerca del carácter relativo de todos los juicios históricos –la inseparabilidad del observador respecto de lo que es observado–, aunque algunos tengamos la sensación de saber esto desde hace mucho tiempo xvii-(17). En resumen, los historiadores parecen tener un terreno poco firme sobre el que fundarse, y por tanto una reducida base para reivindicar ningún consenso acerca de lo que el pasado puede decirnos del presente y del futuro. —27— Excepto cuando se pregunta: ¿en comparación con qué? Ninguna otra modalidad de investigación se acerca tanto a la obtención de dicho consenso, y la mayoría queda muy por debajo. El mero hecho de que las ortodoxias dominen los campos de la religión y la cultura sugiere la ausencia de acuerdo desde abajo, y de aquí la necesidad de imponerlo desde arriba. La gente se adapta a la tecnología y el medio ambiente de tantas maneras distintas que desafían la generalización. Las tradiciones se manifiestan en instituciones y culturas tan diferentes que difícilmente pueden proporcionar alguna coherencia acerca del significado del pasado. En este sentido, el método histórico es superior a todos los demás. No requiere que quienes lo practiquen estén de acuerdo acerca de cuáles son exactamente las «lecciones» de la historia: un consenso puede contener contradicciones. Aprender que hay versiones competitivas de la verdad y que uno mismo debe escoger entre ellas forma parte del crecimiento. Y el mismo aprendizaje forma parte de la conciencia histórica: que no hay interpretación «correcta» del pasado, sino que el acto de interpretar es en sí mismo una ampliación sustitutoria de la experiencia que podemos aprovechar. De nada le serviría a un príncipe que le dijeran que el pasado ofrece lecciones simples, o incluso que, para determinadas situaciones, no ofrece ninguna lección en absoluto. «El príncipe puede captarse al pueblo de varios modos —escribe Maquiavelo en otro pasaje—, pero tan numerosos y dependientes de tantas circunstancias variables que me es imposible formular una regla fija y cierta sobre el asunto.» Pero sigue en pie la proposición general, según la cual «es necesario que el príncipe posea el afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de apoyo en la adversidad» xviii-(18). Esto nos acerca a lo que hacen los historiadores, o al menos —para hacernos eco de las palabras de Maquiavelo— debiera asemejarse a ello: interpretar el pasado a los fines del —28— presente y con la vista puesta en el manejo del futuro, pero hacerlo sin poner entre paréntesis la capacidad para evaluar circunstancias particulares en las que uno podría tener que actuar, o la pertinencia de las acciones del pasado. Acumular experiencia no es respaldar su aplicación automática, pues parte de la conciencia histórica consiste en la capacidad de apreciar no sólo las semejanzas, sino también las diferencias, para comprender que, en circunstancias particulares, las generalizaciones no siempre se sostienen. Esto suena muy desalentador, hasta que tomamos en consideración otra actividad humana en la que esta distinción entre lo general y lo particular es tan ubicua que incluso nos resulta difícil pensar en ella: el vasto mundo de los deportes. Para llegar a ser competente en el baloncesto, el béisbol o incluso el bridge hay que conocer las reglas del juego y jugar. Pero estas reglas, junto con lo que el entrenador nos enseñe respecto de su aplicación, no son otra cosa que una destilación de experiencia acumulada: sirven para lo mismo que Maquiavelo intentaba que El príncipe sirviera a Lorenzo de Médicis. Son generalizaciones: compresiones y destilaciones del pasado con el fin de poder usarlo en el futuro. Sin embargo, cada juego en el que uno participa tendrá sus propias características: la habilidad del adversario, la suficiencia de la preparación propia, las circunstancias en las que tenga lugar la competición. Ningún entrenador competente presentaría un plan a seguir mecánicamente: es menester dejar un amplio margen a la discreción —y al buen juicio— de los jugadores individuales. La fascinación de los deportes reside en la intersección de lo general con lo particular. La práctica de la vida tiene mucho de eso. El estudio del pasado no es una guía segura para predecir el futuro. Lo que con ese estudio se consigue es prepararse para el futuro ampliando la experiencia, de modo que —29— podamos incrementar nuestras habilidades, nuestra energía y, si todo va bien, nuestra sabiduría. Pues aunque sea cierto, como creía Maquiavelo, «que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones», también es verdad que «nos deja gobernar la otra mitad, o, al menos, una buena parte de ella». O, como él mismo expresó, «Dios no quiere hacerlo todo» xix-(19). IV

Pero ¿cómo se presenta la experiencia histórica con el fin de ampliar la experiencia personal? Incluir demasiado poca información puede hacer que el ejercicio resulte irrelevante. Por otro lado, incluir excesiva información puede sobrecargar los circuitos y colapsar el sistema. El historiador tiene que lograr un equilibrio, y eso significa reconocer un intercambio entre representación literal y representación abstracta. Permítaseme ilustrar esto con dos representaciones muy conocidas del mismo tema. La primera es el gran retrato doble de Jan Van Eyck titulado El matrimonio de Giovanni Arnolfini, de 1434, que documenta una relación entre un hombre y una mujer con tanto detalle que podemos ver cada pliegue de su vestimenta, todos los adornos del encaje, las manzanas en el antepecho de la ventana, los zapatos en el suelo, cada uno de los pelos del perrito y hasta al propio artista reflejado en el espejo. El cuadro es impresionante por su extraordinaria proximidad, cuatrocientos años antes de que se inventara la fotografía, a lo que entendemos hoy por realismo fotográfico. Esto sólo puede corresponder al año 1434, los personajes del cuadro sólo pueden ser los Arnolfini y sólo puede haber sido pintado en Brujas. Nos permite la experiencia indirecta de una época y un sitio distantes, pero muy particulares. —30—

Dos representaciones del mismo tema: una, de una época en particular; la otra, de todas las épocas. Jan Van Eyck, El matrimonio de Giovanni Arnolfini, 1434, Londres, National Gallery (Alinari / Art Resource, Nueva York), y Pablo Picasso, Los amantes, 1904. Musée Picasso, París (Réunion des Musées Nationaux / Art Resource, Nueva York; © 2002 Estate of Pablo Picasso / Artists Rights Society (ARS), Nueva York). Comparemos ahora esto con Los amantes, de Picasso, dibujo a tinta, acuarela y carboncillo, realizado deprisa en 1904. La imagen, como la de Van Eyck, deja poca duda en cuanto al tema. Pero aquí se ha eliminado todo —el fondo, los muebles, los zapatos, el perro, incluso la vestimenta— para ponernos ante la esencia del asunto. Lo que tenernos es una transmisión tan genérica de la experiencia indirecta que cualquiera, desde Adán y Eva en adelante, la entendería de inmediato. Lo verdaderamente importante de este dibujo es la abstracción que fluye de su ausencia de contexto, y es esto precisamente lo que lo proyecta con tanta eficacia a través del tiempo y el espacio. Ahora, si es capaz de dar este salto, pase el lector a Tucídides, en quien veo unidas por primera vez la particularidad —31— de un Van Eyck y la generalidad de un Picasso. A veces es tan fotográfico en su narración que es como si estuviera escribiendo un guión cinematográfico. Por ejemplo, nos habla de un ataque de los platenses a una muralla peloponesa en el que los soldados avanzaron calzados sólo en el pie izquierdo para no resbalar en el barro y en el que el desprendimiento accidental de una simple teja dio la alarma. Nos coloca en pleno ataque de los atenienses a Pilos en 425 a. C. con la misma precisión con que las notables primeras escenas de Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, nos sitúan en las playas de Normandía en 1944. Nos hace oír a los atenienses enfermos y heridos en Sicilia «llamar a voz en cuello a todo camarada o pariente individual que veían, colgarse del cuello de sus compañeros de tienda en el momento de partir, seguir avanzando todo lo que podían y, cuando les fallaban las fuerzas, volver a clamar al cielo y a gritar al ver que se los dejaba atrás» xx-(20). En resumen, hay en esa particularidad una autenticidad tal que nos pone allí al menos con tanta eficacia como las máquinas del tiempo de Michael Crichton. Pero Tucídides, a diferencia de Crichton, también es un gran generalizador. Concibe su obra, según nos informa, para los investigadores «que deseen un conocimiento exacto del pasado como ayuda para interpretar el futuro, que en el curso del acontecer humano debe asemejarse a aquél, cuando no reflejarlo». Sabía que la abstracción –que podríamos llamar distanciamiento picassiano del contexto— es

lo que hace que las generalizaciones mantengan su valor a lo largo del tiempo. De aquí que presente a los atenienses diciendo a los melinos rebeldes, a modo de principio intemporal, que «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben»: se sigue que los atenienses «dan muerte a todos los hombres adultos que cogen y venden a las mujeres y a los niños como esclavos, tras lo cual envían a quinientos colonos y pueblan por sí mismos el lugar». Pero Tucídides también nos muestra que toda regla tiene excepciones: —32— cuando los mitilenos se rebelan y los atenienses los conquistan, de repente los fuertes cambian de idea y envían una segunda nave que alcanzara a la primera y revocara la orden de matar o esclavizar a los débiles xxi-(21). Pienso que la tensión entre la particularización y la generalización –entre la representación literal y la abstracta –viene con el territorio cuando se está transmitiendo una experiencia indirecta. Una simple crónica de detalles, aun cuando sea gráfica, le encierra a uno en una época y en un lugar particulares. De ellos se sale con la abstracción, pero la abstracción es un ejercicio artificial que implica una simplificación excesiva de las realidades complejas. Es algo parecido a lo que sucede en el mundo del arte una vez que éste, a finales del siglo XIX, empieza a tomar distancia respecto de la representación literal de la realidad. Un objetivo del impresionismo, del cubismo y del futurismo era encontrar una manera de representar el movimiento desde dentro de los medios necesariamente estáticos de la pintura, la tela y el marco. La abstracción surgió como una forma de liberación, una nueva manera de ver la realidad que sugería algo del fluir del tiempo xxii-(22). Pero sólo operó mediante la distorsión del espacio. Los historiadores, por el contrario, emplean la abstracción para superar una limitación diferente: su separación temporal respecto de sus sujetos. Los artistas coexisten con los objetos que representan, lo que quiere decir que siempre pueden cambiar el punto de vista, ajustar la luz o mover el modelo xxiii-(23). Los historiadores no pueden hacer eso, porque lo que ellos representan está en el pasado y jamás pueden modificarlo. Pero pueden, por medio de la forma particular de abstracción que conocemos como narración, describir el movimiento a través del tiempo, algo que un artista sólo puede insinuar. Pero siempre se produce un equilibrio, pues cuanto más —33— tiempo cubra la narración, menos detalles puede proporcionar. Es como el principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual la medición precisa de una variable vuelve imprecisa la de otra xxiv-(24). Esta es, por tanto, otra de las polaridades implicadas en la conciencia histórica: la tensión entre lo literal y lo abstracto; entre, por un lado, la descripción detallada de lo que se da en un momento preciso del pasado y, por otro, el rápido esbozo de lo que se extiende en grandes franjas de ese pasado. V Esto me retrotrae a El caminante de Friedrich, representación artística que se aproxima a la sugerencia visual de aquello sobre lo cual versa la conciencia histórica: la espalda vuelta hacia nosotros; la elevación sobre un paisaje distante, no la inmersión en él; la tensión entre la importancia y la insignificancia, la manera de sentirse a la vez grande y pequeño; las polaridades de la generalización y la particularización; el abismo entre representación abstracta y representación literal. Pero también hay algo más: una sensación de curiosidad mezclada con la veneración y la determinación de descubrir cosas, de penetrar la niebla, de destilar experiencia, de describir la realidad: todo lo cual es tanto una visión artística como sensibilidad científica. De Shakespeare, Harold Bloom dijo que creó nuestro concepto de nosotros mismos al descubrir modos —jamás alcanzados hasta entonces— de describir la naturaleza humana en el teatro xxv-(25). Shakespeare in Love, la película de John Madden, muestra, a mi juicio, lo que sucede en realidad: es el momento en que se representa por primera vez Romeo y Julieta, cuando se recitan los últimos versos y el público, absolutamente maravillado, permanece en sus asientos silencioso, los —34— ojos desorbitados y la boca abierta, sin saber qué hacer. El afrontar un territorio ignoto, ya sea en el teatro, ya en la historia o en los asuntos humanos, produce algo parecido a esa sensación de asombro. Probablemente sea ésta la razón por la que Shakespeare in Love termina con el comienzo de Noche de Reyes, con Viola náufraga en un continente ignoto, lleno de peligros pero también de infinitas posibilidades. Y lo mismo que en El caminante de Friedrich, lo que vemos en esa larga toma final es una espalda, la espalda de Viola que camina por el agua hacia la costa. Ahora bien, no pretendo sugerir que los historiadores puedan desempeñar el papel de Gwyneth Paltrow con alguna credibilidad. Se nos supone cronistas sólidos y desapasionados de acontecimientos, no inclinados a dejar que nuestras emociones y nuestras intuiciones afecten a lo que hacemos, o esto es lo que tradicionalmente se nos ha enseñado. Sin embargo, me temo que si no nos permitimos estas cosas, ni la sensación de excitación y asombro que dan al hecho de hacer historia, omitimos gran parte de aquello sobre lo cual versa precisamente la historia. Los primeros versos de Shakespeare cuando habla Viola, llenos como están de inteligencia, curiosidad y cierto temor, bien podrían ser el punto inicial para cualquier historiador que contemple el paisaje de la historia: «¿Qué país, amigos, es éste?»

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NOTAS: 1. EL. PAISAJE DE LA HISTORIA 1. Paul Johnson, The Birth of the Modern: World Society, 1815-1830, Nueva York, Harper Collins, 1991. Para su análisis de la pintura, véase p. 998. [Ed. cast., El nacimiento del mundo moderno, Buenos Aires, Javier Vergara, 2000.] 2. John Ziman, Reliable Knowledge: An Exploration of the Grounds fir Belief in Science, Nueva York, Cambridge Universiry Press, 1978, p. 21 [ed. cast., La credibilidad de la ciencia, Madrid, Alianza, 1981]. Véase también la breve historia de la ciencia moderna como metáfora, del economista Brian Arthur, citada en M. Mitchell Waldrop, Complexity: The Emerging Science at the Edge of' Order and Chaos, Nueva York, Simon & Schuster, 1992, pp. 327-330; y también Stephan Berry, «On the Problem of Laws in Nature and History: A Comparison», History and Theory, 38, diciembre de 1999, pp. 122, 132. 3. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge, Nueva York, Knopf, 1998, p. 26 [ed. cast., Consilience. La unidad del conocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1999]. R. G. Collingwood, The Idea of History, Nueva York, Oxford University Press, 1956, pp. 95-96, ofrece una elaborada defensa del uso de la metáfora, sobre la base de la filosofía kantiana [ed. cast., Idea de la historia, México, FCE, 1965]. 4. Para una metáfora artística comparable, véase Walter Benjamin, Illuminations, trad. de Harry Zohn, Nueva York, Schocken Books, 1968, p. 257. 5. Connie Willis, Doomsday Book, Nueva York, Bantam, 1992 [ed. cast., El libro del día del juicio final, Barcelona, Ediciones B, 1997]; Michael Crichton, Timelines, Nueva York, Knopf 1999 [ed. cast., Rescate en el tiempo, Barcelona, Plaza & Janés, 2000]. 6. Marc Bloch, The Historian's Craft, trad. de Peter Putnam. Manchester, Manchester University Press, 1992 (1.ª ed., 1953), p. 42. 7. Gertrude Stein, Picasso, Boston, Beacon Press, 1959, p. 50 [ed. cast., Picasso, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002]. Véase también Gertrude Stein, Everybody's Autobiography, Cambridge, Massachusetts, Exact Change, 1993, pp. 197-198 [ed. cast., Autobiogiafia de todo el mundo, Barcelona, Tusquets, 1979]; y, para una observación análoga acerca de los escritos de Garret Mattingly, Richard J. Evans, In Defence of History, Londres, Granta, 1997, pp. 143-144. 8. La descripción de la última de estas instituciones que da J. K. Rowling en Harry Potter and the Philosopher's Stone, Londres, Bloomsbury, 1997 (en Estados Unidos, Harry Potter and the Sorcerors Stone, Nueva York, Scholastic, 1998), tendrá resonancias estudiantiles en las dos primeras. [Ed. cast., Harry Potter y la piedra filosofal, Barcelona, Salamandra, 2002.] 9. Geoffrey R. Elton, «Putting the Past Before Us», en Stephen Vaughan, ed., The Vital Past: Writings on the Uses of History, Athens, University of Georgia Press, 1958, p. 42. Véase también Geoffrey R. Elton, The Practice of History, Nueva York, Crowell, 1967, pp. 145-146; y Return to Essentials: Some Reflections on the Present State of Historical Study, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 43-45, 73. 10. Mark Twain, «Was the World Made for Man?», citado en Stephen Jay Gould, Wonderful Life: The Burgess Shale and the Nature of History, Nueva York, Norton, 1989, p. 45. [Ed. cast., La vida maravillosa: Burgess Shale y la naturaleza de la historia, Barcelona, Crítica, 1991.] 11. Véase Stephen Jay Gould, Time's Arrow, Time's Cycle: Myth and Metaphor in the Discovery of Geologic Time, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1987. [Ed. cast., La flecha del tiempo: mitos y rnetáforas en el descubrimiento del tiempo geológico, Madrid, Alianza, 1992.] 12. Nicolás Maquiavelo, The Prince, Chicago, University of Chicago Press, 1998, p. 4 [ed. cast., El príncipe, Buenos Aires, Heliasta, 1998]. R. G. Collingwood, The Idea of History, op. cit., pp. 59-60, cita a Descartes y a Kant sobre la necesidad de desplazamiento de los historiadores. 13. Nicolás Maquiavelo, The Prince, op. cit., pp. 3-4, 22. 14. E. H. Carr, What Is History?, 2.ª ed., Nueva York, Penguro, 1987 (1.ª ed., 1961), p. 114. Véase también R. G. Collingwood, The Idea of History, op. cit., pp. 333-334. Para tres elaboraciones recientes de este argumento, véase Jared Diamond, Guns, Gems, and Steel: The Fates of Human Societies, Nueva York, Norton, 1999 [ed. cast., Armas, gérmenes y acero: la sociedad humana y sus destinos, Madrid, Debate, 1998]; Robert Wright, Non-Zero: The Logic of Human Destiny, Nueva York, Pantheon, 2000; y. desde un punto de vista metodológico, Martin Stuart-Fox, «Evolutionary Theory of History», History and Theory, 38, diciembre de 1999, pp. 33-51. 15. Jonathan Haslam, The Vices of Integrity: E. H. Carr, 1892-1982, Nueva York, Verso, 1999. Véase también Michael Cox, ed., E. H. Carr: A Critical Appraisal, Nueva York, Palgrave, 2000, especialmente pp. 9-10, 91.

16. Para una visión comparable de la importancia de la «posibilidad de consenso» en ciencia, véase John Ziman, Reliable Knowledge, op. cit., p. 3. 17. La observación se encuentra en Richard J. Evans, In Defence of History, Londres, Granta, 1997, pp. 103-105; Niall Ferguson, «Virtual History: Towards a "Chaotic" Theory of the Past », en idem, ed., Virtual History. Alternatives and Counterfactuals, Nueva York, Basic Books, 1999, pp. 65-66 [ed. cast., Historia virtual, Madrid, Taurus, 19981; y Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about History, Nueva York, Norton. 1994, pp. 216-217 [ed. cast., La verdad sobre la historia, Barcelona, Andrés Bello, 1998]. Véase también M. Bloch, The Historian Craft, op. cit., pp. 120-122, y E. H. Carr, What Is History?, op. cit., pp. 73, 82. 18. Maquiavelo, The Prince, op. cit., pp. 40-41. 19. Ibidem, pp. 98, 103. 20. Tucídides, The Peloponnesian War, trad. de Richard Crawley, Nueva York, Random House, 1982, pp. 164-165, 240, 472. [Ed. cast., Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Gredos, 2000.] 21. Ibidem, pp. 13, 180-181, 351. 22. Sobre este punto, véase Stephen Kern, The Culture of Time and Space, 1880-1918, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1983, en especial pp. 21-24, 87, 119. 23. R. G. Collingwood, The Idea of History, op. cit., p. 246. La novela Girl with a Pearl Earring, de Tracy Chevalier, Nueva York, Dutton, 1999, lo observa con elegancia en relación con Johannes Vermeer. [Ed. cast., La joven de la perla, Madrid, Alfaguara, 2001.] 24. Probablemente Michael Frayn proporciona la explicación más clara posible para un público profano en el epílogo a su obra teatral Copenhagen, Londres, Methuen, 1998, p. 98 [ed. cast., Copenhague, Madrid, Centro de Cultura de la Villa, 2003]. Véase también, en el texto de esta pieza, pp. 24 y 67-68, así como R. G. Collingwood, The Idea of History op. cit., p. 141; y para el problema de su relación con la «nueva» historia social, Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about History, op. cit., pp. 158, 223. 25. Harold Bloom, Shakespeare: The Invention of the Human, Nueva York, Penguin Putnam, 1998. [Ed. cast., Shakespeare: La invención de lo humano, Barcelona, Anagrama, 2002.] xxvi

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i 1. Paul Johnson, The Birth of the Modern: World Society, 1815-1830, Nueva York, Harper Collins, 1991. Para su análisis de la pintura, véase p. 998. [Ed. cast., El nacimiento del mundo moderno, Buenos Aires, Javier Vergara, 2000.] ii 2. John Ziman, Reliable Knowledge: An Exploration of the Grounds fir Belief in Science, Nueva York, Cambridge Universiry Press, 1978, p. 21 [ed. cast., La credibilidad de la ciencia, Madrid, Alianza, 1981]. Véase también la breve historia de la ciencia moderna como metáfora, del economista Brian Arthur, citada en M. Mitchell Waldrop, Complexity: The Emerging Science at the Edge of' Order and Chaos, Nueva York, Simon & Schuster, 1992, pp. 327-330; y también Stephan Berry, «On the Problem of Laws in Nature and History: A Comparison», History and Theory, 38, diciembre de 1999, pp. 122, 132. iii 3. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge, Nueva York, Knopf, 1998, p. 26 [ed. cast., Consilience. La unidad del conocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1999]. R. G. Collingwood, The Idea of History, Nueva York, Oxford University Press, 1956, pp. 95-96, ofrece una elaborada defensa del uso de la metáfora, sobre la base de la filosofía kantiana [ed. cast., Idea de la historia, México, FCE, 1965]. iv 4. Para una metáfora artística comparable, véase Walter Benjamin, Illuminations, trad. de Harry Zohn, Nueva York, Schocken Books, 1968, p. 257. v 5. Connie Willis, Doomsday Book, Nueva York, Bantam, 1992 [ed. cast., El libro del día del juicio final, Barcelona, Ediciones B, 1997]; Michael Crichton, Timelines, Nueva York, Knopf 1999 [ed. cast., Rescate en el tiempo, Barcelona, Plaza & Janés, 2000].

vi 6. Marc Bloch, The Historian's Craft, trad. de Peter Putnam. Manchester, Manchester University Press, 1992 (1.ª ed., 1953), p. 42. vii

7. Gertrude Stein, Picasso, Boston, Beacon Press, 1959, p. 50 [ed. cast., Picasso, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002]. Véase también Gertrude Stein, Everybody's Autobiography, Cambridge, Massachusetts, Exact Change, 1993, pp. 197-198 [ed. cast., Autobiogiafia de todo el mundo, Barcelona, Tusquets, 1979]; y, para una observación análoga acerca de los escritos de Garret Mattingly, Richard J. Evans, In Defence of History, Londres, Granta, 1997, pp. 143-144. viii 8. La descripción de la última de estas instituciones que da J. K. Rowling en Harry Potter and the Philosopher's Stone, Londres, Bloomsbury, 1997 (en Estados Unidos, Harry Potter and the Sorcerors Stone, Nueva York, Scholastic, 1998), tendrá resonancias estudiantiles en las dos primeras. [Ed. cast., Harry Potter y la piedra filosofal, Barcelona, Salamandra, 2002.] ix 9. Geoffrey R. Elton, «Putting the Past Before Us», en Stephen Vaughan, ed., The Vital Past: Writings on the Uses of History, Athens, University of Georgia Press, 1958, p. 42. Véase también Geoffrey R. Elton, The Practice of History, Nueva York, Crowell, 1967, pp. 145-146; y Return to Essentials: Some Reflections on the Present State of Historical Study, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 43-45, 73. x 10. Mark Twain, «Was the World Made for Man?», citado en Stephen Jay Gould, Wonderful Life: The Burgess Shale and the Nature of History, Nueva York, Norton, 1989, p. 45. [Ed. cast., La vida maravillosa: Burgess Shale y la naturaleza de la historia, Barcelona, Crítica, 1991.] xi 11. Véase Stephen Jay Gould, Time's Arrow, Time's Cycle: Myth and Metaphor in the Discovery of Geologic Time, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1987. [Ed. cast., La flecha del tiempo: mitos y rnetáforas en el descubrimiento del tiempo geológico, Madrid, Alianza, 1992.] xii 12. Nicolás Maquiavelo, The Prince, Chicago, University of Chicago Press, 1998, p. 4 [ed. cast., El príncipe, Buenos Aires, Heliasta, 1998]. R. G. Collingwood, The Idea of History, op. cit., pp. 5960, cita a Descartes y a Kant sobre la necesidad de desplazamiento de los historiadores. xiii

13. Nicolás Maquiavelo, The Prince, op. cit., pp. 3-4, 22.

xiv 14. E. H. Carr, What Is History?, 2.ª ed., Nueva York, Penguro, 1987 (1.ª ed., 1961), p. 114. Véase también R. G. Collingwood, The Idea of History, op. cit., pp. 333-334. Para tres elaboraciones recientes de este argumento, véase Jared Diamond, Guns, Gems, and Steel: The Fates of Human Societies, Nueva York, Norton, 1999 [ed. cast., Armas, gérmenes y acero: la sociedad humana y sus destinos, Madrid, Debate, 1998]; Robert Wright, Non-Zero: The Logic of Human Destiny, Nueva York, Pantheon, 2000; y. desde un punto de vista metodológico, Martin Stuart-Fox, «Evolutionary Theory of History», History and Theory, 38, diciembre de 1999, pp. 33-51. xv 15. Jonathan Haslam, The Vices of Integrity: E. H. Carr, 1892-1982, Nueva York, Verso, 1999. Véase también Michael Cox, ed., E. H. Carr: A Critical Appraisal, Nueva York, Palgrave, 2000, especialmente pp. 9-10, 91. xvi

16. Para una visión comparable de la importancia de la «posibilidad de consenso» en ciencia, véase John Ziman, Reliable Knowledge, op. cit., p. 3. xvii 17. La observación se encuentra en Richard J. Evans, In Defence of History, Londres, Granta, 1997, pp. 103-105; Niall Ferguson, «Virtual History: Towards a "Chaotic" Theory of the Past », en idem, ed., Virtual History. Alternatives and Counterfactuals, Nueva York, Basic Books, 1999, pp. 65-66 [ed. cast., Historia virtual, Madrid, Taurus, 19981; y Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about History, Nueva York, Norton. 1994, pp. 216-217 [ed. cast., La verdad sobre la historia, Barcelona, Andrés Bello, 1998]. Véase también M. Bloch, The Historian Craft, op. cit., pp. 120-122, y E. H. Carr, What Is History?, op. cit., pp. 73, 82. xviii 18. Maquiavelo, The Prince, op. cit., pp. 40-41. xix

19. Ibidem, pp. 98, 103.

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20. Tucídides, The Peloponnesian War, trad. de Richard Crawley, Nueva York, Random House, 1982, pp. 164-165, 240, 472. [Ed. cast., Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Gredos, 2000.] xxi

21. Ibidem, pp. 13, 180-181, 351.

xxii 22. Sobre este punto, véase Stephen Kern, The Culture of Time and Space, 1880-1918, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1983, en especial pp. 21-24, 87, 119.

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23. R. G. Collingwood, The Idea of History, op. cit., p. 246. La novela Girl with a Pearl Earring, de Tracy Chevalier, Nueva York, Dutton, 1999, lo observa con elegancia en relación con Johannes Vermeer. [Ed. cast., La joven de la perla, Madrid, Alfaguara, 2001.] xxiv 24. Probablemente Michael Frayn proporciona la explicación más clara posible para un público profano en el epílogo a su obra teatral Copenhagen, Londres, Methuen, 1998, p. 98 [ed. cast., Copenhague, Madrid, Centro de Cultura de la Villa, 2003]. Véase también, en el texto de esta pieza, pp. 24 y 67-68, así como R. G. Collingwood, The Idea of History op. cit., p. 141; y para el problema de su relación con la «nueva» historia social, Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about History, op. cit., pp. 158, 223. xxv 25. Harold Bloom, Shakespeare: The Invention of the Human, Nueva York, Penguin Putnam, 1998. [Ed. cast., Shakespeare: La invención de lo humano, Barcelona, Anagrama, 2002.] xxvi