El mundo de Shakespeare

el otro lado / ensayo Título original: The Dyer s hand (“The Shakespearian City”, “Homage to Igor Stravinsky”) Traducció

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el otro lado / ensayo Título original: The Dyer s hand (“The Shakespearian City”, “Homage to Igor Stravinsky”) Traducción: Mirta Rosenberg Editores: Edgardo Russo y Fabián Lebenglik Diseno de cubierta e interiores: Eduardo Stupía y Pablo Hernández

© 1948, 1950, 1952, 1953, 1954, 1956, 1957, 1958, 1960, 1962, by W. H. Auden. Renewed. © Adriana Hidalgo editora S.A., 1999 Córdoba 836 - P. 13 - Of. 1301 (1054) Buenos Aires e-mail: [email protected] ISBN: 987-9396-03-0 Hecho el depósito que indica la ley 11.723 Impreso por Grafmor s.a. - Lamadrid 1576 - Villa Ballester En el mes de Julio de 1999 Impreso en Argentina Printed in Argentina Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

The Globe1

vida fisiológica no es, por supuesto, “la”vida. Ytampoco lo es la vida psicológica. La vida es el mundo. Ludwig Wittgenstein

Es difícil, tal vez imposible para nosotros, formamos una imagen completa de la vida porque, para ello, debemos reconciliar y combinar dos impresiones completa­ mente diferentes: la de la vida tal como cada uno la ex­ perimenta en su propia persona, y la de la vida tal como todos la observamos en los otros. Cuando yo me observo a mí mismo, el yo que observa es único pero no individual, ya que no tiene característi­ cas propias; sólo tiene el poder de reconocer, comparar, juzgar y elegir; el yo al que observa no es una identidad única sino una sucesión de diversos estados dei sentimiento o dei deseo. En mi mundo la necesidad significa dos cosas: la arbitrariedad dei estado —sea cual fuere- en el que me encuentre en ese momento, y la libertad obligatoria de mi ego. La acción en mi mundo tiene un sentido

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The Globe es el nombre dei teatro londinense donde se llevaban a cabo las representaciones de la companía teatral que integraba Shakespeare. Además, significa orbe, por extensión, laTierra, el mundo. (N de laT.).

especial; actúo en la dirección de mis estados dei ser, no en función de los estímulos que los provocaron; mi acción, de hecho, consiste en darme o negarme a mí mismo el permiso de actuar. Me resulta imposible actuar en la ignorancia, porque mi mundo es, por definición, aque11o que conozco; ni siquiera es posible, en términos rigurosos, que me autoengane, porque si sé que me estoy en­ ganando ya no lo estoy haciendo, de modo que nunca puedo creer que ignoro qué es lo bueno para mí. No puedo afirmar que soy afortunado o desafortunado, por­ que esas palabras se aplican sólo a mí mismo. Aunque algunos estados de mí mismo me resultan más interesantes que otros, no hay ninguno que sea tan poco interesante como para ignorarlo; hasta el aburrimiento es interesante porque es mi propio aburrimiento el que debo tolerar. Si intento, entonces, proyectar mi experiencia sub­ jetiva de la vida en una forma teatral, la obra será de tipo alegórico moral, como Everyman2. El héroe será el ego volitivo que elige, y los otros personajes serán los estados dei yo, placenteros o desagradables, buenos o maios, a favor o en contra de los cuales el héroe hace sus elecciones, o bien consejeros, como la razón o la conciencia, que pugnan por ejercer influencia sobre esas elecciones.

2 Alusión a The Summoning ofEveryman, obra moral inglesa dei siglo XV, en la que Everyman, como su nombre lo indica, representa al hombre común. (N dela T.).

El argumento sólo puede ser una sucesión temporal de incidentes -cuyo número es arbitrario, ya que depende de los que yo elija describir—y la única necesidad seria el paso dei tiempo desde el nacimiento a la muerte: todo lo demás puedo elegirlo libremente. Si ahora cambio de perspectiva y excluyo delibera­ damente todo lo que sé sobre mí mismo, y me dedico a escrutar a otros seres humanos tan objetivamente como pueda, como si yo fuera tan sólo una câmara y un grabador, el mundo que experimento es muy diferente. No veo estados dei ser sino individuos en estados de, digamos, cólera, cada uno de los cuales es diferente y está causado por estímulos diferentes. Veo y oigo personas, es decir, personas que actúan y hablan dentro de una situación, y esa situación, sus actos y sus palabras constituyen todo lo que sé. Nunca veo a otro elegir en­ tre dos acciones alternativas, sino que sólo veo la acción que realiza. Por lo tanto, no puedo determinar si ha tenido libre albedrío o no; sólo sé si es afortunado o desafortunado en sus circunstancias. Puedo verlo actuando con total ignorancia de ciertos hechos de su si­ tuación que yo conozco, pero nunca puedo decir con certeza, en una situación determinada, que se está en­ ganando a sí mismo. Así, aunque me resulta imposible desinteresarme completamente de cualquier cosa que me ocurra a mí mismo, sólo puedo interesarme por otros que “me llaman la atención” por ser excepciones al pro-

medio: excepcionalmente poderosos, excepcionalmen­ te bellos, excepcionalmente divertidos, y mi interés o desinterés por lo que hacen o lo que sufren está deter­ minado por el viejo adagio periodístico que sostiene que “Perro muerde a obispo” no es noticia, pero “Obispo muerde a perro” sí lo es. Si intento presentar mi experiencia objetiva en forma teatral, la obra será dei tipo griego, la historia de un hombre o mujer excepcional que tiene un destino excepcio­ nal. El drama no consistirá en las elecciones que el prota­ gonista haga libremente, sino en las acciones que la situación lo obliga a realizar. El puro drama de conciencia y el drama de pura objetividad son semejantes en cuanto a que sus personajes no tienen secretos: el público sabe todo lo que hay que saber sobre ellos. Por lo tanto, es inimaginable la posibilidad de escribir un libro sobre los personajes de la tra­ gédia griega o sobre los personajes de las obras morales: ellos mismos han dicho todo lo que hay para decir. El hecho de que siempre ha sido y será posible escribir libros sobre los personajes de las obras de Shakespeare, en los que diferentes críticos llegan a interpretaciones com­ pletamente diferentes, indica que el teatro isabelino es diferente de los otros dos, ya que, de hecho, es un inten­ to de sintetizar ambas clases de obras teatrales en una nueva clase más compleja.

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En realidad los dramaturgos isabelinos sabían muy poco dei teatro clásico, y le debían muy poco. Las tra­ gédias de Séneca, destinadas más a la lectura que a la representación, pueden haber ejercido cierta influen­ cia sobre su estilo retórico, las comédias de Plauto y Terencio pueden haberles proporcionado unos pocos recursos y situaciones cômicas, pero el teatro isabelino seria muy parecido a lo que es si esos autores hubieran sido totalmente desconocidos. Hasta Ben Jonson, el único “erudito” de los dramaturgos de la época, sobre quien las teorias estéticas de los humanistas ejercieron una profunda influencia, tiene más deudas con las obras morales que con la comedia latina. Si se elimina a Everyman, sustituyéndolo en su rol de héroe por uno de los siete pecados capitales, y se establece una alianza entre los otros seis para aprovecharse dei protagonista, se tendrá la estructura básica de la comedia de humor jonsoniana. El nexo entre las obras morales dei medioevo y el teatro isabelino está dado por las crônicas teatrales. Si bien hay pocas de ellas que resultan legibles en la actualidad, con la excepción de Eduardo II de Marlowe, nada puede haber sido más afortunado para el desarrollo de Shakespeare como dramaturgo que haberse visto obligado a enfrentar, para ganarse la vida -ya que a juzgar por sus primeros poemas, su gusto de juven13

tud estaba dirigido hacia un gênero más refinado—, los problemas que plantean las crônicas teatrales. El autor de una crônica teatral, a diferencia de los trágicos griegos que tomaban como tema algún mito significativo, no puede elegir su situación; debe tomar, en cambio, las que le ofrece la historia, aquéllas en las que un personaje es víctima de una situación y aquéllas en las que él mismo la crea. No puede tener ninguna teoria estéti­ ca estrecha que separe lo trágico de lo cômico, ninguna teoria de areté heróica que pueda privilegiar a un personaje histórico y rechazar a otro. El estúdio dei indiví­ duo humano involucrado en la acción política, y de las ambigüedades morales que abundan en la historia, impide cualquier tendencia a la simplificación moral de los personajes: hace imposible dividirlos en buenos y maios o identificar el éxito y el fracaso con la virtud y el vicio. El teatro isabelino heredó de los mistérios religiosos tres nociones importantes y muy poco griegas:

La significación dei tiempo El tiempo, en el teatro griego, es simplemente el que insume la revelación de la situación dei héroe, y los que deciden el momento de esa revelación son los dioses, no los hombres. La peste que desencadena la acción de Edipo 14

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rey podría haber sido enviada antes o haber sido poster­ gada. En el teatro isabelino, el tiempo es lo que el héroe crea con lo que hace y sufre, el medio en el cual se concretan sus potencialidades como personaje.

La significación de la elección En una tragédia griega, todo lo que podría haber sido de otro modo ya ha ocurrido antes dei comienzo de la obra. Es cierto que a veces el coro puede adver­ tir al héroe para disuadirlo de cierto curso de acción, pero es impensable que éste lo escuche, porque un héroe griego es lo que es y no puede cambiar. Si Hipólito hubiera ofrecido un sacrifício a Afrodita habría dejado de ser Hipólito. Pero en una tragédia isabelina, en Otelo por ejemplo, antes dei asesinato de Desdémona siempre hay algún momento en el que Otelo hubiera podido controlar sus celos, descubrir la verdad y convertir la tragédia en comedia. A la in­ versa, en una comedia como Los dos caballeros de Verona siempre hay algún momento en el que se podría to­ mar una decisión equivocada y llegar a una conclusión trágica.

La significación dei sufrimiento Para los griegos, el sufrimiento y el infortúnio son signos dei disgusto de los dioses y, por lo tanto, los 15

hombres deben aceptarlos como evidencias de una mis­ teriosa justicia. Uno de los sufrimientos más comunes es verse obligado a cometer crímenes, ya sea inadver­ tidamente, como el parricidio y el incesto de Edipo, o por orden directa de un dios, como en el caso de Orestes. Estos crímenes no son lo que nosotros consi­ deramos pecados, porque se producen en contra dei deseo dei criminal. Pero en Shakespeare, el sufrimiento y el infortúnio no son en sí mismos pruebas dei disgusto divino. Es cierto que no se producirían si el hombre no hubiera caído en el pecado, pero, precisamen­ te porque ha caído, el sufrimiento es un elemento inevitable de la vida —no hay hombre que no sufra- que debe ser aceptado, no sólo en sí mismo, como castigo proporcional a los particulares pecados dei sufriente, sino además como oportunidad de recibir la gracia o como proceso de expiación. Los que intentan rechazar el sufrimiento no sólo no lo consiguen sino que se hunden aún más profundamente en el pecado y el sufrimiento. Así, la diferencia entre las tragédias y las comédias de Shakespeare no estriba en que en unas los personajes sufren y en las otras no, sino que en la comedia el sufrimiento conduce al autoconocimiento, al arrepentimiento, al perdón y al amor, y en la tragé­ dia conduce, por el contrario, al desconocimiento de sí, al desafio y al odio.

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En la tragédia griega, el público está constituido pu­ ramente por espectadores, nunca participantes; los sufrimientos dei héroe despiertan su compasión y su te­ mor, pero no pueden pensar “algo semejante podría ocurrirme a mí”, porque la tragédia griega se basa en el hecho de que el héroe y su destino trágico son excepcionales. Pero todas las tragédias de Shakespeare pueden considerarse variaciones dei mismo mito trágico, el úni­ co que posee la Cristiandad, la historia dei ladrón impenitente, y cualquiera de nosotros, cada uno a su manera, corre el riesgo de volver a desempenar el mismo papel. Por lo tanto, el público de una tragédia de Shakespeare debe ser al mismo tiempo espectador y participante, ya que se trata tanto de una historia ficticia como de una parábola.

El Dr. Johnson tenía razón, sin duda, cuando dijo de Shakespeare: “Sus tragédias parecen brotar de la habilidad, sus comédias dei instinto”. Me parece dudoso que sea posible, dentro de una sociedad cristiana, una tragé­ dia plenamente lograda que descrea de la existencia de una relación de necesidad entre el sufrimiento y la cul­ pa. El dramaturgo, por lo tanto, se ve enfrentado a dos alternativas. Puede mostrar un personaje noble e inocente 17

que sufre un infortúnio excepcional, aunque en ese caso el efecto no seria trágico sino patético. O puede retratar a un pecador que, por sus pecados -usualmente los pe­ cados producen crímenes- provoca sus propios sufrimientos. Pero no existe nada semejante a un pecador noble, ya que pecar es precisamente volverse innoble. Tanto Shakespeare como Racine procuran resolver el problema dei mismo modo, dándole al pecador poesia noble para decir, pero los dos deben haber sabido, en lo profundo de sus corazones, que sólo se trataba de un truco de prestidigitación. Cualquier periodista podría contar la historia de Edipo o la de Hipólito, y seguirían siendo tan trágicas como cuando la cuentan Sófocles o Eurípides. La diferencia radicaria tan sólo en el hecho de que el periodista es incapaz de proporcionar a Edipo y a Hipólito el noble lenguaje que corresponde a la tra­ gédia, en tanto Sófocles y Eurípides, por ser grandes poetas, sí pueden. Pero dejemos que un periodista cuente la historia de Macbeth o la de Fedra, y de inmediato las reconoceremos como lo que son, una un caso policial, y la otra un caso patológico. La poesia que Shakespeare y Racine les han dado no es una expresión externa de sus naturalezas nobles, sino un suntuoso atavio que oculta su desnudez. El poema de D. H. Lawrence no me parece dei todo injusto:

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Cuando leo a Shakespeare me resulta admirable que gente tan trivial cavile, ruja, hable en lengua tan adorable. No sé por qué a Lear, ese viejo calentón, las hijas no le dieron una tunda, y con razón, por ser tan viejo cabrón. Y Hamlet, jvivir con él qué aburrido, qué aburrido, siempre gruííendo y llorando, tan recatado y mezquino, sus parlamentos magníficos, enumerando desmanes que otros han cometido! Y Macbeth con su Lady, en lugar de ocuparse de sus cosas, por ambición de suburbio, jqué manera deshonrosa de apunalar a ese Dugan para mandarlo a la fosa! /Aunque la gente de Shakespeare así de aburrida sea, l su lenguaje es adorable, como las emanaciones de la brea.

La comedia, por otra parte, no sólo es posible dentro de una sociedad cristiana, sino que en ella adquiere la capacidad de alcanzar mucha mayor amplitud y profundidad que la comedia clásica. Mayor amplitud porque la comedia clásica se basa en la división de la humanidad en dos clases, los que tienen aretéy los que no, y sólo la segun­ da clase, la de los necios, los bribones sin vergüenza, los esclavos, son sujetos adecuados para la comedia. La come­ dia cristiana, en cambio, se basa en la convicción de que 19

todos los hombres son pecadores; por lo tanto, ninguno, cualquiera su rango o su talento, puede reclamar inmunidad a la exposición cômica y por cierto que cuanto más virtuoso es un hombre —en el sentido griego—tanto más advierte que merece estar expuesto. Es mayor la profiindidad porque, en tanto la comedia clásica cree que los bribones deben recibir la paliza que merecen, la comedia cristiana cree que nos está prohibido juzgar a los otros y que jíuestro deBer es perdonarnos mutuamente. En la come­ dia clásica los personajes son expuestos y castigados: cuando cae el telón, el público ríe y los que están en el escenario Iloran. En la comedia cristiana, los personajes quedan expuestos y son perdonados: cuando cae el telón, el públi­ co y los personajes ríen juntos. Las comédias de Ben Jonson, a diferencia de las de Shakespeare, son clásicas, no cristianas.

Si las obras de Shakespeare y las de Ben Jonson —y de todos modos las de Jonson son atípicas- se hubieran per­ dido, encontraríamos en la literatura dramática escrita entre 1590 y 1642 muchos de magnífica poesia, muchas escenas teatrales emocionantes, pero ninguna obra que resultara plenamente satisfactoria en general. La obra isabelina promedio se asemeja más a un espectáculo de varieté -una serie de escenas, con frecuencia conmove20

doras o entretenidas en sí mismas, pero carentes de una relación esencial entre sí—que a una obra teatral adecuadamente construída, donde cada personaje y cada palabra poseen relevancia propia. Podemos atribuir este defecto, probablemente, a la permisividad de las conven­ ciones escénicas isabelinás, que autorízaban al dramatur­ go a plantear tantas escenas y personajes como quisiera, y a incluir en la misma obra escenas cômicas v trágicas^ verso y prosa. Afortunadamente, las obras de Shakespeare no han desaparecido, y estamos en condiciones de apre­ ciar hasta qué punto esas convenciones contribuyeron a su extraordinario logro. Si las convenciones de su época hubieran sido, por ejemplo, las dei teatro clásico francês dei siglo XVII, no hubiera podido convertirse, teniendo en cuenta su clase de genio y sus intereses particulares, en el mayor creador de “historias imaginarias” con for­ ma dramática que haya existido nunca. En el prefacio a La profesión de la Sra. Warren, con su típica mezcla de perspicacia y de exageración polemica, Bernard Shaw escribe: El teatro no puede hacer gran cosa para deleitar los sentidos: todos los casos en los que aparenta lo contrario son casos de fascinación personal de los actores. El teatro de puro sentimiento no está ya en manos dei dramatur­ go: ha sido conquistado por el músico, ante cuya capacidad de encantamiento todas las artes verbales parecen frias e impotentes. Romeo y Julieta con la más adorable de las

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Julietas resulta seca, tediosa y retórica en comparación con el Tristán de Wagner, aunque Isolda pese ochenta kilos y tenga cuarenta anos, como suele ocurrir en Alemania... Ahora ya no hay, directamente, ningán futuro para el teatro sin música salvo que sea teatro de ideas. El in­ tento de producir un gênero de ópera sin música (tal es el absurdo que han estado intentando sin darse cuenta los teatros de moda desde hace mucho tiempo) tiene mucho menos esperanza que mi decisión de aceptar los proble­ mas como material normal dei teatro.3

Cada aspecto de la vida es, por supuesto, un proble- . ma. La convicción que Bernard Shaw está atacando es la que sostiene que el único problema que merece la atención dei dramaturgo es el amor entre los sexos, conside­ rado al margen de todo lo demás que los hombres y las mujeres hacen y piensan. Al igual que todas las personas dedicadas a polemizar, Bernard Shaw acepta la visión de Shakespeare respaldada por sus contrincantes, vale de­ cir, la que afirma que, como dramaturgo, a pesar de que sus personajes eran príncipes y guerreros, Shakespeare

3 Curiosamente, ahora que nos hemos acostumbrado a ellas, lo que más nos impresiona de las obras teatrales de Bernard Shaw es su cualidad musi­ cal. É1 mismo nos ha dicho que aprendió de Don Giovanni a “escribir seriamente sin ser aburrido”. A pesar de sus autodefiniciones como mero panfletario, su escritura tiene un efecto más próximo a la música que la de otros que afirman haber escrito “teatro de sentimientos”. Nos deleita ver sus obras, no porque se propongan deliberadamente tratar problemas políticos 22

sólo estaba interesado en sus vidas “privadas”, sus vidas emocionales. Aunque en realidad, la rebelión de Ibsen y Bernard Shaw contra el teatro convencional decimonónico puede considerarse como un retorno a Shakespeare, un nuevo intento de presentar a los seres humanos dentro de su entorno histórico y social en vez de presentarlos -como lo habían hecho los dramaturgos desde la Restauración—individualmente o bien como encarnaciones de las costumbres y usos sociales de una clase diminuta. Es cierto que las obras de Shakespeare no son, en el sentido que le daba Bernard Shaw, “teatro de ideas”; vale decir que ninguno de sus personajes es un intelectual. Es cierto, tal como afirma Bernard Shaw, que cuando se los despoja de su maravillosa dicción, las opiniones morales y filosóficas que esos personajes expresan son lugares comunes, pero el número de personas de cualquier generación o sociedad cuyas ideas no son lu­ gares comunes es sin duda muy reducido. Por otra par­ te, si se piensa bien, casi ninguna de sus obras deja de proporcionar material de reflexión. Romeoy Julieta, por y sociales, sino por su maravilloso despliegue de evidente derroche; la ener­ gia conversacional que muestran sus personajes es tan excesiva para lo que la situación requiere que, si esa misma energia se dedicara a la acción práctica, destruiria el mundo en cinco minutos. Bernard Shaw no es el Mozart de las letras inglesas -la música de la Estatua de Mármol está fuera de su alcance, pero si es el Rossini. Tiene todo el brio, el humor, la cruel claridad y el virtuosismo de ese maestro de la opera buffa.

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ejemplo, no es en absoluto mero “teatro de sentimientos”, una ópera verbal acerca de una relación amorosa entre dos adolescentes, sino que es también y por sobre todo, el retrato de una sociedad, encantadora en muchos aspectos, pero moralmente deficiente, porque el único parâmetro de valor según el cual sus integrantes regulan y juzgan la conducta es el de la bella o la brutta figura. El desastre que aniquila a los jóvenes amantes es un sintoma de lo que está mal en Verona, y cada ciudadano, desde el príncipe Escalo hasta el boticário famélico, son responsables de esas muertes. Dejando de lado sus diferentes temperamentos y talentos, no es difícil en­ contrar un buen motivo por el cual Shakespeare no necesita contarle al público sus “ideas”, mientras que Bernard Shaw está obligado a hacerlo. Gracias a las con­ venciones y la economia dei teatro isabelino, Shakespeare puede presentar su retrato de Verona en veinticuatro escenas con un elenco de treinta roles parlantes y una multitud de extras. Bernard Shaw tiene que escribir para una escena enmarcada por el proscênio, con una escenografía que admite muy pocos câmbios de locación, y para actores cuya escala salarial vuelve prohibitivamente costosa la posibilidad de un gran elenco. Por lo tanto, cuando escribe sobre un problema social como, por ejem­ plo, el de los propietarios de los barrios pobres y sus in­ quilinos, se ve obligado a contamos, por medio de un debate intelectual entre los escasos personajes y en las 24

escasas locaciones de las que dispone, todo aquello que no puede presentar dramáticamente como evidencia, de donde podríamos extraer nuestras propias conclusiones.

Como historiador dramático, Shakespeare nació en el momento justo. Más tarde, los câmbios de las conven­ ciones y de la economia dei teatro lo convirtieron en un medio inadecuado, y las historias imaginarias pasaron a ser el campo de trabajo dei novelista. Antes, la historia dramática hubiera sido imposible, porque la única his­ toria reconocida era la historia sagràda. EI teatro debió secularizarse antes de que fuera posible un tratamiento adecuado de la historia humana. La tragédia griega, al igual que los mistérios, es teatro religioso. Lo que hace el héroe está subordinado a lo que los dioses le hacen hacer. Y lo que es más, los dioses no se preocupan por la sociedad humana sino tan sólo por ciertos indivíduos excepcionales. El héroe muere o va al exilio, pero su ciudad, representada por el coro, permanece. El coro pue­ de apoyarlo o darle consejos, pero no puede influir so­ bre sus acciones ni hacerse responsable de ellas. Sólo el héroe tiene una biografia; los integrantes dei coro son meros observadores. La historia humana no puede escribirse sin la premisa de que, sea cual fuere el papel que Dios desempene en los asuntos humanos, nunca pode­ 25

mos decir con respecto a un acontecimiento, “esto es obra de Dios”, de otro, “esto es un hecho natural”, y de otro, “esto es elección humana”; sólo podemos registrar lo que ocurre. Las obras alegórico-morales se ocupan de ía his­ toria, pero sólo de la historia subjetiva, excluyendo deli­ beradamente el particular entorno histórico social de los hombres.

No sabemos cuáles eran las creencias personales de Shakespeare, ni conocemos su opinión sobre ningún tema (aunque la mayoría de nosotros creemos conocerla). Todo lo que podemos advertir es la ambivalência de sus sentimientos con respecto a sus personajes, algo que es característico de todos los grandes dramaturgos. Los personajes de un dramaturgo son, normalmente, hom­ bres de acción, pero el dramaturgo es un creador, no un hacedor, y no pretende revelarse ante los otros en el mo­ mento, sino crear una obra que, a diferencia de sí mis­ mo, pueda persistir, si es posible para siempre. El drama­ turgo, por lo tanto, admira y envidia de sus personajes el coraje y la disposición a arriesgar la vida — qua dramatur­ go, él jamás se arriesga- pero, al mismo tiempo, para su solitaria imaginación toda acción es vana, por gloriosa que sea, porque la consecuencia no es nunca aquélla que su actor esperó lograr. Lo que un hombre hace es irrevo26

cablemente para bien o para mal; lo que crea, siempre puede modifícarlo o destruirlo. Creo que en toda gran obra podemos sentir la tensión de esta actitud ambivalente —entre la admiración y el desprecio—dei creador hacia el actor. Un personaje por el que su creador sintiera una reverencia o un desprecio absolutos no seria, en mi opinión, “actuable”.

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d 3 " El perro dei príncipe

Quien tome la espada morirá por la espada. Yquien no tome la espada (o la deje caer) morirá en la cruz. SimoneWeil

Se ha senalado que los críticos que escriben sobre Shakespeare revelan más sobre sí mismos que sobre Shakespeare, pero tal vez ése sea el gran valor dei teatro shakespeariano: que a pesar de lo que un espectador pueda ver desarrollándose en el escenario, el efecto últi­ mo que ejercerá sobre él será siempre una autorrevelación. Shakespeare goza, dentro de la literatura inglesa, dei rango de Bardo Máximo, pero esta merecida preeminencia tiene una consecuencia desafortunada: en ge­ neral, no establecemos nuestro primer contacto con sus obras en el teatro, sino en el aula o en el estúdio, de modo que, cuando asistimos a una representación, ya hemos perdido esa ingênua capacidad de asombro que es el estado mental más adecuado para asistir al teatro. La experiencia de leer una obra y la experiencia de ver­ ia representada no son nunca idênticas, pero en el caso de Enrique IVla diferencia entre ambas es particular­ mente grande.

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En una representación, mi reacción inmediata es preguntarme qué hace Falstaff en esa obra. Al final de Ri­ cardo II, se nos dice que el heredero al trono anda con un grupo disoluto de “camaradas licenciosos y liberti­ nos”. ^En qué clase de malas companías esperamos ver al príncipe Hal cuando se alza el telón de Enrique IV? Sin duda, esperamos verlo rodeado de temerários y siniestros delincuentes juveniles y de bellas putas en pos de dinero. ^Pero con quién nos encontramos en La Cabeza dei Jabalí? Con un gordo cobarde y borracho, que por edad podría ser su padre, dos secuaces sumisos, una posadera andrajosa y sólo una puta, que tampoco está en la flor de la juventud; todos ellos zaparrastrosos y, según cualquier critério mundano, incluyendo el de las clasificaciones criminales, todos ellos fracasados. Seguramente, pensamos, un heredero al trono dedicado a todos los excesos de la juventud podría haber elegido como companía una banda más excitante que ésa. A medida que la representación avanza, nuestra sorpresa es reemplazada por otra clase de perplejidad, porque cuanto más conocemos a FalstafF, tanto más claro se hace que el mundo de la realidad histórica que una crônica teatral debe imi­ tar no es un mundo habitable para Falstaff. Si verdaderamente fu.e la reina Isabel quien pidió verlo en una comedia, demostro ser una crítica muy perceptiva. Pero incluso en Las alegres comadres de Windsor, Falstaff no puede ni podría haber hallado nunca su verdadero 32

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hogar, porque Shakespeare era tan sólo un poeta. Para hallarlo, tuvo que esperar casi doscientos anos, hasta el momento en que Verdi escribió su última ópera. Falstaff no es el único caso de un personaje cuyo verdadero ho­ gar es el mundo de la música: otros son Tristán, Isolda y Don Giovanni. Aunque cada uno de ellos requiere una clase de mú­ sica diferente, Tristán, Don Giovanni y Falstaff tienen ciertos rasgos en común. No pertenecen al mundo tem­ poral dei cambio. No podemos imaginarlos como bebés, porque un Tristán que no esté enamorado, un Don Giovanni que no tenga ningún nombre en su lista, un Falstaffque no sea viejo y gordo, son inconcebibles. Cuando Falstaff dice: “Cuando yo tenía tu edad, Hal, mi cin­ tura era más fina que la garra de un águila; podría haber pasado por el anillo de cualquier juez”, lo tomamos como un típico embuste falstaffiano, pero le creemos absoluta­ mente cuando dice: “Nací alrededor de las tres de la tar­ de, con el pelo cano y un poco de panza”. El tiempo, para Tristán, es un único momento estirado y estirado hasta que se corta. El tiempo, para Don Giovanni, es una infinita serie aritmética de momentos no relaciona­ dos que no tiene principio y no hubiera tenido fin si el

1Si el Macbetto de Verdi no está bien logrado, es principalmente por­ que el mundo adecuado para Macbeth es Ia poesia, no el canto: no se lo puede traducir a notas. 33

Cielo no intervenía para interrumpirla. Para Falstaff, el tiempo no existe, ya que pertenece al mundo de la opera buffa, dei juego y dei remedo de la acción, que no está gobernado por la voluntad o el deseo sino por el anhelo inocente, un mundo en el que nadie puede sufrir porque todo lo que se dice y se hace es fingido. Así, mientras debemos ver aTristán morir en brazos de Isolda, y a Don Giovanni hundirse en la tierra, porque estar condenados a morir y a ir al infierno son rasgos esenciales de sus seres, no podemos ver a Falstaff morir en escena porque, si lo viéramos, no lo creeríamos; sabríamos que, corno en la batalla de Shrewsbury, está fingiendo su propia muerte. Ni siquiera estoy muy seguro de que creemos en su muerte cuando nos la cuentan en Enrique V\creo que la aceptamos, al igual que aceptamos la muerte de Sherlock Holmes, como una manera que su creador tiene para decirnos: “Me estoy cansando de este personaje”; es­ tamos seguros de que, si el público se lo hubiera pedido con suficiente intensidad, Shakespeare habría encontra­ do la manera de revivirlo una vez más. La única clase de música fúnebre que podemos asociar con él es la parodia de réquiem dei último acto de la ópera de Yerdi: Sefior dale cemplanza Pero consérvale la panza Senor hazlo impotente Pero consérvale el vientre I

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Hay al menos dos momentos de la obra en los que la incongruência dei mundo de la opera buffa con el mundo de la historia es excesiva, hasta para Shakespeare, y suena una nota falsa. El primero se produce en el campo de batalla de Shrewsbury, cuando Falstaff atraviesa con su eiva­ da el cadáver de Hotspur. Dentro de su propio mundo, Falstaff podría apunalar a un cadáver, porque allí todas las batallas son batallas en broma, y los cadáveres, maniquíes rellenos de paja, pero nosotros, el público, somos absolu­ tamente conscientes de que esta batalla ha sido una bata11a real y que el cadáver es verdaderamente el cadáver de un joven noble yvaleroso. Pistol podría tener un gesto así, porque es un personaje despreciable, pero no Falstaff; es decir, no hay manera de que un actor pueda actuar esta escena de modo convincente. Lo mismo ocurre cuando Colevile se rinde a Falstaff en la segunda parte. En su conversación, primero con Colevile y luego con el príncipe John, Falstaffhabla exactamente tal como esperamos —para él, toda la situación es una enorme broma. Pero después está presente en una escena que nos muestra que no hay ninguna broma en absoluto. ,;Cómo puede comportarse un actor, cómo decir su parte durante esta escena? LANCASTER: ;Tu nombre ês Colevile? COLEVILE: Lo es, senor.

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LANCASTER: Eres un famoso rebelde, Colevile. FALSTAFF: Y un famoso leal súbdito fue quien lo apresó. COLEVILE: Lo soy, mi senor, tanto como aquéllos que me guiaron aqui. De haber estado al mando, os hubiera costado más el triunfo. FALSTAFF: No sé cómo se vendieron ellos, pero tú, buen muchacho, te entregaste gratis, y de verdad te lo agradezco. LANCASTER: ,:Acabó ya la persecución? WESTMORELAND: La retirada concluyó, quedan las ejecuciones. LANCASTER: Enviad a Colevile, con sus camaradas, a York, donde serán ejecutados.

La frivolidad falstaffiana y el hacha dei verdugo no pueden enfrentarse tan directamente. Leyendo Enrique IV, podemos prestarle toda nuestra atención a las escenas histórico-políticas, pero cuando

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asistimos a una representación, nuestra atención se dis­ persa debido a la ansiedad con que esperamos cada reaparición de Falstaff. Lejos de eliminarlo de la obra, un productor ni siquiera puede impedir que se robe la escena. Desde el punto de vista de un actor, el rol de Falstaff tiene la enorme ventaja de que sólo debe pensar en una cosa: representar para el público. Como vive en un pre­ sente eterno y el mundo histórico no existe para él, no hay para Falstaff diferencia alguna entre los que están sobre el escenario y los que no, y si el actor que lo repre­ senta apareciera en una escena vestido con un traje isabelino y en la siguiente con sombrero de copa y chaqueta, nadie se asombraría. Los parlamentos de los otros personajes, como nuestro propio discurso, están condi­ cionados por dos factores: la situación externa con sus preguntas, respuestas y ordenes, y la necesidad interna de cada personaje de revelarse ante los demás. Pero el discurso de Falstaff tiene sólo una causa, su absoluta in­ sistência, en todo momento y a cualquier costo, de revelarse a sí mismo. La mitad de lo que dice podría ser desplazado de un parlamento a otro sin que lo advirtiéramos, porque casi todo es una variante dei mismo tema: “Soy lo que soy”. Más aún, Shakespeare ha escrito su parte de tal modo que resulta inevitablemente un personaje simpático. Un buen actor puede lograr que admiremos al príncipe Hal, pero jamás puede llegar a pretender que nos guste tanto 37

/ como Falstaff, aun cuando lo represente un actor de se­ gunda línea. Una sesuda reflexión puede llevarnos a con­ cluir que después de todo Falstaff no es una persona de­ masiado admirable, pero Falstaff en escena no nos da tiempo para ninguna reflexión sesuda. Cuando Hal o el Juez o cualquier otro manifiestan no estar encantados por Falstaff, la razón tal vez nos diga que están en lo cierto, pero nosotros mismos ya somos víctimas de su encan­ to, de modo que el desencanto de los otros nos parece tan fuera de lugar como la presencia de abstêmios en una fiesta de bebedores. Supongamos que un productor cortara por comple­ to las escenas de Falstaff... ^en qué se convertiría entonces el Enrique IV? En la sección dei medio de una trilogia política que podría titularse En busca de un médico. El cuerpo político de Inglaterra se contagia una infección dei médico de la familia. Un idôneo de la medicina, capaz, aunque sin las calificaciones legales, lo echa dei cuarto dei enfermo y se hace cargo. La fiebre dei paciente sigue subiendo. Pero entonces, para sorpresa general, el hijo dei idôneo no calificado —que, a pesar de haberse gradua­ do apropiadamente, todo el mundo suponía víctima de una invalidez irreparable—efectúa una cura. El paciente no sólo recobra la salud sino que, por orden dei médico, toma a otro cuerpo político, Francia, como esposa. El tema de esta trilogia es, por así decirlo, la pregunta: iQué combinación de cualidades es necesaria para 38

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un gobernante cuya función es establecer y mantener la Justicia Temporal? Según Shakespeare, el gobernante ideal debe satisfacer cinco condiciones: 1) Debe saber qué es justo y qué es injusto. 2) Debe ser justo. 3) Debe ser suficientemente fuerte para obligar a aquéllos que preferirían ser injustos a comportarse con justicia. 4) Debe tener la capacidad, tanto por naturaleza como por artificio, de conseguir que los otros le sean leales. 5) Debe ser el gobernante legítimo según el parâmetro —sea cual fuere- que determine la legitimidad dentro la sociedad a la cual pertenece. Ricardo II no satisface las primeras cuatro condicio­ nes. No sabe qué es la justicia, ya que sigue los consejos de necios aduladores. Es injusto, porque no gasta el di~ nero que consigue de los impuestos que pagan los plebeyos y de las multas impuestas a los nobles para defender a Inglaterra de sus enemigos, sino en mantener una cor­ te frívola y derrochona, de modo que cuando verdaderamente necesita fondos para un propósito patriótico — la guerra contra Irlanda-, sus arcas están vacías y, deses­ perado, comete un acto manifiestamente injusto al con­ fiscar las propiedades de Bolingbroke. Pareceria que en algún momento ha sido popular, pero ahora ha perdido su popularidad, en parte a causa de sus acciones, pero también porque carece dei arte de ganarse los corazones de sus súbditos. Según su sucesor, cometió el error de mostrarse excesivamente familiar -el 39

gobernante no debe permitir que lo vean “humano” con demasiada frecuencia—y además, no es por naturaleza el guerrero atlético y fisicamente valeroso que es el arquéti­ po admirado por la sociedad feudal a la que le tocó gobernar. En.consecuencia, Ricardo II es un gobernante débil que no puede mantener dentro dei orden a los grandes nobles y que ni siquiera es capaz de convocar la lealtad de sus soldados, y en un gobernante la debilidad es el peor defecto de todos. Un rey cruel, hasta un rey injus­ to, es preferible al debilucho más santo, porque casi to­ dos los hombres se comportarán de manera injusta si advierten que pueden hacerlo impunemente; la tirania, la injusticia de uno solo, es menos injusta que la anar­ quia, la injusticia de muchos. Pero queda todavia la quinta condición: a pesar de sus defectos, Ricardo II es el legítimo rey de Inglaterra. Como todos los hombres son mortales, y muchos hom­ bres son ambiciosos, cuando no existe algún principio impersonal para decidir la elección de un sucesor tras la muerte dei gobernante dei momento, cada generación correrá el riesgo de caer en la guerra civil. Es mejor tole­ rar la injusticia dei gobernante legítimo, que de todos modos morirá tarde o temprano, que permitir que un usurpador ocupe su lugar por la fuerza. Como potencial gobernante, Bolingbroke tiene muchas de las cualidades apropiadas. Es fuerte, sabe hacer40

se popular, y le gustaría ser justo. Nunca nos enteramos, ni siquiera por boca de los rebeldes, de ninguna acción específica de Enrique IV que pueda considerarse injus­ ta, sino tan sólo de sospechas que pueden ser justas o injustas. Pero al rendirse a la tentación, en el momento en que se le presenta una inesperada oportunidad, de deponer a su legítimo soberano, Enrique comete un acto de injusticia por el cual él y su reino deben pagar un precio muy alto. Por ese acto, a pesar de que posee fuerza suficiente como para sofocar la rebelión, nunca llega a ser suficientemente fuerte o popular como para impe­ dir que estalle la rebelión. Sin embargo, una vez que Ricardo ha sido asesinado, el reinado de Enrique IV es mejor que cualquier otra alternativa. Aunque legalmente Mortimer puede tener tanto o más derecho al trono que él, la reunión en Bangor entre Hotspur, Worcester, Mortimer y Glendower nos convence de que la victoria de Enrique es una victoria de la justicia, dado que nos enteramos de que los rebel­ des no se preocupan por los intereses dei reino sino tan sólo por los propios. Su plan, si tienen éxito, es mutilar a Inglaterra repartiéndola en tres pequenos estados. Enri­ que puede expresar el deseo de que Hotspur, en lugar de Hal, fuera su heredero, porque Hotspur es un guerrero valeroso dispuesto a arriesgar la vida luchando con­ tra los enemigos de Inglaterra, mientras que Hal apare­ ce como disipado y frívolo, pero nosotros sabemos más 41

que él. Hotspur es sin duda valiente, pero eso es todo. Un hombre que puede decir: Podría dar el triple de esas tierras a un amigo fiel que lo merezca, pero en un regateo soy capaz de no ceder siquiera una pulgada

es evidentemente inadecuado para gobernar, porque sus acciones no se basan en la justicia sino en el capricho personal. Y más aún, no está interesado en el poder polí­ tico, sino que todo lo que desea es gloria militar. En tercer lugar, está el príncipe Hal, el futuro Enri­ que V. Para todo el mundo, salvo para sí mismo, parece ser en primera instancia otro Ricardo, injusto, carente de autocohtrol pero, por desgracia, es el heredero legí­ timo. Sin embargo, cuando cae el telón de Enrique V, todos lo reconocen como el Gobernante Ideal. Al igual que su padre en su juventud, es valeroso y apuesto. Además, es mucho más inteligente como político. En tanto su padre era un improvisador, este rey es magistral para calcular el momento oportuno. Su primer soliloquio lo revela como una persona que siempre ve varios pasos más adelante y tiene la paciência necesaria para esperar —aun cuando la espera signifique temporariamente muchos malentendidos y cierta impopularidad- que llegue el momento adecuado para actuar; si lo puede 42

evitar, nunca deja nada librado al azar. En último tér­ mino, pero igualmente importante, está bendecido por la suerte. Su padre había previsto que los disensos in­ ternos sólo podrían remediarse si se encontraba una causa que uniera a todos los bandos, pero ya estaba de­ masiado viejo y enfermo, y las disputas internas eran demasiado violentas. Pero cuando Hal accede al trono como Enrique V, casi todos sus enemigos están muertos o carecen de poder -Cambridge y Scroop no tienen ejércitos que los respalden—y su posible derecho al tro­ no de Francia proporciona la causa común que hace falta para unir a nobles y plebeyos, dándole además la oportunidad de demostrar, en Agincourt, su verdadero temple. Una de las funciones dramáticas de Falstaff es ser el medio por el cual se revela que Hal es el Gobernante Justo, no el joven disoluto y frívolo que todos creían. Pero, en cuanto a lo que se refiere al público, Falstaff ya ha cumplido su función en la Escena II dei Tercer Acto de la primera parte, cuando el rey le confia a Hal el coman­ do militar. Hasta ese momento, las escenas de Falstaff nos han mantenido en suspenso. En la Escena II dei Primer Acto, escuchamos a Hal prometer: Seré tan maio que dei mal un arte haré y he de enmendarme cuando ya nadie lo espere.

Pero después vemos cómo se prepara la rebelión mientras Hal no hace nada más que divertirse con Falstaff, así que seguimos preguntándonos si lo habrá dicho en serio o si sólo estaba actuando. Aunque desde el momento en que se aboca a la acción política de la obra, ya no tenemos dudas acerca de su ambición, capacidad y triunfo final, porque por más que lo veamos a menudo en companía de Falstaff, nunca ocurre en momentos en que su consejo o su fuerza son requeridas por el Estado; sólo visita la Cabeza dei Jabalí en sus horas de ocio, cuando no tiene nada serio que hacer. Para los personajes de la obra, el momento decisivo de revelación es, por cierto, su primer acto público como Enrique V, su rechazo de Falstaff y companía. Sus súbditc>s -que no lo han visto, como nosotros, en com­ panía de Falstaff, aunque ya saben que es valiente y ca­ paz—necesitan ser convencidos definitivamente de que el nuevo rey no caerá en la tentación de ser injusto y de poner su amistad personal por encima de la justicia imparcial que debe mantener a toda costa como go­ bernante. Pero nosotros, que hemos sido testigos de su vida privada, no albergamos ningún temor. Sabemos que su primer soliloquio iba en serio, que nunca ha sido víctima de ninguna falsa ilusión con respecto a Falstaff ni a ningún otro, y que cuando llegara el momento apropiado para rechazar a Falstaff, es decir, cuando ese rechazo cobrara su máximo efecto político, Hal lo lle44

varia a cabo sin vacilación alguna. Hasta la magnanimidad que muestra al otorgar a su viejo camarada una pensión de por vida, que tanto impresiona a los demás, no puede impresionarnos a nosotros porque, al conocer a Falstaff mejor que ellos, sabemos que el efecto que ejercerá sobre él ese rechazo es que su corazón quedará “roto y descreído”, y ninguna pensión vitalicia puede arreglar eso. Lo que desea es la companía de Hal, no una pensión dei Fondo Civil. El Falstaff esencial es el de Las alegres comadres de Windsor y de la ópera de Verdi, el héroe cômico dei mundo de la farsa, el incalificable inmortal autosuficiente cuyo veredicto sobre la existencia es: Todo en el mundo es burla... Todos se burlan. Ríe de los otros cada mortal. Pero mejor ríe el que tiene la carcajada final.

En Enrique V,sin embargo, algo le ha ocurrido a este inmortal, algo que lo saca de su mundo propio y lo sitúa en el mundo histórico dei sufrimiento y la muerte. Se ha vuelto capaz de sentir emociones serias. Sigue empleando el lenguaje de su mundo cômico: Hace veintidós anos que juro rehuir su companía, y es como si un hechizo me impidiera apartarmè de su

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lado. jQue me cueiguen si el tunante no me ha dado algún filtro que me obliga a amarlo! [Seguro ha sido eso! He bebido una pócíma.

Pero la emoción expresada con tanta ligereza podría igualmente expresarse de este modo: Si mi preciado amor fuera fruto dei momento, seria hijo sin padre, bastardo de Fortuna, un esclavo dei vaivén de odio y amor dei Tiempo, maleza entre malezas; entre mil flores, una. Pero no se engendro este amor por accidente: no cae bajo el golpe servil dei descontento ni sufre los embates dei fasto más sonriente, en modas convertidos al gusto de estos tiempos. A la hereje política tampoco yo le temo, porque breves horas dura su turno laborai: mi amor, en cambio, es político en extremo.

A medida que la obra avanza, advertimos detrás de tanta diversión algo trágico. Falstaff ama a Hal con abso­ luta devoción. “El adorable matón” es el hijo que nunca tuvo, el joven predestinado al triunfo y a la gloria mun­ dana que él mismo nunca gozará. Cree que su amor es correspondido, que el príncipe es sin duda su otro yo, de modo que es feliz, a pesar de la vejez y la pobreza. Sin embargo, nosotros vemos que está viviendo en el paraíso de los necios, porque al príncipe Falstaff le importa tan­ to como podría importarle el Bufón dei Rey. Le resulta 46

divertido, pero nada más. Si pudiéramos advertirle a Falstaff todo aquello que su ceguera le impide ver, podríamos decirle: Cuídate, antes de que sea demasiado tarde, de entregar tu corazón a uno de esos mortales Que no hacen aquello que más muestran, y conmoviendo a otros, son de piedra...

La historia de Falstaff, de hecho, no es muy diferente de la de esos cuentos folklóricos en los que una sirena se enamora de un príncipe mortal: el precio que paga por su infatuación es la pérdida de la inmortalidad sin la compensación de la felicidad temporal. Ahora supongamos, no sólo que Falstaff no toma par­ te en la obra, sino que además se le permite sentarse entre el público como un espectador más. ,:Cuánto en­ tenderia de la acción que se desarrolla sobre el escenario? Veria una cantidad de ingleses divididos en dos ban­ dos que finalmente la emprenden a los golpes. El hecho de que se peleen no seria para él prueba de que son enemigos porque, como los boxeadores, tal vez habrían acor­ dado pelear por diversión. En el mundo de Falstaff hay dos motivos para la amistad y la enemistad. Mi amigo puede ser alguien cuya apariencia y modales me gustan en este momento, y mi enemigo puede ser alguien cuya apariencia y modales me disgustan. Así, Falstaff enten47

dería perfectamente la objeción que Hotspur hace a Bolingbroke: ;Oh, qué melosa fue la cortesia, que ese perro faldero me endilgó! “Veréis cuando su estrella se levante” y “Gentil primo” y “querido Harry Percy”. Al diablo con esos aduladores.

Para Falstaff “mi amigo” también puede referirse a alguien cuyo deseo coincide en este momento con el mío, y “mi enemigo” aludir a alguien cuyo deseo contradice al mío. Por lo tanto, la guerra civil será para él el choque entre Henry y Mortimer, ya que ambos desean la corona. Lo que sin duda lo dejará perplejo es cualquier argumentación con respecto a quién de ellos tiene más derecho a llevarla. Puede entender la furia y el miedo, porque son emo­ ciones inmediatas, pero no puede entender que alguien alimente el resentimiento o planee una venganza, o sienta aprensión, porque esas emociones presuponen que el futuro hereda dei pasado. En consecuencia, Falstaff no le encuentra pies ni cabeza al parlamento de Warwick: “Hay una historia en la vida de cada hombre...”, ni tampoco a las razones que dan los rebeldes para sus acciones, razones basadas en cosas que Bolingbroke hizo antes de ser rey, ni tampoco al moti48

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vo que da Worcester para ocultarle a Hotspur el ofrecimiento de paz dei rey: Es imposible, el rey no cumplirá su promesa de amarnos, seguirá sospechando de nosotros y encontrará excusa para castigamos en otras faltas que podamos cometer.

Cumplirá su promesa es una frase que trasciende la comprensión de Falstaff, porque una promesa significa que en algún momento futuro yo puedo tener que negarme a hacer lo que deseo, y en el mundo de Falstaff desear y hacer son sinônimos. Por la misma razón, cuan­ do el príncipe John engana a los rebeldes, prometiéndoles reparación para conseguir que desbanden sus ejércitos, y luego los arresta, Falstaff no entenderá por qué los rebeldes y el público, salvo él mismo, están tan escanda­ lizados. Las primeras palabras que Shakespeare pone en boca de Falstaff son: “Hola, Hal.