El Mordisco de La Medianoche SCAN

EL BARCO DE VAPOR El mordisco de la medianoche Francisco Leal Quevedo ILUSTRACIÓN DE PORTADA Dipacho 1/30 Contenido

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EL BARCO

DE VAPOR El mordisco de la medianoche Francisco Leal Quevedo

ILUSTRACIÓN DE PORTADA Dipacho

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Contenido

� 1. El atentado 2. la decisión 3. La huida ,. Amanecer en el deserto g11.2jir.Q.

51 El tren más largo del mundo

6, RumboaBahía Honda 7.. En la escuela 8. lotario 9. La hora del reg!!iQ 10. La tormenta de arena 11. Una luz extraña

1.Ú!l.li.¡2lsy1 lJ. El regreso a casa l4· La mochila 15· Las miradas de recelo 16. La asamblea del clan 17.Jagran ciudad 18, Como una cabra e>.1raviada 19· El mordisco de la medianoche 20.

Chay.2

21. En clase de artes 22.

Una visita inesP.erada

n.íl.P.alabrero &A, Va destello verde Sobre el autor Créditos

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1

El atentado

Todos dormían en la ranchería del lagarto verde. Todos, menos Mile. La niña tenía un extraño presentimiento después del peligroso episodio que había vivido, una semana atrás, cerca .1 faro. Se movía de un lado a otro del chinchorro�. Cerró los ojos y se quedó quieta, quizás así volvería el sueño esquivo. De pronto sintió que su cabra Kauala la lla· maba por su nombre al oído, se despertó completamente y ya no pudo volver a dormir. Estuvo un rato alerta. La noche era oscura. A lo lejos se oían las olas del mar y por momentos se acentuaba el silbid,J del viento en medio del desierto. M ile puso atención al tranquilo ritmo

Kauala, su cabra preferida. Un dolor indecible la invadió. Quiso arrojarse a alzarla y tenerla entre sus brazos, pero st abuela Chayo se lo impidió tomándola del brazo. -No tienes que ver esto. Entonces Mile se puso las manos sobre el rostro y empezó a llorar sin pausa. Se apoderó de ella un quejido hondo, imparable. Le habían matado a un ser querido.¿Por qué lo hicieron?¿Por qué dispararon contra su familia? ¿Quiénes lo habían hecho? Al fondo un rojo amanecer de sangre presagiaba peores sucesos. ! Especie de hamaca con vuelos laterales que permiten cubrir a quien duerme.

de la respiración de sus padres, su abuela, sus tíos y sus primos. Volvió a cerrar sus ojos pesa· dos. Cuando empezaba a dormirse de nuevo, una cabra baló. Una, dos, tres veces. Unos pasos rápidos fuera de la casa le hicieron dudar si estaba en vigilia o dormía. -¿Oyeron? -preguntó en voz baja con la esperanza de que le contestaran. Y antes de que pudiera oír una respuesta, el silencio de la noche fue interru11pido por un ruido atronador, como si el mundo se viniera abajo y ella quedara suspendida en el vacío. -¡Al piso, al piso! -gritaba con desespero Leoncio, su padre. Las ráfagas de disparos se sucedían una tras otra. En medio de la oscuridad los cuerpos se movían y caían al piso. Se oían gritos de angustia y lamentos de dolor. Luego de unos segundos se oyó una nueva ráfaga y luego otra, esta última más cercana. M ile estaba aterrada: los t ros rebotaban contra las puertas y ventanas. Su cor.zón se había dete­ nido... A lo mejor estúa muerta... Los rápidos latidos en su pecho y la respiración agitada le confirmaron que aún vivía. -¿Están todos bien > -preguntó su padre con voz temblorosa luego de unos segundos. A lo lejos se oían carros que arrancaban. Mile no pudo más y se le escapó un llanto entrecortado. De pronto sintió una mano sobre su hombro y luego el calor de un cuerpo. Era Sara, su madre, quien la abrazó durante un momento y luego la jaló hacia fuera de la casa. Allí ya pudo ver con detenimiento los resultados del aten­ tado. En ese momento su primo Mayelo sacaba en hombros a lsauro, su otro primo, a quien una bala le había rozado una pierna, pero no parecía ser algo grave. Mile se soltó de la mano de Sara y corrió al corral. Allí estaba su padre con las manos en la ca­ beza mientras observaba un espectáculo atroz: los asesinos dispararon contra los chivos y mataron a cerca de treinta. La niña reconoció inmediatamente entre los animales muertos a

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La decisión

Mile estaba sentada fuera de la casa. Adentro treinta hombres de la familia llevaban ya muchas horas discutiendo a puerta cerrada. Las mujeres en la cocina comentaban que esta vez el blanco de los disparos habían sido los animales, pero que en el próximo ataque serían ellos. la situación era grave. Desde el día anterior, al regarse la noticia, todos los parientes cercanos fueron llegando. Algu· nos venían de la serranía de Jalaala y de la sabana de Wopumu1n y acudiero1 tan pronto se ha· bían enterado del alertado. Hasta llegaron los primos de Nazareth y de Maraure y dos hicieron el viaje desde Maracmo. Los hombres salieron. Los rostros tenían la misma expres1on: estaban decididos a afrontar unidos la adversidad. Las mujeres esperaban con ansiedad las decisiones urgentes que ven· drían. -Ya está acordado -dijo Leoncio con profunda seriedad-. Partiremos en tres horas. las mu¡eres se miraron consternadas. -¡Tan poco tiempo para prepararlo todol -dijo la vieja Chayo. El tío más anciano, que había venido desde la sierra de Wopumuin, agregó como única explicación: -Deben marcharse ya, si quieren seguir vivos. Sin perder tiempo, las cinco mujeres mayores se encerraron en la habitación principal. Al cabo de un rato de esperar afuera, Mile entreabrió la puerta. Chayo la vio y le dijo: -Sigue y cierra. Buscó un rincón de la enorme habitación y se quedó quieta y callada, mientras observaba todos los movimientos de las mu¡eres. -¿A dónde vamos?-se atrevió a preguntar. -A la tierra de los a ijunas: -respondió Sara secamente. La abuela le había aclarado poco. Mile nunca había salido de La Gua¡1ra f solo sabía que el resto del mundo era alijuna. La palabra tenla un significado extrano para la niña. Si su mundo eran las rancherías, el desierto, el mar, su escuela sobre el acantilado. ¿qué había más allá? Ella había visto a los turistas, incluso a personas de otros países que venían de visita al Cabo de la Vela y a Punta Gall inas. Pero otra cosa era 1r a vivir entre ellos y compartir sus costumbres. Mile querfa saber más detalles de ese sorpresivo v iaje, pero las mujeres estaban demasiado

atareadas y no le d�eron más. Al cabo de un rato, Sara le entregó una pequeña maleta. -Hija, no hay tiempo que perder. Alista aquí tus cosas. Pero cómo decidir qué llevar o qué dejar. -¿Vamos a estar fuera muchos días?-le preguntó a su mamá. -Nad ie lo sabe, pero debemos prepararnos para un largo tiempo. Luego Sara dijo, hablando para sí misma: -Quizás nunca regresemos. La niña empezó ¡¡ apilar sus cosas: las mantas multicolores, su mochila, los collares de coquitos, las sandalias de borlas verdes, los hilos para tejer las mochilas y las aseguranzas!. Pero st iban a tardar tanto, incluso, si acaso no volvían, debía llevar su piel de cabra, el único recuerdo de Kauala que su primo Mayelo ya había arreglado y podía caber en algún rincón de su maleta. Alistó también el libro de paisajes guajiros que le había regalado la profesora Luzmila, por haber sido la rrejor alumna del año pasado. -Esto se va, esto se queda -decía a cada rato Sara. Era mucho más lo que se quedaba, sm duda. Al cabo de un rato ya estabm las tres maletas lis­ tas. Los hombres entraban en las habitaciones y luego salían llevando paquetes hacia la camio­ neta. Sara vmo a revisar las cosas de Mtle. -Eso está bien, esto tambu!n, pero no te cabrá todo -dijo Sara-. Deja esas tres mantas y las sandalias de borlas. Adonde iremos no vas a usarlas. -¿Allí nunca habrá una fiesta/ -Quién sabe si ,lgún día estemos para fiestas. Y adem�s allá las fiestas son diferentes. Las sacó de la maleta. Llevaba unas gua1reilas puestas¡ sería me¡or tener dos. Metió el otro par entre sus cosas. -¿Y puedo llevar mi bicicleta? -preguntó con inocencia. -Hija, somos mJchos, iremos apretados y el viaje será largo. Había entendido: debía de1arla. Ya estaba lista la ropa. Salió al patio y recogió el cactus florecido que le había regalado Yosusi�, su compaftera de pupitre, cuando empezaron las lluvias. -¿Puedo llevarlo? -le preguntó a Sara. -En la tierra de los alijunas hace frío y no hay tanto sol como aca. Pero se quedó dudando y al momento le d1¡0:

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-Si quieres llévalo, aunque es difícil que sobreviva. Lo empacó en una bolsa, le abrió muchos agujeros para que respirara y fue hasta la camioneta. Le pidió a Mayelo que lo asegurara junto a su maleta. Después de la tercera hora todos afanosamente llevaban cosas. -Démonos prisa -dijo Leoncio mientras se movía de un lado para otro-. Saldremos con los últimos rayos del sol. Entonces Mile advirtió que su papá había alistado el revólver. Era claro que lo llevaría consigo. -Vámonos ya -orcenó Leoncio. La camioneta ruidosa emprendió apuradamente la marcha. Desde la misma puerta de la ranchería, allí donde se veía el largo tablón con el dibujo del la­ garto verde, el carro comenzó a balancearse a lado y lado sobre el camino de rocas y arena. Empezaba el largo viaje hacia una tierra extraña, lejana. ! Los wayuu designan con tres nombres a los seres humanos: wayuu, que significa persona o gente; kusina que designa a otros grupos indígenas; alijuna que son los blancos o en gene· ral los no indios.

! Son pulseras mu ticolores hechas de forma artesanal con tejidos de hilo ! En lengua wayuu (wayuunaiki) significa flor de cactus.

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3 La huida Leoncio manejaba a gran velocidad en medio de la noche

viento del desierto. Vieron cómo amanecía a través de la ventana. Cruzaron ríos y montañas.

y el carro

se bandeaba con brus­

quedad. Su nerviosismo era v1s1ble. Las mujeres atrás intentaban mantener la calma y no habla­ ban. Mile apretaba con fuerza la mano de su abuela. El desierto parecía 13 boca de un lobo y el furioso silbido del viento advertía: "Corran si no quieren ser alcanzados". De repente, la oscundad se h i zo más intensa: el carro se apagó. Un silenc o absoluto se apo· deró del lugar. Uno de los sobnno! de Sara se bajó de inmediato y abrió el capó en bus,:a del desperfecto. Leonc10 sostenfa una linterna cuya luz mortecina apenas si servía para algo. Un estall ido se oyó en la distancia... Todos sintieron terror. Mile se zafó de su abuela y se ba¡ó de un salto de la camioneta. Sara, sorprendi da, intentó rete­ nerla. La nifla señaló con su mano hacia el cielo. Alguien había lanzado un volador de pólvora cuyas luces de colores se abrieron en forma de ramas de árbol. -A lo mejor celebran que nos vayamos -dijo con ironía la abuela Chayo. y el chiste distensionó el ambiente. El carro finalmente volvió a prender y echaron a andar. Pasaron cerca de la salina: en la noche resplandecía desde le¡os la monta�a de sal. las luces en la distancia anunc aron que estaban cerca de R1ohacha. Mile hubiera q�erido bajarse de la camioneta para descansar. No pararon sino para echar gasolina. Atravesaron raudos las calles de la ciudad, a esa hora desértica. -No conviene que ilgún conoci do nos vea -seflaló Leonc10-. Mientras más tarde se enteren de nuestra partida, mejor. Mile iba absorta mi'ando por la ventana: todo aquello le era desconocido. Quizás nunca lo había visto, o ahora lo veía con ojos nuevos. Sara le habló poco durante el viaje. la más taci­ turna era (hayo, pues a sus setenta anos poco había abandonado su tierra. Una vez fue hasta Barranquilla y otra hasta Cúcuta, pero de eso hacía ya muchos años. Siempre decía que no le gustaban las ciudades grandes. A medida que v1a¡aban el paisa¡e fue cambiando. Atrás quedó el desierto. El mar se escondió para siempre apenas dejaron R1ohacha. Había bnsa, pero no tenfa la fuerza ni la frescura del

Comenzó a hacer frío. Llovía a ratos. Mile miró con asombro que los cementerios de los pueblos del camino eran gnses y llenos de malezas y rastrojo. En las colinas no se veían cabras. Ahora los árboles eran grandes y habían desaparecido los trupíos�; Mile no volvió a ver cactus. La camioneta trepaba por suaves colinas que luego se vol­ vieron empinadas montañas. No había rancherías, las casas estaban sueltas, despegadas unas de las otras por largas distancias, como si a aquellas personas no les gustara mucho la compañía. Cam ino a Valledupar una camioneta se h izo detrás de la de ellos y no los adelantó. El primo de Mile se despertó asustado. Leoncio miró con ansiedad por el espejo retrovisor e intentó desci­ frar las intenciones del conductor que lo perseguía. Pisó con más fuerza el acelerador y agarró el timón con fuerza. M1le vio cuando su papá se palpó el revólver que tenía en la parte de atrás de la cintura. Llegando a Valledupar, la camioneta perseguidora desapareció del espejo retrovisor. -Cálmate -le ordenó Sara a su marido. Y para atenuar el llamado de atención dijo: -s tan de prisa y no hemos traído casi nadaf", pensaba Mile. Extrañaba su casa grande; esta era :an estrecha. Echaba de menos el enorme solar donde se levantaba la ran· chería. Pero lo que más añoraba era ver el mar y esa sensación de inmensidad al mirar el hori­ zonte de su desierto de arena. Cuando la nostalgia de volver a ver esos bellos parajes era demasiado gra1de, volvía a mirar, página por página, el hermoso libro que llevaba consigo, el que se ganó comJ premio por haber sido una buena alumna. Le preocupaba que el cactus de Yosusi languideciera: ya había perdido todas sus flores y la penca estaba reblandecida. -Déjalo bajo el alero, para que no le caigan las lluvias -le recomendó Sara- y cada vez que salga el sol debes moverlo al centro del patio para que lo reciba. Se fue a la escuela, que quedaba como a seis cuadras bajando. Había llovido mucho la noche anterior y tenía que saltar para evitar los charcos. Extrañaba las piedras y la tierra seca. También se acordó de Luzmila y de la escuela de Bahía Honda. Aquí la profesora se llamaba Violeta. Al principio la miraba distante, aunque ahora le sonreía y se acercaba a preguntarle y a explicarle. Aún recordaba que el primer día la miró con amabilidad, pero a la vez con curiosidad. -Aquí no se habla wayuunaiki -le dijo disculpándose.

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19 El mordisco de fa medianoche

-¿Qué es el mordisco de la medianoche? -preguntó Mile intrigada.

De tiempo en tiempo llegaban noticias de la ranchería y con seguridad no e•an buenas, porque sus padres se las callaban. Ellos no querían contarle. Una noche creyeron que estaba dormida, y esta fue la única forma de enterarse.

anoche se fuera metiendo dentro y una fuera viendo cómo toda su vida se -¡uelve oscura. disco de la oscuridad. Seguramente le había arrancado un pedazo grande de su alma, pues es·

-Y venganza de qué, si nosotros no hemos delatado a nadie -le respondió Leoncio. Otra noche volvió a fingir que dormía y les oyó una palabra que la estremeaó: matanzas. ¿Cuál de sus parientes habría muerto? Siguió escuchando, quieta en su cama, sin Mover un solo mús· culo para que no fueran a sospechar. ¿Mayelo? Hubiera querido gritar, o llorar al menos. Pero tenía que aparentar que no sabía. A veces se acordaba de su primo. ¿Por qué lo habrían matado, s1 era tan bueno? Un día no pudo más y después de preguntar muchas veces, le habían contado que la misma noche que ellos partieron, sus enemigos habían matado al único Uriana que hallaron, ahora enterrado en el cementerio blanco que quedaba camino de Taroa, ¡unto a sus abuelos. A su velo­ rio asistieron cuatro personas y el funeral fue casi en solitario. ¿Podría ella, algún día, ir a visi­ OCU·

parse en otras cosas. En la gran ciudad los Uriana estaban sin dinero y esperaban que les giraran, pero el giro no lle­ gaba. Algunos días cernieron muy poco. Sin embargo, eso no era problema: ahora cas, no les daba hambre. Mile co'l"lprendió que cuando alguien come con tristeza los bocados ni provocan ni pasan. Poco a poco se fue adaptando a la escuela y ya no hablaba wayuunaiki sino con su abuela. Su castellano mejoraba. Cuando se iba a dormir quería escuchar alguna historia, pero Chayo no te1ía genio para con­ tarle otra vez la larga genealogía de los Uriana. Ahora Mile no se sentía un lagarto ebrio de sol en el desierto seco, s100 una cabra extraviada, que buscaba algo qué comer o qué beber en esas colinas extrañas de la ,:iudad.

la de abandonarlo todo: la tierra, los panentes, los amigos y los muertos. Es como s1 la medi­ Mile se quedó pEnsando. Eso era también lo que a ella le pasaba: la había alcanzado el mor·

-¿Cuándo terminará esta venganza? -preguntó Sara.

tarlo? Nadie respondió a esta pregunta, solamente se miraron entre sí y luego fingieron

-Hija -dijo Sara tomándola de cabeza- es un nombre especial para a tristeza más honda,

taba segura de que algo le faltaba desde hada algún tiempo. Sentía su pecho �ueco. Se levantó al oír los carros que pitaban. Hubiera preferido el quiquiriquí del gallo madrugador 0 la retahíla de Rcberto Cario. No usaba ahora su manta guajira; sin embargo, todos aún la miraban con curiosidad cuando pasaba. Quizás era el color de su piel o su forma de caminar derrotando al viento. Se tomó la aguadepanela con arepa. Ahora no había asado ni pescado frito y guiso de tortuga... Ni soñarlo. Entonces le entró un cierto calorc1to en el cuerpo, pero la sen­ sación agradable pasó muy pronto. Mile observaba que sus parientes estaban largas horas en silencio. De pronto, oyó una voz inconfundible. Leoncio hablaba solo y recordaba que a esa hora de la moñana en su ranchería estaría vendiendo :arne de chivo. También él estaba triste. afüg1do, pero le daba pena confe­ sarlo. -Soy un hombre,lluvia, que puede caer en cualquier parte. La nii'la pensaba que su padre no creía en lo que decía: no cambiaría su t ierra por ninguna otra. Sara cantaba en voz baja una canción triste, muy lenta, para ella sola. La repetía una y otra vez. Pero aunque Mile ya se sabía de memoria la melodía, solo entendía bien a última frase, que su madre repetía com, un estribillo: estoy lejos del nido, qurero regresar pero no puedo, teigo rotas las alas. Su mamá se había olvidado del mundo. En la casa todos hablaban solos. Posiblemente, hasta ella misma lo hada, sin darse cuenta.

Un día llegó algo de dinero, pues allá le¡os habían vendido algunas de las cobras. -Pero ahora una cabra, cuando los duei'los están lejos, vale poco -le oyó decir a Sara. Una mañana Chayo ,arecía enferma: no quería levantarse del chinchorro. -De¡!lmosla tranqu la, tiene el mordisco de la medianoche -le dijo Sara a Leonc10.

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20 Chayo

En la tarde, cuando Mile llegó de ta escuela, observó que Chayo seguía en el chinchorro y se acercó a saludarla. -Siéntate aquí cerca y me haces compatlfa -le pidió la vieja con una vocec1ta muy débil. Mile tomó la mano de la abuela y le pareció que ahora era apenas un mano10 de huesitos, con una capa delgada de )iel, cubriéndolos con dificultad. La vio cabecear miertras se le cerraban los ojos. Aún no esta,a dormida: estaba segura de eso porque súbitamente abría los OJOS. la anciana se había olvid;do de la presencia de su nieta y hablaba sola, perdida en sus recuerdos. -Cómo no voy a estar triste si allá todo era diferente. Si alguien cocinaba un chivo el ban­ quete era para todos, y si alguno se enfermaba, todos acudían a costear la enfermedad. Todos respondían si algún miembro de la familia cometía una falta. -Pero nosotros no nemos cometido una falta grave -le dijo M1le para consolarla. Entonces Chayo volvió a la tierra, miró a su nieta y le respondió: -Pero ellos creen que sí. Estamos pagando por lo que no hemos hecho. La abuela hablaba poco y pasaba largas horas, casi quieta, frente al telar. Ya no tejía las mantas multicolores; ahora todas eran blancas con unas cuantas bandas moradas. En una sola manta se demoraba muchos días. -Creo que a la abuela se le ha olvidado tejer -le dijo Mile un día a Sara-. Esa manta que

Mile estaba muy intrigada: esperaba con ansiedad que la abuela continuara. De un momento o otro apareció la luna llena. Luego el desierto comenzó a temblar bajo los cascos de un veloz jinete qi.e se acercaba. Venfa sobre un caballo blanco y,

tras ti, siete perros lo escoltaban.

Sara ahora estab. muy interesada en el relato y le dijo: -A quien tú describes es a Shaneta, el jinete vengador, el que cumple las sentencias divinas. -Exactamente, h1Ja, De repente, paró frente a mf su caballo blanco v muy serio me preguntó dónce quedaba la rancherfa de los A/dona. En esz momento pude ver su dentadura toda de oro.

-¡No hay duda: es Shaneta! -exclamó Sara. Me pidió las señas y se las di muy completas y claras. Se dirigió raudo a la a11igua ranchería de los Aldana, espoleó su caballo y su carcajada sonora, aun a larga distancia, vibra en el aire.

-¿Comprendes ahora por qué creo que se trata de un sueño sagrado� -sentenció la abuela. Todos en el grupo, los que creían en aquellos mitos y también los que no, estaban sobrecogidos. -Algo va a pasar, estoy segura -dijo Chayo llena de una energía que hacía tiempo no mostraba-. Mareiwa se ha acordado de nosotros. Que fuera sueño o realidad no importaba. Se había encendido una luz que empezaba a romper la oscuridad de la riedianoche en que vivía la anciana.

está haciendo desde hace una semana no avanza. -Hija, a ella ahora no le interesa tejer. Lo que ella hace frente al telar es contemplar la vida. la abuela parecía una vela que había ardido mucho y podía arder más, pero que se apagaba porque los vientos adversos eran muy fuertes. Una mal'lana se levantó con ot·o ánimo. -Vengan, vengan tcdos -les dijo entusiasta. Leoncio, Sara y Mile acudieron extrañados, y luego los primos se unieron al grupo. -¿Qué ha pasado? -preguntó Sara con curiosidad mientras la miraba fijamente. -Anoche tuve un sueño sagrado. -Mamá. tú sabes qJe no creo en suenos. -En eso eres mala guajira -le dijo ofuscada la anciana-. Escucha y verás. Estaba en un paraje solitario. La noche era de una oscuridad absoluta. De pronto, sentf que Ma· reiwa, el creador de los rayos y los truenos, se acercaba y lanzaba sus deSUJrgas sobre la ranchería abandonada.

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En clase de artes

En la hora de artes M1le no necesitaba hablar tanto. le gustaba esa clase porque con los lápices de colores tenía grandes habilidades. -¿Mile. qué estás dibujando? -le preguntó con curiosidad la profesora Violeta-. ¿Por qué tiene ese color amanll•> tan extrailo? ¿Acaso es una ahuyama? -Así es sel'iorita, igualito a la calabaza. -¿Y ese lagarto qué hace? -Profesora, era m1 mascota en el desierto y se llamaba Lotario. -¿Un lagarto de mascota?, qué extral'io -murmuró una niña de la parte de atrás. -Las bru¡as tienen a los lagartos como mascotas -agregó un compallero entre nsas burlonas. Los otros compai'le·os estallaron en carca¡adas, menos María del Mar .1 Faustino. Violeta esperó a que las últim3s risas cesaran y entonces intervino. -Quien haya di cho eso debe disculparse con M1le -dijo, mientras se dmgfa al grupo de donde había salido el chiste-. los lagartos y las iguanas son animales que viven en parajes desérticos y nada tienen que ver con brujas, ni conjuros, ni con historias mac1bras. El niilo que lo había dicho se puso de pie. Sin embargo, se quedó mudo. -Anda, dilo en voz 1lta -lo increpó Violeta. Se oyó una voz balbuceante. -Mile, te pido d1mlpas. Mile había dibu1ado el paisa¡e que mas amaba. Era tan idéntico a la realidad que le causaba tristeza mirarlo. Le hubiera gustado meterse dentro del dibujo y volver a sentir el sol, el viento y el desierto seco y acostarse otra vez en la playa donde abundaban los lagartos. Violeta, entonces, les propuso una nueva tarea. -El dibujo de M1le me ha dado una idea -y se dirigió hacia el mapa-. Todos ustedes tienen padres o vienen de dimsas regiones de Colombia de donde han salido desplazados o han te· nido que emigrar por alguna razón. Ahora van a dibujar un animal que conozcan bien de esa re­ gión. Luego deberán contar por qué les ha gustado. Se pusieron a dibu¡ar con entusiasmo y al cabo de un rato todos levantaron la mano. -¡Profe, profe, yo primero! El primero que hab ó fue Pablo: su dibujo representaba una selva llena de enormes sapos

verdes, de ojos grandes, que daban saltos en la playa. Violeta le preguntó qué expresaba su dibujo. -Yo soy de Capurganá, en Urabá. Allí hay más sapos enormes que personas y a veces uno se encuentra sapos h.sta en la cama. Algunos pueden ser tan grandes como un balón de fútbol. -¿No estarás ex3gerando? -le respondió una nrña llamada Antonia, que era la más pequeña de todo el salón-. Según tú, uno de esos sapos es tan grande como mi cabeza... -Algunos son más grandes -dijo con seguridad Violeta- y toda la clase lanzó un "oh" de admiración. Luego pasó Julián. Les enseñó un dibujo que apenas cabfa en las dos hojas: allí había altas palmas de cera rodeadas de muchos pájaros diferentes. Les dio su explicación. -Nací en un lugar llamado Cocora, en el que abundan estas altas palnas siempre rodeadas de muchos pájaros. Alguna vez conté treinta diferentes. Violeta estuvo de acuerdo y les contó que ella había visitado ese sitio. -Es uno de los lugares preferidos por los observadores de pájaros -agregó llamando la atención sobre la expresión. Después le tocó a un niño de piel blanca y ojos claros llamado Gerardo, quien había pintado un árbol lleno de pencos verdes. -M I familia es ce San Gil, en Santander, y allí en la época de la cosecha de mangos llegaba una bandada de pequeños lontos que atacaban un mismo árbol al tiempo. Mientras comían y comían hasta acabar con las frutas, hacían una ruidosa algarabía. Era una fiesta mirarlos. Le llegó el turno a María del Mar. Había dibujado un inmenso samán de verde follaje, que tenía mas mariposas que hojas. Aunque las habfa de muchos colores, os1 todas eran rojas y amarillas. -Te felicito -le dijo Violeta, el dibujo es lindo, ¿pero qué representa para t1? -Verá profesora nuestra familia es de una población llamada Salento, en Quindfo. Allí hay muchas mariposas de colores. Las hay grandes y pequeñas, siempre revolotean y parecen una hoguera suspendioa en el aire cuando todas al tiempo alzan su vuelo. Desde lejos una puede pensar que el árbol gigantesco se está incendiando. Faust1no, el niño de raza negra del curso, dibujó una enorme playa de arena un poco oscura y una ola verde que se acercaba: eran tortugas sobre la arena. -Si van a ese I Lgar, se llama Ladrilleros -dijo Faustmo y luego con orgullo agregó- y si

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dicen que van de parte mía, los atenderán muy bien. Entonces sonó el timbre que anunciaba el recreo y los ni/los se desordenaron. -Un momento -dijo en voz alta Violeta-. Antes de salir, quiero que me digan que han aprendido de esta clase. María del Mar levantó la mano. -Que vamos a hacer un zoológico con todos los animales que describimos hoy. Violeta, Mile y sus compañeros se rieron largo rato.

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Una visita inesperada

Poco a poco pasaban las semanas. Leoncio había conseguido trabajo en el negocio de un com­ padre. No ganaba mucho y era una labor aburrida: empacar en bolsas de libra enormes canti­ dades de arroz que Sélían de grandes bultos y llevarlas en la camioneta a tiendas de la ciudad, pero ese trabajo era "mientras tanto". -¿Cómo así que "n-ientras tanto"?-le preguntó Mile. -Sí, ojalá dure poco. Espero que este asunto se aclare pronto y podamos volver a nuestra tierra. Un día recibieron u1a extraña visita; extraña por lo inesperada. Vino lsaías, del clan de los Epiayú, que eran parientes lejanos de Leoncio. Nunca habían sido muy cercanos. lsaías estaba casado con una prima de la familia del clan enemigo de los Uriana, pero insistía que en el con­ flicto él no había quer do tomar partido. Tenía f ama de ser un hombre prudente y sabio. Se sor­

Lo habían pensado varias veces, pero no habían encontrado a alguien apropiado. Ahora, sin ninguna duda, el indicado estaba allí delante de ellos. -¿Aceptarías ser nuestro palabrero?-le propusieron Sara y Leoncio. -Lo haré con gusto, si puedo serles útil. Cuando lsaías se marchó, miraron cómo se alejaba colina abajo y siguieron mirando largo rato, aunque ya debía estar lejos. Con su partida comenzaba a crecer la única esperanza. ! Persona conocida en lengua wayuu con el nombre de pütchipuu. Su función es mediar en los conflictos que ocurren entre los clanes. Es elegido siempre por el ofendido y no debe pertenecer a ninguna de las partes enfrentadas. Cuando acepta el encargo visita al agresor para llevarle la palabra. Después expone la gravedad de los daños causados y señala eJ monto de la reparación exigida por los afectados. Puede ser una labor larga lograr que el pleito se considere cancelado y los ofendidos reparados en su honor y ojalá en sus bienes.

prendió al ver las condiciones de pobreza en que vivían los Uriana. Chayo y Sara procuraban disimular y lo atendfaíl muy bien y le habían dejado el mejor chinchorro. Pero era imposible no darse cuenta de lo terrible de la situación. Se notaba que faltaban cosas mínimas, pero lo más triste era el ánimo de la familia al borde de la desesperanza total. Una sensación de presidio y desarraigo se percibía en el ambiente. lsaías habló durante horas, pues seguramente quería ganarse la confianza de los Uriana. Les contó historias de parientes comunes y de amigos. -Y pensar que allá lejos piensan que ustedes viven como reyes, con el dinero de la recom­ pensa por haber delatado a los traficantes de armas -les dijo de pronto, ya al caer la tarde. -Wero s1 nosotros no hemos delatado a nadie! -reaccionó con rabia Sara-. Fue coinci­ dencia que la niña los hubiera visto y que después el ejército los hubiera agarrado. Entonces Mile comprendió con claridad lo que a medias todo ese tiempo había presentido. Ella era la causante de todas aquellas desgracias. Se sintió aún más triste, como si hubiera reci, bido un mordisco doble o triple de la medianoche. lsafas estuvo tres días más de visita. Antes de despedirse, quiso hablarles a todos. (hayo, Sara, Leoncio, su her11ano y los dos primos, estaban sentados en el suelo, sobre cueros de cabra. -La única solución para acabar con este destierro es buscar a un palabrer,! -dijo lsaías po­ niéndose de pie.

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23 El palabrero Fueron largas semanas de cartas y teléfono. El palabrero estaba negocianco con el clan ene· migo, pero los Uriana estaban tan lejos que las noticias tardaban. A las tres semanas vino a ver­

ella volaba. Había legado a la duna de la Media Luna y se deslizaba una y otra vez por la pen­ diente de arena. Lo mejor es que volvía a la escuela y Luzmila y los niños la saludaban y abra­ zaban.

los de nuevo. -Ellos quieren cien cabras -dijo con énfasis lsaías. -Pero si nosotros SJmos los ofendidos -respondió ofuscado Leoncio. -¿Acaso se va a quedar así la muerte de Mayelo?-preguntó Sara. -¡Son ellos los que tienen que pagarnos las treinta cabras que mataron esa noche! -dijo Chayo contrariada. Las discusiones correnzaban en la tarde y continuaban durante horas. Alguna vez el nuevo día los alcanzó hablando de lo mismo. lsaías se marchó, pero ellos esperaban verlo pronto de re­ greso. Pasaban los días y la vida seguía igual, las horas eran largas. Todos estaban a la espera de algo. El palabrero volvió de visita un mes más tarde. -Les traigo noticias. Este es un ofrecimiento de arreglo: lo primero, ellos reconocen su error y declaran que ustedes no delataron a nadie. Chayo y Sara se miraron: aquello era lo más importante. Podrían volver a su tierra, con su gente, con la frente en alto. -Lo segundo es que ellos no están en buena condición económica: cuatro de la familia aún están en la cárcel y tienen que pagar abogados. Por ahora no podrán pagar s no diez cabras. Les ofrecen dos caballos. -¿Y nada más? -dijo Sara con expectativa. -Se comprometen a ayudarlos a arreglar su rancho abandonado. Respiraron aliviados. El arreglo no era bueno, no recibirían compensación por la muerte de Mayelo, pero el destierro terminaba. Estaban contentos, aunque habían perdi:Jo mucho. -Como muestra de que los Uriana somos pacíficos y de que no guardo ningún rencor contra ellos -mientras hablaba, Leoncio se dirigió en la casa a un lugar secreto y regresó con un envoltorio-, le entrego mi revólver para que lo haga llegar a un juez de paz. Esa noche Mile volvió a soñar. Hacía días que no lo hacía o al menos no recordaba sus sue­ ños. Estaba en el acartilado de Bahía Honda y el viento de nuevo se metfa en su manta y ahora

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24 Un destello verde Alistaron otra vez su trasteo. les tomó muy poco tiempo. Con el platón de la camioneta fue sufi­ ciente, pues ahora tenían menos cosas de las que habfan traído. Algunas se las de¡aron a sus primos que optaron por no regresar. Uno empezó a trabajar en una fábrica, tenía novia y decía que estaba muy enamorado; al otro, el e¡érc1to lo detuvo una noche por ,ndar sin papeles Y ahora estaba prestando el servicio militar muy lejos, en la selva. Mile colocó en el camión su pe· quel'ia maleta y el cactJs, que de nuevo anunciaba flores, en un rincón seguro. Atrás quedaron la loma y la escuela gris. Mile estaba contenta de dejarlas a su espalda. La tarde anterior se habf3 despedido de María del Mar, de Faustino y de Violeta. les dejó a cada uno como recuerdo una aseguranza: tejió en ellas un sol con sus poderosos rayos y un desierto del color de la ahuyarra. la profesora se había despedido conmocionada, se notaba que le había tomado afecto. Faust110 le anunció que le escribiría y María del Mar le pr0Met1ó que algún día iría a visitarla. Desde la carretera rriró por última vez esas lomas escarpadas de la gran ciudad donde la vida había sido tan difícil. Allí ellos habían sido por esos meses cabras extraviadas y mojadas; ahora volverían a ser lagartos del desierto seco. El via¡e de regreso duró dos días. Su corazón se aceleró cuando pasaron por Riohacha y avan· zaron hacia la ranchera. la casa estaba en ru nas. El tablón sobre la entrada estaba descolgado de un lado. En su ausencia, se robaron todo, hasta las puertas y ventanas. No se habían salvado ni las ollas v1e1as. Solo quedaban en su s1t10 la mesa larga y las des bancas. Mile encontró su bicicleta abandonada en un matorral con las dos llantas pinchadas. La ranchería fue saqueada desde que los últimos h.b1tante_s huyeron a Maraca1bo. Los ladrones habían tenido tiempo suficiente para desmantelar!., pues ellos habían estado desterrados siete meses largos. Chayo y Sara celebraron como si fuera una pequei'\a victoria que la estufa volviera a funcionar.

diecisiete familiares al cementerio de Taroa. Las mujeres lucían las mantas blancas con las lf. neas moradas que lentamente había tejido Chayo. Primero visitaron la tumba de Mayelo. Todas lloraron un largo rato y Mile estaba inconsolable, pues su primo había ocupado en su corazón el lugar de un herma10. También visitaron las tumbas de sus ancestros. Qwían agradecerles su compañía y ayuda, y además notificarles que los Uriana habían regresado a su ranchería para quedarse. Otra vez Mile se encontró con su desierto lleno de viento loco. Se acercó a la playa. ¡Le había hecho tanta falta sJ mar! le pareció que la costa de rocas se metía dentro del océano, alegre y pendenciera. Ahora era un sueno cumplido volver a sentir sobre su cabeza las olas inmensas. Se acostó durante horas sobre la arena que parecía cascarilla de arroz, linpia y caliente. Un pequeí'lo ruid, se acentuó. lotario salió de entre las hojas secas junto al cactus y recorrió la ardiente arena hacia ella. la lagartija se tendió y se quedó quieta. Obse"'aba a Mile fijamente. -/Por qué te habías marchado?-sintió que le decía sin palabras. Y luego de un breve silencio agregó. -¡Qué bien que nas regresado! Ahora eran dos lagartijas 1untas, una grande y otra mediana llenándose de sol. Estuvieron allí, en silencio. haciéndose compañía hasta que llegó la tarde y el sol comenzó a despedirse, en medio de nubes arreboladas. De pronto, rugió el desierto. Era incontenible la fuerza del viento, como s1 quisiera borrarlo todo y empezar de nuevo. Lotario se fue corriendo, pues seguramente era hora de buscar su ma­ nada. Llevada por la corriente de aire caliente, que soplaba a su favor, Mile lle;ó rápidamente en su bicicleta a la ranchería del lagarto. A lo le¡os observo el mar que se tornaba de color turquesa con el último rayo de sol de aquella tarde. Como un buen p1esag10, vio que se despedía con un destello verde.

El humo que salía de la cocina era una setlal evidente para toda la región de que el clan había vuelto. Colgaron los chinchorros en los mismos s1t1os de siempre. Esa primera noche del re· greso Mile durmió profundamente en su tibio capullo. Se despertó con el quiquiriquí de madru· gada. Sm embargo, ex:rañó a Roberto Cario que no apareció por ningún lado. Al quinto día, cuando ya la ranchería casi había vuelto a ser la de antes, se d111g1eron los

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TE CUENTO QUE

Francisco Leal Quevedo...

...desde nifio ha sido metódico y disciplinado. A los seis años le regalaron una imprenta con letras de caucho y le dedic6 todas unas vacaciones a imprimir un cuento del cual sac6 veinte ejemplares para repartirlos entre su familia. Francisco escribe todos los d(as tres horas en la mañana y en la tarde atiende a los niños en su consultorio de pediatría. Lo que más le gusta es viajar y ha recorrido casi toda Colombia descubriendo los secretos maravillosos de cada Jugar que visita. Un viaje al Amazonas lo de­ cidió a escribir literatura para niños. El libro que más esfuerzo le ha costado escribir es El mordisco de

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El mordisco de la medianoche

© DE LA PRESENTE EDICIÓN Ediciones SM, 2013 © DEL TEXTO Francisco Leal Quevedo, 2009 © DE LA ILUSTRACIÓN Dipacho, 2009

la medianoche, que noci6 de su visita a La Guajira, cuando quedó impactado p,r la cultura wayuu,

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e/ mar y el paisaje desértico. Sus autores favoritos, por supuesto, son escritores de libros de viajes: Sa/.

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Francisco Leal Quevedo nació en !bagué, Colombia, en 1945. Es un destacado médico y tiene una maestría en Filos,fía. Sus relatos de viaje para niños han abierto una nueva ruta en la lite·

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ratura infantil colombiana. Su obra El mordisco de la medianoche fue ganadora en 2009 del 11 Pre­ mio de Literatura Infantil El Barco de Vapor-Biblioteca Luis Ángel Arango, en el que también re· sultó finalista con su novela Los secretos de Hafiz Mustafá. Es autor, ademáL de Aventura en el Amazonas y Aventura en Tierradentro.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier otro medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del

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