El lugar de la literatura siglo XXI

El lugar de la literatura en el siglo XXI Juan Pablo Hormazábal Josefina Rodríguez Nicolás Vicente Editores Colección

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El lugar de la literatura en el siglo XXI Juan Pablo Hormazábal Josefina Rodríguez Nicolás Vicente Editores

Colección Dársena Departamento de Literatura Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Director raúl rodríguez freire Comité editorial Bryan Green Claudio Guerrero, Edda Hurtado Irene Renau Consejo consultor Mauricio Barría (Universidad de Chile); Román de la Campa (Universidad de Pennsylvania); Bruno Cuneo (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso); Jorge Fornet (Casa de las Américas); Florencia Garramuño (Universidad de San Andrés, Buenos Aires); Beatriz González-Stephan (Universidad de Rice); Dunia Gras (Universidad de Barcelona); Lucía Guerra (Universidad de California, Irvine); Sergio Mansilla (Universidad Austral de Chile); Marcia Martínez Carvajal (Universidad de Valparaíso); José Antonio Mazzotti (Universidad de Tufts); Rafael Mondragón (Universidad Nacional Autónoma de México); Cristián Opazo (Pontificia Universidad Católica de Chile); Alexandra Ortiz Wallner (Universidad Libre de Berlín); Clara Parra (Universidad de Concepción); Juan Poblete (University of California, Santa Cruz); Julio Ramos (Universidad de California, Berkeley); Sergio Rojas (Universidad de Chile); Eneida Maria de Souza (Universidad Federal de Minas Gerais).

© Juan Pablo Hormazábal, Josefina Rodríguez, Nicolás Vicente, Editores, 2016 Registro de Propiedad Intelectual Nº 273.178 ISBN: 978-956-17-0702-3 Derechos Reservados Tirada: 300 ejemplares Ediciones Universitarias de Valparaíso Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Calle 12 de Febrero 21, Valparaíso, Chile E-mail: [email protected] www.euv.cl Diseño de portada: Josefina Rodríguez Cuadra Corrección de pruebas: Claudio Abarca Lobos Impreso por Salesianos S.A. HECHO EN CHILE

ÍNDICE

Prólogo

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Vacilaciones Cynthia Rimsky

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El giro visual de la teoría. Algunas digresiones raúl rodríguez freire

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Para un concepto de literatura en el siglo XXI: expansiones, heteronomías, desdoblamientos Evando Nascimento

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El giro literario (entre Argueta y Castellanos Moya) Oscar Ariel Cabezas

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Sergio Chejfec, iluminaciones profanas Sandra Contreras

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Soberanía o traducción: las decisiones de Sancho Jacques Lezra

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Sobre los autores

161

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PRÓLOGO

Cuál es el lugar de la literatura en el presente es la pregunta (aunque parezca sin respuesta) con la que comienza y se formulan las principales ideas de este libro. Los trabajos críticos se realizaron en torno al Seminario internacional “El lugar de la literatura en el siglo XXI”, llevado a cabo en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso en noviembre del 2015. El encuentro surge desde un grupo de estudiantes de literatura que quisieron abrir viejas y nuevas preguntas para reactualizar debates que urgen a nuestros tiempos a través del intercambio crítico entre alumnos, académicos y escritores. El programa de encuentros en torno a la literatura desarrollado por este equipo abrió un espacio deliberativo, a partir del año 2013 con el seminario Cartografía de los estudios literarios “Una travesía por la geografía literaria latinoamericana”, el cual tuvo como objetivo, principalmente, reubicar las corrientes de pensamiento, las imaginaciones y los marcos interpretativos con los cuales han sido leídas y pensadas las literaturas latinoamericanas, a su vez, poniendo en cuestión los límites, entre imaginarios y materializados que determinan el orden de un espacio-tiempo continental. En este primer seminario pudimos debatir sobre las literaturas centroamericanas, chilenas, mexicanas y brasileñas, así como sobre las continuidades y rupturas en los estudios literarios sobre América Latina. El segundo seminario fue realizado el año 2014 y se nombró Seminario Narrativa de los 2000 “Crisis, naufragio y deriva en la alborada del nuevo siglo: una mirada a la novela chilena reciente”. En este caso buscamos debatir sobre el concepto de narratividad, tanto en la literatura como en el cine, los documentales y las series de televisión y problematizar con ello lo que considerábamos caracterizaban o singularizaban a la narrativa ficcional reciente: los giros íntimos, las historias de/desde los hijos y la autoficción. 7

El lugar de la literatura en el siglo XXI

La urgencia desde la cual nace el tercer encuentro que aquí publicamos (aunque los anteriores también) no tiene relación únicamente con los discursos y propuestas teóricas que surgen a propósito del mismo, sino que también tiene en sí una función activa: abrir posibilidades de diálogo entre distintas academias a lo largo del continente, haciendo aparecer dentro del mapa, entre las kilométricas distancias que nos separan, las provincianas ciudades de Viña del Mar y Valparaíso. En definitiva, abrir nuevos espacios de diálogo dentro del mundo de la academia ha sido lo que nos movió a realizar este y los anteriores encuentros. La invitación ha sido, finalmente, a compartir una reflexión conjunta sobre la literatura y los desafíos que el contexto actual pone ante ella. Entre estos desafíos destacamos la necesidad de revisar y replantear los debates teóricos con los que, principalmente, la academia ha leído las literaturas en un contexto transformado, en el cual el lugar social y político del texto literario, al parecer, ya atravesó su apogeo y se percibe hoy bajo un estado de declive. En la actualidad, desde distintas posiciones enunciativas, se señala que el discurso literario ha salido de la posición privilegiada que tuvo en el pasado, tanto en las humanidades como en la sociedad en general. Solo para dar tres ejemplos citaremos al escritor chileno Gonzalo Contreras, que ha señalado en la prensa –hablando sobre los cambios que ha tenido el oficio de escritor en los últimos años– la siguiente afirmación: “Creo que la novela como tal desaparecerá” (9). Agregamos a ello lo que el crítico John Beverley, en su libro Políticas de la teoría. Ensayos sobre subalternidad y hegemonía, señaló escuetamente que “la literatura ha perdido su lugar central en las humanidades y se ha hecho subalterna” (166). Por último, Alejandro Zambra afirmó que “la literatura no pareciera tener un lugar, ni siquiera en el espacio bastardo del entretenimiento”, sentencia que retrata, junto a las otras reflexiones, la visión apocalíptica que existe respecto al pequeño lugar, dentro del entramado social, reservado a la literatura en la actualidad (215). Por cierto, la posición marginal que ocupa no ha ido en desmedro de lo narrativo como función dentro de la sociedad. Estas narrativas han tomado nuevos soportes y medios posibilitados por la transformación en las comunicaciones. Un ejemplo de lo anterior son las series de televisión, que han reinventando el formato de entrega semanal del pastiche que caracterizó a la novela decimonónica. Así se pueden formular distintas homologaciones en cuanto a medios y formatos que, de cierto modo, han ocupado el antiguo lugar de la literatura. Sin embargo, 8

Prólogo

esta problemática sigue quedando como una pregunta abierta en la presente edición. Si bien desconfiamos de los discursos apocalípticos que tantas veces han anunciado el fin de la literatura, lo cierto es que ya no cuenta con el prestigio y la importancia social con que contó en buena parte de los siglos XIX y XX. De ocupar una posición central o incluso hegemónica en lo que aún llamamos humanidades, hoy su posición es claramente secundaria, en un contexto en que las humanidades mismas han pasado a ser un campo de estudios desvalorizado en los sistemas universitarios regidos por el cálculo y la estandarización. Los viejos debates literarios y críticos que galvanizaron y se tomaron buena parte del espacio público latinoamericano hoy resultan por lo general irrelevantes. Lo mismo sucede con las figuras del escritor y del crítico, que de haber constituido voces centrales en diversos escenarios nacionales y continentales, han pasado a ser un eco generalmente ausente en los debates artísticos y políticos que atiborran las escenas locales. Ahora bien, este nuevo lugar de la literatura, subalterno y minoritario no lo entendemos desde su negatividad, sino más bien desde las posibilidades críticas y creativas que esta posición marginal abre. Asimismo, ello nos interpela a repensar las herramientas teóricas con las que hemos ido leyendo la literatura en los últimos tiempos, ya que la mayoría de las teorías literarias que se enseñan en los campos universitarios, se estructuran desde un supuesto que hoy está en duda: el estrecho vínculo entre literatura (y su abanico de representaciones) y poder o incluso entre literatura e historia. Pero también ese lugar minoritario y subalterno de algunas literaturas contemporáneas interpela los modos en que se ha considerado modernamente la literatura. Los ensayos que este libro reúne cuentan con temas que atravesaron las discusiones, y entre ellos cabe destacar la relación entre literatura y mercado. Por un lado, se abre la discusión sobre el rol de la academia y las universidades en la perpetuación del legado de la literatura, y cómo ésta última ha sido tomada por las dinámicas y relaciones del neoliberalismo. Por otro, se discute en torno a los grandes grupos editoriales en contraposición a las editoriales emergentes. Desde esta problemática se toman los planteamientos de Ludmer en “Literaturas postautónomas”, texto que resultó central en las discusiones. Postautonomía será un concepto que abrirá una discusión crítica sobre los límites de lo literario en la actualidad, sobre las viejas y nuevas fronteras entre la ficción y lo real. Estas reflexiones posibi9

El lugar de la literatura en el siglo XXI

litan la discusión, dentro de la teoría, sobre otras materialidades y medios para ser “leídos” e interpretados como espacios abiertos a la representación, a la vez que presentan nuevas tensiones dentro de los estudios especializados. Finalmente, cabe mencionar otra de las discusiones presentes, ahora sobre la relación tensa y versátil entre literatura y política, en cierto modo cuestionándola, en otros, corroborándola, pero en definitiva haciendo visible las tenciones allí aninadas considerando los distintos elementos que la enriquecen. Las perspectivas abordadas en cada uno de los ensayos son también disímiles y variadas, donde encontramos en un comienzo un ensayo de corte narrativo, pasando luego por ensayos de teoría, en los cuales se ha tomado como eje las nuevas formas de leer el texto y la imagen dentro de un contexto planetario cambiante donde el lector adquiere un lugar heterogéneo al conocido. Por otra parte, se encuentran trabajos críticos de obras literarias que ponen en tensión los elementos considerados propios de la literatura. El ensayo que abre el libro pertenece a Cynthia Rimsky, y está planteado a partir de un relato reflexivo que, a partir la experiencia de la narradora, abre interrogantes sobre los desafíos de la literatura en un contexto específico y se cuestiona quiénes serán los nuevos lectores y cómo están entrando a la literatura, si es que se puede decir que entran. Los siguientes dos ensayos pertenecen a raúl rodríguez freire y Evando Nascimento y abordan el tema desde las mutaciones dentro de la teoría y en las instituciones de lo literario. En particular, rodríguez freire propone una revisión de ciertas cuestiones que han quedado inamovibles, a pesar del paso del tiempo, dentro de los estudios de la literatura y la teoría, al proponer dentro de la dicotomía tiempo-espacio, la reconsideración de las nociones de espacio y cómo ello hace volver también a la imagen visual. La reflexión considera el seguimiento de lo que fue el giro lingüístico en las humanidades y las transformaciones que en la actualidad este giro ha sufrido en vista de las nuevas teorías que han disuelto los límites en las posibilidades de lectura, tanto de la palabra como de la imagen. Por su parte, Nascimento, tocando temas similares, propone una reconsideración del lector dentro de las formas de entender lo literario, operacionalizando una crítica al concepto de postautonomía, para plantear la inexistencia de una definición cerrada y acabada de literatura y generar desde ahí el concepto de literatura pensante. La última parte de esta publicación consta de tres ensayos que podría10

Prólogo

mos llamar de crítica literaria; el primero de ellos es el de Oscar Ariel Cabezas, que se refiere a los procesos políticos y literarios en Centroamérica en un contexto signado por el interés del mundo académico en los textos testimoniales canonizados por los estudios latinoamericanos, señalando las capacidades de la ficción centroamericana de (re)imaginar los vínculos entre política y literatura en un momento donde la política y sus discursos se encuentran en crisis; el segundo de ellos pertenece a Sandra Contreras, que realiza un análisis de algunas obras argentinas que permiten reflexionar sobre la literatura en la actualidad. Finalmente, Jaques Lezra realiza una lectura del Quijote, centrándose en la figura de Sancho y sus implicancias políticas dentro de las transformaciones de la sociedad moderna; Lezra realiza un vínculo con las implicancias de lo literario a través de la historia y en particular con la obra que se ha catalogado como la novela que abre las cuestiones de la modernidad y que, en definitiva, ha marcado lo que entendemos por literatura hasta ahora.

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Vacilaciones Cynthia Rimsky

La invitación a venir a este Seminario me llega después de que me esguincé el tobillo. El sábado en la planta baja de la fiesta no cabe un alfiler y subimos al techo que, en algunas casas de Buenos Aires, es una terraza donde ponen la parrilla que aquí se oxidó. Llevo semanas o meses trabajando en el final de una novela y, al oír hablar a mis amigas, se me ocurre suprimir el juego entre lo imaginario y lo real y entregarla totalmente a la imaginación. Entre tanto deciden marcharse y nos largamos a caminar por Cabildo, enfrascada en mi idea de liberar a la novela de sus muletas, no me doy cuenta de que la vereda está en construcción y caigo. La reclusión forzosa me permite avanzar en lo que al final del día creo ver como el final de la novela. Lástima que al comienzo del día ya no lo vea así. Hallándome inestable, incierta, insegura, llega a mi bandeja de entrada una invitación del Comité organizador del seminario El lugar de la literatura en el siglo XXI para exponer sobre el lugar inestable, reducido, desprestigiado, subordinado, sin importancia social, secundario, irrelevante, ausente, minoritario, de la literatura contemporánea. Mi primera sensación es que entre la mesa en la que el Comité apoyó la literatura del siglo XXI y la mesa en la que apoyo el tobillo envuelto en hojas de repollo, inmovilizado por una venda y en un ángulo de casi 90 grados, hay una pata que cojea. Cojeando le voy a abrir la puerta a mi sobrino. Dos veces a la semana leemos El banquete de Platón para su primer parcial del CBC de la UBA. De su vida escolar en Chile carga con un descreimiento radical en los profesores, las materias, las autoridades del colegio, la policía, los adultos, y más de un ataque de pánico. No podría explicar cómo, mientras en el balcón se arrullan las palomas, la lectura del Banquete cristaliza en él. Pero le cree a Sócrates y, al 13

El lugar de la literatura en el siglo XXI

despedirse, me cuenta orgulloso, por si no estoy enterada, que Sócrates ni siquiera es real, que lo inventó Platón. Vacilación El Comité organizador del Seminario logra lo que el esguince no: que consulte con un especialista. Eduardo opina que no tengo que amilanarme, aunque entiende el momento de pánico, y me manda un PDF de las Seis propuestas para el próximo milenio. “Es un libro que quiero muchísimo, Calvino fue muy importante para mí aunque he ido tomando distancia de algunas de sus cosas. Ahora voy saliendo a hacer clases, más tarde te escribo de nuevo con calma”. Su correo me hace pensar en nuestros últimos encuentros en la barra de la pizzería junto al parque; en la relación entre el adelgazamiento de la masa, el recorte del queso, y su distancia con la literatura. Quizás por eso, aunque lo imprimo inmediatamente, no lo leo. Pero lo llevo a la mesa de un café y lo pongo bajo un rayo de sol primaveral. El libro de Calvino es una reproducción del manuscrito que su esposa Ester dice haber encontrado a su muerte en su mesa de trabajo. Las Seis propuestas fueron originalmente una invitación de la universidad de Harvard a dar seis conferencias totalmente libres. “Esa libertad fue el primer problema que tuvo que afrontar, convencido como estaba de que la constricción es fundamental para la creación literaria”, cuenta Ester en el prólogo. Y me pregunto si la palabra le pertenece a Calvino o Ester, al pasar ante la puerta que él mantiene cerrada, imagina un cuerpo constreñido. Unas líneas adelante, quizás con resentimiento, la esposa cuenta que las conferencias no tardan en convertirse en una obsesión –Imagino la puerta cerrada día y noche–. “Hasta que un día Calvino se enfrenta a que tiene material para ocho conferencias y no seis”. En Levedad, Calvino recuerda que en un comienzo quiso hacerse cargo de su tiempo, pero esta ilusión chocó con su proyecto estilístico. Hasta que, releyendo el mito de Perseo, descubrió que Perseo logró cortar la cabeza de la Medusa porque no miró su rostro sino su reflejo en el bronce de su escudo. Aunque Perseo no existe, le creo a Calvino, vuelvo a casa, pongo la pierna en alto, y comienzo a inclinar la mirada. Es un efecto sorprendente y perdura hasta que recuerdo que debo escribir sobre el lugar de la literatura en el siglo XXI y me vuelvo a preguntar cuáles son esas algunas cosas 14

Vacilaciones / Cynthia Rimsky

que llevaron a Eduardo a perder el cariño por este libro. Quizás, especulo, su distancia no es con el proyecto estilístico, sino con el carácter titánico de salvar a la literatura para la Academia. Se me ocurre una escena romana en la que Calvino asume la tarea de matar a Harvard y, para lograrlo, mira el reflejo de la libertad total en el escudo de la constricción; contada por Ester, la reina que salvará de desaparecer en el siglo XXI a las 12 tribus: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, el arte de empezar y el arte de acabar. Para mayor certeza escribo la palabra en el buscador y me encuentro con que la constricción es también un método de estrangulamiento utilizado por algunas serpientes que carecen de veneno. La presa muere por un aumento de la presión en su cuerpo que el corazón no puede contrarrestar. Busco cómo murió Calvino: por una hemorragia cerebral a los 62 años. En cambio Blanchot, quien, a la pregunta de hacia dónde va la literatura, responde en una línea: “Hacia su esencia que es la desaparición”, vivió hasta los 95. Me entero por feisbuk que Eduardo cumple 40 y decido preguntarle cuáles son esas algunas cosas que lo distanciaron. En su carta me cuenta con entusiasmo que comenzó a hacer música con un grupo de aficionados. Vacilación Al releer la convocatoria al Seminario me detengo en el Comité. Durante la dictadura, conocí el Comité de ayuda a los relegados, el del activo consciente de la escuela de Periodismo (que integré), el Comité de cesantes, el de allegados... Cuando busco imágenes de Comités en la web me aparecen únicamente equipos de trabajo, sillas, mesas. Me pregunto cómo es la mesa en la que se junta el Comité del Seminario de literatura; ¿participan solo hombres?, ¿cómo resuelven las diferencias?, ¿alguno se atreve a expresar que no tiene sentido un seminario sobre el sinsentido del siglo XXI?, ¿conversan sobre las dudas que les genera la carrera de Letras?, ¿se preguntan para qué estudiar cinco años: para tomar el SIMCE a alumnos y alumnas que se orinan de miedo?, ¿transpirar para obtener una beca de doctorado y luego de pos doctorado y pos pos doctorado? ¿O se imaginan en un espacio crítico a la Academia? Lamentablemente la convocatoria no deja traslucir las vacilaciones del Comité. Entonces veo el nombre al final del correo electrónico y lo escribo en el buscador de imágenes. Aparecen Evo Morales, Sergio Livingstone de joven como arquero, el autorretrato 15

El lugar de la literatura en el siglo XXI

de un pintor, un señor con una nariz de payaso, una monja de mirada inquietante, una indígena africana semi desnuda, Chávez. La mención de Evo y Chávez me recuerda una fotografía que guardo de 1982: es una reunión en blanco y negro del Comité consciente de la escuela de Periodismo en el jardín de una cabaña en la población La Victoria, alquilada por unos estudiantes de Concepción, algunos de los cuales formaron el movimiento Lautaro. La maleza está tan crecida que sentados les llega a los hombros. Yo no aparezco, supongo que tomé la fotografía. En el pasto, sobre una piedra, un tronco, un cajón de manzanas, con el pelo largo y prendas anchas de lana tejidas a mano, los jóvenes siguen con atención lo que el orador parece dibujar con una rama en la tierra. Digo parece porque recién aprendía a tomar fotos y le corté la mano. Lo que queda es el reflejo de las palabras en los cuerpos jóvenes dispuestos a la acción. La escena me retrotrae al taller de los artesanos medievales que menciona Benjamin en El narrador; la reunión en la que los maestros sedentarios daban consejo a los aprendices errantes. “Consejo que era menos la respuesta a una pregunta como una propuesta concerniente a la continuación de una historia que se estaba desarrollando en esos momentos”. Como cada vez que releo El narrador, me tienta citar fragmentos enteros, pero como a la mano, la rama, el trazo, lo dejo afuera. Voy a la escena que traza Jean-Luc Nancy en La comunidad inoperante y que tanto me conmovió en otro seminario, también de estudiantes y también sobre el fin de la literatura. La imagen de aquellas personas reunidas escuchando un relato que es al mismo tiempo comienzo del mundo, de su asamblea y del relato, y en la que por primera vez la lengua deja de ser de intercambios para ser lengua de la reunión, me sigue conmoviendo, pero no puedo dejar de imaginar que el aprendiz, cansado de escuchar los cuentos del zapatero, se lanza al camino, pero se le acaba el dinero y debe entrar a un taller donde escucha una variación de la historia. Y los jóvenes dispuestos en La Victoria a convertir la palabra en acción, olvidaron lo que tenían que hacer y la amnesia se prolonga hasta hoy. Y al Comité organizador del Seminario se le acaba la cerveza y de camino a la Botillería, el que ha llevado la relación con los académicos, confiesa que dentro de unas horas huirá con una mujer casada a Brasil; lo ven tan feliz que no les queda otra que felicitarlo y el estudiante, agradecido -no esperaba menos de sus amigos-, les enseña el rostro de su amada. El Comité anodadado descubre que es la imagen viva de la Medusa. A la mañana siguiente se dan cuenta que el proyecto está a nombre del compañero 16

Vacilaciones / Cynthia Rimsky

que va en vuelo a Brasil. La burocracia universitaria les retiene el segundo cheque; ya enviaron los pasajes pero no tienen para costear el hotel, los traslados, las cenas, el tour al museo de Pablo Neruda en Isla Negra. Peor, si el seminario no se hace, deberán pagar los pasajes de sus bolsillos. Los académicos llegan al aeropuerto y los estudiantes los llevan en buses a sus propias casas; muchos de ellos viven con sus padres y hermanos chicos; en el camino se encuentran con que todo el país se levantó contra la colusión del papel higiénico, pero que producto del pacto de no comprar un solo rollo, el papel escasea y los invitados al Seminario tienen que cortar cabezas, entre ellas la de la amante casada que se bajó del avión a último minuto, para defender las páginas que escribieron tras observar durante semanas la bandeja de bronce cuya pátina Ester limpió con un paño celeste, bicarbonato y limón. El antiinflamatorio que tomé para el dolor me está haciendo desvariar. Vuelvo a mirar la pantalla y me percato de que omití el acento en el nombre del integrante del Comité. La comunidad, la sabiduría, la acción, la pasión, el delirio, se vienen abajo por un error involuntario que creó una escena sinsentido. Vacilación Andrea Goic es una artista que se ubica en un pliegue entre las artes visuales, el video y la literatura. Lo último que hizo son los libros visuales Video Tremens y Maruri Tour. La Cordillera no ha impedido que continuemos el intercambio creativo que funciona como un pliegue entre la operación de hacer como que se escribe y la de hacer como que se crea arte. Así, cuando le pregunto si se le ocurre una propuesta para continuar con la historia que estoy desarrollando, me envía generosa el poema visual 02 de una serie en construcción. Goic trabaja operaciones de montaje con el ojo clínico de esos médicos que les bastaba con mirar, escuchar y golpear con un martillito, para construir un diagnóstico que incluye bajo un mismo término, el cuerpo, el alma y la vida social. En el poema 02 juntó dos fotografías sobre un fondo negro. Balzac y Alejandro Zambra. Bajo la imagen del primero escribió: Francia siglo XIX, y bajo la del segundo: Chile siglo XXI. Goic apela al juego de salón que tantas veces disfrutamos en la última página del diario; buscar las siete diferencias entre dos imágenes, solo que ella incorpora, además, las semejanzas. Sabemos que Balzac escribió alrededor de 50 novelas y que Zambra es conocido internacionalmente 17

El lugar de la literatura en el siglo XXI

por sus novelas en miniatura. Balzac posa delante de lo que parece ser una puerta borroneada por las inclemencias que sorteó el negativo de Niepce tomado en 1850. Zambra detrás de una biblioteca sobrepoblada de libros desalineados. Balzac lleva el pelo negro despeinado. Zambra, el pelo negro pegado al rostro. Balzac viste una camisa blanca arrugada con los botones desabrochados y el pecho al aire, como si viniera llegando de una juerga. Zambra con chaleco, camisa de color con solo dos botones abiertos y debajo, una camiseta con la que protege su pecho del frío. Si estuvieran como Perseo, frente a la Medusa, Balzac protegería su corazón con una mano y la miraría directo al rostro. Zambra, visiblemente agotado, levantaría la cabeza y los ojos al cielo; la Medusa no ha comparecido. Curiosamente el punctum del poema nos lo entrega alguien que no lo ha visto: César Aira: Mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo para vivir, Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos, Proust una sola. Y fue un trabajo que invadió la vida, la absorbió, como un hiper profesionalismo inhumano. Es que ser profesional de la literatura fue un estado momentáneo y precario, que sólo pudo funcionar en determinado momento histórico; yo diría que sólo pudo funcionar como promesa, en el proceso de constituirse; cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa (La nueva escritura). Vacilación En Buenos Aires son frecuentes las veredas trizadas, a desnivel, agujereadas o que terminan sin aviso. En su documental Tische (silencio), Viktor Kossakovsky filma desde la ventana de su departamento la aparición de una grieta en la calle. Con el paso de los automóviles se convierte en un agujero, con la lluvia en un pozo, con el sol se quiebra el pavimento. Durante el año en el que la cámara está encendida, llegan vecinos curiosos, ingenieros, contratistas, obreros, funcionarios de gobierno, y siempre se vuelve a abrir. Martín Kohan cree que la cosa viene por el lado de la desfiguración. Aira por el procedimiento y el salto hacia lo real. Calvino por los estados de la materia. Raúl Ruiz por la ruptura de la lógica del tiempo y del espacio. Juan José Saer haciendo cantar el material. Al leer sus propuestas para continuar con la historia que se está desarrollando, pienso que son un invento como Sócrates, pero cristalizan en mí un estado de apertura que 18

Vacilaciones / Cynthia Rimsky

hace estallar la literalidad. Solo así se entiende que un hecho intrascendental como subir en un ascensor me provea la clave para terminar la novela. Sucede así. Una pareja de ancianos aborda el ascensor del edificio antes que yo. Deben ser visitantes. Ya han pulsado el piso 4 y yo agrego el 6. Vamos pasando el tercero cuando el anciano pregunta: – ¿Tiene memoria? Tras un segundo, la mujer responde: – Claro. El ascensor continúa hasta el sexto, abro la puerta del departamento y enciendo el computador. Aunque no soy una joven escritora, también sentí como Calvino la necesidad de hacerme cargo de mi tiempo, la dictadura, con el agravante de que carezco de memoria de lo que viví o sentí. Para suplir esta falta decidí trabajar con la memoria de la web. Nombres, lugares, fechas, situaciones, canciones, autores, ideas… la escritura se fue deslizando desde el mundo de las convicciones y los ideales al neoliberalismo del siglo XXI. Hoy, en el espacio en blanco donde busqué infructuosamente lo cercano, escribo: cómo funciona el buscador. Y me encuentro con que desde que comencé la novela, el sistema ha evolucionado tanto que si comenzara mi búsqueda del pasado hoy, aparecería otro pasado. No solo eso. Cada vez que escribí en el espacio en blanco, por ejemplo, ideales de los 80, la búsqueda que desencadené, afectó a millones de búsquedas paralelas y las modificó. Hace cuatro siglos Spinoza pensó la esencia como potencia, como lo que puede ser. Cuando sus palabras dejan de hacer efecto, observo la estatua del hombre que va al trabajo con un agujero en el cuerpo. Si no resulta, leo como en la infancia, queriendo que la historia de Sócrates continúe desarrollándose aunque sea un invento de Platón. En cambio, los días que me ronda la pregunta por el sentido, me siento tan distante, descreída, minoritaria, que no puedo leer o escribir; en el ocio imagino que pongo en el buscador: la literatura ha muerto. Y al cabo de un minuto que parece un siglo, aparece en todas las búsquedas. Se producen suicidios, saqueos, en librerías, bibliotecas, imprentas, editoriales, hasta en los supermercados; los que acostumbran a no prestar libros de su biblioteca o que los sellan con ex libris contratan obreros para cavar una bóveda y son delatados; escritores, académicos, críticos, estudiantes, presionan las teclas de sus computadores y no aparecen letras; cogen el lápiz y tampoco. Mientras tanto un joven po19

El lugar de la literatura en el siglo XXI

bre que ve pasar diariamente a la literatura desde el suburbio en el que vive hacia el centro en el que mendiga, deja el zapato que ha estado zurciendo y se lanza a la calle… Me pregunto si no tendría que escribir 6 u 8 propuestas para continuar esta historia. Quizás no deseo morir. O no de una hemorragia cerebral. Hace días que mi sobrino no se conecta. Le pusieron un 2 en el parcial sobre El banquete. Hoy me encuentro con un mensaje que me mandó al volver a las 4 de la madrugada de un carrete; quiere saber cuándo empezamos a leer La genealogía de la moral. Buenos Aires, 4 de noviembre de 2015

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El giro visual de la teoría. Algunas digresiones1 raúl rodríguez freire Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

La transformación de la superestructura, cuyo avance es más lento que el de la infraestructura que subyace, necesitó más de medio siglo para hacer valer en todos los ámbitos culturales el cambio en las condiciones productivas. Walter Benjamin, “La obra de arte”. Rigurosamente hablando, hoy no hay ya casi teoría… Desde que todo gremio político-económico civilizado ha comprendido como evidente que lo que importa es transformar el mundo, considerando mera y frívola travesura el interpretarlo, resulta difícil defender las tesis contra Feuerbach. Theodor L. Adorno, Crítica cultural y sociedad.

1. El lugar de la literatura en el siglo XXI es el mismo que en el siglo I: marginal. No asombra, por tanto, la fuerza con que diversos textos que hoy reconoceríamos dentro de ese género literario que responde al nombre de teoría y que encuentra en Horacio y Seudo-Longino a dos de sus principales puntales, no asombra, digo, que hace veinte siglos se reflexionara sobre la marginalidad de la literatura tal como se lo hace hoy, pero pensando que se trata de un problema de “nuestra” época. El presente texto no es más que un ensayo, pues mi intención no es otra que aquella que alguna vez el mismo Alfonso Reyes defendió: “desatar o provocar una conversación, sin pretender agotar el planteo de los problemas que se me ofrecen, y mucho menos aportar soluciones”. Es el primer esbozo de unos pensamientos que aguardan su desarrollo. 1

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El lugar de la literatura en el siglo XXI

Me sorprende [le dijo un filósofo a Pseudo-Longino], al igual que a muchos otros, cómo en nuestra época, donde hay naturalezas que poseen en grado sumo el arte de persuadir y que son aptos para los asuntos públicos, penetrantes y vivos, y sobre todo inclinados a los placeres de la literatura, no surjan, sin embargo, naturalezas sublimes y extraordinariamente grandes, salvo en raros casos. Tan grande es la pobreza literaria universal que acosa nuestra generación (De lo sublime, XLIV.1).

Para este anónimo pensador, tal pobreza estribaba en la falta de libertad que una imberbe república decía ostentar, imberbe libertad entonces que, a su juicio, no daba lugar a escritores sublimes sino a “grandiosos aduladores”. Pero para quien escribirá (o eso queremos creer) el bello tratado que conocemos como De lo sublime, el problema es otro: Es muy fácil, querido mío, y propio del hombre, criticar siempre el presente, pero piensa que tal vez no sea esa paz universal la que corrompe a las grandes naturalezas, sino más bien esta guerra interminable que tiene dominados nuestros deseos […]. Pues el afán de riquezas, cuya búsqueda insaciable nos tiene enfermos hoy a todos, y el amor al placer nos hacen esclavos, más aun, arrastran al abismo, se podría decir, nuestras vidas y todo lo que estas conllevan. El amor al dinero es una enfermedad que envilece (De lo sublime, XLIV.6).

Acentuar la marginalidad de la literatura como un problema propio de “nuestra contemporaneidad” es un prejuicio que debemos desechar, como también aquel que se refiere la disolución del límite entre “alta” y “baja” cultura, como si tal límite fuera una verdad infranqueable y no una mera ficción. Cercano a los años materialistas descritos por Longino, El satiricón, texto adjudicado a un tal Petronio, ya nos hablaba de ese imposible límite. Encolpio, su narrador, es invitado a cenar a la casa de un nuevo rico, Trimalción (un Farkas romano), que se había hecho retratar, “con cabellos largos que, caduceo en mano, entraba en Roma guiado por Minerva” (77). Su palacio estaba repleto de pinturas, entre las que se encontraba un gran mural con imágenes figuradas a partir de los textos homéricos y de los gladiadores en boga por aquellos años, que sería como ver hoy día juntos a Stephen Dedalus y a Rambo. Y hablando de boga, tampoco hay que considerar exclusivo de nuestros años el vínculo entre teoría y moda, como tiende por ejemplo a resaltar alguien como Roberto Schwarz (y sus acólitos, dentro y fuera de Brasil) en su crítica a la lectura que en el Brasil de los años 70 se hacía de Jacques Derrida.

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El giro visual de la teoría. Algunas disgreciones / raúl rodríguez freire

Max Hokheimer ya había señalado que las ciencias del espíritu tienen “un fluctuante valor de mercado” (“Teoría crítica” 226) y más de un siglo antes Hegel hacía referencia –en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía– a las filosofías de moda (45).2 Sé que cada tiempo tiene sus propias particularidades, y que a pesar de referirme a giros y retornos, estos nunca son posibles, más que como tropos. Pero es necesario evitar algo así como un narcisismo de actualidad para entrever no tanto una comprensión del gobierno del presente, necesaria en todo caso, como vislumbrar las posibilidades de su transformación. Ninguna nostalgia lacera mi preocupación por el pasado, simplemente no quiero repetirlo, pues pretendo, aprendiendo de lo acontecido, un futuro distinto, un futuro donde la teoría se articule con la virtud y contribuya también a la transformación de nosotros mismos. 2. Los años salvajes de la teoría, para tomar una expresión de Manuel Asensi (2006), acontecieron entre las décadas del sesenta y el setenta, años que la vieron proliferar, transformar el ámbito del pensamiento, mostrar su poder, un poder que durante los duros ochenta se volvería el blanco de diversas embestidas (izquierdistas y derechistas), hasta llegar a declarársela muerta. La teoría (en tanto género) emergió alrededor del llamado “giro lingüístico”, posiblemente potenciándose mutualmente, y de ambos fue Richard Rorty quien logró darles reconocimiento, identificarlas. En la presentación a su famosa antología The Linguistic Turn. Recent Essays in Philosophical Method, de 1967, da cuenta de la relevancia adquirida por el lenguaje para la resolución (o disolución) de problemas filosóficos. “Esta perspectiva”, señala, “es considerada por muchos de sus defensores el descubrimiento más importante de nuestro tiempo y, desde luego, de cualquier época” “[E]l nombre de filosofía nueva, moderna, novísima, se ha convertido en una especie de nombre de guerra, que se escucha a todas horas. Quienes creen decir algo al pronunciar este nombre son, casi siempre, los que más se inclinan a santiguarse y echar bendiciones ante la muchedumbre de las filosofías, tanto más cuanto más propenden, bien a ver un sol en cada estrella y hasta en cada vela, bien a considerar toda ocurrencia como una filosofía y a aducirla, por lo menos, en prueba de que existen muchísimas filosofías y de que todos los días aparece una que desplaza a las anteriores. Han inventado, al mismo tiempo, la categoría en que pueden colocar toda filosofía que parece adquirir cierta significación y con la que, al mismo tiempo, pueden deshacerse de ella; la llaman, simplemente, una filosofía a la moda”, Lecciones sobre la historia de la filosofía, vol. I, p. 45. 2

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(El giro 50).3 Alrededor de una década más tarde dará cuenta Rorty de la emergencia de una “nueva” forma del pensamiento que terminará siendo llamada teoría: “Desde los días de Goethe, Macaulay, Carlyle y Emerson se ha desarrollado un tipo de escritura que no es ni la valoración de los méritos relativos de los producción literaria, ni la historia intelectual, ni la filosofía moral, ni la epistemología, ni la profecía social, sino todas estas cosas entremezcladas y reunidas en un nuevo género” (“Professionalized Philosophy” 763-765), un género que al poco tiempo acabó siendo llamado teoría. Posiblemente debido a la centralidad del lenguaje para las principales firmas de la teoría (Lacan, Foucault, Derrida, Barthes, etc.), fue la literatura el lugar donde tuvo su mayor desarrollo; pero también porque –y este es un argumento de Jonathan Culler– “la literatura toma como asunto cualquier experiencia humana, y en particular la ordenación, interpretación y articulación de la experiencia” (Sobre la deconstrucción 16). Como sea, no es difícil percibir la importancia de los estudios literarios en la conformación de la teoría, entendida ahora como un género heterogéneo que desafiaba los límites disciplinarios al no plantearse ninguno, desfamiliarizándonos así con lo conocido y lo dado. Desde las ciencias sociales (antropología, sociología, psicología) a la geografía, pasando por el derecho, la filosofía, la historia, el arte y la economía, hasta llegar incluso a la biología y la arquitectura, no hubo disciplina que se resistiera a sus seducciones, y a los franceses ya mencionados se sumaron los nombres de Edward Said, Fredric Jameson, Gayatri Spivak, Wolfgang Iser, René Girard, Julia Kristeva, Jonathan Culler, Raymond Williams, Geoffrey Hartman, Hélène Cixous, Paul de Man, entre muchos otros, nombres que comenzaron a ser moneda corriente en la escena académica internacional (o, con mayor propiedad, metropolitana), ya se estuviera a favor o en contra de sus publicaciones, incluso a favor o en contra de la idea misma de teoría. Pero en el mismo momento en que Rorty la hacía emerger, la univer-

Si bien aquí Rorty está pensando en la filosofía analítica y la del lenguaje, el mentado giro lingüístico cobrará resonancia fundamentalmente a partir de los trabajos de Michel Foucault, Derrida, Roland Barthes, entre otros, nombres que tienen marcadas diferencias con la preocupación inicial de Rorty (y entre sí), como muestra por ejemplo el debate entre Derrida y Searle. Al respecto, ver: Jesús Navarro Reyes, Cómo hacer filosofía con palabras. A propósito del desencuentro entre Searle y Derrida (2010).

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sidad era fuertemente embestida por una ofensiva neoliberal que continúa hasta nuestros días, golpeando, de paso, a la teoría. La crisis económica de los setenta dio lugar a que se pensara de manera programática y simbiótica universidad y mercado, lo que dio como resultado no solo una mutación de la arquitectura académica, sino también una masificación de la matrícula, dada la urgente necesidad de una fuerza productiva acorde a la sociedad postindustrial, como muy bien lo señalara Jean-François Lyotard en su ya clásico ensayo La condición postmoderna (1979).4 En este contexto, la teoría fue duramente criticada por su “elitismo” y su supuesta desconexión con los problemas de la gente, problemas como la descualificación de los nuevos estudiantes, ahora devenidos en consumidores. En vista de estas cuestiones más “serias”, se comenzaron a reducir presupuestos (universitarios y humanísticos) y a reestructurar departamentos y programas, con el fin de potenciar cursos que realmente necesitaran los nuevos clientes, como los de composición y lectoescritura (tesis de Wlad Godzich), cursos que terminaron no solo desplazando a la teoría sino a la literatura misma. A este ataque neoliberal, realizado bajo un disfraz seudodemocrático, contribuyeron figuras tan disímiles como Terry Eagleton, el mismo Edward Said (curiosamente uno de sus principales exponentes) o Anthony Giddens, a la vez que se la comenzó a fetichizar (la idea es de Graciela Montaldo), reduciendo, por necesidades comerciales, su inquietante y necesaria opacidad a la transparencia –cualidad que comenzará a ser exigida al pensamiento crítico en nombre de un anti-elitismo–, transparencia que la inscribirá en el sentido común a partir de la teoría “para principiantes” Vale la pena recordar algunas de sus afirmaciones: “El antiguo principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación (Bildung) del espíritu, e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en desuso. Esa relación de los proveedores y de los usuarios del conocimiento con el saber tiende y tenderá cada vez más a revestir la forma que los productores y los consumidores de mercancías mantienen con estas últimas, es decir, la forma valor. El saber es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción: en los dos casos, para ser cambiado. Deja de ser en sí mismo su propio fin, pierde su ‘valor de uso’ […]. La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante profesionalista, por el Estado o por la institución de enseñanza superior, ya no es: ¿es eso verdad?, sino ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización del saber, esta última pregunta, las más de las veces, significa: ¿se puede vender?” (16, 94-95). 4

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que Pantheon Books masificó por todo el mundo, cuando tomó la posta a For Beginners LLC (inicialmente conocida como Writers and Readers Cooperative, fundada en 1974). Cito en extenso a Montaldo: En formato de libro−folleto, a precios accesibles, con ilustraciones (muchas caricaturas que demostraban el carácter “desacralizador” hacia los saberes más herméticos) y una diagramación novedosa para el ámbito de la institución teórica, estos volúmenes estaban dirigidos a un público joven que se iniciaba en lo que se veía como un pensamiento alternativo […]. Fue la forma en que el pensamiento de varios autores de cierta radicalidad [que llegó más tarde al rey del rock, Elvis Presley] ingresó a un circuito de público ampliado y lo hizo a través del mercado, manteniendo su cuestionamiento de las instituciones formales. Las colecciones se declararon “para principiantes” pero bien pudieron llamarse “para multitudes” (“Teoría en fuga” 267).

Que la teoría, en tanto género heterogéneo que hace del pensamiento una resistencia, no ha muerto se evidencia en su reemergencia (si bien cada vez más inserta en el mercado) a lo largo de los años noventa, pero no de la mano del lenguaje, sino, como era de esperar, de la imagen, razón por la cual, aventuro, nombres como los de Walter Benjamin, Aby Warburg y Erwin Panofsky han logrado una (póstuma) resonancia que en vida nunca imaginaron, y acompañan en el renacido panteón teórico a las firmas (nuevamente metropolitanas) de Hal Foster, Boris Groys, Nicolas Bourriaud, W.J.T. Mitchell, Jacques Rancière, Hans Belting, Arthur Danto, Mieke Bal (que también provenía de la literatura), etc., etc., etc. Por supuesto que este escenario no es homogéneo (ni está libre de tensiones), ni la teoría se reduce a las reflexiones sobre la imagen (ni antes a las de la letra). Por el contrario, la amplia circulación de nombres como Alain Badiou, Slavoj Žižek, Judith Butler, Ernesto Laclau, Giorgio Agamben, Quentin Meillassoux, Achille Mbembe, James Clifford o Donna Haraway, por nombrar solo algunos, da cuenta de una descentralización disciplinar y temática; no obstante, es innegable que la escena teórica (global) ha cambiado respecto a la configuración de sus fuerzas y la literatura y sus críticos tienen en ella un menor peso que hace veinte o treinta años. Lo que no ha cambiado, eso sí, es la división internacional del trabajo intelectual, pues la teoría en tanto género continúa siendo fundamentalmente metropolitana y afincada en una lengua: el inglés.5 Por otra parte, para quienes se desenvuelven en 5

Para una visión crítica de la teoría, ver: Daphne Patai y Will Corral, eds., Theory’s 26

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disciplinas no estrictamente literarias (¿será posible eso?) la idea misma de teoría no resulta muy cómoda, pues tiende a fagocitar en su modo mercantil la singularidad de otras formas del pensar. 3. Pero para alguien que se desenvuelve en el ámbito de la literatura –y en particular en el de la teoría literaria–, es difícil no percibir un desplazamiento tanto en los “objetos” de estudio, como en las bibliografías que empleamos para intentar leer aquello que aún responde a las etiquetas de “obra”, “libro” o “novela”, sobre todo cuando tal desplazamiento lo encontramos en la escritura misma de “obras”, “libros” o “novelas”. Hacia el final de El mundo es un pañuelo (1984), un texto en el que David Lodge pone como “argumento” o “tema” a la teoría literaria y sus modas, precisamente al cierre de un gran congreso de la MLA acaecido en 1978, dos narradores se reparten el mercado global: “Si yo puedo quedarme con la Europa oriental […] tú puedes quedarte con el resto del mundo” (411). Veintiséis años más tarde, y no hacia el final, sino abriendo un “libro” que también inscribe en su título términos espaciales, El mapa y el territorio (2010), Michel Houllebecq figura al artista Jed Martins intentando terminar un cuadro que ha titulado Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte (27). Este desplazamiento o “giro” fue percibido cuando, intentando dar cuenta de una cierta narrativa latinoamericana, me vi leyendo y citando más a críticos de arte, arquitectura y geografía que a críticos literarios,6 pero también cuando reparamos en los últimos trabajos de los principales latinoamericanistas o estudiosos de la literatura, o en lo que investigan las nuevas generaciones de doctores en literatura, que han hecho de la imagen el lugar a partir del cual reflexionar nuestro aciago presente. Incluso me atrevería a señalar que en Chile, aunque no solo en Chile, si bien con excepciones, lo más interesante es escrito por quienes se dedican a las artes visuales, ya sea a partir del cine, el performance o la fotografía, y no precisamente desde la crítica especializada, sino también desde la historia, Empire. An Anthology of Dissent (New York: Columbia University Press, 2005). Para una mirada más auspiciosa: Jane Elliott y Derek Attridge, eds., Theory After “Theory” (New York: Routledge, 2011). 6 Al respecto, ver rodríguez freire, Sin retorno. Variaciones sobre archivo y narrativa latinoamericana (2015). 27

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la filosofía, la antropología, la sociología y, por supuesto, la literatura. Y si la escritura es trabajada, se lo hace –no siempre con los mejores resultados, pues aquí también se percibe un fútil voluntarismo– leyéndola con conceptos como archivo, campo expandido, postautonomía, intermedialidad o estética relacional, conceptos que a su vez se han de acompañar con metáforas espaciales como cartografía, mapa, topografía, frontera y heterotopía, y ello a partir de estudios interoceánicos o transatlánticos. Imagen y espacio, entonces, han estado transformando la escena teórica de los últimos años, aunque ello no es óbice para que se sigan escribiendo monografías y ensayos a la vieja usanza: históricos, canónicos, literarios,7 tipo Harold Bloom o Martha Nussbaum, que sostienen que la literatura (por la que entienden el canon occidental, eurocéntrico), más que la filosofía, da cuenta de la vida. En lo que sigue entonces intentaré desarrollar esta hipótesis y, de estar en lo cierto, entrever sus implicancias para el estudio de la literatura y el lugar de la teoría. 4. Giro, entonces. Sé que la palabra no está libre de sospechas, ni siquiera cuando se la emplea pluralmente, pues además un giro nunca viene solo. Hoy, o desde hace unos años, quizá décadas, hemos asistido a giros visuales (en el arte), culturales (antropología y literatura), de movilidad (sociología), urbanos (arquitectura) y espaciales (en geografía), para no mencionar ese giro de los giros que fue el giro lingüístico, el cual luego volveremos a referir. Por ahora, resta señalar que si ha habido un giro, una mutación en la configuración de nuestras experiencias, ello se debe posiblemente a una cierta alteración acaecida en la relación que mantenían modernamente las representaciones apriorísticas que llamamos tiempo y espacio. Y si el espacio “retorna” es porque en algún momento fue subsumido, obliterado en su heterogeneidad por un tiempo te(le)ológico y

Es más, no son pocos los libros que hoy se publican completamente formateados a partir de esa vieja idea de marco teórico (masificada en los años más fuertes del estructuralismo): una introducción que plantea una discusión bibliográfica o “teórica”, siempre a partir de los conceptos en boga (hoy tenemos animalidad, afectos, precariedad, autoficción, campo expandido, anacronía, etc., etc., etc.), y luego su aplicación a casos “ejemplares”, casos que en realidad podrían ser reemplazados por otros sin alternar en nada ese marco teórico disciplinante que hace de la literatura un objeto vacío, un mero ejemplo de la teoría de moda.

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homogéneo. Tal es la tesis esgrimida por Johannes Fabian en Time and the Other: How Anthropology Makes Its Object, que hace poco más de tres décadas (1983), al describir el paso de un tiempo sagrado hacia un tiempo secular, hacía referencia a “la historia de la reducción visual de la secuencia temporal”. A partir de un pormenorizado análisis del Discurso sobre la Historia Universal de Bossuet (1681), Fabian muestra cómo aquel defensor del derecho divino detentado por los reyes intenta explicar la universalidad de la historia realizando “una ‘abreviación’ de las secuencias, de tal manera que el orden fuera percibido ‘en un enlace’” (4). El instrumento metodológico que emplea Bossuet para su tarea es el término griego que conocemos como época, descrito extrañamente en su dedicatoria al delfín Luis de Francia (1661-1711), el hijo del rey sol, pues para él es que ha escrito un libro que pretende robustecer su memoria, mostrándole “todos los siglos […] en pocas horas delante de sus ojos”. Su procedimiento es señalar o marcar el tiempo con algún suceso extraordinario, es decir, con una época, “que significa detenerse, porque allí se para a fin de considerar como desde un lugar de reposo, todo lo que antes o después ha sucedido, y evitar de esta suerte los anacronismos, que son aquel linaje de errores que hacen confundir los tiempos” (5. Énfasis agregado). Pero la propuesta de Bossuet aún permanece inscrita en el orden cristiano, que va tras la salvación del alma, por lo que será tarea del iluminismo concretar una historia secular, que va tras el saber, posible de asir gracias al topos del viaje, del viaje como ciencia. “El viajero filosófico [afirmó Joseph Marie Degérando en sus Consideraciones sobre los métodos a seguir en la observación de los pueblos salvajes (1800)], al navegar hasta los confines de la tierra, está en verdad viajando en el tiempo; está explorando el pasado” (cit. Time and the Other 7). Mediante esta fórmula, Fabian le atribuye al filántropo francés el haber expresado con claridad el ethos que reinscribe el viaje en el espacio bajo una “práctica temporizadora”, subsumiéndolo en el paradigma de la historia natural (7). Las diferencias con el tiempo sagrado se vuelven así transparentes, pues mientras este siempre estuvo “ya marcado por la salvación” del pagano, el tiempo secular excluirá al salvaje afirmando que aún no está listo para la civilización. Así, mientras el primero era inclusivo, el que sigue será exclusivo, a la vez que expansivo, como muestra ejemplarmente Conrad en El corazón de las tinieblas, pues el viaje de Marlow en busca de Kurtz también es el de unos “vagabundos en una 29

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tierra prehistórica [… en] la noche de las eras primigenias” (67, 68). Llama la atención en estas lecturas que el nombre de Joseph François Lafitau no haya sido mencionado, ya sea por Degérando o Fabián, pues creo que fue él quien por vez primera reinscribió la diferencia espacial bajo la lógica temporal. En 1724 publicó su Mœurs des sauvages américains comparées aux mœurs des premiers temps, dando lugar a algo así como un modelo humano de lo que mucho más tarde se conocerá como Principio de Exclusión de Pauli: “dos cuerpos no caben al mismo tiempo en el mismo espacio”, razón por la cual se enviará a esos salvajes americanos a “la noche de las eras primigenias”, negándoles así la coetaneidad, removiéndolos, dice Fabián, de “nuestro” tiempo. Pero lo más relevante es que lo hizo incluso antes de entrar en su argumentación y lo hizo con una imagen. “Una imagen. Casi nada”, dice Michel de Certeau en su brillante análisis del frontispicio que Lafitau mandó a grabar (fig. 1) para su libro.

Figura 1. “La escritura y el tiempo”, frontispicio de J.-F. Lafitau, Mœurs des sauvages américains comparées aux mœurs des premiers temps, París, Saugrain l’Aîné et Charles Étinne Hochereau, 1724.

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Por supuesto que este grabado no podía titularse de otra manera que “La escritura y el tiempo”. A los pies de esa mujer —que representa a la escritura y es la madre de ella y por tanto la que dará a luz esta comparación de Europa con los salvajes y el hombre primigenio, y que mira a un alado anciano que hace de tiempo— encontramos, dice el mismo Lafitau, las primeras vestiduras y adornos de los hombres, que dieron lugar a las fábulas de los sátiros y los dos figurados en el frontispicio representan a los antiguos monumentos. Son cuarenta y dos láminas las que para este libro se mandaron a grabar, y en conjunto forman, dice de Certeau, un discurso icónico que atraviesa de lado a lado la masa del discurso escriturario, a la que jalonan de ‘monumentos’ cuyo valor esencial es pertenecer al orden de lo visible. Todavía hacen ver, o permiten creer que aún se pueden ver los comienzos… Un contrapunto visual sostiene y fomenta la escritura. La obra en su totalidad obedece a la estructura que plantea el frontispicio como una relación entre la ‘visión’ y el libro” (El lugar del otro 100-102).

Esos vestigios de la antigüedad clásica, pertenecientes a sujetos sin escritura y de diversos espacios, serán inscritos en una línea de tiempo que los expulsará del tiempo compartido, a la vez que les negará su propio y heterogéneo tiempo, poniendo así en juego, a partir de la emergencia de la historia natural, la no contemporaneidad del resto de occidente. Lafitau negará, por tanto, la humanidad que indefectiblemente le une y comparte, antes y después de 1724, con esos “salvajes” que guardan costumbres supuestamente más cercanas a los hombres de Kibish que a los hombres ilustrados, y, al hacerlo, también sustraerá de su presente, de su tiempo, el espacio por ellos habitados. Esta ficción es la que hoy se ha desarmado, y sus consecuencias es lo que habría que analizar detenidamente, pues aquí tan solo estamos tratando de aventurar alguna de ellas. Y si el espacio, como ha afirmado Jameson, ha logrado evadir la pesada carga que le impuso la temporalización eurocéntrica, también ha desplazado o subsumido (no borrado) al lenguaje y a la literatura, dando lugar, de paso, “a la cultura visual, las imágenes, la société du spectacle, la publicidad, etc., o sea, a series de imágenes que [a su vez] transforman el espacio” (“Posmodernidad y globalización” 4).8 De manera que, arriesgo, el tiempo Ello no quiere decir, como alguna vez se pensó a partir de Lessing y su Laocoonte, que la literatura es temporal y el arte espacial. Como veremos más adelante, se trata solo de pensar su rearticulación contemporánea. Basta recordar, una vez más, 8

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del tiempo heterogéneo y anacrónico que hoy reconocemos, por ejemplo, a partir del trabajo de Warburg o de Benjamin, implica el retorno de una radicalidad que Bossuet, Degérando y Lafitau y tanto otros quisieron negar. Implica, por tanto, el retorno de lo reprimido, solo que si el tiempo y el espacio varían de acuerdo con el modo de producción, la articulación entre neoliberalismo y posfordismo no tiene reparos con envolver este retorno con los Colores Unidos de Benetton, los sonidos de la World Music o la proliferación de bienales en el “tercer mundo”, ya no homogenizando el tiempo, sino el espacio bajo la lógica expansiva del capital. Pero aun así, habitando el mercado, es todavía posible, creo, distinguir estéticas y modos de lectura que logran de alguna manera sustraérsele, apostando por unos espacios y unos tiempos que no se dejan fácilmente axiomatizar. 5. Retornemos ahora al tan mentado “giro” visual, pero con una previa observación: tengo la costumbre de pensar borgeanamente, de trabajar con “la certidumbre de que todo está escrito”, pero ello no me anula o afantasma, como al narrador de “La biblioteca de Babel”, por el contrario, me anima a comprender que lo común y no lo original e individual es lo característico del pensamiento; en Un cuarto propio, Virginia Woolf señala que las obras maestras no emergen por sí solas, sino gracias al “producto de muchos años de pensar en común”. De manera que cuando percibí un cierto giro visual en el ámbito de la teoría, navegué virtualmente para dar con aquel o aquellos que ya lo habían identificado, pues estaba seguro de ello. Así es como me encontré con W. J. Thomas Mitchell y su “giro pictorial” (ahora en su Teoría de la imagen) y con Gottfried Boehm y su “giro icónico”. De manera independiente, pero compartiendo ciertas lecturas y autores, si bien leyéndolos de forma completamente distinta, uno en Estados Unidos, otro en Alemania, a inicios de los años noventa, aunque con un trabajo adelantado hacía más de una década, ambos diagnosticaron un

a Derrida y la importancia que para él tenía el espacio en y para la escritura, pues “espaciamiento es temporalización” (Posiciones 38). Como tal, el espaciamiento “designa la intervención regulada del blanco, marcando la suspensión y el retorno en la caden(ci)a textual. Es también el indicador de un afuera y de una alteridad irreductible, impidiendo que una identidad [incluida obviamente la del texto] pueda cerrarse sobre sí misma, sobre su propia coincidencia” (Santiago, Glosario de Derrida 60). 32

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desplazamiento en el ámbito de pensamiento o las ciencias humanas, del lenguaje hacia la imagen, y lo hicieron teniendo presente el afamado “giro lingüístico”. En un texto publicado primeramente en 1992, Mitchell lo resaltaba del siguiente modo: “parece quedar claro que aquello sobre lo que los filósofos hablan está experimentando otro cambio [es decir, otro giro] y que, de nuevo, éste está acarreando una transformación en otras disciplinas de las ciencias humanas y en la esfera de la cultura pública que se relaciona de forma compleja con él. Me gustaría llamar a este giro ‘el giro pictorial’”. Dos años más tarde, aunque según el autor, el libro estaba listo desde fines de los ochenta, Boehm planteaba cuestiones similares: “Queremos caracterizar el retorno de las imágenes que toma lugar en diferentes niveles desde el siglo XIX como ‘giro icónico’ [ikonische Wendung]. Este título alude por supuesto a una analogía que ha tenido lugar desde fines de los años sesenta bajo el nombre de giro lingüístico (linguistic turn). ¿Es posible –y en qué sentido– hablar de un giro icónico (iconic turn)?” (Was ist ein Bild? 13). Lo interesante es que Mitchell y Boehm citan el famoso libro en el cual Rorty hacía referencia a la importancia que el lenguaje adquiría más allá de las disciplinas que se encargaban de él, de manera que lo que hemos venido llamando “giro visual” no está, en principio, relacionado tanto con la proliferación de imágenes ni con la sociedad del espectáculo, sino con el hecho de que las imágenes en sí están obligando a diversas disciplinas y campos de investigación a preguntarse por ellas: “como un tema de debate fundamental en las ciencias humanas, del mismo modo que ya lo hizo el lenguaje: es decir, como un modelo o figura de otras cosas (incluyendo la figuración misma) y como un problema por resolver (Teoría de la imagen 21). Por ello es que tal como la interrogación por el lugar del lenguaje forzó, por ejemplo, a la historia y a la antropología a preguntarse por sus formas de narrar el pasado o de representar la otredad, la imagen, a su vez, está obligando a que se la piense más allá del ámbito del arte o de las artes que emplean sus diversas formas (y ello no solo en el ámbito de las “ciencias blandas”, sino también en el de las “ciencias duras”, como la biología celular, la física, la química, la radiología, etc). La discusión es vasta, por lo que solo me gustaría señalar que si bien tanto Boehm como Mitchell comparten un interés por pensar la autonomía (cuando no la ontología) de la lógica icónica o pictorial, su diferencia en tal propósito es sustancial, como queda claro en un reciente intercambio epistolar que hemos republicado en el segundo número de Cuadernos 33

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de teoría y crítica. Boehm intenta fundar una ciencia respectiva, con el fin “de comprender las imágenes desde su carácter implícito procesual, de una ‘diferencia icónica’ con cuya ayuda se articula el significado, sin tener que recurrir a modelos lingüísticos como el de la sintaxis, ni a figuras retóricas” (“El giro icónico. Una carta” 28). En cuanto a Mitchell, que toma distancia de la pretensión cientificista de su colega alemán, le recuerda a Boehm que su interés pasa por “mostrar la codeterminación entre ideología e iconología” (“El giro pictorial. Una respuesta” 47), es decir, por “el reconocimiento como vínculo entre la ideología y la iconología e s que traslada a ambas ‘ciencias’ desde un terreno epistemológico ‘cognitivo’ (el conocimiento de los objetos por los sujetos) a un terreno ético, político y hermenéutico (el conocimiento de los sujetos por los sujetos)” (Teoría de la imagen 38). Estos dos acercamientos hacia la lógica de la imagen son los que proliferan hoy en día, y han puesto en diálogo con ellos a los principales teóricos del arte, desde Jacques Rancière a Hans Belting, pasando por Hal Foster, George Didi-Huberman y otros.9 Y si desde la literatura se recurre a estas firmas, es porque las reflexiones que han realizado a propósito de la visualidad resultan capitales para pensar hoy la textualidad. Pero, aventuro una vez más, tales reflexiones no habrían sido posibles sin los debates y mutaciones a que dio lugar el llamado giro lingüístico, y cuyas consecuencias, sin embargo, parecen haber sido olvidadas.10 Al respecto, ver: Georges Didi-Huberman y Bernd Stiegler, eds., “Iconic Turn” et réflexion sociétale, Trivium 1.1 (2008); Emmanuel Alloa, ed., Penser l’image (París: Les presses du réel, 2011). 10 Ello se percibe, por ejemplo, en la importancia aún concedida a la biografía, a la vida, cuando se trata de pensar a un “autor” y su “obra”, individualizado a la vez que descontextualizado, como paradójicamente opera James Miller en La pasión de Michel Foucault. Y digo paradójicamente, incluso paroxísticamente, pues Foucault insistió tempranamente en la necesidad de obliterar la figura autoral: “Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir” (La arqueología del saber 30). Pero en el libro de Miller (quien le otorga a “Foucault un ‘yo’ permanente y animado por una finalidad”), como ha señalado espléndidamente Didier Eribon: “Todo el recorrido intelectual de Foucault quedaba explicado por su gusto pronunciado por la ‘experiencia–límite’, todo su pensamiento descifrado como una ‘alegoría autobiográfica’ donde se expresarían, más allá de las 9

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6. Ahora bien, si el objeto de los estudios visuales es o son más bien las imágenes (en plural) y su actual (pre)dominancia, algunos rasgos –y aquí sigo a Ana García Varas (2013)–, pueden ser identificados: a) los nuevos medios, principalmente digitales, generan las imágenes que hoy están al centro de la discusión, puesto que son imágenes heterogéneas a las previamente existentes (las que, por cierto, no han sido excluidas); b) tal generación da lugar a una producción desmesurada de imágenes que invaden la cotidianeidad; c) por último, estas imágenes, sumadas a las ya existentes, guardan en conjunto una diversidad radical. Estos puntos resumirían, de alguna manera, las cuestiones nodales de los estudios visuales, cuestiones que han logrado transformar la vida misma. No obstante, a pesar de aceptarlos, esto es, de asumir tal escenario, no logro concordar del todo con algunos de los análisis que de este giro visual se han estado realizando. No concuerdo, por ejemplo, con Nicholas Mirzoeff, uno de los principales teóricos de la cultura visual, para quien “la cultura visual es una táctica para estudiar la genealogía, la definición y las funciones de la vida cotidiana posmoderna desde la perspectiva del consumidor, más que de la del productor” (Una introducción a la cultura visual 20). Ello porque, primero, una de las características de la cultura visual (y de nuestra contemporaneidad en general) es, creo, la producción de imágenes por parte de cualquier “usuario”, y no solo por especialistas, cuestión que borra la

máscaras de una prosa virtuosa, las pulsiones del sadomasoquismo y la fascinación por la muerte. La vida de Foucault, su obra, sus libros, sus compromisos políticos, se hallaban nimbados por una luz crepuscular, que alternaba con los resplandores intermitentes de la locura; la búsqueda suicida incansablemente perseguida culminaba en la terrible apoteosis final –el sida– del que Miller se atreve incluso a preguntarse si no había sido ‘deliberadamente elegido’. Y todo ello explicado al final de cuentas por dos o tres escenas vividas en la infancia y que habrían traumatizado para siempre al joven Foucault” (Michel Foucault y sus contemporáneos 22-23). Y al respecto, concluye Eribon: “Habría que interrogarse acerca de la extraña tradición cultural que hace posible la existencia de tales libros. Pues lo más asombroso no es que una obra como ésta se escriba y se publique. Es que pueda ser recibida, y a veces aun aplaudida” (23). ¿Y cuál es esa experiencia-límite acontecida en la infancia que “determinó” para Miller la vida de Foucault? La asistencia a una operación (una amputación) a la que su padre cirujano lo llevó cuando niño, una experiencia por lo demás extraída por el biógrafo estadounidense de una novela de Hervé Guibert donde Foucault aparece como personaje de ficción. 35

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distinción entre productor y consumidor; segundo, porque oblitera la relación entre “productor”/ “usuario” y artefacto o medio, desmaterializando así el análisis cultural.11 Como sea, todo ello ha llevado a problematizar los escenarios tradicionales de exposición y circulación (museos, galerías, cines, revistas especializadas, catálogos, etc.), como también la diferencia entre imágenes que se reconocen como artísticas y aquellas que no, diferencia que pondría en dificultades a la tradicional historia del arte al diluir el arte bajo una historia anacrónica de las imágenes que recibe el nombre de Cultura visual.12 Sin entrar en este debate, que cuenta con posiciones a favor y en contra (y en varias de las disciplinas que asumen la predominancia visual), resulta imposible no reconocer un deslizamiento que va del estudio del arte al estudio de la(s) imagen(es), un deslizamiento que es prácticamente idéntico al que Derrida hizo emerger al referir “el fin del libro y el comienzo de la escritura” (y que dio origen a dos famosos ensayos de Barthes, “La muerte del autor” y “¿Qué es un texto?”), generándose así la idea de textualidad, que borró de un plumazo la supuesta esencia literaria que recogía el término literariedad (la literaturnost de los formalistas rusos). De manera que la imagen es a los estudios visuales lo que el texto a los estudios literarios, con lo cual se interrumpe el privilegio de cualquier disciplina que pretenda enseñorearse sobre uno de estos objetos: el texto y la imagen no le pertenecen a Mirzoeff también yerra cuando afirma que la visualidad es lo que “hace que la época actual sea radicalmente diferente a los mundos antiguo y medieval” (21), como si la escritura (que él no percibe como imagen o inscripción) hubiese sido durante todos los siglos anteriores lo dominante o masivo, cuando en verdad apenas la manejaba un pequeño grupo que ni siquiera deseaba compartirla, dejando al resto vivir en la pura visualidad (baste recordar la condena del famoso becerro de oro en Éxodo 20). Mitchell tampoco concuerda con tal reducción, razón por la cual ha señalado “que ya se han producido con anterioridad ‘giros pictoriales’, y que indefectiblemente han implicado cierta interacción entre los mundos de la academia y de la esfera pública, desde las reflexiones de Platón y Aristóteles sobre las artes visuales y la opsis (representación teatral), pasando por la invención de la pintura al óleo y la perspectiva, y llegando hasta la invención de la fotografía” (“El giro pictorial. Una respuesta” 38). 12 Sobre este amplio debate, ver: Rosalind Krauss y Hal Foster, eds., “Cuestionario sobre cultura visual”, que incluye a Emily Apter, Carol Armstrong, Susan BuckMorss, Jonathan Crary, Martin Jay, Thomas Dacosta Kaufmann, entre otros. 11

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nadie, ni tampoco se oponen, se co-constituyen. Cualquier purista se incomodará con este escenario, pero más que centrarse en la indiferenciación del arte o de la literatura, de la imagen o del texto, indiferenciación que no hay que celebrar sino criticar (es decir, determinar sus condiciones de emergencia) y circunscribir, mi interés en estos problemas estriba, primero, en la posibilidad de una radical desesencialización de las nociones de “obra”, “autor” y “autonomía”, y, segundo, relevar el lugar de la imagen (y el espacio) en/para la comprensión de la “literatura”. Sé que la crítica de estas nociones se realizó hace ya bastantes décadas, pero el creciente interés en una supuesta literatura o arte post-autónomo o expandido tienden a reforzarlas al darlas por sentadas (oponiéndoles obras que podríamos llamar híbridas, al articular imagen y texto, cuando no también sonido y tacto), en lugar de develar su ficción. 7. Tal interés por obras que desbordan sus “límites” (que ha beneficiado muchísimo la performance), que cruzan texto e imagen o dan lugar a un texto-imagen, parte entonces de la base de que lenguaje e imagen se desenvuelven en espacios diferenciados, y que incluso se les puede oponer. Pero ello oblitera que para acontecer la lengua debe inscribirse, ya sea que se la piense a partir de aquello que Derrida llamó archi-huella o archiescritura, o más cotidianamente cuando se la debe leer o escribir, pues su imprescindible soporte la visibiliza, la vuelve imagen (Don Quijote nunca dice que anda escrito, sino en estampa). A su vez, una imagen solo existe culturalmente mediante el discurso que la constituye como tal. Esta obviedad que los estudios visuales han recordado parece seguir pasándose por alto en los estudios literarios, pero no sé si solo en ellos: “Una afirmación polémica de Teoría de la imagen”, afirmó Mitchell, “es que esta interacción entre imágenes y textos es constitutiva de la representación en sí: todos los medios son medios mixtos y todas las representaciones son heterogéneas; no existen las artes ‘puramente’ visuales o verbales, aunque el impulso de purificar los medios sea uno de los gestos utópicos más importantes del modernismo” (12). Y digo que no solo en ellos, pues una vez que Boehm ha insistido en la lógica propia o autosuficiente de la imagen, también se pregunta por su relación con el lenguaje –lo cual indica que para los iconólogos tampoco es un tema que se haya resuelto–, proponiendo la noción de figuración como el fundamento de su reunión. Ana García Varas, quien ha publicado 37

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uno de los principales libros que recoge en español las discusiones sobre el giro visual, señala que para Boehm “es en la capacidad del lenguaje de ‘figurar’ el mundo, de crear imágenes (imágenes lingüísticas), esto es, metáforas, donde lenguaje e imagen se encuentran y tienen su fundamento, que él va a localizar en nuestra primera capacidad de configurar la realidad” (“Lógica(s) de la imagen” 56). Similar fue la propuesta que Louis Marin comenzó a formalizar desde los años setenta y afinó durante la década siguiente, pues para él también la “figuralidad define la potencia de la aparición de la imagen en el lenguaje […] o del lenguaje en la imagen” (Guideldoni, “Las teorías” 29-30), y ejemplo de ello serían tanto la autobiografía como el autorretrato, por lo que la figurabilidad debe entenderse como un trabajo “por el cual la obra no cesa de revelar su presentación y gracias al cual las figuras, lejos de fijarse […], lejos de representarse, no cesan de reenviar a la ‘virtus’ de la presentación de la obra, a la potencia (crítica) de su presentación” (cit. Guideldoni 30). Para Marin, interesado en cómo un texto emerge desde la escritura, así como en la forma en que la escritura hace emerger una imagen, se hace imposible determinar finalmente qué corresponde exclusivamente a cada uno de estos elementos. Se podría señalar que la poesía, por lo menos desde Mallarmé en adelante, ha reconocido el lugar de la imagen y el espacio en la escritura, más allá de la écfrasis, por supuesto –término que también ha cobrado en los últimos años un nuevo impulso–, aunque más interesante sería estudiar el impacto de la emergente publicidad de la época en su poesía, con tal de poner en duda la pureza de su lenguaje. Baudelaire reconoció en Poe una poética heterogénea, posiblemente gracias a la emergente transformación del periódico que, debido a las facilidades de nuevas formas de comunicación, y aquí retomo la tesis de McLuhan, daba lugar a una “yuxtaposición en una sola página de historias atrapantes y conmovedoras, provenientes de todas las culturas sobre la faz de la tierra, [lo que] modificó la sensibilidad urbana por completo” (“Espacio, tiempo y poesía” 261). Como sea, tengo la sensación de que la ansiedad con el lenguaje, por lo menos por parte de algunos de los críticos que he venido mencionando, estriba en que el reconocimiento de su fuerza durante los sesenta obliteró –en nombre del signo– el lugar de la imagen, lugar que antes del giro lingüístico se le reconocía sin problemas o por lo menos se le daba mayor atención. Cuestión que ya se evidenciaba, por ejemplo, en El orador, de Cicerón, cuando este nos relata el origen de una importante técnica de reme38

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moración. Invitado, o contratado mejor dicho Simónides para cantar en la casa de Escopas, este decidió pagarle solo la mitad de lo acordado, porque el poeta no solo lo alabó a él, sino también a Cástor y Pólux. Entretanto, se le avisa a Simónides que dos jóvenes lo buscan fuera de la casa, pero cuando sale no hay nadie esperándolo, aunque precisamente en ese momento se derrumba parte de la casa, quedando irreconocibles los comensales bajo los escombros. Se los reconoció gracias a que Simónides recordó el lugar en el que cada uno se encontraba. Así fue cómo este poeta descubrió que en nuestra mente la posición de algo ilumina su recuerdo, es decir, “que la secuencia de las posiciones recordaría la secuencia de las cosas” (El orador 354), por lo que debemos construir en nuestra mente casas o edificios de tal manera que sus lugares almacenen lo que no queremos olvidar. Se trata, se dice en El orador, de “retener, mediante la imaginación visual, lo que con la reflexión apenas podríamos abarcar”, es decir, de “darle forma a todo un pensamiento mediante la imagen de una sola palabra, al modo y manera de un pintor consumado que distingue las posiciones matizando el entorno de los objetos” (359). De verdad que esta historia me encanta, pues nos muestra la inextricable relación entre imagen y escritura, relación que se ha creído rota y se la ha intentado recomponer no resaltando tal relación, sino diluyendo la escritura en medio de las imágenes o estudiando a las imágenes como escritura, leyéndolas. A propósito de las metáforas, Aristóteles recuerda en su Retórica que se le ofreció una suma a Simónides para que cantara el triunfo de una mula, propuesta que rechazó por tratarse de un innoble animal, pero cuando el dinero aumentó, sin problemas cantó: “Yo os saludo, hijas de huracanados pies” (1405b). 8. “Las dos trampas que acechan al crítico y entre las que habría que navegar son la autonomía, por un lado, y la disolución, por el otro”, señala Agnès Guiderdoni en su presentación a Destruir la pintura de Louis Marin (23), y en ello concordamos. De ahí que vea en lo que Josefina Ludmer o Néstor García Canclini han llamado postautonomía no el desarme de la utopía modernista, sino su confirmación (de la expansión de la autonomía pasamos a la autonomía de la expansión), al tratarla como una especie de epojé fenomenológica naturalizada. En lugar de cuestionarla, de mostrar su imposibilidad, no solo hoy sino también entonces, la crítica que se presenta como democrática, incluso populista, al desconsiderar la literatura (o el arte) por su connivencia con el poder y el elitismo, por sus vínculos con la 39

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ciudad letrada, corre el riesgo de sumergir su propio discurso y a su objeto en la indiferenciación que el mercado busca para sí. Este ya reconoce prácticamente como un disparo a fogueo las transgresiones, que han devenido rutinas a las cuales rentabilizar y ha dejado a la cultura sin un margen de maniobra. Nuestro tiempo, por tanto, no es el de las opresiones canónicas, por lo que, concordando con Hal Foster: “quizá es hora de recuperar un sentido de la ubicación política de la [ficción de] autonomía […], un sentido de la dialéctica histórica de la disciplina y de su contestación, intentar de nuevo ‘proveer a la cultura de un margen de maniobra’” (Diseño y delito 25). Y es en tal tarea donde los estudios visuales pueden contribuir, pues han elaborado herramientas que permiten el desarrollo de una crítica que oblitera la trabas historicistas y metafísicas que aún predominan, no para diluir las obras en el mercado que las asfixia, sino para entrever la potencia política que hoy podría tener algo así como la ficción de una autonomía. Para explicarme traeré a colación los argumentos de Ludmer: Mi punto de partida es este. Estas escrituras [actuales de la realidad cotidiana] no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura (149). […] La idea y la experiencia de una realidad cotidiana que absorbe todos los realismos del pasado cambia la noción de ficción de los clásicos latinoamericanos de los siglos XIX y XX. En ellos, la realidad era “la realidad histórica”, y la ficción se definía por una relación específica entre “la historia” y “la literatura”. Cada una tenía su esfera bien delimitada, que es lo que no ocurre hoy (152). […] Autonomía, para la literatura, fue especificidad y autorreferencialidad, y el poder de nombrarse y referirse a sí misma. Y también un modo de leerse y de cambiarse a sí misma (153).

En esta propuesta vemos que, tomando como premisa ciertas condiciones de la contemporaneidad, se intenta diferenciar temporalmente tipos de escrituras, hay un antes y un después, un pasado donde “la realidad era”, donde importaba la idea de lecturas literarias, pero que la virtualidad del “hoy” ha desecho dado que “la realidad es pura representación” (151). También se le otorga sin cuestionar unos límites y se le asigna una sola forma de considerar el tiempo, agregando que solo “hoy” estaríamos en 40

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condiciones de confrontar diversas formas de realismo, que es como decir que hoy y solo hoy una obra ya no se caracteriza por ser exclusivamente realista, naturalista, simbolista, etc. Tengo muy claro cuáles son las condiciones de “nuestro tiempo”, pero los problemas que aquí se consideran para argumentar a favor de una literatura postautónoma son en verdad más viejos de lo que pensamos. Por ejemplo, en su ensayo sobre la fotografía, Susan Sontag recuerda que ya en 1843 Feuerbach señalaba que “nuestra época… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad”, sentencia que también Guy Debord recordará en La sociedad del espectáculo, para no mencionar a Platón. Rescato, sin embargo, la frase “un modo de leerse”, pues es en los modos de leer (y de ver) donde se fijan o se diluyen los límites. 9. Creo que Martin Jay lo ha expresado muy bien, aunque sin referir la idea de lectura y pensando más en la imagen que en el texto: Ya no es posible adherirse de forma defensiva a la creencia de la especificidad irreductuble del arte visual que la historia del arte ha estudiado tradicionalmente de forma aislada respecto a su contexto más amplio. Para lo que se ha autodenominado arte en el siglo XIX, ha llegado el momento imperativo de preguntar acerca de su esencia y borrar sus reputadas fronteras. […] Para ponerlo en términos sencillos, no puede haber vuelta atrás a la diferenciación previa entre el objeto visual y el contexto porque el objeto de investigación ha dejado de definirse y de marcar sus límites en la historia del arte misma (101).

Mi interés en la teoría visual estriba, primero, en este reconocimiento del que habla Jay, un hecho que la crítica literaria, creo, no ha tomado con la debida precaución. La autonomía es un modo de lectura, una ficción, no una esencia, y ya contamos con las herramientas conceptuales para imaginar el modernismo o el realismo o cualquier ismo de otra manera. Pienso, por ejemplo, en cómo la idea de supervivencia (Nachleben) defendida por Warburg y trabajada recientemente por Didi-Huberman ayuda a ello. Como nos contó Borges, a un tal Baltasar Espinosa “se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota” (“El evangelio según Marcos” 446). Me interesa la primera y ello por dos razones. Una: el tema del Ulises es una de las principales supervivencias con que cuenta la litera41

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tura, y va desde antes de Homero hasta Roberto Bolaño. Dos: imagino que con el Ulises de Joyce se podría componer algo así como un atlas Mnemosyne, leyéndolo expansivamente, relacionándolo no con los “modernistas” de su tiempo, sino desanclándolo de ahí para reinsertarlo en el conjunto heterogéneo de textos que le ayudaron a escribir su libro, textos que van desde el habla popular, los diarios y mapas de Dublín, hasta Homero –a quien posiblemente Dante, central para Joyce, no conoció cabalmente– y de ahí a Vico y a Edouard Dujardin, escritor “simbolista” del cual tomó Joyce la técnica más famosa de su Ulises, el llamado “monólogo interior”, no sin antes leerlo junto a George Moore, Tolstoi, Freud, y el diario de vida de su hermano Stanislaus. En segundo lugar, la subsunción del tiempo por el espacio nos puede ayudar a ver de otra manera algunas obras canónicas de América Latina. En Sin retorno he mostrado cómo Cien años de soledad es una novela que hace del tiempo su eje articulador (15 y ss). Pero si reparamos en Macondo en tanto topos, y nos preguntamos cómo ha emergido de las imágenes oníricas de José Arcadio Buendía, para luego comparar su fundación con otras realizadas durante la conquista, veremos que el mentado realismo mágico oculta una violencia primigenia que el concepto de nomos devela completamente, pues bajo su óptica, el realismo mágico (y lo real maravilloso) cobra una extraordinaria desemejanza, dado que recupera un poder ya ni siquiera moderno, sino medieval, ese mundo que formó al último de los Buendía y al que se retorna en pleno siglo XX con la figura del Adelantado en Los pasos perdidos.13 Toda fundación consiste en un acontecimiento completamente violento, pero en Los pasos perdidos y en Cien años de soledad se lo presenta desprovisto de cualquier manifestación que empañe la tranquilidad con la que los padres fundadores decidieron asentarse e imaginar un origen mítico.

El nomos es el acto primitivo original de cualquier política que decida enseñorearse con un determinado espacio. Schmitt lo señala de la siguiente manera: “En la toma de la tierra, en la fundación de una ciudad o de una colonia se revela el nomos con el que una estirpe o un grupo o un pueblo se hace sedentario, es decir se establece históricamente y convierte a un trozo de tierra en el campo de fuerzas de una ordenación” (El nomos de la tierra 36).

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10. En fin, creo que reconocer el trabajo que la literatura hace con los fantasmas y las ruinas, reviviéndolos ante la reificación de la comedia humana, es una política que no podemos desechar en nombre de lo post. Trabajando espacial y anacrónicamente, la literatura puede insertarse en el reparto de lo sensible, y desde la escritura visibilizar la escritura, inventar un pueblo allí donde este ha sido proscrito. Para ello, y por ahora, los estudios visuales son más que un buen aliado. Referencias Alloa, Emmanuel, ed. Penser l’image. París: Les presses du réel, 2011. Asensi, Manuel. Los años salvajes de la teoría. Philippe Sollers, Tel Quel y la génesis del pensamiento post-estructural francés. Valencia: Tirant lo Blanch, 2006. Boehm, Gottfried. “Die Wiederkehr der Bilder”. Was ist ein Bild? Gottfried Boehm, ed. München: Fink, 1994. Borges, Jorge Luis. “El evangelio según Marcos”. Obras completas. Tomo II. Buenos Aires: Emecé, 1996 [1970]. 343-374. Bossuet, Jacobo Benigno. Discurso sobre la historia universal. Trad. Andrés de Salcedo. Barcelona: Imprenta de Pons y Cia., 1852. Certeau, Michel de. El lugar del otro. Historia religiosa y mística. Ed. Luce Giard. Trad. Víctor Goldstein. Buenos Aires: Katz, 2007 [1985]. Conrad, Joseph. El corazón de las tinieblas. Trad. Borja Folch. Barcelona, Ediciones B, 2007 [1899]. Culler, Jonathan. Sobre la deconstrucción. Trad. Luis Cremades. Madrid: Cátedra, 1998 [1982]. Derrida, Jacques. Posiciones. Trad. M. Arranz. Valencia: Pre-Textos, 1977 [1972]. Didi-Huberman, George. La imagen superviviente. Trad. Juan Calatrava. Madrid: Abada, 2009 [2002]. Didi-Huberman, Georges y Stiegler, Bernd, eds. “Iconic Turn” et réflexion sociétale. Trivium 1.1 (2008). Eribon, Didier. Michel Foucault y sus contemporáneos. Trad. Viviana Ackerman. Buenos Aires: Nueva Visión, 1995 [1994]. Elliott, Jane y Attridge, Derek, eds., Theory After “Theory”. New York: Routledge, 2011. Evans, Jessica y Hall, Stuart. “¿Qué es la cultura visual?”. Cuadernos de teoría y crítica 2 (2016): 89-102. Fabian, Johannes. Time and the Other. New York: Columbia University Press, 1983. 43

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Para un concepto de literatura en el siglo XXI: expansiones, heteronomías, desdoblamientos Evando Nascimento Universidade Federal de Juiz de Fora

I Expansiones literarias y artísticas Espectros literarios Una pregunta viene rondando el medio literario desde hace más de una década y ronda como un fantasma. Entiendo aquí por “medio literario” el conjunto bastante complejo de sus agentes, discursos e instituciones: los escritores y las escritoras (la distinción de género es fundamental, aunque sin esencialismo ontológico), las obras, las editoriales, las agencias literarias, los medios impresos, televisivos, radiofónicos y digitales (algunos de estos hoy se encuentran hibridizados, como el vídeo, el texto impreso y el internet, por ejemplo), la universidad, la crítica especializada académica o periodística y, por último, pero no por ello menos importante, el público lector en general. La indagación muy dubitativa sería la siguiente: ¿finalmente la literatura se va a terminar o su tan anunciado fin ya aconteció? No intentaré responder esta interrogación bastante apocalíptica en su forma y en su contenido, ni siquiera procuraré desdoblarla en su modulación. Para ello sería preciso hacer, entre otras cosas, un vasto análisis de mercado que no constituiría mi propósito aquí. En lugar de eso, procuraré revisar, bajo el modo de intervención, algunos de los conceptos y valores que sobrepasan el discurso crítico y literario actual, tanto como otros discursos artísticos, en particular en sus orígenes en los años 60 y 70. Comenzaré retomando un estudio que se tornó una referencia mayor para el debate cultural de la actualidad. El ya clásico texto de Rosalind Krauss, Sculpture in the Expanded Field (“La escultura en el campo 47

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expandido”)1, publicado por primera vez en 1979, incurre, a mi modo de ver, en el mismo equívoco que puede estar aconteciendo hoy. Al analizar las transformaciones por las que pasó la escultura, Krauss diferencia tres momentos distintivos. El primero se confunde con gran parte de la cultura occidental y remite a la idea de que la escultura (o lo que hoy llamamos así) es un tipo de monumento, situado en determinado lugar (la idea de localización es decisiva) y con una función simbólica específica. Desde los griegos y antiguos romanos hasta la producción europea del siglo XIX, la escultura ejerce esa función monumental, que define también su naturaleza de cuerpo inscrito en el espacio. Con Rodin, en particular con la Puerta del Infierno y Balzac, ambos monumentos fracasados, pues no acabaron ocupando los espacios para los cuales fueron encomendados, la escultura comienza a dislocarse en la segunda mitad del siglo XIX. Y a partir de aquel momento se da una integración entre el pedestal y el elemento esculpido, y ambos dejarán de estar situados en un tiempo y en un espacio. Con ello, la escultura se autonomiza, pasando a ejercer una función puramente estética y ya nunca más monumental. Toda la escultura modernista, sobre todo a partir de Brancusi, significará esa absorción del pedestal en el propio elemento escultórico, liberando a ambos de una localización específica; se trata de una función negativa, en contrapunto a la positividad del monumento. Dicho de otro modo, en vez de ser concebida como monumento fijo y con una función definida, indicando su dependencia o heteronomía en relación a factores externos, en el segundo momento la escultura pierde su fijeza ligada al pedestal, autonomizándose como obra de arte, sin otra función que no sea “estética”. Ahí se habría dado la plenitud de la escultura, que pasó a tener una relación compleja con el paisaje y la arquitectura, no pudiéndose identificar enteramente ni a una, ni a otra, lo cual representaría, para Krauss, el apogeo del advenimiento de la estética como esfera autónoma, separada de la realidad, tal como fue formulada por Kant y Hegel, a partir de los siglos XVIII y XIX. El tercer y último momento (se recordará que el texto data del mis“Sculpture in the Expanded Field” fue originalmente publicado en la revista October (1979); luego fue republicado en Foster (1983). La traducción brasileña “A escultura no campo ampliado”, aquí citada, fue publicada en la revista Gávea (1984).

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Para un concept0 de literatura en el siglo XXI... / Evando Nascimento

mo año en que Jean-François Lyotard publicó su obra de referencia La condición postmoderna, 1979) corresponde al inicio de los años 60, con el minimalismo estadounidense. Esa forma otra de intervención escultórica fue mal comprendida o simplemente rechazada por la crítica de factura modernista, pues ya no correspondía al valor del arte como autonomía, es decir, como separación de la localización espacial y consecuentemente temporal. La escultura ya no es ni un monumento (como fuera hasta el siglo XIX), ni simplemente una obra de arte (como lo fue hasta el llamado alto-modernismo, cuyo apogeo se dio a mediados del siglo XX), sino algo que va más allá de ambas categorías o campos nocionales. Ello correspondería al llamado postmodernismo; para Krauss, esto implicaría una ruptura en relación al arte moderno, pues la escultura dejaría de estar vinculada a la autonomía, y al monumento clásico, dando lugar así a una relación paradojal con el tiempo y el espacio. Así, según la autora, la escultura modernista se (des)localizaría en un no lugar entre la no arquitectura y el no paisaje. Ahora la escultura en sentido expandido, propia de la postmodernidad, incluye el paisaje y el no paisaje, la arquitectura y la no arquitectura. Sería, por tanto, una síntesis dialéctica de los opuestos (paisaje/no paisaje; arquitectura/no arquitectura), que iría más allá de lo clásico y de lo moderno o modernista. Veamos cómo la teórica y crítica concluye su ensayo, sumariando todos los presupuestos epistemológicos de su reflexión, tal como los he expuesto: Este es, evidentemente, un enfoque diferente para pensar en la historia de la forma del de las construcciones de la crítica historicista que consisten en complicados árboles genealógicos, y presupone la aceptación de rupturas definitivas y la posibilidad de considerar el proceso histórico desde el punto de vista de la estructura lógica (“La escultura en el campo expandido” 73-74).

Con eso, Krauss olvida o intencionalmente deja de lado las experiencias radicales de Marcel Duchamp y de los dadaístas, en particular de Kurt Schwitters. Por ejemplo, ni los ready-mades de Duchamp, ni la Merzbau de Schwitters se relacionan con el monumento o la escultura modernista autonomizada (ornamental). Ambos desdoblarán los experimentos de Picasso (como también de Braque), que realizó los primeros collages, los primeros assemblages y para-esculturas, con materiales heteróclitos en relación a la tradición estética, tales como pedazos de madera, arena, cuerda, fragmentos de periódicos, pegamento, etc. Se elaboraban así trabajos que no 49

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eran ni monumentos, ni artefactos meramente estéticos –pero sí otra cosa. Al señalar esto no intento solo contradecir la recomendación de la autora, proponiendo una genealogía linealmente forzada entre los experimentos de la primera mitad y los de la segunda mitad del siglo XX. Desearía solamente indicar que la ruptura, categoría tan cara al pensamiento de Krauss, tal vez sea menor de lo que se supone. Ciertamente el minimalismo no se reduce a las propuestas de Duchamp, Schwitters y otros anti-artistas, pero el movimiento originalmente estadounidense de los años 60 no inaugura una diferencia radical en relación a lo que venía de antes, por el contrario, significa hasta cierto punto su desdoblamiento. Desde la pintura al aire libre de los impresionistas, al arte en general, y a la pintura y a la escultura en particular, se venían expandiendo los límites. Rodin efectivamente implicó un “paso adelante” en relación a las telas impresionistas, como también La pequeña bailarina de 14 años, de Degas. Si, de hecho, en un primer momento el “al aire libre” resultó en una separación en relación a la pintura académica, de atelier, el paso adelante dado por Picasso ya estaba preparado en el momento impresionista o posimpresionista, tal como fue configurado, entre otros, por Cézanne. Del mismo modo, el paso adelante dado por Duchamp ya estaba preparado en el cubismo de Braque y Picasso. Tal como el minimalismo significó un paso adelante, o al lado, en relación a lo que vino antes. No se trata ni de evolucionismo, ni de rupturas simples, sino de desdoblamiento histórico y reinterpretación en relación al pasado, muchas veces como libre y consciente emulación.2 Ello haría de lo postmoderno, si el término aún sirve, un desdoblamiento diferencial y problematizador de lo moderno, resultando en lo que también se nombró como “modernidad tardía”. El texto de Krauss sufre también del esquematismo típico de la época estructuralista, al recurrir a esquemas binarios completamente datados. Y sufre igualmente del mal que acometieron algunas teorías del postmodernismo y de lo postmoderno, es decir, pensar los años 60 en adelante como una “ruptura” con la modernidad, lo que significaba paradojalmente –de derecho y de hecho– una continuidad sin diferencia para con la modernidad exorcizada. Pues la modernidad, a lo largo del siglo XX, no hace nada Gran parte de mis reflexiones y actividades como crítico y escritor en los últimos años pasa, cada vez más, si bien no exclusivamente, por aquello que denomino emulación estética. 2

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más que romper consigo misma, desarrollando lo que Octavio Paz nombró como “tradición de ruptura” (cf. Paz, 1984). Antoine Compagnon formuló muy bien el problema: “Lo postmoderno contiene una flagrante paradoja: pretende acabar con lo moderno, pero, al romper con él, reproduce la operación moderna por excelencia: la ruptura” (Os cinco paradoxos 105). La cima de eso fueron justamente las teorías equivocadas y ahora difuntas de lo postmoderno/del postmodernismo, algunas desdobladas hoy, con o sin ironía, en un “nuevo” postposmoderno/modernismo. Se pueden alinear cuantos “pos-” se deseen, pero no por eso se deshace la paradoja... Algo parecido ocurre actualmente con lo contemporáneo, pensado como un nuevo instante de ruptura, ahora en relación a lo postmoderno, aunque la teorización más sofisticada al respecto no recaiga en eso (cf. Agamben, 2010). Y es justamente en este momento crucial que emerge desabridamente una teoría mal pensada de campo expandido, que muchas veces no se da siquiera el trabajo de leer el texto de Krauss, ni menos aún de reflexionar sobre la forma-valor de expansión o de ampliación. Sobre todo, sería preciso pensar esos valores ya no ligados justamente a la desgastada noción de ruptura. Ampliar es, entre otras cosas, dar elasticidad a un cuerpo; no es destruir sus límites, sino ponerlos en cuestión, haciendo a tal cuerpo desdoblarse en otros sentidos, en nuevas direcciones antes inimaginables. Siempre pensé lo postmoderno como una dobladura de la modernidad: el momento en que la modernidad puede doblarse radicalmente sobre sí misma y pensar acerca de sus límites, cuestionando sus propios dogmas, siendo uno de los principales justamente la pulsión incoercible de ruptura. Señalo de paso, con todo, que la modernidad misma jamás fue una y compacta; habría, antes, modernidades en tiempos y espacios bastante distintos. Cuando un concepto como el de campo expandido o ampliado (expanded field) se esparce por diversas áreas del saber, tornándose una referencia común, se hace necesario poner atención a la metáfora de base que lo informa. Se habla hoy, por tanto, mucho de literatura expandida o ampliada, cinema expandido, pintura expandida, dibujo expandido, fotografía expandida, diseño expandido, etc. Lo que queda sin embargo por pensar es lo que se ampara bajo la cualificación honorífica de “expandido”. ¿Basta dialogar con otro lenguaje para que se considere una obra cualquiera como expandida en el sentido actual? ¿En qué consiste el valor de expansión: en el simple hecho de atravesar la frontera imaginaria entre dos campos igualmente imaginarios; o, más radicalmente, en un cuestionamiento fun51

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damental de la noción de campo a partir de la abertura simultánea de los “campos” tradicionalmente nombrados (artes visuales, literatura, cine, fotografía, etc.)? En suma, ¿qué artistas y en qué circunstancias están, de hecho, expandiendo los límites de su campo de actuación, invirtiendo la metáfora geográfico-espacial de “campo”, y no simplemente repitiendo las prescripciones de un manual de transgresión, con fórmulas demasiado desgastadas? Cabría, por tanto, al teórico y al crítico investigar con agudeza el conjunto abierto de valores que posibilitan señalizar, de manera efectiva, el valor de expansión o de ampliación de tal o cual obra, de tal o cual autor. En caso contrario, la noción de expansión puede tornarse un mero facilitador de raciocinio, incurriendo en el gran riesgo de desconsideración de las singularidades de cada invención, de cada inventor, en cada contexto especial. Eso fue lo que acabó ocurriendo con el ahora enterrado y ya referido postmodernismo, que durante más de dos décadas se prestó a todo tipo de especulación, con frecuencia oponiéndose y rompiendo con la modernidad, como hemos visto, y consolidándose en una identidad ficticia. En el fondo, muchas de las teorías auto declaradas postmodernas eran (y algunas aún lo son) evolucionistas, incluso en sentido hegeliano, pues acreditaban una redención o una superación de la modernidad, momento en el que se llegaría finalmente a un estadio en el que todas las contradicciones modernas se resolverían. La tesis hegeliana del “fin de la historia”, que retornó con vigor en los años 90, a partir del famoso libro de Francis Fukuyama, pagó tributo a esa ideología evolucionista. Los conceptos prêt-à-porter son inevitables, sobre todo cuando se los embalsama con nombres de prestigio, como es el caso correlativo de lo “contemporáneo”. Pero la prueba de su fuerza de resistencia al tiempo depende directamente de la capacidad de reflexión intensiva de sus agentes interpretativos, agentes a los que ya nos hemos referido: los teóricos, los críticos, los propios artistas, los editores, los productores culturales, los curadores, los medios y el público en general. Sin ese refinamiento investigativo, la elasticidad o la plasticidad del propio término expansión acaba por minar la fuerza de aquello que se pretende hacer que acontezca: el pasaje efectivo de fronteras y no la mera manipulación de un aderezo de moda (en otras palabras, la dilución del pensamiento estético, en pro de una noción literalmente comodín, desprovista de cualquier rigor conceptual y reflexivo).3 3

Aunque establezca una oposición simplista entre escritura y plasticidad, en el 52

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Un último comentario relativo a Krauss, antes de proseguir: estoy evitando estratégicamente aquí comentar otros textos posteriores de la autora, en los cuales desarrolla nuevas cuestiones relativas a lo estético y su pretendida superación.4 Solo agregaría que el efecto más benéfico de ese ensayo de los años 70 fue llamar la atención sobre el hecho de que, a diferencia de lo que imagina cierto sentido común e incluso gran parte de la crítica especializada, lo que hoy llamamos escultura y pintura, por ejemplo, en Occidente mismo no tuvieron desde siempre esas designaciones, precisamente porque no existieron desde siempre como prácticas y conceptos universalmente recibidos y estudiados. Tal como ocurre con la literatura, la escultura y la pintura, entre otras prácticas y teorías artísticas, mantienen una historia compleja y no lineal, tanto en la modernidad como, sobre todo, antes de ella. Hay un efecto de anacronismo, la mayor parte de las veces por ignorancia o por insuficiente reflexión, que nos hace creer en una definición perenne e inmutable de esos “campos artísticos”. Y este abordaje aquí intenta justamente realizar una contribución para hacer más riguroso y complejo el debate, a partir y más allá de Krauss, juntamente con otros teóricos y críticos, tal como vengo desarrollando en mi propio pro-yecto [pró-jeto] estético en los últimos años. La inespecificidad de lo literario: la fuerza de la inclusión El hecho es que no se puede establecer un concepto único de literatura y de obra literaria. La especificidad literaria es inespecífica, como lo desarrollé en Clarice Lispector: uma literatura pensante (2012). Inespecificidad quiere decir especificidad relativa. Aunque pueda y deba ser reconocido por atributos y formas históricas, lo literario sería un “campo” en plena expansión, al menos en el sentido de ampliar el contacto con otros campos, diluyendo la consistencia de sus fronteras, hasta volver impertinente la propia metáfora espacial del campo como delimitación estricta. El término expandido o ampliado, como he señalado, ha sido muy útil para las artes visuales: la escultura, el cine, la fotografía y las artes plásticas nombre de un hegelianismo obsoleto, Catherine Malabou ha hecho cierta contribución, aunque por vías negativas, a repensar la noción de plasticidad. Cf. Malabou (2005). 4 Cf., entre otros, Krauss, Rosalind, A Voyage on the North Sea (New York, Thames & Hudson, 1999). 53

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en general. No por azar son áreas que lidian con la plasticidad de las formas y que, por ser vecinas, acabarán en muchos momentos por tener sus lenguajes hibridizados. Solo para tomar un ejemplo: el cine es ante todo fotografía en movimiento, basado históricamente en la idea de fotograma. Pero los recursos digitales alterarán bastante esa vinculación fotográfica del cine: no la eliminarán, al contrario, la enriquecerán al infinito. Ejemplo de esa potencialización máxima es el filme Elogio del amor (2001), en el que Jean-Luc Godard asocia su vasto conocimiento del arte cinematográfico a las técnicas digitales, generando efectos cromáticos próximos a la pintura. Con el reciente Adiós al lenguaje (2014), Godard retoma y amplía aún más los límites del cine, recurriendo al dispositivo 3D y, por así decir, perforando la tela en dirección a la realidad del espectador, con innumerables referencias a la contemporaneidad. Lo que se ha venido problematizando de manera asidua es el propio valor de la representación. El mejor arte cinematográfico y fotográfico hoy no busca la representación de lo real (aunque tal cometido no sea realizado, sobre todo en cierto cine de extracción hollywoodense). Otros filmes como El sonido alrededor, de Kleber Mendonça Hijo (2012), Oslo, 31 de agosto, de Joachim Trier (2011), y Campo de juego, de Eryk Rocha (2015), intentan, cada uno a su modo, llevar hasta las últimas consecuencias la experimentación lingüística del cine, pero en direcciones distintas a las de generaciones anteriores, y sin romper con la vanguardia cinematográfica. Igualmente, las fotoformas de Geraldo de Barros, objeto de una excelente exposición al inicio de 2015 en el Instituto Moreira Salles, en Río de Janeiro, ya indicaban una transformación de la estética representacional de la fotografía, con experimentos realizados sobre los propios negativos. Lo que importa, en este y otros ejemplos, es verificar cómo las metáforas de campo, expansión y plasticidad deben ser ellas mismas cada vez más redimensionadas con tal de llevar a una situación aporética cualquier ontologismo espacial en el discurso de las artes/anti-artes/pos-artes. En un ensayo publicado en 2009, defendía un valor inclusivo de lo literario (cf. Nascimento, 2009). En aquel momento, me interesaba no solo la relación de la literatura con otras artes, tema de un libro que publiqué en 2002, titulado Ângulos, sino también la relación de la literatura consigo misma. La cuestión se encuentra en ese “consigo misma”, ya que la literatura no tiene ningún valor que le sea exclusivo, pues es el resultado de la convergencia de múltiples factores, que funcionan del lado de la estética en 54

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tanto producción, como también en tanto recepción. Antes de continuar, resaltaría que no me alineo en este punto sin restricciones a la estética de la recepción de origen alemán, pero antes, refiero una serie de reflexiones que vengo desarrollando con y más allá de los artistas brasileiros Hélio Oiticica y Lygia Clark para pensar el lugar del lector no como el de un consumidor pasivo de las obras, sino como participante [participador],5 verdadero operador de la lectura.6 The Art of Participation es el título del catálogo de una exposición realizada en San Francisco, que incluye nombres como los brasileños Lygia Clark y Hélio Oiticica, además de Dan Graham, John Cage, Joseph Beuys, Marina Abramovic, entre otros (Frieling, 2008). Todavía hay, sí, una referencia subliminar, tanto de endoso como de crítica, en relación a la estética de la recepción alemana, que deberá ser explicitada en otro momento. Retomando la cuestión de lo propio y de lo impropio en el ámbito abierto de lo literario: en las últimas décadas hemos asistido a todo un cuestionamiento acerca del canon literario, es decir, a la crítica del énfasis excesivo de un número restrictivo de escritores, en detrimento de un conjunto mayor de autores, autoras y obras. Especialmente, y con mucha razón, los representantes de los Cultural Studies han enfatizado la necesidad de abordar textos y temáticas no canónicos, tales como: literatura escrita por mujeres, literatura ligada a determinados grupos étnicos, como los afrodescendientes, los hispano-descendientes en los Estados Unidos, los descendientes árabes y turcos en Europa, e incluso una literatura ligada a las sexualidades no oficiales, de extracción LGBT, como también la literatura de dicha periferia, etc. La tentativa de descualificación de ese tipo de abordaje me parece inocua y revela, por parte del crítico, el temor de perder terreno y espacio de legitimación institucional. Creo que los “estudios culturales” (si existen como tales, es decir, como un campo cerrado y En portugués, el término “participador”, en tanto adjetivo y substantivo, parece un neologismo pero no lo es: se encuentra en el diccionario. Sin embargo, casi nunca se lo emplea. Y es por tal razón que Helio Oiticica lo prefiere en lugar de “participante”, palabra de uso más común. La noción de “participador” se refiere no solo a aquel que participa, sino también y principalmente a aquel que coinventa la obra. Esta se encuentra siempre incompleta antes de la intervención “participadora”. 6 Uno de los principales ensayos en que abordé el tema fue Nascimento, 2012b. 5

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sólidamente definido, cosa bastante dudosa) trajeron una discusión relevante a los estudios literarios, aunque no haya sido más que para llamar la atención de toda una producción antes ignorada por la tradición crítica. La politización de la literatura y del arte es saludable, siempre que lo político no se sobreponga a lo estético; y, sobre todo, siempre que la recepción de lo literario y lo artístico no sea subsumida simplemente por lo ideológico. Es en este sentido que defiendo una idea de inclusión: nada en literatura puede ser excluido de antemano, por ningún criterio previamente establecido. Y de algún modo, ya no se puede decir hoy que el tipo de abordaje que lidia, por ejemplo, con la literatura de la periferia sea todavía marginal, pues tanto en la esfera de la cultura en general, como en el ámbito universitario, los escritores y productores del arte antes marginalizado han logrado cada vez más visibilidad y voz. Solo para dar un ejemplo en un área adyacente, que también lidia a su modo con la poesía: hoy, en términos de cultura pop, el rap y el hip-hop son absolutamente hegemónicos, y no solo en los países occidentales. He visto en la televisión por cable hip-hop hecho en países de Oriente Medio y de África, como también en diversos países asiáticos. Practicantes de un arte oriundo de la periferia pobre en la sociedad estadounidense, con un contenido altamente politizado en sus inicios en la década del 80, algunos cantantes y compositores de rap y hip-hop son hoy millonarios, literalmente despilfarran el dinero, como se aprecia en algunos video-clips. En Brasil, el funk carioca, que antes estaba completamente circunscrito a las favelas de Río, ahora suena en las radios de todo el país. Incluso tenemos representantes del linaje millonario del hip-hop, el llamado funk ostentación de San Pablo. Del mismo modo, la mayor parte de los eventos literarios ligados a la periferia de Río y San Pablo han sido ampliamente divulgados en los medios, como la Cooperifa en São Paulo y la Fiesta Literaria de las Periferias (FLUPP) en Río. Algunos escritores como Ferréz (Reginaldo Ferreira da Silva) y Sérgio Vaz ya no pueden ser considerados como ilustres anónimos; los dos ya tienen sus respectivas entradas en Wikipedia. Tampoco se puede decir que la Universidad los ignora, pues hay diversos especialistas realizando proyectos de calidad sobre el asunto7. En la práctica, lo más importante hoy sería una Acaba de publicarse una obra que ciertamente será una referencia para ese tipo de investigación en Brasil: Faria, Alexandre; Penna, João Camillo; Patrocínio, Paulo Roberto Tonani do, eds., Modos da margem: figurações da marginalidade 7

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política de creación de bibliotecas en las comunidades económicamente desfavorecidas, algo como un programa público y privado de incentivo a la lectura para la población pobre. Igualmente, solo para dar un ejemplo en relación a la importante cuestión femenina, desde hace por lo menos tres décadas se viene realizando el relevante congreso brasileño “Mujer y Literatura”, y que este año celebra su VII seminario internacional y el XVI seminario nacional. No se trata, pues, de disputar un espacio hegemónico que pertenecería a este o a tal grupo de críticos. Lo que importa, a mi modo de ver, es apuntar a esa multiplicidad de espacios y tiempos de invención, y de intervenciones inventivas y críticas, para llegar a una noción (y no a un concepto cerrado) cada vez más amplia de literatura. Se trata de un universo con efecto en franca expansión. Ese valor de literatura inclusiva (como sístole), afín al concepto expandido (como diástole) de literatura, no excluye evidentemente conflictos. No existe área cultural exenta de conflictos, simplemente porque los agentes culturales jamás piensan de la misma manera, y la discordancia, cuando es bien conducida, contribuye a expandir el supuesto campo y no a asfixiarlo. Es exactamente con el fin de evitar la asfixia de los campos literarios (si, de hecho, existen muchos, sin delimitación cerrada), para que no se vuelvan meros campos de batalla, que se debe rechazar la polarización simplificadora entre, por un lado, los culturalistas arraigados y, por otro, los defensores de la “alta literatura” y de la “alta cultura”. El tiempo de esa polaridad ya se agotó, por así decir, hace mucho tiempo. En Brasil, su arena principal fue el VI Congreso de la Asociación Brasileña de Literatura Comparada (ABRALIC) de 1998, que tuvo lugar en la Universidad Federal de Santa Catarina; pero esa polémica ya había eclosionado en el congreso anterior de la misma asociación, en 1996, en la Universidad Federal de Río de Janeiro. Creo que cada uno de nosotros, en su área de especialización y con la apertura de pensamiento que lo literario mismo permite, se encuentra apto para realizar estudios cada vez más refinados. Estudios que articulen a cada momento la literatura con lo que supuestamente ella no es: las otras artes, los grupos sociales, la realidad cotidiana, la filosofía, la antropología, la historia, la geografía, las ciencias sociales, la matemática, la física, la biología, y todo lo demás. na Literatura Brasileira. Presentación de Silviano Santiago (Río de Janeiro: Aeroplano, 2015). 57

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Es en tal sentido que, dando por ejemplo una mirada a los simposios propuestos en 2015 en ABRALIC, se encuentra todo tipo de temáticas. Nombraré algunas de ellas a fin de llamar la atención sobre la biodiversidad del fenómeno llamado literario y, así, exponer la inocuidad de la polarización: “Sistema literario y representaciones de la sociedad brasileña: desdoblamientos contemporáneos”, “La literatura entre discursos: polémicas y decisiones del sentido”, “Literatura y marginalidad”, “Literatura, Homoerotismo y expresiones homoculturales”, “Afrolatinidades, construcciones identitarias y diásporas del atlántico”, “Literatura portuguesa del siglo XIX: nuevos diálogos posibles”, “Literatura en la escuela: entre lo canónico y lo no canónico”, “Antropofagia, traducción y creación literaria”, y muchos otros, en un total de cincuenta y dos simposios. La impresión que se tiene es que no se trata del mismo objeto al que se referiría el discurso teórico-crítico... Los estudios comparados de literatura dan cuenta, así, de un estado general de fuerte heteronomía de lo literario, como, además, siempre lo fue, desde sus orígenes en el siglo XVIII e incluso desde mucho antes. Desde siempre la literatura se vio otreizada [outrada], para recurrir a un verbo intensivo del poeta Fernando Pessoa, por lo que no era ella. Inclusión y expansión, en movimientos de sístole y diástole, preforman, así, el ritmo binario de los estudios literarios hoy, impidiendo que la literatura (si ella aún existe) se cierre sobre sí misma a partir de valores estéticos sobrepasados. Pero la metáfora de sístole y diástole en relación al sistema abierto de la literatura debe ir más allá de la referencia cardiológica, dado que, luego de cada diástole, el área irrigada se torna mayor, sin retorno posible a la extensión anterior. No estoy aquí defendiendo la postura demagógica de que “todo es válido”. Enfatizo: los conflictos entre las formas de abordaje de lo literario existen y continuarán existiendo, porque es de ese modo que la cultura se elabora. Y la obra literaria hace parte de esa elaboración general, operando y desoperando valores en diversos frentes y perspectivas.8 Indispensable, por tanto, es evitar la polarización entre estudios culturales e interpretación cultural de la literatura, sobre todo porque cualquier Bajo el título “Do Texto à Obra e vice-versa: Barthes com Derrida, Nancy e Blanchot”, desarrollé un concepto abierto de “obra literaria” en una conferencia dada en el Coloquio Internacional Barthes Plural, realizado entre el 23 y el 26 de junio de 2015, en la Casa das Rosas, por iniciativa de Cláudia Pino Amigo (USP). 8

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abordaje válido hoy en ese ámbito dialoga, de un modo u de otro, con la cultura; solo difieren las formas de lectura, las estrategias discursivas, los parámetros de evaluación. Pues la evaluación no está excluida, solamente que ya no se recurre a ella a partir de criterios judicativos. Todo crítico, todo investigador es un evaluador (en el sentido nietzscheano del término), es decir, es un lector e intérprete de la cultura, con vistas a observar y evaluar los valores en curso, en los mejores casos transvalorándolos. Y la evaluación comienza en las elecciones que hace, en el corpus que recorta para analizar e interpretar. A menudo señalo que lo que define el inmenso espacio cultural es la topografía (para referir otra metáfora geográfico-espacial), pero con ello no pretendo echar por la borda la cuestión temporal. Una cultura sin relevos es anodina, desprovista de interés. Solo que la topografía en la que pienso no establece a priori los lugares de lo alto y lo bajo; muchas veces, para el verdadero evaluador, lo bajo puede ser lo alto, y viceversa. Sin esa posible reversión de los lugares no hay cultura, sino una estructura rígida o, en el otro extremo, amalgama, ausencia de forma. La cultura, espacio-tiempo donde actúa lo literario por excelencia, es un lugar y una temporalidad de tensiones, de avance, retrocesos, retardos y anticipaciones. La actitud más inocua en este principio de siglo sería auto declararse la vanguardia de cualquier cosa. Ese es un término heredado de la primera y de la segunda modernidad, respectivamente en los siglos XVIII/XIX y XX; Baudelaire habría sido el primero en aplicarlo al campo de las artes, sustrayéndolo metafóricamente del ámbito militar: como se sabe, la avantgarde es una parte del agrupamiento militar que se destaca por ir a la delantera con el fin de abrir camino. Ya podemos inventar metáforas nuevas, para actitudes de otro siglo, de otro milenio. La denuncia de exclusión, por parte de quienes aún se sienten marginalizados, esconde muchas veces el deseo de hegemonía; y la denuncia opuesta de sedición, por parte de quienes defienden el bastión de la tradición, esconde un deseo bastante conservador de que nada cambie. Entre esos extremos, hay toda una fauna de investigadores, en la cual me incluyo, bastante atareada, sin tiempo que perder con discusiones añejas. Me interesa mirar hacia el por-venir, hacia aquello que está viniendo, que todavía está por verse y, sobre todo, por hacerse. Razón por la cual vale la pena aclarar una distinción ya aludida en lo que señalé sobre los usos de la cultura. Se trata de la diferencia entre culturalismo ideologizante y abordaje cultural. 59

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El primero tiende a negarle cualquier sesgo estético a la producción literaria y artística. Lo estético es visto con desconfianza en la medida en que, para los culturalistas radicales, siempre ha servido a la formación de cánones y a la exclusión de lo que no merecía ser considerado canónico. Mientras que los que practican un abordaje cultural efectivo, sin idealizaciones y tampoco sin realizar una defensa de un canon enyesado, no renuncian a lo estético, y amplían enormemente la conceptualización estética, yendo mucho más allá de las formulaciones hegelianas. Hoy, lo estético tiende a ser pensado como un amplio espectro sensorial, envolviendo igualmente factores políticos y éticos, en una reinterpretación inaugural de la aísthesis griega.9 Ahora cuentan los modos de sensibilización ético-estético-político por medio de lenguajes relativamente específicos: por ejemplo, literatura y/o cine, como formas de resensibilización. En otras palabras, importa la estética como recepción en sentido fuerte y no el mero esteticismo belletrístico. Bajo esta perspectiva, me gustaría retomar una categoría con la que vengo trabajando desde hace unos años. Se trata de una literatura pensante. En principio, forjada para dar cuenta de textos que desarrollan de algún modo un ensayismo mediante la ficción o la poesía, mediante la ficción poética (Pessoa, Goethe, Clarice, Borges, Coetzee, Sebald, Vila-Matas), esa categoría no debe ser leída como un rótulo clasificatorio. En principio y por principio, cualquier literatura puede ser pensante. En contrapartida, ningún texto es en sí pensante. Porque solo existe pensamiento mediante la literatura en la relación tensa y decisiva entre autor, texto y lector. Ese es el trípode esencial sin el cual no podría existir ni siquiera la literatura en su forma más básica. Sin la intervención efectiva y participativa del lector, nada de pensamiento, nada de literatura pensante. Pues el pensamiento, como lo imagino, no es exactamente una función, ni una substancia, como tampoco pertenece al orden de una reflexión puramente consciente. Pensamiento es el acontecimiento que se da en la interacción entre la alteridad inscrita en el texto, a partir de las intenciones del autor (primeras, segundas y terceras), y la alteridad que todo lector configura. El verdadero acontecimiento es el de la lectura –cuando cerramos el libro y comenzamos a reescribirlo, sea mentalmente, sea concretamente transcribiéndolo en otro espacio. Es claro que Enfatizo que el presente ensayo hace parte de un proyecto más amplio para pensar la estética hoy.

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algunos textos comportan dispositivos más agudos para el pensamiento inventivo, lo cual implicará el advenimiento de nuevos valores. Cierta vena ensayística de la literatura occidental, por ejemplo, se presta al diálogo complejo y prolífico con la filosofía y las artes. En esos textos, como el Ulisses, de Joyce, o A maçã no escuro (La manzana en lo oscuro), de Clarice, el pensamiento es forma y tema, la escritura se hace por medio de una forma que nunca deja de interrogar temática y plásticamente sus límites. Como si la literatura verdaderamente pensante viviese de indagar dónde ella comienza y dónde acaba, esto es, justamente allí donde se inicia el trabajo de otro actor, potencial autor, el lector, verdadero propietario de los textos todavía llamados literarios. Sin la reinvención practicada por ese otro conocido como lector/lectora, no hay pensamiento y, por tanto, tampoco escritura literaria ni pensante. Una literatura pensante se define y se indefine en los paraderos de las fronteras entre los humanos y sus otros. Humanos, en plural, porque la propia humanidad es múltiple y se encuentra en plena transmutación. Lo que se nombra (con o sin equívocos) como “no humano”, “inhumano”, “pos-humano”, “más allá-de-lo-humano” no significa la superación de la humanidad, sino la ampliación de su concepto histórico. Salimos hace tiempo de la estricta noción decimonónica del Hombre como centro del universo (el llamado humanismo racionalista) hacia una noción de humanidad compleja, hecha de diversos estratos de lo que llamamos cultura, la cual no se opone de modo simplista a la naturaleza. Tales estratos son informados por valores que determinan las relaciones de los individuos entre sí, como también con las otras especies y lo que se llama ambiente, el cual yo renombraría como el entorno. Debo, en tanto, llamar la atención sobre el hecho de que el entorno de lo humano nunca está exclusivamente fuera de las mujeres y de los hombres que luego somos, sino que nos atraviesa y nos informa desde dentro. Diría incluso que es en la relación entre el dentro y el afuera que el entorno se entorna, diseminando actitudes, gestos, proyectos, sueños, realizaciones – innumerables pro-yectos (prójetos), aquello que se lanza adelante, con la esperanza de lograr su cometido. No solo la relación con los animales, sino con las plantas, como también con el llamado mineral y más allá, será determinante para que lo humano conviva mejor con su entorno, tal como lo escenifican diversas narrativas de Clarice Lispector, en particular ese texto liminar que es Agua viva. La apuesta en la sobrevivencia y en la supervivencia (el Überleben de Walter 61

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Benjamin) de lo humano implica ese crédito dado a un nuevo mirar hacia lo no humano, y que como tal habita el corazón de lo humano, lo nuestro. Porque no somos propiedad ni propietarios irrevocables de quien sea o de cualquier cosa, es que necesitamos reinventarnos como humanidad, más allá de todo dogma humanista. Y es a ello a lo que las literaturas de tales autores, antiguos, modernos y contemporáneos, con las más diferentes estrategias, nos ayudan a pensar. Pensar al otro, la otra que somos o seremos. Desde siempre y para siempre. El pensamiento no se pospone, pues se acontece inesperadamente por el encuentro siempre inédito e imprevisto con las alteridades que también somos – aunque insistamos en no ser. Toda nuestra dificultad consiste en no querer volvernos otros, más allá de nosotros mismos. Es decir, resistimos en la identidad, en la casa, en la fijeza de la localización, en el afecto habitual, ignorando otras formas de afección y de encuentro. Me gustaría concluir con una cita del final de La pasión según G.H., uno de los libros más comentados de Clarice Lispector, en el cual se da el rito de transfiguración de la personaje llamada G.H., con la pérdida de la identidad, que hasta entonces constituiría para ella una “tercera pierna” o una “muleta”: “Por fin, por fin se había roto mi envoltura, y sin límites yo era. Por no ser, yo era. Hasta el fin de aquello que yo no era, yo era. Lo que no soy yo, yo soy. Todo estaría en mí, si no soy; pues ‘yo’ es solo uno de los espasmos instantáneos del mundo” (115). II Heteronomías literarias y artísticas Las “literaturas postautónomas” El incitante texto de Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”,10 también da cuenta de algunas cuestiones cruciales para la literatura hoy, e incluso entronca con el mismo tipo de problema presentado por Krauss en relación a las artes plásticas y a la escultura en particular. Según Ludmer, La primera versión de este ensayo circuló en internet en 2006. Su primera publicación oficial ocurrió en la revista de crítica literaria y de cultura Ciberletras (2007). La traducción brasileña, “Literatura pós-autônoma”, salió en la revista Sopro (2010).

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habría actualmente un tipo de literatura que nombra como postautónoma y que se distinguiría nítidamente de la literatura autónoma moderna y modernista. Tomando como referencia la supuesta autonomía de lo estético tal como ha sido formulada a partir de Kant, para la teórica y crítica argentina habría, en particular en la América llamada Latina (designación de por sí altamente problemática) un tipo de literatura que rompe con la separación moderna y modernista entre ficción y realidad. Es decir, la postautonomía de lo literario significaría que ya no hay fronteras entre realidad cotidiana y literatura, pues el concepto tradicional de ficción como algo distinto de la realidad ya no se sustenta. Así, Ludmer nombra sumariamente algunas obras y autores “latinoamericanos”,11 todos vinculados al “boom”, que trabajarían con la llamada realidad histórica (y, por tanto, no la cotidiana, inmediata en relación a los escritores), pero con la mediación del mito y de la fábula. El valor de lo literario dependería, por tanto, de esa separación fundamental de las esferas culturales, operando como si la literatura detuviera una función crítica y emancipadora en relación a lo real-social. Los autores citados por Ludmer son todos “latinoamericanos” (en verdad, hispanoamericanos). Hoy la literatura ya no se confinaría a un espacio demarcado, a partir del cual se daría su conexión con las otras esferas, igualmente autónomas: la economía, la política, las artes, etc., pero se confundiría con la realidad cotidiana, informando lo que la autora llama “realidadficción”. Vale la pena citarla en extenso para evidenciar los problemas suscitados por su reflexión: La idea y la experiencia de una realidad cotidiana que absorbe todos los realismos del pasado cambia la noción de ficción de los clásicos latinoamericanos de los siglos XIX y XX. En ellos, la realidad era “la realidad histórica”, y la ficción se definía por una relación específica entre “la historia” y “la literatura”. Cada una tenía su esfera bien delimitada, que es lo que no ocurre hoy. La narración clásica canónica, o del boom (Cien años de soledad, por ejemplo) trazaba fronteras nítidas entre lo histórico como “real” y lo “literario” como fábula, símbolo, mito, alegoría o pura subjetividad, y producía una tensión entre los dos: la ficción consistía en esa tensión. La “ficción” era la realidad histórica (política y social) pasada (o formateada) por un mito, una fábula, un árbol genealógico, un símbolo, una subjetividad o una densidad verbal. O, simplemente, trazaba una frontera entre pura subjetividad y pura realidad Las comillas evidentemente son mías y se deben al hecho de nunca suscribir tal designación.

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histórica (como Cien años de soledad [1967], en Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos [1974] o en Historia de Mayta de Mario Vargas Llosa [1984], El mandato de José Pablo Feinmann [2000], y en las novelas históricas de Andrés Rivera, como  La revolución es un sueño eterno [1995]) (Aquí América Latina 152).

Surgen varias cuestiones a partir de esta teorización sumaria de Ludmer. Destacaría, en primer lugar, que, a despecho del deseo de pérdida de la identidad y de la autonomía, la literatura continúa siendo nombrada de la misma manera, esto es, como “literatura”. Y no solo eso: ella gana un nuevo título honorífico y hasta un nuevo territorio –el espacio sin fronteras de las literaturas postautónomas, que, a pesar de toda la reformulación, continua manteniendo un espacio y un tiempo propio, un territorio. En esa misma clave, en términos de transformación histórica, Ludmer propone la más tradicional de las demarcaciones: a pesar de que habla de una ausencia de límites entre el interior y fuera de la literatura, entre lo literario y lo no literario, la autora no duda en marcar y delimitar claramente un límite entre un antes y un después o un ahora. Antes, se tenía una tradición clásica y modernista “latinoamericana”, y ahora habría una “nueva” tradición postautónoma que desdibuja los límites, las fronteras, las demarcaciones, etc. Nuevamente en este último caso, se acentúa el carácter sumario de los ejemplos, sin ninguna profundización de los rasgos que constituyen la “identidad” (o su ausencia) de los novísimos textos literarios postautónomos –y tampoco se ofrece algún análisis que haga emerger lo que importa: la singularidad de cada uno y no sólo la generalidad teórico-crítica. Este es el punto de partida de Ludmer: Estoy buscando territorios del presente y pienso en un tipo de escrituras actuales  de la realidad  cotidiana que se sitúan en  islas urbanas [en zonas sociales] de la ciudad de Buenos Aires: por ejemplo,  el bajo Flores de los inmigrantes bolivianos [peruanos y coreanos] de Bolivia construcciones de Bruno Morales [seudónimo de Sergio Di Nucci, Buenos Aires, Sudamericana,  2007], y también el de La villa de César Aira [Buenos Aires, Emecé, 2001], el Monserrat de Daniel Link [BsAs, Mansalva, 2006] , el Boedo de Fabián Casas en Ocio [Buenos Aires : Santiago Arcos, 2006], el zoológico de María Sonia Cristoff en Desubicados [Sudamericana, 2006], y en su compilación Idea crónica [Beatriz Viterbo, 2006]. Pienso también en las puestas del proyecto Biodrama de Vivi Tellas, y en cierto arte. Así como muchas veces se identifica “la gente” en los medios [Rosita de Boedo, Martín de Palermo], 64

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en estos textos los sujetos se definen por su pertenencia a ciertos territorios. Estoy pensando en la reflexión de Florencia Garramuño [“Hacia una estética heterónoma. Poesía y experiencia en Ana Cristina Cesar y Néstor Perlongher” a aparecer en el Journal of Latin American Cultural Studies]. Y también pienso en la reflexión de Tamara Kamenszain  [La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. BsAs. Norma, 2007] sobre cierta poesía argentina actual: el testimonio  es “la prueba del presente”, no “un registro realista de lo que pasó” (Ludmer, 2007).

En todos los sentidos, la teorización de Ludmer repite la lógica territorializante de la identidad (cita textual: “Estoy buscando territorios del presente”), dentro de una tradición bastante occidental que precede en siglos, e incluso milenios, la formulación kantiana: se trata de la necesidad logocéntrica de identificar, marcar, clasificar y rebajar producciones discursivas que no se alinean a los valores del teórico, del pensador o del filósofo –¿será necesario apuntar aquí algunos de los gestos típicamente socráticos? Y en lo que respecta a la cuestión del valor, me parece encontrar ahí el punto más grave de la formulación ludmeriana: ella dice que el “valor literario” (las comillas continúan siendo mías) ya no tiene ninguna importancia, pues poco importa si la literatura es buena o mala. Colocado de ese modo, para mí tampoco tendría algún interés el valor literario. El hecho es que Ludmer está identificando el valor literario al belletrismo, a la literatura vista como ornato, y ello a partir de un rigor formal estetizante y una fabulación mítica que nada tiene que ver con lo real. Es decir, está resumiendo una historia extremamente compleja y llena de matices, que comienza por lo menos en el siglo XVIII (aunque sus orígenes se sitúan bastante antes) con el advenimiento del término “literatura”, que surge precisamente para dislocar a las “Bellas-Letras” como designación primacial.12 Como señalé anteriormente, salvo en los casos más extremos de belletrismo y de radicalización formal esteticista (y aún así deben ser analizados con cuidado), la literatura nunca fue enteramente autónoma, pues siempre dependió de otros lenguajes para existir, estando vinculada a la religión, a la política, a las artes, a la economía, a la geografía, a la historia, etc. Lo que ocurre a partir de la segunda mitad del siglo XVIII es una autonomización relativa de lo

Una recensión de la historia de los términos litteratura/literatura se encuentra en Acízelo (2014).

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literario en relación a otros discursos y lenguajes. Considérese cualquier novela decimonónica y en ella se reunirán los elementos culturales que la rodean sin los cuales ninguna producción discursiva nombrada como literatura podría siquiera ser articulada: música, periodismo, pintura, religión, filosofía, sociedad, economía, etc. La literatura, si tal cosa existe como positividad, nunca ha sido puramente autónoma, sino fundamentalmente heterónoma, pero con una heteronomía sin sujeción o determinación absoluta por parte de otras instancias. De ahí la multiplicidad de sus géneros, cuya catalogación jamás podrá ser exhaustiva: poema, romance, drama, tragedia, crónicas, diarios, ensayos, memorias, reportajes, novela, cuento, autobiografía, etc. Porque el ser o el estar de la literatura es puro devenir, no hay ni nunca ha habido ontología de lo literario, ya que lo literario siempre ha necesitado para existir de los contextos, de los sujetos y de los objetos de la realidad cotidiana, en definitiva, de la (auto)biografía de sus autores y lectores. El ser y el estar de la “literatura” (un término sin identidad fija, en plena transformación) y del “arte” generalmente siempre han sido heterónomos, otros, diferentes; a lo largo del tiempo y de uno a otro espacio, se transformaron sus modos de relacionarse con la realidad circundante. Ni siquiera la mayor parte de las vanguardias modernistas, especialmente el dadaísmo, se confinó a una esfera propia, sin diálogo y sin procesamiento continuo con el entorno. El surrealismo, por ejemplo, fue sin duda el primer movimiento que estableció un diálogo con el psicoanálisis recién nacido; era el inconsciente adentrándose en los recintos de la invención artística por medio de los sueños y de la imaginación. En una cosa Ludmer tiene toda la razón: el advenimiento de las nuevas tecnologías y la transformación del espacio geopolítico, con el proceso de planetarización (término que prefiero al de globalización, estando este último excesivamente ligado al neoliberalismo económico) de la cultura, potencializó infinitamente los modos de ficcionalización de lo real y de la tradición literaria y artística. Más que nunca, hoy no hay un único parámetro que pueda definir qué es y qué no es literatura. Pero eso no deshizo de ninguna manera la cuestión del valor. Ya no se trata evidentemente de considerar el valor literario como una esencia de las bellas letras o, en el otro extremo, como una sustancia realista y factual. El valor de la literatura es íntegramente cultural. Sin caer en un culturalismo rastrero, que, como se ha visto, en gran medida se reduce a conflictos meramente ideológicos, el valor de cualquier texto literario se mide por la capacidad de hacer 66

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preguntas a la cultura o a las culturas en las que se inscribe, cavando un espacio y un tiempo que ya no se reducen al punto de partida.13 Un espacio esencialmente democrático en tanto apertura a lo por venir. El término valor aquí, insisto, tiene un sentido nietzscheano y se afirma como una fuerza en el campo abierto del debate cultural. De hecho, estoy de acuerdo con Ludmer: ser buena o mala literatura ya no importa, pero lo que no se ha perdido del todo es la noción plural e intensiva de las literaturas como capaces de colocar y dislocar elementos temporo-espaciales, abriendo perspectivas otras, menos coercitivas, sin por ello recaer en un teleologismo redentor. Este valor literario no tiene una identidad única y precede incluso al momento en que en occidente se nombró esa extraña institución llamada literatura –después de todo no somos solo nominalistas (o realistas), y no hay necesidad de esperar a la llegada de un nombre para señalarmos formas y valores que anteceden e incluso anticipan la modernidad Por eso yo defiendo una especificidad relativa de lo literario, una especificidad inespecífica, puesto que no se basa en una esencia, ni tiene una función precisa y definitiva. Pero su fuerza se mide en la capacidad de pensar y de hacer pensar. Lo que llamo literatura pensante, que no debe confundirse con “literatura filosófica”, sería, tal como lo veo, una herramienta de reflexión que sólo gana una existencia (relativa) en el acto de leer. Porque no hay literatura sin la prueba de fuego de la lectura, y pensante es el texto que hace a su lector pensar y redimensionar el conjunto de los valores en abierto en el espacio-tiempo en el que vive. Y si buena o mala ya no es un criterio, se puede aún reivindicar lo literario como valor cultural del pensamiento; y esto es posible gracias a una literatura de factura más tradicional, vinculada a las formas de la tradición romántica, realista, simbolista, impresionista u otra, tanto como con textos similares de experimentos vanguardistas. En sí, ningún texto es pensante, todo se da en una relación cambiante entre el texto y el lector, en la capacidad de este último para repotencializar las formas y los valores que el autor colocó en la obra, llevando en los mejores casos a la invención de un nuevo texto, por fuerza de emulación estética. No por azar, uno de los grandes pensadores de la relación entre discurso filosóEs en tal sentido que desarrollo en este momento una reflexión sobre la mimesis, término que estratégicamente mantengo sin traducir: para preservar su riqueza y su rareza en nuestro idioma, reteniendo la forma de la palabra griega, y traduciéndola sólo en forma de comentario. 13

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fico y discurso literario, Jacques Derrida, vinculó la fuerza de la literatura a la posibilidad de decirlo todo (tout dire). Decir todo en un doble sentido, de explorar al máximo y de forma ilimitada cualquier asunto, lo que sólo la literatura asociada a la noción moderna y contemporánea de democracia posibilita (Essa estranha instituição 49-56). El capítulo siguiente de mis proposiciones será un ensayo, aún por venir, en el que nombraré y analizaré algunos de los autores que, ayer y hoy, me hacen pensar, es decir, que me llevan a producir ensayos y otras ficciones –en acto, como efecto retardado o inmediato de lectura.14 Otros estados En otro ensayo más reciente, publicado en 2010 y titulado “Literaturas postautónomas: otro estado de la escritura”,15 Ludmer procura esclarecer y relativizar algunas de las tesis del ensayo anterior. A pesar de algunas reformulaciones, que matizan y sutilizan enunciados genéricos y volátiles acerca de la literatura postautónoma, con todo, algunas fragilidades de reflexión permanecen. La principal es la indefinición de un “activismo cultural”, fuertemente defendido, pero que en ningún momento se lo conceptualiza siquiera mínimamente. No se sabe con exactitud si el activismo cultural interferiría en el tejido de la cultura a fin de cuestionarlo –y quien sabe sino también ayudar a transformarlo– o, por el contrario, constituye una total adhesión a lo que está sucediendo en la actualidad o a lo que Derrida llama artefatualidad, esto es, la actualidad reducida a un artefacto

Tratando de no caer en la tipicidad del ejemplo, pretendo, en cambio, trabajar algunos autores y textos a partir de sus singularidades en un nuevo estudio, para demostrar cómo cada uno actualiza su relación con la heteronomía literaria. Sin pretensión de agotamiento o generalización abusiva, serían estos autores: Enrique Vila-Matas (literatura y artes plásticas), Cesar Aria (emulación de lo fantástico, sin caer en el realismo mágico), André Vallias (emulación del concretismo, sin caer en la tipicidad, pero redimensionando el movimiento), Alejandro Zambra y Andrés Neumann (un realismo altamente experimental y, en cierta medida, autobiográfico o autoficcional), Sérgio Sant’Anna (cuestionamientos de género), la autoficción de la artista plástica Sophie Calle y el cine literario-filosófico de JeanLuc Godard. Por último, la cuasi ficción histórica de Rodolfo Fogwill como un cuestionamiento radical de la identidad nacional. 15 El ensayo fue publicado originalmente en la revista Dossier (2010). 14

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(1996). Bien interpretado, el nuevo ensayo de Ludmer, como también el anterior, parece incidir más en la categoría de lo que Umberto Eco otrora llamó “los integrados”.16 Toda la argumentación involuntariamente “crítica” (involuntariamente debido a que Ludmer rechaza cualquier postura “crítica”) acerca de la autonomía literaria se hace en el sentido de adherir a lo que la autora imagina que es el presente. Aunque también resalte que el pasado esté en el presente –como lo había hecho en su ensayo anterior–, lo post en ese caso, en lugar de problematizar, parece significar simplemente una superación de lo que vino antes, esto es, la plena autonomía de lo literario, y cuyo auge se habría producido en la literatura de una parte del continente, entre las década de 1960 y 1980, con el boom latinoamericano, afincado en raíces editoriales nacionales. Me parece que Ludmer, entre otros factores, acepta muy ligeramente el hecho de que gran parte de la literatura esté siendo actualmente engullida por los grandes grupos editoriales globalizados, en detrimento de las editoriales nacionales y regionales. Hay un cierto éxtasis en cuanto a la transformación de lo literario en una mercancía como cualquier otra, constituyendo uno de los fuertes signos del capitalismo tardío: [...] Y en ese sentido se podría decir que el premio Nobel de este año17 es anacrónico [un premio al pasado] porque tocó a un escritor del siglo XX latinoamericano con esas características, pero que ahora publica su literatura en el conglomerado más grande de la lengua, Alfaguara. Esa inserción del pasado en el presente, ese pasaje de las editoriales nacionales [e independientes] a enormes compañías de comunicaciones, es uno de los pasajes de la autonomía a la postautonomía. Porque las editoriales nacionales en que se publicaron los clásicos entre los años 40 y 70, y que exportaban literatura, fueron absorbidas en los años 90 por los conglomerados –radios, diarios, televisión–, y la última noticia en esta dirección es que María Kodama firmó El título voluntariamente satírico de Eco no ha perdido su ironía. El binomio “apocalípticos e integrados” se aplicaba a los dos comportamientos típicos ante los “medios de comunicación masiva” en la década de 1960. Se desarrollaron los medios, surgieron nuevos medios y actitudes, y, sin embargo, la categorización no ha perdido su valor corrosivo precisamente porque no se trata de una clasificación absoluta, pero sí cambiante de acuerdo a los sujetos y contextos: el apocalíptico de hoy puede muy bien tornarse el integrado de mañana, y vice-versa… Cf. Eco, 1976. 17 Ludmer se refiere a la premiación de Vargas Llosa como Nobel en 2010. 16

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con Random House Mondadori por la obra completa de Borges por algo así como dos millones de euros. La diferencia del Borges de Emecé argentina y el de Random House Mondadori es lo que imagino como diferencia entre la era de la autonomía y la de la postautonomía (Ludmer, 2010).

La cuestión planteada no es ni de lejos irrelevante; el problema es la asociación inconsecuente entre canibalismo editorial y postautonomía. Esto ya estaba implícito en una de las tesis anteriores de la ensayista, que trató de identificar sin mayores cuestionamientos economía y ficción, como si la mera suspensión de los límites resolviera todas las tensiones que la realidad económica por sí sola trae: conflictos de clase y, dentro de las clases, conflictos de grupos y sectores, de tendencias, de individuos, etc. Otro signo de cambio sería el imperio de la imagen sobre el lenguaje verbal, lo que implica una pérdida de poder de lo literario. Aquí, de nuevo, Ludmer apenas intercambia un poder por otro: si antes supuestamente (pues sospecho que se trata de una mera suposición) el “poder literario” se sustentaba, en el caso latinoamericano, por la separación cabal entre mito y realidad, entre ficción e historia, ahora con el borramiento de esas fronteras, el espectáculo florece. El autor “muere” (una lectura más que errada de los ensayos de Barthes y Foucault, sobre todo del primero) en nombre de un espectáculo que lo sustenta sólo como conferenciante y participante de festivales literarios. El “valor literario” en el sentido tradicional se encontraría sólo en pequeños grupos editoriales. Al abolir la importancia de la función “crítica”, y eso a partir del primer ensayo, Ludmer recae en un discurso acrítico, adhiriendo completamente al mercado, sin desdoblar adecuadamente las tensiones entre el mercado y el pensamiento cultural efectivo. Resbala en un integrismo culturalista, por no decir economicista, que se muestra paradójicamente más apocalíptico que la más poderosa de las profecías. En el fondo, los textos de Ludmer (pero ella no es la única) parecen proclamar que la literatura se acabó, llegó a su fin, y que ahora sólo le queda a los “activistas culturales” recoger los restos de la finada, en nombre del admirable nuevo mundo de la imagen y del espectáculo interminable. No abogo de ninguna manera por el retorno de la crítica en el sentido tradicional, es decir, del crítico en su papel iluminado, que define los valores e impone juicios racionalistas y sumarios sobre la buena o mala literatura. Sin embargo, defiendo, sí, un activismo cultural efectivo, en el que la crítica redimensionada sea también uno de los instrumentos de los 70

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activistas, pero en el que lo más importante sea diagnosticar los nudos y las transformaciones del tejido cultural, sin prejuicios de adhesión o rechazo. Ni integración ni apocalipsis now, sino defensa de los valores inventivos, que detecten en la cultura lo que puede ayudar a transvalorar lo humano en relación con el mundo circundante, para quien sabe reindagar el propio concepto de mundo y globo, más allá del neoliberalismo cultural y económico de la globalización. Apostar exclusivamente por las tecnologías de la imagen y propugnar una literatura de la transparencia del sentido es reducir la heteronomía y la pluralidad de lo literario a uno de sus aspectos, a saber, el diálogo con la cultura visual hegemónica y con la antigua cultura de masas. Peor: es aceptar las reglas del capitalismo tardío como una especie de redención del escritor y del hombre moderno o postmoderno dizque “latinoamericano”. Sin duda, cada lectura busca su propia legitimación, formando nuevos lectores. Así que no hay error en sí mismo si se deja a las futuras generaciones supuestamente “corregir” lo que consideran errores y deficiencias de las anteriores, aunque ciertamente incurriendo en nuevos problemas y dilemas. Los estudios literarios no están exentos de este axioma básico en cualquiera de sus articulaciones discursivas y, por eso mismo, cada grupo o línea de investigación pretende defender y difundir su propia legitimidad, en el ámbito de la universidad o fuera de ella. No se trata en absoluto de afirmar el todo-vale, sino de un complejo proceso de (auto)legitimación por parte de los productores culturales. Vale destacar que el o los conceptos de literatura hace mucho que dependen de la escuela. Hoy en particular, con un cierto reflujo de las disciplinas que vehiculizan la literatura en la educación básica y media, los cursos de letras, de una manera u otra, constituyen un espacio de supervivencia y legitimidad institucional de lo literario. Y aquí se incluyen también los estudiosos que pregonan el fin de la literatura, independientemente de sus razones. Hablar de la muerte de la literatura, por cierto, es una tema típicamente académico, por paradójico que sea, y como tal implica incluso la supresión de la posición de aquel que profesa y profetiza el (propio) fin. “Literariedad” y “función poética” fueron quimeras inventadas respectivamente por las teorías literarias de los formalistas rusos y Roman Jakobson, ambos basados en una visión excesiva pero no exclusivamente inmanentista de los textos literarios. A lo largo de la modernidad, cada época, cada movimiento inventivo y cada corriente crítica elaboró sus propias 71

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concepciones de la literatura, algunas relacionadas a mecanismos intrínsecos del lenguaje (inmanentismo) y otras ligadas más a factores extrínsecos (referencialidad). La combinación de inmanentismo y referencialidad, en mayor o menor medida, engendró movimientos y corrientes específicos, los que emergieron en diálogo con las tendencias anteriores, como aprobación o rechazo, parcial o total. Hoy, cabría proponer nuevas teorías literarias (o ateorías) articuladas por medio de la referida noción de valor. Una de las propuestas más radicales de Nietzsche en términos de valores fue la equiparación de la actividad teórico-filosófica a los instintos (Instinkte) y/o pulsiones (Triebe). De este modo, en lugar de racionalizaciones objetivas, para el pensador de La ciencia jovial nuestras evaluaciones e interpretaciones –por ejemplo, la conceptualidad filosófica– se fundamentan en una fisiología corporal, pues no provienen del mundo abstracto de las ideas: [...] Detrás de toda la lógica y de la aparente soberanía de sus movimientos hay evaluaciones de valores o, para decirlo con mayor claridad, exigencias fisiológicas impuestas por la necesidad de mantener un determinado género de vida. La idea, por ejemplo, de que lo determinado tiene más valor que lo indeterminado, la apariencia menos valor que la “verdad”. A pesar de la importancia reguladora que tiene para nosotros, semejantes juicios podrían ser solo superficiales, una especie de niaiserie [tonterías], necesaria quizá para la conservación de seres tales como nosotros. Admitiendo, claro está, que el hombre no sea precisamente la “medida de las cosas”… (“Más allá del bien y del mal” 389).

Interesaría, por tanto, indagar cuáles son los instintos e impulsos que mueven a los teóricos de lo contemporáneo, haciéndolos evaluar tal o cual modo de producción artístico y literario de los últimos tres siglos. Muchas de las determinaciones críticas en la actualidad derivan de una fisiología del cuerpo que se ignora... * Si el antiguo postmoderno acabó involuntariamente convirtiéndose en un estilo de época, es decir, en la categorización más clásica que se pueda imaginar en términos de estudios estéticos –si eso es así, constituiría, hoy, un anacronismo voluntario establecer otros nexos entre “modernidad” y “postmodernidad”, en lugar de rupturas. No se trataría de relacionar dos 72

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plenitudes, sino de utilizar a ambos como instrumentos mutuamente deconstructores, con el fin de ampliar las fronteras tanto de la modernidad (¿donde comienza, dónde termina? ¿se termina...?), como de la llamada postmodernidad (en tanto interlocución infinita con la modernidad, en el sentido de cuestionar radicalmente sus dogmas aún persistentes). En otras palabras, lo postmoderno de ayer, ahora actualizado, sería una vigorosa hipótesis para repensar la modernidad, más allá de la ideología del progreso alojada al interior del proyecto crítico iluminista-racionalista, pero sin caer en el discurso acrítico o irracional. La reflexión de Jean-François Lyotard sobre la postmodernidad en L’Inhumain apuntaba a esa interlocución con la modernidad, y lo hacía en términos de la perlaboración (en alemán, Durcharbeitung) freudiana (cf. Lyotard, 1988). Para Lyotard, habría por lo menos dos maneras de reescribir la modernidad. La primera sería simplemente rememorar, tratando de acusarla de diversos crímenes, con el fin de dominarla de la mejor manera. La segunda y más afín al modo en que él piensa la hipótesis postmoderna, sería a través de una perlaboración no dominada por la voluntad consciente, sino por una atención libremente fluctuante y un análisis interminable, lo que tendría sin duda diversas finalidades, pero no un único fin emancipador. En este mismo sentido, nuestra “contemporaneidad”, en lugar de ser definida por un conjunto de trazos más o menos enumerables, se indefiniría por la multiplicidad de tiempos y espacios a ser leídos y reescritos. Multiestratificada es la contemporaneidad planetaria, en la cual las cronologías y las localizaciones más variadas conviven una junto a la otra, a veces en una misma calle, en un mismo barrio, en una misma ciudad, en un mismo Estado, en una misma región, en un mismo país, en un mismo continente, en un mismo mundo. Los flujos migratorios recientes en varias regiones del planeta tienden a tensionar cada vez más, para bien y mal de todos, la coexistencia de estos estratos muchas veces radicalmente distintos. La supervivencia de la especie dependerá de la capacidad que individuos, grupos y sociedades tengan para resolver los conflictos que ya están prácticamente a la orden del día en todos los lugares. Ningún país, por más desarrollado que sea, puede escapar a esta problemática efectivamente contemporánea. Y por el mismo motivo de la redistribución de pueblos y territorios, de la reubicación de pueblos en los territorios, ya no tiene sentido insistir en una ontología de centro x periferia. “Ser periférico” es un páthos, una afección del alma, un complejo psíquico que se puede llevar a 73

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la tumba, si se desea. No dejarse consumir por el complejo de inferioridad implica asumir su propia forma de vida, independiente de la centralidad de los países llamados desarrollados. Pero esto no implica la paralización inversa: conformarse con lo que se es y con lo que se tiene sin deseo alguno por el cambio, e incluso dejando de percibir los fatídicos juegos de la hegemonía y la contra-hegemonía. Un ejemplo interesante de ejercicio anacrónico y voluntariamente dislocado sería releer textos del pasado, remotos o recientes, como si fueran actuales, para ver cómo operan más allá de sus contextos de origen, explorando la forma en que tales obras se acoplan a la maquinaria del presente: funciones, disfunciones, barreras, continuidades, discontinuidades. Así, un autor del siglo XIX, hoy poco conocido como el brasileño Raul Pompeia, tendría su prosa poética –y no sólo el magnífico El Ateneu–, leída en confluencia con los experimentos lingüísticos de la contemporaneidad, como también en su singularidad radical, que podríamos llamar fuera de tiempo: sincronía y discronía en relación a nuestro tiempo, más allá de la posición diacrónica en la que se inscribe. Esa es una posibilidad entre muchas otras; hay todo un archivo literario para ser releído con los ojos libres de hoy y no como cosas de un pretérito pasado. Un archivo cambiante, que nunca se auto identifica del todo, ni se cierra sobre sí mismo, configurando una identidad “latinoamericana” u otra. Un día los propios autores del llamado boom latinoamericanos podrán ser leídos con la debida proximidad y el debido distanciamiento crítico o postcrítico. Ya veremos. Sociedades literarias del espectáculo Propondría solamente un contrapunto a la periodización y al apresurado mapeo de Ludmer: en ningún momento un autor brasileño es citado.18 Esto implica sintomáticamente reducir el concepto inconsistente, pero ampliamente utilizado, de América Latina a Hispanoamérica. Y si Brasil fuera incluido, sería difícil saber qué hacer, por ejemplo, con dos escritores que produjeron una literatura relevante (para no decir “buena” o “grande”, et pour cause...) en el periodo referido por Ludmer: Clarice La excepción es la poeta Ana Cristina César, si bien indirectamente, puesto que se la menciona a través de la referencia a un estudio de Florencia Garramuño, que es una de las pocas especialistas “latinoamericanas” que trabaja con literatura brasileña. 18

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Lispector (1920-1977) y Rubem Fonseca (1925). Ambos escribieron (él todavía escribe y publica) ficciones hoy traducidas en diversos países y que no se encuadran en los trazos levantados por la crítica argentina para la autonomía literaria del llamado boom latinoamericano. La primera ha ganado recientemente, gracias a nuevas traducciones al inglés, un reconocimiento cada vez mayor y que tiende a aumentar con los años.19 Para citar sólo dos ejemplos: una de las ficciones más densas de C. L. son los pequeños textos que publicó en el extinto Jornal do Brasil entre 1967 y 1973.20 Mezcla de crónica, diario improvisado, pensamientos sueltos, laboratorio creativo, testimonio personal, etc., esos textos son inclasificables y ayudan a confundir las fronteras entre ficción y realidad, pero sin identificarlas una a la otra del todo entre sí, pues eso sería caer en el delirio puro y simple (la referida “realidadficción” de Ludmer). Del mismo modo, Rubem Fonseca produjo y produce una literatura que nada tiene que ver con el boom y que merecería una atención especial cuando se analiza el período comprendido entre los años 60 y 80: una literatura de sesgo urbano, y en diálogo con la novela policial, las noticias de periódicos, la reflexión satírica y la crónica inventiva. ¿Qué se puede decir de estos textos y autores? ¿Son o no “latinoamericanos”? ¿Son o no postautónomos? ¿Por qué la crítica de nuestros vecinos guarda tanto silencio sobre estos y otros autores que, recurriendo o no a temáticas locales, no se atan al experimentalismo modernista, y tampoco caen en una ingenua transparencia entre ficción y realidad? Pues la fusión literatura-realidad que tanto defiende Ludmer, en lugar de exponer la tensión entre estos antiguos polos, generando un cuestionamiento efectivo de la polaridad, conduce a una amalgama que no tiene nada de inquietante, ni de transformadora; es, más bien, domesticadora de la fuerza del Una entrada en la portada del suplemento Books del New York Times ciertamente va a contribuir aún más a la consagración de la autora judio-brasileira nacida en Ucrania. Cf. NYT, 12 de Agosto de 2015: http://www.nytimes. com/2015/08/12/books/review-clarice-lispectors-the-complete-stories-sees-lifewith-existential-dread.html?ref=books&_r=0 (último acesso: 21 de agosto de 2015) y O Globo, 21 de agosto de 2015: http://oglobo.globo.com/cultura/livros/ coletanea-de-clarice-lispector-ganha-destaque-na-capa-de-suplementos-literariospelo-mundo-17249229 (último acceso: 21 de agosto de 2015). 20 Esos textos fueron recogidos por el hijo de la autora, Paulo Gurgel Valente, en la colección A descoberta do mundo (Lispector, 1984). 19

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pensamiento que podría constituir una de las diferencias de lo literario en relación al discurso hegemónico de los medios visuales (estos también multifacéticos, no lo olvidemos). Dialogar con los medios de comunicación contemporáneos, hibridizándose hasta cierto punto con ellos, es, por supuesto, una tarea del escritor contemporáneo, “latinoamericano” o no. Pero el diálogo no significa adhesión ni rendición al espíritu del Dios Mercado, cuyo avatar es el Dios Kom Unik Asión –durante décadas satirizado por el poeta Carlos Drummond de Andrade–, con el fin de obtener la redención del hombre finalmente pacificado en el seno del Señor Global. Dialogar con la sociedad del espectáculo, para retomar la expresión de Guy Debord, implica tomarla en cuenta, pero no adherirse irrestrictamente a ella; al contrario, se la debe considerar a partir de la distancia que fomenta la reflexión sobre los actores, temas y valores en cuestión. De otro modo, los escritores tal vez corran el riesgo de tener que someterse a un permanente reality show literario para sobrevivir. Desconfío, además, del hecho de que muchos de los actuales festivales literarios no sean algo más que eso, en la medida en que varios, pero no todos, promueven la imagen del autor (sin embargo “muerto”) en detrimento de sus escritos. Pues la única razón para que se hable todavía –y a pesar de todo– de literatura está el hecho de que haya textos, autores y lectores. Cualquier privilegio dado a uno de estos elementos sólo puede servir para destruir la fuerza cultural de lo literario, en nombre de un mercado que en sí no tiene nada de efectivamente democrático, pues está regido por las leyes estrictas y cada vez más autoritarias del neoliberalismo económico. A diferencia de la satisfacción manifiesta de Ludmer con los nuevos imperialismos editoriales, me agrada la idea de que las pequeñas editoriales resistan la depredación mercadológica, sin detener la ilusión de que la “buena” la literatura esté con ellas. La buena (o mala) literatura puede estar en cualquier lado de la línea imaginaria que Ludmer establece entre los conglomerados multinacionales y las editoriales nacionales: lo que siempre importa son las lecturas que se puedan extraer de cualquiera de esas producciones literarias, independientemente de la latitud y el territorio (real o virtual) en el que se realicen.21 Porque la vida de la literatura, como A pesar de todas las críticas que tejí, resalto, sin embargo, que indudablemente los ensayos de Ludmer, como los de Krauss, tienen muchas cualidades, de lo con21

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bien entendió Barthes, depende del nacimiento de nuevos e inventivos lectores,22 capaces de heredar y de transformar, sin adhesión, ni apocalipsis, el legado de esa vasta, extraña y multiforme institución que insistimos en llamar literatura. Una institución de hecho sin límites previos, ni fronteras definitivas: en movimientos de contracción y expansión, de inclusión y ampliación, con nuevos temas y formas en su corpus textual infinito. Se trata incluso de una o unas literaturas pensantes y seguramente se encuentran fuera de sí, puesto que nunca han estado encarceladas a sí mismas, a su propio “campo” o “territorio”, o al tan incriminado “modernismo”, ni al afamado boom latinoamericano. Literaturas en dislocamiento y profundamente heterónomas, otras, siempre por venir, viniendo, aquí y allí, en Brasil, Argentina, Colombia, Chile, Estados Unidos, Canadá, Francia, Angola, Ciudad del Cabo, Nueva Delhi, Tokio, Bangkok, Beijing, en todas partes. Las literaturas pensantes están en todas partes donde hay lectores activos, participantes potenciales. Nombraría en este punto algunos de los novísimos temas de las literaturas heterónomas, temas que ya se están estudiando en la actualidad y que se deberán desdoblar ampliamente a lo largo del siglo en curso: literaturas y autoficciones, literaturas y diferencias sexuales o cuestiones de género (pero no sólo en relación al antiguo par masculino / femenino ), literaturas y afectos, literaturas y marginalidades, literaturas y escatologías, literaturas y animalidades, literaturas y culturas digitales, literaturas y geopolíticas, literaturas y migraciones planetarias, entre otras perspectivas y abordajes. Por lo tanto, la heteronomía o las heteronomías literarias implican que no existe un solo, ni siquiera dos nombres (literatura autónoma / literatura postautónoma) para referir la inmensa producción anterior al siglo XVIII, a la modernidad clásica del siglo XIX y al modernismo del siglo XX, ni la de ahora, en pleno siglo XXI. Incluso después de que ese nombre surgiera en la escena occidental, en la primera mitad del siglo XVIII, y en rivalidad con el término Bellas Letras, nunca hubo, y nunca habrá, una definición homogénea, inequívoca, ni definitiva, de lo que aún, y a pesar de todo, se llama “literatura”, con o sin comillas. Términos tales como historia literaria, crítica literaria, literatura comtrario no me harían pensar... 22 Una cita lapidaria: “la muerte del autor se paga con el nacimiento del lector”, “La Mort de l’auteur”, p. 495. 77

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parada, teoría literaria fueron intentos exitosos y no exitosos para nombrar a los objetos y sus respectivas disciplinas de naturaleza proteica, en constante cambio. En la actualidad, la polivalencia del campo abierto de las literaturas necesita reflejarse en una perspectiva transdisciplinar, asociando los estudios literarios a otras disciplinas como la filosofía, la economía, la historia, la lingüística, con el fin de desterritorializar los respectivos saberes. Heteronomía implica diferencia(s), imposibilidad de una definición estricta y de una demarcación territorial en el tiempo y en el espacio. Se trata de un concepto sin conceptualización simple, y en referencia directa a la relación con la alteridad, que pertenece tanto a otros lenguajes como a los lectores-participantes [leitores-participadores].23 Como resultado, los términos plurales literaturas y heteronomías se convierten en instrumentos para intervenir en el debate, tratando de revertir mínimamente los efectos de las nuevas territorializaciones y de los nuevos dogmas, que siempre se convierten en una apoteosis fundamentalista y/o apocalíptica. Literatura, América Latina, Américas La noción de la plena autonomía de las artes y de la literatura, vinculada a la noción de obra, sin duda fue una ilusión de óptica conceptual que duró al menos dos siglos. Explotado e implosionado a partir de la segunda mitad del siglo pasado, y tanto por fuerzas externas como internas, el supuesto valor autónomo y aurático de la obra literaria o artística llevó a la ilusión de que este existía desde siempre, cumpliendo las mismas funciones y transmitiendo los mismos contenidos. Las primeras vanguardias del siglo XX hicieron nada menos que cuestionar los límites de la obra, iniciando una fuerte inoperancia, que culminará, entre otros, en el gesto radical de la artista brasileña Lygia Clark, que simplemente a cierta altura se declarará fuera del ámbito del arte, en nombre de una terapia rica en dislocamientos y contestaciones. Clark sólo puede declararse como no artista (y no antiartista, como los participantes de Dadá), porque en gran parte de su trayectoria se asumió y fue reconocida en la función de artista, a pesar de todos los cuestionamientos y experimentaciones. Sería rigurosamente anodino declararse no Desarrollé de manera amplia este tópico de las relaciones entre literatura y alteridad en la introducción a la traducción de un libro de Derrida: cf. Nascimento, “A literatura à demanda do outro”, pp. 7-41. 23

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artista si nunca hubiera sido artista (cuestión, por tanto, de ser y no ser, reforzando la valencia no ontológica). Cabe destacar que este gesto es, de cierto modo, más radical que el de Duchamp, el que, al asumirse antiartista, permaneció aún como un productor de lo que todavía hoy (a pesar de todo) se llama arte: Étant Donnés, su último trabajo, revelado solo póstumamente, no es más que una forma especial de assemblage, que se amplifica en lo que hoy llamamos instalación. Retomando la problemática aquí discutida: aunque las obras literarias y artísticas nunca hayan sido totalmente autónomas, sino siempre de una u otra forma heterónomas, hubo sí, sobre todo a principios del siglo XX, una tendencia por parte de las críticas y de las teorías estéticas de interpretarlas y evaluarlas de acuerdo a la función de la plena autonomía. Así, lo que debería ser transvalorado no es tanto la producción literaria y artística previa a los años 60 y después, sino cierto tipo de discurso auratizante acerca de esos textos, de esas producciones artísticas y de esos autores/autoras. Del mismo modo, lo que merece ser combatido es una cierta tendencia contemporánea a confundir valores y a adherir irreflexivamente a modas conceptuales. En ambos frentes, hay mucho que hacer para elucidar, con nuevos lentes, producciones artístico-literarias, tanto del mundo actual, como de siglos anteriores. Como señalé al inicio, no ha sido otra mi intención que la de contribuir mínimamente a este debate fundamental. El problema de designaciones como el prefijo post- (postmoderno, postcrítico, postautonomía, postteoría, postestructuralismo, post-post-, etc.) es que genera la ilusión inmediata que todo está resuelto: en un movimiento de magia, las fronteras son superadas, los conflictos son disueltos y se comienza a habitar una isla de la fantasía “post-todo” (para usar una expresión que marcó época en el Brasil de los 80). El prefijo es sin duda necesario y puede ser útil para fomentar la compleja e infinita interlocución con la modernidad o con las modernidades que nos precedieron. Utilizado con moderación, como todo lo que “adicciona”... se pueden conseguir óptimos resultados interpretativos y evaluativos con el post- y prefijos equivalentes: anti-, trans-, cis-, de-... Después de todo, la fuerza de la obra literaria y de la obra de arte, si tales expresiones aún tienen algún sentido, estaría de hecho en su singularidad: la diferencia radical de un evento que cada vez es inusitado, pero que también se presta a repeticiones, expropiaciones, desvíos, en una palabra, iteraciones por parte de quien lee. Como señala Derek Attridge: 79

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“Singularity is not pure: it is constitutively impure, always open to contamination, grafting, accidents, reinterpretation, and recontextualization” (The Singularity of Literature 63). La metáfora espacial del campo del saber se constituyó ciertamente junto con el advenimiento de las modernas ciencias humanas, en el pasaje del siglo XVIII al siglo XIX. El ochocientos dio una positividad de método, objeto y lenguaje a las ciencias en general y las humanidades en particular. Por lo tanto, la propia noción de “campo” se mostró como decisiva para la afirmación de las disciplinas científicas. En el siglo XX, con los cambios tecnológicos y el advenimiento del experimentalismo de la vanguardia artística, las nociones científicas y paracientíficas de método, objeto y lenguaje especializado sufrieron profundas conmociones, especialmente a partir de la década del 60, con el auge de la cibernética y el mundo digital; pero por lo menos desde la teoría de la relatividad de Einstein el proceso ya había sido desencadenado. Hoy vivimos esta conmoción, pisando un terreno donde ningún campo científico o artístico se puede definir en su positividad como antes. Esto no implica desembocar en una total inconsistencia y un todo-vale heurístico que aceptaría cualquier experimento como pertinente, a priori y a posteriori. Por el contrario, hoy el reto es mantener el rigor de los estudios y de los cuestionamientos, pero ya sin creer en la fijeza del campo y sus reglas de investigación. Es en tal sentido que los valores bien reflejados de la expansión y de la plasticidad pueden contribuir a redimensionar conceptos, nociones y axiomáticas de las ciencias y de las artes.24 Razón por la cual actualmente se habla más en de estudios literarios como título general, en lugar de nombrar, separadamente, literatura comparada, crítica, teoría e historia literaria. Es el conjunto de los enfoques científicos y artísticos de esta vieja-nueva institución llamada literatura el que está siendo objeto de una revisión general. No creo que vaya a ser una tragedia que la palabra literatura desaparezca algún día, como proclaman los apocalípticos y/o los integrados (en el fondo, los dos son aves de un mismo plumaje), siempre y cuando el vasto acervo de las literaturas de ayer y de hoy sea preservado y redimensionado en nuevas formas discursivas. Pues el porvenir de lo literario, en sus múlUna bibliografía mínima y sin duda heterogénea sobre el tema del campo y de las ciencias, humanas o no, pasa inevitablemente por Foucault ([1966], 1996), Kuhn (1962), Bourdieu (1992) y Stengers ([1993] 2002). 24

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tiples formas y temas, dependerá de cómo nuevas generaciones de lectores procesen el legado, hibridazándolo cada vez más con otros lenguajes artísticos y no artísticos, presentes y futuros. Se sabe que ningún archivo y ninguna colección posee certificado de eternidad, ya que lo que también nombramos como cultura depende de un complejo juego de inscripción y borramiento, construcción y destrucción, memoria y olvido. Quién no entienda esta productiva tensión entre polos opuestos siempre lamentará un fin que, de hecho, hace mucho tiempo que llegó, pues la pulsión archiviolítica trabaja dentro de cualquier archivo (véase Derrida, 1995), en un juego entre operación e inoperancia. * Para concluir retomaré otro de los problemas encajados en las reflexiones de Ludmer: el que se refiere a la cuestión de “América Latina”, con o sin boom literario. Desde esta perspectiva, habría una paradoja cuando se habla de nuestras relaciones intracontinentales, sean literarias o ampliamente culturales. 98% de los estudiosos (cifra voluntariamente arbitraria) se refieren a una quimera, como si fuera algo real y consistente, llamada América Latina. No hay ni nunca habrá tal “continente” o “subcontinente”, como señalan algunos a veces en un mismo texto. Existen con suerte países que, dentro de una historia colonial violentísima, se reconocen en una cierta “hispanidad”, y en función de ello muchos especialistas nombran indistintamente literatura o cultura latinoamericana y literatura o cultura hispanoamericana, sin jamás reflexionar efectivamente sobre esa extraña equivalencia. No por azar, fue un brasileño, Rubem Fonseca, ya en 1975, uno de los primeros en negar cabalmente la existencia de la latinoamericanidad literaria e incluso la brasileñidad literaria.25 En tanto brasileño, yo mismo nunca me he sentido del todo (tal vez ni siquiera mínimamente) participante de esa comunidad imaginaria llamada América Latina. En este tipo de discurso latinoamericanista clásico, las pocas veces en que un escritor y/o pensador brasileño es citado es siempre de forma marginal, elíptica. El muy acertado libro de raul rodríguez freire, que acaba de salir, recuerda esa afirmación de Fonseca y la compara con una consideración bastante posterior de Cabrera Infante. Cf. rodríguez freire, raúl. Sin retorno: variaciones sobre archivo y narrativa latinoamericana (Adrogué: La Cebra, 2015), pp. 84-85. 25

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Pues lo que se practica por regla general es la elipsis, intencional o no, de un país dizque “continental” llamado Brasil. Esa es una de las exclusiones fundadoras más brutales del discurso latinoamericanista, y un texto como el de Josefina Ludmer la repite del modo más trivial y, por lo mismo, más violento. Porque no existe fundación identitaria sin violencia. Y el concepto o idea de América Latina, como intenté pensarla a partir de textos de Walter Mignolo y de Silviano Santiago, pero discutiendo bastante con ambos, en un ensayo titulado “Una lectura en los trópicos” (Nascimento, 2008), tal concepto de América Latina es de los más violentamente colonialistas o neocolonialistas. Este no se sustenta ni siquiera desde un punto de vista geográfico (me encantaría que me mostraran un mapa “real” de ese imaginario continente), o histórico, a no ser por un proceso delirantemente etnocéntrico. El concepto de América Latina es etnocéntrico no sólo porque haya sido inventado en Europa e importado a “nuestras” tierras, sino porque excluye brutalmente tanto las cuestiones literarias y culturales de Brasil, como, sobre todo, a las culturas autóctonas, “precolombinas”, como se dice. Pero también “precolombinas” es una designación de alto tenor etnocéntrico, dado que amalgama inúmeras culturas en una sola imagen, excluyéndolas, en un mismo gesto, del discurso hegemónico, elaborado a partir de la llegada del gran invasor Cristóbal Colón. Como se sabe, la identidad cultural y literaria de esa fantasía conceptual llamada “América Latina” fue forjada mediante un largo y avasallador proceso, iniciado en el siglo XIX, con la independencia de las excolonias, y que hoy continúa violentando la complejidad heterogénea de ese vasto continente llamado también etnocéntricamente “Américas”. Como sea, lo que precisa ser repensado urgentemente es la multiplicidad de ese territorio continental, sin reducirlo a una identidad. Desde Canadá a la punta extrema de Argentina y Chile, lo que necesita ser fundamentalmente reevaluado son los procesos temporo-espaciales que hacen que los segmentos territoriales y temporales convivan de forma conflictiva, sobreponiéndose unos a otros y disputando la hegemonía. Tal estudio no pretendería la búsqueda de una identidad, ahora “panamericana”, término también cargado de idealizaciones, sino que, por el contrario, procuraría exponer las venas abiertas de un espacio real y virtual, que por su designación plural de extracción europea, las Américas, jamás podrá reencontrarse bajo una unidad homogénea. Ese estudio deberá necesariamente ser el trabajo de 82

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una amplia comunidad de intérpretes, proponiéndose, entre otras cosas, analizar los nuevos fenómenos migratorios en sus variadas direcciones y espacios, en Argentina, en Brasil, en Chile, en México, en el Caribe, en los Estados Unidos, en Canadá, etc. Enfatizo el sentido de migraciones, dado que recubre un valor fundamental de dislocamiento y reimplante, que es tanto étnico –pues incorpora a individuos y pueblos–, como cultural y artístico –al reunir elementos culturales y estéticos. Uno de los intentos más decisivos de tal investigación sin finalidad única, sería desmoronar el muro que existe, por ejemplo, entre la “latinidad” de los Estados Unidos y la “latinidad” de otros países, hispanistas o no. O el muro entre Brasil y sus vecinos, que un fenómeno como la malograda (aunque, sin embargo, bien exitosa) Copa del Mundo de 2014 ayudó a cuestionar, a pesar de todo. O el muro invisible entre Canadá y los demás países, pues aquel parece existir en otro planeta, etc., etc. Evidenciar tales muros concretos e imaginarios sería un modo de comenzar a sacudirlos, quien sabe si a derrumbarlos, aunque para ello no sea necesario crear una nueva utopía de un continente sin fronteras à la Ludmer. Las fronteras continuarán existiendo, pero ahora de forma problematizada y no como alegoría identitaria. Pues estoy más que nunca convencido de que el mal del mundo es la identidad. Allí donde se buscan raíces y esencias comienza siempre un proceso violento de exclusión y destrucción de todo lo que no cabe en la imago identificadora. Imago que con el retorno de los fundamentalismos religiosos de hoy se agudiza drásticamente, pues como muy bien sabemos, las religiones, y no solo el cristianismo, siempre proporcionarán argumentos a favor de la violencia identitaria de la colonización y de la fundación.26 En lugar de la fantasmagoría llamada identidad, propondría la interLa tarea de transvaloración del concepto de América Latina, como señalé, aún debe ser realizada. Pero sabemos que se necesita comenzar por hacer una relectura de los textos clásicos del “latinoamericanismo”. Ello, sin embargo, no para descalificar a sus grandes pensadores, sino para dialogar críticamente con ellos. En tal sentido, un buen punto de partida es la colección de ensayos Crítica literaria y teoría cultural en América Latina: para una antología del siglo XX (cf. Parra Triana y rodríguez freire, 2015). Por otra parte, diversos críticos y teóricos recientes, entre los cuales me incluyo, ya han intentado contribuir a la revisión de esta problemática, tales como el citado raúl rodríguez freire, Florencia Garramuño, Julio Ramos, Raúl Antelo, Alberto Moreiras, Idelber Avelar, Jorge Fornet, entre otras y otros. 26

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pretación y la evaluación, en el sentido nietzscheano, de las singularidades, siempre plurales, que pueblan este vasto continente que, a pesar de todo, aún llamamos América, para ir más allá de los estereotipos. Con eso, se debe exponer enfáticamente la complejidad de la relación colonial y poscolonial entre las culturas europeas y las culturas denominadas autóctonas –denominadas porque cualquier autoctonía es sin duda una construcción histórica, generalmente remota, pues en el origen de cualquier fundación étnica o cultural está la migración, el implante y el cruce de formaciones culturales. Nunca hay pureza en el origen, ni mucho menos en la conclusión de cualquier proceso cultural. Hay heterogeneidades y heteronomías, que podemos, por ejemplo, apuntar como las “Américas”, a falta de un término mejor. Hay, sobretodo, singularidades irreductibles a la quimera identitaria, ese monstruo que asombra nuestros mejores sueños, convertidos en pesadillas. Multiplicar las miradas sobre las singularidades, he ahí el punto. Pues las Américas, si existen, no están solas en el tiempo y en el espacio. En un mundo planetarizado, sería inventar una nueva quimera imaginar un continente “americano” exclusivamente autorreferido, cerrado sobre sí mismo. Lejos de eso, la territorialidad continental merece también ser desterritorializada, mostrándose en sus complejas conexiones con otros pueblos y territorios de ultramar, del este al oeste. Seria eso, en síntesis, lo que tendría para decir aquí, hoy, en tierras chilenas. Río de Janeiro, 25 de octubre de 2015. Viña del Mar, 19 de noviembre de 2015. Traducción de raúl rodríguez freire Referencias Acízelo, Roberto. Iniciação aos estudos literários. São Paulo: É Realizações, 2014. Attridge, Derek. The Singularity of Literature. Londres / Nueva York: Routledge, 2004. Agamben, Giorgio. O que é o contemporâneo? E outros ensaios. 2ª. reimpres. Trad. Vinícius Honesko. Chapecó: Argos, 2010. Barthes, Roland. “La Mort de l’auteur”. Oeuvres completes. Tomo II (1996-1973). París: Seuil, 1994. 491-495. 84

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El giro literario (entre Argueta y Castellanos Moya)1 Oscar Ariel Cabezas Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación

 

en el fondo pobrecito mi General creo que debí pensarlo dos veces uno sigue siendo cristiano pero de vez en cuando va de bruto y le pide consejo al alcohol se vino a dar cuenta cuando ya le había zampado cinco o seis puñaladas y a la docena se tiró un pedito de viejo y se medio ladeó en la silla él siempre decía que era incomprendido y que se moriría como don Napoleón Buenaparte un su maestro (…) —Roque Dalton, “La segura mano de Dios” (15)

I. Testimonio como melodrama A partir de la década de los ochenta, los textos testimoniales canonizados por los estudios latinoamericanos y por lo que Fredric Jameson caracterizó como el “giro cultural” constituyeron el síntoma de la retirada de la política. Este se habría localizado en el dominio de las formas culturales y en la compulsión a reducir o retirar el devenir político de las interpretaciones con las que tanto la literatura como la crítica literaria buscaban incidir en la composición de una gramática emancipadora. En relación a las posibilidades de una política anticapitalista, lo que habían promovido las vanguardias artísticas y literarias será retirado por nuevos procesos de gramatización inscritos en la “vida sensible” del testimonio. Como paradigma Este texto es una versión ampliada de la conferencia que presenté por invitación de los estudiantes de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Agradezco su hospitalidad y generosa invitación.

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de explicación de fenómenos políticos, artísticos y literarios, la retirada de un enfoque epistemológico centrado en la política habilitó la emergencia de un discurso melodramático. Así, el testimonio comprendido como un nuevo enfoque de articulación de un “saber-experiencia”, más que auscultar procesos de lucha y de denuncia de los crímenes cometidos por el comienzo de la ola neoliberal de los años ochenta habilitó, –a través de la conversión de la tragedia en melodrama– una de las más prolíficas industrias del mercado globalizado de la lágrima. La dramatización de la derrota política de la izquierda latinoamericana y de sus dispositivos culturales –entre los cuales la literatura, por su potencia para vincularse con procesos político-revolucionarios y, sin duda, por el éxito del boom latinoamericano–, permitió una apertura importante hacia la consumación de la cultura como lugar de sobre-codificación de los signos de la tragedia política y social. Este proceso permitió abrir el discurso testimonial a su fase mercantil hasta el punto que se puede decir que el testimonio pasó a ser el sublime mercantil de una izquierda intelectual paralizada por la derrota y el goce de una lágrima reificada2 y relegada en la neutralidad del “fin de la política” y del último sollozo por el vínculo entre literatura y cambio social. En tanto forma literaria de la “museo-cosificación” y replegado en la “contabilidad” de la lágrima comercial, y, así, en la fetichización de las experiencias de tortura, desapariciones y exilios forzados, la lógica cultural del testimonio operará como analogía con el genocidio nazi y el horror de los campos de concentración en Auschwitz. La analogía despolitiza la tragedia latinoamericana y paraliza la voluntad de la literatura en su autonomía y capacidad de politizar la topología de la imaginación política. En una especie de mímesis con los horrores europeos del siglo veinte y en nombre de la “realidad” y del peso de una insoslayable catástrofe social y política el testimonio desplazó el lugar que había ocupado la crítica política y social. Durante las experiencias de catarsis, convulsiones y desgarramientos El lector atento no debe por ningún motivo confundir la fenomenología victimista de la lágrima cosificada en los flujos mercantiles del testimonio con los intentos teóricos de pensar el lugar común del dolor, de la experiencia de la tristeza y, así, de la lágrima que se sustrae a la valoración comercial. Una lectura conmovedora y paradigmática de la experiencia de la lágrima puede ser leída en el primer capítulo del libro Coloquio sobre Gramsci (2016), de Miguel Valderrama. 2

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sociales que tomaron lugar en la década de los sesenta y, en particular, en virtud del triunfo de la Revolución Cubana (1959), el fuego de la crítica política vinculada al laboratorio estético y creativo ocupó una topología privilegiada para la literatura y las artes. El boom latinoamericano es un efecto ya no de mimesis en términos de la identificación sin diferencia con respecto al “canon de Occidente”, sino, más bien, con respecto a las condiciones de equivalencia en el desarrollo de las letras y las artes con el plus de que en América Latina la “vida creativa” es “vida criaturera” en solidaridad con la política y los horizontes del cambio. Pero la derrota política marcada por el ascenso de las dictaduras en el Cono Sur hará de los años ochenta el espacio de los últimos aleteos de los proyectos político-revolucionarios en Centroamérica y el ascenso cada vez más intenso de una política criminal de exterminio de los últimos connatos modernos de la lucha latinoamericana organizada bajo el gobierno del afamado actor de cine Ronald Reagan. Bajo la política de guerra criminal del reaganismo anticomunista se crearon las condiciones de un desierto plagado de masacres en los poblados indígenas La política de Reagan no solo es el punto más álgido de la lucha contra el comunismo, sino también el acceso violento del neoliberalismo como “doctrina del shock”. La violencia y el terror a los que será sometida la izquierda centroamericana –más inspirada en la teología de la liberación que en el marxismo escatológico de la guerra fría– provocará el advenimiento de la desolación de los proyectos guerrilleros e inaugurará el repliegue de la crítica social en la derrota. La administración Reagan de los años ochenta hará finalmente que la derrota exilie la autonomía política de la literatura que había decidido agenciarse en los movimientos de lucha. En otras palabras, la literatura movilizaba las pasiones creativas desde la politicidad que auscultaba la sensibilidad de los movimientos revolucionarios en el interior del imaginario rebelde de los años sesenta. No obstante, entrada la década de los ochenta la literatura se plegará en el trauma de los golpes. Esto hará aparecer una narrativa de las tragedias provocada por la derrota política y militar. La narrativa comenzará a padecer la tropología del aire literario de lo fenecido, y los duelos literarios harán sentir las repercusiones de las intervenciones de los Estados Unidos en la región. Narrar la derrota tendrá como efecto la transformación de la relación entre arte, literatura y política. La autonomía creativa y política de la literatura caerá en la formalidad de unos protocolos de memoria, de pactos, de renuncias, de sensiblería y signos de dolor adap91

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tados a la tolerancia del “giro cultural”. Así, la autonomía política de la literatura desaparecerá del imaginario criaturero que había caracterizado los años sesenta. Lo que la literatura del boom, por ejemplo, había consagrado a través de la representación de una identidad latinoamericana que giraba en la órbita de la transformación revolucionaria, desaparecerá. La consecuencia paulatina de este fenómeno constituirá la entrada en una zona radicalizada de duelo y despolitización de la crítica social. De esta manera, la literatura testimonial que emergerá con la post-dictadura en el Cono Sur y la postguerra en Centroamérica se encuentra marcada tanto por las experiencias de derrota de los proyectos políticos de la izquierda como por la idea de neutralidad humanitaria que ofrece la lógica testimonial. En efecto, la proliferación del testimonio y su inscripción en el dominio del saber llegará a constituir un nudo extremadamente fértil para explicar fenómenos relacionados con la experiencia traumática de dicha derrota. Textos como Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile (1974) de Hernán Valdés o En estado de Memoria (1990) de la argentina Tununa Mercado –por mencionar solo un par de ejemplos– replegarán la literatura en el síntoma de su propia imposibilidad, es decir, la imposibilidad de narrar el horror de las dictaduras sin negociar con las políticas de reconciliación y transición, en duelo, a la democracia. Esta literatura hará abismar la imaginación literaria en cierta pesadumbre, en cierto encierro, en cierta “pérdida de objeto” literario propiamente tal.3 La llamada escena de post-dictadura debió lidiar con los fantasmas del pasado para articular así una especie de dialéctica sin síntesis en que la desaparición de la política hacía aparecer el escenario post-político de las políticas del duelo, la reconciliación y la memoria con arreglo a fines instrumentales de aseguramiento de la pacificación mercantil tardo-capitalista. Las narrativas de duelo y la lógica testimonial, como suplemento de los movimientos del mercado enfatizarían la derrota política de la izquierda literaria y, al mismo tiempo, conformarían la compulsión analítica de la post-dictadura. Aunque, por supuesto, con una especificidad distinta y en medio de la peor masacre y Sin duda, el mejor análisis que hasta el día de hoy puede encontrarse se encuentra en las páginas que el crítico brasileño Idelber Avelar dedicara a fines de los noventa a pensar la intrincada relación entre duelo y literatura en su libro titulado The Untimely Present: Postdictatorial Latin American Fiction and the Task of Mourning (1999).

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acoso a las poblaciones indígenas, este mismo movimiento tendrá su correlato en el discurso del duelo y en la narrativización literaria de la posguerra en Centroamérica.4 La compulsión a la narrativización del duelo y la derrota como consumación de una lágrima que se dispone a la circulación del espacio cultural del mercado habría encontrado su punto más temperado en el testimonio de una indígena maya que narra su historia para dar testimonio de las masacres y el genocidio cometido contra las comunidades indígenas y campesinas en Guatemala. El testimonio de Rigoberta Menchú narrado en primera persona y publicado en 1982 bajo el título Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia organizará e instituirá el género del testimonio como el hegemon privilegiado de la relación entre dispositivo textual y (de)articulación de la economía política de las “memorias sentidas”. En el mercado universitario, la valorización de la lágrima, el morbo de las torturas y las desapariciones pasaron rápidamente a constituir los signos cambiarios del giro cultural, y la preeminencia del paradigma de las identidades políticas se impuso como tolerancia totalitaria de todas las verdades posibles, salvo la verdad de la crítica a la hegemonía de la economía política neoliberal. En el Cono Sur la escena de post-dictadura se replegó en los estudios culturales de la memoria, las artes plásticas y el testimonio como forma privilegiada de la casuística de denuncia del horror de las dictaduras. Así, el duelo como compulsión analítica no hizo otra cosa que transferir el problema de los detenidos desaparecidos, la tortura, la violación material de los derechos humanos al escenario “post-político” dominado por el culturalismo de la hegemonía neoliberal. Mientras la pacificación y normalización de los traumas generados por las dictaduras en el Cono Sur ejercitaban sus políticas de duelo y reconciliación, la guerra en El Salvador y Guatemala justificaba las últimas diatribas de la política de Ronald Reagan contra la amenaza roja en Centroamérica. De manera que el neoliberalismo y el anticomunismo coincidían hasta el punto de in-distinguirse con el giro cultural, es decir, cultura y neoliberalismo pasaron a ser las dos caras de una misma moneda. En medio de las crueldades de la política El libro de Beatriz Cortez captará este discursos desde una análisis centrado y descentrado en las formas que, a través de la literatura centroamericana, el duelo aparece como forma del desencanto. 4

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intervencionista de los Estados Unidos, la pasión de la cultura de las identidades cambiarias como signos textográficos retiraba la política y, a su vez, la literatura y su autonomía como forma de “limpiar” narrativamente las guerras emancipatorias del siglo veinte. Como es sabido, el espectro de la Revolución Cubana de 1959 y la flaca fuerza del triunfo del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) en 1979 aceleraron la política intervencionista de Estados Unidos al mismo tiempo que cerraban el ciclo de las insurgencias guerrilleras. Este cierre es el que coincide con lo que aquí llamamos retirada de la política y emergencia de la cultura como escenario de las políticas cambiarias del duelo. En este sentido, el surgimiento del testimonio como institución de saber busca articular la solidaridad con las víctimas de tragedias políticas, pero ahora, en un escenario dominado por la postpolítica o, lo que es exactamente lo mismo, por la hegemonía liberal del libre mercado y el fin de la historia. En este nuevo escenario, la literatura de compromiso político –aquella asociada a los nombres de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, entre otros– es desestabilizada por el fin de la poética revolucionaria y sustituida por la relación que la lógica testimonial va a tener con la solidaridad hacia las víctimas de la violación de los Derechos Humanos. En un escenario post-político y completamente dominado por el desencantamiento, el testimonio se va a imponer como objeto de deseo para que los académicos puedan hablar en nombre de un compromiso político que ya no tiene por referente el imaginario de la revolución, pero tampoco el de una crítica más allá de su pura función denunciativa y cuyo objeto inconfeso es la circulación cambiaria en el interior de las “nuevas agendas” institucionales del saber académico. En el intento por establecer este compromiso con los “nuevos sujetos” del saber los estudios testimoniales retirarán la literatura por considerarla que esta es una máquina al servicio de la élites letradas y, así, un lujo que reinscribe el modernismo con el que la literatura es entendida a lo Harold Bloom, es decir, entendida desde el canon literario de Occidente.5 La literatura es opuesta a los testimonios De hecho, se puede decir que la popular diatriba de John Beverley contra la literatura y en particular contra la literatura de Jorge Luis Borges es de manera abierta una polémica con el libro de Bloom The Western Canon: The Books and School of the Ages (1995), además de un conjunto de acepciones populistas y prejuicios contra la literatura como forma de la subjetividad pequeño burguesa. Véase, por 5

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que narran tragedias subalternas y comenzará a ser vista bajo sospecha de infidelidad a la solidaridad con los pobres, los indígenas, las mujeres. La literatura como ascenso del giro culto-testimonial e identitario traicionaría a los nuevos agentes sociales que aglutinados bajo el rótulo de diferencias sexuales, étnicas y culturales expresarán una voluntad de asedio caprichoso contra la literatura.6 Éstos proliferan como efectos de la “muerte del sujeto” que articulaba la gramática de la revolución en su oposicionalidad crítica a la economía política del capital. Así, desde un discurso de victimización narratológica, el testimonio de Rigoberta Menchú va a fundar la posibilidad de neutralizar la crítica y manifestará su hostilidad hacia la literatura. En este desplazamiento el testimonio quedará del lado de la solidaridad y del humanismo acoplado al discurso globalizador de derechos humanos. No obstante, vaciado de crítica y neutralizado como incisión política que apunta a la salida del discurso victimista y melodramático de la circulación, el testimonio como valorización del melodrama pondrá incluso en cuestión la defensa política de los derechos humanos en la medida que hará de estos la toponimia de la mera lucha por reconocimiento y circulación. A mediados de los años noventa el triunfo del testimonio sobre la literatura parece consumado. El testimonio se convierte en el hegemon narrativo privilegiado del giro cultural y la tragedia abandona definitivamente la política heroica por la figuración melodramática del testimonio. El libro autobiográfico Este es mi testimonio de María Teresa Tula, luchadora proderechos humanos de El Salvador, de 1995, supone un proceso de subjetivación en donde el discurso testimonial de mujeres subalternas busca organizar solidaridades que ya no tienen como referente la transformación social, sino la compensación por las tragedias ocurridas. La compensación funciona como una de las formas cambiarias del duelo y eleva la demanda ejemplo, la forma en que este destacado crítico de la literatura latinoamericana y fundador del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos argumenta con respecto a lo que el llama “El giro neoconservador en la critica literaria y cultural latinoamericana” (pp. 43-77). 6 A diferencia de John Beverley, el libro del joven crítico raúl rodríguez freire, Sin retorno Variaciones sobre archivo y narrativa latinoamericana (2015), sería uno de los primeros intentos de controlar el asedio caprichoso contra la literatura por parte de los estudios fuertemente anquilosados en el paradigma testimonial y de identidades políticas. En medio del asedio, el libro de rodríguez freire es un paso radical a lo que aquí estamos entendiendo por “giro literario”. 95

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de los derechos humanos a la deuda infinita por reconocimiento. La lucha por el reconocimiento deviene lucha por la circulación y, así, la aparición del sujeto-mujer, por ejemplo, se consuma pero a costa de la desaparición del sujeto-obrero como núcleo de la explotación capitalista. Por eso, el testimonio como el de Tula narra la emergencia histórica de un sujeto que articula sus demandas no contra la estructura de explotación del capital, sino contra la sociedad machista y patriarcal. Tula testifica desde su condición martirológica y como mujer subalternizada por el régimen masculino de organización del poder cuando dice: “Mi compañero era un hombre de la clase trabajadora. El siempre estaba trabajando para cambiar la situación de los trabajadores que habían sido explotados por la gente en el poder. Él quería que me quedara en casa y que cuidara de la casa y los niños” (69) . Estas líneas del testimonio de Tula, quien padeció la tortura y el exilio, son sintomáticas de la configuración postpolítica con la que el giro cultural e identitario interpretará el “supuesto ocaso” de la literatura. De hecho, el testimonio no solo desplazará la literatura sino que también debilitará la condición masculina del sujeto moderno de la política, cuestión que, por un lado, a primera vista, resulta interesante porque genera la ilusión de una mayor inclusión en los asuntos de la “polis” por parte de las mujeres. Pero, por otro lado, el discurso testimonial de la mujer subalternizada por el machismo de la sociedad patriarcal no desnarrativiza la explotación capitalista puesto que la lucha por el reconocimiento no es suficiente para desestabilizar el orden de complicidad falogocéntrica con la explotación del capital. Por el contrario, en tiempos postpolíticos, el testimonio de Tula –al igual que el paradigmático testimonio de Menchú– sintomatiza el debilitamiento de la ficción literaria agenciada de manera directa u oblicua a procesos políticos. Al mismo tiempo que la circulación del testimonio debilitará la crítica a las estructuras de explotación capitalista, saturará el círculo de la victimización y hará de la neutralidad ante el nuevo orden (liberal tardío) su pasión sentida. Esta forma del testimonio subalternista o, más bien, subalternizado por el trabajo de interpretación clausurará la invención de una “crítica oposicional” que rompa con los pactos implícitos [o no] de la lógica del testimonio. De hecho, se podría pensar de manera irónica que el testimonio de Tula es su inclusión sin exclusión a las estructuras de explotación del capitalismo tardío y que su demanda –en tanto mujer oprimida por las relaciones sociales de una sociedad patriarcal– queda redimida por la cultura que trasforma su con96

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dición de sujeto doblemente explotado en valor de cambio. Este tipo de redenciones compondrá el síntoma del giro cultural del liberalismo tardío y será capitalizado por posiciones académicas que rechazan la literatura y el vínculo entre ésta y la invención de la política. En su libro Against Literature (1999) [Contra la literatura], John Beverley arguye que mientras autores como Miguel Barnet o Roque Dalton estaban preocupados con problemas estéticos e ideológicos, testimonios como los de Menchú o la salvadoreña Ana Guadalupe Martínez –quien en el libro Las cárceles clandestinas de El Salvador da testimonio de su participación en la guerrilla y de cómo sufrió la tortura– no tienen ninguna pretensión intelectual o estética. Así, el testimonio rompería con la conciencia burguesa y la pretensión estética de los intelectuales ya que la narración está articulada por la voz misma del subalterno (93). En el discurso de Beverley lo que aparece como argumento de autoridad es la voz misma del sujeto que habla desde los horrores de la tortura y, por lo tanto, habla por fuera de la intríngulis estética o ideológica de la conciencia pequeño burguesa de Barnet o Dalton. En esto hay, sin duda, una defensa hipostasiada de la subjetividad subalterna del testimonio, sobre todo porque Beverley supone que el habla no tiene mediación. Para él, el habla es un fenómeno completamente distinto al de la de la tortura. Lo que Beverley parece no ver es que el melodrama del testimonio comenzaría justamente ahí donde el sujeto que decide dar voz a la re-presentación del horror que ha padecido no puede hacerlo, a menos que la mediación sea otra cosa que la tortura, es decir, sea voz mediada por la imposibilidad misma de narrar el horror. La voz de Menchú o de Tula es prótesis o ventrílocuismo de formas mediadas por una estética del horror o bien por un modo de la escenificación melodramática de la ideología del espectáculo del horror y, así, de sus formas de goce académico como pura inscripción en la circulación capitalista del melodrama. Ahora bien, la hipótesis de este ensayo consiste en asumir que la literatura es un modo de producción discursiva en el que lo estético y lo ideológico funcionan como superficie ineludible de movimientos ficcionales de enunciados. Tales enunciados expresan tanto la posibilidad de la imaginación como la expresividad de las “condiciones materiales de existencia”.

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II. ¿Stásis postsoberana? El giro literario que emerge de la postguerra en Centroamérica tendrá que lidiar discursivamente con los fenómenos de la guerra y la derrota política de la izquierda. Se puede decir, de manera general, que en Centroamérica la guerra y la derrota se componen en el interior de un escenario geopolítico en el que la literatura –como guerra y derrota– está confrontada a los intersticios de una topología cruzada por los esténtores de la región centroamericana como último eslabón del fin de la Guerra Fría. En la medida que lo que se debilita con el “fin” de la guerra fría son los espacios soberanos se puede pensar que, por ejemplo, en el triunfo débil de los sandinistas, los acuerdos de Paz en el Salvador y las masacres de comunidades indígenas en Guatemala el espacio que sobre-determinará la violencia del liberalismo tardío es el espacio de la postsoberanía.7 Este fenómeno tiene su origen en la crisis del Estado-nación y en el desmantelamiento de los proyectos sociales llevados a cabo por la política económica y globalizadora del liberalismo tardío. Como hemos señalado más arriba, a partir de los años ochenta –años de la política genocida y de exterminio de la administración Reagan– la crisis del Estado-nación no significó la desaparición del Estado, por el contrario, los Estados devinieron fuertes instituciones policiales y de represión al servicio de liberalismo tardío o neoliberalismo. A través de la llamada “doctrina del shock”, lo que el Estado policial postsoberano vehiculizó fue precisamente su conversión en Estado-mercado8. En el interior de esta nueva topología, de cuya facticidad no se vislumbra aún salida, la literatura testimonial –hecha de tragedias políticas y del espesor monetarizado de la lágrima– coincidiría con el estado de duelo y con los fantasmas de una memoria postpolítica que debe ajustar sus dispositivos textuales y culturales a la normalización de las estructuras sociales y políEl trabajo de Ignacio Sarmiento sobre literatura y democracia en Guatemala es sintomático de que la guerra que, contemporáneamente, azota a una de las regiones más golpeadas por fenómenos de violencia postsoberana, tiene sus fundación en el agotamiento de las formas modernas de organización del poder. Véase, en particular, el análisis y la contextualización dentro del marco de la postsoberanía que ofrece Sarmiento de la novela de Javier Payeras, Limbo. 8 El libro convertido ya en un clásico, por la inevitabilidad de su referencia, que mejor analiza este fenómeno escrito por Naomi Klein se titula The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism. 7

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ticas del capitalismo tardío. En tanto figuración dolida, el testimonio que insiste en la martirología de la voz sentida de sujetos subalternos, este no solo participa de la constatación de una derrota –cuyo horizonte inmediato es redimido en los pliegues de las mercancías culturales–, sino también de circulación transactiva operada por las llamadas políticas de la memoria del Estado-mercado. En efecto, desplegada sobre la historia del horror de la guerra en Centroamérica, la reciente literatura de postguerra del salvadoreño Horacio Castellanos Moya y la del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa se compone como topología en la que la valoración e identificación del testimonio con la lucha de identity-politics por reconocimiento se eclipsa en el giro literario. Los textos de Castellanos Moya o Rosa, por solo mencionar a dos de los insignes escritores de la postguerra, constituyen el retorno de la ficción literaria. En el espacio de esta literatura surgida de los efectos de la guerra y como consecuencia del agotamiento de los proyectos revolucionarios, el giro literario se radicalizará desde la condición límite de enunciados que testifican, sin el esencialismo de la voz subalterna de la lógica testimonial, los horrores de una guerra que no ha dejado de ocurrir, determinando los espacios microsociales de coexistencia social, cultural y política. A diferencia del testimonio, la literatura que ha emanado de la postguerra centroamericana no se disculpa de su dependencia originaria en la ficción. Por el contrario, esta encuentra en la inmanencia creativa de la ficción no solo el diálogo cruzado, entrelazado e interno a tradiciones literarias latinoamericanas y europeas, sino también la potencia des-narrativizadora del reduccionismo testimonial centrado en políticas del reconocimiento identitario y/o en el victimismo solidario hacia los afectados por traumas de la guerra. Novelas y recopilaciones de cuentos como Con la congoja en la pasada tormenta (1995), El asco (1997), Insensatez (2002), Tirana Memoria (2008), El arma en el hombre (2001) y La Sirvienta y el luchador (2011) de Castellanos Moya o Que me maten sí… (1997), Ningún lugar sagrado (1998), El material humano (2009) y Severina (2011), de Rodrigo Rey Rosa, entre otras, componen el espacio literario de ficciones que buscan diseminar el referente identitario que caracteriza al giro cultural. La literatura centroamericana abrirá la ficción a lo real de la guerra que no deja de pasar y que se presenta bajo una línea de fuego cuyas ficciones no solo han dejado de estar determinadas por la guerra fría, sino también por aquella modernidad criolla que hacía de las diferencias schmittianas de amigo/enemigo el 99

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epicentro de la violencia.9 El giro literario desoculta la guerra genocida que la reaganomanía llevó a cabo en nombre del anticomunismo. Este desocultamiento muestra la monstruosidad de las formas en que la guerra se ha metamorfoseado y, así, ha colonizado todos los espacios cotidianos a través de fenómenos de violencia postsoberana cuya característica naturalizada va de las guerras del narco a formas de explotación de los inmigrantes a escala planetaria. Al mismo tiempo que ocurre este fenómeno contemporáneo, el giro hacia la literatura constata que la postguerra es la guerra sin “enemigos” políticos y, así, es guerra postpolítica y postsoberana cuyo máximo punto de articulación sería la topología que hoy ocupa el “narco-mundo”. Los fenómenos de violencia postsoberana están estrechamente atados a las políticas neoliberales que produjo el triunfo de los Estados Unidos sobre los proyectos alternativos al capitalismo en América Latina. Los efectos de la violencia o lo que incluso podemos calificar como stásis de una guerra civil más allá de la guerra nacional, en su punto más temperado, están también fuertemente relacionados con las implicancias del narcotráfico y la proliferación de pandillas cuya violencia co-existe con el agotamiento de referentes ideológicos y de agrupación colectiva. A través de escenarios cotidianos y de permanentes regresiones a una desvirtuada memoria de guerra sin enemigos convencionales, las sociedades neoliberalizadas hiperbolizan la violencia en la guerra hobbesiana “de todos contra todos”.10 Esta es la guerra que ocurre en los interdictos acéfalos del agotamiento de la soberanía moderna y, así, ocurre como radicalización consumada y triunfante del Estado policial-especulativo del liberalismo tardío. La guerra de todos contra todos es la guerra neoliberal que encuentra sus puntos de “desate” en la discriminación racial, en la violencia contra los inmigrantes y la población indígena, en la destrucción de lazos materiales de solidaridad colectiva e individual. Se trata de una guerra postnacional que insemina los espacios cotidianos de las relaciones sociales sin diseminar la violencia estructural del capitalismo contemporáneo. La guerra postsoberana es la “guerra de guerrillas” movilizada por el capital transnacional y sus formas de especulación financiera, cuyos efectos llevan imprecisos nombres tales Véase sobre todo el célebre libro del jurista alemán Carl Schmitt El concepto de lo político (varias ediciones). 10 Este escenario ha sido descrito por Beatriz Cortez a través de lo que ella llama el desencanto. 9

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como daño colateral, crisis ecológica, crisis de lo los valores, precarización laboral, guerra del narco, etc. A diferencia de aquella literatura que acompañaba procesos de violencia revolucionaria en la obra de Roque Dalton o la poesía de Ernesto Cardenal o, incluso, ya en su ocaso, la novela de fines de los noventa, Margarita está linda la mar (1998) de Sergio Ramírez,11 la topología que configura la literatura postestimonial de Castellanos Moya y Rey Rosa, entre otros, no es tanto la del compromiso político y militante. Por el contrario, se trata de un tipo de literatura marcada por el desencanto o, más precisamente, por la condición postmilitante de la postsoberanía. No obstante, el giro literario de esta narrativa es la fuerza figural que en medio de la catástrofe acontecida constata el malestar social, político y la debacle económica de la postguerra centroamericana. En la narrativa de Rey Rosa y Castellanos Moya, la violencia es anamórfica porque se da en el marco de la guerra sórdida y acéfala que produjo el neoliberalismo. Esta violencia que cala todos los poros del cuerpo social funciona como el “encuadre” de una insoportable guerra que sobredetermina el campo social y obstruye las arterias de una alternativa a las sociedades neoliberales de la postsoberanía. En un contexto postpolítico, es decir, de retirada del horizonte emancipatorio de la política, las recientes obras de Rey Rosa y Castellanos Moya des-narrativizan las ideas apocalípticas del fin de la literatura. Escrita en los albores del siglo XXI –y a diferencia de la literatura del Boom latinoamericano y de las “alegorías de la derrota”12– la literatura de Rey Rosa y Castellanos Moya co-habita en la interioridad de los procesos de descomposición de la soberanía. De manera ejemplar, esta Novela en la cual se vislumbra el ocaso, el desencanto de las prácticas políticas y militares de la violencia revolucionaria. Una interesante lectura de la novela de Ramírez se puede encontrar en un artículo de Ileana Rodríguez. En su “Estéticas de esperanza, memoria y desencanto: constitución letrada de los archivos históricos” Rodríguez nos indica que en la ficción post-revolucionaria es la cotidianeidad la que alberga el lugar del desencanto militante. Rodríguez verá con justa razón que el desencanto es también el exceso de expectativas con respecto a la democracia. En este mismo registro habría que situar el artículo de Ignacio Sarmiento y su análisis de la novela de Payeras. 12 Esta expresión pertenece a la traducción al español del libro de Idelber Avelar The Untimely Present: Postdictatorial Latin American Fiction and the Task of Mourning (1999) como Alegorías de la derrota, publicado por Ediciones Cuarto Propio. 11

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descomposición puede verse a partir de dos novelas escritas en periodos distintos: Caperucita en la zona roja de Manlio Argueta (1977), y El arma en el hombre de Horacio Castellanos Moya (2001). Olvidada por el boom testimonial y por la velocidad martirológica de la acumulación de archivos, la extraordinaria novela de Argueta narra una guerra que aún pertenece a la composición soberana. Es decir, narra la experiencia de una guerra partisana que aún pertenece a la disputa moderna por ocupar la soberanía a través del proyecto político del FMLN.13 En cambio, la de Castellanos Moya es ya el repliegue en la descomposición de la modernidad criolla y el ingreso en la violencia postsoberana de las últimas tres décadas. Aunque desde intensidades temporales y procesos políticos distintos, ambas novelas re-escriben la violencia sobredeterminada por el sistema interestatal de la modernidad; ambas dan cuenta del proceso de descomposición de la soberanía nacional de El Salvador y su caída en la subordinación global del capital comandada por la hegemonía de la política neoliberal y, así, ambas narrativas alegorizan la derrota y el fracaso del imaginario moderno de la izquierda. Sin embargo, de la novela de Argueta aún podemos extraer aquellos lugares en que el imaginario de la literatura tiene una cierta confianza en la politicidad del arte y la política. La novela de Argueta, situada en los albores de la resistencia y la organización de los grupos guerrilleros en El Salvador de fines de los años setenta, narra la complejidad cotidiana de la inscripción de una sociedad civil desgarrada por una guerra que todavía se despliega en el interior de la soberanía criolla. En su condición de obra artística Caperucita en la zona roja es una máquina de guerra14 que habita la paradoja de estar inscrita en el movimiento negativo de lo que hace de la literatura su potencia y, a su vez, des-inscrita en el mismo pliegue de sus infinitas posibilidades de autonomía y, así, también, de impotencia. En otras palabras, el doblez de la potencia de la literatura es inscripción y des-inscripción en el movimiento de interpelación del poder. Por un lado, puede quedar atrapada en las concesiones a la voluntad de poder cuya potencia para ser debe abismarse en la posibilidad de su no-poder. No poder acceder a la consumación material del lugar tomado “por otros” de la soberanía es haberse abismado en la Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Uso la noción de máquina de guerra en el sentido que le han dado Deleuze y Guattari en Mil mesetas. 13 14

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impotencia de poder. Por otro lado, aunque la literatura participa de la voluntad de poder –agenciada, por ejemplo, en los engranajes del imaginario guerrillero– en sus pretensiones deliberadas o no buscadas de autonomía, la existencia de sus enunciados se encuentra siempre inscrita y desinscrita del movimiento autónomo de la potencia. Esto es lo que, precisamente, “puede el cuerpo” de la literatura de Argueta. En su potencia literaria, Caperucita en la zona roja, es una máquina de guerra que funciona como contra-poder al poder de la soberanía nacional regulada por el sistema interestatal de la modernidad y dominada (neo)imperialmente por los Estados Unidos. Permaneciendo en los intersticios inmanentes a la soberanía la novela hallará la posibilidad de una otra soberanía, esto es, la soberanía de la literatura y el arte en tiempos de guerra contra-imperial. III. Caperucita, contra Jobes En las páginas de Argueta, el impulso anti-imperial y la lucha política contra el intervencionismo de los Estados Unidos por parte de los guerrilleros del “pulgarcito de américa” están expuestos como trasfondo de una temporalidad dominada por un concepto fuerte de lo político. Así, la stásis que desgarra a la sociedad, al mismo tiempo la escinde desde el movimiento de una guerra en la que la distinción amigo-enemigo no se presta a equívocos.15 Se trata de una distinción fuerte que moviliza nacionalmente la resistencia al modelo de acumulación capitalista comandado por la lógica imperial de los Estados Unidos. En la narrativa nacional de Argueta la stásis es todavía territorial y, por lo mismo, hay personajes-partisanos o, si se prefiere, partisonajes que definen posiciones de amistad y enemistad según la cláusula del enemigo interno y, sobre todo, continental con respecto al territorio. El partisonaje es un efecto de la guerra territorial y, así, de la guerra que ocurre en el trazado del diagrama de la soberanía. Por supuesto, en décadas anteriores a las de Argueta, el compromiso de la literatura es también partisano y está del lado de la lucha anti-dictatorial y anti-imperialista. La paradigmática novela guatemalteca de Miguel Ángel Asturias El Señor presidente (1933) inspirada en la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, por ejemplo, se halla, como muchas otras novelas de dicPara una explicación exhaustiva sobre la diferencia amigo-enemigo como definición de lo político el lector interesado puede consultar el clásico texto de Carl Schmitt.

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tadores latinoamericanos, desplegada en la matriz territorial de la lucha anti-dictatorial y anti-imperialista que toma lugar en la topología política y territorial del concepto de soberanía. La novela de Argueta sigue la estela de la novela inscrita en la modernidad criolla de resistencias y voluntades de cambio en la superficie de una stásis que es inherente a la soberanía territorial. De esta manera, Caperucita en la zona roja narra en territorio salvadoreño la línea interna de enemistad nacional a través del acoso permanente de un aspirante a poeta al que la policía intenta seducir y ganar para sus filas. Este poeta es el partisonaje desde el cual la novela describe la fuerza o plasmación cotidiana del concepto de soberanía nacional internalizado –sin duda desde la época poscolonial y republicana de América Latina–, tanto en los policías que buscan apagar la subversión, como en los subversivos que permanecen en las sombras de una clandestinidad siempre inminente y al acecho del poder. Como condensación literaria de la soberanía, la policía forma una parte importante en el relato de Argueta y constituye el núcleo de la posibilidad que la ficción tiene de narrar la violencia moderna que desde el Estado-soberano acosa la movilidad territorial y la cotidianeidad de los personajes de la nación. Desde la magistral pluma de Argueta emana una perorata cotidiana y nacional sobre la pobreza y la crianza a base de tortillas con sal: se trata de la locución de uno de los policías y, por lo tanto, de la constatación de que en El Salvador la policía organiza, desde la cultura y el lenguaje popular, el orden del Leviatán en tanto orden de defensa de la propiedad burguesa: Estamos para que las cosas no se sobrepasen, para cuidar el uno del otro, porque es verdad eso que dijo ese gran filósofo Jobes, sí creo que él es, el hombre es lobo del hombre. Así es que nadie toque lo que es del otro, que el respeto al derecho ajeno es la paz, como dijo ese estadista mexicano, no obstante era indio. (87)

Las referencias del policía son al autor del Leviatán (obra cumbre de la filosofía moderna) y a Benito Juárez, prócer mexicano de fines del siglo XIX. Pero se trata de un Hobbes o “Jobes” –como lo llama en el lenguaje cotidiano y popular el policía de la novela de Argueta– leído desde la conciencia subalterna de un policía que ha internalizado los principios de una modernidad centroamericana cuya lógica territorial y soberana es la defensa de la propiedad privada y, en efecto, la defensa de las estructuras del orden del capital. La mención a Benito Juárez del policía es capaz de 104

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revelarnos que a pesar de que el policía es indio lo que importa en cuanto ley de la propiedad es el hecho de que el correlato de la paz es el respeto a lo “ajeno”. Ambas frases arrancadas a Hobbes y a Juárez no están expuestas en un registro histórico o filosófico, sino literario. Sin embargo, ambas hablan de la configuración soberana del Estado y de los enemigos de la propiedad como agentes del caos, como opositores a la paz. En Caperucita en la zona roja lo que la policía busca es castigar el desvío de la sociedad ordenada y la concepción –a pesar de que lo haya dicho un “indio”– de la propiedad privada. De hecho, el relato de Argueta sugeriría que aunque sea “indio,” si defiende la propiedad, está bien puesto que contienen el caos y hace necesaria la coerción. En Argueta los partisonajes subalternos que trabajan asegurando el orden del capital nacional e imperial desocultan el lenguaje cotidiano de la policía para mostrar que el dispositivo de la soberanía no opera tan solo desde los pedestales divinos del poder, sino también desde el espacio molecular e inmanente a la violencia que desata en lo cotidiano. Las citas a la filosofía de Hobbes y la deliberación biopolítica o racial que identifica a un prócer mexicano con la “desafortunada” condición de “indio” abren el texto literario a la constatación de que la biopolítica no solo es inherente a la soberanía moderna, sino que esta también es constitutiva del espacio cotidiano y, en efecto, constitutiva de modos de subjetivación subalterna capaz de sostener un orden opresivo y de “servidumbre voluntaria”. Compuesta por la metafísica nacional y a través de una narración de la subjetividad policial, Argueta también mostrará que la composición de la soberanía en Centroamérica se inscribe como violencia imperial arraigada en lo más íntimo de la conciencia servil de la policía. Caperucita en la zona roja es, así, capaz de recrear el contenido subjetivo del “desarrollo desigual y combinado” que sostiene a los regímenes de acumulación del capitalismo nacional e imperial. Narrando escenarios que pertenecen a la vida de la conversación cotidiana, Argueta da cuenta de la subjetividad de una policía salvadoreña solidaria con los Estados Unidos mostrándonos que este modo de subjetivación –tan subalterno como el de los guerrilleros anti-imperialistas– custodia, desde movimientos de violencia moleculares, la lógica imperial de acumulación capitalista. A partir del discurso de los pobres y su espiritualizada relación con el dinero, la retórica de solidaridad hacia lo imperial naturaliza los regímenes de acumulación del capital desde una subjetividad, 105

El lugar de la literatura en el siglo XXI

digamos, desarrollista e instalada en el sentido común. Que los pobres se pongan a trabajar y verán cómo se les llenan las arcas, que se pongan a ahorrar (…). Centavo ahorrado, centavo ganado. Por otro lado, cuidamos al país de cualquier agresión extra continental, y quienes nos quieran distanciar del gran pueblo de los Estados Unidos están muy equivocados, ellos nos compran el café a buenos precios, el algodón también; ellos nos ayudan a ser grandes, nos prestan dinero para líneas férreas y carreteras. (167)

De nuevo aquí el dispositivo en lengua-boca del policía revela la disposición conectiva de la soberanía nacional y los regímenes de acumulación del sistema interestatal de la modernidad. De esta manera, la novela de Argueta busca enunciar lo que sugiero llamar una cuasi-inmanencia al discurso de la soberanía y sus efectos en la diagramación cotidiana de la violencia molecular y, por lo tanto, de la subjetividad alojada en la servidumbre voluntaria de la subalternidad policial que opera inmediatamente en los espacios íntimos de la cotidianidad. Caperucita en la zona roja muestra que es en lo cotidiano que la violencia de la soberanía actúa, custodia la propiedad y las formas (neoimperiales) de intercambio desigual. La persecución de grupos que se encuentran del lado enemigo de la línea de división política se naturaliza desde el dispositivo policial. Pero aquí lo policial debe también entenderse como un modo de la subjetividad que domina patrones culturales y de conducta más allá de lo policial. Este modo de subjetividad encontrará, sin embargo, su opuesto radical en la poesía y cuyo papel protagónico Argueta lo hará coincidir con la experiencia poética de los micro-espacios de la palabra íntima (la Hormiga). En la narrativa de Caperucita en la zona roja la poesía ocupará el lugar de lo anti-policial y respecto de los dispositivos de la soberanía la experiencia poética permanecerá en una especie de cuasi-inmanencia a la soberanía moderna. En otras palabras, si la posición política de los grupos de guerrilla que proliferaron durante los gobiernos militares de El Salvador tenía la voluntad de ocupar por la violencia el espacio de la soberanía –soberanía que, sin duda, Argueta alegoriza en la conciencia del policía y sus vagos y vulgares conocimientos de filosofía–, la poesía y la literatura ocuparían desocupando los lugares colonizados de las experiencias de violencia. En este sentido, entiéndase por cuasi-inmanencia el lugar de apertura que la propia literatura, y en particular la novela de Argueta, ofrece a través de la referencia a las artes para evitar la caída completa en los dispositivos soberanos de regulación y administración del espacio cotidiano. En la narrativa 106

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de Argueta, el arte y la poesía es lo que está y al mismo tiempo no está inscrito en la violencia de la soberanía, y en tanto experiencia de interrupción de lo cotidiano policial éstas nunca abandonan las escenas de la novela. La incesante atmósfera de la fotografía que cuelga en el espacio de la casa de la Hormiga –personaje femenino y des-inscrito de la posicionalidad soberana que define a los amigos de la policía y a sus enemigos– detona la devoción y el deseo del poeta-narrador en contemplar una temporalidad que habla –quizás en términos femeninos– de la posibilidad del arte y la poesía como experiencia del afuera. ¿Pero de qué afuera se trata? ¿Qué experiencia podría tener lugar en el afuera de los poderes que configuran nuestras existencias? En primer lugar, se trata del afuera de la violencia que acecha el orden de la existencia cotidiana y, por lo tanto, de la poesía y el arte como experiencias de la libertad. No obstante, el afuera nunca es tal y, por lo mismo, preferimos llamar cuasi-inmanencia a la experiencia que en contextos de violencia está y no está colonizada. Es importante, en este sentido, notar que en la narración de Argueta hay una referencia permanente a la fotografía como pausa en el tiempo y, así, como congelamiento de la experiencia que el arte corta, pone en pausa, para indicar algo otro que la pura colonización de la violencia sobre el cuerpo social. Las fotografías de Caperucita en la zona roja están ligadas a la temporalidad de la pausa y del “reparto de lo sensible” como promesa estética, es decir, como promesa de un tiempo otro al tiempo que ha sido colonizado por la violencia de la guerra. Esta promesa lleva nombre de mujer y, además, se entrelaza con la fuerza sensible de un cuadro del pintor y muralista salvadoreño Camilo Minero. La referencia de Argueta a Minero no es casual ya que los cuadros del pintor juegan con la insinuación geométrica de los cristales interviniendo el rostro de mujeres y hombres (como, por ejemplo, el cuadro “Rostro de Pordiosera”). Si levantamos la hipótesis de que para Minero lo irrepresentable en pintura es el rostro, lo que aparece de manera indiscutible es que lo irrepresentable en Caperucita en la zona roja no es –como fácilmente podría pensarse– la guerra sino, más bien, la experiencia poética como experiencia no colonizada por la violencia de la guerra contra las guerrillas. Es precisamente la poesía la que en la novela constituye una especie de afuera/adentro (cuasi-inmanencia) a la violencia por la ocupación del espacio en disputa de la soberanía. En efecto, Argueta hace de la poesía el lugar mismo de lo infigurable, 107

El lugar de la literatura en el siglo XXI

es decir, la experiencia (im)posible de la intimidad de la palabra en los intersticios de la guerra siempre inminente, de la guerra ocurriendo molecularmente en la colonización de los espacios cotidianos. Pues, en nombre de la soberanía, la guerra como espacio de la violencia cotidiana es lo que siempre está ahí, en cambio, la poesía como experiencia es lo que a pesar de la guerra se retira, se sustrae bajo la tonalidad de lo que podría tomar lugar. Pero ese tomar lugar ocurre solo en virtud de la palabra íntima de un “sujeto” (la Hormiga) que en la indiferencia de la posición política afirma la experiencia de la guarida, la morada de la palabra que en “tiempos de guerra” acaricia los cuerpos. Desde la caricia, la poesía es lo irrepresentable porque escapa sin escapar a la violencia cotidiana del tejido molecular de la línea que divide a amigos de enemigos, a policías de guerrilleros. Pero que haya caricia no significa que la experiencia es la negación de los muertos y, así, de los fantasmas que pueblan los desgarros de la sociedad salvadoreña. La poesía es también la topología de muertos y fantasmas que pueblan los intersticios enunciativos del giro literario. En la morada del enunciado literario de Argueta los fantasmas –en nombre de la poesía cuya pulsión es lo irrepresentable– buscan su afuera metiéndose dentro de la escritura como arte de una guerra de guerrillas por la experiencia de la palabra cuasiinmanente a la guerra capitalista que apila muertos, negando la experiencia como otro modo que de la guerra. Se trata del arte de la escritura y de la propia escritura de Argueta –pero también la del insoslayable fantasmapoeta de Roque Dalton– como agujero por donde respira la experiencia de una voluntad que sin escapar de la guerra afirma la experiencia del amor y la política como lugares sin lugares. En un sentido similar a Caperucita en la zona roja, Philippe LacoueLabarthe interpreta la poesía de Paul Celan como experiencia íntima del abismo. A partir de la experiencia poética Lacoue-Labarthe considera que el abismo al que el lenguaje de lo extraño e infigurable nos arroja se debe a una especie de dolor del arte, dolor del lenguaje, y que por eso “la poesía toma lugar, puede tomar lugar en el arte. Pero este lugar no es cualquier lugar. El lugar de la poesía que toma lugar, en todo momento, es el lugar sin lugar de la inmensidad de lo íntimo” (54). Como arte literario, la novela de Argueta sostiene sin atar a la poesía, es decir, la sostiene sin sostenerla para que a través de ella respire la promesa de la cuasi-inmanencia a la soberanía, es decir, para que el orden cotidiano dominado por la metafísica nacional-soberana pueda respirar el aire de esa extrañeza provocada 108

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por la lengua de las artes. Argueta introduce la figura de un poeta y de la experiencia de la poesía como arte de una soberanía que no es la de la guerra capitalista. No obstante, Argueta sabe que escribe en tiempos de guerra y que la respiración poética del arte de la literatura surgen a costa de los muertos que hacen respirar a la literatura para volver a sumergirla en el espacio de la violencia soberana y contra-soberana y, entonces, en el espacio de las líneas de muerte que la voluntad de nación provocó durante los conflictos armados en El Salvador. En tiempos de guerra por la disputa nacional de la soberanía, la poesía se vuelve pesadilla, huele demasiado a muerto. Argueta convoca a fantasmas para exorcizar la muerte y, quizás, exorcizar la propia lógica de la violencia que abre la lucha por el espacio de la soberanía. En los nombres de Miguel Hernández, de Nazim Hikmet, de Pablo Neruda –todos ellos mencionados por Argueta– y, sobre todo, del poeta asesinado por la “bala amiga” de la metafísica revolucionaria, Roque Dalton, Argueta busca el cuerpo del fantasma de la poesía que habita en la interioridad de lo literario como experiencia del afuera. Sin embargo, el deseo de afuera revela en la interioridad poética de la literatura el reconocimiento de la inmanencia a la guerra capitalista del estado de excepción “como regla generalizada”. Por eso Benjamin no dudará en decir –contra la tesis de Schmitt– lo siguiente: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción es la regla. Tenemos que llegar a un concepto de historia que le corresponda. Entonces estará ante nuestros ojos, como tarea nuestra, la producción del verdadero estado de excepción; y con ello mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo” (53). La guerra perpetrada en Centroamérica es guerra capitalista y el Estado-soberano, bajo la lógica histórica de la violencia mítica del Derecho burgués, más que ser una instancia al servicio de administrar la decisión soberana sobre la vida y la muerte ha llegado a constituir una mera instancia al servicio de los intereses transnacionales de los Estados Unidos. Así, la guerra no fue otra cosa que una máquina entrelazada a formas criminales de la guerra capitalista. Y, además, de asegurar el estado de excepción como regla clausuró casi completamente la promesa de la experiencia poética. No obstante, lo que intenta Caperucita en la zona roja es des-inscribir la experiencia de la zona custodiada por la violencia mítica del derecho burgués que defiende la policía. No obstante, la captura de la experiencia poética resiste a la razón biopolítica de la soberanía y, por lo tanto, consuma literariamente el deseo de afuera como aquello que se 109

El lugar de la literatura en el siglo XXI

opondría a la lectura de Theodor Adorno de que después de Auschwitz la experiencia poética se encuentra cancelada y agotada en la destrucción técnico-teológica llevada a cabo por el punto más temperado de la razón biopolítica. En el despliegue biopolítico que Argueta, como hemos señalado, denuncia a través de las figuras de Hobbes y Juárez, la violencia de la guerra del capital por controlar la soberanía deviene topología que, por un lado, está racializada y, por otro lado, opera, sin nunca desalojar la cuestión racial, como cinturón protector de la propiedad burguesa. Así, en la novela la experiencia poética calcula sin calcular su resistencia, su intento de salir fuera del racismo y la propiedad burguesa. La novela escribe un modo de des-narrar el respeto por lo ajeno como condición de la paz porque sabe que el humanismo de la propiedad es lo que internamente se acopla a la soberanía burguesa de la lógica acumulativa del capital. En este sentido, Caperucita en la zona roja orienta la experiencia de la escritura a la lucha política y a la experiencia de lo que, a riesgo de muerte, expone a los partisonajes a la experiencia del afuera. En esta relación con el afuera, la cuasi-inmanencia es la posibilidad de la diseminación del lugar biopolítico de administración de la vida y de la muerte. El afuera como resistencia es una contra-violencia ético-estética a la soberanía biopolítica capital. Este es precisamente el punto en que podemos recogernos en las páginas de la novela de postguerra de Horacio Castellanos Moya El arma en el hombre, para entenderla como máquina que pondrá en marcha una ética capaz de hacer que la literatura de postguerra pueda pensarse también como proximidad a lo irrepresentable. IV. Robocop, la máquina asesina de la postsoberanía A diferencia de la respiración de Argueta en y desde la poesía como partisonaje importante de Caperucita en la zona roja, la novela de Castellanos Moya sintoniza con lo irrepresentable de la violencia que dejó la postguerra, es decir, sintoniza con la pila de muertos y con las huellas de cadáveres insepultos que expresan la memoria viva que pone en marcha una multiplicidad psíquica de fantasmas. El arma en el hombre –novela paradigmática de los fenómenos de postsoberanía– narra esa insoportable fase del capitalismo que desterritorializó los conflictos políticos hasta el punto de disolver en la derrota la propia posibilidad de que la literatura

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encuentre una agencia política dentro de los marcos de la lucha por la soberanía. Escrita como narrativa que está más allá del testimonio y de la subjetividad del desencanto como espacio de descomposición de las luchas políticas en Centroamérica, Castellanos Moya no dialoga –o, al menos, no abiertamente– con la constelación de poetas fantasmas de la narrativa de Argueta, sino, más bien, con la experiencia de una escritura hiperbolizada por la violencia postsoberana. La novela, en otras palabras, está inscrita en la violencia del capital en su fase más temperada de usura especulativa, es decir, inscrita en la violencia postsoberana sin posibilidad de imaginar su contención. Se trata, entonces, de una novela en la que la escritura de la catástrofe de la soberanía nacional arrojó la posibilidad de la “coexistencia pacífica” a la guerra neoliberal de “todos contra todos”. El arma en el hombre está inscrita en el marco de los acuerdos de paz entre guerrilleros y el gobierno y, así, también en la catástrofe y la devastación de la guerra. Lo que separará a Caperucita en la zona roja de la novela de Castellanos Moya es, quizás, una cierta fidelidad a la palabra íntima del poema como experiencia. No obstante, lo que las une a destiempo es la experiencia de la escritura como experiencia de libertad. Castellanos Moya escribe como contemporáneo del periodo de postguerra y de derrota del legado de los nombres que Argueta enuncia como íconos de la lucha guerrillera y de la promesa de revolución social. El nombre ágrafo de Farabundo Martí –quien no escribió, nos recuerda Argueta– y de ese personaje tan vivo en el imaginario de los revolucionarios centroamericanos, como fuera el nicaragüense Carlos Fonseca, forman la otra cara de una moneda ya pasada de la escritura y reescritura de la violencia y de la historia en Centroamérica, moneda que espectraliza el sin retorno de las figuras que atormentaron las políticas imperialistas de los Estados Unidos en el Salvador y Nicaragua. La narrativa de El arma en el hombre –título que sugiere la interioridad absoluta de la violencia de postguerra– está inevitablemente des-inscrita de la composición normativa del sistema interestatal de la modernidad. Esta des-inscripción no es, por cierto, estilística, no es una des-inscripción del campo de la literatura. Como ya hemos dicho, Castellanos Moya es, por el contrario, uno de los autores que compone la literatura postestimonial o lo que aquí estamos llamando el giro literario. Lo que parece ser un fenómeno de prácticamente todo el giro literario es el hecho de que la inscripción de aquella política de la escritura que se orientaba hacia el compromiso con el activismo político y las agendas de la guerrilla revolucionaria en 111

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Centroamérica se halla agotado. De manera que los nombres insignes del poeta salvadoreño Roque Dalton y de Ernesto Cardenal, o, incluso Gioconda Belli, en Nicaragua o aquellos que evoca la novela de Argueta no son ya los nombres de la empresa soberana de la revolución nacional. Dalton y Cardenal son los nombres más populares de la vanguardia poética centroamericana, cuya característica principal fue el hecho de que su poesía definió un modo de expresión artístico a partir del compromiso militante. En otras palabras, se trata de nombres que pertenecen, al igual que el de Argueta o Camilo Minero, al ciclo del arte de la escritura como inmanencia o cuasi-inmanencia a la territorialidad de la soberanía nacional. Por el contrario, El arma en el hombre, y prácticamente toda la literatura centroamericana del giro literario, está des-inscrita de la orientación hacia las metafísicas nacionales de la política militante centradas en las soberanías de la modernidad criolla. Sin embargo, esta desinscripción no es tanto una voluntad de arte de los escritores del giro literario, si no, más bien, el repliegue de la literatura en la composición postsoberana de la violencia neoliberal. Esto no quiere decir que las novelas del giro literario sean novelas descomprometidas con las nuevas formas de la lucha social y política en Centroamérica, sino simplemente que están desinscritas de la superficie en la cual la narración buscaba ineluctablemente una cierta complicidad con la política y, por lo tanto, con el espacio de disputa política dentro de las tensiones del concepto moderno de soberanía. El arma en el hombre es una alegoría del fin de la guerrilla en Centroamérica y de la postderrota de las izquierdas guerrilleras y soberanistas. Pero sobre todo es un relato que habla de la descomposición nacional e identitaria de las formas modernas de desarrollo de los conflictos políticos y armados. Así, la narrativa de Castellanos Moya sintomatizará la guerra capitalista de la postguerra en Centroamérica como disolución de la stásis centrada en la guerra civil nacional. En efecto, el giro literario –y en particular la novela de Castellanos Moya que analizamos aquí– narrará la hiperbolización de la violencia mítica producida por la lógica postsoberana de una stásis puesta en marcha por el patrón global de acumulación capitalista. El relato se condensa en la figura hiperbólica de un comando que lleva el apelativo de Robocop y que debido a los acuerdos de Paz ha quedado desempleado. Robocop alegoriza la emergencia indistinta de la violencia acéfala y el contexto globalizado de la postsoberanía. Esta indistinción re112

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corre todo el relato de la novela haciendo hablar a su personaje desde una historia subalterna, pero contada desde el lado infigurable de un soldado del “pueblo” al servicio de la lucha anti-subversiva. De esta manera, El arma en el hombre tiene como escenario una transición política cuya característica es la desaparición de los conceptos que –al menos para Carl Schmitt– definen lo político, precisamente, en la distinción entre amigo-enemigo. En la diseminación de estos conceptos provocados por los acuerdos de paz, Robocop –el anti-héroe subalterno– se convierte en un mercenario sin distinción soberana y, expuesto a la descomposición brutal de la diferencia entre amigo-enemigo, deviene una máquina de dar muerte. Aquí, la hiperbolización tropológica de la violencia estaría ligada al proceso de indistinción que pone en marcha la crisis de poderes globales que originó el derrumbe del bloque socialista. El derrumbe de estos capitalismos de Estado, produjo el fin de la política articulada en el espacio de la metafísica de la modernidad, y generó como efecto la indistinción del enemigo como apertura a la violencia acéfala. En El arma en el hombre, las figuras de la poética revolucionaria y su coincidencia con las vanguardias políticas como componentes de las disputas por quién controla el espacio de la soberanía se des-componen o incluso (creo que no sería abusivo decirlo) se de-construyen como consecuencia de la modernización no moderna del capitalismo mundialmente integrado. La caída de los referentes de cierta izquierda literaria (la que he mencionado, por ejemplo, a propósito de Argueta) y la consumación de una especie de retirada de la experiencia poética orientada dentro de los valores de la modernidad política, habría cancelado la contra-violencia ético-estética como posibilidad de afuera, o como posibilidad de lo que aquí hemos estado llamando cuasi-inmanencia al poder del sistema interestatal de la modernidad. Si esto es así, El arma en el hombre podría ser leída, por un lado, como un artefacto que constata la retirada de la contra-violencia como fracaso de los proyectos estético vanguardistas. Bajo la guerra sórdida de la postguerra en Centroamérica y en la inmanencia de fenómenos postsoberanos, el giro literario de la novela narra la indistinción de la violencia con la lógica global de acumulación del capital. La caída en la inmanencia postsoberana, en otras palabras, se caracterizaría por la nihilización sin transvaloración y sin punto de retorno a los valores de la modernidad. Por consiguiente, no hay retorno a las vanguardias que del lado del imaginario guerrillero orientaban la lucha política en el interior de la metafísica nacional-soberana y, así, 113

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de procesos de escritura cuya superficie imaginativa hacía de la soberanía moderna su morada. Por un lado, la descomposición de este imaginario es consecuencia de la destrucción de la línea política e ideológica entre amigo-enemigo de la cual dependía no solo el concepto de lo político, sino también la especificidad de la stásis moderna entendida, en un sentido lato, como guerra civil. Lo que la novela capta extraordinariamente es la desestabilización total de esta línea divisoria, pudiendo, así, sintonizar con la crisis del concepto de stásis como guerra civil entendida dentro de los marcos de la soberanía moderna. De manera que la atmósfera de violencia acéfala de la novela de Castellanos Moya logrará captar un nuevo tipo de violencia cuyas dimensiones de brutalidad y horror aún están lejos de poder ser representadas o alegorizadas por formas convencionales del dispositivo testimonial. Por otro lado, la descomposición es también descomposición de formas de sociabilidad política cuyos referentes hacían posible reconocer en el poder imperial de los Estados Unidos, por ejemplo, un enemigo visible y, por tanto, un enemigo que producía lazos de cohesión política, social y partidista. En el contexto de la postsoberanía, por el contrario, el imperialismo norteamericano no solo no es repelido, sino que además, es deseado como paradigma civilizatorio. Este es, precisamente, el paradigma puesto en crisis por la novela Castellanos Moya. A través de un personaje subalterno que marcará el fin de los partisonajes a lo Argueta o incluso el fin de la poesía agenciada al imaginario de la violencia revolucionaria a lo Dalton, El arma en el hombre mostrará que el testimonio subalterno no es solo el “discurso fracturado y traumático” de quienes han padecido tortura, desapariciones y tragedias en su cuerpo subalternizado por lógicas perversas de poder, sino también la imposibilidad del habla de aquellas “capas” de la subalternidad que han perpetrado crímenes contra la humanidad. Los subalternos, instrumentalizados por la violencia desmedida del poder, usados como el garrote de las mafias gubernamentales o como batallón de ejércitos genocidas, han sido poco o casi nada tematizados por el clamor de las epistemologías normativas con las que el discurso de las humanidades lee, quizá sin leer, los signos del presente. Por lo mismo, se puede decir que es solo a través del giro de la literatura que emana una problemática y, a su vez, una aproximación distinta con respecto a la atrofiada subjetividad del subalterno. Se trata de sujetos subalternos que en nombre de una ideología o, lo que es lo mismo, 114

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de la fidelidad a la ideología de la obediencia, se convirtieron en máquinas de matar. Para que: para que luego, en nombre de lo innombrable de una “postideología”, se convirtieran en el subjectum de “nuevos” “crímenes contra la humanidad”. Pero esta vez, los nuevos crímenes no tienen como soporte la ficción del concepto de soberanía moderna, sino más bien, el contexto de triunfo absoluto del capitalismo postsoberano. En este sentido, hay una subalternidad que sostiene a las “nuevas” máquinas de producción necropolítica de la postsoberanía, es decir, las sostiene como si se tratase de una especie de Sísifo armado e infinitamente virtuoso en su capacidad de dar muerte. Este es el fenómeno que Achille Mbembe describe advirtiéndonos que “[l]as máquinas de guerra están implicadas en la constitución de economías altamente transnacionales, locales o regionales. A menudo el derrumbe de las instituciones políticas oficiales bajo la presión de la violencia tiende a conllevar la formación de economías de milicias” (61-2). Sin embargo, en la novela de Castellanos Moya, esas milicias de las que habla Mbembe veremos que expresan la pasión acéfala de economías vinculas al narcotráfico globalizado y fuertemente vehiculizado por la crisis de gubernamentalidad que caracterizó al sistema interestatal de la modernidad. Como hemos dicho más arriba, lo que la lágrima cosificada y comercial de los testimonios no dejaba ver será visibilizado por el testimonio del personaje principal de El arma en el hombre: Robocop. Desde el principio de la novela, el testimonio de Robocop nos advertirá de la intimidad del subalterno que confiesa sus sospechas con respecto al fin de la línea divisoria entre amigo-enemigo (interno). Robocop se presta a dar testimonio de un proceso de descomposición del poder y de cuyo engranaje él se ve desenganchado como si la “máquina de guerra” para la cual él había sido reclutado en 1983, hubiese envejecido: No lo creí. Las negociaciones me parecían una estratagema, por lo que supuse que toda esa palabrería de los Acuerdos de Paz constituía una tregua, y que en pocas semanas entraríamos nuevamente en combate, para acabar de una vez por todas con la subversión. (…) [S]upe que mi vida estaba a punto de cambiar, como si de pronto fuese a quedar huérfano: las Fuerzas Armadas habían sido mi padre y el batallón Acahuapa mi madre. No me podía imaginar convertido de la noche a la mañana en un civil. (12)

El testimonio de Robocop es extraordinario porque no puede evitar dar cuenta de la superficie inmanente a la violencia que va a desatar la normalización de Centroamérica. El fin de la historia como fin de la lucha ar115

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mada o no armada por el espacio vacío de la soberanía habla desde su boca de soldado de una guerra fratricida comandada por lo que hoy conocemos como los artífices de las sociedades neoliberales. Así, la tropología de la literatura de Castellanos Moya hace hablar al soldado de la máquina de guerra con la cual se debía dar muerte a los grupos subversivos en Centroamérica. El subalterno que compone esa máquina de dar muerte es ficcionalizado por el habla que le otorga Castellanos Moya a Robocop. Así, la literatura hará posible aproximarnos a la violencia infigurable de la guerra después de la guerra. Lo que aterra de la narración es el hecho de que a través de la subjetividad del Robocop que estuvo al servicio de la asfixia de la subversión, vemos también aparecer de manera satírica que detrás de la máquina de asesinar está también el hijo de una madre operaria. Ese hijo, Robocop, es también el soldado de la razón popular de la defensa de la patria. Pero una vez “pacificada” la madre patria la pasión nacionalista por la caza de subversivos guerrilleros se acaba y Robocop es “desproletarizado” y sometido a los procesos de reconversión laboral. Desmovilizado como agente de los valores del Derecho burgués y en pleno ocaso de metafísica nacional de la modernidad criolla Robocop quedará cesante. El arma en el hombre movilizará la violencia descarnada de la postsoberanía y, así, revelará que la tropología de los personajes está abierta por el dominio absoluto de la abstracción de las máquinas de guerra en contextos en que las soberanías nacionales han dejado de regular y administrar la violencia. Robocop es el tropo de una violencia sin precedentes en la historia, esto es, violencia postsoberana. En otras palabras, consumación de la violencia hiperbolizada sin la contención de las líneas de amistad y enemistad que regulaban la interioridad de los conflictos sociopolíticos dentro del espacio estructurado por la modernidad. La desaparición del distingo que define lo político –el cual no le compete necesariamente a la literatura re-inventarlo– es algo que Jacques Derrida en su Políticas de la amistad lee e interpreta en el apóstrofe de Nietzsche cuando éste dice “Enemigos, no hay enemigos!”. El apóstrofe es un reclamo sobre la desaparición del enemigo y, a su vez, un tipo de enunciación que nos dispone al miedo de que todos somos enemigos; quizá habría que decir enemigos imperceptibles en un orden que intenta visibilizar absueltamente todo lo que se opone, es decir, todo lo que es lógica oposicional a las estructuras postsoberanas del capital. “Enemigos, no hay enemigos!” es la disposición de una cierta catástrofe que en la desaparición del enemigo nos haría a todos posibles enemigos del 116

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estado postpolítico. Podemos decir, desde el giro literario de Castellanos Moya, que la verdad de la desaparición del enemigo se encuentra en la comodidad testimonial de la violencia y las masacres cometidas en nombre de la nación, la defensa del intervencionismo militar de los Estados Unidos y, sobre todo, en nombre de la última guerra contra el comunismo llevada cabo por la política de Reagan. Por eso, el testimonio de Robocop es implacable en constatar y resistir la buena conciencia de las “almas humanitarias” señalando que la postguerra en la región de Centroamérica era la guerra contra la subversión política que hizo posible la última arenga de la “doctrina del shock”. En otras palabras, la arenga anticomunista que vincula a la política de Reagan con la última guerra en nombre de la democracia y el libre mercado como transición de la stásis moderna a la guerra sin guerra convencional del capitalismo postsoberano. De hecho, esto es lo que está ficcionalizado en uno de los encuentros de Robocop con exsoldados de la guerra anti-subversiva en Guatemala, y ya bajo un escenario en que el enemigo de la subversión comunista ha sido exterminado o se ha pactado con él para una transición política. Se escucha, así, la caída de la re-escritura de una violencia sin retorno moderno, de una violencia que testimonia la catástrofe de la frase que pone en discusión el texto de Derrida. La voz que habla en El arma en el hombre no es la de los vencedores, es la voz de la violencia acéfala de los enclaves de militares mafiosos, coludidos con el capital transnacional que re-inscriben el monopolio de la violencia del Estado, pero esta vez en un contexto de corrupción absoluta.16 El pasaje en el que estoy pensando como hiperbolización de la violencia y corrupción postsoberana es el siguiente: El hombre tenía una media docena de fincas en Alta Verapaz, dos de ellas en zonas colindantes con los teatros de operaciones de la guerra antisubversiva. Los otros cinco escoltas del coronel también habían sido soldados –“kaibi-

La diseminación del enemigo como estado global consumado es la realización fáctica de la sentencia de Benjamin de que la excepción de la regla es el estado generalizado en el que vivimos. En ese estado de excepción la diseminación del enemigo y, sobre todo, la desaparición del enemigo que siempre tuvo en el horizonte la tradición del marxismo para hablar del fin de la lucha de clases es algo que creo no está impensado en la literatura de Castellanos Moya. Por razones de espacio dejo este punto en suspenso.

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les”, les llaman allá a los especiales. Conversábamos mucho sobre la guerra. Ellos creían que los salvadoreños éramos inútiles, por eso habíamos tenido que pactar con los terroristas, algo que en Guatemala no sucedería. Yo les expliqué que los del batallón Acahuapa nunca fuimos derrotados, que la manera como acabó la guerra era culpa de los políticos… Estuve en Guatemala poco más de cuatro meses. Luego me harté; no tenía noticias de Bruno, ni de Saúl, ni del mayor Linares. Yo ya no estaba para andar de guardaespaldas en tierra desconocida, cuando había dejado mi casa, mi auto y mis pertenencias esperando en mi patria. Tampoco me gustó el frío calador de las noches y las indias feas y enanas, ni verme rodeado de nativos que hablaban una lengua que yo no entendía. (40-1)

Quisiera finalizar aquí con este testimonio de Robocop que hiperboliza la propia facticidad a la cual la escritura de Castellanos Moya vuelve a recogerse del lado de la cuasi-inmanencia que la evocación de los poetas de Argueta y el propio Argueta buscaban. Pero escribir en tiempos hegemonizados por la postsoberanía es escribir en un contexto aún más sofocante que el de las soberanías modernas y, por eso, escribir es re-inscribir la posibilidad de la política en la ficción literaria como desprecio por lo establecido desde los marcos referenciales del testimonio como melodrama subjetivo. Como he expuesto a través de la novela de Horacio Castellanos Moya, la literatura centroamericana del siglo veintiuno, no solo se desinscribe de la lógica testimonial de la escena intelectual de postdictadura latinoamericana y postguerra centroamericana, sino que, además, abre el espacio de la ficción literaria para pensar una nueva relación entre literatura y política en contextos donde la política moderna se encuentra en crisis debido a los procesos de des-territorialización de las soberanías nacionales. Esta es la apertura que interesa pensar a través del giro literario. Referencias Argueta, Manlio. Caperucita en la zona roja. La Habana: Casa de las América, 1977. Avelar, Idelber. The Untimely Present: Postdictatorial Latin American Fiction and the Task of Mourning. Durham: Duke University Press, 1999. Benjamin, Walter. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Trad. Pablo Oyarzun Robles. Santiago de Chile: Lom Ediciones y Universidad ARCIS, 1999.

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El giro literario (entre Argueta y Castellanos Moya) / Oscar Ariel Cabezas

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Sergio Chejfec, iluminaciones profanas Sandra Contreras Universidad Nacional de Rosario / CONICET

Aun cuando, por su misma condición discursiva, no posee naturalmente la idea de originalidad material, la obra literaria –piensa Sergio Chejfec– deposita en el manuscrito físico la función de asumir, en tanto que original, “el papel de soporte aurático e insustituible de la obra”, de modo tal que ante su virtual desaparición en la era digital, lo que se estaría revelando –prosigue– no es tanto la falta de soporte físico para la fijación textual (escribir, inclusive letras en la pantalla, será siempre marcar una superficie) sino la pérdida aurática derivada de la ausencia del original físico. La creciente valoración de la actividad caligráfica remanente –evidenciada en las exposiciones de manuscritos cada vez más frecuentes, en el modo en que éstos son conservados cada vez más celosamente– es, acota, uno de los índices de la “disipación de este tipo de presencia aurática”. No obstante, Últimas noticias de la escritura (2015), el reciente libro de Sergio Chejfec, no es tanto un estudio sobre las condiciones de esa desaparición o los efectos de esa pérdida, como una reflexión, entre ensayística y autobiográfica, en torno de los modos en que en la “sobrevida insomne” de la escritura digital o en ciertas instalaciones y performances contemporáneas asistimos a la “resurrección del manuscrito por otras vías”. A esas “vías”, a esas “últimas noticias de la escritura”, el libro las concibe como “formas de reposición de lo aurático”. Y sucede que esas formas de “reposición” (de “resurrección”) son de algún modo parientes del fenómeno del que viene siendo testimonio la literatura misma de Chejfec, al menos desde Baroni, un viaje (2007): el relato como artefacto tendiente a la producción de experiencias en las que se reedita alguna forma de creencia y a las que suele asociar con un trance, por ejemplo, el trance que produce en el escritor, que viaja a la casa-taller de Rafaela Baroni para adquirir una 121

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de sus vírgenes talladas en madera, el encuentro con el “halo de vida intangible” que emana de la escultura, la creencia en esa vida suplementaria que, por lo demás, el escritor imagina pedirle en préstamo. No se trata, claro está, de la representación de esa experiencia, sino que se trata –en otro sentido– de la voz del narrador que hace del acto mismo de relatar la creación de una atmósfera para la ocurrencia del trance. Así, el escritor viajero frente a la figura tallada en la madera: La mujer en la cruz no consistía solamente en el madero esculpido que ahora enfrentaba, supongo, el espacio abierto; era también la figura silenciosa que yo había visto meses atrás y que había adquirido cierto tipo de vida agregada durante la espera y la distancia. ¿Qué tipo de vida? No sé. Probablemente una vida inerte, en la medida en que sería inverificable como orgánica para quien quisiera comprobarla, y por lo tanto, a lo mejor, una vida prestada; el préstamo como último recurso. La vida prestada tendría un componente doble, pensé. Por un lado, está quien ha creado o hecho la figura, en este caso Baroni, y por otro lado debe haber alguien que crea en algún componente espiritual, por mínimo que sea, de la pieza. Esa persona venía a ser yo. Según mi opinión, esta creencia no tiene una connotación religiosa obligada, si bien podría inscribirse en la serie de experiencias religiosas que nos ofrece, digamos, la vida moderna. (Baroni 61-62)

No voy a detenerme en Baroni ni en las articulaciones entre muerte, religión y naturaleza que el escritor atestigua en su viaje al imaginario artístico venezolano. Solo quise extenderme en la cita para mostrar las resonancias, tal vez remotas pero al mismo tiempo próximas, entre una conjetura sobre “la serie de experiencias religiosas que nos ofrece la vida moderna” y las vías por las que textos como Últimas noticias de la escritura, pero también la novela Mis dos mundos (2008) y especialmente el volumen Modo linterna (2013), indagan en formas varias de “reposición de lo aurático”. Dado que esa exploración supone también incursionar en el “borde de extinción” hacia el que “la literatura sigue deslizándose” (“A veces me imagino como un informante de saberes en proceso de extinción o disolución”, dice el ensayista y enseguida se pregunta: “¿será que en eso consiste la literatura?”), en lo que sigue intentaré describir algunos de los modos en que la escritura de Chejfec hace a su vez de esa indagación un testimonio del lugar –“no muy firme, pero elocuente”– que imagina no solo para la experiencia literaria de hoy sino también para el escritor. Me ocuparé entonces aquí de los relatos reunidos en Modo linterna. Diré, para empezar, que me gusta pensarlos, al menos en principio, como 122

Sergio Chejfec, iluminaciones profanas / Sandra Contreras

una colección de iluminaciones profanas, de personalísimas y heterodoxas iluminaciones profanas, como esa categoría que Walter Benjamin usa para valorar la capacidad que tiene el método surrealista de superar creadoramente la iluminación religiosa y de hacer estallar, según una interpretación de los signos de inspiración materialista, las fuerzas que se alojan en el mundo objetual; por extensión, el instrumento al que recurre para interpretar, históricamente, el mundo moderno y sus fantasmagorías: la ciudad, la arquitectura, los pasajes, la fotografía, el cine. Nada de todo esto, hay que decirlo, sucede estrictamente así en una colección de relatos que, en las postrimerías del siglo XX y comienzos del XXI, se ponen en “modo linterna” para captar la “belleza melancólica” de instalaciones desoladas y panoramas abandonados, al mismo tiempo que se exponen (como lo testimonia cabalmente el personaje Martín Fierro en la performance teatral de “Deshacerse en la historia”) al misterio de una nostalgia indefinida, como indecisa, que ahora “no sabe exactamente a qué zona del pasado adherir”. Algo, sin embargo, parece concernirles. Tal vez la inclinación por la interpretación histórica de ese caminante que conecta ciudades con montañas, naturaleza con cultura, arte con artesanía, a la que, a decir verdad, no se le podría negar inspiración materialista o quizás, simplemente, la atmósfera envolvente que producen de entrada, en los primeros relatos del volumen, las imágenes de luz superpuestas a la oscuridad. Si se me permite el impresionismo, debo decir que los “paisajes de ventanas iluminadas e insomnes que se distinguen en los edificios a oscuras mientras un auto avanza solitario y rodeado de sombras por las calles de una ciudad dormida” o, por ejemplo, la extraña hilera de aviones que atraviesan la noche de Donaldson Park, como “cabinas encendidas de un gigantesco sistema finisecular” resaltando los “macizos de oscuridad” formados por los árboles, me hicieron recordar, de inmediato, la impresión que veinte años atrás me había provocado L’Empire des lumières en el museo. Pensé enseguida, entonces, que el “modo linterna” de Chejfec podía ponerse al lado de las dos luces de Magritte, contiguo a esa simultaneidad del cielo diurno con la noche cuya incoherencia, convincente, sin embargo como una evidencia, nos pone de manifiesto, al cabo de unos segundos de mirar la escena y como un cuerpo extraño, la luz eléctrica del farol. Lo insólito del encuentro es que el absurdo del surrealismo pone de manifiesto, a través de sus dibujos marcados para hacer visible una grieta en la representación, un efecto por completo ajeno a la percepción y a la sensibilidad de esta literatura. ¿Chejfec surrea123

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lista? Sería un disparate. Pero el poder de asombro y de admiración que Magritte encuentra en la evocación del día y de la noche y que designa con el nombre de poesía, así como su poética de la pintura como un medio para revelar ideas –siempre que la idea se haga visible “preservando la provocación irresistible del misterio”– invita a sostener, al menos a conjeturar durante un rato, la hipótesis de una contigüidad, de una vecindad entre esos dos paisajes mentales. Así procede después de todo, me dije, el arte de Chejfec: por suscitación de encuentros empáticos. La frase que el ensayista había subrayado unos años atrás para pensar el brillo en la oscuridad de Antonio Di Benedetto y que decía: “Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira”, parecía resonar en la serie como una confirmación.1 Con todo, el tercer relato –del que procede el título del volumen– revela que el “modo linterna” se estaba refiriendo a la luz –“minuciosa y abstracta”, piensa su portador– con que el celular del teólogo ilumina una placa entre las semisombras del segundo subsuelo del Crematorium de París, para que el narrador (los tres personajes del relato son el teólogo, el ensayista y el narrador, alter ego de Chejfec) pueda tomar la foto del lugar último y duradero de Juan José Saer, esto es, documentar la visita y cerrar así el círculo de su devoción por el escritor. No se trataba entonces del misterio de las dos luces –aunque el hecho de haberme enterado, después, de que los juegos infantiles en el cementerio, con su exploración de criptas sombrías y posterior ascenso a la superficie, fueron la ocasión para que la imagen de un pintor entre columnas semiderruidas y cúmulos de hojas caídas le sugiriera vagamente a Magritte la idea de la pintura como un elemento cargado de poder de revelación, todavía me hace dudar de desechar tan ligeramente la intuición de la empatía–. No se trataba entonces, decía, del misterio del imperio de las luces, sino quizás de un modo más prosaico, del bonus track de la tecnología que salvaba al visitante del cementerio de naufragar, dramáticamente diría el narrador, en el peor de los fracasos: la imposibilidad, para el escritor, de proceder a la documentación. En este sentido, y como efecto de una serie de desplazamientos sucesivos (la linterna, de por sí un sustituto de la electricidad, que aquí funciona como En el ensayo “Sobre el brillo en la oscuridad”, publicado el 4 de noviembre de 2010, en el blog de Sergio Chejfec, “Parábola anterior” (parabarolaanterior. wordpress.com)

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un uso agregado de la pantalla), el auxilio casi providencial de esta luz de emergencia funciona en la escena menos como la afirmación de una relación finalmente positiva, con la técnica que como una iluminación oblicua del vértigo retrospectivo que condensa el drama potencial contenido en el percance, y que, por extensión, tiñe de provisoriedad y de contingencia no tanto a la luz artificial que lo facilitó como al documento mismo. Y es que éste es uno de los centros de gravedad –en el sentido de un polo de atracción– del volumen: el giro documental de la narrativa contemporánea en modo Chejfec; un modo que aunque el gusto cada vez mayor por “los libros en que la vida se muestra sin interferencias”, se profesa como una opción casi excluyente, remitiendo aquí más que a una vocación, a una urgencia. El novelista documental de Chejfec (así se titula el relato en que el motivo se representa, “Novelista documental”) no es tanto el que escribe para documentar (de hecho el desprecio por “las novelas basadas en hechos reales” lo define), sino el que, como escritor o como lector y testigo, admite que “de un tiempo a esta parte” necesita, inapelablemente, de unos objetos auxiliares –unas fotos, unas guías telefónicas o unos lugares físicos que respalden las direcciones de esas guías– como métodos de prueba de la ficción. Más que una vocación, entonces, una ansiedad documental. Una ansiedad que, producto de una hipotética interpelación –el temor de que “alguien le pida cuentas” y lo acuse de inventar todo lo que escribe–, termina remitiéndose al documento menos como una herramienta restitutiva que como conducto de salvación para el escritor. El documento, entonces, como salvataje (del “valor” de la palabra del escritor) ante la creciente “sensación de disolución”, ante ese “borde de extinción” hacia el que “la literatura sigue deslizándose” y del cual las sillas vacías de unos escritores en el festival literario de “Hacia la ciudad eléctrica” serían una de sus últimas señales. Del recurso al documento y, por consiguiente, como índice del poder –y del interés– que ha ido perdiendo la ficción (la obsolescencia tiene siempre en Chejfec la forma de la pérdida de interés, del abandono de atención). Pero una literatura que no cesa de apelar a los auxilios de emergencia dispone a su vez (de) otros expedientes de supervivencia. Chejfec idea uno muy particular: el “disimulo” como arma privilegiada para “preservar el secreto” (del escritor). En relatos en que los personajes se sienten cada tanto “los únicos actores de una obra que no alcanzan a precisar” y en los que el paisaje se convierte una y otra vez en escenario –así, los andenes, trenes, señales, operarios y pasajeros que “parecen sumarse a una desganada puesta 125

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en escena” en el subterráneo, o la ciudad que “parece plegada a una impostura deliberada y escénica” de vacío y soledad–, el subrayado teatral, que la literatura de Chejfec viene explorando desde hace unos años y que tiene en La experiencia dramática (2012) su modulación específica, y más reciente, se convierte en Modo linterna en un postulado hipotético que funciona, no como marco para una exhibición, sino como reconocimiento de la situación en la que somos o podríamos “ser observados” (el miedo del escritor al examen de los otros como una variante del miedo, del documentalista, a la interpelación). Si el narrador de Baroni, un viaje creía entender que la tensión escénica de las performances de Rafaela transitaba a través de las miradas de los espectadores como vías por donde circulan los “flujos de energía”, y el de Mis dos mundos veía en los cuadros de William Kentridge el trazo del recorrido de las miradas de los personajes como la proyección compensatoria de unos raros comportamientos visuales, el cansancio con que, atrapado en el juego silencioso de luces y reflectores, el Martín Fierro protagonista de una performance contemporánea (el relato en Modo linterna es “Deshaciéndose en la historia”) se pliega a un “nuevo simulacro”, prueba que no hay artilugio festivo en la adopción de esta condición escénica –más bien hay en ello una mortificación y hasta una condena– y pone el foco en la exposición muda como única vía posible de transmisión de la experiencia en tiempos de biodrama y teatro documental. Pues bien, la circulación de las miradas, o bien, el circuito de miradas en el que el escritor se involucra (por ejemplo, con la performer y artista artesanal, como en Baroni; con los animales, como en Mis dos mundos) es el marco que se postula en el relato para transitar, si bien indirectamente, la experiencia (no habría que olvidar, siquiera como resonancia lejana, que en términos de Benjamin “sentir el aura de una cosa es conferirle el poder de levantar la mirada”). En este sentido, hay en Modo linterna, y en esto reside uno de los mayores encantos del volumen –dicha aquí la palabra “encanto” en un sentido literal–, unas escenas en las que el flujo de energía transita en una rara comunidad que se entabla entre el escritor y unos objetos o unas materias, digamos unos “seres”, revestidos de una poderosa fuerza de atracción o de interpelación. Al otro lado de los animales, que esta vez ofician como interlocutores fallidos (véase Novelista documental), en Modo linterna aparecen unos objetos solitarios que funcionan, con el “resto insondable de los talismanes”, como el enclave de una creencia, de una manifestación, de una revelación. Y el escritor, hipersensible a las se126

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ñales “intrigantes” que pueden emitir la tierra de las montañas venezolanas (“Vecino invisible”) o los ruidos de un hospital como resonancias de una “actividad colectiva pero secreta” (“Los enfermos”), se dispone a la hipnosis, a la contemplación difusa, o a la ensoñación meditativa en la que puede llegar al extremo de creer que está siendo observado, y examinado, por la nieve que él mismo está en trance de contemplar (“El seguidor de la nieve”). Sí, es la cualidad aurática que dota a la materia de la capacidad de devolver la mirada y que en Modo linterna es contigua al halo de vida propia que irradian a su alrededor sus formas antropoides, esos muñecos de nieve que se esmeran por parecer vivos y con los que a su vez el escritor y los pares de su cofradía entablan una sinuosa relación. Pero hay otros dos objetos, tan simples como extraordinarios, que en el comienzo y en el final del volumen subrayan o enfatizan eso que el narrador llama “una extrema sintonía” con el mundo material y se vuelven así el soporte de una “experiencia de plenitud” o de un éxtasis de “comunión”. Son dos papeles, más bien dos papelitos –una bolsa de papel de estraza, abollada, que se recoge del suelo como un residuo, y un pequeño papel blanco, la mínima parte de una hoja despedazada a mano, que cae desde el cielo como “un proyectil inocente pero dirigido”– que el escritor recibe y acoge como los “representantes inertes en miniatura” que, al modo de “un pliegue diminuto”, de una “ínfima pieza de rescate”, o de una “minúscula partícula de protesta”, le envían la geografía de un país, o la realidad, o la luna abandonada, que así eligen manifestarse. ¿El escritor como intérprete de las señales del mundo material? ¿El escritor como destinatario de una revelación?, ¿finalmente como un medium? Esto es precisamente lo que estamos tentados de decir, empujados por el arrebato de plenitud, por esa “densidad de la experiencia” que se proclama como preámbulo de la escritura. El papel, en tanto soporte físico de la inscripción, es un elemento crucial en las “últimas noticias” que reflexionan no solo sobre la función de la escritura –desde el valor aurático del manuscrito caligráfico a las preguntas que escenifican las performances e instalaciones contemporáneas, pasando por los rituales de la época de las máquinas de escribir– sino también sobre los modos en que la “pérdida” del manuscrito y del papel como fundamento material (Chejfec identifica la letra virtual en la pantalla con la “escritura inmaterial”) afecta hoy a las posibilidades de la literatura: de la narración, de la novela, de la ficción. Si el objeto central del libro son las 127

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varias formas de “reposición de lo aurático en literatura” –expresión con la que Chejfec quiere referirse a la “reanimación sustitutiva de un manuscrito inexistente”–, la hipótesis capital parte de “la impresión” de que “esa ausencia del original reverbera en la titilación de la pantalla.” A esta reverberación Chejfec la identifica con lo que llama “la sobrevida insomne de la escritura inmaterial”. Pues bien, es precisamente ese fundamento material de la escritura lo que Modo linterna transfigura cuando, al modo de una “emanación virtuosa en la misma dirección simbólica o imaginaria”, restaura la reserva aurática del papel en los papeles de estraza que se levantan del suelo o que caen del cielo y que son papeles carentes de escritura –superficies no inscriptas– aunque portadores de mensajes destinados al escritor. Por lo demás, esos papeles –objetos resplandecientes en la titilación del “mensaje”– traen a la memoria del lector una hoja célebre en la literatura de –otra vez– Juan José Saer: no exactamente el papel en el que Tomatis llevaba escrito los versos que leyó en voz alta sino aquella hoja que, despojada ya del poema y convertida en “puro objeto radiante de peligro”, el Matemático doblaba en cuatro y seguía conservando, veinte años después, en el bolsillo del pantalón como “prueba inequívoca de la mañana en que se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el sur”.2 Solo que si la hoja ya en blanco de Glosa es pariente, por el resto aurático de poema que conserva, de las epifanías estéticas intermitentes que jalonan la caminata de esa mañana en Santa Fe, la bolsa abollada en el ascensor de Caracas (“Vecino invisible”) y el papelito lunar que cae en la calle de Scranton (“Hacia la ciudad eléctrica”) se presentan en Modo linterna como los delegados de unas revelaciones que, entre el esoterismo ocurrente y la clarividencia fallida, parecen provenir de un orden previo, como arcaico o más antiguo, que muestra sus potencias de vida en un mundo a punto de extinción. Por esto, es probable que no sea la epifanía –en el sentido

¿Qué otro escritor sino Saer, maestro de la luz y la reverberación, podría resonar en las experiencias de reposición de lo aurático de Modo linterna? Es interesante, en este sentido, que cuando piensa en el modo en que la apelación a “la resurrección del manuscrito” se inscribe en lo discursivo como rasgo material del relato, uno de los ejemplos puntuales a los que remite el ensayista de Últimas noticias de la escritura es la escena de El entenado de Saer en que la superficie rugosa y el sonido de la pluma teatralizan la concepción del original, subrayando su condición material.

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joyceano, saeriano del término– la forma última –o acabada– de esa “extrema sintonía” que acontece en la “manifestación”, lo que, por lo demás, intuye el mismo narrador cuando presiente, por ejemplo, que la proposición insólita y extravagante que se le ocurre, mezcla de observación empírica y revelación imprevista, lo lleva a ignorar, literalmente, “qué es lo que se está diciendo a sí mismo”. Y por esto tal vez Rafaela Baroni, maestra del trance y testigo de lo invisible, sea, en el primer relato del volumen, casi la única interlocutora posible para la pregunta sin respuesta que el escritor, devenido de este modo menos el intermediario de un mensaje que la superficie de una refracción, repite: “¿no puedes decirme lo que has visto o simplemente no me has visto?” Pero hay otro soporte –físico, material– de papel con una función protagónica en el relato del escritor. Es la libreta verde –cuaderno de apuntes o carnet de notas– con la que Chejfec –según cuenta en Últimas noticias de la escritura– se cruza en la vidriera de una tienda muy poco glamorosa y que, como un talismán equívoco, lo acompañará desde entonces. “Este libro –dice en el párrafo uno– puede ser leído como la historia de una libreta”. O puede ser leído, agrega en nota, como los efectos de su presencia, finalmente fantasmática, a lo largo del tiempo. En su vertiente autobiográfica, autofigurativa, el ensayo es entonces también el relato del descubrimiento de una dimensión hasta entonces inadvertida en su vínculo material con la escritura, la historia de la inagotable irradiación de un soporte físico en su práctica de escribir.3 De esa libreta, “lo principal era ese escenario acotado al cuaderno verde, algo así como una herramienta teatral cuya efectividad consistía en su dócil presencia”, gracias a cuya “inagotable irradiación” escribió, cuenta, partes completas de novelas y hasta novelas enteras (109). Sin embargo, no porque hubiera servido como una “herramienta” en un sentido instrumental (de hecho, lo que en efecto escribiera, el resultado,

Según el relato de Últimas noticias de la escritura, esa historia tiene dos preludios: las transcripciones, durante tardes enteras, de relatos de Kafka en un cuaderno, al modo de sesiones de escritura empática para asimilar la irradiación de sus contenidos, sentimientos o destrezas; el descubrimiento, a partir de la publicación en una revista de extractos de sus diarios inéditos y de imágenes facsimilares del manuscrito, no solo del escritor Enrique Wernicke sino también de su letra, de “la entrega casi dogmática a cómo –más que a qué– se está escribiendo” que los rasgos del trazo físico le permitieron, a Chejfec, hacia 1975, evocar y descubrir.

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nunca importaba, o no importaba demasiado), sino porque, acorde con esos usos desviados y suplementarios que fundan el vínculo de Chejfec con la técnica, la libreta funciona en esta historia como un “aditamento” del que se acompaña “para tener presente la escritura como un fenómeno curioso”, como un “recordatorio” de la relación siempre embrionaria que mantiene con el acto de escribir, como una cifra de esa “relación ambigua con la escritura manual, por la que siente una infinita nostalgia y una devoción sin embargo carente de consecuencias prácticas” (19). También, como una reserva, “leal y silenciosa”, que le asegura algo “que para un artista no tiene precio: más que una reserva moral, un sentido ideológico o una misión estética, un subterfugio empírico, una mentira vital. No como una lección que debiera ser aprendida, sino como opción práctica”. Sucede que esa imagen con la que el ensayista autobiógrafo define su libreta-estandarte, la de la “mentira vital”, es la misma con la que el escritor caminante define para sí, y en el marco de la novela, a la literatura misma como simulacro de actividad. Lo hace en Mis dos mundos, la novela escrita al modo de un balance cuando cumple cincuenta años, y que puede ser leída como la fábula del escritor: un prodigio de relato en el que todo parece estar librado al azar de la divagación y en el que todo, sin embargo, se encamina hacia el trance del que finalmente que se extraen, a modo de desenlace, unas “revelaciones” sobre su condición de escritor; más específicamente, sobre “el lugar del escritor” (“me refiero a la pregunta sobre mi lugar”, dice), sobre sus formas de aparición en la esfera pública, ante el público. “A eso se reducía la vida, podía decir, mientras me acercaba a un cumpleaños vital: a no ser descubierto. Cada quien tiene su mentira vital, sin la cual la existencia diaria y acostumbrada se desmoronaría; la mía consistía en los simulacros, de la literatura en este caso”. (118) El trance, espectacular, tiene lugar en medio del parque: de repente una población de peces y tortugas se acerca y rodea al escritor que está parado al borde del lago, y él los imagina como un público suplicándole un discurso. De esa “contemplación recíproca” en la que queda atrapado, de ese trance, lo saca, también de repente, la observación fija de un cisne-bote de madera, el animal artificial. Y es esa torsión de las perspectivas la que se transfigura cuando, sentado ya a la mesa del bar y siguiendo el círculo de las miradas, el escritor descubre retrospectivamente la vergüenza de verse (a sí mismo) expuesto, públicamente, en su labor privada de escribir. Es entonces cuando, por “temor a la idea de que alguien pase a su lado y vea 130

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que no tiene nada escrito en su cuaderno”, el escritor decide no sacar las herramientas que había cargado a la mañana en su morral –el libro, la libreta, el bolígrafo– y renuncia a la sesión de escritura. El final de Mis dos mundos es, en este sentido, el reverso del final del primer relato de Modo linterna en el que, después de la sesión de videncia con Rafaela Baroni –la artista popular reaparecida para leer ahora la cédula (¡el documento!) del narrador–, y “gracias a la densidad de la experiencia que todavía duraba como los efectos de un gran trago”, el escritor “[s]e p[on]e a escribir”. Después del trance con los animales, que imaginariamente lo coloca en el lugar ideal del escritor con público propio (“Siempre un escritor sueña con un público real y esto era lo máximo a lo que yo podía ofrecer un argumento”), el escritor renuncia, en cambio y paradójicamente, a “una sesión de escritura que acaso habría sido provechosa, para sumergir[s]e en una meditación difusa sobre estos asuntos que v[iene] relatando”. Como se ve, no tendría mayor sentido leer en la escena final la declamación de un acto de renuncia, sencillamente porque esos asuntos sobre los que decide meditar en lugar de ponerse a escribir son, según la prodigiosa torsión del relato, aquellos que acaba de escribir. Con todo, y en la exacta medida en que la adopción de ese público de peces y tortugas coincide con la postulación de un “público más real cuando menos entiende, cuando blande su sordera, o por lo menos una resistencia, cuando señala nuestra inutilidad”, bien podría decirse que la escena final de Mis dos mundos imagina la paradoja en la que hoy se funda la “adopción de la actitud de escritor” según los protocolos de una literatura en trance de sobrevivir: una soledad sin embargo hospitalaria a extrañas formas de comunidad. Coloquio “El lugar de la literatura en el siglo XXI” Viña del Mar, 19 de noviembre de 2015

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Soberanía o traducción: las decisiones de Sancho Jacques Lezra Universidad de Nueva York / Universidad de California - Riverside

Y yo, Salomón, enaltecí al Señor, y cubrí de bellos ornamentos Su Templo, y sentí alegría en mí en mi reino, y en mis días tuve paz... Y entonces, miserable que soy, seguí su consejo, y la Gloria de Dios se apartó de mí; y mi espíritu se sumió en la oscuridad; y devine juguete de ídolos y demonios. Por ello escribí este Testamento, para que vosotros, que lo recibiréis, tengáis piedad, y os ocupéis de las cosas últimas, y no de las primeras: y así encontréis la gracia, siempre y por siempre. Amén El testamento de Salomón (129:1; 130:1-3) Un mágico prodigioso, llamado Rousseau, consiguió encantar de tal modo a la ínsula Barataria, que todos en ella fueran a la vez gobernadores y gobernados, y a esta ínsula encantada y encantadora la rebautizó Democracia, cuyo nombre, si bien para Don Quijote, que era letrado, podía significar “el gobierno del pueblo”, para el sencillo buen sentido de Sancho de seguro significaría “el gobierno del demonio”. Salvador de Madariaga

En este ensayo me centraré en el sistema de postas conformado por los conceptos de “soberanía”, “traducción” y “decisión”. Para ello, analizaré ampliamente una de las historias más conocidas de Cervantes. Mi argumento se refiere a las bases filosóficas de la subjetividad política y la economía política en la Europa moderna. En su forma más polémica, este ensayo afirma que la obra de Cervantes proporciona un concepto defectuoso de la identidad que permite que clases de individuos sean imaginadas como constituyendo una unidad política. ¿En qué sentido Cide Hamete jura “Como católico Cristiano” que lo que él narra en el capítulo 27 del Quijote de 1615 es verdad? (Cervantes 934) Una idea de lo que significa hablar en cuanto o como un cristiano está aquí implicada. Un mapa 133

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de identidades contiguas, de formas contrastantes de hablar, verdaderas o no, está también implicado: hablar en cuanto judío, musulmán, morisco convertido, marrano o cripto-judío. ¿Cómo se deciden tales identidades lingüísticas-religiosas-étnicas, e incluso nacionales, en Cervantes y –determinantemente a través de Cervantes– en la modernidad occidental? Son decididas teatralmente. Pero ¿qué es una decisión para Cervantes? El vínculo entre la teatralidad moderna temprana –con lo cual no me refiero solo a obras escritas para el teatro– y los conceptos y campos que son llamados “subjetividad política” y economía política no es obvio. He intentado, en los últimos años, pensar acerca de las formas en que figuras traducidas, mercancías que atraviesan mercados, o formas culturales que funcionan a través de fronteras lingüísticas y de otros tipos, adquieren valor a medida que se van moviendo entre mercados, lenguajes y marcos expresivos.1 Una naranja que se vende como fruta en Sevilla en 1570, se vende como una curiosidad, además de como fruta, en Londres. Podríamos decir que en Londres representa, en el escenario de la tienda, su valor como algo comestible y su valor como algo exótico; a principios del siglo XVII la lana cardada de oveja española regresa a España como tela hilada en telares holandeses, con el acento cambiado, con valor agregado, coloreada por el circuito de su traducción. Algo similar ocurre con cualquier producto cultural, ya sea, por ejemplo, lo que la crítica de teatro Louise Clubb famosamente llamó un “teatrograma” [“theatergram”], o con un lazzo de la commedia dell’arte, o con el gesto convencional del comediante que busca representar un sentimiento también convencinal, o con una prenda de vestir, o con conceptos como “soberanía” o “decisión” (5). Un producto cultural también gana o pierde valor en la traducción y en el tránsito, al realizarse o consumirse como algo originario de otro lugar, pero representado para una audiencia o mercado local. La soberanía en traducción. Pero estoy pensando primero en soberanía o traducción: esta es mi primera fórmula. Estoy poniendo en escena una pequeña perplejidad gramatical: ¿Significa el “o” en “soberanía o traducción”, oponer disyuntivamente “soberanía” y “traducción”? ¿O es mi intención que mi “o” signifique algo En trabajos recientes me he aproximado a la relación entre traducción, movilidad cultural y económica y comercialización de mercancías. Veánse mis ensayos mencionados en la bibliografía.

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como el sive de Spinoza, en la famosa y muy manoseada aposición de la Ética, “Deus, sive natura”, donde significa algo así como “es decir”: “Dios, es decir, naturaleza”, y por tanto, en mi versión, “soberanía”, es decir, “traducción”? Mi punto no es sólo gramatical. Aquel que decide qué es o qué no es una traducción, qué es o qué no es traducible, qué está o no está en traducción, es soberano: soberano sobre una pequeña ínsula discursiva, en la cual el sentido de una palabra es retenido para usos locales, pero también sobre las relaciones de esa pequeña isla con otros mundos de lenguaje cuyos términos o conceptos cualquier sujeto podría ofrecer como equivalentes a aquellos en la pequeña isla discursiva sobre la cual yo reino en soberana e intraducible soledad. Carl Schmitt, cuya famosa frase sobre la soberanía moderna, “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, me habrán escuchado repetir, fue un dedicado estudiante, a través de Donoso Cortés y otras rutas, de la monarquía confesional española (13). Estoy traduciendo a Schmitt de modo de hacerlo decir primero: “Soberano es aquel que decide sobre la traducción, soberano es aquel que decide qué es o qué no es una traducción, que decide si una traducción tomará o no el lugar de la palabra o el mundo traducido” (13). “Soberano”, según mí Schmitt, “es aquel que decide qué es intraducible”. Y mi traducción de Schmitt tiene un importante corolario reflexivo: “La soberanía es intraducible en la medida en que es una cualidad que reside en un término único, indivisible, singular. El soberano es aquél que posee dicha cualidad, de la soberanía, ya que es él quien decide cómo la soberanía debe ser traducida o distribuida”. La conceptualización de la soberanía imperial moderna, con sus traducciones delegadas, distribuidas y burocratizadas de la soberanía unitaria, emerge junto con comprensiones y prácticas modernas de “traducción”: aparecen juntas en el escenario. Soberanía, es decir, traducción. Pero “la traducción” es también, en las emergentes economías de mercado de la modernidad temprana, una alternativa a la soberanía imperial: es el locus, no de la distribución burocrática y disciplinada de la soberanía, sino de la dispersión de lo “único” o de lo “unitario”: la traducción es algo que ocurre transaccionalmente, algo que ocurre en el lugar donde olvido algo, donde mi discurso y yo somos usados y pasados de mano en mano y de lengua en lengua, como mercancía que es examinada a mano, tratada. La traducción en la modernidad temprana es lo que ocurre donde y cuando mi discurso y yo alcanzamos el mercado, y siempre lo hacemos. Nada en el emergente sistema de mercado o en el emergente sistema mundo es 135

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intraducible; nada se encuentra regulado por un único término soberano e intraducible: todo está siempre ya en el mercado en traducción, y todo lleva, siempre ya, la marca de su valor prospectivo. Como mi madeja de lana o mi naranja sevillana, una historia [story] sobre la decisión que toma un rey judío llega desde Judea sobre los hombros de traducciones que la llevan a través de Grecia, a la Vulgata y a las tradiciones populares europeas, desde ahí al teatro, luego atravesando fronteras, géneros y lenguajes hasta llegar a la temprana novela, y desde ahí hasta nuestro días a través del teatro otra vez, o en géneros completamente distintos. Una suerte de valor se añade a cada una de las traducciones que sufre la historia en este nuevo sistema de mercado, mientras pasa de mano en mano y mientras borra u olvida elementos de su pertenencia a un contexto original: la historia como mercancía. La universalización de la traducción es un paradigma alternativo, oposicional para el movimiento y la acumulación del valor de las mercancías, a la vez que el medio para ambos. La soberanía dispersada del sistema-mercado, la precursora de la soberanía acéfala del capital, está reñida, en la medida en que es sistémica, con la consolidación teológicopolítica de la soberanía en el intraducible uno, el precursor (en el escenario filosófico) de la autonomía, y el precursor, en el escenario de la economía política, del individualismo posesivo de Locke. El punto que intento presentar debería ser controversial de tres maneras. Primero, porque enfatizo que, cualquiera sea la relación que cada término –“soberanía” y “traducción”– tiene con el concepto de “decisión”, hay una forma en la cual es imposible decidir entre pensar “traducción” y “soberanía” como sinónimos, y pensarlos como conceptos radicalmente heterónomos, disyuntivos, privativos, contradictorios incluso. Segundo, porque estoy conectando el sistema tripartito –“soberanía”, “traducción” y “decisión”– con el escenario, con el teatro. Finalmente, nótese lo que implica el introducir un elemento temporal en el esquema, un elemento de radical potencialidad o modalidad. Este es el tercer punto de controversia y, según creo, el más problemático hasta ahora. Un producto cultural lleva en sí las marcas prospectivas de los lenguajes y las axiologías en las cuales se moverá, y desde las cuales puede derivar valores, ahora y entonces, o por cuya causa perderá o pierde valor, aquí y ahora. Digamos que nos hemos puesto de acuerdo, supuestamente, concesso non dato, en que la comprensión normativa de un marco cultural establecido brinda, aquí y ahora, una forma de evaluar el valor de tal o cual objeto, mercancía, signo, etc. 136

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(Diríamos: imagínese que pudiéramos ponernos de acuerdo en un equivalente general contra cuyo valor normativo referiríamos los valores relativos de las mercancías que buscamos comercializar). Cuando abrimos las cosas al punto de vista de la potencialidad, a las contingencias de las posibilidades, al marco lógico de la modalidad, parecemos negarnos a nosotros mismos la promesa redentora de un marco normativo. La mediación de posibles mercados por venir, de posibles lenguajes por venir, nos hace imposible decidir, aquí y ahora, qué valor tal o cual mercancía tiene no sólo en sí misma (esta sería, de cualquier forma, una exigencia demasiado severa), sino también en términos relativos. Esto en parte porque la mediación de mercados y lenguajes por venir nos priva del derecho soberano a tomar tal decisión. La ausencia de determinaciones temporales es un elemento estructural de las mercancías culturales, incluidas las mercancías culturales que llamamos “soberanía” e “identidad” o “subjetividad política”, y esta característica estructural nos priva de nuestro derecho soberano de decidir sobre su traductibilidad o intraductibilidad a través de lenguajes, culturas, mercados y tiempos. Y por “soberanía dispersada” quiero referirme a algo bastante específico. Los marcos que asignan valor a tal o cual mercancía u objeto cultural están siempre simultáneamente sub y sobredeterminados por la dispersión de las circunstancias de producción, en el pasado, y también por la incierta luz que el futuro proyecta de vuelta (veremos la perturbadora, profunda fórmula que da Cervantes: al parecer, no podemos clausurar o terminar o parar la determinación: “no acabar de determinar”). Todo esto es bastante abstracto, así que permítanme contar una historia familiar. En un lugar de La Mancha, o en una provincia no lejos de ella, un juego bastante cruel está siendo escenificado. El año: algún momento previo a 1615. Una de las personas que vemos no sabe que varias de las figuras alrededor suyo están interpretando roles. Él ha sido importado a una escena dinámica, diferenciada, donde sus actos y declaraciones serán valorados, evaluados, rechazados o aceptados, de acuerdo a reglas que él y muchos otros en la escena entienden sólo parcialmente. Algunos en el público saben que nuestro protagonista está siendo burlado y que son espectadores de una broma cruel. Otros no lo saben, y creen, en cambio, que presencian una obra de lo que podríamos llamar teatro político: el acto de investidura de su nuevo gobernador, designado para gobernar por el distante propietario feudal de este pequeño territorio. Estamos en el capítulo 45 del Quijote de 1615. Sancho ha sido nombrado gobernador 137

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de la ínsula Barataria por el Duque y la Duquesa, con quienes el Escudero y el Caballero se encontraron algunos capítulos antes. Como muchos de los personajes de la Segunda parte de Don Quijote, el Duque y la Duquesa son lectores devotos de la Primera parte de la novela. Ellos, sin embargo, tienen a su disposición los medios para cumplir los anhelados sueños de Sancho y para entregarle el gobierno de la ínsula prometida a él por Don Quijote y por la tradición caballeresca. Su broma cruel trenza las fantasías de riqueza y autoridad soberana de Sancho, el espectáculo del teatro político, e incluso la extraña homología entre la distribución del poder político y la circulación y el consumo de mercancías culturales. Barataria, la tierra baratería, de simonía. Un “baratero” es un “Simonista”, según un antiguo libro de vocabulario británico, “llamado así por la palabra italiana (barrataria), que significa corrupción o soborno en un juez que da una sentencia falsa a cambio de dinero”. Y la palabra “Baratar”, nos dice Sebastián de Covarrubias en 1611, deriva de “barato”, probablemente suprimiendo el prefijo de agencia a-, “abaratar”, pero el nexo con la fantasía y con el teatro es incluso más estrecho. “Baratar”, escribe de Covarrubias, significa “trocar vnas cosas por otras, y de aqui se dixo baratillo, cierta junta de gente ruyn, que a boca de noche se juntan en vn rincón de la plaça, y debaxo de capa venden lo viejo por nueuo, y se engañan vnos a otros”. La broma de los duques fracasa, como pasa con frecuencia en Cervantes. El Escudero entra en escena y en el mercado preparado para él por los aristócratas, que han encargado a uno de sus sirvientes registrar lo que ellos esperan serán los malapropismos rústicos del escudero. Lo que sucede a continuación es legendario.2 Nuestro gordo campesino, habiendo bebido profundamente de las aguas de la sabiduría política humanista servidas por el Caballero, armado con los preceptos que Don Quijote le ha suministrado y con su propia sabiduría nativa; trayendo al escenario y al

La bibliografía sobre los episodios en Barataria es amplia. Entre las obras recientes más importantes sobre los capítulos se encuentra la de Cascardi (sobre los consejos de Don Quijote a Sancho). Para un resumen más reciente del trabajo crítico sobre el gobierno de Sancho, véase a Guillermo Fernández Rodríguez-Escalona. Un argumento que relaciona la ínsula con América y, de este modo, el gobierno de una con el gobierno de la otra, está en el texto de Nemser. He encontrado particularmente útil el texto de Ázcue (para adaptaciones republicanas de los episodios que hacen de Sancho una figura de buen gobierno popular).

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mercado –de los cuales él no está consiente– los recursos de la inteligencia popular por los que la Primera parte de la novela lo hizo famoso; creyendo que actúa en una suerte de obra teatral política, mientras en realidad actúa en un espectáculo completamente distinto; nuestro gordo campesino, decía, pensando que tiene una suerte de valor comerciable, cuando de hecho tiene otro, actúa para una audiencia dividida: parte de ellos conscientes de que lo que están observando es una especie de farsa, parte de ellos creyéndose presentes en el teatro donde su futuro político se decidirá. Sancho se pronuncia con tal inteligencia y con tan gran efecto que “el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto”. “[N]o acababa de determinarse”: la imperfecta e imperfectiva fórmula del juicio cultural, económico y político en Barataria. Toda esta indeterminación, esta imposibilidad de resolución, este imperfectivo “no acabar de determinar” llega a amenazar los lenguajes de la sociedad civil en la ínsula Barataria y en la novela de Cervantes en general. Las decisiones de Sancho son representadas para una audiencia dividida, por actores que se distinguen por su conocimiento (o desconocimiento) de la obra en la que se encuentran. La escena de la representación política no sabe que es política, o que es política no sólo donde se representa a sí misma explícitamente como política, es decir, en las decisiones del “gobernador”, sino también en otra parte, donde no es decidible o determinable, a primera vista, si lo que estamos viendo y leyendo es real –un caso jurídico real llevado ante un falso gobernador– o falso –una mera representación de un caso llevado ante un falso gobernador–. Los baratarianos no saben si la mayoría de los casos llevados ante Sancho son verdaderos o falsos, casos reales o casos de casos, muestras o ejemplos de casos paradójicos tomados de las reservas de los exempla literarios y religiosos que circulan en la temprana modernidad, y re-presentados o reciclados, o adaptados, con Sancho absurdamente en el papel usualmente reservado para una figura como Solón, o Sócrates, o Cristo, o San Nicolás o Salomón. ¿Y “nosotros”, que leemos o vemos esta cruel obra, estamos seguros de que sabemos con certeza cuál es nuestro rol? Lo que leemos, y lo que los súbditos reunidos en la ínsula Barataria ven, será sin duda político en un sentido bastante obvio: es la representación del poder político que acompaña una investidura; pero puede ser político en otro sentido también, ya que el episodio se lee fácilmente como la representación de la falta de fundamentos, de la indeterminación, 139

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de la calidad efímera o de ensueño de toda política. En el centro de esta pequeña obra late el más alto ejemplo de la despierta inteligencia de Sancho. Dos hombres ancianos comparecen ante Sancho. Uno de ellos se apoya en un ligero báculo, una cañaheja. El otro cuenta al gobernador en potencia que él le prestó al hombre del báculo diez piezas de oro, que no han sido devueltas. El hombre del báculo dice que está preparado para jurar que en realidad sí devolvió el oro, le pasa al primer hombre la cañaheja que le estorba y, sin obstáculos, jura sobre la cruz formada por la vara de gobernador de Sancho que sí, que en efecto devolvió el oro. Como la declaración del anciano es ampliamente creída, se le da permiso para retirarse. El hombre recupera el báculo y se aleja, caminando con dificultad. Sancho delibera, lo llama de vuelta y hace que le entregue la cañaheja al primer hombre, diciendo a éste: “Andad con Dios, que ya vais pagado”. “¿Yo, señor? . . . ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?” (Cervantes 891). Y así es, ya que en realidad el astuto anciano había escondido el oro en el báculo hueco y fue capaz de jurar sincera y literalmente que había devuelto el dinero luego de pasarle momentáneamente a su compañero el báculo. Las ricas alegorizaciones de la historia se basan en parte en historias existentes, en valores existentes, en tropos culturales consensuados que la determinan y sobredeterminan, como “cosas viejas” que se venden por, con, y como una forma de añadir o de sustraer valor a la “nueva” historia que los actores baratarianos escenifican para Sancho. Los actores que habrían contratado el Duque y la Duquesa están repitiendo, quizás sin saberlo, una de las historias contadas en la Historia de Roma de Livio, que tiene que ver con otro bruto, un Bruto, Lucio Junio Bruto, el hijo de Tarquinia, “un joven hombre de mente muy distinta de la que pretendía poseer”, es decir, un hombre joven de astuta inteligencia que se permitió a sí mismo “asumir la apariencia de estupidez” e incluso “aceptó el apodo ‘Bruto’, a fin que tras la pantalla que le ofrecía este título el gran espíritu que habría de librar al pueblo romano pudiera permanecer oculto”, un Bruto que alguna vez llevó al Oráculo de Delfos como regalo secreto una barra de oro escondida en un báculo de madera, “is tum ab Tarquiniis ductus Delphos, ludibrium verius quam comes, aureum baculum inclusum corneo cavato ad id baculo tulisse donum Apollini dicitur, per ambages effigiem ingenii sui” (71-72). Esta antigua, sancionada, secular y política historia resuena bajo la superficie del episodio baratariano: el gran espíritu escondido bajo 140

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la superficie brutal; el salvador político que sutilmente espera, en su disfraz rústico, el momento decisivo.3 Los súbditos del Duque y la Duquesa Tito Livio: “Tito y Arrunte partieron; les fue adscrito como acompañante Lucio Junio Bruto, hijo de Tarquinia, hermana del rey, un joven de carácter muy distinto al que aparentaba. Éste, cuando supo que los ciudadanos principales, y entre ellos su hermano, habían sido muertos por su tío materno, resolvió no dar al rey motivo de temor por su manera de ser, ni motivo de ambición por su fortuna, y basar su seguridad en ser despreciable, dado que la justicia no suponía una gran protección. Con toda intención, por consiguiente, se dedicó a parecer tonto, dejó que el rey dispusiera de su persona y de sus bienes, ni siquiera rechazó el sobrenombre de Bruto: encubierto bajo tal apelativo aquel libertador del pueblo romano, aquel valiente desconocido, aguardaba su hora. Fue a él a quien los Tarquinios llevaron a Delfos en aquella ocasión, más como diversión que como compañero; dicen que llevó como ofrenda a Apolo un báculo de oro envainado en un báculo de cornejo vaciado con este objeto, como símbolo con rodeos de su propia personalidad” (259-260). El latín es de Livy: Book I: “[H]aec agenti portentum terribile visum: anguis ex columna lignea elapsus cum terrorem fugamque in regia fecisset, ipsius regis non tam subito pavore perculit pectus quam anxii implevit curis. Itaque cum ad publica prodigia Etrusci tantum vates adhiberentur, hoc velut domestico exterritus visu Delphos ad maxime inclitum in terris oraculum mittere statuit; neque responsa sortium ulli alii committere ausus duos filios per ignotas ea tempestate terras, ignotiora maria in Graeciam misit. Titus et Arruns profecti. comes iis additus L. Iunius Brutus, Tarquinia, sorore regis, natus, iuvenis longe alius ingenio, quam cuius simulationem induerat. is cum primores civitatis in quibus fratrem suum ab avunculo interfectum audisset, neque in animo suo quicquam regi timendum neque in fortuna, concupiscendum relinquere statuit, contemptuque tutus esse, ubi in iure parum praesidii esset. ergo ex industria factus ad imitationem stultitiae, cum se suaque praedae esse regi sineret, Bruti quoque haud abnuit cognomen, ut sub eius obtentu cognominis liberator ille populi Romani animus latens opperiretur tempora sua. is tum ab Tarquiniis ductus Delphos, ludibrium verius quam comes, aureum baculum inclusum corneo cavato ad id baculo tulisse donum Apollini dicitur, per ambages effigiem ingenii sui. quo postquam ventum est, perfectis patris mandatis cupido incessit animos iuvenum sciscitandi, ad quem eorum regnum Romanum esset venturum. ex infimo specu vocem redditam ferunt, ‘imperium summum Romae habebit qui vestrum primus, o iuvenes, osculum matri tulerit.’ Tarquinius Sextus, qui Romae relictus fuerat, ignarus responsi expersque imperii esset, rem summa ope taceri iubent; ipsi inter se uter prior, cum Romam redisset, matri osculum daret, sorti permittunt. Brutus alio ratus spectare Pythicam vocem, velut si prolapsus cecidisset, terram osculo contigit, scilicet quod ea communis mater omnium mortalium esset. reditum inde Romam, ubi adver-

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también están adaptando, esquemáticamente, una historia religiosa que se abre camino hasta La Mancha desde la Legenda aurea, de Santiago de la Vorágine, que probablemente pasa a través de una serie de filtros y traducciones castellanas que la popularizan y estandarizan, para terminar recogida en obras como el Libro de los enxiemplos por A. B. C., de Clemente Sánchez Vercial, de cerca del 1400, o el anónimo, ligeramente posterior, Espéculo de los legos.4 Las historias son una parte central de la sermonística sus Rutulos bellum summa vi parabatur” (71-72). Cervantes raramente usa el término “bruto” para los animales humanos, en el sentido peyorativo, más o menos metafórico que Covarrubias (Tesoro...) nos da luego de su primera definición literal: “BRVTO, comunmente se toma por el animal irracional, quadrupede, tardo, grossero, cruel, indisciplinable. … De do vino llamar brutos a los hombres de poco discurso y grosseros, qual se fingio Iunio Bruto: de donde tuuo el nombre. Brutal, cosa de brutos, no le doy otra etymologia, que la Latina”. 4 Algunas de las fuentes para la descripción de las decisiones de Sancho por Cervantes se encuentran en el artículo de Camille Pitollet. Aquí está el análogo en Iacobus De Voragine, Historia Sancti Nicolai: “Vir quidam ab uno Iudaeo quandam summam pecuniae mutuo accepit iurans super altare sancti Nicolai, cum alium fideiussorem habere nequiret, quod, quam citius posset, sibi redderet. Tenente autem illo diu pecuniam Iudaeus eam expostulavit, sed eam sibi reddidisse affirmat. Trahit ergo eum ad iudicium, et iuramentum indicitur debitori. Ille baculum cavatum, quem auro minuto impleverat, secum detulerat, ac si eius adminiculo indigeret. Volens igitur facere iuramentum Iudaeo baculum tradidit reservandum. Iuravit ille, quod plus igitur reddiderit etiam, quam deberet. Facto iuramento baculum suum repetiit, et Iudaeus ignarus astutiae eum sibi reddidit. Rediens autem, qui fraudem fecerat, in quodam bivio oppressus corruit somno currusque cum impetu veniens eum necavit et plenum baculum auro fregit et aurum effudit. Audiens hoc Iudaeus concitus illico venit cumque dolum vidisset et a multis ei suggereretur, ut aurum reciperet, omnino renuit, nisi, qui defunctus fuerat, ad vitam beati Nicolai meritis redderetur, asserens se, si hoc fieret, baptismum suscepturum et Christianum futurum. Continuo qui defunctus fuerat, suscitatur et Iudaeus in Christi nomine baptizatur.” En Hernández Valcárcel: “E aún en la Vida de Sant Nicolás se lee que un judío prestó a un christiano çierta cantidad de moneda e tomó a Sant Nicolás por fiador. E desque vino el día de la paga, el christiano fizo fazer un bordón hueco de dentro e puso en él el oro que le avíe enprestado el judío, e diógelo para que lo levase algund espacio e tornólo a tomar después. E el judío demandó al christiano lo que le avía enprestado, e el christiano afirmó que gelo avía pagado e fizo dello juramento delante el juez. E tornándose el christiano para su casa con el bordón en el que levava el oro, fue apremiado gravemente de suenno 142

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de La Mancha alrededor de 1615, por lo que no es improbable que Sancho reconozca la antigua historia en su nueva versión. Tampoco sería absurdo recordar en este momento –en el que Cervantes pone en escena la efectividad de los preceptos humanistas en la educación del más improbable de los príncipes y gobernadores– que la más famosa de las adaptaciones humanistas de Platón, el Silenos de Alcibíades de Erasmo, apela a la figura dorada de la sabiduría socrática, que esconde en el atrofiado cuerpo del filósofo. Con el Manual del caballero cristiano (Enchiridion militiis christiani) y los Adagios de Erasmo, esa pequeña fábula platónica se transforma, traducida, en otra historia: la del oro de la Cristiandad paulina escondido en el tosco literalismo de la ley hebrea y de la ortodoxia católica, y también, como Erasmo definitivamente lo señala, en una alegoría de cómo leer todas las fábulas, es decir, en una meta-alegoría de la alegoría humanista: todas las fábulas, ésta por ejemplo: la historia de dos ancianos pasándose entre ellos un báculo lleno de oro inesperado. Las fabulas llevan, escondido, el oro de e acostóse a dormir en la encruzijada de dos carreras e vino un carro cargado e pasó por encima dél e matólo e quebrantó el blao e derramóse el oro. E oyendo esto el judío vino a lo veer e conosçió el enganno, e dixo que non reçebiría el oro si non resuçitase el muerto por los meresçimientos de Sant Nicolás. E resuçitó el muerto e confesó manifiestamente el enganno que avía fecho e batizóse el judío e reçebió la fe de Ihesu Christo. E de aquí es lo que dize Salomón en el nono capítulo del Eclesiastés: ‘Así es el que jura verdad con enganno commo el que jura falso’” (459). En Libro de los enxiemplos por A. B. C. (2a. parte): “‘Quien por engaño ha jurado / Por mala muerte es penado’. Un cristiano tomó cierta quantía de dineros emprestados de un judío, e non podiendo aver fviador, juró sobre el altar de Sant Nicolás que lo más aína que podiesse se lo pagaría. E pasando muchos días que le non pagava, el judío demndava sus dineros. El cristiano dezía que ge los avía pagado, e assí óvolo de llamar a juizio, e non lo podiendo provar, ovo de echar el juramento al cristiano. E este debdor tenía un bordón cavado de dentro e lleno de oro, e levávalo consigo para si alguna cosa oviese menester. E queriendo fazer el juramento, dio el bordó al judío. E él, non sabiendo del enganno, diógelo. E tornándosse, el cristiano que avía fecho el juramento e el engaño, tomole el sueño en el camino, e acostósse a dormir. E passó un carro sobre él, e matólo e quebrantó el bordón e espazió el oro. E desque esto oyó el judío, fue allá luego, e veyendo este engaño muchos le dezían que tomasse el oro. E él dixo que non lo tomaría, salvo si por ruego de Sant Nicolás el que moriera tornasse a vida, prometiendo si esto fuesse, de recebir baptismo e ser cristiano. E luego el que moriera resucitó e el judío recebió el sacramento del baptismo” (331). 143

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la revelación, y tan sólo necesitamos quebrar el recipiente, la cañaheja, que lo guarda. De acuerdo, pues: la historia que cuenta Cervantes toma forma contra una reserva de “cosas viejas” e historias viejas, doradas leyendas políticas sacadas de Livio, o fábulas de Platón o Erasmo que los súbditos de Sancho –y Sancho mismo– tienen muy presentes. Pero el punto es más contundente: en esta ínsula Barataria, el soberano aprende cómo dirimir casos recordando estas “cosas viejas”.5 Se vale de su contenido meta-alegórico como un procedimiento para gobernar y como una técnica que él puede traducir a sus circunstancias: trata los casos presentados ante él como otros casos de los exempla que le han sido enseñados a rodillas del vicario local o del Caballero andante. Son ejemplos de ejemplos. Esta traductibilidad ejemplar, es al mismo tiempo una mera técnica y el núcleo de las “cosas viejas”. El oro es oro, a fin de cuentas; es la medida del valor; no sólo sobrevive a la traducción: es la base sobre la cual ocurre la traducción entre las economías naturales. En el núcleo de cualquier historia particular de la reserva de cuentos en la que se basa tal o cual cultura, se encuentra el oro universal de la revelación teológica-política; una vez quebrada la vaina que los envuelve y en la que calan los meros accidentes de la cultura, el lenguaje y el tiempo, su universalidad brilla. Nótese la fantasía a la que me entrego. Estoy siguiendo una dirección

No estoy, por lo tanto, del todo de acuerdo con Hernán Vidal, quien señala que: “Desde sus comienzos el episodio del gobierno de la ínsula de Barataria escapa a la lógica estática del poder establecido. Con los consejos a Sancho a su partida a la gobernación, don Quijote expone el espíritu de ascenso social de la caballería que encarna, dando por sentado que el buen gobierno es cuestión de sentido común, ecuanimidad y anhelo de justicia de cualquier ser humano éticamente sano, aun de un loco, no un monopolio de la gran nobleza. Para sorpresa de los Duques, las sabias decisiones de Sancho en las consultas legales que se le hacen en la ínsula lo comprueban. Sus decisiones, por lo demás hacen tabula rasa del sistema legal ya que Sancho no necesitó echar mano de los códigos existentes ni de asesores” (80). Sancho no encara sus decisiones desde una tabula rasa; su “mesa” está, más bien, atestada de códigos existentes, contradictorios, que interactúan dinámicamente y que de modo impredecible suman o restan legitimidad a los otros, haciendo imposible para nosotros, así como también para sus súbditos, decidir, de acuerdo a cualquier código o grupo de códigos, exactamente cuál estándar o principio subyace a las decisiones del soberano.

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de la historia de Cervantes: la tentación de representar todo y cada oro hermenéutico o teológico-político como si fuera oro, como si en el corazón de cada “cosa nueva” que el mercado de la cultura produce palpitara una “cosa vieja” que, en su núcleo, en el corazón de su corazón, es sustancialmente idéntica al corazón del corazón de cualquier otra historia, de una historia cualquiera, de la historia más universal. No me alejo mucho de la ortodoxia humanista: encontrar al soberano capaz, inspirado incluso, rastreándolo dentro del Silenos del campesino rústico; encontrar la única, antigua e ideal fuente del valor, manifestada prefigurativamente en textos precristianos y a continuación, sincrética o tipológicamente, traducirla a circunstancias particulares. De esta fantasía se nutre el humanismo: nos revela el patrón mismo de la pedagogía humanista. Pero las viejas historias, las leyendas doradas que esta nueva historia cervantina capitaliza, de hecho no comparten una estructura nuclear o una sustancia; y este disenso se desenmaraña espectacularmente a lo largo del episodio, produciendo opacidades e intraductibilidades en la conceptualización del valor, del sentido, y de la decisión soberana. La modernidad política europea hubiera sido muy distinta si en vez de los universalismos compensatorios erigidos para evadirlas, hubieran sido estas opacidades e intraductibilidades las que cruzaron las fronteras ficticias de la ínsula Barataria, rumbo al territorio continental de la cultura europea. Considérese la fuente más obvia del episodio: la Legenda aurea de Santiago de la Vorágine. Sancho está recordando –con algunas clarísimas diferencias– el así llamado milagro del judío engañado, quien en la compilación de la Vorágine es engañado –como el anciano de la ínsula Barataria– por medio de lo que la traducción inglesa de William Caxton llama “an hollow staff”, “un báculo vacío”, en el cual el “embustero” esconde el oro. Si el público de Sancho también hubiera escuchado esta historia, si su memoria también hubiese sido despertada por esta historia –y hemos de recordar la enorme influencia de la Leyenda dorada en esta época de hagiografías y exemplas–, si el público recordara, por ejemplo, la versión que se encuentra en el Libro de los enxiemplos por A. B. C. o en el Espéculo de los legos, entonces recordaría que la moraleja de la historia de la Legenda aurea tiene que ver con la conversión final del judío. En la tradición ejemplar, el embustero, que carga el báculo lleno de oro, es atropellado por un carro que lo mata y hace caer el oro de dentro del bastón. El judío, testigo de la muerte del embustero y de la reaparición del oro, rehúsa hacerse con éste 145

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a menos que reviva el muerto. Éste, milagrosamente, vuelve a la vida, y el judío, convencido por el milagro, se hace cristiano.6 Estamos ante una trama distinta a la que observamos en el teatro de Sancho. La historia de la Vorágine ofrece la moraleja, poco sorprendente, de que la resurrección es y debe ser el índice de y el catalizador para la conversión. El perjurio divinamente castigado, la resucitación, la restitución: estos son ejemplares para el judío, que aprende del ejemplo del perjurado y castigado cristiano y del milagro de su resurrección por San Nicolás: la verdad de la resurrección sobre la cual descansa la fe cristiana, se esconde como oro en el interior de la historia del deudor perjurado. Pero la versión de Cervantes ha secularizado la historia, que ahora trata de la restitución de la propiedad y de la redención en un sentido totalmente económico. El oro que contiene el báculo no sustituye un atributo moral aún más dorado, como la fe o el alma; al contenido alegórico de la historia concierne no el oro de la conversión, sino la inteligente traducción de la alegoría moral a circunstancias seculares. En esta sala del tribunal de justicia de la ínsula Barataria, el drama de la conversión ha sido traducido a un drama de jurisprudencia y de justicia distributiva. El soberano asume sin esfuerzo el papel que dejó desocupado el santo milagroso; la conversión se transforma en la restitución de la propiedad a su legítimo dueño. El “oro” moral de la leyenda dorada se ha transformado en la fe social necesaria en una sociedad en la cual las transacciones económicas son llevadas a cabo por personas que son fieles a los contratos. En esta nueva sociedad, Dios es un testigo inútil. En su lugar, Cervantes suministra un corpus de conocimiento existente, humanista o doctrinal, que permite al sabio y prudente gobernador, el gobernador salomónico, llegar al corazón del caso y garantizar que el capital fluya a su legítimo dueño. Pero Sancho, el nuevo soberano, a pesar de que para muchos de los habitantes de la ínsula pueda ser extranjero, novedoso, sin comparación en términos generales, Sancho –el público reunido parece estar de acuerdo– En la traducción de William Caxton de la Legenda aurea, el judío estafado “saw the fraud, and many said to him that he should take to him the gold; and he refused it, saying, But if he that was dead were not raised again to life by the merits of St. Nicholas, he would not receive it, and if he came again to life, he would receive baptism and become Christian. Then he that was dead arose, and the Jew was christened”.

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no es único. Él puede ser traducido al paisaje cultural de la ínsula, porque el léxico cultural sí ofrece un análogo soberano del gordo escudero. Nosotros no sabemos, y ni el narrador cervantino ni el testigo del Duque nos cuentan, si alguien en la escena recuerda la historia de San Nicolás (si alguien recuerda las variantes esquemáticas de la historia del judío engañado que tan comunes son en la modernidad temprana). Pero los súbditos de la ínsula baratariana –todos ellos: tanto los que están informados sobre la broma cruel del Duque como los que simple e ingenuamente están presentes en lo que creen que es la investidura del nuevo gobernador–, todos ellos, en cuanto unidad política e interpretativa única, de hecho ven en Sancho “un segundo Salomón”, en palabras del narrador: “Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón”, nos cuenta el narrador. ¿Sancho, “un nuevo Salomón”?7 La consolidación del desunido, dividido público y audiencia como un grupo político, un “todos” que apropiadamente carga un pronombre único, colectivo, un “todos” global y abarcador, ocurre aquí cuando los baratarianos –aquellos que saben y aquellos que no– “admiran” a Sancho juntos, y juntos reconocen en él el fantasmal antecedente de la historia de San Nicolás. Es decir, los desunidos baratarianos se reúnen en nombre, como un “todos”, cuando reconocen en Sancho al rey judío cuya sabiduría para ver en el corazón de los casos y para dirimirlos ha sido traducida figurativamente, con la letra de la historia salomónica transformándose en el espíritu dorado de San Nicolás. Ahora, pasando a través de este más antiguo recuerdo, la historia de la conversión del judío que se encuentra en la Legenda aurea y en la tradición ejemplar ha sido invertida: San Nicolás ha sido convertido, o traducido, de vuelta a su modelo o prototipo: la figura de Salomón. Y la identidad colectiva, la identidad política de los súbditos-audiencia que presencian la obra simulada o real de Sancho, pasa a través de esta retraducción, esta desconversión del gobernador, designado por los Duques, a través de San Nicolás y de ahí a Salomón. El verdadero “oro” de la leyenda cristiana es la decisión salomónica; el fundamento de la Nueva Ley y su caritativa interpretación, Una útil interpretación de las alusiones de la novela a figuras de las escrituras hebreas, que forman lo que el autor llama una “serie de ecos intertextuales de leyendas hebreas… [que] culminan en esta alusión a la figura de Salomón” (Peña Fernández 212), argumenta a favor de una mucho más amplia identificación de Sancho con Salomón a lo largo de la novela.

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su cacareada espiritualidad, es alcanzable sólo al transformar a Sancho en Nicolás y a continuación de vuelta en Salomón, y al ver y al admirar al soberano bajo la apariencia, no del misericordioso rey de la cristiandad, no del Santo que aparece en las Leyendas doradas, no como el príncipe cristiano, sino más bien como el antiguo, salomónico príncipe cuya prudencial decisión, cuya habilidad para llegar al corazón del caso, está ligada a una literalidad precristiana. Es sobre estos fundamentos que la modernidad –y, en concreto, una modernidad política-económica– puede ser visualizada. En esta anacrónica ínsula Barataria, para ser verdaderamente moderno, para lograr la soberanía dispersa, acéfala del sistema mercantil moderno, debemos olvidar la época cristiana que se interpone y traducir la historia de nuestras decisiones, no importa qué tan novedosas o extrañas puedan parecer, a lo que sea que el nombre “Salomón” representa. El valor ejemplar del caso sobre el cual estamos decidiendo y los fundamentos sobre los cuales tomamos nuestras decisiones siguen los pasos de un marco antiguo, incluso mitológico, cuyo valor es redimido bajo la dispensa de un nuevo marco cristiano que está por venir, pero que sólo funciona políticamente cuando es reconocido como una “cosa vieja” bajo la nueva, como Salomón escondiéndose bajo el manto del nuevo gobernador. De esta absurda temporalidad, algo así como una sociedad civil emergerá en esta república insular, una sociedad civil basada en los contratos, en el teatro de la ley y el espectáculo combinados, en el intercambio normado de dinero. La sociedad civil emergerá en y sobre la base de este cruel espectáculo salomónico, donde el valor de nuestros ejemplos, donde el teatro de nuestros afectos y pasiones, es traducido a través de la letra de la escritura hebrea. Aquí, Sancho-Salomón, el juez o gobernador que puede de hecho no ser un juez o un gobernador, pero que tampoco sabe que no lo es y de quien, consecuentemente, no se puede decir que tan sólo actúe la parte del juez o del gobernador, dirime casos que pueden no ser casos sino citas de obras legendarias, en las cuales demandantes y defensores pueden o no representar roles, para una audiencia de la cual algunos miembros se saben en el teatro, en el cruel teatro del último placer de la aristocracia, y otra parte de la cual se sabe presente en el serio espectáculo de la investidura de un político soberano. La ética judía y el espíritu del capitalismo. Así que, ¿quién –o qué– era Salomón para el público de Cervantes? Hasta este punto, me he servido de este nombre como si del báculo en el cual el moderno secularismo teológico-político está contenido: vaina, 148

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corteza, cáscara o contenedor para el escondido oro weberiano de los valores culturales que ahora podemos revelar, siglos después, como si rompiéramos el alegórico báculo salomónico. No es la fe, sino la admiración colectiva, lo que late en el corazón de la historia de Cervantes: el carisma. (Weber: “Los jueces son al propio tiempo funcionarios administrativos del príncipe y el príncipe mismo interviene, en nombre de la ‘justicia de gabinete’ (Kabinettsjustiz) en la aplicación del derecho; decide según su criterio o de acuerdo con puntos de vista de equidad, de conveniencia o políticos; considera la garantía del derecho como una gracia en gran medida libre o como privilegio en relación con el caso concreto; determina sus condiciones y formas y hace a un lado las formas racionales y medios probatorios del procedimiento en favor de la libre investigación oficial de la verdad (de oficio). El modelo ideal de esta administración racional de la justicia es la ‘justicia de Cad.’ de los juicios ‘salomónicos’, tal como los practicaron Salomón y Sancho Panza en la Ínsula Barataria. Toda justicia principesca patrimonial lleva en si la tendencia a seguir estas vías […] La forma carismática específica de la solución de las querellas consiste en la revelación por los profetas o por el oráculo, así como por el arbitraje ‘salomónico’ de un sabio carismáticamente calificado, juicio de valor que, aun encarnado en sentencias estrictamente concretas e individuales, exige una validez absoluta. Aquí radica la verdadera ‘justicia del Cadi’, en el sentido proverbial y no histórico de la frase” (626-627,851)).8 He tratado el nombre Salomón como una metonimia para la literalidad del valor, para la cual el valor universal del oro es un primer tropo. He hecho del nombre “Salomón” un concepto, cuyo sentido y valor se traducen como el oro –con pérdidas y ganancias, claro, pero de forma predecible– a través de lenguajes y tiempos. Una medida dorada; una leyenda dorada. Pero esto es simplón: nuestra pulsión por resolver, por decidir, si Una útil lectura del episodio de Barataria en el contexto de Weber y Maravall, en Barbosa Muñiz. Para una aproximación mucho más matizada al uso por parte de Weber del episodio de la ínsula, y de las líneas que cito, en Kettler y Volker, especialmente en la página 316 y siguientes, donde el autor argumenta a favor de entender que el fracaso de Sancho como soberano formal o racional y como “Cadi” o soberano carismático, es la expresión de su “libertad de la pasiva injusticia de sus superiores sociales”, una “libertad” que “lo cualifica como un ciudadano modelo incluso si a la vez lo hace un juez fallido” (331). Véase también su “‘Sancho Pansa als Statthalter’: Max Weber und das Problem der materialen Gerechtigkeit”.

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Sancho será tomado por necio o por sabio nos lleva demasiado rápidamente lejos de la formula imperfectiva, imperativa incluso, de Cervantes: “no acababa de determinarse si […] tendría y pondría [a Sancho] por tonto o por discreto”, dice el testigo de la historia (982). “No acabar de determinarse”, sí, por supuesto, queriendo decir “no podía decidir, no podía parar de decidir, no podía alcanzar el final de la decisión”, pero también vacilando entre la forma personal y la impersonal de “determinarse”, y permitiendo a los lectores de Cervantes entender, en este lector delegado que están observando, toda la fuerza del reflexivo “determinarse”. No terminar de tomar una decisión: no ser capaz de determinarse uno mismo. El material cultural al cual la historia se refiere está decididamente indeterminado. En la época de Cervantes, Salomón era una figura de la prudencia, ciertamente, una figura asociada de forma no poco frecuente con el tardío Felipe II. ¿Pero de qué más también? ¿Qué hubiera recordado el público reunido en la isla de Sancho cuando tradujeron o convirtieron la admirable novedad de Sancho de vuelta a la familiar “cosa vieja”, al “Salomón” que “todos” reconocen en él, y de la cual su valor y sentido derivan? ¿Qué valores se vinculan, en la tropología cultural a la cual Sancho es importado, al nombre “Salomón”? Y no olvidemos la temporalidad absurda, redentiva que la obra de Cervantes también explota. ¿Qué toma prestado el nombre “Salomón” de sus usos pasados y futuros? O, para ser más precisos, ¿cómo el nombre propio “Salomón” deviene, o es traducido a, un concepto? Esta es una cuestión complicada, y metodológicamente productiva exactamente donde es más difícil. Hay cuatro aspectos principales en relación con esta dificultad. Finalizaré examinándolos en orden de interés. Estas son, no sorprendentemente, dificultades que afligen a cualquier intento de abordar la historiografía literaria con un enfoque dialéctico, pero también son, me gustaría que se advirtiera, las dificultades que encontramos cuando consideramos cómo una frase puede ser traducida de un lenguaje natural a otro, o de una época a otra. Cuando preguntamos: “¿Qué valor se vincula al nombre que parece unir a la audiencia, que parece crear las condiciones para un gobierno prudencial; el nombre “Salomón”?”, estamos preguntando por el uso del nombre aproximadamente hacia 1615, y nos topamos inmediatamente con complicaciones prácticas, dado que los usos del nombre “Salomón” son múltiples, un archivo abierto que difícilmente podríamos completar. Puesto que desearíamos tener alguna idea de las dimensiones del archivo completo antes de decidir a qué concepto 150

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corresponde el nombre “Salomón”, querríamos ser capaces de dar cuenta no solo del uso del nombre “Salomón” como la figura de decisiones soberanas prudentes y justas, sino también del uso del nombre en la mitología prenacional (la extraña fábula de la “mesa de Salomón”, que se supone que está bajo la ciudad de Toledo), en farsas (como en la extraordinariamente extraña Farsa de Salomón, de Sánchez de Badajoz, que data de antes de 1549), y en romances populares. Al ser el catálogo de estos usos a la vez infinito e incompleto, estaríamos forzados a proceder relativamente a ciegas y a designar como “lo salomónico en 1615” a una parte de un archivo cuyas dimensiones ignoramos, basados en una decisión tomada sobre fundamentos prácticos antes que inmanentes o definitivos. Esto en sí mismo no es preocupante; es, de hecho, lo que hacemos comúnmente, cuando traducimos entre lenguajes o cuando nos hablamos unos a otros. Pero se vuelve más preocupante, por supuesto, cuando se pretende que el concepto de “lo salomónico” reemplace un fundamento trascendente, teológico-político para las decisiones soberanas. La segunda dificultad metodológica profundiza el dilema pragmático. Digamos que conseguimos, mínimamente, diagramar alguna fracción de los usos del nombre “Salomón” hacia 1615. Bien podríamos encontrar que esos usos culturales no son coherentes, y que en realidad nunca lo han sido. Recordamos la apócrifa Leyenda de Salomón, fuente de la controvertida tradición hermana que corre paralela a la historia de la sabiduría y la prudencia de Salomón: la tradición que lo muestra hacer pactos diabólicos, enloquecer, volverse una figura de hechicería e imprudencia. Entender qué es “un nuevo Salomón” resultará mucho más difícil: no sólo no estamos seguros de cuál es el sentido antiguo del nombre o concepto “Salomón”, sino que la noción de lo “nuevo” o de la novedad de la figura antigua se aplicará diferentemente a diversos usos del nombre: algunos aceptarán un sentido escatológico cristiano, mientras otros no. Nuestra tercera dificultad se refiere a los procedimientos que usaríamos hoy para determinar qué es o qué no es una figura de “Salomón” en 1615 o alrededor de esa fecha, o para determinar cuál es el principio de coherencia que hace ejemplar al nombre “Salomón”. Es decir, nuestra dificultad tiene que ver con los procedimientos que usamos hoy para decidir qué hace de “Salomón” un concepto más que un nombre propio. Estos procedimientos están irremediablemente vinculados con fantasías y protocolos contemporáneos que se refieren a la identidad, que falsifican, o al 151

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menos alteran, el objeto histórico. La ínsula Barataria –como aquella otra en la que puede estar remotamente inspirada: la isla Utopía– está ubicada tanto en el siglo XXI como en la modernidad temprana, y en tiempos por venir, y también en tiempos interpuestos que deslindan sus bordes. Este aspecto anacrónico, carente de determinaciones temporales de nuestras decisiones es profundamente perturbador. Cuando, por ejemplo, este episodio de Don Quijote es traducido al inglés y al siglo XVIII, el concepto de comunidad sobre el cual Sancho descansa cambia dramáticamente. ¿Ya estaba presente en el texto de 1615 esta comunidad distinta? La pregunta es mucho más difícil de responder de lo que podría parecer a primera vista. Tómese la traducción al inglés y la dramatización de Don Quijote que realiza Thomas d’Urfey en 1694, titulada The Comical History of Don Quixote. La versión de d’Urfey de la escena baratariana prescinde completamente de la analogía con Salomón, en parte para enfatizar la estupidez de Sancho, su payasería. He aquí la escena en la cual Don Quijote instruye a Sancho en la relación entre el pueblo y el soberano. La ofrezco en el original inglés, y a continuación traducida: Don Qu.: Your hat, Sancho your hat, ‘dsdeath, don’t you see they are all bareheaded: Come, come look grave and speak after me, we’ll imitate· the Polish Election, and give it them in Latin, ---Sit bonus Populus. Sancho: Sit bonus Populus. (Speaks loud and Clounishly.) Don Qu.: Bonus ero Gubernator. Sancho: Bonus ero Gubernator. They shout. Duke: So then, since all things move in their right order, here now let’s part, and bonos nocios Governour. Sancho: The Governour is your Grace’s Footstool, my Lord. (160-161) DQ: El gorro, Sancho, el gorro. Válgame Dios, ¿no estás viendo que van todos descubiertos? Venga, pon cara seria, y repite conmigo: haremos como en la Elección polaca, y lo diremos en Latín: --Sit bonus Populus. S: Sit bonus Populus. DQ: Bonus ero Gubernator. [Claman] Duque: Pues como todas las cosas se mueven en el orden correcto, despidámonos ahora, y bonos nocios, Gobernador.

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S: El Gobernador es el taburete de Vuestra Alteza, señor mío.

En esta escena, d’Urfey presenta la relación soberano-súbdito en un latín macarrónico, pronunciado por Sancho, quien –evidentemente sin saber lo que dice– está imitando a Don Quijote, quien a su vez está imitando, según sus propias palabras, “la elección polaca”. Es un momento delicado. El latín de la “elección polaca” –diré más sobre lo que este análogo histórico podría ser en breve– es en sí mismo remedado en el juego de palabras intralingüístico de los duques. “Bonos nocios”, dicen al Escudero y al Caballero, y a los baratarianos, y quieren decir, en parte “buenas noches”, pero una parte del público de d’Urfey también habría oído el eco de nescios –necio– en “nocio”, las palabras española y latina para “ignorante” o “tonto”. Este juego intralinguístico les desea al Caballero y al Escudero buenas noches, se burla de su ignorancia, y además trae “correcto orden”, un principio de soberanía cosmológica, al cuadro. Esta burla o tergiversación hace del subjuntivo “sit bonus populus” –que podría toscamente significar “en cuanto el pueblo sea bueno” o “si el pueblo fuera bueno”, entonces el gobernador sería bueno– un futuro que dice: hasta el punto en que el “populus” sea bueno, el soberano lo será también. Se hace que esto dependa del “noscios”, de la necedad o estupidez, o mejor aún, de la incapacidad de Sancho de entender lo que está diciendo; no en la medida en que él es soberano, sino en la medida en que el Duque está creando –en una suerte de colusión con Don Quijote– una comunidad de miembros del público que observan cómo el público de dentro de la obra ridiculiza a Sancho y al Caballero. No es, como en la obra de Cervantes, admiración por la prudencia “salomónica” del ingenuo Escudero lo que produce una identidad política general; es más bien el desprecio universal por el Escudero, en tanto él no puede pronunciar, o entender, la fórmula de la soberanía. De modo que la comunidad política aquí se duplica: el público que ve la obra en la que el desconocimiento del latín de Sancho pone en escena un principio de gobierno recíproco entre los súbditos que son buenos y el soberano que también lo es. Y, por supuesto, la “elección polaca” que el Caballero está imitando –una imitación prospectiva de eventos del tardío siglo XVII– es precisamente el epítome, no del consenso político, sino del disenso radical. D’Urfey recuerda, con un asombroso anacronismo, la asunción como “elector de Sajonia” en 1698 de Federico Augusto I, que escandalosamente requirió su conversión al catolicismo romano, es decir, requirió la latinización del ducado protestante de Sajonia. 153

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La payasería a nivel del lenguaje –latinizaciones, tergiversaciones y glugluteos de idiomas– se vuelve impredecible al ser traducida al teatro, al ser gestualizada y al adquirir la especificidad temporal de una puesta en escena.9 Una reseña del notable Tony Aston de una escenificación de la adaptación de d’Urfey, publicada en Londres en 1808 en The Cabinet, or, Monthly Report of Polite Literature, observó que el actor que interpretaba a Sancho, cuyo nombre artístico era Cave Underhill, “si bien no era el mejor actor de los que allí había”, no tenía “rival en su seco, intenso, categórico manejo de la baja comedia”. Esto, por supuesto, lo hace un excelente candidato para interpretar a Sancho, rol por el cual, junto con el del primer cavador de tumbas en Hamlet, de Iacomo en El libertino, y algunos otros, Underhill era famoso. El actor, al parecer, tenía cerca de cincuenta años en ese momento, y tenía “aproximadamente seis pies de alto, una cara grande, y [era] un poco más corpulento que quien escribe”, nos cuenta Aston. “Su cara [era] muy parecida a la del Homo Sylvestris o Champanza: su nariz era chata y corta, su labio superior muy largo y ancho, con una amplia boca y una barbilla corta, una desagradable voz, y acciones torpes (a menudo brincando con ambas piernas a la vez cuando se le ocurría algo jocoso, para luego abrazarse a sí mismo al pensarlo). No podía interpretar un personaje serio... y era el más limitado actor que jamás he visto. A duras penas pudo declamar un breve discurso en latín de Don Quijote, en el que Sancho dice: Sit bonus Populus, bonus ero Gubernator; palabras que Underhill pronunció: Sh[it] bones and bobble ar[se] Bones, and ears gobble nature El tratamiento más bien laxo de d’Urfey del texto de Cervantes llevó a Pilon, el autor de una adaptación de Barataria: Or, Sancho Turn’d Governor, A Farce in Two acts (London: J. Almon, 1785), a explicar que “Solamente tres escenas del original han sido conservadas, e incluso éstas fue necesario modificarlas materialmente y enriquecerlas con adiciones para darles un aspecto nuevo y moderno. Marcado por la admiración hacia el genio de Cervantes, quien escribe se ha mantenido tan fiel a él como la naturaleza de la escritura dramática se lo ha permitido” (3). El aspecto “nuevo y moderno” implica algunas drásticas modificaciones. Las escenas de la corte de justicia son maravillosamente transformadas, por ejemplo: en la farsa de Pilon, las salomónicas decisiones de Sancho se vuelven los medios para que el hambriento gobernador obtenga para sí vino y faisán y para apropiarse de los sobornos que un contrabandista solía pagar a uno de los agentes.

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Que en castellano literal, sin atender a los juegos de palabras intraducibles del original, podrían ser algo así como: Mierda hueso menea culo Huesos, y orejas engullen natura

Astón se ofende, pero no es claro exactamente por qué: ¿está actuando Underhill particularmente mal, balbuceando o glugluteando la versión de d’Urfey de las palabras de Sancho, o está actuando particularmente bien, interpretando –con carnavalescos y divertidísimos efectos– el tipo de “payasería” que las acotaciones de d’Urfey exigen? Aún más difícil de determinar es cómo funciona el esfuerzo de clasificar a Sancho: el escudero sería un Homo Sylvestris, pero Champanza, el sinónimo aparente de Sylvestris, que es una suerte de versión temprana del chimpancé, es una especie de palabra compuesta, un híbrido o una quimera que mezcla al simio con el nombre del escudero –Sancho Panza-Champanza–, como si Aston estuviera glugluteando y balbuceando el nombre del Escudero de la misma forma en la que dice que Underhill balbuceaba o glugluteaba la traducción –o versión– de d’Urfey de las palabras de Cervantes. Aquí es imposible decidir si Aston está interpretando a Underhill interpretando la versión interpretada de Sancho de d’Urfey, o si su latín, Sylvestris o Champanza, simplemente por proximidad al nombre –Sancho Panza– pierde para nosotros, hoy, su precisión taxonómica y se vuelve (a pesar de sí mismo y a pesar de nuestros mejores esfuerzos por mantener en orden la cronología y la taxonomía –es decir, por mantener en su lugar las fronteras conceptuales de lo que es “homo”–, humano, más antiguo) una suerte de lenguaje del homo Sylvestris. La “redención” de Sancho por la payasería de una posible puesta en escena futura, no es un valor futuro que podamos usar necesaria o incluso predeciblemente para redimir el presente. Todo esto es muy divertido, pero en realidad es mucho lo que está en juego, porque lo que se está decidiendo es el estatus del animal humano. (Un fantasma darwiniano ronda nuestra lectura de la pequeña escena de Aston: Sancho Panza, el champanza, el chimpancé, valorado retrospectivamente como el precursor evolutivo del animal humano. Por supuesto, este fantasma darwiniano compite, para nosotros, con sus propios precursores: fantasmas antiguos que establecen el mérito del animal humano en contradistinción con los desméritos del primate, que meramente remeda la percepción o la conciencia o el pensamiento, que carece de alma, que 155

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no puede hablar, etc.). Y esta aparente indecidibilidad en la taxonomíacronología tiene una dimensión de complicación mayor. Cuando preguntamos qué podría significar “Salomón”, qué función cumple el nombre aquí, cómo funciona en la constitución del campo de la audiencia como un campo político, estamos apuntando al momento en el cual la figura de Salomón se liga al concepto de interpretación o traducción en cuanto decisión: Salomón es una figura de la decisión prudencial, es decir que, en relación a la sobredeterminación semántica de “Salomón”, en relación a lo que “Salomón” quiere decir exactamente, y cuándo y por quién y con qué consecuencias previsibles, tenemos que ser “salomónicos”, tenemos que ser “nuevos” Salomones en relación a la estructura del “viejo” Salomón que estamos leyendo en Don Quijote. Precisamente porque el nombre “Salomón” está sobre y subdeterminado en sus usos, y precisamente porque toma su sobre y subdeterminación a la vez del pasado y de su futuro, el lector o el espectador queda en una posición en la que necesita tomar una decisión soberana, una decisión taxonómica, para decir: “El nombre ‘Salomón’ tiene como equivalente conceptual tal o cual dimensión de sentidos; puede ser traducido de este y no de aquel modo a un concepto”. De este modo, pero no aquel: una decisión soberana, un corte, un juicio, cuya autoridad reside finalmente en el hecho intraducible de tomar una decisión. “Salomón” es el nombre para la figura de la cual obtenemos el procedimiento soberano usado para establecer el sentido y el valor de “Salomón”. “Salomón” es también un concepto cuyos usos históricos evaluamos, taxonomizamos, compilamos, interpretamos, en admiración y en desprecio, y que da como resultado la comunidad política y el disenso radical, el hebreo antiguo de la modernidad política y el latín polaco de la Elección teológica-política. Permítaseme finalizar rápidamente. Mi apuesta en este ensayo era pensar a través de tres preguntas relacionadas. ¿Cómo entendemos la forma en la que una red cultural recibe, transforma y es transformada por una importación: una nueva mercancía cultural, un nuevo teatrograma, un nuevo gobernador, un nuevo término? También estaba interesado en entender cómo podríamos comenzar a historizar lo que llamo el uso de segundo orden del concepto de traducción: aquellos usos de la figura de la traducción para describir y regular el movimiento de materiales culturales entre mercados y, de modo más general, a través de rutas comerciales. Finalmente, estaba interesado en observar si la asociación de la traducción con la soberanía en la modernidad temprana nos brindaba formas de pensar acerca 156

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de la relación regulativa que el concepto de “traducción” de segundo orden tiene con respecto a los usos de primer orden del término. He sugerido que el teatro emerge como el espacio en el que la relación entre estos conceptos se despliega, en el periodo de la modernidad temprana. Me he enfocado en la forma compacta, sintomática en la que el nombre “Salomón” es usado como una figura para traducir el lenguaje de la identidad religiosa y de la conversión religiosa a un lenguaje político-económico, y para traducir la figura literaria-cultural-política de Sancho al paisaje cultural de la ínsula Barataria. La cuádruple complicación metodológica que he esbozado modela el concepto de la identidad soberana sobre cuyo defectuoso núcleo la política moderna y la economía política moderna descansan: el camino que lleva de Maquiavelo a Hobbes y de ahí a Weber y a Schmitt cruza la ínsula Barataria, donde sus contornos, bordes y dirección serán im-perfeccionadas en el escenario cervantino. La escenificación que hace Cervantes de las salomónicas, admirables decisiones de Sancho –escenificaciones que se extienden en el tiempo hacia el pasado y hacia el futuro, al momento en el que el estatus taxonómico del animal humano está siendo decidido en términos científicos antes que religiosos– es constitutiva de la relación entre el buen súbdito y el buen soberano. El bruto se transforma en Bruto, o Salomón: que cada bruto podría transformarse en Bruto, pueda transformarse en Bruto o Salomón, esta es la fantasía del gobierno republicano en la modernidad. Pero ya no servirá erigir nuestra república hipotética sobre el nombre conceptualizado de “Bruto”, volviendo al bruto el fundamento de la republica, del mismo modo que tampoco servirá levantarla sobre la conceptualización de “Salomón”: un Bruto, que esconde el dorado heroísmo de la virtud republicana, será indistinguible de otro, que conspira para asesinar a César en nombre de la república: Et tu, Brute? Un Salomón, que gobierna con sabiduría, de otro, demente y guiado por sus pasiones. La fórmula o el imperativo de decisión im-perfectiva de Cervantes –“no acabar de determinarse”– ofrenda y moldea la fantasía de gobierno republicana distribuida, y la sujeta en el mismo golpe a una dura contrafactualidad. La futura puesta en escena de una decisión soberana, así como también el sobredeterminado sistema de valores del pasado; la heroica escatología y crematística del gobierno en la modernidad: ellas están siempre abiertas a la traducción errónea, a ser tergiversadas, puestas en ridículo, remedadas: cada Bruto se vuelve brutal, se vuelve champanza. Esto: la república de brutos bajo la decisiva mano de Salomón. Gobernar e interpretar suponen, 157

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en la modernidad cervantina, asumir como la condición de las relaciones políticas lo que Barataria dramatiza como el espectáculo de intolerable indeterminación: No acabar de determinarse. Traducción de Rodrigo Zamorano Referencias Aston, Tony. “The Drama: A Brief Supplement to Colley Cibber: Sandford–Cave Underhill–and Doggett”. The Cabinet, or, Monthly Report of Polite Literature. London: Matthew and Leigh, 1808. Ázcue, Verónica. “Cervantes, Don Quijote y Sancho Panza en el teatro del exilio”. Cervantes 35 (2015). 161-192). Cascardi, Anthony. Cervantes, Literature, and the Discourse of Politics. Madrid: Vervuert, 2006. Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Ed. Francisco Rico. Madrid: Real Academia Española/Alfaguara, 2015. Clubb, Louise George. Italian Drama in Shakespeare’s Time. New Haven: Yale University Press, 1989. Covarrubias, Sebastián de. Tesoro de la lengua Castellana, o española. Madrid: Luis Sánchez, 1611. D’Urfey, Thomas. The Comical History of Don Quixote. London: Printed for Samuel Briscoe, 1694. Fernández Rodríguez-Escalona, Guillermo. “Pensamiento político y concepción del mundo en Cervantes: El gobierno de la ínsula Barataria”. Cervantes 31 (2011). 125-152. Gutiérrez Martínez, María del Mar, ed. “Edición del Libro de los enxiemplos por A.B.C. (2ª parte)”. Memorabilia 13 (2011). 213-428. Hernández Valcárcel, Carmen. “El espéculo de los legos”. El cuento medieval español: Revisión crítica y antología. Murcia: Universidad de Murcia, 1997. Kettler, David, and Volker Meja. “Legal Formalism and Disillusioned Realism in Max Weber”. Polity 28 (1996). 307-331. ---. “‘Sancho Pansa als Statthalter’: Max Weber und das Problem der materialen Gerechtigkeit”. Max Webers Wissenschaftslehre. Interpretation und Kritik. Ed. Heinz Zipprian y Gerhard Wagner. Frankfurt: Suhrkamp, 1994. 713-54. Lezra, Jaques. “This Untranslatability Which Is Not One”. Paragraph 38 (2015): 174-188.

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Sobre los autores

Cynthia Rimsky, Santiago de Chile, 1962. Escritora y viajera, actualmente vive en Buenos Aires. Ha publicado los libros Poste restante (2001 y 2010), La novela de otro (2004), Los Perplejos (2009), Ramal (2011) y el relato “Cielos Vacíos” en el volumen Nicaragua al cubo (2014). Sandra Contreras, enseña literatura argentina en la Universidad Nacional de Rosario, donde también dirige el Centro de Estudios en Literatura Argentina y el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos. Es investigadora en CONICET con el proyecto “Estados de la ficción en textualidades latinoamericanas contemporáneas (literatura, cine, teatro)”, en el que trabaja para la Agencia Nacional de Promoción Científica, junto con Alejandra Laera y Álvaro Fernández Bravo. Publicó Las vueltas de César Aira (Beatriz Viterbo Editora, 2002), diversos artículos sobre los problemas del realismo en la narrativa argentina contemporánea, y compiló el libro Realismos, cuestiones críticas. En 2012, el Fondo de Cultura Económica publicó El excursionista del planeta. Escritos de viaje de Lucio V. Mansilla, con prólogo y selección a su cargo. Evando Nascimento, ensayista y profesor universitario. Ha realizado cursos y conferencias sobre literatura, filosofía y artes en diversas instituciones brasileñas e internacionales, tales como Universidade Federal de Juiz de Fora, Universidade de São Paulo, Universidad de Manchester, Universidad de los Andes (Bogotá), Université de Paris, entre otras. En los años 90 fue alumno de Jacques Derrida en la École des Hautes Études en Sciences Sociales; organizó en Río de Janeiro el último coloquio en el que Derrida participó antes de su muerte: “Colóquio Internacional Jacques Derrida 161

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2004: Pensar a desconstrução”. Realizó un posdoctorado en filosofía dedicado a Derrida y Benjamin en la Freie Universität Berlin. Publicó los libros de ficción Retrato desnatural (2008), Cantos do mundo (2011, finalista del Premio Portugal Telecom en 2012) y Cantos profanos (2014). También ha publicado los libros de ensayo Derrida e a literatura (3ª. ed. 2015) y Clarice Lispector: uma literatura pensante (2012), entre otros. Dirige la Colección Contemporánea: Literatura, Filosofía & Artes para la editora Civilização Brasileira. raúl rodríguez freire, investiga sobre narrativa latinoamericana contemporánea, crítica y teoría literaria y transformaciones universitarias. Entre sus publicaciones, se encuentran la co-edición de Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias (2012) y una edición crítica dedicada a la obra de Roberto Bolaño, titulada “Fuera de quicio”. Bolaño en el tiempo de sus espectros (2012). Editó y tradujo, junto a Mary Luz Estupiñán, Una literatura en los trópicos. Ensayos de Silviano Santiago (2012, 2016). Acaba de traducir, anotar y prologar Erich Auerbach y Walter Benjamin. Correspondencia (2014, 2015) y Glosario de Derrida (2015), coordinado por Silviano Santiago en 1976. Por último, apareció recientemente su edición de Latinoamericanismo a contrapelo. Ensayos de Julio Ramos, y Crítica literaria y teoría cultural en América Latina. Para una antología del siglo XX, libro coordinado junto a Clara Parra Triana. Sin retorno. Variaciones sobre archivo y narrativa latinoamericana es su más reciente publicación. Oscar Ariel Cabezas, Doctor en Filosofía con mención en Estudios Latinoamericanos de Duke University (Durham, EEUU). Profesor de Filosofía de la cultura en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (Santiago de Chile). Autor de Postsoberanía. Literatura, política y trabajo (2013), coautor de Consignas (2014), coeditor de Efectos de imagen. ¿Qué fue y qué es el cine militante? (2014) y editor de Gramsci en las orillas (2015), entre otros volúmenes. Jacques Lezra (Madrid, 1960), Profesor de Filología Hispánica y de Literatura Comparada, Universidad de Nueva York y Universidad de California-Riverside. Ha publicado Contra todos los fueros de la muerte: El suceso cervantino (Buenos Aires: La Cebra, 2016); Wild Materialism: The Ethic of Terror and the Modern Republic (New York: Fordham University Press, 162

Sobre los autores

2010), trad. al castellano, Materialismo salvaje: La ética del terror y la república moderna (Madrid: Siglo XXI/Biblioteca Nueva, 2012; trad. China, Beijing, 2013); y Unspeakable Subjects: The Genealogy of the Event in Early Modern Europe (Stanford: Stanford University Press, 1997). Ed., Spanish Republic, monográfico de Journal of Spanish Cultural Studies 6:2 (2005); Ed., con Georgina Dopico-Black. Sebastián de Covarrubias: Suplemento al ‘Tesoro de la lengua castellana, o española’ (Madrid: Polifemo, 2001). Cotraductor, con Hugo Rodríguez Vecchini, de Visión y ceguera: Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea (Puerto Rico: Editorial Universitaria de Puerto Rico, 1991), trad. de Paul de Man, Blindness and Insight: Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism, 2nda. ed. (Minneapolis, Minn.: University of Minnesota Press, 1983).

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