El laberinto del universo. Borges y el pensamiento nominalista

JAIME REST El laberinto del universo Borges y el pensamiento nominalista EDICIONES LIBRERÍAS FAUSTO Buenos Aires 1-

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JAIME REST

El laberinto del universo Borges y el pensamiento nominalista

EDICIONES LIBRERÍAS FAUSTO Buenos Aires

1- edición: noviembre de 1976 Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723 © EDICIONES LIBRERIAS FAUSTO Buenos Aires, 1976 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Como siempre, en el principio inscribo el nombre de Virginia, en testimonio de la contigüidad con que compartimos el instante peregrino. They who one another keepe Alive, ner parted bee.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que tos inter­ locutores comparten; ¿cómo transmitir a ios otros el infinito Aleph, que mi temerosa me­ moria apenas abarca? Los místicos, en análo­ go trance, prodigan los emblemas: para signi­ ficar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ningu­ na; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. E l A leph

Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero his­ toriar es mía solamente; quienes la compar­ tieron han muerto. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pá­ jaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora. E l C ongreso

ABREVIATURAS

Las referencias que se hacen en el texto a las obras de Borges indican la sigla y página del correspondiente volumen, según la nómina que es proporcionada a continuación, en la que además se especifica entre paréntesis la fecha de la primera edición, cuando no fue la em­ pleada en el presente trabajo. Todas las remi­ siones a Discusión corresponden a la edición de Gleizer, 1932 (D, I), salvo cuando se trata de materiales agregados al tomo de las "Obras Completas” aparecidas en volúm enes indivi­ duales, publicado por Emecé, 1957 (D, II). A AE ALG DI D II

El Aleph, Madrid, Alianza Editorial, 1971 (1949). "An Autobiographical Essay”, incluido en The Aleph and Other Stories; Nueva York, E.P. Dutton, 1970; págs. 203-260. Antiguas literaturas germánicas. México, Fondo de Cultura Económica, 1951. Discusión. Buenos Aires, Gleizer, 1932. Discusión. Buenos Aires, Emecé, 1966 (1957).

ES F H HE HUI IB LA LS MF OI OP OT P

Elogio de la sombra. Buenos Aíres, Emecé, 1969 (Colección Piragua). Ficciones. Buenos Aires, Emecé, 1956 (1944). El hacedor. Buenos Aires, Emecé, 1960. Historia de la eternidad. Buenos Aires, Emecé, 1953 (1936). Historia universal de la infamia. Buenos Aires, Emecé, 1954 (1935). El informe de Brodie. Buenos Aires, Emecé, 1970. El libro de arena. Buenos Aires, Emecé, 1975. Libro de sueños. Buenos Aires, Torres Agüero, 1976. El “Martín Fierro”. Buenos Aires, Edi­ torial Columba, 1953. Otras inquisiciones. Buenos Aires, Eme­ cé, 1971 (1952). Obra poética. Buenos Aires, Emecé, 1969 (1962). El oro de los tigres. Buenos Aires, Eme­ cé, 1972. Prólogos. Buenos Aires, Torres Agüero, 1975.

También se utilizaron las siguientes obras, que incluyen declaraciones o participación de Borges: Antología: Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Antología de la li-

teratura fantástica. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1940. Burgin: Richard Burgin, Conversations avec Jorge Luis Borges. París, Gallimard, 1972. [Título del original inglés: Conversations with Jorge Luis Borges.'] Crónicas: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Ca­ sares, Crónicas de Bustos Domecq. Buenos Aires, Losada, 1967. Charbonnier: Georges Charbonnier, El escritor y su obra. México, Siglo XXI, 1967. [Tí­ tulo del original francés: Entretiens avec Jorge Luis Borges.] Di Giovanni: Borges on Writing, edited by Nor­ man Thomas di Giovanni, Daniel Halpern, and Frank MacShane. Londres, Alien Lañe, 1974. Milleret: Jean de Milleret, Entrevistas con Jor­ ge Luis Borges. Caracas, Monte Ávila, 1970. [Título del original francés: Entretiens avec Jorge Luis Borges.] Problemas: H. Bustos Domecq [seudónimo de Jorge Luis Borges y Adoldo Bioy Casares], Seis problemas para don Isidro Parodi. Buenos Aires, Sur, 1964 (1942).

NOTA PRELIMINAR

El presente ensayo no se propone un es­ tudio integral de la obra de Borges: apenas pretende un relevam iento de la concepción nominalista que es posible entresacar de los volúmenes en prosa que publicó desde 1932 (prim era edición de Discusión) hasta 1960 (aparición de El hacedor). Dichos límites no han sido impedimento para que se utilizaran otros textos, cuando contribuían al propósito de esclarecer las ideas examinadas. De cual­ quier manera, los alcances de la investigación no aspiran a exceder las fronteras señaladas. No me considero especialista en la obra de Bor­ ges y no me he propuesto manejar la extensí­ sima bibliografía que sus escritos han suscita­ do. Preferentemente, mi interés se encaminó al aprovechamiento de la información en apa­ riencia extrínseca que permitió construir el argumento que aquí se ofrece. Éste, por lo demás entraña una consecuencia que no se cir­ cunscribe al autor estudiado: en el pensamien­ to moderno existe una estrecha relación sub­ yacente entre nominalismo filosófico, lenguaje místico y concepción liberal de la tolerancia. Por encima de cuantas objeciones se le hayan formulado, personalmente opino que se trata de una de las corrientes más fecundas en el desenvolvimiento cultural de los últimos siglos,

no superada hasta nuestros días; no digo la más fecunda por la exclusiva razón de que pienso, como me enseñó E. M. Forster, que en esta vida únicamente se pueden dar tres ¡hurras! (no sólo dos) por la Ciudad Celestial. Sea como fuere, la tesis central de este enfoque consiste en que la obra examinada es el resultado de una concepción orgánica y unitaria, cuya clave debe buscarse en el no­ minalismo: contrariamente a lo que el mismo Borges suele mostrarse dispuesto a reconocer de manera explícita —y con pleno derecho, pues esa revelación no le incumbe a él como persona sino al "dibujo en el tapiz” que pro­ ponen sus escritos por sí mismos—, se trata de un ciclo literario que no se limita a acumu­ lar piezas admirables y vastamente elogiadas; entraña, por añadidura, una interpretación co­ herente del mundo y del hombre que debemos admitir como tal si nuestro propósito es intro­ ducirnos en los textos, compartamos o no las convicciones del autor. Pero afirmar que es una trayectoria unitaria no significa en modo alguno sostener al mismo tiempo que sea uní­ voca; acaso haya otras perspectivas esclarecedoras que servirían para complementar o rec­ tificar la empleada aquí. En todo caso, cabe sospechar, con las debidas reservas, una posi­ ble veta de reflexión sobre la existencia, vin­ culada a la admiración que Borges siente por Unamuno y al entusiasmo que ha demostrado por Kafka: la agonía y el desamparo humanos se muestran estrechamente relacionados con la imposibilidad de acceder a una certidumbre

inequívoca. Esto sugiere que acaso ambas pro­ posiciones admitan reconciliarse en una inter­ pretación más amplia y comprensiva que la presente. Es lícito barruntar que ciertos indi­ cios de nominalismo ya pueden trazarse en los materiales reunidos por Diels y Kranz en Die Fragmente der Vorsokratiker; así parecen in­ dicarlo algunos pasajes que proceden de Leucipo y Demócrito, en los que se enfatiza el desajuste entre los instrumentos especulativos del hombre y la naturaleza de la realidad; al menos, en el último de los pensadores men­ cionados leemos que "no se sabe por dónde llegár a conocer lo que verdaderamente cada cosa es”. Pero el afianzam iento pleno de la doctrina nominalista en el mundo moderno de­ be explorarse a lo largo del desenvolvimiento filosófico que media entre Occam y la irrup­ ción del empirismo radical, proceso que cul­ mina cuando Hume puntualiza la insuficiencia de nuestros recursos intelectuales para descu­ brir el ordenamiento último del universo, afir­ mación que nos enfrenta con el hecho de que formamos parte de una realidad separada del entendimiento humano por un abismo sobre el cual jamás se podrá tender un puente defi­ nitivo. Enunciado en otros términos, ello nos advierte que a una gnoseología nominalista como la que maneja Borges corresponde de manera casi inevitable una antropología (y quizá también una ética) de corte existencial. Por otra parte, el intento de esclarecer la rigurosa elaboración de esta obra no es ajeno a un aspecto fundamental de la tarea inheren­

te a todo hombre de letras. Borges, al igual que Gustave Flfiubert o que Henry James, obli­ ga a replantear el viejo problema de la “ética del escritor", de los alcances que entraña tal responsabilidad. Cada artista tiene, incuestio­ nablemente, un compromiso moral con la so­ ciedad en que desenvuelve su actividad —que es su tan mentado compromiso específico—, pero casi siempre la índole de tal obligación ha sido interpretada con criterio bastante con­ fuso e inexacto. Para contribuir a la plenitud del mundo en que vive, la tarea del poeta no consiste en desconocer o marginar las carac­ terísticas intrínsecas de su oficio, sino en en­ fatizarlas. Su meta no es internarse en la re­ solución de problemas sociales o económicos —en los que, por lo menos, no es especialis­ ta—, ni tampoco en vociferar solidaridades minoritarias o masivas. Lo que debe propo­ nerse es subrayar la naturaleza de su actividad. En los últimos tiempos, la crítica ideológica ha insistido en que la palabra griega póiesis fue interpretada maliciosamente en el mundo moderno, pues no significa “creación" (en sen­ tido mágico o exquisito) sino "producción” (con valor artesanal). Aceptamos este juicio, sin entrar en polémica acerca de su validez; pero opinamos que ello desemboca en un prin­ cipio insoslayable: la tarea del escritor apunta a que resplandezca la producción en sí misma, pues ese es el motivo de que su labor reciba tal nombre por antonomasia. Es decir, el poe­ ta exalta el trabajo en sí mismo, no sus con­ secuencias o su aplicación. Por lo tanto, los

méritos del artista suelen ser proporcionales a su disciplina e independencia; su función so­ cial consiste principal y acaso exclusivamente en obrar con absoluta libertad pero también con obstinado e inclaudicable rigor íntimo, con el objeto de desarrollar las posibilidades de su acción hasta el término que se ha propuesto, sin concesiones. Esta es una de las cualidades más notables de cuanto Borges ha realizado. Con excesiva facilidad se lo ha denunciado por falta de permeabilidad a factores circunstan­ ciales o se lo ha objetado por seguir sin vaci­ laciones una senda que su propia conciencia le dictó. Precisamente, en esta posición radica una de sus principales virtudes, tal vez la más memorable de un compromiso que no tiene nada de equívoco o extemporáneo. Por cierto, ningún lector está obligado a compartir la óp­ tica política o social de Dante, de Shakespeare o de Racine; pero si se los ha reconocido como clásicos, ello deriva de que no abrigamos du­ das en compartir la óptica que tenían con res­ pecto a su oficio. No es una mera reivindi­ cación del formalismo, téngase bien en cuenta; es una exaltación del trabajo como aptitud configuradora por cuyo intermedio cada hom­ bre contribuye, en su campo, al desenvolvi­ miento de la vida comunitaria. Más allá de todo debate, esto es lo que queda de la obra de Borges —y sin duda no es poco— como aporte ejemplar: se propuso desentrañar una imagen del hombre que tenía imperiosa nece­ sidad de comunicar. Lo ha hecho en las cir­ cunstancias más difíciles, en medio de grandes

conflictos y de profundos cambios cuya concresión tantos han querido capitalizar sin or­ den ni claridad mentales. Cabe preguntar si tamaño aporte no es más que suficiente para acallar controversias inútiles y para encauzar un estudio riguroso de sus escritos, único pro­ cedimiento que justificará ulteriores diferen­ cias de opinión. Es indispensable agregar una advertencia más, de índole muy diversa. Como bien sabe todo lector reflexivo y avisado, las "notas pre­ liminares” se escriben cuando el libro ya se ha terminado de redactar. Por lo tanto, al ce­ rrarlo con estas páginas iniciales, deseo abrir­ lo en un aspecto que su desarrollo ha excluido pero que, sin duda, reviste importancia funda­ mental. Borges ha creado un verdadero mito de Macedonio Fernández, pero curiosamente ha dicho poco sobre su obra, inclusive en el prólogo que le dedicó (P, 52-61). Por este mo­ tivo, en nuestra persecución de relaciones y parentescos literarios a través de la informa­ ción que proporciona el autor de Ficciones so­ bre sí mismo no ha tenido cabida un hecho que, por consiguiente, es indispensable dejar registrado aquí, sin mayor elaboración: en qué medida el pensamiento de Borges se nutrió en ideas tan admirables que tal vez lo introduje­ ron en muchos problemas que luego indagó, o que quizá le ofrecieron pistas para integrar sus propias preocupaciones ya existentes. Al respecto, un epígrafe que resumiría definitiva­ mente los argumentos articulados en el estudio que se intenta a continuación podría ser éste,

tomado de No todo es vigilia la de los ojos abiertos: "A cosas de nuestra alma vigilia lla-^ ma sueños. Pero hay de ésta también un despertar que la hace ensueño: la crítica del yo, la Mística”. Pienso que la producción íntegra de Borges ha sido una desesperada búsqueda de este despertar anunciado por Macedonio Fernández. Una observación adicional: considero que el enfoque de Borges proporcionado en estas páginas es, para mí, provisional. Con respecto al momento presente, pienso que ya hay un Borges "último” o, por lo menos, "ulterior”; es el que está en los relatos de El informe de Brodie y de El libro de arena ("Guayaquil”, “El evangelio según Marcos”, "El informe de Brodie”, “There are more things”, "Utopía de un hombre que está cansado”, "El disco”, entre otros). No es, en esencia, diferente del ante­ rior; pero, como en los poemas tardíos de Yeats o en el Eliot de los "cuartetos”, hay, con res­ pecto a sus textos precedentes, una suerte de transparencia, de simplicidad y despojamiento. Sospecho que acaso sea lo mejor de su obra. Me impide ver con claridad el hábito, la cir­ cunstancia de que lo he seguido en el curso del tiempo y de que, al igual que los restantes lectores que vivieron el crecimiento de su pro­ ducción, estoy deslumbrado por las experien­ cias pasadas. Tal vez escribo este libro para despojarme de tal visión y para poder releerlo en el futuro sin residuos cronológicos: quiero volver a descubrirlo a partir de las nuevas y sorprendentes prosas que ha estado escribien­

do en el período reciente. Por ese mismo mo­ tivo y en razón de esa misma espera, he pre­ ferido fijar el límite de mis indagaciones en el año 1960. Por lo que concierne al aspecto personal, el presente trabajo resume las apreciaciones de muchos años durante los cuales he seguido con atención la trayectoria de Borges, cuyos mate­ riales me han fascinado. Tenía diecisiete años, en 1944, cuando establecí el primer contacto significativo con su obra, al publicarse Ficcio­ nes. Recuerdo que esta circunstancia me in­ dujo a pergeñar algunas páginas, afortunada­ mente extraviadas en el transcurrir del tiempo, en las cuales —si la memoria no me es infiel— algo había en germen de los argumentos que terminé por desenvolver. Doce años más tarde, con motivo de un ciclo de exposiciones radio­ fónicas sobre aspectos del lenguaje rioplatense, ensayé una nueva incursión en el mismo asun­ to, que tampoco he conservado. En esa oca­ sión, el centro de interés fue la relación de Borges con los efectos mágicos del lenguaje, indagada con el auxilio de las observaciones que proporciona Ernst Cassirer, especialmente en The Myth of the State. Pero el estudio más sostenido comenzó hacia 1969, cuando la preparación de algunos trabajos sobre cuento moderno me llevó a la actualización de las consideraciones sobre el "nominalismo mágico” de Borges. En 1972, in­ vitado a colaborar en una publicación dedicada a la literatura latinoamericana, pensé en ana­ lizar el ingrediente de humor en uEl Aleph” y

"El Zahir”. No obstante, me pareció que con­ venía la inserción de tal aspecto en la totalidad de problemas que suponía el examen de estas narraciones. La tarea acabó por crecer e inte­ grarse en los tres capítulos de la obra que ahora se publica, los cuales fueron redactados, en el orden en que aparecen, en la primavera de 1972, en el otoño de 1974 y en la prima­ vera de 1975. El epílogo, completado a prin­ cipios de 1975, no fue concebido originalmente como parte del conjunto, pero sospecho que en su forma actual ofrece un cuadro de la tra­ dición en la que se inscribe el pensamiento de Borges. Por cierto, utilizo la palabra tradición en el sentido que suele otorgarle T. S. Eliot: como una continuidad dinámica, no como la refirmación dogmática de valores ontológicos (y, por tanto, inamovibles) que terminan mos­ trándose rígidos y ahistóricos. Los tres capítulos de este trabajo aparecie­ ron originalmente en las entregas 3, 7 y 11/12 de la revista Hispamérica, gracias a la cordial acogida que les dispensó su director, el profe­ sor Saúl Sosnowski. Dejo constancia asimismo de mi reconocimiento al doctor Eugenio Pucciarelli, que me alentó en la preparación del epí­ logo. A la amistad del doctor Donald A. Yates debo la invitación a participar en el XIV Con­ greso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, realizado en East Lansing a fines de agosto de 1973, que me llevó a presen­ tar una ponencia sobre "Borges y la filosofía del lenguaje”, incorporada más tarde en la pri­ mera mitad del capítulo II. De manera muy es­

pecial deseo agradecer a Carlos Gardini, quien advirtió antes que yo mismo la importancia que para mí tenía el "silencio privilegiado" y debatió larga y esclarecedoramente el asunto conmigo. Las partes que fueron publicadas anteriormente al incorporarse a la redacción final han sufrido algunas modificaciones y am­ pliaciones, en su mayoría formales, para subra­ yar la unidad y coherencia del propósito. Por ese motivo, no se han eliminado, en cambio, las repeticiones que puedan contribuir a la con­ sistencia del argumento expuesto. La índole sumamente personal de los asun­ tos desarrollados hace que no sólo me declare exclusivo responsable de estas páginas sino que, por añadidura, las considere en mayor grado mías que cuantas escribí hasta el presente: este es el Borges que he leído y que asumo —como él diría— "por mi cuenta y riesgo”. Buenos Aires, 1- de julio de 1976.

EL “PENSAMIENTO SISTEMATICO”

Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espa­ cio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.

"Avatares de la tortuga" (OI, 156)

1. Negación de la cosmología En 1763, un joven escocés conoció al hom­ bre de letras londinense de mayor prestigio en la época, al que siguió frecuentando para reu­ nir notas sobre su vida y opiniones, con el secreto propósito de intentar en el futuro una semblanza biográfica del gran escritor. Sólo nueve años más tarde el doctor Johnson se en­ teró del proyecto que abrigaba su amigo James Boswell, a cuyas intenciones en apariencia no opuso mayores reparos. Que Boswell escogiera al doctor Johnson como motivo de su obra no resulta extraño; lo que realmente habría podi­ do sorprendernos hubiese sido el hecho de en­ contrar en textos tempranos de Johnson la premonición de que algún Boswell irrumpiría en su existencia. Sin embargo, en un cuento de Borges escrito ya en 1941 encontramos esta curiosa anticipación —este conocimiento del porvenir— que aún demoraría veinticinco años en concretarse: "las noches peripatéticas de conversación literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas, juega invariable­ mente a ser Monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson” (F, 77). No es cuestión de pregun­ tarse si le tocó en suerte un Paul Valéry o un James Boswell, pero resulta fácil verificar que

sus opiniones han sido registradas en los últi­ mos tiempos por un par de amanuenses fran­ ceses y por otro de lengua inglesa —llamados Jean de Milleret y Georges Charbonnier, los dos primeros; Richard Burgin, el último—, quienes han producido sendos volúmenes que congre­ gan los testimonios más ambiciosos de entretiens o conversations con Borges, al margen de otros comentaristas que documentan intentos más modestos en idéntico sentido. Tal vez sea menos imprevisto comprobar que, en cierto momento de las respectivas entrevistas, un mis­ mo hombre haya formulado a distintos inter­ locutores una misma preocupación: el deseo de negar de una vez por todas la versión —alguna vez tan difundida entre críticos y lectores— de que su obra es el producto de una intención filosófica o teológica, de una vocación cosmo­ lógica persuadida de su validez. A Milleret le dijo: "quiere hacerse de mí un filósofo y un pensador; pero es cierto que repudio todo pen­ samiento sistemático porque siempre tiende a trampear” (Milleret, 116). Entre las declara­ ciones recogidas por Burgin hallamos una ver­ sión más atenuada de la misma afirmación, pero en la cual también se entrevé la certeza de que el pensamiento sistemático tiene más de búsqueda de consuelo que de indagación de la verdad: "Pienso que la filosofía puede con­ ferir al mundo una especie de vaguedad, pero esa vaguedad es por entero ventajosa; si uno es un materialista y cree en cosas duras y rígi­ das, entonces queda atado a la realidad o a lo que se denomina realidad; de modo que, en

cierto sentido, la filosofía disuelve la realidad, pero como la realidad no siempre es bastante placentera, uno resulta beneficiado por esa di­ solución” (Burgin, 138). Otra vez más, en el ensayo autobiográfico que dio a conocer en inglés, Borges, de pasada, intenta desestimar el propósito secreto e iniciatorio que algunos co­ mentaristas suelen atribuir a su obra: “Mi na­ rración kafkiana 'La Biblioteca de Babel' fue concebida como una versión o magnificación onírica de la biblioteca municipal [en la que desempeñaba tareas administrativas], y cier­ tos detalles del texto no poseen significado al­ guno. El número de libros y anaqueles que registré en la historia correspondía exactamen­ te al de los que tenía a mi alcance. Críticos sagaces se han preocupado por esas cifras, y generosamente les han conferido un valor mís­ tico” (AE, 243-244). En una respuesta a Milleret, Borges señaló por añadidura que cuando se intenta atribuirle una doctrina sistemática y un "trasfondo metafísico”, el lector que se com­ porta así lo hace "por su cuenta y riesgo” (Milleret, 113). Y con respecto a determinadas interpretaciones que exceden cuanto razonable­ mente cabe extraer de sus textos, en el curso del mismo diálogo observó con ironía: "Todos son muy amables. Pero creo que puede decirse de esos críticos lo que dice el proverbio fran­ cés de los albergues españoles: encontraron lo que traían consigo” (Milleret, 159). En conse­ cuencia, hasta cierto punto podría aplicarse a Borges lo que él, por su parte, escribió en- elo­ gio de uno de los autores españoles que más

admira: "La grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un filósofo, un teólogo o (como quie­ re Aureliano Fernández Guerra) un hombre de estado, es un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido” (01, 47). En verdad, cualquier pieza literaria, una vez que ha recibido difusión pública, deja de ser una pertenencia o un atributo exclusivo de su autor para convertirse en un texto sujeto a toda lectura valedera. Pero la insistencia de Borges en este punto resulta harto sugestiva; rehúsa ser considerado un pensador que ela­ bora teorías originales o que disemina claves para desentrañar verdades esotéricas; insiste en que su labor no va más allá de la literatura (con preferencia, de ficción). Aunque las obser­ vaciones citadas que formuló sobre sus obras pertenecen a los últimos años, esa actitud no es nueva: basta un examen cuidadoso de sus escritos para comprobar que ha sido reiterada en multitud de ocasiones, a lo largo del tiempo. Por lo demás, esta posición se halla íntimamen­ te emparentada (y acaso identificada) con un juicio que define en su totalidad la opinión que le merece la especulación cosmológica: "No hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy sim­ ple: no sabemos qué cosa es el universo” (OI, 142-143). El fundamento de tal aserto podría atribuirse a un escepticismo casi normativo, sustentado en una óptica que cuestiona de ma­ nera radical la competencia del hombre para penetrar en los enigmas últimos de la realidad. En tal sentido, las dudas que Borges ha mani­

festado con respecto a la capacidad humana de adquirir un conocimiento trascendente o de formular una metafísica valedera por lo gene­ ral exceden a las de muchos filósofos —de Pirrón en adelante —que se declaran escépti­ cos o agnósticos pero que, a partir de esa des­ confianza inicial en nuestras aptitudes para acceder a la verdad, se consideran autoriza­ dos a desarrollar sistematizaciones del compor­ tamiento y fastidiosas disertaciones morales. Para Borges, todo sistema cosmológico parece apoyarse en principios análogos a los que Herbert Quain reconoció en uno de sus libros: "Yo reivindico para esa obra —le oí decir— los ras­ gos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio” (F, 79). De manera sintomática, la producción atribuida a este es­ critor imaginario por momentos tiene el aspec­ to de un mordaz comentario sobre los proce­ dimientos que habitualmente exhibe la mayoría de los tratados filosóficos, cuya arquitectura se asemeja a la de ciertas novelas de intriga en las que a partir de cualquier situación ini­ cial, sólo con valerse de algunos escamoteos oportunos y con respetar la observancia de principios relaciónales que dan coherencia al sistema, se logra comunicar un simulacro de validez irrefutable al desenlace arbitrariamente escogido por el autor. Esto permite que, con el empleo de pequeñas sustituciones y reajus­ tes —como en el experimento narrativo de Herbert Quain—, una misma trama sirva por igual para las demostraciones más dispares e incom­ patibles y resulte apropiada de manera inter­

cambiable en la confirmación de hipótesis an­ tagónicas y heterogéneas, de las cuales “una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera” (F, 80). Con el concurso de fábulas de esta especie, Borges llega a sugerirnos que todo sistema es inevita­ blemente artificial, que a menudo no excede el ejercicio de la pura ficción, que está muy cerca del mero pasatiempo; aún más: pareciera juz­ garlo un perjudicial efecto secundario —según se dice en argot médico— del uso que hacemos del lenguaje, en tanto suponemos que éste es un dócil instrumento para dominar y almace­ nar ordenadamente nuestra información sobre el mundo. Con una identificable reminiscencia de Hu­ me, Borges ha repetido sin cesar —y muchas veces no se lo ha querido oír— que nuestra certidumbre de habitar en el cosmos y no en el caos es una mera fantasía apuntalada por el hábito y la comodidad.1 En el ensayo sobre el 1 El reconocimiento de Borges a las ideas de Hume ha sido testimoniado frecuentemente, y buena parte de los argumentos utilizados en “Nueva refuta­ ción del tiempo" (OI, 235-257) se fundamenta en la lectura de este filósofo. En la primera parte del men­ cionado ensayo, aparecido originalmente en el núme­ ro 115 de Sur en mayo de 1944, Borges afirma que el escepticismo de Hume se postula "con más lógica" que el intento de Berkeley encaminado a introducir la activa percepción divina. La fuente de Borges, en particular, es el conocido texto de Hume que puede juzgarse uno de los más expresivos documentos del escepticismo moderno (,4 Treatise of Human Nature, libro I, parte IV). Tal como la presenta Borges, la actitud de Hume entraña uno de los cuestionamientos más categóricos a la unidad de la conciencia que pro-

idioma analítico del obispo Wilkins, escribe: “Cabe sospechar que no hay universo en el sen­ tido orgánico, unificador, que tiene esa ambi­ ciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las de­ finiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios" (OI, 143). Nos hemos perdido en un confuso entrevero de sen­ das que el hombre no trazó y que jamás lle­ gará a deslindar totalmente. “Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —tra­ duzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir". Sólo “un laberinto urdido por hombres” admite “que lo descifren los hom­ bres” (F, 33-34). En cambio, el milenario es­ fuerzo humano por descifrar el laberinto de la realidad desembocará inevitablemente en for­ mulaciones esquemáticas y coercitivas que no se ajustan a la infinita complejidad del univer­ so; el pensador que se resiste a esta evidencia incurre en una limitación irreparable, tal como “lo que declaró-Schopenhauer de las doce, cate­ gorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor geométrico” (F, 81). De esto se puede inferir,,, tal vez, que la demostración razonada y el rigor del formalismo lógico, convertidos en la ideo­ logía más persistente y aceptada de nuestra historia cultural, han impedido que, salvo en muy contadas excepciones, el hombre —por lo menos, el hombre de educación europea— capte pone el cogito cartesiano. Sobre los alcances del eseepticismo de Hume, cf. A. H. Basson, David Hume; Londres, Penguin Books, 1968; págs. 78 y ss.

o advierta la plasticidad y riqueza de contrastes que presentan él mismo y el ámbito del que forma parte. Sea como fuere, Borges no pare­ ce dudar de que el mundo en que vivimos operai sobre nosotros y, por lo tanto, de que se mani­ fiesta en nuestra existencia de algún modo; en cambio, no cree posible desentrañar la natu­ raleza íntima de esa realidad, pues aun cuando lográsemos tan ambiciosa revelación nunca lle­ garíamos a saberlo. 2. Heresiarcas y teólogos Conviene, empero, hacer una aclaración: Borges no cuestiona las creencias sino, más bien, los intentos de sistematizarlas, de hacer­ las demostrables. Por añadidura, algo hay que excede su escepticismo y logra imponerse por una convicción propia; es la existencia de Dios. Al respecto, no debemos incurrir en un fácil equívoco: no sostenemos que Borges tenga una innegable convicción personal de que Dios exis­ ta y de cómo existe, pues "la noción de un ser todopoderoso, omnisciente —le confiesa a Mil­ leret— es mucho más sorprendente que todos los caprichos de la narrativa de ficción cientí­ fica”, y señala que la idea de lo divino acaso resulte "inconcebible incluso para los teólogos” (Milleret, 114), a lo cual agrega en otras ocasio­ nes que la aspiración de ser contemplados o recompensados por una voluntad sobrenatural le parece una mera vanidad de los hombres, Pero se trata, en cambio, de un postulado útil

y hasta indispensable para nuestra condición de criaturas, cuya demostración juzga innece­ saria; la actividad divina es una función que se impone por sí misma como exigencia impos­ tergable de su constelación imaginaria; en con­ secuencia, se presenta como una licencia poé­ tica obligada, como una hipótesis de trabajo eficaz o, en todo caso, como un asentimiento —tal vez estrictamente literario— del credo quia absurdum. Tal necesidad se sustenta en el hecho de que Dios desempeña varias tareas primordiales en la producción de Borges: es un ser inescrutable, por momentos un demiur­ go que al parecer instauró su creación con el malévolo designio de que los hombres se entre­ garan sin descanso —como Sísifo, como Tánta­ lo— a la empresa de entenderla, aunque jamás conseguirán satisfacer ese propósito; es, asi­ mismo, quien está destinado a refutar las habi­ lidosas pero superfluas lucubraciones que el género humano desmadeja en su afán de expli­ car la naturaleza y desempeño divinos, porque Dios "se interesa tan poco en diferencias reli­ giosas” (A, 48) que resulta ser el más apático —y quizá también el más ignaro— en materia de controversias teológicas. Además, el simple recurso de admitir como hipótesis la existencia de Dios es ya una solapada vía de confutarla o, mejor aún, de mostrar nuestra ineptitud para concebirla, según se desprende de las dudas, las contiendas y las contradicciones percepti­ bles en los pensadores reales o ficticios dis­ puestos a elaborar una interpretación de la di­ vinidad, cuyos juicios y fórmulas Borges ha

ido acumulando con paciente alevosía a través de sus escritos. En definitiva, lo único cierto que acaso pueda afirmarse acerca de Dios es lo que Él mismo ha declarado en el Éxodo, III, 14: "Soy el que soy". Esta condición sustantiva de ser hace intolerable cualquier demostración, cualquier procedimiento "que declare y analice, como Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum” (OI, 127); la majestad del Dios que es no admite, de conformidad con esta opinión, ser rebajada a la condición de inteligencia que arguye} Con singular causticidad, indudable rigor y complaciente juego verbal, a la compro­ bación ontológica Borges opone o suplementa un posible argumentum ornithologicum (H, 17). La naturaleza de Dios es inimaginable y, tal como lo sugiere el Corpus Dionysiacum, "nada se debe afirmar de Él, todo puede negar­ se", al punto de que —según criterio de Schopenhauer— la única teología verdadera es aque­ lla que "no tiene contenido" {OI, 200); para que resulte verosímil su índole prodigiosa, si Dios es Alguien, ese Alguien inevitablemente —en términos humanos— debe ser Nadie. Ello Borges retoma la contestación de Jehová a Moi­ 2 sés en "Historia de los ecos de un nombre" (07, 223228). Aquí adopta el criterio de quienes juzgan que Dios evadió la respuesta para no quedar a merced de su inquisitivo interlocutor (un mago que acaso hubie­ ra podido aprovechar tal conocimiento para someter a la divinidad misma). Según Faggin, esta interpre­ tación entraña una óptica "diferente de la ti’adicional" y afín, en cambio, a la que suscribe Eckhart, quien percibe en las palabras de Dios "una declaración de teología negativa”. Al respecto, cf. Giuseppe Faggin, Meister Eckhart y la mística medieval alemana-, Bue­ nos Aires, Editorial Sudamericana, 1953; págs. 117-118.

es declarado explícitamente en "Religio Medici, 1643”: "Defiéndeme, Señor. (El vocativo / No implica a Nadie. Es sólo una palabra / De este ejercicio que el desgano labra / Y que en la tarde del temor escribo)” (OT, 49). A causa de ello, Borges sospecha que, con respecto a la presentación de la divinidad, los redactores del Antiguo Testamento han cometido una irreve­ rente distracción al sugerirnos un Jehová crea­ do según modelos humanos, que se pasea por el Jardín primigenio para disfrutar del fresco del día o que deja entrever signos de arrepen­ timiento cuando reconoce haberse comportado con ira (OI, 199). Por su parte, el Dios "uno y trino” de Ireneo le parece "un caso de tera­ tología intelectual” que a menudo es transfor­ mado por la ingenuidad de la feligresía en "un cuerpo colegiado infinitamente correcto, pero también infinitamente aburrido” (HE, 25).3 No obstante, hay ciertas concepciones de la divinidad que seducen la imaginación de Bor­ ges, quien muestra por ellas un notorio entu­ siasmo. Acaso la belleza del diseño lo aproxima a la fábula del místico persa Farin un-din Attar, 3 Cabe preguntarse si esta actitud con respecto al dogma trinitario no deriva de un enfoque que, im­ plícita o explícitamente, ha sido casi habitual en la especulación mística, a partir de la concepción plotiniana de la unidad divina. Al respecto, los teólogos subrayan que el Pseudo Dionisio demuestra preocu­ pación mucho mayor por la naturaleza de la divinidad que por la reflexión cristológica. De igual modo, en el pensamiento de Eckhart interesa menos el concepto de Deus que la noción de Divinitas: ese fondo oscuro en el que no es posible establecer distinciones, identificable con la natura naturans como poder genera­ dor que a su vez no ha sido engendrado.

que refiere la peregrinación iniciada por los pájaros en busca de su rey, el Simurg; al cabo de innúmeras peripecias, treinta peregrinos al­ canzan la meta y comprueban que "ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos” (F, 42). Una segunda ilustración men­ ciona cierto poema de Browning; un hombre cree tener un amigo famoso, al que nunca ha visto; hay quien pone en duda la existencia de ese desconocido, pero el último verso sugiere: "¿Y si este amigo fuera... Dios?” (OI, 147). En uno de sus relatos hallamos, asimismo, una frase que declara la existencia de aquel "dios sin cara que hay detrás de los dioses” (A, 122123), y alguna página anterior del mismo texto anuncia "una sentencia mágica” de la divinidad que "nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero nos consta que perdu­ ra, secreta, y que la leerá un elegido” (A, 119).4 Otra de las invenciones teológicas que cautivan a Borges es la que atribuye a Dios las siguien­ tes palabras, para consuelo de un dramaturgo moribundo: “Yo tampoco soy; yo soñé el. mun­ do como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie” (H, 45). Esto nos conduce a una de las imágenes divinas que más atrae al autor de Otras inquisiciones, la 4 “El dios sin cara que hay detrás de los dioses” alude inequívocamente al numen divino de los místi­ cos, la Divinitas de Eckhart. Sin embargo, el enun­ ciado que emplea Borges quizá sea una reminiscencia del cuento de Rudyard Kipling, “The Children of the Zodiac”, en el que detrás de seis figuras zodiacales hay otras seis, estas últimas amenazadoras e inescru­ tables.

del Escritor o Soñador que ha instaurado el mundo en virtud de tal condición; ejemplo de esa preferencia es la observación acerca de Dios tomada de Chcsterton, que Borges repro­ dujo al prologar a William James; “lo que me agrada de este novelista es el trabajo que se to­ ma por los personajes secundarios”.5 Por añadi­ dura, cabe destacar que la relación del Soñador con lo soñado o del Fabulador con el ámbito que su fábula configura es muy frecuente en Borges, sea en sus propios textos o en mate­ riales que ha seleccionado para antologías.6 Se trata de una idea tal vez emparentada con la doctrina del obisno Berke ley, cuya posición filosófica sería absolutamente subjetivista, de no mediar la objetivación originada en la cir­ cunstancia de ciue el sujeto pensante es la con­ ciencia del Creador: en todo caso, nos halla­ mos en presencia de un solipsismo divino, no humano. 5 William James, PxMgm^ÜSMQi Buenos Aires, Emecé, 1945; pág. 11. Este prólogo no ha sido reco­ gido por Borges en sus volúmenes de ensayos. 6 Entre los cuentos de soñadores capaces de ope­ rar sobre la realidad y de instaurar mundos íntegros o personas aisladas, uno de los que Borges ha reite­ rado con mayor asiduidad es el de Giovanni Papíñi, “La última visita del caballero enfermo", incluido en Antología, 205-209 y en LS, 56-58. Por su parte, la no­ ción de una divinidad que escribe el universo está ligada, indudablemente, a la tradición de que la na­ turaleza es uno de los dos libros que redactó Dios (el otro, por supuesto, consiste en la Sagrada Escri­ tura). Por lo demás, esta última idea también ha te­ nido bastante eco en la ficción científica, tal como lo ilustra el relato de L. R. Hubbard én el que la realidad del universo no es más que la fantasía com­ puesta por un “escritor fantasma"; al respecto, cf. Franco Ferrini, Qué es verdaderamente la ciencia-fic­ ción; Madrid, Doncel, 1971; pág. 65*

En síntesis, el misterio que entraña la ac­ ción de una oculta divinidad, sin lugar a du­ das, se adueña del hacedor de ficciones con su poderoso encantam iento, pero ante todo -—lo ha reconocido Borges sin circunloquios— ello consiste en una fascinación estética (OI, 263). En cambio, desde un punto de vista reli­ gioso, Borges considera que Dios sólo puede ser un motivo de fe, nunca de prescripciones doctrinales o demostraciones escolásticas. Co­ mo heredero de Occam, parece rechazar las teologías dogmática y natural, en las que ad­ vierte audacia y soberbia excesivas; por lo tan­ to, únicamente admite la enseñanza de los mís­ ticos, que han afirmado la imposibilidad de penetrar en la naturaleza íntima de lo divino.En tal sentido, su actitud coincide, sin vacila­ ciones, con el pensamiento de Eckhart, quien sostenía que la posesión de Dios jamás se logra especulativamente pues ello está más allá de nuestro poder: las concepciones humanas son transitorias y cambiantes y, en consecuencia, niegan por esta misma circunstancia la condi­ ción inmutable de la divinidad a la que tratan de hacer objeto de reflexión.7 Análoga idea enuncia Swedenborg, cuya imaginación ha sus­ citado en Borges tantas reverberaciones: "El ser de Dios escapa a toda descripción porque sobrepasa cuanto concepto pueda elaborar el pensamiento humano; en el cuadro de este pen­ samiento sólo entra lo creado y finito, pero no lo infinito e increado, y por consiguiente tam­ 7 Giuseppe Faggin, op. cit,, pág, 68.

poco lo divino”.8 En última instancia, el ger­ men de esta noción puede trazarse hasta los orígenes’mismos de la mística cristiana, cuan­ do el Pseudo Dionisio afirma que Dios no pue­ de ser circunscripto en fórmulas exactas, que la causa trascendente de lo sensible e inteligi­ ble rehúye todo enunciado construido con la ayuda de nuestros limitados instrumentos lin­ güísticos. Sea como fuere, Borges manifiesta una pre­ dilección notoria por aquellos escritores, visio­ narios o religiosos que documentan en su obra convicciones o experiencias privadas del mun­ do sobrenatural, que testimonian una búsque­ da incesante de Dios, pero que no exhiben el dogmático propósito de imponer sus ideas al prójimo por medio de compulsión. Estas for­ mas de pensamiento y de visión, así como la ausencia de intenciones coactivas, han persua­ dido a Borges de que tales autores pertenecen al círculo de aquellos “heresiarcas” que reali­ zan su propio peregrinaje hacia la revelación y no pretenden —como los defensores profesio­ nales de la ortodoxia— violentar las conciencias ajenas, si bien resultan los testigos que mejor convienen “a la dignidad del Dios intelectual de los teólogos” (OI, 175). En la nómina de quienes responden a las características señala­ das, Borges menciona a William Blake, a Bioy, a Swedenborg y a los cabalistas, cuyo rasgo común consiste en que, cada cual a su modo, "saben hablar con los ángeles”, en vez de incu­ 8 Citado en Martin Lamm, Swedenborg ; París, Stock, 1935; pág. 226.

rrir en el hábito de la "meditación melancó­ lica” que predomina en la especulación religio­ sa sistemática (01, 137). La virtud que hace recomendables a estos pensadores radica en el respeto a la naturaleza inescrutable de Dios disposición que los impulsa a elaborar metáfo­ ras sobre lo divino, por contraposición con el tipo de doctrinario literal e inflexible que pre­ tende legislar y reglamentar el mundo sobrena­ tural. De tal manera, al considerar el ordena­ miento del universo y el destino del hombre, no recaen en una acumulación mecánica de preceptos y silogismos, sino que aceptan la realidad como un enigma cuya clave definitiva se oculta en la inteligencia divina, movida por designios que poseen tal vez una exactitud ab­ soluta pero a los que sólo podemos acceder —según las palabras del Apóstol— "por espejo, en oscuridad” (OI, 172). Inclusive, la explora­ ción de esa clave está sujeta a graves amenazas, de las que no logran escapar totalmente los cabalistas, persuadidos de que la Escritura con­ forma un libro absoluto en el que nada es ca­ sual o contingente, circunstancia que —a juicio de Borges— entraña "un prodigio superior a cuantos registran sus páginas”, ya que otorga al lenguaje humano una precisión quimérica (D I, 78). Sin embargo, por encima de ocasio­ nales excesos —o tal vez a causa de los indi­ cios reveladores que cabe entresacar de éstos—, el conjunto de exploraciones mencionado no suele despeñarse en burdas interpretaciones que desnaturalizan la existencia concreta del hombre o que transforman la salvación eterna

en una cuestión de pesas y medidas. La bús­ queda de Dios debe justificarse por sí misma, no por afán de conjeturar premios o castigos. El cielo y el infierno no son ni un estableci­ miento recreativo ni una colonia penitenciaria decorada según “la mitología simplísima del conventillo: estiércol, asadores, fuego y tena­ zas” (D I, 131); en todo caso, es preferible que sean tales como los pensaba Swedenborg: es­ tados anímicos que el hombre asume "con li­ bertad” (OI, 137), moradas que cada uno esco­ ge "por razones de íntima afinidad” (OI, 219). Por ello, el antro de condenación que imagina Beckford en Vathek le parece a Borges “más atroz” —entiéndase: más convincente— que el de ía Divina Comedia, pues se demora menos en castigos corporales, con el objeto de poner de relieve la soledad, la ausencia de esperanza, la transformación del amor en odio (OI, 190); lo mismo cabe decir acerca del pasaje en el que Swedenborg evoca el infierno personal de Melanchton (Antología, 253-254), cuya persis­ tente atracción sobre la inventiva de Borges se ha puesto de manifiesto nuevamente en la bre­ ve pieza "His End and His Beginning” (ES, 147-148). Si los "heresiarcas”, para Borges, consti­ tuyen un extremo del pensamiento religioso,, el término opuesto pertenece a los "teólogos'', en los que denuncia una obsesiva precisión a la que juzga "insensata” (OI, 38), un rigor en el cual se trasluce que "no es indispensable la fe” (OI, 110). Por esa vía, sólo cabe derivar hacia una imagen de Dios que resulta mezqui­

na. En última instancia, la especulación que trata de sistematizar lo divino no suele susten­ tarse en la búsqueda de Dios sino en una mera intención polémica; por excepcional que sea el tratadista considerado, el deseo que éste muestra de fijar con exactitud el objeto de sus creencias acaba en el menoscabo de lo que cree. Así, Borges anota a propósito de Pascal: "Me­ nos le importa Dios que la refutación de quie­ nes lo niegan” (OI, 137). Dos textos se concen­ tran especialmente en la minuciosa presenta­ ción de esta vanidad: uno es la segunda sección del ensayo titulado "Historia de la eternidad” (HE, 23-33); el otro, la narración denominada “Los teólogos” (A, 37-48). En el primero, Bor­ ges destaca, a propósito de la inteligencia divi­ na, que “es muy sabido que generaciones de teólogos han trabajado esa mente a su imagen y semejanza” (HE, 29), y agrega sendas invec­ tivas contra Ireneo, quien decretó (sic) la "eter­ nidad coercitiva” que antes era apenas consen tida “en la sombra de algún desautorizado texto platónico” (HE, 24), y contra Agustín de Hipona, cuya expresión se mostró “siempre sensa­ cional y forense” (HE, 30). Además, disemina de paso otras apreciaciones circunstanciales con respecto a la escolástica en general (HE, 28), a la beatificación de Hércules propiciada por Ulrico Swinglio (HE, 32) y a la impiedad de los teólogos que suponen “insolente” la sal­ vación sin concurso del bautismo (HE, 31). Por su parte, en el cuento “Los teólogos” hallamos, quizás, algunas de las páginas más corrosivas y devastadoras que Borges escribió

sobré los que tratan de infligir por la fuerza sus creencias, sobre los que se proponen apli­ car sistemas doctrinales basados en evidencias fragmentarias y circunstanciales, sobre los que apelan a la felonía para hacer que prevalezcan sus maquinaciones intelectuales. Un anticipo global de tales despropósitos y de su condigna reprobación ya está sugerido en el párrafo ini­ cial del relato; la barbarie religiosa de los hu­ nos, que incineraron la biblioteca monástica por ignorancia y fanatismo, queda de inme­ diato contrapesada simétricamente por la ido­ latría de los doctos, que adoraron las calcina­ das reliquias: Arrasado el jardín, profanados los cá­ lices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca m onástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrie­ ran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron pa­ limpsestos y códices, pero en el cora­ zón de la hoguera, entre la ceniza, per­ duró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración es­ pecial y quienes lo leyeron y releye­ ron en esa remota provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. (A, 37)

Sobre el fragmentario manuscrito se erigió un sistema que postulaba el eterno retorno y que abandonó los símbolos cristianos. Dos apolo­ gistas, Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia, resolvieron intervenir para cortar de raíz la herejía. Pero muy pronto las rivalidades personales entre ellos fueron más importantes que la pureza confesional, y se embarcaron en una competencia que olvidó ortodoxias y he­ terodoxias, para hundirse en argumentaciones estériles y bizantinas. Con pareja industria, hasta postergaron el rencor recíproco, atem­ perado "por el mero trabajo, por la fabrica­ ción de silogismos y la invención de injurias, por los negó y los autem y los nequaquam", por los "vastos e inextricables períodos”, por "la negligencia y el solecismo”, por las compa­ raciones "con Ixión, con el hígado de Prome­ teo, con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con muías de noria y con silogismos bicornutos” (A, 39). Ya casi sin proponérselo, ambos teólogos contribuyeron a fulminar el pequeño brote herético; a esta al­ tura de sus disquisiciones estaban mucho más interesados en sobrepujarse entre sí que en perseguir cismáticos, pese a que "militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo enemi­ go” (A, 41). Aduciendo el nombre de la Ver­ dad en vano, una nueva transgresión doctrinal surgió, con su secuela de mutilaciones, críme­ nes, blasfemias, sofismas, profanaciones. Al cabo de múltiples peripecias, Aureliano decía-

ró que Juan de Panonia había incurrido en la nueva heterodoxia al redactar una oración de veinte palabras en su escrito contra la vieja herejía. Los miembros del tribunal eclesiástico naufragaron en ulteriores disputas teológicas con el inculpado y terminaron condenándolo a morir en la hoguera, pues se negaba a re­ tractarse. Por fin, Aureliano padeció idéntica muerte a la de su adversario, abrasado por el incendio de un bosque. Entonces, el vencedor en la controversia supo que su triunfo había sido estéril o, mucho peor, acaso ni siquiera había existido como tal: El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conver­ só con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acu­ sador y la víctima) formaban una sola persona. (A, 48) 3. Elogio del nominalismo Hecha la salvedad de que no pretende ser un filósofo, de que se niega a que lo consi­ deren como tal y de que, aún más, se compla­

ce en destruir sus propias invenciones meta­ físicas que instaura como puro juego, cabe reconocer que Borges pone de manifiesto en toda su producción una incesante búsqueda filosófica, llámesela discretamente curiosidad o inquisición. Estos movimientos de rechazo y atracción no entrañan, empero, una actitud contradictoria sino que admiten ser articula­ dos en la perfecta coherencia de un proceso dialéctico. En su primera conversación con Richard Burgin, Borges señala que sus preocu­ paciones metafísicas le parecen insoslayables, en virtud de que todo individuo reflexivo se ve acosado por los enigmas que experimenta en el curso de su existencia, sujeta irremedia­ blemente a complejidades y misterios tales como el tiempo, el espacio y la conciencia (Burgin, 26). En la persecución de respuestas para esos problemas, casi siempre apelamos al pensamiento sistemático, como la herramienta considerada más apta. De tal forma se elabo­ ran ciertos argumentos, a los que conferimos la dignidad de contestaciones a nuestras pre­ guntas. En líneas generales, es posible afirmar que toda indagación m etafísica responde al itinerario señalado. Al respecto, Borges desta­ ca la urgencia y fascinación de los enigmas que incitan nuestra disposición especulativa; lo que cuestiona es la estimación otorgada al caudal de soluciones contradictorias que se ha ido acumulando en el curso de tales pesquisas. A su juicio, la dificultad insuperable radica en que el pensamiento sistemático, tal como se­ ñaló a Milleret, "siempre tiende a trampear”.

Por cierto, aun el más apresurado reconoci­ miento de sus ficciones y ensayos permite sos­ pechar que a Borges lo seduce el equilibrio formal del pensamiento sistemático; pero la captación misma de la armonía que se des­ prende de tales procedim ientos lo pone en guardia contra la sacralización de los resul­ tados obtenidos. Por ejemplo, en el epílogo de Otras inquisiciones confiesa haber descubierto que sus escritos muestran una tendencia “a estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso”, lo cual “es, qui­ zá, indicio de un escepticismo esencial” (OI, 263). La pulcritud del diseño intelectual no es en modo alguno una prueba de verdad, pues la cabal articulación de ideas probablemente resulte más eficaz como proeza artística que como indagación de la realidad. Esta opinión reaparece a menudo explicitada en la obra de Borges: sus convicciones más firmes son aque­ llas que le hacen sospechar que toda filosofía es “de antemano” un puro juego; que las in­ terpretaciones humanas sobre el ordenamien­ to cósmico “no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud”, sólo "buscan el asombro”; que la especulación metafísica —no la inquie­ tud que la pone en funcionamiento— “es una rama de la literatura fantástica” destinada a postular “sistemas increíbles, pero de arqui­ tectura agradable o de tipo sensacional” (F, 23). Los “insospechados y mayores maestros” del género fantástico —arguye— son "Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto

Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley” (D II, 172). Borges reitera esta tesis con frecuencia casi obsesiva. Declara que “las invenciones de la filosofía no son menos fantásticas que las del arte" (OI, 68). Sostiene que "es aventura­ do pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) puede pare­ cerse mucho al universo" (OI, 155-156). Su­ giere que la metafísica como tal es imposible porque, según destacó Agripa el Escéptico, “toda prueba requiere una prueba anterior" (OI, 152). Opina que los conflictos entre doc­ trinas metafísicas, en última instancia, no de­ ben ser elucidados en términos de "polémica religiosa” (para el caso sería lo mismo decir filosófica), sino en función de una "tradición literaria” (OI, 59). Cuando Borges introduce ingredientes filosóficos en sus cuentos, no lo hace para dar sustentación especulativa a sus invenciones sino, más bien, para trasladar la m etafísica al ámbito ficticio que le corres­ ponde. Las ilustraciones de esta práctica son abundantes; basta enumerar unas pocas mues­ tras: en “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” la filia­ ción debe buscarse en el empirismo inglés del siglo xvin (principalmente el obispo Berkeley); en alguna historia de Herbert Quain re­ conoce el ascendiente de J. W. Dunne; en "La otra muerte" se novelan ciertas ideas de Pier Damiani sobre la aptitud divina para modifi­ car el pasado; en "La Biblioteca de Babel” la fuente principal es Gustav Theodor Fechner (según se desprende de una nota que Borges

publicó en el número 59 de Sur).9 En verdad, Borges admite que no hay manera de desem­ barazarse de la actividad metafísica: "La im­ posibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios” (OI, 143). Inclusive, justifica con m anifiesta ironía la validez del argumento filosófico, al margen de sus posibles sofismas: "Ante una tesis tan espléndida, cualquier falacia cometida por el autor, resulta baladí” (OI, 35). Pero después de construir rigurosamente una refutación del tiempo (que, de paso, en forma cáustica tem­ poraliza en el título, por medio de la contradictio in adjecto que consiste en juzgarla "nue­ va”), concluye amargamente: And yet, and y e t.. . Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el univer­ so astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nues­ tro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mi­ 9 Esta nota, titulada “La Biblioteca Total" (en Sur, 59, agosto de 1939, págs. 13-16), es un óptimo co­ mentario de “La Biblioteca de Babel”. Borges afirma que la idea ya está en el libro I de la Metafísica de Aristóteles, quien la atribuye a Demócrito y Leucipo; sin embargo, “su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz”. Como fuente inmediata, Borges remite a un libro de Theodor Wolff sobre "el certamen con la tortuga", aparecido en Berlín, en 1929. Según declara Borges, la hipótesis básica de Lasswitz coincide con la ex­ puesta por Lewis Carroll en la segunda parte de Sylvie and Bruno. "Lasswitz, animado por Fechner, ima­ gina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle".

tología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irrever­ sible y de hierro. El tiempo es la subs­ tancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me con­ sume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgra­ ciadamente, soy Borges. (OI, 256) La clave para descifrar la actitud que Bor­ ges asume con respecto a la filosofía tal vez deba buscarse en cierto párrafo que fue intro­ ducido en su prólogo a William James y en dos artículos de Otras inquisiciones, en el cual se trata de sintetizar un vasto y disperso caudal de opiniones acerca de la historia del pensa­ miento europeo.10 El pasaje referido se mues­ tra muy esclarecedor: Observa Coleridge que todos los hom­ bres nacen aristotélicos o platónicos. ;Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son ge­ neralizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de sím­ bolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento par­ cial. A través de las latitudes y de las 10 Véase el comienzo del prólogo a William James, op. cit., pág. 9; también los artículos “El ruiseñor de Keats" (OI, 167-168) y "De las alegorías a las novelas" (OI, 213-214).

épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aris­ tóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Me­ dia todos invocan a Aristóteles, maes­ tro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los nominalistas son Aristóte­ les; los realistas, Platón. George Henry Lewes ha opinado que el único debate medieval que tiene algún valor filosó­ fico es el de nominalismo y realismo; el juicio es temerario, pero destaca la importancia de esa controversia tenaz que una sentencia de Porfirio, vertida y com entada por Boecio, provocó a principios del siglo ix, que Anselmo y Roscelino mantuvieron a fines del si­ glo xi y que Guillermo de Occam reani­ mó en el siglo xiv. (07, 213-214) Si bien Borges, en el prólogo de 1953 a la Historia de la eternidad, intenta una módica y cortés rectificación de su previa aversión al platonismo (HE, 9), parece incuestionable con­ siderarlo, en el conjunto de su obra, como un representante notorio del pensamiento nomi­ nalista, aristotélico, en el sentido que él mis­ mo dio a estos vocablos en el texto que acaba­ mos de transcribir. Los antecedentes de esta posición deben remontarse al influjo que re­ cibió de la filosofía inglesa. Al respecto, Bor­ ges propone una brevísima genealogía del mo­ vimiento en su comentario al ruiseñor de Keats (07, 167-168). Señala que “de la mente ingle­ sa cabe afirmar que nació aristotélica”, por

cuanto muy rara vez admitió la realidad de los conceptos abstractos; "el inglés rechaza lo genérico porque siente que lo individual es irreductible, inasimilable e impar", de modo que el respeto a lo singular es entendido prác­ ticamente como un deber moral. El nomina­ lismo se consolida en las Islas Británicas con Occam, cuyo pensamiento "permite o prefigu­ ra” la aparición de Locke, de Berkeley y de Hume, quienes a su vez perduran en "las no es­ cuchadas y proféticas advertencias” que enun­ ció Spencer en el Individuo contra el estado. Aunque Borges los omita, podría completarse la trayectoria con los estudios sociales y mo­ rales de Bertrand Russell, pese a que este pen­ sador declinó compartir los principios gnoseológicos del nominalismo. No obstante, una corriente intelectual de tanta significación no podía quedar circunscripta en un solo país. Borges sin duda percibe en el concepto de re­ presentación, elaborado por el alemán Schopenhauer, algún eco que, por lo menos en par­ te, procede de Berkeley, así como reconoce una significativa deuda personal a la crítica del lenguaje que ensayo Fritz Mauthner. Tam­ bién sugiere alguna afinidad o coincidencia, por muy remota que sea, entre el nominalismo europeo y la actitud recelosa que ciertas doc­ trinas orientales exhiben con respecto al co­ nocimiento verbalizado. Por último, propicia la apoteosis del movimiento, al declarar: El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gen-

te; su victoria es tan vasta y funda­ mental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa. (OI, 214) Esta adhesión, sorpresivamente incondi­ cional en un autor tan suspicaz, se explica acaso por la doble circunstancia de que Borges considera, por un lado, que todo conocimiento, no va más allá de la idea que nos formamos de las cosas4 y por el otro, que es imposible separar el pensamiento de los mecanismos lin­ güísticos. A causa de ello, todas las polémicas filosóficas constituyen un mismo círculo vicio­ so que ha girado sin excepción en torno de las fabulaciones concebidas para enmascarar la realidad inescrutable con el rostro conocido del lenguaje, conjunto arbitrario de "gruñidos y chillidos” —dice Chesterton— que según cree el hombre "significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo” (OI, 212). De tal forma, Zenón de Elea supuso ne­ gar el movimiento al dejarse seducir por la palabra infinito, "que hemos engendrado con temeridad y que una vez consentida en un pen­ samiento, estalla como dinamita y lo mata” (D I, 161). Por añadidura, el lenguaje sólo permite que accedamos, en cada ocasión, a un número reducido de datos, pese a que cada acontecimiento y cada existencia entrañan un caudal ilimitado de detalles. "Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplifica­ da la historia” (OI, 187) que cualquier enun­ ciado, por exacto que pretenda ser, nos pro­ porciona de manera inevitable un conocimiento

que es ficticio; es decir, incalculablemente par­ cial y abstracto. Nuestros instrumentos espe­ culativos son insatisfactorios y nos impiden captar lo demasiado grande, lo demasiado pe­ queño, lo demasiado habitual, en su inagota­ ble complejidad. En suma, Borges no desecha la realidad del universo, pero cuestiona la ap­ titud humana para penetrar en su naturaleza y ordenamiento. No en vano sus filósofos pre­ dilectos incluyen a quienes con mayor agudeza y espíritu crítico plantearon los intrincados problemas del conocimiento y de la represen­ tación. El pensamiento es, para Borges, siem­ pre lenguaje, siempre discurso; y el lenguaje siempre es imperfecto, artificial. Pese a que lo haya negado en alguna ocasión, esto es lo que puso a Borges en el campo opuesto al pla­ tonismo, que a partir de nuestro intelecto pre­ tendió erigir un orden metafísico válido, cons­ tituido con ideas puras. Borges reconoce que todo nuestro bagaje de conocimientos consis­ te en una acumulación de ideas, pero ese mis­ mo motivo lo empuja a negar la validez que se pretende conferir a tal conocimiento. En sus conversaciones con Milleret ha vuelto a rati­ ficar explícitamente esta posición: "Creo que partí más que nada de la filosofía idealista, y cuando hablo del idealismo me refiero sobre todo a Berkeley, a Hume, a Schopenhauer más, que a los arquetipos eternos de Platón” (Mil­ leret, 111). La imposibilidad de estructurar una meta­ física que discursivamente —es decir, con auxi­ lio del lenguaje— permita desentrañar la na­

turaleza íntima de la realidad ha originado en Borges su rechazo de las demostraciones in­ tentadas por la teología natural, lo cual de nin­ gún modo lo induce a cuestionar las revela­ ciones divinas o las experiencias místicas per­ sonales. Esta actitud lo ha llevado a coincidir con ciertas opiniones de Schopenhauer en las que se niega al entendimiento humano la apti­ tud de resolver los interrogantes sobre el ori­ gen y meta del universo, sin que ello suponga desconocer a la filosofía el derecho de explo­ rar cómo se manifiesta el mundo. También comparte con Schopenhauer la convicción de que el ejercicio de la metafísica es un impulso incontenible que el hombre percibe en su ne­ cesidad de sustentarse en medio del vacío y del misterio con ayuda de una creencia, si bien la certidumbre obtenida por esta vía carece por completo de validez irrefutable. Por últi­ mo, se tiene la impresión de que Borges sus­ cribe asimismo las reflexiones de este pensa­ dor alemán cuando afirma que el imperativo de un ordenamiento moral no surge de nues­ tro conocimiento empírico sino de exigencias aparentemente originadas en un fundamento más profundo. Por lo demás, su interés en las doctrinas de William James permite suponer que al conocimiento científico, según la óptica del pragm atism o, sólo lo concibe como una creencia operativa, no como una comprobación forzosamente verdadera.11 11 Borges se ha formado principalmente en el pensamiento de la filosofía inglesa, de algunas corrien­ tes especulativas norteamericanas y de ciertos autores

De cualquier manera, su rechazo de las "conclusiones filosóficas” que proporciona el pensamiento sistemático no impide, según que­ dó dicho, que Borges admire la belleza formal de los procedimientos metafísicos y la capa­ cidad de paradoja que surge de sus resulta­ dos. En tal sentido, es significativo el interés demostrado por el argumento de Zenón de Elea sobre la carrera de Aquiles y la tortuga (D I, 151-161 y OI, 149-156), el que también motivó un agudo diálogo de Lewis Carroll ti­ tulado "What the Tortoise said to Achilles”.12 Este autor, que ilustra acabadamente la per­ fecta complementación entre la lógica y el ab­ surdo, ha sido, sin lugar a dudas, una de las lecturas predilectas de Borges, a quien nada de lengua alemana (como Schopenhauer y Mauthner); en cambio, no parece igualmente familiarizado con la filosofía francesa reciente (quizá con la sola excep­ ción de Bergson). Esto lo ha llevado a exhibir indi­ cios de recelo con respecto al positivismo, tal vez por su gravitación en el avance del cientificismo decimo­ nónico, sin advertir que los epígonos de dicha orienta­ ción tienden a confundirse con el pragmatismo en su crítica del dogma cientificista y en su renovación ac­ tual del nominalismo. Al respecto, cf. Robert Blanché, El método experimental y la filosofía de la física ; Mé­ xico, Fondo de Cultura Económica, 1972; págs. 369-370. 12 The Works of Lewis Carroll, edited by Roger Lancelyn Green; Londres, Spring Books, segunda im­ presión 1968; págs. 1049-1051. Para una conveniente traducción española de Alfredo Deaño, cf. Lewis Car­ roll, UZ juego de la lógica y otros escritos; Madrid, Alianza Editorial, 1972; págs. 151-158. En una nota bi­ bliográfica de esta versión, el traductor informa que la pieza de Carroll puede complementarse con traba­ jos de Bertrand Russell, W. J. Rees, D. G. Brown, J. Woods, E. Coumet y Jorge Luis Borges. Borges ha manifestado explícitamente su admiración por el autor de ese “libro maravilloso" que es Alice in Wonderland: al respecto, véase P, 108-111 y Burgin, 64.

apasiona tanto como el uaiísjznse. engendrad© por una impecable demostración. Que un hom­ bre pueda ser otro sin perder su propia condi­ ción, que el pasado admita ser rectificado o abolido, que nuestra memoria sólo conserve los "recuerdos” de un pasado ilusorio, que el movimiento constituya una falaz quimera, son algunas paradojas que lo apasionan. Tampoco causa sorpresa su predilección por un poeta como John Donne, que en una de sus cancio­ nes se pregunta "dónde se hallan los años que pasaron”.13 Asimismo, un relevamiento de los pensadores que Borges tiene más presentes quizás incluiría una nómina de los doctrina­ rios que han exhibido el mayor rigor formal y la más perfecta armonía expositiva, inclusive en virtud de las exigencias impuestas por los métodos que escogieron: Leibniz, uno de los fundadores del cálculo infinitesimal, confió a la razón el criterio absoluto de verdad; Spi­ noza encaró el ordenamiento geométrico de Euclides como estrategia inexpugnable de la demostración filosófica; Bertrand Russell ha sido, en su desenvolvimiento de la filosofía matemática, uno de los más egregios exponen­ tes de la lógica simbólica contemporánea. En todos estos filósofos, el aspecto formal del pen­ samiento discursivo alcanza, como tal, su má­ ximo esplendor. Borges no se demora en las 13 The Elegies and the Songs and Sonnets of John Donne, edited by Helen Gardner; Oxford, Clarendon Press, 1965; pág. 29 (canción "Goe, and catche a falling starre", verso 3). Borges declara su entusiasmo por la poesía de este autor en una nota sobre el Biathanatos, en OI, 129.

comprobaciones que tales indagadores creye­ ron alcanzar, pero sí en las vías que utilizaron en sus búsquedas. Ello admite una explica­ ción bastante sencilla: el conocimiento de que se vanaglorian los hombres tal vez sea apenas un ensueño; y “en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas" (OI, 202). El encanto fantasmal de estas for­ mas no resuelve las inquietudes que dan ori­ gen a la preocupación metafísica, pero suscita una sensación placentera. En las formalizaciones que emplea todo argumento filosófico Borges advierte una ar­ quitectura plena de armonía y ornada por efec­ tos simétricos; pero ello deriva, a su juicio, del impacto suscitado por el puro juego que entra­ ña todo proceso lógico, el que es tanto más perfecto cuanto más se revela indiferente para auxiliarnos en un inmediato desciframiento del universo. Así, confiesa que Lewis Carroll lo entusiasma porque practicó la lógica con la plena certidumbre de que la materia verbal en que se la hace operar la despoja de toda efi­ cacia real y trató de advertirnos que “descubrir un razonamiento no es lo mismo que percibir un objeto físico” (P, 110). Idéntica admiración le produce Bertrand Russell, cuya aspiración de poner a salvo la lógica de los equívocos que introduce el lenguaje cotidiano lo indujo a transformarla en un conjunto de signos ma­ temáticos despojados de toda conexión con la realidad. En consecuencia, la;.filosofía lo atrae por un valor estético, más bien que por el ahon­ damiento de nuestra penetración en la estruc­

tura del mundo. Según este criterio, a medida que se ha ido desarrollando la lógica simbólica han crecido las evidencias de que el razona­ miento humano, por muy operativa que sea su aplicación, sólo constituye un deporte inte­ lectual, una suerte de ejercicio recreativo. Por la misma razón Borges es un lector ferviente de la novela policial clásica, aquella que se concentra en la resolución de un enigma y soslaya las descripciones violentas y el testi­ monio social deliberado de la série noire. Al respecto, ha declarado: "Cuando uno lee na­ rraciones policiales y luego otras novelas, se comprueba con sorpresa —es injusto, pero su­ cede— que las últimas presentan un aspecto informe. En una anécdota detectivesca todo se halla cuidadosamente relacionado" (Burgin, 50). La atracción ejercida por los filósofos más disciplinados es análoga a la que estimulan las intrigas mejor urdidas: el efecto eurítmico que se origina en la coherencia sin fisuras de un sistema. Considerar si nos hallamos ante una obra de ficción o ante un tratado metafísica importa muy poco; en verdad, esta diferencia­ ción, para Borges, sólo responde a la arbitra­ ria vocación humana de instaurar categorías y clasificaciones. 4. El sentimiento trágico de la vida Por cierto, el nominalismo, entendido en la forma en que lo hace Borges, no deja de en­ trañar angustias y problemas, ya que en defi­

nitiva desecha sin responder a los enigmas que suscita nuestra existencia en el mundo. No es necesario profundizar excesivamente en los tex­ tos para descubrir un conjunto de metáforas que hacen referencia a nuestro desamparo, a nuestra ignorancia, al desconcierto que circun­ da nuestras vidas. El laberinto es el lugar en el que el hombre se extravía y queda prisio­ nero. El sueño y los espejos registran imáge­ nes cuya tenue consistencia se desvanece, sin explicaciones. Ese misterioso ámbito que de­ nominamos realidad —sea cual fuere su na­ turaleza— permanece inviolado, mudo. Nues­ tros afanes encaminados a desentrañar signifi­ cados y a obtener resultados no hallan eco, salvo unos indicios muy débiles que rápida­ mente se disuelven, sin que hayamos podido verificar si tenían algún asidero sustancial o si eran el mero reflejo de nuestro íntimo desa­ sosiego. Perdido entre las palabras, que cons­ tituyen su patrimonio fundamental para instru­ mentar el conocimiento, el género humano ha conseguido soluciones limitadas de índole uti­ litaria que le permiten afrontar ciertas situa­ ciones, interpretar ciertos fenóm enos; pero estos hallazgos siempre son específicos e insu­ lares, jamás logran integrarse en un conjunto totalizador, jamás penetran más allá de la su­ perficie, de los síntomas. No sabemos qué es el universo. Por ese motivo, proyectamos nues­ tra impotencia sobre las cosas y nos sentimos persuadidos de habitar un mundo atroz, banal, falaz, indescifrable, según lo califica el vocabu­ lario predilecto de Borges. Frecuentador asi-

dúo de los místicos, con estos autores —casi los únicos que han tenido el coraje de decla­ rarlo— Borges comparte la certidumbre de que nos circunda un "misterio tremendo”, un or­ den de significaciones que, al percibir la me­ dida de nuestra ignorancia, apenas logramos atisbar. Y el atisbo mismo acaso no sea más que un error o una apreciación vana, en los que fuimos inducidos por el hecho de que nos sen­ timos incapaces de reconocer que la realidad carece de orden y significado. El hombre no se resigna a rendirse ante la evidencia del caos; su búsqueda de un sistema inteligible que ]e permita configurar un cosmos adquiere el sen­ tido de una vindicación personal. Para mos­ trar esta situación, Borges apela a la hipertro­ fia casi monstruosa de la vieja metáfora que considera el mundo como la escritura de Dios, la naturaleza como el libro divino por excelen­ cia. ¿Y si, en verdad, no se tratase de un soloi libro, de significado inteligible? Tal vez este­ mos condenados a deambular al acaso por una biblioteca infinita, en la que los textos se con­ tradicen, se repiten, se confunden, se modifi­ can y a menudo son combinaciones de carac­ teres indescifrables. Tal vez nuestra existencia transcurra en un lugar que no se diferencia, en esto, de la Biblioteca de Babel. Pese a lo cual, muy pocos se muestran dispuestos a re­ nunciar a la lucha desesperada y despiadada de la que esperan obtener, en los intermina­ bles anaqueles, su vindicación personal (F, 90). Una paciente labor de relevamiento quizá demostraría que en la obra de Borges se men-

ciona un extensísimo caudal de enigmas que ningún miembro de nuestra especie puede res­ ponder de manera irrefutable. Mencionaremos unos pocos que, provisionalmente, sirven para completar este cuadro de las relaciones que, a lo largo de los años, el escritor ha mantenido con la inquisición filosófica. Por razones de agrupamiento exclusivamente práctico, pode­ mos dividir esos enigmas o problemas en dos sectores principales: de un lado, las perpleji­ dades cosmológicas, que también incluyen al hombre en la medida en que participa de ellas; del otro, las incertidumbres antropológicas, que son específicas de nuestra condición. En la pri­ mera de estas categorías, cabe incluir la natu­ raleza del tiempo, la existencia continua de los objetos, la causalidad como especie de "magia simpatética” (D I, 119), la organización íntegra del universo, la posible intervención de una di­ vinidad creadora. Por añadidura, la presencia de Dios se ramifica en múltiples cuestiones: acaso el hombre pueda llegar a comprender el ordenamiento que esta fuerza sobrenatural im­ primió en el mundo; acaso no, porque nuestros raciocinios y nuestras simetrías son insuficien­ tes para que logremos figurarnos la armonía ilimitadamente compleja que concibió la divi­ nidad. Pero tampoco es imposible suponer que Dios está sujeto a una concatenación que es­ capa a su dominio; o simplemente, que hace trampa, que introduce con deliberación equí­ vocos para desbaratar nuestra ambiciosa bús­ queda de conocimiento. Borges refiere las teo­ rías paleontólogo-teológicas de P. H. Gosse con

tono burlón y cierta ironía (07, 3741), pero las suposiciones de este pintoresco individuo no dejan de seducirlo. Quizá la única regula­ ridad que gobierna el universo sea el azar. Quizá las leyes causales sean inalterables, pero "Dios acecha en los intervalos" para desarticu­ larlas. No menos intrincados son los interrogan­ tes que se refieren exclusivamente al hombre. Tal como intuía Léon Bloy, nadie sabe quién es, ya que para adquirir esta sabiduría no basta con el socrático conocerse a sí mismo, sino que es necesario dominar la infinita maraña de re­ laciones en que cada uno se halla atrapado, más allá de toda posibilidad de discernimiento o aun de sospecha (cf. "El espejo de los enig­ mas", en 07, 171-175). Además, Borges compar­ te con Hume la creencia de que no hay una identidad personal, pues cada hombre es "una colección o atadura de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapi­ dez".14 Por otra parte, si bien Borges exalta el individualismo de los filósofos ingleses del siglo xvin, al mismo tiempo pone de mani­ fiesto la convicción de que cada individuo es solidario con su especie, la que obra en él y a través de él. El voluntarismo de Schopenhauer y el evolucionismo de Samuel Butler y de Bernard Shaw han dejado su impronta en el pen­ samiento de Borges, quien ha observado por 14 Véase la nota "Una de las posibles metafísi­ cas”, en Sur, 115, mayo de 1944, pág. 61. El párrafo presenta una errata que fue salvada en el número si­ guiente de Sur, pág. 97.

añadidura que ciertas fábulas y ciertas metáfo­ ras vuelven a ser inventadas en el curso de las generaciones, así como Kublai Khan y Samuel Taylor Coleridge soñaron en épocas y luga­ res muy distantes entre sí la construcción de un mismo palacio. Algún crítico ha supuesto que, al destacar esta persistencia, Borges rei­ vindicó el pensamiento platónico; opinamos, en oposición a esta hipótesis, que se trata de una doctrina más próxima a los arquetipos del inconsciente colectivo que al efectivo reconoci­ miento de ideas sustanciales, lo cual tampoco significa una adhesión a la psicología de Jung sino a la "memoria inconsciente" de Butler.15 15 En este aspecto de la antropología de Borges confluyen tres principios: evolucionismo, voluntaris­ mo e inconsciente. Si se toma en cuenta su expresa admiración por Samuel Butler, parece inevitable re­ conocer que tal síntesis surge del ascendiente ejerci­ do por este autor, que ya la había propuesto en una parte significativa de su producción (con especial, re­ lieve, en Life and Habit, de 1878, y en Unconscious Memory, en 1880). Interrogado por Burgin, Borges minimiza el aporte de Darwin a la concepción filosó­ fica del evolucionismo, para destacar por contraste a Butler, quien —a su juicio— logró fundirla con un voluntarism o tal vez procedente de Schopenhauer ( Burgin , 105). Esta preferencia, por lo demás, se pue­ de explicar según una fórmula muy difundida entre los críticos literarios y biólogos ingleses; si bien But­ ler posee escaso interés para los hombres de ciencia, era mejor escritor que Darwin y, por consiguiente, ha resultado muy persuasivo entre los hombres de letras {cf. Julián Huxley, Evolution; Londres, Alien & Unwin, 1948; pág. 458). Lo mismo sucede, por otra parte, con Freud y Jung: Borges rechaza al primero y, en cam­ bio, admite que ha leído al segundo "más a fondo” y ha percibido en su obra "un espíritu mucho más amplio y acogedor” ( Burgin, 111). Cabe agregar que, en última instancia, la fuente común que Butler y Jung han reconocido en la elaboración de sus respec­ tivas teorías del inconsciente fue Eduard von Hart-

De tal forma, las ideas de Hume sobre la iden­ tidad personal y de Butler sobre la solidaridad de la especie se conjugan para permitir que "alguien” asuma el papel de "otro” sin perder su propia condición, según queda ilustrado en varias ficciones de Borges, incluidos el episo­ dio del gaucho asesinado por su ahijado que identifica a los protagonistas con Julio César y con Bruto (cf. "La trama”, en H, 28) y la sutil y alusiva entrevista de los historiadores que sin proponérselo reviven el misterio de la reunión celebrada por San Martín y Bolívar (cf. "Gua­ yaquil”, en IB, 109-124).16 Por lo que concierne-* al voluntarismo, en apariencia Borges no sólo lo concibe como principio vital que se mani­ fiesta en la totalidad de la naturaleza, sino que también lo admite como poder consciente que actúa en la existencia individual; por lo menos, cabe señalar que en “La otra muerte” la fuerza que origina el milagro radica fundamentalmen­ te en la voluntad del paisano afincado en los campos de Ñancay, no en su fe. De todas maneras, sean cuales fueren las respuestas que es posible extraer en pasajes cir­ cunstanciales, la impresión general que deja Borges en el conjunto de su labor trasunta un mann, psicólogo influido por Schopenhauer y autor de un estudio clásico en la materia: Philosophie des Unbewussten (1869). ~~ 16 También en algunos episodios de Isidro Parodi, que Borges escribió en colaboración con Bioy Ca­ sares, “alguien” puede ser "otro”; al respecto, cf. los cuentos "La víctima de Tadeo Limardo” y "La pro­ longada búsqueda de Tai An", en Problemas, págs. 85* 105 y 107-124 respectivamente.

arraigado sentimiento trágico de la vida.17 El hombre, acerca de sí mismo y del mundo, sabe muy poco, acaso nada. Sus esfuerzos encami­ nados hacia la elaboración de un conocimiento sistemático son infructuosos, están condenados a la desesperanza. Inclusive desconocemos si esa sabiduría, en el caso hipotético de poder obtenerla, nos serviría de algo. En “La escri­ tura del Dios”, el descubrimiento del mensaje resta toda importancia al hecho de haberlo alcanzado. En "Las ruinas circulares”, la tra­ yectoria que conduce a la revelación acaba por demostrar al taumaturgo que su propia natu­ raleza es tan fantasmal como la de su obra. ¿Acaso la redención que espera el Minotauro, en "La casa de Asterión”, no será también la forma que ha de asumir su muerte? El primer axioma que rememora el bibliotecario de Babel es "la distancia que hay entre lo divino y lo humano”, entre los "rudos símbolos trémulos” que garabatea su mano en la tapa de un libro y las letras “puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas” que la divinidad trazó en el interior del volumen (F, 87). Difí­ cilmente nuestro pensamiento logre adecuarse a la realidad o capturarla, para comprender su sentido; y aun este adverbio resulta demasiado optimista. En ello radica, a juicio de Borges, nuestro irremediable desamparo. 17 Confesamos que esta referencia elíptica a Unamuno no es en absoluto inocente: Borges ha recono­ cido sus afinidades y diferencias con el escritor espa­ ñol al que declara admirar “enormemente” (Burein, 100).

5. Conclusiones Intelectualmente, el hombre no está articu­ lado en la realidad de manera plena, sino que se halla en una perpetua búsqueda. Tal es el centro de nuestra situación en el universo, se­ gún puede trazarse en algunas de las figuras que han sido consideradas más significativas en el arte del presente siglo y también en quie­ nes se han convertido, a través de una nueva lectura, en sus precursores. Se vive con una ilusión de permanencia, se lucha por grados de realización presuntamente valederos, se explo­ ra una posibilidad de comunicación; por úl­ timo, de acuerdo con tales metas, se comprueba que la existencia es "para nada”. Si hay una clave que justifica el paso de cada cual por este mundo, está más allá de nuestro dominio y su presencia sólo puede ser admitida como ar­ tículo de fe o como mera conjetura. Las pala­ bras de San Pablo resuenan a través de los siglos: en la vida temporal estamos limitados a ver "por espejo, en oscuridad”. Toda afir­ mación, todo esfuerzo por comunicar o impo­ ner certidumbre en los demás apenas es un intento de superar la incertidumbre propia, de ignorar o escamotear la angustia que uno mis­ mo siente, la cual al parecer ha ido en cons­ tante crecimiento a lo largo de la historia mo­ derna, desde el período manierista hasta los días que corren, a medida que se afianzaban la conciencia de secularidad y la desgarradora nostalgia de una Edad de Oro en la que se pre­ sume que hubo un vínculo firme entre núes-

tra fugacidad actual y la intuición de una per­ manencia. Esta experiencia es una de las formas —acaso la más profunda y radical— en que se revela la alienación humana, una de las situa­ ciones que más ha preocupado al escritor de nuestro tiempo. Sin embargo, un reconocimien­ to de la producción referida a este problema no permite esclarecer de manera indudable si se trata de un rasgo inherente a la naturaleza misma del hombre y a los instrumentos que emplea para conectarse especulativamente con la realidad o si es un fenómeno característico y específico de las condiciones en que nos ha­ llamos sumidos ahora. Por cierto, las interpre­ taciones que pueden extraerse de tal experien­ cia se volcarán en uno u otro sentido, según la óptica propia de cada opinante. De todas maneras, sin que sea necesario comprometer un juicio inequívoco al respecto, cabe señalar la presencia de tres autores relevantes que en el curso de los últimos cien años parecen haber optado por la hipótesis de que la alienación es y fue siempre inevitable, en razón de que ema­ na de una toma de conciencia del desajuste entre las herramientas cognoscitivas de que disponemos y los hechos concretos que debe­ mos afrontar. Lewis Carroll, Franz Kafka y Jorge Luis Borges exhiben, en tal sentido, una singular afinidad de criterios. El primero de los nombrados, en las celebradas aventuras de Alicia, nos propone el desconcierto de su heroína —un ser humano, individual, concre­ to— al ingresar en un mundo inquietante que

acaso se muestre caótico para quien lo visita, pero que responde a un ordenamiento riguroso e inflexible, a un ordenamiento que la prota­ gonista no llega a comprender pero que los otros sin duda conocen. Constantemente, Ali­ cia se formula preguntas o es interrogada por los ocasionales personajes que encuentra en su camino; sin embargo, nunca logra el pleno do­ minio de las respuestas que le permitan articu­ larse de manera conveniente en esa realidad de irreprochable aunque secreta lógica, en la cual ha sido atrapada.18 De igual modo, Joseph K. y el agrimensor, en Der Prozess y Das 18 Desde el momento en que Alicia penetra en la madriguera se encuentra con un mundo en el que todo sucede de otro modo y en el que las normas de con­ ducta son diferentes de las que tiene inculcadas la protagonista; es decir, que ha penetrado en una co­ marca donde rigen otras codificaciones. Las normas en que ha sido educada impulsan a Alicia a tratar de entender esa codificación de apariencia tan anómala, pues los niños deben integrarse en el orden vigente al que se incorporan; ello se prolonga hasta el capí­ tulo VII inclusive de Atice in Wonderland, mientras la heroína trata de alcanzar un tamaño adecuado para estar a la altura de los habitantes del País de las Ma­ ravillas. Pero en la parte final del libro la actitud de Alicia cambia: advierte que debe enfrentarse con ene­ migos que no son más que cartas de una baraja y, más tarde, comienza a crecer hasta tornarse todopo­ derosa durante la vista de la causa judicial; es decir que, al verse impedida de cumplir su integración, re­ chaza el código vigente allí porque le es ininteligible y asume la tarea de imponer el suyo propio, con lo cual triunfa la educación victoriana. La clave de este cambio parece ligada al jardín que desempeña un pa­ pel significativo en el relato: mientras Alicia trata de llegar a él sin lograrlo, su propósito es integrarse; pero tan pronto logra el acceso deseado, impone la norma que los mayores le habían inculcado. En defi­ nitiva, hay un intento de salir del orden cotidiano y establecido, que Alicia no comparte naturalmente co­ mo suyo, pero ante su fracaso, regresa sumisamente al lugar de origen.

Schloss, son las víctimas de sistemas perfecta­ mente coherentes, pero cuyo funcionamiento jamás podrán interpretar. El mundo se nos presenta como un laberinto, si bien es lícito sospechar un propósito subyacente, cuyo sen­ tido se nos escapa. Nicolás de Cusa y luego Spinoza lucharon desesperadamente contra esa experiencia alienadora: la natura naturans, el misterioso poder que crea el universo con su pensamiento, acaso sepa que la realidad se sus­ tenta en una concepción unitaria; pero cada uno de nosotros, que sólo tiene acceso a la natura naturata, a un caos de datos dispersos, está condenado a una visión contradictoria y fragmentada. Borges ahonda aún más este abismo y en un determinado momento llega a declarar que la separación entre cada bibliotecario y esta Biblioteca de Babel que nos circunda consiste, por añadidura, en una diferencia de natura­ leza: aunque ininteligible, el universo, pese a su aparente multiplicidad desordenada, exhibe armonías y bellezas que es necesario suponer concebidas por una divinidad; el hombre, en cambio, no es más que el producto del azar o de un demiurgo, de una deidad corrompida que ha perdido el don de transmitir a sus cria­ turas la fuerza integradora (F, 87). Sobre esta base es posible construir un parentesco entre Borges y Kafka, que habitualmente ha sido sugerido por la crítica sin que se especificaran las justificaciones de tal afinidad. Tal vez ésta radique, entre otros rasgos, en un modo aná­ logo de testimoniar, en nuestro tiempo, la con­

dición alienada de los actos humanos. En Kaf­ ka, sus personajes ven bloqueado el acceso a los significados. En Borges, una distancia in­ superable separa el pensamiento de la realidad. Por lo general, la palabra alienación, en su empleo más difundido, arrastra connotaciones negativas, peyorativas. En la presente circuns­ tancia, tenemos que desembarazarnos de tal actitud. En consecuencia, corresponde hacer un distingo esencial: hay una diferencia básica entre ser un vehículo o un estímulo ingenuo de la alienación, por un lado, y explorar con áni­ mo crítico sus raíces y sus alcances, por el otro. Borges y Kafka deben situarse entre los ejem­ plos más memorables de esta última disposi­ ción. De todas maneras, cabe establecer una diferencia entre ambos autores. El hombre kafkiano acaba por rendirse a la alienación y acepta resignadamente la imposibilidad de co­ nocer las causas de su ajusticiamiento, los mo­ tivos que impiden su ingreso en el castillo. En la posición de Borges, en cambio, prevalece el homo ludens, consciente de que el camino está cerrado pero dispuesto a solazarse con los posibles atajos, con las taumaturgias del pen­ samiento, tan ilusorias como fascinantes.

EL UNIVERSO DE LOS SIGNOS

Tú que me lees, ¿estás seguro de enten­ der mi lenguaje? "La Biblioteca de Babel” (F, 94)

... una forma De mi sueño, un sistema de palabras Humanas y no el tigre verdadero Que, más allá de las mitologías, Pisa la tierra... "El otro tigre" (OP, 192-193)

1. Dificultades del conocimiento Lo que se ha dicho hasta aquí sobre la acti­ tud que Borges asume con respecto a los in­ tentos de elaborar un conocimiento sistemático de la realidad admite una obvia reiteración desde la perspectiva específica de una teoría del lenguaje, para lo cual es posible utilizar los mismos textos citados precedentemente. Por lo demás, este entrelazamiento se explica en razón de que el escritor examinado, a menudo de manera implícita pero notoria, fija los lími­ tes del conocimiento —al menos, del que es acumulable y transmisible— dentro de los már­ genes combinatorios de la materia verbal, de modo que las aptitudes humanas de saber y de pensar quedan circunscriptas en el ámbito de nuestros enunciados y acaso inclusive se identifiquen con él. En el curso de sus entrevistas con Milleret, Borges negó en forma terminante su con­ dición de "filósofo” o de "pensador”, en virtud de que consideraba que todo pensamiento sis­ temático, al proponernos una imagen ordenada de la realidad, "siempre tiende a trampear” (Milleret, 116). Cabe empero preguntarse, de cualquier modo, qué alcance confirió a la pa­ labra filosofía, en el empleo que hizo de ella

al excluirse de cuanto pueda ser incorporado en ese campo de la actividad intelectual. Las múltiples reflexiones acerca de las doctrinas filosóficas que es posible rastrear en sus escri­ tos, juntamente con su explícita y reiterada profesión de escepticismo o agnosticismo, per­ miten sospechar que su idea del "pensamiento sistemático” cubre, por antonomasia, el ejer­ cicio de la especulación teológica y metafísica. En cambio, parece manifiesto que Borges no se interroga sobre la validez filosófica que pue­ da tener la crítica del lenguaje, en el sentido en que él mismo la practica al enjuiciar la ins­ tauración de esos sistemas, a los que cuestiona en su pretensión de ofrecer vías apropiadas para el conocimiento de la realidad (OI, 155156). Sin embargo, por el mero hecho de pos­ tular un drástico enfrentamiento entre las co­ rrientes del realismo y del nominalismo (OI, 167-168 y 213-214), ya está ensayando una inter­ pretación histórica del ámbito filosófico; y tan pronto como asume la defensa personal de la segunda de tales alternativas, el mismo Borges se introduce en aquella orientación especula­ tiva cuyo rasgo distintivo ha sido, precisamente, esa crítica del lenguaje. Es más, su entusias­ mo y vocación de nominalista lo precipitan en la temeraria afirmación de que en la actuali­ dad la posición que él sustenta prevalece indiscutida, al punto de que ya "nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa” (OI, 214). La refutación de esta hipótesis no sólo resulta sencilla sino que, por añadidura, contribuye a ubicar las opiniones de Borges

en el cuadro general del pensamiento contem­ poráneo. Para cuestionar el juicio mencionado basta con recordar las observaciones que Theodor W. Adorno enunció en alguna ocasión so­ bre la presencia de dos escuelas que en nues­ tros días “operan, quiérase o no, como espíritu de época, por encima del cerco académico”, al margen de las observaciones o reservas que —según este autor— podrían formularse acer­ ca de ellas: de un lado, hallamos a quienes practican el análisis lógico y concentran sus in­ vestigaciones en los problemas del lenguaje; del otro, advertimos una orientación encaminada fundamentalmente hacia el examen de los pro­ blemas del ser.1 La primera se halla ilustrada por la obra de Bertrand Russell, de Ludwig Wittgenstein, de Rudolf Carnap y de cuantos los acompañaron en la instauración del neopositivismo, tan arraigado en la filosofía reciente de los países anglosajones. La segunda deriva principalmente de Heidegger y se ha difundido, vulgarizado y diversificado con la proliferación de "existencialismos”. Este propósito de inda­ gar la realidad del ser exhibe múltiples vincu­ laciones con el ámbito poético, ya se trate de meras coincidencias, de reconocidos antece­ dentes, de notorios influjos. En significativo contraste, el neopositivismo expresó cierto gra­ do de menosprecio por la actividad artística, a la que a menudo marginó en un área residual, 1 Seguimos con ligeras modificaciones formales la versión española del ensayo "Wozu noch Philosophie", incluido en Theodor W. Adorno, Filosofía y su­ perstición] Madrid, Alianza Editorial, 1972; págs. 13-14.

en compañía de la metafísica.2 Por consiguien­ te, en principio resulta muy curioso comprobar que Borges tiende a alinearse junto a los que parecen desdeñar la literatura como un juego vacío de contenidos; pero tal vez sea posi­ ble demostrar que esta elección no es tan des­ concertante pues se sustenta en una concepción del hombre: de su ineptitud para explorar la realidad con auxilio del lenguaje y, no obstante, del papel protagónico que tiene la palabra en su existencia. Un detenido reconocimiento de los textos de Borges permite observar que, a decir ver­ dad, son casi nulas sus referencias a las figuras que impulsaron la filosofía del análisis lógico propiamente dicha, tal vez con la única excep­ ción de Bertrand Russell. Sin embargo, es po­ sible señalar coincidencias de interpretación a propósito de ciertos problemas, las que tal vez cabría remontar a una afinidad de fuentes, a una analogía en la formación y la actitud filo­ sóficas, a una frecuentación de los mismos pen­ 2 De todas maneras, el célebre "Grupo Bloomsbury", al que pertenecieron Roger Fry, Clive Bell, E. M. Forster y Virginia Woolf, elaboró sus concepciones poéticas a partir de las ideas de G. E. Moore, cuyo ascendiente en el desarrollo del pensamiento que con­ dujo al neopositivismo suele juzgarse digno de consi­ deración. Sobre la relación de Moore con este círculo artístico, véase el segundo capítulo del libro de J. K. Johnstone, The Bloomsbury Group; Londres, Secker and Warburg, 1954; págs. 2043. Sin embargo, cabe ha­ cer la salvedad de que la relación entre dicho círculo y las ideas de Moore —fundada en las consecuencias de los “principios éticos” formulados por este filóso­ fo— no parece en modo alguno afín a la posición de Borges en su interés manifiesto por los problemas ló­ gicos del lenguaje.

sadores. Al respecto, en la obra de Borges es muy notoria la mención de quienes han sido considerados precursores directos de este mo­ vimiento: Occam, Hume, John Stuart Mili, William James.3 Además, quizá valga la pena tener presente que Schopenhauer, uno de los filóso­ fos que Borges recuerda con mayor asiduidad, ejerció poderosa atracción en las ideas tempra­ nas de Wittgenstein, durante el período en que este autor compuso su famoso Tractatus logicophilosophicus, uno de cuyos propósitos básicos era determinar los límites del lenguaje conside­ rado como instrumento para desentrañar la es­ tructura de la realidad.4 Por otra parte, el pa­ saje en que Borges contrapone a nominalistas y realistas, tal como fue introducido en dos artículos suyos que se dieron a conocer en el diario La Nación de Buenos Aires en 1949 y 1951 y luego ingresaron en Otras inquisiciones, exhibe manifiesta similitud con el párrafo ini­ cial del capítulo sobre filosofía del análisis lógico, en la History of Western Philosophy que Bertrand Russell publicó en 1946, con la sola diferencia de que Borges denomina "realistas” y "nominalistas” a los que Russell califica, res­ pectivamente, de "matemáticos” y "empíricos”.5 3 Para la historia y doctrina de esta corriente se­ guimos el libro de Leszek Kolakowski, Positivist Phi­ losophy from Hume to the Vienna Circle; Londres, Penguin Books, 1972. 4 Al respecto, cf. la opinión de David Pears, en su Wittgenstein (Londres, Collins, 1971), pág. 76: "Mu­ chas de estas ideas provenían de Schopenhauer, si bien Wittgenstein hizo un empleo personal de ellas". 5 Bertrand Russell, History of Western Philoso~ phy\ Londres, Alien and Unwin, 1946; pág 857.

Pero ante todo conviene enfatizar el hecho de que Borges reconoció explícitamente su inte­ rés por la filosofía de Fritz Mauthner (F, 116), cuya labor como uno de los fundadores de la "crítica del lenguaje” y como uno de los reno­ vadores del nominalismo —en la línea de Ernst Mach y del pragmatismo vitalista— general­ mente ha suscitado menos atención que la de­ bida, si bien su doctrina fue tomada en consi­ deración sin lugar a dudas por Wittgenstein, quien declaró no compartir el escepticismo ra­ dical de este pensador (Tractatus, 4.0031). Al respecto, una clave muy provechosa para des­ cubrir en las ideas de Borges una trayectoria que exhibe plena coherencia radica en vincular­ las a la posición que Mauthner asumió en su Beitrage zu einer Kritik der Sprache, donde se declara que el lenguaje sólo es un juego, dota­ do de singular eficacia como tal pero exento de cualquier aptitud para representar, conocer y entender adecuadamente la realidad, sea "inter­ na” o "exterior” al hombre. Escritor de lengua alemana ligado a la ciudad de Praga —al igual que Franz Kafka y Gustav Meyrink—, Mauth­ ner señaló que las concepciones del mundo ela­ boradas en el transcurso de la historia pueden reducirse a tres modelos principales: uno, de carácter "adjetivo”, que es consecuencia de un materialismo ingenuo; otro, de índole "sustan­ tiva” que procede del realismo metafísico y, por fin, un tercero, de naturaleza "verbal”, cuya in­ terpretación deriva de una óptica nominalista o heraclitiana. Él mismo admite ser ubicado en esta última corriente, en razón de que ha sos­

tenido que la falacia habitual de la gnoseología consistió en suponer que existe cierto grado de correspondencia necesaria entre el lenguaje y la realidad, sin que se advirtiera que los procedimientos enunciativos apuntan exclusiva­ mente a trasladar un sistema simbólico en tér­ minos de otro sistema simbólico, lo cual no permite rehuir el círculo vicioso de ficciones que tal itinerario va trazando. Al cúmulo de manifestaciones concretas e individuales que ofrece el universo, la palabra sólo es capaz de contraponer un conjünto de abstracciones y generalizaciones que poseen precaria validez.6 En manifiesta coincidencia con tales opiniones, Borges juzga que Mauthner ha sido “injusta­ mente olvidado” (P, 110) y califica de “admi­ rable” su Wdrterbuch der Philosophie (D II, 168), del que confiesa poseer un ejemplar que ha “releído y abrumado de notas manuscritas” (D II, 165). Sea como fuere, las coincidencias de Bor­ ges con los positivistas lógicos resultan, en ciertos aspectos, bastante sugestivas. Su elo­ gio del nominalismo está totalmente de acuer­ do con uno de los principios que a lo largo de la historia de la filosofía positivista ha sido respetado en forma escrupulosa.7 Su predilecta afirmación de que el lenguaje es el centro de los problemas que plantea el pensamiento halla una exacta reiteración en Wittgenstein cuando 6 Cf. Ernst Cassirer, Filosofía de las formas sim­ bólicas, I; México, Fondo de Cultura Económica, 1971; pág. 146. 7 Al respecto, cf. Kolakowski, op. cit., págs. 13-16.

declara en el Tractatus que "toda filosofía es crítica del lenguaje”. Inclusive, las reflexiones de George Steiner acerca de Wittgenstein son aplicables plenamente a Borges: El más grande de los filósofos moder­ nos fue también el más profundamente empeñado en escapar a la espiral del lenguaje. Toda la obra de Wittgenstein comienza preguntando si existe alguna relación verificable entre la palabra y el hecho. Lo que llamamos hecho pue­ de muy bien ser un velo hilado por el lenguaje para proteger la mente de la realidad. Wittgenstein nos obliga a pre­ guntamos si se puede hablar de la rea­ lidad cuando la palabra es meramente una especie de regresión infinita, pa­ labras sobre palabras.8 En consecuencia, es lícito ubicar a Borges en la orientación que ha sido legada al pensa­ miento actual por influjo del positivismo ló­ gico, de G. E. Moore y de Wittgenstein, los que han compartido la presunción de que la meta de la filosofía no consiste en describir o siquiera explicar el mundo, y aún menos en transformarlo, puesto que su preocupación es­ pecífica debería encaminarse exclusivamente a examinar de qué manera se habla de él: "su tarea, según se ha observado, es discurrir acer­ 8 Véase el artículo "The Retreat from the Word”, en George Steiner, Language and Silence ; Londres, Penguin Books, 1969; pág. 41. Seguimos la traducción aparecida en la revista Asomante, XXV, 1 (1969), pág. 25,

ca del discurso”.9 Cabe agregar, además, que el criterio frecuentemente enunciado por Bor­ ges de que el lenguaje no es más_ que un "jue­ go de símbolos” o un "sistema de signos arbi­ trarios” sugiere afinidades con la actitud en mayor o menor grado "convencionalista” que adoptaron Carnap y Ajdukiewicz, según la cual el lenguaje crea nuestra imagen de la realidad y, a su vez, está sujeto a normas instauradas por medio de un compromiso, las que podrían sustituirse modificando en profundidad nues­ tra óptica de cuanto tratamos de elaborar con ayuda del intelecto.10 También con Carnap, Bórges comparte la sospecha de que una bue­ na porción de la filosofía tradicional se limita a formular "seudoproblemas”, originados en el intento de legitimar especulativamente creen­ cias tales como la validez del realismo o el desciframiento de las operaciones que cumple una presunta divinidad.11 Aquí surge el cuestionamento principal que el neopositivismo ha­ ce al pensamiento sistemático del pasado y que Borges suscribe sin reservas: puesto que la filosofía es lenguaje y su único objeto lícito es la reflexión sobre el lenguaje mismo, casi toda la especulación desarrollada en el curso 9 Cf. A. J. Ayer, Philosophy and Language; Ox­ ford, Clarendon Press, 1960; pág. 5. 10 Para una crítica de esta doctrina, véanse los trabajos de Adam Schaff, Introducción a la semántica (México, Fondo de Cultura Económica, 1966), págs. 85 y ss. y Lenguaje y conocimiento (México, Grijalbo, 1967), págs. 212.-213. 11 Cf. I. M. Bochenski, La filosofía actual; Mé­ xico, Fondo de Cultura Económica, segunda edición, 1951; pág. 76.

de los siglos, en la -medida en que se encami­ na a plantear consideraciones de otra índole, sólo es una manifestación particular de la li­ teratura de ficción, despojada de todo propó­ sito cognoscitivo valedero.12 Al respecto, no debemos olvidar el juicio sin atenuantes que se desliza en "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”: "la metafísica es una rama de la literatura fantás­ tica” (F, 23). No obstante, Borges sólo acompaña a la filosofía del análisis lógico hasta donde llega su crítica sobre el valor cognoscitivo de la metafísica tradicional; más allá de este límite se aparta de ella, cuando los neopositivistas pasan a desechar en todo sentido la validez de la actividad desarrollada por la filosofía del pasado e intentan formular, por su parte, una metodología propia del conocimiento cien­ tífico. Según los filósofos del análisis lógico, la metafísica no es más que un menospreciable subproducto del lenguaje, una materia "resi­ dual”. Borges no se muestra dispuesto a sus­ tentar esta opinión en absoluto, pues juzga que tales composiciones, si resultan dignas de ello, merecen ser rehabilitadas como juego, en virtud de su calidad estética; es decir, por su específico valor literario. En esto, es asi­ mismo consecuente con su propia interpreta­ ción de la literatura, a la que considera como un sistema combinatorio cuyos elementos los proporciona el lenguaje. En la medida en que Borges cuestiona en forma radical todos los 12 pág. 213.

Cf. Bochenski, loe. cit. y Kolakowski, op. cit.,

esfuerzos encaminados a obtener una penetra­ ción lingüística de la realidad (salvo quizá los que aspiren a un limitado carácter operativo), su posición acerca de este aspecto del neopositivismo coincide, por añadidura, con la que han asumido en años recientes algunos estu­ diosos, entre quienes merece citarse a Leszek Kolakowski, autor de un corrosivo ensayo so­ bre la ideología del racionalismo.13 Por lo tan­ to, mientras los filósofos del análisis lógico tratan de superar la inadecuación del lenguaje con el propósito de perfeccionar un vehículo que facilite el acceso discursivo a la realidad, Borges reivindica esas mismas limitacionesque habían sido denunciadas y subraya la fun­ ción protagónica que desempeña la acción en el desenvolvimiento de cualquier especie de discurso. Tal enfoque se funda en la circuns­ tancia de que Borges interpreta el nominalis­ mo en términos mucho más radicalizados que los defensores de la ciencia moderna, hecho que en última instancia puede remontarse al influjo que sobre sus ideas ejerció la crítica de Hume al razonamiento experimental.14 De ello se deduce que el lenguaje difícilmente pue­ da enlazarse con plenitud a la realidad, ya 13 Véase el ensayo "El racionalismo como ideo­ logía”, en Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mor­ talidad de la razón; Caracas, Monte Ávila, 1972; págs. 253-325. 14 El nominalismo de la filosofía moderna admite diversas gradaciones, cuya variedad más radical —el pensamiento escéptico de Hume— es la que ha gra­ vitado en mayor proporción en las ideas de Borges. Acerca de tales gradaciones, cf. Robert Blanché, El método experimental y la filosofía de la física; Méxi­ co, Fondo de Cultura Económica, 1972; págs. 369 y 384.

que su naturaleza lo impulsa con preferencia a suscitar espejismos y ensueños que se im­ ponen por la eficacia de una simetría o pro­ porción intrínseca, de un equilibrio primor­ dialmente nominal. En todo caso, la cualidad prístina y de mayor empuje vital que trasun­ tan las palabras —según este criterio— radica en una aptitud de evocación, más allá de la exclusiva descripción minuciosa y precisa; o enunciado de otro modo, radica en la expre­ sión poética feliz (con sus propias exigencias de precisión), mejor que en la directa referen­ cia al objeto real. Por consiguiente, en el dis­ curso la palabra no puede proporcionarnos una satisfactoria interpretación de la realidad —como desearía el rigor lingüístico de los neopositivistas—, sino que se muestra llamada a agotarse en sí misma, a excluir —o poco me­ nos— la gravitación directa de la cosa desig­ nada. De cuanto se ha dicho surge que el apro­ vechamiento que Borges extrae de sus inquisi­ ciones filosóficas fundamentalmente opera por contraste, como afirmación decisiva del ámbi­ to poético. A ello se debe su interés en la pa­ radoja o el nonsense que puede ser engendrado por una lógica rigurosa. En la práctica, se trata de una suerte de reductio ad absurdum obtenida con el concurso de los innúmeros casos en que el lenguaje escapó a las preten­ siones de atribuirle una función cognoscitiva. En consecuencia, al restringir el margen propio de la filosofía a un campo tan estrecho como el que proponen los neopositivistas, resulta evidente que la condición humana es en mu­

cho menor grado “filosófica” que “literaria”, según lo corrobora —a juicio de Borges— el uso habitual que hacemos de la materia ver­ bal; y si llevamos el argumento hasta sus de­ rivaciones últimas, aun sería lícito sospechar que el margen que estos pensadores se reser­ van para el ejercicio de su labor especulativa es harto dudoso que les pertenezca en exclu­ sividad. Por lo tanto, una de las circunstancias que pareciera garantizar la razón de ser de la lite­ ratura en su condición de tal es la arbitrarie­ dad del signo, la imposibilidad de que el len­ guaje pueda trasladar fielmente la realidad a un plano conceptual. Esto ha llevado a Bor­ ges a una sistemática explicitación de las fa­ lencias que aquejan el uso del lenguaje como mediador en nuestra captación del mundo, en nuestra relación intelectual con las cosas. Tal posición se halla especialmente sintetizada en las reflexiones sobre “el idioma analítico de John Wilkins” (O/, 139-144). Muy certeramen­ te, Michel Foucault ha señalado un pasaje de este artículo que posee considerable efecto cómico, pero que al mismo tiempo postula inquietantes reservas acerca de nuestros ins­ trumentos especulativos.15 Se trata de una cu­ riosa clasificación atribuida a una supuesta enciclopedia china: En sus rem otas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) per15 Michel Foucault, Las palabras y las cosas ; Mé­ xico, Siglo XXI, 1968; págs. 1-5.

tenecientes al Emperador, (b) embalsa­ mados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasifica­ ción, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de rom­ per el jarrón, (n) que de lejos pare­ cen moscas. (OI, 142) Hay varios motivos para juzgar que este texto resulta perturbador. En un reconocimiento apenas superficial, bastaría con que examiná­ ramos en forma aislada cada uno de los diver­ sos rubros (en especial, el designado con la letra h). Pero lo más dramático es la índole deliberadamente heteróclita que exhibe el con­ junto de las especies enumeradas, hecho que nos induce a pensar si acaso no serán arbitra­ rias todas las categorías ordenadoras que em­ pleamos en nuestra construcción de la reali­ dad. Estamos acostum brados a conceder la arbitrariedad del lenguaje como tal (al menos, por lo que respecta al vínculo entre significante y significado), pero esto es mucho más agre­ sivo en virtud de que nos insinúa la hipótesis casi inadmisible de que las relaciones lógicas por sí mismas se prestan a engendrar diseños totalmente caprichosos. Para nuestro esquema ideológico ello entraña, de hecho, lo mismo que cuestionar la validez de la aptitud racio­ nal que, convenientemente ejercida, supone­ mos llamada a resolver todos los problemas suscitados en nuestro trato con el mundo. De

todas maneras, Borges no se inmuta, y en una de sus entrevistas con Georges Charbonnier aventura la opinión de que las clasificaciones "sólo son com odidades de la intelección” (Charbonnier, 85). Kolakowski quizá se apro­ xime a una consideración similar cuando re­ conoce que, de no mediar nuestro sentido práctico, nada nos impide proponer "fantasías surrealistas”, ordenamientos aparentemente arbitrarios de la realidad;16 pero Rudolf Carnap y A. J. Ayer jamás se hubiesen atrevido a llevar sus indagaciones lógicas del lenguaje hasta consecuencias tan extremas. 16 Cf. Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad de la razón, págs. 75-76. Según este autor, el criterio de verdad no tiene un fundamento metafísico sino que es apenas el producto de una dialéctica entre el hombre y el mundo, en la que prevalece un móvil práctico. El pasaje íntegro es muy significativo: "Teó­ ricamente nada nos impide descomponer la materia que nos rodea en fragmentos que serían absolutamen­ te distintos a los objetos que nos son familiares (por lo tanto, y hablando en general, nada nos prohíbe establecer un mundo donde no existiesen objetos ta­ les como 'caballo', ‘hoja’, 'estrella' y otros objetos presuntamente inventados por la naturaleza, sino ob­ jetos como por ejemplo 'un medio caballo y un trozo de río’, ‘mi oreja y la luna’ y otros productos pare­ cidos de la fantasía surrealista; si el mundo de los surrealistas se nos aparece como 'más raro’ que el habitual es porque sus elementos no tienen nombre y porque no podemos utilizarlos en la técnica. Por eso la pequeña y sana inteligencia humana los considera ‘irreales’ o los divide en fragmentos para los que tiene nombres en la vida diaria, con lo cual hace posible percibirlos en ese mismo plano). Ninguna distribu­ ción, por fantástica que sea para la costumbre, está teóricamente menos justificada o es menos ‘exacta’* que la vigente; pero nos resultaría difícil imaginarnos qué apariencia tendría un mundo así, porque estaría formado por objetos que no tendrían equivalentes en nuestro lenguaje, y por lo tanto serían inaccesibles ál conocimiento discursivo”.

2. Gravitación de la palabra Sea como fuere, el hecho de admitir las limitaciones del lenguaje como herramienta cognoscitiva no entraña, en absoluto, descono­ cer la fuerza de convicción que la materia ver­ bal ejerce sobre nosotros. Por lo contrario, aunque sabemos que la realidad existe, nos amenaza constantemente el peligro de perder contacto con el mundo al quedar aislados en las palabras, las que revelan su indiscutible autoridad al imponernos ese modo paradóji­ co de incomunicación. Según este criterio, el lenguaje simultáneamente limita nuestras po­ sibilidades de conocimiento y nos somete a su dominio, y esta segunda acción requiere que le prestemos el máximo de consideración po­ sible. El signo es arbitrario porque obliga a ingresar en un juego, pero este juego reviste para nosotros la mayor seriedad porque nues­ tra capacidad de relación con el prójimo se sustenta casi por entero en él. Esto Borges lo señala con respecto a sus propios cuentos: también ellos son un juego que, en todo caso, no puede resultar indiferente o tedioso para quien los escribió, ya que al autor la tarea de composición le fue impuesta por cierta nece­ sidad íntima que no podía rehuir (Charbonnier, 11). En verdad, cuando denunciamos las limitaciones del lenguaje lo que estamos reco­ nociendo no es su impotencia sino la nuestra. De ello se desprende que la palabra —para Borges— cobra un valor mágico, pero no en un sentido sobrenatural sino exclusivamente

por el influjo abrumador (aunque casi subrep­ ticio) que sin cesar ejerce en el esfuerzo hu­ mano de elaborar una imagen del mundo. Y en este aspecto, Borges hace una advertencia sobre la función de la literatura que la crítica actual debiera tomar muy en cuenta, para no dejarse atrapar en un puro análisis de proce­ dimientos vanos; al respecto, señala que en el problema literario “existe un misterio” y que "cuando Stevenson dice que los personajes del arte —de una novela o de un drama— sólo son una serie de palabras, al instante sentimos que esto no es cierto”, ya que en su trato con nosotros todo signo exhibe un poder evocativo que sobrepasa en mucho su modesta labor enunciadora; si no admitimos la "voluntaria suspensión de la incredulidad” que propiciaba Coleridge y nos mostramos reacios a percibir que los seres imaginarios instalados en una obra de ficción poseen una vida propia y has­ ta secreta, entonces la ilusión que hace posible el advenimiento de la poesía se desvanece y el texto queda desprovisto de sentido (Charbonnier, 51-52). En todo caso, el aporte del críti­ co consiste en desentrañar la forma en que el texto suscita ese persuasivo impacto; y aun entonces, todavía queda un margen acaso ine­ vitable de encantam iento, por minucioso y preciso que sea el análisis de las estrategias artísticas. Por otra parte, cabe destacar que, en la producción de Borges, el destino del hombre y del mundo radica, con fatalidad irreversible, en transformarse en materia verbal, en com­

ponente de ficción. La condición humana nos lleva inexorablemente a ser olvidados o a con­ vertirnos en literatura. Y en definitiva, la li­ teratura no puede ser otra cosa que lo que es: un sistema de signos, un espacio vacío de reali­ dad pero pleno de sortilegios. Alguna vez, Roland Barthes señaló precisamente que, despro­ vistos del don de ubicuidad, debemos resig­ narnos a que casi todo nuestro conocimiento de la vida contemporánea —aun la más estremecedora— se reduzca a signos proporcio­ nados por fuentes periodísticas. Shih Huang Ti, aquel emperador de la China evocado por Borges, opinaba lo mismo acerca de cuanto acaeció en épocas anteriores: abolir el pasado consiste en quemar los anales, en abrogar la supervivencia de los libros de historia (OI, 9). La única perduración cierta de que pueden disfrutar quienes vivieron en etapas pretéritas consiste en acceder a la frágil pero obstinada subsistencia nominal que ha quedado asentada en un texto. Borges lo percibe patéticamente, en su propia condición de escritor cuya fama va emancipando un apellido y un conjunto de obras y separándolas de la existencia carnal innominada que sólo acepta ser reconocida por el indistinto y ubicuo pronombre de primera persona; pocos pasajes de su producción re­ velan tal dramatismo como el despojado y memorable fragmento que se titula “Borges y yo" (H, 50-51).17 Análogo proceso se adueñó 17 En la Brhadarenyaka-Upanishad hay un suges­ tivo pasaje sobre la relación entre el nombre y el pro­ nombre de primera persona que se presta, quizás, a

de Cynewulf, el remoto poeta anglosajón que registró su nombre en caracteres rúnicos, pero cuyas circunstancias personales no han sobre­ vivido en ningún otro vestigio (ALG, 37). Tam­ bién es el caso de Walt Whitman, que confirió su propio nombre al legendario protagonista de Leaves of Grass; de ese modo, su persona­ lidad se desdobló entre la insípida y omitible existencia del hombre real y el "amistoso y elocuente salvaje" que transita los poemas, pletórico de energía y de fervor (OI, 99). A Borges lo fascina esa aptitud que tienen los nombres personales de borrar la realidad de los individuos a quienes designan, para con­ vertirse en ficciones verbales autónomas. Es una taumaturgia que se complace en ejercer públicamente, con el secreto deleite de sospe­ char que su intención pasará inadvertida. Al respecto, la estrategia más difundida consiste en justificar la mención incidental de seres reales en el curso de anécdotas fabulosas, ya se trate de su propio nombre o él de escri­ tores conocidos suyos: Adolfo Bioy Casares, Ezequiel Martínez Estrada, Pierre Prieu La Rochelle o Alfonso Reyes, en "Tlón, Uqbar, Orbis Tertius"; Patricio Gannon y Emir Roun útil paralelismo con "Borges y yo”. Dice: "En el principio todas las cosas fueron el Ser en forma de personalidad. Él miró en torno de sí y no vio nada, salvo a Sí Mismo. Lo primero que dijo fue: ‘Soy Yo'. De allí que 'Yo' se convirtiera en su nombre. Por lo tanto, hasta el presente, si preguntáis a un hombre quién es, lo primero que responderá es 'Soy Yo', y agregará cualquier otro nombre que tenga”. Cf. Shree Purohit Swami y W. B. Yeats, The Ten Principal Upanishads; Londres, Faber, segunda edición, 1938; pág.

dríguez Monegal, en “La otra muerte”. Inge­ nuamente podría suponerse que se trata de un ardid encaminado a proporcionar esa especie de convicción que, según suelen afirmar los preceptistas, la presencia de un nombre real logra imprimir en cualquier ejercicio imagina­ tivo. La verdad acaso deba buscarse en la di­ rección opuesta: a Borges lo seduce contem­ plar cómo la literatura —el universo de las palabras— devora los fragmentos de realidad que le son arrojados y los transforma en su propia sustancia; por consiguiente, no cesa de alimentar a este m onstruo insaciable; goza comprobando que lo real se disuelve en lo fic­ ticio, toda vez que en el texto cae el nombre de alguien que tuvo o tiene —como él dice— una existencia “acaso no imaginaria” (F, 90). Inclusive, ¿quién es el mismo Borges, cuando aparece en sus propios relatos, salvo un per­ sonaje ficticio? De tal manera, la literatura delimita un territorio virtual que nos permite llevar a cabo proezas a las que se resiste el mundo cotidiano: mezclar cosas que tienen consistencia y espesor tangibles con formas quiméricas y fantasmales; citar libros que no fueron publicados jamás; examinar obras que sería fatigoso escribir (F, 11); atribuir los tra­ bajos propios a autores fingidos, como sucede con los ensayos sobre el obispo Wilkins y so­ bre la carrera de Aquiles y la tortuga que apa­ recen en la nómina de escritos de Pierre Menard (F, 46 y 47). Al cabo de tantas ilustraciones coinciden­ tes, parece ocioso puntualizar que a Borges

nada lo apasiona en tal medida como la gra­ vitación del lenguaje en la existencia humana: la literatura es un asunto constante de su li­ teratura. Pero ello se pone de relieve no sólo en sus meditaciones o experimentos lingüísti­ cos sino también en el empleo habitual que hace de las palabras. La maestría que Borges exhibe en la composición de la prosa (e igual­ mente del verso) ha sido elogiada y examinada en multitud de ocasiones: los procedimientos han sido analizados; los usos verbales, tabu­ lados; las imágenes, aisladas; la complejidad del estilo, desmenuzada en sus elementos. Co­ mo ha reconocido el autor mismo, las condi­ ciones en que fueron elaboradas las piezas que la integran hacen que el lenguaje desempeñe el papel protagónico de Historia universal de la infamia, libro del que se pueden desgajar in­ númeras muestras de los usos que, acaso más atenuados, habrían de convertirse en típicos de Borges.18 También la noticia sobre "el arte de injuriar” (HE, 145-155) proporciona ejem­ plos tan agudos como felices de la diatriba solapada que se origina en un excepcional ma­ nejo de la materia verbal. Un breve catálogo de esta destreza debe incluir la exactitud en la selección de los términos, el oportuno enla­ 18 Al respecto, Borges escribe en AE, 239: “Las piezas estaban destinadas a un consumo popular, en el diario Crítica, e intencionalmente eran pintorescas. Ahora pienso que el secreto valor de estos bocetos —además del mero placer que sentí al escribirlos— consiste en el hecho de que eran ejercicios narrativos. Puesto que las tramas y circunstancias me eran da­ das, cuanto tenía que hacer era adornarlas con una serie de vividas variaciones".

ce de vocablos que llega a sorprendernos con sobrentendidos más precisos qué la explicitación, la economía de la adjetivación, los va­ riados y permanentes empleos de una ironía que se torna más corrosiva por su aire de inadvertida despreocupación: Hollywood, por tercera vez, ha difama­ do a Robert Louís Stevenson. Esta di­ famación se titula El hombre y la bes­ tia: la ha perpetrado Víctor Fleming, que repite con aciaga fidelidad los errores estéticos y morales de la ver­ sión (de la perversión) de Mamoulian. (D II, 179) Estas pocas líneas elegidas casi al azar (y le­ jos de ser las más representativas) darían para una pormenorizada disertación sobre el aspec­ to de malicioso desliz que comunica la presen­ cia de los verbos difamar y perpetrar, sobre las reverberaciones semánticas que imparten al giro aciaga fidelidad una textura antitética y manierista, inclusive sobre la cualidad oral del rectificador aparte que se introduce con la sagaz ubicación del paréntesis. Muchas veces se ha ensayado esta labor y se repite a diario, transformada en compulsiva tarea escolar. Sin embargo, conviene tener presente que esta vir­ tuosidad del estilo no es, para Borges, ni un preciosismo ocioso ni un formalismo vacío que se agota en sí mismo y que puede estudiarse aisladamente, sino que se halla ligada de ma­ nera íntima a una concepción del lenguaje se­ gún la cual la palabra se apodera del hombre en razón de su fuerza persuasiva, del férreo

dominio que ejerce sobre nuestra imaginación. No cabe duda de que los escritos de Borges señalan una verdadera revolución en las letras argentinas y aun en las de toda el área his­ panohablante: por contraste con la prosa or­ nada de herencia modernista o con el lenguaje descuidado de otros escritores que lo prece­ dieron inmediatamente, propone un estilo fun­ cional que se caracteriza por la expresividad lograda con una utilización rigurosa, ceñida, de las palabras. Pero, al mismo tiempo, no admite ni justifica la inagotable —y, a su jui­ cio, superfina— diligencia de quienes se dis­ traen en la computación de efectos "acústicodecorativos” (D I, 45). Ya en 1930 anotaba una observación que no ha desmentido en el curso de los años: La condición indigente de nuestras le­ tras, su incapacidad de atraer, han ope­ rado entre nosotros una superstición del estilo, una distraída lectura de aten­ ciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la efectiva representabilidad de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus com paraciones, su acústica, los episodios de su puntua­ ción y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emo­ ción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les co­ municarán si lo escrito tiene el dere­ cho o no de agradarles. (D I. 43) Borges comparte con aquellos a los que de­ nuncia la certidumbre de que el lenguaje lo

es todo en el texto, pero a la vez discrepa con ellos porque se limitan a una vivisección des­ humanizada, exenta de sentido o fundamentación, ajena a las secretas claves antropológicas que —en su opinión— han permitido al signo adquirir su prestigio y autoridad. Por consi­ guiente, su excelencia artística resulta indis­ cutible; pero no es el mero producto de una artesanía verbal (por importante que ello pa­ rezca), sino que además responde a las necesi­ dades elementales del hombre en su condición de habitante —muy probablemente, prisione­ ro— de un mundo nominal. Desde su punto de vista, el escritor tiene que desarrollar un dominio pleno de las estrategias retóricas, pero no como una vía de exclusivo "embellecimien­ to” textual, sino como un instrumento que en forma operativa contribuya a explorar las re­ laciones del lenguaje con la experiencia huma­ na, hasta el deslinde de sus posibilidades ex­ tremas. 3. Realidad y ficción En suma, las relaciones que mantenemos con los signos constituyen el eje en torno del cual se organiza en su totalidad el pensamien­ to literario de Borges. Los hombres se hallan instalados simultáneamente en dos universos que de algún modo son análogos y coextensivos, pero que al mismo tiempo se oponen en­ tre sí tal como la imagen de un espejo se opone al objeto reflejado. Estamos insertos

en uno de estos universos, del que formamos parte; el otro, en cambio, consiste en el siste­ ma de símbolos que utilizamos para interpre­ tar al anterior. Por su naturaleza intrínseca, el primero es real; el segundo, ficticio. El mun­ do real es un laberinto del que no es posible escapar; el ficticio es la imagen registrada en el espejo de nuestra reflexión sistematizadora. En tanto existimos somos una porción de esa realidad cuyas características, empero, resultan inexplicables para nosotros pues tan pronto como tratamos de enunciarlas —y aun de pen­ sarlas— se convierten en ficción. Por consi­ guiente, la realidad en sí misma se nos presen­ ta caótica, dura, rígida, inescrutable. De allí surge que nuestro destino "no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro" (OI, 256). En sus declaraciones, Borges llega casi a una interpretación materia­ lista de la realidad, interpretación que se pro­ pone justificar el ejercicio de la filosofía como una forma de evadirse de lo que es inflexible y opresivo: "si uno es materialista y cree en las cosas duras y rígidas, entonces queda ata­ do a la realidad o a lo que se denomina reali­ dad” (Burgin, 138). En la medida en que esta observación hace equivalentes el mundo ma­ terial y la realidad, Borges difícilmente pueda ser considerado por entero subjetivista e in­ clusive parece escapar a la posible acusación de solipsista.19 Sin embargo, sus textos decla­ 19 Cabe destacar, empero, que en este punto Bor­ ges no mantiene una línea que pueda ser considerada inequívoca. Por ejemplo, en la brevísima pieza titula-

ran de manera constante que, en cuanto inten­ tamos transmitir u ordenar nuestra experien­ cia de esa realidad, inevitablemente quedamos atrapados en el lenguaje, el cual nos impone una sustitución de los datos concretos que pre­ tendemos comunicar o estructurar. Por lo tan­ to, nuestro esfuerzo de concebir o declarar, a causa de la índole misma de la acción, nos ubica en un ámbito sustitutivo, ficticio. De esto se desprende que ficción es todo aquello que enunciamos por medio del lenguaje, sea lo que fuere. Tal aserto es igualmente válido para la form ulación científica, filosófica o poética, ya que el acto de decir entraña por sí una transposición cualitativa del objeto real y del circuito de relaciones en que se halla in­ serto. Además, ello no sólo es aplicable a las interpretaciones que extraemos de nuestro con­ tacto con los hechos y cosas que nos circun­ dan, sino que también resulta extensivo a las expresiones utilizadas para manifestar nuestra propia conciencia, pues el lenguaje es el con­ junto de “gruñidos y chillidos" —según dice Chesterton— que imaginamos capaces de "sig­ nificar todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo” (OI, 212). En de­ finitiva, no queda ál respecto ninguna alterna­ tiva: cuanto enunciamos —por extremada que sea nuestra búsqueda de exactitud verbal— es inevitablemente ficción. La palabra cuenta con una excepcional aptitud persuasiva porque es un recurso que parece prestarse con plastida "Tú” (OT, 69) cada hombre es "uno”, es "único” y "siempre está solo”.

cidad y eficacia a nuestra instrumentación ordenadora; pero a la vez se muestra harto traicionera porque, sin que prestemos debida atención al hecho, nos traslada a un plano de presencias fantasmales. La perfidia del lenguaje, que convierte en ficción cuanta realidad es asimilada en el área de su influjo, constituye una de las preocupa­ ciones constantes de Borges; en especial, ello se observa en algunos cuentos en que este asun­ to suele presentar un aspecto bastante com­ plejo e indirecto, al punto de que es posible sospechar un premeditado disimulo, el que no obstante ha sido concebido tal vez no con el propósito de velar intenciones sino, más bien, de recrear por medios poéticos la forma sola­ pada en que opera la palabra cuando desen­ vuelve su intrincado juego de encubrimiento y transposiciones, esa acción tan suya de disgre­ gar los hechos a través de una labor pública y desembozada pero que, en razón de nuestros hábitos negligentes, permanece casi ignorada y secreta. Un ejemplo inicial puede extraerse de la pieza titulada "Historia del guerrero y de la cautiva” (A, 49-54), que según apuntó el mismo autor "se propone interpretar dos he­ chos fidedignos” (A, 181); es decir, que tuvie­ ron consistencia real, si nos atenemos a las fuentes utilizadas: por una parte, el episodio en que el lombardo Droctulft abandona a su gente y muere defendiendo Ravena, asediada por quienes habían sido sus compañeros de armas; por la otra, la anécdota de la cautiva inglesa que prefirió continuar su vida en las

tolderías indígenas, en lugar de regresar al mundo del que había sido arrebatada. Al su­ perponer ambas historias, Borges destaca una polarización de actitudes: el guerrero se iden­ tifica con las formas de vida más elaboradas y urbanas, en tanto que la cautiva escoge las condiciones más primitivas y rústicas. Sin em­ bargo, al mismo tiempo hay algo que confiere una profunda e inequívoca afinidad a las dos decisiones, pues sus protagonistas —separados por "mil trescientos años y el mar"— acata­ ron un mismo "ímpetu secreto” que fue "más hondo que la razón” y que "no hubieran sa­ bido justificar”, ímpetu que los llevó a consus­ tanciarse con un orden al que no pertenecían por origen y formación pero en el que estaban llamados a integrarse. Cabe destacar una cir­ cunstancia bastante curiosa: el hecho de que este comentario sobre dos episodios reales ha­ ya sido recogido en un volumen de ficciones. Tal decisión pone en un primer plano, implí­ cito pero muy significativo, las opiniones que el autor sustenta acerca de la palabra y su capacidad estructuradora: basta la yuxtaposi­ ción que conduce al mutuo esclarecim iento para que dos sucesos que pertenecían a la realidad se conviertan, sin tropiezos, en ingre­ diente de un ejercicio imaginativo. Aquí de nuevo se torna ostensible la extrema tenuidad del matiz que separa la crónica verídica de la fábula, cuando la intervención del medio na­ rrativo disuelve la consistencia de ambos per­ sonajes y los transforma en exclusiva materia nominal, única esperanza de supervivencia que

los seres humanos pueden abrigar con alguna certeza. Para perdurar, el hombre y el mundo se tienen que volver ficticios, se deben some­ ter a las normas que imperan en la literatura. Al respecto, en la "Parábola de Cervantes y de Quijote” (H, 38) Borges recuerda que el novelista español, al concebir su producción más memorable, quiso mostrar la oposición entre lo cotidiano y real, por un lado, y los vanos prodigios de las narraciones caballeres­ cas, por el otro; para ello, imaginó a un lector enloquecido por la frecuentación de tales his­ torias y lo ubicó en el muy concreto paisaje hispánico de la Mancha y de Montiel; pero no pudo evitar que "los años acabaran por limar la discordia” y que ese ámbito real en el que transcurre la acción terminara adquiriendo características "no menos poéticas que las eta­ pas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto” (y aquí el significado de poético se aproxima al de "fabuloso”, o tal vez inclusive al de "irreal”). En suma, que el lenguaje po­ see un espacio propio que es inviolable por­ que nada puede ingresar en él sin adecuarse a las leyes que allí imperan. En consecuencia, no es posible en modo alguno que la realidad logre penetrar o arraigar en el mundo de la ficción, a menos que la naturaleza de esa rea­ lidad sufra una transformación radical. Por lo contrario, la ficción tiene una insi­ diosa aptitud mimética que le permite infiltrar­ se en la realidad, la que resulta muy permea­ ble a pesar de su solidez concreta. Dos relatos de Borges parecen deliberadamente concebidos

con el propósito de ilustrar esta aseveración: uno es "Tema del traidor y del héroe” (F, 137141); el otro, "Emma Zunz” (A, 61-68). La primera de estas composiciones bosqueja las intrigas revolucionarias que tienen lugar "en un país oprimido y tenaz”. Fergus Kilpatrick, reconocido jefe de la conspiración, es desen­ mascarado por uno de sus lugartenientes como traidor a la causa emancipadora; condenado a muerte por sus secuaces, se pretende evitar que trascienda la felonía del héroe popular, para lo cual se disimula la ejecución tras la mise en scéne de un atentado público cuya trama es cuidadosamente elaborada sobre el modelo que proporcionan dos tragedias de Shakespeare. De tal modo, las calles de Dublín se convirtieron en un inmenso tablado en el que se desenvolvió una vasta representa­ ción, con el concurso de una muchedumbre de actores. Según admite el mismo Borges, el epi­ sodio se inspira en las paradójicas fantasías de Ghesterton; pero la originalidad del asunto consiste en introducir 'él aparato histriónico como parte integral de la realidad-, confundido con ella hasta el punto de que es inverosímil declarar lo acontecido, es irrelevante denunciar la simulación. Por contraste, "Emma Zunz” presenta una narración de apariencia mucho más simple pues entrelaza un grupo de situa­ ciones aisladas que vive un mismo personaje y que nada tienen de insólitas o descomuna­ les, lo cual en una primera lectura puede lle­ varnos a suponer que nos hallamos ante una pieza de ficción naturalista. Lo singular es la

forma en que la protagonista cumple su plan vengativo urdiendo un relato que prescinde de la inconexión entre los hechos y que enhebra la realidad fragmentada en una continuidad fingida, cuya persuasión verbal elimina toda fisura y fragua una coherencia causal ausente en la serie de acontecimientos congregados. Por esta vía el lenguaje sistematiza un conjun­ to de partículas dispersas y postula una su­ cesión eslabonada, una historia que "era in­ creíble, en efecto”, pero que sin embargo "se impuso a todos” porque respondía de algún modo a nuestra idea de verosimilitud. Con­ vertida en un juego de signos relacionados, la azarosa y fracturada realidad acaba por fun­ dirse y vertebrarse en lo que es apenas un espe­ jismo. Cabe sospechar que esta arbitraria con­ catenación de los datos utilizados se propone sugerirnos algo así como un modelo de los pro­ cedimientos en que se sustenta la elaboración del pensamiento científico. Para lograr su ob­ jeto, Borges ensaya la operación contraria a la que cumplió David Hume con análogo propó­ sito: en tanto el filósofo desmonta y analiza los mecanismos que intervienen para infundir solidez aparente a nuestra exégesis conjetural de los procesos naturales, el cuentista procura trazar la síntesis que conduce a tales interpre­ taciones; pero en ambas direcciones se pone al descubierto un mismo problema, un idéntico cuestionamiento de las aptitudes humanas para desentrañar cómo funciona el mundo en que vivimos. Los instrumentos especulativos de que disponemos limitan nuestra posibilidad de al­

canzar con certeza un pleno dominio de la reali­ dad.20 De cualquier manera, la situación del hom­ bre no admite ninguna alternativa: pese a las restricciones que nos impone, el lenguaje apa­ rece como nuestra única vía satisfactoria de ex­ presión. Por consiguiente, no se debe desesti­ mar totalmente la opinión de Leibniz —que compartió el zarandeado profesor Pangloss— acerca de las presumibles ventajas que entraña el ámbito de nuestra existencia: aunque nos precipite sin cesar en la ambigüedad y el equí­ voco, la abstracción proporcionada por los con­ ceptos tal vez resulte más soportable para nues­ tro entendimiento que la caótica e ilimitada concreción de los hechos individuales. Según declaró Borges, este es el hilo conductor que debe entresacarse de “Funes el memorioso”: “un buen hombre, un hombre muy ignorante, tiene una memoria perfecta, tan perfecta que las generalizaciones le están prohibidas; muere muy joven, agobiado por esta memoria que po­ dría soportar un dios, no un hombre” (Char20 Por supuesto, la idea de que el mundo no pue­ de ser capturado por nuestros medios conceptuales y enunciativos es típica del nominalismo. Pese a ello, también es característica de otra corriente de pensa­ miento. En la medida en que la experiencia de lo di­ vino fue concebida como realidad, los místicos perci­ bieron asimismo esta falencia del lenguaje, a la que trataron de sobreponerse en sus escritos con ayuda de la metáfora; piénsese, al respecto, en el ejemplo memorable que ofrece la poesía de San Juan de la Cruz. El cuestionamiento del lenguaje como recurso para indagar la índole “numinosa" de la divinidad ya aparece explicitado, por lo demás, en las postrimerías del siglo v de nuestra era, en la Teología mística del Pseudo Dionisio.

bonnier, 77). El protagonista del cuento (F, 117-127) no olvida ningún detalle, y a causa de ello descubre que las palabras sólo consienten un margen de representación limitado e incier­ to. Funes advierte que la exactitud de nuestros enunciados requeriría un vocabulario infinito, pues en su recuerdo cada hoja de árbol se dis­ tingue de las demás y tiene que contar con un término que la designe; pero inclusive esta multiplicación de nombres propios resultaría insuficiente, porque cada hoja modifica su apa­ riencia en instantes diferentes, por obra del sol, de la lluvia, del viento, del ciclo biológico. La prodigiosa retentiva permitió a Funes aprender sin esfuerzo multitud de lenguas; en cambio, lo inhabilitó para el pensamiento, ya que esta actividad consiste en cierto grado de negligen­ cia: “pensar es olvidar diferencias, es generali­ zar, abstraer” (F, 126). Al llegar a esta com­ probación, Borges form ula su circunscripta rehabilitación de las ideas platónicas, no por el carácter sustancial que les atribuye el realis­ mo filosófico sino porque glorifican un medio que, dentro de su precariedad, se presta para enunciar nuestros juicios, para organizar nues­ tra existencia, para permitirnos el trato con nuestros semejantes. El hombre es, en esen­ cia, un animal lingüístico que se halla recluido inexorablemente en un espacio nominal. Le su­ cede lo que al pájaro cautivo que ha llegado a familiarizarse en demasía con su jaula y ha perdido por completo su disposición para vivir en libertad: es incapaz de sobrellevar intelec­ tualmente un exceso de realidad. Esta es la

fatal circunstancia que habría de precipitar, sin remedio, el aniquilamiento de Ireneo Funes. Las ilustraciones se podrían multiplicar a lo largo de lá producción narrativa de Borges. Por ejemplo, una pieza como "El jardín de los senderos que se bifurcan” (F, 97-111) per­ mite rastrear muy diversas observaciones acer­ ca de la gravitación que el lenguaje tiene en nuestro pensamiento: la mera distracción de un copista de las Mil y una noches llega a sugerir la instauración de un tiempo circular; la omisión sistemática de un vocablo logra con­ vertirse en clave para elucidar una extensa e intrincada composición; el peso de nuestros há­ bitos semánticos obstaculiza el reconocimiento de que en un determinado contexto las palabras libro y laberinto designan un mismo objeto. Pero la abundancia de pasajes que confirman esta preocupación por sí sola hace innecesaria la reiteración. El hecho que parece indiscutido consiste en que la materia verbal, por su dili­ gencia en la transposición ficticia —es decir, abstractizante, sistematizadora—, opera como un vehículo muy..traicionero para elaborar nues­ tro conocimiento de la realidad, si bien el hom­ bre no cuenta con la más mínima perspectiva de reemplazarlo por alguna herramienta más efectiva y precisa. Se suscita, én consecuencia, un desgarramiento que no tiene salida, tal co­ mo lo puntualizó Leszek Kolakowski al cues­ tionar la validez cognoscitiva excluyente que los neopositivistas confieren al enunciado cien­ tífico. Esta página proporciona óptimo corola­

rio.a las comprobaciones que hace el personaje central de "Funes el memorioso”: Es evidente que el contacto del hom­ bre con el mundo se realiza en forma no discursiva, es decir, que el conte­ nido de lo que experimenta por medio de ese contacto no puede ser expresado adecuadamente con palabras. La ma­ yor parte de nuestro contacto con el mundo tiene este carácter, ya que, por ejemplo, ni una sola de nuestras per­ cepciones sensoriales puede ser expre­ sada adecuadamente con palabras; eso se debe a que no hay dos percepcio­ nes sensoriales totalmente idénticas y a que el número de propiedades con­ tenidas en una percepción es infinito. Aunque existiera, pues, un lenguaje muy rico y capaz de ampliarse indefi­ nidamente, sería de todos modos prác­ ticamente imposible describir adecua­ damente una percepción cualquiera. Además, la traducción verbal de una percepción no es la traducción de la percepción en cuanto tal, sino simple­ mente la señalización de lo que en rea­ lidad sucedió. Para pronunciarse en forma definitiva acerca de la situación, el mismo Kolakowski añade a continuación: "con palabras sólo se pueden re­ presentar palabras”.21 Por lo tanto, la natura­ leza última de la realidad no admite ser trans­ formada en objeto de un conocimiento que pueda configurarse o impartirse con el auxilio exclusivo del lenguaje. 21 Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortali­ dad de la razón, págs. 262-263.

114 Jaim e R est 4. Ambigüedad verbal y desamparo humanó ■ ■ ■

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De todas maneras, Borges pareciera juzgar que lo fundamental con respecto al lenguaje no es lo que nos esforzamos en decir acerca de la realidad sino algún tipo de certidumbre sobre nuestra inserción en el mundo que tratamos de obtener a través de tales enunciados. En este sentido, el párrafo final de "Emma Zunz” resulta más que elocuente: La historia era increíble, en efecto, pe­ ro se impuso a todos, porque sustan­ cialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pu­ dor, verdadero el odio. Verdadero tam­ bién era el ultraje que había padeci­ do; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios. (A, 68) El texto exhibe absoluta claridad: los hechos aislados sucedieron efectivamente; la concate­ nación que se les atribuyó fue, sin duda, simu­ lada; pero lo que en forma concluyente infunde persuasión a la historia fingida por la prota­ gonista consiste en lo que Emma Zunz sentía, en lo que procuraba alcanzar por medio de su invención. Cuanto hace el personaje para que tal invención se torne convincente es un hábil escamoteo, en el que se percibe el eco de aquel distingo que, en la última década del siglo pa­ sado, Gottlob Frege señaló en los contenidos significativos del lenguaje, al discriminar en ellos dos niveles: uno específicamente concep­ tual (al que suele denominarse “sentido" o,

por antonomasia, “significado”) y otro indica­ tivo de la realidad mentada (al que se designa con los términos “referencia" y “denotación"). El mismo Frege puntualizó que hay frases que poseen sentido y, sin embargo, carecen de refe­ rencia; y anotó que, por una imperfección del lenguaje, es posible elaborar “filas de signos que producen la ilusión de que se refieren a algo, pero que, por lo menos hasta el momen­ to, todavía carecen de referencia”.22 Cabe ob­ servar, al respecto, que Emma Zunz nos pre­ senta un conjunto de signos cuya autenticidad resulta incuestionable (el “tono”, el “pudor”, el “odio”, el “ultraje”) y los integra sin tro­ piezos en la fraguada historia que posee un sentido totalmente persuasivo, para lo cual la 22 Gottlob Frege, Estudios sobre semántica ; Bar­ celona, Ediciones Ariel, 1971; pág. 70. El trabajo en cuestión, titulado “Über Sinn und Bedeutung", apa­ reció en 1892. Borges pudo conocerlo directamente o a través de la ulterior reivindicación de Bertrand Rus­ sell, quien dedicó en 1905 uno de sus estudios lógicos al problema de la “denotación” (acerca de la termi­ nología empleada por Russell se han formulado obje­ ciones). Las observaciones de Russell sobre el pensa­ miento de Frege han sido traducidas al español; al respecto, véanse el susodicho ensayo “Sobre la deno­ tación”, en su Lógica y conocimiento (1901-1950), Ma­ drid, Taurus, 1966, págs. 51-74, y también el apéndice A, titulado “Las doctrinas de Frege sobre lógica y ma­ temática”, en su obra Los principios de la matemá­ tica, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1948, págs. 611-637. Para una noticia general, cf. Adam Schaff, Introduc­ ción a la semántica, págs. 231-233. Por lo demás, el distingo de Frege ha tenido amplia difusión en el área de estudios lingüísticos, si bien las ideas de Borges sobre el lenguaje parecen proceder del campo filosó­ fico, de acuerdo con las referencias que manejó en sus textos. La posición de Frege también es analizada en Umberto Eco, La estructura ausente; Barcelona, Editorial Lumen, 1968; párrafos II, 1 y II, 2 (especial­ mente, pág. 78).

protagonista se limita a sustituir aquellas re/erencias que hubieran interferido en su propó­ sito (“las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”). Como era imposible veri­ ficar esta sustitución —con un testigo muerto (la víctima) y el otro definitivamente excluido (el marinero)—, la versión proporcionada "se impuso a todos” pues produjo la ilusión ade­ cuada, en razón de que tenía "sentido” pese a la deliberada confusión de "referencias”. Ello nos permite advertir que, más allá de ciertas correspondencias muy limitadas o muy impre­ cisas entre lo acontecido y su formulación ver­ bal, la multisecular preocupación por el mar­ gen estricto de verdad o falsedad que pueda contener un enunciado supone el flagrante des­ conocimiento de la ambigüedad que es inheren­ te a cualquier signo, ya que toda operación se­ mántica entraña inevitablemente un resultado que es escurridizo en mayor o menor grado. Pero además de bosquejar una crítica gnoseológica, este cuento desliza una curiosa rever­ sión de la mecánica que gobierna la novela detectivesca, tan admirada por Borges. Boileau y Narcejac han sugerido que la función del in­ vestigador policial, tal como se la exhibe en las composiciones clásicas de este género, entraña en cierto modo la tarea de "remontarse del signo al significado”,23con el objeto de resolver el misterio a partir de los indicios diseminado? a lo largo de la exposición; y para el fre c u e r _ador avezado de tales piezas, resulta pre^ .sible 23 Boileau-Narcejac, La novela, policial ; Buenos Aire, Paidós, 1968; pág. 23.

que el esclarecimiento se ha de obtener, por más que el criminal imaginario tome la pre­ caución de confundir escrupulosamente las pis­ tas. A decir verdad, Emma Zunz no desdeña en absoluto esta labor de inferencia, pero sólo en la medida en que procura (y logra) desba­ ratarla con el concurso de signos que admiten interpretaciones falsas tanto o más persuasivas que las verdaderas. De alguna manera, pues, se trata de un "antirrelato detectivesco” cuyo interés no se halla centrado en la destreza inda­ gatoria del habitual sabueso que todo lo re­ suelve —por lo demás, ausente en esta narra­ ción—, sino en el ingenio con que es sustituida la causa del crimen por obra de un asesino que, al ejercitar sin obstáculos su destreza mental, consigue que una concatenación apócrifa llegue a mostrarse irrefutable. Sea como fuere, debatir el margen de ver­ dad o falsedad que pueda contener un enun­ ciado reviste sólo importancia secundaria; lo decisivo es el móvil humano que interviene en su instauración. El enfoque de Borges permite suponer que la materia verbal siempre con­ serva un estímulo ajeno al conocimiento que se pretende formular, pues en ella persiste la gravitación de una urgencia precrítica que se impone al hombre como necesidad elemental de sobreponerse al desamparo y a la soledad, para lo cual buscamos —aun sin advertirlo— el auxilio de una enunciación provisoria llama­ da a interpretar la naturaleza última de la reali­ dad; y esa urgencia precrítica conserva su im­ pronta en toda expresión lingüística, por muy

"objetivos" y "científicos” que pretendan ser los enunciados ofrecidos. Ello es inherente a la condición de la palabra; suponer lo contra­ rio —dentro de esta concepción del lenguaje— significaría consustanciar indebidamente el ver­ bo y el mundo. La despiadada lucha que el hombre entabla en el afán de lograr verosi­ militud y precisión para sus declaraciones de algún modo precede y determina toda posibili­ dad de satisfacer esa meta. La persecución del significado exacto entraña, en cierto sentido, un impulso que es anterior a la certeza de hallarlo. Lo que habitualmente dejamos de pre­ guntarnos es en qué medida nuestras herra­ mientas conceptuales pueden responder con eficacia plena a las exigencias que les impone­ mos. Ya hemos observado que la índole del lenguaje, por sí sola, hace muy difícil que nuestra aspiración se concrete; pero sobre este hecho pesa, además, la actitud misma —a la vez expectante y desilusionada— con que afron­ tamos nuestra búsqueda: aun en la circunstan­ cia de que sospechemos de antemano que es imposible quebrar la resistencia opuesta a la acción que proyectamos, esto resulta insuficien­ te para desalentarnos en la que es, acaso, la más antigua y frustrada empresa. Por ello los habitantes de la Biblioteca de Babel no desis­ ten de recorrer los anaqueles en procura de una vindicación personal (F, 90). Por ello, asi­ mismo, seguirem os librando sin término la desesperanzada contienda que nos empuja a es­ tructurar interpretaciones precarias de la reali­ dad, en reemplazo de aquel dominio cierto que

ningún ser humano se halla en condiciones de adquirir: "la imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin em­ bargo, disuadirnos de planear esquemas huma­ nos aunque nos conste que éstos son proviso­ rios” (OI, 143). De ello resulta que, si bien la teología, la metafísica y la filosofía en general no comunican un conocimiento más valedero que el transmitido por la literatura fantástica, su proyección en nuestras vidas de ninguna manera puede ser desdeñada. Como armas des­ tinadas a tomar por asalto la realidad se mues­ tran bastantes toscas, pero como andamiajes para nuestra trémula sustentación intelectual resultan inapreciables. "La filosofía disuelve la realidad”, decía Borges; pero agregaba que, como no hallamos otro camino en nuestra apremiante demanda de certidumbre, su acción resulta “beneficiosa” (Burgin, 138) o por lo menos —podríamos atemperar— se manifiesta apaciguadora. La actitud que asume Borges con respecto al lenguaje nos permite entrever la denuncia de un círculo vicioso, que a su juicio es insalvable para la condición humana: la materia verbal sólo puede engendrar ficciones, pero estamos desprovistos de cualquier otro medio que nos facilite la organización de nuestra experiencia. Todos nuestros enunciados no pasan de ensa­ yos fallidos; son, al mismo tiempo, indispensa­ bles e insatisfactorios; por más exactos que se los juzgue, la diferencia que los separa de la pura fantasía apenas si es de grado, jamás lle­ gará a ser de naturaleza. No debemos consi­

derar fortuito el hecho de que esta posición sea análoga a la que suelen suscribir los místicos: nuestro contacto directo con la realidad descar­ ta toda posibilidad de expresar adecuadamente tal relación; siempre recaemos en la metáfora. Nuestras alternativas se reducen, de manera ex­ clusiva, a la traducción inapropiada —por rescatable que se la considere desde los enfoques científico, filosófico y poético— o al silencio. En síntesis, la producción de Borges nos lleva a vislumbrar una suerte de filosofía del lenguaje que acaso pueda cuestionarse —en cuanto parece negar toda alternativa que per­ mita salvar, por lo menos de manera práctica, este presunto antagonismo irreductible entre universo y palabra—, pero que dentro de sus propios alcances se muestra sin lugar a dudas rigurosa y coherente: a su juicio, el conoci­ miento es una actividad fundamentalmente es­ peculativa, una labor limitada a imaginar el ámbito en que nos hallamos insertos pero no a interpretarlo;, por añadidura, pensar el mun­ do consiste en verbalizarlo o, vertido en otros términos, conocer la realidad significa conver­ tirla en una sistematización conceptual que de­ forma y simplifica la naturaleza de los hechos concretos que registra nuestra percepción. No obstante, en vista de que —dentro de las fron­ teras del esquema utilizado por Borges— es imposible escapar a este procedimiento, sólo queda expedita la vía de perseverar en él (a condición de que, por supuesto, se reconozca su extremada e irremediable precariedad).

5. Conclusiones Al completarse, la exploración realizada desemboca en ciertas comprobaciones acerca de la producción de Borges, en general, y acer­ ca del pensamiento lingüístico de este escritor, en particular. Los principales resultados obte­ nidos pueden formularse en los siguientes tér­ minos: a) En los escritos de Borges es posible se­ ñalar una manifiesta preocupación metalingüística, orientada a desentrañar los alcances del conocimiento, a interrogarse sobre la validez de la especulación filosófica y a indagar el pa­ pel relevante de la literatura como plenitud de la gravitación que la palabra ejerce en nuestra existencia. b) Cuando Borges expresa su renuencia con respecto al pensamiento sistemático, esta actitud se circunscribe exclusivamente a los intentos de elaborar en forma deliberada inter­ pretaciones de la realidad, las que a su juicio recaen de manera inevitable en concepciones metafísicas cuyo valor cognoscitivo no excede el de la literatura fantástica. En cambio, pa­ rece omitir o desconocer el hecho de que su propia obra—como toda labor humana que po­ see continuidad y se concentra en ciertos as­ pectos de especial relevancia— tiende natural­ mente a proponernos un sistema. c) El sistema que trazan los escritos de Borges se inscribe en una tradición especula­ tiva del pensamiento europeo cuya línea prin­

cipal pasa por el nominalismo, el empirismo, el positivismo y el pragmatismo, para llegar en nuestro siglo a la filosofía del análisis lógico. Por su mismo recelo con respecto a la herra­ mienta lingüística del conocimiento, esta co­ rriente ha estado vinculada con frecuencia a una ideología liberal, perceptible en algunas de sus figuras más prominentes y notoria asi­ mismo en Borges: puesto que no hay un acce­ so cierto y unívoco a la verdad, toda concepción ajena —tal como postulaba John Stuart Mili— debe ser examinada con la misma atención que cada uno presta a sus propias ideas; la única doctrina que cabe rechazar sin contemplacio­ nes es aquella que dogmáticamente rehúsa com­ partir este principio de tolerancia.24 Consecuen­ cia directa de tal óptica es la aprobación que Borges expresa por Herbert Spencer, quien enunció una "profética” alternativa: respeto del individuo o tiranía (OI, 168). d) Borges destaca con excepcional perspi­ cacia los problemas cognoscitivos que el forma­ lismo lógico de esta corriente no ha podido resolver, a causa de un residuo idealista que llevó a separar de manera infranqueable el len­ guaje de la realidad. Al respecto, cabe señalar que los textos de este autor exploran la situa­ ción hasta sus perspectivas últimas, lo cual conduce a una visión casi apocalíptica en la que el hombre se ve imposibilitado de afianzar su inserción plena en la realidad y queda atrapa­ 24 Cf. L. T. Hobhouse, Libaralism ; Londres, Wil­ liams and Norgate, 1927; pág. 116.

do en un ámbito puramente nominal. De tal forma, se pone de contragolpe al descubierto, con implacable claridad, el desasosiego que a menudo suele introducirse subrepticiamente en el pensamiento de esta orientación gnoseológica, por más que sus representantes filosóficos —tal vez con la sola excepción de Hume— ha­ yan tratado de rehuir o disimular sus conse­ cuencias.

E l ESPACIO LITERARIO

La literatura es un juego de convencio­ nes tácitas; infringirlas parcial o abso­ lutamente es una de las muchas felici­ dades (de los muchos deberes) de ese juego de límites ignorados. Ejemplo: cada libro es un orbe ideal, pero suele agradarnos que su autor, en el ámbito de unas líneas, lo confunda con la reali­ dad, con el universo. Todo libro es la traducción de un ar­ quetipo oscuro; todo escritor es un lec­ tor, un compilador, un intérprete. Nota preliminar a Sartor Resartus 1

1 Thomas Carlyle, Sartor Resartus; Buenos Aires, Emecé, 1945; pág. 9. El texto completo de esta “Nota preliminar" abarca las págs. 9-15; posteriormente, Bor­ ges sólo recogió un breve fragmento de este comenta­ rio (P, 32-33).

1. Función de la crítica Aparentemente, Borges sospecha que en todo enunciado opera una dialéctica entre la imposibilidad de transcribir la realidad en for­ ma literal y la aptitud de indicarla o circun­ darla con el auxilio de metáforas. El lenguaje recae de manera inevitable en la ficción, por­ que jamás podrá transmitirnos un conocimien­ to apropiado del mundo. Pero la ficción no es inocente o vana, porque tal vez proporcione algún tipo de referencia acerca de aquello que deseamos saber, una aproximación connotativa de eso mismo que escapa al frustrado intento de quien pretende ejercer la denotación. En última instancia, la búsqueda de exactitud y correspondencia precisas a que aspiran el filó­ sofo y el hombre de ciencia tiene mucho de esfuerzo ingenuo y estéril, por cuanto la sabi­ duría radica, acaso, en la formulación tropoló­ glca. El lenguaje no puede tomar por asalto el ámbito de sus presuntos referentes, pero quizá logre explorarlo de soslayo y sea capaz de con­ seguir sorpresivos atisbos en momentos en que las palabras simulan referirse a otra cosa. Pro­ porcionar una reproducción verbal fiel y sin ambigüedades es tedioso e irrelevante, tal como lo fue la absurda empresa de aquellos cartógra-

fos que trazaron un mapa que coincidía pun­ tualmente con el territorio que se proponían relevar (H, 103). Calcar la vida, como era in­ tención de la novela realista en el siglo pasado, es optar por una convención artificial y redun­ dante; pero acaso algo de la realidad se adhiera al texto en forma incierta, indirecta, aun sin advertirlo. En su habitual frecuentación de sir Thomas Browne, Borges podría citar —a se­ mejanza de Edgar Poe— aquel conocido pasaje de Urn Burial: "Si bien resultan cuestiones des­ concertantes, el canto que entonaron las sire­ nas y el nombre que Aquiles adoptó al ocul­ tarse entre las mujeres no se hallan fuera del alcance de toda conjetura”. Sea como fuere, cabe afirmar que en los escritos del autor de Ficciones se registra en contextos muy diversos una misma opinión, en la que se cifra un juicio acerca de los vínculos que toda composición literaria mantiene con la realidad: en el curso de la tarea poética no es posible reproducir el mundo, sino más bien añadirle algo que está destinado a exhibir cier­ tas cualidades afines a las que poseen las res­ tantes cosas instaladas en el universo. De ma­ nera explícita, esta apreciación irrumpe en un pasaje acerca de la rosa que Giambattista Ma­ rino quiso perpetuar en su verso; el autor des­ cubrió que "los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una pe­ numbra de oro no eran (como su vanidad so­ ñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo” (H, 31-32). De nada sirve cotejar un "objeto verbal” con aquello que

supuestamente representa; ello entraña la fala­ cia de establecer un paralelismo entre hechos diferentes, de ensayar una analogía "con otras realidades” (P, 30). Por lo tanto, también estos objetos que son las composiciones artísticas sugieren una dialéctica: se configuran dentro del sistema cerrado en que tiene lugar la acti­ vidad imaginativa pero, en la medida en que no se lo proponen deliberadamente, compar­ ten por omisión o inclusión algunos rasgos de las circunstancias en que fueron concebidos y, por ende, arrastran consigo una ideología im­ plícita. Sólo un escritor de nuestro siglo, como Pierre Menard, se halla tan preocupado en re­ flexionar sobre los mecanismos de su labor como para intentar la aventura de reescribir exactamente una novela de comienzos del siglo xvn; sólo "a Maurice Barres o al doctor Rodrí­ guez Larreta” se les puede ocurrir la elabora­ ción de una novela histórica acerca de la época de Felipe II de España en la que se introduzca él pintoresquismo de "españoladas” tales como gitanos, conquistadores, místicos, autos de fe, amén de Felipe II; en cambio, el Quijote no re­ quirió ninguno de estos artificios para prestar riguroso testimonio de ese mismo período (F, 53). Al fin y al cabo, "componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de com­ plejísimos hechos. Entre ellos, para mencio­ nar uno solo: el mismo Quijote” (F, 52-53).

Según observó Edward Gibbon, "en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos”, lo cual —añade Borges— "bastaría [ . . . ] para probar que es árabe”, en razón de que estos animales resultaban para Mahoma triviales y cotidianos hasta el punto de pasar inadvertidos, por contraste con lo que hubiera sucedido a cualquier falsario, quien habría pro­ digado camellos hasta desbordar la narración con verdaderas caravanas (D II, 156). El asun­ to queda plenamente sintetizado en la página de Borges on Writing en la que se expone la naturaleza del "compromiso” que asume todo escritor: Al escribir un cuento, aun si se refiere al hombre de la luna, será un cuento argentino porque soy argentino, y res­ ponderá a la civilización occidental porque a ella pertenezco. Pienso que no es necesario tener conciencia de esto. Tomemos Salammbó, la novela de Flaubert, por ejemplo. El autor la llamó "novela cartaginesa”, pero cual­ quiera puede advertir que es obra de un realista francés del siglo xix. No creo que un cartaginés hubiera sacado nada en limpio de ella; por lo que sé, tal lector se mostraría dispuesto a con­ siderarla una broma pesada. No creo indispensable esforzarse en ser leal a la comarca de uno o a las opiniones pro­ pias, porque siempre se es leal a ellas. Se posee una determinada voz, un de­ terminado rostro, una determinada for­ ma de escribir, y no hay manera de evitarlos aunque se quiera. En conse­

cuencia, ¿para qué tratar de exhibirse moderno o contemporáneo, si no hay perspectiva alguna de ser otra cosa? (Di Giovanni, 51) En esta óptica se inscriben los juicios de Borges sobre la poesía gauchesca. Quienes esco­ gieron este género no practicaban una forma de expresión popular sino la imitación de cier­ to lenguaje que no les era propio y que se convertía en una suerte de abstracción o reme­ do del habla real conexa, en la cual eran intro­ ducidas descripciones pintorescas que hubie­ ran resultado redundantes para el gusto del auténtico habitante de la pampa. Por consi­ guiente, los giros campestres de esa produc­ ción son tanto más "verdaderos” literariamente cuanto mayor es la conciencia paródica del hombre de ciudad que los emplea. De lo que se desprendería una autenticidad en el uso mayor en el Fausto de Estanislao del Campo que en el Martín Fierro, por la precisa razón de que es inverosímil suponer a un gaucho ins­ talado en un teatro asistiendo a una represen­ tación operística. Ello no significa desconocer empero que, de las dos, la última es "la obra más perdurable que hemos escrito los argenti­ nos” (D II, 152-153). El mismo juicio se halla reiterado en muchos pasajes: el color local que abunda en el poema de Hernández es un indi­ cio de la "persona culta” que adopta "un tono rústico” (P, 91), pero en definitiva el Martín Fierro, a semejanza del Quijote o los dramas de Shakespeare, excedió los modestos propósi­

tos del autor hasta adquirir dimensiones de im­ prevista dignidad (P, 90, 93 y 98).2 Por lo demás, la censura que Borges for­ muló a las opiniones vertidas por Ricardo Ro­ jas y Leopoldo Lugones sobre el poema de Hernández revela con notoria exactitud los cri­ terios que propicia para el examen de un texto literario. Sus reconvenciones no apuntan al Martín Fierro, que en todo caso es lo que es, sino a los comentaristas que trataron de entre­ tejer una mitología alrededor de la composi­ ción. Borges cuestiona el escamoteo de que se vale la crítica que trata de apropiarse de una obra por razones extraliterarias. Declarar, co­ mo Lugones, que la narración del gaucho es equiparable a las acciones de Aquiles o a las navegaciones de Ulises, a la obstinación de Ro­ lando o a las hazañas de Sigfrido es un dispa­ rate que sólo se explica por la connotación emotiva de coraje y virilidad que suele impreg­ nar el vocablo épica. Con rigor descriptivo, un poema épico puede incluir episodios rela­ tados por el héroe, pero su esencia exige un narrador impersonal y omnisciente que otor­ gue intensidad objetiva a la gesta, lo que no se cumple en el ejemplo mencionado por cuanto 2 Algunos críticos censuran este juicio porque interpretan que se puede inferir una actitud de menos­ precio: Borges opinaría que Hernández compuso un poema representativo por pura casualidad, no por sus aptitudes artísticas. Tal inferencia es absurda, aun­ que no sea más que por la proximidad de los nom­ bres de Cervantes y Shakespeare; lo que Borges su­ giere es otra cosa: un autor notable escribe una obra maestra no porque se lo proponga deliberadamente, sino porque ello es propio del rigor poético con que cumple su tarea.

nos proporciona "la relación del destino de Martín Fierro, en su propia boca” (D I, 57). Si de algún modo el poema épico nos informa sobre los sentimientos o la psicología del pro­ tagonista, ello es a través de sus actos; cuando tales sentimientos irrumpen en expresión direc­ ta, según Croce advirtió asimismo en la Divina Comedia, el ingrediente lírico tiende a preva­ lecer. No es un problema de dignidad o me­ nosprecio del poema; es una mera cuestión de organización de los materiales.3 Por añadidura, el nominalismo lo hace re­ ticente ante el empleo de una conceptualización demasiado abstracta; escribe: "los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el univer­ so es un espécimen de literatura fantástica o de realismo” (P, 51). De igual modo, la veta nominalista lo lleva a asumir una posición crí­ tica acorde con los modelos de Aristóteles: prefiere la descripción y desecha la preceptiva; piensa que cada texto tiene que ser indagado en particular y que ello conduce a la formula­ ción de categorías que deben ser rigurosas pero que no pueden ser rígidas. Por sobre todas las cosas, juzga que la literatura es un ámbito que se estructura de acuerdo con leyes propias y que no es posible abordarla con pautas extrín­ secas; lo fundamental consiste en determinar qué se quiso hacer, de qué modo se llevó a cabo el proyecto y en qué medida la obra ha satis­ 3 Para un análisis ele las opiniones críticas que se han vertido sobre el poema de Hernández, puede con­ sultarse, además, MF, 66-76.

fecho sus objetivos dentro de las exigencias impuestas por el sistema lingüístico en el que fue instaurada. Con un explicable margen de divergencias en sus respuestas individuales, ta­ les criterios parecen haber suscitado notoria fascinación en varios representantes conspi­ cuos de la "nueva crítica” francesa, entre quie­ nes cabe mencionar a Blanchot, Macherey y Genette.4 En especial, los ha seducido la no­ ción combinatoria de Borges, que admite ser articulada perfectamente en la doctrina lingüís­ tica de Saussure: las infinitas posibilidades que se van concretando en la literatura se nutren de un limitado número de metáforas, las que constantemente se entrecruzan para proponer­ nos ensamblamientos imprevistos. En el de­ venir poético, los autores són apenas rúbricas que sirven para señalar diversos sectores de un campo único, no para dividirlo. En este punto, refrenda la opinión de Valéry, que transcribe escrupulosamente: "La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa his­ toria podría llevarse a término sin mencionar 4 Gérard Genette. Figuras; Córdoba, Ediciones

Nagelkop, 1970; págs. 139-149. Maurice Blanchot, El libro que vendrá; Caracas, Monte Ávila, 1969; págs. 109-112. Pierre Macherey, Pour une théorie de la production littéraire; París, Frangois Maspero, 1966; págs. 277-285. Para una traducción española de este último trabajo, véase Nuevos Aires, número 4, abril a junio de 1971, págs. 45-52. Un examen general del asunto puede consultarse en Emir Rodríguez Monegal, ‘‘Bor­ ges y Nouvelle Critique”, en Revista Iberoamericana, número 80, julio a setiembre de 1972, págs. 367-390.

un solo escritor" (OI, 19). Atribuir la Imita­ ción de Cristo a Joyce o Céline —o atribuir el Quijote a un imaginario novelista del siglo xx— no entraña modificar lo escrito pero, en cam­ bio, supone una nueva forma de enfrentarlo: “una literatura difiere de otra, ulterior o an­ terior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuese otorgado leer cual­ quier página actual —ésta, por ejemplo— co­ mo la leerán el año dos mil, yo sabría como será la literatura del año dos mil” (OI, 218). En la medida en que es imposible que el lec­ tor actual se desembarace del mundo al que pertenece, su trato con una obra literaria del pasado siempre se halla sujeto a una rectifi­ cación de la óptica con que ésta fue leída por sus propios contemporáneos. Una ilustración la proporcionan las traducciones más conoci­ das de las Mil y una noches; al igual que la mayoría abrumadora de quienes hablan len­ guas europeas, Borges no está en condiciones de examinar el original de estos relatos; pero le ha bastado comparar las variantes de unas pocas versiones occidentales para obtener un cuadro muy abigarrado y, por momentos, bas­ tante cómico: en los materiales que Galland, Lañe, Burton, Mardrus y Littmann declaraban reproducir puntualmente, cada uno de ellos se mostró fiel a las audacias o a las interdiccio­ nes de su propia época (HE, 99-133).5 Recí­ 5 Una variante del mismo argumento puede con­ sultarse en “Las versiones homéricas” (D I, 139-150). En Borges on Writing, la parte tercera está íntegra^ mente dedicada a los problemas de traducción (Di Giovanni, 103-160).

procamente, un puñado de fragm entos qué tuvo origen en idiomas y siglos distintos no puede evitar los cambios de sentido que engen­ dra la gravitación de un significativo escritor reciente como podría ser, digamos, Franz Kaf­ ka (OI, 148). Según puntualiza Gérard Genette en sus entusiastas reflexiones sobre esta idea, para el lector de nuestros días, "en el tiempo reversible de la lectura, Cervantes y Kafka son ambos nuestros contemporáneos y la influen­ cia de Kafka sobre Cervantes no es menor que la influencia de Cervantes sobre Kafka”.6 En suma, este fugaz reconocimiento de sus juicios parece confirmar la difundida opinión que ubica a Borges entre quienes formulan una teoría de la literatura pero que lo excluye, en cambio, del ejercicio específico de la criticad Si bien casi toda su producción es un con­ junto de textos acerca de textos y revela un apreciable margen de cultura libresca, se ha subrayado que con muy escasa frecuencia sus comentarios apuntan a la evaluación de obras concretas. Sus indicaciones se encaminan más bien a deslindar lo que Todorov denomina una poética: una serie de coordenadas en las que puede ser insertado y comprendido el hecho 6 Gérard Genette, op. cit., pág. 148. 7 El asunto ha sido expuesto por Thomas R. Hart, Jr., en su artículo "The Literary Criticism of Jor­ ge Luis Borges”, en Modern Language Notes, LXXVIII, 1963, págs. 489-503. También resulta útil el trabajo de Darío Puccini, "Borges como crítico literario y el pro­ blema de la novela”, en El ensayo y la crítica literaria en Iberoamérica ; Toronto, Universidad, Instituto In­ ternacional de Literatura Iberoamericana, 1970; págs. 145-154.

literario, sin incurrir en la peligrosa costum­ bre de ofrecer estimaciones prefabricadas que muchas veces sustituyen la relación efectiva del presunto lector con la composición eva­ luada.8 Una nota al pie del artículo sobre el Biathanatos, de John Donne, ejemplifica cabal­ mente el recelo que siente por la crítica esti­ mativa, por cuanto se limita a transcribir al­ gunos versos de este poeta como única prueba llamada a demostrar su verdadera grandeza artística (OI, 129); ninguna afirmación dog­ mática, por autorizada que sea, puede reem­ plazar el contacto directo con la obra. Cabe sospechar que los elogios o vituperios de un texto, al margen de que estén o no debidamen­ te fundamentados, retacean de manera inevi­ table nuestra libertad de acceso; y con extre­ mada frecuencia carecen inclusive de solidez suficiente, al punto de tornarse deleznables. Algunos procedim ientos que habitualmente cultiva la crítica más efímera se hallan cari­ caturizados en ese conjunto tan gracioso de reseñas plenas de hipérboles, rebosantes de lu­ gares comunes, vanam ente eruditas, escasa­ mente gramaticales y muy dispuestas a enco­ miar a los amigos del fingido comentarista, que Borges y Bioy Casares fraguaron con artero y generoso humorismo en las Crónicas de Bus­ tos Domecq. Precisamente porque cada pieza literaria es un objeto puesto en el mundo, no es lícito escamotearla por medio de una valo­ ración; sólo se justifica comprenderla, como 8 Tzvetan Todorov, Literatura y significación', Madrid, Editorial Planeta, 1971; págs. 10-11.

punto de partida para que cada cual elabore una actitud original ante ella; pero esa com­ prensión únicamente se logra cuando domina­ mos el marco de referencia en el que pueden situarse los aspectos constantes de la poesía en general o las cualidades particulares del ma­ terial examinado. Más allá de estas precisio­ nes, los escritos de Borges —no sólo los ensa­ yos sino también su verso y su ficción— no pretenden realizar otra cosa que una tenaz cross-examination de textos procedentes de épocas y lenguas muy variadas, labor que tie­ ne por objeto explorar la reiteración y posible articulación de ciertas metáforas o de ciertas ideas, cuya trama ha ido configurando un ta­ piz de intrincado dibujo en el que se nos propone una interpretación de la literatura mis­ ma y, por extensión, del universo entero (ese libro mucho más enm arañado que escribió Dios, según nos advierte Borges de acuerdo con un concepto de vieja y fecunda estirpe).9 Esta búsqueda que jamás se agota —esta suer­ te de catálogo de las metáforas que acaso cons­ tituya el andamiaje sobre el cual se edificó el mundo— es la justificación que sirve para explicar de manera inequívoca las preferencias de Borges por determinados autores y obras, 9 Para la metáfora del universo considerado co­ mo libro, véase Ernst Robert Curtius, Literatura euro­ pea y Edad Media latina, I; México, Fondo de Cultura Económica, 1955; págs. 448-457. Sobre el uso que hace Borges de esta metáfora, puede consultarse la breve observación de George Steiner, Extraterritorial ; Bar­ celona, Barral Editores, 1973; pág. 44.

pese a que no faltan exégetas que —por inad­ vertencia de tal motivo— las consideran arbi­ trarias o, por lo menos, desconcertantes.10 En su elaboración de una teoría de la li­ teratura, Borges puso en circulación un con­ junto de nociones que ha sido emparentado con las doctrinas poéticas de T. S. Eliot, de Paul Valéry y de Benedetto Croce, así como se le ha reconocido “puntos de contacto” con Northrop Frye.11 Pero quizá convenga reiterar asimismo su estrecha y magistral relación con la "nueva crítica” francesa, ciertamente en ca10 Por ejemplo, Darío Puccini, en el artículo ya mencionado, observa que "nos extraña mucho el he­ cho de que tenga en estimación ilimitada escritores como Chesterton, Wilde o Wells, así como nos pare­ cen un poco raras las palabras de alabanza que otorga a Shaw". Casi de inmediato, empero, rectifica tal opi­ nión y admite que "Borges halla sólo en algunos, no en otros libros, los estímulos y solicitaciones que le sirven para sus ficciones y sus divagaciones estéticas, morales y filosóficas”. De todos modos, conviene sub­ rayar que Borges simpatiza con aquellos autores que contribuyeron a su interpretación de la realidad y de la literatura, en tanto que muestra indiferencia en su obra por muchos escritores juzgados "representati­ vos”; en esto no difiere de T. S. Eliot, en su reivindi­ cación de la "poesía metafísica" inglesa del siglo x v i i y su rechazo de Milton. Cabe agregar que de los en­ sayos que escribieron Eliot y Borges se desprende, por igual, el hecho de que un autor prominente siem­ pre reescribe desde su enfoque la tradición poética precedente —crea sus propios precursores— y, en con­ secuencia, modifica en función de su óptica personal la historia literaria. 11 Al respecto, consúltense los artículos ya cita­ dos de Thomas R. Hart, Jr. y de Darío Puccini (eneste último, especialmente la nota 2). La afinidad con Northrop Frye radica, por supuesto, en que este crí­ tico, al igual que Borges, maneja las metáforas como arquetipos imaginativos que configuran el vocabulario fundamental de la literatura.

lidad de involuntario precursor, tal como fue el caso de aquellos que sin prem editación anunciaron la llegada de Kafka. Al respecto, es lícito sostener que, reformulada en la ter­ minología de Saussure, su concepción artís­ tica acaso pueda reducirse a dos principios fundamentales claramente discernibles que, si bien utiliza en un sentido muy peculiar, de manera epidérmica lo conectan con algunos de los más representativos fundadores de la investigación poética actual. Ellos son: 1) to­ da composición individual es un hecho del habla en el que se actualizan ciertas potencia­ lidades de una lengua, que es la literatura co­ mo sistema especializado de signos; y 2) cada lector enfrenta el caudal íntegro de la activi­ dad literaria pasada y presente como una re­ velación que, para él, se da en un plano abso­ lutamente sincrónico y que, por tal motivo, admite un juego de articulaciones en mayor grado que un árbol genealógico o un devenir histórico. Curiosamente, Borges jamás mencio­ na al lingüista ginebrino y sólo podría supo­ nerse un conocimiento indirecto de sus ideas, a través de otros autores. Sin embargo, esta no es la única explicación posible; cabe otra en la que Saussure, concentrado en el estudio de los problemas semiológicos que entraña el análisis de sistemas de signos arbitrarios, ad­ mite ser vinculado al tronco nominalista al que Borges declara explícito acatamiento; ello, por lo demás, no es en absoluto improbable si se piensa en la concomitancia de sus famosos cur­

sos universitarios con los epígonos positivistas y con el apogeo del pragmatismo.12 2. Metáfora y ficción De todas maneras, el vínculo que a juicio de Borges se establece entre la actualización del hecho poético y las potencialidades del sis­ tema literario difiere bastante del que tradi­ cionalmente han propuesto los discípulos de Saussure que instauraron la estilística: no con­ siste en la mera singularidad expresiva que una obra determinada extrae de las oportuni­ dades ofrecidas por su respectivo idioma, sino que radica en la forma original en que un tex­ to nos propone ciertos recursos tomados de una lengua poética universal que, de confor­ midad con sus leyes combinatorias propias, permite articular el conjunto de m etáforas, de arquetipos imaginativos cuya reiteración y coincidencia se han verificado a través de una continuidad multisecular. Ello significa que si es lícito postular algún parentesco, éste debe orientarse más bien hacia los procedimientos de Ernst Robert Curtius en Europaische Literatur und lateinisches Mittelalter que hacia los métodos de Charles Bally en Le langage et la vie. Varios artículos ejemplifican de modo óptimo esta técnica de indagación; uno es el ya citado sobre los precursores de Kafka; otros, 12 Amado Alonso considera innegable el positi­ vismo de Saussure; al respecto, véase la nota preli­ minar a Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general; Buenos Aires, Editorial Losada, 1945; pág. 27.

los que se refieren a la esfera de Pascal, a la flor de Coleridge, al ruiseñor de Keats; todos se hallan incluidos en Otras inquisiciones. Por lo demás, tal enfoque se inscribe en el cuadro general de la doctrina que sustenta Borges acerca de la materia verbal: puesto que la realidad es un laberinto caótico que no admite ordenamiento o simplificación, cualquier es­ fuerzo lingüístico encaminado a imponer en la totalidad del universo o en una parte de él un sentido que esté al alcance del hombre presu­ me una tarea conceptualizadora que se mues­ tra útil (por cuanto resulta operativa), pero que irremediablemente posee un valor tropológico (porque es arbitraria). El intento de que el texto sea un reflejo veraz del mundo conlleva una falacia insuperable que ha vicia­ do de intenciones sociológicas y psicológicas un extenso período en el desenvolvimiento de la novela moderna, durante el cual se preten­ dió que un género poético ofreciera un calco fiel de las condiciones en que transcurría la vida coetánea para ensayar, a partir de él, un abordaje crítico de la existencia humana. Se­ mejante “realismo esclarecedor” es, a juicio de Borges, una verdadera exhibición de contradictio in adjecto. Para ser fiel, una repre­ sentación del mundo debe revelarse infinita­ mente enmarañada pues sólo Dios, quizás, esté capacitado para resolver sus contradicciones (tal como suponía Nicolás de Cusa); por cierto, Borges piensa que la novela realista tiene una buena dosis de caos, puesto que una de sus ca­ racterísticas consiste en que “propende a ser

informe” (P, 22). Pero al mismo tiempo, para que el lector la admita debe poseer un margen mínimo de coherencia, de orden, de conceptualización, lo cual la induce a proponernos deformaciones o simplificaciones que a veces lindan con lo inverosímil, según se comprueba —a juicio de Borges— en la narrativa psico­ lógica de los novelistas rusos del siglo xix y en sus discípulos: "suicidas por felicidad, ase­ sinos por benevolencia; personas que se ado­ ran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad” (P, 22). Cabe argüir que tales observaciones, sin declararlo, están cuestionando la famosa hipó­ tesis de Stendhal, enunciada en el capítulo XIX de Le rouge et le noir, que ha constituido la piedra miliar del realismo narrativo anterior o posterior a este libro: "una novela es un espejo que se desplaza por un amplio camino”. En todo caso se trata de un espejo organiza­ do con palabras y, por consiguiente, sin lugar a dudas infiel. El relato de esta especie "pre­ fiere que olvidemos su carácter de artificio ver­ bal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil" (P, 22). Tan rotundo cuestionamiento explica, en la producción de Borges, la ausencia casi completa de apreciaciones sobre las grandes figuras europeas que cultivan la novela en los siglos x v iii y xix, sea en Inglaterra, en Fran­ cia o en Rusia: ni Jane Austen, ni Balzac, ni Tolstoi pueden d isfru tar de su admiración. Acaso la única excepción podamos hallarla en sus páginas sobre Bouvard et Pécuchet, aunque

sintomáticamente esta obra postuma de Flaubert se aparta de manera muy significativa de los habituales propósitos realistas (D II, 137143). Pero si las omisiones son sugerentes, también debemos reconocer que lo son las pre­ ferencias explícitas. A menudo nos habla del Quijote, al que inclusive dedica consideracio­ nes específicas (OI, 65-69); es posible hallar asimismo frecuentes menciones de Moby Dick, Huckleberry Finn y Kim; con respecto a este grupo de relatos en los que se desarrolla un mismo esquema de estirpe cervantina, algunas reflexiones esclarecedoras las ofrece un traba­ jo sobre The Purple Land, obra que también pertenece a dicho campo (OI, 193-198). Se tra­ ta de narraciones construidas por medio de una sucesión de episodios más o menos inde­ pendientes cuya unidad, según parece, radica fundamentalmente en el protagonista o con­ junto de protagonistas que sobrellevan una se­ rie de peripecias imbuidas de cierta autono­ mía. Este tipo de armazón novelesca puede sugerir una idea de desorden, de incoherencia o de variedad en mucho mayor grado que las historias consideradas típicamente realistas (OI, 193), pero Borges afirma que en el enca­ denamiento de las peripecias tiene que existir una lógica interna, un “intrínseco rigor” (P, 22); para sustentar la cohesión de las piezas que pertenecen a este género se requiere de manera indispensable una secreta fuerza articuladora que el lector tiene que ir descubrien­ do gradualmente (OI, 193). Esta organización estricta conduce de una aventura a la siguien­

te como si se fueran desarrollando los sucesi­ vos pasos en la demostración de un teorema que acaba por resolverse en una situación de­ finitiva, la que una vez alcanzada se presenta como fatal, como resultado de una necesidad que nada hubiera podido quebrar. Por lo de­ más, las composiciones mencionadas nos pro­ ponen un argumento itinerante que entraña una suerte de quéte, de búsqueda continua —aunque en apariencia fragmentada— en que el hombre se muestra como peregrino que per­ sigue un incierto horizonte de realización en este mundo o en algún otro. Es razonable, pues, sospechar la presencia de una metáfora, de un arquetipo subyacente en la mera acu­ mulación superficial de incidentes; el valor de esta metáfora no se puede precisar con exac­ titud, ya que se sustenta en un caudal signifi­ cativo que admite muy variadas lecturas. En tal sentido, se nos advierte que "la obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los ras­ gos del lector y es también un mapa del mun­ do” (OI, 126-127). De las observaciones que acabamos de for­ mular se desprende un limitado número de rasgos característicos en los relatos que Bor­ ges enfrenta con mayor simpatía: rigor enun­ ciativo; unidad formal; aptitud conceptualizadora que se traduce en una medida perceptible de intención metafórica. A partir de este mo­ delo, es lícito extender el reconocimiento a las restantes obras de ficción citadas por el mis-

íno comentarista, en las que advertimos la presencia total o parcial de las cualidades in­ dicadas. Por ejemplo, se nos advierte que en la "faz novelesca” de los poemas narrativos suele manifestarse una concepción similar, he­ cho que permite incluir en el cuadro los tex­ tos homéricos, la Divina Comedia, los Canterbury Tales, el Martín Fierro, composiciones de Milton y de William Morris, además de cier­ tas piezas del medioevo temprano que tienen origen escandinavo o anglosajón; hasta cier­ to punto, análogas consideraciones aconsejan incorporar determinadas alegorías religiosas orientales, como el Coloquio de los pájaros, del persa Farin un-din Attar. En un breve elo­ gio del "primer Wells”, aquel que escribió The Invisible Man y The Island of Dr. Moreau, se enfatiza la dimensión metafórica de estas in­ venciones, cuyo atractivo no sólo consiste en la circunstancia de que "es ingenioso lo que refieren” sino también en que proporcionan cifradas referencias a "procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos hu­ manos” (OI, 126); por otra parte, no debemos olvidar que las fantasías científicas configuran un área imaginativa en la que un escritor ca­ pacitado —como Wells o como Olaf Stapledon— puede manejar "con honesto rigor las complejas y sombrías vicisitudes de un sueño coherente” (P, 152). A Borges lo fascinan las Mil y una noches por la exactitud con que se articulan las peripecias de algunas anécdotas, en las que encontró reflejadas sus íntimas pre­ ferencias por el juego com binatorio que se

da en cada uno de los relatos.13 En la me­ dida en que un historiador suele registrar acontecimientos tan remotos que se han vuel­ to fabulosos, corresponde agregar el nombre de Edward Gibbon por cuanto, al igual que los otros textos narrativos, la exploración del pasado es una ficción en virtud de que exhibe ciertas peculiaridades literarias, ya que “los mismos hechos pueden combinarse, o inter­ pretarse, de muchos modos” y la exposición resultante acaba por ser leída con una óptica que va cambiando con el transcurso del tiem­ po (P, 73-74). En elogio de narradores que jüzga contemporáneos, escribe que "ninguna otra época posee novelas de tan admirable ar­ gumento como The Turn of the Screw, como Der Prozess, como Le voyageur sur la terre” (P, 23). Con referencia al cuento moderno, ha declarado que su entusiasmo por Stevenson, Kipling, Henry James, Joseph Conrad, Poe y Hawthorne, entre muchos más, se origina en la economía de recursos y en la trabazón in­ terna que impone una forma poética tan ceñi­ da (AE, 237-238). Su admiración por James Joyce no necesita mayores explicaciones si se toma en cuenta la coherencia estructural y la significación multívoca de Ulysses y de Finnegans Wake; lo mismo cabe observar, tal vez, con respecto a Lewis Carroll. Acerca de su asidua frecuentación de la novela detectivesca, 13 Cf. Adolfo Bioy Casares, La otra aventura-, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1968; pág. 150. El ar­ ticuló sobre Borges, titulado "Libros y amistad", in­ cluido en el volumen mencionado, resulta de gran utilidad en la materia.

en el curso de sus entrevistas con Richard Burgin propuso una interpretación muy ilus­ trativa: Creo que estos libros han desempeñado un papel significativo, en virtud de que han recordado a los autores la impor­ tancia de la intriga., Cuando uno lee narraciones policiales y luego otras no­ velas, se comprueba con sorpresa —es injusto, pero sucede— que las últimas presentan un aspecto informe. En una anécdota detectivesca todo se halla cui­ dadosamente relacionado. (Burgin, 50) Por último, en este mismo motivo se funda el sostenido interés que Borges ha demostrado por la metafísica, la más armoniosa y decanta­ da variedad que ofrece la narrativa de ficción, cuyos argumentos son asombrosos y estrictos en grado tan elevado como jamás alcanzarán "ni Wells, ni Kafka, ni los egipcios de las Mil y una noches”.14 En un intento de sintetizar las ideas cons­ tantes que asoman a lo largo de los juicios de Borges sobre la literatura de ficción, el crítico Darío Puccini trató de formular ciertas pautas básicas, entresacadas principalmente de los ensayos "La postulación de la realidad" (D I, 89-99), “El arte narrativo y la magia” (D I, 109-124) y “De las alegorías a las novelas” (OI, 14 Borges ha reiterado el juicio en muchas oca­ siones. Reproducimos el texto de la inconfundible no­ ta editorial anónima que encabeza la traducción de la “Fantasía metafísica”, de Arthur Schopenhauer, apa­ recida en Anales de Buenos Aires, número 11, diciem­ bre de 1946, pág. 54.

211-215). Este procedim iento condujo a la enunciación de una teoría del género que cons­ ta de tres puntos: 1) una "ley de causalidad”, que gobierna la rigurosa articulación de las peripecias; 2) una "intención alegórica”, que apunta hacia la instauración de significados arquetípicos; y 3) una "postulación de la reali­ dad”, que abarca los artificios utilizados para mentar los hechos imaginarios.15 En suma, se trata de las exigencias mínimas que permiten trasladar sucesos individuales e intrincados al plano de las generalizaciones ordenadoras que son propias del lenguaje. Por lo tanto, la doc­ trina de la novela, para Borges, no es más que un aspecto particular en la sostenida ela­ boración de sus preocupaciones nominalistas: un conjunto de recursos poéticos destinados a organizar los acontecimientos expuestos de conformidad con las exigencias insuperables que interpone la materia verbal, dispuesta a admitir únicamente una realidad que ha deja­ do de serlo, que se ha simplificado y conceptualizado. Según estas pautas, el realismo li­ terario más que una utopía es un absurdo; la transcripción plena del mundo en un texto está más allá de las posibilidades que nos brinda cualquier medio enunciativo; las palabras sólo pueden retener en sí una pura fantasmagoría. No obstante, el mensaje que resulta de esa transfiguración, si logra soslayar los equívo­ cos de la supuesta verosimilitud, puede car­ garse de un valor metafórico que de manera 15 Darío Puccini, loe. cit., págs. 149-152.

subrepticia y ambigua nos habla sobre los as­ pectos esenciales de la condición humana. Estas comprobaciones tienen una conse­ cuencia que acaso parezca imprevista: la posi­ bilidad de ensayar una nueva lectura de “El Aleph”, uno de los más difundidos cuentos de Borges (¿1, 155-174). Según tal interpretación, el centro de interés del relato puede buscarse en una velada denuncia de las falacias que sustentan el realismo literaria. Se trata de un texto cuyo valor no sólo consiste en el hecho de que “es ingenioso lo que refiere” —según la fórmula que Borges acuñó en elogio de Wells— y de que exhibe un desarrollo pleno de humorismo y causticidad sino de que, por aña­ didura, permite entrever una historia urdida con intención felizmente equívoca. La exposi­ ción en primera persona recuerda la sutileza con que Henry James manejaba este artificio: sospechamos que el narrador —que se llama "Borges”— tergiversa o escamotea levemente los sucesos, sea por desconocimiento, por inad­ vertencia o por malicia. En las páginas ini­ ciales hay, asimismo, una típica estrategia de James en el manejo del tiempo y de los ritua­ les; a semejanza de lo que sucede en "The Altar of the Dead”, la reiteración de una mis­ ma ceremonia que sin embargo sufre ligeras modificaciones —la recordación del nacimien­ to de la difunta Beatriz Viterbo— crea en muy breve espacio esa impresión de fugacidad en que los años y la vida parecen huir antes de que la reflexión permita evaluar el sentido de ¡a existencia. Con respecto a la trama, ofre­

ce una curiosa articulación de pintura coti­ diana y de hallazgo descomunal. Más de la primera mitad del relato (A, 155-165) puede considerarse una sutil demostración de cos­ tumbrismo, hasta que el anuncio de la exis­ tencia del Aleph traslada los acontecimientos a un ámbito de pura alucinación (A, 165-174). Antes que nada, merece considerarse la técni­ ca literaria de ese comienzo "realista”. Ciertas indicaciones de aspecto casual —especialmen­ te los detalles de la salita en la casa de la calle Garay— sugieren de entrada vagos indi­ cios de pequeña burguesía con rancio aposen­ tamiento suburbano; pero en definitiva, la ve­ rosimilitud de la exposición no está tanto en el gesto, el comportamiento o el milieu, cuan­ to en el lenguaje oral de Carlos Argentino Daneri. Su fonética y su vocabulario, lo que dice y cómo lo dice, son inconfundibles para el oído atento del habitante de Buenos Aires. El sesgo realista, pues, estaría sugerido por las expresiones que el narrador pone en boca de este personaje. Pero no conviene precipitarse, ya que es indispensable reconocer que en la vida real nadie habla en términos tan afecta­ dos como Carlos Argentino Daneri. Borges deli­ beradamente hace lo que atribuyó a los poetas gauchescos: para asumir un modo de expre­ sión ajena proporciona una exageración del habla utilizadá, una parodia. Por consiguien­ te, el "efecto de realidad”, en literatura, es una deformación que tiene por objeto parecer ver­ dadera, es un empleo de formas arquetípicas que en la experiencia concreta jamás podrán

hallarse incontaminadas en tal medida. Pero queda por examinar el aspecto fantástico de la historia: el descubrimiento del Aleph, ese lugar del espacio en el que todos los puntos convergen para formar un microcosmos, una exacta réplica en miniatura del universo.16 Un lugar tan prodigioso permite al observador contemplar simultáneamente la realidad ínte­ gra en todas sus facetas. Ello induce al na­ rrador a declarar su incapacidad de referirnos el espectáculo que tuvo ante los ojos, por la naturaleza intrínsecamente inefable que posee la plenitud, la cual llevó a los místicos al em­ pleo de la metáfora (A, 168-169). En cambio, al mediocre, ingenuo y vanidoso Carlos Argen­ tino Daneri, esa misma contemplación le su­ giere la empresa monótona y falaz de traducir en palabras cuanto ha visto, para lo cual —se­ gún propia confesión— se embarcó en la tarea de redactar un poema descriptivo cuyo "dila­ tado jardín de tropos, de figuras, de galanu­ ras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad” (A, 163-164). El centro de la argumentación de Borges es nuevamente la crítica de los intentos literarios realistas, en­ 16 La descripción del Aleph que proporciona el narrador presenta una indudable analogía con cierto pasaje de la Historia verdadera, obra de Luciano de Samosata que Borges menciona en el prólogo a las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury (P, 25). Se tra­ ta del espejo que un viajero fantástico halla en la luna: "Vi además otra maravilla en el palacio real: un gran espejo suspendido encima de un pozo no muy profundo. Si se desciende al pozo, es posible oír cuan­ to se dice en.la tierra; y si se levantan los ojos hacia el espejo, se ve en él todas las ciudades y todos los pueblos, como si se estuviese en ellos”.

carada desde el enfoque de su nominalismo que niega la adecuación entre el mundo y los re­ cursos verbales. El protagonista de "El Aleph” no es el narrador, no es Carlos Argentino Daneri, no es ni siquiera la memoria de esta otra Beatriz, muerta como la de Dante; el protago­ nista es el lenguaje. Los restantes elementos constitutivos de esta pieza tienen por único objeto, tal vez, seducir al lector para instarlo a que prosiga su reconocimiento hasta el des­ enlace. 3.. Hacia la realidad Esto nos introduce en el centro mismo de la concepción que ha servido como base para que Borges desarrolle su narrativa de ficción. Mientras que en muchos ensayos prevalece el relevamiento de las teorías que fueron elabo­ radas en el pasado para explicar los mecanis­ mos verbales que intentan capturar, transcri­ bir y comunicar la estructura del universo, en los cuentos podemos destacar, sin caer en fá­ ciles simplificaciones, una reiterada observa­ ción de la forma en que opera el lenguaje en su esfuerzo por registrar el funcionamiento secreto de la realidad o por penetrarlo en su textura más íntima. Ello se observa, por igual, en "Tema del traidor y del héroe”, en "Emma Zunz” y en "El Aleph”. Tal comprobación se puede ampliar con ejemplos adicionales que permitirán reconocer en esta exploración gra­ dos o aspectos diversos.

En ningún sitio Borges se ha referido tan detenidamente a sus propias narraciones como en la sección del "Autobiographical Essay” en que rememora las experiencias de lo que lla­ ma su "madurez”, palabra que resulta harto reveladora si se la toma como indicio de lo que la práctica del cuento significó en su de­ senvolvimiento poético (AE, 237-244). Al res­ pecto, cabe consignar que, según él mismo de­ clara, Ficciones y El Ateph, sus dos primeras colecciones de cuentos, "constituyen, sospecho, mis dos obras mayores”. El perfeccionamien­ to de una técnica expositiva no le resultó fácil, y sólo al cabo de varios años llegó a una for­ mulación satisfactoria, al completar "Hombre de la esquina rosada”, su primer relato. Éste fue, empero, un intento aislado, salvo que se lo relacione con Historia universal de la infa­ mia, volumen en que se congrega una serie de textos concebidos hasta cierto punto según el modelo de las "vidas imaginarias” que había escrito Marcel Schwob. Pero transcurriría al­ gún tiempo antes de que Borges comenzara una labor sostenida en la prosa de imaginación. Probablemente, la mayor dificultad que se le presentó haya consistido en la necesidad de encontrar el vehículo adecuado para un tipo muy especial de invención, en el cual la anéc­ dota funciona como mero artificio superficial (aunque brillante y cautivador) para una bús­ queda intelectual que se desarrolla en un pla­ no de significación profundo. Al cabo, logró instaurar distintas variedades de discurso fic­ ticio que respondían a su proyecto. Es posi­

ble mencionar algunas de ellas, sin que esto suponga un propósito de enumeración exhaus­ tiva. En primera instancia, hallamos lo que Borges denomina "semiensayos”, en los que la narración está concebida como si fuera el co­ mentario o la reseña de libros presuntamente existentes, según puede observarse en "El acer­ camiento a Almotásim”, "Pierre Menard, autor del Quijote”, "Examen de la obra de Herbert Quain”. Otra solución, cercana a la anterior, consiste en introducir la referencia y examen de una obra literaria fantasmal dentro de un episodio novelesco que tiene gravitación casi fortuita, como el hallazgo del volumen de una enciclopedia, en "Tlón, Uqbar, Orbis Tertius”, b el mensaje cifrado que cuesta la vida al si­ nólogo Stephen Albert, en "El jardín de los senderos que se bifurcan”. Una tercera posi­ bilidad radica en una estrategia que es más afín a la de Richard Garnett, en The Twilight of the Gods, que a la de Marcel Schwob: a p'artir de algunos datos que tienen aspecto erudito, de un personaje o hecho al que se atribuye relevancia histórica, se arma una fá­ bula plena de sentido, como "Los teólogos” y "La busca de Averroes”. Un recurso muy fre­ cuente es el monólogo o el testimonio directo (oral o escrito) del protagonista, que hallamos en "Hombre de la esquina rosada”, "La for­ ma de la espada”, "La casa de Asterión”, "Deutsches Requiem” o “La escritura del Dios”. Por añadidura, hay cuentos de apariencia más tradicional, a veces con matices costumbristas y aun naturalistas en la elaboración del suce­

so referido o en la caracterización de perso­ najes (por muy insólita o fantástica que sea la anécdota), como se advierte en "Emma Zunz” y en "El Alepli”. Pero por debajo de estas variedades múltiples suele manifestarse una idea especialmente obsesiva, entre varias que recorren la producción de Borges: la ten­ sión que se establece entre lenguaje y realidad. Este conflicto presenta tres opciones funda­ mentales: 1) el lenguaje logra im poner sus exigencias conceptualizadoras en desmedro de la realidad; 2) el lenguaje y la realidad lu­ chan entre sí para afirmar sus manifestaciones antagónicas; y 3) el lenguaje se somete al po­ der anonadador que tiene la realidad. La primera de las opciones, el triunfo del lenguaje como matriz configuradora del uni­ verso humano, la hallamos, por lo menos, en "Tlón, Uqbar, Orbis Tertius” y en "Emma Zunz". En esta última pieza, la protagonista logra falsificar la realidad apelando a una con­ catenación verbal de sucesos que no tuvo lu­ gar tal como ella pretende. En el otro relato (F, 13-34), en cambio, se intenta una reelabo­ ración imaginativa de las ideas que expuso el obispo Berkeley: se nos asegura que la reali­ dad existe en tanto hay un sujeto pensante, que esse est percipi. Por ejemplo, unas mone­ das perdidas cesan de tener realidad desde el momento en que se extravían hasta que alguien logra encontrarlas. En ese extraño y enrare­ cido orbe, sólo pueden utilizarse lenguas ana­ líticas —como la que postuló John Wilkins—, cuyos ordenamientos presuntamente rigurosos

se conjetura que agotan las posibilidades no de la expresión sino de la existencia; en tales circunstancias, sería un crimen de lesa ortodo­ xia suscribir el juicio de Hamlet cuando afir­ ma que "en el cielo y en la tierra hay más cosas que en el sueño de tu filosofía”., En Tlón, la especulación intelectual sólo se desarrolla como ejercicio lógico, de modo que toda tesis metafísica debe incorporar "el riguroso pro y el contra” de la doctrina examinada ( F , 27); en cuanto a la literatura, "los libros de ficción abarcan un solo argumento, con todas las per­ mutaciones posibles” ( F , 27), sugerencia que Alain Robbe-Grillet trató de poner en práctica en Dans le labyrinthe y La maison de rendezvous, así como en sus guiones y películas cine­ matográficas.17 El enfrentamiento de realismo ingenuo y nominalismo crítico, en "El Aleph”, es una for­ ma de enunciar la segunda opción, en la que lenguaje y realidad se esfuerzan en imponer sus respectivas modalidades. El mismo con­ flicto se trasluce en "El congreso” {LA, 33-63), en el que don Alejandro Glencoe concibe la instalación de una asamblea mundial que sea representativa de la humanidad en todos sus aspectos. Por supuesto, semejante proyecto entraña "un problema de índole filosófica”, pues la representatividad está condicionada 17 El procedimiento de la narrativa de ficción que se practica en Tlón es análogo a los experimen­ tos novelescos de Herbert Quain en April March (F, 79-80); ofrece asimismo una posible clave de L'année derniére á Marienbad, el guión de Alain Robbe-Grillet que filmó Alain Resnais.

por el hecho de “fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atarea­ do durante siglos la perplejidad de los pen­ sadores” (LA, 44). Finalmente, el proyecto es desechado por la sencilla razón de que don Alejandro advierte que en el espacio y en el tiempo la realidad está constituida por hechos y actores individuales, no por arquetipos. Su congreso únicamente sería representativo si pudieran participar en él todos los hombres que han llegado a existir; es decir, sólo podría constituirlo satisfactoriamente el universo mis­ mo. Por lo demás, hacia el término de este cuento leemos que los organizadores de la asamblea, después de que su patrocinador de­ sistió, se reunieron para comprometerse a guar­ dar silencio: "cuando juramos no decir nada a nadie ya era la mañana del sábado” (LA, 63). Esta mención del día, con su reminiscen­ cia bíblica, nos advierte que el tratamiento naturalista de la historia, que transcurre en lugares típicos de Buenos Aires y en una pro­ piedad rural del Uruguay, está al servicio de una alegoría: Dios, que en la presente circuns­ tancia es hijo de un inmigrante rioplatense oriundo de Aberdeen, ha cumplido su tarea en el plazo de seis días y al completarla descubre que su creación está constituida de casos in­ dividuales concretos, no de conceptos genera­ les abstractos. Al producirse el desenlace de la lucha, la realidad ha vencido al lenguaje. La tercera opción se vincula, en definiti­ va, al "silencio privilegiado” que asumen los místicos cuando declaran que no es posible

decir nada en términos literales acerca de esa realidad incondicionada que denominan Divi­ nidad. Como ilustraciones muy dispares pue­ den tomarse "La Biblioteca de Babel” y "La escritura del Dios”. La primera de estas na­ rraciones retoma la metáfora del universo con­ cebido como libro, al que en el caso presen­ te suplanta un infinito número de volúmenes desordenados, cada uno de los cuales quizá manifieste una intrincada cualidad del mundo. En medio de ese caos, "el hombre, el imper­ fecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos” (F, 87); pero "el universo, con su elegante dotación de anaque­ les, de tomos enigmáticos, de infatigables es­ caleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios” (F, 87). Se nos dice que muchos han intentado descifrar el significado misterioso dé esta construcción ilimitada, pero, ¿qué suce­ dería si alguien consiguiese alcanzar esa meta? En "La escritura del Dios” hallamos una res­ puesta (A, 117-123). Sepultado en una tene­ brosa prisión por voluntad de los conquista­ dores españoles, un mago azteca medita en la sentencia mágica que una divinidad escribió en un sitio desconocido con caracteres que no fueron revelados. De pronto, el cautivo intuye que el mensaje acaso esté grabado "en la piel viva de los jaguares” que, en el curso de sus innúmeras y sucesivas generaciones, lo han de perpetuar hasta la consumación de los siglos. Al cabo de incesantes fatigas y de agotadores ejercicios, el prisionero obtiene la revelación

del lenguaje que empleó Aquél o Aquello, pues "no sé si estas palabras difieren” (A, 122). Pero simultáneamente con su descubrimiento, advierte que no tiene sentido transmitir su ha­ llazgos Ni siquiera le es necesario salir de la cárcel, porque ya está liberado: ha comproba­ do que la criatura, enfrentada con esa miste­ riosa presencia, queda anonadada por la fasci­ nación de tal encuentro. Por lo tanto, se deja sumir en el olvido, como si la oscuridad y el silencio fueran las claves últimas de una sabi­ duría que trasciende toda forma de conoci­ miento. Para Borges, la realidad es eso que cree percibir el místico en su éxtasis y que algunos de sus personajes —como Jaromir Hladík, en "El milagro secreto”— desentrañan inexplica­ blemente al filo de una situación límite, cuan­ do se aprestan a morir. Tal revelación no pue­ de ser enunciada; nada es lícito decir acerca de ella con exactitud; en todo caso, sólo admite el asedio indirecto de la metáfora, irremedia­ blemente vaga e imperfecta. Y aun así, "de esas metáforas ninguna me sirve para esa lar­ ga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora” (LA, 62). Pese a todo, en estas palabras se sospecha algún eco del lenguaje tropológlco que utili­ zaba San Juan de la Cruz. Por lo demás, a juicio del autor de Ficciones, este es el único realismo posible, el punto hacia el que con­ vergen todos los hilos que forman la trama de sus artificios verbales, de su universo imagi­

nario. Su frecuentación de la mística europea y oriental, su interés en la cábala, su erudi­ ción filosófica y sus vastas lecturas de toda especie se resuelven, acaso, en un propósito único: hallar la metáfora que, valga la para­ doja, sirva exactamente para sugerir la com­ pleja, múltiple e insustituible perfección de lo concreto e individual. Aunque tal vez, si fuera posible hallarla, nos sucedería lo mismo que al mago de "La escritura del Dios” o que al poeta y al rey de "El espejo y la máscara”: tamaño deslumbramiento nos empujaría acaso al silencio, a la muerte o al abandono de las vánidades mundanas. Si algo cabe agregar, es aquello que dice el narrador de "El Aleph”: "arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor” (A, 168).

Por último, sólo un par de acotaciones a sendos equívocos en que suele incurrir la crí­ tica. Dos comentaristas de mérito relevante nos permitirán ilustrarlos. George Steiner, ha­ bitualmente tan sagaz y lúcido, se hace intér­ prete de un ajetreado argumento según el cual en la producción de Borges falta calor y vitali­ dad humanos, está ausente la creación de hom­ bres y mujeres "tangibles”.18 Semejante obje­ ción no tuvo presente si lo que se pide es admisible en los propósitos del artista juzgado y, adicionalmente, si la búsqueda de la reali­ dad y las dificultades para acceder a ella con 18 George Steiner op. cit., págs. 4647.

nuestras limitadas herramientas lingüísticas no constituyen problemas imbuidos de valor humano hasta la desesperación. El otro repa­ ro lo formula J. M. Cohén, cuando sugiere una posible contradicción entre las preocupaciones "místicas” de algunos cuentos y el hecho de que Borges rehuya personalmente una defini­ ción de su credo religioso.19 Sin duda, esta observación es el producto de una notoria in­ advertencia: si el lenguaje siempre es ineficaz para explicar la relación del hombre con lo divino —según se desprende de los relatos mencionados—, exigirle a Borges precisiones en materia de fe significaría pedirle que renie­ gue de sus ideas acerca de la divinidad. 4. Conclusiones En la primera epístola a los corintios, XIII, 12, San Pablo escribió que en esta vida los hombres sólo pueden obtener una imagen de las cosas divinas "por espejo, en oscuridad”. En los Hechos de los Apóstoles, XVII, 34, se dice acerca del mismo San Pablo que su pri­ mer converso ateniense fue cierto Dionisio Areopagita. En el curso del siglo v, un autor desconocido adoptó este nombre para redactar una serie de tratados; en uno de ellos se pro­ puso enunciar los atributos divinos; en otro, la Teología mística, declaró que esos atributos 19 J. M. Cohén, Jorge Luis Borges-, Edimburgo, Oliver and Boyd, 1973; pág. 78.

sólo-podían tener valor tropológlco, porque el lenguaje humano está incapacitado por su ñnitud para hablar de las cualidades de Dios. Hasta el Renacimiento, el influjo del llamado Pseudo Dionisio puede ser trazado en teólo­ gos, filósofos y poetas: en Erígena, en Tomás de Aquino, en Dante, en Eckhart, en Nicolás de Cusa. Sin embargo, sólo con el afianzam iento pleno del nominalismo las ideas de este ignoto tratadista pudieron ser llevadas hasta sus con­ secuencias últimas. Hasta entonces, rara vez se había intentado describir la experiencia mís­ tica; a lo más, se especulaba sobre las condi­ ciones en que ella era posible. Pero cuando los nominalistas hicieron evidente el desajus­ te entre lenguaje y realidad, se tornó asimis­ mo manifiesto el hecho de que las palabras jamás pueden ofrecer transcripciones literales; únicamente les cabe la referencia y el asedio metafóricos. Esta confluencia de mística y no­ minalismo y su estrecha interacción permitie­ ron que un poeta como San Juan de la Cruz se embarcara en la riesgosa aventura de evo­ car en sus textos el encuentro del hombre con la divinidad, auxiliado por un sostenido proce­ dimiento metafórico. Tal herencia se ha prolongado ininterrum­ pida —aunque a veces marginada— hasta nues­ tros días, en que se observa una renovación poética del lenguaje místico. Sin necesidad de experiencias extraordinarias, el artista parece haber comprendido en muchos casos que la

instrumentación de la materia verbal que per­ feccionaron los místicos es apropiada para ha­ blar acerca de una realidad absoluta y concre­ ta con la que el hombre cree haber mantenido constante relación. La obra de Borges no es el único ejemplo en el empleo actualizado de tales métodos enunciativos, pero indudable­ mente es uno de los más perspicaces y siste­ máticos de la literatura contemporánea.

EPÍLOGO EL “SILENCIO PRIVILEGIADO”

Detrás del nombre hay lo que no se noftibra. "Una brújula” (OP, 153)

En el curso de las páginas precedentes he­ mos podido trazar la serie de cuestionamientos que llevó a Borges a sustentar con plena convicción la hipótesis de que las palabras cumplen una tarea fundamental en el ámbito humano, si bien fracasan en todo intento de transcribir fielmente la naturaleza y estructura del universo. Esta posición crítica, básicamen­ te, está inspirada en tres vertientes principa­ les: nominalismo filosófico, tropología mística y disgregación del realismo literario vigente • en el siglo xix. Sin subestimar la gravitación de la materia verbal en nuestra existencia, estas fuerzas concurren a afirmar que el lenguaje tiene límites de enunciación y que puede con­ vertirse en una limitación del hombre mismo, si no advertimos o nos negamos a asumir ta­ les fronteras enunciativas- De ello se despren­ de que cuanto decimos entraña la ausencia efectiva de aquello mismo que tratamos de de­ clarar, así como recíprocamente el mundo nos incorpora en su trama con exclusión de las palabras. El lenguaje sólo puede aspirar a sustituir la realidad concreta, en la medida en que nos precipita de manera irremediable en ficciones abstractas.

Esta comprobación ha conducido a un sos­ tenido elogio o requerimiento del silencio, a una actitud crítica con respecto al lenguaje en general o a ciertos usos que se manifiesta a lo largo del pensamiento moderno y que tiene una enorme y casi paradójica vigencia en nues­ tros días, cuando hasta la literatura —activi­ dad verbal por excelencia— ha emprendido un radical cuestionamiento de su propia sustan­ cia. El desarrollo de tal proceso —extenso, sostenido y complejo— puede remontarse cla­ ramente hasta el siglo xiv, aunque es posible reconocer indicios y antecedentes, en la cultu­ ra europea, desde fecha muy anterior. De al­ gún modo, el relevamiento de este itinerario nos permitirá ensayar un marco de referencias en el que puede ser ubicada la obra de Borges, como fiel y conspicuo testimonio de ciertas preocupaciones que han ido adquiriendo espe­ cial relevancia en las últimas centurias. Cada vez con mayor convicción, los histo­ riadores actuales ponen el acento en hechos e ideas que, en forma inequívoca, parecen seña­ lar en el curso del siglo xiv una serie de fe­ nómenos sociales, políticos, culturales y reli­ giosos destinados a liquidar definitivamente el ordenamiento medieval. Se mencionan, al res­ pecto, transformaciones económicas, tendencias individualistas, una creciente autonomía del arte como fin en sí mismo. También se pun­ tualiza la impronta que dejaron en la desin­ tegración la persistente ham bruna, la crisis financiera, la peste y sus hondas consecuen­ cias demográficas, la instalación del papado en

Aviñón, el estallido de la Guerra de Cien Años y el agudo malestar que precipitó rebeliones urbanas y campesinas. Sin embargo, aunque se las suele registrar, hay dos circunstancias prin­ cipalísimas cuya participación en este cuadro general de la época no se destaca de manera conveniente y cuyo íntimo parentesco habitual­ mente queda inadvertido: el florecimiento de la mística y el avance del nominalismo. Por cierto, tanto el nominalismo cuanto la mística contaban con una prolongada tradi­ ción que abarca buena parte del período me­ dieval. El primero había estado presente en todos los vericuetos relacionados con el pro­ blema de los universales, cuyo remoto punto de partida era el Isagoge de Porfirio, un texto griego del siglo n i traducido al latín por Boe­ cio, que habría de engendrar largos conflictos a partir del siglo xi, por obra de Berengario de Tours y de Roscelino. La segunda se había nutrido en el Corpus Dionysiacum, acaso re­ dactado en las postrimerías del siglo v, que a partir de su introducción en la Europa occidental había ejercido gran influencia en Eri­ gena y en la escuela de Saint Víctor. No obs­ tante, estas dos líneas de pensamiento sólo al­ canzarían manifiesto predominio en el curso del siglo xiv. Por una parte, el franciscano Guillermo de Occam logró consolidar una doc­ trina que corroía la autoridad, hasta entonces casi incuestionable, del realismo escolástico. Por la Otra, el surgimiento de varios centros dé irradiación fomentó la difusión de una vas­ ta marea de misticismo que culminaría en la

España del siglo xvi: en Alemania, la presen­ cia de Eckhart, Taulero y Suso, juntamente con la composición de la Theologia Germanica y, mucho más tarde, con la poesía de Angelus Silesius; en Flandes, la obra de Ruysbroeck; en Inglaterra, la producción de Richard Rolle, de Lady Julián of Norwich, de Walter Hilton y, en especial, del anónimo traductor del Pseudo Dionisio quien, además, redactó The Cloud of Unknowing. Con respecto a la acción concertada que desarrollaron ambas fuerzas en las transfor­ maciones intelectuales, corresponde destacar que cada una por su lado minó los fundamen­ tos del sistema que se había construido labo­ riosamente hasta culminar en Tomás de Aquino. El nominalismo de Occam disgregaba la unidad del pensamiento cuya cohesión y su­ premacía radicaban en la teología y, por con­ siguiente, fomentó la autonomía de la especu­ lación filosófica y favoreció el afianzamiento de una actividad científica en cierne. El mis­ ticismo, al insistir en forma teórica o práctica en una relación directa del hombre con lo di­ vino, perturbaba la función mediadora de la Iglesia y promovía una suerte de individualis­ mo religioso. De tal modo, las dos corrientes se insertaban en el conjunto de factores que estaban operando como elementos de cambio. Si bien la mística y el nominalismo medie­ vales tenían —según quedó señalado— oríge­ nes independientes, su parentesco e inclusive sus diferencias pueden comprobarse en rela­ ción con un mismo texto, en el cual se plan­

teaba una dificultad de índole lingüística cuyas proyecciones habrían de resultar decisivas en la configuración del pensamiento moderno. Se trata de la Teología mística, del Pseudo Dioni­ sio, en la que se declaraban las insuficiencias de la materia verbal para enunciar los atri­ butos de Dios. El centro de esta breve y me­ dulosa argumentación se halla en un párrafo de su capítulo III, destinado a esclarecer la naturaleza de las “teologías negativas”: Cuando nos disponemos a ingresar en la Nube que está más allá de lo inteli­ gible, ya no se requiere ni siquiera con­ cisión sino más bien una cesación ab­ soluta de la palabra y del pensamiento. Nuestro discurso aumenta de volumen a medida que desciende de lo superior a lo inferior y se aleja de las alturas. En cambio, cuando ascendemos de lo inferior a lo trascendente y a medida que nos vamos acercando al punto cul­ minante, el caudal de nuestras pala­ bras se reduce, hasta llegar al último término del ascenso en el que nos que­ damos enteramente mudos y plenamen­ te unidos a lo Inefable.1 1 Para la presente interpretación, seguimos en lí­ neas generales la lectura de Maurice de Gandillac en su versión de las Oeuvres completes du Pseudo-Denys VAréopagite) París, Aubier, 1943; pág. 182. Para el tex­ to griego completo de la Teología mística, con traduc­ ción española y comentario crítico, véase Cuadernos de filosofía, número 9, enero-junio de 1968; págs. 91125. Por lo demás, ya Gregorio Niseno y otros teólo­ gos tempranos habían advertido la falacia de “nom­ brar ló divino”; al respecto, véase Vladimir Lossky, Essai sur la théologie mystique de l'Église d’Orient ; París, Aubier, 1944; especialmente pág. 31.

Sin duda,-en este punto confluyen mística y nominalismo, en su crítica del lenguaje como medio insatisfactorio para transmitir una me­ dida razonable de conocimiento. Para la pri­ mera, tal como lo expresa el Corpus Dionysiacum, los "nombres divinos” sólo son aptos para mentar indirectamente los atributos de Dios cuya naturaleza es, en última instancia, absolutamente inefable. Para el segundo, las palabras no constituyen más que flatus vocis —"emisiones vocales”— cuya aptitud para de­ signar la realidad es totalmente arbitraria. Por consiguiente, en ambos casos se manifiesta una reserva fundamental con respecto a la materia verbal. En cambio, la diferencia entre mística y nominalismo 110 sólo radica en el objeto de co­ nocimiento —Dios, para una; la estructui'a del cosmos, para el otro— sino también en la im­ portancia que posee el lenguaje para el desen­ volvimiento de sus respectivas áreas. La inefi­ cacia de las palabras no menoscaba en absoluto al místico en su proyección hacia la divinidad; simplemente lo limita en la capacidad de trans­ mitir su experiencia; en consecuencia, no de­ clara que su meta sea inalcanzable o arbitra­ ria, sino meramente que es inefable o, en todo caso, que sólo admite ser expresada por me­ dio de tropos. Por contraste, el nominalista se siente hondamente perturbado, por su propio descubrimiento, en la tarea de ordenar los datos que su experiencia ha recogido en el mundo, pues tal ordenamiento es lingüístico y, como inevitable derivación de ello, resulta

arbitrario. De aquí se siguen dos actitudes opuestas en relación con el silencio: el místico lo asume como el más perfecto testimonio de sabiduría, en tanto que el nominalista —a tra­ vés de su estrecha vinculación con el desarro­ llo del pensamiento filosófico y científico— va a librar en los tiempos modernos una deses­ perada batalla en el intento de superarlo. 2. Reivindicaciones del silencio Sea como fuere, desde el Renacim iento existe cierta especie de articulación entre mís­ tica y filosofía, con respecto a la dificultad que entraña el lenguaje. No en vano las dos consideraciones se entrelazan en el punto de partida que nos ofrece la obra de Nicolás de Cusa. Este pensador fue un heredero inme­ diato y directo de los místicos alemanes que vivieron en el siglo xiv y, al mismo tiempo, en el curso de sus reflexiones habría de contri­ buir en forma significativa a la indagación del problema gnoseológico con una óptica que se aproxima al nominalismo.2 Desde los comien­ 2 Nicolás de Cusa escribe: “Los géneros y las es­ pecies, en la medida en que son el objeto de denomi­ naciones verbales, son seres de la razón que ésta ha elaborado a partir de las relaciones de semejanza y diferencia extraídas de la realidad”. En una nota, Maurice de Gandillac afirma que este pasaje, pese a su aspecto, no debe ser interpretado como una decla­ ración nominalista; sin embargo, el mismo comenta­ rista agrega de inmediato que tampoco dicho texto admite ser considerado como manifestación de rea­ lismo, en virtud de que no expresa la adecuación del lenguaje a la realidad sino únicamente un intento “de

zos, sus especulaciones se nutren en las ense­ ñanzas del Corpus Dionysiacum, cuyo impacto en De docta ignorantia se manifiesta de modo harto revelador; buena parte del texto está destinada a comentar y ratificar la doctrina enunciada en la Teología mística. La idea prin­ cipal parece consistir en que los "nombres di­ vinos” poseen un valor puramente tropológlco, cuya justificación debe centrarse en el hecho de que proveen al hombre de un vocabulario para referirse a Dios en términos hum anos. Pero la finitud de nuestra condición nos im­ pide emplear un lenguaje literal que se refiera a la infinitud divina. Allí radica fundamental­ mente el misterio del dogma trinitario: faci­ lita a nuestras limitadas facultades un acceso necesariamente imperfecto para concebir cier­ ta relación que en sí misma trasciende cual­ quiera de las interpretaciones propuestas. De manera análoga, "el gran Dionisio afirmaba que Dios no era ni verdad, ni inteligencia, ni nada que pueda expresarse con palabras”,3 puesto que en nuestro lenguaje todo atributo está en cierto modo condicionado por su con­ trario —la luz por la tiniebla, y así sucesiva­ mente—, en tanto que las cualidades divinas son absolutas y no admiten ningún juego de oposiciones; aceptar ese juego supondría conreconstruir en forma conjetural una realidad en sí misma inabarcable” (insaisissable ) para la razón hu­ mana. Al respecto, véase Oeuvres choisies de Nicolás de Cues, traduction et préface de Maurice de Gandillac; París, Aubier, 1942; págs. 256-257. 3 De docta ignorantia, I, 26. Seguimos la traduc­ ción de Nicolás de Cusa, De la docta ignorancia; Bue­ nos Aires, Lautaro, 1948.

validar una polaridad m aniquea en que lo demoníaco se mostraría en condiciones de ri­ valizar con lo divino. Además, desde una pers­ pectiva específicamente filosófica, “nada pue­ de ser lo contrario de la infinitud que no es factible nombrar; la infinitud no es un todo al que sea dable oponerle su parte; tampoco es lícito desgajarle una parte; la infinitud no es ni grande, ni pequeña, ni nada de cuanto tiene nombre debajo del cielo o encima de la tierra”.4 En sentido estricto, es imposible ha­ blar de Dios en términos afirmativos; sólo “al negar y abolir progresivamente toda la determinabilidad propia del saber y de su objeto finito, llegamos con ello al ser y a la determi­ nación del contenido de lo absoluto”.5 No obstante, a medida que el pensamiento de Nicolás de Cusa se desarrolla hacia su com­ pleta y original maduración, los términos de su enunciado progresivamente se invierten: puesto que el conocimiento del Creador está vedado al hombre, es indispensable cumplir el recorrido especultivo hacia Dios a partir de las criaturas que prestan testimonio sensible de Su presencia en el mundo; el estudio cien­ 4 De visione Dei, XIII. Véase Oeuvres choisies de Nicolás de Cues, pág. 403. s Ernst Cassirer, El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia moderna, I; México, Fon­ do de Cultura Económica, 1953; pág. 65. En este tra­ bajo y también en Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento (Buenos Aires, Emecé, 1951), Cassi­ rer otorga al Gusano un papel de capital importancia en la formación del pensamiento moderno. Análoga relevancia le atribuye Bernhard Groethuysen, Antro­ pología filosófica; Buenos Aires, Editorial Losada, se­ gunda edición, 1975; págs. 231-245.

tífico de la realidad empírica se convierte en un camino de acercamiento a lo divino; obser­ var la naturaleza y descubrir sus leyes es la única vía de que podemos disponer, según ya se desprende del tratado De coniecturis. Por lo tanto, es indispensable elaborar un méto­ do que nos lleve del dato aislado al principio racional que sirva para explicar el ordenamien­ to del cosmos y que nos aproxime a la inte­ lección de Dios por obra de una gradual re­ conciliación de los hechos finitos en la unidad que les dio origen. De este modo, el Cusano prefigura la dialéctica hegeliana, al proyectar un itinerario que nos ha de conducir de la complejidad que exhibe el mundo percibido por los sentidos a la unidad sustancial que posee la concepción divina. Sin embargo, Ni­ colás de Cusa advierte con notable lucidez que en este proceso cognoscitivo la "realidad" del mundo se transforma en "percepción” senso­ ria y, finalmente, nuestro entendim iento se maneja con "signos”. Hay, pues, una inevita­ ble mediatización entre los hechos examinados y el lenguaje que utilizamos para comprender­ los. En definitiva, sólo podemos pensar con ayuda de abstracciones que irremediablemente nos distancian de lo concreto. El saber huma­ no, en consecuencia, no puede desembarazarse de cierto matiz condicional, de cierta cualidad hipotética; y simultáneamente, por más que el hombre avance en su empresa intelectual, siempre ha de subsistir el conflicto originado en que ve la creación no como acto creador (natura naturans) sino como cosa creada (na­

tura naturatd)’, de esto se desprende que no logrará captar con plenitud la unidad de pro­ pósito, en razón de que tendrá que iniciar su búsqueda en la variedad de manifestaciones que se proponen a su observación. Pero al mis­ mo tiempo, a medida que en el curso de los años el filósofo fue progresando en el desen­ volvimiento de su sistema, mayor importancia cobró en su doctrina el papel de las matemá­ ticas como lenguaje que logra superar las im­ perfecciones del discurso, con lo cual se estaba anticipando a Descartes, Spinoza o Leibniz y barruntaba el intento de escapar a las ambi­ güedades del habla cotidiana que habría de ex­ plorar la lógica simbólica. Estas apreciaciones rápidas están muy lejos de ofrecer una sínte­ sis satisfactoria de la senda que se puede tra­ zar a lo largo de la producción del Cusano, pero acaso resulten suficientes para sugerir el parentesco que ha existido en los tiempos mo­ dernos entre mística y pensamiento científico desde sus orígenes, a la vez que señalan algu­ nos de los problemas lingüísticos capitales que ambas corrientes deberían afrontar en los si­ glos venideros. Con respecto a la mística, es sintomática la importancia que adquiere como expresión literaria. Aunque no cesa la producción de tra­ tados doctrinales, el aspecto que se revela más vital es el poético. Tal fenómeno alcanza su punto culminante, fuera de toda duda, en la obra de San Juan de la Cruz. La causa de este proceso es fácilmente comprensible. En la me­ dida en que la influencia del Corpus Dionysia-

cum hace notoria la ineficacia de la demostra­ ción, la tendencia especulativa —predominante en la Edad Media— queda relegada a un plano subsidiario, como mera justificación teológica del lenguaje poético; en cambio, éste irrumpe con extraordinaria fuerza en virtud de su ca­ pacidad connotativa, de su índole tropológica: la poesía permite el uso de las palabras para hablar de otra cosa, para sugerir por medio de enunciados verbales aquello que resulta im­ posible de denotar; es, a su modo, la única forma de que dispone el hombre para no que­ dar atrapado en el silencio. Por lo demás, no debe suponerse en modo alguno que la rela­ ción mística con la divinidad necesite ser de­ clarada, ya que su mayor perfección —según observa Ruysbroeck— consiste en sumergirse en "ese oscuro silencio en que se pierden todos los amantes”.6 De manera bastante similar, el mismo San Juan de la Cruz, en su comentario del Cántico espiritual, cita acerca de las reve­ laciones místicas lo que San Pablo dice en la segunda epístola a los corintios, XII, 4: “Oí palabras secretas que al hombre no es lícito hablar”.7 Pero la apoteosis del silencio se da

6 Seguimos la traducción inglesa de Eric Colledge, en Jan van Ruysbroeck, The Spiritual Espousals ; Lon­ dres, Faber, 1952: pág. 190. También Taulero subraya el valor místico del silencio; al respecto, véase la an­ tología comentada de Giovanni María Bertin, I mistici medievali ; Milán, Garzanti, 1944; págs. 110-111. Ya en el siglo xi hallamos en San Pedro Damián un elogio del silentium loquendi magister. 1 Vida y obras de San Juan de la Cruz ; Madrid Editorial Católica, 1946; pág. 970. Con respecto a las alusiones que hace San Juan de la Cruz al Corpus

en Angelus Silesius, quien en su Cherubinischer Wandersmann no cesa de repetir que es nece­ sario callar para que pueda escucharse la voz de Dios.8 Con parecida disposición, Hooker es­ cribe: "Nuestra más adecuada elocuencia acer­ ca de Ti es el silencio”.9 Por lo demás, todo lenguaje místico corre un grave riesgo de cris­ talizarse o desgastarse en la utilización reli­ giosa institucionalizada. A ello se refiere, tal vez, Simone Weil cuando habla de una indis­ pensable purificación que nos libre del peso intelectual que se ha acumulado en nuestra re­ lación con lo divino y tal es el significado que corresponde atribuir a su paradójica afirma­ ción de que el ateísmo es "un equivalente” de esa purificación; a menudo, en nuestro tiem­ po los pensadores independientes en quienes opera la fe hacen referencia al "ateísmo” y a la "muerte de Dios” como expresiones dirigi­ das a enjuiciar una imagen divina excesiva­ mente condicionada por el lenguaje, que se ha dilapidado en constreñir lo inefable en un esDionysiacum, véase la vida escrita por Crisólogo de Jesús para esta edición, pág. 354, nota 37. 8 Las referencias al silencio en el Cherubinischer Wandersmann son múltiples; dos de ellas resultan especialmente ilustrativas en el presente caso. Una dice: “Se habla al callarse. Hombre, si quieres expe­ rimentar el ser de la eternidad, es necesario en con­ secuencia privarte de toda palabra” (II, 68). La otra declara: "Cuando piensas en Dios, lo oyes en ti misjno. Si tú no hablas y permaneces quieto, Él seguirá hablando incesantemente" (V, 330). Al respecto, véa­ se Angelus Silesius, Pélerin chérubinique: Cherubinis­ cher Wandersmann, traducción, prefacio y comenta­ rio de Henri Plard; París, Aubier, 1946; págs. 120 y 296. 9 Citado por William Ralph Inge, Christian Mysticism; Londres, Methuen, 1948; pág. 111.

pació verbal.10 El "silencio” y la "noche” como formas negativas del conocimiento que se des­ prende de la relación con Dios son, asimis­ mo, subrayadas por Rudolf Otto en Das Heilige,n obra que sin duda ejerció influjo en las preocupaciones cinematográficas de Ingmar Bergman, tan apasionado por el hecho de que "el silencio de Dios” consiste en que el géne­ ro humano se muestra incapaz de callar para oírlo.12 Pero si se pretende manifestar el cono­ cimiento místico, ello sólo es posible a condi­ ción de abandonar la discursividad y el empleo literal de las palabras; es decir, se debe apelar a la poesía. Según quedó señalado, se podría argüir que el problema del nominalismo, en la filoso­ 10 Cf. Simone Weil, La gravedad y la gracia ; Bue­ nos Aires, Editorial Sudamericana, 1953; pág, 192. Acerca de la "muerte de Dios” en el pensamiento de Nietzsche, Heidegger propone un análisis muy suges­ tivo en su ensayo incluido en Holzwege; por lo demás, A. de Waelhens, en La filosofía de Martin Heidegger (Madrid, C.S.I.C., 1952), pág. 362, anota que el autor de Sein und Zeit "ha comprendido perfectamente” que “una filosofía colocada por entero bajo la depen­ dencia de la negación de Dios [como es el caso de Nietzsche] es una filosofía que continúa a su manera suspensa del problema de Dios". 11 Para la traducción española, cf. Rudolf Otto, Lo santo-, Madrid, Revista de Occidente, 1925; págs. 94-95. 12 Sobre este aspecto de la obra de Bergman, re­ ferido al vínculo que se establece entre el hombre y lo divino, puede consultarse Arthur Gibson, El silen­ cio de Dios ; Buenos Aires, Ediciones Megápolis, 1973. También es posible ver dos notas nuestras: "El trasfondo religioso de Ingmar Bergman”, en Sur, núme­ ro 324, mayo-junio de 1970, págs. 102-105; y "Elocuen­ cia de la noche y del silencio”, en la sección literaria de La Gaceta de San Miguel de Tucumán, domingo 4 de abril de 1976.

fía moderna, sigue una dirección paralela al de­ bate sobre misticismo, pero en sentido opues­ to: ligado al pensamiento científico, no pudo menos que reconocer las limitaciones del len­ guaje pero se vio obligado, en una búsqueda angustiosa, a descubrir alguna manera de su­ perar esta dificultad que cuestiona la aptitud de todo enunciado para introducirse plenamen­ te en el conocimiento de la realidad. En la medida en que la ciencia ha demostrado su ca­ pacidad operativa a partir de la consolidación misma del nominalismo, se ha tornado urgen­ te fundamentar teóricamente su eficacia, sin que sea posible —como es inherente a este tipo de pensamiento— apelar a razonamientos que excedan los límites del nivel empírico o que desconozcan la arbitrariedad del sistema lingüístico. Ello ha determinado que la heren­ cia del nominalismo tenga una activa y com­ pleja historia que culmina en las intrincadas elucubraciones de la epistemología contempo­ ránea, tal como se manifiesta en Bertrand Russell, en Carnap, en Reichenbach ó en Ayer, entre muchos otros. Esta prolongada contien­ da, librada especialmente en el área del for­ malismo lógico, se ha desenvuelto a lo largo de una serie de etapas que han tenido consi­ derable gravitación en la evolución general de la filosofía moderna, y en el curso de estas sucesivas acciones se han producido marchas y contramarchas destinadas a tomar por asalto la elusiva realidad, en lo posible sin incurrir en especulación metafísica. Esas etapas, que Leszek Kolakowski en su estudio sobre la doc­

trina positivista presenta como una continui­ dad, abarcan desde el pensamiento de Occam hasta la actual filosofía del análisis lógico, in­ cluidos los capítulos intermedios del empiris­ mo inglés, del positivismo del siglo xix y del pragmatismo norteamericano.13 Además, esta orientación ha tratado, en los últimos tiempos, de ampliar el campo de sus investigaciones a través de ciertas especialidades, como la lógi­ ca simbólica y la semántica. Sin embargo, el debate lingüístico dentro de este proceso se ha concentrado principalmente en el período más reciente por obra del empirismo lógico, a par­ tir de los aportes realizados a fines de la cen­ turia pasada y a comienzos de la nuestra por Gottlob Frege, Bertrand Russell y G. E., Moore. El principal centro de irradiación, en tal de­ bate, lo constituyó el Círculo de Viena, que ha tenido continuadores en los Estados Unidos y en otros países; pero quizá la figura más inte­ resante y com pleja—a la vez que la más su­ gestiva para el enfoque presente— fue Ludwig Wittgenstein, pensador independiente y origi­ nal cuyo único trabajo publicado en vida, el Tractatus logico-philosophicus, apareció en 1921. Según esta obra, sólo es posible pensar aquello que se enuncia por medio del lenguaje y un empleo adecuado de éste permite la ex­ ploración lógica de la forma en que se estruc­ tura la realidad fáctica. Más allá de tal conoci­ miento, poco hay que tenga razonable sentido, 13 Leszek Kolakowski, Positivist Philosophy from Hume to the Vienna Circle\ Londres, Penguin Books, 1972; passim.

de modo que este famoso ensayo concluye con una terminante afirmación: "De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.14 Por añadi­ dura, dicho aforismo aparece ya anticipado en el prólogo del Tractatus: "Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es guar­ dar silencio”. Este criterio fue recogido con entusiasmo por los integrantes del Círculo de Viena y sus discípulos, quienes señalaron un amplísimo campo de especulaciones que no admite exigencias lingüísticas tan rigurosas y que, por ende, debería llamarse a silencio: la metafísica, la. religión, la poesía, la filosofía de la historia, la ética, la política. No obstan­ te, llevado hasta sus consecuencias últimas, el alcance de esta doctrina es devastador, tal co­ mo ha puntualizado Kolakowski en su ensayo sobre ideología del racionalismo: puesto que buena parte de nuestro trato con el mundo es­ capa al ámbito restringido que el empirismo lógico reconoce al uso verbal significativo, en la práctica tendríamos que resignarnos a un silencio casi absoluto.15 14 Para el texto alemán con traducción española, véase Ludwig Wittgensteín, Tractatus logico-philosophicus ; Madrid, Revista de Occidente, 1957; pág. 191. 15 Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortali­ dad de la razón ; Caracas, Monte Ávila, 1972; págs. 262-263. Por lo demás, las intrincadas búsquedas lin­ güísticas que realizó esta corriente filosófica están ligadas, en última instancia, a qué se entiende por "significado”; la cuestión ha sido expuesta por Gilbert Ryle en su ensayo "The Theory of Meaning", repro­ ducido en la antología que compiló Max Black, The Importance of Language; Englewood Cliffs, PrenticeHall, 1962; págs 147-169. También Fredric Jameson, en The Prison-House of Language (Princeton Univer-

Por otra parte, aunque tenga un valor ape­ nas anecdótico, resulta curioso comprobar que Wittgenstein, después de publicar su trabajo, exhibió una notoria parquedad por espacio de treinta años, hasta el fin de su existencia; si­ guió elaborando sus investigaciones lingüísti­ cas y sus escritos tardíos revelan una óptica más flexible, pero rehuyó la difusión de tales estudios, sólo aparecidos después de su muer­ te, Al respecto, Fredric Jameson, en The Pri~ son-House of Language, compara esta actitud con la de Saussure, cuya revolución lingüísti­ ca se debió a la paciente reconstrucción pos­ tuma de sus cursos; con la de Valéry, que marginó la poesía por largo tiempo para con­ sagrarse a las matemáticas; con la de Kafka, que recomendó a su albacea literario destruir sus manuscritos; con la de Hofmannsthal, que abandonó la lírica a la edad de veinticinco años. En opinión de Jameson, todas estas re­ levantes ilustraciones de silencio dan testimo­ nio de que en la época actual se ha producido "una especie de fractura geológica en el len­ guaje mismo” y de que nos hallamos en un período de transición “hacia nuevos esquemas de pensamiento” cuyo impacto no sólo está llamado a afectar la terminología heredada si­ no inclusive la gramática y sintaxis tradicio­ nales,16 sity Press, 1972), pág. 29, puntualiza que el problema surge como consecuencia de que estos pensadores con­ cibieron las palabras como símbolos, a diferencia de lo que habría de proponer Saussure cuando encaró el lenguaje como sistema de signos. 16 Fredric Jameson, op. cit., pág, 12.

3. El silencio en la palabra Resulta una verdad de Perogrullo afirmar que el lenguaje es inherente a la tarea del es­ critor. Pero en los últimos tiempos, sin dejar de escribir, el hombre de letras ha insistido con frecuencia en que es necesario desechar las palabras, asumir el silencio. No se trata, pues, de abandonar o eliminar la producción poética, según los ejemplos que propone Walter Muschg: Shakespeare que decide retirarse de la composición dramática; Kleist que des­ truye el manuscrito de Robert Guiscard; Gógol que intenta quemar la segunda parte de Almas muertas.11 Nos referimos a quienes postulan en los textos mismos la inutilidad de su obra y reconocen, tal vez con mucho mayor drama­ tismo, la muerte de lo que empero no cesan de seguir haciendo. Es, más bien, aquello que Claude Mauriac denomina la "aliteratura con­ temporánea” y que Roland Barthes ha carac­ terizado como "ese sabotaje turbulento de la literatura, ese arte que tiene la estructura mis­ ma del suicidio y cuyo estilo es la manera de existir de un silencio”.18 Para adoptar el en­ foque mencionado se requiere una conciencia de qué es la materia verbal, lo cual significa saber en qué medida el lenguaje entraña la negación de cuanto enuncia como realidad. Se­ 17 Walter Muschg, Historia trágica de la litera­ tura ; México, Fondo de Cultura Económica, 1965; pág. 603, 13 Para la traducción española que seguimos, véa­ se Claude Mauriac, La aliteratura contemporánea; Ma­ drid, Ediciones Guadarrama, 1972; pág. 13.

mejante apreciación difícilmente hubiera sido admitida por los autores realistas del siglo xix, que daban por supuesta la transparencia de las palabras en su evocación material, social o psicológica del mundo.19 Para darse cuenta de ello era indispensable reconocer la opaci­ dad de la materia utilizada por el poeta, el ámbito estricto en que se desenvuelve la com­ posición, la transposición que sufre lo repre­ sentado —si acaso es representado— cuando se convierte en pura enunciación. Explícita­ mente, esto sólo fue registrado en la plenitud de su alcance cuando Mallarmé declaró que su misión consistía en donner un sens plus pur aux mots de la tribu. Tínicamente en ese mo­ mento se torna manifiesta la actividad del es­ critor, en tanto su labor radica, antes que en cualquier otra cosa, en un esfuerzo desarro­ llado a partir del empleo de los vocablos y de los recursos que le proporciona el sistema en que éstos se estructuran. Tal como ha señala­ do R. P. Blackmur, para la literatura moder­ na "el significado es aquello que el silencio logra cuando se introduce en las palabras”; 20 o según el juicio de Erich Heller, las difíciles condiciones en que Holderlin, Baudelaire y Rimbaud llevaron a cabo su labor les permi­ tió advertir que en poesía “la ausencia de la 19 En el extremo opuesto, Kolakowski, en Trata­ do sobre la mortalidad de la razón, pág. 77, escribe: "no se puede comparar el lenguaje con un cristal transparente a través del cual pudiéramos observar el reino ‘objetivo’ de la realidad”. 20 R. P. Blackmur, “The Language of Silence”, en The Sewanee Review, LXIII, 3 (1955), pág. 403.

palabra por sí misma parece estallar en dis­ curso sin quebrar el silencio”.21 El punto de partida de este reconocimien­ to puede ubicarse en Une saison en enfer, cuan­ do Rim baud anota: O pureté, pureté! C’est cette minute d’éveil qui m ’a donné la visión de la pureté! — Je ne sais plus parler! De algún modo, el mensaje se transmite a Hofmannsthal, quien lo reelabora especulativamente en Ein Brief, cuando Lord Chandos explica en la ficticia misiva a Francis Bacon las razones de su impotencia artística, originada en el hecho de que ninguna lengua conocida le puede fa­ cilitar un instrumento adecuado para registrar esa cualidad inefable que sólo es posible hallar en la realidad misma: Quiero decir que la lengua en la cual me sería dado, quizás, no sólo escribir sino también pensar, no es latín, ni in­ glés, ni italiano, ni español, sino una lengua de la que no conozco ni una pa­ labra, una lengua en la que me hablan las cosas silenciosas y en la que algún día tal vez deba, desde el fondo de la tumba, justificarme ante un juez des­ conocido.22 La ineptitud expresiva del lenguaje se ha con­ vertido en una preocupación constante del es­ 21 Citado por R. P. Blackmur, loe. cit., pág. 392. 22 Para la traducción española completa, véase Hugo von Hofmannsthal, "Carta de Lord Chandos”, en Sur, número 163, mayo de 1948, págs. 30-40. Para comentarios de este texto, véanse Walter Muschg, op. cit., págs. 604-605, y Hermann Broch, Poesía e investi­ gación; Barcelona, Barral, 1974; págs. 199-205.

critor actual y nuestra elección de unos pocos ejemplos ha sido guiada exclusivamente por el grado conveniente de explicitación que ofrecen determinados pasajes. Karl W ofskelhl dice, con absoluta desnudez: Das Wort, das Wort ist tot.73 Juan Ramón Jiménez puntualiza: "El poeta, en puridad, no debiera escribir, puesto que su mundo, lo inefable, lo condena al si­ lencio”.24 Kafka sugiere que el silencio de las sirenas era un arma mucho más letal que su canto y arguye que la utilizaron en el episodio de Ulises.25 T. S. Eliot nos recuerda en Burnt Norton, V, versos 1-2 que la palabra proferida no puede escapar a la temporalidad (Words move, music moves only in time); por contraste, en Ash Wednesday, V, versos 1-9 enfa­ tiza el valor místico que tiene el silencio como vehículo para expresar el Verbo inefable.?íi Aldous Huxley dedica un capítulo al silencio 23 Citado en George Steiner, Language and Silence; Londres, Penguin Books, 1969; pág. 73. M Citado en José Ángel Valente, Las palabras de la tribu ; Madrid, Siglo XXI, 1971; pág. 70. 25 Véase "El callar de las sirenas”, en Franz Kaf­ ka, La muralla china ; Buenos Aires, Emecé, 1953; págs. 81-82. 26 Sobre el silencio en T. S. Eliot, véase R. P. Blackmur, loe. cit., págs. 392-393. El silencio ya apa­ rece mencionado en The Waste Land, I, verso 41: the heart of light, the silence. Los términos son muy sig­ nificativos si se toma en cuenta la importancia que Eliot otorgaba, por contraste, a la novela de Joseph Conrad, The Heart of Darkness, considerada como denuncia de la confusión y el desorden del mundo actual; al respecto cabe consignar que de ella extrajo el primitivo epígrafe para The Waste Land, desechado por* consejo de Ezra Pound, y el epígrafe para The Hollow Men. Al menos; no parece casual la oposición entre "el corazón de la luz: el silencio" y "el corazón de las tinieblas”.

en The Perennial Philosophy.21 Por fin, Christian Morgenstern comunica su pensamiento so­ bre la poesía en esa insólita composición —por llamarla de algún modo— que se titula “Fisches Nachtgesang”, en la cual las sílabas (o acaso las palabras) han sido sustituidas por meras indicaciones diacríticas de longitud o brevedad: nada, al parecer, se puede enunciar; sólo es admisible la referencia que correspon­ de interpretar como propia de un ritmo.28 Cabe preguntarse, por añadidura, si las rupturas en la sintaxis de la oración y en la ilación del pensamiento o ciertos recursos afines incor­ porados en la técnica del "monólogo interior”, tan frecuentes en la literatura del siglo xx, no son asimismo alusiones a la ineficacia de nues­ tro lenguaje en su intento de penetrar niveles profundos de la experiencia. Por lo demás, la cuestión ha trascendido las artes específicamente verbales y reaparece en el teatro y en el cinematógrafo.29 Buena parte del diálogo en las piezas dramáticas de 27 Aldous Huxley, The Perennial Philosophy ; Lon­ dres, Chatio and Windus, 1946; págs. 247-250. 28 Remitimos a la edición del texto alemán con traducción inglesa de los Ga.lgenlied.er, en Christian Morgenstern, The Gallows Songs; Berkeley y Los An­ geles, University of California Press, 1964; pág. 30. 29 El aspecto dramático ha sido ampliamente co­ mentado en Martin Esslin, The Theatre of the Absurd; Londres, Eyre and Spottiswoode, 1962; passim. Este libro dedica especiales consideraciones al lenguaje de Beckett (págs. 61-64) y de Ionesco (págs. 108-109 y 143-146), además de una apreciación general del asun­ to (págs. 295-299). El problema del silencio en el cine es examinado en el breve capítulo sobre "la devalúa-, ción del lenguaje”, en Amos Vogel, Film as a Súbversive Art; Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1974; págs. 106-107.

Ionesco tiene por objeto "no decir nada”.-0 Pero quizás el autor que más interés ha de­ mostrado en esta verbalízación del silencio es Samuel Beckett, tanto en sus novelas cuanto en sus obras para la escena, al punto de que llegó a escribir una pieza muda, Acte sans pa­ roles, como antes ya lo había hecho de manera acaso todavía más agresiva Roger Vitrac, en Poison. Con respecto al cine, José Ferrater Mora, en un par de epígrafes a libros suyos,31 ha sugerido certeramente la atracción que JeanLuc Godard siente por el lenguaje y que se tor­ na harto sgnificativa en el cuadro XI de Vivre sa vie, cuando la protagonista observa: Pero ¿por qué hay que hablar siempre? Opino que muy a menudo habría que callarse, vivir en silencio. Cuanto más se habla, menos quieren decir las pa­ labras.32 También Ingmar Bergman ha considerado el problema., Resulta m em orable la comunica­ ción que se establece, al margen de la signifi­ cación verbal, entre el chiquillo que recorre el laberinto de pasillos y el empleado del hotel, 30 Sobre el silencio en Ionesco y Adamov, con transcripción de textos ilustrativos, véase George Steiner, op. cit., págs. 73-74. También merece tomarse en cuenta el comentario sobre La cantatrice chauve y “la tragedia del lenguaje", en Eugéne Ionesco, Notes et contre-notes; París, Gallimard, 1962; págs. 155-160. 31 José Ferrater Mora, Indagaciones sobre el len­ guaje-, Madrid, Alianza Editorial, 1970; pág. 7; Las palabras y los hombres ; Barcelona, Península, 1972; pág. 7. 32 Jean-Luc Godard, Cinco guiones ; Madrid, Alian­ za Editorial, 1973; pág. 171.

en El silencio. Además, Persona daría motivó para amplias reflexiones sobre el mutismo que se adueña de la actriz, como respuesta al mun­ do en que le ha tocado vivir. En otro sentido, no debemos olvidar a Harpo Marx, cuyo silen­ cio a lo largo de toda su trayectoria fílmica operó como contraparte de la verborragia casi maníaca que dominaba a cuantos lo circunda­ ban.33 Pero muy pocos han tenido una lucidez comparable a la de Antonin Artaud, cuando en Le théátre et son double escribe sobre el efec­ to perturbador que, a su juicio, tiene la expre­ sión verbal en las representaciones: Es necesario admitir que la palabra se ha osificado, que los vocablos, todos los vocablos, se han helado y envara­ do en su propia significación, en una terminología esquemática y restringi­ da. [... ] La palabra sólo sirve para detener el pensamiento; lo cerca, pero lo acaba; no es en suma más que una conclusión.34 Todas las referencias precedentes destacan el silencio como alternativa del lenguaje litera­ rio. Hay, no obstante, una posición aún más radical que postula toda expresión poética co­ mo una forma de silencio; en el mejor de los casos como aquel silencio propio de la metá­ fora cuyos enunciados sólo adquieren sentido 33 Cf. Susan Sontag; Styles of Radical Will ; Lon­ dres, Secker and Warburg, 1969; pág. 11. 34 Seguimos la versión española de Antonin Ar­ taud, El teatró y su doble ; Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1971; pág. 120.

en función de lo que no es posible explicitar. Tal actitud es examinada por Maurice Nadeau en el conjunto de novelistas que a partir de la última guerra mundial han cuestionado el ejer­ cicio mismo de la narrativa: Georges Bataille, Maurice Blanchot y Lois-René des Forést.35 De estos tres autores el que requiere mayor aten­ ción es Blanchot, en virtud de que ha sido quien encaró con mayor rigor teórico el examen de la cuestión, especialmente en sus páginas so­ bre "la literatura y el derecho a la muerte”, incluidas en La part du feu.36 Por debajo de su argumentación se percibe la subsistencia de la concepción nominalista según la cual las palabras sólo nos proporcionan flatus vocis, sin que haya un vínculo natural o necesario con la realidad. En su opinión, "Hólderlin, Mallarmé y, en general, cuantos escribieron poesía cuyo tema era la esencia de la poesía advirtie­ ron que el hecho de nombrar es un fenómeno maravilloso pero inquietante”. Para ser algo se requiere tener realidad, pero por su misma naturaleza la escritura priva de realidad a lo mentado, de modo que esto inevitablemente se convierte en nada. De ello se desprende que el lenguaje siempre es hablar sobre nada, es intentar una declaración del mundo a través de una mediación en el que éste se manifiesta como una ausencia. Cuanto escuchamos en el texto literario es aquello que se presenta como un 35 Maurice Nadeau, Le román frangais depuis la guerre; París, Gallimard, 1965 (Collection Idées); págs. 135-141 y 219-222. 36 Maurice Blanchot, La part du feu; París, Gal­ limard, 1949; págs. 303-345.

silencio de la existencia, como la pura ficción conjurada por la materia verbal. El enfoque de Blanchot nos introduce de manera directa en la principal preocupación que ha dominado a lo largo de la obra de Bor­ ges, cuya producción ha sido motivo de tantas indagaciones. La trayectoria íntegra de Borges parece centrarse en su explícita adhesión al nominalismo, que formuló con rotundo con­ vencimiento al afirmar que hoy día "nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa” {OI, 214). La proximidad de los dos autores se advierte notoriamente cuando cotejamos un texto como "Borges y yo” (H, 50-51) con estas observaciones de Blanchot: Pronuncio mi nombre y es como si pronunciara mi sentencia de muerte; me separo de mí mismo y dejo de ser mi presencia o mi realidad, para con­ vertirme en la presencia objetiva e im­ personal de mi nombre, que está más allá de mí y cuya petrificada inmovi­ lidad hace las veces de una lápida que descansa sobre el vacío.37 La idea central de Borges, elaborada princi­ palmente en sus ensayos, consiste en que el conocimiento discursivo es imposible: para or­ denar los datos de nuestra percepción e inte­ grarlos en una imagen' del mundo, debemos acudir al lenguaje; pero la organización que nos propone este instrumento deriva de su pro­ pia estructura y de su capacidad conceptuali37 Maurice Blanchot, op . cit., págs. 326-327.

zadora; por consiguiente, sólo obtenemos una configuración abstracta y arbitraria que se ha­ lla irreductiblemente mediatizada de la reali­ dad, tal como se demuestra en las páginas so­ bre el idioma analítico de John Wilkins (OI, 139-144). Como consecuencia de este hecho, jamás el hombre podrá hablar de la realidad porque su medio expresivo se apropia de cuan­ to ingresa en su ámbito y lo convierte en fic­ ción. La poesía, la filosofía e inclusive la cien­ cia tienen esto en común: son manifestaciones diversas de un único campo significativo que se denomina literatura y cuya sustancia siem­ pre es fabulosa. Los géneros próximos a la metafísica son el cuento y la novela; la histo­ ria no es más que una construcción verbal; abolir el pasado exige apenas quemar los anales que lo registran. Sólo el presente fáctico, en su condición inexpresable, puede ser conside­ rado plenamente real. Por cierto, hay una al­ ternativa que muy frecuentemente surge en los cuentos de Borges: el conocimiento se da como una visión, irracional e imprevistamente; pero el resultado de tal revelación súbita es inco­ municable y, por lo general, se da cuando el receptor está a punto de morir, incapacitado de transmitir a sus congéneres el prodigioso descubrimiento.. Además, ¿vale la pena decla­ rar lo que se ha llegado a saber? En "La es­ critura del Dios” se nos propone una respues­ ta negativa: Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios

del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o des­ venturas, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, si él ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad. (A, 123) Por lo tanto, en Borges vuelven a reunirse los dos silencios que han recorrido, en la to­ talidad de su trayectoria, la marcha del pen­ samiento moderno. De un lado está el silencio nominal, la ineptitud del lenguaje para intro­ ducirse en la realidad; del otro, hallamos el si­ lencio místico, el carácter inefable que se des­ prende del trato con Aquello (o Aquel) que sustantivamente "es lo que es”. Quien habla no dice nada; a quien ha desentrañado la ver­ dadera sabiduría sólo le está permitido callar. La totalidad de las reflexiones humanas parece resumirse en las palabras iniciales del mensa­ je taoísta: "Quien habla, no sabe; quien sabe, no habla”. 4. Actualidad y permanencia del silencio Sintetizado en estos términos, el pensa­ miento de Borges se inscribe en una de las mayores preocupaciones intelectuales de nues­ tro tiempo, largamente abonada y prefigurada a través de varios siglos. En la centuria actual, el tema ha sido presentado de innúmeras for­

mas y ha sido debatido con abundancia y mi­ nuciosidad, si bien cabe afirmar que no se ha llegado a una solución definitiva. La contro­ versia permanece abierta y es razonable sos­ pechar que todavía dará motivo a muchas ins­ tancias nuevas. Para señalar la amplitud y variedad de los aportes ya realizados basta con enumerar unas pocas muestras de la reiterada y obsesiva consideración del silencio: George Steiner es autor de dos trabajos fundamenta­ les titulados "The Retreat from the Word” y "Silence and the Poet”, que se incluyen en su libro Language and Silence; Susan Sontag ha escrito un panorama de "The Aesthetics of Si­ lence”, que recogió en Styles of Radical Will; Max Picard expuso sus m editaciones en Die Welt des Scínveigens; Ramón Xirau reunió una serie de artículos suyos en Palabra y silencio; José Ángel Valente se ha referido a la cues­ tión en sus observaciones sobre "la hermenéu­ tica y la cortedad del decir”, incorporadas en Las palabras de la tribu; Roland Barthes en­ cara "la escritura y el silencio” en un capítulo de Le degré zéro de Vécriture; Hans Mayer ini­ cia Zur deutschen Literatur der Zeit con una extensa consideración del "hablar y enmude­ cer de los poetas”; R. P. Blackmur es autor de una sólida indagación sobre "The Langua­ ge of Silence”; Maurice Merleau-Ponty, en su ensayo sobre "Le langage indirect et les voix du silence”, anota que "todo lenguaje es in­ directo o alusivo, es —si se quiere— silencio”; F. L. Lucas, en tono rapsódico, elaboró un en­ foque "Of Silence”, que puede consultarse en

sus Studies French and English. A su vez, cada uno de estos aportes suele proporcionar no pocas indicaciones bibliográficas adicionales. Es lícito preguntarse qué factores han in­ ducido este cúmulo de apreciaciones sobre los límites de la palabra y la vigencia del silencio. George Steiner y Susan Sontag parecen con­ vencidos de que el impulso se originó en las circunstancias históricas que ha debido enfren­ tar el poeta y el pensador en el mundo de nues­ tros días. El primero de estos investigadores considera que varías fuerzas han concurrido a engendrar la situación. Una de ellas es el abuso sufrido por el lenguaje, en el que hemos pasado de victimarios a víctimas: una civiliza­ ción de palabras termina por desvalorizar los medios de expresión y comunicación y se con­ vierte en una cultura "desconcertada" (distraught). Además, han gravitado condiciones políticas adversas, en razón de las cuales el poeta ha preferido "mutilar su propia lengua, más bien que dignificar con sus dones o con sus indiferencias la falta de humanidad”.38 Para Susan Sontag, el artista se halla en explícita rebeldía contra "la vida disecada y parcelada de la mentalidad común” y, en virtud de ello, ha tenido necesidad de "reclamar una revisión del lenguaje”.39 Erich Kahler, en cambio, pien­ sa que asistimos a los efectos de una genera­ lizada confusión que ha derivado hacia "mo­ das extravagantes” y hacia una desintegración 38 George Steiner, op. cit., págs. 75-76. 39 Susan Sontag, op. cit., pág. 22,

formal de la expresión.40 En conjunto, estas observaciones parecen sugerir que la raíz de la actualidad que tiene el debate debiera buscar­ se en el agotamiento sufrido por un modo de pensamiento particular, por un determinado lenguaje. Pero la solución no es tan simple, pues no deja de percibirse en las diversas pro­ posiciones una fundamental e irreductible po­ laridad. ¿Cuál es la crisis a la que asistimos? ¿Está en cuestión el lenguaje, en sus aspectos esenciales y permanentes, o este lenguaje, pro­ pio del ciclo histórico específico que denomi­ namos "moderno"? Ambas hipótesis cuentan con sus respectivos defensores. Por una parte, la conciencia de los límites que tiene la palabra se ha agudizado por obra de la revolución lingüística que desarrolló mé­ todos intrínsecos para el estudio de la mate­ ria verbal. Este proceso ha enfatizado el ca­ rácter arbitrario y abstractizante de nuestros recursos expresivos y comunicativos., La clave de tal fenómeno debe explorarse en torno de una observación capital de la doctrina que ela­ boró Saussure: "lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica”.41 De ello parece inter­ pretarse que la realidad mentada por las pa­ labras es ajena al sistema y, por consiguiente, el valor referencial se halla condicionado. Esta frontera es insalvable como tal, de manera que 40 Erich Kahler, La desintegración de la fon na en las artes ; México, Siglo XXI, 1969; pág. 91. 41 Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general ; Buenos Aires, Editorial Losada, 1945; pág. 128.

el margen de silencio es inherente a la natu­ raleza misma del lenguaje y así lo fue siempre. Por la otra parte, se ha tratado de hallar algún tipo de salida que resuelva la oposición entre lenguaje y realidad. En tal sentido, la dialéctica materialista ha cuestionado el resi­ duo idealista que subsiste, a su juicio, en la tradición nominalista e intentó algunas solu­ ciones que pueden seguirse a lo largo de un itinerario que llega hasta Materialismo y em­ piriocriticismo; pero esta acción ha quedado muy debilitada, sea porque desde un punto de vista filosófico fue atrapada en un callejón sin salida, sea por el dogmatismo que restringió las posibilidades especulativas del área socia­ lista a una mera exégesis de textos juzgados canónicos; a causa de ello, en el período más reciente sólo se registraron contribuciones a veces nada desdeñables pero, sin duda, frag­ mentarias, aisladas y a menudo sometidas a una grave presión del poder político, como las de Adam Schaff, Karel Kosík y, durante su permanencia en Polonia, de Leszek Kolakows­ ki.42 Al margen de esta orientación, pueden 42 Conviene señalar que, según los pensadores más independientes que han actuado en esta corrien­ te, Marx se encaminaba —al menos en sus escritos juveniles— hacia una teoría en la cual la praxis tenía que operar como vía dialéctica para la superación del conflicto entre realismo y nominalismo; al menos, en tal sentido apunta el ensayo “Carlos Mai'x y la defi­ nición clásica de la verdad”, en Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad de la razón, págs. 63-98. Sin embargo, estos trabajos iniciales permanecieron inéditos hasta 1932. Mientras tanto, dicha salida que­ dó cerrada cuando Lenin, en Materialismo y empirio­ criticismo, actualizó la vieja contienda y denunció al nominalismo en nombre de la restauración metafísica

mencionarse la originalidad y empuje que ex­ hibe Gastón Bachelard en La philosophie clu non y el significativo estudio de Umberto Eco, La struttura assente. Por último, sin renunciar al matiz nominalista que deriva de concebir la filosofía como "crítica del lenguaje", el nuevo empirismo que en el curso de nuestro siglo ha florecido especialmente en los países anglosa­ jones también ha tratado de perfeccionar médel realismo, ahora sustentado en un fundamento ma­ terialista (por oposición al de origen idealista, que procedía de Platón). Tal es, presuntamente, lo que se puede entresacar de la afirmación que hace Lenin cuando sostiene que la propiedad específica de la ma­ teria consiste en ser una realidad objetiva indepen­ diente del sujeto que la conoce (y, por ende, real in­ clusive al margen de la praxis humana o de toda dialéctica cognoscitiva, premisas que eran insoslaya­ bles si se pretendía mantener la coherencia del sis­ tema); al respecto, cf. Gustav A. Wetter, Dialectical Materialism (Londres, Routledge, 1958), pág. 118. Ello estimuló un riguroso dogmatismo del que resultó víc­ tima el pensamiento filosófico del área socialista. El callejón sin salida en que se introdujo Lenin ha sido reconocido por algunos filósofos marxistas de la Euro­ pa occidental; tal es el caso del italiano Guido David Neri, en Praxis y conocimiento (Caracas, Tiempo Nue­ vo, Í970), quien subraya los contrasentidos (sic) en que incurre Lenin (pág. 143) y el estéril escolasticis­ mo (sic) que ello trajo aparejado (pág. 225). Asimis­ mo, no deben omitirse los esfuerzos un tanto deses­ perados de Adam Schaff para justificar a Lenin, en Lenguaje y conocimiento (México, Grijalbo, 1967), pág. 225. De paso, vale la pena recordar las observaciones que Simone Weil formula desde otro punto de vista intelectual, en un comentario sobre Materialistno y empiriocriticismo que publicó en 1933 y que fue reco­ gido en el volumen titulado Oppression et liberté (Pa­ rís, Gallimard, 1955), págs. 45-53. Esta autora señala que Engels y Lenin sacrificaron las cualidades semi­ nales de la dialéctica al eliminar la acción del espíritu o sujeto consciente, de lo que resulta un determinismo naturalista en el que la intervención de lo espe­ cíficamente humano desaparece. Esto significa una negación de la libertad que, a juicio de Simone Weil, contradice las intenciones de Marx.

todos que conduzcan a la máxima reducción posible del hiato que separa los enunciados de la realidad, en particular a través de un sos­ tenido asedio de lo que estos pensadores deno­ minan "significado"; sus consideraciones sue­ len ser bastante intrincadas y sus resultados se hallan sujetos a discusión y revisión cons­ tantes, pero al margen de tales dificultades pro­ bablemente se trate del aporte más sostenido y minucioso para fundamentar con el mayor rigor un compromiso entre las verificaciones operativas y las aspiraciones de verdad que juegan en el desenvolvimiento de toda indaga­ ción científica.43 En suma, es evidente que el debate se ha­ lla muy lejos de haber quedado cerrado y pa­ rece indudable que el problema de ios límites y alcances del lenguaje —juntamente con la significación e importancia del silencio— pro­ seguirá suscitando en el futuro respuestas de la especie más variada. Pero, como quiera que sea, la obra de Borges ha sido una contribución singular y apasionada a esta búsqueda ince­ sante que ha cumplido el hombre moderno en su persecución de una clave que permita com­ prender y evaluar la naturaleza de nuestra re­ lación intelectual con la realidad.

43 Sobre esta corriente, véase la antología de A. J. Ayer, El positivismo lógico; México, Fondo de Cultura Económica, 1965.

ÍNDICE

Abreviaturas.................... ........................... Nota preliminar ......................................... I. El “pensamiento sistemático" 1. Negación de la cosmología.......... 2. Heresiarcas y teólogos.................. 3. Elogio del nominalismo .............. 4. El sentimiento trágico de la vida 5. Conclusiones ................................... II. El universo de los signos 1. Dificultades del conocimiento ... 2. Gravitación de la p a la b ra .......... 3. Realidad y ficción........................ 4. Ambigüedad verbal y desamparo humano ............................................ 5w Conclusiones ................................... III. El espacio literario 1. Función de la crítica .................. 2. Metáfora y ficción ....................... 3. Hacia la realidad .......................... 4. Conclusiones ................................... Epílogo. El “silencio privilegiado” 1. Descubrimiento del silencio ........ 2. Reivindicaciones del silencio .... 3. El silencio en la palabra ............ 4. Actualidad y permanencia del si­ lencio ...............................................

11 17 29 36 49 63 71 79 94 102 114 121 127 141 153 162 167 173 185 195