El Hombre Furioso

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El hombre furioso Rab Donald Descargo: Los personajes de Xena y Gabrielle pertenecen a Universal, etc. No se pretende infringir ningún derecho de autor. En este relato se sobreentiende que X y G son amantes. Se agradecen comentarios. [email protected] Título original: The Angry Man. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2010

—¿Tú sabes lo que significa ser espartano? Las palabras fueron pronunciadas en un tono tranquilo pero perfectamente audible por un hombre que parecía casi incapaz físicamente de tal grado de control. Incluso encogido, mientras contemplaba su jarra de cerveza, era una cabeza más alto que cualquiera de los otros hombres que llenaban la taberna del muelle. Con la armadura de cuero, su anchura equivalía a la de dos de los clientes más normales de la taberna. Desde luego, esos mismos clientes habituales habían hecho objeto al desconocido de una buena dosis de respeto y espacio personal cuando entró en el local hacía ya un rato. —Yo soy del norte de Grecia —replicó el tabernero. Era evidente que la pregunta no había sido dirigida a él, pero no parecía probable que alguien fuera a responder. El tabernero se mostraba cauteloso con el desconocido, pero no estaba demasiado preocupado: llevaba mucho tiempo trabajando, y lo había hecho en sitios mucho peores, por lo que le parecía que su capacidad para calibrar posibles problemas estaba bien fundada. El supuesto espartano tenía un aire lúgubre y sin duda era la cosa más grande que veía desde el Monte Olimpo, pero hasta ahora al menos, no había dado muestra de tendencias violentas o molestas. El gigante echó hacia delante su jarra ahora vacía para indicar que quería que se la rellenaran, y Magdus, el tabernero, así lo hizo rápidamente. —Cuando apenas tenía doce años, me dieron tal paliza que estuve a punto de perder un ojo — dijo el espartano con el mismo tono, que casi podría ser un gruñido melódico. Al contrario que sus clientes, que parecían aterrorizados, Magdus tenía experiencia y suficiente seguridad en sí mismo para entablar conversación con el desconocido.

—¡Pues por tu tamaño, sí que podrías ser un cíclope! —bromeó el tabernero, y luego intentó mentalmente retirar sus palabras. El espartano se levantó y se irguió cuan alto era, aferrando la jarra de cerveza, pero con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. —Muy bueno —dijo, y su tono transmitía risa. Magdus elevó una silenciosa oración de gracias a todos los dioses. La jarra apareció de nuevo y de nuevo Magdus no vaciló en rellenarla. —¿Quieres unirte a Aiden en el brindis de un soldado? —El espartano se las arregló para que pareciera un ofrecimiento que más valía no rechazar. El propio Magdus no era contrario a lo que él llamaba una “copa social” y se sentía aliviado al ver que su comentario había sido aceptado con buen humor. —Por los hombres que luchan —dijo Magdus, ofreciendo el brindis. —Por Leónidas y Esparta —respondió Aiden. Los dos hombres bebieron con placer y soltaron a la vez un suspiro de satisfacción. Esta vez sin necesidad de que se lo pidieran, el tabernero procedió a rellenar ambas jarras y a Magdus le molestó de verdad tener que apartarse para servir a otras personas. Aiden volvió a encogerse y siguió hablando, sin saber, y tal vez sin que le importara, si el tabernero oía sus reminiscencias. —A los quince años, le corté el cuello a un aldeano que no había pasado la prueba de ciudadanía, a los veinte ya había participado en cuatro batallas y estaba al mando de veinte hombres...

—¡Gabrielle, piensas demasiado! —La voz de la guerrera transmitía más exasperación de la que pretendía. La noche anterior habían hecho el amor de una forma exquisita, lo cual había dado pie a un estado tal de felicidad que debería haber sido el anuncio de un contento absoluto, pero por la mañana habían vuelto a surgir viejas fricciones. Por su parte, Gabrielle no se sentía libre de culpa. Se maldecía por adentrarse en unos terrenos filosóficos que a menudo más valía no tocar. Si la mujer que estaba a su lado no era su alma gemela eterna, Gabrielle vendería sus creencias a Ares por un dinar. —Si alcanzas el cenit, no intentes saltar más alto —se recordó la bardo a sí misma, con un tono demasiado alto.

—¿Más palabras sabias? —Esta vez Xena se expresó con humor, tanto en el tono como en la expresión facial: le parecía lo correcto después de una noche así, en realidad después de una semana de tal pasión absoluta entre las dos. —Dirigidas a mí, amor —contestó Gabrielle con una sonrisa en la voz—. Es una abominación que me atreva a cuestionarte. —Su tono rozaba ahora la vergüenza. Caminaban a paso tranquilo, pero Xena se detuvo y acarició con un dedo la mejilla de Gabrielle. Sus ojos azules ardían de emoción y sinceridad. —Te mereces mi amor total, mi completo respeto y mi entrega absoluta —dijo la guerrera con deliberada claridad—. Si alguna vez me quedo corta, que me queme en el Hades para toda la eternidad.

Las dos mujeres disfrutaron de un copioso almuerzo gracias a la habilidad de Xena como cazadora y a la de Gabrielle como cocinera. Estaban tan relajadas que, entre besos y caricias, se atrevieron a reanudar la conversación que había provocado la pelea anterior. Esta vez las dos tuvieron cuidado de moderar el lenguaje, aunque no sus opiniones. —Tú tienes un punto de vista sobre lo que es el bien básico y el mal básico —razonó Xena—. Para mí, la gente hace lo que tiene que hacer. —Pero tú pasas por alto los motivos —contestó Gabrielle—. No actuamos sin una experiencia previa que influye en nuestras decisiones. Hubo una pausa, y la contemplación del fuego sustituyó a las palabras. —¿Y qué es lo que me impulsa a consumir cada parte de tu ser, ahora mismo? —preguntó la guerrera. —¡Que soy guapa! —replicó la bardo sin más. —Me parece bien —dijo Xena, y las amantes se entrelazaron formando un nudo gordiano de pasión.

Magdus era consciente de que el “cíclope” todavía biocular había consumido una cantidad de cerveza que habría matado a un hombre inferior. También era penosamente consciente de que él mismo tendría que haber dejado de beber hacía ya un tiempo. Ser fríamente consciente de estar borracho era una sensación horrible, sobre todo porque uno sabía que esa fría consciencia seguramente iba a ser lo próximo que desaparecería.

—Bueno, amigo espartano. —Magdus se daba cuenta de que seguramente ésta iba a ser su última oportunidad de mantener el control, aunque ya había perdido la seguridad en sí mismo. La cerveza fuerte no lo hacía más osado, sino que más bien le quitaba la seguridad en sí mismo—. ¿Qué planes tienes para esta noche? —Tendría que haber muerto con Leónidas —se lamentó Aiden—. Me perdí lo de las Termópilas por unas semanas. —Los ojos del gigante se llenaron de lágrimas—. La gloria de Esparta enfrentada a las hordas persas, superados a razón de cuarenta a uno, mis conciudadanos demostraron a toda Grecia que jamás seremos conquistados y que cada hombre es un héroe que vive eternamente. —Por supuesto —asintió Magdus, conocedor de la leyenda. —Caminante, ve a Esparta y di a los espartanos que aquí yacemos por obedecer sus leyes. — Aiden recitó el epitafio, y por primera vez parecía y sonaba borracho. Magdus esperó un momento delante del espartano, pero se alegró mucho de ver que había vuelto a sumirse en un silencio lúgubre. Aunque le fallaba la visión periférica, Magdus no dejó de advertir a las dos personas que acababan de llegar a su establecimiento. La rubia menudita era demasiado fina para este lugar, y si las circunstancias hubieran sido otras, le habría advertido para que se marchara o la habría tomado “bajo su ala”, pero justo detrás de ella estaba la mujer escultural y amazónica que para su cerebro casi paralizado parecía una diosa o una aparición del harén de Hades. Para entonces, la taberna del muelle era el hervidero que solía ser a estas horas. Magdus se apresuró a trasladarse al punto más alejado de la barra. —¿Qué se os ofrece, señoras? —preguntó con una sonrisa que resultaba demasiado procaz. —Dos botellas de vino y una habitación para pasar la noche. Una sola habitación. —dijo Xena con tono apacible, todavía inmersa en el éxtasis de esa tarde. —El vino no es problema —se apresuró a decir Magdus con aire lascivo—, pero sólo me queda una habitación libre... y es posible que ese caballero espartano la necesite. —Indicó a Aiden con la cabeza, haciendo énfasis en el origen del hombre. —¿Ha pagado por la habitación? —preguntó Gabrielle cortésmente. —En realidad no —dijo el tabernero titubeando un poco—, pero un hombre de Esparta sin duda se merece... —Se interrumpió al ver la expresión de Xena—. ¿Sabéis algo de Esparta? —inquirió Magdus.

—¡Por favor! Soy bardo, conocer tales cosas es parte de mi trabajo —intervino Gabrielle apresuradamente, al notar la ira creciente de su amiga.

Llegaron a un posible acuerdo, según el cual Magdus prometió hablar con Aiden, y dejó a las dos mujeres sentadas en la única mesa libre disfrutando de su vino. —Los espartanos son temidos en toda Grecia. Se entrenan desde la infancia para la guerra — comentó Xena con tono pragmático. —He leído muchas cosas sobre sus costumbres —dijo la bardo—, pero, ¿tú les tienes miedo? Éste es enorme. —Hay que saber cuándo luchar, hay que saber cuándo huir —dijo Xena, repitiendo un antiguo consejo. Gabrielle sonrió al recordar esos días inocentes en que era receptiva a todo lo que decía la guerrera. —Con eso no has contestado mi pregunta —le reprochó. —A lo mejor es que no tengo todas las respuestas —contestó Xena. —Escucha, grandullón —dijo Magdus con cautela—. ¿Necesitas una habitación? Porque tengo a dos mujeres que la están pidiendo. Aiden levantó la vista y de repente, cosa preocupante para el tabernero, parecía totalmente sobrio. —Estuve así de cerca de las Termópilas, ¿¡y tú me comparas con una mujer?! —A su gruñido melódico le faltaba poco para convertirse en un rugido amenazador. —¡No! No, no, o sea… ¡No! —Magdus perdió los nervios por completo. El tabernero se consoló por la leve sensación de culpa que acompañó a su sensación de alivio cuando Aiden se alejó bruscamente en dirección a Xena y Gabrielle. Magdus recordaba una sola ocasión anterior en que le entró tal depresión a base de beber que quiso salir y tirarse del muelle. Esta noche estaba resultando ser una prueba similar para su voluntad de seguir existiendo. Capaz aún de funcionar lo suficiente como para proporcionar sustento a los sedientos, no obstante no podía dejar de fijarse en el trío innoble sentado en el rincón de su taberna. Hacía un esfuerzo para oír su conversación, pero al mismo tiempo temía oírla. Tras tantos años de servir en una taberna había visto un solo muerto, pero nunca un asesinato.

¿Un asesinato? ¿Se limitaría Aiden a eso? Sin duda habría dos mujeres muertas como poco, y luego, ¿qué? ¿Una masacre en la taberna que culminaría con su propia muerte horrible? Los espartanos son todos unos viles canallas, y Magdus deseó estar muerto. —Tal vez otra copa —se dijo—. ¿Qué mal me puede hacer?

—Un noble pueblo con metas equivocadas —sugirió Gabrielle. —Metas incomprendidas —intervino Xena, apretándole la rodilla a su amiga y guiñándole un ojo con aire ladino. —¡Os desprecio! —les espetó Aiden. —Bueno, ¿quieres la habitación o no? —dijo Xena, intentando redirigir lo que hasta ahora había sido una conversación incoherente. —He dejado de beber. ¡Mi próxima cerveza está dedicada a la muerte! Efectivamente, Aiden había dejado de beber, cosa que Xena había advertido hacía ya tiempo. Notó que se le empezaba a acumular la adrenalina. —Las mujeres espartanas son iguales —dijo el gigante, desviándose una vez más del tema—. Nos enseñan a respetarlas, pero no son más que unas putas. Sí, he visto a alguna que sabía luchar, pero uno no se enfrenta a los persas con un puñado de rameras. —Según tengo entendido... —dijo Gabrielle, intentando de nuevo apelar a la razón. —¡Por la Muerte! —vociferó Aiden cuando por fin levantó su jarra. Luego bajó la voz—: Por vuestra muerte. —Fulminó a las dos mujeres con la mirada antes de tragarse la cerveza. Aiden se levantó y echó la mesa a un lado, tirando las bebidas. Se sacó una espada corta del cinto y la blandió amenazador cerca de la garganta de Xena. La guerrera se puso en pie. —Nos vamos —dijo con calma, y dio la espalda al espartano. —¡Xena, no! —gritó Gabrielle. Espada corta hacia delante. Vara estampada en muñeca. Espartano saca puñal. Bardo agarra espada y la apunta al pecho de Aiden. Pausa. Magdus deja caer vaso.

Xena se vuelve en redondo. —Puta estúpida. Golpe arranca espada corta de manos de la rubia, puñal contra el cuello de la rubia. Espada desenvainada, estocada fatal, espada recogida. Vaso caído se estrella en el suelo.

Magdus contempló su taberna, maravillosamente vacía, salvo por dos clientes. También se fijó en el charco de orina que había en el suelo bajo sus pies. Se alegró: era un recordatorio de que seguía vivo. Xena abrazaba estrechamente a su amor del alma. —Tenía que matarlo, ¿lo comprendes? Gabrielle se acurrucó en esos brazos protectores. —Jamás volveré a poner en duda lo que haces ni tus motivaciones. —Ya —sonrió la guerrera, pensando ilusionada en su habitación.

FIN