El Fin de Las Sociedades

Alain Touraine (Hermanville-sur-Mer, Francia, 1925) es uno de los más influyentes sociólogos e intelectuales contemporán

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Alain Touraine (Hermanville-sur-Mer, Francia, 1925) es uno de los más influyentes sociólogos e intelectuales contemporáneos, creador del concepto sociedad posindustrial con el libro del mismo título publicado en 1969. Su trabajo se basa en la “sociología de la acción”, que plantea que la sociedad forma su futuro por medio de mecanismos estructurales y de sus propias luchas sociales. Estudió en la Escuela Normal Superior de París y en las universidades de Columbia, Chicago y Harvard. Es doctor honoris causa por numerosas universidades y miembro honorario de la Academia de las Artes y las Ciencias de los Estados Unidos, de la Academia de Ciencias de Polonia y de la Academia Europea. Le ha sido otorgado el Premio Príncipe de Asturias en Comunicación (2010), el Premio en Sociología de la Fundación Mattei Degan (2006) y el Premio de Pensamiento y Humanidades de la Fundación Cristóbal Gabarrón (2008), entre otros.

El fin de las sociedades

Sección de Obras de Sociología

Traducción Odile Guilpain

Revisión técnica de la traducción Darío Zárate Figueroa

Alain Touraine El fin de las sociedades

Primera edición en francés, 2013 Primera edición en español, 2016 Primera edición electrónica, 2016 Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit Título original: La fin des sociétés © 2013, Éditions du Seuil D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-4165-6 (ePub) Hecho en México - Made in Mexico

Sumario

Agradecimientos Introducción Primera parte EL FIN DEL MUNDO SOCIAL

I. La ruptura entre los sistemas y los actores II. Actores no sociales III. El pensamiento del presente Segunda parte DEL SUJETO A LOS ACTORES

Introducción IV. La era postsocial V. La conciencia del sujeto VI. La acción del sujeto VII. ¿Es mujer el sujeto humano? VIII. Los otros, el otro IX. Subjetivación y desubjetivación X. Del sujeto a las prácticas XI. Del sujeto a la conciencia moral Tercera parte LA MODERNIDAD Y LAS MODERNIZACIONES

XII. La modernidad y las modernizaciones XIII. El declive de la hegemonía occidental XIV. Cuando los modernizadores destruyen la modernidad XV. Iguales y diferentes

XVI. El sujeto y las religiones XVII. ¿Todavía pueden existir actores sociales? Conclusiones. Del análisis a la acción Bibliografía Índice analítico Índice general

Para Adrián y para Simonetta que hicieron de mí el autor de este libro.

Agradecimientos

Preparamos sucesivas versiones de este libro entre 2010 y 2013. Las primeras, elaboradas tanto en Francia como en Italia, se beneficiaron de la lectura de Simonetta Tabboni, quien falleció antes de que estuviera terminado el libro. Todas las versiones contaron además con las observaciones de Michel Wieviorka, director de estudios de la EHESS y administrador de la Fondation Maison des sciences de l’homme; de Philippe Bataille, director de estudios de la École des hautes études en sciences sociales (EHESS); de Yvon Le Bot, director de investigación emérito del Centre national de la recherche scientifique (CNRS), así como del estímulo proporcionado por Olivier Bétourné, presidente de las Éditions du Seuil, y de los consejos de Bruno Auerbach, de la misma casa editorial. Fue posible preparar los textos gracias a la eficaz ayuda del Centre d’analyse et d’intervention sociologiques (CADIS), de su director, Philippe Bataille, de Christelle Ceci y de Camille Hemour. Agradezco a los doctorantes y a los investigadores de posdoctorado del CADIS por haberme invitado al seminario que organizaron, así como su participación en el seminario especial que organicé en el marco del CADIS en el otoño de 2012. También expreso mi gratitud a Candido Mendes de Almeida, el muy activo organizador de la Academia de la Latinidad, y a todos quienes me dieron la oportunidad de exponer y debatir con ellos sobre los principales temas del libro, tanto en Italia como en España, en Turquía y en Chile (en el marco de las conferencias de La Moneda), en Polonia, Brasil, Colombia y Paraguay. El presente trabajo fue concebido pensando constantemente en aquellas y aquellos cuyo valor y lucidez dieron nueva vida y espacio a las luchas sociales y políticas con vistas al retorno de la democracia. Ojalá mis reflexiones pudiesen aportarles una ayuda para sus movimientos de liberación.

Introducción

EL DECLIVE DE LO SOCIAL Y DE LAS SOCIEDADES Quise tomar como punto de partida de mi reflexión la ruptura entre el capitalismo financiero y la economía industrial, no sólo porque es la razón directa de la crisis financiera que culminó en 2008, sino porque esta situación ya estuvo en el origen de la crisis mundial de 1929 y en aquel entonces varios economistas, sobre todo dentro de la izquierda alemana de la República de Weimar, desarrollaron el tema al que frecuentemente dieron el nombre de «imperialismo». No pretendo modificar el análisis económico de esta crisis tal como la presentaron numerosos autores, entre los cuales figura en primera posición Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001. Desde el inicio quise redefinir esta crisis en términos sociológicos. Puesto que las instituciones sociales utilizan los recursos que están a su disposición —en particular, financieros— conforme a las orientaciones de la cultura, la ruptura entre los recursos y el control institucional, cultural y político de éstas desemboca en la destrucción de las instituciones sociales y en la separación de los recursos, por un lado, y los valores culturales, por el otro. Al igual que muchos sociólogos, llevo mucho tiempo observando la pérdida de contenido de las instituciones sociales, trátese de la democracia, de la ciudad, de la escuela, de la familia o de los sistemas de control social. Analicé incluso el conjunto de esta situación como una manifestación del fin de lo social o, para decirlo en términos más concretos, del fin de las sociedades. A partir de estas constataciones, busqué una respuesta a la pregunta que ya no podía eludirse: la economía financiera, vuelta salvaje, ¿puede ser nuevamente controlada y resocializada? Existen dos respuestas a esta pregunta con la que todos estamos confrontados. La primera, que parte de la constatación del debilitamiento o la desaparición de las normas sociales y morales, concluye que, necesariamente, nos guían orientaciones que son más económicas que sociales, como la búsqueda de nuestro interés, o que son sociales pero no institucionales, como la conciencia de pertenecer a una categoría, a un grupo o una organización cultural o política. Esto conduce a una visión más fragmentada —cuando no totalmente individualista— de la situación. Es más fácil elegir esta respuesta, razón por la cual, en efecto, es la que se lee con mayor frecuencia. Por el contrario, la segunda respuesta, que es la que elijo, consiste en mostrar que son los

valores culturales mismos los que sustituyen a las normas sociales institucionalizadas. Por lo general, dichos valores se oponen directa y firmemente a la lógica del lucro y del poder. Estos valores o principios no son sociales; se sitúan por encima de las instituciones e incluso de las leyes. Podemos calificarlos de morales pero, en nuestra civilización, el sentido de esta palabra está cargado de normas sociales y, en particular, de reglas de derecho. Prefiero por ello calificarlos de éticos a fin de recalcar que proceden del exterior de la organización social, que su contenido es universal y, por tanto, priva sobre las instituciones. A lo largo del presente libro, volveré a formular este principio: los derechos están por encima de las leyes. Tanto la tradición cristiana del derecho natural como el espíritu de las Luces lo han afirmado con el mayor énfasis.

LA RECONSTRUCCIÓN DE LOS CONFLICTOS Podemos observar que existe en todas partes un conflicto entre dos concepciones de la organización social que corresponden a las dos respuestas que acabo de mencionar. Por una parte, una concepción principalmente racionalista y cuasi económica de las conductas aceptables por ser útiles para el bien público, nacida del funcionalismo de la sociología clásica. Por otra parte, un enfoque planteado en términos de resistencia ética a la lógica de los intereses y del poder. No les falta razón a todos los que desconfían de lo que puede parecer un intento de «moralizar» la política. Algunos autores incluso se han «especializado» en ridiculizar y fustigar lo que llaman el «derechohumanismo», una doctrina en su opinión tan pretenciosa como ineficaz. Con todo, resulta bastante simple demostrar a estos pretendidos «realistas» dispuestos a adherirse a todas las formas de Realpolitik que aquello de lo que creen librarse tan fácilmente en realidad es la misma democracia, y que el universalismo es el fundamento de todos los derechos reivindicados por categorías particulares, en concreto culturales y sociales. Quienes se burlan de los manifestantes de la plaza Tahrir en El Cairo, de la plaza de Tiananmen en Beijing, de los militantes indignados de la Puerta del Sol en Madrid, de los estudiantes chilenos en 2011, de los manifestantes norteamericanos de Occupy Wall Street, de la multitud que se opuso a la nueva elección de Putin en Rusia o de los que combaten a Bashar al-Assad en Siria, se arriesgan a ser acusados de adversarios de la democracia. Los demócratas no son sólo víctimas sino también resistentes, disidentes y combatientes. Tienen el valor necesario y las suficientes victorias ganadas como para que condenemos con todo vigor los ataques contra la idea de derechos del hombre, aquella idea sin la cual la democracia carecería de un principio fundador. Este conflicto entre dos teorías y dos tipos opuestos de prácticas políticas y económicas no es absoluto. Si así fuera, desembocaría en la guerra civil, la revolución o la contrarrevolución. Sucedió en el pasado en diversas regiones del mundo, especialmente en Europa, aunque no en el mundo contemporáneo, tan marcado por la globalización en las esferas financiera, industrial

y científica, así como en el ámbito de las redes de comunicación, los medios de comunicación masivos y el consumo de masas. Las dos respuestas señaladas tienen algo en común: ambas surgen de un enfoque que insiste más en el actor que en el sistema, y más concretamente, en actores entendidos en términos individuales, más personales que sociales. Esto se verifica por igual en el caso de los actores dominados por la búsqueda del interés y de la racionalidad instrumental, y en el caso de los que antes que todo oponen unos derechos a unos poderes.

EL SUJETO CONTRA LA IDENTIDAD La destrucción de la sociedad acarrea la del yo social definido por un conjunto de roles propios de diversas instituciones sociales, como la familia, la empresa o la vida política. Sin embargo, no solamente sustituyen a este yo social las aspiraciones individuales o los principios éticos. La obsesión por la identidad también desempeña un papel importante. A la sociedad destruida o debilitada la sustituye a menudo un retorno, a la vez defensivo y agresivo, a la comunidad. Se trata de una experiencia muy presente en el mundo actual, donde las naciones se sienten amenazadas y surgen casi por todas partes movimientos de opinión (e incluso políticos) xenófobos, racistas, que se esfuerzan por levantar barreras contra la entrada de extranjeros y expulsar a quienes cometieron algún delito, por muy leve que sea, lo cual conduce a instituir el abuso jurídico que constituye la doble pena. La grave inquietud económica que pesa sobre Europa, y en menor grado sobre los Estados Unidos, agudiza el miedo y el odio hacia el otro al que ya no se juzga por lo que hace sino por lo que se supone que es, por su «naturaleza» interpretada en términos morales y biológicos, especialmente en el caso de los gitanos. Conocemos bien la naturaleza de esos «antimovimientos sociales», gracias sobre todo a Michel Wieviorka, y también se conocen sus efectos, que pueden llegar hasta pogromos o linchamientos. Suele ser más difícil describir el paraíso que el infierno, y el bien que el mal; sin embargo, consideramos que es esencial la tarea de comprender a cabalidad qué conjunto de derechos y de exigencias conforma aquello que, después del debilitamiento de las instituciones sociales, es lo único capaz de combatir y hacer retroceder el carácter todopoderoso del dinero y del poder. Denominé «sujeto» a este ser de derechos, susceptible de ser invocado por todo individuo o grupo que tenga la intención de oponer principios universalistas a unos adversarios que, por más poderosos que sean, no pueden invocar más que razones particulares para legitimar su superioridad y su poder. Elegí esta noción con plena conciencia de que ha sido objeto de ataques vehementes de parte de los marxistas, de los estructuralistas y de todos los devotos del Homo oeconomicus, lo que en la actualidad representa un número tan grande —y tan rabioso— de enemigos que llegamos a creer que la noción de sujeto iba a desaparecer junto con los últimos vestigios del idealismo alemán. Si evoco ese gran movimiento de ideas es

porque nuestra época ha sido marcada, al contrario, por un regreso de Hegel a Kant y al universalismo de la Ilustración, redefinido pero aún sólidamente anclado en su inspiración fundamental. El sujeto que habita en nosotros nos da la capacidad y el derecho de ser creadores; es decir, de consolidar y defender nuestra capacidad para crear y transformar la naturaleza y a nosotros mismos. Cuando se hace consciente, todos pueden reivindicar dicha capacidad, pero sólo se vuelve consciente en las sociedades que poseen una historicidad fuerte; es decir, una capacidad fuerte de crearse y transformarse. En realidad, esta tautología aparente define con acierto al sujeto cuya acción siempre es una reflexión que abarca el sentido de las obras creadas desde el punto de vista de su creador, a la vez que modifica una situación que es fruto de la acción de los hombres. Anthony Giddens y el grupo que formó en la London School of Economics analizaron con claridad esta reflexividad del sujeto. La acción del sujeto se manifiesta a través de dos operaciones principales y recíprocamente complementarias. La primera es la que acabo de indicar y que designamos con diversas expresiones tales como «toma de conciencia». Todo cuanto desprende o aleja a un individuo o un grupo de sus pertenencias y de sus identidades ensancha la vía de entrada del sujeto en dicho individuo o grupo y, por consiguiente, incrementa su capacidad de volverse actores, es decir, de afianzar su responsabilidad y su libertad como creadores. La segunda es la reinterpretación cada vez más amplia de nuestras obras en términos de productos de una creación. Al principio, el llamado al universalismo adoptó una forma combativa porque hacía falta defender la razón contra las emociones, las pertenencias y las religiones, así como la idea de los derechos humanos contra la acumulación de estatus, obligaciones y derechos particulares que correspondían a sociedades en las que los estatus transmitidos eran más importantes que los estatus adquiridos. Pero conforme aumentaba el poder de creación, en primer lugar el del conocimiento, más compleja se volvía la defensa de la razón que incorporaba un número creciente de elementos no racionales, aunque interpretados por la razón. A menudo se cita a Freud como figura emblemática de esas conquistas de la razón que penetran en lo que en un primer momento se nos aparece como lo contrario de la razón. De tal suerte que el nivel más elevado de la presencia del sujeto en nosotros mismos, aquello que llamamos nuestra subjetivación, es el que esclarece, por la razón y por los derechos, los aspectos más complejos de nuestra personalidad y de nuestra vida social. Ya hemos roto con un racionalismo arrogante que pretende imponer su magisterio a las culturas dominadas. Pero también soy sensible —y aún más que esto— a la necesidad de colocar en el centro del análisis de nuestros tiempos nuestra capacidad de creación, que ha de permitirnos triunfar sobre el poder arbitrario y destructor del dinero y sobre el poder absoluto. Me resisto con todas mis fuerzas a renunciar al espíritu de creación, al declive consentido, que, de ceder a él, pronto nos infligiría los peores sufrimientos, los de la caída sin fin cada vez más difícil de parar. ¿Acaso deberíamos aceptar —o incluso desear— nuestra caída porque los continentes que

hemos dominado e invadido se encuentran en pleno crecimiento, como si quisiéramos aquietar nuestra culpabilidad? Ésta, además, ameritaría que sintiésemos remordimientos más positivos, tanto por ellos como por nosotros. No tenemos por qué elegir entre un racionalismo conquistador y colonizador y el retorno a la naturaleza. Tenemos que asociar cada vez más estrechamente el universalismo de los derechos humanos y de la razón a la diversidad de las historias, de las culturas y de las exigencias de nuestro ambiente, de la tierra misma, amenazada por nuestro desorden y nuestros excesos. ¿Por qué habría que elegir entre el equilibrio o el movimiento, entre lo universal o la diversidad? Si realmente lo queremos, podemos vivir todos juntos, iguales y diferentes, respetuosos de los demás. Quizás sienta yo más intensamente que otros la angustia frente a la caída posible. Se debe tal vez a que en mi adolescencia, a los catorce años, asistí a la debacle de mi país. En un pueblo del centro de Francia, escuché a Pétain anunciar la capitulación y percibí a mi alrededor, silenciosa pero muy presente, esa mezcla de vergüenza y de cobarde alivio que nunca he dejado de sentir como una presencia amenazante, cual ala de murciélago. ¡Cuánto quisiera volver a sentir el hálito de las brisas del renacer que nos reanimaron a la Liberación...! Ante la impotencia de los gobiernos y la ausencia de los actores sociales, ¿cómo no nos volveríamos hacia nosotros mismos a fin de exhortarnos a tener el coraje de la esperanza y la voluntad para la acción, a esforzarnos por crear, innovar, modernizar, que es lo único capaz de arrebatarnos a la pérdida que, si no nos libramos de ella, nos llevará hacia los círculos del infierno? Cuando se dividieron en reinos rivales, muchas grandes civilizaciones quedaron sepultadas bajo las arenas y destruidas por los conquistadores. Desde luego, no estamos condenados fatalmente al fracaso o a la caída, pero quienes no miran de frente los peligros que corremos nos están desarmando y adormeciendo con los juegos y las notas rojas, volviendo así aún más audaces a nuestros enemigos, que están tanto dentro de nosotros mismos como a nuestro derredor. No conviene apelar a las armas, tampoco a la ley o a la revolución, sino a la conciencia que tenemos de nosotros mismos, a la convicción de que hoy en día nuestro enemigo más peligroso es nuestra inconsciencia, nuestra búsqueda de chivos expiatorios, nuestra débil voluntad de vivir, nuestra falta de pasión por la igualdad y por las libertades. Desconfío tanto del culto a la juventud como del elogio de la vejez y de sus experiencias adquiridas. No nos serviría de nada remitirnos a tal o cual categoría o a tal o cual hombre providencial o pretendido como tal. Tenemos que darle la palabra al sujeto que está dentro de cada uno de nosotros porque es el único capaz de transformarnos en actores, en creadores de nuestro porvenir y de nosotros mismos. Tenemos que darle la palabra para que nos hable y nos exhorte a liberar nuestros proyectos.

LA VOLUNTAD DE QUERER

Es más difícil cambiar la forma de pensar y de vivir que cambiar un gobierno o una gramática. Desde que nos sentimos bastante fuertes para representarnos a nosotros mismos ya no como las criaturas de un dios, sino como sus creadores, nos hemos dejado llevar por la idea según la cual teníamos que desdibujarnos a nosotros mismos (y renunciar a la idea de libre albedrío) e identificarnos con nuestras obras, nuestras máquinas, nuestras decisiones políticas y, sobre todo, nuestros conocimientos. Frecuentemente nos hemos dejado convencer de que nuestra fuerza residía en el determinismo al que teníamos que someternos porque su lenguaje era el de la razón y no el de las creencias o las pasiones particulares. Un siglo o dos después de la formación de lo que nuestros viejos libros de historia denominaban el mundo moderno (nacido con la Revolución francesa, decían los franceses, con la Reforma, decían los alemanes, con el Renacimiento, decían los italianos, con la Revolución industrial y el Imperio británico, decían los ingleses, con la independencia de los Estados Unidos, corregían los estadunidenses, con el principio de la era Meiji, insistían los japoneses), el mundo que nos había identificado cada vez más completamente con nuestra obras, ¿cómo podemos definir la situación actual, que llamo aquí postsocial y posthistórica? No existe ninguna razón que nos obligue a atrincherarnos detrás de nuestras costumbres locales una vez extinguida la excitación de la conquista; por el contrario, tenemos que tomar el camino exactamente opuesto, dejar que nos compenetre la conciencia de nosotros mismos, de nuestros derechos, de nuestra capacidad para concebir, hablar, construir y diseñar. Quiero elegir esta última palabra porque la escogió un pintor, Valerio Adami, quien se asoció a un filósofo, Jacques Derrida, con el objetivo de explicar con precisión su necesidad y su fuerza creativa. Para poder recobrar la voluntad y el valor de llevar a cabo un Risorgimento mejor logrado que el de los italianos del siglo XIX, tal vez bastaría que reforzásemos nuestra convicción de que la vía del pensamiento y del diseño es la de la creación de mundos cada vez más nuevos. Únicamente la voluntad puede permitir que forjemos los instrumentos de nuestra liberación, siendo el más poderoso la voluntad de ser libres, de ser creadores y de respetar los derechos de los demás al igual que los nuestros. Lo que guió mi anterior reflexión relativa a la crisis financiera que en 2008 amenazó con golpear al mundo con la misma violencia que la de 1929, que arrojó al mundo a la miseria y a la guerra, fue sobre todo el silencio de los actores, por no decir su ausencia, antes que las consecuencias económicas y sociales del triunfo del capitalismo financiero que traicionó sus funciones económicas. Desde entonces nos hemos acercado aún más al precipicio, suficientemente tal vez como para que los que gobiernan desde Bruselas o Fráncfort entiendan que es necesario actuar. Entretanto, la situación empeoró en ocasiones, pero nuestra voluntad de acción también se incrementó. Pese a ello, seguimos en la espera de que amanezca en un continente revivido por la voluntad, el conocimiento y el deseo de transmitir a la generación venidera un mundo en movimiento cuya alegría de vivir nazca de la conciencia recobrada de ser su propio creador.

EL MUNDO UNO Y MÚLTIPLE

En el mundo de hoy, lo más urgente es que los europeos se muestren capaces de organizar su propio renacimiento, aunque la Europa que tienen que reconstruir ya no dominará el mundo. En otros continentes, algunos países inmensos se están convirtiendo en gigantes económicos. Podemos esperar que en el curso de este siglo que apenas comienza también se vuelvan actores de su propia historia y vivan en la democracia, como ya es el caso fuera de Europa — en los Estados Unidos, Canadá, la India, Brasil y Australia—, entrando así en el mundo de lo universal, de los derechos de todos, de la igualdad y de las diferencias reconocidas y compatibles con la igualdad de todos. No necesitamos un mundo unificado sino un pensamiento global del mundo entero, un pensamiento que avance lo más lejos posible en la comprensión de los problemas, más allá del comparatismo que no puede enseñarnos nada si no descubrimos antes la unidad de estos problemas. Desde luego, dentro de los límites de un solo libro, no puedo tratar más que sobre las transformaciones del pensamiento y de la experiencia del mundo; pero espero que, dentro de poco, otros estudiosos publiquen un segundo volumen que complete el presente y explique la mejor forma de comprender la unidad y la diversidad del mundo, y después, un tercero que explore las relaciones entre el fin de lo social y las transformaciones de la personalidad. Amartya Sen dio un primer paso muy importante en el segundo dominio con su crítica de la evaluación del nivel de vida —y por tanto de la situación social de las poblaciones— a partir del único criterio del ingreso en dólares por habitante. Además, introdujo la noción de «capabilidades», también utilizada por Martha Nussbaum y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para mostrar que los resultados obtenidos son muy diferentes cuando se toma en cuenta el acceso real a la educación, a la salud y a la justicia, lo que ilustró con toda claridad el sociólogo boliviano Fernando Calderón, autor de numerosos informes nacionales en América Latina para el PNUD. Quisiera que se avanzara con igual velocidad en el tercer dominio y se buscaran las causas de la capacidad de acción. Las personas que permanecen prisioneras de la pobreza o la indigencia, sin familia y sin apoyos, que padecen discriminaciones, a menudo carecen de esta capacidad de acción. Actualmente el fenómeno se observa tanto en los países europeos como en los antes denominados países del Tercer Mundo, y no hay que limitar este método de análisis a las categorías o los países más pobres. En los países ricos, se prefiere abordar el tema en términos de autoestima, una noción que yo rechazo porque deja fuera de nuestro campo de visión las relaciones de dominación y de dependencia, cuando a menudo le resulta más fácil a un joven que pertenece a un medio desfavorecido participar en una empresa colectiva de cambio que en un programa de integración al orden establecido. Antes que nada, debemos cambiar la manera como describimos las situaciones y los actores. La globalización no consiste solamente en construir imperios financieros: se han expandido en todo el mundo las mismas técnicas de comunicación y las mismas redes sociales, y aparte de Finlandia, los países europeos han descubierto que los coreanos, los japoneses y los chinos obtenían mejores resultados que ellos en determinadas pruebas escolares (PISA, por ejemplo). Esto no debe interpretarse sólo como la constatación de un vuelco de los niveles de resultados entre Asia y Occidente, sino como la señal de que es urgente comprender cómo se

articulan, por un lado, la participación de todos en un mismo mundo técnico y, por el otro, las diferencias existentes no solamente entre situaciones sociales que se nutrieron de pasados muy distintos, sino, sobre todo, entre la visión de los jóvenes y los menos jóvenes con respecto a su devenir. A todos nos han formado instituciones, tipos de educación, ideologías y vías de movilidad social, en igual o mayor medida que los modos de producción o estilos de vida. Sin embargo, esas imposiciones que pesan sobre nosotros se entienden mejor cuando las enfocamos desde la decisión o la prohibición de decidir que cuando las consideramos como determinadas por tal o cual situación económica o tipo de urbanización. Son pocas las expresiones tan peligrosas como la de «sociedad de masas», que pretende calificar las sociedades contemporáneas caracterizadas por la masificación de la comunicación y el consumo, después de la masificación de la producción industrial a partir de la segunda mitad el siglo XIX en el Occidente y en Japón. De esta manera, la sociedad de masas sería la que deja a los individuos una ínfima posibilidad de elegir, imponiendo a toda la población un pasado, un presente y un porvenir definidos por la élite dirigente, a semejanza de la dictadura militar que hace poco ordenaba a los brasileños: ama-o o deixa-o («quiérelo o déjalo»). A la inversa de esta pretendida realidad, pienso que urge que descubramos las oportunidades de acción que existen, aunque estén limitadas. No descubriremos la capacidad real de acción de las mayorías si no creemos en su existencia y, sobre todo, si nosotros mismos no tenemos el deseo de imaginar la acción posible allí donde muchos no ven más que una sumisión necesaria. Es preciso que esta actitud no se degrade jamás hasta convertirse en ideología o en un discurso moralizador. Como método de trabajo, tiene que aplicarse al conocimiento de todos los tipos de individuos y de categorías. Hay que buscar al sujeto dentro de cada individuo porque allí es donde está presente como exigencia universal de libertad y de igualdad. El mundo actual demuestra que la capacidad de actuar, que siempre supone medios colectivos, es mayor que antes, cuando prácticamente el mundo entero todavía estaba inmovilizado entre las garras de todos los poderes, desde la familia hasta el Estado. Pero hoy en día es aguijoneada por toda clase de acciones y ansias de liberación, de conciencia de uno mismo, de los demás y de los derechos de todos, así como de mensajes cuyo eco se escucha casi instantáneamente en todo el planeta. Los que conocen desde hace mucho tiempo la existencia de esas fuerzas liberadoras no tienen lección que dar a los demás. Al contrario, tienen que sentirse solidarios con los que están emprendiendo luchas análogas a las que ellos conocieron y en las que aprendieron a oponer a las dependencias más avasalladoras la fuerza emancipadora de la conciencia del derecho de cada uno y de todos a la libertad y a la igualdad.

LA RAZÓN DE SER DE ESTE LIBRO Una era está llegando a su fin y este fin es amenazador para las poblaciones de los países con

mayor antigüedad industrial. El caos, la violencia y la pérdida de toda esperanza son una amenaza para estas poblaciones. Sin embargo, también pueden inventar, al igual o mejor que otras, nuevas orientaciones culturales, una nueva ética, y crear un nuevo tipo de actores impulsados por una conciencia del sujeto más directa y más transparente que en otras situaciones históricas. No estoy hablando aquí de un pasado ya lejano ni de un porvenir todavía confuso. Como historiador, hablo del presente, y como sociólogo, de un cambio muy profundo de las situaciones sociales. Las dos principales transformaciones que estamos viviendo pueden resumirse como sigue. La primera, que evoqué antes, es la ruptura de gran parte del capitalismo financiero con relación a las nuevas formas de la actividad económica; algunos han definido esta situación como el capital sin trabajo y el trabajo sin capital. Eso destruye las instituciones sociales y nos obliga a convocar valores culturales y éticos contra la dominación de la finanza especulativa. El valor más importante es lo que llamo el sujeto, que une y desborda la defensa de los derechos políticos, sociales o culturales. Cuando el individuo o el grupo apelan al sujeto se vuelven capaces de comportarse como actores libres y creadores. La segunda transformación es igualmente considerable. Tras un largo periodo de hegemonía de un Occidente que identificaba su propia historia con la de la modernidad, hoy asistimos al rechazo de todo modelo único, lo que comporta un grave riesgo de sumisión de la modernidad, impersonal por definición, a los intereses y a las creencias de los dirigentes. En estas condiciones, ¿es posible volver a darle prioridad a la modernidad universalista? Entonces, finalmente, ¿cuál es el propósito del presente libro? ¿Por qué lo escribí? Puedo justificar mis inquietudes fácilmente. El mundo, Europa y en particular Francia sufren una grave crisis económica. Es cierto que acabamos de librarnos de una catástrofe gracias a la iniciativa de Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo (BCE), quien, al atribuirle a esta institución poderes más amplios que los inicialmente previstos, hizo retroceder los ataques del mercado financiero contra el euro y, en particular, hizo bajar los famosos spreads que los mercados financieros imponían a los Estados frágiles, aquellos que no presentan las mismas garantías que Alemania, el mejor alumno de la clase. Pero ahora que Europa se afirmó como un actor relevante en sí, hace falta que los Estados europeos utilicen el campo de acción que el BCE abrió a su intención: ¿serán capaces de hacerlo? Desde 2008, la mayoría de estos países están muy endeudados y actualmente tratan de reducir su déficit presupuestario y el peso de su deuda. Durante los primeros meses de su actual gobierno, Francia no pudo sino incrementar las cargas fiscales y reducir los presupuestos de todos los ministerios, creando así un clima hostil para las empresas, al menos al principio. Ni el Reino Unido ni España tienen perspectivas económicas alentadoras a corto plazo, y las instituciones internacionales no compartieron para nada el optimismo de François Hollande cuando anunció una inversión de la curva del desempleo para fines de 2013. Por el contrario, pusieron énfasis en el hecho de que en realidad Francia se encuentra en una situación de estancamiento desde hace cinco años. En cuanto a los electores italianos, acaban de condenar a Mario Monti prefiriendo a Beppe Grillo y a Silvio Berlusconi; afortunadamente, el presidente reelecto Giorgio Napolitano

obtuvo la anuencia de las Asambleas para constituir un gobierno encabezado por un diputado de la izquierda moderada. En estas condiciones, ¿no resulta peligroso, incluso paradójico, proponer un análisis sobre todo no económico de una situación general cuyas causas económicas son evidentes? En un libro reciente (Después de la crisis, 2010), concentré la atención en la ausencia o la desaparición de todos los actores sociales, y en el silencio que domina la vida política. Desde entonces, hemos asistido en Francia al despertar de las reivindicaciones en los sectores donde se cierran las fábricas y aumenta el desempleo. Pero estas reivindicaciones se inclinan cada vez con mayor frecuencia a la ruptura, puesto que ni las empresas ni el gobierno tienen recursos que les permitan negociar. Cada mes la elaboración de políticas de recuperación parece más difícil. Nadie me creería si afirmara que en sí mis análisis —en primer lugar, de las causas profundas de la crisis económica, en segundo lugar, de la naturaleza de los nuevos movimientos y actores sociales y políticos y, finalmente, de las posibilidades de un retorno de la democracia en un mundo dominado durante medio siglo, o más, por regímenes nacionalistas autoritarios— pudiesen permitirnos retomar el control social y político de una economía que, a medida que se globaliza, parece perder sus funciones meramente económicas y tener por único objetivo la acumulación de ganancias. No obstante, me permito la libertad de pensar que una economía mundial hoy despolitizada, desocializada, sólo puede pretender superar el caos y la violencia si se afirman nuevos actores, si se fijan objetivos prioritarios de acción y si, en muchos aspectos de la vida social, vuelve a revivir cierta confianza en la posibilidad y la capacidad de actuar. Desde luego no tengo la pretensión de pensar que un análisis sociológico por sí solo pueda ser capaz de librarnos de la catástrofe en que nos han sumido ciertas políticas económicas. Resulta difícil imaginar, dado el actual estado de las fuerzas sociales, que el capitalismo especulativo y las remuneraciones excesivas que reciben los financieros puedan corregirse mediante decisiones políticas. En cambio, sé perfectamente que para que unas reformas sociales profundas sean posibles es necesario que primero se afirmen actores «conscientes y organizados». Para que se formen estos actores es imprescindible que les enseñen y guíen unas reflexiones acerca del mundo en que les tocará actuar.

LO DICHO Y LO NO DICHO Antes de invitar al lector a entrar en este libro, debo explicar que soy muy consciente de que me encuentro en una aparente contradicción. La historia del siglo XX parece contradictoria con el lugar central que otorgo aquí a temas como la libertad, la justicia, los derechos, el sujeto, el universalismo, la igualdad, los movimientos sociales, la liberación, la solidaridad, la conciencia, el respeto, la alteridad, la creencia y otros muchos. ¿Cómo impedir que la memoria de ese siglo de hierro y de sangre le quite toda realidad a lo que podrían parecer

«buenos sentimientos» carentes de cualquier acción efectiva sobre los acontecimientos? Para esclarecer mi enfoque, que soy el primero en considerar que provoca desazón, tengo a la vista una compilación de fotografías, en forma de cubo, concebida y publicada por Bruce Bernard, de las ediciones Phaidon, a fines de 1999. La obra reúne mil fotografías del mundo entero que ilustran todos los aspectos de la vida colectiva y personal y proporcionan, por no decir que nos imponen, una imagen del siglo XX. La guerra, civil o militar, la muerte, la violencia y el fanatismo son visibles por todas partes, junto con sus víctimas, como si las actividades más espontáneas de los seres humanos entre sí fueran las masacres, la humillación y el odio. Es cierto, a medida que damos vuelta lentamente a estas páginas, también descubrimos fotos de Nelson Mandela, de Gandhi, del Che Guevara y de Martin Luther King, pero nunca están lejos la muerte y la cárcel. La producción y el consumo de masas en nuestras sociedades cada día más poderosas eliminaron la emoción de la vida cotidiana, y la tragedia invadió la vida pública. Pero esta evidencia masiva y brutal ¿acaso no nos envía también otro mensaje? Estas fotografías ¿no nos hacen sentir la presencia de lo que es todo lo contrario del poder, del dinero y de las armas? Todos conocemos a hombres y mujeres reducidos a ser víctimas de esas violencias, pero también conocemos a otros muchos, sean o no víctimas, cuya vida tiene otro sabor, otro color, a pesar de que suele permanecer en las sombras. Conforme aumenta nuestra potencia tecnológica, militar, política y económica, el mundo de las cosas y de los actos parece escapar a todo control y se nos impone con mayor fuerza la idea según la cual el «verdadero mundo» es el que lucha no por liberar su fuerza, sino por transmitir el sentido de su acción. Esta lucha nos parece interminable. De tanto ver cuerpos masacrados, nos sentimos rodeados de miradas, de voces que no han sido silenciadas por completo. ¿No debemos escuchar a los que hablan, a los que llevan adentro el respeto y el amor a los otros, la esperanza y el coraje para demostrar, con un gesto o con palabras, su fe en la dignidad de los que nunca son solamente víctimas?

CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICA El siglo XIX asistió a la caída de los reyes; el siglo XX, que empezó con la masacre suicida de los ciudadanos de los países occidentales económica y políticamente más «avanzados», se convirtió, durante el periodo iniciado por la Revolución soviética, en una serie de movimientos sociales —sindicalismo y acción política, feminismo, movimientos de liberación nacional y de descolonización—, contra los que se levantaron, por un lado, los nacionalismos totalitarios y, por el otro, unas dictaduras que, en nombre del proletariado, se transformaron muy pronto en dictaduras contra el proletariado. El capitalismo occidental derrocado por la crisis de 1929 no se salvó más que gracias a las transformaciones profundas impuestas después de 1945 por los Estados y los pueblos que se

habían movilizado contra el nazismo. Sin embargo, tras algunas décadas de recuperación económica y social, este capitalismo industrial sufrió los embates de una nueva crisis financiera precedida por graves incidentes y seguida en la mayoría de los países occidentales por crisis monetarias, el estancamiento o la recesión, y el debilitamiento de las instituciones sociales. En estos primeros años del siglo XXI, el modelo ideal de una sociedad industrial que combinaba modernización económica y tecnológica, intervenciones del Estado y progreso de la justicia social nos parece agotado. El mismo pensamiento ya no sabe cómo responder a los ataques que destruyen o pervierten los movimientos sociales. John Rawls y Jürgen Habermas transformaron en teoría filosófica la experiencia positiva de las socialdemocracias y elaboraron teorías «sociales» en torno a la noción de justicia; esas teorías corresponden efectivamente a las intenciones de los reformadores, pero no tienen en sí la capacidad de detener el poder brutal de las dictaduras armadas ni tampoco la caída de las sociedades de bienestar devastadas por las crisis económicas en cadena. El movimiento obrero dio una nueva forma a la vez al poder, a la lucha contra el poder y a las políticas reformadoras: del mismo modo nos encontramos hoy en los albores de una nueva era. El poder, los movimientos de liberación, los proyectos de reformas ya no pueden ser políticos, como en el siglo XIX, ni sociales, como en el XX. Hemos llegado más allá del capitalismo y del socialismo industriales, lo mismo que hace un siglo habíamos salido de los movimientos nacionales y republicanos. Nuestra reflexión debe poner en práctica los conceptos de la sociología, pero también debe partir de una contextualización histórica. El capitalismo industrial no ha sido remplazado sino ampliado mediante lo que podríamos llamar un capitalismo global que da nuevas formas a todos los ámbitos de nuestra experiencia: la comunicación, el consumo, la sexualidad e incluso el funcionamiento del espíritu, lo mismo que la producción de bienes industriales. Arrastrados por esta conmoción general, ya no podemos apelar directamente a nuevas reformas. Esta obra se realizará en la segunda mitad del presente siglo o en el siguiente. En estos inicios del siglo XXI y poco después de sufrir crisis múltiples, debemos primero y antes que nada designar, animar y entender los movimientos de liberación que, al igual que los que destruyeron las monarquías absolutas y, después, los que combatieron los capitalismos — privados o estatales—, tienen la facultad de generar en nosotros una conciencia de nosotros mismos capaz de luchar exitosamente contra la dominación generalizada de nuestras conductas, impuesta por los poseedores de un poder que se ha vuelto a la vez económico, político y cultural. No debemos apelar primero al espíritu de justicia de la sociedad sino a la conciencia de nosotros mismos como sujetos, poseedores de derechos universales fundados en nuestra libertad, por encima de las leyes, para defendernos contra todas las dependencias en el más alto nivel, que es también el más individual. Acabamos de vivir un levantamiento general contra la hegemonía occidental. Nos incumbe ahora dar nueva vida a la democracia nacida en Occidente para que luche contra todos los poderes autoritarios en todo el mundo. Fin de la era de las sociedades, sucesora de la era de los Estados; transformación de los

movimientos políticos, y luego sociales, en conflictos culturales globales, que involucran la personalidad al mismo tiempo que la organización económica y las instituciones sociales, e inicios —ineludiblemente difíciles— de una reconstrucción fundada en lo que suele llamarse, desde las primicias de la modernidad, los derechos humanos fundamentales: éstos son los principales rasgos que definen el periodo histórico que nos toca vivir y donde tenemos que actuar, y que el libro que estamos abordando se propone entender.

PRIMERA PARTE

El fin del mundo social

I. La ruptura entre los sistemas y los actores

UNA MUTACIÓN PROFUNDA Estamos viviendo una mutación. La llamo fin de lo social e, incluso, abandono de la idea de sociedad. Estas expresiones no deben asustar al lector. La idea de sociedad se impuso hace poco, sólo dos o tres siglos, y remplazó a la de Estado, que a su vez había empezado a sustituir a las representaciones religiosas de la vida social a partir de los siglos XIV y XV, comenzando por Italia. La creación de los Estados-naciones y de las ciudades-Estados desempeñó un papel medular en el modelo europeo de modernización puesto que, en ambos casos, permitió la concentración de los recursos en manos de un poder central que se reveló suficientemente poderoso y dinámico para fundar la economía moderna, la del gran comercio internacional, de los bancos y, más adelante, de la industria. La fuerza de ese poder también le permitió imponer una dominación absoluta sobre casi todas las categorías de la población: el rey o el jefe de ayuntamiento exigía de sus súbditos una sumisión total. Por su lado, los dueños de la economía sometían a los asalariados a duras condiciones de trabajo y de vida, mientras los colonizadores creaban imperios en América, África y Asia por medio de la violencia. Por su parte, los hombres imponían su dominación a las mujeres y a los niños. Esta excepcional alianza entre dinamismo y violencia interior y exterior permitió que los países occidentales establecieran su poder en gran parte del mundo. Todos los que habían sido sometidos a esa dominación pusieron en tela de juicio este tipo de organización social. Los súbditos del rey o del señor se sublevaron y se convirtieron en ciudadanos; los asalariados, lenta pero firmemente, hicieron reconocer sus derechos; las colonias se liberaron; las mujeres conquistaron la igualdad, al menos a nivel de los principios. Unos actores sociales y políticos remplazaron al Estado absoluto. Hicieron revoluciones: primero fueron los holandeses y los ingleses, luego los norteamericanos y los franceses, y más tarde los pueblos de las colonias españolas de América. Así fue como nació la idea moderna de sociedad. Eliminó los principios suprasociales, trascendentes, que antes le daban legitimidad al orden social: la palabra de Dios, la concepción hereditaria de la monarquía, la afirmación de la superioridad de una raza o de un sexo sobre el otro. Por tanto, lo que llamamos la sociedad es, en principio, fruto de la eliminación del poder religioso y del poder real u oligárquico en una parte del mundo. A medida que se consolidaban las liberaciones, se iban definiendo socialmente los actores,

junto con la diversidad de su naturaleza y de sus intereses. La monarquía absoluta fue remplazada por la República y, sobre todo, por la democracia representativa fundada en la pluralidad de los intereses y las ideas. La introducción de nuevas formas de división del trabajo transformó el mundo económico. La sociedad llegó a ser una noción más central que la de nación porque la fuerza de una sociedad dimana de la interdependencia de todos sus componentes. Por eso los nacionalismos no consiguieron crear ninguna sociedad fuerte mediante la subordinación de todos los aspectos de la vida social al interés superior de un Estado cuya legitimidad no surgía de una voluntad colectiva sino de fronteras históricas, de un territorio o incluso, en algunos casos, de una raza. Sin embargo, cabe señalar que las sociedades escandinavas modernas fueron más fuertes que otras pues supieron combinar una participación en la economía internacional con un poderoso movimiento sindical y con el papel activo del Estado redistribuidor. Por el contrario, los países de Europa central no se constituyeron en sociedades más que en reacción frente al poder de los imperios turco, ruso o austrohúngaro. La idea de sociedad alcanzó su mayor auge durante el periodo comprendido desde la independencia de las colonias inglesas de América y la Revolución francesa hasta la Revolución mexicana y la Revolución soviética. Las victorias de los regímenes totalitarios marcaron el comienzo de su caída.

EL ESTALLIDO DE LAS SOCIEDADES Tras recordar estas realidades que están cercanas a nosotros, se torna más fácil entender la importancia de la actual destrucción de lo social y de la idea misma de sociedad. El factor más importante fue la globalización de la economía mundial, que en adelante está fuera del alcance de todas las instituciones sociales y políticas. De forma paralela, en Europa los partidos comunistas, que sacaban lo esencial de su fuerza del hecho de pertenecer al campo soviético durante todo el largo periodo de la Guerra Fría, fueron marginados, incluso en los países donde no estaban prohibidos, como por ejemplo en Alemania Federal. Hoy, les tocó el turno a los partidos socialdemócratas de perder la mayor parte de su electorado, puesto que ya no pueden asociar política económica y política social en la medida en que el poder económico se volvió mundial. Cuando estalla una crisis como la que conocemos desde 2007-2008, cuya principal causa es que gran parte del capital financiero ha sido desviada de su función económica de inversión y crédito, y que la finalidad principal de sus actividades son ahora sus propias ganancias, la economía se separa del conjunto de la sociedad, que ya no puede controlarla. Se produce entonces el estallido de la sociedad. Incluso, como había considerado Ferdinand Tönnies, puede producirse un inesperado retroceso y un retorno de la sociedad a la comunidad. Por todas partes se están afirmando culturas comunitarias basadas en la homogeneidad, en una identidad común y en la eliminación de las minorías cuya existencia había constituido, por el contrario, un elemento importante de la vida en las sociedades de antaño. Correlativamente

con este espíritu comunitario está progresando un individualismo consumidor, factor de desocialización y anomia. La presencia simultánea del espíritu comunitarista y del individualismo antisocial le da un sentido concreto al tema del fin de lo social y, por tanto, de la noción misma de sociedad. Sin embargo, la descomposición de la sociedad va más allá de esto. Las reglas administrativas trabajan cada vez menos al servicio de la integración social y se superponen a las realidades sociales en lugar de dirigirlas hacia objetivos prioritarios. Paralelamente, la política se vuelve mediática y manipula imágenes más que realidades. ¿Cómo podríamos desprendernos de este juicio negativo cuando, desde la crisis de las hipotecas subprime de 2007, en ningún momento las causas de la crisis general estuvieron en las miras de políticas fundadas en proyectos de reconstrucción? Las causas de las crisis económicas son ante todo económicas pero, para explicar la impotencia de los Estados para superarlas, tenemos que apelar a la idea de destrucción de lo social. Las crisis tienen en común nuestra impotencia para comprender que lo que destruyeron en lo más profundo es nuestra capacidad de preverlas. Las voces de Joseph Stiglitz, Paul Krugman y algunos otros no fueron escuchadas sino después de que se desencadenara la crisis financiera. Desde entonces se evitó la catástrofe mundial, en parte gracias a Barack Obama, pero no se encontró ningún remedio y lo único que saben hacer los gobiernos para evitar lo peor es remitirse a los bancos centrales y a sus directores: Ben Bernanke en Washington, JeanClaude Trichet y, después, Mario Draghi en Fráncfort. Quienes creían en una pronta reactivación del crecimiento sufrieron una desilusión, y los norteamericanos, que pensaban que sólo Europa estaba gravemente afectada, tienen que reconocer ahora que, en su país, el desempleo sigue siendo más elevado que antes. La ignorancia y la impotencia continuaron aumentando en Europa con el desplome de la moneda y de la economía de Grecia, Irlanda y Portugal, y con las graves amenazas que pesan sobre Italia, España y otros países. Todos tomaron conciencia del carácter insoportable de su déficit presupuestario y del crecimiento de su deuda pública, que condena a la generación venidera a tener un nivel de vida inferior al de la actual generación. Tardía y dolorosamente, Grecia se ha salvado ya varias veces de la quiebra; no obstante, los europeos tienen que confesar que son apenas capaces de elaborar planes de austeridad para ellos mismos. Están ausentes las políticas de recuperación orientadas a un nuevo crecimiento, salvo una excepción sobresaliente: Alemania, que mantuvo e incrementó sus exportaciones industriales, impidiendo la deslocalización de sus actividades más calificadas, gracias a lo cual pudo reactivar el crecimiento, aunque a costa de frenar durante años una parte importante de los salarios y, por ende, del mercado interno. El éxito de Alemania se debe a que sus dirigentes entendieron que podía aportar a los mercados emergentes las máquinas y los productos industriales cuya demanda está en constante aumento. Nuevamente, durante la crisis monetaria europea que estalló en 2010, no se vislumbró ningún proyecto, ningún análisis de las oportunidades y de los peligros que entraña el futuro. La vida social y política permanece vacía en todos los países. En ninguna parte se pone en marcha ninguna política de recuperación y esto recuerda la impotencia de la década de 1930

en los Estados Unidos y en Europa, puesto que sólo una economía de guerra impuesta en Europa por el nazismo en Alemania, y en los Estados Unidos por Japón después de Pearl Harbor, permitió que estos países salieran de la crisis. No hay grandes debates parlamentarios, ni campaña presidencial capaz de lanzar una reflexión sobre la salida de la crisis. Las campañas del Tea Party atacaron violentamente a Obama en los Estados Unidos, pero se enfocaron en otros temas; y en Francia, los asalariados de los servicios públicos multiplican las huelgas para defender sus derechos adquiridos. Italia no se desembarazó de Silvio Berlusconi sino después de años de escándalos, y el dirigente del Partido Popular español, Mariano Rajoy, todavía no ha logrado ganarse la adhesión de los españoles, por más que éstos hayan apartado al jefe del Partido Socialista José Luis Zapatero. El populismo nacionalista y xenófobo divide y devasta Bélgica tanto como los Países Bajos. Ante los grandes problemas actuales no se proponen más que minipolíticas. La impotencia y el vacío son manifestaciones del fin de lo social y, en particular, del fin del modelo occidental de civilización que se implantó de manera aparentemente duradera después de la capitulación de la Alemania nazi. Nadie se atreve a hablar del «declive de Occidente» debido a los efectos negativos que tuvo en su momento el libro de Oswald Spengler; sin embargo, poco a poco tomamos conciencia de que somos incapaces de pensar y preparar el porvenir, sobre todo en Europa, donde la Unión Europea fracasó en su propósito de unificar un continente muy heterogéneo e inspirarle la idea del lugar que podrá ocupar mañana en un mundo en plena transformación. Estamos frente a una crisis del conocimiento y la reflexión, y esto es la causa más profunda de nuestra impotencia política y económica. Fracasaron nuestros análisis y nuestros programas económicos, y vemos con tanta claridad cómo se descompone el campo de nuestras políticas, que estamos obligados a reconocer que están en crisis las categorías que hemos utilizado para pensar nuestra experiencia colectiva durante los dos últimos siglos, y principalmente en los últimos 50 años. Lo que sugiero hoy es que debemos entenderla como el fin de lo social. Este cambio de civilización es lo que mejor define nuestro presente y nuestro porvenir. Sólo entendiendo la profunda mutación que estamos viviendo podremos elaborar políticas de recuperación, porque las categorías del conocimiento dirigen las de la acción.

EL SISTEMA Y LOS ACTORES La imagen de la razón que ilumina al mundo y hace retroceder la ignorancia, la pobreza y la violencia se abandona paulatinamente en provecho de una visión más inquieta, o incluso más desesperada, de un progreso que proporciona armas cada vez más destructivas a las fuerzas que procuran penetrar, manipular y destruir la capacidad de acción de cada uno de nosotros y de cada país sobre su entorno y sobre sí mismo. Desde luego, no se trata aquí de buscar un debate (bastante vano) entre los defensores y los adversarios de un «progreso» con respecto al cual mantenemos una postura cada vez más

ambivalente, sino de reconocer la separación creciente entre, por un lado, las fuerzas y las redes que constituyen sistemas cada vez más fuera de alcance (tanto de las fuerzas naturales como de los actores sociales y políticos) y, por el otro, una afirmación cada vez más directa, es decir, cada vez menos social, menos institucionalizada, de derechos que no pueden ser sino universales, o sea, independientes de toda situación social particular. No estamos alejándonos de la supuesta irracionalidad de las costumbres y los particularismos, que el triunfo de la producción y del comercio de masas destruyeron desde hace tiempo, sino del recubrimiento de la existencia vivida por normas y valores, creencias y jerarquías, que se eclipsan hoy ante la conciencia de uno mismo como sujeto, un sujeto que halla en su creatividad y en la afirmación de su derecho a la libertad y la igualdad un recurso contra las penurias y las dominaciones. Démosle a esta legitimación de las prácticas su verdadero nombre: la sociedad, tal como la significa perfectamente el lenguaje común que ve en la secularización la consumación del movimiento de racionalización. Esto es verdad, a condición de no ver en la secularización el triunfo de la razón sino el fruto de la separación entre lo político y lo religioso, y la desacralización de las leyes y las funciones del orden social. Eso significa que hoy en día no asistimos al remplazo de lo social por lo racional, o por lo instrumental al servicio del interés o del placer, sino a la separación cada vez más completa entre el poder de los sistemas financieros y tecnológicos y el carácter absoluto de la defensa del sujeto humano, más allá de todos sus intereses y todas sus actividades. El enfrentamiento entre las redes y los sujetos se afirma así sobre las ruinas de lo social. Los únicos que se niegan a percatarse de ello son quienes no quieren dejar ningún espacio incontrolado entre el interés y la identidad. A partir del momento en que las sociedades humanas se volvieron «históricas», adquirieron la capacidad de transformarse a sí mismas y de apreciar el valor de esta capacidad que yo llamo su historicidad. Empezaron a desdoblarse y a subordinar sus experiencias vividas a las exigencias de sus sistemas simbólicos, especialmente de sus representaciones de la creatividad humana, dominadas por uno o varios dioses, o por la ley, o incluso por el maquinismo industrial y, más recientemente, por las redes de comunicación. La imagen de la sociedad fundamentada en una jerarquía bien establecida lleva mucho tiempo descompuesta, al igual que la imagen de la familia tradicional y de la dominación personal. Cada uno de los elementos que ponen en tela de juicio la integración de la sociedad introduce a su vez nuevos instrumentos de integración y dominación, y de esta manera el individualismo consumidor sustituye a la complejidad de las relaciones sociales e impone que todos se sometan al poder de un mercado disfrazado de defensor del individualismo liberador, mientras que reduce al consumidor a la expresión más directa de la potestad sin límites del dinero y del deseo. Además del deterioro de los conflictos sociales existe el riesgo de que desaparezca todo desafío común a todos los adversarios involucrados en el conflicto, lo que amenaza con reducir los movimientos sociales descompuestos de este modo a no ser ya más que los actores de una lucha a muerte, sin perspectivas de mediación ni de negociación. No podremos recrear un sistema viable de relaciones entre los actores, sean o no sociales, sino cuando sepamos nombrar a los nuevos actores, los nuevos conflictos y los nuevos

desafíos. Ahora bien, en el momento en que escribo estas páginas, nos resulta más fácil entender el encadenamiento de las crisis financieras, monetarias, de crecimiento y sociales que anticipar la formación de nuevos actores y nuevas formas de conflictos y negociaciones. Es una situación muy grave cuando se hace patente que la palabra crisis se está volviendo demasiado débil para significar el naufragio de sociedades incapaces de administrar su supervivencia o su recuperación. ¿Es posible seguir hablando de economía capitalista cuando la mayoría de los capitales ya no cumplen su función económica? En realidad, al menos en Europa, hemos caído hasta el más bajo nivel posible de la actividad económica, aquel donde ya no hay suficientes actores capaces de invertir y donde los dirigentes tampoco son capaces de elaborar opciones, definir estrategias y fundar instituciones. En una situación tan gravemente deteriorada se comprende por qué algunos incitan a renunciar a toda perspectiva de crecimiento y prefieren defender los equilibrios fundamentales. Sin embargo, éstos son inalcanzables cuando ya no se cree más que en las relaciones de fuerzas. Me niego a declarar imposible la formación de nuevos actores, aun cuando la observación del mundo actual revela el desarrollo de poderosos movimientos de rechazo del orden establecido, sin por ello mostrar la afirmación de ningún agrupamiento susceptible de comprometerse en la acción política y de construir nuevas formas de intervención y de institucionalización. Pareciera que los actores, todavía incapaces de definir una orientación creadora propia, sólo pudiesen fijarse como único objetivo la destrucción del antiguo orden. En efecto, nuestra tarea consiste en salvaguardar la potencia de lo universal, que no debe entenderse como aquello que se encuentra por encima y fuera de la vida real de los hombres, sino como lo que les confiere derechos fundamentales superiores al poder de la sociedad sobre sus miembros. ¿Cómo es posible que haya quien se burle de los derechos humanos? Aunque su defensa se limite al empleo de fórmulas generales y que no tienen efectos, es preciso sostenerla. Cierto es que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no impidió ninguna guerra, pero proclamó principios en nombre de los cuales un gran número de hombres y mujeres entregaron e incluso sacrificaron su vida por la defensa de las libertades y de la dignidad humanas. Hoy, en los albores del siglo XXI, observamos cuán poderosa es esta idea, especialmente en los países árabes que derrocan a sus dictadores. El error no consiste en oponer el bien y el mal sino en identificar los valores positivos o negativos con actores particulares. Ahora bien, si es cierto que, indudablemente, podemos considerar que algunos actores son «malos», a ninguno de ellos podemos definirlo como totalmente «bueno», como si fuera la encarnación perfecta de los derechos universales. Aquí es donde encontramos el sentido más profundo de lo que llamé el fin de lo social. Somos todavía demasiado propensos a identificar los valores del bien con determinadas categorías sociales, o incluso a creer que el bien consiste en asumir por completo una determinada situación social, en particular la lucha contra la dominación. Sucesivamente, convertimos a la clase obrera, las naciones colonizadas y las mujeres en alegorías del bien, y a los capitalistas, el imperialismo y la colonización en alegorías del mal. No se trata aquí de apelar a un mayor

número de matices o una mayor complejidad en el análisis, sino de desligar más completamente los desafíos y los valores de los actores de los combates, las estrategias y las ideologías. No basta con decir que la clase obrera ya no tiene unidad o que los regímenes nacidos de la descolonización se han pervertido. Hay que pensar el sentido de las conductas separándolo de la situación de los actores. Por eso, transformé la noción de actor social y reconocí que el individuo se convierte en un actor gracias al sujeto. Éste es un tema central que descansa, ante todo, en la desocialización de los desafíos, sobre todo de los movimientos que seguiremos llamando sociales por razones históricas pero que, en realidad, lo son cada vez con menos frecuencia, porque el fin de lo social termina con la idea misma de movimiento social. Sin embargo, ello no significa que ya no existan movimientos sociales, que en adelante nos guíen únicamente nuestros intereses, nuestras estrategias y nuestros deseos y que, en resumidas cuentas, el utilitarismo pueda explicar nuestro comportamiento. Aquí, pues, de ninguna manera se trata de negar la importancia de estos movimientos sino, por el contrario, de hacerlos aparecer con mayor nitidez, separándolos de los actores sociales reales, porque éstos siempre están atrapados en redes de relaciones sociales donde los intereses, las negociaciones y los conflictos en todos los niveles se entremezclan hasta el punto de provocar la disolución en la vida social multidimensional del desafío supremo: la defensa de los derechos humanos. Este necesario cuestionamiento de la idea de movimiento social concierne en primer lugar al movimiento obrero. No sucede cuando se encarna en políticas de reformas sociales de corte socialdemócrata, puesto que en este caso se trata, al contrario, de dar una forma política a reivindicaciones y críticas. Antes bien se trata, especialmente en los países latinos (como Italia, Francia, España y América Latina), de luchar contra la dominación ejercida por la ideología que hizo de la lucha internacional de clases la expresión suprema de la acción obrera. Desde luego, esto no impide que muchos militantes políticos dispuestos a seguir ciegamente las estrategias impuestas por el Komintern se hayan desempeñado al mismo tiempo como militantes obreros valientes. Antes que dar sentido a las conductas reales, los que llamamos «movimientos sociales» son portadores de la herencia de las luchas de liberación y también de una ideología que justifica una interpretación de la historia. Por eso, muchos grandes personajes de la historia obrera se convirtieron en dirigentes políticos que, llegado el momento, no dudaron en exigir que su partido destruyera los sindicatos. Para decirlo en términos más concretos, todo eso significa que los movimientos sociales nunca son «puros» y que, por el contrario, las revoluciones son los momentos en que los movimientos de liberación, que en sus comienzos se afirmaron con mayor fuerza, son destruidos con más crueldad. El tema no tiene por qué sorprendernos, ya que observamos cuán recurrente aparece en la historia de las Iglesias, que tan constantemente buscan identificar la trascendencia de la fe con los aparatos organizados de poder. No obstante, ¿qué tienen en común el espíritu de los Evangelios y el papado del Renacimiento? ¿Qué relación existe entre el Corán y el régimen nacido en Irán de la revolución islámica de Jomeini? Debemos aprender a aplicar esta perspectiva crítica a las situaciones que están más cercanas a nosotros, y también a nosotros mismos.

La expresión «fin de lo social», que a primera vista puede parecer vaga, tiene, por el contrario, un significado muy fuerte. Los militantes obreros tuvieron que luchar contra el poder comunista para que pudiésemos entender el sentido que había tenido el movimiento obrero; del mismo modo, son los levantamientos contra los nacionalismos árabes los portadores del sentido de la descolonización, al igual que la crítica de los roles femeninos nos hace descubrir lo que está en juego en las crisis y en los conflictos que surgen en torno a la sexualidad. Podemos expresar esta observación de manera aún más simple, diciendo que ninguna organización, ningún partido, ningún gobierno, ningún intelectual tienen derecho a identificarse con los desafíos de movimientos que, antes que ser acciones colectivas, son la afirmación de derechos universales —y no sociales particulares— contra todas las formas de control social. Con semejantes análisis las ciencias sociales entraron en crisis, en el sentido más positivo del término. Quisieron hacernos creer tantas veces que el significado de las acciones residía exclusivamente en las estructuras de producción, de dominación y de educación que les dan forma, que muchos terminamos por creer que la transformación revolucionaria de las estructuras económicas liberaría por sí misma a los actores sociales. Pero hoy sabemos que no pasa así. No fue sólo la reflexión lo que me llevó a recapacitar sobre ciertas nociones que al principio me desconcertaron, luego se me hicieron familiares y finalmente consideré indispensables. También ha sido la experiencia vivida día tras día por gran parte de la humanidad. La violencia está presente por todas partes, desde las bombas atómicas norteamericanas lanzadas sobre Japón y los campos de exterminio y de trabajos forzados en la Europa ocupada por los nazis o en Kolymá, en el imperio soviético, hasta las repercusiones de las crisis económicas, sectoriales o regionales, que desembocaron en el estallido del sistema de los préstamos hipotecarios en 2007, que al año siguiente, en 2008, pareció amenazar todo el sistema económico mundial. ¿No vivimos acaso en un mundo en llamas donde la vieja Europa va perdiendo la iniciativa mientras la sangre se derrama en América Latina, en África, en Asia y también en los Balcanes? ¿Quién todavía puede atreverse a hablar de «sociedad capitalista», de «partido nacionalista», de «sistema comunista»? ¿Acaso no está encendido ya el mundo entero, destruyendo la esperanza como si se quemara una bandera? ¿Dónde vemos a actores políticos activos, aparte de las regiones donde se mata, encarcela o exilia a los opositores? ¿No es más justo para todos hablar de «riesgo» (retomando la expresión del primero que la empleó, Ulrich Beck) y de «catástrofe», antes que de relaciones sociales de producción y de instituciones políticas? No niego las victorias acumuladas de las ciencias, la medicina y las técnicas, ni tampoco el crecimiento rápido de cierto número de países llamados emergentes. Pero ¿quién puede decir sin temor a equivocarse que dentro de 50 o 100 años quienes estudien el pasado de cierto número de países se interesarán en su progreso económico? ¿No se acordarán más bien de las dos guerras mundiales, de los regímenes totalitarios y autoritarios, de los genocidios y de la Shoah? ¿No pensarán que, si fue necesario hablar de sociedad industrial y también de colonización para caracterizar el siglo XIX, habría que hacerlo no en términos de sociedades, de instituciones y de movimientos sociales, sino de guerra, de

conquista y de destrucción, de masacres de millones de niños, mujeres y hombres, para describir un siglo en el que tan a menudo la muerte triunfó sobre la vida? ¿No es necesario que la reflexión se deje compenetrar por todo este zafarrancho, odio y violencia para que quedemos convencidos de que esas conmociones exigen la renovación de las categorías y de las interpretaciones?

LA DESCOMPOSICIÓN DE LOS MARCOS SOCIALES DE PROXIMIDAD Este alejamiento progresivo del mundo económico y del universo constituido por la conciencia del sujeto nos hace correr el riesgo de la disgregación de nosotros mismos como seres singulares, capturados en la trama de la vida social, transformando constantemente nuestros gestos, nuestras actitudes y nuestras elecciones en función de las interacciones que determinan nuestro lugar, si bien cambiante, siempre complejo y menos coherente de lo que parece, pero que nos autoriza a tener una imagen bastante nítida de nosotros mismos, una identidad a través de la cual nos reconocen los demás. Sea lo que fuere y cueste lo que cueste, tenemos que entender esta ruptura entre lo económico y lo ético y, por consiguiente, el movimiento de desocialización de nosotros mismos que se opera ante nuestros ojos tanto en la vida profesional como en la personal. Lo único que se ganó y en que podemos apoyarnos en el momento de lanzarnos a este mundo, de alguna manera nuevo, es saber que somos dobles o, si se prefiere, divididos en dos: somos seres económicos y seres morales que se esfuerzan, unos y otros, por conquistar el vasto mundo de sus interacciones a fin de hacer penetrar al sujeto y sus exigencias, por un lado, en las prácticas, así sean las más cotidianas, y, por el otro, a la inversa, en la crítica de la subjetividad de los actores, hasta que ésta aparezca determinada por situaciones objetivas, por nuestro rango en las jerarquías económicas y sociales. La ruptura es extrema puesto que, por una parte, nos arrastran nuestra voluntad, nuestras elecciones y nuestras exigencias y, por otra, somos definidos desde el exterior de nosotros mismos por el conjunto de las posiciones sociales que rigen nuestras interacciones. Ningún tema de relato que atestigüe el cambio social acaecido durante los últimos siglos es más frecuente que el de la disgregación de los medios sociales y culturales donde el lugar de cada individuo estaba determinado por la fuerza de la tradición. Muchos países, Francia en particular, vivieron durante la última mitad del siglo pasado aquello que Henri Mendras concibió con claridad como el «fin de los campesinos». El fenómeno es tan considerable que el historiador medievalista Jacques Le Goff estima que en Europa occidental la Edad Media se prolongó hasta el siglo XVIII (aunque existían focos de transformación a través del comercio, los bancos o la industria), es decir, hasta el momento en que se difundió desde Gran Bretaña el modelo dominante de la sociedad industrial. Esta imagen central está reforzada por la del declive de los estatus transmitidos, de las colectividades locales y de la aldea, que

frecuentemente también era una comunidad religiosa y un entramado cruzado de parentesco. En ella se desplegaban, cuando se cumplían ciertas condiciones, unas relaciones clánicas que, llegado el caso, podían extenderse para formar comunidades étnicas parecidas a las que todavía se resisten a la formación de Estados nacionales en Libia, Chad, Líbano, el ex CongoBrazzaville o Ruanda, para citar sólo algunos ejemplos bien conocidos. Hoy estamos acostumbrados a constatar la expansión de los movimientos migratorios de una región o un territorio tribal determinados hacia una metrópoli donde se reconstituyen en parte las comunidades de origen y donde no cesa de crecer un proletariado urbano (y sobre todo un subproletariado) consolidado por la disminución del número de las grandes familias que empleaban personal doméstico y proveedores, cuya importancia se refleja en la literatura de la Inglaterra del siglo XIX y de los países latinoamericanos de principios del siglo XX. Los vínculos sociales se distienden y el aislamiento de los jóvenes en busca de medios de subsistencia conduce a la creación de bandas cuyo número ha crecido en los países industrializados, especialmente en los Estados Unidos. Estas bandas existen a gran escala en todas las megalópolis con crecimiento rápido y la edad de sus miembros cada vez es más precoz. Todos conocemos a los gamines de Bogotá, a su equivalente fílmico mexicano, los olvidados de Luis Buñuel, así como a los numerosísimos jóvenes de São Paulo, Rio de Janeiro, Mumbai, Calcuta o El Cairo que, a menudo, representan un segmento importante de la población allí donde la tasa de fecundidad todavía no ha decrecido. Sabemos desde hace mucho que las ciudades perdidas, las favelas y otros «campamentos» o tugurios no son zonas desprovistas de organización social, pero también sabemos que sus redes sociales son informales, a menudo ilegales y vinculadas a tráficos clandestinos y a lo que Didier Lapeyronnie, refiriéndose a cierta ciudad francesa, llamó el bizness. Algunos observadores originales han propuesto la idea de que en el seno de esta población «informal» es donde germinan las iniciativas económicas, e incluso políticas, más novedosas. Sin embargo, desde que se agravó la crisis del sistema económico mundial, la inmensa masa de jóvenes sin empleo fijo escapa a las medidas de integración social implantadas por los gobiernos nacionales o locales. La familia resiste mucho mejor a la desorganización social que las colectividades locales o creadas por iniciativas privadas o públicas, aunque esto se debe a menudo a que las familias entran en relaciones de solidaridad o, por el contrario, de odio, de vendetta, que son situaciones tradicionales en la cuenca del Mediterráneo donde los conflictos entre sedentarios y nómadas, agricultores y pastores, son un rasgo social y cultural característico de las sociedades campesinas en crisis y en proceso de descomposición. La familia-clan no puede pretender conservar su lugar en la era postsocial. En estos comienzos del siglo XXI Europa es testigo, a la vez, de un debilitamiento de su capacidad de acción interna y del aumento de las inquietudes ante las amenazas llegadas del exterior, de las regiones con bajos salarios y en mal estado económico. Como consecuencia, llegan a todas partes nuevos flujos de inmigración, a menudo provenientes del este, cuando los más tradicionales solían proceder del sur. Llegan a países como Italia y Francia cíngaros originarios de Europa central, muy visibles en las ciudades, lo cual fortalece los movimientos

sociales xenófobos, e incluso racistas, que han cobrado mucha importancia en Hungría. En pocos años Italia y España han acogido a varios millones de inmigrantes, un hecho que ha acarreado un número reducido de incidentes graves, pero en Europa del norte las reacciones hostiles contra los inmigrados y, a nivel más ideológico, contra el islam, han sido más fuertes, al grado que se creó en Finlandia un movimiento político que, sobre la base de esos argumentos, ha conquistado un 20% de los sufragios desde su primera participación en elecciones. El acto más dramáticamente simbólico de esta nueva situación fue la masacre de cerca de cien jóvenes cuadros políticos de la socialdemocracia noruega por un militante de un nacionalismo exacerbado vuelto mortífero. A pesar de la reputación de extremo liberalismo de los Países Bajos, la violencia y los atentados sorpresivos se han vuelto más frecuentes ahí. En Francia, Jean-Marie Le Pen, el fundador del Frente Nacional, orquestó el empuje de la extrema derecha, aunque lo moderó su hija Marine, quien ya consiguió ejercer una fuerte atracción entre una parte de la UMP (Unión por un Movimiento Popular). El tema de la familia sigue ocupando un lugar relevante en nuestras inquietudes, tanto desde el punto de vista de la socialización como de la formación de la personalidad de los niños y adolescentes. Durante mucho tiempo caímos en la tentación de no hablar de la familia más que como impedimento para la liberación de los jóvenes que tenían que encontrar en el grupo de sus «pares» —que lo mismo podía designarse como el grupo de los hermanos (y hermanas)— un espacio de pertenencia que les ayudara a no estar condenados al aislamiento cuando se desligaran de la autoridad familiar, y en especial paterna. El grito de André Gide, «¡Familias, os odio!», coincidió con este estado de ánimo que, no obstante, igual que todos los impulsos de pura liberación, a falta de todo componente positivo o afirmativo se volcó contra sí mismo y, en adelante, remplazó una autoridad que tenía cierta capacidad de socialización por el espíritu sectario y comunitario del grupo de jóvenes, que impone normas y una conciencia colectiva. Conforme entramos en la era de lo postsocial ya no podemos contentarnos con esos juicios meramente críticos que no aportan ninguna propuesta positiva. Sin embargo, hay que hacer hincapié en un claro rechazo, por parte de los jóvenes, de la definición de la familia, entendida como agente de socialización bajo la dirección de un padre que impone la autoridad y una madre que se ocupa más directamente de la socialización de los niños. No obstante, no podemos contentarnos con esta observación y pensar como si los divorcios no afectasen a los hijos, como si las mujeres no continuasen asumiendo la mayor parte de las faenas de la vida privada mientras que los hombres conservan el papel principal en la vida pública y, en especial, profesional. No podemos seguir considerando al grupo de los hermanos como el actor privilegiado de la eliminación del poder de los padres sin preguntarnos si la estructuración de la vida de los adolescentes mediante la comunicación directa entre «cuates», que organiza un nuevo mundo privado, no encubre la presencia de los problemas de la vida actual: el desempleo, la desigualdad, la xenofobia y el regreso de un antiguo machismo. Estas prácticas sociales están descritas en muchos estudios. Hace falta desarrollarlas y

transformarlas a fin de que no permanezcan prisioneras de categorías preestablecidas. Defiendo la idea de que todas las prácticas sociales, incluyendo ésta, deben ser otros tantos campos de aplicación de la figura del sujeto, apartados de la búsqueda de la utilidad y del lucro sobre los que se ejerce el juicio de los mercados. En este momento, en que estamos entrando en la era postsocial, es necesario volver a pensar los problemas de la familia en nuevos términos, que deben combinar la búsqueda directa de la subjetivación de cada uno de los miembros de una familia con la búsqueda de los medios por los cuales estos miembros ejercen una acción positiva sobre los otros. Se trata de descubrir en las relaciones afectivas, y en lo que se puede llamar los lazos que unen a los miembros entre sí, la conciencia del éxito o del fracaso de la subjetivación de cada individuo que, en términos de interacciones, se funda sobre todo en la conciencia de esa interdependencia, en la responsabilidad de cada uno con los demás, un proceso que no puede adoptar la misma forma para los padres que para los hijos. No hay que eliminar la socialización, sino transformarla a fin de incorporarla al proceso de subjetivación. Me inclino a ir más lejos. Los mejores economistas, como Joseph Stiglitz, me han convencido de que no estamos viviendo una crisis, ni siquiera una catástrofe, o sea, un accidente más o menos grave en la huida hacia adelante del sistema económico, sino que el mismo sistema lleva décadas descansando en la idea (falsa) de la autocorrección del mercado y del comportamiento racional de los actores económicos, así como en errores de estrategia cometidos por las organizaciones internacionales, sobre todo desde el abandono de los acuerdos de Bretton Woods en 1971. Esto es lo que explica en lo esencial la falta de reacciones de parte de los dirigentes políticos y de la gran mayoría de los economistas. Es imposible pasar por alto que la economía globalizada es cada vez más incontrolable. Esta conclusión no se impone desde la crisis de 2007-2008 sino desde la gran crisis asiática de las postrimerías del siglo XX y la explosión de la famosa «burbuja de internet» en los albores del siglo XXI. Esto se debe a la supresión de los sistemas de control de los mercados desde el fin de la reconstrucción de la posguerra. Es comprensible que se hable de la impotencia de las instituciones, de la inutilidad de invocar el derecho a la educación y a la salud cuando nos golpea una crisis de deuda nunca antes vista, un endeudamiento que tenemos que considerar como el remedio más costoso y más peligroso que existe, puesto que no logra más que desplazar las repercusiones de nuestros fracasos y de nuestra imprudencia hacia las generaciones futuras, que las sufrirán con más intensidad. Estas observaciones ¿no justifican acaso el punto de partida de mis análisis? El mundo económico que, se supone (equivocadamente), funciona conforme a su propia racionalidad, ¿no está aislado de la vida social en su conjunto, de la psicología de los actores y de todos nuestros conocimientos? De alguna forma es posible resumir la evolución actual como sigue: pertenecemos a grupos definidos por una experiencia y una memoria colectivas que van debilitándose a medida que la economía en todas sus formas, tanto la producción como el consumo y la comunicación, se globaliza; es decir, pierde sus raíces, se desvincula de las experiencias vividas de las que podríamos esperar legítimamente una formulación o una

significación más generales. Esto induce un proceso de desocialización mediante la sustitución de objeto, de lenguaje y de cálculo. No se trata del resultado de ningún complot ni de la afirmación de una voluntad de conquista. Es algo más simple: por su modo de creación y utilización, el mundo de la ciencia y las técnicas se desvincula cada vez más de las circunstancias particulares. Ello no nos impide detectar numerosos casos en que las estrategias privadas (o públicas) impulsan —incluso, a veces, imponen— esta desocialización que agrava nuestra conciencia de estar dominados por un mundo ajeno a nuestras propias preocupaciones. Ante esta fuerte tendencia que, hoy en día, parece imposible descartar, existen dos respuestas principales que se combinan y al mismo tiempo se oponen. La primera, que evoqué antes, es el rechazo de lo que nos parece llegado del exterior y «ajeno». En una gran cantidad de países la gente se queja de la «norteamericanización» o, más generalmente, de la «occidentalización» del modo de vida. La crítica es pertinente en la medida en que no se puede evaluar ninguna técnica independientemente de las condiciones en que fue concebida y difundida, sin perjuicio de que se acoja favorablemente tal o cual técnica «occidental» porque facilita la vida o la sobrevivencia. Tenemos que renunciar a la ilusión según la cual todo cuanto constituye nuestro modo de vida tiene valor universal, pero también, a la inversa, tenemos que abandonar la idea de que las culturas son conjuntos cerrados, incomunicables, y que deben mantenerse dentro de su territorio de origen. En realidad, somos muy pocos los que deseamos esto y, por el contrario, nos tomamos la libertad de utilizar instrumentos, técnicas o medicamentos concebidos en otros lugares. Es más difícil presentar la segunda respuesta, de naturaleza más positiva. Desde un primer enfoque, sugiere que cesemos de comportarnos como consumidores dependientes y adquiramos el conocimiento de las técnicas a las que recurrimos, a fin de ser aptos para decidir con conocimiento de causa en qué casos hemos de emplearlas. De hecho esta formulación abarca una realidad muy concreta: conforme se eleva el nivel de educación general crece nuestra capacidad para entender el funcionamiento de los instrumentos, las técnicas y los medicamentos. La simple voluntad de evitar accidentes nos impulsa a mejorar nuestros conocimientos. Ciertamente, es fuerte la tentación de remitirnos a los juicios de los especialistas o, de manera más sencilla, a las instrucciones de utilización; pero sea lo que fuere, la actitud de los enfermos con relación a los tratamientos que se les aplica revela transformaciones profundas y rápidas: se informa cada vez mejor al paciente acerca de su enfermedad y de la naturaleza de los cuidados que se le proponen. Esto es positivo y mejora mucho la calidad de las relaciones entre el enfermo y su médico. Sin embargo, estas formulaciones pueden parecer excesivamente generales, y con justa razón se les reprochará el que no sean fácilmente transportables en términos de política económica y social. No obstante, conviene criticar a su vez esta crítica. En efecto, la separación entre lo económico y lo social —que, como consecuencia de dicha separación, es remplazado por juicios éticos— conlleva el riesgo de una dominación del campo social por una economía que ya no controle ni oriente ninguna fuerza que asocie la economía a obras útiles de igualdad, justicia y libertad. La necesaria interdependencia de una economía globalizada y de objetivos de justicia e igualdad nunca debe recusarse, ni siquiera criticarse.

El problema mayor de nuestras sociedades es que precisamente tienen que dar nuevo fundamento a estos grandes principios universalistas que durante mucho tiempo tuvieron una fuerza propiamente social y que, en adelante, deben lograr transformarse en exigencias éticas.

EL RETROCESO DE LAS INSTITUCIONES SOCIALES Retomemos nuestra observación más general porque nos obliga a reconocer el derrumbe de las viejas instituciones, cuyas consecuencias rebasan con mucho las de una crisis económica, por muy grave que sea. Lo repetimos: lo que llamamos sociedad es la utilización de recursos diversos de acuerdo con las principales orientaciones culturales, en particular la definición de lo permitido y lo prohibido, en virtud de un funcionamiento adaptado de las instituciones sociales. Éstas constituyen así el lazo entre los recursos y los valores. Fijan las normas de autoridad, las jerarquías, las condiciones laborales, los programas escolares, el castigo de crímenes y delitos. No todas las reglas administrativas se derivan de normas sociales. Día tras día se amplía el ámbito de la gestión automática de procesos, de los más sencillos a los más complejos. No estoy diciendo, por tanto, que una crisis de los recursos o, de forma complementaria, una crisis de los valores impida, por ejemplo, el funcionamiento de los sistemas urbanos de señalización que permiten o prohíben a los vehículos el paso por un cruce. No obstante, si cursé la totalidad de mis estudios de secundaria y preparatoria en clases exclusivamente masculinas, se debió a que la institución escolar separaba a los alumnos y las alumnas alegando motivos no sólo sociales sino más profundos y perdurables, como lo demuestra el hecho de que no se impuso en Francia la escuela mixta sino mucho más tarde, después de 1968. Los debates más graves y más perdurables son los que atañen a la democracia: uno de los campos está apegado a la democracia representativa y, por lo tanto, a los procesos electorales, mientras que el otro, cuya influencia se ha incrementado en los últimos tiempos, sobre todo gracias al movimiento alter-mundista, reclama una democracia más participativa; otro más, sensible a la complejidad de las decisiones que hay que tomar, aspira a una democracia más deliberativa y exige la intervención de comisiones de sabios o de especialistas. Todos añaden que puede suceder que ciertas decisiones económicas de gran importancia pueden tomarse bajo la presión de los intereses más poderosos y de sus lobbies, y que, por consiguiente, resulta difícil definir y respetar los criterios de las decisiones democráticas. Estudiemos otras situaciones de crisis que, al mismo tiempo, son muy fáciles de definir y muy relevantes debido a todos los elementos que están en juego. Sentimos gratitud por la educación pública, gratuita y obligatoria implementada a fines del siglo XIX porque creó una vasta clase media republicana, por ejemplo en Francia. Quienes se enorgullecen de haber sido becarios deberían acordarse de que muchos de aquellos a quienes reprochan que sean herederos fueron también hijos de becarios, y deberían recordar que muchos becarios de ayer

y de hoy han dado nacimiento a jóvenes que, desde hace ya mucho tiempo, son herederos. En cambio, en cuanto se interrumpe el movimiento ascendente y baja el nivel medio de calificación y de ingresos, o no coinciden correctamente las formaciones impartidas con las necesidades del mercado del trabajo, la llamada escuela republicana retrocede inmediatamente, generando una crisis social que todo el mundo vive con dolor. Así fue como, después de la segunda Guerra Mundial, los franceses se percataron de que el «ascensor social» estaba fuera de servicio. Del mismo modo son conscientes de vivir algo absurdo cuando se les muestra el porcentaje de reincidencia de los delincuentes salidos de la cárcel. ¿Podemos admitir que la verdadera función de las cárceles es aumentar la criminalidad, y la verdadera función de la escuela incrementar las desigualdades? En otros casos, las palabras más corrientes de nuestro vocabulario han adquirido significados tan diferentes que cuando las empleamos ya no sabemos lo que designan. Sucede con la palabra ciudad, porque nadie puede llegar a pensar que el burgo o la comuna italiana del siglo XV pertenezcan al mismo conjunto que las inmensas zonas urbanizadas actuales de Lagos, Bombay o México. La palabra familia designa tanto el conjunto de los descendientes y ascendientes de una pareja heterosexual como una familia llamada «recompuesta», formada por la reunión de los padres e hijos nacidos de parejas anteriores, o también el conjunto constituido por una pareja de padres del mismo sexo que adoptó hijos, o tuvo hijos mediante la procreación médicamente asistida o por intermedio de una madre portadora, la cual, en general, no forma parte de la familia en cuestión. Con esta observación no apuntamos a condenar de ninguna manera determinadas situaciones, sino interrogarnos sobre la significación real de una palabra que puede tener significados tan diversos. La expresión «familia normal», que todavía se empleaba hace medio siglo para hablar de una pareja de padres heterosexuales con hijos, ya no es válida, y además ya no se usa. ¿Acaso no sabemos que tanto en Francia como en Suecia más de la mitad de los niños nacen fuera del matrimonio? Estos hechos suelen tener graves consecuencias. Si en una pareja de lesbianas fallece la madre biológica de un niño, ¿cuál es el estatus de la mujer que la sobrevive? No podemos permanecer indiferentes frente a esas situaciones tan absurdas como injustas. ¿Es exagerado decir que, en muchos casos, las categorías sociales clásicas ya quedaron desposeídas de su significado y que las consecuencias de ese vacío son dramáticas para muchos adultos y niños? El reconocimiento, próximo quizá, de los derechos de las personas bisexuales y transgénero ampliará aún más el empleo de palabras que ya estaban en el centro de nuestro vocabulario. ¿No sería más sencillo adaptar las palabras a los hechos antes que los hechos a las palabras? Incluso aquellos que no quisieran reconocer más que categorías «naturales» se dan cuenta de que la situación actual es tan confusa que es imposible volver atrás. El presente análisis debe defenderse contra la objeción que consiste en atribuir toda la responsabilidad de la desocialización a la crisis de la economía y al triunfo de la especulación. En efecto, ¿por qué no darle la misma importancia —insisto en ello en este libro — al desplazamiento de las relaciones sociales desde lo colectivo hacia lo interpersonal, una

tendencia muy antigua, incluso señalada por algunos como una característica de la cultura europea, debido a la importancia que tiene en Europa el tema del conflicto entre la elección amorosa y las reglas de la vida social? ¿Y por qué no mostrar que las relaciones sociales son muy diferentes dentro de las empresas y en otros ámbitos, lo que es otra forma de separar el mundo económico del mundo social, un fenómeno cuyos efectos son mucho más importantes que las repercusiones de las tentativas bien intencionadas de «humanizar» las empresas? La descomposición de lo social pone cara a cara los intereses económicos y los valores culturales, y elimina las instituciones sociales. En lugar de vivir la imbricación entre la moral y el interés, nos enfrentamos cada vez con más frecuencia a conflictos directos entre ellos. Entiendo a quienes hacen una elección contraria a la mía, pero me parece que la presión del dinero —generalmente, dinero sucio— es tan grande que es más sensato desenvainar de una buena vez el sable moral y atacar sin perder tiempo que dudar en utilizarlo. Podemos desear que el mundo se vuelva menos rudo, tal como sucedió en parte durante los «Treinta Gloriosos», pero seguimos inmersos en los «Treinta Peligrosos», años durante los cuales la riqueza ha privado sobre la justicia. Tengamos pues el valor de no perder las oportunidades de combatir en favor de la igualdad y las libertades. Y reconozcamos para comenzar que, si las instituciones sociales a su servicio perdieron fuerza, la acción voluntaria puede compensar al menos parte del retroceso.

DE LA CLASE OBRERA A LA PRECARIEDAD Las declaraciones atronadoras relativas al «fin de la clase obrera» y la nueva «sociedad del ocio» pronto fueron corregidas. Si bien la desindustrialización acarreó una fuerte reducción del número de asalariados o de obreros en grandes países industriales, como los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, no hay que olvidar, por ejemplo, que todavía en la mitad de las familias francesas vive un trabajador o una trabajadora clasificados como obrero u obrera. Y nos afectan tanto las repercusiones de la desindustrialización que esperamos que pronto vuelva a aumentar la población del sector secundario. En efecto, es imposible aceptar la desindustrialización como un hecho neutral, o incluso positivo, mientras los viejos países industriales necesitan imperativamente producir o exportar productos de alta tecnología a los nuevos países desarrollados. Sin embargo, es cierto que, aunque el denominado sector «secundario» volviese a cobrar importancia, no por ello los asalariados llegarían a constituir una «clase obrera», es decir, un actor central de las sociedades industriales. Remito aquí a mi estudio, ya antiguo, sobre la conciencia de la clase obrera (La Conscience ouvrière, París, Seuil, 1966) donde queda demostrado que ésta alcanzó su punto álgido justo antes de que la autonomía profesional de los obreros calificados de las industrias metalúrgicas fuera destruida por los métodos de organización del trabajo reunidos bajo el nombre de «fordismo». En los Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Francia, este periodo se sitúa entre 1900 y 1930. En el caso de Francia, la conciencia de clase culminó con la gran huelga de los obreros de

Renault en 1913. Sin embargo, sus repercusiones políticas y sindicales más trascendentes se produjeron con el Frente Popular de 1936; es decir, poco después del New Deal de Roosevelt. Después de la caída de la Alemania nazi, Gran Bretaña, Francia, Italia y, en menor medida, los Estados Unidos fueron marcados por la sobrevivencia de una fuerte conciencia obrera asociada, en Francia y en Italia, a la existencia de un Partido Comunista. La identificación de la Unión Soviética al totalitarismo estaliniano fue la primera señal importante del retroceso del papel político de la clase obrera. La mundialización del capital financiero condujo finalmente al debilitamiento del binomio contrapuesto capital-asalariados, debido a los efectos de una separación cada vez más nítida entre los asalariados de las empresas, cuyas condiciones habían mejorado gracias a los progresos de la productividad y a la acción del mismo movimiento sindical y político, y todos los trabajadores precarios o desempleados total o parcialmente excluidos del mercado de trabajo. Fue en ese periodo cuando pudo observarse que numerosos obreros votaban en favor de partidos nacionalistas de extrema derecha, a menudo impulsados por la xenofobia y el racismo contra los inmigrados recientes o las poblaciones musulmanas en nombre de las cuales algunos grupos políticos, cuando no ciertos Estados, aplican una política antioccidental. Ya no se trata de un proletariado definido por un conflicto central con los dueños de los medios de producción, sino de algo completamente opuesto: una protesta, frecuentemente basada en temas nacionalistas, contra las amenazas que el capitalismo globalizado hace recaer sobre las categorías sociales más frágiles de los viejos países industrializados. Ninguna categoría social, ningún conjunto de categorías profesionales han tomado el relevo de la clase obrera. Y si bien la socialdemocracia aún concita a la mayoría de los asalariados, su teoría y sus prácticas políticas ya no estriban en «relaciones sociales de producción» definidas como relaciones de clases. En este nuevo contexto se tornó imposible identificar a la izquierda con los pobres y a la derecha con los ricos, puesto que la derecha atrae a menudo a los trabajadores más pobres mientras que la categoría media, como los maestros, por ejemplo, se mantiene fuertemente ligada a la izquierda. Con el desarrollo de la sociedad industrial, el conflicto central entre el poder monárquico y la nación republicana había dejado el lugar al conflicto entre empleadores y asalariados; a su vez el presente conflicto está cediendo el lugar al que opone unos sistemas administrados con fines de lucro y poder y unos sujetos que luchan por la defensa de sus derechos sociales y culturales.

¿EL FIN DE UNA HISTORIA? No hemos llegado aún al fin de la historia, pero constatamos que se están formando nuevos campos de experiencias y de debates políticos. Los actores ya no se definen por su historicidad, por el nivel de dominación sobre el entorno de la sociedad donde viven.

Debemos admitir que esta constatación nos desconcierta. ¿Vivimos en un mundo que está retornando al estado salvaje o, a la inversa, bajo la dominación absoluta de un Big Brother? Dudamos en emplear palabras de antaño para calificar la fase actual de la historia del mundo, sobre todo de su parte occidental, donde funcionan instituciones democráticas, donde se han constituido «redes sociales» de comunicación no controladas y donde muchos países, después de haber obtenido que las mayorías ejerzan el poder, buscan reforzar los derechos de las minorías. Podemos lamentar, por cierto, que se hayan agotado los debates intelectuales o políticos, podemos deplorar la extrema gravedad de la crisis económica que amenaza a toda Europa, pero si bien estas constataciones nos preocupan profundamente, no parecen justificar el recurso a una expresión tan radical como el «fin de lo social», ni siquiera si observamos el mundo desde los Estados Unidos, y menos si se considera desde China o Brasil. El «fin de lo social» significa, en primer lugar, el fin de la sociedad industrial, y la expresión nos conduce aún más allá de la sociedad posindustrial —que hay que redefinir más precisamente como la era de la información—. La ruptura más profunda, y también la más visible, es la que coloca una producción en adelante mundializada, mejor dicho, globalizada, por encima de todos los sistemas de control social y político. La producción globalizada no corresponde a la formación de una sociedad mundial, por más que muchos aspiren a su desarrollo. Abundan las razones para que los europeos, en particular, deploren la ausencia de instituciones europeas económicas y políticas capaces de contener las crisis y dotar al euro de las bases indispensables para su existencia: la convergencia de las políticas fiscales y el acercamiento de las políticas presupuestarias que indiquen la voluntad de dotar a Europa de una capacidad de acción política. Esta distancia inmensa que se abrió entre el sistema económico y las voluntades sociales y políticas no es comparable con lo sucedido en el pasado, ni siquiera en la Europa westfaliana dominada por las guerras y la competitividad entre los países europeos. La tan estimulante expresión «economía-mundo» no designa realidades equiparables cuando se aplica a Portugal o a España en la época en que lanzaron sus expediciones marítimas y crearon imperios y cuando se aplica a la economía globalizada cuya crisis general estalló en 2007-2008, después de otras muchas crisis regionales y sectoriales. Esta disociación entre la economía y la política priva de todo sentido a las instituciones cuya función es transformar los recursos en reglas de organización social. No es exagerado afirmar que las nociones que utilizamos para describir nuestra experiencia social carecen de todo sentido ante esta nueva realidad. Es todavía más fácil constatar que nuestras conductas son cada vez menos sociales, tanto cuando se repliegan en tradiciones culturales, en particular religiosas, como cuando atañen al juego o al cálculo, y observamos que suelen ser impotentes frente a los accidentes coyunturales o al poder de los Estados autoritarios. Huelga explayarnos en todos estos temas, que son familiares a los sociólogos. Asimismo bastará con recordar que los medios de comunicación masivos, a los que se reprocha que trabajan al servicio de intereses ajenos, imponen en realidad sus criterios de evaluación económicos o ideológicos a una población que ya no sabe hablar del amor o de la muerte sino a través de la referencia a tal o cual

teleserie o a los rumores que circulan en las redes sociales, a tal grado que el modo de comunicación parece importar más que el contenido del mensaje en el vasto mundo de los medios de comunicación donde se disuelve parte del mundo político. El mundo de los medios de comunicación masivos tiene como consecuencia que gran parte de la población viva en un mundo imaginario, que no siempre está directamente al servicio de los intereses más poderosos; sin embargo, mantiene a los individuos y los grupos al margen de las acciones que pudiesen llevar a cabo, pero cuyas bases no deberían ser imaginarias sino simbólicas (citando la importante distinción establecida por Lacan). En estas condiciones ninguna regla de funcionamiento mediático contradice la preferencia que tantas fuerzas económicas y sociales le confieren al dinero. Por el contrario, cualquier forma de acción puede considerarse seria cuando el compromiso en la acción puede tener consecuencias graves para el actor. La oposición entre el mundo imaginario y el mundo serio debería tener, en nuestras reflexiones, la misma importancia que atribuyo a la oposición de los actores a los sistemas, porque se trata de hecho de la misma oposición y el mismo conflicto. Lo que sacamos en conclusión de estas observaciones, por cierto conocidas, pero a las que quizá no dedicamos la suficiente atención, es que buscamos orientar nuestras conductas (aparte de la influencia masiva que ejercen sobre ellas el sistema económico y las lógicas del poder) hacia objetivos que ya no pueden llamarse sociales. Esta afirmación es de suma importancia para lo que llamamos la sociología; es decir, una categoría del conocimiento que tiende a perder su significación con la misma rapidez que las categorías de la práctica social que constituían su objeto de estudio. Por el contrario, son las categorías morales las que señalan más directamente la presencia de un juicio moral y definen mejor las conductas que se difunden hoy más rápidamente. La unión inseparable de categorías económicas o políticas y de categorías morales que hemos conocido durante nuestra larga modernización cedió el lugar a yuxtaposiciones, de hecho siempre conflictivas, de categorías morales y de categorías económicas y políticas. A cada instante se separan y oponen así conductas que nos parecen eficaces y otras que consideramos morales. ¿Hay que concluir de ello que todo conflicto es un enfrentamiento entre el Bien y el Mal y que éstos están tan separados como dos uniformes enemigos en un campo de batalla? Lo contrario es la verdad. Es cuando lo sagrado se mezcla con lo profano en la vida social y política cuando el colonizador se siente civilizador y el financiero explota al trabajador en nombre del progreso. En la situación posthistórica y postsocial en la que vivimos, la frontera entre el Bien y el Mal pasa cada vez más claramente entre el sentido que reviste la acción para el actor y los efectos objetivos, económicos o políticos, de un tipo de autoridad u organización. A esto se suma que el sentido que el mismo actor da a su conducta no cesa de ganar importancia, tornando insoportables la mentira y la hipocresía. Es preciso revertir la manera de leer los sucesos históricos como nos la enseñaron durante el periodo en que nuestras sociedades eran más «históricas». Los franceses tienen una gran experiencia en esta clase de lectura puesto que sus dirigentes políticos del siglo XIX, e incluso del XX, gustaban de decir que había que aceptar toda la Revolución francesa en bloque,

admirarlo todo u odiarlo todo. Hoy en día ya no aceptamos esos discursos propagandísticos que llegaron hasta celebrar el culto de los jóvenes héroes que habían denunciado a sus padres por traidores a su patria o a su partido. Ya no descubrimos el sentido de nuestras conductas elevándonos a las cumbres de la historia sino que, por el contrario, hemos de descubrir caminos a menudo escondidos, o incluso prohibidos, recorridos por quienes saben por qué sufren y por qué pelean. La memoria oficial está saturada de escenarios de teatro falaces. ¿Acaso no fue escuchando a los trabajadores, a los pobres, a los presos, a los enfermos y a las mujeres como la sociología, primero en Inglaterra y Francia, develó las formas de poder y de conflicto que atravesaban la sociedad industrial? Los que quieren entender las situaciones vividas en el mundo contemporáneo siempre deben adentrarse en la conciencia de todos aquellos que, para sobrevivir y ser escuchados, tienen que hablar el lenguaje de las órdenes que se les imponen. En el curso de los últimos años hemos pasado de la idea de una crisis del sistema, que aún implica la de un retorno posible a una situación «normal» —es decir, al funcionamiento del sistema que simplemente habría sido conmocionado y puesto en peligro por la crisis—, a la idea, muy diferente, de una alteración fundamental de la situación y un trastorno del pensamiento. Esto no ocurre a través de una revolución, de una mutación ideológica o de la creación de nuevos modos de gestión política de las sociedades más modernizadas, sino mediante la descomposición de las sociedades llamadas «históricas»; es decir, definidas por su misma historicidad. Aparte de mí, hace mucho que varios estudiosos están dedicando a la idea de sociedad de masas toda la atención que merece y que retoman, fundándolas en estudios, las constataciones hechas por la «psicología de las multitudes». La sociología cognitiva esclareció esta destrucción de las formas antiguas de acción social cuando demostró que los nuevos medios de comunicación, y sobre todo las redes sociales, ocupan hoy un lugar más importante que la televisión y los medios anteriores. Ya no podemos considerar esta destrucción como una liberación de la dominación ejercida por élites productoras a la vez de un pensamiento racional y de su propio poder. Las características de esta comunicación de masas, que puede interpretarse, al parecer, como el repudio no sólo de pensamientos racionales elaborados sino también de barreras de protección de las élites sociales dominantes, no se derivan pues de un nuevo modo de pensar y de organizarse a nivel social sino, al contrario, de la destrucción de la totalidad de las sociedades históricas fundadas en el predominio del pensamiento racional, la imposición de gratificaciones diferidas en vez de la satisfacción inmediata del deseo, así como de los estrechos lazos entre los privilegios sociales y la adhesión a la moral del trabajo, del ahorro y de la inversión. La difícil construcción de la democracia no es arrastrada por una corriente revolucionaria, un modo de destrucción del que conservamos una terrible experiencia; tampoco por la potestad del propio capitalismo, porque lo más frecuente es que el poder político imponga su voluntad al poder económico. La destrucción nos llega desde donde menos la esperábamos: de la práctica a la que todos se refieren con admiración como democracia directa, cuando en realidad suele tratarse de comunicación directa entre dirigentes y grupos de presión. El punto de vista de los consumidores tiende a ganar a los productores, igual que los efectos del modo

de comunicación prevalecen sobre el contenido del mensaje transmitido. Durante mucho tiempo el pensamiento político «espontáneo» vio en estas constataciones la prueba de que todas nuestras prácticas sociales, culturales y políticas eran signos de la dominación de una clase sobre la sociedad en su conjunto. Incluso entre las feministas, ¿cuántas militantes no pensaron en la mujer como la proletaria, la sirvienta o la esclava del hombre, lo que permitía reducir el mismo feminismo a no ser más que el frente femenino de la lucha de clases? Asimismo, muchos sociólogos se negaron a considerar a la juventud como un actor social real puesto que, según ellos, había tantas diferencias entre un joven obrero y un joven burgués como entre un adulto burgués y un adulto obrero (empleo intencionadamente los términos más burdos del análisis social). Hicieron falta varias generaciones de movimientos sociales culturales o políticos, impulsados en su forma más visible por jóvenes militantes, desde los movimientos de los jóvenes norteamericanos y franceses de la década de 1960 hasta las grandes congregaciones de la plaza Tahrir en El Cairo, para que nos interrogáramos con seriedad acerca de la naturaleza y la importancia de esta categoría: la juventud, que no es sólo una fracción de «clase» ni simplemente una edad de la vida. Así fue como, desde 1989, año de la caída del muro de Berlín y del imperio soviético, y año también de Tiananmen, se hizo indispensable construir nuevas categorías sociológicas y políticas. Desde este punto de vista, tenemos que reconocer la existencia de una ruptura mucho más profunda que las que separaron las diferentes etapas de las sociedades industriales. Por mi parte, he tomado aquí como punto de partida de mis reflexiones la clara separación entre la formación de la sociedad posindustrial, cuya naturaleza se hizo más inteligible cuando Manuel Castells le dio el nombre de «era de la información», y el paso a lo que hoy defino como sociedad posthistórica, cuyo otro atributo, aún más importante, consiste en que es una situación postsocial. Una vez puesta en tela de juicio y aun descartada la idea de sociedad como instrumento de análisis, nos encontramos frente a la oposición abierta entre unos sistemas económicos y sociales, o regímenes políticos guiados por la búsqueda predominante del lucro y del máximo poder, y la defensa directa, separada de toda intermediación institucional, de un sujeto que es la conciencia por la cual el individuo o el grupo se reconocen ellos mismos como portadores de derechos universales. Esta formulación, con la que tendremos que contentarnos mientras no hayamos avanzado más en el análisis de nuestras prácticas y nuestras representaciones, nos obliga a operar una ruptura profunda con nuestros modos de pensar anteriores y a elaborar la mejor comprensión posible de la nueva situación. Esto no significa que en nuestra opinión los problemas económicos hayan perdido importancia. En los países democráticos el desempleo sigue siendo la amenaza que más resiente la población. Francia dio un claro ejemplo de esto en la década de 1990, cuando se partió en dos por una huelga importante, prolongada brevemente por algunas tentativas de intervención de la izquierda radical. Las elecciones que siguieron, sin embargo, mostraron que no se dio el paso de esas inquietudes a un voto de clases fundado en una ideología revolucionaria. Además, se sabe que el retroceso del voto comunista, posterior a las presidencias de François Mitterrand, coincidió con el desplome del imperio y la ideología

soviéticos, y también sabemos que la orientación del Partido Socialista hacia las clases medias, particularmente al sector público, condujo a una parte notable del electorado obrero a acercarse al Frente Nacional. Fracasaron los esfuerzos de Nicolas Sarkozy por frenar duraderamente esta tendencia y captar ese voto popular falto de perspectivas de victoria o siquiera de influencia. El Frente Nacional que, para mayor sorpresa de todos, se había situado en el segundo lugar del primer turno de las elecciones presidenciales de 2002, se consolidó más aún en 2012 cuando Marine Le Pen remplazó a su padre en la candidatura de este partido, y como portadora de la voluntad de transformar y dirigir todas las derechas en Francia. Sin embargo, se trató más bien de un voto de defensa y repudio que de la expresión de una voluntad de llegar al poder. El declive de la idea de sociedad es ante todo el de la sacralización de la acción histórica y de las filosofías de la historia. El sol de la historia se puso en 1989 en los escombros del muro de Berlín y, en Beijing, en la plaza de Tiananmen, exactamente dos siglos después de que en París saliera en la plaza de la Bastilla. Transcurrieron dos siglos intensos desde la emergencia de la sociedad industrial en Inglaterra y la independencia de Estados Unidos a finales del siglo XVIII. No obstante, esto no quiere decir que el sol de la modernidad se haya puesto, aunque los neones de las publicidades y la explosión de las bombas atómicas que aplastaron a Japón opacaron su luz. En estas condiciones podemos tomarlo todo en serio o mofarnos de todo, incluso de aquello que respetamos. Se confunde lo mejor con lo peor, al igual que la energía abundante y los riesgos de catástrofe nuclear. Pero nunca más seremos dioses. Conforme crece nuestra capacidad de creación y de destrucción nos vamos extraviando por los vericuetos de la duda y la confusión. Ya no nos encontraremos con la luz intensa y fría de la racionalidad triunfante. La comunidad con la que muchos de nosotros seguimos soñando siempre se transformará en un poder que la proximidad vuelve aplastante. Hemos de renunciar a la ilusión de que vamos pasando de la sombra a la luz o del logos creador a la maraña de las técnicas. A la mezcla de lo divino y lo social en lo sagrado sucede la mezcla del sujeto y el individuo, incluyendo su vida biológica, su sexualidad y la actividad de su cerebro. Al sujeto transcendente sucede un sujeto-cuerpo al mismo tiempo que un sujeto-razón. La conciencia de la creación se voltea hacia sí misma como conciencia del sujeto humano creador y transformador de sus experiencias vividas y de su ambiente. El individuo humano no puede separarse por completo de lo que, en sí, no es sujeto o ni siquiera se opone a su subjetivación. Cualquier intento de retorno a una visión religiosa del hombre y la naturaleza no podría conducir más que a la sacralización del poder político y social que este retorno pretende imponer. La conciencia de sí como conciencia de ser sujeto se define por la defensa de los derechos universales contra todas las formas de poder; pero no existe nunca ni en ninguna parte un entendimiento cabal y exclusivo del sujeto, ni cuando éste es reconocido como una forma de conciencia del ser humano, ni tampoco cuando se concibe como trascendente.

LA REVOLUCIÓN PERDIDA

Lo que desapareció más brutalmente es la definición de la Unión Soviética como república de los trabajadores, obreros y campesinos, una definición que los Jemeres Rojos impusieron a su vez a Camboya a costa de la aniquilación de gran parte de su población. Es incluso difícil hablar de sociedad en el caso de países dirigidos por un poder central, sea militar, religioso o político. Después del despiadado ejemplo de la Alemania nazi, hemos visto guerras que condujeron a masacres masivas, aun en la ex Yugoslavia, muy cerca del corazón de la vieja Europa. La idea de sociedad se ha vuelto a la vez demasiado débil y demasiado brutal para conservar su papel; designa pertenencias cada vez menos, y cada vez más, pugnas internas y externas. La mayor conmoción, la que le quitó su fuerza dinámica a la idea de sociedad, fue el declive de la idea de revolución precisamente definida como la toma por la fuerza del poder del Estado con vistas a una transformación en profundidad de la organización económica y social y de la representación que tienen los ciudadanos de su sociedad. La idea de revolución, más que cualquier otra, definió la vida social en términos políticos. Aunque ya no soñemos con ninguna toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno, y aunque no vislumbremos otra vía que no sea la de las urnas para llegar al poder, la sociedad se concibe antes que todo en términos políticos y voluntaristas. El análisis económico no ocupaba un lugar central en el pensamiento revolucionario y menos aún el análisis sociológico porque los movimientos revolucionarios tenían objetivos políticos que, según pensaban sus teóricos, era lo único que podía transformar la vida económica y social, liberándola de sus contradicciones. El pensamiento y las esperanzas revolucionarias se derrumbaron porque desapareció la confianza en la acción política. No asistimos al triunfo de una democracia social y cultural sino a la formación de una nueva élite dirigente que, en nombre de la razón y del proletariado, aplastó los movimientos populares. Un nuevo poder remplazó al antiguo, pero el nuevo poder únicamente obedece a la lógica de su propio fortalecimiento. Cualquiera que sea nuestra interpretación de la situación mundial, sea que le concedamos el papel principal a la globalización de la economía o a los descubrimientos científicos y técnicos o bien a la mezcla de las poblaciones, en todos los casos repudiamos el voluntarismo político del que pensamos, cada vez más a menudo, que no nos lleva sino a la corrupción y la represión. Hemos visto cómo se desplomó la Unión Soviética y ya no creemos que un crecimiento acelerado pueda resolver por sí mismo los problemas sociales de China. Estamos convencidos de que, pese a todos los obstáculos, los chinos se esforzarán cada día más por conquistar derechos. La sociedad no se volverá «democrática» de modo natural, sino que tendrá que derribar el sistema político establecido o limitar su poder. Ha sido tan poderosa la idea de revolución, particularmente en Francia, América Latina, China y en los países liberados de la colonización, que se identificó con la de sociedad y que todavía hoy su influencia es profunda, incluso en los Estados Unidos, Gran Bretaña y los países con los que están vinculados. No obstante, nada puede ocultar un hecho esencial: la idea de revolución, que conserva gran parte de su atracción ideológica, perdió su potencial de movilización política y la idea de sociedad revolucionaria ya no designa más que la dominación de un Estado totalitario sobre la

vida social en su totalidad. Algunos investigadores creyeron su deber remplazar la sociología de clases y de conflictos sociales por un análisis de las comunidades y de los conflictos culturales. Con esto, querían volver a dar a la crítica social radical la fuerza que había perdido en los países industrializados. En realidad, esta tentativa de revitalización no redituó más que resultados débiles y discutibles, muy inferiores a los que había producido el análisis marxista. Hay algo más grave: se abandonó la reflexión relativa a los conflictos sociales en provecho de un pensamiento sobre la identidad y la diferencia, lo que acarreó todas las desviaciones comunitaristas que este tipo de análisis sugiere. El pensamiento social inicia un viraje necesario, completamente distinto. Ya no se trata de construir una sociología del orden y de las resistencias contra el cambio, sino una ideología del movimiento que se extienda desde la observación de las conductas individuales hasta la de las luchas contra la lógica dominante de la economía globalizada. Este cambio de perspectivas se impuso con mayor fuerza en el estudio de las migraciones internacionales. En la época, ya lejana, del florecimiento de la Escuela (sociológica) de Chicago, que fue la primera gran aventura colectiva de la sociología empírica, se planteaba el problema de la integración de los inmigrados en la sociedad de los países denominados de acogida. Hoy en día semejante definición general ya no está adaptada a las trayectorias observadas. El tema de la inmigración ha sido remplazado por el de la diversidad creciente de las prácticas migratorias, cada vez menos orientadas a la integración en una sociedad diferente de la de origen. Se están formando zonas, a veces inmensas —alrededor de Estambul, por ejemplo—, que no son ni puntos de partida ni puntos de llegada, sino más bien zonas de paso y de nomadismo, regiones fronterizas o zonas francas donde las actividades ilegales y no controladas suelen ser más importantes que las formas de empleo reconocidas por las instituciones nacionales. Son ejemplos de estas nuevas formas de migración los habitantes del África subsahariana que se van al Magreb, los egipcios o los palestinos que buscan trabajo en los países del Golfo. Las administraciones suelen hablar de clandestinos y de «indocumentados» pero sería más atinado considerar estas poblaciones como un potencial de creación de empleos y empresas, como lo hizo, por ejemplo, Michel Péraldi en Marsella. La lógica de los actores es antes que nada individualista y no se explica solamente por desigualdades en los ingresos entre los países del Norte y los del Sur. Lo que constituye el principal interés de este dominio de estudios en rápida expansión es que se enfocan en el sentido y el objetivo que los actores dan a sus conductas, y ya no en el fortalecimiento o debilitamiento de las sociedades a donde se dirigen los flujos migratorios. Se objetó que este punto de vista reducía a la sociedad a un conjunto de mercados. Hay que rechazar esta crítica con firmeza. La principal oposición no se da entre las prácticas individuales y las prácticas colectivas, sino entre un análisis centrado en las situaciones y otro centrado en las conductas. Este cambio de perspectiva se aplica a un gran número de dominios. El más visible es el que opone una sociología del parentesco a una sociología de la sexualidad considerada en todas sus dimensiones, tanto afectivas y cognitivas como puramente sexuales. También vemos

que los estudios sobre las opiniones y las elecciones políticas sustituyen a la búsqueda de los determinantes sociales del voto y de la participación política. Tal es la situación actual. Tal es el sentido que debe darse a las expresiones que empleo aquí —fin de lo social, crisis de la idea de sociedad, situación postsocial—, que tienen la ventaja de poner en tela de juicio directamente las categorías más profundamente establecidas del análisis sociológico, porque éstas se alejan cada vez más de la experiencia vivida. Está terminando una larga historia que asociaba estrechamente la liberación del individuo a la transformación tanto económica como política de la sociedad donde éste se movía. Es tan difícil aceptar el vacío así creado que muchos buscan en un pasado más o menos arbitrariamente recompuesto un sentido que ya no les revela el presente. Algunos quieren hacer revivir, si no una religión en la que fundar conjuntos culturales y sociales poderosos, sí el sentido de lo sagrado. Otros se satisfacen con buscar correspondencias entre la experiencia humana y el orden del universo. Antes de iniciar nuestro trabajo de reconstrucción, señalaremos los límites que nos hemos fijado, pues resultaría abrumador abarcar toda su amplitud. La crisis y el fin de lo social nos encaminan en direcciones muy diversas, desde el retorno de la idea de secularización, que elimina todo recurso a principios situados fuera de los intercambios sociales, hasta las formas más extremas, es decir, más desocializadas, del individualismo, que definen una moral minimalista. Planteo en el presente libro una única pregunta: sabiendo que en la sociedad industrial y las sociedades anteriores el actor social ha sido orientado por un principio «metasocial» —Dios, la naturaleza humana, el progreso o el porvenir—, ¿nos es posible, en una situación postsocial, encontrar algún equivalente (necesariamente no social) de estos principios? Dicho de otra manera: ¿existe en los conflictos sociales, culturales y políticos un desafío (un elemento en juego) central no social?

DE LA SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN A LO POSTSOCIAL Con todo, primero debemos transformar esas intuiciones en descripción histórica. Tomemos como punto de partida la muy importante obra de Manuel Castells, especialmente los tres volúmenes de La era de la información, donde encontramos en un estudio sobre el «capitalismo informacional» los efectos de las nuevas tecnologías de la información, de las nuevas formas de organización del trabajo y del poder económico y de los nuevos actores sociales, así como la transformación de un mundo vuelto multipolar donde se desarrollan, al mismo tiempo, el cuarto mundo y lo que el autor denomina la «conexión perversa», aquella de la economía ilegal. Para tener éxito, semejante esfuerzo presupone una definición precisa del objetivo buscado. Castells la proporciona desde el inicio del primer volumen. Dice que quiere «proponer algunos elementos de una teoría exploratoria, intercultural, de la economía y de la sociedad en la edad de la información en la medida en que concierne específicamente a la emergencia de una nueva estructura social».1

Manuel Castells logró su propósito y construyó un análisis general de un nuevo tipo de sociedad, al cual sus primeros observadores, Daniel Bell y yo, llamamos, alrededor de 1979, «sociedad posindustrial», y de la que, desde hace un cuarto de siglo, los sociólogos van dando una imagen a la vez históricamente más precisa y sociológicamente más completa. La sociología histórica dio un paso importante cuando demostró la existencia de un tipo societal diferente del de las sociedades industriales como las que se desarrollaron a través del empleo de la máquina de vapor y después de la electricidad. Al situarse en una tradición intelectual clásica, Castells define la sociedad informacional como una sociedad red. Esta demostración, apuntalada por la de muchos autores, vuelve irrecusable su conclusión más general: es cada vez más visible que, en numerosos sectores de nuestras actividades, estamos viviendo en esta sociedad informacional, que también es un capitalismo informacional, tanto en China como en los Estados Unidos. La principal ruptura social que Castells observa en este tipo societal reside en la oposición entre una mayoría de trabajadores «genéricos» intercambiables y una fuerte minoría de trabajadores autoprogramados, aquellos a los que Robert Reich llamó en La economía mundializada los «manipuladores de símbolos». Nadie puede negar que la aparición de ciertas formas de producción en regiones muy determinadas también tiene causas propiamente históricas, que están en el origen de diferencias profundas entre los devenires históricos recientes en China, la India y Rusia. Esta clase de argumento no pone más en tela de juicio la interpretación de Castells que la constatación del avance considerable de Inglaterra sobre las otras regiones del mundo en que se desarrolló la sociedad industrial. Es, pues, prudente aceptar el enfoque de Castells, apuntalado por numerosos trabajos, antes de introducir un interrogante que, sin embargo, tendrá otra índole. Proponemos la siguiente formulación: sin repudiar para nada una construcción ahora clásica, ¿no es posible preguntarse si algunos elementos importantes del cuadro presentado no ponen de manifiesto una ruptura mucho más profunda no sólo con las formas anteriores de sociedad industrial, sino con el conjunto de las sociedades «modernas» que pudieron definirse por su capacidad de autoproducción y autotransformación, que designé como su historicidad? Esta hipótesis tiene que emitirse con precauciones, sin dejarse extraviar por el clima de duda y angustia que se ha difundido en el mundo occidental, especialmente en Europa, a partir de la crisis financiera de 2007-2008, agravada por la crisis monetaria aguda que golpea a Grecia, Portugal, Irlanda, Italia y España, sobre todo desde 2010. Se trata, por tanto, de distinguir los aspectos de la sociedad informacional perfectamente analizados por Manuel Castells, y otros, hechos y tendencias que nos obligan a introducir otra hipótesis. Ésta se suma a la primera sin sustituirla y revela una mutación más global y más profunda que designo con una expresión que amerita un largo examen: la entrada en una era postsocial y posthistórica cuya diferencia con el conjunto de las sociedades definidas por su historicidad es aún más profunda que la que separa la sociedad informacional posindustrial de la sociedad industrial «clásica», la de la máquina de vapor y el motor eléctrico. El declive de lo social marca, pues, una separación entre el campo de las conductas objetivas, fundadas en la utilización de las leyes de la naturaleza y la búsqueda racional del interés, y el campo de las orientaciones subjetivas, colmadas de inteligencia, emoción y

memoria, en cuya cima brilla la conciencia, expresada por cada individuo, de ser un sujeto portador de derechos universales. Nuestra fe en las figuras del progreso cedió el paso a una actitud cada vez más ambivalente para con ellas. Poco a poco vino imponiéndose la constatación de que el progreso cuyas virtudes habíamos elogiado generaba tantas catástrofes como ventajas. Nada justifica el vuelco de la opinión a una ideología de antiprogreso, pero la fuerza con que se impuso el principio de precaución, pese a la oposición de muchos empresarios y científicos — incluyéndome a mí—, señala la desaparición de la creencia cuasirreligiosa en el progreso que imperó en el mundo occidental antes de la primera Guerra Mundial. Más que la imagen de Prometeo es la de Fausto la que hoy en día está presente en nuestras mentes. Como ya no creemos en el triunfo natural del bien y no estamos convencidos de estar encaminados a un mayor bienestar colectivo, movilizamos nuestra conciencia y nuestra voluntad de libertad, igualdad y solidaridad. Sólo transformándose se impuso la idea de democracia, como bien lo entendieron Benjamin Constant y el pensamiento liberal en su conjunto, sobre todo inglés y norteamericano, cuando remplazaron la «libertad de los antiguos», fundada en la participación, por la «libertad de los modernos», que garantiza las libertades de los individuos basándolas en derechos universales. Si algunos viven esta transformación como un retroceso, se debe a que olvidan que permite movilizar la fuerza del individualismo moderno al servicio de la libertad y la democracia en vez de buscar el provecho de intereses mercantiles. Pero esta separación del universo de los sistemas y del universo de los actores, que se expresa en función de la relación que mantienen con los derechos universales del sujeto, siempre orientados por juicios morales, torna irreversible el ocaso de la idea de sociedad, que pierde la sacralidad que las religiones monoteístas o politeístas le habían concedido con largueza. El ejemplo de las religiones y de la transformación de sus prácticas es significativo. En Francia, Danièle Hervieu-Léger y los investigadores de su grupo mostraron que, últimamente, la Iglesia más institucionalizada, la católica, no había perdido gran parte de sus fieles a causa del fortalecimiento de la secularización, sino por efecto del desarrollo de prácticas individuales o masivas que desbordan el marco habitual del culto: grupos de base, carismáticos, que se acercan a las prácticas de las Iglesias evangélicas, peregrinaciones, reagrupaciones masivas de jóvenes alrededor de la persona del papa, jubileos y otras celebraciones excepcionales. El pensamiento católico se había construido mediante la asociación de la Revelación cristiana y el aristotelismo que, elevado por el tomismo al rango de filosofía de la Iglesia, la ayudó a luchar contra los arranques de irracionalismo que ponían en peligro tanto su magisterio espiritual como el pensamiento científico. La crisis de las sociedades contemporáneas debilita las religiones sociales y favorece, por un lado, la movilización de creencias religiosas al servicio de una causa política y, por el otro, el tema del sujeto que se hace cada vez más visible en las sociedades que han alcanzado un alto nivel de historicidad. Desde un punto de vista más abstracto observamos un vuelco parecido e igualmente claro entre las nociones de moral y de ética. La primera está asociada cada vez más a menudo a una

evaluación de las conductas en función de criterios relativos al mantenimiento y el fortalecimiento de los marcos sociales, lo que debilita el valor de los juicios propiamente morales. ¿Estamos seguros hoy de defender una conducta cuando decimos de ella que es moral? Ciertamente no. El juicio ético sustituye precisamente al juicio moral porque no es social. Antes, se consideraba la ética como la aplicación de un principio moral general en un campo particular de actividad, mientras que hoy se confiere un carácter más general, y por tanto más fundamental, a unos principios éticos que han de inspirar a los actores sociales en sus diferentes dominios de acción. La ética no pertenece al orden social, sino que se sitúa por encima del dominio de las leyes. Es una exigencia absoluta de respeto a las condiciones que hacen del individuo un ser sagrado. Las acciones humanitarias, que el respeto de las soberanías nacionales paralizó durante mucho tiempo, abogaron con fuerza y cierto éxito por el derecho de injerencia a fin de contrarrestar un poder injusto, corrompido o cruel. Nadie se atrevería a decir hoy en día que los abusos de poder cometidos por un régimen político no le conciernen so pretexto de vivir en otro continente. La existencia de tribunales penales internacionales puso de manifiesto este viraje, que el juez Baltasar Garzón quiso utilizar lanzando una orden de detención contra Pinochet. La ética no es social, como tampoco lo son las finanzas cuando no tienen objetivos económicos. Los juicios emitidos en su nombre atañen más a la conciencia que a la tradición o la religión. Así el juicio ético se volvió más absoluto que el juicio moral que, por su parte, es más sensible al contexto social. Las reglas sociales no pueden regular lo que atañe a lo más íntimo de la vida privada. Tan es así que en un estudio reciente que llevé a cabo en Francia (El mundo de las mujeres, 2006), el tema de la pareja no figuraba en los comentarios más frecuentes de las mujeres entrevistadas. Esto no indica para nada un rechazo a los hombres, sino que el amor se afianza más en la alteridad del otro género que en la fusión de los individuos que componen la pareja. Encuentro, reconocimiento, intercambio, escucha son palabras que evocan mejor las relaciones amorosas contemporáneas que la identificación de la mujer con el hombre con quien comparte su vida. Esta misma observación se verifica cuando se invierten los papeles. Esas imágenes no difieren mucho de las que emplean los creyentes. Dios, Cristo, Mahoma o Abraham son personajes demasiado importantes para que nadie pueda identificarse con ellos. Tanto en la relación amorosa como en el amor del creyente, el objeto de adoración es efectivamente un individuo real, pero muy cercano y a la vez muy diferente de aquel que desea unirse a él. Así, los lazos que unen a los que se aman no son fundamentalmente sociales, como tampoco lo es el vínculo entre los padres y sus hijos. Se fundan en el reconocimiento del otro y el descubrimiento en él del sujeto que uno siente presente en sí mismo. A mi parecer estas reflexiones realzan la diferencia que señalé entre la era de la comunicación —nueva definición de la sociedad posindustrial— y la era postsocial en la que la sociedad de masas dominada por la ley y el mercado y los derechos universales del sujeto están completamente separados, e incluso son opuestos. Esta separación no significa que en muchas situaciones ambas eras no puedan traslaparse, del mismo modo que suelen entremezclarse algunos elementos de la sociedad industrial con

otros, pertenecientes a la sociedad posindustrial, es decir, a la era de la información. Lo que marca la frontera entre estos dos conjuntos históricos es que, en la era de la información, las redes de comunicación aún son sociales, o al menos interpersonales, mientras que en la era postsocial el lazo social más o menos institucionalizado es remplazado por múltiples expresiones individuales del deseo, la admiración o el rechazo. Las redes de comunicación aún son sociales, pero los modos de reconocimiento mutuo ya no lo son a partir del momento en que cesan de ser signos de pertenencia social, como es el caso en las sociedades de masas. Por mucho que me esfuerce, todavía percibo resistencia de parte de quienes se niegan a desprenderse de la idea aristotélica según la cual el hombre es un ser social (zôon politikón) porque les cuesta imaginar su individuación fuera de las redes de parentesco, de amistad y de intercambios. Sin embargo, no pongo en tela de juicio esta observación elemental. Casi siempre los seres y grupos humanos son identificables por prácticas culturales, aunque éstas no correspondan a elecciones positivas de cada individuo. También son identificables por las pertenencias sociales o políticas, aun cuando las fronteras parecen ir desapareciendo como consecuencia del uso común de una misma lengua. Nunca he dicho que los hombres pasarían de una figura religiosa, nacional, política o socioeconómica del Otro a una figura exclusivamente portadora de un sujeto universalista. Juntas, todas esas pertenencias siempre están presentes en los mismos individuos; pero podemos afirmar que la presencia del sujeto en el individuo se opera a través de la sacralización de un tipo particular de estatuto, ya sea religioso, nacional, político, socioeconómico o interpersonal. En todos los casos es grande el riesgo de confundir al sujeto con una de sus figuras históricas y sacralizar a los que rigen el espacio sagrado, cuando un papa no es tanto el representante directo de Dios como el jefe de una Iglesia, y cuando un jefe de Estado, aunque haya sido electo por sufragio universal, no siempre es la figura central de la democracia. Es legítimo esperar de las sociedades que alcanzaron la capacidad más elevada de autocreación y de autotransformación que identifiquen cada vez más directamente al sujeto, distinguiéndolo de sus expresiones sociales. Pero no hay razón para que desaparezcan las relaciones religiosas, políticas, socioeconómicas, etcétera. Sería un error creer que la totalidad de las conductas de un actor puedan situarse en el nivel más elevado, como si cada individuo llevase dentro de sí la figura de un santo, un sabio o un héroe. Esta ilusión épica ha sido denunciada en muchas ocasiones, pero conviene más hacer aparecer la presencia del sujeto en actores y en situaciones que no sean «teatrales». Para ello podemos inspirarnos en el ejemplo de los «Justos» reconocidos por el Estado de Israel, que son aquellas mujeres y aquellos hombres que acogieron y salvaron a judíos, en particular a niños, amenazados con ser deportados y muertos. Eran a menudo personas modestas, desconocidas en su entorno, que se sintieron con la obligación moral de salvar a los que estaban bajo amenaza, incluso cuando no tenían lazo personal con ellos. El acto más valiente puede ser obra de un individuo alejado de los grandes escenarios de la Historia pero que el azar colocó en una situación en la que se reveló (incluso, quizás, a sí mismo) capaz de exponerse a los riesgos más grandes con tal de no traicionarse ni perder la autoestima, en el sentido fuerte de esta expresión demasiado trillada.

Es extraño, pero percibimos más fácilmente el mal que el bien, hasta tal punto, a veces, de dudar sistemáticamente de lo que se presenta como una manifestación del bien. Durante mucho tiempo, la denuncia de los efectos directos e indirectos de la dominación pareció ser la tarea principal, casi única, de la sociología y de la historia. Tan es así que fue imponiéndose una concepción religiosa del bien según la cual éste no podía intervenir sino desde el exterior de la experiencia humana, como, por ejemplo, por gracia divina. Esta concepción inaceptable, que recicla el tema del pecado original, se perpetúa bajo la presión de los guardianes de lo sagrado que se hacen cargo de la tarea desesperante de hacer penetrar el bien en un mundo que consideran dominado por el mal. Los que sacan provecho de lo sagrado para justificar su poder arguyendo la debilidad del pecador suelen blandir esta imagen de la humanidad generadora de culpas. Ya es hora de que la desechemos.

¿CRISIS DE LA ECONOMÍA O CRISIS DE LA SOCIEDAD? En 2007 la crisis de las hipotecas subprime, es decir, del crédito inmobiliario, un sector particularmente fuerte en los Estados Unidos, provocó la debacle financiera. En Europa el país más brutalmente afectado fue España, porque había optado por jugar el todo por el todo con el desarrollo acelerado de este sector que la habría convertido en la residencia veraniega número uno de los europeos. Evidentemente esta crisis económica tuvo consecuencias sociales directas, con el aumento del desempleo, y también indirectas, porque numerosos países —el primero de ellos los Estados Unidos— decidieron endeudarse a fin de evitar que la situación se transformara en una catástrofe semejante a la que siguió a 1929. Si nos atenemos a este análisis de corte clásico, la distinción entre crisis económica y crisis social no tiene casi ningún sentido ya que todas las crisis económicas graves tienen causas y, sobre todo, repercusiones sociales. Por lo tanto, le doy otro sentido al interrogante con que concluye el primer capítulo del presente libro. He hablado de crisis del capitalismo industrial para señalar que una parte muy importante de los capitales disponibles para la inversión y el crédito (que son las principales funciones del capital en una economía industrial) era desviada de su papel en provecho de una lógica de la especulación facilitada especialmente por los modelos informatizados que permiten analizar las diferencias de cotizaciones entre los mercados. La especulación, por cierto, siempre ha sido una actividad importante del capitalismo financiero, pero el desarrollo masivo de las operaciones puramente financieras, es decir, sin finalidad económica, debilita considerablemente al capitalismo industrial carente de la capacidad para invertir, creando así una crisis propiamente social puesto que gran parte de los recursos económicos ya no se utilizan conforme a las orientaciones culturales de la sociedad. Se trata aquí, pues, de una cosa completamente distinta de las consecuencias sociales de una crisis económica. Estamos frente al desmoronamiento de las instituciones sociales porque los recursos económicos disponibles ya no se adjudican en función de su utilidad social y política.

Las infraestructuras de carreteras, los establecimientos escolares u hospitalarios, las habilitaciones de espacios para beneficio de las personas discapacitadas y dependientes pueden sacrificarse sin que sea posible hablar de un uso irracional de recursos económicos. Anteriormente señalé, en un primer análisis de los efectos de la crisis económica de 20072008, que la ruptura o el debilitamiento de las instituciones sociales que orientaban el empleo de los recursos económicos podía acarrear ora una profundización importante de las crisis económicas, ora el remplazo de orientaciones sociales por orientaciones culturales, cuyo sentido general era reforzar la capacidad de la sociedad y de sus actores para actuar directamente de acuerdo con el cumplimiento de los derechos culturales de ciertas categorías —en primer lugar, las mujeres— o de las expectativas de los observadores sensibles al deterioro de nuestras condiciones de vida en materia de protección del ambiente y de «desarrollo sustentable». No obstante, si fuera necesario definir nuevas prioridades en la inversión económica, hay que decir que lo más urgente es tomar conciencia de la destrucción de los instrumentos sociales e institucionales cuya función es hacer corresponder los recursos económicos de una sociedad con sus orientaciones culturales fundamentales. Hace falta, sin embargo, ahondar mucho más en la reformulación de la crisis en términos sociales antes que económicos. Sería más peligroso subestimar que sobreestimar la pérdida de significación de las instituciones sociales. La globalización, que tornó casi imposible el control de las operaciones financieras, tiene repercusiones en todos los dominios de la vida económica y social. En Europa, el Estado nacional, que dirige las instituciones administrativas más importantes, está amenazado tanto por las regiones y las ciudades como por las instituciones europeas, lo cual acentúa el debilitamiento de la identificación nacional, como lo ilustra en España el fortalecimiento de las Autonomías. Además, la agravación de las desigualdades y la incapacidad de los poderes públicos de resistir a las crisis menoscaban la confianza en la acción política. En todos los ámbitos la lógica de las instituciones parece desbordada, cuando no rebatida, por las prácticas. No busco introducir aquí una visión desesperante de nuestras sociedades consideradas cada vez más desiguales o injustas; mi juicio no es tan negativo. Me limito a constatar que la creencia en la acción colectiva se debilita. ¿No basta esto para hablar más bien de una crisis de la sociedad que de una crisis económica? No nos extrañemos. Hemos vivido en sociedades que hablaban de ellas mismas en términos religiosos o políticos, antes de que evolucionaran para convertirse en sociedades industriales cuya conciencia económica y social era tan fuerte que nos parecía natural. Ya deberíamos habernos acostumbrado a que el mundo en que hemos entrado hable más fácilmente de grupos étnicos o religiosos que de clases y se presente a sí mismo más a menudo en términos culturales que en términos sociales. Entremos en este nuevo mundo con los ojos abiertos.

II. Actores no sociales

ACTORES-SUJETOS El conjunto de las transformaciones introducidas por el paso de sociedades históricas a sociedades posthistóricas, que debemos definir también como situaciones postsociales, se puede resumir con toda claridad: la sociología clásica afirmó la reciprocidad entre el punto de vista del sistema y el punto de vista de los actores, mientras que en el nuevo tipo de situación ambos puntos de vista están separados, lo que elimina la idea de sociedad que se definía antes que nada por esta reciprocidad de perspectivas. Las situaciones se definen en términos cada vez menos sociales y, en paralelo, los actores cesan de ser sociales, es decir, ya no se definen por su posición en la organización social sino, cada vez más directamente, en términos éticos. La búsqueda de un punto de equilibrio entre las necesidades de la sociedad y los intereses o la autonomía de los actores va perdiendo todo significado. Los sistemas económicos o políticos, nacionales o internacionales y globales tienen como objetivo la búsqueda del interés, mientras que lo que guía a los actores es la afirmación de sus derechos, que los convierten en sujetos cuya legitimidad es superior a la de las organizaciones e incluso de las instituciones. Este último aspecto es tan importante que es el que define el nuevo tipo de situación social en que hemos entrado: los derechos ocupan en él un lugar superior a las leyes porque los derechos tienen un fundamento universal, mientras que las leyes se definen por referencia a las funciones necesarias para la supervivencia y la adaptación de sistemas sociales particulares. Es preciso desarrollar esta observación. Acostumbramos pensar que las infraestructuras de las sociedades van adquiriendo una complejidad creciente, no sólo técnica sino, sobre todo, económica, mientras que las conductas individuales están cada vez más estandarizadas o identificables en términos simples (de jerarquía de los ingresos, por ejemplo), de modo que el consumo queda reducido a un conjunto de signos de índole económica apenas completado por unas referencias a tradiciones culturales, tanto en el terreno de la indumentaria como de la alimentación. Esta imagen ya no corresponde a la realidad, como lo muestra la diversificación de los cuidados corporales, paramédicos y estéticos, así como de las prácticas deportivas. Exigimos que la sociedad se adapte a las necesidades peculiares de las personas discapacitadas, reclamamos guarderías y parvularios que hagan menos difícil combinar la vida familiar con la vida profesional. La aplastante mayoría de los consumidores gasta menos en alimentos y en ropa, y más en salud y educación, las cuales requieren equipamientos

importantes y servicios altamente calificados. Esta diversificación de los servicios, sobre todo de los más calificados, va a la par con la necesidad de la mayoría de la población de cambiar su actividad profesional y su lugar de trabajo en el curso de su vida activa, lo que torna aún más complejo organizar la vida individual y familiar. Al mismo al tiempo, internet, y en especial las redes sociales, multiplican las posibilidades de comunicación entre los individuos. El cambio de perspectiva es espectacular: los consumidores personalizan sus elecciones a medida que las comunicaciones cobran mayor importancia en su existencia, en detrimento de los equipos materiales y de los bienes necesarios para la vida cotidiana. Las conductas orientadas a las personas crecen mucho más rápido que la búsqueda de productos indispensables para la vida individual o colectiva. Pero sobre todo, las conductas que movilizan juicios y elecciones culturales, y por tanto juicios morales, van aumentando en número y en importancia, mientras que las conductas meramente económicas crecen con más lentitud e incluso pierden parte de su importancia. Mientras se deplora que los «valores» pierdan importancia, es la constatación inversa la que se impone: los determinantes económicos son menos poderosos, mientras que las elecciones intelectuales y los juicios morales cobran mayor pujanza. Las poblaciones con bajos ingresos están expuestas a riesgos médicos, alimenticios o urbanos muy amenazantes, mientras que las catástrofes que afectaron más dramáticamente a las poblaciones desarrolladas, como las europeas, fueron sobre todo de orden cultural o político, como si los prejuicios y el racismo fuesen más letales que las hambrunas. El mundo en que viven las poblaciones más fuertemente implicadas en cambios acelerados las coloca ante elecciones culturales y morales siempre más explícitas. La creciente diversidad cultural de esas poblaciones vuelve los conflictos religiosos, nacionales o lingüísticos más peligrosos que la competitividad para el acceso a productos de primera necesidad. Todo pasa como si los actores fuesen más dependientes de sus propios objetivos que de los recursos que la sociedad debe proveer. Hablo aquí de situaciones postsociales y posthistóricas a fin de introducir la idea de que después de las sociedades-comunidades, en las que la vida individual estaba más directamente sujeta a las reglas que controlaban la subsistencia, la reproducción y la jerarquía social, y después de atravesar las etapas de las sociedades históricas, vivimos ahora en un mundo donde las elecciones culturales rigen las posiciones sociales, del mismo modo que éstas rigieron las condiciones de la reproducción biológica, social y cultural en las sociedades históricas. En estas sociedades posthistóricas, el sujeto, portador de derechos, rige al actor social, al igual que éste rige la búsqueda del interés individual, de manera que los juicios de valor, que son cada vez más a menudo juicios morales, son más poderosos que la búsqueda racional del interés. Esto no pasa porque ésta haya perdido potencia, sino porque explica la conducta de los sistemas y, sobre todo, de sus dirigentes, mientras que los actores se resisten a esta búsqueda prioritaria de lucro y de poder movilizando, más allá de los conflictos sociales, juicios morales y la afirmación de derechos cuyo origen se sitúa más allá de todos los tipos de interés personal o colectivo. Si la política de la Alemania nazi hubiese sido dirigida por los intereses de grandes dirigentes capitalistas, no habría existido ninguna razón de elegir como

objetivo central el exterminio de los judíos. Este objetivo no era solamente biológico; manifestaba la voluntad de no considerar más a los judíos como parte de la humanidad sino como una raza inferior, impura y peligrosa. El exterminio de los individuos instruidos y de las profesiones intelectuales, en particular en Kampuchea Democrática, es equivalente a la condena a muerte de los judíos durante el régimen nazi. Había que eliminar a los que habían recibido el contagio de Occidente y se habían vuelto ajenos a la vida de los campesinos y los obreros camboyanos. En ambos casos, la cuestión no era la definición biológica o social de los adversarios que se trataba de suprimir, sino su carácter inferior o amenazante para la población en nombre de la cual los dirigentes políticos pretendían actuar. Es frecuente que sean los casos más extremos y más trágicos los que mejor revelan los problemas en la vida social cotidiana. El carácter no social de los actores dominantes se percibe como una evidencia angustiante. No es algo novedoso para nosotros, quienes hemos entendido siglos atrás que lo que guía a los actores capitalistas es la búsqueda racional del lucro y el espíritu empresarial, pero también el nacionalismo o las creencias religiosas. La crisis de 2007-2008 llevó a los Estados occidentales a inundar con créditos los bancos, las empresas y las familias a fin de evitar quiebras que pudiesen desembocar en el derrumbe de las economías occidentales, e incluso de la economía mundial. La combinación del endeudamiento masivo, los déficits presupuestales gravosos, la ausencia de crecimiento agravada por la destrucción masiva de capitales y la falta de confianza en el futuro estuvo a punto de provocar la bancarrota de varios Estados europeos, pero ésta se evitó a última hora cuando la Unión Europea asumió gran parte de las pérdidas. Cierto es que esta intervención de la Unión, acaecida tras decenios de impotencia, puso de manifiesto el papel relevante que podía desempeñar la Unión en las políticas económicas nacionales, pero hasta los partidarios más fogosos de esta intervención subrayaron la ausencia de voluntad colectiva y de confianza de los europeos en Europa, así como la incapacidad de los Estados miembros, excepto Alemania, para restablecer el equilibrio de sus finanzas públicas. La ausencia o la debilidad de actores sociales o políticos capaces de transformar demandas sociales en políticas económicas ha sido denunciada o condenada tan a menudo que huelga explayarse. Todos los países, incluso Francia, se mantienen ahora a la defensiva, pese a que habían tenido un notable desarrollo después de la segunda Guerra Mundial, dando una orientación socialdemócrata a casi toda Europa. En muchos países, los sindicatos están debilitados y los partidos populistas xenófobos lograron conquistar una parte notable del electorado popular, particularmente en Europa del norte, más modernizada. ¿Cómo negar que un capitalismo financiero globalizado escapa a todo control si no existe un gobierno mundial que difícilmente concebimos que pueda emerger un día? La construcción de Europa, que cada día se admite más que es indispensable, no es el resultado de un movimiento social ni de una voluntad política común. Saca su fuerza únicamente de la necesidad de su papel como actor económico supranacional capaz de paliar o al menos de limitar la impotencia de muchos Estados nacionales. Debido a la ausencia de políticas voluntaristas, o a su impotencia, se está desarrollando rápidamente una política de masas; es decir, una política

reducida a movimientos de opinión. La psicología social los analizó cuidadosamente y observó que, para evaluar sus efectos, es más importante estudiar la forma de la comunicación que el contenido de los mensajes comunicados. Este juicio es excesivo tal vez, pero pone en evidencia la creciente desconfianza de nuestros contemporáneos hacia el lenguaje de los valores, la movilización, el voluntarismo y, de manera más general, la política. No obstante, ya no podemos contentarnos con una conclusión tan negativa. Si es posible designar a los actores dominantes, ¿por qué no sería posible identificar a los actores dominados? La situación postsocial que estoy evocando aquí tiene que poder describirse a través de la oposición, e incluso del conflicto, entre actores que defienden los derechos universales del sujeto y otros actores que se identifican con la supuesta naturaleza del sistema que dirigen. Con todo, si bien este conflicto central puede ser directamente visible, sin intermediario, también puede quedar oculto en medio de significados situados en un nivel menos elevado, al igual que la conciencia de clase obrera podía hallarse anidada en el centro de conflictos laborales más limitados. Aquí el nivel más elemental de conflicto entre el sujeto y el sistema toma la forma de la oposición entre la defensa por el actor de su singularidad —varios autores, entre ellos los sociólogos Danilo Martuccelli y Chantal Delsol, han recordado recientemente la importancia de esta noción— y su reducción a un elemento del funcionamiento del sistema. Es más difícil identificar el nivel superior que es necesario alcanzar para conseguir la afirmación directa del sujeto. En efecto, es difícil referirse a relaciones entre actores sin reconocer su carácter social. Pese a ello, es posible lograrlo si se considera que el sujeto, identificado como nuestro semejante, es capaz de elevarse al mismo nivel de subjetivación. Es posible hablar de amistad, en el sentido amplio de la palabra, para designar aquel reconocimiento del sujeto en el otro, percibido a la vez como otro y como igual a uno mismo. El movimiento femenino adopta esta perspectiva cuando insiste en la diferencia entre la mujer y el hombre y cuando recalca el lugar central de las mujeres en la obra de subjetivación que observamos en el nuevo tipo de situación. Por el contrario, un feminismo reducido a la búsqueda de la igualdad y, en un nivel de reforma aún más elemental, de la paridad se paraliza a sí mismo porque rehúsa definir sus reivindicaciones y sus protestas. Estamos aquí frente al problema más general de la situación postsocial: el de la combinación entre la participación de todos en una ciudadanía común y los derechos universales que esta ciudadanía reconoce, y las diferencias entre actores que defienden, cada cual, su propia singularidad. En el nivel más elevado, el sujeto se afirma más directamente cuando el actor se posiciona como tal frente al sistema y sus dueños. El sujeto ya no habla a través de un individuo o un grupo; habla como tal, es decir, como portador de derechos universales para el individuo o el grupo en cuestión, derechos que se sitúan por encima del sistema, sea cual fuere, e incluso por encima de sus leyes o sus reglas. Aquí priva la afirmación de la superioridad de los derechos personales sobre las leyes de cualquier sistema, del mismo modo que una constitución prevalece sobre la ley. Esto no implica que un actor acepte cualquier reivindicación de

derechos; sólo significa la imposibilidad de oponer una ley a un derecho. La acción, en todos los niveles, consiste en marcar los límites del poder de los sistemas y de sus reglas. Si un militar o un policía no respeta esos límites, el Estado al que sirve no es un Estado de derecho. La misma reivindicación se ha escuchado en varios países: defender al 99% contra el 1%. El sentido material de este llamamiento es claro. Sin embargo, durante los últimos decenios, nos acostumbramos a ver —aun en los países europeos, donde las desigualdades de ingresos (de 10 a 1, después del pago de impuestos) eran relativamente reducidas— cómo los ingresos más altos se elevaban a toda velocidad hasta 100 veces, cuando no 400 veces el ingreso mínimo, que, además, muchos trabajadores no llegan a cobrar. Semejantes cifras sobrepasan nuestra imaginación. La opinión pública se siente todavía más indignada cuando un dirigente cuya gestión no fue nada exitosa, o incluso fracasó, recibe varios millones en gratificaciones, además de otros paracaídas dorados, mientras la empresa se declara incapacitada para conceder un aumento del 3% a su personal. Este incremento de las desigualdades de ingresos da la impresión de que está ocurriendo un retroceso acelerado. Las políticas de redistribución de la seguridad social aplicadas en el periodo de la posguerra tienden a ser abolidas y uno tiene la sensación de que han vuelto los tiempos en que La Bruyère describía a los pequeños campesinos, a los parceleros y a los obreros agrícolas doblados sobre la tierra, hambrientos, con el rostro demacrado y el cuerpo escuálido, mientras los grandes aristócratas, propietarios de vastos dominios, pasan a lo lejos en medio de la polvareda levantada por sus carruajes tirados por fogosos caballos. El capitalismo en estado puro, bajo la forma financiera —en la que ya no cumple funciones económicas ni hace funcionar máquinas, no explota nuevas materias primas ni expande los mercados—, sirve a un capital que produce exclusivamente capital. A sabiendas de esto, el Reino Unido optó por desindustrializarse para dedicarse al capitalismo financiero a nivel mundial, y la City de Londres supera o iguala a Wall Street en Nueva York. Sucede algo todavía peor con la evolución de Francia, que se desindustrializó tanto como el Reino Unido sin haber creado una fuerza financiera comparable. Las bolsas han sido consideradas durante largo tiempo como los espacios sagrados del capitalismo; pero perdieron gran parte de este papel, puesto que algunas operaciones llevadas fuera de la bolsa generan ganancias más considerables. Estos hechos contundentes, brutales, ¿no justifican que se hable de actores dominantes no sociales? Éstos, en efecto, no conforman una clase dirigente ni una burguesía capitalista, sino agencias de lucro que acumulan dinero sin función ni utilidad social. El 99% de la población ajena al mundo del puro lucro está bajo la dominación del 1% y tampoco constituye una categoría social: sólo son seres humanos y entre ellos hay ingenieros y obreros, patrones de pequeñas y medianas empresas, médicos, maestros y artesanos, comerciantes y funcionarios, así como también las llamadas clases medias que algunos denominan la pequeña burguesía o los independientes, aunque en realidad no lo son. Farhad Josrojavar ve en las grandes manifestaciones tunecinas y egipcias de la Primavera Árabe la acción de una would-be middle-class. Aparecen, pues, como impulsadas no por la situación social, sino por la representación que tiene de la vida social una juventud educada y a menudo ilustrada, pero aún más a menudo desempleada o subempleada y que, para acceder

al trabajo, a la libertad y al bienestar, pretende echar a quienes le impiden lograrlo. Quise presentar de la manera más vívida posible el enfrentamiento directo entre los derechos y los intereses, dentro de conjuntos sociales completamente secularizados, no reducidos a la búsqueda del interés —lo que sería contradictorio con la importancia medular que otorgo a los derechos—, sino desacralizados. Esto quiere decir que el llamado al sujeto se convirtió en un juicio moral que se expresa directamente, y ya no a través de la sacralización de instituciones religiosas, estatales y sociales. Estas orientaciones conflictivas no son completamente opuestas entre sí porque existe un desafío común a los adversarios — que, en efecto, ya no se definen como sociales—: la individualización de las conductas. Sin embargo, tienen de ésta dos concepciones contrapuestas: por un lado, el individualismo consumidor, que ya no se define por la posición social sino por la gestión de los deseos personales; y por otro lado, la afirmación del individuo como sujeto; es decir, como portador de derechos universales. En ambos casos se trata de imponer el reconocimiento de elecciones personales que antaño las autoridades sociales imponían o prohibían. El reconocimiento del derecho de los homosexuales al matrimonio y a la adopción no tiene por qué recurrir a una concepción del sujeto humano. Debería ser suficiente obtener la neutralidad de la sociedad con respecto a la vida privada. En cambio, el reconocimiento de los derechos de las mujeres y, sobre todo —siempre insisto en ello—, del papel dominante de las mujeres en el tránsito de una sociedad polarizada, dominada por una élite masculina, a una cultura de reintegración de los contrarios en relaciones de complementariedad, exige un movimiento social de alto nivel porque implica actitudes generales frente a las desigualdades y la dominación. La ecología política constituye asimismo un movimiento social, mientras que el tema del desarrollo sustentable, estrechamente asociado, pone más énfasis en un objetivo de tipo científico, análogo al de la mayor parte de las investigaciones biológicas y médicas. El contenido «objetivo» de esta noción le permite adquirir más fácilmente un reconocimiento a escala de los Estados y de las organizaciones internacionales, y no sólo en el nivel de los militantes ecologistas y de las organizaciones no gubernamentales (ONG). Nos decepciona comprobar que los gobiernos, las empresas o las administraciones, en la práctica, se esfuerzan poco por identificar a los actores afectados o por entender el sentido y las formas de su conflicto. Muy a menudo se contentan con evaluar si una medida favorece a los ricos o a los pobres, sin siquiera preguntarse si el problema concierne directamente a categorías definidas por su nivel de ingresos. A decir verdad, la naturaleza de las interpretaciones suele ser más simplista: se acusa al adversario de incurrir en el error o la mentira, lo que elimina toda posibilidad de debate, cuya existencia, sin embargo, es necesaria a la conciencia democrática. Convendría no dejar pasar varios decenios o varios siglos para que «juzgue la historia».

NUEVAS FORMAS DE ACCIÓN

Aunque ciertas palabras empleadas parezcan sinónimas y aunque no haya diferencia de significado entre movimiento social y movimiento obrero, o incluso sindicalismo, sentimos cuán profundamente distinto es el análisis que realizan los que hablan de crisis del capitalismo, de huelga (sobre todo de huelga general) —todas expresiones que remiten a la voluntad de conferir a un poder político ligado a las masas populares un poder de transformación de las decisiones económicas—, y los que apelan a los derechos y la dignidad de los trabajadores, y luchan contra las humillaciones que se les inflige, porque no se sitúan del lado del sistema sino del lado de los actores. Si el llamamiento lanzado por Stéphane Hessel, ¡Indignaos!, resonó con tanta fuerza en muchísimos países, se debe a que se dirigía directamente a los actores, y reconocía al mismo tiempo que la indignación no podía ser más que un primer paso: un llamamiento a una movilización que, a continuación, tenía que organizarse como acción política. No estaremos criticando los movimientos de indignados si subrayamos que no pudieron ir más allá de la denuncia de las políticas llevadas por los gobiernos y los grupos más poderosos. Un movimiento de indignados no puede elaborar por sí solo un programa, una estrategia y alianzas. Aquí no rige una estrategia político-militar sino la movilización subjetiva. Es imposible no percatarse de la transformación considerable operada en la acción colectiva. Pese a las apariencias, quienes hablaban de lucha de clases se apoyaban en el análisis de las crisis y de las contradicciones del sistema capitalista, hasta desembocar en la idea de una crisis generalizada y terminal del mundo capitalista. Doy mucha importancia a este enfoque puesto que, como muchos otros, estoy hablando del triunfo de un capitalismo financiero que ya no cumple una función económica. El tamaño de la catástrofe económica que siguió a la crisis de las hipotecas subprime en España acarreó una pérdida de confianza en el sistema político y económico, pero también suscitó el desarrollo de redes económicas «informales» —como se las llama en América Latina—, las más importantes de las cuales son los préstamos de dinero sin interés, el trabajo gratuito en casas de otras familias o el cultivo de hortalizas en la ciudad. Estas iniciativas se basan en la convicción de que el sistema capitalista no puede superar sus dificultades y que las redes informales tienen más posibilidades de subsistir que los circuitos comerciales y bancarios amenazados con la quiebra. Si se dijera que así se está preparando la transición de un sistema capitalista herido de muerte a un sistema basado en la confianza, la solidaridad y el interés común, se rebasaría con mucho las enseñanzas de la situación actual. Si por un golpe de varita mágica mejorase de pronto la situación económica, podemos imaginar que estas redes pronto decaerían y desaparecerían. Sin embargo, para muchos españoles y habitantes de otros países, este sistema informal parece más sólido que el sistema formal porque se funda en una sólida base común: la voluntad de salvaguardar el interés general, que aquí es, de manera más acertada y modesta, un llamamiento al interés común. Asistimos a la reaparición de una cultura económica basada en la solidaridad y en la confianza, valores que desaparecieron del sistema financiero: los bancos desconfían unos de otros y son renuentes a prestarse dinero. Manuel Castells y sus colaboradores del proyecto Aftermath hicieron hincapié de modo convincente, por prudente, en la fuerza de estas nuevas redes informales que, en países que

parecían ya enriquecidos, crean el equivalente de los bancos de minicréditos lanzados por primera vez con mucho éxito en beneficio de las mujeres de Bangladesh. El admirable equipo de investigadores sugiere que es necesario ir más allá porque, para muchos de los que participan en estas redes de ayuda mutua, lo que aún atañe a una lógica económica se convierte en una motivación secundaria: a través de estas iniciativas recuperan, sobre todo, la confianza, la fraternidad y la solidaridad que habían perdido. Este género de vida, tan alejado del que los sistemas de crédito encomian en los carteles publicitarios y en la televisión, aporta hondas satisfacciones morales a quienes participan en él, por ejemplo la dicha de poder confiar en el vecino cuyo techo uno repara sin retribución, cuyos hijos cuida o cuyo coche comparte para ir de compras, etc. Los vínculos sólidos y afectivos de las redes de ayuda mutua sustituyen a los riesgos imprevisibles de las sociedades de masas. Puede que yo sea demasiado prudente y desconfiado. No espero de esas redes de ayuda mutua el advenimiento de un nuevo sistema económico; sin embargo, me consta que estas iniciativas están alcanzando grandes dimensiones: en Barcelona, la casi totalidad de la población participa en al menos una de las 26 redes de ayuda mutua creadas en esa ciudad, y más de 80% de los habitantes utilizan al menos tres de ellas. Los miembros tienen, pues, actitudes y objetivos muy diferentes de los de los militantes de antes: se rehúsan a adoptar una visión bélica según la cual la sociedad estaría bajo la dominación de conflictos radicales dentro de los cuales necesariamente tendrían que adoptar una posición partidista. La mayoría de ellos únicamente persiguen el propio bienestar y la satisfacción de necesidades que ya no consiguen saciar, y los medios que se dan para conseguirlo se fundan en la confianza en el otro, sin la cual ninguna red podría construirse y subsistir. En una situación de crisis grave, generalmente las redes constituidas de la vida económica no permiten alcanzar estos objetivos; no obstante, es racional prever que en una situación económica mejorada, aunque siga siendo frágil, los sentimientos movilizados en periodo de crisis parecerán aún más necesarios para la reconstrucción del sistema económico y la baja de la tasa de desempleo. Puesto que, a medida que se globalizan, los grandes circuitos del dinero se preocupan cada vez menos por las motivaciones individuales de quienes están involucrados en ellos, ¿por qué no ganarían mayor importancia las motivaciones éticas de quienes no detentan poder político ni económico y han perdido toda confianza en quienes acaparan estos poderes? Cuando se constituyeron los grandes sistemas de protección social, ¿quién habría podido prever, por ejemplo, que en Francia el presupuesto de la seguridad social rebasaría el presupuesto del Estado? ¿Por qué no pensar que hoy, al lado del mundo empresarial, de los especuladores o de la redistribución a través de sistemas de previsión social, pueda formarse otro sistema fundado en la solidaridad, indispensable en los países afectados por la redistribución masiva de la riqueza en favor de los más ricos? Las crisis sucesivas golpean tan violentamente a muchas regiones que las soluciones elaboradas desde abajo hacia arriba tienen hoy tantas posibilidades de prosperar como las que, partiendo desde arriba, transformaron la situación de cientos de millones de seres humanos. Es más; si se considera que numerosos movimientos sociales surgidos en las sociedades industriales se han

incorporado a la burocracia estatal, ¿no podemos imaginar que un redescubrimiento del otro, de la relación con el ser más cercano, pueda suscitar iniciativas lo bastante masivas como para hacer retroceder las repercusiones y las catástrofes provocadas por un capitalismo financiero cuya única meta es el propio enriquecimiento? Ahora tenemos que alzarnos a los diversos niveles de aparición del sujeto en las situaciones postsociales donde los movimientos de acción colectiva no desaparecen, aunque se transformen profundamente, puesto que sería contradictorio hablar de movimientos sociales en situaciones postsociales. El análisis debe mantenerse tan cerca como sea posible de la referencia a acciones reales que se oponen, a veces de manera espectacular, a las que las precedieron. En las sociedades industriales los movimientos más importantes fueron aquellos que impugnaban más directamente no sólo los intereses de la clase dirigente sino, más aún, su poder sobre toda la sociedad. Incluso quienes quisimos dar mayor importancia al sindicalismo de acción directa (en primer lugar, para luchar contra la dominación masiva de la acción política sobre la acción social) reconocemos sin dificultades que una expresión como «movimiento obrero» evoca ante todo acciones políticas, con mayor razón en países como Francia o Italia, donde el Partido Comunista ocupó un lugar central. Lo que en muchos países se obtuvo por medio de negociaciones colectivas se obtuvo en otros —principalmente en Francia— por las leyes. A la inversa, la globalización del capitalismo, sobre todo financiero, provocó la formación de un vasto movimiento altermundista que, desde Porto Alegre, en Brasil, suscitó la organización de foros continentales e internacionales completamente novedosos. Estas reuniones masivas, que pusieron en movimiento a millones de hombres y mujeres, no lograron formar un movimiento propiamente político, debido a la diversidad de las situaciones nacionales, pero dieron visibilidad a un número muy importante de movimientos sociales de base, como lo mostró claramente el mejor analista de esta corriente, el belga Geoffrey Pleyers. Se trata ciertamente de una acción política que critica de manera directa el triunfo del capitalismo financiero, pero su debilidad radica en que no consigue construir su propia unidad. La proximidad entre los nuevos movimientos sociales, pese a todo, es muy visible, e incluso los grupos políticos más contestatarios, aquellos que dan a la corriente su poder de movilización, están profundamente compenetrados de temas éticos que los afectan a todos. No obstante, fue lo que los occidentales llamaron la Primavera Árabe, tunecina y, sobre todo, egipcia (dada la importancia de Egipto en el mundo árabe-musulmán), lo que develó al mundo esta ola de protesta cuya única organización fueron las redes Facebook y Twitter. Este movimiento espontáneo, de inspiración democrática ante todo (que no islamista), buscó derrocar las dictaduras militares, nacionalistas, que se habían generalizado en todo el mundo árabe-musulmán después del triunfo de Nasser. Muy pronto las fuerzas políticas e incluso religiosas volvieron a imponerse: en Túnez, donde muchos se asombraron al ver a tantos tunecinos residentes en Francia votar por los Hermanos Musulmanes e incluso, notablemente, por los salafistas, y en Egipto, donde un año después de las manifestaciones de la plaza Tahrir las elecciones presidenciales se disputaron

entre el candidato de los Hermanos Musulmanes y un ex ministro que quería salvaguardar el legado de Mubarak devolviendo el poder a los militares. No obstante, este vuelco no significa que los levantamientos populares en estos dos países, igual que en Yemen, Bahrein y más recientemente en Siria, hayan sido superficiales y demasiado frágiles para durar; simplemente, el paso de movimientos ante todo «civiles» a una acción política es tan complejo en la actualidad como en los siglos XIX y XX en los países europeos. Sería tan falso decir que estos movimientos callejeros «multitudinarios» no fueron más que una materia prima frágil, que la organización de los Hermanos Musulmanes quebró pronto, como afirmar que, en una época ya lejana, el sindicalismo en Europa no fue más que una materia prima utilizada, y después destruida, por los partidos comunistas y socialistas. Tuve la tentación de calificar estos movimientos de «culturales» para distinguirlos de los movimientos sociales propios de las sociedades industriales. Admito hoy que la denominación no era exacta. Hay que hablar de movimientos globales, entendiendo con esto que no se definen tanto por sus objetivos económicos y políticos como por la afirmación de una voluntad de ser actores. Esto no es suficiente para fundar una democracia, pero es una condición necesaria para que exista. Después de que se hubieran encendido los primeros focos de agitación en los años sesenta, especialmente en los Estados Unidos y Francia, y tras el largo periodo de aparente triunfo del capitalismo financiero y una serie de crisis de la economía occidental, primero parciales y luego generales, vimos cómo en casi todo el globo surgían movimientos que tenían en común el retorno de los actores a un mundo que negaba su existencia y procuraba aniquilarlos enérgicamente. El hecho de que el paso de estos movimientos a la construcción de regímenes democráticos requiera tiempo, sea difícil y a menudo termine en fracaso o incluso en represión violenta, como sucede en Siria, no impide que en muchas partes del mundo sea posible percibir en ellos el eco del título de la obra de Saul Alinsky, Reveille for Radicals.1 ¿Existe o no una unidad entre los movimientos de protesta recientes, los de la Primavera Árabe surgidos en Túnez y en Egipto, el movimiento Occupy Wall Street impulsado desde Nueva York y que se expandió a decenas de ciudades norteamericanas e incluso hasta Londres, y los innumerables movimientos encabezados por nuevos disidentes que estremecen las bases de la sociedad china? ¿Hay que incluir en esta lista el movimiento estudiantil chileno que denunció el sistema educativo como instrumento de la agravación de las desigualdades sociales y que vino a prolongar el movimiento estudiantil quebequense o las manifestaciones en Rusia contra el poder absoluto de Putin? Aun en Italia, donde el movimiento Popolo Viola estaba demasiado centrado en la eliminación de Berlusconi para poder sobrevivirle, la capacidad de movilización fue considerable (un millón de habitantes se manifestaron en Roma). Sorprendentemente, la participación de Francia en estos movimientos sólo fue indirecta, quizá porque el antisarkozismo canalizaba todas las oposiciones. Más concretamente aún, cabe plantearse la pregunta de si existe en varios países europeos una posibilidad de estallido de huelgas y levantamientos populares que pongan en entredicho el funcionamiento de su sistema político; pero también es posible tener una visión menos optimista. La entrada de la ecología política en la vida política no ha sido más que parcial, y

lamento el actual debilitamiento de un feminismo que sólo ve en las mujeres las víctimas del dominio masculino y ya no, como lo pensaron grandes figuras del feminismo, las necesarias actoras del gran movimiento de reconstrucción y despolarización de la vida social y cultural. Tanto en las situaciones postsociales como en las que se dieron antes o al mismo tiempo en otras partes del mundo, también se van formando los que llamo antimovimientos sociales, que no hay que confundir con las empresas de movilización al servicio de los medios dirigentes, que llamamos contramovimientos sociales. En estas situaciones nuevas, los contramovimientos sociales son muy visibles, y a menudo incluso dominantes. Exaltan la identificación individual con los modelos de consumo o de producción elaborados por los dirigentes y, lo mismo que la publicidad, promueven tendencias societales masivas. El caso más visible en la Francia contemporánea es la regresión, que acabo de evocar, de la imagen de las mujeres que había sido profundamente transformada por las victorias feministas. Ya no se presenta a las mujeres como actoras de los cambios societales; se perfilan nuevamente ante la opinión pública como marcadores del medio social de los hombres con los que «comparten la vida». Es más, los avances hacia la paridad se han frenado o detenido, por ejemplo en el mundo universitario del que poco hablan los medios masivos de comunicación y que se mantiene alejado de los centros de poder. Sólo se han cumplido los progresos impuestos por una decisión del Estado. No obstante, los más inquietantes son los antimovimientos sociales. La recurrencia cada vez más amenazante de las crisis económicas y el estancamiento que se dio entre 2007 y 2012, sobre todo en Europa aunque también en los Estados Unidos, provocaron una doble reacción comunitarista. Trabajadores o desempleados de los países occidentales, seguidos por algunos intelectuales, denuncian la amenaza que constituye, según ellos, la inmigración masiva de poblaciones provenientes de medios culturales muy diferentes, y marcadas por la pobreza y por el islam. Anteriormente habían aparecido movimientos similares cuando los países ex soviéticos de Europa central y del este se integraron a la Unión Europea. El «plomero polaco» dispuesto a aceptar una remuneración baja, aunque superior a su ingreso de origen, despertó temores a causa de la competitividad peligrosa que representaba para el empleo en los países occidentales con salarios elevados. Con el éxito de la recuperación económica de Polonia, el objeto del temor cambió, pero sigue existiendo el miedo. A consecuencia de la globalización económica y particularmente de las migraciones internacionales, en los grandes países de inmigración —los Estados Unidos, Canadá, Argentina, Francia y Gran Bretaña—, que durante mucho tiempo habían conseguido la integración de las poblaciones extranjeras, ora bajo la forma de una asimilación jacobina, ora respetando la diversidad de las culturas originarias, se desarrollan ahora movimientos nacionalistas que rechazan a los recién llegados y erigen barreras comunitarias que encuentran fácilmente una expresión política. Las mayorías que se sienten amenazadas y las minorías que quieren conservar o reforzar su identidad se fortalecen mutuamente dentro de sus orientaciones conflictivas, de tal forma que la ciudadanía deja de ser un marco de integración social para convertirse en un elemento en juego en el combate. Afortunadamente esta tendencia peligrosa no siempre triunfa sobre la defensa de una

ciudadanía común, al menos cuando ésta se da fundamentos universalistas. Sin embargo, el ejemplo de Francia, cuyo universalismo laico preconizado por una izquierda radical y socialista avaló antaño las ambiciones coloniales, nos recuerda que la laicidad inspirada en la Ilustración puede desplazarse con facilidad hacia un laicismo antirreligioso susceptible de servir como instrumento de dominación de las sociedades llamadas tradicionales. El antimovimiento social más activo y más agresivo es el de algunos grupos islamistas como Al Qaeda. El atentado del 11 de septiembre de 2001, que destruyó las Torres Gemelas de Nueva York y dañó el Pentágono en Washington matando a miles de personas, suscitó una reacción enérgica. Las repercusiones de los atentados de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) fueron menos ingentes, pero Mali estuvo partido en dos durante un año, hasta la intervención francesa; Níger está amenazado a su vez, y Argelia vivió, desde antes, un decenio de guerra civil entre el Estado poscolonial y los grupos islamistas radicales. Podemos ver en el terrorismo un efecto de la caída del nacionalismo árabe y, sobre todo, del nasserismo, cuyo modelo había desbordado Egipto. Surgido como respuesta a la expedición franco-anglo-israelí de 1956 para hacerse del control del canal de Suez, el nasserismo desembocó en la eliminación de la civilización alejandrina sostenida por griegos, italianos y también por escritores angloparlantes o francófonos, y que había combinado elementos orientales y occidentales en una cultura compleja, tan brillante en el plano intelectual como trágica en el plano político. La derrota infligida a Nasser por el ejército israelí en 1967, el derrocamiento de Sadam Husein en la primera y la segunda guerras norteamericanas contra Irak y la radicalización de la segunda Intifada orquestada contra Israel por los militantes palestinos hicieron retroceder los nacionalismos árabes hacia el terrorismo, al tiempo que el islam chiita se movilizaba con Jomeini contra el imperialismo occidental. Este terrorismo, que fue responsable de miles de víctimas en el suelo norteamericano y de decenas en los países europeos, y que golpea también a los coptos de Egipto y a los cristianos «asirios» de Irak, atrajo a numerosos musulmanes nacidos y educados en el mundo occidental, o recién convertidos al islam. Señala el derrumbe de los nacionalismos que fracasaron y combaten con todas sus fuerzas los movimientos democráticos acusados de traicionar al islam en beneficio del Occidente liberal. Se trata aquí efectivamente de antimovimientos sociales, como lo son los nacionalismos antioccidentales del Magreb o de las Antillas, a menudo inspirados en el pensamiento de Frantz Fanon difundido por Jean-Paul Sartre en los medios intelectuales de Occidente. Todos estos movimientos, que a veces combaten entre sí, serían, según Samuel Huntington, la expresión de un «choque de las civilizaciones». Huntington concede un lugar central a la religión en su definición de las civilizaciones y su explicación de los conflictos que las oponen. Sin embargo, la hipótesis según la cual el enfrentamiento que describe pudiese tener un fundamento religioso es arbitraria porque no toma en cuenta la instrumentalización de las creencias religiosas por muchos dirigentes políticos. En mi opinión es más exacta la tesis opuesta que sostiene la socióloga iraní Mahnaz Shirali, a saber, que la manipulación por Jomeini y sus sucesores de motivos religiosos con objetivos políticos desembocó en una desislamización profunda y una secularización de la sociedad iraní.

La importancia de estos antimovimientos provocó reacciones xenófobas e incluso racistas muy fuertes en Occidente. En particular, el centro de gravedad del Partido Republicano norteamericano se desplazó hacia la derecha bajo la influencia del Tea Party que, pese a ello, no logró que se eligiera a un presidente favorable a sus tesis extremas. Un caso políticamente importante es el Frente Nacional francés, creado por Jean-Marie Le Pen después de la guerra de Argelia. Superó el antisemitismo de sus inicios y consiguió atraer a una parte notable de los votos populares. Su éxito perdurable hizo que resultaran cortas las explicaciones que no veían en él más que una secta política extrema. Algunos estudios recientes han mostrado que su influencia aumentaba en zonas rurales y semirrurales crecientemente marginadas en una economía mundializada donde las grandes megalópolis absorben las actividades y los individuos capaces de participar en su desarrollo. Esta observación proporciona una representación sociológica más precisa del Frente Nacional, que da mejor cuenta de la amenaza que representa que las definiciones ideológicas. Por ejemplo, permite explicar la presencia de Jean-Marie Le Pen en el segundo turno de las elecciones presidenciales de 2002 y la llegada de su hija al tercer lugar en 2012. Estos movimientos a veces llamados populistas o nacionalistas —palabras que más oscurecen que esclarecen— se encuentran en el polo opuesto a los nuevos movimientos de la Primavera Árabe que dieron una importancia central a las libertades individuales, a la instauración de la democracia y a la destrucción de los regímenes autoritarios que habían impuesto su poder represivo en nombre de la lucha contra Israel y sus aliados occidentales. En muchos países, donde la socialdemocracia perdió parte de su pujanza inicial, es difícil que emerjan nuevos movimientos sociales —que sería más claro llamar movimientos globales — y, cuando aparecen, difícilmente se transforman en acción política, mientras que, al contrario, los contramovimientos sociales, que en Europa son sobre todo xenófobos y racistas, toman más a menudo la forma de partidos políticos. Se observan ejemplos análogos al del Frente Nacional en muchos países europeos, como en Austria y en el Flandes belga, en Italia y, desde hace poco, en plena crisis económica, en Grecia. En Italia, por el contrario, Cinque Stelle, atrajo a electores de todos los orígenes y regiones. Se escucha hablar a menudo de «pérdida de valores», pero en verdad se está produciendo todo lo contrario. Algunos movimientos crean en su entorno una atmósfera ideológica repleta de juicios de valor y, sobre todo, de juicios morales. A la inversa, los contramovimientos —a menudo llamados populistas aunque no se parecen al populismo ruso de fines del siglo XIX ni a los movimientos nacional-populares tan poderosos en la América Latina de mediados del siglo XX y que subsisten actualmente, en Argentina en particular— llevan a cabo una acción política directa; su principal propósito no es la transformación de la sociedad sino la toma del poder. En realidad, perciben a los que designan como sus adversarios como enemigos que invaden su territorio y amenazan tanto su identidad como el empleo de los trabajadores nacionales. Fuerzas políticas parecidas ya se han acercado al poder en el pasado; incluso algunas pudieron acceder a él. No se puede descartar que el Frente Nacional llegue a convertirse en un componente dominante de la derecha francesa. Durante su campaña para la reelección, Nicolas Sarkozy sostuvo tesis muy cercanas a las de Le Pen, aunque no logró

recuperar sus votos como había sucedido en 2007. Por el contrario, un gran segmento de los electores del partido Unión por un Movimiento Popular (UMP ) parece haber «preferido el original y no la copia», según la expresión de los militantes del Frente Nacional. No obstante, lo que requiere mayor atención es la dificultad de los movimientos globales para transformarse en partidos políticos y ganar victorias electorales. Los intentos de los movimientos feministas por transformarse en partidos políticos casi siempre fracasaron; esto es menos cierto en el caso de los ecologistas que ejercen una gran influencia, sobre todo en Alemania, pero no han conseguido conquistar en Francia un electorado tan vasto como la población que comparte sus inquietudes. En las elecciones de 2012 el Partido Socialista esperaba que las diversas corrientes ecologistas y de los Verdes obtuvieran juntos resultados importantes, y les concedió de antemano un gran número de distritos donde sus candidatos podrían ser elegidos, lo que después resultó ser un error político costoso. La razón principal de estos fracasos radica en el hecho de que tanto el movimiento ecologista como el movimiento altermundista sitúan sus problemáticas en el nivel mundial, mientras que las preocupaciones económicas —niveles de vida y de empleo— influyen con más peso en las elecciones nacionales. Lo que empieza presentándose como un movimiento social se convierte en corriente de opinión más amplia antes que en partido político capaz de elaborar un programa y una estrategia. Se ha observado y señalado este fenómeno con mucha frecuencia, en especial en Italia, donde el Partido Democrático, que reúne los antiguos partidos de izquierda, no pudo arrebatarle el poder a Silvio Berlusconi antes de 2013 (y aun entonces, sólo fue en parte) pese a lo grave de la situación económica y la pérdida de popularidad de un dirigente más preocupado por sus intereses y sus placeres personales que por el interés general. Esta dificultad para pasar a la acción política, puesta de manifiesto también por el aumento de las abstenciones en las principales elecciones y por la debilidad de los programas de los partidos, es tan notable que no se puede explicar solamente por la coyuntura económica, por muy grave que ésta sea. Lo que se observa es la ruptura entre la movilización social y la acción política. ¿Acaso Egipto no proporcionó un espectacular ejemplo de dicha ruptura cuando, un año después de las victorias de los demócratas, se colocaron a la cabeza de las elecciones presidenciales dos candidatos hostiles a la inspiración revolucionaria de la plaza de Tahrir? ¿Cómo no concluir que esta disociación entre movimiento social y acción política se deriva de la separación entre los sistemas y los actores? Éstos luchan en nombre de valores, por la democracia, mientras que los adversarios o los partidarios del ejército toman posiciones propiamente políticas.

EL SILENCIO DE LOS INTELECTUALES Los intelectuales deberían hacerse preguntas más enérgicas acerca de su papel en la actual crisis de las ideologías y de los efectos destructores del prolongado apego de muchos de

ellos, sobre todo en Europa, a un determinismo social tanto más cerrado ideológicamente cuanto que ya no se apoya en ninguna práctica política y social real. Son a la vez víctimas y responsables de la imposibilidad, que todos reconocen, de elaborar una nueva conciencia crítica. Sin embargo, cualquiera que sea la importancia del posible papel de los intelectuales —que hoy en día sería un error subestimar o despreciar—, es en las nuevas prácticas donde aparecen las significaciones de las intervenciones del sujeto que ya ocupan gran parte del campo de nuestra experiencia. El trabajo teórico no se impone por sí solo tan fácilmente. Al contrario, no puede construirse más que restringiendo su propio campo y admitiendo la necesidad y el carácter novedoso de los estudios que analizan situaciones sociales de crisis, del mismo modo que tuvo que reconocer la validez y la importancia de los estudios económicos fundados en los postulados del pensamiento liberal. El pensamiento social más creativo en las sociedades industriales fue aquel que relacionó la lógica de la movilización obrera con la del lucro capitalista, pero hemos encontrado en algunos teóricos de la historia moderna, como Karl Polanyi, los fundamentos de un pensamiento de los actores sociales y políticos. A la inversa, hoy en día necesitamos tanto un conocimiento crítico de los procesos de destrucción de los antiguos actores como una comprensión positiva de las condiciones propicias a la emergencia de nuevos actores, sociales o no, que se reconozcan a sí mismos como los portadores directos del sujeto y de sus derechos universales. Este nuevo pensamiento no puede constituirse en ausencia de un actor real, de una subjetivación fuerte. La primera objeción que se opone a mi enfoque es que no estoy en la mejor situación para ser escuchado, puesto que yo mismo desaté los ataques a los que me enfrento: el sociólogo que rechaza la idea de sociedad como instrumento de análisis ¿acaso no destruye con este gesto el objeto mismo de la sociología? Aquel que aún afirma pertenecer a esta disciplina ¿no es llevado ineluctablemente a utilizar una vieja herencia intelectual que oculta las nuevas realidades que quiere descubrir? Pero esta crítica no es seria. El sociólogo no tiene por qué preguntarse cómo introducir la idea de sujeto. Ésta es la base sobre la cual se construyen todos los análisis y el conocimiento de todas las instituciones, todas las organizaciones y todas las acciones colectivas. Esto no impide recurrir a conceptos diferentes para entender el paso del dominio del sujeto al dominio de las instituciones y del sistema político en particular. Quienes definen nuestra situación presente por la desaparición del sujeto y el reino del pensamiento utilitarista, y reducen la acción a procedimientos y estrategias, tuvieron gran éxito en el momento del triunfo de un sistema económico desvinculado de toda función social y política. Aunque no les guste, es imposible entender las situaciones actuales sin apelar a la idea de sujeto, de la misma manera que era y sigue siendo imposible entender muchas sociedades pasadas o presentes sin considerarlas en primer lugar como religiosas. Decididamente no creo que la modernidad haya conducido a sociedades estructuradas en torno a la magia, la religión o la comunidad a secularizarse por completo, hasta el punto de regirse únicamente por la razón y la búsqueda utilitaria del interés. Si bien la modernidad eliminó la referencia a lo sagrado en el conocimiento de las sociedades, también hizo aparecer cada vez más directamente la referencia de los actores al sujeto y el paso de los movimientos

sociales a la vida política. Lo grave y complejo de las crisis —crisis financiera, crisis monetaria, crisis de crecimiento, crisis social— han conducido a los gobiernos y la opinión pública a desinteresarse de las ciencias sociales, juzgadas incapaces de dilucidar problemas que, al parecer, sólo atañen al análisis económico, trátese de las causas de la crisis de las hipotecas subprime o de la casi quiebra de Grecia u otros países, así como de las causas y las consecuencias de las deudas colosales de muchos países, de los Estados Unidos a Gran Bretaña y de Italia a España y Francia. No obstante, el hecho de que la gran mayoría de los economistas se encuentran en la imposibilidad de prever y analizar las crisis económicas y de hallar los medios para superarlas debería incitarnos a tomar en consideración los análisis sociológicos que hacen hincapié en la dificultad de los países occidentales para hacer emerger nuevos actores capaces de crear, a través de los conflictos y de los acuerdos sociales, las condiciones necesarias para reactivar el crecimiento y controlar mejor el gasto público. Es cierto que esta clase de razonamiento rara vez desemboca en recomendaciones simples transmisibles a los gobiernos, sobre todo en el caso de la Unión Europea, donde el Reino Unido, que permaneció fuera de la zona euro, sigue dando prioridad a la reconstracción del poder financiero de la City, donde Alemania se niega a pagar por los errores de las cigarras mediterráneas y donde el liderazgo ejercido por la pareja francoalemana reveló su fragilidad. La mayoría de los gobiernos occidentales respondieron a la gran crisis financiera de 2008 incrementando el déficit presupuestal y aumentando masivamente el endeudamiento público. Entendemos su voluntad de evitar un desastre comparable al que se produjo después de 1929 y 1931, y de salvar los bancos y las empresas industriales más amenazados, a fin de impedir rupturas sociales que hubiesen podido ser violentas; pero nada o casi nada se hizo en la mayoría de los países para salir realmente de la crisis. La recuperación de la economía depende de la movilización social y ciudadana. Es todo el sentido de la brutal formulación a la que llegué en Después de la crisis:2 lo único capaz de impedir que una serie de crisis se transforme en catástrofe es la emergencia de nuevos actores y nuevos conflictos sociales y políticos. Le corresponde al David sociólogo alzar la voz contra el Goliat que dirige los mercados, no para resolver los problemas por sí mismo sino para coadyuvar a la toma de conciencia y a la formación de nuevos actores políticos y sociales. La ruptura entre las sociedades históricas —definidas por su historicidad, por su capacidad de autotransformación— y la situación posthistórica y postsocial que evoco es tan profunda que no es posible comparar la transición de una etapa del desarrollo de las sociedades industriales a otra con la mutación actual. De ahora en adelante, el sistema financiero que conforma hoy el corazón del sistema económico y las acciones colectivas que definen los movimientos globales (particularmente, culturales) son de índole no social, de modo que los conflictos más importantes que se desenvuelven ante nosotros —y que oponen los derechos del sujeto a la maximización del lucro y la ganancia personal— tampoco son ahora de índole social, sino ética.

Es importante no privar esta mutación de lo social a lo postsocial de su carácter radical. Debemos prepararnos para transformar todas nuestras categorías de análisis. El hecho de que los países occidentales más modernizados vivan una serie de crisis económicas sumamente graves y que una fase de estancamiento duradero —al menos en Europa y en Japón— les haga perder rápidamente el adelanto que tenían en relación con otras regiones del mundo no explica, por muy importantes que sean sus consecuencias, la actual salida de la era social e histórica, puesto que nada impide pensar que algunas sociedades europeas puedan superar tales crisis —como lo está haciendo Alemania a pesar de que hace tan sólo 10 años se consideraba este país como la nación enferma de Europa—. No son los acontecimientos históricos lo que explica la mutación hacia un nuevo tipo de historicidad y, por tanto, de modernidad. La explicación radica en la separación, vuelta total, entre unos sistemas económicos que la globalización coloca por encima de todo y unos actores que ya no se pueden definir en términos sociales y que se convierten en los portadores directos de los derechos del sujeto. Por este motivo, hablo con insistencia de hipermodernidad y me opongo a las concepciones posmodernistas. No sólo el imperio de la historicidad sobre las prácticas no desaparece, sino que se fortalece a tal grado que se vuelve directo y ya no pasa por las mediaciones institucionales que operaban en los anteriores tipos de sociedades modernas, donde el sujeto solamente aparecía a través de las instituciones: en primer lugar, el Estado, luego la producción y el trabajo y, más recientemente, las redes de comunicación. Esto nos recuerda la necesidad de distinguir entre las etapas de la modernidad y las formas históricas de modernización. Dicho de otro modo, tenemos que deshacernos de todo «occidentalocentrismo», porque ningún tipo de sociedad puede identificarse con la modernidad. Por esto, hay que desligar muy cuidadosamente los análisis efectuados aquí de cuanto parece vincularlos de manera privilegiada o incluso exclusiva con la historia del Occidente moderno, pese a que, por comodidad, recurran con frecuencia a ejemplos escogidos en el mundo occidental. Una vez planteado el marco global, podemos pasar ahora a definir con mayor precisión el modo de análisis correspondiente a las situaciones postsociales.

EL UNIVERSALISMO Y EL CONFLICTO La pretensión ostentada por los occidentales, sobre todo en su acción colonizadora, de identificar su cultura y su sociedad con valores universales, justificando así su dominación sobre pueblos cuya vida cultural y social juzgaban particularista, explica por qué su voluntad de imponer su modelo ha sido repudiada con vigor. Incluso las críticas más acerbas de Occidente consideraban el universalismo igual que otros particularismos y explicaban su construcción en Europa por circunstancias históricas específicas. Aunque comparto este rechazo de la presunción de los más fuertes de considerarse superiores a los demás, esta crítica no debe eliminar las referencias a lo universal pues, por el contrario, es preciso ampliarlas y a la vez transformarlas. Para evitar todo malentendido, repito que ningún

individuo, ninguna sociedad, ninguna cultura pueden identificarse con valores universales. Cualquier sacralización de un individuo, régimen político, religión o forma de organización social (familiar, económica, sexual u otra) engendra intolerancia y amenaza con desembocar en persecuciones contra las minorías o contra los extranjeros. En cambio, reconozco la presencia de una conciencia para sí, directamente identificable allí donde la experiencia de la historicidad, es decir, de la autotransformación y la autoproducción, crea con mayor o menor fuerza la conciencia de sí como sujeto capaz de acción histórica y de juicio moral en la experiencia de sí mismo. Gran parte de los estudios históricos versan sobre este desdoblamiento de la imagen de sí y, en particular, sobre las representaciones de lo sagrado en las que se manifiesta la distancia que separa —o incluso opone— la conciencia de sí como sujeto y la representación de sí como ser social. Más allá de las sociedades históricas, es decir, determinadas por su historicidad, la entrada en lo postsocial, que también es lo posthistórico, nos libera, como sujetos, del peso de la sacralización social o religiosa. Después de un periodo bastante largo de vida social dominada por la conjunción de lo sagrado y de las instituciones —ligados u opuestos, como fueron la Iglesia católica y el Estado en Europa—, estamos entrando en una fase de encuentro directo cara a cara, desligado de todas las instituciones, con nosotros mismos como sujetos capaces de subjetivación, aunque también expuestos a la desubjetivación. Esto nos lleva al segundo elemento constitutivo del pensamiento propio de las situaciones postsociales. Este pensamiento se basa en la conjunción del universalismo con la «conflictualidad». Acabo de indicar que los conflictos a que constantemente se refiere este pensamiento ya no son sociales sino morales. Ya no se percibe al adversario como rival sino como portador del Mal, cosa que muestra con claridad el lenguaje empleado por las asociaciones humanitarias defensoras de las víctimas del hambre, de la enfermedad, de la corrupción, del despotismo o del racismo. Este contenido moral también estaba presente antes, en la denuncia de los tiranos o de los aprovechados. La novedad consiste en que el juicio moral se pronuncia directamente contra la relación de dominación, que ya no es política o económica sino global, y opone directamente un sistema de dominación a la conciencia que tiene el actor de ser destruido en tanto que sujeto —lo que suele expresarse diciendo que se le humilla o que se ofende su dignidad—. La dominación padecida ya no tiene ninguna legitimidad, ya sea que proceda de la tradición o de la ley. Se vive como arbitraria y destructora de los individuos incluso cuando invoca la satisfacción de los consumidores. El carácter global de la dominación padecida indica que se manifiesta en todos los aspectos de la experiencia vivida; puede ser incluso la experiencia más dolorosa de todas cuando se vive en situaciones que, sin amenazar directamente la personalidad de los dominados, les hacen sentir el carácter extremo de la dominación que sufren. El mismo hecho de que el conflicto contrapone dos formas de individualismo —una pensada en términos de consumo y la otra ligada al reconocimiento del actor como sujeto— indica su carácter global y directo. Esto es lo que distingue este conflicto del que estaba en el centro de las sociedades anteriores, donde la dominación aún estaba asociada a una legitimidad reconocida que la sacralizaba.

Esta unión del universalismo y de la «conflictualidad» se extiende a todos los campos de la experiencia, sin que ninguna parcela parezca reservada a la tradición o a relaciones puramente interpersonales.

DE LO COLECTIVO A LO PERSONAL La destrucción de la sociedad por la separación completa entre los sistemas y los actores produce una desocialización de las conductas que muchos de nosotros estamos viviendo y que crea en todos nosotros una desorientación que los fundadores de la sociología clásica, entre ellos Émile Durkheim, analizaron a la perfección. Hemos estado tan acostumbrados a pensar que la identidad de cada quien estriba en su socialización y su participación activa en el funcionamiento de la sociedad, sus instituciones y sus normas que espontáneamente nos inclinamos a considerar al individuo que no se define socialmente como un ser en crisis, amenazado con el aislamiento, la marginalidad o incluso la exclusión. Todas las sociedades nacionales, todas las ciudades, procuran estimular la participación de sus ciudadanos en una conciencia colectiva, dando visibilidad a ciertos lugares simbólicos, recompensando a los grandes espíritus y a los buenos ciudadanos y defendiendo una lengua y una memoria comunes. La contradicción obvia entre las frecuentes rememoraciones de la historia nacional y, en un país considerado como nacionalista o cuando menos orgulloso de su historia como Francia, la presencia de la bandera norteamericana en la ropa de los jóvenes — que se negarían a ostentar una señal de su nacionalidad francesa— es un indicio muy claro del deterioro de la identificación de los franceses con Francia. Éstos, conscientes del declive de su país, emiten sobre él un juicio negativo a tal grado que Francia es una de las naciones más criticadas por sus ciudadanos. La anomia, la pérdida de referencias sociales, por no decir su desaparición, conllevan un individualismo de desocialización que conduce ora a la búsqueda egoísta, cuando no criminal, del interés individual, ora a un rechazo agresivo de las instituciones y los medios por los que muchos individuos se sienten rechazados, ora al desarrollo de sociedades paralelas que las mayorías consideran desviadas. No obstante, hoy en día el «mal de la juventud» es otro. No atañe tanto al deseo de adquirir nuevos bienes, sino más bien a la pérdida de identidad y al sentimiento de los jóvenes de estar privados del derecho a ser los actores de su propia vida. Esto puede conducir a reacciones aún más violentas que la conciencia de la carencia, de la ausencia de sí mismo, pero también puede ayudar al resurgimiento de un deseo de acción. Es fácil comprender que los jóvenes europeos tengan una conciencia muy aguda de que su país ya no ocupa una posición dominante en el mundo. Económica y políticamente no se habla más que de los Estados Unidos y de China, a los que se suman Japón y Corea en el plano tecnológico. Con excepción de Alemania, Europa aparece como la parte del mundo menos capaz de crecer y como la que paulatinamente va perdiendo el adelanto que había acumulado

durante varios siglos. A medida que se rechaza el eurocentrismo, se celebra la diversidad, se encomia la riqueza cultural de las otras partes del mundo y se incita a los jóvenes europeos a aprender lenguas extranjeras, además del inglés, para poder participar en la vida internacional. Esta constatación no implica ninguna conclusión general, sea positiva o negativa, puesto que, en los países que ocuparon a menudo un lugar importante en la historia del mundo, pueden esperarse de esta pérdida de significación de la ciudadanía tanto consecuencias virtuosas como nefastas. El hecho es que hoy su supervivencia parece depender de decisiones que ya no se toman en su nivel y que todos, lo mismo los jóvenes que los menos jóvenes, son propensos a interpretar como maniobras al servicio de poderes económicos y políticos globales. Hay que reconocer que esta interpretación negativa de la construcción europea tiene más eco que la hipótesis competidora que hace hincapié en el carácter indispensable de la unión para resistir a las influencias y a las crisis provenientes del exterior. Los europeos están ante algo que se parece mucho a una contradicción. En la actualidad los países europeos en su conjunto pueden resolver los problemas que amenazan su futuro. La ansiedad con que esperaron las decisiones del Banco Central Europeo (BCE) demuestra claramente que tenían la esperanza de que se desempeñase como un contrapeso a las presiones de los medios financieros. Sin embargo, al mismo tiempo, ¿cómo podrían quedar satisfechos con la conciencia europea que se les propone, cuando ésta no se funda en ninguna comunidad de lengua, de historia, de creencias o de costumbres? ¿Cómo la identidad europea podría tener un arraigo tan profundo como la identidad norteamericana, china o árabe? No sin muchas dudas y precauciones, nos atrevemos a responder que, frente al declive de las pertenencias nacionales y locales, únicamente los proyectos vigorosamente innovadores y con fuerte potencial movilizador pueden paliar la ausencia de una identidad común. Pero, precisamente, en un periodo postsocial, ¿en qué podría fundarse la voluntad y la capacidad de actuar? Ciertamente no en la restauración de un pasado ya lejano; pero tampoco en la salvaguardia de un presente amenazado, ya que se le suele juzgar en términos sumamente críticos. Nuestras esperanzas ya no pueden fundarse más que en una transformación profunda de la imagen del sujeto humano, que ya no puede definirse por sus orígenes ni por sus obras o sus conquistas, sino por su capacidad de crear un espacio cultural donde se combine la igualdad de los derechos de todos con las diferencias culturales a través de las cuales nos definimos unos en relación con los demás. Para mí es tan obvio que esto no tiene nada que ver con un renacimiento religioso que prefiero reservar este tema, que suscita muchos malos entendidos, para la tercera parte de este libro. Se trata efectivamente de construir un nuevo individualismo, definido en contra de la dominación del interés privado y orientado a la capacidad de encontrar en uno mismo la razón de ser de unos derechos que siempre se sitúan por encima de su objeto particular: derechos a la libertad, a la igualdad y a la creación. El derecho a ser actor de la propia vida, y el de los demás, es el más importante de todos y el que nos compromete más a fondo. Actualmente mucha gente en el mundo desea ante todo vivir su propia vida; no la de sus ancestros ni la de sus vecinos más ricos, sino aquella a través de la cual ejercerán plenamente sus

«capabilidades», para retomar el concepto de Amartya Sen. Abordo estos temas al mismo tiempo que la frecuencia de las conductas de desocialización con el propósito de poner énfasis en la oposición entre este individualismo de rechazo y de liberación y el individualismo que podríamos llamar de pertenencia y de preferencia. Los temas personales ocupan hoy un lugar cada vez más grande en la vida de las mayorías, incluso allí donde las formas colectivas de dependencia, desde la hambruna hasta la esclavitud, se suman unas con otras para volver casi imposible la aparición de una vida personal. Hasta las formas aparentemente más superficiales de los sentimientos personales son portadoras de poderosos llamamientos a la liberación y a la creación. La presencia del sujeto en los actos de un individuo o en los principios de una Constitución debe ser consciente y directa, libre de toda sacralización de la sociedad o de los grupos sociales a que pertenece el individuo en cuestión. Esta formulación suscita problemas difíciles, ya que la conciencia de pertenecer a una colectividad amenazada, sobre todo por otra colectividad, conduce a hacer de la propia comunidad la expresión de valores universales, del movimiento de la historia o de la voluntad de los dioses o de la naturaleza. Las conductas personales inspiradas en semejantes convicciones son a menudo el objeto de un culto cívico en las colectividades en cuestión, y nada permite considerarlas a priori como una simple adhesión a una identidad colectiva o como la justificación moral de la defensa de intereses particulares y exclusivos. Aunque millones de hombres han muerto en grandes batallas obedeciendo las órdenes de sus dirigentes que pensaban más en los intereses de su país que en la defensa de la libertad o de la justicia, nadie puede afirmar que ninguno de ellos haya tenido conciencia de sacrificarse —o de ser sacrificado— por defender valores que estimaba superiores. Cuando apela al sujeto, el individuo no se defiende a sí mismo, con sus intereses y sus pasiones, sino que honra los valores universales, el respeto de la razón y la dignidad humana. Casi siempre podemos encontrar interpretaciones más personales que psicológicas de la conducta de figuras que hemos erigido como santos, sabios o héroes. Esto lleva a rechazar con igual fuerza la creencia espontánea en la sacralidad del grupo de pertenencia y el no menos superficial escepticismo con respecto a conductas dictadas por valores. No obstante, antes que estudiar la cúpula de la sociedad y los héroes que se da a sí misma, conviene mejor dedicar nuestra atención a la vida de las mayorías, aquel océano de existencias entre las cuales un número de individuos mayor de lo que creen los falsos sabios manifiestan por su conducta — sacrificio, amor, solidaridad, valentía, etc.— la presencia del sujeto y de sus valores universales. La literatura supo reconocerlos con más discernimiento que la mayor parte de los libros cultos. No confundamos las exigencias extremas del sujeto con los intereses, los placeres y las ideologías de los individuos. Es preciso que sepamos poner en obra nuestra ambivalencia respecto de conductas consideradas como ejemplares en todos los tipos de sociedad y que no nos contentemos con desentendernos de ellas.

LO POSTSOCIAL ¿TENDRÁ FIN?

No hablo del fin de la historia tal como lo hizo, por ejemplo, Francis Fukuyama, quien creyó reconocer el advenimiento de una sociedad que había solucionado o superado las contradicciones de las demás y que reconocía los principios fundamentales del respeto a todos los seres humanos. No creo que exista ni pueda existir semejante sociedad. A muchos, en todo el mundo, nos alegró que la elección de un presidente afroamericano en los Estados Unidos pusiera fin a lo que Tocqueville consideraba como la maldición de la sociedad norteamericana. Sin embargo, semejante suceso no impide que la violencia, la crueldad y la injusticia sigan haciendo estragos en el país. En ningún momento he querido hablar de un fin de la historia que señalara la victoria del Bien sobre el Mal y el triunfo de la democracia sobre la barbarie. Hablé del fin de la definición de las sociedades modernas por su nivel y su tipo de historicidad. Además insistí reiteradamente en la definición de la situación posthistórica en tanto que situación hipermoderna, ya que después de las sociedades que estaban en la historia, conocemos sociedades que hacen enteramente su historia y la de los demás, para bien y para mal. No existe límite a la diversidad de las situaciones postsociales y posthistóricas, por dos razones principales relacionadas entre sí. La primera es que, una vez llegadas al más alto nivel de historicidad, creación y transformación de sí, las sociedades —o lo que aún llamamos así— siguieron marcadas por su modo de modernización, que es una manera de mezclar cada vez más estrechamente el pasado, el presente e incluso el futuro. El pasado jamás será abolido. La segunda razón es que, si bien el aislamiento y el autocontrol de los Estados nacionales han desaparecido, vemos cómo se incrementa la penetración mutua de las sociedades y de las culturas, porque el devenir de cada país o cada región depende en gran parte de la manera como actualmente combina la diversidad de las culturas que viven en su territorio con la participación de todos en una ciudadanía común que garantice los derechos fundamentales de cada quien. Todos vivimos en un presente que también pertenece a otros, diferentes de nosotros, que lleva la impronta del pasado de unos y otros, y cuyo futuro depende, además de nosotros mismos, de muchos otros. Un tipo societal no puede ser identificado en ningún caso con una colectividad particular, sea ésta un Estado nacional, una religión o una lengua. También es posible pensar que la capacidad de las colectividades humanas para crear y transformar su situación no ha alcanzado sus límites y que, en particular, apenas hemos comenzado a actuar sobre nosotros mismos, especialmente sobre nuestro cerebro. Como señala el neurobiólogo António Damásio, desde este punto de vista las neurociencias y todas las ciencias cognitivas abren perspectivas inéditas. Se incrementa la diversidad de nuestras situaciones a medida que aumenta nuestra capacidad de autotransformación, sin que pongamos en tela de juicio los dos pilares de la representación que tenemos de nosotros mismos: el universalismo del sujeto humano y la conflictualidad de las organizaciones sociales. Las interacciones a escala planetaria son tan numerosas que el análisis tiene que situarse cada vez más a menudo en el nivel mundial, y no sólo nacional o continental; pero esto no anuncia la formación de una sociedad mundial, con sus instituciones, sus leyes y sus instrumentos de control.

En ningún país los cambios societales se reducen al tránsito de un tipo de sociedad a otro, de la sociedad industrial a la sociedad posindustrial, ni siquiera al paso del conjunto de las situaciones que he llamado sociales e históricas a situaciones postsociales y posthistóricas. La complejidad de las transiciones radica en el hecho de que es necesario otorgar casi la misma importancia a los modos de modernización y a los niveles de modernidad. Si China pasase de un capitalismo estatal dirigido por un Partido Comunista todopoderoso a una profunda separación entre el poder político y el poder económico, las repercusiones de semejante cambio en su modo de modernización serían tanto o más considerables que las que provocaría una transformación profunda de las «fuerzas productivas», aun entendiéndolas en el sentido más amplio que abarca la totalidad de las decisiones económicas, incluidas las que proceden del Estado. Modo de modernización y nivel de modernidad son dos cosas muy distintas. Efectivamente, se trata de dos dimensiones independientes de la vida económica, social y política. No obstante, cuanto más nos acercamos a la situación postsocial y posthistórica más aumenta la importancia relativa del modo de modernización, mientras que el nivel de modernidad, y más precisamente de historicidad, va perdiendo peso, al menos de manera provisional. Siempre han existido grandes diferencias cualitativas entre las sociedades con igual nivel general de modernidad, como lo analizó perfectamente Louis Dumont en los casos de Francia y Alemania. Tanto la historia militar como la historia económica, lo mismo que las relaciones de clases y las diferencias entre los sistemas políticos, engendran desigualdades profundas entre los países. Incluso dentro de cada país, por más que se presuma, equivocadamente, que existe homogeneidad, las diferencias entre los territorios están muy marcadas. Contrariamente a la idea superficial de una estandarización creciente del mundo, que muchos llaman norteamericanización, la diversidad existente en el seno de cada nación y entre las naciones pone de manifiesto el papel determinante de la historia y de los intercambios y conflictos entre las sociedades.

III. El pensamiento del presente

LA DESCOMPOSICIÓN DE LAS SOCIEDADES A los ciudadanos de la Unión Europea, la experiencia nos enseñó lo que era nuestra sociedad: una economía con voluntad de lucro limitada por el Estado, estimulado a su vez en esta vía por la mayoría de la población, ansiosa de que protegiera los derechos y los intereses de los más débiles, pero también de que defendiera a la nación contra las demás y regulase la violencia interior. Para los países que conocieron medio siglo de Estado de bienestar, de crecimiento económico y de extensión del campo de acción de los poderes públicos, esta imagen corresponde a una realidad vivida. Para toda la población, la palabra social designaba las políticas sociales que acotaban la lógica capitalista y desarrollaban los instrumentos de participación de las mayorías en la vida común. Esta conciencia social era aún más fuerte cuando estaba asociada a una conciencia nacional apegada a la defensa de un territorio y de una lengua designada como nacional. ¿Qué queda de esta realidad y de estas representaciones de la sociedad a principios del siglo XXI? – La economía se mundializó, se globalizó y conoció dos crisis mayores, en 1929 y 2008, así como, entre estas dos fechas, numerosas crisis regionales o sectoriales y «burbujas» que manifestaban que el capitalismo financiero desbordaba la economía de producción. Ninguna sociedad pudo controlarlas. – Hannah Arendt llamó totalitarismo a las dictaduras que se apoderaron de todas las actividades sociales, prohibieron toda oposición, impusieron un pensamiento único y reinaron por el terror. ¿Qué tienen en común semejante régimen y aquello que llamamos una sociedad? – La cultura de masas, fabricada en Los Ángeles en especial, cruza las fronteras nacionales, primero a través del cine y la televisión, luego a través de toda clase de redes de comunicación en la web, sobre todo Google, Facebook y Twitter. ¿Qué relación mantienen estas redes sociales con la sociedad? – Las lenguas nacionales subsisten pero las élites dirigentes se comunican únicamente en el idioma angloamericano, mientras en las megalópolis afluyen las poblaciones inmigradas y las minorías que se integran cada vez con más dificultades a la sociedad mayoritaria, que, de por sí, se encuentra en vías de desintegración. – Los elementos cuya interdependencia definía una sociedad se están separando unos de

otros. Ya ninguna fuerza política, y menos social, puede controlar la economía globalizada. El consumo de masas hace desaparecer modos de vida locales que sólo subsisten en la memoria de los mayores. – Varios países e imperios se quebrantaron bajo la presión de nacionalidades en conflicto. El Imperio otomano, la Unión Europea e incluso el miniimperio serbio llamado Yugoslavia fueron destruidos. Lo mismo pasó con los imperios coloniales. Las guerras civiles o los genocidios devastaron varias sociedades africanas, desde Ruanda hasta Liberia. Frente a la competitividad internacional y al desarrollo de un mundo policéntrico, los antiguos países dominantes no resisten bien la deslocalización de las industrias y difícilmente se hacen cargo del envejecimiento de su población. – La conciencia nacional se refugia en el apoyo a equipos deportivos, por cierto compuestos de muchos jugadores de origen extranjero, lo que provoca la ira de espectadores chovinistas. Los europeos, que se mataron los unos a los otros durante la segunda Guerra Mundial, fueron sometidos, en parte, a la tutela soviética y, en parte, de manera más limitada, a la potencia norteamericana. El comunitarismo y la xenofobia debilitan o menoscaban cada vez más la conciencia nacional. – Ya no somos dueños ni de nuestra imaginación ni de nuestro modo de producción y de consumo. Ciertamente, la realidad nacional no desaparece; incluso se fortalece en algunos ámbitos, pero corresponde cada vez menos a la definición de una sociedad. – Si utilizar la palabra ciudad para designar por igual a Bolonia en Italia y los complejos urbanos de Mumbai o El Cairo ya no tiene mucho sentido, debemos preguntarnos también de qué sirve seguir hablando de sociedad para designar un conjunto humano cuya existencia económica depende del petróleo, cuyo mercado es mundial, cuyas leyes buscan conformarse a una jurisprudencia (fiqh) elaborada hace más de mil años en un contexto completamente distinto, donde a menudo la información viene de una web dirigida por grupos financieros ajenos a la religión que pretenden imponer sus preceptos y sus interdicciones a todo el mundo, donde la mayoría de la población desconoce la lengua del comercio y de las relaciones internacionales y donde dicha población se compone de importantes minorías étnicas, lingüísticas y religiosas ajenas y hostiles a los usos y creencias que rigen las leyes. ¿Dónde existe todavía una sociedad capaz de imponer a sus miembros la unidad de sus prácticas, de sus representaciones y de sus creencias? ¿Acaso hay en Francia gente que todavía cree de verdad que su país es y debe ser «uno e indivisible»? ¿Acaso no es más útil, en todo el planeta, definir a un individuo o a un grupo por todas las redes en que participa antes que por su nacionalidad o su religión? Yo mismo soy un ardiente defensor de los derechos humanos universales, pero ¿acaso no soy por igual un defensor de la diversidad cultural y del pluralismo político? Demos preferencia a los verdaderos debates antes que a las falsas ideologías. – Es cada vez más difícil asignar nuestras conductas a categorías sociales. ¿Quién habla aún de oficios femeninos, salvo que sea para observar que se orienta a las mujeres hacia las profesiones menos remuneradas? Sin duda, los jóvenes son diferentes de los adultos, pero esto se debe sobre todo a que se sienten menos pertenecientes a una sociedad. Muchos alumnos de

bachillerato soportan mal la vida escolar y quisieran desempeñar una actividad remunerada o adquirir nuevas experiencias en su país o en el extranjero. La edad de la jubilación empieza a flexibilizarse tomando en cuenta el carácter desgastante del trabajo efectuado, y muchos asalariados que ejercen profesiones intelectuales estarían complacidos de poder seguir trabajando por más tiempo, mientras que otros se alegran por tener vacaciones más largas o por jubilarse con anticipo a fin de iniciar una segunda vida. – Los signos exteriores de estatus social cada día son menos nítidos. Desaparecieron casi por completo los uniformes profesionales; los jóvenes adultos de estratos acomodados y los jóvenes trabajadores prácticamente ya no se diferencian por su forma de vestir. Esta observación no significa que la igualdad esté progresando —más bien sucede lo contrario—; sin embargo, la pertenencia a una categoría social es cada vez menos visible, lo que proporciona a los individuos una libertad creciente de definirse. – En el plano laboral, la individualización de los salarios se difundió ampliamente: ¿podemos aún considerar que son miembros de la misma clase obrera los profesionales altamente calificados, los obreros llamados especializados, los trabajadores precarios, los trabajadores extranjeros indocumentados o los desempleados de larga duración? – Por lo general, aún nos presentamos a los demás indicando nuestra actividad profesional, pero esta presentación de sí ya no siempre corresponde a la imagen personal. – Aun en las sociedades ricas hay muchos excluidos. Representan entre el 12 y el 25% de la población en Europa occidental y en los Estados Unidos, y constituyen una parte de la población todavía más importante en los llamados países del Sur, pese a la disminución del trabajo informal, sobre todo en América Latina. – Finalmente, más allá de todas las pobrezas y todas las marginalidades, existe la masa de los que se mueren de hambre debido a una sucesión de años de sequía en Sahel, por ejemplo, o los que son víctimas de las guerras civiles en la región de los Grandes Lagos en África, o en Birmania, sin olvidar a las víctimas de guerras civiles o militares en Afganistán y Palestina, especialmente en Gaza. La expresión de Zygmunt Bauman, la sociedad líquida, tiene un significado dramático: algunas sociedades están envueltas en cambios que acarrean nuevos modos de vida, pero que también arrastran cuerpos descarnados y torturados. Aunque el planeta nunca ha sido un Edén, antes sus habitantes padecían sobre todo hambrunas y epidemias; hoy, los hombres mueren más a menudo porque los matan otros hombres. Así, por todas partes, tanto en los países ricos como en los países pobres, la idea de sociedad refleja cada día con menos exactitud la realidad de las experiencias humanas.

DE LA SOCIOLOGÍA A LA ÉTICA Podemos ceñirnos a llamar sociología al estudio de las sociedades contemporáneas complejas, dejando a los historiadores el estudio de las sociedades sobre las que sólo poseemos documentos escritos y a los etnólogos el de las sociedades sin escritura. Pero esta

definición, de tipo documental, deja a un lado lo que hace la especificidad del conocimiento sociológico; es decir, el empleo de la noción de sociedad no sólo como marco descriptivo, sino como principio explicativo de las conductas colectivas, e incluso individuales, a través de sus funciones positivas o negativas para la integración o desintegración de una colectividad social formada por instituciones, organizaciones y sistemas de funciones, y también para la capacidad de ésta, efectiva o no, para adaptarse a los cambios de origen interno o externo que tiene que enfrentar. Según esta concepción, la sociología aparece como una gestión explicativa de la misma naturaleza que la filosofía del derecho y del Estado, en colectividades orientadas por las reglas y las decisiones de un sistema de poder más que por las reglas de un sistema económico. Esta definición muestra el vigor de un procedimiento que, según la fórmula de Émile Durkheim, pretende explicar lo social exclusivamente por lo social, y que constituyó un corpus de saberes importante, al menos hasta que numerosos sociólogos cuestionaron este enfoque, en particular en los Estados Unidos donde la sociología «clásica» tuvo un desarrollo considerable. En Europa del este y en América Latina esta definición se debilitó bajo la influencia del estructuralismo y del legado del pensamiento marxista, mientras la sociología de las organizaciones la modificaba hasta reducirla, en algunas ocasiones, a modelos matemáticos. Todas estas tendencias, pese a que pudieron oponerse fuertemente entre sí, produjeron una gran diversidad de puntos de vista, así como numerosos resultados originales y nuevas categorías de análisis. No obstante, al lado de esta sociología de los sistemas, siempre ha existido una sociología de los actores a la que Max Weber dio su inspiración más fecunda, y que jamás desapareció. Sea que nos interesemos en el papel de las religiones como factor favorable o desfavorable para la industrialización, sea que nos interesemos en los efectos de los sistemas familiares en la vida política, siempre se trata de analizar los efectos de ciertas elecciones con preferencia a otras y, por lo tanto, de juicios de valor. Esto separa esta sociología de los actores del análisis de las actitudes y de las conductas a partir de una situación económica, religiosa o política. El análisis propiamente sociológico es aquel que atañe a juicios de valor, orientaciones culturales o juicios relativos al carácter racional o no racional de las elecciones sociales. Si algunos rechazan esta identificación de la sociología con juicios de valor, podemos cederles este terreno reñido y dejar que perpetúen el pensamiento funcionalista clásico. Es preciso, entonces, designar de otro modo el estudio de las conductas en las que un principio moral, por tanto no social, pesa sobre la organización social: en vez de hablar aquí de sociología, ¿no sería más claro hablar de ética; es decir, recurrir a juicios no sociales, sino morales, para evaluar situaciones y elecciones sociales? Estimo que esta conclusión presenta grandes ventajas porque pone especial énfasis en el carácter no social de las elecciones que ordenan las conductas sociales, en oposición abierta a la definición durkheimiana de la sociología. Sin embargo, puesto que los debates de esta naturaleza implican las prácticas de muchos investigadores y docentes que no aceptan todos los términos de la elección que acabo de

exponer, puedo presentar una propuesta más limitada y hablar de sociología ética o de sociología de los actores —mas no de ética social, una expresión que podría introducir una confusión entre el mundo social y la elección de valores—, y al mismo tiempo hacer hincapié en el hecho de que el vocablo ética en sí mismo recalca el papel medular de los juicios «morales» en el análisis de las conductas sociales. Esto es incompatible con una concepción funcionalista de la sociedad. Todos los que defienden una idea de los Derechos del Hombre —que deberíamos más bien llamar Derechos Humanos—son conscientes de que esta idea implica que debemos reconocer que los individuos tienen derechos no sólo políticos, sino también sociales y culturales. Estos derechos, que se aplican a situaciones particulares, poseen un contenido universal. Así, no se trata del derecho a ser cristiano o musulmán, sino a practicar libremente la religión de su elección. Asimismo, no se puede invocar el estatus de inferioridad de las mujeres, plasmado en muchos sistemas jurídicos, contra el principio de no discriminación entre los «géneros», ya que dicho principio se finca en la naturaleza de los derechos humanos fundamentales, es decir, universales. Hace poco, en México, los Acuerdos de San Andrés — que el Congreso no firmó— preveían la aplicación del derecho consuetudinario de los pueblos indígenas en los distritos con población indígena importante, pero se admitía que en caso de conflicto entre dichos derechos consuetudinarios y el principio universal de igualdad entre mujeres y hombres proclamado en los textos internacionales firmados por México, tenían que prevalecer estos últimos. La entrada en la era postsocial y posthistórica ha de fortalecer la preeminencia de los derechos universales. Por consiguiente, es necesario oponerse al argumento que suelen esgrimir los adversarios de esta noción cuando denuncian a través de ella una voluntad neocolonialista de las élites dominantes de imponer a los dominados sus propias concepciones jurídicas, negando al mismo tiempo la igualdad de derechos. Hablemos claro: los principios de libertad, de igualdad y de fraternidad no tienen por qué aceptarse so pretexto de que los formularon las naciones más «adelantadas», sino porque su fundamento universal obliga a todos los individuos, todos los Estados y todas las comunidades a reconocerlos. ¿Acaso no nos consta que, tras largo tiempo de ser reivindicados solamente en el mundo occidental, lo son ahora en todas partes? La democracia no es un tipo particular de régimen político, como lo son sus formas parlamentaria o presidencial; es la afirmación de la igualdad de los derechos políticos para todos, salvando ciertas limitaciones —por ejemplo, la edad— que, a su vez, pueden impugnarse en cualquier momento. Esos derechos no se dan en forma natural. Fueron afirmados y conquistados por colectividades y por individuos, y se fortalecieron a medida que éstos se definían en tanto que sujetos; es decir, como creadores de su existencia social, e incluso biológica. El que posee derechos no es el individuo como ser singular; son el individuo y la colectividad como sujetos los que exigen el reconocimiento de sus derechos fundamentales. Correlativamente a la globalización de las nuevas formas de dominación, la conciencia de los derechos humanos fundamentales se expande por doquier, tanto en China como en la India, tanto en Brasil como en México, lo mismo que en Londres, en París y en Nueva York, aun cuando todavía su respeto

no esté garantizado. Estos derechos son, pues, fundamentales e históricos. Se basan en la conciencia de la creación, la producción y la transformación de sí, en las relaciones consigo mismo, con los otros como sujetos y con el entorno. Al igual que los infantes tienen derechos fundamentales, e incumbe a los adultos ser conscientes de ellos y velar por su respeto, las poblaciones que viven en una economía más enfocada a la reproducción que a la producción tienen derechos que las naciones que ejercen ciertos poderes sobre ellas tienen que reconocer. La globalización ya no permite que una cultura se crea superior a las demás. En estos inicios del siglo XXI las minorías sexuales —lesbianas, gays, bisexuales o transgéneros (LGBT)— reivindican sus derechos contra las leyes que definen la sexualidad exclusivamente por la función social de reproducción. El movimiento, que en algunos países —entre ellos, Francia— ya obtuvo el reconocimiento del derecho de los homosexuales al matrimonio y a la adopción, constituye un ejemplo muy esclarecedor de movilización de categorías no socialmente definidas. En muchos países, la legalización del aborto se impuso tomando más como referencia los derechos de la persona que la necesidad de responder a una problemática social. Del mismo modo, el desarrollo deseable de los cuidados paliativos no puede servir de pretexto para prohibir la eutanasia. La muerte voluntaria —que no es asimilable a un suicidio— debe reconocerse como un derecho, aun en los casos en que el desenlace de la enfermedad o del accidente no sea irremediablemente letal. El individuo tiene derecho a evitar el sufrimiento y el deterioro de su ser, por más que éstos tengan por objetivo salvarle la vida. Elegí estos ejemplos porque el derecho a actuar sobre uno mismo, y en particular sobre el propio cuerpo, manifiesta con toda claridad la voluntad hipermoderna de actuar conforme a derechos antes que a leyes. Sin embargo, reformar las leyes no es lo esencial. La toma de conciencia del poder de autocreación —muy alejada de los cultos al Yo o a la Vida— es un objetivo mucho más importante. Esta educación a la subjetivación no puede limitarse a la celebración escolar o ritual de grandes personajes históricos o de grandes figuras intelectuales. Lo que se intentó a nivel colectivo con el método de la intervención sociológica (puesto de manifiesto en los libros sobre diferentes movimientos sociales que escribí junto con Michel Wieviorka y François Dubet) también puede intentarse a nivel individual, utilizando el testimonio de los familiares y las reacciones de los propios individuos afectados para incrementar su capacidad de subjetivación. Ya no debería ser posible reducir la educación a la instrucción pública; inversamente, este cuidado de sí mismo (cura sui), como lo recuerda Michel Foucault, no debe concebirse como opuesto a la adquisición de conocimientos que, con razón, privilegian el pensamiento racional. En todas partes se procura transformar la enseñanza secundaria con vistas a permitirle actuar más directamente sobre la experiencia vivida; pero una reforma profunda exige que la educación sobrepase el orden de la ley y se deje guiar por la afirmación de los derechos. Ésta pasa necesariamente por una transformación de las relaciones con los otros y por un cuestionamiento resuelto de las concepciones del sujeto individual o colectivo promovidas por la sociedad de consumo.

¿QUIÉN PUEDE RESISTIR A LA GLOBALIZACIÓN? La actual ruptura entre las finanzas, la economía y la sociedad —manifiesta sobre todo en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Europa occidental y Japón— no es sólo accidental; su aspecto patológico y el peligro que representa aparecen claramente ahora, pero la separación se venía anunciando desde hace largo tiempo. La unión estrecha entre la vida económica y la vida social duró lo que duraron las sociedades industriales. En la actualidad se ha roto a medida que la economía globalizada se hacía demasiado poderosa como para que las fuerzas políticas y sociales siguieran controlándola. En 2009, con la ayuda de algunos países europeos, el presidente Obama supo evitar una catástrofe mundial, pero hasta ahora no ha conseguido —y menos el gobierno británico— reintegrar la actividad económica en un proyecto político y social capaz de sostener el crecimiento y, a la vez, de responder al reto de la ecología y luchar contra las desigualdades crecientes. Más allá de la crisis y de sus problemas sin resolver, perduran las consecuencias a largo plazo de esta separación entre la economía y la sociedad. Cualesquiera que sean las políticas adoptadas, afectarán nuestro futuro cercano porque se iniciará un periodo profundamente diferente de nuestro largo pasado industrial y aun posindustrial. La economía se salió de control, desencadenando una serie de crisis y transformando el mapa geoeconómico del mundo al privar a las instituciones sociales de todo su poder de regulación. Estas instituciones constituían el marco en el cual se desempeñaban algunos actores económicos. También ponían obstáculos a la búsqueda de ganancias y al interés de los más ricos por reinar como dueños absolutos y, de ahí, desestabilizar a la sociedad en tal grado que estallasen revoluciones. En la era postsocial que se abre ante nosotros no hay revoluciones posibles, puesto que ya no hay actores políticos ni fuerzas sociales lo suficientemente organizadas para provocarlas. El capital se desquita con el trabajo y merma los avances de las socialdemocracias, realizados durante la segunda mitad del siglo XX. Aparte del análisis de las situaciones, este diagnóstico nos lleva a plantear un interrogante sumamente apremiante: ¿qué fuerzas son capaces de oponerse al incontrolado poder de las finanzas? La historia no se repite, pero en algunos aspectos nos encontramos en una situación análoga a la de mediados del siglo XIX cuando la economía industrial, que se había desarrollado desde mucho tiempo atrás en Gran Bretaña, conquistó un papel predominante en la vida de las sociedades occidentales, así como en Japón y algunos otros países. En aquel entonces se propusieron muchas y poderosas ideas. Por un lado, los economistas liberales y, por el otro, Marx y los diferentes teóricos del socialismo elaboraron análisis e inspiraron fuerzas políticas que procuraron aplicarlos. Las luchas que los opusieron dieron un renovado vigor al espíritu democrático, primero en los países industrializados y, después, en los países que éstos habían sojuzgado. El siglo XX fue el siglo de los movimientos de liberación y de las grandes reformas sociales y políticas, aunque también el siglo de los regímenes autoritarios y totalitarios. Ya consumada la ruptura entre la economía, la sociedad y la política, cuya unión definía a la sociedad industrial, ¿dónde están las ideas nuevas, los actores sociales emergentes y las fuerzas políticas nacientes? Algunos sociólogos contestaron a menudo a esta clase de

problemas tal como se planteaban en otras situaciones. ¿Qué pueden responder hoy ante las consecuencias de la globalización? La renovación de las ideas no vendrá de los gobiernos; la todopoderosa economía financiera los ha debilitado demasiado y los mantiene demasiado avasallados a una multitud de grupos de interés desprovistos de toda visión general. ¿Surgirán nuevos actores sociales? Desde luego es imposible que el escenario social quede vacío, y demostré hace tiempo la importancia considerable de dos actores colectivos capaces de constituir los puntos de apoyo de la renovación de los análisis: la ecología política y el movimiento femenino. Es imprescindible promover la emergencia de las ideas nuevas, que son las únicas capaces de disipar las ideologías de las que somos prisioneros. La formación de nuevos actores sociales depende de un trabajo de esclarecimiento de los objetivos por alcanzar, de designación de los adversarios que obstaculizan su realización, así como de movilización y de subjetivación. Por tanto, se trata de preguntarse en nombre de qué y por qué razones pueden emerger actores; pero frente a la invasión de la vida social por la economía, que impone su propia lógica a todos los dominios de la vida, tanto personal como colectiva, ¿de dónde puede proceder la resistencia al poderío de la economía globalizada? Somos conscientes de que semejante pregunta no requiere solamente respuestas políticas; lleva en sí una concepción general de la vida social, al igual que en el pasado lo hicieran las religiones, la proclamación de los derechos universales y la crítica del capitalismo.

NI SÓLO UN FINAL, NI SÓLO UN INICIO El presente libro procura unir el relato de un fin —una caída— y el anuncio —no profético, sino históricamente fundado— de un comienzo: el de otro tipo de vida colectiva e individual. Sin embargo, no puede alcanzar su objetivo sino evitando incurrir en dos errores de evaluación. El primero sería considerar que la desaparición de la sociedad como principio de análisis y de legitimación es completa e irremediable. Este juicio descarta sin miramientos toda creencia en un más allá de lo social, por miedo a nuevas situaciones de caos. Este pensamiento crítico saca fuerzas de su misma radicalidad: conquistó el éxito echando abajo simultáneamente el idealismo del pasado y las ilusiones de todas las perspectivas de liberación. Hasta quiso hacernos creer que la pornografía era toda la verdad de la sexualidad, negando la fuerza de las relaciones afectivas y amorosas. En varios países —especialmente en Francia y los Estados Unidos— este pensamiento, más nihilista que revolucionario, nutrido de la voluntad de desechar la herencia de un marxismo vuelto ideología al servicio de una dictadura, constituyó aquello que en mi libro Pensar de otro modo llamé el «discurso interpretativo dominante». Tras haber ocupado el centro de la vida intelectual occidental, donde difundió una luz cegadora, poco a poco perdió vigor a fuerza de negaciones y

estancamiento. El segundo error de juicio apareció sobre los escombros del primero: todo el mal provendría del «momento 68». Sólo su superación —o, más exactamente, su rechazo— podría permitir la construcción de nuevos análisis y la elaboración de nuevas reformas. El juego de la dialéctica, interrumpido por un instante, podría reanudar su curso con toda tranquilidad: sólo se trata de descubrir en lo que muere la presencia de lo que busca aparecer. Si este modo de pensar es menos peligroso que el anterior, se debe esencialmente a que es más débil y produce menos efectos. El descubrimiento de un nuevo momento y la creación de nuevas categorías de análisis y de nuevos actores no deben abolir el pensamiento crítico. Hemos de buscar las raíces de la época en que vivimos tanto en un pasado remoto como en recuerdos recientes. Sin esta tensión, las posibles y necesarias mutaciones no podrán concebirse ni cumplirse.

VUELCO DEL ANÁLISIS La correspondencia entre el actor y el sistema que presenté como principio nodal de la sociología clásica permitió la construcción de un conjunto imponente de obras importantes. Sin embargo, hoy es preciso adoptar una visión diametralmente opuesta, porque la autonomización creciente del sistema económico en relación con las instituciones sociales volvió caducos los instrumentos de análisis que permitían pensar sus vínculos. Ninguna forma de organización social parece ya ser capaz de controlar la globalidad del sistema económico. ¿Cómo podría ser de otro modo? El siglo XX difícilmente puede describirse como un ideal de funcionamiento bien regulado de Estados-naciones democráticos. Fue a menudo el teatro de conflictos sangrientos, de una lucha sin concesiones entre intereses divergentes, de exclusiones y de discriminaciones. Es imposible entrar en el pensamiento sociológico contemporáneo sin sentirse impresionado por la importancia de las desigualdades entre las sociedades y en el seno de cada una de ellas, y sin reconocer, como ya lo habían hecho los novelistas, los caricaturistas y los investigadores sociales del siglo XIX, que la violencia está presente por doquier y que muy a menudo los discursos sobre el interés general están puestos al servicio de los intereses particulares. Después de vivir durante largo tiempo en sociedades que, pese a todo, se sentían «progresar» y donde era posible pensar que el mañana sería mejor que el ayer, los occidentales están conociendo la experiencia desconcertante de vivir en sociedades estancadas o en retroceso, en las que crecen las desigualdades. En paralelo, nuestra cultura manifiesta un interés creciente por la vida individual, psíquica, y actualmente es en la vida sexual y en las relaciones familiares, o por decirlo más generalmente, interpersonales, donde se busca la explicación de conductas a las que, otrora, se daban explicaciones meramente sociales. No nos puede sorprender ese vuelco de perspectivas cuando observamos la pérdida de control del Estado nacional sobre aspectos cada vez más importantes de las vidas colectivas e individuales. Aunque seguimos empleando la imagen de

sociedades cerradas, en las que las formas y los contenidos del control social están firmemente establecidos, bien sabemos que tiene cada vez menos fundamento en las sociedades actuales, sean éstas ricas o pobres, centrales o periféricas, a tal grado que la idea de nacionalismo ya no evoca con tanta espontaneidad la conciencia de pertenencia nacional sino, más bien, el rechazo a las minorías extranjeras. No existen más razones para creer que un individuo y su sociedad están en guerra permanente que considerarlos como las dos facetas de una misma realidad. Lo que caracteriza profundamente el pensamiento social actual, sea culto o no, es la idea de que el individuo puede hallar en sí mismo los medios para defenderse y lograr sus objetivos, y ya no en una sociedad a la que le retiró su confianza. A la inversa de las concepciones preponderantes en las sociedades anteriores a la nuestra, ya no creemos que es la buena sociedad la que hace a los buenos individuos; dicho de otro modo, ya no creemos que la socialización sea el único camino a la individuación. No sólo vivimos en la incertidumbre, sobre todo en un periodo de crisis económica, sino que pedimos incertidumbre: queremos vivir mejor y tomamos riesgos para lograrlo, para escapar a una sociedad injusta e incapaz de responder a nuestras preocupaciones más personales, tanto en el ámbito profesional como en las relaciones afectivas. A principios del siglo XX, era señal de tolerancia admitir que cada quien tenía derecho a actuar en su vida privada acorde con las propias creencias, convicciones o gustos. ¿Quién cuestionaría hoy que pretender restringir al espacio privado las posibilidades de expresión de las opciones religiosas o de las orientaciones sexuales es una manifestación de intolerancia? Vida privada y vida pública no son las dos caras de una misma moneda sino dos universos que se entrecruzan. Solíamos buscar en la vida social el origen del Bien y del Mal, de nuestras ideas y de nuestras emociones. El mundo que llamamos social y que en gran parte es económico fue portador de nuestras esperanzas y nuestros odios, nuestros conflictos sociales, nuestros proyectos políticos y nuestro imaginario social. Ciertamente, hoy en día no desaparece la vida social. Vamos al trabajo o buscamos uno; tomamos el metro o el avión; soñamos con una carrera y tememos el fracaso; tenemos colegas de trabajo y con ellos hablamos de futbol, de política o de moda, pero nuestra relación con nosotros mismos está en otra parte. Quienes, como yo, han vivido por mucho tiempo en la sociedad industrial, siguen sintiendo en sí mismos la presencia de lo que daba sentido a lo vivido, de las elecciones que nos comprometían más allá de nosotros mismos en una historia en que se enfrentaban el Bien y el Mal; pero esta sala de espectáculos se vació y los músicos se marcharon con sus instrumentos. Queda la vida cotidiana que no se reduce a la rutina, a todo cuanto asegura nuestra subsistencia, ocupa nuestro tiempo e invade nuestras preocupaciones. Para otros individuos que pertenecen a otras generaciones o viven en otras partes del mundo, la vida religiosa experimentó la misma transformación. Se vació de su sentido. No desapareció, pero a menudo se reduce al acatamiento de ritos hoy carentes de contenido, a un simbolismo social, incluso a la búsqueda algo soñolienta de una paz interior que se parece al vacío.

La vida social no desapareció sino que volvió a caer en el mundo instrumental, después de habernos elevado a la altura de las ideas de progreso y de liberación, otros tantos conceptos que no prosperan en un mundo económico y social que retornó al orden de la necesidad.

EL DESPERTAR En realidad, el paso de un mundo a otro sucede en una conciencia a medias porque los eventos cotidianos nos apremian por todos lados, porque rápidamente las palabras grandilocuentes se tornan huecas y las confrontaciones se convierten en arreglos a cambio de pequeñas ventajas. ¿Quién puede hablar hoy de clase obrera o de movimiento obrero sin sentir que estas palabras se le deshacen en la boca? ¿Acaso no es más acertado hablar de asalariados, de conflictos laborales y de convenios colectivos de trabajo? Las realidades del trabajo son tan apremiantes como un siglo atrás y los problemas sociales siguen desempeñando un papel importante en nuestras elecciones políticas. Con todo, algo ha cambiado y la pregunta planteada en este libro es saber qué ocupa hoy el lugar central que durante largo tiempo ocupó el mundo del trabajo, con sus relaciones y sus conflictos sociales. A mediados del siglo XIX —en Francia, exactamente en junio de 1848—, esta misma pregunta prevaleció sobre los problemas del Estado, de la nación y de la República que habían concentrado toda la atención durante la Revolución francesa, y en realidad mucho tiempo antes, sobre todo en Gran Bretaña y en los Países Bajos. En efecto, la vida social no siempre cobra la misma importancia en todas partes. Lo que sí está presente en todas partes es la construcción de nuestra percepción, nuestras ideas y nuestras emociones a partir de un punto de vista privilegiado, ya sea religioso, político, económico, cultural o nacional. Ninguna sociedad se reduce a sus propias prácticas; ninguna puede definirse tan sólo —ni siquiera en primer lugar— por formas de organización técnica, económica o política. Nuestra historia no es la del paso de la creencia al conocimiento y menos aún la del remplazo de la interioridad de la conciencia por la objetividad de los mecanismos biológicos y psicológicos que rigen nuestros deseos y nuestras elecciones. Por ello, ya que parece imposible descartar por completo un enfoque evolucionista, la mejor formulación consiste en decir que mientras mayor capacidad tiene una sociedad para actuar sobre sí misma más elevado es el nivel de lo que llamo su historicidad y más directamente se entiende a sí misma como sujeto, como creadora de ella misma. En todas sus etapas la sociedad industrial marcó un enorme salto hacia adelante de nuestra capacidad de autotransformación. Esto explica por qué esa sociedad produjo su propia imagen como creadora de sí misma, formulándola en términos puramente sociales y eliminando todos los llamamientos a un principio trascendente, fuese de naturaleza religiosa o, al contrario, cultural. Esta conciencia de sí como sujeto fue tan eficaz que sus efectos, tanto los mejores como los peores, conmocionaron nuestra existencia como nunca había ocurrido antes. Cabe esperar que las situaciones que llamo postsociales creen una imagen aún más directa

de su propia creatividad. En efecto, estamos entrando cada vez más claramente no sólo en sociedades de la conciencia sino, además y sobre todo, en sociedades donde la conciencia de nosotros mismos se emancipa de todas las formas sociales, religiosas o políticas. Empleo estas fórmulas, que explicitaré más adelante, para hacer hincapié en la ruptura instaurada con relación a la representación de sí en términos de secularización, que ha dominado las sociedades más modernas. No sólo nuestras sociedades no se reducen al uso eficaz de la razón instrumental, sino que se reapropian la conciencia creadora de sí que las sociedades anteriores habían situado lejos de la experiencia humana, en el sistema de la naturaleza o en la creación divina. Mientras vivimos en un universo creado y constantemente transformado por las técnicas y el conocimiento, ya hemos entrado en sociedades reflexivas, de acuerdo con la definición que varios sociólogos les dieron para designar una situación dominada a la vez por el descubrimiento y el conocimiento del mundo, y por la conciencia de sí. Esta idea abarca la noción de ética que introduje antes y que considero más apropiada que la de sociología para definir la naturaleza de nuestras investigaciones. Pero ¿acaso estas ideas no suscitan ya una amplia adhesión? Si pensáramos que nuestras conductas están dictadas directamente por la presión de las situaciones y los intereses colectivos, ¿hablaríamos tanto del triunfo del individualismo? ¿Acaso es tan difícil entender que el retroceso o la disgregación de las religiones no remiten a la desaparición de las creencias sino a la imposibilidad cada vez más ostensible de sostener la existencia de sociedades religiosas? Sería el peor de los contrasentidos creer que apelo aquí a un retorno a la espiritualidad contra una sociedad invadida por el cálculo egoísta y el reinado de las técnicas. Pienso, por el contrario, que a medida que una sociedad se vuelve más técnica las personas que viven en ella se sitúan en una relación progresivamente más directa consigo mismas en tanto que seres con conciencia y con conocimientos. Se entiende que los países que ocuparon una posición dominante —a consecuencia de sus logros económicos, de su apertura política y, también, de la dominación colonial que ejercieron y los conflictos destructores en que se vieron envueltos— vean con aprensión cuán aceleradamente se transforma el mundo, de tal forma que en un futuro cercano perderán las ventajas que fueron acumulando lentamente y tendrán que ceder su lugar central a otras economías, otros sistemas políticos y otras culturas. Sin embargo, la nostalgia no es portadora de ninguna enseñanza relativa al desarrollo de nuevos tipos de vida social, política y cultural. Por el contrario, hay que estar atentos a las conmociones que incrementan nuestro poder de acción, que nos dan nuevas responsabilidades y modifican la imagen que tenemos de nosotros mismos. Éste es uno de los aspectos más positivos de la mundialización. No significa que cree una sociedad mundial —cada día que pasa desmiente esta ilusión—, sino que nos obliga a identificarnos en menor grado con un tipo de sociedad particular y nos coloca más directamente cara a cara con nosotros mismos. Mientras los discursos pesimistas buscan demostrarnos que los medios modernos de comunicación destruyen la cultura y vuelven la educación imposible, descubrimos el papel desempeñado por las redes sociales en nuevos movimientos de liberación. Estamos empezando a conocer mejor las otras regiones del mundo

y somos sensibles al deseo de muchos jóvenes por conocer otros espacios, otros modos de vida, otras imágenes de sí mismos. Con tanto hablar de desocialización o de crisis generalizadas corremos el riesgo de pasar por alto lo esencial: la alegría de descubrir un mundo más diverso, más cambiante, más peligroso, pero también más portador de esperanzas que los precedentes. Mi juicio respecto del fin de lo social y la idea de sociedad no es negativo. Los cambios que estamos presenciando sugieren más una liberación que un caos. Si bien los cataclismos del siglo XX nos precaven contra cualquier exceso de optimismo, es más difícil escapar al miedo, al sentimiento de inseguridad y de declive, sobre todo en el mundo occidental. Ceder ante esto sería dramático. Nada podría ser peor para Europa occidental que refugiarse en la esperanza ilusoria de preservar su grandeza pasada. Pese a sus muros y sus perros policías, los Estados Unidos dejan penetrar en su territorio a millones de inmigrantes cuya diversidad enriquece a su población. Aunque esté lleno de inquietudes y de dudas, este libro se apoya en una gran confianza en las perspectivas abiertas por nuestro descubrimiento acelerado del mundo y por el desarrollo de una conciencia de sí que resiste al poderío de cuyas virtudes buscaron convencernos las sociedades industriales. Hemos concebido y realizado la liberación de los ciudadanos y hemos tenido el valor de condenar la violencia del Terror. Hicimos triunfar las formas sindicales, políticas y educativas del movimiento obrero, pero también somos los herederos de una larga tradición de oposición al estalinismo, promovida por intelectuales y militantes lúcidos y valientes. A pesar de la miopía de los que se creen sabios, percibimos el movimiento inmenso que sacude los regímenes autoritarios en el mundo árabe y otros lugares. Nuestro primer objetivo intelectual debe ser, pues, interrogarnos sobre la naturaleza de los movimientos antiautoritarios y antitotalitarios que surgen hoy. Al igual que el poder se volvió cada vez más total, la oposición a todos los poderes también se volvió más total; no defiende sólo los derechos de los ciudadanos, de los trabajadores, de las mujeres o de las minorías étnicas o religiosas, sino también el universalismo de los derechos fundamentales, contra todos los totalitarismos y los nacionalismos autoritarios. El presente libro, cuya meta primordial es producir conocimiento, también pretende contribuir a incrementar la conciencia de sí y, de ahí, la capacidad de acción de los movimientos de liberación. Hace mucho que vienen apareciendo los gérmenes de transformaciones profundas del pensamiento y de las conductas individuales, interindividuales y colectivas que contribuyen a forjar representaciones generales del mundo. La sociología de las liberaciones, cuyo desarrollo acompaña —cuando no precede, a veces— las acciones que las promueven, se inscribe dentro de estas representaciones. Esta definición de mis objetivos se opone rotundamente a todas las ideologías que afirmaron la desaparición de los actores y quisieron eliminar el concepto de sujeto de las ciencias humanas y sociales. Lo nuevo del periodo en que estamos entrando es que los actores sociales se separan más resueltamente de los sistemas financieros y económicos para vincularse cada vez más con actores individuales, lo que quiere decir que la vida privada

entra siempre más a fondo no sólo en la realidad, sino en la definición misma de la vida pública. Hoy en día el pensamiento de la libertad es llevado por espíritus y fuerzas que surgen en todas las regiones del mundo y por personajes que son a la vez figuras morales y políticas. ¿No vivimos actualmente en un mundo cuyos grandes modelos libertadores son el sudafricano Nelson Mandela, el indio Gandhi, el norteamericano Martin Luther King, la birmana Aung San Suu Kyi, el checo Václav Havel, el ruso Andrei Sajarov, el chino Liu Xiaobo, los fundadores polacos de Solidaridad, la multitud que derribó el muro de Berlín y los manifestantes de la Primavera Árabe? Es imprescindible entender las contradicciones de cada sociedad, sobre todo de las que se encuentran bajo el dominio de un régimen autoritario que crea tanto conductas conformistas como ideas novedosas. China no es una inmensa plaza Tiananmen y son más numerosos los jóvenes diplomados que quieren cumplir una carrera exitosa que los contestatarios —muchos de los cuales se identifican con modelos occidentales o alejados de las circunstancias peculiares de sus luchas—. Nuestra tarea consiste en explorar las realidades sociales, abarcando toda su diversidad y toda su complejidad, a partir de nuevas hipótesis de trabajo con vistas a comprender por qué, pese a la intensidad de la represión, se abren a veces los caminos de la libertad. Toda una larga generación se dejó convencer paulatinamente de que ninguna fuerza colectiva podía actuar en un universo dominado por la lógica ciega de los mercados y el poderío de los sistemas represivos. Ha llegado a su fin el tiempo de la renuncia a la esperanza y del aparente triunfo de los aparatos económicos y políticos de dominación. El mundo se mueve, se ejercen presiones, algunas sublevaciones quiebran dictaduras y nuevos actores aparecen para expresar su voluntad de vérselas con los poderes que los oprimen. Tanto en el nivel de las ideas como en el de los hechos, estamos viviendo un retorno a la confianza en la acción colectiva.

UN TRANSBORDO DIFÍCIL El cine, los libros y la televisión transmiten un imaginario tan horrible y desgarrador que a veces perdemos de vista que la realidad no siempre es tan espectacular ni tan desesperante como lo que nos muestran los medios de comunicación. El imaginario sobrepasa la realidad y la hace desaparecer. No podemos entender lo que nace si olvidamos que la muerte ocupó todos los lugares durante el periodo, largo y breve a la vez, de aquella gran ruptura, o mejor dicho, de la serie de rupturas acaecidas desde la masacre de los europeos entre los ríos Marne y Mosela y en la planicie rusa hasta los crímenes nazis, la esclavización de Europa central y oriental por el imperio soviético, y la final derrota del nazismo después de que arrasara gran parte del continente; también, desde la demostración de la fuerza destructiva de las armas nucleares

hasta los millones de víctimas causadas por Mao en China y las guerras de liberación colonial, en particular en Vietnam y Argelia. ¿Podemos pedirles a un hombre o a una mujer nacidos antes de la segunda Guerra Mundial, que recibieron de sus padres el recuerdo de la Gran Guerra y de la Revolución soviética, que se sientan los descendientes de los que vivieron antes de 1914? Podría hacer la misma pregunta refiriéndome a los descubrimientos de la medicina, a los progresos de la productividad industrial y al desarrollo acelerado de numerosos países considerados subdesarrollados y dependientes. No tengo ninguna intención de imponer una visión catastrófica —y menos aún triunfante— de la historia. Mi visión es totalmente distinta. Cuando tomé como punto de partida de mi reflexión la crisis económica de 2007-2008, no quise dar a mi evocación una conclusión siniestra. Lo mismo hubiese podido comenzar por la lista de los premios Nobel científicos, o recordar el aumento de la esperanza de vida en muchos países, o bien el incremento masivo del comercio internacional; sea cual sea mi punto de partida, llego al mismo punto de llegada. Tanto la ciencia y la tecnología, para bien, como las dictaduras y las guerras, para mal, contribuyeron al estallido de las sociedades. Los hombres pisaron la Luna y ahora emprenden la exploración de Marte; descubren recursos, inventan máquinas y conciben ecuaciones. Sondean el subsuelo, el fondo de los mares, el inconsciente y el funcionamiento del cerebro. Durante un siglo, más o menos largo según qué parte del mundo se considere, la humanidad se descubrió creadora y transformadora de sí misma gracias a sus hombres, a su espíritu, sus instrumentos, su administración, sus armas, sus empresas, sus invasiones y sus colonizaciones. ¿Acaso es exagerado decir que la imagen del hombre como ser social, el zôon politikón de Aristóteles, se desencajó bajo las acometidas del conocimiento tanto como bajo las de la barbarie y las de la tecnología? Allí donde muchos esperaban el surgimiento de una sociedad mundial asistimos al estallido de las instituciones sociales. No digo que la complejidad creciente y los cambios acelerados conduzcan ineluctablemente al caos. Formulo una hipótesis muy diferente. La unidad del conjunto, cuyo garante en el pensamiento de la era prehistórica era el creador todopoderoso, y en el periodo histórico la idea de sociedad que torna interdependientes los mecanismos de su gestión y de su transformación, ya no puede estar asegurada a partir del momento en que cada uno de sus elementos se vuelve autónomo y se transforma más rápidamente de lo que puede conseguirlo un Estado apoyado en sus instituciones jurídicas. Vemos aparecer entonces otro principio, otra exigencia de unidad. Dedicaré la segunda parte del libro a la búsqueda, al descubrimiento y a la aplicación de este principio. Los seres humanos descubrieron que no vivían, como pensaban antes, en un medio natural, sino en lo que Georges Friedmann llamó el medio técnico. Esa toma de conciencia encontró una correspondencia con lo que Anthony Giddens y Ulrich Beck describieron como el acceso a la reflexividad. Cualesquiera que sean sus concepciones religiosas del universo y de su creación, nuestros congéneres fueron acrecentando la conciencia de su propia capacidad de creación que, gracias a la razón y las técnicas mucho más que a las guerras y las conquistas, acarreó el aumento de los recursos a su disposición y, sobre todo, de los conocimientos que permiten utilizarlos mejor y crear otros.

No hace falta negar que una representación sagrada del mundo fue remplazada por una concepción secularizada que habría triunfado con el éxito de la razón instrumental, para afirmar al mismo tiempo que el hombre, primero criatura y luego hombre social y técnicamente creador (Homo faber), se ha convertido ahora en hombre-creador; es decir, aquel que, al reflexionar sobre sí mismo como experiencia vivida, descubre que es más que un individuo y que pertenece a una categoría universal situada más allá de todas las pertenencias económicas, políticas y culturales. En francés se expresa esto a la vez con dos palabras diferentes: moi, je. Yo (moi) es portador de intereses y de deseos, mientras que yo (je) es el creador del yo (moi) y, sobre todo, el que le concede el derecho a ser reconocido no sólo como un ser particular, sino como un ser creador y, por consiguiente, como un ser de derechos. En esta forma o en formas cercanas, estas expresiones están presentes en todas partes del mundo, puesto que definen ese Yo que, para ser más claro, prefiero llamar el sujeto, y que, al ser definido antes que nada en términos de derechos, constituye el principal instrumento de análisis utilizado en este libro. Es el sujeto el que libera a los seres humanos tanto de las ruinas como de los palacios y de las cárceles de lo social. Es el universalismo de los derechos del sujeto lo que hace de cada individuo y cada grupo social, en tanto que son portadores del sujeto y apelan a sus derechos, un principio no solamente creador, sino superior a cualquier otro principio creador, que ya no puede ser sino una creación de los seres humanos. Por lo tanto, las expresiones «una era cultural postsocial y posthistórica» y «una era en la cual el principio superior de legitimidad es el reconocimiento de los derechos del sujeto» son sinónimas. La acción técnica, científica y analítica ocupó durante la era social e histórica el lugar central que había ocupado el pensamiento religioso o mítico durante la era presocial y prehistórica; del mismo modo, la relación del individuo o del grupo con el sujeto que lleva en sí y con sus derechos constituye el poder creador de los seres humanos y les permite construir otro tipo de vida personal y colectiva después del estallido y la descomposición de las sociedades históricas. Me atrevo a hablar aquí del paso de la era religiosa a la era económica, social e histórica y, luego, de nuestra entrada en la era moral o, mejor dicho, ética. Es posible completar la distinción entre estas tres eras añadiendo que durante la era prehistórica el pensamiento y la acción se definían en términos de relatos, durante la era histórica, en términos de proyectos —siempre definidos siguiendo criterios técnicos, geográficos e históricos—, y durante la era postsocial y posthistórica en la que estamos entrando, en términos de sujeto. El lenguaje religioso era un lenguaje de orden y de mando. El lenguaje social e histórico se estructuró en torno a lo que la sociología clásica reconoció a su vez como su principio central: la reciprocidad de las perspectivas entre el sistema y el actor. La preocupación central del presente libro no es definir y analizar problemas por resolver, como era el caso durante la era histórica, sino entender las condiciones y los procesos de formación de los actores, es decir, del llamado del individuo o del grupo al sujeto y a los derechos universales en nombre de los cuales se hace actor, o sea, creador. Finalmente ¿por

qué nos privaríamos del placer de dar nueva vida a una expresión cuyo uso se fue perdiendo cuando con toda razón triunfaban las «ciencias sociales»: la expresión de «ciencias morales y políticas», que podría encontrar una segunda juventud? De ahora en adelante, el estudio del actuar ya no es un complemento del estudio de los sistemas y las situaciones. El actor está orientado ante todo hacia sí mismo, hacia su capacidad de actuar, de crear, de ampliar el campo de la libertad y la igualdad. Era natural, en plena era social e histórica, definir al actor por sus relaciones sociales, y por tanto, por su lugar en las instituciones y las jerarquías y por las funciones que desempeñaba en la organización del sistema; es igualmente natural que en la era postsocial y posthistórica el actor se defina por los esfuerzos que dedica a hacer triunfar los derechos sobre los intereses y los roles sociales. El actor social tal como lo concibo se reconstruye y lucha para hacer reconocer sus derechos, constantemente expuestos a la hostilidad de la sociedad que busca convertirlos en deberes impuestos a ciudadanos, trabajadores o minorías. Nada autoriza a realizar a partir de esta definición el retrato de un sujeto orgulloso o romántico, solitario o dominador. Me resulta tanto más fácil defenderme contra semejante contrasentido cuanto que el lector sin duda recordará que, cuando me represento a un actor, la imagen que surge espontáneamente ante mí es más femenina que masculina. Finalmente, quiero agregar una última y breve observación: nada garantiza que la era postsocial se desarrollará allí donde la era social e histórica conoció en el pasado sus realizaciones más completas. En vez de pensar a priori que el modelo que procuro construir intelectualmente florecerá en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania o Francia, más vale ponernos atentos a las transformaciones que se están dando en China, Corea, Brasil o la India, porque bien pudiera suceder que la civilización postsocial tenga mayores oportunidades de despuntar en esos países.

MÁS ALLÁ DE LAS SOCIEDADES INDUSTRIALES La gran crisis de 2007-2008, que provocó otras, fomentó pensamientos económicos que, más allá del indispensable control de las emisiones de gas carbónico cuyas consecuencias en el clima y la vida de numerosas especies, incluyendo la nuestra, pueden ser trágicas, sugieren preguntas relativas a los efectos del desarrollo a largo plazo. Estas inquietudes se expresan sobre todo en Europa, que no avanza bajo el impulso de regímenes totalitarios voluntaristas, ni del descubrimiento de nuevos recursos, ni de alguna ola de innovaciones tecnológicas. La población envejecida y que, en numerosos países, no se sostiene más que gracias a la inmigración proveniente del este y del sur, está sintiendo cierta fatiga. Está en entredicho el automóvil que estimuló durante un siglo la industria más poderosa y más creadora de empleos, y no hay garantía de que el auto eléctrico pueda remplazar los modelos de gasolina o de diésel, a pesar de que no cesan de aumentar los precios de los combustibles fósiles, lo cual

afecta gravemente el nivel de vida de quienes están condenados a recorrer largos trayectos para ir al trabajo. Aunque no haya sido provocado por la energía nuclear sino por un terremoto seguido de un tsunami, el grave accidente de Fukushima, en Japón, ocasionó un miedo planetario que incitó a Alemania a renunciar casi de inmediato a la electricidad de origen nuclear. Se habla por todas partes de la necesidad de ahorrar energía, lo que contribuye a difundir la idea de que sólo una penuria voluntariamente decidida puede evitar la catástrofe. ¿Debemos considerar nuestro pasado reciente, que fue un periodo de enriquecimiento y mejoría de nuestras condiciones de vida, como una época de excesos a la que hay que poner fin urgentemente para evitar lo peor? ¿Debemos huir de esta sociedad industrial, que sigue ofreciéndonos tantos nuevos medios de acción, si no somos capaces de tomar, a nivel mundial, las decisiones imprescindibles para salvaguardar nuestro porvenir? ¿Acaso debemos deshacernos de la sociedad industrial clásica del mismo modo que se destruye una chimenea de fábrica porque echa humo sobre una ciudad, o se impone una reducción de la velocidad en una zona donde hay muchos accidentes? Estos llamamientos a la desindustrialización no son convincentes. En primer lugar, los países que condenan radicalmente la energía nuclear aceptan un retorno al carbón o a un empleo más intenso del gas cuyos efectos contaminantes son más graves, como lo demuestra el elevado costo en vidas humanas del uso masivo del carbón en China. Luego ¿por qué habría que condenar las técnicas cuando son las políticas las que hay que transformar? La decisión francesa de prohibir la investigación sobre el gas —no sólo su explotación— resulta igual de chocante puesto que excluye que algún día se descubran formas aceptables de perforación. Rechazo el antiindustrialismo que sólo nos propone hacer explotar y desaparecer lo que le daba unidad a una civilización y, por ende, cierta capacidad de acción. No pretendo escapar a la sociedad industrial conduciéndola hasta sus límites antes de abandonarla. Creo en la posibilidad y en la necesidad de una sociedad hiperindustrial que incremente su capacidad de control de su propio funcionamiento y de los efectos de éste sobre el medio ambiente. Lo que más nos hace falta es la voluntad, la capacidad de actuar, la conciencia de los peligros que hay que evitar y el desarrollo de procedimientos democráticos de decisión a los cuales recurrir en el mayor número posible de casos. Lo que espero de una civilización postsocial es, ante todo, que movilice mejor que las sociedades industriales conocidas, pasadas y presentes, los recursos necesarios para alcanzar los objetivos considerados prioritarios. A través del desarrollo de la conciencia de sí, los conjuntos postsociales han de poder suscitar el compromiso directo, racional y a la vez apasionado, de actores impelidos por la voluntad de promover los derechos del sujeto, la vida, la libertad, el bienestar, la lucha contra las desigualdades y un desarrollo responsable. Éste es el pleno sentido de lo que llamo el remplazo de los criterios sociales y económicos del funcionamiento de las sociedades por otros, morales o, más exactamente, éticos. Antes de terminar, quiero volver al calificativo de posthistórico que no explicité suficientemente. Las sociedades modernas, sobre todo en los primeros siglos —cuando el poder estaba en

las manos de los dirigentes políticos más que de los dueños de la economía—, solían pensarse en términos históricos. Esto sucedió tanto en la Gran Bretaña de los siglos XVI y XVII como en los Estados Unidos a la conquista de su independencia o en la Francia en proceso de convertirse en una «Gran Nación» gracias a su «Gran Revolución». Durante mucho tiempo las crisis políticas han ocupado en nuestras representaciones un lugar más central que los movimientos sociales, y no es exagerado decir que a fines del siglo XIX la sociedad francesa se identificó más con el caso Dreyfus que con las grandes crisis obreras. Christophe Prochasson restableció la verdad sobre François Furet en una importante biografía que acaba de publicar, en la que recalca que, tras ser comunista, el gran historiador —que también era gran amigo mío— se volvió muy anticomunista, aunque no menos sensible al fenómeno revolucionario, y que se consideraba un hombre de izquierda debido a su apego a la idea revolucionaria, e incluso al personaje de Robespierre. Al igual que la Revolución francesa, la historia del siglo XIX europeo estableció un fuerte vínculo entre crisis política y crisis económica, aunque las conmociones de los siglos XX y XXI afectaron tanto la vida cultural y nacional como el sistema económico, sobrepasando por mucho aquello que los occidentales llaman la vida política. Los millones de muertos causados por las revoluciones soviética y maoísta no permiten dar tanta importancia a las luchas internas de los partidos en el poder como a las luchas entre los rojos y los blancos en Rusia, o entre el Partido Comunista chino y el Kuomintang, puesto que se trataba de guerra civil, de revolución y de contrarrevolución. Esto explica que la dimensión revolucionaria de las luchas sociales haya perdido importancia. Se podía entender por qué Albert Mathiez concebía la Revolución francesa pensando en la Revolución soviética; también vemos cómo, en el Oriente, vuelven a surgir los enfrentamientos religiosos, después de haber visto el triunfo de los movimientos de liberación nacional. ¿Acaso uno no se sale de la historia cuando observa cómo aumenta la importancia de movilizaciones que creíamos desaparecidas desde hace mucho tiempo, mientras que los conflictos de tipo colonial parecen desempeñar un papel menos central? Produce gran impacto la condena en nombre de la laicidad de todas las fuerzas religiosas, aun tratándose del islam que dista mucho de tener los mismos derechos que las Iglesias cristianas en los países occidentales. Asimismo, en América Latina una gran cantidad de declaraciones antirreligiosas no toman en cuenta el papel importante del cardenal Silva y de la Vicaría de la Solidaridad en la lucha contra la dictadura del general Pinochet, el cual era recibido mejor por los evangelistas e incluso por los francmasones que por muchos católicos. Considero importante reconocer que el análisis de la vida social se aparta del análisis histórico, aunque durante los siglos anteriores ambos análisis estaban estrechamente ligados. Éste es un aspecto esencial del problema de la movilización del sujeto.

SEGUNDA PARTE Del sujeto a los actores

Introducción

LA PÉRDIDA DE CONFIANZA La primera parte de este libro estriba en la importantísima crisis financiera de 2007-2008 que paralizó el mundo, sobre todo a Occidente, y a la cual los gobiernos norteamericano y europeos sólo respondieron endeudándose a fin de sostener los bancos, las empresas y los consumidores debilitados. Esto provocó crisis monetarias que, después de afectar primero a Grecia, amenazaron toda la zona euro. No termino de entender el razonamiento de los que piensan que la desaparición del euro y la renuncia al proyecto europeo podrían proporcionar la solución de problemas originados por la extrema debilidad de la construcción europea. Menos aún entiendo cómo es posible esperar de países a los que se aconseja capitular que hagan esfuerzos por recuperarse. De hacerlo, esta Europa derrotada se descompondría en medio de luchas internas, del desmoronamiento de los niveles de vida y la desaparición de las últimas fuerzas movilizables, y en primer lugar el Banco Central Europeo. Es indispensable ampliar el campo de la interpretación de estas crisis y estas mutaciones, en las que veo el nacimiento de una nueva era que llamé postsocial y posthistórica para recalcar cuán profundas son las rupturas actuales. Para ello, es menester subrayar que la globalización del mundo no concierne tan sólo al capitalismo financiero o al comercio, sino también a las nuevas tecnologías de la información a las cuales podemos añadir —aunque su importancia no sea tan novedosa— las migraciones internacionales y la cultura de masas que se implantó y se difundió sobre todo a partir de los Estados Unidos y, en menor medida, de Japón y algunos países europeos. Durante los tres decenios que hemos llamado los Treinta Gloriosos la vida de al menos una cuarta parte de la población del planeta se había vuelto más llevadera. ¿Por qué la confianza que teníamos en nosotros mismos y en el porvenir se deterioró a tal grado, en tan pocos años, y sin que interviniese ningún gran conflicto mundial? No es sencillo responder esta pregunta. Sin embargo, debería llamarnos la atención el hecho de que ni el presente ni el futuro aparecen tan sombríos como en la parte del mundo donde se dieron los triunfos más sonados durante un largo periodo. Por todas partes resuenan los lamentos de los occidentales que sufren los efectos del estancamiento o de la recesión, mientras el resto del mundo —lo que no quiere decir todos los habitantes— se encuentra en una fase de crecimiento. Los europeos solían pensar gustosos que, si bien los rebasaba el

poderío científico, tecnológico y militar de los Estados Unidos, ellos continuaban encarnando cierta idea de la cultura que les permitía atraer a cientos de millones de turistas y a cientos de miles de investigadores y estudiantes. Y sucede de pronto que varios estudios comparativos muestran que los coreanos enseñan mejor las matemáticas que los franceses, tan orgullosos de sus medallas Fields pero que ya no pueden vanagloriarse de estar siempre a la vanguardia de la creación artística e intelectual. ¿Acaso debemos inferir que va debilitándose, desapareciendo quizá, no solamente la grandeza de la civilización occidental sino la idea de lo Universal, a la que ésta aportó numerosísimas contribuciones valiosas gracias a las obras de sus eruditos, creadores, artistas, intelectuales y también teólogos?

EL DECLIVE DE LA IDEA REPUBLICANA No, no se justifica un pesimismo tan generalizado. Pero la confianza ilimitada que teníamos en la unión de la acción política y del conocimiento científico ya no está a la orden del día. Lo que le dio su fuerza movilizadora al espíritu republicano que no cesó de dominar la izquierda francesa fue siempre la idea según la cual el derrocamiento de un antiguo régimen hace surgir un hombre nuevo y el cambio de sociedad exige la transformación de las costumbres y de nuestra representación del ser humano. Esta idea genuinamente revolucionaria no estaba presente en la guerra de Independencia de Norteamérica. Contradice el universalismo al afirmar el carácter todopoderoso del derrocamiento voluntario de las instituciones, al mismo tiempo que se mezcla con él dentro de la imagen de una República universal, democrática y social, que puso su impronta en la vida política francesa a mediados del siglo XIX, desde las Jornadas de junio de 1848 hasta la Comuna de París. Mona Ozouf y Pierre Bouretz pusieron en evidencia la oposición, proclamada u oculta, que se manifiesta en Francia entre estas dos concepciones de la emancipación política, particularmente a través de la fragilidad de las soluciones políticas adoptadas.1 Por el contrario, en los Estados Unidos, la preocupación más constante ha sido limitar la integración republicana a las instituciones propiamente políticas —lo que Claude Lefort expresó mediante la imagen del «lugar vacío» del soberano— que trajo consigo, desde el principio de su historia, la idea del melting-pot, primera formulación del multiculturalismo.2 La fuerza de la idea republicana propiamente francesa radicaba en el hecho de que los países confiaban en que sus instituciones transformarían todos los ámbitos de la vida individual y colectiva. Entenderemos toda la importancia de esta idea si la oponemos a la idea —no exclusiva de Alemania— del predominio de la unidad de la cultura, sobre todo de la Bildung, sobre la diversidad y la debilidad de las instituciones políticas. Sin embargo, esta otra concepción de la política cobra necesariamente un sentido muy diferente cuando la eliminación del despotismo —en sí positiva— se transforma en dirección política de la vida social en su totalidad, desde la producción hasta la educación y la justicia.

La marcha hacia el Estado total no puede ser detenida más que por la afirmación de los derechos absolutos del individuo —cuyo fundamento no es social, ni mucho menos político— que apela a un individualismo más ético que social y político. A falta de esto, la idea francesa de República fácilmente se transforma en sostén de un Estado posrevolucionario, en particular comunista, adverso a las libertades individuales fundamentales. ¿Acaso la cordura no consiste en alejarnos tanto de la crítica de la cultura por la política — de inspiración francesa— como de la limitación de lo político —a la manera norteamericana —, para situarnos directamente frente al despegue del Estado total cuya dominación sobre las conductas sólo puede ser frenada por el universalismo de los derechos individuales? En efecto, el llamado a estos derechos es mucho más radical que la adopción de reformas políticas. Es cierto que desde la primera Guerra Mundial, la crisis de 1929, la gran hambruna en Ucrania, la barbarie nazi y el Gran Salto Adelante maoísta, desconfiamos con razón de todas las grandes proclamaciones, pues muchas veces la modernidad, la libertad, la igualdad y la universalidad se han esgrimido para enmascarar la represión, la explotación y el colonialismo. Para resumir, hemos perdido la confianza que habíamos depositado en nuestras obras. Somos muchos los que nos hemos dejado llevar complacientemente por esta duda radical. ¿Quién se atreve aún a declarar que cree en el progreso? ¿Quién piensa sinceramente que los avances científicos y tecnológicos proporcionan el bienestar y la felicidad a las mayorías? Hoy en día, la dominación de la naturaleza nos parece sinónimo de destrucción del ambiente, y se habla más a menudo de derroche que de consumo. Durante la era social e histórica, mediante el aumento de nuestra producción logramos mejorar la situación de mucha gente, prolongar la esperanza de vida, elevar la calificación profesional y el nivel de vida de una fracción importante de la población —sin que se pueda atribuir la totalidad de estos triunfos únicamente al saqueo de las colonias y la devastación del ambiente, por muy graves que hayan sido—; en la actualidad, somos presa de las dudas, o al menos de la ambivalencia, con respecto al modelo de modernización por el que habíamos optado, a tal grado que algunos de nosotros nos planteamos numerosos interrogantes relativos a los efectos positivos de la misma modernidad. Más allá del lenguaje altisonante, se impone una idea: el éxito espectacular y a menudo indiscutible de nuestras obras —sean técnicas, administrativas, económicas o científicas— no es de la misma naturaleza que el estado de nuestra subjetividad, nuestras representaciones, nuestras emociones, nuestros deseos y nuestra felicidad. Nadie se satisface con sacrificar lo subjetivo en aras de lo que nos dicen que es objetivo. Esto nos obliga a avanzar en una dirección que nuestras sociedades y nuestras culturas exploraron poco cuando ponían énfasis en la unidad de nuestra personalidad y nuestras obras, de nuestros éxitos y nuestros fracasos. Avancemos aquí con la lentitud que exige la situación en la que hoy sabemos que nos encontramos, ya que estamos involucrados en el paso de una era a otra, lo cual es mucho más difícil de lograr que el paso de una etapa de la industrialización a otra. Todos los debates que acabo de evocar pueden resumirse fácilmente en pocas palabras: ¿cómo podemos protegernos de la dominación que nos impone de manera aparentemente

objetiva el éxito de nuestras obras? Tenemos que desechar lo antes posible las falsas soluciones. No solventaremos nuestros problemas mediante un crecimiento cero ni mediante un crecimiento negativo, ni tampoco con políticas de ahorro y de austeridad que son espadazos al aire, puesto que la solución del problema planteado no consiste en disminuir el consumo sino más bien en incrementar nuestra voluntad y nuestra capacidad de acción y, sobre todo, en sentirnos responsables de nuestro propio destino.

LA CONQUISTA DE LOS DERECHOS No es posible derrotar las políticas favorables a los ricos y los poderosos sino ampliando los desafíos de la democracia con el objetivo de hacerlos coincidir con aquello que he llamado, siguiendo a otros muchos estudiosos, los derechos humanos fundamentales. Dicho de otro modo, no se logrará contrarrestar la dominación más que con movimientos sociales, con ideas y con campañas de opinión que coloquen la defensa de nuevos tipos de derechos en el corazón de los debates y las elecciones políticas. Fue de esta manera como en los países industriales —en Occidente ya casi todos eran democracias políticas— el movimiento obrero y el movimiento sindical lanzaron el tema de los derechos sociales, y en primer orden, los derechos de los trabajadores. Las acciones masivas —ora reformadoras, ora revolucionarias y a veces libertarias— que llevaron a cabo condujeron a la redefinición de las fuerzas políticas y, con frecuencia, a una alianza dinámica entre las fuerzas republicanas de tipo tradicional y nuevas fuerzas sociales o, en ese caso, socialistas. Esto fue lo que sucedió en Gran Bretaña y en Francia. En Gran Bretaña, los fabianos, sindicalistas e intelectuales, iniciaron la lucha por extender los derechos políticos al ámbito laboral y crearon el Partido Laborista. En Francia, esta alianza fracasó pero Jean Jaurès, republicano, dreyfusard y socialista, sigue siendo la figura más importante del socialismo francés. Si remontamos el curso de la historia hasta el fin de las monarquías absolutas, observamos también que los ataques que lograron derrocarlas se originaron en la unión entre el espíritu de «libre examen» —para retomar la expresión de los belgas— y la defensa de una población urbana que difícilmente soportaba el poder de la aristocracia terrateniente. Los recientes movimientos feministas fueron los primeros elementos de una nueva ola de reivindicaciones, más culturales que sociales, que atañen tanto a la vida personal como a la situación social de ciertas categorías. Sin duda, podemos considerar que se está extendiendo este tipo de combates; sin embargo, la situación actual no nos permite hablar en términos tan positivos de los resultados obtenidos. La crisis económica internacional es tan grave que lleva a la mayoría de la población a dar prioridad de nuevo a los problemas económicos más inmediatos, empezando por el empleo. Esta constatación nos incita a buscar una definición más global y más fuerte de los

movimientos y de las ideas susceptibles de cuestionar la posición dominante de las categorías privilegiadas. La pregunta planteada —cuya importancia va a la par de las dimensiones de las mutaciones que me llevaron a hablar de una nueva era— es tan difícil que nos obliga a ahondar en el razonamiento y a darle una expresión más innovadora. Volvamos brevemente al análisis (que propuse en la primera parte del libro) del actual periodo histórico. Lo definí como una ruptura entre el sistema y los actores. La consecuencia más radical de esta ruptura es que el universo del sistema —de las técnicas, de los cálculos, de las ganancias— está encerrado en su propia lógica interna, en lo que podríamos llamar su interés, en el sentido más amplio de la palabra. El gobierno del todopoderoso Partido Comunista chino proporciona un ejemplo de esto, puesto que en la actualidad no es posible separar el interés del gobierno chino, del pc chino, de la economía china, de la influencia y del poder internacional de China. Dada la situación actual, el mundo de los actores puede ser definido como un mundo cultural, y en ocasiones incluso religioso. Lo que parece estar en juego no es la relación de la creencia religiosa con el conocimiento científico, sino la relación de la acción colectiva con el Estado, la religión y la ley; pero hay que añadir la fuerte presencia de grupos de defensa de «grandes causas», como los que mencioné antes: los ecologistas y las feministas. Esto nos lleva a la conclusión de que la política norteamericana es más movilizadora y más participativa que las políticas europeas; éstas parecen proseguir una Guerra de los Cien Años entre liberales y socialdemócratas, ambos campos, por lo demás, debilitados por igual. Ante la autonomización creciente de los principales componentes del mundo económico, observamos que se está produciendo un profundo cambio de orientación en el campo de la política y de la opinión pública, especialmente en los Estados Unidos. Antes que subrayar el fuerte empuje de la extrema derecha prefiero recordar cómo los candidatos tanto republicanos como demócratas —cuyas diferencias en materia de política económica e internacional distan mucho de ser totales— son rebasados por corrientes que apelan a lo que podríamos llamar una política de defensa de los derechos fundamentales. Por un lado, la elección de un presidente afroamericano, un acontecimiento histórico estrepitoso, reforzó y radicalizó las reivindicaciones de las minorías, tanto étnicas como sexuales o religiosas. Por otro lado, la importancia simbólica de la elección de Barack Obama dio renovado vigor a algunas posiciones extremas, no sólo la del Tea Party sino también la de los movimientos de defensa del derecho de los estadunidenses a poseer un arma personal. El mantenimiento y la aplicación de la pena de muerte en muchos estados, así como la proporción excepcional de población penitenciaria en los Estados Unidos, parecen cada vez más extraños en el contexto occidental. La campaña presidencial de 2012 fue un combate entre una centroizquierda socialdemócrata y una extrema derecha libertaria y conservadora. También hay que recordar que el papel de la religión en la vida política es más importante en los Estados Unidos que en los países europeos. Hasta en Italia, sede del papado, la democracia cristiana es débil y está dividida, y España ha adoptado políticas culturales muy avanzadas mientras su episcopado da muestras de una gran pugnacidad cuando defiende sus intereses particulares, sobre todo en materia de enseñanza. En Francia los católicos volvieron a ocupar un lugar

central en la oposición al derecho de los homosexuales al matrimonio y a la adopción, al igual que en 1984 con su oposición al proyecto de la ley Mauroy, aunque en aquel entonces sus razones eran más políticas que religiosas.

LA CONCIENCIA DE LOS DERECHOS Después de recordar estos procesos históricos, puedo formular la hipótesis que defenderé en la parte central del presente libro. La ruptura entre los sistemas financieros y económicos y las normas y los valores de las instituciones sociales y culturales incita a los actores a afirmarse a sí mismos como detentadores de los derechos más universales por encima de cualquier desafío y cualquier coyuntura económica y cultural. Dicho de otro modo, la destrucción de lo social deja cara a cara los intereses económicos y los principios morales que fundan derechos situados por encima de todas las formas de organización social e incluso por encima de las leyes, de la misma manera que la inscripción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en el preámbulo de la Constitución francesa en vigor le otorga un poder superior a la Ley. O para decirlo aun con otras palabras, la defensa de los derechos humanos fundamentales, es decir, universales, es independiente de cualquier situación económica, social o jurídica particular, aunque las situaciones en que se ejerce siempre son particulares. El ser humano, cuyos derechos fundamentales deben ser defendidos y colocados por encima de todo, no es un individuo definido por un sexo, una edad, una profesión, un grupo étnico, una afiliación religiosa o resultados deportivos. El ser humano, hombre o mujer, es aquel que crea al mismo tiempo las obras de la humanidad y las reglas que se da cada unidad política para afirmar su papel creador, estrechamente asociado a su capacidad de actuar en función de criterios universales, cuyos principios consisten en recurrir a la razón y en reconocer los derechos fundamentales comunes a todos los seres humanos. Debo explicar ahora por qué, en lugar de hablar del hombre, de los seres humanos o de la humanidad, hablo del sujeto. Es porque este vocablo está desligado de todo atributo descriptivo, biológico, económico, social y cultural, y porque designa al ser humano no como criatura sino como creador; es decir, como individuo que actúa conforme a su derecho de ser reconocido como libre y creador, dueño de los mismos derechos que todos los demás. Hoy en día tenemos que defender abierta y globalmente al sujeto y todos sus derechos. Ya no es posible defender al sujeto tan sólo a través de los marcos sociales donde otrora se había manifestado y a los que había concedido cierta sacralidad. Las luchas particulares y limitadas no desaparecen, pero por encima de todas ellas se manifiesta directa y transparentemente otro combate: el enfrentamiento entre los sistemas de intereses globalizados y el sujeto que actúa en nombre de los derechos fundamentales de los seres humanos. La transformación más importante acaecida en este nuevo siglo es que el enfrentamiento directo entre los intereses y el sujeto sustituye al conflicto y a las

negociaciones que se situaban dentro de un marco social, histórico y cultural particular. Estamos viviendo una lucha más directa y radical que nunca, entre el sujeto y la razón instrumentalizada al servicio del lucro. No se trata de oponer un principio del Bien y un principio del Mal al estilo de los gnósticos y, más generalmente, del pensamiento religioso. A la lógica instrumental, que es la lógica de la técnica, del dinero, del lucro y del poder —que también podemos llamar la lógica del interés o del placer, es decir, de la satisfacción de los deseos—, opongo la lógica de la libertad creadora sostenida por exigencias morales y estéticas. Conforme a lo que indiqué en la primera parte, éste es el principio central de la nueva era que sucede a las dos anteriores: en la era presocial y prehistórica el hombre se entendió a sí mismo como creado por un dios o un universo creador —Dios creaba a través de él—; en la era social e histórica el hombre se percibió como creador a través de sus obras, fuesen culturales o técnicas. Hemos logrado crear obras tan poderosas que pueden volverse independientes de nosotros o incluso volcarse en nuestra contra. Gracias a la toma de conciencia que se produjo a lo largo de varios siglos apareció lo que se denominó el espíritu de la Ilustración, que marcó la afirmación universalista de la libertad creadora de los seres humanos. Ya no encontramos nuestra libertad creadora en nuestras obras sino en el sujeto mismo como conciencia, afirmación y conquista de los derechos que hacen de cada individuo o grupo —mediante su llamamiento al universalismo del sujeto— un actor posible, es decir, un productor de libertad creadora. La aparición del sujeto se realizó por etapas y no faltaron algunos retrocesos. Progresó conforme iba retrocediendo la sacralidad de las situaciones y de las conductas reguladas por las instituciones. Una vez salidos de las sociedades religiosas, trasladamos al poder monárquico y a las leyes una sacralidad que, ya para entonces, se aplicaba a las obras humanas y no solamente a un dios creador o a la comunidad fundada por los antepasados. Después, desacralizamos el poder de las monarquías absolutas, frecuentemente de manera muy violenta, y sacralizamos nuestras obras, el progreso y el porvenir. En la actualidad, mientras el capitalismo financiero se vuelve esencialmente especulativo y destruye el mundo social que unía los recursos económicos a las orientaciones culturales, debemos recurrir al sujeto mismo en tanto que es consciente de ser sujeto. Esta naturaleza del sujeto por fin develada nos permite desacralizar el mundo social y adoptar a su respecto una postura de ambivalencia que hace posible a la vez reconocer la utilidad de las obras y ponerlas bajo la dominación del sujeto. El sujeto que hoy en día se descubre consciente de sí mismo e independiente de todo marco social y político particular no es el descendiente humanizado de un dios creador. Por el contrario, la conciencia que por fin tenemos de la libertad creadora directa del hombre como sujeto es lo que nos revela sus orígenes remotos ya presentes en las figuras divinas creadas por los hombres en sociedades que eran demasiado endebles para considerarse como las creadoras del universo y del mismo Dios. Si bien nuestras obras materiales y culturales nos daban un claro conocimiento de nuestro trabajo creador (Homo faber), todavía no éramos

capaces de apropiarnos directamente de la libertad creadora, en sí, a través de su conciencia de sí. La referencia central al espíritu de la Ilustración no debe inducirnos a pensar que no hayan existido, en otros lugares y otros periodos, hombres conscientes de su naturaleza de creadores libres, por tanto detentadores de derechos universales que hay que situar por encima de las prácticas, de las reglas e incluso de las leyes de todas las sociedades. La idea de sujeto, que estriba a la vez en la razón universal y en la afirmación de los derechos fundamentales y universales, probablemente tiene su origen en diversas etapas y formas de la modernidad. Buscar un punto de origen no nos permitirá conocer el final de nuestro camino. A la inversa, podremos reencontrar el sentido de las realidades sociales y culturales más alejadas de nosotros si nos situamos en nuestro punto de llegada. La continuidad que identificamos cuando partimos de la idea de sujeto consciente de sus derechos universales y nos remontamos a la idea de un dios creador del hombre y del universo sólo tiene sentido si develamos la presencia del sujeto en el individuo más allá de todas sus expresiones socializadas y culturales, por tanto más allá de toda sacralidad de las instituciones y, más aún, de toda visión religiosa. Descubrir en el mundo contemporáneo manifestaciones, a menudo racionalizadas, del pensamiento religioso y de nuestra memoria histórica equivale a dar marcha atrás. Por el contrario, tenemos que admitir que, a medida que el sujeto fue emergiendo directamente, liberándose de las creencias y de las conductas sociales sacralizadas, sus expresiones indirectas y lejanas se degradaron en una sacralidad anclada no en el sujeto sino en sus marcos antiguos, sociales y culturales. Es imposible confundir al sujeto vivo con las funciones de las figuras desaparecidas del sujeto: sólo el primero es vivido en la existencia individual, fuera de toda «garantía metasocial» y, sobre todo, fuera de todo vuelco de los derechos del sujeto, presente en el individuo en deberes que éste cumple al servicio de la sacralidad, de las creencias y de las instituciones que fueron —e incluso siguen siendo en otros lugares— portadoras de una figura del sujeto.

LA DESACRALIZACIÓN DEL SUJETO Esa inversión —que podríamos llamar liberación del sujeto de sus formas «enajenadas» en creencias e instituciones sacralizadas— es uno de los fenómenos más apremiantes de nuestro mundo de hoy. Así es como hemos de interpretar la lucha contra los dogmatismos religiosos, contra los nacionalismos y contra los colonialismos, o la crítica de las figuras de autoridad, en particular la del padre. La relación que mantenemos con las figuras centrales de las grandes religiones proporciona una muy buena ilustración de esto. Las vidas de Jesús, de Mahoma, de Siddharta Gautama Buda ponen en escena a individuos con destino luminoso o trágico, que están cerca de nosotros, mientras que no podemos leer sin sentirnos sublevados la historia de Abraham,

determinado a obedecer a su dios que le ordena sacrificar a su hijo Isaac. La distancia que nos separa de las figuras religiosas del sujeto es tan grande que, cuando ya no podemos, como Miguel Ángel, enviar al infierno a los papas y a los obispos, los convertimos en príncipes sin referencia a su carácter sagrado. Asimismo, vemos a Mahmud Ahmadineyad como el dictador que reina sobre Irán y cuyas creencias islámicas no nos parecen más que un discurso al servicio de su estrategia política. El caso de Israel es más complejo: gran parte de la opinión pública internacional disocia sin dificultades el respeto que siente por el pueblo de este país, cuya imagen es inseparable de la Shoah, y la condena del nacionalismo de sus dirigentes. ¿Y quién ve en Bin Laden a un dirigente religioso antes que al jefe de un movimiento terrorista responsable de los atentados más cruentos? En la coyuntura actual, resulta aún más fácil desasirnos de las representaciones sacralizadas de nuestras naciones. Hasta hace poco su fuerza era considerable, pero en algunos decenios, con la globalización de la economía y de las realidades militares, con la urbanización y la industrialización del territorio, la imagen de la nación como madre patria ya no corresponde a experiencias tan intensamente vividas como antaño. Finalmente, la imagen del padre, la más íntima que existe, quedó profunda y violentamente alterada desde que Freud nombró «superyó» a la fuerza represiva que inhibe en el inconsciente las pulsiones que no se conforman a los modelos impuestos por la autoridad bajo todas sus formas. No estoy afirmando que la sacralización del creador o del padre haya desaparecido. El propósito de mi discurso es muy diferente: no excluyo las figuras «veladas» —religiosas, nacionales, sociales e individuales— del sujeto; pero primero quiero descartar en todo lo posible la sacralización de instituciones, ideas o personajes que no son sino máscaras detrás de las cuales se disimulan los enemigos del sujeto. Hoy en día, las figuras que el sujeto se da sólo pueden ser reales, transparentes; sólo pueden ser humanos de carne y hueso, con deseos y exigencias, portadores visibles de los derechos universales del sujeto. No podemos aceptar hoy una figura de lo divino —en la medida en que defino lo divino en oposición a lo sagrado — que no sea la de un individuo ordinario; es decir, ni un símbolo, ni un portaestandarte, ni un representante designado por un partido, una institución o una religión. En todas las épocas y en todos los niveles de pobreza o de riqueza, de dependencia o de poder, lo divino —utilizo el vocablo religioso pero llamo sujeto a su figura más directa y más desacralizada— asocia muy estrechamente lo más individual a lo más universal.

EL INDIVIDUO Y LO UNIVERSAL UNIDOS En el momento de salir de la era social e histórica, esta asociación, esta cuasi unidad de lo individual y lo universal, es lo único capaz de combatir la atracción del poder y del lucro. La globalización engendra el poder absoluto del lucro haciendo a un lado todas las formas de control y de orientación social y política de la vida económica, y sólo se le puede oponer lo

que llamo la subjetivación de las experiencias y de las existencias individuales. Esto es, espero, una manera más convincente de evocar la oposición, tan a menudo denunciada en la actualidad, entre la ética y el lucro. Todas las nociones que nos ayudan a definir la era postsocial y posthistórica en que hemos entrado tienen una base común: la intimidad extrema entre la individualidad y la universalidad. Las figuras individuales del sujeto contemporáneo se aproximan aquí a las más grandes figuras religiosas e históricas, que tienen en común que se distinguen radicalmente de los jefes de Estado, de Iglesia o de partido. Añado de inmediato, para evitar cualquier penoso contrasentido, que, entre todos los que colocan los derechos de la persona humana por encima de cualquier otra cosa, nadie imagina que pueda existir ningún ser no social, solitario, un anacoreta que desde remotos espacios desérticos o desde una urbe utópica exprese una crítica absoluta a todas las formas de vida social. Una vez más, recuerdo que los derechos conquistados por la acción colectiva de los asalariados son derechos individuales puesto que todo asalariado está protegido por un contrato individual de trabajo que precisa sus condiciones de empleo, de trabajo y de remuneración. Los códigos del trabajo definen los derechos de todos los asalariados de una categoría determinada, pero que tienen que aplicarse a situaciones individuales. Hay que hablar también de algo aún más concreto: las conductas colectivas y las conductas interpersonales —dicho de otro modo, las pertenencias y las relaciones— son dos realidades distintas. Las relaciones —amorosa, filial, afectiva o amistosa— son de otra índole que las comunidades de situación, de pertenencia o de conducta en tal o cual ámbito de la vida social. El fin de lo social no significa el fin o la crisis de las relaciones interpersonales. Por lo general se admite en la cultura europea —más allá de importantes diferencias de interpretación— que el amor, por su misma naturaleza de relación entre dos individuos, entra en conflicto con la organización social, sus normas y sus reglas. Si todos conocemos la historia de Romeo y Julieta, es porque escuchamos en ella el eco de la intolerable imposición de las reglas sociales sobre los deseos y los sentimientos. No puede existir era postsocial que no lleve en sí, como una de las principales fuerzas de afirmación y liberación de la creatividad humana, personal y colectiva, si no una hostilidad, sí una distancia y una voluntad de independencia respecto de la sociedad.

IV. La era postsocial

INTRODUCCIÓN: EL SUJETO COMO CONOCIMIENTO Los logros de las sociedades industriales hicieron posible el éxito de una imagen prometeica de la humanidad, de un Homo faber transformador del mundo y de sí mismo a través de sus obras. Ilustraron esta imagen grandiosa las exposiciones universales cuyas realizaciones más esplendorosas se pueden ver todavía hoy en Londres y en París, y cuyo valor simbólico hace que no pierdan su brillo. Con todo, esa época quedó atrás. La edad de oro de la industria llegó a su fin con la primera Guerra Mundial, cuando las técnicas físicas, mecánicas y químicas más modernas se pusieron al servicio ya no de la vida sino de la muerte, sobre todo después de la doble explosión nuclear que destruyó Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces no cesó de propagarse el miedo a las tecnologías, que está en el origen de un principio de precaución que hubiese podido oponerse a muchos descubrimientos cuyos efectos benéficos son reconocidos en la actualidad. Los científicos y las instituciones que los representan luchan, a veces con éxito, contra manifestaciones de irracionalismo que cuestionan el principio mismo de la investigación, más allá de sus usos, particularmente en los ámbitos de la agronomía y de la industria farmacéutica. Sin embargo, las campañas en pro de la ciencia encabezadas por grandes investigadores, como Georges Charpak, no han impedido que se generalice la desconfianza, a tal grado que la relación entre el progreso científico y técnico y el mejoramiento de la vida de la humanidad es cada vez más controvertida. Esta «crisis del progreso» no invalida los resultados de la ciencia, pero sí cuestiona la posibilidad de controlar sus usos políticos y mercantiles. La crítica al respecto se revela útil. Quienes, como yo, aún son partidarios de la razón científica reconocen que su mejor defensa no reside tanto en los beneficios materiales que promete como en la posición respecto al conocimiento que promueve. La potencia conceptual de la física teórica y de las matemáticas —las disciplinas más alejadas del terreno de la práctica— justifica en sí la investigación fundamental. Lejos de los delirios de la «biología proletaria» o de la «física aria», este gusto por conocer da a los científicos la conciencia de actuar dentro del orden de lo universal. Nunca es demasiado tarde para sacar lecciones de los errores del pasado. Tengo presentes en la mente tantos ejemplos de estragos causados por la contaminación de la investigación científica por ideologías apresuradamente embadurnadas de teoría o puestas al servicio de

empresas de conquista del poder —incluso dentro de la misma política científica— que no puedo contentarme con confiar en que la debilidad de los falsos conocimientos les lleve a revelar por sí solos su impostura. Los resultados de las ciencias humanas, cuya evaluación se somete generalmente a otros criterios distintos de los de las ciencias de la naturaleza —y a fortiori de los de las matemáticas—, evidentemente no escapan a este principio de vigilancia. El respeto debido al conocimiento científico deriva de su carácter universalista, que la sociología de la ciencia, tal como se desarrolló desde Karl Popper hasta Robert K. Merton y Thomas Kuhn, no pone en tela de juicio. Sus criterios de validez son ante todo internos. Por esta razón la investigación fundamental es la vía de acceso privilegiada a nuevos conocimientos —lo que no quita nada al papel ocasional de la «serendipia», es decir, de los hallazgos fortuitos—. Esta observación es válida tanto en el ámbito de las ciencias humanas como en el de las ciencias de la naturaleza. La afirmación del universalismo del conocimiento es el elemento más importante de la construcción del sujeto. Desde esta perspectiva, no es extraño que durante varios siglos, y en particular en los siglos XVII y XVIII, los principales progresos realizados en la construcción del sujeto, incluyendo a Descartes, se hayan debido a los resultados de la física, y sobre todo de la astronomía, de Copérnico a Kepler y a Galileo. Aunque la transposición de sus modelos pudo haber engendrado una concepción puramente racionalista del ser humano, ese error no obstaculizó el desarrollo de los conocimientos relativos al ser humano, individual y colectivo, porque lo esencial siempre ha sido hacer avanzar la reflexividad de todas las formas del conocimiento. No hay que creer que estoy evocando aquí problemas propios de un pasado ya lejano. El incremento de los conocimientos va a la par de su empleo erróneo o deshonesto con vistas a defender intereses diferentes de los intereses del conocimiento mismo. El medio más juicioso para preservar la ciencia de sus desviaciones es asociar lo más constantemente posible los dos componentes principales de la subjetivación: el conocimiento racional y la defensa de los derechos humanos. Gracias a lo expuesto en los inicios de la tercera parte de este libro comprenderemos cómo esta asociación estrecha entre la modernidad y el universalismo pasa por el conocimiento de la diversidad de las vías de modernización; es decir, de las combinaciones de herencias históricas, en especial culturales, con referencias constantes al universalismo de la modernidad.

LA HISTORICIDAD Formulemos la hipótesis según la cual las explicaciones, las creencias y las teorías que una sociedad forja con respecto a su autotransformación dependen antes que nada de la capacidad real de autotransformación de dicha sociedad. Esta capacidad es lo que llamo la historicidad, o sea, la capacidad de una sociedad de producirse y transformarse. a) Inmediatamente, demos una formulación concreta de esta hipótesis: cuando la

historicidad es endeble, el cambio sólo puede provenir de causas exteriores. Los dioses desempeñaron este papel durante mucho tiempo. En este caso el ser humano no se considera capaz de influir en su entorno ni de cambiarse a sí mismo; es su creador el que actúa sobre él y a través de él. En general se dice que son «sacros» los instrumentos gracias a los cuales una fuerza suprahumana, cualquiera que sea el nombre que se le dé, actúa a través de los hombres. b) A medida que va aumentando la historicidad de una sociedad, se identifican los agentes del cambio con entidades sociales que, a su vez, se sacralizan. Una forma muy elevada de sacralidad es la del rey al que se considera como el representante directo de una autoridad divina. Pensemos en la famosa tesis de Ernst H. Kantorowitz sobre los dos cuerpos del rey. La ley, la soberanía popular, la Constitución sobre la que el republicano electo presta juramento son formas muy visibles de sacralización de lo político. En las sociedades occidentales, sobre todo en el siglo XIX, el progreso —en materia de conocimiento, de medios de producción y de condiciones de vida— asumió por sí solo, paulatinamente, el papel de factor de cambio. El «culto de la razón» que le dio su sacralidad condujo, no obstante, a su propio derrocamiento: la desacralización de la ciencia y de la tecnología, y la ambivalencia respecto de las obras humanas. Esta concepción corresponde a la situación actual de declive de lo que llamo las «figuras sociales de la creatividad». c) La era postsocial y posthistórica posee un nivel de historicidad tan alto que no puede aceptar la idea de un creador suprahumano. Acabo de añadir que esta era se abre junto con nuestra ambivalencia en relación con nuestras obras. ¿Qué principio de creatividad puede reconocer, estimular o incluso sacralizar esta era?

EL NACIMIENTO DEL SUJETO VISIBLE Un nivel muy elevado de historicidad exige que se dé una interpretación enteramente interna, enteramente humana, de la capacidad de los individuos y de las sociedades para producir juicios de valor que les permitan evaluar su situación, las elecciones que deben hacer y las que se plantean o se han planteado a otros individuos y a otras sociedades. Es preciso que estas evaluaciones no dejen ningún sitio para una referencia, aun indirecta, a un principio o un ser creador. Tienen que excluir toda búsqueda de interés personal o de utilidad colectiva, que no pueden llevar a juicios de valor recibidos como tales por otros individuos o sociedades. El elogio de Japón por un japonés o de México por un mexicano es algo que amerita ser observado, pero no garantiza de ninguna manera que haya que considerar esta clase de juicio como fundamentada. Expresa la opinión de su autor pero no constituye un principio de juicio que tenga en sí una validez general. Dicho de otro modo, no tiene ningún carácter universalista. Esta imagen proporciona parte de la respuesta que estamos buscando. Los juicios de valor, al igual que los juicios de hecho, deben tener un contenido universal para que podamos sacar de ellos reglas de conducta, individuales o colectivas. Ésta es la idea central de mi libro

Crítica de la modernidad (Critique de la modernité, 1992), donde señalé que la modernidad necesita tanto juicios morales universales como juicios racionalistas de tipo científico o técnico. El hecho de que sea posible cuestionar la sinceridad de los juicios morales universalistas no invalida el hecho, para mí indiscutible, de que los juicios de valor en los cuales se pretende fundar las conductas y las instituciones tienen que ser universales, imperativamente. Si alguien me afirma que una raza es superior a otra, primero apelo a las objeciones sólidamente construidas por la genética de las poblaciones contra esta clase de aseveración, e inmediatamente después agrego que en la base de semejante juicio se encuentra necesariamente la voluntad de imponer moral y científicamente la desigualdad entre los hombres, lo que inexorablemente conduce a formular reglas que, por definición, sólo conciernen a ciertas categorías particulares. Asimismo, nuestra experiencia histórica nos enseña que la afirmación de la desigualdad entre los hombres y las mujeres se basa en prejuicios que no acarrean más que injusticias. Los juicios de valor no pueden tener utilidad social si su naturaleza no es universal. Éste es el principio general que es preciso expresar antes que cualquier otro, tal como podemos leer en la Declaración de los Derechos del Hombre: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». El orden moral no es un orden jerárquico. Cuando la justicia procura fijar límites a las desigualdades aceptables, formula un juicio político; quizá, también, evalúe su oportunidad, pero no emite juicio moral. Este universalismo no deja ningún espacio para otros principios de legitimación de una conducta. Ni la voluntad de algún creador ni el interés general pueden dictarnos nuestra conducta, aunque se nos presentan con frecuencia expresiones más o menos imperfectas del interés general. Por consiguiente, los juicios universalistas no pueden remitir a las características por las que los miembros de un grupo social determinado se definen. Este principio es la segunda conclusión importante que debemos inferir de esta reflexión. Es preciso que no haya sino el menor número posible de intermediarios entre lo individual y lo universal. La supresión de los «cuerpos intermedios» por la ley Le Chapelier adoptada en Francia en 1791 se originaba en una ideología liberal alejada de las realidades locales, pero pese a ello debemos afirmar que el derecho al voto no debe tolerar ninguna restricción relativa a categorías sociales particulares de electores, cualesquiera que sean. Esta relación inmediata entre lo individual y lo universal no se reduce a una intención general. Exige que todos realicemos el difícil esfuerzo por aplicar criterios de juicio universalistas a individuos o a grupos particulares a los que estamos potencialmente ligados. Ninguna conducta humana se muestra de buenas a primeras —y sin que haya objeción posible— como universalista. Los seres aparentemente más altruistas pueden revelarse guiados por motivos muy diferentes. A la inversa, también resulta más difícil reconocer el universalismo de la conducta de un adversario o de un enemigo. Hay que afirmar y reivindicar para cada quien y para todos los derechos universales de los seres humanos como sujetos conscientes de su capacidad de creación y de transformación de sí y de su entorno. Esto implica condenar toda empresa cuyo propósito sea privar de estos derechos a ciertos individuos, ciertas categorías o a los seres humanos en su conjunto.

Hemos reivindicado y obtenido derechos comenzando por los más visiblemente universales. El reconocimiento del derecho al voto, al menos para los hombres —lo que amerita una vasta reflexión crítica—, precedió al de los derechos de los asalariados; pero en el umbral de la era postsocial y posthistórica no es suficiente sumar nuestros derechos particulares; debemos integrar todas nuestras exigencias en una reivindicación que Hannah Arendt formuló perfectamente: exigir el «derecho a tener derechos».

UNA IDEA REDUCTORA: LA SECULARIZACIÓN La laicidad es una idea fundamental, pues es indispensable para que el mundo social, político y cultural consiga librarse de la dominación de una Iglesia, una religión o una ideología. Dentro de esta acepción escapa a las críticas justificadas que han señalado las flaquezas y los errores de un laicismo puramente político. Por el contrario, en mi opinión, la secularización es una idea confusa. No es cierto que el retroceso de las creencias religiosas haya permitido por todas partes el triunfo de la racionalidad instrumental o, dicho de otro modo, de la dominación de los medios sobre los fines. Pensarlo resulta tan incongruente como es indecente hablar de Realpolitik allí donde se crearon cámaras de gas y hornos crematorios no para ganar dinero o transformar materias primas, sino para exterminar a los judíos. ¿Dónde está la racionalidad en los procesos de Moscú, en la Revolución Cultural china o en las masacres perpetradas por los Jemeres Rojos? Los tecnócratas o los burócratas no causan estragos por la sola fuerza de su racionalidad, sino bajo el mando de tiranos. El taylorismo y el estajanovismo produjeron desgracias no porque sometieran el trabajo de los obreros a la cadencia de las máquinas, sino a las utilidades (las máquinas fueron concebidas para servir exclusivamente al lucro). Es en la obra de Balzac donde el dinero es rey; fue el odio el que reinó a lo largo del siglo XX europeo. Lo que quebrantó decenas de millones de vidas no fue el dominio de la racionalidad instrumental, sino la sumisión a un poder sin límites. La secularización no es el desplazamiento de los atributos de lo sagrado al orden laico.

LO SAGRADO Y SUS FORMAS DE REGRESIÓN Antes de avanzar más y para evitar los peligros de un evolucionismo lineal, es preciso recordar que una figura de lo sagrado, que puede ser un anuncio del sujeto, también puede transformarse en resistencia a la emergencia del sujeto, cuando no en fuerza de sumisión de la acción humana a concepciones arbitrarias de la sacralidad. A partir de la segunda mitad de la Edad Media el mundo europeo rompió el modelo de la sociedad religiosa cuando, oponiéndose al papa, decretó la independencia o incluso la primacía del rey o del emperador, quien se atribuyó a sí mismo un carácter sagrado. La Italia

no unificada atravesó por luchas largas y complejas entre los gibelinos, partidarios del emperador, y los güelfos, partidarios del papa. En Francia, después del largo reinado de san Luis, Felipe el Hermoso se lanzó contra los templarios, de cuyos bienes se apoderó, y contra el papa. Como consecuencia, perduró en Francia la división entre una Iglesia galicana que reivindicaba su autonomía tanto respecto del rey como del papa y las corrientes ultramontanas a la vez más tradicionalistas y más apegadas a la primacía del poder espiritual sobre todos los poderes temporales. Asimismo, el rey Enrique VIII impuso a Inglaterra el carácter sagrado del poder del príncipe al declararse el jefe de una nueva Iglesia definida como anglicana, denominación derivada del nombre de su reino. Los movimientos revolucionarios que derrocaron las monarquías absolutas desplazaron lo sagrado a la nación, al pueblo o a la República y, con la independencia de los Estados Unidos y la unificación de Alemania, se proclamó el lazo predilecto que unía estas naciones a Dios: «God bless America»; «Gott mit uns». Los movimientos de independencia que sacudieron a Europa en el siglo XIX suscitaron a lo largo y ancho del planeta un nacionalismo ferviente, a veces agresivo, otras veces revanchista o penetrado del sentimiento de conformar una entidad étnica con raíces biológicas ancestrales. Los profundos cambios económicos introducidos por la Revolución industrial llevada a cabo primero en Gran Bretaña, y que luego se expandió por gran parte de Europa occidental, desacralizaron a su vez la política en beneficio de la sociedad, que se volvió comunidad de los ciudadanos a la vez que poder de los trabajadores. A continuación, el carácter sagrado de lo social se difundió a través del culto al progreso que reunía en sí la fe en la razón y la religión de la humanidad. Inmediatamente después de la primera Guerra Mundial comenzó la gran traición del dinero exclusivamente preocupado de sí mismo, que arrastró al mundo a una catástrofe económica de la que pronto surgió el monstruo antimoderno nazi. Cierto es que, algunos años más tarde, el movimiento obrero y la voluntad de las naciones de recobrar su grandeza permitieron que aquellas tierras europeas, cubiertas de ruinas y de sangre, renacieran con vigor y, hasta me atrevería a decir, realizaran la terminación de la historia europea. Los Treinta Gloriosos no se vivieron como tales, y menos en la Francia alterada por guerras coloniales carentes de sentido y esperanza. Con todo, su recuerdo pervive porque en el Viejo Continente las fuerzas vitales están tan presentes como las fuerzas letales. No quiero separar la claridad cristalina de la figura del sujeto, que surge de las ruinas de las sociedades industriales, de la marcha desordenada de los países europeos a su decadencia en medio de unas tinieblas que ya no reciben ninguna luz de la representación del mundo ni de la capacidad de actuar. En efecto, la figura del sujeto, por fin libre de toda sacralidad ajena a su naturaleza, no avanza en el nuevo siglo cual nuevo Alejandro que extiende sus conquistas. Hace falta que los arqueólogos del presente, que son hoy en día los sociólogos de estas sociedades más muertas que vivas y más vencidas que triunfantes, revelen su presencia escondida más a menudo en conciencias y vidas personales que en movilizaciones de masas y medidas de reforma. Si inicié este libro con el relato de las nuevas crisis, financiera, monetaria, económica y,

mañana quizá, social, es porque ninguna fuerza política —excepto el poderío industrial de Alemania— es capaz de dar vida a nuevos actores y a la lucha por nuevos derechos. La socialdemocracia difícilmente sobrevive por sí misma, aunque sigue siendo la única defensa posible —¡cuán débil!— ante el triunfo del dinero loco. Ya que estoy más consciente de esta situación histórica que, según sea uno alemán o español, es inquietante o desesperante, puedo volver a mi objetivo central, que consiste en extraer la figura del sujeto de los escombros que la cubren. En efecto, sería tan insensato renunciar a procurar el surgimiento de nuevos desafíos y nuevos actores para el siglo que está comenzando como lo hubiese sido en el siglo XIX resignarse a reducir la sociedad industrial en proceso de formación al trabajo agotador, a los tugurios y a las epidemias, mientras el movimiento obrero, el derecho laboral y las reformas sociales estaban creando —al menos durante algunos decenios— el tipo de sociedad menos injusto y más igualitario de cuantos hemos conocido. Deliberadamente prefiero buscar la luz a la sombra, pero lo hago sin disimularme a mí mismo la desorientación y la ceguera de países que creen en la riqueza antes que en el trabajo, en la especulación más que en la innovación, en la defensa de las posiciones adquiridas más que en la conquista de nuevos mercados. En La crisis del progreso (1936), Georges Friedmann mostró que, entre las dos guerras mundiales, el mundo definido como capitalista perdió confianza en el progreso y que el mundo soviético retomó este mismo tema fundamental, asociándolo al de la creación de un hombre nuevo por el trabajo colectivo. (Esta idea no impidió que poco tiempo después este autor emitiera un juicio más circunspecto e incluso severo sobre lo que representaba la Unión Soviética.) Tal como expuse en la primera parte del presente libro, la ruptura que estalló a plena luz con la crisis de 2008 —y que ya estaba en el origen de la de 1929— afectó no solamente la imagen del capitalismo financiero, sino también la idea de progreso que asocia la transformación de las condiciones materiales de vida al mejoramiento social, e incluso moral.

EL SUJETO SIN MARCO SOCIAL En este momento en que estamos cruzando la frontera que nos conduce más allá de las sociedades posindustriales —que resulta más claro ahora llamar sociedades de la información y la comunicación— y penetrando de modo mucho más global en situaciones definidas como postsociales y posthistóricas, emerge clarísimamente la figura del sujeto liberada de los marcos religiosos, políticos y sociales sacralizados que la identificaban antaño con una forma de orden, de poder o de organización. Quizá podamos considerar que los años «gloriosos», durante los cuales una parte del mundo se reconstruyó creando muy importantes sistemas de protección social y de redistribución, especialmente en Europa —occidental o sovietizada—, fueron los que mejor marcaron el comienzo del reconocimiento pleno y total de los derechos del individuo, aun cuando hayan

obligado a poner límites a la lógica del lucro; pero es preciso recordar que la toma de conciencia de nuestra entrada en esta era postsocial y posthistórica está íntimamente vinculada a nuestra pérdida de confianza en nuestra civilización del crecimiento y el progreso. Existe una gran cantidad de indicios de este cambio que bien podría definirse por el paso de la era de los recursos limitados a la era de la escasez de los bienes disponibles. Hace algunos años esperábamos mejorar nuestras condiciones de vida mediante la transformación de nuestros modos de producción. Hoy en día hemos tomado conciencia de los límites de nuestro modelo de crecimiento, el cual, retado a controlar una transformación del clima que él mismo provocó, pone directamente en peligro nuestra supervivencia. Éste es nuestro verdadero punto de partida: no es una reflexión filosófica sobre las condiciones de la libertad humana, sino un nuevo esfuerzo por aprehender los riesgos a que estamos expuestos. Estamos obligados a operar un retorno sobre nosotros mismos para preguntarnos cómo sobrevivir y, por ende, cómo asegurar un crecimiento que no sólo sea «durable» —como lo da a entender una traducción inexacta de sustainable—, sino sustentable; es decir, susceptible de ser mantenido sin destruirlo todo. Aunque haya que dar un salto considerable, es indispensable vincular este paso de un estado de escasez a un estado de excesos vuelto destructor con la transformación de nuestra representación de nosotros mismos; es decir, antes que nada, con los juicios morales que emitimos sobre nuestras conductas, no solamente económicas. Tanto hoy como ayer, la existencia de este vínculo entre nuestra situación objetiva de productores y de consumidores y nuestra representación de nosotros mismos nos obliga a tomar conciencia de que hemos entrado en una era tan nueva como lo fue la modernidad cuando sustituyó a sociedades cuyo objetivo consistía en establecer el orden y la reproducción antes que el cambio mediante la producción. En efecto, la conciencia de la amenaza que pesa sobre nuestro porvenir común nos lleva a limitar o incluso a prohibir actividades cuyas motivaciones estaban ligadas a la confianza que teníamos en aquello que cada vez más nos cuesta llamar el progreso. Un desarrollo «sustentable» —o sea, simplemente posible, no suicida— nos obliga a modificar nuestro registro de valores y, en primer lugar, a preocuparnos por la existencia de quienes se encuentran muy lejos de nosotros en el tiempo o en el espacio. En efecto, sabemos que, de no tomar hoy decisiones importantes, condenaremos a nuestros sucesores o a los coetáneos que viven en condiciones diferentes de las nuestras a enfrentarse a pruebas tal vez insoportables. El punto de vista moral, o mejor dicho, ético, que se impone a nosotros no nos recomienda respetar un orden o una jerarquía; exige que nuestras decisiones den prioridad a lo que concierne a nuestra propia existencia y al derecho a la existencia de todos aquellos que, en otros lugares y más tarde, tendrán que sufrir las consecuencias de nuestras elecciones —o ausencia de elecciones— si nos comportamos de manera irresponsable. Hablar de responsabilidad e invocar el progreso son dos cosas completamente diferentes. Ya no se trata de dominar la naturaleza sino, por el contrario, de preservar nuestro ambiente. No hace mucho, en el corazón de las sociedades industriales, quisimos librarnos con todas nuestras fuerzas de las interdicciones dictadas por la religión, la sociedad y la familia y liberar lo que Nietzsche llamaba nuestra voluntad de poder. No obstante, Freud redujo el yo

atrapado entre el ello y el superyó a una «piel» del sistema psíquico. Hoy en día, apremiados por los peligros que hacemos correr a toda la humanidad, nos inclinamos a ampliar el campo de acción de un yo que, siendo fundador, creador y transformador de sí mismo, se convierte en algo distinto de sí mismo, en este caso, en el sujeto, que es lo contrario de un superyó. No esperamos de un superyó la capacidad de limitar nuestras pulsiones —entre las cuales hemos aprendido a reconocer la pulsión de muerte—; la esperamos de la voluntad de vivir y de crear, que da significado tanto al eros como a la razón y al respeto de los derechos del hombre. El sujeto no sucede al superyó, sino que lo sustituye. Legitima su existencia únicamente por su propio derecho. La idea del sujeto no es nada trascendente mientras que el superyó, sea el nombre del padre, de la ley o de Dios, siempre era exterior al yo, y le asignaba más bien deberes que derechos. El sujeto proclama, al contrario, que lo que funda los derechos de los seres humanos es su capacidad de concebir juicios morales sin apelar a ningún principio exterior. Esto nos obliga a incrementar en sumo grado la presencia del sujeto en el yo. Los pensadores más eminentes de finales del siglo XIX, en el corazón de la sociedad industrial, destruyeron el yo clásico o romántico. Marx lo hizo sometiendo la conciencia a la dominación de la ideología; Nietzsche, increpando con vehemencia la moral cristiana que convierte la sumisión a Dios en aceptación de la servidumbre y excluye toda salvación que no proceda de la gracia divina. A partir de Nietzsche —por el intermedio de Georg Groddeck—, Freud elaboró sus representaciones sucesivas de la vida psíquica en las que el yo ocupó un lugar cada vez más dependiente y limitado. Con todo, probablemente hacía falta la experiencia de todo el siglo XX para que las luchas de liberación del superyó pudiesen transformarse en luchas por la afirmación de los derechos del sujeto contra todas las formas del superyó, contra una parte de las pulsiones y contra las máscaras que los poderes sociales obligan al yo a llevar. Consigo entender mejor cómo se operó el cambio a la era que estamos viviendo cuando dirijo la mirada al pasado más reciente, las crisis económicas, los regímenes totalitarios, la degeneración de los nacionalismos, el descubrimiento de los riesgos mortales que nosotros mismos hemos generado. Es la pérdida de confianza en nuestras obras lo que nos permite por fin descubrir al sujeto directamente en nosotros mismos. Es esta pérdida de confianza en el progreso y el crecimiento lo que nos impone remplazar el materialismo optimista en que hemos vivido por la conciencia, a la vez liberadora y angustiante, de ser sujetos. Ya no apelamos a ningún criterio de juicio exterior a nosotros mismos para tomar decisiones cada vez más directamente dictadas por los peligros que debemos enfrentar. Ya no se trata sólo de invocar los derechos del individuo que únicamente pueden ser definidos por leyes sociales —por tanto, en función de los intereses de la misma sociedad—. Procuramos actuar a fin de consolidar la presencia en nosotros de nuestros derechos como sujetos. Porque llamo acción a la conducta que aumenta la capacidad creadora de un individuo o de un grupo, defino al sujeto como la capacidad de un individuo de transformarse en actor, es decir, acrecentar su capacidad de acción libre y creadora. El sujeto no es el individuo ni tampoco el ser social, y menos aún un espíritu o un alma creada por un dios. El sujeto es la posición de la acción libre y creadora en tanto que su propia finalidad, un principio de

evaluación de las conductas por su significado para la afirmación y el crecimiento de esta libertad creadora. Sería un poco atolondrado ver en estas líneas la expresión de una tautología. Sin duda, estas formulaciones son más fáciles de entender si se aplican a actores reales, es decir, en primer lugar, a los movimientos sociales más importantes, trátese del movimiento obrero, de los movimientos de liberación anticoloniales, del movimiento feminista u otros. Los movimientos sociales sólo pueden ser definidos como acciones inspiradas en derechos universales, lo que va mucho más allá de la defensa de intereses particulares, además de oponerse a la formación de nuevos poderes absolutos como los que aparecen con frecuencia en el seno de los movimientos de liberación, cualesquiera que sean. Conocemos muchos ejemplos de dirigentes revolucionarios o nacionalistas convertidos en dictadores corruptos y únicamente preocupados por su poder personal. La existencia de un movimiento social exige que la referencia a un sujeto colectivo prevalezca sobre el culto a la personalidad de sus figuras emblemáticas. Desde este punto de vista, la historia del movimiento obrero, el fracaso del sindicalismo de acción directa y la toma de control de la acción colectiva por grupos políticos demandan una reflexión profunda. Un movimiento social no puede escapar a su instrumentalización por parte de algún dirigente o grupo político sino a condición de que no se apoye abiertamente en las contradicciones del poder que quiere destruir, sino en la afirmación positiva de derechos, trátese de los de una clase, de una nación o de las mujeres. Cabe atreverse a decir que para salvar los movimientos sociales es preciso rehabilitar la referencia central al sujeto y suprimir la conquista del poder de sus objetivos. Lo que da peculiar importancia a los movimientos menos políticos es que reivindican más directamente el derecho a ser actores. Aparece una diferencia fundamental entre las conductas espontáneamente llamadas políticas y aquellas que escapan al mundo social: estas últimas ya no se evalúan más que en relación con las necesidades de los actores y ya no en relación con las exigencias de una sociedad. Sin embargo, cometeríamos un contrasentido grave y absurdo si afirmásemos que un movimiento de acción colectiva es tanto más fuerte e independiente cuanto que está más cerca de la vida privada. De lo que se trata es de reconocer por fin toda la importancia de extender las luchas colectivas a los ámbitos que atañen más directamente a la vida privada, como la sexualidad o la religión. Los desafíos de los conflictos, las revueltas y las crisis personales ya no pueden definirse en términos sociales sino éticos.

UNA MIRADA RETROSPECTIVA SOBRE MI TRABAJO Mi deber es dar una respuesta a quienes van a interrogarme en los siguientes términos: Tras quince años de trabajar dedicado a lo que solía llamarse la sociología industrial, en las minas de hulla, la industria automotriz, la siderurgia, en Francia y después en Chile, Polonia y otros países, usted publicó dos libros: Sociología de la acción (1965) y La

Conscience ouvrière (1966), a los que, algo más tarde, vino a completar La Production de la société (1973). Estos tres libros, además de otros, conformaron un análisis sociológico de la sociedad industrial que ponía naturalmente en el centro de sus inquietudes los problemas del trabajo industrial ligados al mismo tiempo a las transformaciones de la tecnología, a la organización social de la producción y a la conciencia obrera. Medio siglo más tarde, usted habla sobre todo del sujeto y de sus derechos, y también de movimientos culturales que completaron o remplazaron a los movimientos propiamente sociales. Usted sigue fiel a la idea, que expuso en un libro publicado en 2006 (El mundo de las mujeres), de que el movimiento feminista llegó a ser un actor central del conjunto que usted llama situaciones postsociales y posthistóricas, y los lectores que hayan leído este libro se habrán dado cuenta de la importancia que da usted no sólo a la globalización de la economía —presentada desde el comienzo de este libro—, sino también al fin de la hegemonía occidental, a la importancia de los movimientos antioccidentales, que por lo general son movimientos antidemocráticos, seguidos casi en todas partes por lo que podemos llamar un retorno de la acción democrática. ¿Cómo interpreta usted esta evolución de sus propios temas de estudio? ¿Acaso cambió su perspectiva, como es posible pensarlo al observar la importancia que ahora da usted a los problemas y los conflictos éticos? ¿O será que el mundo cambió cuando la industrialización desbordó la producción masiva de bienes materiales y penetró el ámbito de la comunicación y el del consumo, transformando así aspectos cada vez más numerosos y más diversos de la experiencia humana? ¿O bien hay que explicar el desplazamiento de sus intereses por la importancia primordial que obtuvieron en el siglo XX los regímenes posrevolucionarios, autoritarios o totalitarios que conmocionaron la vida política del mundo entero? O, última hipótesis entre muchas otras fáciles de formular, ¿se deberá al agotamiento de los pensamientos sociales que otorgaban un papel central a los determinantes económicos de las conductas sociales? Podemos resumir este conjunto de preguntas en una única: ¿su trabajo se adapta constantemente a las transformaciones cada vez más masivas y rápidas de las mismas situaciones económicas, sociales y políticas, o bien reivindica cierta unidad, más allá del estudio de transformaciones propiamente históricas que han de describir y explicar a todos los que siguen el curso de un río que, si bien atravesó durante más de medio siglo un gran número de paisajes diferentes, continúa siendo el mismo río? Como lector de sus libros, no dudo que usted abrigue la ambición de proponer una visión de las sociedades llamadas modernas que abarque la explicación de sus cambios históricos pero que, al mismo tiempo, descanse también en una construcción general de la acción social. Y creo más útil que en el momento en que sus lectores aborden la parte medular de su libro usted les presente personalmente el significado que quiso dar al conjunto de su trabajo. El autor que soy está convencido de la pertinencia de las solicitudes de esclarecimiento de parte de los lectores, y que me resultan tan indispensables a mí como a ellos, máxime cuando soy consciente de defender un tipo de análisis y de interpretaciones que conviene explicar con

claridad para lograr la aceptación de ideas novedosas. La idea general que siento presente y activa en todo mi trabajo es que cuanto más creadoras son las sociedades más reflexivas se vuelven, más se interrogan acerca de su creatividad, aunque de buenas a primeras parecen constituir redes de determinantes sociales, económicos y culturales que aparentemente asfixian la autonomía y la particularidad de cada uno de sus miembros. En realidad formamos cada vez menos parte de la naturaleza, del mundo creado por la evolución, por un creador y por conflictos sociales. Para nosotros, esto también trae consigo fracasos cada vez más numerosos, como lo mostraron muchos artistas y sociólogos sensibles a la caída y al desamparo, a la enfermedad mental y a las adicciones, por ejemplo Alain Ehrenberg. La creatividad y la fragilidad de los actores sociales no se oponen, sino que se complementan. Durante siglos nos hemos mostrado sensibles sobre todo a nuestros descubrimientos científicos, técnicos y geográficos. También hemos aprendido a reconocer la alteridad y las diferencias entre diversas poblaciones y la nuestra. Esto nos incitó a alejarnos del estudio de las «condiciones de vida» y pasamos a interesarnos más directamente en nuestra creatividad, su formación y la conciencia que tenemos de ella. La sociedad industrial en que viví después de la segunda Guerra Mundial nos hizo tomar conciencia de nuestra creatividad asociada al poder, a un tiempo creador y destructor, de nuestras obras. Esta imagen conquistadora y bélica, estrechamente ligada a las relaciones de dominación de toda clase, dejó sobre dos siglos de industrialización una impronta tan profunda como la que dejaron los conflictos sociales y las guerras internacionales o coloniales que acompañaron a la industrialización. El punto de partida del presente libro fue designado con toda claridad: es la crisis, que me atrevo a llamar la destrucción de la sociedad industrial puesto que su principal aspecto es el empleo de masas considerables de capitales con finalidades ajenas a la vida económica, la inversión y el crédito, en provecho de las formas más diversas de especulación e incluso de actividades ilegales. Esto provocó la caída de las instituciones sociales cuya función era controlar los recursos económicos y que se habían desarrollado mucho bajo la doble presión de los Estados nacionales y de los sindicatos de asalariados. De ahí que pusiera en el corazón de mis análisis el concepto de situación postsocial, más fácil de comprender si se formula como el equivalente de fin de las sociedades, o incluso de la sociedad en tanto que categoría general de análisis y de acción. Este fin de las sociedades coloca en el centro de nuestras prácticas y de nuestras actuales representaciones el enfrentamiento entre las fuerzas económicas y políticas que no son sociales en sí mismas —y que incluso tienen una gran fuerza de destrucción de la organización y de las instituciones sociales— y la conciencia del derecho a la creación adquirida por las poblaciones que participan en procesos de transformación que afectan todos los aspectos de su existencia. El espectáculo de nuestra vida se está alejando tanto del drama como de la comedia; desde todas partes a la vez entran en él la poesía y la tragedia. El sentido de la experiencia humana y de sus transformaciones sólo puede aparecer directamente y sin marco social o político en la

fase postsocial en que nos encontramos ahora. Esto resalta el carácter eminentemente histórico del conocimiento sociológico que no emerge más que como uno de los aspectos de la reflexividad creciente de las sociedades más capaces de autotransformación, de autocreación e incluso de autodestrucción. Me inclino naturalmente a reinterpretar mis trabajos sobre la sociedad industrial y la sociedad posindustrial a la luz de este libro, que no escribí antes porque no podía concebirlo hasta que se me impuso la idea central de que el fin de las sociedades es un efecto directo de los procesos de globalización de la economía, que al mismo tiempo son mecanismos de desocialización y de crisis. Lamento haber dedicado demasiado tiempo a mi descubrimiento de esta «toma de conciencia» por nuestras sociedades de su capacidad de autotransformación, porque me hubiese complacido consagrar varios años a entender el nacimiento —concebido en un primer momento como un Renacimiento— del mundo moderno en Italia y en los Países Bajos, así como en Francia y en Inglaterra, sin olvidar los periodos de mayor lustre de la historia del mundo chino y del mundo musulmán, árabe, persa, turco y mongol. Pero ¿acaso lo más importante no era combatir las concepciones opuestas a las que evoco y que no querían ver en la historia moderna sino determinismos cada vez más complejos y estrictos, allí donde sobre todo quiero hacer aparecer la libertad y los conflictos de la creación?

V. La conciencia del sujeto

LA PREHISTORIA DEL SUJETO Lo que llamo el sujeto puede definirse y entenderse únicamente en las sociedades modernas; es decir, aquellas que han ganado una gran capacidad de acción sobre ellas mismas. Por consiguiente, es menester separar esta historia de aquella —que en este contexto puede denominarse premoderna— que estuvo dominada por la oposición entre la formación del individuo mediante la invocación de los dioses contra el poder social y el proceso inverso de formación del individuo por su integración en la ciudad. Jean-Pierre Vernant hizo hincapié en la gran distancia que separa el individualismo moderno de la concepción griega del individuo como ciudadano, una concepción cuya herencia no ha desaparecido, aunque se opone cada vez más abiertamente a nuestra propia concepción del sujeto y de su libertad. La oposición establecida por Louis Dumont entre el individuo-fuera-delmundo y el individuo-en-el-mundo, entre el Homo hierarchicus —un ejemplo muy elaborado es la sociedad de castas de la India— y el Homo aequalis —cuyo ejemplo antiguo más estudiado es la sociedad griega clásica que no comporta castas sacerdotales ni guerreras—, también permanece ajena a la aparición, aun indirecta, de la noción de sujeto. Según Peter Brown, la noción de sujeto sólo aparece en los siglos III y IV de nuestra era, y una de sus principales expresiones se encuentra en la obra de san Agustín. Al integrarse en la vida práctica para transformarla, lo sagrado se aparta tanto del modelo indio como del griego y muestra el efecto de una orientación no social que actúa en la vida social y la transforma. El sujeto no se forma sino desligándose de lo sagrado encarnado en lo social, pero para lograrlo tiene que dirigirse primero a lo social para darle la capacidad de superarse, en vez de encerrar la definición del individuo en lo social. En el último capítulo de El individuo, la muerte y el amor en Grecia, Jean-Pierre Vernant destacó que esta concepción constituye una ruptura con la antropología de la ciudad griega en la que, dice citando a Bernhard Groethuysen (Anthropologie philosophique, p. 61), la conciencia de sí es la aprehensión en sí de un él, todavía no de un yo. Michel Foucault, en Lusage des plaisirs (p. 89) (Historia de la sexualidad, t. II, El uso de los placeres), precisa que el control de los niveles inferiores de la vida psíquica por el nivel superior, el del espíritu, no puede situarse más que en el marco de la ciudad. Además, como subraya Jean-Pierre Vernant en Mythe et pensée chez les Grecs (Mito y sociedad en la Grecia

antigua), para los griegos el alma inmortal es ante todo la aspiración del individuo a volver a encontrar un sitio en el orden cósmico. Esto marca una frontera infranqueable entre la civilización griega y aquella que —bajo su influencia— se forma solamente después de siglos de pensamiento cristiano y nos hace entrar en el universo antropológico cuyas transformaciones, finalmente, permitieron la aparición de la idea de sujeto. Por consiguiente, el surgimiento de esta última, a través y contra la idea de sacralidad, no puede producirse sino a partir de la doble superación del Homo hierarchicus y del Homo aequalis, de la sumisión del individuo tanto a lo social como a lo divino.

DE HOMO HIERARCHICUS A HOMO AEQUALIS La tentación de narrar la historia del sujeto topa con el riesgo, muy real en esta clase de gran relato, de creer en una Historia, en una Evolución lineal. En cambio, no se puede negar que el sujeto tiene una historia y que la sucesión de sus figuras tiene un significado. Éste no se limita a la idea que ya he encontrado; a saber, la emergencia del sujeto consciente de sí mismo y transparente para sí mismo. Me contentaré aquí con dar un paso más. No es sorprendente que la imagen de nosotros mismos que dejó la huella más fuerte es la que está más alejada de lo que llamo el sujeto. El sentido de nuestras conductas se relacionó primero con los designios de un creador, luego con otro principio de orden y de movimiento que no es forzosamente un dios, pero que se encuentra fuera y por encima del mundo. Necesariamente cruzo aquí el pensamiento de Louis Dumont, quien eligió como punto de arranque de su reflexión —acabamos de verlo— la sociedad que él había estudiado con mayor profundidad: la India antigua, cuyo modelo —el Homo hierarchicus— se oponía completamente al que se desarrolló sobre todo en el Occidente moderno —el Homo aequalis —. Me limito a plantear la pregunta más simple: la humanidad ¿pasó de un modelo al otro por medio de un proceso continuo de conmociones, aunque se operaran a una velocidad diferente según las regiones y las épocas? No me parece posible responder a esta pregunta afirmativamente, debido a que esta lectura impone una representación continuista de la historia. Un gran número de autores han emprendido vastos frescos con el propósito de dar cuenta del devenir de las civilizaciones: Arnold Toynbee, Fernand Braudel, Immanuel Wallerstein o Samuel Huntington. La tarea merece ser intentada cuando uno elige una única dimensión de los hechos históricos para reconstituir sus evoluciones y compara tipos de sistemas económicos, poderes políticos, religiones, familias, etc. Pero este enfoque conduce directo al fracaso si se afirma —lo que los mejores historiadores no hacen— que un cambio de economía, de poder o de religión lleva consigo transformaciones concomitantes o interdependientes en todos los ámbitos de la vida social. La perspectiva evolucionista es emblemática de este defecto. Me aparto de ella haciendo la

distinción, en el tránsito que lleva del Homo hierarchicus al Homo aequalis, entre al menos dos dimensiones, mientras que Dumont las opone en bloque. Me parece que este enfoque, de hecho, ya es el del mismo Dumont y que, para llevarlo a buen término, es preciso subdividir y combinar las características de ambos modelos. Lo que contribuye a distanciar más profundamente los dos polos identificados por Louis Dumont es que uno de ellos se centra en lo fuera-de-lo-social, en el universo (una de cuyas formas puede ser lo divino), mientras que el otro se centra en la existencia social, la existencia humana real. El modelo indio es no social, mientras que el modelo que se separa de él con respecto a esta dimensión es el modelo griego que llamamos ciudad y que nos enseñó — particularmente a través de los escritos de Aristóteles— que el hombre es ante todo un ser social. Sin embargo, tanto los griegos como los indios rechazan el individualismo y piensan que el individuo sólo puede constituirse identificándose con un principio de orden y de organización, que no depende de una voluntad individual. Si bien la igualdad política entre ciudadanos fue proclamada en la Grecia antigua, fue el mundo moderno el que afirmó la primacía de lo individual sobre lo colectivo. Consideramos que el individualismo es uno de los atributos fundamentales de la modernidad. La transformación más profunda tuvo lugar en el ámbito económico, junto con el desarrollo de la burguesía y de las comunas, en particular en Italia y los Países Bajos. Pues si bien el poder siempre es colectivo —aunque esté encarnado en un rey o un emperador—, el dinero siempre es individual, por más que hagan falta numerosos individuos para crear una sociedad por acciones. Sin embargo, el nuevo individualismo que se sitúa fuera de la sociedad, por encima de lo social y de las instituciones, se formó más allá del individualismo económico y social; definimos este nuevo individualismo por el universalismo de los derechos que otorga a quienes, a través de ellos, se convierten en actores sociales. Estas pocas líneas vuelven más inteligibles, espero, las cuatro combinaciones que evoqué antes y que resume el cuadro siguiente:

El paso de una concepción del hombre a otra se realiza, pues, conforme a dos formas complementarias aunque claramente diferentes: de un lado, por la vía económica, cuando el actor es un individuo y ya no una categoría social, como los propietarios inmobiliarios o mobiliarios; y del otro, por la vía política, que es la de las leyes y no la de las fortunas. Hay que recalcar lo que distingue estos dos componentes del individualismo y sitúa la idea de sujeto. Cuando es esencialmente político, el individualismo concede derechos políticos al ciudadano; hace de él un republicano que participa en la soberanía nacional. Este

individualismo político marcó profundamente a Francia y su concepción de la laicidad. Cuando es sobre todo económico, el individualismo se opone activamente, primero, a todas las formas de discriminación. Pocas horas antes de que redactara estas líneas, en el discurso que pronunció después de jurar defender la Constitución de los Estados Unidos sobre dos Biblias —la de Abraham Lincoln y la de Martin Luther King—, Barack Obama se comprometió a hacer avanzar al país en el camino (journey) de la lucha contra las discriminaciones y garantizó la igualdad salarial entre mujeres y hombres, la igualdad de derechos entre homosexuales y heterosexuales, así como una acogida correcta y sin discriminaciones a los inmigrantes. Cualquiera que sea el camino que lleva al sujeto, jamás se queda en el terreno de los intereses; lo que expresó con vehemencia el presidente norteamericano son derechos que el sujeto defiende.

EL SUJETO CONTRA LO SAGRADO La idea de sujeto tal como se presenta hoy directamente, y también en sus figuras antiguas encajadas en un marco social o político, o incluso anclada en la representación de índole religiosa de un ser supremo creador, lleva en sí un principio moral positivo. Esto la contrapone a todas las morales del deber y a las morales religiosas —en particular, protestantes— de la gracia divina considerada como lo único que puede salvar a los seres humanos incapaces, por su naturaleza pecadora, de hallar por sí solos el camino al Bien. La distancia es mayor aún en relación con las morales del desprendimiento, que suelen alcanzar un alto nivel de liberación mística de los lazos que aprisionan al individuo en el mundo de los deseos. No obstante, las figuras religiosas del sujeto siguen marcadas por el espíritu de sacrificio, de arrepentimiento y, por ende, de culpabilidad, y las figuras políticas, sociales o culturales del sujeto entremezclan la referencia al sujeto y la integración en conjuntos sociales sacralizados que lo sostienen; un caso extremo, históricamente muy importante, es el de las sociedades donde el poder recibe su legitimidad de su papel de protector de una religión, lo que implica también la voluntad de rechazar las amenazas de los impíos por medio de la guerra. Sólo cuando el sujeto aparece directamente, fuera de todo marco social sacralizado, es cuando puede ser el principio central totalmente positivo de una moral y por tanto de una organización social y política. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y más aún la Declaración Universal de 1948 atañen a una doble inspiración, como indica claramente el título de la primera. El derecho a la propiedad es un derecho social que puede justificarse con argumentos de moral social, como el derecho de disfrutar del producto del trabajo propio, mientras que las libertades fundamentales son universalistas por su misma definición y no dependen de las características particulares de una sociedad o de un régimen político. Puede resultar asombrosa esta formulación puesto que rara vez se aplica la igualdad de hombres y mujeres —para mencionar el ejemplo más importante— e incluso cuando se

proclama, las desigualdades visibles en todas partes la contradicen constantemente. Sin embargo, es la persistencia de la desigualdad entre hombres y mujeres lo que hace de su igualdad un principio medular de una moral afirmativa, y de la lucha por su triunfo, una prioridad. La condena de todas las formas de racismo procede de un razonamiento de la misma naturaleza, sobre todo cuando el racismo se sustenta en argumentos de tipo social o político (como sucedía, por ejemplo, cuando los cristianos condenaban a los judíos por ser deicidas, actitud que tuvo mucha influencia mientras las sociedades europeas se definieron por su pertenencia a lo que Jean Delumeau llamó la cristiandad); pero lo más importante es concebir y aplicar lo que llamo aquí una moral afirmativa, que también hay que llamar individualista. «Sé tú mismo» no significa «desarrolla los rasgos más acentuados de tu carácter y elige el tipo de actividad que corresponde mejor a tus concepciones y a tus capacidades», sino «compórtate lo más posible como un sujeto portador de derechos universales», «reconoce en ti y en los demás la presencia del sujeto y de sus derechos y, por consiguiente, el derecho de cada quien a ser el actor libre y responsable de su propia existencia». Esto refuerza la ventaja que ya he concedido al reconocimiento del otro como sujeto sobre el reconocimiento de las pertenencias comunes a uno y a otro. Tal reconocimiento no puede ser confundido con la conciencia de ser uno mismo al igual que todo ser creado por un dios creador. ¿Existen acaso expresiones más claras que las que ya he empleado: «No quiero ser humillado; quiero que se me reconozca y se me respete como un ser humano portador de derechos universales»?

EL SUJETO: NI INTERÉS INDIVIDUAL NI BIEN COMÚN El pensamiento antropológico que dominó a las sociedades industriales fue antes que nada un pensamiento social, aun en sus luchas contra el individualismo durante las primeras etapas de la modernidad. De Maquiavelo a Hobbes se adjudicó el papel central al Estado, que no a la organización social: sólo el Leviatán era capaz de limitar los conflictos y los intereses individuales, la guerra de todos contra todos. La idea de sociedad civil aparece con la sociedad industrial y su contenido remite a un sistema más económico que institucional y político. Es este paso del interés individual al interés social, que Axel Honneth atribuye sobre todo a Hegel, lo que lo lleva a retomar el tema hegeliano de la lucha por el reconocimiento y a afirmar, contra Nancy Fraser, que dicha lucha tiene la prioridad sobre la defensa de los intereses. Si en este gran debate me siento más cercano a Fraser que a Honneth —lo que resulta sorprendente para mí— es porque éste con justa razón reconoce que el tema del reconocimiento no tiene un contenido individual sino, al contrario, social. El análisis de los movimientos sociales, tanto en las formas preclásicas del movimiento obrero — excelentemente analizadas por Edward P. Thompson— como en las formas clásicas de la conciencia obrera de clases que estudié, demostró en efecto el carácter social de las luchas

por el reconocimiento de sí mismo, que constantemente invocaban la dignidad y los derechos de los trabajadores, y no únicamente sus intereses. Pese a la reciente pérdida del lugar central que ocupaba el movimiento obrero en las sociedades industriales democráticas, es menester recordar este punto a fin de dar su plena importancia al tema central de este libro, que es el paso de la sociedad industrial a la situación postsocial. Repito, es una mutación mucho más profunda que el paso de la sociedad industrial a la sociedad posindustrial, que sigue desplazándose aun dentro de una visión social de la experiencia humana. Si continuamos hablando a menudo de lucha por el reconocimiento, por la dignidad y por los derechos de los seres humanos, no es con el propósito de defender intereses económicos, ni tampoco a actores sociales, sino al sujeto humano que apela a sus derechos universales para luchar contra intereses que suelen utilizar los instrumentos sociales para realizar su obra de desocialización. En materia de análisis histórico, nada es más importante para mí que esta doble inversión, de lo individual a lo social y luego de lo social al sujeto y a la subjetivación, que condujo, primero, de la economía de mercado a la sociedad industrial y, después, de ésta a la situación postsocial en la que surge el riesgo de que el interés invada todos los aspectos de la experiencia humana, un fenómeno que sólo una movilización global del sujeto podría contrarrestar. El ser humano se descubre y se reconstruye como sujeto ante todo porque los poderosos lo niegan como tal, y lo reducen a no ser más que uno de sus esclavos. Ocurre con frecuencia que un adversario busque negar la capacidad del otro de ser actor y le imponga su voluntad por la fuerza, del mismo modo que los vencedores exhiben a sus enemigos encadenados ante la multitud enardecida. Con todo, lo que permite el surgimiento de la subjetivación es la negación experimentada por el sujeto. Ecce Homo: si éste casi ya no es un hombre, ¿cómo podría ser un dios? El individuo se convierte en sujeto si reclama el derecho a ser un actor, aunque sea más débil que el sistema que lo hace esclavo y le impone su lenguaje, sus intereses y sus creencias. Es difícil escapar a la oposición, que parece imponerse, entre las morales del orden, que incitan a cada quien a ocupar el sitio que le corresponde dentro de un orden natural o social, y las morales de la libertad, que reclaman para todos el derecho a actuar de acuerdo con sus intereses y sus gustos. Si agregamos, con los utilitaristas, que existe una correspondencia natural entre el interés particular y el interés general, esta elección —real o aparente— nos mantiene encerrados entre el interés particular y el bien común, entre el individuo y la sociedad. Evoco esta alternativa, que no parece dejar lugar alguno para una tercera solución, porque la concepción del juicio moral que defiende este libro rechaza simultáneamente los términos de esta elección que parece no admitir otra. Por esto, antes de cualquier comentario, quiero afirmar que llamo conformes a la ética a las conductas y las situaciones que fortalecen la conciencia del individuo de ser un sujeto definido por derechos universales, los cuales, como consecuencia, deben tener prioridad sobre todas las leyes y las reglas de una sociedad

particular, sea la que fuere. Esta conciencia de ser un sujeto, creador y transformador de sí mismo y de su entorno, es inseparable de la capacidad real de una sociedad para transformarse a sí misma. Esta formulación se opone a la que no ceso de combatir, según la cual la modernidad consistiría en dar a los que la viven la capacidad de perseguir sus intereses e imponer sus opciones personales. En efecto, afirma que el declive de lo sagrado no sólo acarrea el triunfo de las libertades individuales, sino también la emergencia directa del sujeto como creación y transformación de sí mismo. No son los intereses privados los que hay que proteger con las leyes de la naturaleza, de Dios o del Estado, sino la afirmación de la capacidad de autocreación y autotransformación de los seres modernos individuales y colectivos. Una protección fundada a la vez en la razón que produce conocimiento y en los derechos a los que todo ser humano puede apelar para justificar sus conductas. La ética del sujeto está tan alejada del absolutismo de la felicidad, proclamada por Saint-Just, como del respeto de los mandamientos divinos transmitidos por un profeta. Concedo una gran importancia a las investigaciones de muchos filósofos modernos y contemporáneos que buscan una definición del Bien tan limitada, tan tenue como sea posible, a fin de dejar un espacio más vasto al ejercicio de la libertad. Asimismo, reconozco plenamente la importancia atribuida por algunos de ellos a las relaciones de uno consigo mismo, como expresa de manera particularmente intensa Alain Renaut: Si la experiencia moral puede ser una experiencia de la libertad y si no se confunde con la experiencia jurídica como experiencia de una coacción legal, es, pues, en la exacta medida en que concede un lugar decisivo a esta relación moral con uno mismo como principio por excelencia de todas las obligaciones que no reconocemos sino porque en ellas nos reconocemos a nosotros mismos «como personas morales»: en este sentido una ética de la libertad que pretenda sugerir la indiferencia moral de la relación consigo mismo es una contradicción de términos.1

Lo que este autor llama «persona moral» me parece definirse mejor como sujeto, del que el presente libro quiere proporcionar la definición más elaborada posible. Pero reconozcamos que ningún razonamiento puede librarnos por completo de la falsa oposición de que tan a menudo nos sentimos presos. Porque las religiones —al menos las monoteístas— otorgan a su dios una capacidad de acción que no puede definirse como moral pero que, no obstante, abre un espacio moral a los seres humanos, lo que la gracia define en particular en el pensamiento cristiano. Esto recalca no la continuidad entre el Dios cristiano y el sujeto moderno sino, a la inversa, la presencia, ya perceptible en las grandes religiones, de elementos que alcanzarán su pleno desenvolvimiento en la idea moderna de sujeto. De modo paralelo, el cumplimiento de un deber social también puede ser una forma de defensa del sujeto. ¿Quién podría negar que los combatientes que arriesgaron o sacrificaron su vida en la resistencia en lucha contra el nazismo actuaron por la defensa de los derechos humanos fundamentales, por más que su principal motivación haya sido nacional o política? Mientras mayor importancia se da a estas dos clases de observaciones, más se extiende el espacio en que se impone apelar al sujeto tanto por encima del interés o de los deseos personales como del orden establecido.

Para quedar libres de contradicciones insoportables, se vuelve cada vez más necesario salir, al mismo tiempo, del moralismo y del inmoralismo, de la sumisión a un orden impuesto y del egoísmo anticolectivo. El mundo en que vivimos está dominado ya sea por el dinero o por Estados absolutos. Resultaría desesperante admitir que no existe más solución que elegir entre estos dos amos. Sería contradictorio con lo que podemos observar y que atañe tanto a la libertad de los Modernos como a de la de los Antiguos, una libertad que es portadora de las referencias, directas o indirectas, a los derechos del sujeto. No es aceptable restringir las morales del orden a la sola sumisión, y tampoco podemos aceptar creer que en las sociedades modernas nada puede oponerse al dinero y al deseo todopoderosos. Por el contrario, debemos convencernos de que el sujeto se manifiesta en todos los tipos de sociedad, aunque sólo en las más autocreadoras y más autotransformadoras aparece más directa y conscientemente.

LOS DERECHOS Siempre asocié el tema del sujeto al de los derechos. Esto implica una concepción general del derecho natural cuyas raíces cristianas se vieron fortalecidas por el espíritu de la Ilustración. También es posible designar los derechos en cuestión como derechos fundamentales o derechos humanos. No opongo esta última expresión a la de derechos del hombre, históricamente más exacta, pero ésta puede hoy despertar malos entendidos, pues parece justificar la exclusión de las mujeres de los derechos políticos hasta un periodo muy reciente (1944 en Francia). Pese a este grave atentado contra el universalismo de los derechos, éstos no fueron considerados como el resultado de componendas sociales o políticas, como, por ejemplo, la búsqueda de un equilibrio entre exigencias encontradas. Los derechos, ya sean políticos, sociales o culturales —y a fortiori cuando se trata de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres—, son universalistas en su espíritu. Cierto es que esta definición nunca impidió que fueran limitados o condicionados, lo que, con frecuencia, llevó a reducir considerablemente el número de derechohabientes. Incluso se ha incurrido a menudo en la arbitrariedad, por ejemplo en el caso francés, cuando se fijó una edad de elegibilidad para ser senador diferente de la edad de elegibilidad para ser diputado. Huelga mencionar los casos de denegación de derechos políticos o culturales a quienes no profesan la religión oficial de tal o cual Estado. Semejantes medidas sólo son manifestaciones brutales del rechazo a reconocer el sufragio universal como la definición del cuerpo electoral en una democracia. La Declaración de 1789 es extremadamente clara en su definición de la universalidad de los derechos políticos, a través de su estilo solemne y de la evocación del Ser Supremo. Este principio no cesó de fortalecerse a medida que se proclamaban los derechos de grupos minoritarios. La naturaleza de los derechos reconocidos es, pues, muy variable: sólo ciertas condiciones

de duración de residencia en el territorio pueden limitar la ciudadanía, mientras que las libertades de expresión y de asociación se aplican a todos los grupos, hasta los más minoritarios. En efecto, no se trata de pronunciarse sobre la existencia de organizaciones políticas, sindicales, religiosas o artísticas, sino sobre el derecho de todos a ver su libertad fundamental garantizada por la ley, única juez de su decisión. Los límites impuestos al reconocimiento de los candidatos a las elecciones no tienen nada que ver con el principio de la libertad de asociación. Esto fue lo que me llevó a conferir un lugar central al reconocimiento de los derechos: a pesar de la soberanía popular, el mundo de las leyes está obligado a reconocer el derecho a la libertad de expresión y de asociación. La ley francesa de 1905 que define la laicidad —de manera más abierta y más tolerante que en el clima político que siguió a la condena del capitán Dreyfus— es perfectamente clara, pues desde las primeras palabras proclama que la República reconoce todos los cultos y no subvenciona ninguno. Veo en esta autolimitación del Estado la base más sólida de toda definición de la democracia, porque nada en la definición de la mayoría garantiza el respeto a las minorías. En cambio, la proclamación de las libertades fundamentales protege las asociaciones políticas o religiosas aunque sean muy minoritarias. La afirmación de los derechos del sujeto es de capital importancia puesto que finca un principio general sin invocar ningún criterio que pueda excluir a un grupo del beneficio de su protección. Por esta razón insisto reiteradamente en que los derechos están por encima de las leyes, aunque éstas, por principio, siempre deben respetarse.

EL SUJETO CONTRA EL YO Las palabras universalismo y derechos parecen situar la idea de sujeto en la cúspide del análisis. Sucede lo mismo con la fórmula por la que me inclino: al conceder derechos de naturaleza universal al individuo o al grupo, el sujeto los eleva a la calidad de actores, convirtiéndolos en la principal fuerza de resistencia a la arbitrariedad, cualquiera que sea la situación social. No obstante, si bien no hay que atenuar por nada la afirmación de la fuerza creadora y transformadora del sujeto, tampoco hay que ceder a la ilusión de concebirlo como un dios, un rey o un superhombre. En efecto, el sujeto se construye en el individuo o en el grupo con tanta dificultad y modestia como ese individuo o ese grupo se transforman en actores. El sujeto no es ni una figura divina ni una figura social, menos aún una institución. La única palabra que se le puede asociar es la de conciencia. El sujeto no emerge en un individuo si previamente éste no se ha desligado de sí mismo, de sus pertenencias, de sus gustos y de sus proyectos. Lo que llamamos un gran hombre —o su equivalente femenino— puede que no sea sino un individuo que consiguió supeditar su conciencia a intereses colectivos. Al contrario, el sujeto nunca sacia su apetito; el sujeto nunca

cesa de tener hambre y sed. Aun cuando lo reconocen todos aquellos a quienes ayuda a la acción, el sujeto jamás suscita la admiración, ya que no puede construirse como tal sino destruyéndose en tanto que ser social. Nada tiene de sorprendente que prefiramos por lo general la vecindad de un individuo feliz —es decir, conforme consigo mismo y con sus funciones sociales— a la de un sujeto más ocupado en huir de sí que en reivindicarse, y más ocupado en aislarse y criticarse que en complacer a los demás o crear una escuela de seguidores. El sujeto se sitúa en el polo opuesto al santo y al héroe; únicamente los que experimentan dificultades para vivir con ellos mismos lo entienden y lo quieren. Sé que estas declaraciones pueden parecer excesivas, pero subrayan la dificultad que experimentamos para desligarnos de nuestro propio ser social y para renunciar a lo que suele considerarse como índices de éxito. El hombre o la mujer que accede a la subjetivación sufre a causa de la presencia, jamás totalmente abolida, de lo que el sujeto se esfuerza en destruir para existir.

LA ÉTICA Aquí es donde se impone ahora la idea de ética, tanto en el uso del lenguaje como en la reflexión cuyo meollo hemos alcanzado ahora. Puede resultar asombroso recurrir a este vocablo, ya que tradicionalmente transmite una connotación más fuertemente social que moral. Estamos hablando de una ética del honor, del sacrificio o de la solidaridad y, en cada caso, se impone la imagen de una ley social interiorizada como exigencia moral. Sin embargo, debemos emplear esta palabra precisamente porque la destrucción de lo social, de la sociedad, de sus normas y de sus jerarquías transforma radicalmente su significado. Edgar Morin lo percibió claramente cuando introdujo la idea de autoética en el tomo VI de El método, dedicado a la ética: La ética individualizada o autoética es [...] una calidad que no puede aparecer más que en condiciones históricas y culturales de individualización que abarcan la erosión y a menudo la disolución de las éticas tradicionales, es decir, del deterioro de la primacía de la costumbre [...], el menoscabo del poderío de la religión, la disminución [...] de la presencia íntima en uno mismo del superyó cívico.2

Morin agrega que la autoética descansa en la «imposibilidad de decidir los fines: la teleología del Progreso vuelto providencial sucedió a la teología religiosa donde la Providencia divina guiaba el curso de la Historia. No se sabe mejor cuáles son los fines de la historia humana que cuáles son los de la vida del universo». Esta reflexión converge con la que elaboró Simonetta Tabboni a partir del tema de la ambivalencia que ya evoqué. El fin de lo social trae consigo el fin de las morales sociales y su remplazo por una afirmación soberana de los derechos del sujeto, los únicos capaces de poner obstáculos al triunfo del interés, que podríamos llamar pancapitalista, sea que adopte la figura del lucro, del poder o del placer.

NI DIOS NI YO No identifico el sujeto con la razón y menos aún con lo sagrado. Vengo insistiendo desde hace mucho tiempo en que la modernidad se define por la confianza en el pensamiento racional a la vez que por el concepto de derechos humanos universales. En Occidente, durante un amplio periodo —que podemos llamar clásico— el acento estuvo puesto en la primera; sólo después de un prolongado desenvolvimiento de las sociedades industriales la idea de sujeto finalmente pudo aparecer, agregando al pensamiento racional los derechos del hombre. El sujeto no es un producto de la secularización y no se puede identificar con el yo. Mi hipótesis de arranque, vuelvo a decirlo, es que la globalización destruyó lo social y, por ende, el yo, constituido por la socialización. Si me siento más cómodo con la idea —en vías de difundirse— de sociedad singularista tal como Chantal Delsol o Danilo Martuccelli la presentaron en Francia, se debe a una razón muy particular, a saber, que lo universal ya no se puede encontrar en el ámbito social donde el yo, que por definición no es universal, más fácilmente halla su sitio. La búsqueda de la singularidad se ve reforzada cuando se apela al sujeto mientras aumenta a su alrededor el vacío de los papeles sociales destruidos. El sujeto y el ser singular tienen en común que no se reconocen en la definición del individuo y de su yo en términos sociales; dicho de otro modo, ambos desbordan el campo social. Los seres singulares, como Jack Kerouac, William Burroughs o Jean Genet, para mencionar ejemplos conocidos, son portadores de crítica social, incluso cuando resisten a la tentación de los discursos fáciles sobre la liberación sexual. ¿Acaso muchos jóvenes habrían sido marcados tan profundamente por Arthur Rimbaud si no hubiesen escuchado un llamado a la rebelión contra la norma y contra la ley en Una temporada en el infierno y en Las Iluminaciones? El individuo y lo universal están aliados contra el orden social y contra los poderes que le proporcionan su forma y sus efectos. La construcción de la singularidad se opera incluso a menudo a través del esfuerzo de subjetivación, como si ambos modos de afirmación de sí recorriesen juntos parte del camino. Se percibe con la misma facilidad la proximidad entre el sujeto y las formas de reconocimiento del otro, sea la aceptación de los derechos de aquellos cuya cultura es diferente de la nuestra o sea el descubrimiento de la alteridad que se expresa en toda relación amistosa o amorosa. Inversamente, las imágenes monumentales de lo sagrado están muy lejos de lo que yo llamo el sujeto, que a través de ellas se encuentra engarzado en valores y normas sociales que lo privan de su universalidad. A causa tal vez de la cultura llamada judeocristiana del país donde me eduqué y donde viví, veo en la conciencia tanto la mala conciencia como el receptáculo de las exigencias universales del sujeto. Una toma de conciencia también es un combate contra la pérdida de sí mismo en la sumisión al dinero, a las reglas y a las obligaciones; pero la crítica del orden establecido también puede conducir a un culto a la voluntad que le cierra la puerta al sujeto.

LA FIGURA VELADA, RELIGIOSA, DEL SUJETO Algunos, como Martha Nussbaum, emplean la palabra alma para designar lo que llamo sujeto. Entiendo su intención porque muchos niños recibieron elementos de educación religiosa sin por ello identificarse con una Iglesia, ni siquiera con algún dogma. La ventaja de este significante flotante es que titila en la conciencia del individuo cuando éste se siente involucrado como sujeto en una situación de la que quiere salirse. Las protestas previsibles de los más laicos incluso podrían incitarme a emplearlo para poner de manifiesto que, cuando el espíritu religioso se expresa en una sociedad laicizada, tanto puede estimular la búsqueda del sujeto como asfixiarla al imponerle una nueva sacralización. Sin embargo, una vez señalada mi voluntad de superar las oposiciones, prefiero dejar la idea de alma a quienes se empeñan en revelar en cada individuo no al sujeto mismo sino a una de sus figuras religiosas que, en ocasiones, diferentes variantes del new age retomaron bajo una forma superficialmente laicizada, un pensamiento por el que no siento afinidad ni simpatía. De hecho, esta palabra induciría, en contra de mi voluntad, la legitimación del sujeto por fuerzas exteriores a él, en este caso religiosas. Ahora bien, quiero continuar caminando en el sentido contrario. No pretendo revelar la presencia de lo divino en el hombre, como si ésa fuera la función más elevada del sujeto. Por el contrario, procuro hacer penetrar en el individuo, tan hondo como sea posible, la conciencia de ser sujeto, lo que me hace solidario con todos los que, al mismo tiempo que contribuían a laicizar la sociedad, emprendieron la tarea de laicizarse a sí mismos. Esto no se hace, como hacen las grandes religiones, reivindicando la presencia de la razón como necesaria para la fe del creyente, sino asociando las victorias del «para sí», lentamente ganadas, a la construcción de una vida propiamente individual. La palabra sujeto presenta, pues, para mí una gran ventaja en relación con la de alma, ya que no transmite de contrabando ninguna referencia a la idea de lo divino —lo que en mi opinión constituiría un retroceso—. La idea de alma conduce a arrancarnos del ser humano abandonado a la suerte que le depara su primera caída, que se encomienda a la gracia divina o a la disciplina familiar y social para obtener su redención. El contrasentido más aflictivo sería interpretar mi pensamiento como si estuviese preparando un retorno del espíritu religioso. Cierto es que lucho contra el materialismo destructor y confío en la posibilidad de supeditar el orden social a los derechos del sujeto, pero la idea de sujeto no se apoya en ningún principio transcendente, sino únicamente en el conocimiento y el reconocimiento de los derechos de todos.

VI. La acción del sujeto

DE LA JUSTICIA A LA ÉTICA En el debate fundamental sobre la acción moral se enfrentan los que asocian el juicio sobre el Bien a la definición del interés general contra los que sostienen la posición opuesta. Los primeros se refieren cada vez menos a menudo a la idea de la «buena vida», porque la complejidad de las sociedades modernas, la rapidez de sus cambios y su fuerte interdependencia impiden reducir las normas sociales a una intención, cualquiera que sea, a un corpus coherente de leyes, y menos aún a una conciencia de sí. En todas las sociedades también se manifiestan concepciones morales que se oponen a su identificación con la buena sociedad, porque ésta recuerda, tanto por la acción como por el pensamiento, que el orden del poder suele dominar el orden social o distorsionarlo en provecho de los intereses de los poderosos. El punto de vista del sociólogo es distinto porque vuelve a introducir una dimensión histórica que de ninguna manera puede considerarse como un elemento de variación secundario dentro del debate filosófico. Por esto coloco en el centro del presente libro, por razones metodológicas, la idea de situación postsocial, mientras desde el punto de vista de mis orientaciones, la idea de sujeto es lo fundamental para entender el contenido del Bien y del Mal. Después de la invasión del campo sociológico, por un tiempo debilitado por las ideologías y por un pensamiento filosófico demasiado poco sensible a las transformaciones de las sociedades reales, hay que dar prioridad al enfoque socio-histórico sobre la filosofía social. Incurriríamos en un error si creyéramos que la reflexión sobre la vida social no puede ser más que filosófica. No podemos elegir nuestro punto de partida; se nos impone: es el estallido de las sociedades y de los sistemas sociales cuyas fronteras están rebasadas en todas partes, tanto en el tiempo como en el espacio, y ya no hay control posible. La reflexión filosófica fue la primera que entendió la ruptura que iba a conmocionar profundamente nuestro pensamiento. Como respuesta, se replegó desde el Bien hacia lo Justo. Y mientras John Rawls transformaba la idea de justicia para hacer de ella un principio de equidad, Jürgen Habermas, más cercano a la sociología, intentaba reducir la moral al análisis de las condiciones de formación del juicio moral. Se trata de una concepción cognitivista muy novedosa, pero cuya fuerza intrínseca corre el riesgo de tener un costo muy elevado porque priva la noción de justicia de todo contenido

real —es decir, que pueda expresarse en términos de normas sociales—, a la vez que permanece alejado de lo que da fuerza a los movimientos sociales, culturales y democráticos que sacuden hoy los regímenes autoritarios. Coloco este texto a la mitad de este libro porque puede leerse tanto del comienzo al final como lo contrario. El primer planteamiento está conforme a las exigencias del análisis, mientras que el segundo corresponde al movimiento de la acción, puesto que la obra termina con la esperanza de un regreso de la democracia en todo el mundo, un mundo que está luchando contra los regímenes que, en nombre de la modernización, destruyeron la modernidad. Todos sabemos que el desenlace de semejante combate es siempre incierto. La suerte que corrió la reciente Primavera Árabe acaba de recordárnoslo brutalmente al dar la victoria electoral no a la juventud de Túnez y Egipto sino a sus adversarios: los militares, los Hermanos Musulmanes e incluso los salafistas. Nuestra ambivalencia creciente con respecto a todas las definiciones del Bien —como mensaje divino, orden pacífico, soberanía popular, progreso económico o liberación nacional y cultural— no debe llevarnos a buscar un refugio en la defensa de una identidad comunitaria. Sólo el sujeto, porque apela a sus derechos fundamentales, es capaz de hacer retroceder los instrumentos del poder. Si bien el conocimiento es indispensable para actuar libremente, no puede sustituir al compromiso por la libertad creadora. Jürgen Habermas opone la moral a la ética personal y da prioridad a la primera porque se define socialmente, mientras que la ética atañe al compromiso personal.1 Opto por el planteamiento inverso porque la experiencia me dio la prueba de que vivimos en un mundo donde el compromiso personal ha manifestado mayor capacidad de resistencia. Por el contrario, observamos que por doquier el Estado de derecho tiene que ceder terreno, que aumentan las desigualdades —tanto en el ámbito de los empleos como en el de las oportunidades—, que se multiplican las actividades económicas ilegales y que en todas partes se insinúa la arbitrariedad. No es razón para dejar de defender el antiguo Estado de derecho, pero sí es una poderosa razón para atribuir al coraje el primer lugar en la defensa de la libertad. Por esto prefiero hablar del Estado de derechos antes que del Estado de derecho, pues el Estado no decide por su cuenta fundarse en el derecho; son las acciones colectivas las que obligan a las leyes a defender los derechos. Es tan grande la distancia entre los derechos y las leyes que hay que buscar cómo reducirla, pero no se puede lograr sino reconociendo la separación —incluso a menudo la oposición— entre las leyes del sistema y los derechos de los actores. La larga reflexión, primero histórica y luego sociológica, a que me dediqué hasta ahora me permite esclarecer algunas de las nociones que empleo. La noción que exige la definición más clara es la ética, por ser la más alejada del pensamiento sociológico. Si le concedo una importancia tan grande es porque necesito designar un principio de conducta moral que no sea social. Dicho de modo más directo, el llamado a la ética es por naturaleza diferente del llamado a la justicia. La ética debe ser definida en términos directamente opuestos, en calidad de no social; no debe definirse en términos de posición relativa y de juicio ajeno sino, por el contrario, en términos de exigencia con uno mismo, no como ser social sino como sujeto portador de

derechos universales. Sujeto, derechos universales e individuales, ética son nociones inseparables unas de otras, y son de otra índole que la justicia, la equidad, las leyes y las sanciones. ¿Acaso es necesario agregar que estos dos universos son tan profundamente diferentes uno de otro que ni siquiera pueden competir entre sí? Si los vinculásemos destruiríamos con una patada no sólo todo este libro sino su razón de ser, porque hemos entrado en una era postsocial. La misma idea de sociedad está en ruinas y, por consiguiente, los juicios emitidos por las instituciones sociales sobre lo justo y lo injusto pierden toda legitimidad. El llamamiento a los derechos fundamentales que están por encima de las leyes tiene tanto más significado cuanto que las leyes traicionan con frecuencia estos derechos. Para obligar a los dueños del poder a liberar a una persona injustamente condenada con menosprecio de los derechos fundamentales de todos, se forman movimientos colectivos, se hacen oír voces, las multitudes derriban las puertas de las cárceles (lo cual no significa que la violencia esté siempre al servicio de los derechos, pero en ocasiones sí, lo que ya es mucho). Una acción, una decisión, una ley están conformes a la ética cuando reconocen la presencia de derechos que son más fundamentales que las leyes. Hoy en día, en sociedades arruinadas y economías incontroladas no cabe invocar juicios divinos, tradiciones étnicas o instituciones inmemoriales. Por el contrario, conviene apelar a los derechos universales de cada individuo. No hay que dirigirse a la sociedad para hacer respetar la justicia en ella; lo que hará retroceder la injusticia y la iniquidad es el respeto ético de los derechos, de las libertades, de la igualdad y de la solidaridad. No se trata de reforzar instituciones, sino derechos. Lo que hay que hacer no es exigir el respeto de las leyes que muy a menudo ratifican la injusticia, sino hacer entrar los derechos fundamentales en la selva de los instrumentos sociales puestos al servicio de los intereses más poderosos. Quienes no creen en la existencia de derechos más fundamentales que las leyes son, en el caso menos drástico, defensores de los intereses dominantes; en el caso más extremo, son defensores de la arbitrariedad y de la violencia. Mucha gente sigue pensando que el carácter absoluto de los principios éticos los condena a la impotencia, ya que ¿cuánto pesan los «grandes principios» frente a una situación compleja en que están involucrados motivos muy diversos para actuar, que sería muy imprudente juzgar a priori? Semejantes objeciones merecen que se les ponga atención. Además, mostrar cómo los intereses más mediocres suelen escudarse tras grandes principios, ¿acaso no es un tema clásico entre los moralistas? Pero ¿cómo podría confundirse el sujeto con los intereses o los deseos del individuo o, en una dirección opuesta, con las órdenes emitidas por el superyó? Mi objetivo principal es movilizar la conciencia ética, que no es social, jurídica ni religiosa, para remplazar la moral social y la justicia deficiente por la defensa de los derechos humanos fundamentales cuyo universalismo garantiza el poder y la capacidad de movilización a la vez general e íntima. Combato las morales «naturales» que defienden las religiones monoteístas con el propósito de liberar las fuerzas de la ética. La expresión de la «voluntad divina» únicamente tiene sentido para quienes se niegan a hallar en el ser humano la razón de ser de su libertad. La ética

de los derechos es más profunda que una ética de la libertad, pues no defiende los intereses y los deseos de cada quien sino el derecho de cada persona a alcanzar el nivel más alto posible de autocreación. No quise separar el análisis de la crisis y del fin de las sociedades, de nuestros esfuerzos para remplazar la moral social —que creo en ruinas— por la ética de la libertad y de la creación, porque el análisis histórico y la reflexión sociológica, ética, moral o política sacan su fuerza únicamente de su unión, incluso cuando uno se sitúa en las situaciones nuevas que llamo posthistóricas al mismo tiempo que postsociales. Me gustaría ser capaz de exponer aquí lo que significa vivir históricamente una situación posthistórica; esta expresión no es contradictoria y vivimos esta situación más a menudo de lo que pensamos. No obstante, no puedo abordar esta difícil tarea antes de haber extraído de mi trabajo cierto número de conclusiones. Medimos hoy con precisión los duraderos efectos negativos del pensamiento social que dominó a Europa durante muchos decenios. Europa dudó tanto de su propia capacidad de acción que su pesimismo ideológico condujo a la autorrealización de su diagnóstico. No subestimamos la importancia de los factores propiamente económicos y políticos cuando acusamos a la crisis de conciencia europea de ser la principal responsable de las crisis que amenazan su capacidad de recuperación y transformación.

¿QUIÉN PUEDE RESISTIR? La desacralización del mundo, su secularización y las victorias ambiguas de la racionalización no conducen a una era positiva que pueda suceder a la era metafísica y a la era religiosa. Esa creencia en la ciencia, la razón y el progreso ya no es aceptable después de Verdun, de Stalingrado y de Auschwitz. Mi intención no es desechar los grandes relatos, sino rechazar todo principio ordenador de la definición de la situación, de la conciencia y de la acción de cada quien. Desde que las religiones han sido reducidas a una moral social, más o menos autoritaria en función de la naturaleza del régimen político donde ejercen su magisterio, debemos dar prioridad a la definición de un principio de legitimación de la acción humana que sea independiente tanto de las religiones tradicionales como de las ideologías con base económica, nacionalista o racista, que buscan encerrarnos en su orden represivo. Estoy convencido de la pertinencia de la oposición, formulada tan acertadamente por Benjamin Constant, entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos o, para hablar como los filósofos políticos, y en particular como Isaiah Berlin, entre la libertad positiva —que es la libertad de hacer— y la libertad negativa, que es la libertad de no hacer, y que define mejor lo que debe ser la libertad de los modernos. El ser humano tiene derechos fundamentales, universales, que están por encima de todas las leyes, incluso las mejores. La imagen, que aprecia Claude Lefort, del «lugar vacío» en el

centro de la vida política sugiere que éste es mejor garante de nuestras libertades que la utopía del pueblo soberano. Ésta fue liberadora frente a las monarquías absolutas pero, como demostraron los regímenes llamados, por obra de una doble antífrasis, democracias populares, sabemos que también puede avasallarnos. No debemos contentarnos con afirmar la existencia de límites naturales a todos los poderes. Esta concepción se nutre de la idea cristiana y, después, revolucionaria, del derecho de insurrección contra un amo injusto y arbitrario. Los movimientos sociales son mucho más que la «base» social de partidos políticos cuando oponen a un poder un derecho fundamental: libertad, igualdad o solidaridad. Estos temas son indisociables de una reflexión sobre la emergencia de movimientos sociales capaces de remplazar o transformar a los actores más antiguos de las sociedades industriales y de obtener el triunfo de nuevas reivindicaciones fundadas en la defensa de los derechos fundamentales. La democracia social, tal como la conocemos en Europa y en cierto número de países que adoptaron los mismos principios políticos, fue conquistada por el movimiento obrero, del mismo modo que, antes, la democracia política había sido conquistada por las luchas revolucionarias y las guerras de independencia. ¿Qué actores pueden hoy enfrentarse con el capitalismo financiero incontrolado y con la dominación material e ideológica del neoliberalismo?

EL INDIVIDUO, EL SUJETO, EL ACTOR Para responder a la pregunta «¿quién puede resistir?» es menester, primero, apartarse de un camino que no es más que un callejón sin salida. El actor que ha de formarse no puede ser ya un actor social, puesto que la sociedad quedó rota a raíz de la ruptura entre las finanzas y las orientaciones culturales que decidían sobre la utilización social de los recursos económicos. Sin duda debemos preguntarnos si es posible reconstruir otro tipo de sociedad; sin embargo, llegado a este punto de mi razonamiento, estoy lejos aún de poder responder a esta pregunta. Por lo tanto tengo que aceptar el punto de partida negativo. Lo hago tanto más gustosamente cuanto que esta imposibilidad me ayuda a encontrar el camino acertado. En efecto, estoy obligado a apoyarme no en aquello que establecía un lazo entre los valores y los recursos, sino en los valores mismos. Ahora bien, ¿qué son estos valores, puesto que ya no pueden ser sociales sino la afirmación directa del sujeto humano como un ser portador de derechos, y por tanto de juicios éticos? Las leyes pertenecen a la sociedad, pero los derechos pertenecen exclusivamente al sujeto. La inversión de la perspectiva que define la situación postsocial está así formulada en pocas palabras. La sociedad estaba en el centro de nosotros mismos como seres sociales; ya no ocupa este lugar y enfrentamos un mundo quebrantado: por un lado, el mundo de las técnicas y en particular de las comunicaciones, que es ante todo el mundo del capital, y, por el otro, el de los valores, que ya no define el uso socialmente correcto de los recursos sino la defensa de los derechos del sujeto.

Desde el mundo de nuestras obras, nuestros conocimientos y nuestros instrumentos, se nos envía al mundo de nuestros derechos, no como individuos o miembros de un grupo sino como portadores del sujeto vuelto creador y responsable. Al igual que el concepto de sociedad ocupó el lugar esencial en nuestro análisis de los países industrializados, de ahora en adelante la idea de sujeto como portador de derechos debe ser central. Los tres elementos se empalman y es el conjunto de sus relaciones, exitosas o no, lo que define la solución que buscamos: únicamente el actor humano, por ser creado por la interacción del sujeto y de sus derechos en el universo del individuo, puede oponer al mundo de los recursos vueltos incontrolables las exigencias morales, cuya fuerza es todavía mayor de lo que era la presión de los actores propiamente sociales en las sociedades industriales. Se desplomó el puente social que unía el mundo de los recursos al mundo de los valores. Estamos obligados a subir a la orilla opuesta a la de los recursos, para apoyarnos ya no en fuerzas sociales, sino en exigencias éticas que se opongan a la dominación de los intereses sobre la experiencia humana. Por consiguiente, tenemos que cambiar nuestro vocabulario, como intento hacer desde el comienzo de este libro al remplazar las palabras propias de la sociedad por otras, propias del actor. Debería ser mucho menos difícil de lo que creemos porque, a lo largo de nuestra experiencia cotidiana, ya hemos efectuado este cambio de vocabulario. El mundo de los recursos que se deslindó de los valores culturales y de las normas sociales aún está sumido en las tinieblas, y es casi imposible de conocer cuando tratamos de comprender las decisiones del capitalismo financiero globalizado; pero está muy cerca de nosotros cuando expresamos nuestras preocupaciones o incluso nuestra ambivalencia en relación con el empleo cada vez más invasivo que hacen nuestros hijos de las máquinas que hoy todos poseen —computadoras, videojuegos, smartphones, tabletas, etc.—, cuyo universo son sus amigos en Facebook y todas las personas con las que intercambian cientos de SMS hasta altas horas de la noche. Cambiemos, pues, de vocabulario para volver al léxico de la revolución digital. Los debates y estudios relativos a los efectos de estas máquinas sobre el cerebro de los niños que las utilizan con asiduidad no permiten concluir que estos medios de comunicación pongan a los jóvenes al servicio de los intereses financieros y estratégicos de los medios dirigentes. En cambio, existe otra cosa muy diferente e igualmente importante: esta cultura técnica, que exige fijar mucho la atención y operar a gran velocidad, crea también adicciones tanto más graves cuanto que los jóvenes educados en ese universo dedican cada vez más tiempo a utilizar estos aparatos. Este tema confluye con la desconfianza que expresé con respecto al empleo de la noción de secularización para designar a la vez la desaparición de las finalidades enterradas bajo la lógica de los medios e, indirectamente, el sometimiento de dichos medios a los intereses puramente sociales o económicos no sólo de los dirigentes, sino de todos los que participan de este universo. Para luchar contra el desequilibrio que se está instaurando en provecho de la alianza entre la acción meramente instrumental y una concepción utilitarista de la acción, es preciso volver a dar peso y profundidad al sujeto, a fin de que reaccione contra una agilidad que podría encerrarlo en la superficialidad y en la inmediatez de las operaciones por realizar. Al expresarse de este modo uno evita incurrir en dos errores adicionales. El primero consiste en eliminar toda preocupación y afirmar que las nuevas tecnologías siempre

terminarán por encontrar su lugar en nuestras conductas, y que oponernos a ellas equivale a defender el carruaje contra el automóvil. El segundo consiste en denunciar tecnologías que favorecen la comunicación en detrimento del significado. Ahora bien, en lugar de denunciar lo que atrae, conviene hacer reaparecer en la era postsocial el sentido que ya no puede manifestarse del mismo modo que en un estadio previo al desarrollo tecnológico. Lo que necesitan los jóvenes usuarios virtuosos de las tecnologías digitales es ligar su empleo a objetivos personales y al desarrollo de su imaginario. Sería absurdo y vano condenar estas tecnologías. Sin embargo, hace falta ponerlas al servicio de proyectos personales de construcción e invención. Los riesgos de adicción que enfrentan sobre todo los adolescentes ponen de manifiesto las dificultades que experimentan para franquear esta fase de su vida, que tanto pueden llevarlos al fracaso a nivel escolar y profesional como a la crisis de personalidad. Este problema, a la sazón mucho más vasto e importante, no surgió con las nuevas tecnologías de comunicación, pero éstas requieren que se conciba una figura del sujeto que corresponda a las condiciones concretas de formación del actor en la sociedad digital. El llamado al sujeto es todo lo contrario de la búsqueda de sensaciones inmediatas, de percepciones aisladas y de reacciones rápidas, porque el sujeto es un transmisor que conduce al individuo a la acción; su vida está hecha de distancia, de reflexión, de silencio, de interrogaciones. Estos rasgos no se oponen de ninguna manera a la velocidad de las operaciones, sino que la completan y la corrigen vinculando medios con fines que ya no se definen en términos sociales de triunfo sobre pruebas impuestas, sino en términos morales o, mejor dicho, éticos, de creación y realización de un proyecto personal. Para poder estudiar en profundidad estos delicados asuntos de aprendizaje, habría que recurrir a la ayuda de la psicología y de las ciencias cognitivas. En efecto, el planteamiento sociológico requiere una transformación ya difícil de realizar si se considera que lo que está en tela de juicio es el objeto mismo de esta disciplina, lo social, y no sólo una manera de aprehenderlo. Lo que importa recalcar es la necesidad de mantener al respecto una separación nítida entre los problemas planteados por nuevas tecnologías —las de la comunicación— y los que atañen a los diferentes aspectos de la globalización, es decir, a la ruptura de los sistemas políticos y sociales de control de la economía.

LA RELACIÓN CONSIGO MISMO Tanto por sus principios fundamentales como por sus teorías de «nivel intermedio» —que Robert K. Merton desarrolló muy ampliamente—, la sociología clásica nos acostumbró a concentrar la atención en los mecanismos sociales de integración y de cambio, de resolución de los conflictos y de respuesta a las modificaciones del entorno. La noción que mejor resume estos análisis es la de función, relacionada con el funcionamiento de un sistema, en tal grado que algunos de los defensores más entusiastas de este enfoque propusieron, en el momento en

que tuvo mayor auge, considerarla como sinónimo de la sociología en su conjunto. Aunque esta ambición ciertamente no era aceptable, sería un error considerarla con desenvoltura, porque se inscribe en la continuidad de la voluntad de Durkheim de explicar lo social exclusivamente a través de lo social. Evoco esta gran tradición intelectual, que no es la mía, porque la crisis o incluso la desaparición de la idea de sociedad nos pone frente a un vacío inmenso en que la sociología corre el riesgo de desaparecer por entero. ¿Cuál puede ser el principio de evaluación y análisis de las conductas cuando éstas ya no pueden definirse como sociales; es decir, relacionadas con el funcionamiento del sistema? Cuando propongo referir las conductas del actor a la consolidación o el debilitamiento del sujeto antes que a sus funciones en el seno del sistema social —lo que presenta la ventaja de remplazar claramente un principio de evaluación por otro—, ¿qué significa esta expresión, concretamente? Equivale a dar prioridad a la relación consigo sobre los otros tipos de relaciones sociales. El actor reacciona frente a una situación social interpretándola como un elemento de consolidación o, al contrario, de debilitamiento del control ejercido por el sujeto sobre sus conductas. Lo que hemos llamado la función social de una conducta aparece aquí como inductor de una desubjetivación; es decir, una subordinación del actor a los intereses, a la ideología o a la sobrevivencia del sistema; pero puede suceder que la referencia al interés de la sociedad, por ejemplo nacional, se encuentre estrechamente asociada a la conciencia del fortalecimiento del sujeto. Es el caso, al menos en las apariencias, de los movimientos de liberación nacional de los siglos XIX y XX. También es el caso de las acciones bélicas emprendidas contra una dictadura o un sistema totalitario. No es posible reducir las guerras soviética, inglesa o norteamericana contra Hitler a la defensa de un interés nacional contra otro. ¿Hay que desconfiar acaso de este tipo de razonamiento y sospechar que privilegia la acción consciente y voluntaria, lo que es propio de los dirigentes, al menos cuando éstos tienen convicciones democráticas? Con toda evidencia, éste no era el caso de Stalin cuando desencadenó la gran guerra popular contra la invasión de la Unión Soviética por el ejército nazi. Me niego a dejarme llevar por una duda tan radical; no quiero pensar que los millones de soldados del Ejército Rojo muertos en Stalingrado, Leningrado y todos los frentes fueron tan sólo unos instrumentos manipulados por Stalin para dar a su poder dictatorial una legitimidad nacional. Por lo general las diferentes significaciones de una conducta están entremezcladas, y sería tan arbitrario negar que los combatientes soviéticos no tuvieron ninguna conciencia de los peligros del nazismo como creer que el patriotismo soviético procedía de una inspiración democrática. El sentido de una conducta no se reduce al que le da su actor, y menos aún se reduce a un economismo que afirma a priori el papel determinante de los intereses. Comprender y evaluar las conductas supone que se tomen en cuenta las motivaciones del actor y los significados que éste les atribuye. Me parecería insultante para todos los soldados franceses, ingleses, alemanes y rusos de la primera Guerra Mundial decir que murieron por salvar a los dirigentes nacionales de un capitalismo entonces ampliamente internacionalizado, cuando muchos de ellos daban un sentido muy distinto a su patriotismo. La tesis central

sostenida por Daniel Guérin en Fascismo y gran capital, según la cual Hitler estaba al servicio de los grandes industriales de la metalurgia alemana, no sólo es históricamente errónea sino éticamente ofensiva. Lo que acabo de decir respecto de la participación de los actores en sucesos históricos también debe decirse —y del mismo modo— a propósito de los juicios personales. No sería muy difícil dar una forma de declaración pública a las importantes elecciones que hacemos en el curso de nuestra vida. Por ejemplo, en materia de concesión de la nacionalidad (y conforme a la proposición de una comisión francesa que trabajó durante mucho tiempo sobre estas cuestiones), ¿no convendría dejar un espacio a la manifestación de la voluntad del solicitante en lugar de perpetuar la controversia entre partidarios del derecho de sangre y defensores del derecho de suelo? Ensanchar el campo de las conductas voluntarias presenta muchas más ventajas que inconvenientes. A partir del momento en que el carácter obligatorio de las disposiciones legales ya no obstaculiza la elección personal, se vuelve posible impulsar los debates públicos —como las disputas parlamentarias y el periodismo de opinión— capaces de fortalecer la democracia. El lugar ocupado por los grupos de presión y los grupos de influencia (lobbies) —que contradice el espíritu de la democracia— sería más reducido si la opinión pública pudiera expresarse por un medio distinto de los sondeos (cuyo papel, no obstante, es positivo cuando se llevan a cabo con el objetivo de evitar los prejuicios y los estereotipos). Los escasos intelectuales que exponen en profundidad las razones de sus compromisos y de sus intervenciones públicas — como en Francia Edgar Morin, Bernard-Henri Lévy o Régis Debray— son dignos de ser escuchados con la atención y el respeto que merecen quienes asumen un papel en la formación de la opinión y no cejan en su defensa de la democracia. Aun en los países con información social y política óptima, nuestro conocimiento de los motivos de las decisiones —no sólo las que toman abiertamente los responsables políticos, sino también las que toman los electores— es deficiente y superficial. Ahora bien, son los debates públicos, sea que tengan lugar en el Congreso, en los medios de comunicación o en los tribunales, los que dan un contenido real a la democracia: por una parte, informan a los detentadores del poder de decisión sobre el estado de la opinión y, por otra, aclaran dicha opinión. La participación que presupone la democracia no puede ser fuerte si no se apoya en una muy activa relación de cada individuo consigo mismo. Los juicios morales que se propalan en la opinión a menudo tienen más importancia que un cambio de coyuntura económica. Lo hemos observado recientemente cuando, procedente de Bélgica, se formó una fuerte corriente de opinión que exigía sancionar con mayor severidad los actos de pederastia. Durante el periodo en que se debilitaron o desaparecieron numerosas interdicciones tradicionales, aumentó el peso de los asuntos relativos a la vida privada en la formación y la evolución de la opinión pública.

DESDE ABAJO HACIA ARRIBA

En la actualidad es evidente que las acciones colectivas tienen lugar en la cercanía de las protestas vividas. El éxito internacional del imperativo que Stephen Hessel puso por título a su opúsculo ¡Indignaos! confirma claramente el acierto de su intuición: el sentimiento y la emoción tienen que preceder a la acción y ésta a la organización. Durante más de un siglo nos han estado repitiendo que había que hacer la revolución. Este lenguaje se opone totalmente al que escuchamos en la actualidad. Ya no nos hablan de revolución sino de democracia participativa. Volvemos a oír la voz de Jean-Jacques Rousseau, que quería que los movimientos de liberación se desarrollasen en pequeños territorios, como en Ginebra y Córcega, y no en los grandes reinos, porque cada individuo debía sentirse directamente involucrado y tenía que actuar con pasión y, a la vez, con el mismo sentido de las responsabilidades que sentía hacia las personas de su entorno. Los movimientos de Berkeley en 1964 y de París en 1968 se organizaron gracias al radio transistor; hoy, inmensas redes sociales —que también son comunicaciones transmitidas de boca en boca— permiten que se reúnan rápidamente multitudes y crean el acontecimiento antes de que las fuerzas de represión, más lentas para movilizarse, puedan intentar hacerlas retroceder. No fueron las nuevas tecnologías las que permitieron las grandes congregaciones de la Primavera Árabe; si se revelaron eficaces fue porque expresaban una indignación. Pero la historia real que tuvo lugar en el año que siguió a las sublevaciones en Túnez, Egipto, Yemen e incluso Siria demostró que el camino que conduce de la indignación a la movilización, a la resistencia y a la victoria, es largo y peligroso. Estos fracasos sólo son aparentes. En Francia, ¿acaso no fue mayor el tiempo que separó el 4 de agosto de 1789, cuando se proclamó la abolición de los privilegios de la nobleza, y, cuatro años más tarde, el desencadenamiento del Terror que vio caer en la misma canasta las cabezas del rey, de Danton y de Robespierre? Sin embargo, mañana como ayer, será el movimiento de liberación inicial el que comandará el porvenir.

¿DE DÓNDE VIENE LA VOLUNTAD DE ACTUAR? Este razonamiento, que parece pertenecer al dominio de la filosofía moral, ¿puede sernos útil cuando estamos atravesando la crisis económica más grave desde 1929, cuando la curva del desempleo no cesa de subir y cuando el nivel de vida de las clases medias y populares está en regresión? La gran mayoría de la población pide trabajo y dinero. Muchos podrían añadir que también piden menos impuestos. Una gran cantidad de observadores recalcan como en eco que el mejor sostén del crecimiento reside en el alza del poder adquisitivo de los consumidores. Pero no sitúo mi reflexión en el nivel de una constatación tan simple. Lo que me interesa es otro asunto, a la vez cercano y lejano. Para ceñirlo debo estudiar de manera más directa a los actores, bajo una forma históricamente concreta. En Europa, la situación se deterioró, las desigualdades se profundizaron y no cesa de aumentar el número de personas —asalariados o trabajadores independientes, activos o

jubilados— que se sienten directamente amenazadas... y sin embargo, no pasa nada. Ciertamente, los electores condenaron a los gobiernos que tuvieron que administrar la crisis, pero escuchamos menos que antes de 2008 gruñir el rumor de la ira popular contra las empresas que deslocalizan sus actividades para reducir sus gastos de nómina mientras realizan ganancias, o contra el alza de los impuestos y la disminución de las prestaciones sociales. En mi opinión, el mayor interrogante es el vacío del escenario social —que no parece llenarse más que para defender las peores causas, como la xenofobia y el racismo—, y me pregunto: ¿por qué este relativo silencio? Y, sobre todo, ¿qué hacer para que quienes más sufren por la crisis se pongan en movimiento? Los trabajos de Amartya Sen, cuya influencia, afortunadamente, es considerable, pueden ayudar a orientarnos. Premio Nobel de Economía, sociólogo, historiador y filósofo, Amartya Sen remplazó la definición demasiado deficiente del nivel de vida en términos de ingresos per cápita calculados en dólares por la asociación de un gran número de indicadores que miden con mayor precisión las posibilidades reales de un individuo —sus capabilidades— de acceder a cierto ingreso, ciertos cuidados, cierto nivel de educación, a la información y, sobre todo, de elevar su esperanza de vida y mejorar su estado de salud. Se consigue de esta manera reformular las oportunidades de acceder a bienes, servicios y a un estado general de bienestar, incluso de felicidad, en el lenguaje que he adoptado: el de los derechos fundamentales. Este cambio de perspectiva permite también observar que la situación relativa de un individuo o de un grupo es susceptible de deteriorarse cuando se incorporan esos criterios en la definición del nivel de vida, mientras que en los países donde existe un impuesto sobre el ingreso fuertemente progresivo y sistemas amplios de protección social, la desigualdad entre los ingresos efectivamente disponibles aparece como más limitada de lo que parecía a primera vista. Hace poco se produjeron oleadas de suicidios entre los asalariados que no eran los que tenían los ingresos más bajos ni las condiciones de trabajo más duras. Por lo general se ha explicado el fenómeno por las presiones ejercidas como consecuencia de reformas de la organización del trabajo, que colocaron a esos asalariados frente a nuevas dificultades que no consiguieron superar. ¿Acaso estas observaciones no ponen en evidencia la necesidad de ampliar la definición de las situaciones a fin de entender mejor el significado que les dan las personas cuyas conductas procuramos explicar? Esto trae a mi memoria una experiencia personal de investigación que influyó decisivamente en mi vida profesional incipiente. Estaba estudiando la conciencia de clase de obreros franceses cuyas situaciones profesionales y económicas eran muy variadas. Descubrí entonces que la conciencia de clase —que no debe confundirse con el descontento económico, cuyas causas son diferentes— era más aguda en las situaciones laborales en que los métodos de racionalización reducían la autonomía de los obreros; esto explicaba su fuerza entre los obreros cualificados y particularmente entre los que tenían una larga experiencia profesional. Pude definir con cierta precisión las situaciones en las que esta conciencia de clase alcanzaba los niveles más altos. Algunos estudios históricos confirmaron mis resultados. Este ejemplo, cuyo campo de aplicación es muy vasto, me convence todavía hoy de que las razones que impulsan a los individuos o a los grupos a movilizarse para realizar acciones cuyos objetivos

—y riesgos— son muy elevados comprometen su personalidad y su vida por entero. Esta conclusión se aplica tanto a acciones negativas —rechazo a las minorías, racismo, etc.— como a acciones positivas. Actualmente la experiencia más frecuente es el fracaso (desempleo, empleos eventuales, baja de remuneraciones, dificultades para obtener una vivienda) que conduce a la cólera y al rechazo a otros grupos más que a acciones capaces de transformarse en movimientos sociales o políticos. La palabra sujeto evidentemente no forma parte del vocabulario de las mayorías, pero la conciencia de ser reconocido o no como sujeto, indudablemente, sí. Esto me lleva a plantear una pregunta en la que quisiera introducir una hipótesis: ¿no sufrimos hoy por nuestra impotencia para identificar y entender los temas más sensibles, los que afectan más directamente a las poblaciones golpeadas por la crisis? Evocaré otro ejemplo que a pocas personas deja indiferentes: los grupos feministas luchan desde hace mucho tiempo contra las desigualdades de que las mujeres son víctimas. Sin embargo, en el discurso feminista, el tema que suscita mayor indignación es la violación. Para muchas mujeres y muchos hombres la revelación de la frecuencia de los casos de violación conyugal y de incesto paterno provocó un escándalo muy sonado. Este hecho —sumamente importante— ¿no incita a buscar el origen de la capacidad de actuar y protestar en la personalidad más que en las situaciones materiales más difíciles? Si mi razonamiento no es erróneo, podemos esperar que se desarrolle un vasto movimiento determinado a reclamar el derecho de cada quien a elegir el momento y la forma de morir, puesto que este tema nos concierne a todos en lo más hondo de nuestra relación con nosotros mismos y con los demás. Estoy consciente de que presento aquí observaciones tentativas, que tendrán que transformarse en propuestas de investigaciones y debates; sin embargo, ¿no es importante proponer ya la idea de que la vida social, cultural y política, lejos de anclarse en problemas limitados, concretos, susceptibles de resolverse rápidamente, está dominada por desafíos de dimensiones cada vez más vastas y que implican muy profundamente los derechos fundamentales de los seres humanos?

POR ENCIMA DEL FRACASO La idea de sujeto no debe separarse de la idea del acceso, que podríamos decir privilegiado, a la subjetivación mediante la superación, al mismo tiempo voluntaria y dolorosa, de la pérdida de sí. Esta experiencia marcó todas las figuras del sujeto, y no sólo sus figuras religiosas. Un libro importante de Philippe Bataille proporciona una excelente descripción de esa superación del sufrimiento, o incluso de la muerte, por el descubrimiento del sujeto en el individuo mismo. Este estudio versa sobre mujeres con cáncer —algunas de ellas fallecieron en el curso de la investigación— que, en vez de culpar al mundo entero de su desgracia, de ceder a la desesperanza, de sufrir por la falta de acompañamiento, se transforman, se elevan a la altura de una imagen más fuerte de sí mismas como sujetos, descubren gracias a la

enfermedad la belleza de una amistad o de un amor y logran amar esa vida diferente —breve o duradera— en la que han entrado. Esas experiencias muy personales se acercan a las del perdón con el cual las víctimas del apartheid o de una dictadura hallaron un nuevo sentido a su acción frente a los verdugos de quienes sólo exigieron que reconociesen su responsabilidad. En este caso, perdonar quizá no sea la palabra justa, porque no se trata de saldar las cuentas u olvidar sino de recobrar el control de sus emociones y reavivar el recuerdo del desaparecido mancillado por la humillación y la tortura. Aquel perdón no proporciona paz al alma; da la victoria a la víctima al hacer de ella la única depositaria de una verdad dentro de la cual el culpable se debate. Estoy dudando en ahondar más, pero ¿quién no ha sido invadido por la emoción al leer las últimas cartas a sus padres escritas por los jóvenes de la resistencia condenados a muerte por los nazis, en las que se expresan con una calma perfectamente dominada, destinada a reconfortar a los que más van a sufrir por su muerte? Ojalá estos ejemplos, que muestran cómo algunos individuos alcanzan un grado de conciencia de sí mismos tan elevado que parece fuera del alcance de la mayoría de las personas, no nos impidan reconocer, más cerca de nosotros, las conductas que se les parecen. Éstas son mucho más frecuentes de lo que piensan quienes sólo ven por doquier indiferencia, egoísmo y traición, con el objetivo, quizá, de que se les perdone por anticipación sus flaquezas eventuales. Este ascenso a la subjetivación a través del fracaso o la muerte bien pudiera ser fuente, si no de felicidad, cuando menos de paz interior para nuestras vidas frágiles e inquietas.

LAS CONDUCTAS DE VIDA Y DE MUERTE Intentemos ir aún más lejos. Cuando los fundamentos sociales de la moralidad se disgregan, sus defensores apelan a la naturaleza que, por ser concebida por ellos como la obra de un creador, remite al respeto al orden natural edificado por éste. Esto es lo que ilustran las posiciones de la Iglesia católica frente a la intromisión de la ciencia en este orden natural y los debates morales que suscita. Guardémonos por un instante de condenar sin discusiones esta actitud hacia los elementos de referencia que nuestras leyes destruyen efectivamente con la aprobación de la representación nacional. El ejemplo del aborto nos viene de inmediato a la mente, aunque quizá no sea el ejemplo idóneo para explicitar esta cuestión. Conviene mejor partir de los debates relativos a los derechos de las minorías sexuales: lesbianas, gays, bisexuales, transexuales o, mejor dicho, transgéneros (LGBT). Podemos considerar la fecundación artificial como un recurso contra los desperfectos de la «naturaleza» y constatamos con frecuencia que los padres adoptivos aman y educan a los hijos adoptados o nacidos de una fecundación artificial con la misma dedicación y el mismo amor que si fueran los padres naturales. En el momento en que estoy preparando este libro, el derecho de los homosexuales al matrimonio y a la adopción acaba de suscitar debates muy

reñidos. Su reconocimiento, efectivo o en curso, altera las nociones mismas de matrimonio y filiación. Lo más importante no es reconocer los derechos sociales de los homosexuales, sino proclamar que el significado que los individuos dan a sus conductas sexuales o familiares debe reconocerse como primordial, más allá de la conformidad o no de éstas con leyes principalmente preocupadas por la reproducción de la población. Desde esta perspectiva, la sexualidad deja de definirse como una función natural y social; es considerada como un elemento esencial de la formación de la personalidad, lo que significa que cada una de las formas de la sexualidad puede ser asociada a éxitos o a fracasos durante la construcción de la personalidad. Y evidentemente hay que aplicar este razonamiento a la forma de sexualidad más difundida en nuestros países, las relaciones heterosexuales. Ya que la limitación de las relaciones y los placeres sexuales a la procreación es una postura que ya no defienden sino escasas minorías, parece que ya no se puede impugnar la libre elección de las conductas sexuales (entre adultos consintientes). Esto lleva a aceptar socialmente las relaciones homosexuales; es decir, a conceder los mismos derechos a las parejas, ya sean heterosexuales u homosexuales. Este razonamiento, demasiado escueto, suscita no obstante una objeción de parte de los opositores al reconocimiento de los derechos de los homosexuales: las relaciones sexuales atañen a la vida privada, y la ley no tiene por qué interferir en ella. En cambio, lo que concierne a la ley y lo que preocupa a los detractores de este movimiento es el acceso de los homosexuales al matrimonio y a la adopción, puesto que algunos les niegan este derecho en nombre del interés de los niños. En realidad el argumento tiene fundamentos muy poco sólidos. La adopción no cambia de naturaleza dependiendo de si la practican personas solas, u homosexuales o heterosexuales. La única diferencia —a menudo importante en el estado actual de las costumbres— es la actitud negativa de las parejas heterosexuales cuando se enteran de que algún compañero o compañera de escuela de su propio hijo o hija no tiene un padre sino dos madres, o no tiene una madre sino dos padres. Sin embargo, esta actitud es relativa a un estado determinado de la opinión pública que, precisamente, evoluciona. En cuanto al matrimonio, el hecho de que los homosexuales reivindican este derecho en un momento en que una proporción importante de heterosexuales se aparta de él pone de manifiesto la separación real que existe entre los usos y las leyes. La campaña en favor del derecho de las parejas homosexuales al matrimonio y a la adopción se llevó a cabo en nombre de la equidad, puesto que dichas parejas, aun cuando podían recurrir a una fórmula emparentada al matrimonio, no se beneficiaban de las mismas protecciones que las parejas heterosexuales casadas. Algunos países solucionaron el problema sin recurrir a los interrogantes fundamentales relativos a la filiación que, obviamente, no puede estribar más que en el encuentro entre un espermatozoide masculino y un ovocito femenino, lo que, en una pareja homosexual, pone a uno de los dos «padres» en una situación indeterminada y por tanto frágil. No obstante, haya o no una búsqueda de nuevas soluciones jurídicas, la idea de una familia constituida por dos padres de un mismo sexo supone una ruptura con las evidencias que parecían impuestas por la «naturaleza». La opinión pública que, en su mayoría, en Francia, se

adhirió hace poco a la idea del matrimonio de dos hombres o de dos mujeres acepta, aunque no siempre explícitamente, poner en tela de juicio la concepción que puede llamarse «natural» del matrimonio y de la filiación. La Iglesia católica, el principal adversario en Europa del matrimonio gay, en este ámbito como en otros es explícitamente adepta a la idea de un mundo creado por Dios, cuya voluntad debe respetarse, y, por tanto, a una moral natural que exige el respeto a las leyes de la naturaleza, puesto que ésta ha sido creada por Dios. El debate sobre el matrimonio gay nos obliga, pues, a elegir claramente entre dos concepciones del ser humano y de la naturaleza. Ora aceptamos, bajo una u otra forma, la alianza de la naturaleza y de lo sagrado, que todas las religiones monoteístas defienden y que está en el meollo de su moral y de su política; ora, por el contrario, afirmamos la separación del sexo, como realidad natural (pese a que algunos o algunas llegan a reivindicar el derecho a cambiar de sexo o a considerarse portadores de ambos sexos), y de la sexualidad, como construida y constantemente transformada por las culturas y las sociedades. Es hoy prácticamente imposible rechazar esta posición, cuando constatamos que la distinción entre los oficios o empleos considerados como femeninos o masculinos ya perdió la mayor parte de su realidad y es considerada como un legado infausto venido de un pasado desaparecido. Casi todo el mundo admite que hemos de escoger entre dos lógicas: la de la naturaleza y la de la elección, es decir, la de la libertad. En muchos países, la evolución de la opinión pública señala la victoria cada vez más concluyente y consciente de la moral de la libre elección sobre todas las morales naturales y sociales. La naturaleza de las elecciones que todos hacemos o deseamos hacer aparece más claramente si damos una expresión más concreta a las dos elecciones opuestas. Del lado de los defensores de la moral natural, nos topamos pronto con el hecho de que, a pesar de su nombre, esta moral es antes que nada social, a tal grado que algunas culturas, como la de la China imperial, decidieron la eliminación masiva de las mujeres recién nacidas porque las consideraban inferiores desde el punto de vista de las necesidades de la sociedad. Por lo demás, ¿no está toda nuestra historia marcada masivamente por la dominación de los hombres sobre las mujeres? El patriarcado existió y sigue existiendo; el matriarcado —que no hay que confundir con los sistemas de parentesco matrilineales— nunca ha existido. Por otro lado, la frecuencia de los divorcios —sobre todo allí donde las posibilidades de elegir son más numerosas, es decir, en las grandes urbes— y de los mestizajes es otra expresión de la prioridad dada a las elecciones personales sobre cualquier determinante, sea biológico o social, de la reproducción y de la vida familiar. El tema de la adopción no choca con los mismos argumentos que el recurso a las «madres portadoras» que otorga una importancia central a la remuneración de la madre biológica, y por tanto a la compra del niño. En el caso de las parejas homosexuales, parece que la simple adopción del niño por el miembro de la pareja que no es la madre o el padre biológico amplía la noción de adopción de una manera que soluciona los problemas que al inicio parecían los más difíciles de superar para conservar el pleno sentido de las palabras «padre» y «madre». Existe otro debate de gran relevancia: el relativo al derecho de cada quien a elegir la manera de terminar su vida. Se suele exponer este desafío en términos que mitigan sus efectos.

No se trata simplemente de elegir entre el desarrollo de los cuidados paliativos y la decisión médica de consentir a la demanda reiterada de un enfermo que prefiere evadir dolores penosos e inútiles anticipando una muerte que ha de producirse ineluctablemente en un corto plazo. Así presentado, el problema no da cuenta de la diversidad y de la complejidad de las situaciones. En efecto, sabemos que numerosas demandas de eutanasia son formuladas por enfermos o en nombre de enfermos que no están condenados en un devenir breve a una muerte ineludible o a dolores insoportables. Algunos enfermos están en coma, o casi totalmente paralizados, o bien, padecen por un estado que ellos consideran humillante e insoportable. Los motivos por los que las personas desean abreviar su vida mucho antes de entrar en la fase terminal de su enfermedad son sumamente variados y vedan toda confusión entre ese gesto y el suicidio, que suele transmitir un mensaje de desesperanza. El valor de librarse de una situación sin solución va acompañado a menudo del miedo a tener que confrontarse con una imagen deteriorada de sí y de la voluntad de aliviar a sus allegados. Mientras más reflexionamos sobre el problema, más difícil resulta adoptar posturas dogmáticas. ¿Acaso es ésta la única respuesta posible al problema planteado? ¿No es el enfermo el único apto para tomar una decisión tan fundamental para él? Sabemos que, en la práctica, la mayoría de las eutanasias que se producen en el hospital las deciden médicos y enfermeros que optan por interrumpir los cuidados que mantienen al enfermo con vida, y cabe alegrarse de que las reflexiones que se han dado, en particular en la facultad de medicina de la Universidad de Chicago, hayan desembocado en la elaboración de protocolos, frecuentemente aplicados en los Estados Unidos y en otros países, que evitan que se efectúen actos discutibles en ausencia de toda concertación colectiva profundizada. Sin embargo, es de lamentar que, a falta de provisiones, el médico u otro miembro del equipo hospitalario esté obligado a asumir personalmente la responsabilidad de aplicar la decisión del enfermo y hacerlo morir. ¿No sería preferible que un comité de ética enseñara los medios para morir a la persona que, tras consultar al médico, lo desea? Deploro que el debate sobre el papel de los practicantes —que debería mantenerse secundario y adyacente— tienda a hacer sombra a una reflexión profunda sobre el derecho a la muerte voluntaria. Me parece que las mujeres entrevistadas por Philippe Bataille lograron, generalmente por sí solas, elegir conductas que el marco legal actual no prevé pero que se sintieron capaces de asumir libre y responsablemente, en una forma que tomaba en cuenta las repercusiones de su decisión en su entorno familiar. Mi intención no es apartar del acto final a las personas en quienes la sociedad confía para proteger la vida y los derechos de los enfermos. Sólo quisiera que nada interfiriese en la afirmación del derecho absoluto de cada individuo sobre su propia vida.

LA GRAN FRACTURA La presencia cada vez más directamente visible de la referencia al sujeto, el retroceso de los juicos sociales en provecho de los juicios éticos, la voluntad de individualizar las situaciones

y adaptar las soluciones a cada quien no nos hacen penetrar en un mundo de proyectos meramente personales de «planes de carrera o de vida». Hay que entender la transformación de las experiencias de vida más bien en el sentido contrario. La palabra que mejor define una proporción creciente de vidas personales es precariedad: designa la experiencia y la conciencia de estar a merced de situaciones y de sufrir las consecuencias de decisiones en las que no podemos intervenir. Por más que se hable de «flexiseguridad» del empleo, el primer término del neologismo, la flexibilidad —máscara de la precariedad— prevalece sobre el segundo. Esta disposición mental corresponde a la situación de los países europeos, conscientes de su porvenir incierto y de su debilitamiento. Se acompaña de una pérdida de autoestima y de confianza colectiva que impide encarar las situaciones de las que sólo se esperan efectos negativos. No obstante, ¿cabe expresar un juicio totalmente distinto a propósito de los grandes países emergentes? Éstos experimentan hoy en día desplazamientos masivos de su población que vacían el campo y llenan megalópolis incapaces de acoger a los que la crisis agraria empujó a partir y que constituyen una categoría de la población particularmente precaria. Esta situación no es propia sólo de China; también se da en la India y en varios países latinoamericanos. La miseria rural de la que tanto se habló en el caso del nordeste de Brasil se volvió miseria urbana cuando los habitantes se desplazaron a São Paulo u otras grandes urbes. Asimismo, en México, el estado de Oaxaca expulsa a la población india que se instala en la capital federal o en grandes metrópolis norteamericanas. La imagen de una sociedad mundial que se formaría integrando a todas las poblaciones locales y regionales no tiene mucho que ver con la realidad. En efecto, podemos ver cómo en el mapa del planeta van reapareciendo unas manchas blancas correspondientes a territorios prácticamente desprovistos de recursos y casi fuera de control, por ejemplo, en vastas regiones del Congo y algunos arrabales de las megalópolis como El Cairo, Calcuta, Lagos o Yakarta. Cierto es que esas poblaciones pueden encontrar en las grandes ciudades escuelas y dispensarios para sus hijos, y que la transición demográfica progresa suficientemente rápido como para volver improbable una hambruna masiva en un futuro cercano. Aunque podemos ser pesimistas respecto de lo que toca a nuestra capacidad de limitar las emisiones de dióxido de carbono, es factible pensar que las preocupaciones más graves, aquellas en las que deberían concentrarse los debates mundiales, atañen hoy menos a la penuria de recursos directa o indirectamente naturales, como la escasez de agua o de alimentos, que a la incapacidad de las instituciones para tratar los problemas sociales que se multiplican a escala mundial. Sería un error diagnosticar el fracaso de las instituciones únicamente en los países más pobres. Acabamos de tener la prueba de ello a través de los efectos, cifrados por Joseph Stiglitz, de las crisis económicas que desde 2008 afectan en primer lugar el mundo occidental de donde partió la crisis de las hipotecas subprime. El desempleo y la precariedad aumentaron considerablemente en los países desarrollados y en toda Europa, donde alrededor de la cuarta parte de los jóvenes no tienen empleo, mientras una gran cantidad de personas que aún no han alcanzado la edad de la jubilación no consiguen trabajo. Lo que llamo el fin de las sociedades no nos transportó sobre las alas de la tecnología a un

mundo de máquinas y de ocio. Este mundo está fuera de control, tanto por la voluntad de los financistas como por la ausencia de nuevos actores políticos y la pérdida de referencias y de esperanzas de las mayorías. El sujeto que está emergiendo es más consciente que las figuras del sujeto que le precedieron, pero suele tener hambre y vestir harapos, cuando no es adicto y está sometido a las múltiples consecuencias de crisis económicas que siempre son al mismo tiempo sociales y culturales. Con toda intencionalidad insistí en el carácter novedoso y en la potencia de un mundo en formación y de los actores que podrían orientarlo y gobernarlo. En efecto, sería inaceptable concluir que la gravedad de los problemas hace toda acción y toda reforma imposibles. No obstante, la visión «positiva» que constantemente procuro preservar no debería disimular la conciencia aguda de las inmensas pérdidas humanas que se van acumulando desde los inicios de esta nueva era, del mismo modo que se habían acumulado a finales de la Edad Media europea y en los inicios de la Revolución industrial en Inglaterra. Gracias a la conciencia de las profundas dificultades enfrentadas por una gran parte de la población mundial se atribuye una mayor importancia a la búsqueda del sujeto, ya que éste es la única fuerza de resistencia capaz de limitar los efectos de una mundialización que funciona sobre todo para servir a los intereses de los financistas y de dirigentes corruptos. La imagen social de las sociedades industriales que hemos conservado es la de los conflictos laborales que para muchos evocaban una lucha de clases y, para otros, la difícil búsqueda de una participación de los asalariados en los progresos hechos posibles gracias a los nuevos métodos de la industria. El tema del conflicto social, específicamente el de la lucha de clases, no parece adaptado a la sociedad actual y muchos buscan, no sin razones, explicar este cambio por la diversificación creciente del mundo de los asalariados y por la misma desindustrialización, que disminuyó considerablemente la cantidad y el peso de los obreros en la vida social de los países más modernos. Tienen razón los que añaden que las migraciones incrementaron en muchos países la importancia de las minorías étnicas. En los Estados Unidos, en algunos decenios los latinoamericanos se volvieron más numerosos que los afroamericanos, y su inserción en la vida política norteamericana se realiza sin conflictos. Es en gran parte atinado, además de inquietante, observar que la ruptura, la no comunicación y la exclusión remplazaron el conflicto y, al mismo tiempo, que las oportunidades de acceder a la clase media —que aumentaron para algunas categorías de afroamericanos— han disminuido para varios estratos de la población, especialmente en Europa, donde la clase media redefinida, extendida, diversificada, solventa gran parte de los gastos creados por los sistemas de seguridad social concebidos, antes que nada, como una política de integración del mundo obrero en la sociedad nacional. Los problemas sociales parecen estar en vías de diversificarse, las categorías sociales se definen en términos cada vez más vagos y complejos, y los motivos de formación de grandes acciones colectivas parecen diluirse, sea buena o mala la situación económica. ¿Acaso no sería mejor decir que los problemas sociales como tales ocupan un lugar cada vez menos central en la vida política y, más generalmente, pública de los países industrializados? No

debemos olvidar mencionar que el nuevo país industrial más importante, China, está sometido a un régimen que no deja lugar alguno a una vida política fundada en movimientos sociales, y que en Rusia, después del desmantelamiento de la Unión Soviética, se dio un régimen más parecido al de los zares que al de los países democráticos. Podemos agregar, no sin razón, que el retroceso político y económico de Occidente no fue compensado por la aparición de pensamientos y de instrumentos de acción política innovadores en los países antes llamados del Tercer Mundo. La inigualable grandeza de la figura de Nelson Mandela no puede hacernos olvidar las graves debilidades del gobierno del Congreso Nacional Africano (CNA) en Sudáfrica y el fracaso de las políticas de lucha contra la miseria que azota sobre todo a los sudafricanos negros. La caída de los regímenes soviéticos y el fracaso a menudo escandaloso de los regímenes nacionalistas surgidos de la descolonización dejaron el campo libre a la mundialización, con todas sus contradicciones y sus injusticias y, en todo caso, no dejaron mucho espacio para la formación de fuerzas políticas opositoras capaces de apoyarse a la vez en una visión renovada del mundo, de su economía, de su devenir ecológico y de las relaciones que tiene que establecer entre las diferentes categorías de la población. Más allá de la crisis específica de Europa, que hace peligrar casi constantemente la construcción de la Unión Europea, el mundo entero parece incapaz de definir los desafíos en el plano político y de hacer emerger actores capaces de hacerse cargo de ellos. Aunque admitiésemos —lo que no es evidente— que China conocerá una oleada de reivindicaciones que llevará al Partido-Estado a dar más importancia al mercado interior que a la exportación, y que la integración social y cultural de la mayor parte de su población en la civilización urbana podría acarrear la formación de una sociedad civil, la frontera de la democracia todavía está lejos. La aparición de una clase de nuevos ricos no compensa la ruptura que no cesa de profundizarse entre el régimen y la nación. Aunque el carácter negativo de estos análisis sea susceptible de ser revisado, actualmente estamos obligados a constatar un agotamiento de los marcos sociales y políticos de las sociedades industriales, antiguas o nuevas. Entre los nuevos «grandes» países, el único que ha logrado llevar a cabo transformaciones institucionales y sociales relevantes es Brasil. El inmenso y durable éxito personal de Lula, quien dio la imagen de un voluntarismo social triunfante, oculta un poco el mérito de Fernando Henrique Cardoso, quien supo instaurar un sistema político estable y dinámico que nunca había conocido el país, ni siquiera antes de la dictadura. El éxito de Brasil parece aún más notable si observamos que Argentina siguió siendo «peronista»; es decir, fiel a una política de distribución de las riquezas adquiridas con la exportación de materias primas, principalmente agrícolas, sin que se hayan formado élites capaces de organizar y acelerar el desarrollo; por otra parte, México, duramente golpeado por las actividades de los narcotraficantes, acaba de llevar nuevamente al poder el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el antiguo partido único cuya historia está marcada por el clientelismo y la corrupción. Incluso no deja de ser sorprendente que, después de la caída de la dictadura, Chile —cuyo triunfo económico también es de tipo tradicional y sin embargo notable— no haya logrado dotarse de nuevas instituciones ni renovar sus ideas y sus cuadros dirigentes. En cuanto a Colombia —cuyos

recursos políticos y sociales son importantes—, ha permanecido largo tiempo paralizada por guerrillas cuya acción política —al igual que la de sus adversarios militares— se ha entremezclado cada vez más con el tráfico de drogas y la toma de rehenes. ¿Cómo escapar de la imagen de un debilitamiento generalizado de los actores sociales y de sus instituciones? ¿Cómo no ver que aun Barack Obama, cuya llegada a la presidencia de los Estados Unidos había levantado una enorme oleada de esperanzas, ganó su reelección sin suscitar ningún entusiasmo popular y después de una campaña marcada más por los excesos de una derecha ultrarreaccionaria que por lo novedoso de sus propias propuestas? E incluso Obama aparece como un gigante en medio de dirigentes políticos europeos entre los cuales sólo destaca la serie notable de cancilleres alemanes. Italia abandonada en manos de Silvio Berlusconi, el desplome de las utopías españolas, la indecisión y la falta de realismo económico y social del Partido Socialista francés desde la eliminación de Michel Rocard decidida por su propio partido son elementos que ponen en evidencia la debilidad de las instituciones y de la opinión pública que las vuelve más permeables de lo previsible a las ofensivas de los movimientos xenófobos y racistas. En ninguna parte esta tensión se manifiesta con mayor claridad que en la región más candente del globo: en tierra palestina, donde creíamos que algún día iban a erguirse dos Estados, pero que parece hundirse en una guerra latente del mundo árabe contra Israel, mientras las grandes potencias no han sabido oponerse a la multiplicación de las nuevas colonias israelíes en territorio palestino ni a los bombardeos sobre Gaza. No busco sacar de estas observaciones la conclusión excesivamente general de una crisis política del mundo industrial o posindustrial, pero es imposible evitar plantearse la pregunta siguiente: ¿no hemos entrado, ya desde hace tiempo, en un mundo que ya no puede regirse económica, política ni culturalmente utilizando las categorías y los actores empleados hasta entonces? Y por consiguiente, ¿no urge definir nuevos desafíos, nuevos actores, nuevas crisis y nuevos criterios de evaluación a fin de volver comprensible una historia que parece estar rebasada por sus propios fracasos? Si la experiencia del fracaso se vuelve cada vez más frecuente y la experiencia del triunfo más y más difícil de lograr, esto se debe menos a razones objetivas —cuya importancia, sin embargo, es evidente en periodo de crisis económica y de desempleo— que a razones subjetivas. Los logros o los fracasos, en efecto, no se definen tanto en términos sociales y económicos como en términos de correspondencia entre la experiencia vivida y la formulación de sus objetivos e intenciones. Si la conciencia del fracaso es cada vez más aguda, es porque el abanico de elecciones teóricamente posibles se ha abierto mucho más que el de los procesos de movilidad, que incluso tiende más bien a cerrarse. No importa tanto señalar los fallos de una sociedad o, por el contrario, sus éxitos —reconocer, por ejemplo, el mejoramiento del nivel educativo promedio— como colocar en el centro del análisis la gran fractura que se produjo entre las expectativas y las condiciones objetivas de su realización. Mientras más inmóvil es una sociedad más fácil le resulta sentirse feliz y, al mismo tiempo, es probable que se desmorone bajo los embates de alguna conquista extranjera o por permanecer apartada de los grandes movimientos económicos. La actual crisis incrementa la

visibilidad de las causas de las desgracias, pero la crisis económica en sí no creó la desgracia: más bien creó las condiciones que hacen difícil, o imposible, luchar contra ella. El mundo europeo, en particular, sufrió la crisis y casi se dejó arrastrar por ella en varias ocasiones. Si nos referimos muy a menudo a las decisiones tomadas por el canciller Schröder en 2003 en Alemania —que le valieron perder la reelección—, es porque se trata del único ejemplo de una política a mediano plazo con efectos importantes para la recuperación de un país. El mundo no sólo se aleja de la felicidad, sino que pierde la noción de ésta; sólo ve en el futuro posibles catástrofes y no sabe cómo resolver problemas cuya urgencia es indudable pero no se traduce en las decisiones necesarias.

¿DÓNDE ESTÁ EL CONFLICTO? Ahora podría interrogarme respecto de las razones y las consecuencias de la impotencia de los europeos para cambiar de era y, sobre todo, de representación de su propia capacidad de acción, pero prefiero evocar este tema en la tercera parte del presente libro, asociándolo a una reflexión más general sobre los modos de modernización y de transformación de las diferentes partes de un mundo que participa casi en su totalidad en las mutaciones en curso. En cambio, no quiero postergar el momento de plantear una pregunta urgente. La referencia al sujeto no debe ser una fuga del análisis sociológico hacia la meditación filosófica; debe orientarse a las prácticas sociales y remitir constantemente a la pregunta: ¿bajo qué condiciones puede afirmarse que las conductas observadas pertenecen directa o indirectamente a los modos de expresión directa del sujeto que remplaza, según mi hipótesis, a las formas indirectas de expresión del sujeto que fueron las filosofías de la historia, las concepciones del orden social o las grandes sociedades religiosas? ¿Cómo podemos mostrar que las conductas se definen por su relación con un determinado modelo cultural, al igual que en las sociedades industriales muchas conductas se explicaban por el elevado grado de historicidad de dichas sociedades; es decir, por su capacidad de transformar su entorno y la misma vida social, así como por los conflictos sociales ligados a nuevas formas de producción? El análisis tiene que salir airoso de esta prueba: no existe ningún gran tipo de sociedad histórica que no haya tenido como uno de sus principales componentes un tipo de conflicto societal. Hasta podemos agregar que mientras más aumenta la historicidad de una sociedad, más profundo y más central es este conflicto, al punto de poner en entredicho las orientaciones culturales de la misma sociedad. Evoqué brevemente lo que sucede con este conflicto central en la era postsocial, pero tengo que explayarme más en el tema. En efecto, sentimos perfectamente que aquí el principal riesgo no es que desaparezcan o se fraccionen los conflictos sino, por el contrario, que la oposición entre fuerzas sociales se vuelva tan completa que ya no existan elementos comunes entre los adversarios, y que un conflicto social se convierta en una guerra civil, cuyo desenlace no

puede ser más que la eliminación del débil por el fuerte. Ahora bien, no hay conflictualidad y, por ende, movimientos sociales, sino cuando el conflicto entre los adversarios se sitúa dentro de un marco referencial común a las fuerzas contrincantes, que define lo que está en juego en su conflicto, ligado siempre a la historicidad de la sociedad. Ya se impuso la idea de que existe en esta era postsocial y posthistórica un conflicto central entre dos formas opuestas de individualismo: por un lado, la que separa al actor de la sociedad al definirlo por deseos, necesidades y métodos para lograr sus intereses y, por el otro, la que afirma el derecho del individuo a ser un actor autónomo que busca defender y fortalecer su autodeterminación. Estas dos concepciones opuestas nos recuerdan que el desafío común a los adversarios es efectivamente el individualismo y la forma social que debe adoptar. Una de estas concepciones corresponde a los intereses de los dirigentes económicos, y la otra, a las demandas de los que no tienen autonomía o la sienten amenazada. Esta oposición es de la misma naturaleza que la que dominó a la sociedad industrial cuando los obreros, sobre todo cualificados, reaccionaron a las amenazas que representaban para ellos los métodos de control de su trabajo tendientes a disminuir o suprimir su capacidad de autorregulación individual o colectiva. Es preciso hacer hincapié con insistencia en esta primera formulación: el papel explicativo del modelo cultural de una sociedad presupone que éste se refracte a través de las relaciones de dominación-dependencia. El campo de estas relaciones, que en la sociedad industrial era antes que nada económico, actualmente se está volviendo cultural, pero esto no modifica el principio de la conflictualidad que acompaña a todos los modelos culturales tanto en las situaciones postsociales y posthistóricas como en las situaciones definidas por un modo de producción. Esta aserción lógicamente trae consigo otra: los adversarios sociales no pueden constituir movimientos sociales si no tienen y reconocen tener en común ciertas orientaciones culturales, como por ejemplo la creencia en el progreso mediante la racionalización del trabajo en las sociedades industriales. En las situaciones postsociales —de ahí su nombre— los adversarios tienen en común creer en desafíos culturales que están por encima de la sociedad y que no entran en ella sino a través de conflictos sociales centrales que se forman en torno a dichos desafíos. Por esto, es menester precisar mejor en qué consiste este desafío cultural. La hipótesis aquí presentada es que este desafío ya no atañe a la organización social ni tampoco a creencias o pertenencias, sino primero que nada a una relación consigo mismo, a la conciencia y a la voluntad de autodeterminación y de autocreación. Estas dos concepciones contrapuestas del individualismo tratan de dar forma social a este desafío. Para lograrlo, la primera afirma la superación de los determinantes sociales tanto mediante la liberación de los deseos como por la búsqueda racional del interés; la otra procede defendiendo la libertad autocreadora y rechazando las influencias y las coacciones impuestas por los medios dirigentes. Si nos situamos en esta segunda perspectiva —en que la afirmación de la libertad creadora está más directamente presente—, hay que dar mayor importancia al reconocimiento de sí

mismo como creador de juicios morales, por la capacidad de formularse deliberaciones «morales», tan a menudo como sea posible y en todas las circunstancias de la vida, en lugar de comportarse como consumidor de normas. No basta con pretender combatir el mal o al enemigo social o cultural que lo representa, sino que también es preciso afirmarse a sí mismo como sujeto, es decir, como creador y como principio de legitimación de los derechos del individuo. Recordémoslo: esto es lo que permite que el individuo, porque es controlado por él mismo como sujeto, se convierta en un actor, toda vez que admitamos que este término implica en su definición —a diferencia del vocablo agente— cierta capacidad de autonomía y de responsabilidad. La idea de sujeto no sólo reivindica y defiende intereses, pertenencias y, menos aún, identidades, sino derechos de alcance universal. Esta formulación permite poner a prueba la hipótesis general elaborada aquí. Por ejemplo, cuando los asalariados reivindicaban sus derechos en la sociedad industrial, también los asociaban al triunfo de la racionalidad de la producción contra los privilegios y la dominación de una clase dirigente. Esto significa que se reivindican los derechos políticos, sociales o culturales en términos que no son sociales, ni tampoco definidos tomando como referencia una situación social. No quiere decir esto que estén flotando en un vacío social sino que remiten a unas relaciones consigo mismo, a una autodeterminación que se opone a la definición de sí por identificaciones y pertenencias, porque una definición de sí elaborada a partir de las identidades étnicas, lingüísticas, religiosas o sexuales destruye directamente al sujeto. La idea de sujeto y la conciencia de las pertenencias y de los lazos sociales se oponen una a otra. La diferencia entre adversarios y enemigos es que los primeros conservan en el centro de su conflicto una común adhesión a los mismos desafíos culturales, lo que es necesario para que su conflicto pueda alcanzar el nivel más elevado. Reunamos estas observaciones. Para que una elección individual o colectiva ponga en acción al sujeto; es decir, se exprese la capacidad de individuos o de categorías de fortalecer su libertad de elección, hay que satisfacer tres condiciones. La primera es la conciencia de la universalidad del desafío. Citemos algunos ejemplos: «¡Proletarios de todos los países, uníos!», «El fuerte aumento del dióxido de carbono en la atmósfera es una amenaza para la vida humana sobre la Tierra», «Todo individuo debe ser libre de expresar sus opiniones y de practicar la religión de su elección», «Las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres, poder acceder a las mismas actividades y recibir igual pago que ellos por igual trabajo». La segunda condición es el compromiso total de la personalidad en esta elección. Dicho compromiso no concierne solamente a un papel social, por muy importante que sea, como la actividad profesional, política o religiosa, sino que también involucra conocimientos, emociones y la aceptación de los riesgos derivados de semejante elección más allá del mundo de los intereses. Finalmente —y éste es el punto más difícil de evaluar—, la tercera condición es que aquellos que hacen elecciones opuestas sean reconocidos como comprometidos en el mismo nivel, el más elevado, con el conflicto y el debate con sus adversarios. Para que una elección manifieste su trascendencia, hace falta que sea una experiencia intensa para cada uno de los

individuos que ponen en acción tanto su personalidad como sus lazos sociales, y que, a la vez, sea vivida conscientemente como una elección de alcance universal. No siempre —ni mucho menos— son las formulaciones más abstractas las que manifiestan mejor la presencia de tales elecciones y tales desafíos, pues semejantes formulaciones pueden sugerir un contenido únicamente ideológico y no producir más que manifestaciones espectaculares sin consecuencias sustanciales. Es el caso de muchas protestas de indignados que no pretenden más que tener éxito con el público. A la inversa, casos particulares, hechos diversos, imágenes que sólo pueden presentarse como ejemplares —sin otra precisión— suelen ser capaces de suscitar emociones y compromisos fuertes y perdurables. Pensemos, entre muchos ejemplos que acuden inmediatamente a la memoria, en la fotografía de la niña vietnamita que huye de un ataque con napalm y corre en la carretera. Esta imagen concitó a numerosos opositores a la guerra y desempeñó un papel importante en la formación de una opinión pública que condujo a la retirada de las fuerzas militares de Vietnam. Nuestros contemporáneos suelen desconfiar —con justa razón— de las declaraciones de principios y de las tomas de posición generales carentes de efectos concretos. En cambio, la asociación de las experiencias privadas y de los principios universales representa una fuerza movilizadora considerable y probablemente creciente.

UNA OBJECIÓN FALSAMENTE PELIGROSA No puedo ir más lejos sin toparme con una objeción que suele presentarse en forma agresiva. Denuncia los llamamientos al universalismo como los míos, acusándolos de no ser más que ardides ideológicos por medio de los cuales el mundo occidental dominante se otorgó a sí mismo todos los derechos, incluido el de privar a los demás de los derechos más elementales, trátese del derecho a subsistir o del derecho a ser protegido por una familia y por instituciones que aseguren a los niños la satisfacción de sus necesidades más básicas, materiales y afectivas, el acceso a la salud, a la educación, al conocimiento de la propia cultura, así como todos los aspectos de la ciudadanía y de la libre elección de las relaciones afectivas. Mi primera respuesta es que, en efecto, la lista de los derechos fundamentales debe ser lo más amplia posible y que habría que exigir la libertad para todos de elegir en todos los dominios, empezando por los más importantes en opinión de cada individuo; pero quiero añadir de inmediato que estos derechos deben reconocer a los individuos en su calidad de seres humanos y que son derechos universales aplicables a todas las categorías sociales. La mejor de todas las situaciones es aquella en que los individuos, que siempre pertenecen a grupos particulares, a menudo limitados, son conscientes de poseer derechos como seres humanos y no solamente como miembros de tal o cual categoría. Es posible enunciar esta idea aún con mayor claridad si hablamos de movimientos sociales solamente cuando los derechos reivindicados lo son en términos explícitamente universalistas. A menudo se niegan derechos a los individuos o a los grupos de modo sumamente directo o

explícito. Las declaraciones hipócritas y mentirosas rara vez engañan a quienes pretenden burlar. Por lo tanto, no se trata de saber si el mundo occidental debe ser definido en primer lugar por su brutalidad para con todas las categorías dominadas, de los campesinos a los obreros y de las mujeres a los pueblos colonizados. De hecho ya di la respuesta: sí, el modo europeo de modernización consistió en polarizar a la sociedad, concentrando todos los recursos en manos de una élite dirigente masculina y aplastando a las categorías populares del territorio nacional y del mundo colonizado. Ni siquiera pretendo presentar circunstancias atenuantes en favor de algunas personas y comparar el comportamiento de Gran Bretaña, de los Países Bajos o de Francia con el de Japón en China, en Corea o en Formosa (Taiwán). Prefiero recordar que los países capitalistas y colonizadores —sea que hayan actuado o no de conformidad con la moral cristiana y con los principios expresados en la Declaración de los Derechos Humanos— han sido transformados a su vez por la acción liberadora de las categorías dominadas. Sin embargo, la verdadera pregunta es completamente distinta: ¿acaso el universalismo occidental no ha sido más que un instrumento de dominación y una manera hipócrita de darse buena conciencia? Para contestar a esta pregunta no entraré en un debate sobre los crímenes y las mentiras del pasado; recordaré que los nacionalismos bajo todas sus formas han sido, son y serán los enemigos más acérrimos del universalismo y de los derechos humanos. La circulación intensa de la información —a pesar de las interdicciones estatales— entre miles de millones de seres humanos y el cuestionamiento del mantenimiento en condiciones de inferioridad, cuando no de esclavitud, de las mujeres en una gran cantidad de regiones del mundo son portadores esenciales del cambio, cuyos efectos son masivos. Los desafíos, los obstáculos y también los progresos ya realizados son alentadores. Ya no tiene el monopolio de lo universal una pequeña élite occidental. Sólo piensan así quienes todavía tienen mente de colonialistas.

VII. ¿Es mujer el sujeto humano?

EN BUSCA DE LOS ACTORES POSTSOCIALES La sociología, sobre todo cuando se inscribe en la herencia de Weber, más que en la de Durkheim, muestra que los actores centrales de una sociedad corresponden a las categorías de la vida social que son las portadoras más directas del sujeto. Estamos hablando de sociedades dominadas por una figura religiosa, política o económica del sujeto y estas categorías históricas tienen un significado concreto, puesto que es en el dominio religioso, político o económico donde se manifiestan en una sociedad los problemas más generales del sujeto, la posibilidad de la subjetivación o de la desubjetivación. No tendría mucho sentido hablar de sociedad industrial si no afirmáramos que las relaciones sociales de producción, los conflictos laborales y la repartición del producto nacional «sobredeterminan» los otros problemas y, en consecuencia, que la fecundidad del análisis en términos de clases trasciende el campo central de las relaciones sociales de producción. Asimismo, la fase política de nuestra modernidad, que ocupó el espacio abierto entre las sociedades religiosas y las sociedades económicas, fue dominada por actores políticos: monarquías, Estados-nación, comunas, revoluciones, etc. Es, pues, natural que la primera pregunta que hay que plantearse después de definir la figura del sujeto, tal como aparece directamente fuera de todo marco social y económico en la era postsocial y posthistórica, sea la siguiente: ¿qué actores van a imponer su lenguaje y sus intereses al conjunto de los actores en esta nueva era, cuyos inicios representan una ruptura histórica aún más profunda que la que marcó el paso de las sociedades políticas a las sociedades industriales y a sus conflictos centrales? Nuestros primeros análisis nos permitieron avanzar mucho en esta investigación. Sabemos que los actores centrales ya no pueden ser actores propiamente sociales. A partir de ahora carece de todo sentido preguntarnos qué clase social tiende a remplazar a la clase obrera. Podemos pensar, ya que el sujeto es portador de derechos fundamentales, y por ende universales, que esto concierne directamente a toda la humanidad. Cabe, pues, desplazar el interrogante y preguntarse en qué condiciones los seres humanos son más conscientes de los conflictos que les conciernen a todos y se convierten en actores positivos, incluso organizados, de la defensa o de la liberación del sujeto. De ahí: ¿qué dimensión de la vida social pasará a ocupar el lugar central que la lucha de clases ocupó durante tanto tiempo en

nuestra parte del mundo? Podríamos pensar en las acciones humanitarias que se apoyan en la existencia real, incluso muy institucionalizada, de movimientos de defensa de los derechos humanos, que también son los derechos de las mujeres, de los niños, de todos los tipos de minorías, de las poblaciones más pobres, más amenazadas, más desprovistas de medios de acción propios, más directamente amenazadas por las hambrunas, las epidemias, el abandono, etc. Aquí pensamos en todos los movimientos que reciben el apoyo de las Naciones Unidas o que surgieron por su iniciativa y, más globalmente, en todas las ONG que, de una manera u otra, se adscriben, por sus objetivos de acción, en una acción universalista por la defensa de los derechos fundamentales de todos, y en primer lugar del derecho a vivir, inseparable de las acciones concretas y masivas contra los factores de muerte prematura en todas las edades y especialmente durante la infancia. La importancia de esos movimientos —sea que tengan objetivos médicos o alimenticios, sea que intervengan concretamente en el terreno o actúen de manera más general en defensa de los derechos de los individuos y de las poblaciones— exige, sin embargo, que los examinemos de modo crítico, porque pueden ser manipulados o servir de coartada a dirigentes que destruyen los derechos de los que viven bajo su autoridad. Algunas autocríticas valerosas y lúcidas como las que llevó a cabo Rony Brauman, uno de los creadores de Médicos Sin Fronteras, refuerzan aún más la importancia política y cultural de estos movimientos, cuyo ejemplo más conocido es Amnistía Internacional. Los límites de esos movimientos derivan de la naturaleza misma de su acción: la defensa de los derechos de quienes no tienen ninguno por benévolos llegados generalmente de países donde estos derechos son más aceptados. Aun cuando se reconocen la sinceridad, la valentía y la eficacia de estos movimientos, allí donde actúan al igual que lo harían en sus tierras, aparecen como los representantes del universalismo occidental. Si bien es imposible negar la importancia de su papel en la vida política y social de los países llamados, a fines del siglo XX, del Tercer Mundo, podemos dudar de que su acción sea la expresión simple y directa de la defensa de los derechos fundamentales de todos. Tienen el gran mérito de haber abierto una vía contraria a la de los más radicales discípulos de Frantz Fanon y de otros que, a la vez que rechazaban todo universalismo, engendraron un comunitarismo autoritario; sin embargo, no forman en sí una acción colectiva definida por su conflicto con la hegemonía de los intereses económicos. No encontramos en ellos el equivalente de lo que fueron las luchas de clase de los obreros o de los movimientos de liberación nacional de los siglos XIX y XX. El actual campo social y cultural no se ve animado ni trastornado por uno ni por varios movimientos que desempeñen visiblemente el papel central, sintético, que fue el del movimiento obrero en las sociedades industriales. No se puede responder a la pregunta planteada sino poniendo de relieve el papel central de la idea democrática, que se manifiesta bajo formas muy diversas en casi todo el mundo, algunas de cuyas figuras políticas, artísticas o intelectuales suscitan la misma admiración y el mismo respeto que los líderes políticos que hicieron triunfar el espíritu de libertad y de igualdad en las sociedades precedentes. La potencia de los movimientos democráticos está ligada a la de los adversarios contra los que luchan: los regímenes autoritarios de origen

revolucionario o nacionalista que, formados por su lucha de liberación contra el imperialismo y el colonialismo, se convirtieron en dictaduras, en tiranías o en una nueva élite dominante, arbitraria o corrupta. En la tercera parte de este libro analizaré la importancia de los movimientos democráticos que combaten los regímenes autoritarios surgidos de las luchas por la liberación de países dominados o colonizados. Estos nuevos actores que estamos buscando necesariamente deben ser globales y deben elevarse por encima de cualquier campo social particular. Además, cabe repetir que dichos actores ya no pueden definirse como sociales, aunque esta formulación parece aún más desconcertante que la que, sin embargo, la determina; a saber, que hemos entrado en una era postsocial. No obstante, debo profundizar para evitar los riesgos de confusión. Sin duda, la palabra democracia corresponde esencialmente a aquello que podemos llamar la era política en el mundo, cuyos periodos más vigorosos, sumamente alejados uno de otro en el tiempo, fueron la democracia griega y la Revolución francesa. Sin embargo, lo que en esta palabra me resulta atractivo y hace de ella una de las figuras del sujeto más fuertes es su universalismo, aun en las épocas en que la democracia era muy limitada, como por ejemplo en Atenas o durante la Revolución francesa. Hoy en día aquella voz lleva en sí una gran fuerza, mientras que la historia prácticamente vació de su significado las palabras socialismo, comunismo y liberalismo. Para que la palabra revele todo su vigor hace falta que trascienda no sólo su contenido político, sino también su contenido social y aun cultural, a fin de identificarse simplemente con sus derechos. Ahora bien, en la actualidad ¿quiénes son seres de derechos de manera más evidente que las mujeres? Esta constatación se impone, y más aún si aceptamos superar el feminismo de la igualdad que pide demasiado poco sin siquiera obtenerlo, demostrando así que no puede revelar su fuerza si persiste en esta dirección. En el momento en que abordo esta reflexión sobre el movimiento femenino siento en mi derredor un profundo escepticismo. Incluso muchos me dicen que el feminismo es uno de aquellos grandes relatos de los que ya se constató que murieron —aunque Jean-François Lyotard no lo incluyó en su lista—. Sin embargo, llevo muchos años defendiendo un movimiento femenino que no se contenta con reivindicar la igualdad —que todavía dista mucho de ser aplicada—, que ha ganado grandes victorias en batallas que se situaban a medio camino entre la igualdad y la diferencia, y que obtuvo el derecho al aborto y a la utilización de anticonceptivos, proclamando: «¡Un hijo, si quiero y cuando quiera!» Una reivindicación sin duda excesiva en el concepto de los hombres, pero es un exceso sano tras unas luchas por la igualdad demasiado limitadas, que no desembocaron más que en medidas poco dignas de las feministas: se habla de igualdad de acceso a todas las profesiones, pero la mayoría de las mujeres ejercen las profesiones menos remuneradas, en el campo social o cultural, la enseñanza, los cuidados médicos o la justica, en todo lo que «no produce dinero» y de que se mofan los que pertenecen al 1% superior en la jerarquía de los ingresos. Hay que avanzar más y definir los derechos de las mujeres ante todo en oposición a todo lo que atenta más violentamente contra ellos y cuya frecuencia considerable descubrimos con mucho retraso: incesto cometido por el padre, violencia conyugal, violación perpetrada por el

compañero, la pareja, el amante o el esposo. En cuanto observamos estas situaciones escandalosas, descubrimos que es en el terreno de lo más personal de la vida de las mujeres donde sus derechos están más fuertemente reñidos. Sin duda hay que conquistar y proteger tanto los derechos sociales de la mujer como sus derechos políticos, pero este aspecto no es el más sensible en el momento de entrar en la era postsocial. Más allá de la complejidad de las situaciones y de los análisis culturales, pensamos incluso que, hoy en día, lo más escandaloso es la dependencia masiva de las mujeres dominadas por los hombres para quienes y por quienes están hechas las leyes. No nos alejemos del fuerte núcleo cultural alrededor del cual debemos organizar nuestro razonamiento: la inversión de perspectiva es tan extrema que prefiero designar los dos ángulos de ataque empleando dos palabras diferentes. Nos hemos acostumbrado demasiado a llamar feminismo al movimiento de reivindicación de una igualdad real a nivel de los derechos y en las relaciones entre hombres y mujeres como para poder utilizar el mismo vocablo para definir la nueva forma de las luchas que se llevan a cabo en nombre de las mujeres; conviene mejor hablar aquí de movimiento femenino. El feminismo se dirige ante todo a las instituciones para exigir el reconocimiento de los mismos derechos para los hombres y para las mujeres, mientras que el movimiento femenino procura primero que nada transformar la representación que las mujeres tienen de sí mismas y las expresiones de su acción colectiva. Al pasar de una etapa a otra, las mujeres pasaron de una visión crítica de la sociedad a una visión crítica de sí mismas. El gran vuelco no es el que destruye la imagen de las mujeres creada por los hombres, sino el paso de una acción crítica a un movimiento de afirmación de la independencia femenina, e incluso de la superioridad femenina. Conduce de una crítica de la sociedad a una afirmación de sí arraigada en la relación consigo misma, pero que produce efectos políticos creativos, en este caso tan importantes que dudo que puedan constituirse otros actores con una capacidad comparable de transformación del campo político. La dominación masculina sobre el proceso de modernización occidental sometió a las mujeres a un desgarramiento: seres humanos, parejas de los hombres, e incluso presentes a su lado en los ámbitos de poder, están identificadas por su función de reproducción, escogidas, remplazadas, repudiadas por la voluntad del hombre que, en el mundo occidental, vive en un sistema monógamo pero admite las parejas múltiples. El principal lugar de su dependencia es el más íntimo, su sexualidad. La necesidad, el deseo más profundo de estas mujeres es conquistar la unidad, la independencia, la libertad de su personalidad, es cesar de estar divididas en dos, entre lo que son para ellas mismas y lo que son para los hombres. La mujer no considera que sea la sociedad la que le inflige esta herida, sino ella misma. Esta transformación de la relación consigo mismas no es una etapa o una condición para que las mujeres accedan a un papel social igual al de los hombres. La recreación de sí tiene un sentido más importante que la reducción de la desigualdad social. En efecto, es a través de esta recreación que toda la sociedad tiende a recrear su propia unidad, su integración, su libertad, y realiza en el nivel más alto lo que la mujer procura realizar individualmente para existir para sí y ya no

solamente para el hombre. La reconstrucción interior, consciente y voluntaria de la mujer hace posible la aparición de un actor, o mejor dicho, de actoras capaces de tomar la iniciativa de una despolarización, de una reintegración, de una reconstrucción de la sociedad. Como principal actor de la vida económica, el hombre está sometido a las fuerzas sociales y políticas, mientras que la mujer tiene una conciencia tan fuerte de sus exigencias personales que las asocia más fácilmente a objetivos de transformación política y cultural. Estoy tan convencido de este papel central, indispensable, de las mujeres que tal vez exagere los avances de su conciencia y de su acción, y tiendo a pensar demasiado pronto que el papel creador y transformador de la sociedad y de la cultura que desempeñan las mujeres necesariamente ganará la victoria sobre los efectos negativos de la dominación masculina y de la coyuntura antirreformadora de recomposición de los obstáculos al cambio que experimentamos a causa de la crisis; pero lo más importante es reconocer que el factor primordial de la reconstrucción y de la reintegración de una sociedad por fin despolarizada es el cambio de la relación de las mujeres consigo mismas.

MÁS ALLÁ DE LA ALTERNATIVA IGUALDAD O DIFERENCIA El actor —aquí, la actora ya que hablamos del movimiento femenino— no puede definirse solamente en términos objetivos (como categoría dominada, subremunerada, etc.) ni en términos subjetivos (es decir, a través de las actitudes «maternales» en el sentido que Antoinette Fouque da a este calificativo en Gravidanza), sino en términos de construcción de una actora y, por tanto, de una sociedad de actores. El análisis sólo es exitoso cuando logra abarcar los dos planos, personal y colectivo, de construcción de los actores. Es aún más importante para las mujeres que para cualquier otro actor a la vez personal y colectivo, social y político. Repito: debemos emplear los mismos términos para referirnos al nivel personal y al nivel colectivo. Ahora bien, globalmente el feminismo parece estar lejos del punto específico en que un actor a la vez individual e histórico puede constituirse. No hay que confundir el feminismo de la igualdad con el movimiento femenino, que insiste en su diferencia. La formulación correcta es que las mujeres, al haber sido reducidas por la dominación masculina a una subjetividad sumisa, son las actoras indispensables de la reconstrucción de la sociedad. Cuando asumen este papel histórico, son a la vez las iguales de los hombres y las actoras por las que se opera la superación de su situación de dependencia: son al mismo tiempo iguales y diferentes, mientras que los hombres se construyeron como superiores y semejantes. La crítica constructivista del Movimiento Queer, que amplió las reivindicaciones de las mujeres homosexuales para incluir a los bisexuales y a los transgéneros e insistió en la distinción entre los gays y las lesbianas, fortaleció este feminismo portador de una nueva cultura. Puede que sean preocupantes los efectos políticos limitados de una ruptura tan radical entre las sexualidades y su única forma socialmente reconocida, que continúa fundando el

derecho de la familia, pero es más justo reconocer la importancia de un movimiento que en varios países ya obtuvo el reconocimiento de los derechos de los homosexuales y cuyas victorias sin duda se irán multiplicando. ¿Cómo no ver que el actual desplazamiento de la sensibilidad y de la acción colectivas es tan importante como aquel que, en el siglo XIX, desplazó los principales conflictos sociales y las reformas, del campo político hacia el campo económico, y en particular hacia los problemas laborales? Por esto reitero las conclusiones que presenté en 2006 en El mundo de las mujeres: el movimiento femenino y el conjunto de las acciones llevadas a cabo por lo que llamamos las minorías sexuales ocupan un lugar central en la vida pública de la era postsocial, al igual que las luchas obreras estuvieron en el centro de la sociedad industrial y la soberanía democrática y nacional fue el tema movilizador en el periodo anterior. Pese a todo, existe un desequilibrio entre esta toma de posición y la debilidad práctica de los movimientos de mujeres que en ninguna parte han tenido una gran influencia política y cuya presencia en los debates públicos ha disminuido, como observamos si comparamos, por ejemplo en Francia, la situación actual con la época de la planificación familiar y de los grandes debates parlamentarios sobre el aborto y la aprobación de la ley Veil. La razón principal de esta debilidad no tiene nada de específico. Atañe a todos los movimientos que no pudieron o no supieron transformarse en fuerzas políticas dotándose de los medios directos para expresarse en la vida pública. El resultado más visible es que los debates que conciernen prioritariamente a las mujeres o a las minorías sexuales siempre quedan ocultos detrás de problemas que son de otra naturaleza, como la pornografía o la prostitución. Surge la pregunta, por ejemplo, de si conviene defender a «los trabajadores y trabajadoras sexuales», o castigar a sus clientes, en vez de establecer la distinción entre la situación de quienes se prostituyen, la represión del proxenetismo y la libertad de las conductas individuales. Es cada vez más difícil tomar posiciones radicales en ámbitos donde se cruzan argumentos de índoles muy diferentes sin que uno gane claramente sobre los otros. Muchos dudan de la utilidad de los debates ideológicos cuyos efectos sobre las conductas reales parecen muy limitados. Por ello, no entremos en debates cuya principal flaqueza es que disimulan la realidad más importante: el lugar, que estimo central, ocupado en la era postsocial por el movimiento femenino. Con todo, todas y todos tenemos el derecho de pedir a las mujeres, cuyos comportamientos y situaciones cambiaron tan profunda y rápidamente, que hablen en el escenario político con voces plurales y más a menudo. Tras un largo periodo durante el cual las proposiciones y los combates se sucedieron a un ritmo sostenido, tengo la impresión, en efecto, de que la ininterrumpida cantilena de la mujer víctima encubre los mensajes nuevos y fuertes. ¿Qué pensaríamos de unos historiadores que sólo refiriesen la miseria obrera sin mencionar nunca la resistencia de los trabajadores, sus huelgas y sus victorias? Creo útil, pues, volver brevemente sobre la investigación que realicé entre 2004 y 2005 que, creo, me permitió entender la representación dominante que las mujeres tienen de sí mismas en Francia a inicios del siglo XXI. Puedo resumir los resultados de dicho trabajo en tres conclusiones.

1. Las mujeres se sienten antes que nada mujeres, cualquiera que sea su situación social; incluso juzgan el grado de éxito o de fracaso de su vida en función de su éxito o su fracaso como mujeres, es decir, para una gran mayoría de ellas, del éxito o del fracaso de su sexualidad entendida en el sentido amplio que incluye una dimensión emocional y afectiva. 2. Las mujeres están centradas en sí mismas, en su relación consigo mismas. En el estudio, hablaron de los hombres mucho menos de lo previsto y afirmaron que su principal objetivo era la relación consigo mismas, aunque su relación con los hombres —o en algunos casos, con las mujeres— constituía un componente sustancial. Los temas del amor-fusión e incluso de la pareja no figuraban en sus respuestas. Rechazaban todo lo que evocara el tema de la mujerpara-el-hombre. Incluso muchas de ellas consideraban que la decisión de tener un niño les incumbía exclusivamente a ellas. 3. De modo todavía más elaborado, estas mujeres piensan que su superioridad sobre los hombres —que no proclaman, pero que dan por sentada— radica en el hecho de que son capaces de hacer dos cosas a la vez mientras que los hombres —dicen— no saben hacer más que una. Esto significa que no sólo se sienten capaces de llevar a cabo al mismo tiempo la vida privada y la vida profesional, sino que rechazan la idea de tener que elegir entre una u otra. Hay que añadir a estos resultados algunas observaciones más precisas. Las mujeres se complacen cada vez más en las actividades que se desarrollan entre mujeres, y son conscientes de llevarles la delantera a los hombres que raras veces o nunca ponen en tela de juicio su papel predominante. No debemos descartar esta observación so pretexto de que los hombres aún detentan el dinero, el poder y las armas. También hay que recordar que la mayoría de las personas que piden el divorcio son mujeres. Me han reprochado haber subestimado la perpetuación del machismo, que es evidente en particular por la violencia contra las mujeres, pero es mucho menos visible que antaño y ya no es una obviedad. Al respecto, la legislación acompañó eficazmente el cambio de las costumbres, pero nunca hemos visto aparecer nuevos modelos culturales sin que se mantengan durante un periodo formas más antiguas y más brutales de dominación. Regreso a lo esencial: la importancia que las mujeres dan a su capacidad de combinar vida pública con vida privada. Ciertamente, esta actitud corresponde más a la situación de las francesas —que se benefician de un importante sistema de subsidios familiares— que de otras europeas, sobre todo en los países donde la Iglesia católica es todavía muy influyente. Sin embargo, un gran número de feministas de todos los países comparten con las francesas la voluntad de afirmación de sí. Las mujeres crean, pues, un modelo de reconstrucción de la experiencia vivida; se niegan a encerrarse en la esfera privada y a verse obligadas a elegir entre vida pública y vida privada, vida profesional y vida afectiva y familiar. Estos resultados dan luz sobre los problemas más generales de nuestras sociedades. La diferencia entre la mayor parte de los estudios sobre las mujeres y los que llevé personalmente es que los primeros versan esencialmente sobre su situación definida en función de criterios ligados al nivel social —como la carrera, el ingreso, las actividades extraprofesionales—, mientras que yo me interesé en el tipo de sociedad y de personalidad que se está construyendo

delante de nosotros y, cuando menos en parte, con nosotros. Podemos afirmar que son las mujeres las que contribuyen esencialmente en la construcción de un nuevo modelo cultural que da prioridad a la relación de uno consigo mismo sobre la relación de uno con el mundo a través del trabajo, la técnica y la empresa. Esto me lleva a la idea de que el modelo masculino va en retroceso entre los hombres mismos, especialmente entre los jóvenes, que ya no se preocupan tanto por construir su carrera profesional como por desarrollar su experiencia de vida y ampliar sus percepciones, sus conocimientos y sus gustos. Quisimos que las mujeres se volvieran iguales a los hombres; esta meta no ha sido alcanzada, pero hoy son los hombres los que se están acercando a las mujeres. Reconocen que tienen una personalidad más rica que la suya. No vamos a entrar en una sociedad de mujeres porque ya nos encontramos en ella. Lo más notable de esta necesaria conversión de los hombres es que fueron llevados a abandonar su habitual forma de pensar por parejas de oposición y a adoptar la forma de pensar de las mujeres por combinación de términos aparentemente opuestos, lo que conduce a emitir juicios más ambivalentes y, por ende, más flexibles. La imagen de la sexualidad que ocupó un lugar importante en el universo novelesco del siglo XIX —un hombre rico compra a una mujer obligada a venderse para salir de la miseria— está terminando de descomponerse y ya no evoca nada más que una brutal forma de chantaje. No vamos a concluir que este chantaje haya dejado de existir pero, tal como lo ilustra el problema del acoso, ya no es posible ocultar su violencia. Si bien se van agotando las construcciones literarias e ideológicas de la dominación de los hombres, la realidad social aún lleva su impronta. Encontramos ejemplos en los barrios donde se desarrolla una fuerte concentración de jóvenes sin calificación profesional, y donde se forman bandas dominadas por jefes que pelean entre ellos para apropiarse de las jóvenes del grupo; otro ejemplo es el fenómeno de las tournantes o violaciones multitudinarias. La descomposición urbana incita a la dominación masculina a la criminalidad. A la inversa, del lado de las mujeres, la liberación económica por el trabajo permitió que muchas parejas se separaran o divorciaran. Paulatinamente se reconoció y se aceptó el papel de la sexualidad en la construcción de su personalidad, incluso durante las crisis. Gracias a las mujeres más que a los hombres —que aún están supeditados a su propia dominación declinante— la concepción de la sexualidad como creación y liberación se convirtió en un eje de nuestra cultura, a tal grado que nadie podría imaginar una educación sentimental sin educación sexual. Mientras se aleja cada vez más rápidamente la imagen religiosa de la Eva tentadora y responsable del pecado original, la opinión pública contemporánea va admitiendo que la sexualidad desempeña un papel central en la construcción o la recomposición de la personalidad. Al realizar la alianza entre la vida privada —especialmente la sexualidad— y la vida profesional en su vida individual, la mujer finca una doble consolidación del sujeto en sí misma, porque reintegra en la vida consciente una parte de lo que estaba reprimido en el inconsciente y destruye la figura paterna como fuente de la interdicción y de la sanción. Una vez consolidado, el sujeto aumenta la capacidad del individuo para volverse actor. ¿Acaso la

destrucción del superego masculino no obliga a los individuos a buscar en sí mismos la fuente de sus derechos y, en consecuencia, de su capacidad de resistir a los deberes que la sociedad les impone? Se reconoce, se acepta y se rehabilita la sexualidad no sólo como un efecto de la evolución de las ideas, sino sobre todo porque es vivida como un elemento mayor de la resistencia de la personalidad individual a todos los temas culturales que funcionan junto con la interdicción. Lo que es nuevo hoy, en comparación con los finales del siglo pasado, es que el tema del feminismo, considerado como uno de los aspectos más relevantes de los movimientos de liberación, como el frente femenino en la lucha de clases, o al lado de los movimientos anticoloniales y de las protestas contra el liberalismo económico triunfante, se debilitó en la misma medida en que se debilitó el movimiento obrero en su conjunto. Las dirigentes más influyentes reconocen que ya no hay militantes. El problema de la desigualdad sigue nutriendo el campo de la investigación académica, pero no incita a las mujeres a participar en la vida política. No es la primera vez que una o varias décadas de movilizaciones y de reformas sobre el tema vienen seguidas por otras que perpetúan silenciosamente formas más tradicionales, más ordinarias de dominación masculina, sobre todo cuando el «éxito» viene escaseando en países con crecimiento cero o incluso paralizados por la recesión. Nos queda una elección: ora pensamos que el feminismo en su conjunto ha llegado a su fin, tal como se dijo respecto del comunismo o del izquierdismo, ora afirmamos que el movimiento femenino, indispensable para la reconstrucción de un modelo social y cultural, no puede existir sino a través de una acción fuerte y consciente en favor de dicha reconstrucción. Mis convicciones me llevan a elegir la segunda posición, aunque al mismo tiempo reconozco su flaqueza: Europa, impotente ante unas crisis de las que ella misma es en gran parte responsable, todavía no es capaz —¿algún día lo será?— de repensar su modernización, empezando por la manera de superar los obstáculos que acumuló a lo largo de su ruta y que debilitan mucho más su voluntad que sus recursos. De ello deriva que, tanto en los movimientos de mujeres como en todos los demás, la relación consigo mismo sea un elemento de la acción todavía demasiado débil como para lograr la indispensable transformación de la sociedad. Acepto sufrir las consecuencias de la importancia extrema —algunos dicen, excesiva— que otorgo al movimiento femenino, a su papel en la construcción de un nuevo espacio público, en el desenvolvimiento de una reflexión relativa a todos los ámbitos de la labor intelectual y, por consiguiente, a los aportes propiamente femeninos a la definición de nuevos desafíos y nuevos actores de la acción colectiva y de la conciencia de sí. Empero, no renunciaré a mi punto de vista porque no vislumbro qué otro campo de acción y de pensamiento pudiera ser tan directamente estimulado por esta voluntad de reconstrucción y de reintegración de la experiencia humana que me parece estar en el corazón de la acción de las mujeres y que va mucho más allá de la oscilación perpetua entre la igualdad y la diferencia.

EL MOVIMIENTO FEMENINO

Durante el siglo XX, con menor o mayor velocidad según los países —encabezados por Gran Bretaña—, las mujeres fueron conquistando derechos políticos, por ende, la igualdad política con los hombres, y luego el dominio sobre su cuerpo, en particular sobre su sexualidad y su reproducción. En muchas regiones del mundo ganaron sus luchas de modo espectacular. Fue rechazada masivamente la moral «natural» defendida por las grandes religiones y se afirmaron los derechos de las mujeres sobre su propia existencia con tanta fuerza que su liberación apareció como la victoria de la libertad y de la igualdad más grande. Cuando evocamos el feminismo —cualquiera que sea el nombre que se le dé— nos referimos generalmente a estas luchas. Pero ¿acaso pueden las mujeres defender solamente sus propios intereses, luchar solamente contra las desigualdades de que son víctimas? Es posible ir más allá y proponer la idea de que, por haber estado sometidas al poder masculino, las mujeres son necesariamente las principales agentes del cambio global de sociedad que está conmocionando el modelo occidental de modernización, tan elitista y tan masculino. Este cambio no conduce a la dominación de las mujeres sobre los hombres, sino a la superación de la contraposición hombres/mujeres a través de lo que se puede llamar una feminización de la sociedad. No dudo en oponer entre sí un modo masculino de modernización, que descansa en el incremento de las desigualdades y de las diferencias, y un modo femenino de modernización cuya lógica principal consiste en despolarizar la cultura y la sociedad, entremezclar y combinar lo que estaba separado, hasta llegar a crear la ambigüedad y la ambivalencia. Cuando los movimientos feministas adopten este segundo tipo de acción mucho más vasto, podrán convertirse en movimientos sociales y culturales de alcance general, tan importantes como el movimiento obrero o los movimientos de liberación nacional. Como no quieran ir más allá de los movimientos del primer tipo se expondrán —al igual que el sindicalismo y los nacionalismos— a contentarse con ganancias limitadas y con hacer retroceder las desigualdades más bien que conquistar nuevos derechos para todos. Lamento mucho oír por doquier muchos juicios críticos, incluso a veces condescendientes, con respecto a Simone de Beauvoir, que jamás separó las victorias obtenidas de las nuevas luchas por librar, y que supo apreciar en toda su dimensión la capacidad de creación cultural de los movimientos feministas. Me parece contradictorio exigir la igualdad, la paridad y, por ende, finalmente, la eliminación de la diferencia sexual en la vida social, y a la vez pretender construir una nueva cultura sostenida por las mujeres y fundada en la reintegración de todos los aspectos de la personalidad, porque son las mujeres las que llevan en su seno al niño en formación y reclaman, al mismo tiempo y con razón, el acceso a todos los empleos y a todas las responsabilidades. La doble naturaleza de las mujeres —ser humano y también hembra fecunda y madre— podría ser el fundamento de una igualdad que no destruya la diferencia. La flexibilidad de las identidades sexuales puede ponerla en tela de juicio pero no puede engendrar reivindicaciones defendidas por las mujeres que conciernan a los hombres por igual. Es en la mujer donde el cuerpo y el espíritu, la emoción y la razón se unen de forma más

completa, aunque durante mucho tiempo la élite dirigente masculina ha querido separar, oponer, jerarquizar ambas dimensiones, encerrando así a las mujeres en un estatus de inferioridad. Aún falta mucho para que los objetivos primeros del feminismo sean alcanzados en todas partes, razón por la cual no debemos descartarlos como si ya fuesen cosa ganada. En cambio, si los movimientos de mujeres se niegan a lanzarse a luchar por transformaciones más profundas, cosa que sus primeros triunfos tornaron posible, no les queda más que identificarse con reformas que se ganan cada vez más fácilmente y cuya fuerza movilizadora es cada vez más débil. La crisis económica mundial atrajo de nuevo la atención de las mayorías hacia los problemas de empleo y de subsistencia, pero ya no hay razón para colegir de ello que, en adelante, los movimientos de liberación de las mujeres no puedan ocupar un lugar más que secundario. Las victorias obtenidas y los progresos realizados tanto en el ámbito cultural como económico son grandes incentivos porque prueban que la voluntad de las mujeres sigue presente. ¿Por qué no aplicarla a la indispensable recuperación económica? No obstante, debo evitar una confusión. En el libro que dediqué al movimiento femenino pude dar la impresión de ver en éste la forma central de un nuevo movimiento social o, más exactamente, postsocial. Debí haber dicho, con más claridad, que se opone al modo de desarrollo, de modernización —no de producción— que puede llamarse masculino, y que descansa en la concentración del poder y de los recursos en las manos de los hombres, mientras que las mujeres quedaron encerradas en el mundo de la reproducción. La corrección que hago ahora no añade ni quita nada a la importancia del movimiento femenino que, en mi opinión, sigue siendo el actor principal de la formación de nuevos mundos sociales y culturales; sin embargo, siempre es peligroso confundir la clase dominante definida por las relaciones sociales con la élite dirigente, una categoría propiamente política, puesto que la define el poder ejercido sobre los procesos de cambio que nunca pueden reducirse a relaciones estructurales, como pasa con las relaciones de producción. La corrección que aporto aquí es muy importante porque, en la situación postsocial, el mismo «conflicto estructural» ya no puede ser social. Por un vuelco de los dos órdenes de conceptos, se vuelve «político» porque se define en relación con las élites dirigentes. Cuando hablo del tiempo o del mundo de las mujeres, me refiero, pues, a su papel predominante en la formación de nuevas instituciones y de una nueva cultura. Ellas son las que aportan las motivaciones más globales. Estas observaciones deben protegernos del peligro siempre presente de una confusión entre los puntos de vista sincrónico y diacrónico, entre los problemas relativos a la estructura y los que atañen al cambio. Cuando otorgo al movimiento femenino un papel motor en el proceso de entrada en la situación postsocial, reconozco que ocupa y siempre ocupará un lugar mucho más importante que el que el feminismo conquistó durante su lucha por la igualdad de los derechos —que en lo esencial logró sus objetivos durante el siglo XX, al menos en una parte del mundo—. Debido a que el nuevo movimiento femenino —que distingo claramente de dicho feminismo— dista mucho de haber logrado crear un modelo femenino de vida social y cultural, hay que recalcar

que se sitúa en un nivel a la vez diferente y más elevado que el feminismo. La importancia considerable del movimiento femenino se sitúa en el ámbito de los procesos históricos de cambio. En materia de conflictos fundamentales de la situación postsocial, el actor central no puede ser sino el movimiento democrático, único capaz de rivalizar en su globalidad con la dominación capitalista. Las precisiones que acabo de aportar no transforman mi análisis del movimiento femenino; presentan, espero que de manera más clara, la necesaria separación, y por consiguiente, la complementariedad, entre el análisis de la modernidad y el de las modernizaciones, un tema tan central que le dedico el primer capítulo de la tercera parte de este libro.

VIII. Los otros, el otro

DE LOS OTROS AL OTRO Si llamo a alguien «el otro» es porque no sé nada de él, ni siquiera si es él o ella. No sé si él o ella me entiende cuando le hablo, no sé a quién conoce ni a qué se dedica, ni tampoco, sobre todo, qué sentido tiene su comportamiento conmigo: ¿me atacará antes de que siquiera vea con nitidez sus rasgos? ¿Me saludará con ceremonia o me abrazará afectuosamente? A decir verdad, no puedo identificar al «otro». Cuando voy al estacionamiento veo coches vacíos; los otros no están o todavía no están. Su existencia desconocida no puede sino remitirme a mi propia existencia, en ese momento indeterminada. Cuando defino a los otros solamente por la distancia que los separa de mí, donde pueden situarse todas nuestras diferencias, elimino de mí todas las definiciones particulares que puedo dar de mí mismo, aquellas que figuran en los interrogatorios de la policía y, en primer lugar, los datos antropométricos que, además de mis huellas dactilares, estatura y peso, de ahora en adelante incluyen el ADN. Estas informaciones me conforman como personaje ajeno a la conciencia que tengo de mí y también ajeno a las elecciones que he hecho —o que no he podido hacer— durante mi vida. Es una definición meramente negativa basada en la distancia y las diferencias, que me obliga a definirme a mí mismo de otro modo que no sea mediante indicaciones objetivas que, en realidad, son las que la sociedad a la que pertenezco juzga pertinentes para poder controlarme. Heme aquí, pues, ignorante de los otros y, por consiguiente, separado de lo que me define a mí mismo para los otros y de lo que define a los otros para mí. Heme aquí definido por mi distancia en relación conmigo mismo, ya que definí primero a los otros por su distancia en relación conmigo. No me pienso como un ser social sino como un ser capaz de hacer elecciones que pueden modificar mis actividades, mis representaciones y mis intenciones. Esto es lo que acostumbro llamar un sujeto; es decir, un principio de elección de valores, un principio de distinción entre el bien y el mal. Sé que no soy únicamente un sujeto, sé que soy, de modo más constante, más formalizado, un ser social y psicológico, un yo, pero sé que soy también y primero que nada un otro, un extranjero diferente de mí y que actúa respecto de mí de la misma forma que actúa respecto de los otros, a partir del momento en que éstos salen del anonimato. De tal suerte que sólo cuando he separado, liberado mi yo (je) de mi yo (moi) puedo, e incluso debo, reconocer en los otros no unos yo (moi), puesto que no sé nada acerca de ellos, sino seres capaces de comportarse como unos yo (je), como sujetos.

Sin duda ésta no es la única manera de descubrirse como sujeto, pero nuestra manera de considerar a seres humanos deshumanizados por la voluntad de los que quieren exterminarlos nos impone con excepcional claridad la conciencia de que estos seres, de los que no sé nada aparte de que los matan o los dejan fuera de combate, son seres como yo, capaces de actuar y elegir, de discernir el mal, que es ante todo la negación del otro como sujeto, del bien, que es la defensa del sujeto en mí y en los otros. Me alegro de conocer los actos de resistencia y las luchas de los judíos encerrados en el gueto de Varsovia y veo en ellos una expresión suprema de la dignidad humana; pero me conmueve aún más la foto del niño con el gorro, tomada en este gueto, porque sin lugar a dudas es una víctima de la injusticia y de la crueldad, y me proporciona una imagen todavía más vívida del derecho de cada quien a ser reconocido como sujeto de su propia existencia. Entonces es cuando la distancia y las diferencias se revierten para ser fraternidad, fusión del mismo y del otro. Pienso aquí en la amistad entre Montaigne y La Boétie: «Porque él era él, porque yo era yo»: son palabras que van derecho a lo esencial y eliminan toda explicación de esta amistad por rasgos comunes o por diferencias, y expresan muy claramente que él y yo somos en realidad un yo y otro yo, semejantes y diferentes, iguales. Vuelvo constantemente al hecho de que se acusa a nuestras sociedades de ser máscaras que destruyen todas las relaciones particulares y sobre todo las más cargadas de subjetivación y de compromiso personal. Pero ¿podríamos tener una conciencia de nosotros mismos como sujetos si no viviéramos en un mundo que, después de quebrar las comunidades, quebró las sociedades y la misma sociedad en general, obligándonos así a comunicar entre nosotros, a través de nuestra pertenencia común al mundo del sujeto, nuestra voluntad y nuestra capacidad de subjetivación? Las diferencias de idiomas y de culturas impiden que nos comprendamos, pero reconocemos la dicha del amante o la desesperanza de los padres ante el hijo muerto donde sea que se expresen. En efecto, los seres humanos no son sólo seres sociales; todos son seres humanos que construyen entre ellos una relación entre unos yo-ego y un yo creador, sea éste concebido como Dios, como la Ley, como el Progreso o como el mismo Ser Humano. A medida que terminan de quebrarse nuestras pertenencias sociales, culturales y políticas, crece nuestra conciencia de estar comprometidos en la construcción de nosotros mismos como sujetos. El mundo de lo postsocial, que también es un mundo posthistórico, extirpa cada yo-ego del encierro en sí mismo, mediante la destrucción de las pertenencias y el descubrimiento de los otros, incluso cuando éstos están privados de toda identidad, que nos remiten a la conciencia de nosotros como sujetos, que apelan al reconocimiento de los otros como sujetos semejantes a nosotros y a los otros, diferentes de nosotros y de cada uno de los otros.

DE LAS RELACIONES SOCIALES A LA RELACIÓN CON EL OTRO

La oposición en la que tanto insisto entre el nivel social del análisis y el nivel de subjetivación, que es post y suprasocial, me obliga a introducir una distinción, rebatida constantemente por muchos, entre dos categorías de relaciones equivocadamente llamadas sociales: por un lado, las relaciones que los sociólogos gustaban de llamar «secundarias»; es decir, organizadas y regidas por instituciones, y por el otro, las relaciones llamadas «primarias» o de frente a frente, porque desbordan las instituciones al estar más directamente asociadas a lo que podemos llamar, en un espíritu bergsoniano, la vida, y que definimos mejor como relaciones arraigadas y formadas en el cuerpo, para designar ante todo el inmenso conjunto de las relaciones de sexualidad o de filiación y la conciencia de sí. De no ser los derechos del sujeto derechos del cuerpo, de la memoria y de la singularidad, al mismo tiempo que garantías para la libertad de acción y medios para luchar contra la dominación del poder político y económico, no serían más que un tema de retórica jurídica. Esto justifica el papel predominante de las mujeres en la liberación de la dominación masculina, una acción que ha conquistado ya muchas fortalezas pero que todavía no ha derribado el baluarte donde están almacenadas las ventajas y los privilegios. Sostengo el principio general, que podríamos llamar freudiano, según el cual las relaciones familiares e interpersonales de la primera infancia difieren de las relaciones sociales ligadas a la utilización de los recursos económicos y técnicos inseparables de reglas y normas institucionales y organizacionales. Ya pertenecemos a un mundo más femenino que masculino —o al menos, que debe serlo—, puesto que las mujeres son socialmente iguales a los hombres y ocupan a la vez una posición de superioridad en relación con ellos en la transmisión de la vida y, por ende, en la formación de la conciencia de sí y de la subjetivación. Considero que reducir las relaciones interpersonales a relaciones sociales institucionalizadas no sólo no tiene fundamento, sino que conlleva peligros. La sociología clásica se ha definido como el estudio de las relaciones sociales. En los Estados Unidos de la posguerra, en especial, y bajo la influencia de Talcott Parsons, tres disciplinas —la sociología, la antropología y la psicología de la personalidad— fueron consideradas como las tres ramas interdependientes de las social relations. En la Universidad de Harvard, donde tenían mayor influencia los trabajos de Parsons, las tres fueron reunidas en un único departamento. La perspectiva común definida por las contribuciones agrupadas en lo que llamaban familiarmente el Yellow Book («Hacia una teoría general de la acción», Toward a General Theory of Action, 1951) se convirtió en el principal vector de esta concepción unificadora de las ciencias sociales. Aquella época es ya remota, y dicha unidad estalló a medida que iban multiplicándose las escuelas y las tendencias dentro de la sociología estadunidense, y que la influencia dominante que ésta ejercía en el mundo universitario en escala internacional iba menguando. Estamos muy lejos —incluso más lejos que en aquel entonces— de saber hacer la distinción entre el estudio de las relaciones sociales y el estudio de las relaciones no sociales de cada actor consigo mismo, en primer lugar, y luego, de cada actor con otro u otros. El problema general del nexo entre las conductas definidas por su acción de subjetivación o de desubjetivación y las relaciones entre individuos y grupos definidos por estatus y papeles

sociales transformó las ciencias humanas. Aún nos cuesta superar el aparente desequilibrio entre las conductas reguladas por unos nosotros, por formas de autoridad y por una definición de los papeles, y las conductas que llevan en sí la afirmación del sujeto y de sus derechos, hasta el grado de perturbar el orden institucional y el funcionamiento de las organizaciones. Sin embargo, sentimos claramente que es imposible reducir lo que nos parece ser el componente más creador y más elevado de las conductas humanas al esfuerzo realizado por un escaso número de personas con vistas a lograr imponer juicios éticos a las normas sociales y hacer penetrar derechos universales en el apretado tejido de las relaciones sociales sometidas a normas y sanciones sociales. Somos más fácilmente sensibles a la destrucción de las normas sociales y de las leyes, sobre todo cuando éstas han sido ratificadas por muchos países gracias a instituciones internacionales tales como las Naciones Unidas y sus agencias especializadas. La barbarie en gran escala es visible por todas partes, como también la crueldad de actos individuales. No podemos afirmar que la voz de las víctimas siempre se deja oír por encima del clamor de los verdugos. Pese a ello nos sentimos estimulados por el desarrollo de los llamados éticos a principios universalistas cuyo objetivo es imponer límites a la potencia del dinero y del poder. El llamamiento a los principios universalistas de las sucesivas Declaraciones de los Derechos Humanos está presente en las constituciones de numerosos países y en textos con igual importancia jurídica. Como se sabe, los derechos políticos fueron los primeros en ser reivindicados. Representaron un desafío central en los grandes movimientos revolucionarios, la Glorious Revolution inglesa de 1688, la guerra de Independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa. Más tarde, el movimiento obrero logró imponer el reconocimiento de los derechos sociales y, todavía mucho más tarde, los movimientos culturales obtuvieron que fueran reconocidos los derechos de las minorías étnicas, lingüísticas, sexuales y otras. Además, aunque el reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres haya sido tardío, tuvo lugar antes que el de su derecho a disponer de su propio cuerpo. Hay algo aún más importante: la defensa de los derechos sociales y sobre todo culturales se ha llevado a cabo en nombre de los intereses de grupos generalmente minoritarios —aunque no es el caso del movimiento femenino—, mientras que los derechos políticos tienen un alcance casi universal en una población, con las reservas ligadas a la edad —lo que podría ser objeto de debate en su fase actual— y sobre todo a la nacionalidad, puesto que en Europa los nativos de ciertos países de la Unión Europea tienen derecho a voto en su país de residencia aunque no tengan la nacionalidad, mientras que en la mayoría de los países miembros, los inmigrados de origen extraeuropeo no lo tienen (François Hollande quiso otorgar los mismos derechos a todos los extranjeros, pero la misma izquierda se dividió al respecto y, temeroso de que se produjera una división de su mayoría parlamentaria, el presidente aplazó el proyecto). Sería un error creer que se acepta cada vez más ampliamente el universalismo de los derechos. Por el contrario, observamos que en muchos países, en particular europeos, surgen movimientos hostiles a los inmigrados o a sus descendientes, cuando no a menudo abiertamente xenófobos y racistas. Frecuentemente se pone en tela de juicio el derecho de «injerencia» que habría de reconocerse a las naciones extranjeras en caso de graves ataques

contra los derechos humanos de parte de un Estado. La opinión pública suele evolucionar en un sentido favorable al reconocimiento de estos derechos, especialmente cuando son asociados a la lucha contra formas ilegales de competitividad, como el dumping social que representa, por ejemplo, el empleo masivo de una mano de obra penitenciaria con poca o ninguna remuneración. Tenemos que contentarnos con triunfos limitados. Los debates relativos a los derechos humanos fundamentales están más abiertos y su legitimidad se reconoce más a menudo que en las generaciones precedentes, pero su respeto efectivo es muy imperfecto, y en numerosos países las realidades nacionales permanecen disimuladas. El caso de China es particularmente importante dada su excepcional dimensión demográfica. Podemos concluir prudentemente que el reconocimiento de los derechos culturales de todos se ha extendido, pero que los principales obstáculos ya no proceden de una cultura determinada, en particular dominada por el monopolio de un credo religioso, sino de la oposición creciente de muchos Estados que se empeñan en conservar o reforzar el control sobre la población. Esto nos obliga a constatar de nuevo que la fuerza más poderosa de oposición a la modernidad y a sus orientaciones universalistas es su desbordamiento por procesos de modernización que conducen al reforzamiento del control del Estado sobre la sociedad. No hay que interpretar esta formulación con excesivo rigor. La autonomía del Estado modernizador es necesaria, e incurriríamos en un error históricamente imperdonable si creyésemos que únicamente los mercados pueden asegurar el triunfo de los objetivos universalistas sobre los intereses y las tradiciones particularistas. Sin embargo, también sabemos perfectamente que el Estado no se limita nunca a su papel modernizador. Tanto puede ponerse al servicio de los amos de la economía como ceder a la demagogia o a la burocracia reforzando sus propios recursos y ampliando considerablemente el campo de sus intervenciones. En la gestión de los asuntos económicos y sociales no se puede considerar al Estado como el representante de los intereses superiores de la nación, por encima de los cuales a menudo coloca los suyos. Esta constatación es válida tanto para algunos países democráticos como, a fortiori, para los que no lo son. Por esto es importante el reconocimiento —aun hipócrita— por parte de los Estados de los principios generales de la democracia y especialmente de la libertad de opinión, de expresión y de reunión, pese a que muchos de ellos siguen imponiendo una ideología de Estado o una religión oficial y persiguen a los hombres y, sobre todo, a las mujeres que no se doblegan bajo su yugo.

OTRA EDUCACIÓN Y OTRA LUCHA CONTRA EL CRIMEN El papel primordial del Estado es proveer la educación. Esto es lo que menciono primero porque las concepciones dominantes en la materia todavía están en contradicción con el principio del individualismo. La sociología contribuye a esta mala definición de la educación cuando la nombra «socialización». La familia, la escuela, el grupo de los pares no deberían

ser considerados como «agencias de socialización» sino como medios de reconocimiento y de refuerzo de la prioridad de los derechos universales del individuo sobre todos los deberes ligados a su pertenencia a un grupo social, cultural o político. En este ámbito, las resistencias son poderosas y se manifiestan en especial a través de las acusaciones conscientemente falaces formuladas en contra de los defensores de una educación individualizada. Se les reprocha así renunciar a toda formación al acceder a las demandas y a las elecciones del niño o del alumno, como si la única regla por seguir fuese: «¡Haz lo que te plazca!» Esta concepción es ajena al espíritu del individualismo; de hecho, conduciría al individuo a rechazar todas las leyes y todas las interdicciones y, por tanto, a destruir las reglas de la vida social. ¿Acaso hace falta aún refutar una interpretación tan indefendible? Prefiero dar una respuesta más positiva y que corresponde mejor a hechos observables, al subrayar la importancia creciente de la individualización de la enseñanza y de la educación. En la familia, la negación de esta individualización plantea un problema mucho más difícil de resolver que en la escuela, y también tiene consecuencias más graves, que pueden llegar hasta el suicidio del niño que se siente sometido a una autoridad que no puede soportar si se opone a sus deseos más importantes y si le impone sanciones que él percibe como destinadas a humillarlo y a quebrar su resistencia. Sin embargo, es en la escuela donde la individualización ha suscitado los debates más encendidos y producido transformaciones concretas en la enseñanza y, sobre todo, en la relación pedagógica. En general, la enseñanza, ya sea laica o religiosa, se ha impuesto como objetivo educar al niño orientándolo hacia valores superiores, cognitivos, morales o estéticos, mediante normas propiamente sociales transmitidas y defendidas por la colectividad. El siglo XIX europeo quedó muy marcado por esta idea —Francia y Alemania son ejemplos por excelencia—, que correspondía entonces a las figuras dominantes del sujeto pero que trajo consigo una concepción autoritaria de la educación e impuso que los profesores transformasen a esos seres «salvajes» que eran los alumnos en seres «civilizados», o sea, socializados, integrados en una colectividad con valores y normas. Esta concepción, aplicada en especial a la enseñanza secundaria en los gymnasiums alemanes y los lycées franceses a donde sólo llegaba una minoría de alumnos, se tornó cada vez más difícil de sustentar, a medida que aumentaba la proporción de cada generación que accedía a la enseñanza secundaria, y a medida que la población instruida, más numerosa, se volvía también más heterogénea, tanto más cuanto que las migraciones internacionales se hacían masivas. De ahí deriva el radical vuelco del papel de la enseñanza secundaria. Mientras antaño era un instrumento de movilidad social ascendente, se convirtió en un factor más de desigualdad al fomentar el fracaso de jóvenes provenientes de categorías desfavorecidas o minoritarias. Esto provocó en muchos países una fuerte reacción crítica a la que los sociólogos aportaron una contribución importante. La individualización significa que es necesario que el aprendizaje pase por la experiencia vivida, siempre social y culturalmente definida, de cada individuo, para que la elevación hacia los «valores» sea realmente un ascenso hacia la subjetivación. Esto no implica ningún método o estrategia especiales, sino la mayor diferenciación posible de los métodos de

enseñanza en función de las características individuales y colectivas de cada alumno y, en primer lugar, a través de una atención particular a la comunicación entre el profesor y el alumno; es decir, a las condiciones de transmisión, recepción y reinterpretación de los mensajes dirigidos por el profesor a cada alumno. Con razón se ha insistido en el papel de ciertas tecnologías de comunicación que permiten al profesor dirigir más directamente su atención al alumno. Es evidente que tan importante objetivo sólo puede alcanzarse si la búsqueda de la mejor transmisión de los conocimientos y otros contenidos se realiza metódicamente durante un largo tiempo, con la participación activa, a la vez, del grupo de los alumnos y del grupo de los profesores. Se trata de un profundo cambio de perspectivas y no de una sencilla modificación de las técnicas de enseñanza. La sociedad por entero tiene que implicarse en esta transmisión de las relaciones pedagógicas, que deben seguir siendo modalidades de transmisión de la capacidad de crear nuevos conocimientos y nuevos métodos de trabajo. Hay que ser conscientes de que una concepción abstracta y autoritaria del universalismo del conocimiento y de los derechos continúa oponiendo una fuerte resistencia a la individualización de la educación, que choca con reticencias particularmente fuertes en el caso de los discapacitados físicos o mentales. Todos los países, todos los sistemas de enseñanza, privados o públicos, deben ser conscientes de la importancia de semejante transformación de la educación, que puede considerarse como una condición esencial de la modernización cultural en el actual periodo, especialmente en los países donde más temprano se dio la generalización de la enseñanza secundaria. Se plantean problemas idénticos en otros ramos de la enseñanza primaria, profesional y técnica, superior y universitaria, pero requieren de gestiones adaptadas a cada uno de ellos. Otros razonamientos análogos tendrían que transformar nuestras concepciones y nuestras prácticas de la represión social de ciertas conductas definidas como ilegales y sancionadas, en particular, con medidas de privación de la libertad. Tras las numerosas victorias ganadas por el movimiento de abolición de la pena de muerte, la pena de cárcel —asimilada al «pago» por el condenado de su deuda con la sociedad— ha suscitado a su vez profundas críticas. Los hechos desmienten tan masivamente la idea de que la cárcel permite la rehabilitación del recluso, posibilita que se separe del entorno que lo indujo al crimen y que vuelva voluntaria y conscientemente a retomar el camino recto, que la expresión «las cárceles son escuelas del crimen» parece estar mucho más cerca de la verdad, lo que entiende muy bien la opinión pública cuando da una importancia central a la lucha contra la reincidencia. Hay que cesar de justificar el encarcelamiento con argumentos sociales o morales. Ya no se puede tolerar su existencia sino, provisionalmente, sólo por razones empíricas, es decir, debido a la imposibilidad práctica de lograr la disminución del riesgo de reincidencia por otros medios. Es preciso admitir que el crimen o la delincuencia señalan, en primer lugar, una pérdida de control del individuo sobre las propias conductas, sea a causa del hambre, de la falta de recursos, del alcoholismo, o de celos, miedo, prejuicios, etc. Las intervenciones indispensables deben tener como finalidad, antes que nada, la recuperación de dicho control, lo que puede intentarse y obtenerse por medios muy diversos antes que por la concentración en un solo lugar de los delincuentes y los criminales, que crea nuevos riesgos de crisis de la

personalidad. Una vez establecida la probabilidad de reincidencia —en especial cuando se trata de crímenes sexuales— hay que atenderla dando prioridad a la protección de las eventuales víctimas y, por tanto, ejerciendo una vigilancia eficaz de los reincidentes potenciales, y contando lo más a menudo posible con su acuerdo. Porque hay que disminuir el número de víctimas es menester preocuparse también del culpable, considerándolo como un ser responsable. No estoy pidiendo que se defina y se haga adoptar una o varias soluciones que marcarían una ruptura nítida con las prácticas actuales. Simplemente deseo que se reconozca como un sinsentido la existencia de un sistema que la mayoría de la gente juzga a la vez degradante e ineficaz y que ya nadie defiende, salvo quienes no conciben otra manera de atender la delincuencia y la criminalidad. Es probable que se diga que mi objetivo es demasiado vago para ser convincente, pero procedamos de otro modo: sólo pido que se pongan a prueba diversas propuestas promovidas por profesionales, hombres o mujeres, convencidos de que su propio comportamiento con los condenados es un elemento importante de éxito o de fracaso de los métodos que sugieren. Si durante años los únicos contactos que tiene un condenado es con los agentes de administración penitenciaria que no pueden considerarlo sino como esto, un condenado, le resulta aún más difícil albergar la esperanza de cambiar su propio comportamiento. Los métodos sugeridos tienen que implementarse en las condiciones recomendadas por quienes los elaboran, y atañen antes que nada a la naturaleza de las relaciones que deben existir entre los condenados y el personal penitenciario y otros profesionistas. Me parece inútil remplazar una pena de un año o dos de cárcel por la participación en un grupo experimental que se reúne durante una semana en condiciones impuestas por una administración. Más vale el statu quo que experimentos intentados en condiciones que infaliblemente llevan a su fracaso. Tanto en este ámbito como en el de la educación, donde todo parece haberse hecho para que ningún método nuevo de enseñanza pueda tener resultados positivos, lo que necesitamos es una verdadera batalla campal. Debemos ser conscientes de que esas transformaciones profundas, tanto en materia de represión como de educación, exigen movilizaciones de la opinión tan importantes como las que, en el pasado, impusieron el sufragio universal y la escuela para todos.

EL INDIVIDUO POSTSOCIAL Quise presentar mis orientaciones generales y, en particular, aplicarlas a dominios sociales importantes, antes de abordar directamente la cuestión, que tan fácilmente se presta a malentendidos, de las relaciones entre lo que podemos llamar el individualismo, al que estoy apegado bajo la forma que implica la idea de sujeto, y un enfoque en términos de problemas sociales y, sobre todo, de movimientos sociales. Me aconsejan a mí, que he publicado tantos libros sobre el movimiento obrero y los

movimientos sociales en Francia, Chile, Brasil, los Estados Unidos, Polonia y otros países, que no me deje arrastrar por el individualismo dominante que deja a un lado problemas sociales muy reales que se agravan en un periodo de desigualdades crecientes, como el aumento del desempleo y el deterioro de las condiciones de vida —especialmente de los jóvenes— a consecuencia del alza brutal del costo de la vivienda y del intento de parte de los poderes públicos de restringir el sistema de protección social a fin de reducir el déficit del presupuesto general del Estado. Comparto estas inquietudes y en Después de la crisis insistí en el peligroso debilitamiento de los actores que crearon y defendieron la seguridad social: los sindicatos y los partidos de izquierda; pero insisto también en recordar que después de 2008 los gobiernos occidentales no destruyeron sus sistemas de protección social y prefirieron endeudarse para salvar no solamente los bancos y las grandes empresas, sino también la gran masa de los que subsisten, parcial o totalmente, gracias a las transferencias sociales. Sin olvidar, en los Estados Unidos, el intento de Barack Obama de dar protección social a las decenas de millones de norteamericanos que no la tienen. De hecho, esta reforma se enfrentó con una oposición tan fuerte que todavía no se ha puesto en marcha, pero indica que se está poniendo atención a los problemas propiamente sociales. Como otros, considero que es una prioridad absoluta mantener e incluso reforzar la protección social y la distribución de ingresos en un periodo en que la economía se encuentra en una situación catastrófica; pero sé también cuán difícil es sostener el esfuerzo de protección y distribución a que estamos tan apegados que lo consideramos como un elemento esencial de nuestro sistema social. La mundialización ataca los dispositivos nacionales de seguridad social tanto en los países occidentales como en los países del ex bloque comunista, y esta situación provoca un fuerte aumento de la xenofobia, que manifiesta la voluntad de retirar a los recién inmigrados algunas ventajas sociales. Empero, debo constatar que si la defensa de la protección social es fuerte e incluso permite avances considerables en los Estados Unidos, no consigue transformarse en una conquista de nuevas garantías, pese al interés creciente que suscita, por ejemplo, la situación de los discapacitados. Lo mismo que la libertad, el voto secreto y la laicidad, estimo que la protección social es un logro fundamental obtenido en un periodo en que la parte del capital en la distribución del ingreso nacional ha aumentado en relación con la del trabajo. La crisis empeoró la situación de la mayoría de la población, especialmente de los desempleados de larga duración y de todas las personas que viven en la precariedad o en la exclusión social. Sin embargo, no se puede hablar de un retroceso importante de la protección social. Aquí me opondrán la reforma de las jubilaciones; pero cualquiera que sea la actitud adoptada en relación con el aumento del periodo de cotización para acceder a la jubilación, es imposible hablar de una disminución de los derechos porque el tiempo de jubilación aumenta a la par del tiempo de vida. Sería más brutal imponer un incremento importante de las cotizaciones o una disminución también gravosa del monto de las pensiones. La preocupación por el futuro de la protección social es justificada, pero no lo es afirmar que ya está en vías de demolición, pese a la excepción que representaron las medidas tomadas en Alemania en 2003 por el canciller Schröder.

Nada indica que nuevas providencias en favor de ciertas categorías, como los discapacitados, acarreen un retroceso de otras prestaciones más generales, de tal forma que tengo el derecho de concluir, al igual que muchos otros, que hay que defender enérgicamente el «presupuesto social» de la nación y, por consiguiente, hacer ahorros en otros campos. Se impone una conclusión: hay que combatir todos los retrocesos de los derechos sociales y de la protección social, y ser consciente de que es imprescindible realizar importantes progresos, particularmente en dos dominios específicos: la discapacitación y la dependencia; pero también debemos afirmar constantemente los principios universalistas de libertad y de igualdad, lo que, como siempre, tiene que traducirse en actos de solidaridad que, de no asociarse a la defensa de derechos universales, perderían gran parte de su fuerza. Muchos temen que semejante acción sea demasiado «abstracta», cuando las grandes conquistas sociales se obtuvieron por medio de grandes luchas llevadas a cabo desde la base, a partir de los intereses vitales de los trabajadores, de las mujeres y de los pueblos colonizados. Opino, sin embargo, que este argumento lleno de «sentido común» es erróneo. Limitar los derechos de la sociedad sobre los individuos, proclamar que existen derechos que están por encima de todo, incluidas las leyes, sin duda es un enfoque «abstracto», pero sus resultados son también los más eficaces, al menos cuando se transfiere dicho enfoque a términos concretos, es decir, creando y protegiendo las condiciones necesarias para la aplicación positiva al sujeto humano de los derechos reconocidos. Adolecemos de un déficit de actores en el momento en que quienes dirigieron las sociedades industriales están perdiendo su papel central, y corremos el peligro de ser el público de un teatro social cuyo escenario está vacío y silencioso.

LA DISTANCIA DE LA INTIMIDAD Abordé antes el difícil problema de la eutanasia y abogué en favor de consentir la decisión del paciente. Una de las razones por las que admiro y respeto a las personas que eligen su vida y su muerte es que estamos sumidos en crisis que derivan de la irresponsabilidad social del lucro financiero. Por esto, espontáneamente, doy una imagen combativa del sujeto: no busco descubrir a las víctimas, que se ven por todas partes, sino a los actores que quieren resistir y lanzar un movimiento de defensa de su libertad y de su dignidad; pero daría una imagen muy pobre del sujeto-actor-individuo si la redujese a la de combatiente. Esto era concebible cuando el portador del sujeto era primero que nada el representante en la vida social de una creencia transcendente o de un grupo conquistador pero, en el momento en que penetramos en una era postsocial desacralizada, si buscamos el equivalente de los santos, de los héroes y de los sabios de las sociedades pasadas, corremos el riesgo de no reconocer cerca de nosotros o incluso dentro de nosotros mismos a los portadores del sujeto que ya no llevan aureola ni espada capaz de hender las rocas. La literatura entiende mejor que la reflexión sociológica los tipos de relaciones

interpersonales y de conductas que manifiestan la presencia de la subjetivación. No obstante, estas relaciones son tan peculiares que es difícil confundirlas con otras. Rodean al sujetoactor cual un halo que da brillantez a los que entran en él y que cambia el significado de todas las palabras y todos los gestos. En efecto, la subjetivación siempre comporta un elemento secreto que no se puede enunciar explícitamente. Crea un lazo de intimidad más profundo que todos los contratos y puede encarnarse en cualquier tipo de conductas, incluyendo la traición o los celos. No estoy hablando aquí del carisma de aquellos que revelan a los demás los desafíos de la subjetivación. Me ubico en la vida cotidiana, cuando la amistad o la pasión se manifiestan transformando las palabras y los gestos; son tan intensos sus efectos que encantan o hieren en sumo grado. Siempre hay que respetar la distancia que protege la subjetivación y que hace de ella la sal de la tierra y no solamente el trofeo conquistado en una gran batalla.

AMAR El amor siempre está vinculado con el deseo, al que transforma sublimándolo. Hace mucho que ya no podemos considerarlo sagrado, excepto para admirar mejor su belleza profana. Siempre lo dominaron las pasiones, la melodía del amor eterno o los refinamientos del erotismo. El dios Amor y sus flechas llevan mucho tiempo relegados entre los bastidores de los teatros, donde ya no encuentran ninguna obra que representar. En el lugar que el amor dejó vacío aparece el amoroso, sea solo, sea acompañado del ser amado. Amar espera a otro Amar, a quien siente como tal al sentirse amado por un hombre o por una mujer. Sucede entonces un intercambio de Amados que nunca está hecho de simple reciprocidad, porque en las diferencias y las dificultades se esconden las excitaciones cotidianas del Amar, que se acumulan con la esperanza de resistir a los malos entendidos y a las decepciones que imponen los aspectos de la personalidad que no están involucrados en el Amar, trátese de las diferencias de gustos y de opiniones o de los gestos de la vida cotidiana. El ideal de quien ama es ser amado, pero siempre es Amar quien manda y permite intercambiar con el otro el movimiento que lleva a uno y a otro a comportarse como sujetos y a reconocer al sujeto en el otro. El juego de los deseos y de los placeres excita al Amar pero no lo crea, como tampoco el amado crea la fusión que sólo puede lograr la pasión a costa de la desaparición del ser amoroso o del ser amado, según cual de los dos se consuma primero. Nos complace creer que amar y ser amado son inseparables, pero la realidad muestra lo contrario. El Amar y el ser amado no se fusionan en una pareja enamorada. Las mujeres más sensibles a todas las formas de liberación desconfían de la pareja y, como conocen su fragilidad, le piden lo que puede dar, la felicidad, y no lo que no puede conservar, el Amar compartido. La pareja enamorada no es el más reducido ni el más intenso de todos los grupos, sino una relación entre dos Amares que buscan reunirse, pero que saben que no pueden unirse en una pareja sino creando un vacío en cada uno de los amorosos. Tanto la pareja como el encuentro de los Amares pueden cuidar uno del otro y procurar vivir juntos, pero sólo es

posible con la condición de no tener vergüenza o miedo a los eclipses, a las ausencias de uno o del otro, no porque Amar sea egoísta sino porque amar al otro es la única forma de separarse de gran parte de sí mismo a fin de compartir la mejor parte con el otro. Amar cree ante todo que une a dos seres, pero descubre que ante todo es una relación consigo mismo, el mejor medio para alcanzar un nivel más elevado en la subjetivación que aquel a que es posible acceder mediante la sola conciencia de sí. No está al servicio del amor, sino del sujeto que se busca del lado de cada uno de los que aman. Amar es un acto gratuito que hace perder o ganar más que las inversiones afectivas o materiales más arriesgadas. No está al servicio de la pareja, ni siquiera de los dos Amares juntos, sino que permite a cada quien transcender su identidad y sus pertenencias. Cala hondo en cada quien, con vistas a dar el espacio más vasto posible al sujeto creador de sí. Las sociedades pasadas hicieron penetrar las creencias religiosas y políticas en la vida privada para darle valores y, por consiguiente, criterios de elección, fuese para respetar los mandamientos de Dios o para transmitir una herencia cultural o la vida. La vida privada siempre estaba al servicio de valores superiores a la sociedad: el Bien, lo Verdadero, la Vida. Como recuerda Jean-Pierre Vernant, el Amor estaba representado como un dios que traspasaba los corazones, al tiempo que se ponía al servicio de la reproducción de la especie. De ahí la interdicción pronunciada contra el Amar que transgrede las normas sociales. Este tema ocupó un lugar central en la cultura europea durante siglos. Esta interdicción cultural del Amar fue reforzada por su propia huida, impuesta por la interdicción misma, hacia el mundo de lo reprimido, donde no desaparece sino que se manifiesta cual volcán que parece apagado y no obstante emite rugidos, de cuando en cuando lanza piedras o chispas e, inesperadamente, derrama su fuego devorador. Esta metáfora aflora de manera natural a la mente: la pasión, las desviaciones «sexuales», las pulsiones de muerte del sadomasoquismo, todas estas palabras pertenecen a un mismo vocabulario, el de la no conciencia, del desbordamiento de la conciencia, de la destrucción de la individualidad. El amor es trágico y Fedra ofrece la expresión más elevada de ello. No obstante, aunque la literatura y el análisis psicológico penetren hondamente en la experiencia individual, no son más que construcciones impuestas por la negación del yo. Cuando entramos en la modernidad, cuando franqueamos las puertas del individualismo, dejamos de ser teledirigidos por un destino; todos avanzamos, llenos de deseos o cubiertos de heridas, invadidos por los remordimientos y las «inmoralidades», incluso las que ni imaginábamos en semejante espacio y creíamos subordinadas a las normas establecidas. Esa marcha es el descubrimiento de la construcción de aquel Amar que no es el Amor, y que a menudo lo derriba porque es la principal forma adoptada por la subjetivación en la vida privada, al igual que los movimientos sociales, políticos o culturales manifiestan la subjetivación en la vida pública. El Amar se orienta hacia el sujeto individual del mismo modo que el Amor se orienta hacia el otro en general definido socialmente. El gesto fundador del Amar es dar la espalda a todos los discursos sociales a fin de existir en una relación únicamente interindividual. En cuanto es posible volver a situar el Amar en un medio social, nacional o religioso, desaparece. Las numerosas estadísticas relativas a la vida

privada no hacen más que restringir —útilmente, para evitar las ilusiones amorosas— el campo del Amar, que nunca es triunfante, nunca colectivo. Es su unicidad, su ser excepcional, lo que hace del objeto deseado un sujeto amado. Esto es lo que impide también que la relación amorosa se transforme en estatus social mediante el matrimonio o de otro modo, aunque la aparente contradicción entre los dos términos puede evadirse gracias a los esfuerzos de quienes quieren ser a la vez amantes y compañeros; pero dichos esfuerzos no pueden tener éxito más que manteniendo una parte de asocialidad, de marginalidad o de desviación, en una palabra, de secreto, sin el cual el amado no puede respirar. El Amar no se reduce al deseo del otro, al encanto de la belleza, a la emoción que transciende el deseo o le impide desaparecer cuando desaparecieron el goce o el simple placer. No hay Amar sin Amor pero el Amar nunca se confunde con el Amor. La sexualidad los reúne y puede incluso darles la ilusión de ser las dos caras de un mismo personaje. El amor, nombre común del sujeto en la vida privada, en las relaciones de deseo entre dos individuos, es la superación desde el interior de lo individual, del acontecimiento, del encuentro por la construcción de sí y del otro como creadores de sí mismos y de su relación. Por esto existe el Amar sin amor, sin respuesta y sin unión, lo mismo que existe el Amor sin Amar, que arrastra al uno con el otro por la fuerza de la sexualidad. La fascinación ejercida por lo único, lo excepcional, puede ser una forma intensa del Amar pero no puede crear sino un breve encuentro, sin embargo suficiente como para iluminar una vida entera o conducirla a la muerte. El Amor puede permanecer ideal o ser destruido lentamente por los accidentes de la vida; el Amar es un riesgo que no espera recompensa. Con todo, estas rupturas no hacen más que subrayar que el Amar sólo puede vivir de amor y de sexualidad, de un vaivén constante, que se acelera o se torna más lento, entre el Amor que reconoce al individuo enamorado como un sujeto, la sexualidad que hace penetrar el deseo en toda la personalidad y el Amar que es el movimiento de afirmación del sujeto, su puesta en movimiento hacia un Amor que no siempre está presente. La vida real no es aquella donde el Amor, el Amar y la sexualidad se funden juntos en una estatua que uno cree que es de oro, pero que sólo es de sal. Las tres figuras, la del Amor, la del Amar y la de la sexualidad, se encuentran, se unen, se separan, se juran fidelidad o se engañan únicamente en un movimiento sin punto de llegada, sin ideal por alcanzar, porque el ideal es lo que no se puede alcanzar y que quema a quien, como Ícaro, cree que puede elevarse hasta él.

IX. Subjetivación y desubjetivación

LA SUBJETIVACIÓN El sujeto no está presente constantemente en cada uno de nosotros; no vivimos encerrados en una relación de nosotros con nosotros que nos alejaría del mundo práctico. Tenemos actividades, estamos involucrados en la defensa de nuestros intereses, en el afán de cambio, en conflictos y en pertenencias de toda clase. Esas experiencias primordiales exigen que entendamos cómo es posible elevarse al nivel del sujeto antes de considerar cómo volver a bajar de la conciencia del sujeto a las prácticas sociales que éste ha inspirado. Las religiones pueden empezar por la vía descendente porque parten de la existencia de un mundo transcendente; en cambio, nosotros tenemos que seguir el camino inverso y remontarnos desde las prácticas hasta el sujeto y sus derechos, antes de bajar hasta los efectos de los derechos del sujeto en las instituciones, las formas de organización social y todos los tipos de prácticas sociales. Ni la idea de sujeto ni la de subjetivación se refieren a un mundo suprahumano, ya sea de las religiones o de las filosofías de la historia. El sujeto no es un dios, ni el progreso técnico ni menos aún un partido o el mercado. La subjetivación es la busca del sujeto y de sus desafíos en los otros tipos de conductas. Este proceder es más difícil que el movimiento de la fe en un dios ausente, porque el sujeto no está presente en todas partes, aunque puede estar presente en cualquier tipo de conductas, exceptuando aquellas que quieren destruirlo por una acción resuelta de desubjetivación. El sujeto no es sobrehumano, pero tampoco es social. Nada tiene que ver con la integración social, el cumplimiento de los deberes, el esfuerzo por ser útil a la sociedad. No vivimos en un mundo reducido al comercio y a los intercambios. Las innovaciones técnicas aceleradas, el poder absoluto de los regímenes autoritarios o totalitarios, la violencia, el racismo, los genocidios y las guerras afectan nuestras existencias más profunda y dramáticamente que la vida social y las reglas del mundo del comercio, aunque éste nos aplaste con las crisis que provoca. La idea según la cual el interés particular está acorde con el interés general es una farsa. ¡Nuestro mundo no está dirigido exclusivamente por la Razón! El ascenso hacia el sujeto podría representarse como un movimiento hacia el interior de uno mismo, pues el sujeto es la afirmación de los derechos de uno mismo y de los otros. Aunque me encuentre bajo la amenaza del más fuerte, tengo los mismos derechos que él porque nuestros derechos son universales. La subjetivación es un ascenso a uno mismo como portador

de derechos. Este ascenso no es exclusivo de los más instruidos o los más poderosos. Al contrario, es más difícil de realizar por quienes están más identificados con su situación social, su riqueza y su poder, puesto que el precio que hay que pagar para poseer riquezas es dedicar la mejor parte de su atención y de sus capacidades a adquirirlas y hacerlas fructificar. Del mismo modo, es poco probable que los que sólo piensan en su carrera y en los honores a que aspiran vivan como sujetos. Lo mismo ocurre con los que corren tras los placeres con afán de multiplicarlos. En cambio, todos los desajustes que hacen que un individuo no pueda identificarse totalmente con una actividad, una pertenencia o una relación social ayudan a la subjetivación. Esto no significa que sea el individuo solitario, aislado, el que tiene más posibilidades de convertirse en un sujeto. El hecho de mantener una distancia con respecto a las funciones sociales hace posible que un individuo se abra a la subjetivación, mientras que ni las privaciones ni el sufrimiento le ayudan a desarrollarse. Aun en las sociedades posthistóricas, en la situación postsocial, en que el sujeto se hace visible de forma directa, no velada, el acceso al sujeto, la subjetivación, se opera también a través de las conductas de nivel más bajo: la defensa del interés, la reivindicación, las estrategias políticas o económicas, como muestra el caso de los movimientos sociales en que la referencia al sujeto está asociada a un conflicto social que atañe, por ejemplo, a las condiciones concretas de trabajo y de empleo. Siempre existen conductas reconocidas como pertenecientes a una esfera superior. Cuando se habla de revolución, de fe, de emoción estética, de amor o de solidaridad, uno siente que de lo que se trata es de derechos, y en primer lugar del derecho a ser uno mismo, mucho más que del derecho a poseer bienes. Lo que niega la idea de sujeto, lo que ésta no puede aceptar, es la idea de que la existencia humana está dominada por el pecado, por la impotencia para hacer el bien, y que no puede salvarse sino por la gracia divina. La idea de sujeto se apoya en la confianza en el ser humano y al mismo tiempo en la oposición a todos los obstáculos sociales y políticos a lo que llamamos libertad o, en un término demasiado vago para ser útil, la realización de sí. La desconfianza que suscita en mí la noción de «autoestima» no procede de mi oposición a la felicidad, al placer o a la integración social, sino de mi afirmación medular de que son las relaciones conmigo mismo, que movilizan una conciencia de los derechos universales, las que constituyen la fuerza más poderosa de defensa de la subjetivación, así como la condición necesaria para la lucha victoriosa contra la desubjetivación.

LA DESUBJETIVACIÓN La desubjetivación apunta a hacer desaparecer la referencia al sujeto en las conductas de un actor y a volver a colocar esas conductas dentro de otra lógica, cualquiera que sea, trátese de la búsqueda del interés, de la estrategia política, de la formación de un poder absoluto o de la dominación de una teocracia.

El interés de esta categoría no radica tanto en su definición como en la diversidad de sus formas. a) El tema más conocido es el del movimiento social que se pervierte hasta llegar a ser una acción política cuyo único objetivo es tomar el poder. Esta perversión puede adoptar formas opuestas. La primera consiste en un debilitamiento de la acción colectiva. La oposición entre mística y política establecida por Charles Péguy para condenar a los defensores de Dreyfus que habían traicionado su causa convirtiéndola en pura estrategia para tener acceso al poder es demasiado conocida para que haya que definirla. Durante todo el siglo XX predominó la tendencia opuesta; es decir, el paso del movimiento social a la guerra y a una militancia que trata al adversario como a un enemigo y busca su destrucción física. El terrorismo que se desarrolló en varios países musulmanes puede considerarse como una respuesta a los fracasos de los nacionalismos y del panarabismo. El terrorismo puede incluso separarse casi por completo de la colectividad en nombre de la cual actúa, y reclutar a nuevos voluntarios para los atentados suicidas entre la población misma de los países que quiere combatir. No es verdad que todos los regímenes totalitarios hayan conocido en una primera etapa una fase de movimiento social o nacional, ni tampoco que los movimientos sociales y nacionales que encabezaron levantamientos en la Europa comunista nunca se hayan convertido en regímenes autoritarios. Existen comunicaciones constantes entre el movimiento social y el poder guerrero, que son dos formas opuestas de quebrantar el orden social. Es peligroso pretender que todo movimiento social, si están reunidas ciertas condiciones, puede recurrir a la violencia porque, a partir del momento en que la acción no puede llevarse a cabo más que por este medio, la existencia del movimiento social se vuelve imposible, puesto que he definido a éste en términos de combinación de un conflicto social con la referencia común de los adversarios que éste opone a lo que llamé los desafíos comunes, es decir, las orientaciones culturales, como la idea de progreso o la creencia en los posibles efectos del aumento de la productividad en las sociedades industriales sobre el mejoramiento del nivel de vida de los trabajadores. No obstante, el movimiento social puede ser destruido por un poder político formado en su propio seno. Un poder que se define como revolucionario a menudo conduce a una acción de desubjetivación y de destrucción de los movimientos sociales y de la creación cultural. La oposición entre ellos es tan completa como la que estableció Freud entre la libido y la pulsión de muerte, entre Eros y Tánatos. b) Sin embargo, lo que evoca el tema de la desubjetivación para la mayoría de la gente es más bien la movilización de una ideología y de una política que niegan la existencia del sujeto para todos. En efecto, no se puede negar a parte de la población el derecho a ser sujeto sin retirárselo a sí mismo. Poco le importa al racismo considerar a la raza superior como sujeto. La define en términos de pureza biológica, al mismo tiempo que designa a los judíos, a los árabes o a cualquier otra categoría —incluyendo a veces a las mujeres— como inferiores y,

por esto, indignos de la libertad, ya que son incapaces de concebirla y de desearla. En la negación de la humanidad de ciertas poblaciones encontramos las formas más extremas de desubjetivación, y por más que las investigaciones científicas nunca hayan validado la noción de raza utilizada por los racistas, éstos siempre recurren a explicaciones biológicas, a la vez que culturales o históricas, para justificar su voluntad de eliminar o de esclavizar a una categoría determinada. Este racismo no está totalmente presente en los movimientos xenófobos activos en la actualidad, en particular en Europa. Estos movimientos recurren más a menudo a argumentos económicos o culturales. Rechazan a los inmigrados cuya competitividad podría acarrear una baja de los salarios, y a quienes, por sus orígenes, pertenecen a una civilización que no es aquella con la que se identifican. Sin embargo, en ambos casos la lógica general de la acción es la misma. La idea central siempre es el rechazo de la coexistencia y, a fortiori, de la mezcla. c) Son mucho menos dramáticas las ideologías que luchan contra la idea de sujeto en nombre de lo que consideran como el pensamiento moderno, el racionalismo, la secularización y las políticas puramente instrumentales. Semejante «laicismo» sería desdeñable si no desembocase en negar la existencia de referencias al sujeto en los grupos religiosos. La islamofobia, hoy mismo, induce cierto laicismo al racismo. Es tanto más chocante cuanto que a lo largo del siglo XX hemos visto que muchos creyentes resistieron a la violencia y a la injusticia en nombre de su fe. Se ha vuelto imposible defender la interpretación según la cual las religiones sólo pertenecen al pasado y son obstáculos en el camino a la modernidad. Es inaceptable reducir las convicciones de los creyentes a la política de su Iglesia.

EL SUJETO CRUCIFICADO La crueldad del mal es lo que nos convence mejor de la capacidad del sujeto humano para resistir a las muertes más dolorosas. ¿Cómo no habría algo divino en aquel que es capaz de transformar su ignominioso martirio en sacrificio obsequiado a Dios su padre o, si no es creyente, de tomar conciencia de sí mismo como sujeto cuya resistencia anula el triunfo aparente de los verdugos? Lo que se puede contar, explicar, entender, no puede llegar hasta el Mal en toda su profundidad; sólo la valentía, que puede ir hasta el sacrificio, es capaz de medirse con él. ¿Cómo podríamos no darle la razón a Claude Lanzmann cuando reprocha a Steven Spielberg no hablar de la Shoah, sino contar una historia sobre la Shoah? Sin embargo, no podemos sino reconocer también que el significado eterno que damos al exterminio de cada una de las víctimas sólo puede descubrirse más allá de todo relato, y que el nombre de Auschwitz, como tan acertadamente dice Lanzmann, no es el de un lugar de la memoria. No hay ningún misterio en la muda grandeza del sujeto; éste se define a la vez por lo que afirma y por lo que combate y, ahora que ya no es reconocido como sagrado, es a menudo a través de sus sufrimientos

como hace oír su voz amordazada, más fuerte que los gritos desaforados de los asesinos. La desacralización del mundo moderno no nos encierra en los relatos; nos permite escuchar la protesta y la esperanza allí donde los vencedores de un ejército creen encubrir los estertores de los agonizantes con la grosería de sus insultos. Escuchemos aquellos gritos, porque aportan la prueba de que la anciana que muere con la cabeza destrozada por un soldado lleva en sí toda la grandeza del sujeto humano.

VIDA PRIVADA, VIDA PÚBLICA Es natural querer comprender primero las causas sociales, colectivas, que determinan la formación de las ideas, de las experiencias y de los proyectos que dan forma a las conductas individuales y colectivas. Hemos aprendido desde hace mucho que el modo de transmisión de los conocimientos del profesor al alumno ejerce una influencia muy grande en los resultados escolares y, más tarde, profesionales del estudiante. Sabemos también que los poderosos pueden gobernar por el miedo y el castigo, pero que así no obtienen mucha participación activa en la producción y la organización de la vida pública o de sus empresas. Con mucha facilidad se da prioridad a la situación sobre los actores, pero esto es un error de graves consecuencias. En efecto, reducir los actores a los efectos producidos por la situación en la que se encuentran equivale a negarles toda capacidad de iniciativa. Debemos invertir el razonamiento tradicional y partir de las metas de los actores involucrados, tomar en cuenta sus reivindicaciones y sus proposiciones, y entender que todos los que participan en una actividad colectiva tienen derecho a esperar de ella resultados que juzguen positivos para ellos y para todos en términos de ingresos y de condiciones laborales, pero también, y en igual grado, en términos de reconocimiento. Espero que quienes acaban de leer estas líneas ya hayan entendido lo que habría podido expresar de otro modo y de forma mucho más breve: quienes participan en una actividad necesitan sentir que su trabajo es reconocido. En pocas palabras: para que un individuo o un grupo se comporten como actores sociales útiles, hace falta que sean conscientes de que se les considera como un sujeto responsable cuyas iniciativas son valorizadas. La subjetivación que da al individuo la posibilidad de ser un actor debe vivirse como la expresión subjetiva de un movimiento social, de una acción al servicio de finalidades positivas y socialmente útiles. Es mucho más fácil describir la actividad desubjetivada como la búsqueda de la exterioridad, de la no implicación, de la indiferencia. El comportamiento de los que ejercen la autoridad determina en parte las conductas de quienes están sometidos a ésta. Sin embargo, los medios de anticipación, análisis y protección de que dispone una mayoría de personas siempre son más numerosos y más fuertes de lo que creen aquellos que sólo confían en las virtudes de la obediencia pasiva; mas no podemos negar que surgen antagonismos, por lo que es necesario prever mecanismos de resolución de los conflictos, que tienen que fundarse en el reconocimiento de su nivel de gravedad, sobre todo para quienes disponen de posibilidades

de adaptación, de defensa y de réplica débiles. No debe existir distancia alguna entre la búsqueda de la subjetivación y la comprensión de la experiencia personal y colectiva, ni en el campo laboral ni en otros. Para decirlo más sencillamente, nuestro primer objetivo debe ser considerar a los individuos o grupos estudiados como actores, y por ende, primero que nada, como sujetos. Al analizar la formación de los actores podemos comprender mejor el sentido de su situación. La idea de subjetivación transforma nuestra concepción y nuestra experiencia de nosotros mismos y de la vida colectiva, ante todo porque pone en tela de juicio la oposición entre esfera privada y esfera pública. Si empleo estos términos es porque son arcaicos y porque la metáfora de la esfera puso en evidencia, hasta reducirla al absurdo, la separación entre la vida privada y la vida pública en nuestras sociedades. Quizá sea más justo decir que el derrumbamiento del muro que separaba lo público de lo privado impuso la idea misma de subjetivación. Es verdad que el rechazo de la separación entre lo público y lo privado llevó y sigue llevando en sí grandes peligros pero, en definitiva, comparto la voluntad de los defensores de los derechos humanos fundamentales de superar esta oposición. La experiencia de los totalitarismos del siglo XX probablemente dio mayor visibilidad a la necesidad de repensar la separación de estas dos esferas y, sobre todo, el privilegio concedido por los republicanos doctrinarios a todo lo que era público sobre lo que era privado y que estaban dispuestos a abandonar al clero. Pero más que nada fue la experiencia del bolchevismo —que consideramos cómodo llamar estalinismo, cuando en realidad fue instaurado por Lenin y se mantuvo en la Unión Soviética hasta la desaparición de ésta— la que nos enseñó a combatir los totalitarismos en todos sus aspectos. En el mundo occidental, el neoliberalismo que triunfó a partir de mediados de la década de 1970 transformó vastos sectores de la vida social en un campo de ruinas. En ambos casos, tanto el del Homo sovieticus como el del ser occidental de mercado, la vida privada quedó destruida. En las empresas, en vez de hablar de dirección de las relaciones sociales, ¿acaso no se habla de gestión de los «recursos humanos», cuando no de «variables de ajuste», sin que esto levante las protestas que deberían provocar estas expresiones que tan abiertamente ponen en entredicho la experiencia vivida por la mayoría de la población? En lugar de mantener separadas las dos esferas y preservar la esfera privada contra el poder invasor que se formó en la esfera pública, hay que encontrar en ambas esferas cuáles son los elementos fundamentales de los conflictos sociales que caracterizan el tipo de sociedad en que estamos entrando. Tanto el totalitarismo como el poder incontrolado del capitalismo financiero especulador son formas de destrucción de la autonomía de lo privado; para reaccionar en contra, es preciso hallar en la vida privada intereses, valores y proyectos que defender, y que también tenemos que salvaguardar en la esfera pública para que no la dirija una voluntad de destrucción de la vida privada. Asimismo, buscamos luchar contra las políticas identitarias que son más culturales que económicas. El repliegue sobre ellas mismas de toda clase de comunidades —desde los judíos hasta los árabes, pasando por la población gitana o «romaní»— domina cada vez más nuestro mundo, e incluso convendría interrogarse respecto de la manifestación, de parte de los

gays y las lesbianas, de tendencias a la ruptura de las relaciones entre géneros en provecho de relaciones entre el mismo y el mismo, preferentemente a las relaciones entre el mismo y el otro. En consecuencia, en todas partes, tanto en la esfera privada como en la pública, cabe defender los derechos del sujeto al que no se puede reducir a funciones, a roles sociales o a una identidad cultural. Ninguno de todos los tipos de comunitarismos se conforma con aceptar componendas con un laicismo o un republicanismo desbordados tanto por una mayoría agresiva y despectiva como por minorías propensas a tomar las posiciones más radicales y lanzarse en todo tipo de jihad o de cruzadas. Debemos descartar estas ideologías confusas y contradictorias que, en el pasado, alentaron las conquistas coloniales en nombre de los principios de la Revolución francesa. La subjetivación combina dos acciones. Destruye las garantías transcendentales de la existencia humana y del orden social, y rechaza con igual fuerza un empirismo que niega todo principio moral universal y conduce inevitablemente a acrecentar la conflictualidad entre mayorías y minorías —lo que puede incluso provocar guerras civiles, como hemos visto en la India— y al triunfo de la ley del más fuerte. La subjetivación se ve dificultada por el hecho de que tiene que avanzar por un camino estrecho, ya que surgió de la destrucción de las garantías metasociales en un mundo que, de ahora en adelante, es capaz de destruirse o de transformarse, sin retorno posible. Nos alejamos de un pasado que se desmoronó o quedó reducido a cenizas. Es inútil pedir ayuda al pasado, pues ya no existe y sólo la subjetivación exitosa puede darle un nuevo sentido y reinterpretarlo. Por tanto, tenemos que comprometernos totalmente en una lucha abierta entre la subjetivación y todas las fuerzas de desubjetivación, entre las cuales figura la idea de que los seres humanos no persiguen más que sus intereses y que hay que eliminar las creencias, las convicciones y las campañas de protesta si se quiere hacer triunfar la tolerancia y el bienestar que pueden evitarnos las peores catástrofes ideológicas. Todo lo que incita a la ruptura entre las tendencias y las fuerzas contrapuestas, todo lo que tiende a transformar a los adversarios en enemigos, es peligroso. Así, es peligroso creer, por ejemplo, que la globalización de la economía dominante puede combatirse únicamente con un antieconomismo también extremo. La resistencia no se puede llevar a cabo más que en nombre del sujeto, por la defensa de derechos universales, que reúne todas las formas de reivindicaciones políticas, sociales y culturales. Hay que librar batallas por doquier y reconocer que se combate al mismo enemigo en la vida privada y en la vida pública, lo que es relativamente fácil reconocer hoy en día, puesto que en el mundo occidental la producción, el consumo y la comunicación de masas han invadido la vida privada, la cual, en otras regiones del mundo, es invadida por el poder político o religioso todopoderoso. Hay que imponer en todas partes el respeto a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, en lugar de admitir que unas minorías sean representadas ante los poderes públicos por sus propios dirigentes. Ya no se trata de defender al consumidor contra el productor o al revés, ni tampoco de defender la razón contra la identidad cultural; hay que dar prioridad a lo que unifica la experiencia humana: la presencia del sujeto en los individuos y en los grupos.

RETORNO A LA EDUCACIÓN Ya nos hemos cruzado en nuestro camino con el tema de la educación, y aquí se nos presenta nuevamente. Es inevitable, pues cualquiera que sea nuestra concepción de la acción social, casi todos estamos de acuerdo en decir que en la escuela y en la familia se forman las nuevas generaciones que no sólo se harán cargo de la vida social, sino que darán nuevas interpretaciones a los objetivos de la vida personal y colectiva. Por ello, hablar de educación nunca es redundante, ya que es muy claro que hablar de la educación es la mejor forma de tomar posición respecto de las siempre difíciles relaciones entre el individuo y la sociedad. Cualquier proyecto de educación social o individual debe combinar tres componentes independientes entre sí: elecciones, utilidad e ideales. La educación, al igual que la vida social en su conjunto o cada vida individual, no presenta una unidad, un principio central de orientación capaz de borrar la diferencia de índole entre los intereses y las actitudes que mezcla, por no hablar de su conflictualidad. Aparte del vocablo familia, ¿existe otro término más cargado de ambivalencia que vida escolar o, simplemente, escuela? Conviene añadir que las diferentes dimensiones de la vida escolar revisten una importancia y una intensidad muy variables, aunque rara vez los adultos expresan un juicio relativo a su juventud como alumnos en términos moderados y complejos. Lo esencial está dicho: al igual que toda actividad social de gran relevancia, la educación supone reconocer que las elecciones personales y las funciones colectivas no coinciden, que no existe una unidad fundamental entre ellas y que no es posible considerar a los alumnos y la escuela como las dos caras de la misma realidad social. Dicho aún más llanamente, no hay educación sin aprendizaje del conocimiento y del ejercicio de la razón, y tampoco la hay si no se toma en cuenta la globalidad de la personalidad del alumno o del estudiante. Los sistemas escolares y universitarios combinan diferentes funciones, diferentes representaciones de sí mismos. En las universidades norteamericanas la entrega de los diplomas ilustra la más conocida de estas funciones y representaciones: la formación de una élite social que asegura el reclutamiento y el financiamiento de las universidades; pero la representación científica de una universidad depende antes que nada de los departamentos de estudios superiores que siguen a la licenciatura. La calidad de los doctorados que se preparan y de los trabajos que se realizan en sus laboratorios o sus seminarios no tiene mucha relación con la vida del college —en el sentido que tiene el término en los Estados Unidos, donde designa el primer ciclo de estudios universitarios—. Incluso podría agregar que un número no despreciable de universidades estadunidenses —por lo general, no las mejores— dan muchísima importancia a sus actividades deportivas y a la calidad de su equipo de beisbol, de futbol americano o de natación. No podemos oponer otros modelos universitarios al modelo norteamericano que, desde hace muchas décadas, domina el mundo, al igual que el modelo alemán a fines del siglo XIX. Los Estados Unidos crearon otro modelo, el plan universitario de California, elaborado por Clark Kerr, un afamado especialista de las relaciones laborales quien concibió un ejemplo notable de combinación de la integración del sistema con su diferenciación entre niveles muy

diferentes, desde los colleges de dos años hasta el campus de Berkeley, que está en el primer rango en la lista de las universidades mundiales. El actual empobrecimiento de este sistema no le quita nada a su originalidad; pero cabe recordar aquí, desde mi perspectiva, el lugar que ocupan en los Estados Unidos algunos liberal arts colleges, sumamente elitistas, cuya importancia es central en las universidades tradicionales de la Costa Este, las de la Ivy League, que permiten a los jóvenes elegir entre una gran diversidad de enseñanzas aparte de su especialidad (major). La misma idea existe bajo formas mucho menos flexibles en ciertos países europeos y especialmente en Francia, donde los estudiantes deseosos de entrar en las mejores «grandes escuelas» tienen que cursar dos o más años en el exigente clima de las taupes y de las khâgnes,* según escojan estudios científicos o los antes llamados literarios, pero donde siempre estudian una gran diversidad de asignaturas. Esta variedad tiende a ampliarse constantemente a fin de adaptarse mejor a la diversidad de las carreras universitarias posibles. En todos los países, particularmente en Asia, de China a la India, de Japón a Corea del Sur y de Taiwán a Israel, se han construido poderosos sistemas universitarios, la mayoría de las veces bajo la influencia predominante de las más grandes universidades norteamericanas, y también de las mejores universidades británicas, Cambridge y Oxford. Este desarrollo no impide que la fuerza del dinero se imponga hoy en todas partes a las universidades y escuelas superiores de la forma más brutal, ya que un gran número de estudiantes no pueden estudiar más que endeudándose gravosamente con los bancos y contratando préstamos que no consiguen reembolsar cuando no encuentran trabajo. Entendemos así que el mundo escolar y universitario no puede definirse por una sola función, un único objetivo, motivaciones comunes o una definición unánime del éxito escolar, profesional y personal. Por eso, en un sistema a la vez exigente e integrador, resulta difícil conceder un lugar central a la construcción del individuo como sujeto. Es más fácil para cada quien medir sus resultados con el mismo rasero que las expectativas del sistema escolar y de los profesores, que comparar su experiencia vivida con lo que imagina y espera de la formación que siente necesaria para él y que lo atrae. No es exagerado decir que, al lado del lazo evidente que asocia el éxito escolar y universitario al éxito profesional y social, existe en el mundo escolar y universitario un sentimiento de abandono y a veces de desesperación, en todo caso, una conciencia más o menos dolorosa de que el sistema, valiéndose de todo lo que ofrece y de su cuasimonopolio para el reclutamiento de las élites —es decir, de los privilegiados—, es poco propenso —por no decir que hostil— a responder a demandas rara vez formuladas por los estudiantes y los alumnos. Aun podríamos hablar del trabajo de zapa que se efectúa en las escuelas y las universidades contra proyectos personales y de construcción de sí mismo como sujeto, en provecho del funcionamiento de un sistema que se niega a aceptar la idea de que no responde a las expectativas de las personas a las que forma y prepara. Podemos adherirnos a las posiciones de Martha Nussbaum cuando critica una educación que sólo valora el lucro y cuando lamenta el declive, la casi desaparición, incluso en las mejores universidades norteamericanas, de lo que llama el modelo socrático y que prefiere

incluso llamar modelo de Rabindranath Tagore —que también es el modelo de Rousseau y de cuantos recibieron su influencia, de Pestalozzi a Frober y de Dewey a Montessori—; pero no se trata aquí de una revancha de las «letras» contra las «ciencias» o del griego contra el inglés; los debates relativos a los programas y a la cantidad de horas que es preciso atribuir a cada asignatura no hacen sino ocultar problemas reales. Tampoco se trata de dejarse llevar por las utopías. La escuela y la educación son los temas más favorables al espíritu utópico. En la historia de la educación, lo más interesante es que está llena de sucesivas escuelas modelos o ideales. Es una pasión que todos compartimos, pero que generalmente nos conduce a la inacción por la razón que señalé al comienzo: la educación debe combinar elecciones, funciones e ideales, pero a condición de no pretender que se complementen. Por el contrario, hay que respetar e incluso reforzar la distancia y las oposiciones entre estos elementos a fin de darles la fecundidad de que carece la utopía, la cual no cesa de repetir el mismo principio central. Para avanzar en esta vía hay que conceder la mayor independencia posible a los distintos componentes. Si se pide a la educación que responda ante todo a las necesidades de la sociedad y forme buenos ciudadanos, ¿qué pasará con el respeto a las elecciones del alumno o del estudiante y a su búsqueda de ideal, puesto que una sociedad real jamás corresponde a un ideal? —tampoco fue ideal la sociedad ateniense clásica, o ninguna otra, ya que en la antigua Grecia el sentido cívico suponía que las tareas materiales fueran realizadas por gente no ciudadana—. Lo más juicioso es partir de la exigencia más fuerte que siente el alumno, porque siguiendo este camino él tendrá las mejores oportunidades de convertirse en un sujeto. «Conviértete en el sujeto de ti mismo»: esto es lo que deberíamos grabar en la entrada de las escuelas si pudiéramos estar seguros de evitar el contrasentido destructor a que puede conducir un uso demasiado tradicional de las palabras. Por el contrario, hay que entender en un sentido muy simple esta expresión que fácilmente puede evocar las escuelas de la aristocracia —como por ejemplo la de Piamonte, excelentemente estudiada por Simonetta Tabboni—, donde sufren los hijos de las grandes familias a fin de tener más tarde el derecho de hacer sufrir a sus servidores e imponerles su voluntad. El alumno escucha simultáneamente dos discursos: el del profesor, tanto prescriptivo como informativo, y el que se forma dentro de él mismo, donde los afectos se mezclan con las informaciones. El éxito de la enseñanza depende de la capacidad del discurso y del comportamiento de los profesores para entrenar la mente del alumno, pero sin conducirlo a romper con sus objetivos personales. Es menester interesar y conmover al alumno, darle ideas y suscitar imágenes, ayudarle a solventar dificultades y a inventar un camino personal. Cuando hablamos de una educación activa como de una educación que lo vuelve a uno activo, estamos empleando palabras que son menos claras de lo que pensamos, pero que señalan bastante bien la dirección por seguir, ya que, desde Rousseau, siempre se ha recomendado lo mismo: más que enseñar a decir hay que enseñar a hacer, sin que esto nos induzca necesariamente a ser carpintero o pintor, sino a adquirir un saber que transforme el objeto, material o conceptual, que se nos someta. Queda aún la dificultad más grande: la educación tiene que transmitir conocimientos y calificaciones útiles para la sociedad. Sin embargo, ¿presenta eso una dificultad real? Sí,

porque cabe deplorar que la educación sea indiferente a las condiciones sociales de creación, utilización y transmisión del conocimiento y, en particular, a lo que favorece o impide la innovación, la invención y el descubrimiento. Ciertamente hay que transmitir y adquirir conocimientos y formarse en oficios útiles, pero también es preciso interrogarse acerca de lo que abre la sociedad a la investigación, al conocimiento, al cambio y a la lucha contra la desigualdad de situaciones y oportunidades. No es aceptable considerar el programa de enseñanza como algo dado, y el comportamiento de los alumnos o de los estudiantes como una variable que es posible transformar. Hay que aplicar la misma distancia crítica, constantemente y por igual en los dos lados. Para expresarlo con más claridad, la educación tiene que ofrecer al alumno o al estudiante la mayor diversidad posible de saberes y estar abierta al mundo entero considerado en su unidad y su diversidad, en vez de permanecer encerrada en una experiencia histórica, nacional y cultural única. La evaluación de las respectivas virtudes de la autoridad o de la permisividad del profesor y de los padres es un debate vano. En primer lugar, porque una palabra —autoridad— oculta realidades muy diversas; en segundo lugar, porque nos asombra que la elección propuesta excluya una tercera opción a la que muchos se refieren espontáneamente: remplazar la autoridad fundada en la función (en Francia se sigue llamando maestra y maestro a los profesores de primaria) por una autoridad adjudicada a varios individuos y a los grupos mismos, cuyos efectos deben evaluarse constantemente. Hasta podemos formular la definición de la subjetivación como sigue: remplazo de la autoridad exterior por una autoridad interior, por ejemplo, la que todavía se reconocía a los «clásicos» en el siglo pasado. Esta transformación de la autoridad es difícil de operar si no la impulsan los mismos portadores de la autoridad exterior; es decir, los padres y los familiares, los profesores y los líderes del grupo de los pares. Las mismas personas involucradas deben reconocer la autoridad proveniente del exterior en cuanto a que es indispensable y revela los conflictos con sus propias orientaciones. Para que puedan inventarse combinaciones entre estos dos elementos, hace falta cuando menos suprimir las evaluaciones más exteriores de la personalidad de los alumnos y de los estudiantes, como las preguntas de opción múltiple y los tests de conocimientos o, como se decía antes, de inteligencia. Debería ser evidente que la preparación del docente para su desempeño profesional tendría que incluir una transformación de este último y de la comunicación entre profesores, alumnos y padres. Podría atenerme a esto, pero la experiencia del periodo contemporáneo no me lo permite. La educación no puede permanecer al margen de las realidades políticas. En efecto, es urgente adquirir conocimientos relativos a la experiencia vivida por los profesores mismos y por los alumnos con los que tienen que comunicarse. La escuela debe enseñar a superar los particularismos, pero siempre debe combinar la búsqueda del universalismo con el reconocimiento del sentido positivo y del sentido peculiar que los conocimientos y el sistema escolar en general tienen para unos individuos y unas categorías de alumnos y estudiantes, siempre muy diferentes entre sí. De vez en cuando se oye hablar de educación cívica, pero ésta parece reducirse a informaciones administrativas, lo que presenta más inconvenientes que ventajas, ya que encierra al alumno en sus pertenencias particulares. No queremos una escuela

ligada a una ideología política, un nacionalismo o creencias religiosas, sino una escuela que combata todas las formas de rechazo y de destrucción del otro. No hay que dar la imagen de un mundo en blanco y negro, que en realidad correspondería a un mundo donde todo sería gris. Una escuela que no es capaz de organizar debates y de confrontar diferentes interpretaciones en un ámbito que mueva a la opinión pública yerra en uno de sus principales objetivos. Las ciencias sociales son particularmente sensibles a este problema, pero también concierne a las ciencias de la naturaleza. Estamos tan lejos de esta concepción de la educación que es prematuro tratar de proporcionar una exposición programática de ella. En cambio, es preciso tomar una posición clara respecto del espíritu general de las transformaciones que conviene aportar. Se admite fácilmente que la enseñanza tiene que responder a las necesidades de la vida social, pero no podemos pensar que únicamente una socialización exitosa permite lograr la individuación, puesto que los intereses y los objetivos de las sociedades nunca coinciden con los objetivos y los proyectos de los individuos. Esta búsqueda de combinaciones entre exigencias diferentes, por no decir contrapuestas, suscita inquietudes. ¿Es necesario zanjar entre ellas? No, y sería injusto considerar que la ambivalencia al respecto y la voluntad de combinarlas equivalen a formas de renuncia y de componenda, porque las combinaciones que estoy buscando se sitúan en la defensa del sujeto y no en una postura de componenda entre lo que defiende y lo que ataca al sujeto. Retomemos los ejemplos que cité a propósito de la combinación entre la diversidad de las culturas y la unidad de los derechos universales. Esta combinación permite superar los peligros del relativismo cultural y de un multiculturalismo doctrinario y, a la vez, evita el rechazo a las culturas minoritarias, hoy tan frecuente. La principal afirmación es claramente la del universalismo de los derechos. Si una cultura minoritaria está encerrada en un estatus de inferioridad, tomará posición en contra del país que la repudia y la desprecia. Tratándose, por ejemplo, del lugar ocupado por el islam en un país europeo, semejante actitud sería tanto más inepta cuanto que las formas más agresivas de esta fe —en especial el salafismo— son orientaciones políticas más que religiosas. Lo que rechazan es la occidentalización y el abandono del modelo de sociedad en el que, históricamente, se fundó el islam, y menospreciarlo puede alentar la radicalización de algunos de sus allegados, siempre que se sientan excluidos de la sociedad de acogida. El respeto a las culturas minoritarias es, pues, un elemento importante del ascenso a la subjetivación.

LA TRANSFORMACIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Debemos remplazar con urgencia nuestra visión de la situación y de nosotros mismos, fundada ante todo en el análisis del sistema económico, por una construcción diferente que opone el punto de vista del orden dominante a la voluntad de actuar de quienes se niegan a sufrirlo. Para lograrlo, hace falta definir el poder del que quieren librarse, pero también hay que ser

capaz de situar el conflicto en que están involucrados dentro de un campo cultural, dentro de una representación de los desafíos del conflicto que sean comunes a los adversarios implicados, lo que siempre he considerado como un elemento necesario para la definición de los movimientos sociales. Mi preocupación esencial es entender la naturaleza de los actores y de los conflictos que se forman en un nuevo tipo de situación social, demostrando que, hoy como ayer, existen actores en conflicto que tienen en común, como ya lo he dicho, una visión individualista que, en un caso, se define en términos de consumo y, en el otro, en términos de defensa de los derechos del asalariado y también del consumidor. Éste es un ejemplo sumamente importante de la mezcla de continuidad y de innovación que hemos de analizar para comprender el mundo al que estamos entrando. En mi opinión, incurriríamos en un error desastroso si creyésemos que hemos salido del mundo de los conflictos para entrar en un mundo poblado de mercados, de competitividad, de tensiones, de contratos y de negociaciones. Siempre ha habido negociaciones y reformas, pero hoy existen conflictos fundamentales cuya particularidad reside en que se han vuelto más inclusivos, más generales de lo que eran en las sociedades industriales. Esto no significa —volveré al tema en la tercera parte de este libro— que los movimientos sociales emergentes sean visibles por todas partes, ni tampoco que los actores estén conscientes de la naturaleza de los nuevos conflictos sociales y de los desafíos culturales en que están involucrados. Lo importante para nosotros no es anunciar cuáles serán los conflictos y las políticas de mañana, sino darnos cuenta de que estamos pasando de un día a otro día, que aún nos encontramos en la noche, en la confusión, que estamos obligados a decir cosas nuevas con palabras antiguas. Por eso, nuestra tarea más urgente consiste en hallar palabras nuevas, en construir nuevos análisis semejantes y diferentes a la vez, así como en aprender a releer el pasado a la luz del presente. Sentimos que, en el mundo al que estamos entrando, los conflictos más importantes ya no están formulados en términos de oposiciones entre categorías sociales, entre señores y siervos, entre ricos mercaderes y artesanos pobres, entre industriales y obreros. Hay que renunciar a esta manera clásica de escribir la historia social, pero no en provecho de una concepción más funcionalista de la sociedad que sólo ve una gran diversidad de conflictos cada vez más alejados e independientes unos de otros. Cuando hablo de subjetivación y desubjetivación no me refiero a categorías sociales, sino a un conjunto centrado en la defensa del sujeto, que permite a un individuo o un grupo comportarse como actor libre y consciente de sus derechos. El espacio de la acción social parece haberse mermado porque las fuerzas de dominación se ejercen por doquier y en una escala que supera todas las posibilidades de intervención social y política y porque, a la vez, la imagen del trabajador ha sido remplazada, como la del colonizado, por una imagen más global de la personalidad dominada que busca liberarse a fin de comportarse como sujeto portador de derechos y, por ende, capaz de actuar. Es preciso dar a las palabras subjetivación y desubjetivación un sentido conflictual explícito. Las fuerzas de desubjetivación se oponen a la formación del sujeto en nombre de los intereses de todo el sistema y de su gestión supuestamente racional. El sujeto se define por derechos que son su defensa en el orden cultural como en el social o político. El derecho a la diferencia y el

derecho a la participación son dos caras de una misma moneda, cosa que suelen olvidar quienes sólo hablan de diferencia o, por el contrario, de participación. La subjetivación puede e incluso debe aparecer en todos los lugares donde se construye una obra de producción —cualquiera que sea el tipo de producción— que otorga derechos —y por tanto, el derecho a ser un sujeto— a todos los que participan en ella o, para ser más claro, a todos los que no imponen a los demás un orden arbitrario —fúndese éste en la fuerza militar, en una ideología excluyente o en un aparato burocrático o económico— en nombre de los intereses superiores del sistema que, en realidad, son los intereses del lucro. En verdad, lo que define la conflictualidad en las situaciones postsociales contemporáneas es el conflicto entre los actores y el sistema. También podemos expresarnos aquí en términos políticos. La democracia no es el reinado del pueblo porque éste no es más que una máscara utilizada por el Estado para suprimir los derechos de los ciudadanos. La democracia consiste en integrar un conjunto social diversificado que reconozca y respete a la vez los derechos particulares de grupos minoritarios o mayoritarios alejados del poder. La oposición directa entre clases y entre otras categorías definidas por la relación con la propiedad debe ser remplazada por la oposición entre la sociedad civil definida por la pluralidad de los actores y por sus relaciones y el poder, en especial el poder financiero globalizado, a sabiendas de que este conflicto se manifiesta en la mayoría de los ámbitos de la vida social. Se trata de un verdadero vuelco de nuestra concepción de la vida social. Durante largo tiempo hemos opuesto el interés general a los intereses particulares, empleando una noción que descansaba en una concepción más religiosa que política o social: la «ciudad». A medida que esta visión inmóvil y esencialista de la vida social padecía la conmoción del triunfo de la economía mercantil e industrial, las luchas internas del mundo económico fueron adquiriendo una importancia predominante. Cuando la planificación, la globalización, los totalitarismos o las dictaduras mostraron que el interés del sistema podía oponerse totalmente a los intereses de aquellos de sus miembros que quieren ser actores y se niegan a ser reducidos a la dominación que sufren, nos hemos visto obligados a reconocer el lugar central ocupado por el conflicto, no entre el todo y las partes, sino entre el sistema y los actores, individuales o colectivos, que quieren ser guiados en su acción y su existencia por su voluntad de libertad creadora y responsable. La idea de sujeto permite dar mayor relieve a estas nuevas oposiciones al mostrar la capacidad y los derechos de todos los actores de construirse como creadores —lo que no contradice su voluntad de participar en el sistema, aunque se opone a todas las concepciones que dan de él una visión esencialista, llámese el pueblo, la economía global, el mercado, el poder personal o la umma—. Nos enfrentamos cada día a la negación de los derechos personales, individuales o colectivos por parte de los detentadores del poder o de los que lo reclaman por ser la mayoría. Esta nueva forma de conflicto nos induce a temer graves amenazas, pero también nos da la fuerza para resistir.

¿ES POSIBLE APRENDER LA SUBJETIVACIÓN?

La pregunta es desalentadora. La educación cívica hubiese podido cumplir una función importante: formar, por ejemplo, a los hijos de los inmigrados recién llegados, en el país donde se instalan y del que, por más que hablen su idioma, desconocen la historia y las instituciones; pero ¿cómo esta enseñanza podría dar al recién llegado el sentimiento de ser querido o, cuando menos, bien aceptado? ¿Cómo podría hacer retroceder los prejuicios de quienes ven en la llegada de inmigrantes o refugiados procedentes del este o del sur una amenaza a su seguridad, su empleo e incluso su cultura? Más en concreto, en los países donde los alumnos pueden elegir entre varios programas de educación moral o religiosa, ¿cómo es posible crear un espacio para la enseñanza de una ética que, indudablemente, no puede reducirse a un curso de historia o de filosofía? Tengo que limitarme a indicar lo que podría ser una educación de esta clase. Su objetivo central no puede ser la transmisión de los conocimientos y, por esta razón, no se trata de que sustituya a lo que llamamos la enseñanza. Su función sería situar a los jóvenes —o menos jóvenes— en un espacio de reflexión y de elecciones siempre definidas por la búsqueda de una combinación de objetivos opuestos que es menester tornar complementarios. El primer ejemplo que aflora a la mente, al menos en el mundo occidental actual, es ¿cómo combinar la diversidad cultural, que hay que respetar y proteger, con la aceptación de valores universales? En paralelo, ¿cómo es posible reconocer la diferencia entre hombres y mujeres y negar a la vez su identificación con funciones sociales e incluso cuestionar las categorías sexuales? O ¿cómo limitar los efectos destructivos de una civilización hiperindustrial sin impedir que nuevos países tengan acceso a formas de producción y consumo alcanzadas por los países occidentales, aunque a costa de serios desequilibrios? O bien, ¿cómo combinar la participación en una economía y en una cultura globales y reforzar al mismo tiempo la capacidad de creación de una cultura particular? O también, para abordar a la vez los problemas de la vida privada y de la vida pública, ¿por qué los avances de las prácticas anticonceptivas no llevan a una baja del número de abortos? ¿Cómo es posible combinar un aprendizaje erótico que supone una pluralidad de experiencias con la búsqueda de una relación amorosa fuerte y duradera? O, a medio camino entre los problemas públicos y los problemas privados, una sociedad ¿debe dar prioridad a la ayuda a los jóvenes, especialmente en el ámbito del empleo, o al apoyo a las personas mayores, discapacitadas y dependientes? No sería difícil proponer otros temas. Lo importante es subrayar en primer lugar que la educación debe concebirse como una preparación para la toma de decisiones que son siempre elecciones y después, si queremos que dichas elecciones refuercen tanto las personalidades individuales como la vida colectiva, se ha de procurar combinarlas en vez de excluirlas. Las relaciones entre la educación y la enseñanza —cuya finalidad es distinta— son tan importantes que sería vano pretender dar forma institucional a la idea de una educación a la subjetivación. En lugar de inventar utopías escolares o universitarias, entre lo que se acaba de mencionar, es preciso hacer hincapié en dos ideas esenciales. La primera es que, tal como están las cosas en la actualidad, la enseñanza da prioridad a las necesidades de la sociedad que procura satisfacer mediante la formación de trabajadores calificados y de ciudadanos responsables. Sin embargo, siempre descansa en la convicción de que sólo una socialización

exitosa permite hacer triunfar la individuación. Ahora bien, esta afirmación es falsa porque, como dije, los intereses y los objetivos de una sociedad no coinciden nunca con los intereses y los objetivos de los individuos. La segunda idea es que, en vez de privilegiar algunos objetivos sobre otros, hay que combinarlos.

X. Del sujeto a las prácticas

POR ENCIMA DE LA NACIÓN Y DEL INDIVIDUO Los súbditos de un príncipe se identificaron durante mucho tiempo con la religión de su soberano. Fue la aparición de los Estados nacionales lo que suscitó las conciencias nacionales. La primera Guerra Mundial se vivió más como un enfrentamiento entre naciones que como una lucha entre clases llevada al plano internacional, a pesar de la Revolución rusa de 1917. En Europa, esta conciencia nacional se debilitó durante la segunda Guerra Mundial porque, para los ciudadanos de muchos países, el enemigo era el nazismo antes que los alemanes y porque, a partir de 1941, los protagonistas de la guerra contra el hitlerismo fueron la URSS y los Estados Unidos, pues la Europa continental estaba ocupada por los ejércitos hitlerianos, y el Reino Unido, pese a su voluntad, su valentía y sus cualidades militares notables, no tenía tantos recursos como sus principales aliados. En 1956 el fracaso de la expedición anglo-franco-israelí en el canal de Suez como consecuencia de la oposición entre los Estados Unidos y la Unión Soviética selló el declive de las naciones europeas en materia de política internacional. Gran Bretaña consiguió preservar su rango de potencia financiera mundial, mientras Francia se empecinaba de forma irracional en un conflicto perdido de antemano en Argelia. La construcción europea no logró crear una conciencia europea, y debilitó aún más las conciencias nacionales, movidas sólo por el rechazo a los recién llegados. En algunos países, el apego a una provincia o una región entró en conflicto con la conciencia nacional, por ejemplo, en España, cuya unidad nacional está siempre amenazada. No obstante, sería un error inferir de lo anterior que nuestra época está dominada por el desvanecimiento de las culturas y de las tradiciones nacionales y por una uniformación global, siguiendo el modelo estadunidense. Por un lado, vemos que se afianzan ciertos nacionalismos y comunitarismos religiosos o lingüísticos, especialmente en Medio Oriente, mientras que se van desarrollando naciones multiétnicas, por ejemplo en Bolivia o en Ecuador —sería injusto no reconocer su éxito—, y la ruptura de los Estados multiculturales —sobre todo la India en el momento de su independencia— provocó conflictos perdurables. Por otro lado, constatamos que la pertenencia religiosa está cobrando una importancia creciente con respecto a las categorías sociales, al igual que en Europa central en los siglos XVII y XVIII, y que la

coexistencia de grupos religiosos diferentes en un mismo territorio se vuelve cada vez más difícil, tal como muestran los ejemplos de Líbano, Israel y Palestina. En las primeras sociedades industrializadas, en Europa, los Estados Unidos y los grandes países de la Commonwealth británica, las instituciones democráticas concedieron una importancia preponderante tanto a los conflictos de clase como a la protección de las diferentes categorías sociales o culturales, sin hacer desaparecer las divisiones religiosas o étnicas. La importancia creciente de los temas morales y éticos en la conciencia pública refuerza esta tendencia, sobre todo en los países cuya influencia a nivel mundial está menguando, lo que sucede en la mayoría de los países europeos. Cada vez con mayor frecuencia, las identidades colectivas se eligen en vez de transmitirse, y son más subjetivas que objetivas.

VISTO DESDE ARRIBA ¿Cómo se manifiesta este sujeto que va emergiendo de sus inserciones sociales? Cuando se encuentra envuelto en conductas sociales, resulta fácil identificarlo porque aplica una norma o la infringe y, en ambos casos —aunque de manera más visible en el segundo de ellos—, provoca reacciones propiamente sociales, sean positivas o negativas. Cuanto más firme es la inserción social del sujeto —y en particular la sacralización de las prácticas sociales— más intensas son estas reacciones, como siempre sucede con cualquier ataque contra lo sagrado. En las situaciones que he llamado postsociales, en cambio, el sujeto librado de toda inserción social no puede aparecer directamente. Esto es tanto más verdadero cuanto que la lógica dominante de la economía tampoco se manifiesta de forma directa. Estas dos observaciones conducen a concluir que la presencia del sujeto no puede volverse manifiesta más que de dos formas: ora mediante una afirmación voluntaria y directa del individuo portador del sujeto, ora mediante las reacciones de rechazo del orden dominante que se perfila como una negación del sujeto. El sujeto no emerge en estado puro, sino mezclado con reacciones negativas que pueden llegar hasta provocar trastornos de la personalidad, como adicciones o violencias. Al mismo tiempo, estos trastornos pueden tener otros significados, pero manifiestan a menudo una especie de rechazo al orden establecido, en el mejor de los casos, en nombre de un sujeto percibido a través de sus heridas más bien que por medio de la afirmación directa y positiva de sus derechos. Esas formulaciones pueden parecer demasiado complicadas y difíciles de interpretar. No obstante, se refieren a experiencias colectivas masivas, especialmente en los países occidentales. Definí en estos mismos términos el movimiento de Mayo del 68 en Francia: un movimiento más cultural que social, sumamente subjetivo, que recurrió a la imaginación y también a la provocación, tanto sexual como política, contra un orden dominante, a fin de romper las apariencias de normalidad y hacer evidente la violencia represora que éstas enmascaraban.

Durante un periodo más largo, que desborda la década de 1964-1974, los Estados Unidos conocieron un levantamiento cultural masivo, perdurable y marcado por obras cuya novedad e influencia eran indisociables de los comportamientos de sus mismos creadores. A menudo se ha establecido un vínculo entre las figuras de Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison, tres cantantes muertos antes de cumplir 30 años de edad por los efectos de las drogas y el alcohol, que se convirtieron en los símbolos de una generación que, en un contexto marcado por la descomposición del tejido social, los escuchaba como si hubiesen sido chamanes. Estos rebeldes no criticaron el poder ni a sus aliados en nombre de alguna categoría o causa social, como lo hicieran Victor Hugo, Gustave Courbet o Émile Zola en Francia en el siglo XIX. Por el contrario, opusieron fuerzas o principios no sociales a un orden social definido por leyes y convenciones. Espectacular vuelco de las posiciones. Esta crítica social y política, estrechamente ligada a las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, hacía un llamamiento a una liberación y no a una naturaleza considerada como sana y creadora. Michel Wieviorka amplió su propósito en ocasión de la traducción parcial al inglés de uno de sus libros cuando reactivó el uso en el lenguaje sociológico de un vocablo hasta entonces demasiado cargado de connotación religiosa como para poder utilizarse dentro de un marco propiamente social: el Mal (the Evil). Pero, visto así, ¿qué es el Mal? ¿Cómo podemos definirlo? Como la sacralización de lo social. Esto es obvio en el caso del racismo, cuyos defensores afirman que existe una raza superior que tiene el derecho, e incluso el deber, de protegerse de los ataques de las razas inferiores. El racismo, aun cuando es no religioso o antirreligioso, se complace a menudo en ampararse con un aval religioso, porque transforma lo social en una comunidad sagrada que hay que defender por todos los medios, incluyendo la violencia. El Mal no opone un sector de la sociedad a otro. Incluso las mujeres son objeto de persecuciones, como muestra la muerte en la hoguera de brujas consideradas como poseídas por el diablo. Esto puede explicarse en términos sociales, como hizo Edgar Morin en La Rumeur d’Orléans al mostrar que lo que se dejaba ver como antisemitismo era en realidad un rechazo a la modernización y, por ende, a la liberación de las mujeres. Nuevamente, con este tema salimos pronto del dominio propiamente social para movilizarnos en nombre de valores o de una personalidad colectiva y de creencias. Esto sólo se puede combatir mediante el análisis que devela la realidad; es decir, la transformación de una sociedad en una «civilización», en un orden sagrado o en una figura de la normalidad y la virtud. La respuesta al Mal —la defensa de la igualdad, la justicia y la libertad— vuelve a poner a la sociedad en su sitio. En realidad no existe referencia al sujeto que no sea la expresión de una oposición situada, más allá de lo social, entre el Bien y el Mal. Recurriendo a un vocabulario más religioso que sociológico, la denuncia del Mal es la de los falsos dioses y de los ídolos, entre los cuales están la nación, la raza o cualquier grupo considerado como «naturalmente» superior. Las revueltas culturales de la sociedad sólo rara vez han alcanzado el nivel de una referencia consciente al sujeto, pero hay que desconfiar tanto de los juicios cínicos como del idealismo angelical. El «humanismo» no se deja reducir fácilmente a un sentimiento tan vacuo

como noble en su expresión. Es perfectamente legítimo preguntarse si, detrás de lo que se deja ver como universal, no se esconden intereses particulares; pero es igualmente necesario criticar la tendencia recurrente a situar el Mal dentro de lo social, es decir, a definir el Mal y el Bien en términos sociales por igual. Toda referencia al sujeto y a sus derechos, los derechos humanos fundamentales, introduce una dimensión no social, o sea, universalista. Hasta estoy dispuesto a afirmar que la justificación del juicio moral en términos sociales siempre es portadora del Mal; es decir, niega los derechos universales de una u otra categoría de la población. Aquí tenemos que cambiar profundamente nuestros hábitos de pensar. Hemos creído que, para luchar contra la dominación, sólo hacía falta revelar su naturaleza social. La verdad es muy distinta. La sociedad se sacraliza y el orden que instaura se vuelve intocable. Y si se me objeta que la libertad, la igualdad y la justicia están socialmente definidas en constituciones y en leyes, contesto una vez más que la justicia no puede existir si no se funda en un derecho universal, la libertad o la igualdad, lo que traduce perfectamente la idea de derechos del hombre y el ciudadano: si rechazamos la noción de seres humanos, quitamos todo fundamento a los derechos de los ciudadanos. Y aquello que hoy llamamos los derechos sociales y culturales no es una prolongación de los derechos políticos, sino la extensión a los dominios sociales y culturales de los derechos universales que primero se afirmaron dentro del orden político. Sin embargo, estos esfuerzos por esclarecer mi presentación del sujeto serían vanos si no se reintrodujera una imagen «moralizadora» del sujeto, lo que constituiría el contrasentido más rotundo que pudiese hacerse sobre este libro. No, el sujeto no es una noción moral definida en términos sociales para afirmar que lo que está conforme a los intereses generales y al bien público es bueno en sí. Algunas nociones, como las de paz civil o tolerancia, han sido útiles en sociedades dominadas por una problemática propiamente política. Se volvieron criticables y fueron criticadas en las sociedades industriales que vieron en ellas una ideología conservadora apenas disimulada. Por el mismo hecho de haber entrado en situaciones postsociales, todas las referencias a una moral social tienen que ser eliminadas y remplazadas por el reconocimiento de los derechos humanos que, al ser universales, no pertenecen a ninguna sociedad peculiar y, por el contrario, imponen limitar el derecho de legislar. Una vez más repito: los derechos están por encima de las leyes. Esta inversión de perspectiva exige lo que no llamaré un esfuerzo de educación, porque esta expresión abarca todas las impotencias y todos los fracasos, sino grandes debates públicos que permitan reflexionar sobre la posibilidad de crear una conciencia moral no social, identificada con la subjetivación. No hay que confundir el rechazo al moralismo social con la ausencia de conciencia moral asociada a los derechos del sujeto. La objeción de conciencia y la cláusula de conciencia deben respetarse, aun cuando se apela a ellas por razones que no comparto. Hoy todavía nos hace sufrir saber que Sócrates bebió la cicuta mientras negaba de manera convincente haber cometido el crimen que se le reprochaba. Hoy, sus amigos y discípulos tendrían que organizar su evasión. El llamamiento al sujeto no es un discurso ni un sermón, antes que nada porque el sujeto nunca es triunfante, conquistador, dueño de los lugares. Se construye en la lucha contra la

dominación de un orden impuesto que se presenta cada vez con mayor habilidad como una respuesta a deseos y necesidades que sería equivocado decir que están directamente «al servicio del orden dominante». La potestad del orden se deriva del hecho de que se piensa como lo contrario de lo que es, como una respuesta pragmática a exigencias a las que responde del mismo modo en que la oferta responde a la demanda, en tanto que las determina en gran medida.

VISTO DESDE ABAJO Hemos adquirido el peso suficiente como para volver a tomar tierra y mirar en nuestro derredor. Ahora debe saltar a la vista una mutación bastante importante para ser percibida como el paso de lo social a lo postsocial. Son estas transformaciones profundas —demasiado profundas quizá para ser percibidas por la observación cotidiana— las que permiten comprender el sentido general de un gran número de observaciones que, a primera vista, parecían dispersas, desligadas entre sí. Si empecé aquí por los principios de análisis y no por el enfoque directo de lo vivido, es porque establecer el marco general nos prepara mejor a comprender una realidad observable que no entrega por sí misma su significado general. Esto no tiene nada de asombroso: el historiador vive la misma experiencia constantemente. En el caso de la civilización industrial, por ejemplo, la definición de un marco económico y social por tendencias presentes en todas las instituciones, todos los países, si bien en fechas distintas, nos permitió descubrir los problemas más globales de las sociedades industriales a través de manifestaciones nacionales diferentes. ¿Cuál es o cuáles son los rasgos fundamentales de aquello que llamo una situación postsocial? Mi respuesta es probablemente incompleta, puesto que nada obliga a pensar que sólo existe un principio organizador de la realidad social contemporánea, por ejemplo, en los países profundamente involucrados en la llamada sociedad digital, es decir, en la sociedad de comunicación. No obstante, la formulo como sigue: la referencia central debe ser el individuo considerado como actor porque lo orienta una exigencia de derechos que manifiestan la presencia en él de un sujeto portador de derechos universales que todo individuo o grupo humano puede invocar o reclamar. Los dos elementos contenidos en este enunciado son interdependientes. Por esto, la idea central es efectivamente el reconocimiento del actor como portador del derecho a ser actor, un derecho que posee en tanto sujeto humano con su capacidad y su voluntad de actuar; es decir, de comportarse para defender e incrementar su capacidad de actuar libremente, de ampliar su libertad más allá de todos los determinismos. Esta capacidad de autocreación se beneficia por el aumento del nivel de conocimientos, pero no es su consecuencia directa. El sujeto no es un sabio y menos un filósofo; sin embargo, las nuevas orientaciones culturales, que pueden manifestarse donde sea, están facilitadas por la difusión general de los conocimientos, que es un fenómeno más amplio que la globalización

definida por un tipo de poder que refleja con acierto la interpretación «dominadora» de los progresos del conocimiento y la educación. Un artículo reciente de Francis Mer,1 dirigente de grandes empresas y ex ministro de Economía francés, proporciona un ejemplo interesante. Dice este autor que tenemos que pasar de una búsqueda de la eficacia a una búsqueda de la motivación. No es el efecto cuantificable de la acción lo que da mejor la medida de su calidad, sino la fuerza que impulsa al ingeniero, al técnico, al obrero o al empleado a innovar. Este industrial llega a expresar su convicción de que semejantes cambios de la cultura empresarial podrían elevar en un 25% la productividad del trabajo (una cifra que no me incumbe comentar). Esto demuestra que esta clase de reflexiones está perfectamente a la altura de los retos que la economía de los países industrializados está enfrentando. El papel primordial de la reflexión en situaciones económicas y sociales, donde no solamente las comunicaciones triunfan sobre las técnicas de fabricación, sino donde la relación consigo y con los otros es más importante que los «métodos» de racionalización, no es más que una aplicación particular de la necesidad de dar prioridad a la conciencia sobre el conocimiento y al conocimiento sobre las técnicas, que siempre son más complejas que las reglas y las normas. A la inversa, el análisis de la catástrofe de Fukushima por los mejores especialistas de la industria nuclear insistió casi inesperadamente en la idea de que la jerarquía japonesa estaba atrapada en la camisa de fuerza de un checking-list del que era incapaz de extraerse para poder entender la realidad correctamente. Estas observaciones convergen de manera natural, con una fuerza y una precocidad notables, hacia el análisis global presentado por Ulrich Beck, el hoy famoso autor de La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad (1986). Remplazar la idea de racionalización por la de riesgo desacredita, tanto en el presente como en el futuro, todas las conductas que las sociedades industriales estimaron que estaban en el origen de su triunfo. Esto señala una ruptura fundamental con la visión que fue propia de las sociedades industriales y, en primer lugar, de la sociología clásica, según la cual el sistema y el actor tenían que situarse en una reciprocidad de perspectivas. Esto trae consigo una autonomía, una autosuficiencia o un culto del yo, de la individualidad, por no decir de la singularidad, que conforman una base cultural común para la búsqueda del placer, la importancia dada a las relaciones interpersonales y la subjetivación. Podemos aceptar la expresión tan ampliamente difundida del «declive de la moral judeocristiana», aunque con esto se designa más bien el desarrollo de conductas que contradicen dicha moral. Lo importante es evitar oponer un nuevo ascetismo —que sería el de la subjetivación— a una nueva definición del bienestar. En efecto, hay algo más significativo que cualquier oposición de este tipo cuando se quiere definir la cultura postsocial y posthistórica: el estrecho vínculo que une las conductas centradas en el individuo, del mismo modo que, en la sociedad industrial, la mente del empresario capitalista y la del financista, al igual que la del tecnócrata y la del planificador soviético, estaban unidas dentro de una cultura industrial dominada por la racionalización y la búsqueda de una mejor productividad. Existe otra expresión, todavía más común que la primera por ser más descriptiva: la idea

del paso de una cultura de la producción —que se fundaba en la capacidad de invertir y de diferir el consumo— a una cultura del consumo dominada por el tiempo corto y la búsqueda de la satisfacción tan rápida como posible de las exigencias y las necesidades. Sin embargo, la aparente simplicidad de estas fórmulas también es su flaqueza, porque el alza del nivel de vida en los países ya industrializados permite consagrar una parte creciente de los ingresos y de las inversiones a mejorar la salud y prolongar la vida humana, aun en periodos de crisis económica. Nada debería impedirnos definir la actual mutación cultural por la individualización de los objetivos. Basta que observemos las sociedades de Europa occidental, aún muy próximas a nosotros, para entender cuán profundas fueron las conmociones que nos hicieron pasar de una definición de la vida individual por pertenencias y deberes a nuestra propia definición que, más allá de las marcadas diferencias que oponen la búsqueda del placer a la subjetivación, concede una importancia central a la afirmación y la producción de sí. En otra parte de este libro analicé el significado de esta prioridad dada a la relación consigo mismo sobre las relaciones con los demás, que considero una de las transformaciones sustanciales introducidas por el feminismo. Esta orientación común de las conductas más diversas define por sí misma la importancia del individuo como fuente autónoma y libre de elección. La distinción, establecida hace mucho por los sociólogos, entre los estatus transmitidos y los estatus adquiridos señala perfectamente la creciente importancia de las elecciones en la vida personal; es espectacular en el caso de las migraciones que, aun cuando son colectivas o incluso masivas, no dejan de ser el resultado de una acumulación de decisiones personales, lo que no contradice para nada la importancia de las migraciones forzadas y de los desplazamientos de poblaciones. La partida de millones de europeos, irlandeses, italianos, alemanes, españoles, suecos o polacos hacia las Américas nos ha acostumbrado a las migraciones masivas que adoptan una nueva forma con los millones de mexicanos y centroamericanos que parten para instalarse en los Estados Unidos. Se me objetará precisamente que estos casos no suceden en un periodo reciente que podríamos llamar posindustrial. En el caso de Europa occidental, las grandes rupturas asociadas al «fin del campesinado», a la industrialización y a la urbanización masiva tuvieron lugar a partir de las postrimerías del siglo XVIII. En América Latina el fenómeno es mucho más reciente y coincide con un nivel de industrialización menos avanzado. En cuanto a China, la ruptura no se operó hasta medio siglo atrás y en un contexto que era tanto menos postsocial cuanto que estaba totalmente dominado por un Estado-partido muy autoritario y centralizado. Por el contrario, estas observaciones fortalecen la hipótesis general del desarrollo reciente y rápido de una cultura postsocial centrada en las elecciones de los individuos. A través de la diversidad de los procesos de modernización —tema al que volveré en la tercera parte del libro— se está formando un mismo tipo general de vida social. La individualización de las elecciones progresa incluso allí donde las coacciones exteriores, económicas o políticas parecen las más apremiantes. La aceleración de la historia que afecta a casi todas las regiones del mundo aparece cada vez más claramente como un desbordamiento de la historia, una carrera hacia una situación

posthistórica y postsocial. Lo que tan a menudo se presenta como una crisis de las sociedades y de las culturas tradicionales debe pensarse como la entrada en la posthistoria, una mutación sólo comparable a la que se operó con el paso de la era prehistórica a la era histórica. Esta hipótesis central no condena de ninguna manera la pertinencia de los análisis autolimitados a la crisis de los diversos tipos de sociedades históricas, pero es cada vez más difícil sostener esta autolimitación.

LA RECONSTRUCCIÓN DEL SUJETO ¿Es el alma el dios-sujeto encarnado en un cuerpo que tiene que castigar, vencer y dominar? Por el contrario, el sujeto sólo puede afirmarse si se compenetra con todo el individuo, no para inmovilizarlo en la contemplación del universo sino para labrarlo, exaltarlo, refinarlo. El sujeto no está por encima ni por debajo del cuerpo; es, obviamente, una parte del cuerpo, un conjunto de operaciones del cerebro y, sobre todo, más allá del ser social —e incluso en ocasiones en contra de éste—, una relación consigo mismo, una exigencia para con el individuo-portador al que otorga derechos. Las raíces del sujeto contemporáneo no se encuentran en el modelo griego de «lo bello y lo bueno» (kalós kagathòs) ni en el alma cristiana. El sujeto es la mirada ética del cuerpo físico y del ser social sobre ellos mismos. Es esta interdependencia del nivel individual, del nivel social y del nivel del sujeto lo que mejor describe el funcionamiento cultural del ser humano, sobre todo si situamos, entre el primero y el segundo nivel, el nivel interindividual, cuya creciente importancia ya hemos comprobado. Tendría poco sentido escoger entre la integración de estos niveles y su jerarquización, puesto que el nivel más elevado de las conductas no es el que libera al sujeto de los demás niveles, sino el que informa de manera más completa un nivel a partir de los niveles superiores. Esto siempre ha sido cierto; sin embargo, en las sociedades históricas, muchas veces el nivel social —el del ciudadano y el trabajador— ha parecido el más elevado, e incluso hubo ocasiones en que entró en conflicto con el alma religiosa a la que oponía —con razón aunque no sin peligro— su laicidad liberadora. Esta dominación del ser social desaparece porque la separación, de ahora en adelante casi total, entre el sistema y los actores destruye al ser social; los actores, al dejar de ser sociales, ya no pueden ser asumidos más que por el sujeto, o bien dispersarse en la búsqueda de placeres, dinero o poder. Éste es uno de los rasgos más importantes de la mutación que conduce a lo postsocial; quizá sea incluso el más importante, porque tiene dos aspectos. El primero, que acabo de señalar, es el paso de una visión polarizada de la sociedad a una visión integrada. En las situaciones anteriores a lo postsocial, tanto en la sociedad industrial como en las monarquías absolutas o en las sociedades religiosas, los recursos estaban concentrados en la cúspide y ésta se apoyaba en una legitimidad situada por encima de la vida social y, por tanto, sagrada. El conjunto de la sociedad, incluyendo los territorios coloniales que dominaba, estaba subordinado a los intereses de la élite dirigente, fuese ésta religiosa, política o económica.

Todo cambia en una situación postsocial. Contra un mundo financiero y económico dominante que rompe todos los controles institucionales que lo sometían a una voluntad política, se forman movimientos de reintegración de los elementos que habían estado separados y encerrados en una desigualdad fundamental. Por todas partes se intenta reconstruir ya no la vida social sino, de forma mucho más amplia, el conjunto que abarca del cuerpo al sujeto, con toda la diversidad de las categorías sociales y culturales, dando prioridad a esta diversidad sobre la jerarquía y asociándola a la integración mediante el reconocimiento de los derechos culturales, que siempre son derechos a la diferencia. Esto nos lleva al segundo aspecto de la mutación descrita. Las anteriores sociedades estaban dominadas por una élite casi exclusivamente masculina. Hoy en día, son las mujeres las que luchan por una igualdad dentro de la diferencia con vistas a destruir la dominación masculina. Fueron las mujeres quienes convirtieron la sexualidad y el cuerpo en general en armas contra la dominación masculina. Las luchas por la igualdad sólo dieron resultados relevantes allí donde un Estado intervencionista, comunista o socialdemócrata, se encargó del asunto, mientras que la lucha por el respeto a la diferencia tiene efectos que transforman todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Contrariamente a los homosexuales u otros grupos, en particular los transgéneros, las mujeres no defienden la diferencia de una minoría. Quieren abolir la frontera entre el cuerpo y la mente, entre la razón y el sentimiento y, por ende, por un lado, inventar una cultura y una vida social que ya no estén dominadas por la represión y, por otro lado, llevar a buen término la obra magna de reconstrucción de la experiencia en su totalidad, contra todas las formas de dualismo y de polarización. El balance es aún más preocupante en lo que concierne a los adolescentes enfrentados al difícil paso de la niñez a la edad adulta. Podríamos pensar que las nuevas tecnologías de la comunicación, y particularmente las redes sociales, facilitarían este paso al permitir que, durante esta transición, los adolescentes entremezclasen las relaciones cercanas con elementos de construcción de la realidad por la imaginación. En realidad, si bien los blogs y las redes sociales han ayudado a los jóvenes a manifestar su oposición a regímenes autoritarios sin recurrir a ningún mecanismo de organización centralizada, hemos desembocado más bien, sobre todo allí donde no existe conflicto político abierto, en una autolimitación de las comunicaciones dentro de grupos primarios que no pueden desempeñar un papel político de maduración de las emociones y de los sentimientos. La generalización de internet amenaza con cegarnos a ciertos problemas reales que sólo pueden pensarse en el nivel colectivo y en periodos largos. El imperio de la inmediatez y de un presente desconectado tanto del pasado como de los futuros posibles contribuye en gran medida a una despolitización que, en realidad, protege a los poderosos al imposibilitar la toma de conciencia de las desigualdades, las dominaciones y los conflictos. Antes era más fácil llevar a la par una vida privada y una vida pública. En las últimas décadas del siglo XX —especialmente durante los años setenta y ochenta— vivimos el triunfo de ideologías políticas que desembocaron en la negación de los sentimientos privados; por el contrario, hoy todo se vuelve privado. Esto asombra y causa extrañeza entre quienes piensan

que una grave crisis económica, provocada por las conductas irresponsables del capitalismo financiero, debería suscitar reacciones de cólera contra los que son considerados culpables. La ausencia o falta de vigor de esta reacción esperada es tanto más sorprendente cuanto que, en su lugar, observamos que se opera un repliegue a una identidad real o ficticia, provocado generalmente por el odio o la decepción, y no por la esperanza o la existencia de proyectos. Precisemos nuestra crítica recurriendo a los términos específicos de nuestro análisis general. La idea que aquí se impone es que las comunicaciones se convirtieron en su propio fin. Los participantes de una red se dirigen a otros —incluso a todos los otros— para tornar más visible su pertenencia a la red. Se interrogó a cierto número de jóvenes acerca de su muy activa participación en estas redes y acerca de los cientos de mensajes de texto (SMS) que envían y reciben a diario; contestaron que sin teléfono o sin computadora «ya no existen». Hay que tomar esta clase de declaración al pie de la letra. Cuando dos adolescentes que intercambian numerosos SMS se encuentran con sus padres o con amigos en un lugar público como el restaurante o el cine, no se hablan, se ignoran, porque fuera de la red no existen. No utilizan la red, sino que sólo existen para ella. El grupo borra al individuo y, al mismo tiempo, la vida social, bajo todas sus formas exteriores al campo de la red, también deja de existir. Ya no basta hablar de adicción porque estos adolescentes no son alcohólicos ni fuman pitillos; son adictos a la comunicación. Insisto en estas palabras porque recalcan la oposición total entre el fenómeno que estoy describiendo y el espíritu general de mi análisis. Lo mismo en la cultura de los adolescentes que en la cultura profesional o incluso la cultura amorosa nos topamos constantemente con actores que en realidad están desligados del sujeto que es el único apto para hacer de ellos verdaderos actores capaces de transformar algunas formas de su vida social y de decidir hacerlo. ¿Cómo explicar estas conclusiones decepcionantes, que incluso pueden interpretarse como un fracaso de las hipótesis expuestas en esta segunda parte de nuestro recorrido? Una primera posibilidad es apelar a la orientación general de los análisis presentados hasta ahora. Si el proceso que estamos descubriendo es antes que nada el de una aparición, de una presencia visible, develada, del sujeto, no puede resultar más que de una acción voluntaria, de una afirmación de sí y de los propios derechos, tal como podemos observarlas en algunas organizaciones políticas y, más aún, en los movimientos sociales que no están apresados (para bien y para mal) en los marcos institucionales de la acción colectiva y, particularmente, de las estrategias de los partidos. Ahora bien, estas afirmaciones y acciones voluntarias se manifiestan en numerosos países; las encontramos en la Primavera Árabe al igual que en el movimiento de los Indignados o en el movimiento Occupy Wall Street, en las protestas moscovitas contra Vladimir Putin o en los innumerables movimientos que levantan la pesada losa destinada a mantener inmóvil a la sociedad china. También las hallamos en los movimientos estudiantiles, como en Chile o en México y, aunque no tan claramente, en Quebec en 2012. ¿Hace falta objetar que me refiero demasiado a menudo a estos movimientos recientes? No lo creo. Quienes en la década de 1960 juzgaban excesiva la atención suscitada por los movimientos de estudiantes y de jóvenes en los Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia y otros países, hoy ya no se atreven a negar la importancia duradera de estos

movimientos que señalaron el inicio de un largo periodo de mutaciones culturales. ¿Por qué no darles la misma importancia a estos movimientos y a las crisis desencadenadas por el capitalismo financiero? Los movimientos son una respuesta directa a estas crisis en los países con tradición democrática, e indirecta en los países que fueron dominados por regímenes autoritarios, religiosos o no religiosos, llevados al poder por movimientos anticoloniales y antiimperialistas. Del mismo modo que no era posible entender el capitalismo industrial sin reconocer el lugar central del movimiento obrero, no es posible entender la era postsocial que se está abriendo sin reconocer la importancia de los nuevos movimientos democráticos. Incluso hay que añadir que las dos oleadas de conflictos tienen las mismas flaquezas, la misma incapacidad de crear o recrear instituciones sociales y económicas. En la actualidad, más aún que en la sociedad industrial, es a partir de los movimientos de afirmación directa del sujeto en su lucha contra la dominación del lucro y contra los regímenes autoritarios que es posible edificar nuevas instituciones. No obstante, esta hipótesis es insuficiente y habría que poner mayor énfasis en la transformación de los procesos de formación de nuevas instituciones. En las sociedades industriales se privilegió la vía de las negociaciones colectivas, que definió generalmente las políticas socialdemócratas; en algunos países, en particular en Francia, la intervención directa del Estado complementó o incluso remplazó esta vía. Al contrario, en la situación nueva que estoy analizando, la asimetría es mucho más acentuada, al punto que los movimientos de oposición suelen tomar la forma de movimientos de ruptura que subestiman o rechazan el papel de las negociaciones a fin de preservar la pujanza de la revuelta contra todas las formas de control de la vida personal por normas o leyes que afianzan el poder del lucro. Esta orientación ultrasubjetiva, centrada en la transformación de sí antes que en la transformación de las relaciones sociales, se desarrolló de forma más potente en los Estados Unidos, sobre todo en California y esencialmente en San Francisco, en los años posteriores a 1968. Por su lado, Alemania fue dominada por los enfrentamientos de la Guerra Gría, mientras que en Francia las izquierdas se encerraron durante mucho tiempo en un «fundamentalismo social» que correspondía a la sociedad industrial del pasado, lo que fue un obstáculo para la formación de nuevos movimientos políticos. En los países más industrializados y democráticos la transformación cultural se realiza mucho más desde abajo que desde arriba, a través del cambio de las conductas y de las expectativas más bien que por una voluntad institucional y política. La amplia difusión de las redes sociales desempeña probablemente un papel muy relevante en esta evolución a la vez rápida y masiva, pero prefiero insistir en la desaparición del papel central de la escuela como factor de cambio. Esto es particularmente llamativo en el caso de Francia, que durante mucho tiempo hizo del conflicto entre la escuela pública y laica y los establecimientos privados y, por lo general, confesionales, la expresión esencial de una lucha entre una voluntad «progresista», racionalista y con frecuencia activamente antirreligiosa, y las tradiciones culturales. Como consecuencia del debilitamiento de las bases de este conflicto, notamos que no sólo muchas escuelas privadas figuran entre las que obtienen los mejores resultados

escolares, sino que para los padres de familia el principal atractivo de estos establecimientos es que instauran una comunicación estrecha entre los profesores y los alumnos. Es también interesante mencionar que, cuando tuvo lugar el debate relativo al velo islámico en las escuelas, los representantes de los establecimientos católicos acogieron con cierta simpatía las reivindicaciones religiosas de las familias musulmanas, mientras que el vasto mundo de la enseñanza laica, al igual que el gobierno, tomaba partido por su prohibición. Aunque la implantación de las escuelas privadas aún está muy estrechamente ligada a las tradiciones regionales, sobre todo en el oeste de Francia y parte de la región del Macizo Central, y aunque los poderes públicos mantienen la proporción de la población escolar de estos institutos en alrededor de 20% del total nacional, cabe recalcar que cerca de un alumno de cada dos pasa al menos un año en una escuela privada, sea por motivos geográficos o personales. Aunque numerosos profesores de la escuela pública se esforzaron en modificar su relación con los alumnos, la lentitud de la evolución del sistema público de educación sigue siendo impresionante. No puede explicarse tan sólo por la pesadez burocrática, sino por el apego de la mayoría de los profesores a una interpretación de la filosofía de la Ilustración que concede un valor sustancial a la transmisión de los valores ligados a la razón, al conocimiento y a una conciencia nacional que se identifica con el espíritu democrático, pero que deja poco espacio para la comunicación entre los profesores y los alumnos. Estas constataciones no restan importancia a la conquista laica. La importancia de las comunidades religiosas y el papel preponderante de las public schools (privadas, pese a su nombre) elitistas de los Estados Unidos y Gran Bretaña han definido sistemas educativos que no estimo superiores a la escuela laica francesa, que durante un largo periodo favoreció un fuerte movimiento de ascenso social. Las críticas que formulo aquí —y que cada vez son más comúnmente reconocidas, a pesar de ciertas resistencias— se sitúan en un contexto completamente diferente y son ajenas a los debates de los siglos XIX y XX, ya que, aparte de apoyarse en las concepciones de la personalidad elaboradas por psicólogos y pedagogos, las sostiene una visión nueva que corresponde a la era postsocial.

LIBERTAD CONTRA LAISSER-FAIRE No deseo ahondar más en esta exploración de las prácticas individuales y colectivas a la luz de las nociones de sujeto y de subjetivación. Reduzco intencionalmente la parte que podría conceder al estudio de la subjetivación. En primer lugar, porque las preocupaciones de las mayorías atañen espontáneamente a las fuerzas del Mal, sobre todo en los países que, al igual que la mayor parte de los países europeos, sienten que entran a regañadientes en un porvenir amenazante; luego, y de manera más práctica, porque Michel Wieviorka ya hizo un excelente análisis de este vasto tema y sus puntos más fuertes, como la violencia, la xenofobia, el racismo, el antisemitismo y la arabofobia. En cambio, me corresponde evaluar las conductas de subjetivación en relación con las conductas utilitarias y hedonistas tan fomentadas en un

mundo donde una proporción creciente de la población accede al consumo de masas y donde la publicidad forma la opinión pública con mayor eficacia que las ideologías políticas y las prédicas religiosas. Quiero mostrar de la manera más convincente posible que la única resistencia eficaz al reino del lucro ya no se encuentra en la religión o la política, sino en la ética que, en su principio mismo, consiste en el dominio de la subjetivación sobre las conductas y las instituciones que ya no pueden fundarse en un significado propiamente social. Es propio de un poder fuerte fundirse en las prácticas cotidianas; se ejerce tanto a través del sistema de los precios como de los programas educativos, las publicidades comerciales o las jerarquías profesionales. Esto impulsa a los que se someten activamente a su reino a desconsiderar las críticas y las protestas de quienes oponen el voluntarismo de la libertad y de la igualdad al carácter aparentemente natural del orden social. Procuro descubrir las nuevas formas de resistencia y de liberación que suceden a los movimientos nacionales y republicanos de los siglos XVIII y XIX y al movimiento obrero del siglo XX. Me guía la conciencia de la descomposición y, a menudo, de la perversión de los movimientos y de las instituciones que fueron liberadoras desde las revoluciones inglesa, norteamericana, francesa y, más tarde, latinoamericanas. El peor de los contrasentidos que puedan cometerse con respecto a mi pensamiento sería ver en él un llamamiento reformista a la moral contra la política. Después de un siglo dominado por totalitarismos frente a los cuales los disidentes no pudieron apoyarse sino en una ética de la convicción para sostener su revuelta, ¿cómo podríamos reducir esta noción a vagos buenos sentimientos destinados a encubrir las componendas y las capitulaciones? Al contrario, quiero ahondar mi argumento al máximo mostrando que, en los siglos pasados y en situaciones distintas, la ética siempre ha sido el principio activo de las reivindicaciones y las liberaciones. Lo que hace que la época actual sea diferente es que en ella el sujeto aparece develado, a plena luz, sin hallarse difuminado en un decorado social, político o religioso. Reconozco la fuerza de las críticas que muestran cómo los poderes autoritarios pueden utilizar las acciones humanitarias sin que lo sepan; pero se debe imputar la responsabilidad de semejantes distorsiones al poder autoritario y, por tanto, no merma la carga positiva de una acción humanitaria cuya eficacia nunca es tan grande como cuando combate la miseria, el hambre, la violencia y la muerte. Un golpe de Estado puede derribar un poder inmoral, pero si no lo sostiene un movimiento motivado por la defensa de la vida contra la muerte, desemboca en remplazarlo por otro poder igual o más inmoral que el anterior. El llamado mundo desarrollado, compuesto por viejos países industriales y nuevos países emergentes, se enfrenta a otros problemas: a la dominación masiva, que tiende a ser total, de fuerzas económicas que podemos llamar capitalistas, trátese de un capitalismo de mercado, de un capitalismo monopolista o de un capitalismo de Estado. Ante semejante dominación global, necesariamente la oposición tiene que radicalizarse; es decir, apelar directamente y en nombre de una ética de la convicción a los derechos del sujeto. Es imposible separar esta oposición ética de la crítica de la injusticia, de la irracionalidad y de la violencia, tanto económica como política, que dominan el orden social; pero la acción

puramente crítica es impotente o, lo que es todavía más grave, conduce a utopías autoritarias. La acción puramente creadora se vuelve buena conciencia con demasiada facilidad y se deja devorar cual cordero por los lobos del poder. En cuanto a las conductas de pura liberación, caen peligrosamente en la exaltación del grupo, de la comunidad o del mercado. Es tentador sostener todo cuanto pone en duda el orden y la moral establecidos, en nombre del argumento fuerte y positivo según el cual el principio ético debe quedar separado de todo orden social y de toda norma institucional y organizacional. Hemos podido ver en las provocaciones del surrealismo, y antes que él, del dadaísmo, un ataque contra los nacionalismos, durante o después de las masacres de la primera Guerra Mundial. Sin embargo, esto no debería conducir a negar la existencia de una conciencia nacional que no sólo se traducía en odio hacia el enemigo, sino también en el sentimiento de pertenencia a una sociedad que defendía y reconocía libertades y derechos. El apoyo incondicional a un movimiento de liberación es positivo e incluso indispensable cuando la conciencia y la experiencia de la dependencia están vigentes. Sin embargo, para volverse positivamente libre es necesario definir el contenido que se quiere dar a esta palabra y la forma en que contribuye a la subjetivación. La creencia en las virtudes propias del laisser-faire es absurda tanto en el orden de lo afectivo como de lo económico. A decir verdad, no hay nada nuevo en esto, sólo que crece en importancia la sensibilidad hacia los sentimientos del otro, aunque sin impedir que la relación consigo mismo en un nivel más elevado, el de la subjetivación y la intersubjetivación, triunfe sobre la preocupación social. La pareja y la familia no tienen prioridad sobre la relación amorosa; hay que reconocer que pasa todo lo contrario, lo cual corresponde a los criterios actuales del juicio moral. Lo que es nuevo y más importante es el desenvolvimiento, desde la década de 1970, de tendencias antidesarrollistas, cuyas posiciones suelen apoyarse en formas de neomalthusianismo. Numerosos países europeos han visto sus tasas de fecundidad caer a niveles que no tardarían en acarrear una fuerte disminución de su población, de no ser por la compensación aportada por una cuantiosa inmigración cuyos beneficios debemos reconocer. Al igual que otras corrientes de pensamiento, el antidesarrollismo privilegia el presente inmediato. En un mundo donde tantas naciones aceptan grandes sacrificios para salir de la miseria y dar mejores oportunidades a sus hijos, la pasividad de quienes prefieren reducir su consumo y su actividad profesional conduce rápidamente a crisis sociales y políticas que crean un terreno favorable a la aparición de regímenes autoritarios. Los países que experimentaron una modernización brutal, como fue el caso de los países europeos, se percataron muy pronto de los aspectos positivos de la decadencia, en especial a través de la literatura. Así, el romanticismo creó una nueva relación con el sujeto, a costa de deslindarse de las pertenencias y de las identidades. Europa occidental muestra muchas señales de fatiga histórica que indican que se produce todo lo contrario del paso a la era posthistórica: un proceso de deshistorización y, en particular, de neocomunitarismo en el sentido contemplado antes por Ferdinand Tönnies, quien emitió un juicio positivo sobre este fenómeno que observó en la Alemania de fines del siglo XIX. Sin embargo, nuestra experiencia del siglo XX nos obliga a pronunciar un juicio negativo sobre dicho fenómeno; pero no hay que

apresurarse a formarse juicios definitivos sobre el declive de las sociedades históricas. Debemos orientarnos en función de la tendencia del sujeto a desligarse de sus marcos sociales o, por el contrario, a fortalecer estos marcos, lo que puede conducir a una nueva comunitarización cuyo ejemplo más siniestro es la Alemania nazi surgida de las crisis de los años que siguieron a la primera Guerra Mundial. La mejor manera de evitar los contrasentidos, cuyas consecuencias se revelaron catastróficas en el pasado, es conservar constantemente como punto de referencia la conciencia del sujeto. Es bueno todo cuanto acrecienta y esclarece la conciencia que el sujeto tiene de sí mismo a través de las acciones y de las experiencias a las que aporta una carga de subjetivación. La relación entre el declive de la sociedad histórica y la entrada en la era posthistórica es compleja. Durante mucho tiempo quise creer que lo nuevo nacía de lo viejo y que se podía ver más lejos cuando se miraba el entorno «encaramado sobre los hombros de gigantes», para citar la famosa fórmula. Sin embargo, así como en la historia de las ciencias Robert K. Merton y sus alumnos insistieron en la discontinuidad de los periodos, los límites de cada uno de ellos y las rupturas que los separan, advertimos en la historia cultural, en vez de una evolución lineal, una sucesión de arborescencias donde cada periodo está separado del precedente por una ruptura. El historiador y el sociólogo siempre necesitan trabajar juntos, y el caso más favorable es su cohabitación en un mismo cerebro. El historiador insiste en las interdependencias entre pasado, presente y porvenir, entre culturas y sociedades en declive y culturas y sociedades en formación. Al sociólogo le interesa más la unidad de cada conjunto, aquello que vincula estos elementos uno con otro, haciendo de cada sociedad y cada cultura un discurso coherente, lo que no impide que se introduzcan palabras y frases procedentes de otros lugares o de tiempos anteriores. No hay que eliminar las formulaciones más evolucionistas, que también son las más cuantitativas, sino sólo considerarlas como los elementos más simples, menos elaborados, del análisis. El prodigioso crecimiento de la productividad en las sociedades industriales (Jean Fourastié debe su fama a su estudio), la ampliación de los criterios de definición del nivel de vida —con la reciente y muy importante contribución de Amartya Sen—, la cantidad de jornadas laborales perdidas a causa de las huelgas son datos brutos, globales, pero de interés innegable. Con todo, lo más importante es construir conjuntos cada vez más complejos y cada vez más integrados, que permitan reformular la definición de una cultura o de una sociedad en términos que se acerquen lo más posible a los elementos centrales del análisis sociológico. El nivel de historicidad, es decir, de autoproducción de una sociedad, el nivel de reflexividad de una cultura, la interpenetración de la vida privada y la vida pública son buenos indicadores del nivel de subjetivación. A través de ellos aparecen los grandes conjuntos sociohistóricos que estudian las ciencias sociales. El objetivo de la parte central del presente libro es más bien defender una hipótesis general que describir un conjunto histórico nuevo. Es menester recordar esta hipótesis en su forma más concisa: la sociedad hipermoderna en la que ya estamos viviendo en parte, y que se desarrolla rápidamente a nuestro alrededor, no es un conjunto de prácticas dominadas por la racionalidad

de los actores económicos, la competitividad de los actores políticos y la construcción de personalidades individuales a partir de la niñez; su principio medular, que ya no es trascendental y ya no crea un espacio sagrado —como era el caso de Dios, la nación, el progreso o la abundancia—, es el sujeto que emerge por fin de los marcos sociales y culturales con los que se identificaba en el mundo sagrado. El sujeto es aprehendido por la reflexión de los individuos y de los grupos que encuentran en él la legitimación de sus derechos, que no son los derechos de una categoría particular sino los derechos humanos universales que pueden reivindicarse en las situaciones más diversas, desde las más cercanas a la sacralidad hasta las más alejadas de ésta. En sí, este sujeto es independiente de todo lo sagrado y su concepción debe ser puramente laica. Los derechos universales del sujeto están por encima de toda autoridad social y deben reconocerse en el más alto nivel, el de una Constitución que enuncie los principios fundamentales que legitiman las leyes. El sujeto es, pues, el principio de todo juicio ético (más bien que moral) que se impone a las conductas sociales. El interés de la sociedad, que suele llamarse interés general, bien común o integración comunitaria, ya no puede ser una figura del sujeto sino que, por el contrario, se opone a éste. La idea de sociedad ya no puede estar en el centro del análisis de la vida social; de ahora en adelante es la idea de sujeto lo que debe ocupar este lugar. Una concepción no se entiende cabalmente sino por oposición a otras que la rechazan y que combate. La que se opone más directamente a la que presento aquí afirma la separación inevitable, en la situación postsocial —cuya existencia reconoce—, entre conductas de mercado y conductas comunitarias que no sobresalen por su dimensión, sino por el estallido completo de lo que yo nombro sujeto, cuya subjetivación se identifica totalmente con una definición social —por ejemplo, moral, religiosa, política, familiar o local—, y donde el otro componente se identifica con las llamadas leyes del mercado, que a menudo se limitan a ser la ley del más fuerte. Esta concepción es la que ataca de forma más peligrosa a la que yo defiendo, porque la antigua idea del triunfo de la razón —por no hablar de una sociedad fundada en la ciencia— es absolutamente indefendible; incluso es escandalosa después de un siglo dominado por las guerras, los regímenes totalitarios, los genocidios y las crisis económicas mundiales. Estimo que es la más importante, ya que corresponde perfectamente a las realidades observables, sobre todo a la situación de China, gobernada por un partido-Estado que busca imponer sus objetivos en los mercados mundiales al igual que en sus propios ciudadanos. En consecuencia, no cabe elegir entre dos enfoques sino (lo que es muy diferente) analizar las condiciones de formación o, a la inversa, de descomposición del sujeto. Esto implica identificar la naturaleza de la oposición entre los factores de subjetivación y los de desubjetivación. La respuesta que conviene dar a este interrogante cargado de graves consecuencias es la que di antes: la voluntad de afirmación y de liberación del sujeto le permite construirse y defender sus derechos en todas las situaciones en las que se encuentra involucrado. Por el contrario, la dominación absoluta de un poder comunitario, la identificación de una comunidad con el sujeto, hace que éste estalle entre un neocomunitarismo y un mercado globalizado en el que un poder financiero desprovisto de toda función

económica impone sus intereses. Ni el sujeto ni la pareja explotada mercado-comunidad pueden recrear una vida social, pero se esfuerzan por infiltrarse en todos los niveles de la vida social anterior y romper los instrumentos de integración que obran en cada uno de estos niveles. Ciertos reglamentos y ciertas leyes buscan crear la ilusión de un orden regido por su coherencia interna, pero siempre fracasan, excepto cuando la destrucción del sujeto es total, lo que solamente es posible en un sistema autoritario donde la libre expresión de las ideas y de los deseos sea imposible. Ésta es, incluso, la mejor definición de semejante sistema: la total eliminación de todo principio no social de legitimación del orden social. Ahora mejor que antes del triunfo del neoliberalismo, ocurrido a partir de las décadas de 1970 y 1980, entendemos que esta limitación del poder social es el fundamento esencial de la democracia. Esta afirmación contradice el principio republicano que triunfó desde los años que siguieron a la Revolución francesa hasta los primeros grandes logros del movimiento obrero, y que nos protegió contra la fragilidad de una definición de la democracia únicamente por sus mecanismos institucionales.

¿QUÉ LUGAR OCUPA LA POLÍTICA? El significado de los principales temas de la política, y en especial el de la justicia, cambia cuando aparece con toda claridad la figura del sujeto, y hace falta entender la transformación profunda de lo que llamamos la justicia, así como, más ampliamente, la política. Seguimos con nuestra costumbre de calificar como «justo» un modo de repartición de los cargos y de las ganancias en función de la importancia relativa de los aportes de cada quien. Consideramos «justo» que, en igualdad de calificaciones, la duración del tiempo trabajado determine quién ha de recibir más o menos. Además aceptamos fácilmente que sea el papel de un Estado democrático reducir las desigualdades y asegurar las necesidades básicas para todos. Cuando mejor funcionó este sistema fue en la época en que era posible situar a todos los trabajadores en una escala común. No ha pasado mucho tiempo desde que Henry Ford estimara que un director de empresa podía ganar hasta veinte veces más que un obrero sin calificación. Hoy en día, los dirigentes de grandes grupos financieros o los industriales reciben remuneraciones que pueden alcanzar hasta cuatrocientas veces las de los trabajadores no especializados. Esto no significa que se sientan cuatrocientas veces más calificados que ellos, pero piensan que le corresponde al mercado fijar las remuneraciones y que, si un dirigente multiplicó por mil el valor de su empresa en la bolsa, es justo que gane mil veces más que los ejecutantes. Gran parte de la población repudia con vehemencia este razonamiento e insiste en la necesidad prioritaria de erradicar la gran pobreza, que las estadísticas llaman indigencia. Esta actitud es de naturaleza totalmente diferente de la que combate. No se expresa en términos de desigualdades, sino de «mínimo vital». Hablemos claro. La referencia al sujeto y a sus derechos nada tiene que ver con un debate

relativo a la profundidad aceptable de las desigualdades sociales, ni tampoco con el nivel del mínimo vital. En efecto, la idea de sujeto es inseparable de la de los derechos y de la dignidad de los trabajadores. Por consiguiente, se trata de un principio directamente opuesto a la relación entre la calificación y la remuneración, y que combate de forma aún más directa y radical el papel del mercado en la remuneración de los responsables económicos más importantes que, además, cobran gratificaciones y demás bonos con primas, sin hablar de lo que suele ser lo esencial, a saber, parte del capital de la empresa. No discuto que sea útil recurrir al mercado a fin de definir la parte que le toca a tal o cual persona, pero con la condición de que sólo se trate de debatir sobre la parte relativa que le corresponde a cada quien dentro de una empresa. Sin embargo, cuando ésta funciona sobre la base de desigualdades extremas de los ingresos, convierte a todos los trabajadores en máquinas de producir ganancias cuyas formas y monto están definidos, o sea, impuestos, por el mercado. La noción de justicia ya no tiene ningún lugar en semejante situación, porque ésta es el producto de decisiones arbitrarias. Puede parecer ingenuo el razonamiento según el cual mientras más elevado es el nivel medio de los ingresos, más debería reducirse la diferencia entre los salarios más altos y los más bajos. Sin embargo, advierto que esta ingenuidad es, en gran parte, conforme a la razón e incluso al sentido común. La erradicación de la miseria y la proporcionalidad del ingreso respecto de la calificación y del trabajo ejecutado son dos principios completamente diferentes entre sí, y ambos están relacionados con el llamamiento a los derechos del sujeto. Ahora bien, me parece que la idea de justicia, que sirvió frecuentemente para evaluar la posición relativa de una persona o de una categoría en relación con otras, se emplea actualmente, de modo cada vez más exigente, para insistir en el derecho fundamental de cada quien a administrar y organizar su vida a manera de fortalecer su conciencia de ejercer libremente sus opciones de elección, más bien que en el derecho a poseer bienes materiales. Agrego que cada día esta definición se expresa más difícilmente en términos monetarios. Para que un niño pueda llegar a ser músico en una orquesta, no basta con que su familia pueda comprar un piano, un violín o una guitarra; también hace falta que reciba una educación musical, que desarrolle su gusto por la música y que sea capaz de aprovechar los consejos de los profesionales o de los aficionados ilustrados. Toda su personalidad está involucrada y es imposible reducir su formación musical a la simple adquisición de gestos o al aprendizaje del solfeo. Vayamos todavía más lejos. Para que un niño se convierta en músico, también hace falta que sea reconocido, tratado como tal e impulsado a franquear los numerosos obstáculos que tendrá que superar, muchos de los cuales son más sociales que profesionales. La política que irriga nuestras instituciones debería orientarse de manera consciente y clara hacia una acción voluntaria de ayuda a la subjetivación. Ya no podemos contentarnos con emplear los recursos del presupuesto nacional para proveer los servicios públicos fundamentales: es preciso concebir instrumentos de transformación de la imagen que cada persona tiene de sí y de las imágenes que todos tenemos de los demás. Sin embargo, nos encontramos allí en un dominio que ya no es el de la justicia. Los grandes avances realizados en esta dirección nos permiten entender que aún quedan muchos por hacer. Pensemos en el trato que aún hoy reciben

los discapacitados y en la ignorancia, la brutalidad o el menosprecio que sufren. Tal como mostré en la primera parte de este libro, la ruptura operada entre los recursos económicos y las instituciones sociales arrojó estas últimas al vacío: ya no se puede definir su sentido con claridad y apenas podemos asignarles un programa de reformas. Por ende, la política es la principal víctima del «fin de lo social». El resultado más visible de esta transformación es que los objetivos generales de la política —comenzando por la justicia— tienden a diluirse en la retórica. La condena ritual del reino del dinero es una ilustración de ello. Felizmente, la observación de las conductas humanas no desemboca en una conclusión tan pesimista. Las acciones humanitarias, los actos de solidaridad, la capacidad de sacrificio y la sensibilidad hacia los sufrimientos ajenos no han desaparecido, y el desenvolvimiento de las redes de comunicación facilita mucho las iniciativas inspiradas en aquellas grandes palabras en las que mucha gente finge que ya no cree: la libertad, la igualdad y la solidaridad.

XI. Del sujeto a la conciencia moral

LA EVIDENCIA MORAL El sujeto del que hablo no es un concepto filosófico sino una evidencia moral, una manera de vivir la propia vida individual. Tal como sucedía con lo sagrado en otros tiempos, uno siente su presencia o su privación aun antes de pensarlo; pero es preciso definirlo y analizarlo de modo tan racional como la idea de Dios o la idea del sacrificio. El sujeto es cualquier persona, en tanto que individuo consciente de ser portador de derechos y reconocido como tal, más allá de toda justificación y de toda pertenencia a una categoría. Lo sagrado es más fácil de reconocer que el sujeto, porque tiene las apariencias de la objetividad y su existencia parece indiscutible. Sin embargo, la realidad es totalmente distinta, porque lo sagrado necesita adoptar formas para ser visible; lo sagrado está lleno de realidades sociales, pues los dioses no son visibles sino mediante los sacerdotes que diseñan y defienden el espacio sagrado. El mundo religioso es un mundo social, al igual que el de la guerra. Necesita banderas y uniformes, ritos y sacramentos; necesita estar encarnado en instituciones para que su poder se manifieste. Por el contrario, el sujeto es transparente, está presente por entero en la voz que lo nombra y que nunca es la de un grupo o un territorio, porque sólo es un llamado, la conciencia de una exigencia y de un derecho frente a las desigualdades, la exclusión social y los privilegios. No existe más que en el vacío que separa al individuo o al grupo real de la imagen que los lenguajes sociales dan de ellos. Marcel Gauchet tenía razón cuando veía en el cristianismo la salida de lo religioso porque Cristo, quien vino entre los hombres, se sintió abandonado por Dios en el sufrimiento y la muerte. La idea de sujeto no pudo formarse en su realidad visible sino cuando la vida social se volvió incapaz de ser portadora de lo sagrado por ser transformada por la acción del hombre, por sus conocimientos y sus técnicas. Fue la desaparición de lo sagrado como experiencia vivida y su reclusión en la memoria o la creencia lo que creó el vacío donde apareció el sujeto, al que no creó nadie más que él mismo. Si bien el sujeto es todo menos eterno, también está más totalmente presente que cualquier dios o personaje sagrado, que no pueden deshacerse por completo de lo que tienen de mítico. El sujeto sólo existe estando presente, aun y sobre todo cuando es consciente de su propia ausencia, de la negación de su existencia. El sujeto no nace de la desgracia; no sale como el último respiro de los cuerpos torturados.

Su presencia es positiva; es una experiencia vivida. El sujeto no está presente en la ausencia sino en la afirmación de sí como un derecho que puede ser denegado pero jamás suprimido. El sujeto es el derecho a ser actor; se formó y sigue formándose día con día, remontándose del objeto del derecho a su sujeto. Muchos han afirmado —y aún afirman a diario— su derecho a ser ciudadanos, sujetos políticos. Muchos —por lo general son los mismos— han afirmado y siguen afirmando sus derechos sociales, y otros más —no siempre los mismos— reivindican sus derechos culturales, el derecho a una lengua, una historia, unas creencias. Sin ellos no podríamos adquirir la idea de sujeto. Sin embargo, este sujeto, definido como un conjunto de derechos, puede transformarse en cualquier momento en su contrario, deteriorarse en conciencia identitaria, rechazo y persecución del otro. El terror o el racismo se desatan entonces en nombre de la ciudadanía. En nombre de los campesinos y de los obreros liberados, la dictadura bolchevique mató a los kulaks, a los mencheviques y a los aristócratas, y el comunitarismo intolerante prohíbe las obras extranjeras en nombre de la cultura. Probablemente porque el siglo XX destruyó los derechos fundamentales a mayor escala que los siglos pasados, vio perfilarse la figura del sujeto reducida a ella misma, a su derecho a ser ella misma, en contra de todas las expresiones sociales de los derechos convertidas en asesinas de estos mismos derechos. Creemos en la existencia del sujeto porque hemos asistido a la muerte masiva de aquellos que los verdugos arrojaron a fosas comunes para probar que no eran sujetos. La conciencia del sujeto se separó de todos los espacios sociales antes de reaparecer en la acción humanitaria, en los movimientos de base que se oponen a la globalización económica y en el feminismo, que hablan en nombre de la recomposición de la experiencia de cada quien, hombre o mujer, descuartizada durante largo tiempo por la voluntad de conquista y la explotación de todos por las élites guerreras y financieras. La conciencia del sujeto se liberó de los decorados épicos y de los grandes relatos históricos. No está tan cerca de lo sagrado y de lo trágico; es más ordinaria, incluso más cotidiana, y puede pronunciarse su nombre sin provocar gritos de horror o de esperanza. No obstante, esta presencia es a menudo engañosa. Aunque no caiga al abismo de la pasión identitaria, la conciencia del sujeto rehúye de sí misma para escapar al fuego de su mirada y a las exigencias que impone tanto a los individuos como a los grupos sociales. Los medios de comunicación masivos se afanan por disolverla en formas menos candentes de conocimiento de sí y de los otros; le hacen contar historias, desarrollar comentarios, presentar reivindicaciones, en vez de dejarla inmóvil, dueña de toda la fuerza de su esperanza o de su repudio. El sujeto estorba tanto y es tan exigente como lo sagrado en todas sus formas, y son pocas las personas que soportan escuchar a cada instante la voz del sujeto que llama a combatir a sus enemigos y despierta a quienes prefieren estar sordos. No podemos esquivar el llamado que el sujeto hace resonar en nosotros cuando sus derechos están seriamente amenazados. Debemos exigirnos a nosotros mismos liberarnos de cuanto nos incita a dejar de reconocernos como sujetos y a contentarnos con buscar el bienestar, que sirve de refugio para ocultar la negativa a ver cómo las políticas de desubjetivación destruyen, a veces delante de nuestros ojos, el

derecho que todos los seres humanos tenemos a vivir y a ser reconocidos como sujetos. La cultura de masas y las prácticas de las mayorías no se oponen a la idea del sujeto y de sus derechos porque sea demasiado abstracta, sino porque las ideas más elaboradas atañen a seres humanos que antes que nada son seres sociales moldeados por leyes y representaciones, mientras que el individuo de hoy, cuando menos en las sociedades donde las invenciones y los intercambios son más abundantes, mantiene relaciones más directas consigo mismo y, gracias a las técnicas de comunicación por internet, con los otros. Las antiguas sociedades, donde no había tantos intercambios y donde las transformaciones eran más lentas, concedían a unos pocos la pasión del ser o del objeto único, mientras que daban a las mayorías la conciencia asfixiante de las coacciones y de las interdicciones. Estamos viviendo una de las transformaciones más profundas de todos los tiempos. Nosotros, los habitantes de las ciudades de hoy, no somos seres más sociales sino, al contrario, seres menos sociales que aquellos que, en otros tiempos u otras regiones situadas fuera de las grandes corrientes de intercambios, vivieron o viven en un aislamiento que los expone más directamente a fuentes de autoridad aún más impositivas debido a su proximidad: la familia, el vecindario, la comunidad. Antaño, las invenciones de la mente eran inseparables de las prácticas sociales más cotidianas. Esto era verdad en el caso de las creencias religiosas y de la separación entre lo permitido y lo prohibido, entre lo puro y lo impuro. Al propulsarnos a un mundo artificial, el conocimiento y sus aplicaciones nos liberaron del mundo social. Las instituciones que transmitían el nombre, la filiación, la educación, las creencias y las tradiciones se debilitaron a medida que la experiencia de vida de cada quien se construía y deconstruía en un presente que ya nadie controla. En efecto, nos equivocamos si pensamos que nos guían a distancia poderes remotos, más manipuladores que las antiguas autoridades cuyas órdenes, creemos, podían soslayarse más fácilmente. Estamos supeditados a tantas influencias y a transformaciones tan aceleradas que sufrimos más por la inestabilidad de nuestro entorno social que por su rigidez.

LA SUBORDINACIÓN DE LO SOCIAL La referencia suprema al sujeto trastorna nuestra representación de las relaciones entre lo que es social y lo que no lo es, y en especial nuestra concepción de la laicidad, que fue una conquista fundamental. Sabemos que ésta todavía es rechazada o condenada en varias regiones del mundo. En algunos países musulmanes no tiene ningún sentido reconocido. Incluso en los países occidentales, sobre todo en los Estados Unidos, no es totalmente aceptada, no sólo porque ciertos grupos cristianos le son hostiles —al punto de pretender que se enseñe el «creacionismo» en el bachillerato al igual que el darwinismo—, sino porque, en los Estados Unidos más aún que en los países luteranos donde existe una religión de Estado —aunque se haya vuelto más institucional que propiamente religiosa—, los más altos representantes del Estado apelan a la bendición divina para su país, lo que confiere a éste una peligrosa

legitimidad religiosa. Ni un solo instante concibo poner en tela de juicio lo que para mí constituye una base esencial de la modernidad, aunque a condición de evitar interpretar la laicidad como una sacralización de las instituciones. Respeto, como forma laicizada, desacralizada del sujeto, la búsqueda de una sociedad considerada como la organización de la vida común de individuos y grupos con creencias y culturas diferentes, pero rechazo toda religión de lo social. Hoy en día, me asusta la antilaicidad religiosa enarbolada en nombre de la sharia porque, al igual que cualquier cruzada, es antes que nada un instrumento político. Llego, pues, a lo esencial. Es indispensable defender la laicidad contra las religiones oficiales, pero en el mundo donde vivo ya no está tan amenazada como antes. El nazismo antirreligioso, por ejemplo, representó un peligro sin común medida con los grupos integristas, incluso cuando éstos ejercieron una influencia política real. No obstante, rechazo, no con la misma fuerza pero sí con la misma determinación, todas las religiones sociales, que no pueden tolerarse sino en la medida en que son formas tan debilitadas del pensamiento religioso que no tienen ningún poder sobre las conciencias. Soy ajeno y hostil a las morales sociales y más aún a las morales cívicas, porque su verdadero papel consiste en poner obstáculos al reconocimiento de la ética del sujeto. Ésta pierde todo sentido si se deja encerrar en morales sociales que, por definición, están al servicio del orden establecido. No puedo imaginar un dios al servicio de los Estados Unidos, de Europa o de Francia, pero rechazo aún más la idea de un dios al servicio de Wall Street o de la policía política del Kremlin.

¿QUIÉN ES EL SUJETO? Es fácil identificar a los feligreses de una religión o a los miembros de algún movimiento de independencia nacional. Podemos llamar musulmanes a los hombres y mujeres que acatan los cinco deberes exigidos por el Corán y, de manera paralela, podemos llamar católicos a quienes respetan las obligaciones de Semana Santa, están bautizados, hicieron su primera comunión, fueron confirmados y van a misa con regularidad. Pero sentimos cuán arbitraria es esta definición social. ¿Acaso podemos afirmar que no existía ningún musulmán en Francia antes de 1989, año en que tres mujeres que residían en Créteil comenzaron a ponerse el velo en público? El hecho de llevar el velo, cuyo significado puede ser tanto político como religioso, indica ante todo la voluntad de volver a poner a la sociedad civil bajo el control de creencias religiosas. De modo casi opuesto, los que estudian el catolicismo señalan con razón que la influencia de la Iglesia católica rebasa con mucho el número cada vez más reducido de personas que van a misa los domingos. Las iglesias se van vaciando pero la vida religiosa no desaparece. Es más difícil identificar a las feministas en ausencia de señales instituciones o culturales que las designen. Después de las acciones de las sufragistas inglesas y antes de los grandes movimientos feministas norteamericanos, la obra de Simone de Beauvoir fue a lo esencial, no

cuando dijo que la mujer es una construcción del hombre sino cuando afirmó que la mujer debe ser una construcción femenina; es decir, que incumbe a las mujeres definirse, mientras los hombres les imponen una imagen de ellas mismas. Por lo demás, la famosa fórmula «No se nace mujer: se llega a serlo» tiene que entenderse de dos maneras que no hay que separar. Por un lado, se impone a la mujer la representación de ella construida por una sociedad dominada por los hombres; pero, por otro lado, sólo la mujer puede crearse como mujer, al igual que Simone de Beauvoir se creó a sí misma como mujer, o sea, como creadora de libertad, de creatividad, cuando su época aún estaba dominada por la idea de dependencia femenina. A través de una imagen construida y transmitida socialmente con enorme amplitud, se quiso hacer de Beauvoir un complemento inferior del hombre Sartre. Este pensamiento machista ocultó muy eficazmente la importancia preeminente de la autora de El segundo sexo. Estos preliminares formulados a partir de la cuestión de la mujer —algunos prefieren hablar de «feminidad»— nos preparan a tomas de posición más generales. Dejemos a un lado la moral, el juicio moral, y hablemos mejor de ética. El juicio ético sólo puede imponerse si coloca en una posición subalterna, o al menos supeditada, el juicio moral de tipo social, al que no sólo estamos apegados por la fuerza de la costumbre, sino que toma formas cada vez más invasivas en nombre de cierto moralismo social. Hay que dedicar mucha atención a dos distinciones. La primera pone énfasis en la conciencia del sujeto presente en sí o en los otros y en las manifestaciones de su presencia. Las víctimas de las persecuciones nazis, como tales, no fueron sujetos, pero los archivos alemanes nos han dado los nombres de numerosas víctimas que también fueron combatientes, hombres y mujeres que sacrificaron su vida. La segunda distinción remite a la necesidad de separar completamente subjetivación y moralización. Los más pesimistas de nosotros solamente ven víctimas y no ven sujetos. No obstante, la presencia del sujeto es visible cada vez que un individuo o un grupo se niega a ser reducido a pertenencias y oposiciones. La memoria de la Shoah no quita nada a la responsabilidad de los israelíes respecto de los asesinatos de palestinos. Por el contrario, la aumenta, ya que lo que los palestinos reclaman no afecta a lo que impulsó a los judíos perseguidos a querer cimentar un hogar nacional. En 1948, cuando el ejército israelí expulsó a los habitantes árabes, los palestinos no existían como tales y la misma Liga Árabe no los llamaba así. Hoy en día los palestinos forman una nación aunque estén divididos entre la autoridad palestina que gobierna Cisjordania, de forma muy limitada, y Hamas, que ejerce el poder en la Franja de Gaza; pero para la opinión mundial, Palestina es el Estado que la nación palestina tiene derecho a crear y gobernar como expresión política, reconocida internacionalmente, de su existencia. Palestina se convirtió en sujeto político y la negación de su existencia no puede sino empujar su conciencia política hacia la violencia. Más allá de la diversidad de las situaciones históricas, la conciencia colectiva de ser un sujeto es tanto más fuerte cuanto que choca con un adversario que se presenta a sí mismo como sujeto. Del mismo modo que la colonización francesa originó el desarrollo de la conciencia nacional en una Argelia que nunca había sido un Estado independiente, el conflicto con Israel hizo surgir la idea de un Estado nacional palestino. Estos ejemplos demuestran que conviene

abstenerse de tener una imagen demasiado interior del sujeto, como si éste fuera puro producto de una reflexión. La conciencia de sí como víctima —conciencia a un tiempo defensiva y agresiva— está sumamente alejada de la referencia al sujeto, del mismo modo que lo está la conciencia de la identidad, de la particularidad y de la diferencia, especialmente cuando implica una jerarquización. La conciencia de sí como sujeto radica en la capacidad del actor para percibir tanto en sí mismo como en los demás una forma de universalismo. La representación de sí como sujeto no es una simple afirmación, mucho menos una pretensión o un privilegio, sino un trabajo sobre uno mismo y un compromiso. Nos enfrentamos todos los días a situaciones y elecciones que apelan directamente a la existencia del sujeto.

EL SUJETO SIN ALMA La razón más profunda de la resistencia difusa a un pensamiento del sujeto es que muchos ven en él un intento de reintroducir el pensamiento religioso. Este temor no carece de fundamento. El posible llamamiento (que pudiera volverse ensordecedor) a una lógica de la acción y a una moral fiel a preceptos, o incluso a mandamientos sobrenaturales, es un peligro real. Tuve antes la oportunidad de decir en qué aspectos la idea de sujeto se distingue radicalmente de la noción de alma. Sin embargo, no es inútil volver al tema a la luz de los desarrollos precedentes, a fin de recalcar que el pensamiento del sujeto sólo puede desenvolverse en una sociedad secularizada, laicizada, en la que el poder, la autoridad y la moralidad estén definidos fuera de toda referencia religiosa. Sin por ello someterse a un laicismo que deificase la sociedad, Simone Weil habla del alma con razón y profundidad, pero no me estimo autorizado a hablar como ella. En efecto, es imposible hablar del alma fuera de una visión religiosa que sacraliza a la misma sociedad, y sin embargo es inaceptable sustituirla sólo con una visión científica o una moral utilitarista que amenaza con acabar con la libertad. Se ha recurrido en ocasiones a argumentos considerados como «científicos» para sustentar el racismo, aunque los trabajos de investigación los combatieron eficazmente quitándoles los fundamentos que muchos estimaban racionales. Del mismo modo, hoy sabemos que la democracia no es un subproducto, una consecuencia necesaria de la prosperidad, pues ésta también ha engendrado regímenes autoritarios. En pleno corazón de las crisis financieras y económicas que nos agobian, ¿quién se atrevería a sostener que el mercado asegura por sí mismo, por su propia lógica racional, la mejor gestión posible de los recursos? Si las ideas de libertad política, justicia social y derechos culturales cobraron tanta fuerza y marcaron tan hondamente a las sociedades más industrializadas, fue porque dieron formas políticas y jurídicas concretas al pensamiento del sujeto. El universalismo de este pensamiento se opone radicalmente tanto al racismo como a los imperialismos. No sostengo, en cambio, que esté en contradicción también con los pensamientos religiosos; afirmo, por un lado, que el

pensamiento del sujeto es inseparable del pensamiento laico y, por el otro, que revierte el mismo pensamiento religioso al definir el Bien por la libertad. No existe mayor peligro que la sumisión de las reglas de la vida social a principios que imponen una definición del Bien y de lo Verdadero mediante la referencia a un principio global —religioso, político, científico o social— de gobierno. Por eso veo en los comunitarismos actuales, en todos los niveles, amenazas tan grandes como las que representaban, antes que ellos, las teorías del poder absoluto o de la determinación de las vidas humanas por la economía. Ninguna autoridad, ningún poder tiene derecho a hablar en nombre del sujeto. Siempre se puede apelar a los derechos del sujeto, incluso en contra de las leyes. Aunque nos apartemos firmemente de todo lenguaje religioso, prohibiéndonos el recurso a palabras como salvación, sacrificio o sagrado, y afirmando que el sujeto no tiene alma, no creó el mundo y no es eterno, la idea de sujeto conserva, al menos en las apariencias, una referencia a una unidad, a un principio que da a las conductas humanas su sentido más profundo. Esto se vuelve aún más nítido si se introduce la idea de sujeto en la descripción de un mundo cuya misma naturaleza es la falta de unidad y de orden. Incluso, la ausencia de todo plan da cierta grandeza al caos. Existe una frontera infranqueable entre la referencia a un orden creado y las megalópolis caóticas donde casi todos los sistemas de comunicación se han vuelto invisibles. Esta frontera se muestra aún más infranqueable cuando separa el mundo de la guerra, con sus explosiones, sus destrucciones y sus exterminios, del de la paz, la creación y las leyes. Estas contradicciones sólo pueden superarse arrancando de la idea de sujeto todo cuanto evoca el orden, la justicia y la paz. No sólo el sujeto no tiene alma, sino que no tiene cuerpo, unidad ni medida. El sujeto no es, ni puede ser, el campanario de una catedral, la cúpula de una sinagoga o de un palacio, el minarete de una mezquita ni el plan de una constitución y de un código de ley. El cristianismo nos dejó imágenes dolorosas de martirios como, por ejemplo, los de Jesús, Juan Bautista, Pedro y Andrés, así como de esclavos o de princesas sacrificadas por haber permanecido fieles a su fe. Cuando la Iglesia, después de más de mil años, se hubo convertido en una institución rica y poderosa, buscamos el espíritu del cristianismo en las órdenes mendicantes, y particularmente entre los discípulos de Francisco de Asís y, más tarde, entre los reformadores que se dirigieron al pueblo y ya no solamente a los miembros de la curia. No buscamos el islam en el lujo de los califatos, sino más bien en el pensamiento y la poesía sufíes. Sin embargo, el sujeto no es un orden superior al que apelan algunos creyentes; sólo está presente en los actos de la vida, incluidos los de la memoria o los de la imaginación. El sujeto es este dolor o este placer que señalan el instante que no pertenece ni al tiempo del dinero ni al tiempo de la reflexión y de la revolución, y que únicamente pertenece al tiempo del sujeto y del reconocimiento de sus derechos más allá del orden y del interés. Esta experiencia puede ser sofocada, mas no se la puede encerrar en un tiempo o un lugar determinados, sea una iglesia, un cementerio o un lugar de la memoria, cualquiera que sea. Por el contrario, en estos lugares y estos tiempos el sujeto pierde su naturaleza y se carga de

intereses institucionales. La significación social, entonces, lo invade todo, al igual que en otros momentos lo hace la significación utilitaria, instrumental. El sujeto tiene su propio espacio y su propio tiempo que, a semejanza de los flujos de conciencia, escapan a su medida ordinaria. Conocemos esos excesos de presencia ante nosotros mismos que engendran la poesía, sea elegiaca, pasional o de denuncia. La vida del sujeto se entremezcla con la vida ordinaria; permanece siempre alejada de lo sagrado, de sus lugares y de su tiempo. Su intensidad culmina a menudo en los instantes más breves. Entre más cerca esté de la experiencia vivida con mayor facilidad se liberará de las leyes y las reglas de la organización social. Eso es lo que hemos aprendido de la historia del mundo occidental. Liberó las conductas y las ideas de sus funciones sociales y, más aún, de su justificación religiosa, al situarlas lo más cerca posible de la experiencia vivida de forma individual. El espíritu general de la separación del poder espiritual y del poder temporal —el del papa y el del emperador, en el caso de Europa occidental— puede abarcar todos los dominios, al punto de constreñir no solamente el poder religioso a la vida de la Iglesia, sino de restringir también el poder político. La idea de separación de los poderes tuvo una importancia decisiva. Todavía hoy, la independencia del poder judicial tropieza con dificultades, sobre todo en una democracia como la francesa, que insiste en la soberanía del poder popular y, por tanto, de los representantes electos por el pueblo. Según modalidades aún mal conocidas, las relaciones amorosas se desligaron de las relaciones de parentesco y de herencia y, si bien la importancia que se confería al papel de las cortes —como la del conde de Tolosa en la civilización occitana— se apoyaba a veces en bases más míticas que históricas, la verdad es que se reconocían los derechos de los amantes aun cuando sus sentimientos chocaran con las relaciones familiares y sociales. Mucho más tarde, la idea del arte por el arte —que no viene solamente de escritores menores como Théophile Gautier— se impuso y dominó la obra de los poetas más eminentes de la segunda mitad del siglo XIX, como Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud. Solemos admitir más a menudo la independencia del poder económico, y en el transcurso de la vida de las sociedades industriales se denunció reiteradamente la supeditación del poder político al poder económico, pese a que en general la realidad era menos simple. No es la idea de la sectorización de la autoridad —que puede desembocar en un corporativismo sobre el cual el Estado establece fácilmente su tutela— la que se impone paulatinamente, sino más bien la idea de la legitimidad propia de las actividades que ponen en práctica la capacidad de autocreación y de autotransformación del sujeto humano, y que los poderes políticos y administrativos deben respetar. La internacionalización de un gran número de actividades financieras, económicas o humanitarias conduce a la aparición de la autonomía e incluso, a veces, a la primacía de la actividad económica respecto de la intervención política. Sin embargo, las referencias a los derechos del sujeto también se multiplican y se especializan. Aunque la autoridad jurídica está sometida a importantes desafíos, la ética que introduce los derechos del sujeto en las leyes también manifiesta su presencia por todas partes, a tal grado que el enfrentamiento entre los intereses internacionales del Estado y los

derechos universales del sujeto constituye el principal escenario del conflicto. Donde mejor se escucha este llamado a la ética no es en el nivel de las instituciones, sino en el de la vida cotidiana. Antes que la búsqueda de la equidad, habría que poner en el centro de la acción política la reforma de las costumbres y de lo que quisiéramos poder seguir llamando la educación. Ésta es la exigencia concreta más fuerte que defiende una sociología de los actores que prácticamente ya no cuenta con las reformas, pero que cree cada día más en la denuncia de los escándalos y en el respeto de sí y de los otros como sujetos. Estos rasgos configuran imágenes complejas, a veces difíciles de combinar, del lugar ocupado por el sujeto en la vida psíquica. Podríamos decir lo mismo sobre lo sagrado que, antes de la emergencia directa del sujeto, mezcló lo religioso en todas las formas de lo social. Esto separa todos los tipos de sociedades históricas, y a fortiori posthistóricas, de las que están dominadas por un principio medular y total, proceda éste de un mensaje divino o de una identidad cultural. Las sociedades que buscan unificarse en torno a un conjunto de creencias, instituciones, tradiciones e intereses son civilizaciones. Las concepciones que designamos generalmente como modernas se apartan de estas sociedades integradas por un principio central, por más que las parejas de oposiciones que los sociólogos conocen bien — tradicional/moderno, comunidad/sociedad, estatus transmitido/estatus adquirido— tengan que volverse más complejas con la lectura de los historiadores que nos recuerdan el carácter artificial de la identidad nacional o la distancia entre la creencia y la práctica religiosa. Lo que llamo sujeto nos obliga a combinar dos ideas aparentemente opuestas. La primera es que el sujeto, que no es un alma, sólo se manifiesta apoderándose de diferentes niveles de conductas y dándoles un sentido superior, como ya he dicho a propósito de los movimientos sociales. La otra es que cada uno de estos niveles de conducta tiene una existencia independiente y legítima. Por ejemplo, la defensa de intereses o el cuestionamiento de las conductas de los adversarios desempeñan un papel importante en un movimiento social, pero no lo constituyen por sí mismos. Del mismo modo que un movimiento social no se reduce a su nivel más elevado, el del juicio ético, el sentimiento amoroso no absorbe el deseo, que puede manifestarse de manera independiente y aceptar a la vez su subordinación. Gran parte del poder de atracción de las obras literarias proviene de su capacidad de revelar la complejidad e incluso la fragmentación de sus personajes. Si el protagonista de una novela parece impulsado exclusivamente por una creencia, una pasión o un sentimiento —la gloria, el poder, el dinero, el odio o el amor—, se convierte en un arquetipo cuya pobreza desalienta al lector. Confundir al actor social (individuo o grupo) situado en un marco organizacional e institucional con el sujeto tiene repercusiones teóricas y prácticas muy negativas. En efecto, la unidad artificial así creada está al servicio de un poder a la vez temporal, espiritual y político. Al contrario, insisto mucho en afirmar la autonomía del sujeto respecto de los papeles sociales, lo que protege su posición superior pero también defiende a los individuos y a los actores concretos contra los poderes absolutos que se identifican tanto con una imagen del sujeto como con un territorio, con creencias y con intereses. La laicidad no debe limitarse a

separar el poder espiritual y el poder temporal; debe descartar por igual toda concepción unitaria y globalizante de la personalidad individual y de la sociedad. Uno de los mayores méritos de Freud es que siempre puso énfasis en la pluralidad de los componentes y de los niveles de la personalidad. Temas como el sujeto y los derechos universales están presentes entre nosotros desde hace mucho tiempo, al menos desde el siglo XVII en Europa. Atribuyo mucha importancia a los orígenes remotos del sujeto, aunque en el mundo de hoy su figura se nos presenta directamente, sin que sea identificable con formas de organización de la vida social, económica o política. De manera paralela, el desarrollo del consumo de masas promueve una nueva forma de individualismo que se apodera de una parte importante de la población, aun en las categorías con bajo nivel de ingresos. Georg Simmel y Thorstein Veblen fueron los primeros sociólogos que estudiaron el consumo. El primero insistió en el papel de la ciudad en el debilitamiento de las formas tradicionales del control social, y el segundo, en la importancia del vínculo entre consumo y distinción social, un tema muy estudiado después. El individualismo fundado en el consumo es inseparable de la formación o del fortalecimiento de grupos de proximidad, comunitarios o tribales. Es particularmente notable constatar que algunas categorías subprivilegiadas, como los jóvenes de las periferias, se identifican con marcas, incluso algunas creadas por ellas mismas, que son signos de reconocimiento del grupo más que señales de una elección individual. Conviene matizar esta idea e insistir en la capacidad de resistencia de los individuos a los mensajes que reciben. No sólo los medios masivos de comunicación no imponen una visión única del mundo, sino que los públicos reinterpretan constantemente sus informaciones. Después de Paul Lazarsfeld, quien fuera pionero en este campo, Michel de Certeau y Stuart Hall, entre otros, hicieron hincapié, con acierto, en la no pasividad de los públicos. Sin embargo, la radicalidad de la crítica de la «sociedad de consumo», tal como la formularon Roland Barthes en Mitologías o Jean Baudrillard en Crítica de la economía política del signo y La sociedad de consumo, ha sido sobrepasada ahora por la ecología política, cuyas posturas se ven consolidadas por las advertencias cada vez más apremiantes de los científicos que anuncian los peligros catastróficos de nuestra economía carbónica. Ante el exceso que consiste en identificar por completo un tipo de civilización con mercancías, hay que hacer penetrar todos los temas de la subjetivación en la vida cotidiana. Vista desde este ángulo, la justicia es un campo de reflexión importante. Procuramos mantener cerrada la frontera entre el dominio de la justicia social y el del juicio moral. También dudamos cada vez más de los fundamentos sociales de la justicia. La psiquiatría nos enseñó a dudar de la responsabilidad del individuo y, antes de pronunciar su fallo, los jurados quieren conocer las historias de vida del acusado y de la víctima. En cambio, aun cuando no tenga ninguna obligación legal, la persona que no brinda ayuda a un familiar es objeto de una condena moral. El dominio del juicio moral se reduce cuando uno descubre la irresponsabilidad del «culpable» y aumenta en la misma medida cuando atañe a las relaciones familiares y amistosas. Los crímenes sexuales que suscitan la indignación creciente de la opinión pública pertenecen a la categoría más grave de los crímenes morales

—más que sociales—, puesto que cobramos consciencia de la destrucción duradera de una personalidad; es decir, de su incapacidad de volverse sujeto después de un incesto o de una violación. El juicio moral se separa cada vez más del juicio social, el cual recibe además, por otro lado, los ataques del juicio médico y psicológico. Este rodeo me permite volver al punto de partida del presente capítulo: la resistencia a la idea de sujeto que algunos espíritus «modernos» consideran todavía como un avatar de Dios. La idea de sujeto pertenece al mundo moderno tanto como la racionalización científica que se interesa en procesos observables, analizables y reproducibles. La idea de sujeto no nos remite a un mundo sobrenatural; no es más misteriosa o mágica que la idea de razón. No prolonga los pensamientos religiosos, sino que los sustituye de forma diferente del racionalismo científico. No se reduce a lo que Maurice Merleau-Ponty llamaba el «pequeño racionalismo» en oposición al «gran racionalismo» de los siglos XVII y XVIII. ¿Es tan difícil reconocer la pobreza y la insuficiencia de todos los cientificismos, laicismos y racionalismos que desnaturalizan la ciencia, la laicidad y la razón, los componentes esenciales del pensamiento moderno? Con todo, la postura más peligrosa sigue siendo el relativismo moral y cultural que sólo ve en el universalismo que atribuyo al pensamiento moderno un signo del imperialismo occidental que cada uno procura hacer olvidar; pero, tan poco tiempo después del fin de un siglo XX en que vimos cómo los totalitarismos llenaban fosas comunes, ¿quién se atrevería a afirmar que puede prescindir del juicio moral? Ciertamente ya no separamos lo permitido y lo prohibido de los procesos psicológicos, sociales e institucionales que intervienen en su delimitación. No somos separables de nuestra educación, de nuestra actividad, de las formas de nuestra vida social; pero esta evidencia no permite decir que ya no es posible dar una definición general del Bien y del Mal. Al contrario, estamos remplazando las definiciones impuestas por las tradiciones y las doctrinas por otra, establecida en relación con nosotros mismos, en la que sentimos como el mal todo cuanto se opone al ejercicio de nuestros derechos fundamentales y como el bien todo cuanto reconoce y refuerza nuestra libertad y nuestra responsabilidad. A medida que cesamos de definirnos por nuestras pertenencias, aceptamos menos que se nos reduzca a nuestros intereses; por el contrario, afirmamos nuestros derechos, que llamamos fundamentales porque no se aplican a una sociedad o una categoría particulares, sino a todos los seres humanos. No se trata de negar el carácter relativo de las costumbres y de los juicios, destacado por Montaigne, Pascal y muchos otros, sino de afirmar la existencia del derecho universal a tener derechos, por encima de la diversidad de las costumbres e incluso por encima de las leyes. Nos negamos a creer que todo es relativo y puede juzgarse bueno o malo en función de un lugar, de un momento o de situaciones determinadas; y debido a que rehusamos la comodidad del relativismo tenemos —o deberíamos tener— la valentía de combatir lo que consideramos como el Mal. Es muy ilusorio creer que se puede escribir la historia del nazismo evadiendo todo juicio moral, como si un médico se negase a emitir un juicio negativo acerca de una enfermedad letal. De manera recíproca, debemos rechazar con igual vigor la tentación de dar una definición

meramente social del Bien y del Mal, o de reducir el Bien a nuestros intereses o placeres personales. La sociología desempeñó un papel positivo cuando combatió las concepciones «metasociales», transcendentes, de la moral. Sin embargo, no por ello puede ceñirse a dar explicaciones exclusivamente sociales. Para esquivar este doble escollo, tiene que poner la idea de sujeto en el centro del análisis, en el sitio que durante un tiempo ocupó la idea de sociedad, que a su vez sucedió a la de progreso. Este sujeto, este yo que habla y reflexiona, toma conciencia, evalúa y juzga, no es un personaje exclusivamente individual que se alce por encima de las emociones y de las tradiciones; el yo es portador de derechos colectivos e individuales a la vez. Pero ¿cómo podría realizarse sin emociones este vuelco hacia juicios colectivos? No es que produzca emociones, sino que es producto de emociones. Del mismo modo que la personalidad se forma a partir de las relaciones del niño con sus padres, en la vida social es menester salir del grupo, enfrentar la propia mirada y soportar un malestar que se opone a la ruptura entre el individuo y el grupo al que «pertenece», para poder después exigir que el grupo reconozca los derechos superiores de los individuos. Esto se verifica con mayor fuerza cuando se trata de afirmar los derechos de quienes sufrieron los tratos más horribles. Cierto es que algunas pruebas extremas, como la deportación, pueden volver imposible la toma de conciencia de los hechos. Hay que hablar o vivir, dijo Jorge Semprún pensando en Primo Levi, quien habló y escribió y se volvió incapaz de vivir. La formación del yo no opera mediante la destrucción del yo o del nosotros, sino superando sus reglas y sus límites y dando prioridad a nuestras relaciones con nosotros mismos, gracias a las cuales hacemos que lo universal entre en nosotros a fin de volvernos aptos para enfrentar pruebas que no podríamos soportar sin esta transformación de la relación de uno consigo mismo.

DE LO ETERNO A LO COTIDIANO Hay que estar conscientes de los desafíos más fundamentales y reconocer los conflictos que ponen en juego lo más importante: el sentido o el sinsentido de la vida, de uno mismo y de los demás; también hay que abstenerse de creerse un santo o un héroe. De lo contrario, lo que pensamos reconocer como el sujeto se convierte en poder e impone la rigidez de las reglas sociales que transforman la vida en disciplina y prejuicios. Nada es más inquietante que las comunidades ejemplares, unas sectas tanto más peligrosas cuanto que se refieren a valores universales, élites naturales o un dios todopoderoso. La referencia directa al sujeto es exigente e incluso apremiante, mientras que la vida cotidiana tiene que permanecer flexible y espontánea. Estimo que el carácter informal de los intercambios a través de las redes sociales presenta muchas más ventajas que peligros, porque el elitismo conduce a la afirmación de privilegios. ¿Acaso existe algo peor que sacralizarse a sí mismo? El sentido se pervierte cuando quiere ser cotidiano. La vida cotidiana es el mejor guardián contra las pretensiones, el orgullo y el autoritarismo. La mejor manera de abrirse a la

conciencia de los desafíos más importantes, aquellos que implican directamente la existencia y las exigencias del sujeto, no es tomarlo todo en serio, sin distancia, sin humor ni autocrítica. El mayor encanto de la juventud es que, sin necesidad de una jerarquía militar y sin tener que dejarse convencer por los ancianos de la tribu, apunta al nivel más elevado de compromiso y de valentía. Esta mezcla casi constante de tragedia y comedia es una fuerza poderosa, aunque difícil de adquirir y transmitir. Haría falta escribir todo un libro para decir de modo suficientemente claro, es decir, concreto, cómo las políticas sociales y las conductas de los individuos y de las instituciones públicas y privadas pueden transformarse al imponerse como meta prioritaria reconocer al actor social, o sea, la capacidad de cada quien de actuar sobre su propia situación con vistas a que sea menos una «condición» que, dentro de lo posible, un campo de iniciativas. El principal objetivo de los sistemas de seguridad social, en el momento de su creación, era proteger a quienes habían sido golpeados por los accidentes de la vida, de la vejez o de la arbitrariedad de los patrones. Hemos visto, de manera convincente, que la crisis que estalló de súbito en 2008 no tuvo consecuencias humanas tan drásticas como la de 1929, aunque todavía no se puede controlar el desempleo y las desigualdades tienden a aumentar. Constatamos la diferencia entre los europeos y los habitantes de otros continentes que, si bien viven un periodo de crecimiento, adolecen de desigualdades mucho más profundas, a tal punto que los ricos y los pobres a menudo tienen acceso a cuidados médicos y educación diferentes y separados. Los europeos tienen razón cuando defienden con ahínco las políticas que combinan la protección social con la redistribución de los ingresos, sobre todo cuando están asociadas a un impuesto progresivo. Sin embargo, estos objetivos ya no son suficientes, no tanto porque escaseen los medios financieros necesarios para su realización sino, sobre todo, porque se desatiende, a veces de forma escandalosa, los derechos y las demandas de los sujetos humanos. Esto es lo que expresamos con cierta torpeza cuando hablamos de la falta de humanidad, de respeto o de capacidad de escucha de las instituciones hacia quienes tratan como simples solicitantes de ayudas sociales, cuando estas personas, además de una protección contra los accidentes de la vida, necesitan que se estimule su capacidad de independencia e iniciativa. Me opongo a todo cuanto disuelve al sujeto y sus derechos en la individualidad de cada existencia. Sin embargo, la fuerza afirmativa y reivindicativa del sujeto no se reconoce plenamente sino cuando ilumina y refuerza los diferentes niveles de la experiencia de vida de todos los individuos, y cuando se considera a cada quien como un actor y no como una situación o un caso. Conforme nos acercamos a las situaciones y a las conductas individuales tenemos que completar, o incluso remplazar, la afirmación directa del sentido de la acción y de los peligros que lo amenazan, por una conciencia cada vez más aguda de los movimientos opuestos derivados de la presión constante de los intereses dominantes que, al fin y al cabo, siempre son la expresión de un poder o de un deseo. Algunos buscan sobre todo manifestar en su conducta una apertura al otro, pero cuando las instituciones construyen espacios protegidos para el sujeto, muchos procuran más bien apropiarse todas las formas de la subjetivación,

incluyendo las más frágiles. Aun en los actos más cotidianos o menos «serios», como el juego, el chiste y las reacciones espontáneas como la risa, detectan la presencia del dinero, del poder y del deseo, aunque también de las presiones opuestas de la libertad, el proyecto, la amistad y sobre todo, por supuesto, el amor. Las conductas más sensibles a los derechos de los demás no son las que afirman con mayor fuerza los derechos del sujeto —aunque son las más importantes y las más necesarias—, sino las que revelan la distancia, aunque sea muy discreta, establecida en relación con las reglas, las coacciones y los deberes. Cada quien debe respetar en los otros las zonas de claroscuro donde se hace oír el llamado al sujeto en medio del clamor de los intereses. Estoy llegando al punto final de este descenso del sujeto hacia el individuo. ¿Existe este punto final o, cuando se llega a lo más individual, encontramos solamente el enfrentamiento, aunque esté oculto o controlado, entre el interés y la subjetivación? Puesto que tratamos aquí de observaciones cambiantes, estamos tentados a pensar que la respuesta a esta pregunta tiene poca importancia. No lo creo, porque, aunque los derechos del sujeto no estén claramente amenazados, tenemos que velar por respetarlos, incluso en nuestra imaginación y en los intercambios aparentemente menos cargados de elecciones éticas. También hay que ser consciente de que por debajo de las conductas individuales y de las relaciones sociales existen, y a menudo actúan con fuerza, pulsiones ajenas tanto al poder y a los intereses como a los derechos del sujeto. Durante un siglo la crítica de los intereses dominantes vino de Freud y de Nietzsche con tanta o más frecuencia que de Marx, y a la inversa, la violencia masiva que dio su cariz aterrador al siglo XX surgió de lo que se suele llamar el inconsciente, que en su segunda tópica general Freud llamó Tánatos (la muerte) y que se opone a Eros; este último no se reduce al placer, y lleva en sí el impulso constructor de la vida que, a su vez, da al amor gran parte de su fuerza. A riesgo de molestar a quienes otorgan un privilegio último a lo que es más individual y, a través de esto, a la experiencia vivida (Lebenswelt), es imprescindible proteger, siempre y en todas partes, los derechos del sujeto y, por ende, el esfuerzo que realiza por defenderse y afirmarse contra los intereses, la autoridad y el placer. Hasta la preferencia más limitada lleva en sí un llamado a los derechos del sujeto contra las reglas impuestas por el interés. Podría detenerme aquí, pero estimo que es importante formular una palabra que no he escrito hasta ahora: la felicidad, tan espontáneamente designada por muchos como la meta más elevada de la vida individual, de las relaciones interpersonales y de la vida social. Me cuesta mucho evitar pronunciarla. Quizá debería también reivindicarla para describir el triunfo del sujeto que libera y protege un espacio personal en contra de todos los ataques del interés y del poder. En efecto, acepto la idea de felicidad, si se le puede dar este significado. Sin embargo, siempre he pensado que la felicidad es un estado de equilibrio en el cual las expectativas de un individuo corresponden a las normas aceptadas por los otros miembros de la sociedad. Creo que si tanto se aspira a la felicidad es porque sus criterios sociales, cambiantes y heterogéneos, están muy lejos de las expectativas individuales. Durante mucho tiempo preferí el tema de la alegría al de la felicidad, porque aprendí esta palabra con Bernanos. Hoy en día preferiría hablar de libertad, de valentía y de generosidad, pero son vocablos demasiado

psicológicos para encajar con lo que estoy buscando. Aunque siento que se me entiende mejor cuando empleo la palabra liberación, la palabra sujeto, pese a su frialdad aparente, es la más exaltante de todas, la más lírica.

DIEZ IDEAS PRINCIPALES Y OTRAS MÁS Una vez llegado casi al final de la parte medular de este libro, siento la necesidad de establecer un orden de prioridad entre mis propuestas más importantes. Lo hago pensando sobre todo en las disensiones que pueden suscitar. 1. Ésta es la razón por la que señalo en primer lugar mi apego a la idea de sujeto, como punto de llegada y como destrucción de todas las formas de lo sagrado. También quiero asentar así mi rechazo a un utilitarismo total que, para mí, es un instrumento puesto al servicio del dinero, del poder y también del yo y del nosotros más inmediatos, más cargados de prejuicios y de menosprecio por el otro. 2. No puedo separar la idea de sujeto de su universalismo. La fuerza de esta afirmación también deriva de la violencia de los ataques que sufrió el pensamiento universalista por parte de todas las formas de relativismo y constructivismo culturales. Si bien admito la necesidad del multiculturalismo que reconoce la diversidad histórica de las vías de modernización, también rehúso transformarlo en un naturalismo de los valores que, en primer lugar, confunde la modernidad con las modernizaciones y, en segundo lugar, conduce a una «guerra de los dioses» que sabemos perfectamente cómo termina. 3. Insisto en la destrucción de lo social porque es la otra cara del concepto de sujeto y porque es también, y ante todo, un evento histórico indisociable de todas las formas de globalización, tanto positivas como negativas. 4. En la escala de mis preocupaciones pongo muy alto también mi interés propiamente histórico relativo al declive de Europa, y en especial de Francia, que prefiero formular como ausencia de voluntad y de capacidad para ser actor de sociedades divididas entre la nostalgia del pasado y la reducción del porvenir a una caída intuida como inevitable. 5. Opongo a este pesimismo confuso y cobarde mi apego político e intelectual a los movimientos sociales, a los que quisiera dar otro nombre; el mejor, y también el más clásico, es el de acciones colectivas, a condición de dar a la idea de acción su sentido más elevado, es decir, situarla en el nivel de la defensa de los individuos y de las colectividades en tanto que sujetos. 6. No puedo separar esta posición global de aquella, más concreta, que presenté en varias oportunidades en este libro, a fin de marcar claramente mi convicción —aunque por lo pronto parezca desmentida— de que el movimiento femenino es necesariamente el actor principal, si no de una nueva modernidad, sí de una nueva modernización, de la reconstrucción y de la reintegración de una cultura y de una sociedad liberadas de la polarización que la dominación masculina les impuso brutalmente.

7. Sólo la actual moderación de los ataques contra la razón explica que yo le conceda un espacio sumamente limitado en el presente libro. No obstante, jamás daré marcha atrás en el tema de la defensa de su universalismo, ni tampoco en la defensa de los derechos humanos. 8. El punto precedente es susceptible de introducir un malentendido que quiero evitar. No me refiero a la defensa de los derechos del hombre y del «ciudadano», no porque ponga en duda la importancia de la ciudadanía, que se extiende tanto a los derechos sociales y culturales como a los derechos políticos, sino porque a menudo he tenido que oponerme al «espíritu republicano» que reduce los derechos a las instituciones, mientras que la idea de democracia, a la que doy un significado cada vez más amplio y cada vez más central, me parece indisociable de la idea misma de sujeto. Tomemos nota de los peligros que representa la importancia central otorgada durante mucho tiempo a lo político. 9. Declaro prioritarias dos posiciones, más metodológicas que teóricas. Una es la actual necesidad de «pensar mundo», que para nada implica la idea superficial de la pérdida de importancia de los Estados nacionales en el momento mismo en que la diversidad de los modos de modernización amenaza con reforzar peligrosamente la prioridad que muchos de estos Estados conceden a sus intereses particulares contra el universalismo de la modernidad. Comparto las críticas de Ulrich Beck al «nacionalismo metodológico». Escuchemos todas las voces del mundo. 10. Finalmente, soy consciente de que mi concepción del actor social y de las situaciones históricas me lleva a defender, en el seno de la sociología que se dedicó sobre todo al estudio de los sistemas, una sociología de los actores que recurre a la intervención sociológica. Quiero añadir a estos posicionamientos —en torno a los cuales se han organizado mi trabajo y mis pensamientos durante los últimos veinte años— tres reflexiones que no tienen el mismo estatus, aunque su importancia es tan grande que dudo que algún individuo o colectividad puedan comprenderse y actuar sobre sí mismos si no las tienen en cuenta. La primera es que la enseñanza ya no puede atenerse a transmitir conocimientos sin interesarse en el problema de la acción. En todos los niveles y todos los tipos de escuela, la adquisición de conocimientos relativos a las situaciones sociales no debe ocupar más que la mitad del tiempo. La comprensión de la acción humana, de sus orientaciones y de sus condiciones debe ser objeto de la otra mitad, dedicada a lo que solemos llamar ciencias humanas. La segunda reflexión es un simple retorno al origen de los estudios sobre las sociedades modernas. Hay que empezar por descubrir lo que está oculto, ir a los lugares vedados y describir las conductas que no podemos ver porque se disimulan, como las prácticas ilícitas de enriquecimiento, la criminalidad enmascarada y la economía ilegal, que se niegan a ser reconocidas y juzgadas. Esta recomendación es la consecuencia concreta y directa de mi rechazo a toda sacralización de los discursos y las prácticas de la vida social. Por último, quiero recordar mi apego al carácter complementario del enfoque analítico de la sociología y del enfoque del conocimiento histórico, no sólo más sintético sino también más directamente ligado a la actividad humana y a sus transformaciones.

TERCERA PARTE La modernidad y las modernizaciones

XII. La modernidad y las modernizaciones

CRÍTICA DEL SOCIOCENTRISMO ¿Es posible hablar de la modernidad? Sí, porque si se hablase de las modernidades se vaciaría la noción de todo contenido, y porque no se puede hablar de las modernizaciones — naturalmente, en plural— si no se ha definido primero la modernidad. El trastorno proviene del hecho de que a menudo se ha identificado la modernidad con un periodo histórico y con una parte del mundo. El Renacimiento italiano, la Revolución francesa, la Revolución industrial iniciada en Gran Bretaña, la era Meiji en Japón o la Revolución rusa de 1917 marcaron rupturas con antiguos regímenes e identificaron a los nuevos dirigentes con la modernidad que, a lo largo del siglo XX, se definió con referencia a un modelo occidental, primero europeo y luego norteamericano, incluso cuando se manifestó fuera de este perímetro. Esta identificación de la modernidad con el mundo occidental podía justificarse históricamente dado el avance económico y la influencia política de que Europa dio pruebas a partir del siglo XVI; pero también explica el rechazo de que actualmente es objeto esta noción. En efecto, vivimos en un mundo policéntrico que opone a Europa, los Estados Unidos, Rusia, Japón, Brasil y otros grandes países llamados emergentes, además de Corea y pronto quizá México y Sudáfrica. La nueva importancia concedida a ciertos países no se debe tan sólo a la cifra de su población o al volumen de su pib, sino también a la naturaleza de sus instituciones y a la calidad de sus sistemas de educación, investigación e innovación. Después de la Revolución soviética muchos creyeron que la URSS representaba el porvenir del mundo o, cuando menos, que iba a ser por mucho tiempo uno de sus grandes polos de desarrollo y de transformación. Durante el largo periodo de la Guerra Fría privó la idea según la cual existían tres grandes conjuntos: el mundo capitalista, el mundo soviético y el Tercer Mundo, conformado por los países no alineados que se habían unido con ocasión de la conferencia de Bandung. Actualmente esta división ya no corresponde a una realidad política o económica. La mundialización reunió a los países occidentales, a China y, finalmente, a Rusia dentro de la Organización Mundial del Comercio (OMC); la Unión Soviética estalló en 1991 y la economía de China creció tan rápidamente que pronto será la primera potencia económica mundial, con la India pisándole los talones, aunque la transformación de ésta se enfrenta a grandes dificultades, más culturales que políticas. No creo que los BRIC (Brasil,

Rusia, la India y China) formen un conjunto coherente, dadas las enormes diferencias de toda clase entre estos países. Me parece más útil defender la idea de la modernidad e insistir en la pluralidad, sin límites, de los modos de modernización.

¿QUÉ ES LA MODERNIDAD? Una vez quebrada la que llamo la utopía europea que identificaba una parte del mundo y sus tipos de modernización con la modernidad en general, nos incumbe la tarea de proporcionar una definición no geográfica ni histórica, sino propiamente sociológica, de la modernidad. Ésta designa ante todo el desbordamiento de todos los marcos económicos, sociales o políticos por la afirmación de principios no sociales, universales, de acción y de pensamiento. Esta idea, inspirada en la Ilustración europea del siglo XVIII, se manifestó bajo formas históricas y geográficas muy diferentes, que correspondían a herencias, recursos y capacidades de acción muy diversas. Al mismo tiempo que se hablaba del espíritu de las Luces se hablaba del despotismo ilustrado, refiriéndose particularmente a Prusia, Austria y Rusia, de modo que, en la historia real, la modernidad nunca se confundió con una vía de modernización. Ciertamente, el tema del humanismo desempeñó un papel ideológico importante, pero la Europa de la Ilustración también fue la Europa del Tratado de Westfalia, que consideraba la pluralidad de los Estados nacionales como una realidad insuperable. ¿Cómo debemos entender este universalismo que pongo en el corazón de la definición de la modernidad? Se trata, en primer lugar, de la confianza en la razón y en sus aplicaciones. Ya en el siglo XVII había sido el fundamento del pensamiento y, en los siglos posteriores —sobre todo en el siglo XIX—, el racionalismo y el cientificismo buscaron extender sus principios a todos los dominios de la vida social. No obstante, en realidad la identificación de la razón o de la ciencia con la modernidad terminó por destruir esta última. Nadie piensa, al menos desde Maquiavelo, que el príncipe actúa en nombre de la razón; se atiene a ponerla al servicio de sus intereses, de su poder y de su gloria. Por eso es sumamente importante extender toda definición de la modernidad a dominios que no pueden ser sometidos a los mismos criterios de evaluación que las ciencias o las técnicas. Por lo demás, no es difícil. Lo mismo en su interpretación cristiana que en sus orígenes antiguos, el pensamiento político se refería al derecho de gentes y a la necesidad de preservar o restablecer la paz civil e internacional. En esa circunstancia, la fundación del Estado moderno descansaba en la creación de cortes y de códigos de justicia, así como en la separación de los poderes. Es posible, por tanto, definir la modernidad por la asociación del pensamiento racional y del reconocimiento de derechos humanos fundamentales, es decir, universales. Esta definición es muy diferente de la que insiste en la renovación constante de las formas de la vida material, intelectual y social en sociedades en transformación perpetua. La definición de la modernidad como la eternidad en el instante, que propuso Baudelaire y ya estaba presente en Théophile Gautier, correspondía a esta experiencia vivida del cambio acelerado, de la creación

ininterrumpida, por no decir de la espontaneidad de las invenciones o de los modos. No obstante, esta definición, que parece tan general, correspondía mejor al París, al Londres o al Nueva York de los siglos XIX y XX que a otros contextos. Hasta podríamos objetar que traduce la experiencia de la élite social de los países más ricos mejor de lo que describe los resortes generales de transformación de la vida material y de las instituciones. Propongo — particularmente, en Crítica de la modernidad (1992)— una definición de la modernidad que hace hincapié en las formas de la acción más que en el contenido de los objetos o de las experiencias vividas. La ciencia y sus aplicaciones, así como el reconocimiento de derechos fundamentales, fueron los desafíos principales de las sociedades conmocionadas a la vez por la industrialización y por los conflictos sociales y políticos generados por su desarrollo. La asociación del pensamiento racional y de la defensa de los derechos humanos constituye incluso el enlace que tiene que existir entre la modernidad y los caminos de la modernización. En efecto, estos dos aspectos son, a un tiempo, diferentes e inseparables uno del otro. Una de las grandes ventajas de esta definición es que nos libera de los etnocentrismos y de las ilusiones nacionalistas. Todos nos enfrentamos a la modernidad; es decir, al poder de la ciencia y a la igualdad de los derechos, dos fuerzas universalistas y a la vez liberadoras de las formas tradicionales de autoridad e identidad. La globalización de la economía significó ante todo la ruptura de todas las formas de control político o social de la vida económica, y dediqué la primera parte del presente libro al estudio de este fenómeno histórico de excepcional relevancia. Gran parte de las ciencias sociales y de los movimientos sociales y políticos más importantes pusieron en tela de juicio el vínculo, juzgado indisoluble, entre el progreso material y económico, y el progreso de las leyes y de las costumbres, debido a que con frecuencia se confundió la modernidad con los progresos del conocimiento, de la producción industrial o de la potencia militar. De ahí deriva la importancia de la corriente de pensamiento que, desde Georg Simmel, Norbert Elias y Robert K. Merton hasta las sociólogas italianas contemporáneas Simonetta Tabboni y Anna Rita Calabrò, desarrolló la idea de ambivalencia, poniendo énfasis en que el progreso material podía provocar consecuencias negativas y peligrosas o bien producir el mejoramiento de las condiciones de vida de los individuos y su emancipación. La noción de ambivalencia no debe conducirnos a buscar respuestas equilibradas entre las ventajas y los inconvenientes del progreso, sino, al contrario, a reconocer la contradicción entre la afirmación del sujeto creador y portador de derechos y las formas de organización del trabajo, de la producción y del poder que redujeron la racionalidad a sus aspectos instrumentales, como señalaron, por ejemplo, Max Horkheimer y Theodor Adorno. En lugar de considerar que somos lo que hacemos, que nos confundimos con nuestras obras, hay que reconocer la brecha entre, por un lado, el sujeto humano que resiste a la instrumentalización de la razón y, por otro, todas las formas de lucro y de poder. Desde este punto de vista, la oposición más fuerte no se sitúa entre los estatus transmitidos y los estatus adquiridos, sino entre la conciencia de sí como creación y libertad y la lógica interna del mundo del lucro y del poder puesto al servicio de los intereses y de la identidad de los grupos que conforman la élite dirigente de una sociedad.

La noción de ambivalencia nos obliga a rechazar las ideas de progreso, de comunidad y de identidad y a separar al sujeto del mundo de sus obras, apoyándonos en la oposición weberiana entre racionalidad sustantiva y racionalidad instrumental. Esta brecha señala el fin de la sacralización de lo social. Muchos pensaron que ésta conducía al triunfo de la acción instrumental e utilitaria; por el contrario, sostengo que, al oponerse de forma cada vez más directa a la lógica del lucro y del poder, de la identidad y de la violencia, condujo a la humanización del sujeto, a su interiorización en la conciencia humana reflexiva. La historia del siglo XX puede leerse como la historia del enfrentamiento entre el espíritu democrático, fundado en la conciencia de los derechos humanos fundamentales, y el espíritu de dominación y de lucro. Entre ambos, el mundo social cayó en ruinas. A través de las dramáticas luchas que causaron la muerte de decenas de millones de seres humanos, hemos aprendido a ser ambivalentes con respecto a la idea de sociedad, tal como ya lo éramos, al menos desde 1918, respecto de las filosofías del progreso. Nos inclinamos cada vez más a afirmar los derechos del sujeto, para resistir a la voluntad de poder absoluto no sólo de los príncipes sino, más aún, de las comunidades y de todas las conciencias colectivas fundadas en una identidad. La violencia de los regímenes totalitarios y el inmenso número de sus víctimas nos han obligado a oponerles la fuerza universalista de los derechos humanos fundamentales, ya que sólo la definición más general de los seres humanos puede resistir a la deshumanización transformada en principio de gobierno. No se puede resistir al horror por interés: sólo es posible hacerlo en nombre de derechos absolutos y universales. Incluso pienso que la falta de vigor de las actuales reacciones políticas y morales contra todas las formas de crisis de la vida social se debe, ante todo, al atraso de nuestras representaciones y nuestros discursos. No conseguimos definir con suficiente claridad la naturaleza y la profundidad de las destrucciones producidas simultáneamente por las crisis económicas y financieras y por los regímenes autoritarios. Como no se proceda a un análisis adaptado a las realidades actuales, no se podrá llevar a cabo una acción política eficaz, y sin acción política es imposible defender las categorías más amenazadas. Nosotros que sabemos cuán inmensurables y brutales fueron las conquistas que nos permitieron hacer progresar nuestros conocimientos, nuestra productividad y nuestra democracia, ¿cómo pensamos que podrían resolverse los problemas sociales y culturales más graves y salvarse los peligros, si no logramos forjar herramientas intelectuales que estén a la altura de los desafíos? Por ende, debemos seguir reflexionando sobre la condición humana actual para poder volver a un análisis más concreto de las condiciones en las que puedan formarse nuevos actores capaces de defender los derechos humanos fundamentales y de repudiar todas las formas de totalitarismo y de comunitarismo. Hemos definido al sujeto por los derechos universales del individuo que actúa en su nombre; por consiguiente, la modernidad no se puede definir más que en los mismos términos, es decir, por el universalismo. Se suele objetar a esta concepción de la modernidad que no se pueden situar en el mismo plano los métodos científicos y el respeto de los derechos humanos, pues los primeros se verifican mientras que los segundos sólo pueden afirmarse y

reivindicarse. En realidad, esta objeción se funda en la incomprensión de lo que llamo aquí la modernidad. Defiendo la idea de que existe un tipo de orientación de las conductas situado por encima de cualquier función social o política. Esto es verdadero tanto en el caso de los derechos humanos como en el del pensamiento científico. La idea de los derechos humanos está presente hoy en sociedades que son muy diferentes de la sociedad inglesa del siglo XVII o la francesa de la Ilustración. Cada sociedad tiene el derecho de referirse a tradiciones locales o a creencias religiosas, pero ninguna puede ser llamada moderna si se niega a poner la razón científica por encima de estos otros modos de pensar. Asimismo, no se puede llamar moderna una sociedad que rechaza la idea de los derechos humanos universales. Muchos regímenes políticos los pisotean, pero constantemente individuos, grupos y pueblos se sublevan contra sus dirigentes, con la conciencia de que el reconocimiento de los derechos humanos universales es un elemento indispensable de la modernidad. La idea de los derechos humanos universales no es natural y no ha aparecido en todas las épocas ni en todos los tipos de sociedades. Emerge a medida que las colectividades humanas adquieren la conciencia de que ningún destino, ningún dios les impone sus representaciones y sus modos de vivir, sino que éstos son fruto de la creación de la acción que dichas colectividades ejercen sobre sí mismas. Sólo cuando algunas sociedades tomaron conciencia de que podían construirse y destruirse a sí mismas fueron capaces de concebir que ya no necesitaban apelar a un principio exterior de legitimidad y que, por tanto, debían limitar su acción sobre sí mismas por medio del reconocimiento de derechos humanos universales e intangibles a fin de no depender solamente de su propio poder y de sus instituciones. Este descubrimiento del hombre como autocreador está en el corazón de la idea de modernidad. La violencia ejercida en el siglo XX por los regímenes autoritarios aceleró la toma de conciencia por los seres humanos de la dualidad de su existencia: la sociedad, su cultura y su historia los moldean, pero, recíprocamente, ellos son sus creadores y sus agentes de transformación.

LAS MODERNIZACIONES En todas las sociedades, aun en las que parecen ser las más modernas, existen elementos no modernos, tradicionales o incluso antimodernos. Ninguna sociedad real ha sido creada de un golpe, siguiendo un modelo racional, como las ciudades perfectas soñadas por Piero della Francesca o Filippo Brunelleschi. Todas las sociedades comparten una historia de penetración más o menos grande y más o menos rápida de la modernidad en un conjunto de prácticas y de instituciones procedentes en gran parte del pasado, incluso a veces de un pasado remoto. Además, en todas las sociedades operan mecanismos que, en sí, son no modernos, aunque en ocasiones estén puestos al servicio de la modernidad. El poder puede emplear medios de acción modernos, pero no es moderno de por sí. La idea de un rey filósofo, matemático o físico no corresponde a la realidad histórica. Es fácil concluir, pues, que la modernidad nunca puede ser identificada con un tipo determinado de modernización y, por consiguiente,

que existe una pluralidad de vías de modernización, mientras que sólo hay una definición de la modernidad. En este terreno, los historiadores vuelven a hacer valer sus derechos. La situación histórica que define las condiciones y las formas de una modernización supone la existencia de cierta figura del sujeto, cuya independencia y fuerza son más o menos importantes. Sin embargo, la aparición de una nueva figura del sujeto depende antes que nada de un «movimiento», ya sea político, social o religioso. Podemos pensar, por tanto, que el proceso de formación de una nueva figura de la modernidad es más bien discontinuo que continuo, puesto que depende en parte de la existencia del movimiento que lo «lanza». Es posible ilustrar este punto con dos ejemplos históricamente recientes: el movimiento obrero no se creó en la continuidad del espíritu republicano, aunque en Francia la figura de Jean Jaurès corresponde a la alianza de ambos. Todos recordamos la revuelta de los obreros durante las Jornadas de junio de 1848 contra el gobierno surgido de la Revolución de febrero del mismo año. Asimismo, en Francia, los sucesos de mayo de 1968 pusieron en evidencia la brecha profunda que separaba el movimiento sindical de masas del movimiento estudiantil. Muchos historiadores de las ideas se han empeñado en inscribir los movimientos de jóvenes (estudiantes o no estudiantes) en los Estados Unidos y en Francia en la continuidad de movimientos que abarcan desde el dadaísmo hasta el surrealismo y, más tarde, el situacionismo, que desempeñó un papel importante en 1968, mientras que el Partido Comunista —que había conseguido ser muy influyente en el surrealismo, antes de que André Breton rompiera con él cuando tuvieron lugar los procesos de Moscú— se alejaba cada vez más de los temas culturales que iban a crear un nuevo tipo de movimientos sociales. El mayor obstáculo a la formación de una nueva figura de la modernidad radica en la dominación generalizada de una ideología global sobre la vida social, cultural y económica, cualesquiera que sean los términos a través de los cuales construye su influencia. Resulta más difícil entender cómo, en cada época, una nueva figura de la modernidad «reinterpreta» —en el sentido que los sociólogos atribuyen a esta palabra— ciertos elementos anteriores de la cultura y de la organización social. Cabe esperar aquí que sucedan interacciones muy complejas entre diferentes niveles y diferentes formas de la vida social y cultural. Basta con estos datos para convencernos de que sólo existe una definición de la modernidad y que ésta se combina con una pluralidad de procesos históricos de modernización. Sin embargo, sólo se puede desarrollar de manera útil este punto de vista a partir de estudios profundizados sobre uno o varios casos históricos concretos. No puede existir un camino único para llegar a la modernidad, un one best way, como decía el ingeniero Taylor. No sólo muchos caminos —o todos— llevan a Roma, sino que la modernidad no se encuentra ni en Roma ni en Atenas, Nueva York o Shanghai. Por ende, los caminos de la modernidad son tan numerosos y diversos como las situaciones históricas que contribuyen a crear. La modernización es un proceso que conduce al encuentro de una noción general, universal, con una historia peculiar, la de un individuo, una sociedad o una institución. La modernización es la penetración de la modernidad en una situación concreta que, sea cual fuere, nunca es totalmente moderna. Por consiguiente, lo moderno siempre está entremezclado con lo no moderno, lo antiguo o lo tradicional, y la historia nos enseña que los

mayores logros de la modernidad siempre fueron puestos en tela de juicio. La definición de la modernidad no nos indica cómo actúa la modernización. Antes que creer en la posibilidad de acercarse paulatinamente a la modernidad perfecta, hay que hacer hincapié en la multiplicidad y la fragilidad de todos los factores de modernización. ¿Cabe renunciar entonces a entender los resortes de la modernización, por ser demasiado numerosos y demasiado variados los factores que permiten su aparición? Tal vez, pero no antes de haberlo intentado. La primera hipótesis es que la modernidad triunfa allí donde el poder del Estado está sometido al control de la sociedad. La voluntad de un rey o de un jefe religioso pone obstáculos tanto al conocimiento científico como a la igualdad de los derechos. Sucede a veces que la destrucción del orden establecido abre brutalmente las puertas a un mundo más vasto, pero no es así como suele progresar la modernidad. Ésta exige que se derriben muros, pero con la condición de que no sea para implantar un nuevo poder, sino para afianzar lo que llamamos la sociedad civil. Ésta se funda en categorías que ya no se transmiten sino que se adquieren, y por tanto favorecen el desarrollo de nuevas ideas. La segunda hipótesis insiste en el carácter limitado de las desigualdades y en la posibilidad de reducirlas. Cuanto más firmemente aferrados están los argumentos utilizados con vistas a legitimar las desigualdades, más el espíritu universalista que define la modernidad choca con obstáculos que no puede superar. El hecho de que, hoy en día, estén creciendo las desigualdades es el indicio de que, en estos albores del siglo XXI, vivimos un periodo de retroceso de la modernidad más bien que de progreso. Menos desigualdades y más diversidad: éstas son las dos condiciones que permiten abrir la vía al universalismo de la modernidad, pero por sí solas no son suficientes para iniciar el movimiento que conduzca a este fin. Una de las principales condiciones positivas de este ascenso hacia lo universal es la transmisión de los conocimientos. Los dos premios Nobel de Física Leon Lederman y Georges Charpak, que concibieron el programa de aprendizaje científico Manos a la Obra y lo experimentaron en barrios pobres de Chicago y de París, demostraron que tenían confianza en el conocimiento y sus exigencias, a condición de adaptar los ejercicios requeridos de los alumnos a la clase de operaciones para las que son aptos. El conocimiento es universal, mientras que las relaciones pedagógicas no lo son. Por eso hay que redoblar la confianza en el conocimiento y reforzarla por medio de la confianza en cada individuo que se instruye, lo cual supone la individualización de la relación docente. Durante mucho tiempo, en Francia, la escuela pública tuvo por principio evitar toda relación personal entre el profesor y el alumno, a fin de evitar que los profesores trataran con más atención y simpatía a los alumnos procedentes de un medio social más elevado, en particular porque éstos dominaban mejor las relaciones interpersonales y el lenguaje. En el excelente lycée donde estudié, no recuerdo haber tenido ninguna comunicación con mis profesores, salvo cuando me entregaban mis calificaciones o algunos breves comentarios destinados a mis padres. Sin embargo, desde Adam Smith, los economistas han insistido en que la confianza desempeña un papel indispensable en los intercambios económicos. Esto se verifica con más razón en la relación pedagógica. Cuando faltan la atracción por los conocimientos y la

confianza en el profesor, el alumno busca apoyos en el grupo de los pares, lo que pone trabas a la apertura y a la iniciativa personales. Las sociedades contemporáneas más complejas multiplican las motivaciones y los obstáculos sociales tanto en el camino de los adultos como en el de los jóvenes; el resultado corresponde al objetivo fijado. Es bastante fácil que una sociedad precise las necesidades de las categorías más elevadas, pero resulta mucho más difícil evaluarlas en los niveles más bajos de calificación. Sin embargo, es en estos niveles donde más se perciben los riesgos de desempleo, de trabajo a tiempo parcial, de cambio de actividades o de deslocalización. Muchos estiman que la solución más eficaz consiste en concentrar los esfuerzos en las categorías superiores y hacer una estricta selección dentro de la población. En Francia se habla de elitismo republicano. Este enfoque garantiza un buen nivel de estudios a quienes están destinados a cumplir funciones importantes, y que, en este caso, proceden en su mayoría de medios sociales cuyo nivel económico y cultural rebasa con mucho el nivel promedio. En cuanto a los demás, suscitan poco interés. Los estímulos otorgados a escuelas y establecimientos de enseñanza media ubicados en zonas socialmente desfavorecidas no alcanzan a compensar las desventajas a las que tienen que hacer frente; además —y esta práctica es asombrosa—, se nombran profesores jóvenes sin preparación ni experiencia para enseñar en clases integradas por alumnos difíciles que sufren, en particular, la falta de perspectivas profesionales y prejuicios desfavorables. Tanto a los profesores como a los alumnos les resulta penoso soportar situaciones que parecen haberse creado para incrementar las probabilidades de fracaso. El objetivo de estas observaciones es poner de realce el hecho de que la modernidad tiene las mayores oportunidades para desarrollarse allí donde el medio escolar combate activamente las lógicas de la reproducción social, económica y política; en otras palabras, en los lugares donde se realizan los esfuerzos necesarios para suscitar y reforzar las motivaciones de todos. Es también positivo ofrecer a los jóvenes el mayor número posible de oportunidades de manifestar sus capacidades y sus posibilidades de triunfar. Por ejemplo, se sabe que el deporte es un medio eficaz de ascenso social para quienes pertenecen a medios desfavorecidos. Todo cuanto limita los efectos del orden social establecido favorece la modernización. Por esta razón es más difícil que accedan a la modernización las sociedades pequeñas cuyas jerarquías internas son visibles y sólidamente preservadas. No obstante, las sociedades más grandes y más complejas también chocan con obstáculos en el camino que lleva a la modernización. Su potencia económica, política o militar puede ser en sí un poderoso factor de desmodernización, lo mismo que la conciencia identitaria, el espíritu de cuerpo y la burocracia. Las victorias de la modernidad no se obtienen de una vez por todas; por tanto, no puede existir ningún fin de la historia que termine por semejante triunfo. En la cúspide de su poder, el mundo occidental vivió guerras que causaron la muerte de decenas de millones de soldados y civiles, y fue en una Alemania en su apogeo industrial donde apareció, inmediatamente después de la derrota de 1918, de la hiperinflación de los años veinte y de la crisis económica

de 1929, el monstruo hitleriano. El régimen surgido de la Revolución rusa y el Gran Salto Adelante chino son otras ilustraciones de lo mismo. La historia no es ninguna marcha triunfal hacia la Humanidad Ilustrada. No obstante, si bien el progreso moral no necesariamente viene acompañado de progreso científico y tecnológico, no se sigue que deba ponerse en tela de juicio el valor universal del conocimiento científico. Es perfectamente legítimo interrogarse acerca de las virtudes de las medicinas tradicionales y admitir sus aportaciones, a condición de no poner en el mismo plano el enfoque científico y la observación empírica. Si tanto me importan el universalismo de los conocimientos científicos y el de los principios morales, es porque ambos son sólidas fortificaciones erigidas contra la arbitrariedad y la violencia, sobre todo cuando éstas disponen de medios de acción «modernos». La gran lección que tenemos que aprender del siglo XX es que las peores violencias se ejercieron en nombre de un dios, una raza, una nación, y no sólo en nombre del interés personal. Invertir este enunciado nos lleva al principio medular de nuestra moral social: los derechos más imprescriptibles son aquellos que atañen más directamente a las personas individuales. Para que se pueda emplear la noción de modernidad hay que reconocer la separación, que me parece casi evidente, entre la modernidad y las modernizaciones. Algunos autores, que insisten en la diversidad de los países llamados modernos, suelen criticar esta noción. Según ellos habría modernidades, en plural. Esta opinión superficial priva de todo contenido una noción que me parece imprescindible. Siendo así, prefiero a los que se declaran abiertamente antimodernos porque, cuando menos, saben de qué están hablando. La caída catastrófica de la Unión Soviética hizo que muchos —los mismos que siempre u otros— pensaran que el totalitarismo político había corrompido todo lo que existía en ese país. El diagnóstico estaba equivocado, como demostraron los éxitos soviéticos en la conquista espacial. Los trabajos de Olga Yartseva sobre los grandes centros de investigación de la URSS señalan bien por qué. Numerosos cuadros dirigentes científicos y muchos disidentes, entre ellos Andrei Sajarov, fueron egresados de estos institutos.

ORACIÓN FÚNEBRE PARA LA POSMODERNIDAD Por todas estas razones nunca me he sentido atraído por la idea de posmodernidad, que consiguió difundirse ampliamente sin haber sido jamás definida con claridad, lo que constriñe su alcance al dominio ideológico. Este veredicto me obliga, no obstante, a examinar personalmente esta idea, cuya influencia parece dar marcha atrás hoy en día, por razones tan misteriosas como las que provocaran su éxito. Resulta cómodo partir aquí de la fórmula de Jean-François Lyotard, quien asevera que el declive del liberalismo, del nacionalismo, del socialismo y del comunismo señaló el «fin de los grandes relatos»; es decir, de las interpretaciones globales a la vez económicas, sociales,

políticas y culturales de la historia. Comparto este análisis. Pienso incluso que incité a ahondar en la reflexión cuando mostré que es menester abandonar la noción misma de sociedad, puesto que el mundo creado por la economía, las ciencias y las tecnologías, pero administrado por las finanzas, escapó a todo control social, lo que volvió caduco el papel de las instituciones en la construcción de las reglas, las formas de organización y las leyes de la vida social. Insistí en el hecho de que esta destrucción hace aparecer a plena luz la idea de sujeto, libre de todo marco social. Los pensadores posmodernos siguieron otro camino, a decir verdad más filosófico que sociológico o económico: de la desaparición de los grandes relatos históricos infirieron que las sociedades más modernizadas caían en la desintegración, ya no tenían ningún principio de unidad y cedían el lugar a un espacio construido, donde iban a coexistir formas y objetos ajenos unos a otros. La sociedad posmoderna era ineluctablemente kitsch, pensaban, no por su mal gusto sino, de manera más seria, debido a la ausencia de todo principio de integración de sus diversos componentes. Si vuelvo atrás para criticar el pensamiento posmoderno a partir de mi propio enfoque, puedo encontrar intuiciones profundas en la obra de sus teóricos, inspirados muy a menudo por su voluntad de combatir un marxismo que se había convertido en instrumento político de integración social forzada, a la vez que seguían fieles al enfoque crítico al que el marxismo había contribuido mucho. Podría objetar que la situación que llamo postsocial y posthistórica presenta efectivamente una unidad global estructurada en torno a la oposición entre una economía financiera globalizada, por un lado, y las exigencias y los derechos del sujeto humano, por el otro. Esta oposición entre lo económico y lo ético se traduce, en todos los niveles de la vida social, en conflictos entre la lógica del lucro y del poder y la lógica del sujeto y sus derechos. Sin embargo, esta respuesta no es suficiente ya que, si estas dos fuerzas opuestas no tienen nada en común, están en estado de guerra permanente, lo que hace imposible la construcción de una sociedad. Tampoco basta decir que este conflicto general puede conducir a componendas, reformas, victorias parciales de los derechos del sujeto. Hay que añadir —tal como hice desde los inicios de mis trabajos, cuando mi tema principal era el estudio de los movimientos sociales— que las fuerzas sociales y políticas en conflicto no son enemigos involucrados en una guerra, puesto que comparten lo que antes se llamaba las fuerzas productivas y que yo llamo la modernidad, lo cual implica no sólo dimensiones económicas, sino culturales y sociales. ¿Es necesario subrayar la extrema importancia de estas diferencias que oponen mi propio enfoque a la visión a la vez economista y evolucionista que durante un tiempo ejerció una influencia predominante? En efecto, al hablar de lo que llamé los desafíos comunes a los adversarios sociales, introduje la idea de sujeto definido como una relación de uno consigo mismo transformada por el nivel de historicidad; es decir, de autocreación y autotransformación de una sociedad, que hace de los seres humanos la fuente de legitimidad de sus juicios morales y sociales. Los elementos del enfoque intelectual que presento en este libro son interdependientes. Me parece que el pensamiento posmoderno, cuyo punto de partida es aparentemente afín al mío,

pertenece, por el contrario, al conjunto de los pensamientos posmarxistas, dentro del cual representa una tendencia crítica renovadora. Sin embargo, un pensamiento definido antes que nada por su papel crítico sigue perteneciendo al dominio de la ideología que critica. Para poder liberarnos de un pensamiento cuyos errores de análisis fueron drásticos en el Tercer Mundo —particularmente en América Latina y Argelia—, y cuya subordinación a un poder totalitario en el mundo soviético y los países que dependían de él se reveló ruinosa, es preciso retomar el análisis desde bases diferentes. No creo haberme alejado de lo que en 1965 llamaba una sociología de la acción, aunque amplié mi análisis para volverlo más coherente gracias a la introducción de nuevas nociones, empezando por la de sujeto. No era posible renovar los análisis sociológicos e históricos — cuyos fundamentos ya no pueden estribar en conceptos propiamente sociológicos e históricos porque tienen como finalidad aprehender situaciones postsociales y posthistóricas— antes de haber separado claramente la modernidad y las modernizaciones. Por esto, considero que las nuevas situaciones en que hemos de aprender a vivir y a pensar son hipermodernas, que es lo contrario de posmodernas. La era postsocial y posthistórica marca antes que nada la emergencia de un sujeto que se salió de todo marco social, que es transparente y, por ende, visible en todas partes. Esta conciencia de sí en tanto que sujeto permite la creación de actores que no son ni sociales ni históricos, pero que pueden ejercer una acción decisiva sobre las prácticas sociales y los cambios históricos. Aquí estamos en el umbral de un nuevo conjunto de estudios que se sitúan lo más cerca posible de la realidad observable, y que se fundan en una representación coherente de la era en que hemos entrado. Cuando emplean la noción de posmodernidad, los razonamientos del sociólogo y del filósofo son muy diferentes. Gianni Vattimo expuso muy claramente el punto de vista del filósofo tal como lo elaboraron Nietzsche y Heidegger. La palabra nihilismo, empleada por Nietzsche, ejerció una gran influencia en el pensamiento del siglo XX a través de la metáfora de la «muerte de Dios». Tanto él como Heidegger quisieron destruir la metafísica, que «concibe el curso del pensamiento como un desarrollo progresivo en el cual lo nuevo se identifica con el valor a través de la recuperación y de la apropiación del fundamento-origen. Ahora bien, son precisamente estas nociones de fundación y de pensamiento como fundación y acceso al fundamento lo que Nietzsche y Heidegger ponen radicalmente en tela de juicio».1 El punto de vista de la sociología siempre fue el opuesto: su definición de la modernidad asocia el sentido de la acción al triunfo de la razón, la ciencia y la técnica. Desde este ángulo, la sociología sucede a la filosofía casi cronológicamente, ya que Nietzsche y Durkheim publicaron, respectivamente, Más allá del bien y del mal en 1886 y Las reglas del método sociológico en 1895. La sociología es fruto de la experiencia de la sociedad industrial. No piensa que el sentido esté en el origen, sino en el final de lo que más tarde se llamó el desarrollo. El pensamiento filosófico vio la destrucción del Ser en el triunfo del valor de cambio, mientras que los sociólogos analizaron el trastorno de una sociedad marcada por la racionalización de la producción. Zygmunt Bauman llamó la atención de un vasto público al remplazar la idea de posmodernidad por otra más metafórica, la «sociedad líquida». La metáfora puede sorprender,

pero traduce con acierto el tema de la dilución de la sociedad creada por la razón y las leyes. Sin embargo, es en La sociedad sitiada (2002) donde emplea dos vocablos cuya unión define con mayor exactitud su representación de la sociedad: inaccesible y sitiada. Dicho de otro modo, según él, la sociedad ya no puede definirse sino a través de los ataques que recibe. Este pesimismo radical es una de las tendencias más fuertes del pensamiento actual. Comparto algunos de estos análisis, que incluso profundizo en extremo mediante las ideas de fin de lo social y de era postsocial. Sin embargo, avanzo en una dirección muy diferente cuando remplazo la sociedad en tanto que principio de legitimación de las conductas por el sujeto, tal como se revela a sí mismo a través de la descomposición de todos los demás principios de legitimación; pero sería más útil organizar debates a fin de confrontar diferentes interpretaciones de una misma situación histórica que procurar el triunfo de una representación sobre otra. Acabo de recordar que el contenido de la visión filosófica es muy distinto del contenido de la visión sociológica de la posmodernidad; también conviene subrayar que los temas y las inquietudes que están en el centro del pensamiento de Bauman son el arte y el amor. ¿Por qué un pensamiento centrado en la cultura debería tener el mismo gusto que un pensamiento centrado en la vida social? No obstante, todas estas reflexiones comparten la misma sensibilidad a la ruptura entre la lógica de las cosas y el sentido que tienen para el actor. Dicha ruptura amenaza la subjetividad si no se la transforma en subjetivación capaz de vencer los ataques que se llevan a cabo en nombre del mundo subjetivo.

CUANDO OCCIDENTE DUDA DE LA RAZÓN Europa occidental, los Estados Unidos y los grandes dominions británicos se identificaron durante mucho tiempo con el universalismo de la razón y de los derechos humanos. En tanto que país nuevo, tierra de inmigración y de esclavitud en el sur, hasta la Guerra de Secesión, los Estados Unidos contaron primero que nada con el mercado nacional del trabajo y con las instituciones judiciales para asegurar su integración, pese a la diversidad de su poblamiento. En la cúspide de las instituciones judiciales reina la Corte Suprema, cuyas decisiones se aplican a toda la sociedad norteamericana por el intermedio de un ejército de juristas a los que Michel Crozier, un amigo de la sociedad estadunidense, reprochó que perjudican aún más a su país que los funcionarios franceses al suyo. En el siglo XX los Estados Unidos conquistaron una verdadera hegemonía en un gran número de campos científicos gracias a la creación de un sistema universitario que atrajo a estudiantes y a profesores de todo el mundo, después de haber importado durante la segunda mitad del siglo XIX el sistema alemán, entonces preponderante en el mundo occidental. Así, los Estados Unidos se construyeron conscientemente sobre el doble fundamento de la razón científica y de la afirmación de los derechos humanos. No obstante, fue en Gran Bretaña, antes que en los Estados Unidos, donde, de Hume a

Locke, se elaboró un pensamiento político fundado en una visión a la vez racionalista y mercantil. Italia, por su lado, desarrolló un pensamiento jurídico racional heredado de la época romana y estimuló las obras de los más grandes artistas del Renacimiento, quienes solían ser también científicos. Alemania promovió con Kant una filosofía que rompió con la metafísica en provecho de un análisis de los fundamentos del pensamiento científico y del juicio moral. Finalmente, Francia convirtió el racionalismo en ideología oficial en la que se apoyó la República en su lucha contra la Iglesia católica. Más allá de las profundas diferencias que los separan, todos los grandes países occidentales actuaron, pues, conscientemente con el objetivo de ser países modernos; es decir, fundados, por una parte, en el pensamiento racional y científico y, por otra, en la defensa de los derechos humanos de los demás. Aunque es preciso renunciar a los juicios demasiado simples, Europa y su vasta zona de influencia permanecieron identificadas con la Razón desde la filosofía de la Ilustración hasta el cientificismo del siglo XIX. Sin embargo, las conmociones del siglo XX y la pérdida de la hegemonía mundial provocaron un debilitamiento de la confianza que los europeos depositaban en la razón, que era casi tan absoluta para ellos como la fe para los cristianos o los musulmanes. No fueron los movimientos revolucionaros inspirados en el marxismo lo que motivó el cuestionamiento de la omnipotencia y las virtudes de la razón, sino más bien las fuerzas psicológicas, culturales o políticas que las burguesías creían haber aplastado. Así, el psicoanálisis reveló el papel de la sexualidad en la formación de la personalidad y, a través de Freud, se expandió ampliamente la influencia de la filosofía de Nietzsche, que buscaba liberar la energía humana de las coacciones que la moral cristiana ejercía sobre ella. La violencia desatada durante las dos guerras mundiales, especialmente contra los judíos durante la Shoah en Europa bajo el dominio nazi, demostró la impotencia de la razón y el vigor de los componentes comunitaristas del nacionalismo. Por su parte, los movimientos anticolonialistas fomentaron el renacimiento de las culturas oprimidas. Más recientemente, con el desencadenamiento de las crisis financieras y económicas, en casi todos los países europeos creció una xenofobia teñida de racismo, ya sea antisemitismo o arabofobia. Estas reacciones son particularmente fuertes en los países muy integrados del norte de Europa, desde Finlandia hasta Noruega, los Países Bajos y Bélgica, mientras que ni en Italia ni en España, pese a que recibieron flujos migratorios considerables y a pesar de la presencia de la Liga del Norte en Italia, ha surgido un movimiento político tan poderoso como el Frente Nacional en Francia. El nacionalismo de extrema derecha también invadió varios países que habían estado bajo la dominación soviética, en particular Hungría. La fuerza liberadora que durante un tiempo representaron los nacionalismos se transformó rápidamente en fuerza destructiva, como demostró el estallido de Yugoslavia. Afortunadamente, hasta hoy, la Europa declinante no se ha dejado llevar por el espíritu revanchista ni por una afirmación neocolonialista de la superioridad del hombre blanco. Los Estados Unidos, tan fuertemente marcados por la esclavitud y la segregación, lograron sobrellevar las oleadas de violencia del fundamentalismo blanco o negro y eligieron a un candidato afroamericano a la presidencia. Además, y a pesar de las medidas violentas

tendientes a impedir la inmigración clandestina, la población latinoamericana consiguió implantarse en el territorio estadunidense. En Francia, la oposición a los inmigrados fue violenta, tanto de parte de las instituciones como en la vida social misma, lo que suscitó disturbios en los suburbios populares, mientras que los Estados Unidos y Gran Bretaña, que se habían enfrentado con graves incidentes interétnicos, consiguieron limitar sus conflictos internos. El sociólogo registra estos hechos pero se abstiene de sacar conclusiones optimistas, porque ve en ellos, más bien, el desplazamiento de la conflictualidad desde el campo nacional, y luego étnico, hacia el campo religioso, junto con el desarrollo rápido de una hostilidad muy fuerte de los grupos islamistas contra el Occidente y de las extremas derechas europeas contra el islam, por razones sobre todo culturales, entre las cuales la discriminación contra las mujeres desempeña un papel importante en Occidente. Es difícil, pues, dejarse convencer por la idea de un debilitamiento de los conflictos étnicos que, demasiado someramente, solían atribuirse a la herencia colonial de Europa. Los movimientos feministas obtuvieron el apoyo de la opinión pública en su lucha por los anticonceptivos y por la legalización del aborto. La pérdida de influencia del catolicismo, en particular en España y en Francia, facilitó la adopción por el Estado de reformas condenadas por la Iglesia. Más recientemente, la revelación de numerosos casos de pedofilia dentro del clero, especialmente alemán y norteamericano, contribuyó a acentuar todavía más su repliegue cultural, sin indicar por ello ningún retroceso general de las prácticas religiosas que, como han mostrado numerosos sociólogos, tienden más bien a transformarse. De hecho, el cambio más notable es que los europeos, durante tanto tiempo convencidos de su superioridad respecto del resto del mundo, son ahora conscientes de ser un continente en decadencia, incapaz de solventar sus crisis, mientras que el crecimiento es importante en el resto del mundo, incluso en las regiones más pobres de África. Francia es mucho más pesimista que los demás países europeos. Es posible pensar que el profundo apego al racionalismo —incluso en sus formas más caricaturescas—, de que dan pruebas su Estado, su sistema escolar y su modo de reclutamiento de las élites, desempeña un papel importante porque acentúa un confuso, pero desesperante, sentimiento de fracaso. Aunque muchos consideran que el declive económico es responsable de la pérdida de confianza en sí mismos de los europeos, podemos estimar que lo que provoca su desaliento es el desfase entre los marcos oficiales de pensamiento y de organización y la experiencia vivida. Los Estados Unidos, que mantuvieron una posición dominante en la mayoría de las ciencias y las tecnologías, no se enfrentan a preocupaciones similares. Paralelamente, su potencia militar explica que el antiamericanismo político siga siendo mucho más fuerte que el anticolonialismo dirigido contra Gran Bretaña, los Países Bajos o Francia. La segunda gran transformación deriva del derrumbamiento de la Unión Soviética y del nuevo régimen autoritario que le sucedió, en el que Vladimir Putin dispone de poderes absolutos, o cuando menos suficientemente amplios para permitirle organizar su reconducción al poder durante un tiempo indeterminado. Durante la Guerra Fría el mundo aparecía dominado por el enfrentamiento entre los Estados Unidos y la URSS, e incluso había

escritores e intelectuales dispuestos a saludar en el régimen soviético una nueva y superior forma de democracia y, sin embargo, la Rusia postsoviética no se percibe como un ejemplo de éxito económico, ni como un foco cultural con particular relevancia, ni siquiera como un modelo político capaz de infundir entusiasmo fuera de sus fronteras.

LAS POLÍTICAS ANTIOCCIDENTALES Las victorias del modelo occidental, a menudo sangrientas, han alimentado constantemente los ataques contra el universalismo que aquél reivindicaba. Se ha criticado el modelo jacobino, el capitalismo monopolístico, la destrucción de las culturas colonizadas, el confinamiento de los marginados y de los enfermos mentales y la exclusión de la vida pública de las mujeres. No obstante, ni estos reproches argumentados ni estas justas condenas hicieron aparecer otras formas de civilización. Al contrario, se combatió la coerción ejercida por la religión con tanta frecuencia y con tanta pasión que algunos países —Francia en particular— instituyeron la laicidad en calidad de principio constitucional, a tal grado que hoy en día nada nos preocupa más que la voluntad de construir o reconstruir sociedades o, mejor dicho, comunidades religiosas fundadas en reglas de vida directamente inspiradas en un mensaje religioso. Es posible generalizar el caso: cada vez que las críticas del mundo occidental se apoyan en la defensa de otro modelo suscitan oposiciones fundamentales en respuesta. Tememos volver a un sistema de castas, a la supeditación de las mujeres, al control del Estado por el Ejército. La admiración suscitada por el Dalai Lama, y, con él, por el budismo tibetano en general, no impide que esta civilización destruida por la China comunista se haya edificado sobre la base de la dominación del clero y de mantener a las mayorías en la pobreza. Desde este punto de vista el anticolonialismo tercermundista, y más recientemente el altermundismo, actuaron con acierto cuando se abstuvieron de identificarse con la crítica del racionalismo occidental que, sin embargo, nunca cesó de ganar terreno. Lo que acabo de decir acerca de Europa puede resumirse en dos constataciones fundamentales. La primera es que Europa fue profundamente moderna; es decir, afirmó, defendió y aplicó antes que las otras partes del mundo el universalismo de la razón y de los derechos humanos fundamentales. La segunda es que su modo de modernización se mantuvo muy alejado de su discurso sobre sí misma, y descansó en una concentración extrema de los recursos en manos de una élite dominante movida por la voluntad de conquista y explotación de toda la población. La modernidad de Occidente radica en su desarrollo científico, su laicidad y sus movimientos de reforma; su modernización fue obra de los conquistadores, de los monarcas absolutos, de las tropas de Napoleón y de los colonos del capitalismo financiero e industrial. Hay que partir de esta oposición radical entre modernidad y modernización, y tratar incluso de generalizarla a otras áreas culturales. Es propio del mundo musulmán haber extremado y prolongado en el tiempo la unidad del poder y de la fe: lo que, retomando la imagen que aplicara Ernst Kantorowicz a la figura del

rey en Europa, podríamos llamar los dos cuerpos del califa, ya presentes en la persona de Mahoma. Esta unidad se mantuvo hasta la desaparición del califato en 1924 y la laicización impuesta en Turquía por Kemal Atatürk. Sin embargo, una reafirmación cultural y política del islam sucedió al largo periodo de inestabilidad que siguió a la muerte de Atatürk y culminó en los años ochenta. En Irán, el ayatola Jomeini impuso una revolución islámica que abolió la Revolución Blanca de los Pahlavi. La evolución de ese régimen, asociada a las ambiciones propiamente políticas del Irán contemporáneo, desembocó en el retorno a una teocracia nutrida de un antioccidentalismo virulento. Así, en una región que engloba a Afganistán y a Paquistán, pero que no puede identificarse con el mundo islámico en su conjunto, observamos una modernización autoritaria desligada de los objetivos universalistas de la modernidad. Europa siguió un camino opuesto y separó la cristiandad de la religión cristiana propiamente dicha. Hay que distinguir dos problemas: los lazos entre el cristianismo y lo que llamamos la modernidad, y el obstáculo a la modernización que constituye la idea de cristiandad. La descomposición de esta última y la pérdida de influencia de las Iglesias sobre el gobierno, la justicia y la educación fueron los principales resortes de la modernización en muchos países europeos, en particular los de tradición católica. Esto no significa que haya que considerar la lucha ente la Iglesia y el Estado como un enfrentamiento entre el pasado y el presente o el porvenir, pues la realidad histórica siempre ha sido más compleja. Lo que torna esta oposición exageradamente simplificadora es el hecho de que se apoya en dos contenidos de la palabra Estado: el Estado como soberano y el Estado como representante de la nación. Durante la Revolución francesa la Asamblea Constituyente fue antes que nada un poder político que representaba a la nación, tal como lo proclamó el Juramento del Jeu de paume el 20 de junio de 1789, mientras que la Convención y el Comité de Salvación Pública actuaron ante todo como fuerzas estatales en lucha contra los enemigos del exterior y del interior, en particular allí donde los movimientos contrarrevolucionarios eran poderosos, como en Vandea, Lyon y Marsella. Estas dos etapas de la historia política de la Revolución francesa están separadas por la diferencia de naturaleza o de función, por más que muchos hayan defendido la idea de su unidad. En los países latinoamericanos, la fusión parcial entre lo social y lo político es lo que define la familia de regímenes llamados nacional-populares o incluso populistas. Los ejemplos más conocidos son el peronismo en Argentina, la larga tradición inaugurada por Lázaro Cárdenas en México y el movimiento aprista en Perú. En Brasil, la dictadura de Getúlio Vargas fue más breve. He estudiado mucho esta característica y demostré que, en América Latina, los actores sociales nunca son únicamente actores de clase sino, simultáneamente, actores políticos, como por ejemplo Juan Lechín en Bolivia, para no mencionar el caso mucho más conocido de Lula en Brasil, paradigma del sindicalista que se convirtió en político sin perder su excepcional capacidad de convencer a su público. Cuando se estudia la vida social y política del continente latinoamericano, es difícil evitar la confusión ocasionada por el hecho de que los personajes en cuestión repiten sin cesar que el adversario social, el capitalista, es al mismo tiempo un Estado extranjero. Ya eliminados los españoles, los ingleses dominaron el continente durante largo tiempo y después, a partir de la

década de 1930, los estadunidenses. Los actores estatales y sociales están claramente separados en Europa, pero no es así en América Latina. Esto explica por qué, tras su muerte en Bolivia, el dirigente revolucionario Che Guevara se convirtió en una figura crística. El caso de los Estados Unidos es más parecido al modelo europeo que el de América Latina. Los Estados Unidos no son solamente una sociedad; también son un imperio, tal como lo fue el Imperio británico en un pasado ya lejano. De modo que siempre han existido dos figuras contrapuestas del estadunidense: el modernizador, sabio o empresario, también a veces misionero, y el dominador o incluso el colonizador que, desde que se proclamó la doctrina Monroe, intervino militarmente en numerosos países, desde México hasta la República Dominicana, desde Granada hasta Chile. Después de la segunda Guerra Mundial prevaleció la figura del estadunidense como agente del desarrollo, pero la aplicación brutal del Consenso de Washington por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la política del presidente George W. Bush en Irak dieron una importancia mayor a la imagen del conquistador, con o sin uniforme. Aunque sucintas, estas indicaciones muestran con bastante claridad cómo, dentro de una misma zona, varían las relaciones entre los actores sociales como agentes de modernización y los Estados muy a menudo comprometidos —en Europa más que en otros sitios— en luchas de poder que constituyen grandes obstáculos al proceso de modernización. En ningún caso es posible definir a los actores por un papel único. En Occidente la modernidad siempre ha sido amenazada por la modernización brutal, debido precisamente a la eficacia que le permitió dominar el resto del mundo durante varios siglos. Con las transformaciones que han ocurrido desde las revoluciones mexicana, soviética y china y a partir de la occidentalización forzada de antiguos imperios como Turquía o Irán, y como Egipto y la India bajo la influencia inglesa, el mundo manifiesta una profunda ambivalencia respecto de Europa y de los Estados Unidos, que han impuesto su hegemonía. Los antiguos mundos colonizados y conquistados tienden a rechazar la modernidad con su unidad, porque prefieren la idea de una pluralidad de los modos de modernización, mientras que el Occidente sigue apegado a la unidad de la modernidad, debido, en parte, a su historia y al recuerdo de su supremacía, así como, en parte, a su fidelidad a un universalismo cuya expresión política es la democracia. Resulta tan imposible negar la diversidad de las modernizaciones en nombre de la unidad de la modernidad —como hizo Occidente— como negar el universalismo de la modernidad en nombre del particularismo de cada modernización, como hacen los regímenes antioccidentales en nombre de una identidad cultural o religiosa. Si bien son pocas las posibilidades de éxito de esta antimodernidad — inspirada, por ejemplo, en la nostalgia de la umma—, su fuerza se apoya en un antioccidentalismo a la medida de la dominación sufrida. El declive de Occidente, marcado por el abandono de los controles sociales y políticos de la economía, hizo que, durante una generación, muchos creyeran en el triunfo del multiculturalismo, en el rechazo del universalismo cultural y moral y en la descomposición irreversible de la democracia y de las instituciones que protegían los derechos conquistados. Sin embargo, la ilusión no duró mucho porque el miedo a la violencia y a la guerra

generalizadas, la constatación de la distorsión de creencias religiosas en provecho de tiranías, y el hundimiento de regiones enteras en la economía criminal y en la corrupción hicieron resurgir el afán de universalismo cultural y de democracia política; pero la crisis del Occidente capitalista amenaza con debilitar por igual a las democracias occidentales y a las dictaduras antioccidentales, en beneficio de la sumisión generalizada a una economía globalizada que elimina a la par la herencia marxista y la herencia del liberalismo inglés. Para evitar la peligrosa confusión entre la modernidad y la modernización europea podemos también recordar que Gran Bretaña, el primer país portador de la modernidad en los siglos XVIII y XIX, a más de creador de la primera sociedad industrial, también era una monarquía sostenida por una aristocracia hereditaria. Otro ejemplo, más reciente, es Nueva York, ciudad faro de la modernidad, gobernada durante mucho tiempo por la corrupción que dominaba Tammany Hall y por el bandidismo y la mafia llegados de Sicilia.

¿EXISTE UNA HISTORIA MUNDIAL CONTEMPORÁNEA? La unidad del mundo como sistema económico ya no suscita debates. Después de dudarlo mucho, Rusia entró en la Organización Mundial del Comercio (OMC), donde China había entrado unos años antes. Aunque nada garantiza que todos los países miembros de esta organización respeten sus reglas, su misma existencia prueba que todos manifiestan un interés por establecer tales reglas. No obstante, el desarrollo del comercio mundial, es decir, de la globalización, no tiene nada que ver con la creación de una sociedad mundial. Por el contrario, mientras se iba implantando esta globalización, asistimos al desarrollo de un antioccidentalismo cuya violencia iba en aumento; la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York en 2001 se convirtió en el símbolo radical de este fenómeno, con la muerte de más de tres mil víctimas que no estaban involucradas en ninguna actividad dirigida contra los países árabes o musulmanes. Los atentados suicidas, particularmente en Palestina, pero también en Londres, París y Madrid, sembraron el miedo, e incluso a veces el pánico, en los países occidentales. ¿Hay que reconocer, entonces, que la hipótesis de un sistema mundial de conflictos sociales y políticos ya no corresponde a la realidad? En todas las regiones del mundo, el desarrollo de movimientos sociales con orientación democrática nos conduce a una conclusión muy diferente. Ciertamente, la voz de los salafistas se hace oír con cada vez más fuerza en el campo islámico, pero ¿acaso el hecho más pujante no es la ola democrática que recorrió por primera vez Túnez y Egipto? El hecho de que estas revueltas, impulsadas sobre todo por los jóvenes en edad escolar, incluso por estudiantes, hayan sido usurpadas por los Hermanos Musulmanes u otros grupos políticos, incluso por el ejército, o que hayan sido reprimidas a sangre y fuego por las tropas de Bashar Al-Assad en Siria, no les resta importancia: los mismos repudios y los mismos objetivos se escuchan por doquier y trascienden particularidades propias de cada situación.

No estoy afirmando que los movimientos democráticos van a ganar en todas partes. La idea que quiero expresar es que los conflictos sociales ligados a la propia modernidad tenderán, en un futuro cercano, a suplantar los movimientos de apoyo o, al contrario, de rechazo a los regímenes políticos que definían y siguen definiendo un modo de modernización que —como recordaré en un capítulo próximo— perdió de vista su orientación a la modernidad. Dicho de otro modo, acabamos de vivir un periodo dominado por actores políticos, y más precisamente estatales, pero la globalización económica debería traer consigo un brote de movimientos propiamente sociales o culturales y, en particular, de movimientos democráticos que rompan cada vez más abiertamente con los regímenes antioccidentales. El significado de esta evolución será muy distinto según los países occidentales entren en una fase de declive prolongado y cada día más irreversible, o, por el contrario, consigan superar la crisis estructural y volver a encontrar el camino perdido de la modernidad, sobre todo en materia económica. Sin duda, esta hipótesis choca con el hecho de que algunos países están en vías de descomposición política y social. Es el caso de Guatemala, El Salvador, Honduras y Haití, y también de varios países africanos como Somalia y algunos países del Sahel. Mali representa un caso extremo, ya que la mitad del territorio del Estado estuvo por más de un año en manos de los adversarios no sólo de su régimen político, sino de su unidad nacional. También cabe pensar que algunos países tendrán muchas dificultades para vivir de otro modo que mediante el contrabando y el tráfico de estupefacientes. México está enfrentando una verdadera guerra contra los narcotraficantes, y la economía afgana prácticamente se limita al comercio de drogas. En cuanto a los países europeos, su flaqueza más visible es su conciencia nacional, a excepción de Alemania que, gracias a sus logros económicos, está recuperando razones para poder asumir su identidad nacional mancillada por el nazismo. El tema de la ausencia de actores, o de su impotencia actual en Europa, está presente a todo lo largo de este libro; volveré a él, pues no creo que sea posible exagerar su importancia. Insisto en la formación posible de un sistema político y social mundial, con sus conflictos internos y sus referencias comunes a la modernidad, porque, aunque suscite serias objeciones, esta hipótesis me parece mucho más cercana a la realidad que la tesis del «choque de civilizaciones» cuyo éxito, debido en gran parte al talento de Samuel Huntington, no deja de ser asombroso. De hecho, veo sus flaquezas en todas partes: en efecto, para concluir que el choque entre estas civilizaciones es inevitable ¿acaso no basta con definir las civilizaciones —por ende, las sociedades, las culturas y los regímenes políticos— como conjuntos homogéneos, totalmente separados unos de otros, y que, por tanto, no pueden tener entre ellas más que relaciones belicosas o, en el mejor de los casos, de evasión? Esto es lo que hace Huntington cuando postula la incomunicabilidad entre la civilización musulmana y la civilización occidental, que esta clase de razonamiento pretende obligarnos a llamar cristiana. Otro peligro de esta tesis es que incita al mundo occidental a pensarse como una fortaleza sitiada en la cual los principios de unidad y de integración, y por tanto de autoridad y de exclusión, triunfarían sobre la capacidad de solventar las diferencias y los conflictos y,

consecuentemente, de establecer cierto tipo de democracia. Pero esta concepción del choque de civilizaciones presenta el riesgo más inmediato de dejar a los occidentales petrificados por el miedo a la yihad, y de incitarlos a militarizarse a fin de precaverse contra la amenaza de una invasión. Precisamente estas temáticas —identidad religiosa, libre posesión de armas, etc. — sirvieron de base a los republicanos del Tea Party para movilizar a sus tropas durante la larga campaña presidencial norteamericana. No hay que subestimar este peligro, ni tampoco las amenazas que pesan sobre el mundo occidental. Sabemos que en cualquier momento puede producirse una ruptura, sobre todo en el Cercano Oriente, y que una verdadera guerra podría oponer nuevamente a Israel al mundo árabe o a Irán, en un periodo en que parece más débil e incierta que nunca la esperanza de ver la creación de un Estado palestino y de un Estado israelí lado a lado. Acostumbrados como están a ver ejércitos extranjeros asolar su territorio, les costó a los europeos entender cuán profundamente calaron los efectos de los atentados del 11 de septiembre en la población de los Estados Unidos. Los estadunidenses percibieron de inmediato la magnitud de las implicaciones del primer ataque a su territorio nacional desde la contraofensiva inglesa de 1812 o el bombardeo japonés de Pearl Harbor en 1941, y la muerte de Bin Laden en Paquistán no alcanzó a borrar el trauma. Sin embargo, ¿acaso los países occidentales deben convertirse en regímenes nacionalistas para resistir a las fuerzas que algunos intelectuales occidentales identifican con el conjunto del mundo islamista? No podemos limitarnos a una crítica de esta concepción del choque de civilizaciones; debemos formular una hipótesis diferente, que también tendrá que debatirse, pero que al menos tendrá la ventaja de mostrar que existen otras maneras de leer las actuales transformaciones del mundo.

XIII. El declive de la hegemonía occidental

LA UTOPÍA EUROPEA Una y otra vez he evocado en el presente libro la peculiar situación de Europa. No volveré aquí a la actual crisis del capitalismo occidental, ni al significado y las repercusiones de la crisis que comenzó en 2007, precedida de numerosas crisis regionales o sectoriales, y que después de un largo periodo dominado por otras lógicas reproduce de alguna forma la ruptura aún más completa que fue la Gran Depresión de 1929. Quiero abordar la situación de Europa exclusivamente desde el punto de vista de su principal modo de modernización. La característica sustancial de este modelo, más allá de la importancia precoz que concedió al pensamiento universalista, es que afirmó que su modo de modernización era la misma modernidad en acción y que, por consiguiente, todos los caracteres fundamentales de la cultura y la sociedad europeas debían considerarse como componentes esenciales, necesarios, de la modernidad. Es en este sentido en que he hablado de la utopía europea y en que voy a analizar su ruina y todas sus consecuencias. La mejor definición posible del siglo XX, o en todo caso la menos parcial, consiste en decir que fue el siglo de la destrucción de la hegemonía europea y del auge de regímenes que, más allá de su diversidad, se definieron sobre todo por su antioccidentalismo. En opinión de los europeos y de los occidentales en general, hoy en día el principal problema es la posibilidad para todos los países —y en primer lugar los suyos— de tomar al fin conciencia de la complementariedad y de las oposiciones entre la modernidad y las modernizaciones, y de descubrir cómo volver a introducir una referencia central a la modernidad en un mundo donde triunfan no sólo la pluralidad de las vías de modernización, sino también los conflictos que las enfrentan unas a otras. No hay que confundir este planteamiento de grandes alcances con el que expuse en la primera parte de este libro. No se trata aquí de hacer hincapié en una crisis interna de la sociedad y la economía occidentales, sino en las conmociones del mundo provocadas por el desmoronamiento de la utopía occidental y nuestra apasionada expectativa de nuevas referencias comunes a la modernidad en un mundo fragmentado por los conflictos.

LA RUPTURA ENTRE LOS INTERESES Y LOS DERECHOS

Recordemos en primer lugar el encadenamiento de observaciones e hipótesis que nos llevó de la primera a la segunda parte de nuestro análisis. Lo que acabo de definir nuevamente como la ruptura entre el capitalismo financiero especulador y la industrialización, que condujo a la severa crisis de 2007-2008, no es solamente un acontecimiento histórico muy grave: es la destrucción de lo que llamábamos nuestra sociedad, porque el modelo occidental de sociedad ha sido definido y vivido como un conjunto de comunicaciones y de vínculos entre, por un lado, los recursos naturales, técnicos, financieros y cognitivos y, por el otro, los principios en los cuales intervienen creencias —religiosas o no—, una historia política, movimientos sociales, etcétera. La ruptura entre el mundo del beneficio financiero y la vida social en su conjunto equipara a esta última con un puente que ya no tuviese soporte en una de las riberas. Esta sociedad «en el aire» pierde todo sentido y corre el peligro de derrumbarse. Ésta es mi primera conclusión sociológica: a partir del momento en que lo social ya no asegura el enlace entre los recursos y los valores, se descompone, pierde sus funciones y su razón de ser. Quisiera que el lector entendiera que el vocabulario social que empleo ya no tiene, en lo sucesivo, significado real; sólo es la mezcla de elementos opuestos entre sí: democracia, igualdad, educación, ciudad, instituciones judiciales, familia; ninguna de estas palabras designa hoy en día un conjunto de prácticas y de orientaciones identificables. Esta constatación me llevó a una segunda conclusión: la vida social dejó de ser un conjunto de lazos entre instituciones para convertirse en un espacio de ruptura y de conflicto entre el mundo de los intereses y de las ganancias y el mundo de los principios éticos, que no son sociales sino morales y que intentamos imponer a nuestras prácticas. Esto último, a su vez, me conduce a una tercera conclusión: por considerarse superior, el mundo occidental impuso su voluntad a todo el planeta, principalmente por medio de la colonización. Otro lema del mundo occidental era: «No se crea lo nuevo más que con lo nuevo». Ahora bien, la crisis y la pérdida de hegemonía de Occidente nos muestran que siempre y en todas partes se ha creado lo nuevo con lo viejo, y que esto se verifica tanto en Occidente como en todas las demás regiones del mundo. Hay que insistir en que sólo existe una modernidad, definida por el recurso a juicios universalistas, como los de la razón científica y técnica o los de los derechos universales, que también se sustentan en los descubrimientos de la ciencia, que no reconoce más que una única especie humana, que llamamos el género humano, y niega la existencia de razas. Sin embargo, hay que afirmar con igual énfasis que existe una pluralidad de vías de modernización, como bien lo saben los europeos, que constatan las profundas diferencias entre las instituciones y las representaciones de los alemanes, los ingleses y los franceses. Lo novedoso es que la diversidad de las modernizaciones amenaza con desbordar los caracteres generales de la modernidad y transformar el universalismo de la modernidad en un instrumento al servicio de los intereses particulares de los dirigentes de las diferentes modernizaciones, lo que desembocaría en guerras entre modernizadores que destruirían la modernidad misma. El modelo europeo de modernización no se caracterizó únicamente por el papel central de

las instituciones sociales en tanto que lazo transformador de los recursos —no sólo económicos— en reglas de conducta definidas y protegidas por leyes y, en segundo plano, por las costumbres conforme a los valores aceptados por la mayoría de la población, que trazan la frontera entre lo permitido y lo prohibido, lo legal y lo ilegal. Dicho modelo tiene otros aspectos. Acabo de recordar la importancia de la utopía occidental; es decir, de la idea, muy presente entre los occidentales, según la cual su modo de modernización es la puesta en obra más directa posible del principio central de la modernidad, o sea, la afirmación del carácter universal de sus juicios, ora a través de las leyes de la ciencia y de sus aplicaciones, ora mediante el reconocimiento de la igualdad de derechos de todos los seres humanos. Sin embargo, el modelo europeo presenta una característica todavía más fundamental y, al mismo tiempo, abiertamente contradictoria con la utopía de la modernidad total que acabo de evocar. En efecto, concentró el poder y los recursos en manos de una pequeña élite todopoderosa que impuso grandes sacrificios al resto de la población. Esta dominación se ejerció tanto fuera como dentro de su territorio. Dicha élite ha sido completamente masculina y sólo unas pocas mujeres han podido participar en ella, generalmente gracias a las leyes de transmisión del poder. Aunque es cierto que puede suceder que el esclavo sea liberado y el burgués ennoblecido, la autoridad depende de un estatus personal y familiar. No sólo esta sociedad está jerarquizada —casi todas lo están—, sino que atribuye a la desigualdad fundamentos culturales e incluso naturales. Los cristianos debían convertir a los paganos e imponerles su autoridad. Las mujeres están sometidas a los hombres y los niños a los padres, lo mismo que el siervo al señor y el obrero al patrón. La colonización no es un complemento del sistema, sino un elemento central organizado a gran escala a fin de proveer esclavos a los dueños de las plantaciones del norte y del sur de América. Las consecuencias de la caída del modelo social occidental afectan al mundo entero en todos los ámbitos, y por esta razón insistí en esta característica al punto de concederle la misma importancia que al papel de la organización social en el establecimiento de los lazos entre recursos naturales o económicos y valores cuya legitimidad es trascendente. A través de ella, entre otras cosas, lo que llamo el sujeto sustituyó a la sociedad para definir el Bien, y se reconoció la pluralidad de las culturas. La asociación siempre cambiante de los diversos aspectos de la sociedad occidental, a la vez racionalista y autoritaria, industrializadora y conquistadora, da unidad a mis análisis, que después de enfocar las repercusiones de la ruptura de lo social examinarán a continuación las consecuencias de la separación entre la unidad de la modernidad y la pluralidad de los modos de modernización. Durante mucho tiempo Europa estuvo dividida por guerras de religión, así como por rivalidades entre los países que querían participar en la repartición del mundo. Las grandes potencias se enfrentaron más a menudo en los campos de batalla, por tierra y por mar, que en conferencias internacionales reunidas para mejorar el nivel de salud, de educación o de productividad de los habitantes del globo. Sin embargo, hoy en día estamos entrando con plena conciencia en un siglo en que no sólo Europa, sino también los Estados Unidos, pierden hegemonía.

Pese al freno de ciertas barreras culturales, la India se integrará en el pequeño grupo de las economías mundiales más poderosas, lo mismo que China por otras vías. Nadie sabe durante cuánto tiempo sobrevivirá Corea del Norte al lado de Corea del Sur, cuya capital, Seúl, ya figura en la lista de las diez ciudades más importantes del mundo, casi en el mismo nivel que París, y no cabe duda de que una Corea unificada llegará a ser una potencia económica al menos tan considerable como lo es hoy Japón. ¿Quiere decir esto que Asia remplazará a Europa a la cabeza de la economía mundial? Sería una conclusión demasiado apresurada. ¿Quién podría estar seguro de que China no afrontará largas y graves conmociones sociales y políticas? Por esto, prefiero formular una conclusión en forma de pregunta: conforme a los principios de análisis que presento aquí, ¿acaso el reconocimiento de los derechos humanos universales y su expresión política concreta, la democracia —en la que muchos no quieren ver más que una forma de modernidad susceptible de ser aplastada por un imperio, tal como sucedió muchas veces en Europa—, no harán progresar los contenidos universalistas de la modernidad? A través de profundas crisis políticas y sociales, los viejos países industrializados llevaron a un número creciente de países a respetar derechos fundados en un régimen político democrático. ¿Continuarán desempeñando este papel, o bien, por el contrario, estos países en vías de regresión económica y política lucharán ante todo por salvaguardar parte de sus ventajas? Quizá no sea posible dar una respuesta precisa a esta vasta pregunta, pero es imprescindible plantearla: ¿quiénes serán los nuevos defensores de la democracia? ¿Los mismos a los que conocemos y que crearon las democracias —Gran Bretaña, los Países Bajos, Francia, los Estados Unidos —, o bien nuevas potencias transformadas por movimientos sociales y movimientos de ideas? Me gustaría poner fin con esto a mi programa de trabajo, pero es imposible, ya que todavía adolece de cierto desequilibrio. El mundo entero parece ser arrastrado por fuerzas creadoras y transformadoras. No obstante, la sociedad industrial no ha sido dominada solamente por los descubrimientos técnicos y científicos; siempre ha habido contracorrientes y movimientos de resistencia. Hemos visto desarrollarse movimientos ecologistas que, para preservar el porvenir de nuestra especie sobre el planeta, no se dan por satisfechos con transformar simplemente nuestros modos de producción y de consumo; existe una crítica ecologista más radical que ya elevó su voz durante los trabajos del Club de Roma, y cuyos orígenes más lejanos se remontan al pensamiento malthusiano. Llama a disminuir el consumo y a hacer drásticos ahorros de energía a fin de transformar radicalmente nuestro modo de vivir. Es más dramático observar cómo en todas partes del mundo viven poblaciones desprovistas de todo, víctimas de la pobreza, las epidemias, la ignorancia y la ausencia de los servicios públicos más básicos. Si las luchas entre Estados se imponen y nos vemos envueltos en conflictos abiertos, ¿no cabe suponer que las manchas blancas de la pobreza y de la indigencia se extiendan sobre el mapa y que las guerras destruyan efectivamente los recursos que muchos países consiguieron acumular? Estas observaciones llevan a una conclusión más general, cuyos alcances modifican nuestra visión del mundo tanto en el plano del análisis como en el de las conductas. Todos nos preguntamos: ¿hemos pasado de un mundo formado por Estados —en su mayoría nacionales—

a un mundo unificado a la vez por la globalización de las actividades económicas y culturales y por las amenazas climáticas? No obstante, esta toma de conciencia que animó al movimiento altermundista no tarda en revelar su flaqueza. Nada nos permite afirmar que los Estados, sobre todo cuando son nacionales, hayan perdido su papel central. Los Estados Unidos, China y Rusia actúan en todo el mundo, sólo que en función de sus intereses nacionales, y si bien Alemania desempeña el papel principal en las políticas europeas, también es claro que se preocupa de manera constante por proteger sus propios intereses, al igual que los demás países, que generalmente tienen menos éxito. Las elecciones nacionales suelen poner los problemas europeos y mundiales en el centro de los debates, y la crisis iniciada en 2007-2008 provocó la caída de casi todos los gobiernos salientes. Nadie debe subestimar el impacto de las actuales crisis que afectan con especial violencia a algunos países, como Grecia y Portugal. Sin embargo, si bien es factible hablar de crisis mundial, la región más afectada es el Occidente capitalista, mientras que China la superó rápidamente, aunque se encuentra hoy ante una nueva alternativa: sustentar una fuerte política de exportaciones, o bien desarrollar el consumo interno, lo que no puede lograrse si el Estado no atiende las reivindicaciones sociales. En paralelo, observamos que las importaciones chinas acarrean un fuerte crecimiento en la mayoría de los países latinoamericanos y en numerosos países de África. Es aún más sorprendente notar que el dólar canadiense sobrepasó al dólar estadunidense, a pesar de que ambas economías están estrechamente ligadas. A la inversa, Japón experimentó largos periodos de crisis bancarias y de crisis económicas más globales, mientras que Corea del Sur se impone como uno de los grandes productores de tecnologías de la comunicación. Por último, tenemos que constatar que los Estados Unidos están llevando a cabo una eficaz política de recuperación, sobre todo gracias a su posición dominante en materia de nuevas tecnologías, mientras que el desempleo sigue aumentando en Europa, particularmente en España, el país que más resintió la crisis de las hipotecas subprime de 2007. Las crisis que afectan la economía actual son, pues, sobre todo occidentales, y más europeas que norteamericanas. Por eso, numerosos observadores piensan que el cambio más duradero desde el final de la Guerra Fría y el desplome de la Unión Soviética es el auge de China. El papel de los G7, G8 y G20 parece ser menos importante que lo que muchos analistas consideran como el inevitable enfrentamiento entre dos de las potencias más grandes, los Estados Unidos y China, cuyo orden pronto se invertirá. Sin embargo, no podemos conformarnos con concepciones demasiado simples de la mundialización, como si el análisis tuviese que pasar directamente del nivel nacional al nivel continental o mundial, y como si el papel de los Estados nacionales se volviese cada vez más subordinado. Esta conclusión sería poco convincente para los europeos, que ven cómo se van reforzando las diferencias entre las políticas nacionales. Debo formular claramente las razones que me mueven a pensar que la mayoría de los problemas sociales y políticos tienen que analizarse y entenderse primero en el nivel mundial. Hasta ahora, la descomposición del capitalismo occidental, provocada por la separación entre la especulación financiera y la vida económica y social, ha acarreado la impotencia

económica de los Estados, sobre todo en Europa. El Reino Unido ofrece una buena ilustración de esto porque se situó voluntariamente en el campo del capitalismo financiero mundial, concentrado tanto en la City como en Wall Street, Singapur o Hong Kong. Se elevan voces, sobre todo en la extrema derecha y la extrema izquierda, que reclaman el fin de la aventura europea. Sus argumentos son sólidos porque, en efecto, era irracional crear una moneda común sin haber acercado o unificado previamente las políticas fiscales y las políticas presupuestales. Podemos entender a quienes consideran que el euro reside en un vacío político y estratégico. Es mucho más convincente la voz de los mejores economistas, como Joseph Stiglitz, que insisten en la necesidad de acelerar la integración de las políticas económicas a fin de producir cierta integración política. Sin duda, actualmente los partidarios de una Europa federal son poco numerosos. Muchos ven en ésta una ratificación de la dominación de Europa por una Alemania que no dio muchas pruebas de solidaridad con los países confrontados con grandes dificultades, en particular Grecia. Sin embargo, la situación se invirtió. Los europeos se quejaban de la debilidad de las instituciones europeas. Ahora bien, sucede que bajo el impulso del nuevo presidente del Banco Central Europeo (BCE), el italiano Mario Draghi, las instituciones europeas sostenidas por el FMI se esfuerzan por obstaculizar las maniobras destructoras de los mercados financieros. El BCE se adjudica poderes que, aunque no son tan vastos como los del Banco de Inglaterra y de la Reserva Federal estadunidense (Fed), habilitados para emitir papel moneda sin limitaciones, son capaces de atajar los ataques de los mercados contra los Estados amenazados. La política del BCE ya permitió una disminución importante del abrumador spread que Italia tenía que pagar a los mercados financieros. Incluso Francia, cuya mala situación se revela paulatinamente, contrata empréstitos a tasas muy bajas, incluso a veces negativas. Todo esto demuestra el poder del BCE y la voluntad de las instituciones europeas de salvar el euro. ¿Tiene la opinión europea plena conciencia del vuelco de situación que acaba de producirse? Más que los Estados europeos, fue Europa la que tomó la iniciativa, cosa que pudo hacer por no estar endeudada. Nos parecía demasiado débil y nos mostró su fuerza. Después de la confusión y de los fracasos que caracterizaron a la Europa germano-francesa, la Europa italiana, la de Draghi y de Monti, tomó la iniciativa, disuadió los ataques de los medios financieros y puede ahora exigir con más firmeza a los Estados europeos que implementen las reformas estructurales indispensables. Estas demandas conciernen, en primer lugar, a Francia que, durante la última década, no aplicó ninguna reforma importante con vistas a reducir su déficit presupuestario a 3%, limitar su endeudamiento a 60% de su PIB (en lugar de 90% actual) y, sobre todo, para reindustrializarse. Sí, por primera vez Europa se da a la tarea de reactivar los países europeos. No se trata de devolver a los países occidentales una hegemonía sobre la economía mundial, sino de impedir el declive o el desmoronamiento de una Europa que, desde hace mucho tiempo, carece de voluntad y capacidad de realizar esfuerzos y tomar decisiones. El debilitamiento y la descomposición del modelo capitalista occidental provocaron, por

rebote, transformaciones importantes en casi todas las regiones del mundo, en el plano social y político más que en el económico. La situación mundial actual está dominada por las fuerzas políticas que se opusieron a la hegemonía occidental, se transformaron en movimientos de liberación nacional y anticolonial, y se convirtieron después en dictaduras nacionalistas o regímenes totalitarios; en reacción, empezaron a levantarse movimientos encabezados sobre todo por jóvenes estudiantes que, ante todo, exigían la democracia y se unían a otros movimientos de juventudes que luchaban tanto contra las dictaduras comunistas como contra la dominación del capitalismo financiero. Los ex países sovietizados y los países aún comunistas atravesaron etapas análogas a las que conocieron los países descolonizados. Esta breve remembranza de la situación mundial nos lleva a plantear dos preguntas complementarias. En primer lugar, la hipótesis que acabo de formular, según la cual vivimos una época caracterizada por la lucha contra regímenes e ideologías que, cuando menos durante dos generaciones, destruyeron lo que el Occidente hegemónico había creado o sostenido, ¿tiene fundamentos y es el eje principal de la situación mundial actual? Y, en segundo lugar, ¿cómo definir la posición de los países que no forman parte del campo occidental ni del campo socialista, nacionalista y antioccidental, y que todavía no son impulsados por movimientos democráticos antinacionalistas o anticomunistas pero que, pese a los reveses, están desarrollándose y constituyen un conjunto muy heterogéneo de países con regímenes muy diversos, incluso opuestos unos a otros? Antes de responder a estas dos preguntas hace falta plantearnos otra, de orden metodológico, cuya respuesta, cualquiera que sea, tendrá necesariamente un efecto decisivo en la orientación e incluso en la definición de la sociología. La mayoría de los importantes estudios producidos por la sociología, ya sea clásica, weberiana o marxista, se sitúan en un marco nacional. La coherencia de este marco está determinada por la coherencia de las fuentes en las que se fundan dichos estudios: textos jurídicos, series estadísticas, artículos de prensa, debates parlamentarios o discursos de dirigentes, etc. ¿Es posible hoy restringir la investigación a un plano nacional? ¿O bien hay que adoptar, como hacen los grandes actores económicos, un marco de análisis continental o mundial? ¿Existe una tercera solución que consistiría en definir las realidades nacionales por sus repercusiones en el sistema mundial? La respuesta depende de lo que se entiende por «sistema mundial» y, de entrada, hay que descartar las falsas pistas. Decir que la economía mundial es una red de intercambios regida por reglas generales —por ejemplo, normas de calidad— no resulta muy esclarecedor. China y los Estados Unidos pertenecen a la OMC, pero esto repercute poco en sus políticas económicas. Si admitimos que los actores políticos y sociales buscan prioritariamente definir y elegir un modo de modernización antes que un nivel de modernidad, como señalé en el inicio del presente capítulo, podemos inferir que, en el mundo de hoy, la búsqueda del interés nacional es prioritaria sobre la integración en el sistema mundial; sin embargo, podemos pensar también que este movimiento, hoy tan nítidamente marcado, acarreará, no sin conflictos internos, un esfuerzo opuesto para volver a dar prioridad no sólo a las actividades científicas y técnicas, sino también a movimientos culturales y políticos para el reconocimiento de los derechos universales de todos los individuos y todas las categorías.

Lo anterior queda ilustrado en un ejemplo al que doy una importancia considerable: la igualdad de los derechos entre las mujeres y los hombres y, más importante aún, el papel dominante de las mujeres en la construcción de sistemas integrados que se alejan del modelo fuertemente polarizado y desigual impuesto por la élite masculina en el mundo occidental. No puedo afirmar que la igualdad de las mujeres también será prioritaria en las otras regiones del mundo. Con todo, lo más probable es que se formen movimientos feministas y que ganen batallas, porque la propagación de los valores universales de la modernidad comprende, en primer lugar, la lucha contra las desigualdades de que las mujeres son víctimas. No obstante, la afirmación identitaria seguirá pesando mucho y durante todavía largo tiempo frente al reconocimiento de los derechos humanos universales en las regiones del mundo que conquistaron su independencia y redescubren su cultura en el marco de un movimiento de liberación nacional que debilitó o rechazó todo lo que identificaba con Occidente. Mi conclusión será más negativa en lo que concierne a las instituciones políticas llamadas democráticas. En más de una ocasión he recordado en este libro el retroceso de las instituciones democráticas, y destaqué en qué grado su funcionamiento real se aleja de sus principios fundamentales, incluso en los países más sólidamente democráticos como Gran Bretaña o Canadá, por no mencionar los Estados Unidos o Francia, que difícilmente pueden ser señalados como modelos de democracia política. Ni siquiera los más optimistas de nosotros imaginan poder amanecer algún día con una China respetuosa de los derechos de cada quien y de las reglas democráticas. Esto no es nada sorprendente, ya que el mundo occidental no adoptó las instituciones democráticas gracias a una simple victoria de la Razón y del Derecho. Los conflictos y los movimientos sociales, los motines y las revoluciones, los golpes de Estado y las corrientes nacional-populares fueron obstáculos, aunque en ocasiones también fueron fuerzas impulsoras en el camino a la democracia, y un buen número de quienes defendieron la democracia con mayor elocuencia también contribuyeron a destruirla, al igual que los dirigentes de las «democracias populares» que, en realidad, no eran sino dictaduras al servicio de un poder extranjero que se había impuesto por su papel relevante en la derrota del régimen nazi. Causa desazón el caso de Chile, que mostró cómo una mayoría, que acababa de expulsar del poder al general Pinochet, mantuvo al dictador caído en gran parte de sus funciones y lo libró de ser juzgado y condenado por sus crímenes.

LA GRAN «DEPRESIÓN» EUROPEA La conciencia del declive de Europa, que ya evoqué, se reforzó desde 2008. La principal consecuencia de la pérdida de la hegemonía occidental fue que se volvió necesario hablar de Europa en los mismos términos que de las demás regiones del mundo. Poco a poco vamos descubriendo que, con la llegada del siglo XXI, hemos entrado en un periodo de mucho miedo y, por ende, de cuestionamiento de los elementos aparentemente más sólidos de la civilización

europea. Las atrocidades cometidas en el siglo XX —que, extrañamente, están asociadas al éxito duradero de las políticas sociales aplicadas por las socialdemocracias después de la caída del régimen hitleriano— retardaron nuestra toma de conciencia de las rupturas que se producían y que, necesariamente, iban a modificar en gran medida nuestra representación del mundo y de nosotros mismos. Eso puede explicar que los movimientos ecologistas, que hubiesen podido imponer cambios en la cultura política europea, no hayan logrado adquirir hasta ahora una fuerza política importante en la totalidad del continente. Sólo en tiempos recientes la conciencia que tenemos de la crisis en que estamos envueltos comienza a poner en evidencia la necesidad no solamente de un cuestionamiento de nuestra gestión económica, sino de una refundación intelectual y política. En Francia se teme mucho al futuro cercano, pero también en el Reino Unido, que da prioridad a las finanzas mundiales y parece orientarse a una salida de la Unión Europea. El gravísimo accidente de Fukushima, en Japón, indujo a Alemania a cerrar enseguida las plantas nucleares, olvidándose súbitamente de las campañas ecologistas contra la contaminación ocasionada por el carbón y los combustibles fósiles, a los cuales tendrá que recurrir ineluctablemente en una mayor proporción como consecuencia de esta decisión radical y repentina. Así, incluso el país que ocupa una posición dominante en Europa es inducido a tomar decisiones que, de ser tomadas por otro país, se considerarían como la demostración de una falta de sangre fría y un verdadero irracionalismo, puesto que, hasta ahora, ha sido muy difícil identificar a las víctimas muertas a causa del accidente nuclear propiamente dicho. La crisis afectó tan gravemente a España que se entiende que los electores hayan castigado duramente al gobierno socialista que estaba en el poder cuando inició. El caso italiano es menos dramático ya que, aparte de la debilidad del Estado y los alcances de la corrupción, que son hechos tan antiguos como la misma unidad italiana, las causas de la crisis en ese país se deben en gran parte a la personalidad de Silvio Berlusconi, cuya salida exigieron, finalmente, los dirigentes europeos. El caso francés es todavía más extraño, pues hasta la caída de Nicolas Sarkozy, los franceses estaban convencidos de que su país era colíder de Europa junto con Alemania. Los franceses elaboraron representaciones de sí mismos muy alejadas de la realidad. El ejemplo más sencillo y probablemente el menos grave de este desfase es que, al igual que sus vecinos ingleses, siempre se consideraron como la vanguardia de la modernidad, la «gran nación» cuya Revolución había permitido que el resto de Europa, si no es que el mundo entero, entrara en la modernidad. Karl Marx celebraba la superioridad de los franceses en el ámbito de la acción política, aunque hacía hincapié, con igual vigor, en la incapacidad de esta nación para entender y solucionar los problemas económicos y sociales. Esta observación expresada en 1848 aún es esencialmente cierta en la actualidad. ¿En qué otro país se ha visto que un gobierno cometiera errores tan graves como los que condujeron a la derrota del Cartel de las izquierdas constituido en 1924 en torno a Édouard Herriot? En Europa occidental, ¿qué otro Estado habría adoptado las medidas aplicadas por François Mitterrand en 1981, en un clima de fervor popular, y que provocaron problemas económicos tan graves que no sólo hubo que devaluar la moneda sino, sobre todo, confiar a la sabiduría y la competencia de Jacques

Delors la difícil tarea de salvar la economía francesa? Por último, volviendo al presente, ¿cómo podemos explicar que la opinión pública haya podido ignorar la brutal desindustrialización del país? Los franceses no dejan pasar una sola oportunidad de compadecerse por el mal estado de su vecina Italia, pero no se dan cuenta de que, en comparación, la desindustrialización de su propia economía es más grave y el déficit de su comercio exterior más elevado. Los franceses suelen emitir más opiniones lúgubres que juicios bien fundados sobre sí mismos. Se dejan llevar por el odio a sí mismos, sin ser capaces de identificar las causas de su mala situación económica ni de definir las medidas necesarias para su recuperación. Es una situación tan extraña que debemos admitir que, en Francia, el pensamiento político es un universo prácticamente separado de las realidades económicas, sociales y culturales. En el lenguaje político, la sociedad francesa es llamada «la República» o, en ocasiones, «el pueblo», sin que haya una verdadera correspondencia entre estos dos órdenes. El paso de lo social a lo político se parece más bien a la traducción de un texto a una lengua extranjera. Para apoyar esta afirmación, que puede parecer excesiva, proporcionaremos algunas pruebas concretas. La más asombrosa es que los franceses se niegan a analizar su historia nacional reciente en términos realistas. La guerra de Vietnam conmocionó a los Estados Unidos, y provocó una revuelta de los jóvenes y una profunda crisis de la conciencia nacional. La guerra francesa en Indochina fue decidida por algunos jefes militares, pero ¿quién se acuerda de que en aquel entonces el general Leclerc reprobó las decisiones que había tomado el almirante Thierry d’Argenlieu? También, en lo esencial y pese a la valentía de algunos testigos, la guerra de Argelia sigue perteneciendo al dominio de lo no dicho, como si existiera algún acuerdo tácito de esperar en silencio a que se desvanezcan los recuerdos y se vacíe la memoria, lo cual permite que muchos dirigentes políticos de todas la tendencias continúen conmoviéndose con la grandeza incomparable de la patria de los derechos del hombre. En otras palabras, podríamos decir que en Francia la experiencia y la interpretación de la experiencia siempre están disociadas. La izquierda y la derecha son partícipes por igual de este extraño fenómeno surgido claramente tras la Liberación, cuando el general De Gaulle y el Partido Comunista proclamaron la grandeza de Francia sin disimular, no obstante, su juicio relativo a la mediocridad de los franceses. Si hablamos en términos menos subjetivos, cabe pensar que Francia —probablemente al igual que muchos otros países europeos, aunque de forma muy singular— siempre ha oscilado entre una práctica política con ambiciones limitadas y más conservadora que revolucionaria o contrarrevolucionaria y un discurso solemne que desborda los desafíos reales. Ni las revelaciones de Kruschev ni, en 1956, las sublevaciones en Hungría y en Polonia vinieron a sacudir la dominación ejercida por el Partido Comunista sobre la izquierda francesa entre 1936 y 1985. En ningún otro país europeo se ha visto a un intelectual tan influyente como Jean-Paul Sartre dejarse arrastrar casi conscientemente a apoyar de manera incondicional al «campo» soviético. Los mismos franceses construyeron la oposición entre Sartre y Camus a fin de manifestar su simpatía por Camus sin renunciar a su admiración por Sartre. En Francia, la conciencia política es del orden de la falsa conciencia, y las actitudes que se adoptan en relación con la vida social y

económica real están desprovistas de todo andamio político e intelectual. Sin embargo, quiero suavizar este severo juicio señalando que probablemente podemos encontrar contradicciones de la misma gravedad en la mayor parte de los países, si no es que en todos, y la ventaja que tiene Francia respecto de otros países es que nunca escapó a sus contradicciones saltando al vacío de las dictaduras ideológicas. La derecha francesa se ha dejado arrastrar con frecuencia hacia la extrema derecha, pero los motines del 6 de febrero de 1936 terminaron en un fracaso y, cualesquiera que hayan sido las responsabilidades personales del mariscal Pétain, el Estado francés que creó surgió de la colaboración con la ocupación nazi, y de ninguna manera emanaba del pueblo. Por esto, descarto rotundamente la idea de una culpabilidad francesa peculiar y me atengo a un juicio más objetivo que insiste en la disociación, que nunca ha dejado de existir en Francia, entre el Estado y aquello que se ha llamado, empleando una expresión vaga pero útil, la sociedad civil. El único tema sobre el que me siento obligado a emitir un juicio más severo, desgraciadamente para mí, es el que mejor conozco. Después de la guerra, Francia experimentó un periodo de florecimiento del pensamiento, mientras que, después de mayo de 1968 y del final de los Treinta Gloriosos, la constelación de espíritus innovadores y agudos fue apartada por un discurso posmarxista cada vez más elemental, que se propagó tanto más fácilmente cuanto que ya no exigía ningún esfuerzo intelectual, puesto que había respuestas a priori a todo: la dominación capitalista sobre la sociedad y la cultura en su conjunto lo explicaba todo; por consiguiente, ya no quedaba nada por descubrir. Además, Francia cometió un auténtico suicidio intelectual cuando ocurrió la muy justificada huelga de 1995, y aún hoy está pagando las gravosas consecuencias. Los intelectuales franceses tienen que salir de este ataúd mal sellado y tomar conciencia de la necesidad urgente de volver a empezar. Quienes conocen el estado del pensamiento social que prevalecía en Francia en vísperas y después de la segunda Guerra Mundial saben lo que deben a los intelectuales, científicos o dirigentes políticos que tuvieron el arrojo y la inteligencia para comprender que era imprescindible impulsar una renovación acelerada del pensamiento y de la investigación. Me tomo la libertad de mencionar tan sólo un nombre, el de un intelectual cuyas preocupaciones más profundas difieren de las mías, pero que durante toda su vida se pronunció en favor de la resistencia y de la apertura, contra la ideología y la repetición: Edgar Morin. Me limito aquí a recordar una idea que ya presenté. El problema cuya solución determina la de otros muchos es el de las razones para actuar. ¿Por qué, en un momento determinado y un espacio determinado, algunos individuos y algunas poblaciones piensan o no su situación y lo que ésta les exige que hagan? Dicho de otro modo, ¿por qué experimentamos desde hace tanto tiempo una ausencia de actores, y qué podemos hacer para que el teatro al que asistimos no siga con un escenario vacío, con los decorados iluminados pero sin personajes ni texto? Temo que los europeos —soy uno de ellos y vivo entre ellos— se cansen de tantos esfuerzos dedicados a la sobrevivencia y se dejen llevar a no ser más que consumidores, pese a que sienten la necesidad de inventar, producir y dar a conocer ideas y verdades diferentes de la que hemos recibido del pasado. Dos condiciones son necesarias para que se opere la renovación de la conciencia de

nosotros mismos. La primera es renunciar a lo que Ulrich Beck llama acertadamente el «nacionalismo metodológico». Esto no significa que no debamos interesarnos por las realidades más cercanas a nosotros, sino que debemos tener siempre en mente la convicción de que la explicación se hallará cada vez más a menudo en el nivel mundial, más bien que en un nivel nacional que nunca es separable de tradiciones intelectuales y políticas que, cualesquiera que sean, ponen trabas a la invención. La segunda es que hay que poner fin a las imprecaciones, que casi podríamos calificar de religiosas, que la izquierda tradicional lanza contra la vida económica en su totalidad, como si no existiesen más que diferencias secundarias entre el empresario, el tecnócrata, el financiero y el especulador, cuando en realidad, si evaluamos la proporción del ingreso nacional que corresponde al trabajo y al capital, hay que poner la empresa y el trabajo del mismo lado. Debemos buscar por doquier la creación y los derechos del sujeto, tanto en la vida económica como en la educación, tanto en el Estado como en las empresas. Confío en la capacidad de Europa de avanzar en el difícil camino de la integración de las políticas económicas y de adquirir la suficiente confianza en sus propias posibilidades de recuperación para hacerla no sólo posible, sino cada vez menos difícil. Sin embargo, esta confianza supone una autocrítica de parte de los países europeos y, por consiguiente, de parte de cada uno de nosotros. Aunque Europa no recobrará la hegemonía de que gozó durante cinco siglos, podrá contribuir decisivamente en la invención de mundos nuevos. La situación histórica de un país o de un grupo social se define siempre por una combinación entre modernidad y modernización. El nivel de modernidad se caracteriza por el grado de reflexividad, conforme a lo que indiqué en la segunda parte de este libro cuando definí la situación postsocial como la presencia directamente visible, y por tanto reflexiva, del sujeto desligado de todo encuadramiento social y político. Las grandes obras literarias del Occidente moderno —las de Proust, Gide, Joyce, Saul Bellow, Thomas Mann o Borges— son sumamente reflexivas; son obras acerca de obras. Esto es todavía más cierto cuando se habla de la pintura a partir de Picasso y del cubismo. Sin embargo, mientras más nos alejamos de los principales centros del capitalismo industrial y posindustrial, más se hace sentir el peso del voluntarismo modernizador que puede llegar hasta la revolución social, al punto de hacer desaparecer la misma modernidad, como señalaré en el próximo capítulo. A la inversa, Europa occidental, que no está tan impulsada por la investigación científica y tecnológica como los Estados Unidos y que no está completamente dedicada a la guerra, como sucedió con la Alemania hitleriana, está perdiendo la conciencia de que la modernización es imprescindible para que sea competitiva, y se deja arrastrar por lo que podríamos llamar una «cultura del acondicionamiento». Ésta abarca la modernidad a la vez que la modernización, mediante la búsqueda de equilibrio, de participación y de welfare, con un temor cada vez mayor a un crecimiento que puede conducir a la autodestrucción anunciada por la explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Este aumento del miedo a las catástrofes provocadas por la ambición moderna de dominación de la naturaleza paraliza —más cultural que políticamente— a los países que fueron los portadores más activos de la modernidad, y que se dejan llevar cada vez con más

frecuencia por la idea de que la desmodernización sería la condición para recuperar el equilibrio después de un siglo de descubrimientos, que también fue de violencias y de guerras. Los financieros salen ganando con esta situación, porque se apropian del poder que, en la época fordista, estuvo en manos de los ejecutivos de las grandes empresas. Esta crisis de la modernización trae consigo no sólo la crisis del crecimiento, sino también la de la construcción europea, presa de dudas relativas a sus propias finalidades. El sentimiento de culpa histórica caló hondo en los países europeos, pero sólo Alemania se vio obligada a formular abiertamente su autocrítica, a repudiar lo que fue antes y a reflexionar sobre la democracia y sobre Europa en tanto que ideas y experiencias nuevas. Inglaterra, que triunfó en todas sus empresas de manera admirable, desde la batalla de Inglaterra en 1940 hasta el desembarco en Francia en 1944 y la independencia de la India, nunca quiso incorporarse a la Europa en formación y, después de la gran crisis de 2007-2008, en la que tuvo graves responsabilidades, eligió el campo de las finanzas mundiales con preferencia al de la economía europea. Italia, marcada por el fascismo, aunque no tan profundamente como Alemania, no terminó nunca su unidad nacional ni consiguió transformarse en uno de los pilares de Europa. Bélgica está bajo la constante amenaza de una escisión ansiada por los flamencos, más numerosos y más ricos que los valones. En España, después del fracaso del movimiento independentista vasco que recurrió muchas veces a la violencia, los catalanes pusieron en tela de juicio la unidad nacional inmediatamente después de la crisis catastrófica de 2007-2008. Los Países Bajos y Austria, por el contrario, participan activamente en el proyecto alemán de una Europa a la vez más industrial y más cercana al modelo federal. ¿Y Francia? La idea europea fincó sus raíces en Francia con Robert Schuman, Jean Monnet y, sobre todo, el general De Gaulle. Sin embargo, el papel positivo se vio obstaculizado por la mala voluntad que los franceses, tanto de derecha como de izquierda, manifestaron con respecto a la construcción europea cuando rechazaron el primer proyecto de tratado de Maastricht. Durante mucho tiempo la vida política francesa estuvo polarizada entre el Partido Comunista y el partido gaullista, mientras la derecha liberal y la izquierda socialdemócrata, que habían conquistado posiciones dominantes en Europa, no lograban hacer lo mismo en Francia, como lo demostraron el fracaso relativo de Valéry Giscard d’Estaing y, después, la política llevada por François Mitterrand a su llegada al poder en 1981 con vistas a atraer al electorado comunista. Francia siguió profundamente dividida entre la conciencia de la necesidad de crear una Europa definida por la orientación «liberal-social» del mundo occidental en su conjunto y un espacio político dominado por un extremismo político, tanto nacional como social. Esta contradicción entre la experiencia histórica vivida y su representación política e ideológica nunca cesó de dejar un amplio espacio a lo que podríamos llamar un «jacobinismo de mala fe» que continúa utilizando las intervenciones sociales del Estado más para fortalecerlo que para incrementar la participación social y política de las categorías populares (de ahí el doble lenguaje de la izquierda francesa, ya presente en los discursos de Robespierre). Los esfuerzos realizados por Pierre Mendès France, Jacques Delors y Michel Rocard para acercar la izquierda política a la verdadera situación económica y social siempre fueron minoritarios. Estas contradicciones y esta falsa

conciencia todavía marcan profundamente una Europa condenada por su propio pasado a adoptar a menudo el partido de sus adversarios mientras, al mismo tiempo, permanece apegada a los principios universalistas de la modernidad occidental.

LA DEMOCRACIA EN EL CENTRO DEL MUNDO No quiero poner fin a esta reflexión sobre Europa tras haber hablado exclusivamente de su declive. Más allá de las guerras y de la colonización, Europa dio al mundo la idea democrática. La dio en particular a la mitad de su propio territorio, que durante décadas estuvo sometido a la dominación soviética. Ocurrió primero en Berlín oriental en 1953, luego, en Budapest y Poznań en 1956, en Praga en 1968, en Gdańsk y toda Polonia en 1980-1981 y finalmente en 1989, en el momento de la caída del muro de Berlín. Los países del Este reclamaron su libertad en nombre de la democracia occidental, lo mismo que la multitud que se manifestó en la plaza de Tiananmen. Pese a la violenta reacción del régimen, esta acción nos asegura que China es capaz de construir su propia democracia. La unidad del mundo existe. No estriba solamente en la creciente globalización de la economía; también se funda en la creencia, cada día más difundida, en la necesidad de la democracia como condición indispensable del reconocimiento y del respeto de los derechos humanos. Si se pidiera a los hombres de la tierra que designaran la figura más emblemática de sus valores y sus esperanzas, creo que nombrarían a Nelson Mandela; no sólo porque el fin del apartheid marcó un progreso tan grande que conmocionó al mundo entero sino, sobre todo, porque la vía que siguió Mandela no era previsible, puesto que antes de ser encarcelado había optado por la acción armada y tenía razones poderosas para recurrir a la violencia. Nada lo obligaba a elegir la vía de la democracia; por esto, encarna plenamente la lucha contra la injusticia y la denegación de los derechos, junto con Gandhi, Václav Havel, Aung San Suu Kyi, los militantes de Solidaridad y los disidentes soviéticos agrupados alrededor de Sajarov. Detrás de estas grandes figuras que forman el Olimpo de la democracia, ¿acaso no vemos la multitud de los combatientes y de las víctimas de los Estados totalitarios y autoritarios, civiles o militares? ¿Y no es con una confianza renovada que vemos aparecer a los insurrectos de la Primavera Árabe, a los indignados de numerosos países y a los manifestantes de Nueva York y de Moscú? Es esencial mantener una separación entre dos niveles de análisis, tanto en escala planetaria como en escala nacional o regional. El enfrentamiento se sitúa en un nivel superior, más allá de toda organización política, entre un poder financiero global y la aspiración democrática al respeto de los derechos humanos universales. En cambio, ya no es en el nivel de la modernidad, sino en el de las modernizaciones donde se forman los conflictos entre, por un lado, los Estados, las identidades y las comunidades y, por el otro, la defensa de los derechos considerados como instrumentos de la libertad y de la igualdad.

Éste es el marco global en que se situarán las problemáticas históricas del nuevo siglo, tanto en la hipótesis optimista del progreso de la democratización como en la hipótesis pesimista de alianza, para no decir de fusión, entre los intereses financieros globales y los intereses de los Estados autoritarios lanzados a la conquista de la hegemonía planetaria. Es posible rebatir estas conclusiones, pero es difícil llevar la crítica hasta el rechazo de todo principio de unidad de la historia mundial. Para dar sentido a su trabajo, las ciencias sociales, desde la historia hasta la sociología y la economía, tienen que reconocer la existencia de desafíos generales que se mundializaron en el transcurso de nuestro siglo, y es imposible entender estos desafíos si previamente no situamos el análisis en el nivel más global. La democracia no progresará, reforma tras reforma, gracias a las victorias acumuladas por los actores sociales. Es la fuerza de la democracia misma lo que engendra las protestas, las revueltas, las movilizaciones contra los regímenes autoritarios, las desigualdades y los privilegios. No es posible entender este punto si se confunde la democracia con las instituciones y los medios de acción que, ciertamente, son indispensables, pero que no explican el impulso que pone en movimiento muchedumbres decididas no sólo a defender sus intereses, sino a afirmar sus derechos. El desarrollo de las comunicaciones y, consecuentemente, la proximidad creciente entre todos los seres humanos no tendrían tanta importancia si no hubiesen contribuido a permitir que se rebasaran las reivindicaciones nacionales, económicas o sociales y a revelar el enfrentamiento de los derechos humanos fundamentales con todas las coaliciones de intereses. Si la idea de democracia ocupa un lugar central en la vida social y política de todos los países, también se debe —admitámoslo— a que todos los días constatamos el debilitamiento de los movimientos propiamente sociales. Su fuerza nos parecía ligada al carácter concreto y colectivo de los intereses defendidos, pero es precisamente lo que los debilita frente a adversarios que se apoyan en su dominio de los sistemas globales de comunicación: las redes, medios masivos, universos imaginarios, campañas publicitarias y propagandísticas. Por ser más general, es decir, independiente de toda situación peculiar, la idea democrática es justamente la más apta para inspirar las protestas y las iniciativas más diversas en regiones del mundo con sistemas políticos y condiciones económicas diferentes. La tarea es difícil, pero es necesaria, incluso urgente: debemos superar las divergencias entre nuestros puntos de vista acerca de la democracia a fin de colocarla no en la cúspide de las instituciones políticas, sino en la base misma de los movimientos, de las ideas y de los conflictos. El lugar central ocupado por la voluntad de democracia en un mundo todavía lleno de regímenes autoritarios no significa que los problemas propiamente políticos hayan vuelto a ser más importantes que los problemas sociales o culturales. Sabemos que, por el contrario, los movimientos antiautoritarios siempre han reunido objetivos económicos, sociales, nacionales y democráticos. La misma convicción anima a los movimientos actuales, porque constatan que los poderes autoritarios aumentan las desigualdades, ponen trabas al desarrollo económico y pisotean las libertades. Lo que quieren los que protestan como grupos, partidos o muchedumbres es ante todo ser actores de su propia historia, decidir sobre el contenido y las

instituciones de la política que determinará su vida. Se trata, en efecto, de movimientos de liberación y no de partidos. Estos movimientos son civiles y ciudadanos, sociales y económicos. Por eso, primero que nada, se definen a sí mismos como democráticos.

XIV. Cuando los modemizadores destruyen la modernidad

LAS RUPTURAS REVOLUCIONARIAS No se puede separar la descomposición interna del sistema occidental de su destrucción por la revuelta y la liberación de las sociedades dominadas. La suma de las dos formas complementarias de dominación, interna y externa, condujo al mundo occidental, o al menos a sus élites dirigentes, no sólo a adquirir un poder aparentemente sin límites sino, sobre todo, a identificarse con lo que llamaba la civilización. Al igual que las sociedades religiosas identifican su orden con el del universo, el mundo occidental se identificó con el progreso, el porvenir, el conocimiento, la potencia. Esto no sólo le permitió explotar a las clases populares, sino movilizarlas para el cambio, la eficacia y la racionalización; lentamente al principio, luego abruptamente y, con la industrialización, a un ritmo extraordinario, ilustrado por la curva espectacular de la productividad por hora trabajada, que en ese entonces llegó a ser casi vertical. Esta transformación acelerada fue de corta duración, puesto que lo que impropiamente llamamos la Revolución industrial —que, como señaló John Neff, se anunció en Francia en el siglo XVII— estalló en Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII y conquistó Europa occidental y central en el siglo XIX, al mismo tiempo que los Estados Unidos y, a partir de 1868, Japón, antes de propagarse en Rusia al final del periodo imperial y más tarde con la planificación soviética. Pese a todo, ¿cómo podríamos no ver que mientras se amplificaba la industrialización, que después de transformar la producción transformó las comunicaciones y el consumo, el sistema occidental entró, con la primera Guerra Mundial y sus repercusiones, en un periodo de destrucción y autodestrucción? La guerra entre las grandes potencias provocó en San Petersburgo la Revolución de Febrero que derrocó el régimen zarista y, más tarde, la Revolución de Octubre que llevó a Lenin y al Partido Bolchevique al poder. El mundo permaneció partido en dos hasta el derrumbe del régimen soviético en 1989-1991, salvo en el breve periodo de la guerra de los Aliados contra el régimen de Hitler. Sin embargo, desde 1949 la Revolución china y sus resonancias en el plano internacional dieron una nueva forma a esta escisión. Aunque dominaba la economía y la cultura, la potencia norteamericana no pudo establecer su hegemonía total a pesar de su triunfo en Europa, sobre todo desde su derrota en Vietnam. Además, a partir de 1910 la Revolución mexicana, que se convirtió con Lázaro

Cárdenas en un régimen autoritario, limitó y retrasó durante medio siglo la penetración norteamericana en América Latina. Durante el periodo inicial de la industrialización, la dominación de Gran Bretaña sobre el mundo había sido más completa que la de los Estados Unidos durante el siglo XX. La segunda crisis occidental, y más precisamente europea, acarreó en numerosos países la caída de la democracia, que tomó formas diversas que van de la revolución conservadora al fascismo y al nazismo, y que también condujo a la ocupación violenta y destructora del continente, con excepción de Gran Bretaña, el único país que fue capaz de resistir al imperialismo nazi. Parte de Europa pasó de la dominación nazi a la dominación soviética, con lo cual durante más de medio siglo toda idea de construcción europea quedó descartada. El régimen nazi marcó el vuelco fanático del modelo europeo, que se había mantenido en el transcurso de las guerras intraeuropeas, con la instauración de un retorno brutal de la sociedad a la comunidad —en el sentido que dio Ferdinand Tönnies a esta oposición— y de una obsesión por la identidad racial que trajo aparejada la exterminación de los judíos y de los gitanos. El tercer ataque que contribuyó al derrumbe del modelo occidental provino a la vez del interior y del exterior. Los imperios turco, ruso, soviético e incluso serbio, si así definimos a Yugoslavia, fueron derrumbándose a partir de los inicios del siglo XX, pero sin que floreciera una nueva primavera de los pueblos capaz de revivir el espíritu de 1848. Se hicieron más frecuentes los enfrentamientos entre los nacionalismos, incluso después de la caída de los nuevos imperios soviético y nazi, y las guerras, al mismo tiempo nacionales y religiosas, desmembraron y ensangrentaron a la ex Yugoslavia. No obstante, el fenómeno que alteró de modo más radical el mapa del mundo fue la destrucción de los imperios coloniales. El más importante, el Imperio británico, fue bastante inteligente para acompañar la transformación de las antiguas colonias en países independientes dentro o fuera de la Commonwealth, manteniendo un nivel de violencia relativamente limitado y a pesar de la existencia de un poderoso movimiento independentista indio; los Países Bajos supieron convertirse eficazmente en una gran potencia industrial al tiempo que renunciaban a Indonesia; Francia les negó la descolonización a Indochina y a Argelia, a pesar de haberla implementado sin mayores conflictos en Marruecos, Túnez y en la mayor parte del África subsahariana, contrariamente a lo que pasó en el ex Congo belga, en Angola y en otros territorios colonizados por los portugueses. En 1955, en Bandung, un gran número de países antiguamente colonizados decidieron fundar una coalición en torno a una política «tercermundista» inspirada esencialmente en el anticolonialismo. A pesar de las intervenciones armadas de Cuba en África, pocos países pasaron de estar bajo la dominación occidental a incorporarse al mundo comunista, con una importante excepción: la de los países que habían formado parte de la Indochina francesa. Esto conduce a explicar las crisis más graves no tanto por las características generales de la sociedad europea, sino más bien por la falta de comprensión de Francia, donde la izquierda estaba también muy comprometida con la colonización. Salvo en los territorios bajo la dominación francesa, la descolonización no provocó el derrumbe de la potencia occidental e

incluso mantuvo, cuando no fortaleció, el papel de Gran Bretaña en la economía internacional, sobre todo financiera. Este breve recuerdo de los principales procesos de descomposición de la hegemonía del sistema industrial y democrático occidental conduce directamente a una interpretación sociológica. Mientras la sociedad occidental se identificó con la modernidad y, por consiguiente, rechazó la idea de una vía occidental de modernización, las fuerzas internas y externas que pusieron en tela de juicio su hegemonía insistieron en la particularidad y en el derecho a la diferencia de su propio modelo de modernización, al punto de defender un relativismo cultural radical y de negar la idea de modernidad definida no sólo en términos universalistas, sino por su mismo universalismo. Esta postura dio una importancia central a las políticas comunitaristas e identitarias. Este análisis también se aplica, aunque de forma diferente, a la ideología comunista que, en principio, estriba en un racionalismo modernizador y productivista pero que, en la práctica, sostiene regímenes no democráticos y nacionalistas que rechazan activamente el modelo social y político occidental en todos sus aspectos. Es el caso de los nacionalismos poscoloniales que, a menudo, en Cuba, en África y en otras partes, se caracterizaron por su hostilidad contra un Occidente imperialista y colonialista. Así se explican, como reacción, la amplitud y la diversidad de los movimientos antidemocráticos, en particular xenófobos y racistas, que se desarrollaron en muchas regiones del mundo. A veces, la idea democrática volvió a ganar terreno, incluso en los países latinoamericanos gobernados por partidos abiertamente antinorteamericanos, como Bolivia y Ecuador, que procedieron a elecciones y que, al contrario que Venezuela, no adoptaron el modelo cubano. No obstante, tenemos que constatar el repunte de la influencia de partidos no democráticos en muchos países europeos, mientras en otras partes se debilita la idea democrática, incapaz de movilizar las energías y de despertar esperanzas cuando se reduce a proceder a elecciones formales cuya legitimidad a menudo está manchada por el fraude y la corrupción. Sobre todo las instituciones democráticas, a las que los gobiernos socialdemócratas y laboristas habían adjudicado un fuerte contenido social, perdieron su sostén y su significado. Las debilitaron considerablemente las crisis económicas y la propagación de la ideología neoliberal. En muchos países —especialmente en los Estados Unidos— han aumentado las desigualdades, agravadas en general por el sistema fiscal, y la parte del capital en la repartición del ingreso nacional creció a expensas de la parte del trabajo, que incluye las empresas. La escuela, concebida como un instrumento de movilidad ascendente durante la Tercera República francesa, es percibida hoy en día como un instrumento de defensa de las desigualdades y de los privilegios. El movimiento obrero ya no es la fuerza social que impulsa a los gobiernos «de izquierda» a introducir nuevas reformas sociales, y las reformas culturales que ganan terreno chocan con fuertes oposiciones tanto de parte de la izquierda como de la derecha. En Francia se ha podido observar que las categorías populares son más receptivas al discurso del Frente Nacional que del partido de izquierda, que, sin embargo, comparte con él un antieuropeísmo radical.

Finalmente, y éste es el aspecto más importante, siempre he defendido la idea de que, frente a una dominación social y cultural cada vez más global, para constituirse los nuevos movimientos y actores sociales deben penetrar en dominios cada vez más centrales de la personalidad y de las relaciones sociales, lo que dificulta la formación de reivindicaciones más limitadas que lleven más fácilmente a reformas institucionales. Es más fácil transformar la condición obrera por leyes de protección social contra los accidentes de trabajo y contra el desempleo que hacer adoptar una ley que autoriza el aborto o el matrimonio de parejas homosexuales, precisamente porque estos derechos dan prioridad a la elección personal sobre lo que llamamos la estabilidad social o el respeto de las tradiciones jurídicas y sociales. Francia está experimentando un fuerte movimiento de reacción cultural, de inspiración católica, que probablemente procurará unir la derecha y la extrema derecha. Nada nos obliga a concluir que hoy es más difícil que ayer obtener reformas e innovaciones; en cambio, es cierto que, en un contexto de guerra social o de revolución, los modos de movilización de tipo tradicional pierden su eficacia de manera paulatina, lo que explica el retroceso o la desaparición de las ideologías y de los partidos que remitían más directamente a una guerra social y al papel liberador de la violencia. Por el contrario, hace falta que la opinión pública y la acción organizada apelen a elecciones personales. Ésta es la razón por la que considero que el feminismo es sumamente importante.

LA RECONSTRUCCIÓN DEMOCRÁTICA Tengamos la valentía intelectual del antropólogo y sociólogo inglés (de origen checo) Ernest Gellner que, en un breve pero importante libro (Postmodernism, Reason and Religion, 1992), plantea tres elecciones posibles a partir del momento en que desaparece la pretensión occidental del monopolio de lo universal, a menudo bajo los embates de sus adversarios y también como consecuencia de sus propias dudas. Gellner nos dice: o defendemos el privilegio occidental y creemos en una futura occidentalización del mundo; o creemos que cada código cultural está construido sobre las bases de una cultura particular, lo que descarta todo recurso a una concepción de lo universal; o bien, la tercera solución, la que Gellner prefiere y a la que me adhiero: admitimos que todas las culturas pueden ser portadoras de principios y derechos universales a condición de que ninguna pretenda tener el monopolio. Este gran especialista del mundo árabe trabajó durante más de un cuarto de siglo en su obra. Después de las guerras conducidas por los Estados Unidos en Irak y en Afganistán, y tras la intervención francesa en Libia, resultaría difícil predicar el necesario triunfo del modelo occidental. Sin embargo, la argumentación de Gellner tiene todavía más fuerza hoy que en la fecha de publicación de su libro puesto que, al destruir todo recurso a lo universal, el pluralismo cultural radical descarta también todo juicio moral, lo cual constituye un escándalo inaceptable en las postrimerías de un siglo marcado por masacres masivas y por genocidios.

No obstante, si la única solución aceptable es combinar la ética universalista con la diversidad de los procesos históricos de modernización, tenemos que examinarla más de cerca a fin de protegernos contra falsas soluciones que nos harían incurrir en contrasentidos peligrosísimos. El retorno a este universalismo que caracteriza la modernidad ¿podría poner obstáculo al triunfo de los nacionalismos y de los comunitarismos? Podemos buscar una componenda y acordarnos de que la formación de nuevos actores sociales y el afianzamiento de la democracia mantienen un vínculo estrecho. No obstante, reitero que estoy convencido de que la meta más importante y más difícil de alcanzar consiste en volver a descubrir el significado de la universalidad de la modernidad, que perdimos después del largo periodo de destrucción de la utopía occidental que acabamos de vivir. Esta utopía, al identificarse con la modernidad, creía reforzarla cuando en realidad la debilitaba seriamente, puesto que la confundía con la hegemonía de Occidente sobre el mundo y sobre su propia población, lo que desató un amplio espectro de reacciones hostiles a este universalismo percibido como la máscara del imperialismo y el colonialismo. Agrego de inmediato que, en mi opinión, la capacidad del mundo occidental de defender con eficacia el universalismo mostrando que no está exclusivamente a su servicio es todavía demasiado débil. Debemos más bien tener esperanzas en el levantamiento de las antiguas naciones colonizadas contra sus ex liberadores, quienes desde hace mucho tiempo se convirtieron en dictadores autoritarios y frecuentemente corruptos. La fe en los nuevos movimientos democráticos, como la Primavera Árabe o los que jamás dejaron de ser activos en China, tiene como inconveniente que esta demanda democrática se expresa en la base y hay mucho trecho entre esas insurrecciones y una acción política organizada y capaz de incidir en las decisiones de un país. Todos cuantos aplaudieron las manifestaciones en Túnez y en Egipto quedaron desencantados tras la victoria de los Hermanos Musulmanes y la ola salafista, pues en ambos casos la juventud democrática y revolucionaria no fue capaz de convertirse en fuerza política. Estos fracasos no pueden sorprendernos si tenemos en mente que, después de afirmar tan espléndidamente el principio democrático en 1789 y plasmarlo en la Constitución de 1791, Francia se vio arrastrada al Terror y, luego, a la aventura personal de Napoleón, antes de conocer, después de 1815, una democracia limitada, censitaria y sujeta a los intereses de los pudientes. La experiencia francesa y la de muchos países occidentales deberían incitarnos a entender las dificultades y la lentitud del proceso de democratización. Aun el debilitamiento de la democracia occidental medio siglo después del triunfo del Estado benefactor debería inducirnos a contemplar la posibilidad de un fracaso más o menos perdurable de la siempre difícil construcción de la democracia. Lo importante es reconocer que la multiplicación de regímenes autoritarios, comunistas, nacionalistas o religiosos, vuelve más difícil la formación de nuevos movimientos sociales, aunque también da mayor fuerza de movilización a la idea de democracia. ¿Qué otra reivindicación podría poner en movimiento a los habitantes de la Rusia dirigida por Putin? ¿Y cómo la presión creciente ejercida por la demanda de aumento salarial, sobre todo entre la

numerosa población que se desplaza del campo a las ciudades, no conllevaría una voluntad de representación política libre en China y, en primer lugar, el cuestionamiento del carácter todopoderoso del partido-Estado? La oposición total responde al poder total. Aunque algunos temas sociales y culturales, sobre todo en el Tíbet y Sichuan, son fuertemente movilizadores, el cuestionamiento democrático del poder absoluto de un partido gangrenado por la corrupción es, pese a la represión, la expresión más espontánea y masiva de las reivindicaciones populares. Sin embargo, la multiplicidad de significados que damos a la idea de democracia exige que ahondemos en la reflexión. Basta con sacar las conclusiones de los análisis que ya he presentado. Mi clara preferencia por la libertad de los modernos sobre la libertad de los antiguos me lleva a adoptar un enfoque más interior, más subjetivo de la democracia, que es tanto un sentimiento y una exigencia moral como un conjunto de instituciones. Lo que hoy en día da una fuerza renovada a la idea democrática es la experiencia de sí que ésta representa para cada quien. Solos o en grupo, quienes sienten en sí la fuerza de la liberación democrática se liberan de sus papeles sociales, se descubren a sí mismos, se inventan como individuos estimulados, sobre todo, por la relación consigo mismos que se siente más intensamente en las relaciones afectivas, profesionales o intelectuales con los demás. Esta voluntad de revelarse a sí mismo a través de la solidaridad con otros ya estaba presente en la palabra fraternidad que caracterizó la Primavera de los Pueblos en 1848. Cotejemos por un instante esta imagen del espíritu democrático con la del militante comunista determinado, valiente, abnegado pero sometido ante todo a su partido. ¿Cómo podríamos errar en nuestro juicio al punto de preferir a un «hombre de partido» sobre quien vive conforme a sus convicciones y obedece a su conciencia antes que a un jefe? La calidad de un movimiento social o de una protesta más limitada depende a la vez de la calidad del pensamiento que produce y del carácter impecable de la acción de sus militantes o de sus simpatizantes. Las estrategias, las tácticas y las alianzas son indispensables, pero un movimiento debe asumirlas sin hundirse en la politiquería orientada por completo a la conquista del poder. Esta concepción de la acción colectiva en tanto que construcción de un sujeto individual y al mismo tiempo colectivo no equivale para nada a defender la imagen, que sería paradójica, de un militante solitario pero solidario, utilizado y casi siempre traicionado por partidos o por fuerzas sociales que participan en la conquista del poder. Sin embargo, la unión de este compromiso de uno mismo y de la participación en una acción colectiva atribuye a esta última una importancia que no puede adquirir por sí misma. Dicho de modo más simple, no existe movimiento colectivo importante sin compromiso del actor-sujeto consigo mismo.

LA CAPITULACIÓN Desde el inicio de la gran crisis financiera, no he cesado de decir que su gravedad se debía

menos a sus razones económicas y financieras, por muy importantes que fuesen, que a la incapacidad de los países occidentales para hacer emerger actores capaces de tomar decisiones inspiradas en la defensa de los derechos del sujeto en todos los niveles de la vida social. Ningún país —ni siquiera los Estados Unidos, pese a sus riquezas enormes y a la conciencia que tienen de su papel mundial— ha sido capaz de escoger y aplicar una política de recuperación. Esto explica por qué la segunda campaña presidencial de Barack Obama suscitó poco entusiasmo. A España, fulminada por la crisis del crédito hipotecario tras haber tenido la ilusión de haber encontrado la clave de la modernización acelerada, le cuesta mucho ir más allá de la protesta y la revuelta. El caso de Francia es mucho más extraño. Después del tiempo perdido durante el segundo mandato de Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy aplicó una política proeuropea que hacía creer que el continente se encontraba bajo la dirección de la pareja «Merkozy». Esta extraña ilusión obliga a reconocer el talento del presidente que consiguió imponer a su país y a toda Europa la idea de haber sido el defensor más eficaz de la construcción europea y, a través de ésta, de la economía francesa. Su determinación proeuropea impresionó tanto más cuanto que la izquierda francesa seguía siendo mayoritariamente antieuropea, igual que en 2005 cuando rechazó el proyecto de tratado europeo de Maastricht. En realidad, Nicolas Sarkozy se contentó con dejar que aumentara el déficit presupuestario sin darse a la tarea de resolver los problemas económicos más profundos, en particular la desindustrialización acelerada que afecta a Francia igual que a Gran Bretaña y mucho más que a Italia. Durante los largos meses del verano y principios del otoño de 2012, François Hollande prácticamente no tomó ninguna medida de recuperación económica. Pero hay algo más grave: el Partido Socialista firmó con los ecologistas un muy generoso acuerdo de gobierno, puesto que el número de diputados verdes es mucho mayor que el que le correspondía a este partido según sus resultados electorales. Se trata de un desequilibro tan acentuado que no pudo ocultar la presencia entre los ecologistas de una fuerte tendencia antiindustrialista, antieuropea e inspirada en una ideología antimodernizadora. En efecto, existen dos tendencias entre los ecologistas: por un lado, los que quieren poner en el primer rango de sus objetivos la salvaguardia de un planeta peligrosamente contaminado; por el otro, los que «tiran la casa por la ventana», debido tal vez a que se dan cuenta de que las medidas sugeridas son muy insuficientes, y abogan en favor de una fuerte disminución del consumo energético que puede incluso avenirse con un retroceso del nivel de vida. Lo más preocupante es que estos ecologistas antimodernos se apoyan cada vez más en un nacionalismo que prefieren llamar «soberanista», para denunciar lo que consideran la alianza entre la construcción europea y la globalización de un capitalismo financiero irresponsable. Con esto alcanzamos el límite previo a la ruptura. No existe hoy divergencia más fundamental que la que opone a quienes ven en la construcción de Europa la única fuerza de resistencia eficaz a la mundialización financiera y a quienes estiman que Bruselas, Wall Street y la City son de la misma ralea. Podemos conjeturar que quienes no tienen confianza en Europa confían aún menos en su propio país; ¿cómo negar que, desde que estalló la crisis griega, el papel de las instituciones europeas fue capital en el proceso para atajar los embates de los mercados financieros? Si los

spreads pagados por Italia ya disminuyeron en una proporción importante, de hecho, sucedió después de la intervención del BCE. Asimismo, aunque el gobierno español se haya esforzado por retrasar su consentimiento a fin de mostrar su propia fuerza, la ayuda ofrecida a España proporcionó serias garantías a sus acreedores. Incluso Francia, que había rechazado firmemente el Tratado de Maastricht, debe admitir que está atrasada con respecto al movimiento general del continente, y las recientes declaraciones de François Hollande relativas a la competitividad de la industria francesa, que siguieron a la entrega del Informe Gallois, indican que el gobierno francés quiere acatar las recomendaciones de las instituciones europeas. La opinión pública tiene que reconocer que los problemas más graves del país no derivan de la política europea sino de la desindustrialización y de la pérdida de competitividad de la propia Francia. Iré más lejos. No pienso que sea la actual crisis lo que vuelve tan difícil aplicar en Francia reformas estructurales. Las causas de las debilidades francesas se remontan a mucho tiempo atrás: radican, en primer lugar, y sobre todo desde 2002, en la incapacidad de los gobiernos de este país, donde el Estado desempeña un papel tan importante, de pensar y actuar en función de una conciencia clara de la gravedad de la crisis que está atravesando. La segunda causa atañe a la ausencia o al fracaso de las relaciones laborales en Francia. La diferencia con Alemania es tan grande al respecto que puede considerarse decisiva para explicar el éxito de un país y el fracaso del otro. Existen otras causas de debilidad, pero sólo mencionaré una más: la formación de los cuadros dirigentes que se apoya en gran parte en las ciencias fundamentales, sobre todo en las matemáticas, y demasiado poco en la gestión, porque las mejores escuelas de comercio todavía no han alcanzado, en materia de reclutamiento de las élites de las grandes empresas, la misma importancia que la Escuela Politécnica o la Escuela Nacional de Administración. Francia sigue siendo un país donde lo «aplicado» se considera inferior a lo «puro». Ni Bill Gates ni Steve Jobs hubiesen podido ser franceses y tener carreras tan espléndidas. Nuestra sociedad está inmersa en un aura ideológica hostil a las actividades económicas, incluso cuando se trata de invenciones y de innovaciones. Insisto en repetir que la principal flaqueza de la mayoría de los países europeos radica en su falta de confianza en sí mismos y en la ausencia de una voluntad de actuar. Sería un error decir que la vieja Europa se encuentra aplastada por nuevos países industriales con salarios bajos. Una prueba de ello es el extraordinario éxito de las exportaciones alemanas. Demasiado a menudo la tecnicidad de los estudios económicos nos impide ver que los obstáculos más importantes a la recuperación industrial en un país como Francia son de índole social y cultural más que propiamente económicos. Sin embargo, para revivir la voluntad de acción es preciso actuar no solamente en el nivel de una toma de conciencia general, sino en todos los ámbitos concretos donde se ejerce la actividad económica, desde la formación hasta el sistema de gobernanza de las empresas.

CREAR ACCIÓN

Es concebible que en todos los regímenes autoritarios las fracturas internas se agraven, que en medio de las crisis de sucesión se creen espacios favorables a la democracia, donde se insertan grupos minoritarios con vistas a imponer límites al poder mayoritario, y también que la organización de elecciones acarree la formación de partidos políticos comprometidos con una competitividad abierta y regulada por las instituciones políticas. No obstante, el mundo ya conoció una gran cantidad de «repúblicas» donde semejante competitividad existía y donde, sin embargo, hacía falta la inspiración democrática. Ésta surgió, en el pasado, de movimientos sociales a los que sucedieron debates de opinión que se transformaron en verdaderos partidos políticos. Este proceso no sólo puede ser muy largo y no obtener más que una liberación parcial de las opciones políticas, sino que, sobre todo, puede tener que afrontar otros problemas, desde un golpe de Estado fomentado por algún jefe militar hasta un movimiento de masas antidemocrático, nacionalista o revolucionario. En Alemania, Hitler llegó al poder en 1933 por elecciones abiertas, lo mismo que las coaliciones dominadas por el Partido Comunista en los países ocupados por el Ejército Rojo después de la segunda Guerra Mundial. Nada obliga a una república a funcionar como una democracia. Se impone la conclusión de que los movimientos sociales y la acción política, tan cercanos unos a otra en las sociedades industriales, están alejándose más de lo que pudiéramos pensar en un inicio. Si creo que es más exacto hablar de movimientos morales, incluso de exigencia ética, que de movimientos sociales, y si muchos autores insisten en el papel activo de la compasión, particularmente en materia de acciones humanitarias, es porque la idea democrática desborda cada vez más a menudo el terreno político, en un periodo en que la democracia representativa es el objeto de ataques dirigidos contra la «clase política», contra el interés predominante por la carrera personal o contra la corrupción. En esta parte de mi análisis insisto primero que nada en el respeto de los derechos personales. Desde mi perspectiva, el tipo de acción democrática más importante es la defensa de la igualdad de los miembros de grupos minoritarios, trátese de discapacitados o de grupos culturalmente minoritarios en el sentido religioso, lingüístico o étnico. La importancia de estas acciones viene de que reaccionan contra la interpretación distorsionada del universalismo que condena a quienes no corresponden a las normas consideradas habituales en una sociedad. Durante mucho tiempo las mujeres han sido —y siguen siendo en parte— las principales víctimas de este seudouniversalismo. Hoy en día las minorías sexuales están convirtiéndose en actores políticos fuertes. La igualdad de los derechos de los homosexuales, que impone modificaciones importantes a la ley, es cada día más aceptada, pese a que se enfrenta todavía a fuertes oposiciones tanto por motivos jurídicos como por razones morales y religiosas. El estatus social de los transexuales evoluciona mucho más lentamente, pero si suelen encontrar fuertes resistencias, se debe en parte a que las reivindicaciones de estos grupos recibieron el apoyo de la tendencia queer que busca extender la noción de género para incluir el sexo mismo. El reconocimiento de los derechos de las minorías sexuales resultaría más fácil si se admitiese que no exige la adhesión a estas tesis, pero desde este punto de vista, el ascendiente intelectual de la obra de Judith Butler constituye un obstáculo. Aquí nos encontramos de nuevo con el tema más general —a decir verdad, central en

nuestra cultura— de la combinación del respeto de los derechos universales con el reconocimiento de las diferencias culturales. ¿Podemos vivir iguales y diferentes? Esta pregunta es tan importante que le dedicaremos todo el próximo capítulo. De momento, volvamos a las relaciones entre los nuevos movimientos culturales y la acción política, porque el mayor obstáculo a la formación de nuevos actores es la falta de entendimiento de los cambios culturales. El principal objetivo de la acción debe ser la acción misma más que su resultado, aunque, obviamente, es indispensable obtener un cambio de las situaciones materiales o legales actuales. Para que haya movimiento, creencia o convicción, es imprescindible que las razones de la acción desborden su objeto. Quienes participan en acciones de índole «moral», por ejemplo las acciones de liberación, expresan espontáneamente esta idea cuando recalcan que su movilización los transformó de manera tan positiva que estiman que los principales beneficiarios son ellos mismos. A partir del momento en que una acción, sea cual fuere su ideología, puede ser reducida a metas instrumentales, a la defensa de intereses, por más legítimos que sean, ya no es posible hablar de movimientos sociales o de acción por la libertad, la igualdad o la solidaridad. Cada uno de nosotros puede observar a su alrededor movimientos o vestigios de antiguos movimientos sociales admirables, pero que hoy en día ya no son sino domicilios sociales de empresas o de agencias de publicidad y propaganda. Esto no significa que todos los militantes sindicales, por ejemplo, se hayan convertido en los funcionarios de una causa, sino solamente que los actos más admirables de unos y otros ya no pueden juzgarse en función de los criterios de la ideología de la organización a que pertenecen. Hay que tomar esta observación al pie de la letra, pues considero que los voluntarios son la sal de la tierra, mientras que me parece que los dirigentes de las organizaciones son a menudo —no siempre— agentes al servicio de su propia influencia o de su propio poder. Cuanto más nos acercamos a la situación postsocial y posthistórica más las acciones personales o colectivas en pro de la igualdad y de las libertades se fundan directamente en la voluntad de elevar el nivel de subjetivación de uno mismo y de los demás. Sería un grave error inferir de la debilidad actual de los movimientos sociales y políticos organizados la ausencia de acciones de defensa y de liberación por parte de los dominados y los explotados. Asimismo, sería un grave error —aunque más fácil de reconocer— creer que es posible pasar directamente de la protesta de masas al ejercicio del poder. No hay que creer que la política no es sino el deterioro de las convicciones. Los caminos que franquean los obstáculos más difíciles son los menos rectos y los más largos de recorrer. No obstante, estamos muy cerca de un grave error de interpretación. ¿Es necesario volver a la década de 1970 y completar la revolución social con una revolución sexual o el desarrollo de ideas muy minoritarias? ¿Hay que volver a dar la palabra a los «mao-spontex»? Si el actor social, entendido como movimiento social, sin duda tiene que estar lo más cerca posible de aquellos a quienes pretende defender, es a fin de evaluar el significado general o, mejor dicho, universal del caso que ilustran. La fusión afectiva entre el defensor y la víctima sólo puede tener consecuencias negativas, pues ninguna víctima se mantiene por encima de las injusticias y de los sufrimientos padecidos. Le incumbe al defensor seleccionar entre los actos

y las palabras de la víctima aquellos que revelan mejor la negación de sus derechos. Esto es verdad especialmente cuando se trata de auxiliar a una víctima que está lejos y que no puede expresarse, o cuando uno conoce sólo de manera parcial los agravios que sufre. Con la mundialización, esta situación sucede cada vez más a menudo. No se le pide a un actor social que cumpla las funciones de un abogado del tribunal de lo criminal, sino que sensibilice la opinión pública, la cual ha de estar convencida de la importancia social de una causa y, consecuentemente, de la legitimidad de la acción que se realiza. Es así como se vuelve a introducir la preocupación por los derechos humanos fundamentales en la vida política. El tema central de la modernidad puede por fin reaparecer y desprenderse de la falsa interpretación que dan de él aquellos que, lo mismo que los europeos antaño, identifican impropiamente sus intereses y sus ideas con los derechos universales del género humano.

XV. Iguales y diferentes

EL DEBATE SOBRE EL MULTICULTURALISMO Una de las distinciones más importantes entre las diferentes vías de modernización reside en el lugar que se concede a las culturas minoritarias en la vida de la nación, sobre todo las que resisten a la asimilación y la integración. Sin embargo, el espectro de los multiculturalismos presenta tantos matices que impide cualquier conclusión global; hay que distinguir al menos tres tipos de situaciones. El primero atañe a las minorías nacionales que, más allá del reconocimiento de su cultura, y en particular de su lengua, reclaman derechos nacionales, e incluso a veces la independencia. En el transcurso del siglo XIX y mientras se descomponía el Imperio austrohúngaro, Europa central tuvo que afrontar graves conflictos de esta naturaleza. El caso de Hungría fue el más serio, pues una tercera parte de su población pasó a pertenecer a Eslovaquia o a Rumania. El renacimiento de Polonia, un país que permaneció desmantelado durante mucho tiempo, selló una victoria del derecho de los pueblos. Las poblaciones alemanas de la región eran muy diversas: ora pertenecían a otra nación, como por ejemplo en Silesia, ora ansiaban su incorporación a Alemania con el objetivo de apoyar la política hitleriana de conquista, como en los Sudetes. Obviamente el apego al idioma alemán, la lengua de la cultura de toda la región, empleada tanto por numerosos escritores judíos como por los partidarios de una gran Alemania, no bastaba, ni de lejos, para definir una minoría hostil. En la antigua Yugoslavia estallaron conflictos entre sus diferentes componentes y Sarajevo se convirtió en el dramático símbolo de estos enfrentamientos. Los catalanes, los vascos y, en el continente norteamericano, los quebequenses, así como, en cierta medida, los acadianos de Nuevo Brunswick, presentan características análogas. Pese a los triunfos electorales del Partido Quebequense, Quebec no optó por la independencia, y el País Vasco tuvo que renunciar a la lucha armada que lo aislaba cada vez más del conjunto de la población. Al contrario, en Cataluña —que parecía muy apegada a España— se está desarrollando un movimiento independentista a consecuencia de la crisis económica. Se trata en todos estos casos de problemas nacionales. Un segundo tipo de situación concierne a las poblaciones que no reclaman la independencia o la autonomía política, pero que son suficientemente fuertes como para resistir a la asimilación y conservar rasgos culturales propios, sobre todo en la vida privada. Es a menudo el caso en los principales grupos de inmigrados de los Estados Unidos. Esta clase de

movimientos de defensa cultural son todavía más fuertes allí donde los inmigrados poseen un alto nivel educacional o calificaciones superiores a las de la población mayoritaria. Es el caso, por ejemplo, de los palestinos exiliados en Jordania o en los países del Golfo, donde los egipcios también son muy numerosos, especialmente entre los ingenieros. Las diásporas, en especial la judía, la china y la sirio-libanesa, han conservado cierta autonomía cultural, incluso política, lo que no fue óbice para que desempeñaran un papel relevante, e incluso en ocasiones dominante, en la población local. Esta situación es la más propicia a la aceptación del multiculturalismo porque las minorías procuran a la vez preservar su identidad cultural e incrementar su integración y su influencia social. El tercer tipo corresponde a la situación que vive, por ejemplo, una parte de la población llamada musulmana, árabe o turca, en particular en el mundo occidental. Desde hace varios decenios se viene produciendo un fenómeno de desintegración social provocado tanto por la crisis económica que aqueja en primer lugar a los inmigrados recientemente llegados como por la discriminación que padecen los jóvenes musulmanes. Algunos miembros de estas minorías, a las que se suman algunos recién convertidos al islam, defienden posiciones extremas y pueden llegar hasta preconizar la lucha armada y los actos de terrorismo. En este caso, la fuerza dominante es el comunitarismo, no siempre de índole nacional. La sociología ha sido fuertemente influida por el estudio de los grupos minoritarios. Se contentó durante mucho tiempo con una oposición entre sociedades llamadas modernas y otras que llamábamos tradicionales, entre sociedades y comunidades, lo que condujo a exagerar la separación entre las mayorías modernistas y las minorías tradicionalistas. Esta visión ya no es satisfactoria, particularmente porque la imagen de la modernidad que sustenta, aunque recibe fuertes apoyos políticos e ideológicos, no corresponde a la realidad observable. Por ejemplo, muchos estudios insistieron en las distorsiones del individualismo, que pueden llevar a su transformación en un nuevo tribalismo. Existe otra razón para poner en tela de juicio la dicotomía entre comunidad y sociedad: es fácil poner en evidencia formas de individualismo —con frecuencia ligadas a la religión— en el seno de lo que creemos que son comunidades replegadas sobre sí mismas. La idea de la salvación individual y el recurso a la confesión secreta, sobre todo en Occidente desde la Contrarreforma —que convendría más llamar Reforma católica—, muestran que el individualismo y el universalismo estaban también presentes en las sociedades que, a simple vista, considerábamos como tradicionales, pero generalmente esta presencia era más del orden de las conductas religiosas que de las conductas propiamente sociales. Actualmente se suele rechazar la visión evolucionista que presentaba como históricamente necesario el paso de la comunidad a la sociedad. Hemos descubierto que las sociedades que poseen lo que llamo un elevado nivel de historicidad, es decir, de capacidad para transformarse a sí mismas, no son «naturalmente» universalistas sino que es preciso que se vuelvan tal por su voluntad, y, por ende, también pueden encaminarse a una vía contraria a la modernidad. Las reformas políticas, sociales y culturales fundadas en el reconocimiento de los derechos combatieron una concepción puramente económica, y más precisamente utilitarista, de las conductas humanas. A la inversa, en las sociedades regidas por un sistema político

rígido, parecidas a la que describe George Orwell en 1984, el individuo está supeditado por completo a reglas establecidas en nombre de la racionalidad, pero que en realidad están al servicio de los dueños del poder. En todos los casos, la modernidad es voluntaria, no es el producto de una evolución «natural». En las sociedades con escasa capacidad de acción sobre sí mismas está más presente en la vida religiosa que en la organización social; por el contrario, en las sociedades capaces de transformarse al punto de poder destruirse a sí mismas, es la acción política voluntaria la que podrá hacer triunfar el individualismo y el universalismo, por un lado, sobre la búsqueda meramente instrumental del lucro y, por el otro, sobre la sumisión a un poder totalitario. La idea de modernidad no designa, por lo tanto, una evolución natural sino la construcción de referencias universalistas más fuertes que las presiones ejercidas por la tradición o por la arbitrariedad política. Esto le confiere un papel central en el análisis sociológico, aunque con frecuencia se le reprochó que negara toda importancia a la acción. Dicho reproche se fundaba, sin motivos válidos, en la idea de que existe un movimiento natural que nos conduce a todos a defender nuestros intereses privados de modo racional. Este evolucionismo racionalista, progresista y laico felizmente ha sido puesto en tela de juicio. El debate en torno al multiculturalismo muy pronto se volvió central. En realidad, opone a autores que tienen en común el esfuerzo por combinar universalismo con diferencias. Es tan vano oponerlos como oponer lo innato y lo adquirido. Quienes quieren mantener la primacía del universalismo en el pensamiento social asociándolo en particular a la democracia enfrentan la acusación —por parte de otros, numerosos y diversos, cuyos «estudios poscoloniales» están hoy en día a la vanguardia— de permanecer apegados a la supremacía ejercida por los grandes países occidentales sobre un mundo en gran medida colonizado por ellos. Los primeros responden a estos ataques recalcando el peligro que entraña toda afirmación radical de la diferencia entre las culturas, lo que, en efecto, conduce, a partir de nociones confusas como la de Volkgeist, al racismo que causó desastres nefastos durante el régimen nazi. Este gran debate entremezcla luchas ideológicas y políticas con nuevos análisis y con la observación de situaciones reales muy distantes del modelo, firmemente arraigado en Francia, de «República una e indivisible». En efecto, dicho debate se desenvuelve en un escenario internacional en el que han surgido nuevas guerras de religión y nuevos conflictos étnicos, no sólo en la India y en Paquistán, en el Líbano y todo el Medio Oriente —donde los sunitas se enfrentan con los chiitas, y a veces, los wahabitas a los alauitas—, en Egipto, donde la minoría cristiana copta vive bajo las amenazas de la mayoría musulmana, o en varios países de África, sino también en Irlanda y Ulster, donde la guerra entre católicos y protestantes no ha cesado desde la conquista revolucionaria por Éire de su independencia. En los países andinos Perú y Bolivia, pero también en México y en Chile, los indígenas pobres y hostigados se sublevaron contra la dominación ejercida por los criollos y los mestizos. Estas luchas tomaron un cariz extremo en Haití, donde François Duvalier, apodado Papa Doc, impuso una dictadura contra los mestizos en nombre de los negros.

Aunque dejemos aparte las situaciones preestatales —que en Libia y en Chad son extremas a causa de la debilidad de su aparato estatal reducido al poder armado de un tirano en un país dividido entre tribus y etnias rivales—, la lucha entre las identidades parece remplazar en gran parte del globo las luchas de clases debilitadas por las reformas de inspiración socialdemócrata y por la diversificación de los asalariados. El levantamiento, más político que social, de poblaciones autóctonas, particularmente en Australia y en Canadá, con vistas a recuperar sus tierras y sus derechos, repercutió en el mundo entero. Eliminaré, primero, un contrasentido estorboso. No se trata de saber si los seres humanos son todos semejantes o diferentes los unos de los otros. Sobre este punto, que atañe a la biología más que a la sociología, los mejores científicos, como François Jacob, han escrito textos que a mi parecer concluyen el debate al colegir que el hombre está «programado para aprender». El problema clave consiste en saber si las culturas corresponden a orientaciones radicalmente diferentes o si, por el contrario, existen ciertas representaciones de sí comunes a todos los seres humanos. Es difícil negar que existe un nivel infrasocial de percepciones, emociones e incluso sentimientos, y no es un asunto al que tenga que dar una respuesta, pues la detenta la ciencia. Parto de la hipótesis de que el contenido de la cultura y de las representaciones depende en gran parte del grado de dominación impuesto por el grupo humano en cuestión sobre sus condiciones de vida y su entorno. Al contrario, conforme se estudian los rasgos sociales y culturales asociados a una posición determinada dentro de una sociedad, resulta menos útil pasar por esas consideraciones más generales y más universalistas. Son los determinantes sociales, y por tanto siempre particulares, los que explican las conductas propiamente sociales, idea acorde con la inspiración central de la sociología clásica. También es posible distinguir el enfoque antropológico, más interesado en las orientaciones universales, del enfoque sociológico, más sensible a las diferencias entre los grupos humanos que a sus rasgos comunes. Hay que precisar que tanto los sociólogos como los antropólogos deben ser receptivos a los caracteres universales de las conductas humanas, aunque la mayoría de los autores están más atentos a las diferencias que observan entre actores que viven en periodos y regiones distantes unas de otras. En mi opinión, es suficiente reconocer que todos los seres humanos son aptos para crear sistemas simbólicos y que los principios de explicación de las conductas a que apelan son cada vez más internos y recurren con menos frecuencia a agentes exteriores, sobre todo no humanos, a medida que adquieren más conocimientos sobre sí mismos y más medios científicos y técnicos, cognitivos y emocionales, para actuar sobre sí mismos y sobre su entorno. En cambio, creo que es imposible afirmar que nuestra representación de nosotros mismos se vuelve cada vez más utilitarista y pragmática. No existe una sociedad que no tenga sus grandes relatos. Después de otros relatos construidos en términos más bien sociales y políticos, el psicoanálisis y el marxismo tomaron su lugar y, a su vez, están en vías de ser remplazados por otros nuevos. Siempre he afirmado que la modernidad no se reduce a la secularización y a explicaciones científicas. Siempre, y en todas partes, existen discursos antropológicos en los

que nuestros juicios morales y nuestros actos tienen sus raíces. Es difícil conseguir que coexistan varias religiones en un mismo territorio, sobre todo si el Estado no es laico. Sin embargo, aunque lo sea, pronto se alcanzan los límites de este pluralismo; esto es lo que ilustra la actitud de los europeos hacia los musulmanes. En países como México o Perú, en un nivel que involucra más profundamente las creencias y los principios, es difícil consentir en la aplicación del derecho consuetudinario en los distritos o las regiones donde vive un porcentaje elevado de indígenas, porque este derecho no respeta la igualdad entre hombres y mujeres. Por otra parte, ningún jurista, fuese inglés o francés, aceptaría lanzar una campaña de opinión en favor de condenar a las mujeres adúlteras a una pena de doscientos latigazos o de lapidación. El canadiense Will Kymlicka introdujo una distinción indispensable al establecer una oposición entre las limitaciones impuestas a las libertades individuales por «restricciones internas» en nombre del interés colectivo y las limitaciones que tienen como objetivo una «protección exterior», cuyo ejemplo clásico es la prohibición de vender tierras a propietarios que no pertenecen a la comunidad. El autor condena con razón las restricciones a las libertades individuales en nombre de la integración y la homogeneidad de la comunidad —que se traducen en particular en la interdicción de las conductas minoritarias, por ejemplo religiosas o familiares, dentro de la comunidad—, mientras que considera la protección contra las amenazas exteriores como una condición positiva de la protección de los derechos individuales. Este razonamiento general conduce a rechazar la idea de «políticas étnicas» que se fundan, como recordó Michael Walzer en The Politics of Ethnicity (1982), en la separación entre la política y la nacionalidad, lo que debilita inevitablemente la noción de ciudadanía portadora de derechos universales. Una nación puede tolerar ciertas prácticas propias de minorías (el caso más mentado es el de los turbantes y los cuchillos de los sijs), pero es peligroso acotar límites oficiales al universalismo de la ciudadanía. Los países europeos donde viven fuertes minorías musulmanas no reconocen la poligamia. En cambio observamos una aceptación creciente de una diversidad de relaciones sexuales, incluso más allá de la homosexualidad. La experiencia de las «reservas» creadas en varios estados de los Estados Unidos o en provincias canadienses fue objeto de críticas vehementes, justificadas por la situación de poblaciones, si bien protegidas, sobre todo privadas de las responsabilidades habitualmente asociadas a la ciudadanía. En una democracia liberal el respeto a la diversidad de las culturas debe ser necesariamente supeditado a los principios universalistas de igualdad. Los grupos sociales que permanecieron en una situación de dependencia, explotación y pobreza —o, más a menudo, que fueron confinados en ella— deben adquirir el mayor número posible de derechos ciudadanos manifestados por un empowerment real, para tener una igualdad de acceso a todas las formas de libertad y todas las protecciones necesarias para la autonomía, acordes con los principios de la ciudadanía. Después del atentado contra el World Trade Center se ha reconocido ampliamente la fuerza de los argumentos contra una concepción del multiculturalismo que permita, en una democracia liberal occidental, el desarrollo de la autonomía política de grupos con

actividades y valores opuestos a los suyos. Este choque explica también el giro de las posturas intelectuales y políticas en la materia. El multiculturalismo político que ya se había manifestado en la década de 1970, por ejemplo en Bolivia, llegó a su auge en los años ochenta y noventa, especialmente en el Reino Unido, y bajo el impulso de fuerzas políticas todavía inspiradas en el anticolonialismo. Sin embargo, después del 11 de septiembre de 2001, tuvo lugar un vuelco de la opinión pública y también de las ciencias sociales, que se apartaron de la influencia predominante de una filosofía política más interesada en la manipulación de los conceptos que en las experiencias históricas reales. Ante el desarrollo de los movimientos antioccidentales partidarios de la acción violenta, los filósofos multiculturalistas moderados y defensores de los derechos individuales, como Will Kymlicka y, sobre todo, Charles Taylor, pusieron énfasis en la prioridad de los derechos individuales y colectivos definidos en términos universalistas. A través del concepto de sujeto y de su orientación universalista como fuente de creación de los actores sociales, sostengo la concepción de la diversidad cultural que se contrapone tanto a la diversidad del multiculturalismo radical como a la tesis del choque de civilizaciones. El punto común a estos dos escollos atañe a una concepción holística de las culturas, que vuelve inevitables los conflictos y los acerca ineluctablemente al modelo yihad/contra-yihad. Siempre he defendido la unión de la diversidad cultural y de la igualdad de los derechos, en particular en ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes (1997). Esta posición me orientó a la aceptación positiva de una diversidad cultural libre de las concepciones de la vida social y cultural que justifican la superioridad de las categorías de instituciones y creencias sobre otras y que rechazan la idea de derechos fundamentales. La creciente importancia de las migraciones interculturales conduce naturalmente a sustituir una concepción casi bélica del choque de civilizaciones por la búsqueda de la mayor diversidad posible de combinaciones entre elementos de cultura que reconocen la prioridad de los derechos universales de los sujetos humanos. El reconocimiento y el estímulo de la diversidad cultural son positivos únicamente en la medida en que refuerzan la comunicación. El elogio del mestizaje —un tema muy fecundo en la literatura, tanto en el mundo francófono como angloparlante e hispanohablante— se opone a veces a la obsesión identitaria o comunitarista y al rechazo a la heterogeneidad y a la diferencia; pero la búsqueda de la individualidad, incluso de la singularidad, constituida por la combinación de elementos culturales y sociales de origen diferente, es un vector de resistencia aún más importante. Empero, todos estos razonamientos han de inscribirse en la continuidad de la defensa de la prioridad del universalismo de la modernidad sobre la diversidad de las vías de modernización. Siempre llegamos al mismo resultado: es posible hacer comunicar las culturas unas con otras si se rompe a la vez con el universalismo dominador y con el comunitarismo agresivo, y si combinamos el llamamiento al universalismo con el respeto de las diferencias culturales. Esto permite completar la conclusión precedente diciendo que el reconocimiento y el incentivo de la diversidad cultural son positivos sólo en la medida en que afianzan la combinación del universalismo apegado a la idea de modernidad con la diversidad que

corresponde a la multiplicidad de las vías de modernización. Esto implica, pues, la clara separación de ambos dominios. El reconocimiento de la diversidad cultural no tiene efectos positivos si no está asociado a la consolidación del universalismo que caracteriza la modernidad. Dicho de otro modo, es menester dar prioridad a la modernidad sobre las modernizaciones. La diversidad cultural no es un objetivo primordial; tan digno papel incumbe a lo que refuerza la modernidad. Actualmente todas las campañas que se proponen la diversidad cultural como objetivo principal entrañan peligros que tienden a adoptar formas extremas, en particular las guerras entre minorías, ejemplificadas en la actualidad por el fortalecimiento del antisemitismo inducido por el fuerte aumento de la arabofobia. La capacidad de comunicación de un grupo social corre el riesgo de debilitarse seriamente si la búsqueda de modernización —y, por ende, en primer lugar, el afán de fuertes referentes identitarios— gana sobre la búsqueda de la modernidad. No se trata de un debate relativo a detalles que no afectarían el funcionamiento global de una sociedad. Al contrario, lo que está en juego aquí es la capacidad de una sociedad de desarrollar sus comunicaciones en las direcciones más diversas, una apertura reconocida como un factor importante no sólo de modernización sino también de modernidad. No hay respeto a las diferencias sin reconocimiento de los principios universalistas, y las diferencias cobran sentido únicamente dentro del marco de estos principios. Empero, el universalismo de los derechos y el de los conocimientos no pueden aprehenderse más que en la diversidad de las situaciones reales, es decir, en procesos de modernización diferentes unos de otros. Seamos más concretos. Algunos países han reconocido los derechos específicos de ciertas categorías, como los trabajadores industriales, los desempleados, las personas de la tercera edad, etc. Hemos obtenido por ley la igualdad de todos, en particular la igualdad de derechos de los hombres y de las mujeres. No debemos retroceder por ningún motivo. En varias regiones del planeta se ha reconocido el derecho de propiedad de las poblaciones llamadas autóctonas, pero este derecho fue legitimado por principios jurídicos generales. La existencia de prácticas culturales en un territorio no puede prevalecer sobre las leyes generales aplicadas en dicho territorio, a no ser que unas instituciones reconocidas tomen decisiones jurídicas al respecto. Repudiamos la escisión clitoridiana femenina: cuando se practica en Francia debe ser considerada como un atentado contra la ley y sancionada; lo mismo ocurre con la poligamia. El actual debate sobre la autorización del matrimonio entre homosexuales y la adopción de niños por estas parejas tiene otro significado, más radical. Se trata de separar por completo el vínculo establecido entre la reproducción biológica y la institución social del matrimonio a fin de no incurrir en la discriminación. Sin embargo, para que eso sea posible hay que reconocer previamente el derecho de los homosexuales a elegir su sexualidad, al igual que los heterosexuales, lo que puede realizarse de dos maneras que, de hecho, se combinan. La primera se funda en la disminución de los matrimonios y su frecuente remplazo por un vínculo jurídico menos rígido, como el PACS (Pacto Civil de Solidaridad) en Francia; la segunda da prioridad a la voluntad de los actores que los conduce a pedir el derecho al matrimonio por

motivos antes que nada económicos y jurídicos —puesto que concede ventajas a las parejas casadas, por ejemplo en asuntos sucesorios—, pero también como un reconocimiento social que los homosexuales necesitan, ya que todavía se sienten rechazados por una parte de la opinión pública, cuando no por su entorno. Por eso el derecho al matrimonio y a la adopción es para los homosexuales un medio para luchar contra los prejuicios que sufren. Su principal reivindicación es que se respete su opción de vida. Es una demanda a la vez limitada y radical, puesto que implica la no intervención de la ley en el ámbito de la vida sexual.

UNA FALSA INTERPRETACIÓN DE UNA IDEA JUSTA El debate relativo al multiculturalismo, a sus avances y a sus límites surgió con la crisis del Estado-nación. Los partidarios de la globalización económica, los simples observadores de la difusión de la cultura de masas y los defensores de las minorías coincidieron en su crítica del Estado-nación, y sobre todo de su modelo jacobino; esta crítica venía a continuación de su condena de los regímenes autoritarios y totalitarios, sobre todo cuando éstos se fundaban en una ideología racista o nacionalista. En Europa, algunos intelectuales y políticos propagaron la idea según la cual únicamente la creación de una Europa integrada y federal podría proteger a sus ciudadanos contra esta clase de derivas. Jürgen Habermas puso su influencia al servicio de esta causa que encontró apoyos tanto entre las derechas como entre las izquierdas, aunque no dejó de ser minoritaria. Este análisis surgido de la voluntad de impedir el regreso del nazismo es respetable, pero sus flaquezas aparecen en cuanto se examinan todas las dimensiones de las realidades históricas. La primera flaqueza, que Eugen Weber describió muy bien en el caso de Francia, el país más apegado a su unidad y su integración, reside en el carácter artificial o, mejor dicho, voluntarista de esta concepción de la nación. A finales del siglo XIX una parte importante de la población mayoritaria se definía a sí misma solamente en términos locales, no nacionales, sobre todo en las regiones más alejadas de los grandes centros urbanos, y el francés distaba mucho de ser la lengua de uso cotidiano para todos. Theodore Zeldin proporcionó numerosos ejemplos de esta endeblez de la conciencia nacional real y el historiador Jacques Le Goff aportó una formulación más audaz de estas observaciones cuando habló de «una larga Edad Media» que se habría prolongado hasta el referido periodo, previo al auge de la industrialización y de la urbanización. En todo caso, el fenómeno no se limita a las reivindicaciones regionalistas o nacionalistas silenciadas después de la segunda Guerra Mundial, debido, en parte, a que ciertos militantes bretones y alsacianos se habían comprometido con el ocupante. El segundo punto frágil, que es más importante para el porvenir, radica en que una integración cultural débil sustituyó a la integración social tal como la sustentaban las instituciones, principalmente la escuela y la conscripción. El desarrollo de las redes sociales ilustra de forma espectacular esta tendencia asociada al remplazo de la televisión por internet

como principal vector de la cultura de masas. Los programas difundidos por la televisión siguen siendo nacionales, pero atraen a un público de edad mediana o elevada, y muy poco a los jóvenes. Finalmente, en un nivel aún más macroscópico, el declive de las categorías sociales de experiencia y análisis se traduce en el retroceso del nacionalismo e incluso del racismo como fuerzas movilizadoras, y en su remplazo por identidades religiosas. Este fenómeno es particularmente visible en las poblaciones musulmanas, lo mismo en Occidente que en Oriente: la práctica del Ramadán aumenta en la misma proporción que el número de mujeres que llevan el velo y que, aparte del hiyab, adoptan el chador chiita iraní, el niqab sunita o incluso la burka llegada de Afganistán. Se ha observado con razón que, en Francia, por ejemplo, cerca de la mitad de las mujeres que llevan velos llamados integrales son occidentales recién convertidas al islam. Esto no tiene nada de sorprendente si consideramos la importancia de las minorías musulmanas en muchos países europeos, pero es preciso distinguir entre la significación pietista de este tipo de comportamiento por parte de los adeptos del Tabligh, que se proponen revitalizar la fe musulmana, y el significado político que implica para los partidarios de la yihad antioccidental. ¿Cómo podríamos contentarnos con análisis llevados a cabo en términos de minorías y de multiculturalismo sin una definición precisa de las situaciones observadas? El respeto a los derechos culturales de las minorías nada tiene en común con la guerra santa llevada por ciertos miembros de poblaciones que estiman que todavía están dominadas o colonizadas y que atacan a las potencias «imperialistas» desde el interior. Nada demuestra, en esta gran diversidad de situaciones, que esté desapareciendo el Estado nacional como actor político principal. Al contrario, he insistido en la disociación entre el nivel mundial o europeo en que se forman los actores sociales y económicos más importantes y el nivel nacional, que sigue siendo el más decisivo dentro del orden político. Sería un error inferir de los fenómenos observados una sustitución del Estado nacional centralizado por el pluralismo cultural.

LAS FORTALEZAS COMUNITARISTAS No es porque ignoremos la diversidad de las reivindicaciones identitarias y de los repliegues comunitaristas que insistimos especialmente en la actual importancia de la «recomunitarización» (Wiedervergemeinschaftung) de poblaciones dominadas, marginadas o incapaces de constituirse como actores de su propia transformación. No todas las poblaciones están envueltas en el movimiento opuesto que conduce a una diferenciación creciente de los desafíos de la globalización, la acción política y las relaciones interpersonales. Tenemos más a menudo la impresión de no ser dueños de nuestro porvenir y de haber sido desposeídos de nuestro destino que de ser actores de nuestra modernización o de nuestra liberación, aunque el desarrollo de todas las formas de comunicación haya

proporcionado a un mayor número de pequeños grupos que antes los medios para relacionar sus problemas particulares con las transformaciones de un entorno cada vez más vasto. Es preciso insistir con la misma determinación en nuestra creciente capacidad de subjetivación y en la fuerza de las tendencias a la desubjetivación, la más importante de las cuales es el integrismo, o fundamentalismo, tanto en el orden religioso como político. El constante aumento del flujo de las comunicaciones y de los intercambios económicos masivos induce a muchas poblaciones a replegarse sobre sí mismas. Más que un retorno a los orígenes, este nuevo integrismo señala la búsqueda de una identidad global, religiosa, lingüística, étnica o política capaz de concretar una acción liberadora. Este comunitarismo da prioridad a la identidad sobre los intereses de un grupo social o una nación, mediante la eliminación de los extranjeros y de quienes se niegan a identificarse con el grupo. Los partidarios del Terror lo justificaron en los mismos términos en 1793-1794: la guerra extranjera, de la que la Revolución no era responsable, así como la guerra civil a cuyo estallido contribuyó en gran medida la Revolución, crearon una situación de nación sitiada que desembocó en la autodestrucción de los Montagnards. La lucha abierta entre la Autoridad Palestina y Hamas, sostenido por el Irán chiita, debilita el campo palestino y torna aún más difícil un acuerdo con Israel sobre la creación de un Estado palestino. El ejemplo del Partido Baaz en Irak y en Siria, cuyos dirigentes se habían proclamado laicos pero terminaron por presentarse como islámicos, muestra que no se trata aquí de una guerra religiosa, sino antiisraelí y antioccidental, definida más por la designación de sus adversarios que por sus propios objetivos. El caso de la partición de la India en el momento de su independencia, que en 1947 dio origen a un Paquistán musulmán cuya región oriental se convirtió en Bangladesh en 1971, es completamente diferente debido a la importancia de los territorios y las poblaciones afectadas, y también a causa de la debilidad del Estado paquistaní que controla las regiones vecinas de Afganistán sólo parcialmente. El problema de la identidad religiosa de Paquistán cobró mucha importancia en la política internacional, particularmente a través del conflicto cuasipermanente con la India en la región de Cachemira. Sin embargo, el debate relativo a la naturaleza religiosa o política de estos conflictos es tan vano como lo sería el que buscase oponer en un plano religioso a los países católicos y los países protestantes en la Alemania de los siglos XVI y XVII. La situación de Paquistán, al igual que la de Jordania o la de Irak, está determinada por la alianza de dichos países con los Estados Unidos y por la importancia de los movimientos islámicos radicales que sacan partido de la debilidad de los Estados de la región. Lo primero que se cuestiona es su capacidad de lograr la separación del poder religioso, del poder político y de las creencias populares, lo que, en el mundo occidental, constituyó uno de los procesos esenciales para la entrada en la modernidad. Correlativamente, en el mundo occidental la presencia creciente del islam, que es una consecuencia directa de la inmigración masiva proveniente de países musulmanes, contribuyó al incremento de la xenofobia y de la islamofobia, que incluso terminaron por arrastrar en sus pasos a algunos defensores de la laicidad que, no obstante, eran de izquierda. Actualmente es imposible negar que la población musulmana de Occidente está desarrollando conductas que

señalan claramente una distancia, o incluso una ruptura, en relación con la población mayoritaria. Las polémicas en torno de todas las formas de velo provocaron un gran debate nacional que concluyó cuando la comisión Stasi prohibió ostentar signos visibles de pertenencia religiosa en las escuelas. Estallaron otros conflictos, relativos a la oración en las calles y al rechazo de las mujeres a ser examinadas y atendidas en los hospitales públicos por personal masculino. En Europa occidental el debate en torno al multiculturalismo se focalizó en su forma extrema, o sea, el comunitarismo, que permite que los miembros de una cultura minoritaria, nacionalmente definida o no, elijan a representantes habilitados para defender sus reivindicaciones ante las autoridades administrativas. Alemania y, sobre todo, el Reino Unido se mostraron muy favorables a este principio, hasta que los atentados del 11 de septiembre revelaron sus límites. Otros países, como Francia, siempre le fueron hostiles. Cuando es patente la voluntad de ruptura de parte de una minoría, resulta difícil que el gobierno que representa al conjunto de la población permanezca neutral. En cambio, es peligroso atribuir a toda una población —por ejemplo, a «los musulmanes»— conductas que en realidad no conciernen más que a ciertas franjas de ella. La posición que se adopte hacia el multiculturalismo no debe estar guiada por la imagen de una cultura determinada ni por el estado de sus relaciones con la sociedad mayoritaria. Parece posible, e incluso deseable, reconocer los derechos culturales de una población con tal que no se utilicen en contra de la sociedad que los concede. Si bien todas las sociedades deben esforzarse por respetar las elecciones, especialmente religiosas, de los diversos componentes de su población, no se puede separar el reconocimiento de los derechos culturales de una minoría del reconocimiento de parte de ésta de las leyes decididas y votadas por la mayoría y que la Constitución puede transformar en elementos de definición de la ciudadanía. Por ejemplo, ¿por qué una parte de la población podría beneficiarse de la gratuidad del hospital público y eludir sus reglas de funcionamiento, fundadas en la igualdad de todos respecto del acceso a los cuidados de la salud?

LAS DIFERENCIAS SOCIALES EN EL UNIVERSALISMO CULTURAL Es posible respetar muchas diferencias sociales y culturales sin atentar contra la igualdad de los derechos. Hay que reconocer los derechos culturales del mismo modo que los derechos sociales, políticos y civiles. Incluso se inscriben en su continuidad: libertad religiosa, libertad de matrimonio, libertad de opinión, de expresión y de decisión política o cultural son los que conocemos mejor. En muchos países europeos, los musulmanes no gozan de una verdadera libertad de ejercer su culto. Es arbitrario negarse a dotar las mezquitas de minaretes mientras las iglesias tienen campanarios. No obstante, hay que añadir que la libertad religiosa de cada quien, su derecho a practicar o no un culto, a optar por otro o a casarse con una persona de

otra confesión, tiene prioridad sobre la libertad de cada culto a funcionar siguiendo sus propios principios. Es posible hacer progresar a la vez la diversidad de las costumbres y el universalismo de los derechos, pero cuando entran en conflicto, es prioritario el universalismo de los derechos. No he cambiado de opinión desde que la comisión Stasi, en la que participé, entregó sus conclusiones. Los signos de pertenencia cultural deben aceptarse lo más a menudo posible, pero una sociedad política tiene derecho a designar lugares o ceremonias que coloquen al conjunto de la ciudadanía por encima de las diferencias entre las comunidades étnicas, religiosas, sexuales u otras. No puede sorprendernos la decisión de la República Francesa de considerar la escuela pública, laica, gratuita y obligatoria como uno de estos lugares. Indudablemente la prohibición de ostentar signos de pertenencia religiosa en las escuelas públicas respondió a una voluntad masiva de la población y del Parlamento franceses. Aquellos que quisieran recurrir a un referéndum por iniciativa popular para modificar la ley deben esperar, en la actualidad, una derrota rotunda. El aumento de los movimientos y de los conflictos político-religiosos no puede sino reforzar, sobre todo en un país como Francia, la afirmación de una laicidad profundamente arraigada tanto en los espíritus como en la ley. La idea y, sobre todo, la ideología del multiculturalismo sacaron fuerzas de la lucha contra el imperialismo cultural de un Occidente que, durante mucho tiempo, se identificó con la modernidad. Este combate tuvo repercusiones fastas, y la evolución de las situaciones reales torna imposible la expresión de un orgullo europeo o norteamericano que el rápido crecimiento de muchos países no europeos desmiente más cada día. Que sea necesario reescribir gran parte de la historia e indispensable recordar que la dominación occidental sólo duró algunos siglos sólo puede afligir a aquellos occidentales que consideran que tienen una superioridad natural o de derecho divino. El universalismo del pensamiento no es compatible con la apropiación privada de la modernidad por Occidente. Es inaceptable el contrasentido que consiste en desechar la idea misma de modernidad.

LA ACCIÓN ORGANIZADA Y LA EXPERIENCIA VIVIDA Las acciones colectivas situadas en otra clase de situación social procuran darse una organización vertical, una jerarquía y principios ideológicos lo antes posible, mientras que los actuales movimientos culturales buscan organizarse en la forma más «horizontal» posible, a fin de permanecer tan cerca como puedan de la experiencia individual vivida, circunstancia que internet permite muy bien. La reacción contra los modelos anteriores de organización política es intensa. Se dirige por igual contra el partido al estilo norteamericano y contra el partido de tipo europeo. El primero no es más que un aparato electoral, más organizador que movilizador, mientras que el segundo modelo, cuya expresión más fuerte fueron los partidos comunistas que se consideraban dueños del significado de la historia, tiene una marcada jerarquización, al grado de convertirse fácilmente en el instrumento de un poder absoluto y del

culto a la personalidad. Los jóvenes plebiscitan la comunicación directa y horizontal, mientras la mayor parte de los partidos son gerontocráticos. Pese a los límites de las acciones horizontales, hay que reconocer que favorecen la formación de nuevos movimientos y ponen en tela de juicio las antiguas formas de poder. Se acusa a los partidos políticos de poner obstáculos a las ideas nuevas, pero conviene matizar estas críticas. Para que un pensamiento pueda convertirse en un programa y en una estrategia hace falta primero que se transforme en un discurso específicamente adecuado a una situación particular. Esto corresponde al papel de los partidos políticos que no debaten ideas generales, sino los medios para conquistar el poder en el contexto propio de cada país. Volvamos atrás para indagar cómo y por qué vía las ideas que he presentado pueden convertirse en proyecto político. Hoy en día es excesiva la distancia entre estas ideas, cualquiera que sea su contenido, y las estrategias políticas. Hay que tender puentes entre un pensamiento construido gracias a un largo trabajo de reflexión y las opciones concretas presentadas a los electores. Ahora bien, actualmente, en lugar de puentes, se interpone un vasto sistema mediático que difunde imágenes cuyo sentido no está claro para nadie. Estas imágenes no transmiten nada. Para pasar del pensamiento a la acción es menester atravesar ese muro de imágenes, haciendo aparecer en él lo que no crea por sí mismo: la definición de las relaciones sociales, de las instituciones políticas y de las coyunturas históricas.

XVI. El sujeto y las religiones

REVERTIR EL ANÁLISIS Nuestras concepciones de la religión casi siempre parten del mundo moderno definido como el triunfo de la razón. Esta evolución parece tan obvia que se han dedicado esfuerzos considerables a analizar el paso de lo religioso a lo posreligioso. Los pensadores occidentales atribuyeron al cristianismo un papel decisivo en este proceso, a tal grado que Marcel Gauchet lo definió como la «religión de la salida de la religión». René Girard dramatizó esta ruptura y vio en el sacrificio del hijo de Dios la abolición de la ley del chivo expiatorio que imperaba en las sociedades precristianas. Políticamente fue la Revolución francesa la que combatió la religión de modo más radical en nombre de la razón, tomando el riesgo de deificar esta última. En el nivel filosófico el pensamiento alemán, desde Kant y a través de Hegel, ahondó en la crítica de la religión hasta culminar con los anatemas de Nietzsche. ¿Acaso no vivimos en un mundo remodelado por la ciencia y las técnicas, por la búsqueda racional del interés y por las normas de la burocracia en el sentido weberiano de la palabra? Las dudas expresadas a propósito de la ideología del progreso no mermaron mucho la confianza en la misma razón, y si en este mundo sin Dios se descubren nuevas figuras del diablo, desde la carrera absurda por el lucro hasta el racismo sanguinario, se denuncia su irracionalidad. En un nivel menos dramático, es cierto que hemos visto la reaparición de pensamientos de lo irracional en el corazón de un crisol cultural new age, pero entre quienes apelan a las medicinas tradicionales, consultan su horóscopo u ofrecen un cirio a algún santo para conjurar la muerte, ¿cuántos se niegan a recurrir a la medicina científica? Huelga retomar esos temas que han sido presentados ya mil veces. La razón triunfa sobre todas las cosas y ¿cómo pretender afirmar lo contrario sino recurriendo a la razón, sin la cual el conocimiento no es posible? Con todo, hay que criticar esta representación de nuestra historia cultural considerada como obvia. Quieren obligarnos a pensar que hemos pasado de la religión a la razón; rechazo esta definición implícita de la modernidad. Ya he dicho en Crítica de la modernidad (1992) y también en el presente libro que en lugar del triunfo de la secularización lo que veo es la emergencia del sujeto humano creador de sí mismo y de la conciencia de sí como portador de derechos universales, a medida que se manifiesta más claramente su dominación técnica sobre

el mundo y sobre la vida humana. Con esta idea como arma, me doy vuelta hacia el pasado y vislumbro formas más débiles, «veladas» del sujeto. El cristianismo me parece ser el heredero del racionalismo griego, y la idea del sujeto moderno, la culminación de las formas indirectas de la conciencia creadora, antaño todavía presa de la demasiado débil capacidad de los hombres para transformar el mundo y transformarse a sí mismos. Esta conciencia creadora de sí misma no se desligó sino lenta y difícilmente de la sacralización de un orden social o de una concepción del mundo. Cuanto más nos alejamos de la modernidad y de su sujeto universal mejor distinguimos la lucha entre los dos universos, cuya unión constituye el universo religioso: el universo de lo sagrado, que es donde el sujeto se pierde a sí mismo en los marcos sociales de la experiencia vivida, y el universo de lo divino, que es la expresión indirecta, revertida, de un sujeto creador en tanto que fundamento de los derechos y también de la debilidad humana. La época posreligiosa no es la del triunfo de la razón, sino de la plena conciencia de sí del sujeto humano creador y garante de los derechos del individuo. Entre ambas, la trayectoria del pensamiento religioso la acercó más y más a la experiencia humana. La idea del Dios creador se transformó en el deísmo de la Ilustración, y después, en la religión del progreso cuyos adeptos se maravillaron en un primer tiempo de los éxitos de la acción humana, antes de indignarse a causa de todas las formas de dominación y de explotación que acarreaba, y de convencerse de que es por los movimientos sociales o las revoluciones que el hombre podrá liberarse de la esclavitud social. Solamente después del pleno desarrollo de todas las formas de religión civil, burguesa, proletaria o colonizada es posible detectar la entrada en el periodo posreligioso que impone la prioridad absoluta del sujeto humano sobre todas las expresiones sociales y políticas que lo amenazan o le ponen trabas. La distinción entre esta representación y el declive paulatino del mundo religioso, que el cristianismo aceleró, radica en que no creo posible hablar de poder religioso sino a partir del momento en que lo divino se separa de lo sagrado, que se inscribe en lo social. Esta ruptura obra sobre todo en las religiones monoteístas, aunque existen otras expresiones en el budismo que se opone a una religión social como el confucianismo. Por lo tanto, no se puede considerar el cristianismo simplemente como la «religión de la salida de la religión». Durante mucho tiempo dominó las sociedades en las que la elevación del grado de historicidad, es decir, de la capacidad de los hombres de transformar la naturaleza y la sociedad, estuvo asociada durablemente a la voluntad de someter todos los poderes a la autoridad superior de una religión. Tiene razón Marcel Gauchet cuando otorga un lugar central a la creación del Estado en esta tergiversación. Empero, ¿no fue en estos Estados modernos, y en particular en las monarquías absolutas, donde el cristianismo alcanzó su mayor fuerza, a la vez por su poder político y por el vigor de la fe y la acción religiosas? La Reforma protestante estalló en el momento en que se formaban las monarquías absolutas europeas, y más tarde estalló la Reforma católica, llamada erróneamente Contrarreforma aunque, de hecho, siguió el ejemplo protestante al atribuir una gran importancia al examen de conciencia y, a partir de san Francisco de Sales, a la confesión. Además, ¿no fue en la España del siglo XVI de Carlos V —un emperador profundamente devoto— y de Felipe II cuando los grandes

místicos españoles —y en el mismo periodo, los italianos— confirieron a la experiencia cristiana sus expresiones más elevadas? Es justo hablar de civilización cristiana en Occidente hasta el momento en que se rompió el lazo entre lo político y lo religioso, no gracias al cristianismo sino en contra de él, por obra de la filosofía de la Ilustración, de la Revolución francesa y, luego, de la larga y agotadora lucha, en Francia, entre la Iglesia y el Estado, llevada con vistas a dirigir la formación de las élites sociales en los colegios y los institutos de enseñanza secundaria (los lycées). Esto inauguró un periodo en que la Iglesia católica, inspirada en Pío IX, se definió y fue percibida como hostil a la modernidad, además de social y políticamente reaccionaria, una imagen de la que nunca pudo librarla el papado que se mantuvo al margen de los combates por la democracia tanto en el ámbito social como político. El mundo cristiano recuperó un papel en la defensa de las libertades cuando las nuevas monarquías absolutas se volvieron anticristianas con el nazismo y el sistema soviético, sin que, hasta Juan Pablo II, los papas pudiesen adjudicarse el mérito. Cuando los regímenes totalitarios se apoderaron de Europa y cuando, más tarde, las dictaduras militares se impusieron en América Latina, la lucha contra los poderes arbitrarios se llevó a cabo en parte a través de la Iglesia católica y de las instituciones que se inspiraron en ella. En América Latina la Iglesia católica se sometió a menudo a los poderes establecidos; sin embargo, la participación de militantes cristianos, e incluso de altos dignatarios eclesiásticos, en la resistencia a las dictaduras fue lo suficientemente importante como para transformar la imagen tradicional del catolicismo. También en Europa numerosos militantes cristianos figuran entre los «Justos» que salvaron a judíos, mientras otros los repudiaban en nombre del antijudaísmo cristiano tradicional. En ese mismo periodo las fuerzas «republicanas» y laicas también estaban divididas. Oponer hoy en día las fuerzas progresistas de la razón a las tendencias conservadoras de la religión es producir una caricatura de la realidad de Occidente. Es más caricaturesco todavía en el mundo budista, donde monjes y comunidades resistieron a las dictaduras militares, llegando en ocasiones a inmolarse.

LA LAICIDAD En contra de la opinión dominante, quise, primero, mostrar la continuidad entre el periodo religioso y el periodo posreligioso en el que no triunfa un pensamiento racionalista cada vez más instrumental, sino el sujeto humano creador de la modernidad en su doble orientación universalista, la de la razón y la de los derechos humanos. Empero, ahora es preciso volver a la visión crítica de la religión que definí como una figura velada del sujeto. El velo religioso que oculta la modernidad reside en la aceptación de lo sagrado y de las interdicciones que dominan la acción humana. Si bien el judaísmo y el islam mantienen fuertes ataduras con una colectividad específica —los hebreos y el mundo árabe—, en el cristianismo el velo no es comunitario, puesto que Pablo de Tarso eliminó esta dimensión de inmediato; es metafísico. El hombre caído depende de la gracia divina, idea que las Iglesias reformadas llevaron muy

lejos. No se niega ni se rechaza la acción humana, sino que se desvaloriza. No sólo el cristianismo adopta esta posición. ¿No mostró Hannah Arendt que la tradición filosófica había relegado la vita activa detrás de la vita contemplativa? Cuando el mundo religioso, dentro del cual el mensaje divino era el principio de legitimidad de los juicios morales, se debilitó y se descompuso, las sociedades modernas elaboraron, primero, la figura de un monarca absoluto que era a un tiempo el «ungido del Señor» y la fuente de donde mana el poder político. Estos monarcas combatieron el mundo árabe en las regiones circunvecinas donde nació el cristianismo, y colonizaron el continente americano imponiéndole su fe. Fue en esa época cuando la religión se identificó de forma más completa —nunca total— con el poder temporal. Cuando las burguesías urbanas y las revueltas populares derrocaron a las monarquías absolutas, la idea de sociedad se convirtió en el principio de legitimación de las conductas y de las instituciones sociales, en nombre del interés general. El poder político sustituyó a la defensa de la sociedad religiosa por sus objetivos. Empero, conforme se reforzaba el poder social y nacional crecía la importancia del sujeto como referente. Desde un punto de vista sociológico clásico, es importante subrayar que el tema de la secularización adquirió una forma histórica relevante solamente a partir del momento en que ya no se recurrió a Dios o al monarca para legitimar las conductas morales, sino a la sociedad. Háblese de interés general o de respuesta a las exigencias funcionales del sistema social, el objetivo era siempre definir el bien por las necesidades de la sociedad y, consecuentemente, de cada uno de sus miembros.

LO DIVINO CONTRA LO SOCIAL SACRALIZADO El universo de lo divino resistió a lo social sacralizado y lo legitimó casi en el mismo grado. Creó una distancia entre la experiencia de los hombres y su conciencia por medio de la introducción del tema fundamental de la creación, que terminó por hacer retroceder lo sagrado hasta tornarlo marginal. A través de muchas etapas, el cristianismo, la filosofía de la Ilustración, los movimientos sociales que lucharon por la igualdad, la justicia y el difícil reconocimiento del Otro sacaron a la luz y develaron el sujeto humano creador de sí mismo. La destrucción de lo social, acaecida a consecuencia de la ruptura entre la economía globalizada y el conjunto de los controles sociales, obliga a hallar fuera de la sociedad, en el ser humano mismo, en su razón y sus derechos, en su relación consigo mismo y en su conciencia reflexiva, el fundamento de la legitimidad de sus esfuerzos por liberarse. Las ideas de secularización y racionalización apelan a una ruptura cada vez más completa con la religión, y sin embargo es posible encontrar una continuidad entre el pensamiento religioso y el pensamiento moderno, puesto que las diversas figuras de lo divino, desde el Dios de las grandes religiones hasta el Espíritu, la Providencia, la conciencia de clase y la conciencia de los derechos culturales, preparan el advenimiento del sujeto a la vez que se

oponen a su revelación en nombre de lo sagrado. Las religiones que entraron en el mundo moderno y que privilegiaron lo divino sobre su sacralización, y la ética sobre los ritos sociales, se aliaron a la razón y a la defensa de los derechos humanos. El gran movimiento de laicización, moderado o radical, debilitó las instituciones religiosas, pero la fe religiosa se mantuvo, por no decir que se reforzó. Puede sorprendernos la fuerza de una fe cada vez más desinstitucionalizada, que a menudo se manifiesta a través de las asociaciones humanitarias. El mundo católico acaba de conocer a un papa, Juan Pablo II, cuya popularidad excepcional, adquirida en parte porque simbolizó la resistencia al poder comunista, le valió acceder muy rápidamente a la beatificación.

CONTRADICCIONES ISLÁMICAS La Revolución iraní presenta el gran interés de mostrar la complejidad de lo que Mahnaz Shirali llamó el «islam ideológico». En sus luchas internas se enfrentaron las corrientes tradicionalistas con diferentes corrientes modernizadoras que, lo mismo que el protestantismo en el seno del cristianismo, llevaron muy lejos la crítica del monopolio clerical respecto de la interpretación de los textos sagrados. La corriente modernizadora Organización de los Muyahidines del Pueblo, muy fuertemente influida por Ali Shariati, a su vez inspirado en el marxismo, estalló en varias tendencias. El ayatola Jomeini, en cambio, pudo establecer su poder absoluto sobre el clero chiita y todo Irán, al encarnar la guerra nacional contra Irak. Al denunciar el imperialismo consiguió movilizar a las muchedumbres, pero este éxito lo llevó a tener un discurso cada vez más político y revolucionario. En realidad consolidó su poder como dirigente político, eliminó a sus adversarios y logró imponer la dominación de los religiosos sobre toda la organización social. Mohamed Arkoun insistió en esta «reversión de valores» durante el decenio en que Jomeini estuvo en el poder, y que fue también, hay que recordarlo, un periodo de guerra constante contra Irak que conmocionó toda la vida del país. La Constitución de la República Islámica de Irán creó para él una posición superior a todos los poderes, la de «guía de la revolución». Tras su muerte, no tardaron en aparecer las contradicciones entre sus dos principios de legitimidad: uno, el «transcendente», que garantiza la inspiración religiosa del guía supremo, y el otro, el «popular», que concede al presidente un poder claramente más político que religioso. Los religiosos que tienen poderes en principio sin límites en realidad no tienen ni autoridad real ni credibilidad en el pueblo. Al menos fue lo que puso en evidencia el movimiento popular de 2009 que determinó una ruptura profunda con el pasado. El pueblo se unió contra los religiosos sin tener siquiera verdadero líder. Hasta después de la presidencia de Mohammad Jatami, liberal moderado pero incapaz de oponerse abiertamente al poder religioso, Mahmoud Ahmadinejad, presidente desde 2005, dio a su poder una definición y objetivos propiamente políticos y sacó partido de los importantes recursos petroleros del país para tratar de adquirir armas nucleares. Su régimen profundamente antidemocrático, aunque también modernizador, se distanció del clero

conservador. Mahnaz Shirali llegó a manifestar que el principal resultado de su acción fue la eliminación de la religión como fuerza política dominante. No obstante, es preciso que evitemos presentar las visiones religiosa, política y propiamente social de la sociedad iraní como etapas sucesivas de su modernización y en particular de su laicización, porque el triunfo de la acción política —sea en la época de mayor influencia del Partido Tudeh (comunista), sea bajo Jomeini— corresponde a lo que llamé la dominación del modo de modernización sobre la misma modernidad, mientras que la laicidad indica, si no la presencia, cuando menos la posibilidad de una sociedad democrática, y una sociedad culturalmente religiosa puede anunciar la presencia del sujeto, pero únicamente en un marco social impositivo. Tanto el régimen jomeinista como el de Ahmadinejad son el resultado de crisis históricas y de una voluntad antidemocrática. Puede hablarse, pues, de un camino de entrada en una sociedad desembarazada del poder religioso antes que de una forma de modernización. Es una posición todavía demasiado arriesgada porque aún no podemos afirmar que la dominación de lo religioso sólo sea temporal. Del mismo modo, ¿quién puede afirmar que en un futuro suficientemente cercano para poder ser previsible China se democratizará? Esta hipótesis no es ni más ni menos convincente que la opuesta, según la cual China se dirige ineluctablemente al estallido de una guerra mundial contra los Estados Unidos. Lo que es visible es que Irán, dominado por un poder ostensiblemente islámico, parece menos islamizado que la actual Turquía, por más que ésta no haya roto por completo con el legado de Atatürk, pese a la presencia en el poder de un partido islámico. Cuando el Estado es débil y se ve amenazado, las creencias y las prácticas religiosas no se movilizan para ponerse al servicio de un Estado fuerte y modernizador sino para servir una yihad desenfrenada contra Occidente. En la cúspide, el poder político utiliza la religión para fortalecerse, e incluso reforzar su papel modernizador. En la base, en las categorías pobres, el odio al extranjero definido como impío y enemigo nacional ejerce un importante efecto político de radicalización. Ambos casos, el de Irán y el de Turquía, a pesar de su oposición, parecen mostrar una disociación cada vez más profunda entre exigencias religiosas y metas políticas. Este análisis apunta a reforzar la oposición establecida por Mahnaz Shirali entre el islamismo —es decir, el intento de imponer el control de la vida política por las estructuras tradicionales de una religión antimodernista y antidemocrática— y el «islamismo ideológico», que se aleja de la realidad propiamente religiosa del islam para convertirlo en una ideología de la modernización, siempre antidemocrática, pero que libera a la sociedad, y en especial a la política, del dominio de la religión. Me parece que esta distinción coincide con la que presenté entre una ideología de la modernización y una ideología antimodernista, que, en efecto, corresponde a la de ciertos regímenes islamistas. Nada nos permite asegurar que Irán vaya a iniciar un proceso de modernización democrático, aunque podemos recordar que el país avanzó en este sentido durante el gobierno de Mossadegh. Sin embargo, la fuerte tensión con los Estados Unidos, que protegen a Israel, puede fortalecer en Irán una dictadura más militar que religiosa. De todos modos, pocos países han conocido una variedad tan vasta de relaciones entre religión y política como Irán.

¿LAICIDAD EXTENDIDA O RETORNO DE LAS RELIGIONES? Volvamos a los primeros países industrializados. Sabemos que también fueron los primeros que defendieron la laicidad. Los Estados Unidos fueron incluso la primera república laica, pese a que suele llamar la atención de los europeos cuán a menudo la política norteamericana se refiere a Dios. Tanto en las más altas instituciones como en las comunidades locales, los Estados Unidos siguen siendo un país muy religioso, donde es más fácil ser miembro de una secta que abiertamente ateo. En los países como Francia, históricamente más marcados por las luchas entre religión y laicidad y por el anticlericalismo, puede considerarse que el laicismo militante, y en ocasiones agresivo, retrocedió. Aunque el clima político preponderante en la enseñanza pública es nítidamente favorable a la izquierda laica, los docentes católicos trabajan con total libertad. Es en Bélgica, en Bruselas, donde es todavía muy fuerte la oposición entre las universidades católicas y la universidad «libre», es decir, no religiosa. No basta con hablar del fin de la guerra escolar; se trata más bien de reconocer el lugar de las religiones, y en especial de las creencias religiosas, en la historia cultural, social y política de países hoy laicizados donde la visibilidad de las Iglesias cristianas ha disminuido al punto de llegar a ser menor que la visibilidad del islam, como en Francia. Si bien en Europa subsisten núcleos de antisemitismo y existe una fuerte islamofobia, ello no impide que aumente el interés por las religiones de los mundos no europeos y que, pese a las controversias, crezca también rápidamente el número de mezquitas en los países de tradición cristiana, al mismo tiempo que los ritos musulmanes impulsan la creación de numerosos comercios halal. En otro nivel que no podemos llamar religioso sino cultural, los elementos de práctica budista, sobre todo la meditación, se difunden entre un público más vasto. Las religiones no son percibidas solamente como modos de control social que la modernidad ya no acepta; son consideradas cada vez más a menudo como imágenes indirectas del sujeto. Pertenecen a ese mundo no mercantil, multiforme, del que es indispensable protegernos para no quedar completamente inmersos en la lógica del dinero y del lucro. ¿Acaso es posible afirmar la preocupación y el respeto por los otros si no se admite que para muchos de ellos, como para muchos antepasados nuestros, la religión ha sido y sigue siendo un elemento medular de su experiencia de vida? Hasta pienso que el reconocimiento de la religión en uno mismo y en los demás llegó a ser un componente esencial de la laicidad, sin el cual ésta quedaría reducida al rechazo a las religiones. Los protestantes franceses no olvidan las persecuciones que siguieron a la revocación del Edicto de Nantes en 1685 y sienten el orgullo de haber sido los más activos defensores de la laicidad, pero la guerras de religión europeas no fueron menos siniestras que las que libraron los sunitas y los chiitas, o que los enfrentamientos sangrientos entre hindúes y musulmanes en la India. Generalmente el mundo occidental suele considerar el cristianismo más como un actor

primordial de nuestra modernidad que como un obstáculo a la modernización, que haría falta destruir para poder avanzar. Los juristas nos recuerdan que, después de siglos de derecho romano, el derecho canónico mejoró incluso la condición de las mujeres. Tras un siglo XX asfixiado por regímenes totalitarios hostiles al cristianismo, nos hemos vuelto capaces de ver en su larga historia la lenta y dolorosa emergencia de la modernidad, a través de la afirmación de un orden superior al de César, en el que se proclama que el amor al prójimo es superior a las guerras, y que el compromiso de la conciencia es más fuerte que todas las pertenencias sociales. Se ha denunciado el carácter conquistador, explotador y dominante de este mundo cristiano y se le ha imputado la responsabilidad de las cruzadas y la colonización; pero hoy en día, ¿quién podría contentarse con tales acusaciones? ¿Acaso las cruzadas no fueron más que nada una serie de fracasos, mientras que la ocupación turca dejó huellas perdurables en gran parte de Europa desde los Balcanes hasta Viena? ¿Acaso podemos decir que los ingleses conquistaron la India y todo el Imperio británico, y los holandeses Indonesia, en nombre del cristianismo? La hegemonía europea, y más tarde norteamericana, se difundió en el mundo esencialmente en nombre de los intereses comerciales e industriales o, como decía Rudyard Kipling, en nombre del «hombre blanco». En el caso de la colonización francesa, ¿es posible olvidar el papel eminente desempeñado por la izquierda (o la derecha) laica, desde Jules Ferry hasta Guy Mollet? El sacrificio de los frailes de Tibhirine en Argelia hace algunos años ¿no debería acallar de una vez por todas esos ataques que se equivocan de blanco? Es fácil responder que en el mundo contemporáneo el islam es el hecho religioso más visible y más peligroso, el que proclama la yihad, lanza atentados suicidas y dicta fatwas para pronunciar condenas a muerte. Sin embargo, cabe repetir algo que ya indiqué, a saber, que las violencias cometidas en nombre del islam atañen más a la impotencia y la dependencia de las poblaciones que las perpetran que a la religión en sí. La población norteamericana golpeada por los atentados del 11 de septiembre ¿considera a Bin Laden y a los militantes terroristas de Al Qaeda como actores primordialmente religiosos? Creo más bien que ven en ellos, y con razón, a militantes antiestadunidenses impulsados por una ideología antidemocrática. La respuesta norteamericana, en particular durante la segunda guerra del Golfo iniciada sin argumentos serios por el gobierno de Bush y su aliado inglés, ¿puede ser presentada como la defensa del cristianismo contra el islam? El hecho de que enfrentamientos comunitarios oponen en guerras civiles o militares a poblaciones que se definen por la religión sólo indica que política y económicamente éstas no son capaces de definirse de otro modo. El islam, cuyo papel es primordial en el mundo de hoy, es una identidad religiosa que se dan grupos o incluso poblaciones que no pueden ser actores de su historia a causa de su pobreza y de su dependencia en relación con dirigentes corruptos y violentos. Los regímenes islámicos no disponen de una capacidad de acción política y militar, sobre todo desde el fracaso de Nasser, el desgaste de los regímenes baatistas y las crisis constantes en Paquistán. Escribir estas líneas no significa de ninguna manera que se vuelva a incurrir en el error de considerar que el ámbito de la religión, que pertenece a la superestructura, está dominado y sobredeterminado por los intereses económicos. Desde el inicio de mis trabajos me he

opuesto constantemente a esta clase de análisis, sobre todo desde mis estudios sobre la conciencia de la clase obrera. En las sociedades en las que lo sagrado juega una parte importante, la identidad religiosa moviliza un conjunto de situaciones y de conductas sociales que no pueden encontrar otras expresiones sociales, culturales y políticas. Por eso justifica hablar más a menudo de movimientos antiimperialistas o anticoloniales que de movimientos religiosos. ¿No es ése el caso, en la actualidad, de AQMI en la región sahariana, un ramo regional y poco unido de Al Qaeda, que desempeña el papel primordial en la ruptura entre el norte y el sur de Malí, utilizando el separatismo de la población tuareg? Sabemos que la religión es casi siempre un principio de orden social y político, lo que nos conduce a hablar de civilización cristiana, islámica, confuciana o budista. Por otro lado, sabemos que, en el mundo industrializado, autoproducido y autotransformado permanentemente, las sociedades religiosas se descomponen, mientras el sujeto se manifiesta de manera cada vez más directa. Empero ¿cómo no buscar en el pasado y en otras partes del mundo otras figuras del sujeto, que no son transparentes sino insertas en lo sagrado y en sus instituciones? Para describir este enfoque podemos retomar la palabra empleada por Michel Foucault y hablar de arqueología del sujeto. Esto permite, entre otras cosas, atajar los ataques contra la imagen del sujeto autocreador frente a una concepción extrema y doctrinaria de la secularización, que corresponde exclusivamente a la ideología de quienes identifican la modernidad con el poder económico. Esta ideología de los medios dominantes es más peligrosa que cualquier «retorno» de las religiones. No propongo ningún retorno a la religión, sino el descubrimiento del sujeto a través de todas sus figuras, incluidas las religiosas, lo que es completamente diferente. Este enfoque ha de llevarnos a una lectura del pasado diferente, porque no podemos identificar un poder político o una organización social legitimados por una religión con ésta, en tanto que combinación de lo divino con lo sagrado. El cristianismo, que apareció en las primeras regiones que concibieron la modernidad y se modernizaron, fue objeto de juicios sumamente favorables hasta el periodo relativamente reciente de la filosofía de la Ilustración, durante el cual apareció ligado a la antigua sociedad aristocrática y burguesa, a la renta y a la familia patriarcal. Comenzó entonces una larga lucha entre el pensamiento cristiano y el pensamiento ilustrado, que llevó a identificar el cristianismo con las fuerzas de resistencia a la razón, a la ciencia y a la democracia. La Iglesia católica se comportó durante mucho tiempo de acuerdo con esta imagen creada por sus adversarios. Incluso, en el transcurso del siglo XX, sostuvo directamente las dictaduras de Franco, de Salazar y de Pétain, y el papado guardó silencio con respecto a los crímenes nazis. A partir del concilio Vaticano II, Juan XXIII y después Juan Pablo II rehabilitaron parcialmente su imagen. El futuro de esta rehabilitación no me concierne; lo que me interesa es separar lo sagrado de lo divino y seguir la transformación de éste en una figura del sujeto que no puede aparecer directamente; es decir, separada de toda sacralización de un marco social y cultural, sino cuando la capacidad de autocreación y de autotransformación de las sociedades humanas se vuelve suficientemente fuerte. No creo que sea imposible, ni siquiera difícil, combinar los dos objetivos siguientes: por un lado, hacer aparecer al sujeto en sus figuras sucesivas, religiosas, políticas y sociales,

desprendiéndolo paulatinamente de toda sacralización y, por otro lado, contrarrestar toda apropiación del tema del sujeto y, en particular, de sus figuras religiosas, por los poderes sociales y políticos. Todavía estamos demasiado influidos por los sistemas religiosos de legitimación del poder y somos demasiado incapaces de descubrir al sujeto a través de sus distintas figuras históricas. En el caso de las Iglesias cristianas, sobre todo de la católica romana y la reformada, así como en el caso del judaísmo, disponemos de elementos de reflexión; pero tenemos menos elementos relativos al islam y menos aún a las religiones no monoteístas. Incumbe a los eruditos y a los pensadores de todas las regiones del mundo explotar este vasto terreno de investigación. Tras un largo siglo de violencias bélicas y totalitarias, tras siglos de trabajo consagrado a la producción de ganancias por y para los poseedores, siglos de gestión burocrática impersonal y de métodos de educación que la reducen a una socialización, ¿acaso no sentimos la necesidad de una «espiritualización» del mundo, de una subjetivación? El hecho de que las religiones no estén en el origen de esta nueva necesidad no impide que se nutra de todo cuanto el espíritu religioso aportó al nacimiento del sujeto, tanto en el universo del catolicismo o de las religiones reformadas como en las escuelas budistas cuya influencia está creciendo. La misma hipótesis puede extenderse a las creencias que no apelan a lo sobrenatural, como el espíritu de las Luces, la creencia en el progreso y la esperanza en las luchas liberadoras. Defiendo con igual firmeza la «reinterpretación» del pasado en el presente, de las religiones en el sujeto humano, porque he recordado todo lo que, actualmente, rechazamos de nuestro pasado religioso, y en particular todas las formas de lo sobrenatural. La parte del espíritu religioso que es imprescindible preservar es el rechazo a una imagen totalmente secularizada del mundo y de nosotros mismos. Todavía encontramos una inspiración en la figura de Jesús que echa a los mercaderes del templo, rechaza la tentación de Satanás de dominar el mundo y, más aún, llama a amar al prójimo. Lo que permanece más vivo en las religiones es el lazo que existe entre un individuo y un dios u otro principio «metasocial» al que se apela mediante las oraciones o la meditación, desligándose por ende del mundo social para situarse en un universo cuya expresión más alta y más completa es el sujeto humano. No se puede negar la continuidad entre quienes invocaban una forma extrahumana de lo divino y los actuales defensores de los derechos del sujeto humano, a menudo contra las religiones. Quienes cuestionan esta dimensión de la experiencia religiosa —tan importante como la subordinación del orden humano a un orden sobrenatural que choca con nuestra idea de la modernidad— no pueden acceder a la conciencia de ser sujetos. Si a causa de esta afirmación algunos me reprochasen que no me he liberado por completo del espíritu religioso, me alegraría, porque creo en la continuidad de las figuras del sujeto humano detrás de todos los velos que lo ocultan y contra todas las coacciones sociales y económicas que lo sofocan. ¿Cómo podría conformarme con tener confianza, cosa hoy en día muy arriesgada, en las ventajas y las garantías que aportan el enriquecimiento y la racionalización, que también son portadores de formas extremas de dominación y de deshumanización? Los que prefieren manifestar su oposición a las creencias religiosas, e invocan incluso la libertad de expresión para atacar a Mahoma o a Jesús, cometen un doble error. En primer

lugar, refuerzan las formas más violentas de distorsión de las creencias religiosas al servicio de una causa política, y en segundo lugar, contribuyen a negar, contra toda evidencia, la realidad de las creencias religiosas y, sobre todo, el hecho de que éstas participan muy a menudo en conductas cargadas de subjetivación. La controversia que suscitaron las caricaturas de Mahoma juzgadas blasfemas nos recuerda que, si no hay que insultar las creencias religiosas, tampoco hay que ceder al chantaje de los grupos salafistas. Es preciso combatir a la vez a quienes reducen efectivamente la afirmación de su fe a actos de violencia y quienes se niegan a atribuir un valor espiritual a las convicciones religiosas. Ciertamente no estoy pidiendo la interdicción legal de los ataques de parte de los segundos, pero exhorto al público a no unírseles. En efecto, un uso tan desacertado de la libertad de expresión la pone en peligro. Además, sabiendo que el escándalo despierta la curiosidad, ¿podemos estar seguros de que la motivación de estos actos no es el afán de lucro? Los velos que ocultan al sujeto perfectamente pueden contraponerse con las religiones constituidas que, sobre todo en las religiones monoteístas, se presentan como las arrogantes depositarias de un mensaje divino. No tengo ninguna razón directa para defender las instituciones religiosas, y creo que la visión laica del sujeto, tal como la defiendo, es lo que hoy sostiene mejor la defensa de los derechos humanos. Me parece nefasta la voluntad de los grupos religiosos de insistir en el lazo, según ellos indisoluble, que une la fe a una Iglesia, un clero, instituciones, papeles y, por qué no, opciones sociales y políticas. ¿Por qué tomar al papa por el Mesías? Estos peligros no son tan grandes en las sociedades democráticas en las que se respeta la separación entre las Iglesias y el Estado. Sin embargo, sigue vivo el recuerdo del papa Pío IX y de sus violentas condenas del modernismo y del liberalismo; es decir, de la confianza en el libre albedrío de los seres humanos. El Irán actual nos recuerda tristemente a qué situación puede conducir una religión de Estado. En Italia, Comunione e Liberazione es un movimiento católico que podríamos calificar someramente de conservador; multiplica los ataques contra el «moralismo» que le parece, en realidad con justa razón, una amenaza para la Iglesia católica. Efectivamente, defiendo una posición «moral» que apunta a sustituir una moral religiosa, que estribaba en la fe en un dios sobrenatural, por una moral humana. Los ataques contra las Iglesias, su poder, su riqueza e incluso, en ocasiones, su gusto por las ceremonias que atraen a las multitudes podrían ocultar lo esencial. En el mundo contemporáneo, al margen de la Iglesia católica, algunos grupos más o menos directamente vinculados con ella toman muchas iniciativas y actúan siguiendo la misma lógica de solidaridad que defienden quienes quieren defender los derechos humanos fundamentales en nombre del sujeto humano, aunque generalmente sin referencia religiosa. Lo más importante no es establecer una frontera entre lo que es religioso y lo que no lo es en el vasto mundo de las espiritualidades, sino detectar en la fe las actitudes y las orientaciones presentes en las expresiones «develadas» del sujeto que ya no hacen ninguna referencia a un dios. La acción humana, tenga o no raíces religiosas, llévese o no en nombre de una Iglesia o de una religión organizada, lleva en sí cada vez con más fuerza el llamamiento a los derechos fundamentales del sujeto.

EL DECLIVE DE LAS CREENCIAS RELIGIOSAS La idea laica del sujeto ya se encuentra en el componente «divino» de la vida religiosa, y las creencias pueden reforzar la defensa de los derechos humanos, aunque a condición de combatir el otro cariz de la vida religiosa: la sacralización de lugares y de instituciones sociales. El papel social y político de las Iglesias y de todas las instituciones religiosas puede dominar, en efecto, su papel propiamente religioso. La Iglesia católica desempeñó a veces ambos papeles a la vez. Tal fue el caso en Polonia donde, bajo la dirección del cardenal Wyszyński y del papa Juan Pablo II, la Iglesia resistió al poder comunista al que, por el contrario, se sometieron las Iglesias luteranas. Empero, después del golpe de Estado (más exactamente, después de la proclamación del estado de guerra) del general Jaruzelski, la Iglesia polaca, bajo la influencia del cardenal Glemp, adoptó posiciones cada vez más conservadoras y ampliamente difundidas por Radio María, una radio católica muy alejada de las posiciones que habían sido las del sindicato y del movimiento Solidaridad en 1980-1981. Otro ejemplo: la orientación conservadora de las Iglesias evangélicas en América Latina impresionó a los observadores que constataban su progresión acelerada. Es inútil volver aquí al muy importante caso del islam chiita evocado anteriormente. Estas desviaciones parecen tan estrechamente ligadas a la desinstitucionalización general de las sociedades más modernizadas, en las que se expresan expectativas y reivindicaciones cada vez más individualizadas, que no se pueden considerar como accidentales. Las Iglesias y las instituciones religiosas se alejan cada vez más de las aspiraciones de la población. Entiendo que algunos se alegren de ello y que otros consideren inevitable esta ruptura, pero sigo apegado a la idea de que las espiritualidades religiosas, lo mismo que los movimientos sociales y políticos, contribuyeron en gran medida a la resistencia cultural al triunfo de los financieros y de los Estados. Cabe esperar que la laicidad triunfe por doquier y que en todas las áreas religiosas el poder espiritual se separe del poder temporal. Muchas personalidades musulmanas, especialmente en Qom, en Irán, se esfuerzan por lograrlo, pero el éxito de los Hermanos Musulmanes y de los salafistas en las primeras elecciones egipcias y tunecinas libres nos recuerda que falta mucho para que la lucha se gane. Sin embargo, es una condición indispensable para el renuevo espiritual de las Iglesias y de todas las instituciones religiosas.

SUPERAR LA DUDA En este capítulo no he hablado tanto de las religiones como de lo religioso, distinguiendo en las religiones las formas antiguas, no transparentes, de afirmación del sujeto que denomino lo divino, y que corresponden a sociedades que todavía no son directa ni completamente conscientes de su propia creatividad, porque todavía no han adquirido un control bastante

fuerte sobre su entorno y, por ende, sobre sus instituciones. Esto me llevó a admitir lo religioso como una forma «velada», exteriorizada, de subjetivación, y a considerar las religiones, en las realidades institucionales y políticas, como formas de dominación ejercida sobre la práctica humana en nombre de una sacralidad de la que los hombres se libran cuando aumenta su potencia creativa. Sin embargo, no puedo olvidar que me expreso en un momento que no sólo se inscribe más allá de la escasez y la impotencia, sino que está volviéndose cada vez más ajeno al tema de la dominación del mundo por la acción humana. Algunos remplazan esta visión conquistadora por la sensación angustiante de la destrucción de nuestro ambiente; otros, mucho más numerosos, al situarse más en el nivel de lo vivido que en el de las hipótesis y de las interpretaciones generales, padecen un estado permanente de depresión o de miedo y se dejan llevar por él, o buscan librarse de él a través de adicciones o recurriendo a «medicamentos». Peor aún, gran parte de la humanidad vive constantemente en la inseguridad. Para esas poblaciones, la religión, e incluso lo religioso, se han convertido en territorios extraños, incógnitos, más remotos que amenazantes, de tal forma que, para mucha gente, tanto la liberación de las religiones como la liberación mediante la religión ya perdieron todo sentido. Esto me obliga a preguntarme: ¿acaso yo mismo no estoy todavía encerrado en una sociedad industrial obsesionada por su poder y por sus conflictos internos, retrasado en una sociedad pletórica de sentido, mientras la ruptura entre el capital financiero y las instituciones sociales que ya no pueden controlarlo ha creado una situación completamente nueva? Empero ¿no es esta misma situación la que me impulsa a introducir el mundo religioso en el conjunto de las figuras, aun veladas, del sujeto? Mi primera reacción es interrogarme a propósito del «vacío» actual, considerarlo como una construcción de la realidad por una lógica que lo reduce todo al mundo de los objetos y, a partir de eso, buscar fuerzas, que podríamos llamar espirituales o no, capaces de resistir a la dominación del dinero y del poder. Por lo tanto, cabe volver a colocar en la situación que vivimos estas reflexiones relativas a las religiones examinadas desde el punto de vista del sujeto y de la subjetivación. El peso de las finanzas y la técnica en esta situación contribuye a crear la imagen de un mundo sin profundidad, sin conciencia, sin sentido, un mundo de comunicación y de estímulos que parece corresponder perfectamente al que describe el modelo del Homo æconomicus. Muchos piensan que el mundo de la hipermodernidad se define cada vez más claramente por su ruptura con la herencia del pasado constituido por sombras y misterios. Las ideas y los objetos nuevos y fascinantes que aparecen evitan que muchos de quienes se sienten pertenecer a este mundo hipermoderno se pregunten si no están desempeñando solamente el papel que les ha atribuido una sociedad dominada por la búsqueda del lucro, en detrimento de lo que otrora llamábamos creencias, valores, derechos. Sin embargo, me parece imposible aceptar esta oposición radical entre un mundo meramente instrumental y el mundo de los fines y los valores. En un periodo de crisis económica, el nihilismo predominante adquiere una forma nueva, puesto que parece imponerse a causa de la impotencia de todas las categorías de actores. Empero, es también en uno de esos periodos cuando se vuelve más importante redescubrir la

necesidad de los actores, de aquellos que introducen sentido invitándonos a luchar en lugar de someternos a las incertidumbres de la economía, del mismo modo que antes nos doblegábamos ante la ira de los dioses. Puede resultar tentador dar media vuelta y buscar en un pasado remoto un orden hoy desaparecido, pero el intento es vano porque nos hemos vuelto incapaces de entender los mensajes de los antiguos magos. Nuestro único objetivo debe ser retomar el control de una situación que no lleva en sí la solución de los problemas que derrama sobre nosotros. Los objetivos mejor definidos son los que podemos describir con las palabras más simples: entender, prever, actuar, movilizar las energías, encontrar los recursos y el coraje necesarios. Quedarse esperando a que los problemas se resuelvan por sí solos es una actitud que puede convenir a quienes sacan provecho de la situación, y por tanto tienen interés en propiciar la pasividad y la ignorancia. Las elecciones de quienes deciden son ciegas si no han sido preparadas por un trabajo de análisis y de comprensión. No es posible elaborar proyectos sin interrogarse, primero, respecto de la manera de crear nuevos actores y de las orientaciones que hay que dar a su acción. La reflexión de las ciencias sociales coincide al respecto con las enseñanzas de la actualidad: no siempre las acciones son las que se preveía, y la dirección que toman a menudo es diferente de la que se había anticipado. Por esto no hay que eliminar nada de nuestro campo de observación y conviene mantenerse atentos a todo, en particular a las conductas emergentes. Quizá no seamos capaces aún de encontrar nuestros caminos en el mundo complejo y cambiante en que acabamos de entrar. Sin embargo, si restringimos nuestra reflexión tomamos el riesgo de volver incomprensibles las conductas de aquellos de quienes depende nuestro porvenir.

XVII. ¿Todavía pueden existir actores sociales?

EL MOMENTO DE LA AMBIVALENCIA Volvamos al inicio de este libro. Entramos en la era postsocial, que también es posthistórica, porque el capital financiero, en lugar de ser un elemento positivo e indispensable para la vida económica, se torna en gran parte independiente, no sólo de todo control institucional, social y político, sino de toda función económica. Está roto el vínculo entre el capital y el conjunto de la vida social, entre los recursos y las normas y objetivos sociales. Esto pone fin a lo que podemos llamar el periodo histórico durante el cual la vida económica, cultural y política se transformó por la intervención de actores sociales que actuaban sobre este conjunto de recursos y de objetivos. Durante todo este periodo, para comprender la vida social fue indispensable analizar las formas de asociación entre los recursos —científicos, técnicos, económicos y humanos— y las orientaciones culturales asociadas, a su vez, a representaciones y controles sociales sobre la capacidad y la conciencia creadoras de los seres humanos. Hemos vivido sucesivamente en sociedades dominadas por una representación religiosa de la creatividad, y luego por una concepción política definida a través del orden impuesto a la confusión y a la violencia. Enseguida, en una época más reciente que todavía tenemos muy presente, surgió la concepción económica de la creatividad simbolizada por el aumento acelerado de la productividad por hora trabajada en las sociedades industriales. Cada una de estas «figuras» de la creatividad humana impuso un tipo de sacralidad en el corazón de la vida social: Dios, la persona sagrada del rey, el progreso y aun los movimientos sociales, todos son nociones cargadas de sacralidad; confunden una figura del sujeto con un orden social, un poder y unos privilegios. Se está haciendo imposible salvaguardar estos conjuntos, a la vez coherentes y conflictuales, a partir del momento en que el capital financiero —y por consiguiente el mismo capitalismo— rompe las amarras con todas las formas de control social y de sacralidad. Ya no podemos identificarnos con un conjunto de recursos y de valores tal como lo hacíamos antes; ya no podemos defendernos socialmente. Nos estamos volviendo ambivalentes respecto de todas las formas de lo sagrado: el progreso, el Estado, Dios, los dioses o los fundadores de una comunidad. Dado que el progreso es la forma de lo sagrado más cercana a nosotros, constatamos muy particularmente la ambivalencia general de la opinión a ese respecto y, de manera más amplia, respecto de la modernidad en general. Georg Simmel fue el primer

sociólogo que expresó con firmeza esta ambivalencia respecto de lo que llamaba el dinero, pero este tema está presente en obras de gran relevancia, como las de Norbert Elias y Robert Merton. En efecto, estamos viviendo el paso de juicios de valor fundados en realidades percibidas como objetivas —Dios, el Estado, la industrialización, etc.— a juicios que residen en características de la misma acción, más precisamente en lo que yo llamé su subjetivación. Nos volvemos ambivalentes respecto del mundo objetivo. Decir que estamos viviendo el fin del mundo social acarrea consecuencias tan brutales que nos resistimos a admitirlo. ¿Podemos aceptar la idea de la impotencia del Estado o de la desaparición de los actores sociales? Los daños producidos por una economía que desborda todos los controles (hoy en día, los paraísos fiscales albergan capitales equivalentes al total de los pib de los Estados Unidos y de Japón) y por el aumento de los individualismos son visibles en todas partes desde la crisis que estalló en 2007-2008. Pese a esto, nos inclinamos a subestimarlos: agravación de las desigualdades sociales, especialmente en los Estados Unidos, crecimiento perdurable del desempleo, retroceso de la protección y la redistribución sociales, debilitamiento casi general de los sindicatos, incremento de la economía ilegal y criminal, del narcotráfico y de la corrupción, aumento de la precariedad y la exclusión social, incluso en los países más ricos. Es un cuadro suficientemente angustiante como para crear alarma en la opinión pública. Todos nos damos cuenta de que no se trata solamente de un accidente coyuntural. El debilitamiento de los partidos socialdemócratas, hoy tan nítido como el de los partidos comunistas en la generación anterior, nos obliga a considerar que a los Treinta Gloriosos que siguieron al fin de la segunda Guerra Mundial, siguieron 30 años de peligros. Esto plantea el problema más grave: ¿todavía somos capaces de ser actores? La impotencia de los gobiernos europeos es motivo de preocupación. La única respuesta a la crisis financiera de 2007-2008 fue el endeudamiento de los Estados. Esto sucedió particularmente en los Estados Unidos, pero también fue la principal medida concreta decidida por Nicolas Sarkozy que, en 2012, colocó a Francia en una situación mucho más difícil de lo que era a su llegada al poder en 2007. A partir de 2010 hemos padecido las repercusiones del comportamiento irresponsable de numerosos dirigentes, en especial de los gobiernos griegos que, hasta ahora, sólo evitaron la quiebra exigiendo de su población sacrificios considerables y gracias a la ayuda masiva de Europa. Ya dije que el hecho más importante de los últimos tres años fue el despertar de la idea europea; pero pronto se hizo evidente que, habida cuenta de las divisiones existentes en el seno de la Comisión Europea y de las reticencias que muestra Alemania para ayudar a los países mediterráneos, por los que siente un menosprecio no disimulado, la institución apta para desempeñar el papel principal es el Banco Central Europeo. Mario Draghi, su presidente, proclamó el 2012 como el año del verdadero nacimiento de Europa. En vísperas de esta reactivación de los países europeos por medio de Europa, tenemos que detenernos un instante para plantear a los europeos la franca pregunta: ¿ustedes son capaces, tienen la voluntad y el deseo de ser actores, o bien se consideran de antemano como los vencidos del nuevo siglo, condenados a sacudirse a merced de las imposiciones cada vez más apremiantes y menos racionales de los mercados financieros?

Hay que preguntarle primero a Alemania, que conquistó los mercados extranjeros manteniendo un amplio sector de bajos salarios y, dentro de Europa, provocó un déficit masivo del comercio exterior de otros países, empezando por Francia.

LA NECESIDAD DE SER ACTOR Hace falta agregar ahora que, si el llamamiento a los derechos del sujeto ha de traducirse en una transformación de las leyes y, más globalmente, de las instituciones, es más difícil, aunque más importante, entender cómo las demandas que emanan de los actores se forman y llegan al conocimiento de los que deciden. Cuando se constatan las presiones que ejercen los poderosos para imponer sus intereses y sus privilegios, es legítimo preguntarse de qué medios podrían valerse los actores con cierta conciencia de sus derechos para tener alguna influencia. Nuestras democracias se definen como representativas pero en realidad lo son muy poco, puesto que la mayor parte de las leyes votadas por las Cámaras son presentadas por iniciativa del Estado más que por iniciativa de los elegidos de la nación. Subestimaríamos gravemente los obstáculos a que se enfrenta la voz del pueblo para hacerse oír si los imputáramos exclusivamente a la corrupción. Las investigaciones de los psicólogos sociales, específicamente de Leon Festinger y de Serge Moscovici, nos permiten entender mejor los resortes de la fabricación de la opinión pública, la definición de lo que no se hace y, sobre todo, de lo que no se dice. No es posible oponerse a estas normas generalmente impuestas por la ley si no se superan numerosas barreras, en primer lugar, por ejemplo, la de la vergüenza que impide a la mayor parte de las víctimas de violaciones reconocer la violencia que sufrieron, sobre todo si es perpetrada por el entorno más cercano, es decir, el padre, el esposo o el compañero. Aquellos que intervienen en la construcción de la opinión pública y, por ende, de los juicios morales deben ayudar a las víctimas a convertirse en testigos, y a los testigos, en acusadores. Sin embargo, la dificultad principal no reside en esto sino en la combinación, tan indispensable como difícil de implementar, de la acción según la ley con la acción contra la ley. Son tan escasos los grandes problemas que encuentran una solución mediante la simple discusión como mediante el uso de la violencia. La denuncia de lo inaceptable también tiene que ser la victoria de lo posible, y hace falta que el escándalo sacuda a la opinión para que ésta se decida a adoptar un cambio radical. La idea de sujeto es contraria a todas las concepciones, religiosas o no, que hacen estribar el juicio moral en un mensaje o una orden exteriores a la actividad humana y se imponen a ella. Por consiguiente, la subjetivación es todo lo contrario de una fe o una creencia que deba imperar en las conciencias. No parte de arriba sino de abajo, y lo que llamo así es lo que se contrapone más directamente a un orden social, a ideas impuestas y a reglas de conducta obligatorias. El sujeto sólo puede aportar al individuo o al grupo el sentido de sus propias conductas y transformarlos de este modo en actores si rompe el orden moral y el orden social,

aunque éstos pretendan ser portadores de la ciencia y de la razón. El sentido no aparece sino a través de la destrucción de todos los tipos de orden y de control, llámense naturales, divinos o tradicionales. Hasta podemos considerar las religiones monoteístas como una etapa en la ruta que nos alejó de las identidades comunitarias y que nos acerca a una visión directa y transparente del sujeto. La destrucción de la sociedad priva de gran parte de su influencia política a los actores más ligados a la actividad económica, los que conformaron las clases sociales más fuertes de la sociedad industrial, tanto la clase obrera como los dirigentes empresariales. ¡Cuán lejos estamos de los Treinta Gloriosos, cuando los dirigentes públicos y privados reconstruían el país devastado por la guerra y cuando los sindicatos imponían una amplia repartición del ingreso nacional, así como los sistemas de protección social que proporcionaron la seguridad y el bienestar a las mayorías! No sólo Margaret Thatcher y Ronald Reagan quebrantaron estas políticas y dieron el poder a los mercados, sino que el triunfo del capitalismo financiero, desligado en gran medida de sus funciones económicas, provocó una ruptura de la sociedad económica y, por consiguiente, de toda la sociedad, lo que creó, antes incluso de la profunda crisis de 2007-2008, una precariedad que desbordó con mucho el desempleo propiamente dicho, hasta convertir a aquellos que afecta —y sobre todo a los jóvenes en su gran mayoría excluidos de las garantías del empleo estable— en una categoría social muy central pero que ya no se define por las privaciones y las pérdidas de sentido de que adolecen sus miembros, sino por sus conflictos de intereses con la empresa. Estos individuos precarios son los más propensos a buscar chivos expiatorios, por ejemplo los inmigrados, o a incidir en violencias entre grupos o pandillas vecinas, o incluso a interiorizar la crisis social bajo la forma de crisis de la personalidad. Únicamente la redefinición de sí como sujeto puede lograr la transformación de esas personas en situación de precariedad en actores sociales y políticos. No se trata de ninguna manera de remplazar objetivos sociales por principios morales. A la inversa, es la exigencia de ser reconocidos como sujetos lo que puede transformar en actores sociales y políticos a aquellos a quienes el sistema dominante, cuyos efectos se ven multiplicados por el agotamiento de la sociedad política de los países industrializados, mantiene al margen del bienestar y de la capacidad de acción política. El llamado a los principios éticos no es una compensación de la impotencia política; es el punto de arranque de la formación de nuevos actores políticos que, al mismo tiempo, tienen que volverse actores de la recuperación económica, tal y como lo fuera la «izquierda» emanada del movimiento obrero después de la caída del nazismo. Las ideologías que hacen estribar la acción social y política en una transformación de las relaciones entre clases definidas en términos económicos ya no tienen capacidad de movilización social, como lo demuestra el debilitamiento de los sindicatos en muchos países, sobre todo en las pequeñas empresas más amenazadas por el desempleo y la precariedad. La construcción del sujeto en el individuo es lo único que le permite devenir un actor social y político. Hay que transformar la recuperación económica en la condición primordial de la lucha contra la precariedad, que exige que se vuelvan a poner todos los recursos disponibles,

desde los capitales hasta las nuevas tecnologías y los nuevos mercados, al servicio de la reconstrucción no de una nueva sociedad industrial, sino de una actividad económica renovada y asociada a la creación de nuevos empleos antes que al reparto de un trabajo demasiado escaso. Los nuevos actores no pueden formarse si no tienen confianza en la influencia que pueden ejercer en la gestión económica, cultural y social. Ahora bien, hoy en día se han propagado, en vez de la confianza, la desconfianza y el miedo de los cuales las categorías más protegidas creen defenderse incrementando la distancia que las separa del dominio cada vez más alto de la precariedad. El actor ya no es aquel que cumple su papel en la comedia humana. Sea un individuo o un grupo, es aquel que, inspirado en el sujeto, quiere transformar la organización social a fin de que respete mejor sus derechos, sean civiles, políticos, sociales o culturales, incluidos los derechos de género, en particular los de las mujeres, que durante largo tiempo les fueron privados y que deben ocupar el primer rango. Mucha gente reclama derechos y protesta contra las injusticias, pero ¿dónde están los actores o, mejor dicho, de dónde vienen? ¿Cómo una víctima se transforma en un actor? No basta decir que lo logra tomando conciencia de sí misma. Esta conciencia le llega por medio de un mensajero informado o profético, o de un suceso del que puede dar testimonio, o de la experiencia de un individuo, un grupo o una muchedumbre que se manifiesta contra la violencia, la arbitrariedad, el error, la corrupción. La acción no es el resultado de un cálculo; es intervención. Apela a un principio reconocido, a un ejemplo histórico, a una sensibilidad percibida. Quienes se vuelven actores no son simplemente mártires que se hacen conscientes de los agravios sufridos. Cierto es que, a menudo, estos actores provienen de abajo, de la multitud de las víctimas, pero también vienen de arriba cuando se indignan contra actos que presenciaron, o cuando se sienten responsables. La emoción que experimenta el actor lo remite, en primer lugar, a su relación consigo mismo, a su experiencia íntima. La cólera que lo embarga se impone en él y lo persuade de que es personalmente responsable de las injusticias que otros sufren. Siente que no puede sustraerse al llamado que está escuchando dentro de sí, y que no transmite nadie sino su conciencia, diciéndole que si no reacciona, si no actúa, no se comportará como un ser humano responsable sino como un cobarde, o incluso como un cómplice de los malhechores. Se vuelve un actor porque sabe que no puede mentir ni callar. El escenario estaba vacío pero se sintió obligado a subirse a él para proclamar lo que vio y lo que sintió. Generalmente los testigos se escabullen, ya que temen verse arrastrados en complicaciones imprevistas. Otros se quedan sin moverse pensando en el accidente que acaban de presenciar, en esa vida que quizá no resista al atropello. Esta reacción no siempre está errada y tal vez se sientan más cercanos a la persona en peligro compenetrándose con su rostro que precipitándose para pedir auxilio, pero lo más importante es preguntarse, identificar las razones que nos impulsan a actuar o, por el contrario, a permanecer en silencio. No llamo de ninguna manera a hacer de nuestra vida una serie de actos heroicos, sino solamente a estar presente en el momento en que es menester tomar una decisión.

Ya no es posible condenar, y menos aún encarcelar, a una madre que por amor dio muerte al hijo que ya no soportaba una vida de sufrimientos y sin esperanzas. Podríamos citar muchos otros ejemplos para ilustrar lo que puede significar el respeto a los derechos fundamentales. El actor no logrará que se introduzcan los derechos humanos en las prácticas si se mantiene apegado a un derecho abstracto. Es preciso que entre en el funcionamiento concreto de las instituciones que estima necesario modificar. Para ello, tiene que obtener el apoyo de una corriente de opinión, de grandes testigos, de un partido político, que le ayuden a lograr la modificación de los textos y de las prácticas que contribuyó a poner en tela de juicio. Es una tarea difícil cuando se trata de abolir la pena de muerte, puesto que nunca faltan los inventores dispuestos a remplazarla por penas igualmente duras, cuando no más duras todavía, como es una condena a perpetuidad sin posibilidad de reducción de pena. Tratándose de Francia creo que es necesario otorgar a la Cour de cassation, que lleva un nombre modesto pero que es la máxima jurisdicción del orden judicial francés, un papel equivalente al del Tribunal Supremo estadunidense, evitando toda confusión con el Consejo Constitucional que es juez de la constitucionalidad de las leyes. El papel principal de la Cour de cassation, o de sus equivalentes en otros países, debería ser el de promulgar el derecho en lugar de sólo interpretarlo y examinar la conformidad de los procedimientos con las intenciones de quienes redactan las leyes. La razón principal por la que se tiene mucho respeto a la Corte Suprema estadunidense, cuyas decisiones a menudo distan de ser consensuales, radica precisamente en que asume dicha función. Todos los tribunales deben hacer evolucionar el derecho. Esta obra de «reconstrucción» de las prácticas sólo es eficaz si se opera desde el interior de las instituciones y si los principios fundamentales del derecho se discuten con la competencia necesaria. No obstante, si los principios morales no estuviesen incorporados al derecho, el llamamiento a las exigencias universales del sujeto no podría ser más que amonestaciones utilizadas por los tribunales de forma poco diferente de la manera como los reyes trataban las quejas (doléances) expresadas en los Estados Generales. Sería ingenuo o malintencionado creer que por sí sola una «utopía» puede transformar las prácticas. Hasta el más idealista de los reformadores requiere poder, estrategias, aliados y circunstancias favorables para imponer cambios cuya necesidad nunca se infiere simplemente de su correlación con derechos fundamentales que todos estarían dispuestos a respetar. Por lo tanto, el actor debe ser reconocido como un actor social puesto que, aunque apele a los derechos humanos universales, tiene que penetrar en la complejidad de las redes de relaciones sociales y políticas para ser eficaz. Hace falta que el individuo tenga la posibilidad de elevarse por encima de las leyes, de las prohibiciones, de los usos —condición indispensable para que pueda hacerse cargo de la defensa de derechos que pertenecen exclusivamente al sujeto—, pero también hace falta que sea capaz de volver a bajar del universalismo del sujeto a la búsqueda social de la justicia. Es menester separar aquí, tan claramente como sea posible, la dimensión universalista de los derechos humanos fundamentales de la dimensión social de la justicia y de la equidad, porque instaura una relación propiamente social, una búsqueda de equilibrio entre lo dado y lo

recibido, o entre lo sufrido y los diferentes modos de conocimiento o de intervención. Para decirlo más brevemente, cuando uno emplea palabras como justicia o equidad —trátese de una ley o de un convenio laboral colectivo— está hablando de la sociedad, mientras que cuando uno evoca las ideas de libertad, igualdad y solidaridad nos referimos al sujeto. Lo más importante, sin duda, es reconocer la existencia de un orden superior, el de los derechos, que debe determinar el de la justicia y el de la equidad; pero nunca debemos perder de vista que el actor social, inspirado en los derechos del sujeto humano, actúa en el orden de la sociedad, de la justicia y de la equidad. Este movimiento de descenso del sujeto al mundo de las instituciones es tan indispensable como el ascenso del individuo al sujeto para que el derecho tenga la capacidad, subjetiva y objetiva, de orientar las conductas y los juicios. El razonamiento que se aplica al descenso del sujeto hasta las instituciones debe prolongarse hasta el nivel de las organizaciones sociales y de los principios que deben ser respetados para que dichas organizaciones, empresas, administraciones, escuelas, hospitales, ejércitos, cárceles, funcionen acordes con los principios generales plasmados en la Constitución. Me limito aquí a mencionar un principio cuya importancia demostró Michel Crozier. Este autor advirtió que una de las principales causas del mal funcionamiento de las organizaciones es su rechazo al diálogo frente a frente, a la negociación directa; en efecto, una barrera cada vez más gruesa separa el tratamiento de un problema de las condiciones concretas en las que apareció. El conjunto de estos mecanismos de distanciamiento conduce a multiplicar las reglas y los procedimientos cuya acumulación paralizante conforma lo que los sociólogos llaman la burocracia, sin confundir el significado que dan a la palabra con el uso espontáneo que la gente común hace de ella cuando habla de lentitud y de mala voluntad administrativas. La regla de oro de la burocracia es: ¿por qué hacer simple lo que puede hacerse complicado? Dicho de otro modo, ¿por qué correr el riesgo de conflictos directos cuando es posible disolverlos complicando su resolución mediante incoherencias o contradicciones? Estas observaciones tienen como único objetivo protegernos contra los riesgos de la utopía, contra el peligro de creer que, al apelar al sujeto, el individuo podría penetrar hasta el corazón de las prácticas y hacerlas acordes con el carácter universal de los derechos fundamentales. Nunca, en ninguna circunstancia, el ideal rige totalmente lo real, y éste nunca se conforma espontáneamente a las exigencias del ideal. La idea de una sociedad perfecta está en contradicción con la historia y con la sociología, y cabe temer lo peor cuando aparece la promesa de un «hombre nuevo» o del «fin de la historia». Más allá de estas observaciones generales, debemos interrogarnos, de manera más histórica y desde lo más cerca de nuestra propia experiencia sobre las formas particulares en que una sociedad puede establecer y hacer efectiva la búsqueda del sentido de sus experiencias vividas. Cuando este sentido se aleja mucho de las prácticas sociales (lo que es necesariamente el caso en las sociedades con escasa historicidad o capacidad de actuar sobre su entorno y sobre sí mismas), el lugar central en la interpretación de la experiencia es ocupado por construcciones intelectuales abstractas, complejas, generalmente filosóficas pero

también teológicas o centradas en la teoría del derecho, que además crean lazos que pueden volverse estrechos entre quienes detentan el poder y la experiencia de la mayoría. Tanto en Atenas como en Roma, la comunicación entre los filósofos y los dirigentes era frecuente y fuerte, en particular a través de la política, y el Renacimiento europeo, desde el siglo XV hasta el despotismo ilustrado de los siglos XVII y XVIII, desde Maquiavelo, Tomás Moro o Jean Bodin hasta el mismo Kant, estuvo muy marcado por el tema de la «educación del príncipe» que convenía al ejercicio autoritario y personalizado del poder. Más tarde, conocimos un periodo dominado por los vínculos directos y a menudo poderosos entre el pensamiento social —cada vez más marcado por el pensamiento económico—, los debates jurídicos y políticos y los movimientos sociales. Stuart Mill y Marx, Tocqueville y Michelet quisieron fomentar la emergencia del sentido de las nuevas sociedades a través del conocimiento, a menudo propiamente científico, de los procesos de transformación de la vida social por la producción industrial y la organización capitalista de la economía. Durante ese periodo, el conocimiento histórico ocupó un lugar central en el conjunto de las ciencias sociales todavía en formación. Émile Durkheim, el verdadero fundador de la sociología europea, es un ejemplo típico de la unión constante entre una búsqueda del espíritu científico, una voluntad política de liberación y una participación activa en el gran debate sobre los problemas de la educación que se daba en ese siglo. Este periodo no terminó verdaderamente sino cuando se establecieron lazos muy privilegiados entre la gestión política y el conocimiento del sistema económico. La influencia perdurable de John Maynard Keynes sobre muchos dirigentes políticos es el ejemplo más elaborado de esta clase de enlace entre el pensamiento y la acción. Me parece que la situación postsocial y posthistórica en la que hemos entrado exige comunicaciones más directas y más diversificadas entre actores sociales que se constituyen por su propio llamamiento a un sujeto interior, portador de derechos, y desafíos éticos que reconstruyen constantemente, sobre bases cada vez menos directamente sociales, las reglas y los principios que dan orientaciones normativas a las conductas sociales individuales y colectivas. A partir de estas observaciones es posible concebir mejor lo que deberían ser los nuevos métodos de enseñanza a que me referí ya varias veces. Conforme va creciendo la capacidad de intervención de una sociedad sobre sí misma, la reflexión tiene que acercarse lo más posible a la acción y a las deliberaciones, guiadas por lo que Habermas llamó la «ética de la discusión».

CONTRA LA NEGACIÓN DE LA ACCIÓN En gran parte del mundo y particularmente de Europa, pese a importantes éxitos obtenidos sobre todo después del fin de la segunda Guerra Mundial, los intentos de instaurar un socialismo democrático chocaron con una desconfianza cargada de profunda hostilidad. Tanto en Francia como en los países sovietizados de Europa central y oriental, y más aún en muchos

países de América Latina, se impuso la idea de que los actores sociales y políticos no pueden derrocar por sí mismos la dominación que sufren, y que solamente acontecimientos exteriores a su voluntad, trátese de una crisis generalizada del capitalismo o de un conflicto internacional, son capaces de estremecer el sistema de dominación social y abrir un camino a movimientos revolucionarios. Después de la guerra fue en América Latina donde este socialismo revolucionario tuvo la mayor influencia, porque se fundaba en el hecho de que su enemigo social también era un enemigo extranjero y que el capitalismo era al mismo tiempo imperialista y colonialista. Además, los intelectuales latinoamericanos, fascinados —como muchos europeos— por la Revolución cubana, difundieron la forma más extrema de la teoría de la dependencia que desembocó, como todas las ideologías de índole revolucionaria, en negar la posibilidad de reformas profundas e impulsadas por un movimiento de liberación. Estos revolucionarios sólo confiaban en las guerrillas, como la que en Cuba había llevado al poder a Fidel Castro y a sus compañeros. Estas guerrillas, primero rurales, luego urbanas, por lo general terminaron en fracasos, por más que a veces hayan luchado empecinadamente contra las dictaduras militares. Después de la caída del imperio soviético, el régimen castrista perdió gran parte de su aura, pero la idea de la impotencia de los actores y de los movimientos sociales no desapareció. Hoy en día escuchamos a intelectuales influyentes declararse revolucionarios y afirmar que la vía electoral es incapaz de generar una revolución que no puede triunfar más que a partir de un debilitamiento del poder del Estado, tal como sucedió en Francia en 1792 y en Rusia en 1917. Es imposible considerar esta concepción como una escuela sociológica entre otras. Al contrario, la especificidad de esta ideología es que elimina toda posibilidad de análisis sociológico, puesto que excluye la eventualidad de un cambio histórico provocado por una acción colectiva que elabore sus objetivos a partir de demandas sociales y a través de alianzas políticas. Nos complacería estimar que el periodo de influencia de este pensamiento ya terminó, pero este juicio optimista no corresponde a la realidad que constatamos. A falta de una ideología que creyó volverse dominante, quedan las ruinas provocadas por la negación de la posibilidad de una sociología de los actores y del sujeto. Hemos de considerar este legado intelectual como un enorme obstáculo al desarrollo de las ciencias sociales en América Latina. Afortunadamente, gracias sobre todo a Fernando Henrique Cardoso, algunos nuevos intelectuales han aprendido a reconocer mejor la autonomía y la importancia de la acción propiamente política. Este replanteamiento intelectual es muy comparable al que sobrevino en Francia gracias a Raymond Aron, a Claude Lefort y a François Furet, más allá de las diferencias de sus orientaciones ideológicas. Sin embargo, no basta con librarse de un pensamiento que avasalla volviendo muda a la gente. La niebla totalitaria envenenó el pensamiento y la acción democráticos haciéndolos sufrir la dura experiencia de su impotencia. No corresponde evocar aquí el recuerdo de todos los intelectuales que se extraviaron entre esas nieblas o de aquellos que, a menudo y mostrando mucha valentía, perdieron ahí la vida. Empero, debo recalcar que mantengo una distancia en relación con todos los pensamientos que se han fundado en la negación de la

acción voluntaria y del cambio político. Las palabras que empleé y seguiré empleando —el sujeto, los derechos, el universalismo, la libertad creativa, el conflicto liberador— no son solamente instrumentos de reflexión: están cargadas de emoción. No reivindico para el pensamiento que estoy elaborando ninguna posición dominante; incluso, prefiero que sea minoritario y criticado, pues desconfío sobremanera de los efectos destructores de toda hegemonía. Los pensadores que quisieron con más afán dar la palabra a los grupos dominados son los que creyeron en su posibilidad de acción; asimismo, quienes hablan en nombre del sujeto humano contra las ensordecedoras máquinas del poder y del lucro hacen de su debilidad política la razón de ser del interés que han de despertar en nosotros. La gravedad de las crisis económicas y financieras que atravesamos no debería impedirnos reconocer el debilitamiento de los adversarios más peligrosos que hemos encontrado en nuestro camino y que muy a menudo lo obstruyeron. Hoy en día, ciertamente puedo hablar con preocupación del fin de lo social, del fin de las sociedades, pero también con esperanza, insistiendo en el hecho de que, si bien las instituciones sociales ya no pueden resistir al poder y al dinero, como fue el caso durante el siglo de la socialdemocracia europea, una conciencia renovada de los derechos humanos fundamentales —y por tanto de la igualdad, las libertades y la solidaridad— genera actualmente acciones que nadie tiene derecho a rebajar al nivel de un moralismo o un «derechohumanismo» despreciable. El mundo cristiano ya no ejerce poder político; al contrario, sufre persecuciones. Comparto la opinión de quienes piensan que la movilización propiamente política de las instituciones y aun de las creencias religiosas en el mundo islámico desembocará —por una vía sesgada pero que podría recorrerse más rápidamente de lo que se cree— en el triunfo de la laicidad entendida en el mejor sentido de la palabra: el de la separación entre el poder religioso y el poder político. Puesto que hemos traspasado los límites de lo político, por fin podemos y debemos, si lo queremos en verdad, transformar las exigencias morales que hemos adquirido —a veces gracias al cristianismo, otras en contra de él, y en igual o mayor medida gracias al espíritu de la Ilustración— en acciones capaces de hacer retroceder la violencia. Nuestro principal objetivo ya no es cambiar las instituciones sino reconstruir nuestra capacidad de acción recurriendo al sujeto y a sus derechos a fin de transformarnos en actores sociales. ¿Cómo podríamos renunciar a creer en nuestra capacidad de acción libre y responsable, que se formó y creció en nuestras mentes a medida que nos volvíamos más capaces de transformar nuestro entorno y a nosotros mismos gracias a nuestras obras, nuestros conocimientos y también al respeto a nosotros mismos y a nuestros derechos?

¿A DÓNDE IR Y CÓMO LLEGAR? No hay que inferir de lo anterior la confianza en los actores de nuevos movimientos más culturales que sociales, ni la constatación que hacen muchos países y categorías, particularmente en Europa, de su impotencia para elevarse a la altura de las nuevas

situaciones y, por ende, para volverse actores de las transformaciones que esos países parecen más bien sufrir que conducir. En efecto, existe una tercera opción, que evoqué a todo lo largo de esta tercera parte y a la que debemos recurrir cuando examinemos nuestra propia situación y nuestra propia acción o ausencia de acción; esto nos concierne en especial a quienes, en Europa y en países análogos, tenemos la impresión de ser incapaces de entrar activamente en un nuevo tipo de situación económica, social y mundial. Esta tercera opción consiste en situarnos ya no en el nivel de la hipermodernidad, que corresponde a la situación postsocial, sino en el nivel de nuestro modo de modernización; ya no en el nivel del mundo nuevo donde recién estamos entrando, sino en el nivel de la elección de la ruta que puede conducirnos a él, sin abandonar por ello lo que constituye la parte medular de nuestros análisis. Aquí ya no nos preguntemos «¿a dónde ir?», sino «¿cómo llegar?» Nos sentimos embargados por una imposibilidad de actuar, sobre todo en Europa. Esto no deriva de la construcción europea en sí. Para las naciones europeas, el camino está ahora despejado, pero dudamos que puedan o quieran avanzar hacia los equilibrios financieros y, sobre todo, hacia el crecimiento económico. Cierto es que Irlanda acaba de demostrar que un país golpeado por una fuerte crisis puede recuperarse, cosa que ya probó Alemania hace diez años. Pero ¿acaso hay que acusar a los gobiernos de ser abúlicos o impotentes? El ejemplo de Italia, cuyos ciudadanos acaban de condenar los esfuerzos de recuperación encabezados por Mario Monti, nos convence de que esta respuesta es errónea y que fueron los electores los que rechazaron la salida que se ofrecía. Entre los abstencionistas activos, los electores de Beppe Grillo y quienes apoyan indefectiblemente a un Silvio Berlusconi amenazado por la justicia, más de la mitad del electorado italiano rechazó el programa en el que el Partido Democrático y la coalición de centro de Mario Monti podían llegar a un entendimiento. El más fuertemente sancionado fue este último, que obtuvo el apoyo de tan sólo 10% del electorado. Sin embargo, los electores no pueden ignorar que tanto las proposiciones de Grillo como las de Berlusconi —cuyo pasado condena por anticipado sus acciones por venir— no son realistas. ¿De dónde dimana esta voluntad de ruptura que acaba de derrocar al sistema político italiano, tal como derrocó antes al gobierno socialista español y bien podría derribar mañana al gobierno socialista francés? Es difícil ocultar las responsabilidades del capitalismo financiero especulativo y de los gobiernos que se dejaron arrastrar por él. En España, 25% de los desempleados y 52% de los jóvenes sin empleo saben que son víctimas. Están «indignados», lo que quiere decir que denuncian a sus adversarios y que, al mismo tiempo, son incapaces de proponer otra política. Sólo pueden aceptar un partido que aporte a los asalariados, a los desempleados y a los trabajadores precarios compensaciones, soluciones económicas y, sobre todo, una democracia más participativa. El gobierno socialista español quiso compensar el fracaso económico con audaces medidas de modernización cultural, pero no se puede compensar un déficit de resultados económicos mediante avances en otro ámbito. Tampoco se puede suavizar el rigor del desempleo mediante leyes en favor de los homosexuales o de una muerte digna. Los diferentes objetivos sociales y culturales corresponden a monedas diferentes, inconvertibles entre ellas. De no estar convencido de la necesidad de hallar respuestas

económicas a sus problemas económicos, el gobierno francés se expone a desengaños. Cuando François Hollande insistió en Bruselas en que el crecimiento era imprescindible, expresó una idea no solamente justa, sino indispensable. Para lograr este objetivo, es urgente poner en marcha, en la mayor parte de los países europeos, una política de crecimiento y, más concretamente, de aumento de las exportaciones hacia países emergentes, tal como lo hizo Alemania con éxito. Sabemos que, en este terreno esencial, Italia realizó mayores esfuerzos y obtuvo mejores resultados que Francia. Esta última tiene que fijarse objetivos científicos, tecnológicos e industriales comparables a los que alcanzó durante los Treinta Gloriosos y de los que se alejó casi sin darse cuenta en el transcurso del largo periodo durante el cual su industria redujo su participación en el pib en 50 por ciento. Hay que transmitir este mensaje empleando palabras difíciles de oír. Hay que combatir la precariedad, favorecer la innovación, reforzar las exportaciones, dar trabajo y, como quería François Hollande, invertir la evolución de la curva del desempleo. Muchas categorías sociales son indiferentes a estos objetivos, porque están protegidas por el Estado, por el fraude o por la especulación, o bien porque se han enriquecido pasivamente a través del alza de los alquileres que perjudica sobre todo a los jóvenes adultos. ¡Hablemos todos los días de creación, de producción, de exportación, de lucha contra las desigualdades y de democracia participativa! Empero ¿no estamos poniendo la carreta por delante de los bueyes? No es posible ver crecer nuevas acciones colectivas antes de haber ingresado en el nuevo continente. No hablemos de redistribución entre los «activos» —los trabajadores y las empresas— antes de haber aumentado la proporción de los activos y antes de haber logrado la disminución de las rentas de situación, de los fraudes y de los privilegios. Este discurso puede decepcionar a quienes desean entrar de manera directa en los combates que implican más profundamente los derechos del sujeto; pero no es posible defender dichos derechos sin garantizar justamente a quienes los reclaman la posibilidad concreta de retomar la ruta de una modernización que, lo hemos olvidado a menudo, es siempre imprescindible.

EL VACÍO POLÍTICO Es fácil entender que la reacción más común a las crisis y a las formas de descomposición social y cultural que sentimos sea culpar a los cambios cuyo ritmo se ha acelerado tan brutalmente. Aunque en un primer tiempo pudieron ser vistos como fuerzas de liberación, luego escaparon a todo control, tanto en el ámbito del trabajo como en el de las comunicaciones o del consumo y, sobre todo, en el terreno de la guerra, porque la destrucción de dos ciudades japonesas por bombas nucleares norteamericanas en 1945 marcó una fecha que nos separó definitivamente de nuestro pasado y nos hizo entrar en una época en que podemos destruirnos. Ya habíamos experimentado este sentimiento durante la Gran Depresión y, más tarde, cuando estalló la segunda Guerra Mundial. Acabamos de entrar nuevamente en una crisis, primero financiera y después monetaria y económica, que en cualquier instante

puede convertirse en crisis social. Estamos pasando de una catástrofe a otra. Cada vez hablamos menos de nuestro trabajo y más de precariedad, menos de clase obrera y más de pobres, como si tanto en los países ricos como en los países pobres el número de personas que ya no tienen donde habitar, trabajar y vivir estuviera en constante aumento. ¿Cómo no entender que en este mundo desarraigado se propague el sueño de un retorno a la estabilidad, la tranquilidad y la paz civil? ¿Y cómo evitar que este sueño pacífico sea atravesado por pesadillas de invasión de hordas salvajes? ¿Cómo escapar a la nostalgia de la comunidad y de la identidad perdidas? Empero ¿en qué otra cosa podemos apoyarnos? Dimos un gran paso adelante cuando pasamos de tener nuestras esperanzas depositadas en la ciencia y las técnicas a experimentar un sentimiento ambivalente con respecto a ellas, debido a la imposibilidad de separar las consecuencias creadoras de las consecuencias destructivas de aquello que ya no podemos llamar el progreso, olvidándonos de la mitad de sus efectos. Si no es posible confiar plenamente en la ciencia y si ya no podemos ceder a las tentaciones de las políticas comunitarias e identitarias, portadoras de la exclusión de minorías y de la guerra de todos contra todos, ¿a quién podemos dirigirnos para encontrar fundamentos sólidos de la voluntad individual y colectiva de resistir a las fuerzas de destrucción? Hace mucho que sentía la necesidad de escribir el presente libro, especialmente desde la crisis financiera que culminó en 2008 y que nos hizo ver los abismos en cuya orilla estábamos acampando. Sobre todo me impresionó, hasta la obsesión, el silencio de los actores. Contrariamente a lo que otros hicieron después de 1929 y después de la caída del nazismo, esta vez ningún dirigente político supo hacerse cargo de una reconstrucción aplazada por tanto tiempo. ¿Cómo podríamos alcanzar los objetivos de los que nos hemos alejado incesantemente desde hace treinta años? Sabemos identificar los recursos materiales, técnicos y científicos que hemos utilizado en las diferentes etapas de nuestro desarrollo a fin de transformar nuestro ambiente y a nosotros mismos. No entendemos con la misma claridad cómo las formas y las fuerzas sociales se ajustaron a la producción de los diversos tipos de bienes. Imaginamos que, en las situaciones en que las técnicas eran menos dominantes, nuestra vida se organizó en torno a una actividad, un oficio, y a menudo también un lugar. Cuando entramos en la sociedad industrial descubrimos el lugar central de las relaciones sociales de trabajo, y los sindicatos tomaron una gran importancia en el grupo social para entonces más numeroso, el de los obreros de la industria. Sin embargo, hoy en día tenemos que plantearnos otra clase de preguntas: ¿por qué trabajamos y cómo definimos individualmente nuestra vida? En la sociedad industrial hemos reclamado una ciudadanía económica y social, hemos exigido el respeto de nuestros derechos y, a menudo, por ley o a través de convenios colectivos, hemos obtenido garantías relativas a nuestro empleo, nuestras remuneraciones, nuestras condiciones de trabajo y nuestra jubilación, así como protecciones contra el desempleo, los accidentes, etc. Después de estar definidos por nuestra calificación y nuestra profesión, nos hemos definido por nuestros derechos sociales, siguiendo el ejemplo de la Alemania de Bismarck y de la Gran Bretaña de los socialistas fabianos. Cabe pensar que a partir del fin de los acuerdos de Bretton Woods y del fin de la primera

gran crisis petrolera, el triunfo del neoliberalismo nos llevó, cada vez más, a sentirnos consumidores antes que solamente trabajadores. Sin embargo, desde el inicio de las crisis occidentales provocadas en 2007 por las hipotecas subprime en los Estados Unidos, la preocupación acuciante de las mayorías es conservar su empleo en un mundo que, por el contrario, da cada vez más prioridad a la flexibilidad. La atención se concentra en el empleo antes que en el oficio o el nivel social, pero esta noción se amplía hasta incluir el significado que cada quien procura dar a su vida. Dicho sentido radica ante todo en la posibilidad de escapar al desempleo y a la precariedad para ser capaz de elegir y salvaguardar la continuidad de la experiencia de vida. Curiosamente, mientras la organización social nos vuelve solidarios con sistemas crecientemente complejos de organización y de comunicación, los deseos se individualizan cada vez más. A medida que los sistemas y las coyunturas económicas complejas rigen nuestra situación, aumenta la dominación de nuestra experiencia de vida por las experiencias personales, por la importancia creciente de la relación de cada quien consigo mismo. Somos cada vez menos «seres políticos». Nuestro espacio, iluminado por luces artificiales de todos los colores, y nuestro tiempo, alargado o abreviado por las técnicas de los medios de comunicación, están atravesados, con menor o mayor frecuencia según nuestras propias singularidades, por imágenes extremas, contradictorias, de profetas y de conquistadores, de faraones y de dirigentes revolucionarios, de estrellas del cine y de poetas que llevaron a miles de jóvenes, generación tras generación, a revelarse a sí mismos. Sentimos la pérdida de aquellas figuras extremas en las que se entremezclan la presencia de un mundo superior invisible y la voz que Joseph Conrad (en El corazón de las tinieblas, 1899) puso en boca del aventurero europeo que está muriendo en el fondo de África: «¡Ah, el horror! ¡El horror!» Fuera de la literatura recordamos que, en la Francia industrial del siglo XIX, lo «sublime» designaba a la vez a la aristocracia obrera más independiente, e incluso más libertaria, y los excesos destructores de aquellos hombres libres que morían a causa del alcohol y la violencia. A todos nos conmueve esta mezcla de sublime y de horror que acompañó a tantas figuras del pasado y a muchos personajes de novelas. Nos dejamos llevar por la añoranza de la imagen que asocia la grandeza y el horror, ausentes en nuestro mundo hipermoderno del que la mediocridad y también el bienestar de las masas expulsaron la exaltación y el furor. Esto no impide que, en el instante que sigue, prefiramos las comodidades y las garantías de nuestras sociedades enriquecidas, al grado de desear que todos pudiesen tener acceso a ellas. Esta evocación del pasado engendra en mí un pensamiento contrapuesto. En efecto, el producto más admirable y más conmovedor de nuestros tiempos no es místico ni conquistador sino sensible, inteligente y atento a las demandas del Amar en cada quien y en los otros. Quisiéramos que la educación que recibimos nos convirtiera en individuos más respetuosos de los derechos de todos y de la diversidad de las culturas y a la vez en actores sociales más solidarios y más creadores, seres humanos más responsables de sí mismos y de su entorno cultural, social y natural. ¿Cómo podría dudar que, hoy en día, el triunfo más bello de los individuos y de las vidas

sociales consiste en transformar a los esclavos en hombres libres, el egoísmo en solidaridad, el interés en subjetivación? Por esta razón, no ha terminado el tiempo de los combates; por el contrario, le dan vida a esperanzas cada día más grandes y más cercanas. Como lo sentimos al mirar el famoso fresco de Miguel Ángel, la modernidad acerca cada vez más nuestra mano humana a la mano de Dios, anunciando así la desacralización de las sociedades y la liberación de los mundos humanos.

Conclusiones Del análisis a la acción

EL CAMINO RECORRIDO Un siglo de conmociones Elijo detenerme aquí, en la frontera entre las historias regionales y un análisis del sistema mundial, para volver al inicio de mi reflexión, que es parte de lo que me pareció ser una ruptura fundamental. ¿Qué pasó durante el siglo XX, que comenzó con el fin de la primera Guerra Mundial y con la Revolución soviética, a la cual hay que agregar la Revolución mexicana (1910) y el fin del Imperio chino (1912)? En primer lugar, la autodestrucción de Europa, dividida en grupos antagónicos. Del lado de los vencidos, la catástrofe más completa golpeó al Imperio austrohúngaro, que desapareció; el Imperio turco fue expulsado casi totalmente de Europa, y Alemania, el país más dinámico de todos los estados europeos, fue humillada. Del lado de los vencedores, la situación no fue mucho mejor. El Reino Unido perdió la hegemonía mundial en provecho de los Estados Unidos, y Francia, donde se había desarrollado la mayor parte de las operaciones militares, salió del conflicto completamente agotada. El Viejo Continente no recuperó su equilibrio y las aventuras financieras de la década de 1920 desbordaron su economía productiva. No se pudo superar la crisis financiera de 1929 sino mediante los gastos militares que emprendieron la Alemania hitleriana, Japón, que puso al Extremo Oriente a sangre y fuego, y más tarde, los Estados Unidos. La segunda Guerra Mundial marcó el comienzo del periodo de destrucción de las sociedades industriales occidentales. En efecto, esta guerra no opuso simplemente unos Estados contra otros, que competían por la hegemonía económica y política, como sucedió en la primera, al menos hasta 1917, cuando la Rusia zarista se volvió soviética y se transformó en una sociedad cultural, política y económicamente ajena y hostil al mundo occidental, que llamaba capitalista hasta su propia desaparición en 1991. Sin embargo, para esta fecha, la Revolución china y los movimientos de liberación nacional llevados a cabo en muchos países colonizados habían puesto fin de manera definitiva a la hegemonía occidental sobre el mundo. Industrialización, capitalismo, democracia política —cuya realidad es indiscutible en

cuanto se compara el mundo occidental con otros regímenes políticos— son las principales dimensiones que definen el tipo de sociedad que pareció identificarse con la modernidad durante un periodo bastante corto: entre la formación de la sociedad industrial en la Gran Bretaña sostenida por el inmenso Imperio británico del siglo XVIII y la Revolución de 1917. En efecto, tenemos que definir este conjunto histórico en tanto que sociedad porque su principio central consistió, gracias a un conjunto de instituciones sociales, en transformar los recursos económicos en formas y normas de conductas acordes con orientaciones culturales fundamentales definidas por el triunfo de lo adquirido sobre la herencia transmitida. Este tipo de sociedad consideraba la producción, el trabajo y el lucro como elementos centrales de la organización social. Como recalcó Louis Dumont —después de otros muchos, por ejemplo Ferdinand Tönnies y sobre todo Karl Marx—, la economía rigió la organización social. Hay que insistir también en añadir que las instituciones sociales se pusieron a la vez al servicio de la razón, de la nación y de las libertades públicas, de tal modo que se definió la «sociedad» como un sistema de instituciones y de mecanismos sociales, de recursos económicos y de valores culturales vueltos compatibles unos con otros y, por consiguiente, funcionales. Por esto, las sociedades industriales, nacionales, liberales, individualistas y racionalistas fueron primero que nada sociedades, mientras que Louis Dumont subraya con razón que las llamadas sociedades tradicionales fueron primero que nada civilizaciones. Las sociedades calificadas de «modernas» con frecuencia se definieron culturalmente por la secularización; es decir, por la eliminación de lo sagrado que era el principio de definición de las civilizaciones, pero es preferible dar prioridad a definiciones propiamente sociales. La descomposición del capitalismo industrial Se infiere de lo anterior la importancia primordial de la ruptura que relacioné no sólo con los cambios sociales o incluso societales que estamos experimentando, sino con la desaparición de las sociedades cuya existencia, aunque relativamente breve, trastornó todos los aspectos de la vida personal y colectiva en casi todas las regiones del mundo. Este cambio histórico, cuya influencia ha sido sumamente fuerte, es la descomposición del capitalismo industrial. Esta situación histórica nueva nos obliga a modificar nuestros instrumentos intelectuales de análisis y de comprensión. La breve evocación que acabo de presentar exige que reconozcamos antes que nada que la idea de sociedad perdió el lugar central que se había ganado en los últimos dos siglos y que hacía de ella la clave de la historia económica y social occidental. Desde mediados de la década de 1970 el primer choque petrolero marcó el triunfo de lo que se ha denominado el neoliberalismo. Se acompañó de graves crisis regionales o sectoriales y en 2007 desembocó en la crisis del crédito inmobiliario llamada crisis de las hipotecas subprime. Seis años después del inicio de estas conmociones, ningún mecanismo de gestión y de intervenciones públicas demostró ser capaz de solventarlas. Recordaré sucintamente su punto de partida, cuyo análisis ya es clásico. Por un lado, la

abundancia de liquidez y, por otro, las presiones sociales y políticas indujeron a un desarrollo masivo de las actividades financieras carentes de función económica, de inversión o de crédito, al menos hasta la crisis de 2007. Para aprehender semejante fenómeno, es menester entender la palabra «especulación» en un sentido amplio, que sobrepasa con mucho los escándalos que habían acompañado las grandes operaciones industriales o portuarias a fines del siglo XIX, por ejemplo, la primera tentativa de construcción del canal de Panamá. Pese a la importancia creciente de las innovaciones tecnológicas, una parte considerable de los recursos se autonomizaron en relación con los ámbitos institucionales nacionales y las orientaciones culturales que dominaban e incluso desbordaban Occidente. Esta pérdida de una parte del poder de orientación que la economía ejercía sobre la vida social y política llevó a una penetración cada vez más honda y directa de las orientaciones culturales que, en lo sucesivo, conviene definir como morales o, mejor aún, éticas. Desde perspectivas muy diferentes, dos temas fueron tomando mucha importancia. El primero es el tema clásico de la carrera armamentista que se extiende sobre todo a China y a Rusia, pero también a otros países llamados «emergentes». El segundo es el aumento de la economía ilegal que concierne por igual a los grandes grupos capitalistas en busca de nichos y de mercados que escapen a los controles fiscales, y a los tráficos de drogas y muchos otros productos. ¿Cómo podríamos seguir construyendo el análisis en torno a la idea de sociedad industrial, nacional y más o menos democrática? Con justa razón la idea de globalización perturbó tanto los discursos liberales como socialdemócratas. Disminuye constantemente la cantidad de reglas y prohibiciones impuestas por la vida social, que a la sazón se vuelve cada vez menos formal. El consumo se adecua a la imagen que los encuestadores presentan de los consumidores y sus preferencias, que se definen cada vez más a menudo en términos personales; es decir, coincidentes tanto con la experiencia de vida como con los recursos económicos de cada quien. De ahí la importancia creciente concedida al cuerpo, que cortocircuita las construcciones culturales. No arrastra a todos los individuos hacia formas menos simbólicas de consumo, pero deja a cada quien la libertad de elegir uno o varios modos de vida sexual, de aprehensión del mundo o de orientación profesional. El mundo del dinero puede adaptarse a todo; no está constreñido a admitir interdicciones con respecto al consumo y a los modos de vida. Empero, esto es solamente una de las formas posibles de vida personal y colectiva. Otra forma es la búsqueda de la diversidad, del encuentro entre las culturas —que son otros tantos viajes en el tiempo y en el espacio–, que da a esta diversidad la importancia creadora de la apertura a los demás y de la conciencia de cada quien sobre los límites de su propio género de vida. El mundo se pone en movimiento y las migraciones mezclan las poblaciones y los modos de vida. La posición comunitaria, la defensa de una herencia, de una religión, de un idioma, de una moral, como también de una alimentación y de normas de parentesco, es más importante porque es más activa. Este regreso a la comunidad, que ya evoqué en varias ocasiones, es más o menos agresivo: rechazo de las diferencias, obsesión por la pureza, intolerancia a las herejías y a los cismas. La forma más elemental y violenta de esta reconstrucción comunitaria

de sociedades devastadas es la polarización de la vida social local en torno a conflictos entre minorías, bandas, pandillas que ora corresponden a subpoblaciones reales, ora a zonas de influencia de jefes rivales, en el plano sexual en particular. Ninguna de estas formas de vida colectiva consigue reconstruir una sociedad con sus propios proyectos, jerarquías y modos de subsanar conflictos. Muchos estamos tentados a hablar de declive, de descomposición, de crisis global, incluso de catástrofe. Yo mismo, en un libro publicado sólo dos años después de la crisis de las hipotecas subprime, consideraba que muy probablemente la sociedad occidental evolucionaría hacia una sucesión de crisis diversas caracterizadas por largas fases de descomposición entrecortadas con repuntes de conflictos comunitaristas. La ilusión de realidad En una gran parte del mundo, que rebasa cada vez más lo que llamábamos Occidente, técnicas y productos nuevos transforman las comunicaciones y el consumo, como antes transformaron la producción industrial. Aparecen mundos imaginarios y se multiplican las relaciones interpersonales, lo que crea una cultura de masas individualizada que impregna todos los gestos, las palabras, los deseos. Es todo lo contrario de lo que pasaba con las culturas tradicionales que rodeaban a los individuos dejándoles espacios de libertad y de juego. También es todo lo contrario de la imagen clásica de las sociedades industriales divididas por fronteras sociales y conmocionadas por conflictos. Esa dinámica interna de las sociedades se debilita pero no desaparece, sino que se transforma paulatinamente en espectáculo mientras los dirigentes que ocupan los lugares antes ocupados por los líderes de las luchas sociales se convierten, en el mejor de los casos, en negociadores y, en el peor, en agentes al servicio de fuerzas políticas alejadas de la conciencia y de las demandas de los trabajadores. Cuanto atañe a la liberación de los cuerpos también es una presión del presente, de lo inmediato, que elimina a la vez la memoria del pasado y los proyectos del porvenir, que ya no encuentran ningún sitio en un imaginario ocupado por las producciones —a menudo soberbias — de la cultura de masas. La juventud es objeto de muchas atenciones, pero también sobre ella pesan más la precariedad y el desempleo. No solamente las sociedades se quiebran o se disuelven, sino también los mismos actores sociales, de tal modo que las experiencias vividas, las emociones, las frustraciones y las esperanzas se apartan de una vida social que cuesta cada vez más distinguir de los espectáculos que se da a sí misma. Esto llega al extremo, casi real, de que «la guerra del Golfo no tuvo lugar», como dijo Jean Baudrillard, porque no la conocemos más que por las imágenes proporcionadas por camarógrafos norteamericanos montados en tanques. Debemos renunciar a la idea de que la producción industrial es el centro de la vida social. Hemos llegado a pensar incluso que todo se centraba en las producciones más fundamentales —el carbón, el acero, el cemento, la electricidad— y cada quien podía sentirse definido por la infraestructura económica del país, la ciudad o la región donde vivía. Esta representación

ya no corresponde al momento actual porque, después de conmocionar la vida industrial, el capitalismo y sus métodos de producción transformaron aún más rápidamente las comunicaciones y el consumo. El mundo está atestado de vastos centros comerciales, tal como se había llenado antes de grandes fábricas de productos manufacturados. Por otra parte, nos enteramos de que más de 500 millones de personas en todo el mundo utilizan una red social (Facebook). Anteriormente, los países industrializados se contraponían a los no industrializados; hoy en día se habla de fractura digital (digital divide). La socióloga Saskia Sassen y el geógrafo Christophe Guilly, entre otros, demostraron muy claramente que la utilización del espacio se ha transformado. Guilly hizo hincapié en la desaparición o la reducción de las masas obreras aglutinadas alrededor de los grandes centros de producción y, a la inversa, en el hecho de que, conforme aumentan las actividades precarias, van creciendo las categorías que viven en los territorios más alejados de los grandes centros urbanos, allí donde son escasas las posibilidades de encontrar un mejor empleo, donde es grande el aislamiento y donde también se manifiestan movimientos de rechazo a todos aquellos que son vistos como invasores. Así, una categoría definida por sus carencias y ya no por sus competencias o su solidaridad ejerce una influencia, susceptible de tornarse impositiva, tanto en la vida política como en el estado de la opinión pública. Existe una distancia cada vez mayor entre esa población y la de las urbes donde se realiza la mayoría de los intercambios internacionales; asimismo, en grandes regiones del mundo existe una numerosa población que no se define por su implantación y sus actividades sino por su desarraigo y por su probable futura emigración hacia las zonas urbanas. Cuando pensamos en estas categorías de trabajadores precarios, no surge en nuestra mente el recuerdo de la clase obrera organizada, sino más bien el de los pequeños campesinos y de los peones del campo convertidos en braceros y en pordioseros urbanos como consecuencia de la industrialización de la Inglaterra del siglo XVIII. ¿Acaso nos encontramos en la frontera entre lo más colectivo y lo más individual? Las reflexiones presentadas en este libro nos alejan de esta hipótesis perezosa que se detiene en la orilla del análisis. Por ejemplo, no explica cómo sería posible, a no ser por arte de magia, pasar de la pérdida de confianza y de elementos de referencia, del individualismo desocializado y propenso a someterse, a la afirmación de los derechos del sujeto por parte de los actores individuales o colectivos. Todo lo que oculta la discontinuidad de las situaciones sociales y postsociales es un obstáculo al conocimiento y a la acción. Por eso, el objetivo central del presente libro no es describir el fin de las sociedades industriales, sino volver a hacer visible un enfrentamiento global entre, por un lado, las fuerzas de lucro y de poder y, por el otro, la afirmación —incluso más allá de los derechos políticos, sociales y culturales de cada individuo y de cada categoría— de los derechos del sujeto, universalmente presentes en todos los individuos y que proporcionan armas a quienes quieren transformar la situación utilizando su capacidad de ser actores de su existencia. Las instituciones, que buscaban imponer a todos y en todas partes la utilidad social, han sido sobrepasadas y remplazadas por el empuje de los intereses que inventan las reglas del juego social que les son más favorables, así como por las exigencias de una ética que

descansa en el respeto de los derechos humanos universales. Desde que comencé a preparar y escribir este libro, he estado recorriendo con el pensamiento territorios muy variados, buscando y encontrando en numerosísimos lugares la presencia, las exigencias, las luchas y los triunfos del sujeto que se manifiesta tanto en los movimientos sociales y culturales que, en todas partes, ponen en tela de juicio las prohibiciones y las reglas autoritarias como en la afirmación de los derechos personales estrechamente ligados al esfuerzo de subjetivación de cada quien. Sería erróneo, incluso peligroso, creer que el ángel de la libertad puede aparecer en todas las regiones del mundo y ahuyentar a los tiranos lanzando mensajes en Twitter. Igualmente erróneo sería creer en la inevitable derrota de quienes atacan, sin armas y con la única fuerza de su número, a los centros de poder protegidos por tropas armadas. Empero ¿cómo no nos daríamos cuenta de que la demanda más ferviente no es ni la revolución ni la globalización, ni siquiera el nacionalismo, sino la democracia y la defensa de los derechos de cada individuo, que son los derechos de todos? No puedo evitar buscar en el pasado las fuentes vivas de estos nuevos movimientos de liberación que tanto insisten en los derechos culturales como en los derechos sociales, considerados como nuevos derechos políticos. En efecto, si bien mi vida ha sido ensombrecida por el humo de la Shoah, las deportaciones masivas a los gulags, los millones de muertos del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural China, la represión y la tortura de los combatientes de la libertad, la violencia del apartheid, las repercusiones de las crisis «económicas» desatadas por la inextinguible sed de lucro, también he estado corriendo durante toda mi vida de una fuente de luz a otra: de la Liberación de París a los levantamientos estudiantiles y culturales en los Estados Unidos, Francia y otros países; de la Unidad Popular en Chile a la Revolución de los Claveles en Portugal; de los grandes levantamientos nacionales, sociales y democráticos de Budapest y Poznań a Praga y sobre todo Gdańsk y Polonia entera impulsada por Solidaridad, que llevaron al día más relevante del medio siglo, el de la destrucción del muro de Berlín en 1989; del movimiento zapatista en Chiapas, México, a la resistencia de Tiananmen y su símbolo plasmado en la imagen del hombre de la camisa blanca que detuvo la entrada de un tanque en la plaza arriesgando su vida. Hace poco, los levantamientos de la Primavera Árabe, el movimiento Occupy Wall Street que se difundió en decenas de ciudades norteamericanas y en Londres, así como las manifestaciones en Moscú contra la reelección y el poder arbitrario de Putin, revelaron la presencia permanente del llamado a la democracia. Su brillo no debe impedirnos ver la galaxia de las luchas sociales y culturales, y en particular las acciones liberadoras de los gays y de las lesbianas, de otras minorías sexuales y de los discapacitados, por lograr que se reconozca la universalidad de sus derechos y la especificidad de las trabas y de los rechazos que padecen. De las civilizaciones a la ética Durante la breve aunque intensa vida de las sociedades industriales hemos visto que las

«civilizaciones» —en el sentido tan acertado que Louis Dumont dio a esta palabra— retrocedían, se fragmentaban, se derrumbaban ante el empuje de una modernidad esencialmente social, técnica e individualista, productivista y móvil. Se replegaron en nichos y márgenes, y se instalaron en nuevos refugios abiertos por el psicoanálisis y acondicionados por el surrealismo. Sin embargo, no estamos presenciando hoy la reconstrucción de las civilizaciones —esta tendencia llevaría en sí inevitables riesgos de guerra— sino el repunte en los espíritus y en los cuerpos, en la vida pública y en el imaginario, de algo que quisiera llamar la ética política, ya no definida por las necesidades de la sociedad sino por las exigencias del ser humano como sujeto. Me detendré un instante en esto, porque estas palabras nos perturban profundamente. Poner las leyes al servicio de los derechos fundamentales universales de los seres humanos, ¿acaso no es proporcionar la definición más sólida de la democracia, a la vez que un poderoso instrumento de liberación y de lucha contra todos los poderes autoritarios? Los combates que no se definen más que por los enemigos que ellos mismos se dan sólo pueden engendrar regímenes autoritarios y represivos, y las antiguas civilizaciones fundadas en religiones ya no pueden imponer sus creencias a todos. El cristianismo lo entendió mucho antes que las otras grandes religiones, monoteístas o no, cuando se liberó de la «cristiandad» —en el sentido de sociedad «cristiana» que Jean Delumeau le da a la palabra— y el islam tendrá que operar una separación análoga entre lo espiritual y lo material. Sentimos por doquier el viento vivificante de los movimientos a la vez afirmativos y críticos, y ya no solamente críticos como quisieron hacérnoslo creer los epígonos más tardíos de un marxismo que había perdido el sostén de los movimientos de liberación de los trabajadores. Estoy tentado a interrogarme acerca de las formas de pasar de un tipo de situación a otro, de las sociedades industriales o posindustriales a situaciones postsociales. Empero, conozco demasiado bien los riesgos de error ligados a esta clase de cuestionamientos si no se fincan en estudios de casos profundizados. Por lo tanto, prefiero limitarme a reconocer una gran discontinuidad entre dos tipos de situaciones sociales, una discontinuidad que percibimos más concretamente como una reversión de tendencias. Al fin de lo que llamé aquí las sociedades y que, según Louis Dumont, sucedieron a las civilizaciones, podemos hablar, de modo tradicional, de secularización, de individualismo, de anomia también, e incluso de desacralización de actores cada vez más independientes de toda orientación cultural. Es en esta situación general donde hay que encontrar la raíz de la idea moderna e incluso contemporánea de sujeto. ¿Cuál es el dominio de la vida contemporánea donde lo más individual, lo menos social y, debo añadir, lo menos sagrado pueden convertirse en la base de la subjetivación, de la afirmación del individuo como sujeto? Ciertamente, no hallaremos en la vida económica y política este lugar extremadamente sensible a las exigencias más fuertes del sujeto, tanto en la vida individual como en la vida colectiva. Desde hace un siglo, ¿acaso todas las transformaciones culturales contemporáneas no han sido dominadas por la desacralización y la desocialización de la sexualidad y, de manera más global, del cuerpo? Es inútil argumentar una respuesta que es prácticamente obvia,

independientemente de las actitudes favorables u hostiles que provocan los profundos cambios que acabo de evocar. El problema real no es, por tanto, identificar la sexualidad como el campo de las conmociones más grandes, sino justificar la afirmación según la cual lo que concedió un lugar central a los placeres en la sociedad transformada por el declive del cristianismo fue un proceso de desmoralización, de desculturalización y de desocialización. Sin embargo, no basta con hablar aquí del agotamiento de la moral cristiana, puesto que este tema no anuncia por sí mismo el surgimiento de una moral del sujeto y de sus derechos. Incluso se podría criticar semejante empresa por ser una nueva tentación de reconstruir una moral laica después del fracaso de las tentativas anteriores, que soy el primero en reconocer cuando otorgo una importancia central al tema de la desocialización de las exigencias morales. No obstante, este riesgo es muy limitado, dado que es muy fuerte el deseo de cada quien de construirse a través de una sexualidad —que no es solamente deseo del otro sino también deseo de sí— tan múltiple que nunca se inscribe por completo en el otro, fuera del caso de la pasión, que es una cosa muy diferente del Amar. Es tan falso creer en el amor como una especie de santidad o de nobleza que transforma a los seres como limitar la sexualidad a la satisfacción de un deseo. Amar es una elevación con el otro hacia sí mismo y hacia ella o él como sujetos. Lo que se afirma en el encuentro amoroso es la superioridad del sujeto personal en relación con todos los determinantes sociales y culturales. Se nos repite con razón que cada oveja con su pareja, pero el Amar se construye a partir de diferencias y aun de distancias, y no por medio de la fusión de dos seres reales en una pareja imaginaria. Es a partir de este primer movimiento, de este deseo de sí y del otro, que se diseña la afirmación de derechos que se imponen a las reglas exigidas por la vida social. Más allá de las formas propiamente sociales e institucionales de la democracia, ¿cómo no ver la idea nueva, aunque activa desde hace mucho tiempo, de los derechos llamados naturales, vocablo peligroso pero que destaca con acierto la subordinación de las reglas sociales y de las leyes a las exigencias de los derechos fundamentales, universales, de cada ser humano? No se trata aquí de imponer a la vida social, diversa y cambiante, la armadura inmovilizadora de derechos tan rígidos como una toga de juez. La verdad es todo lo contrario, puesto que los derechos más universales manifiestan mejor su presencia en casos individuales, como los de Calas o los del caballero de la Barre, cuyos suplicios Voltaire convirtió en armas virtualmente victoriosas contra la arbitrariedad y la injusticia. Asimismo, el fracaso político de los movimientos democráticos de Túnez y de Egipto no significa la ausencia o la debilidad de la exigencia democrática en aquellos países, donde el juego de las fuerzas políticas es tan complejo y cambiante como en las democracias más antiguas. Al contrario, lo que destruye el espíritu democrático es la tentación de confundir las relaciones entre los partidos o entre las «corrientes» con la aspiración democrática. Siempre y por todas partes se debe respetar la posibilidad de levantar un recurso contra una ley en nombre de principios superiores, portadores de afirmaciones universalistas. El individuo es un ser social, pero el sujeto es un ser de derechos. La autoridad de las leyes no deriva de ellas

mismas y, para ser legítimas, no basta con que hayan sido votadas por asambleas representativas de la soberanía popular. La legitimidad de los derechos del hombre es superior a los derechos de los ciudadanos, ya que todas las sociedades tienen intereses particulares, mientras que los derechos del hombre se aplican a todos. Una sociedad no tiene derecho a quitarle la vida al culpable de un crimen, porque no le dio la vida; sólo puede quitarle sus derechos políticos, e incluso privarlo de su ciudadanía. No reconocemos ninguna legitimidad a la condena a muerte de Sócrates por los jueces atenienses. Hemos pasado gran parte de nuestra existencia histórica, y sobre todo de nuestra modernidad, atacando a puñetazos, a pedradas o con fusiles, pero más a menudo con palabras y sublevaciones, la fuerza falsamente todopoderosa del orden establecido, así como a los que creen cuestionarlo cuando sólo agregan falsos dioses a los que invocan los verdaderos detentadores del poder. Nuestra arma de liberación más eficaz ha sido el espíritu crítico, fuese volteriano o marxista, blasfematorio o científico. No obstante, todos hemos alcanzado nuestra meta y acabamos de atravesar un siglo durante el cual los dictadores que se presentaban como liberadores, destructores de dioses y creadores de un hombre nuevo cometieron los crímenes más horrendos. Una serie ininterrumpida de crisis de todo tipo derrocó el poder de jefes de bandas disfrazados de reyes y destruyó el respeto temeroso que las masas excitadas sentían por ellos. Sin embargo, ya no es suficiente criticar; hay que atreverse a afirmar y defender los derechos y la ética, más allá de la crítica virulenta de los falsos dioses. La aventura es arriesgada porque la retórica construye grandes discursos que ocultan pequeños intereses. El pensamiento y la acción afirmativos encubren tantas flaquezas, errores y traiciones como el pensamiento y la acción críticas. Ya no es suficiente quemar los oropeles de las revoluciones para recobrar la fuerza y el lucimiento de los movimientos de liberación. Toda acción lleva en sí el peligro de crear el mal, de imponer nuevas servidumbres y nuevas mentiras en nombre de la libertad; pero debemos estar atentos sobre todo a lo que está naciendo y emergiendo del desorden y de las ruinas. Más vale cometer errores por exceso de mística que por abuso de política, por respeto a lo más personal que por servicio prestado a lo más colectivo. Aquí es donde se confirma la importancia primordial de la presencia del otro, del más cercano. En efecto, la relación consigo mismo es más central que la relación con los otros, y del mismo modo, la regla de conducta que se impone con mayor fuerza es evitar que los demás sufran a causa de nosotros en su vida, en sus sentimientos y en sus deseos más personales. Nadie puede tener razón contra los seres que lo aman. En la anterioridad de lo político Debo evitar un malentendido que sería tan grave que podría echar abajo un largo trabajo de reflexión. Lo que aquí presento no es un programa político, ¡menos aún un proyecto de sociedad, ya que nos encontramos en una situación «postsocial»! Espero que la interpretación contraria a la mía se desplome por su propio peso. Más modestamente, y a la vez más

ambiciosamente, necesitamos con urgencia definir —o interpretar— una situación que ha sido profundamente conmocionada por 1) la ruptura del capitalismo industrial, 2) la emergencia de la idea de sujeto en el corazón de la experiencia humana, individual y colectiva, y 3) el desarrollo de nuevas grandes potencias, especialmente en Asia. Estas tres transformaciones se unen para operar lo que llamo el paso de lo social a lo postsocial. En efecto, las categorías de pensamiento y de acción que nos han sido útiles durante los últimos dos siglos en todos los países donde se desarrolló el pensamiento llamado occidental se han desligado continuamente de las condiciones históricas de su formación y, por tanto, hay que abandonarlas, transformarlas o remplazarlas por otras. Es evidente que no resulta muy atinado descender lentamente desde estas ideas generales hacia el análisis de situaciones particulares. Sería tan equivocado hacerlo como creer que las riquezas acumuladas en la cúspide terminan por irrigar la base. Por el contrario, debemos reconocer la autonomía y la especificidad de los análisis políticos o económicos. El recurso a las ideas más generales debe imponerse por sí mismo. ¿Qué quiso aportar el presente libro y a partir de qué resultados corresponde juzgarlo? La respuesta del autor no es la única posible, pero forma parte de lo que cada quien puede evaluar. Intenté esquivar todas las filosofías del declive de Occidente a fin de entender lo que experimento como una hipermodernidad, y me esforcé por rebasar nociones exclusivamente negativas como la secularización, por un lado, y el relativismo cultural, por el otro. A través de las conmociones y de las crisis que dominan la experiencia histórica desde hace un siglo discierno una afirmación cada vez más fuerte de la capacidad humana de hacer retroceder lo absoluto en todas sus formas, dirigiendo hacia él las luces de lo universal, que no temo identificar con la razón y con los derechos humanos, la libertad, la igualdad y la fraternidad, si es que esta formulación histórica conserva algo de su fuerza liberadora original y sirve no para imaginar una sociedad ideal, sino para imponer a todos los poderes sociales el respeto de las exigencias éticas más fundamentales. Nuestro siglo —1917-2013— conoció las atrocidades más grandes causadas y aprobadas por voluntades humanas. No nos indujeron a perder la esperanza, pero nos impiden colocarla completamente en la acción social y política. Este tipo de acción es el camino por seguir; no hay luz que lo alumbre. Nuestra prioridad ya no es construir autopistas sino hacer aparecer, por medio del pensamiento y de la acción, nuevas luces que nos protejan de la barbarie. Pido que me juzguen por esta idea que tengo de mi trabajo personal, el que estuve llevando a cabo en el transcurso del largo y alborotado paso de las sociedades occidentales a un mundo puesto en movimiento por entero, durante una era en que las civilizaciones y las sociedades han sido transformadas por el encuentro cada vez más directo de los individuos, en su diversidad, con la universalidad del sujeto humano, tanto a través de la sociedad como a través de las culturas, y siempre por encima de éstas.

LA REACTIVACIÓN POSIBLE

El fin de la excepción occidental Volvamos a la experiencia histórica de la que este libro quiso definir la naturaleza, enunciar las consecuencias y entender las transformaciones continuas que impone a nuestra representación de la vida social y de sus actores, en particular en Europa. Los europeos se identificaron con la modernidad al punto de confundirla con su propia modernización, como si detentasen tan completamente la modernidad que les incumbiera introducirla en las otras regiones del mundo. Incluso llevaron su razonamiento mucho más lejos. Bien sabían que no eran totalmente modernos y racionales. Por consiguiente, concibieron un modo de modernización que concentraba todas las riquezas en manos de una élite restringida, capaz de imponer la ley de la razón y del enriquecimiento a toda la población, sometiéndola a sus intereses. De esto deriva el carácter extremo de esta modernización, y su excepcional eficacia que permitió que Occidente se apoderara de la mayor parte del mundo: a medida que acumulaban las riquezas que celebraban su propia grandeza, sus dirigentes equipaban ejércitos y flotas para conquistar otros continentes. No estoy diciendo que otros tipos de organización económica y de poder político no hayan llevado aún más lejos el desprecio de la persona humana. Sin embargo, lo que tiene de único la modernización occidental es la unión estrecha de la ciencia y el cálculo, por un lado, y, por el otro, la violencia conquistadora y la explotación brutal de la fuerza de trabajo, incluida la de los niños. La civilización industrial aumentó prodigiosamente la productividad del trabajo gracias a las máquinas, a los métodos de organización y a la proletarización de los campesinos y de los artesanos que acudían a Londres o a Manchester en busca de trabajo y pronto morían en los tugurios infestados por epidemias, y gracias también a la conquista colonial de África y de parte de Asia. Sin embargo, también fue marcada por las revueltas obreras, la idea de huelga general, la conquista de la jornada laboral de ocho horas, las victorias sindicales, las leyes laborales y los convenios colectivos. Todo en las sociedades industriales ha sido llevado al paroxismo. El mundo se transformó a una celeridad que nadie había imaginado. Las finanzas desbordaron rápidamente la industria e invadieron el mundo político por medio de la corrupción. Empero, allí donde existía la democracia política se constituyeron movimientos reformadores, ciertos republicanos se aliaron a ciertos socialistas e incluso dentro de la Iglesia católica, que durante mucho tiempo luchó contra las formas de modernidad que destruían su dominación tradicional sobre las autoridades y las conciencias, el espíritu de reforma triunfó, al menos a partir de León XIII. No es posible entender la violencia desatada, las guerras totales y los campos de exterminio del siglo XX si no lo contextualizamos después del siglo XIX, aquel de la industrialización, de la creencia en el progreso y de la explotación de los obreros, de las mujeres y de los países colonizados. La ruptura de la Europa westfaliana

Lo que explotó primero no fue la sociedad industrial sino la Europa del Tratado de Westfalia. La Gran Guerra señaló el fin de Europa devastada por un conflicto en que millones de europeos, de campesinos, de obreros, de intelectuales se masacraron unos a otros en nombre de su patria. Sin embargo, la distancia que separaba la guerra entre las naciones y la guerra entre las clases era corta. Antes del fin de la primera Guerra Mundial, el régimen zarista fue derrocado y los dirigentes bolcheviques se adueñaron de un poder que ya nadie defendía. Para entonces, antes de 1914, los movimientos anticoloniales y los movimientos feministas habían ganado algunas victorias, y muchos años antes de la muerte del último poilu,* fuese francés o alemán, la economía financiera se desplomó, cubriendo a Europa y los Estados Unidos de una espesa capa de miseria, mientras que del corazón de grandes países industriales como Alemania, Japón e Italia surgían dictaduras militaristas o fascistas que incendiaron el mundo durante toda una generación. Por su lado, las fuerzas que se definían antes que nada como obreras accedían al poder o ejercían en él una influencia innegable, a tal grado que en el momento de la capitulación de la Alemania nazi inició el feliz periodo del Welfare State que durante treinta años iba a hacer de Europa occidental la región del mundo donde los asalariados vivían mejor, tenían mejor protección y donde la lucha contra la desigualdad era más acentuada. Los franceses hablaron de «Treinta Gloriosos»; los estadunidenses recuerdan la Great Society y la posguerra como unos años de felicidad; los italianos hablaron del «milagro italiano» y el Labour llevó a los mineros al poder y destruyó la Inglaterra de los gentlemen. Mientras tanto, el mundo de las ideas y de las formas vibraba con el impacto de cien explosiones pacíficas y de una renovación tan rápida como la de las máquinas. Fueron treinta años marcados también por el fin de los regímenes coloniales y el levantamiento de una juventud que ya no soportaba vivir en la cultura del siglo XIX mientras la economía preparaba su entrada en el siglo XXI. Con todo, la especulación financiera había perdido batallas, pero no la guerra; pasó de nuevo a la ofensiva en la década de 1970 y, tras crisis en burbujas o en malversaciones, desembocó en 2007 en la crisis de las hipotecas subprime, del crédito hipotecario, que arruinó a millones de ahorradores y de propietarios, especialmente en los Estados Unidos y España, y provocó otras crisis agravadas por unos Estados que no supieron responder sino aumentando masivamente su deuda pública. Todos sabemos cómo sigue esta historia, que ahora puede contarse en presente; pero debemos mirar más lejos a nuestro derredor. La caída del Occidente industrializado y financiado no acarreó la victoria de las fuerzas de liberación, sino todo lo contrario. La dominación de la industrialización —que llamábamos entonces capitalismo, imperialismo y colonialismo—hizo triunfar en todos los continentes dictaduras militares más a menudo que movimientos de liberación. Este libro no tiene como objetivo buscar en los escombros de las sociedades y de las democracias industriales los rescoldos de antiguos levantamientos que pudiesen convertirse en llamas en un mundo donde el viento sopla desde horizontes nuevos, y donde puede aparecer una nueva alianza entre la ética y la política. Las esperanzas encendidas por la industrialización se apagaron, al menos en Europa, y las

remplazó el miedo que acompaña y acelera el declive. ¿Podremos retomar el control de una economía vuelta especulativa y que destruye la confianza en el porvenir que ella misma había despertado? ¿Podremos volver a aprender a querer y a actuar? Es vano esperar la reconstrucción de un sistema económico y social asolado. No quiero decir que no hay salida a la crisis actual, pero antes de poder nombrar lo que puede construirse, hace falta identificar lo que ha sido destruido. Es conocida la naturaleza de la crisis principal, y la recordé en el comienzo del presente libro: una parte muy importante de los capitales disponibles ya no se invierte en la actividad económica sino en la especulación, lo que es mucho más fácil que antes gracias a la circulación casi inmediata de las informaciones. Ninguna institución puede controlar semejantes desplazamientos instantáneos de capitales. Si escapan a todo control social, es decir, si ya no son utilizados en función de los valores y las normas de la cultura y la sociedad, tal como son definidas por las leyes, entonces el mundo social, formado por el conjunto de las instituciones, ya no puede ser el lugar de la orientación de los recursos financieros en un sentido conforme al de la cultura. Sin duda podríamos matizar esta constatación recalcando que otros recursos adquieren una importancia creciente, por ejemplo los que crea la tecnología, cuyas invenciones e innovaciones son, en efecto, sumamente dinámicas, sobre todo en el dominio de la comunicación y de la salud. Sin embargo, topamos aquí también con la debilidad o la ausencia de orientaciones normativas en el empleo de los recursos. Estamos obligados a constatar que es la tasa de ganancia la que determina el uso de los capitales, independientemente de la definición social de las necesidades por satisfacer. El resultado es que la parte del capital en el ingreso nacional aumenta en detrimento de la del trabajo. Podemos completar fácilmente este análisis haciendo hincapié, en particular, en la fragmentación creciente del mundo de los asalariados, reforzada por la política de individualización de las remuneraciones en el seno de las empresas. Una de las consecuencias más visibles de esta evolución es el debilitamiento de los sindicatos, aunque varíe mucho en función de los países. Margaret Thatcher infligió una penosa derrota a los sindicatos ingleses, comenzando por el sindicato de los mineros. La debilidad y la división del sindicalismo francés son muy antiguas, pero se agravaron a tal grado que la tasa de sindicalización cayó a menos de 8%. En cambio, en Italia, Alemania, Suiza y Suecia, pese a los retrocesos, los sindicatos conservan una capacidad de movilización y de presión muy superior, lo que se pudo comprobar en Italia en ocasión de varios enfrentamientos entre la CGIL, la principal central sindical, y Sergio Marchionne, el muy dinámico y agresivo administrador delegado de la Fiat. Es inútil mencionar que en China, el país que dentro de poco será la primera potencia económica del mundo, no existe ningún poder sindical independiente del partido-Estadopatrón. ¿Es excesivo hablar de destrucción de la sociedad industrial y, en particular, de sus actores económicos y sociales? Esto vuelve a plantear la misma pregunta: ¿quién puede resistir a la potencia incontrolada y aparentemente incontrolable de los capitales, que ya no tienen función económica y cuyas ganancias proceden de una u otra forma de la especulación? La globalización de la vida económica y de los capitales especulativos ya no permite

recurrir a las nacionalizaciones para responder a esta pregunta, salvo en casos extremadamente limitados. Tenemos que tomar plena conciencia de la ruptura histórica que representa esta situación. Hay que hablar no sólo del fin de la sociedad industrial sino, mucho más ampliamente, del fin de las sociedades, puesto que fueron las sociedades industriales asociadas a la democracia política las que desarrollaron, más que cualquier otro tipo de sociedad, las instituciones socioeconómicas encargadas de volver compatibles el capitalismo industrial y lo que con razón hemos llamado la democracia industrial, resultante de un siglo de luchas sindicales y políticas en un contexto de crecimiento derivado en gran parte de la fuerte mejoría de la productividad del trabajo. El triunfo del individualismo La constatación que acabo de hacer es la misma que formula y deplora la mayoría de quienes evocan la crisis de nuestras sociedades destruidas por lo que llaman el individualismo, dando un sentido muy peculiar a la palabra. Dicen con razón que los consumidores —de bienes, de servicios, de información, de influencias— tienen cada vez más poder y que se abandonó el «principio de satisfacción diferida» que estaba en el centro de la educación, a tal grado que a muchos adolescentes les cuesta prepararse para su vida de adultos, mientras las redes sociales, en especial, los conducen a preferir la inmediatez al futuro y las formas rápidas de sociabilidad a las que crean relaciones afectivas y cognitivas más complejas y más perdurables. ¿Cómo Montaigne y La Boétie habrían podido desarrollar su amistad si hubieran utilizado solamente los mensajes de menos de 140 caracteres de Twitter? Por más que sepamos desconfiar de los análisis catastrofistas, nos impresiona sobremanera el aumento extraordinariamente rápido de los flujos de información, sobre todo en el ámbito de la sociabilidad cotidiana, gracias a los smartphones, mientras tenemos la impresión de que van disminuyendo los intercambios de ideas. Esta situación, que muchas personas de todas las edades lamentan sinceramente, se debe en gran parte a que quedó sin remplazo el campo cultural de referencia que se había desarrollado en la sociedad industrial y del que formaban parte, en particular, los famosos «grandes relatos» cuya desaparición acelerada subrayó con gran acierto Jean-François Lyotard. Estimo que este punto es importante porque esos grandes relatos no eran para nada banalidades que hubiese sido necesario remplazar por demostraciones mejor argumentadas. Ninguna sociedad existe sin grandes relatos fundadores, escatológicos, polémicos o críticos. Esto conduce a reformular mi pregunta: ¿qué grandes relatos son capaces de construir un nuevo campo cultural — valores, exigencias, derechos y reglas— que nuevas instituciones sociales podrían poner en relación con recursos cuyo empleo estaría de nuevo acorde con las orientaciones de una nueva cultura? ¿Acaso hace falta agregar que ninguna sociedad, ni siquiera la sociedad de consumo, puede fincarse solamente en lo inmediato, lo disponible y lo no conflictivo? Es posible detener nuestra caída, pero a condición de volver a dar prioridad a la producción sobre las finanzas y de saber definir nuevos objetivos para nuestro trabajo, nuestra

educación y nuestra vida política. Lo sólido contra lo líquido Para acercarnos a una respuesta a la pregunta que nos plantea una nueva esfinge, el paso adelante más importante es reconocer (ya que se trata de resistir al poder del dinero desocializado y del lucro carente de función económica) que debemos apelar a fuerzas y a actores que están, abiertamente y en su misma definición, en conflicto con el lucro especulativo y con el poder arbitrario o el deseo sin compromiso afectivo. Nuestra intuición es que tenemos que apelar a una fuerza sólida para combatir una sociedad líquida, según la expresión de Zygmunt Bauman; es decir, a actores serios que no cedan a la excitación de los juegos. Finalmente, es tan fundamental el problema planteado que no puede ser que la respuesta que estamos buscando aparezca sólo ahora; estaba presente desde hace mucho tiempo, pero casi seguramente bajo una forma en que hoy ya no somos capaces de descubrirla y utilizarla. Recordaré brevemente el enfoque que propongo en la parte central de este libro para buscar esta respuesta que necesitamos con urgencia a fin de retomar el control sobre la orientación de nuestros recursos. En resumen, mientras más grande es la capacidad de una sociedad para transformarse, consolidarse o destruirse, más fuerte es la conciencia que tienen sus miembros de ser capaces y responsables de esta autotransformación y de ser los creadores de los recursos que utilizan. En otras palabras, dichos miembros se sienten determinados por la sociedad a la vez que se vuelven conscientes de ser los creadores y, por ende, los posibles agentes transformadores de la situación que están viviendo. Ya no vivimos en un medio natural sino, según la expresión de Georges Friedmann, en un medio técnico creado por nosotros y que podemos transformar, porque este medio técnico es también, y siempre, un medio social y político determinado por relaciones de poder. Mientras más vivimos en una sociedad y en un medio creados y transformados por nosotros, más conscientes nos volvemos de poder y deber actuar conforme a esta capacidad nuestra de crear y transformarnos a nosotros mismos y transformar nuestro entorno. ¿Cómo? ¿Con qué objetivo? Con el propósito de poner a prueba de manera consistente, constante y directa nuestra capacidad de creación libre y responsable. Podríamos decir que la meta de nuestra acción es demostrarnos a nosotros mismos nuestra capacidad de actuar, de transformar o de destruir. Sin embargo, prefiero adherirme a la fórmula de Hannah Arendt: el ser humano tiene «derecho a tener derechos», puesto que, al recurrir a lo que superficialmente parece una tautología, muestra con claridad que el objetivo de los seres humanos es afirmar y dar a reconocer que son actores; es decir, que sus actos son regidos por el deseo y por la capacidad de crear y de transformar. Esta afirmación de sí en tanto que creador y actor es el fundamento de una nueva cultura. No hace mucho, creíamos en el progreso, o sea, en la eficacia y en la felicidad. Hoy en día debemos proteger nuestra capacidad y nuestra voluntad de crear contra el lucro especulativo y contra la manipulación de las opiniones.

Esto se entiende fácilmente cuando comparamos esta «moral» con el principio que animó el sistema de educación cuya influencia fue predominante durante el siglo XIX, el llamado modelo alemán, aunque también correspondía a la educación impartida en los institutos franceses: volviéndose consciente de los valores de una sociedad es como uno adquiere la capacidad de convertirse en un individuo libre y responsable. En términos sociológicos más clásicos, el individuo se vuelve capaz de individuación a través de la socialización. La fórmula es notable tanto por su fuerza como por la importancia de los efectos que provoca, y vemos que se opone a la fórmula de Arendt que acabo de citar. Esta oposición se vuelve todavía más clara si recurrimos a la distinción clásica establecida por Benjamin Constant entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, o a la de Isaiah Berlin entre la libertad positiva (el derecho de hacer) y la libertad negativa (el derecho de no hacer) que es, en efecto, la mejor definición de la libertad de los modernos y de la concepción individualista de la libertad. Durante mucho tiempo pensamos que para alcanzar nuestros objetivos bastaba extender continuamente el campo de nuestros derechos; es decir, reconocer los derechos universales de grupos definidos cada vez con mayor precisión, no sólo por una ciudadanía y una actividad profesional —en el caso de los derechos sociales— sino también por una lengua, una religión, unas preferencias sexuales o un tipo de alimentación, en el caso más complejo de los derechos culturales. No obstante, enfrentamos un problema de naturaleza diferente. No se trata de escoger entre el reconocimiento de los derechos de un grupo específico y, por tanto, minoritario y la integración de todos en una cultura y una sociedad «indivisible», como se define la República Francesa. Se trata de oponerse a la reducción de un individuo o de un grupo a intereses definidos en términos cuantitativos, de la misma manera para todos; una integración que exige que no se tomen en consideración los componentes sociales, culturales y biológicos de cada personalidad. Se trata de oponerse a la eliminación de toda la subjetividad. Además, puesto que el ataque es total, la respuesta debe serlo más aún para poder triunfar. Debemos, pues, reconocer en el individuo no categorías sociales o culturales que piden el respeto de sus derechos específicos, a la vez particulares en su contenido y universales en su principio, sino aquel ideal de creador libre que hay que situar por encima de las leyes mismas, porque es el corazón de la democracia y de la libertad tanto individual como colectiva. Acabo de dar mi respuesta a la pregunta planteada. Tanto en este libro como en otros precedentes, le di otro nombre: el sujeto. No me refiero al individuo sino al sujeto cuando digo que «tiene derecho a tener derechos». Hasta acepto decir que el individuo tiene únicamente deberes para con la sociedad, mientras que, como sujeto, tiene derechos que hay que situar por encima de las leyes, puesto que éstas están hechas por hombres y votadas por la mayoría; es decir, por la mitad más uno del total de los ciudadanos o de sus representantes. Las objeciones que hacemos al individualismo, cuando se define como la defensa de los intereses individuales indiferentes al interés general y al bien común, no atañen a la concepción del individuo o del grupo como sujeto; es decir, como creador de su situación social y cultural, en tanto que portador en sí de los derechos fundamentales que no hay que

confundir nunca con intereses particulares. Los derechos del sujeto no son solamente políticos, sociales o culturales. Aun los derechos políticos cuya formulación es la más universalista están socialmente limitados, lo que no olvidan las mujeres que fueron privadas de ellos durante tantísimo tiempo —hasta 1944 en Francia—, como lo están aún los jóvenes menores de 18 años. La ley fija los límites de todos los derechos particulares reservados a los miembros de un grupo de ciudadanos o de trabajadores, de una nación, una profesión, los hablantes en una lengua o los fieles de una religión. Por el contrario, el ser humano considerado como sujeto capaz de crear, defender o transformar reglas sociales, profesionales o culturales tiene derechos universales. En las sociedades efectivamente capaces de transformar a la vez su entorno y a sí mismas, este derecho tiene que ser reconocido directamente a cada individuo a fin de que quede claro que la sociedad es obra de los hombres y no a la inversa. En las sociedades demasiado débiles para poder transformarse a sí mismas, la conciencia creadora de sus miembros adopta formas indirectas que me gusta llamar «veladas». La población cree en sus ancestros, en uno o varios dioses, en un jefe sacralizado, en la ley de una República, en los progresos de la razón y de la ciencia, en la libertad misma. Reconocemos los derechos de estas figuras veladas del sujeto porque las percibimos como tales. En las sociedades con mayor nivel de creatividad y autotransformación ya no hay razón para reconocer derechos a un dios, un rey o el progreso; hay que reconocer los derechos del sujeto directamente y sin límites. A menudo he quedado impresionado por la fuerza y la sinceridad con que algunos individuos, débiles y pobres, amenazados, apelan, para defenderse, al respeto de la dignidad de cada ser humano, una palabra que debe emplearse con un fuerte contenido universalista. Sólo la defensa de los derechos del sujeto es capaz de resistir a la presión del dinero, del poder y del deseo. Estos derechos no son ni sociales ni culturales: están por encima de las leyes y, por esto, la referencia a los derechos del sujeto y, por tanto, a la capacidad de un individuo o de un grupo de apelar a estos derechos es capaz de transformarlos en actores; es decir, en creadores que pueden resistir a todos los poderes. Es necesario identificar con claridad las demandas presentadas en nombre de los derechos del sujeto y evitar confundirlas con las demás. No pueden ser presentadas más que por quienes reconocen los derechos fundamentales del sujeto humano. Escojo un ejemplo muy conocido: la libertad de practicar una religión no puede ser reivindicada más que por una persona que reconoce la libertad religiosa de todos; es decir, el derecho de definirse o no como fiel a una religión, de escogerla, de cambiarla o de casarse con un cónyuge que pertenece a otra confesión o a ninguna. Si la persona en cuestión y quienes hablan en su nombre no reconocen la libertad de conciencia, no se puede más que tolerar esta situación, lo que es muy diferente de apoyarse en ella para defender sus derechos. El universalismo de los derechos humanos fundamentales es un principio intangible y nadie puede reclamar para sí un derecho que niega a los demás. El llamado a la libertad tiene una fuerza propia que el recurso a la tolerancia no posee. Estamos acostumbrados a ser acusados de querer imponer a la tierra entera las concepciones y las leyes que nos son propias, pero no se puede confundir la imposición de un poder con la proclamación de una libertad, y quienes

reconocen los derechos humanos fundamentales como universales no pueden negarlos a priori a quienes los reclaman pero a menudo son incapaces de hacerlos respetar. La afirmación del derecho de todos a hacer respetar sus derechos es un compromiso aún más fuerte que una adhesión religiosa o política. Los que, para desmarcarse del poder ejercido por su propio país sobre naciones extranjeras, critican el uso dominador que se hizo de la idea de los derechos del hombre en realidad rechazan el universalismo de esos derechos en nombre de un relativismo cultural extremo. De este modo, se comportan como colonialistas despectivos que no estiman a los colonizados capaces de poseer los derechos que reclaman para sí mismos. Por otra parte, las personas que llegan hoy hasta aceptar la renuncia a sus propios derechos se comportan como agentes al servicio de los enemigos más peligrosos de la libertad. Nunca debió haber existido el tiempo de la mala conciencia de los demócratas, y si nos encontramos con esta forma de traición de los derechos, debemos combatirla categóricamente. ¿Podemos concebir que quienes están protegidos contra un poder arbitrario tomen la defensa de éste contra sus propios derechos y, por tanto, contra su propia libertad? Semejante actitud sería tanto más chocante cuanto que hoy en día, casi en todas partes, se escuchan innumerables y sonoros llamamientos a la libertad y a la defensa de los derechos. Ahora que individuos y movimientos colectivos defienden estos derechos en todas las regiones del globo, no es momento para que quienes tuvieron el privilegio de poseerlos y de ser defendidos por ellos rechacen el universalismo que hace su fuerza. Los ciudadanos de los países que ejercieron su dominación en una parte del mundo deben defender a los que fueron sometidos en nombre de los intereses y de las leyes de su Estado, y también deben defender con la misma determinación la expansión a todos de los derechos que ellos mismos fueron los primeros en conquistar. Es emocionante constatar que quienes combatieron en pro de su libertad defienden con idéntica convicción y coraje los derechos de los otros, incluso contra su propio país. No hace falta añadir que la defensa de los derechos fundamentales no se opone en nada a la defensa de derechos particulares, políticos, sociales o culturales, y que, en un pasado aún reciente, la defensa de los derechos políticos de las mujeres estuvo siempre asociada a la defensa de los derechos de los asalariados y de los colonizados. ¿Podríamos hablar siquiera de derechos fundamentales si no se aplicaran a todas las situaciones y si no fuera una manera eficaz de combatir los poderes arbitrarios? No podemos defender ciertos derechos contra otros, ni tampoco los derechos específicos de cada categoría contra derechos presentados en su aspecto más universal. ¿Por qué deberíamos oponer la generalidad de un derecho a los límites de sus condiciones de aplicación? Por la misma razón, lo universal y lo individual están sumamente cerca uno del otro, y juntos se oponen a todos los privilegios sociales y políticos. El sujeto al desnudo No nos apresuremos a creer que hemos llegado al final de nuestro camino. Que haya hablado de derechos humanos fundamentales no significa que haya superado la fase de la descripción.

Cierto es que he ido más lejos al colocar la idea de sujeto en el centro del análisis, porque opuse el derecho del sujeto al poder del sistema, y el sentido de la acción para el actor mismo a la lógica de los intereses y de las estrategias propia del poder. Aún faltan referencias más directas a la realidad histórica para que mis conclusiones sean una explicación y no solamente una formulación. En efecto, estoy convencido de que una interpretación sociológica no es válida si no es al mismo tiempo una respuesta inteligible de la historia. Es posible invertir esta fórmula si se desconfía de las filosofías de la historia, pero prefiero conservar la forma que le di porque siempre he rechazado la idea de que la sociedad es un principio de explicación de las conductas. Por esto me distancié de la sociología clásica y su enfoque estructuralfuncionalista que define una conducta por su papel en el funcionamiento de la sociedad. El primer paso es simplemente recordar que la idea de sociedad aumenta su carga de poder a medida que crece nuestra capacidad de transformar nuestro entorno y a nosotros mismos. Cuando es posible cambiarlo todo, incluyendo las operaciones de nuestro cerebro —lo cual es mucho más complejo que multiplicar la fuerza de nuestros músculos por medio de máquinas—, todo puede ser sometido a los dueños del poder. Aunque debemos evitar la interpretación caricaturesca del pensamiento de Michel Foucault —que él mismo condenó vigorosamente—, es cierto que el saber puede ser poder y que está creciendo la capacidad de los detentadores del poder para manipular tanto la personalidad individual y las conductas colectivas como las riquezas de la tierra y las posibilidades de las máquinas. George Orwell sigue siendo uno de los mejores intérpretes del siglo XX porque entendió mejor que cualquier otro la lógica de acción de Big Brother. Partamos, pues, de este primer punto de referencia. Pronto nos damos cuenta de que existen dos caminos para liberarnos de un poder social que no cesa de invadirnos. El primero es el más conocido: nos protege del poder respetando nuestros intereses, nuestros placeres y nuestro imaginario. Se multiplican los bienes y los servicios disponibles y aumentan nuestros medios de adquirirlos; escapamos a un poder central corriendo en todas las direcciones a la vez, en el trabajo, en los sistemas de comunicación, en los juegos, los viajes y los encuentros. El riesgo, sin duda, es la dispersión y la pérdida de la unidad de nuestra personalidad; pero ¿estamos seguros de que esto sea un mal? Ciertamente ya no conocemos tan bien como antes el medio que nos rodea, las plantas, los animales, los vientos y los climas, pero estamos convirtiéndonos en aficionados cada vez más ilustrados en varios territorios, incluso en diferentes ciencias a un tiempo. Esto nos permite esquivar más fácilmente el puño del amo que busca aplastarnos o cerrarse sobre nosotros. Muchos se inclinarán a decir que lo que considero como una forma de escapar a los poderosos es en realidad una sumisión al plan elaborado por ellos para controlar a la población a la que buscan imponer su poder. No me convence este argumento porque es cierto que en las sociedades más complejas distribuimos los huevos en un mayor número de canastas. El mercado es un poder, pero también nos permite escapar al Politburó. Sin embargo, admito que esta solución es un remedio para salir del paso; lejos de liberarnos, cuando mucho nos permite escondernos entre los anaqueles de los supermercados.

El otro camino es el que he seguido desde el comienzo. Me alejó tanto del mundo social como del económico y me permitió descubrir mi doble, el que ya no se interesa en el consumo sino en la creación y, sobre todo, en la autocreación, aquel que llamo sujeto para no confundirlo con el yo. Pronto me di cuenta de que este camino venía de muy lejos, del punto más alejado de mí, de las regiones remotas donde los dioses, los reyes, las leyes, las máquinas y la historia hicieron emerger criaturas capaces de crear, y que incluso sintieron verdadera pasión por aquel ejercicio que nadie más que ellas era capaz de realizar. Como creadores nuestro éxito fue tan extraordinario, tan imprevisto, que los que no querían creer en él dijeron que nos habíamos vuelto esclavos de nuestras propias obras. Esto es una negación bastante ridícula de la realidad más indiscutible, ya que somos cada vez menos dependientes de un medio natural y estamos cada vez mejor capacitados para ver más lejos y más profundamente a nuestro derredor y en nuestro interior. Sin embargo, aquí es donde hay que avanzar con más cuidado porque nuestro triunfo no consistió en acumular bienes, ni tampoco conocimientos: consistió en pensar en aspectos cada vez más numerosos de nuestra situación y de nuestra existencia, ya no en términos particulares y atentos a las diferencias, sino universales, a la vez —repito estas palabras tan simples y tan decisivas— por la razón y por la afirmación de que somos seres de derechos. No hay ciencia, ni libertad, ni industria, ni igualdad, ni conocimiento del universo, ni solidaridad entre los seres humanos de no existir las exigencias de este universalismo. Cuanto más grueso deviene el velo de los conocimientos, de los instrumentos, de los planes y de las estrategias más nos separa de nuestros medios naturales el medio técnico que estamos construyendo, y más nos volcamos hacia nosotros mismos, hacia nuestros cálculos y nuestras hipótesis, y también hacia nuestras exigencias y nuestros principios. Nos estamos tornando cada vez más poderosos, pero también más frágiles. A medida que nos volvemos creadores más hábiles, nos ponemos más en peligro, puesto que nadie puede ser al mismo tiempo criatura y creador. Cuando sólo éramos criaturas, por muy débiles que fuesen nuestras fuerzas, nos sentíamos mucho más sostenidos que apremiados por el mundo creado por un ser superior, que también nos creó a su imagen. Empero, en cuanto un dios se hizo hombre, los hombres empezaron a convertirse en dioses, a volar más rápido que los ángeles, a cantar mejor que las aves, hasta que perdimos la fuerza y la espontaneidad de las criaturas para abandonarnos a los sueños que obsesionan a los creadores. No nos expulsa de nosotros mismos la masa de nuestras obras, pero ya no tenemos ninguna otra existencia que la conciencia de nuestro ser. Terminamos por entender que ya no podemos vivir si no matamos primero a los dioses, luego a los reyes, los ejércitos, los bancos y las redes de comunicación y, finalmente, la historia y el porvenir, para depender por completo de los gestos a través de los cuales nos transformamos, nos tornamos cada vez más poderosos y a la vez cada vez más frágiles. Así será como podremos someternos totalmente a nuestro papel de creadores, al punto de disolver nuestra subjetividad en nuestra búsqueda de subjetivación. La criatura que está en nosotros escapa en parte al creador en que nos hemos convertido, y es sobre las ruinas del yo donde se alza el sujeto.

Después de traspasar las cortinas de fuego del siglo XX, que quemaron las ilusiones de la burguesía y del proletariado conquistador, hemos llegado a un espacio y un tiempo en que los fenómenos ya no existen sino a través del espejo donde contemplamos el mundo que fue el de la naturaleza, después, el de la sociedad y de sus futuros, y que ya no es más que el laboratorio donde procuramos conocernos a nosotros mismos y defender nuestra libertad creadora. La sociología de los actores ¿Cómo explicar la era postsocial y posthistórica en que hemos entrado? ¿Cómo sacar las consecuencias de la idea indispensable pero estremecedora del fin de las sociedades y de la idea de sujeto sin evocar, cuando menos con algunas palabras, lo que puede ser el nuevo enfoque de análisis que, en esta nueva situación, debe desempeñar el papel central que tuvo la sociología en las sociedades industriales? Hay que partir de una constatación simple: abandonar la idea de sociedad también significa el fin de la explicación de las conductas por el sistema social. Los actores sociales ya no pueden definirse sino por una relación consigo mismos y, por ende, por la presencia, en los individuos y en los grupos, de la subjetivación; es decir, de la conciencia de sus derechos que transforma a un individuo o un grupo en actores. La consecuencia más importante de este desplazamiento fundamental del análisis es la ruptura necesaria, incluso urgente, con las interpretaciones de las conductas humanas a través del prisma de un principio exterior a los actores sociales, sea el designio de un dios, el sentido de la historia o el Espíritu. Todas estas filosofías sociales ya deberían haber sido destruidas por la sociología clásica, cuyo mérito principal fue el de remplazar principios metasociales, trascendentales, interpretativos, por un principio social de explicación: la misma idea de sociedad. El paso de la sociología de la sociedad a la sociología de los actores debe conducirnos a ahondar más aún en la eliminación de todos los tipos de filosofías de la historia que buscaban el sentido de las conductas fuera de ellas. El principio medular de Durkheim —explicar lo social únicamente por lo social— debe aplicarse más radicalmente que en la misma sociología durkheimiana, pero de manera muy diferente, porque de ahora en adelante el análisis debe fundarse en el recurso al sujeto, que puede transformar el yo en actor, que se arranca o es arrancado del yo. Aquello que se pensaba como el mundo de los valores o de las ideas debe ahora definirse como el descubrimiento del hombre como creador en el hombre creado por situaciones e historias. El sujeto se descubre al desprenderse del yo social, de sus estatus y sus funciones, al derribar la autoridad y sus normas de organización e institucionalización. Sólo una sociología del sujeto puede librarnos de las interpretaciones religiosas, de las interpretaciones políticas y de los sesgos que todas las formas de funcionalismo introducen. El papel de lo que todavía podemos llamar la sociología es derrocar las apariencias del sistema social y hacer aparecer el sujeto, que permite a los seres sociales transformarse en actores y

hacerse cargo a la vez del peso de los modos de modernización y de los mecanismos de institucionalización, sabiendo escuchar el llamado a la subjetivación que permite elevarse por encima de los mecanismos de integración, reproducción y adaptación. El análisis debe abrir la ruta hacia la subjetivación para después poder medir los límites o los fracasos de la acción, así como el peso de la desubjetivación. A partir de la aventura del sujeto en sus compromisos se revela el significado de las situaciones que han de entenderse ante todo como el poder del sujeto para generar actores, eliminando toda referencia a una intención divina, a un sentido de la historia o a la búsqueda de los equilibrios frágiles de la equidad o de la justicia. A partir de estos principios fundamentales podemos proponer técnicas de investigación cuyo principal objetivo es penetrar hasta la misma subjetivación. Puedo apoyarme en una ya larga experiencia para proponer la idea de que la explicación sociológica debe surgir antes que nada de la intervención del sociólogo que se esfuerza por despejar el camino de penetración del sujeto en una situación. Es la intervención del sociólogo, y no sólo sus observaciones o sus cálculos, lo que permite pasar de la descripción de una conducta a su análisis en términos de acción, de movimiento social, de subjetivación o desubjetivación. La sociología tiene que abstraerse de los objetos reales para acceder a los procesos y a los significados, antes de volver a bajar a los objetos reales para aplicarles, al menos en parte, los resultados de la investigación. Lo que tiene de particular este enfoque de las ciencias sociales, y en especial de la sociología, es que el conocimiento de un conjunto histórico debe proporcionar indicaciones que converjan con los resultados de la intervención. Dicha convergencia es necesaria para que algunos resultados estén implantados con la suficiente solidez para integrarse en una interpretación global. Este método de demostración es más débil que los métodos de las ciencias de la naturaleza, pero más le vale al actor aprender poco sobre el significado de las conductas que mucho sobre los correlatos económicos de conductas cuyo sentido sigue siendo desconocido. Hace falta subsanar la objeción que a menudo se opone a este método: ¿acaso no se limita a remplazar la ideología del actor por la del investigador? Mi primera respuesta es concreta: yo mismo, en varias ocasiones, he llegado a resultados negativos, por ejemplo en el caso del movimiento occitano, del que hemos demostrado su división en dos tendencias contrapuestas: un movimiento de desarrollo regional que en general se apoya en los partidos nacionales de izquierda y un nacionalismo cultural de tipo vasco que suele recibir mucho apoyo de parte del clero católico. Aunque sea decepcionante para los militantes, esta conclusión negativa es tan importante para el investigador como una respuesta positiva. ¿Quién se quejaría de un médico cuyo diagnóstico concluyese que uno no adolece de la enfermedad por la que acudió a consultarlo? El estudio histórico a corto plazo de estos «falsos movimientos» revela frecuentemente la ausencia de verdadera acción colectiva. Este método se contenta con poder afirmar la presencia de una acción cuyo nivel de subjetivación es elevado. Nos hace penetrar en la formación del actor social. En la sociología debemos ponderar los estudios largos y los intercambios enriquecedores

entre los investigadores y los actores estudiados, que se esfuerzan por aplicar en su acción los resultados del análisis introducido por los investigadores. Al contrario, cualquier información que no atañe al significado de la acción para el actor y para otros actores no presenta más que un interés superficial. Aquello que llamo sociología de los actores corresponde en parte a la nueva cultural sociology norteamericana cuyo principal representante es Jeffrey Alexander, de la universidad de Yale. El punto común de diferentes empresas de reconstrucción de la teoría sociológica es ante todo la distancia establecida en relación con sus versiones «objetivistas», sean de inspiración parsoniana o de orientación marxista; también es la voluntad de apoyarse a la vez en el análisis sociológico y en el análisis histórico, un esfuerzo cuya fecundidad muestra con toda claridad el importante libro de Richard Biernacki, The Fabrication of Labor. Germany and Britain, 1640-1914 (1995). Curiosamente, el apoyo que esta sociología cultural norteamericana busca en la obra de Durkheim tiene pocos equivalentes en Francia. Es importante desarrollar una historia comparativa de las transformaciones del pensamiento sociológico e interrogarnos acerca del proceso de formación de nuestro propio pensamiento, pero es menester ser conscientes de que se trata de una tarea difícil. En todas las generaciones reaparece la voluntad, y también la ilusión, de una teoría general que pudiera proporcionar una referencia común a los trabajos más influyentes. Pese a los importantes progresos realizados, esta comunicación internacional entre las teorías y los enfoques es aún más difícil de lograr que el estudio de los problemas específicos, por más complejos que sean. «Hacer política» Mi última palabra no debe versar sobre la sociología sino sobre la acción política, colectiva o individual. Sin embargo, quiero acotar de inmediato mis intenciones. Siempre es grande —y debe seguir siéndolo— la distancia entre la decisión política —aunque sea precedida por elecciones a un tiempo sociológicas y políticas— y la concepción de la acción política. Muchos, como Tony Judt, lamentan el agotamiento de las ideas políticas, pero lo que nos paraliza de modo más peligroso es la ausencia de toda concepción de la acción política. ¿Qué quiere decir «hacer política»? No pienso que sea pensar o actuar conforme a determinada representación de la vida social. La derecha habla muy a menudo de libertad, incluso cuando no cree en ella; la izquierda habla de justicia, aunque no precise en qué consiste el derrocamiento de un orden definido como injusto. El tema central del presente libro me autoriza —y me obliga— a dar a esta pregunta (a la que me parece que nadie da ni busca ninguna contestación) una respuesta precisa, a la vez teórica y concreta. La posición más avanzada que yo conozco, la de Nancy Fraser, consiste en rechazar las falsas antítesis que se unen en la oposición ideológica, tan aguda en los Estados Unidos, entre la «izquierda social» y la «izquierda cultural».1 En efecto, es una condición previa necesaria para hallar una respuesta, pero aún no es una respuesta. El primer elemento de una verdadera respuesta es que el objetivo de la acción política ya no puede ser social.

Huelga añadir que menos aún puede ser histórico, o sea, definido por un porvenir o por una evolución considerada como positiva, como un «progreso». Por lo tanto, la respuesta que buscamos no puede contentarse con combinar respuestas que equivocadamente hemos opuesto unas a otras. Tiene que situarse ya no del lado de la sociedad y sus instituciones, sino del lado de los actores. Primero, se formula como sigue: incrementar la capacidad de acción de cada actor posible dando prioridad a la corrección de los déficits más extremos. Esto justifica la prioridad dada en todas partes y con toda razón al sufragio universal. No obstante, existe necesariamente en esto un resorte de conflictividad, ya que quienes tienen un acceso privilegiado a las tomas de decisión actúan de forma deliberada para suprimir o disminuir la capacidad de acción de quienes están bajo su dominio. Con todo, el meollo de la respuesta que se propone es que, para acrecentar la capacidad de acción de las mayorías, hay que ayudarlas a adquirir la voluntad de actuar y la confianza en su propia capacidad de acción colectiva e individual. Puesto que no existe palabra para designar estas disposiciones que es preciso proteger o adquirir, podemos recurrir a la de ciudadanía, dándole un sentido proactivo. Esto presenta la ventaja de eliminar las falsas interpretaciones que oponen la acción personal a objetivos colectivos: la más falsa y más peligrosa de todas las antítesis que Nancy Fraser nos invita a desechar. Prefiero esta palabra, ciudadanía, a la de civismo, que implica la sumisión del individuo a los intereses de la sociedad y, por ende, de sus amos y de sus instituciones. La respuesta que proporciono debería ser suficiente dentro de su sencillez, siempre que se le agregue, como he hecho a lo largo de este libro, que la ciudadanía se basa en derechos universales que están por encima de todas las instituciones sociales e incluso de los llamamientos a la libertad y la justicia. La idea más antigua, la del habeas corpus, también tiene que ser la que se defienda más incondicionalmente. La defensa de los derechos puede ser fuerte únicamente si quienes la afirman también hablan en nombre del interés general, no porque representen a la mayoría sino porque también se definen como los defensores de las orientaciones culturales dentro de las cuales se sitúan los conflictos sociales. He insistido constantemente en lo que define, en mi opinión, los movimientos sociales que no remiten a negociaciones ni a una guerra civil, sino a un llamado de cada una de las partes en pugna a la cultura común a todas. Recordé que el movimiento obrero invocó el vínculo entre el progreso social y los intereses o el bienestar de los trabajadores para dar una dimensión más general y más democrática a sus reivindicaciones. Esto es todavía más verdadero hoy que ayer. De la misma manera, aquí encuentro de nuevo mi concepción de la educación, que quiere orientarla antes que nada hacia la consecución de la voluntad de ser un actor al servicio de la libertad de los actores, lo cual no es una tautología. Ya sabemos, en gran parte gracias a François Dubet, que la relación entre el profesor y el alumno es un determinante esencial del éxito escolar y profesional. Sin embargo, hay que insistir en la importancia central, tanto en éste como en todos los casos, de la «toma de conciencia», una expresión que debe desembarazarse de sus formulaciones más vagas y, por tanto, no separarse de la institucionalización de los derechos y de la posibilidad de interponer recursos contra todas las

formas de autoridad. El principal objetivo de las conclusiones de mis análisis es hacer hincapié en la prioridad que hay que dar a lo que podemos llamar la cultura política, que muy a menudo entra en contradicción abierta con principios generales que resulta fácil proclamar sin respetarlos ni aplicarlos. Me complacería pensar que es posible concebir una educación ciudadana cuyas prioridades y efectos serían muy diferentes de lo que llamamos educación pública y, más aún, quizá, de aquello que consideramos como educación familiar. No basta con decir que los ciudadanos han perdido confianza en la vida política, porque el perjuicio es todavía más profundo: los ciudadanos perdieron la confianza en sí mismos en tanto que ciudadanos; se sienten impotentes frente a poderes y fuerzas sobre las que no pueden ejercer influencia alguna. El fundamento más sólido de la democracia reside en la confianza de los ciudadanos en su capacidad de acción política. A riesgo de parecer que suscribo tradiciones arcaicas, afirmo que la conciencia que tienen los ciudadanos de sus derechos está ligada ante todo a su capacidad de percibir, analizar y formular derechos, cosa que los arriesga y es la mejor manera de ponerlos en evidencia. De ahí la importancia crucial de adoptar una actitud reflexiva con respecto a las situaciones sociales. Un actor sólo existe en la medida en que sus conductas son a la vez reflexivas, críticas y proactivas. Si examinamos nuestra propia experiencia —en especial si vivimos en un país donde los derechos de los ciudadanos tienen una existencia real—, nos damos cuenta de que no estamos haciendo casi nada y de que no se nos permite casi nada para defender, expandir y aplicar nuestros derechos de ciudadanos. Es de esperar que en un futuro cercano nos sorprenda la completa ausencia de espíritu ciudadano en nuestras instituciones, particularmente en las escuelas y las universidades. La libertad y la justicia no pueden ser defendidas más que de manera voluntaria y explícita. Hay que respetar y poner en práctica en todas partes el derecho a la palabra. Durante mucho tiempo me asombró la muy larga ausencia de la palabra crítica de las mujeres en nuestras sociedades. La situación ha cambiado, pero la defensa de las mujeres, sobre todo como víctimas, debilita su papel de actoras de su libertad y su igualdad. Los derechos de los individuos deben ser reconocidos por las leyes, pero también, y en mayor medida, por los portadores y portadoras de estos derechos. El respeto de los derechos nunca debe darse por sentado; hay que defenderlo constantemente. Con este espíritu hemos de acoger las críticas justificadas que denuncian el retroceso de las libertades personales y de las garantías de justicia dentro de las instituciones públicas mismas. El fin de una transición ciega Recordemos los ya remotos tiempos en que la convicción de que era necesario unir y volver inseparables la vida económica y la vida social regía nuestro pensamiento y nuestra acción. Los mejores historiadores nos enseñaban que había que construir una historia económico-

social y fincar sobre esta sólida base la historia política, cultural, religiosa y artística, a fin de descubrir el significado de las situaciones y de las acciones. Era un gran paso adelante, y no dudábamos de que era el resultado de las conmociones que liberaban a todas las personas que habían estado sometidas a la dominación de la élite modernizadora occidental: los ciudadanos que echaban a los reyes; los asalariados que exigían el reconocimiento de sus derechos mediante leyes o a través de negociaciones colectivas; las mujeres, en Francia, que todavía no tenían derecho al voto siglo y medio después de la Revolución francesa; los colonizados que obtenían, con o sin violencia, la liberación nacional. Aprendíamos a utilizar las imágenes de nuestras sociedades que nos mostraban a protagonistas que llamábamos clases y cuyos actos se explicaban sobre todo por conflictos destinados a defender sus intereses. Hoy en día, medio siglo más tarde, me doy mejor cuenta de hasta qué grado estas representaciones ya estaban retrasadas respecto de la realidad, cuando no la contradecían. Teníamos la excusa de que en Europa occidental se vivían los treinta años «gloriosos» bajo la batuta de un Estado reconstructor, modernizador y lo suficientemente social para crear amplios sistemas de protección y redistribución cuyo triunfo pudo convencernos de que estábamos viviendo la feliz conclusión de las sociedades industriales. El gran vuelco tuvo lugar a mediados de los años setenta, y mucha gente convirtió el primer gran choque petrolero en su símbolo. El capitalismo financiero que inició su desarrollo incontrolado a partir de estas fechas provocó explosiones regionales antes de producir el estallido de la economía occidental y de conmocionar toda la economía mundial con la crisis de las hipotecas subprime. Creo que mi evaluación de la ruptura entre el capital especulativo y la economía productiva que acarreó la destrucción de las instituciones sociales ha sido bastante dramática para limitarme ahora a lo esencial: ningún país occidental —excepto, en parte, Alemania, que infligió duros sacrificios a una gran cantidad de sus asalariados en la época del canciller Schröder (1998-2005)— supo evaluar las dimensiones de la crisis. Los países europeos demostraron muy particularmente su ineptitud para subsanarla, hasta que por un vuelco inesperado fue la misma Europa la que acudió en su auxilio. Sin embargo, nada garantiza que en 2014 o 2016 dichos países sean capaces de cumplir su deber, salvar la construcción europea y salvarse a sí mismos. Esto se debe a que el rasgo más sobresaliente sigue siendo la impotencia de los gobiernos europeos para pensar, decidir y conducir a sus poblaciones a la recuperación y a los cambios indispensables. Un silencio mortal sigue paralizando Europa. Desaparece la confianza, cunde el miedo; algunos ricos y parte de los jóvenes emigran. Temo que no siempre hayamos evaluado correctamente las dimensiones del vacío de nuestra representación de nosotros mismos, tan profundo y tan peligroso como la descomposición de las ideologías políticas. Desde hace mucho tiempo me preocupa el debilitamiento del pensamiento social europeo que, después de haberse dejado llevar por un posmarxismo más retórico que fundamentado en análisis originales, parece resignarse a la desocialización de una economía en crisis y a la destrucción de los conflictos sociales y culturales que implica. Esto lleva a reducir a la

sociedad a redes de comunicación y mecanismos de influencia que ya no conllevan desafíos societales. De ninguna manera renuncio a la búsqueda de una reconstrucción de la vida social y de las instituciones, porque estoy convencido de que la aceptación de la destrucción nos conduciría inexorablemente a no ser sino los esclavos pasivos o, en el mejor de los casos, reacios, de los capitales acumulados y utilizados sin función social. No tengo mucha esperanza en los efectos políticos o económicos de este llamamiento al sujeto y a los actores, presente a todo lo largo de este libro. Sin embargo, por muy limitada que sea mi capacidad personal de convicción, espero que el lector haya tomado conciencia de que fue la voluntad de renovar el pensamiento y la acción sociales lo que me indujo a escribir el presente libro. Retorno al presente Los análisis sociológicos, históricos o económicos relativos tanto a la naturaleza de la crisis de 2008 como a la de 1929 pueden interesar o incluso convencer, pero su interés parece difuminarse en cuanto planteamos la pregunta: ¿qué hacer? Sobre todo cuando se formula de manera más precisa: ¿cómo disminuir el déficit presupuestario y, por tanto, un endeudamiento descomunal que no cesa de aumentar? ¿Cómo luchar contra la competitividad de los países con bajos salarios? Por lo tanto, si queremos que nos oigan, tenemos que mostrar que el análisis sociológico lleva a elecciones estratégicas que, sin eliminar los factores económicos, introducen criterios de decisión de otra naturaleza. Hasta creo indispensable ir más lejos al atreverme a decir que el triunfo de una visión de la sociedad reducida al lucro es la causa principal de las crisis políticas, sociales y, sobre todo, económicas que agravaron los riesgos de decadencia, e incluso de catástrofe, en los países occidentales más directamente afectados por la crisis del capitalismo industrial arruinado por un capitalismo financiero especulativo y todas sus formas de acción, legales o ilegales. Esta aseveración no debería sorprendernos: el éxito económico de un país depende sobre todo de su capacidad para integrar a un gran número de actores y de demandas en una gestión coherente de los cambios necesarios. Después de la segunda Guerra Mundial, Europa occidental conoció un éxito de esta clase. La necesaria reconstrucción exigió una fuerte modernización de la economía y para muchos países, como Italia, Francia y luego España, una verdadera entrada en la sociedad industrial. Correlativamente, la presión sindical y política reforzada por la lucha contra el nazismo permitió la pronta creación de poderosos sistemas de repartición del ingreso nacional y de protección social de los trabajadores. Esto se llevó a cabo en un marco nacional que se sentía bastante fuerte para preparar la construcción europea, sobre todo por iniciativa del general De Gaulle, de Jean Monnet y Robert Schuman, apoyados por el canciller Adenauer, Alcide de Gasperi y Paul-Henri Spaak. Ese periodo nunca conoció la calma de un río apacible. Francia, particularmente, estaba

involucrada en guerras sin salida contra los movimientos de descolonización y de independencia. Europa —en especial Alemania— estaba partida en dos a causa de la ocupación soviética de la mitad oriental de su territorio. Con todo, el papel dominante de los Estados tuvo entonces muchos aspectos positivos. Durante varios decenios, Europa occidental conoció lo que llamó la Soziale Marktwirtschaft (la economía social de mercado) o el Welfare State (más torpemente llamado el Estado-providencia), así como una profunda transformación de las fuerzas políticas y sociales, salvo en Francia, donde la izquierda seguía dominada por el Partido Comunista (en 1981, François Mitterrand, en nombre del Partido Socialista en el poder, adoptó un programa económico que retomaba en gran medida el del PC) y la derecha, por el partido gaullista, prácticamente hasta el derrumbe del sistema soviético. Ahora bien, a partir de los años setenta y ochenta, con el abandono de los acuerdos de Bretton Woods y la primera crisis petrolera, y después, con el gobierno de Margaret Thatcher (1979-1990) y el de Ronald Reagan (1981-1989), esta integración de fuerzas económicas, sociales, nacionales y culturales muy diversas fue quebrantada por el triunfo de una globalización cada vez más dominada por el capitalismo financiero especulativo. Eso señaló el fin de la sociedad industrial, que muchos designaban con un nombre más concreto y más personal: el fordismo. El mundo occidental, fuertemente impulsado por la industrialización, pero gravemente perjudicado por las guerras mundiales y los totalitarismos hitleriano y soviético, estalló y cada uno de sus componentes se cerró sobre sí mismo y sobre su naturaleza propia. Los elementos de un conjunto dinámico fueron remplazados por la defensa de todos los tipos de intereses. Hay que añadir de inmediato que el modelo de la integración europea, que parecía poder remplazar el del Welfare State, fracasó, a veces de modo drástico, a tal grado que en 2012 la zona euro pareció estar al borde de la descomposición y sólo se salvó —al menos provisionalmente—gracias a la intervención audaz del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi. Esto de ninguna manera devolvió fuerza y legitimidad a las políticas nacionales, cuyo rechazo a construir políticas presupuestarias fiscales comunes tenía razones de ser negativas y ninguna positiva. Sólo Alemania, cuya posición era cada vez más dominante, tomó medidas sociales nacionales que pudo juzgar acordes con la construcción europea dirigida, desde entonces, por Angela Merkel. Haría falta analizar este gran vuelco en cada uno de los sectores de la vida económica y social; en realidad, se trató de una brutal descomposición, y no sólo desembocó en la crisis de 2008 sino, cosa aún más importante, en la incapacidad de los países occidentales, y en primer lugar los Estados Unidos —pese a la llegada a la presidencia de Barack Obama—, de encontrar cómo salir de una crisis que la gran mayoría de los economistas no solamente no habían previsto, sino que habían considerado imposible. Voy a presentar un único ejemplo, porque me parece el más importante. Durante todo este largo periodo y de forma cada vez más masiva vimos cómo se desarrollaba no una crítica de los efectos negativos de la industrialización —especialmente sobre el ambiente—, sino un rechazo global del modelo de la modernización inducida por el uso de los recursos naturales.

A partir de la formación del Club de Roma en 1968, e incluso, me parece, desde el éxito intelectual del pensamiento estructuralista —primero en la lingüística, después en la antropología, con Claude Lévi-Strauss y hasta pensamientos como el de Philippe Descola, quien consideró al conjunto de los no humanos (animales, plantas o sistemas creados por el hombre) como actores, privando al mundo humano de su supremacía y negando incluso la oposición entre naturaleza y cultura—, la idea de sistema ocultó la de evolución y, más concretamente, la de modernidad. Así lo indica, pese al carácter poco preciso y más polémico que demostrativo de sus análisis, el asombroso éxito de las teorías posmodernas. Esta reversión del pensamiento se acompañó de la desaparición o debilitamiento de los actores sociales, culturales y políticos del periodo anterior, y en primer lugar del movimiento comunista, comprometido por su subordinación a los intereses del régimen soviético. Hoy podríamos describir el panorama social y político mundial como la yuxtaposición de poderes absolutos, todos ellos no sociales e incluso destructores de las instituciones y, más aún, de los actores sociales: el capitalismo especulativo, los Estados antidemocráticos comunistas y los Estados antidemocráticos nacionalistas y antioccidentales. En ambos lados del Atlántico, tanto el mundo occidental como América Latina parecen incapaces de crear nuevos modelos culturales, sociales y económicos. Antes de entrar en el mundo de los devenires posibles, quiero evaluar los llamados nuevos movimientos sociales y descartar una confusión que podría nublar nuestra mirada. En el medio siglo transcurrido de 1960 a la primera década del siglo XXI, el escenario social, político e ideológico fue ampliamente ocupado por las formas más radicales y revolucionarias de los movimientos políticos y sociales de la sociedad industrial, particularmente en los países en vías de industrialización, pero también en los países occidentales. En un país como Francia, nos asombramos al constatar la importante influencia que los tres grupos trotskistas aún tuvieron durante ese periodo, incluso en la vida política, y sobre todo en la prensa y en los medios intelectuales. El movimiento de mayo de 1968, cuya inicial inspiración, la de Daniel Cohn-Bendit en Nanterre, era anticomunista y anarquista —tal como había sido la resistencia antifranquista en Cataluña—, dejó como imagen dominante la acción de los grupúsculos trotskistas y maoístas, y no la del movimiento del 22 de marzo. Durante los años que siguieron, estos grupos políticos hipermarxistas ejercieron una influencia considerable en la vida política, aunque nunca lograron desestabilizar los gobiernos establecidos. En un plano históricamente mucho más relevante, en Italia, los «años de plomo» que culminaron en 1978 con el asesinato de Aldo Moro —el ex primer ministro democristiano que, después de reflexionar sobre la caída de Salvador Allende, se declaró favorable a una alianza con los comunistas— conmocionaron perdurablemente la vida política italiana. De manera más amplia, ¿cómo olvidar que la figura pintada en las camisetas de todos los rebeldes del mundo fue la del Che Guevara, mucho más que la de Fidel Castro? Este último, sin embargo, fue el principal referente político de los intelectuales latinoamericanos, que pronto adoptaron la versión más radical de la teoría de la dependencia, aquella que negaba a los llamados países del Tercer Mundo la más mínima posibilidad de acción autónoma frente a

la dominación imperialista y el colonialismo interior que ésta imponía a los países dependientes. Me he expresado con profusión sobre estos movimientos, tanto los de Europa como los de América Latina (La Parole et le sang, 1988), y puedo recordar muy brevemente que nunca cesé de poner énfasis en lo que diferenciaba los movimientos «izquierdistas» de los nuevos movimientos sociales, por ejemplo los movimientos estudiantiles de Berkeley en 1964, de Nanterre y otras universidades europeas, estadunidenses y de otros países en 1968 (Le Mouvement de mai, ou le commmunisme utopique, El Movimiento de mayo o el comunismo utópico, 1968; Université et société aux États-Unis, Universidad y sociedad en los Estados Unidos, 1972) y, mucho más cerca de nosotros, los movimientos democráticos que están brotando por doquier, desde la plaza de Tiananmen hasta Wall Street, de la Primavera Árabe a las manifestaciones contra Putin y numerosos movimientos estudiantiles, entre ellos el de Chile en 2012, que entrañó temas particularmente prometedores. Quiero hacer hincapié en la razón por la cual considero que esos movimientos son la fuerza inicial de todas las posibles políticas de reconstrucción de la acción social y política. Se debe principalmente a que no existe acción política transformadora que no se apoye en algo que es, al mismo tiempo, más profundo que la acción política y diferente de ella: los movimientos sociales que combaten a un adversario social dominante a la vez que afirman nuevas orientaciones culturales dentro de las cuales se sitúan, necesariamente, todos los actores políticos, ya sea que estén ligados a las fuerzas dominantes o a las masas dominadas. Jamás he puesto en duda esta afirmación fundamental confirmada por todos mis trabajos sobre los movimientos sociales, lo mismo en América Latina que en Polonia y en Francia. Ante un capitalismo que abandona sus funciones industriales y somete al único criterio del lucro todos los ámbitos de la experiencia humana, los nuevos movimientos sociales no pueden existir más que mediante la movilización y la lucha por la defensa de los derechos humanos fundamentales, y por ende, en el orden político, de la democracia. Pero hoy ya no se trata solamente de movimientos sociales sino de movimientos políticos; es decir, de movimientos dirigidos en contra de quienes imponen a una población una estrategia de cambio histórico que hemos de definir en términos de modernización antes que de modernidad. También debo añadir que se trata por igual de movimientos culturales, de la movilización de una herencia propia contra una dominación extranjera que se apoya en otra cultura. Actualmente todo se cuestiona a un tiempo: los derechos, los intereses, una estrategia política, la reinterpretación de una cultura. Nunca desde el principio de nuestra modernidad habíamos experimentado una ruptura tan general que trastornaría a la vez las relaciones sociales, las políticas y las culturas. Al comenzar una reflexión sobre la recomposición posible de una acción política y de nuevas estrategias económicas, es menester subrayar la dimensión excepcional de esta ruptura, tanto más cuanto que varios países occidentales que resistieron a semejante reconstrucción de sí mismos se encaminaron en una dirección muy diferente. No puede existir perspectiva de transformación social en ausencia de movimientos de oposición y de movilización que

envuelvan a la vez la herencia cultural y la estrategia política. Una vez realizado, o al menos evocado, este análisis preliminar, es posible abordar el tema que concentra con justa razón la atención y las demandas de la opinión pública: ¿cómo salir de la crisis? Mi hipótesis inicial es que una crisis como la que estamos viviendo desde las postrimerías del siglo XX —puesto que la gran crisis de 2007-2008, la de las hipotecas subprime, fue precedida por muchas otras, regionales o sectoriales, en especial por el estallido de la burbuja «de las nuevas tecnologías» en el tránsito al nuevo milenio— se explica ante todo por la descomposición y la desaparición de la capacidad de acción política de las fuerzas sociales opositoras, y sólo puede superarse mediante la formación de nuevas capacidades de acción política. Este principio de análisis no busca de ninguna manera poner en tela de juicio la labor de los economistas; por el contrario, se hace cargo de lo que constataron con gran fuerza crítica los mejores de ellos, como Joseph Stiglitz, Amartya Sen o Paul Krugman, cuyo diagnóstico, expresado antes de 2008, fue confirmado por la observación de la misma crisis y por la impotencia —y hasta el silencio— de los líderes, tan incapaces de aportar remedios como análisis. En cambio, se inscribe en la proposición más general según la cual existe un conjunto de análisis propiamente sociológicos, en el sentido concreto de estudio de las condiciones de formación, de ejercicio y de cambio de las acciones colectivas e individuales con vistas a reforzar la libertad y la creación de los propios actores en las sociedades hipermodernas. Esta concepción de la sociología puede oponerse a su versión utilitarista o funcionalista, según la cual la acción social útil se define por la respuesta positiva que aporta a las exigencias fundamentales (functional prerequisites) de la vida social. No se trata aquí de defender una explicación sociológica contra una explicación económica sino, cosa muy distinta, de transformar el análisis sociológico a fin de volverlo capaz de liberar la acción económica de la dominación de un poder total, sea ejercido por el mercado, sea por los dictadores nacionalistas o por el partido comunista identificado con el Estado chino. Paso a formular estas ideas en términos más cercanos a las preocupaciones de las mayorías: sólo nos queda elegir entre la reconstrucción de un sistema de actores sociales y políticos, y el refuerzo de los poderes ya demasiado absolutos que, en la mayoría de los países, destruyen a todos los actores sociales y políticos, agravando la crisis global que afecta todas las economías mundiales, cualquiera que sea la eficacia contable de ciertos regímenes autoritarios. Señalemos una distinción utilizada con frecuencia por los sociólogos y que presenta la ventaja de ser simple. Cabe distinguir cuatro grandes tipos de elementos en la construcción de un sistema de actores y, por tanto, de las capacidades de acción política: actores, modos de relación entre estos actores, procesos de institucionalización de estas relaciones y, finalmente, un marco histórico y geográfico concreto donde se sitúan. Este último puede ser el Estado nacional —que desempeñó este papel en la modernización de algunos países occidentales como el Reino Unido, Francia, Suecia, los Estados Unidos, Japón y, más recientemente, los

grandes países miembros de la Commonwealth británica, como Canadá y Australia—, pero también la ciudad, la comuna, que es un caso de hecho más frecuente en la historia europea ya que dominó los espacios alemán, italiano o hanseático, así como los Países Bajos en el sentido históricamente más amplio de esta región. Sería aún más justificado recordar que algunos Estados, incluso entre los más importantes, fueron partidos-Estados. El tema más difícil de abordar es la definición de los actores. Todos los observadores señalan el carácter frágil, incluso a veces artificial, de los actores sociales involucrados en los nuevos movimientos. Se trata más bien de precursores, a menudo intelectuales, de nuevos actores propiamente políticos que, precisamente, carecen de «base» social organizada. Todos los días la historia inmediata nos recuerda la impotencia política de los manifestantes de Túnez y El Cairo vencidos por los Hermanos Musulmanes, e incluso por los salafistas, debido a la falta de una organización estructurada. En un nivel menos importante hemos visto, en Italia, que el movimiento Popolo Viola congregó un millón de personas en Roma contra Berlusconi —tema exclusivamente político— y desapareció poco después a consecuencia de la ausencia de objetivos y, sobre todo, de una organización perdurable. El problema se vislumbra como aún más difícil a la luz de un trastorno mayor en que el presente libro pone mucho énfasis: el remplazo de los actores positivos de la sociedad industrial, como la clase obrera o la burguesía industrial, por actores definidos negativamente, como el capitalismo especulativo o los asalariados precarios y aislados de las zonas metropolitanas. Es una realidad tan importante y tan masiva que no se puede introducir una definición de los actores que no rompa con el pasado. Incluso es preciso ahondar en esta primera observación. La existencia de actores propiamente sociales, definidos en términos de clases o en términos nacionales — generalmente las minorías nacionales están encerradas en sectores marginales de actividad—, caracterizó las sociedades occidentales en la medida en que éstas identificaron las categorías sociales de la modernidad con las de la modernización en tanto que élite dirigente o población dominada, dentro de lo que en la tercera parte de este libro llamé la utopía occidental. Una de las principales conclusiones de mis estudios sobre los actores sociales y políticos en América Latina fue que éstos, por el contrario, han sido casi constantemente una mezcla de actores de la modernidad y de actores de la modernización: actores mixtos, sociales y políticos a un tiempo, cuya acción debe comprenderse a la vez en términos de sistema socioeconómico y de proceso político de cambio. De ahora en adelante esta conclusión debe aplicarse, bajo formas muy diversas, a todas las regiones del mundo, y especialmente del mundo occidental, tanto a los Estados Unidos como a Europa. El Tea Party, en realidad, es más un movimiento sociopolítico (reaccionario) que un movimiento social, al igual que los movimientos xenófobos europeos cuyo representante más conocido en Francia es el Frente Nacional. Estas constataciones explican por qué, pese a muchas objeciones serias, sigo atribuyendo un papel central al movimiento femenino, tal como pude observarlo más allá de las campañas exitosas de los movimientos feministas por la igualdad de los derechos y por la paridad. Estimo que mi posición es fortalecida por la naturaleza de los movimientos que se están

formando en el mundo árabe-musulmán y otras regiones, que atribuyen un lugar central a la liberación de las mujeres. Nos asombró también observar la importancia de este tema en los movimientos rusos contra Putin y la presión creciente por el reconocimiento de los homosexuales y otras minorías sexuales (LGBT) en los países occidentales. Por lo tanto, podemos concluir, al menos provisionalmente, con la existencia nueva y generalizada de movimientos socioculturales estrechamente asociados a reivindicaciones democráticas deseosas de desbordar el marco de las instituciones políticas y de transformar todos los aspectos tanto de la vida privada como de la vida pública, en una situación que caractericé como la desaparición de la frontera entre vida pública y vida privada. La naturaleza de las instituciones políticas y de la misma democracia es hoy objeto de reflexiones apasionadas cuyo punto de partida es la crítica de las formas actuales de la democracia representativa y el rechazo muy mayoritario de los partidos de tipo comunista o nacionalista que reivindican el monopolio del poder, y frecuentemente lo han obtenido. En efecto, estos partidos aparecen por lo común como elementos importantes del sistema de dominación política y ya no como soportes de protesta y reivindicaciones populares. Esto sitúa a los maoístas occidentales en una situación contradictoria, puesto que sostienen un régimen de naturaleza totalitaria al mismo tiempo que se sitúan en la extrema izquierda del sistema político democrático de algunos países europeos. Por su lado, las campañas en favor de una democracia participativa llevadas por los altermundistas han suscitado fuertes apoyos, pero pocas transformaciones políticas reales. En muchos países, y especialmente en Europa y en los Estados Unidos, es evidente a todas luces la desaparición de la oposición, clásica en las sociedades industriales, entre los partidos de derecha y de izquierda. Alemania es el único país que ha aplicado medidas económicas sustanciales que afectaron a numerosos asalariados; ahora bien, tomó estas decisiones un canciller socialdemócrata que las pagó cuando intentó ser reelegido en la cancillería y fue derrotado por Angela Merkel, la candidata de la Unión Demócrata Cristiana (CDU). En mi opinión, este ejemplo parece equipararse al de Tony Blair quien, al contrario, permaneció diez años como primer ministro británico, y elaboró un New Labour que no fue un tercer partido, debido a que estaba mucho más cercano a las políticas conservadoras de los tories que al partido laborista y los sindicatos destruidos por Margaret Thatcher. A la inversa, y sorprendentemente, observamos que no disminuyó la parte muy elevada del PIB administrada por el Estado francés; incluso aumentó durante los 10 años de gobierno de la derecha, particularmente durante el mandato de Nicolas Sarkozy, mientras que los suecos redujeron considerablemente esa proporción y ampliaron la apertura de su país a la economía intermundial, sin mermar la importancia y la calidad de los servicios sociales proporcionados a la población. El juicio emitido con respecto a Barack Obama proporciona otro ejemplo convincente: si bien éste continúa gozando de un fuerte apoyo de parte de la opinión pública de diferentes países europeos, los «liberales» norteamericanos le dirigen fuertes críticas que, tanto entre los ciudadanos de origen europeo como entre los de origen africano, recalcan el

deterioro económico de la situación de los afroamericanos en los últimos años. La misma observación se expresa en tono más agresivo en Sudáfrica, a pesar del respeto y la admiración universales por Nelson Mandela, quien obtuvo la abolición del apartheid y, evidentemente, no es responsable de la agravación de la situación en los Townships. Lo que es todavía más grave es que algunos temas culturales, que ocupaban un lugar muy relevante en el pensamiento de izquierda, se debilitaron o incluso cambiaron de significado, a tal punto que la defensa de la laicidad condujo a cierto número de europeos, por ejemplo profesores, a combatir el islam y a unirse en ocasiones a campañas xenófobas. Mientras tanto, el importante tema de la necesaria transformación de las relaciones entre los profesores y los alumnos es mal recibido en el medio de los profesores quienes, sin embargo, en Francia se identifican con la izquierda. Todas estas observaciones convergen hacia el tema actualmente preponderante de la pérdida de interés por los partidos y por la vida política en general, que se traduce en un porcentaje muy elevado de abstenciones en las elecciones y, sorprendentemente, en Italia, en el muy importante voto en favor de Beppe Grillo y su movimiento de Cinque Stelle, que se define casi únicamente por el rechazo de todas las instituciones políticas y de los partidos en particular. Al alejar los centros de decisión de las poblaciones, la globalización y la construcción europea acentuaron la pérdida de confianza en las instituciones políticas. Mientras gran parte de la izquierda francesa aún se define como republicana —más bien que como demócrata—, la ciudadanía se convierte en una noción cada vez menos portadora de progreso social, como quedó demostrado en Francia por el pronto abandono por François Hollande del proyecto de conferir a los extranjeros que no son originarios de un país de la Unión Europea el derecho a votar en las elecciones locales, así como la fuerza creciente de las corrientes xenófobas, especialmente islamófobas. No existe procedimiento y menos aún tests en que apoyarse para transformar los métodos de acción de la democracia. Sería artificial, por tanto, presentar en las últimas páginas de este libro unos esquemas que no podrían ser suficientemente elaborados en esta etapa. Por este motivo, me limitaré a decir que la democracia debe asegurar el paso de los movimientos sociales centrales a proyectos de gestión política. Hoy en día, son muchas las razones para subrayar los límites de las organizaciones informales, incluso no propiamente políticas, que suscitan reacciones ante todo defensivas, debido a la insuficiencia de los conocimientos y, sobre todo, a la ausencia de verdaderos debates. No es nada democrático entregar el poder de decisión a las ONG cuya representatividad es necesariamente débil, dado que esas organizaciones emanan principalmente de minorías activas ajenas a los países donde intervienen. Por ende, esas acciones minoritarias tienen que convertirse en elementos de formación de una acción verdaderamente mayoritaria y representativa. En primer lugar, el proceso de decisión tiene que ser público y transparente, es decir, conforme a criterios explícitos de elección de los participantes. De nuevo nos embarga la cólera cuando recordamos la forma en que el presidente Bush y el primer ministro Blair involucraron a los Estados Unidos, Inglaterra y otros países en una guerra en Irak sobre la

base de informaciones erróneas o inventadas. La historia está llena de las «falsificaciones» en el origen de conflictos bélicos. Hoy en día, debemos dar una importancia esencial a la introducción de datos científicos comprobados en los debates y evaluar correctamente la dificultad de la tarea, porque es más difícil utilizar datos fidedignos que rumores. Si se compara el papel actual de las Cámaras con el que desempeñaban en el periodo en que los problemas institucionales y jurídicos eran más importantes, es posible hablar de un retroceso de las instituciones democráticas. En la mayoría de los países, algunos pequeños grupos de personas que no son expertos ni dirigentes, y a veces ni siquiera personajes públicos —como es el caso en los gabinetes de los principales ministros y en los lobbies—, ejercen una influencia decisiva sin haber recibido ninguna delegación de poder y sin que se evalúe su acción. Por ende, es preciso que las Cámaras recuperen un papel preeminente, desconfiando del hecho de que los lobbies y los grupos influyentes buscan penetrar tanto en el medio parlamentario como en los gabinetes ministeriales. Hay que reforzar el derecho de decisión de las Cámaras en última instancia, lo que supone una separación real de los poderes y también una separación entre los asuntos nacionales y locales o regionales y, por ende, el rechazo al cúmulo de mandatos. Esto me lleva al nivel más vasto y también más vivo de la reflexión: ¿es en el Estado nacional donde ha de operarse el paso de los movimientos sociales a las decisiones políticas, mientras el poder económico, la formación de la opinión y los mismos modos de información y de consumo están ampliamente dominados por centros de decisión internacionales? Aquí también se impone una reformulación de los problemas. De nada sirve debatir en términos vagos y artificiales sobre la importancia relativa del nivel nacional, del nivel europeo y del nivel mundial para el análisis y para la acción, porque es muy fácil concluir que los tres niveles tienen tanta importancia que, de olvidarnos de uno de ellos, estaríamos condenados a no entender nada. Es imprescindible reconocer que cada uno de estos niveles tiene una función diferente y que los actores políticos nacionales no pueden actuar útilmente sino en el marco de realidades económicas y geopolíticas mundiales. Para los franceses o los húngaros, contemplar una salida del marco mundial y europeo redundaría en sumirse en un populismo que no hace más que traducir la impotencia de ciertos fragmentos de la población —los menos escolarizados y más aislados— para solucionar sus propios problemas. Es preciso ahora hacer hincapié en este punto con otras palabras. La concepción del Estado nacional como si fuera un soberano que decidiese libremente de todo e incluso pudiese restablecer equilibrios fundamentales oponiéndose a las tendencias de la economía mundializada está tan lejos de la realidad, tan abiertamente en contradicción con ella, que sólo puede conducir a la catástrofe. Agrego de inmediato que un Estado débil, inestable, corrupto, invadido por grupos de interés y fuerzas regionales, oligárquicas o mafiosas, se condena a fracasos aún más graves, ya que ni siquiera percibe las advertencias procedentes de la realidad económica y social a la que el Estado soberanista sigue siendo sensible pese a su orgullo cegador. El voluntarismo político que pudo, y en algunos casos aún puede, tener efectos positivos

está condenado en la mayoría de los países a formular un contraanálisis artificial y, por ello, a cometer errores estratégicos que pueden llegar hasta la incapacidad de discernir las realidades económicas más grandes. ¿Cómo explicar de otro modo que, durante al menos dos décadas, la mayoría de los países europeos, en particular el Reino Unido y Francia, no hayan entendido ni se hayan preocupado por el debilitamiento producto de la desindustrialización? Las fuerzas que más seguramente impiden la necesaria reactivación económica no son económicas. Francia posee al menos tantas grandes empresas como Alemania, las desigualdades sociales son menores, la duración de la jornada laboral es equivalente, y su productividad es muy elevada debido al lugar importante que ocupan las empresas francesas de alta tecnología, como la industria nuclear, la aviación, la industria espacial, etc. Sin embargo, Francia está fuertemente endeudada, no consigue cumplir los compromisos con Bruselas y tiene una tasa de desempleo altísima que supera ahora el elevado nivel alcanzado en 1997, mientras que Alemania presenta ante el mundo la imagen de un éxito excepcional y, sobre todo, de una economía industrial que sigue obteniendo triunfos considerables en el terreno de las exportaciones. Para subrayar el modo de análisis que me parece que se impone, me atrevo a decir aquí, de forma sin duda excesivamente abrupta, que el éxito alemán se debe ante todo al triunfo de la sociedad civil después de la destrucción del Estado hitleriano; a la influencia ejercida por la Inglaterra laborista, después de la guerra, en la zona entonces más industrial de Alemania, con la creación de nuevas relaciones entre las empresas y los sindicatos; a la conservación de las posibilidades de movilidad social y a la formación de una gran coalición política que desde entonces ha conservado una existencia real más allá de los cambios de cancilleres. Por el contrario, Francia no cesó de optar por el campo del Estado contra la sociedad. Siguió siendo gaullista y comunista tanto tiempo como fue posible e intentó nacionalizar empresas todavía en 1981, en el momento en que, además, incorporaba a ministros comunistas en su gobierno, mientras los sindicatos iban perdiendo la mayor parte de su fuerza militante, con excepción de las administraciones y de las grandes empresas públicas, y mientras se expandía el antiindustrialismo. La Alemania actual cree más en su papel económico dominante en Europa que en su Estado, mientras que Francia sigue esperando que el suyo la proteja contra los riesgos de la economía mundial, a la vez que le niega los medios para actuar. Esto debería convencernos de que la creación de nuevos actores sociales es aún más indispensable que el equilibrio de las finanzas públicas e incluso que el crecimiento del producto nacional para superar la actual crisis económica.

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Índice analítico

aborto: 98, 190, 193, 321 acción: 19-21, 49-51, 69, 85, 109, 139, 370-372 acción(es) colectiva(s): 37, 64, 72, 74, 83, 107, 122, 127, 139, 140, 159, 168, 190, 193, 197, 217, 244, 324, 370, 404, 406, 424 acción democrática: 140, 327, 371 acción humanitaria: 60, 188, 247 actor social: 23, 29, 35, 36, 52, 57, 67, 68, 81, 99, 100, 106, 110, 141, 146, 163, 189, 220, 265, 268, 272, 329, 365, 367, 368, 404 actuar: 98, 110 Alemania: 19, 22, 30, 32, 47, 54, 67, 68, 80, 83, 91, 110, 111, 135, 181, 206, 210, 245, 249, 286, 408 alma: 139, 145, 156, 157, 241, 261, 262 alteridad: 24, 142, 156 altermundismo: 44, 74, 80, 293, 304, 416 amar: 212-214, 269, 270, 376, 387 ambivalencia: 155, 280, 362 América Latina: 37, 80, 94, 95, 113, 295, 370, 371 antimovimientos sociales: 15, 76-79 antioccidentalismo: 47, 140, 293, 294, 296-298, 300, 339 antisemitismo: 79, 235, 291, 337, 352 Argentina: 77, 80, 179 ausencia de actores: 17, 19, 23, 68, 177, 271, 298, 312 autoestima: 20, 62, 176, 216 bien: 15, 35, 50, 59, 62, 89, 102, 103, 124, 147, 151, 158, 159, 200, 201, 236, 261, 267 Bildung: 119 Bolivia: 295, 335 Brasil: 21, 39, 177, 179, 295 Canadá: 77, 333 capabilidades: 20, 88, 169 capitalismo: 25, 26, 47, 51, 68, 70, 72, 74, 81, 92,

117, 136, 147, 167, 247, 305, 361, 370, 380, 383 capitalismo financiero especulativo: 13, 19, 22, 63, 70, 124, 221, 373, 409, 410 cárceles: 45, 207, 208 Chile: 76, 180, 308 China: 14, 55, 90, 107, 121, 134, 178, 179, 277, 278, 304, 305, 323 choque de civilizaciones: 78, 298, 299, 336 Cinque Stelle: 79, 417 ciudad: 29, 45, 93, 146 ciudadanía: 29, 69, 77, 90, 153, 272, 335, 406, 417 clase obrera: 35, 46-48, 68, 94, 103, 140, 364 Colombia: 39, 180 colonialismo: 38, 105, 135, 319 comunicación e información: 15, 20, 21, 26, 34, 48, 49, 52, 57-61, 66, 117, 136, 141, 164, 165, 238, 243, 336, 337 comunidad: 31, 39, 88, 221, 319, 331, 382 comunitarismo: 31, 41, 55, 77, 93, 221, 248, 250, 261, 331, 339-341 conciencia: 13, 16, 41, 47, 59, 64, 124, 154, 156, 157, 201, 202, 233, 243, 401, 402 conciencia de sí: 26, 33, 54, 85, 104, 106, 112, 125, 144, 172, 202, 346, 366 conciencia nacional: 92, 93, 233, 246, 248, 338 confianza: 72, 73, 117-119, 136, 137, 139, 176, 284, 285, 406-408, 417 conflicto/conflictualidad: 14, 15, 34, 48, 50, 55, 82, 83, 85, 86, 90, 103, 142, 178, 182-184, 187, 199, 229-231 conocimiento: 17-19, 32, 33, 43, 118, 129, 130, 226, 227, 257, 284-286, 369 consumidor: 34, 43, 66, 394 contramovimiento social: 76, 79 crisis: 13, 19, 25, 30-32, 37, 42, 44, 49, 51, 58, 63, 64, 67, 72, 82, 83, 92, 111, 112, 117, 136, 142, 169, 177, 181, 269, 379, 381, 413, 414 cristiandad: 148, 294, 357, 386 cristianismo: 14, 152, 255, 262, 345-348, 352-355 cuerpo: 54, 98, 197, 202, 204, 241, 242 cuidados paliativos: 98, 175 cultura de masas: 92, 117, 257, 338, 382, 383 declive: 13, 59, 118, 271, 300, 357 democracia: 26, 30, 44, 51, 52, 59, 122, 140, 153, 162, 167, 168, 189, 230, 272, 308, 314317, 322, 385, 416 dependencia: 20, 21, 370, 412 derechos: 14, 16, 19, 26, 59, 65, 69-71, 87, 88, 97, 98, 109, 110, 119, 120, 125, 127, 133, 140, 147, 152-154, 159, 160, 202, 336, 387, 388, 398 derechos culturales: 256, 328, 341, 342 derechos humanos: 15, 17, 35, 36, 96, 120, 123, 124, 130, 132, 133, 149, 185, 186, 204, 250, 282, 389, 398

derechos políticos: 96, 97, 121, 147, 152, 153, 203, 204 derechos sociales: 121, 204, 236, 256, 272, 375 desacralización: 70, 126, 131, 135, 162, 219, 386 desarrollo sustentable: 71, 137 desigualdades: 64, 69, 76, 91, 99, 101, 102, 132, 148, 169, 170, 197, 252, 284, 320, 321, 362 desindustrialización: 46, 47, 70, 111, 178, 325, 419 desocialización: 31, 36, 38, 42, 46, 57, 86, 88, 105, 143, 149, 386, 387 desubjetivación: 166, 215-218, 222, 229 diferencia: 55, 91, 192, 197, 198, 212, 230, 242, 332, 334, 336, 337, 342 dignidad: 85, 149, 201, 252, 398 Dios: 124, 125, 151, 213, 219, 255, 266, 289, 345, 346, 361 discurso interpretativo dominante: 101 divino: 53, 104, 125, 127, 145, 147, 346, 348, 349, 354-358 ecología política: 71, 76, 80, 100, 266 educación: 42-45, 98, 205-208, 223-228, 231, 232, 245, 246, 407 Egipto: 75, 76, 81, 159 Escuela de Chicago: 55 equidad: 158, 264, 368 España: 23, 40, 49, 63, 64, 72, 122, 233, 309, 314, 324, 373 Estado: 29, 30, 69, 119, 152, 205, 304, 419 Estado nacional: 29, 39, 64, 68, 90, 101, 102, 233, 278, 338, 339, 414, 418 Estados Unidos, los: 32, 89, 118, 135, 178, 209, 224, 235, 245, 290, 295, 296, 299, 324, 351, 352 ética: 14, 15, 60, 96, 109, 112, 137, 140, 151, 154, 155, 159-161, 164, 247, 386, 388, 390 Europa (continente): 15, 19, 20, 22, 31, 40, 169, 177, 204, 305, 306, 391 Europa (construcción europea): 32, 49, 67, 68, 77, 82, 87, 117, 179, 233, 278, 313, 325, 362, 363, 408, 410, 411, 417 Europa (Estados): 22, 64, 87, 117, 181, 291, 292, 302, 309, 311, 313, 314, 372, 373, 408 eutanasia: 98, 175 experiencia vivida: 109, 176, 206, 227, 255, 256, 263, 279, 343 familia: 40, 41, 45, 174, 206 Francia: 23, 39, 40, 44, 46, 47, 77, 121, 122, 134, 193, 224, 233, 235, 283, 291, 292, 323, 326, 367, 417, 419, 420 Frente Nacional: 40, 79, 80, 291, 415 funcionalismo: 96, 166, 414 fundamentalismo (integrismo): 245, 291, 340 gitanos: 15, 40 globalización (mundialización): 15, 20, 26, 30, 42, 49, 55, 74, 77, 85, 92, 93, 97, 117, 127, 155, 238, 271, 272, 297, 340, 417 Gran Salto Adelante: 119, 286, 385 Grecia: 31, 82, 146, 306

guerra: 24, 30, 38, 54, 78, 93, 94, 107, 108, 113, 185, 215, 233, 255, 318, 319, 340, 391 Hermanos Musulmanes: 75, 159, 297, 323, 358, 415 hipermodernidad: 84, 89, 98, 250, 359, 372, 389 hipotecas subprime: 31, 37, 63, 72, 82, 177, 305, 376, 381, 382, 392 historia: 48, 85 historia (conocimiento): 249 historicidad: 34, 83-85, 89-91, 104, 131, 182, 332, 346, 369 homosexual(es): 71, 97, 122, 147, 173-175, 192, 321, 328, 337, 338 identidad: 15, 16, 38, 55, 86-88, 234, 280, 331, 340 Iglesia católica: 59, 60, 85, 122, 172, 174, 245, 259, 291, 347, 355, 357 igualdad: 21, 29, 88, 97, 146-148, 189, 190, 192, 199, 337 Ilustración (Espíritu de las Luces): 16, 78, 124, 125, 152, 245, 278, 291, 346, 347, 355 imperios: 29, 30, 93, 296, 319, 379 India: 144-146, 233, 278, 340 Indignados: 14, 244, 315 individuación: 61, 102, 127, 228, 232, 396 individualismo: 31, 34, 57, 59, 71, 86, 88, 105, 119, 127, 144, 146, 147, 149, 182, 183, 205, 209, 265, 331, 394, 397 individuo: 16, 21, 22, 35, 54, 62, 69, 71, 86, 88, 89, 97, 102, 109, 123, 126, 127, 139, 144146, 156, 157, 163, 165, 209, 220, 234, 241, 255, 365 inmigración: 40, 56, 77, 231, 248, 292 instituciones: 13, 14, 44, 46, 48, 49, 63, 64, 108, 119, 142, 257, 258, 264, 320, 357, 358, 417 intelectuales: 37, 81, 167, 312, 370 interés(es): 30, 33, 34, 67, 72, 121, 149, 150, 158, 161, 230, 270, 301, 302 intervención sociológica: 98, 272, 403 intimidad: 211 islam: 126, 228, 259, 294, 341, 349-351, 353 islamismo: 78, 79, 339, 341, 351 islamofobia: 218, 341, 352 Israel: 78, 79, 126, 180, 260 Italia: 32, 40, 76, 80, 122, 134, 180, 290, 357, 372, 373, 417 Jemeres Rojos: 54, 134 judíos: 62, 67, 201, 260, 291, 347 justicia: 158-160, 251-253, 261, 266, 367, 368 juventud: 40, 41, 52, 94, 105, 107, 195, 242, 243, 307, 383, 392 laicismo: 78, 113, 133, 153, 156, 157, 218, 241, 245, 258, 261, 265, 348, 351, 352, 358, 371, 417 leyes: 65, 69, 98, 153, 159, 160, 162, 163, 173, 302, 337, 342, 363, 364, 367, 386, 388, 397 LGBT: 97, 172, 416 liberación: 30, 36, 88, 105, 106, 139, 247, 308 libertad de los antiguos y de los modernos: 59, 152, 162, 323, 396

libertad positiva o negativa: 162, 396 libertades: 21, 26, 35, 46, 59, 79, 97, 124, 148, 153, 197, 216, 218, 246-248, 342, 347 mal: 15, 35, 50, 62, 63, 85, 89, 102, 124, 158, 201, 235, 236, 401 maoísmo: 113, 119, 416 marxismo: 16, 55, 95, 99, 101, 287, 386 medios masivos de comunicación: 49, 51, 77, 107, 256, 265 Meiji (emperador): 18, 277 mercado: 107, 136, 247, 250-252, 363-365 México: 96, 97, 177, 179, 180, 298 migraciones: 39, 40, 55, 56, 77, 92, 176-178, 240, 336, 382 modernidad: 22, 82, 84, 90, 91, 120, 130, 132, 150, 155, 271, 277-284, 286, 289, 294, 296, 298, 300, 302, 303, 313, 320, 322, 332, 336, 345 modernización: 90, 91, 120, 130, 185, 197, 272, 277-290, 294-296, 302, 303, 313, 314, 336, 337, 350, 351 modernizador: 205, 302, 318-320, 350, 351 moral: 46, 50, 60, 85, 147, 148, 150-152, 158, 159, 236, 237, 258, 259, 266, 357, 364, 387 morir: 98, 171, 172, 175, 176 movimiento obrero: 25, 36, 37, 74, 106, 121, 139, 149, 189, 204, 283, 321, 406 movimientos sociales: 23, 25, 34, 36, 74-77, 79, 139, 140, 149, 162, 209, 217, 228, 229, 297, 316, 327, 411, 413, 418 mujer(es): 29, 41, 60, 61, 71, 94, 96, 97, 174, 184, 187, 188, 190, 194-197, 202, 242, 259, 308, 339, 353, 407, 408 mujeres (movimientos de)/feminismo: 52, 69, 76, 80, 100, 121, 139, 140, 171, 189-193, 196199, 204, 416 multiculturalismo: 119, 330-332, 335, 336, 338, 339, 341, 342 nación: 30, 112, 126, 233, 236, 260, 335 nacionalismo: 25, 30, 37, 77, 78, 102, 135, 186, 291 nacional-populares (regímenes): 80, 295, 308 nasserismo: 78 nazismo: 25, 32, 67, 107, 119, 135, 258, 267, 410 nihilismo: 101, 289, 359 Occidente: 22, 32, 78, 84, 185, 186, 277, 286, 290, 296, 297, 299, 301, 302, 320, 322, 341, 342, 346, 347, 389, 390, 408, 410 Occupy Wall Street: 14, 76, 244, 385 orientaciones culturales: 22, 44, 63, 217, 238, 380, 413 otro: 61, 62, 200-203, 349 otros: 200-203 Países Bajos: 32, 40, 143, 319 Palestina: 78, 94, 180, 260, 297 pertenencia: 16, 40, 61, 62, 87-89, 94, 148, 183, 184, 240, 248, 267, 341, 342

política: 23, 31, 68, 80, 81, 99, 251-253, 258, 260, 374, 375, 388-390, 405 Polonia: 77, 140, 330, 357, 358, 385 populismo: 32, 79, 80, 419 posthistórico: 50, 52, 59, 65-67, 83, 89-91, 112, 131, 161, 239, 248, 249 postindustrial: 48, 52, 58, 59, 99, 313 posmoderno: 84, 287-290, 411 postsocial: 41, 52, 57, 59, 61, 65, 66, 68, 69, 74, 85, 89-91, 97, 104, 109, 110, 112, 127-129, 131, 136, 137, 142, 163, 183, 209, 216, 234, 238, 239, 241, 242, 250, 288 prácticas: 215, 233, 234, 246, 289 precariedad: 46, 94, 176, 177, 364, 365 Primavera Árabe: 70, 75, 76, 79, 107, 159, 168, 244, 315, 322, 385, 412 progreso: 33, 59, 129, 131, 136-139, 168, 183, 279, 280, 361, 362 Queer: 192, 328 racionalidad: 132, 134, 280 racismo: 40, 148, 218, 235, 261, 291 razón: 17, 33, 131, 250, 251, 272, 278, 290, 291, 345 redes: 48, 58, 61, 72, 73, 75, 92, 168, 242, 243 reflexividad: 108, 141, 142, 313, 407 Reino Unido (Gran Bretaña, Inglaterra): 39, 70, 82, 83, 99, 121, 135, 197, 233, 296, 297, 305, 318, 379 relación consigo mismo: 103, 151, 165, 166, 168, 183, 184, 193-196, 238, 240, 288, 402 relatos: 189, 287, 334, 394 religión: 59, 60, 78, 79, 82, 103, 105, 113, 126, 134, 151, 156, 157, 161, 215, 255, 349-359, 386, 398 republicanos (franceses): 45, 118, 119, 147, 251, 291, 333 revolución: 54, 55, 318-321 Revolución Cultural: 113, 134, 318 Revolución francesa: 50, 54, 103, 112, 113, 189, 222, 294, 295, 345 Revolución soviética: 108, 113, 277, 318 riesgos: 37, 239 Rusia: 76, 179, 293, 297, 379 sacralización: 59, 62, 84-86, 126, 131, 148, 234, 349, 355 sagrado: 50, 85, 109, 127, 134, 135, 144, 147, 250, 255-257, 346, 354, 355, 361, 362 salafismo: 159, 228, 297 secularización: 33, 57, 59, 104, 109, 133, 134, 162, 164, 345, 346, 348, 349, 380 seguridad social: 70, 74, 178, 209, 210, 269 sexualidad: 37, 56, 97, 173, 174, 192, 193, 195, 196, 214, 291, 387 Shoah: 126, 219, 260, 291, 385 sindicalismo: 30, 75, 121, 142, 393 sindicalismo (de acción directa): 74, 139 Siria: 14, 75, 76, 168, 297

social, lo: 29-31, 258 socialdemocracia: 25, 30, 48, 99, 135, 309, 371 socialización: 40, 41, 86, 102, 155, 228, 232, 396 sociedad: 13-15, 29-31, 33, 44, 52, 54-56, 65, 66, 301, 379, 380 sociedad civil: 149, 179, 230, 259, 311, 420 sociedad de masas: 15, 21, 51, 61, 73, 246 sociedad industrial: 48, 58, 59, 74, 81, 99, 104, 111, 112, 129, 135, 136, 140, 142, 149, 178, 183, 187, 244, 304, 380 sociedades líquidas: 94, 289, 395 sociología clásica: 14, 65, 86, 95, 101, 110, 165, 202, 239, 400 sociología de los actores: 96, 264, 272, 402-404 solidaridad: 24, 40, 59, 72, 74, 89, 154, 160, 162 210, 216, 254, 306, 324, 328, 357, 367, 371, 377, 383, 401 Solidaridad: 107, 315, 358, 385 subjetivación: 17, 41, 69, 81, 98, 127, 130, 150, 211, 215, 216, 220, 222, 227, 229-232, 253, 355, 364, 402, 403 subjetividad: 290, 397, 402 Sudáfrica: 179, 277, 417 sujeto: 16, 22, 33, 54, 62, 69, 82, 85, 89, 97, 109, 123-127, 135, 138, 139, 144, 145, 147, 148, 150, 151, 153-157, 163, 165, 171, 181, 183, 184, 187, 201, 211, 215, 216, 218, 219, 229, 234, 236, 237, 241, 250, 251, 255-257, 260-266, 269-271, 280, 288, 346, 403 superyó: 126, 138, 155, 161 Tabligh: 339 Tahrir (plaza): 14, 52, 75, 81 Tea Party: 32, 79, 122, 299, 415 Terror (Francia): 169, 323, 340 terrorismo: 78, 126, 217, 353 Tiananmen (plaza): 52, 53, 107, 315, 385 totalitarismo: 47, 92, 221, 247, 286 Treinta Gloriosos: 46, 117, 135, 136, 311, 362, 364, 373, 392 trueque: 73 Túnez: 70, 75, 76, 159, 168, 323, 415 Turquía: 294, 351 Unión Soviética: 47, 53-55, 136, 166, 179, 221, 233, 277, 286, 293 universalismo: 14, 16, 17, 77, 84-86, 90, 96, 97, 118, 127, 130, 132, 133, 153, 186, 286, 296, 322, 332, 336, 342, 343, 399 universidades: 223-225, 412 utilitarismo: 36, 82, 150, 271 utopía europea: 278, 300, 302, 322, 449 velo islámico: 259, 339, 341, 348 veladas (figuras del sujeto): 126, 156, 348, 352, 356, 398

vida privada: 41, 60, 71, 102, 106, 140, 173, 194, 213, 219-222, 243 vida pública: 41, 102, 106, 194, 219-222, 243 Volksgeist: 333 voluntad: 18, 19, 75, 87, 88, 98, 138, 161, 169, 301, 324 web: 92, 93 xenofobia: 40, 41, 47, 79, 93, 209, 218, 246, 291, 341, 415, 417 yihad: 336, 339, 351, 353 yo (Je): 109, 201, 268 yo (Moi): 109, 138, 153, 155, 201, 268, 401-403 Yugoslavia: 54, 93, 319, 330 zapatistas: 385

I. La ruptura entre los sistemas y los actores

1 Manuel Castells, La

Société en réseaux. L’Ère de l’information, t. I., Fayard, París, 1998, p. 50 (La era de la

información: economía, sociedad y cultura: la sociedad red, Siglo XXI, México, 2002). (Cursivas del autor.)

II. Actores no sociales

1 Véase Manuel Castells, The city and the Grassroom, E. Arnold, Londres, 1983, pp. 106-137 (La ciudad y las masas:

sociología de los movimientos sociales urbanos, Alianza Editorial, Madrid, 1986), y Communication Power, Oxford University Press, Oxford, 2009, pp. 386-389 (Comunicación y poder, Alianza Editorial, Madrid, 2009). Saul Alinsky fue uno de los inspiradores de Barack Obama en Chicago. 2 Alain Touraine, Después de la crisis, Fondo de Cultura Económica, México, 2013, pp. 121-126.

Introducción

1 Mona Ozouf, L’homme

régénéré. Essais sur la Révolution Française, Gallimard, París, 1989; Pierre Bouretz, La

République et l’Universel, Gallimard, París, «Folio», 2002. 2 Denis Lacorne, La crise de l’identité américaine. Du melting-pot au multiculturalisme, Fayard, París, 1997.

V. La conciencia del sujeto

1 Alain Renaut, Quelle éthique pour nos démocraties ?, Buchet-Chastel, París, 2011, p. 240. 2 Edgar Morin, La Méthode, t. IV, Éthique, Seuil, París, 2004, p. 97 (El método [IV]: Las ideas. Su hábitat, su vida, sus

costumbres, su organización, Cátedra, Madrid, 1981).

VI. La acción del sujeto

1

Jürgen Habermas, De l’éthique de la discussion, Cerf, París, 1992 [1991] (en particular línea 11, pp. 177-184)

(Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid, 2000).

IX. Subjetivación y desubjetivación

* Palabras que, en la jerga, designan a los estudiantes de las «grandes escuelas» francesas. [T.]

X. Del sujeto a las prácticas

1 Francis Mer, «Libérons le potentiel humain dans les entreprises» («Liberemos el potencial humano en las empresas»), Le

Monde, 7 de agosto de 2012.

XII. La modernidad y las modernizaciones

1 Gianni Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, Gedisa, Barcelona, 1987

[1986], p. 10. El autor desarrolla esta idea en la primera sección, pp. 23-46.

Conclusiones Del análisis a la acción

* Apodo dado a los soldados franceses de la primera Guerra Mundial. [T.] 1 Nancy Fraser, Justice Interruptus, Routledge, Londres, 1997 (en especial el capítulo IX, pp. 207-223) [Iustitia interrupta:

reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Siglo del Hombre / Universidad de los Andes, Facultad de Derecho, Santa Fe de Bogotá].

Índice general

Sumario Agradecimientos Introducción El declive de lo social y de las sociedades La reconstrucción de los conflictos El sujeto contra la identidad La voluntad de querer El mundo uno y múltiple La razón de ser de este libro Lo dicho y lo no dicho Contextualización histórica

Primera parte EL FIN DEL MUNDO SOCIAL I. La ruptura entre los sistemas y los actores Una mutación profunda El estallido de las sociedades El sistema y los actores La descomposición de los marcos sociales de proximidad El retroceso de las instituciones sociales De la clase obrera a la precariedad ¿El fin de una historia? La revolución perdida De la sociedad de la información a lo postsocial ¿Crisis de la economía o crisis de la sociedad? II. Actores no sociales Actores-sujetos Nuevas formas de acción

El silencio de los intelectuales El universalismo y el conflicto De lo colectivo a lo personal Lo postsocial ¿tendrá fin? III. El pensamiento del presente La descomposición de las sociedades De la sociología a la ética ¿Quién puede resistir a la globalización? Ni sólo un final, ni sólo un inicio Vuelco del análisis El despertar Un transbordo difícil Más allá de las sociedades industriales

Segunda parte DEL SUJETO A LOS ACTORES Introducción La pérdida de confianza El declive de la idea republicana La conquista de los derechos La conciencia de los derechos La desacralización del sujeto El individuo y lo universal unidos IV. La era postsocial Introducción: el sujeto como conocimiento La historicidad El nacimiento del sujeto visible Una idea reductora: la secularización Lo sagrado y sus formas de regresión El sujeto sin marco social Una mirada retrospectiva sobre mi trabajo V. La conciencia del sujeto La prehistoria del sujeto De Homo hierarchicus a Homo aequalis El sujeto contra lo sagrado El sujeto: ni interés individual ni bien común

Los derechos El sujeto contra el yo La ética Ni Dios ni yo La figura velada, religiosa, del sujeto VI. La acción del sujeto De la justicia a la ética ¿Quién puede resistir? El individuo, el sujeto, el actor La relación consigo mismo Desde abajo hacia arriba ¿De dónde viene la voluntad de actuar? Por encima del fracaso Las conductas de vida y de muerte La gran fractura ¿Dónde está el conflicto? Una objeción falsamente peligrosa VII. ¿Es mujer el sujeto humano? En busca de los actores postsociales Más allá de la alternativa igualdad o diferencia El movimiento femenino VIII. Los otros, el otro De los otros al otro De las relaciones sociales a la relación con el otro Otra educación y otra lucha contra el crimen El individuo postsocial La distancia de la intimidad Amar IX. Subjetivación y desubjetivación La subjetivación La desubjetivación El sujeto crucificado Vida privada, vida pública Retorno a la educación La transformación de los movimientos sociales ¿Es posible aprender la subjetivación? X. Del sujeto a las prácticas

Por encima de la nación y del individuo Visto desde arriba Visto desde abajo La reconstrucción del sujeto Libertad contra laisser-faire ¿Qué lugar ocupa la política? XI. Del sujeto a la conciencia moral La evidencia moral La subordinación de lo social ¿Quién es el sujeto? El sujeto sin alma De lo eterno a lo cotidiano Diez ideas principales y otras más

Tercera parte LA MODERNIDAD Y LAS MODERNIZACIONES XII. La modernidad y las modernizaciones Crítica del sociocentrismo ¿Qué es la modernidad? Las modernizaciones Oración fúnebre para la posmodernidad Cuando Occidente duda de la razón Las políticas antioccidentales ¿Existe una historia mundial contemporánea? XIII. El declive de la hegemonía occidental La utopía europea La ruptura entre los intereses y los derechos La gran «depresión» europea La democracia en el centro del mundo XIV. Cuandolosmodernizadores destruyenlamodernidad Las rupturas revolucionarias La reconstrucción democrática La capitulación Crear acción XV. Iguales y diferentes

El debate sobre el multiculturalismo Una falsa interpretación de una idea justa Las fortalezas comunitaristas Las diferencias sociales en el universalismo cultural La acción organizada y la experiencia vivida XVI. El sujeto y las religiones Revertir el análisis La laicidad Lo divino contra lo social sacralizado Contradicciones islámicas ¿Laicidad extendida o retorno de las religiones? El declive de las creencias religiosas Superar la duda XVII. ¿Todavíapuedenexistir actores sociales? El momento de la ambivalencia La necesidad de ser actor Contra la negación de la acción ¿A dónde ir y cómo llegar? El vacío político Conclusiones. Del análisis a la acción El camino recorrido Un siglo de conmociones La descomposición del capitalismo industrial La ilusión de realidad De las civilizaciones a la ética En la anterioridad de lo político La reactivación posible El fin de la excepción occidental La ruptura de la Europa westfaliana El triunfo del individualismo Lo sólido contra lo líquido El sujeto al desnudo La sociología de los actores «Hacer política» El fin de una transición ciega Retorno al presente Bibliografía Índice analítico