El Divino Romance

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EL DIVINO ROMANCE GENE EDWARDS RECONOCIMIENTOS Deseo hacer llegar mi más sentido agradecimiento a varios estimados eruditos en teología y en literatura, por revisar con mucho esmero este libro en su forma de manuscrito, antes de su publicación. Cuando cursaba mis estudios en el Seminario Southwestern, tuve por profesores a algunos de los más excelentes intelectos teológicos de nuestros tiempos. Por cierto que ninguno de esos hombres ejerció más influencia sobre mí, ni moldeó más mi concepto de la vida, que el doctor Ray Summers, (entonces) director del Departamento de Teología. Me siento honrado y obligado con el doctor Summers por haberse tomado tiempo para aconsejarme en lo que respecta a este libro. Todos estamos conscientes de la función que desempeña la revista Christianity Today como guardiana de la teología evangélica de hoy. Pero no todos se dan cuenta de que el presidente de Christianity Today, el doctor Harold Myra no es sólo un teólogo por derecho propio, sino también un pionero en el desarrollo de un nuevo estilo literalio en obras cristianas. Aun cuando, a decir verdad, no de un nuevo estilo, sino de un estilo literario muy antiguo y venerable que, por mucho tiempo, había estado casi olvidado -la teología cristiana presentada en forma de relato. Deseo expresar mi gratitud al doctor Myra por aportar a la revisión del manuscrito de este libro su doble capacidad de teólogo y de decano de la literatura evangélica presentada en forma de narración. Cuando yo estudiaba en el Seminario Bautista de Ruschlikon, Suiza, mi profesor favorito era el doctor John Allen Moore, profesor de historia eclesiástica. Fue para mí un gran privilegio contar con la amistad del doctor Moore y de su esposa Pauline a lo largo de los siguientes treinta años. Me encuentro ahora doblemente endeudado con él, en primer lugar por haber encendido en mí un fuego que aún arde, en lo que respecta a amar la historia de la iglesia, y al presente, por el tiempo que se tomó para leer este manuscrito y para asesorarme. En los primeros tiempos de mi ministerio, uno de mis amigos fue el doctor Roy Fish. Después de graduarse en el mencionado Seminario Southwestern, Roy pasó a ser un destacado pastor/evangelista en el Estado de Ohio. Más tarde volvió a ese seminario, donde llegó a ser director del departamento de evangelismo y a tener la legendaria ‘cátedra de fuego’. Esa ‘cátedra de fuego’ sigue siendo hoy el centro del secreto del Southwestern de haber formado más misioneros y evangelistas que ninguna otra institución evangélica en la historia de la cristiandad. Gracias, Roy, por el tiempo que pasaste con “El divino romance”.

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¡Todavía estamos esperando de tu pluma una exposición definitiva sobre el evangelismo! Deseo asimismo agradecer a uno de los más destacados críticos de literatura del cristianismo evangélico, el doctor John Timmerman, por su valiosa asistencia al revisar el manuscrito de este libro. El doctor Timmerman es profesor en el Calvin College y, desde hace años, redactor de la prestigiosa revista Christianity in Literature. También ha sido y es, en la actualidad, la fuerza motivadora en lo que concierne a la excelencia literaria en la comunidad evangélica. Para mí ha sido asimismo un privilegio recibir la ayuda de un erudito en literatura americana, en la formación de “El divino romance”. El doctor Steve Cook es profesor de literatura americana en el Westmont Christian College de Montecito, California, y aportó sus conocimientos y sabiduría, tanto como una autoridad en literatura americana, como también en calidad de maestro cristiano. Y ¿qué puedo decir de Ros Rinker? Desde hace algo más de un cuarto de siglo soy aficionado a los escritos de esta dama. Recuerdo haber comentado años atrás: “Ya quisiera yo escribir un libro tan bueno como cualquiera de los libros de Ros Rinker. Estimada señora, usted me ha otorgado uno de los más altos honores de mi vida al mostrar interés en este libro y al dedicarle parte de su tiempo. Por último, debo mencionar una de las personas verdaderamente grandes de esta tierra. Es decir, una de esas tenaces y no celebradas heroínas de la vida. (Si se conociese la verdad, estoy seguro de que se vería que tales personas mantienen junto a todo el planeta). Desde luego, me refiero a la mecanógrafa. Ha sido Ann Witkower, quien; sola, sin ayuda de nadie, fomentó este libro por más de una década, tomándolo desde su comienzo -como una serie de mensajes- a través de, quizás, unas cuarenta revisiones. Si ocurre que alguien por allí llega a aficionarse a este relato, recuerde que la existencia del mismo tiene su mayor deuda con una alegre y vivaracha señora, menudita ella; una de esas que no se rinden nunca, siempre amable y encantadora, que se llama Ann. Supongo que debo reconocer también, aunque sea de mala gana, la ayuda prestada por la crítica destructora del yo, maligna y totalmente inexcusable, lanzada contra este manuscrito por algunas personas, tales como Helen Edwards y Linda Jones... quienes probablemente son responsables de haberme forzado a efectuar ¡al menos treinta y nueve de esas cuarenta revisiones! Gene Edwards

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Sobre todos los tiempos ¡Oh, Espíritu Santo! Prefieres, principalmente, El corazón recto y puro. Dígnate enseñarme, Tú, que sabes, Porque estuviste presente Desde el principio. Tú incubabas cual paloma, Con poder Y alas extendidas, Cerniéndote sobre El vasto abismo; Y haciendo así, Lo fecundaste. ¡Oh, Espíritu! Lo que en mí Está oscuro, Ilumínalo. Oración de John Milton cuando agarró la pluma para escribir El Paraíso Perdido

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Ha sido mi más acariciada esperanza que pudiéramos encontrarnos de nuevo. Cuando nos encontramos la última vez, fue con un drama que vimos juntos. En esta ocasión, es una historia de amor. De todas las historia de amor, encuentro ésta sin igual. Confío en que, al final del relato, el lector pueda compartir conmigo esta opinión. Los sitios que están reservados para nosotros son asientos de palco. Vamos a tener lo que creo que será muy posiblemente la mejor vista del desarrollo de esta epopeya. Apresurémonos ahora a entrar, porque veo que ya los ujieres están para cerrar las puertas. Esto es algo que no quisiéramos perdernos en manera alguna.

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PRÓLOGO

El existía solo. Aún no había sonado el primer tictac del tiempo, ni había comenzado el interminable círculo de la eternidad. No existían ni cosas creadas ni cosas increadas que compartiesen espacio con El. El moraba en una era anterior a las eternidades, en la cual todo lo que existía... era Dios. Ni había espacio para nada más. El era el Todo. Asimismo, Él era masculino. Cierto; El era el único de su especie, pero no era neutro. El concepto mismo de lo femenino no había penetrado todavía en su corazón. Tampoco era viejo. Confinado en la infinita esfera de su totalidad, permanecía siendo el sempiterno Ahora. Ni podía decirse que fuera viejo, ya que Él era eterno -no tenía edad. Por lo mismo, era joven, pues hasta esta misma hora presente este Dios sempiterno nunca ha tenido más de treinta y tres años. Él también era Vida. No una vida, porque Él era la única vida. Más tarde habría otras formas de vida; pero en aquella no-existencia de tiempo de un pasado remoto, no había sino una sola forma de vida en la tabla biológica. También era luz. Luz refulgente, en inmensas oleadas. En esa infinita esfera de luz había una revelación incesante, siempre ascendente en espiral. Y la revelación era Dios. Y también era poder. Poder... incontenible, irrestringible; poder sobrecogedor, ilimitado, inmensurable. Él era, y es, todo poder. Pero eso no era todo, Había algo más en El... algo que era en gran manera su propia naturaleza; la esencia misma de su ser. Un elemento de Él, tan vasto que igualaba -no, excedía- todos los demás elementos de su ser combinados. La esencia misma de Dios ésta... Él era Amor. 5

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Amor... apasionado, emocional, expresivo. Y en este Dios, que moraba tan solo, tan completamente solo, no había imperfección. Pero había una paradoja; aun cuando estaba solo, con todo y eso Él amaba. En la triunidad de la Deidad, había una eterna expresión de intercambio de amor, pero no había un facsímil, un otro yo que El pudiese amar. En este Dios sempiterno que no envejecía, pulsaba un amor tan vasto, tan poderoso. Pero no había un ‘otro yo’ a quien El pudiera amar. Y así, cautivo en esta paradoja, El moraba solo. Hasta que...

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PARTE I

I

Le vino de repente, como un relámpago, esa revelación. Brotó desde lo más profundo de El, y enseguida Huyó a todo lo largo y ancho de la infinitud de su ser. Era tan sobrecogedor ese pensamiento, que nunca antes hubo ni ha habido desde entonces nada con que pudiera compararse. La vida pulsó, y la luz fulguró en una gloria recién hallada. El amor ascendió. Y en lo íntimo de su ser, Dios se estremeció al percibir esa revelación. Y ¿cuál era esa revelación? ¡Que podía haber dos! -¡Esto puede ser realizado! -exclamó dentro de sí mismo. Y con esa revelación recorriéndole todo el ser, nació el propósito de tener eternidad, Y en medio de un indecible gozo, corrió por todo El... un propósito... un plan tan complejo, y que implicaba un riesgo tan grave, que nadie que no fuera Dios la habría imaginado jamás. En lo íntimo del consejo de la Deidad, Dios exclamó: ¡Yo... el Dios viviente... solo... el que es... tendré un facsímil! ¡Un otro yo! Respirando las llamas de su amor, declaró: - ¡Puede haber una ella! El Dios omnisciente había producido un pensamiento tan emocionante, que hasta El se estremecía en el resplandor secundario del mismo. Entonces, exultante en la revelación, consagró todo su ser a esa única tarea: tener... una desposada. Por un breve momento la solicitud infinita se retrajo. Justamente antes de dar comienzo a esta grandiosa aventura, algo muy misterioso ocurrió en Dios. En el mismísimo centro de El tuvo lugar un acontecimiento que ningún otro ojo habría de ver jamás, ni lo habría de concebir jamás ninguna otra mente... el más grande misterio de todos los tiempos. 7

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Mil millones de porciones de Dios estallaron hacia arriba en un creciente fulgor. Cada una de esas porciones de Dios se encendía en fulgurante brillantez... como para proclamar que cada una había sido escogida -de hecho, destinada- para un fin especial y distante. ¿Qué era aquello? Nadie lo sabía, puesto que allí no había nadie para saberlo. Y nadie lo sabría, porque era un secreto que permanecería escondido casi hasta el fin. Ni tampoco podía ninguna mente, excepto la de Dios, concebir jamás la profundidad de ese tan vasto misterio. Un misterio infinito, escondido en Dios.

II

Con fervor y singularidad divinos, Dios se dio a la tarea de realizar su visión suprema. Ahora sabía que nunca más volvería a estar satisfecho con estar solo. La eterna autosuficiencia habría de terminar. Entonces Dios realizó un acto sin precedente. ¡Por primera vez en la historia infinita, la eterna Palabra habló en voz alta! No es que el silencio hubiese sido necesario, sino que más bien había sido parte de la naturaleza misma de Dios, porque todo lo que había... era Dios. Ahora El no sólo habló, sino que habló en voz alta. Sus palabras fueron la expresión de Dios mismo. Pero como que no existía nada sino sólo Dios, se comprende que sus palabras eran también Dios. Su palabra... era Dios. En lo sucesivo, de ese momento en adelante, la Palabra... que era Dios, realizaría todo el hablar de Dios y toda expresión de sí mismo. De modo que Dios habló: ¡Que haya...! Al decir esto, El dejó de ser el Todo, porque hizo espacio para algo que no sería El mismo. Ahora algo totalmente distinto al Todo de Dios iba a estar presente. Entonces, por un brevísimo instante, hubo Dios y un grande abismo de ‘nada’. En realidad, esa ‘nada’ era algo completamente nuevo, ya que hasta entonces sólo había existido Dios. Antes que El pronunciara ese primer ‘Que haya’, no había habido ni tiempo, ni espacio, ni eternidad; ni creación, ni nada no creado; no había habido conjetura de nada, a excepción de un Dios infinito y eterno. Pero al pronunciar Dios estas palabras, ya hubo también un Principio, Nunca antes había habido un cambio radical semejante en la historia de Dios, y sólo una vez -entonces- lo ha habido. 8

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Cuando ese “¡Que haya...!” resonó a través de aquella vastísima esfera de ‘nada’, hubo una deslumbrante fulguración que llenó aquel hueco vacío. De repente había no sólo Dios, la ‘nada’ y el principio... no solamente el eterno Increado... ¡ahora había algo creado! Había luz. Luz creada. Un reflejo, una réplica en miniatura de esa luz increada que era Dios. Una imagen de Dios compartía ahora espacio con Dios. Ahora el Dios viviente empezó a formar un lugar -un lugar en sí mismo. Y llamó a ese pequeño lugar eternidad. Entonces decidió formar, en esa eternidad, un sitio todavía más pequeño. Sería un lugar en que Él se envolvería, y moraría allí. Y en vista de que ese ámbito más pequeño habría de ser su morada, lo hizo como para sí mismo. Él era (y es) invisible; por lo tanto hizo que ese ámbito fuera invisible. Él es enteramente un ser espiritual; por lo cual lo hizo un ámbito espiritual. Un sitio aquél, sin altura, ni profundidad, ni anchura, ni ninguna dimensión. Una esfera donde no hay ni tiempo ni espacio, porque Él se encuentra fuera del tiempo y fuera del espacio, y no tiene dimensión alguna. Este ámbito sin dimensión, inmensurable, como su Dios, caía, fuera de toda comprensión limitada. Esta esfera invisible, espiritual, estaba dentro Dios. El la llamó Lugares celestiales. A estas alturas, todas las cosas que Dios había creado estaban en El. Entonces Dios hizo una de las cosas más asombrosas que jamás se hayan hecho. Se limitó El mismo. Y habiéndose limitado a sí mismo, se envolvió y entró en ese lugar que había estado en El. Y habiendo visitado ese ámbito recién creado, le plació morar allí.

III

Haciendo sólo una breve pausa, Dios creó nuevamente. Esta vez creó... seres vivientes. A esos primeros seres vivientes que no eran El, los llamó Mensajeros seres que eran íntegramente espíritus, de modo que pudieran igualar el ámbito en que vivían. Esos seres estaban envueltos cada uno en la luz que emanaba de su 9

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propio espíritu, así como su Dios está envuelto en la gloria de la luz de su propio ser. De muchas maneras, esos mensajeros de Dios eran semejantes a Él. Así, eran poderosos, aunque no todopoderosos. Eran perdurables, si bien no eternos. Vivirían durante toda una eternidad que era futura, pero no habían vivido en las eternidades pasadas. A diferencia de Dios, quien se desplazaba a voluntad en la eternidad pasada, presente y futura, ellos se movían solamente hacia adelante, en la eternidad futura. Al igual que Dios, estos mensajeros no tenían un facsímil, no tenían un otro yo. E igual que El, no se reproducían. Pero de un modo eran muy diferentes de Dios. Eran neutros, en tanto que Él era masculino. Por tanto, a diferencia de Él, no podían amar. ¡Sí, podían glorificar! Pero no podían amar... no como Él amaba. Dios pobló los Lugares celestiales con arcángeles, ángeles, querubines, serafines y otras criaturas vivientes. Y aun cuando se regocijaba en tener a esas criaturas con El, en su presencia, y aun cuando finalmente su soledad había sido rota, con todo la verdad era ésta: Ellos se tenían uno al otro. Tenían sus semejantes; tenían sus iguales. Pero para Él, no había ningún semejante según su semejanza.

IV

El primer día de la creación estaba a medio terminar. Dios estaba ansioso por comenzar la creación de otro ámbito o esfera más, un ámbito totalmente distinto del mundo espiritual; uno casi exactamente opuesto al ámbito espiritual, se podría decir. Un mundo totalmente diferente de Él. Un ámbito no espiritual sino material, no sin dimensiones sino mensurable, no invisible sino visible, no infinito ni ilimitado, sino confinado y muy limitado. Este sería un ámbito pequeño, mucho más pequeño que el de la eternidad. Un ámbito de tiempo, de cosas temporales, alojado dentro de la eternidad. Hablando una vez más en voz alta, el Señor clamó al abismo de la ‘nada’, y una vez más la ‘nada’ cedió el paso a algo. Al momento, el mundo visible surgió, saliendo de su Palabra hablada. 10

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Y con su Palabra ese mundo visible se sostiene junto; y por su Palabra ese mundo visible existe en El. Entonces Dios convocó a todos los ciudadanos de los Lugares celestiales y, señalando a ese nuevo ámbito, declaró: -Yo establezco ahora un término. Desde aquí... hacia allá adelante... estará el ámbito de las cosas visibles. Habiendo hecho esta simple declaración, Dios se precipitó hacia ese aparentemente impenetrable límite. De inmediato, para asombro de los ángeles, apareció como un portón en ese límite... una puerta entre los dos ámbitos. Y a través de esa puerta, El entró en aquel nuevo dominio. Dios habló otra vez, y a su Palabra ese mundo visible empezó a pulular con rutilantes luces y circulantes orbes. Ahora se detuvo en un oscuro y elemental lugar de ese ámbito, y una vez más hizo una declaración: Aquí, en este lugar, haré la suprema y más refinada obra de creación. Ahora voy a crear, en este solitario lugar, un orbe que llamaré tierra... el centro mismo de mi creación. En realidad crearé tan sólo dos cosas: la Tierra, y todo lo que no es la Tierra. Entonces extendió la mano, y de la punta de los dedos cayó una pequeña masa informe. -Sobre este pequeño grano trabajaré cinco días más. A medida que El trabajaba, aquella masa vacía empezó a adquirir forma simétrica. Por dos días consecutivos Dios trabajó llenando la pequeña bola con cosas nunca antes imaginadas. Durante el tercer día de su labor creadora ocurrió un hecho sumamente notable. Para empezar, Dios creó un objeto muy pequeño, y lo mostró por largo rato en la palma de la mano, sin moverse. Mientras El miraba con atención ese objeto, los ángeles empezaron a percibir los sentimientos de Dios y a ver cómo sus emociones se reflejaban en su divino rostro. El observaba la singular solitud de 11

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ese pequeño objeto. Fuera lo que fuese, aquello era un único ejemplar de su especie. -Esto es una semilla -declaró el Señor, casi apesadumbrado. Su triste semblante y su rostro serio produjeron un calofrío en toda la hueste angélica. -Esta semilla permanece sola -dijo El. Había tanto patetismo en sus palabras, que, a los ojos de los ángeles que observaban, aquella semilla parecía constituir el elemento más solitario de la creación. De nuevo el Señor se quedó observando en silencio aquella semilla. Un ligero estremecimiento de desasosiego sacudió a toda la ciudadanía celestial, a medida que ese silencio se volvía ya casi insoportable. -Esta semilla permanecerá sola por siempre, a no ser... a no ser... que caiga en la tierra -continuó El. Con eso, el Señor dejó caer la semilla en la tierra fértil. Hubo una pausa momentánea. Entonces, súbitamente, algo brotó de esa tierra nueva y fecunda... completamente desarrollado. Era algo... viviente. Los ángeles quedaron pasmados. ¿Podía algo viviente ser también visible? Y no sólo visible, sino verde. En breve toda la tierra, según parecía, quedó cubierta de esa vestidura verde. Dado que los ángeles eran tanto invisibles como neutros, y no tenían siquiera el más leve concepto de lo que era reproducirse, ahora quedaron confrontados con una escena pasmosa. Estaban mirando con asombro algo viviente, visible, así como verde. Y que, además... ¡podía reproducirse! Siendo neutros, este asunto de la reproducción estaba más allá de la mejor comprensión que los ángeles tenían de la revelación. Pero sí comprendieron bien que Dios observaba con suma intensidad esa hierba viviente, visible, verde -y que se podía reproducir Al parecer, esa menuda hierba podía multiplicarse y reproducirse según su propia especie. Cada cual reproducir su género. Cada cual producir su propia especie. De hecho, había allí algo muy distinto al ámbito celestial. 12

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A diferencia de Dios y de los ángeles, aquello era visible, verde y vivo, y podía reproducirse. “Qué extraño”, pensaron ellos, “que semejante idea estuviera en la mente de Dios. Qué extraño es también que una humilde semilla haya captado tanto su atención”.

V

El sexto día confundió de verdad a la revelación angélica, porque en ese día aparecieron tantas cosas nuevas vivientes, que las mentes angélicas, al igual que la tierra misma, bullían de admiración. Contemplaban la vida -visible. Seres vivos que podían oír, que podían volar, que podían correr, que incluso podían expresarse en voz alta. Pero el espectáculo más asombroso en ese globo verdeazul era esto: Todo era dos. Además, ¡sí que era una asombrosa clase de dos! Ninguna de las criaturas del sexto día era del género neutro; eran del género masculino. Es decir, la mitad lo era. La otra mitad era la maravilla más incomprensible de todo el universo creado. Porque esos seres no eran del género neutro y, decididamente, tampoco eran del masculino. Constituían algo nuevo que estaba más allá de toda comprensión. Eran del género femenino. ¡Eran hembras! (Fuera lo que fuese una hembra). Era de esperar que los seres del género masculino viviesen solos; todos los ángeles sabían eso. El único Ser masculino que conocían vivía solo. Pero cada uno de esos seres del género masculino o machos, creados en el sexto día tenía un facsímil, un otro yo. Cada uno según su especie. Facsímiles. Cada uno su otro yo. Era ése un concepto tan maravilloso, que los ángeles hablaban de ellos con un reverente susurro y, mirando a su Dios con prístina inocencia, se preguntaban qué sería lo que lo había motivado a crear seres vivos que se reproducían... que venían en parejas... ¡cada él teniendo una ella! Y de ese modo los ángeles miraban, y de esa manera se maravillaban, y de esa forma contemplaban a esos seres recién creados, y decían: Igual que nosotros, Ellos viven y se mueven; Igual que nosotros, Cada uno es según su especie. Oh, pero a diferencia de nosotros, Ellos son visibles. 13

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A diferencia de Dios, A distinción de los ángeles, E incluso de la hierba, Cada uno tiene su otro yo. Los ángeles también observaron, casi tristemente, que ahora todos los seres vivos tenían a algún otro... excepto Uno. Y Él todavía estaba... solo.

VI

Siendo así que el sexto día estaba para finalizar, y debido a que El parecía bastante cansado, los ángeles quedaron muy sorprendidos al descubrir que todavía no había acabado su creación. En el momento mismo en que hubieran podido suponer que Dios terminaba sus labores, Él se enfrascó en la realización de un acto final de creación -su obra maestra. -Ustedes comprenderán claramente lo que estoy por hacer-les dijo a los ángeles-, pues son la más alta forma de vida en los ámbitos invisibles, la suprema creación en lo invisible. Hizo una pausa, se inclinó y recogió un pequeño puñado de tierra, lo miró por un momento, y habló otra vez: -De este barro almagrado voy a crear la más elevada forma de vida en el mundo de las cosas visibles. La criatura que estoy a punto de producir señoreará en el universo material, así como Yo señoreo en el universo espiritual. Al decir esto, Dios comenzó a formar, moldear y plasmar el barro almagrado. Los ángeles convinieron plenamente en cuanto a ese asunto. Este será como es su Dios... un él. Miraban con asombro a su Señor, cautivados por la intensidad que denotaba su rostro, y notaron cuán hondo se había grabado allí la solitud, tan singularmente suya: Sabían que algo de gran importancia estaba teniendo lugar en las interioridades de su Señor... y en la punta de los dedos de El. Una vez más el aspecto de su rostro comenzó a cambiar. Dios estaba explorando algo... algo en su propio ser. Lentamente sacó ese elemento de dentro de sí mismo y lo grabó en la vestidura de la arcilla. 14

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Después del último toque modelador, el Señor dio unos pasos atrás desde aquella figura de barro húmedo, permitiendo así que los ángeles pudieran abarcar con la mirada una perspectiva completa de su obra terminada. Los ángeles se quedaron atónitos y maravillados, y exclamaron a una voz: ¡Es su imagen! ¡Visible!

VII

Nuevamente el Señor se inclinó despacio sobre la escultura de arcilla. Por un momento el rostro del Dios viviente y el rostro esculpido en la arcilla inanimada casi se tocaron. Dios el Señor sopló. Las ventanas de la nariz de arcilla se estremecieron y lo ensancharon. Instantáneamente la arcilla húmeda encarnó, se enderezó, cobró vida y empezó a respirar tranquilamente. El Señor retrocedió, casi pensativamente. La más nueva de sus creaciones volvió la cabeza... y miró por un breve momento el panorama de seres celestiales reunidos allí. Entonces, con un gesto muy natural, el hombre sonrosado se incorporó y quedó sentado... se volvió... y miró cara a cara a su Escultor. Una vez más el Señor se acercó a su imagen. Y de nuevo sus rostros casi se tocaron, al tiempo que los ángeles susurraban su avenencia: Pero... si son casi como... hermanos. De todas las innumerables criaturas formadas por la poética a mano de Dios, había una sola de la cual se podía decir: “El Señor estaba pensando en sí mismo cuando creó a éste”. Y así como los ángeles habían supuesto, esta creación última y final era varón. No un neutro. Por lo tanto, no era de la especie angélica. Era visible. Por consiguiente, era del mundo material. Con todo, era una forma de vida mucho más elevada que cualquier otro ser que habitaba en el ámbito visible. Ninguno de ellos necesitaba que se lo recordaran, al estar allí maravillados de él, porque la verdad se hacía patente: Esa criatura habría de señorear la tierra... tan ciertamente como que Dios, a semejanza de quien tan obviamente él había sido creado, señoreaba los lugares celestiales.

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Además, todos ellos notaban que esa criatura, a diferencia de los animales visibles y de los ángeles invisibles -pero muy a semejanza de Dios- podía amar. Y que ni Dios ni el Hombre tenían un igual, según su propia especie. Ahora eran dos los que compartían la base común de la única inconsecuencia de la creación. El Hombre se unió a su Dios como uno de tan sólo dos seres vivientes que sabían amar -pero que no tenían un ‘otro yo’ en quien pudiesen derramar ese amor. El era el único varón, el único ser masculino en toda la creación universal -con excepción de Dios- que no tenía un facsímil, un otro yo. Efectivamente, era la imagen de Dios. El día sexto concluyó con el anuncio que el Señor hizo de que había acabado para siempre su creación. Parecía una conclusión extraña, con una paradoja tan obvia aún sin resolver.

VIII

El día séptimo fue un día de reposo para toda la creación. La actividad más intensa del día no pasó de la admiración. Amaneció el día octavo, el segundo primer día de la semana. Para Jehová Dios, este día había de ser un día que El pasaría en comunión con su imagen. Era evidente que disfrutaban uno de la compañía del otro más que de todas las demás. Juntos anduvieron por la faz de ese globo esmeralda en que este hombre habría de señorear: por ondulantes praderas, valles, colinas, montes. Juntos bebieron la hermosura de la tierra y absorbieron el cantar de la brisa. El Creador y su Imagen recorrieron juntos todo el dominio terrestre del Hombre. Y al ir andando así, primero uno, luego el otro, declaraban sus muchos descubrimientos. -¡Ah, esto es bueno! -Sí; y esto... -Y esto también, es bueno. AI ir ellos andando, el comportamiento del Hombre se tomó inquietamente extraño. Con frecuencia fijaba su penetrante mirada sobre algún indeterminado objeto lejano, y entonces, de pronto, dirigía sus pasos hacia aquello, tan sólo para hallar al león, al leopardo o al águila. Por un momento ese descubrimiento hacía que todo su porte perdiera aquella magnificencia. A veces el Hombre se volvía le mámenle y susurraba, con un patetismo que podía desazonar a un serafín; -Dos. Siempre son dos. 16

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La honda inquietud del Hombre se intensificaba. Finalmente, su Señor abordó esa intranquilidad del Hombre. -Has visto ya una buena parte de toda mi creación, y has visto asimismo la porción que te he dado para que tú señorees en ella. ¿Hay algo en todo este vasto ámbito que, según tu observación, pudiera no ser bueno? -preguntó el Señor inquiriendo con sinceridad. Lentamente y con gran deliberación, el Hombre recorrió con sus ojos de águila su vasto y exuberante dominio. Su veredicto fue incontestable. Todo era bueno. Sin embargo, no todo. Había algo inconveniente allí en lo recóndito del Hombre. Algo que él no podía definir... pero que, con todo, estaba allí, y él se esforzaba en darle expresión. Desde muy adentro del Hombre brotó un grito silencioso y estremeció todo su ser hasta lo más profundo. Se volvió y miró otra vez cara a cara a su Creador. Fijó su mirada firme en las llamas de fuego de los ojos de Dios. Ninguno de los dos habló mientras sus ojos intercambiaban un consorcio de emociones -la mutua solitud, aquella tristeza que compartían y que ellos solos, entre todos los demás seres vivientes, estaban experimentando. Finalmente el Señor rompió el arrobamiento del silencio: -Veamos, como evidencia, si todas las cosas de mi creación son buenas. El Señor levantó la mano y mandó que todas las criaturas de la tierra se reunieran allí y pasaran delante del Hombre. Por su parte el Hombre conoció, por algún instinto espiritual de su naturaleza interior, que él había de llamar, esto es, poner nombre a cada animal. Los animales aparecieron, y el Hombre observó que todos venían por pares, cada uno con su pareja. El león vino delante de él dando saltitos con su leona; el brioso corcel y la yegua; el toro y la vaca. Dos, siempre dos. -¿Qué está mal aquí? -preguntó. Su mirada se tomó impetuosa al exclamar: -¡Yo soy Ish! ¡El Hombre! Señor de este dominio. Pero estoy solo. Uno, solamente. ¿Dónde está mi otro yo? Pasó la última pareja. El Hombre miró en derredor frenéticamente, y luego arrancó a correr a través de valles y colinas, hasta que llegó a un precipicio de una gran montaña y empezó a otear el horizonte. 17

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-¿Estás allí? -llamaba-. ¿Estás allí? Recorrió y exploró todo el globo terráqueo; después oteó la luna y las estrellas allá arriba. Entonces, lentamente y en silencio regresó por su camino a los valles, y a Dios que esperaba y comprendía. El Hombre fijó otra vez inquisitivamente su afligida mirada en la llama de fuego de los ojos de Dios. -¿Qué es lo que no está bien? -preguntó. -Tengo la certeza de que tú lo sabes -fue la respuesta-, No es bueno para ti, oh Hombre, que estés solo. Por un largo rato, un hombre muy joven y un Dios que no era mayor que él en edad, compartieron en su espíritu algo que las palabras, mortales o divinas, no podrían expresar jamás. -Tú eres mi imagen. Eres varón. Estás solo. No es bueno para ti que estés así, dijo el Señor muy sosegadamente. El Hombre escudriñó el rostro de Dios por un largo rato antes de contestar: -Estoy, como Tú estás. ¡Solo!

IX

Sin tomar en consideración ni distancias ni tiempo, el Hombre empezó a deambular... sin ningún propósito ni dirección. El insoportable dolor que sentía en su corazón le palpitaba. Sus sentidos le revelaban la dura verdad: “Me encuentro más solo que si fuera la única criatura viviente en todos los ámbitos”. El tiempo, inmensurado, pasaba. Por último, cansado y abatido, volvió andando a su Creador. -Tú eres verdadero, como que Tú eres la verdad dijo el Hombre al acercarse a Dios, a quien ahora entendía mejor-. Pero ¿es que no hay ninguna acción, ningún acto, de Dios o del Hombre, que pueda dar origen a... mi Isha? Aunque sea por un breve momento, para ver, o para tocar... algo... o alguien... como yo. ¿No puedo tener, aunque sea por un rato, mi leona? El Señor exhaló un profundo suspiro, como el que está por comenzar una tarea grande y ardua, y entonces habló: Hombre, hay un principio escrito en las profundidades de mi ser, el cual no puede ser rescindido. Yo soy uno, y no dos. Indivisible en mi vida. Y tú, Hombre, eres mi reflejo de esta mi esencia. Por tanto, tú también eres uno. Como yo estoy solo, así 18

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tú estás solo. Como yo soy indivisible, así tú eres indivisible. No puede ser más de uno. Alterar esto es violar el reflejo de mí mismo, el cual eres tú. AI escuchar este inexorable veredicto, el Hombre sin imperfecciones, que estaba en medio de un universo sin imperfecciones, empezó a llorar. Por vez primera la creación fue testigo de la exquisita agonía de las lágrimas. El Hombre alzó su rostro y, hablando entre sollozos, dijo: -Tú eres muy semejante a mí, ¿no es verdad? -No; absolutamente no -se escuchó la suave respuesta del Señor-. Tú eres muy semejante a mí. Cuando el pleno significado de esas palabras se deslizó en lo más profundo de su alma, el Hombre cayó de rodillas, mientras su indecible pesar encontraba expresión tan sólo en incontrolables sollozos. Finalmente, el Hombre se sosegó, alzó el rostro bañado en lágrimas, y mirando a su Hacedor con una expresión de dolor, habló una vez más... con palabras que denotaban una determinación inflexible: -Entonces, no hay manera. Como tú eres, así estoy yo también destinado a ser siempre. Un corazón abrumado de amor y una Vida vivida en solitud hallaron ahora una voz vacilante y palabras mesuradas: Tal vez, imagen mía, tal vez existe una forma. Pero solamente una. El Creador extendió la mano y metiéndola en la tierra, sacó una semilla, una que no era diferente de aquella primerísima semilla que Él había creado. Por un momento interminable, el Hombre observó cómo su Señor miraba fijamente, en silencio y con tristeza esa semilla. Lentamente Jehová Dios le alcanzó la semilla al Hombre para que la viera. -Hay todavía otro principio más, escondido en lo profundo de mi naturaleza. Por lo tanto, este principio se halla también en la propia fibra y torrente circulatorio del universo entero. Incluso en ti, Hombre. Es una ley de mi naturaleza, desconocida para mi creación. No obstante, este principio existe también en esta pequeña semilla de la tierra. Así como nosotros, esta simple semilla está sola. Y, así como nosotros, debe permanecer por siempre... sola. 19

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-¿Por siempre? Mi Señor, mi Dios... ¿sola... por siempre? -Sí, Hombre... por siempre... a menos que... -¿A menos que qué? -Exclamó el Hombre al percibir esa tenue insinuación de esperanza-. ¡Dime! ¡A menos que qué! -A menos que... -El señor hizo otra pausa. -¡Por piedad! ¡A menos que qué! -clamó el Hombre. El Señor respondió con voz tranquila y suave: -A menos que, acaso, la semilla caiga en la tierra y allí deje de existir. Diciendo esto, el Señor dejó caer la semilla en la tierra. El Hombre se precipitó al sitio donde la semilla había caído en la tierra y exclamó: -Pero yo no puedo caer dentro de la tierra y allí dejar de existir. -Hizo una pausa. Entonces bajó la voz y añadió-: Esto es... bueno, yo no puedo, ¿no es así? El Señor se volvió, y mirando al parecer a algún distante mundo, susurró: -Tal vez... tal vez un día pudiera llegar a suceder semejante cosa. -Pero -interrumpió el Hombre todavía agitado-, ¿qué tendría de bueno eso? -Miró otra vez el tepe húmedo-. Porque ¿qué beneficio habría en que yo desapareciese para siempre en la tierra? Entonces, si mi otro yo apareciera, se encontraría solo. -¿No has observado, Hombre, y estoy seguro que sí, que con el tiempo la semilla brota de nuevo? Brota, saliendo de la cautividad de su cámara de barro. Y esa semilla, una vez que brota, ya no es más una semilla. Y tampoco está más sola. Esa semilla constituye muchas semillas. -Pero te digo un misterio: todavía es... una. El Hombre permanecía casi inmóvil. Fijó los ojos primero en la tierra y luego en el rostro de Dios. Despacio, pero con una creciente expectación, contestó: Todo esto que he escuchado, no lo comprendo del todo. Tus pensamientos están más allá de los que se me conceden a mí. Tu parecer no es mío para tenerlo. Ni ángeles ni arcángeles, supongo, han conocido jamás en los cielos 20

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semejante pensamiento. Pero ahora yo declaro: ¡Hazme una semilla! Y acaba así mi aflicción. Colócame ahora, en esta hora, En la entrañas de ese barro Del cual provine yo. Forma para mí, ahora, Proveniente de tu dedo O a partir de mí corazón, mi facsímil, mi otro yo. Estas palabras del Hombre parecieron terminar, para el Creador, una eterna vigilancia de espera. -Tú, que eres mi propia imagen, ¿estás dispuesto a caer en la tierra igual que esa semilla singular, para que puedas terminar así tu jomada de soledad? ¿Y estás dispuesto a hacer esto para obtener una vida a partir de tu vida? El Hombre se volvió para estar frente a frente a su Dios y exclamó en una voz de inequívoca certeza: -¡Sí, Señor; estoy dispuesto! ¡Sí, lo estoy! Jehová Dios alzó, primero los ojos e inmediatamente después la mano hacia los ámbitos celestiales. La respuesta angélica fue inmediata. La hueste celestial apareció de repente en el ámbito de lo visible. Formaban una multitud bulliciosa, gozosa y expectante que rodeaba a su Creador y a la suprema creación de El. En breve los dos quedaron completamente rodeados de luz y alabanza angelical. En medio de esa demostración celestial, el Señor levantó la mano otra vez y proclamó con voz tronante, como un rugido, la más franca declaración: -Para el Hombre -tronó-; formaré ahora para el Hombre un facsímil, su otro yo. ¡Según su especie! Las alabanzas se desvanecieron. Asombradas, las huestes celestiales guardaron silencio. Aquéllas eran palabras que no podían comprender. Sabían perfectamente bien que esa declaración era algo del todo imposible. -Este es el octavo día ¿no es así? -se preguntaban los ángeles uno al otro. -Efectivamente, éste es el octavo día, no el sexto. -Y nuestro Señor declaró que la creación, así como todas las obras creativas, terminaron en el sexto día ¿no es verdad? 21

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-Estamos firmemente convencidos de ello -respondían. -Entonces, no oímos muy bien, porque la voluntad de Dios está establecida. -Tal vez lo que pasa es que no escuchamos muy bien. -Con toda seguridad ha habido algún fallo. -¿Puede un varón dar a luz un hijo? -susurró un ángel más al escudriñar lo recóndito de su ser buscando una revelación. -¿Cómo puede la imagen de Dios llegar a ser dos, cuando Él es uno? -era la pregunta no contestada, no expresada, que ardía en el espíritu de todos ellos. Y, a la verdad, la creación había terminado para siempre. En ese momento el Señor se volvió, quedando de frente a la sonrosada criatura que estaba junto a Él, para contestar estas preguntas incontestables. -Tú eres de la tierra. De este barro mismo te formé, pero no formaré tu otro yo de este barro, -El Señor hizo una pausa. Todos los ángeles se inclinaron hacia adelante oír mejor-. No; no del barro... ¡sino de aquí! Todas las miradas, humanas y angélicas, siguieron el dedo de Dios. Todos y cada uno emitieron un sordo sonido de asombro. El dedo del Señor estaba señalando ahora, con una claridad absoluta, el costado del Hombre. -Tu facsímil, tu otro yo está, aun ahora, escondido en ti declaró el Señor-. Tu otro yo será no sólo para ti, sino que procederá de ti y por medio de ti: de tu vida, de tu sustancia. Tu otro yo será tu ser. ¡Ella será tú, tu extensión! Será hueso de tus huesos. Carne de tu carne. Ser de tu ser. -Oh -exclamó quedamente uno de los ángeles al volverse un poco para susurrar a otro-: Entonces, no será creación en absoluto. Se trata de formar, de alguna manera. -Pero ¿y qué de la unicidad de Dios? -preguntó un ángel todavía curioso. -¿Y cómo pudiéramos saberlo? -fue la confusa respuesta-. Estamos aquí tan sólo desde la fundación de las edades y del comienzo del tiempo y de la eternidad... no desde antes. De pronto, el cuchicheo se desvaneció. El Señor estaba mirando al Hombre con una intensidad nunca antes vista por ningún ojo creado. Entonces, lentamente, alzó la mano y la pasó sobre el rostro del Hombre. 22

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Otra vez los ángeles emitieron un sordo sonido de asombro. El Hombre se deslizó al suelo y quedó tendido allí muy inmóvil. A la verdad, demasiado inmóvil. -Su porción interna... este... ¿habrá dejado de existir? -Creo que no, pues aún resplandece. -Pero ¿cómo puede algo estar tan... tan inmóvil? -Confiemos, aun a la vista de esto tan extraño, en que todas las cosas en la creación de Dios son todavía buenas. Ahora bien, es cieno que si uno mete la mano en el agua, con seguridad sacará agua. Y si acaso uno la mete en la tierra, seguramente sacará tierra. Así pues, se desprende que si el Dios vivo metiese la mano en el costado del Hombre, ciertamente sacaría sustancia humana. Y esto mismo hizo El, sacando de adentro del Hombre una porción de él. Una parte del propio ser del Hombre quedó ahora separada de él. Los ángeles quedaron atónitos, al observar cómo el Hombre dejaba de ser uno, y sin embargo era uno. -Ustedes ven -dijo con voz suave el Señor-, hay algo... alguien... escondido en Adán. El Señor había sacado del costado del Hombre un hueso -un hueso que resplandecía en forma tenue- y lo levantó bien alto a fin de que todos lo vieran. -El Hombre ya no es uno. Es divisible, y sin embargo ambas partes son... todavía este Hombre -declaró el Señor. -Nunca habría podido figurarme que semejante cosa pudiera ser -dijo uno de los ángeles a nadie en particular, sino a sí mismo-. A la verdad, se encuentran muchas maravillas en los caminos del Señor. Entonces Jehová Dios se volvió para quedar de frente a las huestes angélicas. -De este hueso, tomado de las partes internas del Hombre, formaré su pareja, su otro yo. -El... -la voz del Señor tembló. Entonces todos los ángeles se irguieron y se pusieron tensos, algunos hasta llevaron la mano a su espada. -El Hombre... tendrá ahora a alguien a su lado. Alguien de su propia sustancia. Una extensión... de su sustancia. Ahora formaré carne de su carne. Hueso de su 23

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propio hueso. De este modo él tendrá un facsímil, otro yo. Un otro yo en quien pueda derramar... su amor. Como uno solo, los ángeles se postraron sobre sus rostros en tierra. Una pequeña revelación del drama que se estaba desarrollando había penetrado en su espíritu. Nuevamente se pusieron de pie y empezaron a cantar con voz suave, mientras su Creador pasaba ahora a ser un Constructor. En breve su cantar dio paso una vez más al silencio, porque la escena que tenían delante cautivó todo su ser. -Miren, no hay ninguna inconsecuencia en esto -dijo uno de los ángeles resumiendo su callada indagación-. En nuestro ámbito, en el mundo de lo invisible, no existen facsímiles, no tenemos nuestro otro yo. Pero aquí, en el ámbito del Hombre, en el mundo de lo material, todos los seres tienen su otro yo. Por consiguiente, es muy natural que el Hombre también tenga un facsímil, su otro yo. -Entonces el ángel se irguió del todo hasta alcanzar su plena estatura, como quien está para resolver definitivamente algún gran misterio. -Es cuestión de lo visible o lo no visible. Aun cuando el Hombre es en verdad la imagen de Dios, él es visible. Pero Dios es invisible. En esto consiste la diferencia. Invisible, espiritual... no tiene pareja... Visible, material... sí tiene pareja. -Aun así -se preguntaba uno de los oyentes que estaba al lado de él-, aun así, si la imagen puede tener una pareja, entonces ¿por qué Dios, el Original, no puede tener una pareja? Y además, el Hombre no es solamente del mundo material. Él es, en parte, del mundo espiritual. No es totalmente como los animales, ¿te das cuenta? ¡Resplandece! Entonces el susurro de la conversación cesó abruptamente. El Señor había llegado a un punto en que ya la forma de ese nuevo ser era discernible. De repente, y todos lo notaron, uno de los arcángeles -el ángel de luz- había atravesado la multitud de ángeles y se acercaba al Señor. Un murmullo de asombro subió al ejército celestial. El hecho de que alguien se entremetiera para interrumpir a su Señor en un momento semejante, era del todo... contrario al carácter angélico. -¿Podría yo expresar en palabras lo que cada uno de nosotros nos hemos estado preguntando dentro de nuestro espíritu? -Bien puedes -contestó el Señor. -Estás formando un facsímil, un otro yo para el Hombre. ¿Crearás también para ti otro yo? Al oírse estas palabras, estalló una gran consternación en las filas angelicales. Nunca antes se había visto entre ellos una conducta semejante, ni se había 24

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concebido una pregunta tan impropia. Y ciertamente, nunca jamás se había formulado semejante pregunta. La respuesta del Señor fue trastornadoramente calmada: -La creación está terminada. ¿Cómo puedo Yo crear cuando la creación ha terminado? No; por la inmutabilidad de mi propia naturaleza y por la seguridad de mi Palabra, el asunto de crear está acabado para siempre. Había una finalidad en esta declaración, que concluía todos los interrogantes. Al escuchar estas palabras, la tensión del arcángel se relajó, mientras que todos los demás ángeles se pusieron tensos. -No -se escuchó la voz del Señor, de nuevo tan calmada, tan serena, que los ángeles tuvieron que hacer un esfuerzo para oír-. Ni el Hombre, ni... Yo... -Hizo una pausa-. Ni al Hombre ni a ningún otro se le proveerá una facsímil, un otro yo, de fuera de esta creación. La creación ha terminado. Puedes anotar esta hora como la hora en que esta creación ha visto el último facsímil para siempre. Entonces el Señor se volvió, a fin de dirigirse al arcángel cara a cara”. -Se necesitaría toda una nueva creación, y por consiguiente, el fin de ésta, para realizar una obra tan grande. Tampoco podría Yo tener jamás un otro yo creado. Uno según mi propia especie, tendría que ser, necesariamente, increado (ojalá que no) ¡porque Yo soy increado! La conversación terminó. Una vez satisfecha su curiosidad, el arcángel volvió a su lugar asignado, sobre los ángeles y junto al trono. Entonces, con más dedicación que nunca, el Constructor retornó a su labor de formar la radiante y resplandeciente figura que había sido, sólo unos momentos antes, nada más que la costilla de un hombre. De pronto, en forma bastante abrupta e inesperada, se detuvo. Tan perfecta era su quietud, que las huestes celestiales se estremecieron. Lentamente, al principio en forma casi imperceptible, aquella luz que había en El comenzó a avivarse. Y se fue poniendo cada vez más brillante a medida que la revelación dentro de El se intensificaba. Los ángeles se alarmaron cuando esa creciente luz empezó a envolver, primero a ellos mismos, después la tierra y luego la galaxia. Aquella luz se remontaba tanto hacia arriba como hacia afuera, hasta que su brillantez absorbió toda la visible creación. No cabía duda alguna. El fulgor de la revelación no había conocido semejante brillantez desde aquel trascendental momento en que Dios concibiera por primera vez la idea de crear. 25

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La luz siguió ascendiendo aun más arriba y poniéndose más brillante, derramándose en los lugares celestiales, llenando todo resquicio de los ámbitos de lo invisible. Ahora la longitud y la anchura de la creación habían quedado sorbidas en la gloria de la luz de Dios. Los ángeles se estremecían de pavor ante semejantes brillantez. Sus propios espíritus, ahora absortos en Dios, empezaron a entrar en contacto con el pensamiento de El. Estaban sumergiéndose en estallidos de revelación que ascendían en espiral. Lentamente la revelación amainó, proporcionando así a los ángeles un momento para preguntarse qué pensamiento fundamental había pasado por el ser de Dios, y qué obra maestra podía ahora salir de su mano. Por último, pudieron traspasar esa luz y ver otra vez el rostro de Dios. Ese rostro expresaba una exaltación y un gozo que parecían grabados en él. AI ir tambaleando a su lugar asignado, un ángel susurró: -El contempló el otro yo del Hombre y lo vio con los ojos de su mente divina. Pero me parece que en alguna parte más allá de esa visión, El ha vislumbrado una revelación más elevada, mucho más grande. Pero ¿cuál? -Es un misterio, escondido en luz inaccesible -dijo otro. Ahora fue con manos temblorosas con que el Constructor moldeó, y plasmó, y formó, y volvió a moldear. Y al tiempo que el ser que El estaba formando cobraba su forma final, los ángeles, aterrados y asombrados, cayeron una vez más de rodillas al contemplar la maravilla de la vista que tenían delante. En forma muy irreverente, un ángel gritó en voz alta los pensamientos de todos: -El no está haciendo otro Ish. Esta es parecida, y sin embargo es diferente. Como la leona es al león, así es esta tomada del Hombre. Pero nunca, nunca -exclamó el ángel escandaloso- fueron el león ni la leona tan hermosos como ésta. Otro ser angélico traspasó los límites de la restricción al exclamar, prediciendo el advenimiento de un atronador estruendo de alabanza que seguiría a sus palabras: -Ni siquiera el Hombre ha sido tan hermoso como ésta -exclamó exultante. Al proclamar eso, la bóveda celeste se abrió, y en un grito a voz en cuello ejecutado al unísono, todos los seres celestiales proclamaron juntamente: Nunca ha sido ni nunca será Ningún ser viviente tan bello como ella. 26

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Todas las huestes de la corte celestial, Todas las criaturas en el tepe terrenal, Sin importar tribu ni raza: Una sola vista puede jamás ser Más hermosa que ellaLa del rostro del mismo Dios.

X

-Estoy seguro de que lo tengo ahora. -¿Y qué es? -La luz... la luz que hace un momento casi nos consumió. Nuestro Dios no puede tener un otro yo. No obstante, El visualizó lo que ella podría ser... si es que alguna vez pudiera llegar a existir... el otro yo de Dios. Entonces El mantuvo esa visión delante de sí, una visión de su propia desposada... y modeló aquel hueso del Hombre en un otro yo. Esa ella. Dios la modeló conforme a la imagen de la visión de su propio facsímil, ¡de su propio otro yo! -Si esto formado por la mano de Dios es una imagen, entonces ¡qué podría ser el otro yo de Dios, si de veras ella pudiera llegar a existir! -Esto es algo que nunca sabremos. -Ni tampoco nuestro Dios. -No es de extrañarse entonces -siguió diciendo el ángel -, que habiendo completado esta obra maestra suprema, nuestro Señor no conoció más que un gozo melancólico, como estoy seguro de que ustedes notaron.

XI

El Señor retrocedió unos pasos desde la pulsante figura para que todos los ángeles la pudiesen ver. Una criatura viviente, que respiraba, yacía tranquilamente a sus pies, cubierta de un resplandor iridiscente. Parecía como si hubiese sido cincelada de la luz del sol. 27

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Por un largo momento los ángeles contemplaron ese ser totalmente nuevo, cuya forma, contornos y rasgos estaban más allá de todo lo que la imaginación podía concebir o lo que la mente podía captar. Allí estaba el otro yo del Hombre, según su propia especie. Y ahora -todos lo sabían- podría haber hijos del Hombre e hijas del Hombre... según su especie. El Hombre -imagen de Dios- que tendría descendencia ‘según su especie’, era un concepto que nunca había pasado por el espíritu de ningún ángel. Fue ella, la Tomada-del-Hombre, quien rompió aquel encanto angélico. Abrió los ojos y miró a su alrededor con curiosidad. Cuando se levantó, los ángeles emitieron un grito de delectación al contemplar semejante gracia regia. Por último, su mirada cayó sobre el rostro de Dios. Ella inclinó ligeramente la cabeza, a medida que la curiosidad daba paso a la sabiduría. Tú eres mi Señor, mi Creador y mi Dios. Sí, Yo soy -respondió el Señor con suavidad. Ella pasó la vista por las huestes celestiales hasta bien lejos, luego volvió a mirar a su Señor. -Hay uno sólo como Tú -observó. Luego, sonriendo, hizo un ademán hacia los ángeles, -Hay muchos de ustedes. -Y yo... ¿soy sólo una? ¿O soy muchas? La respuesta vino en forma tan rápida como sorprendente, ya que vino en una sola palabra: -Ve -dijo el Señor señalando en una dirección totalmente opuesta al sitio donde el Hombre yacía dormido. -Ve. Ve más allá de los ángeles. Más allá de los animales. A las colinas. A las montañas. Ve; y allí aguarda. La mujer extendió la mano y tocó la mano de Dios, entonces dio medio vuelta y desapareció hacia el poniente. El Señor también dio la vuelta y avanzó hacia el oriente. Los ángeles lo siguieron, unánimes en sus pensamientos.

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-Ella estaba en el Hombre. ¡Estaba escondida allí, en él! Invisible, no imaginada... por mente mortal alguna. Sin embargo, allí estuvo ella, todo el tiempo, en él. -Y al Anciano de Días lo conocemos bien, sin embargo no en absoluto. -¿Qué otro misterio pudo haber habido, mucho, mucho antes de venir nosotros? -¿Qué cosa, qué otra cosa gloriosa podrá haber todavía escondida en El? -¿Un facsímil, un otro yo en El? ¿Según su propia especie? ¿Ser de su ser? ¿Naturaleza de su naturaleza? Y tal vez... ¡hijos de Dios! ¡E hijas de Dios! -Absurdo, ¿no es verdad?

XII

El Señor miró de hito en hito la abertura que había en el costado del Hombre. El tiempo parecía avanzar ante sus ojos. Estaba contemplando alguna escena muy distante que ningún otro ojo podía ver. Un viso de tristeza apareció en su rostro al arrodillarse delante de la figura silenciosa e inmóvil del Hombre. -De modo que ésta es la forma en que esto es... y habrá de ser -dijo El, casi en un gemido. Con gran ternura cerró la herida, la herida de la cual había venido el otro del Hombre. Entonces el Señor le susurró a la inmóvil figura que yacía delante de El: -En un tiempo eras uno, pero había en ti escondido un gran misterio. Ahora eres dos. Pero como es mi naturaleza, así es la tuya. ¡En breve habrás de ser uno... otra vez! El Hombre abrió los ojos, y en el primer instante de estar consciente otra vez, se agarró frenéticamente el costado. De inmediato sus ojos se agrandaron. -¡Aleluya!-exclamó-. ¡Falta algo! De un salto se puso en pie y dando vueltas, exclamó: -¿Dónde está ella? ¿Dónde está mi Tomada-del-Hombre? ¿Mi Varona? -Hombre -respondió con voz tranquila el Señor, a quien él había ignorado-. Deseo caminar contigo por unos momentos. -¡Sí! ¡Sí! ¿Pero dónde está ella? 29

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El Señor esperó. El Hombre dejó caer las manos, se volvió hacia el Señor, y sonrió. -Tú hiciste veloces a los ángeles, pero a veces tus caminos son más lentos aun que los míos. -Diciendo esto, se puso al lado de su Señor, y juntos empezaron a caminar. -Tu sustancia ha quedado dividida, Hombre -le dijo El-. Con todo, sigue siendo la misma. Ella es de ti, salió de ti, es una contigo y procede de ti... no obstante, ahora está separada. -Tú eres mi imagen y siempre lo serás. Por lo tanto, ella ha de retomar a ti, esa sustancia de tu sustancia. Ella ha de venir a ser, una vez más, uno contigo. -No comprendo enteramente todo lo que has dicho -respondió el Hombre pausadamente. -No es necesario que comprendas. Pero sí es muy importante que derrames tu amor en ella. Porque, finalmente, ahora tienes a donde dirigir tu amor. Revelando cierta oculta duda, el Hombre respondió: -Nunca he expresado este amor que late en mí. ¿Sabré...? -He formado de tu mismo ser una ella; y, ciertamente, sabrás cómo expresar ese amor que ahora todavía se encuentra cautivo dentro de ti. -¿Y... y luego? -inquirió el Hombre. -Tu otro yo corresponderá, desde luego, a ese amor tuyo. El Hombre se detuvo. -¿Quieres decir...? -respondió, pasmado ante la idea que le recorría la mente-. ¿Quieres decir que no sólo se dará amor, sino que también se recibirá? El propio ser del Señor se estremeció al declarar: -Sí. Será dado... y recibido -dijo. Volviéndose para mirar de hito en hito el rostro de Dios, el Hombre inquirió: -Y ¿con qué se comparará semejante experiencia, el recibir amor de parte de otro... recibir amor de parte de mi otro yo? 30

EL DIVINO ROMANCE

Una profunda apariencia de tristeza cruzó por el incomparable rostro. -Aquí en el consejo de mi ser reside un intercambio de comunión... y de amor del cual tú no sabes nada. Dentro de mi ser circula un amor de relación paternal y filial... del cual tú no eres más que un reflejo. Las profundidades y la anchura de este amor están más allá de toda comprensión mortal. Pero el amor de un otro yo... esto es un asunto de descubrimiento que tú conocerás y que Yo nunca... Es un asunto que tú conocerás antes que Yo lo conozca. -Ahora, espera aquí... Aguarda, hasta que veas... u oigas. Diciendo estas palabras, el Señor desapareció.

XIII

Para llenar el vacío de su soledad, ella había ido andando a lo profundo de parajes inexplorados, deteniéndose aquí y allá para admirar la obra de la creación que su Señor había hecho. No obstante, el océano de soledad que la rodeaba empezó a envolver todo su ser. Un grito de desespero, que iba a exteriorizar alguna ansia interna y dar expresión a la misma, estaba a punto de brotar de su garganta cuando, de repente, el Señor apareció delante de ella. Por un largo momento El contempló la profunda soledad tan evidente en el rostro de ella. -¿Hay algo aquí en mi creación que no es bueno? -preguntó el Señor. -Mi Señor, mi Dios y mi Creador, esta tu creación es bella más allá de todo comentario. Pero yo me encuentro aquí, completamente sola. -Sí; lo sé. Yo también he habitado en soledad por larguísimo tiempo. -¿Habré de estar siempre sola? ¿Constituyo la totalidad de mi especie? -Contestaré esa pregunta ahora -respondió el Señor-. Voy a convocar todas las criaturas terrestres en este lugar. Dicho esto, levantó la mano. Entonces, desde la más lejana distancia, todos los animales de toda especie se volvieron y tomaron rumbo oeste. Conforme la multitud de bestias aparecía hormigueando en el horizonte, todas venían, e iban formando un vasto círculo alrededor de su Señor y de la bella criatura que estaba junto a El. -Siempre vienen de dos en dos -observó ella quedamente. 31

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-Míralos atentamente, Eva, y al hacerlo, escucha el espíritu que está dentro de ti. Instantáneamente Eva percibió, por primera vez, un lugar en su interior... un lugar profundo, escondido, espiritual. Y con ese descubrimiento, tomó conciencia de todo un nuevo ámbito de su ser. Una revelación ardía dentro de ella. Entonces, la revelación dio paso a la expresión. -Todas las cosas aquí se encuentran en su propio orden. No obstante, algo en mi vida no está en orden. Cuando el último animal pasó delante de Eva, ella miró de nuevo a su Creador, pero ninguno de los dos pronunció palabra alguna. El Señor levantó la mano y señaló hacia un lugar distante, y con eso los dos empezaron a ascender a una montaña muy alta. -Soy hermosa -dijo Eva para romper el silencio, hablando con inocencia infantil-. Tal vez más hermosa que cualquier otra criatura. Tú me has hecho así, Y sé amar. No... yo amo. Pero no hay nadie a quien amar. Súbitamente paró. -Yo soy la leona, pero no hay león. Con un débil tono de gozo insinuándose en sus palabras, el Señor contestó: -Realmente, eres una criatura increíble. Entonces, sonriendo suavemente, añadió: -Y, ciertamente, ¡Yo te he hecho así! Eres perfecta, Eva. Tan perfecta como algo creado puede serlo. Tampoco puedes tú, ni ninguna otra criatura, llegar más allá de tu perfección presente, excepto que recibas en ti aquello que no es creado. -No entiendo, mi Señor. -Es la divinidad sola la que es real y verdaderamente perfecta -respondió El. -Pero no has contestado mi pregunta, Eva ¿Hay algo en mi creación que no es bueno? La mujer hizo una pausa lidiando con la pregunta y tratando de formular una respuesta. De repente, una leve sonrisa cruzó su semblante. -Pero, mi Señor, no puedo contestar tu pregunta hasta que Tú contestes la mía. ¿Estoy sola, o hay otro semejante a mí? 32

EL DIVINO ROMANCE

-Qué compañía tan agradable le harás a tu pareja... si tal pareja existe -replicó el Señor con una complacida risa. -¿Existe una? -preguntó otra vez ella. -Eva, tú no estás sola. Sí; hay uno semejante a ti. Y... Eva... ahora mismo él está esperando por ti. -¡Ve! Ve, y hállalo. Al decir estas palabras el Señor desapareció una vez más. Y Eva dijo en un susurro: -Entonces, mi Señor, todo es bueno.

XIV

Ella avanzó describiendo un círculo cada vez más amplio, a veces atravesando prados, a veces subiendo colinas, pero siempre buscando. El intenso anhelo que sentía en su corazón crecía con cada hora que pasaba. Pero nunca en ninguna parte estaba él para encontrarlo. Con desesperación extendió los brazos hacia el cielo y clamó: -¿Dónde está él? ¿Dónde está mi él? Entonces ella escuchó otra vez las palabras de su Dios: -Escucha el espíritu, en lo profundo de ti. Al oír esto, su espíritu dentro de ella se manifestó. Ahora el tenue resplandor que la cubría, fulguraba con una intensidad casi angelical. Percibió el aire, y allí, en la montaña más alta, reunió todas sus fuerzas para exclamar bien alto: -¡Señor! ¡Señor Adán! ¡Ven! Ven Señor Adán. Ven pronto. Una vez más percibió el aire alrededor de ella. Una vez más el resplandor de su espíritu se manifestó exteriormente en un renovado fulgor. Dando vueltas como si estuviese danzando avanzó hacia el este, y empezó a correr con todas sus fuerzas. Una figura iluminada, semejante a mí. La vi, pero “desapareció”. Otra vez se lanzó a la carrera. 33

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Luego, desde un sitio muy lejano escuchó, esta vez no con el espíritu, sino con su oído: -¡Ven, Señor Adán, ven! Loco de alegría, siguió a saltos hacia el eco del sonido, gritando claramente y con todas sus fuerzas: -¡Síii! ¡Ya voy! ¡Yavoooy! Un momento después, saliendo veloz de detrás de una de las vastas raíces principales del Árbol de Vida, la resplandeciente figura apareció otra vez. Ahora pudo verla claramente. Era más hermosa que nada que su imaginación hubiese concebido jamás. De nuevo ella desapareció de vista, dejando al Hombre casi al borde de la locura. -Mi ella, ¡mi ella! -gritó él medio corriendo, medio tropezando. “Seguramente ella me vio”, pensó entonces. “Y me iguala en velocidad de avance, ¡Ella desea venir a mí! Al pensar esto, él se hallaba no sólo corriendo y llorando, sino tronando. -Te amo. Te amo. ¿Me oyes? ¡Te amo! Ella apareció una vez más a la vista. La distancia que los separaba se acortaba rápidamente. De pronto ambos se detuvieron abruptamente, sin saber de fijo qué hacer a continuación. Entonces el Hombre rugió de nuevo: -¿Me oyes? ¡Te amo! Espontáneamente, ambos se precipitaron, delirantes de gozo, uno a los brazos del otro, al tiempo que él oía la inequívoca respuesta de ella: -Te amo, te amo también... así como tú me amas. Así, con gozo, con gritos, con [isas y con lágrimas, quedaron agarrados uno al otro en un apasionado abrazo, mientras que todo el tiempo el Hombre siguió diciendo a gritos: -Eres hermosa. Más que los arcángeles. Y te amo, te amo. Y hasta donde podía buenamente, ella le reiteraba su propia afirmación: -Y yo también te amo. 34

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Entonces él, riéndose en un tranquilo delirio y regocijándose con una incontenida exultación, soltó su abrazo y con sus poderosos brazos la levantó bien alto, echó atrás la cabeza y rugió hacia el cielo: ¡Sí, yo amo! Al fin, amo, Y mi amor ha sido Correspondido. Excitado como un niño, la bajó y la tuvo al alcance de los brazos, al tiempo que exclamó de nuevo casi fuera de sí: -¿Lo sabías? ¿Sabías que antes estabas en mí? ¡Escondida en mí! Aquí. ¡Mira! ¡Sí, tú! Una criatura tan bella como tú. En mí. Aquí mismo dentro de mi costado. Es aquí donde estuviste. Y ¿sabías... que has sido hecha... de mí? Fuimos... separados. Pero ahora míranos. Estamos juntos otra vez. ¡Has vuelto a mí! La atrajo hacia sí, girando y dando vueltas al hacerlo. -¡¡Juntos, para siempre!! Sus últimas palabras parecieron resonar a través de toda la creación. Entonces, teniéndola a su lado, echó un rápido vistazo a su alrededor, y alzó la mano hacia el cielo. Creador, Señor. ¡Escúchame! ¡Ángeles, escúchenme! Serafines y querubines. Criaturas de la profundidad, sobre la tierra y en el cielo, Una vez más soy uno. ¡Miren, mi otro yo! Más hermosa, más gloriosa que todos los ámbitos combinados. ¡Al fin! Hueso de mis huesos, Carne de mi carne. ¡Y yo... el Hombre! Señor terrenal de todos... yo... ¡Yo... ya no... estoy... más... solo! Escúchenme, Ámbitos visibles, Escúchenme, Ámbitos invisibles: 35

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¡La soledad ha sido rota Para siempre! Y ahora, mi Señor, mi Dios, mi Creador, No era bueno que El Hombre Estuviese solo. Y yo no estoy solo. Desde ahora, Para siempre, Todas las cosas son buenas. -Falta una sola cosa: el cumplimiento final de toda unidad... primero... Tú en mí, y ahora... ¡yo... en ti! Y así aconteció, en medio de la serena belleza del huerto de Edén, un lugar más bello que el cielo y la tierra, que él la abrazó de nuevo, y mientras los ángeles se regocijaban en aquella primigenia era de inocencia, el señor de la tierra y su otro yo vinieron a ser, una vez más... una sola carne.

XVI

Sin ser notado por ningún ojo creado, Jehová Dios se retiró calladamente. En tanto que los ángeles prorrumpieron en exultación al ver el júbilo del Hombre, el Señor se elevó por encima de la tierra, por encima del firmamento. “Volvió a los lugares celestiales, y una vez más ascendió. Encima y más allá de los lugares celestiales ascendió, volviendo a esa ausencia de lugar, fuera del tiempo, fuera de la eternidad... de vuelta allá donde El era el Todo. Allí, absolutamente solo, tan solo como lo había estado tan largamente, Jehová Dios dejó escapar desde lo profundo de su corazón un grito de pesar: No. ¡No! ¡Oh, Hombre! No todas las cosas Son buenas. ¡No es bueno Que Dios esté sólo!

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EL DIVINO ROMANCE

XVII

Entre los ángeles también hay algunos que son más curiosos que otros, y cuando caía la tarde del octavo día, dos de los más curiosos estaban reflexionando sobre los acontecimientos de la mañana de ese día. -Muchas de las cosas que han ocurrido hoy, simplemente no las comprendo del todo -dijo uno de ellos. -¿Cómo cuáles? -Bueno, la mujer estaba en el hombre, ¿no es así? -¡Los dos hemos sido testigos de ello! -Luego ¿no habrá algo que ahora mismo esté en Dios? -¿Me lo preguntas a mí? -Así es; y también te pregunto otra cosa. EI Hombre y su otro yo, ¿no fueron unidos nuevamente? ¿No fueron hechos una vez más totalmente uno? Y ¿no es verdad que allí, en el Huerto, él estuvo en ella? -Así mismo fue. -Y ¿no es el Hombre la imagen física y visible del Dios invisible? ¿No es él, por lo tanto, una imagen o figura material de la realidad espiritual? -Ya hiciste esa pregunta una vez -respondió el otro. -Bueno, vayamos al grano. ¿No es posible entonces, que un día, en el ámbito de lo espiritual, fíjate, no del mundo material, sino del espiritual, Jehová Dios pudiera también estar en algo... o en alguien? -Supongo que sí ahora hay un algo o un alguien escondido en Dios, luego podría seguirse que algún día Dios habrá de estar escondido en ese algo o ¡en ese alguien! Tal vez; no sé. Después de todo, no soy más que un ángel inmortal.

XVIII

En eso, el Señor les extendió una invitación al Hombre y a la Mujer a que habitaran en el huerto del Edén, el mismísimo Paraíso de Dios.

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Con frecuencia paseaban con El allí, y al hacerlo, hablaban con El de muchas cosas. Pero de vez en cuando El se retiraba, es decir, se retiraba de la vista de ellos. Luego, en un sitio distante El observaba, y consideraba los pasos de ese imagen viva de sí mismo. “Nunca se distraen uno del otro, porque no hay distracción. ¡A los ojos de ellos no existe nada más! “Ella no tiene mácula; no tiene arruga. No hay nada de imperfecto en todo su ser. “El la ama continuamente; y ella, en reciprocidad, lo ama con una pasión de entrega, inocente, irrestricta. “Ella tiene plena confianza en su lugar junto a él. No necesita afirmaciones reiteradas de que él la ama. Nunca pone en duda su amor, sino que lo acepta del todo. No hay temor de desagradarlo o de perderlo. “Es hermosa, y ella lo sabe; sin embargo, no hay orgullo en su corazón. Más bien, un profundo conocimiento íntimo de lo que él es: señor de toda la tierra; por lo cual, ella es... su perfecta pareja”. Jehová Dios dio la vuelta y se alejó. Pero no antes de sonreír y musitar estas palabras: Y cuando ese maravilloso día llegue, cabrá decir exactamente lo mismo de.. aquella mi hermosa Eva.

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PARTE II

XIX

El había permanecido allí toda la mañana, bien alto en la cumbre de una gran montaña desierta, mirando atentamente hacia el sur. Finalmente, al caer la tarde comenzó a aparecer, al principio como un minúsculo punto en el horizonte, después, creciendo gradualmente, hasta que aquello se volvió un mar de seres humanos en movimiento. Era su pueblo, que acababa de ser liberado de la esclavitud. Sabía que al día siguiente se encontraría con el caudillo de ellos en ese mismo monte y le hablaría cara a cara acerca de muchas cosas que pesaban sobre su corazón. Pero, por un momento, sus pensamientos retornaron al huerto del Edén, a la desobediencia, a la horrible caída del hombre y de toda la creación. Recordó otra vez el diluvio y a Noé. Y cómo cuando apenas se habían retirado las aguas, por así decirlo, el ciclo de fallos empezó otra vez. Hoy El comenzaría una vez más. Y ¿cuál sería el resultado? Para entonces, aquellos refugiados fugitivos ya empezaban a verse bien claramente. Ahora se podía divisar a Moisés que venía a la cabeza de la multitud, las tiendas hechas de pelo de camello, el ganado y las ovejas, e incluso el vago perfil de los individuos de su pueblo. El miró fijamente esa gran masa de seres humanos en movimiento, hasta que la imagen que tenía delante se volvió borrosa y comenzó a cambiar de forma y, finalmente, llegó a ser una sola persona. Sus ojos veían ahora, no una multitud, sino una hermosa doncella, que subía de Egipto cruzando las ardientes arenas y viniendo en dirección de El. -Ella estará aquí para el anochecer -se dijo El-. Pronto ella entrará en la tierra que le prometí. Allí alcanzará su plena condición de mujer. He venido esperando esto desde antes de la eternidad. He creado las inmensas extensiones del universo tan sólo con este único propósito. -Pero... Pero me pregunto, ¿aprenderá ella a amarme?

XX

Si bien había pasado ya de los ochenta años, este hombre se movía con pasos rápidos y seguros al subir a un inmenso peñasco, alrededor del cual estaban 39

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congregadas más de un millón de personas. Se habían reunido en esa magna ocasión para escucharlo. Lentamente, pero en una voz bien alta y clara, empezó a relatarles el recuento de la larga y venerable historia de ellos, haciéndoles recordar los milagrosos acontecimientos de aquellos últimos días. “Después del gran diluvio -dijo-, en que todo el género humano fue destruido a causa de su maldad y porque habían olvidado a su Dios, a la familia de Noé le empezaron a nacer hijos otra vez. Una vez más la raza humana fue poblando la tierra, y una vez más los hijos de los hombres dejaron a su Dios y llenaron la tierra con su iniquidad. “Por segunda vez Jehová se arrepintió de haber creado al hombre. Los entregó a sus maldades y los abandonó. Y una vez más apartó a una sola familia para que le sirviera. En este día, ustedes ven aquí a su alrededor por todas partes los descendientes de esa familia. Una nación ha salido de los lomos de Abraham, de Isaac y de Jacob. “Jehová nuestro Dios ha llamado hoy a este pueblo que son ustedes, para que retomen a aquella tierra en que habitó una vez nuestro padre Abraham. En esa tierra y de esa tierra estamos destinados a vivir. “Es a ustedes que el Señor ha vuelto su gran amor. Pero no se enorgullezcan. No es porque ustedes sean un pueblo perfecto y noble, que El los ama. ¡No! Porque ustedes son hijos e hijas de esclavos, un pueblo despreciado. Ni tampoco es porque sean una nación grande e importante que El los ama. ¡No! Porque ustedes son la más pequeña entre todas las naciones. “Entonces, ¿por qué El los ama? “El los ama... porque los ama. “En este día estamos yendo nuevamente hacia la tierra que Jehová dio a nuestro padre Abraham. Cuando hayan entrado en esa tierra, ustedes se harán fuertes y prosperarán. En ese día no se olviden de su Dios. No se tornen a los caminos de las naciones que están alrededor de ustedes. Pues si llenan de iniquidad aquella tierra, así como otras naciones llenan la suya, de seguro conocerán el desagrado del Señor. Y hasta su ira. “Recuerden su misericordia para con nosotros, y su gran fidelidad en la tierra de Egipto y junto al mar. De no haber sido por su gran misericordia, con toda seguridad ese mar sería ahora nuestra tumba. “Y ¿qué es lo que Jehová Dios les pide a ustedes... en este día... y el día que entren en la tierra que El les ha prometido a ustedes? 40

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“He estado delante de El, cara a cara; he visto su santidad... ¡y he vivido! He contemplado su poder... ilimitado. Me he sumergido en su gloria... indescriptible. ¿Y qué es lo que semejante Dios requiere de nosotros? Una sola cosa. Por encima de todo lo demás, una cosa: QUE LO AMEMOS Con todas nuestras fuerzas Que lo amemos Con toda nuestra mente Que lo amemos Con toda nuestra alma Que lo amemos Con todo nuestro ser Que lo amemos”.

XXI

Al disolverse aquella enorme muchedumbre, las palabras de Moisés todavía resonaban en los oídos y en los corazones de la gente. Regresaban pensativamente a sus tiendas, que les servían de vivienda. Y al reunirse en aquellas habitaciones, compartían lo que tenían en su corazón. Entre los miembros de una familia, de la tribu de Levi, se desarrolló una conversación en la que alguien dijo: -Oh, padre, yo lo amo de veras. Deseo servirle. Hoy mismo voy a hablar con Aarón. Quiero dedicar mi vida entera al servicio de nuestro maravilloso Señor... al servicio de su casa... y de su pueblo. A muy breve distancia de allí, una esposa se tornó a su esposo, escudriñó su rostro por un momento y entonces expresó lo que sentía en su corazón: -Oh, esposo mío. En Egipto nuestra situación era mucho mejor que la de la mayoría de nuestros paisanos. Y los regalos que nos dieron a nuestra partida, no fueron poca cosa, tanto para un esclavo como para un libre. Veo en tus ojos que tu pensar es el mío. Nuestro Dios es tan bueno, tan benigno, y lo amamos de veras, con todo nuestro corazón. Todo lo que tenemos de plata y de oro, vamos a dárselo a El. La respuesta de su esposo fue rápida y vehemente: -Sí, esposa mía, con amor en nuestro corazón, démosle lo que tenemos. Y entre los de otra tribu, bien distante de estos levitas, un grupo de jóvenes de corazón fervoroso hablaba con palabras serias y mesuradas: 41

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-Convenido. En este día, ahora mismo, hacemos una promesa solemne a nuestro Señor, y uno al otro. Obedeceremos siempre la voz de nuestro Dios. Lo que El diga, lo haremos. Siempre. Todo lo que pida, sea algo pequeño o sea nuestra vida misma, obedeceremos la voz del Señor. Si habla en los lugares silenciosos de nuestro corazón, o a nuestros oídos, o si a Moisés para que él hable, su petición será de inmediato nuestra voluntad, mientras haya aliento en nosotros. -Esto no es suficiente -interrumpió otro-. ¡Oración! Sí; convengamos en orar. En ser hombres de oración, sobre nuestras rodillas, para buscar su rostro, para permitirle que escudriñe nuestro corazón. Sí; y para pedir que nos otorgue poder a fin de hacer su voluntad en momentos de necesidad y de crisis. Estaban hablando de estas cosas, cuando un anciano de aquella tribu pasó a toda prisa, buscando apresuradamente por todas partes a los demás líderes de su tribu. Cuando los encontró, les habló en términos vehementes: -¡Esto es lo que debemos hacer! Que mañana nuestra tribu se reúna en asamblea. Traigamos nuestros címbalos y trompetas. ¡Miren lo que tengo en la mano! ¡Uno de nuestros jóvenes ha compuesto ya un cántico! Es un salmo que nos exhorta a exaltar los caminos de nuestro Dios. Llevemos este cántico y otros salmos de alabanza; cantémoslos a nuestro Señor y postrémonos sobre nuestros rostros y adorémoslo todos juntos. Los ancianos convinieron entusiásticamente: -Por cierto que no hay mejor forma de mostrar nuestro amor a nuestro Dios que derramar nuestra adoración delante de El. Al caer la tarde, el montículo de roca sobre el cual había hablado Moisés, se encontraba completamente libre, excepto una figura solitaria. Inadvertido de todos, El había estado allí escuchando -escuchando cómo Moisés relataba al pueblo el mismísimo mensaje que El le había dado para ellos. Luego había andado entre su pueblo, escuchando atentamente cada palabra de ellos. Una profunda tristeza alteró entonces el rostro del Señor, porque estaba contemplando la respuesta que había oído de parte de su pueblo. Un largo y profundo gemido de pesar, que los oídos humanos no podían percibir, pero que perturbó la tranquilidad de toda la hueste celestial, brotó de lo profundo de su ser. -Yo no he demandado de ti tus riquezas ni tus monedas de oro. ¿Qué necesidad tengo Yo de estas cosas? -No te he pedido que me sirvas. ¿Necesito Yo, el Todopoderoso, ser servido o atendido? 42

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-Ni tampoco requerí de ti tu adoración ni tus oraciones... no, ni siquiera tu obediencia. Hizo una pausa. Una vez más brotó de su pecho un largo y apesadumbrado gemido. -Te he pedido tan sólo esto -clamó-: Que me ames... me ames... me ames...

XXII

A los ojos del hombre terrenal eran una nación, pero a los ojos de Dios, constituían una mujer. Una nación, sí; pero El los veía colectivamente como una mujer ataviada que prefiguraba a su desposada. El sabía también lo que ningún ángel ni hombre sabía -y ni siquiera soñaba; que de ella provendría un día su desposada. Por tanto, amaba a ésta, la visitaba, la aconsejaba. Había quienes competían por su amor y procuraban abrazarla. También había quienes querían destruirla. Jehová Dios velaba con cuidado a tales pretendientes y enemigos. Recordaba sus rivales, marcaba a los enemigos de ella; advertía las debilidades de ella y anotaba cada distracción suya y quién la distraía. Recordando una serpiente que había seducido a Eva, juró: -¡Ese tiene que desaparecer! Recordando que, en el desierto, una cosa tan simple como el pan la había hecho tropezar, afirmó dentro de su ser: “Cuando venga la hija de esta mujer, esa hija no vivirá sólo de pan”. Vio cómo el mundo y sus relucientes baratijas la distraían, y juró por sí mismo; -Ese oropel, así como a su autor, los destruiré Yo. Pero sobre todo, observó la absoluta debilidad e impotencia que la vida de ella presentaba ante cualquier tentación y ante todo pecado. Una vez más El fue inducido a declarar: -Entonces, ¡su hija vivirá por otra vida!

XXIII 43

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De Egipto había salido esta doncella; cruzó aquel abrasador desierto, y en la Tierra Prometida halló reposo y prosperidad. Pero en su prosperidad se alejó más y más de su Señor. Una y otra vez El la llamó clamando: Vuélvete a mí ¡Vuélvete a mí! Pero ella no regresaba, sino que más bien iba por ahí fornicando con las naciones del mundo. Aun cuando ella no lo advertía -pero sus enemigos sí lo observaban bien-, su voluntarioso extravío de su Dios le había hecho perder la gran fortaleza que El le había otorgado. Por último, Dios, con gran pesar, se vio forzado a exclamar: ¿No sabes que te amo? Pero aun cuando te amo, Tengo que castigarte; Y cuando te extravías de mí, No hay mejor prueba de mi amor que esto: te castigaré, y así te haré volver a mí. De esta manera fue cayendo ella de debilidad en debilidad. Una nación cuya fortaleza y grandeza habían sido abundantes una vez, vino a ser vasalla incluso de la más débil de las naciones. Con todo, ella no se volvía a El. -Así, no me queda otro recurso que... -suspiró el Señor.

XXIV

Dios empezó a llamar profetas -hombres nacidos en el sur- para que fuesen por todo el país a advertir al pueblo de El con respecto al juicio que venía. Los profetas recorrían el país clamando una y otra vez: Arrepiéntanse, Arrepiéntanse 44

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Y vuelvan al Señor que los ama. Algunos de esos profetas viajaban al reino del norte y clamaban contra la perversidad y la impiedad de la gente de allí. A esos profetas la gente del reino del sur apenas los escuchaba un poco; los del reino del norte no les prestaban atención en absoluto. No hubo profetas del reino del norte. Hubo, sin embargo, un joven procedente del norte que se enamoró de una bellísima joven que vivía en su aldea. Ese joven derramó en ella todo su amor, y en breve se casaron. Pero con igual prontitud, ella lo abandonó para ir a vender su cuerpo por los placeres del pecado. Hizo su habitación en el mundo; y estando revolcándose en las heces de ese mundo y en su propia perversidad, se olvidó del joven que la había amado tanto. Fue a los oídos de ese hombre joven que llegó, un horrible día, la voz del Señor Ve, Oseas. Ve a tu pueblo. Clama a ellos. Clama con la lengua, Clama con tu pluma. Denuncia todas sus obras perversas. Llámalos a voces: Que vengan a mí. Pero antes que vayas, Explora esta tierra: Busca, hasta hallarla, a esa mujer ramera, Tráela de nuevo a tu hogar. Hazla, una vez más, tu desposada. Oseas se tapó los oídos al oír estas palabras. Con expresión de repugnancia lloró al pensar en tener que volver a tocar a alguien tan inmundo. No obstante, obedeció. De aldea en aldea la buscó. Trató de hallarla en sitios oscuros y viles, hasta que al fin la encontró -la halló sumida en pecado estupefaciente y en depravada indiferencia. La levantó en sus brazos, la trajo a su hogar y la desposó otra vez para sí. -¿Qué has hecho, Oseas? -vino la voz del Señor. -Aunque sea una prostituta, la he traído de vuelta -respondió Oseas. 45

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-De la misma manera... Yo... Jehová Dios, también volveré a recibir a esta ramera, a Israel. La buscaré en su pecado hasta hallarla; la perdonaré y la traeré de nuevo a mi casa. Y juntos se sentaron, y así, juntos, lloraron.

XXV

Cuando la copa estuvo llena y el tiempo cumplido, el Señor permitió que el reino del Norte fuera barrido para siempre de las páginas de la historia. Y cuando la gracia llegó a sus términos, el Señor permitió que el reino del Sur fuera conquistado y el pueblo fuera llevado en cadenas, a través de espantosos e interminables desiertos abrasadores, a otra tierra. Los días se tornaron semanas, y las semanas, meses al ir atravesando aquellas ardientes arenas, en tanto pensaban -con cada paso que daban arrastrando sus cadenas- en sus antepasados de Egipto. Finalmente, llegaron a una ciudad cuyos habitantes en otro tiempo adoraban a Dios, pero que ahora adoraban ídolos. Un pueblo al cual Dios había sacado tiempo atrás de la esclavitud, fue llevado a la esclavitud por el mismo Señor.

XXVI

Allí se ve a uno que va caminando con gran esfuerzo y tesón por un ardiente y polvoriento camino del sur de Babilonia. Desde hace veintidós años viene andando su fatigoso camino de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, confortando al pueblo de Dios, asegurándoles que a su tiempo habrá liberación, y reprendiéndolos por sus pecados. Sus hombros están encorvados y su cuerpo inclinado, porque lleva en su alma la carga de su hogar, de la ciudad de Dios, que yace destruida lejos de allí... silenciosa y desolada, hecha un montón de cenizas. Su mente está abrumada, aun en ese momento, de recuerdos tristes y vividos de su destrucción... y de un pueblo que no quería volverse otra vez a su Señor. Mientras el anciano se esfuerza en avanzar contra el viento caliente y la arena voladora de ese paraje yermo de Caldea, el sonido de un débil y agudo lloriqueo invade sus solitarios pensamientos. El anciano profeta se vuelva para descubrir el origen de ese clamor tan débil y lastimoso. Corre al borde del camino, aparta frenéticamente la maleza caliente y reseca, y descubre allí, echado en la cuneta, un bebé recién nacido. Su cuerpecito está envuelto aún en el saco placentario y su cordón umbilical se encuentra todavía sin cortar. Aquella criaturita estaba boqueando con sus últimos minúsculos resuellos. 46

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El anciano profeta rasgó aquel saco y sopló dentro de los pulmones del bebé. Apretando la sucia criatura contra su seno, corrió hacia la casa más próxima. Ya bien avanzada la tarde, el fatigado anciano se despidió de esa familia sin hijos, de su propio pueblo, que había tomado al bebé. Al deslizarse fuera para tomar una vez más aquel polvoriento camino, su mente quedó pasmada por la trágica condición de la criaturita cuya vida él había salvado. En lo más profundo de su corazón empezaba a evidenciarse una conmoción, cuando oyó una voz detrás de él: -¡Ezequiel! El anciano profeta se detuvo. No se atrevió a moverse, y ni siquiera a respirar, porque conocía demasiado bien aquella voz; y cuando venía, no siempre le presagiaba cosas buenas. -¡Ezequiel! -Sí, mi Señor -contestó él sin ver a nadie. -La criatura... la que encontraste en la cuneta. -Sí, Señor. -Ezequiel, igual que tú, estaba Yo una vez bajando por un camino desolado. Yo también escuché el lloriqueo de una criaturita. Ella también estaba envuelta todavía en las secundinas de su madre y ella también estaba muriendo. La madre de esa criatura moribunda era una hetea, inmunda. Su padre, un amorreo, ¡inmundo! Aquella criatura era una desechada sucia, fea, no amada, no atractiva, indigna de ser amada... nacida de inmundicia. -Abracé aquella criatura contra mi seno. La traje a mi hogar; allí la lavé, la froté con sal, la alimenté y la cuidé. -La criatura era una niña. Le puse un nombre: Jeru. Y debido a que Yo la crie, ella creció y se hizo grande y hermosa. Estaba entre las más hermosas de todas las mujeres. En los días de Salomón ella había llegado a ser la mujer más hermosa en toda la faz de la tierra. Hubo una larga y aterradora pausa. Ezequiel se estremeció. -El día que Yo la habría tomado por mi desposada -siguió diciendo el Señor-, en ese día ella escuchó el llamado de Egipto y de Babilonia. Y a ellos fue que entregó su virginidad y su pureza. Se volvió y se apartó de mí. Anduvo por los caminos del mundo, y se entregó al amor pervertido. Ella vino a ser una ramera para Egipto y una esclava en Babilonia. 47

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-La despojaron de su oro, y también de su plata. En lugar de libertad, tuvo cautiverio. En vez de hermosura, arrugas. Y su encanto le ganó tan sólo ruina. Con todo, ni siquiera ahora que se encuentra esclavizada, Jeru quiere volverse a mí. -Ezequiel, ¿sabes de qué estoy hablando? Ezequiel levantó su viejo y cansado rostro hacia el cielo, cerró los ojos apretadamente, y con palabras tensas y mesuradas respondió: -Oh, mi Dios, lo sé. ¡Lo sé! -Por mí, Ezequiel, ve a esta mujer. Profetízale. Dile que vuelva a mí. Le daré ungüentos para sus llagas, vestidos limpios en lugar de sus andrajos. Le restauraré la hermosura de su juventud, si tan sólo se vuelve otra vez a mí. Hubo otra pausa. Ezequiel levantó su rostro otra vez. Dentro de su pecho le dolía el corazón mientras esperó una vez más la voz del Señor. Cuando vino, sus palabras eran tan patéticas, que Ezequiel apretó las manos contra sus oídos, como tratando de contener el sonido del dolor de Dios: Vuélvete a mí, Jeru, Retorna a tu Creador. No te he pedido nada sino sólo esto: Que me ames a mí, Que me ames. Con tu mente, con tu corazón, con tu alma, ¡ámame! Oh, Jeru, Jeru, Vuélvete a mí. Vuélvete de tu fornicación. Vuélvete atrás, retorna, Oh, ciudad, Retorna. Vuélvete atrás, retorna, Oh, desposada de Dios. ¡Vuélvete a mí, Oh, Jerusalén!

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XXVII

Al ir pasando los años, la historia de la rebelde nación no cambiaba mucho. La bella mujer se descarriaba. .. Luego volvía... tan sólo para descarriarse otra vez. Cada vez que ella se descarriaba, el Señor le señalaba bien claro las cosas que la hacían apartarse de El. Pacientemente Dios observó cómo transcurrían las centurias, esperando que llegara el momento en que El habría de pasar por esa puerta que separaba el tiempo de la eternidad, y allí, en el escenario del drama humano, habría de desempeñar el papel de la figura central de la historia. Y cuando el Señor hubo señalado cada debilidad y cada enemigo, susurró: -Ha llegado el cumplimiento del tiempo. ¡He acabado el uso de imágenes, prefiguras, símbolos e ilustraciones! Ahora vendrá la realidad. Ahora Yo tendré mi otro yo. Se levantó de su trono y musitó como para sí mismo: -Hay una aldea en Galilea de Judea. Levantó la mano y llamó a uno de los arcángeles: ¡Gabriel!

XXVIII

Entonces El vino a ese lugar enigmático, el portón de paso entre el ámbito material y el espiritual. Él había pasado ya antes por esa puerta muchas veces; había salido del ámbito de lo espiritual y había penetrado en el mundo material, para realizar allí breves visitas, con el propósito de hacer una declaración, para alterar el curso espástico de la historia o a fin de hablar cara a cara con uno de sus profetas. Esta vez, sin embargo, había algo distinto, y los ángeles lo notaron. Al estar El delante de esa puerta abierta, su rostro ardía de ira; sus ojos resplandecían al rojo Vivo. Nunca, en todo ese largo tiempo que lo conocían, habían visto una ira semejante. Súbitamente un grito de terror subió de los ángeles. Jehová Dios había desaparecido. No pasó más que un breve instante antes que supieran lo que El había hecho. Y sin embargo su asombro crecía. 49

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Con frecuencia se habían preguntado por qué permanecía uno solo en toda la creación sin tener pareja. Con todo, ciertamente El no tomaría desposada de entre los ángeles ni dentro de la descendencia del hombre caído. Ni tampoco podía contra su propia palabra- crear otra vez. Pero, Él era un Dios de misterio; y de alguna manera ellos sabían que desaparición tenía que ver algo con otro yo. En ese momento de consternación, Gabriel levantó la mano y anunció: La historia universal está para conocer su momento más grande. Jehová Dios se halla a punto de encarnarse Dentro de la matriz de una mujer, De donde saldrá en la forma De carne humana. Por un momento reinó el silencio. Entender las palabras de Gabriel así como el significado de ellas, estaba más allá de los límites de la comprensión angélica. ¿Qué era aquello que, escondido allí dentro, en lo íntimo de su Dios, lo llevaba a tales extremos? ¿Dios, en semejanza de carne humana caída? Un ser humano en la forma de una cucaracha era mucho más aceptable. -¿Por qué? -fue su pregunta no expresada. -Un otro yo -convinieron todos. -¿Cómo? -fue su admiración unánime. -No lo sabemos -fue su conclusión final. ¿Su desposada, proveniente de la raza humana caída, como la de Oseas? ¿Es posible esto? ¡¿El Dios santo?! Tal vez El procure de alguna manera redimirla; pero nada tan caído podría ser jamás tan redimido. Y con todo, así era: Si de veras Él había de nacer de una mujer, sería Dios... visible. Y si Él había de llegar a ser uno de los habitantes de la tierra, viviría en el ámbito en que todas las especies tenían un otro yo. Obviamente, había algo que Él sabía y que ellos no sabían, una dimensión de verdad exceptuada de su comprensión. 50

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Esa dimensión de ignorancia angélica se hizo aún más evidente cuando descubrieron que Él había escogido como lugar de su nacimiento terrenal, no un castillo, sino un establo.

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PARTE III

XXIX

El muchachito asomó la cabeza por la puerta medio abierta y miró al sudoroso hombre de aspecto joven, ocupado en arreglar un mueble roto. -¿Has oído al profeta del desierto? -le preguntó. -No -contestó afablemente el joven Carpintero-. Últimamente he estado bastante ocupado aquí. Como sabes, ahora estoy trabajando solo. -Sí, lo sé; y todos extrañamos mucho a José -contestó con tono suave y triste el muchacho-. Bueno, como quiera, voy para escuchar al profeta del desierto. ¿Tú no vas a ir? -Sí -respondió el Carpintero, poniendo a un lado su trabajo terminado-. Es tiempo ya de que visite a ese profeta que causa tanto revuelo por ahí. -Quizá nos encontremos allí -dijo el jovencito. La puerta comenzó a cerrarse, pero de pronto se abrió de nuevo. Y volvió a aparecer la cabeza del muchacho. -Ese profeta ¿no es tu hermano, o algo? -Es mi primo -respondió él. -Oooh, ¡debes de estar muy orgulloso! -fue la reverente reacción del muchacho. -Sí -dijo el Carpintero-. Muy, muy orgulloso. La puerta se cerró. Entonces, despacio, el joven Carpintero miró alrededor en el taller, y luego, algo vacilante, guardó el mazo, la sierra y sus otras herramientas de carpintería. Poniendo ambas manos en el banco de trabajo, se inclinó hacia adelante y bajó la cabeza. -En otro tiempo -se dijo- Yo tenía dentro de mí el fuego del amor de un Dios joven. Ahora se ha juntado a ese amor la pasión del amor de un hombre joven. Este amor, mi querida tierra, me lleva ahora a tu salvación. Por un breve momento el Carpintero cerró los ojos; luego, haciendo venir dentro de sí cierta desconocida fortaleza desde alguna ignota fuente que se hallaba en algún desconocido ámbito, se irguió hasta su plena estatura y acto seguido salió a 53

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la polvorienta calle. Con un gesto de determinación cerró la puerta de su taller, dio la vuelta, y dijo en voz alta: -Bueno, hermano Juan, es hora de que nos encontremos. Estoy seguro de que hay alguien que deseas presentarme.

XXX

El suelo del desierto era un horno, y el sol cegaba con su resplandor. Sin embargo, hasta donde se podía ver, había gente. Había quienes permanecían de pie, con los ojos cerrados; algunos se encontraban arrodillados, y muchos estaban llorando; y otros más, inmóviles, miraban embelesados. Todos parecían indiferentes al bochornoso calor, porque tenían toda su atención puesta en un joven y fogoso profeta, que estaba subido sobre una peña grande en medio de ellos. Su voz sonaba como una trompeta de plata, y al hablar se volvía, para que el fuego de su mirada alcanzara a todo ojo. De pronto, por un breve momento su voz pareció vacilar. Fue algo que creyó que había visto al borde de la multitud. Luego, seguro de que sólo había imaginado aquello que estaba esperando desde hacía tanto tiempo, continuó. Pero sí; allí estaba aquello de nuevo -una luz, allá atrás en la multitud, muy distante como para poder distinguir su procedencia, pero que ciertamente era una luz de origen no natural. Entonces el profeta del desierto calló. Sabía que estaba viendo algo que nadie más podía ver. Estaba viendo lo que se le había dicho que esperase. Aquella luz se movió. Estaba viniendo hacia el montículo de roca en que él se hallaba. Algo -o alguien estaba por allí, y sobre Ese reposaba la gloria de Dios. La muchedumbre se inquietó y todos empezaron a volverse en dirección de la mirada de Juan. Por sólo un instante ese hombre -quienquiera que fuese- pasó por un pequeño espacio abierto. En forma espontánea e inmediata Juan rugió: ¡Miren! Todos los ojos se volvieron. Una vez más aquel hombre joven pasó por un claro; un gesto de emoción cruzó por el rostro del Bautista. ¡Qué es esto que Dios ha hecho! Mi amigo de infancia, mi pariente cercano. ¡Este es el Hijo de María! Ahora, con vehemencia y de propósito, Juan tronó de verdad: 54

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¡He aquí el Cordero de Dios! Los dos hombres extendieron los brazos uno hacia el otro y se abrazaron, pero aun mientras se abrazaban, el joven Carpintero hizo que siguieran andando hacia el río. -Ven, hermano Juan, hoy tenemos que cumplir aquí algo. -Y ¿qué podrá ser eso? -inquirió Juan. -Toda justicia -respondió el Carpintero, entrando hacia la parte más profunda del agua.

XXXI

¿Quién era ese hombre? -se oyó la pregunta de alguien de entre la multitud allá lejos. -Juan, tus palabras fueron extrañas. ¿No eres tú el Mesías? -se escuchó otra pregunta. Frente a él estaban dos de sus jóvenes discípulos más incondicionales, que aún trataban de seguir con la vista al Hombre joven que tan pronto había desaparecido entre la muchedumbre, -Juan, explícanos, por favor, qué fue esto que acaba de suceder aquí -preguntó uno de ellos, quedamente. -¡No! ¡Yo no soy el Mesías! -volvió a hablar el Bautista. -¿Quién, pues, soy yo? ¡Yo soy el amigo del esposo! Yo he venido para presentar el esposo... -hizo una pausa en medio de la frase, y con el brazo derecho hizo un movimiento envolvente señalando la multitud de un extremo al otro- ¡a su esposa! Al oír esto, los dos jóvenes -que una vez creyeron que con toda seguridad serían discípulos de Juan hasta que exhalaran el último suspiro- dieron la vuelta espontáneamente y se lanzaron por entre la multitud para seguir al joven Nazareno, sin saber que su actitud marcaba la primera vez que, desde el huerto del Edén, el hombre buscaba a Dios -para hablarle, sin temor, cara a cara.

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XXXII

El Espíritu que estaba en El lo llevó al desierto, más allá de toda aldea, de todo nómada, de toda agua; fuera, donde el sol abrasador y la arena ardiente agotaron todas sus fuerzas. -Fue en este lugar donde ella fue tentada -musitó El al recorrer con la vista las interminables dunas de arena. -Ella habitó aquí conmigo. Yo le proveía todas sus necesidades, y con todo, ella quería abandonarme a causa del pan. Me probó... una y otra vez me tentó, hasta me provocó. Una vez prefirió adorar un becerro de oro a dedicarse a la tarea más excelente de adorar a un Dios a quien no podía ver. El joven Carpintero hubiese querido ascender a una posición ventajosa más alta, pero cuarenta días sin recibir alimentos habían cobrado un tremendo tributo en su cuerpo. Se desplomó y cayó en la abrasadora arena. Unos minutos después despertó sobresaltado, y con esfuerzo se puso en pie. -Hay alguien por aquí, cerca -dijo-. ¿Cómo pudo alguien encontrar este lugar tan desamparado? En la distancia vio una bella luz que rielaba1, una luz que muy definidamente venía avanzando hacía El, deslizándose suavemente sobre las rocas y la arena... como una serpiente pudiera deslizarse a través del terreno. -¡Es él! -gritó el Carpintero recuperando el equilibrio y echó a correr, sin vacilar, hacia la fulgurante figura. La distancia que los separaba se iba acortando rápidamente al acercarse el uno al otro. De repente, los dos se detuvieron. Como dos gladiadores, comenzaron a moverse en círculo, mirándose uno al otro maravillados. “¡De modo que éste es el que se presentó a Adán, mi antepasado!” pensó el Carpintero al examinar cada rasgo de la hermosa criatura que tenía delante. “¡Así que éste es Dios... en forma humana!” se gritó a sí mismo el otro, casi incapaz de ocultar su amargo gozo. “¡Dios! ¡Visible! ¡Dios! ¡Localizable! ¡Dios, aquí, en la dimensión, en el tiempo y en el espacio! ¡Dios, en mi planeta! ¡Dios, encarnado dentro de la endeble protección de la sangre, hueso y piel! ¡Dios! ¡Vulnerable! “¡Dios! ¡Destructible! casi que lo gritó en voz alta.

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Brillar con luz trémula.

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Nunca el Enemigo se había atrevido a soñar con una oportunidad tan siniestra y maravillosa. Por último, fue el arcángel el que rompió ese largo silencio. Su voz era fascinante y parecía contener todo el encanto celestial. -Así queee -entonó-, así que aquí está el que pretende ser el Hijo de Dios. -Soy Jesús de Nazaret. Carpintero de oficio. Y soy nacido de mujer. -¿No eres el Hijo de Dios? -inquirió la luminosa criatura. Al pronunciar estas palabras, que eran un reto, el ángel de luz extendió el brazo y recogió del suelo una gran piedra lisa y la meció en la mano. -¡Tienes hambre! Estás débil como para morir -siguió diciendo, y pronunció con sarcasmo la última palabra-. Si eres el Hijo de Dios, ¡aquí tienes! ¡Haz que esta piedra se convierta en pan y come! El joven Carpintero miró largamente la piedra. “De modo que -reflexionó- así se siente el hombre cuando es tentado, cara a cara, por el Tentador. De manera que así se sintió Adán, mi creación, aquel día en el Huerto. “Ah, y aquí estoy Yo ahora, recibiendo la misma tentación que Israel sufrió cuando se encontraba en este mismísimo desierto... ¡y precisamente en este mismo lugar!” Mientras El miraba aquella piedra, volvió a sentir el dolor de su estómago y los renovados espasmos en las piernas. Entonces, levantando la cabeza y mirando directamente a los ojos del ángel que esperaba, se tambaleó. Ahora sentía la tentación, y lo sabía. En ese momento, desde lo profundo de su seno empezó a recordar los tiempos antiguos y escuchó sus propias palabras. Surgió fortaleza desde su Espíritu y le invadió el cuerpo. -¡Lucifer! ¿Te has olvidado? ¡Fui Yo quien lo consigné! -”¡No sólo de pan vivirá el hombre!” -¡El hombre vivirá! Vivirá... -El Carpintero llevó la mano hacia su propio pecho-. ¡El hombre vivirá de toda palabra que sale de la boca de Dios! Por un momento un gesto de rabia cruzó el rostro del ángel. Enseguida, sonriendo mansamente, levantó la mano. Al instante la escena cambió y ambos estaban parados sobre el pináculo más alto del templo. El Carpintero estaba precariamente en el borde. 57

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-Si eres el Hijo de Dios -dijo-, salta... ¡desde aquí! Sabes muy bien que está escrito que El mandará a sus ángeles que te guarden. No dejarán que tropieces con las piedras allá abajo -siguió diciendo con dulzura-. En sus manos te sostendrán. El Carpintero miró la impresionante altura. Su debilitada complexión empezó a desplomarse. Pero en ese mismo instante el mundo invisible se abrió delante de El. Era cierto; podía verlos: una legión de ángeles estaba situada para abalanzarse a su más leve palabra. De nuevo su mente voló retrospectivamente a Israel, que con tanta frecuencia había osado poner en duda el cuidado y la solicitud de El por su pueblo. Y una vez más, sus propias palabras brotaron desde lo más recóndito de su ser. Sus rodillas se fortalecieron. Con denuedo, pero serenamente, se volvió, y dijo: -Lucifer ¿te has olvidado? Yo lo he consignado: -”No tentarás al Señor tu Dios”. El arcángel, tomado del todo desprevenido por esa respuesta tan certera, quedó aturdido por las palabras del Carpintero. Por un instante sus propias rodillas, que en tiempos remotos se habían doblado con tanta frecuencia delante de su Dios, se encorvaron momentáneamente. Pero se sacudió inmediatamente esa breve cordura y de nuevo alzó la mano. Y una vez más la escena cambió. Ahora se encontraban sobre una montaña increíblemente alta, desde la cual se podía ver el mundo entero. Debajo de ellos, relumbrando con belleza áurea, estaban todos los grandes reinos del pasado; junto a ellos, los reinos del presente. Y más allá de ellos, claramente visibles allá afuera en el futuro, estaban los reinos aún desconocidos. Algunos eran gloriosos, algunos más eran poderosos, otros fastuosos, y otros más, de un reluciente esplendor. -Yo sé por qué Tú has venido -siseó el ángel-, ¡Has venido para regir! Para regir esta tierra. Entonces, abreviemos tu tarea. Sabes que todos los reinos sobre la tierra, pasados, presentes y futuros, son míos y solamente míos. ¡Todos los gobiernos son míos! -El ángel hizo una pausa, dando plena oportunidad para una respuesta. El Carpintero optó por no recusar una afirmación que ambos sabían que era verdad. El ángel se le acercó hasta casi tocarlo, y sus palabras sonaron como un repicar de campanas celestiales. -A ti te daré estos reinos, ¡todos ellos! Podrás regirlos a todos, así como a todo este planeta con ellos. No sólo son míos, sino que a mí me han sido entregados, para que pueda darlos a quien a mí me plazca. 58

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El Carpintero no recusó esta vez tampoco las palabras del ángel. -Te los daré todos... a ti. Y no tienes que hacer más que una sola cosa, tan sólo una cosa: ¡Póstrate aquí... ahora... y adórame! El Carpintero miró de nuevo los reinos. Le dolía cada fibra de su ser. Se sentía inexpresablemente agotado. Cansado, terriblemente cansado. La tarea que tenía delante lucía tan fatigosa, tan indeciblemente difícil, y tenía un precio que debía ser pagado, que pareció, por un momento, excesivamente grande. Pero una vez más el joven Carpintero se irguió. Algo que le había dicho a Israel estaba cantando en lo recóndito de su ser: ¡Vete de mí, Satanás! Porque escrito está: “¡Al Señor tu Dios adorarás! A El solo servirás...” ¡A El solo! El ángel se estremeció de asombro al escuchar una respuesta tan firme. Por un instante su cuerpo experimentó un espasmo, su rostro se contrajo, la luz de su ser se amortiguó. Lentamente, a fuerza de voluntad, recuperó sus fuerzas y el resplandor de su luz brilló una vez más. -Me iré de ti, por el momento. En el mismo instante que el arcángel caído se desvaneció, apareció una compañía de ángeles elegidos, precisamente cuando su Señor se derrumbaba sobre el suelo pedregoso. Después de unos momentos de solícito cuidado angélico, el joven Carpintero, peligrosamente debilitado, abrió los ojos; una sonrisa cruzó su ampollado rostro; y en sus agrietados labios empezaron a formarse palabras: ¿Lo vieron ustedes? Yo les pregunto, ¡Si lo vieron! Los ángeles hicieron una seña afirmativa de desconcertado asentimiento. -¿Lo vieron ustedes? --gritó otra vez, poniéndose de pie con esfuerzo-. ¡Lo vencí! En este día, aquí, no se repitió la escena del Bueno ni el destino de Israel. Esta vez él perdió, ¡Y perdió a manos de un hombre! Perdió conmigo, no como Dios. El perdió conmigo... ¡como Hombre! Tan seguro como una vez engañó al hombre, hoy el perdió... ¡a manos de... un... hombre! 59

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El Carpintero fue tambaleándose hacia una roca, en tanto los ángeles totalmente desacostumbrados a ver tal proceder, retrocedieron. El Hombre de Nazaret se abrazó a una peña, levantó la cabeza hacia el cielo estrellado, iluminado por la luna, y clamó en voz alta: -Lo vencí. Yo, Jesús de Nazaret, lo vencí. Ahora, estando erguido, echó la cabeza para atrás con los ojos vueltos hacia el cielo, y exclamó de nuevo: Pronto -sí, Pronto ahora¡Muy, muy pronto!

XXXIII

-¿A una boda? -Sí; voy a una boda que hay en Caná -contestó su madre-. Son amigos míos. Me han pedido que te invite a ti también. -A una boda... -repitió El lentamente las palabras-. Sí; ese es un asunto de considerar; después de todo, yo he venido... -sus palabras cesaron allí, pero su madre comprendió. Esa tarde, al tiempo señalado María partió sin su Hijo para ir a la boda, mientras Él estaba absorto conferenciando con el pequeño grupo de hombres que lo seguían. Luego, al caer la tarde, Él también se encaminó a la pequeña aldea a la cual su madre se había dirigido más temprano, y al llegar allí, caminó pensativamente por las angostas calles, mirando a los que regresaban al hogar después del trabajo del día, oyendo las conversaciones que venían de las casas y observando las crujientes carretas que volvían de la plaza del mercado. Le pareció que todos tenían un aspecto muy cansado, y un semblante sumamente vacío. Parecía que el gozo se había ido de ese lugar desde hacía mucho. A los ojos de El todo parecía tan viejo. En ese momento sus oídos captaron los sonidos de la fiesta. “La boda” pensó. “Parece que hay bastante regocijo allí”. Y sus pasos se aceleraron. Fue a través de una angosta entrada de la parte de atrás de la casa, por donde el joven Carpintero entró al salón en que se estaba celebrando la boda, ya bastante tarde y casi inadvertido. Avanzó hasta un oscuro y alejado sitio bien atrás en el atestado salón y empezó a observar los acontecimientos de la noche con un inusitado interés. 60

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En el centro del salón de fiestas había una inmensa mesa de banquete, llena de todo tipo de deliciosos manjares. Allí estaba también el novio, tan joven, y su desposada, tan bella. Era evidente que los dos estaban muy enamorados. Y ciertamente el salón estaba saturado de una atmósfera de alegría. María estaba hablando con la joven pareja. Entonces, en el preciso momento en que ella iba a volverse de al lado de ellos, El notó que dos sirvientes de aspecto muy preocupado llamaban aparte al novio. -De modo que así es como es esto -se dijo El-. Multitudes congregadas. La hermosa novia, el novio. EÍ vino. Sí; así será cuando yo... En ese instante sus pensamientos fueron interrumpidos por una escena más seria que veía dentro de su ser. Volvió a mirar al salón y a los invitados a la boda. Los ojos divinos en El comenzaron a mirar más allá del atestado salón, a una escena más grande. Había una muchedumbre, sí, pero constituía toda la hueste de la humanidad caída. Los rostros estaban tristes, las voces eran cansadas. Daban testimonio de lo que había en el corazón. El envejecimiento pendía en el aire. El joven Carpintero suspiró profundamente, entristeciéndose a la vista de la melancolía que sus ojos internos contemplaban. Una voz apacible y familiar que venía de alguna parte parecía estar llamándolo de vuelta a la realidad terrenal. Por un instante se halló mirando ambas escenas al mismo tiempo: una, el, mundo entero, la otra, una boda local. Tan diferentes y, sin embargo, tan semejantes. -¡Se les acabó el vino! -dijo la voz. Era su madre. -Sí; lo sé -respondió El, más entristecido aun al ver esa doble escena y oír la declaración de su madre, tan correcta en su apreciación. María estaba acostumbrada a esos interludios en que el espíritu y la mente de El cruzaban entre dos ámbitos. Ella esperó un momento, y repitió quedamente: -Se les acabó el vino. El se volvió y la miró, y al hacerlo, en su mirada aún persistía la visión de un mundo triste... un mundo tan desesperadamente necesitado del gozo de la redención. -Mujer, ¿sabes lo que me estás pidiendo? ¡Aún no ha venido mi hora!

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-Lo sé -susurró ella de nuevo, con voz tranquilizadora-. Con todo, ahora mismo ¡en esta boda se acabó el vino! -Y al decir esto dio la vuelta, perdiéndose así la suave sonrisa que se dibujó en el rostro de Él. María atravesó el salón hacia donde se encontraban el novio y sus dos preocupados sirvientes. -Creo que se les acabó el vino, ¿no es así? -Sí; es así. Y no podemos encontrar más en toda la aldea. Hemos buscado por todas partes. Parece como si en todo el mundo se hubiera acabado el vino. -Entonces, les ofrezco esta sugerencia -respondió ella-. ¿Ven ustedes aquel joven allí, el que está sentado en el rincón más alejado? Al mirar hacia allí, el rostro de uno de los sirvientes se puso pálido y exclamó: -Oh, pero si... yo no sabía que Él estaba aquí. Es el Carpintero que se ha vuelto profeta. ¡Vaya, hombre! -Vayan a El -les dijo ella-. Todo lo que Él les diga que hagan, ¡háganlo! Los dos sirvientes intercambiaron miradas de perplejidad. Uno de ellos se encogió de hombros, y con eso los dos empezaron a caminar cautelosamente a través del salón. -Este... Señor. Nosotros... Se nos acabó el vino. -Sí; lo sé. Se les acabó el vino desde hace mucho, mucho rato -contestó El. Una vez más los dos hombres se intercambiaron miradas de consternación y preguntaron: -Señor, ¿qué haremos? Debe haber vino en la parte final; es la costumbre. -Una buena costumbre, por cierto -dijo el Carpintero-. Lo que ustedes necesitan es un vino nuevo. ¡El mejor vino, guardado para el mismísimo final! ¿Ven ustedes aquellas seis grandes tinajas allí? -Sí, señor; pero no podemos usar esas tinajas. Son para el rito de la purificación: son para los muertos. -Vayan y llenen esas tinajas de agua. Después, saquen de ellas y llévenselo al maestresala. El les dirá qué deben hacer. Los sirvientes se quedaron mirando perplejos. 62

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-¿Señor...? -¡Vayan! -Sí, señor. Al darse la vuelta los sirvientes, uno de ellos murmuró audiblemente: -Tinajas de muerte. ¿Qué es lo que El espera que salga de cosas como ésas? Por un largo rato el joven Carpintero siguió observando, al tiempo que su mente y su corazón engendraban una abundancia de pensamientos -pensamientos tal vez similares a los de cualquier hombre joven en una ocasión semejante, al contemplar los planes de su propia boda en el futuro. Evidentemente la fiesta estaba llegando a su parte final, pero ahora una nueva energía, un renovado regocijo estaba recorriendo el salón. Algo había encendido otra vez la chispa de la fiesta en todos. El Carpintero nazareno se escabulló del atestado salón sin ser notado, y una vez más salió a la noche de Caná. Se detuvo un momento, porque le llamó la atención una conversación que tenía lugar en la puerta del salón de banquetes. Era el maestresala que se estaba despidiendo de algunos de los invitados. -Nunca, en todos los años de mi vida -dijo-. ¡Nunca! Siempre he visto que el novio espera hasta el final y entonces saca su vino de calidad inferior. En muchos casos, les digo, habría sido mejor que no hubiera sacado ningún vino. Pero esta noche, ¡ah, esta noche! A lo último, al mismísimo final, ¡qué les parece! el novio sacó el mejor vino que jamás haya visto yo servir aquí ni en ninguna otra parte. Un vino -y se rio- como ninguno que se haya servido desde el principio de la creación. -¡Qué concepto! ¡Qué idea! El mejor vino al mismísimo final. ¡Qué idea tan gloriosa!

XXXIV

-¿Qué fue lo que Él me dijo la primera vez que me encontré con Él? -preguntó el levita a su amigo Judas al ir los dos hombres caminando lentamente con la multitud que le seguía. -Yo estaba sentado a una mesa cobrando los tributos públicos. Es decir, no. Para ser exacto, no fue así. En realidad, ese día el negocio estaba flojo, como sucede a menudo con los cobradores de impuestos; de modo que yo estaba aprovechando el tiempo aprendiéndome de memoria una lista. 63

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-¿Una lista? -preguntó Judas. -Sí. Me he aprendido docenas de ellas. Mayormente leyes. Tú sabes: haz esto, no hagas aquello; esto es pecado, aquello no lo es. Esto está bien, eso está mal. Ves, yo tenía una ambición. ¡Oh, qué ambición! Saber todas las leyes de nuestra religión. Saber todo precepto que hubiera que saber y ¡guardarlos todos! Terminó la última palabra con una sincera risa. -Como quiera que sea, yo estaba sentado allí cuando llegó una muchedumbre... muy similar a ésta. Había una gran conmoción, y yo me preguntaba por qué sería. Enseguida me di cuenta. ¡Ah, era Él! Vino hasta donde yo estaba sentado, me miró, o más bien me traspasó con la mirada, y me dijo: Mateo, yo cumpliré tus leyes. Y destruiré los preceptos. Ahora ven, y sígueme. Mateo se rio otra vez y dijo con aire de misterio: -Ahora llevo una nueva lista. -¿De veras? -dijo sorprendido su amigo-. ¿Y de qué? -Ahora llevo una lista de todas las cosas que Él ha dicho que cumplirá, que quitará, que abolirá, que invalidará, que derribará, que concluirá, que destruirá o que aniquilará. La misma crece, podría añadir yo, casi a diario. Judas sonrió y le dijo en tono confidencial: -¿Puedo abusar de tu confianza y pedirte que me dejes oír el contenido de esa lista? Si puedo atreverme a llamar lista a eso. Suena más como el pase de lista del Juicio Final. -Vamos a ver -respondió Mateo entusiasmado-. Hasta aquí, en lo que se refiere a cosas marcadas para abolición, tengo la ley, los preceptos; Satanás, si te parece; sus huestes angelicales, los demonios, los gobiernos, el sistema mundial. Y qué te parece éste: todos los ámbitos visibles e invisibles; de hecho, hasta donde puedo comprenderlo a Él, el... bueno, el cosmos entero; y luego están el sábado, los días de fiesta, los rituales, el templo, las ceremonias, el pecado, la creación, y... En ese momento los dos hombres se detuvieron, igual que la multitud que estaba alrededor de ellos. Algo que había más adelante en el camino les impedía el paso. Pudieron ver que, fuese lo que fuese, el joven Carpintero se estaba tomando un interés excepcional en ello.

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-¿Ves esa expresión en su rostro, Levi? Bueno, la he visto antes, en raras ocasiones. Todas memorables, podría añadir. Y a no ser que me equivoque, muy pronto podrás añadir algo importante a esa lista tuya.

XXXV

Saliendo de la ciudad de Naín y dirigiéndose hacia el cementerio local, venía una procesión fúnebre. Se podían oír los gemidos y lamentos de los dolientes. En cuanto el Señor vio el cortejo, se detuvo súbitamente. El redoble de los tambores, la cadencia del matraqueo similar al de los palitos chinos y el lamento y lloro de la plañidera profesional, lo tuvieron casi como cautivado. O tal vez no fueran esos sonidos en absoluto lo que le captaba la atención tan firmemente. ¿No sería más bien algo que El estaba viendo y que ningún ojo mortal podía ver? Había una mujer en aquella procesión, una viuda, siguiéndola detrás iban cuatro hombres. Sobre los hombros llevaban unas andas funerarias, en las que se mecía la inanimada figura de un joven. Pero ¿había algo más allí? Sí; había algo más, pero sólo aquellos que ven lo invisible podían saber de su presencia. Él podía verlo, y lo que vio, provocó en primer lugar su interés, y luego su ira más encendida. Sobre el féretro estaba, tenebroso y espantoso, el Ángel de la Muerte, asiendo al joven firmemente para retenerlo en su frío dominio. El Carpintero levantó la mano. El tiempo se detuvo. Ahora los dos, el Carpintero y el Ángel de la Muerte, estaban solos en el ámbito espiritual. El joven Nazareno, casi exasperado de ira, avanzó rápido hacia el ángel tenebroso. -¡Tú! -exclamó la Muerte con un pasmado asombro. El Carpintero sacudió la cabeza lentamente, porque aquello que estaba delante de El era una cosa grotesca y espantosa. Suspiró y pensó para sus adentros: ¿Será posible que yo Que hice el cordero te haya hecho a ti? -Nos hemos encontrado antes -dijo el Carpintero en alta voz, con una insinuación de reto en ella. -Sí -resonó la estertorosa voz de la Muerte-. Me impediste que realizara mi tarea señalada, y retuviste de mí aquella noche mi legítima presa. ¡Ah, pero hoy, aquí, llegaste demasiado tarde, oh Hijo de Dios! ¿Ves? Este ya es mío. Ahora él habita 65

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en mi dominio... y nadie puede poner el pie allí. Nada -rugió el ángel tenebroso-, ¡ningún poder, ni esperanza, ni ensueño, ni oración puede llegar hasta él ahora! Esta no es la noche de la Pascua... ¡Esta vez llegaste demasiado tarde! El frío fulgor de la Muerte fue correspondido por unos ojos resplandecientes de ira no mitigada. La Muerte se estremeció a la vista de semejante furia irrefrenada. -Tú no sabes todas las cosas, muerte inmortal -replicó el joven Carpintero, hablando con los dientes apretados. Entonces El levantó la mano otra vez. Volvió a aparecer la escena del tiempo. Con presteza y determinación el Carpintero avanzó hasta el medio del camino. De inmediato aquella procesión fúnebre se detuvo. Los cuatro hombres que llevaban el féretro, algo perplejos por lo que estaba pasando, bajaron las andas al suelo. La muchedumbre, así como todos sus pensamientos, se detuvieron a la vista de un hombre tan completamente consumido por una lívida ira. El Carpintero se arrodilló junto al joven difunto y extendió la mano para tocarlo. Entonces la madre del joven exclamó en voz alta al ver lo que Él iba a hacer: -Señor, no lo toques, porque escrito está que no hemos de tocar la inmundicia de la muerte. El joven Carpintero alzó la cabeza, apretó un poco los ojos al mirar al ángel tenebroso, y respondió: -¿Muerte? ¿Qué muerte? El Ángel hizo un gesto de escarnio, se inclinó hasta abajo y apretó su agarre sobre el joven. Siempre con la misma suavidad, el Carpintero arrodillado al lado del joven, siguió bajando la mano hacia él. Cuando la mano del Carpintero alcanzó a tocar, no al joven, sino la mano de la Muerte, el ángel tenebroso dio un alarido de espanto, retirando la mano violentamente en una espumante agonía. Entonces la multitud estalló en frenéticos gritos de temor y de gozo al mismo tiempo, porque el joven había abierto los ojos e incorporándose se había sentado. Mientras duró el éxtasis caótico que dominó a la muchedumbre, el joven Carpintero se fue camino abajo andando rápido para interceptar de nuevo aquella negra y terrible criatura que ahora se escabullía. -¡Detente! -tronó el Señor al pasar otra vez del tiempo a los ámbitos invisibles. Por primera vez desde que había sido soltado sobre la creación aquel terrible día en el Huerto, el Ángel de la Muerte obedeció una orden de otro. 66

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-¡Oye, Muerte! Maldita Muerte -gritó el Señor, ahora al borde mismo de su autocontrol-. ¡Escúchame, Muerte! ¡Tú, maldita... condenada... Muerte! Antes que mi desposada aparezca en escena... tú... oh Muerte... ¡morirás! El joven Carpintero dio la vuelta. En su rostro, donde sólo un momento antes estaba ardiendo la ira en su plena furia, ahora estaba el sereno resplandor del triunfo... -Oye, Mateo. -Sí; lo sé, Judas -respondió el levita, buscando a tientas en los bolsillos de su capa-. Ahora, dónde habré puesto esa dichosa lista.

XXXVI

El Carpintero estaba muy cansado; el día había sido largo y cargado de problemas. Si no se apuraba, llegaría tarde al banquete que se iba a dar en su honor, pero la multitud lo apretaba por todos lados; era harto difícil avanzar en esa aglomeración. Por encima del estrépito que se producía a su alrededor, se oyó otro sonido -un sonido no natural en ese ambiente. Volvió a oírse ese sonido -un lamento largo y plañidero. Todas las demás voces quedaron silentes, todos los ojos buscaron a uno y otro lado la procedencia de aquella pavorosa cantilena. Era un canto salido del infierno, que traspasaba al alma más valiente con un helado pavor. Los niños salían corriendo, algunas personas se tapaban los oídos, en tanto que otros se envolvían apretadamente con sus vestiduras. El joven Carpintero reaccionó en forma instantánea y empezó a abrirse paso a la fuerza a través de ese mar humano, en dirección de aquel espantoso lamento. Su porte mismo le abría camino delante de El en la multitud. Al llegar al borde de la muchedumbre, descubrió una extraña criatura, de la cual procedía aquella música diabólica. Súbitamente cesó el lamento de ella. En su lugar se escuchó un fuerte y dificultoso resuello, entremezclado con gruñidos y gemidos. Su larga cabellera colgaba en forma tan enmarañada alrededor de la cabeza y los hombros, que era difícil definir en qué dirección estaba parada. Entonces, de debajo de aquel desgreñado enredo salieron dos provocativas manos, como garras enroscadas, con las que echó hacia atrás su cabello, descubriendo así una cara torcida y sucia. De la multitud subió un nauseado gemido. Su rostro estaba inmundo, sus ojos, vidriosos. Se volvió hacia el sol y 67

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buscó su fuego como alguien que trata de encontrar el camino de vuelta a la realidad. El Carpintero se le interpuso en el camino y su sombra cayó sobre el rostro de ella. La muchacha gimoteó; después forcejeó, obviamente tratando de nuevo, pero en vano, como de librarse de algo... de comprender... algo. Sus ojos de aspecto vidrioso se encontraron con los de Él. Ella se retorció por un breve instante; enseguida una monstruosa y perversa sonrisa se extendió en su rostro. Comenzó a lamentarse nuevamente, pero esta vez en un tono más alto y en términos más obscenos que antes. Su tenebrosa música bajaba y luego subía otra vez. Era una salmodia demoníaca que celebraba algún perverso triunfo. De alguna forma su detestable cadencia alardeaba de ese triunfo delante del joven Nazareno. El Carpintero sabía muy bien el significado de ese lamento. Conocía la procedencia del mismo y sabía que era la atadura que mantenía cautiva a la muchacha aquello que se estaba pregonando con tanto regodeo. Pero ¿quién era esa muchacha? La mismísima hija de Israel -la progenie de una ramera. Como su madre había sido, así era ella. Su madre se había prostituido con Egipto y con Babilonia; de la misma manera, también la hija había seguido, de su propia voluntad, los pasos de su madre. Siendo aún una niña, ella había sido voluntariosa, testaruda y rebelde. Cuando descubrió que los hombres codiciaban su ya bien formado cuerpo, quedó intoxicada con un sentido de poder y llena de amargo desprecio hacia sus pretendientes. Al principio regalaba su cuerpo, pero al crecer en edad, se volvió más inteligente y le puso un precio. Su desdén fue tornándose cada vez más profundo y su rebelión más violenta, pero ella se gloriaba en su pecado y llevaba con orgullo el título de ramera. De esa manera, poco a poco las tenebrosas fuerzas del infierno hicieron su hogar en su ser carnal. -Verdaderamente, la hija de Jeru -suspiró el Galileo. La lamentación fue disminuyendo hasta que cesó. De nuevo la muchacha forcejeó contra alguna fuerza invisible. Luego profirió un escarnio, seguido de una risa -una risa provocativa y escarnecedora, dirigida directamente al profeta de Galilea. Todos los que observaban la escena parecían comprender que algo -o alguiendentro de ella se estaba burlando del joven profeta, aun cuando la finalidad de aquella provocación era bastante incierta.

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Desde lo profundo del ser del Carpintero manó la compasión, la ira y la comprensión. Pero sobre todo, brotando primero de su corazón e inundando enseguida en oleadas su rostro, apareció la inconfundible mirada de amor. ¿Qué era aquello que con relación a esa prostituta captaba tanto la atención del Señor? Estaba a punto de ser revelado un momento culminante de la historia divina. El Carpintero escudriñaba el rostro de la muchacha. Miraba más allá de esos ojos salvajes y vacíos. Veía en ella la soledad y el dolor, las cicatrices, la mirada avejentada de una muchacha tan joven. Veía la herida, la sensación de traición; veía el terror frenético que en ese mismo momento le oprimía el corazón, el enmudecido grito que pedía ayuda. El miraba más allá de ese horror visible, de ese cinismo, de esas heridas, de esos cabellos desgreñados, de esos gruñidos y de esa risa perversa. Veía al espíritu inmundo que estaba en ella. No; veía a siete demonios. Veía su alma entenebrecida, necesitada de redención. Pero su mirada divina penetraba todavía más hondo. Veía al espíritu humano -sin vida, gris. El espíritu humano un elemento que se encuentra dentro, en lo más profundo de todo ser humano, pero que es algo que pertenece al ámbito celestial- que yace allí, frío y muerto desde los remotos días de la caída de Adán. Mirando todavía más hondo, El veía algo más. Una muchacha muy hermosa. Pero ¿era esto posible? Entonces El levantó la mano. El joven Carpintero ya no veía a la muchacha ni a la multitud que los rodeaba; estaba mirando retrospectivamente a aquella eternidad pasada, a la edad misma de antes de las eternidades, a un momento que nadie más conocía -ese momento en que El destinó porciones de su propia naturaleza divina... que las destinó para que un día pudiesen ser porciones de... ¡En ese momento El la vio! Una porción de su ser que había sido no sólo destinada, .sino que había sido la primerísima en ser destinada. Ahora bajo la mano. Miró de nuevo ese espíritu muerto que estaba dentro de ella y pensó: Su espíritu está destinado a ser vivificado -¡de nuevo! Destinado en mí, antes de la fundación del mundo. Determinado ya entonces, que ésta llegaría a ser... 69

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Algo dentro de la muchacha percibió la intensidad de la escudriñadora mirada de El. Retrocediendo, empezó a chillar y a maldecir. Su rabia y sus imprecaciones subieron en espiral hasta una furiosa locura. El Carpintero respondió al instante. Extendiendo la mano con autoridad, señaló directamente a la muchacha. Enseguida, con una voz que estremecía la tierra y reverberaba como un trueno, gritó: ¡Ella no es tuya! ¡Déjala! ¡¡Sal de ella!! Ahora y para siempre. El cuerpo de la muchacha se retorció; tenía los ojos llenos de terror. Se agarró la cabeza como presa de un indescriptible dolor. Aquella lamentación obscena se retiró de ella. Entonces la muchacha dejó escapar un escalofriante alarido y se desplomó al suelo. Al verla allí, a nadie le quedó la más mínima duda; la muchacha estaba muerta. Instintivamente varias mujeres corrieron a donde había caído el cuerpo inerte de la muchacha. Echaron hacia atrás sus cabellos de sobre la cara, y la miraron pasmadas de asombro. La muchacha estaba dormida; en su rostro aparecía un tenue indicio de tranquila paz. Y mientras nadie lo notaba, el joven Carpintero se escabulló, ahora apenas con tiempo suficiente para no llegar tarde a la comida a que había sido invitado. Pero, y la muchacha, que quedó tendida allí en el suelo... ¿Quién es? ¿Quién es, realmente, esta muchacha?

XXXVII

Era el hombre más rico de la ciudad, y era fariseo -rico y religioso. Ese sería el anfitrión del Carpintero esta noche. Al llegar El, un bien vestido sirviente le dio la bienvenida a la entrada de la lujosa mansión, y lo acompañó a través de la casa a un amplio jardín al aire libre. No muy lejos, sobre el vetusto muro de la ciudad, podía verse perfilada bajo el cielo iluminado por la luna, la torre del vigía.

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Extendido sobre el suelo, en medio del jardín, había un inmenso tapiz en el que habían colocado un interminable conjunto de exóticos y ricos manjares. Por todos lados, al parecer, había sirvientes que se movían apresurados de aquí para allá, algunos acompañando a invitados a su lugar señalado, otros trayendo aún más enormes bandejas llenas de manjares al jardín. Entre los invitados allí presentes se encontraban los vecinos más destacados de la ciudad. Entonces Simón, de pie al fondo del jardín, indicó con señas al joven profeta que pasara a ocupar el sitio de honor, el segundo puesto más importante en el banquete, al lado de Simón. A continuación, hizo sonar una campanilla. Siguiendo el ejemplo de su anfitrión, todos se arrodillaron y se recostaron, poniéndose de lado, y comenzaron a comer. Había música, vino, risas y una atmósfera de reposada algazara. Toda evidencia indicaba que ésa sería una deliciosa noche que pasarían con un rico anfitrión y un joven y famoso profeta. Tal vez hacia el final de la comida habría incluso un tiempo para hacerle preguntas al huésped de honor. Sin embargo, no sería ése el curso de los acontecimientos. Tan sólo unos minutos después de comenzado el banquete, se produjo una ligera conmoción en la puerta de entrada, suficiente como para captar la atención de algunos, la que a su vez provocó una racha de cuchicheos. Pero en un momento el jardín quedó en silencio sepulcral. De pie, en la puerta que daba acceso al jardín, había una mujer de la calle. En ese momento el sonido más alto que se podía oír, no era más que la tensa respiración de un centenar de personas. Entonces de algún lado se escucharon unas palabras: -¡Es la ramera! Simón se sentía mortificado. Semejante intrusión, de parte de una mujer de la calle, aquí... en su casa. Y estando este invitado presente. Increíble. Por un momento demasiado largo para todos, la muchacha permaneció inmóvil en medio de la puerta. Algunos se maravillaban en su fuero interno de que ella no estuviese ni atemorizada ni avergonzada. Más bien parecía estar casi serena. Otros se preguntaban cuándo ella comenzaría aquella estridente y aterradora lamentación, en tanto que otros observaban que ella parecía transformada en todo sentido. Entretanto, el huésped galileo seguía comiendo, sin molestarse siquiera en levantar los ojos. Entonces la muchacha empezó a caminar. La tensión eléctrica que había en el jardín subió, porque no cabía duda en cuanto a su destino. Todos la miraron 71

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estupefactos mientras ella atravesaba el jardín y se colocaba exactamente detrás del joven profeta, precisamente a sus pies. Volviéndose para mirar por encima del hombro, el joven Carpintero reconoció por primera vez la presencia de la muchacha. Durante un momento increíblemente largo, nada en absoluto se movió en el jardín. Entonces la muchacha sacó de su capa un hermoso frasco, obviamente lleno de algún perfume exótico y sumamente costoso. Ese vaso de alabastro representaba, sin duda alguna, sus posesiones de toda la vida. Luego, con una gracia poco común y una dignidad que rayaba en lo regio, quebró el extremo del frasco para abrirlo y se deslizó sobre sus rodillas. Al instante el aire se llenó de la rica y embriagadora fragancia de aquel exótico perfume. Simón miró con ojos muy abiertos, horrorizado, tratando de no creer que una mujer inmunda se hallaba a tan corta distancia de él, y a los mismísimos pies del joven profeta. Tornándose enseguida hacia uno de los dignatarios, dijo en un susurro que se pudiera oír: -Si este hombre es profeta, seguramente conoce que ella es una mujer de la calle, contaminada. De seguro... que no le permitirá que lo toque. Otros más susurraban audiblemente: -Ciertamente ella no lo tocará. ¡El es un hombre de Dios! Entonces la muchacha empezó a derramar el preciado perfume sobre los pies del Carpintero. Al hacerlo, levantó, primero su rostro y luego una mano hacia el cielo, al tiempo que le corrían suavemente por el rostro arroyos de lágrimas ardientes. En breve esas lágrimas estaban cayendo sobre los pies de El, donde se entremezclaban con el perfume. El Señor no manifestó ninguna protesta, ni se inquietó. Un murmullo de ofendido escepticismo recorrió aquel jardín cuando la pecadora empezó, no sólo a regar y ungir los pies del Carpintero con perfume y lágrimas, sino inclinándose, también a besar sus pies amorosamente -y hasta apasionadamente. Y de alguna parte allá afuera sobre los muros de la ciudad, se oyó al vigía nocturno pregonar el salmo vespertino: Amarás al Señor tu Dios Con toda tu alma Y con todo tu corazón 72

EL DIVINO ROMANCE

Y con todas tus fuerzas. Pero nadie parecía haber escuchado. Y aquellos que oyeron, no entendían. Entonces, tomando sus largos y hermosos cabellos, la muchacha los juntó apretadamente formando con ellos como una toalla, y empezó a enjugar los pies de Él. Los enjugó hasta dejarlos secos -esto es, excepto sus más recientes lágrimas. Pero ¿quién es, díganme, esta increíble muchacha?

XXXVIII

-Simón. El joven profeta rompió su propio silencio en una voz queda y a la vez desconcertantemente tranquila. -Simón, eres un hombre que tiene cuidado por las cosas de Dios. Has preparado, si no me equivoco, este banquete en mi honor. ¿No es así? -Sí; es cierto. -Simón, cuando entré en tu casa, no se me dio el beso de bienvenida en mi rostro; tampoco ningún sirviente lavó mis pies a fin de quitar de ellos el polvo de este día. Sin embargo, esta mujer a quien has llamado pecadora, vino y no ha cesado de lavar mis pies; no con agua, sino con el más costoso perfume… y con sus lágrimas. Además, los ha enjugado y los ha secado besándolos con sus labios. -Ahora, Simón, tengo una pregunta para ti. Dos hombres tenían grandes deudas con un rey, pero uno de ellos debía una suma muchísimo más grande que el otro. El rey perdonó a los dos sus deudas. ¿Cuál crees tú, Simón, que lo amó más? Simón se puso rojo, brillante de cólera y de vergüenza. Pronunció a regañadientes cada palabra de su respuesta. -Bueno, Señor, supongo que aquel que debía más. -Has dicho la verdad, Simón. El Señor se levantó, y al hacerlo, se volvió hacia la muchacha. Extendió la mano y la ayudó a ponerse de pie.

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-Ciertamente, aquel a quien se perdona poco, ama poco. Al que se le perdona mucho, mucho ama -dijo mirando directamente a la muchacha... cuyo rostro se había vuelto un mar de centelleantes lágrimas. -Estás perdonada y limpia. Ahora todo pertenece al pasado, como si nunca hubiera existido. La muchacha lo miró como si comprendiese las profundidades más recónditas de cada palabra de El. -Hija, ahora ve... y no peques más. La muchacha no se movió. Antes bien cayó, una vez más, de rodillas y contestó: -Señor mío y Dios mío. Estoy limpia... y ya no voy a pecar más. Pero nunca... nunca... me iré.

XXXIX

Alrededor de veinte hombres y cuatro mujeres lo acompañaban a dondequiera que Él viajaba. Desde el día de su liberación -la muchacha no lo pidió- ella simplemente pasó a formar parte de aquel pequeño grupo de seguidores. A dondequiera que Él iba, iba ella, y derramaba todo su amor y toda su vida en El. A la hora más temprana de la mañana se la podía ver preparando el desayuno de Él. Cuando Él se sentaba para enseñar, ella estaba allí siempre, a sus pies. Cuando El partía, ella partía con El. Cuando aquellos veinte hombres pedían demasiado de Él, ella protestaba tranquila pero firmemente. Le lavaba los pies, le servía las comidas, le atendía la ropa; por la noche colocaba frutas junto a su cama. Para El, que había dicho de sí mismo: “Yo soy el agua viva”, había siempre cerca de El agua fresca para beber, colocada por las manos de ella. Cuando las noches eran frías, se aseguraba de que la casa en que lo hospedaban estuviera tibia. Aun en pleno verano, cuando el sol ardiente hacía ampollarse la piel, ella caminaba con aquel pequeño grupo de seguidores, de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, siguiéndolo a El siempre. ¿Por qué semejante devoción? Porque ella lo adoraba. Lo amaba fervorosamente, con sinceridad. Estaba del todo encariñada, completamente cautivada y totalmente enamorada de su Señor y Maestro. No le importaba quién lo supiera. Desconcertaba ver que no la desconcertaba el asunto. 74

EL DIVINO ROMANCE

Con el tiempo los demás se acostumbraron a ver su sincera adoración y su efusión de afecto, que continuaban sin cesar desde lo más temprano de la madrugada hasta la última luz de la noche de cada día y cada año que pasaban. Incluso aprendían de ella. Oh, sí, todos ellos profesaban un amor a El igual al de ella. Pero ellos hablaban de derrocar a Roma, de abolir el estado hebreo de entonces, de establecer un trono espectacular y de vengar los malignos rumores que parecían estar divulgándose siempre con respecto a su Señor. Soñaban con ostentar tanto el poder político como el espiritual, con echar fuera demonios y con echar a César en un calabozo, y a Satanás en un infierno ardiente. Profesaban el amor, pero hablaban de poder y de fama. Pero poco a poco fueron cambiando; a medida que los meses se hacían años, hablaban menos de conquistar y tomaban más en serio eso de amar a su Dios. Lo más admirable de todo era esto: El correspondía. Derramaba amor en reciprocidad. Parecía un poco extraño que el Hijo de Dios fuera solícito, afectuoso, amoroso, y que correspondiera el amor... en forma tan honda, tan total. Que Dios pudiese amar, con tanto fervor, era simplemente algo que nunca se les había ocurrido. Tampoco podían comprender del todo por qué encontraban tan difícil expresar su amor hacia Él. Antes de ella, su madre había fallado durante incontables siglos en este mismo asunto tan sencillo; pero ahora, aquí, ante la vista de todos, esta sencilla muchacha estaba manifestando el supremo orden del universo. Amar a su Dios. Observándola aprendían, porque aun cuando ella expresaba su amor con su servicio y solicitud, lo expresaba todavía más con los ojos, con el corazón, con el alma y con el fervor y la pasión de todo su ser. No era ninguna abstracción este amor. Era algo desconcertante. Un amor constante, expresado día tras día, con entrega total -amándolo. Era evidente en sus ojos, en su arrodillarse, en los momentos de alabanza y de regocijo, y cada vez que contemplaba el rostro de El lo que ocurría casi continuamente. ¿Quién es esta muchacha... esta increíble muchacha?

XL

Aquella antigua sensación de solitud se volvió a apoderar de Él una vez más. Escabullándose de todos, salió de la ciudad y empezó a subir lentamente la ladera del monte de los Olivos. Al llegar a un mirador, paró y se arrodilló, recostándose contra un árbol, para ver así la ciudad que se extendía delante de Él allá abajo en el valle.

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Había observado esta ciudad por más de dos mil unos; y por el mismo número de años ella le había estado partiendo el corazón. Suspiró, apretó la barbilla entre las palmas de las manos, y empezó a llorar suavemente. Su mirada se intensificó, y la vista de la ciudad ubicada allá abajo comenzó a dar lugar a una visión divina. Lentamente, la ciudad -de personas, casas y el templose redujo como formando una cosa. De ese mosaico que se arremolinaba empezó a emerger una forma única. En lugar de la ciudad apareció, de pie en el valle, una mujer muy joven y muy hermosa. Estaba vestida toda de blanco. El Señor pronunció una sola palabra: -Jeru. Ella era muy, muy joven, y en extremo hermosa. Al mirarla, recordó cómo ella había venido a esa tierra, la tierra prometida, y cómo había hecho su hogar en el centro de Judea. En aquellos días su hermosura y su inocencia eran desconcertantes. Sin embargo, desde el principio ella pareció mostrar una inmoderada curiosidad tocante a las extrañas costumbres de la gente y a los dioses extraños de las tierras de alrededor. En los días de Salomón, estando en el zenit de su hermosura, rompió sus votos de desposada con El y se lanzó al mundo de ellos. Por largo rato contempló a la muchacha que estaba de pie en el valle, y a medida que pasaban los minutos, la joven parecía crecer en edad. Al mismo tiempo su semblante se endurecía, como también su corazón. Él lo sabía. En breve, ella se uniría con otros para matar a Aquél con quien estaba desposada. Pero todavía más. Ahora ella no sólo era vieja, sino que también estaba por volverse aún una vez más, una homicida. Además, Él sabía que en breve Jeru iba a morir. Moriría, para no levantarse nunca más. No sólo ella, sino todos aquellos que la habían inducido a que se apartara de El. Sus rivales, sus enemigos -pronto todos se acabarían. En lugar de ella se levantaría un ser espiritual, del cual esta mujer habrá sido tan sólo una figura. Vendría otra, mucho más hermosa que ella. Una nueva... súbitamente sus pensamientos fueron interrumpidos. -Señor, no hubiera querido molestarte, pero es importante, muy importante. -¿Sí? -Hemos llegado a tener conocimiento de una conjura. No sabemos con certeza los detalles, pero parece que alguien...

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EL DIVINO ROMANCE

-Sí, lo sé. Tengo conocimiento de todo eso desde hace mucho, mucho. No te preocupes. Es un asunto que mi Padre observa cuidadosamente. Ahora, ¿puedo pedirte un favor? ¿Quieres esperar por mí al pie del monte? Deseo estar solo unos momentos más. -Sí, Señor -respondió el discípulo volviéndose para retirarse con presteza de la cumbre de la colina. El volvió a mirar una vez más Ia ciudad situada allá abajo. La terrible comprensión de lo que era realmente la vetusta ciudad, lo dejó abismado. Entre sollozos de dolor y lágrimas que le brotaban, exclamó: -¡Oh, Jerusalén, Jerusalén! ¡Tantas veces apedreaste a los que venían a salvarte! ¡Cuántas veces te llamaron... te llamé... a que volvieras! Pero no quisiste. ¡Cuántas veces he querido tomarte en mis brazos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste! Oh, Jeru, Jeru, Jerusalén, En esta noche, Sella tu destino... para siempre.

XLI

Más tarde esa noche, una solitaria figura fue llevada desde su lugar de oración en un huerto de olivos, al salón de juicios, para ser juzgado allí, acusado de haber blasfemado contra Dios. Unos pocos lo amaban, pero muchísimos más lo odiaban. Ese juicio de medianoche puso en evidencia este hecho. Sus palabras fueron tergiversadas; falsos testigos declararon ante los ancianos de la ciudad las palabras que tenían que decir. Era obvio el objeto de todo ello. No querían que ese Galileo problemático siguiera existiendo. -Este no es digno de seguir viviendo -fue, por lo tanto, el veredicto final. Habría de ser llevado de ese salón a su encuentro con la muerte. Es extraño ¿o no lo es? lo que a veces cruza por la mente de un hombre que encara la muerte. El recordaba un momento en el pasado remoto. Una conversación. -Adán, ¿ves esta semilla? Dentro de mí, y dentro de esta semilla, existe un principio que no puede ser rescindido. Si la semilla vive... permanece sola. Pero si cae en tierra y muere... 77

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-Duerme aquí, Adán. ¡O permanece solo por siempre! Vive, en solitud. Muere, y conviértete en muchos. Pero sus pensamientos fueron interrumpidos. Parecía que había habido un ligero descuido. Ahora tendría que ser enjuiciado por segunda vez.

XLII

La ocupación enemiga de un país requería un juicio efectuado por el gobierno extranjero. El gobierno de los hebreos y el gobierno gentil tendrían que estar de acuerdo para matar a este Hombre. Judíos y gentiles tenían que unirse en este asunto, así que lo llevaron al palacio de Pilato. El Carpintero observó cuidadosamente el rostro del hombre que trataba de librar de la ejecución una víctima inocente que no quería ser rescatada. La conversación que tuvieron ellos dos versó sobre muchas cosas, siendo una de ellas el gobierno. -Antes de terminar este día -le dijo el Carpintero objetivamente- ambos gobiernos, el tuyo y el de ellos, y ambas razas, la tuya y la de ellos, serán ejecutados conmigo. Después de eso, Pilato ordenó que El fuera devuelto nuevamente a sus enemigos. Así, pues, ahora los gobiernos terrenales estaban de acuerdo: Él debía morir. Pero se requería un voto más para una total unanimidad. De modo que se reunió a los moradores de la ciudad a fin de que expresaran su veredicto. Entonces Él fue conducido a un balcón que daba a un inmenso atrio. Allí estaban, hasta donde se podía ver, gritando y vociferando. Al ver a aquella muchedumbre, los ojos del Carpintero se empañaron. En su visión, la multitud que estaba delante de Él empezó a dar vueltas. Lentamente la escena se transformó. Delante de Él se encontraba Jeru, su desposada. Ella levantó la mano y la sacudió. Con el desprecio y la cólera visibles en su ceñudo rostro, ella gritó revelando sus sentimientos. -¡Fuera con El! ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! -demandó. El volvió la cabeza y cerró los ojos, tratando de borrar la vista de un odio tan absoluto. Pero ella evidenciaba su opción. Volvió a gritar: -¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! 78

EL DIVINO ROMANCE

Desde lo profundo de su ser El gimió: ¡Oh, Jeru, Jeru -Jerusalén! Ahora, pronunciado el veredicto, los soldados de la gentilidad sacaron a su víctima de la corte a la calle, y de allí a una prisión que esperaba por El. A través de oscuras cámaras lo llevaron. Lo desnudaron. Y lo flagelaron... despiadadamente. Por un momento perdió el conocimiento. Cuando despertó, instintivamente se tocó el costado. -No. Aún no. Todavía estoy intacto -se dijo. Dio la vuelta en el frío suelo de piedra y trató de levantarse, pero se desplomó del dolor. Un momento después, susurró por entre sus hinchados labios: Todavía no, Adán. Todavía no. Pero pronto.

XLIII

Casi ciego y medio muerto, arrastró cuesta arriba por esa detestable colina aquella viga de madera. Con los ojos bañados en sangre vislumbró por primera vez el Gólgota, y escuchó el sonido de los martillos que daban los toques finales al instrumento de ejecución. Al llegar, hicieron que el Carpintero diera la vuelta para que pudiera ver qué era lo que estaba en el suelo delante de Él. ¡La cruz! Él no la había visto desde aquel día... el día antes del nacimiento de la eternidad. Levantó la cabeza completamente magullada y trató de mirar -con los ojos casi ciegos- para ver si todo lo demás se encontraba en su lugar. Sí; allí estaban los clavos, el mazo, el letrero burlesco, la hiel. Todo estaba presente, habiendo estado inseparablemente vinculado a Él por innumerables edades. De nuevo bajó la vista y miró la cruz que yacía delante de Él. Nadie en la tierra ni en los cielos podía haberse imaginado nunca, que aquella viga de madera constituía la más destructiva fuerza individual de toda la creación universal. Suficientemente poderosa para destruir todo lo que había sido creado jamás. ¡Pero faltaba algo!

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Lentamente miró alrededor, recorriendo con la vista todo el macabro panorama. ¡Allí estaba! En las manos de un soldado romano. ¡La lanza! Algo dentro de Él, una sensación de cumplimiento, llenó su ser. Una suave sonrisa pugnó por exteriorizarse en su enormemente hinchado rostro. -¡Vamos! ¡Crucifíquenlo! -gritó alguien en la multitud. -Oh, tú no tienes ni una leve idea de lo que va a ser crucificado aquí en este día susurró El. Entonces, levantando los ojos al cielo volvió a susurrar, como si lo hiciera a universos invisibles: -Todo está listo. Y al pronunciar esas sencillas palabras, toda la morada de los lugares celestiales se vació, al abalanzarse las huestes angelicales en el tiempo, para llenar allí todo techo, toda colina y todo monte alrededor en Jerusalén. Millones de millones de espadas fueron desenvainadas por otros tantos ángeles ofendidos que lloraban. Cada fibra en ellos se encontraba tensa, esperando una orden -cualquier ordenque les permitiese desatar venganza sobre esa colina. Entonces los soldados empezaron a empujarlo despiadadamente hacia abajo sobre aquella viga de madera, sólo para descubrir su total disposición de recostarse sobre esa cruz y de extender los brazos y las piernas. Tampoco escapó a la vista de ellos que su prisionero abrió las manos para recibir los clavos. Al contemplar a ese extraño Hombre tendido delante de él, uno de los soldados titubeó por un momento antes de agarrar uno de los largos y fríos clavos y el pesado mazo de hierro. Enseguida apretó con fuerza el clavo contra la muñeca y levantó su mazo bien alto en el aire. El Carpintero alzó ligeramente la otra mano, ¡y el tiempo se detuvo! Al centro mismo del espíritu de cada ángel llegó, estallando como fuego, la no expresada y casi increíble orden de su Señor. Por un breve instante titubearon. -¡Ahora! -mandó el Carpintero.

XLIV

El les dio no sólo una orden, sino la facultad de hacer algo que, hasta ahora, sólo El había hecho siempre. Para que cumplieran su voluntad, El permitió ahora que sus mensajeros fueran señores del tiempo y del espacio. Ellos sabrían lo que únicamente YO SOY había sabido jamás antes: durante los pocos minutos siguientes, los ángeles tendrían la capacidad de trasladarse a cualquier punto en 80

EL DIVINO ROMANCE

el tiempo, el espacio... o la eternidad. Podrían recorrer los corredores del tiempo e irrumpir a voluntad en cualquier lugar de la historia. Viajarían a través de todos los puntos del tiempo -y a muchos lugares en la eternidad- moviéndose, de ser necesario, en ambas direcciones de la eternidad, aun a la edad anterior a las edades y, si fuese necesario, al término final de todas las edades. Abalanzándose a mayor velocidad aun que la que podían concebir, cada uno fue a su lugar señalado, a cumplir la voluntad de su Señor.

XLV

Fue el ángel que llevaba el sencillo nombre de Mensajero el que se precipitó retrospectivamente a través de todo el tiempo, luego atrás en la eternidad remotahasta aquella edad que hubo antes de todas las cosas, ¡excepto Dios! Al llegar allá, encontró un cordero -inmolado- sobre una cruz de madera. Levantando en alto ese trofeo de amor infinito, desconocido hasta ahora, lo trajo de vuelta a través de la eternidad al tiempo, y finalmente al Gólgota, para unificar allí esa cruz -y el cordero- con el madero maldito y el Carpintero que yacía tendido sobre el mismo. Otro ángel fue a ese lugar, desde mucho tiempo olvidado, en que Eva y Set colocaron una vez el cuerpo de Adán, anciano y muy lleno de años. Con los dones y poderes del mundo espiritual, el ángel agarró entre sus brazos al primogénito de nuestra raza, y lo trajo a través del tiempo, viniendo por último al Calvario. Usted ve, en el seno mismo de Adán estaban todos los descendientes de la raza humana, porque se encontraban -después de todo- en él. Además, en el seno de aquel primer hombre yacían, no sólo toda la especie humana, sino también la caída adámica, la maldición y la naturaleza egoísta que ha invadido, despojado y torcido el alma humana. Adán, y todo el género humano en él, fueron llevados en manos angelicales al sitio de la ejecución del Carpintero. Uno de los arcángeles se elevó del plano de esta tierra, se paró encima del planeta y clamó al pasado y al futuro, mandando a todos los gobiernos, tronos, dominios y principados de todas las edades de la tierra que viniesen. Apresándolos a todos entre sus poderosos brazos, se precipitó de vuelta al ámbito del tiempo y voló a Jerusalén. De pie ante la cruz, esperó. Pero uno de los ángeles no se movió de su lugar. El Gólgota mismo era su designación. Por un lado de la cruz estaba un grupo de hebreos. Por el otro lado, una guardia de soldados gentiles. Entre ellos, visto sólo por los ojos que pertenecían al ámbito de lo invisible, había una pared. ¡Una pared insuperable! Arrancando la pared con sus potentes brazos, el ángel levantó aquella barrera, se detuvo frente a la cruz y esperó. 81

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Esperó a que sonara una vez más el tictac del tiempo.

XLVI

Un el momento siguiente el brazo y el martillo comenzaron su furioso viaje descendente hacia el clavo, pero no antes de que los ángeles que volvían, arrojaran su botín dentro del seno del joven Carpintero. Entonces el martillo pegó contra el clavo, y allí estaban siendo crucificados en ese instante Adán, el primer hombre La raza adámica El yo caído Todos los gobiernos principados poderes tronos... y dominios ¡Sí! ¡Crucificados en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!

XLVII

Una vez más el soldado romano apretó con fuerza un clavo en la otra muñeca. Una vez más movió el brazo en un poderoso impulso hacia arriba, y una vez más el Señor detuvo el transcurso del tiempo. En ese mismísimo instante uno de los ángeles llegó a la base del monte Sinaí, y enseguida comenzó frenéticamente a echar piedras hacia todas partes. De pronto se detuvo. Allí estaban, hechas pedazos y desde mucho tiempo olvidadas, las tablas de los mandamientos y de la ley de Moisés. Rápidamente el ángel las recogió y las apretó contra su pecho, dio vuelta y salió disparado hacia el santo templo de Jerusalén. Al llegar al atrio del templo, el ángel entró directamente en el Lugar Santísimo. Aterrado, pero con todo obediente, alzó el propiciatorio, metió la mano en la caja forrada de oro batido y sacó la sagrada copia de la ley. Entonces recogió dentro del templo todo precepto, todo estatuto, toda ordenanza que habían sido escritos, proclamados o imaginados jamás.

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Estaba a punto de irse cuando oyó de nuevo la voz del Señor dentro de sí. Volviéndose, sacó todo ritual de toda adoración. Una vez más se habría ido, pero se volvió otra vez al apremio de su ardiente espíritu y sacó toda observancia de toda fiesta. Por último sacó incluso el día de reposo. Finalmente salió del templo, sólo para ser detenido nuevamente. Respiró bien hondo, se volvió ¡y se llevó hasta el templo mismo! Entonces se elevó muy por encima de la tierra, y con una voz que llegó a todos los términos de todos los tiempos, ordenó que viniese todo precepto, estatuto, ritual, decreto y ordenanza que hubiesen sido observados jamás por religión alguna practicada jamás sobre toda la faz de la tierra. Y una vez más el cargado ángel se precipitó hacia abajo a través de los cielos, entrando en el tiempo. Llegó justo en el momento preciso para poner su profunda carga dentro del seno de su Señor. Entonces dio unos pasos atrás. El mazo golpeó sobre el clavo. Y con ello, Toda la ley todos los preceptos todas la ordenanzas todas las fiestas así como todos los rituales ¡fueron crucificados en la cruz de Jesucristo nuestro Señor!

XLVIII

Los soldados amarraron las piernas del Señor, apretaron fuertemente contra el madero, y clavaron sus pies a la cruz. Enseguida metieron despiadadamente a patadas el extremo inferior de la cruz en un hoyo hecho a propósito. Se escuchó un horroroso golpe sordo y un patético gemido al caer ese extremo al fondo. Arriba los cielos se estaban oscureciendo con una inmensa nube lúgubre y misteriosa. Por momentos la alta atmósfera se iba poniendo más y más oscura y ominosa Los habitantes de la tierra apretaban sus vestidos alrededor de sí y se estremecían por dentro a la vista de la inmundicia que se estaba acumulando en el cielo encima de ellos. Lo que veían no era más que minúsculas gotas de una vasta impiedad que rezumaban desde ámbitos invisibles. Porque los ángeles se encontraban ahora en la más oscura y espantosa de todas sus jornadas. Habían volado a través del tiempo y del espacio, a todos los años, horas y minutos de la historia de la 83

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humanidad. Se habían llegado a todas las aldeas, poblaciones y ciudades. Se habían precipitado a través de llanuras y desiertos, y abajo aun dentro de los mares. Subiendo, trajeron de regreso a Jerusalén su espantosa carga, teniendo cuidado de permanecer en lo invisible, para no destruir la tierra con el hedor mismo de su ominosa mercadería. Aquella cosa ingente se ponía más oscura y más espesa, mientras un sinnúmero de ángeles se esforzaban por soportar su carga hasta el momento señalado. El Señor de la tierra desfallecía en la cruz. Su tiempo estaba por terminar. Entonces, con gemidos, lamentos y gritos de agonía, los ángeles alzaron su inmundo botín y pasaron al tiempo, llevando con ellos ¡todos los pecados de todos los hombres y mujeres que habían vivido jamás! Juntando en un lugar esa cosa vil, palpitante, viviente, lo echaron todo en el Cordero de Dios -quien en ese momento se hizo pecado encarnado. Ahora todo pecado estaba acumulado en un lugar -en El. Allí, la divinidad experimentó aquello que jamás había conocido. En la inundación de esa indescriptiblemente repugnante invasión, el Señor de gloria, abandonado entonces por toda Santidad, clamó a gran voz, delirante: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Uno de los arcángeles, ofuscado de ira, y consumido por la venganza, clamó en forma salvaje a sus compañeros: ¡Ahora, Ahora; hasta los términos de la eternidad! ¡Venganza, Venganza! ¡Ahora, Ahora! hasta los términos de la ira: ¡Venganza, Venganza! Y una vez más, para dejar lugar a la mayor de todas las retribuciones, el tiempo se detuvo.

XLIX

Volando con la velocidad de un rayo, los ángeles avanzaron vertiginosamente a través del tiempo, y al llegar al final del mismo, prosiguieron, entrando con determinación en la eternidad futura. Con las espadas levantadas en alto y 84

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echando fuego por los ojos, irrumpieron en el último instante de la historia del reino de las tinieblas, gritando: Venganza Venganza Todos ustedes, iguales impíos, Vengan a afrontar su hora señalada. Sin mostrar compasión ni consideración alguna, dieron vuelta instantáneamente alrededor de todos los tenebrosos habitantes del mundo de los demonios, rodeándolos en una ardiente y cegadora luz... y los llevaron, sin escuchar los alaridos de éstos, de regreso a través de la eternidad, a través del portón que separa lo invisible de las cosas visibles, de vuelta al tiempo -de regreso hacia el Gólgota. De esta manera llevaron los ángeles, sin misericordia, su impía presa que rechinaba los dientes y lanzaba alaridos, de regreso hacia la cruz. El tiempo avanzó un breve segundo, permitiendo que dos arcángeles que blandían espadas centelleantes, echasen esos tenebrosos espíritus inmundos en el seno del unigénito Hijo de Dios. En ese momento subió un desafiante grito de la hueste angélica, como nunca antes se había oído -ni se ha escuchado nunca desde entonces. Toda la hueste de ángeles y arcángeles salió de nuevo en tropel, esta vez a través de la eternidad futura, para concluir una batalla que había comenzado hacía mucho en la eternidad remota. -Esta vez: ¡Victoria! -gritaron, medio alterados de ira.

L

Enardecidos de venganza entraron como inundación al momento final de la última edad de las edades. Se detuvieron por un instante; eran los ángeles elegidos que venían en la plenitud del esplendor de su poder y gloria. -¡Ahora! -gritó Miguel con voz potente mientras los santos ángeles de Dios se lanzaban a la carga contra las legiones de los ángeles de perdición, llevándolos de regreso hacia la inevitable cruz. Y con ellos, en total retirada delante de dos arcángeles muy alterados, se encontraba el líder infernal -el ángel de luz-, que al fin recibía su condenación cierta.

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Se los arrojó de regreso a través del tiempo. Fueron llevados en gran confusión y desorden cuesta arriba a la colina del Calvario, y fueron arrastrados inexorablemente por alguna fuerza inexpresable dentro del seno mismo de su enemigo. ¡Y de este modo quedaron crucificados el príncipe de las tinieblas así como el reino de las tinieblas sobre la cruz de Jesucristo, nuestro Señor.

LI

En tanto el tiempo seguía detenido, todavía otros elementos más de la creación cedieron a la cruz destructora de todo. Mientras los ángeles observaban atónitos, el sistema mundial entero empezó a verterse dentro del seno del Crucificado. Toda la tierra, seguida por la creación visible misma, comenzaron a disolverse y desvanecerse dentro de ese hombre joven colgado en la cruz. Pronto el tiempo, la eternidad y los lugares celestiales los siguieron. Los ángeles, que veían los acontecimientos desde fuera del tiempo, observaban cómo todas las cosas desaparecían. Delante de ellos estaba ahora solamente una cruz, colgada en el gran vacío. Verdaderamente, El había cumplido su palabra. Había quitado a todos sus enemigos. La cruz de Cristo había sorbido y destruido... todas las cosas. ¡Aleluya!

LII

Un helado estremecimiento sacudió a los ángeles, Habían olvidado momentáneamente al último y más grande enemigo: aquel con quien ni ellos podían enfrascarse en una batalla. La Muerte apareció ahora delante de la cruz y gorgoteó estertorosamente en un repugnante rugido; ¡Nos encontramos de nuevo! ¡Pero ahora, 86

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por última vez! Acto seguido la Muerte extendió su manto y empezó a moverse implacablemente hacia esta su víctima más importante y final. El joven Carpintero levantó su herida cabeza, sonrió y dijo: Sí, Muerte; Por última vez. Dicho esto, el Carpintero movió una vez más su ensangrentada mano, traspasada por el clavo de hierro. El tiempo comenzó a transcurrir de nuevo. Reapareció el Gólgota. Una vez más las cosas terrenales se hicieron visibles. El Señor Jesús exhalaba el último suspiro. El Ángel de la Muerte se adelantó inexorablemente. Cubrió con sus alas de serafín al joven Carpintero y empezó a exprimir el último remanente de vida de su víctima. Y el Hijo de María clamó con su postrer aliento: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Habiendo dicho esto, el Carpintero murió, llevándose consigo a todos sus enemigos, excepto la Muerte. Entonces la Muerte levantó impetuosamente su puño desafiante en un gesto de victoria final y gritó: ¡He acabado con la Vida misma! Yo soy el vencedor y El conquistador de Todas las cosas. La Muerte dio la vuelta para irse; de su rostro irradiaban las tinieblas en un resplandor negro y triunfante. En ese preciso instante, saliendo de algún lado en una forma misteriosa que estaba más allá de todo conocimiento, un inconmensurable poder asió de la Muerte. El ángel negro se volvió y lanzó un alarido. Haciendo uso de toda su potencia evidenció una enorme fuerza para dominar ese poder invisible que hacía que los arcángeles cayeran de rodillas por el temor.

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Los ángeles, que ni habían soñado que un poder tan grande siquiera existiese, miraban pasmados cómo dos semejantes potencias se trababan en un combate mortal. Por un momento pareció que aquellas potencias eran iguales y que la Muerte podría librarse luchando. Pero lenta e inexorablemente el Ángel de la Muerte era arrastrado hacia la inmóvil figura muerta que colgaba en ese extraordinario madero. Finalmente, se le agotaron las fuerzas, y el Ángel de la Muerte dio un alarido de horror y desapareció en el seno del Nazareno. ¡Y la Muerte misma murió! Y de este modo fueron crucificadas todas las cosas. Y tal fue la muerte del Hijo de Dios. Oh, sí; Había otra cosa más... Colocada en la cruz aquel díaUsted estaba crucificado Juntamente con Cristo.

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EL DIVINO ROMANCE

PARTE IV

LIII

Tenemos que apurarnos, Nicodemo. No nos queda más que una escasa hora. -Pero ¿qué haremos con la muchacha? Mis sirvientes dicen que ella sigue insistiendo en que se la deje venir aquí a preparar el cuerpo del Señor para la sepultura. -¡Imposible! En realidad sólo faltan minutos para que el día de reposo comience. Apenas nos queda tiempo para purificarnos antes que empiece el día de fiesta. Y pese a su devoción, esa muchacha debe ir y hacer igual. No es lícito que se ponga a preparar ningún muerto en el día de reposo. -¿Qué debo decirle, pues? Mis sirvientes ya han tenido que impedir físicamente que entrase en tu huerto. -Dile que podrá venir aquí la mañana siguiente al día de reposo y preparar entonces el cuerpo del Señor para la sepultura. Le diré al hortelano que quite el sello de la tumba para que ella entre. Pero dile que va a necesitar a sus amigas, las otras cuatro mujeres; no va a ser tarea fácil. José de Arimatea indicó a sus sirvientes que comenzaran el entierro. Entonces ellos rodaron atrás la enorme losa de piedra, quedando a la vista una tumba bien grande. -Da pena tener que colocarlo en la tierra... de esta manera. No es una vista agradable. -Pero tú le has proporcionado un buen lugar para su sepultura -respondió Nicodemo-. Es un hermoso huerto, muy apropiado para que un profeta como El sea plantado en la tierra en un ambiente de tanto verdor. En ese momento, invisible para todo ojo terrenal, nada menos que un arcángel entró despacio en el huerto y se arrodilló junto al frío e inmóvil cuerpo del Hijo de Dios. Miró fijamente su costado y la herida abierta allí por una lanza romana. -Sí -musitó el arcángel-, Exactamente en el mismo lugar. Una oquedad abierta. ¡Y algo que falta! Sólo que, esta vez ¡no es un hueso! Los sirvientes rodearon el cuerpo del Nazareno y lo colocaron cuidadosamente en el corazón de la tierra... como se podría sembrar una triste y solitaria semilla. Hecho esto, los dos hombres se fueron del huerto, dejando a un arcángel, ahora sin adalid, que contemplaba la escena que tenía delante. 89

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-Un costado abierto -musitaba el arcángel-. Una especie singular... que murió sin conocer nunca otro yo... ahora frío e inmóvil. Este solitario Individuo que permaneció solo por tanto tiempo... ha dejado de existir. Y ahora... ahora mismo está plantado en la tierra... ¿Cómo una semilla? La tierra es ahora la tumba de la Simiente de todas las simientes. -Y qué tumba es ésta. ¡Dios está sepultado aquí! Nadie se da cuenta de que ¡Dios está sepultado aquí! Nunca ha habido una tumba semejante. Sepultados con El, principados, poderes, todas las tinieblas, la enemistad entre judíos y gentiles, Adán... el pecado... ¡toda la creación! Y... oh, sí... un pequeño consuelo, la Muerte... ¡ella también yace aquí sepultada! -No; nunca ha habido semejante tumba. -Esperaremos aquí que pase nuestro tiempo -resolvió el arcángel. -De una escena bastante parecida a ésta, en otro huerto, salió una esposa para Adán. Según su propia especie. -¿Hijos de Dios? ¿Será posible semejante cosa? ¿Hijos de Dios? ¿Hijas de Dios? ¿Según su propio género? ¿Según su propia especie? -¿Un otro yo para nuestro Señor? -¿Pero cómo? -Puede ser (aun cuando no sé de qué manera) que este asunto quede concluido aquí, de un modo digno de Dios que, cuando estaba vivo, era siempre un poco misterioso y bastante propenso a lo inesperado.

LIV Ella despertó con un sobresalto. Había sido ese sueño otra vez. “En breve amanecerá”, pensó. “Entonces podré terminar este aparente dormir”. Una y otra vez, en sus sueños, lo veía crucificado. Estaba rendida de cansancio y desesperada por dormir, pero siempre, el mismo sueño... ¡el Gólgota! Aunque algo en ese sueño no encajaba. ¡El costado del Señor! Se incorporó quedando sentada. 90

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Eso mismo era. Su costado. El soldado le traspasó el costado después que Él había muerto. Ella lo vio y gritó horrorizada. Ahora recordaba: de la herida abierta salió sangre y agua, -¡Simplemente, eso no es posible! -murmuró¿Qué querrá decir eso? Inclinó la cabeza y una vez más empezó a derramar copiosas lágrimas de sus ojos ya hinchados... y se preguntó cuánto faltaría aun hasta el amanecer. Se volvió a recostar y por un momento se quedó adormilada, tan sólo para despertar con un grito. Fue ese sueño otra vez. Ya no esperaría más. Iría a la tumba ahora mientras aún era de noche; las otras sabrían encontrarla allí. Junto al sepulcro del Señor podría hallar solaz y tal vez hasta podría dormir un poco. Se deslizó de la cama y agarró la cesta llena de jarras y vasos que había preparado tan cuidadosamente la noche anterior. Unos momentos después la muchacha salió a las oscuras calles de Jerusalén, llevando consigo los costosos áloes, aceites, especias aromáticas y ungüentos que usaría para preparar a su Señor para una sepultura adecuada. Se estremeció al recordar cómo aquellos hombres habían colocado tan insensiblemente el cuerpo del Señor en la tierra por la prisa que tenían. El guarda titubeó tan sólo un instante antes de abrir la puerta para dejar que la muchacha saliera de la ciudad. Una vez afuera, se detuvo en la oscuridad. Sus ojos no podían penetrar la noche más de unos pasos. -La colina está en esa dirección -se dijo a sí misma-, como también la casa de José; y un poco más allá, el huerto. “Yo lo adoraba, lo amaba, cuando El vivía”, pensó. “Ahora está muerto; pero vivo o muerto, para mí El es mi Señor”. Tomó camino abajo; luego atravesó un prado hasta llegar a un angosto sendero y, dejando ése, fue subiendo por una empinada ladera cubierta de hierba. Súbitamente la tierra se estremeció bajo sus pies, se sacudió y a continuación tembló en forma violenta. Parecía como si todo el planeta estuviese temblando en presencia de algún poder catastrófico. Aquella sacudida derribó a la muchacha al suelo; la cesta y todo su contenido quedaron esparcidos. Ella, asustada, metió los dedos entre la hierba y se asió de ella con todas sus fuerzas. Un profundo estremecimiento parecía subir desde las mismísimas entrañas de la tierra, aumentando continuamente en fuerza a medida que se acercaba a la superficie. 91

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Estallando finalmente, la trepidación plegaba salvajemente la tierra. Empezaron a caer chimeneas, se resquebrajaban los caminos y se abrían los sepulcros. La corteza terrestre comenzó a ondular como una onda oceánica. Entonces se escuchó un ensordecedor chasquido, seguido inmediatamente por un estallido de luz. En medio de ese .caótico despliegue de poder desencadenado, hizo su aparición el primer ligero viso del nuevo día. Estaba a punto de rayar el alba de ese domingo.

LV

La tumba tampoco escapó de la arremetida de ese extraño terremoto, ya que también se bamboleó violentamente. De hecho, la tumba fue el origen del terremoto. O no; no la tumba, sino el cadáver que estaba en ella. Al parecer, algún poder ultraterreno había penetrado imperceptiblemente en ese cuerpo ensangrentado. Todo el poder del Espíritu Eterno había confluido en El para empeñarse allí en la lucha más titánica de todas las edades. La concentración de energía subía en espiral; la fuerza del conflicto se intensificaba. La Muerte había muerto en la cruz, cierto, pero todos sus poderes habían congelado un eterno agarro sobre el alma de su postrera víctima. Los cimientos mismos de la tierra se sacudían en presencia de esa lucha para desprender el inquebrantable agarro de la Muerte. La creación entera se estremecía bajo aquel violento esfuerzo, mientras la tierra dejaba escapar un profundo gemido, clamando por su redención. El cuerpo del Carpintero reverberó. Ese Poder, fuera lo que fuese, se intensificaba. La tumba se resquebraba, gemía y vacilaba. Por un fugaz momento un suave resplandor se hizo visible en la tumba. Su origen estaba dentro del inanimado cuerpo... un momentáneo fulgor previo de alguna colosal fuerza que dentro de El pugnaba por salir a la superficie. La mano del Carpintero vibró por la ascendente oleada de poder que venía de su interior. Entonces hubo un estallido de luz. Una luz tan intensa que cegó de repente a toda la hueste celestial que esperaba afuera. Todo el poder y toda la luz de la eternidad se habían acumulado en un alma y luego explotaron desde dentro del seno del Hijo de Dios -la tumba, la tierra, los cielos, los ángeles, todos ellos fulguraron en la reflejada luz de aquella explosión. Por un breve instante pareció que toda la creación pudiera muy bien disolverse antes que esa luz menguase.

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EL DIVINO ROMANCE

En ese momento el cuerpo del Carpintero quedó sumido en la pureza y santidad de esa luz. Su cadáver pareció desaparecer en un horno de resplandor líquido. ¿O sólo se había transformado? La Vida eterna había derramado todo el contenido de su poder y, en medio de aquella explosión, la figura de carne había sido absorbida por un cuerpo eterno e inmortal. Era ése un cuerpo tan espiritual como el Espíritu que ahora resplandecía desde adentro de El. El postrer pensamiento que el Carpintero tuvo jamás cuando colgaba en la cruz, fue un pensamiento que brotó en su mente en ese enajenado instante en que lo invadió el pecado. Clamó en ese momento de desvarío en que el Espíritu eterno acababa de partir de El, porque pensó: “¡Quizás no resucite de los muertos!” Pero ahora resonó un grito tronante... desde dentro de la tumba: -¡Estoy Vivo! Instantáneamente -sin pensarlo y sin que fuera por instinto- se tocó el costado. -¡Una cicatriz! ¡Una cicatriz! -se dijo. -¡Algo falta de mil ¡Algo que ha estado dentro de mí por toda la eternidad, falta ahora! Se levantó a través de los lienzos; de un salto se puso en pie y se quitó el sudario de la cabeza. -¡Divisible! He venido a ser divisible. -La que estuvo escondida en mí por toda la eternidad... ha salido de mi costado. -Hueso de mis huesos... carne de... -¡No! -rugió-. Sino Espíritu de mi Espíritu, Vida de mi Vida... Esencia de mi Esencia -exclamó, levantando ambos brazos bien alto por encima de la cabeza, lleno de exultación. Es verdad, usted ve, que si uno mete la mano en la tierra, de seguro que sacará tierra. Y si uno metiera la mano en el costado de un hombre, seguramente sacaría sustancia humana. Y si, por ventura, alguien metiese la mano en el costado de Dios, ¡sin duda alguna sacaría divinidad o sustancia divina!

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Algo de Dios había salido de Dios, tan ciertamente como que algo de Adán salió de Adán. Así como Eva era sustancia de Adán, de la misma manera alguien en alguna parte era sustancia de Él, Era irónico ¿o no lo era? que la única criatura perfectísima de todo el universo que estaba allí con un cuerpo transformado que irradiaba toda la luz de la gloria de Dios- tuviera en el costado... ¡una cicatriz! Ahora El, resucitado, levantó las manos y el rostro en un gesto de triunfo, y rugió: -¿Dónde están mis rivales? ¿Y dónde mis enemigos? Como estaba la semilla así estaba yo: Solo, solitario. En la tierra caí Yo y morí. Como hizo la semilla, así hice yo. La Simiente ha resucitadoAhora estoy resucitado y ya no estoy Solo. Primero, tan sólo una visión Escondida en mi corazón. Ahora, fuera de esta tumba, ¡está mi otro yo! Volvió a clamar, con un rugido: -¿Y los pretendientes y enemigos de ella? ¡Dónde están sus enemigos! El resplandor de Dios ondulaba desde El como cataratas de luz torrencial. Por un instante El se encontró, no en una tumba, sino fuera de las fronteras de la eternidad... un Dios joven... un Hombre eterno... crucificado... resucitado... triunfante sobre todas las cosas. Entonces clamó con una voz que pasó más allá de los límites de toda la creación: ¡Todas las cosas están bajo mis pies! ¡He RESUCITADO! Vivo por siempre jamás 94

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Me he levantado de la tumba, ¡¡Aleluya!!

LVI

Dio la vuelta y pasó caminando a través de la gran laja de piedra que cerraba la entrada de la tumba, porque aun cuando su cuerpo seguía siendo físico, ahora lo físico de este hombre pertenecía al mundo espiritual. Las huestes celestiales congregadas llevaban ya tres días esperándolo. En el huerto, sobre los montes, a todo alrededor de Jerusalén, hasta donde los ojos invisibles podían ver, los innumerables moradores del otro ámbito habían estado esperando. Cuando El pasó a través de la laja de piedra, envuelto en un deslumbrante fuego de luz líquida, todas esas legiones de ángeles elegidos prorrumpieron en un incontenible delirio de alabanza. Por primera y única vez en la historia angélica, se vino abajo el orden y reinó un caos extático. Algunos de los ángeles se elevaban remontándose, otros se arrodillaban, los más gritaban y algunos más simplemente volvían de un lado al otro los brazos extendidos sobre la cabeza. Un número menor aun daban saltitos de júbilo. Incluso se ha referido, si bien no se ha confirmado, que algunos se abrazaban y danzaban alrededor en forma nada angelical. Uno de los arcángeles, y después otro, se remontaron en el aire y comenzaron a volar describiendo un enorme círculo alrededor de la muchedumbre de ángeles, dejando en su vuelo un rastro de esplendente luz. En breve, la hueste angélica entera se unió a esta exhibición celestial, volando en amplios círculos alrededor del resucitado Señor, formando así un verdadero tornado de luz que giraba como un torbellino. Entonces el Señor sobre la Muerte les hizo una seña a los dos arcángeles. Enseguida vinieron los dos y rodaron la losa de piedra removiéndola de la entrada de la tumba, revelando así, a fin de que todo ojo lo viera, la única tumba realmente vacía en toda la faz de la tierra. Una vez más, casi fuera de sí y gozosos, los ángeles tomaron el júbilo en una alabanza caótica. El joven Carpintero hizo una seña para que guardaran silencio, y aunque ellos ahora estaban más deseosos de obedecerlo que nunca, la alabanza empezó a calmarse tan sólo para volver a elevarse, alcanzando aun nuevas alturas de atronadora adoración. Al fin, toda la hueste celestial guardó silencio. 95

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En el rostro del Señor se había ido intensificando en forma sostenida un aire de desafío, algo que en cierta forma parecía casi impropia en un momento semejante. Se volvió y miró la tumba vacía. Sus ojos fulguraban con la brillantez de mil infiernos. El Señor levantó la mano otra vez. A su silenciosa orden, el huerto empezó a desvanecerse, así como también los montes y los valles, el cielo y las estrellas. En breve nada quedaba, sino sólo los ángeles, su Señor y una tumba, por siempre vacía. Enseguida El dijo a gran voz: Yo he resucitado de ti, oh tumba. Ahora pues, mundo, con todo tu oropel, Tú fuiste sepultado conmigo. Ahora, por tu propio poder... ¡Sal de ahí! ¡Ven fuera! Se siguió el trueno del silencio. Entonces, una vez más habló: Principados, poderes, tronos y dominios. Ustedes que tenían el imperio sobre el hombre y lo tenían cautivo en su sistema; Ustedes que alardeaban y ostentaban el poder, Por ese poder, ¡vengan fuera! Reinó un silencio regio. Y el Señor volvió a hablar: Príncipe de las tinieblas -tú que rivalizabas por mi Trono; Tú que querías regir la creación, Fuiste colocado en esa tumba conmigo, Ahora, por tu propia autoridad que ostentabas, ¡ven fuera! En respuesta el silencio gritó claramente. Ahora el Señor rugió con una pasión que enervó aun al más vigoroso ángel: Muerte, tú, el vencedor final en todos los dramas terrenos, Tú, con tu inexorable poder, Por ese poder que ostentabas, mayor que todos los demás combinados, Muerte, por tu propio poder ¡vive! Muerte -maldita Muerte- por 96

EL DIVINO ROMANCE

tu poder, ¡LEVANTATE! Siguió un momento de insoportable silencio, mientras los ojos de los ángeles se esforzaban por ver qué provendría de semejante desafío. Entonces, el Señor y los ángeles prorrumpieron en un coro espontáneo: Sepulcro... ¿dónde está tu victoria? ¡Muerte, dónde está tu aguijón! De seguro que los ángeles habrían sufrido daño si no hubiesen dado salida a la alabanza que estaba surgiendo desde lo más íntimo de ellos en oleadas... a no ser porque el Señor les hizo guardar un pasmado silencio al declarar: -Y ahora, finalmente, les voy a revelar algo, desconocido desde los siglos: ¡el misterio escondido en Dios!

LVII

¡El misterio! Había leyendas angélicas a este respecto. El ángel Archivador había hablado de ello en susurros. Pero nadie sabía su significado ni conocía su contenido. Era un misterio absolutamente oculto, porque estaba escondido en Dios. Enseguida el Señor alzó la mano derecha. En la textura del universo apareció una gran hendedura. Lo que los ángeles vieron a través de aquel extraño portal fue el tiempo... que se movía hacia atrás. Allí estuvo Moisés, después Noé, la trágica caída de Adán, la creación del hombre, la creación de la tierra y de las estrellas. A continuación apareció delante de sus ojos una crónica retrospectiva de la eternidad: la creación de los ángeles, después ese momento en que el Dios ilimitado se envolvió y entró en la eternidad. Y entonces... ¡aun la eternidad terminó! Los ángeles miraron fascinados cuando delante de ellos apareció una maravillosa escena que antedataba aun los albores de la eternidad pasada. Contemplaron, por primera vez, a Dios en su estado verdaderamente ilimitado. A Dios, el Todo. Ni tan siquiera en la más desbocada imaginación de su espíritu pudieran haberse formado el concepto de un Dios tan totalmente sin límites, tan vasto, tan poderoso, tan todo inclusivo. Ahora estaban viendo a Dios antes que El 97

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se envolviera y entrara en ese pequeño ámbito que se llama eternidad. ¡Estaban viendo a Dios como El es realmente! Algunos cayeron de rodillas; otros, sin saber qué hacer, se taparon los ojos. Sin embargo, de alguna manera esa increíble visión que estaban contemplando, estaba empezando a cambiar. De algún modo se les estaba permitiendo ver el mismísimo centro de Dios. La idea del misterio se les había escapado momentáneamente, pero ahora el propósito de ese descubrimiento les volvió en una forma sorprendentemente súbita. Estaban viendo el centro mismo de las profundidades de Dios, pero... todavía ninguno de ellos podía formarse el concepto de qué era el misterio que se hallaba escondido allí. La escena que los ángeles tenían delante se hacía más y más brillante; había grandes saetas de rutilante luz, y tempestades de centelleante esplendor. Entonces, en el propio corazón de ese inmenso océano de Deidad, empezaron a ponerse de manifiesto porciones de su ser destinadas de antemano. Sí, ciertamente... había algo allí... algo oculto en Dios. ¿O era alguien? Por alguna razón los ángeles sabían que estaban viendo, en un retorno a aquella edad remota, la mismísima hora en que Dios estuvo destinando porciones de su ser para algún propósito elevado y futuro. Sí; porciones de su propio ser, destinadas... antes de la fundación de las edades... pero ¿para qué? Esperaron y observaron por un largo rato, hasta que el número de aquellas porciones de Dios mismo destinadas de antemano, pronto alcanzó los muchos millones. De alguna manera, la escena estaba cambiando otra vez. Cada ángel sentía como si estuviese viendo algo familiar, no obstante no sabían qué era aquello. Aquellas porciones de Dios, que habían sido destinadas de antemano, estaban resplandeciendo como... una indescriptiblemente hermosa... ciudad. ¡Sí; una ciudad! ¡Una ciudad, escondida en Dios! Ellos no la habían visto nunca antes, sin embargo la conocían perfectamente. De alguna manera aquellas esplendentes porciones de Dios se habían transformado en una ciudad, y no obstante... por alguna razón, ¡no habían cambiado absolutamente! Y como si eso no fuera suficiente, la visión de la ciudad comenzó a cambiar. Alguna clase de figura estaba emergiendo del esplendor de la luz de esa... ciudad de Dios. ¡Esa ciudad, ese algo, se estaba convirtiendo en alguien!

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Uno de los ángeles, estupefacto al comprender el primer indicio de lo que se estaba formando gradualmente ante sus propios ojos, gritó con aterrado asombro: -¡Jeru! Aquella figura marcadamente.

siguió

cambiando,

quedando

enfocado

cada

vez

más

Finalmente, por toda la angélica multitud podía escucharse repetido una y otra vez: -Eva... Eva... Es Eva. No Jeru, en absoluto, sino Eva. Aquella figura se intensificaba aun más, y todavía aumentaba su belleza y su gloria. Diez mil veces diez mil ángeles cayeron de rodillas, derribados como uno solo. Hubo exclamaciones de gloria, clamores semejantes a sollozos, y un lloro sin precedentes. Algunos se cubrieron el rostro, en tanto que otros alzaron las manos llenos de exultación. Todos los ángeles recordaban ahora ese inolvidable momento en que, durante la creación de Eva, la gloria, la luz y la revelación de Dios abrumaron a toda la creación, fue algo que, hasta ahora, nunca habían comprendido. ¡Pero ahora lo sabían! Cuando el Señor creó a Eva, Él estaba ‘viendo’ a alguna otra, y formó a Eva de acuerdo a la imagen de aquella. Ahora esa otra se encontraba delante de ellos. Apareció en una visión delante de sus propios ojos. No cabía la menor duda. Eva no fue más que la prefigura de ésta. Delante de ellos estaba una mujer de una gloria y belleza incomparables, formada de innumerables millones de porciones del propio ser de Dios; porciones de Dios mismo escogidas y destinadas -antes de la fundación de las edades- para ser un compuesto de su ser. ¡Allí estaba, finalmente, el misterio que -quien- había estado escondido en Dios! Los ángeles apenas se atrevían a levantar los ojos y mirar aquella tremenda hermosura, y sin embargo no se atrevían a hacer de otra manera. Allí estaba esa mujer, ataviada en el esplendor de Dios, con una hermosura que desafiaba la comprensión de ellos. ¡Ella era como El, pero era mujer! Tenía una amabilidad tan tierna, un semblante tan lleno de amor y era una criatura tan pura, que los ojos angélicos brillaban de temor reverente y terror, procurando comprender aquello.

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Su cabello era negro como un cuervo; su juventud había inspirado al Dios Creador a formar la primavera; sus facciones eran una combinación de la suprema hermosura de lo femenino de toda raza y tribu y casta, de todos los tiempos pretéritos y de todos los tiempos futuros. Misericordiosamente, la visión de la gloriosa mujer empezó a desvanecerse. Una vez más apareció delante de los ángeles la escena del todo de Dios. Agotados, cayeron postrados sobre sus rostros en adoración. -No hay demandantes, ni rivales, ni enemigos -susurró uno de ellos. -La madre de Eva -respondió otro. -Una nueva Jeru -declaró otro más en un suave delirio. Uno de los ángeles estaba en pie, todavía medio cegado por la gloria, y expresó en alta voz los pensamientos de todos: -Un otro yo para nuestro Señor. -La desposada de Dios.

LVIII

Embriagados aún por la gloria, los ángeles empezaron a ponerse de pie tambaleándose. Pero ninguno de ellos habría soñado siquiera que eso no era todo lo que esa revelación entrañaba. El Señor resucitado avanzó hacia aquella escena primigenia que Él había revelado delante de sus ángeles. Al mismo tiempo la visión del Todo de Dios, allí en la preeternidad, parecía estar desplazándose hacia el Carpintero. Ahora ese infinito mar de Dios se puso al borde del portal, listo para derramarse en el tiempo y el espacio. Por su parte, el Señor Jesús se acercó más a ese portal... se detuvo, y entonces alzó la mano. Aquella ilimitada divinidad, vista hasta ese momento tan sólo como una visión procedente de la preeternidad, pasó a través de la Puerta que separaba las dos edades, y empezó a derramarse en el ámbito visible, en el tiempo, en el espacio. Los ángeles jadearon. El Todo de Dios estaba fluyendo desde aquella edad anterior a las edades y derramándose ¡dentro del Hijo de Dios! Todos los ángeles, sin excepción, 100

EL DIVINO ROMANCE

pensaron en taparse los ojos, pero todos sin excepción decidieron optar por quedar ciegos a perderse la vista de ese asombroso fenómeno. Entonces el Señor Jesús comenzó a resplandecer, y su fulgor en ese ámbito fue aumentando hasta que igualó el esplendor del Todo de Dios de aquella edad anterior a la eternidad. ¡Podía el ilimitado Todo de Dios quedar contenido dentro del cuerpo de un Hombre! Esto estaba más allá de toda imaginación angélica. Pero Él era, después de todo, el Señor resucitado, que permanecía en un cuerpo transformado. La escena se ponía más increíble a medida que los términos de un Dios ahora infinito seguían derramándose dentro del Señor de Señores. Aquella infusión continuó todavía hasta que el propio centro del Dios preeterno quedó a la vista una vez más. ¡El centro del Todo de Dios empezó a derramarse dentro del Nazareno! Ahora incluso aquellas porciones de Dios que habían sido destinadas en El antes de la fundación de las edades, comenzaron a moverse hacia el Señor. Ese misterio iba a derramarse dentro del Nazareno. ¡El misterio iba a quedar escondido en Él! El Carpintero alzó la mano una vez más y el progreso de la afluencia de vida divina se detuvo. Entonces por efecto de algún maravilloso poder, el Señor extendió el brazo a través de aquella Puerta y tomó en la mano la primerísima porción de divinidad que había sido destinada de antemano en Dios desde hacía tanto. Agarrando esa luz de Vida en la mano, la levantó bien en alto. La misma relumbró como un diamante de fuego. Una vez más la totalidad del Todo de Dios reanudó su derramamiento dentro del seno del Hijo de Dios. Por último, esa gran afluencia terminó. El Todo de Dios estaba ahora en Cristo Jesús. Todo aquello que había sido destinado en Dios antes de la fundación de la creación, ahora estaba en El. Esa ciudad que era una mujer, ahora estaba en El. (Y siempre había estado). Esa visión había sido dada tan sólo para que los ángeles, limitados, pudieran comprender las riquezas que siempre habían estado escondidas en Jesucristo. Por un momento deslumbrante el resplandor del Todo de Dios fulguró -un raudal de luz viviente- desde dentro del Nazareno. Ese esplendor fue demasiado intenso, demasiado exquisito como para que ningún ojo lo pudiese ver plenamente. Los ángeles, con los ojos anegados en gloria, extendieron las manos tratando de sentir lo que sus ojos cegados ya no podían ver. La luz comenzó a desvanecerse gradualmente, a medida que se iba introduciendo aún más profundamente dentro del Hijo de Dios. Finalmente, la gloria que cegaba los ojos de los ángeles comenzó a retirarse y pudieron ver de nuevo. El Señor de toda esa gloria estaba parado allí, solo. Tenía en la mano aquella primera porción deslumbrantemente esplendente de divinidad ‘destinada’. Todos 101

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los ángeles del Cielo sabían que aquella porción de Dios había sido recónditamente destinada para algún propósito increíblemente especial. El huerto, que se había desvanecido de la vista cuando comenzó esa visión, ahora empezó a reaparecer gradualmente. Los montes que rodean a Jerusalén quedaron otra vez a la vista. El sol de la mañana comenzaba a brillar resplandeciente en el cielo. Mientras los ángeles habían observado aquella edad remota, se había permitido que transcurrieran algunos minutos allí en el huerto. Aun cuando hubo un gran suspiro colectivo de alivio por estar de nuevo en un ambiente tan plácido, los ojos de todos los ángeles permanecieron fijos en ese brillantemente ardiente elemento de divinidad que el Señor aún sostenía en alto en la mano. Estaba por conocerse el final mismo del Misterio.

LVIX

-¿Se dan cuenta -preguntó reverentemente uno de los ángeles- de que estamos de vuelta en el tiempo y el espacio, pero con todo, aquella mujer que vimos... se dan cuenta de que en este mismo momento ella está en Él? -¡Sí; y que El tiene ahora, como lo tuvo Adán, un costado abierto del cual puede venir su... otro yo... aquí al tiempo, al espacio! -Tal vez no -interrumpió otro-. El dio su palabra; los seis días de la creación han terminado. El no volverá a crear. -Bueno, no estés tan seguro -entró otro en la conversación--. Recuerda lo que presenciaste cuando El estaba colgado en la cruz, y luego en la tumba. ¡Esta creación fue quitada! -Ooooh -dijo el otro-. Es verdad, pero ¿cuál es su cabal significado? -Yo sólo sé esto; que su otro yo no será ningún ángel ni ningún ser humano caído y pecaminoso; de esto estoy seguro. No estés tan seguro de nada cuando se trata de su propósito interrumpió aun otro ángel. ¡Atiendan ahora, porque Él va a hablar otra vez! De la manera más informal y humana, el joven Carpintero subió en una roca que había cerca del centro del huerto e hizo una seña para que guardaran silencio. 102

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Seguía sosteniendo en la mano esa brillante y esplendorosa porción de divinidad, que todavía estaba radiante. -Hace mucho tiempo Yo declaré que no volvería a crear nunca más. Pero en mi cruz, esta creación, esta vieja creación de la cual hablé... ¡desapareció! -¡Ahora voy a formar una nueva creación! ¡Voy a comenzar, ahora! Qué buenas nuevas para la hueste angelical, que por mucho tiempo había estado entristecida al ver a diario una creación que se había extraviado completamente de su propósito original. Un grandioso ¡Aleluya! retumbó de un extremo al otro de la asamblea celestial. -Pero cuando hablo de crear, de formar una nueva creación -continuó El- no se imaginen planetas que describen órbitas, ni galaxias interminables, y ni siquiera nuevos ámbitos celestiales. Esa era la vieja creación. La inauguración de mi nueva creación no será nada de eso. Ni voy a crear nada material; ni siquiera voy a crear nada espiritual. -No voy a ‘crear’ en absoluto. Un aire de consternación cruzó por los rostros angélicos. Las palabras del Señor (a diferencia de sus caminos) raras veces eran misteriosas. -No voy a crear en absoluto. Voy a formar. Porque no puedo crear cuando voy a usar algo que es increado, ¿no es verdad? ¡Y esto nuevo que voy a realizar ahora, está compuesto de algo que es increado! -¡Las primicias de esta mi nueva creación será formada de mi propia naturaleza! De mi esencia. De mi ser. De mi VIDA. ¡La primera criatura de mi nueva creación será formada de mí mismo! Un murmullo de temor reverente recorrió como una vibración a los ángeles. Finalmente el enigma quedó resuelto. -Ustedes están esperando hoy mi otro yo. Tengan paciencia. Como formé a Eva del hueso de Adán, hueso de su hueso, carne de su carne, de la misma manera formaré mi otro yo... espíritu de mi Espíritu... Vida de mi Vida. -Estará compuesta de muchas porciones de mi ser, destinadas hace mucho, y que ahora están en mí. Pero no será en una hora, ni tampoco en un día, que la formaré. Pero hoy, en este día, voy a comenzar. “Otro misterio”, pensaron los ángeles.

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-Tan ciertamente como que Yo me levanté en este día de la tumba... así ella también se levantará, en este día, de la mismísima tumba. Ella se levantará de la tumba... ¡conmigo! -¡Ahora miren a la tumba! -De esa tumba saldrá la primicia misma de mi nueva creación. Hoy comienzo la más grande de todas las obras. Hoy empiezo la creación... no, la formación... ¡de mi Desposada! Los integrantes de esa asamblea angélica se encontraban en un estado de pura confusión, combinada con regocijo. -Miren a la tumba -gritó el Señor, sosteniendo en alto la porción de VIDA en la mano. No fue hasta que se volvieron para mirar la tumba, que se dieron cuenta, maravillados, de que algo -no, alguien- estaba en esa tumba.

LX

Gradualmente el terremoto fue menguando. La aterrorizada muchacha levantó la cabeza. A todo su alrededor había evidencias de que había ocurrido un violento cataclismo; hasta en la tierra donde yacía ella, había hendeduras y fisuras. Levantándose sobre las rodillas empezó a recoger los preciosos ungüentos que se habían desparramado a su alrededor. Cuando se levantó y empezó a caminar hacia el huerto, su corazón se llenó de temor, de dudas y de incertidumbre. Sus pasos se hicieron más lentos. Un extraño y poderoso presentimiento la invadió. Al llegar frente a la entrada del huerto, por un momento simplemente permaneció quieta, mirándola atónita. Entonces cerró los ojos y abrió la puerta empujándola. Lentamente caminó hacia la tumba, sintiendo pavor a cada paso. Ya allí, en la semioscuridad de la madrugada, divisó la tumba abierta. -¡Oh, no! - exclamó-. Se lo han llevado. ¡Se han llevado el cuerpo de mi Señor! Ha desaparecido. ¡Ha desaparecido! Por un momento la muchacha permaneció allí horrorizada. Entonces dio la vuelta y empezó a correr, llorando todo el tiempo y diciendo: -Pedro, ¡tengo que decírselo a Pedro! Seguro que puedo hallar a Pedro. Está escondido y no sé dónde. Pero lo encontraré. El sabrá qué hacer.

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Y por cierto que lo halló, escondido con otro de los discípulos. Entonces les relató su disparatada historia. Ellos se levantaron y fueron a ver aquello tan increíble. Al llegar a la entrada del huerto, Juan empezó a correr hacia la tumba. Pedro corrió detrás de él. Cuando llegó frente a la entrada de la tumba, Juan se quedó allí, aturdido. Pedro lo movió a un lado y entró. Un momento después salió tambaleándose, más desconcertado aun que Juan. -Pedro, por favor -imploró la muchacha-, sé el peligro que envuelve, pero debes ir a las autoridades. Tienes que averiguar adonde han llevado el cuerpo de mi Señor. -Me puede costar la vida, pero lo averiguaré -contestó Pedro calmadamente. Los tres regresaron de la tumba con un destino: las autoridades. Sin embargo, unos pasos más adelante ella se volvió. -No; me quedaré. Quizás José o alguno de sus sirvientes, o tal vez el hortelano... o alguien... vuelva aquí. Si me entero de algo, iré a ustedes. Si ustedes tienen nuevas, por favor manden a alguien a decírmelas. Pedro le hizo una seña afirmativa con la cabeza y le dijo: -Todo lo que quieras. Sigue tu corazón, así como siempre has hecho para con El. Así, la muchacha volvió a la tumba. Se arrodilló frente a la entrada y, sin moverse, permaneció mirando adentro. Un extraño deseo empezó a inundar su corazón... el deseo de entrar en la tumba. Se levantó y, cautelosamente, pasó por la entrada y observó la escena: la sábana, el sudario, y el propio lugar donde Él había sido puesto. Estaba agobiada. Entonces la muchacha cayó de rodillas y empezó a llorar. De su destrozado corazón subían lágrimas de dolor y lamentos de agonía. Lloró sin cesar, en forma totalmente incontrolable, hasta que, por último, el sueño la venció misericordiosamente. Fue un sueño tan profundo, que parecía similar a la muerte. ¿Quién es esta extraordinaria muchacha?

LXI

Los ángeles estaban totalmente confundidos. 105

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Había alguien en esa tumba. El Señor resucitado había salido de allí; nada más había salido de esa tumba. Todo lo demás había sido suprimido. ¿Se había librado algo o alguien del poder destructivo de la cruz? No; eso era imposible. Con todo, había alguien en esa tumba. Pero quienquiera que fuese, de esto estaban seguros: que ese alguien ¡estaba bien muerto! Entonces el Señor habló: -Ahora les voy a mostrar las primicias de mi salvación. Les voy a mostrar el comienzo de mi nueva creación. Les voy a mostrar... -su voz pareció vacilar- la primera porción... de mi otro yo. -Y un día... cuando la última porción de mi ser, destinada y predestinada desde antes de la fundación del mundo... cuando esa última porción de mi ser haya quedado implantada en la ultimísima persona destinada a ser redimida... entonces... oh, sí... ¡entonces! Pero ¿quién estaba en esa tumba? Esta era la pregunta que ardía en el espíritu de cada ángel. ¿Una desposada... compuesta de muchas porciones? ¿Una porción de la Desposada? ¿Qué podía ser esta ‘nueva creación’? ¿Una creación entera formada tan sólo de la sustancia y el ser de Dios? Es que ¿habían entendido bien lo que les había dicho? Todo aquello parecía sumamente imposible, de modo especial a la luz de la extrema y deplorable condición de la naturaleza humana caída. Pero los ángeles sabían que muy pronto habrían de venir las respuestas a sus interrogantes, porque... quienquiera que estaba en esa tumba... ¡acababa de avivarse! Era una muchacha. Una mujer joven. Antes, una tremenda pecadora -sí, la peor de todas ellas. Y desde dentro de la tumba, ella estaba caminando hacia la entrada abierta. El Señor sostuvo aún más alto aquella porción de su propio ser, para asegurar que todos los ángeles pudiesen verla. Después la mano del Señor comenzó a moverse. Todos quedaron cautivados al ver que Él ponía aquella resplandeciente porción de su ser dentro de su costado herido. Entonces su costado relumbró con una gloria esplendorosa. La muchacha había llegado ya casi a la misma entrada de la tumba. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y la luz del sol de la mañana alumbraba su rostro. -¿Hortelano? -preguntó ella. 106

EL DIVINO ROMANCE

Los ángeles quedaron inmóviles en actitud expectante.

LXII

-¿Hortelano? -inquirió ella otra vez al tiempo que se enjugaba las lágrimas de los ojos con su manto, esforzándose por ver a través de la brillante luz del sol matinal. -¿Dónde has llevado el cuerpo de mi Señor? Dímelo, por favor, y yo iré y me encargaré de Él. En ese instante ella estaba sobre el mismo umbral de la entrada de la tumba. En el momento siguiente ella también estaría saliendo de la tumba. El Señor levantó la mano. Los ángeles conocían ese ademán. Esperaron que, una vez más, el tiempo se detuviera. Pero no se detuvo. Esta vez sólo se hizo lento. Entonces el Señor les indicó a sus ángeles que miraran a la muchacha. Al hacerlo, jadearon. El Señor les estaba dejando ver directamente dentro del corazón de ella. Allí, en lo más recóndito de ella, podían ver aquella cosa gris, inmóvil, que una vez había sido la mismísima gloria y centro de Adán. Podían ver el espíritu humano de esa muchacha, que yacía allí muerto. El espíritu humano, muerto desde la caída de Adán... incapaz ya de funcionar en cuanto al ámbito invisible... el ámbito mismo del cual habla venido originalmente. ¡De repente los ángeles comprendieron todo! Este que estaba delante de ellos era el Señor que había triunfado sobre la muerte. Si Él se había levantado de entre los muertos, El mismo era el poder que levanta a los muertos. Él era la Resurrección. Podía vivificar lo que estaba muerto. Sí, podía también resucitar el espíritu humano ¡y hacerlo vivir de nuevo! Pero, después de todos estos milenios, ¿podía el espíritu humano... volver a vivir? ¿¡Vivir de nuevo!? Por primera vez esa mañana los ángeles creyeron realmente que Él podía realizar todas esas cosas asombrosas que Él dijo que haría. -Eva se encontraba en Adán -dijo en forma muy suave uno de los arcángeles, dando así expresión a los pensamientos de todos ellos. Entonces, sosegadamente, el Señor bajó la mano y la llevó hacía su costado herido... para sacar a luz, de su costado, algo que estaba en El... y era de Él. Una porción de ese misterio, de esa mujer que se hallaba dentro de Dios, estaba a punto de ser manifestada en el tiempo y el espacio. Una porción de Dios estaba a punto de ser...

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El arcángel, comprendiendo ahora lo que estaba a punto de suceder, habló otra vez: -Eva fue sacada del costado de Adán. En ese momento el Señor extrajo de dentro de su costado la Vida misma de Dios, resplandeciente en luz, y procedió a echar esa mismísima porción de su propia Vida en la muchacha. Pero, al hacer eso, el torrente de luz y de Vida siguió fluyendo sin interrupción desde su seno, gracias a algún misterio que estaba más allá de todo conocimiento. Lentamente la luminosa bola de Vida ardiente se aproximó a la muchacha, haciéndola fulgurar en su radiante gloria. Y justamente cuando esa luz de Vida estaba a punto de concluir su vuelo adentro del corazón de ella, su espíritu humano -muerto desde hacía mucho- se inflamó reviviendo gloriosamente. ¡El espíritu humano había resucitado de entre los muertos! Los ángeles prorrumpieron en una aclamación de gozo... tan sólo para calmarse pronto, maravillados. Aquel arcángel habló de nuevo: -Eva era hueso de los huesos de Adán. Esta será espíritu del Espíritu de nuestro Señor. Todavía no podían creer a sus ojos. En ese momento aquel espíritu humano, vivificado por el Espíritu divino, se estaba fundiendo... viniendo a ser parte del propio espíritu del Señor. ¡Ahora ese Espíritu esa Vida- pasó a morar dentro de la muchacha! -Esencia de su esencia -continuó la alocución angélica, mientras dentro de la muchacha su espíritu resucitado y el Espíritu divino proveniente de dentro de El... vinieron a ser uno. Ahora los ángeles contemplaban la gracia que trasciende todo límite de imaginación, al fundirse dos espíritus en uno. -Eva se unió a Adán y los dos vinieron a ser... una carne. El Espíritu de Vida del Señor había entrado ahora en la muchacha. Todo su ser interior estaba inflamado con la luz de la gloria de Dios. ¡La Vida de Dios estaba en ella, y había venido a ser uno con ella! Los ángeles se vieron forzados a taparse los ojos una vez más. Y la mente de los espíritus angélicos se llenó de gloria tanto como lo estaban sus ojos. 108

EL DIVINO ROMANCE

Ella había estado en El desde antes de la fundación de la tierra -ahora Él estaba en ella. Los dos compartían un espíritu. ¡El Señor resucitado había venido a ser el Cristo que moraba en ella! Pero, una vez más ¿quién es esta muchacha?

LXIII

-¡Semejante gloria! -murmuró Gabriel para sí mismo. -El espíritu del ser humano vivo otra vez. ¡Qué gloria! -El alma redimida, y ahora siendo transformada en lo espiritual. ¡Qué gloria! De pronto sus ojos se entristecieron. -Pero el cuerpo... aún caído. Todavía tan enteramente caído. Oh, ese pobre y trágico cuerpo del hombre caído, y redimido; para ese cuerpo, ¿no hay esperanza de gloria? Súbitamente Gabriel vislumbró todavía algo más, que había sido implantado dentro de la muchacha. Gabriel vio, dentro de esa bola de Vida fulgurante que acababa de entrar en la muchacha, algo minúsculo más allá de toda medida infinitesimal. ¡Gabriel estaba contemplando ahora una simiente! ¡No! Más que una simiente. Porque podía ver incluso el interior de esa semilla. Dentro de esa simiente... esperando por el momento en que sería manifestado... había un cuerpo transformado. Un cuerpo no demasiado diferente del cuerpo transformado que el Señor resucitado tenía. Un cuerpo enteramente material, y sin embargo enteramente espiritual, encerrado ahora en una simiente infinitamente pequeña... dentro de la Vida de Dios... que ahora estaba dentro de la muchacha. De algún modo Gabriel sabía, intuitivamente, que la simiente de aquel cuerpo permanecería oculta -y olvidada- dentro del seno de la muchacha... hasta... ¿hasta cuándo? -Hasta -Gabriel hablaba tan sólo para sí mismo-, hasta que yo haga brotar esa simiente con el sonido de una poderosa trompeta... con la trompeta de Dios. En aquel Día, el día postrero, de esa simiente habrá de brotar un cuerpo espiritual... el cual brotará y sorberá el cuerpo actual de ella... y esto mortal se vestirá de inmortalidad. 109

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-¡Sí; aun para el cuerpo, existe la esperanza de gloria! Gabriel tuvo que esforzarse para controlar todo su ser, ya que este pensamiento lo dejó abrumado. Algunos de los ángeles quedaron pasmados cuando, de repente, escucharon a Gabriel, que casi fuera de sí, exclamó con un grito que podía haber fracturado la tierra: -¡Vean todos, la salvación completa! -¡Miren todos, la nueva creación! Todos los ángeles se volvieron otra vez hacia la muchacha. Ella estaba parada en la misma entrada de la tumba, cubierta toda ella de un resplandor de Luz no vista desde la creación. La mismísima pureza de Dios radiaba desde ella como ríos de fuego vivo. Su espíritu estaba vivo. Había vida divina en ella. Su propio espíritu vivificado había venido a ser uno con el espíritu de El. En todo eso, su alma había sido lavada y estaba tan blanca como la nieve, y ya entonces, estaba siendo transformada por el Espíritu de Vida divina que irradiaba desde su propio espíritu el interior de su alma. -¡Miren todos! -Tronó Gabriel-. Un ser humano ha venido a ser partícipe de la Vida divina. -Miren -exclamó Gabriel otra vez, como sólo él sabía hacerlo-, miren parado delante de ustedes lo que nunca antes ha existido. Una nueva especie. ¡UNA NUEVA CREACIÓN! -Miren la Nueva Creación. Es ser de su ser. Esencia de su esencia. Vida de su Vida. -¡Una nueva Creación, en Cristo Jesús! En ese punto habría estallado un intenso y genuino bullicio entre la hueste angélica, de no haber sido porque los ángeles se dieron cuenta de que la hermosa mujer que en ese preciso momento acababa de salir de la tumba -opacando todas las demás luces- estaba a punto de hablar. En un momento el Señor alzaría la mano otra vez, y el tiempo reanudaría su marcha normal, y los ojos volverían a ver sólo las cosas rutinarias que a aquellos que siendo menos que Dios, les es dado ver. Pero en ese momento una mujer de 110

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imponente belleza, ataviada con la pureza, la justicia, la santidad -y la luz- de Dios, había salido de la tumba. ¿Qué fue lo que vio el Señor en ese momento? Una muchacha. ¡Una desposada! Joven. Inmaculada. Creada, es decir, formada de la divinidad de Dios. A los ojos de Él, Ella era perfecta. Y, a sus ojos, todos los rivales de El -y todos los enemigos y pretendientes de ella- ya no existían. Por un reluciente momento El, con sus ojos, los vio a ellos dos como... los únicos dos seres vivientes. Con sus ojos, Él la vio en algún lugar allá, en la posteternidad, de pie ante El, perfecta y completa, con el amor divino de Dios latiendo apasionadamente en ella -y ese mismo amor divino latiendo en El. ¡El victorioso Señor y su otro yo! Una gloriosa desposada, sin mancha ni arruga, lavada en la sangre del Cordero. Con sus ojos, El vio a una muchacha que, como El, se había levantado de la tumba, ya fuera del alcance de la muerte, fuera del alcance de toda imperfección. Ella... resucitada, triunfante sobre el sepulcro, con la Muerte debajo de sus pies. Esto fue lo que sus ojos vieron. Lo que otros ojos puedan ver, no tiene importancia. ¿Quién es esta increíble muchacha? ¿Aún no lo sabe usted?

Usted es esa muchacha.

LXIV

-¡Raboni! ¡Oh, querido Maestro! Al decir esto, ella corrió hacia el Señor con un desenfado que desafiaba toda descripción. Y al llegar a Él, se postró en tierra y abrazó sus pies con todas sus fuerzas. Hasta entonces ella lo había amado con toda su mente, con toda su alma, y con todo su corazón. Valga decir, lo había amado con toda su naturaleza humana. Mas ahora, por primera vez, también lo amaba -apasionadamente- ¡con todo su espíritu! Ahora, por primera vez, el Señor de gloria era amado con el divino impulso del amor de Dios, un amor que, hasta entonces, sólo había estado en El.

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Asimismo, resultada enteramente obvio para todos, que esa muchacha estaba plenamente determinada a no dejarlo ir nunca. Con una cálida sonrisa Él le dijo: -Pequeña, tienes que soltarme; porque debo subir... a mi Padre. -Ahora ve. Ve a mis hermanos. Diles que Subo a mi Padre y al Padre de ustedes A mi Dios y al Dios de ustedes -Pero, Señor, si me voy de este lugar... y Tú subes, entonces no te-volveré a ver nunca más -respondió ella. -Oh, pequeña, pequeña. Ten confianza. Porque ni ahora... ni por todos los siglos jamás te dejaré. No; es que no puedo dejarte, nunca. Con los ojos inundados de lágrimas y el corazón estallándole de gozo, la muchacha, postrada en tierra, se inclinó entonces y le besó los pies. Un momento después esta muchacha, que sólo sabía amarlo y adorarlo, salió del huerto para declarar la palabra que ella sabía muy bien que nadie le creería nunca. Los ángeles la vieron partir y susurraron entre ellos: -Ella no es su otro yo, ¿verdad? -No -fue la respuesta segura. -¡Sí; sí! -se oyó otra respuesta igualmente tan segura-. Ella es parte, la primera parte, de su Desposada. -Ahora luce tan claro, su Desposada estará formada de todos los redimidos. -Pero ¿cómo es posible eso? -Eso no lo sé, pero después de estos tres días que han pasado, ¿dirías tú que no es posible? -¿Vieron ustedes? -observó emocionado otro ángel. 112

EL DIVINO ROMANCE

-¿Ver qué? -Estoy seguro de ello. ¿Se acuerdan de la visión? Recuerden que, por un breve instante, El Señor nos permitió vislumbrar la eternidad pasada (¿o fue ésa la eternidad futura?) y ver a su Desposada ya completamente formada. Era hermosa más allá de toda ponderación. Pero ¿no vieron ustedes? Esta muchacha... en el momento de salir de la tumba... su semblante... algo del semblante de esta muchacha estaba allí en el semblante de la Desposada de Cristo. Estoy seguro de ello. -Eso -dijo otro- es porque esta muchacha forma parte de la Desposada. -¡Qué maravilloso es todo esto! -dijo aun otro ángel moviendo la cabeza casi, pero no tanto, con incredulidad. -No se dan cuenta -musitó un ángel más, totalmente aterrado-, es que no se dan cuenta de que su Desposada nunca ha visto siquiera la creación vieja. Ella pertenece a una edad que está más allá del mundo caído, más allá de la cruz, y más allá de la vieja creación. Ella nunca la ha visto, nunca ha estado en ella y ¡ni siquiera la conoce! Con todo, fue rescatada de ella. -Esto resulta demasiado para mí. Es demasiado para todos nosotros. Entonces el Señor se volvió para hablarles a sus ángeles. -Lo que ustedes han visto... esa muchacha... perfecta... que irradia las abundantes riquezas de mi vida... así como toda la creación destruida en la cruz... eso es lo que Yo veo siempre. Ningún ojo mortal ha de ver estas cosas, hasta aquel Día. Ni es necesario que nadie las vea, porque estas cosas que ustedes han visto, son asuntos que no están confinados por el tiempo ni por la eternidad. No es necesario que nadie vea estas cosas, ni que nadie las experimente, y ni siquiera que nadie las crea. -Estos son asuntos que permanecen. Fueron establecidos. Nada puede cambiar esto. Es solamente lo que Yo veo con mis ojos y las cosas que Yo sé, las que cuentan, porque Yo he visitado todas las edades desde el principio hasta el fin. Y tan sólo estas cosas tienen realmente importancia... y sólo estas cosas son verdaderamente reales. -Yo sé lo que verdaderamente es. -Con todo, vendrá un día en que ella habrá de ver. Se verá a sí misma como Yo la veo... como ella es verdaderamente. ¡Y son bienaventurados aquellos que, sin haber visto, creen! Hizo una pausa, miró alrededor y se dijo sosegadamente; 113

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-Tengo que ir a dar testimonio de mi resurrección en los ámbitos invisibles también. Pero debo volver aquí otra vez antes que llegue la noche de la tierra. Hay once hombres aquí que me necesitan. -Ahora -dijo el Señor en un tono gozoso-. Ahora, compañeros míos eternos... ¡al trono! Inmediatamente los ángeles se precipitaron, como un enjambre, a los cielos; cada uno a su propio lugar... creando un inmerso corredor angélico que penetraba directamente allá arriba, en los lugares celestiales. -¡Al trono! -gritaron. En una forma tan natural como había sido para El estar en la tierra y en un cuerpo del todo visible, el Señor entró en el aire enrarecido y, con toda naturalidad, empezó a ascender por en medio de aquel corredor angélico... entrando en la esfera de lo invisible y lo espiritual. Pero no se despojó de su forma terrenal al acercarse a ese otro ámbito. Un ser humano visible estaba por hacer su morada en ese lugar totalmente invisible. ¡Un Hombre en la gloria! Entonces el Señor alzó una mano bien alto en el aire y gritó otra vez: ¡Al Trono! Y los ángeles contemplaron cómo el humilde Carpintero pasaba por el portal que estaba entre los dos mundos y vieron, por primera vez, a un Hombre en los ámbitos celestiales... y sabían que sólo estaban declarando el legítimo lugar que le correspondía a Él, al exclamar contestándole: Al Trono El eterno Viviente El Victorioso El Cordero de Dios El Carpintero de Nazaret El Hijo del hombre El Hijo de Dios El Señor de señores y Rey de reyes ¡Al Trono! ¡Al Trono!

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EL DIVINO ROMANCE

EL ACTO FINAL

LXV

Es temprano en la noche. Una mujer joven asciende por una alta colina; echa atrás la cabeza y recorre con la vista el cielo estrellado. Su corazón está pletórico de amor por el Señor a quien ella adora y sirve desde hace muchos años. Maravillada, esa mujer se pregunta: “¿Cuántas veces, hasta este momento, El ha detenido el tiempo, ha pasado por alto la eternidad, se ha extendido hacia atrás en aquella era primitiva, y de alguna manera misteriosa que sólo El conocía, ha sacado del centro mismo de su ser... su propia Vida, y la ha introducido en el seno de alguien que acababa de creer en El? “¿Cuántos espíritus, en lo íntimo del ser de tantos hombres y mujeres, han sido levantados de entre los muertos, inflamados y vivificados? ¿Cuántas almas estaban siendo transformadas constantemente? ¿Habrán de pasar aun edades enteras antes de que la última porción de Dios quede implantada en el postrer creyente? ¿O será mañana mismo? “¿Cuándo será levantada esa inmensa hueste de los redimidos y sacada fuera del tiempo y del espacio, para que descubran por sí mismos que la cruz destruyó la creación entera e hizo perfectamente justo a un pueblo entero? ¿Cuándo los redimidos llegarán a ver con los ojos de Él? ¿Cuándo sabrán que la historia de la Desposada empezó después de todas las cosas?” -¿Cuándo vamos a conocer... como somos conocidos -susurró esa joven mujer pensativamente-. Ella, igual que su Dios, nunca ha envejecido. Oh, pero eso es algo eterno. ¡Y yo estoy en el tiempo! ¿Cuándo ella será liberada de estos límites temporales, para que conozca estas cosas? -¿Cuándo... -continuó preguntándose- cuándo esto mortal se vestirá de inmortalidad? ¿Cuándo... todos los impedimentos de la carne... cuándo... conoceré... como Él me ha conocido siempre? ¿Cuándo... el espíritu retomará al Espíritu? ¿Cuándo... será el Día de Él? ¿Cuándo... será el Día de ella? -¿Cuándo se habrán de cruzar el tiempo y la eternidad... cuándo es el cumplimiento del tiempo! ¿Cuándo se habrá preparado la Desposada? -¿¡Cuándo alzaré mis ojos a estos mismos cielos... y veré ángeles... 10.000 veces 10.000! Innumerables ¡Descendiendo! ¿Y cuándo tú, oh tierra, habrás de completar tu postrera órbita... y yo... nosotros... seremos arrebatados de aquí por su poder omnipotente? Transformados. En un abrir y cerrar de ojos. ¡Como El! ¡Y 115

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el velo de la carne, rasgado! Entonces habré de ver lo invisible. Entonces conoceré como soy conocido. -¿Y cuándo será la cena de las bodas? -parecía ella preguntarles a las estrellas. -¿Cuándo la novia pasará a ser la Desposada, y la Desposada... vendrá a ser la Esposa? -El pasado, el presente y el futuro se disolverán en uno, ¡y entonces desaparecerán! Luego, yo, como parte de la Desposada, ¡lo amaré con toda la potencia y la pasión de mi nuevo ser! -¿Cómo será la consumación? Ella volvió a mirar los cielos, de horizonte a horizonte. Entonces, como si fuera una visión, un día muy lejano empezó a llenar los ojos de su mente. Empezó a ver un acontecimiento muy, muy distante... el postrer momento de la eternidad. Empezó a ver...

LXVI

¿Qué es esta escena que está apareciendo ahora? ¿Es aquel momento del pasado remoto cuando Dios era e! Todo? No. Sin embargo, es semejante al mismo. Entonces ¿qué visión es esta que contemplamos ahora? Una puerta se abre en los nuevos Cielos. Una inmensa cascada de luz comienza a descender saliendo de aquel ámbito. Ahora, esa luz ¡es una ciudad! La Nueva Jerusalén. Una ciudad de cien millones de relumbrantes piedras, y cada una resplandeciente con la gloria de la luz que es su centro. ¡Y el centro es el Señor, Cristo Jesús! Aquella ciudad comienza su descenso y al hacerlo, empieza a cambiar de aspecto. Es una galaxia de luz viviente, que desciende en el cielo como un torbellino. Poco a poco ese enorme cúmulo estelar de luces se vuelve una vasta multitud de personas -esa inmensa hueste de los redimidos, una multitud tan grande que nadie puede contar. Todos unánimes están ofreciendo una jubilosa alabanza a su Señor y Salvador. La hueste angélica los rodea, y juntas las dos huestes se unen en un himno, dando rienda suelta al más grandioso tributo de extática alabanza jamás conocida. 116

EL DIVINO ROMANCE

Por todos lados alrededor de su Señor los ángeles dan vueltas y vueltas en círculo, en tanto la bóveda de un nuevo alabanza de los redimidos y de los ángeles elegidos. Ahora esa escena comienza a cambiar una vez más. Aquella inmensa e innumerable multitud que está debajo de los ángeles y delante del Señor, empieza a confluir, tornándose, al principio, en una gran luz de luces. Ese resplandor aumenta y todas las luces llegan a ser una. En el centro de esa luz comienza a surgir una figura. Al verla, los ángeles empiezan a regocijarse con santa delectación. Reconocen aquella figura, porque la han visto una vez antes en un breve momento de gloria... muchísimo tiempo atrás. De pie delante de ellos, está la Desposada del Cordero. Ella aparece, haciéndose claramente visible, y el resplandor de su luz y de su gloria eclipsa todo, excepto el trono de Dios. Está delante de ellos vestida de pureza y de santidad. Los ángeles se inclinan con una gentileza y una ternura no manifestada nunca antes. Una vez más, ella es la realidad de la imagen, toda la amabilidad de todo lo femenino está esculpida en una hermosura única que reposa sobre ella. De ella fluye una inocencia tal que extasía aun a los santos ángeles. Sus ojos nunca han visto ni conocido ni una vislumbre de las tragedias que acontecieron en la vieja creación. Ella está allí en la fortaleza y perfección de la juventud. Su cabello negro y lustroso y su radiante rostro hablan de mil secretos de amor, de pasión, de devoción singular por su Señor. De ella irradian una majestad, una grandeza y una exaltada hermosura tan imponentes como el rostro de Dios. Por un momento todas las demás cosas presentes parecen desvanecerse en presencia de esta santa y gloriosa desposada. Sin embargo, de repente aparece en la no lejana distancia una gloria aún mayor. ¡Es nada menos que el Rey! Aquella mujer empieza a fulgurar con un resplandor que está mucho más allá de los límites de lo creíble. La gloria del resplandor del Señor inflama con un fuego que sumerge -y después consume- todo lo demás. Y desde dentro de ese mar de gloria infinita... surge un grito: ¡Para siempre! Nunca más Solo.

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Como pudieran hacerlo dos niños alborozados, así corren uno hacia el otro y encontrándose, se abrazan en un intercambio de amor divino. Con todo lo demás habiéndose ya desvanecido, la luz de la gloria de ellos dos se funde ahora en uno. Fue hace mucho, en un pasado muy remoto, que despojándose a sí mismo de su ilimitada infinitud, el Señor se envolvió en ese lugar menor llamado eternidad. Ahora, unido ya con su desposada, se desenvuelve retornando a su verdadera e infinita expansión. Entonces ¿Él ha venido a ser, una vez más, el Todo? No; sino que, más bien Él ha venido a ser al fin lo que se había propuesto llegar a ser, allí, antes de la fundación de las edades. Él ha llegado a ser El Todo en todo.

LXVII

Aquella visión distante empezó a disiparse, hasta que se desvaneció. Esa mujer joven, que ahora está sobre la cumbre de esa colina esmeralda, se levanta poniéndose en pie, mientras una honda sensación del amor del Señor bulle dentro de su ser... porque acaba de escuchar dentro de si el abrumador clamor del Espíritu Santo viviente. Y dentro de ella ese Espíritu ha clamado... ¡Ven! E igual que Eva antes de ella, ahora esta mujer levanta las manos hacia el cielo, eleva la voz, creyendo que su otro yo pueda escucharla... y clama: Ven, Señor Jesús, ven. Y al otro lado de aquella puerta, en los ámbitos de gloria. El que la amó y murió por ella... ahora escucha su suplica -Al fin -musita El-, ella está despojándose de las cosas menores, de saber, del servicio, del sacrificio. Está retornando al orden supremo del universo. Ella está aprendiendo a amarme susurra. Pronto. Si, ahora pronto... Muy, muy pronto

¡Gabriel! 118

EL DIVINO ROMANCE

Es tarde, y tenemos que despedimos. Confío en que en esta hora usted haya visto algo que habrá de permanecer eternamente con usted... y, tal vez, ¡hasta lo cambie! Los actores, se me ha dicho, están preparando otra representación. Su primera, como usted recuerda, fue un drama. Ahora ésta, una historia de amor. La próxima, según oigo, tal vez venga a ser una aventura... una aventura en los ámbitos invisibles. ¡Ah! Ahora hay una narración que contar. Dios mediante, confío en que nos volveremos a encontrar, aun por tercera vez.

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