El Contador

Fabián Sevilla El contador de ovejas Ilustrado por Irina Tozzola Tic… tac… tic… tac… El reloj marcaba las dos y Fredes

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Fabián Sevilla

El contador de ovejas Ilustrado por Irina Tozzola

Tic… tac… tic… tac… El reloj marcaba las dos y Fredesvindo no podía dormir. Daba vueltas en su cama: de izquierda a derecha y viceversa; de la cabecera al lado de los pies y viceversa; hasta giró sobre sí mismo como un disco y viceversa… Nada. “¡Qué noche de porquería!”, aceptó con los ojos tan abiertos que parecían un par de huevos fritos. Tic… tac… tic… tac… El reloj marcó las tres y ya las ojeras le llegaban a la rodilla y tenía los nervios como clavos. Fredesvindo buscó estrategias para dormirse de una buena vez. Recordó que, para no despabilarse, antes de acostarse su abuela Analgesia solía tomarse una tacita de leche tibia. — Pero yo no tengo hambre… ¡tengo insomnio! — su grito pelado sacudió la oscuridad de la habitación. Ahí le vino la memoria que su tío Insulino, cuando no podía pegar un ojo por algún problema, se daba un duchita fría y rapidita. Texto © 2010 Fabián Sevilla. Imagen © 2010 Irina Tozzola. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed: http://www.educared.org.ar/enfoco/imaginaria/biblioteca

Fabián Sevilla - El contador de ovejas

— Pero yo no estoy sucio…. ¡estoy desvelado! — volvió a gritar Fredesvindo en medio de la noche que se había apoderado de su cuarto. A su mente llegó la voz de su madre, Expedita, recomendándole: “Si al sueño quieres llamar, un tecito de tilo has de tomar”. — Si me enguato con té, me darán ganas de hacer pis y así jamás me dormiré — bramó Fredesvindo para echar por tierra el consejo que alguna vez le hubo dado su sabia progenitora. Tic… tac… tic… tac… el reloj marcó las cuatro y solo entonces recordó que en la tele había visto que un personaje de dibujos animados contaba ovejitas para poder quedarse dormido. Y como siempre hacía ciegamente lo que se mostraba en la pantalla chica, se largó a contar ovinos: — Una ovejita… dos ovejitas… tres ovejitas… cuatro… Tic… tac… tic… tac… el reloj marcó las cuatro y media… — Ciento diez ovejitas… ciento once ovejitas… ciento doce ovejitas… ciento trece… Tic… tac… tic… tac… el reloj marcó las cinco menos cuarto… — Mil quinientas ovejitas… mil quinientas una ovejitas… mil quinientas dos ovejitas… mil quinientas… —Y Fredesvindo comenzó a roncar. Aunque no por mucho tiempo. De repente la habitación se llenó de beeeee… beeeee… beeeee… que lo arrancaron del sueño. Beeeee… beeeee… beeeee… Se pegó un julepe de proporciones… Beeeee… beeeee… beeeee… y de un salto, quedó colgado de la lámpara del techo. Cuando la vista se le acostumbró a la oscuridad, descubrió que la habitación ¡era tierra de ovejitas! Aunque él no las contó, y para ser exactos, eran mil quinientas dos a puro beeeee… beeeee… beeeee…. Balaban con la potencia de una filarmónica de instrumentos viento; se comían la alfombra, las sábanas, las fundas, la cortina y, de postre, se disputaban las pantuflas de paño lenci. A las que les daba sed, bebían del vaso donde como todas las noches Fredesvindo había dejado los dientes postizos. A una de las lanares intrusas, -2-

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accidentalmente la dentadura se le trabó en el hocico y comenzó a mostrar a las otras la sonrisa ajena. Ahora, además de balar se carcajeaban las muy pícaras. Cuando las invasoras se hubieron comido todo lo que era o sabía a tela, descubrieron el pijama floreado de Fredesvindo, colgado en la lámpara. Y como seguían hambrientas, buscaron mil y un modos de llegar hasta él. Algunas daban saltos en alto o se subían a cococho de otras para formar una torre lanuda; las más osadas movieron la cómoda para escalarla y desde ahí quedar cerca de la presa. Muerto de miedo ante la posibilidad de quedar desnudo y pendiendo del techo, para luego morir masticado por aquellas “devóralotodo”, Fredesvindo cerró los ojos. Pensó en cualquier cosa y poco a poco se fue rindiendo a las caricias del sueño. Primero roncó. Luego, se soltó y se vino en banda desde la lámpara. Afortunadamente cayó sobre la cama, si no… Pero lo importante era que al fin dormía. Las ovejas, que no paraban de balar y empezaban a cenarse su pijama, en breve dejarían de ser un problema. Es que, tic… tac… tic… tac…, el reloj marcó las seis, cuando Fredesvindo comenzó a soñar con ¡lobos feroces!

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