El Bendito Juan XXIII

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A Biblioteca de Autores Cristianos (BAC) nació del tronco de La Editorial Católica y del impulso del catolicismo social que propugnaba el luego carde­ nal Angel Herrera Oria. Su primer libro, la Sagrada Biblia, apareció el 18 de marzo de 1944. Desde entonces, la BAC ha mantenido los trazos de su primera identidad, que la presentan como «el pan de nuestra cultura católica» por su propó­ sito de publicar lo mejor del patrimonio doctrinal y literario de la Iglesia y lo más granado del pensa­ miento cristiano de todas las épocas. De ahí que la BAC se haya reconocido siempre como un servicio hecho a la fe y a la cultura, máxime en su tradición de expresión castellana. Tal servicio lo realiza la BAC con acendrado sentido eclesial, acentuando la adhesión al magisterio del Papa y la comunión con toda la Iglesia bajo las directrices de los obispos. Y todo ello formando una comunidad moral en la que la Editorial sea puente de comunicación entre autores y lectores que no sólo aprecien el acervo secular del pensamiento cristiano, sino que lo enriquezcan con las aportacio­ nes de cada momento histórico. Para la realización de esta tarea en sus diversas secciones, colecciones y formatos, la BAC ha veni­ do contando con el especial respaldo de la Univer­ sidad Pontificia de Salamanca y con la colaboración de todas las Ordenes y Congregaciones religiosas, así como con la asistencia y simpatía de autores y lectores, sacerdotes y seglares, hombres y mujeres que, tanto en España e Hispanoamérica como en el resto del mundo, han sabido convertir a la BAC en un hogar intelectual y cultural abierto a todos. No en vano la obra de la BAC ha sido ya definida como «el mayor esfuerzo editorial realizado por católicos españoles desde hace siglos».

JOSÉ LVIS GONZÁLEZ BALADO

El bendito JUAN XXIII PROLOGO DE

LORIS F. CAPO VILLA SECRETARIO PARTICULAR DE JUAN XXIII

ÍNDICE TOPONOMÁSTICO Y NOMENO^ATOR

Aachen 90. Alba de Tormes XIX. Alemania 90 145 220 250. Andalucía XVI. Angelus 316 328. Angers 233. Ankara 203 206. Annecy 233. Anuario pontificio 270. Apuntespara una biografía 6101421, Aránzazu 287. Arcópoüs 143. Argel 232. Arles 240. Asís 17. Astorga 287. Asturias XVI. Athos (Monte) 144.

Atti della Visita di San Cario a Betgamo 96 156 176 182 236. Ávila XVI XIX 287. Azpeitia XVII.

Baffroi, rué 236. Barcelona 287. Bayona 233 235. Bcgoña XVI-XVIII 287. Beirut 206. Bélgica 90 250 329. ¡Bmdito m Dios! (en turco) 158 161 163. Bengasi 206. Bilbao XVIII 287.

boktin sakstano 7.

Bruselas 90. Bruiicco 4 10. Budapest 279. Bulgaria 19 96 101 103 105 115*117 119-122 125-128 133 135 139»

143 145 146 154 164 209 230 311 333 346 317. Burdeos 220 235 254. Burgo# XVII 232. C aUtoril ^42 ¿amaitinó XVI 6 11 112 115 171 174 216 292 328. Camino (Nuestra Señora dd) 2$T7, Caneve (Madonna di) 9 273. Capecelatro Alfonso 56. Capranica Colkpo 35. Caprino Bergamasco 59. Carvico 10 13 242. Casa degti Studentt 77 78 80 81 83 87 94. Castí connubtt (encíclica) 135. Cataluña XVI. Celana 13 14 47. Ctrasole (Nobik Colitgí») 21. Cerasola Flamiruo 21. Cesena 276. Chambéry 90. Chaumont 233. Checoslovaquia 145. GvM Cattokea 177 178. Oetmont 233. Cluny 244. Clusone 242. Colonia 90. Comillas XVII. Concilio de Tremo XIX. Concilio Vaticano IL, XIX XXXVÜ 17 222 249 320 522-524 327 529 330 333 339-343. Constannnopla 144 145 151 159 201 269. Córdoba XVU 252. Cmwn dtlk Sera 101. Coutances 233.

A mi esposa, Jane/ N. Playfoot, que comparte mi estima y admiración por el Papa de la Bondad Nadie mt ha ayudado tanto como eUa a escribir este libro acompañándome en mis peregrinaciones a Romay a Sotto il Monte, en mis encuentrosy entrevistas con Loris F. Capovillay con otros y dándome ánimos cuando intuyó que los necesitaba. Janet fu e la primera que leyó el original antes de entregarlo a la Editorial: su aprobación ba sido para mi la más gratificante recompensa. A la memoria de mi madre, Josefina Rodngue^-Balado, que apenas tuvo ocasión de oír hablar de Juan XXIII pero al que se pareció tanto en bondad, sencillez generosidady paciencia que no la puedo imaginar sino cerca de él en el cielo. También a la de Juan bautista Montini/ Pablo VI a quien —-fielmente correspondido— tanto apreció Angelo Roncalli hasta el punto de que varias veces había manifestado su intención de votarlo para el puesto que el Arcano le tenía reservado a éL Una ve% elegido papa, Juan Bautista Montini, primer cardenaly sucesor in pectore de Juan XXlll, consagró gran parte de su pontificado a llevar a efecto las intuiciones de su predecesor a costa de dificultades e incomprensiones.

P rólogo

JUAN XXIII Y ESPAÑA

Al ponerme a redactar un prólogo para la obra El bendito Juan XXIII, de José Luis González-Balado, me viene al recuer­ do un libro que me subyugó en mi adolescencia, titulado Spagna meravigliosa. Su autor, el escritor lombardo Luigi Ziliani, había recorrido por los años treinta la Península Ibérica, en vagones de tercera clase, para conocer mejor y tratar de cerca a repre­ sentantes genuinos del pueblo, labradores y obreros. Aquella lectura, que está grabada en mi ardiente fantasía, despertó en mí gratas sensaciones y fomentó afecto y respeto hacia España y los españoles, sentimientos que perduraron en mí a lo largo de los años y que se habían de acrecentar, más tar­ de, en conversaciones con Papa Giovanni, de quien puedo ase­ gurar que apreciaba mucho a España y que sentía un vivo inte­ rés por su historia y por sus mejores tradiciones. Angelo Roncalli solía incluir entre sus bienhechores al espa­ ñol fray Tomás de la Pasión, con quien se había encontrado en los ejercicios espirituales preparatorios de la ordenación sacer­ dotal, llevados a cabo del 1 al 10 de agosto de 1904 en el Ritiro Santi Giovanni e Paolo alTAventino, de los padres pasionistas. El recuerdo de aquel religioso pervive en el Diario del Alma, en una cita con la que tropezará más adelante el lector y que em­ pieza así: «El hermano lego que me arregla la celda y me sirve a la mesa, el buen fray Tomás, me hace meditar continuamente. Es un hombre ya entrado en años, de modales muy correctos, más bien alto. Ha venido a Roma desde España para hacerse pasionista, y se le ve lleno de felicidad al servicio de todos, sen­ cillo como una criatura sin ilusiones fascinantes y sin espejis­ mos ilusorios, un pobre hermano lego para toda la vida». Fray Tomás de la Pasión tenía entonces 35 años. Amó y sir­ vió a la congregación de los pasionistas, en Roma y en Brasil,

donde murió en 1939. La figura austera de aquel hermano lego estuvo presente hasta los últimos momentos de vida de Papa Giovanni, que lo seguía recordando con ternura y devoción. España, en lo que representó a lo largo de los siglos y en la historia reciente, en sus aspectos dramáticos y en sus violentos contrastes, ocupaba un lugar en el corazón de Angelo Roncalli, naturalmente inclinado a pensar que los motivos de gozo y de esperanza superan innegables crisis e involuciones. He aquí, pues, mi modesto tapiz, si tal denominación mere­ ce, tejido con manos y corazón de artesano, y con el deseo de acercarme a la sensibilidad del pueblo español (al que creo co­ nocer y hacia el que siento un gran aprecio) y de cuantos en el mundo, particularmente en las Américas, hablan la lengua de Cervantes y han sido alimentados por la religión, la cultura y la tradición de la antigua madre patria. Lo he bosquejado mientras mil argumentos y sugestiones bullían en mi cabeza. Lo he compuesto con temor y osadía, en la seguridad de ser comprendido y aceptado. El autor, José Luis González-Balado (que más de una vez me ha visitado aquí, y con quien, desde hace años, mantenemos comunicación frecuen­ te), sabe que este caserón de Camaitino donde vivo conserva, entre otros muchos, recuerdos de las dos visitas que Angelo Roncalli hizo a España en 1950 y en 1954. Y guarda también los regalos que recibió de sus numerosos amigos españoles du­ rante el quinquenio pontifical, rememorando momentos sagra­ dos y profanos en los que se mezclan nombres de héroes y de santos, de santuarios e instituciones culturales, testimonios anti­ guos y recientes. En las salas de esta singular morada resuenan los nombres de Madrid y de Toledo, de Andalucía, de las dos Castillas, del País Vasco, de Navarra, de Asturias y de Galicia, de Aragón y de Cataluña. Campean Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Juan de Dios y Juan de Ribera. Son­ ríen las dulces imágenes marianas de Montserrat, Covadonga, Begoña, Sevilla, Santander, Valvanera (La Rioja), León, Santia­ go de Compostela, Salamanca, etcétera. Cuando por la mañana celebro la misa en el altar donde la celebraba Papa Giovanni, tengo ante mí un tabernáculo de es-

maltes, obra maestra del artesanado español. Al bajar las escale­ ras, me topo con Nuestra Señora de Montserrat. Preside el dor­ mitorio del futuro papa la Virgen de Covadonga. Un severo crucifijo español dieciochesco de madera vela mi sueño. El autor expresó el deseo de que este prólogo evocase algún detalle que pudiese interesar particularmente a lectores españo­ les. Pienso que nada pueda atraerles tanto como unos brevísi­ mos apuntes, en parte inéditos, en los que Angelo Roncalli re­ gistró sus impresiones a raíz de un doble recorrido suyo por España. En su laconismo, dicen más de lo que la pluma logra trasladar al papel. Están entresacados de los diarios de Angelo Roncalli con motivo de sus dos recorridos por España, en abril de 1950 y en julio de 1954. Hizo el primer viaje regresando de una visita al norte de Africa, cuando era nuncio apostólico en Francia. El segundo fue prolongación hasta Compostela, con motivo del Año Santo Jacobeo 1954, que era también Año San­ to Mariano, de una peregrinación a Lourdes, siendo ya arzobis­ po de Venecia: Granada, 17 de abril de 1950: Celebré la misa en la iglesia de San Juan de Dios, y tuve la inmensa satisfacción de hacerlo en la parte alta, ante la urna colocada en la lujosa capilla del gran héroe de la caridad. Córdoba, mismo día: ¡Maravillosa mezquita, con 850 columnas y sus arcos! ¡A qué punto habían llegado los árabes en su tiempo! Burgos, 20 de abril de 1950: Visita muy interesante a la cate­ dral, tan ponderada por De Amicis y por monseñor Bonomelli. Inolvidable el guía con sus grandes llaves, una especie de Sancho Panza que nos hizo disfrutar de este verdadero museo de arte ma­ yor y menor [...] Sábado, 17 de julio de 1954: Visitas a Azpeitia y Lovola. Paisaje parecido al de los valles bergamascos, quizá algo más abierto. En Loyola, acogida festiva por parte de profesores y alumnos. Les ha­ blé con gusto de los jesuítas bergamascos. Impresiones excelentes por una y otra parte. La casa de San Ignacio, con la capilla intere­ santísima, devota, artística. Acaso rica en exceso. Pero se trata del gran fundador y padre. VWe dignum etjustum est (es en verdad digno y justo). Regresamos por la carretera que bordea el mar. Lunes, 19 de julio de 1954: La peregrinación de aver a Javier me 8ustó mucho, pero me dejó algo cansado [...] Cada vez España se me hace más atractiva. A las dos de la tarde, en el santuario de­ votísimo y noble de Begoña, hicimos nuestros rezos [...] Proseguicaní Sj la S'om^ as’ 8ran universidad de los jesuitas, en las cer­ as de Santander. Un panorama hermosísimo y un edificio

imponente. Los padres jesuítas se mostraron muy gentiles y cor­ diales. Miércoles, 21 de julio de 1954: A las diez celebré la santa misa en Covadonga, en la cueva de Nuestra Señora. ¡Oh, qué horas más hermosas pasé en ese lugar sagrado del patriotismo español desde el 737, cuando murió Pelayo, primer libertador del país de la domi­ nación musulmana! Hospitalidad señorial en las habitaciones del obispo de Oviedo, igual que en Begoña, en las del obispo de Bil­ bao [...] ¡Ah, Covadonga, nombre inolvidable! Jueves, 22 de julio de 1954: Hacia las 20, llegada felicísima a Santiago, donde cumplí inmediatamente el voto con el abrazo al Apóstol. Viernes, 23 de julio de 1954: En Santiago, huésped de las teresianas, amables y acogedoras. El cardenal, cordialísimo y contento. Mi santa misa, en el altar mayor, rico y barroquísimo. Cumplí con mis devociones. Después, en compañía del cardenal Quiroga, di la bienvenida al cardenal Feltin y a la peregrinación de París. Más tar­ de asistimos al balanceo del gran incensario (botafumeiro) [...] Por la noche cené en compañía del cardenal Feltin en una residencia del Opus Dei, institución para mí nueva, interesante y edificante.

No dudo de que los lectores apreciarán estas breves notas de viaje por tierras de España por parte del nuncio y patriarca Roncalli. Pienso que disfrutarán igualmente leyendo una carta suya al entonces arzobispo de Oviedo, monseñor Francisco Ja­ vier Lauzurica. Descubrirán en ella un resumen de las impresio­ nes acumuladas por el futuro papa en su doble peregrinación española. La carta decía así: Excelencia reverendísima y venerada: Perdóneme si me he retrasado un poco en dar la debida con­ testación a la carta de Su Excelencia del 20 de octubre de 1954, que sólo en enero de 1955 llegó a mis manos, acompañando una bella y piadosa reproducción de la Virgen Santísima de Covadon­ ga. Gracias, Excelencia, por las buenas palabras que me dedica y por su regalo personal, que perm anece aquí como testimonio de mi feliz viaje a España y de más felices y entrañables impresiones, que los venecianos y mis familiares conocen por la minuciosa des­ cripción que les hice, y por el continuo recuerdo que aflora a me­ nudo a mis labios. ¿Qué decirle, Excelencia, del sorprendente estu­ por que experimentan cuantos, al llegar a mi residencia patriarca, ven con alegría aquí, en la pequeña capilla de invierno, este signo de la historia, de la piedad y de las nobles tradiciones españolasOpino que no es pequeña ni irrelevante cosa lo que trae a la mente el pasado, el presente y el porvenir de un gran pueblo. Nuestra - c

ñora de Covadonga es, para mí, como la síntesis de mi viaje del año pasado, justamente por estos días de julio. Los encuentros con muchos excelentísimos y dignos pastores de almas; la emocionada visión de florecientes seminarios; las bellas y fervorosísimas fami­ lias; la alegre multitud de niños inocentes; la seriedad de las cos­ tumbres; la bondad entretejida de amabilidad y el sentido religioso, abierto y sincero en todas partes: son apenas algunos de los moti­ vos, entre los más destacados, que embellecieron mi discurrir por España, que bien merece el título de católica y romana, y de cuan­ to augura por el honor de la Santa Iglesia y por las tareas de la paz universal. Querida y venerada Excelencia: gracias una vez más, y venga a verme a Venecia, para que yo pueda desquitarme al menos en pe­ queña parte y hacerle un gran agasajo junto a San Marcos y a la bendita Virgen Nicopeja, la más venerada entre las muchas imáge­ nes marianas aquí veneradísimas. Con los sentimientos de mi más devoto y cordial obsequio, me es grato reiterarme. f Angelo Card. R o n c a lli, patriarca de Venecia

Juan XXIII habla a los españoles como padre que estima a sus hijos y sabe que son capaces de reformarse y ponerse al día, de captar el sentido del binomio acuñado por él: Fidelidady reno­ vación. La simple fidelidad reduciría la Iglesia a un museo. La simple renovación la llevaría a la anarquía. Dejó dicho el propio Juan XXIII: «La Iglesia no es un museo arqueológico. Es la an­ tigua fuente del pueblo que surte de agua a las generaciones an­ teriores y actuales». En la carta apostólica Causa praeclara, escrita para conme­ morar el IV Centenario de la Reforma Teresiana (1562- 1962), Juan XXIII quiso recordar su estancia en Ávila el 26 de julio de 1954, «en el Monasterio de la Encarnación, donde la noble disAul^ se f°rP en el ejercicio de las virtudes», y en a de Tormes, «ante su sepulcro, para expresar a la gran santa os sentimientos de mi devoción». Escribió Juan XX líl en dicha árb^la?° St(^^Ca: es decir, «Un luto de familia».) 1.

Bondad y sencillez

¡El bendito Juan XXIII! Bendito, por la afectuosa gratitud que suscita su memoria en cuantos aún lo recordamos o acce­ den a su conocimiento. Dándose cuenta, cuanto mejor lo cono­ cen, de que Juan XXIII no fue un simple buen vejete, con un carácter feliz, casi un simplón, sino un hombre- sacerdote-obis­ po-cardenal-papa genuinamente bueno. Bueno y sencillo, pero —¡por Dios!— no tonto. Bueno con espontaneidad, pero tam­ bién con esfuerzo; que no consideró enemigos a los que, en al­ gunos momentos de su múltiple y no siempre fácil trayectoria, se sintieron y/o actuaron como enemigos suyos pretendiendo obstaculizar su marcha cuando era, por ejemplo, visitador apos­ tólico en Bulgaria, o nuncio en Francia, pero también, ya en Roma, papa del mundo entero. Un papa por antonomasia bue­ no. (En Italia sobre todo, pero también en otras partes, hay quienes, al decir o escribir Papa Bueno, son conscientes de que no se refieren a ningún otro papa, ni generan confusión. El Papa Buono sigue siendo por antonomasia él: Juan XXIII.) Se le escapó decir con sencillez alguna vez a lo largo de su vida y repitió por última vez, sin complacencia ni orgullo, en su lecho de muerte, que nunca se había parado a recoger, para de­ volverlas, las piedras que otros le habían arrojado en su camino. Su predecesor, Pío XII, cuando bendecía a las m ultitudes, alargaba los brazos formando cruz y mirando al cielo, hran, las suyas, unas bendiciones un tanto dramatizadas, so lem n es, re vestidas de cierta espectacularidad. En los pontificados surn^j más bien largos, de dos de los tres sucesores in m e d ia to s

Papa Roncalli, Pablo VI y Juan Pablo 11, han sido más numero­ sas las ocasiones de bendiciones simples y también solemnes. En luán XXIII, Papa sólo por cuatro años y medio escasos (28-10-1958 al 3-6-1963), bendecir, conjugado en presente, y la palabra bendición, fueron, en sus labios y en sus gestos, algo frecuente y espontáneo, casi natural. 2. Juan XXIII y sus predecesores Desde que murió, en todos, creyentes y no, católicos y sim­ ples cristianos de otras confesiones y hasta de ninguna, ha sido unánim e la convicción de que fue un santo. ¡Más bendito que así...! Su pueblo natal —Sotto il Monte, en la Lombardía— y su tumba en la cripta de la basílica vaticana se convirtieron, desde el primer momento, en metas de peregrinación espontánea. En el otoño de 1964, al poco de su muerte, un gran número de padres conciliares —obispos y cardenales del mundo ente­ ro—, reunidos en Roma con motivo del Vaticano II, propuso al papa Pablo VI que hiciese una excepción en la compleja legisla­ ción canónica y declarase santo por aclamación a su predecesor. El Papa Montini no estaba menos convencido de la santidad de Angelo Roncalli que tales entusiasmados proponentes. Pero se abstuvo de dar cauce a la generalizada propuesta porque no qui­ so irritar, él que encarnaba una casi obsesión de unidad, a la es­ casa minoría de quienes objetaban que tal «parcialidad» a favor de Juan XXIII hubiera ido en desdoro de la imagen de su pre­ decesor Pío XII. Resulta humanamente inevitable cierta comparación entre quien sucede en un cargo, incluso si es papa, y quien le ha pre­ cedido. Nadie, sin embargo, fue más generoso que Juan XXIII en sentidos elogios —¡su bendita bondad también en esto!— acia sus predecesores (singularmente los cuatro Píos: IX, X, y ^)- Que tal supuesto de parcialidad haya sido un condibenrV^A^ara recon°ci™ento canónico de la santidad del íto ngelo Roncalli, no dejó de resultar paradójico. quienes^ a*am*ento exigió un poco de obligada paciencia a una renunmam? S ^ Sa’ Pero no un debilitamiento y aún menos Cla a a c°nvicción sobre su santidad. El hecho «con-

denó» su culto a cierta clandestinidad y aplazó la exhibición pú­ blica de imágenes suyas en tanto no se produjese la solemne beatificación. Se siguió invocando su intercesión en la intimidad de los co­ razones. Se siguieron publicando libros y haciendo filmes sobre su vida. (Uno espléndido, no muy comercial, fue E venne un uomo, de su casi paisano Ermanno Olmi. Y filmados de éxito masivo sin precedentes, en dos cadenas italianas de televisión.) A nivel más laico, casi político, pero indirectamente también apologético de su santidad, las corporaciones municipales si­ guieron recurriendo a su nombre para enriquecer, casi «santifi­ cándola», la toponimia callejera e institucional. (¿Qué ciudad o población, que por demografía se precie, no tiene una calle im­ portante, un hospital, una escuela pública o un centro cívico ro­ tulados con el nombre del bendito Juan XXIII?) 3. Por fin, ¡beato! El 3 de septiembre de 2000 se produjo, sin demasiada infor­ mación previa, el hecho de la beatificación. Se asegura, parece que no sin fundamento, que quien al final impuso una acelera­ ción al ritmo cansino de los técnicos curiales fue Juan Pablo II. Estaba en curso, ya en la recta hacia la clausura, el Año Santo que cerraba un siglo. Dicen, eso es, que el Papa Wojtyla hizo sa­ ber a sus subordinados, lentos ellos, que sería de su agrado po­ der incluir entre los actos del año jubilar la beatificación de su gran predecesor. La espera de treinta y siete años se nos había hecho más bien larga a casi todos. ¡Esa costumbre de beatificar a venera­ bles y de canonizar a beatos —salvo, a veces, sorprendentes ex­ cepciones...— cuando quienes mejor los conocieron y más sin­ ceramente tuvieron ocasión de admirarlos ya no están ahí...! No fue del todo el caso del bendito Juan XXIII, pero la verdad es que el acontecimiento se produjo cuando muchos ya lo cono­ cían sólo por referencias de sus madres y abuelas. Resultaba cómodo, aunque poco noble humanamente, aque­ llo de «doctores tiene...» como inhibición de pensar. Quienes pensamos, aunque quizá para algunos mal, no nos encontramos

muy de acuerdo con que, en lugar de reservar todo eJ protago­ nismo del 3 de septiembre de 2000 —un espléndido domingo del casi otoño romano— para el bendito Juan XXIII, se le agre­ gasen tres venerables más como «comparsas distrayentes» (el italiano Tommaso Reggio, el irlandés Columba Marmion, y Guillaume Chaminade, francés), pero sobre todo un homólogo, Pío IX, cargado con el sambenito de non grato para muchos ita­ lianos. (El caso es que Juan XXIII lo admiraba mucho, hasta el punto de que varias veces, siendo papa, había dado ánimos al postulador de su causa de beatificación, incluso por escrito, deseándole que lograse terminarla pronto con éxito. En una ocasión confió a los asistentes a una audiencia general que le hubiera gustado poder ser él quien declarase beato al papa que proclamó dos dogmas: el de la Inmaculada Concepción y el de la infalibilidad pontificia.) Las escasas simpatías de muchos italianos hacia Pío IX te­ nían —y puede ser que tengan aún— cierta razón de ser en un sentimiento histórico-nacionalista, aun cuando los italianos no destacan por fervores nacionalistas, con su siglo escaso de uni­ ficación. Tuvo la mala suerte, quien antes de ser Pío IX se llamara Giovanni Maria Mastai Ferretti, de ser el último papa-rey. ¡Y aquí el tema nada ejemplar —los tiempos, la historia...— del poder temporal, de los llamados Estados Pontificios, que ocu­ paban buena parte de la Italia actual: el Lacio, las Marcas, Umbría, Emilia-Romaña.J Ahora que las cosas felizmente han cambiado y salta a la vista cuánto ganó la Iglesia, en punto a testimonialidad, con la pérdida de tales Estados. Pero no era visto así en tiempos anteriores ni en los del papa Mastai Ferretti, que planteó un largo contencioso al reino de Italia cuando, en 1870, las tropas de Víctor Manuel II ocuparon Roma. El hecho dio origen a la llamada Cuestión romana, con las complejas implicaciones y consecuencias derivadas de que tanto Pío IX como sus sucesores, autoconsiderándose prisioneros, rehusaran tratar con el reino de Italia que los rodeaba por todas partes. Aún más, y aún peor: aquella ausencia de acuerdos y de colaboración se trocó en orden a través del decreto Non expedit (No procede), que a lo largo de tres décadas prohibió a los ca-

tólicos italianos tomar parte en las elecciones para la cámara de diputados, prohibición que, contradictoriamente, no se extendía a las elecciones de carácter municipal. La situación se prolongó durante los pontificados de Pío IX, León XIII, Pío X y Benedicto XV, hasta que en febrero de 1929 se firmó el llamado Pacto de Letrán entre Pío XI y Benito Mussolini, a quien el Papa Ratti, con mayor sentido de oportunidad que de previsión histórica, tuvo la magnanimidad de definir como «hombre de la providencia». 4. Lo que pudo haber sido y no fue De alguna manera, el bendito Juan XXIII hubo de pagar, sin la menor queja por su parte, las consecuencias de la un tanto extraña compañía en el acto de la solemne beatificación de tal «homólogo», mal visto y no muy querido por una parte del público italiano, que es el que más cerca está de donde casi siempre se producen las beatificaciones. Hubo de resignarse también, sin la más mínima queja igualmente, a comparecer siempre en segundo lugar por un riguroso criterio de cronolo­ gía, tanto en el descubrimiento de los respectivos tapices pictó­ ricos en la logia central de la basílica vaticana como en el orden en que los citó el Papa Wojtyla en su panegírico. Pero hubo algo en lo que, con púdico rubor y sin el menor ánimo de revancha, ganó por goleada el bendito Juan XXIII: en la intensidad y duración de los aplausos cuando su tercer suce­ sor citaba su nombre e iba trazando con eficaces pinceladas su retrato. Ni los cuatro, Pío IX incluido, ni aún menos él, tuvieron culpa alguna de determinadas contingencias, si es que alguien la pudo tener. Pero el acto no salió del todo como hubiera, no de­ bido, sino podido salir. Quién es uno para..., pero la buena fe y la plena convicción están de base: un acto con Juan XXIII como único protagonis­ ta, con comunicación previa suficiente, hubiera llenado a reven­ tar la plaza de San Pedro, la via della Conciliazione y todas las calles adyacentes, y a lo mejor —como había ocurrido unos me­ ses antes y como volvió a ocurrir el 16 de junio de 2002, con

motivo de su canonización, con el «capuchino de los estigmas», el padre Pío di Pietrelcina—, incluso la plaza del Laterano. Hubiera representado un triunfo —en parte lo represen­ tó, pero aún mayor— para la Iglesia militante, que el bendito Juan XXIII no pensó en momento alguno sino como una Igle­ sia fiel a Cristo y a su Evangelio, con la adhesión íntima a Jesús y al amor a/y entre todos los hombres como distintivo: «En eso conocerán todos que sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros» (Jn 13,34). La prueba de amor del bendito Juan XXIII a todos los hombres, a los que tenía cerca y a los que real o aparentemente vivían lejos, fue cristalina. El, a punto de ser declarado beato Juan XXIII —beato suena casi como sinónimo de bendito—, no se hubiera quedado nada para sí: todo se hubiera desbordado en triunfo de Jesús y de su Iglesia. Pero del acto en sí de aquel 3 de septiembre de 2000 no vale la pena decir más. Basta, acaso, con que nos limitemos a lo sus­ tancial de sus consecuencias: que el bendito Juan XXIII quedó solemnemente inscrito en el catálogo de los santos con luz y prestigio propios; que su culto, hasta aquel momento clandesti­ no, pudo aflorar a la superficie de los labios desde la profundi­ dad de los corazones; y que nadie pretextó desdoro porque a él se le elevase a los altares y a otros, por ahora al menos, no. La beatificación del bendito Juan XXIII fue, más que un acto de generosa condescendencia, algo así como un reconoci­ miento de justicia. La santidad, alcanzada con un permanente esfuerzo de correspondencia a la gracia de Dios, la «sudó» él: no le fue graciosamente reconocida por nadie. Pese a la opinable exigencia de un milagro como condición para la glorificación del candidato, la fama asentada en la heroi­ cidad tranquila de las virtudes, serena, duradera y universal de santidad, es lo básico. En el caso de Angelo Roncalli, la fama existió y se mantiene desde al primer momento. Se puede decir, pues, que el acto del 3 de septiembre sancionó la legitimidad de una beatificación que ya se había concretado en los corazones. A partir de ahí, reconocida ya la extraordinaria bondad del bendito Juan XXIII, ¿qué consecuencia se deduce para la in­ mensa muchedumbre de quienes le queremos y admiramos?

XXXll

Intfvducción

Una ya se ha dicho implícitamente: la legitimidad de invocarlo como intercesor, y sin duda poderoso. Pero el reconocimiento canónico de su santidad lo trueca, sobre todo con los avales más legítimos, en modelo para imitación de sus virtudes, que fueron muchas, humanas y cristianas a la vez... 5.

El papa que se quitó el sombrero

Una cosa entre mil que su bendita bondad, su muy humano y cristiano savoir faire, le ayudó a alcanzar casi de inmediato en su brevísimo pontificado, fue que los cristianos nos sintiéramos más hermanos de los demás hombres de cuanto nos estábamos sintiendo desde siglos. Eran tiempos, cuando él asomó como papa, en los que por ahí, pero sobre todo por aquí, en nuestra «cristianísima» España, los católicos nos considerábamos —ser­ lo era muy otra cosa— los buenos. Los otros (protestantes, cal­ vinistas, luteranos, anglicanos, testigos de Jehová, metodistas, baptistas, ortodoxos, judíos, musulmanes, budistas...) eran los malos. Habíamos llegado a la aberración de considerar un mérito específicamente religioso apedrear los lugares de culto de los protestantes. Hasta llevábamos años camuflando de condescen­ diente piedad un insulto velado de rencor antisionista en una oración solemne, solemnemente proclamada en la solemnidad religiosa por antonomasia del viernes santo, que se abría con un no menos solemne «Oremos por los pérfidos judíos». Respecto de tan extraña oración-insulto que Juan XXIII encontró fuerte­ mente arraigada apenas arribado (se le definió por algunos como pastor et nauta, y llegaba de Venecia, la «Ciudad de la Lagu­ na») al atracadero romano-vaticano, no toleró su vigencia ni un día más. El mismo, aseguró quien le conocía, se había abstenido siempre de recitar tal insultante oración sin modificarla en su enunciado inicial. Aquellas decisiones y pequeños gestos espontáneos, como el inusual hasta que llegó él de quitarse el sombrero en actitud de saludo al pasar delante de la trasteverina sinagoga judía, opera­ ron, con bendita eficacia, el milagro de acabar con una conduc­ ta interior y exterior de infravaloración, de desprecio, de rencor,

¡de odio!, so capa de religiosidad, por lo menos en los bien dis­ puestos y sensibles de uno y otro lado. 6. Juan XXIII y Kruschev La verdadera bondad se concreta generalmente, más que en actos espectaculares, en pequeños gestos que brotan del cora­ zón. Casi todos los que cumplía el bendito Juan XXIII estaban, además, llenos de sencilla humanidad, pero también de vitalidad jovial. Cuando él vino como Papa (simple asociación de ideas: «Vino un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan» Qn 1,6]), iba quedando cada vez más lejos la segunda guerra mun­ dial, que también él había sufrido muy de cerca, pero permane­ cían el brasero y las cenizas de lo que se llamó «la guerra fría», con el mundo dividido en dos grandes bloques enfrentados en­ tre sí, separados por un no del todo metafórico telón de acero. Imperaba el maniqueísmo de todos los bloques políticos. El de los buenos, de esta parte. De la otra, el de los malos. Malos los súbditos, pero sobre todo los jefes. Malo, por ejemplo, Nikita Sergeievich Kruschev, secretario general del PCUS y primer ministro de la URSS. Buenos, de este lado —sin negar que algu­ no lo fuera de verdad—, los Adenauer, De Gaulle, De Gasperi, Franco, Salazar... Y aún más los Truman, Eisenhower, Nixon, Kennedy... Por ubicación y por interpretación de su representatividad jerárquico-religiosa, los papas quedaban incluidos en el bloque de «aquí» y sujetos al mismo juicio. Aunque, con respecto a la doctrina de Marx y a la praxis de sus seguidores, su actitud hu­ biera sido siempre inequívocamente contraria, Roncalli —y aún más Juan XXIII— supo siempre distinguir entre teorías e in­ tenciones, igual que supo siempre situar y juzgar a las personas en sus respectivas circunstancias, y no por oportunismo o por cálculo, sino porque se lo pedía el cuerpo, que era aún más «la inteligencia del corazón». Supo siempre ser ecuánime, de tal manera que, examinadas con rigor sus palabras v sus gestos, también en el bloque de «allá» se pudieron percatar de que él no los consideraba enemigos por principio.

Y era verdad. Como papa, y antes aún de serlo, había he­ cho norma de conducta, personal y pastoral, un principio casi, casi made in Roncalli: fijarse en y cultivar lo que unía sin reparar, ni aún menos poner el acento, en los motivos o pretextos de división. Esta actitud lo que hizo fue el casi milagro de que el máxi­ mo representante del otro bloque, el poco menos que supues­ to anticristo Kruschev, llegase a la convicción de que aquel papa de Roma era muy de fiar. Y pasó de la convicción a los hechos con un coraje que, considerado retrospectivamente, merece elogio. Dicen, y observando imágenes iconográficas de uno y otro se comprueba que el dicho tiene algo de verdad, que los dos, Nikita S. Kruschev y Angelo Roncalli, se parecían un poco en lo físico: regordetes, de estatura mediana. Pero también en otros detalles: los dos de origen campesino, casi de la misma ge­ neración (1881-1963 y 1894-1971 respectivamente), incluso en que Kruschev decía haber estado en un seminario hasta los 16 años y, llegado el caso, hubiera sido capaz de ayudar a misa, porque recordaba las respuestas en latín... 7. Telegrama de felicitación En noviembre de 1961 ocurrió una cosa tan normal como que, habiendo nacido el 25 del mismo mes de 1881, Angelo Roncalli, es decir, Juan XXIII, cumpliera 80 años. Con tal moti­ vo, el primer ministro de la URSS realizó un gesto absoluta­ mente insólito: le mandó un telegrama de felicitación. Hoy día eso no llama la atención porque, gracias en gran parte precisamente a la bondad y buen sentido cristiano y «polí­ tico» de Juan XXIII, las cosas han cambiado. Pero entonces es­ taban de otra manera. Hubo aún más, porque los usos no per­ mitían que un primer ministro de un país cualquiera, o de una confederación de ellos como era entonces la URSS, se sirviera de telégrafo y correo, internacional o local, para mandar una fe­ licitación, cual si fuese un ciudadano corriente, y corriente asi­ mismo el destinatario del envío. Las reglas de un complejo jue­ go exigen que lo haga por los cauces de rigor, que en su caso

son los diplomáticos. ¿Y si su país no cuenta con representa­ ción acreditada ante el país del destinatario potencial? ¡Pues el lío! La URSS no tenía embajador ante la Santa Sede, ni la Santa Sede tenía nuncio ni delegado o visitador apostólico acredita­ dos ante la URSS de entonces ni ante la de hoy (que ya no es URSS, sino simplemente Rusia). Sólo que, como la URSS de entonces y de ahora sí tenía y tiene relaciones diplomáticas con Italia, Kruschev cursó su encargo de felicitación al papa a través de su embajador ante el Quirinal, Semeion Kozvrev. El embaja­ dor soviético lo transmitió, a su vez, al nuncio vaticano ante el gobierno italiano, monseñor Cario Grano, el cual lo comunicó al secretario de Estado, cardenal Amleto Cicognani. El encargo de felicitación de Kruschev, que el cardenal Ci­ cognani llevó enseguida al destinatario, estaba formulado en el mensaje siguiente: «Siguiendo instrucciones recibidas del señor Nikita Sergeievich Kruschev, ruego comunique a Su Santidad Juan XXIII, en la circunstancia de su 80.° cumpleaños, mi en­ horabuena y las más sinceras felicitaciones de buena salud y de éxito en su noble aspiración de contribuir al robustecimiento y consolidación de la paz en el mundo, para la solución de los problemas internacionales, por medio de negociaciones leales». «Ésta es una buena noticia», comentó el papa a su co­ laborador inmediato nada más leer el mensaje del primer minis­ tro ruso. Y añadió: «Habrá que contestar. ¿Encontraremos la manera adecuada para hacerlo? Es una buena señal, que merece interpretarse positivamente. A fin de cuentas, siempre es mejor una caricia que una bofetada, ¿no le parece, Eminencia?» Quizá a su eminencia se lo pareciese, pero no a todos. El fe­ licitado, con el buen sentido de siempre y la bondad consolida­ da de sus ochenta años recién estrenados, preparó de su puño la adecuada contestación, que mandó cursar a través de la Nuncia­ tura apostólica en Italia, y que el nuncio entregó personalmente al embajador soviético ante el gobierno italiano. Era ésta: «Su Santidad el papa Juan XXIII agradece la felicitación, y por su parte expresa a todo el pueblo ruso deseos cordiales de desa­ rrollo y afianzamiento de la paz universal por medio de acuer­ dos fecundos de humana fraternidad, elevando a tal fin fervien­ tes oraciones».

8. L’Osservatore Romano informa...

Sentó mal a algunos, considerándolo casi una profanación, que el santo padre fuese felicitado por el máximo símbolo de un marxismo unánimemente calificado de ateo. Ellos, los epí­ gonos de una ortodoxia supuestamente exigente y en realidad excluyente, dudaban de la sinceridad de aquella felicitación. ¿No se trataría de una estratagema con la oculta intención de abrir más fácilmente las puertas del Occidente cristiano, empe­ zando por Italia, al comunismo bolchevique? La cosa cayó mal, o cuando menos sospechosa, a altos ex­ ponentes eclesiásticos, pero tampoco les gustaba un pelo a los profesionales de una política rígidamente conservadora, empe­ zando por algún jefe de Estado y de gobierno. Lo que hubiera podido ser noticia de primera página, se ocultó —mejor, se in­ tentó ocultar— a la opinión pública durante cerca de tres sema­ nas. Pero, al final, algo trascendió, no como noticia, sino como especulación y rumor. Un rumor y una especulación que se fue­ ron inflando bajo forma de comentario, por lo que a los parti­ darios de la ocultación no les quedó más remedio que salir al paso mediante una nota de UOsservatore Romano de fecha 17 de diciembre, veintitantos días después del hecho mismo. La nota del diario vaticano, que pretendía poner coto a unos rumores no del todo infundados aunque tampoco positivos para la imagen de transparencia que convenía al establishment eclesiástico y que coincidía con la cándida sencillez de quien de derecho ocupaba su vértice, se expresaba en los escuetos térmi­ nos siguientes: «Con respecto a un reciente intercambio de mensajes en ocasión del 80.° cumpleaños del Augusto Pontífice, acerca del cual han aparecido en la prensa variados comenta­ rios, estamos en condiciones de informar». Seguidamente se ofrecían los textos de ambos telegramas, el de Kruschev y el de Juan XXIII. 9. La crisis de los misiles Aquel contacto inicial entre el papa y el primer ministro so­ viético no quedó en episodio aislado. Produjo algunas consc-

cuencias positivas, aparte de que aún hubo un par de intercam­ bios de telegramas en el año y medio que sobrevivió Angelo Roncalli. Y un tercero de Kruschev, si cabe más conmovido y sin contestación, dirigido a la Secretaría de Estado cuando el papa falleció. Una de las consecuencias positivas, impensable sin un papa como precursor que no hubiera sido el bendito Juan XXIII, fue la presencia en el aula conciliar, como «observadores», del arcipreste Vitali Borovoj y el archimandrita Vladimir Kotliarov en representación de Alexis, patriarca de Moscú y de todas las Rusias. Otra consecuencia fue que, por primera vez desde la revolu­ ción de 1917, un órgano de información soviético, la agencia Tass, se ocupó de la inauguración del Concilio, el 11 de octubre de 1962, citando un párrafo del mensaje dirigido al mundo por los padres conciliares: «No hay hombre alguno que no deteste la guerra y que no anhele ardientemente la paz. La Iglesia no cesa de proclamar su voluntad de paz y su colaboración leal con todo esfuerzo sincero que la favorezca». Una consecuencia más fue la liberación, a solicitud personal de Juan XXIII a Kruschev, de monseñor Josip Slipyj, arzobis­ po metropolitano de Ucrania, detenido en 1945 y confinado en Siberia. Pero aún hubo una consecuencia positiva de mayor trascen­ dencia, de la que acaso no se tomó suficiente nota ni, por consi­ guiente, se la apreció como era debido: la casi seguridad de que fue una intervención de Juan XXIII ante el secretario general del PCUS (y ante el presidente norteamericano Kennedy) la que salvó al mundo de una tercera guerra mundial. Ocurrió con motivo de la que aún se recuerda como «crisis de los misiles», cuando —en expresión de un comentarista— «nunca, desde el final de la segunda guerra mundial, había estado tan en peligro la paz del mundo». El 22 de octubre de 1962, detectados por los radares de Estados Unidos barcos soviéticos dirigiéndose hacia Cuba car­ gados de armamento militar, en apoyo de los misiles que apun­ taban hacia Florida, John F. Kennedy decretó el bloqueo naval de la isla para hacer frente a las naves soviéticas. Sólo que, antes

de desencadenar una guerra que a él mismo le asustaba, el presi­ dente norteamericano se impuso un último esfuerzo: llamó a la Casa Blanca a un hombre de su confianza, Norman Cousins, director de la Saturday Keview, y le explicó: «La situación es in­ controlable. Dentro de seis horas acaso tenga que apretar el bo­ tón fatal, lo que significa que, antes de que todo haya termina­ do, el número de muertos podrá ascender a unos mil doscientos millones». Kennedy conocía la capacidad de iniciativa de Cousins, que ya había realizado misiones delicadas, igual que estaba bien in­ formado sobre el feeling que unía al hombre del Kremlin con el del Vaticano. Convencido de que la única solución de la crisis pudiera estar en la intervención de una autoridad moral de pres­ tigio reconocido por ambas partes, Cousins intentó un contacto con toda urgencia. Su voz de alarma resonó en los apartamentos vaticanos a al­ tas horas de la noche, cuando Juan XXIII estaba descansando. Ante la gravedad de la situación, el papa se incorporó y solicitó la colaboración de dos ayudantes suyos de confianza, los mon­ señores Igino Cardinale y Angelo Dell’Acqua, para preparar un mensaje. Los tres se ocuparon de tan urgente faena, pero de ve2 en cuando el papa se ausentaba para orar en su capilla privada. Al amanecer estaba terminado el texto resultante de una prime­ ra redacción de los dos monseñores, retocada a fondo por el propio pontífice. Enseguida se hicieron traducciones al inglés y al ruso, que fueron entregadas, respectivamente, a los embaja­ dores de la URSS y de EE.UU. en Roma. El diario Pravda, órgano del partido comunista soviético, pu­ blicó en primera página el llamamiento el mismo día —25 de octubre de 1962— en que era difundido por Radio Vaticano: «Recordamos el grave deber que recae sobre quienes tienen la responsabilidad del poder. Les pedimos que, con la mano sobre sus conciencias, escuchen el grito de angustia que en todos los rin­ cones de la tierra, desde los niños inocentes hasta los ancianos, desde los individuos a los grupos, se eleva hacia el cielo gritando: “¡Paz! ¡Paz!” Renovamos hoy esta invocación solemne. Suplicamos a todos los hombres de gobierno que no permanezcan sordos frente a este grito de la humanidad. Con ello ahorrarán al mundo los horrores de una guerra cuyas espantosas consecuencias nadie puede prever. Que no dejen de tratar entre sí, porque esta actitud

ea y franca tiene un gran valor de testimonio para la conciencia e cada uno y frente a la historia. Promover, favorecer, aceptar conversaciones a todos los niveles y en todo momento es una regla de sagacidad y de prudencia que atrae las bendiciones del cielo y de la tierra».

Leído el mensaje del papa, ni Kennedy vio en él nada que fuese en perjuicio del prestigio de Estados Unidos, ni Kruschev encontró razón alguna para poner en duda la reconocida impar­ cialidad de Juan XXIII y su deseo sincero de paz. Casi en coincidencia con la difusión del mensaje por Radio Vaticano, el Kremlin cursó a los mandos de la flota que se diri­ gía hacia Bahía de Cochinos la orden de que invirtiesen el senti­ do de la navegación. Por su parte, el Pentágono ofreció garan­ tías de respetar la integridad de la isla caribeña, por lo que las ojivas nucleares fueron retiradas y se procedió al desmantelamiento de las bases soviéticas en Cuba. 10. Mansedumbre y humildad El lector está más que convencido, si no lo estaba ya antes de empezar a leer, de que Juan XXIII bendijo y sigue bendicien­ do a manos y corazón llenos, de que es bendito entre todos los papas, y —¡que los aludidos no se ofendan!— casi más que ninguno... Se confía en que los argumentos aportados para documen­ tar tal actitud bendiciente de Angelo Roncalli/Juan XXIII y su derecho a ser bendecido, resulten convincentes, aunque no es­ tén todos —¡habría tantos otros...!— y aun éstos merecerían haber sido mejor expuestos. Faltan los más eficaces, aquellos en los que, siendo pala­ bras suyas, queda mejor reflejado su carácter bueno, sencillo, humilde: bendiciente y bendito. Son palabras tomadas de un cuaderno suyo de apuntes en el que, a lo largo de su vida, des­ de que era seminarista con 11 años hasta que fue va papa con casi 82, fue anotando anhelos y propósitos de su espíritu. Un cuaderno al que un día se le ocurrió ponerle un título. Le salió ponerle, en italiano, Giomale dell’Anima, lo que era: un diario de su alma.

Son expresivas de su actitud bendiciente y de su crédito de bendición muchas palabras contenidas en las cartas a su familia. A sus padres, hermanos y sobrinos con problemas para salir adelante en el cultivo de unas tierras de labranza de las que no eran propietarios. Hasta donde podía —económicamente podía muy poco, porque su sueldo como visitador o delegado apostólico era pe­ queño—, les echaba una mano en las circunstancias más angus­ tiosas. En fechas señaladas: Navidad, onomásticos, enfermeda­ des, fiesta patronal... En enero de 1938, cuando era delegado de la Santa Sede en Estambul, escribía a uno de sus hermanos: «Si me hubiera quedado en Bérgamo como sacerdote diocesa­ no, acaso hubiera podido tener entradas más consistentes del mi­ nisterio sacerdotal. Aquí, como representante del papa, doy la apa­ riencia de ser un pobre gran señor, pero todo lo que recibo es para el representante del papa, mientras para don Angelo, vuestro her­ mano y tío, no queda nada. A veces, pensando en el porvenir, ten­ go la tentación de turbarme un poco, pero la rechazo y bendigo al Señor».

En enero de 1930 escribía a uno de sus jefes de Roma: «Estoy muy tranquilo, con la tranquilidad que puede disfrutar quien, teniendo asignada una tarea bien precisa, ha podido decir toda la verdad sin veladuras ni reticencias a todos, sin ofender a nadie. Por lo que se refiere a éxitos, puedo asegurar que los in­ mediatos no me interesan. Me basta con tener las cuentas en re­ gla en el justamente denominado Libro de la Vida». En octubre de 1948, cuando ya era nuncio en París, escribió a una sobrina monja: «Rezo el Angel de Dios por lo menos cinco veces al día, y con­ verso a menudo con él, siempre con calma y con paz. Cuando ten­ go que ir a visitar a algún personaje importante para tratar asuntos de la Santa Sede, lo comprometo a que se ponga de acuerdo con el Angel de la Guarda de tal persona encumbrada, con el fin de que influya favorablemente en sus disposiciones. Se trata de una pe­ queña devoción que me sugirió más de una vez el santo padre Pío XI y que me ha dado muy buenos resultados. El buen San José y el Angel de la Guarda: ¡qué compañía más fiel y segura en nuestras jornadas de trabajo, y qué guarda más segura también durante la noche!».

En los ejercicios espirituales de 1947 —siendo nuncio en Francia desde hacía tres años— anotó estos propósitos en el Diario del Alma: «Mi temperamento y la educación recibida me ayudan en el ejercicio de la amabilidad con todos, de la indulgencia, de la corte­ sía y la paciencia. No me apartaré de este camino. San Francisco de Sales es mi gran maestro. ¡Ojalá me pareciese a él de verdad y en todo! Con tal de no faltar al gran precepto del Señor, estoy dis­ puesto a afrontar incluso burlas y desprecios. El mitis et humilis corde (manso y humilde de corazón) no deja de ser la aureola más res­ plandeciente y gloriosa de un obispo y representante del papa. Quédese para otros la acumulación de astucia y de la llamada des­ treza diplomática. A mí me basta con la bondad y sencillez de sen­ timiento, de palabra, de trato. En definitiva, las cuentas resultan siempre ventajosas para quien se mantiene fiel a la doctrina y a los ejemplos del Señor».

A un obispo buen amigo suyo le escribía en 1938: «Cada uno tiene su manera propia de ver las cosas y de tratar a las per­ sonas. Por mi cuenta, yo prefiero hacer un largo recorrido a pie más bien que tratar bruscamente a nadie con el fin de llegar en­ seguida». A un monseñor que en otros momentos fuera colabo­ rador suyo y de quien ya nunca dejó de ser amigo, le escribía así desde Estambul, en enero de 1935: «Me he acostumbrado de tal manera a ver a Dios en todo, que todo se me muestra al instante en la luz mejor. Quedémonos con el viejo y siempre nuevo Evangelio, y olvidémonos de la llamada diplomacia. Para mí, el primer diplomático sigue siendo siempre San José». En los ejercicios espirituales de 1940, anotó, entre sus pro­ pósitos: «Misericordia et veritas, universae viae Domini (Los caminos del Se­ ñor se condensan en misericordia y bondad) (Sal 25,10). En esto me tengo que distinguir. No debo ser maestro de política, de estra­ tegia, de ciencia humana. Sobran maestros de estas materias. Soy maestro de misericordia y de verdad. Por este camino me haré acreedor también de merecimiento en el orden social. Porque tam­ bién esto se dice en el salmo: Misericordia et veritas obviaverunt sibi; ¡ustitia et pax osculatae sunt (Amor y verdad se han dado cita; justicia y paz se han besado) (Sal 85,11). Mi enseñanza ha de ser verbis et exemplis (de palabra y de obra). Por consiguiente, razonamientos y advertencias de los labios, ejemplos de mi conducta ante todos: ca­

tólicos, ortodoxos, turcos, judíos. Verba movetit, exttnphi trahunt (1 palabras mueven, los ejemplos arrastran)».

11. Por lo menos, 1.077 bendiciones Como testimonio en el proceso de canonización, su sobrino sacerdote Battista Roncalli declaró que todas las noches, a lo largo de su pontificado, antes de acostarse, Juan XXIII se aso­ maba a la ventana vj bendecía al mundo,7 detalle confirmado también por el secretario, Loris Capovilla. Elegido sucesor de Pío XII el 28 de octubre de 1958 y muerto el 3 de junio de 1963, fue papa durante cuatro años, siete meses y siete días. Eso significa que trazó sobre el mundo, aproximadamente, unas 1.077 bendiciones...

EL BENDITO JU A N XXIII

ANGELO RONCALU DE SOTTO IL MONTE JUAN XXIII DEL MUNDO ENTERO

1. Angelo Giuseppe y/o Giuseppe Angelo De otros a posteriori se dijo, no de Angelo Roncalli, que al­ guien, ya cuando nacieron, intuyera, y milagrosamente profetizara, que llegarían a papas. ¡Cómo, nadie, se iba a atrever a manifestar tan absurda ocurrencia en la no menos absurda hipótesis de que se le hubiese pasado por la cabeza! Su destino no podía ser otro que el de sus padres, que eran... ¡labradores! Circunstancias que se dicen pronto: padres pobres, Giovantii Battista Roncalli y Marianna Mazzola, que trabajaban, en ré­ gimen de aparcería, unas tierras de labranza, en un pequeño Dueblo de la provincia de Bérgamo llamado Sotto il Monte. LJnos padres con estudios primarios, que apenas les permitían eer y firmar. Giovanni Battista y Marianna llevaban camino de :onstituir una familia numerosa: en cuatro años de matrimonio lo habían contraído el 25 de enero de 1877, ambos con 23 años le edad), tenían ya cuatro hijos \ de los que sólo el último había ¡ido varón. El varón, recibido con el natural regocijo de un cambio en a abrumadora mayoría femenina, fue el futuro papa. Nació el !5 de noviembre de 1881 a las 10,15, en casa, como entonces íacían todos los niños y niñas, sobre todo en las zonas rurales y :n familias escasas de recursos. A las pocas horas del parto, ya :1padre, en compañía de un tío suyo, tío abuelo del niño al que ba a hacer de padrino, corrió con él a la iglesia parroquial para 1 Las hermanas anteriores a Angelo fueron: Caterina, Teresa y Ancila. Los her­ íanos y hermanas que le siguieron fueron, por este orden, Saverio, María, Assuni, Domenico, Alfredo, Giovanni Francesco, Enrica, Giuseppe v Lmgi (éste v Doicnico murieron al poco de nacer).

que fuese bautizado. La urgencia no dependía de alarma alguna por su salud, sino de la arraigada religiosidad familiar: querían garantizarle lo antes posible el requisito fundamental de la ads­ cripción a la iglesia a la que pertenecían todos en Sotto il Monte y en la provincia de Bérgamo, y a la que también ellos se sentían felices de pertenecer. Giovanni Battista no se informó previamente de si el párro­ co estaba disponible. Había una buena razón para ello: salvo ra­ rísimas excepciones, disponible el párroco lo estaba siempre. La casualidad quiso que la excepción se diese precisamente aquella mañana. Había bajado a Bérgamo para despachar un asunto ur­ gente. Regresó a la hora de la comida. Su buen feligrés volvió de nuevo a la parroquia, donde el recién nacido, sin solemnidad alguna, quedó regularmente «cristianizado». De ello dejó la de­ bida constancia el párroco en una partida de bautismo redacta­ da en latín que, traducida, suena así: «En el año 1881, el 25 de noviembre, yo, Francesco Rebuzzini, párroco de esta parroquia de San Juan Bautista de Sotto il Monte, he bautizado a un infante nacido hoy mismo de los legítimos espo­ sos Giovanni Battista Roncalli y Marianna Mazzola, que habitan en la vía Brusicco de esta parroquia. Se le han puesto los nombres de Angelo Giuseppe. Ha actuado como padrino Zaverio Roncalli, hijo de Giovanni Battista, también de esta parroquia. Da fe de ello Francesco Rebuzzini, párroco».

Algún biógrafo —y un «autobiógrafo», al que se aludirá en­ seguida— dice que, durante la ausencia del párroco, el padre del futuro papa fue al ayuntamiento para registrar a la criatura. Es posible, pero no seguro. El acta de registro civil aparece fechada en la tarde de tres días después. Es ésta: «El año mil novecientos ochenta y uno, a día veintiocho de no­ viembre, en hora postmeridiana de una y quince minutos, en la sede municipal, ante mí, Isaia Comi, secretario delegado por acta del alcalde de veinte de marzo de mil ochocientos ochenta y uno debidamente aprobada, oficial del Estado civil del ayuntamiento de Sotto il Monte, ha comparecido Roncalli Giovanni Battista, de veintisiete años, labrador, con domicilio en Sotto il Monte, el cual me ha declarado que a las diez horas antemeridianas y quince mi­ nutos del veinticinco del mes en curso, en la casa situada en el nú­ mero 42 de vía Brusicco, nació, de Marianna Mazzola, su esposa, labradora, que convive con él, un niño de sexo masculino, que no

C. 1. Angelo Iknncalli de Sotto il Monte

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me presenta y al que pone Jos nombres de Giuseppe Angelo. Estu­ vieron presentes como testigos de todo lo que precede Ravasio Antonio, de 35 años, labrador, y Peroli Giorgio, de 60, residentes ambos en este ayuntamiento. El declarante ha sido dispensado por mi de la presentación del susodicho niño a causa de la larga distan­ cia desde el lugar de nacimiento».

En la hipótesis de que el lector hubiera obviado la lectura de la enrevesada prosa en que está redactada el acta de registro, y hasta si, a pesar de haberla leído, no hubiese notado nada extra­ ño, se le señala: la inversión de los nombres religioso y civil del cristiano y ciudadano Roncalli, Angelo Giuseppe en un caso, Giuseppe Angelo en el otro. Un simple desliz del escribiente municipal. Nada grave, tratándose del cuarto hijo de un modes­ to fittavolo me^adro (arrendatario aparcero). Probablemente no le hubiera ocurrido, porque hubiese prestado mayor atención, de haberse tratado de un hijo —segundo o quinto, qué más da— del conde amo de las tierras que aquél tenía en alquiler. Pero había una probabilidad más segura aún de que no ocurrie­ se: el propietario de las tierras habitaba en la ciudad... La inversión del nombre sólo tuvo una consecuencia apa­ rente: cuando Roncalli hizo el servicio militar, en lugar de Angelo, tuvo que acostumbrarse a sentirse llamar Giuseppe. No le costó, devoto co m o era del padre de Jesús y esposo de la Virgen. 2. Breve autobiografía de un papa Cuando el niño nacido el 25 de noviembre de 1881 fue ele­ gido papa, un periodista bergamasco se propuso dedicarle una larga biografía. El anónimo autor trabajaba en el principal dia­ rio de la capital, de inspiración católica, L'Eco di Bergamo, del que, durante años, fuera colaborador y siempre lector fiel el nuevo papa. Por tratarse de un profesional serio y buena perso­ na, el entonces director del diario, monseñor Andrea Spada, re­ comendó la iniciativa al propio Juan XXIII. Éste, tras leer y co­ mentar los primeros folios del proyectado volumen, se mostró dispuesto a colaborar en la redacción, en tercera persona, de su utopia biografía documentada.

Pero, aparte de que la narración del papa se paró en 1904, al decir de monseñor Loris Capovilla, «el proyecto no cua­ jó». Por más que lo de que «no cuajó» es sólo un decir. Lo que Juan XXIII escribió en tercera persona, casi distanciado de sí mismo, titulándolo Apuntes para una biografía, ha servido a más de uno —incluido quien firma aquí— como lo mejor docu­ mentado para esta reconstrucción biográfica. Aclarando no estar movido «por el deseo de reivindicar orí­ genes nobiliarios» sino por su «pasión de estudioso y de investi­ gador amante de las páginas antiguas de la tierra de sus ances­ tros», como expresión del «gusto de quien goza de sentirse arraigado en su tierra natal más que en la ambición de compla­ cencias heráldicas», el singular autobiógrafo aclara que «la fami­ lia del papa Roncalli desciende de orígenes no innobles sino honrados y dignos, que se remontan a comienzos del siglo xv, con el primer Martinus Roncalli de Sotto il Monte». El tal primer Martinus, que procedía de un valle —Valle Imagna— próximo a Sotto il Monte, sufrió una variante en su nombre, transformado en Maytinus, luego dialectizado en sim­ ple Maitino. Tras construirse el mejor caserón del pueblo, lo de­ nominó, con contracción de una sñaba, Ca’ (por Casa) Maitino. Con el paso de los años, el lenguaje popular simplificaría aún más la denominación, trocándola en una sola palabra: Camattino: la casa que durante 35 años tomaría en alquiler Angelo Roncalli, hasta que, en 1958, cuando fue elegido papa, le fue donada por su propietario, a sabiendas (o quizá no) de que él ya no volvería a poner pie en ella. (Actualmente está convertida en museo de recuerdos de su más ilustre inquilino.) 3. El padrino y los padres de un papa El autobiógrafo Angelo Roncalli había seguido, en sus in­ vestigaciones en el archivo parroquial de Sotto il Monte, la línea directa ininterrumpida de sus predecesores cabezas de familia, registrando los siguientes nombres y fechas: Donato (1616), Donato de nuevo (1637), Giovanni (1659), Bartolomeo (1682), Giovanni Battista (1797), Angelo (1826), Giovanni Battista otra vez (1854), de quien aclara el autobiógrafo ser «el padre de Papa

Giovanni». Tras lo cual el autobiógrafo prosigue, aclarando da­ tos parcialmente ya adelantados: «Cuando éste nació, la mañana del 25 de noviembre de 1881, fue llevado enseguida a Ja fuente bautismal. El párroco, don Fran­ cesco Rebuzzini, un sacerdote santo, reconocido y venerado como tal por cuantos Jo conocieron, casualmente había ido a la ciudad. Fue necesario, por ello, aguardar a su regreso, en tanto el padre, re­ bosante de gozo por su primer varón precedido de tres niñas, ha­ bía acudido a toda prisa para inscribirlo en el registro municipal».

Ya se vio, en el acta de bautismo, quién había actuado de pa­ drino. El ahijado considera importante subrayar un detalle: «Merece destacarse el nombre del padrino, Zaverio, el primero de cinco hermanos, que fueron Zaverio, Angelo, Alessandro, Gio­ vanni, Giuseppe. Este anciano primogénito permaneció soltero. Murió con 88 años. Era hombre piadoso, muy devoto, discreta­ mente impuesto en las cosas relacionadas con Dios y con la reli­ gión. Fue él quien procuró a su ahijado, sin la menor intención de trocarlo en sacerdote, lo más edificante y eficaz en orden a la pre­ paración, no ya de un simple sacerdote, sino de un obispo y de un papa, cual la Providencia lo había de querer y hacer. En cuanto a su cultura religiosa, baste decir que estaba familiarizado con la lec­ tura de las meditaciones del padre Luis de la Puente. Era lector del boletín salesiano y de los diarios católicos de Bérgamo, en aquellos tiempos en que estaba surgiendo la Acción Católica. Fue él, el tío abuelo Zaverio, quien, cuando el niño dejó de precisar el pecho materno, lo tomó a su cargo, e infundió en él, con la palabra y con el ejemplo, las atracciones de su alma religiosa».

Nadie piense que, sabiéndolo en buenas manos, los padres descuidasen colaborar en la formación de su primer hijo varón. Sigue diciendo el autobiógrafo: «En el mismo sentimiento cooperaron, en el conjunto de todas las circunstancias de una familia que cada año se fue haciendo muy numerosa, los cuidados de los padres: él, Giovanni Battista, y la piadosa, inocente y activísima madre, Marianna Mazzola. ¡Qué ma­ dre! ¡Qué conciencia sencilla y pura, que se conservó tal hasta la edad más tardía, en el amor y veneración de sus diez hijos y de toda la parroquia! Conviene notar que en la misma familia de los Roncalli vivía Luigi, primo de Battista, hijo de Alessandro, con su esposa, Angelina Carissimi, madre también ella de diez hijos. De tal suerte, en el hogar Roncalli, el más numeroso del pueblo, eran treinta las bocas que había que alimentar tres veces al día. Pero todo lo proveía el buen Dios. Proveían los campos bien labrados

de cereales y viñedo. Proveían los animales de la cuadra, con la le­ che y sus productos. Proveía el temor de Dios, manteniendo el or­ den, la serenidad de una vida colectiva entregada al buen trabajo, al bien obrar, con un respeto mutuo y recíproco y con una paz do­ méstica y cristiana nunca turbados. Al anochecer, todas las noches, era el anciano tío Zaverio, jefe de la casa, quien dirigía el rezo del rosario. Todos contestaban, formando una especie de orquesta musical, cuyo recuerdo, después de tantos años, aún sigue produ­ ciendo ternura. Ocurría esto desde 1880 hasta 1892, en que la gran familia hubo de desdoblarse por necesidad. Los hijos, todos jun­ tos, eran una veintena, entre hermanos y primos, y varones y hem­ bras, exactamente diez por cada parte. El primero de los varones era Angelino, el futuro papa, que tenía entonces 11 años».

Encaja bien aquí una alusión de Loris Capovilla, en nota a pie de página del Diario del Alma, a una circunstancia esencial de la familia Roncalli-Mazzola: «La pobreza fue la nota característica y resplandeciente de la in­ fancia del papa Juan. Su numerosa familia vivía con el rédito de cinco hectáreas de terreno en régimen de aparcería: “Eramos po­ bres — solía contar Juan XXIII— , pero vivíamos contentos de nuestra condición y confiados en la ayuda de la Providencia. En nuestra mesa nunca hubo pan: sólo polenta. Nada de vino para ni­ ños y jóvenes. Raramente carne. Casi sólo en Navidad y Pascua una rebanada de dulce casero. El traje, los zapatos para ir a la igle­ sia, debían durar años y años [...] Y no obstante, cuando un mendi­ go se asomaba a la puerta de nuestra cocina, donde una veintena de pequeños esperaban impacientes la escudilla de sopa, había siempre un sitio libre, y mi madre se apresuraba a hacer que aquel desconocido se sentara junto a nosotros”».

4. El primer recuerdo de su infancia Lógico que la narración apresurada del autobiógrafo prescin­ da de anécdotas que ralentizarían su ritmo y hubieran requerido un tiempo del que no disponía. Se saltó en la narración, por ejemplo, un recuerdo de cuando no tenía más que cuatro años, evocado exactamente setenta y cinco más tarde, siendo ya papa, en una audiencia: «La fecha de hoy me trae a la memoria un episodio de mi pri­ mera infancia cuando, llevado por mi madre Marianna, fui a visitar un pequeño santuario de María, en el territorio de mi municipio de

nacimiento, donde el 21 de noviembre se honra de manera especial a la Madre de Dios. El santuario de Caneve se encuentra en un lu­ gar apartado, rodeado de árboles, al final de un sendero de donde ya no se puede pasar. Sigue siendo todavía hoy lugar de peregrina­ ciones en pequeños grupos, especialmente por parte de jóvenes a punto de ir al servicio o de emigrantes en busca de trabajo. Pero también acuden los ancianos, para confiar recuerdos y esperanzas a la benignidad de María. Cuando llegué delante de la capilla, no consiguiendo entrar por estar abarrotada de fieles, no tenía más que una posibilidad para entrever la venerada efigie de la Virgen a través de uno de los dos ventanucos laterales de la puerta de entra­ da más bien altos y con rejas. Mi madre me levantó entre sus bra­ zos, diciéndome: “¡Mira, mira, Angelino mío, qué hermosa es la Virgen! Yo te he consagrado por entero a ella!” Es el primer re­ cuerdo claro que conservo de mi infancia».

Ya papa también, hablaría Juan XXIII de otro recuerdo, de cuando no tenía más que cinco años, ligado a un hecho vivido en compañía de su padre, el cual, miembro activo de una aso­ ciación agraria denominada Sociedad Católica Federativa de Socorro mutuo, acudió un domingo a una manifestación de agricultores y obreros. A lo mejor para descargar a su esposa Marianna de tanto crío, que para entonces ya eran ocho, o quizá porque consideró a su primogénito varón un hombrecillo capaz de ob­ servar y divertirse en una espectacular manifestación reivindicativa, el buen Giovanni Battista llevó consigo al pequeño Angeli­ no, quien, regordete como era, apenas podía mantener el paso de los mayores. El padre, entonces, tomó en brazos al mocito v se lo colocó a horcajadas sobre los hombros, una posición que, aunque no tuviera mucho de extraña en aquellos tiempos va no olvidaría el chico. Cuando el 4 de noviembre de 1958 tuvo que dejarse transsolem ^°r P.r^ era vez en s^ a gestatoria para la coronación con l^ i? n l as^ ca vaticana, le pareció ver cierta semejanza aquí llevo?11 ^ SU Padre* dijo con sencillez: «Heme años me camó* i? secreto de tod *

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5.

Angelino RoncaÜ^lTCurita

Pero volvamos a los Apuntes para una biografía, entre todas la pista más fiable: «El tío abuelo Zaverio y sus hermanos (Angelo, padre de Bat­ tista v abuelo del futuro papa; Alessandro, con tres hijos: Luigi, Giuseppe Filippo y Pietro; Giovanni, que se trasladó después a Carvico, con tres hijos también: Francesco, Pasquale y Antonio; Giuseppe, sin hijos y con la mujer, Anna Ghisleni, enferma duran­ te unos treinta años) constituían una especie de senado de esta gran familia Roncalli, que gozó siempre de particular respeto y simpatía en toda la parroquia y en los alrededores. De los nietos varones que iban llegando uno tras otro, hijos de los dos primos Battista y Luigi, Angelino era el primero, y por su inclinación inmediata y espontánea hacia las cosas de iglesia, por su aspecto y carácter ingenuo y tranquilo, fue enseguida, y se mantuvo, como predilecto, objeto de una pronta y singular simpa­ tía. Fuera de casa, sus coetáneos lo llamaban Angelino Roncalli\ el

Curita».

Se vence la no leve tentación de glosa, para no interrumpir una autonarración que fluye con nitidez, mientras se acerca a un momento llamativo de su vida: «Recibió la confirmación en 1887, en Carvico, de manos del venerado obispo monseñor Gaetano Camillo Guindani, primera figura de obispo, hierática y entrañablemente amada, que vio, y que después le conferiría, en el seminario de Bérgamo, la sagrada ton­ sura en 1895 y las órdenes menores en 1899. Fue admitido a la primera comunión a los ocho años, una ma­ ñana de cuaresma fría y sin solemnidad, en la iglesia de Santa Ma­ ría de Brusicco, que cubría las funciones de templo parroquial. Sólo se hallaban presentes los niños y niñas con el párroco, don Francesco Rebuzzini, y el coadjutor, don Bortolo Locatelli. De esta ceremonia, el futuro papa recordó siempre con cariño la gran sencillez y un detalle que quedó grabado en su corazón: después de la ceremonia, los pequeños se llegaron todos a la casa parro­ quial para inscribirse, uno por uno, en el Apostolado de la Ora­ ción, y el párroco Rebuzzini asignó justamente a Angelino el ho­ nor de escribir la lista de apellidos y nombres de sus compañeros y de las niñas. Fue éste el primer ejercicio de escritura que recuerda: el primero entre miles y miles de folios que estaba destinado a multiplicar, a lo largo de más de medio siglo, pluma en mano».

Alguien recuerda que la primera escuela que frecuentó por dos años Angelino Roncalli era un local improvisado en «el se-

ttusótano de una casucha de la fracción de Camaitino, con dos aulas para dos pluriclases, rigurosamente separadas, de niños y niñas». Los dos años siguientes, que completaban el ciclo de la escuela obligatoria, los llevó a cabo en un local construido ex­ presamente en la fracción de Bercio. Como recuerdo complementario, he aquí las primeras estro­ fas «de la primera poesía que aprendí de niño, en un libro que entonces se usaba en la escuela municipal: “¡Qué suave es al co­ razón / tu nombre, María! / Toda dulzura mía / de ese tu nom­ bre me viene. / ¡Qué bella idea de amor / aprendí de ese tu nombre! / ¡Qué bellos y ardientes deseos / en mi seno siempre despierta!”» 2.

6. Cómo germinó su vocación La ter^a elementare, que Angelino Roncalli culminó en verano de 1890, a escasos nueve años de edad, cerraba para él y para todo ciudadano de la época la llamada scuola d ’obbligo (escuela obligatoria), con poco más que balbuceos de lectura y titubean­ tes trazos gráficos ignorantes de los más indispensables rudi­ mentos gramaticales. Eso sí: más prematuramente cualificado y disponible para echar una mano —¡quia: las dos!— a sus padres en las tareas de labranza de la tierra, salvo perspectiva, exclusiva para hijos de ricos, de completar estudios en la capital, o, en caso excepcional y entonces frecuente sobre todo en Bérgamo y la Lombardía, de orientarse hacia la carrera eclesiástica. Tal fue, porque ya venía siendo, el caso de Angelino Ronca­ lli. La «culpa» —un decir— era en parte de don Francesco Re­ buzzini, no porque hubiera intentado, de palabra, inducirle a que se fuese al seminario, aunque algo, cuando se percató de lo que le pasaba al niño, pudo decirle. En realidad, su influjo sobre él fue sin darse cuenta, sin proponérselo. El crío admiraba su ejemplo, y en su interior se maduró el deseo de ser tan bueno y servicial para los demás como lo era el buen párroco. El peso y En italiano está rimada. Suena así: Quanto e soave ai cuore / il nome tuo, María! /' O&ni dolería mia / dal tuo bel nom mi viene. / Che bell'idea da m ore / da quel tuo nome appresi, / che bei desiri accesi / mi vien destando in sen. 2

acción determinantes de Rebuzzini en la orientación sacerdotal de Roncalli lo expresó claramente éste cuando, siendo aún jovencísimo seminarista, falleció aquél: «MÍ buen padre, el que ha hecho tanto por mí, que me ha educado, me ha orientado al sa­ cerdocio, mi párroco don Francesco Rebuzzini ha muerto, y, ¡pobrecito!, ha muerto de repente!» ¿Una confirmación de lo que Rebuzzini hizo por el mejor de sus feligreses, orientado hacia la vida sacerdotal? El informe sobre el va seminarista que, a solicitud del rectorado del seminario de Bérgamo, remitió el párroco en fecha 12 de junio de 1895 dice: «Contestando a su muy amable del 9 del presente, me complaz­ co en expresarle que Angelo Roncalli, feligrés de esta parroquia, mantiene una conducta no ya buena sino edificante, de índole óp­ tima e inclinada al bien. Asiste todos los días a la santa misa, todas las tardes al santo rosario en la iglesia, y todos los días a la visita eucarística. Es asiduo a todas las funciones y a los santos sacra­ mentos. Siempre se ha mantenido alejado, igual que se mantiene en el presente, de toda compañía y diversión. Durante las vacacio­ nes está retirado, con su familia, en la iglesia, o en casa del párroco. En suma: por lo que puedo comprobar, se esfuerza por cumplir a diario todas las prácticas de piedad y lo hace con devoción, con la misma compostura y recogimiento con que asiste a las funciones sagradas. Por el conjunto de la conducta que ha observado hasta ahora, creo estar en condiciones de concluir que el susodicho mu­ chacho está llamado al estado eclesiástico, y no tengo duda alguna de que ha de ser de sumo provecho para la Iglesia. Si tuviese la me­ nor duda de si está llamado a tal estado, seguramente no hubiera hecho tantos sacrificios, que aún tengo que seguir haciendo para conservarlo en el seminario, ya que es sumamente pobre».

¿Una circunstancia importante más, relacionada con el ori­ gen de la vocación sacerdotal de Angelino Roncalli? Dirigién­ dose por carta, el 26 de agosto de 1960, al cardenal Montini, entonces arzobispo de Milán, que se disponía a coronar la Ma­ donna del Bosco en un santuario situado a mitad de distancia entre las diócesis de Bérgamo y Milán, Juan XXIII empezaba diciendo: «Todos los santuarios de la Virgen me resultan queri­ dos. He visitado muchos. ¡No menos de diez veces el de Lour­ des, y centenares de otros, en Oriente y en Occidente! Pero re­ cuerdo con afecto particular el santuario de la Madonna del Bosco, que fue la sonrisa de mi infancia, la guardiana y anima­ dora de mi vocación sacerdotal».

Además de en el ejemplo del párroco y en el calor de los santuarios marianos, la vocación de Angelo Roncalli encontró clima favorable de cultivo en el seno de la familia, según diría reiteradamente más tarde. En carta dirigida a sus padres el 20 de diciembre de 1932 les decía: «La educación que deja huellas más profundas es siempre la de casa. Yo he olvidado muchas cosas leídas en los libros, pero recuerdo aún perfectamente todo lo que me enseñaron mis padres y los mayores. Por eso no dejo de amar Sotto il Monte, y me gusta volver a él todos los años. Ambiente sencillo, pero lleno de buenos principios, de profundos recuerdos, de preciosas enseñanzas». En ocasión de un cumpleaños suyo, cuando ya era represen­ tante del papa en Oriente, escribió también a sus padres: «Des­ de que salí de casa hacia los diez años, he leído muchos libros y aprendido muchas cosas que vosotros no podíais enseñarme. Pero las pocas que aprendí de vosotros siguen siendo las más valiosas e importantes, que sustentan y dan calor a las numero­ sas que aprendí luego, a lo largo de muchos años». 7. Admitido en prueba Tales evidencias de vocación sacerdotal llevaron a sus pa­ dres, bien asesorados por el párroco Rebuzzini, a tratar de pro­ veerle una preparación remotamente adecuada para el ingreso en el seminario. Fueron el párroco de Carvico, Pietro Bolis, y su coadjutor, Luigi Bonardi, quienes se encargaron de impartirle sumarias nociones de italiano y latín, con ayuda, el primero, de algún que otro cachete. Pasó luego al colegio eclesiástico de Celana, que fue más importante en su preparación, según su testi­ monio, nuevamente doblado él de autobiógrafo: «El contacto con Celana le resultaría mucho más precioso, por lo que aprendió allí su espíritu en el sentido de una feliz educación religiosa y disciplinar, una vida de ambiente social más fino, y prác­ ticamente por el primer conocimiento que allí se formó de San Carlos Borromeo, fundador y patrono del instituto. Visto por pri­ mera vez en la estatua sobre la antigua puerta de aquel colegio, San Carlos impresionó tan vivamente el espíritu del niño ingenuo e inocente que vino a ser para él, después, luz e inspiración en todo lo que la Providencia le sugirió para estudio e imitación de aquel

gran maestro del episcopado de la Iglesia universal. Por eso Celana constituirá siempre un recuerdo gratísimo y entrañable del papa Juan XXIII».

La preparación de Celana y el probable buen informe de la dirección del colegio le facilitaron la admisión al examen de in­ greso en el seminario de Bérgamo. Quienes estaban al frente de tal institución podían permitirse ser exigentes: las solicitudes de ingreso eran tantas que Angelo Roncalli hubo de someterse a dos días (5 y 6 de octubre de 1892) de duro examen, junto con otros 35 candidatos al ingreso en un seminario que contaba con 500 —¡dícese qui-nien-tos!— alumnos. Pasó el examen, pero acaso para que no se durmiese sobre los laureles, el rectorado fue prudente en exceso en una califica­ ción definitiva... más bien provisional: «Admitido en prueba». La prueba mejor, en todo caso, superada con plenos votos, fue­ ron los ocho años que Roncalli pasó en el seminario de Bérga­ mo, donde pronto, a pesar de ser dos años más joven que la casi totalidad de sus compañeros de curso, destacó en los estudios. ¡Y no digamos en buena conducta! Pero volvamos, si le place al lector, a sus Apuntes para una biografía, que algo nos dirán al respecto, sin quebranto de la mo­ destia que fue siempre característica dominante de su espíritu: «Ingresó definitivamente en el seminario de Bérgamo, como alumno interno, a primeros de noviembre de 1892, y permaneció allí hasta finales de 1900, es decir, ocho años. Adentrarse, apenas cumplidos once años, en los estudios clásicos, para los que llevaba una iniciación incompleta, tuvo que costar un poco a su esfuerzo tranquilo y tenaz. El pequeño, en efecto, avanzó por grados. Ingre­ só en el tercer curso de gimnasio con buenas notas, pero modes­ tas, y en quinto era ya de los tres primeros de la clase. Prometía tanto que fue admitido, apenas cumplidos los catorce años, a la sa­ grada tonsura, caso más único que raro en aquellos tiempos y en todos. Era la vigilia de San Pedro de 1895. Al día siguiente había de asistir a la consagración solemne de monseñor Abbondio Cavadini, obispo misionero de Mangalore (India), que era de Calcinate y jesuíta. Actuó como obispo consagrante monseñor Guindani, asis­ tido por dos prelados brescianos: monseñor Coma Pellegrini, or­ dinario de Brescia, y monseñor Rota, obispo de Lodi. Ceremonia emocionante e inolvidable, en la catedral de Bérgamo, para el se­ minarista Roncalli, que desde entonces pareció afrontar con nue­ vos bríos los estudios y la formación espiritual. En efecto, tres

años después, su profesor de letras, don Giovanni Floridi, al ser nombrado vicerrector, lo pidió y lo tuvo como prefecto en las cla­ ses de Retórica, muchos de cuyos alumnos eran mayores que él».

8. Muerte del párroco Rebuzzini Más allá de la monotonía de los ocho cursos que pasó en el seminario de Bérgamo, sometido al rigor de una disciplina he­ cha de normas exigentes; de horas de estudio y clase los días entre semana; de estudio, aunque sin clase, los domingos y festi­ vos; de rezos a diario y aún más los días festivos, en que a la misa rezada se añadía una cantada; con diana temprano todos los días, en verano y en invierno; intercalado todo con algunos breves intervalos de recreo; con rigurosos silencios desde poco después de cenar hasta la hora del desayuno; con silencio en las comidas, escuchando la lectura de libros edificantes, a menudo aburridos, más allá de todo eso ocurrieron, cómo no, cosas reseñables en la vida del futuro papa, incluso dentro de una auste­ ridad narrativa en la que queda poco espacio para los detalles. Ocurrió, por ejemplo, algo ya vagamente anticipado: la muer­ te repentina, el 25 de septiembre de 1898, del párroco Rebuzzi­ ni. Era domingo. El seminarista Roncalli estaba aún de vacacio­ nes. Igual que todos los días, había acudido para ayudar a misa. Constatando que, contra su costumbre, el celebrante se retrasa­ ba, fue a ver qué ocurría. Encontró al párroco muerto. El resto lo narra él mismo, desde las páginas del Diario del Alma: «Esta mañana, mis pobres piernas no me sostenían. Un clavo me había penetrado en el corazón. A mis ojos se les habían agota­ do las lágrimas, o apenas les quedaban. No lloré. Dentro de mí me sentía como petrificado. Al verlo en tierra, en aquel estado, con la boca abierta y rojo de sangre, con los ojos cerrados, me parecía —¡nunca olvidaré esa imagen!— , me parecía un jesús muerto, ba­ jado de la cruz. Ya no hablaba. Ya no me miraba. Aver me había dicho: “¡Hasta mañana!” ¡Oh padre! ¿Cuándo nos volveremos a ver? En el paraíso. Sí, al paraíso dirijo la mirada. Él está allí: lo veo. Desde allí me sonríe. Me mira. Me bendice. ¡Dichoso de mí, que pude gozar de las enseñanzas de tan gran maestro! La muerte lo sorprendió de improviso, pero él estaba preparado para ella desde hacía setenta y tres años. Murió cuando estaba para vencerse a si mismo, vencer el mal que le aquejaba. Y todo para ir a celebrar la

gran maestro del episcopado de la Iglesia universal. Por eso Celana constituirá siempre un recuerdo gratísimo y entrañable del papa Juan XXIII».

La preparación de Celana y el probable buen informe de la dirección del colegio le facilitaron la admisión al examen de in­ greso en el seminario de Bérgamo. Quienes estaban al frente de tal institución podían permitirse ser exigentes: las solicitudes de ingreso eran tantas que Angelo Roncalli hubo de someterse a dos días (5 y 6 de octubre de 1892) de duro examen, junto con otros 35 candidatos al ingreso en un seminario que contaba con 500 —¡dícese qui-nien-tos!— alumnos. Pasó el examen, pero acaso para que no se durmiese sobre los laureles, el rectorado fue prudente en exceso en una califica­ ción definitiva... más bien provisional: «Admitido en prueba». La prueba mejor, en todo caso, superada con plenos votos, fue­ ron los ocho años que Roncalli pasó en el seminario de Bérga­ mo, donde pronto, a pesar de ser dos años más joven que la casi totalidad de sus compañeros de curso, destacó en los estudios. ¡Y no digamos en buena conducta! Pero volvamos, si le place al lector, a sus Apuntes para una biografía, que algo nos dirán al respecto, sin quebranto de la mo­ destia que fue siempre característica dominante de su espíritu: «Ingresó definitivamente en el seminario de Bérgamo, como alumno interno, a primeros de noviembre de 1892, y permaneció allí hasta finales de 1900, es decir, ocho años. Adentrarse, apenas cumplidos once años, en los estudios clásicos, para los que llevaba una iniciación incompleta, tuvo que costar un poco a su esfuerzo tranquilo y tenaz. El pequeño, en efecto, avanzó por grados. Ingre­ só en el tercer curso de gimnasio con buenas notas, pero modes­ tas, y en quinto era ya de los tres primeros de la clase. Prometía tanto que fue admitido, apenas cumplidos los catorce años, a la sa­ grada tonsura, caso más único que raro en aquellos tiempos y en todos. Era la vigilia de San Pedro de 1895. Al día siguiente había de asistir a la consagración solemne de monseñor Abbondio Cavadini, obispo misionero de Mangalore (India), que era de Calcinate y jesuita. Actuó como obispo consagrante monseñor Guindani, asis­ tido por dos prelados brescianos: monseñor Corna Pellegrini, or­ dinario de Brescia, y monseñor Rota, obispo de Lodi. Ceremonia emocionante e inolvidable, en la catedral de Bérgamo, para el se­ minarista Roncalli, que desde entonces pareció afrontar con nue­ vos bríos los estudios y la formación espiritual. En efecto, tres

anos después, su profesor de letras, don Giovanni Floridj, a] ser nombrado vicerrector, Jo pidió y lo tuvo como prefecto en Jas cla­ ses de Retórica, muchos de cuyos alumnos eran mayores que él».

8. Muerte del párroco Rebuzzini Más allá de la monotonía de los ocho cursos que pasó en el seminario de Bérgamo, sometido al rigor de una disciplina he­ cha de normas exigentes; de horas de estudio y clase los días entre semana; de estudio, aunque sin clase, los domingos y festi­ vos; de rezos a diario y aún más los días festivos, en que a la misa rezada se añadía una cantada; con diana temprano todos los días, en verano y en invierno; intercalado todo con algunos breves intervalos de recreo; con rigurosos silencios desde poco después de cenar hasta la hora del desayuno; con silencio en las comidas, escuchando la lectura de libros edificantes, a menudo aburridos, más allá de todo eso ocurrieron, cómo no, cosas reseñables en la vida del futuro papa, incluso dentro de una auste­ ridad narrativa en la que queda poco espacio para los detalles. Ocurrió, por ejemplo, algo ya vagamente anticipado: la muer­ te repentina, el 25 de septiembre de 1898, del párroco Rebuzzi­ ni. Era domingo. El seminarista Roncalli estaba aún de vacacio­ nes. Igual que todos los días, había acudido para ayudar a misa. Constatando que, contra su costumbre, el celebrante se retrasa­ ba, fue a ver qué ocurría. Encontró al párroco muerto. El resto lo narra él mismo, desde las páginas del Diario del Alma: «Esta mañana, mis pobres piernas no me sostenían. Un clavo me había penetrado en el corazón. A mis ojos se les habían agota­ do las lágrimas, o apenas les quedaban. No lloré. Dentro de mí me sentía como petrificado. Al verlo en tierra, en aquel estado, con la boca abierta y rojo de sangre, con los ojos cerrados, me parecía —¡nunca olvidaré esa imagen!— , me parecía un Jesús muerto, ba­ jado de la cruz. Ya no hablaba. Ya no me miraba. Aver me había dicho: “¡Hasta mañana!” ¡Oh padre! ¿Cuándo nos volveremos a ver? En el paraíso. Sí, al paraíso dirijo la mirada. Él está allí: lo veo. Desde allí me sonríe. Me mira. Me bendice. ¡Dichoso de mí, que pude gozar de las enseñanzas de tan gran maestro! La muerte lo sorprendió de improviso, pero él estaba preparado para ella desde hacía setenta y tres años. Murió cuando estaba para vencerse a sí mismo, vencer el mal que le aquejaba. Y todo para ir a celebrar la

santa misa. Muerte, por eso, siempre y eñ todo sentido preciosa y envidiable».

Ocurrió algo más en las vacaciones de 1899. Con modvo de una importante celebración religiosa, el párroco del cercano Ghiaie di Bonate, Alessandro Locatelli, invitó al seminarista paisano suyo (era también él de Sotto il Monte). E invitó a un brillante sacerdote, Giacomo Radini Tedeschi, que había sido compañero suyo de bachillerato, antes de optar uno y otro por la carrera sacerdotal. Radini Tedeschi produjo muy buena im­ presión al joven seminarista Roncalli. Una impresión que no hubiera pasado de ahí de no haber sido porque la vida los había de hacer coincidir larga e intensamente, como se verá en el ca­ pítulo siguiente. 9. Promesa incumplida de no volver a Loreto El año siguiente, 1900, que fue —como ha sido el 2000, sólo que más, como eran entonces tales efemérides— año jubi­ lar, «marcó la apertura de un nuevo horizonte en la vida del clé­ rigo Angelo Roncalli3. En septiembre, una peregrinación para ganar la gran indulgencia (plenaria) le permitió descubrir toda la majestuosidad de la Roma papal, que a partir de entonces se volvió familiar para su espíritu, como había de permanecer ya para siempre». La solemne peregrinación tenía un objetivo añadido por parte de los católicos: desagraviar al papa León XIII, calificado de «chocho, colérico, mezquino» por el laicismo imperante tras la anexión por el ejército piamontés, en 1870, de Roma y de lo que quedaba de los viejos Estados pontificios. La peregrinación se llevó a cabo del 11 al 19 de septiembre de 1900, en tiempo para que los peregrinos pudiesen abandonar la capital con moti­ vo de las manifestaciones callejeras previstas para el día 20, en conmemoración de la llamada «brecha de Porta Pía». En efecto, el 20 los peregrinos estaban en Loreto, pensando que no llegaría hasta allí el ruido de los manifestantes. Pero se 3 Según el Derecho canónico, el apelativo de clérigo corresponde a cualquiera que, como él, hubiese recibido la tonsura o coronilla.

equivocaron. I,o que les fue dado ver (¡y sufrir!) en la pequeña ciudad de las Marcas lo recordaría 62 años más tarde el ya papa Juan XXIII: cuando, el 4 de octubre de 1962, en víspera de la inauguración del Vaticano II, peregrinó a Asís y Loreto para pe­ dir la intercesión de San Francisco y de la Virgen sobre el Con­ cilio a punto de inaugurarse. Ante la multitud que había acudido para aclamarlo a la hora del Angelus, Papa Giovanni contó: «El acto de veneración a la Virgen de Loreto que hoy cumplo me lleva con el pensamiento a hace 62 años, cuando vine por pri­ mera vez, regresando de Roma, después de haber lucrado las in­ dulgencias del jubileo proclamado por el papa León. Era el 20 de septiembre de 1900. A las dos de la tarde, después de recibir la co­ munión, pude derramar mi alma en oración. ¿Hay algo más suave para un joven seminarista que entretenerse con su querida Madre celestial? Pero, ¡ay de mí!, las dolorosas circunstancias de aquellos tiempos, que habían difundido en la atmósfera una sutil vena irri­ soria hacia todo lo que sonaba a valores del espíritu, de la religión, de la santa Iglesia, convirtió en amargura aquella peregrinación, apenas llegué a escuchar el griterío de la plaza. Aún recuerdo las palabras que dije aquel día, antes de emprender el viaje de regreso: “Virgen de Loreto, yo te quiero mucho y te prometo serte fiel como buen hijo seminarista. Pero aquí no me volverás a ver”. En cambio, volví otras veces, después de muchos años. Y aquí me te­ néis hoy, con la familia de mis colaboradores más íntimos».

Junto con la emoción de haber visto a uno de los primeros grandes papas de su vida, León XIII —¡elpapa León!, como so­ lía decir Roncalli, con sentido enfático, casi onomatopévico—, y de haber pisado Roma, diríase que aquel verano fue el de sus grandes disgustos: sí, porque sufrió uno más, que le dolió mu­ cho y del que dejó constancia en el Diario del Alma. Fue una dolorosa incomprensión que tuvo con su madre, Marianna Maz­ zola. Así lo registró el 29 de agosto: «Esta tarde ha venido a turbar mi calma un accidente que, aun­ que casi nada en sí mínimo, me ha causado una profunda y dolorosa impresión. Mi madre, sintiéndose un poco mortificada por unas palabras mías que querían atajar una curiosidad suya (en verdad, debí haberlas proferido con mayor dulzura), se ofendió mucho v me dijo palabras que nunca me habría esperado de ella, a quien, después de las cosas del cielo, deseo el mayor bien de que es capaz mi corazón. Cuando le oí decir que soy siempre duro con ella, sin modales, sin delicadeza, cuando creo poder afirmar que no sov nada de eso, me hizo mucho daño. Si ella estaba dolida por culpa

mía, mucho más lo quedé yo viendo su dolor y hasta, digamos así, por su debilidad. Después de tantas delicadezas, oírle decir a mi madre que la trato mal y otras cosas que no tengo fuerza de ánimo para repetir, ¡oh, esto es demasiado para el corazón de un hijo, de un hijo que experimenta los más profundos sentimientos de la na­ turaleza! Ha sido una espina que me ha llenado de amargura, hi­ riendo las fibras más íntimas y delicadas de mi corazón. ¿Cómo no llorar? ¡Oh madre mía, si supieras cuánto te quiero y deseo verte contenta, no podrías soportar tanta alegría! ¡Y tú, Jesús, acepta este auténtico sacrificio que te hago y deposito en tu corazón, y dame cada vez más mansedumbre y dulzura, aun conservando la grave­ dad requerida! Da también a mi buena y pobre madre mayor forta­ leza de ánimo. ¡Virgen de los Dolores, ayúdame siempre!».

10. Hijo de San Francisco forever La acumulación de recuerdos y hechos particularmente des­ tacados en la vida del Roncalli alumno del seminario de Bérga­ mo (enseguida lo fue del de Roma, como vamos a ver), ha lleva­ do esta crónica a dejar atrás por lo menos dos que exigen ser reseñados. Para describir el primero no hay palabras tan expresivas y le­ gítimas como las del directamente concernido, aunque sean —o justamente por ser— las de un recuerdo y fidelidad de... ¡53 años después! El 16 de abril de 1959, papa ya desde aproxi­ madamente medio año, recibió en audiencia a una abundante representación de miembros de «todas las familias francisca­ nas» (huelga enumerar: capuchinos, franciscanos, clarisas, ter­ ciarios...: cuantos veneran al seráfico Poverello de Asís como fundador). Aunque nunca lo hayan aireado mucho en vida ni después de fallecido el buen Papa Giovanni (cabe apreciar la discreción no tan común de los hijos de San Francisco), ellos sabían y saben que Roncalli les pertenece de manera especial. En aquella circunstancia, que coincidía con el 750 aniversa­ rio de la aprobación de la Regla franciscana —tal era el pretex­ to por que habían solicitado y obtenido la audiencia papal—, Juan XXIII les reveló lo que, a buen seguro, todos sabían: «¡Hijos queridos! Dejadme decir una palabra especial de mi co­ razón a cuantos, entre los presentes, pertenecen al ejército pacífico de los terciarios seglares de San Francisco: Hj¡p sum joseph, fraterves■

ter (soy vuestro hermano José). Os lo digo con ternura. lx> soy des­ de que, joven de apenas catorce años, el primero de marzo de 1896, quedé regularmente inscrito, y me gusta bendecir al Señor por esta gracia que me concedió en feliz sincronía con el acto de introducirme, justamente aqueJ año y por aquellos meses, en Ja vida eclesiástica con Ja sagrada tonsura. ¡Oh, Ja alegría serena e inocente de aquella coincidencia: terciario franciscano y clérigo en­ caminado al sacerdocio! Unido por los mismos lazos de la senci­ llez, todavía inconsciente y feliz, que había de acompañarme hasta el altar bendito, que luego me daría todo en la vida...!»

Fue un hecho importante para el seminarista Roncalli. Y lo fue porque extendió su realidad, no simplemente virtual, al res­ to de su vida. Ya nunca dejó de ser terciario franciscano, encon­ trando en esa pertenencia discreta, más íntimamente sentida que externamente exhibida —salvo en los encuentros circuns­ tanciales o buscados con hijos de San Francisco, en Bulgaria y Turquía y Francia y Venecia ¡y... doquiera!—, estímulo para un cumplimiento fiel, franciscanamente evangélico y evangé­ licamente franciscano, de las tareas que la obediencia le fue

11. El Diario d el Alma El engarce del otro hecho destacable, aún pendiente, en la cronología bergamasca del seminarista Roncalli es menos neto, pero resulta igualmente claro. Tan claro que aparece registrado en cada uno de los centenares de miles de ejemplares del Diario delAlma que vienen circulando por el mundo desde 1964, en las numerosas ediciones de la veintena de lenguas a las que ha sido traducido. En esa veintena abundante de lenguas, en esas nume­ rosas ediciones de un libro que fue best —y sigue siendo long seller—, en esos centenares de miles de ejemplares que consti­ tuyen alimento espiritual para muchos, y que lo fueron para quien, año tras año, a lo largo de casi siete décadas, fue enrique­ ciendo sus páginas, no por veleidad literaria sino como exigen­ cia espiritual, aparece, como casi encabezamiento, una fecha: 1895. El año, cuando él tenía catorce, en que dio comienzo a aquel «diario del alma», que fue como rotuló uno de los cuader­ nos cuando al anterior ya no le cabía una línea más.

El cuadernillo correspondiente a 1985 lo dedicó a una tan generosa como exigente compilación de normas que quería ob­ servar para ser un santo seminarista. Eran normas generales, subdivididas en reglas para cada día, para cada semana, para cada mes y para todo tiempo. El cuadernillo se abría con «Re­ glas de vida que ha de observar un joven deseoso de progresar en la vida de piedad y de estudio». Seguía un curioso epígrafe sobre «Dos santos para imitar». De los dos, uno era español: San Francisco Javier, a quien se había de imitar «en su profunda humildad, en su mortificación y en su celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas». Otro, francés: San Francisco de Sales, digno de imitarse «en su dulzura, jovialidad, afabilidad, alegría, unidas a su gravedad y modestia; en la severidad que tuvo hacia sí mismo, en su amor a Dios y en su caridad hacia el prójimo». Jamás pensó Angelino Roncalli que aquellos cuadernos sen­ cillos, que le acompañaron y fueron aumentando de número a lo largo de 64 años, se convertirían en libro, ni hubieran de ser leídos por nadie más que él. Pero lo fueron un día por un Loris Capovilla que, en su condición de secretario particular, tenía la tarea de ordenar sus cosas. Al leerlos, Capovilla se atrevió a pe­ dirle permiso para que fueran publicados, deseoso de que otros se dejaran impresionar positivamente por su contenido, corno se estaba sintiendo impresionado él mismo. Juan XXIII no ex­ perimentó el menor halago, sino «cierto reparo y disgusto ante tal perspectiva de dejar publicar mis cosas». Pero cedió al fin) comprendiendo ser natural que «de un papa se quiera conocer todo, y todo pueda servir para la historia», y convencido asimis­ mo de que «son papeles que pueden servir quizá de alguna edi­ ficación. En todo caso, sólo se publicarán post mortem meam (des­ pués de mi muerte)». Loris Capovilla escribiría que el papa, deteniéndose a consi­ derar las primeras páginas de 1895-1899, con sus ojos dulces humedecidos de lágrimas, añadió: «Era yo un buen muchacho inocente, un poco tímido. Quería amar a Dios a toda costa y no pensaba más que en ser sacerdote para servicio de las almas sencillas, necesitadas de cuidados pacientes y perseverantes. Entre tanto, combatía en mí mismo contra un enemigo, el amor propio, que al fin se dejaba disciplinar. Pero yo

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me afligía al advertir sus brotes y retornos. Y me atormentaba por las distracciones en Ja oración, imponiéndome sacrificios no leves para Jibrarme de ellas. Tomaba todo en serio, y mis exámenes de conciencia eran minuciosos y severos. Hoy, a distancia de más de sesenta años, considero todos estos primeros escritos espirituales míos como si fueran proyecciones de otro, y doy gracias al Señor».

12. Angelo Roncalli, «alumno cerasoliano» Tras Jas vacaciones de verano de 1900, Roncalli ya no se in:orporó al seminario de Bérgamo porque había sido elegido, :on otros dos compañeros suyos, para proseguir los estudios de eología en Roma. Puesto que lo describió él mismo en sus Apuntespara una biografía, no es el caso de sustituir su narración le primera mano por otra de... tercera: «En razón de un precioso testamento de 1640, que se ejecutó a finales del siglo XVIII por la incomparable intervención de un pre­ lado insigne, monseñor Flaminio Cerasola (f 1640), la diócesis de Bérgamo disponía de un colegio en Roma — el Nobile Collegio Cerasola— para estudios eclesiásticos en beneficio de algunos jóvenes bergamascos elegidos por el obispo y nombrados por un comité ad hoc de la Venerabile Arciconfraternita dei Bergamaschi nellUrbe. Las vici­ situdes confusas y dolorosas que siguieron tras el 20 de septiembre de 1870 despertaron en alguien la tentación de variar el destino de la fundación de Flaminio Cerasola y de orientar, en beneficio de estudiantes laicos, las rentas que aquel benemérito eclesiástico ha­ bía fijado para beneficio exclusivo de clérigos bergamascos. El he­ cho supuso una interrupción en el envío de éstos durante diez años: los que fueron necesarios a causa de la prolongación del plei­ to civil de reivindicación de las claras voluntades de Cerasola.

Como era de prever, la sentencia del tribunal, pronunciada y ratificada, resultó totalmente favorable al obispo de Bérgamo, que reclamaba el derecho legítimo de toda la diócesis. De suerte que en 1900 se volvió al envío de alumnos bergamascos al pontificio se­ minario romano. Una sorprendente coincidencia intervino para que el primer alumno invitado y elegido para el disfrute de este be­ neficio fuese el clérigo Angelo Roncalli, que, junto con otros dos seminaristas de Bérgamo, Achille Ballini, de Boltiere, fallecido pre­ maturamente, y Guglielmo Carozzi, de Curnasco, desde hace por lo menos cuarenta años arcipreste muy activo y benemérito de Se­ ríate, retomó la noble cadena de los Alumnos Cerasoltanos va res­ plandeciente por un conjunto de brillantes eclesiásticos que brin­ daron una notable contribución de preciosos servicios a la diór«*«ie

bergamasca y a la Iglesia universal. Baste citar los nombres de los cardenales Agliardi, Cavagnis, Gusmini, de los arzobispos Signori, de Génova, y los dos Testa (Gustavo y Giacomo), nuncios y dele­ gados apostólicos; de Sigismondi, secretario de la Sagrada Congre­ gación de Propaganda Fide, puesto de gran relieve; de los obispos Arcangeli, de Asti, y Battaglia, de Faenza, sin mencionar a otros eclesiásticos, todos distinguidos, que en las diferentes tareas de mi­ nisterio sagrado, desde Roma en las sagradas Congregaciones o en la curia diocesana, en el seminario, en las parroquias, se han hecho acreedores de un gran respeto y de igual mérito para la diócesis de San Alejandro 4. Esta segunda serie de alumnos Cerasolianos, inaugurada por el clérigo Roncalli y sus dos coetáneos Ballini y Carozzi, apareció lue­ go como una gran bendición. Don Achille Ballini se detuvo en el camino, tras unos pocos años; pero fue un período suficiente para dar muestras elocuentes, en la Acción Católica y social, así como en el ejercicio del sagrado ministerio de las almas (fue, entre otras cosas, párroco en Loreto y en Borgo Canale), de admirable celo sacerdotal; en tanto don Guglielmo Carozzi, que ya en Roma se había distinguido por sus notables éxitos en la ciencia teológica y jurídica, pudo ofrecer a la diócesis, ya a partir de su inicial colabo­ ración en el seminario y en la curia, nada menos que cuarenta años de servicio pastoral como arcipreste de Seriate, admirado y ben­ decido por todos, vigoroso siempre de energía espiritual viva e intensa».

13. Desembarco en Roma A Roma eran enviados aquellos alum nos de los que se creía poder esperar m ejor provecho para la diócesis. Contaba para tal juicio la buena conducta, pero contaba tam bién la clasificación académica. Cabe sospechar que la conducta de Roncalli fuera la que... ¡fue!, tras los precedentes que quedan vagamente apunta­ dos. Por lo que se refiere a las notas conseguidas en los exáme­ nes más recientes, queda constancia, en los archivos del semina­ rio, fiablemente añadida en una nota de la página 163 de V Giomale deWAnima: «Notas de exámenes: Segundo curso de Teología, julio de 1900: Teología dogmática 10; Teología moral 10; S a g ra d a Escritura 10; Elocuencia 10; Sagrada Liturgia 8. Tercero de Tilosofía : Religión 10; Filosofía 10; Física 9; Historia natural 9; H isto4 Patrono de Bérgamo, cuya fiesta se celebra el 26 de agosto.

Ja civil 10; Matemáticas 1; Lengua italiana 9; Lengua latina 9: -engua griega 9». Vincenzo Cavadini, que, tras haber cursado estudios en el nismo seminario al que iban destinados Roncalli y sus otros los compañeros, había sido profesor de los tres y seguía en 'uenas relaciones con el rector del seminario romano, en una arta confidencial a éste le informaba: «Se trata de tres jóvenes e oro, de los que cabe esperar lo mejor. Roncalli era ya prefec:>en el seminario. Está hecho de buena pasta, que se deja molear a discreción. Carozzi es un joven serio, acaso un poco taciirno. Ballini es más abierto e impresionable, posiblemente el íejor dotado de los tres». El vicario general de la diócesis, íonseñor Giosué Signori, había escrito al rector Vincenzo Buirini, sobre Roncalli, el 14 de diciembre: «Con sus 19 años, es ín muy joven, pero promete bien». Los tres aterrizaron en Roma, tras realizar en tren un viaje ítonces poco menos que interminable, a las 6,40 del 4 de ene) de 1901. Unos días más tarde (12 de enero), Roncalli quiso jagar el impaciente deseo de sus familiares de tener noticias lyas:

«El Señor no podía bendecirme más de cuanto ha hecho ni yo imaginar mejor suerte. Respecto a la salud, estoy muy bien, pues os aseguro que aquí la alimentación no es como en Sotto il Monte o en Bérgamo, sino que se vive como señores. Me dicen que ya he cambiado de cara y que cada día estoy más gordo [...] La acogida que me hicieron apenas llegado a Roma, así como el afecto y cari­ ño que me dispensan los superiores, están por encima de todo elo­ gio. He encontrado óptimos compañeros con los que ya me he he­ cho, hasta el punto de que puedo considerarme como viejo en el seminario. Tengo una habitación sólo para mí, con cama (la verdad que algo dura, pero me hará bien) y todas las comodidades: cómo­ da, mesa, sillón, estantería para los libros, lavabo, etc. La clase y el estudio no me causan fastidio alguno; al contrario, me resultan di­ vertidos. También por lo que respecta a la piedad pueden hacerse aquí las cosas muy bien. En nuestra capilla se venera una hermosí­ sima Virgen, llamada de Ja Confianza, a la que os encomiendo to­ das las mañanas y noches para que os bendiga, os dé paz y consue­ lo en todas vuestras amarguras y tribulaciones. Salgo de paseo todos los días, con lo que puedo visitar lugares muy santos, rezan­ do por mí y por vosotros. Ya he visitado dos veces la basílica de San Pedro, el Gesu, los sepulcros de San Luis Gonzaga y de San Juan Berchmans, y hoy he estado en la tumba de San Felipe Neri

en su hermosa iglesia de La Vallicella. Nada os diré sobre las mara­ villas que aquí se ven. La otra noche, por ejemplo, asistí a una vela­ da académica que se celebró en el Colegio de Propaganda Fide, en la que escuché a 40 clérigos, venidos aquí para estudiar y volver luego como misioneros, que recitaron composiciones en 40 len­ guas distintas. ¡Si hubieseis visto! Los había de todos los colores: blancos, amarillos, rojos... Algunos tenían las manos y la cara ne­ gras como el carbón. ¿Y el papa? Ya lo pude ver el domingo por la tarde en San Pedro, rodeado de esplendores. Pude acercarme a él, contemplarle v recibir su bendición. En aquel momento tan so­ lemne y conmovedor pensé en todos vosotros y en todos los de­ más parientes, bienhechores y amigos. Él, el buen anciano, os ben­ dijo también a todos vosotros».

14. Llamado a filas Roma le dio tema para un buen número de cartas a sus fa­ miliares y alguna página del Diario del Alma, como ésta, fechada el 16 de febrero de 1901, apenas visitadas las catacumbas: «Desde que estoy en Roma, quizá no había tenido un consuelo tan dulce como el experimentado esta mañana en las catacumbas de San Calixto. ¡Cuánto bien me han hecho la santa misa y comu­ nión en aquellos ocultos meandros santificados por tantos ilustres mártires y tantos impertérritos confesores de la fe! En aquellas cuevas estrechas y oscuras, ante aquellos frescos de mi Redentor Jesús, testigos de tantos suspiros y lágrimas, de tan gran valor cris­ tiano, al apretar contra mi pecho el pan de los fuertes experimenté una gran emoción y ternura, y lloré de corazón. Era como si me arrebatara una visión del paraíso. Veía a los adetas de Cristo orar en torno a mi, recibiendo de labios del supremo Pastor palabras de vida eterna. Oía sus voces suplicantes, sus cantos de amor y de es­ peranza, sus tristes despedidas. Pensaba en todos los pontífices que allí alentaron a los fieles ante la persecución, señalándoles el cielo; en tantos sacerdotes, en tantos hombres y mujeres y en tan­ tos niños que se consolaban mutuamente y encendían en el fuego santo de Jesús para luego afrontar, llenos de coraje, los suplicios» los tormentos, la muerte. ¡Oh Tarsicio, héroe de pocos años! ¡Oh Cecilia, portento de fortaleza, flor elegida de castidad! ¡Cuánto me acordé de vosotros! ¿Por qué no soy yo como vosotros fuisteis. No obstante, siento deseo sincero y ardiente de serlo. Sueño, anhc lo el día en que me sea consentido dar a mi dulce Amado testim^ nio de mi fe y de mi afecto. ¿Será acaso presunción por mi pa,tc' Puede que sí, pero cuando menos deseo vivamente que no lo sC^ Que me estimulen vuestro ejemplo e intercesión a la renuncia t(),‘

de mi mismo, a vencer mi amor propio para alcanzar la victoria so­ bre los enemigos de Cristo y, con Ja victoria, la salvación de mu­ chas almas alejadas deJ redil y del corazón del sumo Pastor, Jesús bendito».

Aparentemente parecidos unos a otros, los cuatro años de ida en el seminario romano le ofrecieron ocasión de vivencias iolvidables. En la introducción a un libro en que se recogen 50 cartas de Roncalli a dos rectores consecutivos del seminario >mano, se dice: «La relación de Angelo Roncalli con el semina0 romano no sólo no se agotó, como para los demás alumnos, 1 el breve período de tiempo de la formación sacerdotal, sino ie, a lo largo de los años, se trocó en vínculo constantemente imentado con algunos responsables del seminario». Se comprende que si su relación virtual se prolongó tanto, debió, como veremos, a la intensidad vivencial en el cuatrieo de permanencia. Vivencia que sufrió una — sólo aparente— torosa interrupción: la del año en que hubo de trocar el semirio por un cuartel de Bérgamo. Apenas llevaba siete meses en >ma cuando, el 19 de agosto de 1901, escribía a su rector, Vin­ azo Bugarini, desde Sotto il Monte: «Abandonando la ciudad ita que me deparó inefables consuelos, al separarme de tanpersonas buenas, tan queridas para mí, tengo la impresión haber dejado en Roma y en el seminario romano una gran rte de mí mismo». La lamentación estaba dictada p o r la perspectiva de un año alejamiento, para cumplir el servicio militar. Pero hubieran o dos, de no haber aportado la diócesis de Bérgamo la suma 1.200 liras de entonces (alguien las actualiza, aproximadante, en unos 3.000 euros) que permitían reducir a la mitad el npo de servicio, que hubiera evitado de haberlo cumplido su mano Saverio, pero la alternativa hubiera privado a sus pas de la ayuda del hermano que le seguía en las laborés de la ranza. Tuvo que cumplirlo él, toda vez que, en la pertinente isión militar, resultó hábil para la «mili», a tenor de lo que dó reflejado en su cartilla: «Estatura 1,60 m etros; pelo liso ro; ojos castaños; color pálido; dentadura sana; frente alta; :ro ovalado». Y, como resumen, este veredicto, en un latín tiJo a castrense: Acerrimus hostibus: más que aguerrido frente «i migo.

Queda dicho de alguna suerte: eran tiempos de tensión en­ tre el papado y el reino de Italia, entre la Italia laica y la católica. Más aún que los seglares practicantes, los clérigos cumplían el servicio militar de mala gana. Pero, a un Roncalli dispuesto a dejarse convencer por sus superiores, le habían aconsejado que aceptase la coyuntura como permitida por la Providencia. Así lo hizo. Era inevitable que le doliese dejar el seminario, aunque fuera de manera provisional. Eso explica el tono de otra carta (4 de noviembre de 1901) al rector Bugarini, cuando estaba a punto de entrar en el cuartel Humberto I de Bérgamo, con el número de matrícula 11331/42 de la Primera Compama del Regimiento 73 de Infantería del Regio Ejército italiano: «Verme aquí solo, como hoja arrastrada por el viento otoñal, en tanto todos mis compañeros de Bérgamo y Roma afrontan su vida diaria de clases, de estudio, en esa alternancia asidua de ocu­ paciones que desde hace tantos años se me habían vuelto familia­ res y muy queridas, me produce dolor e inquietud. Siento en el co­ razón un ansia, un deseo intenso de liberarme de estos obstáculos para volver cuanto antes al seminario, al disfrute, junto a los supe­ riores, a los amigos que he dejado en Roma, como quien se afana corriendo tras un bien que casi teme esté para escapársele de las manos. ¿Qué es todo esto? Posiblemente amor propio, lo sé. Qui­ zá sea pequeña o poco perfecta resignación a la voluntad santísima de Dios: puede ser. De todos modos, sepa usted compadecerse de mí, reverendísimo monseñor, y apiadarse de mi debilidad. Porque, después de todo, sé que el buen Dios no me abandona en absolu­ to. Me reconozco en sus manos, cerca de su corazón, y por eso ha­ llo consuelo y sincera alegría en medio de mis angustias».

15. Atribulado y rebosante de alegría Tan bien cumplía como soldado que a los seis meses de es­ tar en el cuartel se vio ascendido a cabo, por más que para nada le tentase la vida militar. Apenas tenía un momento libre, aun cuando la distancia no fuera pequeña ni fácil, corría al semina­ rio de Bérgamo, cuyo rector lo acogía como a un hijo. Hasta le hizo entrega de un oportuno «Reglamento para seminaristas militares» elaborado expresamente para clérigos en filas del se­ minario bergamasco.

Desde el cuartel escribía con regularidad al rector Bugarini cartas henchid as de sana nostalgia y de una expresividad difícil de reflejar en la traducción. Una del 29 de marzo arrancaba así: «Esta vez no es desde el seminario ni desde el cuartel desde donde envío a su reverencia mi saludo y felicitación pascual, sino desde el cuerpo de guardia de Ja cárcel militar de San Francisco, donde aguardo mi turno para montar otras dos horas de centinela. Aquí me encuentro, armado hasta los dientes, inclinado sobre esta hoja de papel. Soy el único que está despierto en esta hermosa no­ che de viernes santo, rodeado de mis compañeros de consigna, que dormitan sobre las tarimas nada blandas. Me conmueve sentir­ me cercano a aquellos pobres soldados romanos velando sobre la tumba de Jesús. Con el fin de que el funesto sueño no me sorpren­ da en tanto aguardo la hora solemne de la Resurrección, me resulta dulce pensar en la patria lejana, en los gozos pasados, en las espe­ ranzas, en los ideales de un tiempo permanentemente renovados, en las personas más queridas encontradas en el camino de la vida. Bien comprendo que hay un poco de poesía en todo esto, pero es una poesía que me brota del corazón más que de la fantasía, y que me ayuda a mantenerme a flote frente a tantas miserias de las que vivo rodeado».

El seminarista, predestinado en los planes de sus padres a ibrador de no haber sido porque Alguien le tenía reservado tro destino, donde no se encontraba a gusto era en la milicia, iinque cumplió a satisfacción de sus jefes. Desde el cuartel, en . canícula de julio, escribiría de nuevo al rector: «No tengo nada novedoso ni importante que decirle, salvo que me siento cansado, extremado de fuerzas. Tengo la impresión de que ahora comienza para mí la verdadera vida militar. El calor, aquí en Bérgamo, ya es insoportable. En agosto tendremos jorna­ das de tiro y grandes maniobras que ya desde ahora me asustan. Quizá se acerque la hora en que nuestro buen Dios se dignará es­ tar más próximo a mí en la intimidad. Lo estoy esperando. Pero no logro ocultar una cierta inquietud. Pronto el seminario quedará va­ cío por las vacaciones, y yo mismo habré de alejarme de Bérgamo, quedando solo, en tanto mis compañeros clérigos se dispersarán, unos por un lado y otros por otro. En fin, que siento una gran ne­ cesidad de consuelo, y un gran consuelo será para mí pensar en mis buenos superiores del seminario romano, en los antiguos e inolvidables amigos de allí que, aun en medio del descanso de las vacaciones del otoño en el campo, han de tener un recuerdo ante el Corazón de Jesús también del pobre colega, del condiscípulo le­ jano que sufre lo suyo y se debate con denuedo en una lucha fero**

Aunque triste, creo mantener el espíritu en equilibrio y poder decir con San Pablo: Superabundo gandió in omni tribulatione (aun en medio de la tribulación, reboso de alegría) (2 Cor 7,4). Cuando menos, es toy preparado para todo. Pero aún le diré más: me siento feliz, pero nec fortitudo lapidum fortitudo mea, nec caro mea aenea est (ni m¡ fuerza es la fuerza de la roca, ni mi carne es de bronce) (Job 6,12)».

Se le hizo largo el servicio militar, aunque para el año le fal­ taron diez días. El 26 de noviembre de 1902 así comenzaba una carta el ya cabo Roncalli — que, a punto de licenciarse, sería as­ cendido a... sargento— a su querido rector: «Tengo el consuelo de anunciar a su reverencia que dentro de 20 días podré aban­ donar el cuartel y vestir de nuevo, para no abandonarlo ya nun­ ca, mi querido y glorioso hábito de clérigo. Entre los gozos más dulces que me aguardan el 15 de noviembre, éste es justamente el más entrañable: reconocerme sacerdote incluso en la sotana. Una alegría que se ha hecho esperar un buen trecho. Por eso ha de ser más pura e inefable».

16.

¡Adiós, Babilonia!

Cuatro días después de licenciarse de la «mili», Angelo Ron­ calli aparece haciendo una rápida visita a su familia en Sotto il Monte. Desde allí, el 19 de noviembre, dirige una carta a mon­ señor Bugarini, días antes de salir él mismo para Roma: «Reverendísimo monseñor: Cantemus Domino, gloriose enim magnifuatus est (Cantemos al Señor, que se cubrió de gloria) (Ex 15,1). Imagine su reverencia de cuán gran consuelo siento inundado es­ tos días mi corazón. Por fin he vuelto a sentirme clérigo de nuwo v ya para siempre, hasta en el hábito. Nada más salir del cuartel, me he despojado del uniforme aborrecido, he besado llorando mi que rida sotana, y me he dirigido hacia superiores y amigos y entre los parientes, sintiéndome más digno de su compañía, lam hiems trnnsiit, imber abiit et recessit (Ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido) (Cant 2,11). Aquí, en mi pueblo, el invierno acaba de empezar. Nieblas y nieve ya empiezan a caer, pero para mí el invierno ya ha pasado. Brotan las flores de primavera, las llo­ res de pascua. Siento la voz amiga llamarme. Aquí estoy de nuevo. Kesurrexi et adhuc sum tecum (He resucitado y estoy de nuevo conti­ go) (cf. Sal 138,18). De lo pasado ya no me acuerdo, como si no hubiera existido. Pero hoy disfruto de todas sus ventajas. Hasta tengo la impresión de que mi vieja sangre fluyera más viva por las

venas, y de que, dando nuevo vigor a todas las fibras, robustecie mi espíritu de más tenaces propósitos. No soy profeta, pero si < lícito fiarse de los sentimientos que hoy me animan, tengo que d< cir que su reverencia fue para mí profeta. Al volver al seminan* nada llevaré de nuevo. Sigo siendo todavía yo, el pobre clérigo d antes: con mis defectos y miserias. Pero llevaré conmigo, si al Se ñor le place bendecirme, un deseo más ardiente de trabajar en m perfeccionamiento intelectual y moral, y creo que un espíritu má ordenado y maduro para mi edificación personal, con miras a qu< se forme en mí el sacerdote que el buen Dios quiere y la santa Igle sia espera».

Suficientemente documentado el estado de ánimo con que vivió Angelo Roncalli su atípico año de servicio militar, cabe aludir, como epílogo — «a mayor abundamiento», diríase con arcaizante pedantería— , a unos ejercicios espirituales (10-20 de diciembre de 1902) que hizo antes de empezar el tercer curso de los cuatro de teología. Unos ejercicios que él rotuló como post captivitatem Babylonis (tras la cautividad de Babilonia) y que acompañó de largas reflexiones y propósitos recogidos en las páginas del Diario del Alma. Van precedidos de este diagnóstico que rezuma pesimismo: «|Oh, cuán feo es el mundo! ¡Cuánta suciedad y porquería! Lo he tocado con la mano en mi año de vida militar. ¡Qué fuente de podredumbre es el ejército! Una podredumbre que inunda las ciu­ dades. ¿Quién, si Dios no le ayuda, puede salvarse de tal diluvio de fango? ¡Dios mío, te doy gracias porque me preservaste de tanta corrupción! Se trata, en verdad, de una de las gracias más grandes, por la que te estaré agradecido toda mi vida. No creía que un hom­ bre razonable pudiera rebajarse a tanto. Sin embargo, sucede. Y hoy, con mi escasa experiencia, creo poder decir que más de la mi­ tad de los hombres, durante algún periodo de sus vidas, se con­ vierten en animales vergonzosos. ¿Y los sacerdotes? ¡Dios mío, tiemblo pensando que no son pocos, también entre ellos, los que mancillan su carácter sagrado! Hoy ya nada me extraña, ni me pro­ ducen impresión ciertas narraciones. Todo está explicado. Lo que no me explico es cómo tú, oh Jesús purísimo que “pastoreas entre 08 l'ños” (Cant 2,16), puedes soportar tanta infamia, incluso en tus ministros, y te dignas bajar entre sus manos, albergarte en sus corazones, sin castigarles en el propio instante».

17. Carnaval en el seminario Se pasa por alto, por razones de espacio, la referencia en de­ talle a circunstancias de sus cursos tercero y cuarto de teología. No registraron particulares episodios externos, pero sí un es­ fuerzo de dominio de sí mismo y de profundización espiritual que conforman páginas decisivas de su vida íntima reflejadas en el Diario del Alma. Fueron cursos, en los años 1902 y 1903 especialmente, en los que las reflexiones y propósitos de ejercicios espirituales quedaron registrados con escrupulosa datación. En la duda so­ bre qué elegir, siendo tanto lo merecedor de ser elegido, se opta aquí por el 22 de febrero de 1903: «Esta noche acaban los días de vacaciones que, al ritmo de las cosas del mundo, se denominan de carnaval. De estas vacaciones, dos cosas me han impresionado de manera especial: la fiesta de la querida Madonna deüa Fiducia (Nuestra Señora de la Confianza) y la l 'istia de las siete iglesias5. El dulce y suavísimo pensamiento de Ma­ ría, cuya devota imagen venerada arriba, en la pequeña capilla de los teólogos, evoca tan numerosos recuerdos de historia íntima; el santo ejercicio de penitencia, que nos puebla la mente de las ma­ jestuosas figuras de tantos muertos que nos enseñaron cómo hay que amar a Jesucristo, y que inunda nuestros corazones de afectos santos, de propósitos eficaces, y, al mismo tiempo, nos une a aque­ llos santos gloriosos que nos precedieron en la peregrinación de­ vota, ejemplo luminoso de virtudes cristianas y sacerdotales en tiempos nada lejanos y distintos de los nuestros, no podían por menos de despertar sentimientos de virtud y de devoción auténti­ ca, y espero, con la gracia de Dios, que duradera. Mañana, cuando haya pasado ese pequeño bullicio y desmadre de estos días, volve­ remos al estudio serio, a las ocupaciones más graves, al ejercicio de la virtud más atento y recogido. El Señor se ha complacido en ha5 La Visita de las siete iglesias era una práctica religiosa establecida por San Felipe Neri (1515-1595), consistente en «peregrinar», en un mismo día, empezando por la mañana a partir de la basílica de San Pedro, y siguiendo por las otras tres basílicas mayores (San Pablo Extramuros, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor), por las «menores» de San Sebastián, San Lorenzo al Verano, y Santa Cruz de Jerusalén. Tenía como finalidad ganar las indulgencias anexas y hacer penitencia por los pe­ cados, enmienda de la tibieza y demás defectos, acción de gracias, interceder por la santificación del papa, por la Iglesia, por todos los obispos y príncipes cristianos, por la congregación del Oratorio (o por la pía asociación a la que uní) pertenecie­ se), por los pecadores, por la conversión de los herejes, cismáticos e infieles, y por las almas del purgatorio.

cerme pasar por las diversiones y pasatiempos de estos días sin que mi alma padeciese gran distracción, y en hacerme experimen tar una sensación de aburrimiento, por tratarse de una gran estupi­ dez. No creo que el carnaval pueda merecer otra denominación, incluso para nosotros los eclesiásticos, si no fuese aún peor»6.

Recibidas en el seminario de Bérgamo las cuatro «órdenes menores» — ostiariado, lectorado, exorcistado y acolitado-— con­ siguientes a la sagrada tonsura o coronilla, que había marcado su ingreso en el «clerigado», Angelo Roncalli recibió, ya en Roma, las órdenes mayores. El subdiaconado, eJ 11 de abril de 1903, y el diaconado, el 18 de diciembre del mismo año. Ambas, de manos del cardenal Pietro Respighi, vicario del papa para la diócesis romana, y ambas también en la verdadera catedral de Roma, que no es la basílica de San Pedro, sino la de San Juan de Letrán. Diaconado y subdiaconado representan — representaban so­ bre todo— momentos de mayor trascendencia jurídico-canónica (el subdiaconado) y sacramental (el diaconado) que las órdenes menores. Pero trascendencia, también y sobre todo, es­ piritual. Imaginarse con qué preparación querría acceder a ellos Angelo Roncalli. La recepción tanto de uno como de otro orden tenía que ir precedida de ocho días de ejercicios espirituales, que el semina­ rista Roncalli hizo muy a conciencia del 1 al 10 de abril en el primer caso, y del 9 al 19 de diciembre para el diaconado. Tan específicos y extraordinarios fueron tales ejercicios espirituales que, el mismo año, Roncalli hizo, además, dos tandas de minie­ jercicios espirituales regulares junto con los demás compañeros de seminario: en agosto, en Roccantica, en mitad de las vacacio­ nes, y del 1 al 3 de noviembre, en Roma, para el comienzo de curso. Las reflexiones y propósitos de unos y otros ejercicios, que daban lugar a rigurosos exámenes de conciencia para compro6 Evidentemente, por entonces el seminarista Roncalli era menos tolerante de lo que había de volverse. Según el que fue su secretario personal, en 1%1 Juan XXIII suprimió del Diario del Alma esta expresión: «De hecho, ¿qué son todas esas cosas, esas diversiones que se han producido aquí mismo en el seminario sino auténticas tonterías carentes de sentido, que deberían haberse evitado, con escasa dignidad y respeto de nuestra condición?»

bar la fidelidad con que los cumplía, están plasmados en las pá­ ginas del Diario del Alma, a las que se remite al lector de buen paladar, como complemento esencial de éstas.

18. En los umbrales del sacerdocio En la antevíspera de su consagración sacerdotal, el diácono Roncalli hubo de hacer frente a algo importante: el 13 de julio de 1904 tuvo que pasar el examen escrito para doctorarse en teología. En parecida coyuntura se encontraban más, pero aun­ que hubiera sido él solo, hacía falta que alguien garantizase de­ terminadas formalidades de la prueba. Para evitar que los exa­ minandos cediesen a la fácil tentación de copiar, allí estuvo como vigilante el entonces aún joven profesor Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII. La exigencia de ejercicios espirituales para la ordenación sa­ cerdotal era aún más rigurosa que para el subdiaconado y diaco­ nado. Roncalli los llevó a cabo del 1 al 9 de agosto, huésped de los pasionistas en el convento de los santos Juan y Pablo del Ce­ lio: la colina — una de las siete famosas de Roma— situada en­ tre el Coliseo, las termas de Caracalla y la basílica de San Juan de Letrán. ¡Cómo, en ocasión de tales ejercicios, no iba a llenar el ya candidato cercano a la consagración sacerdotal unas cuantas pá­ ginas del Diario delAlma con reflexiones sobre su pasado y con propósitos para su porvenir! El joven Roncalli — 23 años aún no cumplidos, y como se requerían 24 para la ordenación, tuvo que solicitar dispensa por razones de edad— estaba dispuesto, en aquel momento y siempre, a aprender de todos. Y a fe que encontró de quien aprender: «El lego que me arregla la habitación y me sirve a la mesa, el buen hermano Tomás, me hace meditar mucho. Es un hombre ya entrado en años, de modales correctísimos, alto, metido en su há­ bito negro, que le llega hasta los pies y que no menciona sin califi­ carlo de santo. Está siempre de buen humor. No habla más que de Dios y del amor divino. Al hablar, nunca mira al rostro de su inter­ locutor. En la capilla, en presencia del santísimo sacramento, per­ manece postrado e inmóvil como una estatua en el pavimento des­ nudo. Ha venido de España hasta Roma para hacerse pasionista, y

es feliz sirviendo a todos, sencillo como una criatura sin ambicio­ nes de brillo, sin espejismos, simple hermano lego para toda la vida 1. ¡Ante la virtud del hermano Tomás, yo no soy realmente nada! Debería besar el borde de su sayal y dedicarme a escucharle como a un maestro. Pero el hecho es que yo casi soy sacerdote, colmado de tantas gracias [...] ¿Dónde está mi espíritu de peniten­ cia, de humildad, mi modestia, mi espíritu de oración, mi ver­ dadera sabiduría? ¡Ah, hermano Tomás, hermano Tomás! ¡Cuántas cosas me enseñas! ¡Cuántos pobres hermanos legos, cuántos des­ conocidos religiosos, resplandecerán de gloria un día en el reino de Dios! Y yo, ¿por qué no he de conseguir otro tanto? ¡Oh Jesús, infúndeme espíritu de penitencia, de sacrificio, de mortificación...!»

19. El recuerdo de un día inolvidable Ocho años más tarde, en 1912, Angelo Roncalli seguiría re­ cordando el clima, incluso físico, de aquellos ejercicios espiri­ tuales de preparación para el sacerdocio: «Los ordenandos éramos unos diez, de distintos países y cole­ gios. Entre otros, había un florentino, alumno del Colegio Capránica; un portugués; don Nicola Turchi, que en 1901 había sido compañero mío en el seminario romano; otro clérigo de Roma, etc. Me ayudó bastante el ejercicio diario del vía crucis, que hacía­ mos todos juntos en la capilla; la lectura de la vida del recién beati­ ficado Gabriel de la Dolorosa, que se hacía por tumo durante las comidas; la función de la tarde — novena de la Asunción— en la hermosa capilla donde reposa el cuerpo de San Pablo de la Cruz; el ejemplo de austeridad que daban aquellos padres. Recuerdo to­ 7 En nota a pie de página se especifica que el tal hermano Tomás de la Pasión, antes llamado Eugenio Viso, y perteneciente a la provincia pasionista de Calvario (Brasil), había nacido-el 25 de agosto de 1869 en Arnioza, Orense. (Pienso se trate, no existiendo en Orense población alguna llamada Arnioza, de Arnoia o Arnuide.) Se añade que «sirvió a la congregación de los pasionistas con gran espíritu de sa­ crificio, primero en Roma y luego en Brasil». Que «en la portería del retiro y en la iglesia, donde pasó sus últimos quince años, dio muestras de paciencia y caridad singular». Que «no es fácil hablar de la caridad y buenos modales con que recibía a los pobres», ya que «se esforzaba en procurar que todos marchasen satisfechos». Que, «amantísimo de la pobreza, en los últimos veinte años nunca usó hábitos nuevos». Que «su caridad cristiana había recibido sólido fundamento en el seno de su familia». Que, «una vez religioso, supo compenetrarse admirablemente del espí­ ritu de los pasionistas». Que «en los últimos meses de su vida parecía más diligente aún en sus prácticas y manifestaba de continuo gratitud al Señor por haberlo lla­ mado a la congregación de los pasionistas, y haber bendecido la fundación de Cuririba y la provincia de Calvario, de cuyos humildes comienzos había sido testigo v cuyo consolador desarrollo había contemplado».

davía la impresión que yo experimentaba cada noche cuando se le vantaban para Maitines, y el rumor de los pasos y del largo hábito negro a través de los oscuros pasillos. Pero lo que sobre todo me llamaba la atención era la solemnidad de los recuerdos cristianos en aquel lugar venerable. Desde mi ventana contemplaba el Coli­ seo, Letrán, la Via Appia. Desde el jardín se divisaban el Palatino y el Celio, con todos los monumentos cristianos que lo coronaban, empezando por la basílica de San Gregorio. Junto a aquel lugar se hallaba la basílica de los santos Juan y Pablo, adonde bajaba todas las tardes para la novena de la Asunción. Junto a mi habitación es­ taba la celda donde murió San Pablo de la Cruz, fundador de los pasionistas, y donde nos dedicábamos todas las tardes a ensayar la santa misa. Todo, en fin, me hablaba allí de santidad, de generosi­ dad, de sacrificio. ¡Oh Señor, cuán agradecido te estoy por haber­ me mandado a aquel lugar santo para mi preparación inmediata al sacerdocio!»

La ceremonia de la ordenación sacerdotal, que desde años atrás había constituido el principal anhelo de su vida, tenía que ser una fiesta íntima. Se dice que las fiestas se conocen por la víspera, que es donde se sitúa la narración del protagonista de una fiesta cuya emoción le embargaba: «La víspera del día feliz de mi ordenación, el buen padre Luigi del Rosario, que atendía a los ejercitantes y me había dado nume­ rosas pruebas de benevolencia, tuvo la amabilidad de acceder a mi deseo de que me acompañase en la visita a algunos lugares particu­ larmente merecedores de veneración. En su compañía fui a San Juan de Letrán para orar en aquella basílica y renovar mi acto de fe. Luego subí la Escala santa, desde donde fui a San Pablo Extramu­ ros. ¿Qué dije al Señor aquel atardecer, en la tumba del Apóstol de los gentiles? Secretum meum mihi (Mi secreto me lo guardo para mí) (Is 24,16)».

Y, tras la víspera, la fiesta. Una fiesta que vivió en soledad. Nadie de su familia pudo acompañarlo: el precio del viaje en tren, de Bérgamo a Roma y regreso, era demasiado caro para la economía de los Roncalli-Mazzola. Gracias quizá a la soledad de que se vio rodeado, el ex ostiario y lector y exorcista y acólico y subdiácono y diácono Angelo Roncalli pudo vivir más in­ tensamente el gran acontecimiento. ¿Que cómo lo vivió realmente? ¡Quién lo iba a contar mejor que él, aunque fuera en una evocación ocho años posterior a aquel 10 de agosto de 1904!:

«Amaneció el día de aquella felicísima fiesta de San Lorenzo. Mi vicerrector Spolverini fue a recogerme al convento donde ha­ bía hecho los ejercicios espirituales. Crucé la ciudad en silencio. La inolvidable ceremonia se celebró en la iglesia de Santa María in Monte Santo, en Piazza del Popolo. Aún tengo presentes en la me­ moria cada uno de los detalles de aquel acontecimiento. El consa­ grante era monseñor Ceppetelli, vicegerente. Ayudaban en el altar varios alumnos del Colegio Capránica. Cuando, una vez concluido todo, tras pronunciar el juramento de fidelidad eterna a mi supe­ rior el prelado ordinario, levanté los ojos, vi que la bendita imagen de la Virgen, en la que confieso que no me había fijado antes, pare­ cía sonreírme desde el altar e infundirme, con su mirada, un senti­ miento de dulce tranquilidad espiritual, de generosidad, de firme­ za, como si quisiese decirme que estaba contenta, de manera que me iba a proteger siempre. En una palabra, que comunicaba a mi espíritu una oleada de dulcísima paz que jamás olvidaré. El buen vicerrector me acompañó al seminario, donde no ha­ bía nadie, ya que todos estaban de vacaciones en el campo, en Roccantica. El primer deber que traté de cumplir fue escribir inmedia­ tamente una carta a mi obispo, monseñor Guindará. En pocas palabras le decía lo que le había dicho al Señor a los pies de mon­ señor Ceppetelli, renovándole mi promitto oboedientiam et reverentiam. ¡Cuán feliz me siento recordando y renovando aquella promesa ocho años más tarde! Escribí enseguida después a mis padres, para compartir con ellos y con toda mi familia los gozos de mi corazón, invitándoles a dar conmigo gracias al Señor, pidiéndole que se dig­ nase conservarme fiel a El. Por la tarde me quedé solo, a solas con mi Dios que de tal suerte me había encumbrado, a solas con mis pensamientos, con mis propósitos, con mis dulces emociones sa­ cerdotales. Salí. Recogido en soledad con mi Señor, como si Roma estuviese desierta, visité las iglesias de mi mayor devoción, los alta­ res de los santos que habían sido más familiares a mi espíritu, las imágenes de Nuestra Señora. Se trató de visitas muy breves. Me parecía como si aquel atardecer tuviese una palabra que decir a to­ dos, y como si cada uno de aquellos santos tuviese, a su vez, una palabra que decirme a mí. Y así era en verdad. Visité a San Felipe, a San Ignacio, a San Juan Bautista de Rossi, a San Luis, a San Juan Berchmans, a Santa Catalina de Siena, a San Camilo de Lelis y a bastantes más. ¡Oh santos benditos, que disteis entonces testimonio al Señor de mis buenos deseos, pedidle per­ dón ahora por mis debilidades y ayudadme a mantener siempre encendida en mi corazón la llama de aquella jomada inolvidable!»

20.

Primera misa y audiencia con Pío X

Si la ordenación sagrada Ueva emparejada una singularísima emoción para quien accede al sacerdocio con el fervor con que accedió Angelo Roncalli, la primera misa, al día siguiente, no puede despertar emoción menor. «Liberado» de la distracción de la proximidad física de representantes de su familia, aunque sintiendo en su alma la presencia espiritual de todos y cada uno, el recién ordenado celebró y vivió la suya con un arrobo que sólo desde la distancia, y no sin el debido respeto, se puede ima­ ginar. Fue tan intensa su emoción, y tan duradera, que muchas veces a lo largo de su vida evocó las circunstancias y detalles, tal como aquí mismo le vamos a casi oír, leyéndolo: «Al día siguiente, de nuevo el querido vicerrector me llevó a San Pedro para celebrar allí mi primera misa. ¡Cuántas cosas me dijo aquella gran plaza al cruzarla! Mil veces había pasado por allí con conmoción, ¡pero aquella mañana...! ¡Y, dentro, el majestuoso templo, entre recuerdos venerables de la historia de la Iglesia...! Bajé a la cripta, junto a la tumba del Apóstol. Allí se encontraba una corona de amigos, invitados por el vicerrector. Recuerdo a monseñor Giuseppe Palica, profesor mío de Teología moral; y a don Enrico Benedetti, a don Pietro Moriconi, a don Giuseppe Baldi, a don Enrico Fazi, y a otros. Celebré la misa votiva de los san­ tos Pedro y Pablo. ¡Qué consuelos en aquella misa! Recuerdo que entre los senti­ mientos de que rebosaba mi corazón, uno desbordaba a los demás: el de un gran amor a la Iglesia, a la causa de Cristo, del papa, de una entrega total de mi ser al servicio de Jesús y de la Iglesia, de un propósito, de un juramento sagrado de fidelidad a la cátedra de San Pedro, de trabajo incansable por las almas. Pero aquel jura­ mento, que adquiría una consagración específica por el lugar don­ de me encontraba, por el acto que estaba cumpliendo, por las cir­ cunstancias que lo rodeaban, lo conservo vivo todavía y palpitante en mi corazón, más de lo que es capaz de expresar la pluma. Como dije al Señor sobre la tumba de San Pedro: Domine, tu omnia nosti; tu seis quia amo te (Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo) O" 21,17). Salí como aturdido. Parecía que los pontífices de mármol y bronce dispuestos a lo largo de la basílica me estuviesen mirando aquel día desde sus sepulcros con un significado nuevo, cual si tra­ tasen de infundirme renovado coraje y una gran confianza».

Es costumbre que todo sacerdote recién ordenado registre en una estampa-recordatorio los datos esenciales relacionados

con la ordenación y primera misa. Lo hizo también Roncalli, vertiendo en su recordatorio, de manera implícita, sus ideales más íntimos. La estampa iba encabezada por una oración toma­ da de la liturgia: «Que el Señor encienda en nosotros el fuego de su amor y la llama de la eterna caridad». Venía luego la crónica condensada de lo que le había ocurrido en dos días irrepetibles de su vida: «En recuerdo del día feliz en que el bergamasco Angelo Giuseppe Roncalli, alumno del pontificio seminario ro­ mano, celebró la primera misa en la basílica vaticana junto al cuerpo del bienaventurado Pedro, pidiendo para sí mismo la ca­ ridad apostólica, para sus parientes, bienhechores y amigos los dones celestiales, y para la Iglesia libertad, unidad y paz. Roma, 10 de agosto de 1904» 8. Pero aquel 11 de agosto de 1904 hubo algo más, para él igualmente importante. Dejemos que nos lo cuente quien lo vivió: «Hacia mediodía me aguardaba un nuevo consuelo: una au­ diencia del papa Pío X. Me la consiguió mi vicerrector — ¡cuán agradecido le estoy por todo lo que por mí hizo en aquellos días benditos!— , y me acompañó. Cuando el papa llegó hasta donde estaba yo y le fui presentado, sonrió y se inclinó para escucharme. Yo le hablaba de rodillas. Le dije que me sentía feliz de poder ofre­ cer humildemente a sus pies los mismos sentimientos que aquella misma mañana había depositado sobre la tumba de San Pedro, y se los expuse brevemente, de la manera que me fue posible. El papa entonces, permaneciendo siempre inclinado y poniendo la mano sobre mi cabeza, hablándome casi al oído, me dijo: “Bien, bien, hijo mío: así me gusta. Pediré al Señor que bendiga de manera es­ pecial estos tus buenos propósitos y que seas de verdad un sacer­ dote según su corazón. Bendigo asimismo todas tus otras inten­ ciones y a todas las personas que en estos días se congratulan contigo”. Me bendijo y me dio a besar la mano. Luego siguió ade­ lante, habló con otros — creo que con un polaco— , pero al instan­ te, como siguiendo el curso de su razonamiento, se volvió hacia mí, me preguntó cuándo pensaba ir a casa, y cuando le contesté que para la Asunción, dijo de nuevo: “¡Oh, quién sabe qué fiesta 8 Estaba en latín. Para quienes lo sepan —que lamentablemente cada día son menos— , no hay ni comparación: Ob memoriam auspicatissimi diei / quo ¡ Angelus Josephus Roncalli / bergomas / Pontificii Seminarii Komani alumttus i ad corpus beati Petri in aede mticana / Primum Sacrum obtulit / sihi charitatm apostolicam / cognatis benefactoribus amicis / muñera coelestia / Bccksiae libertatem unitatem et pacem / adprecatus. ¡ Romae III idus Aug. MCMIV.

más grande en ese su pueblo (me había preguntado antes cuál era), y cómo repicarán aquellas hermosas campanas bergamascas...!” Y prosiguió su recorrido con una sonrisa...».

21.

Primera misa en Sotto il Monte

Siguió la fiesta, más de otros que suya, aunque suya igual­ mente, sólo que distinta. Su fiesta difería, en intimidad, de la más externa e inevitablemente algo ruidosa de su entorno fami­ liar y social. El siguió viviendo su arrobo espiritual, la proximi­ dad casi mística a sus santos protectores, que ya hemos visto eran bastantes — San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, San Francisco de Sales, San Francisco Javier, San Luis Gonzaga, San Juan Berchmans, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Asís, etc.— , a su Virgen de la Confianza, a Jesús, que lo acompaña­ ron en los desplazamientos aún pendientes. El recorrido empezó al día siguiente por Roccantica, sede campestre de vacaciones del seminario. Sus compañeros lo reci­ bieron al canto de un solemne Tu es sacerdos. Allí celebró su pri­ mera misa solemne. El rector Bugarini actuó como asistente. El director espiritual del seminario, padre Francesco Pitocchi9, fue el orador sagrado. Angelo Roncalli encontró generoso en exce­ so el panegírico: «Aquel buen padre fue demasiado bueno con­ migo. El cariño le puso un velo en los ojos». 9 Este buen redentorista desempeñó un papel importante en la plasmación del prototipo de cristiano en que cuajaría el Angelo Roncalli sacerdote, obispo, diplo­ mático de la Santa Sede, patriarca de Venecia y sumo pontífice de la Iglesia. Nunca lo olvidó el propio Angelo Roncalli. De su relación con el buen hijo de San Alfon­ so de Ligorio escribió el 14 de septiembre de 1922, poco después de su muerte: «Tuve ia suerte de encontrarme con él a finales de 1902, hace ahora veinte años. Volvía yo al seminario romano tras el servicio militar para retomar los estudios de teología y prepararme para las órdenes sagradas. La Providencia me lo había man­ dado en el momento más adecuado. Recuerdo aún que bastó el primer coloquio que tuve con él la tarde del 16 de diciembre, en el curso de los largos ejercicios espirituaies de... reblanqueo (¡no se pasaba del cuartel al seminario sino a través de tal austera purificación!), para que de inmediato inundase mi alma una sensación de seguridad y de gran abandono a lo que aquel hombre hubiese de pedirme como expresión de la voluntad del Señor. La consigna que me dejó como conclusión de aquel primer encuentro para que me la repitiese a mí mismo con calma pero con insistencia —Dios lo es todo; yo no soy nada— fue como la llave mágica que abrió de­ lante de mis ojos un horizonte nuevo, inexplorado, lleno de misterio y de fascina­ ción espiritual».

La autocrónica de aquellos días, tal como se conserva en ei Diario del Alma, es breve por demás. El jovencísimo sacerdote se iba acercando a Sotto il Monte, donde era esperado con comprensible impaciencia: «El día 13 celebré en la Annunziata de Florencia, cumpliendo una obligación de reconocimiento a aquella Virgen querida a la que, antes del servicio militar, había consagrado mi pureza. El día 14 estaba en Milán, celebrando junto a la tumba de San Carlos Borromeo. ¡Cuántas cosas le dije, y cuánto se fortaleció, desde aquel día, el vínculo de veneración y de amor que ya me unía a él! El 15, fiesta de la Asunción, celebré en Sotto il Monte. Tengo registrado aquel día entre los más gozosos de mi vida. Para mí, para mis pa­ rientes, para los bienhechores... ¡Para todos!».

A la tan fugaz crónica de la fiesta en Sotto il Monte le puede servir de apéndice una carta que, a escasos días de distancia (20 de agosto), remitió Angelo Roncalli desde su pueblo natal a monseñor Bugarini: «He tardado tanto en mandarle noticias mías porque, tras las fiestas de la Asunción y de San Roque, me he visto aplastado por todo el cansancio y las emociones de estos días, y he tenido que ponerme en manos del médico que, en vista de una especie de ata­ que de fiebre y de un fuerte dolor de cabeza, temía que degenerase en fiebre tifoidea. También me hizo sufrir lo suyo un fuerte mal de dientes. Me consuela pensar que el Señor está siempre a mi lado en tanto añade,- a los consuelos, ocasiones de sufrir un poco. Lo que en cambio me ha producido un gran disgusto ha sido haber tenido que abstenerme por dos veces de celebrar la santa misa, por impo­ sibilidad total. Pero esta mañana he podido levantarme, asearme con calma, y, aunque el médico me recomienda reposo absoluto, tengo la impresión de sentirme cada día mejor, a pesar de que la debilidad persiste. Por lo demás, estoy contento de todo. Satisfe­ cho, especialmente, por los consuelos que mi presencia ha traído a mi familia y por la gran cordialidad con que todos mis buenos pai­ sanos, así como un gran número de sacerdotes, bienhechores y amigos, se han adherido, personalmente o por escrito, a mi fiesta. Entre otros, tengo registrados a Ballini y Carozzi, quienes, llegados de manera inesperada el día de la Asunción a la hora de la comida, se quedaron luego para acompañarme durante la procesión. Me sentí en deber de acudir enseguida a la venerada curia, pero su ex­ celencia el señor obispo, muy cansado e indispuesto, no concedía audiencias ni yo consideré oportuno pedirla. (El canciller) monse­ ñor Masoni estaba ausente, y (el vicario general) monseñor Si^nori estaba asediado por un gran número de sacerdotes. Dejé una nota

prometiendo volver al día siguiente, cosa que no he podido cum­ plir por indisposición física. A poco que pueda, trataré de cumplir la promesa el lunes».

La carta terminaba con estas palabras: «Ya con anterioridad a mi llegada algunos párrocos se habían repartido las pocas fies­ tas que tengo para permanecer por aquí, y habían conseguido para mí, de la venerada curia, el permiso de confesar. Siento empezar no pudiendo satisfacer sus deseos».

C a p ítu lo

II

1905-1914

ESTRENO SACERDOTAL A LA SOMBRA DE SU OBISPO

1. «Obedeceré sin perder el entusiasmo» Dos meses antes de su ordenación sacerdotal ya estaba pre­ visto el destino inmediato de Angelo Roncalli en su diócesis de origen. Cabe deducirlo de lo que, en nombre del obispo Guindani, escribió (10 de junio de 1904) al rector del seminario ro­ mano el vicario general monseñor Giosué Signori. Era inten­ ción del obispo que, apenas ordenado sacerdote, Roncalli se incorporase a la diócesis para desempeñar el cargo de coadju­ tor. Pero fueron tan convincentes las razones del rector del se­ minario romano que, diez días más tarde, el mismo vicario ge­ neral dio marcha atrás: «Las razones por las que insiste usted en que Roncalli se quede en Roma por un año más son tales que se ha tomado la decisión de aceptarlas». En efecto, Roncalli se quedó en Roma. Y, probablemente a sugerencia de Bugarini, se matriculó en Derecho canónico, toda vez que la licenciatura en teología (conseguida el 30 de ju­ nio de 1903) y aún más el doctorado (conseguido 13 de julio de 1904), lo acreditaban para dicho estudio en una universidad eclesiástica. No es seguro que Derecho fuese la especialización que más le atraía, no obstante ser la sugerida por sus superiores. Lo se­ guro es que, aunque le costase, Roncalli estaba dispuesto a obe­ decer. Y obedeció, como seguiría obedeciendo durante toda su vida. Un año antes había anotado en el Diario del Alma: «Me hubiera gustado dedicarme a un estudio especial, pero los superiores no me lo consienten. Renunciaré, pues, sin perder la sonrisa. De igual forma, me hubiera gustado recibir la ordenación

como subdiácono en pascua. Los superiores no quieren ni oírlo. A esperar, pues, sin perder la alegría. Me apetecería que me dejasen en pa2, pero los superiores quieren confiarme una tarea que me entristece e irrita mi amor propio, y se me hace cuesta arriba obe­ decer. Pues mejor: obedeceré sin perder el entusiasmo, mantenien­ do la alegría en el Señor».

Naturalmente, cumplió bien los propósitos que confió a su cuaderno espiritual. Aceptó con buen talante los plazos que le fijaron, así como los estudios y tarea que le impusieron, que no fue otra que verse trocado en enfermero y en asistente de disci­ plina de los estudiantes más jóvenes. Repetiría a menudo, a partir de entonces, algo que empezó a constatar desde joven: «Ocurre a menudo que la Providencia nos lleve a tener que hacer algo en lo que no pensábamos y dis­ tinto de aquello para lo que nos habíamos preparado». En reali­ dad, desde la adolescencia Angelo Roncalli no había dejado de prepararse para todo lo que le demandara la obediencia.

2. Quería ser como San Francisco Javier Asentada en una preparación espiritual de la que hemos sido testigos, ya desde el otoño de 1904 empezó a sedimentarse en su interior una sólida madurez sacerdotal. Es lo que se refle­ ja, de manera indirecta pero segura, en una carta que mandó, desde Roma, al tío abuelo Zaverio con motivo de su onomásti­ ca (3 de diciembre de 1904): «Sabe bien la gratitud que siento hacia usted por haber tenido una parte tan decisiva en mi educación eclesiástica. Pero, más que yo, es el Señor quien sabrá recompensarle por todo el bien que me ha hecho. Ha sido ya un buen premio que le haya concedido poder ver a su sobrino nieto subiendo al altar, y conservándole, a tan res­ petable edad, lucidez de mente y frescura de fuerzas y energías. Mañana, en el santo sacrificio de la misa, agradeceré también por usted a Jesús los beneficios que le ha hecho en 80 años de una vida cristiana y activa como la suya, y le pediré con fervor que le con­ serve todavía muchos años, para que yo pueda quererle. Por su parte, no deje de pedir por mí, como ha hecho siempre. Confío en sus oraciones, porque son sencillas, rectas y fervorosas. Ya está he­ cho el sacerdote, pero no basta: se necesita el santo sacerdote que haga mucho bien a todos. Pida a San Francisco Javier que me co

munique el gran espíritu de humildad y de fervor apostólico que él poseía en grado extraordinario, por lo que obró tantas maravillas en la conversión de los infieles. Esto es lo que tiene que desear e implorar usted para mí: nada más».

3.

«... las primicias de mi sacerdocio...»

No es razonable, y aún menos necesario, hacer conjeturas al trazar la biografía de Angelo Roncalli, puesto que abundan datos de primera mano de absoluta certeza. Datos tomados de cartas suyas, de discursos, de su Diario del Alma, más que suficientes para construir una auténtica y extensa casi autobiografía. Sólo hay que incorporar, todo lo más, como accidental muletilla, algu­ na referencia circunstancial y complementaria. Y una, en este punto, de la que no estará de más tomar nota: desde el 21 de oc­ tubre de 1904, la diócesis de Bérgamo estaba sin obispo, por el fallecimiento de monseñor Gaetano Guindani, aquejado de una grave enfermedad desde meses atrás. Y aquí vienen ya datos se­ guros, captados directamente de la pluma de quien, sin saberlo, se estaba autobiografiando. Proceden, en este caso, nada menos que de una breve encíclica titulada Sacerdotii nostriprimordia (Los al­ bores de nuestro sacerdoáo, referida, en realidad, a la grandeza del mi­ nisterio sacerdotal), fechada el 1 de agosto de 1959 y publicada con motivo del centenario de la muerte de San Juan María Vianney, mejor conocido como «el Cura de Ars». En las palabras con que arranca dicha encíclica es dado asis­ tir a las vivencias romanas del sacerdote Angelo Roncalli muy a comienzos de 1905: «Las alegrías purísimas que acompañaron copiosamente las primicias de mi sacerdocio están unidas para siempre, en mi me­ moria, a la profunda emoción que experimenté el 8 de enero de 1905 al asistir a la beatificación del humilde sacerdote francés Juan María Vianney. También yo, consagrado sacerdote desde hacía sólo unos meses, quedé impresionado por la admirable figura sa­ cerdotal que mi predecesor San Pío X se complacía grandemente en proponer como modelo a todos los pastores de almas. A tantos años de distancia, no puedo evocar este recuerdo sin agradecer al divino Redentor esta gracia insigne, por el impulso que imprimió desde el principio a mi vida sacerdotal. Aún recuerdo que el día mismo de aquella beatificación me enteré de la elevación al episco-

pado de monseñor Giacomo María Radini Tedeschi, el gran obis­ po que unos días más tarde me había de llamar a su servicio y que fue para mí maestro y padre muy querido. En su compañía pere­ griné, a comienzos de aquel mismo año, a Ars, el pequeño pueblecito al que su santo párroco hizo tan famoso para siempre. Por una nueva disposición de la Providencia, el año en que recibí la plenitud del sacerdocio, el papa Pío XI canonizaba solem­ nemente, el 31 de mayo de 1925, al pobre Cura de Ars. En su ho­ milía, el pontífice se complacía en describir “la endeble figura cor­ poral de Juan María Vianney, con la cabeza resplandeciente de una especie de blanca corona de cabellos largos, el rostro grácil y de­ macrado por los ayunos, en el cual se transparentaba la inocencia y santidad de un alma muy noble y suave, a cuya simple vista las multitudes se elevaban a pensamientos saludables”. Poco después el mismo pontífice, en el año de su jubileo sacerdotal, completaba el gesto ya cumplido por Pío X con los párrocos de Francia y extendía a toda la Iglesia el patrocinio de San Juan María Vian­ ney, para promover el bien espiritual de los párrocos en el mundo entero».

4. Radini Tedeschi, nuevo obispo de Bérgamo Ya adelantó él mismo el nombre del hombre tan determi­ nante en su vida que fue Giacomo María Radini Tedeschi. Angelo Roncalli lo conocía desde sus tiempos de seminarista, cuando ni remotamente podía sospechar lo que aquel eclesiásti­ co de Piacenza, romano de formación, estaba destinado a re­ presentar en su vida, porque ni éste podía soñar con que sería obispo de Bérgamo, sucediendo a monseñor Guindani, ni me­ nos aquél podía imaginar que tendría como primer destino el de secretario suyo. Radini Tedeschi dejó referencia en su diario de un detalle re­ lacionado con su nombramiento para Bérgamo, con motivo de una audiencia que le concedió Pío X el 4 de enero de 1905: «El santo padre me acoge con suma bondad. Me agradece el consuelo de mi aceptación. Alaba la diócesis de Bérgamo, hasta el punto de que la define como la primera diócesis de Italia: “Bérga­ mo, en punto a satisfacciones para un obispo, es la primera dióce­ sis de Italia”. Luego añade: “No se lo diga a nadie. Le envío como obispo de Bérgamo. Pida al Señor que no me muera enseguida... ¿Me entiende?” No entiendo. El santo padre añade: “Le propusie­ ron para arzobispo de Palermo. Dije: No. Le propusieron para Ra

vena. Dije: No. Para Bérgamo, como simple obispo. Pero yo...” “Entiendo”, dije. “No apetezco dignidades mayores. Sólo, la vo­ luntad de Dios”. A continuación se dignó decirme que me tiene un gran afecto y que, para darme una demostración de elio y dársela a Bérgamo, me consagraría él mismo. Se me escaparon las lágrimas, y se le escaparon a él también. Hágase la voluntad de Dios».

El papa cumplió lo de consagrarlo él mismo: el 29 de enero, fiesta de San Francisco de Sales, el modelo preferido de quien sería su secretario particular. Le cupo el honor a Angelo Ronca­ lli, junto con una intensa emoción espiritual, de actuar como monaguillo mayor — evangeliario— en la solemne ceremonia. Lo recordaría varias veces a lo largo de su vida: por la proximi­ dad a su obispo no menos que al papa del momento, del que había de ser doblemente sucesor: como patriarca de Venecia primero, y en la cátedra de San Pedro después. Pero no fue Roncalli el único que disfrutó de tan privilegia­ da emoción. Con él actuó su compañero de los seminarios bergamasco y romano, y amigo de por vida, Guglielmo Carozzi. Tal amigo y compañero Carozzi tuvo en sus manos la ocasión de — acaso— cambiar el rumbo de la vida de Roncalli, pero no lo hizo. Cabe deducirlo de unos Ricorcü di condiscepolo que dio a la luz al poco tiempo de que Roncalli se hubiese transformado en Juan XXIII: «Unos días después de la consagración episcopal de Radini Tedeschi me llamó el rector Bugarini para decirme que el obispo le había pedido que, entre los estudiantes berga­ mascos del seminario romano, le eligiese a un secretario. Me ex­ plicó que por edad me hubiera correspondido a mí, pero que quizá fuese mejor Roncalli, que estaba más romanizado. Por mi parte, ratifiqué la designación diciendo que no me atraía nada pisar moqueta». Es más que seguro que tampoco Roncalli de­ seara pisarla. Su determinación era obedecer, aunque para ello tuviese que interrumpir la carrera recién emprendida. Se puso enseguida a disposición del obispo. Lo primero que tuvo que hacer fue contestar, de su parte, a cuantos le escribie­ ron, desde su Piacenza natal, de Bérgamo v de muchas partes de Italia y hasta de algunas del extranjero, para congratularse por su elevación al episcopado y por su nombramiento para una diócesis bajo muchos puntos de vista tan importante.

5. Carta desde Lourdes Radini Tedeschi tomó posesión a primeros de abril. Con ¿I se incorporó efectivamente a la diócesis su secretario. Junto con otros cargos de relieve durante el pontificado de León XIII, en­ tre ellos el de técnico de la Secretaría de Estado, Radini Tedes­ chi se había ocupado de la organización de peregrinaciones y de la fundación de un Comité italiano para Palestina y Lourdes. Posiblemente guarde relación con ello el hecho de que, en la primera década de mayo, al poco de haber tomado posesión, el obispo y su secretario aparezcan peregrinando a Lourdes, desde donde el hasta un par de meses antes alumno del seminario ro­ mano da noticias de sí mismo e impresiones sobre su obispo al rector Vincenzo Bugarini: «Desde hace unos días me encuentro aquí y tengo la sensación de estar en el cielo. Por más que llueva a cántaros, uno se encuen­ tra aquí tan a gusto que se olvida del mundo. El pensamiento de María Inmaculada me absorbe tan por completo que me mantiene en una atmósfera celeste donde no sé hacer otra cosa que guardar silencio, orar y llorar. Quisiera no tener otras preocupaciones en el mundo. Me gustaría tenerle aquí conmigo, queridísimo monseñor, al vicerrector y a todos los queridos seminaristas. De todas formas, deseo que vengan pronto aquí en gran número. Ayer, con profun­ do consuelo por mi parte, pude celebrar la misa en la gruta. Se ex­ perimentan unas emociones tan dulces que no se pueden describir. Por lo demás, todo, aquí en Lourdes, habla. Cuando se viene, no se quisiera ya marchar. Confiaba poderle transmitir, desde este lugar sagrado, aquellas noticias de mis cosas que hasta ahora no me ha sido posible desde Bérgamo, pero Lourdes despierta en mí muy otros pensamientos. Cuando dentro sólo de unos días tenga ocasión de volver a Roma, podré apagar de palabra sus deseos y los míos. De momento le será suficiente saber que me encuentro muy bien con su excelencia monseñor Radini, de igual suerte que él se encuentra muy bien y contento en Bérgamo, donde seguramente dejará una huella pro­ funda de su acción pastoral. Aquí, como siempre e igual que en to­ das partes, desarrolla una actividad que despierta estupor. Los peregrinos están entusiasmados. En Francia lo conocen todos, 1° admiran y nos lo envidian. Se dice que nadie es grande para los de su familia. En cambio, monseñor Radini no mengua para mí un ápice de su grandeza p()f el hecho de que esté a su lado: delicado en todo momento, siernpre amable conmigo aunque me equivoque y hasta cuando las cosas

no van del todo como deberían ir. Para mí su compañía es una ver­ dadera escuela, de la que espero aprender mucho. No dejarán de sobrevenir dificultades y sinsabores, incluso graves. Los espero. He venido a Lourdes para pedir la virtud de ejercitarme en ellos. Pero lograré sobreponerme, teniendo a mi lado a una persona que sabrá en todo momento ofrecerme su apoyo».

No faltan pistas seguras para reconstruir las vivencias de Angelo Roncalli en tales comienzos de su vida sacerdotal. Una sobremanera fiable y cómoda es su epistolario con el rector y el vicerrector del seminario romano, Vincenzo Bugarini y Domenico Spolverini. Al primero se dirigía de nuevo el 1 de septiem­ bre de 1905 en los términos siguientes: «Mi vida procede muy bien, por más que felizmente sacrifica­ da. Monseñor cubre mis insuficiencias con su especial bondad y amabilidad: dice estar contento de mí y multiplica a mi respecto sus pruebas de afecto. A su lado voy ganando confianza, y las difi­ cultades van desapareciendo. No quiero hablar del trabajo. Me siento como un baúl continuamente en viaje. Cuando no me en­ cuentro fuera, en la ciudad o en el campo, entre la muchedumbre que vibra de entusiasmo por el obispo, en funciones, entre músi­ cas, fuegos, ruido de festejos, en casa me veo tomado de asalto por visitas, correspondencia o por una acumulación de pequeñas cosas que quiebran la cabeza y que no dejan un momento de descanso. Para dar un ejemplo, tras un mes de peregrinación continua por la diócesis, tras las fiestas de San Alejandro, ayer estaba en Como, adonde monseñor quiso acompañar a los alumnos de Celana para visitar el lago; hoy estoy aquí, sumergido entre asuntos diversos; mañana, reuniones y congresos de juventud; el domingo, en Alzano para la fiesta federal de la Acción Católica; el lunes, en Alzano otra vez, y por la tarde en Rho, para la reunión de los obispos lom­ bardos; luego, unos días en Celana para exámenes y ordenaciones, y luego nuevas fiestas desde un rincón hasta otro de la diócesis, v así hasta que termine el otoño. A primeros de diciembre comenza­ rá la visita pastoral, con un cúmulo de trabajo aún mayor. No obs­ tante, me encuentro feliz y contento y disfrutando de una salud ex­ celente. En cuanto a la impresión de la diócesis con respecto al obispo, no puedo decirle más que bien. De entrada, un entusiasmo indescriptible; luego, tras las primeras disposiciones y actos de tranquila y suave resolución, algún murmullo, consecuencia natural de un nuevo ritmo de cosas que no deja insensibles ni siquiera a los mejores y de un régimen anterior en el que se abusaba de una bondad que rayaba en debilidad. Hoy, en cambio, el obispo pasa a los hechos, sus disposiciones se ejecutan, y las cosas marchan bien. Todos parecen razonablemente sorprendidos: ancianos y jóvenes.

sin distinción de bandos antiguos, se ponen a sus órdenes, dispues tos a todo. Ya se ha hecho mucho, y se siguen preparando muchas cosas muy hermosas. Verá, monseñor, lo que va a ser la diócesis de Bérgamo dentro de un par de años. El entusiasmo de la gente per­ manece siempre el mismo: indescriptible y conmovedor. No exa­ gero creyendo que en ninguna otra diócesis del mundo se puede asistir a lo que se observa en Bérgamo».

Dos meses más tarde (3 de noviembre de 1905), Angelo Roncalli abría su ánimo al vicerrector Spolverini: «Sigo estando bien. Me encuentro al lado de un obispo que tie­ ne un fuego en el pecho que no lo deja quieto un momento, y lo natural es que yo participe un poco, a mi manera, en su vida. Estoy informado de que monseñor no está descontento de mi compañía, por más que a mí, como es justo, nunca me lo haya dicho de mane­ ra expresa. La observación más fuerte que me hace es ésta: homo pacis meae (el hombre que me da paz). Pero aquí en Bérgamo hasta los más despiertos son un poco así, según dice monseñor, y, por lo que me concierne, qué quiere: tengo la debilidad de estar persuadi­ do de que mi paz resulte providencial, unida al fuego de sus ardo­ res apostólicos. Haga el favor de corregirme si estoy equivocado. Lo que importa es que no me haga indigno de la gracia extraordi­ naria que el Señor me ha concedido colocándome al lado de un obispo de tal suerte lleno del espíritu de Jesucristo. Por su parte, no deje de encomendarme a la Virgen de la Confianza, que tengo siempre delante de mis ojos, y de quererme».

Un mes y días más tarde (14 de diciembre), escribía al rector Bugarini: «Está en curso la visita pastoral, que, en cuanto a celo, actividad y magnanimidad del obispo, es un nuevo triunfo. En lo que me atañe, el trabajo ha aumentado en exceso, puesto que, además de todo lo restante, tengo que predicar, oír confesiones, etcétera. Le ruego que se apiade de mí y que perdone mis atro­ pellos». No deja de comprender el lector que aquí se toma nota de lo más directamente relacionado con algo parecido a un intento de (autobiografía de Angelo Roncalli. De hecho, sus cartas a uno y a otro destinatarios, rector y vicerrector del seminario ro­ mano, que tanto habían influido y seguirían influyendo virtual­ mente en su vida, fueron más frecuentes y extensas de lo que se anota. Tras lo cual, nueva carta al canto — ésta, de nuevo a monse­ ñor Bugarini— , fechada el 3 de febrero de 1906:

«I^e reitero mi afectuoso saludo y me complazco en confirmar­ le excelentes noticias sobre mí. De momento aún no he tenido disgusto alguno. Me siento feliz por el afecto que monseñor me profesa en todo momento. Estoy inmerso de lleno en lo que con­ cierne a la santa visita (apostólica) que multiplica consuelos y ex­ presiones de afecto al obispo por parte de sus hijos, y experimento el deseo de hacer mucho más para cooperar con una gracia tan grande del Señor de que me veo rodeado. Ya he hecho mis pinitos en la predicación con motivo de la novena de Navidad en San Michele delTArco, así como con el panegírico de San Francisco de Sales en la basílica de San Alejandro de Colonna, con mucho mie­ do pero con éxito no del todo infame. A la hora de hacer balance de un año aproximado, me parece constatar que la diócesis ha experimentado un fuerte impulso por la acción del obispo. Muchas cosas que parecían imposibles resul­ tan hoy las más naturales, al tiempo que están madurando algunas otras hermosas ideas».

6. Dos bandos entre el clero bergamasco No Bugarini, pero sí el vicerrector Spolvermi, que probable­ mente contaba con algún otro corresponsal eclesiástico desde Bérgamo además de Roncalli, se propuso moderar el entu­ siasmo del joven sacerdote para evitarle una posible decepción posterior. Narra la historia de la diócesis de Bérgamo, sin duda una de las más fecundas de la Italia de comienzos de siglo, así como también de décadas posteriores e incluso de estas más cercanas, que esta diócesis no había tenido la suerte de contar con los dos mejores obispos inmediatamente antes de Radini Tedeschi. Antes del que ya conocemos, Gaetano Guindani (1879-1904), al frente de la diócesis había estado monseñor Pier Luigi Speranza (1853-1879). Resumiendo quizá en exceso, alguien dejó dicho que Speranza no sabía decir que sí, y que su sucesor, Guindani, largamente enfermo y temperamentalmente más dé­ bil, era incapaz de decir que no. El hecho explica que el clima político-pastoral de la diócesis se resintiese hasta el punto de que entre el clero se hubiesen formado dos bandos, lo que au­ mentó el trabajo de quien le sucedió. Hay contexto suficiente en ello para comprender la inten­ ción pedagógica que Spolverini se atrevió a hacer al — por re-

cién estrenado y por carácter— un tanto felizmente ingenuo Angelo Roncalli: «Te deseo que la exuberancia vital de tu obispo produzca fru­ tos abundantes para esa diócesis, trocándola en diócesis modelo. Pero tengo una duda: ¿no serán demasiadas tantas cosas juntas? Comprendo que el clero es fiel, activo, bueno. Pero las lenguas..., ¿me comprendes? Por lo demás, tú que lees y estudias a San Fran­ cisco de Sales, sabes muy bien, como él dice, que no se puede po­ ner excesivo empeño en las reformas sin riesgo de que todas las cabezas difíciles de contentar apunten sus armas contra el refor­ mador. Pero, ¡por Dios!, esto no es sino una duda que se desva­ nece por completo en vista de la excepcional capacidad del obis­ po, las buenas cualidades del clero y las mejores condiciones de la diócesis».

El 7 de febrero (1906), Roncalli contestó «a toda prisa» a una «carta tan amable y gentil» de la que reconocía no ser mere­ cedor, prometiéndole responder a todos los puntos contenidos en ella en momento de mayor calma. En lo referente a la insi­ nuación a que se ha aludido de las posibles habladurías, es evi­ dente que no le hizo perder la calma: «Cada vez voy aprendiendo mejor a no preocuparme de las malas lenguas. Fue usted quien me enseñó a hacerlo. San Francisco de Sales, de quien tuve este año el gusto de trenzar el panegírico, supo desafiarlas muy bien. Pronto verá la luz la primera carta pas­ toral para cuaresma, en la que podrá apreciar alusiones muy de su gusto. Saldrá pronto, por razones de oportunidad. Las cosas a rea­ lizar pueden parecer muchas, pero monseñor sabe calibrar muy bien las circunstancias. Sus sacerdotes rezongan un poco, pero obedecen y trabajan a buen ritmo. Eso es todo».

7.

Profesor de Historia eclesiástica

La razón de su correspondencia con rector y vicerrector del seminario romano no era exclusivamente sentimental y amisto­ sa, prolongando una relación espiritual y afectiva brotada du­ rante su permanencia en Roma. Había también motivos de or­ den práctico, por la presencia en el seminario de una decena más o menos de seminaristas bergamascos, apellidados «cerasolíanos», por lo general los mejor dotados, que con sus diversas

peripecias de presentación, saJud, orientación de estudios, crisis vocacionales, etc., originaban una correspondencia frecuente entre el rectorado y Ja diócesis. Por razones obvias, el rector prefería abordar los temas con el secretario, más escrupuloso en el respeto de las competen­ cias, sin que tratase de eludir fatigas. Eso explica la posdata si­ guiente de una carta del 7 de junio de 1906: «Termino pidiéndole un favor. Por actitud persona] de delica­ deza hacia mi excelentísimo monseñor, prefiero que, para todo lo relacionado con temas de nuestros seminaristas, mejor que hacerlo por mi medio, tenga la amabilidad de escribir directamente a mon­ señor, el cual agradece mucho sus cartas, de igual manera que en este caso, por mi medio, le reitera su gratitud y saludo. Por su par­ te, monseñor me tiene al corriente de todo, pero al no ser éste el campo de mis atribuciones, la consideración nunca es excesiva».

En Bérgamo vivía cerca de su numerosísima familia, a la que, naturalmente, no es que pudiera llamar por teléfono, por­ que en Sotto il Monte no lo había, supuesto que lo hubiese en el obispado. Era consciente de que sus hermanas y hermanos, y aún más sus padres, agradecían mucho, casi necesitaban, su apoyo afectivo. También, en casos a menudo extremos, su ayu­ da económica, que no podía ser más que reducidísima porque, si es que contaba con gratificación contractual, ésta no era abundante. Cuando podía, los iba a ver. Pero era muy de tarde en tarde para lo que ellos hubieran necesitado y él hubiera querido. Lo lamentaba en la carta apenas citada a monseñor Bugarini, expli­ cándole que su vida era una sucesión vertiginosa de pequeñas ocupaciones, que en ningún momento lo dejaban libre y tran­ quilo, hasta el punto de que «desde hace siete meses, aún no he podido disponer de dos horas libres para ir a visitar a mi fami­ lia», familia a la cual confesaba, en unas líneas que les puso el 6 de noviembre (de 1906), que pensaba ir a ver apenas empezasen las clases, ya que antes le resultaba «absolutamente imposible», no ya — o no sólo— por sus mil tareas al servicio del señor obispo, sino porque tenía que estudiar mucho. Lo cual introdu­ ce una responsabilidad más que enseguida recayó sobre él: la de profesor en el seminario, en el curso 1906-1907, de Historia eclesiástica.

zoli...— , antiguos alumnos del seminario romano, suspendidos de la enseñanza, en algún caso por imposición de Pío X al obis­ po, si bien la suspensión no llevó emparejado el ostracismo pas­ toral, ya que algunos de ellos recibieron el encargo de parro­ quias importantes, y lo desempeñaron con éxito. Tal medida tuvo una consecuencia añadida para Roncalli: hubo de hacerse nuevamente cargo de la enseñanza de Historia eclesiástica. ¿Con ventaja para los alumnos? No de todos, al pa­ recer. Si se hubiera de creer — ¿por qué no?— a uno de ellos, Giuseppe Vavassori, «mientras las clases de Pedrinelli eran ricas de método histórico, las de Roncalli parecían sermones». Otro alumno, Giuseppe Battaglia, en un ensayo expresiva y extensa­ mente titulado II Papa Buono nel decennale della sua morte, nei miei ncordi di discepolo, di collega, di amico (El Papa Bueno con motivo del décimo aniversario de su muerte, en mis recuerdos de discípulo, colega, amigo), lo desmiente con estos argumentos: «De todas las horas de clase, la suya era una de las más deseadas. Cuando nos preguntaba, no exigía que repitiésemos el texto al pie de la letra — estaba en contra del nocionismo— , sino que expusiése­ mos libremente, con palabras nuestras y con precisión, el tema tratado». Y añade: «Una vez, un condiscípulo mío se quedó dormido. El compañero de al lado le daba codazos para desper­ tarlo. El profesor se dio cuenta y dijo: “No lo molestes. Me co­ rresponde a mí ser capaz de mantenerlo despierto”».

9.

El documento que Bonomelli se negó a firmar

En carta del 24 de enero de 1908, Roncalli informaba a Bu­ garini de que en Bérgamo la masonería desplegaba una fuerte actividad de principio contra los católicos. Aquéllos eran, para él, tiempos de lucha y preocupaciones. En otra carta del 25 de diciembre de 1910, Roncalli informaba: «El obispo está muy bien. Hoy ha pronunciado una esplendida homilía, muy conmovedora, en la catedral, protestando contra la suspensión del catecismo en las escuelas, decretada aquí en contra de la voluntad de la ciudadanía, del consejo municipal y de la mis­ ma ley. Es posible que quede en protesta inútil. El espíritu de lai­ cismo que se ha adueñado de las instituciones legislativas naciotia

les tiene una lógica terrible. Mañana se desterrará a Jesucristo hasta de los asilos infantiles. A este paso, volveremos al paganismo, a menos que nos despertemos a tiempo. Recemos y deseémonos que no suceda tal cosa. Y si por desgracia hubiese de suceder, que sea la ocasión para un despertar de las conciencias cristianas, de lo que hay gran necesidad».

La beligerancia de la masonería contra los católicos tuvo también otras concreciones, pero una de ellas fue la decisión, por parte del Consiglio scolastico, de suprimir la asignatura de reli­ gión del currículo de educación primaria, en simultáneo con el proyecto de reforma que preveía su laicización. Las cosas no dejaron de empeorar. Eso explica un accidente de cierto relieve en la vida de Roncalli al que aludiría, de manera más bien indirecta, en una carta del 23 de octubre de 1912 al nuevo rector del seminario romano, Domenico Spolverini. La carta llevaba en cabecera, bien visible y subrayada, la indicación de reservada. Roncalli adjuntaba, en el mismo sobre, un docu­ mento titulado La liberta di religione nelle scuole (La libertad de reli­ gión en la escuela), rogando al destinatario que tratase de buscar tiempo para darle un’occhiata un po’ atienta (una ojeada algo aten­ ta) y decirle si rimpianto fu felice, o se vi fu esagera^ione e dove (el planteamiento había sido correcto, o si ha habido alguna exage­ ración, y dónde). ¿Que por qué se lo preguntaba? Muy sencillo: aunque el do­ cumento se presentaba como lettera collettiva del Episcopado lombardo, Roncalli le revelaba ser tutta, e alia lettera, modesta opera del sottoscritto (totalmente, desde el principio hasta el final, ínte­ gramente obra del abajo firmante). Reconocía haberle sido con­ fiada a él porque, «tratándose de un tema tan candente, habían pensado que no perdería la calma». Por su parte había aceptado el encargo porque «hay que hacer de todo para salvar el alma, y, por lo mismo, fingir que se tiene en el pecho un corazón de obispo, más aún, de todos los obispos». La duda de Roncalli dependía de un percance externo que había sufrido el documento: uno de los obispos de la región metropolitana lombarda, el de Cremona, monseñor Geremia Ronomelli, se negó a firmar, resistiéndose a los argumentos y ruegos de tres cardenales (Andrea Cario Ferrari, arzobispo de Milán; Antonio Agliardi, bergamasco, canciller cié la Curia

romana; y Alfonso Capecelatro, arzobispo de Capua), y pese a que sus homólogos de Bérgamo, Brescia, Como, Crema, Lodi, Mantua, Pavía y Vigevano no habían puesto el menor reparo a la hora de estampar sus firmas. Bonomelli sí los puso, en su opinión definitivos: «Para mí la carta es dura, áspera, injuriosa, imprecisa, y más apta, por la for­ ma en que está concebida, para hacer más daño que provecho. No puedo aprobar públicamente lo que tengo que reprobar en conciencia». El tema llegó hasta el Papa, no desde luego llevado por Roncalli, del que, por otra parte, todo el mundo, menos el car­ denal Ferrari y monseñor Radini Tedeschi, ignoraba que fuese el autor del texto. Pío X fue tajante: «Publíquese, sin la firma de Cremona. Los hombres serios tendrán ocasión de juzgar». No entonces, en que la situación no resultaba favorable, pero más tarde — es decir, en tiempos más próximos a éstos—, en Italia se llegaría a alabar una clarividencia del obispo Bono­ melli que le ayudó, según algunos, a adelantarse a su tiempo en términos de apertura y de diálogo. Lo cual, siquiera hasta cierto punto, explica la paradoja de que, en 1962, cuando el autor se­ creto de tal documento colectivo era ya papa, aparte de revelar la circunstancia de su autoría, añadiese que, para prepararlo, ha­ bía consultado varias obras del propio Bonomelli...

10. Muerte del tío abuelo Zaverio Roncalli En consideración de circunstancias íntimas de la trayectoria del futuro Papa, parece obligado citar aquí un acontecimiento que se produjo en torno al 20 de mayo de 1912. El lector re­ cuerda al tío abuelo Zaverio Roncalli, al que Angelino tuvo siempre un gran afecto, atribuyéndole un magisterio determi­ nante en su preparación para sacerdote, obispo y papa. Si el ex­ ceso de tema ha determinado un aparente descuido y su paso a un segundo plano, es obligado un acercamiento solidario al so­ brino nieto en el momento de la despedida de un hombre para él tan querido. En carta del 20 de mayo a su padre, el hijo sacer­ dote le comunicaba: «Me ha dicho Giovanni que tío Zaverio no está bien. Hoy mismo había hecho preparar la carroza para ir a

verle, pero el ininterrumpido aguacero me lo ha impedido. Si las noticias no se hacen más graves, pienso ir el domingo. Llegaré a las 10,02». Esperaba que las noticias no fuesen más graves, pero lo fue­ ron... Al día siguiente de la carta, Angelino estaba en Sotto il Monte, a la cabecera del enfermo, ya moribundo, que falleció el 22. El sobrino nieto lo honró con conmoción sincera, empe­ zando por presidir su entierro y funeral. Expresión de su cariño fue el obituario que le dedicó: «La luz santa de la divina sonrisa anime eternamente en el cielo el alma bendita de Zaverio Roncalli, nacido en Sotto il Monte el 6 de julio de 1824 y aquí mismo fallecido, a los 88 años, el 22 de mayo de 1912, y enterrado en el cementerio parroquial al siguiente día 24, fiesta de la Virgen, a la que tanto amó bajo su advocación de María Auxiliadora. Fue el varón justo de la Sagrada Escritura: sencillo, sincero, temeroso de Dios. En la humildad de sus oríge­ nes y en la vida modesta de los campos, mantuvo vivo y profundo el sentido de Cristo y la sabiduría de las cosas celestiales, alcanzada por él en la oración y en la lectura de óptimos libros espirituales. Su principal deleite fue la iglesia: siempre el primero en entrar por la mañana, era el último en abandonarla al atardecer. El ferviente espíritu de oración santificó su trabajo cotidiano, su alimento, sus noches: toda su vida. A través de las vicisitudes de un siglo agitado, conservó fer­ viente y afectuoso, hasta el postrer momento, el entusiasmo de su juventud por la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, por la causa de Cristo, de la Iglesia, del papa, por las obras católicas, de las que fue apóstol humilde pero convencido entre los buenos trabajado­ res del campo. A su muerte no dejó riquezas ni bienes terrenos a la familia ni a la parroquia, pero sí ejemplos preclaros e inolvidables de costumbres sin tacha, de amor al trabajo, de fe sencilla, muy viva, operante, de inspirada piedad, de cristiana austeridad. El sacerdote Angelo Roncalli, su queridísimo sobrino nieto a quien sostuvo en los primeros pasos hacia el altar, pide un recuerdo del llorado tío en las oraciones de cuantos — parientes, paisanos, ami­ gos— apreciaron sus excelsas virtudes cristianas y le quisieron».

11. Un canónigo afecto de sordera La siguiente carta, dirigida a monseñor Domenico Spolverini, nos sitúa a medidos de 19 14 (27 de julio). Tras otros puntos de interés, Roncalli introduce, casi en exabrupto, un tema para-

dójicamente absurdo. Se plantea una autopregunta, que impli­ ca también, de alguna suerte, al destinatario de la carta: «¿Y qué decir de mi pobre yo, en peligro de ser tomado por mo­ dernista?» El lector recuerda lo dicho sobre la caza de brujas y el clima de represión que se desencadenó a raíz de la Pascendi dominicigregis. Condenar errores implica denunciar culpables. La represión del modernismo se suele situar cronológicamente en el pontifi­ cado de Pío X. Ya estaba definido el dogma, pero nadie consi­ deraba comprometida la infalibilidad. En la práctica del fútbol — perdón por la banalidad— , se suele echar al árbitro la culpa de penaltis y fueras de juego no pitados, o de los pitados sin que real o supuestamente lo sean. A veces el error depende de sus auxiliares por las bandas. Algunos reales o supuestos errores — dicen— de los que se atribuyen a Pío (San) X, más bien pare­ cen achacables a quienes lo mal asistían por las bandas. Se hace, entre otros, el nombre de su secretario de Estado, Rafael Merry del Val, pero hubo más. Por ejemplo, el cardenal Gaetano De Lai, alto exponente de la curia romana y árbitro de la ortodoxia desde la secretaría de la Congregación Consistorial, quien, en el caso que nos interesa más de cerca, cometió el error de dar cré­ dito a una acusación infundada de modernismo contra Angelo Roncalli, profesor del seminario de Bérgamo y redactor jefe de la publicación religiosa V'ita diocesana. La acusación era tan peregrina que hacía de Roncalli profe­ sor de una materia fundamental, Sagrada Escritura, de la que no lo era. Dando crédito a tal acusación, De Lai empezó dirigiendo a Roncalli una severa advertencia, a la que éste consideró sufi­ ciente, por su tranquilidad de conciencia, contestar con breve­ dad. No pareciéndole tal explicación suficiente, el cardenal vol­ vió a la carga, lo que obligó de nuevo a Angelo Roncalli a una autodefensa escrita más extensa y documentada, que hubiera convencido al más exigente juez y que, al fin y por suerte, pare­ ció convencer también al purpurado. Están al alcance las dos cartas de autodefensa con que Ron­ calli quiso y — a Dios gracias— logró convencer al cardenal Gaetano De Lai de que él no tenía nada que ver con el moder­ nismo. En tono humilde y con lenguaje respetuoso, sin la me-

ñor muestra de un enfado al que hubiera tenido derecho, Ron­ calli alegaba su permanente voluntad de adhesión a la doctrina de la Iglesia y al magisterio del papa, su fiel sintonía con el obis­ po y con las demás autoridades eclesiásticas. A sabiendas o sin saber que el destinatario le prestaría menor crédito que el que había prestado a una denuncia casi anónima, Roncalli apelaba también al testimonio de su conciencia. Estarían al alcance de la mano, sí, ambas cartas, pero se le ahorran al lector, porque seguramente no las necesita para per­ suadirse de la inocencia de Angelo Roncalli. De paso, se ahorra uno tener que traducirlas del italiano, y de añadir dos páginas superfluas al total del libro. Pero hay algo de lo que seguramen­ te no le gustaría al lector verse privado, ni consideraría uno éti­ camente legítimo ni estratégicamente útil desaprovechado. Mal hubiera pensado Angelo Roncalli que, llegado a papa, había de caer en sus manos una carpeta de la Congregación Consistorial con el dossier en que, medio siglo atrás, se le acusara calumnio­ samente de modernista. A la verdad, la carpeta contenía dos cartas de acusación contra Roncalli, pero no las suyas de auto­ defensa. Aun cuando los argumentos y conjeturas sobre su he­ terodoxia doctrinal desde la cátedra y en las páginas de la publi­ cación 1Vita diocesana, de la que él era redactor jefe de título y factótum de hecho, no hubieran resistido un análisis mínima­ mente serio, De Lai les había hecho tanto caso que le bastaron para propinar al secretario de Radini Tedeschi la ya mencionada rigurosa advertencia. Viendo el contenido del dossier, lo que hubiera podido ser razonable certeza se trocó en seguridad para... Juan XXIII. (El descubrimiento se produjo a primeros de diciembre de 1961.) El antiguo profesor de Historia eclesiástica, de Apologética y de Patrología — ¡no de Sagrada Escritura!— , que ya era papa, aña­ dió al dossier la siguiente aclaración de su puño y letra: «Posiblemente, el informante del cardenal De Lai no era más que uno: el canónigo de Bérgamo, don Giovanni Mazzoleni, con anterioridad preboste de Caprino Bergamasco, nombrado canóni­ go honorario de la catedral a raíz de una pertinaz sordera que le obligó a renunciar al cuidado de almas. Había sido alumno cerasoliano del seminario romano y compañero del cardenal De Lai. Era un sacerdote recto y bien intencionado, pero de carácter taro y ex-

miño, agravado por la sordera, que lo trocó en objeto de burlas 110 siempre de buen tono en los ambientes eclesiásticos. Terminó convertido en exponente del pequeño grupo de intransigentes que por entonces no faltaban en ninguna diócesis. Mi resistencia a to­ mar parte en corrillo alguno, limitándome a mi tarea de simple se­ cretario de monseñor Radini Tedeschi y profesor del seminario, se convirtió en pretexto para insinuaciones con respecto a la pureza de doctrina, a la perfecta sintonía con el papa, etcétera. El canóni­ go Mazzoleni, con quien resultaba difícil mantener un discurso, y a quien yo nunca dejé de considerar como bien dispuesto hacia mí, en aquel período de progresiva debilidad auditiva y psicológica se aprovechó de su antigua camaradería con el cardenal De Lai y le dirigió dos cartas, que explican mis contestaciones, cuya verdad es­ toy siempre dispuesto a mantener etiam cum juramento (incluso con juramento). No me parece impropio hasta para un papa, quien­ quiera que sea, mantenerse fiel al precepto del curam habe de bono no­ mine (vela por tu buena reputación). Es por lo que he añadido un par de líneas de rectificación sobre lo acontecido, que no dejó de constituir para mí motivo de íntima mortificación, que personal­ mente sobrellevé en silencio y en paz, así como de sincero perdón, que confío me habrá servido de mérito ante la misericordia del Se­ ñor. ¡Cuán hermoso siempre el Padrenuestro: Dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimittimus debitoribus nostris: Perdónanos nuestras deudas como nosotros también perdonamos a los que nos ofenden!».

12.

Stanislao Medolago y Guido Mattiussi

Pío X ya ha sido declarado santo, lo que presupone un es­ crupuloso proceso esclarecedor de sus virtudes que nadie, aquí, pretende cuestionar. ¿Significa eso que todas sus actuaciones fueron objetivamente acertadas, incuestionables, aun convenci­ dos de que lo hiciera todo de buena fe y de que en todo mo­ mento estuviera movido por una inequívoca voluntad del bien de la Iglesia? No parece, muy a posteriori. Se acaba de aludir al posible desacierto de algunos de sus nombramientos. Quizá una razón de ello dependió de haber dado crédito a personas que, por su intransigencia, lo merecían menor que otras más ecuánimes. Hubo sin duda otros exponentes de la intransigen cia. Pero con respecto sobre todo a la diócesis de Bérgamo, a su obispo Radini Tedeschi y a Angelo Roncalli en su relación con Roma y con el papa, hay dos nombres que no se pueden omitid los del seglar Stanislao Medolago Albani y del jesuita Guido Mattiussi.

Respecto al primero, puesto por Pío X al frente de una beli­ gerante organización católica, dos analistas de los hechos, Ro­ berto Amadei y Cario Badalá, coinciden en un juicio no muy positivo sobre su conducta con el obispo de Bérgamo: «Sus re­ laciones con Radini Tedeschi no siempre fueron serenas. Más bien mostraba hacia él una actitud crítica», dice Badalá. Por su parte, Amadei asegura: «Mantenía una asidua correspondencia con el papa, incluso sobre temas del clero, llegando a presentar­ se a veces al obispo con poses de intérprete oficial del pensa­ miento papal». Cario Badalá matiza: «La confianza que el papa daba muestras de tener depositada en él aparece confirmada en la carta que Pío X le mandó tras haber recibido al obispo de Bérgamo. En ella le relató el contenido de la audiencia». Con posterioridad a tal audiencia, tras un encuentro de Radi­ ni Tedeschi con Medolago Albani, el obispo anotó en su agenda personal: «Es evidente que el papa escribe, pregunta y escucha mucho. Y que refiere lo que se le dice en las audiencias». El jesuíta Guido Mattiussi, profesor de la Gregoriana hasta que fue alejado por su espíritu polémico, acreditó su intran­ sigente beligerancia desde la cátedra de la bergamasca Scuola Sociale para sacerdotes que le confió Medolago Albani. Sus ata­ ques se dirigieron no ya, o no sólo, «contra los escasos moder­ nistas bergamascos, sino contra los mucho más numerosos or­ todoxos», así como también contra la prensa católica lombarda, empezando por el Eco di Bergamo. También, cómo no, contra el responsable de la diócesis, monseñor Giacomo Mana Radini Tedeschi. Igual que casi todos los sacerdotes de Bérgamo, Angelo Roncalli acudió a algunas de sus intervenciones públicas. No hablaba (o escribía), pues, de oídas de otros sino del verdadero protagonista cuando, interpelado al respecto, redactó un infor­ me en el que decía, entre otras cosas: «Si había que decir la verdad y toda la verdad, no comprendo por qué tuviese que ir acompañada en sus labios por los rayos y truenos del Sinaí y no con la calma y serenidad de jesús en el lago y en la montaña [...] No he podido olvidar lo que Mattiussi dijo de León XIII, un anciano de noventa años, en relación con los jóve­ nes y con la democracia cristiana. Al salir del aula, todos repetían: “¡Dios nos libre de que prevalezca tal manera de juzgat un acto

pontificio!” I...] Lamento tener que decir que la expresión con que descalificaba en bloque a los diarios católicos de Lombardía fue pronunciada y repetida en plena conferencia».

Sorprende — o no— que la conducta de dicho jesuíta conta­ se con la aprobación del papa, si merece crédito lo que escribió el secretario particular de Pío X, Giovanni Bressan, al polémico miembro de la Compañía de Jesús: «El papa está completamen­ te de acuerdo con cuanto usted ha dicho en la Scuola Sociale, feliz de que haya puesto el dedo en la llaga. Nadie se atreverá a pe­ dirle que se retracte, ni siquiera en lo que atañe a la oportuni­ dad, puesto que la verdad tiene derecho a ser predicada siempre y doquiera». La incomodidad de monseñor Radini Tedeschi por tales conductas aparece reflejada en una carta que dirigió a Pío X el 21 de noviembre de 1909: «Con sinceridad de hijo y de obispo, permítame su santidad de­ cir, por pruebas irrefutables que tengo en mis manos, que no falta quien, aquí y entre quienes se ocupan de aquí con ligereza evidente y lamentable, por no decir otra cosa, quebranta gravemente la jus­ ticia y la caridad, endosando etiquetas de modernismo apoyadas en cosas insignificantes, falsas, a veces incluso ridiculas. Su santi­ dad sabe muy bien que, gracias a Dios, yo sintonizo por completo con la Sede Apostólica y con vuestra santidad, y que en ningún momento he dejado de vigilar y de enseñar, ni, llegado el caso, de corregir».

Aun antes de aludir a un perfil biográfico de Radini Tedes­ chi escrito por su ex secretario Roncalli, se impone adelantar una referencia al clima y hechos de tales años contenida en sus páginas: «Este obispo, del que difícilmente se podrá encontrar otro igual en seguir y querer ver seguidas, a veces imponiéndose con la violencia moral de todas sus fuerzas, las directrices de la Sede Apostólica, se encontró más de una vez, especialmente en estos últimos años, en la incertidumbre y en la duda angustiosa de no merecer toda la confianza del santo padre». Tan dolorosa circunstancia hizo surgir en monseñor Radini «la sospecha de haber perdido la antigua estima de que siempre había gozado por parte del papa y de que en Roma se diese mayor crédito a las valoraciones de otros informantes que a las suyas en lo rela­ cionado con la situación y condiciones de su diócesis».

13.

«|Oh Señor, cura pronto a mi obispo!»

Giacomo María Radini Tedeschi fue, en expresión reiterada del propio Angelo Roncalli, la «estrella» de su sacerdocio. Tuvo méritos más que sobrados en la vida del sacerdote, obispo, car­ denal y papa Roncalli para que se le dediquen, sin por ello des­ cuidar a su fidelísimo secretario, los últimos párrafos de este ca­ pítulo, empezando por su salud, lamentablemente ya no buena a mediados de 1914. En la carta del 27 de julio de ese año, antes del estupor sobre la calumniosa acusación de modernismo que se había levantado contra él, Roncalli hablaba a Spolverini de la salud de su obispo, que él hubiera deseado con toda el alma que fuese mejor: «La salud de monseñor obispo, algo sacudida realmente en los meses pasados, se va recuperando un poco. Por aquí han abunda­ do las habladurías acerca de la naturaleza de su enfermedad, di­ ciendo de todo. Caer enfermo es, para un obispo, una doble des­ gracia. La realidad, en lo que nos atañe, no es otra que la que le digo y que, si se da el caso, puede poner en conocimiento de otros. Hace tres años, monseñor tuvo una seria amenaza de diabetes. La cura a la que se sometió fue muy eficaz, y ese peligro está hoy to­ talmente conjurado. La consecuencia fue una enorme pérdida de peso. El intestino se encontró, como consecuencia de ello, un poco a disgusto en el espacio más restringido, y se dejó notar. Tra­ tó*de remediarse de la mejor forma, pero sin atajarlo de manera ra­ dical. Este año, habiéndose hecho notar un poco más de lo nor­ mal, se afrontó una cura más directa, y como, en opinión de los sanitarios de por aquí, no hay absolutamente nada de grave ni de anormal, monseñor se está recuperando tan bien que todo hace esperar que en el próximo mes de septiembre estará en condicio­ nes de presidir la peregrinación a Lourdes y a Tierra Santa. No dé crédito a cualquier rumor que pudiese llegar a sus oídos: son cuentos chinos (fandonte). Trataré de tenerle al tanto de posibles incidencias».

Hubo, a la vuelta de un mes, un vuelco fatal de situación. Su obispo, que no estaba bien de salud ya cuando Roncalli escribió la carta anterior, siguió empeorando de un día para otro. El 10 de agosto Roncalli había conmemorado con un retiro espiritual el décimo aniversario de su ordenación sacerdotal. La circuns­ tancia dio lugar a que incorporase un breve apunte al Diario del

Alma:

«H1 pensamiento más tuerte que hoy, en el gozo de mis diez años de sacerdocio, Llena mi espíritu, es éste: yo no me pertenezco j a mí mismo ni a los demás, sino a mi Señor, en vida y en muerte, i La dignidad sacerdotal, los diez años de gracias de todo orden acu- j muladas sobre mí, tan vil y pobre criatura, me dicen con insistencia j que mi yo debe ser aniquilado, que mis energías no deben emplear­ se más que en cooperar al reinado de Jesús en las mentes y en los corazones de los hombres, sin complicaciones, incluso en el ocultamiento, pero de ahora en adelante con mayor intensidad de pro­ pósitos, de pensamiento y de obras. Las aptitudes particulares de mi carácter, las experiencias, las circunstancias, me inclinan al tra­ bajo tranquilo, pacífico, fuera del campo de batalla, más que a la actividad batalladora, a la polémica, al enfrentamiento. Y no quiero hacerme santo desfigurando un discreto original, para conseguir una copia infeliz de otros que tienen una índole distinta de la mía. Pero este espíritu de paz no debe ser una concesión al amor pro­ pio, a la comodidad o a una pasividad de pensamiento, de princi­ pios, de actitudes. La sonrisa habitual que aflora a los labios debe saber disimular la lucha interna, tremenda a veces, del egoísmo, y representar, si fuese necesario, las victorias del espíritu sobre los movimientos de los sentidos o del amor propio, de manera que Dios y mi prójimo tengan siempre la mejor parte de mí mismo».

Nada más apuntar tal reflexión, Roncalli dio cabida al senti­ miento que, en circunstancia tan significativa como la conme­ moración de los diez años de vida sacerdotal, embargaba su alma: «Mientras recojo estos pensamientos, al término de la santa jornada que ha traído de nuevo a mi corazón dulcísimas emocio­ nes con el recuerdo de mi ordenación sacerdotal, mi venerado obispo, que para mí es todo — Iglesia, Jesús Señor, Dios— , yace aquí cerca entre duros sufrimientos. ¡Cuánto sufro con él y por él! ¡Cuán tristes e inquietas son para mí estas vacaciones! ¡Oh Señor, cura pronto, si tal es tu voluntad, a mi obispo! Devuélvelo a su la­ bor apostólica, a su y tu Iglesia, para tu gloria, al afecto de tantos hijos».

14.

«¡Yo quería mucho a mi obispo!»

Radini Tedeschi moriría el 22 de agosto de 1914. Se respira­ ba por aquellos días clima de guerra, la primera mundial, que estallaría muy pronto. Una guerra que estuvo presente en el re­ tiro de Roncalli por el décimo aniversario de su ordenación sa-

cerdotal: «Más desgarrador aún que el dolor dulce y resignado de nii obispo es el clamor de guerra, que en estos días se alza de toda Europa. ¡Señor Jesús! Yo levanto mis manos sacerdotales sobre tu cuerpo místico y repito entre lágrimas y con particular fervor la oración de San Gregorio, pidiéndote que concedas la paz a nuestros días». Murió su obispo cuando estaba estallando la guerra. I-a ima­ gen de Radini Tedeschi sobreviviría con intensidad en el recuer­ do de su fiel secretario, que la recreó para otros en la evocación frecuente de su ejemplo. Y, de manera más eficaz y duradera, po­ niéndose de inmediato a escribir su vida en un libro que tituló: In

memoria di monsignor Giacomo Radini Tedeschi, vescovo di Bergamo. Leone Algisi, autor de la primera biografía que se publicó sobre Juan XXIII cuando fue elegido papa, dijo que las páginas del libro que Roncalli escribiera sobre Radini Tedeschi parecen a menudo un espejo, y que, para aplicar al futuro monseñor Roncalli o a Juan XXIII el retrato que en ellas se traza, basta con cambiar los nombres. Sin duda alguna, el lector agradecerá la trascripción de algu­ nos fragmentos: «Yo quería a mi obispo. Le quería mucho, por el candor y la su­ perioridad de su alma, por la generosidad de su corazón bueno y delicado. Yo le quería también en lo que quedaba de humano en su naturaleza particular y en su carácter, y que nadie tuvo ocasión de conocer mejor que yo, pero que pocos como él supieron transfor­ mar en elemento de edificación mediante el estudio y esfuer­ zo intenso para superarse, para escalar de continuo las cimas de su perfección espiritual [...] Me consuela el pensamiento de que quienquiera que hable de monseñor Radini Tedeschi difícilmente podrá sustraerse a la impresión de grandeza, de fuerza, de eleva­ ción que experimenté yo mientras tuve la dicha de vivir a su lado [—] ¡Cómo hablaba! Poseía el secreto de saber descubrir sobre todo la oportunidad del pensamiento, de la voz, del gesto, de todo lo que hace inteligible, agradable, fecundo el pensamiento. Un pensamiento teológico sencillo, a veces sublime, una voz adaptada a las circunstancias, solemne y fuerte, llana y plácida, tenue v suaví­ sima, siempre bella y armoniosa. Un gesto sobrio y digno, tanto rcias cuanto más solemnes eran las circunstancias de tiempo y de lugar, y las personas a las que hablaba [...] Desde los escaños del coto, lo mismo que desde los últimos rincones del templo, desde os hombres de ciencia hasta las humildes mujeres de pueblo, to­ dos quedaban arrobados, los ojos clavados en él, en una armonía

de sentimiento y como de exaltación espiritual [...] Oyéndole a él se sentía el orgullo de formar parte de la Iglesia, depositaría y maestra de una doctrina tan sublime».

El 20 de agosto, dos días antes de la de monseñor Radini Tedeschi, se había producido la muerte de Pío X, a quien el 3 de septiembre sucedió el arzobispo de Bolonia, cardenal Giacomo Della Chiesa, con el nombre de Benedicto XV. Con Giaco­ mo Della Chiesa había coincidido Radini Tedeschi en Génova primero, cuando los dos estudiaban en aquella universidad, y después en Roma, en la Secretaría de Estado, en el pontificado de León XIII. Siendo ya patriarca de Venecia, el 19 de enero de 1953, Ron­ calli aseguró que, poco antes de morir, le había oído decir a Ra­ dini Tedeschi sobre Pío X: «Era un verdadero santo. Me alegro de que, ahora que lo contempla todo en la luz de Dios, vea tam­ bién, con perfecta claridad, la sinceridad de la devoción y del amor que yo le tenía».

1914-1919

CAPELLAN DE GUERRA Y DE ESTUDIANTES

1. Sacerdote del Sagrado Corazón La muerte del obispo que había significado y seguiría signi­ ficando tanto en su vid a13 tuvo consecuencias determinantes para Angelo Roncalli, que, por supuesto, no quedó en el paro. Ni le hubiera apetecido a él ni lo hubiera consentido la gerencia de la diócesis, por más que no hubiese en el Bérgamo de enton­ ces, menos que en el de época alguna, penuria de sacerdotes, por número ni por calidad 14. En el carteo de los días que siguieron a la muerte de monse­ ñor Radini Tedeschi, hay algunas expresiones de agradecimien­ to por parte de Ajigelo Roncalli a quienes habían compartido su dolor. Por ejemplo, ésta, en una carta del 13 de septiembre a monseñor Bugarini: «Le doy las gracias por la participación en mi inmenso dolor, sólo confortado por la fe y el recuerdo de las singulares virtudes del fallecido, que fue en verdad una gran alma de obispo en vida y en muerte, y que seguramente ahora se encuentra en la gloria de los santos, intercediendo por el nuevo pontífice, amigo suyo entra­ 13 Angelo Roncalli escribió haber sido Radini Tedeschi «estrella de mi juventud sacerdotal» y «maestro de mi vida de eclesiástico, de servidor de la Santa Sede y del papa». 14 De la abundancia de «recursos humanos» de la diócesis de Bérgamo hay testi­ monio fiable en una carta (14 de noviembre de 1916) de Angelo Roncalli a monse­ ñor Spolverini. Tras aludir al caso de un seminarista bergamasco que había aban­ donado el seminario romano en teología, el secretario del obispo razonaba en estos términos: «También aquí en Bérgamo, igual que en todas partes, no se nece­ sitan muchos sacerdotes, sino sacerdotes buenos, abiertos, sinceros, generosos y de probada virtud. Por lo demás, por uno que se va, hay diez que piden ser admiti­ dos. Figúrese que justamente este año tenemos nada menos que 48 nuevos semi­ naristas en primer curso, por no decir de las demás clases. Es una primavera suma­ mente prometedora, en medio del torbellino de la guerra».

ñable, y por toda la diócesis de Bérgamo. Me encomiendo a su benevolencia y oraciones, queridísimo monseñor, porque tengo mucha necesidad de la gracia del Señor en mi nuevo estado de vida de estudio v de recogimiento en el seminario, y esperando poder imitar y seguir, siquiera sea de lejos, los ejemplos del inolvidable obispo».

En un libro en el que se recogen quince conferencias sobre Juan X X III1"', algunas pronunciadas cuando el papa estaba aún vivo v otras después de su muerte, hay una detallada cronología de su larga vida, compuesta con escrupuloso detalle por el que fuera secretario privado de Angelo Roncalli de 1955 a 1963, Lo­ ris Capovilla. Los hechos y fechas cercanos a la muerte de monseñor Ra­ dini Tedeschi señalados en tal cronología son éstos: 17 de agos­ to: Gravemente enfermo, monseñor Radini Tedeschi celebra la misa por última vez; 22 de agosto: Se produce su fallecimiento; 27 de agosto: Funeral; 27 de septiembre a 3 de octubre: Ejerci­ cios espirituales de Angelo Roncalli en la residencia de los Sa­ cerdotes del Sagrado Corazón de Bérgamo. En dicha residencia, Angelo Roncalli se encontraba más que en su propia casa, ya que era miembro, desde 1911, de la con­ gregación diocesana Preti del Sacro Cuore, fundada por monseñor Radini Tedeschi dos años antes. Sólo que, quizá más propia­ mente que fundada, debería decirse que «refundada», puesto que lo que se llamó, desde la intervención de Radini Tedeschi, Preti del Sacro Cuore, se había llamado, en épocas anteriores, Collegio jApostolico. Radini Tedeschi modificó sus estatutos y le impri­ mió una nueva vitalidad, con la que dicha congregación dioce­ sana aún sobrevive. Los miembros de tal congregación emiten los votos de obe­ diencia, pobreza y castidad, comunes a los miembros de las de­ más congregaciones religiosas. Roncalli los emitió por primera vez el 4 de noviembre de 1912, en presencia del refundador Ra­ dini Tedeschi, y los renovó anualmente, en presencia de sus su­ cesores, hasta 1925. ¿Que por qué no siguió emitiendo los vo­ tos públicamente? Porque, al haber sido consagrado obispo él n S e trata de L. C a p o v iu .a , ( ¡iovanni XXIII: letture (Edizioni di Storia e L ettera­ tura, Roma 1970).

mismo (19 de marzo de 1925), ya no podía profesar obediencia al obispo de Bérgamo, a quien, como superior de derecho, la profesaban los miembros de dicha congregación. No obstante, aunque jurídicamente honorario, él se siguió manteniendo en espíritu, y en su relación con superiores y miembros de la obra, como verdadero y fiel Sacerdote del Sagrado Corazón u\ ¿Qué finalidades, general y específica, se proponía dicha congregación diocesana? Las que se deducen de esta descrip­ ción redactada por el propio Radini Tedeschi: «Objetivo general de la institución es formar y contar con sa­ cerdotes que se ocupen, ante todo, de su perfeccionamiento perso­ nal, y ofrezcan una ayuda especial al obispo para el cumplimiento de su ministerio pastoral, empezando por una dependencia más estrecha de él. Objetivo particular es ayudar al obispo en las misio­ nes al pueblo, con ejercicios espirituales a clero y seglares, ocupán­ dose de la educación de la juventud en colegios, escuelas, oratorios y asimilados, promoviendo una adecuada dirección de las asocia­ ciones católicas y de quienes se ocupan de ellas, y formando al per­ sonal idóneo para el desempeño de las tareas que el obispo consi­ dere conveniente confiarles».

Lo dicho: Roncalli profesó como Sacerdote del Sagrado Co­ razón el 4 de noviembre de 1912. De la decisión de ingresar en tal congregación diocesana dejó testimonio en el Diario del Alma, como uno de .los propósitos de los ejercicios espirituales hechos del 13 al 19 de octubre del mismo año: «En la próxima fiesta de San Carlos Borromeo (4 de noviem­ bre), emitiré, ante monseñor obispo, las promesas especiales que me convertirán en Sacerdote del Sagrado Corazón. Lo confieso: algunas dificultades han tratado casi de enfriarme en el buen pro­ pósito. Pero se trata de miras humanas y de dificultades dictadas en gran parte por el amor propio. Por esa razón me alegro de aplastar todo bajo los pies, y de correr generosamente adonde Je­ sús me llama y me ha hecho comprender que me quiere. Nada me importan los juicios del mundo, incluido el eclesiástica Mi inten­ ción, que ve el Señor, es recta y limpia. Deseo un sello, también ex­ terno, de mi propósito, concebido desde los primeros años de mi 16 Este dato lo expresa con mayor claridad Loris Capovilla, ac, 298: «Juan XXIII, que no había sido ajeno a la actualización de la regla, incluso de papa llevaba en el pecho el pequeño crucifijo distintivo de los miembros de la congregación, y vivió su espíritu y practicó sus reglas».

vida clerical, de ser todo y únicamente de la obediencia, en manos de mi obispo, incluso en las cosas pequeñas. La promesa que haré, quiero que sea también una declaración delante de la Iglesia del de­ seo que tengo de sentirme aniquilado, despreciado, preterido por amor de Jesús, por el bien de las almas, de vivir siempre pobre y despegado de cualesquiera intereses y de los bienes de la tierra».

2.

Su proyecto de vida

Aquellos primeros ejercicios espirituales ya sin su obispo — con quien nunca había dejado de hacerlos desde que fuera puesto a su servicio— , los llevó a cabo Angelo Roncalli entre sus «hermanos». Fueron predicados por Luigi Marelli, obispo en aquel momento de la pequeña diócesis de Bobbio, que un mes más tarde sería nombrado sucesor de Giacomo Radini Te­ deschi en Bérgamo. La transformación consiguiente a la muerte de Radini Te­ deschi no podía menos de tener una fuerte reverberación en la vida de Roncalli, que, en el clima de aquellos ejercicios, anotó en el Diario del Alma: «Al cumplirse el pasado 10 de agosto la primera década de mi sacerdocio, pensaba que, inaugurándose un nuevo período de mi vida, algo en torno a mí podía y debía cambiar. ¡Cuán inefables, Dios mío, son tus designios! Enseguida después, el 22 de agosto, llamaste a tu gozo a mi veneradísimo obispo, y aquí me encuentro ahora en un horizonte nuevo. Pero mi ánimo no decae. En la hora de la angustia y del dolor, experimenté una gran paz y consuelo es­ piritual. Ciertamente, el alma grande y santa de aquel a quien yo tanto amaba y veneraba se encuentra en el cielo rogando por mí, bendiciéndome, protegiéndome, brindándome apoyo. Ojalá pueda yo seguirle allá arriba, cuando plazca al Señor enviarme la muerte y, entre tanto, imitarlo en sus santas obras. Mi nueva situación me centra ahora por completo en el seminario, aun sin descuidar el ministerio de las almas. La mía ha de ser, por eso, una vida de ma­ yor calma y recogimiento, justamente como deseaba. Es una nueva gracia que me concede el Señor. Le estoy agradecido, y la aprove­ charé. Tomaré, pues, cariño a mi habitación y a mi retiro, ocupán­ dome por completo en la oración y en el estudio. En particular, propongo levantarme a las cinco y media. Haré seguidamente la meditación en el cuarto, saliendo después hacia San Michele para la santa misa y, en su caso, para las confesiones. No insisto sobre los otros momentos de mi jornada. Me basta el recuerdo de los

propósitos ya hechos. Quiero ser ejemplar en el cumplimiento de todos mis deberes de profesor, en las relaciones con monseñor rector del seminario, con los compañeros y alumnos. Trataré a to­ dos con mucha humildad y amabilidad, procurando contribuir a ja armonía recíproca y a la mutua edificación espiritual, tan im por­ tante en razón de las graves responsabilidades comunes. Sobre todo, me guardaré de criticar o de quejarme de nada, recordando siempre, entre otras cosas, que en lugar alguno podría encontrar­ me tan bien como en el seminario. Pondré especial cuidado en profesar a mi obispo, quienquiera que sea, las mismas reverencia y obediencia y el afecto sincero, ge­ neroso y alegre que, gracias a Dios, logré profesar y conservar en todo momento hacia su inolvidable antecesor. Es más: en esto procuraré dar buen ejemplo, convencido como estoy de que, en la persona del obispo, se ha de ver e identificar nada más que a Je­ sucristo. Por supuesto, relaciones distintas me impondrán formas tam­ bién distintas. Pero éstas, como quiera que hayan de ser, estarán inspiradas por aquellas razones de respeto, de prudencia, de delica­ deza amable y sincera que constituyen la flor de la caridad, de suer­ te que mi manera de comportarme se convierta en motivo de complacencia y de consuelo para el nuevo obispo, y mi persona no sea para él piedra de tropiezo, sino piedra e instrumento ad aedifuationem (Rom 15,2). Demostraré tal deferencia y afecto a mi obispo verbo et opere (de palabra y de hecho), mientras pido ardientemente a Jesús bendito que me conceda mantenerme fiel a toda costa a es­ tos buenos propósitos. Vigilaré para mantenerme libre de toda preocupación por mi porvenir, sin dejarme llevar, en este punto, por las palabras de na­ die, por muy benévolas, devotas y aparentemente llenas de buen sentido que parezcan. Nací pobre, y debo y quiero morir pobre, convencido de que, llegado el momento, la divina Providencia no dejará que me faite lo necesario, igual que en el pasado, concedién­ dome más bien lo conveniente con sobreabundancia. ¡Pobre de mí si, aunque fuera en pequeña medida, me apegase a los bienes de la tierra! Por lo que se refiere al fantasma que pudiera presentarme mi amor propio de honores, puestos, etcétera, pondré la máxima atención para no darles cabida, sino más bien despreciarlos sin más, puesto que turban la serenidad del espíritu, debilitan en el tra­ bajo, arrebatan la verdadera alegría y todo valor y mérito de las buenas obras. Por lo que me atañe, tengo que procurar mantener­ me humilde, humilde, humilde, dejando en manos del Señor todo compromiso para lo demás».

3.

Una escapada a Milán

Muchos hacen buenos propósitos; pocos los cumplen. Los únicos, entre ellos, suelen ser quienes los han sabido formular con convencida y humilde sinceridad. Como la que transpiran las expresiones con que consignó Angelo Roncalli los que aca­ bamos de leer. Quienes tuvimos la suerte — que mejor se debería llamar gra­ cia— de acercarnos a él en vida, más acaso en la admiración de sus gestos que en la escasez de los contactos, o quienes no he­ mos dejado de profundizar en su biografía, podemos contrastar la letra de su Diario delAlma con la imagen real, histórica, sin mi­ tos, que sobrevive del bendito Juan XXIII. Los propósitos de sus ejercicios espirituales de 1914 — igual que de los de antes y de los de después— no fueron fervorines veleidosos, sino decisiones regadas por la oración e impuestas sobre la comodidad que no dejaba de tentarle, ni más ni menos que a todo hijo de vecino. Angelo Roncalli conservó siempre los cuadernos en que, desde sus años remotos de seminarista por 1895, iba anotando sus proyectos de vida, no porque previera ni menos aún deseara que algún día se convirtieran en libro de éxito. Los conservaba para ir cotejando, con tranquila autoexigencia, si era fiel o no a los propósitos viejos y a los nuevos que les iba sumando, sin descuidar los anteriores. Ya se ha dicho: lo de la publicación fue poco menos que un accidente fortuito. Por cierto que la larga cita que queda atrás lleva un brevísimo apéndice y una posdata que al lector le gusta­ rá conocer. El apéndice es éste: «Soy Sacerdote del Sagrado Corazón. Por lo mismo, las cosas que acabo de decir y de proponer asumen un significado particular con relación a las especiales promesas que he hecho al Señor en cuanto miembro de esta santa congregación. Tomaré la mayor par­ te que me sea posible en Jos actos de comunidad de los hermanos, procurando ante todo honrar, con mi buen ejemplo, a todo el cle­ ro, a la congregación que me ha acogido en su seno, y correspon­ der a sus objetivos». La posdata es reveladora de la estima y con­ fianza que tenía Roncalli en alguien a quien ya conocemos: el entonces cardenal arzobispo de Milán, Cario Andrea Ferraril7. Es

r El 10 de febrero de 1963, en presencia de una numerosa peregrinación lom-

ésta: «El miércoles tuve que interrumpir los ejercicios para hacer una escapada a Milán, con objeto de pedir a su eminencia el carde­ nal arzobispo algunos consejos sobre el modo de conducirme con el nuevo obispo en lo que atañe a determinadas cosas, etcétera. Tai visita me produjo mucho consuelo y me dio ánimos. Bajé luego a rezar a la tumba de San Carlos, y allí renové mi consagración total al Señor ad vivendum et ad moriendum (para la vida y para la muerte), ofreciéndome por completo, en cuerpo y alma, al servicio divino por la Iglesia, por las almas, en todo según la divina voluntad, dis­ puesto a cualquier sacrificio ahora y siempre. Así sea».

4. Benedicto XV y Radini Tedeschi El 24 de mayo de 1915 también Italia entró en guerra, decla­ rándola a Austria. El seminario de Bérgamo quedó casi vacío, porque los seminaristas declarados hábiles tuvieron que incor­ porarse a filas. Al ejército igualmente hubieron de incorporarse, para tareas de asistencia religiosa, un buen número de sacerdo­ tes que, por razones que ya se han mencionado, sólo a medias sentían la patria como propia. Le tocó también a Angelo Ron­ calli, quien, aun sintiéndose algo incómodo en una Italia en­ frentada con el papa, anhelaba ofrecer asistencia pastoral a los jóvenes movilizados. Sus servicios fueron requeridos la víspera misma — 23 de mayo— de la entrada en guerra de Italia. Su disponibilidad para el trabajo era plena, como anotó en una página del Diario del

Alma: «Mañana parto para cumplir el senado militar en Sanidad. ¿Adonde me mandarán? ¿Tal vez al frente enemigo? ¿Volveré a Bérgamo o ya ha preparado el Señor mi última hora en el campo de batalla? No lo sé. Sólo quiero una cosa: la voluntad de Dios en todo y siempre, y su gloria en el sacrificio total de mi ser. Así, y sólo así, pienso mantenerme a la altura de mi vocación y demos­ trar con hechos mi amor auténtico a la patria y a las almas de mis hermanos. El espíritu está preparado v feliz. Señor Jesús, mantenme siempre estas disposiciones. María, mi buena madre, ayúdame: bardo-milanesa, presidida por t'l entonces arzobispo Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI, Juan XXIII firmó el decreto de introducción de la causa de cano­ nización de Cario Andrea Ferrari. Felizmente coronada la primera parte del proce­ so, el 10 de mayo de 1987, Juan Pablo II lo declaró beato.

Utin ómnibus glorificetur Christus (Que Cristo sea en todo glorificado) (Flp 1,18)».

Se puede decir que, al menos de momento y en términos geográficos, su disponibilidad fue mucho más allá del destino que recibió. Empezó como suboficial de Sanidad en un hospital militar de reserva instalado, por unos meses, en el seminario de Bérgamo, donde tenía él mismo su residencia, que no necesitó cambiar. Como la labor que le fue asignada con los soldados heridos o enfermos se lo permitía, pudo seguir dando clase a los pocos seminaristas que no habían sido movilizados. Las cosas cambiaron bastante cuando, el 28 de marzo del año siguiente, le llegó el nombramiento como teniente capellán, y el hospital militar se trasladó a otro local de Bérgamo, una residencia de ancianos denominada Ricovero nuovo. Su celo pasto­ ral, más que deseo alguno de protagonismo, lo empujó a con­ vertirse en coordinador de la asistencia religiosa, moral y carita­ tiva de los soldados, y, como complemento, lo situó al frente de la oficina diocesana para la recogida de noticias sobre prisione­ ros de guerra. En el mismo año 1916, el 11 de agosto, llegó a sus manos el primer ejemplar impreso de la biografía sobre Radini Tedes­ chi de la que era autor. El hecho le produjo una emoción que aparece reiteradamente aludida en sus cartas de entonces. En primer lugar, la fecha de aparición le traía al recuerdo un acon­ tecimiento importante de su vida, que así evocaba en carta a monseñor Spolverini: «Recuerdo que un día como hoy, de hace doce años, usted me acompañaba y asistía en la celebración de mi primera misa en San Pedro. Mi pensamiento vuelve a usted con gratitud y afecto, no habiéndome sido posible escribirle el día de Santo Domingo. Ayúdeme con sus oraciones para que sepa mantener siempre viva y robusta la virtud de mi sacerdocio. Ayer se terminó de imprimir mi libro In memoria di monsignor Radini, etc., y mañana enviaré un ejemplar al santo padre por medio de monseñor Guerinonil8, a quien hoy mismo me dirijo rogándole que solicite para mí una audiencia de su santidad después de que haya visto y juzgado nn libro». 18 Sacerdote bergamasco, algo más joven que Roncalli, que trabajaba en la Se­ cretaría de Estado.

En carta posterior (3 de septiembre), de nuevo a monseñor Spolverini, parecía haber cambiado de opinión: «He renunciado al proyecto de ir a Roma porque, si he de decir la verdad, sentí escrúpulo en cumplir un acto que fuese o pudiese ser interpretado como deseo de ponerme en evidencia, y eso, lo confieso, me repugna y no se compagina con los principios de mi formación espiritual. Cuando el libro haya alcanzado una mayor difusión y quizá el santo padre haya expresado libremente su pare­ cer, que deseo y confío sea benévolo, pasada la mitad de este mes, es posible que me decida a ir. Por aquí el libro, que acaba de llegar a las librerías, parece despertar una impresión grande y óptima. Haber evitado de propósito todo argumento polémico y personal aumenta el valor de sus páginas, confiriéndoles carácter de mayor seriedad y dignidad, que contribuye mejor a una gloria duradera de monseñor Radini».

El 15 de septiembre escribió de nuevo a Spolverini en torno al libro y a otros temas con él relacionados: «Aprovechando la bondad de mis superiores, he pensado en bajar a Roma la sema­ na que viene, saliendo el lunes por la tarde [...] Lo que me inte­ resa en Roma es ver al santo padre para presentarle un ejemplar de mi modesta tarea, cuya acogida en Bérgamo y en toda Italia, muy superiores a mis expectativas, empieza a confundirme». El 24 tuvo la suerte de hacer entrega del libro a Benedic­ to XV. El papa no pudo acoger con mayor cariño al joven autor, ni mostrarse más generoso hacia el amigo reflejado en las páginas del libro. Convencido de la discreción de Ange­ lo Roncalli, le hizo una confidencia que para éste constituía el mejor aval de su admiración hacia aquel a quien con tanta fideli­ dad había servido: «Le aseguro que si monseñor Radini Tedes­ chi hubiera vivido, no hubiera durado 48 horas más como obis­ po de Bérgamo. Yo lo hubiera traído aquí como secretario de Estado. Para mí, no había hombre mejor dotado que él para tal cargo». Pero la generosidad del Papa Della Chiesa aún fue más lejos. Sabiendo que Roncalli tenía el proyecto de recoger en un volu­ men testimonios de terceros en honor de Radini Tedeschi, no dudó en redactar el siguiente, que puso a su disposición: «Recordando con satisfacción los días felices de mi peregrina­ ción a Lourdes, donde a los pies de la Virgen milagrosa se afianza-

ron los vínculos de amistad que desde años me unían a monseñor Radini Tedeschi, Llorado obispo de Bérgamo, y pude escuchar de nuevo ante la multitud conmovida su elocuencia, siempre calurosa de santos y nobles afectos y siempre eficaz por continuado y ca­ racterístico sentido de oportunidad, se me brinda ahora ocasión de comprobar que el piadoso y culto sacerdote Angelo Roncalli ha reunido en un espléndido volumen, coincidiendo con el segundo aniversario de la muerte del ilustre pastor, sus recuerdos queridos y honrosos, y, acogiendo agradecido su obsequio, correspondo al devoto autor con la gracia de la bendición apostólica y con el de­ seo de que esta biografía renueve en el espíritu de los lectores aquellos frutos de vida eterna que la palabra y el celo del benemé­ rito prelado difundieron tan largamente».

5.

«... lo más y mejor de mi actividad sacerdotal»

Todo fue un hermoso paréntesis en el ministerio sacerdotal de Angelo Roncalli en aquellos tiempos de guerra: una guerra que nadie se había esforzado tanto para evitar, en su inicial esta­ llido, no menos que en sus tremendas consecuencias, como el «ángel de paz» que fue, en expresión de muchos, Benedicto XV. Estaba tan inmerso de nuevo Angelo Roncalli en su tarea de capellán de guerra que el 26 de abril de 1917 así escribía, una vez más, a monseñor Spolverini: «Las presentes circunstancias me impiden ocuparme de nada más que de soldados y soldados, entre los cuales el alma sacerdotal encuentra emociones que no sé describir y consuelos inmensos». Roncalli aseguraba abri­ gar otro proyecto para tiempos mejores, que esperaba llegasen pronto: «Tengo la esperanza, cuando vuelva la paz y, como de­ seo, pueda entregarme a una vida de mayor recogimiento, de poder completar mi proyecto de un trabajo definitivo en torno a la memoria de mi obispo y padre». La guerra, en tanto, seguía. Y él, desbordado de trabajo, como escribió el 31 de marzo de 1918: «Lamentablemente, nos estamos haciendo viejos bajo la coraza militar, pero encuentro en la vida tantas oportunidades de acercarme a las almas y de hacerles bien que no me atrevo a quejarme con Dios de que la prueba se prolongue por tanto tiempo. Hay días, especialmente los domingos, en los que me veo en la coyuntura de tener que hablar hasta ocho o nueve veces, fuera y dentro de los hospita­

les, a los soldados y a distintos grupos de personas. Hago lo que puedo con sencillez y sin ruidos, y reconozco que el trabajo así continuado beneficia también a mi espíritu». En tanto esperaba la llegada de tiempos mejores para com­ pletar, con la recogida de testimonios, la biografía recién publi­ cada de su obispo, otros le iban preparando una ocupación di­ ferente, como se desprende de la misma carta al rector del seminario romano: «Días atrás, el señor obispo, a propuesta de un grupo de señores de aquí, me confió el encargo de interesar­ me de la juventud estudiosa que en Bérgamo tiene una gran necesidad de asistencia y de formación, al objeto de preparar personalidades decididamente católicas para la vida social del mañana. Poco podré concluir en tanto se prolongue la guerra. En todo caso, para mí todo es encargo de obediencia, y acepto la prueba in nomine Domini (en el nombre del Señor)». Unos días más tarde escribía a monseñor Bugarini para felici­ tarle el onomástico, en la fiesta de San Vicente Ferrer (5 de abril): «La guerra me ha ofrecido la ocasión de acercarme a las almas mucho más que con anterioridad, y de buscar los mejores caminos para llegar a ellas. Se trata, por consiguiente, de una experiencia que me ha hecho y me sigue haciendo mucho bien: me hace mejor, más dispuesto a compadecer los defectos ajenos, a olvidarme de mí mismo y de todo lo que en el mundo podría darme nombre y honores, para no buscar otra cosa que no sea el triunfo del reino de Dios y de su Iglesia en la conversión y la edificación de quienes son de Dios y pertenecen de derecho y de hecho a la Iglesia. Presto asistencia como capellán en dos hospitales no muy ocupados. Me empeño todo lo que puedo por el bien de los soldados residentes en esta prisión, y tengo que confesarle que entre unos y otros en­ cuentro consuelos que desearía a todos los sacerdotes en cuida­ do de almas. Pero todo esto es la parte menor de mis ocupaciones diarias».

Venía a continuación, ya más concreta que en la carta de unos días atrás a monseñor Spolverini, la alusión a la actividad que le había asignado el obispo Mons. Luigi Marelli, prevista en el fin particular de la congregación diocesana de los Sacerdotes del Sagrado Corazón: «Dentro de unos días, por deseo del se­ ñor obispo, trataré de abrir una Casa degli S tudenti, en la que, des­ pués de la guerra, acabaré fijando mi residencia, aunque sin abandonar la enseñanza en el seminario. Encomiendo vivamen-

te a sus oraciones, bondadosísimo y querido monseñor, esta obra de la que hay una necesidad muy grande en Bérgamo. Mj objetivo no consiste tanto en recoger a muchos jóvenes corno en formarlos: incluso pocos, pero católicos sinceros de pensa miento y de vida». Su ministerio entre los jóvenes sería una experiencia más, en la que se volcó con la convicción generosa que puso en cuanto le confió la obediencia. La huella que aquella experiencia dejó en su alma la evocaría décadas más tarde, en 1956, cuando, sien­ do patriarca de Venecia, tuvo ocasión de inaugurar un pensio­ nado para jóvenes universitarias en Padua: «A quien mira el sol que declina plácidamente, le resulta singu­ larmente agradable descubrir, en el ocaso, alguno de los rayos que alegraron sus antiguas auroras. Me refiero al encargo que e n 1918 me confió mi obispo de visitar un antiguo palacio que acababa de abandonar el noble patricio que lo habitaba, un gentilhombre de sangre, siempre serio y elegante, incluso después de cumplidos los 80. Visité el palacio y humildemente propuse a mi venerado supe­ rior la idea de convertirlo en hogar para jóvenes de la ciudad: un punto de reunión que sirviera para preservar de los peligros de aquella edad, y ofrecer variado y atrayente complemento de todo lo que, apoyándose en la escuela oficial, robustecía su autoridad y prestigio, y ampliaba sus ventajas. Nacía el primero entre los primerísimos hogares del estudiante en Italia, como vi después, en gran escala aunque no tuvieran la misma fisonomía, erigidos en Francia y especialmente en París. La Providencia quiso que yo con­ sagrara a esta obra lo más y mejor de mi actividad sacerdotal du­ rante más de tres años, en un período incierto, pero que estim u la­ ba al optimismo, del período entre la guerra y la paz. El con tacto cotidiano con tantos jóvenes, buenos hijos de familia, maduró en mi espíritu la convicción de que nada más alto y más bello podía ofrecerse a mi ministerio sacerdotal, y de que a nada más h o n ro so ante Dios y ante las almas habría podido aspirar que a la c o n sa g ra ­ ción total de mi humilde existencia, hasta su fin, a esta asistencia espiritual de la juventud estudiosa, practicada como un gran servi­ cio de la santa Iglesia y de mi país. Los designios del Señor fueron otros. Los tuve que acoger — el cielo me fue y es testigo— como obediencia a su voluntad, y me llevaron por los caminos del mun­ do, como nunca habría podido imaginar [...] ¡Cuántas personas, países y acontecimientos conocí, cuyo recuerdo aún me llena d gozo! Pero, volviendo hacia atrás con el pensamiento, entre tanta grandeza de hombres y de cosas, el recuerdo que más me *n1.. presiona y me causa suavidad y ternura de espíritu es mi Casa m

Studenti».

5_ «¿Habría muerte más envidiable que la mía?» Reflejada de tal manera la tan breve como intensa etapa del Angelo Roncalli formador de estudiantes, se trueca en casi redundante flash back volver a su tarea de capellán de guerra con la cita de una carta más (4 de agosto de 1918) a monseñor Spolverini: «Le escribo desde mi nueva casa preparada para la posguerra, ya que, bello durante (en tanto la guerra se prolongue), creo que muy poco podré llevar a cabo en ella [...] Esta mañana he rezado de ma­ nera particular por usted y por lo con usted relacionado en un mo­ mento de gran consuelo para mi espíritu entre los soldados de mi hospital, que comulgaron todos por el gran perdón V). Dentro de unos días me trasladaré a otro hospital — el mayor de Bérgamo, con mil camas— , destinado a enfermos de tuberculosis. Mis supe­ riores militares — en verdad, muy buenos conmigo— me han ma­ nifestado que mi persona puede ser útil allí, no sólo pata la asisten­ cia religiosa, sino también para la asistencia moral, que a fin de cuentas para mí es la misma cosa. A pesar de ello, ni me imponen el traslado ni me lo proponen de manera formal. ¿Me era lícito descuidar la ocasión que con toda evidencia me ofrece el Señor de poder ejercer la caridad de manera un poco más perfecta? No lo he dudado un solo instante, y di las gracias por el honor que se me concedía, poniéndome sin más a disposición. Si dentro de poco oyese que he enfermado y muerto de tuberculosis, no piense que he cumplido un acto heroico. Todos aquí están impresionados por la gravedad del peligro al que me expongo menos quien firma, el cual probablemente podrá disfrutar del premio de su simpleza quedando ileso de todo mal. Y si hubiese de morir así, ¿habría muerte más envidiable que la mía? En todo caso, cuando me en­ cuentre en coyuntura de poderlo hacer, le referiré mis impresiones, escribiéndole más largamente».

7. Dolor y disgusto, satisfacción y alegría Con fecha 24-25 de diciembre de 1918, nueva carta a mon­ señor Spolverini: de auguri, pero no convencionales ni limitados, en este caso, a las dos-tres (diez, todo lo más) palabras de rigor. Fue una carta larga, de nuevo sobre el tema de su tarea sacerdo­ tal entre los jóvenes estudiantes. En ella empezaba afirmando 19 Perdón de Asis, o Porciúncula (2 de agosto), con privilegio de indulgencia plenaria.

que la terminación de la guerra no le había ahorrado razones de tristeza, aludiendo enseguida a la muerte de una hermana de 25 años, y a un hermano que había bordeado la muerte «por esa es­ pañola 20 que ha cosechado tantas víctimas», pero que se había salvado por puro milagro. Y seguía diciendo: «Es posible que el Señor haya dispuesto que mi sacrificio, muy sensible para mí, sirviese como cimiento más firme para la modes­ ta obra de apostolado juvenil que acabo de emprender estos días. ¿Quién lo hubiera pensado? En pocas semanas me he convertido nada menos que en fundador (!) y director de una Casa degli Stuáenti con pensionado, clases de religión, encuentros vespertinos, doposcuola, etcétera, y en el promotor más en vista de un amplio progra­ ma de formación y de asistencia de la juventud estudiosa de Bérga­ mo, de lo que confío puedan derivarse muchas ventajas con miras a la educación de sólidas conciencias católicas y de aquellos hom­ bres que deberían convertirse en los hombres de acción del maña­ na. Tengo la impresión de que el Señor ya me ha ayudado a supe­ rar la primera prueba, que es la de los comienzos. La obra cuenta con la simpatía general de la ciudadanía. Los directores y profesores de las escuelas públicas la siguen con disposición favorable, y orientan hacia ella a sus alumnos. Por lo que me atañe, no me faltan preocupaciones, a menudo dolorosas, espe­ cialmente con respecto a los jóvenes del pensionado. A pesar de ha­ berlos seleccionado con cuidado entre los que solicitaban ser admi­ ados, siempre hay esos uno o dos cuyos dudosos comportamientos despiertan mayores dolor y disgusto que la satisfacción y alegría que producen todos los demás que se portan muy bien. Usted sabe lo que significa tener sobre la conciencia almas jóvenes a las que disci­ plinar y educar. Pero en conjunto estoy muy satisfecho, y confío que, aun a costa de algún sacrificio, el Señor me ayudará también en adelante. Se trata de una obra de su gloria, que yo no imaginaba ver­ me llamado a llevar a cabo y que un buen día vi recaer sobre mis es­ paldas: sólo la confianza en El me sirve de cimiento [...] Si el Señor no me retira su ayuda, dentro de un año espero po­ der organizar otras casas del estudiante en la ciudad, como la que acabo de poner en funcionamiento, y tres pensionados, incluido éste y el viejo colegio de San Alejandro. No tardaré en mandar im­ primir el proyecto completo de nuestro trabajo [...] Si cada uno de los sacerdotes de Bérgamo, en lugar de chismear, hiciese aunque sólo fuera la mitad de lo que el señor obispo señala y propone, no 20 El lector tiene derecho de sorprenderse de que en Italia se hubiese dado tal denominación a una gravísima epidemia gripal que — ¿real o supuestamente?—, a partir del verano de 1918, se había propagado rápidamente de España a muchos países, causando millones de víctimas.

habría tiempo para estar parados un solo instante, y habría inm en­ sa ocupación para todos. Mi experiencia de diez años aJ lado del obispo m e ha enseñado a tener siempre confianza en la autoridad y en la ley. Rsta es mi norm a de conducta. He aquí', querido monseñor, a dónde he venido a parar. Quería sólo mandarle una simple felicitación navideña, para decirle con una expresión tirando a profana que el corazón no envejece. Y me encuentro escribiéndole páginas y páginas cuya lectura se le co n ­ vertirá en suplicio. Le ruego que tenga paciencia también en esto».

8.

Prefería Bérgamo a Roma

Cuando en 1953 (15 de marzo) realizó su entrada en Vene­ cia como patriarca, hizo una autopresentación que no se pasará por alto llegado el momento. La introdujo con esta expresión: «Me presento yo mismo humildemente...». En un momento de tan expresivo discurso se dejó escapar: «He oído decir de mí: Este sacerdote da la impresión de ser capa%de realizar varios servicios...». Debía de ser ésa la im presión que tenía sobre él el sucesor de Radini Tedeschi. De hecho, una vez terminado su servicio como capellán m ilitar, el obispo añadió a su tarea de fundador y direc­ tor de la Casa degli Studenti la de director espiritual del seminario mayor de Bérgamo. Oigámoselo — es decir, leám oslo — contar a él m ism o en carta del 24 de septiem bre de 1919 a m o n señ or Spolverini: «Siento el deber de comunicarle que no he conseguido sus­ traerme ai encargo de director espiritual del seminario mayor. Me ha consolado el gesto de confianza del señor obispo, que encuen­ tra consentimiento en toda la diócesis, de la cual me llegan nume­ rosas y férvidas expresiones que me confunden. Son muchos los que han querido ver en esta disposición un gesto de homenaje, más que a mi pequeña persona, a la memoria de monseñor Radini, que se está convirtiendo en algo parecido a las pirámides de Egip­ to: cuanto más uno se aleja de ellas, más se destacan y parecen ele­ vadas. Lo cual no me disgusta, sino que se convierte en un argu­ mento añadido para afianzarme en aquella afectuosa reverencia hacia mi amabilísimo obispo monseñor Marelli de la que he trata­ do y trato de ser ejemplo para mis cohermanos. Pero para mí es una tremenda responsabilidad. Me consuela sin embargo el pensa­ miento de que, también en esto, en absoluto he tratado ni deseado nada, sino que ni siquiera he sido capaz de imaginarlo. Que el Se­ ñor disponga, pues, y sea todo para su gloria».

Vistas las cosas en términos de gloria... profesional (en los que Roncalli no las —ni se— veía), hubiérase dicho que podía darse por satisfecho. Porque, a todas las mencionadas, se unían otras atribuciones y responsabilidades. Como la de consiliario diocesano de organizaciones femeninas, cargo que entre los días 27 de octubre y 6 de noviembre de aquel mismo año 1919 le dio justificación para —o más bien lo obligó a— bajar a Roma para tomar parte en una semana social de consiliarios de las ídem. Estuvo alojado, durante toda la semana, en el seminario ro­ mano, donde no sólo contaba con la amistad del rector, sino también del profesorado y de numerosos antiguos alumnos. Ni que decir dene que allí se encontraba como en su casa. Pero jus­ tamente uno de los días de dicha permanencia, el 3 de noviem­ bre, anotó en su agenda algo que deja entrever que, aunque contase con buenos amigos que lo acogían con amabilidad, Roma ya no lo encandilaba en absoluto, o que, por lo menos, en Bérgamo se encontraba más a su aire. Ver —leer— si no: «Al atardecer me vino a visitar en el seminario monseñor Bugarini, mi entrañable rector, a quien inútilmente yo había ido a buscar a su casa. La benevolencia que me muestran estas personas a las que conocí en Roma me resulta conmovedora, y hace mucho bien a mi espíritu. No obstante, tengo que confesar que, cuanto más avanza mi vida, menos apego siento al ambiente romano. Aquí me encuentro muy a gusto en condición de peregrino, pero ya no me apetecería vivir establemente, por más que vea aquí un inmenso bien que realizan). 9.

El punto de vista del cardenal Ferrari

Pues bien (o al revés: pues... ¡mal!), cuando su estado de áni­ mo era ya ése, surgió en su horizonte sacerdotal la perspectiva de tener que trocar Bérgamo por Roma. La primera gestión al respecto fue una carta del prefecto de la Congregación de Pro­ paganda Fide, cardenal Wilhelm van Rossum, a monseñor Luigi Marelli, en la que el purpurado holandés solicitaba la cesión de Angelo Roncalli para el cargo de presidente del Consejo central para las diócesis italianas de la Obra de la Propagación de la Fe.

El cardenal explicaba al obispo de Bérgamo que estaban bus­ cando «un individuo capaz, dotado de tal espíritu de iniciativa y de tan evidente capacidad de organización que se convierta en alma del nuevo movimiento, que pueda imprimir un impulso vi­ tal a la Obra en Italia. Para ello, Propaganda Fide ha puesto los ojos en el reverendo don Angelo Roncalli». Tras ello, añadía: «Soy muy consciente de que, para Bérgamo, tener que despren­ derse del digno padre espiritual del seminario, fundador y direc­ tor de la Casa degli Studenti, no deja de constituir un sacrificio no pequeño...». Y vaya que sí. A monseñor Marelli no le hacía ni pizca de gracia la perspectiva de tener que renunciar a un «sacerdote ca­ paz de realizar varios servicios». En todo caso, antes de contes­ tar al cardenal en un sentido o en otro, prefirió conocer el pun­ to de vista del directamente concernido. La actitud con que Roncalli acogió la propuesta llegada de Roma se refleja en lo que escribió a un hombre tan de su con­ fianza como Domenico Spolverini el 19 de diciembre de 1920: «Ya le habrá hablado monseñor Guerinoni acerca de mi estado de ánimo a propósito de un posible traslado a Roma, a Propagan­ da Fide. Para mi corazón representa un gran sacrificio tener que despegarme de lo que tanto amo. Sin embargo, tengo que añadir que cada día que pasa me siento más animado a cumplir con senci­ llez la voluntad del Señor, en el caso de que la decisión sea de que yo lo deje todo y vaya. Tengo el consuelo de no haber pedido ni esperado nada de todo lo que ahora se me propone. Quien se en­ cuentra en situación aún mayor de incertidumbre es el señor obis­ po, que no sé si ha contestado todavía al cardenal Van Rossum. Me parece que quiere adjuntar la carta que yo le he escrito, exponién­ dole con toda sinceridad los pros y los contras de esta llamada, tal como yo veo lo cosa. Justamente ayer, el cardenal Ferrari me escri­ bía textualmente, desde el lecho de su enfermedad, y de su puño y letra, lo que sigue: “Muy querido don Angelo: Sabes bien cuánto te quiero. Es una deuda contraída con monseñor Radini. Precisamen­ te por eso, he aquí mi opinión indubitada. La voluntad de Dios está más que clara: el papa rojo es el eco del papa blanco; y éste, de Dios. Hay, pues, de sobra. Adonde Dios llama, se va sin titubeos, abandonándose en todo a su amorosa Providencia. Así tendrás una tranquila paz. Pide por quien de todo corazón te bendice, y es tu affmo. en Cristo Jesús, Andrea Cario, cardenal arzobispo'"»21. 21 El cardenal Ferrari llevaba dos años gravemente enfermo. Fallecería dos me-

Roncalli vino a saber que su nombre para tal organismo ha­ bía sido sugerido por Paolo Giobbe, antiguo compañero suyo del seminario romano, en aquel momento rector del Colegio de Propaganda Fide. (Alguien, por cierto, a quien un día él con­ feriría el capelo cardenalicio, aunque no exactamente en agrade­ cimiento por su remoto gesto...) Dos días después que a mon­ señor Spolverini, Angelo Roncalli escribió a Giobbe en los términos siguientes, que velaban su casi disgusto por algo que «amenazaba» su futuro: «Las baterías ya están descubiertas y sé de dónde proceden los golpes que me tienen abatido en estos días. No dejas de compren­ der que por mucho que esté dispuesto en todo momento a cum­ plir la voluntad de Dios, que me caiga encima improvisamente una orden que trueca por completo la dirección concreta de mi vida me ha sorprendido fuertemente y me llena de consternación. De un lado, un sentido de aversión profunda al nuevo oficio, que se me antoja inapropiado para mis capacidades, para mis hábitos, se­ guido de una lucha interior entre el sentido, que me parece sincero, del adveniat regnum tuum, fíat voluntas tua (venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad) y el amor propio; de otro, las razones del cora­ zón; y, por ultimo, alguna ráfaga de luz que me mantiene en equili­ brio y me persuade de que precisamente a este ministerio es al que me llama el Señor. No son otras las diferentes fases por las que ha atravesado mi espíritu en estos días [...] Sabiendo que tú tienes la mayor parte de la responsabilidad delante de Dios y de los hom­ bres en lo que me sucede estos días, me confío de manera particu­ lar a tu bondad para que me ayudes, te apiades de mí y me ofrezcas orientación. Mi gratitud será viva, igual que siempre ha sido afec­ tuosa in Domino mi amistad».

10. «¡Por Dios, que no me sobrestimen!» Como antes de contestar al cardenal Van Rossum el obispo Marelli quería conocer el punto de vista de Angelo Roncalli, éste así escribió a su obispo el 14 de diciembre: ses más tarde. Aparte de la homofonía entre Rnssum y rosso (rojo), en la jerga ecle­ siástica se emplean los colores blanco, rojo y negro como distintivos convenciona­ les de tres... casi-papas: el verdadero, que viste de blanco, aunque también se suele aplicar al general de los dominicos, por su hábito y prestigio; el cardenal prefecto de Propaganda Fide, por el hábito de color púrpura; y el prepósito general de los jesuitas, que viste de negro.

«Le diré que me encuentro dividido entre dos sentimientos. Como por una parte la tarea que se me propone es absolutamente ajena a toda previsión mía y me llueve de improviso, es para mí in­ dicio para ver en ello la voluntad del Señor, que siempre, hasta este momento, me ha guiado a hacer todo lo que nunca había pensado que hubiera tenido que hacer en la vida. No se me oculta la gran­ deza del proyecto que la Santa Sede se propone realizar infundien­ do vitalidad, en la nueva Italia, a la Obra de la Propagación de la Fe, convencido como estoy de que, además de alcanzarse cada vez mejor el gran ideal de la dilatación del reinado de Cristo en el mun­ do, que constituye el objetivo principal de la Iglesia, uno de los medios más prácticos y seguros para robustecer la fe de los tibios en Occidente radica en interesarlos vivamente por las misiones ca­ tólicas en Oriente. Sin embargo — su excelencia es muy testigo de que digo la verdad— , en manera alguna logro descubrir en mí, para esta responsabilidad que se me quiere asignar, esa capacidad, ese espíritu de iniciativa y esas dotes de organización (empleo las pa­ labras del propio señor cardenal prefecto) por las que pudiera convertirme en alma del nuevo movimiento, ni que mis prestaciones correspondan de hecho a los deseos de la Santa Sede [...] Por su­ puesto que me atrae y siento lo grande en la cabeza y en el corazón, pero, por lo que se refiere a llevarlo a ejecución, me siento muy corto de obras y energías. Tengo que confesar también a su exce­ lencia que lo que algunos afirman de que soy un trabajador tenaz no deja de ser un engaño. Estoy siempre pendiente del trabajo, pero eso ocurre por un simple esfuerzo de voluntad que el Señor me concede. Soy hombre de escaso rendimiento. En el fondo, por naturaleza, por índole, soy lento en escribir, expuesto a dis­ traerme en el trabajo. La vida activa de movimiento externo ha sido hasta hoy mi condena, y no ha sido nunca mi ideal, sintiéndo­ me atraído preferentemente por la vida sedentaria, de recogimien­ to, de estudio, con inclinación al ministerio directo de las almas, pero tranquilo y sin ruidos. Comprenderá bien su excelencia cuán lejos estoy, por ello, de los requisitos expresados en la carta del señor cardenal Van Rossum. Esto es, monseñor, lo que siento el deber de decirle con confianza filial y con sinceridad de con­ ciencia. El sentimiento, el corazón, que ya me ha dado tantos saltos en estas primeras horas de sorpresa v que se dispone a seguir dando muchos más si se hubiese de llegar a un alejamiento, querría empujarme a pedirle que intercediese por mi a fin de que se me deje todavía con mis clérigos del seminario, de cuyo feliz progreso espero mucho, así como con mis estudiantes seglares, que son mi peso y mi afecto. Pero tampoco me atrevo a dirigirle tal ruego. Me siento incierto y apenado. Por una parte, temiendo no cumplir la voluntad de Dios, que deseo cumplir a toda costa. Por otra, temiendo verme convertido en un ser inútil para la Santa Sede».

Ocurrió lo que él no hubiera deseado que ocurriese, pero que aceptó por obediencia: la llamada a Roma para el desempe­ ño de la alta responsabilidad para la que un antiguo compañero suyo de seminario lo había propuesto, situándolo en primer lu­ gar en una terna de candidatos. En la designación definitiva fue determinante la interven­ ción de Benedicto XV. Era lógico, al menos por dos razones: la importancia del cargo que se le quería asignar y el hecho de que el papa conocía personalmente y estimaba al sacerdote bergamasco. (Tanto lo estimaba, por conocerlo, que le dio el trata­ miento de «monseñor» antes de que fuera nombrado prelado doméstico, que le daría derecho a tal tratamiento. Como tal nombramiento se produjo el 7 de mayo de 1921, el Papa Della Chiesa adelantó el trato de monseñor casi en mes y medio. El despiste, posiblemente intencional, se había producido en una audiencia privada del 23 de marzo de 1921. Benedicto XV lo acogió afablemente, llamándole monsignore. Roncalli le suplicó que lo apease de un tratamiento que no le correspondía. El papa lo tranquilizó diciendo: «Bueno, no se preocupe. Si no lo es, pronto lo será. Aquí lo son todos») 22. El cargo de presidente del Consejo central, etc., no llevaba emparejado alojamiento. Tenía que buscarlo él. El sueldo anual de 14.000 liras tenía que cubrirlo todo. Encontrar un piso ade­ cuado requirió bastantes gestiones, no porque pretendiese una gran mansión, sino porque eran escasos los pisos de alquiler en Roma, y aún menos los que pudiesen cubrir sus necesidades, 22 Es probable que fuese el propio Roncalli quien desveló, en confidencia, la anécdota. En el Diario del Alma consignó, en cambio, una versión más austera del acontecimiento: «23 de marzo, lunes de Pascua. Audiencia privada del santo padre Benedicto XV. Me recibió a las 10,15, enseguida después que al cardenal Dougherty, de Filadelfia. Me entretuvo por más de media hora, con bondad, confianza, amabilidad, en torno a numerosos temas: Obra de la Propagación de la Fe (le preocupa mucho, y tiene ideas claras y generosas, sin entrar en detalles), la situa­ ción de Bérgamo: movimiento Cocchi, peripecias políticas, el obispo, el congreso eucarístico, el conde Medolago, la Scuola Sociale, y los tristes recuerdos de las tribu­ laciones de monseñor Radini, etc. Estoy contento por haber contestado a todo con serenidad y, creo, con mucho respeto de cosas y de personas. Saqué una im­ presión general muy positiva. Bendijo las obras que dejo y la que emprendo, y se manifestó complacido de poderme ver más a menudo, ahora que tengo que radicarme en Roma. Me siento de veras muy consolado por este precioso sello sobre mi nuevo apostolado».

porque con él pensaba llevarse a sus hermanas Ancila y María. También monseñor Bugarini, apenas se enteró de que su anti­ guo alumno se trasladaba a Roma, le pidió compartir piso con él, deseo al que Angelo Roncalli accedió de buen grado, como le manifestó en carta del 27 de junio de 1921: «A mis hermanas les encanta su propuesta, monseñor. En cuanto a mí, estoy con­ vencido de que usted se encontrará bien en mi compañía. Ten­ dré en usted a un impagable testis et custos (testigo y guardián) con el que, si he de serle sincero, siempre he deseado contar en mi vida, y no he dejado de tenerlo desde que dejé el seminario».

11. Homenaje de la diócesis Le costó lo suyo abandonar Bérgamo, donde se encontraba muy a gusto. O, dicho de manera equivalente, donde quería y se sentía querido y apreciado. Más, por supuesto, de lo que se apreciaba él mismo. También la diócesis, y en primer lugar el obispo Marelli, se dio cuenta de lo que «perdía». Fue tal sensación la que animó a quienes tenían atribuciones para hacerlo a organizarle, en au­ sencia, el homenaje que les pareció más expresivo. Roncalli se encontraba ya en Roma, ejerciendo su tarea al frente del despa­ cho misionero, desde el 18 de enero de 1921. El 15 de marzo, monseñor Marelli le remitió una carta dándole cuenta de la esti­ ma y gratitud que, junto con él mismo, le profesaba la diócesis entera: «Me complace comunicarle que, con voto unánime del capítulo catedralicio, le he nombrado canónigo honorario de la catedral. Me siento sobremanera feliz de poderle dar, mediante tal nombra­ miento, una prueba de la estima y gratitud mía personal y de toda la diócesis por los muchos méritos que ha contraído entre noso­ tros, ante todo como secretario fiel, afectuoso e inteligente de mi predecesor monseñor Radini Tedeschi, pero también como profe­ sor y director espiritual del seminario, como fundador de la Casa degli Studenti, y por todas las obras de celo en el sagrado ministerio con que ha contribuido de manera muy eficaz al incremento de la piedad cristiana entre nuestro pueblo. En la seguridad de que este nombramiento contribuirá a mantenerle Maculado, desde el nuevo campo al que le ha llamado la confianza del santo padre, a esta

Iglesia de Bérgamo que le ha hecho de madre, le bendigo con tot|() el afecto y le deseo toda clase de bienes».

¿Podrá alguien pensar que semejante honor — ¡canónigo honorario de la catedral de Bérgamo!— despertase en Angelo j Roncalli el menor sentimiento de vanidad? Los sentimientos ¡ que en realidad brotaron en él al tener noticia de semejante ges­ to los confió a una carta fechada al día siguiente de la de mon-j señor Marelli. La dirigía al obispo, que era como si la dirigiese a la diócesis entera, clero y fieles: «Muy venerado monseñor: La exquisita bondad con que se ha I dignado agregarme, en calidad de canónigo, al clero mayor de la ! catedral, me conmueve profundamente. Déjeme darle las gracias también por carta, desde lo profundo del corazón. Siento espacial complacencia al constatar que ha pretendido darme de tal suerte, en nombre también de la diócesis, una muestra de consideración y ; de honor ante todo por el servicio prestado, durante los primeros j diez años de mi sacerdocio, a la persona y actividad de su antece- j sor Mons. Radini. Por mi parte, no ceso de considerar aquellos ; años como los más dinámicos y acaso — aunque ocultamente— i fecundos de mi vida. Por ello me siento particularmente sensible ante la actual dignación de su excelencia, que tengo la impresión de que no honre tanto a mi persona sino la memoria del prelado : fallecido. En lo que atañe al escaso bien que hubiera podido llevar ; a cabo en estos seis años de episcopado de su excelencia, no se tra- ¡ ta sino de fruto de la obediencia — para mí querida y bendita como si fuese a Dios— a su excelencia misma y de la gran benevo­ lencia personal que en todo momento ha usado conmigo y de la que me acaba de dar una nueva prueba. El precioso título que sella ahora los vínculos sagrados que me unen a esa mi queridísima Iglesia de Bérgamo ha de ser un m o tivo más fuerte para intensificar, hacia la persona de su e x c e le n c ia , aquel afecto y reverencia que, con la ayuda del Señor, siem p re he ' querido observar en mi conducta sacerdotal, en privado y en pu- ; blico, para que sirviese también como doctrina y ejemplo al clero . joven. Pienso que desde Roma no me habrán de faltar o c a s io n e s j para demostrarle con hechos la sinceridad de este s e n t i m i e n t o | Dígnese su excelencia continuar queriéndome como buen p^rC j que sigue todos los pasos del hijo lejano, pida a Jesús que me asista . en el nuevo ministerio que se relaciona directamente con los objc ¡ tivos de la redención, y no deje de bendecirme, como con paterno ¡ afecto me asegura en su carta». ¡

12.

G enerosidad d e Bérgamo hacia las misiones

Hubo una razón, además y por encima de las estrictamente personales, que llenó de íntima satisfacción al nuevo presidente de la oficina central para Italia de la Obra de la Propagación de la Fe: constatar el arraigo del ideal misionero y la respuesta por parte de la diócesis bergamasca a las solicitudes de generosidad. Fue determinante sin duda para ello el hecho de la presencia a su frente de un sacerdote que despertaba segura confianza en todos sus paisanos. Por supuesto, lejos de atribuirse el menor mérito en ello, Angelo Roncalli se sentía particularmente feliz de poder darle cuenta del hecho a su obispo al felicitarle la pas­ cua el 14 de abril de 1924 en nombre del Consiglio na^ionale italia­ no della Pontificia Opera della Propaga^ione della Fede: «La generosa recaudación de la diócesis de Bérgamo durante 1923 a favor de esta que es la obra principal entre las manifestacio­ nes de la vida y de la actividad católica, le asegura una vez más el prim er puesto incontrastado de honor en la santa competición de las diócesis italianas. Añadiré con placer, excelencia querida, que el ejem p lo d e Bérgamo se ha trocado en acicate de santa emulación para todos, hasta el punto de que son ya varias las diócesis que es­ tán a punto de alcanzar, aunque no de superar, a la hermana que en primer lugar se apresuró a señalar el alba del día hermoso y ar­ doroso de apostolado misionero que es la alegría de nuestros ojos y de nuestros corazones. Bendigamos también por esto al Señor. Por mi parte, no puedo pasar bajo silencio una expresión de agra­ decimiento, en nombre del santo padre, al celo del venerable clero y de todo el pueblo bergamasco, en verdad y siempre merecedores de admiración uno y otro, y uno de otro digno. De manera especial me complazco en recordar, ut eorum laus sit in Ecclesia (para alabanza en toda la Iglesia), a cuantos integran la benemérita Unión misio­ nera del Clero, organizada en Bérgamo de manera ideal y perfecta, empezando por su director, monseñor Luigi Drago; y de manera más especial aún al sacerdote Luigi Sonzogni, de quien sé que so­ portó, p o r todos, el pondus diei et aestus (el agobio y calor de la jor­ nada). Estas form as de educación de la conciencia popular a rezar y ser generosos o se siguen doquiera año tras año o se corre el ries­ go de que un fuego tan bien prendido se apague. Ojalá que, sobre todo en Bérgamo, la sagrada llama de la cooperación con el apos­ tolado m isionero se extienda cada vez más. Y que su excelencia no renuncie a la gloria y m érito de ver prolongarse, com o viene ocu­ rriendo desde hace varios años, el impulso de autoridad, la di­ rección firme y sagaz de un movimiento espiritual que es un signo

feliz de los tiempos, al tiempo que prenda de misericordias ex­ traordinarias que seguramente el Señor se dispone a conceder a) pueblo fiel como recompensa por la generosidad de que éste da muestras para la salvación de los hermanos infieles. No descuide, excelencia, incluir entre sus bendiciones al pobre abajo firmante, siempre hijo devoto y afectísimo».

13. Promocionando por Italia el ideal misionero La Obra de la Propagación de la Fe representaba, para Roma y para Italia, una iniciativa importada, porque había naci­ do y se había consolidado en otros contextos antes de asentarse en la capital del catolicismo. Se demostró un acierto asignar a un sacerdote sin prejuicios, como Angelo Roncalli, la tarea de gestionar su incorporación a Roma en primer lugar, y compro­ meterlo en la difusión del ideal misionero por todas las diócesis de Italia. Roncalli asumió su responsabilidad con las mejores disposi­ ciones de aprender donde había que aprender y de esparcir, en el ámbito de su responsabilidad, los frutos de su aprendizaje. Tuvo, para ello, que viajar. Empezó a hacerlo pronto. Ya desde el 17 al 30 de diciembre llevó a cabo un largo viaje, en trenes de la época, por Francia, Bélgica, Holanda y Alemania, para visitar las sedes locales de la Obra de la Propagación de la Fe. Lo hizo en compañía del redentorista holandés Josef M. Drehmans, se­ cretario particular del cardenal Wilhelm van Rossum. Una crónica muy resumida de sus recorridos queda en pos­ tales que remitía a su huésped, monseñor Bugarini. Por ejem­ plo, una del 18 de diciembre de 1921 en que le decía que el día anterior había celebrado la misa en Génova y había rezado por él; que la postal se la mandaba desde Chambéry (Saboya), en cuya catedral había asistido a unas ordenaciones sacerdotales; y que aquella misma tarde, a las cinco, estaría en Lyon. Dos días después, le mandó otra postal desde París, diciéndole que salía hacia Bruselas; que tenía pensado transitar por Holanda, y, des­ de allí, proseguir hacia Aachen, Colonia, Friburgo y Munich, previendo estar de regreso en Roma el último día del año. En la cronología redactada por Loris Capovilla, con fecha 1 de abril de 1921, se consigna: Da inicio alie sue pereprina%inni nelle

diócesi italiane per suscitare nuovo interessamento tnfavore dell’ideale missionario. (Por si alguien hubiera que no lo entiende, se traduce: Comienza sus peregrinaciones por las diócesis italianas para re­ novar el interés por el ideal misionero.) Las grandes diócesis —todas del norte— que aparecen visitadas primero son, por este orden: Piacenza (2 de abril), Bérgamo (13 de abril), Milán (22 de abril), Parma (23 de abril). Aún «peregrina» a Vicenza, Ravena, Ferrara antes de hacerlo, en octubre del mismo año, a Cerdeña (Oristano, 26 de octubre; Cagliari, 27 al 31 de octubre; Sassari, 1 y 2 de noviembre). Acude luego a Rovigo (5 de noviembre), Brescia (6 de noviembre) y Génova (16 de di­ ciembre). Igual, y aún más, que en un país que quien escribe cree co­ nocer y quien lee conoce mejor, también en Italia hay — había, sobre todo— diferencias, tópicos, casi prejuicios, de los de unas regiones contra (con respecto a) los de otras: de los del norte contra los del sur. Allí, de los de la península con respecto a los de las islas. Roncalli era del norte. No consta, casi por excep­ ción, que tuviese prejuicios étnicos y culturales contra los del sur o contra los de las islas. Pero seguramente había en su en­ torno, también eclesiástico — igual que ocurre en otros entor­ nos, también eclesiásticos, que huelga nombrar...— , quienes ali­ mentaban prejuicios tales. (El ya se había encontrado bien entre los compañeros del seminario romano, pocos de los cuales eran del norte.) Aquellos viajes hasta el talón de la bota, que tenían por fi­ nalidad — también— suscitare o rinnovare la sensibilita del clero e dei fedeli verso l ’attivitá missionaria (por si alguien..., etc., se traduce: despertar o renovar la sensibilidad de clero y fieles hacia la acti­ vidad misionera), le ayudaron a descubrir cosas que le sorpren­ dieron positivamente y que enriquecieron su sensibilidad y su cultura. El 7 de noviembre de 1922 escribía a monseñor Bugarini desde Reggio Calabria: «Mi peregrinación procede como un re­ loj. Obispos y sacerdotes me están acogiendo con suma genero­ sidad. Me he detenido en Nicastro, Pizzo, Monteleone, Tropea, Nicotera. Esta mañana visité, con el señor arzobispo, la nueva catedral de Reggio, todavía en construcción, que constituye una

espléndida afirmación del pensamiento artístico y cristiano Calabria es interesantísima y muy bella. Con la ayuda de Dios, espero mucho fruto de esta visita. ¡Cuántas almas hay que salvar y santificar aquí también! Mi salud es óptima. Mi voz, mejor que buena».

14. Problemas... otorrinolaringológicos Con tal alusión a la buena salud de su voz, alguien podría sospechar aficiones canoras en un ciudadano de la patria del bel canto. No exactamente, por más que, como a la mayoría de los italianos, posiblemente le gustase la ópera. (Confieso, sin em­ bargo, no haber tropezado con alusión suya alguna al respecto.) La razón era otra, según consta en una carta del 9 de agosto de 1922 desde las termas de Salsomaggiore a monseñor Bugarini. ¿Que por ocupar un cargo importante en Roma hubiese ele­ vado el presupuesto de sus vacaciones? Del arranque de la carta se deduce otra cosa: «Mi estancia aquí no puede ser mejor, pero los resultados del examen realizado hoy mismo a mi garganta por un especialista son preocupantes. Se trata de una corditis. La cura: volver a Salsomaggiore apenas arreglados los asuntos de Bérgamo y proseguir con la que he empezado: baños, inhala­ ciones, pulverizaciones. Luego someterme, lo antes posible, a una nueva cura de un mes de silencio absoluto, y seguir sus re­ comendaciones, so pena de ver arruinada para siempre mi voz [...] Bajo otros aspectos, tengo la impresión de estar cada día mejor. Pero, por lo que se refiere a la voz, tengo que combatir el mal de raíz». Obedeció, con buenos resultados, a los consejos de su otorrinolaringólogo. Un mes más tarde (19 de septiembre) escribía desde Rapallo: «Confío disponga de algunos minutos para escu­ char mis noticias, que son buenas: la voz es mejor que la que he tenido a lo largo de todo el año en Roma. Aún me quedan 15 días para que termine de volver, si es que, Dios mediante, vuel­ ve. El silencio es casi absoluto. Hombre, alguna palabra en voz baja se me escapa. En voz alta y clara sólo pronuncio las partes variables de la santa misa».

Quedan más cartas, o simples postales, dirigidas a su hués­ ped Bugarini desde diócesis grandes y pequeñas, algunas de las cuales le dan la impresión de ser (y estar en) Italia, mientras otras le parecen de... Palestina. (Escribe a Bugarini el 11 de no­ viembre de 1923: «Acabo de llegar a Catanzaro durante un cor­ tejo patriótico en el que también ha participado el obispo, mon­ señor Fiorentini. Aquí me parece encontrarme de nuevo en Italia, puesto que en todos los demás sitios se tiene como la im­ presión de estar viajando por Palestina». Asegura, en la misma carta, no haber sufrido, en su recorrido, la menor contrariedad, sino que «en todas partes se me acoge muy bien, y, puesto que me contento con poco, siempre es mucho lo que se me dispen­ sa». Dice que, donde los hay, no deja de hablar a los seminaris­ tas. Ha encontrado muchos en el espléndido seminario regional de Reggio, «la flor de Calabria». Desde allí, visita la diócesis mí­ nima de Bova Marina, que no cuenta más que con 16 sacerdo­ tes, «de los que sólo uno se mantiene fiel a las promesas del subdiaconado», es decir, al celibato.) 15.

«... la razón de ser de mi presencia en Roma»

En la ya aludida detallada cronología, aparecen reseñadas sus peregrinaciones de promoción y estímulo del ideal misione­ ro por la mayoría de las diócesis grandes y pequeñas de Italia: Squillace, Crotone, Taranto, Brindisi, Lecce, Gallipoli, Nardo, Otranto, Nápoles, Cariati, Rossano, Cosenza, Módena, Bolonia, Palermo, Cefalú, Mazzara del Vallo, Marsala, Caltanissetta, Piazza Armerina, Catania, Acireale, Messina, Nicosia, Florencia, Rapallo, Melfi, Foggia, Andria... Para no aburrir al lector, se ha renunciado a transcribir, con las respectivas fechas y comunica­ ciones postales a monseñor Bugarini, la larga lista de poblacio­ nes italianas por donde pasó en peregrinación el presidente del Consejo central, etc., con el objetivo de despertar o renovar, etc. Es, en cambio, obligado señalar la fecha de un aconteci­ miento distinto e importante en la vida del bendito Juan XXIII: aquella — 14 de febrero de 1924— en que falleció, en su casa alquilada de Roma, cariñosamente asistido por él, el testis et custos y tantas cosas más de su vida, monseñor Vincenzo Bugarini.

Cuatro días más tarde, el 18 de febrero, Angelo Roncalli es cribió de él a su familia: «Sólo en este momento consigo to­ mar la pluma en mano y describiros algo de las emociones de estos días. Como sabéis, nuestro querido monseñor Bugari­ ni sucumbió rápidamente por un violento ataque de broncopulmonía. Yo le administré la Extremaunción y lo acompañé hasta el Señor, como había hecho con el inolvidable monseñor Radini». En el Diario delAlma trazó este brevísimo retrato de Bugari­ ni: «No se destacó por una extraordinaria riqueza de cultura, ni desempeñó puestos de relumbrón en la Iglesia, ni su nombre quedó vinculado a acontecimientos de mayor trascendencia, pero fue un hombre sencillo, amable, piadoso, y, sobre todo, humildísimo, en todo momento sereno y sonriente en medio de las diversas peripecias de su vida, siempre activo en las obras de caridad». Y ya que hemos echado mano del Diario delAlma, es el caso de espiar lo que anotara en una de sus páginas como reflexión de los ejercicios espirituales llevados a cabo (13-19 de enero de 1924) unos días antes de la muerte de monseñor Bugarini. Lo anotado es esto: «Hoy, 18 de enero, fiesta de la Cátedra de San Pedro, se cum­ plen tres años desde que, por obediencia, asumí el ministerio de presidente, para Italia, de la pontificia Obra para la Propagación de la Fe en el mundo. Tú, Señor Jesús, me has estado siempre presen­ te, con bondad y misericordia: Testimonia tua credibiliaJacta sunt nimu (Tus dictámenes son absolutamente veraces) (Sal 93,5). Dejé en Bérgamo, con pena, lo que tanto amaba: el seminario, donde el obispo me había querido como director espiritual, si bien indignísimamente por mi parte, y la Casa degli Studenti, hija querida de mi corazón. Me lancé con toda el alma a mi nuevo ministerio. Aquí debo y quiero permanecer sin pensar, sin mirar, sin aspirar a otra cosa, tanto más cuanto que en él el Señor me concede dulzuras inenarrables [...] La Obra de la Propagación de la Fe es el aliento de mi alma y de mi vida. Para ella, todo y siempre: cabeza, cora­ zón, palabra, pluma, oraciones, fatigas, sacrificios, de día y de no­ che, en Roma y fuera. Lo reitero de nuevo: ahora y siempre. Acep­ taré otras ocupaciones de ministerio, pero sólo in quantum posMti (en la medida de mis posibilidades), en segundo plano, y a cond i­ ción de que también ellas contribuyan, y yo pueda hacerlas contri­ buir, a la principal, que es la razón de ser de mi presencia en Roma».

Hay, como reflexión de los mismos ejercicios, pero indirec­ tamente relacionado con su trabajo al frente del Consejo cen­ tral, etc., un análisis de sí mismo del que no estará de más tomar nota, aunque no se le pueda aplicar en su rigor literal: «Quienes me juzgan desde fuera me consideran un trabajador lento pero tenaz. Trabajo sí, siempre, pero en el fondo de mi ser hay una tendencia a la poltronería y a la dispersión. Con la ayuda de Dios, quiero combatir enérgicamente esta tendencia. Para cons­ tante humillación mía, me diré siempre a mí mismo que soy un vago, un jumento que tiene que realizar mucho más y mejor, y que para eso ha de ser tratado a latigazos».

16. Achille Ratti (Pío XI) sucede al papa Della Chiesa El exceso de incidencias y temas es el responsable —o lo es, más bien, la escasa destreza de quien conduce la narración— del descuido de hechos colaterales no tan... colaterales. Se dice esto constatando no haber aludido en su momento —22 de enero de 1922— a la muerte de Benedicto XV y a la elección, el 6 de febrero, de Achille Ratti como sucesor suyo, con el nom­ bre de Pío XI. Se ha visto: la relación de Angelo Roncalli con Della Chiesa fue muy cordial, cimentada en la amistad que había unido al su­ cesor de Pío X con monseñor Radini Tedeschi, y consolidada por el aprecio que surgió, en el trato más directo del uno con el otro: es decir, de Benedicto XV con Angelo Roncalli y, muy por supuesto, a la inversa. También Achille Ratti había conocido y apreciado a Radini Tedeschi. Y conocía igualmente a su secretario Roncalli, por ha­ berse encontrado con él varias veces en la Biblioteca Ambrosiana del arzobispado milanés, de la que Ratti fue director antes de ser, primero, nuncio apostólico en Polonia (1914-1920), y, des­ pués, tras la muerte del sucesor de Cario Andrea Ferrari, Euge­ nio T o s í , arzobispo de Milán (1921). Cuando, desde 1906, a menudo bajaban a Milán Radini Te­ deschi y Roncalli, en sus tiempos libres, éste se iba a la Bibliote­ ca Ambrosiana para profundizar en su bobby de investigador so­ bre el esfuerzo de San Carlos Borromeo para la aplicación de

los decretos de Trento en su vasta archidiócesis. Era la vertiente académica de Roncalli2}. Allí se encontraba Roncalli con Achí lie Ratti y se intercambiaban sus experiencias de metodologías y de investigación histórica. Allí fue cuajando una gran estima re­ cíproca y amistad que, sin que ni remotamente lo sospechasen, habría de ser la de un papa con un —entre otras cosas— tam­ bién futuro papa, lombardos los dos. Cuando el predestinado a papa más inmediato se descubrió sucesor de Benedicto XV, con el anhelo de expansión misionera como lema de su pontificado 24, quien fuera secretario de su 23 El lector se encontrará aún varias veces con el nombre de San Carlos Borromeo y el título de la obra monumental Atti della Visita di San Cario a Bergamo. Algo de lo que representó para Roncalli aquel trabajo se puede inferir de una carta que él mismo dirigió a monseñor Adriano Bernareggi, obispo de Bérgamo, el 1 de enero de 1952 pidiéndole un prólogo para su último volumen. (El obispo estaba dispuesto a hacerlo, pero las cosas se complicaron, tanto para la publicación como para el pro­ loga El volumen vería la luz cuando Roncalli era ya papa. Habiendo fallecido p?.r entonces Mons. Bernareggi, el recién elegido Juan XXIII pidió una presentación al arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, que aceptó de buena gana, no sólo porque el autor fuese ya papa, sino por estima de la obra roncalliana sobre su remo­ to predecesor.) Así se expresaba Roncalli en la carta en que pedía a monseñor Bernareggi un prólogo para su obra: «El pasado noviembre me impuse el pequeño sacrificio de algunas horas nocturnas, igual que ya había hecho en mayo para preparar, logran­ do ilevarlo a buen fin, el material para el último volumen de A.tti della Visita di San Cario a Bergamo. Ya lo he mandado a la imprenta [...] Había pensado poner de intro­ ducción a este volumen algunas notas mías sobre el conjunto de la obra, como ya había hecho con el primero. Pero ¿no piensa su excelencia que acaso fuese mucho mejor confiar a su condescendencia la tarea de coronar este homenaje a San Car­ los, que a fin de cuentas le tributa toda la diócesis de Bérgamo? Dedicar una especié de mirada retrospectiva a todo este dossier, a la significación que adquiere or- ¡ ganizado como resulta en estos volúmenes, incluso con miras a un despertar de los i estudios de historia eclesiástica diocesana que podría sentirse animado por Italia : entera tras este ejemplo de Bérgamo: nadie podría llevarlo a cabo con mayor digni- j dad, competencia y eficacia que su excelencia. Nada sería más agradable y honroso j para esta fatiga mía larga y a menudo intensa que me ha acompañado a lo largo de j nada menos que 40 años». ! 24 Roncalli se encontró con Achille Ratti mientras éste se dirigía al cónclave para elegir al sucesor de Benedicto XV, que sería él. En el breve trecho, Angelo Roncalli escuchó de sus labios unas palabras proféticas que así evocaría el 13 de septiembre de 1957: «Recuerdo cómo, tras desaparecer entre el luto universal Be­ nedicto XV, mientras acompañaba a su sucesor en la inminencia del cónclave, al susurrarle yo algunas palabras de augurio por el buen trabajo misionero y por la paz, el cardenal Achille Ratti me respondió: “Nada más grandioso puede esperarse de un vicario de Cristo, quienquiera sea el elegido, que lo que se contiene en este doble ideal: irradiación extraordinaria de la doctrina evangélica sobre el mundo y espíritu de paz”».

am igo Radini Tedeschi estaba volcado en el esfuerzo de desper­ tar y refo rza r en c le r o y fieles la sensibilidad p o r los mismos ideales. La experiencia de Roncalli desde la presidencia del C o n ­ sejo central dejó en él un intenso recuerdo sobre el que v o lv ió en é p o c a s sucesivas de su tan variada trayectoria. Hay abundan­ te m aterial para docu m entar el p o so de felices nostalgias que despertó en su alma la intensa experiencia m isionera en esta rá­ pida m iscelánea: «Cuando, aJ día siguiente de la primera guerra mundial, fui lla­ mado para ocuparme del apostolado misionero, cuando estaba de­ dicado en mi diócesis, con total satisfacción, en el múltiple servicio de las almas, dudé de mí mismo y no me sentía llamado para este trabajo de reorganización en Italia de la Obra de la Propagación de la Fe que se me proponía [...] Los primeros meses de ausencia de Bérgamo y de preparación romana me costaron bastante, pero les acompañaron también consuelos sacerdotales inefables. Al recor­ dar aquellos comienzos, aquella solemne entrada del nuevo papa Pío X I en la orientación misionera, en Pentecostés de 1922, cele­ brando en San Pedro el tercer centenario de Propaganda Fide, mi corazón se conmueve y salta de gozo. Trabajé cuatro años en aquel surco luminoso y fecundo, en la medida de mis modestas fuerzas, pero con fidelidad de dedicación y de sentimiento, en una plenitud de íntima paz y de espirituales satisfacciones que no me dejaron tiempo para otra cosa, y alejaron toda tentación para el resto de mi humilde existencia [...] Desde la muerte del papa Benedicto XV, pontífice benemérito y santo injustamente olvidado en la memoria de los hombres, hasta el nuevo papa Pío XI, el horizonte de la san­ ta Iglesia pareció abrirse a una visión más amplia que Benedic­ to X V tuvo el gran mérito de descubrir: el campo de la coopera­ ción misionera. Yo fui uno de los que tomaron parte en el trabajo de reorganización en Italia, indignamente sin duda, y más allá de cualquier previsión [...] El nuevo Papa vio enseguida, con amplitud de miras y de corazón, las luminosas posibilidades para la dilata­ ción del reino de Cristo en el mundo, que se abrían con seguridad de éxito p o r la gracia divina y p or el fervor entusiasta del que todas

las almas rectas esperaban ser inflamadas en todos los puntos de la fierra».

Visita a Plavdiv (ftulparia) y %onas limítrofes tras el terremoto del 14 de abril de 1928

«SOLO, EN BULGARIA, COMO UNO DE ESOS GORRIONES QUE REVOLOTEAN SOBRE LA NIEVE»

1. Aplausos de sus alumnos Hoy no queda cerca. Entonces, Bulgaria estaba muy lejos, aunque a Sofía se llegase en el mítico Orient Express desde París, que recorría media Europa surmediterráneo-eslavo-balcánica, y que ha llenado páginas de literatura policíaca y ro­ mántica. Recuperado emocionalmente de la pérdida del obispo «es­ trella de su vida sacerdotal», felizmente concluido el intenso pe­ ríodo de capellanía durante la guerra, olvidado —o más bien no— el racional entusiasmo de su apostolado entre la juventud estudiantil, con su excepcional capacidad para «realizar numero­ sos servicios», estaba ya plenamente sintonizado, en Roma, en una responsabilidad misionera de vasto alcance, con el ideal de irradiación apostólica de su amigo y paisano, el sumo pontífice Pío XI. Diríase, aunque entonces no estaba de moda decirlo, que se sentía plenamente realizado bajo todos los puntos de vista: sa­ cerdotal, humano y hasta familiar, en el clima de la esencial y bien avenida familia que componían, en un piso de la romana calle Santa María in Via Lata, él y sus hermanas nubiles Ancila y María. Se encontraban tan a gusto los tres que hasta acariciaban el sueño de que sucesivamente los visitasen, para breves perío­ dos de convivencia con ellos, otros miembros de la numerosa familia de Sotto il Monte, empezando por la madre, a la que, en carta del 23 de enero de 1923, el hijo monseñor rogaba con in­ sistencia: «¡Venga, venga enseguida! ¡Qué placer sería para mí y para Ancila y María! No soy rico, pero para tener este consuelo

estoy dispuesto a todo. Aquí le mando, por de pronto, 100 liras para los gastos del viaje». Angelo Roncalli estaba plenamente a gusto, por más que su vida no fuese nada cómoda, ni él quisiese hacerla tal. Trabajo tenía de sobra, aunque no rechazaba lo que le pedían. Pero su adaptabilidad era tal que no le costaba añadir nuevas tareas, si se las dictaba la obediencia, a las ya numerosas que llenaban a re­ bosar sus jornadas. Justamente cuando, sin que él ni acaso nadie lo sospechase, su tarea romana estaba a punto de concluir, recibió un encargo complementario que, siendo ya papa, evocaría con algo pareci­ do a una sana nostalgia, dirigiéndose a los alumnos de la Uni­ versidad Lateranense: «Lo que resultó particularmente agradable en nuestras vidas, se confía, a veces, a páginas discretas que, leídas a distancia de años y de acontecimientos, llenan de ternura y alegría el corazón. Un día me invitó el entonces cardenal vicario de su santidad, Basilio Pompili, para que ocupase, aquí en Letrán, el puesto del profesor de Patrología, que acababa de fallecer. Mis clases no fueron más que quince, puesto que enseguida me sobrevino la obediencia de dejar el movimiento de cooperación misionera y de cambiar Roma por el Oriente Próximo. Aquellas quince lecciones, desde los Padres apostólicos hasta San Cipriano, me conmovieron tan hondamente que treinta y tres años más tarde siguen constituyendo un motivo de exaltación a un tiempo humilde y sincera. No sé a qué se debió mi éxito. Pero recuerdo la fiesta y los aplausos con que mis queri­ dos alumnos de aquellos tiempos acompañaron y subrayaron cada lección, y la sorpresa cuando, de manera inesperada, terminó aque­ lla docencia, para mí tan espontánea, ordenada y fácil».

2. «¡Vaya a ver de qué se trata!» Tanta felicidad, con su complemento de bien digerida glo­ ria como profesor de la especialidad que más le gustaba, tuvo un término tan imprevisto como casi dramático. Un buen/mal día — 17 de febrero de 1925—, previamente convocado, para evitar puenteos, a través del cardenal Wilhelm van Rossum, se vio ante el secretario de Estado de Pío XI, cardenal Pietro Gasparri. No pensaba que Gasparri le hubiese llamado para echarle una bronca, pero aún menos para promoverlo a una

dignidad o responsabilidad mayores. Las que tenía se le antoja­ ban superiores a sus méritos, si no también a sus fuerzas. Se­ guramente no pensó nada, porque no era hombre propenso a abandonarse a fantasías. Acudió con el ánimo dispuesto a es­ cuchar lo que su eminencia quisiese decirle, aunque hubiese de ser un reproche. No lo fue. Horas después, anotó en su agenda: «Esta tarde me llamó al Vaticano el secretario de Pistado de su santidad, el eminentísimo cardenal Gasparri, para comunicarme que el san­ to padre desea enviarme, primero a Bulgaria, para una visita a aquellas comunidades religiosas, y más tarde, como delegado apostólico, parece ser que a Argentina. He preguntado si se me pedía por obediencia. Su eminencia me contestó que sí. Añadió que la propuesta procedía del prefecto de la Congregación para la Iglesia oriental, y que el papa, al oírlo, había dicho: “¡Magnífi­ co: nos lo envía la Providencia!”». En mis digresiones por la historia de los papas del siglo xx, había tropezado centenares de veces con el nombre de Pietro Gasparri, sin prestar mayor atención a los rasgos de su perso­ nalidad que a los hechos por él protagonizados. Uno de los más importantes: la gestación del Pacto de Letrán con Benito Mussolini. Tuve la impresión de captar algo aproximado sobre su personalidad en un par de líneas que le dedicó Indro Mon­ tanelli cuando, tras un téte-á-téte con papa Giovanni celebrado el 22 de marzo de 1959, publicó un largo artículo titulado Incontro in Vaticano en el Corriere della Sera. Pasada la mitad del artículo, refleja Montanelli la convicción de Juan XXIII de que, «entre los muchos deberes que pesan sobre un papa, está el de sembrar serenidad y no tristeza». Montanelli prosigue: «Conservar semejante serenidad en toda contingencia para na­ die resulta tarea fácil, ni debió de serlo en algún momento para él. Por ejemplo cuando, en 1925, lo mandaron a Sofía, que constituyó su debut en la diplomacia. No eran de su agra­ do ni la misión ni el destino. El cardenal Gasparri le dijo más o menos esto: “Oiga, monseñor, me dicen que allá abajo, en Bulgaria, hay una gran confusión. No sé de qué se trata exacta­ mente. Tengo la impresión de que todos andan a palos, los mu­ sulmanes con los greco-ortodoxos, los greco-ortodoxos con los

católicos, v los católicos unos con otros entre sí. ¿Quiere ir a echar una ojeada para ver de qué se trata?”». Indro Montanelli añade (halaga poderlo citar, en la confian­ za de que no le agradará menos al lector leerle): «Refiero estas palabras porque reflejan la personalidad característica de aquel gran cardenal y secretario de Estado, caricaturizado por la le­ yenda como una especie de tortuoso y sutil Maquiavelo, lo cual en absoluto corresponde a verdad. Era un gran diplomático, sólo que nada convencional. Trataba así los problemas: con un lenguaje de andar por casa». 3.

«El santo padre me va a nombrar obispo»

Probablemente fue el propio Gasparri quien, captado el asentimiento de Roncalli a la propuesta que acababa de formu­ larle, le anunció que también el papa lo quería ver. En efecto, Pío XI lo recibió cuatro días después: el 21 de febrero. Hay quien dice —echándole un poco de fantasía al tema; o quizá no— que antes que a Roncalli habían hecho la misma propues­ ta a otros monseñores ya encarrilados por la senda de la carrera diplomática y que todos habían arrugado el ceño. Quien tal dice añade que Pío XI se irritó de no encontrar a nadie disponible para tal puesto. ¿No iba a conmoverle que el bueno de Angelo Roncalli, a quien conocía y apreciaba desde hacía casi 20 años, hubiese dado muestras de tan ejemplar disponibilidad? Por lo demás, el papa Ratti estaba convencido de que, para una situa­ ción nada fácil como la de Bulgaria, la persona adecuada era un hombre de paz, sereno y paciente, como el monseñor de Sotto il Monte. Cuando Roncalli acudió a la cita, el papa Ratti lo acogió con paterna amabilidad, explayándose con él en tono más bien con­ fidencial: «Me propusieron su nombre para esta visita. Me ale­ gré. Me dijeron que era suficiente con el título de monseñor, pero yo contesté: “No está bien que un prelado apostólico vaya a un país donde tenga que tratar con los obispos sin serlo tam­ bién él. No quiero que se repita lo que me ocurrió a mí cuando me mandaron a Polonia. En las reuniones de obispos me po­ nía rojo cuando tenía que ocupar mi puesto de representante

del santo padre, situándome por encima de obispos v arzo­ bispos polacos. He decidido que le sea conferida la dignidad episcopal”». Se equivocaría quien pensase que verse promovido al episco­ pado aminorara para él la dificultad de aceptar la difícil «misión búlgara». Fundamentalmente, porque en absoluto ambicionaba dignidades, sin ser por principio un desagradecido conformista. Más bien era que... ¡por Dios, Bulgaria! ¡Tan lejos...! ¡Con tantos problemas...! Un país del que lo desconocía todo, hasta casi su ubicación geográfica. Con una lengua poco menos que imposi­ ble, de la que no sabía ni una palabra... Pensó enseguida en el disgusto de sus hermanas, de su fami­ lia. Y en cómo comunicárselo. Encontró más fácil confiarse con otros, de alguna suerte profesionales, pero menos cercanos. Por ejemplo, con el cardenal Van Rossum, su jefe más inmedia­ to, a quien escribió el 23 de marzo: «Cuando me notificaron la voluntad del santo padre, al principio me sentí abatido. Durante la noche derramé muchas lágrimas. Incluso ahora, cuando en soledad vuelvo sobre ello, especialmente durante la oración, siento que de nuevo se me hinchan los ojos, pero me armo de valor, encomendándome a la Providencia divina para afrontar el sacrificio, y me ofrezco a la obediencia tamquam agnus (como un cordero)». 4. Arzobispo y visitador apostólico Con las hermanas ocurrió lo que temía: encajaron mal la no­ ticia. Tan mal que, nada más escucharla, ambas se abandonaron a una sesión de «lágrimas, desconsuelos y protestas intermina­ bles». Por suerte, la cosa pareció calmarse un poco cuando, en familia a punto de deshacerse, terminaron de rezar el rosario. ¿Les dijo, para consolarlas, a sabiendas de que ambas tomarían el hecho más como un honor que como una responsabilidad, que le habían prometido hacerlo obispo? No es improbable, sólo que con la condición de que guardasen el secreto. Fue como lo notificó por carta, dos días después, a sus padres (19 de febrero de 1925): «Antes de que se enteren por otros, les co­ munico, bajo secreto, una noticia que seguramente causará ale-

gría a sus corazones cristianos: el santo padre está para nom­ brarme obispo, porque quiere enviarme como representante suyo, primero a un país de Europa, que de momento aún no puedo decirles, y después, al regreso, a un país de América del Sur». En la carta les adelantaba que contaba con su presen­ cia en la consagración episcopal. Sin preocupaciones económi­ cas, puesto que había quien corría con todos los gastos. Era consciente de que a la alegría de tener a un hijo obispo iba uni­ do en ellos el disgusto de saber que se iría lejos. Tan lejos que, siquiera de momento, no podrían acompañarle las dos herma­ nas que se encontraban a gusto con él. Ni ellos mismos lo po­ drían ver con tanta frecuencia como lo habían estado viendo. Peor aún: acaso ni siquiera contar con su ayuda económica en momentos —por desgracia frecuentes— de particular estre­ chez. Eso explica que, tras la parte de apariencia agradable, si­ guiesen en la carta algunos interrogantes que prevenían las ob­ jeciones que pudieran llegarle desde Sotto il Monte: «En cuanto a mí, ¿qué tenía que hacer, si el santo padre me lo pidió como un acto de obediencia? ¿Iba a decir que no, por el hecho de que me manda un poco lejos? ¿Tenía que decir que no para no dejar solas a mis hermanas? Me considero más que indigno del honor y de la misión que me impone la Iglesia; pero si tal es realmente la voluntad del Señor a mi respecto, ¿puedo estar seguro de que el Señor estará a mi lado si me resisto a cumplir su voluntad porque me cuesta un poco?» También en aquellos tiempos de menores prisas que en és­ tos, las cosas de palacio iban despacio, lo que en absoluto signi­ ficó, por parte alguna, reconsideración de decisiones ya toma­ das. A fin de cuentas, nadie como el papa Ratti estaba tan convencido de que Roncalli era el hombre justo en el momento justo para una situación que se pretendía «ajustar» todo lo que fuera posible. Que fueran despacio tales cosas explica que el nombramiento de monseñor Angelo Roncalli como arzobispo titular de Areópolis y visitador apostólico en Bulgaria no apare­ ciera como noticia oficial en UOsservatore Romano hasta el 3 de marzo. Sintiéndose desvinculado de la obligación de silencio, el mismo día en que apareció la noticia en el diario vaticano escri­

bió de nuevo Roncalli a sus padres. Empezaba la carta diciéndoles: «La noticia ya es oficial». Aclaraba haber quedado descar­ tado lo de tener que ir a América —Argentina, parece ser—, y les explicaba que Bulgaria no estaba más que a dos días en tren desde Milán, sin necesidad de trasbordos, por lo que no era «una distancia para asustar a nadie». Les anunciaba la fecha y lu­ gar de la consagración episcopal, para la que les reiteraba contar con ellos, y que ya les había buscado alojamiento en un hostal del Vaticano. Dejaba algunos detalles muy concretos en manos de las hermanas: «Sé que Ancila y María les escriben aconseján­ doles que se hagan un traje conveniente. El lujo y la ostentación no me agradan: no les reconocería como padres y hermanos míos. Pero la decencia y el decoro son siempre necesarios, tanto más que, especialmente ahora, la ausencia de ello desdiría más por mí que por ustedes. Ya les mandaré el dinero necesario para el viaje».

5. Su lema: Obediencia y pav^ Nadie piense, y líbrele Dios a quien escribe de ni remota­ mente insinuarlo, que el preconizado arzobispo —pelín más que simple obispo— titular de Aréopolis y visitador apostólico en Bulgaria estuviese viviendo con cierta embriaguez espiritual supuestas mieles de fiesta de la que iba a ser nada-más-que-simple-ocasión. Aparte de las cartas, queda ese testimonio de su in­ timidad, largamente secreto y ya afortunadamente no, que es el Diario del Alma. Y, en él, las reflexiones que le embargaban mientras se preparaba para la consagración episcopal: «No he sido yo quien he apetecido ni deseado este nuevo mi­ nisterio, sino que me ha elegido el Señor con señales tan evidentes de su voluntad que oponerme me parecía culpa grave. Luego El está obligado a suplir mis miserias y a colmar mis deficiencias. Esto me consuela y me da tranquilidad y firmeza [...] El mundo ca­ rece ya de atractivos para mí. Quiero ser todo y sólo de Dios, pe­ netrado de su luz, resplandeciendo caridad hacia la Iglesia y hacia las almas [...] La Iglesia quiere que sea obispo para mandarme como visitador apostólico a Bulgaria, para ejercer un ministerio de paz. Es posible que me aguarden muchas tribulaciones en mi ca­

mino. Con la ayuda del Señor, estoy dispuesto para todo. No bus­ co, no quiero la gloria de este mundo. La espero, muy grande, en el otro. Asumo ahora, para siempre, también el nombre de José —que por otra parte ya me había sido impuesto en el bautismo—, en honor del querido patriarca que, después de Jesús y de María, será mi primer patrono y modela Mis otros protectores especia­ les han de ser San Francisco Javier, San Carlos, San Francisco de Sales, los protectores de Roma y de Bérgamo, y el beato Gregorio Barbarigo» 2-\

Es costumbre que el nuevo obispo (tanto si es titular como residencial) elija un lema que de alguna manera resuma su pro­ grama de vida ministerial. La actuación concreta del programa depende, evidentemente, de la sinceridad íntima y celo del suje­ to. De lo contrario, el lema se queda en más o menos brillante juego de palabras. El lema de Angelo Roncalli fue muy conciso, casi prosaico, pero de intenso compromiso y exigencia: Obedien­ cia y pa% Está ya más que demostrado que ya había obedecido fiel­ mente y tratado de sembrar paz hasta aquel momento. Pero no cabe duda de que aceptar la misión búlgara supuso para él una obediencia poco menos que heroica, como duro precio que pagó por su inmensa paz. Su lema episcopal merece contextuaüzarse. En los tiempos en que el joven sacerdote Roncalli tenía que compaginar su ta­ rea de secretario de Radini Tedeschi con la de profesor de His­ toria eclesiástica en el seminario de Bérgamo, el 4 de diciem­ bre de 1907 se celebró una velada académica para premiar a los alumnos más destacados. El plato fuerte de la velada fue una conferencia del professore Roncalli sobre el cardenal Cesa­ re Baronio conmemorando el tercer centenario de su muerte. Alguien, tras escuchar la conferencia, se brindó a financiar su 25 La historia, número y evolución de los protectores especiales de Angelo Ron­ calli merecería glosa aparte. Eran los más constantes, pero había más: consideró también e invocó como protectores a San Francisco de Asís, Santa Catalina de Sie­ na, San Ignacio de Loyola, San Luis Gonzaga, San Juan Berchmans... Fue significa­ tiva la incorporación de su paisano San Gregorio Barbarigo, a quien elevó de una simple prolongada «beatitud» a la «santidad» canónica. Y la del beato Luigi Palazzolo, paisano suyo más reciente, fundador de las Poverclle, a quien «beatificó», sin por supuesto saltarse las normas establecidas, pero colaborando en que la máquina curial cambiase un poco de ritmo, de cuya lentitud sería víctima escasamente ¡usía su propio proceso.

publicación. La verdad es que, más que simple conferencia, pa­ rece una tesis doctoral, enriquecida con una erudita introduc­ ción firmada, en la reedición de 1961 (la que uno maneja), por monseñor Giuseppe De Luca. Pero todo esto resulta accidental a efectos de la cita que interesa hacer en función contextualizadora. Es ésta: «En Roma, hacía el anochecer, a lo largo de muchos años, era dado ver a un pobre cura cruzando todos los días Ponte Sant’Angelo, para dirigirse, serio y pensativo, a la basílica vaticana. Cuenta Aringhi que, divisándolo gozosos a lo lejos, los rapazuelos mendigos que estaban en las puertas del templo se gritaban unos a otros: “¡Allá viene el cura Zapatones!”, aludiendo a los grandes za­ patos que calzaba. Llegado el cura, daba una moneda a cada uno de los chicuelos arrodillados a su paso. Luego, entrando con reve­ rencia en la basílica, se dirigía directamente hada la estatua de bronce de San Pedro, que por entonces se encontraba al lado dei portón de la entrada, y, besando el pie del Apóstol, pronunciaba siempre estas dos palabras: Pax et oboedientia. Era el cardenal Cesare Baronio. Todo él se encuentra en el epi­ sodio breve y sencillo repetido con constancia. Esas dos palabras asumen, para mí, un significado muy alto y, si no estoy engañado, ilustran y explican muy bien toda su vida: Pax et oboedientia. La paz de su espíritu, de sus hermanos, de la Iglesia desgarrada por la he­ rejía, de toda la sociedad, fue el sueño, el ideal que le sonrió siem­ pre en las prolongadas fatigas, en los lances de su alma. La obe­ diencia más humilde y ciega, como la de un niño, a su padre San Felipe Neri, en tanto vivió, y al papa, cualquiera fuese su nombre y su temperamento (sin olvidar que durante su vida se sucedieron, en la cátedra de San Pedro, los hombres, programas y orientacio­ nes más variados), fue su única regla de conducta y, añadiré, el ver­ dadero secreto de sus éxitos».

Roncalli eta consciente de estarse dirigiendo especialmente a seminaristas, por mucho que la calidad de su intervención hu­ biera merecido un público aún más elevado de número y... ni­ vel. Por eso, como remate de su conferencia, dedujo una aplica­ ción que ya se venía aplicando a sí mismo: «Pues bien, a los jóvenes para quienes he recordado a Baronio les digo como conclusión: Queridos jóvenes, no olvidéis este lema. Pero jóvenes somos todos en el sentido más hermoso y espiritual de la expresión, ¿no es así? Luego, dirc aún mejor: No olvidemos jamás el lema de Baronio. Entre el torbellino de ideas falaces que tratan de vaciar el concepto de aquella autoridad que, al tiempo

que las ilumina, guía las mentes de los estudiosos católicos; ante el soplo de cierto aire malsano que podría dañar nuestros pulmones, se impone mantener despierto y elevado nuestro pensamiento. lil gran Baronio nos mira. Igual que él en la estatua de bronce de la basílica vaticana, mantengamos inclinadas nuestras frentes ante la autoridad viva de la Iglesia que nos habla, y repitamos con el co­ razón en los labios: Oboedientia et pax 26. ¡Cuál no dejará de ser un día también nuestra grandeza: por la senda de la obediencia, ascen­ der gozosos a las conquistas gloriosas de la paz!».

6.

San José, su modelo de diplomático

La consagración episcopal de Angelo Roncalli tuvo lugar el 19 de marzo, fiesta de San José, en la iglesia romana de San Car­ io al Corso. El lector intuye con facilidad el significado que para él tenían fecha y lugar, o mejor, San José y San Carlos. También la circunstancia del obispo consagrante, el mismo que había su­ gerido su nombre para tan incómodo cargo: el cardenal Gio­ vanni Tacci. Respecto a la presencia de San José, existe una versión re­ trospectiva, de 36 años más tarde, cuando el arzobispo Angelo Giuseppe Roncalli era ya... el bendito papa Juan XXIII, justa­ mente en la homilía de su festividad: «Cuando el cardenal Pietro Gasparri, secretario de Estado, supo que había decidido recibir la consagración el día de San José en la iglesia de San Cario al Corso, con su estilo de apariencia campechana pero en todo momento amable, me preguntó: “¿Y por qué en la fiesta de San José?” Mi respuesta fue sencilla: “Por­ que este santo me parece que debe ser el mejor modelo y patrono de los diplomáticos de la Santa Sede”. “Hombre — dijo el carde­ nal— , esto no me lo esperaba”. Yo le dije: “Pues vea, eminencia: saber obedecer, saber callar cuando es necesario, hablar con mo­ deración y con garbo: ése es el diplomático de la Santa Sede, y ése es San José. Véalo ponerse inmediatamente en camino, por obe­ diencia, hacia Belén; ocupado en buscar alojamiento; guardando la gruta, luego; ocho días después del nacimiento de Jesús, presi­ de el rito hebreo que decidía la pertenencia de los recién nacidos al pueblo elegido. Mírelo cómo acoge con honores a los magos, ¿(‘ Está clara la inversión, en lógica más consecucncial, que hace Roncalli de los dos conceptos: obedienáa y pa%¡ en lugar del baroniano pa^ y obediencia.

espléndidas embajadores de Oriente. O bsérvelo por Jos caminos de Egipto, y después, de regreso a Nazaret, siempre obedeciendo en silencio: presenta y oculta a Jesús; lo defiende, Jo alimenta. Y en lo tocante a su persona, sigue con discreción y permanece en la som bra respecto de ¡os misterios del Señor, que de vez en cuando recib/an una ráfaga celestial del toque Jeve y fugaz de un ángel”. “Entiendo, entiendo — dijo entonces el cardenal ( .raspa rri— . Tiene razón. Y si Je resulta difícil encontrar consagrante, cuente conm igo, que he consagrado ya a muchos representantes de la Santa Sed e”».

7.

Eco en Bérgamo de los nombramientos

¿•Que qué resonancia pudieron tener en su diócesis de ori­ gen ios dos nombramientos — visitador apostólico y arzobis­ po— de que fue objeto por Roma un sacerdote del legítimo prestigio de Roncalli? Dada la confianza casi filial que tenía con él, pese a que el parecido entre ambos era más bien escaso, poco sorprenderá que con carácter confidenciai lo hubiese co­ municado a m onseñor M arelli antes de que la cosa fuese públi­ ca a través de la notificación del diario vaticano. Es lo que cabe deducir de la carta que, con fecha 22 de febrero de 1925, le es­ cribió el obispo de Bérgamo: «Me congratulo vivamente por el alto honor de visitador apos­ tólico y obispo que le ha concedido el santo padre. Doy gracias profundas al Señor y me complazco con usted que así recibe el premio por todo el bien realizado, pero no menos con la diócesis tan claramente honrada. No me cuesta imaginar en qué estado de ánimo se encontrará su excelencia en este momento. Pienso en los temores, extrañeza y acaso desaliento que no habrán dejado de in­ vadir su ánimo, mientras le sugiero se abandone por completo en Dios y se consuele por no haber solicitado nada. Y responda a la llamada de nuestro jefe supremo con la voz confiada y tranquila de la obediencia. Deje que se lo diga: por mi parte he guardado el se­ creto, pero esta mañana don Boni recibió de las mujeres de Acción Católica de Roma la noticia de su nombramiento episcopal. No se­ ria de extrañar que mañana apareciese en el Eco (diario católico de Bérgamo, fundado por el obispo Guindani a finales del siglo xix, ndt\ dicha noticia. Superfluo decir que su excelencia reverendísima tendrá que estar preparado para llevar una hermosa cruz, pero al mismo tiempo encontrará toda la gracia que le ha de dar la fuerza que necesita».

Delicado y hasta servicial como se mostró hacia él siempre Roncalli, no es de las cartas de éste de las cjue se deduce la com­ plejidad de carácter de monseñor Marelli, hombre que llevó su pesimismo de carácter a su acción de pastor. En la introducción a un volumen en que se recogen las cartas de —también las re­ cibidas por— Angelo Roncalli a los obispos de Bérgamo, en concreto —y de— Luigi Marelli, Adriano Bernareggi y Giusep­ pe Piazzi, se dice del primero: «El episcopado de monseñor Marelli no prosiguió el enérgico empuje de monseñor Radini Tedeschi. Algunas iniciativas de aquél quedaron resueltamente truncadas, entre ellas la construcción de un seminario [...], y muchos colaboradores fueron sustituidos. Pero su rasgo funda­ mental fue la incomprensión de los tiempos y el análisis catas­ trófico de la realidad tal como la presentaba a la diócesis en sus breves y frecuentes intervenciones. Tomas de posición impulsi­ vas iban seguidas de titubeos e indecisiones que hacían ilegible un proyecto de gobierno de la diócesis». Estos trazos en absoluto apuntan a plasmar innecesaria­ mente sobre el papel los defectos de uno —Marelli—, sino, aunque sea sólo de manera indirecta, a reflejar la generosidad del otro, que en este caso es Angelo Roncalli. El cual así contes­ taba el 8 de marzo de 1925 a la anteriormente citada de monse­ ñor Luigi Marelli: «El nombramiento es ya definitivo y acaba de ser hecho públi­ co: arzobispo titular de la Iglesia metropolitana de Areópolis y visi­ tador apostólico en Bulgaria. Salvo imprevistos, la consagración tendrá lugar el 19 de este mes, fiesta de San José, en la iglesia de San Cario al Corso. Me alegra contar con la celestial protección de dos santos que siempre me han resultado particularmente queri­ dos, y con los que tengo la impresión de sentirme en confianza. Que las virtudes características de uno y otro me deparen luz v ánimos en las nuevas sendas por las que me empuja la obediencia Sólo que su carta, excelencia, acrecienta grandemente mi confu sión. Considéreme hijo suyo, nada más, y dígnese tratarme siempre como tal. Aunque honrado inmerecidamente con tan alta digni­ dad, sigo sintiéndome siempre el humilde hijo del campo que no sólo no olvida, sino que más bien se complace de sus orígenes mo­ destos, pero sobre todo me siento el más pequeño entre los hijos de la Iglesia de Bérgamo, a la que la simple pertenencia ya consti­ tuye un honor. Junto con Ja suya, excelencia, ¡cuántas cartas y tele­ gramas me están llegando de la ciudad y de la diócesis estos días,

con una insistencia de expresiones buenas y afectuosas hacia mi persona, que son para mí motivo de mortificación y conmoción! Quisiera dar las gracias a todos enseguida, pero no puedo sino de­ lante del Señor que lee en los corazones. Dígnese su excelencia su­ plirme con cuantos tenga ocasión de encontrarse de quienes en esta circunstancia se acuerdan de mí. Me encomiendo a las oracio­ nes de todos, especialmente en la inminencia de la consagración. Me atrevería a solicitar su presencia ese día si no pensase que sería irracional toda vez que su excelencia tiene proyectado acompañar a una peregrinación de Bérgamo después de Pascua».

El obispo de Bérgamo no asistió a la consagración de Angelo Roncalli, pero la razón no fue evitar un doble viaje a Roma en un plazo breve de tiempo. Es lo que se deduce de una carta que le remitió casi a vuelta de correo: «Puesto que mis condiciones de salud no me permiten ir a Roma para asis­ tir a su consagración episcopal como hubiera deseado ardien­ temente, tengo el gusto de delegar como representante mío en la solemne ceremonia al reverendísimo canónigo Vincenzo Cavadini, rector de mi y, bajo tantos aspectos, también su se­ minario. Puede estar segura su excelencia de que toda esta dió­ cesis, feliz de ver elevado a la plenitud del sacerdocio un hijo tan digno, estará unida con usted ese día para pedir al Señor que le colme de sus dones celestiales y para desearle fecundo de frutos el nuevo campo de trabajo que la Providencia v la obediencia le asignan».

8. «¡Cosas que se traen los curas entre sí!» ¿Recuerda el lector dónde, al día siguiente de la ordenación sacerdotal, celebró Angelo Roncalli su primera misa? En el mis­ mo lugar —cripta de la basílica vaticana— celebró también su primera misa como obispo el 20 de marzo de 1925. E igual que en aquella circunstancia, 11 de agosto de 1904, fue recibido en audiencia por Pío X, esta vez lo fue por su segundo sucesor, el papa Achiile Ratti. A la primera misa del arzobispo Roncalli y a la audiencia con Pío XI asistieron sus padres, con el coadjutor de la parro­ quia, Pietro Locatelli; el alcalde, Battista Comi, y algunos veci­ nos de Sotto il Monte, donde se había organizado una colecta

cuya recaudación tue de 1.000 liras, con las que fue adquirido c| anillo episcopal del ya entonces —y, desde entonces, aún más— paisano más ilustre. lina vez. consagrado obispo, se trasladó a Bérgamo. No por afán de «pasear» las insignias de su nueva dignidad —sotana roja, anillo y mitra—, sino para dar una satisfacción a su familia y a la diócesis. De hecho, el 12 de abril, día aquel año de Pascua, por invitación del obispo Marelli y del cabildo, celebró la «misa pontifical» en la catedral de Bérgamo, de la que era canónigo honorario. Al día siguiente celebró de nuevo con toda solemni­ dad en Sotto il Monte. (A pesar de los solemnes ornamentos y del color de la sotana, ya no llamó tanto la atención como unos años antes en que, simple monseñor, apareciera un día con el fajín rojo de «prelado doméstico». En aquella ocasión, al verlo, una vecina manifestó su sorpresa a doña Marianna Mazzola, pi­ diéndole una explicación. La signora Marianna zanjó el tema con toda sencillez, contestándole sin el menor titubeo: «Qué quieres que te diga: son cosas que se traen los curas entre sí».)

9.

Primera carta desde Sofía

La estancia en Sotto il Monte, antes de partir en tren el 23 de abril desde Milán para Sofía, le permitió hacer dos cosas par­ ticularmente importantes para él. La primera fue visitar las tum­ bas de Radini Tedeschi en Bérgamo y de San Carlos Borromeo en Milán. La otra, acordar con el propietario, barone Gianmaria Scotti, el alquiler de una parte del caserón de Camaitino, situado en la parte alta de Sotto il Monte, como residencia para las va­ caciones, pero en el que, entre tanto, podrían establecerse sus hermanas Ancila y María una vez cerrado el apartamento de Roma21. El alquiler de Camaitino se prolongó hasta el año 1958. Roncalli lo ocupó to­ dos los años en que pudo tomar vacaciones. Durante su ausencia, residían en el sus hermanas Ancila y Mana. Cuando en octubre de 1958 Angelo Roncalli fue de gido papa, el barón Scotti le hizo donación gratuita de la finca. En la actualidad, acoge a una pequeña comunidad de Hermanas Poverelle que atienden a un museo de recuerdos personales de Papa Giovanni, bajo la dirección de monseñor l-oris Capovilla.

Llegó a Sofía el 25 de abril. ¿Puede alguien imaginar la sen­ sación que experimentó en el primer contacto con su nuevo destino? Uno renuncia a hacerlo, pero echa mano de la cronolo­ gía confeccionada por I^oris Capoviila siguiendo el dietario de misas que Roncalli llevó con escrúpulo. He aquí lo más llamati­ vo de los comienzos: «25 de abril: Llega a la capital búlgara en compañía de su secre­ tario, el benedictino belga padre Constantin Bosschaerts. Se aloja en casa del padre Stefan Kyril Kurteff, en Lioulin 7. Enseguida en­ vía telegramas de saludo al rey Boris III y al ministro de Asuntos Exteriores y Cultos, Kalfoff. Día 26: Asiste a una misa en rito gre­ co-bizantino en la iglesia de la Asunción. Recibe luego a los repre­ sentantes de las diferentes comunidades católicas. Día 30: Encuen­ tro con Boris III. Día 3 de mayo: Celebra la primera misa solemne en la iglesia de San José. Día 4: Comienza oficialmente la visita apostólica. Día 5: Nueva conversación con el ministro Kalfoff. Vi­ sita al embajador y miembros de la colonia italiana. Días 15 y 16: Intercambio de visitas con los miembros del cuerpo diplomático y consular acreditados en Bulgaria. Día 20: Comienza su peregrina­ ción a través de Bulgaria para visitar a las comunidades de rito oriental y latino, tomar contacto y conocer ambientes y personas. Días 21-22: Visita Burgas, huésped de los capuchinos. Días 23-26: En Jambol, visita las aldeas de Pouzlare y Dovrukli. La tarde del 26 parte hacia Kazanlak. Días 27-28: Se hospeda en los padres resurreccionistas, en Stara Zagora. Regresa a Sofía. Día 31: Fiesta de Pentecostés: misa solemne en la iglesia de San José. Días 8 a 18 de junio: Visita los poblados cercanos a Plovdiv. Desde allí, pasando por Svilendrag, visita Pokrovan, Ateren, Armutli, Mustrakli, Hamidie, Derviska-Moghila, Soudiak. El 9 celebra misa en Karaaga^; el 10 en Svilengrad; el 11 y 12 en Pokrovan; el 13 visita Soudiak y Hamidie; el 14 celebra misa en Mustrafali; el 15 en Artmutli; el 16 en Mustfaíkli...»

Hay suficiente para hacerse una somera idea sobre lo arduo que tuvo que ser para el recién estrenado representante del Va­ ticano encauzar una visita no precisamente de turismo. Tam­ bién, para frenar la tentación de saltar página huyendo de topó­ nimos tan extraños. Más digerible resulta la primera carta que, nada más llegar, dirigió a sus padres: «Ya he llegado. Viaje felicí­ simo y hermoso, a lo gran señor. He tenido buena acogida. La ciudad se encuentra en estado de asedio, pero hay tranquilidad. Mi alojamiento es hermosísimo. Todo nuevo: un chalé junto a la iglesia de los católicos orientales. Figúrense: tengo tres habi­

taciones para mí solo. Hay en la casa dos sacerdotes muy bue­ nos, además de mi secretario. Veo que comenzamos con la ben­ dición del Señor y me siento feliz de encontrarme en mi lugar. De la comida, ni les hablo. También en esto estoy estupenda­ mente. Recen mucho para que el Señor lleve a buen término mi misión». Uno duda sobre la coincidencia del contenido de la carta con la realidad en ella descrita. Monseñor Angelo Roncalli, ar­ zobispo titular de Areópolis y visitador apostólico en Bulgaria, estaba muy interesado en que tanto sus padres como todos sus hermanos tuviesen la sensación de que él era el hombre más fe­ liz del mundo, de que no le faltaba nada, de que en Sofía se en­ contraba poco menos que en la gloria. Pero de hecho, al mar­ gen de su serenidad espiritual y de su decisión de obedecer en todo momento, costase lo que costase, la realidad era probable­ mente diferente. La verdad es que la sensación de que se encontraba bien no sólo la transmitía en las cartas a su familia. También en una car­ ta semicolectiva (3 de mayo de 1925), escrita a sus compañeros de trabajo y despacho en el Consejo central para Italia de la Obra de la Propagación de la Fe, abundaba en la misma impre­ sión, llegando a insinuar encontrarse aún mejor que en Roma: «A Dios gracias, mis noticias siguen siendo buenas. Ya se sabe que alguna preocupación resulta inevitable, pero es eso lo que da sabor a nuestras obras buenas y las hace más meritorias y aceptables para el Señor. Por lo demás, las mías son preocupa­ ciones mínimas sobre la posibilidad o no de conseguir que se pliegue alguna voluntad a la hora de emitir juicios. Pero no lo­ gran turbar mi serenidad, que nunca había sido tan grande como es aquí, y nada son comparadas con las preocupaciones que tenía en Roma». Hacia el final de la larga carta reiteraba de nuevo: «Repito que mis noticias son de verdad excelentes, tan es así que aún no he atravesado por momento alguno de nostal­ gia [...] Esta mañana, en la misa para las delegaciones diplomáti­ cas, a la que asistió la princesa hermana del rey, prediqué en ita­ liano, pero prometí que la próxima vez lo haré en francés y, dentro de algún tiempo, en búlgaro. La sola promesa fue sufi­ ciente para que todo el mundo se quedase pasmado».

No pudo mantener la promesa de utilizar el francés tan pronto como había prometido. En carta de un mes más tarde (3 de junio) a su secretario de la oficina misionera, Giovanni Dieci, le decía: «El domingo pasado celebré la misa solemne de Pentecostés. Estuve a punto de leer la homilía en francés, pero preferí, por esta vez, hacerlo en italiano, que entienden bastantes. En adelante, si hubiera de quedarme aquí, conven­ drá que aprenda el búlgaro y hable en esta lengua. El Señor no dejará de ayudarme». Claro que el Señor le ayudó. Con su ayuda, Roncalli llegó a comprender que el tiempo y los esfuerzos necesarios para aprender una lengua tan difícil como el búlgaro eran despro­ porcionados a los resultados. Fue lo que, no sin disgusto, le lle­ vó a renunciar a aprenderla. En lo que no dejaba de insistir era en su tranquilidad y en la bondad del país adonde lo había man­ dado la obediencia: «Me siento tan feliz en mi Bulgaria que no envidio a nadie [...] Este país daba miedo a muchos de mis ami­ gos. ¡Y yo que me encuentro tan bien aquí! [...] No crea nada de lo que pueda leer en los periódicos sobre Bulgaria. Aquí se vive muy bien. Yo me preocupo de mis cosas y todos me respetan [...] En cuanto a lo que también en Roma se piensa sobre esta Iglesia oriental ortodoxa o uniata... ¡Dios mío, cuántos juicios equivocados, cuánta superficialidad de apreciaciones...!». La Roma que necesitaba rectificar en mejor sus opiniones sobre la Iglesia oriental ortodoxa o uniata era evidentemente la eclesiástica. En Roma vivían todavía, en espera de que estuvie­ sen terminados unos arreglos en la residencia de Camaitino, sus hermanas Ancila y María. Las dos resultaban conocidas para sus colaboradores más cercanos. Desde la distancia de su felici­ dad búlgara (!), Roncalli captaba cierta sensación de desamparo y nostalgia en ellas. Tal era la razón de un ruego a los destinata­ rios de su carta: «En el membrete de esta hoja tienen mi direc­ ción. Ruego a don Cario que prepare unos diez sobres con tal dirección para mis buenas hermanas. Es que, al no tener mucha práctica en letras, podrían hacer correr a sus cartas el riesgo de extravío. Además, hagan el favor de ir a verlas alguna vez y echarles una mano en esas pequeñas cosas en que pueda resul­ tarles de provecho su consejo y ayuda».

10. «... una tierra prometedora, algo árida y salvaje» Aunque no enseguida, escribió a monseñor Domenico Spol­ verini con motivo de su santo (4 de agosto de 1925). Por supues­ to, lo que escribió a su antiguo vicerrector es más creíble que lo que había escrito a su familia, e incluso a sus colaboradores del despacho misionero: «Me encuentro en el colmo de mis fatigas apostólicas, en un pueblecito — Beleni— donde las luchas religiosas fueron tremen­ damente encarnizadas. ¡Cuán necesario me sería un poco del espíri­ tu del gran patriarca Santo Domingo para recoger frutos de bien en situaciones donde los malos ejemplos, antiguos y recientes, y los enfrentamientos entre curas y frailes actuaron continuamente ad destructionem! (en sentido destructivo). Están a punto de cumplir­ se cuatro meses de trabajo por mi parte en Bulgaria. El domingo concluirá la fase explorativa de la visita y comenzará la constructi­ va, con tal de que me encuentre en Sofía con las instrucciones de la Santa Sede que estoy esperando. Estoy muy satisfecho de las fa­ tigas, en verdad más bien arduas, que he tenido que afrontar hasta ahora, y espero buenos frutos. Pero he quedado algo fatigado, y necesito un poco de reposo. Tanto más que desde septiembre del pasado año no he tenido un minuto de descanso. Si me conceden unas pequeñas vacaciones, las tomaré de buena gana en el seno de mi familia, donde me están aguardando, y podré luego trabajar con mayor diligencia y satisfacción. Si no me las conceden, mis supe­ riores serán crueles y yo me esforzaré para granjearme el mérito de la paciencia y del sacrificio».

No fueron crueles sus superiores: se las concedieron. Desde el 26 de septiembre hasta el 3 de diciembre de 1925 pudo pasar­ lo en Italia. Transcurrió medio mes en Sotto il Monte, bajó lue­ go a Roma, donde —el 13 de octubre— fue recibido en audien­ cia por Pío XI, que le notificó su deseo de que siguiese en Bulgaria. Volvió de nuevo una semana (21-26 de noviembre) a Sotto il Monte. Pasó luego por Roma un par de días. El 3 de di­ ciembre estaba otra vez en Sofía. Ya desde Sofía, el 31 de diciembre, escribió a monseñor Spolverini: «Ojalá me conceda el Señor que el año que empieza esta noche pueda recoger por lo menos alguna flor en los surcos que voy la­ brando día a día en esta tierra prometedora pero un poco árida y salvaje (...) Gracias a Dios, me encuentro muy bien, bastante tran-

quilo y alegre- Como Je dije, sigo estando solo, completamente solo, entre los búlgaros. Pero no tengo un minuto de descanso, y confío en que Jesús haya de bendecir un día estas mis pobres fati­ gas. Porque la estación aquí es buena. Tuve 20 días de nieve, pero ya ha desaparecido. El frío, hasta cuando el termómetro baja a 10 y más grados bajo cero — algunos días ha llegado a los 18— , es más soportable que el ligero viento frío de Roma. Por lo demás, para quien trabaja como un ermitaño, el frío no existe».

11. De visita en pequeñas aldeas rurales Monseñor Spolverini siguió siendo, también desde Bulgaria, uno de los más íntimos confidentes de Roncalli, como revelan los desahogos espirituales vertidos en algunas de las cartas que le envió el antiguo alumno: «Afortunadamente, también aquí está el Señor, y con él no me falta nada» (3 de agosto de 1926). «No me es posible recoger, en Bulgaria, las tópicas rosas sin que me pinchen las espinas. Pero la recogida es segura y eso me ale­ gra y consuela» (17 de octubre de 1927). «Sigo estando bien. Siempre solo y siempre con pena por lo mucho que tendría que hacer encima de lo que hago, y que no me resulta posible llevar a cabo, pero sin grandes angustias, y con el corazón tranquilo. Algún disgusto es inevitable, ¿no le parece? Los míos no son ta­ les que alcancen a turbar mi espíritu» (1 de febrero de 1928). «Ayer fue el tercer aniversario de mi consagración episcopal. Invité a comer, en el convento de los capuchinos, a todos los sacerdotes católicos de Sofía, de los diferentes ritos: treinta en total [...] Han transcurrido tres años desde que la capilla del se­ minario entonó el hermoso y conmovido Veni, Creator Spmtus en la iglesia de San Cario al Corso. Tres años de sufrimientos, pero también de corazón contento. No me apetecería volver sobre mis pasos para recorrerlos mejor. Amo mi cruz y tengo confianza en el Señor» (20 de marzo de 1928). «Ixxs sufrimien­ tos físicos tienen menos valor que los morales, pero, al ser vio­ lentos, el Señor sabe muy bien evaluarlos a nuestro favor en un juicio de conjunto. En lo que atañe a mi salud física, es bue­ na, gracias al cielo. Espiritualmente, sigo encontrándome en el Monte de los Olivos, pero siempre confortado por el ángel del Señor, que me asiste y me mantiene en el amor a mi deber» (19

de abril de 1929). «Bendigo al Señor por las innumerables gra cias que me ha concedido a lo largo de estos veinticinco anos de sacerdocio, incluida la más reciente de trabajar al servicio de la Iglesia, no entre las comodidades y halagos de la vida roma na, sino en medio de las asperezas de esta misión mía en ( )ricn te. Ojalá que la Providencia me siga asistiendo en el futuro, largo o breve, que me está reservado. Nada deseo más que puri­ ficarme cada vez mejor y hacer algún bien de provecho para la causa de la Iglesia» (4 de agosto de 1929). Siguiendo la correspondencia de Angelo Roncalli con el antiguo vicerrector nos hemos adentrado un poco en la cro­ nología, pero hemos saltado algún detalle anterior que vale la pena traer aquí. Por ejemplo, la breve cita de una carta (16 de marzo de 1926) a su secretario del despacho misionero roma­ no, monseñor Giovanni Dieci: «Este año el Señor me ha ben­ decido y ayudado mucho. Acaso me encuentre a punto de en­ trever las primeras flores de mi oculta fatiga. Creo que la sola experiencia de este primer año me puede servir por diez años de episcopado y de ministerio en este Oriente misterioso que ya no temo, sino que amo mucho, porque veo que también aquí se puede de verdad hacer un gran bien por la santa Iglesia y por las almas». Alguien —Crispino Valenziano— tuvo la paciencia y mérito de localizar, en un viejo ejemplar (11 de noviembre de 1926) de IJOsservatore Romano, la crónica de un misionero destacado en Bulgaria en coincidencia con el visitador apostólico Roncalli, Kn ella describe la visita del representante del papa a pequeños núcleos remotos de católicos y la acogida que le tributaban: «A pesar de las tareas campestres, hombres y mujeres, ricos y po­ bres, viejos y niños, todos, al sonido de las campanas, unos a ca­ ballo, otros en carromatos y otros a pie, se ponían en marcha para tener la gloria y felicidad de ser los primeros en “ver al papa”, como ellos decían, que venía a visitarlos. Interrumpien­ do los trabajos, todos corrían a su encuentro para besarle la mano y recibir la bendición que monseñor Roncal!!, visiblemen­ te conmovido, les impartía con afecto paterno, apeándose del carruaje».

12. «Si supiese usted, mi querido don Giovanni...!» Aunque no quede constancia en estas páginas de todos sus nombres, AngeJo Roncalli contaba con bastantes amigos y co­ rresponsales de condición eclesiástica. Les escribía menos de lo que hubiera querido, por falta de tiempo. Al hacerlo, intentaba una concisión difícil de respetar al traducir, si se quiere hacer in­ teligible su pensamiento. Hasta recurría a abreviaciones y a la omisión, en el caso de destinatarios que sabía capaces de suplir­ los, de determinados signos ortográficos, por ejemplo, de co­ mas o guiones. Cabe suponer que, si hubiera sabido taquigrafía, y también sus destinatarios, hubiera recurrido a ella como solu­ ción parcial a su angustiosa falta de tiempo. A uno de esos co­ rresponsales lo conocemos ya: Mons. Dieci, secretario suyo en la Obra central de la Propagación de la Fe. En una carta que Roncalli le escribió el 26 de julio de 1929 hay un denso reflejo de su experiencia búlgara: «¡Si supiese, mi entrañable don Giovanm, lo que cuesta vivir durante años y años en un país extranjero, con la visión clara de si­ tuaciones y necesidades, pero en permanente agonía por la caren­ cia de medios y de instituciones, entre incerodumbres y peligros diarios, entre personalidades de trato sumamente difícil pero a las que hay que tratar siempre bien por riesgo de lo peor, sin perspec­ tiva, o muy escasa, de éxitos inmediatos, y encima con sufrimien­ tos íntimos de los que sólo el Señor es testigo y que confío queda­ rán registrados en el libro de la vida...! No obstante, se vive serenos y felices porque nos sentimos en las manos del Señor, a quien, a fin de cuentas y solamente, tenemos que complacer, ¿no cree? Le digo esto para sintonizarme con su carta que he visto atravesada de un sentido de ligero desánimo y de cansancio, consecuencia de esa su caro infirma que sabe usted tan bien poner al servicio del jpiri­ tas promptus que veo termina siempre sobreponiéndose (...] Ix* ase­ guro que en estos cinco años de vida en Bulgaria he tenido ocasión de expiar los pecados de los restantes veinte de vida sacerdotal en Italia».

Depresivo como don Giovanni Dieci, o más bien pesimista, era monseñor Marelli, obispo entonces de Bérgamo. Esa puede ser una clave parcial de lectura de algunas cosas que le escribía desde Bulgaria el visitador apostólico. Por ejemplo, lo siguiente (15 de abril de 1930):

«Llega pascua nuevamente. Para su excelencia es la decimo­ quinta o sexta en Bérgamo. Para mí, la quinta en Bulgaria. El caso es que sigo encontrándome en situación provisional. Pero pienso que todos prestamos un servicio provisional a nuestro Señor, cjiu: no tiene necesidad de nadie en especial, por mucho que se sirva de cada uno según sus designios, que son siempre de sabiduría y bon­ dad. Por lo que deduzco de la lectura del lito, su excelencia conti­ núa siguiendo el curso de las cuatro estaciones: es decir, un poco abatido en invierno, restablecido, más vivaz y animado que nunca en primavera, fuerte e incansable en el trabajo en verano, un poco cansado en septiembre, pero en todo momento preparado para re­ tomar la marcha. Ojalá siga siendo así por muchos años, querido monseñor. En la audiencia que me concedió a finales del pasado octubre el santo padre, hablando de usted con la augusta benevo­ lencia con que suele hacerlo, me decía: “A monseñor Marelli siem­ pre lo he conocido así, es decir, siempre un poco viejo y siempre joven. El Señor lo seguirá conservando así por mucho tiempo”. Bien ve que el deseo del padre común es el mismo de todos los hi­ jos que su excelencia cuenta por centenares de miles en la diócesis y que tanto le quieren. También yo sigo estando bien, y estoy siem­ pre tranquilo. El proyecto de un seminario búlgaro sobre el que le informé por Navidad se ha hundido en la mar profunda por gol­ pes de viento ajenos a Bulgaria. Tuve que sufrir un poco por este tema. Pero se sufre bien cuando la conciencia y el corazón están tranquilos. Por de pronto, el terreno se ha adquirido y está pagado. Lo que me interesa personalmente es que todo sirva para preparar, de cara al porvenir, una nueva generación de sacerdotes búlgaros doctos y santos. Todo lo demás que se piense hacer por el bien de este país en el sentido de alargar las conquistas del catolicismo no pasa de ser una ilusión sin un clero formado para el apostola­ do. Ayer tuve aquí como huésped al nuevo delegado apostólico de Constantinopla, monseñor Margotti, buen amigo mío de Roma. Era portador de algunas buenas palabras del santo padre, que tiene la bondad de seguir personalmente mi modesto trabajo. Todo sirve para dar ánimos, por más que en verdad se trata siempre de con­ suelos humanos, y yo ya me he acostumbrado, con la gracia de Dios, a trabajar incluso sin ellos».

La situación anímica y temperamental, junto con los acha­ ques de salud de monseñor Marelli, explican que desde finales de 1931 tuviese asignado un coadjutor con derecho de succsión en la persona de un excelente sacerdote milanés, culto, experto, comunicativo, que desde el primer momento sintonizó muy bien —y a la recíproca— con Angelo Roncalli. líse coadjutor era Adriano Bernareggi. Para cuando se difundió la noticia de su designación como obispo coadjutor, Angelo Roncalli ya lo

estaba en contacto con él. Entre otras actividades, Acezando por la de responsable de una de las parroquias más importantes de Milán, Bernareggi era director de una revista de cultura religiosa para la que pidió a Roncalli una colaboración sobre un tema de su especialización: San Carlos y los orígenes del seminario de Bérgamo. El visitador en Bulgaria aceptó de buen grado el encargo. Esta contingencia fue la ocasión de un intercambio de correspondencia más que correcto entre ambos, pero la carta más explícita de Roncalli a Bernareggi se produjo cuando (3 de septiembre de 1931) trascendió el nombramiento de éste como coadjutor de monseñor Marelli con derecho de sucesión. Roncalli estaba en aquel momento de vacaciones en Sotto il Monte. Enseguida le remitió la carta siguiente, a la que seguirían bastantes más en una y otra dirección: conocía y

«Algo que alegra mucho mi espíritu estos días es la noticia que aquí encuentro difundida en voz baja pero que tuve el placer de es­ cuchar de los propios labios del santo padre el jueves 27 de agosto sobre su nombramiento como obispo coadjutor de monseñor Ma­ relli. Llegué a Milán la mañana del viernes, y fue sólo una conside­ ración de delicadeza la que me frenó de acudir a (su parroquia de) San Vittore para congratularme con usted y asegurarle por adelan­ tado el júbilo con que su elección ha de ser acogida por todos los buenos bergamascos, así como para darle ánimos con respecto a las nuevas tareas que le han de procurar un sinfín de consuelos. Anteayer bajé a Bérgamo para un obligado deber de homenaje y de piedad filial hacia monseñor Marelli, como hago cada año al re­ gresar para las vacaciones. Nada sabía él oficial ni oficiosamente, pero le habían llegado voces obviamente filtradas por la delega­ ción del gobierno. Evidentemente, quedó seguro por la comunica­ ción que yo le di como recibida del santo padre. Ya se sabe: la naturaleza tiene expresiones y sensibilidades particulares. Por mi parte, pude comprobar en monseñor Marelli, también en esta cir­ cunstancia, que las disposiciones de la gracia se sobrepusieron y transformaron las de la naturaleza. Me dijo: “No conozco perso­ nalmente al párroco Bernareggi, pero he oído hablar muy bien de él. Estoy contento de su nombramiento, convencido de que na de ser para mí una gran ayuda, al tiempo que motivo de apo­ yo y de consuelo”. I...] La voluntad del Señor ha dispuesto que yo aya de emplear mis pocas y pobres energías en campos alejados c mi patria. Pero no dejo de amar intensamente a mi Bérgamo, y manteniéndome por principio al margen de todo lo que atac al gobierno eclesiávstico local, disfruto aprovechando cualquier

ocasión para mostrarme siempre, delante de los superiores ecle­ siásticos y de los sacerdotes —a casi la totalidad de los cuales co­ nozco, como antiguo profesor y como secretario episcopal-—} como el buen israelita del Evangelio, cordialmente disponible para todo buen servicio, con sinceridad y con discreción. Es como es­ pero me haya de encontrar su excelencia en tanto el Señor me mantenga con vida, y ya desde este momento me ofrezco cordial­ mente para todos aquellos servicios humildes y sencillos en los que, incluso desde lejos, pudiese serle de utilidad y de alguna ma­ nera le pluguiese. Los diez años de vida familiar que pasé con monseñor Radini Tedeschi en Bérgamo me dejaron la profunda convicción de bendiciones extraordinarias prometidas y concedi­ das a quien se distingue en el amor y en ofrecer consuelos a su obispo [...] En los primeros años de mi peregrinación apostólica en Bulgaria, al encontrarme por casualidad con un viejo monje or­ todoxo, apenas éste se enteró de que yo era un obispo católico y representante del santo padre, hizo una profunda inclinación a lo oriental y, besándome la mano, dijo: “Monseñor, le deseo la man­ sedumbre de David y la sabiduría de Salomón”. Excelencia queri­ da, me inclino con gozo grande y con reverencia ante usted, expre­ sándole el deseo que me hizo aquel pobre extranjero. Encierra un regusto bíblico que a buen seguro no le desagradará».

Transcurrido un largo trimestre desde la carta anterior, Ron­ calli escribió de nuevo a Bernareggi desde Sofía, 1 de enero de 1932, para decirle, entre otras cosas: «No sé cuándo tendrá lu­ gar su consagración episcopal. Estaré presente con el pensa­ miento y con la oración, y espero llegar a tiempo también con un pequeño regalo que le sirva de signo de mi fraterna devo­ ción. Hoy mismo escribo a monseñor Cavezzali para que, en mi nombre y de acuerdo con usted, adquiera un anillo episcopal que me gustaría fuese el del trabajo. Me agradará sentirme re­ presentado por todos los bergamascos que, con su beso, habrán de depositar en ese anillo el sentimiento de reverencia y de amor que experimentarán hacia su futuro obispo». Confesaba seguidamente su disgusto por no tener aún escrito el artículo que le había prometido sobre San Carlos y los orígenes del se­ minario de Bérgamo, justificando así el retraso: «Le ruego que me crea y me perdone, ya que me avergüenza decirlo: mi tiem­ po está de tal suerte ocupado —en vacaciones, de una manera; aquí, de otra— por tantos asuntos de la máxima urgencia para mi ministerio que no me queda un minuto disponible ni de día ni de noche. ¡Piense que estoy sin secretario que me pueda ayu­

dar, de manera especial en estos primeros meses, [...Jcon tantos detalles que debería tener bajo control y entre manos!». La consagración de Mons. Bernareggi tuvo lugar el 24 de enero de 1932. Dos días antes, así escribía al visitador apostóli­ co en Bulgaria, empezando por justificar el retraso con que lo hacía: «También yo estoy sin secretario, ni lo tendré próximamente. Me veo precisado a despachar yo solo toda la enorme correspon­ dencia de estas semanas, queriendo decir a todos, y de manera es­ pecial a los bergamascos, alguna palabra más que el Agradece. Entre tanto he tenido que acudir a todas mis tareas parroquiales toda vez que, en lugar de dejarme tranquilo, los feligreses me han solicitado aún más a lo largo de este período, y los comprendo. He tenido que ir dos veces a Roma. He tenido que organizar el despacho que dejo y preparar la sede adonde voy, etc. Pienso que se habrá ente­ rado respecto de la consagración, fijada inicialmente para el día 10 y aplazada después al 24, es decir, a pasado mañana. Es precisa­ mente la fecha ya inminente de la consagración lo que me ha em­ pujado a escribirle ahora. Quería agradecerle, antes de tal fecha, el regalo que tan bondadosamente ha querido hacerme. Aún no me lo han entregado, pero el joyero a quien lo ha encargado monseñor Cavezzali se puso en contacto conmigo a primeros de mes, por lo que confío en que estará listo para el domingo. ¿Permite que reci­ ba su anillo como si por su medio me viniese de monseñor Radini Tedeschi? Me siento muy unido a usted, además de por ser bergamasco, por monseñor Radini, que me quería mucho cuando yo es­ taba estudiando en Roma, y a quien también yo quería v siempre he admirado mucho».

13.

«Alguien, un día u otro, cosechará...»

Más que amigos, eran hermanos para él los miembros de la congregación Sacerdotes del Sagrado Corazón. Las cartas que les dirigió y que recibió de ellos llenan un volumen. Se citarán ciertos breves párrafos de algunas, con fechas y destinatarios respectivos. Por ejemplo, alguna dirigida a su sucesor al frente del Consejo central para Italia de la Obra de la Propagación de la Fe, monseñor Luigi Drago. Acababa de recibir una carta de éste en la que Drago le explicaba cómo se las arreglaba para compatibilizar un trabajo de apariencia burocrática, en su nuevo destino de Roma, con la actividad pastoral. Algo que, en Sofía,

le decía echar en taita su predecesor: «En lo que atañe al minis­ terio sacerdotal, le envidio con toda franqueza. Yo no puedo hacerlo en absoluto en las formas que en otros momentos constituían mi alegría y mi vida. ¡Paciencia!» (8 de enero de 1929). (Poco antes había confesado a su antiguo secretario Mons. Dieci: «Mi vida, aquí, es más de misionero que de obispo, sólo que del misionero más sufre las angustias que disfruta los consuelos, si bien está acompañada por aquella alegría interior quae superabundat [desbordante] y que todo lo hace soportable y querido».) Con monseñor Drago tenía más temas de que hablar y hasta algún favor que pedirle. Éste, por ejemplo: «Rece para que tam­ bién yo, más que recoger frutos maduros por aquí, logre sem­ brar buena simiente en los surcos arduos y áridos en los que la voluntad del santo padre me tiene ocupado. Me sigue y consue­ la el pensamiento, más aún, la seguridad de no trabajar inútil­ mente, y de que alguien, un día u otro, cosechará» (16 de enero de 1929). «En el escaso bien que hago por este país, estoy siem­ pre preocupado de preparar buenos elementos para el futuro: buenos sacerdotes, buenas instituciones religiosas, buenos abo­ gados católicos, buenos médicos, profesores, diputados, y tam­ bién buenos principios y buenos ejemplos, buenas nuevas fami­ lias, etc., que fructificarán en su momento, cuando ya hayamos muerto. Fructificarán sin duda: buscar resultados inmediatos y vistosos es vanidad e ilusión» (21 de enero de 1929). «Ser nom­ brado obispo o permanecer como simple sacerdote tiene cierto valor para la vista, pero dice poco al espíritu de quien busca la gloria del Señor y no el vano resplandor de las satisfacciones te­ rrenales» (12 de marzo de 1932).

14.

Socorriendo necesidades urgentes

Detenernos con exceso en la crónica, por muy esencial que sea, expone al riesgo de aburrir al lector y de alargar en exceso este perfil. Habría que aclarar, en todo caso, tras haber aludido a sus visitas a poblados alejados y pequeños, de nombres poco menos que imposibles, para ponerse en contacto y dar ánimo a

los grupos reducidos de católicos que allí moraban, que eso no fue lo que más le ocupó. Un día, cuando emergió su personalidad como sucesor de Pedro, se le definiría como —también— Papa de las Obras de Mi­ sericordia. En realidad, antes que papa, ya había sido el visitador y delegado y nuncio apostólico, y arzobispo-cardenal-patriarca de las mismas o parecidas obras de misericordia, llevadas a cabo con iguales espíritu y convicciones en la remota oscuridad de países lejanos o, en todo caso —en París y Venecia—, sin la ser­ vidumbre de los focos apuntados sobre él y sin periodistas es­ piando sus gestos. En poblaciones perdidas de Bulgaria repartió e hizo repartir caridad a refugiados macedonios y a poblaciones necesitadas, sobre todo a niños. Se lo pedía el cuerpo a Angelo Giuseppe Roncalli de Sotto il Monte, o mejor, se lo dictaba una lectura fiel del Evangelio y una voluntad sencilla y firme de imi­ tar al Buen Samaritano de Nazaret. Las obras de misericordia pasan por ser catorce. Unas se di­ cen corporales y otras espirituales. Nadie ha dicho que unas sean menos importantes que las otras, las corporales o las espi­ rituales. Por ejemplo, la primera de todas: alimentar a quien pasa hambre. Hambre que no es sólo ni siempre de pan, aunque primeramente casi siempre sí. Nadie puede razonablemente pensar que el visitador apostólico Angelo Roncalli no las cum­ pliese todas siguiendo un instinto evangélico que no atendía mucho a clasificaciones. Las espirituales, por ejemplo... ¿Hay obra de misericordia espiritual mejor y más convincente que el ejemplo de bondad que, sin darse cuenta ni por satisfecho, nos dejó de tal suerte que ahí sigue brillando con contagiosa diafanidad? La aludida cronología trazada por Loris C apovilla no se de­ tiene de manera especial en la anotación de los actos y gestos de Roncalli relacionados con la «obra de misericordia» de dar de comer a quienes pasaban hambre. Los escasos medios de que disponía para hacerlo se los enviaba Pío XI desde Roma, y eran literalmente insuficientes para saciar tanta hambruna. Hay, en todo caso, varias alusiones fugaces a esa actividad del visitador Roncalli. Ver, si no, con respecto a los —pongamos— dos pri­ meros años de permanencia suya en Bulgaria: «1926: Acción

intensa a favor de los prófugos rusos, sobre todo de los estu­ diantes necesitados de ayuda. 4 de enero: Se dirige por carta a Candilaroff, presidente de la he pedido para la capilla de esta delegación, para que mis sucesores recuerden al bergamasco que estuvo aquí de paso. Su excelencia podrá imaginar fácil­ mente cuánto celebrar misa con el recuerdo de San Alejandro ante mis ojos ayuda a mi fervor y toca a mi sentimiento de hijo de una Bérgamo que no olvido». Las cartas de Roncalli a Bernareggi son elocuentemente lar­ gas. Bastante más- que las de éste, en clara demostración de que escribía con espontaneidad y sin cohibición. Así lo expresa en el cierre de algunas: «Perdone, excelencia, la larga charla. Me agra­ da tanto que, una vez que me encarrilo, no soy capaz de encon­ trar el punto para cortar» (29 de julio de 1939). «Perdóneme, ex­ celencia, la larga perorata. Ni aun de viejo consigo corregirme. Ni siquiera cuando las circunstancias me obligan a ser más volúmenes anteriores me limité a poner a disposición 1.(XX) liras a fondo perdido, en cuanto la posible recaudación debería servir para la adquisición de otros ejem­ plares y que los que quedasen sin vender se distribuyesen gratuitamente entre los principales entre los archivos más pobres. |Sólo que su excelencia ha hecho una re­ partición generosa en exceso de ejemplares en obsequio, precisamente allí donde había perspectivas más fundadas de compra!».

expedito» (Domingo de Pasión de 1942). «Perdone la extensión poco... diplomática de estos folios y no deje de seguirme que riendo y rezando por mí» (23 de marzo de 1945). Siendo hombres ambos —¡también lo son los obispos...!—, a un Bernareggi que hubiera sido susceptible (siempre, claro está, que Roncalli no hubiese sido... el que era y cómo era), po­ dría haberle caído incómoda la radicación originaria de éste en su diócesis. Precisamente porque cada uno, y Roncalli en primer lugar, era como era, se entendieron perfectamente. Jamás el ac­ cidental diplomático vaticano se hubiera permitido puentear a su obispo y aún menos criticar sus métodos pastorales, que en cambio apreciaba muy sinceramente. De la misma manera que Bernareggi pudo ver y vio siempre en él a un colaborador y contertulio, casi un súbdito, sobre todo cuando llegaba para las vacaciones. Solía ocurrir, en tales circunstancias, que muchos párrocos, que habían sido compañeros de seminario o alumnos de Angelo Roncalli, lo comprometían por adelantado para que honrase a sus parroquias con su presencia episcopal, predican­ do con motivo de efemérides especiales, tan simples a veces y comunes como la fiesta patronal. El delegado apostólico los complacía de buena gana, pero a la condición que se deduce de la carta siguiente (7 de agosto de 1938) y de otras parecidas al obispo Bernareggi: «Creo que podre llegar a Sotto il Monte el 12 al anochecer. Pero me complace adelantar el saludo más afectuoso y cordial a su excelencia, de quien me gozo en ser un buen diocesano. Ade­ más de la invitación del párroco Montanelli, que recibió el bene­ plácito de su excelencia, me ha invitado también reiteradamente don Antonio Seghezzi para un cursillo a los presidentes de AC, sobre el tema Vivirla confirmación los días 14, 15 y 16 de este mes. He escrito y vuelto a escribir que no acepto estas invitaciones más que del obispo diocesano. Se me ha contestado que hay aprobación de su excelencia. ¿Es cierto? Nunca se sabe, con es tos buenos hijos. Por mi parte no busco nada, prefiriendo en lo­ dos los casos el mérito de la obediencia. Por más que, si puedo prestar un servicio, no rehúso hacerlo, si cuenta con el benepláci­ to de su excelencia».

Pues claro que contaba, como resulta de la contestación por parte de monseñor Bernareggi cinco días más tarde, ya dirigida a Sotto il Monte:

C 5. Turquía: «Funeralpor unpatada ttplendomo»

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«Bienvenido entre nosotros, excelencia reverendísima. Y feliz permanencia en la diócesis que le quiere, querida a su vez por usted Además de para Ardesio, le confirmo mi aprobaos*) — yo mismo insistí en su nombre para que el congreso tuviese, especial mente en esta ocasión, mayor resonancia-— para el cursillo a los presidentes de AC. Su párroco de Sotto il Monte me pide poder nacer uso, para su excelencia, del trono episcopal para la fiesta de Nuestra Señora. Se entiende que está concedido, y ruego a su exce iencia que lo diga directamente a su buen párroco. También las Hi­ ja» del Sagrado Corazón me han solicitado permiso para poder in­ vitar a su excelencia no recuerdo bien si el 6, 7 u 8 de septiembre, para la profesión de cinco candsdatas. También esto está más que concedido. Espero verle en el seminario el 15 por la tarde, fcn tal circunstancia, al paso que podré expresarle personalmente mi salu­ do, me sentiré muy feliz de escuchar sus impresiones».

17. Manifiesto antifascista Aparte de alusiones más o m enos claras y nada positivas de Roncalli hacia el régimen fascista de M ussolini, que claramente coincidían, con matices personales en uno y otro, con las que expresaba Adriano Bernareggi, el 31 de agosto de 1938, estan­ do de vacaciones en su tierra, fue claramente explícito en una referencia a «circunstancias dolorosas» que no podían no ser sino las causadas por los atropellos del régimen fascista. Angelo Roncalli, que era representante del papa en un país supuestamente neutral, fue designado por los arciprestes de la diócesis para desagraviar al obispo diocesano. Lo que dijo fue \o siguiente*. «F.s la primera vez, excelencia reverendísima, que una numero­ sa representación del clero diocesano se halla reunida en tomo a su venerada persona tras las dolorosas circunstancias que, en estas últimas semanas, han causado tanta tristeza a su corazón. Todos los aquí reunidos, cuantos desde todos los puntos de la diócesis es­ tán en comunión espiritual con nosotros, desean expresarle (he aceptado humildemente, pero de buena gana, la unánime invita­ ción que me han hecho todos los arciprestes para ser portavoz del sentir general), expresarle, repito, el homenaje de la solidandad co­ mún, cual corresponde a una misma familia cuando se toca al pa­ dre, la afirmación de la adhesión más sincera, la promesa de una colaboración cada ve* más consciente y fiel. Las ofensas inferidas » su persona y a su sagrada autoridad las hemos sentido inferidas

como azotes al corazón de cada uno de nosotros, al sentimiento unánime del pueblo bergamasco, por nosotros formado en larga tradición, en eco de la enseñanza episcopal, a dar noblemente al César lo que es del César y a dar a Dios lo que es de Dios. Quere­ mos decirle, excelencia, especialmente en un momento de incertidumbre y de sufrimiento, que sus sacerdotes están con usted; que admiran y se sienten edificados por su sabiduría y su celo pastoral, más decididos que nunca a seguirle en sus directrices, a respaldarle con entrega y con amor filial en la ardua fatiga que las dificultades del momento imponen al ministerio de las almas [...] En lo que se refiere a la Acción Católica, su excelencia puede estar bien conven­ cida de que los incidentes que han tenido lugar serán motivo no de abatimiento para nosotros, sino para intensificación de nuestro fervor. La diócesis de Bérgamo, conviene recordarlo aquí con tan humilde como legítima complacencia, ha sido reconocida y saluda­ da por todos como precursora de la Acción Católica cuando toda Italia estaba aún dormida, y fue al mismo tiempo el primero y más fecundo campo de experimentación. Con tranquilidad seguiremos haciendo honor a nuestra tradición, procurando aportar, también mediante esta forma de actividad religiosa, que es sustancia autén­ tica de vida cristiana, la más preciosa contribución al bienestar y gloria de nuestra querida patria».

Al manifiesto oral de desagravio se sumó un documento de adhesión al obispo y de protesta implícita por las injerencias del fascismo mussoliniano. Todo ello fue el colofón de un aconteci­ miento esencialmente religioso que había reunido a la casi tota­ lidad del clero diocesano. Tras la firmeza en la condena de los hechos, en los párrafos finales del documento asoma, no obs­ tante, la disponibilidad para un perdón generoso: «Reunidos en la celebración pacífica y solemne del Sacramentumpietatis, sigmrn unitatis, vinculum charitatis, estamos seguros de interpretar su sen­ timiento de bondad paterna vuelto hacia todos con corazón be­ nigno suplicando a Jesús bendito, en unión con su excelencia, que les perdone, igual que desde la cruz perdonó a sus primeros opresores, y que su mano no los alcance sino para abrir sus al­ mas a la verdad y al sentido de las realidades de la vida actual. Asumiendo, en unión con vos, excelencia, con corazón firme, nuestras responsabilidades, seguiremos siendo ministros de per­ dón, de reconciliación, de paz».

18. Angelo Roncalli y Franz von Papen No se puede despachar un intento de biografía de Ange­ lo Roncalli, en el capítulo de su misión en Estambul durante la guerra, sin aludir a sus contactos con el embajador de Hider en Turquía, Franz von Papen. El tema es complejo y los pro­ nunciamientos sobre él resultan, hasta cierto punto, contra­ dictorios. Por los años en que el embajador alemán y el delegado vati­ cano tuvieron mayor ocasión de encontrarse y celebrar conver­ saciones en Estambul, en el Vaticano existía ya una ficha relati­ vamente aproximada sobre Von Papen, más negativa que la que, por su cuenta, se iba haciendo de él Angelo Roncalli, con­ siderada más ingenua de lo debido por los funcionarios vatica­ nos, quizá rigurosos en exceso. Para el delegado apostólico, Franz von Papen era un católico sincero y practicante. Roncalli tenía al respecto una prueba cercana en el hecho de que el em­ bajador alemán acudía a menudo a misa en la delegación, en compañía de su mujer y de su hija, que no sólo llevaban flo­ res, sino que se brindaban para encerar el suelo de la capilla. En el Vaticano, en cambio, no se consideraba desvinculado de las barbaridades de Hider a quien, tras haber sido canciller, había aceptado ser su embajador. Ahí radicaba la diferencia de percepción entre el delegado apostólico y sus jefes de Roma: éstos consideraban a Von Papen embajador de Hider y de su régimen, mientras para Roncalli era embajador ante todo de Alemania. Expresión y consecuencia de la opinión que se tenía sobre Von Papen en el Vaticano la había en que, en 1940, Pío XII ha­ bía negado el placet a la propuesta de su nombre para embajador ante la Santa Sede. Lo había hecho previo informe negativo por parte del obispo de Berlín, Konrad von Preysing, consultado al efecto. Roncalli consideraba bienintencionadas determinadas ini­ ciativas y palabras de Von Papen. No ocurría lo mismo por parte de algún responsable de la Secretaría de Estado, supuesta­ mente vacunado contra las ingenuidades de un delegado apos­ tólico cuyos despachos, según Alberigo, «quedaban marcados con notas marginales de despiadada ironía y suficiencia miope».

Dice Alberigo que «en Actos et documents du St. Siége relatifs ¿¡ ¡a 2eme Guerre Mondiale, hay, en una página sí y en otra también anotaciones de Tardini casi insultantes». Por su parte, Giancarlo Zizola asegura que, para Domenico Tardini, el delegado en Tur­ quía era «un ingenuo —un pacioccone— según el cual todos eran buenos». Prevenidos como estaban con respecto a las ingenuidades del delegado apostólico en Turquía, de la Secretaría de Estado se le impartían directrices tajantes a fin de evitar implicaciones supuestamente incómodas para la Santa Sede. Es lo que, de ma­ nera indirecta, se deduce del comienzo de una carta suya (8 de julio de 1943) al sustituto Montini: «Fiel al criterio de circuns­ pección que se me ha impuesto para el contacto con determina­ das personas, incluso dignas de respeto particular, evito en­ cuentros no estrictamente necesarios o especialmente útiles. Respecto a Von Papen, por ejemplo: en seis meses sólo lo he visto una vez muy de paso, con motivo de mi visita pascual a Ankara». En otro punto de la misma carta añadía: «Quien viene a verme de vez en cuando es el buen barón Von Lersner. Desde la primera vez que lo conocí, se muestra siempre muy interesa­ do en pro de la paz, de una paz bajo los auspicios del santo pa­ dre. Superfluo que reitere mis impresiones acerca de tal perso­ na. No tengo nada en común con él. Puedo equivocarme, pero desde hace ya cuatro años carezco, en conciencia, de motivo al­ guno para poner en duda su rectitud, su distinción y su clarivi­ dencia de espíritu, algo sorprendente en un luterano como él, humilde, pero practicante». Cualesquiera fuesen las razones que se tenían en el Vaticano para no fiarse de Von Papen, Angelo Roncalli sabía poder con­ tar con él para operaciones muy delicadas. Una de ellas fue, por ejemplo, la que le llevó a intervenir en favor de partisanos grie­ gos condenados a muerte y fusilados a diario, en represión de sus acciones de sabotaje contra las tropas alemanas que habían invadido el país. Roncalli deseaba evitar tanto horror. Sabiendo que al frente de las tropas invasoras se encontraba Wilhelm von List, antiguo compañero de armas y amigo de Von Papen, pidió a éste una carta de presentación. Acudió con ella al mariscal de campo alemán, que lo admitió a una larga conversación de la

que nunca se supo qué se habían dicho el uno al otro. Lo que sí se supo fue que, a partir de aquel día, cada vez que se dictaban condenas a muerte contra milicianos griegos atrapados por los alemanes, el delegado Roncalli enviaba una petición de gracia al mariscal Von List y la sentencia capital era conmutada por cade­ na perpetua. No existe contabilidad precisa de cuántas vidas pudo salvar de tal suerte. Se da la cifra imprecisa de varias dece­ nas. Tampoco es lo más importante. Sí lo fue el bien que un embajador sospechoso y un delegado apostólico paáoccone pu­ dieron llevar a cabo, a pesar de que sus métodos no fuesen to­ talmente del agrado de los jefes de uno y otro.

19.

El rosario del delegado apostólico

Sin que nunca presumiera de ello, Roncalli salvó una vida más: la del amigo de riesgos y de gestos humanitarios, Franz von Papen. Leamos — ¡vale la pena!— algunas afirmaciones to­ madas de las memorias de éste: «Éramos amigos. Yo le entregaba dinero, ropas, alim entos, me­ dicinas para los judíos que se dirigían a él, llegando descalzos v desnudos de países del Este europeo a medida que iban siendo ocupados por las fuerzas del Reich. Creo que miles v miles de ju­ díos, en torno a los 24.000, fueron ayudados de esta suerte. El 4 de agosto de 1944 tuve que abandonar el Bosforo, llamado a Berlín. Roncalli acudió para saludarme a Büvükada, primera estación tras la terminal de Estambul. Durante veinte minutos paseamos por la acera, de bracero, como viejos amigos. Al final me puse de rodillas y le pedí que me bendijese. Estaba totalmente convencido de que no nos volveríamos a ver, porque seguramente los aliados me hu­ bieran de ahorcar. En aquel momento, el delegado apostólico me abrazó y, apretándome la mano afectuosamente, me entregó una carta, que se encuentra en los archivos americanos. La leí en el tren, enseguida después. Un hermano no hubiera podido ser más cordial en escribirla».

Para Roncalli, la marcha de Von Papen constituía —lo decía en la carta— «un motivo de tristeza». Y, con la diplomacia que no había aprendido en los libros sino en la limpieza de su cora­ zón, admitía: «He procurado mantenerme totalmente al margen de las partes enfrentadas, igual que me abstengo mucho de juz­

gar lai circunstancia# actúale*, Prefiero creer que Ia# permite la Providencia para un bien mayor |,.,J |Von Papen) ha realizado una misión altamente poiítiva para »u paí» y un laudable *ervi ck> para la lgle#ia». \:\ antiguo canciller y embajador «cría uno de Ion que *e *en raron en el banco de aculado* en el magno proce#o de Nurcrn berg, Sí licitado por la defema, el ya nuncio en Part#, Andelo Roncalli, aceptó de buen grado teitificar; «No e# mí mtctutím intervenir en un juicio político con respecto a Franz von Papen, Sólo puedo decir una co#a: él me brindó Ja posibilidad de poner a aalvo a un gran número de judío»». Rl antiguo embajador ale mán *e dijo convencido de que la intervención de Angelo Rmi calli tuvo un peno definitivo a la hora de convencer al tribunal de *u inocencia. V añadíóf en el proce»o para *u beatifíau:i6n: «Ucvo siempre en el bolsillo el rosario que me regaló monseñor Roncalli»

20. El espectro del hambre En la ya aludida carta a su otro jefe en la Secretaría de fím do, Giovanni Battt#ta Montini, daba cuenta de cada uno de «u pa#m: «líl tune», en la catedral, a#f*ki /'jefecid gobierno polaco en «I exilio, igual que a#berana intención que «e me expuso no habla absolutamente nada de mío. Hace dos meses no sabía nada en absoluto de que monseñor Agostini estuviese afecto de una enfermedad mortal, es más, de que ni simplemente estuviese enfer mo. Para que nada de cuanto acontece en torno a mí en estos días me produzca exaltación, tengo permanentemente clavada en el corazón la espina de mi buena hermana que se encuentra entre la vida y la muerte, espina que me priva de com­ placencia alguna por lo que pudiera quedar en el fondo de mi alma de satisfacción humana por el lugar que ocupa mí nombre en el próximo consistorio, He termina dí> por estar plenamente convencido de que también esto es gracia por la que lien digo al Señor y que seguramente me ha de granjear alguna otra».

bre nombre «c encuentra entre lo» 24 eclesiásticos que el «auto p» dre nombrará cardenales de la tanta Iglesia el próximo 12 de ene ro. Comprendo que podáis estar contentón También yo lo más por vosotros que por mí mismo. Aceptadlo todo con sencillez y humildad, como hago yo. Ni siquiera ser cardenal «ene valor al­ guno si no está ordenado a nuestra salvación eterna y a nuestra santificación (...) Lo demás, es decir, la púrpura, bonorc* humanos, satisfacciones terrenales, no vale absolutamente nada (...) Dad gra cias al Señor conmigo y pedidle que también yo sea un buen carde nal: un cardenal pacífico y manso, que por encuna de todo sirva a la Iglesia y a las almas».

25. «... un sacerdote leal y pacifico, amigo seguro y sincero de Francia» Se iría de Francia como cardenal I/> había nombrado Pío XII, pero la investidura quiso dársela un presidente de la república socialista y agnóstico. A fin de cuentas, como él mismo escribió por aquellos días, contestando a sus homólogos de hornadas anteriores Liénart y Saliere que lo habían felicitado, el cardena­ lato no era un sacramento ni un simple sacramental. Escribien­ do a otro purpurado francés, el arzobispo de I-yon, Pierre-Marie Gerlier, le recordaba o

I

ciinia

E N VENECIA, PASTOR A PLENA DEDICACIÓN

1, E n cu en tro en P arís con Loris Capovilla Sin ser esclavo de las formas, no ignoraba su importancia. Aunque hasta el último momento de su permanencia en París siguió desempeñando tareas vinculadas a la nunciatura, afrontó enseguida las más urgentes relacionadas con Venecia. Una de ellas fue ponerse en contacto con el vicario capitular, Erminio Macacek, máxima autoridad en ausencia del patriarca. Roncalli se dirigió a él por carta el 21 de enero para consultarle los deta* lies de su entrada en Venecia, anticipando lo que personalmente consideraba más adecuado: «¿No será el caso de preguntarse, en vísta de las circunstancias de los tiempos, si no es lo mejor renunciar a toda forma de recibimiento externo, aparecien­ do un domingo, por ejemplo, en San Marcos para un primer contacto espiritual con mis hijos de Venecia, que se podría pro­ longar luego en cada una de las parroquias, sin solemnidad litúrgica, con la sencillez que enseguida aproxima los corazo­ nes?» Reconociendo no obstante que el tema era complicado y difícil de resolver por carta, proponía al destinatario: «[Qué fiesta no sería para mí si una señal me dijese una mañana que está para llegar el propio monseñor Macacek, solo o en compa­ ñía de algún eclesiástico de la curia, en todo caso persona de confianza...!». Un día, en efecto, tras anunciarse previamente, llegó a la pa­ risina Gare de Lyon el canónigo Macacek, acompañado por un joven sacerdote, director del semanario 1m Vote di San Marco. Mal suponía tal acompañante de Macacek que volvería de París ya fichado para el equipo mínimo del nuevo patriarca. Nadie sino el propio Roncalli actuó como ojeador previo. El cual Ron-

calli, sin embargo, se abstuvo, por delicadeza, de hacer perso­ nalmente la correspondiente petición a Loris Capovilla. Lo hizo por medio del secretario polaco de la nunciatura, Boleslaw Szki ladz, que fue quien sondeó la disponibilidad del acompañante de Krminio Macacek para integrarse en el equipo del nuevo pa triarca arzobispo. Capovilla aceptó la propuesta sin discutir las condiciones. La incorporación no fue efectiva enseguida. Roncalli quiso antes proveer a una colocación conveniente para, monseñor Luigi Spavento, secretario de su predecesor, a quien nombró rec tor del seminario menor. De momento, Capovilla mantuvo su puesto como director de La Voce di San Marco, donde, al regreso de París, publicó un perfil muy completo del nuevo patriarca ar­ zobispo. Una muestra de la importancia relativa que atribuía Angelo Roncalli a las formas la dio en el pequeño detalle de que, si para los temas relacionados con la representación diplomática vati­ cana seguía usando papel con el encabezamiento específico, para los que atañían a su nueva tarea confeccionó enseguida el encabezamiento de cardenal patriarca de Venecia. El 28 de ene­ ro escribía a las hermanas Ancila y María: «Éste es mi nuevo es­ cudo de cardenal y patriarca de Venecia. El primer ejemplar es para vosotras. En alto campea el león de San Marcos. Lo demás está todo transformado». Luego, algo que le preocupaba mu­ cho: la salud de la hermana mayor, a la que se le había diagnosti­ cado un cáncer de estómago: «Ancila, anímate. Es evidente que las inyecciones te hacen bien. Espero que te fortalezcan el ven­ trículo, hasta detener el mal. Yo sigo rezando al difunto y santo cardenal Ferrari por esta intención. Haz tú lo mismo, con calma y abandono a la voluntad del Señor, como me decías en tu últi­ ma carta».

2.

Pío XII no lo pudo recibir en audiencia

No fue posible lo de una entrada sin ruidos, como el quería. Los dos enviados especiales a París fueron de la opinión de que Venecia se merecía una gran fiesta, tras el luto por ("arlo Agos-

tini. Y de que una fecha razonable para el ingreso podía ser la del domingo Laetare, que caía el 15 de marzo. Iba a tener tiempo, aunque tampoco demasiado, desde el 23 de febrero en que dejara París, para preparar espiritualmente el gran acontecimiento. El 24 ya estaba en Milán, visitando a su amigo Ildefonso Schuster, y las tumbas de San Carlos y del car­ denal Ferrari. Por la noche, en Sotto il Monte, junto al lecho de la hermana enferma. El 25, de viaje hacia Roma. En días sucesi­ vos, visitas a la Secretaría de Estado y a otros despachos y ami­ gos eclesiásticos. Encuentro también, en Roma, con el alcalde de Venecia, que había acudido para concordar con él el tema laico-político de su ingreso. Visita al presidente de la República, en aquel momento Luigi Einaudi, para cumplir el requisito de jurar respeto a la Constitución. El 27 celebra un largo encuen­ tro con monseñor Montini, a quien hace entrega de una carta de solicitud de audiencia a Pío XII. Dice en ella: «Quiero expresar al santo padre mi veneración, en todo mo­ mento viva y profunda, y una gratitud inmensa por su más reciente soberana y paterna dignación de enviarme a Venecia. Me ftútan pa­ labras para decir lo que siento tn httmütaíe mea. Ruego al santo pa­ dre que lea en mi corazón y esté seguro de que, con la ayuda dd Señor, no omitiré esfuerzo alguno —nada costoso, por otra parte, ya que constituye para mí una íntima satisfacción— para honrarlo [...] Al orientarme ahora por completo a mis nuevas tareas en Venecia, me sentina extremadamente feliz si pudiera besar los pies de su santidad antes de salir, pero no pido nada más allá de lo que m e­ jor corresponda y sea útil para su salud». Tras despachar con el papa, así informó Montini a Angelo Roncalli: «El mensaje de despedida que su eminencia reverendísima tuvo la deferencia de dirigir por mi medio al santo padre ha constituido para su santidad una fortísima tentación para imponerse una au­ diencia que hubiera confortado mucho a su corazón. Se priva de ello con sacrificio, apoyado en la generosa actitud de ánimo de su eminencia, que se muestra dispuesto a lo que mejor corresponda y sea conveniente para la salud de su santidad. El corazón de su san­ tidad está con el suyo, eminencia, para expresarte cuanto no puede de viva voz, y para acompañarle en su nuevo campo de trabajo, con el augurio de una actividad pastoral fecunda de toda suerte de bienes para la Iglesia de San Marcos y de consuelos para el espíritu sacerdotal del nuevo patriarca de Vencda».

Aún regresaría a Bérgamo, donde entre lo» día» 6 al K acce­ de a los agasajos que le rinden las autoridades religiosas y civiles de la ciudad y provincia para, el 9, pasarlo de nuevo en Sotto il Monte, al lado de su familia, sobre todo de las hermanas Ancila y María. MI 10 salió en dirección a Venecia, deteniéndose cuatro días en la abadía benedictina de Praglia, en las proximidades de Padua, para un retiro espiritual de preparación. El 15, hacia las cuatro de la tarde, hace su entrada en una embarcación por el Canal Grande, escoltado por un cortejo de botes y góndolas. A las 17,30 entra en la basílica de San Marcos y, desde el pulpito, hace su propia presentación, «merecedora — dice I/>ris (zapovi­ lla— de figurar en una antología de escritos autobiográficos);. 3.

«... con la m ayor sencillez de palabra y de corazón»

Sin pretender ser tal antología, no renuncian estas páginas al privilegio de albergar la autoprcsentación que la tarde del do­ mingo lMetan, 15 de marzo de 1953, hizo de sí mismo, para sus hijos de Venecia, Angelo Roncalli, ex nuncio apostólico en Pa­ rís, que en los designios de la Providencia iba camino de trans­ formarse en papa Juan XXIII de la Iglesia universal: «Os quiero hablar con la mayor sencillez de palabra y de cora­ zón. Me habéis esperado ansiosamente. Os han escrito de mí cosas muy superiores a mí» méritos. Como todos los demás hombres de este mundo; con la gracia de una buena salud física, con un poco de buen sentido que me ayuda a ver pronto y con claridad las co­ sas; con una disposición al amor de Jos hombres que me mantiene fiel a la Jey del Evangelio, respetuoso de mi derecho y deJ de Jos demás, y me impide hacer daño a quienquiera que sea, sino más bien alentándome a hacer bien a todos. Vengo de gente humilde, y he sido educado en una pobreza gozosa y bendita que tiene nocas exigencias y favorece el florecimiento de Jas virtudes más nobles y elevadas, y prepara para Jas sublimes alturas de la vida. I^a Provi­ dencia me saco de mi pueblo natal y me ha hecho recorrer los Mitra Polo, pero ciertamente me vinculan a Venecia lazos fuerte#. Ven go de Bérgamo, tierra de San Marco*, patria de Baitoiomeo 0> íleoni, Detrás de mí colína está $oma*ca, la cueva de San /eronin*. Emiliano, Bstas notas os brindan Ja modesta fi**>nomía dd hombre. Pot supuesta), la responsabilidad que se me lia c'/nfiado en Venecia es grande, y supera con mucho cualquier mérito mío, Pero anee todo encomiendo a vuestra benevolencia al hombre, que quiere ser *»m píemente vuestra; hermano, amable, accesible, comprensivo. Ten go el firme propósito de mantener, en primer Jugar, Jo que hasta aquí me ha honrado, y que acaso ha preparado este envío a Vene cía, entre una noble gente particularmente sensible a las llamadas del corazón, a la sencillez de trato, de acento, de obras, a aquefla sinceridad respetuosa y jovial de relaciones de las que brota, por más que en proporciones limitadas, el hombre a quien ttcnta bien eJ título de gentilhombre a toda prueba, de caballero sin tacha y merecedor de confiado respeto. Tal es et hombre y el ciudadano que Venecia se ha complacido en acoger con tono tan festivo*.

4, Gratitud a tu s paisano# bergamascoa La relativa apoteosis representada por su designación para Venecia, por su promoción al cardenalato y por el calor con (pie fce recibido Roncalli en la archidiócesis patriarcal provocó una ola de entusiasmo, de admiración, de legítimo orgullo, y hasta de participación por parte, también, de sus paisanos de Bcrgaroo. Así describió él mismo la acogida de Venecia en una carta al obispo monseñor Bernareggi con la fecha de Pascua de 1953; «No podía imaginar encontrar aquí tal espíritu festivo y cordiali­ dad de acogida por parte de toda dase de ciudadanos: clero, au­ toridades, intelectuales, artistas, gondoleros, gentes encumbra da* y gentes humildes: ni qué decir que éstas, siempre, las Preferidas por el patriarca)». Roncalli confesaba a su amigo el obispo de Bérgamo que a Animadora amabilidad de los venecianos le había restado tkmpo pafa dar las gracias, uno por uno, a sus bcrgamascos ^ )rn° bien hubieran merecido, empezando por su excelencia* "ttc en esta circunstancia ha culminado de verdad tantos y tan­

tos gestos de amabilidad hacia mi humilde persona». Antes de la toma de posesión, Bérgamo había dedicado tres días — el 6,7 y 8 de marzo— a festejar a su hijo más ilustre. Y, no contenta con ello, había querido estar presente en la toma de posesión veneciana. Era to que, en la carta del día de Pascua, dictaba sen timientos de intensa gratitud a alma y corazón filtrados a través de la sensibilidad y la pluma de Angelo Roncalli: «El agradecimiento que siento hacia mis queridos conciudada nos es y seguirá siendo inmenso, y no consigo entrever de momen­ to la manera de cubrir mi deuda si no es poniéndola en los brazos robustos de su excelencia para que me haga el favor de distribuirlo un poco entre todos: desde el señor prefettoM\ tan digno y cortés; desde el señor alcalde, prudente, dinámico y fino animador de todo lo relacionado con el interés ciudadano, a sus eficaces colabo­ radores en las dos administraciones provincial y ciudadana, a los miembros de la curia, del capítulo, del seminario, del clero, a los que bajo tantos y tantos aspectos me siento siempre y particular­ mente vinculado, así como a todos los que, desde los estamentos eclesiástico como civil y militar, instituciones, familias y personas individuales han querido expresarme, con su presencia o por me­ dio de cartas y telegramas dirigidos a París y a Venecia, su simpatía y afecto. No sé ni puedo olvidar la contribución brindada a esta manifestación de solidaridad bergamasca por nuestro benemérito diario Eco di Bergamo (cuyos años de vida próspera y bienhechora coinciden con los míos), de su entrañable y valiente director, así como por el semanario católico diocesano \.m Domenica del Popo/o y otras voces de la prensa que han hecho de coro en el concierto in­ definible de lenguas y de corazones que, al margen de mi persona, y como ya me escribía su excelencia y a mí me gusta repetir, hace honor al carácter bueno y sincero del pueblo bergamasco».

5.

Pobre, como Jesús y San Francisco

Se vio con gozo pastor a partir de su nombramiento para Venecia. Lo escribiría en el Diario delAlma, en los primeros ejer­ cicios espirituales que, predicados por un capuchino y en com­ pañía de sus «sufragáneos» los arzobispos de Trento y Gorizia y los obispos de Vicenza, Padua, Chioggia, Belluno, Vittorio Vcv' No siempre las equivalencia» verbales tienen exacta correspondencia en la» funcione#. Tal es la razón de que, en este caso, no se haya traducido por goberna dor ni presidente de la diputación (ndt).

neto, Concordia y Rovigo, llevó a cabo del 15 aí 21 de mayo de 1953: «Resulta interesante que la Providencia me haya reconducido aüí donde tuvo sus comienzos mi vocación sacerdotal, es dedr, el servicio pastoral. Ahora me encuentro en pleno ministerio directo de las almas. En verdad, siempre he considerado que para un ecle­ siástico la llamada diplomacia ha de estar imbuida de espíritu pas­ toral. De lo contrarío, no sirve de nada, y trueca en ridicula una misión santa. Ahora me veo enfrentado ron los verdaderos intere­ ses de las almas y de la Iglesia, en relación con su finalidad, que no es otra que la salvación de las almas, guiarlas hacia el cielo. Esto me basta, y doy gracias al Señor. Lo dije en Venecia el 15 de marzo, con motivo de mi entrada. No deseo, no pienso en nada más que en vivir y morir por las almas que tengo confiadas. Bonttspastor antmam suam datpro ovibus suis... Veni ut vitam habeant, tí abunáantius habeant (Jn 10,11.10) (El buen pastor da la vida por sus ovejas... He

venido para que tengan vida, y la tengan en mayor abundancia}». En uno de sus ciento y un prólogos 67 a obras breves y ex­ tensas, populares y eruditas, de y sobre Juan XXIII, Loris Capovilla constató haberse «escapado a los cronistas de entonces una doble referencia bíblica contenida en la alocución latina dirigida por Angelo Roncalli al clero, antes de la presentación que hizo de sí mismo a los fieles». Salvo error, esa parte del discurso de Roncalli que se les escapó a los periodistas — comprensible, por dos razones: estaba en latín y, por otra parte, tenían material de sobra para sus crónicas con los restantes detalles...—, fue la si­ guiente: «En Venecia, el obispo se üama patriarca. Lo cual significa edad madura, riqueza de experiencia, dulzura paterna que alegra y garantiza el bonum etjucundum (Sal 133,1) (¡... qué bueno, qué fdtzí) de la convivencia familiar de los hijos numerosos, bien educados y volcados siempre hacia lo mejor, l^as dos primeras señales de iden­ tificación de vuestro nuevo patriarca, es decir, la edad y la expe rienda, han sido preparadas por la Providencia, sin que yo tenga en ello el menor mérito. La tercera, es decir, la disposidón para la mansedumbre, es también un don de la grada del Señor, injertada en el temperamento natural, al que me esfuerzo humildemente y cada vez me esforzaré más por hacer honor para que la alegría dé nuestro vivir, de nuestro trabajar juntos, sea completa y sirva para 67 Prólogo a L* mia Vencía, de Marco Roncalli (sobre U etapa veneciana de su do abuelo, p.15).

dar ánimos a todos los buenos hijos de Venecia. Las palabras del salmo os brindan el perfil de su figura y de cómo quisiera vuestro patriarca tener éxito en el ejercicio de su paternidad: “Como un ungüento fino en la cabeza que baja por la barba, que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras. Como el rocío del Hermón que baja por las alturas de Sión” (Sal 133,2-3). Por lo que se refiere a lo demás, es decir, al porvenir, os hablaré humildemen­ te con los acentos del gran Doctor de las Gentes: “He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Fístoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundan­ cia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4,1 Í-13)».

6.

«¡Oh bendita pobreza!»

Se había acostumbrado a andar escaso y sobrado, aunque su experiencia de lo segundo fuera mínima. Lamentaba la limita­ ción que le imponía la escasez con respecto a los demás. Le do­ lía en el alma no poder ser generoso con los pobres de Venecia. En los ejercicios espirituales de mayo de 1953 anotó en el Diario del Alma: «Durante estos días he leído a San Gregorio y San Bernardo, preocupados ambos por la vida interior del pastor, que no debe sufrir preocupaciones materiales externas. Mi jornada debe estar siempre en oración. La oración es mi respiro. Me propongo recitar cada día el rosario entero, los quince misterios, tratando de tal ma­ nera de recomendar al Señor y a la Virgen — a poder ser, en la ca­ pilla, delante del Santísimo— las necesidades más graves de mis hijos de Venecia y de la diócesis: clero, jóvenes seminaristas, vírge­ nes sagradas, autoridades públicas y pobres pecadores. Dos notas dolorosas he experimentado ya aquí, entre tanto esplendor de dig­ nidad eclesiástica y de respeto, como cardenal y patriarca: lo exi­ guo de las rentas de la mesa, y la multitud de pobres y de deman­ das de empleo y de ayuda. Por lo que atañe a la mesa, no me resulta imposible mejorar sus condiciones para mí y para servicio de mis sucesores. Sin embargo, me agrada bendecir al Señor por esta pobreza un poco humillante y a menudo embarazosa, que me permite parecerme mejor a jesús pobre y a San Francisco, seguro como estoy de que no me moriré ele hambre. ¡Oh bendita pobreza, que me garantiza una mayor bendición para lo demás y para lo que es más importante en mi ministerio pastoral!»

7.

«N o m e veáis com o político ni diplomático»

La presentación de antología — Capovilla dixit con razón— que hizo de sí mismo el patriarca Roncalli en su debut en San Marcos la tarde del 15 de marzo de 1953 fue más extensa y completa. ¿Que por qué, luego, no se ha trascrito toda de una vez? Para dar tiempo al lector de digerirla, y evitarle un legítimo empacho de emoción. Dijo cosas como éstas: «Nunca, desde que nací, pensé en otra cosa que en ser sacerdo­ te. Así, el humilde hijo del pueblo fue constituido en una función admirable, a beneficio del pueblo, in bis quae sunt ad Deum (en las cosas relacionadas con Dios) (cf. Heb 5,1-4), como representante del pueblo, ofreciendo cotidianamente dones y sacrificios al Señor mediante un ministerio de propiciación por los pecados y por ios pecadores, en un ejercicio constante de donación [...] Muchas ve­ ces he oído decir: “Este sacerdote parece apto para diversos servi­ cios, pero predomina en él la tendencia del pastor”. Desde joven sacerdote, nunca aspiré a otra cosa que a ser un buen cura rural en mi diócesis. Pero la Providencia ha querido dirigirme por otros caminos, antes de llegar aquí. En las múltiples misiones que la san­ ta Iglesia me ha confiado, en contacto con hombres de toda reli­ gión y de toda raza, mi preocupación constante ha sido manifestar el carácter pastoral, por lo que me alegro. En Constantinopla, don­ de ejercí el ministerio pastoral, mi primera preocupación consistió en establecer el estado de almas y, con ello, asegurar la instrucción catequética. Nada hay que me interese más. Por ese camino se debe empezar y seguir. Nuestras diócesis son florecientes porque está arraigada en ellas esa tradición cristiana, garantía segura de que no se perderán las almas. Así será mi ministerio entre voso­ tros. N o veáis, pues, en vuestro patriarca a un hombre político o a un diplomático. Buscad en él al sacerdote, al pastor de almas, que ejerce entre vosotros su ministerio en nombre de nuestro Señor».

¿Cómo podía, en la archidiócesis de la que durante diez años (1893-1903) fuera patriarca el recién proclamado beato Pío X y cuya canonización ya se anunciaba para el año siguien­ te, no invocar su intercesión? Lo invocó recordando detalles hasta aquel momento inéditos de la audiencia que le concediera la mañana de su primera misa, 11 de agosto de 1904: «Que el beato Pío X me proteja. Tuve la dicha y suerte de verlo el día que celebré mi primera misa en la basílica de San Pedro.

Cuando apareció el «auto padre, quien rnc acompasaba dijo; "San ttdad, éste es un joven sacerdote tic Mérgamo, tjtic acaba de s iniciales tropiezos entre el >0y el nos, para que su imagen de papa cercano y accesible diese enseguida la vuelta al mundo. Otras anécdotas, acontecidas en ambientes reducidos y dis­ cretos, tuvieron menor eco y tardaron más tiempo, incluso años, en difundirse, aun cuando estuviesen muy cercanas de cronología. Tal fue el caso de una que se produjo en la sacristía de la Capilla Sixtina mientras los ceremonieros pontificios se estaban esforzando por encajarlo en un hábito preparado a bul­ to, sin duda no para él. Por nerviosismo o por lo que fuera — ¡por circunstancia parecida sólo pasan siete u ocho personas en un siglo!— , sintió sed, como cualquier hijo de vecino, y pidió de beber. La Sixtina no era un bar ni él lo pretendía. Pero conta­ ba con un grifo de agua corriente. No había vaso, y beber a mo­ rro resultaba impropio. La solución de emergencia se encontró en llenar un copan de los que habían servido para recoger las papeletas de los cardenales votantes. A Capovilla le pareció el mejor momento para sacar el frasco que llevaba en el bolsillo y echar al agua una pastilla de coramina. Los ceremonieros se li­ mitaron a mirar, sin decir nada. El papa a punto de estreno, viendo el gesto, sí dijo: «Déjenlo. Se preocupa por mi salud, cuando tendría que preocuparse más por la suya. Ya veremos si logra alcanzar la cima de mis años...» No estaba en juego la infalibilidad papal, que se ejerce rarísimamente, en otras circunstancias y contextos. Capovilla ha supe­ rado ya, hasta hoy — otoño de 2003— , en más de una decena los años que entonces tenía Angelo Roncalli. Eso, a pesar de haber estado a punto de muerte, por un infarto, en 1993. Con tal mo­ tivo permaneció varios meses en un centro de salud. Salió ro­ bustecido gracias a un casi milagro de dudosa — por múltiple— atribución. Porque, en opinión suya, estuvieron implicados «la misericordia de Dios, la asistencia de la Madonna della V'tducia, la intercesión de los beatos Luigi Palazzolo y Andrea Cario Ferrari, el coraje de los médicos y la caridad de cuantos me asistieron». Escribió haber invocado también la intercesión de un nada más que venerable, por no haber sido reconocido aún como beato, contra mil y una razones y testimonios para considerarlo ya san to. ¿Que quién? No otro que el bendito Juan XXIIf.

10,

«j&an Cario*, ayúdate!»

Ya se ha dicho; la coronación de un papa ya populan simo a nivel mundial estaba fijada para el 4 de noviembre, fiesta de San Carlos Borromeo. Nadie piense que, en la espera inmediata, el nuevo papa estuviese en una sala de maquillaje, dado que ia ce­ remonia iba a ser transmitida por eurovisión, aunque fuera — ¡y era mucho, para los tiempos!— en blanco y negro. ¡Hacía otras cosas, aparte de haber ya adelantado el rezo del breviario! Algo que hizo; escribir una carta, de su puño y letra. Tenía que ser importante. ¿O no? Ahí queda, con su caligrafía tan familiar, re producida en un libro titulado Giovanni e Paolo, duepapi: *ag$o di corrispondenqa (1925-1962): con las cartas que, entre las fechas ci­ tadas, se fueron cruzando los futuros — en parte, presentes— Juan XXIII y Pablo VI. Empieza así: «Excelencia muy querida: Estoy a punto de bajar a (la basílica de) San Pedro para la gran ceremonia (de la coronación). Pienso en San Carlos, en su suce sor, y en todos los milaneses juntos, ckro y pueblo. He manda­ do hacer un pequeño hueco, en el orden del gran rito, para una brevísima homilía, porque me urgía evocar a San Carlos, cuyo nombre he hecho añadir a la letanía: Sánete Carole, tu illum adptva! (¡Ayúdale, San CarlosI). Luego anunciaré el consistorio cardena­ licio en el que figurarán los nombres de monseñor Montini y de monseñor Tardini. Pero esto será en el curso de ia semana. De momento, secreto absoluto». Empezaba así — en realidad, había empezado ya— la tan personal manera de ser papa del... nuevo papa. En la tradición eclesiástica siempre, hasta entonces, había asumido una signifi­ cación particular el primer cardenal de un papa. Conocedor y respetuoso de la tradición como nadie, Roncalli lo sabía bien y tenia toda la intención de proseguirla. Montini, su gran amigo, tan distinto de él en muchas cosas menos en el amor a la Iglesia, debía ser el primer cardenal de su pontificado.

1!. La gran ley de la mansedumbre y humildad Tardini, no tan amigo suyo y notoriamente critico de sus métodos, pero a quien Roncalli profesaba una segura estarna,

iba enseguida detrás de Montini. Menos novedoso fue el resto de la lista de nuevos cardenales, confeccionada — según Capovilla— a las 24 horas de la elección. Desde la constitución Poslquam verus, de Sixto V (1582), era norma recogida en la legisla­ ción eclesiástica (canon 231) que el número de cardenales no superase los 70. El Juan XXIII respetuoso como nadie de toda tradición razonable no titubeó en abolir de hecho, sin decreto especial alguno, una que no tenía razón de subsistir en la nueva realidad del catolicismo 78. Como acabamos de ver, escribió a Montini que había hecho «un pequeño hueco para una brevísima homilía» en la gran ce­ remonia de su consagración. Tenía interés en hablar de San Carlos, al que dispuso se invocara en las letanías de los santos. Habló un poco de él en la conclusión de tal no larga homilía. Pero antes aún dijo algo acerca del nuevo papa que era él: «En estos días de gran misterio y trepidación, aplicando el oído a las voces de la tierra, si por una parte me conforta y anima la ale­ gría y exultación generales con que se ha acogido mi elevación al sumo pontificado, por otra me deja angustiado y perplejo la canti­ dad de ingentes tareas que pesan sobre mis espaldas, tareas que de una y otra parte se me atribuyen de distintas maneras, encargándo­ se cada uno de confiarme una, dentro de horizontes limitados, a tenor de actitudes personales, según la experiencia y el modo de concebir la vida personal y colectiva de cada uno. Hay quien espera del nuevo pontífice al hombre de estado, al diplomático, al científi­ co, al organizador de la vida colectiva, o también quien espera que tenga el ánimo abierto a todas las normas del progreso de la vida moderna, sin excepción. Están todos fuera del recto camino a se­ guir, formándose del sumo pontífice un concepto en total desa­ cuerdo con el verdadero ideal. El nuevo papa, a través de las vicisi­ tudes de la vida, es como el hijo de Jacob que, al encontrarse con sus hermanos de humana desventura, les descubre la ternura de su corazón y, rompiendo a llorar, les dice: Soy jo... vuestro hermano José (Gén 45,4). El nuevo pontífice [...1 realiza en sí mismo, ante todo, la espléndida imagen del buen pastor, como nos la describe el 78 El 30 de noviembre, evocando detalles de la confección de su primera lista de cardenales, él mismo anotó: «Dicto los nombres (de nuevos cardenales) empezan do por los de monseñor Montini, arzobispo de Milán, y por monseñor Tardini, con los que se inicia una letanía en la que estamos perfectamente de acuerdo. Al llegar al número 70, entre viejos y nuevos, nos detenemos un momento, pero lue­ go, constatando que en tiempos de Sixto V la Iglesia católica ocupaba una tercera parte de las regiones actuales, se sigue adelante, y llegamos al número 23 de nueva nómina».

evangelista San Juan, con las palabras mismas brotadas de la boca del Salvador divino (cf. Jn 10,1-21). Él es la puerta del redil: Ego sum ostium ovium (Jn 10,7) (Yo soy la puerta de las ovejas)».

Juan XXIII siguió aplicándose la imagen del buen pastor «que tiene que estar dispuesto a afrontar cualquier dificultad, eminente por prudencia, por rectitud, por constancia, sin temor al sacrificio extremo», ya que «el buen pastor da la vida por sus ovejas». Y dijo: «Más que obrar, interesa el espíritu de la acción. Todo pontifi­ cado asume la fisonomía, como el rostro, del pontífice máximo que lo personifica y le confiere un aspecto particular. Pero ha de tenerse como seguro que todas las características de los romanos pontífices que se han sucedido con el paso de los siglos en la cum­ bre de la autoridad apostólica se inspiran, o más bien deben refle­ jarse, en el rostro de Cristo, del divino Maestro, que no recorrió los caminos del mundo más que para difundir la buena doctrina y la luz de un ejemplo maravilloso. Pues bien, entre las divinas en­ señanzas, el eje más importante y el mandato que resume en sí mismo todos los demás es el siguiente: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. ¡Una gran ley, pues, la de la manse­ dumbre y de la humildad!».

12. La profecía que se cumplió La coronación no se agotó en las dos horas que duró el acto de la mañana del 4 de noviembre. Se prolongó con encuentros de la tarde de aquel mismo día y con audiencias de los días in­ mediatos. La tarde del 4 la tuvo ocupada el papa recién coronado con sendos encuentros, primero con los obispos de las Tres Venecias y bergamascos (todos compañeros o antiguos alumnos su­ yos), y luego con los peregrinos bergamascos y venecianos que habían acudido para su coronación. Dijo cosas así de elocuente­ mente emotivas a unos y a otros: «Oigo tantas voces y podéis comprender mi estado de ánimo. Me parece escuchar dentro de mí: “¡Ya no volverás a ver Venecia! ¡Ya no podrás volver a Sotto il Monte!” La voluntad del Señor se ha manifestado con clari­ dad por medio de los cardenales. ¿Podía decir que no? ¿Podía decir: quiero quedarme en Venecia, quiero quedarme en Sotto il

Monte, en Bérgamo? Queridos venecianos que tanto me que réis: aprecio vuestra tradición patricia y noble, vuestro carácter bondadoso y sagaz. Embargado de emoción, no quiero dar un espectáculo, porque ya no somos niños que podamos dar es­ pectáculo». La mañana del día 5 la dedicó por entero a recibir a las mi­ siones extraordinarias que habían acudido en representación de los Estados acreditados ante la Santa Sede. Ni que decir tiene que tuvo así ocasión de volver a encontrarse con viejos amigos conocidos en sus tareas de representación en Oriente y en París, a algunos de los cuales no los había vuelto a ver, aunque sí a los que habían tenido ocasión de acoger su invitación de acudir a Venecia. El día 6 recibió a los periodistas italianos y extranjeros acre­ ditados en Italia o enviados especiales a los acontecimientos de aquellos días: funerales por Pío XII, cónclave, elección y coro­ nación del nuevo papa. Nos dijo cosas tan interesantes como lo de sentirse aprendí^ depapa y papa noviáo, incapaz todavía de ma­ nejarse con soltura entre el yo y el nos de un protocolo difícil de asimilar a sus setenta y siete años. El detalle salió al día siguiente en crónicas de los diarios más importantes del mundo entero, Pero no salió la amable ironía con que Juan XXIII subrayó un fallo observado en casi todas las crónicas que había ojeado en aquella noche de sueño difícil: las conjeturas, que no daban una en el clavo, sobre el desarrollo interno del cónclave. La audiencia especial del día 7 fue para quince obispos fran­ ceses que habían acudido, ellos también, a la coronación, segui­ dos por los dos fr'eres más famosos de la comunidad ecuménica de Taizé, Roger Schutz y Max Thurian, a quienes halagó mucho verse acogidos con un efusivo ce petit printemps! (¡Esta pequeña primavera!) al que desde entonces sacaría legítimo jugo la famo­ sa abadía en sus frecuentes contactos con Roma, de manera es­ pecial durante el Concilio, en que ambos desplegaron una in­ tensa acción como invitados especiales. Y el 8, que es adonde se pretendía llegar y donde se cerrará esta apresurada reseña: la recibida en audiencia especial fue Giovanna de Bulgaria (antes, de Saboya), que el 3 de enero de 1935 se había despedido del delegado apostólico que se mar­

chaba para Turquía con una profecía de la que Roncalli casi se reiría, consignándola por escrito cinco años más tarde: «Estam­ bul, miércoles 3 de enero de 1940. Toda una mañana de audien­ cias. Los seminaristas Aslasian y Bosnadjan, la ex religiosa Ati­ ce, que me habla de una línea Roncalli (!!) de la que ella ha de ser la tirailleuse (impulsora) y que concluirá con la victoria de la Iglesia, que yo coronaré celebrando la misa en Santa So­ fía. ¡Pobres mujeres, cuando se ilusionan! Como la buena rei­ na Giovanna de Bulgaria que un día me profetizara el sumo pontificado, añadiendo que ella y su marido irían a visitarme al Vaticano...». La brevísima crónica del encuentro de la ex reina en el exilio con el nuevo papa es de Loris Capovilla: «En 1958, a los pocos días de la elección de Juan XXIII, Giovanna solicitó una au­ diencia, que le fue concedida el 8 de noviembre. El encuentro, en el que estuve presente, fue cordial y emotivo, con la evoca­ ción de la década transcurrida por el papa en Bulgaria: “¡Santi­ dad, he aquí, hecho realidad, mi augurio del 3 de enero de 1933! Como le había prometido entonces, junto con mi marido, aquí estoy, lamentablemente sin mi Boris, pero con las felicitaciones mías y de mis hijos María Luisa y Simeón”» 79. 79 Hay razones para creer que la de Giovanna de Saboya (o Bulgaria) no fuera la única profecía sobre el papado de Angelo Roncalli. Él mismo, en una carta fecha­ da en Venecia el 8 de enero de 1955, dirigida a su hermana Mana, revelaba: «Fuera de aquí, en Francia, hay incluso más de uno que bajo cuerda me felicita: algún francés loco, que tiene revelaciones y ve doble, ha llegado a decirme el nombre que tomare Cuando me hagan papa». En una nota a tal carta, Capovilla subraya que «existen documentos de tales previsiones». De alguno de tales documentos se de­ duce que dicho francés supuestamente loco era el vidente Gastón Bardet, un ar­ quitecto a quien Roncalli describe en sus diarios como un amigo «siempre entraña­ ble y simpático, un espíritu especial, pero merecedor de atención, que sabe muchas cosas y no deja de ser recto». En el verano de 1954, cuando Roncalli era ya patriarca de Venecia, el tal Gastón Bardet escribió un libro pata el que pidió un prólogo al ex nuncio. Como en el ori­ ginal aludía a la necesidad de alguna intervención doctrinal y de reformas discipli­ nares, y además profetizaba la elevación al papado de Angelo Roncalli, éste le con­ testó: «Sé que le voy a disgustar, pero también Jesús me habla a mí de manera más directa que la que emplea con usted y con una claridad tal que para mi es eviden­ cia. Pues bien, Jesús me dice que sus intenciones son rectas y limpias, pero que se encuentra bajo el peso de una alucinación grave y peligrosa. En lo que atañe a mi pobre persona, sus previsiones merecen las palabras I «fe rrtra, Saiana! ((Aléjate de mí, Satanás!) (Mt 16,23)».

13.

Respeto, prudencia» sencillez...

En un lugar destacado, en su primera lista de cardenales fi­ guraba también el enseguida nombrado por él sucesor suyo en Venecia, Giovanni Urbani. A él y a Montini y Tardini se unieron otros que jugarían un papel importante en el pontificado, no sólo de Juan XXIII, sino también en el de Pablo VI. Por ejem­ plo, Amleto G. Cicognani, hermano de Gaetano y antiguo dele­ gado apostólico en Estados Unidos, que sería secretario de Estado, suyo y de Pablo VI, tras la muerte (30-7-1961) de Domenico Tardini. Y Cario Confalonieri, secretario de la Congre­ gación de Obispos. Y Franz Kónig, arzobispo de Viena, que desarrollaría misiones importantes durante el Concilio y como enviado personal suyo a países de la Europa oriental, en los primeros, nada fáciles, pasos de la nueva Kealpolitik. Y Julius Dópfner, arzobispo de Berlín. Y el primer cardenal mexicano, José Garibi y Rivera, arzobispo de Guadalajara. Y el arzobispo de Montevideo, Antonio María Barbieri. También el norteame­ ricano Richard J. Cushing, arzobispo de Boston. Y un español, José M. Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla. Aún siguieron, a aquella primera remesa de cardenales (15-12-1958), otras cuatro: una un año más tarde, el 14 de di­ ciembre de 1959, de ocho cardenales; otra de siete el 28 de mar­ zo de 1960; una de cuatro el 16 de enero de 1961; y la última, de diez cardenales, el 19 de enero de 1962. Sin que el número fuese la novedad más importante de sus nombramientos. Lo fue más haber iniciado una verdadera internacionalización del colegio cardenalicio. Porque, aunque nombró a un buen número de ita­ lianos, casi todos miembros de la curia romana, fue más vistosa la incorporación de extranjeros, no sólo europeos o americanos del Norte, sino también americanos del Sur y asiáticos: los pri­ meros japonés y filipino, y hasta el primer negro africano, el tanzano Laurean Rugambwa. Ni fue, tal evolución estadística, lo más importante que afectó a los cardenales. Ya al poco de su toma de posesión adoptó una medida que cayó bien a la opinión pública en gene­ ral, aunque produjese resentimiento en los interesados. ( )currió cuando dio a entender que, con el aumento del número de pur purados, pretendía hacer más ligero para ellos «el peso de res

ponsabilidades muy graves», invitando a los que ocupaban varíos cargos — había unos cuantos en la curia romana— a que optasen por uno solo. La medida afectó a varios, entre ellos a Giuseppe Pizzardo, a Eugéne Tisserant y a Gaetano Cicognani. El primero puso a disposición del papa la secretaría del Santo Oficio, quedándose con la presidencia de la Congregación de Universidades y Seminarios. Tisserant dejó la presidencia de la Congregación para la Iglesia oriental, optando por la de la Bi­ blioteca y Archivos vaticanos. El antiguo nuncio en España, Gaetano Cicognani, renunció a la prefectura de la Signatura apostólica y optó por la presidencia de la entonces Uamada Congregación de Ritos, que correspondía, salvo error, a la que actualmente se denomina Congregación del Culto divino y de la disciplina de los sacramentos.

14. La sencillez de Jesús Como los cardenales, estos tres y todos, no eran ángeles, sino hombres, encajaron la medida como... tales hombres. En parte, con disgusto, porque les dolía perder poder. Se iban dan­ do cuenta de que aquélla no era la transición con que habían contado al votarle, supuesta la probabilidad de que los tres le hubieran votado. Pero se equivocaría quien pensase que el Ron­ calli papa fuese un Roncalli diferente, que hubiese llegado a papa con ganas de sorprender a nadie ni de revolucionar cosas por gusto de hacerse notar. Había obedecido siempre, haciendo realidad el primer tronco de su lema. Seguía obedeciendo tam­ bién como papa, sólo que constituido — según reflexionaba en los ejercicios espirituales de 1961 (10-15 de agosto)— in capite et in exemplum: como cabeza para ejemplo, convencido de la im­ portancia de que «el ejemplo del papa sea escuela y aliento para todos». Por lo demás, el secreto de gobierno de Juan XXIII no era el samir/aire de un diplomático con la tópica mano izquierda, sino la humanidad sincera, la bondad genuina de un hombre que en los mismos ejercidos espirituales se proponía, como su­ gerencia de buen apostolado, «tratar a todos con respeto, pru­

dencia y sencillez evangélicas». Para él no valían los convencio­ nalismos, por muy generalizados que fuesen: «Comúnmente se cree y aprueba que el lenguaje, incluso el fa­ miliar, del papa tenga un aire de misterio y de terror circunspecto. En cambio, es más conforme al ejemplo de jesús la sencillez más atrayente, no separada de la prudencia de los sabios y de los san­ tos, que cuenta con la ayuda de Dios. La sencillez puede suscitar, no digo desprecio, pero sí menos consideración entre los sabidi­ llos. Pero importa poco que éstos, a los que no conviene hacer nin­ gún caso, puedan infligir alguna humillación de juicio y de trato, ya que todo redunda en daño y confusión suya. El simplex, rectus et timens Deum (Job 1,1) es siempre el más digno y fuerte. Sostenido en todo momento, naturalmente, por una prudencia sabia y graciosa. Posee esta sencillez el que no se avergüenza de profesar el Evange­ lio aun delante de los hombres que lo consideran una debilidad y cosa de niños, ni de confesarlo en todas partes, en todas las ocasio­ nes y en presencia de todos; el que no se deja engañar ni influir por los demás, ni pierde la serenidad de ánimo por cualquier actitud que los demás adopten delante de él».

15. Obispo de Roma antes que papa Estaba empezando una transición distinta de la que habían imaginado sus electores. Dentro —y eso era lo sorprendente— de la más absoluta normalidad. Quien no se descomponía en absoluto, y daba un papa tan natural que parecía no haber he­ cho otra cosa en la vida, era precisamente él. Algo que llevaba tiempo en desuso, y que él restableció, fue­ ron las llamadas udien^e di tabella — a saber cómo se denominan en la lengua de Cervantes, pero el lector capta bien el concepto, y eso es lo importante— : fijó audiencias regladas para cada uno de los cardenales jefes de los despachos más importantes de la curia a una hora determinada de un día de la semana, para des­ pachar los asuntos de su competencia. ¿Y qué más, aparte de sus salidas por Roma, no precisamen­ te para hacer footing ni ir de compras, sino por razones pastora­ les? Razón fundamental teológica de tales salidas: ser y actuar con conciencia de ser obispo de Roma. Se dice, y no es correcto en sentido estricto, que los cardenales eligen al papa. En reali­ dad, eligen al obispo de Roma que, en cuanto tal, es el papa.

luán XXIII, que de teología, y sobre todo de historia eclesiásti:a, sabía más que muchos de sus electores, tenía clara conden­ sa de que su primera responsabilidad era la diócesis de Roma. El día mismo de su elección ya sorprendió a Tisserant y Tardini inundándoles que, justamente para cumplir con su deber sa­ grado de obispo de Roma, tenía pensado no quedar encerrado sntre las — no cuatro, sino ciento y pico— espesas paredes del liliputiense Estado Vaticano. No fue, pues, una razón de profilaxis, sino ejercicio de res­ ponsabilidad pastoral el gesto que encontró solemne cumpli­ miento el domingo 23 de noviembre (de 1958) y del que el pro­ pio Juan XXIII dejó constancia de esta suerte en su diario: «Uno de los días más hermosos de mi vida: la toma de pose­ sión de mi catedral en San Juan de Letrán. Pronuncié dos discur­ sos: uno breve y en latín, al entrar en la basílica, en respuesta a las hermosas palabras de homenaje del arcipreste, cardenal Aloisi Masella; el otro, desde el trono del ábside, en italiano, sobre tres pen­ samientos: la fiesta y su significación a la luz del libro y del cáliz. Fue muy escuchado. Siguió la bendición desde la logia. El regreso desde Letrán hasta el Vaticano fue realmente triunfal. Una parada brevísima en San Clemente. El homenaje del pueblo romano a su nuevo obispo y papa, a lo largo de todo el recorrido, resultó con­ movedor e inesperado, y, por lo mismo, aún más querido [...] Yo no podía otra cosa más que mantenerme en humildad, en oferta de sacrificio por mi pueblo, en abandono, pero con sencillez gran­ de y confiada».

16. «Me lo llaman, pero no soy santo» La toma de posesión era sólo el primer acto de cumplimien­ to fiel con la responsabilidad de obispo de Roma. Hubo mu­ chos más actos. Ya a los pocos días (27 de noviembre), su pri­ mera visita — que repitió varias veces durante el quinquenio escaso de su pontificado— al seminario romano, al que tantos recuerdos lo vincularon de por vida. En aquella visita, que le permitió también inaugurar el curso académico en la Universi­ dad Lateranense, se entretuvo con los seminaristas y sus supe­ riores en una conversación muy amena, en la que se dejó esca­ par esta confidencia digna de pasar a la mejor antología de anécdotas roncallianas:

«Liega a ocurrtrmc que, cumulo oigo hablar del papa en discur­ so directo o indirecto* por ejemplo: “Hay que decir al papa, con viene tratar este tema con el papa, etcétera", yo ní^o pensando siempre en Pío XIl, a quien tanto veneré y quise, olvidando a me nudo que, de alguna suerte, el interlocutor interesado soy precisa mente yo, que he querido hacerme llamar Juan. Convendrá que poco a poco me acostumbre al argot que requiere mi nuevo minis­ terio. Sí, soy yo, muy indignamente, el servus servor/m Del, porque lo ha querido el Señor, que no yo, en absoluto. ¡Si supierais cuánta contusión me produce y da que pensar todas las veces que me veo dirigir el apelativo .Santidad, Beatísimo Padre...! ¡Oh, hijos míos - sal tem vos, amia met (por lo menos vosotros, mis amigos)—, pedid al Señor que me conceda la gracia de esa santidad que se me atribuye. Porque el decir o creerse es muy distinto de ser santo».

17. El Angelus y las obras de misericordia Simpáticas todas y todas justificadas, hubo novedades intro­ ducidas por Juan XXIII que resultaron llamativas, y otras que entraron en los hábitos del pontificado sumo como la cosa más natural del mundo. Por ejemplo, la costumbre del Angelus de domingos y días festivos. Como consecuencia de la inmensa popularidad del nuevo papa, romanos y peregrinos dieron en aprovechar el soiecillo otoñal de los domingos para darse una vuelta por la plaza de San Pedro a la hora — más o menos— del aperitivo, a sabiendas de que allí vivía un amigo de todos al que querían brindar una serenata inicialmcnte muda y progresiva­ mente ruidosa de aplausos y vivas. Sabiéndolo y sintiéndolo, él empezó asomándose, pensando que la cosa cesaría con el tiempo. Como era hora del Angelus, devoción, como otras, que él nunca había descuidado desde que era niño, em pezó a recitarlo con sus visitantes domingueros. Se corrió la voz. La RAI empezó a conectar y a transmitir en direc­ to. La cosa cuajó en costumbre que él mantuvo y que sus suce­ sores, Pablo VI primero durante los quince años de su pontifi­ cado (21 de junio de 1963-6 de agosto de 1978), el papa Luciani durante sus — nada más-— 33 dias, y Juan Pablo II durante un pontificado larguísimo, ya no tuvieron más que prolongar. Junto con el Angelus, también la breve catcquesis que acom­ paña siempre... Y el comentario, a veces acongojado, de aconte­

cimiento» dramáticos de cerca y de lejos, como seísmos en Asia o América del Sur, la ejecución —-septiembre de 1975— de cin­ co condenados a muerte por un régimen que se decía cristiano, las guerras del Golfo más tarde, los atentados terroristas de ETA, IRA y otros, el conflicto palestino-israelí y sus muertos, y mil acontecimientos más, políticos, religiosos, tristes unos, feli­ ces a veces otros... Sin que nada hiciese expresamente para ello, sorprendía po­ sitivamente todo lo que llevaba el sello de Juan XXIII. Y no te­ nía por qué sorprender: él se limitaba a ser un papa simplemen­ te cristiano. Sin hacer otra cosa que seguir el Evangelio, trataba de cumplir las obras de misericordia, igual que hiciera en Bulga­ ria, y en Turquía, y en Francia, y en Venecia. Sólo había una di­ ferencia: la luz de sus bue nas obras lucía ya en perímetro de universo más amplio, a la vista de todos los hombres que, por ello, daban gloria al Padre que está en los ciclos (cf. Mt 5,16). Dos buenas obras suyas, auténticas de misericordia, iluminaron de manera especial su primera Navidad papal. Ahora que los catecismos ya no se estudian de memoria como se hacía antes sin entenderlos, puede ser que las obras de misericordia lleven otros enunciados. Pero deben por fuerza se­ guirlo siendo visitar a enfermos y presos, así como saciar ham­ bre y sed de hambrientos y sedientos, toda vez que, a quienes tal hacen, se les sigue garantizando en herencia el reino de los cielos, a tenor de Mt 25,31-46. Juan XXIII, que creía de verdad y tenía corazón manso y humilde, no encontró gesto mejor, en su primera Navidad como papa, que visitar — 25 de diciembre por la tarde— dos hospita­ les romanos. Uno, para niños enfermos. Otro, para enfermos adultos. En su diario dejó una somerísima crónica: «Natividad de Nuestro Señor Jesucristo (...) Fui a los hospitales Bambin Gesíi, en Sant’Onofrio, para niños poliomielíticos, y luego al Santo Spirito, donde me acogió el presidente del gobierno, Fanfani, y otros dignatarios. Fueron dos horas de gozo espiritual, y pienso que también de conmovida edificación general». En el recuerdo de quienes lo acompañaron al primero de los hospitales queda la anécdota de un niño que más que ningún otro llamó la atención del visitante con sus gritos: «¡Eh, tú,

papa, ven aquí!» El papa fue y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» El pequeño, enfermo de polio, dijo que se llamaba Arcangelo. El papa: «Pues eres más que yo, que sólo me llamo Angelo». El niño: «Entonces, ¿por qué te llaman Giovanni?» No era fácil, pero el papa logró hacerle entender la especial razón del cambio de nombre.

18. Juan XXIII en la cárcel de Roma. «Lo más sencillo y natural del mundo» No menos sorprendente fue, a la mañana del día siguiente, 26 de diciembre, su visita a la cárcel romana de Regina Coeli. El nombre de la cárcel era bonito. (Lo sigue siendo, porque la cár­ cel sigue conservando ubicación y nombre. La realidad... |la imaginable!) La crónica del acontecimiento apareció en la prensa de todo el mundo. Una crónica mucho más sencilla, trazada por el ver­ dadero protagonista, quedó registrada al anochecer de aquel mismo día en su diario: «Viernes 26 de diciembre de 1958. Mi visita a la cárcel de Regina Coeli. Mucha calma por mi parte, pero gran admiración en los periódicos de Roma, de Italia y del mun­ do entero. A mí alrededor, grandes apretujones: autoridades, fo­ tógrafos, presos, encargados de mantener el servicio de orden, pero el Señor estuvo a mi lado. Éstos son los consuelos del papa: el ejercicio de las catorce obras de misericordia. Solí Deo honor et pforia. (La gloria y honor, todo para Dios.)» Para su encuentro con los presos de la cárcel trasteverina no llevó un discurso preparado. Un hombre de la espontaneidad de Juan XXIII no necesitaba papeles para comunicarse hasta con la población más convencionalmentc difícil. Su improvisada conversación con los presos empezó así: «Encontrándome aquí, me viene a la memoria la primera impresión que tuve, siendo niño, cuando uno de mis parientes, un joven que había salido de caza sin licencia, fue detenido por los carabineros y encarcelado por un mes. {Qué impresión ver, creo que por vez primera, a los carabineros! ¡Aquel pobre en la cárcell jY la fanta­ sía, mi fantasía de niño, cómo rumiaba...!»

I va espontaneidad del papa cayó bien a Jo# presos, pero no .< todos ios que le acompañaban en aquella circunstancia. V tam­ bién en otras. El diario vaticano, por ejemplo, se abstuvo de transcribir el discurso del papa. Hubo rumores de que la razón de la censura fuese el supuesto inconveniente de dejar constan­ cia de que nada menos que un pariente del papa habla estado entre rejas, lx)S funcionarios de prisiones tropezaron con una dificultad que no habían previsto. O sí, pero que habían resuelto en falso. El papa se dio cuenta de que sólo habían facilitado su encuen­ tro con los presos comunes. No les quedó más remedio que consentirle, a solicitud explícita suya, aunque no sin prevenirte del posible peligro, que se encontrase también con los reclusos presuntamente peligrosos. Uno de ellos, reo confeso de un do­ ble asesinato, preguntó al extraño visitante sí valían también para él sus palabras sobre el Padre Dios que brinda perdón in­ cluso para lo que los hombres no perdonan. Al oír que sí, quiso besarle los pies, pero el papa no lo dejó arrodillarse: le tendió la mano y le acarició las mejillas, mientras el asesino confeso le be­ saba la mano. Al día siguiente de la visita, Juan XXIII añadió una apostilla a la anotación de su diario: «La prensa, no sólo ita­ liana sino de todo el mundo, sigue magnificando mi gesto de vi­ sitar ayer la cárcel. El caso es que para mí fue lo más sencillo y natural del mundo».

19.

Albino Luciani, su doble sucesor s7

Seguir aludiendo a episodios destacados, aunque aparente* mente sueltos, del pontificado de Juan XXII1 haría este libro in­ terminable. Y ya se quiere acelerar el ritmo. Antes, no obstante, la excepción de un significativo acontecimiento registrado por él en su diario el 27 de diciembre: «Esta mañana, en San Pedro, consagré a ocho nuevos obispos, que confío me harán honor en la tierra y en el ciclo: al cardenal Tardini, a los arzobispos Grano, Ferretto, DelTAcqua, y a los obispos Luciani, Mjsaküa, Casariego y Cornelis. Cuatro de la curia, uno diocesano y tres misioneros [...] Por la tarde, recibí al nuevo obispo de Vittorio Véneto, monseñor Albino Luciani)».

Al lector no muy informado puede resultarle extraño que consagrase obispo a un cardenal, que era su secretario de lista do, Domenico Tardini. Precisamente una de las novedades in­ troducidas por aquel papa no exactamente de transición fue abolir dos de los tres «órdenes» de cardenales: los cardenales diáconos y los cardenales presbíteros, que quedaron reducidos, si no más bien elevados, al «orden», único, de cardenales previa­ mente obispos. Su decisión, también, de elevar al orden de «obispo cardenal», que fue más bien cardenal arzobispo, a un colaborador tan generoso, suyo y de Pío XII, pero de él tam­ bién leal amigo, como Angelo DelFAcqua. Y el acierto de nom­ brar obispo a quien le sucedería doblemente, como patriarca de Venecia y como papa, Albino Luciani, el papa de los 33 días, que dejaría entrever un excepcional parecido con el papa que también lo había consagrado personalmente. Angelo Roncalli lo conocía bien desde que él fuera patriarca de Venecia, y Luciani profesor del seminario y escritor periodista de buen gancho popular por su estilo ameno y fácilmente inteligible.

20. El Concilio de Juan XXIII Y llegó el anuncio del acontecimiento más importante, para la Iglesia y casi también para el mundo, del siglo XX: el Concilio Ecuménico Vaticano II. Una de las biografías, si no la más sutil, sí de las más voluminosas, sobre el papa Roncalli, la de Peter Hebblethwaite, se titula: John XXIII, Pope o f the Council. lil bió­ grafo inglés hace del Concilio el hecho señero, casi resumen tic todos los demás, del pontificado de Juan XXIII. Lo cual es, sin embargo, excesivo. El Concilio... Pues sí, pero Juan XXIII fue algo más, a lo largo y ancho de una vida intensa y larga. Por supuesto que sin Juan XXIII no hubiera tenido lugar el acontecimiento trascendental del Vaticano II. Pío XII había concebido la idea de un concilio y confiado a expertos de con fianza el encargo de analizar su conveniencia y perspectivas. Pero, asustado por las dificultades que le hicieron entrever, dio carpetazo al tema. Juan XXIII, el papa en quien sus electores habían pensado como trait d'unión entre Pacelli y un sucesor po­ tencial más joven, acatada como venida de lo Alto la inspiración

de convocar un concilio, no se arredró ante las dificultades, fíado de no estar solo porque, a fin de cuentas, si la cosa venía de lo Alto, era a las Alturas a quienes correspondía sacar adelante la iniciativa. Eso sí: poniendo de su parte la mejor colaboración. En torno al tema existe documentación de primera mano, que disuade de intentar reconstrucciones bien intencionadas pero con riesgo de imprecisión. El propio Juan XXIII anotó en su diario, el 20 de enero de 1959:

«Jornada merecedora de quedar registrada con blanco pincel. En la audiencia con el secretario de Estado Tardini, por primera vez, y casi diría que por casualidad, me ocurrió pronunciar la pala bra concilio como para decir qué podría proponer el nuevo papa a manera de invitación a un vasto movimiento de espiritualidad para la santa Iglesia y para el mundo entero. Me temía una mueca iróni­ ca y de desánimo como respuesta. En cambio, tras la simple alu­ sión, el cardenal, con el rostro algo pálido y blanquecino, se dejó escapar una exclamación inolvidable y una ráfaga de entusiasmo: “¡Ohl ¡Qué idea! ¡Qué gran idea!” Tengo que confesar que m»*« §** % #)¡ÉyM>l ^liÉllifc,. %*&* %%M$ # i|¡H>r» $«* .^p*#e**KNr # » I"Ü W^ttíli» MI >i>li i í |..ii«ii»i»i-»- 4» >-*-*** «M ** * #* ***■ -* 4»

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buen Papa Giovanni se dio cuenta, con tolerante paciencia, de silencios expresivos. Los advirtió, incluso, en su entorno más inmediato. Escribe Loris Capovilla: «No me deslumbraba en absoluto, por entonces, el proyecto de un concilio. Tenía la im­ presión de que, con sus setenta y siete años, fuese suficiente que Juan XXIII se encaminase apenas por el surco de sus predece­ sores, contentándose con hacer fecundar el talento de la pater­ nidad, del que sin duda estaba dotado. Un atardecer, al salir de la capilla tras el rosario, tuve, de labios de Papa Giovanni, la res­ puesta que merecían mis dudas y temores. “Aún no te has des­ pojado de ti mismo. Te preocupa hacer buena figura, y proyec­ tas tu preocupación a la persona de tu superior. Sólo cuando ha conseguido poner su yo bajo los pies, logra un hombre ser ple­ namente libre. Tú aún no lo eres”». A tal punto, el antiguo se­ cretario reflexiona: «Juan XXIII sí que era libre. Había puesto su yo bajo los pies, y allí lo tenía en el momento mismo en que algunos discípulos lo aclamaban, otros lo secundaban, y algu­ nos dudaban». Quien no dudaba, totalmente fiado de Dios, a pesar de los titubeos de sus colaboradores más inmediatos, era el humilde Angelo Roncalli. En septiembre de 1962, preparándose para el Concilio de inminente inauguración, trazaba de esta suerte «un resumen de grandes gracias otorgadas a quien tiene escasa esti­ ma de sí mismo»: «Gradaprimera: Aceptar con sencillez el honor y el peso del pontificado, con la alegría de poder decir no haber hecho nada, absolutamente nada, para alcanzarlo. Más bien, con empeño cuidadoso y consciente por mi parte de no atraer la atención sobre mi persona. Muy contento, entre las variaciones del cónclave, cuando veía alejarse de mi horizonte algunas posi­ bilidades y orientarse hacia otras personas, a mi juicio muy real­ mente dignas y merecedoras de veneración. Segunda gracia: Ha­ cerme aparecer como sencillas y de ejecución inmediata algunas ideas para nada complejas, sino más bien sencillas, pero de vas­ to alcance y responsabilidad para el porvenir, y con éxito inme­ diato. ¡Qué expresiones son éstas: acoger las buenas inspirado nes del Señor simpliciter et confidenter (Prov 10,9) (con sencillez y confianza)!»

22.

Páginas del diario de Juan XXIII

Resulta sobremanera cómoda, para quien está intentando una reconstrucción biográfica, la publicación por Marco Ron­ calli de un libro titulado Nostra pace é la volunta di Dio. El título está tomado de una expresión de Juan XXIII. También el con­ tenido. El libro tiene un subtítulo descriptivo: (¿uaderm tnediti, que el lector bien sabe lo que quiere decir igual que intuye cuál puede ser su contenido. El guardián de tales cuadernos, que dejaron de ser inédi­ tos cuando en 2001 el sobrino nieto de Angelo Roncalli los dio a la luz, había sido el tantas veces citado Loris Capovilla, que fue también, por centésima vez en libros relacionados con Juan XXIII, autor del prólogo. Junto con bastantes cosas más, Capovilla afirma en el prólogo: «Llevo en el corazón los escritos del beato Papa Giovanni des­ de que él me constituyó en su depositario, poniéndolos en mis ma­ nos con paterna confianza. Los guardé con el máximo cuidado du­ rante treinta años, feliz de haberlos transmitido luego para su destino definitivo, ejecutando e interpretando la voluntad testa­ mentaria de su Autor [...] Estoy más que convencido de que é! no ambicionaba su divulgación. No escribía ni hablaba con la menor intención de favorecer a algún posible biógrafo suyo. Hombre pia­ doso y culto, e investigador de archivos cual era, sabía bien que todo sirve para la historia, para el avance de la cultura y de la evangelización, hasta las simples crónicas parroquiales y los más mo­ destos apuntes personales. Por eso mismo imaginaba que hasta sus reflexiones y la documentación de su servicio, tanto de secretario de su obispo como de sumo pontífice, no dejarían de resultar úti­ les para los historiadores».

Tales Quaderni inediti, que ofrecieron material suficiente a su sobrino nieto para un libro en mi opinión lleno de interés, con­ tenían apuntes personales del día a día del Roncalli nuncio en Francia, patriarca en Venecia, y hasta sumo pontífice de tan bre­ ve ejercicio como permanente y duradera eficacia. Con todo, los apuntes relacionados con su época de repre­ sentación papal en París resultan los más escasos en el libro. Tampoco abundan ni poseen mayor eficacia ilustrativa, para un capítulo que ya queda atrás, los referidos al quinquenio de la mi­ sión de Angelo Roncalli al frente del patriarcado veneciano.

Bordeando la paradoja se puede decir que lo de París y Vene­ cia, lo de Estambul, Atenas y Sofía, y todo lo anterior, fue una propedéutica para su culminación pontifical en una hiper-Roma que trascendió la ciudad de las siete colinas atravesa­ da por el Tíber. Gracias a Loris Capovilla y a Marco Roncalli, hemos podido saber que el Hombre de Sotto il Monte que llegó a papa a la edad inverosímil de 77 años; que lo fue con 80 y más, lúcido de mente y joven de corazón; que contó con ayudantes eficaces para redactar sus siete u ocho encíclicas (sobre el rosario, sobre el sacerdocio...), pero sobre todo dos, la Mater etMagistra y la Pacem in terris, y hasta para algunos de los discursos que no impro­ visaba, que eran la mayoría: gracias a ellos, hemos descubierto que aquel bendito Juan XXIII siguió conservando la feliz cos­ tumbre de —más bien por las noches, y con obligada conci­ sión— redactar notas e impresiones sobre lo que había leído, o sobre lo que había llevado a cabo durante el día. Es obligado dar cabida a algunas muestras documentales de tales apuntes poco menos que telegráficos. A ello vamos, empe­ zando por la impresión que le produjo la lectura de una senten­ cia paulina del breviario el 10 de enero de 1959: «Nadie de no­ sotros vive para sí mismo ni para sí mismo muere. Si vivimos, es para el Señor; si morimos, para el Señor es también. Ya viva­ mos o muramos, somos del Señor». Aunque ya se ha insinuado, no estará de más repetir lo tradi­ cional que era en sus devociones. El mes de junio — el primer junio de su pontificado— lo consagró al Corazón de Jesús. El día 1 de 1959 anotó: «Cor Jesu, fragrans amore nostri, injlamma cor nostrum amore tui (Corazón de Jesús, lleno de amor por nosotros, inflama nuestro corazón de tu amor). AdJesumperMariam (a Je­ sús por medio de María). Quiero santificar con intenso fervor este mi primer mes de junio como papa. Por esa razón he queri­ do colocar en el altar de la capilla una devota estatua de madera del Sagrado Corazón. ¡Cuánto trabajo he tenido hoy! Celebré conversaciones con los cardenales Tardini, Pizzardo y Montini, con el que analizamos a fondo asuntos graves». El 4 de julio de 1959 descubrió algo que hasta aquel mo­ mento le había pasado inadvertido: «Al atardecer, en los jardi-

nes visité la torre más alta, redonda y antigua, de 134 escalones. El espectáculo desde allí era hermosísimo». Tras la profilaxis del relajante paseo, pudo dedicarse al estudio y sacar una con­ clusión de clara trascendencia: «De vuelta a casa, hallé que el Concilio ecuménico en preparación merece denominarse Conci­ lio Vaticano II, toda vez que el último celebrado en 1870 por el papa Pío IX se llamó Concilio Vaticano I: Vatican k Premier» Con todo, sólo el 7 de diciembre anunció públicamente la de­ nominación del Concilio como Vaticano II. Con anterioridad a tal decisión se habían barajado otras hipótesis, entre ellas la de restar una unidad al ordinal (Vaticano I), considerando no clau­ surado el de 1870. También la de que se denominase Ostiense I, por haber sido anunciado en la basílica de San Pablo Extramu­ ros, situada en la Via Ostiense. El lunes 27 de julio se encontraba en la residencia de Castelgandolfo, tratando de adaptarse: «Realmente, el santo padre Pío XI, que restauró esta residencia, merece toda la admiración del mundo. Todo está en perfecto orden, con sentido de practicidad y belleza. Todavía no logro dormir toda la noche de un tirón como quisiera, pero confío en conseguirlo pronto. Esta mañana, habiéndome despertado a las tres y media, recité mai­ tines en la capilla que está al lado mismo de mi habitación. ¡Qué encanto, los salmos! ¡Qué caricia para el espíritu de quien siente toda su indignidad y su dignidad de pastor de la Iglesia universal!». El 13 de agosto, siempre de 1959, seguía de vacaciones —¡un decir!— en Castelgandolfo. Era jueves. Se fue a la cama lleno de emoción, tras el rezo, en completas, de unos versículos del salmo 70, que anotó en su diario, como forma de recitarlos más pausadamente: «Tú eres mi esperanza, Señor; mi confianza desde mi juventud. En ti tengo mi apoyo desde el seno mater­ no; desde las entrañas de mi madre eres mi protector: en ti he esperado siempre. Soy el asombro de muchos, pero tú eres mi seguro refugio. Mi boca está repleta de tu loa, de tu gloria todo 80 En nota a pie de página, Marco Roncalli mona: «Resulta curiosa esta re­ ferencia expresada en francés. Probablemente se deba a la consulta de la obra en ^ co tomos L’bistoin d* l atican deputs sa prmtirt annoncejksq» a sa pmvgatim, ddí Théodore Grandérath, a la que alude reiteradamente».

el día. A la hora de mi vejez no me rechaces; no me abandones cuando me fallen las fuerzas. jOh Dios, no estés lejos de mí! ¡Dios mío, date prisa a socorrerme!». A propósito, otra vez, de lo tradicional de sus devociones, un apunte del 1 de octubre: «El rezo del rosario entero ayer al atardecer, en presencia de Jesús, me endulzó el espíritu. Esta mañana, primero de octubre, estaba dispuesto a todo. También ahora: Stude, Jili, alteriuspotius/acere voluntatem quam tuam (Esfuér­ zate, hijo, en cumplir más bien la voluntad de otro que la tuya)». ¡El empeño, tan roncalliano, del dominio sobre sí mismo! Se en­ contraba enfrentado con una contrariedad fácil de captar en lo que anotaba a continuación: «Tendré que dejar Camaitino, que se quiere trocar en recuerdo de mi paso por allí a lo largo de 35 años más bien que en una casa de uso profano. La Providencia no dejará de ayudarme a convertirlo en punto de devoto recla­ mo, para no servir más que al Señor y a su Iglesia. Dimitte omnia et inventes omnia (Déjalo todo, y lo hallarás todo)». Así concluía, remitiéndose a una expresión de la Imitación de Cristo con la que estaba familiarizado desde su juventud. En realidad, el tema del cambio de destino de su residencia veraniega de Camaitino, con la consiguiente contrariedad por su parte, no era nuevo para él. Aparece ya en un apunte suyo del 31 de mayo, un día que había empezado y seguido bien, pero que había terminado de otro humor: «Jornada laboriosa, que también espero de provecho. Clausura del mes de mayo en la Capilla Paulina. Celebré la misa, con comunión llena de fervor, con palabras mías como cierre. Gozo completo. ¡Gracias, oh María reina! Hubo, a continua­ ción, dos audiencias numerosísimas en la Sala de las Bendicio­ nes y en San Pedro. En total, cerca de 30.000 personas. En la plaza, en el Angelus, ejercicio de la Chiocciola de Siena, acogido con enorme entusiasmo. Por la tarde, di varias vueltas por los jardines con monseñor Bacci81. Después de cenar, una contra­ riedad muy aguda por las noticias sobre evacuación de Camaiti­ no, mi vivienda durante 35 años, donde murieron mi madre y mis hermanas. ¡Jesús mío, qué privación! Pero hágase tu volun tad y no la mía, por más que el sacrificio me resulta grave». M Viejo conocido suyo del seminario romano (1885-1971), latinista de la curia, a quien el propio Juan XXIII nombraría cardenal.

23. «Sigo eífi irritarme con nadie» Con miras a confeccionar una lista de problemas y temas para afrontar y resolver en el Concilio, se había remitido a todos los patriarcas, obispos y superiores generales de instituciones religiosas un cuestionario, con ia invitación a que lo devolviesen rellenado. Había una comisión, presidida por el secretario de Estado, Tardini, encargada de evaluar las respuestas y de resu­ mirlas para el papa. El 11 de febrero de 1960, Juan XXIII anotó en su diario: «Acabo de leer la primera nota de resumen de los obispos de Italia sobre los deseos del clero y del pueblo respec­ to de la liturgia y el ministerio pastoral que deben ser tratados en el Concilio. Me parecen serios y merecedores de respeto». Acaso quepa dedr que el buen Roncalli no era muy exigen­ te. Días más tarde, escribió: «En el día de hoy, 19 de febrero de 1960, he examinado personalmente el conjunto de notas reca­ badas de las cartas de los obispos de Italia. Se trata de una pri­ mera clarificación del horizonte, que prepara bien a ios espíritus con miras al trabajo que ha de desarrollarse día a día». La confirmación de que no fuera muy exigente se puede de­ ducir de que también las respuestas de otros episcopados se le antojaron positivas. El 3 de marzo cayeron en sus manos las del episcopado francés, que le sugirieron este apunte: «Lectura, en los jardines vaticanos, en compañía de monseñor Capovilla, de las propuestas de los obispos de Francia. Sustancialmente coin­ ciden con las de los obispos italianos, y dejan entrever una disposición feliz para un acuerdo en torno a los puntos prin­ cipales que corresponden a las exigencias de las circunstancias actuales». Ya a últimos de enero de 1960, las respuestas recibidas por la Comisión antepreparatoria del Concilio eran unas dos mil. De ahí que, al día siguiente de haber tomado visión de las remi­ tidas por el episcopado francés, el papa tuviese ocasión de exa­ minar otra importante remesa: «De nuevo en los jardines vati­ canos, monseñor Capovilla me lee el conjunto de las propuestas de los obispos de diferentes países: Bélgica, Dinamarca, Finlan­ dia, Inglaterra y Malta, Irlanda, Islandia, Luxemburgo, Noruega y Suecia». Juan XXIII dice haber observado en ellas «mucha discreción y alguna extravagancia atribuible a la diversidad de

clima, de educación, de circunstancia» específicas». Al día si­ guiente anota: «El tiempo ligeramente frío y ventoso no me ha impedido la lectura, de verdad interesante, de las propuestas para el Concilio ecuménico de los obispos de diversos ritos de Grecia y de Asia menor, pese a la variedad de color y de actitu­ des explicables por los reflejos históricos de los diferentes paí­ ses y razas. La armonía es perfecta y feliz respecto de los princi­ pios fundamentales de la creencia y del culto, a tenor de las diferentes liturgias». El 24 de marzo, que es jueves, acude a visitarlo el secretario de Estado, Tardini, con «temas difíciles», pero a las once le si­ gue un encuentro con monseñor Giacomo Testa «y todo se tor­ na más calmo». «Por la tarde me ha costado un poco colocar los libros nuevos que siguen llegándome en regalo. Hojeándolos al caso, tropiezo con razones para la tristeza y para el gozo. Pero sigo sin irritarme con nadie». El mismo día, tras una audiencia a monseñor Pericle Felici, secretario de la Comisión anteprepara­ toria del Concilio, «un sacerdote muy relevante, con el que me será fácil trabajar para la preparación del gran acontecimiento», anota con una buena dosis de optimismo: «El pensamiento de la mayoría de los obispos en torno a los diferentes puntos de doctrina y de disciplina se explaya de forma ordenada y atracti­ va, Quién sabe si el Concilio no podrá concluirse entre los años 1% 1 y 1962». Y añade enseguida: «Por mí parte, no tengo la menor ansiedad, y ni siquiera el deseo de fijar yo mismo al Con­ cilio su conclusión. Para mí, lo que quiera el Señor será de so­ bra. Estoy disponible para llevar en bendición lo que quisiera imponerme el Señor de sacrificio a mi amor propio, a mi vida. Dummodo Christus annuntietur et clarificetur, in hoc gaudeo et gaudebo (Siempre que Cristo sea anunciado y ensalzado, me alegro y me alegraré) (V\p 1,18)». Nueve de agosto de 1960; en el ecuador de su tan corto comí) fecundo pontificado, Juan XXIII registra un aconteci­ miento de escaso parecido con otros:

«Esta maftana recibí una carta del nuevo presidente del gobier­ no italiano, projessore Amintore Fanfani, llena de cortesía y respeto, y de óptimo# sentimientos religiosos y católicos, que corresponden a lo cjtie ya sabía de él. Me sentí complacido al poder constatar una vez tná» h precioso, necesario y debido que es, por parte de cuan­

to* son hombre# de Iglesia, especialmente m servicio mmedmo de la Santa Sede, prestar atrición ai precepto del Señor que km *a> cerdote* hemo« tenido ocasión de leer en el htevíatío de esto* día*, tomado del Eclesiástico (5,1-4), y que se dirige a cada uno de no­ sotros: Ne temen quid loquarts, tuque cor tuum tí/ pelas adproferendtm

sermonem eoram Deo, Deas enim in codo, et tu super terram; utetreo m t pau~ ci sermones tui. Multas curas sequuntur sotmia, et in multís sermembus /«*nietur stultitia (No te precipites a hablar, ni se apresure tu corazón a sentenciar ante Dios, Porque Dios está en d cíelo, y tú e#tás en Ja tierra. Sean, por ello, parcas tus palabras. Porque mucha* preo­ cupaciones vienen de los sueños, y con la verborrea se cuela la es­ tulticia)».

Tres décadas de gestión diplomática representando a prede­ cesores suyos habían afianzado a Angelo Roncalli en una expe­ riencia de la que supo echar mano en el momento en que el re­ presentado por otros era él: «Me ha pareado oportuno, en lugar de escribir, enviar personalmente a su casa a monseñor I>ofÍ8 Capovilla para que le diese las gracias y, de la manera más reser­ vada, le expresase mí sentimiento y bendición de buen augurio personal y para el éxito de su actividad política en ««vicio y beneficio de toda la nación italiana en la luz de los ckios prin­ cipios católicos, abiertamente profesados con la palabra y d ejemplo, como se propone». 24. « ... la gran causa de la unión de las Iglesia*» Nadie dirá, llegados aquí, que poder observar, con tanta dis­ creción como afectuoso tespeto, los gestos y sentimientos de un papa —¡del bendito Juan X X lll!— no es un privilegio. Si algo le duele a quien actúa aquí de intermediario es no disponer de espacio suficiente para transcribir poco menos que d diario entero. Quedaban ya atrás, en enero de 1961, veintiséis largos me­ ses suyos de pontificada Ya había hecho muchas cosas y —ni que decir tiene— ya se había ganado los corazones del mun­ do entero. Pero aún le quedaban unas cuantas cosas trascenden­ tes más, aparte de encauzar el Concilio que había convocado y que seguía en fase de intensa preparación. Una de las co­ sas aún pendientes, que probablemente le estaban reclamando

sus colaboradores más inmediatos, que no en todos los casos los más adictos y entregados, era la visita a los departamentos más —cómo decir...— importantes de la administración roma­ no-vaticana. Eso: la curia. Debió de ser uno de los propósitos con que inauguró el nuevo año, porque ya el 4 de enero hizo la primera visita, que fue al entonces llamado Santo Oficio. El 5, que era jueves, visi­ tó, de 10 a 11,30, la llamada entonces Congregación Consisto rial, que ahora se llama de los Obispos. De 11,30 a 12,30 visitó la Congregación de los Sacramentos, que se llama ahora del Culto divino. De 12,40 a 13,45 visitó la Congregación de Ritos. Pudieron haber sido visitas de inspección, ya que a fin de cuentas se trataba de órganos de la compleja burocracia vatica­ na, sometidos jurídica y virtualmente a su poder y servicio, por más que en cada una hubiese un cardenal y un cierto número de monseñores que, en determinados casos, actuaban con una cuasi autonomía de escaso parecido con la bondad del jefe su­ premo que era él. Pudieron haber sido tales visitas, es decir, las de un mandamás exigiendo pleitesías y cuentas. Pero no. Él mismo antepuso a la crónica individual y de conjunto un enca­ bezamiento que insinuaba un diferente enfoque: Visita familiar delpapa a las Congregaciones romanas en la sede de cada una de ellas.

Es una lástima tener que saltar la crónica de su visita a la ahora Congregación para la Doctrina de la Fe, en que actuó de cicerone el pro-prefecto cardenal Alfredo Ottaviani, teniendo como segundo de a bordo a monseñor Pietro Párente. A la Congregación de los Obispos, en que actuó de cicerone el car­ denal Marcello Mimmi, asistido por monseñor Giuseppe Ferretto. A la de Sacramentos, con el cardenal Aloisi Masella y monseñor Cesare Zerba como maestros de ceremonias. O a la de Ritos, con Gaetano Cicognani y Enrico Dante, amigos uno y otro del ex Angelo Roncalli, haciendo los honores de casa. El lector ya familiarizado con la biografía del Angelo Roncallí trocado en papa comprenderá por qué, aun obviando tales crónicas, no era legítimo hacerlo con la de su «visita familiar» a la Congregación para las iglesias orientales. Llevó a cabo tal vi­ sita el día después de la Fipifanía de 1961 de 10,30 a 12,30. La resumió en la crónica siguiente:

«Lluvia abundante, casi torrencial. Ijn integrantes de Ja Sagra­ da Congregación oriental preparados para recibir ai papa. Se trata de la Congregación que me fue familiar desde 1925, cuando el car­ denal Giovanni Taccí me consagró para ser visitador en Bulgaria, y me tuvo a su prolongado servicio basta ios tiempos del cardenal Luigi Sincero. Ambiente entrañable para mi corazón, que me hizo gustar el feliz interés por la gran causa de la Unión de las Iglesias, a la que quisiera que mí pontificado y el futuro Concilio ecuménico aportasen eficaz contribución. Lo observé todo en orden, y tuve ocasión de hablar con cada uno de los sacerdotes empleados en este dicasterio al que tanto el cardenal Tisserant, tras el cardenal Sincero, como ahora d carde­ nal Amleto Cicognani, junto con su asesor el padre Coussa Aca­ cio, de los padres basilianos, dieron y siguen dando tanto lustre y prestigio. Me sentí feliz de poder evocar los nombres de tantos ya viejos conocidos míos: monseñores Papadopoulos, Cesarini, Margotti y otros agregados menores que me siguieron con una gran bondad durante mi largo servicio en Bulgaria, Turquía y Grecia, en el curso de mis 20 años de Oriente (1925-1944). Me interesé por las tareas específicas de cada uno y saqué la conclu­ sión del buen trabajo que allí se sigue desarrollando. Con especial complacencia quise visitar y orar brevemente en la capiBa de rito oriental, muy bien decorada, que se encuentra en la planta baja, junto al patio. Contestando a las amables palabras de bienvenida del cardenal Cicognani, correspondí con expresiones de animación cordial, de­ jando un pensamiento tomado del salmo 105, versículos 47-48: Salvos nosfac, Domine Deus noster, et congrega nos de naúonibus, ut cekbremus nomen sanctum tuum eí gloriemur de laude tutu Et benedictas Dornmus Deus Israel a saeculo in saecubtm. Et ornnispopulas dicat Amen! Attekqa!

(Sálvanos, Señor Dios nuestro, y reúnenos de todas las naaones, para que podamos celebrar tu santo nombre y gloriamos en tu ala­ banza. Bendito sea el Señor Dios de Israel desde siempre hasta siempre. Y el pueblo ttxio diga: ¡Amén! ¡Aleluya!). Como apéndice de la Congregación oriental, aproveché para recibir a la comisión o secretariado de relaciones con los hermanos ortodoxos y protestantes, o en todo caso separados, instituida al lado de las comisiones que preparan el Concilio ecuménico, Me fue presentada por el cardenal Bea, que la preside, con tres o cua­ tro eclesiásticos propuestos por él y que desempeñan la hermosa tarea de clarificación y unión. Puse todo el empeño posible en ani­ marlos» insistiendo de manera especial en el ejercicio de la cortesía, de la paciencia y del mitis et humiüs (mansedumbre y humildad) con estos hermanos nuestros que por lo general están en buena fe y no tienen malas intenciones. Sus nombres son: monseñor Wtüebrands Jan, como secretario; monseñor Arrighi Gianfranco, minutante; padre Stransky Thomas» archivista. Etahas oves babeo... Et illas opor-

tet me adducere (Tengo también otras ovejas... Tengo también que guiarlas) (jn 10,15)».

25.

«¡... volver a ver el dicasterio que me acogió hace 40 años...!»

Y más «visitas familiares». El mismo día, a partir de las 12,30, al Tribunal de la Penitenciaría apostólica. El lunes 9, al vicariato de Roma. El papa es —ya se ha dicho— en primer lu­ gar, obispo de Roma. No pudiendo llegar humanamente a todo, para Roma cuenta con un cardenal vicario, y uno o más obispos auxiliares. (Juan XXIII contó con dos cardenales, Clemente Micara y Luigi Traglia. Uno, vicario, muy limitado y enfermo; el se­ gundo, más joven y dinámico, como pro-vicario. Y con un sim­ ple obispo vicegerente: Ettore Cunial.) Como no podía ser menos, el vicariato de Roma cuenta con la organización huma­ na y logística de cualquier otra gran diócesis. El martes 10, «visita familiar» a la Congregación del Conci­ lio, de cuyo ámbito de competencia uno apenas tiene una vaga idea, más allá de que se ocupa, u ocupaba, de las relaciones de la Santa Sede con las diócesis de por ahí... El mismo día visitó, de 10 a 12, la Congregación de Religiosos, que ahora tiene una de­ nominación más extensa: Para los Institutos de Vida consagra­ da y las Sociedades de Vida apostólica. Y, de 12 a 13,30, la Con­ gregación de Seminarios, que desde el Concilio ha cambiado denominación: Para la Educación católica. En la Congregación de Religiosos, Juan XXIII se encontró con su buen amigo y predecesor en la nunciatura de París car­ denal Valerio Valeri, y con un antiguo alumno suyo del semina­ rio de Bérgamo, Giovanni Battista Verdelli: el primero como prefecto, y el segundo como subsecretario. En la de Seminarios encontró una buena acogida por parte del prefecto cardenal Pizzardo, que «no supo decirme muchas palabras», pero que le resultó «merecedor de elogio por su capa­ cidad para encontrar bienhechores». Por lo demás, tanto el pre­ fecto Pizzardo como el secretario Dino Staffa y el visitador Uario Alcini se sintieron muy felices, «sabedores de que la de los Seminarios es la solicitud más sentida por parte del papa, en

vista de las necesidades de la Iglesia, una mies tan necesitada de operarios». El 13, que fue un viernes, Juan XXIII visitó la Secretaría de Estado, superministerio, en remota semejanza, a la vez del Inte­ rior y de Asuntos Exteriores de la Santa Sede. Allí sí que tenía el papa conocidos, colaboradores directos y amigos tan entraña­ bles y fieles como Angelo Dell’Acqua. Dedicó una larga crónica a tal visita. Leyéndola, queda la impresión de que, hasta cierto punto, Angelo Roncalli descubrió aquel día el alcance de las funciones de tal superministerio. Empezando por la primera sección, «volcada en las relaciones de carácter diplomático con todos los representantes del mundo. Todo pasa por ella, y desde ella toma el viento de su dirección hasta las esquinas más remo­ tas del mundo». Sigue la crónica: «La Secretaría de Estado es una auténtica arca de Noé que lo acoge todo y a todos se refie­ re. Me sentí feliz de atravesar la puerta del despacho de todos los agregados y de dirigir una palabra de ánimo familiar a cada uno [...] La visita resultó prolongada, sin que me sintiese cansa­ do: ni las piernas ni la lengua ni la atención dieron el menor sig­ no de fatiga». El miércoles 12 de enero había realizado la visita segura­ mente más familiar, por una razón que el lector captará ensegui­ da, si ya no la ha intuido, sabiendo haberse tratado de la Con­ gregación de Propaganda Fide. Su crónica sí que exige tener cabida aquí íntegramente: «Una verdadera fiesta para mi espíritu. ¡Volver a ver el dicasterio que me acogió, hace justamente 40 años (18-19 de enero de 1921) para el comienzo de mi trabajo en pro de la Obra de la Pro­ pagación de la Fe, para el que me llamaron de mi Bérgamo Bene­ dicto XV, el cardenal Van Rossum y monseñor LaurentL.! Fue de allí desde donde mi vida sacerdotal tomó, por obediencia, la nueva dirección que me habría de conducir hasta el pontificado. Ver de nuevo, como papa blanco, aquellas aulas donde durante cuatro años, es decir, hasta 1925, pude ofrecer mis modestas y humildes al tiempo que sinceras energías al servicio de la Santa Sede en la cooperación del apostolado misionero en el mundo fue para mí motivo de conmoción viva y suave. Dominus respextt bumihtatem serví sui (El Señor miró complacido la humildad de su siervo). Y de ello derivaron tantos consuelos cuyo simple recuerdo me anima a con­ fiar en la bondad del Señor, en el acto de respetar el motus m fine veloriar (la marcha al final resulta más rápida).

El ambiente interno del palacio de Propaganda Fide se ha em­ bellecido y resulta más aireado y capaz. Allí disfruté espiritualmen­ te. Me acogieron calurosamente el cardenal prefecto, Agagianian, y el secretario general, Pietro Sigismondi, ahora arzobispo de Neápolis, a quien dejé en 1921 siendo jovencísimo seminarista de quinto curso de bachillerato en el seminario de Bérgamo, así como los demás jefes de las varias secciones de que consta la Sagrada Congregación de Propaganda Fide. Lo volví a ver todo, y todo está mejor desarrollado y ampliado. El dicasterio ocupa ahora todos los locales del Colegio Urbano, trasladado al Janículo, frente al Vatica­ no, ya desde hace bastantes años. Tuve ocasión, allí, de ver de nue­ vo y de admirarlo todo: las oficinas de la Congregación, tanto en la parte eclesiástica como laica de la administración; luego, arriba, las oficinas de la nueva agencia Fides, creada recientemente; bien or­ denadas, las oficinas de las Obras Pontificias: Propagación de la Fe, Santa Infancia y San Pedro Apóstol, todo bien repartido. La Obra de la Propagación de la Fe, sección italiana, que yo había trasladado a la piazza Magnanelli, ha vuelto a ocupar aquí su sitio [...] No preveía poderlo observar todo tan detalladamente. Todo lo que he tenido ocasión de observar habla de orden, de amplitud de desarrollo, y... de alegría común por el buen trabajo. Al término de tan feliz exploración, que me dio la oportunidad de hablar con todos v con cada uno de los adictos a la vasta, bendita y santa tarea, nos reunimos en el gran salón de reuniones de los cardenales, donde el cardenal prefecto me dirigió un discurso calu­ roso y bien tramado, rico de reclamos, de orientaciones y de fervor apostólico. Le contesté con corazón y palabra plenos, evocando también yo, augurando, bendiciendo. En suma, una hermosa fies­ ta, con un bonum et jucundum total: efusión de mucho gozo espiri­ tual y disposición armónica y excelente a captar chañsmata meliora (los carismas mejores) en el servicio del nombre, del corazón y de la sangre de Cristo. A la salida saludé la capilla de Propaganda Fide, que creo está dedicada al misterio de la Epifanía».

26.

«... cual si hubiera de prolongarse aquí el paraíso terrenal»

Le quedaban más «visitas familiares» que hacer, y más cróni­ cas que registrar a manera de diario. Hizo las visitas y redactó las crónicas. Lamentablemente, para las crónicas no hay espa­ cio. Para la mención de las visitas, sí. El 24 de enero de 1961, un martes por la tarde, visitó las oficinas de la Administración es­ pecial de la Santa Sede y el IOR (ístituto per le Opere di Religione), de posterior no del todo feliz trayectoria, en tiempos de

alguien que se llamó Paul Marcinkus. El 26 de enero lo dedicó a visitar algo que se denominaba Congregazione della Reverenda Fabbrica di San Pietro e Studio del Mosaico, que uno ignora si existe todavía y cómo se denomina. Debía de estar situada en un ambiente muy tranquilo, porque en su crónica el ilustre Visi­ tante anotó: «Me vendrían ganas de trocarlo en un pequeño rin­ cón de retiro espiritual». De allí pasó al Governatorato della Santa Sede, donde se en­ contró con personas tan ligadas al pontificado de su predecesor como el commendatore Enrico Pietro Galeazzi, director de los servicios técnicos del Vaticano, y el principe Cario Pacelli, herma­ no de Pío XII, avvocato consistorial5?y consigliere dello Stato della Cittá del Vaticano. También allí — ¡y por qué no!— , Juan XXIII se en­ contró a gusto, a juzgar por la anotación siguiente: «A pesar del largo recorrido, durante toda la mañana, por los despachos, no experimenté el menor cansancio. Más bien me entretuve en constataciones incluso sorprendentes. Poco después de me­ diodía, nos reunimos todos en la capilla adyacente al palacio, donde entretuve brevemente a aquellos señores sobre el tema del salmo 121: haetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus (Me alegré por lo que se me dijo: Iremos a la casa del Señor)». La visita del día 27 fue para la Administración general de los Bienes de la Santa Sede. Al frente, como delegado del papa, estaba Domenico Tardini. Quien movía los hilos como secre­ tario de hecho era un monseñor, Sergio Guerri, descrito por Juan XXIII como «verdadero deus ex machina, benemérito y bien visto de la compleja administración material del Vaticano, con­ fiada a la Providencia del Señor y al buen tino de los eclesiásti­ cos que la dirigen y mueven. Bajo la presidencia dinámica de monseñor Guerri, todas las oficinas proceden pacíficamente en el desempeño de los diferentes servicios de secretaría, contabili­ dad, auditoría, caja y asesoría legal. Lo observé bien todo y ha­ blé con los empleados respectivos, con expresiones de compla­ cencia y ánimo. Al final, el cardenal Tardini, reunidos todos estos buenos colaboradores alrededor del papa, puso un raro esfuerzo para hacerse intérprete de todos, al tiempo que abordó con maestría algunos puntos que servían de respuesta y de ges-

to de la mano sobre algunas pequeñas quejas referidas a privile­ gios y favores que ya no es posible conceder sin menoscabo del buen orden, algo que al final repercute en perjuicio de todos. Son todos competentes y buenos estos que se ocupan de los servicios del Vaticano, y todos están bien tratados, por más que anhelen siempre más comodidades y ventajas, cual si hubiera de prolongarse aquí el paraíso terrenal, en espera del paraíso eter­ no. ¡El Señor nos conceda a todos, con su gracia, el paraíso ce­ lestial!». 27.

«Imagen de paz tranquila y sereno rostro de pastor»

Las anotaciones del diario papal no se reducen a lo transcri­ to. Hay y hubo más. Sólo que, para no prolongar en exceso el capítulo, apenas se va a citar un soliloquio fechado el 8 de marzo de 1961: «Acabo de volver de los jardines vaticanos, a los que llevaba tiempo sin ir. Son las 18 horas. Desde la ventana de mi habitación más íntima observo en la plaza el pequeño cortejo que acompaña, de forma privada, los restos mortales del cardenal Mimmi, falleci­ do el 1unes 6 en el hospital Fatebenefratelli de la Isla Tiberina, al poco de la visita de bendición que le hice /» extremis. Exteriormente era uno de los árboles más robustos del sacro colegio cardenali­ cio, pocos meses más joven pero no menos robusto que yo, que prometía seguir trabajando bien, en un servicio edificante y prove­ choso de la Santa Sede y del Señor. Mañana presidiré el funeral solemne, y he decidido asistir también a la misa que seguirá a la postrera absolución, algo que no he venido haciendo en el rito fú­ nebre de los cardenales. Considero más edificante para el pueblo que el papa asista también a la misa de funeral. Han pasado 28 meses desde mi nombramiento. En este tiempo he creado 43 cardenales, sólo tres de ellos inpectore, luego 40 carde­ nales a la vísta. Confieso que esta marcha del cardenal Mimmi me conmueve, pero no me asusta. Permanezco humilde y tranquila­ mente en manos del Señor, que (...) son buenas manos. In te, Domi­ ne, speravi: non confundar in aeternum (En ti he esperado, oh Señor: no quedaré confundido eternamente). DeJ cardenal Marcello Mimmi y de su afecto hacia mí jamás ol­ vidaré su última nota del 2 de los corrientes. Enviándome en rega­ lo 200,000 Jiras, como los otros cardenales, con motivo del 80.° cumpleaños, me escribía estas palabras, reveladoras de la lucidez

de su espíritu consagrado por entero aJ Señor y fidelísimo al papa: “Si pudiese poner en un talón de banco todo el afecto que llevo en el corazón hacia el santo padre, seguramente podría construir una iglesia, no a uno solo, sino a todos los santos del cíelo”». Verdad es que a uno no le cuadra eso del 80.° cumpleaños situado en marzo de 1961. ¿No sería que, temiendo no sobrevi­ vir para celebrarlo, el prefecto de la Congregación de los Obis­ pos quisiese adelantar su regalo? De hecho, Juan XXIII cum ­ plió los 80 el 25 de noviembre de 1961. Con tal motivo fue objeto de una gran fiesta, de la que se ocuparon todos los perió­ dicos, pero escasamente él en su diario. Sólo tomó nota de una felicitación que le llegó de la cancillería apostólica y que le debió de gustar particularmente porque estaba en un espléndido la­ tín: haeta etfeliá occasione / qua Joannes X X III pontifex maximus / tranquillae pacis imago, mitisque forma pastoris / octogesimum implet aetatis annum ¡ amantissimorum filiorum antmi / faustum a Christo praecantur / aevum christiano populo / ingentis causam ¡aetitiae speique / castissimaefontem (En la alegre y feliz circunstancia en que Juan XXIII, pontífice máximo, imagen de paz tranquila y sere­ no rostro de pastor, cumple 80 años de edad, los ánimos de los hijos que mucho lo aman invocan de Cristo tiempos favorables para el pueblo cristiano, que produzcan duradera alegría y sean manantial de límpida esperanza).

28. Los errores que tenía que condenar el Concilio Con virtualidades aún por descubrir y desarrollar, el Concilio ya es historia. A la historia han pasado ya casi todos sus prota­ gonistas, tan distintos entre sí unos de otros. Los que desde el primer momento secundaron la idea del papa, y los que, so­ bre todo en los primeros momentos — algunos, también des­ pués— , obstaculizaron el Concilio. Los primeros merecen ad­ miración. Los otros tienen derecho a nuestra comprensión, con crédito de buena fe, aunque cueste un poco suponerla en quie­ nes dieron la impresión de rehusar sintonizarse y sincronizarse con un hombre papa tan excepcionalmente bueno y obediente al Espíritu como Angelo Roncalli. A algunos a los que les había chocado la idea inicial, aún les costó más aceptar un concilio que iba a ser radicalmente distin­

to de los concilios del pasado. Por primera vez en la historia de los concilios, Juan XXIII no se proponía definir dogmas ni con­ denar errores. El suyo tue, desde el principio, un concilio dife­ rente. Había quienes, desde organismos curiales o desde deter­ minadas universidades eclesiásticas, mayormente romanas pero no sólo, abogaban por la definición de nuevos dogmas, preten­ diendo que fuesen elevados a tal categoría sentimentalismos devocionales y doctrinas de escuela. Había quienes querían que, si el concilio era inevitable, sir­ viese sobre todo para condenar los — según ellos— muchos errores que veían por todas partes. Ni siquiera faltó quien, confesando ya desde el título de su panfleto pseudoapologético no ser exhaustivo — De nonnullis erroribus (Acerca de algu­ nos errores)— , ponía nombre a, por lo menos, trece que, según él, tenían que ser solemnemente condenados por el concilio: ateísmo, materialismo, poligenismo, evolucionismo, historicismo, humanismo agnóstico, nuevas teología y moral, psicologismo, indiferentismo, comunismo- socialismo y liberalismo... 29.

La medicina de la misericordia

Ya cuando era patriarca de Venecia, Roncalli había hecho una profesión de optimismo que no desmintió al llegar a papa: «Por temperamento natural y por prolongada educación espiri­ tual, de la que estoy agradecido al Señor, yo no me inclino al pe­ simismo. Me gusta repetir lo que decía un papa reciente: “Pre­ fiero haber nacido en esta época histórica que en los tiempos pasados. A un tiempo quefue prefiero el tiempo que e s El pre­ sente es el único tiempo que nos pertenece. Es, por consiguien­ te, un tiempo muy precioso para quien vive». Con tal optimismo convocó el Concilio, dirigió a lo largo de tres años su preparación y lo inauguró el 11 de octubre de 1962. Y, al inaugurarlo, dejó claro su desacuerdo con los por él llama­ dos «profetas de calamidades»: «En el cotidiano ejercicio de mi ministerio pastoral, hieren a veces a mis oídos insinuaciones de almas que, aunque con celo aicliente, carecen de sentido de discreción y de mesura. Tales son quienes, en los tiempos modernos, no ven más que prevaricación y

ruina. Dicen y repiten que nuestro tiempo, en comparación con los pasados, ha empeorado, y se comportan como si nada tuvieran que aprender de la historia, que sigue siendo maestra de vida, y como si en tiempos de anteriores concilios todo hubiese procedi­ do próspera y rectamente en torno a la doctrina y moral cristianas, así como a la justa libertad de la Iglesia. Juzgo necesario decir que disiento de tales profetas de calamidades, que siempre están anun­ ciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el que parece percibirse un nuevo estilo de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina que, a través de los acontecimientos y de las obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, inclu­ so las adversidades humanas, redunde en bien de la Iglesia».

Experto conocedor de la historia, Juan XXIII aludió a una sólida razón para el optimismo: «Basta recorrer fugazmente la historia eclesiástica para constatar con claridad cómo los mis­ mos concilios ecuménicos, cuyo desarrollo constituye una etapa de auténtica gloria para la Iglesia, con frecuencia fueron cele­ brados entre gravísimas dificultades y amarguras a causa de ilíci­ tas injerencias de los poderes civiles. En más de una ocasión, los príncipes de este mundo se proponían ciertamente proteger con toda sinceridad a la Iglesia, pero con mucha frecuencia sus acciones no estuvieron exentas de daños y peligros espirituales, dejándose guiar por motivos políticos y de interés propio». Aquel suyo del 11 de octubre de 1962 fue un discurso me­ morable. Quizá el más importante del pontificado de Juan XXIII. Pronunciado en latín, se lo sigue denominando a partir de la expresión inicial, como se hace con las encíclicas de los pa­ pas: Gaudet Mater Ecclesia (La Iglesia madre se regocija). En otro de sus párrafos más citados, tras afirmar que «el Concilio quiere transmitir la doctrina pura e íntegra, sin atenuaciones», Juan XXIII recalcó, ante la inmensa asamblea: «Nuestro deber no es sólo custodiar ese tesoro precioso, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicamos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos [...] El espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetra­ ción doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica

doctrina,9 estudiándola yé conformándola con los métodos de investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales». Y eso porque «una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa. De ello ha de tenerse cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pasto­ ral». En aquel trascendental discurso, el papa reconocía que «siempre la Iglesia se opuso a los errores» y que «frecuentemen­ te los condenó con la mayor severidad». Pero aclaró que «en nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere hacer uso de la medicina de la misericordia más que de la severidad», porque «está convencida de que hay que remediar a los necesitados, mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que conde­ nándolos». 30.

Enfermo de cáncer

Llegados aquí se podría hablar en detalle de la primera se­ sión del Concilio, la totalmente joanea, en que se fueron perfi­ lando dos tendencias y dialécticas: la conservadora curial, con apoyo de los episcopados mayormente italiano y, grosso modo, ibérico (hispano-portugués), y la renovadora, con puntas de progresismo, mayormente centro-europea franco-germano-bel­ ga-holandesa. Del esfuerzo de unos y otros para atraer a Juan XXIII hacia su tendencia. Y de su excepcional y tan natural capacidad de optar por soluciones evangélicas, de caridad, desdramatizan­ do situaciones con gestos en todo momento amables, revesti­ dos de una paterna comprensión, en ningún caso paternalista. Por entonces ya había asomado la enfermedad mortal —cán­ cer de estómago— que acabaría con su vida. En el otoño de 1962 quedó diagnosticada con total certeza, ratificada además como tendencia por precedentes familiares que se habían evi­ denciado en su padre y en dos hermanas y un hermano. Por pe­ ríodos, los dolores llegaron a ser, cual suelen, espasmódicos, con ligeras recuperaciones. Los sobrellevó con la fortaleza y pa­ ciencia del santo que era — ¡allá quien quiera disentir, si al­ guien!— , pero asimismo del hombre púdico en ocultar sus su-

frimientos, no para aparecer distinto de los demás, sino para no proyectar sobre sus hijos y hermanos — todos los hombres, sin exclusiones sectarias— la tristeza de sufrir con un hermano y padre. Hasta cierto punto, y en tanto resultó posible, la enferm e­ dad del papa fue un medio secreto, respetado con discreción. No por falsa prudencia, como para hacer verdad el dicho mitifi­ cante, que venía de atrás, de que «el papa está bien hasta que muere». Juan XXIII aparentó estar siempre bien hasta un par de meses o tres antes de su muerte. No quiso que la tristeza por su enfermedad enturbiase la alegría de los católicos y del mundo entero, que disfrutaban hasta el delirio con la ilusión de que él estuviera bien. Sólo que en un hombre papa comunicativo como él, con el Concilio en marcha — la primera sesión se ha­ bía prolongado desde el 11 de octubre hasta el 7 de diciembre de 1962— , con los episcopados nacionales pasando a despedir­ se de él antes de regresar a sus países, era difícil, si no imposi­ ble, disimular lo que se traslucía en su físico. Era evidente la pérdida de peso, y que los pinchazos del dolor iban hundiendo sus ojos y sembrando de arrugas su rostro. Un día, cuando la enfermedad estaba ya muy avanzada, fue a despedirse de él, antes de regresar a Polonia, el cardenal Stefan Wyszinski. Estaba ya prevista, para septiembre de 1963, la segunda sesión del Concilio. El primado polaco le soltó un aparentemente alegre Arrivederá a setiembre, Santo Padre! A Juan XXIII, que se había levantado de la cama para recibirlo, se le escapó una respuesta que el cardenal no hubiera querido oír: «En septiembre, eminencia, estaré yo u otro. Ya se sabe: en un mes hay tiempo de sobra para que muera un papa y se elija a su sucesor». Y añadió: «Si no fuera por el bendito protocolo, me gustaría acompañarle hasta el portón de bronce».

31. «¡He aquí cómo muere un fuste!» Velado en su larga agonía por el mundo entero, Juan XXIII murió el 3 de junio de 1963, lunes de Pentecostés. Murió como un santo, como santamente había vivido. Talis vitaf finis ita (Como haya sido la vida, así será su término), suena un ada-

gio que, estando en latín, no puede no ser viejo, garantía —para un adagio— de autenticidad. La suya fue, en un fenómeno de telepatía colectiva favoreci­ do por una televisión y radio que ensayaban el simultáneo, una agonía seguida en directo por medio mundo. La crónica en de­ talle de dicha agonía permanece viva, con ser la de una muerte, en las páginas de un libro escrito por quien, testigo directo de los diez últimos años de vida de Angelo Roncalli, tuvo el dolo­ roso privilegio de cerrarle los ojos: Loris Capovilla. Él título de dicho libro está expresado en una hermosa metáfora: L ’ite missa est di Papa Giovanni. Algo así como E l «la misa ha terminado» de Juan XXIII.

Su vida había sido un sacrificio eucarístico, una misa que se concluyó a las 19,45 del 3 de junio de 1963. En realidad, el títu­ lo de la obra de monseñor Capovilla tenía una justificación real, además de simbólica: en el mismo momento en que el Papa Giovanni obispo de Roma agonizaba en una estancia del Vati­ cano, su vicario para la Urbe, cardenal Luigi Traglia, estaba cele­ brando una misa en la plaza de San Pedro abarrotada de fieles. Aquella misa la seguían por televisión miles, acaso millones, de fieles. Coincidió con que, en el preciso instante en que el cele­ brante se volvió hacia los asistentes para decirles — todavía en latín, porque aún no había entrado en vigor lo de las lenguas vernáculas, virtualmente promovido por el papa moribundo— que «se podían ir, porque la misa había terminado», los ángeles ejecutaban el encargo de hacer coro para acompañar la entrada del siervo bueno y fiel Angelo Giuseppe Roncalli, también co­ nocido como Juan XXIII, al gozo de su Señor. 32.

Peregrinando a su tum ba

A los tres días de la muerte, tras haber sido visitado su cuer­ po expuesto en la basílica de San Pedro por miles y miles de ro­ manos y de peregrinos, fue enterrado en la cripta del templo va ticano. Ya al día siguiente empezó una ininterrumpida peregrina­ ción de fieles a su tumba. Todos le llevaban flores, que tenían que ser retiradas a diario, porque no cabían tantas. Hasta llegó

un momento en que las flores quedaron prohibidas, por razo­ nes de higiene y de espacio. Al lado de la suya, estaban las tumbas de otros papas, re­ cientes y antiguos. Se cree por muchos que también la del pro­ pio San Pedro. Uno no sabe de otros, pero hay razones para sospechar que... lo mismo: cuantos, que lo conocimos y conocieron, vuel­ ven y volvemos de vez en cuando por Roma. Si no es expresa­ mente por él, tenemos siempre una cita en la tumba del inolvi­ dable Juan XXIII. Si tardamos en ir, encargamos a amigos que lo visiten y recen ante su tumba de nuestra parte. La tumba de Papa Giovanni estuvo, antes, en la ya dicha cripta de la basílica. Ahora está bajo un altar próximo al central de la propia basílica, adonde dispuso Juan Pablo II que fuera subido en el otoño de 2001. ¿Para desagraviarlo por la — según algunos— gloria que se le regateó con motivo de la beatifica­ ción? También podría ser que sí. Naturalmente, las visitas si­ guen. Hasta quizá más, por estar más a la vista... 33.

B eato, o jalá pronto santo

Que conste, nadie fomentó clase alguna de fanatismos. M e­ nos lo había hecho él, bien se ha visto, en vida. La convicción generalizada, la fama tranquila de santidad constituida, o poco menos, en verdadero sensusfidelium, no ha dejado de ser unáni­ me desde su muerte, como ya casi lo era en vida. Sobre todo en los ambientes donde se tenía un conocimiento más directamen­ te experiencial de la bondad evangélica, de la tolerancia religio­ sa, de la mansedumbre, humildad, generosidad, paciencia de Angelo Roncalli. Para quienes de tal suerte lo habían/mos conocido, queda­ ron sin crédito prejuicios alimentados en ambientes — pocos, a Dios gracias— interesados en fomentar una apariencia de reli­ giosidad más en apoyo de determinados status quos que del ver­ dadero espíritu de Jesús de Nazaret. Haciéndose eco de tal casi unánime convicción, un conside­ rable número de padres conciliares reunidos en Roma para la tercera sesión del Concilio solicitaron de Pablo VI — el antiguo

arzobispo Montini, virtual candidato suyo ¡n potiore, que le había sucedido como papa— la canonización por aclamación de su predecesor. No hay razones para suponer que el Papa Montini descrcytv se de los argumentos de santidad de su predecesor. Nadie como él, a su muerte, había evocado con tan autorizada convicción su virtual/real santidad. Pareció que Pablo VI se iba a inclinar por tal gesto extraordinario, que no hubiera carecido de sólidas apo yaturas en la tradición eclesial ni en la praxis eclesiástica. Pero hay motivos para concluir que se vio moralmente forzado, por contingencias coyunturales, a desistir de un gesto que acaso le hubiera gustado cumplir. Hubo un pequeño sector de padres, también conciliares, potentes y tercos, que trataron de convencer al sucesor inme­ diato de los dos papas anteriores de que canonizar de tal suerte a Juan XXIII constituía una verdadera afrenta para Pío XII. B1 Papa Montini, que sabía — por haberlas sufrido, jamás promo­ vido— de intrigas y rencores eclesiásticos, hizo comprender a los promotores de la aclamación que era mejor desistir. Y se desistió, optando por una decisión entre salomónica y de compromiso: en un mismo acto, en presencia de todos los padres conciliares, el 18 de noviembre de 1964 introdujo las causas de beatificación de ambos papas: Pío XII y Juan XXIII. Confió la primera a los jesuítas, con algunos de los cuales el Papa Pacelli había mantenido relaciones preferentes de colabo­ ración, como asesores. Su confesor había sido el jesuíta alemán Agustín Bea, rector del Instituto Bíblico, a quien su sucesor elevaría al cardenalato, trocándolo en colaborador de confianza y confiándole la solución de temas tan delicados como los rela­ cionados con el ecumenismo, Iva causa de Juan XXIII la confió Pablo VI a los franciscanos, en consideración de haber sido Angekj Roncalli terciario. El proceso fue largo y lento, como casi todos, ta s sucesivos postuladores de la causa — dos franciscanos italianos: padres Catrolí y De Rosa, y un español; el catalán padre Joan Folguera— tuvieron que recabar testimonios de miles de personas, en Bulgaria, Turquía, Grecia, Francia, Bérgamo, Venecia. Presenta­ ron también centenares de milagros, de los que uno — la cura

cíón de la religiosa de las Hijas de la Caridad, madre Caterina Capkani-— fue declarada inexplicable para la ciencia médica por la comisión correspondiente, y aceptada como milagrosa por la Congregación para las Causas de los Santos, Venerado como santo, en la intimidad de los corazones, por millones de personas en el mundo entero, su culto pudo final ­ mente aflorar de la clandestinidad, a raíz de su reconocimiento canónico como beato producido el domingo 3 de septiembre de 2000. Al parecer, Juan Pablo II había manifestado el deseo de que el jubileo del segundo milenio culminase con el acto de beatificación de su antepenúltimo predecesor. Eso obligó a los técnicos curiales a acelerar el ritmo, excesivamente lento para casi todos, de 1a causa de Juan X X lll.

34.

Su postrer acto de fe

Se tiene la sensación, concluyendo este perfil, de que se que­ dan, entre las teclas del ordenador, pero también en la intimidad del alma, datos e impresiones que añadirían algún contorno a un perfil inacabado e inacabable sobre el bendito Juan XXIII. Se agradece y sugiere fraternalmente al lector pensar que la bondad, sagacidad, prudencia, humildad, paciencia, sabiduría y demás virtudes cristianas de Angelo Roncalli fueron más p ro fundas y auténticas de lo que aquí se ha logrado explicar. Por­ que queda uno con la sensación de no haber sabido describir más que con remota aproximación la imagen íntima que de él se ha formado a través de las muchas fuentes de información, di­ rectas e indirectas, que ha tenido la suerte, casi el privilegio, de manejar. Pero puesto que es obligado terminar de alguna manera, pa­ rece relativamente adecuado hacerlo con el último documento que brotó de su pluma el 24 de mayo de 1963, diez días antes de su muerte. Lo sacó a la lúas su secretario personal y ejecutor testamenta rio, l^oris Capovilla. Giuseppe Alberigo lo definió «un muy per­ sonal acto de fe de gran sencillez y de extraordinaria densidad, un lúcido examen de conciencia del papa, pero también y sobre todo de la Iglesia».

Dice así: «Hoy más que nunca, más desde luego que en los siglos pasados, estamos volcados en servir al hombre en cuanto tal, y no sólo a los católicos. En defender, ante todo y en todas partes, los derechos de la persona humana, y no sólo los de la Iglesia católica. Las actuales circunstancias, las exigencias de los últimos cincuenta años, la profúndización doctrinal nos han situado ante realidades nuevas. No es el Evangelio el que cambia. Somos nosotros quienes comenzamos a comprenderlo mejor. Quien ha vivido más largamente y se ha en­ contrado a comienzos del siglo frente a las nuevas tareas de una acti­ vidad social que afecta a todo el hombre; quien hubiera vivido, como a mí me ocurrió, veinte años en Oriente, ocho en Francia y haya podido cotejar diferentes culturas y tradiciones, es consciente de que ha llegado el momento de identificar los signos de los tiem­ pos, de comprender su oportunidad y de mirar lejos».

A pé n d ic e

ACLARACIÓN OBUGADA DE LECTURA PRESCINDIBLE

Un libro, salvo que sea una novela (pero... ¿es excepción la novela?), siempre es tributario de otros libros. Y su autor, de otros autores y libros. Uno reconoce, aquí, serlo de unos cuan­ tos autores y de un número no menor de libros. Si la gratitud, por endeudamiento, admite prioridades y gra­ daciones — cosa que sin duda ocurre— , ¿por quién se habrá de empezar aquí sino por Angelo Roncalli, el entrañable, inolvida­ ble y bendito Juan XXIII? Si este libro es algo — ¡en la intención, sí lo quiere ser!— , es, ante todo y como garantía de autenticidad, una especie de re­ construcción autobiográfica a partir de las cartas y de docu­ mentos seguros (homilías, informes, confidencias, diarios...) de Angelo Roncalli/Juan XXIII. La gratitud, viva y postuma, a Angelo Roncalli/Juan XXIII tiene como causa material y formal las cartas a sus familiares, a sus superiores, a sus formadores y a sus muchos y fieles — fide­ lísimo, fundamentalmente, él a ellos— amigos, como los obis­ pos de Bérgamo Luigi María Marelli y, sobre todo, Adriano Ber­ nareggi. Y Vincenzo Bugarini. Y Domenico Spolverini. Y Luigi Drago. Y Lorenzo Dentella. Y Giovanni Dieci. Y otros... Gratitud por el cuidado en conservar copia de sus escritos, no porque pretendiese ni intuyese que iban a servir para lo que en realidad y en gran medida han servido. Lo hizo por espíritu de responsabilidad y por el deseo de legar documentos fiables de lo que hacía. Gratitud por el cuidado en conservar sus apun­ tes espirituales. El Diario del Alma, en primer lugar. Y sus agen­ das y diarios. Después que a Angelo Roncalli/Juan X X lll, el agradeci­ miento es a su fiel secretario personal y ejecutor testamentario.

A monseñor Loris Francesco Capovilla debe uno centenares de conversaciones, siempre poco menos que monográficas sobre su —sobre todo, pero también de otros muchos, incluido uno mismo— entrañable Papa Giovanni. Algunas conversaciones en presencia, hace décadas, en su apartamento vaticano de Salita del Grillo. Una larga de hace... una década menos, en su re­ sidencia episcopal de Chieti/Vasto, cuando era arzobispo resi­ dencial. Y varias en Camaitino/Sotto il Monte, meses antes y año y medio después de la beatificación de Juan XXIII. Hasta una en el hostal vaticano de Santa Marta, el día mismo, a las po­ cas horas, de la beatificación, el 3 de septiembre de 2000. Pero bastantes más por carta y por teléfono. Uno tiene la casi obligación de confesar que su relación con monseñor CapoviUa no ha sido químicamente pura, por haber buscado, a través de su consulta, mayor seguridad, casi un aval para lo que he venido escribiendo sobre Juan XXIII. Un aval y seguridad como autor, pero no menos una garantía para el lec­ tor, sobradamente convencido de la singular fiabilidad que tie­ nen los datos de Loris Capovilla frente a opiniones y datos de segunda mano. Pero uno se siente también obligado, al mismo tiempo, a descargar al otrora secretario de Angelo Roncalli de fallos que en ningún caso ha cometido él. Ante todo, porque en ningún momento se ha visto uno escribiendo a su dictado, respetuoso siempre monseñor Capovilla de la libertad e iniciativa de quien firma, tanto en las numerosas coincidencias como en las escasas y mínimas divergencias. Uno asume en pleno su responsabilidad, tanto por la posi­ ble negligencia en la investigación como por la torpeza en la in­ terpretación de los datos. Otra cosa es su convicción personal de que la vida de Angelo Roncalli no ha menester, en la trans­ posición al papel, de fiorituras literarias —por otra parte inal­ canzables— para resultar fascinante. ¿Otras personas a quienes deba y quiera uno expresar grati­ tud con respecto a este libro? Bastantes más, desde luego. Sin abandonar el mundo italiano: a Renato Perino, Attilio Monge y Gíacomo Gastone, por haber introducido al autor en el mundo cultural y periodístico italiano-vaticano. También a Elíseo y Ma­

rio Sgarbossa, por una labor de «utillaje documental», con­ sultando, a solicitud de quien firma, documentos de bibliote­ ca, proveyéndolo de fotocopias, administrando con franciscana austeridad un pequeño presupuesto para libros de obligada, o por lo menos útil, consulta sobre el tema de este libro. Y a Marco y Emanuele Roncalli, resobrinos del Papa Juan, periodistas ambos, ninguno de ellos celoso de exclusivas por ra­ zón de un apellido. De la mano de Giacomo Gastone, me resultó fácil y natural el acceso a su amistad, que sigue, y de la que me honro. Y, con la amistad, a datos de primera mano, con el carisma de una consanguinidad que significa... todo lo que no deja de significar. Gratitud, también, a Joaquín L. Ortega, director de la BAO. En diciembre de 2001 coincidí con él en un almuerzo entre de fraternidad y de trabajo. Podríamos haber hablado de fútbol, que ni a él ni a mí nos apasiona. O de canción italiana, que a ambos nos evoca recuerdos de nuestras juveniles permanen­ cias romanas. Uno y otro coincidimos, con apasionamiento yo y con reconocida ponderación él, expresando admiración y afecto hacia dos pontífices de nuestras respectivas juventudes: Pablo VI y Juan XXIII. Estando en ésas, me preguntó, a manera de inciso, por qué no me decidía a escribir una biografía de Juan XXIII, dispo­ niendo ya él de un original sobre Pablo VI. Mentiría si no reconociese que la propuesta me halagó, aunque digo la verdad asegurando que medio fingí aplazando una respuesta. Consciente de cuánto el tema Juan XXIII me (jy leí) agrada, e interesada en que ocupase con agrado y pro­ vecho mi tiempo de recién jubilado, fue mi esposa la que me animó a que aceptase sin titubeos reales ni fingidos la pro­ puesta recibida. ¿Cómo no estar muy agradecido también a ella, a Janet N. Playfoot? Cuando le dije que sí, el amigo director de la BAC me hÍ2o una serie de recomendaciones que he tratado de cumplir, aun­ que no estoy seguro de haberlo lograda Que frenase mi entu­ siasmo y evitase excederme en la extensión. Que utilizase lo más posible fuentes directas. Que redujese todo lo posible las referencias a pie de página. Que evitase decir todo lo que sabía

sobre el tema. Que... |frcno a la erudición! (más escasa de lo que sería de desear, y acaso Joaquín Luis me supone). Y que... mu­ cho buen sentida Me pidió también asentimiento para un título que creo se le ocurrió sobre la marcha y que a él le parecía adecuado. A mí tanto me encantó que en ningún momento, a original sin empe­ zar o a original dado ya por terminado — ¿se termina, jamás, un übro?— , he dudado ni remotamente de su oportunidad. No es otro que el que figura en la cubierta, y que el lector ya se sabe de memoria: El benditoJuan XXIII.