El Arquetipo Materno

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El arquetipo materno Este arquetipo es particularmente útil como ejemplo. Todos nuestros ancestros tuvieron madres. Hemos evolucionados en un ambiente que ha incluido una madre o un sustituto de ella. Nunca hubiéramos sobrevivido sin la conexión con una persona cuidadora en nuestros tiempos de infantes indefensos. Está claro que somos “construidos” de forma que refleja nuestro ambiente evolutivo: venimos a este mundo listos para desear una madre, la buscamos, la reconocemos y lidiamos con ella. Así, el arquetipo de madre es una habilidad propia constituida evolutivamente y dirigida a reconocer una cierta relación, la de la “maternalidad”. Jung establece esto como algo abstracto, y todos nosotros proyectamos el arquetipo a la generalidad del mundo y a personas particulares, usualmente nuestras propias madres. Incluso cuando un arquetipo no encuentra una persona real disponible, tendemos a personificarlo; esto es, lo convertimos en un personaje mitológico “de cuentos de hadas”, por ejemplo. Este personaje simboliza el arquetipo. Este arquetipo está simbolizado por la madre primordial o “madre tierra” de la mitología; por Eva y María en las tradiciones occidentales y por símbolos menos personalizados como la iglesia, la nación, un bosque o el océano. De acuerdo con Jung, alguien a quien su madre no ha satisfecho las demandas del arquetipo, se convertiría perfectamente en una persona que lo busca a través de la iglesia o identificándose con la “tierra madre”, o en la meditación sobre la figura de María o en una vida dedicada a la mar.

El arquetipo materno Del Popol Wuj a poemarios contemporáneos. Luis Méndez Salinas revisa las páginas de varias obras nacionales para describir diferentes figuras maternas.  

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I: Alejandro Azurdia/S.21

El psicólogo suizo Carl Gustav Jung definió alarquetipo como ―una imagen primordial o mitológica que está destinada a la satisfacción de ciertas necesidades‖ que no llegan a expresarse conscientemente, puesto que forman parte del ―inconsciente colectivo‖ del ser humano. La figura materna es un complejo símbolo que se desdobla y multiplica: en ella esperamos encontrar algo que aclare nuestro origen, a ella acudimos en busca de protección, ella es la que nos alimenta y nos sostiene... en ella están los elementos que permiten construirnos una identidad. De acuerdo con la psicología analítica jungiana, el arquetipo materno es uno de los más importantes en el desarrollo de la personalidad. Contrario al psicoanálisis freudiano, que tiende a analizar a la madre biológica personal, Jung le otorga más peso a la construcción colectiva de la idea de madre, diciendo incluso que no es tan importante la presencia real de una (biológica o sustituta), sino que se resuelvan y satisfagan las necesidades asociadas al arquetipo materno mediante proyección. En territorio de Jung, comúnmente la imagen materna se asocia a lo bondadoso, lo protector, lo sustentador, a lo que da crecimiento, fertilidad y alimento. Asimismo, se vincula con lo secreto, lo escondido y lo tenebroso, puesto que remite al origen. Explicación, protección, sustento y definición son cuatro necesidades básicas que intentamos satisfacer proyectando el arquetipo materno que habita en el inconsciente. Con nuestra linterna vamos iluminando el mundo y encontramos que esa madre protectora, bondadosa e imprescindible encarna en múltiples personas, instituciones e ideas más abstractas.

La madre como principio Biológicamente situamos nuestro origen en el período de gestación: durante 9 meses nos acurrucamos en la oscuridad de un vientre en el que ya somos (incluso antes de ser). Esto tiene su paralelo simbólico en aquella edad mítica donde figuras femeninas juegan un papel primordial previo a la existencia humana. En el Popol Wuj esas mujeres–madre que propician el desarrollo de la vida tienen nombre propio: Ixkik e Ixmukané.

Ixkik es la que engendra milagrosamente al recibir el escupitajo de la cabeza de Jun Junajpu que colgaba de un árbol. En su instinto maternal, en el deseo que se expresa en ella, radica la potencia creadora que permite la encarnación de los Héroes Gemelos, encargados de mantener la sabiduría ancestral. En cambio, Ixmukané, la abuela, la ―dos veces madre‖, es la que muele (―nueve veces‖, en referencia al período de gestación) con sus propias manos el maíz que formará a los primeros padres, a las primeras madres. En ella encontramos una analogía al papel formativo de la madre, que genera y nutre permitiendo el surgimiento de la vida.

La madre como tierra No basta con crear la vida: se hace necesario mantenerla. La figura materna se encarga, tanto antes como después del nacimiento, de alimentar a su hijo, de sustentarlo. Esto hace que la tierra se convierta en símbolo de la imagen maternal, cumpliendo exactamente las mismas funciones: sostiene, sustenta, hace que la vida se mantenga. En su admirable poema Madre, nosotros también somos historia, Francisco Morales Santos elabora una bellísima identificación del ser que le da la vida con las potencias naturales y telúricas que la mantienen. Para el poeta, la madre significa se convierte en asidero dentro de su proceso de formación y crecimiento (―asido de tu mano me variaba el pulso / que era una forma de crecer sin darme cuenta‖). Esa madre diariamente se da entera con la humildad de su trabajo, es la que detiene ―el hambre para que nuestras vidas tuvieran su futuro‖. Ese ―enorme río en la geografía del afecto‖, esa luz repleta de palabras que ―lo alumbraban todo, / lo arrullaban todo‖ es la madre, su riqueza, su fuerza y su hermosura, sólo comparable a la que emana de la tierra.

La madre como casa Nuestro cuerpo se concibe, se forma, y se prepara para la vida dentro del vientre materno: en su silencio y su humedad. Ahí es donde encontramos la protección necesaria para que nuestra pequeñez vaya fortaleciéndose. Habitamos una casa y sus paredes son de carne, como dice Luis de Lión en el poema Mi casa, texto construido a partir del reconocimiento de un espacio que nos es tan propio y que luego abandonamos. En esa casa (que es el vientre), la protección está asegurada. Nada hay que nos perturbe, ―ni huracanes, / ni temporales, / ni polvo, / ni basura‖. Estamos solamente navegando, como Luis de Lión navegaba mientras se ―preparaba para salir a este mundo‖. Es por eso que todo nacimiento implica una pérdida. Porque nacer es caer, perder el paraíso. Somos ―inquilinos‖, estamos de paso dentro del espacio materno: la vida clama por nosotros, nos atrae.

El arquetipo proyectado

Cuando la proyección del arquetipo materno deja de lado las correspondencias simbólicas y encarna en otro ser humano (generalmente femenino) es necesario considerar las relaciones que entre esos dos individuos se producen. En su novela Los jueces, Arnoldo Gálvez Suárez construye un personaje obsesionado con su papel de madre protectora. Así, la Señora Vendedora de Huevos organiza su vida y sus esfuerzos para evitar que a su pequeño hijo le haga falta algo, situación absolutamente previsible de la figura maternal. Sin embargo, dentro de un medio hostil, repleto de violencia cotidiana, tensan su papel al máximo. Frases como ―si alguien tratara de hacerle algo a mi hijo yo misma le corto el pescuezo‖ o ―de tener el poder para hacerlo, ella, con sus propias manos, limpiaría la ciudad de tanta mierda‖ son ilustrativas. Predomina en ella una actitud de sacrificio personal para cumplir esa tarea que le ha sido impuesta cuando menos lo esperaba, pues resulta embarazada de un borracho desempleado y vividor. De la insatisfacción surge el conflicto, si no veamos a ese personaje que habita entre el delirio y la náusea: el Pelele, famoso y sufrido vagabundo que deambula por las páginas de El Señor Presidente, y que tiene accesos de locura y llanto al oír la palabra ―madre‖. El otro lado de esa misma moneda puede rastrearse en el relato Pura Vita, de Eduardo Juárez, en donde se pinta el sórdido retrato de una madre que se sabe imperfecta (cambia a su hija por un galón de guaro, pone a su hijo a limosnear, prostituye a su otra hija) y se justifica con el grito ―¡simplemente soy humana, por la gran puta!‖, descargando toda su impotencia al no llenar el molde que se le impone.

Desprendimiento: la última necesidad En El laberinto de la soledad, Octavio Paz afirma que toda vida autónoma surge luego de un rompimiento necesario con la familia y con el pasado. La última necesidad que debe satisfacer la imagen arquetípica de la madre para que el individuo se afirme como tal es el desprendimiento, por simbólico e imposible que parezca. Un abismo empieza a abrirse con el parto, cuando el embarazo debe interrumpirse: o somos expulsados naturalmente o somos extraídos. De esa extracción inesperada y brutal habla Alan Mills en el poema Fórceps. Sin embargo, el vínculo se resiste al tiempo y el poeta no se desliga por completo: ―yo el palmario bulto que iba a chuparle la vida / —como lo he venido haciendo sin descanso—‖. Toda separación que se pretende brusca implica una búsqueda de definición propia. En Los compañeros, Marco Antonio Flores provoca esa separación diciendo ―Madre, déjame vivir‖, como un intento de-sesperado de evitar la asfixia. Sí: la imagen materna puede convertirse en muro que delimita espacios y que ahoga. En la novela Afuera, de Javier Payeras, se plantea el conflicto del adentro y el afuera de una personalidad que empieza a configurarse en medio de relaciones conflictivas, dudas, soledad e inmenso miedo. La relación madre-hijo se produce en el silencio, en el hermetismo (―se sentía incómoda cuando tenía que hablar conmigo‖); la indiferencia se vuelve hostilidad, y la protección se confunde con el aislamiento. Todas esas cargas negativas se subliman y dirigen toda su potencia hacia la creación literaria, que en el caso del personaje funciona como válvula de escape y exorcismo.

La contraposición madre-hijo es constante en los textos anteriores; sin embargo, un conflicto similar aparece en varios poemas de los libros Cuentos infantiles y Quizá este día tampoco sea hoy, de Vania Vargas, a partir de un mecanismo opuesto: la identificación madre-hija. Notorio es el esfuerzo para asimilar ideales que se observan en la madre, grande la frustración al no satisfacerlos por completo. El amor, la felicidad, y la vida misma se vuelven espejismos que se alejan. Es entonces cuando la lucha y la solución se vuelven impostergables: la voz poética se suelta poco a poco e inicia la búsqueda de la propia identidad. Es necesario soltar el biberón e ir en busca del alimento, erguirse de la cuna y enfrentar. Porque la vida es eso que ―está allá afuera / y corre salvaje‖. Para eso hemos venido: para correr a su lado.

La madre como patria y como historia La noción de patria se define en términos de vinculación y remite al nacimiento. Al momento de nacer el individuo establece unas relaciones (afectivas e históricas) tanto con la madre biológica como con el lugar específico que lo recibe en el parto. Simbólicamente, el vientre se amplía y se convierte en patria. En el poema aludido de Morales Santos se establece una relación de identidad entre madre y país: ambos aparecen afectados por condicionantes históricas y sociales de injusticia que el poeta denuncia cuando dice ―déjame recordarte pequeñita de cuerpo, con el temor de hallarlo / rajado por el peso que impone la pobreza‖. Esa ―suave patria‖ es la madre avanzando ―descalza y sin temores‖ sobre el tiempo, permitiendo a manera de espejo que el poeta se encuentre con su propia imagen mediante la imagen maternal (―permitiéndome ver más claramente / el presente y el futuro / como cuando en tu mano he leído mi pasado‖). Se evoca en el texto a una madre de infancia ―breve, ineficaz infancia / amputada a los once años‖. El poeta intuye el atropello al que ha sido sometida su madre, y aunque no lo entiende cree que es el mismo que ha sufrido su patria, esa Guatemala de corta infancia que se origina en una violación: la violación que implica la Conquista y el mantenimiento de sus condiciones.