El Apego en La Adolescencia

El apego en la adolescencia Ps. Javier Morán Kneer Magister en Psicología de la Adolescencia. [email protected] La inv

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El apego en la adolescencia Ps. Javier Morán Kneer Magister en Psicología de la Adolescencia. [email protected]

La investigación en apego en la adolescencia ha tenido un fuerte vínculo con el estudio del apego adulto. Es esta la principal razón por la que me parece relevante introducir este tema haciendo referencia, en primer lugar al estudio que realizó A continuación se realiza una revisión de la teoría del apego en la adultez, como forma de introducir la evidencia existente en adolescentes. Un hito importante en el estudio del apego adulto corresponde al desarrollo de la AAI (George, Kaplan y Main, 1985) como estrategia para evaluar el apego en esta etapa, demostrando equivalencia con las categorías de apego encontradas por Ainsworth (1978) a través del procedimiento de la situación extraña. A través de la entrevista de apego en adultos George, Kaplan y Main describen los siguientes estilos de apego que esta escala permite identificar:

i) Estilo de apego Seguro/autónomo (F)

En sus relatos, la persona segura describe estas experiencias con un discurso coherente, cercano y claro, con capacidad para acceder a recuerdos tanto positivos como negativos sobre las relaciones con los cuidadores. Caracterizándose por principalmente, por presentar recuerdos de la infancia en su mayoría positivos, cálidos y afectivos y por el valor positivo que conceden a las relaciones afectivas a lo largo de su desarrollo (Melero, 2008). El modelo mental de relación se caracteriza por un sentido de confianza básico sobre la disponibilidad y accesibilidad de sus figuras de apego (Mayseless, 1996, citado en Melero, 2008). Estas personas son autónomas en diferentes áreas de su vida, como son el trabajo, la familia, los amigos, los retos personales, pero al mismo tiempo buscan apoyo emocional en sus figuras de apego cuando lo necesitan. Como señala Mayseless (1996) una persona segura es aquella con un equilibrio entre las necesidades afectivas y la autonomía personal.

Haciendo una extrapolación de la etapa infantil, diremos que las personas seguras son capaces de explorar el entorno que les rodea, puesto que la confianza en sí mismos, y en la respuesta positiva de los demás, les lleva a arriesgar sabiendo que ante un problema tendrán donde refugiarse y recuperar su seguridad (ibid).

ii) Estilo de apego Preocupado (E)

Esta categoría también denominada ambivalente o dependiente (George et al., 1985), corresponde a los infantes clasificados como inseguros/ambivalente. El estado mental consiste en una sobrepreocupación y excesivo envolvimiento de los temas relacionados con el apego. En general, se observa que el individuo no puede superar o ir más allá de esta sobrepreocupación. Más específicamente, existe una incapacidad de ver la relación de apego con los padres de un modo distanciado y autónomo, lo que inevitablemente genera un sentido del sí-mismo en completa dependencia de las relaciones familiares (Lecannelier, 2009). Estas personas experimentan una mezcla de cercanía a los padres al tiempo que informan de una sensación de intentos frustrados en su lucha por conseguir el apoyo emocional que necesitaban. La relación actual con los padres aparece marcada por enfado activo o pasivo, recordando a sus padres como injustos en su conducta hacia ellos e inaccesibles y sintiéndose, en general, poco comprendidos (Hazan y Shaver, 1987). Del mismo modo, existe una incapacidad para monitorear metacognitivamente los afectos relativos al apego (especialmente la rabia), generando narrativas descontroladas e incoherentes. Otra característica propia de la coherencia narrativa de este estilo es su cambio de opinión respecto a la valoración de los padres, así también, los relatos tienden a ser excesivamente largos y con atención a detalles innecesarios (Lecannelier, 2009). La constante insatisfacción, tanto real como derivada de su modelo mental que asume que sus actos no tienen relación directa con sus consecuencias, les convierte en personas que no sólo están constantemente buscando confirmación de que son queridos, sino que, además creen ser ineficaces socialmente e incapaces de hacerse querer de modo estable, mostrando siempre un temor al posible abandono o rechazo. La persona dependiente sigue anclada en sus relaciones pasadas, siendo excesivamente sensible a las

reacciones y sentimientos que los demás muestran hacia ellos y mostrándose altamente preocupada por las relaciones de apego (Melero, 2008).

iii)

Estilo de apego Devaluador (Ds)

Esta categoría corresponde a los infantes clasificados por Ainsworth (1978) como inseguro-evitantes. Se caracterizan por tener una imagen, o bien idealizada, o bien despectiva de sus padres, por la insistencia en la incapacidad de recordar hechos concretos que ilustren sus apreciaciones (aunque cuando recuerdan algo concreto suele ser algún episodio de rechazo), por las formulaciones cognitivas desprovistas de afecto y por la negación de la influencia de las experiencias tempranas del apego en su desarrollo posterior. Utilizan la exclusión defensiva para manejar la ansiedad asociada a las cuestiones relacionadas con el apego. Con frecuencia tiene limitado el acceso a los recuerdos sobre momentos de su infancia en que se activó el sistema de apego (amenazas o abusos) (Canton y Cortés, 2003). Pueden realizar afirmaciones tan improbables como “nunca estuve realmente enfermo cuando niño o nunca me sentí herido”. Sin embargo, si acceden a estos recuerdos mantienen un sentimiento de invulnerabilidad personal, como cuando afirman que las circunstancias problemáticas que vivieron no les afectaron negativamente. Esta exclusión defensiva, se relaciona con la idealización de los padres. Por ejemplo, pueden describirlos como perfectos o maravillosos, pero sin aportar datos que avalen esta afirmación. Sus declaraciones no cumplen los requisitos de calidad (información no creíble, detalles inadecuados). En general, muestran una desactivación del sistema de apego y una devaluación de este tipo de relaciones (ibid).

iv) Estilo de apego Irresuelto/desorganizado (U)

En esta categoría se confirmaban las historias familiares de abuso, negligencia, trastornos mentales severos, duelos no resueltos o historias de maltrato observados por Main y Salomon (1986). Fonagy (1999 citado en Melero, 2008) señala que, en estas personas, las conductas de apego están desorganizadas porque buscan desesperadamente cercanía física al tiempo que intentan crear una distancia mental. El adulto desorganizado

parte de una infancia donde las necesidades y el comportamiento paterno es desestructurado y atemorizante lo que, lejos de permitir al niño desarrollar una estrategia saludable para satisfacer sus necesidades de apego, actúan causando desorganización en el comportamiento. La desorganización puede considerarse el extremo de la disfuncionalidad del sistema de apego (Melero, 2008).

Modelo de los 4 grupos de apego de Bartholomew y Horowitz.

Tras revisar los estudios sobre apego adulto Bartholomew y Horowitz (1990) analizaron detenidamente los aspectos en que difería la investigación sobre el apego en adultos. Estos autores parten de la premisa de que los patrones de apego reflejan tanto los modelos de funcionamiento del sí mismo como los de la figura de apego. Estos modelos del sí mismo pueden dicotomizarse como positivos (se cree que el sí mismo merece amor y atención) o negativos (se cree del sí mismo que no los merece). Del mismo modo, los modelos de la figura de apego pueden ser positivos (se cree que el otro está disponible y se preocupa por uno) o negativos (se cree que el otro lo rechaza, se muestra distante o no se preocupa por uno) (Feeney y Noller, 2001). Lo anterior se observa gráficamente en la figura 1:

Figura 1. Modelo de dos dimensiones y cuatro categorías de Bartholomew y Horowitz, 1991

Bartholomew (1990) propone que el modelo del funcionamiento del sí mismo (positivo, negativo) puede combinarse con el modelo de funcionamiento del otro para definir cuatro modelos de apego adulto. Estos cuatro estilos parten de dos dimensiones subyacentes: el objeto de los modelos mentales (el sí mismo o el otro) y el sentimiento predominante a ese objeto (positivo o negativo). Según el punto de vista de esta investigadora, los individuos con modelos positivos de los otros (los no evitativos) podrían ser seguros o preocupados según su nivel de dependencia. Los individuos con modelos negativos de los demás (los evitativos) podrían ser resistentes o temerosos, de nuevo en función de la dependencia, es decir, tanto los grupos resistentes como los temerosos tienden a evitar las relaciones cercanas pero difieren en el grado en que dependen de la aceptación de los demás. Los evitativos resistentes enfatizan la importancia del logro y la independencia, y por eso desean mantener la sensación de su propio valor aun a expensas de perder intimidad con otras personas. Por el contrario, los evitativos temerosos desean la intimidad pero les falta confianza y tienen miedo al rechazo; por esta razón evitan las relaciones cercanas en las que podrían ser vulnerables a la pérdida o al rechazo (Feeney y Noller, 2001).

Principales evidencia sobre el apego en la adolescencia

En la adolescencia, los modelos internos de trabajo adquieren importancia al proporcionar al individuo estrategias para mantener o restaurar la seguridad propia. De esta manera, al tener la certeza de contar con el apoyo y la disponibilidad de los padres (figuras de apego primarias), se tiene la base para la formación de una personalidad sólida y estable. Al respecto, Lieberman, Doyle y Markiewicz (1999) han destacado que “un cambio fundamental en este período vital es la emergencia de una organización del apego que predice la conducta futura en el ámbito de las relaciones amorosas y con los hijos. Esta emergencia sucede en base a los patrones de apego desarrollados a través de las relaciones establecidas con múltiples cuidadores. De este modo, emerge una estrategia integrada para el acercamiento a las relaciones de apego, que es altamente predictiva de la futura conducta de apego. Esto implica un mayor grado de abstracción y generalización que

permita la emergencia de un punto de vista en relación al apego, desde el cual los múltiples modelos sobre las distintas relaciones de apego puedan ser integrados” (p. 204) Aunque estos modelos, como ya se ha señalado, tienden a ser relativamente estables, bajo algunas circunstancias producto de la experiencia personal, podrían resultar abiertos al cambio. Estos cambios ocurrirían dentro de ciertos límites, puesto que las representaciones de las experiencias anteriores filtran las expectativas del individuo e influyen en su percepción de estas interacciones (Marrone, 2001). Fundamentalmente, como ha señalado Allen y Land (1999), la madurez que adquiere el adolescente, y que le permite lograr mayor autonomía, toma de perspectiva y nuevas experiencias relacionales, sería un factor asociado a la posibilidad de reconceptualizar sus experiencias pasadas de apego. En ausencia de estresores graves, el logro de mayor madurez y nuevas experiencias de relaciones interpersonales se esperaría la tendencia al logro de mayor seguridad en el apego y coherencia e integración de los modelos internos (Allen y Land, 2004). Este mismo autor ha destacado que durante la infancia coexisten diversos modelos internos, pero en la adolescencia se produce una jerarquización y una síntesis de estos modelos previos (Allen y Land, 2000, citado en Martínez y Santelices, 2005).

El apego del adolescente a sus padres

A pesar que durante esta etapa, los adolescentes realizan bastantes esfuerzos para ser menos dependientes de sus cuidadores, atravesando un período de profundas transformaciones cognitivas, emocionales y conductuales, la perspectiva del ciclo vital de Bowlby hace hincapié en la importancia del apego o vinculación con los padres durante este periodo. El mantenimiento de la proximidad física no resulta tan esencial en los niños mayores y adolescentes, pero la disponibilidad de la figura de apego sigue siendo el objetivo central del sistema de apego. Si bien la frecuencia e intensidad de la conducta de apego declina con la edad, la calidad del vínculo se mantiene estable, especialmente a partir de la adolescencia temprana (Canton, Duarte, 2006). Diversos estudios (Larson, Richards, Moneta, Holmbeck & Duckett, 1996; Steinmerg, 1990. Kerns et al.1996, en Oliva, 2006) señalan que en la mitad de la infancia y adolescencia, los niños siguen dependiendo de sus figuras de apego, ya que éstos les proporcionarían una base segura,

desde la cual explorar y actuarían como una fuente de contención y consuelo en momentos de estrés. A diferencia de la infancia, donde los individuos sólo buscan la seguridad que otras figuras de apego les pueden proveer, a partir de la adolescencia, los seres humanos son capaces de formar parte de una relación caracterizada por la búsqueda y provisión mutua de seguridad, integrando los sistemas de cuidado, apego y sexualidad (Hazan y Zeifman, 1999), evolucionando desde la asimetría hacia la reciprocidad. El contacto físico con la figura de apego, no obstante lo observado en la infancia, es menor, lo que no quiere decir que no exista aún dependencia con ésta, entendiéndose que la distancia física de esta figura, se debe a que el adolescente va adquiriendo mayores capacidades físicas y mentales. En palabras de Levisky (1999) “los adolescentes demuestran no necesitar de los padres e incluso desean que se alejen. Pueden confiar incondicionalmente en ellos y reconocer que su pérdida les sería difícil de superar, pero a la vez se distan de éstos cada vez más tiempo y en más cosas. En cambio, cuando están enfermos o en momentos de aflicción, vuelven a necesitar a las figuras de apego como cuando eran niños. La relación con los padres puede ser en algunos momentos de armonía con comunicación fluida y en otros momentos de conflicto en que se repliegan y rechazan totalmente la comunicación con ellos. Por otro lado pueden aparecer sentimientos contradictorios hacia los padres: aceptación y rechazo, orgullo y vergüenza, amor y odio, simpatía y antipatía (pp.67). De acuerdo a Allen (2003), la base segura padre-adolescente está definida por la combinación de un mutuo respeto entre ambos durante los desacuerdos, desvalorización del adolescente a sus padres y la sensibilidad y soporte paterno. Las características de esta relación ayudaría al adolescente en el desarrollo de las capacidades para la toma de distancia cognitiva y emocional y para la evaluación de su relación con sus padres (Allen y Land, 2004). De esta manera es importante destacar, que el vuelco hacia el exterior, va a estar fuertemente determinado, por lo acontecido, durante años, o al menos los primeros años de vida, en el seno familiar, considerando, que probablemente, de aquí provienen las principales figuras de apego. Esto es lo que Schneider, Atkinson y Tardif (2001, citado en Sánchez-Queija y Alfredo Oliva, 2003) confirmaron en un metaanálisis con 63 investigaciones en las que se analizaba la relación entre el apego establecido con los progenitores y las posteriores relaciones con los iguales, donde concluyen que existe más

continuidad entre el apego a progenitores y el vínculo con el mejor amigo o amiga que con las relaciones con el grupo de iguales. Esto apoya la idea de Bowlby (1979) de que la capacidad predictiva del vínculo de apego se aplica principalmente a las relaciones afectivas estrechas. Este estudio además constata que las investigaciones que se realizan en este sentido se refieren fundamentalmente a la madre y poco sabemos del papel del padre. Efectivamente, son escasos los estudios en los que se tiene en cuenta el vínculo establecido con ambos progenitores (Sánchez-Queija y Alfredo Oliva, 2003). Algunos autores han destacado la existencia de una cierta compensación entre las relaciones con los padres y las relaciones con los iguales, de forma que aquellos adolescentes que encuentran un menor apoyo emocional en su familia se vincularían de forma más estrecha con sus compañeros (Steinberg y Silverberg, 1986). Sin embargo, la mayor parte de los estudios apuntan en sentido contrario, y son aquellos niños y adolescentes que han establecido mejores vínculos afectivos con sus padres quienes se muestran más competentes para establecer relaciones estrechas con sus compañeros (Furman y Wehner, 1994; Brown y Huang, 1995; Freitag, Belsky, Grossmann, Grossmann y Scheuerer-Englisch, 1996; Shulman, Laursen y Karpovsky, 1997; Allen, Moore, Kuperminc y Bell, 1998, citado en Sánchez-Queija y Alfredo Oliva, 2003). Finalmente, algunos estudios han señalado que podrían existir diferencias de género en el apego adolescente a sus padres. Esto, debido a la proximidad/distancia que se establece con la figura de apego del mismo o diferente sexo. El apego hacia la madre, permanecería invariable, considerando que en la mayoría de los casos ésta es la principal figura de apego. Se observarían diferencias en el apego hacia el padre, con quien en la adolescencia se establecería una relación más distante, que en fases tempranas de la vida. Una forma de comprender lo antes descrito, es observando la conducta de una mujer adolescente. Ésta, en la mayoría de los casos, permanecería cercana a la madre, en una relación que es comprendida desde la complicidad y necesidad de apoyo y contención. Con el padre, producto del desarrollo puberal, la proximidad física en sí, comienza a disminuir, y las diferencias entre género se comienzan a hacer aún más evidentes (Burge, D., Hammer, C., Davila, J. 1997).

El apego del adolescente a sus pares

Con respecto al apego a lo pares, Sanchez-Queija y Oliva (2003) han señalado que, si a lo largo de todo el ciclo vital las relaciones con los iguales juegan un papel fundamental en el desarrollo y bienestar psicológico de los seres humanos, durante la adolescencia, y en la medida en que éstos se van desvinculado de sus padres, las relaciones con los compañeros van ganando importancia, intensidad y estabilidad, de tal forma que el grupo de iguales va a pasar a constituir un contexto de socialización preferente y una importante fuente de apoyo Respecto a este punto, diversos autores (Hartup, 1992: Allen y Land, 1999; Oliva, 1999, citados en Sanchez-Queija y Oliva, 2003) al referirse al papel que cobra la intimidad entre pares han señalado incluso que “a partir de la adolescencia media se convertirá (el amigo) en la principal figura de apego, de forma que el apoyo emocional y la intimidad serán unas características esenciales de las relaciones de amistad” (p. 72). Rich (1995) apoya este punto y señala que, si bien la familia representa el contexto de desarrollo más importante, tras la pubertad tendrá que compartir con el grupo de iguales su capacidad de influencia, hasta situarse en muchos casos en un segundo lugar. Al respecto, Hazan y Zeifman (1994) se interesaron por los procesos, mediante los cuales los adolescentes transfieren a otros adolescentes de su misma edad los apegos primarios que han establecido con sus padres. En un estudio realizado por estos investigadores se sugiere que el período que se extiende entre la niñez y la adolescencia está marcado por un cambio gradual en el objeto de las conductas de apego, transfiriéndose algunas de sus funciones (o componentes) antes que otras de padres a pares. Aunque todos los sujetos de la muestra preferían pasar el tiempo en compañía de sus pares en lugar de con sus padres (mantenimiento de la proximidad), otros componentes del apego mostraban rasgos claramente influenciados por el desarrollo. Entre las edades de 8 y 14 años tenía lugar un cambio en el objeto de la función de refugio seguro, pasando a preferirse a los pares corno fuente de apoyo y consuelo. En las funciones de protesta de separación y base segura, los pares no ocupaban el lugar de los padres hasta la última etapa de la adolescencia. Estos resultados sugieren que los apegos con los pares se exploran, en un primer momento, desde la base de la seguridad parental.

Desde una perspectiva evolutiva, se ha podido observar que durante la mitad de la adolescencia, es posible señalar que los pares constituyen una fuente de intimidad, de retro alimentación sobre la conducta social y sobre las relaciones de apego. Esto se modificaría luego, de forma que recién al final de la adolescencia los pares pasan a constituirse como figuras de apego en todos los sentidos de esta palabra, de hecho, la creciente necesidad de autonomía puede presionar a los individuos para que utilicen a sus pares como figuras de apego. Desde este punto de vista, las necesidades y conducta de apego son gradualmente transferidas hacia los pares, esta transferencia involucra una transformación desde las relaciones jerárquicas de apego hacia relaciones con iguales. Además, se considera que las relaciones románticas establecidas durante esta etapa del ciclo vital no sólo resultan del desarrollo de intereses en la creación de vínculos de apego con los pares, sino que también reflejan el operar del sistema de la sexualidad. Los sistemas de apego y sexualidad empujan a los individuos hacia el establecimiento de relaciones de pares caracterizadas por una suficiente intensidad, intereses compartidos y fuertes afectos (Dujovne y Harcha, 2003). Sobre este último punto, Allen y Land (1999) han destacado que un aspecto de gran importancia durante esta etapa de la vida es que se pasa, de ser un receptor de cuidado y atención por parte de los padres, a poseer el potencial de brindar este cuidado a otros. Esto permite ver cómo el vínculo de apego adquiere un carácter bidireccional donde una misma persona tiene la capacidad de proporcionar cuidado y a la vez recibirlo. En otras palabras, la adolescencia, más que ser una etapa en la que los vínculos de apego se debilitan y desaparecen, es una época en la que éstos sufren una transformación; son transferidos gradualmente al grupo de pares y a la pareja. Por último, es fundamental destacar que el estudio de los estilos de apego en la adolescencia también ha traído diversas conclusiones y nuevas observaciones relevantes sobre esta etapa y su posible relación con la interacción con otros e incluso respecto al desarrollo de psicopatología. Un estudio, realizado por Lieberman, Doyle y Markiewicz (2009), señala, que un adolescente con un estilo de apego ansioso/evitativo, sería percibido por sus pares, como alguien hostil y condescendiente; un adolescente con apego ambivalente, en cambio, como alguien ansioso y con dificultades en la adaptación o adecuación social. La calidad del apego, entonces, tiene un papel importante en la

comprensión del funcionamiento interpersonal; en el abordaje de las relaciones que el adolescente establece con sus pares. Del mismo modo, como el estilo de apego, nos permite comprender cómo se desenvolverá el adolescente en su entorno social, también nos permite vislumbrar sintomatología asociada al estilo de apego. Es así como se señala que un adolescente ansioso/evitativo, tendría mayor probabilidad de tener un trastorno de personalidad antisocial, problemas conductuales o abuso de sustancias; mientras que el apego ambivalente, estaría relacionado con trastornos afectivos, necesidad de aceptación constante y mayor cantidad de síntomas (Scott y Wright, 2003). Ciertos componentes del apego, pueden permanecer estables con la edad, mientras que otros pueden cambiar. Si bien los estilos de apego suelen ser estables en el tiempo, las distintas experiencias de vida, pueden alterar esta estabilidad y generar una discontinuidad en el estilo de apego. Experiencias como el maltrato, la depresión materna, entre otras, alteran el continuo del estilo de apego (Scott y Wright, 2003).

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