Egon Schiele. Los Límites de La Expresión

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Wally Neuzil con medias negras, 1912

34 / El Viejo Topo 314 / marzo 2014

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Egon Schiele: Los límites de la expresión por Antonio García Vila

L

a pintura de Egon Shiele es una de las más representativas de una época vertiginosa. En él confluyen el Expresionismo y Viena, una mezcla explosiva que le conducirá a una representación del cuerpo y su psiquismo en los límites de lo que, en su tiempo, era posible expresar.

Para Alejandro, expresión de la nobleza y la alegría, para que no las pierda, ni la una ni la otra, en sus futuras luchas.

Un reciente libro, de precioso título, de la filósofa Carla Carmona, En la cuerda floja de lo eterno. Sobre la gramática alucinada de Egon Schiele (Acantilado, 2013), nos depara la oportunidad de volver a reflexionar sobre un peculiar pintor y una compleja época en la que el arte, la sociedad y el pensamiento se revolucionaban a sí mismos y, cuestionándose y explorando sus límites y su función, daban origen a nuestro mundo. En Schiele confluyeron la prodigiosa herencia de la Viena finisecular, esa especie de Babilonia según la viera Kraus, ornamental y puritana al tiempo que inmoral y autorreflexiva, en la que Freud proponía el psicoanálisis, Musil transformaba la novela contemporánea y Wittgenstein mandaba callar sobre lo que no se podía hablar, y la explosión expresionista alemana que facilitaría –o exigiría– la renovación de la pintura moderna hasta hacerla irreconocible. Fue la época de las vanguardias, de la Primera Guerra Mundial, de la República de Weimar y de la formación y auge de los fascismos; la época de la Revolución Rusa y del compromiso político. Schiele no participó en política ni se implicó en los agudos problemas socioeconómicos e ideológicos de su tiempo. De hecho la Primera Gran Guerra, y

su matrimonio burgués, parecieron estabilizarle, calmarle, y dulcificaron su estilo. Murió de gripe en 1918, el 31 de octubre, tres días después de que lo hiciera su mujer, embarazada de cinco meses, y unos meses más tarde que su maestro Klimt. Tenía veintiocho años y nunca sabremos si lo más interesante que tenía que decir lo había expresado ya. Un arte de oposición El Expresionismo, “una revolución artística alemana”, según la define Dietmar Elger, derivó claramente de muchos de los hallazgos franceses precedentes, en especial de Van Gogh, Gauguin o Cézanne, pero también de Munch o Ensor, mas sería la especificidad del “carácter alemán” lo que determinaría su origen: “El equilibrio armónico entre forma y contenido, alcanzado idealmente en la pintura ‘pura’, se ve alterado con demasiada frecuencia por el peso de los conceptos filosóficos, el idealismo o el Romanticismo. Este rasgo fundamental del carácter alemán iba a ser también el origen del expresionismo; sin embargo, en dicho movimiento la expresión determinaría a la forma, la cual, además, se libraría por fin de la obligación de aparecer bajo el disfraz de una ninfa, un héroe o una alegoría. El proceso mediante el cual los colores y las formas se hicieron depositarios de la idea pictórica desembocó de manera lógica en el arte abstracto”, escribe Wolf-Dieter Dube en Los expresio-

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nistas (Destino, 1997). Ya Wilhelm Worringer en 1908 (Abs tracción y percepción), y 1912 (Problemas del gótico), había propuesto que las obras de arte eran el resultado de un impulso interior que ponía de manifiesto los valores espirituales y el ánimo del artista o, incluso, de todo un pueblo, indicando cómo lo agitado y convulso de las líneas del gótico septentrional correspondían a la vida interior oprimida de los pueblos nórdicos. Así, frente a la serenidad del clasicismo mediterráneo, la tradición germánica, que alumbraría finalmente el Expresionismo, se caracterizaría por su tendencia especulativa, por su atracción por lo misterioso, lo trascendental o lo demoníaco. Coincidiendo con Goethe en que las épocas progresivas son objetivas y las declinantes subjetivas, Worringer ve en su época y en Alemania una “discordancia interior” en la que los individuos se sienten aislados frente a un medio hostil, una realidad extraña y amenazante que les impulsa a transformarla extrayendo los objetos de su contexto propio y liberándolos de sus interrelaciones. Se llegaría así, como recordaba Dube, a lo abstracto. La ciencia (Heisenberg, Einstein, Bohr, Planck) había dinamitado los conceptos clásicos de materia, energía, espacio y tiempo; el psicoanálisis roía, desde dentro, la razón, y no hacía mucho que Nietzsche había certificado la muerte de Dios. ¿Qué le quedaba al arte? El paso hasta la abstracción, sin embargo, tomó diferentes caminos, y algunos de ellos no condujeron, precisamente, a lo abstracto, pues, no debemos olvidarlo, el Expresionismo surgirá, como señala Mario de Micheli en Las vanguardias artísticas del siglo XX (Alianza, 2004), como un movimiento de protesta, “un arte de oposición”, de ahí los compromisos políticos de muchos de ellos, fundamentalmente con la izquierda y el comunismo. El “mundo de ayer” entraba en crisis y la política y el capitalismo tomaban el mando. Habría abstracción, sí, pero también retorno de lo real. Los expresionistas no fueron aficionados a los manifiestos, a pesar de que escribieran a menudo sobre ellos mismos o sus obras, e

...contra esa burguesía acomodada que había perdido por completo su memoria revolucionaria, gobernando ahora un ca pitalismo ya sin obstáculos...

incluso el término Expresionismo ofrece dudas sobre su origen. Jenaro Talens en su prólogo a Sebastian en sueños y otros poemas (Galaxia Gutenberg, 2006), de Georg Trakl, poeta de claras afinidades con Schiele, “Hermana de tristeza tormentosa”, afirma que el primero en utilizar sistemáticamente el tér-

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Egon Schiele, 1918

mino expresionismo “para definir un arte que, a todas luces, rompía tanto con el naturalismo y el neorromanticismo decimonónico como con el impresionismo y el neoclasicismo aún imperante en los primeros años del novecientos” fue un poeta: Otto zur Linde, aunque fuera Worringer quien le otorgara carta de naturaleza “disociando impresionismo de expresionismo a partir de la distinción entre el espíritu de empatía (participación, o mejor, identificación emotiva), propio, según Worrin ger, del impresionismo, y un espíritu de abstracción”. Y apunta que Guillermo de Torre, siguiendo a H. Bahr, atribuye dicha distinción a otro crítico de arte, Alois Riegl, lo que manifiesta el origen no literario de un movimiento que, a la postre, abarcaría todas las artes y sería, prácticamente, una forma de entender la vida. Wolf-Dieter Dube, en la obra citada, menciona la posibilidad de que el término derivara del uso que el pintor Julien-Auguste Hervé hizo de él en una exposición de 1901 en el Salon des Indépendants de París, en la que presentaba unos estudios de naturaleza de estilo académico-realista a los que dio la genérica denominación de expressionnisme. También se le atribuye al crítico Louis Vauxcelles, que describió como

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expresionistas las obras de Matisse. Y una anécdota responsabiliza a Paul Cassirer del hallazgo cuando, en una sesión de la junta seleccionadora de la Secesión de Berlín, alguien preguntó si la última pieza de Pechstein podía encuadrarse dentro del Impresionismo, a lo que Cassirer respondería categórico que no, que aquello era Expresionismo. Ya en 1911, en el prefacio del catálogo de la vigesimosegunda exposición de la Secesión berlinesa, Braque, Derain, Picasso, Vlaminck o Dufy, son calificados de expresionistas. En ese mismo año Worringer la usa y, también en 1911, Paul Ferdinand Schmidt publica en la revista Rheinlande su artículo “Über Expressionisten”. A pesar de ser un producto esencialmente alemán, no es hasta 1913 que se realiza una exposición de artistas alemanes bajo el epígrafe de expresionistas, y no es hasta el 14 que aparece la primera monografía sobre el Expresionismo en la que Paul Fechter define el término como el movimiento alemán nacido para hacer frente al Impresionismo, paralelo al Cubismo en Francia o el Futurismo en Italia. Pero el Expresionismo sería más que eso. Lo cierto es que la época estaba preñada de Expresionismo y su nacimiento era ineludible. Contra el Impresionismo, sin el que el Expresionismo no hubiera surgido, es verdad, pero que había devenido el arte de la pujante burguesía; contra esa burguesía acomodada que había perdido por completo su memoria revolucionaria, gobernando ahora un capitalismo ya sin obstáculos que transformaba las ciudades (especulación, circulación, represión) arrojando al proletariado a los suburbios más infectos y marcaba el buen gusto y la doble moral; contra el racionalismo y el positivismo, y contra un supuesto progreso que, curiosamente, siempre promocionaba a los mismos: contra la sociedad que heredaban, contra el Padre, por la independen cia del arte, por el color, la línea… August Macke lo sintetizaba así en el Almanaque “Der Blaue Reiter”, en 1912: “Un día soleado, un día nublado, una cámara persa, un vaso sagrado, un ídolo pagano y una corona de siemprevivas, una iglesia gótica y un junco chino, la proa de un barco de piratas, la palabra pirata y la palabra sagrado, oscuridad, noche, primavera, los cimbales y su sonido y el cañonear del acorazado, la esfinge egipcia y el lunar en la mejillita de la coqueta parisina. La luz de la lámpara de Ibsen y Maeterlinck, la pintura de las calles y de las ruinas de la aldea, las represen-

El molino, 1916

Casa con ropa tendida, 1917

taciones de los misterios en la Edad Media y el miedo en los niños, un paisaje de Van Gogh y una naturaleza muerta de Cézanne, el zumbar de las hélices y el relinchar de los caballos, el grito de hurra de una carga de caballería y el adorno guerrero de un indio, el cello y las campanas, el agudo silbido de la locomotora y lo catedralicio de un hayal, máscaras y escenarios en los japoneses y en los griegos, el tambor misterioso y sordo del faquir indio”. Vanguardia pura, como vemos. Y sigue

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Madre e hija, 1913

Macke: “La forma es un secreto para nosotros, ya que es la expresión de fuerzas misteriosas. Solo a través de ella vislumbramos las fuerzas enigmáticas, el ‘Dios invisible’. La creación de formas significa vivir. ¿No son los niños creadores que crean directamente del secreto de su sensación? ¿No son más creadores que los imitadores de forma griega? ¿No son artistas los salvajes que poseen su propia forma, fuerte como la forma del trueno?”. Y concluye: “El hombre exterioriza su vida en formas. Toda forma artística es manifestación de su vida interior”. Al mito del salvaje se suman los recientes descubrimientos ar queológicos, de las pinturas parietales paleolíticas, y se intuye en los niños una especial proximidad con la esencia de lo humano y, por tanto, como en los primitivos y, más tarde, en los locos, de la creación. Egon Schiele asumirá como divisa ser “eterno niño”. Renunciar a la madurez, sin embargo, tendrá consecuencias. Los niños son adorables pero, precisamente, porque son niños. Pocas cosas hay más ridículas –y peligrosas–

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que un adulto comportándose como una criatura de diez años. Mas los expresionistas son jóvenes y repudian el legado de sus mayores. De Munich a Dresde y a Berlín; de El Puente a El Jinete Azul; de la abstracción a la caricatura más feroz, De Kirchner a Klee, de Kandinsky a Dix, de Benn y Trakl a Werfel, Toller o Döblin; de los inicios titubeantes del nuevo siglo a la Primera Guerra Mundial, y, tras ella, la revolución, la República de Weimar y la apoteosis inversa de la gran hoguera del arte degenerado en el parque de bomberos de Berlín perpetrada por los nazis, en la que los expresionistas fueron las principales víctimas. Del Jungendstild a Dadá que, si bien surge como hijo, aunque bastardo, del Expresionismo, renegará de él con su feroz humor corrosivo, como de todo lo demás. El Expresionismo representará, sin más, la Vanguardia, se adelantará a todo y a todos hasta perecer agotado por su propia carrera. Si el Impresionismo pronto se convirtió en el arte burgués por excelencia, si el surrealismo acabaría colgado en láminas baratas en todas las casas de una clase media más o menos “cultivada”, el Expresionismo fue imposible de metabolizar del todo. Cabarets, Nueva Objetividad, grandes ciudades, películas de culto, teatro proletario y épico, con una mirada puesta en la URSS y otra en Estados Unidos, los expresionistas gritan, como en el célebre cuadro de Munch, al mundo. Así lo percibía H. Bahr en 1916: “Nunca hubo una época más turbada por la desesperación y por el horror de la muerte. Nunca un tan sepulcral silencio ha reinado en el mundo. Nunca el hombre fue tan pequeño. Nunca estuvo más inquieto. Nunca la alegría estuvo tan ausente y la libertad más muerta. Y he aquí gritar la desesperación: el hombre pide gritando su alma; un solo grito de angustia se eleva de nuestro tiempo. También el arte grita en las tinieblas, pide socorro e invoca al espíritu: es el expresionismo. Nunca había sucedido que una época se reflejase con tan nítida claridad, como la era del predominio burgués se reflejó en el impresionismo… El impresionismo es el despego del hombre del espíritu; el impresionista es el hombre degradado a la condición de gramófono del mundo exterior”. Al año siguiente, por si había dudas, K. Edschmid, en una conferencia,

Klimt conforma el puente que conduce, en Viena, desde el Impresionismo y el Simbolismo, al Expresionismo.

remacha el clavo que les aleja de los impresionistas: “El expresionismo, en cambio, no mira, ve; no cuenta: vive; no reproduce: recrea; no encuentra: busca”. Pero, ¿dónde buscar?

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Viena Egon Schiele nació en Tulln, a unas cuarenta millas al oeste de Viena, el 12 de junio de 1890. Tenía dos hermanas mayores y, en 1894, nacería Gertrude, con la que el artista mantendría una especial relación, aunque no tan extrema como la de Trakl con la suya, y a la que pintaría en numerosas ocasiones. Su padre, empleado ferroviario, padecía sífilis y sus accesos de locura eran frecuentes. En uno de ellos, como más tarde haría un juez, aunque por otros motivos, quemó sus dibujos. Sin embargo la relación de Egon con él no fue traumática y su muerte, en la última noche del año 1904, dejó en Schiele una honda huella. La familia de Trakl no se vio alterada por esos trastornos y, sin embargo, la ominosa presencia de la muerte se cernía sobre él como una promesa: desde los cinco años se repiten aparentes intentos de suicidio. Ambos compartían el amor a sus hermanas, parecida paleta de colores, una cierta visión del mundo y, salvando las distancias, escribían poesías similares. A pesar de ello a quien Trakl apreciaba era a Kokoschka, igual que Loos; de igual modo que a Wittgenstein –a quien Carla Carmona conecta con Schiele con frecuencia–, quien le gustaba, a pesar de no entenderlo, como él mismo reconocía, y de su escasa sensibilidad para el arte contemporáneo, era Trakl. Los primeros trabajos de Schiele fueron académicos, poco creativos, discretos, pero enseguida fue adquiriendo una fuerte personalidad inspirada y patrocinada desde muy pronto por la gran figura de referencia del momento: Gustav Klimt. Klimt conforma el puente que conduce, en Viena, desde el Impresionismo y el Simbolismo, al Expresionismo, un elemento imprescindible para entender no solo la evolución artística de la época, sino, también, sus contradicciones, sus fantasmas y sus triunfos, y que Carmona no parece valorar en su justa medida, como si reprochara al maestro no haber hecho lo que, gracias a él, ya sí podía lograr su discípulo. Klimt y Viena, Viena y Klimt reflejándose mutuamente, con sus oropeles, con su ornamentación, y, también, bajo el azogue, con una sexualidad que ondula el espejo, que dinamita la hipocresía y la doble moral. La Viena donde, casi todo, surge. “¡Ah Viena, ciudad de ensueños! ¡No hay lugar como Viena!” se burlaba a medias Musil, pero Kraus, el más feroz y lenguaraz de sus críticos sociales, el más furibundo e influyente, lo tenía muy claro: Viena era “el campo de pruebas de la destrucción del mundo”. En ella los burgueses pretendían ser aristócratas, y los aristócratas buscaban, sencillamente, no extinguirse. Era la ciudad de la soberbia Ringstrasse, de los paseos en carruaje por

Wally en blusa roja con las rodillas levantadas, 1913

Hombre agachado desnudo, 1917

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Eros, 1911

el Prater mostrando la opulencia y el lujo, y era la Viena de la miseria de los suburbios, de la falta de trabajo y la degradación; era la Viena del kitsch que predicaba la fidelidad marital y abominaba de los males de la promiscuidad, y también la ciudad del adulterio, la prostitución y la sífilis. La ciudad de la apariencia y la hipocresía y de los grandes genios. “¿Fue solamente una coincidencia que los orígenes de la música dodecafónica, de la arquitectura ‘moderna’, del positivismo legal y lógico, de la pintura no figurativa y del psicoanálisis –sin mencionar la reviviscencia del interés por Schopenhauer y Kierkegaard– tuviesen Viéndose en sueños, 1911 lugar simultáneamente y estuviesen concentrados, en tan gran medida, en Viena? ¿Fue meramente un hecho biográfico curioso que el joven director de orquesta Bruno Walter acompañase regularmente a Gustav Mahler a la mansión vienesa de la familia Wittgenstein, y que hubiesen descubierto en sus conversaciones que tenían un interés común por la filosofía kantiana, lo cual indujo a Mahler a regalar a Walter en las Navidades de 1894 una colección de las obras de Schopenhauer? ¿Y no fue más que una consecuencia particular de la versatilidad de Arnold Schönberg que produjese una sorprendente serie de pinturas y de ensayos altamente notables desde la cima de sus actividades revolucionarias como compositor y teórico de la música? [eso puede parecer,

Era la Viena del kitsch que predicaba la fidelidad marital y abominaba de los males de la promiscuidad, y también la ciudad del adulterio, la prostitución y la sífilis.

La hostia roja, 1911

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hasta que vemos a Schönberg regalando un ejemplar de su gran libro de texto musical, Harminielehre, al periodista y escritor Karl Kraus, con la dedicatoria: ‘He aprendido de usted más, quizá, de lo que alguien debiera aprender de otro si pretende permanecer independiente’”], se preguntan Janik y Toulmin en su clásica obra sobre la ciudad de Wittgenstein. Y efectivamente parece ser que no, que no fue mera coincidencia, que no fue una casualidad, que en Viena se estaba fra-

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guando, sencillamente, una nueva modernidad. Su desarrollo económico fue más tardío que el germano, pero allí también, finalmente, la burguesía, el Capital, tomaban el mando y, manteniendo la fachada de una dinastía condenada a su extinción, dictaba las normas. La cuestión social se tornaba candente. Es cierto, como señalara Peter Gay, que “en una época en la que esos límites se volvían vagos, siempre en disputa y estrechándose cada vez más, sobre todo para las clases medias, los resultados psicológicos eran mucho más complejos y menos agradables de lo que querían, impulsándoles a dudar de sí mismos y (otra experiencia típica de la burguesía victoriana) a sufrir ansiedad”, pero no todos los vieneses, desde luego, padecían el mismo tipo. Algunos lo estaban ante el problema de decorar –mal o bien– su casa, esas casas recargadas hasta el delirio que

Se alquilaba cualquier espacio disponible, aunque sólo fuera la cama, y no pocas jóvenes se dedicaban a la prostitución con tal de lograr un lecho donde dormir.

parecían anticuarios remozados por un decorador psicodélico y que serían la diana de las críticas de Kraus y, sobre todo, de Loos –dos grandes “puritanos”–, quien equipararía, en un problemático deslizamiento, ornamento y delito, implicando ética y estética, estética y Derecho. Pero muchos vieneses, sencillamente, no tenían ninguna casa que decorar. La crisis de la vivienda era un mal endémico que aquejaba a la ciudad, o más bien a su proletariado industrial. Su población había pasado de 476.220 habitantes en 1857 a 2.031.420 en 1910 y la media de moradores por vivienda era en esa fecha de 4,4 personas, con una media de 1,24 personas por habitación, incluyendo cocinas, baños y zaguanes, y un número considerable de personas estaban incluso reducidas a vivir en cuevas excavadas en los malecones del ferrocarril, en barcas, en lugares ocultos bajo puentes y en otros refugios de emergencia. Y aunque no se llegaba al extremo de Budapest, la capital de más rápido crecimiento de la época, donde se descubrió que, en 1905, 35 personas tenían su “nido” en las ramas de los árboles de los parques públicos, su situación era crítica. Se alquilaba cualquier espacio disponible, aunque sólo fuera la cama, y no pocas jóvenes se dedicaban a la prostitución con tal de lograr un lecho donde dormir. En los años ochenta los trabajadores tenían que soportar semanas laborales de siete días y setenta horas, interrumpidas tan solo por el absentismo de los lunes, debido a la resaca. Las fábricas empleaban a mujeres y niños, recibiendo

ellas un salario considerablemente más bajo que los varones, como es lógico. Los niños tampoco cobraban lo que un adulto, desde luego, aunque su situación “mejoró” en 1883 cuando se solicitó a los empresarios que tratasen de conceder a los pequeños el domingo como día de asueto, o que se les permitiese descansar una hora tras once de trabajo. Arte y ¿pornografía? Egon Schiele retrataba a esas niñas hijas del proletariado mostrando sus cuerpecillos desnudos, flacuchos, en poses no se sabe si lascivas o simplemente tristes. Lo hacía, sobre todo, porque le resultaba mucho más barato que pagar a una modelo y porque ninguna hija de un burgués consentiría. No denuncia nada: ve y pinta. A su modo. A Loos, que tanto detestaba el ornamento y el artificio, considerándolo un crimen, también le gustaban jovencitas, quizás demasiado, y tuvo que vérselas con la justicia: pasó cuatro meses en prisión acusado de pederastia. Su amigo el poeta Altenbeerg, tan exquisito, además de las drogas, también tenía esos “caprichos”, y hablaba de “niñas-doncella” para describir sus gustos, empapelando su cuarto con sus fotografías. Unos cuantos años más tarde, en 1991, un “accionista”, vienés, claro, Otto Muehl, mereció siete años de condena por abusos a menores. Parece obvio que una cosa es el ornamento, por muy feo que sea, y otra, por muy artista que se sea, el delito. Kraus escribía que él y Loos distinguían un orinal de una urna, no como los secesionistas, que los utilizaban indistintamente. Lástima que algunos no supieran distinguir entre un adorno y una violación. Es curioso que el mismo Kraus, por ejemplo, no entendiera en absoluto la obra de Klimt, y lanzara sus furibundos dardos contra él en numerosas ocasiones. Más curioso aún que Loos se guardara mucho de hacerlo y reservara sus diatribas para una figura menor como Hoffmann, identificando los patrones blancos y negros abstractos de éste con la degeneración sexual. Y todavía más sorprendente que lo hiciera quien había escrito que “todo el arte es erótico” y veía en dos rayas cruzadas a un hombre penetrando a una mujer. Schiele solo estuvo preso veinticuatro días, del 13 de abril al 7 de mayo de 1912, tras ser detenido en Neulengbach. Se le acusó de haber secuestrado a una niña y, posteriormente, de pornógrafo y de mostrar material obsceno a menores. El secuestro fue desestimado y la opinión que el juez tenía acerca de los dibujos de Schiele la dejó patente al quemar uno de ellos. Durante su estancia en prisión escribió algunas notas que luego Roessler, su amigo y crítico de arte de la prensa socialdemócrata, reescribiría y publicaría, y dibujó y pintó lo que pudo, trazando algunas piezas en verdad estupendas. Resulta curioso, sin embargo, que lo infecto del alojamiento lo asumiera como una afrenta personal, una agresión contra

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un artista, pero se deduce que no le debía parecer especialmente desagradable para cualquier otro preso carente de su sensibilidad. De hecho se estaba poniendo de relieve el nuevo estatus del artista en la modernidad. El 24 de abril, según el texto editado por su amigo (Maldoror lo publicó en español en 2004), escribe: “No demasiado lejos de mí, lo bastante cerca para que escuchara mi voz si yo gritase, instalado en su sala de audiencias, está un hombre que es juez o quién sabe qué, un hombre, pues, que se considera mejor que los demás, que tiene estudios, que ha vivido en la ciudad, ha frecuentado iglesias y museos, teatros y conciertos, e incluso sin ninguna duda exposiciones de arte, que cuenta, pues, entre las personas cultivadas, que ha leído o cuando menos ha oído hablar de biografías de artistas ¡y ese hombre puede asumir que yo esté encerrado en una jaula! ¿En qué piensa? ¿Qué conciencia tiene ese hombre?” Al fin y al cabo ¿quién demonios es un juez para arrestar a un Artista? Schiele se explica: “Yo nunca lo he ocultado: he realizado dibujos y acuarelas que son eróticos. Pero son obras de arte, puedo afirmarlo alto y fuerte, y las personas que comprenden algo de eso lo confirmarán de buena gana”. No es, pues, un juez, el Derecho o la sociedad, quien puede enjuiciar a un artista: solo otro artista; siempre y cuando esté de acuerdo con el primero. El mismo Kokoschka, en ¡1964!, tras la primera gran exposición de Schiele en Londres, le acusaba de pornográfico, además de haberle copiado. Sobre Klimt habían caído epítetos verdaderamente delirantes al respecto, y la cuestión parece no tener clara solución. ¿Qué es pornográfico? Recuerdo la anécdota de aquel viejo juez norteamericano que admitía no poder definirla, pero que “la identificaba en cuanto la veía”. Schiele no pinta obscenidades, afirma, es la retorcida mente de quienes le juzgan, que piensan como “cerdos”. Y la verEgon Schiele retrataba a esas niñas hijas del proletariado mostrando sus cuerpecillos desnudos, flacuchos, en poses no se dad es que sus niñas no tienen nada de sabe si lascivas o simplemente tristes

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pornográfico: lo realmente obsceno es que estuvieran famélicas. El joven pintor comparte época con Freud, no cabe duda: “Yo sé pertinentemente que existen muchos niños perversos. ¿Y qué significa de hecho ‘perverso’? ¿Han olvidado los adultos cómo fueron perversos, es decir, cuántas pulsiones sexuales los animaban y los excitaban cuan do eran niños? Yo no lo he olvidado, pues eso lo he sufrido atrozmente. Y estoy convencido de que el ser humano deberá sufrir tanto tiempo los tormentos ligados a la juventud como sea capaz de experimentar sensaciones sexuales”. La juventud es un tormento atroz porque se sienten deseos sexuales, es decir, los niños son perversos y el sexo una tortura. Estamos en Viena, no lo olvidemos, a principios del siglo XX. Schiele tiene claro que “esos cabrones me han encerrado”, y sabe exactamente por qué: “únicamente porque existo”. Cuando, por fin, el 8 de mayo es quemado uno de sus dibujos –mero anticipo de una futura pira– el pintor grita: “¡Auto de fe! ¡Savonarola! ¡Inquisición! ¡Edad Media!” Y deduce: “¡Todo aquel que no haya sufrido como yo deberá en adelante avergonzarse ante mí!” La identidad herida Contra el tópico de artista poco menos que maldito, Schiele no tardó demasiado en hacerse una reputación y en exponer en aquellos sitios donde merecía la pena hacerlo, pero los pocos años que tardó en asentarse los sufrió como un terrible desprecio. Pintó a su hermana Gerti, a Wally, su modelo y amante hasta que se deshizo de ella –ya no le convenía–; pintó girasoles oscuros y esquemáticos, ciudades y retratos estupendos, pero lo que más hizo fue pintarse a sí mismo, una y otra vez, de manera obsesiva, en una especie de “pantomima del yo” (W. G. Fischer) que constituye una ilustración inmejorable de su época. Es un expresionista, no hay duda, aunque sea el salvaje Kokoshka el que acostumbra a representar al movimiento en los manuales. Es un artista: ama la vida y ama la muerte; de hecho todo es una especie de muerte-vida. Eterno

Retrato de Wally, 1912

niño, se confiesa, pero cuando llega la hora de casarse, en 1915, le escribe a Roessler que descarta a Wally, modelo y amante ideal para un artista, sí, pero con escaso pedigrí para ostentar su apellido. Es un niño, pero no tonto. O a lo mejor es que, finalmente, ya no es un niño. Pero sí tonto. Quién sabe. Pretende conservarla, eso sí, como una especie de amante o algo parecido, a lo que ella se niega, pero se casa con Edith Harms. Los retratos que hizo de Edith, extraña justicia poética, no ten-

Es curioso que el mismo Kraus, por ejemplo, no entendiera en absoluto la obra de Klimt, y lanzara sus furibundos dardos contra él en numerosas ocasiones. drán nada que ver con los interesantísimos de Wally. Lo cierto es que son sus autorretratos los que ponen a prueba al espectador e, igualmente, lo que pueda expresarse, hasta dónde puede llegar un artista con sus colores, sus formas y sus pinceles y carboncillos: sus límites. No hay arte moderno, afirma Schiele: el arte es eterno, como también pensaba Wittgenstein, quien consideraba el arte como una especie de visión del objeto sub specie aeternitatis, y mandaba callar sobre lo que, consideraba, no podía hablarse. Al menos en sus escritos el filósofo no era tan contundente como con los niños a los que impartió

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Autorretrato con manguitos de rayas, 1915

Autorretrato con los dedos extendidos, 1911

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clases, a los que, literalmente, abría la cabeza a golpes, tal vez para que pudiera entrar en ella lo que el propio maestro no sabía cómo expresar. Una idea, la de Wittgenstein, que no es difícil enlazar con la aseveración heideggeriana de que “la obra de arte es la puesta-enobra de la verdad del ser”. El lenguaje era el tema de Wittgenstein, pero también de Kraus, Hofmannsthal, Mauthner, Musil o Freud, y, asimismo, el lenguaje, la expresión, era el tema de Schönberg, Schiele o Loos, esas “afinidades vienesas” que de forma magistral trató Josep Casals en 2003 (Anagrama), un Casals que en el 82, en Montesinos, publicara una breve y modélica introducción al Expresionismo acertadamente subtitulada: “Orígenes y desarrollo de una nueva sensibilidad”, la sensibilidad exasperada, angustiada que crece al tiempo que una psicologización del ser humano que haría revertir en un yo personal e indefenso todos los problemas sociales cortocircuitando su posible solución. Carl Schorske, en su fundamental Viena Fin-de-Siècle (Gustavo Gili, 1981), ya había señalado que Viena “tendía a transformar el análisis objetivo del mundo en el cultivo subjetivo de los sentimientos personales”, con lo que “transformó la herencia estética en una cultura de nervios sensibles, desasosegado hedonismo y angustia a menudo tajante”. Fernando Álvarez Uría, en su contribución a Pensar y resistir. La sociología crítica después de Foucault (Círculo de Bellas Artes, 2006), lo resumía así: “Dis ponemos en la actualidad de numerosos análisis que han puesto de manifiesto cómo en la Viena de fin de siglo un conjunto de pintores, arquitectos, psiquiatras, periodistas y otros profesionales, especialmente de origen judío, sufrieron en su carne la experiencia de una identidad herida y buscaron en su propio interior los resortes de apoyo para proteger su identidad social amenazada. La psicologización del yo fue el resultado de procesos sociales complejos, pero también de la formación de círculos artísticos e intelectuales que compartieron experiencias, desarrollaron sensibilidades en interacción y optaron por tantear soluciones comunes, entre ellas la búsqueda en el propio yo de la respuesta al malestar de vivir”. El malestar de Schiele es evidente. A propósito de sus autorretratos Simon Wilson (Phaidon, 2006) habla de “The Self, Metaphysical and Sexual Angst”, y Christopher Short (Phaidon, 1997), señalando

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Autorretrato con el codo derecho levantado, 1914

la influencia de George Minne en el austriaco, destaca que Schiele “took from Minne’s works the themes of mourning, death and pain, as well as his emphasis on the bodily expression of suffering, pathos and ‘inner’ states of consciousness”. De hecho, apunta Short, “Schiele’s own body and specially his state of mind now become a central theme in his oeuvre”. De igual forma el subtítulo de la obra de Fischer (Taschen, 2007), sintetiza el asunto: “Pantomimas del deseo. Visiones de la muerte”. Uno de los términos que Carla Carmona utiliza con más frecuencia, sin especificar su sentido exacto, como tampoco, es verdad, aclara muy bien la supuesta “gramática alucinada” del pintor, en el libro que nos ha dado pie, es, significativamente, el de alienación. Si su maestro Klimt ni hablaba de sus obras ni de sí mismo ni le interesaba para nada la psicología, hasta el punto de solo retratarse en una ocasión y de modo caricaturesco, y a sus críticos les dedica el espléndido culo de una de sus maravillosas mujeres, Schiele, ya de otra generación, susceptible, no para de pintarse una y otra vez, de manera casi maníaca, en una confluencia de narcisismo y exhibicionismo que Carmona asume como “alienada”. El propio yo, su angustia, su psicología, sus estados de ánimo, sus poses, su sexualidad mutilada, son las características de los trabajos tal vez más interesantes de Schiele. Como escribiera en una ocasión Estrella de Diego, no a propósito del austriaco, “se fractura el espacio, se fractura el sujeto”. Y ahí está Schiele para mos-

trarlo: cuerpos cercenados, figuras que parecen no caber en el lienzo, fondos blancos que dejan a los seres a la intemperie, en un vacío desolador, autorretratos dobles, co mo vidente y como cadáver, como monje o masturbador casi sufriente… Klimt era un voyeur, perspectiva privilegiada del erotismo; Egon Shiele no, de ahí que los cuadros o dibujos del primero sí sean inequívocamente eróticos, y de ahí también que los del segundo, a pesar de lo explícito de algunos, solo con dificultad puedan considerarse como tales. Cuando Schiele Autorretrato de pie, 1910 se retrata masturbándose no es solo que no veamos su sexo, algo patente en un hombre, convertido en una especie de hermafrodita, es que su rostro más que gozo muestra patetismo, tristeza, cansancio: más que masturbarse parece que acaba de perder a su padre. ¿Es a eso a lo que se refería cuando hablaba de la perversión de los niños? Viendo la obra no sería extraño. “Quien desaprueba el sexo es una basura que mancilla, de la manera más vil, a los propios padres que lo han engendrado”, escribía Schiele en prisión, pero, ¿cómo veía él el sexo? Carmona interpreta a Egon, en contraposición a Klimt, de una forma quizás un tanto sesgada, en En la cuerda floja de lo eterno y, sobre todo, en su Comunicación en el X Congreso Internacional de Antropología Filosófica celebrado en Teruel en 2010, “El cuerpo femenino en las obras de Egon Schiele y de Gustav Klimt. Dos concepciones de la mujer en imágenes”. En su libro asegura que: “Por lo general, se tiende a relacionar la pintura de Schiele con la de Klimt, hasta el punto de considerar al primero como un discípulo del segundo. Esto no podría alejarse más de la realidad. La influencia que Klimt tuvo en la obra de Schiele fue circunstancial”. Tal contundencia ha de ser considerablemente atenuada si leemos la mucho más interesante, profunda y matizada interpretación y contextualización que lleva a cabo Josep Casals en el citado libro sobre “sujeto, lenguaje, arte” en Viena al relacionar a ambos pintores. En su ponencia Carmona afirma que “la igualdad entre los sexos implícita en la pintura de Schiele supone

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una importante divergencia con respecto a la concepción de la mujer compartida por sus contemporáneos”, y, de nuevo, es preciso matizar el aserto. Schiele, reconoce Carmona, de hecho prácticamente no pintó mujeres: pintó figuras. Klimt, sin embargo, sí pintaba, y muy bien, mujeres. Schiele dibujó “muñecas”, es decir, objetos, mientras que Klimt retrataba seres humanos sexualmente activos: gozando, deseando, provocando… Schiele no pintó mujeres, repite Carmona, olvidando que algunas veces sí lo hizo, sobre todo al final de su vida, retratando, por ejemplo, a su esposa –con quien se casó por las razones que ya conocemos–, y esos retratos no reflejan, precisamente, nada favorable a su tesis. “Aquí no hay mujeres, sino figuras femeninas”, unas figuras que son muñecas y que son andróginas, evidenciando, piensa la autora, el carácter bisexual originario del que Weininger –misógino, antisemita, homosexual torturado y suicida– no pudo huir, rastreando su filiación en Kraus, quien representaría la versión de una mujer como “la eterna Otredad, una vía de salvación a la destructora racionalidad masculina” y que, nada menos, vendría de ¡Nietzsche!, heredero directo de Schopenhauer, un feminista notorio, como se sabe. A propósito de la “racionalidad” de Schiele Fischer apunta: “El talento organizador de Schiele y su

No hay arte moderno, afirma Schiele: el arte es eterno, como también pensaba Wittgenstein. frío y analítico raciocinio se muestran no solamente en su diligencia a la hora de organizar exposiciones y de relacionarse con coleccionistas. En el orden de las cosas cotidianas, ya sea en el olfato para buscar un estudio mejor o en la puntillosa observancia de las formas para contraer matrimonio, se aprecia el tesón con que perseguía sus objetivos”. No se explica, es verdad, por qué la racionalidad es destructora: ¿Porque es masculina, lo que implicaría que las mujeres son irracionales y que, por ser irracionales, son creativas? No creemos que Carmona quiera expresar algo así, sin embargo no queda claro si “la igualdad entre los sexos” que, según ella, identifica a Schiele, tiene que ver con ser “una eterna Otredad”, cayendo en una flagrante contradicción, o tal vez remita, como indica en su exposición, a los versos del pintor refiriéndose a los artistas: “Ellos presienten/ la semejanza/ de las plantas/ con los animales/ y de los animales/ con los hombres/ y la semejanza de los hombres/ con Dios”. Mas esa indistinción se nos antoja peligrosa: tratar a los animales como personas suele conducir a tratar a las personas como a animales. Y a las mujeres como cosas. Es

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llamativo que Carmona no analice dos obras de Schiele especialmente significativas en lo que atañe a la concepción de la mujer en ambos pintores. Son La hostia roja, de 1911, y Eros, del mismo año. Ambas ofrecen la imagen perfecta de lo que más tarde sería un tópico denominar falocentrismo. La primera muestra al pintor con el rostro entre indiferente, triste y ausente, inclinada la cabeza hacia la derecha, con la pierna izquierda doblada y alzada, y debajo de él, a una mujer de alto peinado y expresión resignada, o sumisa o, tal vez, tan indiferente como la del artista, sosteniendo su descomunal pene erecto: es, en efecto, la Hostia. Si no conociéramos la estricta seriedad del pintor supondríamos que es una mera provocación sacrílega, del mismo modo que a menudo pintaba sus cuadros “pornográficos”, como han hecho otros tantos artistas, porque se los pedían compradores ansiosos: para vender más, en suma. Pero esta explicación sería demasiado sencilla y, probablemente, injusta con él. Expresaba más. En Eros el esquema se repite y lo fundamental en lo que atañe a la concepción y representación de la mujer en su obra es que ésta, sencillamente, ha desaparecido. En esta aguada en gris, en la que la cara es casi idéntica a la de su autorretrato masturbándose solo que con rasgos más animalizados, casi simiescos, lo que evidentemente destaca es, de nuevo, el enorme falo henchido cuyo glande es carmesí. Schiele se toca, señalándolo, como si fuere precisa una mayor indicación, un mayor énfasis, con la punta del índice de la mano derecha. La mujer destaca, es obvio, por su ausencia. Schiele fue mucho más explícito que Klimt, pero nunca fue erótico. En Viéndose en sueños, otra vez del mismo año, el fecundo 1911, la “figura femenina”, por usar los términos de Carmona, se ofrece frontalmente, abierta de piernas y separándose los labios vaginales con los dedos, resaltando el precioso carmesí de su vulva con el negro del vello púbico: ¿qué ve, qué sueña? No lo sabemos, pero mucho más sobre los sueños, sobre el deseo, sobre la sexualidad, expresaban las denostadas obras de Klimt. Son dos generaciones, el Expresionismo ha irrumpido, los temas permanecen pero su tratamiento se transforma vertiginosamente y Schiele lo enuncia con una potencia incuestionable. Hay una misma estructura, la que proporciona la época, que convierte las afinidades, en ocasiones, en auténticos sobresaltos. Cuando Egon se pinta, en 1910, en su Autorretrato con los dedos extendidos, ¡es el rostro de Wittgenstein el que contemplamos!, el de ese Wittgenstein de los Diarios secretos, aterrado por la violencia de la guerra y sin embargo casi heroico, derribado por sus crisis religiosas y por su sexualidad atormentada que se refugia en su obra como Schiele en su arte durante su encarcelamiento. Egon dibujó figuras que parecían no encajar en sus propios sepulcros o, quizá, como cantara el viejo Johny Cash, es que no había

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Autorretrato 3, 1912

tumbas que cupieran en sus cuerpos. Madres ciegas con hijos muertos en sus vientres, bebés con aspecto de ancianos, ciudades muertas y, a la vez, hermosas… La Guerra no interfirió en su carrera. Tuvo suerte. No tuvo que luchar en el frente, pintó a los soldados rusos con respeto, se casó, triunfó, se retrató como un San Sebastián, Die Aktion le dedicó un número, a pesar de su tibieza o indiferencia política, y las “figuras femeninas” se transformaron en mujeres de curvas sensuales y rostros relajados. Ya no era un niño terrible y atormentado, quizá fuera feliz, pero le mató la gripe. A otros muchos no fue la gripe, sin embargo, quien los quitó de en medio. Fueron las bombas, la metralla, la policía o el suicidio. La lista es larga, demasiado. Dadá había irrumpido y mandaba al arte a la mierda: un NO mayor, como recordara Grosz. Y es que George Grosz simboliza muy bien lo que sucedió en aquellos años terminales. Günther Anders en George Grosz. Arte re volucionario y arte de vanguardia (Maldoror, 2005), afirmaba que no solo es que fuera el hijo más característico de su época, es que “esa época fue también su criatura”. Y lo justifica: “Un artista que reproduce tan bien su tiempo y cuya propia imagen se convierte para las épocas posteriores en la del mundo de ayer, no solo es un elemento interesante de esa época, sino precisamente un fabricante de historia, un fabricante del mismo presente: un hombre, pues, que merece ser distinguido como una figura”. Siendo tal vez un tanto injusto con sus colegas Anders asegura que Grosz fue “incomparablemente más radical que sus contemporáneos pintores” destruyendo con sus “anti-imágenes” la ficción artística del momento. El mundo le repugnaba, era “contundente” y “en última instancia, no solo era

un realista agresivo sino que, aún más, era realista porque era agresivo”. Grosz no invita al espectador: lo aterroriza, pues “no somos nosotros quienes miramos, sino las imágenes; lo que es mirado, no son las imágenes, sino nosotros mismos”. Así, sus imágenes dejan de ser tales para convertirse en herramientas que utiliza, como rayos x, para mostrar, simultáneamente, la verdad y el maquillaje, denunciando así la realidad como “fenómeno”. Y, por supuesto, era marxista: “Al subrayarlo –escribe Anders–, no sólo quiero decir que ‘su actividad principal era artística y que ejercía el marxismo como un hobby’ (o a la inversa) –eso apenas tendría interés; lo que quiero decir, por el contrario, es que en tanto que artista (no obstante sus rasgos anarquistas que, además, ocupaban el primer plano, y aunque convertido en una burla cualquier idea de ‘progreso’), estaba marcado de forma decisiva por el marxismo; que ese impacto es fundamentalmente lo que permite comprender su manera ‘inhabitual’ de ser realista; e incluso, que su obra deba ser comprendida como ‘una versión óptica del marxismo’ . ¿Por qué? Porque él consideraba la apariencia del mundo como los teóricos del marxismo consideraban los puntos de vista sobre el mundo”. Así, sus “imágenes críticas” lo son en el mismo sentido en que la teoría marxista se comprendió como “teoría crítica”. Pero los años no pasaron en balde para el feroz Grosz, a pesar de los elogios de Anders a su última etapa. Döblin, el gran novelista del Expresionismo, finalmente abandonó sus peripecias ilógicas, sus quiebros gramaticales, sus muñecos de guiñol, y escribió una gran novela realista sobre el ocaso: Noviembre de 1918. Grosz, como Dix, como también le pasara a Ensor o Munch, fue perdiendo fuerza, deambulando entre la alta sociedad norteamericana como un residuo de otro tiempo: un viejo rojo domesticado. Murió al caerse por las escaleras de su casa, al parecer considerablemente borracho. Una pena. Dos guerras mundiales, el nazismo, Hiroshima: la derrota total. A Duchamp el arte se la soplaba, los surrealistas se iban acomodando, Dubuffet se inventaba el Art Brut y los locos, los niños, los presos serían los nuevos maestros de un arte entregado a la “transgresión”. Así podremos contemplar, “estremecidos”, una litografía en la que una señora se quita un tampón (Judy Chicago, Red Flag, 1971), aunque más que una bandera parece un auténtico misil; o, ahora sí, algo verdaderamente subversivo: Escupitajo sobre mierda, de Gilbert and George, y, con un poco de suerte, ese mismo año, 1996, visionar Sick. The Life and Death of Bob Flanagan, en la que el artista, aquejado de fibrosis quística, se clava el pene en una tabla. ¿Qué había pasado? “Yo, eterno niño/ seguí sin cesar el paso de los caminantes…” escribía el joven Schiele en sus versos expresionistas…. ■

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