Dossier Constantino

C O N S TA N T I N O c o n f u t u r o Intervención de Juan Pastorelli r e c u e r d o s Recuerdos con Futuro “A la

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C O N S TA N T I N O c o n

f u t u r o

Intervención de Juan Pastorelli

r e c u e r d o s

Recuerdos con Futuro “A la distancia Con la distancia A pesar de la distancia” -César Moro-

Estamos ya en diciembre, y dentro de poco este año llegará a su fin. Comienza la época de los balances y recuentos. Como muchos saben, este año nuestra escuela cumple 30 años. Muchas de las celebraciones que planeábamos y anhelábamos quedaron truncas, opacadas por la pena. Creemos, sin embargo, que no es bueno que sea así totalmente. Por eso queremos dar un espacio para evocar a quien la soñó, a quien dedicó su vida para que este proyecto saliera adelante, inaugurando un espacio de educación en libertad que de un modo u otro nos enriqueció a todos. Pensamos que la mejor manera de recordar a Constantino es reavivando lo que él dejó en cada uno de nosotros e intentar compartirlo. Contar algunas de las experiencias que cada uno de nosotros tuvo con él, que nos marcaron, y que nadie tuvo el tiempo de escribir. Rememorar a Constantino con anécdotas que puedan acercar a quien no lo conoció a lo que fue su personal manera de educar. Despertar esos recuerdos, compartirlos y llevarlos hacia el futuro, a las nuevas generaciones. De algún modo, él nos regaló ya algo así, a través de su maravilloso “Diario Educar”, entrañable reflexión sobre su práctica de todos estos años. Hoy queremos darle a este texto una sencilla y a la vez valiosa continuación. Constantino no se ha ido. Ha calado de tal modo en muchos de nosotros que lo sentimos presente, hablándonos, enriqueciéndonos como lo hizo durante todos estos años. Por eso queremos dejarlo hablar desde nosotros, y que así pueda llegar a mucha más gente. Permitiremos entonces que siga vivo a través nuestro, poniéndole voz. Pensamos que éste puede ser el mejor homenaje, la mejor forma de celebrar la vida del proyecto al que le dedicó su vida. Para esto, convocamos hace unos meses, a través del ciberespacio, a todos aquellos que tuvieron el privilegio de compartir el día a día con él durante estos 30 años, a transmitir eso que vieron o experimentaron y aprendieron con él. Les pedimos que recordaran algo que los hubiera tocado especialmente y compartirlo. Presentamos aquí los textos recibidos. La respuesta entusiasta y cariñosa de ustedes nos ha reconfortado. Albergamos la ilusión de publicar, más adelante, un libro. Los Editores

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Hacia finales del año se empezaban a organizar todos los eventos para la clausura, cada clase preparaba algo y se formaban grupos musicales de chicos para presentarse en el conciertazo final. Yo estaba en quinto y, por ese entonces, no había ningún elemento femenino entre los músicos. Constantino nos propuso a las chicas de mi clase preparar algunas canciones para presentarlas en la clausura. La cosa nos animó, nos divertimos mucho aprendiendo de paporreta, bajo la tutela de Daniel Flores y César Zamalloa, algunas canciones de los Guns N’Roses y de otros grupos muy de moda en esos años. Creo que ninguna de nosotras sabía tocar ninguno de los instrumentos que tuvimos entre los brazos y las manos. Recuerdo a Alicia y a Luzmila pelearse con la batería, a Pilar y a Nancy enredarse con las cuerdas. Yo “tocaba” el bajo y todo el tiempo que chanqué para aprenderme de memoria las notas me causó mil ampollas en las yemas de los dedos. Ninguna estaba a la altura de poder cantar, así que se optó por un concierto “instrumental”. Llegó el día de la clausura. Alfonso Montesinos y yo éramos los presentadores de la jarana. Unos números antes de nuestra presentación, Constantino me mandó a llamar. Tratando de parecer serio me miró y me dijo: Cuando presentes al grupo de las chicas, antes de empezar a tocar, tienes que decir “¡Para que vean que la mujeres también podemos!”. Yo era una adolescente entonces, y te-

ner que decir una cosa así me daba un roche inconmensurable. Le dije a Constantino, riendo nerviosamente, que por favor no me pidiera eso. El diálogo siguió en clima graciosón, y cuando pensé que me salvaba, Carvallo me dijo: “Ya carajo, anda y di lo que te he dicho”. No había nada que refutar. Cuando llegué al escenario me volteé para mirarlo con la última esperanza de que me dijera que era una broma. Observé sólo que en su boca se delineaba una sonrisa afectuosa mientras que con la lengua golpeteaba sus dientes de adelante, acto que recuerdo hacía siempre cuando andaba concentrado en algo más allá de lo evidente. Llegó pues el momento fatal, y antes de sacarle chispas a las gruesas cuerdas de mi bajo me acerqué al micrófono, y viendo a todas las chicas con la adrenalina a mil y listas detrás de sus instrumentos, dije fuerte y con mucho orgullo: ¡Para que vean que las mujeres también podemos!. Seguramente nuestra “performance” no habrá sido una de las mejores que hayan cabalgado el escenario de Los Reyes Rojos, pero nosotras nos divertimos mucho, y ahora, con los años y a la distancia, sé que entre los grupos que se forman en el cole hay muchas mujeres. Así que entendí que la iniciativa de Constantino fue para que las chicas de los grados más pequeños vieran a las grandotas de quinto que hacían música, que era posible, nada rochoso y muy divertido.

Constantino nos había “girado la tortilla”, y como era de buen paladar, sabía que los dos lados eran dulces. ¡Viva Constantino! Mariana Lértora, promoción VI

En una oportunidad quedamos en viajar a Ayacucho en Semana Santa pero no hallamos alojamiento. En la noche me encontró en la puerta de Cajamarca y me dijo que no me preocupase, que de todas maneras nos íbamos a ir a algún lugar y quedamos en que lo llamara al día siguiente por la mañana. Así lo hice, lo llamé temprano. Pero él amaneció con una gripe feroz, así que me pidió que lo dejara recuperarse y que lo llamase más tarde. La verdad es que me sentí mal, porque pensaba que no debía insistir y que había que dejarlo descansar. Me hice el loco y no le devolví la llamada. A eso de las 5 de la tarde mi madre entró al cuarto donde me encontraba resignado a una Semana Santa sin salir de Lima, y me dijo: te llama Constantino por teléfono. Lo primero que escuché fue: “¿Cómo es Manolo? Paso por ti en una hora”. Y así fue. Esa noche partimos Angélica, Wally (el mismo que hoy le dedica los goles de su Alianza con la más genuina sonrisa), él y yo. Me preguntó, “¿a dónde vamos Manolo?” y recordé que su amado Alianza Lima jugaba el domingo en

Huaraz, así que el destino no podía ser otro: a Huaraz, le contesté. Así era nuestro querido Constantino, un hombre que le daba a “la palabra” otra dimensión. Fuera del contrato y las formalidades, le otorgaba aquello que a muchos de nosotros nos falta: el compromiso. Eso era lo que lo definía, y eso lo convertía en una persona invalorable. Claro, un amigo en el que podías confiar, a prueba de balas. Yo en él confío mi palabra. Manolo Guardia, amigo

Los recuerdos más valiosos que conservo de Constantino tienen que ver con una pasión que teníamos en común: Alianza Lima. Los años que fue mi tutor, en cuarto y quinto de media, me las pasé cada lunes buscándole conversación sobre lo que había ocurrido en la fecha anterior. A veces compartíamos criterios, y en otras oportunidades, cuando discrepábamos, con su particular tono de voz y su mágica manera de expresar sus ideas, me cambiaba rápidamente mi primera opinión. Se me viene a la memoria un campamento, allá por el año 2002, cuando después de la comida, dimos paso a la tradicional fogata. Ahí me la pasé conversando con él desde el inicio, hablábamos sobre todo de Alianza. Sin saber cómo, las horas volaron, hasta que todos se fueron de nuestro lado y la

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brasa se consumió. Ahí recién me mandó a mi carpa, no sin antes decirme lo siguiente: “tienes que estar feliz de ser aliancista”. José Arturo Lugon, promoción XVI

Me acuerdo, sobre todo, de su risa. Cuando Constantino reía, así se estuviera burlando de mí, no me quedaba más remedio que reír con él. Hoy asoman por mi cabeza millones de recuerdos difíciles de contener, la casa de Santa Catalina y los recreos en el parque en el que Martín y yo buscábamos un lugar apropiado para hacer una fogata con una caja de fósforos robada, hasta que nos descubrían porque lo difícil era apagarla; el primer año de la casa de Barranco y la fragilidad del piso del taller de arte; no cruzar por el hall a excepción de los días que me tocaba ser chasqui; cuando entré al coro y me tocó ser primera voz; los árboles que plantamos en el lateral; cuando, en sexto, fui a la biblioteca a sacar el libro de Neill y la gracia que le causó el asunto a Constantino, detrás de su periódico. Su presencia se sentía con mayor intensidad cuando uno se acercaba a la biblioteca, el centro desde donde el colegio respiraba. Incluso de ex alumno, entré varias veces al colegio y al caminar por el hall regresaba a mí esa sensación de estar acercándome a él, esa mezcla rara que es el respeto, como una vez le oí decir. Hace un par de años lo vi por última vez. Entré al colegio y lo encontré en la puerta de la biblioteca y no pude evitar abrazarlo. Él no supo qué hacer, nunca ha sabido bien cómo reaccionar ante el amor de sus alumnos. Se cortaba todo. Hablamos poco, le pedí su dirección de email pero nunca le escribí. Supongo que así son estas cosas. Y ahora estoy aquí, a kilómetros y lustros de distancia de esas tardes co-

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piando libros en el cuaderno por no haber hecho la tarea; corriendo atrás de la camioneta roja en Lachay; escuchándolo gritándome ¡alcánzalo! en el partido en que me puso a marcar a Pecho; sentado, con él, contándole que mis papás se separaban, que me tenía que ir a Chile; explicándole que no podía ir al viaje de promoción porque no tenía la plata. Todos nos fuimos, cruzamos la reja enorme para hacernos más grandes fuera de ahí. Ahora le tocó a él. Me deja de este lado, con una sensación de vacío en el pecho, parecida (seguramente) a la que sentiré cuando le toque irse a mi viejo. Y, entonces, me acuerdo de su risa y no puedo evitar sonreír. Joaquín Vargas, promoción VI

Durante el año 1988 en las horas de tutoría de cuarto de secundaria, Constantino aparecía cada semana con temas nuevos para compartir con nosotros. En ese espacio aprendimos de cine, de música o debatimos sobre temas actuales. Recuerdo especialmente un día en el que llegó con una pequeña radio casetera y unas hojas que repartió a todos. Puso “play” y escuchamos “Blowin’ in the Wind” de Bob Dylan mientras seguíamos la letra en la hoja que tenía cada uno. Constantino nos iba traduciendo las estrofas en una suerte de declamación, parado al lado de la ventana con la letra en la mano. No cantaba pero seguía nuestras voces. Aunque no entendía completamente la letra en ese momento, podía leer claramente la emoción que trasmitía Constantino, y captaba la esencia de la música. Esa mezcla de ternura, solidaridad y necesidad de justicia que me remitía la canción, todavía flota en el aire cuando recuerdo a Constantino. Adhara Ampuero, promoción III

El mejor curso de quinto de media para mí fue Cine. Lo dictaba Constantino. Cada viernes nos pasaba distintas películas, y deleitaba al salón con una breve reseña y con comentarios suyos al respecto. Una tarde, a la salida del colegio, lo encontré sentado en su despacho de la biblioteca, en una postal que lo graficaba en esos momentos: repleto de concentración, cogiéndose los labios con la mano izquierda, devorándose todo lo que atravesaba por su ordenador con sus gruesísimos lentes. Yo tenía unas ganas enormes para que en alguna sesión del curso de Cine pasaran una película llamada “Shawshank Redemption”. En ese momento perdí el temor y me acerqué a pedirle si es que la podía conseguir. Su reacción me marcó, se mató de la risa y confabulándose con Manolo, me dijo que esa película era tan mala que con las justas se acordaban que existía. Yo me llené de piconería y al final me mandaron a rodar. Pese a eso, el viernes siguiente me volví a acercar donde él, porque no entendía cómo podía despreciar una película así, que yo consideraba entre mis favoritas. “¿La encontraron Constantino?”, le dije. Y él siguió alimentando mi piconería. Se mató de la risa y me dijo que ese día íbamos a ver “Buenos muchachos”, porque “esa sí es una buena película”. Resignada me senté con el resto de mis compañeros a esperar el film de Scorsese, cuando de pronto la pantalla dibujó el nombre de la película: Shawshank Redemption. Nunca me voy a olvidar de ese momento, ni de cuando al final, mientras nos despedíamos atolondrados y bulleros de la sala de cine, lo volví a encontrar en su escritorio. Y de lejos, casi sin voz, le dije gracias. Ahora me parece verlo, sentadito, con sus lentes gruesos y apartando la mano de sus labios para regalarme una sonrisa. Lorena De la Puente, promoción XXI

1979. Una amiga me pasó la voz que existía ese colegio maravilloso. Ocurrió durante una fiesta y toda la noche sólo pudimos hablar de ello. Dos días después me fui hasta Santa Catalina, donde quedaba el primer local de Los Reyes Rojos, de la mano con mi hijo de 3 años, a inscribirlo. Mientras lo hacía, el pícaro metió un plumero de papel crepé a la inmensa pecera de la administración. En pocos segundos el agua quedó como el Mar Rojo. Aterrado, pensé en el linchamiento que se nos venía. Pero al volver la vista, todos me estaban sonriendo: la amiga que me había avisado (Mónica Barreto), Florencia Neumann, Ricardo Camino y alguna profesora más que he olvidado. Sin decir ni chus, cambiaron el agua muy tranquilamente, le revolvieron con la mano el cabello a mi hijo y lo abrazaron, porque tenían temor que se hubiese asustado. Yo, en shock. Antes de conocer a Constantino Carvallo, que aquel día no estaba, tuve mi primera lección, una de inmenso amor y tolerancia. Cuando lo conocí, tres o cuatro días después, Mónica ya le había dicho que yo era lector de A. S. Neill, el creador de Summerhill, la escuela escocesa donde nació la educación en libertad. Nos pusimos a hablar de ello. Como padre, lo primero que me sedujo de Constantino fue su enorme tranquilidad, su capacidad de trasmitir confianza, seguridad. Luego su enorme capacidad analítica. Me convencí inmediatamente que había hecho lo mejor. Y le entregué a mi hijo. A éste, con los años, le sucedieron dos más. Y ahora tengo dos nietos en la escuela. En ese año —recién he reparado en ello— Constantino tenía apenas 26 años. Y ya se le notaba que iba camino a ser un sabio. En esa época, apogeo del flower power, de la iracundia, de la solidaridad social, Los Reyes Rojos caminaba al paso que Constantino transmitía a sus profesores, cuando todo estaba por inventarse. Su facultad para leer e ilustrarse era descomunal. Su corazón, más grande aún. Como al colegio, entonces, habíamos llegado los que está-

bamos disconformes con la educación racista, abusiva (en esa época era normal pegarle con una regla de madera a los niños, o abofetearlos), discriminadora, repetitiva y sexista que había en el medio, guiados por Constantino nos abocamos, en grupos, a leer libros sobre educación progresista. Neill, Freud, Bettelheim, Holt, Piaget llenaban nuestros sueños. Y Constantino los iba sembrando en la realidad peruana. Muchos años luego, en Barranco ya, tras una estadía mía en los Estados Unidos, volví a Lima y fui inmediatamente al colegio, a recoger a mis hijos, como lo hacía frecuentemente. Esa vez, un mes de agosto, las maestras de mi segundo hijo, a la sazón en segundo grado, me rodearon y tras abrazarme se miraron entre ellas. Noté algo raro. Comenzaron a decirme que habían hecho todo lo posible, pero que el niño nada; que se esforzaron pero que él sólo quería correr y jugar. ¿Qué había pasado? No leía ni “mi mamá me mima”. No había aprendido. Constantino me dijo que no me preocupase, que él se encargaba, que no pasaba nada; olvídate Kike. Y se lo llevó a la biblioteca. Por semana y media lo tuvo allí todos los días, una hora después de clase. Al cabo de ese tiempo, el muchachito no sólo sabía leer sino que escribía cuentos, poemas, canciones y engrapaba su labor de bisoño escritor en unos cuadernitos y encima ponía: Ediciones La Mariposa. Se había producido lo que consideré un prodigio, el prodigio de Constantino. El ex rebelde, hoy, ha concluido su carrera de Literatura, es un joven escritor que ya ha hecho sus armas en las grandes ligas y lee con una pasión y voracidad constantes, que me han dicho sabe contagiar a sus alumnos. Sí se puede. Constantino no sólo es la persona y el maestro que todos conocimos. Es el creador de una nueva óptica educativa, la Educación en Libertad, en su versión peruana, que ha aplicado con éxito en 30 años. En todo ese tiempo, dos veces a la semana, se reunió con sus maestros a hablar del tema una y otra vez. Formó un equipo, lo educó, les enseñó a volar

En muchas oportunidades yo conducía la camioneta roja de Constantino. Recuerdo que una vez me encargaron llevar cartas a los padres de familia a distintos lugares, pero en esa ocasión, se me fundió el motor. La camioneta de mi jefe se había malogrado en mi presencia. Me sentí muy preocupado. Hasta quise renunciar por mi error. Lo que hice fue hablar personalmente con él. Constantino me dijo que estaba todo bien, que no sólo a mí me podía pasar eso, sino que a él le había ocurrido muchas veces. Y que no me preocupara, la camioneta la mandaríamos a reparar. Nicanor Sánchez, trabajador.

con las alas de la sabiduría, al punto que hoy todos tienen un pensamiento homogéneo sobre la vida y la educación. Cientos de padres y alumnos que han disfrutado esta escuela saben de qué estoy hablando. Y además, claro que sí, era nuestro amigo, la guía (¿puedo decir espiritual en el sentido más amplio y mejor?) que teníamos para enmendar nuestros actos, para vencer nuestras preocupaciones, para asumir la vida como un acto fraterno. Eso se quiso cuando se inventó este colegio: que sirviese como una guía para una vida solidaria, abierta, libre de temores y castigos, con alegría. 30 años después, Constantino, no nos queda ninguna duda que lo lograste. Ya llegará el día en que volveremos a vernos. Un abrazo a la distancia amigo, te quiero un montón. Tú lo sabes. Enrique Sánchez Hernani, padre de familia. 5

Me tocaron largas tardes castigado en la biblioteca por meter chongo. La mayoría de veces con Caleb o con Lars, a veces con los dos a la vez. Nos vigilaba Constantino. La consigna era trabajar en lo que nos había mandado, y mientras él leía, corregía pruebas o almorzaba su pollo con papas fritas y su Inca Kola helada, nosotros teníamos que paporretear todos los huesos del cuerpo humano en un libro de anatomía o las capitales de todos los países del mundo. Luego nos tomaba examen oral y recién nos íbamos a nuestras casas cuando pasábamos. Otras veces simplemente debíamos escribir mil veces alguna frase sermón. Aún recuerdo una que fue la que más escribí: “No es posible que sabiendo que mi profesor es también director del colegio y que por tanto tiene muchas responsabilidades que lo ocupan y eso hace que a veces demore en dictar clase, nosotros, teniendo ya más de catorce años, nos pongamos a hacer bulla y desorden impidiendo incluso el dictado de clases en quinto de media”. ¡Tremenda frasecita!, y cuando le entregábamos lo trabajado, al final de la tarde-noche, las hojas llenas de esa frase enumerada cientos de veces, él las rompía y nos llevaba a comer pollo al Kentucky. Felizmente también me han quedado algunos nombres de los huesos del cuerpo, y bastantes de las capitales. Constantino nos hablaba como profesor, a veces también como papá y algunas otras como hermano mayor. Él también era chonguero y cachasiento, podía agarrar de punto a cualquiera y hacernos matar de risa a todos. Pero nos decía que teníamos que saber distinguir el momento del chongo y la hora de estar serios y concentrados. Recuerdo que cuando estábamos castigados en la biblioteca y él salía a dictar clases, nosotros quedábamos libres y podíamos hacer lo que quisiéramos. A veces hasta nos saltábamos por la ventana y nos metíamos al salón de abajo donde estaba la mesa de billar. Todo con el tiempo calcula6

dísimo para no ser descubiertos. En una de esas faenas, Caleb fue “ampayado”. Había estado recortando todas las penúltimas páginas de la colección de Caretas que se hallaba en la biblioteca, ¡y había hecho su revista porno criolla! Esa noche también fuimos a comer al Kentucky pero Constantino, riéndose, le decía a Caleb: Ya te jodiste “Negro”, mañana no sales del colegio hasta pegar en su sitio exacto cada una de las calatas de tu revista. Marcelo Peirano, promoción VII

Cuando se compró su primera computadora, yo estaba en su casa y lo ayudé con la instalación. Él le colocó todas las pegatinas posibles al CPU. Resultaba gracioso, pero era él, así que para mí todo estaba bien. La compu tenía la modalidad de realizar llamadas telefónicas, así que decidimos probar. Eran cerca de las tres de la mañana, hora en la que habitualmente se dormía y como no podía ser de otra manera, marcamos el número del colegio. El teléfono empezó a sonar en alta voz. Y sonó y sonó sin que conteste nadie. Yo veía en cada tono cómo le cambiaba el rostro, cómo engrandecía las cejas como un general en la batalla. Estaba asadísimo. No concebía que el portero se hubiese quedado dormido. Lo que hizo fue voltear a mirarme y ordenarme: “Gómez, saca la camioneta”. Eran las tres de la mañana y tal vez el brevete no formaba parte de mí en ese entonces, pero por el afán de manejar, la saqué de su garaje. Al llegar al colegio, por la mítica calle Cajamarca y siguiendo sus órdenes, de manera sigilosa, me hizo tocar la bocina. Para nuestra sorpresa el portero no abría y su rostro iba cambiando de colores, como cuando

yo hacía alguna cagada y me llenaba de gritos. “Suerte que esta vez no soy yo”, pensé. Luego de quince minutos el guardián salió, con los ojos de niño arrepentido a la espera de alguna reprimenda. Yo imaginaba lo peor para él, “pobrecito”, era lo único que florecía en mis pensamientos. Constantino se calmó y le dijo: “¿Qué haces dormido?”. El guardián soltó una excusa poco convincente y él sólo le dijo: “Tienes que estar atento al teléfono”. Después de eso nos fuimos a comer algo y al cabo de unos veinte minutos estábamos de nuevo en su hogar. Y una vez más, a llamar al colegio. Para nuestra sorpresa el guardián demoró largo rato en atender. Yo sólo pensaba “contesta por favor”. Hasta que lo hizo. Hablé yo, luego habló él. Fue la llamada más concisa que ha podido realizarse en la tierra, pero en fin. Cosas de Carvallo. Miguel Ángel Gómez, promoción VIII

“Lo único que les puedo decir es que, como decía Cristo, sean mansos como la paloma y astutos como la serpiente….y sobre todo sean felices, hagan lo que hagan en la vida, sean felices”…Quéeeee????!!!!!! Qué pendejo Carvallo, primera vez que salimos al mundo allá afuera y es lo único que nos vas a decir… Recuerdo ese día de la graduación, en casa de Coquito Villacorta, como si fuera hoy. Y cómo me retumbaban esas palabras en el cerebro al día siguiente de la que, creía yo, sería la más grande de todas las resacas que tendría en la vida. No me parecía justa tan poca información, tan poca guía para emprender el peligroso camino de la vida de los adultos. No

sólo no tenía idea de qué rumbo tomaría el resto de mi vida, sino que la persona que más estabilidad me debería proporcionar, después de mis viejos, estaba más loco que una cabra. Después vinieron las verdaderas batallas. Los viajes, los amores, los desamores, los varios cambios de carrera, más viajes. La vida me fue seduciendo por diferentes caminos, en diferentes idiomas. Fui caminando por ella con una alucinante capacidad de adaptación que siempre me sorprendió. ¿Dónde aprendí esto? “Sean felices, hagan lo que hagan sean felices…” Veintidós años después me encuentro tratando de enseñarles a mis hijos, que son el centro de mi universo, a ser mansos como la paloma y astutos como la serpiente. Y claro, a ser felices, hagan lo que hagan, que sean felices. Ariela Waltzer, promoción I

Cuando llegué a sexto de primaria me acuerdo que eran todo un tema las “pruebas de sexto”, requisito para pasar a secundaria. Recuerdo el temor que teníamos de enfrentar a Constantino, pues sabíamos que no sólo nos iba a evaluar sobre los cursos, sino también nuestro desempeño como personas. Y así fue, a unos compañeros, los más “chancones” del salón, en vez de tomarles sobre los cursos (pues era claro que sabían) les pidió que bailen una lambada para ver cómo resolvían el reto. Otros recuerdos que tengo del colegio son las inéditas “rana-planchas” de Constantino en las clases de educación física; el equipo de sonido de su camioneta donde escuché por primera vez a Bob

Dylan, Leonard Cohen, y a Lou Reed cantar “Walk on the Wild Side”; una vez que nos invitó a su casa en Chorrillos donde pensé: “Además de estante de libros, tiene estante de discos”. Más adelante, con su reingreso a Filosofía en la PUCP en el año 1997, nos volvimos a encontrar. Ahí pasó algo muy raro pues, quien había sido mi director y tutor en quinto de media hacía menos de tres años, pasó a ser mi compañero de carpeta en la facultad. En la segunda semana de Griego I me pidió mi cuaderno prestado pues había faltado a una clase. Lo sentí como un pedido de “revisión de cuaderno” escolar. Yo pensaba que iba a reparar en mi letra, en que no ponía las mayúsculas con rojo, en qué cosa anoté y qué no, iba a ver que seguía sin forrar mis cuadernos con Vinifan. Todo eso pensé. Ahí en la facultad tuvimos el placer de compartir clases con él tanto yo como Ramón Ponce y Alfonso Montesinos, también ex alumnos de los Reyes. Recuerdo que nos costaba mucho el curso de Griego, pero los debates en otras clases fueron sorprendentes por el nivel que le imprimía Constantino a las discusiones. Nicolás Tarnawiecki, promoción VIII

En uno de esos divertidos paseos que organizaba el Colegio, un grupo de alumnos y padres de familia de quinto de media departíamos alegremente, cuando apareció Andrés Abugattás luciendo una impresionante cabellera negra, crespa y muy tupida. Imitando el estilo de Las mil y una noches le digo: Qué buenos cabellos, parecen negros escorpiones. Entonces, Frida, la mamá de Andrés, confiesa que él tiene miedo

de quedarse calvo como su papá. En tono rotundo le respondo: Imposible, esos cabellos son eternos. Al instante estalla una límpida y sonora carcajada, volteamos sorprendidos y era Constantino, atento y al tanto de todo, siempre presente. Lorenzo Osores, padre de familia

“Si tú crees que este es el colegio para tu hijo, tráelo”. Después de una hora en que me había dado todas las razones por las que el colegio no estaba en condiciones de brindar una educación de calidad a un niño con síndrome Down de 4 años de edad, Constantino abrió las puertas de los Reyes Rojos no sólo a Daniel, sino a tantos otros niños y niñas con el mismo síndrome u otras dificultades, como autismo, parálisis cerebral, sordera, ceguera y diversas condiciones de vida que dificultaban su inserción escolar en otros colegios regulares. Conseguir la cita no fue fácil, demoré semanas en lograr la entrevista. Como si obligar a la espera fuese una manera de asegurarse que el interés no era pasajero. Su apoyo fue siempre incondicional. De confianza mutua. Yo confiaba en que Los Reyes Rojos le permitiría a Daniel ser autónomo, independiente, capaz de tomar sus propias decisiones. Constantino confiaba en que yo le daría la oportunidad para desarrollar su lenguaje, la lecto-escritura y la seguridad en sí mismo. Ahora que Daniel tiene 20 años, tengo la certeza que fue la mejor decisión de mi vida. Los Reyes Rojos fue para Daniel un espacio de afecto, amistad y aprendizaje. Podía regresar escaldado de los campamentos…pero absolutamente feliz. Liliana Peñaherrera, madre de familia.

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Constantino Carvallo, retrato de hermano mayor onstantino era un fervoroso hincha del Alianza y yo sigo siendo de la U. Detestaba los mariscos y el queso, que figuran para mí entre los alimentos más apetitosos. Evitaba llegar a la casa familiar cuando mi madre jugaba cartas con sus amigas, mientras que yo buscaba que me elogiaran por mi énfasis al saludarlas. Cuando niños, solían presentarnos respectivamente como “el hijo guapo y el hijo bueno”. Llevaba el nombre de nuestro padre y sus ancestros, lo que reforzó su papel de hermano mayor en nuestra numerosa fratría. Era un hombre de mañanas cortas y prolongadas noches, al contrario que yo. Ejercía a través del silencio su atractivo con las mujeres, mientras que yo he tenido que desplegar torrentes de palabras y sonrisas. Descubrió tempranamente a Nietzsche y Cioran y descreyó desde entonces de las verdades que calman a los espíritus débiles. Era capaz de expresarse con insolencia ante gente arrogante y policías prepotentes, a la vez que desplegar una paciencia sin límites con personas carentes de fuerza y confianza. Fue padre por primera vez a los 22 años, mientras que yo hice lo posible por acercarme a la cuarentena. Obtuvo sus primeros ingresos componiendo crucigramas, lo que le permitía evitar la calle y las exigencias de toda forma de carrera. Adoraba el cine y decoraba sus espacios con carteles de héroes rebeldes y solitarios como los encarnados por James Dean. De 8

joven se dejó arrullar por los poemas de Miguel Hernández cantados por Serrat, Bob Dylan lo acompañó hasta sus últimos días. No soportaba los aviones y le resultaba impensable vivir fuera de Lima, ciudad en la que yo he pasado menos de la mitad de mi vida. Sentía una verdadera indignación por la injusticia que prevalece en nuestra sociedad, pero nunca le atrajo la política. Fue un hombre de una sola vocación, arrancada de los abismos en los que libró batalla consigo mismo. Todos los signos exteriores nos oponían y sin embargo, no habrá nadie capaz de acercarse tanto a lo que yo soy. Y ahora que escribo sobre su vida, quisiera seguir preguntándole el porqué de nuestros caminos y desvaríos. Nacimos en el centro de Lima cuando la población de la ciudad no superaba el millón de habitantes. En las fotos más antiguas se nos ve vestidos de manera similar, en fiestas infantiles, paseando en parques municipales o haciendo navegar buques de juguete en alguna pileta donada por el centenario de la Independencia. Un abuelo francófilo y su vieja empleada doméstica compartieron nuestros primeros años. Más tarde, mi familia se mudó a San Isidro y estudiamos en la misma promoción los cinco años de secundaria en un colegio católico que hoy ha desaparecido. Convencido de su inteligencia y ajeno a todo interés por las notas, Constantino se limitaba a hacer

lo necesario para no ser molestado. Ni en el colegio ni en la familia. Hasta el final nos indignaba recordar que los religiosos españoles nos hacían celebrar el cumpleaños de Francisco Franco proyectando películas a la gloria de su gesta. El culto a la élite de nacimiento y al éxito social, el racismo, el desprecio a lo peruano y la ausencia de todo respeto por la cultura y el saber marcaron el horizonte mental de nuestra vida escolar. Todo cambió radicalmente en 1970 cuando comenzamos juntos estudios de filosofía en la Universidad Católica. Hicimos nuevos amigos, adquirimos la pasión por la lectura, aceptamos que éramos diferentes a la mayoría de nuestros compañeros y nos dejamos embelesar por una voz venida de lejos que planteaba preguntas fundamentales y peligrosas: ¿Cuáles son los objetivos que un hombre verdaderamente libre, un Sócrates del siglo XX, debería perseguir? ¿Por qué tengo que ajustar mi vida a los parámetros que otros han establecido? ¿Cómo definir lo bello, lo bueno y lo justo en una sociedad de violencia y exclusión? Apresurado por terminar mis cursos, ser nombrado profesor y salir al extranjero, imprimí a mi vida un ritmo que se alejaba cada vez más del de Constantino, quien acentuaba su necesidad de preservar su proceso interno y recorrer un camino inédito. Abandonó la universidad y se atrevió a vivir en la incertidumbre y la ausencia de re-

ferencias institucionales. Recluido en un cuarto improvisado en la azotea de nuestra casa, emprendió con audacia una larga travesía del desierto. Si es cierto que uno renace cuando se enamora, Constantino tuvo la suerte de renacer con una excelente mujer, de casarse y lanzarse con entusiasmo a la aventura de la paternidad. Sus dos hijos mayores le permitieron descubrir su vocación. Si en general los padres tienen que escoger en qué colegio poner a sus hijos, él decidió fundar un colegio después de haber descartado todas las opciones posibles. El espíritu libertario de los años setenta y el horrible recuerdo del autoritarismo de las escuelas de la época lo motivaron a crear algo nuevo. Así surgió el colegio Los Reyes Rojos en 1978. Constantino y sus compañeros de aventura enfrentaron múltiples dificultades financieras, personales y doctrinarias, pero es evidente que su pasión creativa correspondía a una expectativa profunda: educar en libertad, atribuir a la escuela un papel emancipador, contribuir a la autonomía moral de cada uno de los alumnos. A lo largo de los últimos treinta años que he vivido fuera del Perú, he podido confirmar que los ex alumnos de Los Reyes Rojos comparten ciertas actitudes que los hacen más libres y más sensibles a la multiforme riqueza de la vida. Y mis propios hijos han podido beneficiarse de ese espíritu en el curso de sus recurrentes vacaciones en Lima.

Desde que el colegio se estableció en Barranco y aseguró su permanencia, Constantino sintió la necesidad de emprender otras tareas en medios populares. Su experiencia de profesor había profundizado su conciencia de las enormes desigualdades que impiden la cohesión de la sociedad y se reflejan en todos los niveles de la vida. Su libro Diario educar. Tribulaciones de un maestro desarmado es un testimonio conmovedor de la lucidez con la que observaba la tarea que padres abrumados y autoridades incapaces esperan que la escuela cumpla. Su experiencia pedagógica y su pasión por el fútbol lo llevaron a comprometerse con la formación de los niños del club Alianza Lima, algunos de los cuales se incorporaron a Los Reyes Rojos y destacaron como futbolistas. Al acercarse a los cincuenta años, tuvo la suerte de volver a vivir en pareja y gozó con el nacimiento de sus dos hijos menores. Una vez más el amor y la paternidad radicalizaron sus preguntas y la energía puesta al servicio de la educación de jóvenes. Volvió a la universidad, completó un master de filosofía y se interrogó con los filósofos griegos y contemporáneos por las condiciones que hacen posible la educación moral de la persona. Hasta el final de su vida me solicitaba libros e informaciones relativas a temas educativos en Francia, país en el que la educación (antes del aumento del servicio de la deuda) era el primer presupuesto del Estado.

Pese a su falta de gusto por asambleas e instancias burocráticas, participó durante años en el Consejo Nacional de Educación y su palabra pública adquirió lentamente una autoridad indiscutida. Varios amigos creen que he podido hallar consuelo en los homenajes que se le han realizado, pero yo cambiaría toda la gloria del mundo por la sensación de poder llamarlo por teléfono o escribirle un correo electrónico y esperar su respuesta. Sin él, Lima me parece de pronto una ciudad vacía. Sólo después de su muerte he llegado a saber cuántas veces ha intervenido para ayudar a niños o adolescentes en conflicto y transmitirles lo que nos enseñó André Malraux: “Aunque la vida no valga nada, nada iguala lo que la vida vale”. Entre todas las relaciones forjadas a lo largo de la vida, la fraternidad es la más frágil. Aceptar la imperfecta realidad de toda existencia requiere una dosis de disimulación y acomodos que desafían la memoria arcaica y los orígenes comunes. Si el amor, como decía Oscar Wilde, requiere puntualidad, la fraternidad exige una distancia justa. Haber llegado al seno de mi madre once meses después que él sigue siendo el acontecimiento fundador de mi vida. Sobrevivirlo y mantener mi escucha de su palabra de hermano mayor constituyen mi destino. Fernando Carvallo 9

En quinto de media tuvimos nuestro primer “choque”, como decidimos denominarlo ambos. Fue fuerte, rasguño de vidrio en la sien… y trajo consigo mi expulsión del colegio ¡afortunadamente duró sólo unas horas! Un día, casi a última hora, estábamos viendo un vídeo –no era una película, recuerdo todas las que vimos allí-, en la salita de atrás de la biblioteca. Él percibió que otras dos chicas y yo estábamos hablando. Era cierto, habíamos hablado en el silencio de la proyección. Así que nos mandó a las tres al aula, castigadas, a escribir cien veces un “No debo hablar… etc, etc”. Yo estaba indignada, no concebía ese castigo como algo propio de él, del colegio. Así que me negué a hacerlo. Necesitaba sentir que ejercía mis “derechos fundamentales” que la bandera de la justicia la enarbolaba con orgullo. Fundamentos incentivados precisamente por él mismo, además. Le dije, recuerdo textualmente “que eran métodos medievales”. Así que como no acaté su ley me pidió que me fuera a mi casa, claro. A esas alturas del año, aún cuando llevábamos poco tiempo con él como tutor, sentía una fascinación total por su figura, por sus intereses y principios. Sabía que compartíamos muchas inclinaciones –como el cine, la literatura, la filosofía- pero aún lo veía muy lejano. Recogí mis cosas sudando de excitación, ¡me había echado del colegio! Era una mártir. Bajé corriendo las escaleras y al encontrarme con la puerta cerrada se me vino el mundo abajo… pero no puedo negar que un hilillo de alivio me circuló por las venas. ¡No me dejaban salir sin su autorización! Me habían deportado pero me bloqueaban las fronteras. Lo mandaron llamar y lo esperé eternamente antes de pasar juntos a su oficina. Tuvimos una conversación que me derritió toda la furia, me fui pelando de capas hasta que terminé transparente, queriéndole dar mi mejor sonrisa. Me preguntó que por qué me indig10

De las canciones de Rinono y Papagil: Tú eres mi hermano porque escribiste conmigo, a escondidas, el apodo de Don Benjamín en la puerta de la casa. Porque una noche que llovía te preocupaste conmigo de un nido que la tala dejó al sereno… porque cuando era chiquita me cargó la Rarra… porque nos miramos juntos en los ojazos de la vaca pintada… porque mamá es tu mamá… ¿Te acuerdas? Sabíamos que los jilgueros jugaban en los árboles cercanos, y entonces la Rarra nos llamaba a mirar los últimos pollitos… ¿Te acuerdas? Estabas conmigo cuando murió mi corderito y para consolarme me ofreció otro Rosalía… Me preocupa hoy que estamos lejos la pared torcida de la casa vieja… En estos días tristes he oído mucho hablar de tu obra. Yo recuerdo sobre todo la ternura que compartimos cuando niños, tus ojos celestes y tu mirada buena. Me consuelo porque sé que tuvimos una relación fraterna a prueba de todo; indestructible. Por eso es que invento para ti el cielo y para mí el reencuentro, compañero. Cecilia, tu hermana.

naba tanto, le expliqué lo poco pedagógico que me parecía el castigo, que eso lo había sufrido mi abuela en la España pre-franquista. Esto último le hizo mucha gracia. Y continuamos el diálogo de paz: Constantino filosofando y yo tratando de seguir su ritmo, su sapiencia. Nos dijimos tanto, que prefiero que se quede en esa intimidad secreta que dan los encuentros extremos como éste. El final es fácil de imaginar, subí a la clase y terminé el día con aparente normalidad, pero algo en mí sentía que habría siempre un antes y un después de aquél momento. Este episodio nos permitió conocernos hondo y empezar, a partir de

ahí, una relación entrañable y cómplice que siguió existiendo siempre… Para mí fue sumamente valioso ver cómo él daba su brazo a torcer y me brindaba la posibilidad de un diálogo. Su oficina se convirtió entonces en un oasis de tesoros y de paz. El día de la graduación, mencionó nuestro “choque” entre palabras de ánimo, entusiasmo y confianza hacia mi persona. Fueron las palabras que más pellizcaron mi piel, que me empaparon de ilusión y de valor para empezar la etapa que nos esperaba trémulamente a la salida de esa fiesta. Paloma Rojas, promoción XI

Era setiembre del 83, mi primer año en Los Reyes Rojos. Cumplía doce años y lo celebré en mi casa con todo sexto grado. No me gustaba bailar. Supongo que era porque no sabía hacerlo y me daba vergüenza que los demás me vieran. Era muy tímida, qué sé yo. El resto de los chicos moría por hacerlo, por lo que, con ayuda del insistente profe “A”, movieron la mesa de mi sala para hacer espacio. Resultado: Yo lloraba a escondidas y la reunión se terminó. Llegó el lunes, y en la mitad de no recuerdo qué clase, entró Constantino y empezó a hablar. Dio un largo discurso sobre lo importante que es la opinión de la minoría, sobre la arbitrariedad del que no la respeta, de los derechos de ésta, etc, etc. Con la habilidad que siempre lo caracterizó, fue describiendo poco a poco lo que pasó en mi casa (nunca supe quién se lo contó). Para mí fue algo mágico sentir que ese “director” al que yo recién conocía, con el cual casi no había cruzado palabra, dedicara todas esas palabras sólo para mí. Para la “minoría”. Ana Zacharías, promoción II

Una vez, en cuarto o quinto de media, le escribí una notita a Constantino (creo que utilizando el Día del Maestro como excusa) para contarle mis buenas sensaciones frente a su presencia en mi vida y mis circunstancias, y agradecerle todo lo que él y el colegio me daban con las manos siempre abiertas. En su cálida y cariñosa respuesta, me decía que le encantaría creer en Dios para tener a quién agradecerle mi gesto. Yo, seguramente, no entendí bien a qué se refería, aunque igual me conmovió leerlo. Me tocó vivir “los años locos” de Constantino (y también del Perú). Se

tropiezan en mi memoria las carreras cuasiolímpicas para ganar un espacio en la tolva de la camioneta, las altas velocidades, los incontables seco-yvolteaus. Lo recuerdo sereno, haciendo servicio de bus urbano en paro armado, comentando su asombro y frustración tras reuniones carcelarias con padres de familia. Recuerdo sus peculiares -y muchas veces divertidos- castigos (de los que, felizmente, nunca fui principal “víctima”), sus amagos de escupitajo desde el balcón, sus cambios de todo el equipo de vóley. Recuerdo su hartazgo de guerra, de dolor ajeno; su angustia en tiempos de persecuciones absurdas desde todos los flancos. Se me vienen a la cabeza y a la risa “las raneadas y otras técnicas” en educación física, su organización de peleas de huevos, la larga e intensa adrenalina que sentí tantas veces en Cerro Azul, las Lomas de Lachay, Trujillo, Barranco y alrededores. Ay, Constantino, ¿quién diría que tanta locura y lucidez pueden ser simplemente las dos caras de la misma moneda? ¿De ésa que me enriqueció tanto? Y así, siento viva tu convicción -y acción- de que cualquier cambio trascendente, real y genuino -en el Perú y en cualquier comunidad- pasa irremediablemente por un tema de educación. Mi relación con Constantino siempre fue relativamente distante en términos absolutos, pero absolutamente cercana en términos relativos. Pocas personas en el mundo han visto mi alma -y me han ayudado a aproximarme a ella- tan realmente como él. Terminé el colegio, mi vida seguía siendo no muy fácil, y por ende la transición hacia fuera de la burbuja de Los Reyes Rojos me costó mucho. Para qué negarlo. Pero incluso entonces, las veces que me sentí explotar y creía que no podía, recurrí a Constantino. Y ahí estuvo. Escuchándome como siempre, dándole la importancia que yo necesitaba a mis sensaciones y reacciones, aconsejándome, queriéndome. Y ahora mismo, es increíble cómo

Constantino sigue acompañándome. Días antes de su penosa desaparición física, estaba recién llegadita a Barcelona. Me vi (después de años), con Arturo Carranza -fiel reirrojino y compañero de Constantino- y de un modo irrealmente natural ya estábamos envueltos en anécdotas, recuerdos, análisis de nuestras vidas en y con LRR. Como auténticos hermanos. Constantino estuvo con nosotros ese día festejando nuestro encuentro, sin la menor duda. Y a pesar del desgarro que significó para todos la noticia de su muerte física, estoy tranquila y contenta -y seguro él también- de sentirlo y saberlo tan presente. Está conmigo cuando en un voluntariado cerca a Barcelona ayudo a chibolos de familias jodidas con sus tareas (y ojalá también con sus vidas y desarrollos), cuando comparto con Alfonso divagaciones sobre educación y vida en esta tierra catalana, cuando percibo el afán de todos los reirrojinos de celebrar a lo grande estos treinta años de utopías y sueños hechos realidad. Está y estará conmigo siempre. Felizmente. Tenerlo alrededor me ayuda y me motiva. Y ahora, como él hace tantos años, también me gustaría creer fervientemente en un Dios para agradecerle tanta suerte. Alicia Burga, promoción VI

Recuerdo cuando organizaba tonos en su casa de Chorrillos y nos hacía escuchar la música más paja del mundo: Maestra Vida, los Traveling Wilburys, Dylan, por supuesto, Ausencia del grupo Niche y el Gran Combo de Puerto Rico. Inolvidables las clases de educación física, los lunes y miércoles, él parado en el balcón del patio grande exigiéndonos al máximo y explicándonos que el esfuerzo físico era una

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buena forma de plantearse metas en la vida y siempre cumplirlas, jamás claudicar. Y sus brillantes ponencias de los viernes en las clases de filosofía. Recuerdo las asambleas, cuando Lima estaba siendo tomada por Sendero y Constantino nos dio un discurso de por qué no debíamos quedarnos en nuestras casas muertos de miedo, sino salir y decir en voz alta que, aunque niños, también eramos peruanos y rechazábamos tanta violencia. O su excelente cátedra sobre por qué no era la voz que nosotros, como adolescentes, usáramos drogas a esa edad. Jamás fue moralista, nunca nos dijo que las drogas eran malas, sólo que para un adolescente, donde la confusión reina en la cabeza, mejor era estar lúcido y concentrado. Para terminar estas líneas les puedo contar que como yo era una moralista en el colegio y acusaba a todo el mundo cuando pensaba que estaban haciendo cosas malas, pero al mismo tiempo hacía cosas por lo bajo, Wili y Carvallo me pusieron Pacha Santa, pues me hacía la santa pero en el fondo era una tremenda pacharaca. Adriana León, promoción IV

Yo era un alumno distinto al resto. Al llegar al colegio me ahondaba un terrible miedo al mundo exterior, una dificultad extrema para comunicarme que desembocaba en una timidez casi enfermiza. Constantino dijo en su libro que la peor patria que le puede dejar a un niño la escuela es la timidez. Y todo el que me conoce hoy dirá que conmigo aquello no se cumplió. Que sigo siendo tímido y tal vez jamás dejaré de serlo. Sólo puedo contestar que si no fuese por Los Reyes Rojos yo simplemente no existiría. Que en su personalizado trato lograron sacar a flote al personaje más extrovertido que habitaba en mi ser. Y que por eso soy lo que soy pese 12

a lo difícil que se nos hace la vida a los tímidos. Siempre he tenido una devoción por Constantino, y lo quería hasta cuando me tomaba el pelo. Recuerdo que en quinto de media llegó a oídos del colegio que un ex compañero de mi salón era un gay confeso. Para mi mala suerte, este hombre fue mi amigo en su etapa en Los Reyes Rojos. Las burlas no tardaron en aparecer, y hasta Constantino se trepaba al coche. A diferencia de lo que ocurría con algunas bromas crueles de mis compañeros, cada vez que Constantino hacía mención al tema, para mí era hasta agradable, lo sentía casi como un halago. Y permanecía a su lado hasta que se agotaba de fastidiarme. Ya de ex alumno (por fin) conseguí una novia. Y al inicio, como a todo tímido, aquello me significó un doloroso trámite, sobre todo cuando se trataba de enfrentar a los demás. Un día tuve que acudir a un cumpleaños de uno de mis primos Reaño Carvallo en la casa de Willi, en Villa. Llegaría con mi novia, y la reunión iba a estar plagada de reyrojinos. Desde alumnos a ex alumnos, pasando por todos los profesores. Estuve al borde de inventar una excusa para aparecer sin compañía, pero no me la creyeron. Repleto de nervios entré a saludar a la multitud. Observaba sonrisas pícaras de algún profesor, y hasta rostros maternales de alguna profesora a la que casi le leía los labios diciendo “¡por fin!”. Mi intención era pasar lo más caleta posible, aunque sabía que eso no ocurriría. Estaba realmente incómodo e intuía entre líneas una incomodidad en el resto, aquello que solemos llamar vergüenza ajena. Hasta que desde un rincón apareció Constantino, y entre perceptivo y bromista, gritó: “Reaño, ¿cómo? ¿No eras gay?”. Después de las carcajadas de rigor y mis ganas de abrazarlo, se olvidaron de mí. Pasé la prueba. Constantino también fue tímido, pero como era un genio, se las ingenió siempre para no aparentarlo, y para destacar en todo lo que hizo. A mí la timidez me dificulta sobremanera el camino, y ha sido la razón fundamental de mis

tropiezos y de esa larga pregunta acerca de lo que quiero hacer en la vida. He hallado con la escritura el espacio ideal para comunicar mis cosas, pero siempre he dudado de mi talento. El último recuerdo que tengo de Constantino es un mail que le mandó a mi viejo luego de leer un cuento mío en el que le decía que yo era un escritor. Tanto influenciaba Constantino en mí que aquel gesto hizo que por primera vez medite en esa posibilidad. Sin querer (o queriendo) ese monstruo, antes de partir, había resuelto mis dudas. Le había dado sentido a lo que me queda de vida. Gabriel Reaño, promoción XII

Constantino fue como un tío para mí, lo conocí (o me conoció) prácticamente desde que nací. Hemos pasado juntos miles de cosas, desde las quedadas a dormir en su casa con Melissa, Martín y Miguel Ángel, resbalándonos por las escaleras con el colchón de la cama, hasta las típicas idas a comer una rica pizzita a la Linterna con Piña Canada Dry. Tengo muchísimas anécdotas con él. Una muy chistosa fue cuando un día estábamos yendo a ver a jugar a Alianza en Matute. Ya nos encontrábamos dentro del perímetro del estadio, es decir, estábamos a punto de entregar nuestra entrada para pasar la última puerta. Yo tenía mi entrada en la mano, cuando de pronto pasó un chibolo corriendo y me la arrancó. Ya me veían a mí corriendo como loca tratando de alcanzarlo. Había un policía que me veía sin moverse y Constantino observaba la escena matándose de la risa. Al final nunca recuperé la entrada pero me dejaron pasar. Constantino me miraba, se reía y me decía: “qué pava eres”. Una de las cosas que Constantino hacía siempre era probar a las personas a ver hasta dónde llegaban. Me

acuerdo que una vez nos fuimos a Huanchaco con Constantino, Melissa, Martín y Miguel Ángel, y ya cuando estábamos en el camino de regreso a Lima, Constantino empezó a hablar con Miguel Ángel acerca de algo que le había ocurrido hacía poco en Punta Hermosa, cuando había chocado un carro por hacer trompitos. Entonces le empezó a preguntar cómo había hecho para hacer los trompos, y Miguel Ángel le respondía: “tienes que poner el freno de mano…”. La conversación fue trascurriendo de esta manera por un rato hasta que Constantino le dijo “¿y no quisieras mostrarnos cómo se hace?” Obviamente Miguel Ángel dijo que sí. Entonces paró el carro a la espera de que Miguel Ángel se baje para hacer el cambio de timón, pero apenas bajó, Constantino arrancó y lo dejó parado en pleno desierto. Ya se imaginarán cómo corría Miguel Ángel furioso detrás del carro. Una de las cosas que me acuerdo también fue cuando invitó a un grupo de la clase de mujeres a dormir a su casa. El plan era ver el Exorcista, comer pizza y jugar Ouija. Primero vimos la película, realmente terrorífica y luego, si no me equivoco, pasamos a la mesa del comedor, una mesa rectangular de madera (en la casa que tenía por Matellini) y empezamos a jugar. Constantino estaba en su salsa. En pleno juego el perro empezó a ladrar y se escuchaban algunos ruidos que provenían de la calle, y Constantino nos miraba con los ojos abiertos y nos decía, “¿no escuchan? Qué raro, ¿no?, qué le está pasando al perro, él nunca ladra así, no escuchan esos sonidos, creo que algo está pasando”. Y todas le decíamos “ay Constantino, no molestes ”, pero en el fondo nos moríamos de miedo. Bueno, creo que hasta aquí voy a llegar, podría seguir escribiendo y contando un millón de anécdotas, pero les dejo algo que describe todo lo que significa Constantino para mí. Es una adivinanza que hice cuando estaba en segundo grado. Se enoja mucho y nada más come pollo a la brasa, y cuando se pone a jugar me divierte, pero nun-

ca va a la playa, pero si va no se baña. ¿Quién es? (Constantino) Natalia Arteta, promoción X

Un día compré algodón con azúcar para mis hijas y algunas de sus amigas en la puerta del colegio. Al vernos, Constantino se acercó amenazante, porque les tenía prohibido a los chicos comprar fuera del colegio. Caminó hasta nosotras que estábamos aterradas, con su pinta de oso peludo, mirándonos con cara de ogro, y cuando llegó... ¡se compró uno para él y se fue muerto de risa! Diana Cornejo, madre de familia.

Recuerdo cuando Constantino ingresaba al salón con una Coca-Cola en la mano y con su increíble sentido del humor nos decía: “No tomen CocaCola, es la peor basura que existe. La Coca-Cola te mata”. Samanta Letts, promoción XXIII

Hace veinte años, cuando Vanessa tenía nueve, recibimos una nota de Constantino que decía: “Familia Vizcarra, por favor, envíenos la receta, método o hechizo para lograr tan buen humor, simpatía y actitud positiva en vuestra hijita Vanessa, qué bien se le ve. Constantino” Silvia Soberón, madre de familia.

Recuerdo que en una de las tantas asambleas en las que estuve presente Constantino nos dijo lo siguiente: “ustedes no vienen al colegio a aprender Álgebra, Literatura o Historia; ustedes vienen a hacer amigos”. Y Wili acotó, “y para ser felices”. Eso es lo que más conservo del colegio. Constantino fue un amigo para todos los “reirrojinos”. Y esa es la razón fundamental para que nuestra escolaridad sea recordada como una etapa feliz. Diego Moreno, promoción XIV

La idea del director del colegio sentado en el aula pone en alerta a cualquier alumno, pero la quietud de Constantino, con una serena timidez que nos decía que él no estaba ahí para intentar caernos bien, esa paciencia para elegir correctamente sus frases y decisiones, llegaba a mí junto a una mezcla de curiosidad y respeto. Constantino era cercano a cada uno de nosotros, pero a la vez distante en cierta forma. Constan me escribió en el Cabezón cuando me gradué: “Tamara, con tiempo para todo y ganas de hacerlo todo bien”. Y fue él en cierta forma el que internó en mí este deseo de constante superación. Tan significantes sus muestras de afecto y cumplidos, como sus “deja de sacarte tanto 20, sácate 18 por lo menos”; y en especial sus “¿ya ves? Por irte de viaje ahora eres la única que no sabe raíz cuadrada”, que hicieron que por miedo a quedarme atrás haya aprendido a aprender sola. Pero incluso en esa timidez para mostrar un afecto abierto, encontraba tanto amor, que la admiración que le tenía ya no era solo por la sabiduría de sus palabras, sino también por la sinceridad con que daba cada muestra de cariño. Él no desperdicia elogios, hay que tomarlos en serio y sentirse

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orgulloso de los que te da. Yo creo que Vallejo se equivoca: el amor sí puede contra la muerte, ya que logra que ésta no sea una piedra que le pone fin a la vida, sino que nos hace sonreír ante el hecho de que esa vida haya existido junto a nosotros. Como dijo el mismo Constantino, “alma mía es otra”, y su alma, nuestra alma, es la enorme familia que él fundó. Tamara Durant, promoción XX

Voy a relatar un hecho que lo pinta de cuerpo entero y fue en esa etapa de juventud de las primeras búsquedas. Éramos amigos, sí, pero yo guardaba un secreto que no confiaba a nadie. Ni a quienes eran ya mis mejores amigos y más cercanos, los hermanos Carvallo. Siempre me ha asaltado, y es un rasgo personal inevitable, cierto absurdo sentimiento de infidelidad conmigo, de desasosiego si no puedo ser yo mismo, mostrarme abiertamente. Así, en una de aquellas largas conversaciones con mi amigo, abrí el corazón maltratado por las convenciones y los prejuicios y la censura y la necesidad de fingir, y con miedo de ser mandado al demonio le dije a Constantino, quién quizá tuviera entonces 20 años frágiles, dos menos que yo – y que como todos vivía afirmado en los prejuicios que nadie contestaba entonces –, le dije que no compartíamos el mismo gusto para amar: era la primera persona a la que me atrevía a decírselo jamás. Fue una confesión asustada por la posible futura soledad, nuevamente sin compañía, pero para mí una confesión imposible de no hacer a quien era ya mi amigo. Recuerdo aún su rostro que no se movió nada, totalmente impávido para preguntarme si eso me molesta-

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ba mucho, porque a él no, que éramos amigos, ¿no? Y la amistad siguió igual permitiéndome además, desde allí, que prosiguiera con el corazón mío aliviado de ese peso. Debo decir que hice pasar el mismo trance a Fernando y que – otro carácter, otra historia – me abrumó Fernando no solo con igual generosidad en el afecto, sino que además con abundante bibliografía sobre el tema y antecedentes históricos y hasta la sospecha – que luego corroboramos y sobre lo cual de adultos confirmamos hasta reímos, también con Constantino – de que el propio San Agustín, Padre de la Iglesia nada menos, habría amado a alguien de su propio sexo, algo normal en su tiempo pero que la naciente organización religiosa ya perseguía. En mi necesario proceso de afirmación aquello, vía Constantino, entró como un motivo más para las chanzas amicales – donde Miguel Rubio del Valle, que correteaba casi primo desde la infancia con mis amigos, era particularmente agudo para esto –; banalizar es importante, a no dudarlo y eso fue lo que se logró. David Roca, amigo.

Una vez, cuando estábamos en cuarto de media, nos tiramos la pera Luciana Salomón, Maria José Wensjoe, Micaela Wensjoe (raptada por nosotras para camuflar nuestra ausencia en la clase) y yo. Cuando estábamos en la casa de un amigo ese día, creo que a la hora del segundo recreo, alguien llamó para avisar que en el colegio ya se habían enterado de nuestra “travesura”, que sabían que estábamos todas juntas. Y que teníamos que estar a las 4 de la tarde en la biblioteca del colegio porque Constantino quería hablar con noso-

tras. En ese momento nos entró una angustia/miedo/adrenalina/pánico horrible, teníamos que ir a hablar con Constantino, y todo estaba en nuestra contra. Empezamos a idear mil excusas y a inventar cosas para salvarnos de lo que pensábamos que se venía. Cuando llegamos al colegio, no se nos había ocurrido nada que Constantino pudiese creer, y una vez paradas frente a él, mientras leía el periódico, nos quedamos en blanco y se nos salió toda la verdad. Constantino nos preguntó, “¿Qué han hecho hoy?”, y nosotras le dijimos que no mucho, que habíamos estado en la casa de un amigo. Él nos respondió: “¿Qué? ¿Eso nada más? Qué misio su plan, la próxima vez que quieran faltar al colegio avísenme y hacemos algo que valga la pena. Ya se pueden ir”. ¡Eso fue todo lo que nos dijo esa tarde! Ya ni me acuerdo de esa mañana en la que no fuimos al colegio, pero siempre recordaré la respuesta de Constantino cuando, aterradas, fuimos a hablar con él. Después de eso no nos volvimos a tirar la pera. Inés Gallegos, promoción XIII

Recuerdo con una nostalgia intolerable cada vez que me quedaba después de clase a hacer sabe Dios qué, y me lo cruzaba por el hall o la biblioteca. “Tsss tsss tsss” me decía, e ilusa yo, pensaba que era una forma de controlarme, cuando en el fondo simplemente estaba tendiéndome una cuerda, un extremo como para coger el hilo de la madeja, desenredarla y encontrármelo al otro lado, tan humano y brillante. Su época de Coca Cola, su época de Inka Cola. Los paseos a comer helados en el parque de Barranco trepados en la tolva de la camioneta, las idas al pinball, los pequeños premios a hurta-

dillas; el poemario… Todo, todito me acuerdo. Hubo algo que Constantino me dio y jamás olvidaré. Sé que se lo dio a todos los que pasaron por el colegio, a muchos sin que se den cuenta, seguramente. Fue la primera persona que no me sentenció nunca a pesar de meter la pata de formas colosales para mi corta edad en el colegio, en incluso salida de él. Ese no calificar a la persona sino los actos, me enseñó y dio demasiado. Compartíamos el gusto por Rilke, quien decía sabiamente, como él mismo lo citaba, “la única patria del hombre es su infancia”. Veo en todo esto coincidencias que no identifico bien. Rilke, poeta, murió de septicemia producto de un pinchazo de un rosal, episodio del que habla en un poema suyo, como adivinándolo. Pienso luego en pasajes finales del libro de Constan, cuando habla de su propio fallecimiento y simplemente no doy más. ¿Será que hay gente tan, pero tan especial que hasta de su propia muerte pueden hacer algo bello? Es un vaivén terrible el de recuperarse de esto… Pero hay algo bueno en esta isolación. Creo que nos obliga a ver de dónde venimos, mirar al colegio, que no es mirar atrás, sino mirar hacia delante, lo que cierne el futuro, eso que somos y no somos que Constan me enseñó a entender.

pre. El silencio seguía, y en su cara se empezaba a ver una sonrisa sarcástica, clásica cuando hacía una pregunta que sabía que nadie iba a contestar. Esa era la manera de Constantino de estar en el salón, exigiéndonos que pensáramos, que no estuviéramos ahí siguiendo las instrucciones que nos diera un profesor, sin saber por qué las seguíamos. Hasta que empezaba a preguntar por nombre. Yo trataba de esquivar su mirada, hasta que de pronto escuchaba: ¿a ver Ferradas, tu qué piensas al respecto? “Cuseetaa”, (no sé por qué le gustaba ponerle una “e” a mi nombre), así me llamaba cuando nos cruzábamos fuera de clase, mientras me daba grandes apachurrones. La penúltima vez que nos encontramos, yo estaba con mis papás pasando por la avenida Armendáriz en Miraflores y lo vimos, parado en una esquina; le gritamos que lo jalábamos y se subió al carro. En un momento volteó y me vio leyendo, me arranchó mis hojas y me dijo “ya deja de estudiar, oe”, y casi las tira por la ventana del carro. Eso era Constantino para mí, una persona sabia, imprevisible y cariñosa. Alguien que podía hacerme morir de nervios y también morir de risa.

¿A dónde? – repetía solo para que dijera kentoky. Se enteraba de todo, de lo que hacíamos los profes, los trabajadores del colegio, los alumnos, los papás, creíamos que tenía informantes, yo era una y lo fastidiaba, tomaba el borde de mi mandil, por el cuello y le hablaba como si fuera su espía: “Jechu, fulanito ha llegado tarde”... se moría de risa. Se creía el gran deportista, jugábamos voley en las noches y se picaba horrible, nos echaba la culpa de todas sus malas jugadas, porque jugaba pésimo y nos tiraba taponazos, nos divertíamos mucho. Cuando se fue a Europa me trajo una colección de discos de Mocedades y de Serrat; cuando viajó a Cuba me trajo un polo, creo que no trajo muchos regalos, ese polo lo he tenido hasta hace unos cuatro años y los casetes aún los guardo.

Cusi Ferradas, promoción XIX

Para los Rubio y los Carvallo, el fútbol lo era todo. Crecimos juntos y éramos de la “U”, menos Constantino – vaya usted a saber por qué -, aliancista acérrimo. Sin embargo, eso no importaba, o importaba poco durante los veranos, cuando había temporadas internacionales. Venían equipos de todo el mundo y entre ellos, el Santos, donde jugaba Pelé, el rey indiscutible, la estrella más luminosa de cuanta constelación brillaba en el cielo. Cada vez que el rey llegaba a Lima, íbamos al Estadio a verlo jugar. Para eso, nos amanecíamos en la explanada norte, a esperar que abran las boleterías y aguardábamos horas para comprar nuestras entradas. Pero no vayan a creer que nos contentábamos con eso. No, de ninguna manera. Si podíamos y nos daban permiso – éramos chicos – íbamos a recibirlo al ae-

Elsie Ralston, promoción XIII

“¿Por qué el Estado no puede producir todos los billetes y regalárselos a todos los habitantes de un país?”... Nadie contestaba la pregunta, nadie trataba de que el del costado le diga cuál era la respuesta. Todos estábamos en silencio, sin que nadie nos haya callado. Y él daba vueltas alrededor de las carpetas, tocándose el mentón y rascándose la barba, como hacía siem-

Recuerdo que cuando vivía en la casa de Lolo y Didi, en el cuarto del techo, algunas noches pasaba con Bore, Juan Bullita y Miguel a recogerme, tocaba la bocina y gritaba desde el carro: “Chenta, baja así no más, en pijama, vamos a comer un pollito” y nos íbamos al Tip-Top. Manejaba como un loco y yo me agarraba del techo como gato. Llegábamos y no me dejaba salir de la camioneta, pero comíamos hasta explotar. Cuando salió la cadena KFC me preguntaba ¿A dónde quieres ir? Al Kentokyfray, decía yo y se burlaba,

Mónica Barreto, amiga

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ropuerto, lo seguíamos al hotel Savoy, donde siempre se alojaban el Santos y después a los entrenamientos, generalmente en la cancha de la “U”, en el estadio Lolo Fernández. Me acuerdo especialmente de un día, al terminar las prácticas, cuando Pelé, al retirarse al camarín, pasó por detrás de las tribunas de madera de Oriente. La gente - verdaderas multitudes iban a verlo entrenar – le gritaba, “Pelé, Pelé” y le palmeaba la espalda. El rey sonreía, hasta que a uno, de esos que nunca faltan, se le ocurrió demostrarle su afecto golpeándolo suavemente en la cabeza, con un periódico enrollado. Otros lo imitaron con un poco más de entusiasmo y, de pronto, el paso de Pelé se convirtió en un callejón oscuro muy mortificante. Constantino se indignó y salió en su defensa, gritándoles a los agresores que no sean abusivos. La verdad es que no sirvió de mucho. La Perla Negra apuró el paso y desapareció. Ni cuenta se dio de que un chico de once o doce años se había arriesgado para protegerlo. En esos veranos, ya lo dije, venían grandes equipos a jugar con Alianza, con la “U” y, a veces, con Cristal y Municipal. Botafogo, donde jugaba el legendario Garrincha y tapaba Manga, que volaba de palo a palo como si nada, jugó cierta vez contra Alianza, que hizo un extraordinario partido, ganándole 1 a 0, con gol de “Pitín” Zegarra. Nosotros fuimos al Estadio, naturalmente, y como cada domingo, desde hacía años, fuimos después al café “Tívoli”, en La Colmena, desde donde Pocho Rospigliosi – otra leyenda – transmitía “Charlas en el Tívoli”, un segmento de “Ovación”, su conocidísimo programa. Sus invitados eran, cómo no, futbolistas. Los de esa noche fueron Adebaldo y Sicupira, centro delantero e interior izquierdo, respectivamente, del equipo brasileño. Después de entrevistarlos,

Edición: Patricia Alba y Gabriel Reaño Diseño y diagramación: Ronald Huamaní Intervención de carátula: Juan Pastorelli Viñeta principal: Lorenzo Osores Cuidado de edición: Melissa Carvallo

Pocho, cansado seguramente de vernos domingo a domingo en la mesa de al lado, nos llamó a la suya, para entrevistarnos. ¿Se imaginan? Una invitación a compartir la última cena con Jesucristo y sus discípulos no hubiera sido tan emocionante. Estábamos Constantino, Cucho de la Jara y yo. Primero pasó Constantino, que respondió sólo con monosílabos a las preguntas de Pocho, al punto que el gran periodista le dijo que lo iba a contratar para el servicio de cables, porque necesitaban ahorrar palabras. A mí me tocó algo muy difícil. Pocho, al enterarse de que yo era crema, me preguntó cómo quedaría un partido entre la “U” y Alianza, si los íntimos de La Victoria jugaban como lo habían hecho esa tarde contra Botafogo. “Empatan”, respondí, después de pensarlo un buen rato. Cucho, mucho más tímido que nosotros, se negó a salir al aire. Cuando terminó el programa, Pocho nos pidió que llevásemos a los jugadores brasileños a su hotel y, si podíamos, que les demos una vuelta por Lima, para enseñarles la ciudad. Nosotros podíamos hacerlo, porque el papá de Cucho – José María de la Jara – era secretario del Consejo de Ministros y su cargo le daba carro con chofer. De vez en cuando, podíamos usar el auto y abusar de la paciencia del amable Claudio, el chofer, quien nos llevaba a donde quisiéramos ir. Esa noche no fue una excepción, así

que arañamos el cielo, como guías de dos futbolistas internacionales. Para terminar, debo decir que nunca, ningún domingo, Pelé fue al programa de Pocho, pero un par de años después pudimos verlo muy de cerca. Carlos Enciso, un periodista de “Ovación”, del que nos habíamos hecho amigos, nos prometió autógrafos del rey y toda su corte. Le dimos una libreta y fuimos a buscarlo al hotel Savoy, como habíamos quedado. Llegamos a la hora del almuerzo y logramos entrar al hotel, usando el nombre de Enciso, para colarnos. En las habitaciones no había nadie, ni medio futbolista. En la sala de estar, tampoco. Ya nos retirábamos, muy decepcionados de haber perdido la ocasión de estar con Pelé, cuando una señora que hacía limpieza nos dateó que los jugadores estaban el comedor. No pudimos entrar, porque la puerta de vidrio estaba cerrada. Pegamos entonces nuestras caras a la puerta y pudimos verlo en una mesa, comiendo – lo recuerdo perfectamente – un churrasco con ensalada. Constantino y yo nos miramos, atónitos. ¿Los dioses comían? ¿Usaban, como cualquier mortal, cuchillo y tenedor? ¡No era posible! No tuvimos tiempo para comentar mucho el asunto, para ayudarnos uno a otro a explicarnos lo que habíamos sentido. Llegó Carlos Enciso con la libreta y con las firmas. En la primera página, decía: “para Miguel y Constantino, con un fuerte abrazo”. Firmaba Edson Arantes do Nascimento, Pelé. La libreta, se ha perdido, ya no tengo la firma de Pelé. Mis recuerdos no han desaparecido, permanecen intactos, lo mismo que el entrañable cariño por Constantino, mi amigo de toda la vida, que sigue vivo en mi corazón. Miguel Rubio, amigo

Tenemos la ilusión de continuar recibiendo recuerdos y editar con ellos un libro que publicaremos el próximo año. Envíanos tus textos a [email protected].