Don Quijote, Don Juan y la Celestina, por RAMIRO de MAEZTU

R A M I R O DE M A E Z T U Don Quijote, Don Juan y la C e l e s t i n a ENSAYOS DE SIMPATIA COLECCIÓN CONTEMPORANEA.-C

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R A M I R O DE M A E Z T U

Don Quijote, Don Juan y la C e l e s t i n a ENSAYOS DE SIMPATIA

COLECCIÓN CONTEMPORANEA.-CALPE

I NDI CE l? á g lD M .

D edicatoria....................... ................................. P rólogo.— Los hijos de la fantasía y su natu­ raleza..................................................................

5 9

DON QUIJOTE O EL AMOR I.— Fiestas y decadencia......................... II.— Hamlet y Don Quijote...................... HE.— La vida de Cervantes........................ IV.— La España de Cervantes................... V.— La concepción de Don Quijote......... VI.— Los críticos del «Quijote».................. VET.— España y el «Quijote*........................

26 39 61 66 78 93 107

DON JUAN O EL PODER I.— El tipo de Don Juan......................... II.— El españolismo de Don Juan........... III.— El.mito de Don Juan........................ IV.— El drama de Don Juan..................... V.— La hora de Don Juan........................ VT.— La razón de Don Juan......................

121 136 163 163 174 180

LA CELESTINA O EL SABER I.— El amor de Calisto y Melibea........... II.— La tragedia del amor-pasión............ H I.— El saber de Celestina........................ IV.— La santa del hedonismo.................... V.— La fe del bachiller Rojas................... VI.— La codicia y el amor-pasión............. V il.— Mundo y ultramundo........................

189 200 218 233 246 271 276

DEDICATORIA A D. Ezequiel P . Paz, Director de La Prensa, Buenos Aires. Señor: Estos intentos de interpretación se publicaron en su mayoría en las páginas de La Prensa, unos como ahora van reproducidos, con ligeras variantes, otros con tales transformaciones de redacción y fondo que no se podría reconocer en dios más identidad que la del tema. Ta cuando se escribieron proyectaba que últimamente se reunieran en algún volumen, donde los llamo: «Ensayos en simpatía*, porque fueron es­ critos entre lágrimas, ri^as y sueños ele fortuna, como los mismos mitos literarios hispánicos—¡D on Qui­ jote!, ¡Don Juan!, ¡Celestina!— cuya vibración múltiple no acaba de sentirse. Justo es que al pu­ blicarlos en libro estampen en sus primeras páginas el nombre del periodista ilustre que ha desarrollado su glorioso diario al punto de esplendor que le per-

miie, después de servir la información del día con amplitud incomparable, atender a las actualidades duraderas. Por los muchos años de trabajo en su casa, reci­ ba, Sr. Paz, el agradecimiento de El A utor.

DON QUIJOTE, DON JUAN Y LA CELESTINA EN SAYO S

DE

SIM PATÍA

PROLOGO LOS HIJOS DE LA FANTASÍA Y SU NATURALEZA En el Olimpo de la imaginación, Don Quijote, Don Juan y Celestina no sólo se destacan como las figuras más firmes que ha engendrado la fantasía hispánica, sino que no las ha producido más claras y famosas literatura alguna; porque en diciendo de un hombre que es un Quijote o un Don Juan ya so sabe lo que es, y ouando a una mujer se le llama ¡Celestina no hay necesidad de escribirlo con ma­ yúscula, porque no se trata meramente de un ca­ rácter, sino de una profesión, a la que Platón lla­ maba «poderosa para hacer a las ciudades amigas y negociar matrimonios convenientes», y de la que Cervantes aseguraba, para los que pongan b u gra­ no de sal al entenderle, «que es ofioio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada*. Si el oficio de Celestina tiene bu lugar determi­ nado en las repúblicas, no ocurre lo mismo con la Celestina, ni con Don Juan, ni con Don Quijote,

ni con ninguna de las grandes sombras que la hu­ mana imaginación ha producido. No sabemos exac­ tamente para lo que han nacido ni lo que hacen en el mundo del espíritu, ni siquiera si es necesario averiguarlo. Hay quien pensará que no hacen nada. Nacieron meramente para entretenimiento nuestro, y si nos divirtieran un instante no hay que pedirles nada más. Pero el caso es que no se contentan con vivir con nosotros un par de horas, sino que nos acompañan el resto de la vida. Son para nosotros realidades más profundas que las de muchoB seres de carne y hueso. Y aquí hay un misterio que convendría esclarecer. Las prensas no cesan de publicar novelas, ni los teatros de es­ trenar dramas y comedias. La imaginación huma­ na crea todos los años miles y más miles de perso­ najes. Por los ojos de una de esas suscriptoras de librerías circulantes, que diariamente leen una novela, pasan al cabo del año los gestos y los di­ chos de innumerables fantasmas literarios. Pero casi todos ellos nacen muertos. Desfilan insubstan­ ciales por nuestra fantasía y desaparecen dejando en nuestras almas menos huella que los sueños que forjamos despiertos en nuestros ratos de ocio. Im­ posible recordar sus figuras. Imposible igualmente olvidar las de Don Quijote, Don Juan y Celestina. Y es difícil de creer que la razón de su perennidad sea meramente artística, en el sentido de mera­ mente literaria. Por de pronto hay que hacer una distinción ra-



dical entre los hijos de la imaginación y las obras en que aparecen. Hay grandes obras de imagina­ ción en que las figuras no son grandes. Si a todos los genios fuese dable acuñar caracteres de primer orden, no seria posible la existencia de grandes literaturas que no han producido ninguno. En oambio, surge el inmortal tipo de Don Juan de un drama como El Burlador de Sevilla, concebido y escrito de prisa, y después de que una docena de ingenios han querido imprimir su sello en la figura del seductor intrépido, todavía vaga el personaje en busca de un autor que lo cristalice definitiva­ mente, como lo están, desde bu creación, la Celes­ tina y Don Quijote. Ya es curioso el hecho de que un mito literario de primera magnitud pueda surgir de una obra punto menos que olvidada. Se podrá alegar que la calidad de los hijos de la fantasía no depende de la literatura que los viste, sino de la imaginación que los engendra. Quizá exista una teoría que nos diga que lo que necesitan los hijos de la imagina­ ción para ser bellos es que sean meramente fan­ tásticos, y que no se ensucien ni enturbien al con­ tacto de la realiclad o t de las intenciones morales o políticas. El arte es juego y su intención consiste en no tener ninguna. La imaginación, «la loca de la caso», es la función esencialmente juguetona del espíritu. Lo único que hay que pedirle es que no sea ni pretenda ser real, ni edificadora, ni didác­ tica. Lo cual está bien, aunque no sé cómo podrá

leerse a Dostoievski sin que se nos remuevan los más angustiosos conflictos morales, ni uno do los mejores cuentos de Maupassant, «Bola de Sobo» o «La casa Tellier», sin que se ponga en entredicho la moralidad corriente de la vida francesa, ni hallo medio de suprimir en las comedias de Aristófanes las alusiones a su actualidad, ni tampoco en mu­ chas de las obras de Shakespeare, ni se cruza el Sund por Helsingor sin que los pasajeros nos mues­ tren con el dedo el castillo de Hamlet. Lo que hay de verdad en esta teoría es lo que ya encerraba la vieja norma de la unidad en la obra del arte. En una situación imaginada cabe todo, incluso el mundo real y la moralidad, siempre que Be hallé contenido virtualmente en la propia situa­ ción imaginada, sin que la deforme la arbitrarie­ dad del autor. Lo que destruye la ilusión artística es la mezcla arbitraria de lo soñado con lo vivido y lo deseado. Si el lector ha estado habitando una región fantástica, no se le podrá cambiar de mo­ rada sin sacudirle penosamente. El hecho de que el arte sea siempre heterogéneo y de que el mundo de lo soñado Be componga también de las cosas vividas y do las deseadas o temidas, no quita para que subsista una diferencia entre las cosas soña­ das y las vistas, que conviene mantener en bene­ ficio de la unidad de la obra. El mundo de la ima­ ginación se rige por sus leyes y no está bien forzar el curso de la fantasía para imponerle conclusio­ nes que no sean las suyas naturales. Ultimamente

han aparecido en España, y el ejemplo aclarará la tesis, algunas almas de buena voluntad que han creído utilizable los métodos del novelista Wells para propagar sus propias ideas religiosas y políticas. Son hombres de considerable talento y excelentes intenciones. Lo que hace, sin embar­ go, que sus obras no puedan compararse con las de Wells es que cuando el escritor Inglés se forja un supuesto imaginario, por ejemplo la posibili­ dad de convertir los cerdos en hombres, de hacer­ se invisible, de que vengan los marcianos a la tie­ rra o de que se pueda explorar el porvenir, etc., lo desarrolla en su propio plano y lo sigue hasta el fin, sean las consecuencias las que fueren, sin de­ jar que sus propias ideas políticas o religiosas, & pesar de ser bien definidas, intervengan en el curso de la obra, con lo que consigue su objeto de colocar al lector en el proceso imaginado de su novela, en tanto que sus imitadores españoles no lo consi­ guen, sencillamente porque su apresuramiento en mostramos sus ideas nos hace pensar en los artícu­ los del periódico que leen habitualmente y pste pensamiento basta para impedir que nos embar­ quemos en sus libros o para mantenemos con un pie en el muelle y otro a bordo, que no es la más cómoda de las posiciones. Pero el hecho de que una obra de fantasía no deba serlo de otro carácter no quita para que ob­ servemos a los estéticos del arte puro que la ima­ ginación no surge en el vacío, sino que funciona

con arreglo a nuestros deseos y temores. El juego de la imaginación n es libre. Sus hijos no se en­ gendran espontáneos, sino que nacen de elemen­ tos reales, al impulso dé las cosas que queremos o de las que deseamos evitar, y se combinan con arreglo a las leyes de la asociación de ideas. Todo lo que se ha escrito en estos años respecto de los sueños vale también para las cuentas de la lechera y para los entretenimientos de los niños cuando juegan a suponer que son el rey, justicias o ladro­ nes. Por detrás de la cortina donde aparecen las figuras de la linterna mágica se disputan la pri­ macía la voluntad y la memoria. Este mundo de la imaginación, aunque distinto del real, es hijo suyo y no ha nacido sino para influir en la reali­ dad, como las otras creaciones del hombre. Cuan­ do nos figurábamos haber salido de nuestra cárcel cotidiana, nos encontramos más metidos que nun­ ca. Decidme oon lo que sueña una persona y os diré quién es, porque nadie sueña sino con elemen­ tos de la realidad y sus combinaciones. No me atrevería a proponer como verdadera ninguna de las interpretaciones de los sueños que abundan en las recientes especulaciones psicológicas. Tampo­ co estoy seguro de que sea fundada mi opinión de que las fantasías se producen por una ley de com­ pensaciones, según la cual, los tristes, que lo ven todo negro, sueñan con realizar lo que desean, mientras que los optimistas, que son los que ha­ cen en la vida lo que quieren, no sueñan, al

revés, sino con lo que-no quisieran que acontezca. Pero que existe una lógica de la imaginación, una relación todavía desconocida en parte, pero inexo­ rable, entre el mundo de los sueños y el de la rea­ lidad y la voluntad, es cosa que ya no puede po­ nerse en duda y que destruye la concepción del arte como cosa separada e independíente de la vida ordinaria. Del problema moral no nos escapamos 6Íno en la medida que nos sustraemos a 1a tensión artís­ tica. Hay una forma de literatura a la que apenas se puede llamar arte: la novela de folletín, la pe­ lícula de cinematógrafo, la comedia compuesta expresamente para distraer al público, pero sin poner en peligro su buena digestión. £1 fantástico puede seguir los volatines de la imaginación? lo mismo cuando construye sus propios castillos en el aire que cuando sigue los construidos por otro y sueña que se halla en el lugar del héroe, sin ne­ cesidad de poner en ello toda la atención, al modo que una portera sigue leyendo su novela cuando le preguntamos por el piso de un vecino. Quizá pueda decirse de estos caprichos de la fantasía que su mundo es distinto de la realidad y la moral, aunque al seguirlos no hagamos sino divertirnos y descansar, que son cosas reales y aun morales. Pero tan pronto como surge un artista y proyecta la luz de su linterna sobre la penumbra de estas figuras de la fantasía, el lector o el espectador ad­ vierto que la comodidad con que seguía el curso

de la acción ha desaparecido. La lectura de una novela de Dostoievski, lejos de exigir esfuerzo, se convierte en obligatoria para todo hombre de algún espíritu que la haya comenzado. La pujan­ za del novelista nos obliga a seguirle, pero ello no evita que nos fatigue como un largo viaje en dili­ gencia. Y es que cada una de las figuras y de las situaciones está cargada de problemas morales. Lo mismo ocurre oon la representación de un dra­ ma de Ibsen. No gusta al filisteo, no por falta de interés, sino por sobra. Y no digo con ello que el filisteo no tenga bu parte de razón. El individuo humano no es la Divina Providencia, y no hay para qué abrumarle con problemas que no pueda resolver, pero la serenidad que debe adoptar ante esta fatalidad de los conflictos insolubles es a su vez una actitud moral y también un problema. El hecho de que todas, digo «todas», las grandes obras literarias, figuras y situaciones, se nos pre­ senten preñadas de problemas morales no puede discutirse. ¿Cómo, entonces, sustraerse a la con­ clusión de que son los conflictos morales del hom­ bre los que hacen destacarse ciertas situaciones de la fantasía, sencillamente porque en ellas se encuentran expresados 1 Podrá el artista no darse cuenta de ello, y acaso sea preferible que no le dis­ traiga la conciencia moral de su cuidado artístico. Tampoco necesita el historiador hacerse cargo de que está construyendo sus individuos históricos con arreglo a sus valores culturales, que ésta es,

y no otra, la causa de que agrupe sucesos en tomo a una unidad, a la que llama, por ejemplo, Rena­ cimiento, en vez de estudiar, si se le ocurre, el nú­ mero de faltas de ortografía que hay en los ma­ nuscritos medievales (y aun entonces construiría su individuo histórico con arreglo a la gramática, que es también un valor cultural). Basta el instin­ to para decirle que no se ha de historiar sino lo que tiene importancia para el mundo de la cultura. Así también hay un instinto que mueve al artista a no escoger de entre las innumerables situaciones y figuras que le brinda la fantasía sino las que tienen interés humano, que son las que más ínti­ mamente se relacionan con los problemas del hom­ bre, es decir, con los problemas morales. El artista tiene perfecta libertad para valorarlas con su sim­ patía o con su antipatía, como el historiador la tiene para ser partidario o enemigo de la Revolu­ ción Francesa, pero el tema histórico ha de esco­ gerse por su relación con los valores culturales y la situación o el personaje literario por su cone­ xión con los problemas morales. Ya sé que al hacer esta afirmación me estoy aventurando por un ca­ mino nada simpático a numerosos artistas moder­ nos, que no ven en el arte sino precisamente la manera de escapar al problema moral. Lo que digo es que su empeño es irrealizable. No podrán aducir en favor suyo un solo grande ejemplo. Oscar Wilde dirá en sus Intenciones que las esferas de la mo­ ral y del arte son distintas, pero nunca escribió DOV QCIJOTS, DOS JUAJT T LA CELÍSTHA.

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una línea que no se refiriese a la moral. Es como un hombre que se hubiera pasado la vida entera negando la existencia del infierno y sin preocu­ parse de otra cosa. ¿No le buscaríamos la pata de cabra? También se cita el nombre de Stendhal como el de un novelista enteramente despreocu­ pado de cuestiones morales, y por un momento no tengo inconveniente en decir, digo en decir porque es la verdad que no lo pienso, que estuvo como individuo oolocado allende el mal y el bien. Pero si abro uno cualquiera de b u s libros, por ejem­ plo, El Rojo y el Negro, me encuentro con que en las cuatro primeras páginas, al describir la peque­ ña villa de Verriéres, en el Franco-Condado, nos hallamos en un ambiente de avaricia, porque las gentes no se cuidan sino de sus pequeños intereses pecuniarios; de sordidez, que se conoce en la prisa que se dan los propietarios en construirse altas tapias que se inspiren respeto mutuamente; de vanidad, porque para aumentar sus propiedades son hasta capaces de pagarlas más de lo que va­ len, y de rutina, por el orgullo que ponen en no aceptar ninguno de los planos de los constructores italianos que todas las primaveras solían, hace un siglo, pasar por las gargantas del Jura para ir a París. Y no es tan sólo verdad de hecho que las obras artísticas de imaginación nos colocan ante nues­ tros propios problemas morales. Es que no sería posible ni aun concebible otra cosa. No sé si ha­

brá gentes amorales. Y o no he tropezado mas que con buenas, malas y medianas. Si una señora del gran mundo pregunta a un caballero de buen ver si por casualidad cree en el deber, lo probable os que le esté incitando a una declaración amorosa y que la pregunta signifique si quiere ser su aman­ te. No sé cómo podría concebir la fantasía huma­ na una situación o un personaje interesante que no constituya un problema moral; pero si fuese posible la hazaña de colocarse ante un mundo fantástico, en el que los personajes y las situacio­ nes no se relacionasen para nada con la moralidad, creo que se habría inventado o la más aburrida o la más fascinadora de las novelas, y que de no ser la más insoportable habría que devolver su pri­ mitiva fuerza a un antiguo lugar común de los periódicos, el de «brillar por su ausencia», porque cada uno de los momentos en que faltase la rela­ ción moral a los personajes y sus situaciones, no serviría sino para hacer más punzante el problema ético, en que nos emplaza la realidad cotidiana de personajes y situaciones análogos. Así la conside­ ración de que los hombres no seamos tal vez sino las marionetas de la canción francesa: «Lea petiíea maricmeltes—font, foni, jant— trois peiils toara— el '¡ruis 3 ’en vonU es una de las más desoladoras que podemos hacemos. Ya sé que en algunas de las mejores obras de Plaubert y Maupassant la vida humana no tiene otro sentido que el de esas ma­ rionetas, pero la grandeza de sus novelas depende

de b u condición de ser como fotografías negativas do la vida moderna, que delatan por todas partos los ideales morales que el mundo no tiene, pero que necesita. Fué Schopenhauer, me parece, el primero que desarrolló la idea de que en el mundo del arte las cosas no tienen fundamento causaí. Mientras la naturaleza nos coloca ante sucesos que todos ellos se producen con arreglo al principio de razón sufi­ ciente, por el que nada se produce sin que podamos preguntamos por qué razón existe (nidia res existit, de qua non possit qvaeri, quaenam sit causa, cur existatj, en el arteval contrario, nos substraemos al mundo de los relaciones para entrar en el de las ideas. En cierto modo, lo último es exacto. Si por ideas se entiende las esencias, no cabe duda de la superior esencialidad de Don Quijote, Don Juan o Celestina respecto de la mayoría de los seres rea­ les que conocemos en el mundo. El hecho de que los personajes ficticios y el mundo imaginado sean menos complejos que los reales no amenguan, sino quo subrayan su escncialidad. Gracias a esta sim­ plificación, la poesía objetiva el carácter esencial del hombre y de la vida. Pero esta esencialidad no se produce independiente de toda relación. Los personajes de la fantasía podrán substraerse, como pretende Schopenhauer, al principio de ra­ zón suficiente, pero es porque son hijos de la causa final. No nos cuentan una fábula extraña, sino lina realidad o una posibilidad de nuestra propia

vida (de te fabvla narratur) , con lo que remueven, quiéranlo o no quieran, nuestros propios proble­ mas. Su misma B e n c ille z no tiene otro objeto que el de presentamos con mayor claridad los eternos conflictos del ideal y la realidad, las pasiones y el deber. De ahí que las obras de la imaginación no terminan su acción cuando nos han hecho viajar por países y convivir con personas diferentes de las de la vida cotidiana, sino que cada una de las gentes y de las situaciones con que tropezamos en ellas nos dejan problemas morales, urgentes o po­ tenciales, que hemos de resolver. Y por eso Don Quijote, Don Juan o Celestina viven en nuestras almas. Son problemas morales que esperan solu­ ción, lo que justifica el carácter ético de estos en­ sayos de sünp&tización. Y cuando los resolvemos, si llegamos a resolverlos, ee convierten en experien­ cias aleccionadoras de la vida, por lo mismo que no han sido meramente abstracciones, como teore­ mas de moral, sino que entraron en nosotros por la intuición y el sentimiento, como la vida misma. Al llegar a esta conclusión parece que nos he­ mos estado moviendo en círculo. Hemos empezado por observar que la imaginación no crea en el va­ cío sus figuras, sino movida por los deseos y temo­ res que sacuden el alma. A su vez esas criaturas de la imaginación nos colocan ante los mismos problemas morales, que acaso quisimos evitar al ponemos a fabricar castillos en el aire o a leer una novela. Y es que no hay escape al problema mo­

ral. Loe hijos del arte han de ser también buenos o malos. Sólo los nulos son indiferentes. Pero no creamos que seguimos donde estábamos al princi­ pio. Por el rodeo del arte hemos ganado la distan­ cia que media de las tinieblas a la luz. El resplan­ dor de la fantasía nos permite percibir con clari­ dad lo que pugnaba por esclarecerse en nuestro espíritu. Así podremos, al digerir los mitos, cons­ truir el ideal. La sencillez del arte nos permite orientarnos mejor en las complejidades de la vida. Veremos claro, se levantará el día, desaparecerán las incertidumbres, cantarán los pájaros, se ale­ grará el mundo: llegará, al cabo, la' hora de la acción.

DON QUIJOTE O EL AMOR

FIESTAS Y DECADENCIA El año 1905 se señaló, en la historia espiritual de los pueblos de lengua castellana, por las fies­ tas con que conmemoró España el tercer cen­ tenario de la publicación de la primera parte del Quijote. Por iniciativa de un gran periodista, don Mariano de Cávia, se celebraron diversas 'ceremo­ nias ofíoialcs, académicas, particulares, literarias y populares, a las que fueron invitados los países de nuestra habla y se quiso que concurriesen, ade­ más, Cataluña, representada por Maragall; Italia, por Amicis; Francia, por Anatole France; la Provenza, por Mistral, y Portugal, por Guerra Junqueiro. Con estas fiestas Be trató de proclamar solemnemente la obra de Cervantes como lazo espiritual, norma de conducta, fuente de doctrina y manantial común de vida para todas las nacio­ nalidades donde se habla español. Apenas emitido el pensamiento se apresuraron a prohijarlo todas las academias y centros oficia­ les de la mentalidad española. Los partidos poli-

ticos y el Consejo de Ministros le dispensaron bu protección y apoyo. Los periódicos se convirtie­ ron en b u s propagandistas. La mayoría de los es­ critores Be dispuso a entonar en loor de Cervantes las alabanzas mejor compuestas. Los profesores y los maestros decidieron hacer del Quijote texto obligatorio para los educandos españoles. Los li­ breros multiplicaron las ediciones del libro inmor­ tal y de sus principales panegíricos. Escribiéronse para la ocasión dos libros importantes: una Vida de Cervantes, por el Sr. Navarro y Ledesma, y unos Comentarios a la vida de D. Quijote y Sancho, por el Sr. Unamuno. Y en aquel coro de voces entu­ siastas sólo se oyó una palabra disonante. Eubo un escritor, un periodista, que llamó «decadente» al Quijote y «apoteosis de nuestra decadencia» a los festejos con que se iba a conmemorar el cente­ nario de su aparición. Este juicio produjo un gri­ terío hostil. Se dijo al protestante que hablaba por hablar, que era un excéntrico pagado do no­ toriedad, que ni siquiera habla leído el libro que llamaba decadente. Y una vez apagada con estas voces la estridencia de su protesta, prosiguieron los preparativos oficiales para celebrar solemne­ mente los festejos. Han pasado veinte años, y el periodista se ex­ plica bien que España defienda sus valores histó­ ricos. Es obligación de todos los pueblos sostener su patrimonio espiritual, en la medida de la justi­ cia, frente a cualquier ataque. El Quijote es obra

grande y decadente al mismo tiempo. La palabra decadente no se había limpiado entonces de sus asociaciones peyorativas, tales como enfermizo, nocivo, corruptor. Escribía yo en aquellos años encendido por un espíritu que me llevaba a buscar en el pasado la causa de los males presentes. Mi antigua fe en la importancia de las ideas y de los sentimientos en la vida me movía a combatir los tópicos de la decadencia donde los encontrase. Y unas veces veía en el Quijote la expresión y otras la causa de la decadencia. Esta indecisión, hija de la inmadurez de un pensamiento que se estaba formando, basta para explicar que no se mo en­ tendiese. Pero lo que debió entenderse desde el primer momento, y no me'explico que no se com­ prendiera, porque su evidencia no puede discu­ tirse, es que en el Quijote tenemos que ver el libro ejemplar de nuestra decadencia. Y los intelectua­ les debieron haber advertido también que asi se reconoce al mismo tiempo su valor espiritual, se fija su puesto y se prepara el ánimo de las genera­ ciones venideras para leerlo en su verdadera pers­ pectiva, con lo que se las inmuniza contra sus sugestiones de desfallecimiento. Los que se alborotaron al ver aplicada en letras de molde la palabra decadente a la obra de Cer­ vantes, ¿se hicieron cargo de lo que significaba? ¿Se propusieron alguna vez seguir el precepto nietzscheano, cuando aconseja: «ver la verdad por la óptica del artista, pero el arte por la óptica de

la vida»? ¿Se dieron cuenta de que la calificación de decadente no afecta en modo alguno al valor literario de una obra, ni aun a bu valor moral o ético, y que sólo expresa su momento vital? Todo poeta, al escribir un libro, si lo escribe con since­ ridad y con hondura, condición necesaria para que la obra sea grande, forzosamente, inevitable­ mente transmite a sus palabras su diapasón vital, y si decadente es el autor, decadente será lá obra, y si bárbaro, bárbara. ¿No se entendió esta rela­ ción inevitable entre el autor y la obra? Pero en­ tonces, ¿cómo se iba a entender esta otra relación ineludible entre la obra y el público, por cuya vir­ tud sólo Be elevan a la oategoría de libros represen­ tativos do pueblos decadentes las obras decaden­ tes, de países bárbaros, las bárbaras y de naciones en apogeo las obras armónicas y plenas? Los individuos y los pueblos se hallan inevita­ blemente, mientras viven, o en el estado de creci­ miento, desarrollo y barbarie, o en el de madurez, apogeo y plenitud, o en el de cansancio, vejez y decadencia. Esto es elemental. El desarrollo se caracteriza por la multiplicidad de los instintos, por el ansia de acción, por la contradicción de los distintos ideales, por la energía de los impulsos; el apogeo sobreviene en medio de la acción, cuan­ do el predominio de un ideal coordina los impulsos y ajusta al mismo tiempo los medios a los fines y los fines a los medios; la decadencia se marca cuan­ do nos reconocemos vencidos ante el ideal inaBe-

quible, cuando se muestran nuestros medios in­ adecuados para nuestros fines y la realidad se en­ coge y anonada ante el ideal enhiesto o inalcanza­ ble. Hasta en un mism o día puede pasar un hom­ bre sano por estos tres períodos. Al despegarse de las sábanas, en el campo, cuando despunta el alba, ¿no sentirá comezones de brincar, de moverse en todos los sentidos, de ponerse a cantar? Eso es juventud. Después, a mediodía, cuando se vuelve para mirar la faena, ¿no pensará en la convenien­ cia de acordar sus trabajos con las horas de sol que le queden? Eso es madurez. Y luego, a la caída de la tarde, ¿no pensará con melancolía que no ha hecho todo lo que proyectaba? Eso es decadencia. Y se habla de un cuarto estado, de gran fatiga, en que no se es ya dueño de los actos ni de los pensa­ mientos, que Burgen inconexos de una conciencia vaga. Así hay libros en que se pierden las líneas generales de un asunto y los capítulos valen más que la obra, las páginas más que los capítulos, y las frases más que las páginas. Pero este período no os sino el de la misma decadencia cuando se agrava y tooa a su límite; la decadenoia ha em­ pezado más atrás: desde el momento en que el ideal se muestra superior a los medios para reali­ zarlo. Estos razonamientos, todavía imprecisos, en­ focan el concepto de decadencia desde el punto de vista del ideal y no desde el punto de vista de la vida. La razón de ello es que sólo así puede man­

tenerse la analogía de individuos y pueblos. Si se piensa en la vida surge al punto la esencial dife­ rencia de que los pueblos se renuevan con las ge­ neraciones, mientras que los individuos, por defi­ nición, no pueden renovarse. Los pueblos no de­ caen, como los individuos, por la mera acción del tiempo. En los individuos la decadencia es anun­ cio de muerte. En los pueblos no necesita serlo, sino de una situación nueva, de un período de re­ poso, de una pérdida de la iniciativa histórica, en la que, a cambio de padecer por algún tiempo el rango, se vuelve a crear otro ideal y la energía con que mantenerlo. En cambio, si se piensa en la po­ sición que ocupan respecto de su ideal, que vie­ ne a ser como el amor de una nación, recobra su validez la analogía de pueblos e individuos. Al tiempo de surgir, los ideales tienen que afirmarse en lucha con otros ideales; y éstos son los períodos de confusión y de barbarie. Cuando los hombres y los pueblos se dan a un ideal, sienten que Be les multiplican las energías con esta unificación de los afectos; y ésta es la madurez. Y cuando se desepgañan advierten unos y otros que en su ideal se ha separado lo quo había de infinito, do lo que contenía de asequible, y mientras esto, realizado ya, ha perdido su encanto, lo infinito se pierde en la distancia. No comprendo que ee pueda leer el Quijote sin saturarse de la melancolía que un hombre y un pueblo sienten al desengañarse de bu ideal; y si se

añade que Cervantes la padeoía al tiempo de escri­ birlo, y que también España, lo mismo que su poeta, necesitaba reírse de sí misma para no echar­ se a llorar, ¿qué ceguera ha sido ésta, por la que nos hemos negado a ver en la obra cervantina la voz de una raza fatigada, que se recoge a descan­ sar después de haber realizado su obra en el mun­ do? Una obra de «frívolo y ameno entretenimien­ to» no apresaría el ánimo en la misma medida que el Quijote. Tampoco basta a explicar su grandeza el heoho de que tantos escritores hubiesen comba­ tido los libros de caballería y sólo Cervantes «se hiciera obedecer», según frase de un crítico. No diré que cuando Cervantes compuso su obra; fue­ ran los libros de caballería esas obras de mero pa­ satiempo que apenas dejan huellas en el espíritu, porque su influencia había sido mucha, aunque ya declinaba cuando 9e publicó el Quijote. Algo más ha de haber en esta novela cuando no falta quien ha creído encontrar en sus páginas un sistema filo­ sófico, un programa de gobierno, nnn- síntesis de teología, y hasta un tratado de medicina o estra­ tegia. ¿Qué hay en el Quijote? No busquemos interpretaciones esotéricas: leá­ moslo con humildad y Bencillez. Cervantes nos describe a un ser simbólico que, nutrido de un ideal caballeresco, consigue persuadir a un rústico para que le acompañe por el mundo a realizar el bien de la tierra. «Los religiosos— dice Don Qui­ jote— con toda paz y Bomego piden al cielo el bien

de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndolo oon el valor de nuestros brazos y filos de nuestras es­ padas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados hielos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra y bra­ zos por los que se ejecuta en ella su justicia.» No se trata únicamente, como vemos, de los libros de caballería, sino del ideal caballeresco, del impulso que empuja a los espíritus nobles a intentar la realización de empresas grandes, sin reparar en los peligros ni detenerse a calcular las propias fuerzas. Por acometer esta aventura Don Quijote, que después de haberse metido a caballero andan­ te «es valiente, comedido, liberal, bien criado, ge­ neroso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos», aunque monomaniaco, cae víctima del mozo de muías que le apalea, dé los molinos de viento que le ensartan en su giro, de los yangüeses que le maltratan, de los pastores que le apadrean, de los galeotes que le desarman, de la maritornes que le cuelga, de los cuadrilleros que le enjaulan, del cabrero que le golpea y del Ama y la Sobrina y el Cura y el Bar­ bero y el Bachiller y los Duques, que le burlan y escarnecen en todo el curso del libro, con cruel­ dad que hace reír a los lectores niños y llorar a los hombres generosos, hasta que el pobre Don Qui­ jote renuncia a su sueño, se recluye en su casa,

reniega de la caballería andante, concibe el pro­ pósito de trocarse en pastor, cuando 3e encuentra vencido y humillado en Barcelona, y sólo gana la estimación de sus convecinos al recobrar el juicio, para morirse de melancolía. «En los nidos de anta­ ño, no hay pájaros hogaño», dice poco antes de hacer su testamento. El Quijote es, por lo tanto, una parodia del espí­ ritu caballeresco y aventurero. Este punto lo ha visto bien don Juan Valera. «El objeto de la parodia, si el parodiador es un verdadero poeta, y ta l. era Cervantes, aparece siempre a sus ojos como un bello ideal que enamo­ ra el alma y arrebata el entendimiento, pero que no responde, o por anacrónico o por ilógico, a la realidad del mundo, ora en absoluto, ora en un momento dado. El ingenio de los españoles no se inclina a la burla ligera, como el de los franceses, pero se inclina más a la parodia profunda. La reac oión del escepticismo y del frió y prosaico senti­ do vulgar es más violenta entre nosotros, por lo mismo que es en nosotros más violento el amor y la fe más viva y el entusiasmo más permanente y fervoroso. En ningún pueblo echó tan hondas raíces como en el nuestro el espíritu caballeresco de la Edad Media; en ningún pecho más que en el de Cervantes se infundió ese espíritu con más po­ derosa llama; nadie tampoco se burló de él más despiadadamente.» A las palabras del Sr. Valera puede objetarse D oh Q u ij o t e , D o s J u a b y l a C e l í s t i h a

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que no hay razón para que los españoles seamos más violentos que otros pueblos, ni en la fe, ni el escepticismo. Es posible que lo fuéramos, sin em­ bargo, en el siglo xvi, pero ello no dependería de nuestro natural, sino de causas determinables, como la lucha milenaria contra los moros. No fué el temperamento, sino el tiempo y las circunstan­ cias, quienes engendraron entre nosotros el espí­ ritu militante. Hecho el reparo, las otras palabras de don Juan Valera parécenme definitivas. Según ellas significa el Quijote: «la burla despiadada del espíritu caballeresco»; «la reacción del frío y pro­ saico espíritu vulgan contra los impulsos que lle­ van a la acción aventurera. ¿Por creerlos nocivos en sí mismos? Nada de eao. El Sr. Valera añade con idéntico acierto: «Cervantes amaba la «romancería», y la epopeya histórica, y los libros de caba­ llería, aunque tuviese por instinto el sentimiento de que eran anacrónicos.» Don Quijote está dema­ siado viejo para sus empresas. Quiere, pero no pue­ de. Pues eso es decadencia. Lo que habría que esclarecer ahora es si Don Quijote simboliza a la España de principios del siglo xvn. Sólo que esto no podemos pregun­ társelo a Cervantes. Es la posteridad quien por él tendrá que decidirlo. El simbolismo del Quijo­ te puede ser, debe ser inconsciente. No es en la cabeza de un artista, sino en su corazón, tal como la fantasía nos lo revela, donde hemos de bascar el sentido de la época en que vive. Me

parece probable que muriese Cervantes fiel a su culto de: Felipe, señor nuestro, Segundo en nombro y hombre sin segundo, Columna de la fe segura y fuerte,

como dice en el segundo de los poemas que le sugi­ rió la pérdida de la Invencible, aunque no es pro­ bable que el tercer Felipe le inspirase los mismos entusiasmos que el hijo de Carlos V. Creo verosí­ mil que si Cervantes resucitase se indignaría con­ tra los que leemos en su ingenioso, pero descaba­ lado hidalgo, el símbolo de la monarquía católica de España, divina caballería en lucha contra el tiempo y contra el mundo, para imponerle la fe en un ideal pasado. Pero antes que yo había visto Oliveira Martins el mismo simbolismo en él Qui­ jote, y en su Historia de la civilización ibérica y en el capítulo Bobre las «Causas de la decadencia de los pueblos peninsulares» puede leerse: «Las amonestaciones de Gil Vicente y de Cer­ vantes no fueron entendidas. España ve en el tipo del Quijote la condenación de los antiguos caba­ lleros, y aplaude esa sátira, que si no tuviera otro alcance sería apenas un juguete erudito: ¡bien le­ jos se escondían ya en el posado las figuras do los Amadís! La caballería que Cervantes condena no es ésta únicamente, sino también la divina: lo que ataca es la tenacidad loca de un heroísmo ya sin significación ni alcance. Cervantes en persona se

vió mordido de ese virus, y ahora, viejo y desenga­ ñado, el antiguo humorismo de los graciosos de la comedia castellana encarna en él, produciendo una obra genial. También él había imaginado redimir al divino cautivo y preso en Argel; ¿planeó acaso los medios de obtener su libertad? No: ¡en lo que pensó fué en arrancar toda la Regencia al dominio de los m n a nlTna.np.fl! Libre al fin, pero desgraciado, el héroe se substituye por el gracioso, embozado en la rota capa agujereada, por la que entraba el sol a reírse de él. El dualismo del drama español aparece vivo en la biografía del escritor, que al final acaba condenando en masa a la nación cuya vida se reprodujera en la suya.» No conocía yo hace veinte años este pasaje de Oliveira Martina, porque en la traducción de don Luciano Taxonera queda desfigurado su sentido. Donde he traducido: «esa sátira, que si no tuviera otro alcance sería apenas un juguete erudito», que es lo que escribió en portugués Oliveira Martins, el Sr. Taxonera había puesto: «esa sátira, que ai no tu­ viera otro alcance sería siempre una gallarda mues­ tra de erudición». Donde yo he dicho: «También él había imaginado redimir al divino cautivo», sin inte­ rrogación, el Sr. Taxonera había leído: ¿Había ima­ ginado también redimir al divino cautivo...?», cuyas alteraciones fueron causa de que no me efoterase de que el pensador de más vuelo que ha tenido la his­ toria de los pueblos hispánicos había visto también en el Quijote el libro de nuestra decadencia.

Ya sé que la cuestión de nuestra decadencia no está resuelta. Hay quien dice, como «Azorin» en Una hora de España, que no hubo decadencia, sino extravasamiento a América de la energía y la san­ gre española. Menéndez y Pelayo, que cree en la decadencia, afirma, en cambio, que se trata de un problema tan complejo que sólo el trabajo de mu­ chas generaciones de investigadores podrá resol­ verlo. A «Azorín» podría contestársele reconocien­ do que hubo extravasamiento, pero diciéndole que sólo se podría negar la decadencia si los pueblos hispánicos de América representasen ante el mun­ do contemporáneo, tanto en los letras como en las armas, on el mundo espiritual y en el temporal, una potencialidad tan vigorosa como la de la Es­ paña de Felipe II. A Menéndez y Pelayo sería más difícil responderle, porque hay, en efecto, en nues­ tra decadencia numerosos misterios que exigen largos afanes si han de esclarecerse. Pero la deca­ dencia misma no es probable que siga pareciendo problemática. He aquí un pueblo que llega a ser una de las co^ Ionios más cultas y ricas de la Roma imperial. A la caída del imperio romano es invadido por los bárbaros. Cuando logra que los conquistadores acepten la religión y el lenguaje oficial de los con­ quistados, vuelve a ser invadido por los árabes, sin que Be escapen a esta inundación más que unos cuantos grupos de montañeses. Durante varios siglos es la península el campo de batalla de Africa

y Europa, sin que se sepa si quedará al fin incor­ porada al mundo del Islam o al de la Cristiandad. Al cabo de ellos empieza a decidirse el porvenir en favor de los reinos cristianos. Avanzan éstos para­ lelamente, con su punto ideal de confluencia en el estrecho de Gibraltar. Al fin común de expansión cristiana sigue la formación del medio común: la monarquía católica. Al ultimar la reconquista des­ cubren estos pueblos las rutas marítinas de Orien­ te y Occidente. Se duplica la superficie de la tierra. La expansión cristiana encuentra dos mundos nue­ vos que ganar para el cielo. Entonces se escinde la Cristiandad de Europa en dos mitades. Se acude al fervor de los pueblos peninsulares para ol resta­ blecimiento de la unidad cristiana. Se intenta la Contrarreforma. Los pueblos hispánicos pelean en todos los ámbitos del orbe. Como es una lucha su­ perior a sus fuerzas, no triunfan sino a medias. Fracasa el sueño de la monarquía universal. Y en­ tonces nuestros pueblos se encierran en sí mismos. Este final de la epopeya peninsular es lo que de un modo simbólico nos describe Cervantes por medio de dos fantasmas, en los que late el corazón desencantado de aquel tiempo. Hay que situar al Quijote en la perspectiva del siglo xvi, lo mismo para que se perciba su épica grandeza, que para prevenimos contra su sugestión de desengaño.

HAMLET Y DON QUIJOTE Leamos el Quijote, por de pronto, sin perspecti­ va histórica. No hay novedad en ello: así se ha ve­ nido leyendo en España. Tratemos de reconstruir la impresión que deja en nosotros su primera leotuxa, si por azar no le leimos de niño, porque en­ tonces, a fuerza de reímos, no conseguimos en­ tenderlo. Olvidemos la inmensa literatura crítica que ha suscitado. Leamos las líneas y no las en­ trelineas. Las obras de arte no son misterios ac­ cesibles únicamente al iniciado. Son expresión de sentimientos comunicables. Para mejor precisar la índole de las emociones que nos hace sentir el Quijote comparémoslas con las que produce otra obra tan fundamental como el Quijote y de su mismo tiempo: el Hamlet, de Shakespeare. La pri­ mera parte del Quijote., que ea la esencial, se pu­ blicó en 1605; hacia ese mismo año se puso tam­ bién Hámlet en escena por la primera vez. ¿Qué emociones despertaría Hamlet en el bur­ gués londinense que iba al teatro al comenzar el

siglo rvxr, y qué otras Don Quijote de la Mancha al soldado español que por entonces lo leía en tierras de Flandes o de Italia? En estos tiempos ha dicho Iván Turguéñef de Don Quijote que es «el símbolo de la fe»; de Hamlet, que es *el símbolo de la duda». Don Quijote es el idealista que obra; Hamlet, el que piensa y analiza. Pocas páginas se habrán de­ dicado al libro español tan comprensivas y amo­ rosas como las dol novelista ruso, que quizás amó tanto a Don Quijote por lo mismo que se sentía personalmente mucho más cerca del tipo de Ham­ let. Sería absurdo intentar un paralelo entre am­ bas obras que pretendiese rivalizar con el suyo en finura espiritual, pero la necesidad de hacerlo de­ pende precisamente de la excelencia del escrito por Turguéñef, porque no se contenta con presen­ tamos los héroes de Shakespeare y Cervantes tal como aparecen a primera lectura, sino que nos descubre rasgos, de su carácter, como los de la sen­ sualidad y el egoísmo de Hamlet, que sólo la refle­ xión descubre; y el de la suprema bondad de Don Quijote, que es o puede ser evidente todo el tiem­ po, pero que se oculta detrás de su locura, de su ingenio, de su valor y de sus aventuras, hasta que se nos revela a última hora, cuando Cervantes, cansado de burlarse de su héroe, acaba no sólo por quererle, sino por descubrir que lo ha querido siem­ pre. Olvídese, si es posible, todo lo que sobre el Quijote y Hamlet se ha escrito. Leamos con senci­ llez estas dos obras.

Desde luego es análoga la emoción que inicialmente suscitan Hamlet y Don Quijote. Ambos se ganan nuestras simpatías desde el primer momen­ to. Se las ganan porque sop generosos y porque nosotros somos egoístas. Hamlet y Don Quijote, aquél en la Universidad de Wittemberg, éste en los libros de caballerías, han aprendido en los ejem­ plos de los hombres que se sacrificaron por los hombres a amar sus hazaSas y a intentar emular­ las. Y nosotros les queremos desde el primer mo­ mento, porque Don Quijote se propone realizar «el bien de la tierra», porque Hamlet se muestra fiel a la memoria de su padre, el rey noble y glo­ rioso, y zahiere la ingratitud de su madre con el apóstrofo: «¡Fragilidad, tienes nombre de mujer!» En materia de idealistas sólo odiamos a los qtie, en vez de socorremos con sus dádivas, levantan las espadas contra nuestra iniquidad, aunque éstos sean quizá los que realicen la mayor suma posible de bondad. En cambio, como ¿ice Próspero Mérimée, en su estudio sobre Cervantes: «Se escucha con gusto al orador que celebra las glorias milita­ res, sobre todo si no se trata de acompañarle al asalto de una batería.» Ya determinada ceta corriente simpátioa hacia ambos personajes, las emociones del lector o del oyente son diversas en la novela o en la tragedia. En la obra de Shakespeare, el público, al colocarse de parte de Hamlet, le excita a realizar con dili­ gencia su obra de justicia. Hamlet es joven, prín­

cipe, sabio, buen tirador. El pueblo de Dinamarca, que adoraba a su padre, está dispuesto a seguirle. ¿Cuándo comienza a actuar?, se pregunta el audi­ torio. Hamlet, al volver a Dinamarca, averigua que el rey- Claudio asesinó a su padre para casarse con au madre, «antes de que se enfriasen los man­ jares» con que hubo de celebrarse el funeral. La sombra del muerto dice al príncipe: «La serpiente que mordió a tu padre hoy ciñe la corona.» Y el público'se pregunta: «¿Cuándo se venga Hamlet?» ¿Cuándo se venga? La venganza es justicia, por­ que el rey nuevo, un perdulario entregado al alco­ hol, deshonra y desmoraliza el reino. Pero Ham­ let, en vez de blandir la espada vengadora, escribe sus pensamientos en un libro de memorias, y duda de Ofelia, que le quiere, y duda de ef mismo: «¿Seré yo un cobarde? ¿Es generoso que yo, el hijo de mi querido padre asesinado, a cuya venganza me em­ pujan el cielo y el infierno, desahogue el pecho afeminado en palabras o en vanas maldiciones, como una meretriz o un pillo de cocina?» ¿Cuándo venga a su padre?, se pregunta el público, impa­ ciente. Pero a Hamlet no se le ocurre sino hacer que unos cómicos finjan la escena de la muerte de su padre, para ver la impresión que produce la farsa al asesino verdadero. Y entre tanto se pre­ gunta en el monólogo inmortal: «¿Qué es más noble del alma: sufrir las flechas de la fortuna ad­ versa o alzar los brazos contra las calamidades y destruirlas combatiéndolas?»

¡Destruirlas!, piensa el público, con impaciencia exasperada. La farea de los cómicos provoca a in­ dignación al asesino, y esta indignación confirma las sospechas que inspiraba. ¿Cuándo se venga Hamlet? Ya está seguro, ya va a obrar, encuentra al matador, ¡ahora!... Pero no. El asesino está re­ zando y Hamlet no le mata porque está rezando. El príncipe habla con su madre, la frágil; una som­ bra se mueve entre las cortinas del aposento; Ham­ let desenvaina la espada, la blande, hiere, mata... ¿Al asesino? ¡No!... A Polonio, ¡al padre de su Ofe­ lia! ¡Y todo por dudar! ¿Cuándo se venga?... Pero Hamlet se limita a decir: «No se nos dió esta razón divina para que se pudriese sin usarla... Ignoro para qué vivo si me he de decir siempre: esto es lo que debo hacer... ¿Cómo, pues, permanezco yo ocioso, asesinado mi padre, envilecida mi madre, excitándome todo, la razón y la sangre?» Esta in­ decisión de Hamlet e3 causa de la catástrofe, en que mueren, no sólo el asesino y la reina, sino Ofe­ lia, y Polonio, y Laertes, y Ricardo, y Guillermo y el propio Hamlet. Y el público, estremecido de horror, sale del teatro repitiéndose la frase del quinto acto: «A veces la impaciencia da más fruto que los más profundos cálculos», o aquella otra, acaso más profunda, en que dice Hamlet: ((Así es como ol vivo color de la voluntad natural desapa­ rece al pálido reflejo del pensamiento.» En cambio, no bien Cervantes nos dice que su héroe, rematado ya el juicio, da en el extraño pen­

samiento de irse por el mundo con sus armas y ca­ ballo a deshacer agravios y correr peligros para el servicio de la república y aumento de su fama, sen­ timos a n h e l o B de advertirle con cariño: ¿Dónde vas, generoso caballero, pobre, viejo, con tu rocín flaco, tu celada de cartón, y tu magín trastornado por «la razón de la sinrazón que a tu razón se hace»? ¿Dónde vas, pobre Don Quijote, sin conocer si­ quiera que cuantos nombres peregrinos y músicos pongas a los seres no podrán convertir a tu rocín en Rocinante, ni a Aldonza Lorenzo en Dulcinea del Toboso, ni a Alonso Quijano en Don Quijote de la Mancha? Pero Don Quijote no esoucha las prevenciones del lector. Siente tanta prisa por recorrer el mundo según son «los agravios que piensa deshacer, tuer­ tos que enderezar, sinrazones que enmendar, abu­ sos que mejorar y deudos que satisfacer». Don Quijote está impaciente; pero el lector ya se figura lo que puede acontecer al triste caballero en sus andanzas, y tan pronto como se halla en la venta, que imagina ser castillo, y el ventero le recuerda que los caballeros andantes necesitan «traer dine­ ros y camisas limpias», el lector, simpático, le dice: «Vuélvete, Don Quijote, a tu aldea; no tomes por doncellas a las mozas del partido; la Molinera no es doña Molinera, ni la Tolosa, doña Tolosa.» Y en cuanto aprende que su intervención en favor del pastor a quien apaleaba Haldudo el Rico vale al apaleado nuevos palos, y que por proclamar la

belleza sin par de la imaginaría Emperatriz de la Mancha, los mercaderes y el mozo de muías le apalean hasta dejarle mal herido, el lector de alma buena le dice a Don Quijote lo que la Sobrina: «¿Quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No seria mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados?» Esta emoción, este deseo de que Don Quijote se recoja en su casa, no hace sino acrecentarse en el curso de la obra. Y precisamente cuando el héroe se entusiasma y profiere las palabras sublimes: «Hemos de matar en los gigantes, a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quie­ tud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco co­ mer que comemos y en el mucho velar que vela­ mos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guar­ damos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros», entonces es cuando se nos redobla el ansia por ver a Don Quijote tranquilo en bu lugar. Si queremos que la novela continúe es por reírnos de los golpes y de las burlas de que es objeto el hé­ roe; pero tan pronto como notamos que este gé­ nero de regocijo es evidencia de nuestra propia crueldad, sentimos vergüenza de nosotros mismos

y pedimos al cielo que devuelva a Don Quijote el juicio, y con el juicio el sosiego y el descanso. Y cuando Don Quijote alaba a Sancho su elogio del eueño: «¡Bien haya el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, man­ jar que quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa el ar­ dor...!», preguntamos al héroe: ¿Y por qué, noble hidalgo, no has pensado toda la vida de este modo? Las únicas risas de que el lector no tiene para qué avergonzarse en este libro son las que siente cuando Don Quijote volvía al pueblo y Rocinante, «conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar que pareoía no poner pies en el suelo». Pero después de reír de cuantas malandanzas acontecen a Don Quijote en los caminos, y de las burlas del Bachiller y de los Duques, y de Moreno, y de toda Barcelona, cuando el hidalgo manchego la recorre con un cartel en las espaldas, se siente un encogimiento y un desengaño y un ansia de sosiego, en que se nos caen las ilusiones, las alas se nos pliegan, las piernas se nos doblan y nues­ tras nobles ansias do ejecutar «el bien de la tierra», «con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas», se nos desvanecen de la mente, y nos figuramos que hasta los chiquillos de las calles se van a reír de nuestros empeños quijotescos, y se nos entra un temor al ridículo que paraliza nues­ tros movimientos, porque no queremos que los

demás rían en nosotros lo que nosotros reímos en Don Quijote de la Mancha. No son absolutamente esenciales, ni en el Qui­ jote, ni en el Hamlet, los episodios amorosos. El Quijote y Harnlel serían aún lo que son sin Dulci­ nea y sin Ofelia. Pero el amor, si no monarca uni­ versal, es cuando menos uno de los soberanos que rigen el mundo y que lo regirán eternamente. Es, desde luego, el preferido por los poetas, les inspira sus ditirambos más entusiastas y su6 ironías más amargas. ¿Qué sentimientos nos sugieren, respec­ to del amor, Shakespeare y Cervantes? Desdo que Ofelia aparece en escena realiza, con su sola pre­ sencia, el eterno ideal femenino: es dulce, casta, débil, sencilla, enamorada, misteriosa y distante; es superior a Hamlet, es el mismo Paraíso, que por merced divina se hace accesible a Hamlet en la tierra, con tal de conquistarlo con el valor y con la fe. Pero el héroe, en vez de ganarlo, lo mata con sus dudas. Don Quijote, al contrario, lleva en el pecho tesoros que le sobran de valor y de fe y en cambio su ideal Dulcinea del Toboso no es en la realidad sino zafia aldeana, que responde a las frases exquisitas de su galán heroico con vocablos de cuadra: «¡Aina que... mi agüelo! ¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos!» El desgraciado Don Qui­ jote no otorga crédito a sus ojos; supone que algún maligno encantador ha puesto en ellos nubes y ca­ taratas, «y para sólo ellos, y no para otros, ha mu­ dado y transformado tu sin igual hermosura y

rostro en el de una labradora pobre». Prefiere creer a Sancho, el malicioso, cuando le dice que los en­ cantadores han trocado en Dulcinea «sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey berme­ jo». Y así el romanticismo lujuriante de Shakes­ peare da por realizado el ideal femenino y nos mue­ ve a merecerlo y conquistarlo, mientras el realis­ mo profundo de Cervantes nos inspira la pregunta aplanadora de entusiasmos: ¿No habrá debajo de nuestra quimérica Dulcinea del Toboso alguna rús­ tica Áldonza Lorenzo? El espectador de Eamlet se impacienta porque el héroe analiza la realidad, en vez de alzar los brazos contra ella; el' lector del Quijote se encalma con las malandanzas que acontecen al héroe por obrar sin darse cuenta cabal de lo que hace. El soplo trágico de la obra eespiriana se infunde en nuestro espíritu, concentra las energías y las dis­ pone a la acción; la vena cómica de la novela cer­ vantina distiende los resortes de nuestra fuerza y nos inclina al reposo. Y así Hamlet, al obrar so­ bre el público, produce Quijotes, mientras Don Quijote provoca en los espíritus la actitud analí­ tica de Hamlet. Verdad que de esa suerte se realiza el efecto que sus progenitores se propusieron. Sha­ kespeare concibe el Hamlet en la madurez de su talento y en pleno éxito. ¿No ha de preconizar la acción? Cervantes imagina el Quijote en una cár­ cel, fracasado como funcionario, después de fraca­ sar como soldado, como poeta y como autor de

conjcdias. ¿No ha de soñar en el descanso? Shakes­ peare y Cervantes escribieron el Hámlet y el Qui­ jote contra Hamlet y contra Don Quijote. Shakes­ peare fustiga la indecisión de Hamlet, cuando ex­ clama: «El mundo está desequilibrado. ¡Maldición! ¡Y yo he nacido para ponerlo en orden!* Y Cervan­ tes se burla de la ciega confianza de Don Quijote cuando dice: «Yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la del oro... Y o soy aquel para quien están guarda­ dos los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos.». Otra palabra todavía. Aunque en primera lec­ tura no se ponga atención en el lenguaje, creo difí­ cil dejar de notar que Hamlet habla casi siempre por frases entrecortadas, que parecen delatar al hombre de acción, y ésta es otra de las razones por la que el público se impaciente con sxis meditacio­ nes. Don Quijote, al revés, redondea sus párrafos y completa la expresión de las ideas, lo que cons­ tituye otro de los motivos para que el lector desee detener al viejo hidalgo e inducirle a volverse a la aldea, donde le aguardan todos los amigos, para escucharle con paz y calma los discursos. Tales son las emociones elementales que debie­ ron de producir ambas obras en los primeros años del siglo xvu. Cuando se representó el drama pre­ dicador de la impaciencia y de la acción, Inglate­ rra apenas si existía como fermento de un pueblo futuro. Cuando se publicó la novela alabadora del D on Q u i j o t e , D o n J u a s t l a c e l e s t i k a .

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reposo, España dominaba sobre el mayor imperio de la tierra. El Hamlet es la tragedia de Inglaterra; el Quijote es el libro clásico de España. En tomo a las dos obréis se ha Tenido cristalizando el alma de los do9 pueblos. Inglaterra ha conquistado un imperio; España ha perdido el suyo.

LA VIDA DE CERVANTES En cata primaria emoción de desencanto que produce el Quijote se han de distinguir dos aspec­ tos: uno es el cósmico, el eterno, independiente del lugar y del tiempo, que es el engaño y desengaño de la vida humana, su sístole y diástole, en la re­ gión de la psicología. Este momento es común al éxito y al fracaso. No tiene que ver nada con la historia. Lo mismo da a este efecto que se hayan realizado nuestras ambiciones como que se hayan frustrado. Aquí tiene razón Jorge Manrique: lo mismo van al mar los ríos caudales que los chicos. Sólo que Don Quijote no se desencanta por el mero hecho de vivir, sino por no acertar a distinguir con claridad las realidades que le rodean. No se entera de las circunstancias y es atropellado. No ve bien dónde pisa y anda de tropezón en tropezón. Su desengaño no es hijo meramente del engaño cós­ mico, común a todos los humanos, sino de su par­ ticular engaño. El mundo no era como lo imagi­ naba. Y este aspecto personal de su desilusión nos

lleva a considerar las circunstancias en que fué concebido y criado. El propio Cervantes nos invita a hacerlo cuando dice expresamente, haciendo hablar a su pluma: «...Para mí solo nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir. Solos los dos somos para en uno.» Al revés de otras obras de Cervan­ tes, que fueron escritas sólo con el ingenio, porque en los libros de «frívolo y ameno entretenimiento» no es necesario que el autor se identifique con la fábula; en el Quijote no se concibe la posibilidad siquiera de que el héroe y la fábula sean extraños al autor. Es verdad que nunca se habrán conce­ bido ni personajes ni episodios más alejados de la vida cotidiana. Aquí nos hallamos probablemente antó el invento más fantástico que ha salido de la novelería humana. Pero ya sabemos que el mundo de los sueños surge de nuestras ansias y temores. Por medio de Don Quijote nos esté diciendo Cer­ vantes todas las cosas que hubiera deseado decir al mundo, si se hubiera atrevido, o si se le hubiese deparado la ocasión de hablarle. Por lo que el mun­ do responde a Don Quijote sabemos que Cervantes no espera ya nada. La vida del escritor nos va a decir si nos equivocamos. No necesitamos sino registrar sus incidentes más conocidos, según los relatan sus biógrafos. Naoió Cervantes en Alcalá, 1547, de numerosa familia de clase media. Su padre, don Rodrigo, era cirujano. Su abuelo, don Juan de Cervantes, había

sido abogado de algún mérito. Entre 1550 y 1554 se va la familia a Yalladolid, para tratar de mejo­ rar de posición. Al trasladarse la Corte a Madrid, en 1561, allá van los Cervantes. Entra Miguel en el estudio costeado por el cabildo de la villa y el licenciado Ramírez enséñale latín. Dos o tres años después se muda la familia a Sevilla en busca de mejora. Allí continúa Cervantes sus estudios y co­ noce a Mateo Vázquez en el colegio de los jesuítas. En 1565 pasa por el dolor y por la humillación de ver embargados por deudas los bienes paternos, no sin protesta de su hermana Andrea, que ha de ser más tarde mujer enérgica y de recursos, el paño de lágrimas de la familia. Vuelve el cirujano a Madrid con sus hijos, y Cervantes continúa b u s estudios con el maestro don Juan López de Hoyos. Hasta ahora no os sino el hijo de una familia an­ dariega, pobre y desgraciada. Sus cambios de resi­ dencia desarrollan la sensibilidad del muchacho y sus deseos de ver mundo. La pobreza y el bo­ chorno del embargo despiertan su ambición. Tiene veintiún años de edad cuando a la muerte de la reina Isabel de Francia, que siguió tan de cerca a la del príncipe don Carlos, escribe sus ver­ sos elegiacos que, elogiados por López de Hoyos, le dan fama de mozo despierto. A l venir a Madrid el futuro cardenal Aquaviva no resiste a la tenta­ ción de seguirle, lo que le hace pasar por Italia y Barcelona, en el itinerario descrito en el Persiles y gozar de «la vida libre, la libertad de Italia», en

cuanto se lo permite su pobreza. Pero no se aviene a la vida plácida de criado de cardenal y prefiere alistarse en el tercio de Moneada, bajo el capitán Diego de Urbina. Tiene veinticuatro años de edad cuando pelea como un héroe en Lepanto, inflama­ do el espíritu de entusiasmo por la causa cristiana. Es herido en la batalla en la mano izquierda y en el pecho, pasa laTgos meses de hospital en Mesina y acaba por perder el movimiento de la mano lisia­ da. El almirante, don Juan de Austria, le recom­ pensa con aumento de sueldo. Aún pasa otros años en la vida militar, y asiste a la toma de Tú­ nez y recorre diversas ciudades italianas. Cuando los venecianos, por influencia francesa, pactan oon el turco, Cervantes vuelve a España con una carta de recomendación de don Juan de Austria, tan elocuente y expresiva que le ocasiona grandes pa­ decimientos, porque los moros apresan el barco en que regresa el soldado valeroso y la lectura de la carta les hace creer que se trata de importante personalidad, que lés valdrá por el rescate consi­ derables sumas. Más de cinco años permanece cautivo de los moros en Argel, tres más que su hermano Rodrigo, el militar, a quien rescata primero la familia, qui­ zás por considerarlo más juicioso. Miguel, al cabo, fuera de soldado, no es mas que un poeta. En Ar­ gel se convierte en cabeza de una conjuración que se proponía nada menos que alzarse con la plaza para devolverla a la Cristiandad, bajo la égida del

rey de España. Ahí está la carta en verso a Mateo Vázquez, nunca contestada por el secretario del monarca, que muestra sus designios. En un intento de escapatoria de varios cristianos, Cervantes car­ ga noblemente con las culpas de todos. Al volver a España rescatado, a los treinta y cuatro años de edad, Corvantes está lleno de esperanzas, a cuya realización le hacían acreedor sus servicios, talen­ tos y gran fama alcanzada entre los veinticinco millares de españoles cautivos en Argel. Ha sido el primero entre loa cautivos. La patria se lo ten­ drá que reconocer. No se lo reconoce. Espera en Valencia la recompensa. No viene. Va a buscarla & Madrid. No la encuentra. La Corte Be traslada a Lisboa. La sigue, porque no puede creer que sus servicios hayan pasado inadvertidos. Al cabo de su espera no encuentra sino una comisión para un viaje a Orán. A su vuelta a Lisboa está desenga­ ñado de la Corte y de las armas. Escribe la Qálatea. No deja de alcanzar alguna fama. La historia de sus infortunios, de sus cam­ pañas y de su cautiverio produce tanta impresión entre los amigos que la escuchan, que Cervantes concibe la idea de dedicarse a escribir comedias en Madrid. Está a punto de ganarse con ellas un modo establo do vivir, pero tampoco lo consigue» ni siquiera la protección de algún Mecenas. A la edad de cuarenta años decide dedicarse a los ne­ gocios. Es verdad que en estos años ha pasado su espíritu por una crisis que le cambia el carácter.

Al volver de Lisboa conoció a Ana Franca, se ena­ moró de ella y tuvo con ella su única hija, Isabel de Saavedra. Pero Ana se casó con otro, y tam­ bién Cervantes decidió casarse, como lo hizo, con doña Catalina de Salazar, dama de Esquivias, oon algunos bienes y cuidadosa de ellos. En parte es la dificultad de ganarse el pan en el teatro, en parte la influencia de la mujer, tal vez sus nuevos ami­ gos, los Argensolas, y dos vascongados, el nego­ ciante don Pedro de Insunza y el historiador don Esteban de Garibay, en los qne ya se apunta la misión histórica de la raza vasca, que parece con­ siste en enseñar a los pueblos hispánicos a armo­ nizar el espíritu moral con el de economía; quizás también la necesidad de atender a los gastos de la crianza de su hija; el hecho es que a la edad de cua­ renta años Cervantes cambia de rumbo y se dedica a los negocios, con el cargo de comisario para la provisión de la Armada Invencible. Por un momento puede figurarse que ha dado, al fin, con su verdadera vocación, aunque se trata de un destino que le obliga a recorrer los campos andaluces en busca de trigo y aceite para la escua­ dra. La Armada Invencible se va a pique. Cervan­ tes llora su pérdida en patrióticos versos. Al quodaree cesante, vuelve a escribir comedias, pero con menos éxito que la primera vez, por lo que intenta pasar a las Indias y solicita uno de los varios des­ tinos que hay vacantes. Su petición es desatendi­ da. En 1500 se encuentra con la necesidad de for-

matizar bus anteriores cuentas con la Hacienda. >Se le adeudan algunos de sus sueldos, por lo que ha necesitado disponer de parte de las sumas re­ caudadas para atender a sus necesidades. El año siguiente su amigo Insunza, nombrado proveedor do las galeras, le nombra oomisario. Recobra la esperanza de hacer fortuna. Las quejas de los pue­ blos le obligan a ir a Sevilla para declarar en pleito que contra el proveedor se sigue. Acompaña a éste en viaje que hace a Madrid para justificarse. Fa­ llece Insunza y se queda sin valedor Cervantes. Al cabo de algún tiempo lo encuentra en Miguel de Oviedo, con lo que vuelve a ser comisario. Goza un momento de tranquilidad en Esquivias con su esposa, que no había querido acompañarle en sus andanzas por Andalucía. Entonces es nombrado alcabalero del reino de Granada, en calidad de agente ejecutivo, que debía recaudar deudas mo­ rosas. Cervantes deposita parte del dinero recau­ dado en casa del banquero portugués Simón Freiré de Lima. A los pocos días Simón Freire se declaró en quiebra, alzándose con el dinero de Cervantes. Todo el año de 1505 lo pasa en dimes y diretes con la Hacienda. El año siguiente trata de volver a ganarse la vida con la pluma, pues entiende que su carrera administrativa pueda ya darse por con­ cluida. En septiembre de 1507, en vista de que no tenía con qué prestar fianza, entró Cervantes en la cárcel de Sevilla, donde el Quijote fué engendra­ do. Aún continúa la serie de desastres, porque

Cervantes tendrá que ir por diversas ciudades en busca de su descargo, pero ya no le afectan tanto como antes los dolores. Ya no espera nada, y ade­ más lleva en la cabeza, para consuelo de su pre­ sente y redenoión de su pasado, la formidable ma­ quinaria de su obra. En medio de estos y de otros machos ajetreos fué pensado y escrito el Quijote, cuya primera parte vió la estampa cuando el autor entraba en el a&o 58 de su vida.. Aún pudiéramos seguir enumerando fracasos y dolores, pero es innecesario, porque ya es axiomá­ tico que la vida de Cervantes fué un rosario de desdichas. En su ánimo prevalecen sucesivamente tres ideales: el de ser héroe, como lo es en Lepanto y en Argel, ganándose allí la estimación de don Juan de Austria y aquí la del rey Azán y sus com­ pañeros de cautiverio. Dice el padre Haedo que el rey moro de Argel temía tanto los ardides de Cer­ vantes que era dicho suyo habitual que: «como tuviese seguro al estropeado español tenía seguros sus cristianos, sus bajeles y aun toda la ciudad»» El doctor Sosa añade que: «Cervantes se quejó a él muohas veces de que su patrón le hubiese teni­ do en tan grande opinión, que pensaba ser de loa principales caballeros de España, y que por eso le maltrataba con más trabajos, cadenas y encerra­ mientos.» Estas torturas debieron de encender sus ilusiones, porque sólo a fuerza de esperanzas le fué posible resistir sus dolores. De otra parte, sus compañeros de cautiverio le confirman en la creen­

cia de que están bien fundadas. Cervantes vuelve a España lleno de confianza en que se le va a hacer justicia, concediéndole una posición adecuada a sus méritos. Ha sufrido por su país. Moros y cris­ tianos le han tenido por el de más valer entre los 25.000 cautivos españoles de Argel. Todo lo que consigue es que se lo confíe un pliego pare, Orán, misión peligrosa, que no todos hubieran acoptado. Esto le desengaña de la vida activa. Ya es inútil tratar de ser héroe. Entonces se le ocurre dedicarse a las letras. Siempre fué aficionado a ellas. Pri­ mero escribe la Galatea. Es un largo suspiro amo­ roso, en que unos versos son felices, y otros no, y que, en conjunto, carece de interés. Parece más que nada un homenaje a la atmósfera de lirismo y de amor que se respira en Portugal. Vuelto a Madrid concibe la idea de escribir comedias y de cantar heroísmos, ya que el mundo se niega a co­ locarle en el puesto donde el temple de su alma se pueda manifestar con luoimiento propio y prove­ cho del reino. En esto de laa comedias anduvo a punto de dar en el blanco. Es el precursor de Lope, y en el prólogo que puso a su impresión pudo de­ cir: «Fui el primero que representase las imagina­ ciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro.» Pero las come­ dias no dan para vivir. Le dan fama, le rodean de curiosos, pero no le sacan de la vida incierta. Cer­ vantes se va acercando a los cuarenta años. La

gloría no le basta. ¿De qué le habla servido la que le dieron b u s proezas de Argel? Y a en la Gálatea había dicho Timbreo: ♦Tú mismo te forjaste tu ventura*,

tu mismo, por haberte dejado guiar por la Vana­ gloria que: «a sí misma se promete— triunfos y gus­ tos, siji tener asida— a la calva ocasión .por el co­ pete— . Su natural sustento, su bebida—es aire, y así crece en un instante— , tanto, que no hay me­ dida a su medida.» Ya ha llegado la hora de dejarse de ilusiones y niñerías. No hablo de sua amores con Ana Franca por lo poco que de ellos sabemos, salvo que adivi­ namos, por la resignación con que su esposa se quedaba en Esquivias, mientras recorría él la An­ dalucía, quo fue la mujer que m¿s quiso, aunque pasó por su existencia como un meteoro luminoso. Es el momento de la madurez. Hay que dejar de lado las esperanzas mozas. Cervantes se decide a ser hombre práctico. Es la edad crítica del hom­ bre. El que a los cuarenta años no se dedique a hacer dinero es que no sirve para nada o está toca­ do de locura. Hasta ahora ha seguido errados rum­ bos. Ahora va a demostrar a su mujer y a todos los de Esquivias y a sus amigos los vizcaínos y a todos los cómicos y poetas, que no eran vanas las esperanzas que en él ponían sus compañeros de cautiverio. Los primeros años le va bien de comi­

sario de la Armada. Pero, a partir del segundo, su vida es perenne trabacuenta. No es una vez, sino dos las que se ve por la justicia empapelado. Y a la tercera se alza con su dinero un portugués y aquí se acaba la carrera administrativa de Cervan­ tes. Sus ambiciones prácticas rematan en la cár­ cel. Su ideal de madurez ha resultado tan fantas­ magórico como los de la juventud. A estos desencantos de la vida externa ha de añadirse otro más hondo. A partir del tiempo en que, desengañado de sus esperanzas cortesanas, se dedicó Cervantes a hacer comedias, y tal vez antes, descubrió que llevaba dentro de sí a un poeta, y no meramente a un gran poeta en prosa, tal como se nos revela en el Quipte, sino a un poeta en verso. La producción poética de Cervantes, com ­ pilada en la Argentina por don Ricardo Hojas, es enorme en cantidad y muy considerable por la cali­ dad. Hay algo de verdad y algo de excesivamente humilde en el famoso terceto del Viaje al Parnaso: Y o que siempre me afano y me desvelo Por parocor quo tongo de posta La graoia que no quiso darme el cielo.

Había un aspecto de la poesía en el que Cervantes se sabía sin rival, como en estos otros tercetos se muestra: Pasa, raro inventor, posa adelante Con tu sotil disinio, y presta ayuda A Apolo, que la tuya es importante,

Antes que el escuadrón vulgar acuda De más de veinte mil sietemesinos Poetas, que de serlo están en duda. Armato do tua versos luego, y ponte A punto de seguir este viaje Conmigo, y a la gran obra disponte.

Más adelante escribe: Desde mis tiernos años amé el arte Dulce de la agradable poesía. Y o el soneto Compuse que asi empieza, Por honra principal de mis escritos: «Voto a Dios que me espanta esta grandeza».' Y o he compuesto romances infinitos Y el de los «Celos» es aquel que estimo... Y en dulces vagas rimas se llevaron Mia esperanzas los ligeros vientos, Que en ellos y en la arena se sembraron.

Fechado en septiembre-de 1592 existe un con­ trato en que Cervantes se compromete a escribir seis comedias que habían de parecer «de las mejo­ res que se han representado en España». El análi­ sis mismo de su prosa revela que Cervantes poseía el don de pensar inconscientemente en verso, o sea por modos musicales. Tampoco cabo duda do que en muchos de sus poemas el pensamiento que lo anima es poesía de la más excelsa elevación. Pero rara vez llegan a ser de primera calidad los veraos

de Cervantes. Y aquí nos encontramos con una tragedia interior, que debió de amargar constan­ temente al autor del Quijote. Este hombre escribió versos durante todo el curso de su vida. Se sentía gran poeta. Su sentimiento no le engañaba. Tenía indudablemente capacidades para haber sido gran poeta. No lo fué, sin embargo. ¿Por qué? La ex­ plicación del Sr. Rojas me parece buena: «Quien vivió errante, hambriento, cautivo, prisionero, militante, menesteroso, picaro o bohemio, no gozó, ciertamente, del vagar necesario para limar y re­ tocar sus obras. Hay siempre algo de improvisado en las poesías de Cervantes; pero confesamos que lo hay también en la mayor parte de su prosa.» Ello lo ve muy claro el propio Cervantes, cuando dice en su apéndice al Viaje al Parnaso que: «en el poeta pobre, la mitad de sus divinos partos y pen­ samientos se los llevan los cuidados de buscar el necesario sustento*. Pero la explicación es incom­ pleta. Ha habido grandes poetas que vivieron po­ bres y errabundos. No ha habido más que un hom­ bre que escribiera el Quijote. La poesía fué otro de los grandes engaños y desengaños que padeció Cervantes. Dios le había puesto en el alma el amor de la poesía, no para que fuese gran poeta, sino para que pudiera realizar en prosa su epopeya. Cuando Cervantes concibe el Quijote, no sólo está cansado y desilusionado, sino fracasado y desmoralizado. Y como las fuerzas humanos tie­ nen límite, es inevitable que al escribir su obra

anhelase una vida de descanso, como máximo an­ helo, y que su corazón dictase a sus invenciones y a sus palabras esa profunda e irresistible ansia de reposo que el lector cándido percibe en cada una de las páginas del Quijote. ¿Con qué podía soñar, después de su vida aporreada, aquel melancólico Cervantes, viejo, pobre, tullido, enfermo, fracasa­ do, desesperanzado, sino con descansar? Cuando se piensa en la vida de Cervantes es cuando se siente mejor el Quijote, que no es, por otra parte, ningún libro esotérico. Sólo de cuando en cuando alude en su obra a las cosas y personas de su tiem­ po; pero el reouerdo de la propia vida, de sus am­ biciones, de sus sueños y de sus desventuras tiñe todas las páginas del libro. Y Don Quijote es el mismo Cervantes, desposeído de circunstancias baladies, pero abstracto, idealizado, elevándose por encima del tiempo y del espaoio hasta tocar en el corazón de cuantos hombres han puesto sus sueños más arriba que sus medios de realizarlos.

J \

LA ESPAÑA DE CERVANTES Si Cervantes está cansado cuando concibe a Don Quijote, no lo está menos la nación española. Al terminar el BÍglo xv y en el curso del siglo xvi España completaba la liberación del territorio na­ cional contra un enemigo que durante ocho siglos lo había ocupado, realizaba la unidad religiosa, expulsaba a moros y a judíos, llevaba a cabo la epopeya de descubrir, conquistar y poblar las Américas, a costa, en parte, de su propia despoblación; paseaba sus banderas victoriosas por Flandes, Alemania, Italia, Francia, Grcoia, Berbería. De cada hogar español había salide un monje o un soldado, cuando no un monje y un soldado a la vez. Santa Teresa había visto salir de su casa, para América a todos sus hermanos, y, gran lectora de libros de caballerías, había soñado con recorrer el mundo. Todo el siglo xvi fué para España un es­ tallido de energía. Recordad los nombres de los primeros circunnavegantes: Elcano, Legazpi, Ma­ gallanes; los de los conquistadores: Hernando de D o n Q u ijo t e , D o n J c a n t l a C r le s t ih a .

*

a

Soto, Valdivia, 'Urdaneta, Garay, Solis, para no hablar de Cortés, de Pizarro y de Almagro; evo­ cad la memoria del cardenal Cisneroe, do Igna­ cio de Loyola, de Santa Teresa y no nos olvide­ mos de los Reyes Católicos, del Gran Capitán, del duque de Alba, de Felipe II. Acompañemos cotí la imaginación a nuestros tercios en sus cam­ pañas victoriosas, sigámosles cuando van con Car­ los V a Witemberg y quieren desenterrar, para quemarlos, los restos de Lutero, el hombre malé­ fico, a su juicio, que había roto en dos la Cristian­ dad. No nos olvidemos de que la batalla de Lépanto había arrancado de las manos del turco el dominio del mar Mediterráneo. Pensemos también que el móvil de» aquel ince­ sante batallar era puro y generoso. Los mejores españoles se daban cuenta clara de que aquellas campañas les estaban arruinando. Ahí están las cartas de Felipe II, cuando era aún Príncipe Re­ gente de España, a su padre el Emperador, en las quo se decía que la pobreza de las tierras españolas no consentía quo se las gravase con impuestos tan altos como los que podían soportar las más ricas del centro de Europa. Esto mismo repiten, incan­ sables, las peticiones de las Cortes de Castilla. Y, a pesar de todo, Felipe sigue, al subir al trono, la política trazada por su padre, porque el mandato de lo que creía su deber—el mantenimiento de la fe católica por medio de las armas—le parecía más urgente, más ineludible, que el de defender

los intereses de su patria. Y es que la prodigiosa actividad física del pueblo español durante todo el siglo xvi estaba también acompañada, e ins­ pirada, por intenso fervor espiritual, quo es la otra forma de actividad en la que también ardie­ ron, basta consumirse, las energías nacionales. De España surgieron, a la vez, el espíritu místico de Santa Teresa y el militante de la Compañía de Jesús, así como la mayor y mejor parte de la obra social y educativa de la Compañía y de su produc­ ción intelectual. España es también el espíritu y el brazo de la Contrarreforma, que alza fronteras definitivas a la difusión del protestantismo por el centro de Europa. De España nace el movimiento antirrenacentista, en el seno de la Iglesia católica, que le devuelve la severidad que el humanismo la había hecho perder en Italia. Los teólogos espa­ ñoles llevan la voz cantante y decisiva en el Con­ cilio de Trento, que fija la ortodoxia de la Iglesia frente a las perplejidades de la Reforma y del Re­ nacimiento. De la fecunda actividad literaria de España surgen los orígenes del drama y de la no­ vela modernos. Lo que eran los españoles de aquel tiempo lo sabemos por los cuadros del Greco. Un español no habría sabido quizás verlos. El cretense percibió que aquellos hombres, que en lo físico no eran extraordinarios, estaban animados por una espi­ ritualidad excepcional que sólo podía expresarse pictóricamente por excepcionales procedimientos.

El Greco simbolizó en la luz el ideal que encendía aquellos cuerpos. Concibió la luz' como una subs­ tancia que en el éter vibra y en el aire se rompe, rodea los cuerpos, dieuolvc los límites, aligera los pesos, convierte la gravedad en ascensión y trans­ forma a los hombres en llamos, que en su propio fuego se divinizan y consumen. Pero en los años en que el Quijote se engendra y escribe, España se halla ya, y en consecuencia de su pasmosa actividad creadora, exhausta, des­ poblada—sólo en el reinado de Felipe II había perdido dos millones de almas— , miserable, cer­ cana a la derrota. ¿Y cuál podía ser el anhelo más íntimo de aquel país demasiado trabajado sino el de descansar? Oigamos a Galdós en su ensayo so­ bre Cervantes: «No faltaban héroes todavía, porque esta tierra, aun después de extinguido su vigor, conservaba los gérmenes de aquella raza vencedora que tuvo descendientes por muchos siglos después. Había grandeB generales aún y soldados valerosos; pero el ejército se moría de hambre y desnudez en las tierras de Holanda y de Milán. Todo indicaba la proximidad de aquellas desventuras horribles, de aquellos encantamientos que 6e llamaron Rocroi, la insurrección de Nápoles, el levantamiento de Cataluña, la autonomía de Portugal, la emancipa­ ción de loa Países Bajos.» ¿Nos imaginamos a los soldados de I09 ejércitos españoles, «muertos de hambre y desnudez», le­

yendo el Quijote en tierras de Mandes o de Ita­ lia? Cada mío de ellos podía sentirse Don Quijote, por lo idealista y por lo maltratado. ¿Qué busca­ rían en sus páginas sino esa ansia profunda de re­ poso y de vuelta a la casa solariega de la patria, que no se atreverían a confesar porque eran ven­ cedores, pero que sentirían en el alma con vehe­ mencia mayor que su silencio? Aquellos soldados hambrientos y desnudos tenían que percibir, a todo lo largo del cuerpo, los temblores de aquellas tie­ rras, próximas a perderse para España. ¿Y qué impresión les produciría la lectura de un libro cujras páginas todas eran condenación de la vida aventurera y heroica de los caballeros andantes? ¿Se atendrían al texto de Don Quijote, el loco, cuando dice: «Más bien parece el soldado muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida»? ¿O pre­ ferirían la copla del mancebo cuerdo que cantaba: A la guerra me lleva mi necesidad, 8¡ tuviera dineros no fuera, en verdad?

¿O el dicho de Sancho: «N^ ha de ser todo: «San­ tiago y cierra, España»? Pero no hay necesidad de preguntar cuando la historia nos ofrece concreta y clara la respuesta. Durante todo el siglo xvi gozó España de la co­ diciable facultad o poder que los Autores de libros militares llaman la iniciativa, y es la capacidad

de iniciación de movimientos. Dedicamos nuestro esfuerzo esa centuria a consolidar y asegurar la1 civilización cristiana de la Edad Media, amena­ zada internamente por la Reforma y aun por el Renacimiento y externamente por el poder cre­ ciente de los turcos, a conquistar y cristianizar América y a convertir al Cristianismo los pueblos paganos, judíos o musulmanes. Para realizar este ideal final concebimos los dos ideales instrumen­ tales de la unidad católica y de la monarquía uni­ versal, que cantó Hernando de Acuña en el so­ neto: Y a se acerca, Señor, o ya es llegada la edad gloriosa en que promote el cielo una grey, y un pastor sólo en el suelo, por suerte a nuestros tiempos reservada; ya tan alto principio en tal jomada os muestra el fin de vuestro santo celo, y anuncia al mundo, parannás consuelo, un Monarca, un Imperio y u m Espada.

No fuimos lo bastante poderosos para impedir que la Cristiandad se dispersara, ni para evitar que al Reino de Dioa, con que soñábamos, suce­ diera el Reino del Hombre, que en Inglaterra pro­ clamó, poco después, liord Bacon. Es posible que el sueño nuestro no fuera realizable, ni conveniente entonces; pero no tenemos para qué avergonzar­ nos de haberlo concebido, aunque sí tengamos que dolemos de la excesiva sangre que derramamos al intentar realizarlo. Fué un gran sueño el nuestro.

y nuestros padres lo persiguieron con energía de héroes, .hasta que lo aventaron las tempestados que deshicieron en los mares del Norte las forma­ ciones de la Armada Invencible. Algunas veces se ha preguntado la razón de que no se expresara esta gran epopeya española en algún libro que pudiera parangonarse con el Qui­ jote. Estas preguntas negativas no tienen, en rigor, contestación. No hay razón, por ejemplo, para que Garcilaso no escribiera esa obra. Pero la verdad es que fué escrita, sólo que en portugués. Os I/usiadas es la epopeya peninsular, y sabido es que la histo­ ria espiritual y artística de los pueblos hispánicos no debe hacerse aisladamente. En las Lusiadas se encuentra la expresión conjunta del genio hispá­ nico en su momento de esplendor. Allí están su expansión mundial y su religiosidad característica: la divinización de la virtud humana. Varias veces se ha hecho el paralelo entre las vidas de Cervan­ tes y Camoens. Con ocasión dél centenario del poeta lusitano lo rehacía recientemente el señor Rodríguez Marín: los dos genios peninsulares mos­ traron grandeza en el ideal y valor en su defensa; los dos vivieron una vida de andanzas, peleas, aventuras y amores; los dos sufrieron miserias y cárceles; ambos gozaron los resplandores de la glo­ ria en las cercanías de la muerte. Pero a lo que habría que habituarse es a considerar Os Lusiadas y el Quijote como las dos partes de un solo libro escrito por dos hombres, a pesar de su disparidad

aparente: epopeya y novela, verso y prosa, entu­ siasmo e ironía, Vasco de Gama y Don Quijote, héroes de la realidad y sombras de la imaginación. Donde acaban las I/usiadas empieza Don Qui­ jote. Esto es todo. No serían aquéllas libro de ple­ nitud si se limitasen a cantar las hazañas ya reali­ zadas. En toda plenitud ha de incluirse el ideal, que mira al porvenir. No ha de contentarse con la visión del mar desde la orilla, sino que ha de es­ cuchar también la canción del barco, que no podía oír el conde Amaldos, porque sólo los navegantes la perciben. Ahora va a realizarse, viene a decirnos Camoens, el gran suceso por el que he suspirado en todo el poema y en todo el curso de mi vida. Acordaos de que al ir a Marruecos perdí Tin ojo. Me queda aún otro para ver el triunfo. La epopeya comienza con una excitación al rey don Sebastián para que someta a los moros al poder cristiano y acaba con otra en el mismo sentido. Esta es la única empresa para la que de buena gana se jun­ tan patricios y plebeyos y en la que se unen es­ pontáneamente españoles y portugueses. Es el ideal de Cervantes, que perdió una mano on Lepanto y no puede olvidar sus torturas de Argel. Lo expre­ só en su epístola a Mateo Vázquez, y nunca lo ha apartado de la mente. Era también el ideal del pueblo, que miraba con malos ojos las expediciones militares a países le­ janos. Al salir la de Vasco de Gama maldice, por labios de un anciano, del primero que puso velas

a un madero y del ansia de gloria que llera a los hombree a tierras tan remotas, cuando aun queda por cumplir, a los puertas do cosa, su misión pro­ pia de sujetar y civilizar al moro: {N o tona junto contigo o ismaelita}

Portugal y su monarca tienen que realizar una hazaña. No es cosa fácil llevarla a feliz término, porque el pueblo duda de sus capacidades. Para curarle de sus dudas escribe Camoens su epopeya. Al cantar las proezas de los gTandes navegantes portugueses descubridores del camino de la In­ dia no piensa en el pasado, sino en el porvenir. Hace falta infundir a los portugueses confianza en sí mismos y estimularles con la perspectiva de la fama. Otros pueblos cristianos se olvidarán de se­ guir su tradición; se aliarán a los turcos, dejarán el sepulcro de Cristo en poder de los infieles, que no son fuertes sino por su unión en la fe de Mahoma. Portugal, en cambio, aunque pequeño es fiel a sí mismo y a su religión y al ideal hispánico, y tiene asientos en el Africa, manda en el Asia más que nadie, ara los campos del nuevo mundo. V si TTIH.1 H mundo ouvera lá chegara.

Las Lusiadas concluyen en un hiato. Pasan treinta y tres años desde su pubüoación. En el camino señalado por el dedo de Camoens aparece

primero una figura: un hidalgo cabalga en nn ro­ cín y blande lanza; el pueblo lusitano se figura que será el rey don Sebastián, pero cuando piensa que va a aparecer detrás el cortejo de sus caballe­ ros, no ve sino a un escudero sobre las alforjas de un borrico. Son Don Quijote y Sancho. Al vol­ verlos a mirar desaparecen. No son sino fantasmas. ¿Qué ha sucedido en este tiempo? Dos fechas: 1578 y 1588. El rey don Sebastián ha perecido en Alcázarquivir, con sus caballeros, flor del reino. La Grande Armada se ha ido a pique en los mares del Norte. El pueblo portugués se queda atónito, sin advertir que sus ilusiones se habían disipado. Camoens, en cambio, consternado, no recobró nunca el fuego necesario para escribir en verso. En España no vislumbra las consecuencias que últimamente se derivan de la pérdida de la Ar­ mada mas que el rey don Felipe. Sabía que su imperio ultramarino requería, para ser conserva­ do, el dominio del mar, que había buscado primero por las buenas, casándose con una reina de Ingla­ terra; después anexionándose las costas y la es­ cuadra portuguesa, y finalmente construyendo la mayor flota que manos humanas habían fabricado. No lo quiso Dios. Y murió don Felipe persuadido de que estaba perdido su imperio. Cervantes no enmudece por el desastre de su Armada, y no es tan sólo que no lo crea irrepara­ ble, sino que la genialidad propia de su espíritu consiste precisamente en sortear desengaños. A

Camoens le coge el fracaso nacional demasiado viejo para soportarlo. Cervantes se va haciendo poco a poco a las dificultades de su patria, y cuan­ do las aguas de la desilusión se le entran por la boca se consuela, en vez de ahogarse, burlándose de sus antiguas ilusiones. Sin las Lusiadas no se puede entender el libro de Cervantes. ¿Cómo habría podido desencantarse todo ese mundo que rodea a Don Quijote de la Mancha, si no hubiera conocido antes el encanta­ miento del ideal? ¿Contra qué gigantes habría pe­ leado Don Quijote si loa pueblos hispánicos no lle­ vasen ya un siglo peleando realmente con gigantes? ¿Para qué destruir los libros de caballerías, si no fuera porque de libros de caballerías se nutrían los almas de aquellos generaciones que se creían llamadas a destinos quo eclipsasen los de los pue­ blos de la Antigüedad, y que, en efecto, llegaron a eclipsarlos en más de un sentido? Tampoco sin el Quijote se entienden del todo las Lusiadas. He aquí una epopeya interrumpida en casi todos sus cantos por las lamentaciones del poeta. ¿De dónde surgen estas quejas? ¿Cómo se justifican artísticamente? ¿Por qué vienen a ser como la voz del coro antiguo, por la que se ex­ presan las normas naturales? Más de diez veces parece estar Camoens a punto de abandonar el poema. Unas veces se queja de la codicia de los por­ tugueses; otra, de su falta de gusto por las letras; otras, de su apagamiento y vil tristeza. Sólo un

esfuerzo heroico le permite acabar la epopeya, i Qué es esto? Aquí entra la clave del Quijote. Lo que en las Lusiadas está aún oculto se hace aquí evidente. Ni por un momento disimula Cervantes que lo mejor que puede hacer su hidalgo es estarse quietecito en casa. Este es el sentimiento de toda la novela. Y lo que necesita el poeta que escribe las Lusiadas fes eso mismo: un poco de descanso. Sólo que no se lo dice a sí mismo. Lo que se dice es que quiere las batallas, las hazañas, la epopeya y la victoria de su patria en Marruecos. No sólo cantar esta victoria, sino contribuir a ganarla. Y la na­ turaleza so le resisto, no porque la suya sea flaca, sino porque está demasiado trabajada. Bon quejas que tienen la amargura de loa hom­ bres que han querido, intentado y hecho mucho. Como el trabajo manual produce venenos que no se eliminan sino con el descanso, el alma se em­ ponzoña igualmente con el trabajo espiritual, y los hombres que han hecho demasiado se infeccionan con toxinas que sólo desaparecerían en una isla de paz, si la hubiera en el mundo. Las quejas de Camoens son cansancio. Cansados han de estar los hombres y las razas que han intentado conquis­ tar al mismo tiempo el mundo de la acción y el del espíritu. Este es el caso de los pueblos hispá­ nicos en tiempo de Camoens. Por eso tienen sus quejas un valor objetivo que legitima su presen­ cia en un poema heroico. Entre las Lusiadas y el

Quijote media el curso de una generación. España ha seguido batallando y evangelizando. En estos treinta y tres años ni se han colgado las plumas, ni se han envainado las espadas. Ahora ya se cono­ ce la esencia de las quejas: son cansancio; hay que descansar. No está bien que se lea el Quijote sin las Lusiadas, ni viceversa. ¿Adónde se irá con el empuje de la epopeya, pero sin el freno de la novela? Como no se adapten los medios a los fines, donde se busque imperio no se hallará tal vez sino la muerte, y menos mal si se sabe ennoblecerla con las pala­ bras últimas del rey don Sebastián: «Morir, pero despacio.» ¿Y adonde se irá con la ironía del Qui­ jote, pero sin la fe de las Lusiadas? Al ideal de la «paz en la indolencia», que denunció el conde de la Mortera al recibir a Azorln en la Academia de la Lengua. Y tampoco se logrará esa paz, porque con perder uno el apetito no lo han perdido los demás.

LA CONCEPCION DE DON QUIJOTE Los detalles de la vida de Cervantes desaparecen en el Quijote, pero es sólo para evocar el recuerdo total de su vida frustrada. Y en este punto está en lo cierto Díaz de Benjumea cuando dice: «Convido al lector a que medite sobre la serie de sucesos tan rápidos, tan graves y extraordina­ rios como llenaron el período de la juventud de Cervantes; los cuales no necesitan más que la sim­ ple exposición para formar un cuadro dramático, un poema interesantísimo. Porque ¿cuál es el fon­ do, cuál el móvil, cuál el principio y el término de todas estas acciones? ¿Qué se ve en esta epo­ peya admirable? Al hombre de ánimo esforzado luchando contra la adversidad, asunto, como dijo el filósofo Séneca, digno de ser contemplado por los dioses. Y bajo cierto aspecto, ¿qué viene a ser el Quijote sino la alegoría de sucesos semejantes? Esto es, el hombre débil, pero de gran temple de alma, en lucha contra los obstáculos que se opo­ nen a la felicidad común.»

Cervantes se explica por Don Quijote y el Qui­ jote por Cervantes. El autor, como el protagonista, ha leído muchos libros de caballería, los conoce y los ama. *Esto e9 indubitable para cuantos recuer­ den el capítulo relativo al escrutinio que hacen el Cura y el Barbero en la librería de Don Quijote. El autor, como el héroe, ha sentido en su espíritu nobles impulsos que le empujaran a la vida heroica y aventurera de los antiguos caballeros. Esto es también indiscutible para quien conozca,.siquiera someramente, la historia de Cervantes. En el soldado de Lepanto se producen al mis­ mo tiempo los impulsos de acción y los ideales ge­ nerosos. He aquí uno de esos hombres privilegia­ dos que no son sólo acción, sino palabra; que no son sólo palabra, sino acción. Cuando soldado, ha debido de soñar en batallas ciclópeas; cuando amante, en amores de infinita ternura; cuando es­ critor, en librós inmortales; cuando patriota, en el imperio universal. Hechos y sueños y palabras se enlazan en los recuerdos y en las realidades de su vida como en las aventuras de b u héroe. Cervantes ha dicho de la batalla de Lepanto que fué «la más alta ocasión que vieron los siglos y es­ peran ver los venideros*. Sólo hoy sabemos hasta qué punto dijo la verdad. Allí se ventilaron loa destinos de Europa; esa civilización occidental, que hoy glorifican los pensadores de los pueblos anglo­ sajones y germanos, no habría surgido sin la vic­ toria de Lepanto sobre el turco dominador del mar

Mediterráneo; ahora es cuando nos damoa cuenta de que el imperio sobre las aguas lleva aparejado el poderío sobre la tierra. El alférez Gabriel de Castañeda ha referido que, al empezar la batalla de Lepanto, el capitán Urbina, el alférez Santisteban y él se encontraron sobre cubierta a un soldado amarillento y ojeroso, porque Cervantes padecía de las cuartanas que abundan en la isla de Corfú. Díjole el capitán, al verle con la faz demudada y la vista turbia, que se recogiera bajo cubierta, porque no estaba para pelear. Pero Cervantes, excitado por la fiebre y, sobre todo, por la proximidad de la ocasión única que iba a depararse, dirigió a b u s jefes este párra­ fo: «Señores: en todas las ocasiones que hasta hoy se han ofrecido de guerra a Su Majestad y so me ha mandado he servido' muy bien como buen sol­ dado, y así ahora no haré menos, aunque esté en­ fermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad y morir por ellos que no bajarme so cubierta. Póngame vuesa merced, señor capitán, en el sitio que sea más peligroso, y allí estaré y moriré peleando.» El capitán movió la cabeza, pesaroso, como quien abandona a la muerte a persona destinada en la vida a distin­ guirse, y ordenó a Cervantes colocarse en el esqui­ fe, al frente de doce hombres, con lo que eviden­ ció la gran confianza que le inspiraba el soldado que tan nobles palabras pronunciaba. En este episodio ha de hallarse el pasadizo que

nos abra acceso a las reconditeces del alma de Cervantes; no sólo en la conduota, porque cual­ quiera de los soldados españoles de entonces se batía con valor; no sólo en las palabras, porque muchos escritores han consagrado írases más be­ llas a los deberes militares, sino en la totalidad del episodio, en la,, fusión armónica de la conducta valerosa y la palabra varonil. En los años de cau­ tiverio se le convierte el heroísmo en rasgo per­ manente del carácter. Por la información que se hizo de su conducta sabemos que fué Cervantes el más distinguido de los cautivos. Desde que puso pie en Argel hasta la hora de su rescate no cesó en preparar y organizar escapes de compañeros. Por eso le tenia el rey Azán por el más peligroso de los cristianos. Se le sorprende una vez y otra. Cervantes echa una vez y otra sobre sí mismo la responsabilidad del intento. El rey Azán mata a palos a diversos cristianos por intentar lo mismo que Cervantes. A Cervantes le enoadena, pero no le apalea. La figura del manco debió de aparecérsele rodeada de algún nimbo. Pero al volver Cervantes a su patria se encontró con que no se hacía caso de sus méritos. Se habla imaginado in­ genuamente que el éxito en la vida deberá estar en razón directa de los méritos. Así lo cree tam­ bién el pueblo español, que pronostica fácilmente prosperidad a los talentos. Quizás no reparó Cer­ vantes en que los españoles sentimos tanta piedad por las medianías, que no toleraremos nunca que D o n Q u i j o t e , D on J u a r r ü

C e l e s t in a .

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so los desaloje de sus puestos, para abrir paso a las capacidades. El caso es que este héroe y poeta, conocedor de la excelsa armonía de su ser todo, cuerpo y alma, llega a los cincuenta años de su edad, fecha en que, poco más o menos, aparece en su espíritu el pen­ samiento central del Quijote, fracasado por com­ pleto: como militar, pues que no progresó en la carrera de las armas; como escritor, porque sus comedias no le permiten vivir con decoro; como hombre de carrera, puesto que se gana la vida co­ brando malaB deudas; como hombre de honor, porque está, preso, y aun como hombre, puesto que se halla manco. A los cincuenta años, Cervantes vuelve los ojos hacia atrás y se mira a sí mismo. ¿Qué encuentra? Sus ideales de juventud fueron generosos; su bra­ zo los sustentó oon intrepidez; y, a pesar de ello, so encuentra fraoosado y Be pregunta el porqué de b u fracaso. ¿Culpa de los demás? ¿Culpa de s í mis­ mo? «Más versado en desdichas que en versos», como dice de sí mismo en el escrutinio de la librería, al hacer el balance de su vida pasada, repara en la. inutilidad práctica de sus sueños, de sus idea­ les, de sus libros de caballería, de sus aventuras, de su valor heroico. Y ese día melancólico y gris nació en la mente de Cervantes la concepción de Don Quijote de la Mancha. Los exégetas del Quijote se han preguntado mu­ chas veces lo que se propuso el autor al escribirlo.

No hace falta quebrarse los sesos para averiguarlo. Escrito ha quedado en el Viaje al Parnaso: Y o he dedo en Don Quijote pasatiempo Al pecho melancólico y mohíno En cualquiera sazón, en todo tiempo.

Cervantes lo escribió para consolarse de sus amar­ guras, y por la misma causa que las gentes excla­ man, cuando un asunto no les sale bien: «¡Si yo no hubiera sido tonto!», y aún más frecuentemente: «¡Si yo no hubiera sido bueno!» Este punto quedará más en claro si se recuerda el género de las ocupaciones de Cervantes desde 1593 hasta 1603, los años que precedieron a la concepción del Quijote y los de su elaboración. En ese período de tiempo, y cuando Cervantes había hecho ya el doloroso renunciamiento a vivir de las armas, primero, y de las letras, luegó, fué as­ pirante a empleado, después comisario del pro­ veedor de la armada y después cobrador de atra­ sos, de deudas, de alcabalas. Aquella armada, en cuyo abastecimiento trabajó, fué la Armada In­ vencible, deshecha en 1588, en cuyo triunfo ee habían puesto tantas esperanzas que Cervantes no quiere creer, ni tampoco España, en las prime­ ras noticias adversas. No es seguro, aunque sí po­ sible, que la primera lección que de aquel magno desastre aprendiera fué la de que no basta poner nombres sonoros a las cosas. De lo que no cabe duda es de que los españoles contábamos tan fir­

memente con aquella victoria, como los portugue­ ses con la del rey don Sebastián contra los moros. Pero las esperanzas eran una cosa y otra las reali­ dades y el ejército de navios se condujo como rebaño de ovejas y loa vientos hicieron de gigantes enemigos. Pensemos en la deamoralización que un espíritu generoso, como era el suyo, y, sobre todo, como lo había sido en su admirable juventud, tie­ ne que sufrir en profesión tan ingrata como la de recaudador de atrasos, tercias y alcabalas. No hay más que imaginamos el dilema que cotidianamen­ te se le presentaba: si apretaba a contribuyentes, labradores y renteros, se veía obligado a hacerles padecer; si se ablandaba ante sus quejas perdía el empleo, o, cuando menos, los emolumentos. Re­ cordemos sus procesos y encarcelamientos. El más largo de todos se debió a haber confiado en un banquero portugués, en cuyas manos depositó sus fondos. Es probable que no hubiera necesitado ir a la cárcel de haber sabido aprovecharse de su cargo para hacer dinero, como otros lo harían. Probablemente sintió más de una vez que no esta­ ba preso sino por haber sido demasiado generoso con las gentes, a las que debió haber estrujado para enriquecerse. De ahí el grito que parece des­ prenderse de todas las páginas del Quijote: «¡Si yo no hubiera sido bueno!» No se revuelve contra la sociedad, porque le niega el premio debido a sus merecimientos. No es, por lo tanto, un «resentido», a pesar de la tentación que le brindaban sus fra-

caeos. Pero se vuelve contra sí mismo, contra sus propias ilusiones. ¿Cómo consigue consolarse? Cervantes pone los propios sueños marchitados de su juventud idea­ lista en el cuerpo de un viejo impotente para rea­ lizarlos. Más de cien veces debió de ocurrírsele, en sus tiempos de recaudador y alcabalero, comparar sus esperanzas juveniles con sus realidades madu­ ras; pero un buen día la fantasía le hizo fundir en una sola visión sus ilusiones mozas y sus achaques juveniles, y en ese instante surgió, esencialmente toda entera, la figura del ingenioso hidalgo. Por­ que todo lo que es fundamental en Don Quijote se encuentra ya en la imagen que resulta al sobre­ poner con la fantasía la efigie del joven intrépido y soñador de grandes empresas, que es Cervantes, a la figura del viejo achacoso, desencantado y canso, que es Cervantes también. El ingenioso hidalgo no es sino un viejo con anhelos y sueños e ilusiones de mozo, que no repara ni nota que está viejo y que lleva esta inconsciencia de las circuns­ tancias hasta sus consecuencias últimas. En esta mezcla incongruente de vejez y de juventud está ya implícito el espíritu cómico, porque hace reír el viejo que emprende una carrera sin acordarse de la dureza de los huesos y de la cortedad del aliento, como también el galán de pelo blanco que se las echa de Borneo o el hombre de voz cascada que quiere dar un do de pecho y se queda a mitad de la escala. Y cuanto más excelso y trascenden­

tal sea el intento, y ninguno podrá parangonarse con el de querer restablecer la edad de oro en nues­ tra edad de hierro, tanto más risible resultará la impotencia del gesto; pero como al mismo tiempo no podremos por menos de simpatizar con la in­ tención, la desproporción entre el propósito y el resultado nos hará unas veces reír entre las lágri­ mas y otras llorar entre las risas, que es el consuelo y la grandeza del Quijote. De este contraste de vejez y juventud se deriva también lógicamente la locura del héroe. El que no repara en que está viejo es porque no distingue entre realidades e ilusiones, entre las cosas que son y las que el deseo proyecta en la pantalla de la imaginación. Don Quijote sueña despierto, como muchos hacemos, pero no distingue siempre entre lo que sueña y lo que ve, y en ello consiste su locu­ ra. EÍ soñador normal se da cuenta de que una cosa es el mundo y otra las sombras de sus sueños. Don Quijote ve sus sueños on el mundo. Muda las cosas con la imaginación, y como las cosas siguen siendo lo que son, acaban por desplomarse sobre el pobre Don Quijote con tanta mayor fuerza cuan­ to mayor es el contraste entre las realidades y las imaginaciones. Para que este contraste sea el ma­ yor posible ha de poner Cervantes la acción de su novela no en la ciudad, donde las esperanzas cor­ tesanas parecen dar consistencia a los sueños, ni en las tierras ricas de Andalucía o de Italia, donde la abundancia permite el devaneo y los caprichos,

sino en tierras pobres, claras y abiertas, donde el espíritu rechace las leyendas y los misterios de laa tierras de montaña y de bosque y donde la pobre­ za y los rigores del clima engendren el espíritu cazurro, desconfiado, realista y resistente. Ya te­ nemos a Don Quijote looo y a su mundo demasia­ do ouerdo. Ahora neoesita la manera de enlazarlos de algún modo. Para que Don Quijote no se en­ cuentre demasiado solo hay que tenderle algún puente con el mundo. Esta necesidad es lo que hace surgir a Sancho Panza, que tiene la natura­ leza del mundo, pero también la de Don Quijote, en cuanto le cree y sigue. Falta todavía un elemento decisivo: la especi­ ficación de la locura: los libros de caballería y la caballería andante. La completa elucidación de este punto requeriría mayor conocimiento histó­ rico del que yo tengo, acerca del papel que los libros de caballería representaban en nuestra cidtura del siglo xvi. Por lo que se refiere al tipo de Don Quijote es posible que tenga razón Mencndez y Pelayo cuando apunta la idea de que tal vez lo inspirase el espectáculo de algún personaje real, a quien le diese la locura por suponerse caballero andante. Eran entonces los libros de caballería tan populares y tan exóticos como pueden serlo actualmente en España los folletines de Xavier de Montepín o de Emilio Richebourg. Todo el mundo los leía, nadie los estimaba, salvo por el esfuerzo y fortaleza que a sus héroes atribuían.

Casi todos sus caballeros, personajes y asuntos eran extranjeros: el rey Arturo, Carlomagno, Perceval, don Galaor, Flores y Blancaflor, Merlín, Roldan, Reinaldos, Tristán e Isolda, el Santo Greal, Godofredo de Bollón, Lanzarote. Este exo­ tismo procedía de que la caballería andante no fué nunca en España una de las instituciones básicas de la naoionalidad, como acaeció en la Europa del Norte, donde al disolverse el imperio romano se quedaron los pueblos sin más gobierno que el de los caudillos, generalmente en lucha unos con otros, por lo que surgió la caballería andante para prote­ ger a los débiles contra sus opresores, del mismo modo que surgieron también los malos caballeros, dedicados a ladrones de caminos. Estas individualidades enérgicas, que se con­ fieren a sí mismas el encargo de ser el brazo de Dios en la tierra, no podían surgir más que en so­ ciedades homogéneas, unificadas en punto a reli­ gión, raza y costumbres. En la España medieval, mitad cristiana, mitad mora, no podían aparecer sin alistarse en las milicias del rey o de la iglesia. Sólo al final de la Edad Media surgen caballeros castellanos, como Gonzalo de Guzmán y Juan de Merlo, Aliarán de Vivero y Gutierre Quijada que, en el siglo anterior al de Cervantes, van a los rei­ nos extranjeros a hacer armas con el que quiera hacerles frente, al solo objeto de «ganar honra y prez». Pero si la profesión (Je caballero andante era desconocida entre nosotros, su espíritu, en

cambio, pos era familiar. Un caballero andante es San Ignacio de layóla. También lo es, salvo el nexo, Santa Teresa. También lo son los conquis­ tadores. En el espíritu de caballería andante se inspira la proclamación do Alonso de Ojeda, en 1509, a los indios de las Antillas: «Yo, Alonso Oje­ da, servidor de los altísimos y poderosos reyes de León, conquistadores de las naciones bárbaras, su emisario y general, os notifico y declaro categóri­ camente que Dios nuestro señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hom­ bres que han sido y serán en el mundo descende­ mos.» Caballero andante por el espíritu había sido Cervantes en sus años de Lepanto y de Argel, de soldado y de cautivo. De caballero andante son sus palabras ante el capitán Urbina, en Lepanto, o ante el rey Azán, de Argel. Durante sus largos años de cautiverio, ¡cuántas veces no habrá soña­ do con una de esas súbitas mudanzas de fortuna, como las que acontecen a los caballeros andantes y los hacen pasar desde las humillaciones más dolorosas a las glorias del triunfo! En cada uno de sus intentos de escape pensaría en llegar a su pa­ tria y ser llamado por el rey don Felipe y recibido por el monarca con los brazos abiertos e invitado a contarle sus trabajos y desventuras, terminado cuyo relato el rey buscaría de entre sus ejércitos y escuadras un mando honroso en que emplearle,

hecho lo cual le presentaría a las damas de la Corte y diría, poco más o rúenos, como en el capítulo X X I del Quijote: «Este eB el oaballero del Sol (o de la Serpiente, o de otra insignia alguna debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas); éste es, dirá, el que venció en singular batalla al gigante Brocabruna de la gran fuerza; el que desencantó al gran Mameluco de Persia, del largo encanta­ miento en que había eBtado casi novecientos años.» Porque novecientos años son los que llevaba la plaza de Argel, con la que quiso levantarse Cer­ vantes, en manos de los moros. Un francés, un inglés, un alemán o un italiano no se habría burlado de la caballería andante, de haber poseído un espíritu de primer orden. Habría sentido que se mofaba de una de las instituciones fundadoras de la civilización en su país, como lo fueron en Castilla los jueces y la iglesia, al princi­ pio; la monarquía y la iglesia, después, de cuyas instituciones no se burla Cervantes. Si puede hacer mofa de la caballería andante es porque no se trata sino de una imitación extraña al carácter y a la historia españoles. Pero si un caballero andante, mirado por fuera, tiene que parecerle estrafalario y digno del ridículo, por dentro, en cambio, por lo entusiasta y lo creyente, se identifica con su juven­ tud. Por eso se consuela de los fracasos de su vida al infundir sus sueños de juventud en la mente de un viejo loco que se cree caballero andante. Don Quijote vive fuera de la realidad, toma los molinos

por gigantes, los rebaños de ovejas por ejércitos ene­ migos, y ouando está sobre el caballo de madera, donde los duques le colocan para divertirse de su credulidad, se cree en la región de las estrellas. Esta desproporción suscita la risa y ya entonces todas las esperanzas que le salieron defraudadas se convier­ ten en fuentes de regocijo, porque la fantasía le trastorna las ambiciqnes más legítimas en música lejana y peligrosa, cantada por sirenas a las que no debió escuchar. «El mundo está mal», viene a decir Cervantes a Don Quijote o al lector: «ni tú ni yo podremos componerlo. ¿No vale más acomodamos a lo que es, que soñar con cambiarlo y entristecemos por­ que sigue como antes?» Nunca se habrá escrito libro alguno con mayor regocijo. El autor se iba descargando al componerlo de sus antiguos des­ engaños, mostrándose a sí mismo los engaños en que se originaron. Cada una de sus frustradas ilu­ siones no había sido más que un sueño. Al placer de írselo descubriendo se añadía el de trasladarlo al planeta de la caballería andante, donde nadie vería que estaba todo el tiempo dándose el gusto de hablamos de sí mismo. «El mundo está mal. Yo fui ese loco Don Quijote, que lo creía lleno de caballeros y princesas, endriagos y gigantes. Quise moverme entre las cosas de la vida como si fueran mis imaginaciones y me encontré con sus reali­ dades. Ríete, lector, de mis fantasmas, como yo me río de mis desengaños y acuérdate en medio de

tu risa de que tú los soñaste conmigo, porque toda España ha sido Don Quijote. Fuimos sonámbulos que recorríamos la tierra creyéndonos despiertos y estábamos dormidos. Andábamos sobre pedri­ zales y nos los figurábamos alfombras. Riámonos ahora de los tropiezos y las descalabraduras. Y si aún nos duele la hostilidad del mundo malo, llore­ mos también y descarguemos el pecho melancó­ lico.»

LOS CRÍTICOS DEL «QUIJOTE» Por ser el Quijote el libro del desencanto espa­ ñol, las mejores páginas que se le han dedicado las compusieron extranjeros que también soñaron con una vida de acción, pero que se decidieron, al fin, a vivir tranquilos en sus casas; románticos des­ engañados, que soñaron mucho, pero que no reali­ zaron gran cosa. Turguéñef, el ruso, concibió al leerlo el pensamiento de dividir los caracteres idea­ listas en dos clases, que personificaba en Don Qui­ jote y en Hamlet: llamó quijotescos a los hombres cuyos ideales Iob empujan a l sacrificio, y hamlctianos a aquellos otros en quienes los ideales se re­ suelven en dudas. Cuando Turguéñef escribía estas páginas, sus compatriotas, sus camaradas de ilu­ siones revolucionarias, derramaban en Rusia su sangre por derrocar la autocracia y establecer el imperio del «bien sobre la tierra». Pero Turguéñef permaneció en París, componiendo tranquilamen­ te sus novelas, y amó el Quijote porque las desven­ turas de su protagonista le brindaban pretexto

para excusarse de la inacción, clasificándose entre loe hamletianos. También Heme quiso el Quijote con ternura. Leyéndolo lloraba este otro soñador, que para adorno de su tumba prefería a su lira de poeta su espada de soldado de las humanas libertades; este otro loco, que despertó de su locura revoluciona­ ria para ver que Europa no se había transformado todo lo que él deseaba con los movimientos de 1848, y para morirse también de melancolía, abrumado de achaques y de preocupaciones económicas, con el pensamiento puesto en grandes cosas, con la existencia consumida en minucias. Y, con todo, al recordar sus nobles arranques de otros tiempos, tuvo para el Quijote la ocurrencia de llamarlo: «la rechifla de todo entusiasmo». En cambio Barbey d’Aurevilly, el prototipo del romántico impenitente y rígido, del dogmático in­ capaz de desengaño, juzgó en estas palabras la obra de Cervantes: «Fué el primer silbido que re­ tumbó distintamente contra el entusiasmo de la guerra, la caridad cristiana y en armas de la an­ dante caballería, el sacrificio, el culto de la mujer, la poesía de todas las exaltaciones, la defensa de todos los debilidades.» Y Byron, ese bárbaro para quien no existe poeBÍa fuera de la pasión, cuyas obras y cuya vida nos ofrecen una masa bruta' de melodía rápida, de im­ petuosidad, de fuerza, de palabras inflamadas y de instintos desbordantes, Byron ha dicho del

Quijote: «Fué un gran libro que mató a un gran pueblo.» El juicio es excesivo. Cuando Cervantes compuso su obra, aquel gran pueblo estaba ya muy fatigado. El destino tenía contadas las horas de su auge. Las historias del ingenioso hidalgo hermosearon el crepúsculo. España rió en ellas las aventuras que no podía ya emprender. Se sintió representada en este libro porque estaba cansada. No la mató el Quijote; los pueblos no mueren por­ que haya terminado su período de auge y de esplendor. Lo que hizo el libro de Cervantes fué pacificarle el alma, para que pudiera descansar tranquilamente, por lo menos cuando el resto del mundo se lo consintiera. Los críticos españoles se han encontrado ante un conflicto de solución difícil. El Quijote es el libro nacional por antonomasia. Sobre esto no hay dispu­ ta. La primera parte del Quijote vió la estampa en 1605. Cinco diversas ediciones se hicieron de ella ya el primer año de su publicación. Doce edi­ ciones antes de que el autor publioase la segunda parte. Si se tienen en ouenta las diferenoias de los tiempos, Be advertirá que ese éxito iguala y aun supera los mayores alcanzados en estos tiempos nuestros de enseñanza universal obligatoria. Al poco de publicarse el Quijote en Madrid, se hicie­ ron ediciones castellanas en Lisboa, en Milán y en Bruselas. ¿Cómo explicamos este triunfo inmenso? ¿Podremos decir que se debe exclusivamente al esparcimiento y a las risas que la obra procura a

los lectores? Pero ei se compara el Quijote con las obras de risa de pot aquellos tiempos, y aun con las que son al mismo tiempo grandes producciones literarias, como La Lozana Andaluza, El Picaro Ouzmán de Alforache, El Lazarillo de Tarmes o El Gran Tacaño, se advierte al punto una diferencia substancial. Del Quijote se desprende inmediata­ mente una filosofía moral muy concreta: la filoso­ fía que ha llegado a convertirse en máxima uni­ versal de nuestra alma española: No nos metamos en libros de caballería; No seamos Quijotes; El que se mete a Redentor sale crucificado. Pero los de­ más libros de nuestra literatura picaresca no dejan en el ánimo filosofía alguna, sino meramente el recuerdo de los incidentes que nos han divertido. Nos regocijan al leerlos, pero no imprimen en nuestras almas mandamiento alguno; sólo el Qui­ jote es al mismo tiempo diversión y consejo, poro un consejo que ejerce su influencia especialmente sobre los españoles. El Quijote se ha traducido a todos los idiomas literarios del mundo, pero se me figura que sólo en los pueblos españoles se ha leído por la casi totalidad de las personas que saben leer. En otros países, por añadidura, se ha gozado como una obra entretenida y algo exótica. Los es­ pañoles, en cambio, lo hemos pensado como el libro de nuestra filosofía nacional. En el extran­ jero sólo espíritus sutiles han meditado sobre la filosofía posible del Quijote. Sentían, más o menos, que les era extraña. Pero los españoles no podemos

leerlo sin sentimos identificados con el héroe. No es que seamos actualmente más quijotescos que los hombres de otros pueblos, pero lo fuimos en nuestros años de esplendor y nos arrepentimos después de haberlo sido, y si un día padecimos las consecuencias de nuestro quijotismo, también es posible que hayamos sufrido más tarde por haber abandonado a Don Quijote en la picota del ri­ diculo. La perplejidad que han sentido los principales críticos españoles, aunque no se la formulen con claridad, consiste en no saber si se enaltece me­ jor el Quijote al ponderar su trascendencia que al encarecer su intrascendencia. Si dicen, por ejem­ plo, que no se burla más que de los libros de ca­ ballerías, le están achicando el magisterio, porque en los tiempos de Cerrantes ya estaban estos libros en decadencia. Si reconocen que la burla se extiende al ideal caballeresco, entonces se ven en la difícil alternativa de renegar del ideal caba­ lleresco o del libro de Cervantes. Si Don' Qui­ jote no es más que el caso particular de un loco enloquecido por los libros de caballerías, tendría razón Lope de Vega en el soneto que lo llamaba «baladí». Si es, en cambio, representativo, hay que plantearse valerosamente el dilema de escoger en­ tre el idealismo y el realismo, para tomar partido. Si el Quijote es grande, su influencia ha de serlo, y entonces hay que averiguar si buena o mala. Ya en el siglo xvm don Vicente de Iob R íos tuvo

que buscar argujnentos contra el cargo do que el Quijote «haya sido causa de haberse disminuido entre los españoles el espíritu nacional de honra­ dez y valor». Un español no puede creer de buenas a primeras que sea verdadero el apotegma de Byron. Preferirá permanecer perplejo y decir, como Menéndez y Pelayo, que el Quijote es un libro rea­ lista, dando a esta palabra su sentido corriente, al mismo tiempo que lo calificará de «último libro de caballerías». Si se da a estas calificaciones valor cronológico no hay inconveniente en ver al Qui­ jote en el momento donde acaba la literatura ma­ ravillosa de los libros de caballerías y comienza la novela realista. Desde un punto de vista mera­ mente lógico, la contradicción entre ambos juicios es patente. También se contradice don Juan Valera ouando afirma: «En ningún otro pueblo echó tan hondas raíces como en el español el espíritu caballeresco de la Edad Media; en ningún pecho más que en el de Cérvantes se infundió y ardió ese espíritu con más poderosa llama; nadie tampoco se burló de él más despiadadamente»; pero después añade: «...de censurar Cervantes un género de literatura falso y anacrónico no se sigue que tratare de censurar, ni que censuró y puso en ridículo las ideas caba­ llerosas». No hay manera de resolver satisfactoriamente esta contradicción, que encuentro también en otro crítico que, si no es español, llega a considerar el

libro de Cervantes con una mentalidad casi e3pañola. Merimée niega el trascendentalismo del Qui­ jote con estas palabras: «Vivimos en tiempos en que muchos juzgan la literatura una especie de sacerdocio. Nada se escribe, ni «vaudevijle», ni filo­ sofía, que no se haga por la mejora de la humani­ dad... Estos letrados no permiten que sólo se haga un libro para divertirse y divertir a los demás. Creer que sólo Be ha tratado de ridiculizar los libros de caballería es suponerle tan loco como a su hé­ roe, que se pelea con molinos de viento.» Pero en otro pasaje exclama: «¡Ay del que no haya tenido alguna idea de Don Quijote, ni corrido el riesgo de verse apaleado o ridiculizado por enderezar en­ tuertos!» Aquí ha pasado Don Quijote, de mera ocasión que era antes para divertirse con los libros de caballerías, a símbolo y representación de lo mejor y más noble que hay en cada uno de los hombres. La misma contradicción se puede encontrar en don Manuel de la Revilla. De nntt parte juzga al Quijote como al libro que le sugieren a Cervantes los desengaños propios y de su época. De otra par­ te, se indigna y horroriza ante la contingencia de que Don Quijote pueda personificar el ideal. Las vacilaciones y perplejidades de un espíritu tan amante de la verdad como el del Sr. Revilla son tan interesantes que no resisto a la tentación de transcribirlas: «Fué Cervantes, escribe, en sus primeros años

un mozo de viva fantasía, corazón generoso y áni­ mo emprendedor y aventurero, que, devorado por inquieta ambición y lleno de ensueños de gloria, lanzóse a la vida en busca de aventaras y de triun­ fos, fiando .demasiado en b u s fuerzas y atendiendo poco a los obstáculos que a cada paso nos presenta la realidad. En tal sentido tuvo algo de Don Qui­ jote y pudo hallar en sí propio el modelo de su hé­ roe. Pero aleccionado por la experiencia, herido en sus ilusiones por el desengaño, amaestrado en la escuela del mondo, hubieron de despertarse en su espíritu aquel recto y positivo sentido de la vida, aquella justa apreciación de los hombres y de las cosas, aquella tendencia observadora, crí­ tica y un tanto escéptica e irónica que caracteriza a los hombres que han vivido mucho y de prisa, han sufrido no poco y han conocido de cerca las flaquezas de los hombres y las deformaciones de la realidad. Su carácter regocijado y maleante, la natural benevolencia de su ánimo y, más que todo, la resignación que a los desgraciados imponía en­ tonces la fe religiosa, mostrándoles en un mundo mejor la compensación de todos los dolores e in­ justicias del presente, le impidieron entregarse a un negro pesimismo (por otra parte impropio de b u época) y le movieron a ver objetos de risa y burla en lo que otros juzgarían motivos de duelo y llanto. Persuadido—quizá por la propia expe­ riencia—de que la causa de los desengaños y des­ venturas de los hombres consiste en dejarse aluci­

nar por vanas ilusiones y comprometerse en impo­ sibles aventuras, y creyendo hallar en los liaros caballerescos la fuente de semejantes extravíos, propúsose concluir por medio de la burla y de la parodia con aquella funesta literatura, que tan dañosos frutos producía, a su juicio, y a esto se debió la concepción del Quijote, cuyo único fin, por más que se diga, fué poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas histo­ rias de los libros de caballerías.» Como está en la naturaleza de todo ideal, que merezca este nombre, el ser inagotable y, por lo tanto, irrealizable, no cabe duda de que en el pá­ rrafo tronsorito el Sr. Revilla vió en Don Quijote la personificación del ideal. Pero este pensamiento no tarda en consternarle, por lo que da media vuel­ ta y escribe: «Si Don Quijote personifica el ideal resulta, por tanto, ... que el ideal se identifica con lo ridículo... Si tal fuera, la humanidad hubiera arrojado lejos de sí, con horror y repugnancia, un übro que re­ presentaría lo que hay más odioso en el mundo, el escepticismo pesimista sazonado por el sarcarmo y realzado por el cinismo: el escepticismo ho­ rrible de Mefietófeles. Si eso fuera, el Quijote, su autor, merecería no los aplausos de la posteridad, sino las maldiciones de la historia.» No es eso, añade el señor Revilla: «Es un libro realista», «el eco del buen sentido y de la experien­ cia». Lo único que se propuso Cervantes fué eom-

batir «el falso idealismo». El adjetivo ea inaceptal^e. El ideal de Don Quijote no es falso, puesto que se propone realizar «el bien de la tierra». Lo que ocurre es que la caballería andante es hace ya siglos institución anticuada o impropia para su ejecución. Tampoco es falHO el ideal hispánico, idéntico, en substancia, al caballeresco; pero en tiempo de Cervantes es ya inútil continuar pe­ leando por que no haya en el mundo mas que una sola grey o un solo pastor: «un Monarca, un Im­ perio y una Espada», porque en esa lucha derra­ mará España la sangre de sus caballeros y mal­ gastará sus entusiasmos, y todo será inútil. La verdad es que nuestros críticos han cometido ol pecado, justamente denunciado por Croce, de se­ parar el arte de su terreno histórico, o de buscar casi exclusivamente las fuentes literarias de las obras, sin tener en cuenta que más ayuda a la comprensión del Quijote, la contemplación de un cuadro del Greco o las vidas de los Claros Varones de Castilla que la lectura de los libros de caballe­ rías, porque así como el complejo histórico no puede comprenderse más que por sus elementos, tampoco pueden entenderse las partes más que por el todo. Póngase una fecha en cada una de las páginas de la primera parte del Quijote, y entonces sí que se justifican los reparos y laa vacilaciones que han sentido los comentaristas españoles antes de deci­ dirse a colooarlo ontro los libros idealistas o entre

los contrarios al idealismo. Recuérdese que los ideales históricos, encamados en instituciones, tie­ nen un «límite de plasticidad», como los ejércitos en marcha, que se Tan separando de sus bases. El ideal histórico español había rebasado esos lími­ tes ouando Cervantes concibió su obra. Uno de los síntomas de ello ha de encontrarse en el hecho de que pasaran inadvertidos los méritos de su autor. En vano hacía don Felipe t i la vida de un nota­ rio laborioso y mientras él «escribía y firmaba, la reina echaba polvos en lo escrito». Cuanto más tra­ bajaba el monarca más ee amontonaban los pape­ les en las mesas de sus secretarios. Cervantes fué uno de los primeros hombres que sintió que los ejércitos de España habían avanzado demasiado. Cuando un ejército alcanza los límites de su elas­ ticidad no tiene más remedio que resignarse a per­ der la iniciativa y ponerse a organizar la resisten­ cia. Esto es lo que hizo España, y en este sentido tiene completa razón Ganivet cuando dice que España es la obra del soldado cautivo, como Ita­ lia la del Dante o Alemania la de Goethe. Aunque en el momento actual el problema de España con­ siste precisamente en recobrar la iniciativa histó­ rica, es natural que en el siglo xvn la perdiéra­ mos e innegable que Cervantes realizó una obra benéfica preparando los ánimos para resignarse a dejar de avanzar. Escribió su libro con el espíritu de un capitán que llamado a consulta por el ge­ neral dijese lealmente su opinión: «Ya hemos avan­

zado más de lo que debimos. Desde la hora de aquel exceso se están malogrando nuestras fuerzas. Me parece prudente reconcentrarlas, en vez de dis­ persarlas.» Y por eso, aunque el' Quijote sea un li­ bro de decadencia, el mejor libro de decadencia que baya producido literatura alguna, no deja de ser un libro sano, siempre que se tengan en cuenta las circunstancias en que se produjo, porque lo mejor que puede hacer un hombre, cuando se halla cansado, es descansar. «No hay cosa más dulce y graciosa al muy cansado que el mesón», decía Ce­ lestina. Así se desvanecen, satisfactoriamente, las per­ plejidades de los críticos españoles. Se resistían a subrayar la trascendencia del Quijote porque lo que normalmente necesitan los hombres no es que se les ridiculice el idealismo y el espíritu de aven­ tura, sino que seles exalte. Pero hay un momento, un momento único, en que es obra meritoria des­ engañarles: cuando se encuentran agotados por exceso de idealismo y lucha. Para ese momento y para todos los momentos análogos, para todos los hombres y para todos los pueblos que, después de prolongado sobreeafuerzo, han perdido definiti­ vamente su Armada Invencible, escribió Cervantes su epopeya. Con esto queda dicho que Cervantes no fué, ni quiso ser reformador de las instituciones de su país. Grande es la simpatía que me inspiran aque­ llos críticos esotórioos, como Díaz de Benjumea o

el coronel Villegas, que se han negado a ver en el Quijote, una producción meramente literaria, y han querido encontrar un tratado de estrategia, de psiquiatría, de teología o do política. En estas es­ peculaciones los resultados son erróneos, pero la intención es acertada, como lo era en la astrología de la Edad Media. Los astros no podrán decirnos el número que saldrá premiado en la lotería, pero el propósito de enlazar loe destinos de los hom­ bres con el sistema planetario se funda nada me­ nos que en la solidaridad del universo. No hay en el Quijote lo que quieren ver sus esoteristas, pero aciertan al relacionar el libro de Cervantes con sus más íntimos cuidados, porque debajo del mi­ litar o del paisano, del liberal o del absolutista, hay en todos nosotros un hombre que se interesa por la relación entre la vida y el ideal. Creo que Morel-Fatio tiene razón, en su confe­ rencia de Oxford, cuando recuerda a los críticos modernos que han creído descubrir en Cervantes a un preoursor, en punto a religión o a política, que: «ningún escritor ha sido mas do su tiempo que Cervantes». El hecho de que censure en los cléri­ gos el amor a la buena vida y los quebrantamien­ tos del voto de castidad, no quita para que Cer­ vantes fuese un católico devoto, que se inscribió en 1609 en la cofradía del Olivar y alcanzó el tí­ tulo de «esclavo del Santísimo Sacramento». Su con­ vicción de que gobernantes y magistrados son ene­ migos naturales de los pobres, tampoco le convier­

ten en enemigo del mecanismo administrativo de la monarquía española. Ello le parece provenir de la naturaleza de las cosas, y considera como arbi­ trista o loco &1 que quiera mudar los usos, en vez de cambiar los hombres. Pero Cervantes abro los ojos en torno suyo, se da cuenta de la pobreza de España y del cansancio de sus caballeros: todo está en tomo suyo tan derrengado y jadeante como su propio cuerpo. Ocúrresele entonces personificar ese cansancio en un viejo que no se da cuenta de su edad. Le planta en la cabeza la locura de la caba­ llería andante. Y la risa resultante es el «¡alto!» que se da España en el avance que empezó sién­ dolo de gloria, pero que la habría conducido a la muerte de haberlo continuado. El sentido esotérico del Quijote está en la vida de Cervantes. Su grandeza, en que su vida fué simbólica de la magnificencia de nuestro siglo xvi. Este es el fondo del cuadro. No es menos grande del que los esotéricos se habían figurado.

vn ESPAÑA Y EL «QUIJOTE» Al consumarse en 1898 la pérdida de los restos del imperio colonial español en América y el Ex­ tremo Oriente, se irguió la figura de don Joaquín Costa para decimos: «Doble llave al sepíulcro del Cid para quo no vuelva a cabalgar.» Don Miguel do Unamuno escribió un artículo en Vida Nueva y formuló también su sentencia: «Robinsón ba vencido a Don Quijote.» En estos juicios se come­ tían dos errores totales, que son probablemente la razón de que ni el señor Costa ni el señor Unamu­ no los hayan mantenido. El primero se refiere a nuestras guerras. Ningún enemigo de España podrá sostener con éxito la tesis de que las guerras colo­ niales de entonces, culminadas en el conflicto con los Estados Unidos, fueron de iniciativa española. Parte de la población colonial se sublevó en Cuba y Filipinas en 1895 contra nuestra soberanía. Tra­ tamos de mantenerla lo mejor que pudimos, y en medio del conflicto surgió la intervención de los Estados Unidos en favor de la independencia de

Cuba. Lo que ee puede decir en contra nuestra es que si hubiéramos otorgado a tiempo a las colo­ nias un régimen de autonomía o si hubiéramos sa­ bido avivar el amor o la admiración, o siquiera el temor, de nuestras posesiones ultramarinas, aca­ so las habríamos conservado. Pero lo primero que se ocurrió a nuestros pensadores independientes fué atribuir a una quijotada, a una imprudencia, a una aventura injustificada, que tenía que ser castigada con la pérdida de las colonias, la ini­ ciativa de las guerras, cuando la verdad era que habíamos peleado en ellas muy contra nuestro gusto, y que nuestro pecado había consistido no en hacer cosas aventuradas, sino, al contrario, en no hacerlas, en no haber prevenido los conflictos con las reformas pertinentes. El segundo error era mÓB grave. Se pedía a los españoles que no volviesen a ser ni Cides, ni Qui­ jotes, y los que' en aquellas horas de humillación y de derrota sentíamos la necesidad de rehacer la patria, de «regenerarla», según el lenguaje de aquel tiempo, no tardamos en ver que no se lograría sin que los regeneradores se infundiesen un poco, cuando menos, del espíritu esforzado del Cid y del idealismo generoso de Don Quijote. El señor Unamuno había aceptado sin crítica el dicho de: «So­ mos unos Quijotes», con que solemos consolamos los españoles de nuestras desventuras. Ello me hizo reparar en el imperio que ejerce sobre nuestro es­ píritu popular la filosofía del Quijote. Que no hay

que ser Quijotes, que no hay que meterse en aven­ turas, que hay que dejarse de libros de caballe­ rías, que al que bg meto a redentor lo orucifioan, son máximas que la sabiduría popular española no deja apartar nunca de los labios y que contri­ buyen poderosamente a formar la substancia del ambiente espiritual en que los españoles nos cria­ mos. Un estudio del Quijote y de Cervantes y su tiempo muestra que no son arbitrarias las enseñan­ zas que saca el pueblo del libro nacional. Primero, porque la lectura del Quijote nos consuela de nues­ tros desconsuelos limpiándonos la cabeza de ilu­ siones; segundo, porque esto fúé también lo que Cervantes se propuso al escribirlo: consolarse y reírse de sus desventuras, que creyó se engendraron en excesivas ilusiones, y tercero, porque la Espa­ ña de aquel momento, también fatigada, a conse­ cuencia de la labor heroica, abnegada y excesiva de todo el siglo precedente, halló en el Quijote la sugestión que necesitaba para acomodarse a la cura de descanso que requerían su ánimo y su cuerpo. Un hombre de 1900 no tenía para qué vacilar. El cansancio de trescientos años antes no era ra­ zón para que se continuase predicando el reposo a un pueblo que necesitaba intentar un sobreesfuerzo, si había de recuperar el espacio perdido, en la carrera del progreso, respecto de otros pueblos. Antes que permitir que siguiera desilusionando es­ píritus preferí lanzar el epíteto de «decacente» so­

bre el libro de Cervantes. Ello fué en 1903, en las columnas de Alma Española. A pesar de la pro­ testa que produjo, no pasó mucho tiempo sin que nnn. voz autorizada viniera a repetir lo que yo había dicho. Don Santiago Ramón y Cajal escri­ bió en 1905: «jAh! Si el infortunado soldado de Lepanto, caí­ do y mutilado en el primer combate, no sufriera desdenes y persecuciones injustas, no se hubiera visto obligado a escribir en aquella terrible cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y todo desapacible ruido hace su habitación; si Cervantes, al trazar las páginas de su libro imperecedero, no llorara una juventud perdida en triste y obscuro cautiverio, ensueños de gloria desvanecidos y des­ ilusiones de un amor idílico, que pareció en sus al­ bores, casi divino, y que resultó, al fin, menos que humano, ¡cuán diferente, cuán vigoroso y alen­ tador Quijote habría compuesto!... Entonces (séame lícito acariciar en este punto una candorosa ilusión) la novela cervantina no habría sido el poema de la resignación y de la desesperanza, sino el poema de la libertad y de la renovación.» El desaliento que el Quijote imparte actúa sobre todo en las naturalezas sensitivas, que son gene­ ralmente las más susceptibles al idealismo. Don Quijote no es sólo un fantasma literario, sino, en las palabras de uno de sus críticos, «el tipo del ideal en todas las épocas». Las palabras que dice Bon las más hermosas que se han escrito sobre el

ideal caballeresco. Y como , al mismo tiempo no son sino los sueños de un looo, el lector idealista tiene que preguntarse, al recogerse en sí mismo: «Estas ideas mías, estos entusiasmos generosos, estos deseos de sacrificio, ¿serán también locuras y delirios?» Uno a uno se les caen a los idealistas «los palos del sombrajo», como se dice en tierras salmantinas, y aunque estos lectores idealistas no son muchos, sino unas cuantas docenas en cada generación, como no se alcen incansables contra el egoísmo y el encogimiento de las multitudes, no tardará en formarse un ambiente de escepticismo contra el cual tendrán que estrellarse todos los es­ fuerzos por realizar «el bien de la tierra». Ocurrirá como en los puertos y en los ríos de los países del Norte en el invierno: mientras los vapores y na­ vios de toda índole cruzan veloces la superficie de las aguas no se forman capas espesas de hielo, poro si las embarcaciones so olvidan una noche de sacudir las aguas se congelará la superficie y a poco más que se descuiden se hará imposible la navegación. Pero estos males no se derivan necesariamente de la lectura del Quijote. Reflexiones posteriores me han hecho ver que la culpa está en la manera cómo se ha leído, como si se hubiera escrito fuera del tiempo y del espacio para lectores colocados igual­ mente en el plano de la eternidad. Hay que colo­ carlo en su perspectiva histórica. Aunque la fecha de 1605, en que se publicó su primera parte, pue­

de servir para B c ñ a l a r el momento en que pierde España la iniciativa y deja de aventurarse por re­ giones nuevas del mundo y del espíritu, esto no es culpa del libro de Cervantes, aino del exceso de sus iniciativas anteriores. Lo que hace el Quijote es marcar el alto, no orearlo. Esta perspectiva sirve también para aumentar el goce que produce la lectura del libro. Se advertirá, por ejemplo, que de haber sido, como hubiera deseado el señor Ra­ món y Cajal, una obra de esperanza y de ilusión, no habría podido realizar su función histórica de preparar el ánimo de los españoles para renunciar a las empresas que no hubieran podido empren­ der de ningún modo. Ya no se le aplicará la pala­ bra «decadente» en sentido de reproche, sino como definición. Los sueños de Don Quijote nos harán pensar en los de Cervantes cuando joven, y como el soldado de Lepanto es representativo del si­ glo xvi, en los de toda España, en el ápice de su grandeza. Esta perspectiva histórica nos inmunizará con­ tra la sugestión de desencanto que quiera infil­ trarnos el Quijote. Comprenderemos que había que desengañar, por su propio bien, a ios españoles de aquel tiempo. Y advertiremos, a la vez, que lo que el nuestro necesita no es desencantarse y desilu­ sionarse, sino, al contrario, volver a sentir un ideal. Ello nos hará mirar con otros ojos las obras fundamentales de nuestro siglo de oro. Comprende­ remos que la esencia del arte barroco, que es como

decir la esencia de nuestro siglo xvi, consiste en una voluntad de ideal y de creencia que se sobre­ pone a la realidad, a la evidencia de los sentidos y al natural discurso, como en los cuadros del Greco hay una espiritualidad que no tienen gra­ ciosamente las figuras, sino que quieren tenerla, y por eso la alcanzan. Tal vez fué ese arrebato de la voluntad lo que, si de una parte nos hizo realizar increíbles hazañas, gastó nuestra energía en breve tiempo. No creo que pueda contemplarse el Monasterio de El Escorial sin percibir a la vez las posi­ bilidades y las limitaciones de la voluntad huma­ na. Estoy seguro de que a medida que se estudie en el mundo nuestro siglo xvi irá pasando a la historia como el modelo de lo que los hombres pue­ den conseguir y de lo que no pueden. Nietzsche dijo de España que es un pueblo que quiso demasiado. Por eso pasamos al extremo con­ trario de no querer nada, a lo que llamó Ganivet la abulia española, siempre que no se entienda por esta palabra ninguna de las enfermedades de la voluntad, de que han hablado los psicólogos franceses, sino meramente la falta de ideal. A partir del siglo xvn perdió España la iniciativa histórica. No nos engañe el hecho de que aun tuviera que pelear muchas guerras, demasiadas guerras. Poseía un gran imperio ultramarino, que suscitaba toda clase de codicias, y nos fué preciso defenderlo, todo lo que pudimos, contra los codi­ ciosos, como también tuvimos que defender la inD o s Q u ijo t e , D o n J c u t t l a C e l e s t in a .

dependencia naoional oontra Napoleón y la fla­ queza de parto de nuestras clases gobernantes. Tampoco la renuncia a la iniciativa histórica pudo evitar que se nos entrasen por puertas y venta­ nas las ideas del mundo y nos agitasen la existen­ cia con el surgimiento de nuevas ansias y ambi­ ciones. Pero el fondo de la vida española ha sido todo ese tiempo de profunda quietud. Ya en el mismo Quijote puede observarse con toda claridad el carácter vegetativo de la vida española. No hay sino eliminar al héroe de la novela y no dejar mas que al Cura, al Barbero, al Bachiller, a Sancho, su mujer y su hija y demás personajes secundarios de la obra. Todo lo que hay de ideal se concentra en una figura única, símbolo de la realidad histó­ rica, porque el alma de España se concentró en­ tonces en sus hidalgos y en sus órdenes religiosas. El resto del país vivió como sin alma, dejó pasar los días y los años y vió desfilar la historia en tomo suyo, como los puebloB de Oriente contemplaron el poso de las legiones romanas, en Iob versos de Mateo Amold, para volverse a ensimismar en sus pensamientos. Hace trescientos años que juegan al tresillo el Cura, el Barbero y el Bachiller y que se dan un paseíto después de la partida. Azorín nos ha descrito con impecable mano estos cuadros de la vida provinciana, donde cada uno de los personajes y de las cosas circundantes se han aco­ modado tan absolutamente a su reposo, que un paso que se oiga a la distancia, un ruido que suene

en el picaporte, el temor vago a que surjan de nuevo las pasiones de antaño, a que renazcan los extintos deseos de aventuras, parece poner en con­ moción el orden cotidiano, pero no acaso porque se sienta débil y amenazado, sino porque las his­ torias pasadas le han hecho formarse la voluntad inexorable de no volverse a alterar nunca, hasta el fin do los tiempos. Es curioso que esta España quieta haya encon­ trado su artista en Azorin, porque el artista es de nuestros días, que son precisamente los que están viendo desaparecer esa quietud española. La ambi­ ción económica está llevando la intranquilidad, al mismo tiempo que un poco de riqueza, a las más apartadas regiones españolas. No es justo suponer que el progreso material español venga importado del extranjero. Lo que habrá venido del extran­ jero es la oportunidad instrumental que nos per­ mite aprovechar mejor nuestros recursos natura­ les. Es característico de las últimas décadas la formación de una clase media numerosa y pu­ jante, así como la de una atmósfera de negocios que está asimilando rápidamente el carácter na­ cional al de otros pueblos europeos. De ello han surgido el alza de los salarios, los progresos de las comunicaoionos, la difusión del bienestar en la ma­ yoría de las regiones. Creo que ha de verse con simpatía y hasta con ternura el advenimiento de un poco de riqueza en pueblo tan pobre como el español. De otra parte, el ansia de dinero es insu­

ficiente para hacer recobrar a una nación la ini­ ciativa histórica, en primer término porque no se satisface por sí sola, y además porque es incómoda y hace la vida intolerable. Es un ideal que habrá de superarse, porque si no se encuentran normas que refrenen los apetitos individuales, y cada ve­ cino se consagra a esperar su oportunidad para engañar y explotar al otro, lo probable es que las gentes se cansen pronto de esta concurrencia y aca­ ben por preferir el retorno, si fuere posible, a la quietud antigua, de donde estos anhelos vinieron a sacarlas. Del ansia de dinero podrá surgir el espíritu de poder, al modo como Platón deriva del amor a la belleza de un cuerpo el reconocimiento de su frater­ nidad con la de otro, y de la de dos cuerpos, la de todos; lo que lleva a considerar superior la be­ lleza del alma a la del cuerpo y a amar las bellas inclinaciones y costumbres y los conocimientos be­ llos, hasta que se ama, al fin, lo que es en sí bello y ni comienza ni se acaba. Así se empieza por amar el dinero, venga de dondo quiera, y se cae poco a poco en la cuenta de que los hombres no pueden satisfacer sus ansias de- riqueza si no ae dedican más que a tratar de enriquecerse unos a expensas de otros, porque todos seguirán pobres, después de hacerse desgraciados, y de que no hay más fuen­ te inagotable de fortuna que la naturaleza; de lo que se deduce que el camino de la riqueza para todos ha de trazarse limitando las posibilidades de

enriquecerse a expensas de loa otros y aumentan­ do las do hacerlo con la invención y la producción y la organización racional del trabajo, lo que sig­ nifica que el espíritu de poder no se consolidará entre los hombres siau haciendo prevalecer entre ellos la justicia y el amor, y aumentando con el saber y la técnica su dominio de la naturaleza, con lo que la ambición habrá servido para desper­ tamos al ideal. Don Quijote es el prototipo del amor, en su expresión más elevada de amor cósmico, para todas las edades, si se aparta, naturalmente, lo que co­ rresponde a las circunstancias de la caballería an­ dante y a los libros de caballerías. Todo gran ena­ morado se propondrá siempre realizar el bien de la tierra y resucitar la edad del oro en la del hierro, y querrá reservarse para sí las grandes hazañas, los hechos valerosos. Ya no leeremos el Quijote más que en su perspectiva histórica; pero aun enton­ ces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo con­ sideraremos como la obra en que tuvieron que ins­ pirarse los españoles cuando estaban cansados y necesitaban reposarse, todavía n oB dará otra lec­ ción definitiva la obra de Cervantes: la de que Dante se engañaba al decimos que el amor mueve el sol y las estrellas. El amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable. Tomar los molinos por gigantes no es meramente una alucinación, sino un pecado.

DCXN JUAN O EL PODER

EL TIPO DE DON JUAN Hay un Don Joan común al Norte, al Sur, al Este y al Oeste de Europa; pero le ocurre lo que a los conceptos y pierde en contenido lo que gana en extensión, por lo que el Don Juan universal no pasa de ser sino una sombra que cruza el mundo se­ guida de una estela de mujeres. El artista que mejor ha expresado este Don Juan es Carlos Baudelaire, en sn pequeño poema Don Juan en los infiernos: Quand Don Juan descendit ven l’ onde souterraine Et lorsqu’ il eut dorrné son obole & Charon, Un sombre mendiant, l’ oeil fier comme Anthisténe, D’ un braa vangeur et fort eaisit chaqué aviron. , Montrant leurs seins pendante et leurs robes ouvertes, Des femmes se tordaient aous le noir firmament, Et comme un grand troupesu de victimes offertes, Derriére Iui trainaient un long mugissement. Sganarelle en riant luí rcolamait see gogee, Tandis que Don Luis avec un doigt tremblant Montrait á tous les morts errant sur les rivages Le fils audacieux qui railla son front blanc.

Frissonnant sous son douil, la chaste et maigre Elvire, Prés de l’ époux pérfido et qui fut son amant, Semblait lui réclamer un supréme sourire Oú brillat la douceur de son premier serment. Tout droit dans son armure, un grand homme de pierre Se tenait k la barre et coupait le flot noir; Mais le calme héros, oourbé sur sa rapiére, Regardait le sillage et ne daignait ríen voir.

Y allá va también la traducción de don Eduar­ do Marquina: 1

Cuando bajó Don Juan al subterráneo abismo, pagado ya a Caronte el óbolo supremo, un mendigo sombrio, seguro de bí mismo, el puño fuerte y duro colocó en cada remo. Con los senos pendientes y la ropas rasgadas las mujeres convulsas de un último deseo, gran rebaño de víctimas por él sacrificadas, iban tras