Dodd, Christina - Los Elegidos 01 - Tempestad de visiones

1 1º de la serie Los Elegidos Jacqueline Vargha vive de espaldas a su pasado y a su extraordinario don. Ahora Cal

Views 80 Downloads 0 File size 785KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

1

1º de la serie Los Elegidos

Jacqueline Vargha vive de espaldas a su pasado y a su extraordinario don. Ahora Caleb d’Angelo ha vuelto a su vida con el objetivo de llevarla hasta la sociedad secreta de los Elegidos, al tiempo que reanuda con ella su antigua y apasionada historia de amor. Ambos deberán aprender de los errores del pasado para superar las pruebas del destino y combatir las aterradoras fuerzas del mal que se ciernen sobre ellos.

2

A Susan Mallery, con quien he sobrevivido muchos años en el mundo editorial, y con la que he celebrado con muchas risas cada una de sus idas y venidas. ya es hora de descorchar otra botella de champán.

3

PRÓLOGO

Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven, había una muchacha que vivía en una mísera aldea en los lindes de un oscuro e inmenso bosque. El agua del estanque le devolvía su reflejo en forma de un rostro en la plenitud de su gloria y esplendor, y todos los hombres del pueblo se disputaban sus favores, pues todos la deseaban como esposa. Esa magnífica opinión que todos tenían de ella encajaba a la perfección con la que ella guardaba de sí misma, y por eso resolvió que sólo aceptaría a un hombre que estuviera a su altura. Despreció al herrero por su rostro ennegrecido, al leñador por faltarle los dedos de una mano, al guerrero por su pecho lleno de cicatrices y al campesino por haberse encorvado tras sembrar la tierra. Por ello, tomó al hijo mayor del señor del lugar, un mozo perezoso tan famoso por su cabello oscuro y ondulado como por su vanidad. Hacían el amor apasionadamente en la cama mientras hablaban de la hermosa familia que iban a formar. Antes de acabar el año, la joven ya estaba embarazada. Hacía ostentación de ello, como si una mujer pudiera ufanarse de haber sido preñada, y se imaginaba a sí misma presentándose ante el hijo del señor con un pequeñín en los brazos, que le ataría a él para siempre. Pero en la primavera, cuando llegó el momento del parto, no dio a luz a un varón sano, sino a dos escuálidas criaturas con las caras enrojecidas por el llanto. Lo peor ocurrió cuando, al someterlos a un intenso escrutinio, descubrió que no se parecían a ella ni a su amante. No eran perfectos. El mayor tenía aspecto de haber sido sumergido en vino desde la punta de sus diminutos dedos hasta sus enclenques hombros. La pequeña, una niña, tenía una sucia mancha oscura en la palma de la mano que a la madre le pareció idéntica a un... ojo. Era repugnante. Y terrorífico. Esos niños no le servían. La madre abandonó el lecho del parto e ignoró a los mensajeros del señor, a las consternadas mujeres que la habían atendido al dar a luz e incluso a su propio cuerpo sangrante. Cogió a los niños fruto de sus entrañas y desapareció de la aldea para cumplir una misión que hizo que la partera se acurrucara al lado del fuego murmurando una plegaria.

4

Caminó por la senda que se adentraba en la parte más profunda de la espesura, donde se decía que los hambrientos dioses de la Antigüedad aguardaban a los humanos que osaran aventurarse por aquellos contornos. Y allí fue donde abandonó al niño. A la niña la arrojó a una rauda corriente de agua. En el momento mismo en que se dio la vuelta, tras desentenderse de las criaturas sin echar ni una sola mirada atrás, éstos quedaron privados del don que todo hijo recibe instantáneamente al nacer: el amor de sus padres. Justo en aquel momento, sus pequeños corazones dejaron de latir. Murieron... ... y volvieron a la vida transformados, dotados de nuevos talentos, y el vacío de sus corazones se llenó con un nuevo don que les fue concedido con amor y compasión. Aquellos niños fueron los primeros Abandonados. Y no perecieron, tal como pretendía la madre. El varón fue rescatado por unos trotamundos que lo llevaron consigo al subcontinente indio, donde creció hasta hacerse hombre. Allí se convirtió en una leyenda por su capacidad de hacer brotar fuego de la palma de sus manos. Ese fue su don. Conforme creció en edad y sabiduría, reunió a su alrededor a otros como él, criaturas despreciadas como inmundicias y que, en compensación, recibieron un don especial. Eran los Elegidos, siete hombres y mujeres que conformaron una poderosa fuerza de luz en un mundo lleno de oscuridad. La niña flotó en la fría corriente, chillando; su cuerpo menudo se hundía y salía a flote una y otra vez, hasta que quedó atrapado en una rama. Una mujer, una bruja, escuchó los aullidos de la criatura y la sacó del agua. Asqueada al ver aquella cosa escuálida que no servía para nada, trató de arrojarla de nuevo a la corriente... pero entonces descubrió el ojo en la palma de su mano. Al instante comprendió que se trataba de un ser especial, así que se la llevó a casa y la crió, la mató de hambre, la atormentó y la utilizó como esclava. Le enseñó a odiar. El día que la niña se hizo mujer y se manchó los muslos con la primera sangre menstrual, miró a la hechicera y le predijo el futuro en una visión. Con regocijada voz, le dijo a la bruja que le aguardaba una muerte horrible. La muchacha era vidente; ese era su don. Decidida a evitar su destino, la bruja erigió un altar a su señor, el diablo, y se preparó para sacrificar a la chica, pero como ésta era joven y fuerte, y ella había envejecido, fue la muchacha quien hundió el cuchillo en el corazón de la bruja. Y entonces compareció el diablo en persona. La examinó detenidamente y vio que era tan bella como su madre, pero que no carecía de corazón como aquélla. No, la chica estaba trastornada por el odio, y con aquel don en sus manos podía convertirse en un valioso instrumento. Así que le mostró sus maravillas, le prometió un lugar a su diestra y la envió a la búsqueda de otros como ella para que los atrajera a su lado con el fin de infligir el mal en el mundo. Reunió a su alrededor a otras seis jóvenes almas abandonadas, corrompidas, maltratadas y dotadas de talentos especiales, y ellos se convirtieron en los Otros. La muchacha les encomendó su primera tarea: buscar aquella miserable aldea y a la mujer solitaria y mezquina que catorce años antes había alumbrado a unos gemelos, para luego asesinarlos de la manera más horrible.

5

Entonces, los Otros emplearon sus poderes para caer sobre aquellas tierras como una guadaña, llevando consigo el hambre y el terror, la angustia y la muerte. Y así fue como a través de los eones y de las edades, por llanuras y montañas, en la ciudad y en el campo, a través de profecías y revelaciones, tuvo lugar la batalla entre los Elegidos y los Otros... batalla que se libró por los corazones y las almas de los Abandonados. Y esa lucha continúa aún en nuestros días...

6

CAPÍTULO 1

Valle de Napa, California

Jacqueline Vargha sacó un sacacorchos del bolsillo de sus vaqueros y abrió otra botella de vino Blue Oak con un giro experto de la mano y un tirón. La sala de degustación se llenaba con el rumor de las charlas de dos docenas de alegres turistas, alegres porque todos allí estaban ocupados con la cata de algunos de los mejores cabernet sauvignon del valle. Sirvió un par de generosas copas a la pareja de jóvenes que tenía enfrente. Tenían aspecto de ser gente adinerada, y parecían saber mucho de vinos, así que, si los manejaba bien, podría venderles una caja, o quizá más de una, de los caldos de mejor calidad. —En las bodegas Blue Oak cultivamos las uvas únicamente en nuestros propios viñedos, uno en el valle de Napa y el otro en el valle Alexander. —Había soltado ese discurso más de mil veces y no siempre era fácil que sonara natural. Quizá si hubiera podido ir a Julliard y asistir a clases de interpretación...—. Al tomar un sorbo de puro cabernet, notarán el sabor del casis y las frutas del bosque que forman la base del vino; luego, descubrirán un gusto especiado y picante con ligero dejo a cereza. Los turistas bebieron y asintieron con el ceño fruncido. En la otra punta de la larga barra de bar, Michelle hablaba con los recién llegados, dos jóvenes marines que acababan de regresar al país. —La degustación cuesta veinte dólares —les explicó—, pero les devolvemos el dinero si compran una botella. Michelle se inclinó hacia delante, puso dos copas sobre el mostrador y el logo de Blue Oak, situado sobre el pezón de su pecho derecho, se tensó sobre su fina camiseta azul. Los jóvenes le echaron una generosa mirada y luego sacaron sus carteras sin amago de protesta. Jacqueline sonrió para sí. Juraría que el bodeguero contrataba a las chicas por el tamaño de sus pechos y por lo bien que sabían usarlos. Ignoraba cómo ella, con sus menudos senos, había conseguido el puesto. Quizá porque la mujer del bodeguero pululaba por allí mientras él la entrevistaba y le había parecido apropiado emplear a aquella muchacha de pechos pequeños. O probablemente porque Jacqueline tenía veintidós años y era una joven de aspecto sensato, el tipo de trabajadora que controlaría con eficacia la sala de catas, tal como así había sucedido, y

7

con seguridad porque era alta y de largas piernas, y lucía una sonrisa idéntica a la de Miss América el día de su coronación. Era un defecto de carácter causado por una insistente madre obsesionada con que sonriera a todas horas, hasta que Jacqueline comprendió que era más fácil someterse que luchar. Pero ella jamás llenaría una camiseta Blue Oak del mismo modo que Michelle. Un grupo de seis visitantes terminó la degustación y se marchó, mascullando entre dientes quejas contra el terrible calor. Y tenían razón. La primavera había caído sobre ellos con toda su furia y la temperatura no dejaba de subir, como si se hubiera alzado una llamarada desde los infiernos. Jacqueline se levantó la larga melena con las manos para dejar su cuello desnudo unos instantes, deseando que corriera un poco de aire. Como una llamarada de los infiernos. El infierno... El mundo adoptó unos matices sepia y la palabra formó ecos en su mente, un suave susurro lleno de presagios... Calor. Un calor explosivo. Las llamaradas de fuego... El infierno. El infierno. La respiración de Jacqueline se acompasó de nuevo y entornó los ojos. Tenía las manos, enfundadas en unos mitones de cuero, entrelazadas en el pelo. Se quedó allí quieta, completamente inmóvil, atrapada por una visión que se abría paso a zarpazos desde su interior, aturdiéndola, llevándola a un lugar adonde no deseaba ir. Entonces oyó a lo lejos el sonido del gotear del agua y una fría corriente de aire le acarició la nuca. Regresó bruscamente al presente, a la sala de degustación, a su trabajo tras el mostrador, donde servía vino a una docena de turistas sedientos, y al susurro de la voz de Michelle, que le murmuraba: —Me lo pido, Jacquie. Es divino. Me lo pido. ¡Me lo pido! ¿Qué podría haber apartado la atención de Michelle de los jóvenes marines aficionados al vino? Jacqueline le echó un vistazo al tipo que estaba de pie en la entrada y se quedó inmóvil para observar cautelosamente al individuo. Sólo se percibía una oscura silueta recortada contra la brillante luz del sol. Era alto y esbelto, con las estrechas caderas envueltas en unos ajustados vaqueros desgastados y una camiseta de seda negra ceñida a sus amplios hombros. Mantenía una postura agresiva, con los brazos separados del cuerpo, como un torero preparado para enfrentarse al lance final. No era de extrañar que Michelle se hubiera impresionado. Era la clase de tipo que le gustaba. Olía a problemas. Pero Jacqueline ya había tenido suficientes reveses en su vida. Se soltó el cabello, flexionó las manos para desprenderse de la rigidez que la delataba y en voz baja repuso: —Todo tuyo.

8

—Así es, corazón. No olvides que me lo he pedido. —Y alzando la voz, Michelle le llamó—: Venga por aquí, señor, y siéntese a la barra. Siempre tenemos lugar para otro conocedor del buen vino. Con los ojos muy abiertos, dos de las señoras mayores que había por allí le dedicaron una mirada de sorpresa y se hicieron a un lado para dejarle espacio. Puede que fueran maestras de escuela y que estuvieran casadas, pero un tipo como Don Agresivo exigía adulación, como un depredador al acecho. Y ellas, encantadas, le halagaron. Michelle le endosó el discurso sobre el precio de la cata y la devolución del dinero y casi vibró de pura excitación cuando Don Agresivo depositó veinte dólares sobre el mostrador. Le sirvió una generosa copa del primer cabernet sauvignon y observó con avidez cómo él lo degustaba, sus ojos fijos en el brillante granate del interior de la copa. Sin pretenderlo, Don Agresivo había captado la atención de todo el mundo en la sala de catas. Era uno de esos tipos capaces de llenar todo el espacio con su sola presencia, absorbiendo todo el oxígeno del aire, marcando el lugar, la hora y la atmósfera con su particular sello. Sin poder evitarlo, la atención de Jacqueline se volvió también hacia él. El recién llegado aspiró el buqué y después se llevó la copa a los labios al tiempo que clavaba los ojos en ella con una penetrante mirada. Su imagen quedó impresa en su mente. El pelo oscuro, muy corto, la piel aceitunada, los pómulos pecaminosos y unos ojos claros, brillantes, pálidos y fríos como diamantes azulinos, que la mantuvieron prisionera de su mirada. No pudo apartar la vista. Al menos mientras él sorbía el vino, lo degustaba y daba su aprobación con un lento y firme asentimiento. Tampoco cuando su mirada reposó sobre sus manos envueltas en guantes de cuero. Y menos aún cuando alzó la copa para saludarla, hasta que volvió la mirada hacia Michelle. Ésta lo soltó con toda claridad, en voz lo suficientemente alta para que Jacqueline la oyese, y también para que la escuchara todo el mundo. —Esa es Jacquie, nuestra monja residente. No se cita con nadie y no le importan los hombres; lo único que hace es trabajar, salir de excursión y leer. Jacqueline se ruborizó. «Gracias, Michelle. Seguro que todos se morían de ganas de saberlo». —¿Ah, sí? —respondió él. Tenía una hermosa voz, grave y cálida, con un timbre que obligaba a cualquier mujer a aguzar el oído para escucharlo. Pero no se trataba de que Jacqueline quisiera escucharle, algo que ni siquiera intentó, sino que él alzó el tono lo suficiente para que ella comprendiera bien sus palabras—: ¿Es lesbiana? —Eso creo. —Michelle miró a Jacqueline unos instantes, y algo que vio en su expresión le hizo cambiar de idea—. Bueno, no, sólo que no le interesa el sexo. —Quizá no haya encontrado todavía al hombre apropiado —comentó él. «Seguro que no serás tú, bastardo engreído», pensó Jacqueline sin dar muestras de haberle oído. Pero una fugaz mirada a la media sonrisa del desconocido demostró que éste parecía haberle arrancado el pensamiento de la mente. Sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, Michelle dio un paso hacia atrás para abrir una nueva botella y le murmuró a Jacqueline:

9

—Mira eso tan raro que tiene en la mejilla y la sonrisa torcida. Dale un Martini y una licencia para matar y sería el nuevo James Bond, ya sabes, el tipo duro. —Dale un gorro de marinero y una lata de espinacas, y lo mismo es Popeye —replicó ella, respondiendo con una mirada fría a la conmocionada de Michelle—. Eso creo yo. Dos parejas casadas de edad madura y elegantemente vestidas se mantenían algo apartadas, bebiendo vino, charlando y riendo. Aquel «cuarteto feliz» compraría una botella, sólo una, pero daban buen ambiente a la sala de degustación y le conferían la calidez y el buen tono de una fiesta sofisticada. Jacqueline se sintió aliviada cuando uno de ellos, un hombre de pelo canoso, se dirigió a ella y le permitió terminar la conversación. —Hace calor aquí. ¿Puedo poner en marcha los ventiladores del techo? Ella suspiró audiblemente. —Ya me gustaría. No sé si ha notado que estamos de remodelación. —Y le señaló el viejo mostrador que estaba alineado contra una pared y la pared a medio pintar—. El electricista no ha terminado aún con el cableado. Ella trató con todas sus fuerzas de no mirar a Don Agresivo, pero aun así notó que éste fruncía el ceño. Exudaba desaprobación y los demás captaron de inmediato el tenso ambiente. Si no hacía algo inmediatamente, todo el mundo se iría, todos menos él, y ella perdería las ventas que había cultivado con tanta diligencia. Por ello, alzando la voz, añadió: —Pero si lo desean, puedo ofrecerles una visita rápida a la bodega cuando terminemos la copa. En los sótanos se está fresco. Tal como esperaba, la expectativa de más bebida provocó una respuesta entusiasta, y siete de los diecinueve degustadores la siguieron a través de la tienda hacia la zona de trabajo de la bodega. Pero Don Agresivo se quedó allí. «Estupendo, con Michelle lo tienes fácil. Ve por ella». No le importó que la idea acentuara un poco más su enfado. Un rápido examen del grupo le mostró que sólo la señora de Wisconsin era una novata en esto de los vinos, así que Jacqueline le explicó los elementos básicos del proceso de fabricación mientras alababa los premios obtenidos el año anterior por la bodega Blue Oak. Esto impresionó a la pareja de aficionados al vino y animó al «cuarteto feliz» a entablar una seria discusión sobre si comprar una u otra botella para acompañar la cena aquella noche. Mientras charlaban, reían y se entretenían en la bodega, Jacqueline no tenía ninguna prisa por volver a la sala de cata, pero percibió una ligera, fría y ya familiar brisa que le puso la piel de gallina. Don Agresivo los había encontrado. Se unió al grupo con gesto fanfarrón. Se mantuvo un tanto apartado mientras escuchaba como Jacqueline recomendaba el Cole's Chop, un restaurante donde servían muy buenas carnes. El vino que ella había repartido tan generosamente entre los invitados estaba ahora haciendo su efecto, y la discusión adquirió tintes más serios. Descubrió que dos de los miembros del «cuarteto feliz», el hombre del pelo cano y su sonriente y rubia esposa, eran dueños de un rancho ganadero en Texas y que entendían de cuero. —Esos sí que son unos buenos guantes —observó la mujer, tomando la mano de Jacqueline y examinando el material y el cosido—. ¿Los usa porque están de moda o para protegerse las manos cuando abre las botellas? Cuando la mujer deslizó los dedos por la palma, Jacqueline se estremeció y cerró la mano hasta formar un puño.

10

—Un poco por ambas cosas. —¿Entonces es usted esclava de la moda? La voz de Don Agresivo sonó tan fría como sus modales. A la mujer no le gustó la crítica implícita en el comentario, pero nada cambió, ni en su agradable voz con acento tejano ni en su alegre actitud. —Ya me perdonará mi comentario, señor, pero las mujeres somos tan estúpidas que nos gusta seguir las tendencias y estar a la moda. Jacqueline le echó una ojeada para ver si él se había dado cuenta de que se habían burlado de él y dejado de una pieza, todo a manos de una experta. El sonrió con gesto torcido, esa media sonrisa que había hecho jadear de deseo a Michelle y que evidenciaba su capacidad para soportar la censura sin problemas. Una sonrisa que enfureció a Jacqueline. La mujer rubia se dirigió a ella de nuevo. —Bueno, dígame, ¿dónde cree usted que podríamos cenar esta noche? Desde luego, esa gente también entendía de carne. Jacqueline estaba en condiciones de asegurarles que el Cole's era uno de los restaurantes especializados en carne mejor valorados del país, y que su lista de vinos se había ganado grandes elogios en las revistas especializadas. Como por casualidad, dejó caer que en el Cole's, la botella de cabernet Blue Oak de ochenta dólares estaba a ciento setenta y cinco. De una tacada, les vendió la botella de cabernet al «cuarteto feliz» y una caja surtida a los expertos en vino, mientras consolaba a la señora de Wisconsin por los elevados precios. Entonces, resuelta, Jacqueline acompañó de nuevo al grupo a la sala de degustación, donde una contrariada Michelle había perdido a sus marines y a las maestras y tenía otros tres visitantes más que atender. Jacqueline notó con cierta satisfacción que ninguno de ellos parecía tener muchas ganas de comprar. En circunstancias normales se habría acercado al mostrador para echar una mano, pero la tarde llegaba a su fin. El «cuarteto feliz» compró su botella y se dirigió a la siguiente bodega. Los aficionados al vino volvieron a discutir si comprar o no otra caja. Y la señora de Wisconsin comenzó a hablar con un tipo nuevo, un hombre de piel atezada procedente de Nueva Jersey. Sin duda, había leído el estudio financiado por las bodegas en el que se afirmaba que las salas de degustación eran sitios magníficos para conocer hombres. Y también estaba allí Don Agresivo, bebiendo una copa de vino en silencio... y aguardando. Que se fuera al infierno. Podía quedarse esperando. Jacqueline se dirigió a la trastienda y levantó el teléfono. Cuando respondió la mujer del bodeguero, le dijo: —Señora Marino, la sala de catas está medio vacía, sólo falta una hora para cerrar y me encuentro mal. ¿Hay algún inconveniente en que me vaya un poco antes? —Por supuesto que no, querida. —La voz de la señora Marino sonó sorprendida y amable, ya que Jacqueline jamás había estado enferma—. Yo me haré cargo si viene después más gente. ¿Podrás conducir hasta casa? —Sí. Debe de ser este calor el que me ha puesto así. —Y porque trabajas demasiado. Supongo que esta noche harás de camarera.

11

—No lo sé. Quizá me la tome libre. Pero lo cierto era que necesitaba el dinero. No era nada barato vivir en el valle de Napa. Su diminuto apartamento cerca del centro de San Michael, en el segundo piso de un edificio Victoriano de comienzos del siglo XX, costaba casi lo mismo que el que tenía en Nueva York, y eso era bastante. Podía marcharse donde quisiera, pues nada la retenía en el valle de Napa, pero le gustaban el clima seco y cálido, las interminables hileras de viñas, las montañas que arropaban el valle, las bodegas, sus rivalidades y alianzas, la comida, el vino... Lo que no le hacía ninguna gracia eran los bichos raros que asomaban de vez en cuando. Tipos como Don Agresivo, que actuaba como si tuviera derechos que ella no le había concedido. Derechos que, por otro lado, jamás le concedería. «Que se lo quede Michelle». Su corazón ya había sufrido demasiadas veces.

12

CAPÍTULO 2

Jacqueline sacó la mochila de su taquilla y salió por la puerta trasera para llegar al coche, estacionado bajo las amplias ramas del viejo roble azul de doscientos años de edad que daba nombre a la bodega. Le dio a la llave del contacto de su Honda Civic, bajó las ventanillas y condujo hacia el sur, con el cabello alborotado por el viento, para tomar la carretera estatal SR29. El color de su pelo se asemejaba al reflejo de la luz de la luna, o eso le decían siempre. Ahora se daba cuenta de que debería habérselo cortado y teñido de negro, castaño o morado; cualquier tinte era preferible a aquel tono platino tan raro. Era inconfundible, resultaba demasiado fácil de localizar. Miró por el retrovisor una y otra vez en busca de cualquier vehículo sospechoso con un conductor igualmente sospechoso, pero hasta ahora todo parecía normal. Sólo veía grandes coches todoterreno abarrotados de turistas y descoloridos remolques atestados de trabajadores. Y entonces, mientras entraba en San Michael, localizó un Mercedes SL550 negro con cristales tintados de oscuro, y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. ¿Era él? No necesariamente. Aquella era una zona de gente adinerada y abundaban los vecinos con coches caros. Pero, si era él, no podría superarle en velocidad; por tanto, debía evitarle. En lugar de dirigirse a su apartamento, avanzó hasta encontrar un hueco libre donde aparcar cerca de la plaza mayor, que conservaba un aire a la antigua usanza. Era un hervidero de gente, pues formaba parte del centro de la ciudad, desierto por la noche y atestado durante el día. Los escaparates de las pintorescas tiendas miraban hacia un parque donde crecía un buen número de gigantescos robles de Virginia, bajo cuya sombra los visitantes se acomodaban en los abundantes bancos. Justo enfrente se alzaba el tribunal, un viejo edificio de ladrillo rojo rematado con una cúpula y adornos blancos. Jacqueline adoraba aquella construcción, le encantaba contemplarla y sentir el tirón del pasado en su estilizada ornamentación. Le complacía imaginarse que el pueblo y el valle vinícola se conservaban tal y como eran hacía un siglo. Cada vez que explicaba su decisión de establecerse en San Michael, señalaba el palacio de justicia y la paz de la ciudad como las principales razones de su elección. Pero esa no era la verdad, por supuesto. La razón principal de haber elegido esa localidad para establecerse era que estaba lo más lejos posible de Nueva York sin recurrir a abandonar el continente americano. Entonces recorrió el parque con la mirada en busca de Don Agresivo.

13

No vio nada. Sacó el móvil de la mochilita y telefoneó a la bodega. Michelle descolgó inmediatamente. —Bodega Blue Oak, ¿dónde diablos estás, Jacquie? —No me gustaba ese tipo y a ti sí, de modo que me marché. —Como si necesitase que te largaras para poder tener una oportunidad con él... Michelle siempre estaba de malas pulgas, y más aún cuando se ofendía. —¿Habéis quedado? —No. Para cuando me di cuenta de que no habías regresado de la trastienda, él ya había dejado la copa y se había pirado. —No le extrañaba que Michelle estuviera molesta. Ella continuó—: No hacía más que preguntar cosas sobre ti y ni siquiera terminó la degustación. Soltó veinte pavos y ni siquiera probó el segundo vaso. Menudo desgraciado. «Desgraciado». Jacqueline no habría etiquetado a ese hombre con aquella palabra. —Vale, gracias. Y colgó mientras su interlocutora seguía rezongando. Salió del vehículo, cerró las puertas con llave, se cargó la mochila al hombro y echó a andar. Atrajo su atención un par de zapatos de satén rojo, tacón alto y hebillas de diamantes, expuesto en el escaparate de rebajas de Hills. Se detuvo a mirar y se preguntó si algún día podría volver a permitirse unos zapatos como esos. Justo en ese instante tuvo el primer atisbo de él: un oscuro reflejo en el cristal. Los demás viandantes caminaban por la acera a toda prisa, pero él permanecía inmóvil, un poco escorado, y cuando ella le echó un vistazo del modo en que se observa a una multitud, sin detenerse a mirar de verdad, advirtió que no le quitaba ojo de encima. Era alto y desgarbado, tenía el pelo negro y ojos azul claro con la mirada escalofriante de un cazador. Había visto antes esa mirada. Se apartó de la vidriera y continuó calle abajo apresuradamente, con aquella sensación de frío en la nuca. De acuerdo. No se trataba de un extraño caso de coincidencia fortuita. Él no se hallaba allí de vacaciones. La había seguido. Se encontraba ahí, entre el anónimo gentío congregado junto al paso de cebra. Nadie la miraba, salvo él. El semáforo se puso en verde y la gente avanzó en tropel. Ella hizo lo mismo. El calor procedente de la calzada le traspasó la suela de las zapatillas deportivas y en el efluvio de aquel asfalto abrasador casi era capaz de oler las llamas del infierno. El infierno... Los colores circundantes perdieron su brillo y adquirieron tonos claros y sepia durante unos instantes y en su mente escuchó el débil y constante goteo del agua, plic, plic. Se tambaleó y cayó sobre una rodilla, y el dolor le reavivó los recuerdos. Cielo Santo, no podía permitirse hacer aquello ahora. No iba a permitírselo.

14

Giró la cabeza mientras simulaba atarse el zapato. Don Agresivo siguió avanzando en cuanto ella se puso en pie. Salió disparada hacia una tienda de costura donde entró y anduvo a toda prisa hacia el fondo del establecimiento. La dependienta, una anciana solitaria, le sonrió al tiempo que se presentaba: —Hola, me llamo Bernice. ¿En qué puedo servirle? —Sólo pasaba por aquí. —Jacqueline enmudeció al observar una larga hilera de tijeras colgadas de los ganchos de un tablero—. ¿Cuánto valen? —¿Las tijeras? Eso depende del tamaño y la calidad, y también de lo que desee hacer con ellas —se apresuró a responder Bernice, lista para embarcarse en una larga conversación. La joven estudió el muestrario y eligió unas de veinte centímetros a quince dólares el par. Las puso encima del mostrador. —Estas tijeras son buenas, como todas las demás, pero si va a cortar mucha tela, le conviene elegir unas de modista, son ligeramente más caras, pero están cromadas y tienen las hojas muy afiladas. Jacqueline sacó la cartera y puso un billete de veinte encima de las tijeras. —Voy a darle una puñalada a alguien con ellas. El plan la llenaba de fiera satisfacción. Bernice soltó una risita ahogada, que se apagó en cuanto vio el rostro de Jacqueline. —Bueno, entonces... Este par sí que le sirve para eso... Viendo lo despacio que se dirigía la anciana hacia la caja registradora, supo que no podía esperar a que consignase la venta. Tenía alrededor de un minuto antes de que Don Agresivo comprendiera que la había perdido, volviera sobre sus pasos y la localizase otra vez, de modo que tomó las tijeras y dijo: —Quédese con el cambio. Rodeó el mostrador y se metió en la trastienda. —¡Eh, no puede hacer eso, no puede! —gritó Bernice. —Ya verá como sí —murmuró ella. Deslizó las tijeras en el bolsillo y salió por la puerta trasera del establecimiento. Antes de que Bernice tuviera ocasión de decir nada más, llegó al callejón. Jacqueline torció a la izquierda y apretó el paso mientras caminaba hacia la calle siguiente, donde miró a izquierda y derecha; vio otra oleada de gente, la alcanzó y se alejó del palacio de justicia. En el momento oportuno, atravesó el gentío a toda velocidad y se escabulló dentro de otro callejón, donde se ocultó detrás del primer contenedor que encontró, un recipiente de metal caliente y sucio que olía a comida mexicana en putrefacción. Abrió la cremallera y hurgó en la mochila en busca de la gorra de béisbol hasta que la encontró. Dio un suspiro, se recogió el pelo en un moño, se caló la gorra y anduvo a toda prisa hacia su casa, evitando en todo momento las aglomeraciones. Siguiendo el que fuera en tiempos el paseo moderno, su apartamento estaba a dos manzanas de distancia. Si lograba llegar a la antigua casa, estaría a salvo. El acosador iba a seguirla, pero allí dispondría de tiempo para decidir qué iba a hacer. ¿Avisaba a la policía? Ni hablar. Los hombres como Don Agresivo tenían contactos en las fuerzas de la ley y el orden.

15

¿Y si hacía las maletas y salía pitando de la ciudad? De ninguna manera. Ya había huido antes. No estaba dispuesta a hacerlo otra vez. ¿Y esconderse debajo de la cama? Sí, eso tal vez. Dobló la esquina y entró en su calle, una vía silenciosa de enormes robles y jardines sombreados, donde aminoró el paso hasta ir a ritmo de paseo. Escrutó la zona circundante. Nicki, el perrito de la señora Mallery, salió y empezó a ladrarle. El señor Thomas, un metomentodo ya jubilado, dejó de arrancar las malas hierbas el tiempo justo para preguntar: —¿Hace suficiente calor para usted? —Ya lo creo. ¿Ha visto algo interesante en la calle? Tal vez algún forastero... El señor Thomas hizo fuerza para hundir la pala. —No. ¿Esperaba a alguien? —Sólo preguntaba —contestó con una sonrisa. El jubilado bajó los ojos y clavó la mirada en los guantes de cuero de la joven. —¡Qué chica tan rara! —murmuró. A ella le traía sin cuidado la opinión del anciano, sólo le preocupaba que ningún hombre perturbara el pacífico día a día del vecindario. Tenía calor y sudaba a chorros, pero estaba exultante. Don Agresivo podría ser el mejor rastreador del mundo, pero ella le había dado esquinazo. Eso le enseñaría a aterrorizar a una joven sola y a creerse con derecho a reaparecer en su vida después de tantos años. Subió los peldaños de madera del amplio porche y revisó el casillero, donde halló un catálogo y una factura. Usó la llave para entrar por una puerta lateral y subió por las escaleras al segundo piso. Cada planta de la vieja casona se dividía en cuatro apartamentos con una pequeña cocina, una sala de estar y un cuarto de baño del tamaño de un armario. Ella era una de las más afortunadas, pues contaba con baño propio y tenía en él un suelo de baldosas blancas y negras de cerámica, lavabo y una bañera con patas de garra. Aún no las tenía todas consigo cuando comprobó el pomo. Su apartamento seguía cerrado. Sacó las tijeras del bolso y las empuñó como un puñal mientras metía la llave en la cerradura, abría la puerta y examinaba el interior. El cuarto de estar y la cocina estaban vacíos, y todo seguía tal como lo había dejado. Maldito. La había puesto de los nervios. Pero más le valía estar a salvo que lamentarse. Se apresuró a cerrar la puerta a su espalda. Volvió a deslizar las tijeras en el bolsillo, echó el pestillo y aseguró la puerta con la cadena. Entonces dejó caer la mochila y la gorra junto a la entrada. Se quitó la camiseta mientras se dirigía al dormitorio. Mandó las zapatillas deportivas al armario con dos patadas, se quitó los guantes y se detuvo. Podía oír el murmullo del correr del agua, lo cual no era de extrañar porque los servicios comunes del piso de arriba estaban justo encima y las cañerías bajaban por aquella pared, pero el ruido resonaba en su apartamento. Cruzó la sala y entró en el anticuado cuarto de baño, donde una bofetada de vapor le golpeó el rostro.

16

Se había dejado abierto el grifo de la ducha. Seguro, esa mañana tenía prisa y estaba distraída por culpa de aquel horrible mundo de color sepia que se cernía sobre ella en los límites de su consciencia y el goteo del agua, plic, plic. Ahora, durante una milésima de segundo, cerró los ojos y tocó el espacio comprendido entre los ojos con la palma marcada. La mente y el alma pugnaron por alumbrar... algo... Se contuvo y alejó la mano. No quería reconocer que ahí se hallaba el dolor que la atormentaba. Desaparecería si era capaz de ignorarlo. Antes siempre lo hacía... Se había dejado abierto el grifo de la ducha. ¿Cómo podía haber sido tan negligente? Tomó la cortina de plástico con la mano cuando la palabra reverberó en su mente. Negligente... Y entonces cayó en la cuenta de que había alguien dentro. En un instante, el intruso descorrió la cortina de plástico, tiró de ella y la atrajo al interior de la ducha.

17

CAPÍTULO 3

Jacqueline cayó sentada en la bañera. Cuando el tipo desnudo se inclinó sobre ella logró atisbar una imagen del atacante: alto, delgado y con fríos ojos azules. Le invadió un estallido de rabia. Él no iba a ganar. Esta vez no. Se apoyó sobre manos y rodillas a fin de ponerse boca abajo y buscar a tientas dentro de su bolsillo, de modo que, cuando se dio la vuelta, ya empuñaba las tijeras con las que le asestó una cuchillada en las costillas; luego, empezó a propinarle fuertes patadas. El agresor se echó hacia atrás aullando de dolor, pero se recobró demasiado deprisa y, cuando ella alzaba el brazo una vez más, la sujetó por la muñeca; el hombre le retorció la articulación hasta que se le entumecieron los dedos y soltó las tijeras, que repiquetearon contra un lado de la bañera. Él, con un movimiento enérgico y seguro, las envió de una patada más allá de la cortina de plástico antes de que pudieran deslizarse hacia el desagüe. Con la respiración casi cortada, Jacqueline se lanzó contra la parte trasera de la bañera, donde se golpeó con fuerza, y se deslizó hacia abajo, arremetiendo con los pies. El atacante se vino abajo, pero se recobró con agilidad felina y terminó cayendo encima de ella. Pero no lo hizo con suficiente fuerza, y el hombre se llevó la parte más dura al frenar su propia caída con las rodillas y las manos, de modo que ella no recibió todo el peso de su cuerpo. Mas no lo hizo por altruismo; antes de que ella se desplomara al fondo de la bañera, le agarró el cierre frontal del sujetador y lo rompió. Furiosa y llena de rabia, asió los cortos cabellos negros y tiró de ellos, pero se le escaparon de entre los dedos, aunque tuvo la satisfacción de arrancarle un grito. El intruso le puso las manos en los pechos y la miró, solamente la miró. El chorro de agua dispersaba la sangre que le manaba por la herida del costado, bañándole las costillas. La sangre se escurrió por el vientre de Jacqueline y se perdió por el desagüe. Ella se enorgulleció de haberle herido; el dolor de ese hombre le causaba alegría. Entonces, la mirada de la joven se sumergió en lo más profundo de esos feroces ojos azules y su cuerpo quedó suspenso en una burbuja compuesta por un embriagador cóctel de odio y deseo. Él se sirvió de los pulgares para provocarla, para acariciarla y ofrecerle un dulce y sosegado estímulo.

18

Tras la cortina de la ducha, el mundo era cálido e íntimo. Se le endurecieron los pezones, clavándose en las manos del intruso. El cabezal de la ducha no paraba de soltar agua sobre ellos: a él le mojaba los hombros; a ella, el rostro; a ambos, los cuerpos entrelazados. El corazón de la joven latió más despacio y sus pestañas se movieron con pesadez. Aspiró un largo trago de aire. Para él, la seducción resultaba demasiado fácil. Ella se dio cuenta de que se entregaba demasiado pronto. La idea la enojó y provocó. —¡No! —gritó, mientras le apartaba las manos de sus pechos y le dirigía un puñetazo a la nariz. El golpe jamás impactó en su objetivo. Él era demasiado rápido y tenía mucha experiencia. La tomó de la cintura y le dio la vuelta, haciéndola descansar sobre el vientre. Los codos habían quedado debajo del cuerpo y eso le permitió a la joven levantarse con mucha facilidad, quizá demasiada, pero él había previsto esa reacción. La rodeó con los brazos y le abrió con un chasquido los botones de los vaqueros. —Hijo de p... Ella sacó el cuerpo por encima de la bañera. Se lo estaba poniendo fácil una vez más. Nunca debería haberle podido quitar unos vaqueros estando empapada la tela, pero él la retenía por la cinturilla de los pantalones al escabullirse de la bañera y, literalmente, la joven se había escurrido de la prenda. Él le permitió alejarse entre tropiezos, y avanzar por el mosaico enlosado del suelo. Luego, la siguió. La agarró del tobillo cuando se levantó con intención de echar a correr. Ella le dejó que tirase de su pie y la atrajera hacia él para propinarle un puntapié en las costillas que le hizo expulsar el aire de los pulmones con un gran gemido. La soltó, pero volvió a sujetarla por el tobillo mientras ella se servía de su pie libre para patearle. Pero él esquivó una patada, y otra, y una tercera antes de cogerla por el otro tobillo. Ahora le sujetaba ambas piernas. De un tirón sacó las rodillas de debajo del cuerpo de Jacqueline. Su vientre se deslizó sobre las frías baldosas cuando él la atrajo hacia su posición y, cuando ella se agarró al suelo con las uñas para retrasar el avance, el hombre masculló una risita. Era como ser arrastrada a un horno atizado por la lujuria. El agua de la piel se le secó mientras el hombre la mantenía sujeta y tiraba de ella. Usó las anchas manos para abrirla de piernas y luego las subió poco a poco por las pantorrillas, las rodillas y los muslos, hasta llegar a las caderas, donde los dedos se demoraron brevemente. Ella aprovechó la oportunidad para escabullirse y avanzar unos pasos hacia el dormitorio. Con ambas manos, el hombre le rompió una de las tiras del tanga, que se había aflojado con los continuos tirones y colgaba sobre una de sus caderas. Luego, volvió a agarrarla. Ella sintió un retortijón de miedo en el estómago. Y, «que Dios me perdone», también de expectación. El hombre le besó una nalga, y cuando extendió los brazos a su alrededor e intentó abofetearle, le mordió a modo de pequeña y aguda picadura de castigo. Luego le pasó un brazo por debajo de las caderas y lo usó como palanca para empujarla debajo de él. Descansó su cuerpo sobre el de ella, sujetándola contra el suelo. Las baldosas estaban duras y heladas.

19

El hombre era pesado, estaba caliente al tacto, y también era duro. Su erección presionaba a Jacqueline entre las piernas. Nada, salvo la delgada tela del tanga, impedía su intrusión. Él olía a jabón, a hombre y a sexo lánguido de varias horas. La sacaba de sus casillas. —Cobarde —le increpó. —¿Cobarde? ¿Qué quieres decir, cariño? —Su voz era un ronroneo de satisfacción—. ¿Tienes miedo de dejar que nos las veamos tú y yo? ¿Temes que vuelva a hacerte daño? Se detuvo y movió las manos puestas en su cintura para darle la vuelta. Ella miró fijamente a esos ojos azules que ahora no estaban fríos, sino que ardían de pasión y necesidad por un conocimiento al que ella era incapaz de negarse. —Dios, cuánto te he echado de menos. Jacqueline alargó los brazos y le agarró por el pelo humedecido por el agua de la ducha para tirar de él y atraer aquel rostro hacia el suyo. Lo besó sin reservas, saboreando por vez primera en dos años el sabor de Caleb D'Angelo, su amante, su único amante.

20

CAPÍTULO 4

Caleb respondió a la acometida de Jacqueline con otra de su propia cosecha: hundió la lengua bien hondo en la boca de la joven mientras le bajaba los restos del tanga. Luego, le introdujo un dedo en el cuerpo y la reclamó sin importarle un ardite los años de separación. Y el cuerpo de Jacqueline, traicionero él, hacía algo más que claudicar: se suavizaba en torno a él, se humedecía más y más en su rendición, y, ya próximo al orgasmo, se encabritaba debajo de él. —No vayas a creerte que hemos terminado —dijo Caleb con voz crispada por la ira—. Huiste, fingiste no conocerme. Vas a pagarlo. —Eres un zoquete, y si alguien tiene que pagar... —Yo ya lo he hecho. He pagado todos los días que no hemos estado juntos. —No es suficiente. No me importa cuánto hayas sufrido: a mí no me basta. Jacqueline apretó los músculos interiores, masajeando el dedo de Caleb. Éste entrecerró los ojos. —Imagínate lo bueno que sería sentir esto alrededor de tu polla —susurró ella antes de tensarse otra vez en un movimiento prolongado que hizo sisear de deseo al hombre. ¿No quería dominarla? Ella disponía de armas para librar una buena batalla. Y él tenía la dureza mental y física para mantenerla subyugada. Deslizó su dedo fuera de ella con martirizadora lentitud. Ella se estremeció y lo agarró por los hombros, deseando que entrara en ella de nuevo. Él se acomodó entre sus muslos. Ella contempló embelesada la formación de una gota de agua en el cuello de Caleb; luego, aquélla resbaló entre unos músculos más perfilados de lo que ella recordaba, zigzagueando en busca del camino donde encontrara menos resistencia. ¿Había adelgazado? ¿Hacía más ejercicio que antes, o simplemente era que la realidad superaba a los recuerdos? La gota de agua se unió al flujo de sangre de la herida infligida por Jacqueline. Tenía que dolerle, pero él no parecía darse cuenta, por supuesto que no. Caleb siempre era capaz de seguir el camino que se había marcado, con independencia del dolor que pudiera experimentar. Y en ese preciso momento, su trayecto venía determinado por su erección y su necesidad. La joven maldijo a Caleb por contagiarle su deseo.

21

Él separó las piernas y se sentó sobre ellas, apoyando los talones cerca de los de Jacqueline, con toda su feminidad abierta a él como un capullo en flor. Ella tenía las piernas arqueadas y las plantas de los pies apoyadas en el suelo. Él bajó la mirada y deslizó las palmas arriba y abajo por la parte interior de los muslos, donde la piel era más sensible. Su característica media sonrisa le arqueó el perfil de la mejilla. —Estás a mil, Jacqueline. Él estaba mirando, mirando y regodeándose. Ella alzó el mentón. —Sí, ¿y qué? Igual que tú. También ella miró hacia abajo. Era obvio. —Eso hace que el menor roce sea una agonía. —Es así tanto para ti como para mí. Deslizó las caderas lentamente y se apretó contra el cuerpo de la joven. Ésta ansiaba enroscarse en torno a él, frotarse con ese cuerpo hasta obtener su propio placer y luego conseguir que él lograse el suyo. Pero Caleb le leyó las intenciones en el rostro, como siempre, y le sujetó las caderas con las manos. —¿Cuál es tu deseo, Jacqueline? Ella ladeó la cabeza, negándose a mirarle con el fin de no darle la satisfacción de revelar su frustración. —Jacqueline. Caleb se inclinó hacia delante, deslizó las manos sobre el suelo, a ambos lados de la espalda de Jacqueline, por debajo de sus brazos, y luego los subió hasta acunar la cabeza de ésta. Ahora la había rodeado: tenía las piernas debajo de las de ella, contra sus caderas, y abrazaba su cuerpo con los brazos. El pecho del hombre rozaba sus senos. Olía a limón y romero, como su jabón, y a fuerza y vigor, como él mismo. Pero una cosa superaba la conciencia que ella tenía de todo eso, la erección ardiente y vigorosa que empujaba a la entrada de su cuerpo. —Mírame, Jacqueline —exigió con voz seductora. No pensaba hacerlo de ningún modo. Él deslizó los dedos sobre la mejilla de Jacqueline para luego besarle el cuello y debajo de la oreja, y después le mordió el lóbulo. Ella se llevó un sobresalto que hizo reír a Caleb, y recibió una ráfaga de aliento contra su piel. En un abrir y cerrar de ojos, la joven ladeó la cabeza y le atrapó el labio inferior entre los dientes, también le pellizcó, le soltó, y desatada, le miró fijamente a los ojos. —No sabes cuándo rendirte, ¿verdad? Eso le revolvió la sangre en las venas de puro enfado. —No me volveré a entregar a ti. Todo cuanto vas a sacarme es rechazo y... El hombre se abrió paso el primer centímetro en el interior de Jacqueline. Ella contuvo el aliento, sorprendida. Lo habían hecho antes, lo habían hecho, pero había llovido mucho desde entonces y... o ella había encogido o él se había agrandado o... o ella se había olvidado cómo era tener a un hombre, a ese hombre en concreto, colmándola con tan gloriosa plenitud.

22

—¿Estás bien? —inquirió él. Sin embargo, no aguardó la respuesta y empujó de nuevo. La miró, la acostó en posición horizontal y sin decir palabra le ordenó que se olvidara de la ira y dejara de resistirse; Caleb exigía que pusiera toda la atención y los cinco sentidos en él, en esa grandeza, en ese deseo urgente y alocado. Ella gimió, expectante, pues él se movía con lentitud, y le clavó las uñas en los hombros. Intentó impulsarse, apremiarle. Pero él la tenía atrapada: el pecho descansaba sobre sus senos y la sujetaba con firmeza entre sus brazos. Debajo de su cuerpo todavía húmedo estaba el frío enlosado; encima, Caleb ardía de pasión. Ella no era capaz de apartar la mirada de sus ojos azules, rodeados de oscuras pestañas y llenos de pasión, y los vio llamear victoriosos cuando terminó de entrar y la colmó por completo. Pero Caleb perdió el control antes de que Jacqueline pudiera enfadarse. Empujaba y se retiraba, empujaba y se retiraba, al principio avanzaba con lentitud, pero luego incrementó el ritmo de forma incesante. Flexionaba los muslos sobre los de ella y dirigía su virilidad con las caderas. Ella estaba abierta, muy abierta, haciendo que cada sensación fuera nueva y fresca. El hombre percutía en su interior con cada avance y su dominio sobre Jacqueline aumentaba con cada movimiento. Ella volvió a sentirse virgen, guiada de una a otra maravilla hasta que sus sentidos se sobrecargaron. Apenas fue consciente de que él rompió a gritar una y otra vez mientras su alma se estiraba y se alargaba, como si buscara la liberación. Caleb deslizó una mano bajo la cabeza de ella y descansó la otra sobre el vientre mientras le murmuraba al oído: —Aún no, Jacqueline, espera un poco, un poco más... «¿Esperar qué?». Ella intentó mover la cabeza para negarse. Si se callaba de una vez y la dejaba concentrarse en aquello un momento, ella iba a... Caleb deslizó hacia abajo la mano apoyada sobre el vientre de Jacqueline y con la coordinación propia de un atleta innato introdujo los dedos entre los cuerpos de ambos para luego tomar su clítoris entre los dedos. Caleb conocía su cuerpo demasiado bien: la condujo desde una desesperante privación sensorial a un orgasmo intenso con un único movimiento. Gimió de placer. Él la dejó gritar, escuchando el sonido de su éxtasis con una débil sonrisa, como si fuera una melodía. Luego, los espasmos del cuerpo de Jacqueline atraparon a Caleb. La cadencia de ambos creció en velocidad y fuerza. Entonces, se sintió catapultada por otro orgasmo, o tal vez fuera aún el primero, cuya duración parecía no tener fin. Jacqueline lo ignoraba, sólo sabía que él había llegado al límite de su autocontrol, ahora apoyaba los codos en el suelo alrededor de ella y los brazos le temblaban a causa del esfuerzo, sólo sabía que jadeaba y gemía encima de ella, atrapado al fin por la pasión torrencial existente entre ellos, una pasión destinada a durar para siempre. Él pronunció su nombre cuando empujó con más fuerza y llegó al culmen, y en ese sonido Jacqueline percibió la angustia causada por la prolongada separación, y en medio del clímax, comprendió también que volvería a dejarla de nuevo si lo creía necesario.

23

CAPÍTULO 5

Caleb, con el torso desnudo, se reclinó sobre la encimera de la cocina y observó cómo Jacqueline le limpiaba el corte del costado. La herida, de trazo irregular, era honda y le dolía una barbaridad. Le enorgullecía mucho cómo había peleado. Él le había enseñado a luchar de ese modo, y ningún hombre vivo que hubiera querido apuñalarle lo habría hecho mejor. Por supuesto, ningún hombre vivo había distraído su atención tanto como la semidesnuda Jacqueline. Tras mantener relaciones sexuales sobre el suelo del baño y encima del abombado colchón, Jacquie se duchó sola; cerró la puerta del baño, que atrancó con el armarito del cuarto de baño. Luego, se puso la parte inferior de un espantoso pijama a cuadros y una holgada camiseta limpia de manga corta. Él supuso que era una forma ingenua de decir «quítame las manos de encima». Pero en vez de eso, ella parecía dulce y limpia, y olía a jabón y a Jacqueline. El sol de California se había prendado de ella y la había acariciado con mimo, obsequiándola con un hermoso bronceado. Cuando se le secó el cabello, unos mechones rubios se le enroscaron en torno al semblante mientras las puntas le besaban el cuello. La camiseta llevaba el logo desgastado de Arti's Giant Ball of Twine, uno de los primeros lugares donde ella había trabajado cuando huyó. Tenía buenos músculos en los brazos. Por supuesto. Caleb también le había enseñado cómo lograrlo. —Necesitas que te den unos puntos —repitió ella por enésima vez, y por enésima vez replicó él: —Las tijeras son nuevas y estaban limpias, tengo al día la vacuna del tétanos, y puedo comprar antibióticos en Nueva York. Tú limítate a ponerme un vendaje en mariposa y la hemorragia se detendrá. Ella humedeció las toallitas de papel en un cuenco lleno de agua tibia y luego limpió con ellas el área próxima a la herida, pero no levantó la vista ni hizo comentario alguno. La mirada de Caleb se detuvo en los mitones de cuero que llevaba Jacqueline. Tenían un buen acabado, eran de un color similar al de su piel y lo bastante flexibles como para adaptarse a cada movimiento. —Antes no acostumbrabas a llevar guantes todo el tiempo. —Y sigo sin hacerlo. No los llevo siempre.

24

—¿Y por qué tienes que llevarlos? —Ya me oíste hoy en la bodega. Es una mezcla de moda y protección. —¿Protección? —Caleb se mofó de ella abiertamente—. Te protegerán de los sacacorchos, supongo... Aquella Jacqueline era más juiciosa que la adolescente que había conocido años atrás, menos proclive a morder el anzuelo, más inclinada a tomarse un tiempo antes de responderle, si es que lo hacía. —¿Cómo me has encontrado? —quiso saber. Caleb se rió a carcajadas, pero su rostro se crispó por el dolor que le produjeron. —Siempre supimos dónde estabas. Caleb le había seguido el rastro de la costa Este a la costa Oeste en los buenos y en los malos tiempos de dos largos años de exilio. Jacqueline empuñó las tijeras. Quizás él debería haber tenido más tacto al afirmar tal cosa. Se cuerpo se tensó, preparado para repeler otro ataque. La joven alzó los ojos y vio que él la observaba con recelo. —Tranquilo, no voy a apuñalarte otra vez. —Cortó en tiras la cinta adhesiva para primeros auxilios y las pegó al borde de la encimera—. Además, ¿qué más puedes hacerme? ¿Follarme de nuevo? —Yo no te follé —precisó. ¿Acaso creía que él había olvidado la segunda vez, cuando Jacqueline tomó el control, lo llevó a la cama, le empujó encima y le cabalgó? ¿Se atrevía a imaginar que él no valoraba la dulce y habitual locura que se apoderaba de ambos, el modo en que ella lo conducía a su interior, cómo se sentía mientras acometía una, y otra, y otra vez, no deseando otra cosa que tenerla hoy, ayer, y todos los días de su vida? Jamás imaginó que los pensamientos de un hombre guardasen semejanza con los de una mujer, pero, por una vez, los dos debían estar en la misma sintonía, ya que ella contestó: —No, supongo que no. —Sí, lo haría otra vez si tuviera la oportunidad. Ella no se rió. Caleb no llevaba allí el tiempo suficiente para asegurarlo, pero esta Jacqueline ni siquiera parecía sonreír, y ese cambio no era de su agrado. —Podrías, ¿a que sí? Lo imagino: han pasado dos años, y eso es mucho tiempo de abstinencia. —Una a una, cortó las tiras de la cinta para que tuvieran la forma de un vendaje en mariposa—. Pero supongo que, de los dos, soy la única que se ha abstenido. No tenía sentido responder y Caleb no lo hizo. No iba a hacerle feliz ninguna posible respuesta por su parte. A pesar de toda esa hostilidad, Jacqueline le tocó con suavidad mientras estiraba la piel de los bordes para unirla y aplicaba el primer vendaje. —Te envió ella, ¿verdad? —¿Tu madre? Sí. —Es el momento de la Elección. —Sí.

25

—No voy a volver. Caleb tampoco respondió a eso. Ella iba a regresar, le gustase o no. Jacqueline le aplicó otra venda alrededor del trazo dentado de la herida. —¿Y cómo está? —¿Tu madre? Bien. —Leí en los periódicos que se había divorciado de nuevo. —Sí. —¿Y por qué ha sido esta vez? —No hago preguntas. —Eso está bien. No es de tu incumbencia. —No. —Tú te limitas a hacer cualquier cosa que te ordene. —Y ella me paga muy bien. Era una excusa. Normalmente, jamás se justificaba, pues Jacqueline lo tenía atrapado. Ella ni siquiera lo notó, embargada como estaba en su propia amargura. —Me atrevería a decir que se ha divorciado por la misma razón de siempre: se aburre y tiene otro novio. —¿Por qué te preocupas? Apenas trataste al último marido. —No me preocupo. Sólo que me gustaría que por una vez se comportase conforme a su edad. —Tomó un largo apósito esterilizado y lo rasgó de un modo salvaje—. Supongo que eso es demasiado pedir. Jacqueline había cambiado en los dos últimos años, había madurado en muchos aspectos, salvo en uno: aún despreciaba a su madre por ser quien era. Era una pérdida de tiempo, y él podía habérselo dicho, pues había aprendido por las malas que los padres eran tan humanos como todos los demás, y en ocasiones, sus errores tenían consecuencias funestas. Además, no iba a escucharle. También lo despreciaba a él. Jacqueline lo amaba y le despreciaba al mismo tiempo. Era un cóctel de emociones muy doloroso de experimentar para Caleb y a ella se le hacía duro vivir con él. Habría querido... Bueno, ya era demasiado tarde para desandar el camino, y de haber tenido la oportunidad, él sabía que volvería a hacerlo todo de la misma manera. Al parecer, estaba preparado para resistirlo todo, salvo la tentación, y Jacqueline era la única tentación de su vida. Ella terminó de poner el apósito y se echó hacia atrás con el fin de observar su obra. Asintió como si estuviera complacida. Entonces, recorrió con la mirada los hombros, el pecho y el vientre de Caleb. «Jesús, qué le he hecho». Bueno, y qué le había hecho él. Jacqueline cerró los ojos, de un tono castaño con un fulgor ámbar, que por un instante le habían traicionado, y se volvió de lado. —Ya puedes ponerte la camiseta —le invitó ella mientras él alargaba la mano para recoger la prenda—. Y luego... fuera. Jacqueline cruzó la minúscula cocina y el comedor para dirigirse hacia la puerta.

26

Él mantuvo la mano inmóvil un centímetro por encima de su camino y la malinterpretó adrede, preguntando con ironía: —¿Es que quieres irte ya? —Ya te lo he dicho: no voy. —Jacqueline era lo bastante perspicaz como no quitarle ojo de encima, así que se volvió para tenerle de frente—. Lo que quiero saber es, ¿qué vas a hacer? ¿Pasar el control de seguridad del aeropuerto con una mujer que no para de gritar? —Llevó la mano al pomo de la puerta y concluyó—: No lo creo. —No necesito cruzar ningún control de seguridad —contestó Caleb con delicadeza—. El nuevo novio de tu madre... le ha prestado su jet. Está en una pista del aeropuerto, con el depósito lleno y listo para despegar. Jacqueline respiró jadeante, manifiestamente dividida entre el deseo de discutir el tema del novio materno y el de su propio regreso. Caleb no esperó a que se decidiera. —Tienes hasta mañana para aclarar las ideas. —Lo tengo todo muy claro. —Entonces, tienes hasta mañana para cambiar de opinión. Hasta entonces... Jacqueline vio la mirada de sus ojos y se quedó helada durante un instante fatal, como una presa ante su depredador. Caleb se plantó ante ella en dos zancadas y con gesto suave le apartó la mano del pomo, se la llevó a los labios y le besó los dedos. —Hasta entonces, sé qué me gustaría hacer. —¿Qué? Pero la hostilidad de Jacqueline era pura apariencia en la expresión corporal, en el tono de voz y en el ademán. Y su deseo refulgía como una brasa y a él le bastaba soplar para avivar ese fuego, y entonces, ella sería suya. Se inclinó hacia delante, empotrándola contra la puerta, y la besó, y con cada roce de los labios de esa morosa exploración avivó por momentos la llama en calor y luz. —Quiero hacer esto contigo todo el día y toda la noche —susurró Caleb entre los labios de Jacqueline. La joven tomó aire para hablar. Pero él no le dejó. Deslizó los dedos entre su pelo de un llamativo rubio blanquecino que relucía como el platino y centelleaba como un diamante. Consiguió que ella alzara el rostro y la besó hasta lograr que se olvidara de todo, salvo de él; la besó hasta existir sólo para ella. Disipó a besos su resistencia. Y aun así, descubrió su error cuando despegó los labios de los de ella, que anunció: —No voy a regresar. Volvería. Su trabajo consistía en llevarla. Pero ahora, la única preocupación de ambos era el otro, tan sólo se importaban el uno al otro. Y el resto del mundo podía irse al infierno.

27

CAPÍTULO 6

Si Aarón Eagle había tenido alguna duda sobre la insensatez de los administradores de la Agencia de Viajes Gypsy, el ser conducido a los niveles más profundos del metro neoyorquino y recibir la orden de quedarse dentro de un círculo de tiza perfectamente trazado dejaba el asunto zanjado. Todos los directores de la junta, hasta el último de ellos, estaban completamente locos y él habría salido disparado de allí de no tener sus razones para ceder a su estúpido intento de chantaje. Por desgracia, sus razones eran buenas, más que buenas. De modo que permaneció allí y observó cómo una anciana de extraño aspecto pedía a otros cinco memos que entraran con cuidado, no fueran a pisar la línea y desdibujarla. Oh, sí, porque podría pasar algo horroroso si borraban la línea de tiza, como, por ejemplo, que los neoyorquinos que corrían como locos de casa al trabajo se detuvieran a contemplar aquel extraño y pintoresco grupo dentro de un círculo de tiza al fondo de las escaleras del metro. Diablos, mientras ninguno de ellos se les pusiera en medio, a los ciudadanos de Nueva York les daba igual que Aarón y sus recién hallados compatriotas se pusieran a bailar un Riverdance, la típica danza irlandesa, y él esperaba de corazón que ese no fuera el siguiente punto en el orden del día, pues en algún sitio iba tocarle fijar un límite y no traspasarlo. Clavó la mirada en el suelo de cemento prístino y recién barrido, rodeado por trazos azules y rojos de tiza, y soltó una risa breve y amarga. No, no iba a fijar ningún límite. Mientras aquello lo mantuviera a salvo, él les pertenecía. Él era Aarón Eagle. Había dado su palabra, y él siempre cumplía lo que prometía. Sólo esperaba con toda su alma que ellos también mantuvieran lo pactado. Una de las dos mujeres se adelantó un paso, le ofreció la mano y estrechó la suya con entusiasmo. —Hola, me llamo Charisma Fangorn y soy de Oregón. ¿No te parece genial todo esto? Estoy deseando que llegue la fiesta de esta noche. —¿La fiesta? —Tras recordar lo que le habían dicho, añadió—: En las oficinas de la Agencia de Viajes Gypsy, quiere decir usted... —Todos los que tienen que ver con la organización acuden a ella. Todos los antiguos Elegidos y los viejos directores. Hay un gran festejo, algo así como Hogwarts en Halloween, con abundante comida y bailes, y luego tiene lugar una ceremonia donde somos formalmente presentados al grupo.

28

Sus ojos relucían de emoción. —Todo esto me parece un montón de tonterías. Sintió una punzada de culpa al ver cómo se le descomponía la cara a su interlocutora. Ése era el motivo por el que nunca andaba con jóvenes de ese tipo: vestido a lo Heidi, collar de perro tachonado con púas y larga melena negra con mechas púrpura; le hacían sentirse un abuelo, o por lo menos, con más edad que sus treinta y cinco años. —Pero deben presentarnos o los Elegidos de años anteriores podrían confundirnos con..., ya sabe, con alguno de los Otros —concluyó en un susurro tras mirar a su alrededor. —Podrían enviarles nuestras fotos por correo electrónico. Y entonces, él no tendría que estar allí, soportando la novatada de una fraternidad. —¿Y qué ocurriría si interceptan el correo y los Otros descubrieran nuestra identidad? —¿Y no van a enterarse al final igualmente? —Sí, pero esto nos concede tiempo para adiestrarnos con Elegidos experimentados. — Aquello tenía sentido. Entonces, unos hoyuelos asomaron en el rostro de la muchacha—. Además, la presentación es una tradición. —Pues si es una tradición, entonces hay que seguirla —replicó, cediendo a su entusiasmo. —Sí. En una organización como esta, la tradición es lo que mantiene unida a la agencia. Lo leí en Cuando el mundo era joven. Historia de los Elegidos. —Perfecto. El consejo directivo le había regalado una copia encuadernada en piel de ese libro, pero jamás se le ocurrió leerlo. —Mi madre probó con unas cuantas sesiones de espiritismo cuando se percató de que yo tenía un don, pero, claro, yo no tenía precisamente esa clase de don. —Ocupó un lugar cerca de él y contempló a los demás con entusiasmo—. Hago piedras. Lo dijo como si él debiera saber de qué le hablaba. —Piedras... —Sobre todo, cristales. —Hizo sonar los brazaletes de oro y plata de las muñecas—. Puedo oírlas cantar. Aarón reparó en las piedras de diferentes colores sujetas a cada brazalete y en los tatuajes que asomaban por debajo. Estaba dispuesto a apostar que no se los habían hecho allí por algún motivo, sino que tal vez le habían salido de forma espontánea durante la adolescencia o eran marcas de nacimiento. Sólo sabía cómo le salió a él su marca. ¿Quién podía imaginar cómo ocurría en los demás? —Yo escucho la canción de la tierra —aseguró, y estuvo a punto de ponerse a dar saltitos —. ¿Cuál es tu don? —¿Qué...? —Somos los Elegidos, tenemos dones. ¿Cuál es el tuyo? —No hablo de él. Le habían asegurado que tenía mucho en común con aquella gente, pero en ese preciso momento lo dudaba bastante, la verdad. Impertérrita, la joven, continuó su interrogatorio.

29

—Tú eres un indígena de los Estados Unidos, ¿no? —Premio para la señorita por usar el término políticamente correcto con que referirse a su pueblo—. Y por eso eres tan reservado e inescrutable... Premio retirado, por pasar directamente a los clichés. —Tienes razón. Si Charisma pudiera verle vestido de esmoquin, con una bebida en la mano, hablando de negocios con los hombres adecuados y mostrándose encantador con todas las mujeres adecuadas sin que ninguno de ellos sospechase... Bueno, ninguno, no. Casi ninguno. No estaría allí si ninguno hubiera sospechado. —¿Cómo te ganas la vida? —Soy ladrón. —Por supuesto que sí. Charisma aceptó su declaración con tanta despreocupación que Aarón no sabía si le había creído o no. Pero eso no importaba, por cuanto ella bajó la cabeza y señaló con un movimiento de cabeza a otro compañero, el «surfista rubiales». —¿Cuál piensas que es su don? «Reservado e inescrutable». La joven había decidido que Aarón era así, y a él le venía como anillo al dedo, por lo cual cruzó los brazos sobre el pecho como si fuera Toro Sentado, y cerró el pico. Charisma movió la muñeca e hizo sonar las piedras de sus brazaletes junto al tipo. —Qué tío tan raro... —comentó. El «surfista rubiales» se giró y clavó en ella sus hipnóticos ojos azules. La joven le devolvió la mirada, escrutando su rostro, y dijo con alivio: —Ah, claro, es Tyler Settles. Es médium y curandero, pero no es un buen médium. Lo dijo con tanta certeza y tan categóricamente que cogió a Aarón desprevenido y dejó de aparentar que era inescrutable. —¿Cómo lo sabes? —Me lo han dicho las piedras. La sola de idea de que éstas fueran capaces de recabar información y dársela a la muchacha a su capricho era un puro disparate, pero tampoco creía nadie lo que él era capaz de hacer, gracias a Dios, porque su especialidad le había permitido hacerse con una fortuna. —Vale; ¿y qué me dices de ése? Indicó a un hombre apuesto de tez morena y con una indiscutible aura de autoridad. Ella rió. —Es Samuel Faa. Es abogado. Haría cualquier cosa con tal de ganar un caso. —Ser abogado difícilmente puede considerarse un don. Aarón tenía buenos motivos para que no le gustaran los letrados, y la mitad del consejo de la agencia lo era. —Lo es cuando tienes la facultad de controlar las mentes.

30

—¡Caramba! —Tranquilo, no puede controlar la tuya, ni lo pretende. Él no quiere estar aquí. Han tenido que chantajearle para conseguir su presencia. Al parecer, eso se daba mucho por aquellos andurriales. —¿Y sabes todo eso sólo agitando las piedras junto a él? —No, lo escuché a hurtadillas en la puerta. Aarón la observó con nuevo respeto. La joven tenía los ojos de un verde esmeralda maquillados con máscara negra, a juego con su pelo oscuro y púrpura, y un dulce rostro redondeado con hoyuelos en sus delicadas mejillas níveas. Comprendió que se estaba riendo de él por su cautela. Aquella una mujer abrazaba la vida con todos sus caprichos. —¿Cuántos años tienes? —Veinte. —Habría jurado que tenías dieciséis. —¡Genial! He descubierto que la gente tiende a subestimarme cuando me considera una cría. Su consideración hacia ella subió unos enteros. —Eres más lista de lo que pareces. —Y también tú. Intercambiaron una franca sonrisa y enseguida se forjó una amistad entre ambos. No muy lejos de ellos, una mujer de veintipocos años permanecía dentro del círculo. Todo era exactamente como debía ser: el peinado, el maquillaje y las ropas caras de diseño. El experto ojo de Aarón identificó una convencional chaqueta negra de la casa Chanel, contrastada por un bolso estampado en leopardo muy chic de Betsey Johnson, unos zapatos tachonados con diamantes de un quilate engarzados en platino, y un anillo de platino con un diamante de tres quilates en la mano derecha. Cumplía todos los requisitos para ser miembro de la casta superior bostoniana, y además le acompañaba el acento; y sin embargo, a pesar de todo eso, no era perfecta, pues tenía un aspecto exótico: los huesos eran delicados como la porcelana y tenía los ojos ligeramente rasgados. Podía alardear de tener un antepasado asiático en algún punto desconocido de su ascendencia. Permanecía separada de los demás y consultaba su reloj, un distintivo Cartier que valía él sólo más que todo el modelito, con una paciencia capaz de acreditarla como esposa de un político. —Esa es Isabelle Masón —le informó Charisma. —De los Masón de Boston. Él conocía a la familia y había asistido a varias fiestas organizadas en su casa, pero nunca conoció a la joven Isabelle Masón. Probablemente estaría en algún colegio privado de señoritas donde se las enseñaba a comportarse en sociedad, o de viaje por Europa, o en alguna extravagancia propia de la gente de clase alta. Charisma no perdió la deslumbrante sonrisa, pero su voz se suavizó y, con cierta tristeza, añadió: —No logro vislumbrar nada de su don. A ella le disgusta, no lo acepta, lo mantiene muy reprimido.

31

Isabelle notó que Aarón la observaba y le dedicó una educada sonrisa, pero luego sorprendió al abogado mirándola también y adoptó una expresión poco sincera, artificial, como si le hubieran inyectado Bótox. —Jo, el tipo no le gusta —observó Charisma. —No —dijo Aarón, aunque no estaba tan seguro de ello. Había algo entre ellos dos. Señaló con la cabeza a un tipo vestido con vaqueros raídos, cazadora de la misma tela y zapatillas deportivas. —¿Quién es ese crío? La muchacha le miró con ojos como platos. —¿No lo sabes? Es Alexander Wilder. Aarón se encogió de hombros. Ya se había percatado de que ella le contaría todo cuanto sabía si tenía un poco de paciencia. —La familia Wilder rompió su pacto con el diablo hace diecinueve años. Fue todo un acontecimiento en el mundo de los Elegidos, e imagino que también en el mundo de los Otros. —Sin duda. La junta directiva, un grupo de hombres trajeados de mediana edad y miradas penetrantes, le habían facilitado a Aarón lo esencial de la organización. Se llamaban a sí mismos Agencia de Viajes Gypsy y tenían la sede social en un histórico edificio de hierro y cristal ubicado en el Soho. Eran ampliamente conocidos por organizar viajes a las zonas más agrestes del planeta; llevaban haciéndolo desde finales del XIX y, al parecer, reunieron un dineral gracias a los clientes satisfechos. Según le explicaron, la agencia había comenzado por sus antecedentes cíngaros y su dedicación a combatir el mal. A Aarón ningún miembro de la junta le parecía que fuera de etnia gitana; tenían el aspecto de un puñado de hombres blancos de mediana edad bien trajeados junto con un hombre de raza negra muy acicalado y de lo más políticamente correcto. Y ninguno de ellos tenía aspecto de haber entablado un combate en su vida, como no fuera contra un agente de inversiones de Nueva York. Pero por otra parte, a él le traía al fresco quiénes eran ni a qué se dedicaban, porque le habían dejado claro que le usarían como guía turístico si lo necesitaban, pero el verdadero trabajo que él realizaría para ellos era una tarea relacionada con su talento especial... Ellos iban a ser dueños de él y de su don durante los próximos siete años. —Entonces, ¿los Wilder trabajan para la Agencia de Viajes Gypsy? —Los Wilder cultivan vides en Washington y venden uva en California. Aarón parpadeó. —¿Es otra empresa pantalla como la agencia? —No. Cultivan viñedos y venden vinos de verdad. Ahora están completamente fuera del mundo paranormal. Ninguno de ellos es capaz de cambiar de forma. —A ver si lo he entendido bien —quiso saber Aarón, perplejo—: los Wilder rompieron un pacto con el diablo que les permitía cambiar de forma. —Eso mismo. —Muy bien, entonces, ¿qué hace ese crío, Wilder, aquí? ¿Cuál es su don? El joven Wilder se acercó. —Para empezar, tengo un oído excelente.

32

Eagle tuvo que admirar su desenvoltura; los admiró a los dos, ya que Charisma le sonrió abiertamente y le tendió la mano. —Hola, me llamo Charisma Fangorn y me alegro de conocerte, Alexander. Éste le estrechó la mano y luego a Aarón. —Bueno, ¿y cuál es tu don? —quiso saber ella. Alexander se metió las manos en los bolsillos. —No tengo ninguno. La muchacha pareció ofenderse. —Por supuesto que sí. Cruzaste las llamas con tu madre. —Ya. —Alexander hizo una pausa y se puso a dibujar rayas el suelo con el zapato—. Se especula con la posibilidad, y probablemente sea fundada, de que fue el don de mi madre el que me protegió. La mirada de Eagle iba de uno al otro. No tenía ni idea de a qué se referían, pero debía admitir que resultaba fascinante. —¿Por qué dices que es fundada? —Decidí que tal vez fuera mérito mío a eso de los trece y probé a agarrar un palo en llamas. En menudo lío me metí. Mi padre y mi abuelo no valoran mucho a los adolescentes que hacen bobadas. —Wilder echó hacia atrás su pelo rubio—. Y mientras estábamos en Urgencias, creía que mi madre y mi abuela iban a hacerme picadillo. —¿Tan mal fue la cosa? —le interrumpió Charisma. Aarón supuso que el joven exageraba el alcance de las heridas para impresionar a Charisma. Entonces, Alexander alzó la mano. Las cicatrices de las quemaduras le surcaban la piel y dos de los dedos se le habían pegado. La joven se estremeció. —¿Por qué diablos lo hiciste? —le soltó Aarón a Alexander. Su tono de reprimenda le hizo sentirse tan viejo como el abuelo del muchacho, pero, Cielo Santo, aquello era espantoso y él apostaba incluso a que le había dolido durante años, probablemente aún le dolía. —Habíamos salido al bosque con mis primos. Eran más jóvenes y no me importaba su opinión, pero la familia de mi abuela es gitana, son tipos rudos y salvajes. —Alexander se encogió de hombros y murmuró—: Quise impresionarlos. —Vale, lo entiendo —repuso Aarón, que también había sido un muchacho atolondrado. Charisma sacudió los brazaletes junto a Wilder, repitió la acción y frunció el ceño. —¿De verdad no tienes ningún don? —Hasta ahora, nadie ha podido descubrir ninguno. —¿Y tienes familia? ¿No te abandonaron? Aarón miró fijamente a la anciana que permanecía de pie al otro lado del círculo, la anciana que los había conducido hasta allí, la única que, al parecer, prestaba algún tipo de servicio a la agencia. —¡Eh, Martha!

33

La mujer se volvió hacia él. Los años le habían llenado de arrugas el semblante bronceado. Llevaba la melena encanecida recogida en trenzas cuidosamente fijadas sobre la cabeza, como una cantante austríaca de yodel. La tiza le había ensuciado los dedos nudosos. —La junta nos informó de que seríamos siete Elegidos —dijo Aarón en voz alta. —¡Silencio! —exigió la anciana, quien se apresuró a recorrer el círculo por fuera y acercarse a él; bueno, en realidad más que deprisa acudió renqueando. —Dijeron que todos teníamos dones —continuó Aarón— y que los habíamos recibido porque nos habían abandonado. —¡No se habla de esto en público, señor Eagle! —reconvino Martha, que se quedó a unos centímetros de Aarón; las puntas de sus zapatos casi rozaban el círculo, y le miraba con sus imperturbables ojos negros. Aarón observó aquellos ojos y creyó haber encontrado el elemento gitano de la Agencia de Viajes Gypsy. —Entonces, quizá no deberíamos estar en medio de una estación de metro; ¿a que no? —Este es el lugar donde los poderes de Suzanne son mayores —le explicó la anciana, como si Aarón tuviera que saber a qué se refería—. Pero no debo hablar con usted, no mientras esté en el círculo. —Pues entonces, en voz baja, hábleme del muchacho. Tenía a Martha entre la espada y la pared, y ella lo sabía. Charisma y Alexander se acercaron lentamente. —Los dones se han ido apagando en los últimos siete ciclos —repuso ella en voz baja. Se escogía a los Abandonados cada siete años, luego siete ciclos de siete años... Aarón hizo la cuenta: Martha se refería a los últimos cuarenta y nueve años. —¿Que los dones se han apagado? Bueno, ¿y qué diablos significa eso? —Señor Eagle, vamos a dejar de hablar del diablo cuando estamos tan cerca de la boca del infierno que puedo oler el azufre. —Martha habló con tanta convicción y dureza que Aarón miró a su alrededor en busca de llamas—. Me refiero a que los dones recibidos por ustedes seis son una simple sombra de los obtenidos en años pasados. —¿De veras? —Aarón siempre se había sentido muy impresionado con su don, pero era cierto: últimamente era menos intenso, y para empezar, eso lo había metido en aquel lío—. ¿Conoce alguien el motivo? —Algunos dicen que nos hemos alejado demasiado de nuestro propósito y otros, que la vida moderna nos ha corrompido... —explicó Martha, y se detuvo. —¿Y qué piensa usted, Martha? —preguntó Charisma. —No me corresponde a mí decirlo —replicó ella, con mucha dignidad. —¿No le corresponde decirlo o no quiere hablar de esto tan cerca del infierno? Aarón empezaba a hartarse de tanto misterio. —¿Hemos terminado ya de hablar de este modo tan inapropiado? La anciana se alejó. Aarón hizo ademán de alargar la mano para sujetarla, pero en ese instante le agredió algo muy semejante a la electricidad estática, aunque más peligroso, mucho más peligroso. Martha volvió la vista atrás para mirarle con una fría satisfacción reflejada en sus ojos negros. Aarón

34

había entrado en el círculo por voluntad propia y no lo podría abandonar hasta que alguien se lo permitiera. «Bueno, nunca te acostarás sin saber una cosa más: vigila los círculos de tiza». —¿Alguna otra cosa? —inquirió Martha. Desde luego que sí. —Déjeme ver si lo he entendido bien. Habéis tomado al chico porque no hay nadie más —dijo mientras señalaba a Alexander— y esperáis que desarrolle algún don o peculiaridad que podáis utilizar, ¿no es así? —No estoy al tanto de las decisiones de la junta —contestó ella, pero asintió con la cabeza. —¿Somos sólo seis por esa razón? Siempre ha habido siete —adujo Charisma, que sabía de qué hablaba. Aarón se preguntó por vez primera si no debería haberle echado un vistazo al documento que le habían entregado antes de firmar en la línea de puntos. —Vamos a tener otro invitado, espero —repuso Martha, que parecía disgustada. Entonces, miró más allá de ellos y esbozó una amplia sonrisa—. Ha llegado Suzanne —anunció con un susurro cargado de gozo y adoración.

35

CAPÍTULO 7

Aarón se quedó boquiabierto de la sorpresa. Martha no había dicho Suzanne sino Zusane, y no le sorprendió que ahora tuviera aspecto de adolescente aterrada. Zusane era... Zusane, una de esas mujeres a las que se conocía sólo por el nombre y que eran famosas porque sí. Había nacido en Hungría, Rumania o algún país de esa zona, lo cual le daba un acento sonoro y sensual. Había tenido más maridos (¿siete?, ¿ocho?) de los que nadie podía recordar, y todos fueron ricos, y a todos los había dejado considerablemente más pobres y compungidos. En aquellos momentos, Zusane caminaba por la estación de metro, precedida por tres guardaespaldas que actuaban como la proa de un barco, abriendo camino entre el gentío que abarrotaba el lugar a aquella hora de la tarde, y protegida por otros dos que se situaban detrás de ella para que nadie la siguiera, pues su ceñido vestido largo, cubierto de lentejuelas doradas desde el escote hasta el pesado dobladillo, la convertía en un objetivo de primera. La prenda dejaba entrever sus bien torneadas piernas con cada paso que daba, y caminaba con tanta suavidad con tacones de aguja de diez centímetros como si calzase unas Reebok. Los guantes de seda negra le cubrían los hermosos brazos hasta el codo y en las manos llevaba un bolsito de noche decorado con cristales de Swarovski. Actuaba como si fuera miembro de la realeza, saludando a la muchedumbre, estrechando manos y firmando autógrafos. —Se te ha quedado la boca abierta —observó Charisma dirigiéndose a Alexander, pero Aarón cerró también la suya. Mientras Zusane se detenía junto a Martha, los guardaespaldas se apostaron en torno al círculo, de espaldas a él y sin perder de vista al gentío. Zusane apoyó las manos sobre los hombros de Martha y la besó en ambas mejillas; luego, le susurró algo al oído y la anciana asintió; inmediatamente, ésta puso los ojos en blanco y señaló el círculo. La recién llegada se recogió la falda con cuidado antes de entrar en el círculo, momento a partir del cual, como por arte de magia, la gente dejó de mirarla y de señalarla con el dedo. Como por arte de magia... Eagle miró a su alrededor. ¿Había algo en el círculo de tiza que los hacía invisibles a los ojos de la gente normal y los borraba de sus mentes? La magia podía explicar muchas cosas, por descontado.

36

Zusane se quitó los largos guantes en un lento striptease, excitante y ameno, y sus perspicaces ojos azules observaron a las seis personas del círculo durante todo ese tiempo. Tras guardar los guantes en el bolso, se dirigió a Aarón. —Cuánto me alegra verle de nuevo, señor Eagle —saludó con una nota cordial en su gutural voz. Haría cosa de un año, Aarón había pasado muy cerca de Zusane justo después de terminar un trabajo, y ella le había mirado y le habló como si fuera capaz de verle. Ahora sabía el motivo: ella le había visto, en efecto, porque también tenía un don. —Apostaría a que usted es la razón de mi presencia en este lugar, ¿me equivoco? Ella echó hacia atrás la cabeza y a continuación soltó una risa ahogada. —No me la tiene guardada, ¿verdad? —No, no. Me gustaría, pero no puedo. Vista de cerca, no era tan joven como parecía a primera vista. Tenía patas de gallo alrededor de los ojos y una fina cicatriz apenas perceptible le recorría el rostro desde la oreja izquierda hasta ese lado del mentón. Daba igual. Seguía estando magnífica. Él le tomó la mano y le besó los dedos. —Encantado de volver a verla, Zusane. —Qué poco abunda el encanto en Norteamérica. —Ella puso una mano en el pecho del joven, a la altura del corazón. Aarón se sintió un poco mareado cuando Zusane le miró a los ojos, como una mosca apresada en la seductora trampa de la araña—. Pero son exigencias del negocio, ¿no es cierto? —Una entre otras muchas —precisó Eagle. —Lo hará muy bien —le aseguró ella. —Gracias —contestó Aarón, que también lo suponía. En cuanto la mujer retiró la mano, Aarón se vio libre de su embrujo y la miró con asombro y curiosidad mientras ella le tendía la mano a Charisma. —Hola, querida, ¿qué tal llevas el día de hoy? —preguntó con tono serio y enérgico. Charisma tomó la fina y blanca mano. —¡Cuánta ilusión me hace conocerla! Es usted una leyenda, la más famosa de todas. —No permitas que te confunda el glamur. —No lo hago. —La vehemencia de Charisma no tenía límites—. Leí cosas de usted en Cuando el mundo era joven. Historia de los Elegidos. —Lo estás pasando bien en la Agencia de Viajes Gypsy, ¿a que sí? —quiso saber Zusane mientras tomaba a la joven por las muñecas, piedras y brazaletes incluidos, y las sostuvo. —¡Oh, sí! —¿Estás preparada para los desafíos que te aguardan? —La sonrisa de Zusane se borró de su rostro y casi pareció apenada—. Se te van a plantear grandes retos. —Voy a estudiar y prepararme, y haré lo que sea necesario cuando me llegue el momento.

37

Charisma era demasiado joven y segura de sí misma. —Tendrás miedo y te verás sumida en la oscuridad. Charisma contempló fijamente el rostro de Zusane. Cerró los párpados con tanta lentitud que cabría pensar que se estaba quedando dormida, y luego los abrió de nuevo, y cuando lo hizo tenía los ojos llenos de lágrimas que no podía reprimir. —Sí, ahora lo veo, menuda cobarde estoy hecha. —No, no lo eres. No eres ninguna cobarde. Zusane besó a la muchacha en la frente y se volvió hacia Alexander. —Míreme, señor Wilder —ordenó, y su voz restalló como un látigo—. ¡Mis ojos están aquí arriba! El joven se sonrojó y levantó la mirada del escote para fijarlos en el rostro de Zusane. —Déjeme ver sus manos, ¡las dos! —ordenó. Él se las enseñó con las palmas hacia arriba y luego, a una señal de Zusane, las giró a fin de exponer a la vista los dorsos. Ella deslizó las manos suavemente debajo de las del muchacho. Luego, se volvió y miró a Martha con gesto hosco. —Este chico estaría mejor en la facultad —Sí, Zusane, y allí está —respondió Martha. Ella se volvió hacia Alexander. —¿Dónde y qué estudias? —En Fordham. Ingeniería. Aarón no necesitaba ser telépata para saber qué estaba pensando Zusane: el muchacho no era ningún bobo. —Bien —asintió—. A veces la vida no discurre por donde nos gustaría y necesitamos algo a lo que apelar. —Entonces, ¿no ve ningún don? —musitó Alexander. —No, pero ¿qué tenemos aquí? —La mirada de Zusane recorrió el hombro izquierdo y el pecho del joven—. ¿El tatuaje? —Ahí está. —Te salió en la adolescencia —declaró Zusane con seguridad—. ¿Se parece al de tu padre o al de tu abuelo? —En los colores, sí, pero nunca se había visto un diseño así. —El joven se apartó con torpeza—. O eso dice el abuelo. —Él sabrá. —Zusane le dio unas palmadas en la mejilla—. De acuerdo, no te preocupes. Estudia mucho y haz que tu familia se sienta orgullosa de ti. —Siempre lo hago —contestó Alexander. Zusane le sonrió y se dirigió hacia el resto de los presentes en el círculo. —Zusane es la más famosa de todas las... ¿de todas las qué? —le preguntó Aarón a Charisma con un hilo de voz.

38

—Videntes. —Charisma estaba al corriente de todo, la verdad—. Ella es la actual vidente de la agencia. —¿Y los videntes son siempre mujeres? —quiso saber Aarón mientras contemplaba cómo le daba el visto bueno a Isabelle Masón. —No siempre, pero los hombres nunca parecen lo bastante buenos. —Charisma también observaba sin perder detalle los acontecimientos que se producían ante ellos—. Ese de ahí, Tyler Settles, se autoproclama vidente. Zusane no ha tenido pelos en la lengua a la hora de desaprobar a videntes masculinos. Esta es la primera vez que la junta ha aceptado incluir a uno de ellos. Zusane movió las manos alrededor de Tyler, muy cerca de su piel, pero sin llegar a tocarle en ningún momento. Tyler se atusó un poco, halagado por su atención. La vidente torció el gesto. Tyler se dirigió a ella sin dejar de sonreír en ningún momento e hizo que Zusane levantase los ojos hacia él. Tras una pausa cargada de tensión, Zusane rompió a reír y se relajó. —Martha nos diría que han intentado meter a un vidente por la falta de talentos de este año —comentó Aarón. —Sí, creo que tienes razón. —Charisma se estremeció—. Es espeluznante pensar que somos el grupo más flojo desde que se formaron los Elegidos. —En realidad, no sé qué diferencia hay —repuso Aarón con indiferencia—. No es como si tuviéramos que hacer algo en lo que fuéramos buenos. Charisma le dirigió una cautelosa mirada de soslayo. Aarón recordó la breve descripción que los miembros de la junta le habían dado acerca de cuáles serían sus obligaciones, y cayó en la cuenta de que, siempre y cuando le hubieran dicho la verdad, le pedían muy poco a cambio de lo bien que le pagaban y de la protección que le ofrecían. —¿Qué puede ir mal? —La Agencia de Viajes Gypsy es un lugar aburrido en tiempos normales —repuso Charisma, que destilaba certeza de forma incuestionable, pero Eagle no mordió el anzuelo. —¿Y en tiempos extraordinarios? —Bueno, podría decir que en el pasado, los tiempos extraordinarios fueron... apasionantes. —¿Eso es un eufemismo de «peligrosos»? Él se había unido precisamente para evitar lo «peligroso». —Vas a tener que leerte ese libro, de verdad. —En cuanto salga de este círculo —prometió Aarón. Erguida entre Isabelle Masón y Samuel Faa, Zusane frunció el ceño una vez más y sus arrugas se hicieron más profundas. Extendió los brazos en un amplio gesto que los abarcaba a todos. La luz fluorescente arrancaba destellos a sus lentejuelas. Los dedos, con las uñas pintadas de rojo, formaron unas amplias estrellas. —Nunca en toda mi vida había sentido algo semejante.

39

Aarón percibió un murmullo de risas más allá del círculo, pero Zusane no le prestó atención. —Hay algo muy extraño en esta combinación, un tufillo a podrido, y no puedo liberar a este equipo hasta que no descubra el problema. Aarón echó un vistazo rápido al exterior cuando aumentaron las risas en el metro. Los neoyorquinos señalaban con el dedo a un italiano trajeado con pinta de pendenciero que cargaba con una rubia de largas piernas enfundadas en vaqueros. Él la llevaba a hombros mientras ella no dejaba de patear y chillar. La extraña pareja se dirigía directamente hacia ellos. ¿Tenía sentido aquello? Porque en aquel preciso momento, esa estación de metro era el epicentro de lo estrafalario. —Acercaos todos, así descubriré la discordancia. Zusane siguió adelante de forma implacable hasta que vio al italiano y a la joven y se le fue apagando la voz. Se desprendió del melodrama como quien se quita una capa. Entornó los ojos y empezó a dar golpecitos con el pie. Parecía una esposa de mal genio o bien, una madre con gesto de desaprobación. El italiano avanzó a grandes zancadas, ignorando las carcajadas del público y los puñetazos de la joven rubia en las costillas. No apartó la mirada del círculo. Dejó en el suelo a la muchacha muy cerca de la línea de tiza, le puso las manos en los hombros para sujetarla y bajó la mirada para exigirle... algo. La joven estaba furiosa. —¡No quiero! —le gritó al tipo. El italiano no se movió; se limitó a mirarla fijamente. Zusane la fulminó con la mirada. Ella apretó los dientes y repitió: —¡No quiero! Sin embargo, esta vez habló con menos fuerza; las palabras parecían proceder de un ensueño. El sudor le perló la frente y se apartó la melena de la nuca. Su pecho subía y bajaba con una cadencia lenta, hipnótica, y Aarón casi podía ver cómo perdía la consciencia. Todos observaban, dentro y fuera del círculo, fascinados por la expectativa de lo que iba a ocurrir. Impulsado por una certeza que era incapaz de explicar, Aarón miró a Zusane. Ella se inclinó hacia delante, con la mano en el pecho, el ansia cincelada en el semblante. Ella quería a esa joven, pero deseaba algo de ella, o tal vez... deseaba algo para ella. En ese instante, la muchacha tomó conciencia del lugar y el momento. —Vale —aceptó mientras empujaba el pecho del italiano, y entró en el círculo con los gráciles movimientos de una bailarina. En ese mismo instante, Aarón se enamoró de ella. Quienquiera que fuese, era fuerte, rubia, llena de gracia y tenía ese brillo que le recordaba lo mejor de Zusane. El disgusto resquebrajó la máscara de belleza de Zusane.

40

—Al fin ha llegado el séptimo miembro. Podría haber sido puntual, podría ser fiel, podría ser organizada. Podría vestir algo más respetable para este evento crucial. Y ya puestos, podría haber limpiado su cuarto de vez en cuando. La joven miró a los Elegidos del círculo, puso los ojos en blanco, hizo un gesto y articulando para que le leyeran los labios musitó: —Perdón. —Podría haberlo hecho al menos tan bien como el joven Wilder —continuó Zusane con voz acerada— e ir a la universidad cuando su madre tuvo que tirar de todos los hilos a su alcance para lograr que la admitieran en Harvard a pesar de que sus notas no eran lo bastante buenas para... Zusane se detuvo y recobró la compostura. La joven saludó a los demás con la mano. Fue uno de esos saludos forzados y embarazosos. —Hola a todos. Soy Jacqueline, la hija de Zusane. De modo que Zusane era madre, la madre de Jacqueline, y daba igual que estuviera llena de glamur. Era igual que cualquier otra madre y se la llevaban los demonios por culpa de la rebeldía de su hija. Junto a Aarón, Charisma devolvió el saludo a Jacqueline y fue señalando a los demás mientras los nombraba: —Alexander Wilder, Isabelle Masón, Samuel Faa, Aarón Eagle, Tyler Settles. —Luego, hizo un gesto de asentimiento y añadió—: Y yo soy Charisma. Zusane le lanzó una mirada furibunda y su voz alcanzó un tono majestuoso cuando dijo: —¿Hemos terminado? —Sí, perdón —se disculpó Charisma con voz aguda. —No seas grosera, madre —censuró Jacqueline. Pero Charisma siguió insistiendo y le murmuró a Aarón: —Zusane no puede ser su verdadera madre. Es imposible, si es una de los Abandonados. —Tal vez sea como Alexander, un experimento de la junta —replicó Aarón. —Hum. Tal vez. —Charisma señaló al tipo que había conducido a la hija de Zusane hasta allí—: Mírale. Se había quedado inmóvil donde la chica lo había dejado, a la espera. Miraba fijamente, pero sin distinguir nada. Charisma agitó los brazaletes junto a él. —Tiene un lío con Jacqueline. —Es evidente —convino Aarón, que no necesitaba del soniquete de las piedras para saber eso. —No tiene el don: sabe que estamos aquí, pero no puede vernos —aseguró Charisma. —Cierto. Aarón se había metido él sólito en una situación bien rara.

41

Zusane sostuvo la muñeca izquierda de su hija entre las manos, la giró y le leyó la palma y aunque Aarón no comprendía ni una palabra del idioma utilizado, tuvo la impresión de que expresaba su disgusto de forma elocuente. Jacqueline llevaba unos mitones hechos con un cuero muy similar al color de su piel. —Así que la cosa ha acabado en eso: contienes tu poder tras un escudo. —Un mitón no es ningún escudo —repuso Jacqueline, que se apresuró a añadir—: Y no tengo ningún poder. Zusane esbozó una sonrisa triunfal. —Quítatelo entonces. —Vale —asintió la joven, y se desprendió del mitón. —Mira. —Zusane tomó la mano de Jacqueline y la alzó hasta ponerla la altura de su rostro—. La marca más poderosa, nunca vista desde los dos primeros Abandonados. —La marca de su mano ha de ser un ojo estilizado —explicó Charisma en voz baja—, trazado con líneas negras. Eagle alargó el cuello sin lograr ver la marca. —La gemela malvada —le contestó Jacqueline a su progenitora—, recuérdalo, madre, ella era la gemela malvada. Zusane puso los ojos en blanco al tiempo que hacía caso omiso de la fiera oposición de su hija. —Desestimas tu don, lo niegas, afirmas que no puedes ocupar mi lugar. —¡No puedo! —La joven se acercó a Zusane y olisqueó—. ¿Has estado fumando? —¡Claro que no! —¿Has vuelto a rondar por los bares de fumadores? —No. Jacqueline olisqueó alrededor de su madre. —¿Puedes oler eso? —Estás intentando distraerme. —No, nada de eso. Algo se quema —aseguró Jacqueline. —No me preocupa si algo arde, sólo me interesa lo que he visto... he visto... Zusane ladeó la cabeza con el rostro desencajado. Seguía allí físicamente, pero ella, su ser, su personalidad, habían desaparecido. Debajo de los bien aplicados cosméticos, su rostro pasó del blanquecino al verde pálido y movió los labios sin articular sonido alguno. —¿Qué le ocurre? —susurró Charisma. —Esto no me gusta —murmuró Alexander. —¿Madre? Jacqueline la agarró por la mano y cuando lo hizo, batió los párpados hasta cerrarlos y también palideció. La vidente soltó un alarido tan fuerte que Jacqueline saltó y abrió los ojos como si despertara de un trance.

42

—¡Cuidado! —chilló Zusane; se retorció y luego puso los brazos en cruz—. ¡Cuidado, va a estallar! ¡Hay una bomba! ¡Corred!

43

CAPÍTULO 8

En toda

una vida de visiones oportunistas y sobreactuaciones continuas, Jacqueline nunca había visto a su madre comportarse de aquel modo. —Oh, Dios mío. ¡Oh, Dios mío! —Zusane tenía la mirada perdida en el vacío y abría los ojos como platos a causa del horror—. ¡Mira, mira, lo han volado! —¡Madre! —La actitud de Zusane estaba empezando a asustar a Jacqueline, asustándola de veras—. ¿Dónde está esa bomba? —¡Fuego, fuego! —gritó Zusane—. ¡Las reliquias han desaparecido! ¡Una carnicería! Mira los cuerpos. ¡Sangre, demasiada sangre! —¿Está aquí? —inquirió Jacqueline, probando suerte de nuevo. —Se ha ido. ¡Hay un... incendio! ¡Fuego! Zusane rompió a sudar y gimoteó como si las llamas le quemaran la piel. —Mamá, por favor, vas a hacerte daño. Jacqueline rodeó con los brazos a su madre en un intento de impedir sus violentos gestos y sus salvajes golpes. Nada detuvo a Zusane, nada la tranquilizó, ni susurros de consuelo ni palmadas de ánimo. Aunque Jacqueline era más alta que su madre, ésta tenía una constitución sólida y vigorosa, y el forcejeo le provocó cardenales, pero Jacqueline no la abandonó, pues podía herirse a sí misma o romper el círculo, y ella sabía demasiado bien lo peligroso que era eso. Los demás Elegidos contemplaban la escena indecisos, como si no supieran si echar una mano o huir. A la desesperada, Jacqueline lanzó una mirada a Caleb, quien se había despojado de su fina capa de civismo en cuanto los alaridos de Zusane se escucharon fuera del círculo. Caleb crispó el gesto hasta convertir los ojos en dos ranuras feroces; mantenía apretados los labios y tenía dilatadas las fosas nasales. Los guardaespaldas habían desenfundado las armas y Caleb impartía órdenes a fin de ponerlos en alerta máxima; se dio la vuelta, dispuesto a saltar al interior del círculo. Martha lo placó. Caleb lanzó un puñetazo y sólo en el último momento comprendió quién le había derribado, y evitó por los pelos romperle la cara a la anciana.

44

Ésta sujetó a Caleb y le habló muy deprisa mientras éste miraba fijamente el círculo. En realidad, no estaba escuchando, Jacqueline estaba segura de eso, pero también él comprendía el poder del círculo. Zusane respiraba de forma entrecortada, y sus lamentos, hondos y desgarradores, eran incluso más desoladores ante la ausencia de lágrimas. —Todos, han muerto todos. Todo ha desaparecido. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? Los pasajeros del metro se volvieron y miraron fijamente en esa dirección, atraídos por el alboroto, pero ninguno fue capaz de ver a las figuras situadas dentro del círculo. —¿Estamos seguros? —preguntó Isabelle. —Dentro del círculo, sí —respondió Charisma—. Nos protege la... —¿...tiza? Isabelle parecía mantener una calma extraordinaria, pero la voz le fallaba como consecuencia de la tensión. —...la magia —susurró Charisma, llena de dudas. —Fuego, todo, todo se ha ido... —murmuró la vidente, y su voz se quebró. —Háblame, madre. ¿Dónde está el fuego? ¿Quién ha desaparecido? —Desesperada por comprender, Jacqueline zarandeó a Zusane—. ¿Qué ha pasado? Zusane parpadeó una vez, y otra. Movía la cabeza a tirones, como una marioneta accionada por cuerdas. Entonces, se volvió hacia su hija, la miró, la vio, y se derrumbó en sus brazos. Jacqueline se tambaleó bajo el peso de su madre, que estaba completamente desmadejada, y se vino abajo. Los hombres del círculo acudieron enseguida. Tyler las sujetó y tiró de ellas, pero se le escaparon de entre las manos. Aarón y Samuel las asieron justo a tiempo de evitar que se golpearan la cabeza contra el suelo de cemento. Jacqueline logró desenredarse de la sujeción de su madre y ordenó: —Tumbadla. Los hombres depositaron con delicadeza a la pálida e inconsciente Zusane en el suelo, donde se arrodillaron ansiosos a la espera de acontecimientos. Charisma se reunió con ellos, se sentó junto a la cabeza de la vidente, e hizo un gesto por el que parecía acariciar el aura de Zusane... o algo, pero funcionó, ya que Zusane gruñó; no fue un gemido jadeante y con cierta gracia, sino un pastoso gruñido de desesperación. La vidente abrió los ojos y Jacqueline comprendió con alivio que su madre regresaba de dondequiera que hubiera estado. Zusane se aferró a su hija con desesperación, y en su angustia, el gesto resultó casi infantil. —Es lo peor que podría haber sucedido: el fin del mundo. —Cuéntame —intentó sonsacarle Jacqueline mientras le apartaba los cabellos de la frente sudada. —Ni en mis peores pesadillas podría haber predicho esto, pero ahora, ahora... Ahora lo he visto, lo he sentido. La explosión hizo retumbar al suelo bajo mis pies. Las llamas me quemaron el rostro y las manos. Quería huir, pero no era capaz. —Zusane soltó un gemido de lo más desgarrador por lo disonante y angustiado del mismo—. La Agencia de Viajes Gypsy ya no existe.

45

Los hombres intercambiaron una mirada entre ellos. —El edificio de la agencia es antiguo, pero bastante firme. ¿Qué ha podido suceder? —¡Sabotaje, sabotaje! —replicó Zusane con convicción—. Y lo han hecho cuando todo el mundo se había reunido para la Elección. Las oficinas, la biblioteca, los dormitorios, todo ha saltado por los aires y es pasto de las llamas. Todos han muerto dentro. Han caído los miembros de la junta y los Elegidos. Han muerto todos —añadió en un susurro tembloroso. Charisma siguió acariciando el aura de Zusane. —No te preocupes. Seguimos aquí. —Ay, Señor. —Zusane se incorporó con pie vacilante, se llevó a la frente las manos de manicura tan cuidada y musitó—: El mundo está perdido. —¡Madre! Una vez más, la rudeza de Zusane volvió a dejar sin habla a Jacqueline, que, avergonzada, se preguntaba por qué todo el mundo la miraba como si fuera ella quien estuviera mal de la cabeza. —Lo siento —se disculpó ante Charisma—, cuando regresa de una visión, mi madre... —¿...no tiene pelos en la lengua? —inquirió la muchacha, que parecía impertérrita. —Eso también. Personalmente, Jacqueline opinaba que su madre usaba la verdad como un arma y una herramienta, y con ella podía retorcerlo todo en cualquier momento a favor de sus propósitos. La vidente dio un paso, tambaleándose, pero luego recobró el control de sí misma a ojos vistas. —Algo bueno va a salir de todo este desastre. —Tomó un pañuelo blanco como la nieve y lo usó para secarse el sudor de la frente y el labio superior—. Tú al menos tendrás que afrontar tus responsabilidades —le espetó a Jacqueline. Jacqueline sintió la oleada pánico que tan bien conocía. —¿De qué me hablas? Zusane dejó caer el pañuelo al suelo. —Me refiero a que debo asistir a una fiesta en Turquía. —No puedes hablar en serio —replicó la hija mientras recogía la prenda. Ni siquiera Zusane podía chillar como una mujer que ve una masacre, anunciar que han volado en pedazos su propia empresa y luego... Ni siquiera ella podía ser tan egoísta como para quitarse de en medio con el fin de asistir a una fiesta. —Debes tomar las riendas de tu pequeño grupo. Estarán perdidos sin un vidente. — Zusane lanzó una mirada a Tyler, que había torcido el gesto con aspecto de estar desconcertado, y entonces, bajó la voz para aclarar—: Un vidente competente. —Yo no —protestó Jacqueline exasperada. Zusane tomó la muñeca de Jacqueline y una vez más le mostró su propia palma. —Sabes bien lo que significa. La hija miró fijamente el ojo de un negro intenso dibujado sobre la piel con la maestría mostrada por Leonardo en la Mona Lisa. Le daba igual. Ella odiaba la marca.

46

—Eso significa que soy un bicho raro. —Un bicho raro, sí, pero dotado de presciencia. Zusane soltó la mano de su hija y extrajo del bolso los guantes largos de ópera, los de seda negra, y empezó a enrollarlos, un proceso lento y minucioso con el que su hija estaba más que familiarizada. A pesar de haber sido educada en las leyendas y tradiciones de los Elegidos, Jacqueline nunca había querido formar parte de ellos, aunque sólo fuera por el deseo de su madre de que estuviese allí. Ahora, a causa de un momento fatal de debilidad, había entrado en el círculo. Ella había supuesto que aquello tenía el mismo valor que la ceremonia del puente en las girl scouts, un juramento infantil de significado trivial. Y aun así, todavía conservaba los ejemplares de la revista de las girl scouts y guardaba en un baúl de cedro, envuelta en papel de seda, la insignia que había llevado en el pecho, así que tal vez el juramento hecho a la edad de ocho años había sido exactamente eso: un compromiso en el cual hipotecaba el alma. Y tal vez entrar en un círculo de tiza, dibujado con gran precisión en el suelo de una estación de metro neoyorquina, había sido un voto silencioso de igual importancia. La cuestión no era si el voto o el gesto tenían importancia, sino si ella decidía o no honrarlos. Jacqueline no formaba parte de los Elegidos, pero había entrado en el círculo por voluntad propia, había efectuado una opción. Ahora contempló con tristeza cómo Martha extraía un cepillo del bolsillo de la falda y empezaba a borrar la tiza del suelo. De repente, como si una gran barrera se hubiera borrado de la existencia, aumentó el sonido de la estación y Caleb volvió a fijar su mirada en Jacqueline. Por supuesto, no la había perdido de vista desde que habían salido de San Michael. No sabía por qué, pero Jacqueline sospechaba que jamás podría volver a escapar de él. —Cielo. —Zusane sujetó el mentón de Jacqueline a fin de conseguir su atención—. Vaticiné que ocuparías mi lugar entre los Elegidos el mismo día en que te recogí. —Me adoptaste porque deseabas un clon —repuso en voz baja, pues deseaba desesperadamente mantener en privado esa discusión. Zusane alzó la voz, porque no había nada en el mundo que le gustara más que un buen numerito con público. —Lo hice porque supe que eras mía en cuanto te vi. ¿Tan difícil de creer te resulta? Jacqueline apartó la cabeza con brusquedad. —Considerando que me he pasado toda mi infancia esperando que volvieras de alguna fiesta, me parece que sí. —Dependía de mis propios medios. Si íbamos a vivir tal como yo deseaba, no podía apartarme de la cima. —Podrías haber estudiado. Eres lo bastante lista. Jacqueline estaba muy segura de eso. El coeficiente intelectual de su madre se salía de las estadísticas, además de tener una intuición con los demás que no guardaba relación alguna con la telepatía sino que tenía todo que ver con su conocimiento de la raza humana. —¡Qué cumplido tan estupendo, cielo, pero mírame! —Zusane extendió las manos para señalar su cuerpo de Marilyn Monroe cubierto de relucientes lentejuelas—. Esta figura no es la de una contable, y la usé para nosotras, para ti, para que tuvieras una buena vida.

47

—Madre, este no es buen momento para tener esta conversación. Debemos ir a la agencia, ¡todos!, y... Zusane elevó el tono de voz a fin de hablar más alto que su hija. —Deseé para ti la infancia que yo nunca tuve, por eso te mantuve inocente y pura hasta que... De pronto, a Jacqueline se le acabó la paciencia. —...tu guardaespaldas me sedujo. Zusane dejó de hablar y bajó la mirada. —Sí. —Levantó los ojos—. Pero tomé medidas para corregir el asunto. Jacqueline se había preguntado si en efecto lo hizo. Ahora lo sabía. Lo que no se planteaba era si la reacción materna fue para mejor: Caleb la había soltado como una patata caliente en cuanto Zusane dio una orden. Menudo elemento... —Lo enviaste a California para que me capturara. —Tras recordar el día y la noche antes de que Caleb la arrastrase al jet privado estacionado en el aeropuerto del valle de Napa, las horas de pasión, la fuga y la pelea posteriores, Jacqueline preguntó—: ¿En qué estabas pensando? Los ojos azules de Zusane eran plácidos y soñolientos, como solía ocurrir cuando ella estaba enterada de algo que los demás ignoraban. Entonces, traspasó los ojos de su hija con la mirada y su voz se volvió enérgica cuando respondió: —Tenía que usarle. Era el único hombre capaz de traerte hasta aquí. La amargura de Jacqueline se desbordó cuando se volvió para mirar a Caleb. —Tu propio perro rottweiler. No te molestes en pagarle ningún plus. Ya le he resarcido yo. Zusane contempló la situación de ambos mientras Jacqueline recordaba que su madre era una experta en las cosas que gustaban a hombres y mujeres. —Sí. Incluso Jacqueline advirtió la similitud de sus voces y de sus tonos. No importaba que Zusane no fuese su madre biológica o que ni siquiera desease parecerse a ella. Zusane había sido su modelo prototipo y eran iguales. —De acuerdo, cariño, tengo una cita romántica, y es más imprescindible que nunca, así que me voy. Lanzó un par de besos a los Elegidos. Caleb situó a los guardaespaldas. Agraviada y avergonzada, Jacqueline permaneció envarada y fría. Al ver la expresión de su hija, Zusane dejó de comportarse como una diva. —No seas así, cielo —suplicó. —Si pudieras quedarte... —empezó la joven. Zusane sacó un reloj de bolsillo de entre los pechos y miró la hora. —Voy a llegar tarde y no puedo permitírmelo. Ahora, sé buena y haz que me sienta orgullosa. —Abrazó de nuevo a Jacqueline, se introdujo en el círculo de guardaespaldas y se

48

dirigió hacia las escaleras del metro—. Serás una vidente magnífica para la Agencia de Viajes Gypsy, lo sé. —Tú dijiste que la habían volado por los aires —replicó Jacqueline. Zusane se detuvo en seco. Martha se envaró, todavía con el cepillo en la mano. Zusane se volvió para hablar al corrillo de siete miembros, todavía situados dentro del círculo. —Sí, pero los Elegidos no se han desvanecido —respondió con firmeza. Los Elegidos la miraban como si la vidente les estuviera hablando en su lengua nativa. Zusane sopló aire hacia arriba, como si intentara enfriar su frente. —Queridos, Jacqueline tiene razón: el edificio ha desaparecido y con él, los luchadores experimentados, pero vosotros sois los Elegidos. Al entrar en ese círculo habéis aceptado vuestro destino: vencer al mal. —Yo firmé un contrato con la junta de Agencia de Viajes Gypsy —contestó Samuel en nombre de todos—. Si dicho documento ha desaparecido, ¿qué me obliga a cumplirlo? Por vez primera en su vida, Jacqueline vio a su madre desprenderse de la máscara de persona frívola que siempre llevaba puesta y convertirse en lo que tal vez podía haber sido siempre: un ser noble y perspicaz. —No lo sé, señor Faa. Usted es abogado. ¿Qué le vincula a usted con el acuerdo a que llegó con la agencia? Nadie respondió. Se miraron unos a otros. Entonces, Zusane e incluso Faa parecían avergonzados ante la pregunta hecha a bocajarro. —Sí. Haya ardido o no el papel, vosotros lo firmasteis con pleno conocimiento de lo que eso implicaba, disteis vuestra palabra. ¿Vale ésta más o menos sólo porque el contrato se haya perdido para siempre? Los siete se removieron como chiquillos sorprendidos en una mentira. —Estamos obligados unos con otros —respondió el joven Wilder. —Alexander, cielo, qué listo eres. No sé cómo, pero algún día vas a ser un valioso activo para la empresa. La vidente lanzó al aire otro beso en dirección a Jacqueline, añadió un desenfadado gesto de despedida y retomó la marcha hacia la salida. Caleb azuzó a los guardaespaldas para que echaran a correr y tuvieran a mano las pistolas. Zusane podía haberse tomado a la ligera la explosión de la sede de Agencia de Viajes Gypsy, pero Caleb, no. Dedicó una mirada torva a Jacqueline y se apresuró a correr hacia la vidente, la detuvo y le habló en voz baja y de forma apremiante. Ella lo tomó de la mano y con una voz perfectamente audible a pesar de la distancia, dijo: —No, querido. Tú te quedas. Dependo de ti para proteger a Jacqueline. Ésta pensó que él iba a poner alguna objeción, pero Caleb no se movió, se limitó a inclinarse para que Zusane pudiera besarle en ambas mejillas, y luego la observó marcharse.

49

CAPÍTULO 9

Caleb se tomó un momento para observar los diferentes sentimientos expresados por el rostro de Jacqueline: sorpresa, sospecha, pavor y posiblemente... satisfacción. Ojalá fuera satisfacción. Pero el miedo le aguijoneó. —Termina tu trabajo deprisa, Martha. Tenemos que salir de aquí. Se sintió como un pastor defendiendo a un indefenso rebaño de ovejas de un peligro desconocido. Los neófitos Elegidos le observaron con disparidad de reacciones. Los estudió mentalmente uno por uno: Aarón Eagle, el ladrón; Samuel Faa, el abogado; Isabelle Masón, la señorita; Alexander Wilder, el muchacho; Tyler Settles, el vidente; Charisma Fangorn, la chica de los tatuajes y los cristales; y Jacqueline, la maldispuesta vidente. Los conocía a todos. Había estado presente cuando su jefa y la junta de la agencia habían deliberado sobre quién tenía los dones adecuados para ese ciclo. Presenció también las entrevistas y en más de una ocasión Zusane le había pedido su opinión, pero aun así, ignoraba cómo iban a reaccionar bajo presión los nuevos Elegidos, pues ninguno había sido puesto a prueba, y no hacía falta ser adivino para saber que aquel era un desastre de proporciones incalculables, y también que debía andar con pies de plomo o los perdería a todos. Los hombres eran conscientes del peligro, pero iban a maniobrar para hacerse con el mando. El muchacho permaneció inmóvil con gesto arisco y las manos en los bolsillos, a la espera de que alguien le dijera qué hacer. Las mujeres no estaban interesadas por su posición en la jerarquía del grupo, pues comprendían mejor que los varones las implicaciones de la visión de Zusane. Caleb se dirigió al grupo con énfasis, pero en voz baja: —Tenemos que permanecer unidos. Por ahora, seguidme. —Reconocía la inteligencia y la voluntad de aquellos hombres y mujeres, por eso agregó—: Solventaremos el problema de quién está al mando cuando estemos a salvo. —¿Por qué debemos seguirte? —Faa clavó sus ojos oscuros en Caleb—. A tenor de todo lo que sabemos, esto podría ser un engaño, podría ser una prueba para nosotros. Podrías estar en connivencia con el mal. —El señor D'Angelo —intervino Martha, irguiendo la espalda— es el veterano jefe de los guardaespaldas de la señorita Vargha. Podemos confiar en el caballero. —Gracias, Martha.

50

Caleb esperó a que Faa y los demás hombres emitieran un juicio de valor. Esperaba que Jacqueline hablase también a su favor pero, a juzgar por la expresión de su rostro, podía sentarse a esperar. —Caballeros, ustedes pueden hacer lo que gusten. Yo me voy con el guardaespaldas de la señorita Vargha —decidió Isabelle, y se adelantó para unirse a Caleb. Charisma la imitó. —También yo. Alexander se unió a ellos. Faa y los otros dos asintieron. Los Elegidos se habían subido a bordo, todos salvo Jacqueline, que permanecía con los ojos clavados en las escaleras del metro. El guardaespaldas había prevalecido por el momento. —¡Deprisa, Martha! —le instó. La interpelada acabó, se guardó el cepillo de la ropa y se unió a Caleb. —¿Adónde vamos, señor? —Iremos primero al apartamento de Zusane, que es un lugar seguro, y luego... Martha señaló a una figura que se alejaba de ellos. —¿Señor...? —¡Jacqueline! Caleb salió como una bala en dirección a la joven que, al oírle, echó a correr escaleras arriba y llegó a la calle. La siguió mientras a sus espaldas oía la voz de Martha llamar a los Elegidos: —Sigamos con ellos, rápido. ¡Permaneced juntos y mantened el paso! Era última hora de la tarde, mas aún había luz. La calle estaba abarrotada por la gente del vecindario, italianos y asiáticos en su mayoría. El ulular estridente de las sirenas de los vehículos de emergencia se abría paso lentamente entre el atasco. Delante de Caleb, Jacqueline esquivaba al gentío, dirigiéndose hacia las dos manzanas de la calle donde tenía su sede la Agencia de Viajes Gypsy. Ella era veloz, pues tenía unas piernas largas y delgadas, y corría con determinación. Caleb la alcanzó cuando ya había doblado la esquina y se encontraba en el corazón del tumulto. La aferró por los brazos con intención de detenerla antes de que rebasara las barreras policiales a la carrera, pero la joven ya había dejado de correr por voluntad propia, pues el pánico la dejó clavada allí mismo. Los edificios de vidrio y acero se ahilaban en las aceras como una fila de dientes en la boca, y justo en medio de la manzana había sido arrancada una pieza. No había edificio, sólo quedaba un agujero negro en el suelo. Lo más importante, y también lo más extraño, era que ninguno de los edificios cercanos había sido alcanzado. No había cascotes en las calles, el edificio parecía haber hecho implosión. El fuego no se había apagado, pero las llamas sólo ardían en el perímetro del inmueble desaparecido. —Incluso el humo se alza en el cielo como si hubiera una chimenea que hubiese quedado en pie —murmuró Isabelle con incredulidad.

51

—Todavía siguen ahí los hechizos que proteger la parte exterior del edificio —observó Charisma con un hilo de voz. —Oh. —Isabelle se quedó quieta y pensativa—. Oh. El viento sólo recogía la humareda y la alejaba cuando ésta había rebasado ya los límites del emplazamiento del edificio destruido. Estupefacta, la gente congregada en torno a ellos, viandantes, policías y bomberos, contemplaba la escena y hablaba en susurros. —Qué raro. —¿Cómo es posible? —¿Cómo han podido hacer esto los terroristas? —Tenía que verlo... Confiaba en que se equivocaba, pero ella estaba en lo cierto. Madre tenía razón: la explosión lo ha destruido todo... Las habitaciones, los documentos, la biblioteca, nuestros amigos... En estado de shock, Jacqueline se estremeció. Caleb la rodeó entre sus brazos y estrechó el cuerpo helado de la joven contra el suyo. Ella se apoyó sobre él, como si seguir en pie librada a sus propias fuerzas fuera más de lo que podía soportar. —Parece puro cuento —murmuró Caleb, con los labios pegados a su melena. —O una película de terror —comentó Martha, situada detrás de él. Los Elegidos se agruparon en torno a Caleb y Jacqueline. Se quedaron boquiabiertos, petrificados ante lo imposible. —Atrás, échense atrás —gritaba el policía, gesticulando desde detrás de la barrera—. Dejen paso para que puedan entrar los coches de bomberos. ¡Retrocedan! Tyler y Samuel sacaron los móviles y empezaron a tirar fotos. Todo el mundo en la calle hacía lo mismo. Y aún peor, a poco más de siete metros de distancia, un equipo de televisión estaba instalando sus cámaras. —Apagad los móviles y guardadlos —espetó Caleb, que de repente pareció haber recuperado el sentido común. —¿Disculpa...? —gruñó Samuel, atónito con la orden. —Si tenemos suerte, ninguno de los Otros sabe que estáis vivos, pero si rastrean los GPS de vuestros móviles... Tyler cerró la tapa de su teléfono inmediatamente y se lo guardó en el bolsillo. Caleb tuvo que admitirlo: era un tipo listo. Samuel le imitó, eso sí, no de tan buen grado y con mayor dosis de recelo. —Corred la voz —les pidió el guardaespaldas—: Y apagad los móviles. Ignorando lo que sucedía a su alrededor, Jacqueline seguía con la vista fija en el hueco dejado por el edificio de la sede de la Agencia de Viajes Gypsy. —Debemos irnos. —Caleb la obligó a darse la vuelta por la fuerza y entre tanto, metió la mano en el bolsillo de la joven, tomó el móvil de ésta, lo apagó y lo deslizó de vuelta a su sitio; entonces dijo—: Vamos.

52

Y siguió calle arriba, alejándose del escenario de la debacle, las cámaras, los espectadores que tal vez pudieran reconocerle a él, a Jacqueline o a alguno de los nuevos Elegidos. Caleb echó un vistazo furtivo atrás y comprobó que todos ellos le seguían de cerca. Aarón caminaba en retaguardia, azuzándolos como un perro pastor. Isabelle iba del brazo de Tyler. Samuel avanzaba con andares enérgicos y gesto meditabundo, pues, siendo abogado, no cabía duda de que estaba haciendo una criba de todos los hechos. Alexander caminaba desgarbado y arrastrando los pies junto a Charisma. Ambos jóvenes estaban asustados y andaban con ojos como platos. Probablemente, esos dos tenían un sentido del olfato más aguzado que los demás, pues el olor a peligro saturaba las fosas nasales de Caleb, a quien se le había erizado el vello de la nuca. No dejaba de buscar con la mirada cualquier cosa fuera de lugar o a cualquiera que mostrase el mínimo interés en los nuevos Elegidos. Quienquiera que hubiera conseguido atravesar las salvaguardas de la sede de la agencia, hombre o criatura, había demostrado una diabólica habilidad, sin igual en todos los siglos precedentes. Si él o ellos se percataban de que aquellos novatos Elegidos habían escapado, sin duda éstos serían capturados, torturados y asesinados. La gente pasaba corriendo junto al grupo, dirigiéndose hacia el lugar del desastre. Las sirenas de los coches de bomberos resonaban a lo largo de la calle, pero en cuanto los Elegidos cruzaron ésta y pasaron a otra manzana, el tráfico se hizo más fluido, hasta recuperar el nivel normal de Nueva York. Caleb empezó a planear el modo de llevar a nueve personas hasta el apartamento de Zusane. Una opción era en taxi, sí, o también podía telefonear a los contactos de la vidente. ¿De quién desconfiaba? Caleb estudiaba la calle mientras intentaba adoptar una decisión cuando advirtió que algo sucedía. Una limusina Rolls Royce modelo Silver Wraith, un clásico de 1952 con los cristales de las ventanillas tintados de negro, los seguía a paso de peatón. Charisma le tiró de la manga. —Nos sigue una lujosa limusina. —Eso veo. ¿Era una buena noticia? Dios, esperaba que lo fuese. Les vendría bien una pizca de suerte. Caleb observó cómo el Rolls Royce se deslizaba por la calzada hasta detenerse en la acera junto a él. Los ojos de Jacqueline se iluminaron cuando reconoció el vehículo e hizo ademán de acercarse. —¡Irving! Caleb la retuvo al tiempo que sacaba la pistola. —Espera. Si fueron capaces de volar el edificio de la agencia de ese modo... Ella permaneció inmóvil. El chófer salió por la puerta del conductor con el sombrero ladeado y la chaqueta de botones arrugada. —Es McKenna —anunció Jacqueline, que pareció muy aliviada al decirlo. Caleb aborrecía ser un aguafiestas, pero aun así dijo: —Espera. En ese preciso instante, el guardaespaldas no confiaba en nada ni en nadie.

53

Un gales bajo y fornido dio la vuelta al coche y abrió la puerta del asiento de atrás, desde donde asomó el rostro de Irving Shea, más perspicaz a sus noventa y tres años que los treintañeros que le habían sustituido, y gritó: —¡Entrad, deprisa! —Espera —ordenó Caleb por tercera vez. Hizo retroceder a Shea con un suave ademán y examinó el interior de la limusina. Estaba vacía. —Es segura. —Irving apoyó en la muñeca del italiano una temblorosa mano salpicada de manchas fruto de la edad—. No me han pillado... todavía. —De acuerdo —asintió Caleb, e hizo un gesto a los Elegidos—. ¡Entrad! La caballerosidad no había desaparecido: los varones instaron a pasar primero a las mujeres y luego las siguieron sin dilación al espacioso interior. —Prepárate para arrancar —le dijo Caleb a McKenna que, a toda prisa, había rodeado el coche para ponerse otra vez al volante. Caleb montó guardia, pistola en mano, sin inmutarse. Observó la calle, el tráfico, los transeúntes. No vio nada ni a nadie sospechoso. ¿Realmente habían tenido tanta suerte como para escapar? —¡Caleb! —le llamó Jacqueline. Lo hizo con voz ruda y cargada de impaciencia, pero al menos le llamaba, se preocupaba. Lo reconociera o no, se preocupaba por él. El italiano se deslizó al interior del vehículo, cerró la puerta de un portazo e hizo recuento de efectivos. Incluso con dos bancadas de asientos, una frente a otra, estaban apretados en el interior del lujoso Rolls Royce. En uno de los asientos, Alexander estaba aplastado en una esquina; y Jacqueline, sentada entre éste e Irving, un hombre alto, de piel oscura y pelo blanco, que conservaba un aspecto saludable a pesar de la fragilidad causada por el cada vez mayor peso de los años. Isabelle se apretujaba en la otra esquina: tenía un aspecto frío, calmado y razonable para ser una mujer que se había pegado una buena caminata con zapatos de tacón. Martha se sentaba en el suelo y reclinaba la espalda contra la puerta más lejana; mantenía las rodillas dobladas en alto y la cabeza gacha. Sostenía un cepillo para la ropa entre los dedos y lentamente describía con él círculos en el aire. Observaba el movimiento con fascinación, o tal vez con miedo. Charisma ocupaba también un lugar en el suelo, al otro lado del vehículo, con los ojos cerrados, los brazaletes sujetos y respirando profundamente. Los cuatro varones se hacinaban en el otro asiento, chocando unos con otros a la altura de los hombros. McKenna quitó el freno de mano y dejó que la limusina se deslizase a un ritmo parsimonioso en dirección norte, hacia Central Park, y luego el Upper East Side, donde se hallaba la decimonónica mansión de Irving. —Confío en que no nos persigan —comentó Eagle, sentado junto a Caleb, que se volvió hacia él y le contestó: —No creerías el motor que tiene este coche. ¡Vuela! —Conozco el vehículo. —Aarón curvó los labios; obviamente había reconocido el Silver Wraith y sabía de lo que era capaz ese modelo—. Pero ¿qué me dice del conductor? El guardaespaldas soltó una risotada, un breve estallido de júbilo que no venía al caso y que le granjeó una mirada fulminante por parte de Jacqueline.

54

—Puedo conducir yo, si es necesario. Tyler se inclinó hacia ellos dos y miró a Caleb. —Me encantaría ver qué velocidad puede alcanzar con uno de nosotros al volante. —Ahora mismo, eso sería genial —observó Samuel, que estaba con los nervios de punta por culpa de aquel ritmo lento y pesado. —Hasta los neoyorquinos más cívicos suelen exaltarse un poco cuando alguien hace saltar por los aires un edificio, señor Faa, y lo último que deseamos ahora es llamar su atención —replicó Shea, y sonrió con serenidad al hombre que tenía delante, demostrando no sólo que su inteligencia era tan aguda como siempre, sino también que las baterías de sus audífonos estaban cargadas. Caleb escudriñó el rostro de Faa y tomó una decisión. —Quiero vuestros móviles; los de todos. Todos le miraron con verdadero pánico. —Vamos, sé lo duro que es renunciar a ellos —intentó persuadirles—, y por eso los quiero. Podéis hacerlo. Quiero estar totalmente seguro de que esos malditos navegadores GPS no están funcionando. Isabelle hundió la mano en el bolso y le entregó el suyo. —Eso mismo quiero yo, señor D'Angelo. Dondequiera que nos escondamos, que nadie lo sepa. —¿Vamos a ir a casa de Irving? —preguntó Jacqueline con manifiesta hostilidad—. Yo sé, y tú también, que los Otros considerarán su residencia como nuestro primer refugio. —Cuanto más tiempo ignoren que estamos vivos, más posibilidades habrá de sobrevivir —le dijo Aarón, mientras depositaba el móvil en la mano de Caleb. Uno tras otro, le fueron entregando los teléfonos. Caleb los revisó para asegurarse de que estaban apagados y luego se los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Al final, sólo quedó sin confiscar el de Jacqueline. —No es momento para empecinarse —dijo Caleb en voz baja—. Hay demasiadas vidas en juego. Ella le lanzó el móvil con un aspaviento. McKenna se sirvió del tamaño de la limusina para abrirse camino entre el agobiante atasco. Caleb miró al exterior a través de la ventanilla en busca de cualquier posible peligro. Lo raro del asunto era que todo parecía normal. Los neoyorquinos caminaban a paso ligero, dirigiéndose al teatro o a un restaurante. Los turistas se quedaban boquiabiertos o consultaban mapas. Y cuando la penumbra se apoderó de la ciudad, se encendieron las luces de los escaparates de las tiendas y los letreros. Aun así, nada volvería a ser normal para él. Había abandonado el servicio de Zusane y ahora sólo cuidaba de su hija. Jacqueline estaba resentida con él y, sin embargo, jamás lo había necesitado tanto. La joven tomó las manos de Irving retorcidas por la artritis y les fue presentando a los Elegidos uno a otro.

55

—Nuestro salvador es el señor Irving Shea, director retirado de la Agencia de Viajes Gypsy —explicó luego, hablando de forma lenta y concisa—. Aún sigue en el negocio y acude a la agencia a trabajar todos los días, y los miembros de la junta le piden consejo... —Y alguna que otra vez hasta lo aceptan —añadió Irving. Los Elegidos, un total de siete entre hombres y mujeres que se encontraban en primera línea de fuego en la antigua batalla entre el bien y el mal, rieron entre dientes al oír la respuesta, visiblemente relajados. McKenna pasó junto a Central Park y luego torció hacia el Este, para finalmente tomar dirección Norte, manteniendo una velocidad constante y majestuosa mientras el coche desfilaba ante museos, hoteles y universidades, y dejaba tras su paso algunos de los bienes inmuebles más caros del mundo. —¿Cómo se libró usted, señor? —inquirió Caleb. —Me fui a casa a echar un sueñecito. Una siesta, así de simple, y en el viaje de vuelta oí la noticia en la radio. Las llamas han consumido todo mi mundo. Irving había empezado a hablar con resolución, pero la voz se le hizo más débil y temblorosa, más de viejo, y las lágrimas se acumularon en sus párpados poco poblados. Cerró los ojos y luchó por mantener la compostura. Cuadró los hombros y se libró del peso de la edad; luego, alzó la vista y la fijó en Caleb, y sus ojos oscuros penetraron hasta los rincones sumidos en penumbra de la mente de D'Angelo. —¿Qué piensa usted? —preguntó. La voz le había cambiado, había adquirido el tono autoritario de un líder de hombres. —Sólo doy por segura una cosa. —Caleb respiró hondo y soltó la verdad sin andarse con tapujos—: La agencia fue saboteada por alguien... desde dentro.

56

CAPÍTULO 10

Tarde, mucho más tarde, Caleb salió de la oscuridad y de la lluvia y entró en la casa. Dejó en el suelo la bolsa del gimnasio, entregó la chaqueta a Martha y se sacudió el agua del pelo antes de preguntar: —¿Cómo están? —Los Elegidos se encuentran bien, señor. Ninguno está herido, pero tienen la moral por los suelos. —Martha se dirigió al panel de seguridad y conectó la alarma. Luego, se volvió hacia el recién llegado—. Pero supongo que eso era de esperar. La anciana siempre había mostrado cierta desafección hacia Caleb y su posición privilegiada en el mundo de los Elegidos, y había mirado por encima del hombro al guardaespaldas de Zusane, pero ahora estaba allí, sosteniéndole la chaqueta y tan cariacontecida que se vio en la obligación de inquirir: —¿Qué sucede, Martha? ¿Ha ocurrido algo que yo debería saber? —No, señor. De pronto, la ansiedad de Caleb se disparó. —¿Sigue aquí Jacqueline? —Sí, señor. D'Angelo se relajó un poco. —¿Sabe algo de Zusane? ¿Se encuentra bien? —No tengo noticias de ella, pero hasta donde sé, está bien. Todos aquí se encuentran perfectamente. —Martha miró a su alrededor y luego, en voz más baja, agregó—. Di por sentado que había salido usted para rastrear la ciudad en busca de información. —Sí. Aquella tarde, Caleb entró en la mansión de Irving, se aseguró de que Jacqueline estaba bien instalada y volvió a marcharse. Habló con la madre de la joven unos minutos y luego pasó dos horas subiéndose a taxis, bebiendo en los bares y charloteando con indiferencia de la explosión de la Agencia de Viajes Gypsy, escuchando opiniones y teorías mientras la sangre le bullía de ira y frustración.

57

¿Cómo había ocurrido aquello? ¿Cómo había habido alguien capaz de burlar todas las medidas de seguridad de la agencia? ¿Qué harían los Otros, buscarían a los Elegidos en esa mansión o darían por hecho que los novatos habían muerto en la explosión? —Me preguntaba —continuó Martha— si había averiguado algo de alguien... o cualquier cosa de la agencia Gypsy. Martha debía de andar entre los 60 y los 90 años. Formó parte de la agencia durante más tiempo del que nadie podía recordar, y aun así, jamás había sido uno de los Elegidos. Los romaníes le habían garantizado su empleo y ella había trabajado a su servicio durante toda su vida. Siempre había estado presente cuando la vidente daba el visto bueno a la nueva tanda de Elegidos, y como signo de su confianza y con su ayuda, los gitanos le habían permitido crear el conjuro que los ocultaba de los pasajeros del metro. Ella no poseía ningún don, pero los conocía a todos y lo sabía todo, y jamás se había metido en chismorreos. Y ahora estaba quebrantando su propia regla inmutable. Era de esperar, supuso Caleb. Martha era parte integral de la agencia Gypsy y necesitaba saber a toda costa qué había causado la explosión, o tal vez quería saber si su propia deslealtad había quedado al descubierto. Después de todo, ¿qué mejor candidata para traicionar a la agencia que una sirviente de confianza, aunque resentida y sin ningún don? El guardaespaldas la observó con la mayor atención posible. —Todo está tranquilo ahí fuera. No he encontrado a ningún Elegido. Eso no significa que alguno no haya escapado, pero si lo ha hecho, estará escondido. Albergaba la esperanza de que alguien hubiera asomado por aquí. —No, señor, pero usted sabe que se habían congregado todos en la sede a esperar la confirmación de Zusane después de que se hubiera reunido con las últimas incorporaciones. Dudo mucho que haya supervivientes —admitió Martha con voz temblorosa, y luego se aclaró la garganta. Parecía destrozada, después de todo, si realmente había sido una servidora leal, acababa de perder a todos sus conocidos, a la gente con quien trabajó durante años. Por otra parte, y eso casi no hacía falta ni mencionarlo, si había optado por traicionarlos a todos, necesitaba echarle un poco de teatro al asunto—. ¿Encontró usted a alguno de... los Otros? —No había el menor indicio de ninguno. —Eso no era del todo cierto, pero en aquel preciso momento no pensaba decir nada más, al menos no a Martha—. Tal vez me hayan estado observando ocultos tras algún encantamiento, y riéndose, pero hoy han ganado la partida. ¿Por qué iban a esconderse? —Ojalá ardan todos en el infierno. —De eso podemos estar seguros —replicó él mientras se aflojaba el nudo de la corbata —, pero ¿cuánto falta para eso? Esa es la cuestión. Martha revivió de su aparente hundimiento. —El grupo está sentado a la mesa. Han pedido que se reúna con ellos cuando llegara. —Gracias, ahora mismo voy. Me muero de hambre. Caleb recogió la bolsa y entró dando grandes zancadas en el comedor, un espacio cavernoso de paredes forradas con oscuros paneles de madera, espejos con bordes dorados y techo decorado con pinturas de querubines. La larga mesa tenía capacidad para albergar fácilmente al menos treinta comensales, y en un rincón de la misma se apiñaban los Elegidos, siete mal dispuestos extraños reunidos por el infortunio. Shea se sentaba en la cabecera, con Jacqueline a su diestra. Ésta lanzó a Caleb una mirada de desprecio que a él no le importó nada en absoluto. Ella se hallaba ahí, a salvo, y eso era lo único que contaba.

58

Pero si bien estaba dispuesto a aguantar cualquier impertinencia por parte de Jacqueline, no tenía intención de hacer lo mismo con la primera estupidez que se les ocurriera a los demás. El interrogatorio empezó de inmediato. —¿Por qué te marchaste sin avisar? —le espetó Samuel Faa, un arrogante hijo de puta que estaba pidiendo a gritos que le bajaran los humos. —Caleb hace lo que quiere cuando quiere —añadió Jacqueline, siempre dispuesta a convertirle en blanco de alguna pulla. —¿Qué ha averiguado? —quiso saber Tyler Settles, el niño bonito, otro tipo demasiado acostumbrado a conseguir todo cuanto se le antojara. —Señor D'Angelo, dudo que se haya permitido un comportamiento tan sospechoso sin tener una buena razón —comentó Isabelle Masón con voz suave, pero severa. Irving dio unos golpecitos de atención en la copa de vino con la cuchara. —¡Damas y caballeros! El señor D'Angelo está cansado y hambriento, sin duda. Terminemos la cena y dejémosle a él hacer lo propio. Entonces oiremos lo que tenga que decir. —Gracias, Irving. —Caleb le saludó con una inclinación de cabeza—. Y en cuanto a los demás, parece necesario recordarles que mientras esté a sueldo de Zusane y reciba órdenes de ella, no rindo cuentas a ninguno de ustedes bajo ningún concepto. Hagan el favor de recordar eso en el futuro. Samuel hizo intención de hablar. Caleb le sostuvo la mirada. Samuel se calmó. Caleb se sentó en el asiento vacío junto a Tyler y frente a Charisma y Aarón, entre quienes parecía haberse formado rápidamente una amistad de lo más inverosímil. Escondió la bolsa debajo de la mesa y McKenna apareció de inmediato junto a él, ofreciéndole dos clases de vino, tinto y blanco, así como una variedad de platos que aguardaban, aún calientes, en la cocina. En la mansión de Irving la comida era exquisita, como siempre. Caleb eligió un costillar de cordero con corteza de ajo sobre un lecho de pisto. —Felicite al chef de mi parte —le dijo Caleb a McKenna con esa característica importancia que le dan los italianos a una buena comida. —Tuve que encargarla fuera, señor. No estaba preparado para atender a tantos invitados, pero le agradezco el cumplido. Sin duda, volveré a llamar a ese restaurante. McKenna, que debía de rondar los cuarenta y cinco, era un mayordomo muy completo y confidente de plena confianza de Irving en todas las materias. Otro sospechoso. Los Elegidos terminaron la cena con diferentes grados de entusiasmo. Al parecer, nada podía mantener a Charisma y Alexander apartados de una buena comida, mientras Tyler apoyaba el mentón sobre una mano y picoteaba un poco. Isabelle no apartó la mirada del plato mientras la de Samuel se desviaba muy a menudo hacia el rostro de aquélla. Por lo visto, Jacqueline había terminado. Tal vez no tenía apetito; tal vez lloraba a los muertos o estaba apenada porque su madre había vuelto a dejarla sola. En cualquier caso, permanecía allí sentada, sosteniendo con fuerza un cuchillo en su mano enguantada. Caleb asió el suyo. Tal vez Jacqueline estaba considerando un asesinato, el de él. Si ese era el caso, el italiano iba a disfrutar lo suyo en la batalla final.

59

Comió con el apetito propio de quien sabía qué era el hambre y que a lo mejor la siguiente comida no llegaría jamás. Se encaró con ocho pares de ojos en cuanto dejó el tenedor sobre el plato. Esbozó una sonrisa inescrutable. —¿Qué hay de postre? —¡Oh, por amor de Dios! —estalló Samuel. McKenna apareció junto a Caleb de inmediato y dijo—: Puedo prepararle ahora mismo una sopa inglesa. Espero que eso le resulte aceptable. —Suena estupendamente, McKenna. Caleb le vio marcharse a toda prisa hacia la cocina, situada en el piso inferior, y luego vio a Martha hablar de una en una con todas las personas encargadas de quitar los platos de la mesa. Entonces se encaró con Samuel. —En respuesta a tu pregunta, os diré que fui yo quien salí porque de todos los aquí presentes soy el único sacrificable. Samuel dio un manotazo sobre la mesa, se levantó y se inclinó hacia delante. —O porque planeas hacernos saltar por los aires también. —Siéntese usted, señor Faa —le ordenó Irving. Cuando Samuel le ignoró, la voz del anfitrión restalló como un latigazo—: ¡Siéntese! Faa tomó asiento. Una leve sonrisa curvó los labios de Isabelle. Samuel se percató de ello con resentimiento. —El señor D'Angelo se habría llevado un buen chasco si hubiera intentado hacernos volar por los aires. —Irving lanzó una mirada a su alrededor, como si previniera a los comensales—. He cambiado la seguridad que protegía mi hogar después de la explosión de la agencia. —¿La seguridad...? —repitió Tyler, alborotando su pelo en señal de perplejidad. —Los encantamientos, si lo prefiere. Ahora soy el único que los conoce. Eso era peligroso. Las miradas de Caleb y Jacqueline se encontraron. No iban a tener manera de abandonar la mansión si algo le sucedía a su anfitrión, y un anciano de noventa y tres años no necesitaba sufrir un accidente o ser asesinado. Podía morir de viejo. Shea conocía los riesgos mejor que nadie, pero aun así había tomado esa decisión. Miró a Caleb mientras decía: —Los tiempos desesperados requieren medidas desesperadas. —Sí —se apresuró a contestar el italiano a fin de que los Elegidos no tuvieran tiempo de sacar sus propias conclusiones—. La confirmación de los Elegidos es un tiempo dedicado a una celebración a la que asistían casi todos los Elegidos de años anteriores. Según mis registros, Zusane llegó a la sede de Agencia de Viajes Gypsy a las dos de la tarde y tomó un trago mientras se reunía con los Elegidos de los últimos doce ciclos. —¿Doce ciclos? Eso son ochenta y cuatro años. —Tyler miró a Caleb con la boca abierta de asombro—. Eso es imposible. —No, no lo es —terció Irving—. En el pasado, los Elegidos se incorporaban a los trece años. En aquel entonces, los dones estaban en el cénit de su poder cuando sus poseedores llegaban a la adolescencia. Aquellos Elegidos fueron realmente poderosos y únicamente al llegar a la mediana edad parecía darse el declive de sus poderes. Además, los dones parecían

60

prolongar la vida de los bendecidos. Así pues, en la Elección de hoy, me he reunido con hombres y mujeres que me sobrepasaban de largo en edad y sabiduría. —Se han ido. Están muertos. Descansan al fin. —A Caleb no le cabía duda alguna—. Zusane dejó la agencia a las dieciséis cuarenta y cinco. Saludó a los fans en la calle... —Un momento, tú no estabas con Zusane. —Jacqueline le fulminó con la mirada—. Estabas conmigo. —Me viste hablar por teléfono. ¿Qué crees que estaba haciendo? —Ella no contestó y él no esperó su réplica—. Supervisaba la escolta de Zusane. Estoy a cargo de su seguridad. —Entonces, ¿qué diablos hace aquí ahora? —quiso saber Aarón. —Ahora estoy a cargo de la seguridad de su sucesora. Caleb dio esas explicaciones no porque las considerase necesarias, sino porque aquellos jóvenes tenían miedo y titubeaban, y porque los acontecimientos de aquella jornada habían marcado el preludio de una nueva era en el mundo, y sin saber cómo, era consciente de que él era parte integral de su éxito. McKenna llegó con la sopa inglesa y, con un floreo, depositó ante su señor un recipiente de cristal con frambuesas bermejas, blanca crema de leche y un par de dorados bizcochos dispuestos con el mayor de los esmeros. Era una obra que nadie tenía el tiempo ni la paciencia de admirar. —Una maravilla; sírvelo —ordenó Irving. —¡Patanes! —resopló el criado con desdén. —¡McKenna! —le riñó Irving a modo de aviso. —Sí, señor. El mayordomo tomó el postre con el mismo cuidado con el que Miguel Ángel lo hubiera hecho con su David y lo depositó en un aparador, donde lo dividió en nueve partes iguales y dispuso las porciones sobre unas magníficas bandejas de porcelana de Meissen. Tal vez los considerase unos patanes, pero eso no significaba que él debiera rebajar la calidad de su servicio. —Zusane llegó al círculo de tiza a las cinco y media —informó Caleb mientras McKenna coloreaba la sopa inglesa delante de cada comensal—, en plena hora punta, y yo llegué con Jacqueline quince minutos después. Varios comensales asintieron con la cabeza. —Ningún Elegido abandonó el edificio mientras Zusane estuvo ausente. Ningún miembro de la junta salió de allí. —La pesquisa en busca de datos siempre le conducía a una imagen cruda e inmutable, daba igual cuántas veces los revisara—. Otros cinco Elegidos llegaron mientras tanto y entraron a toda prisa. —¿Por qué entraron con prisa? —inquirió Alexander. Tomó el tenedor y lo hundió en el bizcocho—. ¡Esto está delicioso! —Gracias, joven señor —agradeció el mayordomo con desdén—. ¿Sirvo ya el oporto, señor Shea? —Oporto, brandy o café, lo que ellos prefieran —contestó el dueño de la casa con un gesto de aprobación. Caleb pidió un café y jugueteó con el tenedor mientras esperaba a ver si Alexander caía redondo por culpa de algún veneno o bajo el efecto de las drogas.

61

El joven se zampó su ración en un abrir y cerrar de ojos, y miró a su alrededor en busca de más. Jacqueline empujó su parte hacia él y éste se lo agradeció con una amplia sonrisa; en un peniquete dio buena cuenta de la segunda ración bajo la mirada de todos los presentes, y luego pidió a McKenna que le sirviera un lingotazo de vodka. —Tiene un estómago de acero —comentó Tyler asombrado. Alexander se encogió de hombros. —Ni que decir tiene —apuntó el anfitrión—. Es un hombre, es joven y es ucraniano. —Soy norteamericano —replicó Alexander con orgullo. Irving inclinó la cabeza y reformuló el cumplido: —Alexander es un joven de origen ucraniano. —Gracias —dijo Alexander, y le correspondió con otro asentimiento de cabeza. Caleb tomó el tenedor y saboreó el postre. Estaba lo bastante sabroso como para arriesgarse a un veneno de acción lenta y procedió a comérselo. —¿Por qué entraron a todo correr? —Alexander miró a su alrededor y con paciencia recondujo la conversación al tema que los ocupaba—. Caleb nos ha dicho que cinco Elegidos llegaron corriendo a la sede de la agencia. ¿A santo de qué venía tanta prisa? —Porque si los Elegidos no se presentaban a las cinco y media de la tarde, hora de comienzo del cóctel, ya no podían acceder al interior. Esas eran las reglas. Caleb estudió los rostros de las personas sentadas a la mesa una por una. Samuel, Aarón, Tyler, Charisma e Isabelle saboreaban el postre con diferente grado de entusiasmo y murmullos de apreciación. Ninguno de ellos parecía enfermo ni desolado. Todos habían aceptado las muertes de aquella tarde como una tragedia, si bien en realidad sólo se preocupaban por sí mismos y por el modo en que aquello iba a afectarles, pero claro, uno de ellos, Jacqueline, había conocido a las víctimas, y ella jamás había simulado afecto alguno por quienes le habían apartado de su madre con tanta frecuencia. Y aunque sospechaba de todos, no era capaz de ver a ninguno de los otros seis, unos pardillos en aquel mundo de heroicidades y protección, con los conocimientos y el control necesarios para perpetrar un atentado tan terrible. —Esas han sido las reglas desde la constitución de la Agencia de Viajes Gypsy como empresa hace cuarenta y nueve años. —Esta sopa inglesa es excelente, McKenna. Gracias por su esfuerzo en una situación tan difícil, y también a ti, Martha. — Irving apartó el tenedor después de haber probado unos pocos bocados y se dirigió al grupo—. En mis tiempos de director, siempre exigí puntualidad y, por suerte, esa tradición se ha mantenido. —Antes de la llegada de Irving, los propios Elegidos administraban la agencia, lo cual los llevó al borde la bancarrota y el desastre —explicó Jacqueline a los comensales—. Irving les dio... solvencia económica. —Y unas cuantas reglas que eran muy necesarias. Eran unos inconformistas, todos ellos —añadió Shea. Los nuevos Elegidos examinaron a Irving con su traje oscuro y su corbata de rojo intenso y ninguno pareció extrañarse. Irving se volvió a Caleb.

62

—¿Cómo sabes quién salía y quién llegaba? —Tuve acceso a las grabaciones. Se guardan fuera de la sede. Puedes ver el vídeo, Irving. Tienes todos los planos que quieras de cada entrada y salida. Caleb sostuvo la mirada de su anfitrión. Éste asintió a regañadientes. Sabía de tecnología lo bastante para advertir que ese vídeo podía haber sido alterado, pero probablemente no tan deprisa ni con tanta minuciosidad. El viejo era un tipo inteligente y, al igual que Caleb, no se fiaba de nadie, pero conocía al italiano desde el primer día en que éste desembarcó en Nueva York. Si tenía que confiar en alguien, debía ser en él. —La explosión tuvo lugar a las seis en punto, media hora después del comienzo del cóctel. —D'Angelo miró a su alrededor—. Las seis, una hora ominosa. —¿Por qué? —preguntó Aarón. —¡Yo lo sé, yo lo sé! —Charisma levantó la mano como una colegiala. Sus brazaletes tintinearon y sus tatuajes dejaron ver sus colores vibrantes—. Lo leí en Cuando el mundo era joven. Historia de los Elegidos. ¿Acaso soy la única que ha hecho la lectura obligatoria? — Algunos Elegidos se sintieron avergonzados; otros, irritados, según la personalidad de cada cual —. Porque seis es el número del demonio —concluyó la muchacha. —Sinceramente —replicó Samuel con los labios tensos en una mueca de irritación—, dudo mucho de que el diablo haya tenido nada que ver con este desastre. Caleb se sorprendió al descubrir que Charisma podía tener tan mal genio como Samuel, y que era igual de impresionante: su cabello negro y púrpura se le erizó, como el pelaje de un lobo alrededor del cuello, y luego golpeó la mesa con los nudillos. —Señor Faa, ¿no comprende usted qué ni quiénes somos? Nosotros somos el baluarte de la luz ante las tinieblas, y precisamente es al diablo a quien nos enfrentamos. —Si el diablo está detrás de todo esto, ¿por qué no ha tenido un éxito completo? ¿Por qué no hemos muerto? De hecho, ¿por qué no viene él mismo y acaba con nosotros? Samuel estaba tan enfadado como sólo puede estarlo un hombre atrapado en una situación insostenible. Charisma se negó a mostrarse paciente con sus interpelaciones. —Lucifer no está autorizado a intervenir personalmente. Va contra las reglas. —Las reglas..., ¿de quién? —inquirió Samuel. La interpelada se puso las manos en la cintura y preguntó: —¿De quién te imaginas? Aarón soltó una carcajada que enseguida cambió a una tos. Caleb miró de reojo a Jacqueline y captó en sus ojos una mirada de regocijo, regocijo que compartió con él durante unos gloriosos instantes antes de acordarse del rencor que albergaba hacia él y de desviar la mirada. —Lucifer es un ángel caído y una criatura poderosa, pero él no está a cargo de este mundo ni de ningún otro —contestó Irving, hablando lentamente, midiendo cada palabra como si fuera oro—. Le esperan tiempos muy difíciles con su papel en la organización si no acepta eso, señor Faa. Los Elegidos que sucumben a la desesperanza son los que luego ceden a las lisonjas del enemigo. Samuel era abogado. Su forma de vestir, sus andares y su propia persona exudaban poder. No le hacía gracia que se divirtieran a su costa o que un anciano nonagenario tuviera que

63

explicarle las cosas letra por letra. Un fulgor de resentimiento brilló en sus ojos oscuros y Caleb se hizo el propósito de no quitarle la vista de encima. De todos los presentes en la estancia, sólo confiaba en Jacqueline y en él mismo, y sabía que si aquélla tenía la ocasión, le atravesaría el corazón de una puñalada. Pero al menos ella tenía buenas razones para ello, aunque fueran razones personales. Alexander carraspeó por dos veces antes de lograr hablar con voz ronca: —¿Nos está diciendo que los Elegidos pueden cambiar de bando? —Sí, desde luego. —Irving se llevó la mano al pecho, como si le doliera—. Cualquiera de vosotros puede romper su palabra y traicionarnos. —¿Ha sucedido antes? —preguntó Jacqueline en voz baja. El alzó los ojos como si le sorprendiera verla ahí. —No muy a menudo —contestó despacio y con un hilo de voz—, no muy a menudo, pero ha sucedido a veces, y cuando eso ocurre... Bueno, es un fallo por el que yo debo pagar, y pagar, y pagar... Caleb sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Parecía que a Irving le fallaba la cabeza por primera vez hasta donde le alcanzaba la memoria. Era anciano, pero siempre había sido muy agudo e inteligente. ¿Los había engañado a todos o es que Caleb sólo había visto lo que había querido ver, un líder infalible para los Elegidos? De hecho, ¿no estaba el anciano en las primeras fases de la demencia o del Alzheimer? ¿Era él quien, de algún modo, había entregado la seguridad de la agencia al enemigo? ¿Había causado Irving el asesinato de hombres y mujeres dotados de tanto talento?

64

CAPÍTULO 11

Aunque hacía mucho tiempo que lo conocía, Jacqueline nunca había pensado en Irving como en un anciano, pero en ese preciso momento hablaba con voz trémula y baja, las manos le temblaban y bajo los ojos le colgaban negras bolsas como si estuviera triste y cansado. —No puedes asumir esa responsabilidad todo el tiempo, Irving. Además, eso significa que los Otros también pueden pasarse a nuestro lado. —Sí, eso también ha sucedido, pero pocas veces o casi nunca, y en esos casos nosotros jamás hemos confiado en ellos, ¿verdad? Irving contempló fijamente el semblante de Jacqueline, implorando algo. Perspicacia, amabilidad o... comprensión. Ella dirigió un rápido vistazo a los rostros de Caleb, McKenna y Martha, ajena a esta pena que de repente tanto parecía pesar en el ánimo del anfitrión. Caleb negó con la cabeza: tampoco él lo sabía; y la joven le creyó, por mucho que luciera como una banda de honor su aversión hacia el italiano y sus métodos. Y entonces McKenna se adelantó e intervino: —Lamento interrumpir una conversación tan animada, señor, pero ¿debo servir el refrigerio de sobremesa aquí, o prefiere tomarlo en la comodidad de la biblioteca? Esta es cálida y alegre. He encendido la chimenea y allí se encuentra la mesa de billar en la que podrían jugar los jóvenes y, asimismo, una mesa donde echar unas manos de póquer y entregarse a otros excesos del juego. Jacqueline reprimió la risa a duras penas. El mayordomo era un irlandés austero, tenaz censor de cualquier forma de juego, y aun así, esa noche estaba dispuesto a sugerir los «excesos del juego» como forma de aliviar el ánimo de Irving. —McKenna tiene razón —dijo ella al tiempo que tomaba de la mano a su anfitrión—. Vamos a la biblioteca. Esta habitación es demasiado grande y sombría. Irving se tambaleó al ponerse de pie. —Aquellos de vosotros que hagáis ejercicio a diario debéis saber que en el sótano dispongo de un gimnasio muy bien equipado. También hay toallas y ropa adecuada. Pedid a McKenna lo que necesitéis. —Gracias a Dios. Iba a volverme loco aquí metido sin nada que hacer —aseguró Samuel.

65

Jacqueline tomó a su anfitrión del brazo y le permitió que la condujera hacia el vestíbulo. Los Elegidos hicieron chirriar las sillas al levantarse y salieron tras ellos. La biblioteca era tan cálida y acogedora como había prometido McKenna. Las paredes eran de color mostaza, los estantes rebosaban de libros encuadernados en piel y amplias alfombras de Aubusson cubrían el suelo. El fuego chisporroteaba alegre en la enorme chimenea, cuya boca igualaba a Caleb en altura, mientras en anchura medía lo mismo que éste con los brazos extendidos. Alrededor del hogar se alineaban los cómodos sillones. El billar y las mesas de juego dominaban el centro de la estancia y unas pesadas cortinas azules mantenían a raya las sombras de la noche. Alexander habló por todos ellos cuando tomó un taco de billar y sentenció: —Es muy... muy guay. Hasta el adusto mayordomo pareció complacido con la aprobación obtenida. El y Martha pulularon por allí cerca, atendiendo las peticiones de los licores. Ambos sirvientes desaparecieron nada más terminar su cometido. El grupo se dividió enseguida en jugadores y observadores. Isabelle eligió un taco y a Tyler como compañero. Alexander esperó a que alguien se le uniera, y los equipos quedaron formados en cuanto Samuel se hizo con un taco. Los demás se sentaron a observar con las bebidas en la mano. Jacqueline los contemplaba a todos. Charisma se sentó en el suelo cerca de las llamas sosteniendo una copa de coñac entre los dedos con gesto despreocupado. Aarón se estiró sobre un sofá biplaza, apretando una taza de café entre las palmas de las manos. Irving se hundió en su poltrona de gastado cuero y aceptó un vaso de cristal de Waterford lleno de oporto seco. Caleb se había evaporado durante el trayecto a la biblioteca. Supuso que había aprovechado para ir al servicio. De modo que eso era todo lo que quedaba de los Elegidos. ¿Era bueno? ¿Era malo? Jacqueline lo ignoraba. Había visitado la sede de la Agencia de Viajes Gypsy muchas veces a lo largo de su existencia. La empresa había sido una constante en su vida. La junta daba empleo a su madre, la enviaba de viaje, favorecía sus romances, y todo en aras de mantener el mundo a salvo de las maquinaciones del maligno. Le desagradaban todos ellos, excepto Irving, y de vez en cuando había llegado a pensar que de haberlo conocido en el momento de su apogeo, también le habría aborrecido. A su juicio, los directores eran hombres fríos y ensimismados que ponían todo su empeño en la parte monetaria del negocio y dejaban a los Elegidos la tarea de preservar su piadosa reputación de protectores. Jacqueline se hundió entre los cojines, arrojados con aparente descuido sobre el asiento bajo la ventana, y tomó un sorbo de Grand Marnier. La joven conocía bien las tradiciones de los Elegidos. Lo ideal era que primero hubiera ciertas tensiones y discusiones hasta que, al fin, encontraran un líder y las cosas volviesen a la normalidad y se pudiera llevar a cabo la tarea que tocara en ese momento. Por regla general, ese trabajo consistía en encontrar y rescatar a otros como ellos mismos, los Abandonados. Si encontraban a tiempo a los niños, éstos serían adoptados por una familia y desaparecerían en el mundo real para vivir sus vidas en el anonimato, pero si fallaban a la hora de salvarlos, los Otros se apoderarían de ellos. Unas veces los ejecutaban y otras los educaban para conducirles

66

por el camino del mal, y nunca dejaban de recordarles que los Elegidos jamás se preocuparon de rescatarlos, siempre cultivando su resentimiento contra ellos. En ocasiones, la mezcla de candidatos era cualquier cosa menos idónea. Otras, surgían dos líderes, o tres, o cuatro, y el grupo luchaba en vano, sin llegar a compenetrarse nunca. Pero en otros momentos, los Elegidos nacían en épocas donde se necesitaban actos de heroísmo y una gran fortaleza psíquica, y se convertían en verdaderos bastiones contra el mal. Ahora mismo, con tantas peleas y conflictos, parecía que este grupo iba a ser uno de los irrelevantes. Y aun así, debían ser mucho más que eso. Los jugadores de billar colocaron las bolas. Isabelle abrió la partida y metió cinco bolas antes de que le tocara jugar al otro equipo. Observó y entizó el taco mientras Alexander metía otras tres en el mismo número de troneras, y luego se volvió hacia Irving. —Tengo que llamar a mi madre, decirle dónde estoy y lo que estoy haciendo. —Esta es una situación delicada. No puedes llamarla —repuso el anfitrión. Samuel cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó una cadera contra la mesa. —Dios no quiera que tu madre se preocupe —se burló. Isabelle se comportó como si Samuel no existiera y dijo: —No puedo dejar de llamarla. Avisará al FBI si no tiene noticias mías a lo largo del día de mañana, y creedme si os digo que el FBI la escuchará. Samuel suspiró de forma ostensible. —Mi novio trabaja en un lobby en Washington D.C. —Samuel resopló tan fuerte que Isabelle extrajo un pañuelo que asomaba del bolsillo de aquél, se lo puso a la altura de los labios y apretó—. Después de ese resoplido estarás todo bañado en saliva y muy poco atractivo. Y no me digas que no tienes a nadie a quien quieras decirle que sigues vivo. Faa concentró en ella sus ojos oscuros y le apartó la mano. —Mi secretaria. —¿Te acuestas con tu secretaria? —La voz de Isabelle aumentó de volumen—. ¿Otra vez? Jacqueline pegó la espalda contra el respaldo de su sillón y deseó poder evitarse la escenita, pero Samuel e Isabelle eran demasiado apasionados y ahora estaban muy enfadados, así que entre ellos saltaron chispas y atrajeron la atención de cuantos estaban en la sala. —No duermo con nadie, y presenté mi dimisión en el bufete al aceptar este trabajo. —En ese caso, tampoco necesitas hablar con nadie, ¿no? — replicó Isabelle. Samuel suspiró. —Debo notificarlo a mi agente de la condicional —confesó. Isabelle se descompuso como si él la hubiera abofeteado en la cara y lo miró fijamente con ojos abiertos por el espanto. —Siempre supiste que acabaría por llegar a eso, o al menos tu madre sí lo supo —bromeó Samuel. Ella le dio la espalda y pegó tal golpe en la alfombra con el taco de billar que vibraron las tablas del suelo de madera noble.

67

—¿Qué hiciste? —Otro abogado presentó una demanda contra mí por coacción cuando quise sacarle una confesión a su cliente, y el juez la estimó. —Porque lo hiciste. —Nadie podía probarlo, pero fue bastante... No importa. Me declararon culpable. Isabelle permaneció con la cabeza agachada, respirando pesadamente. —Ma belle... —dijo Samuel con voz honda y cálida, tan reconfortante que Jacqueline se llevó la mano al corazón, pero cuando él trató de apoyar las manos delicadamente sobre los hombros de Isabelle , ésta levantó la mano con un ademán de significado inequívoco: «Alto. No me toques». El abogado recobró al momento su habitual gesto de sorna. —Por supuesto que no, señorita Masón. Jamás soñaría con mancillar su noble persona. «¡Uf! Menuda mala sangre se están haciendo estos dos». Para sorpresa de Jacqueline, Alexander aprovechó la tregua con la convicción propia de un hombre maduro. —Yo también tengo que llamar a mi madre, señor Shea. Si no lo hago, un clan muy numeroso y muy cabreado de antiguos cambiaformas le invadirá la casa. —Si mi madre se ha enterado de lo de la voladura de la agencia, a estas alturas ya le habrá dado un soponcio —le aseguró Charisma. —En tal caso —dijo Irving, asintiendo—, tienen ustedes razón, señorita Masón, señor Wilder, señorita Fangorn. No hablar con sus seres queridos crearía más peligro que hacerlo. Lo dispondremos todo para que mañana todos ustedes puedan comunicarse con sus familias... o con quienes estimen necesario. —Gracias. —Isabelle volvió a la mesa a tiempo de ver terminar la partida con Samuel. Lo machacó sin decir ni media palabra y le entregó el taco a Aarón, diciendo—: Tu turno. Éste no era tan tonto como para decirle que prefería seguir despatarrado en el sofá. En vez de eso, aceptó el taco, se dirigió a la mesa de billar y avisó a Alexander: —Vas a tener ocasión de lamentarlo. El billar no es lo mío. Jacqueline percibió la presencia de Caleb incluso antes de que éste entrase en la habitación. Se movía en silencio, pero en algún momento de los últimos días ella había captado una cierta conciencia de su movimiento, su olor, su presencia. Era irritante. Se lanzó en picado sobre el sofá, retiró el cojín sobre el que Jacqueline apoyaba un brazo y se sentó cerca de ella, muy pegado a su costado, su hombro tocando el de ella. Ella se alejó. Él se acercó. Ella lo fulminó con la mirada. Él le sonrió. Ella sopesó la posibilidad de propinarle una patada, pero ya había probado suerte antes, y no albergaba intención alguna de soportar esa clase de humillación allí y ahora.

68

Irving observó cómo los dos rivalizaban por lograr la mejor posición y entonces dijo con voz más alegre: —¿Sabéis? Al último desastre de esta magnitud le sobrevino la Edad Media. —Genial. —Tyler entizó el taco y evidenció que los jugadores los estaban escuchando cuando añadió—: Ya tenemos algo que esperar con ganas. —Pero tú, querida Jacqueline —continuó Irving—, tú me has dado esperanza. —¿Esperanza? ¿Yo? No es que le importaran las palabras de Irving, pero no le gustaba nada la atención que eso conllevaba, así de sencillo. —Al menos, tú has estado de acuerdo en convertirte en la vidente de los Elegidos. Ella se encogió de hombros despreocupadamente, como si aquel gesto fuera algo insustancial. —Vidente de este grupo de Elegidos —precisó. —Cielo —repuso Shea, y sonrió con tal calidez que desapareció de su semblante todo rastro de dolor—, toda tu vida has oído hablar de una sola vidente. Jacqueline empezó a ponerse nerviosa. —Cada ciclo. Hay una vidente cada siete años. Los jugadores se detuvieron y todos se quedaron quietos y guardaron silencio. Charisma se cubrió la cabeza con ambas manos; era obvio: ella sabía lo que venía a continuación. —No —refutó su anfitrión con dulzura—. Nuestra vidente es nuestro artículo más preciado, y se nos bendice con una sola al mismo tiempo. El anciano no podía decir en serio lo que ella creía haberle oído. No podía. —Pero mi madre es aún psíquica, y lo ha demostrado sin lugar a dudas. —La transferencia de poder comenzó en cuanto tú entraste en el círculo. Cuando ella salió de allí ya no era nuestro oráculo, era Zusane Vargha, una dama adorable a la cual le estamos muy agradecidos. La adoración que Irving sentía hacia Zusane no podía ser más evidente. Jacqueline aferró a Caleb por el hombro y le hizo girarse para verlo de frente. Esos ojos azules suyos tan fríos e interesados la miraron tan fijamente como si ella fuera un gusano al que examinaban bajo un microscopio. —Siempre ha de haber una —le explicó él—. Su mandato dura el tiempo que ella desea, sea mucho o poco, ella elige a su sucesora y cada siete años debe aprobar a los nuevos Elegidos. El muy bastardo lo había sabido todo el tiempo. —De modo que el destino del mundo depende de mis visiones, ¿no? —Jacqueline le hablaba a Irving, pero no apartaba la mirada de los ojos del italiano—. Entonces, los Elegidos tienen un problemón, porque no he tenido una visión en mi vida.

69

CAPÍTULO 12

—¿

Qué? —gruñó Aarón Eagle, que se desentendió de la jugada y se volvió en redondo.

—Genial, simplemente genial. Parece que este es un momento genial para... —Samuel se detuvo, miró a Isabelle, y concluyó la frase con tono sarcástico— para ir al tocador y empolvarse la nariz. —¿Y por qué no lo haces? —saltó Isabelle. El abogado abandonó de la sala dando grandes zancadas—. Huye, eso es lo único que se te da bien. —¿Cómo puede ser que nunca hayas tenido una visión? —quiso saber Aarón. —Pues es así y ya está. A Jacqueline no le gustó la forma en que el indio fijaba en ella sus oscuros ojos negros y le exigía explicaciones como si tuviera derecho a ello. —Vaya, no soy el único que no tiene don —terció Alexander Wilder, que parecía menos taciturno y más relajado. —Tienes la marca, Jacqueline —insistió Irving. —La tengo, ya lo sé —contestó ella. Procuró parecer tranquila, pero alzó la voz, como le ocurría siempre que estaba a la defensiva, algo que le había pasado y le pasaba muy a menudo cuando se hallaba entre los Elegidos—. Nunca se me ha permitido olvidarme de la marca, pero eso no significa que ésta tenga algún efecto sobre mí. No significa nada para mí. Quiero decir, ¿y si sólo es una señal de nacimiento? Irving no le hizo ni caso, por supuesto. —¿Has estado bajo tierra? —quiso saber—. La tierra siempre protegió a tu madre y le proporcionó el abrigo necesario para acceder a su talento. —Eso no funciona —replicó Jacqueline. Se hizo sitio entre los cojines, cruzó las piernas y deseó no sentirse como una niña enfurruñada. Deseó no tener la impresión de haber fallado a los Elegidos y deseó también que Caleb dejara de mirarla con aquel aire de complicidad. Sólo quería que aquel mundo de colores sepia se desvaneciera más allá de los límites de su visión. —¿Por qué entraste en el círculo si no eres psíquica? —preguntó Isabelle con esa voz suya fría, aristocrática y aun así reconfortante; después de todo, tal vez tampoco ella estuviera tan encantada con su don como pudiera parecer.

70

—Me pareció lo mejor que podía hacer, y no sabía que iban a volar por los aires la sede de la agencia. —La voz le tembló cuando se acordó del cráter ennegrecido por el humo—. Bien, en realidad, no comprendía que sólo podía haber una vidente. Imaginé que mi madre estaría por ahí y se comería el marrón —añadió; lo cual era verdad, pero no toda la verdad. Caleb le tomó la mano y jugueteó con el velero que mantenía el mitón en su sitio. —¿Alguna vez has dicho algo sin pretenderlo? ¿Nunca te ha ocurrido que, sin haberlo reflexionado antes, te haya venido a los labios un pensamiento y luego haya resultado ser cierto? Maldito. Estaba al corriente de sus problemas cuando era niña y despreocupadamente predecía divorcios, el nacimiento de hermanos o los regalos de Navidad. —Sí, lo hice, pero eso no eran visiones, no pasaban de ser premoniciones. Si me buscas para que te diga que tu ordenador se va a espachurrar, soy la persona indicada, pero si quieres saber quién voló el edificio o por qué, no tengo ni la menor idea. Jacqueline había aprendido a cerrar la mente también a las premoniciones. Caleb no la hubiese localizado en California de no ser así. En lugar de eso, se hubiera marchado enseguida del país, con lo bien que le habría ido. Puede que ella pudiera tener las premoniciones de su parte, pero él tenía de la suya toda la fortuna de Zusane. —Bueno, mirad, ya está bien. Chicos, estáis olvidando que yo también soy vidente — intervino Tyler, bastante irritado porque los demás le dejaban de lado. —¿Ah, sí? —inquirió Samuel en tono irónico, mirando a Tyler por encima del hombro. —Es verdad —convino Charisma con alivio—. Lo es, tenemos un vidente. —Miró a Jacqueline con gesto de disculpa—. Bueno, más de uno. «Ahí tienes», le dijo Jacqueline a Caleb, articulando bien las palabras para que pudiera leerlas en sus labios. Irving tamborileó uno de sus largos dedos suavemente sobre sus labios, al tiempo que estudiaba a Tyler. —Es inusual que los varones tengan un don relacionado con la intuición. Ese suele ser el terreno propio de las mujeres... ¿Acaso eres gay? —¡No! —respondió Tyler con vehemencia, clavando la mirada sobre los hombres del grupo—. ¡Ni hablar! —Qué interesante... —Parecía que Shea tratara de recordar algo importante—. ¿Qué clase de visiones tienes? —Eso depende de lo que sucede y de lo que estoy buscando. Tyler era un apuesto joven de veintiocho o veintinueve años; tenía la tez morena, una abundante melena dorada que le caía sobre los hombros y los ojos más azules que Jacqueline hubiera visto jamás. —¿Ejerces algún tipo de control sobre las visiones? —quiso saber Shea. Tyler negó con la cabeza. —No preví la explosión, para nada, pero creo estar bastante seguro de que Zusane tampoco lo hizo, o en otro caso lo habría impedido. —Pero ella sí vio la explosión —apuntó Aarón. —Zusane mantenía una conexión muy fuerte con ese lugar y esas personas, y yo apenas estuve unas horas en el edificio antes de que nos bajaran a la estación de metro; y a diferencia

71

de Zusane, yo no recibo bien cuando estoy en el subsuelo. —Tyler se encogió de hombros y admitió con pesar—: A decir verdad, no comprendo mi don ni tampoco cómo me ha sido concedido. Sólo sé que soy afortunado de tenerlo. —Todos ustedes lo han hecho muy bien con sus dones, caballeros —observó Irving, que luego se inclinó hacia Alexander y añadió con amabilidad—: Y estoy seguro de que su don aparecerá a su debido tiempo. —Eso espero yo también. No resulta fácil ser Wilder el Negado, sin ningún talento especial. El chaval le caía muy bien a Jacqueline. Su juventud escondía una buena dosis de humor e ironía, y una aceptación que ya querría ella para sí. —Hay unos cuantos aspectos del atentado de hoy que no logro comprender —dijo Charisma. Samuel regresó a la biblioteca; era evidente que había estado escuchando todo el tiempo, pues preguntó: —¿Sólo algunos? —Bueno, más que algunos, pero... —Charisma hizo girar varias veces los brazaletes alrededor de sus muñecas—. Los que perpetraron el atentado, ¿sabían que nosotros íbamos a estar fuera del edificio? Nadie contestó. —Nosotros ignorábamos a qué hora íbamos a salir para recibir la confirmación — respondió al fin Isabelle—. Nos enviaron a esa boca de metro después de recibir una llamada. —La hice yo —les dijo Caleb. —¿Cómo podía un enemigo determinar el momento adecuado para eliminarlos? Me parece posible que ellos ignoren que seguimos con vida. —Esa es una perspectiva optimista de la cuestión —comentó Samuel con toda la intención, y la miró como si lamentara la grosería de sus comentarios anteriores, como si ella le importara más de lo que era capaz de decir. «Sí, capullo, le has hecho daño cuando te has comportado como un asno». La mirada de Jacqueline pasó de Faa a Caleb. Sí, ella sabía mucho de asnos, y también sabía mucho de heridas. Por suerte, no era tan delicada como Isabelle. Se había endurecido al tener una madre como Zusane, pues no había otra forma de sobrevivir. —¿Crees que los autores del atentado murieron en la explosión? ¿Hablamos de terroristas suicidas? —indagó Tyler, mientras miraba intensamente a Caleb, a la espera de que el hombre que había asumido el liderazgo de la investigación a causa de su experiencia le proporcionara una respuesta. —Eso es lo que yo creo —respondió—. Ahora, pregúntame algo que sepa. Alguien carraspeó desde el umbral de la entrada y todos se volvieron hacia allí. —Si se me permite hablar... —empezó Martha; su voz producía una impresión similar a su aspecto: era tan amable que parecía irónica. —Por supuesto, Martha —asintió Irving. —Deberíamos enviar a alguien para proteger a Gary. La ira encendió los ojos de Martha. La conmoción causada por los acontecimientos del día había cuajado en ella hasta convertirse en amargura. Buscaba a quien culpar de la tragedia.

72

En cierto modo, eso la eliminaba de la lista de sospechosos. —¿A quién enviamos? —preguntó Irving—. No hay nadie para esa tarea. —¿Quién es Gary? —quiso saber Charisma. —Alguien a quien tú no conoces —saltó Samuel, simulando turbación. —Samuel —le replicó Isabelle con su fría y suave voz de aristócrata—, ya te has ganado el premio a la persona más desagradable de los Elegidos. No hace falta que sigas intentando consolidar ese honor. A Jacqueline empezaba a gustarle Isabelle. —Gary White era un jefe de equipo, uno de los Elegidos más poderosos y de mayor confianza. Condujo a su grupo a una situación de riesgo hará unos cuatro años. Los perdió a casi todos y él fue el único que regresó, pero quedó en estado de coma. No ha habido indicio alguno de recuperación. Está en una casa de reposo. —Irving sacudió la cabeza con pesar—. Tiene cuarenta y dos años. Podría vivir así otros cincuenta. —Vaya, nadie nos contó ese tipo de cosas cuando nos reclutaron —saltó Tyler, claramente irritado. —Sólo un tonto se imaginaría algo diferente —se le escapó a Jacqueline sin pensar; luego quiso llevarse las manos a la boca, pero ya era tarde. Tyler le lanzó una mirada feroz. —Si tan idiota soy, tal vez si me largo de aquí te quedarás más tranquila. —No puedes irte. Esto es más que un trabajo: es un destino, el tuyo, y nadie puede escapar a su destino. Mañana comenzaremos a planear qué debemos hacer, pero esta noche... — Irving hizo un gesto a los criados, situados en la puerta—. Martha, McKenna, ¿os importaría volver a llenarnos las copas? Y podéis serviros un trago también. El dueño de la mansión se puso de pie cuando todos sostuvieron los vasos llenos. Jacqueline se puso de pie, y también Caleb, y luego les imitaron Charisma e Isabelle. Todos se adelantaron un paso, sintiendo la seriedad del propósito de Irving. El anfitrión alzó su copa y comenzó el tradicional brindis, el brindis que, hasta donde Jacqueline era capaz de recordar, había puesto punto final a todas las noches en la Agencia de Viajes Gypsy. —Por nuestros héroes caídos, los Elegidos de días pasados. Jacqueline y Caleb, Martha y McKenna levantaron sus copas, y los Elegidos los imitaron: —Por nuestros héroes caídos —repitieron, y bebieron. —Y por los salvadores del mundo, nuestros más recientes Elegidos. Que el Todopoderoso bendiga nuestros justos propósitos e ilumine nuestro recto camino. —Irving miró a su alrededor y agregó—: Incluso aunque ese camino conduzca a la oscuridad y a la muerte. Los Elegidos se quedaron petrificados con las copas en alto. —Yo jamás firmé para esto —afirmó Samuel, y les miró con aire crítico y desconfiado. Pero, para sorpresa de Jacqueline, Charisma se mostró de acuerdo con él. —Jamás quise ser una heroína.

73

CAPÍTULO 13

Cuando los demás empezaron a marcharse, Caleb cogió a Jacqueline de la mano y la retuvo. Irving alzó los ojos con aire inquisitivo. —¿Qué puedo hacer por vosotros? —He olvidado mencionar que vi algo de interés durante mi escapada de esta noche. —El comentario de Caleb parecía hecho muy a la ligera, pero Jacqueline le conocía demasiado bien. Podía adivinar su estado de ánimo e interpretar su lenguaje corporal, por eso supo que aquello era importante y su mano se tensó, crispada, en torno a la de él—. Probablemente no sea nada —prosiguió el guardaespaldas—, y no me parecía tan relevante como para mencionarlo al resto del grupo. La mirada de Irving se aceró. —¿Sí? —En uno de los bares que visité vi a una hermosa mujer entrada en años, habría cumplido los sesenta. No hubiese reparado en ella de no ser porque le habían mutilado la nariz, tenía como un tajo por la mitad. Jacqueline inspiró hondo. —Se había hecho la cirugía estética —continuó Caleb, inclinándose hacia Irving—, pero mi madre me contó que en los países de la cuenca mediterránea les hacían eso a las mujeres adúlteras. Observar ese tipo de mutilación aquí y ahora resulta brutal, y me pregunté... —Pobre mujer, no caigo en quién pueda ser. Irving parpadeó, con ojos abiertos como platos. Jacqueline no le creyó, y Caleb tampoco. —No, no creo que la conocieras —repuso éste—, pero pensé que debería comprobarlo. —Luego, se volvió hacia Jacqueline y le besó los dedos de la mano—. ¿Nos vamos? —No, no nos vamos. Pero D'Angelo la había atrapado con esa pregunta formulada a Irving con tanta despreocupación y, al final, Jacqueline le siguió. Caleb se detuvo y se volvió antes de franquear la puerta.

74

—Ah, Irving, me olvidaba. Cuando salí del bar, una voz de mujer me susurró: «Déle recuerdos a Irving». Shea devolvió la mirada a Caleb. —Debes de haberlo imaginado. Caleb inclinó la cabeza en señal de irónico asentimiento y arrastró a Jacqueline fuera de la biblioteca. Ella le siguió porque él se lo había pedido con una mirada cargada de significado y Shea les había mentido. —¿Quién era la mujer? —No lo sé. —Pero ¿te dijo algo? —Sin decir una palabra ni acercarse. —Se detuvo al pie de las escaleras y se volvió para mirar a Jacqueline—. Me sonrió. Jacqueline contuvo una risita. —Caleb, te sonríen un montón de mujeres. Eres un hombre al que vale la pena sonreír. El inclinó la cabeza hasta ponerla al nivel de la de Jacqueline y apoyó su frente sobre la de ella. —Gracias, pero fue esa sonrisa lo que me hizo echar a correr hasta el próximo bar. —¿Te asustó? —preguntó con incredulidad. —Sí. —¿Te asustó? —repitió la joven, intentando pronunciar las palabras con otra cadencia. —La oí dentro de mi cabeza. —Había preocupación en sus ojos azul pálido—. Y esa sonrisa... Era como si me conociera, como si estuviese enterada de todos mis secretos, las cosas buenas y malas que he hecho y todos mis planes para el futuro. —Vale. Lo entiendo. —La joven encorvó los hombros—. Eso también me pondría los pelos de punta. Caleb la rodeó con un brazo y juntos empezaron a subir las escaleras. —Empecé a trabajar para Zusane el mismo día de mi licenciatura, y de eso hace ya nueve años. He conocido a los Elegidos y también a sus adversarios, y jamás me había sucedido nada igual. Ella nunca le había visto alterado. Hasta ese momento, ni siquiera había creído que eso fuera posible. Preocupada, intentó expresar en palabras unos pensamientos todavía sin formar. —Creo que el día de hoy marca el fin de los Elegidos tal y como los hemos conocido. Ahora todo es diferente y no sé a qué clase de cambios nos enfrentamos, pero también yo tengo miedo, y creo que cualquiera que conozca a los Elegidos y a los Otros, así como la batalla librada entre el bien y el mal, sería un necio si no estuviera asustado. —Se te dan bien los cumplidos ambiguos. —D'Angelo se echó a reír—. Pero tienes razón. Nadie me había llamado necio en mi vida. —Exactamente. El pasillo del piso superior conservaba la apariencia de una mansión decimonónica: amplio, de altos techos y con las paredes llenas de óleos oscuros con marcos dorados. Las puertas daban acceso a fríos y fastuosos dormitorios, donde resoplaban susurrantes salidas de

75

aire caliente. McKenna había instalado a las mujeres a la derecha y a los hombres a la izquierda. Caleb se dirigió a la derecha sin el menor titubeo. Jacqueline se detuvo. —¿Adonde crees que vas? Caleb se detuvo. —Contigo. —¿Cómo sabes dónde duermo? —Subí la bolsa después de la cena —respondió él con una confianza que daba dentera—. Te traje unas cuantas cosas, como ropa interior y un cepillo de dientes. —Eso es un golpe bajo. —¿El qué? —Como si no lo supieras: atraerme con ropa limpia. —¿Te sientes atraída? «Sí, por supuesto». —Irving no va a permitir esto. Esta es su casa y tiene una visión anticuada en lo tocante a que un hombre y una mujer compartan dormitorio. Caleb compuso un rostro frío e inexpresivo. —Nuestro anfitrión no tiene alternativa. Mi trabajo es mantenerte a salvo y tengo intención de cumplirlo. —No estabas tan preocupado esta tarde. Te largaste nada más llegar. «¡Qué metedura de pata! Eso es una ñoñería y da la impresión de que estoy muy pendiente de él.» —Te equivocas. Me preocupabas, pero estabas despierta y eres perfectamente capaz de defenderte, no me cabe duda. Ella rememoró todas las formas en que Caleb le había enseñado a pelear y luego se acordó de su rifirrafe y posterior rendición en el cuarto de baño en el valle de Napa. —Al parecer, no lo suficiente —replicó con amargura. Él esbozó lentamente una sonrisa lasciva que caldeó los recuerdos de Jacqueline. La joven se estremeció por la evidente tensión sexual. —Habría apostado por ti en todo momento si hubieras querido ganar de verdad. Le estaba diciendo que ella le había dejado ganar porque le deseaba. Jacqueline apretó los puños, que colgaban a ambos lados de su cuerpo. Ella le odiaba, le odiaba y le deseaba, y se maldecía por esa ambigüedad. —No voy a dejarte sola por la noche. —D'Angelo tomó el puño enguantado de Jacqueline y lo besó—. Ve resignándote. Ella le dio la espalda y se encaminó a su habitación. —Puedes dormir en el suelo. Él la siguió. —Tú puedes dormir en el suelo —repuso el italiano.

76

El cuarto era agradable, limpio y estaba cuidado. Contaba con un mobiliario antiguo y una infantil colcha de flores sobre una cama de gran tamaño. Pero tenía un problema: era pequeño y encogió aún más cuando entró Caleb. Y se volvió más cálido, mucho más cálido. D'Angelo cerró la puerta al entrar. —Deberías telefonear a tu madre. La joven alzó los brazos. —¡Y pensar que me preocupaba que quisieras sexo! «Maldición, tampoco debía haber dicho eso». —Quiero sexo, siempre quiero sexo. —Esperó a ver si Jacqueline le propinaba un golpe —. Contigo. Pero no voy a luchar contra ti otra vez. Ahora es tu decisión. —¿Y eso qué significa? —Sólo lo que he dicho —contestó el guardaespaldas—. Deberías llamar a tu madre. Era un hombre sorprendente. Se las arreglaba para cambiar el tema de la conversación y pasar del sexo, el asunto del que tenía menos interés en discutir con él, o eso pensaba, al otro tema del que aún quería hablar menos. —¿Por qué? —inquirió la joven con las manos en jarras—. Se largó corriendo y me abandonó en medio de todo este lío. El italiano hundió la mano en su bolsa y le arrojó un voluminoso pijama. —Porque se puso a rebuscar entre la basura hasta localizarte. —¿Qué...? —Cuando eras pequeña, cuando te encontró. Se subió a un cubo de basura y te sacó de allí. Jacqueline dejó caer la prenda a sus pies. —¿Sabes eso con certeza? Caleb la miró fijamente. —¿Nunca te lo dijo? —No. Nunca nadie había hablado a Jacqueline de su procedencia ni de cómo había terminado al cuidado de Zusane. Siempre había sabido que no debía formular demasiadas preguntas sobre su madre adoptiva, ni sobre su pasado, ni sobre sus actos ni sobre las razones de éstos. Principalmente, sabía que debía estarle agradecida a Zusane, porque la había salvado de un destino peor que la muerte. Aun así, el mundo perdía su color y cobraba aquellos tonos sepia tan propios de una fotografía antigua cada vez que Jacqueline se preguntaba por la identidad de sus verdaderos padres y las razones de su abandono. Toda su vida había sabido de forma instintiva que abrir la mente a ese otro mundo era un peligro, y que, si cedía y lo hacía, entonces ya no habría vuelta atrás para ella. A Jacqueline le había parecido más seguro no especular y no lo había hecho. Ahora, con implacable precisión, Caleb se disponía a llenar ese vacío. —Recuerdo con claridad ese día. No hacía mucho que mi madre y yo nos habíamos instalado en este país. Zusane estaba en casa, visitando a mi madre e interesándose por su salud.

77

De pronto se puso en pie, se irguió, y se quedó inmóvil, envarada, y anunció: “La veo relucir como una pepita de oro perdida entre la mugre”. Jacqueline sintió un vacío en el estómago y quiso taparse los oídos, pero de forma inesperada, los tonos sepia, al acecho desde las fronteras de la conciencia, la engulleron. Seguía oyendo la voz de Caleb, pero aquella otra realidad la reclamaba... —Y se marchó, así de simple, se marchó. —Caleb revolvió en la bolsa y sacó la máquina de afeitar y un montón de ropa—. Mi madre me envió tras sus pasos. Zusane ya contaba con guardaespaldas en aquel tiempo, pero no les permitió escoltarla. Pero a mí sí me dejó ir con ella. Yo tenía nueve años y fui su único acompañante mientras peinaba los callejones, ignorando a la gente que le recriminaba a gritos por revolver en sus cubos de la basura y que no quitaba ojo a aquella vieja chiflada vestida como una diosa. Ella siguió diciendo que la niña de oro estaba en algún lugar por allí. —Hacía calor y yo estaba enterrada... —dijo Jacqueline con un hilo de voz. Caleb se dio la vuelta con tanta rapidez que ella retrocedió a trompicones hasta pegar la espalda a la pared. —Estás recordando —observó. —Eso es imposible —objetó la joven—. Yo era sólo una recién nacida. Caleb se quedó observándola, a la espera de que ella hablara. Le había visto usar ese método con excelentes resultados, y Dios sabía que con ella sí funcionaba. —Recuerdo algo, pero no puede ser real. —Movió los hombros, incómoda, al tiempo que se sentía traspasada por una sucesión de impresiones—. Conocía a la mujer que me abandonó allí. Conocía su olor y la cadencia de su corazón. Sabía que, aunque me estrechaba con fuerza, en realidad me alejaba de ella como si fuera... mierda. Eso me decía, «mierda», no paraba de llamármelo. —¿La oíste? —No comprendí el significado de la palabra, pero sabía lo que ella quería decir. Jacqueline había mantenido aquello enterrado en el fondo de su mente toda la vida. Jamás se lo había contado a nadie. Temía ser rechazada para siempre o que todos pensaran que estaba loca si alguien llegaba a conocer ese recuerdo tan estrafalario o si se enteraban de que tenía premoniciones. Aun así, podía decirle cualquier cosa a Caleb desde que era una niña, y ahora se lo dijo también: —No puede ser un recuerdo real. —Fue el día más caluroso del año. —Pues qué raro, porque me acaba de subir un escalofrío por la espalda —repuso Jacqueline, envolviéndose el cuerpo con los brazos. Él la estudió con la mirada. Jacqueline se rindió, por fin, a aquel triste recuerdo. —Me dolía. Lloraba y berreaba: tenía hambre. La mujer me sacudió y luego me arrojó a un lado. Me crujió el cuello, pero caí sobre algo blando y ella me maldijo otra vez, pues quería que... Creo que su intención era abrirme la cabeza con el golpe. Recuerdo haber alargado la mano hacia ella mientras iba apilando basura sobre mí, pero no la vio o no le importó. Cerró el cubo de la basura de un golpe y nunca regresó. —La angustia se acumuló hasta que se le quebró la voz—. ¿Cómo puede alguien odiar tanto a su hija? —Tal vez la violaron o quizá padecía una enfermedad mental. O tal vez vio tu marca.

78

—Y me rechazó. Jacqueline cerró la mano enguantada. Caleb se dirigió al cuarto de baño, de donde regresó con un vaso de agua. Tomó la mano de la joven, la ayudó a cerrar los dedos en torno al vidrio y a llevárselo a los labios. Para su sorpresa, Jacqueline descubrió que el pulso le temblaba y el borde de cristal golpeteaba contra sus dientes, pero el agua le humedeció la boca seca. —¿Qué pasó luego? —La oscuridad era desoladora —respondió—. Entonces, vi una intensa luz blanca, un destello. Me hirió los ojos y me quemó la mano. La quemazón me subió por el brazo hasta llegar al corazón y a la mente, yo berreé y grité, pero la basura seguía cayéndome en la boca. Empezaba a ahogarme y hacía mucho calor. Jacqueline había roto a sudar y respiraba entre hondos jadeos mientras el recuerdo de aquel día empezaba a cubrir como un manto la realidad de aquella estancia, de aquel tiempo. El bebé apenas podía lloriquear en esos momentos. La oscuridad, el calor... —¿Recuerdas a Zusane? —preguntó Caleb, cuya voz se oyó muy lejana—. Ella abrió el cubo de basura. El bebé vio la luz y olfateó aire fresco. —Se subió encima del cubo —añadió. —Sí... La basura cubría a la niña. Alguien removía los desperdicios sin dejar de murmurar. La pequeña intentó llamarla, pero apenas era capaz de jadear, lo que la sumió en la desesperación. Entonces, una mano rozó su cabecita y canturreó suavemente mientras apartaba la basura. El bebé bizqueó al ver una deslumbrante silueta femenina. No era la primera mujer, la que la había rechazado. Esta otra mujer le hizo carantoñas en la carita y le parloteó con dulzura antes de cogerla en brazos y sostenerla en alto como si ella fuera algo valioso y, aunque la conciencia del bebé empezaba a enturbiarse, tuvo la impresión de que la mujer estaba llorando. —¡Jacqueline! —le urgió Caleb entre susurros. Ella parpadeó al mirarle. —Siempre supe que Zusane me salvó. No podía creer que me acordara, eso es todo... Ella era tan brillante que verla me hacía daño en los ojos. —Llevaba lentejuelas. Caleb se hallaba próximo a la joven, con un brazo apoyado cerca de la cabeza de Jacqueline y el cuerpo a escasos centímetros del de ella. La sujetó y la trajo de vuelta al presente, lejos de los olores y el pavor de aquel lugar. —Por supuesto que las llevaba —rió un poco—. ¿Cuándo no las lleva? Pero sabía que Zusane jamás dejaba que nada les ocurriera a sus hermosos vestidos de fiesta, y el hecho de que se hubiera subido a un cubo de la basura para rescatarla... —Llama a tu madre —repitió Caleb. De pronto, Jacqueline volvió al presente y a Caleb con verdaderas ganas. —Esto siempre ha sido entre tú y Zusane, ¿verdad?

79

—No, cielo —respondió él con paciencia—. Siempre ha sido entre Zusane y tú. Jacqueline no sabía a qué se refería, y de todos modos tampoco le gustaba ese tono. —Vale, la llamaré, pero antes voy a darme una ducha. Todavía podía oler la basura sobre su piel.

80

CAPÍTULO 14

Jacqueline salió del cuarto de baño y desplegó los bordes del enorme camisón como si fueran alas. —¿Quién te ha dado esto? ¿Tu madre? —Sí. Caleb se había despojado de la chaqueta y el cinturón, y ahora colocaba toda la ropa que había traído en los cajones del tocador. —Hay tela suficiente para hacer todas las cortinas de Tara. —Aparte de todos estos lazos y todas estas cintas blancas. —Ella esperaba que te valiera. —Miró las pantorrillas asomando por debajo del algodón blanco—. Pero claro, tú eres alta y ella no. No parecía querer mirarla. ¿Por qué? ¿Porque llevaba puesto el camisón de su madre? ¿Porque tenía las piernas demasiado largas? ¿Porque estaba loco por ella o porque estaba enfadado con ella? Esperaba que fuera lo primero, quería hacerle sufrir un poco. —Nunca he visto a tu madre. Esbozó una especie de sonrisa, un gesto chapucero y sentimental que apenas se podía asociar con un tío duro como Caleb. —Es adorable. —¿Por qué nunca me la has presentado? —preguntó, dando un paso adelante. —¿Y para qué ibas a querer conocerla? —replicó él, alzando sus penetrantes ojos. —Pues me gustaría para... agradecerle lo del camisón. De hecho, deseaba conocer a la mujer que había educado y criado a un hombre como Caleb. —Te la presentaré cuando sea seguro. El italiano no mostró emoción alguna, pero Jacqueline creyó que estaba complacido. —¿Cómo es? —Siciliana hasta la médula: cocina, limpia y se encarga de sus perros. —¿Perros? —Jacqueline se acercó un poco más—. Me encantan los perros.

81

—Ella tiene dos. Uno es un perro de asistencia, ya retirado, que se cree un perro faldero, y el otro es un cruce de pastor alemán y chow chow que sólo acepta órdenes de ella, sólo obedece a mamá. —¿Y aguantas a un perro que no te hace caso? Jacqueline no lograba imaginarse a Caleb soportando eso. —Perra, Lizzie es la perra de mi madre. No tengo voz ni voto sobre quién o qué vive en casa de mi madre. —Caleb descolgó el auricular de un teléfono retro modelo Princess Phone situado junto a la cama—. Además, Lizzie es muy protectora con mi madre y me gusta saber que ella está segura cuando yo no estoy en casa. —Lizzie es la guardaespaldas de tu madre. —Igual que yo lo soy de tu madre y ahora de ti. Caleb marcó el número de Zusane y le entregó el teléfono. Él se acordaba, por supuesto, jamás iba a olvidarse de sus obligaciones para con Zusane y su propio deber. La joven lo aceptó a regañadientes y puso un pie descalzo encima del otro mientras esperaba. Albergaba una cierta esperanza de que Zusane no contestara, ya que, sabiendo lo que ahora sabía, no le quedaba otro remedio que agradecerle que la hubiera rescatado de una muerte segura, y su madre era pésima en las conversaciones emocionales, y por otra parte esperaba que contestase, porque si no hablaba con ella, Caleb no iba a olvidarse del asunto y tendría que llamarla más tarde. Y aun con todo, iba a tener que agradecérselo a Zusane, y no le apetecía tener encima aquella espada de Damocles. Dejó que el teléfono sonara seis veces y dedicó una sonrisa hosca a su acompañante cuando saltó el buzón de voz. —Hola, mamá. Soy Jacqueline. Sólo quería ver qué tal iba e informarte de cómo me van las cosas, si es que te interesa lo más mínimo. —Vale, eso era innecesario —observó él. —Y también, Caleb me ha contado... —Se interrumpió al advertir la intensa mirada de Caleb. Su mirada y también la certeza de que si no le daba las gracias en vivo y en directo, se odiaría a sí misma por ser tan cobarde—. Bueno, no importa. Llámame cuando puedas. Espero que lo estés pasando bien. ¡Adiós! —Colgó el auricular de golpe y dijo—: No hacía falta que me mirases de esa forma. No iba a hacerlo, de verdad. Él sacó unos calzoncillos del cajón. —Voy a ducharme. Jacqueline se sintió incómoda, resentida y patosa, como siempre que hablaban de Zusane. Se sentía como el único bicho raro del mundo que no rendía pleitesía a la maravillosa Zusane. Ella amaba a su madre, pero no le gustaba demasiado, y Caleb mostraba una clara desaprobación al respecto. Aún quedaba pendiente la cuestión de dónde iba a dormir cada uno y mientras lo veía alejarse, la joven sopesó la posibilidad de dejarle encerrado dentro del baño. Tal vez podía empujar el tocador hasta situarlo delante de la puerta. Eso no serviría de mucho, claro, pues la puerta se abría hacia dentro, pero sería divertido verle la cara cuando intentara salir. Entonces sonó el teléfono y Jacqueline lo cogió enseguida: —¿Mamá?

82

—Hola, cielo. —La música sonaba de fondo y las conversaciones de la fiesta se filtraban por el auricular—. No encontraba el móvil y no he podido contestar a tu llamada. ¿Te acomodas a tu nuevo rol de vidente de los Elegidos? En un abrir y cerrar de ojos, le vinieron a la mente todas las quejas que tenía contra su madre. —Mamá, ¿por qué no me dijiste que si era vidente, iba a ser la única? —¿No lo hice, cielo? Mira, pensaba que sí. La voz argentina de Zusane era cálida y con un acento muy recalcado... y había en ella una nota de diversión. —Sabes muy bien que no. —Tengo una memoria horrible para esas cosas. —Jacqueline casi podía verla dándose toquecitos en su pelo rubio perfectamente arreglado—. ¿Has tenido ya alguna visión? —No, todavía no. —Harías bien en intentarlo —repuso ella con voz dura. —No quiero intentarlo. No deseo asumir este tipo de responsabilidad. —Sé que no lo deseas, Jacqueline Lee, pero deberías haber ido a Harvard si no te apetecía ser la vidente. Zusane se había puesto como siempre que discutían el futuro de Jacqueline: mordaz, superior, impaciente. —O a Yale —replicó con sarcasmo. —O a Yale —convino su madre—, o cualquier otra de las ocho universidades de la Ivy League. Podía haber logrado que te admitieran en cualquiera, y en vez de eso elegiste la universidad de Vanderbilt. —Que no es una escuela cualquiera, sino una de las veinte mejores universidades del país. —Pero no te quedaste allí. Saliste disparada... Ante la injusticia de tal acusación, Jacqueline hizo acopio de paciencia y respondió, despacio y arrastrando las palabras. —Tenía mis razones. Pero Zusane sufría uno de esos ataques de ira de las gentes de la Europa oriental. —Habrías tenido una alternativa a ser la vidente si hubieras regresado a la universidad. Habrías podido ganarte la vida. —Ya me ganaba la vida en California. —Estabas perdiendo el tiempo en California. —¿Que perdía el tiempo? ¿Que yo perdía el tiempo? —balbuceó Jacqueline, presa de indignación—. ¿Y qué me dices de ti? Eres inteligente, pero demasiado perezosa para hacer otra cosa que no sea casarte una y otra vez. Y cuando te divorcias siempre cuentas la broma de que eres una gran ama de casa, porque siempre te quedas con la casa. —Me gusta esa broma —dijo Zusane, que tuvo la desfachatez de fingirse herida. Jacqueline aprovechó la ocasión. —Y ahora estás de fiesta en algún sitio... ¿Dónde?

83

—Hemos acudido a una pequeña reunión de amigos íntimos en Manhattan antes de salir volando con mi nuevo pretendiente rumbo a la fiesta de Turquía. —¿Y quién es? —inquirió Jacqueline, y se descubrió dando golpecitos en el suelo con la punta del pie. —No ceo que te suene su nombre. —¿Que no me sonaría? —La joven no daba crédito a sus oídos—. ¿Y por qué no? Todos tus novios son famosos. —Osgood es diferente. Mantiene un perfil bajo. Zusane hablaba con cautela y su tono de voz había disminuido de una forma que hizo sospechar a Jacqueline; parecía tener algo que ocultar. —¿En qué andas, madre? —Estoy divorciada —respondió, volviendo a su tono normal— y puedo hacer lo que quiera, ¿verdad? —Entonces, le dijo a alguien de la fiesta—: Gracias, cielo, champán es justo lo que me apetece. —No, no puedes hacer lo que te venga en gana. Cuando comenzó a reprenderla, Jacqueline se preguntó cómo se las arreglaba para sentirse siempre como la madre en aquella relación. Quienquiera que fuera el invitado se había alejado, pues su madre volvió a adoptar el tono bajo y reservado. —De todos modos, cariño, no te preocupes por lo de las visiones. Las tendrás, lo quieras o no. Jacqueline se estremeció y recordó la vivida imagen de su rescate de aquel cubo de la basura y comprendió que en realidad no debía discutir con Zusane, se suponía que iba a darle las gracias. —Madre, he hablado con Caleb —empezó con torpeza—. Me habló de cómo... eh... me salvaste cuando era un bebé... —¡Menudo sinvergüenza! ¡Le dije que mantuviera la boca cerrada! —Zusane parecía verdaderamente enfadada. —Me alegra que lo haya hecho; quería agradecerte... —No seas tonta, cielo. Piensa que lo hice por ti tanto como por mí misma. Quiero decir, sabía que yo no podía ser la vidente para siempre. —Siempre puedo confiar en que sabes poner las cosas en perspectiva. Egoísta. Su madre era egoísta hasta la médula. Y ella jamás debía olvidarlo. Pero no era menos cierto que Zusane odiaba que se conocieran sus buenas acciones, y aún más que se las agradecieran, así que también debería tener eso en cuenta... Se abrió la puerta del baño. Jacqueline se volvió para lanzar una mirada furibunda a Caleb, y olvidó su irritación; de hecho, también se olvidó de su madre, cuando lo vio con una camiseta negra y unos bóxers del mismo color que le llegaban hasta medio muslo. Su cuerpo bronceado y musculoso estaba húmedo, y resultaba tan tentador como un buen chocolate. La visión de Caleb la dejó sin aire en los pulmones y por eso no se oyó el «vaya» turbado que soltó.

84

Entre tanto, Zusane seguía farfullando en su oído. —Cielo, debo irme. Vamos a subirnos al avión de Osgood de viaje a Turquía, donde tiene una isla. —Parecía encantada—. Nada vulgar: nada menos que una islita. Nos ha invitado a una docena de amigos para broncearnos en su playa. Deberíamos aterrizar a lo largo de mañana. No veo la hora de llegar. —Ya. Que lo pases bien. —Bueno, y no te enfades más conmigo por ese pequeño lapsus de memoria mío. A regañadientes, Jacqueline centró su atención otra vez en la llamada. —No quiero este trabajo, madre. —Buenos, eso deberías haberlo pensado antes entrar en el círculo de tiza. —De haber conocido todas las circunstancias... —En este caso se aplica el aforismo «cuídese el comprador», y aquí tú eres el comprador. —Zusane le leyó la cartilla con tono de eficiencia—. Ahora los Elegidos dependen de ti y, cielo, nunca ha habido un momento en que el destino de los Elegidos y todo cuanto ellos defienden haya estado en mayor riesgo. Jacqueline apretó el teléfono con tanta fuerza que le dolieron los dedos. —Gracias, madre, como si no sintiera ya bastante presión. —Bueno, cielo, tú pregúntate... A ver, ¿por qué entraste en el círculo? —¡No lo sé! —Por supuesto que sí, sólo que no quieres admitirlo. Siempre has evitado los asuntos espinosos. Ya es hora de que les hagas frente. —La satisfacción inundó la voz de Zusane—. No tienes elección, la verdad. —Jacqueline escuchó a un hombre formularle una pregunta a Zusane, mas no logró distinguir las palabras, sólo oyó la risa entrecortada de su madre mientras contestaba—: No es nadie, cielo. —Luego, dijo por teléfono—: No tengo tiempo para más. — Se hizo una pausa y por último, en voz baja, añadió—: Adiós, adiós, te quiero. Jacqueline no daba crédito a que su madre hubiese dicho que ella no era «nadie» y luego se hubiera atrevido a decirle que la quería. La llamada se cortó mientras aún sostenía el teléfono pegado a la oreja. —Sí, yo también te quiero. Y con toda la fuerza que fue capaz de reunir arrojó el auricular contra la cama.

85

CAPÍTULO 15

P

— arece que has conseguido hablar con tu madre. Caleb se acercó al lecho, recogió el auricular y lo colocó sobre la horquilla del teléfono. Le habría gustado estar presente durante la conversación, pero a la postre, él no podía cambiar el desenlace de la relación entre madre e hija. Llevaban discutiendo desde que él tenía uso de razón. —Es una mujer imposible. —Siempre lo ha sido. —¿Por qué nunca te has apartado de su lado en todos estos años? —preguntó Jacqueline de forma tajante—. Podrías proteger a un montón de ricachones menos... frustrantes que ella. —No eres la única persona a la que le ha salvado la vida. —La miró mientras la joven asimilaba la respuesta—. ¿Qué lado prefieres? —¿Qué? Jacqueline bizqueó. —¿En qué lado de la cama deseas dormir? El guardaespaldas pudo ver cómo la joven intentaba urdir un argumento para no dormir con él, pero estaba cansada y no era capaz de articular palabra. Y ella le miraba, con una mirada intensa, sus ojos centelleantes recorrieron su camiseta y sus calzoncillos, y luego bajó la vista y se miró a sí misma envuelta en kilómetros de blanca tela de algodón; se echó a reír y se dejó caer en el extremo más alejado de la cama. —No parece que puedas interesarte en mí si voy así vestida. Con Jacqueline sólo podía dar por segura una cosa: su total falta de vanidad, en parte, fruto de haber crecido junto a Zusane, la mujer más glamurosa del mundo; pero él tenía la culpa de la otra parte... Caleb la había convencido de que no era irresistible, y algún día de estos iba a tener que contarle la verdad. Pero justo ahora, lo más conveniente para ella era dejarla creer que no le excitaba con el camisón de su madre, y si Jacqueline iba a aceptar esa ilusión, él haría bien en acostarse antes de que ella se percatara de que metía un arma en la cama disimuladamente. El guardaespaldas levantó las mantas por el otro lado y se metió dentro, y se mantuvo a la espera mientras ella se removía, se metía bajo las sábanas y, tras un profundo suspiro, daba unos golpecitos a la almohada.

86

—¿Le diste las gracias a tu madre? —preguntó una vez que la joven se hubo acomodado. —¡Lo intenté! —replicó de inmediato. —Bien. Te alegrarás por ello. Ella resopló y se dio la vuelta hacia el otro lado. Caleb yació allí tendido, apoyado sobre las almohadas, y escuchó la respiración de Jacqueline. Esta deseaba seguir irritada con él, pero en vez de eso, se quedó dormida casi de inmediato, fatigada por el vuelo, la pelea, la decisión de unirse a los Elegidos y ser testigo de la terrible visión de Zusane. Había contemplado, horrorizada, las ruinas del edificio que frecuentara en tantas ocasiones desde que era niña, se había enfrentado a la muerte de hombres y mujeres a quienes conocía de toda su vida y había hecho frente a la realidad de la que llevaba años tratando de escapar. Debía dar rienda suelta a su talento de vidente o los Otros se apuntarían una gran victoria y extenderían el mal como una plaga de langostas y nada podría detenerlos. La muchacha decía que no le importaba. Él sabía que no era cierto. Tenía nueve años la primera vez que vio a Jacqueline. Había presenciado cómo Zusane sacaba del cubo de basura a una mugrienta y escuálida criatura de piel enrojecida y cómo la sostenía en sus brazos mientras berreaba. Y entonces supo que él y aquella criatura llorona tenían algo en común. Zusane había rescatado al bebé, igual que años antes lo había rescatado a él. Pero él tenía a su madre para cuidar de él y ese bebé sólo tenía a Zusane, y ésta sabía cómo amar a un niño. Zusane apretó la criatura contra su pecho y se encaminó hacia su ático en Central Park. Él corrió junto a ella, esquivando a los transeúntes y enseñando los dientes a cualquiera que identificara a la ya por entonces famosa Zusane. Ésta le ordenó cerrar con llave la puerta y echar el pestillo nada más entrar en la casa. Actuó como si alguien la estuviera persiguiendo... o al bebé. Ella le entregó dinero y, tras advertirle que tuviera mucho cuidado, lo envió a comprar pañales y leche maternizada. A su regreso, la glamurosa Zusane había bañado a la niña, la había envuelto en una toalla caliente y acunaba el cuerpecito desmadejado contra su pecho. Engatusó a la pequeña para que comiera, le cambió el pañal, volvió a alimentarla e insistió en mantenerla caliente. ¿Dónde había aprendido la frívola y mundana Zusane a cuidar de un bebé? Zusane dijo que iba a quedarse con aquella criaturita abandonada, que se llamaba Jacqueline Lee, y luego, abriéndole la manita, le mostró por vez primera la peculiar marca del ojo. Le dijo que la pequeña iba a necesitar protección frente a gente que querría hacerle daño y le prometió que él sería el guardaespaldas de Jacqueline cuando fuera mayor. Zusane jamás cumplió aquella promesa. Hasta el día de hoy. Oh, y en otra ocasión.

87

CAPÍTULO 16

Invierno, dos años antes

Caleb se despertó sobresaltado. Todavía era temprano, el reloj apenas pasaba de las diez. La cálida noche de las Bermudas entonaba su canción: el chapoteo de las olas contra la arena de la playa y el susurro de la brisa en las palmeras. La luz de la luna llena se filtraba por la ventana y el ambiente isleño estaba saturado por el olor a flores y el rocío de las olas. Y aun así, algo iba mal. Escuchó otra vez el ruido que le había despertado durante su primera hora de sueño profundo: el crujido de las maderas de la galería. Saltó de la cama pistola en mano y cruzó la puerta de su bungalow vestido con unos shorts. Allí estaba Zusane, tambaleándose, aferrando el albornoz alrededor de su pecho. Caleb había visto antes los indicios: la mirada extraviada, la nota de tensión en su voz ronca, los movimientos espasmódicos y la falta de coordinación. Acababa de tener una visión. Extendió la mano, la arrastró al interior del bungalow y cerró la puerta de un portazo. Le puso las manos sobre los hombros, la obligó a sentarse en una silla, le sirvió un brandy y, tras ponerle la copa en la mano, se arrodilló ante ella. —¿Qué ocurre? ¿Qué has visto? Debía de tratarse de algo grave si ella se había sobrepuesto a la fatiga posterior a la visión y había acudido a él. —No sé cómo ni por qué, pero Jacqueline está en peligro. Se puso en pie, encendió la luz de la mesilla y telefoneó al móvil de Jacqueline, pero enseguida saltó el buzón de voz. Desde que se había ido a la universidad, Jacqueline rara vez contestaba a las llamadas de su madre y nunca a las de Caleb. Tampoco es que él la hubiera llamado a menudo, pero Zusane mostraba de vez en cuando sus instintos maternales y deseaba saber cómo le iba a su hija. Él estaba enterado de la verdad, aunque nunca iba a decírsela a Zusane. Jacqueline se sentía avergonzada de su madre. Anhelaba con desesperación ser alguien corriente, y su Zusane era demasiado exuberante para ser normal.

88

Recogió una camisa y unos jeans, ambos de color negro, y un chaleco antibalas. Se vistió, se afeitó y regresó al cabo de cinco minutos. Zusane tenía mejor aspecto, no estaba tan pálida, pero aún mostraba signos de preocupación. —Lo he dispuesto todo para que un avión de la compañía de Peter te lleve a Nashville. —De acuerdo. Jacqueline cursaba entonces su primer año en la universidad de Vanderbilt. —Iría contigo, pero Peter no iba a entenderlo. Caleb se ciñó la pistolera en torno al pecho, se aseguró de que el arma estuviera limpia y cargada, y la enfundó con gesto decidido. —Iría a buscar a mi niña si no fuera mi luna de miel. Él aborrecía las lunas de miel de su jefa. Eran de lo más aburrido y un espectáculo embarazoso. Además, sabiendo cómo iba a acabar el matrimonio, siempre sentía una punzada de compasión por los hombres con quienes se casaba. De forma invariable, eran hombres ricos y poderosos, la clase de tipos acostumbrados a tomar decisiones y alejarse de sus esposas. No con Zusane. Pero los novios no querían ni oír hablar de eso. Siempre se enamoraban de ella desesperadamente y caían subyugados por las acrobáticas proezas de Zusane en la cama, sin siquiera comprender que ella despreciaba a los hombres que se dejaban apresar con artes tan transparentes. Para Zusane, el matrimonio era el comienzo del fin. —¿Está en peligro mortal? —quiso saber el guardaespaldas. —Aún no, pero podría estarlo. Zusane apretó la copa de brandy con manos temblorosas. —Entonces deberías ir tú a identificar el cadáver. Era una crueldad, pero deseaba sacarla de aquel ensimismamiento suyo tan egocéntrico. Sólo por una vez debía anteponer a su hija. —¡No seas bobo! —replicó ella con voz petulante y atiplada—. Te envío a ti, mi mejor guardaespaldas. Tú la encontrarás y la salvarás. Quiero decir, ¿qué más podría querer mi hija? De todos modos, tú le gustas bastante más que yo. Al oír eso, él dejó de prestar atención. Se metió un cuchillo en la manga y otro en la bota para luego tomar una linterna y un minúsculo GPS. Se inclinó hacia delante, la besó en la frente y le dijo: —Haré cuanto pueda. La dejó divagando, justificando ante nadie su negligencia. Con las dos horas de diferencia horaria, Caleb aterrizó a las once en Nashville, donde un amigo de Peter había puesto a su disposición un coche que ya le esperaba. Llegó al campus universitario en un cuarto de hora. El reposo de la noche envolvía la universidad de Vanderbilt. Era un silencio tenso. Algo caminaba en los límites de su inconsciente. Percibía el miedo acechante. De manera que se movió tal como le habían entrenado: en silencio y siempre alerta.

89

Ante todo, se dirigió al dormitorio de Jacqueline y gracias a su compañera de habitación se informó de que estaba saliendo con Wyatt King, un engreído de primera que se creía mejor que los demás por formar parte de una fraternidad. Pertenecía a una respetable familia de Búfalo, Nueva York. La compañera de Jacqueline no la había visto ni había tenido noticias suyas en toda la tarde, y eso que eran las once de la noche. Aseguró no estar preocupada, pero se mordía las uñas demasiado deprisa mientras lo decía. La muchacha sabía algo, pero él no iba a sacarle la verdad, pues, desde su punto de vista, estaba encubriendo a una amiga. Así que salió de caza. Acto seguido, se encaminó a la hermandad de Wyatt, donde sus compañeros aseguraron que no estaban preocupados, pero sí lo estaban. Uno de ellos, Richie Haynes, siguió a Caleb hasta el aparcamiento y le dijo que en los últimos tiempos, con la crisis económica, Wyatt había andado corto de dinero y que se había portado de un modo extraño: a veces se mostraba exultante y otras, avergonzado, pero que no había fanfarroneado mucho por ir con Jacqueline Vargha a pesar de lo buena que estaba; es más, casi había pretendido negar que salía con ella. Cuando Caleb lo empotró contra la pared y le amenazó con matarlo por asfixia, el chaval admitió que Wyatt había intentado involucrarlo en un oscuro complot para raptar a la chica del extraño tatuaje en la palma de la mano con el fin de venderla a unos tipos dedicados a la trata de blancas. Cuando Caleb le apretó un poco más, Richie acabó por acordarse de que no eran esclavistas, sino unos tipos espeluznantes con pinta de satanistas o algo por el estilo. Después de eso, bastó un estallido de maldiciones para que el jovencito largara el resto de la historia entre balbuceos; le contó que Wyatt había llevado a la chica a una hondonada para entregarla a cambio del dinero. Antes de que Richie se diera cuenta, se encontraba en el coche del guardaespaldas, dándole indicaciones sobre cómo llegar allí. Caleb no se anduvo con el menor sigilo. Ya era tarde para eso. Puso las luces a plena potencia y condujo a casi ciento veinte por la carretera de grava llena de socavones, ignorando los avisos de Richie mientras el coche botaba de mala manera y dejaban tras de sí una sofocante nube de polvo. Pisó el freno y derrapó de lado cuando la hondonada apareció justo debajo de las ruedas. Antes de que Richie hubiera dejado de gritar, el italiano ya había saltado del coche, pistola en mano. Encendió la linterna y un rápido vistazo le permitió apreciar al borde del camino dos vehículos aparcados entre los árboles y un sendero que descendía hacia la torca. Llamó a gritos a Jacqueline mientras recorría el sendero a la carrera, pasando junto a varios guardabarros herrumbrosos y sofás destrozados y saltando sobre otros cachivaches allí arrojados por gente demasiado vil o demasiado perezosa para llevarlos hasta el vertedero. Ella no contestaba a sus llamadas. Tal vez estuviera inconsciente, amordazada o ya la habían trasladado a algún otro sitio. Se negaba a creer que había llegado demasiado tarde. Detectó un fugaz movimiento por el rabillo del ojo. Saltó por encima de un baqueteado deshidratador de alimentos, se agarró a una enredadera de kudzu, se balanceó sobre la hoya y giró para caer sobre la espalda de su atacante. El tipo tenía alguna clase de poder capaz de dejar tieso a Caleb, mas centraba toda su atención delante de él, por lo cual al guardaespaldas le bastó con golpearle entre los omoplatos: el tipo se precipitó más allá del borde y cayó en el abismo. Todo fue coser y cantar después de eso. Los satanistas de Richie resultaron ser miembros de una rama de los Otros que quizás estuvieran mentalmente un tanto confusos, pero que corrieron como balas alrededor de la hondonada en cuanto se les privó de su defensor. Eso dejó al lloroso Wyatt en un saliente de la torca que se desmenuzaba. Este alzó a la inconsciente Jacqueline como escudo al tiempo que le ponía un cuchillo de cocina en la garganta.

90

—La mataré si te acercas —aulló con voz temblorosa. La luna llena se alzaba en el firmamento y su luz se filtraba entre los árboles, buscando a tientas el fondo de la hoya, unos siete metros por debajo. La luz confería a la escena un aura sobrenatural. Caleb vio a Jacqueline renqueante, drogada, amordazada y atada de pies y manos. Le entraron ganas de abrir en canal a ese mierda de Wyatt. Sabía que el muchacho le había visto enfundar el arma en la pistolera y flexionar las manos. —Te dejaré vivir si me la entregas. Wyatt era un estúpido niño de papá que nunca se había enfrentado a un adversario. El guardaespaldas observó las expresiones sucesivas de su rostro: miedo, desafío, enojo, otra vez pánico y finalmente, como un niñato consentido, determinación a salirse con la suya. —Déjame que te explique —dijo Caleb a media voz mientras abría y cerraba los puños una y otra vez—. Si la matas, si le causas el menor daño, si se te escapa y se cae y se hace un pequeño rasguño en la rodilla, voy a pasarme las tres próximas horas haciendo que me implores misericordia mientras tu sangre gotea sobre el polvo. Seguirás vivo cuando haya terminado, pero desearás no estarlo, porque ya no tendrás ganas de gritar de dolor ni de acabar con tu vida. Ni siquiera vas a poder limpiarte ese blanco culo tuyo de alfeñique. Wyatt había podido entrar en Vanderbilt porque su padre era un antiguo alumno muy generoso, pero él no era del todo estúpido. Sin apartar la vista del italiano, permitió que la figura desfallecida de su rehén resbalase lentamente hacia el suelo. Jacqueline se reavivó en cuanto se vio libre de toda sujeción y, desde el suelo, pateó los pies de Wyatt. Él se vino abajo por encima del borde y gritó mientras duró la caída hasta el fondo. Una semana después

Caleb derribó una vez más a Jacqueline sobre el tatami. Ella permaneció allí tumbada, jadeante, exhausta, con el quimono blanco empapado en sudor. —Levanta —le instó—. Todavía no has terminado. Llevaba siete días entrenándola, enseñándole a caer, a dar patadas, a romperle la nariz a un hombre y a arrancarle los testículos. Había mejorado extraordinariamente y, aun así, a él le parecía insuficiente. La joven se puso en pie con paso tambaleante. —Estoy cansada. —Vamos, por favor. Esta mañana has dormido hasta las ocho. —Miró de reojo el sol que se colaba en el gimnasio de la casa que Zusane tenía en Connecticut—. Y apenas son las tres. —Tengo hambre y estoy reventada. Lo dejo. —Jacqueline se llevó las manos a las caderas y se puso en jarras—. Por una vez, podrías mostrarte satisfecho con lo que he conseguido. Pero él nunca iba a quedar satisfecho mientras acudiese a su recuerdo la imagen de la muchacha maniatada y amordazada. Caleb la había desatado y librado de su mordaza y la

91

había llevado al coche mientras ella colgaba en sus brazos, recobrando y perdiendo el conocimiento una y otra vez. Una vez alejados de la hondonada, había avisado a la policía y a una ambulancia; ésta la llevó al hospital, donde le practicaron un lavado de estómago para librarla de la combinación casi letal de alcohol y Valium. Wyatt había ido a dar con los huesos en la cárcel, de donde esperaba que lograra sacarle el equipo de abogados de su padre. Pero Caleb no le dijo nada de eso a Jacqueline. Ella estaba demasiado enfadada consigo misma por ser una crédula inocente, y con Wyatt por ser una escoria, para concentrarse en la lucha con exclusión de todo lo demás. Pero ahora su semblante tenía un aspecto extraño. Caleb lo había visto antes, justo antes de que su madre empezara a sollozar de tristeza o de soledad o bajo el peso de unos recuerdos que pesaban demasiado para que los soportaran sus frágiles hombros. Sí, Caleb temía que hubiera otras cosas a las que no podía prestar la ayuda adecuada pero, por el momento, él sabía qué hacer. Derribarla una y otra vez, endurecerla hasta que volviera a ser la joven segura de sí misma a la que había dejado en la universidad. Jacqueline ignoró la primera regla que él le había enseñado: le dio la espalda y se encaminó hacia las escaleras. Caleb le propinó una rápida patada que la hizo caer de rodillas y luego se desplomó de cara sobre la colchoneta, donde quedó tendida. Él permaneció con los brazos en alto, esperando su ataque. La muchacha no se movió, se limitó a apretar el rostro contra el suelo, y fue entonces cuando Caleb comprendió que estaba llorando. —No. —Eso no era lo que él pretendía—. No. Los luchadores no lloran. Los cinturones negros no lloran. Tú no lloras. La joven no le contestó. Permaneció allí, sin hacer ruido y con convulsiones en los hombros. La chica se sentía fatal, eso estaba claro, y no sabía cómo, pero él debía atenderla. Con precaución, todavía pensando que quizá fuera un truco, se arrodilló junto a ella y dedujo que no era una trampa cuando la joven no intentó partirlo en dos. —Escucha —empezó, poniéndole la mano sobre la cabeza—, eres una buena alumna, una de las mejores a las que he adiestrado... Jacqueline profirió un solo sollozo, muy fuerte; destilaba puro sufrimiento. Luego, se apretó el brazo contra los labios. Él deslizó la mano sobre su espalda y se la frotó, trazando un lento círculo. —¿Te violó? ¿Lloras por eso? Jacqueline se revolvió tan deprisa que Caleb retrocedió de un salto. —¿Es eso lo que piensas? —Tenía los ojos inyectados en sangre y las mejillas empapadas por las lágrimas. Se limpió la nariz con la manga—. ¿Eso es todo lo que puede estar mal? ¿Que Wyatt me violase? No iba a lograr que él bajara la guardia. —¿Lo hizo? —No. Me tenía miedo. —Se echó a llorar otra vez—. Pensaba, y así me lo dijo, que era un bicho raro. —Pero no lo eres —replicó Caleb, enjugándose el sudor con la manga.

92

—¿De veras? —Jacqueline le colocó la palma delante del rostro—. Entonces, ¿cómo explicas esto? Él contempló la marca de nacimiento de su mano; parecía un tatuaje, un estilizado ojo humano dibujado en tinta negra. La marca era hipnótica y en el mundo de Zusane tenía un significado muy específico: indicaba que Jacqueline era una vidente de sorprendente poder. En el mundo de Wyatt, significaba que podía venderla por un buen pellizco a los Otros para que la sacrificaran a los poderes de la oscuridad. Era improbable que la joven olvidara eso. —Hay gente muy ignorante en este mundo —le dijo, tomándola de la mano. —¿Como Wyatt? Sí, eso ya lo comprendo. Es un ignorante y un gilipollas, y dijo que yo le gustaba, que quería salir conmigo, que yo era divertida, guay e interesante. Y yo le creí. Así pues, si él es un gilipollas ignorante, ¿dónde me deja eso a mí? —le gritó con el rostro enrojecido y desafiante. Caleb era un hombre, mal preparado para encargarse de ese tipo de crisis nerviosas, así que le ofreció hacer algo que, de todos modos, le apetecía mucho hacer. —¿Quieres que le saque las tripas? Puedo encargarme de... —No, no quiero que le saques las tripas, lo que quiero es tener una vida normal, donde salga con chicos que no quieran matarme, y estudiar algo aburrido, como contabilidad, y casarme, y tener hijos normales... Jamás voy a tener nada de eso, porque Zusane dice que mi destino está marcado. —Lo sé. —Podía soportar eso, puedo, de veras que sí, pero me he estado haciendo una pregunta. —Acercó el rostro al de Caleb—. ¿Cómo supiste que estaba en peligro? —Zusane lo supo y me envió. —¿Te envió? ¿Que ella te envió? ¿Sabía que estaban a punto de matarme y te envió... a ti? ¡Caramba, qué maternal por su parte! —Las lágrimas desbordaron de nuevo los ojos de Jacqueline, le tembló la voz y los sollozos la interrumpieron entre una palabra y otra—. ¿Se... le... ha... ocurrido... que... podría querer a... mi... madre? —Habría querido venir, pero estaba... —Pero estaba de luna de miel, ¿no? ¿Acaso crees que no me doy cuenta? ¿Acaso crees que es la primera vez que está demasiado ocupada para mí? Dios mío, Dios mío, no tengo a nadie, a nadie. No le importo a nadie. A nadie. La voz de la muchacha se fue alzando hasta convertirse en un alarido. Él no fue capaz de soportarlo por más tiempo y la ternura se sobrepuso al raciocinio. La rodeó con los brazos y le susurró: —A mi me importas, y mucho. —No te importo. —Le empujó, furiosa ante lo que consideraba como una concesión de consuelo. Él la atrajo hacia sí. —Este no es el momento, y yo no tengo derecho, pero de verdad que no te miento. —Vale, te preocupas de mí como un hermano que vigila como crezco. Se supone que debo estar agradecida por eso, ¿no?

93

La risa de Caleb desfalleció. —Como un hermano, jamás. ¿Estás loca? Nunca he pensado en ti de ese modo. ¿Crees que me enorgullezco de eso? Yo tenía nueve años cuando tú no eras más que... un bebé — finalizó. Jacqueline hundió la mano por debajo del elástico del pantalón de Caleb, a quien la voz se le quebró de la sorpresa. Le rodeó la erección con los dedos y su mirada de sorpresa voló en busca de la de él. —No te mentía, te lo dije. Él esperaba que la muchacha retirase la mano y se alejara de la evidencia de que él la quería, pero si una cosa había aprendido durante aquellos días de entrenamiento era que Jacqueline jamás se retiraba. En lugar de echarse atrás le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia la colchoneta mientras apretaba fuerte con la otra, la que mantenía dentro de sus pantalones. Él se envaró, dividido entre la gloria y la angustia. —Si pretendes vengarte de los hombres a través de mí, vas por el buen camino. Ella aflojó la presión y mantuvo una expresión intensa y cautivada al tiempo que exploraba la longitud, la anchura, los testículos y el vientre de Caleb. Después volvió a agarrarle, usando el pulgar para flotarle el glande con movimientos suaves y delicados. —¿Tienes mucha experiencia en esta clase de cosas? —consiguió preguntar Caleb, que a esas alturas ya hablaba con mucha dificultad. —No. —Voy a correrme en tu mano como no pares ahora mismo. Ella enarcó las cejas. —¿Ya...? —No es ya. Es lo que intento decirte. Eres la única mujer a quien he querido de verdad. Jacqueline soltó la mano. Caleb debería haberse sentido aliviado de que ella hubiera recobrado la cordura, pero ella agarró su cinturón negro y dio unos tirones. —Quizá no tenga mucha experiencia con las manos, pero no es culpa mía. Me tomé la píldora antes de salir esa noche con Wyatt porque pensé que iba a tener suerte. —Acercó el rostro al de él—. Me gustaba porque se parecía a ti. Caleb contempló aquellos ojos increíbles del color del ámbar puro y comprendió que no sólo él estaba embelesado. —No me compares con ese mocoso repugnante. —No, no eres un mocoso. Eres maduro y responsable. Jamás hablas de tus emociones. No sabía qué pensabas de mí, si me despreciabas por ser tan estúpida como para liarme con un tío que quería venderme por la marca de mi mano. ¿Cómo podía Jacqueline albergar alguna duda sobre sus sentimientos hacia ella? Él los sentía como si los llevara cosidos a la manga. —No eres estúpida. Eres confiada, sana y optimista. —Caleb le apartó los mechones que le caían sobre la frente—. He visto mucho mundo, pero desde que abandoné Italia sólo me he sentido esperanzado cuando he estado contigo... Me haces sentir joven otra vez. La ansiedad disminuyó en los ojos de Jacqueline y pareció también esperanzada por primera vez desde que la rescató. Tenía el mismo aspecto de siempre.

94

Ella se sentó y volvió a forcejear con el cinturón de Caleb. —Sigo tomando la píldora. Caleb se abrió la parte superior del quimono en un tiempo récord. —Entonces supongo que los dos estamos de suerte. Abrió los brazos y, sin mediar palabra, la invitó a que explorase su pecho. Jacqueline puso ambas manos encima de los pezones y repasó los contornos para luego abrirse camino hacia abajo, hacia las costillas, y después, el vientre. Caleb había hecho mucho esfuerzo físico: la sangre todavía le latía desbocada por las venas y el sudor lo cubría por completo; Jacqueline se inclinó sobre él y le olió como si fuera un perfume. Él le sujetó los brazos. «No, vas a asustarla». Pero ya era demasiado tarde. La hizo girar y la puso debajo de él. Ella cayó sobre la colchoneta. Caleb le puso la rodilla entre las piernas al rodar sobre ella. Se miraron el uno al otro. Caleb vio centellear en los ojos de Jacqueline el mismo fuego que brillaba en los suyos. Se besaron con las bocas abiertas, saboreándose el uno al otro por vez primera. Él había esperado aquello durante toda su vida adulta. Había habido otras mujeres, claro que sí, pero él siempre se había mantenido a la expectativa, usándolas para aprender sus movimientos y descubrir lo que las complacía. En lo más recóndito de su mente, se había imaginado mostrando esos movimientos a Jacqueline, superándola con su habilidad, llevándola hasta el orgasmo, pero todo ese tiempo había sabido que la hija de su jefa no era para un campesino de Sicilia. Y ahora... Ahora la tenía entre sus brazos y estaba demasiado excitado para hacer otra cosa que no fuera hundir la lengua en su boca una y otra vez. No le había enseñado nada, salvo lo desesperadamente que la quería. Y eso precisamente parecía ser lo que ella quería saber. La joven se deleitaba con la lección, su lengua acudía a cada acometida, su cuerpo se retorcía contra el de Caleb. Cuando ella le acarició el muslo con el pie descalzo, Caleb se lo asió y dio un tirón, y luego resbaló al interior de la cuna de entre las piernas de Jacqueline y se movió contra ella, acompasando el ritmo de su lengua con el del cuerpo. Ella acudía al encuentro de cada embestida, restregándose contra él, y cada vez emitía por la boca un sonido gutural. Parecía una abeja que volaba en torno a él en busca de néctar, se lanzaba y se marchaba antes de que Caleb tuviera ocasión de atraparla. Las ropas no marcaban ninguna diferencia para ellos, bien podían haber estado desnudos, y ese pensamiento elevó el frenesí inducido por la lujuria a otro nivel. Ella lo alejó de un empujón y se puso a dar bruscos tirones para soltarse el cinturón amarillo. Caleb la ayudó a deshacer el nudo, abrió la pesada prenda blanca y... miró. La joven tenía la piel colorada y perlada de sudor a causa de la sesión de entrenamiento. Su vientre era plano y fuerte; los hombros, musculosos. El sujetador deportivo le sacó de quicio, pues aplanaba los pechos y ocultaba las curvas eróticas que tanto había imaginado. Quería verla, conocerla, explorar hasta el último rincón de su anatomía. Le deslizó la mano por la espalda y buscó a tientas el broche, y tanteó, y tanteó. Ella se echó a reír de forma repentina y pesarosa. —No hay ganchos, me lo pongo por encima.

95

—Pues vaya mierda. Volvió a reír, esta vez con verdadera alegría. Caleb la levantó hasta ponerla a su altura y entonces intentó sacarle las mangas del quimono a tirones. Ella le apartó con un movimiento veloz y eficiente y se quitó la parte de arriba del kimono y el sujetador. Tenía los mejores y más gloriosos pechos que había visto jamás, porque eran los de Jacqueline. Suavemente, abarcó uno con la palma de la mano, disfrutando del peso liviano, la piel sedosa y el pezón sonrosado. Se sirvió del pulgar para trazar un círculo alrededor de la aréola. Ella respiró hondo y apretó la mano contra la de él; luego, le cogió la otra mano y se la puso sobre el otro pecho. Él oprimió con suavidad, observándola deleitarse con cada sensación. Era muy receptiva, refulgía ante el gozo del descubrimiento, y él la deseaba. Ahora. La levantó del suelo y la colocó sobre el banco de pesas; luego, se arrodilló ante ella y buscó su pezón con la boca. Repasó con la lengua el dulce círculo, al principio con suavidad y luego con mayor intensidad, haciéndole sentir su deseo en carne viva. Ella hundió los dedos en los hombros de Caleb y se retorció en sus brazos entre gemidos. Jacqueline era una llama fascinante mientras ardía. Caleb extendió los dedos por su espalda, disfrutando de la flexibilidad de su dorso. Y entonces... Jacqueline le mordió en la oreja. El insignificante dolor puso al borde de la demencia a Caleb. Éste se descubrió de pie, mirando el rostro alzado de la joven. —No sabes lo que estás haciendo. —No, pero has dicho que era una buena alumna. —Entornó las cejas sobre sus centelleantes ojos ambarinos. ¿Cuándo había pasado de ser una chiquilla vacilante a una mujer tentadora? —Si supieras cuánto he tenido que contenerme, cuánto he sufrido por ti, no te atreverías a... Ella le puso una mano sobre el muslo y la deslizó suavemente arriba y abajo. Ese roce lo transformó y convirtió a Caleb en una máquina; le tomó la muñeca con suavidad, la hizo girar y tiró de ella hacia abajo hasta que se tendió horizontalmente, apoyando la espalda sobre el banco. Engarfió los dedos en la pretina, dio un tirón a fin de bajarle los pantalones y le quitó las bragas deportivas en un movimiento natural. Jacqueline intentó sentarse y juntar las piernas a fin de recuperar el pudor, incluso cuando él ya se lo había robado. —No —susurró Caleb. La empujó hacia atrás y mientras ella se reclinaba, él seguía el movimiento de descenso con el cuerpo. Empujó sus senos con el pecho y el efecto del roce de una piel contra otra constituyó una tortura, y un edén. Ella estaba desnuda y él deseaba hacerlo con ella. Sería un canalla o aún peor si la poseía. Aun así, quería hacerlo con ella.

96

Era una disputa que no podía ganar. Entonces le dio un beso largo y con ímpetu; usó la lengua cuando hubiera deseado utilizar el pene, con fuerza, rapidez y precisión, y mantuvo el control, pero sin intención de renunciar a nada. Y ella... ella le devolvió el beso. Fue como arrojar propergol sobre un incendio forestal. La explosión resultante quebró la voluntad del guardaespaldas. Este la besó deprisa y con picardía en el cuello, los senos y el vientre; luego, impulsó el cuerpo de la joven hasta el extremo del banco y le colocó las piernas sobre sus hombros, le besó el sexo, saboreándolo, y bebiendo del mismo cuando alcanzó el clímax. A continuación, se desprendió de los pantalones y se cernió sobre ella. —Si deseas que frene, tendrás que decírmelo ahora —dijo con voz profunda, más propia de un diablo que de un hombre, crispada a causa del esfuerzo que le costaba hacer esa oferta. —Después de esto, ¿crees... que puedes huir? —Tras incorporarse, Jacqueline le rodeó las caderas y lo atrajo hacia ella—. Acábalo —le instó. «Gracias a Dios». Caleb acomodó los cuerpos de ambos de modo que pudiera sentarse en el banco con las piernas de ella apoyadas sobre los muslos y así ella quedase extendida ante él como un festín y él pudiera sostener con las manos las esferas de sus nalgas. Se inclinó, la levantó, ladeó las caderas de Jacqueline y se situó a la entrada de su cuerpo. Estaba caliente y húmeda, lubricada por los labios de Caleb y su propio clímax. Lloriqueó cuando él metió el primer centímetro. —¿Estás bien? —inquirió Caleb, que apenas podía creer que tuviera la facultad de articular esas dos palabras. —Vas a volverme loca, por favor. Se incorporó y, apoyándose sobre los codos, intentó meterle ella misma en su interior. Su sexo lo envolvió centímetro a centímetro, y al final, la lujuria estalló como unos fuegos artificiales por todos sus nervios y sinapsis. Cerró los ojos y se concentró en mantener el control. Era cuarto dan de cinturón negro, era un tirador consumado, se crecía en el entrenamiento de supervivencia. Era un hombre que comprendía la disciplina. Nada ni nadie podía con él. Hasta que ella se sentó encima, presionó su pecho contra el de él, le rodeó los hombros con los brazos y susurró: —Por favor, te necesito. Él perdió la cabeza, perdió el control e intentó arremeter hacia delante. Pero no podía hacerlo, no si estaban entrelazados de aquella manera. Se miraron fijamente, desafiándose el uno al otro. Él meció las caderas. Ella balanceó las suyas. Se adentró en el cuerpo de la joven milímetro a milímetro, avanzando poco a poco. Su erección palpitó y creció, se le apretaron los testículos, y empezó a rechinar los dientes de sufrimiento... y placer.

97

Nunca había imaginado ni había padecido un infierno tan delicioso, duro y caluroso. Ella era territorio virgen, y él no podía soportarlo... No podía aguantar un momento más... Se echó hacia atrás con un movimiento lento, sin dejar de tenerla encima ni de penetrarla deprisa y por completo. Jacqueline echó hacia atrás la cabeza, jadeando por la excitación de tenerle tan dentro de sí, hundió las uñas en el pecho del hombre y golpeó el suelo con los pies a ambos lados del banco. —Muévete —le indicó, ya que si ella no lo hacía, lo haría él. Jacqueline le obedeció: flexionó los dedos, se levantó unos centímetros con mucha cautela y luego descendió encima de él, que arqueó la espalda como si un espasmo de éxtasis le atravesara todo el cuerpo. Ella sonrió con fiero y brutal gozo, como si ese movimiento fuera todo cuanto necesitaba, e inició una cadencia que suprimió todo pensamiento de su mente, y tal como si hubiera nacido para enloquecerle, empezó a subir y bajar, subir y bajar, haciendo de cada instante un momento de gloria deslumbrante. Deseaba correrse. Se movía y gemía, viviendo para el próximo movimiento de subida y caída de su cuerpo sobre el de él. Necesitaba correrse. Pero sus ojos refulgían de incansable entusiasmo. Jacqueline jamás había experimentado el poder y el esplendor del sexo, y ahora ejercía su dominio sobre él, usando el cuerpo de Caleb sin piedad. Empezó a experimentar: se inclinó hacia delante y luego hacia detrás, flexionó los músculos interiores, intentó todos los trucos que todas las mujeres habían imaginado siempre desde el alba de los tiempos. Cuando fue capaz de pensar, Caleb se preguntó qué diablos habría leído ella, con quién había hablado o si había visto a algún sexólogo chiflado en el show de Oprah. Entonces, Jacqueline alzó los brazos para apartarle los cabellos de la nuca y los senos se lanzaron hacia delante, y él lo olvidó todo menos ese momento, esa mujer, esa aventura. Al final, no fue capaz de soportarlo más y le cogió de las caderas para marcarle una cadencia regular, moviéndola arriba y abajo, de modo que la penetró más despacio y por completo una y otra vez. Sintió cada centímetro del pene mientras lo movía dentro de ella... y la pasión la atrapó en su trampa. La respiración se le entrecortaba sin cesar, así que apoyó las manos en el pecho de Caleb y le miró a los ojos mientras se movía con creciente violencia y velocidad. Cabalgaron juntos hacia la satisfacción con frenesí y desesperación, pero aquella los eludía, se mantenía siempre fuera de su alcance, pero ellos aumentaron el ritmo y le dieron alcance, lo cual los sorprendió y abrumó. Él se corrió rápido y con fuerza mientras ella le sujetaba las caderas, yendo y viniendo, llenándola, haciéndola suya. Jacqueline forcejeó, gimoteando bajo el tormento hasta que él hubo logrado el orgasmo. Entonces, él la levantó de nuevo y la dejó que subiera y bajara a su ritmo encima de la erección, frotándose contra su pelvis hasta que gritó y se convulsionó, yéndose una vez más en la marejada del éxtasis. Se estremecieron mientras la tempestad retrocedía poco a poco, hasta que al final hubo concluido. Excepto que no había terminado.

98

Porque él seguía siendo suyo. Y ella siempre iba a ser suya. Cada día de esa semana, Caleb la marcó con el cuerpo, con las palabras, con sus cuidados, enseñándole a reír a su lado y amar con él, y a depender de él. Y entonces, él se había alejado.

S

e inclinó hacia delante mientras ella dormía. Le apartó el pelo del rostro y sonrió al ver la relajación maleable e infantil que la embargaba. Él siempre la querría. Pensaba que nadie estaba al tanto de su obsesión, pero cuando fue a casa a recoger ropa y algo para Jacqueline, su madre le había oído, y algo en el tono de su voz le había hecho decir: —Veo que no deseas decirme que amas a esa chica. Siempre la has amado. Y ahora también temes por ella. Ve con cuidado, hijo, porque te conozco, eres como yo: sólo amarás una vez en tu vida, y si la pierdes, tu existencia será un desconsuelo. Caleb ajustó el lazo blanco del escote de Jacqueline. Para celebrar su felicidad por la elección de su hijo, Niccola D'Angelo le había enviado a la joven el camisón de su noche de bodas para que se lo pusiera.

99

CAPÍTULO 18

Hemos venido a ver a Gary White.



La enfermera de noche miró a Irving y a Martha con la boca entreabierta mientras decidía qué hacer con aquellos dos ancianos empeñados en visitar a un hombre en coma. —El horario de visitas ha terminado. La réplica de la sanitaria era un indicio de normalidad. Ningún intruso se había colado en el hospital, como Martha temía, y el paciente seguía con vida. —Lo sé. —Irving cruzó los brazos sobre el pecho y agachó la cabeza en un intento de parecer lo más anciano y frágil posible—. Pero el avión de la querida Martha se ha retrasado al venir desde La Guardia y ella regresa a Omaha a primera hora de la mañana. Si no puede ver a Gary ahora, ya no podrá, y quién sabe si él seguirá vivo la próxima vez que venga de visita. Martha le siguió la corriente, se cubrió los ojos con la mano y gimoteó con fuerza. —Así pues, Martha, ¿es usted un familiar? —inquirió la enfermera. La anciana profirió un murmullo de asentimiento ininteligible. La encargada del turno de noche los miró otra vez. —Yo... b-bueno... Su-supongo... que to-todo e-está en orden. No es como si fueran a molestarle. Ustedes comprenden que no va a enterarse de su presencia, ¿verdad? Martha alzó los ojos, en los cuales, por increíble que pareciera, no había ni una sola lágrima. —¿No ha habido ningún cambio en su condición? —No, sigue inconsciente, tal como estaba cuando ingresó hace cuatro años. Permítanme que les lleve hasta su habitación. —La mujer se puso en pie y empezó a recorrer el pasillo. Irving y Martha le siguieron—. Es una vergüenza, la verdad. Era un hombre en la flor de la vida cuando llegó, eso resultaba evidente. Nunca olvidaré lo guapo que era, y parecía ser alguien muy fuerte, como si hiciera ejercicio todos los días. Ahora se le han atrofiado los músculos y es la sombra de... Discúlpeme, pero debería estar preparada si hace un tiempo que no le ha visto. Abrió la puerta de la habitación ciento seis y entró. —Gracias.

100

Martha la siguió al interior y pudo ver el cuerpo demacrado y torcido debajo de las sábanas de hospital. Las lágrimas manaron de sus ojos de color marrón oscuro y descendieron por las mejillas. El rostro de Gary permanecía inmóvil. Le raleaba el pelo, que antes había sido negro. Le suministraban líquidos y nutrientes por vía intravenosa y su pecho apenas subía y bajaba por el efecto de la débil respiración. —Es una tragedia —susurró, pero, a diferencia de Irving, Martha lo creía así. Irving siempre se había guardado su opinión sobre Gary White. Este se había incorporado a los Elegidos como un joven carismático. Fue elegido jefe del grupo casi de inmediato y todos se mostraron dispuestos a seguirle en todos los peligros. Incluso cuando se hizo mayor, les confiaban a él y a su equipo las misiones que suponían un mayor desafío. Hasta el día que murieron tantos... Excepto Gary. Él no había muerto: quedó reducido a ese trozo de carne humana inerte. Irving ignoraba lo sucedido esa jornada. Sólo sabía que Gary había sido la clase de tipo del que siempre se había guardado las espaldas. Era demasiado brillante, demasiado convincente, demasiado coordinado, demasiado poderoso. Los Elegidos varones se unían bajo su liderazgo y las jóvenes frecuentaban su cama con entusiasmo constante. Pero aún más importante: tenía cameladas a todas las mujeres influyentes por encima de los cuarenta años. Esa era la razón por la que Martha se encontrara ahora a la cabecera de su cama, enjugándose las lágrimas con un pañuelo de papel. Irving era muy consciente de que tal vez le tuviera celos, pero básicamente pensaba que sus años como director de la Agencia de Viajes Gypsy lo habían convertido en un cínico. Y mientras se hundía con fatiga en una silla, comprendía que debía proteger a Gary. Las opiniones desagradables no cambiaban el hecho de que fuera un héroe de los Elegidos. Hoy habían muerto demasiados de esos héroes. Al recordarlos, conjuraba sus rostros desde lo más recóndito de su mente y venían a su memoria los nombres ya desvanecidos, y el dolor le subía desde las entrañas hasta el corazón. Se aflojó la corbata con manos temblorosas y se abrió el cuello almidonado de la camisa. Había consagrado su vida a la agencia y a los Elegidos a quienes ésta apoyaba, y ahora, habían desaparecido todos. Había visto los nuevos reportajes y aún ahora seguía sin asimilar la pérdida de tanto talento y tantos dones. Sin viveza alguna, contempló cómo la enfermera cambiaba la bolsa de la vía intravenosa. —¿Le ha visitado alguien en los últimos meses? —quiso saber el anciano. —No; ustedes son los primeros en mucho tiempo —contestó ella con la voz cargada de reproche. —Si no le importa, Martha y yo vamos a sentarnos aquí unos minutos y le hablaremos al muchacho —respondió Irving, dividido entre el alivio porque los Otros no hubieran hallado a Gary y lo hubieran matado y la culpabilidad por haberle descuidado tanto tiempo—. Imagino que echará de menos oír una voz humana amistosa. —Nosotras le hablamos siempre que venimos. —El tono sentencioso de la enfermera avivó la culpabilidad de Irving—. También le ponemos la tele con la esperanza de que eso le refresque la mente y ésta se active. Seguimos trabajando con nuestros pacientes hasta el final, señor.

101

—¿Cuánto tiempo cree que usted que le queda? —quiso saber el anciano. La sanitaria contempló el rostro del enfermo y se echó para atrás el pelo que le pendía sobre la frente. —No mucho. Ya lo he visto antes. Su espíritu se está desvaneciendo. Morirá a menos que algo le haga recobrar el conocimiento, y tal vez que muera sea lo mejor. Los Elegidos no disponían de recursos para cuidar a Gary White y aunque Irving no comprendía a Gary en absoluto, sí sabía algo a ciencia cierta: él odiaría aquella postración. Los remordimientos devoraron a Irving, pero no podía sino estar de acuerdo con aquella mujer: Gary estaría mejor muerto.

102

CAPÍTULO 19

Jacqueline despertó, se desperezó y sonrió. Había dormido a pierna suelta. Caleb no había aparecido en sus sueños para mofarse de ella con promesas incumplidas y placeres inacabados, y eso estaba bien... Abrió unos ojos como platos. No había soñado con él porque había estado a su lado en la cama y ahora estaba sentado en una silla, duchado y vestido con camisa de golf azul y unos vaqueros. Apoyaba los codos en las rodillas, mantenía las manos cerradas y vigilaba su sueño. Se incorporó de inmediato y con brusquedad. Echó hacia atrás las mantas de una patada. Aquel ridículo camisón se le había enrollado hasta los muslos y lo más probable es que hubiera roncado o se le hubiera escapado saliva por la boca o, que Dios la ayudase, hubiera pronunciado el nombre de Caleb entre gemidos. —¿Qué estás haciendo? —Pensar que eres la mujer más hermosa que he visto nunca —contestó él con cara de póker. Así que había babeado al dormir. —Por suerte para ti, tienes una gran resistencia. —¿Cómo has llegado a esa conclusión? —Hace dos años, me enseñaste a luchar, me follaste y luego me dejaste sin volver la vista atrás. —Al arreglarse el cabello con los dedos se percató de que el lado izquierdo se le había pegado. Debía de haber dormido sobre ese lado durante horas—. Hace dos días, me localizaste en California, me follaste y te las arreglaste para ignorar mis plegarias y arrastrarme al mayor y más horrible lío que jamás hayan visto los Elegidos. —Para ser justos... —Claro que sí, ¡seamos justos! Se enorgulleció de su tono, dotado del sarcasmo justo. —Jacqueline, yo no soy vidente y, por consiguiente, no tuve ninguna premonición sobre la explosión de ayer. Además, no estabas implorando y suplicando, tenías una rabieta. Y tampoco te follé, hicimos el amor. Estaba tranquilo e inmóvil, y se mostraba lógico. Y a ella eso le sentaba fatal.

103

—¿Acaso habrías cambiado de idea si hubiera implorado y suplicado? —No. —Exacto, luego una rabieta era mucho más satisfactoria. Le reventaba que él siempre pareciera mantener el control, incluso cuando hacía el amor con ella, excepto aquella vez, sí, esa primera vez. Si hubiera alguna manera de volver a ese momento... —¿Y no tienes ninguna agudeza que soltar sobre la distinción entre follar y hacer el amor, marisabidilla? —No. Decía eso porque seguía en la cama, estaba hecha unos zorros y era fácil. —Entonces, quiero hablar de lo que pasó entre nosotros hace dos años. «Ni en broma, colega». Rodó al otro lado del colchón y se bajó de la cama con un último giro. —Tú sigue. Voy a meterme en el baño y a cerrar la puerta. —¿Sabías que tu madre tuvo una visión sobre nosotros dos después de esa semana que estuvimos juntos? Jacqueline dio media vuelta para encararse con él. —¿Cuándo? ¿Entonces? —Me llamó. La joven rememoró aquellos días perfectos: practicar kárate, hacer el amor, comer, dormir, y saber que por vez primera en la vida pertenecía a alguien. —¿Había tenido una visión sobre nosotros... juntos? La simple idea resultaba algo más que embarazosa. —Quizá debería considerarlo como una corazonada, fruto de mi continua ausencia de su lado. Sea como fuere, el caso es que me telefoneó. —¿Sí? —Me preguntó qué diablos estaba haciendo con su niñita. —¿Y se lo dijiste? —Hablé muy poco. Escuché... y asentí. Esa conversación no estaba siendo del gusto de Jacqueline, no le agradaba el derrotero que estaba tomando, y lo cierto era que ese ávido deseo que sentía de conocer esa información no le hacía ni pizca de gracia. —¿Asentiste? —Bien, convine con ella en que tenías veinte años y eras una universitaria. En cierto sentido era divertido, y Jacqueline lo sabía, pero no lograba sonreír. —Yo ya sabía de qué iba la cosa. —Te seduje. La joven se carcajeó, pero con la risa más breve y amarga.

104

—Eso no fue una seducción, cielo. Eso fue una mutua y muy satisfactoria liberación de lujuria acumulada. Además, tu arrepentimiento no parece ser gran cosa. Era más joven que tú entonces y también lo soy ahora. En algún momento, hace dos años y hace un par de días, decidiste que tenía edad para echar un polvo. —Ahora eres mayor. Hice el amor contigo, y... en dos años llenos de oportunidades, no has encontrado a nadie a quien amar. En ese caso, qué más da que me quieras a mí. Le picaban las manos de las ganas que tenía de soltarle una bofetada y tuvo que cerrar el puño para contener el impulso. —¿Tú te crees que eso es así de fácil? ¿Cómo no encuentro a nadie puedo elegirte a ti? ¿Y por qué debería hacerlo cuando me dejaste tirada a una orden de mi madre? —Me marché para que pudieras volver a la universidad. —Pero no lo hice. —Un diablillo burlón la impulsó a mofarse de él—. ¿Y sabes por qué? —Porque yo... —comenzó Caleb, pero se calló. —No te pongas tan gallito. No tuvo nada que ver contigo. Cuando te fuiste de regreso a tu trabajo como principal guardaespaldas de Zusane, no tenía ningún sitio adonde volver, salvo a la universidad, y allí me dirigía. Fue Wyatt King quien me convenció de que huir era lo mejor que podía hacer. Poco a poco, Caleb se envaró en la silla. Ahora era ella quien se lo pasaba en grande. —Sí, apuesto a que eso hace polvo tu pequeño e insignificante ego. No fuiste tú quien me impulsó a huir al otro lado del país, sino un telefonazo de Wyatt King. Los ojos azules del italiano perdieron su intensidad hasta que parecieron de diamante puro y duro. —¿Qué te dijo? —Me contó que el abogado de su padre le había librado de todos los cargos y que más me valía no volver a pisar esa universidad. —A Jacqueline le dolía cada palabra que pronunciaba, como si fueran cuchillos atravesándole el corazón—. Me dijo que iba a asegurarse de que todos supieran que yo era un bicho raro. —Voy a matar a ese tipo —aseguró Caleb sin apenas mover los labios. —¿Por qué? ¿Por decir la verdad? —Desplegó las manos y se señaló a sí misma—. Mírame. Aquí estoy, vestida con un camisón demasiado pequeño y que pasó de moda hace cuarenta años, en una casa con otro puñado de bichos raros, temerosa de salir no sea que alguien me mate. Él hizo oídos sordos a eso, tratando de abordar un solo tema cada vez. —Viajaste por el país, te ganaste la vida con toda clase de trabajos, te cuidaste por tus propios medios. Debes tener confianza en ti misma. —Y la tengo. —Me enorgullezco de ti. —Eso me alegra. —¿Y por qué crees en lo que te dijo el inútil de Wyatt King? —Porque saber de qué soy capaz no es lo mismo que saber que merezco la pena. Wyatt me consideraba un bicho raro. Mi madre me adoptó porque deseaba un clon. Tú piensas que

105

debería aceptarte porque no he encontrado a nadie más. —Aquello la enloquecía a Jacqueline más que ninguno de los terribles avatares de su vida—. No sé cuál es el impedimento intrínseco por el cual no soy amada, pero lo capeo bastante bien. Caleb hizo amago de responder, mas ella no le dio la oportunidad. No quería oír perogrulladas sobre lo deseable que era. —No necesito que finjas una gran pasión por mí. —Volvió a balancear las piernas al otro lado de la cama, se levantó y se dirigió al baño—. Hemos echado unos polvos estupendos. ¡Fantástico! Pero no nos entusiasmemos demasiado. El color azul volvió a los ojos de Caleb, que casi centellearon cuando ella se puso en pie. —Al fin y al cabo —prosiguió ella, hablando más deprisa—, tienes un trabajo que hacer. Mi madre te ordenó mantenerme a salvo. —Dio un par de palmadas y luego le hizo un gesto para que se fuera—. Más vale que te patees las calles y averigües todo lo posible sobre el atentado de ayer. Entró en el baño, cerró de un portazo y echó el cerrojo. Había más de un modo de decir la última palabra.

106

CAPÍTULO 20

Jacqueline permaneció ante la puerta del dormitorio de Irving con la bandeja en las manos mientras pensaba en cómo se las arreglaría para llamar. Al final, usó la punta de los dedos para llamar a la gran puerta de madera. McKenna abrió de inmediato y la miró de arriba abajo. Su mirada se demoró con desdén al llegar a los pies descalzos. Ella sonrió con alegría. —Traigo el desayuno de Irving. —Sí. El mayordomo permaneció allí tan inamovible como una de esas inmensas rocas celtas. —¡Deja entrar a la chiquilla! —ordenó Irving a voz en grito. McKenna se retiró al momento de la entrada con una reverencia inapreciable. Ella accedió al dormitorio de Irving y se detuvo en seco. Aquella habitación cavernosa era algo más que una simple alcoba. Era un estudio, una biblioteca, un depósito de reliquias. Jacqueline se quedó boquiabierta al ver las estanterías atestadas de libros encuadernados en cuero, rollos de pergaminos, calaveras, piezas de vidriería y joyas. En las paredes, entre muestras del Renacimiento italiano exquisitamente presentadas, colgaban máscaras de guerra. Un globo terráqueo iluminado descansaba sobre una alta peana hecha con madera de arce. —Esto es espectacular —dijo cuando recobró el aliento—. ¿Dónde has conseguido todo esto? —Aquí y allá, en todas partes. —Shea estaba sentado en un gran sillón dispuesto para recibir de lleno el chorro de luz que se filtraba por la ventana. Apoyaba las piernas en una otomana y las abrigaba con un cubrecama—. McKenna trajo de la biblioteca buena parte de mis más preciadas posesiones. Por desgracia, paso aquí más tiempo que antes y me gusta estar entre mis cosas. —Tenía junto a él una larga mesa de biblioteca, donde había apilados libros y artefactos—. Me has traído la bandeja. ¡Qué amable por tu parte! ¿Amable? Lo había pedido específicamente él, aunque es posible que al viejo le fallase la memoria. Parecía tener una mente muy aguda, pero había cumplido noventa y tres años. O tal vez supiera que una vez había trabajado en el servicio de habitaciones en el hotel de la cadena Marriott en Phoenix.

107

Depositó la bandeja y descubrió los platos, señalando cada uno al tiempo que nombraba los contenidos: —Un plato de entremeses fríos, ensalada mixta con aliño italiano, pasta primavera con pollo, pan de ajo, y de postre, tiramisú. Martha lo ha preparado todo. Irving retiró el cubrecama y se volvió hacia el almuerzo. —Genial. Es una cocinera estupenda. El mayordomo carraspeó con claro descontento para manifestar su desacuerdo. —McKenna, usted obra milagros, como el de la noche pasada, que de la nada nos preparó una cena. —Muchas gracias, señorita Jacqueline. Resultaba sorprendente la habilidad de McKenna para mostrar su rechazo en tan sólo cuatro palabras. —Eso es todo, McKenna. —Irving movió los dedos en dirección al criado—. Cierre la puerta al salir. Jacqueline observó como McKenna hacía otra inclinación y se marchaba de la estancia echando chispas, con la espalda más envarada que un signo de exclamación. —No le ha hecho ninguna gracia que yo te haya traído la comida... —Es un maniático. Se cree que él es el único capaz de cuidar de mí. Irving le guiñó un ojo con alegría, tomó el tenedor y la cuchara y los hundió en la pasta con el apetito de un joven. —Eso es fácil de decir para ti. No va a castigarte con un pollo poco hecho. Jacqueline ya tenía bastante gente enojada con ella. Caleb. Su madre. Los otros seis Elegidos sin vidente. Tener que agregar a McKenna a esa lista ya era la guinda del pastel. —¿Se ha marchado Caleb con los nuevos Elegidos? —preguntó el anciano. —Los ha acompañado mientras recogían ropas, cepillos de dientes y otros enseres. Él vale por cuatro si son atacados, así que tienen buenas posibilidades. —¿Y los atacarán? —¿Y cómo voy a saberlo? —replicó con irritación. Los libros descansaban abiertos sobre la mesa. La joven los cogió. Eran antiguos, quizá de época medieval, escritos en idiomas que no era capaz de reconocer y mucho menos hablar. Uno de ellos mostraba una mancha de tinta en el centro de la página, como si el monje se hubiera muerto de repente mientras escribía una palabra. Miró más allá de los libros, a los artefactos, donde había una inquietante colección de objetos históricos: un tarro de cristal lleno de dientes amarillentos, una diosa mesopotámica de la fertilidad, una lámpara de lava. Y lo peor de todo: Irving tenía allí por casualidad, una bola de cristal muy hermosa fijada en una base de madera tallada con tosquedad. ¿Había conseguido todo aquello por accidente? Jacqueline lo dudaba mucho. —Siéntate —la invitó, señalando con un ademán los artículos de plata colocados en la silla opuesta.

108

Ella se relajó, esperando que no le exigiera tener una visión igual que a un prestidigitador se le pide que saque una moneda de la nada. —Antes de que todo esto empezara, fui a mi bodega en busca de unas cuantas botellas cuyo estado deseaba indagar. Sé que eres una catadora experta... Se me ha ocurrido que tal vez podrías echarme una mano. —No soy experta en vinos —dijo, complacida, pues estaba libre de toda responsabilidad e Irving era bien conocido por la calidad de sus vinos—, pero de todos modos, probé unos cuantos en mis buenos tiempos. —Todavía conservo el cabernet sauvignon de Sunset Vineyards que me enviaste. —Se inclinó hacia delante—. Fue muy amable de tu parte acordarte de mí durante un período de tu vida tan difícil. —Creo poder decir con seguridad que los tiempos difíciles acaban de empezar —repuso ella con pesimismo. —Nos preocuparemos de eso más tarde. —Y apartó la preocupación de Jacqueline con un gesto—. Aquí tienes un Seghesio San Lorenzo Zinfandel de 2006. —¡Conozco esa bodega! Es excelente. —Examinó la etiqueta de pálido color crema con la inconfundible fuente muy alargada por debajo—. Son célebres por los granos gruesos de la uva zinfandel. —Aquí tienes mi Sanford Pinot Noir, de Santa Bárbara, cosecha del 97 —dijo mientras ponía otra botella sobre la mesa. —Esa cosecha es anterior a mi estancia en California, pero he oído hablar de ella. —Y ahora un Château de Beaucastel de 1989, un hommage a Jacques Perrin. Le entregó con un floreo una botella polvorienta. Ella frunció el ceño mientras pensaba. —¿No es éste un tinto Châteauneuf-du-Pape? ¿El que tiene un 98 en la escala de Robert Parker? —¡Muy bien! —Aprobó Irving. —Pero éste es bien raro. —Tomó la botella, la frotó para limpiarla y la examinó—. Y cuesta lo suyo. Se vende por encima de doscientos dólares la botella. —Compré una caja mucho antes de que el precio subiera de forma tan exorbitante. —Ya... En cierto modo, Jacqueline sospechaba que existía una notable diferencia entre lo que cada uno de ellos consideraba exorbitante. El anciano colocó un sacacorchos sobre la mesa, junto a las botellas alineadas unas junto a otras. —El termostato de mi bodega se ha estropeado. Necesito averiguar si aún puedo servir mis vinos o si debo dar una fiesta e invitar a ella a un montón de neófitos. ¿Qué mejor ayudante que tú? Se echó a reír, se puso en pie y empezó a abrir botellas, aliviada al saber que eso era cuanto se le pedía. —Faltaría más, déjame ayudarte en este proyecto. —Los vasos están ahí.

109

Shea señaló con el tenedor la alacena donde guardaba la porcelana. Ella tomó una colección de finos catavinos y llenó cada uno con un sorbo de catador. —Primero probaremos el Pinot Noir, luego el Châteauneuf-du-Pape, y dejaremos para luego el Zinfandel. Le pasó el primer vaso, él lo tomó y lo alzó a la luz. Hizo girar el vino para oxigenarlo y se llevó el vidrio a la nariz. —Todavía me acuerdo de cuando me enseñaste a catar vino —manifestó Jacqueline mientras les miraba con afecto. —Acababas de graduarte en el instituto y tu madre me reprendió por corromper a una menor. —Degustar un chardonnay fue lo más desmelenado que hice cuando me gradué. Todas las chicas de mi clase fueron corriendo como locas detrás de algún chico de los últimos cursos para llevárselo a la playa toda la noche. Pero mi madre estuvo allí personalmente a fin de asegurarse de que permaneciera virgen y sobria. —No puedes echarle en cara que pretendiera eso. —Ya lo creo que sí —respondió ella con poca seriedad. Tomó su vaso, lo miró, oxigenó el vino y lo olfateó—. Tiene un hermoso color rojo afresado. Huele a cereza, pero es un aroma más floral que afrutado. Intercambiaron una sonrisa, entrechocaron los vasos y dieron un sorbo a la vez. —Aaahhh. —Irving entrecerró los ojos en señal de aprecio—. Burdeos con unas notas de madera de cerezo. —¡Y qué sabor deja! Si esta es una muestra representativa de tus vinos, no preveo ningún mal en tu reserva. —Y sin embargo, está un poco pasado. El anciano se escanció el vaso y alargó la botella. Jacqueline dejó que le llenara el suyo. —Es un Pinot Noir. Debió de tener su mejor momento hace dos o tres años. Shea pinchó la ensalada con el tenedor. —Pica lo que quieras de los entremeses. Mientras ella picoteaba el prosciutto, el melón, el queso a la pimienta negra y la menestra de verduras, él se zampó la pasta, la ensalada y la mitad del pan. Ambos terminaron con el Pinot con facilidad. El Châteauneuf-du-Pape resultó ser delicioso, pero Jacqueline mantuvo su opinión sobre lo elevado del precio, y tuvieron un animado debate sobre valor y costo. Luego, llegó el turno al Zinfandel. Ella frunció el ceño. —Huele un poco ahumado, y no para bien. Él olfateó el vino. —No percibo nada de nada. Entonces Jacqueline colocó la nariz sobre el catavino y olisqueó el aire. —Es cosa de la habitación. Huele como si se hubiera producido un cortocircuito. Confío en que no tengas problemas en la instalación eléctrica. Lo último que necesitaban en aquellos momentos era un maldito incendio.

110

—No noto nada de humo, y desde luego no es cosa del vino. —Lo degustó—. Es excelente, digno de todas sus alabanzas. La joven volvió a olfatear. Irving estaba en lo cierto. El olor a humo había desaparecido. Jacqueline tomó una galleta salada para aclarar el paladar antes de proceder a saborear el Zinfandel y manifestó su acuerdo con la afirmación de Irving. En su opinión, era el mejor vino de los tres. Después de terminar los tres vasos de vino, tomarse la mitad del tiramisú de Irving y probar, a petición de su anfitrión, un oporto de color rojo claro como el rubí, se notó lo bastante sosegada para decir: —No les pasa nada a tus vinos, ni tampoco a tu reserva. ¿Por qué me has hecho venir hasta aquí? —No te he engañado, ¿eh? —dijo Irving, que se reclinó sobre el respaldo, con la mirada súbitamente penetrante. Jacqueline comprobó con sorpresa que el vino que a ella la serenaba no había hecho la menor mella en él, que fue directo al objetivo: —Ha llegado la hora de que te liberes de tus miedos y seas la vidente que estás destinada a ser. —¡Lo sabía! —Jacqueline golpeó la mesa con la palma de la mano—. Sabía que había un propósito tras este paseíto por el callejón de los recuerdos. —¿Sientes una descarga cuando das un golpe como ése con la mano? ¿Notas que el tatuaje te habla? —preguntó al tiempo que la miraba con ojos chispeantes de curiosidad y perspicacia. —No, ni lo noto ni me habla —replicó. Se puso de pie y empezó a pasear junto a la vitrina de las curiosidades y miró sin ver el contenido, pero luego cayó en la cuenta de lo que estaba contemplando y preguntó—: ¿Qué haces tú con una colección de cabezas reducidas? —Me las regalaron durante mi viaje a Nueva Guinea. Volvió a estudiar el dormitorio con la mirada. Irving poseía textos y tesoros cuyo lugar era un museo. «¿Con qué fin?». —Te pregunté al entrar de dónde habías sacado todo esto y aún no me has contestado. —Algunas cosas son mías, las he adquirido en el transcurso de mis viajes. Otras las compraron los Elegidos y me las dieron a modo de souvenir. Algunas he tenido la suerte de tenerlas en préstamo de la Agencia de Viajes Gypsy y así se han salvado de la explosión. —¿Y eso...? La joven paseó entre las estanterías, encontrando más y más manuscritos valiosos, reliquias y rarezas. —He estado investigando sobre la comunicación no verbal. Es una maravilla tan poco habitual entre los que poseen un don, que algunos sostienen que ni siquiera existe. Ella se detuvo a contemplar una exposición de cristales sin cortar. ¿Eran gemas? —¿Guarda esto alguna relación con la mujer de la nariz rajada por la mitad? —Lo ignoro. ¿Es así? Ella se giró hacia el anciano con furia. —¡Esto es realmente irritante! Si lo supiera, no te lo preguntaría, ¿no crees?

111

—Tampoco yo tengo respuestas, y las necesito —repuso con repentina intensidad Irving, el formidable líder que había guiado a la agencia del desastre a la estabilidad—. Necesito enterarme de qué ocurrió ayer, cómo sucedió. Puedo dirigiros hasta que este equipo elija a un líder, pero preciso de algo donde centrarme, y tú eres la única que puede proporcionármelo. Ocupa el lugar que te corresponde y mira. —Claro, está chupado. «Sube al ático, Jacqueline, y no te preocupes de lo que haya allá arriba». —¿El ático? Casi resultaba divertido ver cómo Irving se ponía en guardia, igual que un perro de caza inglés al ver una perdiz. —De pequeña le tenía miedo a tu ático. Pensaba que ahí arriba había algo que me iba a atrapar. Le miró; él seguía con los ojos abiertos, con una expresión de significado inequívoco. «Estoy en la pista», se dijo, y suspiró. —Era una chiquillada, Irving, de verdad. —Todas las videntes tienen un lugar donde pueden recibir mejor sus visiones, donde pueden controlarlas, donde todo está claro. Zusane necesitaba estar cerca de la tierra, me lo dijo: tuvo su primera visión cuando estaba encerrada en un sótano. —¿Encerrada en un sótano? ¿Quién la había metido allí? Jacqueline captó un olorcillo a humo y miró a su alrededor sin ver ningún fuego. Luego preguntó: —¿Funcionan los detectores de humo de esta casa? —McKenna cambió las baterías el mes pasado. No cambies de tema. —Irving señaló hacia el techo con el dedo—. Tal vez necesites estar cerca del cielo. Sube, ve a mi ático. — Luego, con un tono de voz totalmente prosaico preguntó—: ¿Qué vas a perder si no funciona? —Nada, supongo. —El altillo la seguía amedrentando y el olor a humo era cada vez más intenso—. ¿Por qué no se lo pides a Tyler? El también es vidente. —Ya lo haré, pero tú estás destinada a ser... la mejor vidente que hemos tenido jamás. —¿Y qué pasa si quiero ser una enófila? —También puedes serlo. Puedes ser lo que gustes. Esos roles son ropas de quita y pon, pero la videncia es algo que llevas en el alma. Tomó entre los largos dedos la bola de cristal de su lugar y la alzó para examinarla. La esfera refulgió a la luz del sol, mezclando y uniendo colores, deslizándolos por la superficie lisa y haciendo que se desvanecieran en el aire. Jacqueline no le quitaba los ojos de encima al objeto. —No soy uno de los Elegidos, pero mi tatarabuela era una esclava africana traída a las Bahamas para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar y conocía bien el vudú. La abuela de mi padre era gitana. Vivió con esto. —Irving sostuvo en alto la bola de cristal—. Viajó de pueblo en pueblo, engatusando a las mujeres para que entraran en la tienda y leerles las líneas de la mano. Esa bola no es nada especial, sólo algo que ponía en el tronco de un árbol. La mayoría de las veces sólo soltaba paparruchadas, por supuesto. Pero en ocasiones, no sé cómo ni por qué, realmente veía el futuro. Tal vez lo veía en el cristal o tal vez tenía el don. Llévate y mira a ver si te sirve de algo. Considéralo un regalo.

112

—Un regalo con cadenas. —Se acercó al anciano, se arrodilló a sus pies y alzó la mirada en busca de sus ojos oscuros—. ¿Por qué debería hacer eso? El la tomó de las muñecas, le quitó los mitones, depositó la bola en sus palmas y puso las manos sobre las de la joven. —Estamos condenados al fracaso si no nos ayudas, Jacqueline, y todos los niños como tú, los abandonados sin esperanza, irán directos al infierno. Te necesitamos, te lo pido por favor. ¿Nos ayudarás? Parecía tan frágil, tan anciano, suplicándole de ese modo... «Viejo charlatán...» Entonces, desde lo más hondo de su ser, Irving lanzó un penoso grito de angustia. —Casi todos los muertos de ayer tenían edad para ser mis hijos, mis nietos o mis biznietos. —Le falló la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas mientras hurgaba en los bolsillos buscando un pañuelo—. Yo tendría que haber muerto primero. Debería haberme ido primero. Se llevó las manos a la cara y rompió en sollozos. El desgarro de un hombre aparentemente fuerte y que jamás se había venido abajo, ahora torturado por el dolor, resultaba un sonido terrible y devastador. Jacqueline se levantó de un salto, colocó la bola donde estaba y se sentó en el brazo del sillón. Le pasó el brazo por los hombros e intentó dar consuelo allí donde era imposible encontrarlo. —Jamás me di cuenta de que lo veías de ese modo —susurró Jacqueline. Irving se sonó la nariz y alzó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y las lágrimas colmaban las arrugas de sus mejillas. De pronto, su aspecto coincidía con su edad. —Eres joven, pero ¿puedes comprenderlo? Me he preparado para pasar a la próxima vida con la confianza de haber vivido una existencia buena y productiva, convencido de que lo había hecho lo mejor posible, de que me iba dejando un legado. Y en vez de eso, he perdido todo cuanto he construido en los últimos sesenta años. —La Agencia de Viajes Gypsy. —No; la institución en sí, no. Eso jamás importó. Yo la erigí con el fin de que los Elegidos, esa gente extraordinaria, ese puñado de personas poseedoras de dones increíbles, pudiera cumplir sus destinos y hacer el bien. Me tomé un interés personal en cada uno de ellos. Me enorgullecía de ellos. —Se golpeó el pecho con el puño y la voz se le volvió áspera, pero se esforzó por recobrar la compostura—. Y ahora han muerto todos. Jesse, Mónica y Olivia. Jack, Kevin y Natalie. Fred, Mildred, Eric, Carol y Owen. ¡Cuántos se han marchado! Llevo sus nombres escritos en el corazón. Eran mis hijos, y ningún padre debería ver morir a sus hijos jamás. Maldita sea. Lo decía en serio. Ella lo sabía. Siempre había vivido y respirado Agencia de Viajes Gypsy y su misión secreta. Conocía a todos los empleados, a los guías y a cada uno de los Elegidos. Les felicitaba el cumpleaños por correo electrónico, elogiaba sus logros y les felicitaba por los matrimonios y el nacimiento de los hijos. Y ahora, todos habían muerto y los sueños y esperanzas del anciano se habían hecho añicos. —De acuerdo. —Jacqueline, heredera del mismo don y la misma marca que la primera vidente del mundo, tomó la bola de cristal—. Lo haré. —Se dirigió a la puerta, pero vaciló tras abrirla y se volvió. Irving la observaba lleno de esperanza y con lágrimas en los ojos—. Ahora

113

bien, que me zurzan si alguna vez vuelvo a subir aquí para compartir una botella de vino contigo, Irving Shea.

114

CAPÍTULO 21

Jacqueline se adentró en el ático con la bola de cristal en la mano. Había jugado allí arriba siendo niña y nada había cambiado; seguía enorme, reluciente y vacío. Las paredes y el suelo estaban pintados de blanco. Motas de polvo flotaban a lomos de los rayos que se filtraban por los ventanales del lado oeste antes de posarse sobre los muebles y cubrirlo todo con su fino manto. La puerta de la pared más alejada conducía a otra estancia como aquella. Había un armario ropero en un rincón. Había corrido una y otra vez por aquella habitación, arrastrando de la correa a un perro. Allí había jugado con muñecas y leído libros. Pero un día, cuando tenía ocho años, dejó de acudir al ático. No recordaba el motivo, sólo se acordaba del pánico. Ahora tenía miedo. Estaba un poco achispada y muy contrariada. El olor a humo impregnaba el aire y aquella estúpida esfera no sólo era pesada, sino también resbaladiza. Se la puso en la axila para impedir que se le cayera. Cruzó la enorme habitación caminando sin rumbo fijo y acabó por llegar al armario. Lo abrió: de las perchas colgaban viejos abrigos, y unas cortinas gastadas descansaban dobladas en los cajones. Se dirigió a la puerta y la abrió también para escudriñar el interior de la segunda habitación, un calco de la otra, pues tenía los mismos ventanales, la misma luz y el mismo armario, pero parecía, más oscura. Sin embargo, no logró ver ninguna fuente de humo, así que cerró de un portazo y anduvo sin rumbo fijo dentro de un cuadro iluminado en el suelo trazado por la luz de los ventanales. Alzó la esfera de cristal en dirección a la claridad y la sostuvo en alto para observar cómo se deslizaban los colores dorado, azul y verde por la brillante superficie. Su madre entraba y salía de las visiones sin el menor esfuerzo, pero Jacqueline casi se sintió una estúpida al intentarlo. ¿Cómo se propiciaba una visión? ¿Se entonaban cánticos? ¿Se respiraba hondo como en el yoga? ¿Se bailaba acaso la danza de la lluvia? El vino la había relajado, y eso, probablemente, iba a ayudarle a... Aquello no funcionaría, y lo que resultaba aún peor, el tufo aumentaba cada vez más. Iba a bajar las escaleras y decirle a McKenna que allí arriba había un problema con la instalación eléctrica o algo parecido. Podían tener un disgusto serio si se declaraba un incendio, y no necesitaban más contratiempos. Ya tenían bastante con el atentado. Vaya, aquello era un aburrimiento.

115

La humareda le irritó los ojos y, por unos instantes, se sintió alarmada. Entonces desaparecieron los colores de la bola de cristal y en lo más profundo, justo en el centro, refulgió una llama roja seguida de una explosión de amarillo. La esfera se le resbaló de la mano y cayó girando lentamente en el aire hasta aterrizar en el suelo. El golpe fue tan fuerte que salieron volando astillas del entarimado de madera, y se quedó inmóvil. El mundo adquirió un tono sepia, y entonces lo entendió. Aquello era una visión. Irving estaba en lo cierto, tal vez ella no lo quisiera, pero sin duda tenía la aptitud. Aquello era claramente una visión. En ese momento, alguien soltó junto a su oído un agudo grito de pánico. El alarido hizo volver a Jacqueline al mundo real, pero cuando miró a su alrededor... no estaba en el ático. Se encontraba en el pasillo de un avión, un jet privado con una docena de lujosos asientos dispuestos alrededor de una mesa y la televisión de 50 pulgadas y pantalla parpadeante dominando una pared; enfrente de ésta, una joven con un vestido negro de Yves Saint-Laurent apretaba los puños y mantenía los brazos pegados a los costados. Era ella quien gritaba, y gritaba, y no dejaba de gritar. Jacqueline reconoció aquella aeronave. Había estado a bordo de ella con Caleb cuando volaron de California a Nueva York. Ahora todo era diferente. Un espeso humo negro llenaba la cabina. Las máscaras de oxígeno colgaban del techo. Una señal de alarma sonaba en la carlinga. Una docena de personas gritaba e iba a trompicones de una pared a otra del pasillo, en tanto que el avión daba tantas sacudidas como el potro mecánico de un bar de cowboys. El avión se ladeó, haciéndole perder el equilibrio. Jacqueline se estampó contra la mesa, rompiendo una botella y dispersando los naipes. El intenso olor a regaliz del ouzo, el famoso licor griego, impregnó el aire por un instante. Bajó la vista cuando sintió un dolor en la mano. Una esquirla de cristal le había abierto un tajo en la palma desnuda, seccionándole en dos el tatuaje. La sangre carmesí manó en cuanto retiró el cristal, un trozo grueso y ancho de lo más cortante. Volaba derecha al desastre. «Pero es una visión, sólo eso». Las luces parpadearon antes de apagarse. Fuera era de noche. Jacqueline vio cómo el viento se llevaba las chispas procedentes del ala izquierda. Dentro de la cabina se encendieron las luces de emergencia, de baja potencia. Como si el humo la hubiera encontrado otra vez, se levantó del suelo una humareda que se enroscó a su alrededor como si fuera una boa constrictor, cegándola y llenándole los pulmones. Tosió, intentó respirar y volvió a toser. «Una visión, esto sólo es una visión». El jet cabeceó, lanzándola contra el lado opuesto. Se llevó un buen golpe en la cadera contra uno de los asientos. Era una visión, mas no la sentía como tal. El humo la asfixiaba, la sangre de su mano era húmeda y pegajosa, y le dolía la cadera contusionada. Deseó cerrar los ojos, taparse los oídos, salirse de aquella quimera, pero no se atrevía. Estaba allí, en el avión, y aquello era una catástrofe. Se disparó otra alarma. Un tipo uniformado se dirigió a los pasajeros a grito pelado mientras les entregaba a todos chalecos salvavidas.

116

No, chalecos salvavidas no. Eran paracaídas. Cielo santo. El auxiliar de vuelo, ¿o era el piloto?, estaba a punto de abrir la portezuela. Ella quiso mirar por la ventana para descubrir si se veían luces a fin de saber si sobrevolaban tierra o se precipitaban sobre el mar. Entonces algo atrajo su atención: una mujer cruzó la cabina y se dirigió al hombre de uniforme sin perder la calma. Vio el centelleante vestido de lentejuelas doradas, la silueta curvilínea y opulenta, el peinado elegante de aquellos cabellos de glorioso dorado con una horquilla de diamantes... —¡Madre! —chilló Jacqueline. Zusane alzó los ojos. Las miradas de ambas se encontraron. Ella también la vio. Jacqueline se hallaba realmente allí. Los bandazos y el bamboleo de la aeronave aumentaron de intensidad. Zusane luchó por abrirse paso hacia su hija, y viceversa. —Jamás he visto una cosa como esta —gritó la mujer—. ¡No deberías estar aquí! —Madre, coge un paracaídas. ¡Sálvate! —Es demasiado tarde para eso. Jacqueline hizo intento de agarrarla, pero Zusane se zafó. —¡No me toques! Dolida, la joven retiró las manos y las miró. Todavía sangraba por una de ellas y la sangre emborronaba su tatuaje. ¿Le preocupaba a su madre que le manchara de sangre el vestido o que su don se hubiera arruinado por culpa del tajo en la mano? —No seas así, cielo —dijo Zusane—. Ignoro cómo ni por qué estás aquí, pero no deberías estar. No lo hagas más real de lo que ya es. Jacqueline no comprendía a qué se refería, no tenía ni idea de qué podía ser. El tripulante de uniforme mantenía abierta la puerta, por cuyo hueco se colaba el frío que despejó el interior del jet, excepto la posición de Zusane, donde el humo se arremolinaba denso, oscuro y pringoso. La vidente hizo un ademán y el humo pareció obedecer al gesto, pues se arremolinó hasta cubrir a Jacqueline, sujetándola entre sus anillos fuliginosos. —¿Qué ocurre? —gritó Jacqueline, asustada. Zusane miró más allá de su hija y vio algo que le hizo abrir los ojos con desmesura. Luego, echó atrás la cabeza, como si alguien la hubiera abofeteado. —Zusane, idiota —dijo con toda claridad mientras levantaba los brazos como si fuera a protegerse de un puñetazo. Perpleja, Jacqueline se volvió y siguió la dirección de la mirada de su madre. Allí había un hombre calvo de mediana edad y constitución ligera, que vestía un traje negro hecho a medida y le pareció otro más de los novios ricachones de su madre... hasta que éste la miró directamente con unos ojos iluminados por una llama azul que ardía en su interior. Jacqueline jadeó de miedo y tosió repetidas veces a causa del espeso humo.

117

Sabía quién era. Siempre había oído historias acerca de él, siempre la habían prevenido contra él, pero nadie le había visto nunca. Lo había considerado un mito, así lo había deseado, pero ahora sabía la verdad. Los pasajeros se pusieron los paracaídas, corrieron hacia la puerta y saltaron uno tras otro. La joven del vestido negro de Yves Saint Laurent se lanzó sin ajustarse bien el paracaídas, que voló hacia atrás y se desplomó dentro de la cabina. Ella gritó mientras caía en picado hacia el suelo. «Santo Dios, es un infierno». —Aún no —le respondió el hombre a pesar de que ella no había expresado sus pensamientos en voz alta. —¡Madre, ven conmigo! Jacqueline se sujetó el pecho dolorido y se dirigió hacia el auxiliar de vuelo, seguida de cerca por su madre mientras un frío gélido entraba por el hueco abierto de la puerta. El humo pendía muy cerca de ambas. Jacqueline tomó un paracaídas y se lo entregó a su madre con determinación. —¡Cógelo, cógelo! —Saltar no tiene sentido —sentenció el hombre de los ojos llameantes, y Jacqueline le oyó con nitidez a pesar de los alaridos, las alarmas y las ráfagas de viento. La suya era una voz tranquila, calmada, como la de un presentador de informativo... y penetrante, invadía cada molécula de aire, le hablaba a su mente, le hablaba al oído—. El suelo está demasiado cerca. Los paracaídas no van a abrirse a tiempo. Las dos vais a morir. El miedo le hizo un nudo en la garganta a Jacqueline. Él tenía razón, claro que sí. Había preparado todo el escenario con el fin de destruirlas a ambas. Su madre también lo sabía, era consciente y se culpaba, pero aun así sonrió y mantuvo la calma. —Jacqueline, cielo. Sólo cabe hacer una cosa; venga, vamos hacia la puerta. Mientras lo hacía, el hombre de uniforme se abrochó el paracaídas y saltó. Se oyó un alarido. Sólo quedaron a bordo del avión tres personas: Zusane, Jacqueline y el hombre de llameantes ojos azules. Azuzada por el pánico, Jacqueline echó una ojeada hacia atrás que le permitió ver cómo él se les acercaba. Se movía con un paso tan ligero que parecía negar el balanceo del avión... porque era él quien lo hacía oscilar. —Te quiero, recuérdalo siempre. Zusane estuvo a punto de tocar a su hija, casi sostuvo su mejilla con la mano ahuecada. Jacqueline quiso volver a gritar de miedo, pero el humo aún la rodeaba y le llenaba los pulmones, y eso redujo su voz a un chirrido. —¡Deprisa, madre! —Sí.

118

Zusane arrebató el paracaídas de la mano de su hija, lo cual hizo que ésta perdiera el equilibrio. Tras apoyar la palma de la mano en el pecho de Jacqueline, Zusane la empujó hacia atrás, fuera del jet, hacia la nada.

119

CAPÍTULO 22

J

—¡ acqueline! —Caleb la sostuvo en sus brazos y le habló con dureza—. Deja de chillar, Jacqueline. Al oír su firme voz, se quedó paralizada: los párpados cerrados con fuerza, los puños cerrados y las rodillas levantadas, pero el viento había dejado de azotarle el rostro, el maltrecho avión ya no se abatía en picado, los gritos de los pasajeros al caer ya no le herían los oídos y la iluminación de tierra firme ya no estaba cada vez más próxima. «Las luces están muy cerca, demasiado cerca. Vamos a morir todos». El recuerdo era tan vívido que se levantó de un salto y abrió los ojos de forma desmesurada, martirizada por el miedo; nada más abrirlos vio el rostro de Caleb, tan cerca que podía notar su respiración y sentir su preocupación. Y aparte de eso, se encontraba en el ático. ¡En el ático! Ella había estado en ese mismo lugar a primera hora de la tarde. Ahora, el cuadro de luz proyectado por el sol se había desplazado y la joven tembló de frío y sorpresa. Así pues, el avión, el accidente, su madre... nada de eso había sido real... Pero tenía que serlo. —Háblame, Jacqueline —le pidió el guardaespaldas. La interpelada alzó la mano y se miró la herida de la mano. El tajo había hecho desaparecer la marca representativa de su don. Si el ojo había quedado cegado, ¿significaba eso que quedaba incapacitada para ser vidente? —La bola de cristal rompió un tablón del entarimado y te cortaste con la madera —le explicó él. Ella miró hacia el lugar indicado por Caleb. La esfera había horadado el suelo y, diseminadas como esquirlas de una botella rota, había astillas de madera noble por todas partes. Y mientras, en su mente resonaban una y otra vez unas palabras: «Si lo investiga, morirá; si lo investiga, morirá». La joven intentó hablar sin lograrlo. «El humo». Se llevó la mano a la garganta. —No has dejado de gritar y gritar —explicó Caleb, pálido, tenso, enojado.

120

—Mi cabeza... —musitó con un susurro ronco. —Te golpeaste al caer. —No me caí. Me empujó mi madre. En el ático se hizo un hondo y profundo silencio de pura preocupación. —¿Qué quieres decir con eso de que te empujó tu madre? —inquirió él, haciendo un claro esfuerzo para que la pregunta sonara neutra. —Mamá me empujó fuera del avión. Me empujó fuera del avión. ¡Me empujó fuera del avión! ¿Cómo puedo decírtelo más claro para que lo entiendas? Los pulmones parecían desgarrársele mientras gritaba. Jacqueline se incorporó y se encaró con otros nueve pares de ojos: Irving, Martha, McKenna, Isabelle , Charisma, Tyler, Aarón, Samuel y Alexander. Todos parecían traumatizados, curiosos, asustados y avergonzados. —¿Qué avión? —preguntó Isabelle con voz clara y serena. —Ella estaba en un avión. Bueno, estábamos las dos. En el jet, ¿lo recuerdas, Caleb? Lo usamos para venir de California a Nueva York. Su dueño... Estaba él. Fue cosa suya. Jacqueline empezó a alzar la voz y hablar con insistencia. Deseaba que ellos vieran y creyeran, pero le dolía demasiado la cabeza, donde sonaba un insoportable murmullo de voces y gritos, donde aparecían y se consumían los recuerdos, y entre tanto se repetía la misma frase: «Si lo investiga, morirá; si lo investiga, morirá». Movió la cabeza a uno y otro lado como una posesa con el deseo de cubrir el globo de cristal y asegurarse de que nadie la miraba y moría, pero no podía tenerse en pie, y se desplomó. Caleb la tomó en brazos. Sentía un dolor punzante en la cabeza. Levantó una mano y se la llevó a la frente dolorida, y una vez más oyó las palabras. «Si lo investiga, morirá; si lo investiga, morirá». Tenía una sensación extraña en la mano: la notaba entumecida y, al mismo tiempo, le ardía. La miró e intentó mover los dedos sin conseguirlo. ¿Acaso se había seccionado los nervios? Le seguía manando abundante sangre por la herida de unos cinco centímetros. —El prometido de mi madre... —intentó explicarlo de nuevo—. Su avión estaba en llamas. Mi madre le vio. Yo le vi. La opresión del pecho empeoraba por momentos y apenas podía respirar. Tosió y se agarró el cuello de la camiseta para estirarlo. Sentía los pulmones destrozados y en carne viva. —Vale. —Caleb la rodeó con los brazos—. Vamos a llevarte a un hospital. —¡No! —Irving extendió los brazos e hizo retroceder a los hombres—. Dejad que la ayude Isabelle. —¿Y cómo va a hacerlo? —inquirió Caleb—. ¿Acaso ella es médico? La aludida se puso de pie en silencio. Vestía unos pantalones comprados en una tienda de segunda mano, una camiseta azul de manga larga que le sentaba mal a una silueta tan delgada como la suya y unas chancletas baratas. Y aun así, parecía una dama de los pies a la cabeza, aunque no muy feliz de convertirse en el objeto de atención general. —Es una sanadora empática, en eso consiste su don —explicó Irving. —¿Y eso qué significa? —quiso saber Tyler.

121

—Ella es capaz de absorber las penas y los dolores de Jacqueline, compartirlos con ella y curarla. —Se volvió hacia Isabelle—. Si ella quiere. Samuel se cruzó de brazos, adoptando una pose que era el epítome del conocimiento y la incredulidad. Isabelle alzó el mentón y se arrodilló junto a la vidente. —Puedo ayudarte si me lo permites —aseguró con su preciso acento bostoniano. Caleb apretó a Jacqueline contra el pecho con gesto frío y adusto. —Quiero llevarla al hospital. —No podemos —replicó Irving, impaciente y dictatorial—. Acaba de tener su primera visión y ha sido lo bastante poderosa para hacerle esto. No podemos llevarla a un hospital, explicar lo que le pasa y correr el riesgo de que le largue a alguien que su madre la empujó de un avión. La someterán a una evaluación psiquiátrica en el mejor de los casos y lo más probable es que piensen que tú has abusado de ella y le exijan presentar cargos contra ti. Es una vidente novata, no puede controlar lo que le sucede y podría tener otra visión mientras está así, y no vamos a poder visitarla en el hospital sin atraer la atención de los Otros. Te lo aseguro, Caleb, para ellos no hay otro objetivo más deseado que nuestra vidente. Isabelle hizo caso omiso a la perorata del anciano y a la oposición del guardaespaldas. Centró su atención en Jacqueline, a quien se dirigió con voz suave. —Necesito tocarte. No voy a hacerte daño. ¿Confías en mí? La vidente la miró fijamente a los ojos. Isabelle estaba muy tranquila y confiaba plenamente en su don. Jacqueline necesitaba ayuda: sangraba por la brecha de la mano, tenía algún daño en el cerebro y no dejaba de crecer la opresión del pecho, lo cual la privaba de oxígeno. No había muerto en la caída libre desde el jet, pero temía perder la vida allí mismo. —Por favor —susurró, y asintió con la cabeza. Caleb se tensó. La sanadora puso los dedos sobre la frente de Jacqueline, justo encima de los ojos, y luego a la altura del pecho, sobre el corazón. El dolor no aminoró, pero la mente de Jacqueline empezó a percibir la realidad de aquel tiempo y lugar. El ritmo cardiaco se ralentizó cuando se moderó la respuesta de lucha o huida. Ahora estaba a salvo, estaba segura en los brazos de Caleb. Tendría que afrontar lo sucedido en el avión, fuera lo que fuera, pero todavía no, no hasta que se sintiera mejor o supiera que al menos iba a sobrevivir. Isabelle retiró las manos y las colocó encima del cuerpo de Jacqueline, y de esa guisa lo recorrió de los pies a la cabeza, todavía sin tocarla. Mantuvo las manos ahuecadas a escasos centímetros de la piel de la joven malherida, haciendo pausas de vez en cuando a fin de asegurarse y decidir. Entonces, cuando hubo terminado, volvió a mirar a Jacqueline y le dijo: —Ahora vamos a comenzar. Deslizó las manos alrededor de la cabeza, la sostuvo entre las palmas ahuecadas, suspiró y se balanceó mientras localizaba el bulto en la cabeza de Jacqueline y mientras la jaqueca de ésta disminuía, los ojos de Isabelle se llenaban de lágrimas; luego, alejó las manos y permaneció sentada en silencio, con el rostro crispado en tanto luchaba para vencer el dolor. Jacqueline intuyó que Isabelle había compartido su suplicio para sanarla. —Estoy mejor —anunció la vidente, y tosió dos veces más.

122

La sanadora se apresuró a poner las manos sobre el pecho de Jacqueline. El ahogo acentuó su intensidad y ésta apenas pudo respirar. Entonces, empezaron a toser las dos juntas, tomaron aliento de forma desesperada y empezaron a convulsionarse febrilmente. Jacqueline se aovilló hasta formar una dolorida pelota. Ese humo parecía estar cortándole por dentro los tejidos de los pulmones al tiempo que se aferraba a las vías respiratorias con ganchos y garfios. Isabelle no podía ayudarla con él. Ni siquiera juntas podían combatirlo. Caleb la sujetó por los hombros. —¿Por qué la enviaste aquí arriba? —le oyó preguntar a Irving; lo hizo a grito pelado, pero ella lo escuchó débilmente. —Porque necesitamos orientación, una profecía, algo —le respondió el anciano, también dando voces. A pocos metros de distancia, la vidente vio a Samuel, acuclillado junto a Isabelle mientras ésta se estremecía y tosía. Iban a morir las dos. Iban a morir. Y justo cuando parecía que eso estaba a punto de ocurrir, la tos se detuvo, el dolor cesó y ambas fueron capaces de respirar. Muy aliviada, Jacqueline se desplomó desmadejada. Isabelle descansó sobre el suelo junto a ella, con las manos en la garganta y resollando con dificultad. Ambas yacieron allí, fatigadas y sudorosas a consecuencia del esfuerzo. Jacqueline alargó la mano para tocar la de Isabelle, quien se volvió para mirarla. —Gracias —susurró la vidente. —Ese humo... —empezó Isabelle, pero entonces, tras un rápido vistazo a los rostros expectantes, cambió de idea, y se limitó a decir—: Bienvenida. Caleb tocó su mejilla y la miró a los ojos. —¿De verdad que estás mejor? Jacqueline asintió. Entonces, él alzó la mirada y se dirigió a Isabelle: —¿Y qué hay de la mano? Samuel seguía arrodillado junto a la sanadora, y al oír eso, miró fijamente al guardaespaldas y le espetó: —Dale un respiro, ¿de acuerdo? Casi se muere ayudando a tu novia. Isabelle no dijo nada ni hizo ningún ademán de agradecimiento a Samuel por el hecho de que éste hubiera terciado en su defensa. Éste puso mala cara, se incorporó y se alejó a grandes zancadas, dejando tras de sí un silencio bastante tenso. La sanadora se reacomodó y se apartó el cabello del rostro; luego, con el mayor refinamiento y serenidad posibles, espetó con voz ronca: —Lo creas o no, la mano de Jacqueline es el menor de los problemas. Jacqueline se miró a hurtadillas la palma: tenía un color cobrizo a causa de la sangre seca y estaba húmeda, pues la herida seguía supurando. No era «el menor de sus problemas». ¿Cómo podía explicar lo que había intentado hacerle el hombre de ojos flamígeros?

123

Con cuidado, se cubrió la mano dañada con la sana. Caleb sacó un pañuelo del bolsillo y le envolvió la mano a fin de proteger la herida. Martha se adelantó y dijo: —En mis tiempos, adquirí mucha experiencia en eso de coser heridas; ninguna de las que curé se infectó nunca y jamás perdí un paciente. —Llevémosla a nuestro cuarto y allí podrás encargarte mejor de eso. Caleb ayudó a Jacqueline a ponerse de pie y Alexander asistió a Isabelle. —Espera. —Irving los detuvo con una temblorosa mano en alto—. Primero debo saber... Jacqueline, ¿qué viste? La joven tembló cuando comprendió que ella... lo había visto... había estado allí. Se lo contó todo a Irving, y a los demás; con voz vacilante y entrecortada, les habló de Zusane a bordo del jet a punto de caer, de cómo su madre la había visto y se había horrorizado, cómo había intentado salvarla y cómo Zusane la había empujado fuera del avión con sus propias manos. Lo dijo todo, todo salvo que había visto al hombre de llameantes ojos azules. Algo la detuvo; en parte era precaución y en parte falta de confianza en personas a quienes apenas conocía. —Por tanto, tu madre te salvó la vida —concluyó Tyler. Jacqueline ladeó la cabeza en dirección al hombre apuesto y callado—. Sí, lo hizo. —Parecía muy seguro de la realidad—. Habrías quedado sujeta a ese tiempo y ese lugar si hubieras caído con el avión o te hubieras enredado con el paracaídas, y no hubieras podido escapar. Al echarte de allí, te hizo regresar al ático donde estabas teniendo la visión. —¿Cómo sabes tú eso? —inquirió Charisma. —No sé cómo, pero lo sé —replicó, encogiéndose de hombros—. Ya sabes, también yo soy vidente. —Pues va a ser eso. Lo de Zusane es increíble: me tira de un avión y gana el premio a Madre del Año —murmuró. Reinó de nuevo un silencio incómodo, cuya presencia ya era casi habitual en el ático. —Basta de conversación. Jacqueline necesita acostarse —anunció Caleb con determinación, y la llevó hacia la puerta. Todo el mundo los siguió escaleras abajo en solemne procesión y entraron en el dormitorio. Irving señaló la silla a fin de que Isabelle se sentara, mientras Caleb ayudaba a Jacqueline a tumbarse. —¿Estás bien? —preguntó en voz baja. —Sí. Ve y averigua lo que puedas sobre mi madre. No lo dijo porque albergara duda alguna, sino porque Caleb había sido su guardaespaldas durante años. Una vez se alejó de Jacqueline por orden de Zusane, a quien le era totalmente leal, y ahora la vidente percibía su desasosiego debajo de una máscara de calma. Asintió con la cabeza y se marchó. Martha también se fue, pero al volver trajo una bolsa con un equipo de primeros auxilios. Retiró la tela del pañuelo y examinó la palma herida. —¿Podría hacerle una sugerencia, señor Shea? —preguntó con voz estridente y en tono de evidente desaprobación—. En el futuro, cuando mande usted a la señorita Vargha a tener una visión, tal vez sería prudente, para su seguridad, que alguien trazara un círculo en torno a ella.

124

Por lo que tengo entendido, un círculo dibujado por uno de los Elegidos garantiza al menos una cierta protección. Irving había encontrado el mando a distancia de la televisión y la había encendido, y ahora se dedicaba a pasar de un canal a otro. El anciano no le prestaba la menor atención mientras respondía: —Sí, buena idea. Asegúrate de tener esa precaución la próxima vez, Jacqueline. Martha suspiró con fuerza. McKenna salió de la estancia y regresó con botellas de agua y un plato lleno de tacos de queso y frutos secos. —Tome, señorita, le vendrá muy bien después de su terrible experiencia. El mayordomo no parecía haber cambiado nada en la voz ni en el aspecto, pero Jacqueline estaba complacida. Había ayudado a Irving y con eso había recuperado el favor de McKenna. Gracias a Dios, ya no iba a tener que preocuparse porque le sirviera el pollo poco hecho. Alexander se lanzó sobre el piscolabis como si no hubiera comido en meses. Los demás dieron las gracias mientras tomaban el agua. La bolsa de Martha resultó estar sorprendentemente bien equipada. Se puso a trabajar en la herida de la palma, y cuando vio que Jacqueline no dejaba de mirar con ansiedad lo que hacía, le dijo: —No puedo saber cuáles son los dones de Isabelle, pero yo era enfermera cuando me reclutó la agencia. —Pensé que eras... —Jacqueline se calló al ver que Martha le dedicaba una sombría mirada. —¿Doncella? ¿Cocinera? ¿Ama de llaves? He sido todas esas cosas también. —Le había dado unos puntos pequeños con gran limpieza—. He sido todo cuanto me han pedido que sea. —Por lo cual te estamos agradecidos —contestó Irving sin desviar la mirada de la televisión. Aarón y Alexander también seguían con los ojos puestos en la pantalla. Todos los ocupantes de la casa, excepto Caleb y Samuel, se hallaban en la pequeña habitación. Veían la tele o picoteaban el aperitivo. Ninguno parecía querer marcharse. Todos querían confirmar la visión de Jacqueline. ¿Y qué iban a hacer cuando tuvieran dicha corroboración? ¿Achantarse? ¿Darle las gracias? ¿Tratarla como a un bicho raro? Comprendió con cierta sorpresa que no iban a hacer nada de eso, puesto que entre los Elegidos ella no era un bicho raro, era quien tenía el don. Se inclinó hacia Martha y le susurró: —¿Podrías hacer que el tatuaje fuera como antes? La mujer alzó los ojos, miró a Jacqueline y debió de ver algo de su agrado, pues sonrió por primera vez que la vidente lograra recordar. —Haré cuanto pueda —aseguró con una sonrisa. —No pido nada más. Jacqueline se relajó y se echó hacia atrás, sintiéndose en casa por primera vez en su vida.

125

CAPÍTULO 23

Caleb regresó cuando Martha empezaba a guardar el instrumental en la bolsa. Su rostro era severo y parecía más viejo. —No he logrado localizar a Zusane en el móvil, lo cual no me sorprende, pero tampoco he podido hablar con ninguno de mis hombres, y eso no es normal. —¡Maldición! —Irving apagó la televisión, disgustado—. Aquí no dicen nada. ¡Alexander! Éste se levantó de un salto y dejó caer un pedazo de queso sobre la alfombra. —¿Qué, señor? —A ti se te da bien Internet... —¿Ah, sí? Recogió el pedazo de queso y se lo llevó a la boca. —Eres un universitario, claro que sí. —Sí, si lo que se busca es porno —soltó Aarón por lo bajo, y eso le valió un fuerte puñetazo de Alexander en el brazo. Tyler se echó a reír, pero enseguida sofocó las carcajadas y se ofreció. —Tengo buena mano buscando cosas en Internet. —Bien, vamos, usemos mi ordenador y a ver si me encuentras noticias sobre... —Irving se detuvo y lanzó una mirada de ansiedad hacia Jacqueline. Ambos se miraron a los ojos. Ella no iba a ponerse histérica, si era eso lo que le preocupaba, pero tenía una convicción absoluta, mientras que él necesitaba una confirmación. Su madre había muerto. Otra baja más en la batalla entre el bien y el mal. Jacqueline deseaba preguntar quién iba ganando. El debió de leer la verdad en el semblante de la joven, pues de pronto pareció viejo y agotado. —Caballeros, vámonos; dejemos solas a las damas. Irving se colgó del brazo de McKenna y se apoyó en él mientras salían del dormitorio. Aarón agarró a Alexander por el cuello de la camisa y le hizo salir de la estancia a empujones.

126

—Venga, chico, demuéstranos lo bien que se te dan las búsquedas con Google. Tyler los siguió a cierta distancia. Parecía uno de esos elfos altos de Tolkien entre humanos pendencieros y sobrados de desparpajo. La estancia pareció más espaciosa cuando se hubieron marchado los cinco hombres, pero también más fría. —Vas a sentir molestias en esta mano —le anunció Martha a Jacqueline mientras le entregaba un frasquito de píldoras—. Tómate dos de estas cada cuatro horas. Ahora te traigo algo de comida. Se despidió con un eficiente gesto de asentimiento y salió a toda prisa por la puerta. Su marcha dejó solos a Isabelle, Charisma, Jacqueline y Caleb. Un silencio forzado imperó en la sala. El guardaespaldas se sentó en la cama junto a la mujer herida. Tomó su mano vendada y la estudió. —¿Te lo reconstruyó? —Hizo todo lo posible —contestó la vidente, repitiendo la garantía dada por Martha, reconfortante por la promesa implícita en ella. —Bien. —Caleb levantó los ojos de la extremidad dañada y los clavó en los de Jacqueline—. Dime, ¿a santo de qué subiste al ático? —Irving pensó que podría acceder a mis visiones desde allí. —Caleb casi se levantó, y tenía pinta de querer matar a alguien, por lo cual, la joven se apresuró a agregar—: Y estaba realmente muy triste. —Así que te tocó la fibra sensible, ¿no? Caleb no podía parecer más cínico. —No seas así. Al principio pensé que era puro cuento, pero está destrozado de verdad. Ha perdido a sus amigos y camaradas. Piensa en ello. —Le tiró del brazo—. Esta tragedia le ha herido... demasiado. —Vale. —Caleb puso la mano sobre la cabeza de Jacqueline y luego se dirigió a Charisma e Isabelle—: Os quedaréis con ella y le haréis compañía hasta que averigüemos qué ha pasado exactamente. —Por supuesto, señor D'Angelo. Será un placer. Isabelle se levantó y habló con aplomo, pero a él no le pasó desapercibido su aspecto cansado y demacrado y, al igual que Jacqueline, acunaba una mano con la otra. ¿Acaso también ella tenía un tajo en la mano ahora? Charisma tenía menos de dama y más de matona. —Haz tus pesquisas, Caleb. Les echaré un ojo a las dos.

En el primer piso, Aarón observaba cómo la mirada de Irving iba de la pantalla de televisión, en la que resonaban los canales de noticias, al estudio donde Alexander y Tyler discutían acerca de las palabras clave apropiadas para la búsqueda. Cuando se dio el paseíllo dos veces, con impaciencia creciente, Aarón acudió junto a él. —Deje que le ayude, señor —se ofreció.

127

El dueño de la mansión lo taladró con la mirada, miró de soslayo a los otros dos y aceptó el brazo de Eagle. —Gracias, muchacho. Ha sido un día muy largo para un viejo como yo. Irving bordó el papel de anciano débil mientras recorrían el pasillo y entraban en la sala de la televisión. Una vez allí, se enderezó, se sentó en el escritorio y quitó el sonido a la tele. —Cierra la puerta al entrar. Aarón hizo lo que se le pedía. —¿Qué opinas tú? —quiso saber el dueño de la mansión. —Estamos en una posición muy precaria si nuestro próximo movimiento depende de un vidente, o de dos en el mejor de los casos. Existen otras vías, probablemente igual de precisas, para vaticinarnos lo que se avecina. —Profecías. Los labios de Irving se curvaron con desdén. El anciano se aferraba a sus ideas y estaba de malas pulgas. —En mi negocio he visto muchas cuidadosamente preservadas y consignadas en manuscritos y rollos de papiro. —Y los robaste. —Así es —admitió Aarón. Después de todo, él era el mayor ladrón de piezas de arte, y por ese motivo acabó metido en semejante avispero. —Las vi a docenas en mis buenos tiempos, tanto aquí como en la biblioteca de la agencia. —Irving señaló con un ademán las estanterías abarrotadas de libros—. He conocido a autoproclamados profetas, incluso he leído el original de Nostradamus. No importa que sean reales o falsificaciones, bien valoradas o consideradas basura. Intentar averiguar qué profecía aplicar al día de hoy es como buscar una aguja en un pajar. —Necesita un bibliotecario. —Teníamos uno. Voló con el edificio. —Lamento oír eso, pero en realidad no es tan difícil. —Los labios de Aarón se curvaron en una mueca extraña—. Hay un bibliotecario, el doctor Hall, experto en lenguas antiguas y profecías. Trabaja en la Biblioteca Pública de Nueva York.

128

CAPÍTULO 24

M

— ás vale que te lavemos esa cara, Jacqueline —concluyó Charisma con pragmatismo mientras se dirigía al cuarto de baño. —Sí —confirmó Isabelle dejándose caer en la silla—, estás cubierta de sangre. Instintivamente, Jacqueline se llevó la mano al chichón del cogote, una zona todavía muy sensible. Isabelle sacudió la cabeza. —Te has frotado el rostro con la mano, y con esa pinta pareces un soldado herido. Charisma apareció en la entrada con una toallita húmeda. —En cierto modo, eso es lo que es. Jacqueline salió de la cama, se inclinó sobre el tocador y se miró en el espejo. Estaba pálida y tenía manchas cobrizas en las mejillas y en la frente, y unos ojos saltones a causa del pánico, como los de un ciervo que ha escapado de un bosque en llamas. —Menuda facha, parece que llevo pinturas de guerra. Me lo podíais haber dicho, ¿no? —Teníamos otras cosas en las que pensar —contestó Charisma, y le entregó la toallita. Jacqueline se frotó las manchas rojizas; luego hizo una pausa y ladeó la cabeza. Podía oír el goteo del agua. Lento. Regular. Constante. —¿Te has dejado abierto el grifo del baño, Charisma? —Creo que no. —La muchacha fue a comprobarlo y regresó—. No. Está cerrado. —Vale. Jacqueline volvió a aplicarse en la limpieza de su rostro y deseó que en su mente se detuviera el constante goteo. Sólo pedía eso: que se detuviera. —Supongo que es cosa mía —repuso—. Consecuencias de recibir un buen golpe en la cabeza. —Nadie te pegó, te la golpeaste al caer, ¿te acuerdas? Charisma la miró detenidamente, preocupada. —Tienes razón, supongo. Jacqueline vio en el espejo cómo intercambiaban una mirada.

129

Los chicos habían comprado vaqueros negros y camisetas para todas las mujeres, así que todas iban vestidas de forma muy parecida. Habrían parecido trillizas de no haber sido tan distintas. —Aparte de eso, ¿cómo te sientes? —preguntó Isabelle con delicadeza. —Tengo la cabeza confusa, como si acaba de recobrarme de una contusión, y tengo una sensación de lo más extraña en los pulmones, como si los hubiera compartido con alguien. — Jacqueline se encontró con la mirada de Isabelle en el espejo—. Supongo que fue así y se lo agradezco encarecidamente a quien sea. Considerando todo lo que he pasado, me siento bien. —Creo que ella se refería a cómo llevabas lo de tu madre. Charisma alzó las cejas hacia Isabelle, que asintió. —¿Te refieres a cómo me siento porque me arrojara de un avión sin paracaídas cuando intentaba salvarle la vida? Jacqueline se descubrió estrujando la toallita con todas sus fuerzas. Charisma se la quitó. —Te salvó la vida, si hemos de creer a Tyler. —¿Y qué diablos sabe Tyler de eso? —replicó la vidente con brusquedad. Charisma e Isabelle se miraron con sorpresa y luego rompieron a reír. —Es cierto. ¿Qué sabe él? —preguntó Isabelle. Charisma llenó el lavabo y dejó en remojo la toallita. —Y ya puestos, ¿qué sabemos ninguno? Todos andamos a trompicones y sin hacer nada cuando deberíamos... —Jacqueline e Isabelle la miraron de forma inquisitiva—. Deberíamos hacer algo que ayudara al destino del mundo —concluyó Charisma con desaliento. —Me siento muy inútil, pero no sé que hacer. Esta mañana, cuando telefoneé a casa, mi madre quiso saber por qué no había regresado —dijo Isabelle. —¿Qué le dijiste? —Jacqueline se acomodó encima de la cama con las piernas cruzadas y dio unas palmadas en el colchón—. Siéntate aquí. —Sí, tienes mal aspecto —observó Charisma, que aparentemente había asumido el rol de mostrarse poco diplomática dentro del pequeño grupo, y se le daba de miedo. —Le expliqué que había aceptado formar parte de esta organización y que no podía abandonaros porque las cosas se hubieran puesto difíciles. —Se levantó y se desplazó al otro lado del lecho; recolocó en la cabecera las almohadas, se reclinó sobre ellas y entrecruzó las piernas a la altura de los tobillos, manteniendo los pies fuera de la cama—. No hay otra forma de hablarle a mi madre. Se habría asustado si llego a contarle que no puedo salir porque los Otros me darían caza. Diciéndole que tengo una obligación lo expreso en términos comprensibles para ella. Noblesse oblige y todo eso. —¿De veras piensa así? Charisma se dejó caer al pie de la cama, donde permaneció sobre un costado y con la cabeza apoyada en una mano. —Ya lo creo. —Isabelle no se percató, pero su voz contenía un suspiro—. La familia de mi madre desembarcó en Plymouth Rock y desde entonces los hombres han sido líderes y las mujeres han permanecido invisibles e invencibles. —Me tomas el pelo, eso es primitivo —dijo la muchacha, y la miró fijamente con ojos como platos por la fascinación.

130

—Ya lo sé, pero lo hace con buena intención y de esa manera consigue muchas cosas. Mueve los hilos y forma parte de numerosos comités, y consigue que casi todo el mundo en Boston haga lo que ella quiere. —¿También tú? —quiso saber Jacqueline. —Yo más que nadie. Jamás ha dicho o hecho nada que sugiera que le debo algo por haberme adoptado, y eso garantiza mi fiel devoción. Odia mi don, lo sé, le avergüenza porque no es normal, así que no lo uso mucho... Isabelle sonrió, alzando levemente los labios. Charisma se incorporó. —Pero deberías poder hacer lo que quisieras... con tu vida. —Dejo de ser la presidenta de la hermandad femenina de mi universidad para serlo de su asociación caritativa para mascotas, y me he prometido con el hombre que ella me ha sugerido, y voy a convertirme en una de las mejores anfitrionas de Washington. E hice todo eso para que cuando se presentase la ocasión de hacer algo que realmente deseara, pudiera llevarlo a cabo sin sensación de culpa. Esa es la razón de mi presencia aquí. —Ánimo, chica —la animó Charisma, y le hizo un gesto con el pulgar levantado. —Veremos. La cosa acabó fatal la otra vez que me rebelé, fue... —La bostoniana perdió la compostura y empezó a reírse con socarronería—. Eh, eh, eh. —Guau. —Charisma puso unos ojos como platos—. Jamás había oído a nadie reírse de esa manera. —Perdón. —En las mejillas de Isabelle apareció un sorprendente arrebol rosa—. Estoy aquí sentada hablando de mí cuando Jacqueline se ha llevado un buen susto, está herida y es posible que haya sufrido una dolorosa pérdida. Jacqueline comprendió que Isabelle no tenía intención de seguir hablando sobre su madre, y ella ni siquiera deseaba pensar en la suya, no podía evitarlo. Rezumaba indignación cada vez que se hacía el silencio. —Zusane siempre estaba saliendo con sus novios y sus maridos. Debería haber comprendido que uno de ellos la mataría tarde o temprano. —Él no tuvo la culpa —observó Charisma. «Sí, sí la tuvo». Pero Jacqueline aún no podía hablar acerca del hombre con llamas azules en los ojos. —Además, supongo que él está tan muerto como ella. Charisma se mordió el labio ante su involuntaria franqueza. A Jacqueline le daba igual lo directas que pudieran llegar ambas. Seguía enfadada. —No debería haberse ido ni habernos abandonado de ese modo en el metro justo después de tener la visión de la agencia saltando por los aires en medio del humo, máxime cuando hay muchas posibilidades de que nosotros seamos los siguientes. Quiero decir, ¿cómo se puede llegar a ser tan descuidado e irreflexivo? Podría pensarse que lo hacía adrede. La vidente se quedó inmóvil mientras la idea se abría paso en su cerebro. —Bueno, si así te sientes mejor... —Charisma se deslizó sobre la cama y quedó tendida de espaldas con la vista fija en el techo—. Mi madre es más despreocupada que cualquiera que conozcas. Se casó con un marido por un antojo, y así fue como decidió adoptarme a mí, y luego, por otro capricho, vendió la casa de ambos mientras su esposo estaba en el trabajo, y cuando él

131

se opuso, se divorció y me llevó de viaje con ella. He vivido en casi todas partes de la costa Oeste y en las islas del Pacífico... Hawai, Tahití, Yap... —¿Yap? —preguntó Isabelle. —Créeme, el lugar existe. Un año tuvo una idea loca y decidió que íbamos a vivir a la intemperie en Alaska, en pleno invierno. Estuvimos a punto de morir antes de que nos sacaran de allí en avión. —Vale. En el concurso «mi madre está más loca que la tuya», ganas. De momento, por algún motivo, Jacqueline había descartado la idea de que Zusane se unió con su novio a propósito. —Siempre gano. —Charisma parecía cansada por vez primera desde que Jacqueline la había conocido—. El problema se planteó cuando alcancé la pubertad y ella se percató de que yo tenía un don. ¿Habéis visto el musical Gypsy? —Oh, no. Jacqueline había visto la película y comprendió de inmediato con verdadera compasión. La mirada de Isabelle fue de una a otra. —Jamás lo he visto. Charisma hizo un gesto cediendo la palabra a Jacqueline, quien se lo explicó: —En la obra, una madre con dos hijas comprende que una tiene un don, no como los nuestros, esta chica canta y baila; la madre decide que van a entrar en el mundo del espectáculo y las empuja, las azuza y las manipula durante todos y cada uno de los momentos del camino. —La suprema madre frustrada —concluyó Isabelle. —Esa es mamá —convino Charisma—. Cada verano, acudíamos a todas las ferias desde el Noroeste del Pacífico hasta California. Montábamos un tenderete y vendíamos cristales «bendecidos» por mí. Ella lo llamaba bendecir y yo, alinear moléculas. Cuando los clientes descubrieron que funcionaba... —¿Qué hacían esos cristales? —quiso saber Isabelle. —Puedo grabar un cristal para alejar un daño o enfermedad y también para mejorar la salud o hacerte más listo. —Vaya... Jacqueline no había oído hablar de un talento semejante. El delineador negro de ojos de Charisma seguía intacto a pesar de que la muchacha había perdido todo su maquillaje, lo cual indujo a Jacqueline a deducir que lo llevaba tatuado, y otro tanto podía decirse de sus labios, que mantenían rojos. Las hebras púrpuras de su melena estaban tan brillantes como siempre y una pequeña rosa trepadora le serpenteaba por la espalda y le salía por debajo de la camiseta para florecer detrás de su oreja izquierda. Charisma no se parecía a Jacqueline e Isabelle, pero al mismo tiempo, mientras hablaba de su madre, era de lo más normal. —De hecho —continuó, quitándose dos brazaletes—, quiero que cada una de vosotras lleve uno de estos hasta que tengamos idea de en qué lío estamos metidas. Son míos, y por tanto no están afinados para vosotras, pero están bien equilibrados, de veras. —¿Y qué hay de ti? —quiso saber Isabelle mientras dejaba que le pusiera uno alrededor del brazo.

132

Charisma agitó ambas muñecas, mostrándole otro juego de brazaletes y marcas debajo de los mismos. —Ya que no sabía dónde me estaba metiendo, traje más de repuesto. —Eres una buena amiga. —Jacqueline examinó la joya que la muchacha le había colocado en la muñeca. La cadena era de plata y los dijes consistían en piedras de diferentes colores dispuestas dentro de cajitas argentadas. No tenían aspecto de contener un hechizo poderoso, pero Jacqueline no estaba dispuesta a mostrarse desdeñosa allí y ahora, no después de las experiencias vividas aquel día—. Entonces, ¿tu madre te trataba como si te gustara ir de gira? —Más que eso. Quería abrir una tienda y convertirme en la principal atracción. Quería vestirme de gitana, cosa que no soy, y hacer una fortuna mintiendo a la gente desesperada y dándoles falsas esperanzas... Por primera vez, a Jacqueline no le pareció que Charisma fuera una muchacha entusiasta o atolondrada, sino más bien una mujer que había pagado un alto precio por una madurez duramente obtenida. —...así que me fui de casa a la universidad. No le revelé mi paradero durante dos años. —¿Te dejó seguir sola? —pregunto Isabelle. —Sí; al final, sí. Cuando me puse a trabajar en una empresa de evaluación de suelos lo consideró algo... vulgar. —Pues parece interesante —comentó Jacqueline. —Es apasionante —contestó Charisma con el rostro iluminado—. Me encanta la Geociencia. —No sé nada de ciencia —dijo Isabelle, acariciándose la garganta—, pero, y dímelo si me equivoco, Jacqueline, había algo anormal en ese humo. La vidente se quedó helada. Charisma se incorporó lentamente. —No estoy enfadada, sé que no podías haberme avisado, pero ¿estaba encantado? — quiso saber la bostoniana—. Lo digo porque creí morir cuando lo tuve en los pulmones. Jacqueline asintió tensa, temerosa de decir demasiado. —No fue casualidad que el avión de mi madre sufriera un accidente y creo que todo se dispuso para asegurarse de que ella moriría en el siniestro. —Por tanto, fue un asesinato, parte del complot de los Otros para destruirnos — dictaminó Charisma, cuyo rostro brillante obró una extraña gravedad. —Especialmente para acabar con Jacqueline. Irving lo dijo. Matar a nuestra vidente causaría un daño irreparable. Ese debe de ser su principal objetivo ahora. —Isabelle se llevó la mano a la garganta y luego al pecho—. Hoy han estado muy cerca. —Es de lo más extraño. Me he pasado toda la vida diciendo que no quería ser vidente. El calmante debía de estar haciendo efecto, porque Jacqueline se puso a farfullar. Charisma la calmó: —No te culpes. Sufriste una visión terrorífica. —Y ahora tengo miedo de que la marca del ojo haya quedado seccionada. —Jacqueline contempló fijamente la blanca gasa del vendaje en torno a su mano—. Y también que eso haya

133

acabado con mi don y ya no pueda ser la vidente. Lo siento como una pérdida. ¿No es eso una tontería? —Tal vez sea la posibilidad de elegir —sugirió Isabelle. —O tal vez que Irving tenga razón —replicó Jacqueline, girándose para mirar a sus interlocutoras—. Puedo ejercer diferentes trabajos, pero lo que soy es una vidente. Tengo mucho miedo a que esa sea la verdad, ya que ¿quién soy si he perdido mis habilidades psíquicas? —¡Qué profundo! —exclamó Charisma, asombrada—. No puedo ayudarte con la respuesta, pero esa experiencia próxima a la muerte lo ha puesto todo en su justa perspectiva, ¿a que sí? —Supongo que sí. Lamento aburriros con el asunto, pero ¿quién más puede comprenderlo? —¿Te refieres a que quién más iba a entenderlo, salvo dos bichos raros como nosotras? Dicho lo cual, Charisma se deslizó al centro del colchón y abrió los brazos. Las otras dos se arrastraron hasta ponerse a su alcance y las tres se unieron en un abrazo durante un largo y reconfortante minuto. Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Las tres mujeres dieron un brinco y se miraron con alarma antes de echarse a reír de sí mismas. —¡Adelante! —gritó Jacqueline. Martha abrió la puerta y entró con una bandeja de mini sandwiches sin corteza y en los laterales, aceitunas y pepinillos en vinagre. La anciana contempló cómo estaban sentadas, las tres juntas y, aunque Jacqueline no estaba segura, le pareció detectar aprobación en su rostro avinagrado. —Comida para chicas —dijo Isabelle con satisfacción. —¡Sí! —asintió Charisma alargando la mano. —¡Gracias, Martha! —dijeron las tres a coro. La anciana colocó la bandeja sobre el tocador y metió las manos en el mandil; luego, sus ojos oscuros miraron a Jacqueline con calma y aplomo. Ésta llevaba toda la tarde esperando ese momento, pero incluso aunque sabía que su visión era cierta, seguía sin estar segura. Se incorporó, se concentró en respirar e intentó comprender el carácter irrevocable de ese momento. —¿Hay noticias? La bostoniana puso la mano sobre el hombro de Jacqueline como gesto de apoyo y Charisma se aproximó a ella con gesto protector. —Sí, señorita. Empiezan a llegar noticias de un accidente aéreo en la costa de Turquía. Cada palabra de Martha golpeaba como una condena. —Entonces, debo llamar a las autoridades —dijo Jacqueline con una voz que aún no sonaba del todo como la suya propia. —¿Desea hacerlo desde esta habitación o prefiere la privacidad de la biblioteca?

134

CAPÍTULO 25

Caleb se encaminó hacia el ático por segunda vez ese día, pero en esta ocasión subía las escaleras muy despacio. La primera vez había subido a la carrera, impelido por los increíbles alaridos de Jacqueline. La encontró retorciéndose en el suelo, luchando contra algo terrible que le desgarraba la carne. Una caída desde un jet, si debía creerla. Tras una pausa, volvió a telefonear al móvil de Zusane, y otra vez saltó el buzón de voz. Se llevó la mano a la frente. Tenía que haberlo supuesto. La dejaba sola veinticuatro horas y desaparecía de la faz de la tierra. ¿Para siempre? Si había que creer a Jacqueline, así era. Las desgracias nunca venían solas. Los Elegidos estaban confusos y carecían de experiencia. El no sabía en quién podía confiar y en quién no, justo en esos instantes se preguntaba si Irving había enviado a Jacqueline allí arriba para propiciar una visión o para matarla a ella y a Zusane al mismo tiempo. Ahora tenía una escena del crimen contaminada por todo el mundo, ya que, a pesar de que trabajaba para una vidente, Caleb no lo era, y no estaba tan seguro de que las heridas de Jacqueline fueran el resultado de una experiencia psíquica que a él le sonaba muy extraña. Sí, era un hijo de puta desconfiado. Se situó en medio de la habitación, se enfundó unos guantes de látex y miró a su alrededor con atención. La estancia era grande, estaba vacía y por los ventanales entraban sesgados los rayos de luz vespertina. El polvo del suelo había permanecido sin tocar hasta ese mismo día, pero ahora había docenas de pisadas, la mayoría iban desde la puerta hasta el lugar del entarimado donde la bola de cristal cayó al suelo y había hecho astillas uno de los listones del entarimado, lo cual era verdaderamente extraño. Una serie de pasos conducía a la habitación más alejada. Unas pisadas de mujer recorrían el ático de un lado para otro. Eran de Jacqueline. Las siguió hasta la puerta y la abrió. El cuarto del fondo era idéntico al primero, excepto porque sólo una línea de huellas atravesaban el polvo, y conducían a la otra habitación. Eran pisadas más grandes, hechas por un zapato de hombre. Caleb se arrodilló junto a una y la examinó. Se inclinó a uno y otro lado, sirviéndose del juego de luces y sombras a fin de hacerse una idea de la clase de suela que habría dejado esas huellas.

135

No había ningún dibujo especial, así que era un mocasín o un zapato de vestir. Se irguió. Sí, muy útil. Con un abogado, un vidente, un ladrón de guante blanco, un mayordomo vestido de caballero e Irving en la casa, tan sólo podía excluir a uno: al estudiante de las deportivas. Siguió las huellas hasta el extremo opuesto y abrió la puerta. Las pisadas subían por las escaleras. Quizás alguien había subido por ellas desde la cocina cuando Jacqueline empezó a gritar. Tal vez alguien había subido hasta allí a hurtadillas mientras ella tenía la visión y le atizó de lo lindo. Registró los armarios y aparadores de ambas habitaciones sin encontrar nada, por lo cual regresó a donde la bola de cristal había roto el suelo y recogió todas y cada una de las astillas de madera. Descubrió con desánimo que ninguna de ellas tenía manchas de sangre. ¿Se había cortado la mano con una botella rota de cristal o en un jet en algún lugar del cielo europeo? Cerró los ojos unos instantes y se concentró en la idea de Jacqueline sumiéndose en una visión y viéndose transportada a un avión en llamas. Abrió los ojos y contempló con frialdad la estancia vacía. En todos sus años de servicio a Zusane, ninguna de sus visiones la había tocado. Tal como él lo había comprendido, se trataba de algo similar a películas que se proyectaban en la mente de la vidente. Esta se dejaba arrastrar por la emoción de los hechos, pero eso jamás había afectado a su integridad física. Ahora bien, ella había asegurado que Jacqueline tenía el potencial para ser la mayor vidente de todos los tiempos. ¿Comprendía ese potencial que ella podía resultar herida por aquello que presenciaba? Conocía a Jacqueline mejor que nadie en el mundo. Había sido testigo de sus esfuerzos denodados por evitar ser como su madre y convertirse en lo que ésta deseaba. Tenía el alma desgajada en dos: lo que deseaba ser y lo que era. Todo lo que él quería era que la joven reconciliara las dos partes divorciadas de sí misma y madurase, que aceptase su destino, porque no sería feliz hasta que lo hiciera. ¿Había ofrecido Jacqueline más resistencia de la que él pensaba? ¿Había comprendido bien que podía resultar herida? ¿La había dirigido hacia un objetivo que podía matarla? ¿Era él, Caleb, el bastardo pagado de sí mismo que ella le acusaba de ser? ¿De qué podía vanagloriarse si ni siquiera era capaz de hacer bien su trabajo y descubrir si alguien se había acercado a Jacqueline y la había herido mientras se hallaba en trance? Recogió la esfera de cristal con la punta de los dedos. Pesaba mucho para su tamaño, pero no lo bastante como para astillar el suelo del modo en que lo había hecho. La hermosa y resbaladiza bola estaba caliente. Los colores se deslizaban por la superficie y concentraban la mirada en el corazón de la misma. Y como si la esfera estuviera esperando a que él la tocara, una imagen oscureció la superficie de cristal y tomó forma la impresión de una mano de un tono blanco grisáceo. Tenía largos dedos y una palma ancha. Pertenecía a un hombre. Se preguntó si llevaría un guante de látex. Tal vez. Al otro lado se materializó y estalló violentamente un pequeño y oscuro manchón rojo oscuro de... ¿sangre? Parecía como si la esfera hubiera sido utilizada como arma para sacar a Jacqueline de la visión. ¿Y también para matarla? La huella y la salpicadura colorada desaparecieron mientras las miraba fijamente.

136

Y ese fue el fin del show. La esfera le había mostrado todo lo que tenía intención de enseñarle. Las imágenes retrocedieron hasta el centro y se desvanecieron. Los colores regresaron para juguetear sobre la superficie de la bola. Se quedó convencido de que sostenía el arma con la cual habían golpeado en la cabeza a Jacqueline y tenía la certeza de que el atacante era un hombre. Descartó a McKenna, pues el gales era bajo y fornido, y tenía manos anchas pero dedos cortos, y también podía descartar a Alexander si daba crédito a las pisadas. Además, la mano consumida y quemada del joven evidenciaba que éste no había podido cometer el delito. Pero todos los demás hombres de la casa eran sospechosos. Se sentó en la estancia y encaró unas cuantas verdades duras de digerir. Había pasado toda su vida adulta al servicio de Zusane, y a través de ella, de la Agencia de Viajes Gypsy. Creía en ellos y en su misión, y él, que había visto el lado desagradable de la vida, sabía muy bien qué podía pasar ahora que el destino de tanto trabajo bueno dependía de siete Elegidos con poderosos dones, sí, pero inexpertos y desunidos. Necesitaban una vidente con desesperación. Pero justo ahora, por lo que a él respectaba, que Irving y sus Elegidos, y todo el resto del maldito mundo, dependieran de Tyler Settles. No iba a permitir que Jacqueline se jugara la vida para conseguir su gran oportunidad. Caleb regresó al dormitorio que compartía con Jacqueline y se frenó en seco cuando vio allí solas a Isabelle y Charisma de pie, inmóviles, a la espera. —Está en la biblioteca —le informó Isabelle al verle aparecer—, hablando por teléfono con unos funcionarios turcos. Se dio la vuelta y bajó las escaleras. La puerta de la biblioteca estaba cerrada, se acercó, pero no escuchó nada. Giró el pomo y entró en la estancia. Jacqueline estaba sentada en la mesa de despacho junto al teléfono, con las manos apoyadas sobre el vientre y la mirada fija en la ventana con vistas al jardín rodeado por una valla de piedra. Tenía una expresión seria y pensativa. Supo sin duda alguna que le habían dado la noticia de forma oficial. —¿Jacqueline? La joven volvió lentamente la cabeza con un giro grácil. —Llamé. El avión se estrelló... —informó con una calma casi prodigiosa—. No tengo clara la diferencia horaria, pero creo que ahora es de noche y los restos del jet están diseminados a lo largo de la costa y el mar. La marea ha empujado el cadáver de mi madre hasta la playa, donde lo han encontrado. Se acercó a Jacqueline, se arrodilló junto a ella, le tomó de las manos y las rozó. —Cuánto lo siento. —Ella le pasó los dedos entre sus cabellos cortos. Sus ojos grandes y sobrecogedores estaban secos—. Estuviste muy cerca, lo sé. Se puso en pie, la cogió y la acunó entre sus brazos. Luego, la sentó en el sillón y la abrazó con fuerza. Jacqueline se echó a temblar, pero seguía ensimismada cuando anunció: —Hubo un superviviente. —Bromeas —repuso él, asustado. Jacqueline hablaba en serio, por supuesto. —¿Quién?

137

—El dueño del avión, su nuevo novio. Jacqueline le pasó un brazo alrededor de los hombros: —Salió ileso del accidente. —¿Cómo se llama? ¿Le conoces? —La respuesta a las dos preguntas es no. Ese romance empezó muy deprisa y ella se mostró inusualmente reservada. —¿Por qué? Sabía que a ella no iba a gustarle la respuesta. —Se llama Osgood. Estaba en lo cierto. La contestación no le gustaba. —Menudo bastardo. —Así que sabes quién es. —Es famoso en los bajos fondos. O infame. Nadie conoce su aspecto, pero se ha hecho dueño de media ciudad y circulan sobre él rumores terribles. Se dice que tortura y asesina a quienes le deben dinero o tienen algo que él desea, que controla a todos los políticos de la Costa Este, que pasa contrabando de tabaco, alcohol, drogas y material electrónico y también que todos, incluso el crimen organizado, le paga protección. —Caleb estrechó a la joven con más fuerza—. ¿Lo viste en el avión? —Sí. —¿Te vio él a ti? —Sí. —Jacqueline se aovilló en la silla y se acurrucó lo más cerca posible de Caleb—. Lo vi y me vio, y me habló... con esa voz. Y también le vi los ojos. Caleb supo que no deseaba saber aquello. —¿Qué les pasa a sus ojos? —Los tiene iluminados por una llama azul. Caleb, Osgood es todas esas cosas malas que me has dicho y más. Ha dado otro paso: ha invitado al demonio a su alma. El diablo estaba en ese avión por culpa suya, y el diablo se libró del accidente.

138

CAPÍTULO 26

Jacqueline

se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta del dormitorio. La abrumaron los recuerdos del día anterior; se aferró a Caleb, y le acarició la cabeza. —¿Todo bien? —susurró. —Sí. Todo bien, excepto que su madre había muerto y ella sólo era capaz de guardarle rencor, y que no dejaba de oír aquel goteo, lento y constante, como la tortura china del agua. Y estaba asustada, como no lo había estado nunca. Sabía que Caleb también tenía miedo. Lo había visto en sus ojos la última noche, cuando le mencionó lo del diablo. De algún modo, saber que él la creía y comprendía las implicaciones de que el demonio hubiera metido la pezuña en sus asuntos la hacía más valiente, más capaz. Porque no importaba lo que él sentía, hizo lo que debía igual que iba a hacer ella. Vio cómo Caleb salía de la cama y se acercaba a la entrada. —¿Quién es? —Tyler Settles. El sonido de la cálida voz de Tyler relajó a la joven y Caleb debió de sentir lo mismo, ya que abrió la puerta una rendija. —¿Sí? —Sólo quería comunicaros a los dos que hemos decidido tener nuestro primer encuentro oficial de Elegidos esta mañana a las nueve en la biblioteca. —De acuerdo. Allí estaremos. Caleb cerró y se volvió hacia Jacqueline. —¿Estás de humor para asistir? —preguntó. —Por supuesto. —Ella retiró las mantas—. ¿Deberíamos decírselo a Irving? —¿Lo de Osgood? —Caleb la contempló con cariñosa apreciación, como si le gustara verla con ese camisón blanco, demasiado ancho y demasiado corto y el tintineante brazalete encantado que le había regalado Charisma—. ¿Por qué no se lo dijiste al principio? Ella se encogió de hombros con incomodidad.

139

—Porque..., porque... contarlo resulta espantoso y tampoco sé si me fío de Irving. —Eso tampoco lo sé yo. Esa opinión de Caleb la sorprendió y la confortó. —Odio sentir las cosas de esta manera —reconoció—, pero no sé en quién puedo confiar, para nada. —Excepto en mí. Ella le miró sorprendida. —Por supuesto. Siempre he confiado en ti. Y cerró la puerta del baño con una media sonrisa. Disponía de ropa limpia para ponerse gracias a Caleb, lo cual era más de lo que podía decir el resto de las mujeres. Se duchó, se vistió y estuvo lista en quince minutos. Él tardó cinco. Había recobrado los guantes de cuero gracias a McKenna, un obsesivo de la buena gestión, así que mientras él estaba en el baño, ella, con mucho cuidado, se puso el de la mano derecha sobre el vendaje y luego, más fácilmente, se enfundó el de la izquierda. Los mitones le dieron una sensación de seguridad, un conocimiento de tener protegidas las manos, el tatuaje y la herida. Y ése era un sentimiento que hoy valoraba más que nunca. Sentía algo por el estilo respecto al brazalete de Charisma. Se lo puso no porque creyera que las piedras iban a protegerla, sino por ser un regalo de su amiga. La amistad proporcionaba una protección única. Caleb y Jacqueline bajaron juntos al comedor. Eligieron el desayuno en las mesas del bufé y se dirigieron a la biblioteca. —Ah, los dos tortolitos —dijo Irving, con un deje como si no lo aprobara. A Jacqueline no le importaba que todos creyeran que eran pareja y le daba igual la opinión de Shea. Sospechaba que éste había contaminado todo cuanto ella había visto, tocado u oído. Era una forma miserable de verlo, pero justo ahora, se sentía engañada. Tal vez ayudase la reunión. Los Elegidos habían dispuesto las sillas en un círculo delante de la ventana y parloteaban con desgana sobre el tiempo, la comodidad de las camas o lo que habían engordado por culpa de la buena cocina. Irving ya estaba sentado. Martha y McKenna iban de un lado para otro, rellenando las tazas de café y ofreciendo té y zumos. Caleb permaneció solo en el centro de la habitación, sin perder de vista a nadie. Jacqueline dio las gracias tras aceptar una taza de café y dejó que Tyler ocupara una silla contigua a la suya. El la tocó en el hombro. —¿Cómo va la mano? —Bien. —La vidente miró su mitón de cuero—. Aún molesta un poco. Era cierto, pero se negaba a tomar más analgésicos, pues sospechaba que hoy iba a tener que andar con mucho ojo. Junto a Irving había una antigua mesita redonda de caoba con tallas en la superficie y en las patas. La deplorable bola de cristal había sido situada en el centro de un pie de madera tallada. La esfera atrajo la mirada de Jacqueline de forma inevitable hacia el juego de colores de la superficie y al complejo dédalo de visiones contenido en su interior. El sonido del goteo aumentó de volumen en la mente de la joven.

140

Se llevó un susto morrocotudo cuando alguien le habló al oído: «Si lo investiga, morirá; si lo investiga, morirá». Se levantó de un brinco y miró a su alrededor. Junto a ella, McKenna estaba llenando la taza de Charisma. —¿Qué ha dicho? —le preguntó Jacqueline. McKenna miró hacia atrás de reojo y le dio la espalda. —No he dicho nada, señorita. —Bueno, ¿han oído eso? Charisma y el mayordomo miraron a Jacqueline de una forma extraña. —¿Oír el qué, señorita? —Nada. —«Sólo el goteo del agua y una voz incorpórea»—. Me había parecido oír... Los oídos aún me resuenan en la cabeza por culpa de la contusión, supongo. Tras estudiar la habitación con la mirada, localizó un chal de seda tirado sobre el respaldo de una silla. Se puso de pie con estudiada calma, se acercó, lo recogió y lo sacudió antes de cubrir con él la bola de cristal. Cuando volvió a la silla, los vio a todos con la vista clavada en ella. Sonrió con despreocupada indiferencia y se sentó. Si se hubiera comportado con un poco menos de circunspección, habrían venido unos enfermeros para llevársela con la camisa de fuerza. —Por favor, ¿podrían tomar asiento todos para que podamos empezar? Tyler dibujó un círculo en el aire con la mano. Se produjeron los habituales andares arrastrando los pies y se oyeron toses; luego, todos le miraron con expectación. —He convocado esta reunión porque no creo que vayamos a sacar nada esperando a que el destino nos alcance. Jacqueline no necesitaba el don de la videncia para saber que Tyler había asumido el liderazgo del grupo. —¿Dónde está Samuel? —le interrumpió Caleb. Tampoco necesitaba una bola de cristal para saber que Caleb le había disputado el liderazgo a Tyler. Irving soltó un gran suspiro. —Salió de la casa ayer, después de la visión de Jacqueline. —¿Y no ha regresado? —quiso saber Caleb. —No ha regresado —le confirmó Shea. La angustia afloró al rostro de Isabelle durante un instante, pero luego la expresión se suavizó y recuperó la serenidad. —Maldita sea, voy a buscarle en su habitación. Caleb hizo una señal a Jacqueline, alzó las cejas. Esta asintió. Iba a encontrarse bien allí, con los demás. El guardaespaldas salió inadvertido de la estancia.

141

Tyler esperó a que Caleb se hubiera marchado y entonces golpeó en la mesa con los nudillos para restablecer su autoridad. Personalmente, Jacqueline no concedía demasiadas posibilidades al vidente. —Con el debido respeto a Caleb —empezó Tyler—, que lo hace lo mejor que puede, y a Irving, que ya se ha retirado, me parece que escondernos en esta casa es contraproducente. Si los Otros no saben que estamos vivos, lo mejor sería salir ahí y hacer algo para desbaratar sus diabólicos planes antes de que puedan llevarlos a cabo. —¿Sus diabólicos planes? —Aarón enarcó las cejas—. ¿Así es como los llamamos ahora? —Con el debido respeto, señor Settles, usted es un curandero. ¿Qué le convierte en el experto táctico de nuestro próximo movimiento? —quiso saber Irving, a quien era obvio que le había escocido el comentario de que estaba «retirado». —Dirijo una gran corporación gracias a mis talentos, señor Shea, y nadie ha cuestionado mi gestión. —Ahora era Tyler que estaba manifiestamente picado. —Mi familia dijo que hiciera exactamente lo que dijese Irving y él es el experto en lo tocante a los Elegidos. Alexander era joven, pero hablaba como un hombre, y de los que sabían lo que hacían. —Tú eres sólo un estudiante —replicó Tyler. —Exactamente, por eso hago caso a mi familia. Alexander también era de los que no se cortaba con nadie, eso era obvio. —¿Qué opina Jacqueline? —quiso saber Charisma—. Es nuestra vidente y la única que ha demostrado su valía. En cuanto oyeron eso, todos empezaron a hablar a la vez para dar a conocer sus puntos de vista. Jacqueline los miró con furia uno por uno. —Debemos conservar la calma. Esta es la clase de caos que los Otros quieren para nosotros. Nadie le prestó atención. Entonces se percató de que Tyler se había inclinado sobre la bola de cristal como si algo le arrastrase hacia ella y retiró la tela de seda con un elaborado floreo. La esfera relució a causa de los colores que recorrieron su superficie. El psíquico se quedó mirando fijamente. Alargó las manos para sostener la bola entre ellas y permaneció inmóvil. Uno tras otro, los Elegidos se dieron cuenta d que algo sucedía y guardaron silencio. —¿Es una visión? —preguntó Charisma a Jacqueline en un susurro. —Lo ignoro —le contestó la vidente con un hilo de voz—. No se parece a las de mi madre, pero... Tyler profirió un grito sobrenatural, aferró la bola de cristal, la levantó de su base y la sostuvo delante de él. Los brazos le temblaban como si el peso de la misma fuera a obligarle a bajarlos. Se irguió con un repentino arranque de energía. —Está aquí. —Tyler susurraba las palabras, pero éstas retumbaban por la estancia como si fueran truenos—. Él está aquí, en Nueva York. Dirige las operaciones de los Otros en persona. Conoce cada uno de nuestros movimientos antes de que los hagamos. Jacqueline tragó saliva. De pronto se le había quedado la boca seca.

142

—¿Quién está aquí? —preguntó Irving con calma, como si él hubiera dirigido muchas visiones. —Es un hombre bajo, delgado y sencillo, de mediana edad, pero posee un alma de maldad pura, y cuando te mira... De pronto, Tyler giró la cabeza, clavó los ojos en los de Jacqueline y su voz se hizo más fuerte: —Tú le viste, le viste en el avión. Y él a ti. ¿Cómo no nos has hablado del hombre de ojos azules llameantes? Irving supo a quién se refería en cuanto oyó eso. Y también Charisma e Isabelle. Alexander se estiró el cuello redondo de la camiseta. Con el pasado de su familia, también él sabía a quién se refería, por supuesto. —Mierda —masculló Aarón, que había estado leyendo el manual de los Elegidos. Todo el mundo se volvió hacia Jacqueline con ojos acusadores, pero ella no le debía explicación alguna a nadie, y desde luego, no a un hombre en trance. —Continúa, Tyler —le instruyó—. Dinos qué más ves. —Veo una explosión. —Tyler seguía sosteniendo la esfera todo lo largo que era su brazo y la movía en círculo—. Una más potente que la de la agencia. Borra del mapa a los restantes miembros de los Elegidos, dejando sólo una leyenda que pronto se desvanecerá de la memoria. Martha había permanecido apoyada contra la pared en un rincón olvidado de la estancia. Ahora se le escapó un sollozo y se llevó la mano a la boca. —¿Dónde sucede esta explosión? —preguntó Jacqueline, inclinada hacia delante en la silla e impulsada por el dramatismo del momento. Se detuvo, se balanceó y se quedó mirando al limbo. Su hermosa voz se hizo pastosa y áspera. —Aquí. El atentado sucede aquí. Debemos abandonar la casa de Irving Shea antes de que sea demasiado tarde. Y se derrumbó sobre la antigua alfombra de flores. La bola se le escapó de las manos y todos contemplaron con fascinación cómo rodaba hacia Jacqueline y se detenía a sus pies. De inmediato, estalló una cacofonía de voces en la estancia. Una voz se alzó sobre las demás. —¡Callaos todos!

143

CAPÍTULO 27

En un instante, se hizo el silencio de nuevo en la biblioteca. Todos volvieron sus ojos hacia la puerta, donde estaba Caleb. —¿Qué demonios pasa aquí? El italiano observó a Tyler, forcejeando para incorporarse, a Jacqueline, pálida de miedo, a Aarón, furioso y con los labios apretados, a Charisma, que sujetaba los brazaletes, y a Isabelle, que contemplaba la escena. Tyler se incorporó con movimientos inseguros y se llevó la mano a la cabeza. —¿Qué ha pasado? ¿Qué he dicho? —Ha tenido una visión —explicó Isabelle mirando al italiano—. Dice que el diablo está en Nueva York. —No creo que de eso quepa ninguna duda —replicó Caleb. Isabelle esbozó una breve sonrisa, como si el humor de Caleb la hubiera pillado en fuera de juego. —Cierto, pero él habla del diablo de verdad, el que posee y corrompe las almas de los hombres. Ah. Caleb lo sabía, y también Jacqueline, pero ¿cómo lo había averiguado Tyler? ¿Les había escuchado a hurtadillas? No, no a menos que hubiera puesto micrófonos ocultos en todas las habitaciones de la casa, y no había podido pasar a hurtadillas material electrónico. Caleb miró a Tyler de otra manera. Tal vez era cierto y el tipo había tenido una visión. —También dice que el diablo estaba en el avión —continuó Isabelle —, y asegura que Jacqueline lo vio. Ésta hizo un breve gesto de asentimiento. —Ya veo —asintió Caleb. —¿Es eso cierto? —inquirió Tyler—. ¿Estaba el demonio en el avión que se estrelló con Zusane a bordo? —Sí, es cierto. Habían pillado a Jacqueline, eso era obvio, y ella no le veía ningún sentido a mentir.

144

—¿Por qué no nos lo dijiste? ¡En ese caso, las cosas adquieren otra perspectiva radicalmente distinta! —bramó Irving. El anciano miró a Aarón. Un pensamiento pasó entre ellos, un mensaje que Caleb no consiguió dilucidar, y a él no le gustaba quedarse sin comprender. —Sí, Jacqueline, Irving tiene razón. —El tono de Tyler era persuasivo y recriminatorio al mismo tiempo—. Saber lo que sabemos ahora, que el demonio en persona está al mando, significa que el peligro es mayor y más inmediato de lo que cabía imaginar, y que debemos abordar nuestra defensa bajo otro punto de vista distinto. —El diablo no está al mando —dijo Charisma con paciencia—. No lo tiene permitido. Tyler se volvió hacia ella para mirarla. —¿Qué? —Las reglas son incluso más antiguas que los Elegidos y los Otros, y además, son eternas. El demonio no puede participar de forma directa en el gobierno del mundo. Puede ofrecer recompensas, como hizo con los Wilder, dejándoles que se conviertan en depredadores para que obren su voluntad. Puede corromper a los hombres, como ha hecho aparentemente con Osgood, que se salvó del avión siniestrado, y ahora conocemos la razón, pero no se le permite venir aquí, poner una bomba en casa de Irving y hacernos saltar a todos por los aires. No lo tiene permitido —repitió la muchacha—. No está al mando. —Entonces, ¿quién está al mando? —exigió saber Tyler. —No lo sé, Tyler —se burló Jacqueline—. ¿Quién crees tú? Irving e Isabelle dejaron escapar una risita. Tyler se ruborizó. —Creo que no es tan fácil como crees. —Me parece que él tiene razón —intervino Aarón—. Según Cuando el mundo era joven. Historia de los Elegidos, la aparición de posesiones demoníacas es indicio de nuevos y terribles problemas en el mundo. —¿Qué tiene eso que ver con que el demonio haga saltar por los aires esta mansión? Isabelle se hizo cargo de la situación con una autoridad que despertó la admiración de Caleb y le explicó a él y al propio Tyler los detalles de la visión que éste acababa de tener. —Estoy segura de que todos estamos dándole vueltas a las mismas preguntas —terminó diciendo—: ¿es correcta la profecía de Tyler?; y si lo es, ¿cuándo va a suceder? ¿Deberíamos abandonar hoy esta casa o investigamos un poco más? —Mis visiones jamás son erróneas —replicó Tyler. —Tal vez sea cierta, pero jamás he conocido a un psíquico que haya puesto fecha a sus predicciones —fue la respuesta de Irving—. Quizá deberíamos preguntar a Caleb si ha encontrado algo en el dormitorio de Samuel. —Allí no hay nada —informó Caleb—. Ni siquiera hay nada que indique que estuviera allí. Se ha llevado la ropa, el cepillo de dientes, todo. Isabelle se miró las manos unos instantes. Caleb odiaba tener que interrogarla, pero no le quedaba otro remedio. —¿Te dijo algo, Isabelle? Ésta alzó la vista para encontrarse con los ojos del italiano.

145

—No le he visto desde que estuvimos en el ático. —Si él es el hombre encargado de activar la bomba, se ha quitado de en medio por una buena razón —apuntó Tyler. —Un argumento persuasivo, señor Settles, pero no voy a abandonar mi hogar. —Irving los miró y remachó—: Comprendo que todos queráis salir huyendo, pero, por favor, tened cuidado ahí fuera. Todo esto me huele a trampa. —¿Y si Jacqueline tuviera otra visión? —sugirió Alexander—. Me explico: tenemos dos videntes, podríamos utilizarlos a los dos. —No, no voy a... —Jacqueline se estremeció y acunó la mano herida sobre el brazo mientras gruesas gotas de sudor le perlaban la frente, repentinamente pálida—. Es decir, no soy capaz de tenerlas a voluntad. Eso no le impedía saber que tenía pánico de tener otra visión. Temía caer herida de nuevo. —Pero la tuviste cuando lo intentaste —puntualizó Irving, a quien poco importaban los temores de Jacqueline. ¡Maldito viejo! A Caleb le caía cada vez peor, pues estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa y a cualquier persona por la causa. —Dejemos que se recupere de la primera visión antes de pedirle otra —pidió el guardaespaldas. —Los tiempos desesperados exigen medidas desesperadas. —Irving echó una ojeada rápida a la mandíbula apretada de Caleb y agregó—: Pero, por supuesto, estamos agradecidos por haber tenido una visión de nuestros dos psíquicos. Aarón se aclaró la garganta. —¿Me permitiríais que me refiriese a algo de lo que me he enterado? —Por favor, señor Eagle, cualquier orientación será bienvenida —respondió Isabelle. —No tengo padre, por supuesto, pero me crié en el seno de una pequeña tribu india en Idaho. Nuestra reserva era pobre y estaba situada en una zona agreste y a bastante altitud en la zona más inclemente de la cordillera de Sawtooth, así que debíamos trabajar para sobrevivir de formas que no podrías ni imaginar. Vivimos tal como habían hecho los nativos americanos hace miles de años. Todas las mañanas de mi vida me he bañado en un riachuelo helado, he aprendido a rastrear y a cazar. Me enseñaron a oler el peligro cuando se aproxima a fin de evitarlo sin luchar. —Aarón habló sin orgullo, como un hombre que presenta sus credenciales, aunque, en su voz, Caleb percibía ahora la cadencia propia del hablar de los indios—. El hedor a peligro es intenso en esta ciudad y yo abandonaría la casa de Irving si oliera a peligro, pero no es así. Respeto la visión de Tyler como si fuera mía, pero mi consejo es que permanezcamos todos juntos aquí. —¿Qué vas a hacer, Tyler? —Caleb no le culparía si decidía marcharse—. Debe de ser difícil ignorar tu propia visión. —No la recuerdo, así que me es fácil ignorarla. —Tyler cedió con facilidad y sonrió torciendo el gesto—. No puedo abandonar a los Elegidos. Creo que seremos más fuertes juntos que separados, pero aún no entiendo por qué Jacqueline no nos contó lo del demonio. ¿Me he perdido también esa parte? Caleb comprendió que no iban a dejar correr el asunto. —Ella no quiso alarmaros...

146

—...porque no vi —le interrumpió la vidente— que mi visión nos aportase nada, excepto el conocimiento anticipado de algo que íbamos a saber dé todos modos. —Pero era un dato importante —insistió Irving—. Descubriste que el mismísimo demonio ha encontrado un servidor dispuesto a cumplir sus mandatos y a quien protege... Eso es exactamente lo que intentábamos descubrir cuando en... Se detuvo a mitad de la frase. —¿Cuando enviasteis a mi madre para seducirle? Jacqueline terminó la oración con el gesto y el tono helados. —Para seducirle, no. —Irving trató de protestar, pero su tono era poco convincente y él lo sabía—. Jamás le sugerimos a tu madre hacer algo que ella no quisiera. —Pero sabíais perfectamente lo mucho que le atraían los hombres poderosos. Jacqueline se puso de pie. Caleb la había visto dominada por la pasión, el miedo y la angustia, pero jamás temblorosa y encendida de rabia. —Sólo la enviamos para investigar a algunas personas, a unos hombres de quienes sospechábamos —explicó Shea. —Pues esta vez os habéis lucido. Mi madre ha muerto, pero, en fin, al menos sabéis que el diablo campa a sus anchas por Nueva York. Jacqueline se dirigió hacia la puerta. Caleb se hizo a un lado para dejarla pasar. —Vámonos, Caleb —dijo con su hermosa voz cargada de desprecio—. Los demás Elegidos pueden quedarse con Irving Shea si así lo desean, pero yo me largo de aquí.

147

CAPÍTULO 28

Caleb

la siguió. Era comprensivo, sí. Entendía su rabia, sí. No obstante, le daba vergüenza reconocer que la esbelta figura de Jacqueline distraía su atención mientras ella caminaba a grandes pasos hacia la puerta principal. Sabía cómo transmitir desagrado y, a la vez, mantener un aspecto increíble. Quizás había aprendido de Zusane más de lo que ella misma creía. McKenna presionó a Jacqueline. —Señorita Vargha, estoy convencido de que el señor Shea nunca le habría pedido a la señorita Zusane que hiciera algo que considerara peligroso. —No me tomes por tonta. —El mayordomo de Irving sintió en su piel el desprecio en la voz de Jacqueline—. ¿Es que debo estar de acuerdo con que enviara a mi madre a entablar una relación con el mismo diablo? —Él seguramente no sabía... no imaginaba... —Se interrumpió, pues pareció darse cuenta de que ese argumento no prosperaría. —Él sospechaba... —Jacqueline se volvió hacia McKenna de repente—. Se supone que amaba a mi madre, ¿no? Se supone que la admiraba. Entonces, ¿cómo es que, sabiéndolo, la envió al infierno? —Él la amaba y la admiraba, sin duda —dijo McKenna—. Igual que todos nosotros. Ella se echó a temblar de pura ira. —Pero tú sabes, y yo también, que Irving lo sacrificaría todo, incluyendo a la mujer que amaba, si pensaba que con ello mantendría a sus Elegidos protegidos y la misión en marcha, ¿no es cierto? —Sí. Es cierto. —admitió el mayordomo, a quien la fiera explosión de emociones de Jacqueline había dejado casi encogido por la consternación. —De acuerdo. Se volvió y volvió a andar hacia la puerta. Si Jacqueline apreciase hasta qué punto la ira delataba el estado de la relación que mantenía con su madre... pero Caleb no era tan tonto como para decírselo. Ella debía darse cuenta por sí misma pero, maldita sea, estaba más que harto de esperar. McKenna se retorció las manos.

148

—Pero, sea como sea, señorita Vargha, no tiene sentido que ella salga por las calles de Nueva York, donde se expone a tantos peligros. —No pasa nada. Yo estaré con ella. —Bien sabía Caleb que no era buena idea tratar de detenerla en ese momento—. Dame uno de los sombreros de Irving. Trataremos de disimular un poco ese aspecto de actriz de Hollywood. Antes de que Jacqueline saliera de la mansión de Shea, su cabello de color platino quedó oculto bajo un gran sombrero y se cubrió el rostro a medias con un par de grandes gafas de sol negras. Salieron con paso rápido y caminaron un par de manzanas en dirección al metro antes de coger un taxi. Una vez dentro, se volvió hacia él. —Tenía razón sobre Irving. Él es nuestro traidor. Caleb odiaba ser la voz de la sensatez, pero intervino: —No necesariamente. —¿Qué quieres decir? —dijo en voz alta, demasiado alta. Caleb le puso los dedos sobre la boca y miró al taxista. —El conductor tiene un acento horrible —le recriminó en voz baja—, pero bien podría ser uno de los Otros o algún empleado suyo. Ya lo sabes. Jacqueline asintió resignada; odiaba que él tuviera razón y, además, estaba enfadada consigo misma por ser tan indiscreta. En voz aún más baja para que sólo ella pudiera oírle, Caleb le explicó: —Irving ha hecho cosas despreciables por la agencia, sí, y las considera justificables por los resultados obtenidos, pero eso no significa que la hiciera saltar por los aires. Si acaso, saber que aceptó mandar a Zusane para reconocer el terreno, me inclina más aún a confiar en él. —Estás loco —masculló ella entre dientes, y se dejó caer contra el asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Y qué pasa con mi madre? —Jacqueline, yo he servido a Zusane durante muchos años. Era una mujer llena de fuego y con una voluntad férrea. Le encantaba el drama y la intriga. Jamás podrían haberla obligado a seducir a aquellos hombres, así que la verdad pura y dura es que le encantaba su trabajo de espía. Caleb esperó la reacción de Jacqueline, pero ésta no perdió los estribos, lo cual quería decir que, muy a su pesar, estaba de acuerdo con él. Prosiguió: —En el círculo de tiza, después de la explosión, me ordenó que me quedara contigo. Me hizo feliz la idea. Pensé que quizás era su modo de darme permiso para... amarte. Jacqueline se volvió bruscamente para mirarle, con una expresión precavida en sus ojos. —Pero ahora me pregunto si Zusane era consciente de lo peligroso de la situación a la que se enfrentaba. Quizás había previsto su propia muerte. —Y quería sacarte de allí —concluyó Jacqueline. —Sí. —Ella siempre te quiso. —Sí. —El taxi se detuvo en Times Square para dejar pasar a un grupo de turistas. Caleb aprovechó para sacar unos billetes del bolsillo y entregárselos al conductor—. Gracias, nos quedamos aquí. Salgamos, Jacqueline.

149

Caleb agarró a Jacqueline del brazo, la ayudó a salir y se perdieron entre la multitud. Él la apremió hasta que llegaron a una elegante tienda de animales. —¡Entra!—ordenó. —¿Nos están siguiendo? —No pasa nada si tratamos de darles esquinazo, sean quienes sean. En especial, Caleb no quería que volviera a encontrarles otra vez aquella mujer que hablaba dentro de su cabeza. Sabía que era peligrosa, lo sabía porque lo sentía en las tripas y por la reacción de Irving. —Necesito comida para perros y quiero decirte... —Se colocó ante ella, tan cerca que sus pies se tocaban, tanto, que ella no tuvo más remedio que mirarle a los ojos y leyó la verdad en ellos—. Bueno, que protegí a tu madre porque le debía lealtad por encima de todas las cosas y porque ella me quería como a un hijo. Caleb cogió a Jacqueline por los brazos, la atrajo hacia sí y la besó una sola vez, con dureza, en los labios. Después la apartó, le acomodó el sombrero de Irving en la cabeza una vez más y añadió: —Comida para perros. —Comida para perros —repitió Jacqueline, y se tocó los labios con las yemas—. No, gracias, no tengo apetito. —La comida para perros no es para ti. Quería llevarte a visitar a mi madre. —Su juego de palabras le divirtió—. Lo mejor es sobornar a sus perros. —¿Tu madre? —Dijiste que querías conocerla. —Sí. Yo... Sí, me gustaría. —Jacqueline se miró los vaqueros gastados y la camiseta poco elegante—. Pero la verdad es que no voy bien vestida para visitar a la madre de nadie. Y mucho menos a la tuya. —Mamá sabe lo que te ha ocurrido. Lo que nos ha ocurrido a los dos. Caleb rebuscó en el cubo donde estaban los objetos para mordisquear y cogió dos, y después, un par de galletas. Los depositó sobre el mostrador y se quedó mirando al dependiente de gesto aburrido que escuchaba atentamente su conversación. —Recuerda, te envió su camisón. —Ah, vale. ¿Crees que le gustaré? Él le cogió las manos y se las besó. —Sé que le gustarás muchísimo.

150

CAPÍTULO 29

Por

alguna razón, a Jacqueline no le tranquilizaba la opinión de Caleb. Le estaba hablando de su madre, la de Caleb, a la que iban a visitar. Según la costumbre, cuando un chico le presenta su madre a una chica, eso significa que lleva intenciones serias con ella. ¿Qué pasaría si no le agradaba a la señora D'Angelo? ¿Y si no le gustaban las mujeres altas? ¿Qué ocurriría si decía algo incorrecto? Seguro que pasaba algo así. ¿Y si decía algo inoportuno? Solía ocurrirle... Y en la tienda de animales domésticos él la había besado de un modo que, si ella tuviera confianza en sí misma, pensaría que tenía intenciones serias. Pero aquella idea no era nueva para Jacqueline. Ya se le había pasado por la cabeza hacía dos años, y su madre sólo había tenido que mover un dedo para que Caleb la dejara sin volver la vista atrás ni una sola vez. Por eso, Jacqueline no se permitía concebir la más mínima esperanza y sólo le quedaba la ansiedad porque iba a conocer a la madre de él. Cogieron dos taxis, una limusina, y una ruta muy larga y tortuosa a través de Brooklyn hacia un barrio de clase media de casas restauradas de piedra rojiza. —Pare aquí —indicó Caleb al conductor. Se detuvieron al final de un callejón. Jacqueline salió del coche y echó una mirada a su alrededor mientras Caleb pagaba al taxista. Varios niños jugaban en la acera, los árboles se alineaban en la calle y en una ventana había un letrero que rezaba: «Apartamento en alquiler». Caleb se reunió con ella, la tomó del brazo y la apremió a que recorriera el callejón. —La casa de mi madre no está en una zona tan estupenda como la de Irving, pero es mi hogar. —Este sitio es mejor que la mansión de Irving. Aquí me puedo relajar. Si rompo algo en su casa, seguro que es una antigüedad de precio incalculable. Pero si rompo algo aquí... —No lo es. Él la acompañó hacia una puerta de madera junto a una ventana con cortinas de encaje, una vez pasados los contenedores de basura. Subieron unas escaleras traseras, llamó, probó a girar el pomo y vio que estaba abierto. Caleb suspiró. —¿No debería estar cerrado? ¿No es peligroso?

151

Jacqueline le siguió hacia el lavadero. Se quitó el sombrero de Irving y las gafas y las colocó sobre la lavadora. —Sí, pero a mi madre le gusta que sus vecinos puedan venir a tomarse un café cuando ellos quieran. —Gritó hacia el interior de la casa—: ¡Mamá! ¡Soy yo! Se oyeron unos ladridos procedentes del interior del edificio. —Usa a Lizzie como timbre de la puerta. El problema es que Lizzie ya no es tan joven y no oye tan bien como antes. Antes no podía tocar la puerta sin que me saltara encima. —Le dio a Jacqueline las galletas y le advirtió—: Prepárate. Se escuchó un atronador sonido de pasos y un frenético labrador y un pequeño pastor alemán se precipitaron por la puerta ladrando sin parar. —¡Lizzie, abajo! ¡Siéntate, Rit! Jacqueline reconoció la voz de mando de Caleb. Pero, lástima, los perros, no. La actitud del pastor alemán pasó de agresiva a un educado desdén. El labrador continuó haciendo cabriolas por el puro placer de su compañía. Jacqueline observó la expresión disgustada de Caleb y estalló en carcajadas. —¡Lizzie, abajo! ¡Siéntate, Rit! —repitió él, y esta vez obedecieron, pero no hasta que recibieron las galletas. Ritter jugueteó en torno a Jacqueline y sonrió, una sonrisa de verdad, hasta que ella le dio la galleta que sostenía en la mano. El animal la masticó sin molestarse en dejar de bailotear. Lizzie era más contenida, más cautelosa; tomó su galleta de la mano de Jacqueline con delicadeza y se la llevó a la cocina. Ritter la azotó con la cola, acariciándole el lomo. —¡Adelante! ¡Entrad! La madre de Caleb tenía una voz musical, con un pronunciado acento italiano y, cuando apareció por la puerta, Jacqueline comprendió por qué su camisón le quedaba tan grande. La señora D'Angelo debía de andar en torno a los cincuenta, era bajita y regordeta, con unos penetrantes ojos castaños y el cabello negro y corto que se rizaba en torno a su sonriente rostro con hoyuelos. Y también tenía aspecto de ser ciega. Jacqueline disimuló su sorpresa. Recordaba haber oído hablar a Caleb de su madre toda la vida y jamás había comentado nada acerca de esto. —¡Querido mío, qué visita tan inesperada! No esperaba verte hoy. La señora D'Angelo abrió los brazos en dirección a Caleb. Él se hundió entre sus brazos, la abrazó a su vez y la achuchó. —Te he traído una visita. —¿Jacqueline? ¿Por fin me has traído a Jacqueline? —Besó a su hijo en la mejilla, lo apartó y abrió los brazos de nuevo—. ¡Estoy tan contenta de conocerte, mi niña! ¿Qué podía hacer ella? Caminó hacia ella, la abrazó también y respondió: —Gracias por su bienvenida, señora D'Angelo. Llevaba mucho tiempo deseando conocerla. —Sí, pero teníamos que respetar los deseos de Zusane, ¿no? Caleb, ¿cómo es que ha consentido por fin? —dijo la mujer, e inclinó la cabeza hacia un lado esperando la respuesta de Caleb.

152

—No es que haya cedido precisamente, mamá. Murió ayer en un accidente de avión. —¡Dios mío! ¡Pobre mujer, tan adorable! —Los brazos de la señora D'Angelo se apretaron con fuerza en torno a Jacqueline—. Mi querida pequeña... Jacqueline experimentó un inesperado picor de ojos. Hasta que esta mujer, una madre, la abrazó y le expresó su afecto, no había sentido de verdad el dolor por la pérdida de Zusane. Ahora le asaltó la pena, pero la rechazó de plano. Aquí, no. No en este lugar tan alegre, y no delante de Caleb y de su madre. —Ven, siéntate. La señora D'Angelo la atrajo hacia la soleada cocina. Cubría el suelo un embaldosado de barro al estilo italiano, los armarios estaban pintados de amarillo pálido y los electrodomésticos de acero inoxidable relucían. Había dos camas para perros en el suelo, bajo la ventana, y una pequeña mesa redonda de madera pulida arrimada a una hornacina acristalada, y allí fue adonde la llevó la mujer, le ofreció una silla y la empujó hasta sentarla en ella. —¿Una taza de café? ¿Azúcar? ¿Leche? Caleb, prepáraselo. ¿Os quedaréis a cenar? —No, mamá, no podemos quedarnos tanto rato. Sirvió dos tazas de café de la cafetera empotrada bajo la encimera y rellenó la de su madre. —Claro que no, tonta de mí. Tenéis muchas cosas que hacer. Las muestras de duelo por la gran Zusane deben de ser desgarradoras —asintió la señora D'Angelo y le dio un apretón al hombro de Jacqueline. —Las noticias de su muerte deben de andar por todos los medios —susurró Jacqueline, que no había pensado en la publicidad. Sentía una opresión en el pecho; tanto si quería como si no, la pena seguía creciendo. —A almorzar, entonces. Una frittata —ofreció la mujer; cruzó el espacio, se dirigió hacia los armarios de la cocina y con precisión, sacó una tabla de cortar y un cuchillo de cocina. —Por favor, señora D'Angelo, no se moleste usted —protestó Jacqueline. —Cocinar para los amigos no es ninguna molestia. La mujer dio una palmadita a la inquieta Lizzie y le ordenó que se tumbara en su cama. Lizzie la obedeció de forma inmediata. —Han hablado del accidente en las noticias de la mañana —puntualizó Caleb, quien dejó el café ante Jacqueline y se sentó frente a ella en la mesita, observándola como si captara el hilo de sus pensamientos. Ritter deslizó su húmeda nariz bajo la mano de Jacqueline y cuando ésta comenzó a acariciarlo automáticamente, el animal suspiró con deleite. Con aquella cabeza suave bajo su mano, la jaqueca de la joven remitió un tanto. —¿Qué están diciendo? Espero que no digan que Zusane era... —Jacqueline echó una mirada rápida a la señora D'Angelo y bajó la voz— ...una vidente. —No hay motivo para bajar la voz —dijo la señora D'Angelo alegremente—. Ya lo sé. —Mamá tiene razón... ya lo sabe —le confirmó Caleb—. Pero no, no hay ningún rumor sobre ese tema en las noticias. Más bien están haciendo retrospectivas de su vida, sus matrimonios y su glamur. La están presentando con gente de la realeza, con hombres poderosos, actores y políticos. Hablan de las lentejuelas y los diamantes. —A ella le habría encantado.

153

Jacqueline inspiró aire con más libertad. —Jacqueline, ¿eres alérgica a los champiñones? —La señora D'Angelo se acercó al frigorífico y empezó a reunir los ingredientes—. ¿Y al marisco? —No, no soy alérgica a nada. —Excepto quizá a las visiones. Éstas le desgarraban la carne, le obstruían los pulmones y le dejaban un amargo sabor de puro pánico en la boca. Jacqueline se humedeció los labios—. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarla? —Gracias, eres muy amable, pero me han afilado los cuchillos en Sears y tienen una hoja muy cortante. —La mujer sonrió con malicia—. Será mejor que te mantengas lejos de mí. —La prensa menciona el hecho de que Zusane adoptó una hija, pero que se separaron y nadie conoce su paradero —comentó Caleb. —Gracias a Dios —murmuró Jacqueline, que nunca había sido más sincera. —Tu madre era tan buena... Me parece una vergüenza que deban ocultarse sus mejores obras. —La señora D'Angelo ralló el parmesano y limpió los langostinos con rapidez y eficacia —. Ya sabes que nos salvó la vida. —No, no lo sabía. —Jacqueline mantuvo la mirada fija en la madre de Caleb mientras ésta troceaba los champiñones, los calabacines y las cebolletas—. ¿Qué hizo? Debió de filtrarse algo de escepticismo en su voz, porque la señora D'Angelo frunció el ceño y cascó los huevos en el borde del bol con fuerza innecesaria. —Díselo, Caleb. Debería saberlo. Jacqueline pensó que él se negaría, pues siempre había rehusado contarle hasta el detalle más superficial de su vida, pero en vez de eso, se retrepó en la silla, observando a Jacqueline fijamente, valorando sus reacciones mientras hablaba. —Crecí en una pequeña ciudad de Sicilia y la primera vez que vi a Zusane le vendí algunas conchas que había recogido en la playa. Era tan hermosa como un ángel y me hablaba y me escuchaba. Yo tenía ocho años, era casi un hombre y me sentí muy halagado. Me estuve dando aires luego en casa. —Ya lo creo que lo hiciste. —Su madre batía vigorosamente los huevos—. Cuando te vi, supe que debía de haber pasado algo porque parecías el gato que se había comido al canario. Así que la señora D'Angelo no siempre había sido ciega. —Pero, además de ser tan encantador, Zusane tenía otros motivos para prestarme atención. Había visto un aura de dolor a mi alrededor. Me siguió hasta casa y avisó a mi madre de que la muerte y la violencia nos visitarían esa noche y que debíamos escapar mientras aún podíamos. Mi padre y mi hermano se rieron de ella, pero mi madre lloró. —Porque ya sabía qué problemas había provocado tu hermano y tenía miedo —terció la invidente mientras mezclaba los ingredientes troceados con los huevos. —En Sicilia, las rivalidades nunca se acaban —le contó Caleb a Jacqueline—, y mi hermano era un exaltado que sólo vivía para pelearse. Así que luchó con el tipo equivocado y ganó. —Era el mejor luchador de la isla, mi hijo mayor. Tan listo, tan guapo, tan inconsciente... La mujer dejó de cocinar, abstraída en los recuerdos. —No me di cuenta de lo que iba a ocurrir, pero la otra familia era rica e influyente e iban por ahí alardeando de que nos eliminarían. —Caleb le dedicó a Jacqueline una media sonrisa—. No es necesario decir que nosotros no éramos ricos ni influyentes. Así que mi padre y mi hermano se negaron a irse con Zusane y tampoco quisieron que nos fuéramos mi madre y yo.

154

—¿Por qué? —preguntó Jacqueline. —Por orgullo, por puro orgullo masculino. Probablemente, si la señora D'Angelo no hubiera estado en su cocina, habría escupido en el suelo. —Oh —exclamó la chica—. Eso... —Me envolvieron en un colchón y me dijeron que me durmiera. Yo rehusé, claro. — Caleb hizo una mueca—. Me quedé dormido mientras esperaba y me despertó el sonido de las armas de fuego. Su madre se le acercó allí donde estaba sentado a la mesa y le puso una mano sobre un hombro. Él la cubrió con la suya, un gesto cálido, como si supiera que ella necesitaba el contacto. Lizzie también se acercó a la señora D'Angelo, se sentó a sus pies y se reclinó contra sus piernas. —Miré a hurtadillas y vi cómo abatían a tiros a mi padre y a mi hermano. —La voz de Caleb era firme, pero bajo el tono sereno, Jacqueline percibió el eco del sufrimiento—. Mi madre cogió un cuchillo y mató a uno de los atacantes, pero a ella también le dispararon. —¡Dios mío! La mano de Jacqueline se crispó entre el pelaje de Ritter y éste gimoteó y se acurrucó contra ella. —En la cabeza. La señora D'Angelo se levantó el pelo de un lado de la cara y le mostró a Jacqueline la tremenda cicatriz. Ella se tapó la boca, horrorizada. —¿Cómo pudo sobrevivir a eso? —No había llegado mi hora —se encogió de hombros—. Pero desde entonces vivo sumida en la oscuridad. Jacqueline miró a Caleb, impotente ante tanta fatalidad. Él asintió, aceptando su compasión y agradeciéndola. Su madre continuó: —Por eso tu madre no quería que me visitaras. No quería que te vieras expuesta a la fealdad de la vida. La temía tanto, tanto, que esperaba poder protegerte siempre de ella. —Y claro, no pudo hacerlo —añadió Caleb. —Era tu madre de verdad, por lo mucho que se preocupaba por ti, pero ninguna madre puede proteger a sus hijos de todos los golpes de la vida. Ni siquiera es bueno intentarlo, aunque cuando traté de decírselo, no me escuchó. La señora D'Angelo chasqueó la lengua, contrita. —No. Jamás escuchaba —dijo Jacqueline con voz débil. Caleb observó a las dos mujeres y prosiguió la historia con voz monótona. —Los matones le prendieron fuego a la casa. Yo salí de mi escondite y arrastré a mi madre al exterior. Podrían habernos matado entonces, pero llegó Zusane rodeada de todos sus guardaespaldas y aquellos delinquenti no tuvieron agallas para enfrentarse a tantos hombres armados que sabían defenderse.

155

—Tu madre nos salvó, y tres semanas más tarde, cuando desperté en el hospital, la primera cosa que me dijo Caleb fue que algún día sería el guardaespaldas de Zusane. —La señora D'Angelo tenía un aspecto feroz—. Y para mi orgullo, mantuvo su promesa. —Zusane pagó todo el tratamiento médico de mamá. Nos trajo a Nueva York. Nos ayudó a introducirnos en la vida americana, pagó mi educación y me dio un empleo. —Caleb se echó a reír como si eso le divirtiera—. A cambio, me pidió total dedicación. —Y tú se la diste a manos llenas. Jacqueline lo había visto con sus propios ojos. —Jacqueline, si tú le debieras a alguien una deuda como esa, ¿no le habrías dado lo que te hubiera pedido? —preguntó. Ella no pudo enfrentarse a su mirada y aquella pena volvió a crecer de nuevo en su interior. —Yo también tengo una deuda semejante con ella. —Tú sólo le debes lo que todo hijo debe a sus padres... tu vida... y tú, como todos los hijos del mundo, eres ingrata. Jacqueline dio un respingo cuando la mujer dio una ligera palmadita en la nuca a Caleb. —Mamá, yo también vivo dedicado a ti —protestó él. —No me das lo que yo quiero. —Ella volvió a la cocina, depositando bruscamente la sartén de hierro negro sobre el fogón—. Todo lo que te pido es que te cases y me des nietos para que aligeren la carga de mis años. ¿Y tú qué haces? Nada. Jacqueline se encogió un poco en la silla para eludir la inminente discusión entre madre e hijo. Descubrió a los dos perros apretados contra sus piernas con la misma intención de ignorar los problemas. —Y yo quiero que te cases con el señor Davies, el del bloque de abajo, para que aligeres la carga de tus años, pero tú tampoco me escuchas —replicó Caleb. —Y no tengo por qué hacerlo. —La señora D'Angelo vertió aceite de oliva en la sartén y añadió la mezcla con los huevos—. Soy tu madre y tú no eres más que mi hijo, y no deberías decirme lo que debo hacer. Así que ahora pon la mesa y sirve el vino. El almuerzo estará listo en unos minutos.

156

CAPÍTULO 30

Después del almuerzo, Caleb terminó de llenar el lavavajillas y se secó las manos. —Mamá, te duele la cabeza. Deberías descansar. La mirada de Jacqueline se posó en Caleb y en su madre, sorprendida por la perspicacia de aquél. —Le dan dolores de cabeza desde que le dispararon —le explicó a ella, sin apartar la mirada de su progenitora. —Es una debilidad frustrante. —La señora D'Angelo estaba sentada a la mesa, y mantenía con expresión vacía las mano sobre su regazo—. La odio. Me hace sentir vieja. —Yo más bien pienso que debería sentirse como la superviviente de un horrible crimen por el que ha perdido la vista y sufre algunas incómodas jaquecas—repuso Jacqueline con gentileza—. Tampoco es un precio tan grande, teniéndolo todo en cuenta, ¿no? —Eres una chica estupenda. —La mujer alzó la cabeza—. Pero claro, eso ya lo sabía desde el momento en que supe que estabas con mi hijo. Caleb acudió al lado de su madre y la ayudó a levantarse. —Además, si te vas a descansar, yo podré hacerle el amor a Jacqueline. —¡Caleb! A Jacqueline le preocupaba la posibilidad de que pudiera decir algo inconveniente, pero él se había tirado de cabeza al tema en vez de evitarlo. Sin embargo, era obvio que todos los clichés que había oído sobre los hijos italianos eran ciertos. Él no podía hacer nada malo, pues la señora D'Angelo agitó un dedo admonitorio en su dirección y le riñó con tono indulgente: —Eres incorregible. —Mamá, yo sólo quiero procurarte esos nietos que tanto anhelas. Jacqueline se atragantó. La señora D'Angelo preguntó preocupada: —Jacqueline, ¿te encuentras bien?

157

—Sí —respondió, aunque le faltó añadir que estaría mejor después de haber estrangulado a su hijo—. Estoy bien. La mujer sonreía al salir de la habitación, colgada del brazo de su hijo y Lizzie y Ritter a la zaga. Jacqueline escuchó el rumor de la conversación y el sonido de una puerta al cerrarse. Luego, Caleb volvió a asomarse a la cocina, extendió la mano hacia ella y le dijo: —Vamos a ver mi apartamento. Sin más. Se levantó de la silla con lentitud y caminó hacia él. ¿Había querido decir exactamente, eso, que quería hacerle el amor? Caleb le había dicho que no lo harían hasta que ella no se lo pidiera, y al menos hasta el momento, había mantenido su promesa. ¿Pensaba olvidarla hoy? Jacqueline le cogió de la mano. ¿Acaso le importaría que rompiera su palabra? —¿Niños? ¿Vamos a fabricar niños? —comentó ella, alzando las cejas. —Lo más probable es que hoy no. Estamos corriendo mucho peligro y los niños necesitan tener unos padres. —La condujo hasta la entrada y subieron un estrecho tramo de escaleras—. ¿No te parece? Era de admirar la habilidad con la que manipulaba la conversación. ¿Qué se suponía que tenía ella que decir? ¿Qué no? Claro que ella pensaba que un niño necesitaba tener padre y madre, y suponía que él lo tendría más claro aún por su propia tragedia personal. Pero respecto al hecho de si ambos debían considerar tener hijos... Si ni siquiera tenían una relación como debía ser... Aunque lo cierto era que ellos sabían más el uno del otro que la mayoría de las parejas que habían convivido durante diez años, porque se conocían desde hacía mucho tiempo y habían pasado muchas dificultades juntos, pero también quedaban muchos asuntos por resolver. Sin embargo, el peligro los presionaba, y el tiempo que les quedaba de estar juntos probablemente sería muy corto. Los pros y los contras se sucedían en su mente y le dirigió una mirada rápida que no la ayudó en absoluto. Él parecía muy seguro de sí mismo y tenerlo todo controlado. Lamentablemente, parecía estar así siempre. El carácter imperturbable de Caleb causaba una gran frustración a Jacqueline pero, al mismo tiempo, él no tenía más que cogerle la mano para excitarla. Así que cuando abrió la puerta que había en la parte superior de las escaleras y la introdujo al interior de la estancia se le disparó el corazón, que comenzó a latir enloquecido. Le había dicho a su madre que iban a hacer el amor y, a pesar de todas sus diferencias, era en el único asunto en el que estaban completamente de acuerdo. Juntos, estallaban en una pura llama. Jacqueline inhaló una bocanada de aire y le preguntó: —¿Todo el edificio es tuyo? Creyó adecuado iniciar una conversación intrascendente. —Sí. Si fuera por mi madre, alquilaría uno de los apartamentos, pero no me apetece nada tener intrusos rondando por la casa...

158

—Entiendo. —Sin mencionar el hecho de que puedo tener todo el segundo piso para mí. Jacqueline le miró. —Ya lo sé. Lo sé. Ya soy mayorcito para vivir con mi madre. Pero siempre estoy viajando con Zusane, o al menos antes era así, y así ella me vigila mis cosas. —Hizo un gesto con el brazo para mostrar el lugar—. Hay cuatro habitaciones: cocina, salón, baño y dormitorio. Era un piso de tres dormitorios, pero cuando me mudé aquí eché abajo los tabiques para aumentar el espacio. —Es muy bonito. El apartamento era más espacioso de lo que era habitual en Nueva York. El decorador era el mismo que el de la casa materna. Las paredes tenían un suave tono amarillo y había las mismas losas de barro en el suelo; en las zonas más modernas, alfombras de lana cardada blancas y grises. Caleb observó su mirada dubitativa, así que la empujó: —Anda, ve, explóralo por ti misma. Jacqueline estaba tan fascinada por estar en su casa que no disimuló su interés mientras vagaba de habitación en habitación. La casa no estaba recargada aunque ella tampoco esperaba que así fuera. Las mesas en el salón mostraban su superficie limpia, sin nada más que un periódico viejo y una lámpara encima. La cocina poseía toda clase de adelantos, pero un aspecto intacto, como de no haberse usado. Había unas cuantas fotos enmarcadas sobre la chimenea: un joven que se le parecía, su hermano; la foto de boda de sus padres; una foto de Zusane, de pie frente al tribunal federal con el brazo rodeando a un Caleb adolescente. Se quedó sin aliento al observar la foto. Zusane parecía tan orgullosa de él como jamás lo había estado de ella, y por un momento, la tristeza empañó el estado de ánimo expectante de Jacqueline. —¿Quieres beber algo? —le preguntó él desde la cocina—. ¿Vino, cerveza, agua? Jacqueline luchó para deshacerse la pena. Lo dejaría para más tarde, ya habría algún otro momento para hacerlo, de modo que respondió: —Mejor si sigo con el agua. Si me bebo un vaso de vino comiendo, tengo que irme directamente a dormir la siesta. Se ruborizó de nuevo, para su vergüenza. Parecía que mencionar la palabra sueño estando él presente era demasiado erótico para su libido. Entró en el cuarto de baño y lo encontró vacío, sin un solo cepillo ni maquinilla de afeitar en el armario. Sólo una botella de champú interrumpía el espacio libre de la ducha. La tapadera del inodoro estaba levantada. «No cabe duda, es la casa de un hombre», dijo para sí. Entonces, Jacqueline entró en el dormitorio y encontró a Caleb tumbado en mitad de la cama con los brazos cruzados debajo de la cabeza y dos botellas de agua abiertas en la mesita de noche de al lado. Se quedó de una pieza, sorprendida. —Guau. —Es lo que dicen todas las mujeres al verme. —Siguió la dirección de su mirada y suspiró—. Ah, te refieres a la cama.

159

El enorme lecho con cuatro postes era la antítesis del resto del apartamento, ya que llenaba la habitación con su masa. Era magnífico, cargado de detalles, muy grande y... —Es una cama preciosa, ¿de anticuario? Siguió con el dedo el mimbre en uno de los postes. Una elaborada talla de una cesta con frutas adornaba el elevado cabecero de caoba plagado de curvas. —Lo vi en el escaparate de una tienda de Manhattan en la 24 Oeste. Me recordó la cama de mis padres en Sicilia, así que la compré. —¿Ni siquiera te lo pensaste? ¿La compraste así, sin más? —Cuando veo algo que quiero no pierdo el tiempo para quedármelo. La estaba mirando y no parecía estar hablando de la cama. Ella se acercó despacio a la cabecera. Tenía un aspecto estupendo. Alto y esbelto, musculoso y competente. El hombre que conocía de toda la vida. Un hombre con el que podía contar. El hombre que era un peligro para sus enemigos... y también para los de ella. Acercó la mano a su pecho. ¿Se rendiría a la tentación de tocarlo? ¿Le besaría, le abrazaría, lo introduciría en su cuerpo...? Él le cogió la muñeca y le abrió la mano herida. El mitón de piel y la venda de gasa cubrían la cuchillada de la palma de la mano y él la acarició suavemente. —¿Qué tal lo llevas? —B-b-bien, bastante bien —tartamudeó, sorprendida con la guardia baja— Martha es muy competente. —Entonces, ¿por qué la proteges con el otro brazo todo el tiempo? ¿De qué tienes miedo? ¿Qué crees que pasó cuando acuchillaron el tatuaje? Ella se precipitó a dar una explicación. —Es parte de mí, de lo que soy. El ojo y también el hecho de saber que podría..., bueno, que puedo, ver el futuro. Si eso desapareciera... ¿Cómo sabía Caleb que era eso lo que ella temía cuando les habían ocurrido tantas otras cosas terroríficas? —Mi madre perdió la vista en el mejor momento de su vida. Eso me rompió el corazón pero a la vez, me sentí muy agradecido de que no hubiera muerto. Por ese motivo me volví loco cuando tú no quisiste «ver». —Caleb palmeó con suavidad su mano enguantada—. Rechazar el don de la visión me pareció estúpido y casi... un pecado, pero ayer te sumiste en una visión y te hirieron. De forma impulsiva, tiró de ella hacia la cama y la atrajo hacia sus brazos. Jacqueline se quedó sin aliento cuando le dio la vuelta hasta apoyar su espalda contra la cama, atrapándola entre sus brazos. Luego, la miró a los ojos y le dijo en tono muy serio: —No me importa la marca de tu palma. No me importa lo que signifique. Tampoco me importa lo que Zusane quisiera para ti. Lo único que me importa es que hagas lo que quieras hacer. —Para su sorpresa, mostró aquella media sonrisa que le gustaba tanto—. Y admito que quiero que hagas lo que sea, pero siempre que sea conmigo a tu lado. Estar allí con Caleb, sintiendo su calor, oliendo su aroma, escuchando sus palabras, le hizo ser consciente de cuánto tiempo hacía ya que se conocían y lo mucho que él significaba para Jacqueline.

160

—¿Vivirás aquí conmigo? —le preguntó—. ¿Harás feliz a mi madre casándote conmigo? La había rescatado, la había enseñado a luchar, a amar, a odiar... Incluso cuando estuvieron separados él había sido el centro de su vida. Ahora, dos años más tarde, ambos estaban juntos y en peligro... y él era el único hombre a quien había querido siempre. —Sí. —¿Sí? —Se le escapó una carcajada que sonó como un ladrido—. ¿Sí? ¿Qué quieres decir con «sí»? —Sí, que quiero vivir contigo aquí. Que sí quiero casarme contigo. Jacqueline jamás había deseado tanto algo en su vida. Él se relajó de puro alivio, pero ella añadió con dureza: —Pero no por tu madre, sino por nosotros. El descansó la frente sobre la de la ella y añadió: —Tienes razón. No te quedes conmigo por mi madre. Quédate por nosotros, porque te he amado durante todo este tiempo y ahora, por fin, serás mía y seremos felices de verdad. —Que así sea. —Alzándose pasó los brazos en torno a sus hombros—. Por favor. Sus labios se distendieron en una franca sonrisa. —Por favor, ¿qué? Ah, vaya, a ese juego podían jugar dos. —Desnúdame, por favor. Déjame que te desnude, por favor. Bésame los labios, los pechos, el vientre, por favor. Déjame que te dé la vuelta y te bese la espalda, los hombros y ese trasero tan magnífico que tienes, por favor. Cómeme entera y déjame que yo te coma a ti todo, por favor. Él se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica y después se quedó inmóvil, luchando por recuperar el control. —Por favor, hazme el amor, házmelo ahora. —Deslizó las manos desde los hombros hasta su nuca y luego enredó los dedos en su el pelo—. Caleb, por favor, no te contengas. Sus labios apenas se movieron cuando contestó: —No sabes lo que me estás pidiendo. —Sí, claro que lo sé. Quiero que todo sea tan desenfrenado como la primera vez que hicimos el amor. Quiero que seas tan impulsivo y salvaje como entonces. Quiero... Él saltó de la cama y durante un momento ella creyó que se marcharía. Pero en vez de eso, él se deshizo de la ropa a tirones, se puso un condón y regresó a su lado en treinta segundos. En otros treinta más le quitó la ropa y se encontró desnuda y cautiva en los brazos de un hombre tan salvaje como ella quería. La aprisionó contra las almohadas y, sujetándole la cabeza, la besó, explorando su boca con insistencia, extrayendo el aire de sus pulmones y sustituyéndolo con el suyo. Le mordió el lóbulo de una oreja y retorció la lengua en las espirales del oído, para luego morderle el lóbulo de nuevo. Había retomado aquella corriente eléctrica y la había dirigido hacia ella, porque con cada pasada de su lengua y cada mordisqueo de sus dientes, recorría a Jacqueline un relámpago de pura pasión que conducía a través de sus nervios hacia su cerebro, sus pezones y su clítoris. Y mientras tanto, él la sujetaba con su cuerpo desnudo, presionándola contra la cama, haciendo que sintiera su peso y el calor de su erección. Empujó el pene entre sus piernas,

161

deslizándolo arriba y abajo contra la humedad que se desprendía de los labios de la vulva, provocándola, empapándose en ella mientras hacía que su cuerpo respondiera. Caleb la dominaba y todo en él le hizo comprender que esta forma de hacer el amor no se parecería a nada que ella hubiera experimentado antes. Le acarició los pechos, explorándolos con la boca, buscando cada nervio e intensificando la sensación con una succión suave que se convirtió en un estímulo más intenso. Comenzó a emitir sonidos, gemidos de placer y sintió a la vez un miedo insidioso. Insidioso porque se preguntaba si podría sobrevivir a eso, o si podría resistir a ese placer constante y en aumento. Se retorció, lo empujó, intentando escaparse, y él respondió sujetándola de las muñecas y pegándole las manos a los costados. Volvió a besarle los pechos, y también el vientre. Entonces, usando las rodillas para mantenerle las piernas separadas, hundió la lengua en su interior. Pero eso era demasiado. Demasiado. Se volvió loca por la anticipación, por la necesidad. Caleb la degustó una y otra vez más, manteniéndola siempre al borde del orgasmo, pero sin darle más placer de que él podía obtener. Era una tortura de lo más cruel y en todo lo que ella podía pensar era: «Más, por favor, un poco más. Si me tocaras ahí, sólo una vez más...». Pero él no lo hizo. En vez de eso, se alzó sobre ella de modo que sólo sus vientres quedaron en contacto y sujetando aún sus manos, presionó su pene erecto en su interior... con lentitud. De una manera enloquecedoramente lenta. Si al menos hubiera hecho lo que le había pedido... Pero no lo hizo. Se deslizó en su interior, llenándola, con cuidado de no rozarle el clítoris. Tenía muy claro lo que ella quería. Y también, que intentaba volverla loca antes de que llegara. Jacqueline clavó los pies contra la cama para elevarse hacia él, pero Caleb mantuvo el control con las manos y los codos y, mientras tanto, la observó con una mirada acalorada que la provocó por querer lo que él le estaba ofreciendo. —Por favor —susurró ella—. Por favor, Caleb, necesito... por favor. —¿Qué es lo que quieres? —Se deslizó un poco más en su interior—. ¿Esto? —Más. —Cariño, ¿cuánto puedes más? —Se hundió aún más profundamente—. ¿Así? Su miembro había entrado tan adentro que había llegado hasta el útero. La ensanchó hasta hacerla jadear y agarrar puñados de la sábana. La hizo implorar... —Más. Más rápido. Caleb, por el amor de Dios... Estaba cerca, tan cerca... —Ah. Esto es lo que quieres... Se salió casi por completo de su interior, y luego buscó apoyo mientras ella esperaba temblorosa. Entonces, la atravesó con fuerza, con rapidez y sin piedad. Ella gritó cuando alcanzó el clímax largamente esperado en oleadas, arrastrándola una y otra vez y llevándose sus pensamientos, sus palabras y su mente. Le escuchó reír mientras la empalaba de nuevo, dominándola por completo. Pero había perdido el control de sus muslos y ella, de forma instintiva, envolvió sus caderas con las piernas y salió al encuentro de su embate.

162

Y de repente, Caleb se quedó inmóvil y perdió las ganas de reír. Cerró los ojos y su rostro se tensó. Ahora era Jacqueline quien tenía la última palabra. Tensó los músculos acariciándole desde su interior, de modo que la sintió centímetro a centímetro. Se alzó contra él empujando contra su pelvis. Cuando abrió los ojos, el Caleb que ella conocía había desaparecido. En su lugar, estaba el salvaje que había pedido. Le soltó las manos y elevando sus nalgas con las manos se impulsó hacia su interior con un ritmo y un poder que ella no había podido imaginar. Jacqueline lo arrastró hacia su interior, disfrutando de la flexibilidad de los músculos bajo sus dedos. Él fue implacable. Ella, formidable. Y juntos se habían convertido en seres invencibles. Jacqueline volvió a percibir el clímax acercarse con cada movimiento, con cada gemido y con la certeza clara de haberlo vuelto tan loco como él a ella. Un rubor se le extendió por la frente mientras la lujuria endurecía sus facciones. El orgasmo le sobrevino, empujando con más velocidad y dureza, de forma incontenible. Todo su cuerpo se tensó alrededor, con un hambriento frenesí, y le clavó las uñas, pidiéndole sin palabras que le entregara todo lo que él era. Y así lo hizo Caleb, presionando todo su cuerpo contra el suyo, dentro del suyo, marcándola como su propiedad. Quedaron suspendidos, al borde del precipicio del éxtasis. Y entonces, gradualmente, el frenesí que los embargaba se fue apagando. Caleb se dejó caer sobre ella. Jacqueline saboreó su hombro y la piel salada. Olió el deseo que exhalaba y supo que era suyo. Ya no quedaba ninguna de las preocupaciones que había tenido antes de que todo empezara. Se sentía ligera, como sin huesos, debido a la pasión saciada. Caleb volvió el rostro hacia el de ella y la miró con los ojos entrecerrados. —¿Te encuentras bien? —Me siento espléndida. —Sí. Así eres. —Se retiró de ella con un gruñido, se sentó con el pecho aún jadeante y la examinó como si quisiera memorizar cada centímetro de su piel—. Jacqueline... —Sí —contestó, y se preguntó si querría hacerlo de nuevo. —Tengo que irme. —¿Qué? Se aferró a su brazo. ¿Ahora? ¿Iba a dejarla ahora? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Irse adonde? —Debo regresar a casa de Irving —respondió; le besó la mano, la dejó reposar sobre su estómago y saltó de la cama. —¡Al infierno con la casa de Irving!

163

Caleb no le prestó atención. —Quiero que te quedes aquí. Échate un sueñecito. Lee un libro. Baja a ver cómo está mi madre, si te preocupa. Le he dado su medicación y dormirá varias horas, pero aunque no se sienta muy estable, seguramente se levantará y se pondrá a hacer un pastel o cualquier otra cosa, simplemente para probar que es capaz de hacerlo. —Iré a verla, no te preocupes. Ya lo sabes. —Se sentó y se apartó el pelo de la frente—. Pero, ¿para qué quieres regresar? Tendría que haber una razón increíblemente buena para que quisiera volver allí. —Porque alguien ha intentado matarte y voy a investigarlo.

164

CAPÍTULO 31

V

« oy a investigarlo», la frase se repetía como un eco en la mente de Jacqueline, «voy a investigarlo». Ella había oído esa frase antes en algún lugar. «Si lo investiga, morirá. Si lo investiga, morirá». Las palabras adquirieron un significado pleno y ganaron fuerza, crecieron en certidumbre e intensidad como una bola de nieve que desciende por la ladera de una colina. «Si lo investiga, morirá. Si lo investiga, morirá». —¡No lo hagas! —Jacqueline se incorporó de un salto y se quedó sentada, apoyada en los talones sobre los almohadones—. Si lo investigas, morirás. Él se quedó rígido, con las ropas en las manos y la miró. —Si lo investigo... ¿de qué estás hablando? —Fue ayer, después de la visión. Y hoy también, en la reunión. —Sus manos comenzaron a temblar mientras recordaba—. Escuché una voz en mi mente que repetía una y otra vez: «Si lo investiga, morirá. Si lo investiga, morirá». Entonces creí... como la bola de cristal estaba allí, pensé que era un aviso para que nadie mirara en su interior. Pero no era eso; eras tú. —¿Escuchaste esa voz en tu mente? —Caleb se metió en el baño. Jacqueline escuchó correr el agua, y cuando él regresó, se había lavado la cara y tenía el pelo húmedo y se había peinado—. ¿Por qué no me lo dijiste? —Estábamos en otras cosas y yo estaba herida. Te habías ido. Estaba ocurriendo un montón de cosas a la vez. —Se dio cuenta de que no le estaba convenciendo, pues él aún iba de un lado a otro de la habitación haciendo preparativos—. Además, me pareció una estupidez. Cuando tengo una visión, luego escucho una voz en mi mente. Esto no es normal. Mi madre no escuchaba voces. —¿Y cómo lo sabes? Tú nunca hablaste con ella sobre tus visiones. Quizás él no era consciente de ello, pero su voz mostraba un cierto matiz de reproche. Y eso la hirió. —Entonces, quizá debería preguntártelo. ¿Escuchó mi madre voces en alguna ocasión?

165

—No lo creo. —Caleb rebuscó en el armario, sacó unos vaqueros limpios y se los puso. También cogió una camisa blanca recién planchada—. Y esa voz, ¿a la de quién se parecía? —No lo sé. Era sólo una voz incorpórea corriente —dijo con un hilo de sarcasmo en su voz. Pero él estaba serio. —¿Era una voz de mujer? —No... creo. —Intentó adjudicarle un género pero sacudió la cabeza—. No lo sé. Era simplemente eso... una voz como de condenación. —Recordó cuando él informó a Irving sobre la mujer que le habló desde tan lejos y continuó su razonamiento—. Tú crees que hay alguien hablando dentro de mi mente. —Sí. Alguien que hace una travesura, intentando darte un susto de muerte. —Se sentó en una silla y se calzó las botas de cuero tobilleras—. ¿Quién estaba cerca de ti cuando ocurrió? —Todo el mundo. Casi... todo el mundo. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Bueno, no. Samuel no estaba en ese momento, pero tampoco sabemos si la proximidad influye, ¿no? Y sea quien sea, si es una persona, podría ser capaz de proyectarse con claridad por todo el universo. —Eso es verdad. Y de todas formas, tanto si hay alguien hablando dentro de tu mente como si esas palabras son una premonición del futuro, nos da igual. —Caleb se puso en pie y se ajustó el cinturón—. Tengo que regresar a la mansión de Irving y averiguar la identidad de esa mala hierba antes de que ocurra algo terrible. —¿Y qué podría ser peor que el hecho de que perdieras la vida? —inquirió ella con insistencia. —Muchas cosas. Quien sea que pueda intimidar de este modo a los Elegidos es como si corriera por ahí animando a los Otros a campar a sus anchas. O podría volar por los aires la casa de Irving. O podría ir por ti otra vez. Puso una rodilla sobre la cama y le ajustó las mantas alrededor del regazo, rozó ligeramente sus labios con el pulgar y luego le acarició el pezón en círculos. Ella puso la mano sobre la suya y la presionó contra su pecho. No se sintió muy orgullosa de la táctica empleada pero no le importó usar el sexo como modo de mantenerlo a su lado. —No puedes ir. ¿Es que no te das cuenta? Quizá sea esa mujer de la cicatriz en la nariz la que habla en mi mente e intenta volverme loca, pero ¿y si es un resto de mi visión? ¿Qué pasa si sé lo que te va a ocurrir porque soy vidente? Me has estado fastidiando todos estos años para que me convierta en vidente, para lo que he nacido. Al menos, podrías respetar mi don tanto como respetaste el de mi madre. —Yo respeto tu don, ¿cómo no iba a hacerlo? —Caleb apartó la mano, a desgana, pero lo hizo—. He visto lo que eres capaz de hacer y también lo que te hacen las visiones. El don que tú posees es más poderoso de lo que Zusane creyó, pero si no vuelves a usarlo jamás, a mí me parecerá bien. Jacqueline dirigió la mirada a su mano vendada y musitó: —Pero debería hacerlo. —Exactamente. Tienes una misión que cumplir. Pero yo también. Caleb la hacía sentirse tan impotente que le daban ganas de gritar. —Tú siempre le estabas pidiendo consejo a Zusane y lamiéndole el culo con lo de su maravilloso talento. ¡Si ella te hubiera dicho que te quedaras, lo habrías hecho!

166

—Sí que le mostré respeto, sí. —Su voz sonó monocorde y sus ojos se tornaron fríos—. Y también le lamí el culo, porque ella lo necesitaba. —¿Y yo no? —No. Tú no necesitas falsos halagos. Tú eres lista. —Mi madre también era lista. —No, no lo era. Zusane estaba destrozada. —¿Destrozada? ¿A qué te refieres con destrozada? Era glamurosa. Era una mujer deseada. Estaba completa y terriblemente segura de sí misma. A diferencia de ella misma, que se había pasado toda su torpe adolescencia comparándose con Zusane y siempre había salido perdiendo. —Ella pertenecía a los Abandonados. —Cuando ella fue a señalar que eso era obvio, Caleb alzó un dedo—. Pero no como tú. Nadie rescató a Zusane de un contenedor, tuvo que hacerlo ella sola. —Se colocó una pistolera al pecho y después sacó una pistola del cajón, la cargó y la puso en su sitio—. Ella creció en la Europa del Este, en Ruyshvania... —¡No, eso no fue así! —...durante los momentos peores del comunismo. La gente de allí tenía miedo, estaban dominados por las viejas supersticiones, y la familia, el pueblo o quien fuera, la arrojó siendo niña a una zanja en pleno invierno. Quizá se debió a que se morían de hambre y no podían dar de comer a otro niño. O quizá porque llevaba la marca de un ojo en la parte posterior del hombro. Creció en un orfanato y abusaron de ella por culpa de esa marca. La mujer que dirigía el orfanato la vendió cuando se dio cuenta de que tenía visiones. —¿Te contó ella todo eso? —Jacqueline tragó saliva para contener las náuseas—. Porque no fue lo que me contó a mí. Me dijo que era la hija de un noble húngaro desposeído. —Ella jamás vivió en Hungría. Sacó una serie de cuchillos del cajón central de la cómoda y los alineó sobre la superficie plana. La horrorizó lo que le estaba contando. También lo que estaba haciendo. —No te creo. La idea de Zusane, mimada y apreciada por su niñera húngara, sus criados y su padre, estaba tan firmemente implantada en su mente que no era fácil extraerla de allí. —Ella vivía en Ruyshvania —insistió Caleb—. La compró el dictador Czajkowski, que la poseyó de todas las formas posibles. La vestía con ropas hermosas, le enseñó buenas maneras y la mantuvo a su lado y cuando Zusane empezó a no tener visiones siempre que él se las pedía, la golpeó hasta que perdió el bebé que esperaba. Jacqueline se estremeció ante las imágenes horribles que se agolpaban en su mente. —¿Por qué crees que no tuvo jamás hijos propios? «Porque no quería arruinar su figura». Eso era lo que siempre había pensado. —En aquella ocasión estuvo al borde de la muerte, pero no pudo volver a concebir jamás. Jacqueline no le creía. No podía creerle. Hungría... —Cuando tenía diecisiete años, Zusane conoció a un hombre rico y poderoso, uno de los invitados de Czajkowski. Enseguida se metió en su cama y usó sus artes para convencerle de que la trajera a Estados Unidos, y cuando él se lo suplicó, se casó con él.

167

—Por el dinero. —Claro que por el dinero. —Caleb había entendido lo que ella aún no—. Necesitaba el dinero para crear la persona de Zusane, la glamurosa Zusane, la elegante y la rica Zusane. Para eliminar definitivamente a la..., la pobre y maltratada Zusane. No. No. —¿Cómo sabes todo esto? Él se metió un cuchillo arrojadizo de quince centímetros dentro de una bota. Luego se puso una cazadora y se cercioró de que la pistola y la pistolera no abultaban. —Yo quería saber la verdad, así que seguí la pista que me llevó hasta Ruyshvania. Caleb había pintado una Zusane distinta. Más autoindulgente, sí. Malcriada, también. Frívola... también, pero porque no podía soportar sumirse en las profundidades de su dolor. —Dijiste que te había adoptado porque quería un clon. De alguna manera, eso es verdad. Te rescató porque se vio reflejada en ti y no podía soportar saber que otra chiquilla sufriera lo mismo que ella. —Caleb se mostró despiadado mientras recitaba los hechos—: No fue una buena madre. La maternidad consiste en sufrir por tus hijos y ella no quería sufrir más. Aunque te quería. —Ya lo sé. Jacqueline lo sabía, siempre lo había sabido. Podría haber dejado de hablar, pero aparentemente había estado esperando mucho, mucho tiempo para contar todo eso. —Tú siempre estabas enfadada porque tu madre no actuaba como debía, sino como una diva. Al convertirme en tu guardaespaldas, miró por tus intereses de la mejor manera posible, porque era tu madre. Era muy terco. Demasiado. A pesar de los deseos de Jacqueline, a pesar del peligro, él la abandonaba. La dejaba después de haberle pedido que se casara con ella, después de haber admitido que la amaba. Pero él no la quería o no estaría dispuesto a marcharse. —Vale —aceptó ella—, pero ¿estás seguro de que no actuó en defensa de los intereses de la Agencia de Viajes Gypsy? ¿O debido a la marca de mi mano? Caleb ya se había vestido y estaba preparado para marcharse. Se puso las manos en las caderas con una impaciencia tan manifiesta que ella, instintivamente, alzó las mantas para cubrirse el cuerpo. —¿Es que no vas a madurar nunca? Le había mostrado un aspecto de sí misma que no le gustaba y, a pesar de sus súplicas, se había preparado para una batalla de la cual podría no regresar. Jacqueline arremetió contra él, furiosa por la culpa y el miedo. —A lo mejor es que eres demasiado mayor para mí. —A lo mejor, sí. —Deslizó un segundo cuchillo arrojadizo en la manga—. Pero aun así voy a encontrar al hijo de perra que ha intentado matarte y me voy a ocupar de él. Ella repuso en el tono más desagradable que pudo: —Porque mi madre te lo dijo. Se inclinó sobre ella y le pellizcó la barbilla. —Porque tu madre me lo dijo.

168

Jacqueline apartó la cabeza de un tirón y le observó salir de la habitación. Esperó por si regresaba y era capaz de retenerlo y explicarle que no quería decir eso. Pero se escuchó un violento portazo y se quedó sola. Se había ido. ¿Camino de su muerte? No necesitaba una visión o ninguna voz en la mente para comprender las posibles consecuencias de aquella cáustica despedida. Podía no volver a verle jamás. Se había ido... igual que su madre. El recuerdo de la catástrofe del día anterior volvió a abrumarla. El humo, el miedo, los gritos..., el rostro sereno de su madre y su mano empujando a Jacqueline fuera del avión, hacia la nada. La simple evocación le disparó las pulsaciones e hizo que le dolieran los pulmones. Finalmente, la pena que la había rondado como un fantasma en los límites de su conciencia cayó sobre ella con la fuerza de un huracán. La intensidad de su pesar era grande, desgarradora, dolorosa. Se acurrucó en la cama, presionando el rostro contra la almohada para disimular el sonido de su angustia. Lloró por Caleb, pero también por los sueños que habían resplandecido como el oro y ahora se habían convertido en polvo. Pero principalmente lloró por su madre. Porque se había ido y Jacqueline jamás volvería a verla de nuevo, cargada de diamantes, reluciendo entre lentejuelas, toda belleza y glamur. Nunca volvería a escuchar su rica voz con acento extranjero fastidiándola para que terminara sus estudios en la universidad y aceptara su destino. Nunca tendría la oportunidad de decirle cuánto amaba su risa, su manera de no tomarse en serio a sí misma. No podría explicarle cuánto había admirado su generosidad, entregando dinero y joyas como si fuera agua a quien lo necesitase. Jacqueline se vio barrida por sucesivas oleadas de pesar y se recogió las rodillas contra el pecho, acurrucándose en posición fetal. Se balanceó hacia atrás y hacia delante, buscando alivio en los sollozos que le trepaban por la garganta de la pena que le desgarraba el corazón, aunque nada la podía consolar en esos momentos. Cuando era niña adoraba el glamur de Zusane y la echó de menos cuando se marchó. Amaba aquellos especiales momentos en los que ella le hablaba de sus visiones y le aseguraba que algún día ella las tendría también. Después, Jacqueline se había convertido en una adolescente desgarbada, demasiado alta y rubia. Y Zusane se convirtió para ella en una vergüenza. Peor aún, en lo más profundo de su alma, Jacqueline odiaba que la compararan con su madre. Sabía que nunca sería tan sensacional, tan encantadora, tan exótica como Zusane. Estaba celosa. Así que por eso le había dicho que era una madre pésima. Desaprobó la continua caza de maridos y las locas diversiones. Le dijo que era superficial y tonta. Y nada de eso importaba porque Caleb tenía razón, igual que la señora D'Angelo. Zusane la había salvado y la crió lo mejor que había podido, de modo que todo el resentimiento de Jacqueline era despreciable. Al final, había conseguido averiguar la verdad, que Zusane la había expulsado del jet para salvarle la vida, para salvarla del mismísimo demonio. Y como ella bien sabía, a causa de ese acto de defensa maternal, el diablo se había asegurado de que Zusane sufriese horriblemente y muriera sola.

169

Oh, Señor. El tormento era mayor de lo que podía soportar, pues nada había que pudiera hacer. Zusane estaba muerta. Ya no habría más oportunidades de decirle lo más importante. Nunca podría decirle ya cuánto la quería. —Pero así es, mamá —susurró contra las almohadas—. Te quiero. Su propia inseguridad había herido a Zusane y ahuyentado a Caleb. ¿Qué podía hacer? No era tan idiota para seguir a Caleb. Si los Otros andaban sueltos por ahí, la capturarían a la primera. Pero tampoco se podía quedar ahí llorando mientras él caminaba hacia el peligro. Ya había fallado una vez en la relación con su madre y no iba a hacer lo mismo con él. Zusane le habría dicho que se levantase y dejara de llorar. Así que eso hizo. Se limpió el rostro con un puñado de pañuelos de papel. Saltó de la cama y se quedó allí inmóvil, desnuda, temblorosa, todavía hipando y sollozando. Se concentró hasta que se dio cuenta de lo que debía hacer. No importaba a qué coste fuera, no importaba cuánto temiera el dolor, tenía que invocar una visión. Tenía que averiguar quién había traicionado a la Agencia de Viajes Gypsy.

170

CAPÍTULO 32

Jamás se había dirigido Caleb al domicilio de Irving tan preparado para una emboscada como en aquellos momentos. Dos días antes, la explosión había arrancado de sus cimientos la sede de la Agencia de Viajes Gypsy. El día anterior, Jacqueline había tenido una visión y la habían atacado. Ese día... iba a encontrar a la serpiente que anidaba detrás de una máscara amigable. Estaba bastante seguro de que sabía quién era y, si tenía razón, no pasaría mucho tiempo antes de que el repugnante traidor regresara para rematar el trabajo que hacía comenzado dos días atrás. Caleb pulsó el timbre y, cuando el mayordomo abrió la puerta, entró directamente. —Me alegro de verle de nuevo, señor —saludó McKenna, e intentó quitarle la cazadora. Caleb sacudió la cabeza. —¿Ha pasado algo? —Todo ha estado tranquilo desde que se fue. —McKenna escrutó la calle—. ¿No está la señorita Vargha con usted? —No. —De momento, esa era toda la información que iba a dar sobre ella—. ¿Ha vuelto Samuel Faa? —Si hubiera llegado hace un minuto, se lo habría encontrado en las escaleras de la entrada. Dijo que iba a ir a su habitación y entonces... —McKenna se sorprendió hablándole a la espalda de Caleb e hizo un gesto de disgusto. «Estos jóvenes... no tienen modales», se dijo. Caleb se dirigió hacia las escaleras con ligereza y captó un movimiento en la biblioteca, de modo que cambió de dirección. Y allí estaba Samuel Faa, de pie en las sombras, buscando en la biblioteca bien iluminada como si no terminara de decidir dónde colocar la bomba. En el último minuto, Samuel percibió fugazmente a Caleb, pero ya era demasiado tarde. Caleb le agarró del cuello y lo estampó contra la pared. —Tú, hijo de perra. No me puedo creer que tengas agallas para volver aquí. Intentaste matar a Jacqueline. —¿De qué demonios estás hablando? —Samuel se retorció, se liberó y empujó de un golpe a Caleb contra la pared opuesta—. Jamás le he hecho daño a tu novia.

171

Caleb saltó sobre él para sujetarlo de nuevo, pero esta vez, cuando Samuel hizo una finta, Caleb le agarró de la muñeca, le retorció el brazo detrás de la espalda y le habló al oído. —Subiste al ático mientras ella tenía la visión y la golpeaste con la bola de cristal. Faa se quedó quieto, muy quieto, pero su voz sonó sombría y fastidiada. —¿Por qué demonios iba a molestarme en hacer eso? Yo controlo las mentes. Si hubiera querido hacerle daño, la habría hecho arrojarse escaleras abajo. —Cuéntame otra. Pero tenía razón en eso. «¿Y si no es él?» —Eso es lo que hago —replicó Samuel—. Es mi don y soy muy bueno. Pregúntale a Irving o a Martha si tienes dudas. Maldita sea, pregúntale a mis clientes. Por eso soy un abogado tan bien pagado. —No muy ético, pero bien pagado sin duda. —Yo soy ético cuando la situación lo requiere. Cuando sé que mi cliente es inocente y el de los otros más culpable que el demonio. —Samuel murmuraba como si quisiera dejar el tema zanjado—. No dejar asesinos sueltos por ahí es algo personal para mí. ¿Estaba Samuel introduciéndose en la mente de Caleb? Porque había conseguido hacerle dudar, tanto que había aflojado su presa. —El control mental es el motivo por el que di con mi culo en prisión por prácticas indebidas —añadió con amargura—. Ese condenado juez... me gustaría saber cómo se enteró. Pero Caleb había sido entrenado en la Agencia de Viajes Gypsy para detectar la presencia de alguien entrometiéndose en sus pensamientos, y ahora estaba bastante seguro de que estaba solo en su mente. —Si la agencia quería conseguirte, probablemente le ayudarían a descubrirlo. Tampoco ellos están libres de unas cuantas prácticas poco éticas. —Ya me lo imaginaba. Qué bastardos... De acuerdo. Samuel realmente no se había molestado en meterse en la mente de Caleb. Estaba demasiado preocupado con su propio resentimiento. —¿Por qué te marchaste de la casa ayer? —Porque estaba hasta las narices de estar ahí sentado sin hacer nada salvo ser prudente y hablar de lo que deberíamos estar haciendo. Así que salí a la calle e hice algo. —¿Qué? —Suéltame el brazo y te lo diré. —¿Por qué no aprieto un poco más y me lo cantas todo? Faa forcejeó y rugió como un tigre con la cola atrapada en una trampa. —De verdad te crees que eres quien aquí, ¿no? —No. —Caleb retorció el brazo de Samuel, aumentando su dolor—. Pero sí mando en asegurarme de que Jacqueline esté a salvo y odio darme cuenta de que he hecho un mal trabajo. Samuel se rindió, se quedó muy quieto y recitó los hechos.

172

—Me puse en contacto con uno de mis amigos abogados que trabaja en inversión de propiedades en Nueva York. Le dije que quería comprar el lugar donde había estado la Agencia de Viajes Gypsy y le pregunté quiénes eran los herederos. «Buena idea». Atónito, Caleb le soltó. —¿Y qué te dijo? Samuel se ajustó la corbata y se volvió para encararle. —A estas alturas no tienen ningún cadáver, porque la bomba —los de la brigada antiexplosivos creen que fue un escape de gas y los bomberos, que debe de ser un nuevo tipo de explosivo— lo vaporizó todo, tanto en el interior como el exterior del edificio. Pero la lista de beneficiarios es interminable y sólo hay dos que mi colega sepa que están vivos. Uno es ese chico que está en coma, Gary White. El otro es... Irving. —¿Irving? ¿El es el heredero? No quiero ni oír eso. —Mira. No me preocupa Shea, no le conozco lo bastante, pero no tiene sentido que lo hiciera. Lo primero que deben hacer los abogados es proporcionar los certificados de defunción de todos aquellos que estén con Irving en la lista de beneficiarios, y a menos que el viejo haya descubierto la fuente de la eterna juventud, y con tanta gente, no digo que sea imposible, pero seguro que estará bien muerto antes de obtener la herencia. Obviamente, Samuel había estudiado el asunto desde todos los ángulos. Caleb calibró la posibilidad en su mente con frialdad. —Me he cuestionado la moralidad de Irving, hoy, sin ir más lejos, y sé que a veces la gente quiere más, tanto si tiene sentido como no. —Yo soy abogado. Nadie sabe eso mejor que yo. Pero Irving no tiene herederos y no parece ir golpeando a la gente por ahí; luego, ¿por quién lo haría? —Desde luego, ¿por quién? —Irving dio un paso adelante y salió de entre las sombras del final del pasillo—. No, señores, no soy su hombre. Pero apostaría a que Samuel consiguió la lista de beneficiarios de su amigo. —Así es —admitió Samuel. —Yo también tengo una lista, y parece estar al día. —Irving se mostraba adusto y enfadado a la vez—. ¿Y si comparamos los nombres? —Buena idea —repuso Samuel, complacido—. Eso arrojará algo de luz sobre quién es el autor de la explosión. Los dos hombres echaron a andar por el corredor. Caleb no se movió. —Me importa un comino la lista. Quiero saber quién cogió la bola de cristal y golpeó a Jacqueline en la cabeza. Irving y Samuel se detuvieron y se volvieron para mirarle. —¿Estás seguro de que eso fue así? —preguntó Faa. —Sí —afirmó Caleb, que no tenía la menor intención de explicar que la bola de cristal había sido la chivata. —¿Alguien de la casa? —especificó Irving. Caleb buscó sus ojos.

173

—Tú hiciste el encantamiento, Irving. Y diría, por tu aparición tan repentina, que sabes quién va y viene, y cuándo. ¿Y si ha entrado algún extraño a hurtadillas? —No —negó el dueño de la mansión. —Entonces, se confirma que tiene que ser alguien de la casa. —Caleb enfrentó de nuevo los ojos del anciano—. Si no era Samuel, entonces, ¿quién? —Le podríamos preguntar al otro vidente por si él lo sabe —replicó Irving. —¿Nuestro otro vidente? —Samuel dio un paso atrás—. Yo no iría tan lejos. ¿De quien demonios estáis hablando? Una fea sospecha se agitó en el interior de Caleb. —Tyler Settles. ¿No lo sabía? —Irving le devolvió una dura mirada a Samuel—. Ese es su don. —No, no lo es. —Samuel no pudo sonar más desdeñoso—. Él controla las mentes, como yo. Le he visto manipular la mente de Zusane. Caleb dirigió una rápida mirada a Shea; éste tenía la barbilla desencajada y los ojos muy abiertos. De acuerdo. Aquello también le había sorprendido a él y ya no se sintió tan idiota. —Cuando le viste hacerlo, ¿por qué no lo dijiste? —Porque no quería estar en ese estúpido círculo de tiza. No quería formar parte de la Agencia de Viajes Gypsy. No quería tener nada que ver con todo este absurdo entramado y me imaginé que cuanto menos implicado estuviera, más apartado de todo esto estaría —explicó Samuel con franqueza. —¿Y ahora? —inquirió Irving. —Ahora estoy atrapado. —Las mejillas de Samuel se encendieron con un rubor intenso —. Por más de una razón. —Ah, sí, mujeres. Caleb también tenía algo que decir al respecto. —Settles también puede entrar en las mentes —dijo Samuel—. Cuando me probó para ver cuál de los dos era más fuerte, intentó hacerme creer que sus pensamientos eran los míos. Le hice saber que eso no funcionaría conmigo y se retiró. —Chicos, ¿tenéis un minuto? —Charisma estaba en la puerta de la biblioteca. Obviamente, llevaba un rato escuchando—. Tengo algo que os interesará ver. Caleb se removió con impaciencia. —En serio. Tenéis que ver esto. Él siguió a los otros dos hombres al interior de la biblioteca. La chica cerró la puerta a sus espaldas. —Está ahí, en el ordenador. Cuando Tyler tuvo esa visión, estuve pensando que había visto algo similar antes. Así que hice una búsqueda en YouTube y adivinad lo que he encontrado. —A un click del ratón, el vídeo se puso en marcha—. Mirad a ese actor secundario en este episodio de Anatomía de Grey. —¡Es Tyler! Y como si sus rodillas no pudieran sostenerle más, Irving se dejó caer en el sillón del escritorio.

174

—El diálogo es completamente diferente, y sostiene una pistola, pero... Dios, ¡es el mismo número! —exclamó Samuel. —Así es —asintió Caleb, no en tono afirmativo sino como una amenaza que pensaba cumplir. —Supuestamente es un paciente epiléptico que sufre delirios. —La mirada de Charisma no se apartó de la pantalla—. En esta versión, al final, en vez de levantarse del suelo por sus propios medios, se muere asfixiado con su propia lengua. —No tendremos tanta suerte —comentó Irving. —También encontré un vídeo de su show de curación por la fe. Ahí hacía el mismo número. Se inclinó hacia delante, pulsó el botón del ratón de nuevo, buscó otro vídeo y lo puso en marcha. Caleb se volvió hacia Irving. —Estoy desconcertado. ¿Cómo es que tú no sabías cuál era su don? Pensé que los de arriba estabais enterados de esto. —Sí. Ellos, sí. Yo lo sabía. —Irving pestañeó mientras se concentraba—. Recuerdo que pensé que era un manipulador de mentes, pero después de la explosión, estaba en tal estado de confusión, que cuando me dijo que era vidente, pensé que me había equivocado. —Nunca dijo eso cuando yo andaba cerca. —Samuel se puso en pie—. O por lo menos no en voz tan alta que yo pudiera escucharle. —Porque tú eres un manipulador más poderoso y podrías haberle desenmascarado. — Caleb odiaba comprender que su habitual perspicacia le había fallado tan estrepitosamente—. Así que esperó para tener una visión a que tú estuvieras fuera de la casa. —¿Cómo he podido ser tan crédulo? ¡He sido entrenado para detectar a los impostores! —se lamentó Irving, que no podía estar más disgustado. —Tú mismo lo has dicho. Estabas confundido por la pena y la furia. —Caleb se balanceaba sobre los talones de sus pies, preparado para entrar en acción—. ¿Dónde está ahora? Irving le miró directamente a los ojos. —Me dijo que iba a salir. —¿Y le dejaste? Caleb no podía creer que las cosas pudieran empeorar aún más. Qué mierda darse cuenta de que se había equivocado. —Dijo que tenía una misión importante, así que le animé a salir —repuso Irving con lentitud, con los ojos desenfocados. —¿Qué misión importante? —preguntó Charisma. A Irving le costó un minuto llegar a la conclusión de que había sido manipulado de nuevo. —No me acuerdo. —¿Cuándo se fue? —Se marchó de la reunión justo después de ti.

175

—Te apuesto a que lo hizo. Registrad su habitación y ver qué podéis encontrar: un ordenador, un GPS, un móvil... Algo con lo que haya podido comunicarse, algo que les permita saber dónde estamos. Voy a ver si logro localizarle. Caleb se volvió hacia la puerta. —Es una ciudad muy grande —le advirtió Samuel. —Creo saber dónde está —comentó Caleb—. Y voy a hacerle pagar que haya intentado herirme a mí y a los míos.

176

CAPÍTULO 33

Jacqueline subía con la cabeza gacha y no muy resuelta las escaleras que conducían al ático de la señora D'Angelo; durante todo el camino, el miedo zumbaba en su cabeza como un enjambre de abejas. No debía estar allí. Se estaba metiendo donde no la llamaban y a la señora D'Angelo no le gustaría, además de que Caleb se pondría furioso. «Podría tener una visión y resultar herida». Se secó el sudor de la frente y, con mano temblorosa, abrió la puerta del ático. Se deslizó en su interior e intentó concentrarse en otra cosa que no fuera su miedo. El ático de la señora D'Angelo era el polo opuesto del de Irving: pequeño, atestado, con ventanas pequeñas y techo bajo, con baúles por todos lados, viejas ropas colgadas y más de esas inevitables cortinas de encaje. A Jacqueline le gustaba, le parecía acogedor, un sitio con vida. Y sin el trasfondo espeluznante del espacio desnudo del de Irving. Ojalá no hubiera tenido ninguna visión allí arriba. Pero dudar no servía para nada. Haría lo que tenía que hacer. Debía hacerlo, por Caleb. Pensar en él le dio seguridad. Caleb no era de los que tenían dudas ni miedo. Siempre hacía lo que había que hacer. El recuerdo de su valentía le dio alas. Cerró la puerta a su espalda, miró a su alrededor y se dio cuenta de que llevaba muy poco tiempo en esto de las visiones para saber cómo funcionaban. ¿Qué pasaba si necesitaba la bola de cristal para inducirlas? ¿Y qué pasaba si tenía que estar en el ático de Irving? El pánico la ahogaba... y sentía también un alivio culpable ante esa posibilidad. Cobarde. Era tan cobarde... Entonces irguió la espalda. Si la pena y la muerte eran el precio que había que pagar para inducir una visión, así lo haría. Le debía a Caleb toda la ayuda que pudiera prestarle. Si le ocurriera algo... No. No lo permitiría. Examinó un caballete de pintor y una colección de pinturas en la pared, y luego estudió con rapidez una hilera de dibujos a lápiz con el nombre de Caleb garrapateado en las esquinas. Alguna de las pinturas mostraba sus pasiones; de niño, Caleb pintaba camiones de bomberos, grandes edificios, taxis, todas las cosas que veía en el nuevo mundo donde vivía. Pero otras

177

traslucían su pena; había pintado imágenes de sus padres, de su hermano y de él mismo, de un chalecito sobre el mar y, finalmente, del fuego y de los ojos castaños ciegos de su madre. Jacqueline se quedó contemplando este último dibujo y lo observó detenidamente, como grabándoselo en la mente. La señora D'Angelo había defendido a su marido y a su hijo y pagó por ello un precio terrible en sangre, dolor y oscuridad. Se tocó la frente, allí donde había recibido el golpe y recordó el dolor. Aspiró una bocanada de aire limpio y ligero. No quería volver a respirar jamás aire cargado de humo. Se miró la mano vendada. Temblaba tanto que las piedras de la pulsera de plata con amuletos de Charisma chocaban contra el metal. Intentó cerrar los dedos hasta formar un puño cargado de agresividad. Dolía, dolía de verdad y le tiraban los puntos. Se sintió mareada. Reconoció un esbozo a lápiz de Zusane, vestida con uno de sus vestidos de lentejuelas y luciendo una estola de piel en torno al cuello. La cogió y susurró: «¿Alguna vez te ha hecho daño una visión?» No. Caleb le había dicho la verdad. A su madre, lo que le había hecho daño era la vida. Al lado del boceto de Zusane, captó una imagen suya en un diamante de béisbol, con sus piernas desgarbadas y su cuerpo derecho como un palo, vestida con un traje de softball y moviendo el palo para batear. Había captado perfectamente aquel gesto malhumorado de la boca que nunca la abandonaba cuando era adolescente y la inseguridad en sus ojos. Encontró otra de su graduación y otra más con un kimono de kárate, con el ceño fruncido y los puños cerrados. También localizó una serie de fotografías, cada una con un dibujo pegado. Le llevó un minuto darse cuenta de que las fotos habían sido tomadas en los últimos dos años, mientras ella cruzaba el país intentando escapar a su destino. Caleb las había reproducido en el ático y en su caballete, y después las había ocultado. Eso era. Esa era la verdad... él la amaba. La había amado durante todos aquellos años. Tenía que conseguir provocar esa visión. Y no tenía sentido mentirse a sí misma. Ella sabía como hacerlo, simplemente tenía que entregarse, de todo corazón, a su papel de vidente. Se despojó de los mitones y los depositó en la estantería. Buscó el borde de la venda, la arrancó y la dejó caer sobre el suelo. Abrió la mano... y no pudo obligarse a mirar. ¿Qué pasaría..., qué pasaría si no podía ayudar a Caleb a encontrar al traidor? ¿Qué pasaría si el demonio había tenido éxito, y al cortar su ojo abierto había destruido su don? Oh, Señor, tenía tanto miedo... Estaba asustada por muchas razones. Temía que la hirieran de nuevo, tenía miedo de ahogarse en el humo asesino... y por encima de todo, le daba pánico volver a ver aquellos relucientes ojos azules acercándose a ella... y arrastrándola al infierno. Jacqueline echó una mirada a su alrededor y encontró una polvera redonda con la bisagra rota. La abrió; dentro había un espejo. Perfecto. En la esquina de una estantería encontró un globo de plástico barato con una escena nevada en su interior: Nueva York, el edificio del Empire State, Times Square y Central Park. También perfecto.

178

Rebuscó entre los artilugios artísticos de Caleb y encontró un trozo de tiza verde. El círculo de tiza trazado por Martha era rojo y azul, pero ella le había sugerido que hiciera un círculo sin indicar de qué tipo. Con todos los objetos que había reunido, Jacqueline se dirigió hacia el centro del ático, se inclinó y usó el brazo extendido a modo de compás para dibujar una circunferencia a su alrededor. Se sentó justo en el centro. Permanecer sentada garantizaba que si algo la golpeaba durante su visión -como el ala de un avión-, ella no caería. Comprobó el cierre del amuleto de protección de Charisma e inspiró una honda bocanada de aire para prepararse. Vaya, esperaba que todo aquello ayudara. Colocó el globo de nieve y el espejo en el suelo. Ninguno era exactamente como una bola de cristal, pero le proporcionaban algo en lo que concentrarse. Por desgracia, allí sentada, no notó la inminencia de ninguna visión. No había ningún tono sepia ni sensación de que se torciera el tiempo. Alzó el espejo y se contempló en él. Caleb había hecho un gran trabajo en sus dibujos al captar los matices de sus rasgos, aunque ella estaba agradecida de que no pudiera verla en esos momentos. Rozó la piel en torno a los ojos y la nariz, todavía hinchada y mojada por las lágrimas. No quería explicarle el motivo de sus lágrimas, no porque él no pudiera entenderlo, sino porque otro ataque de llanto la acechaba aún y Jacqueline no tenía ya más tiempo que perder con lamentaciones. Puso el espejo boca abajo y tomó el globo de nieve entre las manos. Era una baratija, un souvenir para niños. Cuando lo sacudió, la nieve cayó en cascada sobre los edificios y las carreteras de plástico, cubriéndolas como en un paisaje invernal. Quien fuese el que hubiera diseñado el globo no se había preocupado por la situación de las calles ni por la localización de los monumentos neoyorquinos. Había encajado la estatua de la Libertad en el East River, el Rockefeller Center en Broadway, el Museo de Arte Metropolitan en el Soho y, además, había añadido una iglesia, un hospital y un cementerio... El sonido de goteo se hizo más insistente y más alto. ¿Una iglesia?, ¿un hospital?, ¿un cementerio? Vaya cosas más raras para poner en un globo de nieve para niños. Tendría gracia contemplar el familiar tono sepia extendiéndose sobre la baratija que sostenía en la mano... Pero cuando miró a su alrededor, estaba en pie en una tranquila calle nevada. ¿Dónde se había ido el verano? ¿Y dónde estaba el ático? ¿Cómo había caído dentro del globo de nieve? La visión. Estaba dentro de la visión. La experiencia era precaria. Si luchaba, si sucumbía al pánico, se liberaría y sabía, lo sabía, que nunca jamás tendría que volver a preocuparse por otras visiones. Al final, sería tan normal como siempre había aspirado a ser. Esta visión la tentaba, no se la había ofrecido el diablo, sino que surgía de sus propios deseos. Alzó la mirada hacia el cielo gris y poco iluminado. La nieve caía, la notaba fría en el rostro. En la distancia se oían los bocinazos de los taxis y, más lejos aún, percibía los destellos de las carteleras luminosas neoyorquinas. Los monumentos correspondían a los del globo de nieve: una iglesia, un hospital y un cementerio. Pero allí, el goteo... el goteo... el goteo del agua era constante y la distraía. Procedía de algún lugar cercano y su instinto le dijo que si quería saber, tendría que mirar.

179

Pero no quería entrar en la iglesia. Una verja rodeaba el viejo edificio de piedra semiderruido y, en ella, un cartel rezaba: «En ruinas». El cementerio se encontraba justo al lado y nadie cuidaba de las lápidas, agrietadas y cubiertas de musgo. Algunos de los nombres se habían borrado de ellas y a su alrededor montaban guardia añosos árboles cuyas ramas cedían bajo el peso de la densa nevada. Había una sombra en aquella iglesia, una oscuridad aterradora que la incitaba a huir. Tenía miedo. Podía liberarse y evitar esto. Con un estremecimiento, se volvió hacia el hospital, un pequeño edificio de sólo tres plantas. Las paredes, de un color pálido, eran independientes y cuando miró hacia las ventanas vio a las enfermeras y los doctores andar de un lado para otro haciendo sus rondas. Se preguntó si alguno de ellos le habría puesto los puntos en la palma de la mano con más habilidad que Martha, o si el tajo que se había hecho con un pedazo de una botella de vidrio se curaría alguna vez. Abrió la mano y, al menos, se obligó a mirar. El cristal había cortado el extremo externo del ojo, al igual que la pupila y el iris, pero Martha los había emparejado cuidadosamente. Los puntos negros eran pequeños y pulcros. No era culpa de Martha que el corte se hubiera puesto rojo, puesto que lo había desinfectado. Lo había hecho todo correctamente, pero cuando Jacqueline rozaba con cautela el corte con el dedo, sentía el calor de una infección. Su marca nunca tendría el mismo aspecto que antes, pero lo más importante... si el diablo había dirigido su maldad hacia ella, ¿no debería haber perdido la mano y la vida por culpa de esa herida? Una lágrima le rodó por la mejilla y luego cayó sobre la palma. Se estrelló allí, distrayéndola del terror que sentía. Se secó la nariz con el dorso de la mano y alzó la mirada. Sí, era una cobarde. ¿Y qué? Podía tener miedo, pero aun así, podía hacerlo. El temor ya no la controlaba. Lo haría por Caleb, por los Elegidos, por su madre. Se desembarazó del peso de años y años de terror y rebeldía y caminó por la calle, con todo su miedo, sí, pero también con resolución. Dios bendito. Ojalá cesara ese goteo. Cuanto más lo escuchaba..., cuanto más se prolongaba..., más asustada estaba. No sonaba como la lluvia, ni como cuando se funde la nieve en el tejado, tampoco como un grifo averiado. El sonido era demasiado constante; sugería algo parecido a la eternidad. Como el goteo en... en una cueva, el movimiento de una molécula por vez, formando la gota en el extremo de la estalactita, colgada allí durante un segundo interminable para caer después al suelo. Y luego, a comenzar de nuevo. Quizás había una cueva debajo de la iglesia. O se podría haber hundido una de las tumbas. O... percibió el tacto frío del suelo contra su espalda mientras se doblaba lentamente hasta tumbarse boca arriba. O... a lo mejor estaba muerta.

T

enía las manos a ambos costados y no podía levantarlas. Tenía el rostro derecho, del modo en que lo habían colocado. No importaba con cuánta fuerza lo intentara, no podía hablar, ni tampoco gritar. Tenía los ojos cerrados, cerrados para siempre. Sus amigos se habían ido, abandonándola, sin preocuparse por su soledad. Nadie recordaba su grandeza. No tenía aire, ni luz. Estaba muerta.

180

Una voz le susurraba en la mente. No cesaba de susurrar, compadeciéndola por sus amigos ausentes, ofreciéndole la vida... Todo lo que tenía que hacer era traicionar a los que la habían traicionado a ella. Con espanto, reconoció la voz: era el diablo. Tenía miedo, tanto miedo... Pero no podía saltar ni correr. Se quedó allí quieta, para siempre en la oscuridad, escuchando el goteo..., el goteo..., el goteo... Maldijo a los que la habían olvidado. Escuchó las promesas del diablo. Eran promesas que sonaban cada vez menos como una tentación y más como justicia, y eran el único modo de escapar... hacia la vida.

181

CAPÍTULO 34

Q

— uerida, sé que es una misión importante y estoy orgullosa de ti porque has superado tu miedo, pero necesito que despiertes. La voz le era familiar, así como el tacto frío de la mano sobre su frente. Jacqueline abrió los ojos en el ático cálido y soleado. —¿Madre? Zusane estaba arrodillada a su lado. Llevaba una bata de lentejuelas doradas, unos enormes pendientes de relucientes diamantes y mostraba una expresión llena de ansiedad que hizo que Jacqueline se incorporara de repente. —Madre, estoy ocupada ahora mismo. —Sentía aún muy cercanas las imágenes de la calle nevada de Nueva York—. Voy a averiguar quién ha traicionado a los Elegidos. —Ya lo sé, pero si te quedas en el ático de la señora D'Angelo, vas a salir herida. —La voz de Zusane sonaba tranquila, pero tenía el aspecto de cuando estaba a punto de sufrir uno de sus berrinches al estilo de la Europa del Este—. No les voy a permitir que lo hagan otra vez. Pero la última vez que habían herido a Jacqueline, Zusane había... muerto. El pensamiento sobresaltó el corazón de la joven y la devolvió de golpe al presente. —Creía que estabas muerta. —Y lo estoy, cielo, pero he conseguido ciertas ventajas después de haberme sacrificado tantísimas veces por el bien de los Elegidos. —Claro que sí —repuso Jacqueline automáticamente, y después se preguntó qué clase de ventajas estaban destinadas a los muertos. —Sin embargo —reflexionó Zusane—, no quise realizar aquel último sacrificio de mi vida. Si me hubiera dado cuenta de lo que Osgood albergaba en su espíritu y que te llevaría a bordo antes de que me subiera al avión, no lo habría hecho. —Me alegra oír que al menos tienes sentido común. —¿Qué quieres decir con eso? Yo siempre he tenido mucho sentido común. —Quiero decir que has amado siempre tanto la aventura que has ignorado el peligro. ¿Cuántas veces pensabas que podías jugar con tu vida y ganar? —Eres una chica de lo más irritante.

182

—¿Porque soy lógica? —Porque... ¡oh, por el amor de Dios! No tenemos tiempo para discusiones. No podemos quedarnos aquí todo el día. Tienes que salir de aquí o no podrás soportar las consecuencias. Zusane se puso en pie. Se estaba desvaneciendo, abandonándola de nuevo. Apenas hacía una hora, Jacqueline había llorado por ella y se había lamentado de no disponer de una oportunidad más para estar con ella, y ahora todo lo que se le ocurría decirle eran cosas intrascendentes. —Espera, madre, ¡escúchame! No puedo soportar las consecuencias ahora. Madre, estoy haciendo lo que tú querías... mirando dentro del futuro. —Ya lo sé. Ahora sólo tienes que terminar la universidad para que puedas conseguir un trabajo durante el día... Si Jacqueline albergaba alguna duda de que la visión era en realidad Zusane, acababa de desaparecer. Exasperada, se lanzó: —Escúchame, madre. Nunca te he dicho... —¿Que me querías? —Zusane sonrió y era su sonrisa de siempre, impregnada de su vivaz personalidad—. Una de las cosas que he aprendido aquí, al otro lado, es que el amor es una emoción muy real. Siento tu amor tan suave como el pelo de un cachorro. Veo tu amor brillar como el destello de un diamante. El aroma de tu amor es mi perfume favorito. Y te he oído llorar porque me echabas de menos. No llores, Jacqueline. No me eches de menos, porque no estoy lejos de ti. Las lágrimas inundaron los ojos de Jacqueline. —Oh, mamá... —Aun así... me habría gustado haberte oído decir que me querías de vez en cuando, en vida. Me habría hecho muy feliz. Jacqueline estalló en carcajadas. —La culpa. Ese es el regalo que continúas dando. —Tú y tus bromas. —Zusane inclinó la cabeza a un lado como si hubiera escuchado algo y su voz adquirió un tono agudo debido a la urgencia—. Vamos, ponte en pie, sal ya de esta visión. Llegan los problemas y tienes que estar preparada para enfrentarte a ellos. —¡Pero todavía no sé quién es el traidor! Zusane se detuvo, se volvió y sonrió. —Sí, sí lo conoces; ¡piensa! Jacqueline se sumergió en sus pensamientos, buscando la pista, el hilo... «Si lo investiga, morirá». —Esa voz... Es Tyler Settles. La niebla que cubría su memoria se aclaró. Era Tyler quien se había acercado a Jacqueline mientras ésta estaba en plena visión, había cogido la bola de cristal y a continuación la había estrellado contra su cráneo. La había alzado de nuevo, preparado para matarla, cuando oyó pasos en la escalera. Dejó caer el globo y salió por otro lado, lo que consiguió poco antes de que Caleb irrumpiera a la carrera... —¿Lo ves? Le conoces y lo recuerdas todo. Ahora, vete. Recuerda, te quiero, ¡y ten cuidado! —insistió Zusane, y desapareció con un ligero chasquido algo incongruente.

183

Jacqueline se descubrió a sí misma de pie en el centro del círculo de tiza verde, con los ojos abiertos de par en par, escuchando los sonidos de la casa de piedra rojiza. Ninguno de aquellos sonidos denotaba problemas, pero la atmósfera de la casa se retorcía y se contorsionaba como la bruma gris del mar. Aquel peligro al cual se había referido su madre se encontraba allí... Recogió el globo de nieve y se dirigió a la escalera. Procuró no hacer ruido mientras se dirigía al apartamento de Caleb. La puerta estaba cerrada. La señora D'Angelo se encontraba en el piso de abajo... ¿Con Tyler? Se movió con sigilo y velocidad, abrió la puerta que daba a las escaleras y comenzó a descender. Quizá la señora D'Angelo seguía echando una cabezada. Pero si tal era el caso, ¿dónde estaban los perros?, ¿por qué no ladraba Lizzie? Incluso aunque Jacqueline estuviera equivocada, y Tyler no se encontrase allí, Lizzie debería ladrar. Pero el lugar estaba silencioso como una... como una tumba. Mientras bajaba las escaleras, su corazón se disparó en una galopada lenta, aterrorizada. Bajó la mirada hacia el globo de nieve que aún llevaba en la mano. Vaya arma más tonta. Pero se había aferrado a ella sin pensarlo y ahora tenía que confiar en su intuición. Cuando puso el pie en el umbral de la entrada, una voz habló en su mente: «Vas a morir y ella va a morir contigo». Era la voz de Tyler. Estaba allí, y sabía que ella también. ¿Cómo no había reconocido una entonación dramática de una voz como la suya? Había matado a cien personas en la agencia y destruido un número incontable de libros y reliquias de valor incalculable. Le había hecho daño y había intentado asesinarla. Y ahora volvía a intentarlo de nuevo, a la vez que intentaba destruir a la señora D'Angelo. Jacqueline iba a hacerle pagar por todo aquello. Atravesó el salón a grandes zancadas. Estaba vacío. Echó una ojeada dentro de la cocina y se quedó helada. Una mancha de sangre ensuciaba las baldosas del suelo. Echó a correr los últimos pasos que le quedaban hasta la puerta. La mujer estaba sentada a la mesa, con el rostro de frente con sus ojos ciegos, y la mano sobre la cabeza de Ritter. Tyler, guapo, rubio, el engreído Tyler, estaba ante ella con una pistola apuntando a su garganta. Sonrió a Jacqueline con todo su considerable encanto. —La señora D'Angelo es una mujer tan hospitalaria... Cuando llegué, la puerta trasera estaba cerrada. Pensé que podría entrar por allí, pero su perrito empezó a ladrar. Ella le mandó callar, abrió la puerta y me invitó a entrar. ¡Qué hospitalaria es! Y con toda la historia personal que arrastra, ¡qué estúpida! La mirada de Jacqueline se posó en la señora D'Angelo. Mostraba un rostro totalmente inexpresivo. Estaba tan lejana y fría como un iceberg. Pero tenía los dedos aferrados a la piel suelta que había en el cuello de Ritter y el gentil labrador le empujaba el costado. —Así que le disparé al perro, el que ladraba, y a menos que la señora D'Angelo coopere, le dispararé a este también. —El ojo del cañón de la pistola se movió para apuntar a Ritter—. Y a menos que tú cooperes, le pegaré un tiro en la cabeza a ella también. Prometo que esta vez no

184

se recuperará. Esta vez le dejaré el cerebro totalmente frito antes de que le dé tiempo a morirse del todo. —¿Es que no ha sufrido ya lo bastante en su vida? —gritó Jacqueline. —¿Y a ti qué te importa? Tú eres como yo. No tienes madre. La gente como nosotros no se interesa por la familia. —Su labio superior se curvó en un gesto de desprecio—. Sólo los débiles suspiran por lo que no tendrán nunca. —Sólo los débiles envidian a las familias tanto como para causarles daño. —Yo no soy débil, y no aspiro a herir a esta... madre. —Hundió los dedos en el cabello de la señora D'Angelo—. Pero ya que se ha presentado la ocasión, bien puedo aprovecharla. Así que ven, Jacqueline Vargha, y hablemos de nuestros planes para los Elegidos. Jacqueline no quería hablar de ningún plan sobre los Elegidos, porque el único plan de Tyler era matarlos. Y los Elegidos eran sus amigos. Eran su gente. Fue hacia él, tranquila y serena, intentando que se relajara. —No le hagas daño a la señora D'Angelo, Tyler. Podemos arreglar esto. Su mirada planeó sobre ella, admirando sus vaqueros, su camisa arrugada y sus pies descalzos. —¿Sabes lo que me ha prometido si acabo con los Elegidos? —No me lo puedo imaginar. —Todas las mujeres que quiera. Todo el poder que quiera. Y toda la gloria también. —Se regodeó en la idea—. Mi propio show televisivo. Seré más grande que Robertson. Demonios, ¡seré más grande que Oprah! —Guau. Estaba tan absorto en su magnífica visión del futuro que no apreció el sarcasmo. Ella se balanceó sobre los talones de sus pies, preparada para atacar. —No sé nada del poder y la gloria, pero yo no estoy disponible. Tengo una especie de lío con Caleb. —Cariño, él no está aquí y no va a volver a casa. Se mostró demasiado seguro de eso. Jacqueline vaciló, y luego se apoyó relajadamente sobre los pies para afirmarse sobre el suelo. —¿Por qué no? —Se pasó a ver a su madre antes de irse, qué buen chico, y le dijo que regresaba a la casa de Irving. Al decirlo, sonrió. Tenía tan buen aspecto, era tan sorprendentemente guapo, y sin embargo, en aquel momento, Jacqueline vio la corrupción que lo carcomía por dentro, convirtiendo su mente en una masa cancerosa, y su carne, en un veneno que le corroía. —¿Qué has hecho? —Lo que se me da mejor. —No creo que tenga idea de lo que es, pero estoy segura de que no eres un vidente. — Tragó saliva—. Eres un mentalista.

185

—Muy bien. —Sus palabras sonaron aprobadoras, aunque el tono de su voz, no. No le gustaba ser desenmascarado—. También controlo las mentes, y ha resultado que Irving era un objetivo fácil. Si eso era cierto, aquella era una muy mala noticia. —Jamás habría sospechado eso. —En mi trabajo... —Curandero por la fe, ¿no? —Cierto. En mi trabajo, te das cuenta de que el mejor momento para tomar el control sobre la mente de una persona es cuando está distraída por una tragedia, o cuando sufre de angustia o dolor. Entonces, la persona en cuestión tiene las defensas bajas. No presta atención y mantiene sus defensas bajas, de modo que puedo meterme dentro. —Sí, ya veo cómo funciona. —Pensó un poco en el asunto y añadió—: Imagino que habrás convencido a un montón de gente para que te dé acceso a sus cuentas bancarias. —Qué chica tan lista. —Sí, lo soy. Pero tú no controlas mi mente. Lo sabía porque, una vez que había obtenido la información que deseaba, aún quería anular la presencia del infierno en él. —No. —Asumió una expresión resentida—. Algunos de los Elegidos disponen de una protección con la que jamás me había encontrado antes. Tú, en especial. Es como si tuvieras una mente revestida con Teflón, no voy a ninguna parte contigo. Al menos, no después de esa visión tuya. Después estabas herida y confusa, y seguramente me oíste cuando te hablé. En ese momento mostró una sonrisita tal de suficiencia que le dieron ganas de darle una bofetada. Pero mantuvo la voz fría y distante. —Sí, así fue. Me dijiste: «Si lo investiga, morirá». —¿Lo ves? Fui muy buen chico avisándote. Mala suerte si no fuiste capaz de transmitirlo. —Sí lo hice, pero Caleb no me hizo caso. —El recuerdo de aquel momento, cuando los dos se habían sacado la piel a tiras discutiendo, le dio ganas de echarse a llorar. Pero no iba a hacerlo; eso le facilitaría a Tyler el control sobre su mente—. Quería encontrar al hombre que había querido matarme. —Si se hubiera dado cuenta de que yo iba a venir aquí, se habría ahorrado el taxi. —Tyler rió durante un buen rato—. Aparte de una muerte terrible e ineludible. Sus carcajadas y su inexplicable aire de triunfo le helaron los huesos. —Tyler, ¿qué has hecho? —le preguntó. —Lo mismo que en la agencia. He puesto una trampa en mi habitación, entre mis cosas. —Trampa... ¿Una bomba? —¡Una bomba...! —Se mostró resentido—. No se necesita ninguna bomba cuando los Otros están deseando mostrarme trucos sobrenaturales. A tu novio no le gustan los móviles y a mí me sobran, así que he usado eso como mecha. —Así que es una bomba. —¡Te digo que no! —replicó con dureza—. No es tan rudimentario. Es un hechizo. Antes o después, tu novio, o uno de sus amigos, registrará mi habitación. Encenderá mi móvil para ver

186

a quién he llamado o quién me ha llamado a mí, y —Tyler chasqueó los dedos— entonces, la casa de Irving y todo lo que contenga al alcance del hechizo se evaporará... incluyendo a tu novio, claro. En un torbellino de furia que sorprendió a Jacqueline y tomó a Tyler totalmente desprevenido, la diminuta señora D'Angelo se levantó de la silla y empotró su cabeza en el pecho del hombre. Quizá si le hubiera golpeado directamente en el esternón le habría hecho algún daño, pero, en vez de eso, impactó contra las costillas del lado izquierdo y no tenía la fuerza de su parte. Tyler la apartó, agarrándola del brazo y su cabeza chocó contra los armarios de la cocina. La mujer cayó desmadejada al suelo, inconsciente. —¡Tú...! ¡Madre! La exclamación de Tyler sonó como si se tratara del peor insulto que conociera. Alzó la pistola y apuntó al cuerpo inmóvil de la señora D'Angelo. —¡No! —gritó Jacqueline, dirigiéndose hacia él, mientras Ritter, el dulce Ritter, hundía sus dientes en el muslo de Tyler. —¡Maldito sea! —aulló, propinándole al can una patada en las costillas con la otra pierna. Ritter dejó escapar un aullido y lo soltó. Luego, se arrastró de barriga hacia la mujer. Tyler apuntó la fría y negra boca del arma primero al perro, luego a Jacqueline y de nuevo al animal. Jacqueline alzó el globo de nieve sobre su cabeza y lo arrojó con toda la fuerza de su brazo bien tonificado. El barato souvenir surcó el aire mientras la pulsera que le había dado Charisma caía. Tyler levantó la mano para repeler el globo de nieve y lo consiguió, aunque no del todo. Aumentada la inercia con el peso del agua en su interior, el objeto impactó contra un lado de su cara, y el plástico se desportilló. Luego, el globo estalló con un chapoteo de agua y una salpicadura de sangre. Gritó de rabia y dolor y Jacqueline corrió hacia él. Pero se recobró y apuntó la pistola en su dirección, de modo que ella patinó para detenerse. Tyler alzó la mano hacia su rostro. La estatua de la Libertad, el edificio del Empire State, lo que fuera, le había desgarrado la mejilla, dejándole un corte aserrado cuyo trazo se extendía desde debajo del ojo hasta la comisura de la boca. —¡Me has marcado! Se miró los dedos manchados de sangre con incredulidad. Esa era la mejor oportunidad que cabía esperar. Jacqueline saltó sobre Tyler y giró las caderas en el aire para que su pie le impactara en la ingle. Tyler saltó a su vez hacia atrás, pero la patada alcanzó limpiamente el muslo, haciéndole gruñir de dolor, y respondió con un puñetazo dirigido hacia la garganta de la joven. Ella se revolvió, sabedora de cuál era el alcance de sus golpes y, además, que estaba entrenado y era bueno, muy bueno. Cuando le devolvió el golpe, ella le propinó una patada para detener su antebrazo, seguido de un fuerte impacto en el rostro que le hizo sangrar el labio. El rugió de pura rabia y se abalanzó hacia Jacqueline con una serie de veloces puñetazos, que ella esquivó moviéndose ágilmente por toda la cocina.

187

En algún lugar, Lizzie ladró de forma aguda y lastimera. Como si fuera el sonido que estaba esperando, se detuvo y se echó a reír. Su oportunidad. Le dirigió un puñetazo a la garganta. Pero Tyler le agarró el puño con la mano, la sujetó y luego la lanzó contra la puerta. —Te voy a matar. Muy despacio. Lo mismo que he hecho con ese perro de mierda, e igual que voy a hacer con esa madre de mierda. Caleb le había enseñado a Jacqueline a ahorrar el esfuerzo y eso fue lo que hizo ahora, luchando con dureza para que se callase y se retirara. Él jadeaba, sangrando, herido. Ella siguió esperando otra oportunidad, y ésta se presentó cuando él osciló mucho. Lanzó una nueva patada que le alcanzó en el vientre blando. Pero Tyler, con reflejos tan rápidos como el rayo, le cogió el tobillo y se lo retorció. Al fin y al cabo, no estaba tan herido como pensaba. La había embaucado. Se estrelló contra el suelo de bruces, con tanta fuerza que se le salió el aire de los pulmones, y él se dejó caer sobre ella con todo su peso. Jacqueline sintió cómo le crujían las costillas y jadeó de dolor mientras unas estrellas le estallaban detrás de los párpados, haciéndole perder la consciencia durante un minuto vital. Cuando volvió en sí, estaba boca arriba. El traidor había guardado la pistola y estaba sentado sobre el pecho de la joven, mirándola con esos ojos azules suyos enloquecidos por la ira. Le presionaba la garganta con las manos, impidiéndole respirar. —El diablo ha elegido esta forma para que mueras, así que muere. ¡Muere! Ella luchó con furia, clavándole los dedos en las muñecas. Tyler apretó más los dedos, aplastándole la tráquea. —Casi conseguí acabar contigo ayer, pero tuvo que aparecer Isabelle y salvarte, pero hoy te mataré. La sangre del rostro de Tyler goteaba sobre la tez de Jacqueline. No podía respirar, pero dentro de su mente escuchaba, muy alto, el sonido del goteo. Si no hacía algo, el sonido no cesaría. Estaría atrapada para siempre en aquel cementerio, sola, sin amigos... De forma instintiva, alzó la mano herida y la presionó contra la frente de Tyler. Una descarga le recorrió el brazo, le atravesó la mano y estalló como fuegos artificiales contra la frente del hombre. Este se echó hacia atrás, cubriéndose los ojos y chillando de dolor. Todavía con la mano extendida, Jacqueline inspiró una gran bocanada de aire y luego fue por él de nuevo. Tyler se agazapó como un toro preparado para embestir y cargó con el hombro, fijando sus ojos enloquecidos en los de ella. Jadeando aún, Jacqueline intentó arrastrarse hacia atrás. Esta vez no podría recuperarse; si la golpeaba, no volvería a levantarse. Tyler se abalanzó con la velocidad de un defensa de tercera línea, y ella vio un movimiento con el rabillo del ojo. Caleb. Era Caleb. Estaba vivo y había llegado. Se dejó caer al suelo, jadeando para recuperar el aliento.

188

CAPÍTULO 35

Caleb se abalanzó sobre Tyler desde un costado y lo empujó de refilón a través de la cocina. Sujetándose la garganta, Jacqueline respiró una y otra vez. La frialdad de las losas se infiltró en su piel caliente y lentamente la ayudó a volver a la conciencia, al alivio y la gratitud. Caleb estaba allí. Y, oh, Señor, estaba vivo. Estaba vivo; el plan de Tyler había fallado y el llegaba a tiempo para salvarlas a ella y a su madre. Tyler se incrustó contra el frigorífico de acero inoxidable con tanta fuerza que abolló la puerta con su cuerpo e hizo resonar el metal. Acto seguido, rebuscó en su chaqueta y se dio la vuelta para enfrentarse a ellos, empuñando una pistola que apuntó al pecho de Caleb. Con un movimiento tan veloz que Jacqueline apenas pudo advertirlo, Caleb se sacó un cuchillo de la manga y lo arrojó con precisión letal contra el hombro de Tyler, que profirió un grito y dejó caer el arma. Caleb fue sobre él, aplastando su cuerpo de nuevo contra el frigorífico. Luego, le sujetó del cuello con una mano y con la otra en la frente, golpeó la cabeza del mentalista contra el metal una, dos veces. A Jacqueline no le importó. Tyler había matado a Lizzie, y herido, o quizá asesinado también, a la señora D'Angelo. Había atacado a Ritter y también a ella. Esperaba que Caleb terminara con él. Se acercó arrastrándose hasta donde estaba la mujer y comprobó su pulso. La madre de Caleb estaba inconsciente y sangraba por un corte en la frente, pero vivía. Ritter yacía muy cerca de ella y lamió la mano de Jacqueline cuando ésta descolgó el teléfono de la encimera y llamó al 911. —Un asaltante —graznó y dobló un paño de cocina para presionarlo contra la herida de la mujer—. Necesitamos una ambulancia. —¿Dirección? —preguntó el telefonista de emergencias. —No lo sé. El golpeteo contra el frigorífico proseguía. —Permanezca en la línea —repuso el telefonista.

189

—No puedo. Jacqueline colgó el auricular y, recordando el peligro en casa de Irving, se dio cuenta de que no se sabía el número de teléfono del anciano. Intentó gritarle a Caleb. Debía de ser muestra de alguna justicia desconocida que se hubiera quedado sin voz y no pudiese detenerle para que no continuara golpeando a Tyler, pero debía hacerlo; esto era más importante que su castigo. Intentó ponerse en pie y consiguió doblar una rodilla. Probó suerte de nuevo y se aferró a una silla. Se agarró al respaldo y la arrastró por todo el suelo de baldosas hasta llegar donde Caleb. Le dio un toque en una de las corvas. Éste se volvió y la miró, con la muerte en la mirada, y las manos aún en torno al gimiente Tyler. —¿Y mi madre? —Está viva —contestó con voz áspera—. He llamado al 911, he pedido asistencia médica, pero no me sé la dirección. —Ellos rastrearán la llamada. Tyler intentó arañar el rostro de Caleb, pero éste le dio una bofetada llena de desprecio. —¡Caleb! —Esta vez su voz sonó más fuerte—. Dime el número de Irving. Tenemos que avisarles... Caleb vio su desesperación y descartó a Tyler como si fuera un desecho. —¿Avisarles de qué? Tyler se desplomó en el suelo. —Ha puesto una trampa —explicó, e hizo un gesto en dirección al mentalista, que gemía. —¿Qué clase de trampa? Caleb descolgó el teléfono y marcó. —Un móvil que hará estallar la casa. Jacqueline jamás le había oído jurar en italiano, pero en ese momento lo hizo. Estaba pálido cuando habló con tono urgente por el auricular. —¡Vamos, vamos! Su mirada posó en Jacqueline mientras escuchaba el tono de llamada. Se detuvo en los cardenales del cuello y después dijo con brusquedad en dirección a Tyler: —Voy a matarle. —Vale —asintió. Se dejó caer en la silla de la cocina—. Pero primero tienen que contestar la llamada. Él pulsó un botón y de repente, se escuchó un pitido. —El manos libres —le aclaró. Alguien levantó el auricular al otro lado. —Diga. Era el mayordomo, y parecía irritado. Caleb se envaró. —McKenna, escúchame. No entréis en la habitación de Tyler y no toquéis nada. Especialmente un móvil.

190

—Pero, señor, los señores Shea, Eagle, Faa y la señorita Fangorn han subido todos allí y están registrando la habitación. —Pues bien, ¡deténgalos! —rugió Caleb. —Pero lo están haciendo por orden suya, señor —replicó el mayordomo, cuya voz mostraba su reproche. Jacqueline se puso en pie. —¡Que los detenga! ¡Que los detenga! —bramó. —Escúcheme de una vez, McKenna —insistió Caleb—. Si no los detiene, todo el lugar va a saltar por los aires. Al otro lado, el auricular quedó silencioso. Caleb y Jacqueline se miraron el uno al otro. —¿Crees que lo hará? —preguntó ella. —Claro que sí, pero ¿pondrá en cuestión su dignidad corriendo o gritando? Esa ya es otra cuestión. Su mirada pasó a Tyler, que yacía al lado del frigorífico y cuyos ojos se estaban cerrando por la hinchazón. —No creo que vaya a ir a ninguna parte en un buen rato —comentó Jacqueline. —Desde luego que no, si sabe lo que le conviene. Caleb caminó hacia ella, con los brazos abiertos y el rostro tenso a pesar del alivio. En el suelo, la señora D'Angelo gimió. Caleb se dio la vuelta y se puso de rodillas a su lado. —Mamá, ¿me oyes? —Sí. —Se llevó la mano a la frente—. Te oigo. No grites. El se dejó caer contra los armarios de puro alivio. —¿Puedes moverte? —¿Tengo que hacerlo? —Sólo un poco, sólo para que vea que eres capaz. Observó que movía los brazos y las piernas, alzaba la cabeza y la apoyaba de nuevo en el suelo. Levantando la mirada hacia Jacqueline, sonrió con alegría y alivio. Entonces la señora D'Angelo se removió con más fuerza. —¿Y Lizzie? —inquirió. Jacqueline miró a su alrededor y siguió la mancha de sangre por el suelo hasta el lavadero. —Está aquí —avisó. Caleb se puso en pie y se apresuró hacia la puerta, mientras resonaban tres ladridos llenos de dolor. Entró y luego Jacqueline oyó el sonido de armarios abriéndose y unos cuantos gruñidos jadeantes. Caleb salió limpiándose la sangre de las manos. —No está muy bien, mamá, creo que va a perder una pata. —Le dirigió una mirada a Tyler y se prometió que pagaría por ello—. La he envuelto en toallas para que mantenga el calor hasta que la llevemos al veterinario, pero vivirá.

191

—Gracias, Señor —murmuró la señora D'Angelo, y acarició el morro insistente de Ritter. Caleb se dirigió a Jacqueline con la mano extendida y con lentitud, cuidadosamente, ella se le acercó. Él le pasó un brazo por los hombros y la abrazó. Ella jadeó. —¡Cuidado con las costillas! Caleb la soltó. —¿Qué les ha hecho a tus costillas? —Saltó sobre mí. Caleb dirigió una mirada furibunda a Tyler y luego le giró el rostro para enfrentarlo al suyo. —Ya he visto lo que le ha hecho a tu garganta. —Con unos dedos suaves, resiguió el contorno de los cardenales—. Y a tu cara. —Y trazó el perfil del chichón de su frente, uno del que ella no se había dado cuenta, y luego estalló—: ¿Cómo se me habrá ocurrido dejarte sola? ¿Por qué no hice caso de tu aviso? —¿Porque eres obstinado y crees siempre que lo sabes todo? —sugirió ella, y después enterró el rostro en su hombro para ocultar la sonrisa. —Soy un imbécil. —Sí. —Ella alzó la cabeza, y con tono aún preocupado, y añadió—. Pero no puedes estar en todas partes. Incluso ahora, te mueres de ganas de ir a casa de Irving para salvarlos. —Les dije que fueran a la habitación de Tyler y buscaran un móvil. Si la casa estalla... —No es culpa tuya. Eres el único que sospechó que había un traidor y fue a buscarlo. Sin ti, todos seríamos víctimas de una explosión en la casa de Irving y... oh, Caleb. —Le pasó los brazos por el cuello, ignoró el dolor que le provocó el movimiento repentino y dijo—. Que Dios nos ayude, pero mientras esperamos a ver qué pasa, estoy contenta de que estés aquí y vivo. —Pues que Dios nos ayude a los dos, entonces. La besó, un suave roce con los labios que le dijo sin lugar a dudas lo mucho que se había preocupado por ella. El timbre del teléfono sonó estridente, haciéndolos separarse de un salto. Ambos se precipitaron a cogerlo y Caleb pulsó el botón del manos libres. La voz de McKenna anunció: —Señor, he detenido a la señorita Fangorn antes de que abriera el móvil del señor Settles. ¿Hay algo más que necesite que haga? —Gracias, McKenna. El alivio le aflojó las rodillas a Jacqueline y se deslizó hacia el suelo, donde se reclinó contra los armarios. Caleb dio instrucciones. —Haga que salgan de la casa hasta que Irving o alguna otra persona deshaga el hechizo de ese móvil. —Lo tengo aquí, señor. ¿Qué quiere que haga con él? Jacqueline se sentó más erguida. Caleb se llevó la mano a la cabeza. —No debería haberlo tocado.

192

Escucharon la voz de una mujer al fondo y entonces Charisma se puso al teléfono. —Anoche estaba leyendo uno de los ensayos de Irving sobre magia y creo que sé lo que es: es un hechizo para evaporar cosas como basura o cáscaras de patata. Si haces un hechizo de contención alrededor de un basurero, como el que se puso alrededor de la agencia y de la casa de Irving, y aprietas el gatillo, entonces desaparece todo lo que haya dentro del contenedor. —¿Y qué tiene que ver eso con esto? —preguntó Caleb. —¿No te das cuenta? —repuso Charisma—. La explosión llena el espacio que contenga y de ese modo es como funciona. Es un uso bastante inteligente de una tecnología muy antigua, hablando en términos mágicos. —Creo que ella tiene razón. —La voz de Irving intervino en la conversación—. Siempre hay una demora en el temporizador, de modo que se pueda colocar una tapadera en el contenedor. El problema está en que, una vez que un artefacto como este se pone dentro de un contenedor, no se puede sacar sin activarlo. En este caso, si lo sacamos de mi casa, hará estallar el mundo entero. Así que voy a hacer que todos salgáis fuera, lo dejaré en el basurero y veré si puedo contener la explosión. La voz de McKenna sonó fría, formal, tan claramente ofendido por la intención de autosacrificio de Irving como le era posible estar. —Acabo de acompañar a la señorita Fangorn a la puerta. Ahora, señor, si tiene la bondad de salir... —No tengo intención de irme —replicó Irving—, y tampoco voy a dejar que te sacrifiques de esta manera... —Soy su mayordomo, señor, y esta clase de deberes son mi responsabilidad... —Yo soy muy viejo y tú eres aún joven, de manera que no permitiré... —Tengo cuarenta y nueve años, de joven nada, y he vivido una vida plena, rica, al servicio de... Jacqueline oyó una explosión atenuada al fondo y McKenna e Irving dejaron de hablar. La voz de Martha sonó al otro lado de la línea: —Todo va bien, señor D'Angelo. Ya me he hecho cargo del asunto y nos hemos deshecho de esa basura. Sus tacones repiquetearon conforme se alejaba. Se hizo un largo silencio. Jacqueline sonrió a Caleb. En un tono distendido, éste comentó: —Supongo que esto resuelve el problema, ¿o no, señores? El mayordomo se aclaró la voz. —Sin duda. —Así es. —La voz de Irving cambió—. ¿Y tú? ¿Echaste el guante a Settles antes de que hiciera algún daño? Caleb paseó la mirada por la cocina, a la sangre, a su madre, al perro, a Jacqueline, a Tyler, y su rostro se suavizó. Aún estaba muy enfadado, por no decir preocupado por ellas. —Nadie ha sufrido daño —explicó Jacqueline con voz áspera—, nos veremos pronto. Caleb cortó la conexión.

193

Jacqueline se miró la palma de la mano. La descarga mágica que había repelido a Tyler había curado su herida. Los puntos se habían quemado y sólo quedaba una fina cicatriz blanca en el tajo. Pero sintió un punzante hormigueo en la palma de su otra mano. La miró, y grabado en ella vio otro ojo, una imagen especular de la primera. Jadeó y Caleb estuvo a su lado de un salto. —¿Pasa algo malo? Ella le mostró ambas manos y él las tomó entre las suyas y las miró maravillado. —¿Hay alguna profecía respecto a esto? —inquirió. —No lo sé. —¿Qué significa? —Eso sí lo sé. Ya estoy preparada para la batalla, porque voy a ser la mejor vidente que los Elegidos hayan tenido nunca. Él sonrió, no esbozó una de sus características medias sonrisas contenidas, sino una llena de alegría. Muy consciente de lo afortunada que era al tener una segunda oportunidad, y las pocas veces que esto sucede, le dijo: —Siento haberte dicho todas esas cosas. Tenías razón en todo. En casi todo. —No. —Él le puso el dedo sobre los labios—. Yo soy el único que se ha equivocado. Ningún niño recibe un don como el tuyo a menos que haya sido descartado de la forma más cruel, privado del amor que merecen todos los niños. Tú... tuviste a Zusane como madre, y que Dios la tenga en su gloria, bien sé lo difícil que solía ponerse. Yo perdí a mi padre y a mi hermano, pero siempre me sentí seguro del amor de mi familia y no tenía derecho a contarte nada del pasado de Zusane. Ella habría odiado que lo hiciera y hubiera odiado aún más que hubiese comparado su ordalía con la tuya. Porque ella no siempre era egoísta, sino que entendía muy bien todo lo que tú habías conseguido en la vida. —Sí, pero a ella le habría gustado que le dijera más a menudo que la quería —murmuró Jacqueline, y se echó a reír. Caleb inclinó la cabeza hacia un lado con curiosidad. Pronto ella le contaría su encuentro con Zusane, pero no ahora. A lo lejos se oían las sirenas acercarse y sabía que le quedaban sólo unos pocos minutos a solas con él. —Caleb, me has ayudado tanto... Me protegiste lo mismo que hiciste con Zusane. Sé que estando tú a mi lado puedo entrar en una visión y estar segura. Sé que, con la agencia desaparecida, vamos a tener una necesidad desesperada de tu experiencia en la lucha. De alguna manera, tu amor hace más fuerte mi don, y también más mágico —concluyó, y una vez más, le mostró la mano. —No es mi amor lo que te fortalece. Es ese espíritu especial cuyo brillo surge de ti como la luz de un faro. —Te quiero. Quiero que te cases conmigo, como me pediste la última vez. Pero esta vez es mi turno. Cásate conmigo y lucha a mi lado. Él la abrazó de nuevo y después la soltó con rapidez. —No hay nada que haya querido más en mi vida. —Su dura mirada de guardaespaldas estaba empañada por las lágrimas—. Jacqueline, te quiero.

194

Al fin había llegado a casa entre sus brazos.

195

CAPÍTULO 36

Al otro lado de la cocina, Tyler respiraba de forma tan fuerte y entrecortada que parecía como si se estuviera muriendo. La mandíbula de Caleb se endureció. —Qué pedazo de farsante. Las sirenas se acercaban cada vez más, y dieron la vuelta a la esquina de la calle de la señora D'Angelo. Tyler jadeó de nuevo, y esta vez el sonido vibró en su garganta. Jacqueline se estremeció. —Eso no suena nada fingido. —No le he golpeado tan fuerte para matarlo. Eso quería, pero... —Cuando se oyó otro de aquellos espantosos sonidos silbantes, Caleb se puso en pie—. Tú quédate aquí —le ordenó a Jacqueline. Ella no sólo no le hizo caso, sino que se puso en pie lentamente y lo siguió. Tyler tenía un matiz gris en el rostro, los dedos hinchados y se revolcó por el suelo, sujetándose el vientre en una agonía aparente. —Se ha tragado algo, una droga de alguna clase. Esa es la única explicación. —Caleb lo tomó de los hombros y le sacudió para obtener su atención—. ¿Qué has tomado? ¡Dímelo! ¿Qué es lo que has tomado? Tyler agitó la cabeza. —No importa. No hay nada que puedas hacer. Su voz sonaba rota, y sus palabras, confusas. —¿Ha tomado algún veneno? ¿Una cápsula de cianuro o algo así? —Jacqueline se arrodilló a su lado—. ¿Quién se cree que es? Un espía de los... Cuando la verdad la golpeó, su mirada se encontró con la de Caleb. —Un espía del enemigo, uno que no se puede permitir que sea capturado e interrogado — finalizó Caleb. Las sirenas se detuvieron en el exterior.

196

—Vosotros, los Elegidos..., no tenéis... ninguna oportunidad. Inexpertos. Con Irving... ese viejo inútil... para lideraros. —Tyler jadeaba pesadamente—. Yo he... hablado con el muerto... y él... triunfará. Jacqueline se envaró. —¿Qué sucede? —inquirió Caleb—. ¡Jacqueline! Ella sacudió la cabeza, aún concentrada en Tyler. Empujado por aquella frenética necesidad de atraer la atención, Tyler continuó hablando entre los labios azulinos. —Me... voy... con el maestro. Estaré... a su lado. —¿El maestro? —Jacqueline se apartó, horrorizada y asqueada—. Quieres decir... ¿el diablo? —Él... me hará... los honores. La sangre rezumaba de la herida del rostro de Tyler, pero había adquirido un espantoso tono marrón. Los mejores profesionales de Nueva York llamaron a la puerta principal y luego irrumpieron por la trasera. —¡Aquí! —gritó Caleb. El equipo de urgencias, los bomberos y los policías ocuparon la casa. Caleb ayudó a Jacqueline a ponerse en pie. —Qué estúpido eres —le dijo a Tyler—, tu maestro no tolera fallos... Tyler le miró atónito. —¡Eso... no es verdad! —Arderás en el infierno durante toda la eternidad —sentenció Caleb. —¡No! En el momento en que Tyler reconoció la verdad de aquellas palabras y calaron en su cerebro, se sentó e intentó arrastrarse desesperadamente hacia donde estaban ellos. Asustada, Jacqueline retrocedió. Tyler se quedó mirando a alguna visión que tenía lugar más allá de ellos. Sus ojos azules se dilataron cada vez más. Mientras Caleb y Jacqueline lo observaban, sus venas estallaron, ocupando el tejido blanco del globo ocular, y a continuación cayó hacia atrás. Estaba muerto antes de tocar el suelo.

Caleb ayudó a Jacqueline a subir las escaleras de la puerta principal de Irving y pulsó el timbre. —Te meteremos en la cama y te daré algún preparado para el dolor, así podrás dormir el resto del día. —Creo que debo de estar hasta arriba de endorfinas, porque no me siento tan mal. —Los cardenales se te verán aún más mañana. Y se volvió a maldecir a sí mismo por haberla dejado sola para enfrentarse a Tyler. Pero Jacqueline sabía lo que él estaba pensando y le besó en la mejilla.

197

—El hospital mantendrá a tu madre esta noche en observación, pero está tan irritada que seguro que se repondrá. Y no parecieron impresionarles mucho mis heridas, ya que me despacharon muy pronto. Así que deja de culparte. Todo va a salir mejor que mejor. McKenna abrió la puerta. —Ah, buenas tardes, señor D'Angelo, señorita Vargha. Entren. ¿Se van a quedar mucho esta vez? —Percibo su sarcasmo, McKenna. —Jacqueline examinó la entrada oscura y vacía—. ¿Dónde están todos? Durante un segundo, Caleb se tensó. Tenía la sensación espeluznante de ser observado. Y entonces, ¡sorpresa! Los Elegidos llenaron la entrada. Salieron de la biblioteca, del estudio, bajaron por las escaleras, gritando y saludando con las manos, sonrientes. Caleb se relajó. Era un ataque amistoso. Jacqueline se precipitó hacia sus amigos. —¡Chicos! Isabelle y Charisma la alcanzaron las primeras con los brazos abiertos. —¡Tened cuidado! —indicó Caleb, y las apartó. —Caleb, son sólo un par de costillas rotas —le reprendió Jacqueline y abrazó a las chicas a la vez. Charisma cogió las manos de Jacqueline y observó sus muñecas. —¿Dónde está la pulsera de protección que te di? Jacqueline la sacó de su bolsillo y se la mostró. —Se le rompió el cierre. —Te lo arreglaré. Charisma se lo metió en el bolsillo, con el ceño fruncido. Obviamente, no le gustaba lo que había pasado. —Así que sólo tienes un par de costillas rotas —se burló Aarón, y abrazó a Jacqueline con cuidado. —¡Yo sí tengo las costillas rotas! Ella es una quejica —intervino, y Samuel le dio un abrazo simbólico. —Vas a tener que dejar de lanzarte contra las cosas con la cara por delante. Isabelle le acarició el chichón de la frente, y la rojez y la hinchazón cedieron. —Gracias. —Isabelle hubiera continuado, pero Jacqueline la detuvo—. No tengo las costillas tan mal, de verdad. —Movió los hombros como para probarlo—. Creo que debo de haber desarrollado alguna clase de superpoderes sanadores. —O bien es un efecto de la sanación de Isabelle —sugirió Charisma. —Su trabajo como una de las Elegidas tiene sus beneficios, y una curación más rápida es uno de ellos. —La gente se apartó para dejar pasar a Irving. Él enmarcó el rostro de Jacqueline con sus retorcidas y arrugadas manos y miró en sus ojos—. Dios te bendiga, Jacqueline Vargha. Nos has salvado a todos. —Alzó la mirada y se tropezó con la de Caleb—. Y tú, Caleb D'Angelo. Sin ti, estaríamos muertos y nos habrían burlado.

198

—Ah, claro. —Samuel le tendió la mano—. Gracias por avisarnos a tiempo. Charisma acababa de encontrar el móvil cuando McKenna llegó corriendo. Caleb le estrechó la mano a él, a Aarón, a Irving y después se la tendió a McKenna. —Gracias por correr. —No fue más que andar rápido —replicó McKenna con su dignidad intacta. Charisma abrazó a Caleb. —Nunca quise estar en medio de una destrucción. Isabelle le tendió la mano. Caleb apreció que no era tan cálida ni efusiva como Charisma y la abrazó también. Había curado a Jacqueline y en ese momento era su Elegida favorita. Alexander se abrió paso a través del gentío hasta llegar a Jacqueline. Con una sonrisa, le mostró una bolsa de regalo que imitaba la piel de leopardo. —Nos hemos reunido y hemos decidido hacerte un regalo. Cuando estaba a punto de rasgarlo, Caleb puso una mano sobre el paquete. —Espera. No podemos quedarnos aquí todo el día. Jacqueline apenas ha salido del hospital, tiene que descansar. —¿Preparo la biblioteca para una reunión, señor? —preguntó McKenna. —Las reuniones en la biblioteca son una lata —replicó Charisma. Con un respingo, se dio cuenta de que no había mostrado mucho tacto, y se corrigió—. Quiero decir, que es una habitación magnífica, pero es demasiado grande y están allí todas esas antigüedades, y me da miedo romper alguna... —¿En el estudio, entonces? ¿En la sala de billar? ¿O en el salón? —sugirió fríamente McKenna. —Tiene razón. Es una mansión espléndida, pero es como vivir en un museo. Siempre ando de un lado para otro de puntillas —apoyó Alexander, a quien era evidente que el tacto le importaba bien poco. McKenna estaba tan molesto que repuso con brusquedad: —Entonces, ¿dónde sugiere usted que puedan charlar con comodidad unos con otros? Caleb sabía dónde le gustaría estar a él. —Vamos a la cocina. —¡Buena idea! Aarón le dio una palmada en el hombro. —Sí, siempre me siento a gusto en las cocinas —comentó Samuel a Isabelle con sarcasmo—. Será mi mentalidad servil. —¿Ah, sí? —Isabelle mostró que podía ser tan sarcástica como él—. Yo pensaba que era porque te gustaba ver a una mujer preparándote la comida. Jacqueline dio un paso adelante y se interpuso entre ambos. —Estupendo. Entonces, está arreglado. La sede de nuestras reuniones será la cocina. —Pero... yo... mi casa... Irving agitó las manos y señaló el magnífico vestíbulo. Charisma le puso la mano en el brazo y lo dirigió a las escaleras que daban a la cocina.

199

—No es que no nos guste tu casa, Irving. Es que la respetamos demasiado. Aarón reprimió una sonrisa y le mostró a Caleb un pulgar en alto, en gesto de aprobación. —Después de todo —Caleb pasó el brazo por la espalda de Jacqueline y les siguió—, tenéis que recordar que, en el fondo, no soy más que un campesino italiano. McKenna caminaba detrás del grupo y su redonda cara parecía más alargada de pura desaprobación. Cuando entraron en la cocina, Martha trasteaba con las sartenes, preparando la cena. Se envaró y los miró a todos. —¿Y esto qué es? ¿Habéis decidido asaltar el frigorífico? Caleb sabía que ni Martha ni McKenna veían con buenos ojos al excéntrico grupo de los Elegidos. Lo cual no era bueno, teniendo en cuenta que todos estaban muy unidos. La cocina era una reliquia de tiempos pasados, de cuando la aristocracia de Nueva York organizaba fiestas para todos los que eran alguien en la sociedad, y cuando había tres docenas de sirvientes trabajando una semana entera para preparar y decorar comida suficiente para alimentar a doscientas bocas hambrientas. Entonces nadie había aplicado la palabra «eficacia» a la tarea de la cocina. La habitación era tan grande como un vestíbulo, con grandes repisas abiertas en la despensa, con armarios tan altos que llegaban a un techo que se alzaba a más de tres metros y medio del suelo, y una cocina de gas con seis quemadores, una parrilla y tres hornos, un frigorífico enorme y un congelador capaz de contener un buey entero. La larga encimera de granito pesaba tanto que los operarios que la instalaron tuvieron que emplear un gato para levantarla, y sólo un armazón de roble macizo podía soportar su peso. El suelo estaba por debajo del nivel de la calle y el techo, justo por encima. Las ventanas se localizaban a buena altura en el muro y daban justo a la acera, de modo que cuando los Elegidos cogieron las sillas y los bancos y se sentaron alrededor de la mesa, veían las piernas de los peatones mientras caminaban. Irving se instaló en la cabecera de la mesa. Por supuesto. Alexander profirió un grito de dolor, y advirtió a los presentes que cuidaran de no tropezar con la rodilla en la pata de la mesa. ¡Dolía una barbaridad! Isabelle decidió que la mesa estaba demasiado fría y pidió un mantel, y cuando McKenna y Martha la miraron con cara de pocos amigos, se puso a rebuscar en la alacena hasta que McKenna se rindió, disgustado, y le buscó uno. La cocina tenía una temperatura cálida, olía bien y todo el mundo se sintió en casa. —Así es como debe ser. —Charisma asintió mientras le servía café a Jacqueline, a Irving y a ella misma—. Es agradable. —Estar sumidos en la tierra, como estamos, da muy buenas vibraciones. —Jacqueline, abre tu regalo. Alexander depositó la CocaCola en la mesa, apartó su silla, le dio la vuelta y se sentó a horcajadas. Jacqueline abrió la bolsa, desgarró el papel del envoltorio a imitación de leopardo -seguramente eso había sido cosa de las chicas- y descubrió una caja. La abrió y encontró un brillante móvil rojo, decorado con piedrecillas de bisutería. Sentado junto a ella, Caleb comentó, parpadeando: —Desde luego, brilla mucho... Jacqueline lo sacó.

200

—Guau, es realmente... bonito. Era evidente que no sabía qué decir. —Ha sido idea de Alexander. —Irving se sentía un tanto aturdido entre sus Elegidos, pero a la vez, orgulloso—. Me alegro de haber sugerido que lo trajeran. El chico se hinchó de orgullo. —Puede que no tenga un don guay como vosotros, pero puedo ayudar también a mi manera. —Todos tenemos uno. —Aarón le mostró a Caleb su móvil, negro—. Todos disponemos de un GPS común. A menos que tengas uno de estos móviles, no puedes localizarnos. —Alexander los programó también. —Samuel tendió a Caleb otro paquete y en voz baja, añadió—. El tuyo es negro. —Gracias. —repuso Caleb en el mismo tono de voz. A él no le iba la bisutería. En voz más alta, se dirigió a Alexander y le dijo—: Gracias. Has resuelto uno de los problemas que me preocupaban: cómo localizar a los Elegidos y comunicarse con ellos. Especialmente con Jacqueline. Ella esperó hasta que se calmaron las risas y entonces en un arranque de sinceridad, exclamó: —¡Chicos, sois los mejores! —Yo elegí el móvil y escogí y alineé las piedras para protegerte de cualquier daño — expuso Charisma satisfecha. —¿Puedes alinear también piedras de bisutería? —preguntó Jacqueline. —No es bisutería, me las dio Irving. —Charisma se inclinó y las tocó con respeto—. Son diamantes. Horrorizada, Jacqueline lanzó el móvil al aire y Caleb lo recogió. —No quiero diamantes. ¡Siempre pierdo los móviles! —Este no lo perderás. —Aarón tenía un aspecto bastante vengativo—. ¿Ves este diamante grande? ¿El que está rodeado por los pequeños diamantes amarillos? Es el botón que debes pulsar si te encuentras en peligro. Así que si pierdes el móvil, o Dios no lo quiera, te lo roba alguien, y ese tipo aprieta el botón, todos llegaremos allí en un segundo... —Y el fulano lamentará haber nacido —finalizó Alexander. —Además, nadie va a robar un móvil con ese aspecto —dijo Samuel. —¡Creo que es precioso! —replicó Charisma. Caleb no estaba tan seguro, pero no dijo nada: no quería ofender a Charisma. Al parecer tenía razón, pues Isabelle pasó un brazo por los hombros de la chica, miró adusta a Samuel y respondió: —Tienes razón, es precioso. Caleb intentó apoyar a Faa y, de paso, corregir su error. —Quería decir que ningún tipo querría robarlo. Es demasiado chic. —Gracias a todos. —Jacqueline lo aceptó de nuevo con cautela—. Nadie me lo quitará, y me aseguraré de no perder nunca algo tan fantástico como este regalo que me han hecho mis amigos.

201

—Querrás decir tus colegas raritos... Aarón le dio un ligero empujón con el hombro. —Eso también. Pero primero... —Cogió el teléfono con ambas manos y lo miró; luego alzó la mirada hacia ellos. Su rostro estaba serio y le temblaban los dedos—. Caleb y yo tenemos que deciros lo que hemos averiguado.

202

CAPÍTULO 37

T

— yler era el traidor. Todos lo sabemos ya. —Jacqueline deslizó la mano sobre el móvil, sobre toda aquella extensión de diamantes relucientes—. Pero mientras agonizaba, dijo algo... —Sobre un hombre muerto —la interrumpió Caleb—. Dijo que había estado hablando con un muerto. —Ah, sí, claro —comentó Samuel con sorna. Jacqueline se acercó más a Caleb en el banco. —No, no; es cierto que lo dijo. En la cocina se hizo un silencio profundo. Los Elegidos se miraron unos a otros. Y entonces intervino Isabelle: —¿Cómo lo supisteis? Jacqueline deslizó el móvil en el bolsillo de sus vaqueros. —Tuve una visión en el ático de la señora D'Angelo. Caleb se volvió hacia ella con rapidez. —Eso no me lo dijiste. —¿Y cuándo te lo iba a decir? —objetó ella con un gesto de impaciencia. —Vale —aceptó él—. Pero ¿por qué subiste al ático? —Porque mi madre había muerto y tú estabas en peligro, así que tenía que hacer algo. — Recordó las lágrimas y la crisis que la había llevado a tomar aquella decisión y eso le dio un matiz ronco a su voz—. Quería comprobar si podía inducir una visión, para ayudarme a mí misma a descubrir quién nos había vendido. Y así lo hice... o casi. —Tyler fue quien nos traicionó —dijo Aarón. Irving sacudió la cabeza. —No. O más bien, sí fue él, pero no fue el único. Sin los códigos apropiados, no había manera de que Tyler pudiera entrar a hurtadillas un artefacto explosivo ni en la Agencia de Viajes Gypsy ni en mi propia casa. Y ni siquiera todos los directores conocen esos códigos. ¿Quién se los dio?

203

—¿El hombre muerto? La voz de McKenna sonó incrédula. Cuando todos se volvieron hacia él, el semblante del mayordomo se tornó de un vivo color rojo. —Lo siento mucho, señoras, señores. He hablado sin que me correspondiera. —Pero tienes razón —intervino Jacqueline—. Era un hombre muerto, yo le oí decirlo. Está enfadado y es hostil. Odia a todo el mundo, en especial a la gente que una vez fueron amigos suyos y que siente que lo han traicionado. —Pero ¿cómo pudo un hombre muerto comunicarse con Tyler Settles? —Tyler Settles controlaba las mentes y era también un mentalista —dijo Samuel con lentitud—. Anduvo cotilleando dentro de mi cabeza, intentando ejercer su influencia y creo que podría haberlo hecho con otra gente. Estoy haciendo conjeturas solamente, pero si se introdujo en la mente equivocada, esa mente se comunicaría con él. Incluso puede que esa mente asumiera su control. Eso tenía sentido para Jacqueline. —No creo que Tyler Settles necesitara más de un empujoncito para convertirse al mal. Según lo que dijo, tenía un negocio bastante lucrativo en marcha, sacando dinero de las cuentas de enfermos y desesperados. —¿Cómo lo eligieron para convertirse en uno de los Elegidos? —preguntó Aarón. —Si ya estaba en comunicación con ese hombre muerto, puede que haya podido usar el conocimiento que éste tenía de los Elegidos y su propia habilidad para controlar mentes, y de ese modo abrirse camino dentro de la organización —sugirió Samuel. Aarón se retrepó en la silla y miró a Samuel. —El modo en que enfocas las cosas da un poco de miedo. Samuel jamás había tenido un aspecto tan siniestro. —Es que soy abogado. Martha rellenó la taza de café de Jacqueline y mientras lo vertía, comentó: —Pero ¿qué pasa con ese muerto? Ha debido de estar relacionado con la agencia para poder llegar hasta los códigos. ¿Cómo lo vamos a encontrar? —¿Dónde está enterrado? —preguntó Alexander. —Vi una calle en Nueva York. Había un hospital, una iglesia abandonada y un cementerio. La única pista que tenemos es el goteo del agua... un tormento constante, eterno. — Jacqueline lo escuchó de nuevo en su cabeza y suspiró—. Todavía puedo oír ese goteo. —Así que todo lo que tenemos que averiguar ahora es quién conocía o conoce los códigos protectores, tanto los de la agencia como los de esta casa, e ir a buscarlo al cementerio. Obviamente, Aarón no terminaba de creerse del todo la visión de Jacqueline. Pero a ella no le importaba; también a ella le parecía absurdo, pero aun así lo había visto y oído. —Había una voz hablando dentro de su mente, una que le ofrecía una nueva oportunidad en la vida. —Cerró las manos en torno a la taza caliente—. Todo lo que tenía que hacer era traicionar a los que le habían traicionado. Reconocí la voz. —La voz del diablo —dijo Irving.

204

Samuel sacudió la cabeza y sonrió. Irving se irguió con toda su dignidad de anciano. —Le aseguro, señor Faa, que no soy un viejo débil. Reconozco el modus operandi del diablo. Ofrecer tentaciones es ya tradicional en él. —Sí, era el diablo —aseveró Jacqueline, que estaba realmente helada en ese momento. Caleb se quitó la chaqueta y la envolvió con ella, sumiéndola en su calor y su aroma, y recordándole así cuánto había ganado al enamorarse de él. Ella le tomó la mano con gratitud. —¿Y quien es el muerto? ¿Un vampiro? —se alzó la incrédula voz de Alexander—. Porque mi abuelo sostenía que no existían y, en este caso, me gustaría que fuera así. —No, no es nada de eso. —Eso ya se le había ocurrido a Jacqueline—. No está sediento de sangre, es del todo humano. Pero está encerrado en la oscuridad en una tumba donde nada cambia. —Así que, en tu visión, estabas en la cabeza del muerto. —Charisma se humedeció los labios—. He leído todo lo que he podido de la biblioteca de Irving, intentando ver si podía ayudaros y tus visiones... eran peligrosas. Sólo el primer vidente puede transportarse a otro lugar y realmente estar allí, y sólo los otros tres videntes podrían fundirse con otra persona, y ninguna de ellas podría hacer ambas cosas. —Peligrosas... —Caleb repitió la palabra que le había llamado la su atención—. ¿En qué sentido? Se podía confiar en que se concentrara en lo más importante de las cosas. —Los demás videntes eran todos miembros de los... Otros —explicó Charisma. A Caleb se le escapó una carcajada que sonó algo así como un ladrido. —Eso es una prueba adicional de que el mundo está cambiando, porque Jacqueline jamás se volvería malvada. Esa certeza caldeó el corazón de Jacqueline. —¿Qué pasaría si ella queda atrapada en una visión? —preguntó la chica—. Eso ya ha ocurrido. La gente se vuelve loca. —Charisma, no te preocupes tanto. —Jacqueline se inclinó hacia delante y le habló de todo corazón—. Cuando tuve mi primera visión, estuve en serio peligro de morir. Creo que Tyler tenía razón. Me habrían matado, pero Zusane me salvó la vida empujándome fuera del avión. Pero cuando tuve esa visión estaba sola y tenía miedo. Hoy, cuando me adentré en la visión, supe que no importaba lo que pasara, Caleb me amaba y ese amor me ataba al mundo real. —¡Impresionante! —Las pulseras de Charisma tintinearon mientras aplaudía a Caleb y Jacqueline—. El amor ha fortalecido tu don. —Exactamente. —Jacqueline sonrió sintiendo cómo estallaba la alegría en su interior—. ¡Eso es exactamente! Todo el mundo en la cocina se unió al aplauso de Charisma. Caleb alzó su mano enlazada con la de Jacqueline. —Quiero que todos vosotros seáis los primeros en saber que Jacqueline y yo nos casaremos tan pronto nos lo permita el estado de Nueva York.

205

Entonces todo el mundo se puso en pie para abrazarlos y besarlos. Martha y McKenna olvidaron su disgusto ante la invasión de su cocina y se ajetrearon quitándoles el polvo a las copas de champán, haciendo saltar los corchos y pasando una segunda tanda de exquisitos entremeses. Jacqueline abrazó a Caleb, preguntándose cómo podía haber sido tan tonta como para huir de él, cuando todo lo que quería... lo tenía allí. Isabelle comentó con su voz encantadora y relajante: —Jacqueline y Caleb han ganado para nosotros la primera victoria. Estamos empezando a ser un grupo unido y eso me alegra mucho. Pero tenemos que decidir cuál va a ser nuestro próximo movimiento. Hay decisiones que tomar y habrá momentos en los que tendremos que actuar. Caleb empujó a Jacqueline hacia el banco. —Isabelle tiene razón. Todo el mundo se removió en sus asientos, y McKenna y Martha colocaron los entremeses sobre la mesa, pero Isabelle se quedó en pie para decir: —Creo que lo mejor sería que primero votásemos a un presidente, y después aplicáramos las reglas de procedimiento administrativo para organizar las reuniones. —Tiene razón. Necesitamos un líder —convino Aarón. —Debería ser Isabelle. —Samuel proyectaba una autoridad tan respetable como la de un juez cualquiera. Todos los demás pasearon la mirada entre uno y otro—. Isabelle —insistió— ya está preparada para llevar su hermandad de estudiantes, conseguir fondos para causas benéficas y organizar sofisticadas fiestas en honor de políticos y banqueros. Jamás alza la voz, nunca suda y nunca se equivoca. ¿Hay alguien aquí al que le molestara recibir órdenes suyas? Aarón se rascó la barbilla y declaró: —Por mí, bien. —Por mí también —intervino Alexander. —¡Esto es genial! —exclamó Charisma; se levantó de un salto y se arrojó en brazos de Isabelle. Jacqueline sonrió radiante a Samuel. Si conseguía poner en pie aquello, terminaría por gustarle. —¿Ves? Sabía que podríamos hacerlo. —Estáis calientes, secos y alimentados, en un entorno seguro y todos juntos, y además os ha salido bien vuestra primera aventura. —Irving sirvió las primeras copas de champán y las fue pasando por la mesa—. ¿Estaréis preparados cuando las cosas os salgan mal? Los Otros tienen mejor personal y más entrenado, y no cabe duda de que nos han derrotado de todas las formas posibles. Os aseguro que hasta que encontremos la profecía que nos oriente, las cosas sólo se pondrán peor, y ni siquiera entonces habrá garantía de mejora. —Irving está en lo cierto. Sobrevivir requerirá todas nuestras habilidades y dedicación — le apoyó Aarón, que jamás había mostrado un aspecto más serio ni más duro. Jacqueline tuvo que intervenir. —Implicará cosas más importantes. Me encontré con vosotros hace sólo unos cuantos días. No os conocía de antes y no quería conoceros. No quería formar parte de esta misión. Pero cuando estuve en el exterior del círculo de tiza, sentí algo... una explosión de calor y el frío viento del cambio, así que supe que no podía comportarme como una cobarde. Tenía que dar un

206

paso al interior, con vosotros. En los días que han pasado desde entonces, he llegado a conoceros a todos. —Miró a Isabelle y Charisma—. Algunos habéis llegado a gustarme. — También dirigió la mirada hacia Samuel—. Pero no todos. —Gracias. Samuel se echó hacia atrás, impertérrito. Ella miró a Caleb. —Y te quiero. Caleb la besó una vez, con firmeza. Luego, ella continuó: —Pero ahora sé una cosa. Cuando estamos a solas, todos nos convertimos en objetivos para nuestros enemigos. Pero si estamos juntos podemos derrotarlos. —Mientras hablaba se despojó de los mitones—. Somos sólo seis, algunos dirían que es el número del diablo, y hasta que aparezca el séptimo, juro por mi alma que guardaré vuestras espaldas, y me gustaría saber si vosotros guardareis la mía. Alargó la mano derecha con el tatuaje claro, nítido y sanado. Después mostró la mano izquierda, con la nueva marca de poder recién grabada. Un jadeo colectivo recorrió la mesa. —Sí, ésta es la prueba. Las cosas pueden ocurrir para mejor. —Puso la mano derecha sobre la mesa, con la palma hacia arriba—. Así que, ¿juraríais por vuestra alma y todo lo que consideráis sagrado ser fieles a los Elegidos? Las manos se alzaron y colocaron las palmas, uno por uno, sobre la suya. Ella volvió la mirada hacia Caleb. —Tú también. Y tú, Irving. Y Martha y McKenna. Los dos criados se envararon y miraron alrededor, inseguros de cuál era su posición en ese nuevo orden de las cosas. —Esto no es apropiado —comentó McKenna. —Yo no tengo ningún don —reconoció Martha. —Y nosotros no somos siete, como deberíamos ser, sino sólo seis —remachó Samuel. Charisma intervino con la energía que solía acompañar todas sus intervenciones: —Pues no nos vamos a quedar sentados como tontos mientras esperamos a que el séptimo muestre el rostro. Tenemos que avanzar en una nueva dirección. —Jamás hemos necesitado a nuestros aliados tanto como ahora, y vosotros lo sabéis mejor que nadie. Dependemos de vosotros para conocer las tradiciones de los Elegidos y para ser tolerantes cuando nos veamos forzados a crear las nuevas. Por favor, uníos a nosotros — suplicó Isabelle con suavidad, aunque con una autoridad que no podía negarse. Martha colocó su mano suave y arrugada sobre las demás, y luego McKenna puso también la suya. Los dedos largos y oscuros de Irving estaban justo al lado, y también la mano de Caleb con la palma boca abajo y la mano izquierda de Jacqueline sobre todas las demás. Fue como si hubiera cerrado un circuito eléctrico. Una corriente de afecto, cálido y radiante, brotó como una llama desde la marca de la palma de la mano de Jacqueline a través de las palmas de las manos de todos y luego regresó a ella. Todos se sobresaltaron. Luego se echaron a reír, y lentamente, uno tras otro, retiraron sus manos. —Es una señal. —Irving alzó su copa de champán en un saludo—. Lo estamos haciendo bien.

207

Alzaron los vasos. —Por ti, Jacqueline. —Caleb tomó su mano y le besó la palma—. Por ti.

N

o muy lejos, en un hospital privado de Nueva York, una enfermera auxiliar se inclinaba sobre el cuerpo comatoso de Gary White. Le dobló las piernas hacia atrás y hacia delante, intentando remediar la atrofia que invadía sus músculos. Le dio la vuelta hasta ponerlo de espaldas, intentando aliviar las úlceras, producidas por su permanencia en la cama, que tenía bajo las caderas y en la columna vertebral. Cambió la botella de suero intravenoso vacía por una llena y la comprobó para asegurarse de que el goteo continuaba al mismo ritmo constante que había seguido durante los últimos cuatro años, proporcionando fluidos y nutrientes a un paciente sin esperanza. Cuando se preparaba para marcharse y continuar su ronda, algo captó su atención: un movimiento procedente de la cama. Se volvió hacia el paciente, plenamente convencida de haberse equivocado. Pero había abierto los ojos por vez primera en cuatro años. Se la quedó mirando y ella se quedó helada, hipnotizada por su mirada. Con lentitud, empleando músculos debilitados y desgastados, se sentó con esfuerzo. Dirigió una mirada torva hacia el suero que goteaba y se arrancó brutalmente los tubos del brazo. —Dame mi ropa. Me largo de aquí. Ella retrocedió, buscó a tientas la puerta y salió corriendo hacia el pasillo. —¡Doctor, doctor! Venga corriendo, venga a verlo. ¡Ha ocurrido un milagro!

208