Christina Dodd - Tal Como Eres

Dodd, Christina – Tal como eres Escaneado y corregido por Lososi Título Original: Just the way you are 1ª edición: Jul

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Dodd, Christina – Tal como eres

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Título Original: Just the way you are 1ª edición: Julio 2004 Ediciones B, S.A. Genero: Contemporánea Argumento: Christina Dodd, asidua de las listas de libros más vendidos del New York Tim es y una de las más aclamadas autoras de novela romántica de ambientación histórica, hace una deslumbrante incursión en la ficción contemporánea en esta intrigante y sensual novela sobre una trabajadora joven que, presa de un engaño, se enamora del soltero más rico de Bastan. Con la desaparición de sus padres, la vida de adolescente libre de preocupaciones de Hope Prescott se esfumó para siempre. Ella y sus tres hermanos fueron separados y enviados a diferentes familias adoptivas. Ahora, siete años después, Hope continúa buscándolos. Para mantenerse, trabaja para un servicio de contestador telefónico y se preocupa por sus clientes como si fueran familiares suyos. Cuando Zachariah Givens, un acaudalado empresario, contrata los servicios de Hope, ésta lo toma por su mayordomo. Cansado de verse siempre adulado por su dinero, Zack queda cautivado por el candor de Hope, así como por su voz sexy, y sigue adelante con la mentira. Conforme su amistad va transformándose en amor, Zack toma la decisión de hacerla suya. Pero cuando Hope descubre su engaño, Zack comprende que ha de resolver el misterio que se cierne sobre el pasado de la mujer a la que ama para convencerla de que los caminos de ambos están destinados a unirse.

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Prólogo

Hobart, Texas Una cálida tarde de junio

Hope Prescott, una jovencita de dieciséis años, se hallaba en cuclillas en el patio, frente a la casa del párroco, apoyada contra la pared. En sus brazos dormía profundamente la pequeña Caitlin, agotada de llorar llamando a su madre. Contra su hombro, con la cabeza inclinada, Se acurrucaba Pepper, de ocho años, que se tapaba los oídos con las manos, en un desesperado intento de aislarse del mundo. EI hermano de Hope, Gabriel, que tenía catorce años, se encontraba de pie en un rincón próximo a ellas, con las manos en las caderas y el rostro vuelto hacia el patio trasero, intentando mantenerse lo más apartado posible de la puerta de cristal abierta, aunque sin dejar a Hope del todo a solas frente a aquella dura prueba. Pero nada de lo que hacían lograba acallar las voces, aquellas voces horribles, implacables, que provenían del interior del cuarto de estar. El cuarto de estar de Hope, de la casa en la que había pasado la mayor parte de su vida.

Ya se había asomado al interior, y había visto al señor Oberlin, de pie junto a la chimenea, dirigiendo la reunión. -Por lo visto, llevan años robando en la iglesia, sisando un poco cada vez para poder ir pagando las facturas. -¿Qué facturas? -La voz de la señora Cunningham resonó con un timbre agudo que hizo a Hope estremecerse-. ¿Qué facturas van a tener un predicador y. su esposa que no puedan pagar con su sueldo? Un sueldo muy bueno, además. Quisiera hacer hincapié en eso. Esta congregación no es pobre, y hemos sido más que generosos con esas... esas... ¡víboras! -Basta, Gloria. -Era el doctor Cunningham, siempre la voz de la razón-. No quiero que te alteres, ya sabes que no es bueno para los nervios. -Y tampoco es correcto hablar mal de los muertos -reconvino el señor Oberlin. A Hope le costaba creerlo. Le costaba creer que sus padres estuvieran muertos.

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Y aquellas personas estaban diciendo que papá y mamá eran unos ladrones. Pepper lloriqueó y se apretó más contra Hope. Ésta cambió de posición al bebé en sus brazos doloridos para poder abrazar a Pepper, y dirigió una mirada de desesperación a Gabriel, que seguía inmóvil, pero el muchacho no se volvió para ayudarla; se aislaba ya de la familia, pensó Hope, ya estaba preparándose para la separación que consideraba inevitable. -No me importa. No me importa en absoluto -replicó la señora Cunningham, irritada-. Les proporcionamos la casa. Los acogimos; prácticamente, eran parte de la familia. Los ayudamos a criar a sus hijos... -Bueno, bueno. -Habló de nuevo el doctor Cunningham, sólo que esta vez la suya no parecía la voz de la razón, sino más bien un gimoteo, pues estaba demasiado asustado de su mujer para poner freno a su rencor. -Esto no nos lleva a ninguna parte -terció la señora Blackthorn, surcando la humedad del ambiente con su suave acento de Texas-. Ya hemos establecido, fuera de toda duda, que el reverendo y la señora Prescott eran unos estafadores. -¿Qué hacían con todo ese dinero? -inquirió la señora Cunningham. -No lo sabemos. Probablemente no lo sabremos nunca. –El señor Oberlin lanzó un fuerte suspiro-. Me siento culpable de esto. -No seas tonto. George, cariño. A todos nos habían puesto una venda en los ojos. -La señora Oberlin no solía hablar mucho, pero cuando lo hacía siempre era para consolar a su marido. Mamá decía que la señora Oberlin necesitaba cobrar un poco más de valor. Mamá decía que... Hope respiró estremecida, procurando contener la angustia que le encogía el estómago y que amenazaba con desgarrarle las entrañas. -Sabemos con seguridad que se habían marchado de aquí para no volver -continuó, implacable, la señora Blackthorn, como decorosa presidenta del consejo parroquial-. Sabemos que iban muy deprisa y que se mataron poco antes de cruzar la frontera con México. Un mosquito zumbó junto al oído de Hope. En el aire vespertino flotaba el canto reconfortante de las cigarras. Todo parecía muy normal, pero ya nada volvería a serlo. La señora Blackthorn prosiguió: -Estamos aquí para buscar una solución a los problemas que hemos ocasionado al fiamos en exceso. ¿Cómo vamos a sustituir a nuestro predicador

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cuando ya hemos llevado a cabo una campaña de recaudación de fondos para construir una aula nueva y el dinero ha desaparecido? -No puedo creerlo. Todavía me cuesta creer -dijo el señor Oberlin- que nos hayan engañado así, por completo. Eran buenas personas. -Sí, lo eran -susurró Hope-. Así es. Pepper levantó la mirada hacia su hermana v, en voz baja, algo impropio en ella, siempre tan exultante, le preguntó: -¿Por qué son tan malos? -Chist -la advirtió Hope. No deseaba llamar la atención del consejo parroquial, pues necesitaba saber lo que estaban diciendo. -¿Y qué vamos a hacer con esos chiquillos? -El tono de la señora Cunningham era de desprecio-o La niña de ocho años no es muy atractiva. Por fin, Gabriel se dio la vuelta y las miró de frente. Siempre había sido el héroe de Pepper, y tendió los brazos a su hermana. Ésta echó a correr hacia él. Él la abrazó y miró a Hope. Incluso con el tenue resplandor que les llegaba a través de la puerta, Hope vio que sus ojos verdes tenían una expresión vacía, que su cabello oscuro estaba lacio, y aquel semblante sombrío le destrozó el corazón. -Hope es muy presumida, en el equipo de voleibol y en el cuadro de honor, y siempre alardeando de ser la primera en el concurso de bandas. -Melissa, la hija de dieciséis años de la señora Cunningham, nunca era tan buena como Hope en nada de lo que hiciera; sin embargo, la señora Cunningham jamás se había quejado cuando el predicador era el padre de Hope. Hope se esforzó para oír a alguien, fuera quien fuera, que la defendiese. Pero en cambio se hizo un terrible silencio. Entonces habló de nuevo aquella voz horrenda: -El chico adoptado puede regresar a un orfanato, o a dondequiera que lleven a esos niños. Hope se sobresaltó. Ya se lo había advertido Gabriel: le dijo que eso era lo que harían. Pero ella no se lo había creído. Miró a su hermano, al muchacho que tres años antes se había incorporado a su familia tan de mala gana y que hacía muy poco había decidido considerarse uno de ellos. ¿Cómo podía estar ocurriendo algo así? -Nunca me pareció bien que los Prescott lo adoptaran. A saber qué clase de padres tenía el chico. Drogadictos, seguramente. -La señora Cunningham

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suspiró-. Supongo que el bebé no será ningún problema. Siempre hay gente dispuesta a adoptar a una niña pequeña. Hope escuchaba con suma atención; esperaba que alguien dijera que iban a encargarse de que la familia permaneciera unida, que ofrecieran un refugio para ella, sus dos hermanas y su hermano adoptivo. Pero en lugar de eso, aquella gente adinerada, aquellas personas que habían fingido ser amigas de sus padres, no dijeron nada. Nada en absoluto Empezaron a temblarle los brazos. Empezó a temblar ella misma. Se incorporó y depositó a Caitlin sobre el diván. Gabriel se le acercó. -Hope, no. No servirá de nada. -Tengo que hacerla. ¿Es que no lo ves? Tengo que hacerla. Hope luchó para abrir la puerta de un tirón y entró como una tromba en el cuarto de estar. Todos aquellos adultos, aquellos hipócritas, se volvieron hacia ella con los ojos y la boca muy abiertos. Ella los miró fijamente. A la delgadísima señora Blackthorn, lo más parecido a una aristócrata que había en aquella pequeña localidad. Al doctor Cunningham, el bondadoso médico rural que jamás miraba a nadie a los ojos. A la señora Cunningham, agradablemente rellenita, decían de ella. Al señor Oberlin, el miembro más joven del consejo, siempre tan afable, y a su esposa, la señora Oberlin, alta y de hombros redondeados, que observaba el mundo con ojos asustados. Todos ellos, crueles a más no poder. -¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven? Señora Oberlin, mi madre estuvo junto a usted cuando dio a luz. Doctor Cunningham, mi padre ayudó a Melissa a buscar universidad. -Dejó escapar un suspiro estremecido-. Mis padres eran buenas personas. No robaron nada, eran incapaces de hacer algo así. -Por primera vez desde el funeral, dejó escapar un leve lamento. Se dobló sobre sí misma, tratando de reprimir el dolor, y se enjugó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas-o Están mintiendo. Todos están mintiendo. La señora Blackthorn fue la primera en recuperar el control. -Saquen a esa niña de aquí. El doctor Cunningham se levantó y se dirigió hacia Hope. Ésta, tragando aire a borbotones, retrocedió. Debía calmarse o tenía algo que decir. -¿Están dispuestos a separarnos? ¿Piensan llevarse a la pequeña? ¿Enviar a Gabriel a un orfanato? Quieren hacernos daño a Pepper y a mí porque...

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porque creen que mis padres... Pero no es verdad, y aunque lo fuera, ¿cómo pueden hacer algo así? -Al instante, se deshizo en llanto. El doctor Cunningham la tomó de los hombros. -Vamos, vamos -musitó, tan inoportuno como de costumbre. Hope intentó zafarse de él, pero e! médico la apretó con más fuerza, arrastrándola en dirección a la escalera. Se resistió, pataleó y gritó al pequeño grupo de caras que la miraban con expresión de asombro y autosuficiencia: -Antes nos trataban bien, ¿y ahora no quieren ayudamos? ¿Quién es e! que está obrando mal? ¿Quién?

1 Boston, Massachusetts Un frío día de febrero, siete años después

Meredith Spencer reflexionó y llegó a la conclusión de que una mujer de cincuenta y siete años no debería tener que llevar medias, mantener a sus tres nietos ni reincorporarse al mundo laboral como secretaria temporal. Y sin embargo allí estaba, de nuevo apoyada contra la pared de la oficina de la última planta de! edificio de Zachariah Givens, presidente y director general de Givens Enterprises, escuchando la diatriba de Gerald Sabrinski. -Eres un desalmado hijo de puta, y un día espero tener e! placer de ver cómo te dan lo que te mereces. El señor Sabrinski, calvo y de rostro congestionado, estaba inclinado sobre la mesa de! señor Givens, mirándolo con toda la furia de un poderoso adversario. Un poderoso adversario... derrotado. El señor Givens contestó con un aristocrático acento de Boston, pero totalmente carente de inflexiones. -Sabrinski Electronics se había debilitado a causa de la recesión, y ese crédito que concediste a tu hijo fue lo que terminó de hundida. El rostro enrojecido del señor Sabrinski se puso todavía más colorado: -Mi hijo necesitaba el dinero.

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-No lo dudo. -El señor Givens torció el labio en un gesto sumamente despectivo. Constance Farrell, antigua amiga de Meredith, se hallaba junto a ella y le iba informando en voz baja: -El señor Givens conoce al hijo del señor Sabrinski desde hace años. Ronnie tiene la costumbre de acudir a su padre cuando necesita dinero. -Entiendo. -Meredith apretó contra su pecho el cuaderno y el bolígrafo, con la vista fija en la escena cada vez más violenta que se desarrollaba frente a ella. Aún en voz baja, Constance aconsejó: -El señor Givens se está impacientando. Seguro que en cuestión de minutos nos pedirá que acompañemos a Sabrinski a la salida. Meredith observó fijamente al señor Givens, sentado en su sillón de ejecutivo de cuero negro, y se preguntó cómo podía adivinar Constance que estaba impaciente, cuando ella apenas podía creer que aquel hombre hubiera experimentado jamás una emoción de ningún tipo. -Nos ayudará el señor Urbano -murmuró Constance-. Antes era jugador de hockey, de modo que nadie le causa problemas. Meredith dirigió una mirada fugaz a Jason Urbano, el consejero legal de Givens Enterprises. Era un individuo corpulento y atractivo; probablemente tendría treinta y pocos años, como el señor Givens. En otras circunstancias, aquel ex jugador de hockey hubiera atraído hacia sí la mirada de cualquier mujer, pero sentado al lado del señor Givens resultaba poco menos que invisible. Era el señor Givens el que atraía todas las miradas. A buen seguro, era el hombre más guapo que Meredith había visto en persona. Tenía el cabello negro, liso y vigoroso. Sus ojos eran tan oscuros que también parecían negros. Su piel bronceada cubría una estructura ósea que dibujaba líneas muy marcadas: mandíbula firme, nariz aristocrática, pómulos altos, frente despejada. Y su cuerpo... En fin, que ella tuviera cincuenta y siete años y fuera viuda no significaba que estuviera muerta o ciega, y aquel hombre poseía una estatura y un cuerpo que captaban la atención de cualquier mujer cuando se hallaba presente en una habitación. Aquel físico tan irresistible causaba una primera impresión realmente magnífica. Luego, Meredith lo miró a los ojos y ... no vio nada. Él no sentía el menor interés hacia ella ni, por lo que Meredith pudo deducir, hacia nadie. Se movía como un tiburón en el agua, con elegancia y suavidad, irradiando un aire de amenaza que resultaba palpable y hacía que uno se apartase. Era frío, desapasionado, distante.

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Durante toda la mañana y parte de la tarde, Meredith había estado observando la manera de trabajar en la oficina, tomando notas, preparándose para ocupar el puesto de Constance mientras ésta disfrutaba de unas vacaciones. Durante ese tiempo el señor Givens había adquirido la empresa del señor Sabrinski, en una operación meteórica, y ahora éste le escuchaba despotricar contra él. En ningún momento vio Meredith que el señor Givens sonriera, frunciera el ceño o mostrara la mínima señal de alegría, curiosidad o fastidio. Con sus ojos oscuros clavados en el señor Sabrinski, el señor Givens dijo: -Si hubieras podido recuperar parte del efectivo que entregaste a tu hijo, eso hubiera ayudado un poco, pero tu crédito debilitó la compañía y la dejó en una situación ideal para ser comprada. Sabrinski palideció y se le formó un círculo azulado alrededor de la boca. El señor Givens prosiguió, implacable: -No puedes quejarte de cómo te he tratado. Cuando se haga pública la noticia de la compra, tus acciones aumentarán de valor, y podrás retirarte y vivir muy bien. Sabrinski recuperó el color y la voz. -No quiero retirarme. Quiero dirigir mi empresa. -No puedes -replicó el señor Givens haciendo una pausa entre cada palabra para causar el máximo impacto--. Ya no tienes el control. Meredith susurró: -¿No puede dejar que la dirija el señor Sabrinski? Constance la miró con incredulidad. -Desde luego que no. El señor Givens no piensa conservar .al hombre que ha perdido la empresa a causa de su negligencia. ¿Qué ejemplo sería ése? «¿Un ejemplo de bondad?», pensó. Pero era una idea estúpida. Se trataba de negocios, Meredith lo entendía muy bien. Lo que no entendía era por qué el señor Givens tenía que ser tan insensible. -Yo levanté esa empresa partiendo desde cero. He sudado sangre por ella. He vivido para ella. ¿Y tú quieres que me retire? -Sabrinski fue elevando el tono al hablar, y al final terminó gritando. En marcado contraste, la voz del señor Givens era cada vez más grave y serena.

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-No veo que tengas otra alternativa. He ofrecido el puesto de director general a Matt Murdoch, uno de mis vicepresidentes ejecutivos. Desempeñará el cargo de forma competente. -Oh, Dios mío. El señor Givens está molesto de verdad. -La mirada de Constance no se apartaba de la escena-. Bien. Ya se levanta el señor Urbano. -Se apresuró a intervenir-: Señor Sabrinski, aunque esta operación pueda parecerle difícil en este momento, estoy segura de que su esposa se alegrará de poder pasar más tiempo con usted. -Hizo una seña con la cabeza al señor Urbano, que se situó al lado del señor Sabrinski. -Mi esposa ya está haciendo las maletas para irse. -Sabrinski apuntó con un dedo tembloroso al señor Givens-. Como bien sabe él. Meredith se sorprendió ante aquella acusación. Pero más que eso le impresionó percibir un gesto de emoción en el semblante del señor Givens. Parecía sorprendido. -No estarás acusándome de tener algo que ver con eso. Apenas conozco a tu mujer... y menos aún tengo interés por ella. -Janelle me quería por una única razón. -El pecho del señor Sabrinski se agitó al intentar tomar aire-. Por mi influencia. Por mi posición social. Y por tu culpa, Givens, ahora ya no tengo nada. ¿Qué opinas? Con una sinceridad que rozaba la crueldad, el señor Givens respondió: -Que deberías haberte quedado con tu primera esposa. Que estás pagando un alto precio por la crisis de la mediana edad. Sabrinski resopló: -Si tú tuvieras esposa... -Pero no la tengo. Ni la había tenido nunca. Eso sí que lo sabía Meredith. A pesar de que a menudo había sido fotografiado con una mujer encantadora del brazo, a pesar de los chismorreas que circulaban sobre sus ligues sexuales, nunca había habido rumores de que tuviera una relación seria. Constance no cotilleaba acerca de su jefe, pero sí había mencionado que era muy exigente y con tendencia a ser crítico. El señor Givens se levantó de su sillón, dando a entender que había llegado el momento de acompañar a Sabrinski hasta la puerta. -Esta conversación ha llegado a su fin. Tengo que regresar al trabajo. Ya hemos transferido el dinero a tu banco, Sabrinski. No es necesario que vuelvas a tu oficina.

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-¿Lo cual quiere decir que, si lo intento, me detendrán en el vestíbulo? -De nuevo el rostro de Sabrinski se tiñó de un color rojo que le subió desde el cuello de la camisa y le moteó las mejillas. El señor Givens inclinó la cabeza. -Tus pertenencias personales han sido enviadas a tu casa. Te deseo la mejor de las suertes en el futuro, y no te preocupes, tu negocio está en manos muy competentes. -¿En manos muy competentes? ¡Hijo de puta! No vales más que... -Sabrinski se abalanzó sobre él. Pero el señor Urbano lo agarró por el brazo. Sabrinski intentó en vano zafarse de él. -Apártate de mí, maldito gorila. Te demandaré por ponerme tus sucias manos encima. Constance intentó hacerse con el otro brazo del señor Sabrinski. -Por favor, señor Sabrinski, se ha terminado, y esto no va a servir de nada. Toda aquella rabia y violencia hizo estremecerse a Meredith. Pero el señor Givens contemplaba la escena sin emoción alguna. -Sabrinski, te estás comportando como un idiota. -¡Un idiota! -Sabrinski tenía la cabeza entera al rojo vivo, como un horno-. Tú te atreves a llamarme... -Se quedó sin aire. Su rostro perdió por completo el color y adquirió un extraño tono grisáceo-. Tú, un miserable insecto, te atreves a llamarme... -La frente se le perló de sudor y las gotas comenzaron a descender por sus mejillas. -Señor Sabrinski, ¿se encuentra bien? -Constance le tocó el hombro. En aquel momento, el señor Sabrinski se desplomó y cayó pesadamente en el suelo. -Santo Dios -oyó decir Meredith, y pensó que tal vez había sido su propia voz. El señor Givens rodeó su escritorio y se plantó al lado de Sabrinski en sólo una zancada. -Señora Farrell, llame a urgencias. Constance corrió al escritorio y descolgó rápidamente el teléfono. El señor Givens dio la vuelta al señor Sabrinski.

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Meredith pegó la espalda contra la pared. El señor Sabrinski estaba pálido como la cal y tenía los ojos en blanco. El señor Givens le buscó el pulso, y acto seguido se quitó su chaqueta Armani. -Jason, ayúdame a reanimarlo. -¡Hijo de puta! -El señor Urbano se quitó la chaqueta a toda prisa y se arrodilló-. ¡Maldito seas, Zack, todo esto es culpa tuya! Por segunda vez en escasos minutos, el señor Givens manifestó una emoción. Nuevamente, parecía sorprendido. A continuación, los dos hombres se pusieron manos a la obra, uno en el pecho, el otro insuflando aire en los pulmones, alternándose como si estuvieran acostumbrados a salvar a los hombres que sufrían un síncope en el despacho del señor Givens en un arrebato de furia. Para cuando llegaron los sanitarios, el señor Sabrinski ya respiraba por sí mismo, y dijeron con toda claridad al señor Givens que su pronta actuación había salvado la vida de aquel hombre. Sus elogios dejaron impasible al señor Givens, que se limpió las manos con su pañuelo blanco como la nieve mientras sacaban en camilla a Sabrinski fuera del despacho. -¿Hemos terminado ya con los dramas por hoy? -Espero que sí. -El señor Urbano también se secó las manos, pero Meredith se fijó en que le temblaban los dedos-. Juro por Dios, Zack, que últimamente te gusta demasiado esta parte del trabajo. ¡Has provocado un ataque cardiaco al viejo Sabrinski! Meredith se quedó helada. Constance dio un grito ahogado. El señor Givens alzó las cejas exactamente con la misma emoción que demostraba el señor Spock, de Star Trek, ante uno de los arrebatos del doctor McCoy. -Sabrinski, él solo se ha provocado el ataque. Estaba chillando. -¡Naturalmente que estaba chillando! Le tiene cariño a su empresa, y se la ha arrebatado un hombre a quien no le importa un comino. Se sentiría mejor si tú estuvieras babeando de contento, en lugar de mostrarte como siempre, como el hombre de hielo.

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El señor Givens observó al señor Urbano con expresión un tanto extraña mientras se ponía la chaqueta. -No sé qué quieres decir. El señor Urbano se pasó la mano por la cara y habló con claridad: -Quiero decir que él tiene razón. Te has convertido en un cabrón sin sentimientos. Estoy seguro de que no eres capaz de aguantar una semana sin hacer llorar a alguien, o sin despedir a alguien, o sin ser antipático con todo el que te tropiezas. Meredith oyó que Constance decía «Sí» con un hilo de voz, pero no podía apartar la vista de la escena que tenía delante el tiempo suficiente para mirar a su amiga. La expresión del señor Givens se tornó más distante. -Soy agradable... con la gente que se lo merece. -Todo el mundo se merece un poco de cortesía. Tú sopesas tus frases amables como si fueran oro, y las repartes con verdadera tacañería: a tus familiares, a tus amigos... Por cierto, te invitamos a ver el partido de hockey, un día de éstos, a partir del domingo que viene, en la nueva pantalla gigante de televisión que... -Gracias, pero no puedo. Trabajo. -Tal vez sea ésa la razón por la que eres un pelmazo. Te pasas todo el tiempo trabajando. -El señor Urbano apoyó las manos en las caderas-. Vale, llama a mi mujer y dile que vas a fallar... otra vez. Hazla llorar, igual que haces con todo el mundo. -Si no me presentara, no lloraría -se burló el señor Givens. -¡Está embarazada! ¡Llora hasta con los anuncios de Kodak en la tele! Con una profunda sensación de alivio, Meredith se dio cuenta de que el señor Urbano y el señor Givens eran amigos, amigos íntimos. El señor Givens tomó asiento detrás de su escritorio. -Si tan desagradable soy, no sé por qué quieres que vaya a tu casa. -Porque soy amigo tuyo, aunque en este preciso instante no recuerde por qué. Meredith lanzó una mirada furtiva a Constance. Ésta observaba la conversación con franca curiosidad. Entonces Meredith miró al señor Givens y comprendió la razón: al señor Givens no le importaba que estuvieran

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escuchando dos mujeres mayores; en aquel momento las secretarias no eran necesarias y, en lo que a él se refería, era como si no se encontraran presentes en el despacho. Meredith apretó los labios con fuerza. Ciertamente, el señor Givens era insufrible. -No entiendo por qué tengo que preocuparme de que alguien llore, ni por qué tiene que importarme que una persona incompetente se quede sin trabajo. -¡Por supuesto que no! A eso me refiero. Ni siquiera entiendes por qué debe importarte que alguien se muera en el suelo de tu despacho de un ataque cardiaco. -Está vivo. Le asistí -señaló el señor Givens. -De acuerdo, entonces estaba exagerando. -El señor Urbano se acercó despacio hasta el escritorio-. Te importaría si hubiera muerto, pero seguramente porque no quieres que nadie te estropee la alfombra. El señor Givens parpadeó ante la vehemencia del señor Urbano. -Es una alfombra muy cara. Y lo era. El despacho entero, con aquellos ventanales desde el suelo hasta el techo, su zona de saloncito con sofás de cuero negro, sus obras de arte en la pared que de cerca parecían manchas de color rojo y azul y de lejos eran cuadros de flores, y su escritorio de caoba, tan grande y tan bellamente terminado que debería estar honrando un museo. -¿Sabes cuál es tu problema? -le preguntó el señor Urbano-.Que siempre te sales con la tuya. -¿Y por qué es un problema? -Al ver que el señor Urbano lanzaba un bufido, estuvo a punto de... casi... sonreír-. Jason, tengo una vida perfecta, no está contaminada por esperanzas engañosas o falsas amistades. -Te morirás siendo un hombre desgraciado, triste y solo. -Has estado hablando con mi tía Cecily. Jason dejó escapar un gruñido. El señor Givens escogió sus palabras con sumo cuidado. -Aunque algunas veces me siento solo al despertarme ... Bueno, tengo amigos casados que dicen que a ellos les ocurre lo mismo, y está claro que es mejor sentirse solo cuando se está solo que sentirse solo cuando se está atado a una esposa. La reflexión del señor Givens dejó perpleja a Meredith; pero claro, era un hombre muy inteligente.

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-Yo no me siento solo. -El señor Urbano exhibió una sonrisa lobuna-. Con Selena, no. -Ya está pillada, no puede ser mía -bromeó el señor Givens. -Ella no te querría a ti. Me lo ha dicho. -El señor Urbano se inclinó sobre el escritorio hacia el señor Givens-. Te apuesto cien dólares... ¡no, un dólar!, a que no eres capaz de mostrarte simpático, yeso significa que nadie llore ni salga despedido hasta que vengas a casa a ver el partido. -¿Un dólar o cien dólares? -No importa. Para ti es lo mismo, pero eres capaz de hacer cualquier cosa con tal de ganar una apuesta. -Entonces, que sean cien dólares. Hecho. -Los ojos del señor Givens relampaguearon un instante-. A condición de que no incluyas a Baxter en la lista de personas con las que tengo que ser «simpático». -Vale, a ése puedo excluirlo. -Bien. La empresa de Colin Baxter es la siguiente a comprar, pero los preparativos todavía durarán algunas semanas. -El señor Givens mostró su primera emoción auténtica, profunda: una expectación salvaje. Meredith experimentó una gran solidaridad hacia el desconocido Colin Baxter y hacia todas las empresas en las que el señor Givens ponía el ojo. La mirada del señor Givens se desvió brevemente hacia Constance. -Destronaremos a Baxter antes de que usted regrese, señora Farrell. Constance sorprendió a Meredith respondiendo: -No quisiera perdérmelo por nada del mundo, señor. A continuación él posó sus fríos ojos en Meredith. -Será una buena experiencia para usted, señora Spencer. Meredith no creía que llegara a serlo, si era como la que acababa de tener, pero dijo: -Sí, señor Givens, me ocuparé de todo como usted diga. En sus tiempos había sido una buena auxiliar administrativa, y tal vez no le gustara aquel tipo, pero sabía manejarlo. Tenía que hacerla. El señor Urbano se frotó las manos. -Van a ser los cien dólares más fácilmente ganados de toda mi vida.

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-¿Por qué dices eso? -replicó el señor Givens-. Yo nunca he pretendido otra cosa que ser tratado como se trata al resto del mundo. El señor Urbano rió, y luego se puso serio. -Ten cuidado con lo que pides. Podrías conseguirlo. El señor Givens pareció vagamente confuso. -No sé qué quieres decir. -No, claro que no lo sabes. Eso es lo triste. -Volviendo a su tono desenfadado, el señor Urbano dijo-: ¡En fin! Te veré en tu casa dentro de una semana, a partir del domingo que viene. El señor Givens alzó la cabeza y lo miró ceñudo. Constance tiró a Meredith de la manga y ambas salieron del despacho discretamente. Constance tenía en el área de recepción su mesa, su ordenador y sus archivos, todo en un fabuloso entorno de gruesas maquetas, plantas verdes y diseño de buen gusto. Las secretarias encajaban bien en su entorno, pensó Meredith: dos mujeres mayores con zapatos bajos y discretos trajes de lana de falda a la altura de las rodillas. -No se me ocurre qué más decirte. -Constance miró a Meredith por encima de sus gafas-. Excepto que el señor Urbano y el señor Givens son amigos desde la universidad. El señor Urbano jugó al hockey como profesional hasta que terminó sus estudios en la facultad de derecho, Sus llamadas siempre tienen prioridad. Meredith abrió su cuaderno y tomó nota, pero no se le iba a olvidar. Constance lucía una ligera mancha oscura en la piel a lo largo de la línea de crecimiento del cabello; se había teñido las raíces grises para su viaje a Hawai, y Meredith sintió una profunda envidia por su amiga, por el puesto seguro que tenía. Después volvió la mirada hacia el despacho del señor Givens. ¡Pero qué precio pagaba Constance por aquella seguridad! Trabajar para un hombre como aquél, un día tras otro. -En cuanto a Colin Baxter... -Constance vaciló-. Es un caso especial. Hizo una jugarreta al señor Givens, y éste... podría decirse que se las ha jurado. Meredith rió nerviosa. -Como haría cualquiera. -Ya, pero se suponía que Baxter era amigo suyo. Mira, el dinero del señor Givens lo convierte en blanco de estafas. Él valora la amistad por encima de todo.

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-¿Más que la eficiencia? -le inquirió Meredith con cierta acritud. Constance frunció el ceño. -Sí. Ya sé que no te gusta el señor Givens, pero vas a tener que hacer algo más que poner cara de póquer. Es muy perspicaz, se da cuenta de todo, y ha visto lo espantada que te has sentido ahí dentro. -¡Ha provocado un ataque cardiaco a un hombre! -Podemos absolverle de haberlo hecho de forma deliberada. -Fue demasiado tajante. -El señor Givens no cree que haya que edulcorar nada. -Constance puso énfasis en la palabra