Discernimiento Marko Rupnik

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DISCERNIMIENTO Marko Rupnik PRÓLOGO Ya desde hace unos años se está volviendo a hablar de discernimiento, que en último término es el arte de conocer a Cristo y de reconocerlo como nuestro Señor y Salvador. La Iglesia por sí misma, con su tradición y el magisterio de sus pastores, ha trazado este discernimiento a través del espacio y del tiempo para las comunidades ecle- siales en su globalidad. Es ésta una primera acepción en la que podemos entender el discerni miento. Puesto que esto vale para la Iglesia en su integridad, para cada comunidad eclesial y para la vida individual de cada persona con su propia concreción, resulta que se puede hablar del discernimiento de muchos modos. Hay un discernimiento de tiene como objeto los espíritus. «Discernid los espíritus», dice el Apóstol (cfr. I Cor 12,io). Existe un discernimiento de las mociones interiores, de los pensamientos y los sentimientos. Existe el discernimiento vocacional, de los estados de vida... Existe un discernimiento individual y uno comunitario, y también un discernimiento más centrado en los aspectos morales 1 . Este libro afronta el discernimiento como el arte de la comunicación y comprensión recíproca entre Dios y el hombre, y, desde este punto de vista, trata de desentrañar sus dinámicas. Partiendo de esta aproximación fundamental al fenómeno del discernimiento, todas las acepciones mencionadas quedan tratadas de modo transversal. En esta clave -el discernimiento como comunicación entre Dios y el hombre- se deben respetar dos fases en el camino. Existe una primera etapa de purificación, que lleva a un auténtico conocimiento de sí mismo en Dios y de Dios en la propia historia, y una segunda etapa en la cual el discernimiento se vuelve un hábito. A causa de las diferentes dinámicas de cada una de las etapas, el texto se divide en dos partes. En la primera parte se tratará la etapa primera, siguiendo los siguientes pasos: el primer capítulo ofrece los referentes teológicos que encuadran el discernimiento (cuál concepto de Dios y del hombre da razón del hecho de que estos dos sujetos puedan co municarse y comprenderse recíprocamente en el amor y la libertad), el segundo capítulo explica en qué consiste el discernimiento, y

como fi nal, el tercer capítulo introduce a las dinámicas de la primera fase del discernimiento. En la segunda parte se afronta cómo permanecer unido a Cristo, cómo no despilfarrar la salvación a la que se ha llegado. Se trata del discernimiento como arte de seguir a Cristo, tanto en las grandes opciones de vida y de trabajo como en las pequeñas, cotidianas. Cuanto más se progresa en la vida espiritual más se camuflan las tentaciones. Por eso, el discernimiento del seguimiento de Jesús consiste en gran parte en desenmascarar las ilusiones y en orientarse hacia el realismo y la objetividad de Cristo, nuestro Señor y Salvador, Mesías pascual que vive en la Iglesia y en la historia. El discernimiento lleva a una madurez eclesial y a una fi delidad probada. Por eso, la segunda parte empieza con un capítulo dedicado al principio y fundamento teológico de cómo permanecer en Cristo. El capítulo siguiente está dedicado a las tentaciones que el cristiano experimenta en su camino tras el Señor. Se describen las ilusiones y los mecanismos principales del tentador y el modo como los padres espirituales desenmascaraban esos engaños. Después viene un capítulo dedicado a la comprobación de nuestra adhesión real a Cristo, en la que no hay espacio para las ilusiones y los engaños. Y como el discernimiento no es una técnica para resolver los problemas de la vida espiritual sino una realidad situada en la relación entre el hombre y Dios -por tanto, en el espacio del amor-, es necesario iniciarse y dar los primeros pasos en el ejercicio del discernimiento. Se explican aquí las circunstancias más adecuadas y los modos más apropiados para empezar en el arte del discernimiento y se concluye con dos de los elementos más signifi cativos de esta segunda fase, que son el discernimiento de la vocación y el discernimiento comunitario. De todo ello se deduce que el verdadero discernimiento es una actitud constante. A lo largo de todo el texto, casi paralelamente a cada título, se dan referencias - pr el e re nte m e nte de Ignacio de Loyola y de autores de la Filocalia- que constituyen, junto al estudio y a los años de praxis pastoral, el ámbito de maduración de las refl exiones que siguen 2 . Debe quedar claro que, a pesar de que sea importante conocer los textos sobre este tema, el discernimiento es, sobre todo, algo a lo que uno debe iniciarse, algo que requiere una aproximación experiencial-racional. Por tanto, este pequeño libro no exime de aprender el discernimiento con un maestro 2 Señalo algunos textos de autores espirituales que pueden constituir un magnífico telón de fondo para el tema: el «Discorso sugli otto pen- sieri y Leonzio Igumeno. I Santi Padri che vivono a Scete. Discorso sommamente utile a proposito del

1 Para un recorrido Mstórico sobre el discernimiento y un tratamiento en detalle de

discernimento», de Casiano el Romano en La filocalia, I, traducción italiana de M. B.

todas las dimensiones mencionadas, véase Ruiz Jurado, M., II discernimento

Artioli y M. F. Lo- vato, Turín 1985 (de ahora en adelante se designará como

spirituale. Teología, storia, pratica, Cisinello Balsamo 1997. Además se puede

Filocalia), 127-169; los escritos de Nil Soirskij, en Bianchi, E. (ed.), N. Sorskij. La vita

consultar el artículo «Discernement des ésprits», en Dictionnaire de spiritualité, III,

e gli scritti, Turín 1988, 35-133; Ignacio de Loyola, Autobiografía, ed. de M. Costa,

París I957> I222-I29I- Para el aspecto más práctico y didáctico, véase Fausti, S.,

Roma 199I; Hausherr, I., Philautia. Dall'amore di sé alia carita, trad. italiana

Ocasión o tentación, PPC, Madrid 1997-

Magnano 1999; y Spidlík, T., Ignazio de Loyola e la spiritualitá orientale, Roma 1994"

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espiritual, en el esfuerzo de un cami no que • I PARTE Hacia el gusto de Dios ¿DÓNDE SE COLOCA EL DISCERNIMIENTO?

¿Existe una relación real entre Dios y el hombre? Si existe, ¿en qué consiste? ¿Posee una objetividad propia? ¿Pueden Dios y el hombre comunicarse y comprenderse en verdad? ¿Qué lenguaje usan Dios y el hombre en su comunicación: unívoco, analógico, dialéctico? ¿Dios manda y el hombre se limita a obedecer y ejecutar? ¿O más bien el hombre piensa qué complace más a Dios a partir de los mandamientos y lo realiza? ¿Existe un espacio de autonomía para el hombre dentro del gran plan de Dios? Los maestros de la vida espiritual no estarían de acuerdo con la forma de formular la cuestión que está por debajo de estos interrogantes. Para ellos, estas dos realidades no se pueden tratar como si estuvieran divididas. La relación entre Dios y el hombre se cumple en el Espíritu Santo, la Persona divina que hace al hombre partícipe del amor del Padre en el Hijo3. Esta participación, es decir, la presencia del amor divino en el hombre, hace posible el acceso a Dios y al hombre, creado en este amor. Es más: tal inhabitación divina en nosotros hace que Dios no sea ya externo a nuestra realidad humana, sino que llegue a ser -como dice Pavel Evdokimov- un factor interno de nuestra naturaleza 4 . Entre la persona humana y su Señor existe por tanto una comunicación verdadera que, para tener la garantía de la libertad, se sirve de los pensamientos y sentimientos del hombre. Los Padres han optado normalmente por el lenguaje simbólico, considerando que el símbolo es el lenguaje en el que la comunicación humano-divina se realiza más auténticamente 5 . Para ellos el discernimiento es oración, un arte propio y verdadero de la vida en el Espíritu. El discernimiento forma parte de la relación vital entre el hombre y Dios; es más: es precisamente un espacio en el cual el hombre experimenta la relación con Dios como experiencia de libertad, incluso como posibilidad de crearse a sí mismo. En el discernimiento, el hombre experimenta su identidad como creador de la propia persona. En este sentido, es el arte en el cual el hombre se abre a sí mismo en la creatividad de la historia y crea la historia creándose a sí mismo. El discernimiento es, por tanto, una realidad relacional, como lo es la fe misma. La fe 3' Cfr. Spidlík, T., La spiritualitá dell'Oriente cristiano. I: Manuale sistemático, Roma 1985, 25-30. Véase también Florenskij, P., Colorína e fondamento deüaveritá, Milán 1974, 153-188 y Tenace, M., Diré l'uomo. II: Dall'im- magine di Dio alia sommiglianza, Roma 1997' I7~444Evdokimov, P., «L'Esprit-Saint et l'Eglise d'aprés la tradition li- turgique», en

pretende, paso a paso, ser cada vez más con forme al Señor. cristiana es, en efecto, una realidad relacional, porque el Dios que se revela se comunica como amor y el amor presupone el reconocimiento de un «tú» 6 . Dios es amor porque es comunicación absoluta, eterna relacionalidad, sea en el acto primordial del amor recíproco de las tres Personas divinas o en la creación. Por eso la experiencia de la libre relación que el hombre experimenta en el discernimiento no es nunca sólo la relación hombre- Dios, sino que incluye la relación hombre-hombre y, además, la relación hombre-creación, desde el momento en que entrar en una relación auténtica con Dios signifi ca entrar en aquella óptica de amor que es una relación vivifi cante con todo lo que existe. Hacer propia esta visión significa captar la infraestructura de hilos que conectan y unen entre sí a todos los elementos de la creación y hacen emerger la comunión de todo lo que existe en el Ser. Desde el momento en que estos hilos indican la misma realidad de lo divino, su presencia en las cosas, los objetos y los productos humanos les dotan de un nuevo signifi cado, a través del cual cada cosa y cada acción pueden asumir un significado más profundo. Así, se nos ofrece una visión esencialmente sacramental del mundo, en la que, a través de las cosas, se puede acceder a su verdad 5 . El discernimiento es, entonces, el arte de autocomprenderse teniendo en cuenta esta estructura coherente, de lo global, verse a uno mismo en la unidad porque se ve con los ojos de Dios, que ven la unidad de la vida.

Comprenderse con Dios Creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un Dios ideal, un Dios-concepto no tendría para nosotros, cristianos, un peso indiscutible y absoluto. Nosotros los cristianos lo somos porque la revelación nos comunica un Dios-Trinidad, al cual nos dirigimos como a tres Personas. Invocando cada Persona invocamos a Dios todo, puesto que cada Persona existe en una relación de unidad indisoluble y total con las otras dos. Cuando afi rmamos la fe en Dios Padre, decimos al mismo tiempo nuestra fe en el Espíritu y el Hijo. Lo mismo vale para cada una de las Personas divinas: la referencia a una de ellas implica automáticamente su comunión trinitaria, en referencia a las otras dos Personas. En este sentido, el primer artículo del Credo, Creo en un solo Dios Padre, es de importancia capital. Afi rmar sin más la fe en Dios es ambiguo, porque ésta es una afi rmación abierta a cualquier tipo de interpretación, comprensión e incluso idolatría (desde las ideas y conceptos hasta las estatuas y ritos, de lo más abstracto a las realidades más sensuales). Sin

L'Esprit-Saint et l'Eglise. Actes du symposium..., París 1969. 9§.

5Véase por ejemplo, Brock, S., «I tre modi dell'autorívelazione di Dio», en id.,

6 Cfr. Ivanov, V., «Ty esi», en Sobr. Soc., III, Bruselas 1979, 263-268 e id.,

L'occhio luminoso. La visione spirituale di sant'Ejrem, Roma I999- 43"46-

«Anima», en ibíd., 27°~293.

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embargo, creer en Dios Padre significa que Dios es una concreción más allá de toda posible manipulación, porque «Padre» signifi ca una persona, y la persona nunca es un concepto, sino una realidad, una concreción 7 . Decir «Padre» significa indicar un rostro, y el rostro - aunque nunca visto- es siempre concreto y designa una realidad personal, precisa, objetiva en sí misma. Diciendo «Padre» decimos la concreción de Dios en las tres Personas, así como la concreción de su relación. Sin embargo, decir «Creo en Dios Padre» signifi ca también afirmar la propia identidad, desvelar el propio rostro, porque quien pronuncia la palabra «Padre» se declara hijo y descubre una filiación precisamente en virtud de la revelación de Dios como Padre 8 . El artículo de fe «Creo en un solo Dios Pa dre» explícita la relación que existe entre el hombre y Dios, que es precisamente la de filiación. La fe es, por tanto, una relación filial. Esto signifi ca entonces que no se puede abordar la cuestión de la fe con principios o terminología abstractos. El amor como concreción de relaciones libres La persona de Dios en la que creemos, la que contemplamos y adoramos en la unidad del Dios tripersonal, se revela como concreción de relaciones libres y de comunicación. El Dios Tripersonal es, ante todo, revelación de sí mismo en cuanto ausencia de necesidad. En Dios, cada persona subsiste en un amor absolutamente libre, más allá de cualquier ley de necesidad. Guando Juan dice que Dios es amor, afirma que Dios es libre y que el amor es adhesión libre, relaciona- lidad libre. Si no hay una relación libre, no se puede hablar de amor, sino de otra realidad. En Dios hay un amor libre no sólo entre las tres Personas, sino de cada Persona hacia la naturaleza divina que cada una de ellas posee enteramente 9 . La relacionalidad libre en Dios se debe comprender por tanto en modo interpersonal: cada Persona divina posee la naturaleza de Dios dándole una impronta totalmente personal -pro- pia del Padre o del Hijo o del Espíritu Santo-, de modo que su realización incluye también la naturaleza que todas las Personas poseen completamente, cada una a su modo. Se trata, por tanto, de una relación compleja, pero completamente libre, de una adhesión tan libre que Juan puede afi rmar: «Dios es amor». La relación de Dios en sus Personas santísi mas es una comunicación no sólo en el sentido de que las Personas se comunican entre sí, sino sobre todo en el sentido de que se comunican en el amor recíproco, dándose a sí mismas en el amor. Esta comunicación 7Cfr. Atanasio, AdSerap., ep. III.

intradivina no está separada de la comunicación de Dios para con su creación. Dios no sólo comunica con su creación -y sobre todo con el hombre, persona cre- adasino que se comunica con su creación. Sólo gracias a que Dios es amor nosotros podemos llegar al conocimiento de Dios, porque el amor signifi ca relación, comunicación, comunicarse 9 . Nuestro conocimiento de Dios no es, por tanto, un conocimiento teórico, abstracto, sino un conocimiento comunicativo, es decir, una conciencia dentro de la cual acontece la comunicación. Dios se comunica de modo personal en su relación libre con nosotros, los hombres. El Espíritu Santo -que es el comunicador por excelencia entre la Santísima Trinidad y la creación- comunica a Dios de forma personal, en forma de autocomunicación. Dios se hace presente a la persona humana cuando ésta se dispone en una actitud cognoscitiva. Tal conocimiento, que podemos llamar simbólico-sapiencial, lleva a una vida similar a Dios. El conocimiento de Dios supone también comunicar el arte de vivir: Dios comunica al hombre, es decir, a nivel creatural, su semejanza. El hombre es imagen de Dios. Pero, por obra de la redención realizada por Dios mismo y del Espíritu Santo que nos comunica la salvación operada por Cristo, el hombre puede conocer a Dios y realizar este conocimiento como semejanza con El. Dios, de algún modo, comu nica al hombre su modo de ser, que es amor. Por lo tanto, la persona humana se hace semejante a Dios también cuando entrega su vida en el amor, es decir, en la comunión. La semejanza con Dios se realiza en una vida de relaciones libres, en una adhesión libre como imagen de la Trinidad. El modo de vivir que el hombre adquiere en el conocimiento de Dios es el propio de la Iglesia y la comunidad, puesto que es la Iglesia quien nos genera como creyentes. Creer es amar El conocimiento de Dios no es, pues, un conocimiento abstracto, de tipo teórico, que pudiera ser interpretado ulteriormente por el hombre en clave práctica o ético-moral. El Dios Tripersonal nunca se puede reducir a una doctrina, una serie de preceptos o un esfuerzo ascético, sino que sólo es cognoscible dentro de una comunicación reciproca, en la que la iniciativa absoluta pertenece a la libre relacionalidad del amor de Dios Padre, a la cual el hombre responde con un acto de fe que, como ya hemos visto, es un acto relacional, un acto que implica al mismo tiempo amor y libertad, puesto que es reconocer al otro en toda su objetividad y adherirse a Él hasta el punto de orien tarse radicalmente hacia El 10 . La fe, en cuanto radical afi rmación del Otro, de Dios, significa adherirse con todo el ser a la objetividad de Dios. También la fe en cuanto contenido, enseñanza, mentalidad y moral se despliega

8Cfr. Spidlík, Noi nella Trinitá. Breve saggio sulla Trinitá, Roma 2000. 9 Sobre este aspecto, véase Rupnü, M. I., Decir el hombre, PPC, Madrid 2000, IOO-

10 Solov'év, V., «La critica dei principi astratti», en id., Sulla Divinou- manitá e altri

I15.

scritii, Milán 1971, I97~2IO.

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ante el hombre por medio del amor, es decir, de esa actitud de reconocimiento, de éxtasis, de orientar y proyectar el propio ser hacia el Otro. Esto es así porque también en Dios mismo, la Persona entendida teológicamente, todo se comprende a través del amor y la adhesión libre. Por eso es puede decir que en la persona la objetividad es libertad. La objetividad del otro, de Dios o de cualquier hombre, es precisamente su relacionalidad libre, que yo nunca podré poseer. No es posible creer en Dios sino por amor, la única fuerza que, tras el pecado, puede apartar al hombre de su egoísmo y orientarlo radicalmente hacia el otro". Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo signifi ca amar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto ya implica un estilo de vida. De hecho, creer en Dios, conocer a Dios, amar a Dios son realidades que se comprenden y se realizan sólo en una vivencia dentro de la tradición de la Iglesia. El cisma entre creer y amar es un efecto muy dañino del pecado. Tal cisma produce en el hombre una infi nidad de rupturas que después ilusoriamente se pretenderán remediar con sucesivos «-ismos»: dogmatismo, moralismo, psicologismo... Creer en Dios, conocer a Dios, puesto que sólo es posible amándole, abriéndose al Espíritu, es una conversión, una renuncia al principio del mal y de la muerte, que es el pecado, para adherirse libre mente a Dios como bien supremo en cuanto amor tripersonal 11 . Podemos, por lo tanto, creer sólo si nos dejamos invadir por el amor de Dios, porque la fe crece en la medida del amor 12 . En I Cor 13, Pablo no dice «si no amo», sino «sí no tengo amor»: esto indica que Dios nos crea dando su amor y que el hombre existe sólo en la medida en que el Espíritu Santo le hace ser inhabitado por el amor de Dios, que no es iniciativa humana, sino acogida del don de Dios. El pecado nos ha aislado del amor de Dios. El hombre intenta realizar su vida fuera del amor, siguiendo en sí mismo esa dimensión que Pablo llama «carne», que es la parte vulnerable, la parte que al percibir la fragilidad y la muerte se quiere salvar en la autoafirmación exclusiva, unilateral, reclamando para sí toda la creación y las relaciones de los demás. La carne es rebelión contra el espíritu, es decir, aquella dimensión de la persona capaz de abrirse al Espíritu de Dios que con su acción inhabita la persona. La carne es oposición a la apertura, a la relación real, al ágape, a la caridad, es renunciar a la inteligencia del amor. El gran riesgo que pocas veces evitamos es terminar por encerrar a Dios dentro de nuestra realidad sin redimir, afirmando un conocimiento de Dios de modo auto afirmativo, en donde, de hecho, somos nosotros mismos los que damos forma y contenido a la revelación de Dios. De hecho, es posible pensar a Dios con la óptica de la carne, es decir, con la inteligencia que razona con criterios carnales. Y quizá no haya cosa

peor que pensar a Dios con una inteligencia ejercitada de modo re - ductivo, con una racionalidad no integrada. Esta racionalidad recortada, amputada, se reconoce por su afán de dominio, de posesividad, por su agotamiento de todas las posibilidades y su búsqueda de la omnipotencia. La trampa principal en la que se cae y que nos engaña es la metodología del razonamiento, de una lógica perfecta, impecable, que evita las sorpresas y cierra el circuito para sentirse autosufi ciente y omnipotente. Pero esta lógi ca falla porque no integra la libertad. Es típico su comportamiento dualístico: en lo ideológico, intenta crear espacios de libertad y para la libertad pero, de hecho, no promueve la adhesión libre, no enciende el corazón como expresión de la integridad del hombre. Por eso no es capaz de suscitar la conversión y se contenta con principios éticos e imperativos morales que se agotan en su fracaso y la llevan o a pactos con la mediocridad -puesto que no se llega a vivir como se piensa- o a una rebaja de los ideales, para no sufrir el fracaso ético. La trampa que, sin embargo, explotará antes o después por la falsa libertad consiste en querer llegar al conocimiento de Dios, al descifre de su voluntad -seguido por la deducción de sus consecuencias morales o ascéticas-, sin la experiencia de ser re dimidos, es decir, sin la experiencia del despertar del amor de Dios que nos habita y que es el úni co capaz de asumirnos íntegramente, de hacernos experimentar la integralidad y de ponernos en contacto con una esfera de relaciones libres, sea para con Dios o con el prójimo. Si el conocimiento de Dios no deriva de la experiencia de su amor para con nosotros, comprendido y experimentado en la redención, es pura ilusión o idolatría egoísta de la propia razón hinchada. Aquí podemos evocar Jr 31, en donde el profeta proclama que el fruto de la nueva alianza con la casa de Israel será el conocimiento del Señor a partir de la experiencia de la misericordia: ;>> en Filocalia, I.

tinguiéndolos de los que no lo son. Algunos autores espirituales antiguos hablaban de cómo guardar esta memoria constante de lo que Dios ha realizado ya en nosotros y sugerían, por ejemplo, el ejercicio de la sobriedad. La sobriedad es la acti tud espiritual de quien tiene puesta la atención en lo que cuenta, en lo que permanece, en lo que tie ne un auténtico peso. La atención recoge todas las facultades permaneciendo en Cristo y protege a la persona de las excitaciones y turbaciones de las pasiones. Desde el momento que el encuentro con Dios se ha realizado de modo verdadero y real en el perdón, en el que el Señor no sólo ha perdonado los pecados sino que me ha salvado a mí, pecador, la sobriedad es mantener la atención en este amor salvífico experimentado. Es un amor que tiene un rostro -Cristo-, pero también un sabor concreto, una luz precisa, y que para ser guardado necesita penetrar progresivamente en toda la persona. Como nuestras capacidades cognoscitivas crecen con el amor y están fundadas en él, con el ejercicio de la sobriedad se favorece esta adhesión de todo nuestro ser al amor, y por tanto nuestra auténtica integración, nuestra progresiva unidad, en la que las diversas dimensiones de la persona y los diversos hechos de la vida no son vividos como fracturas que causan sufrimientos y confusiones insoportables. Esto hace que la persona vaya experimentando una paz más o menos constante que va acompañada por una cierta serenidad y por una inteligencia inclinada a la creatividad, a la meta, que es exactamente descubrirse y realizarse como hijos en el Hijo. La persona que no ha experimentado todavía algo tan fundante y totalizador como poder tener una memoria concreta y viva del gusto del amor, tiene difi cultad para concentrarse y reasumirse en una orientación íntegra y unitaria. La búsqueda de la superación de las propias fracturas, de las divisiones, podría ser en este caso más bien un ejercicio de la voluntad, un imperativo moral. Pero sabemos en qué terminan normalmente estos intentos. Quien tiene una inteligencia no absorbida todavía en buena parte de sus articulaciones por un amor real, verdadero, presta fácilmente atención a todo atractivo, a toda lisonja. Y así, vive la dispersión y la fragmentación, que pueden extenderse del micromundo cotidiano a las grandes opciones de la vida. Se parece a quien tiene siempre hambre y está dispuesto a comer inmediatamente todo lo que le ofrecen, a quien es curioso y quiere escuchar cada voz y ver cada imagen. En cambio, una persona sobria, que tiene la inteligencia y la atención del corazón atraídas por el Rostro del Hijo, no siente necesidad de dispersarse en otras cosas, de buscar diferentes alimentos, algunos de ellos escuálidos, precisamente porque ha saboreado alimentos excelentes, exquisitos, sabores inconfundibles. Una persona así puede parecer que

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renuncia a muchas cosas. Pero su actitud no está dictada por un ascetismo seco, impuesto, sino que es consecuencia de una simple fidelidad a lo mejor que ya gusta. Pone su aten ción en el interior del corazón, donde su inteli gencia espiritual se dilata en los sentidos espirituales. Por eso es sobrio y no siente ya atracción por las cosas de segunda o tercera categoría. Y cuando la memoria de este gusto de Dios sea difícil y se pueda probar sequedad, basta con un ejercicio de paciencia: permanecer allí con plena conciencia de que lo que se ha gustado nos pertenece y que nada puede cancelar aquel hecho fundante en que habíamos regenerado nuestra sensibilidad, nuestros sentidos y nuestro pensamiento. Cuando parezca que la salvación está demasiado lejos, el alma no guste sus efectos y el pensamiento tenga dificultad para concentrarse, la ascesis que el cristiano ha emprendido tiene, a pesar de todo, su fundamento en un encuentro real, sucedido, y por tanto en un amor concreto que está en disposición de emplear la voluntad de modo sano y correcto. La misma convicción de haber alcanzado la verdadera vida, el conocimiento de Aquel que salva, de haber sido besados por el Rostro del Amor, protege la integridad de nuestro camino y nos hace relativizar y desenmascarar las tentaciones y la presión de tantas atracciones. En cambio, quien no tiene esa experiencia fundante puede hacer este ejercicio de concentración en el Señor sólo con un gran esfuerzo de voluntad, que no ofrece por sí mismo la garantía de vivir una verdadera y consciente relación con El y de tener la certeza de encontrarlo, puesto que a menudo se permanece demasiado encerrado sólo en el mundo de los comportamientos, como desprendidos de la fuente de la savia vital, como si los puntos de unión estuviesen cortados. Por eso, una persona así, que basa su vida en un voluntarismo de ese tipo, fácilmente tiene reacciones de péndulo: de un comportamiento muy riguroso y ascético puede pasar a uno muy libertino. En cambio, para quien tiene esta experiencia fundante, la ascesis es un arte de la protección más que una renuncia: se renuncia por el contenido precioso, por el tesoro que nos ha sido dado. Se abre así una mirada completamente distinta respecto a los ejercicios de la ascesis cristiana. La ascesis es lo que el Espíri tu Santo nos incita a vivir como respuesta nuestra al encuentro con Cristo, pero no es un camino nuestro para llegar a El. No se llega a creer en Cristo porque se ha hecho esta opción y se esfuerza uno en conseguir lo que ha decidido. No estamos en el punto de partida de la fe. La ascesis cristiana está basada en el agradecimiento por «haber sido purificados de nuestros antiguos pecados» (cfr. 2 Pe 1,9), y por eso consiste en tender con gran esfuerzo a una vida cada vez más íntegra con el Señor. La regla fundamental del discernimiento en el seguimiento de Cristo'

Si recordamos el movimiento de los espíritus como lo hemos descrito en la primera fase del discernimiento, podemos llamar aquí la atención sobre la dinámica fundamental de la segunda fase. ¿Cómo obra el Espíritu Santo en la persona que se ha adherido radicalmente a Dios, que se ha de jado alcanzar por El y ha entrado en esta relación? A quien está radicalmente orientado hacia Dios, el Espíritu Santo ofrece consuelo espiritual, actúa en la dimensión del sentir y gustar. Luego, como la inteligencia de esta persona se nutre de sabores espirituales, el Espíritu Santo obra también en el mundo de los pensamientos, procurando dar razón de esta orientación y de esta adhesión. Entonces los pensamientos buscan todo lo que atañe a Dios, el cumplimiento de su voluntad, etc. Como se pertenece a Dios y a Él nos hemos entregado, el Señor obra sobre nosotros actuando en nosotros. Dios entra en nuestro corazón a través de nuestros pensamientos y nuestros sentimientos de modo suave, amable, sin rupturas, sin que percibamos que nos fuerza ninguna acción desde fuera, extra ña a nosotros, que nos pueda turbar, inquietar, entristecer, provocar remordimiento de conciencia. Los pensamientos y los sentimientos movidos e inspirados por el Espíritu Santo se presentan al corazón humano como el dueño entra en su casa, sin llamar, sin forzar la puerta, simplemente abriendo y entrando, porque está en su casa. Gomo una gota cae en la esponja y es silenciosamente absorbida sin rebotar ni hacer ruido, así los movimientos de los pensamientos y de los sentimientos movidos por el Espíritu Santo se presentan al corazón humano, más bien brotan del corazón, como un río cárstico, que simplemente aparece. El corazón reconoce estos movimientos como suyos, como pertenecientes a él. Si se está así orientado hacia el Señor, el enemigo de la naturaleza humana 27 obra de modo contrario al Espíritu: obra ante todo sobre los pensamientos, estando el sentimiento ocupado porque sentimos y gustamos el amor. El tentador actúa entonces sobre el raciocinio con violencia, tratan do de disuadir al pensamiento de esta orientación, de hacerlo tropezar, presentándole obstáculos, agrandando difi cultades, renuncias, sufrimientos, aumentando las razones para no seguir adelante... El enemigo actúa con la turbación, hace al pensamiento inquieto, provoca un cierto estado de miedo, de temor, de extravío. Presenta el camino como algo 27 Este apelativo tiene su origen ya en la antigüedad cristiana, donde el binomio occidental

natural/sobrenatural

tenía

el

significado

de

humano/divino,

creado/increado. Con esto se quería subrayar que el mal no es connatural al hombre y que no forma parte integrante del hombre como criatura de Dios. Efectivamente, según los antiguos Padres, la naturaleza humana no sólo es buena sino que participa de la vida divina, y por tanto el hombre que vive según la naturaleza realiza el ideal de la vida espiritual. La expresión «enemigo de la naturaleza humana» se usa precisamente para evitar una visión mani- quea de la vida espiritual, puesto que el hombre no está expuesto al influjo de dos potencias que obran a la par sobre él. Véase Spidlík, T., La spiritualitá dell'Oriente cristiano. Manuale sistemático, Roma 1987, 56-58-

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pesado y de repente presenta al pensa miento muchos peligros que nunca habían sido imaginados antes.

El engaño del enemigo que se disfraza de ángel de luz28 La persona espiritual llega a reconocer la tentación. Después de haber sido alcanzados por Cristo y haberse adherido a El, sólo el enemigo turba e inquieta, mientras que antes de la primera conversión, como hemos visto, pueden inquietar los dos espíritus. Por eso, los pensamientos que turban, remuerden, inquietan y entristecen, en esta fase es tán evidentemente inspirados por el enemigo. Aunque todo eso es verdad, si todo acabase aquí, el enemigo no conseguiría vencer a una persona espiritual, porque se le reconocería inmediatamente en el hecho de que inspira pensamientos que turban e inquietan. El enemigo sería reconocido enseguida, como un ladrón que trata de entrar en casa no con la llave del propietario sino forzando la puerta. Y aquí está el punto clave de todo el dis cernimiento de la segunda fase: el enemigo, como así no puede vencer porque es descubierto por su misma manera de obrar, se disfraza, de ángel de las tinieblas que es, en ángel de la luz (cfr. 2 Cor 11,14), con el fin de infiltrarse en la interioridad de la persona espiritual. Quien se mueve dentro de una relación con Dios, que es el ámbito del Hijo, no puede ser tentado visiblemente porque esta relación ha sido abierta y realizada por El. El tentador comprende que la persona no aceptará los pensamientos y los estados de ánimo que no son del Hijo o que son contrarios a vivir como hijos en el Hijo. Entonces intenta presentarse con pensamientos y estados de ánimo que parecen espirituales para colarse en el mundo de la persona espiritual y después poco a poco desviarla, apartándola de la relación con Dios Padre, orientándola de nuevo hacia sí misma, haciéndola volver a una cerrazón de esclavos en el propio pequeño mundo autogestionado. Es decir, el enemigo, sabiendo que la persona sólo acepta los pensamientos que empujan hacia Cristo y que la hacen vivir con El, comienza él también a sugerir al alma este tipo de pensamientos. Con una imagen sencilla, para ayudarnos a hacer visible lo que estamos describiendo, imaginemos un muchacho del pueblo de otro tiempo que iba a llamar a la ventana de su novia de noche. La llama, ella abre y hablan. Si otro muchacho quisiera que le abriese la ventana y para ello tratase de forzarla, o gritase, o intentase seducirla con propuestas, la muchacha se daría cuenta enseguida de que no era su novio y se aseguraría de que la ven tana estuviese bien cerrada. Pero si este otro muchacho fuese astuto, observaría cómo hace el novio y actuaría de la misma manera. Llamaría como llamó él, trataría de imitar su

voz y de decir sus mismas palabras. Entonces sí que existiría el riesgo de que la muchacha se engañase y abriese la ventana. Este es el arte del enemigo en la segunda fase del discernimiento: intentar entrar por todos los medios en el alma, en el corazón, de la misma manera como se presentan los pensamientos y los sentimientos inspirados por el Espíritu Santo. El arte de la persona espiritual será entonces descubrir los engaños del enemigo para crecer en la vida espiritual en una adhesión cada vez más ple na a Cristo, en el modo de pensar, sentir, querer y obrar.

28 Macario, «Discorsi. Parafrasi di Simeone Metafrasto 122», en Filocalia, III; Diadoco, «Definizioni. Discorso ascético 36 y 40>>, en Filocalia, I. Capítulo II.

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II LAS TENTACIONES Las tentaciones en el seguimiento de Cristo, de algunas de las cuales trataremos ahora, se diferencian mucho de las tentaciones que la persona experimenta antes de la reconciliación con el Señor. En la fase precedente, las tentaciones hacen todo lo posible para que la persona no llegue a la experiencia real y total del perdón, de modo que le falte así la piedra angular de la fe. Ahora, en cambio, las tentaciones tendrán como objetivo hacer abandonar abiertamente el camino emprendido, o, en el mis mo camino, hacer volver a ser como se era antes. Como si se cambiase la forma o el hábito de la vida, pero todo el resto permaneciese sin cambiar. Los famosos ocho pecados capitales 29 , en los que se apoyan las tentaciones en el seguimiento de Cristo, siguen vigentes. El enemigo ya no presenta los vicios de la misma manera que a una persona es- piritualmente ordinaria o a un principiante en el camino espiritual. Todas las tentaciones se pueden reducir a estos ocho vicios, de los que la reina madre es la fi laucía o amor propio. Ahora están disfrazados de una luz espiritual positiva, de manera que lo que en el vicio es de por sí negativo es aceptado porque está envuelto en lo positivo, en lo espiritual. Por ejemplo, la vanagloria puede ser «soplada» por el enemigo como celo apostólico. En las páginas siguientes trataré de describir algunas tentaciones que a primera vista podrían parecer una única realidad. Mi intención es trazar las líneas de algunas tentaciones e ilusiones que son muy próximas, porque quiero llamar la atención so bre el hecho de que el camino espiritual en el seguimiento de Cristo se hace refinado y sutil. Además, es evidente que la filaucía y el amor a la voluntad propia están en el origen de toda la problemática de la vida espiritual.

El cisma entre fe como relación j como contenido 30 Vamos a tratar ahora de presentar los modos más frecuentes con que el enemigo intenta desviar a la persona al principio del seguimiento de Cristo. El objetivo del enemigo es parar a la persona en su camino y hacerla centrarse de nuevo en sí misma, de modo que vuelva a la actitud que tenía antes de la experiencia del 29' Evagrio Ka formulado la famosa lista de los ocho pecados capitales (gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, tibieza, vanagloria y soberbia). En Occidente esta lista, después de Casiano, fue asumida por Gregorio Magno y tuvo amplia fortuna con algún cambio, hasta que en el siglo XIII se estableció la clasificación de los siete pecados capitales conocida en Occidente. Cfr. Spidlík, T., La spiritualitá dell'Oriente cristiano, op. cit., 219-221. 30 Orígenes, Fragm. In Jo. IX, GGS 4> 49°> 24; Macario, «Discorsi II y 135», op. cit.; Diacloco, «Definizioni 20-21», op. cit.; Mortari, L. (ed.), Vita e detti dei padri del deserto, Roma 1986 (2a ed.), 85, n. 8; Solov'év, V., Ifondamenti spirituali della vita,

trad. italiana, Roma 1998,26-35-

perdón y de la curación. El enemigo querría en cierta manera hacer vano el perdón de Dios y la salvación operada (cfr. 2 Pe 2 , 1 7 - 2 2 ) . pero no puede hacerlo proponiendo una forma de egoísmo banal, grosero, típico de quien está al principio de la vía de la purificación. El enemigo sabe que un corazón caldeado por Cristo y por su amor no está ya dispuesto a volver a lo que era antes de haber acogido conscientemente la salvación y la vida en el Espíritu Santo. Sabe que esa empresa es prác ticamente imposible. Por eso, ataca a esta persona de manera que la haga volver a asumir la actitud del pecado -o sea, de la persona autoges- tionada, apoyada en sí misma, preocupada de sí misma y movida por una autoafi rmación pasional-, pero en el interior del mundo espiritual, del camino que está haciendo en Cristo. El enemigo la llevará poco a poco a no estar realmente con Cristo, sino sólo a hacerle pensar que lo está. Cristo dejará de ser una persona viviente, de ser el Señor y Salvador y será sustituido por un montón de pensamientos sobre El, incluso por una doctrina bien articulada, o por un intenso sentimiento que parece que es por El. Pero en realidad la persona se encuentra nuevamente encerrada en su yo y su Cristo es una fantasía. El enemigo le llevará a hacer una especie de proyección en el mundo religioso, pero con una mentalidad de pecador, de no salvado, de no redimido. Le hará parecer que vive en Cristo, pero en realidad sin El, que cree, pero de hecho sin estar en relación con Dios. El enemigo deberá en cierta manera hacer vana la salvación operada y dejar a la persona en una instalación religiosa, con deseos religiosos, con aspiraciones de santidad, pero con una mentalidad de pecado, o sea, como quien vive sin haber encontrado a Cristo, desvinculado del amor. Con sus engaños, el enemigo quiere hacernos pasar del realismo a la ilusión, del amor a la soledad, de la vida al desierto, de estar redimidos a no estarlo. Seremos así personas religiosas sin Dios, o con un Dios nuestro, un Dios reducido a algo que se acomode al hombre viejo, que se cree y se convence de ser espiritual. Incluso podríamos llegar a estar convencidos de nuestra santidad y perfección, pero sin la conversión. O de que nos he mos convertido porque hemos cambiado un de talle de nuestra vida. El enemigo hará todo lo posible para que no seamos realmente alcanzados por el amor y no nos expongamos al amor, no nos empeñemos en el amor, sino que simplemente pensemos que lo hacemos. El objetivo principal del tentador en la persona espiritual no es agredir a Dios, sino agredir al amor de Dios. El tentador tratará de desvincular a la persona de un ámbito real espiritual, de una ontología del ágape, del amor. De hecho no son muchas las tentaciones sobre Dios: la palabra «Dios» es demasiado abstracta y se presta a infinitas manipulaciones, que pueden ir del intelectualismo abstracto al ritualismo sensorial y psicológico. Por eso, la tentación respecto a

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Dios para ser efi caz tiene que tocar lo que Dios es verdaderamente: el amor (cfr. I Jn 4.8). Dios es la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Este Dios amor se revela en la historia como un Dios pascual, es decir, del sacrificio de sí mismo, de la muerte y de la resurrección. El enemigo hará entonces todo lo posible para que la persona desacredite el amor de Dios y no crea en la verdad y en el carácter absoluto del amor. La persona no aceptará la vía del amor, o sea, la vía pascual, y no creerá en el resultado feliz del sacrifi cio de sí mismo. Por tanto, vaciará la vía de Cristo. Incluso la persona puede ser entusiasta de la novedad de Cristo, de la novedad del amor encontrado, hablar de El, y hablar abundantemente, dilatándose en este nuevo mundo, pero cada vez más a la manera del hombre viejo. Por eso, el fin de la acción del enemigo es exactamente apartar del amor. Creer en Dios significa reconocerlo tal como es, y esto quiere decir amarlo. En este éxtasis del amor, el hombre reconoce a Dios en todo aquello en lo que El se revela. Re conoce su rostro, pero también lo que este ros tro dice y comunica. Creer en Dios significa también amar lo que Dios dice de sí mismo, o sea, el contenido de la fe. La acción del enemigo apuntará a crear un cisma entre estas dos dimensiones que en realidad son inseparables: la relación con Dios y el contenido de su revelación, creer en Dios y la realidad objetiva, articulada y estructurada de la fe. Una vez separadas estas dos realidades, el tentador nos prueba dentro de una de ellas: o nos llama sólo a Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, en un «carismatismo» subjetivo, negando toda dimensión objetiva, histórica y encarnada de la fe, o se reducen la objetividad y el contenido de la fe a los sistemas de los conceptos, los preceptos y de las instituciones separados de la Persona viviente de Cristo, separando el contenido del Rostro. En los dos casos nos comportamos como no creyentes, porque en realidad estamos ahora solos, sin una relación de verdadera comunión, sin ese estilo de vida y esa actitud relacional, agápica, que Dios comunica junto al conocimiento de sí mismo. El enemigo reduce la fe a una ideología según la cual es posible organizar la vida sobre la base de buenos propósitos, de pensamientos elevados, de valores de alto contenido moral. Pero inevitablemente, día tras día, aparece más profunda la grieta entre el propio pensamiento y la propia vida. Se empiezan así a buscar componendas, «bajando» los pensamientos para adecuarlos a nuestro comportamiento. Y como así se reduce la fe a un mero mundo ideal-moral, se empieza a constatar la divergencia entre fe y vida. Pero en este punto la fe ya no interviene. La vida fluye a través de las relaciones y la fe es una afi rmación de la relacionalidad y de la comunión. Una fe reducida a la ideología, aunque sea con etiquetas muy religiosas, se caracteriza por su esterilidad, porque no produce comunión y no

crea la comunidad. Pero ésta no es la fe en sentido cristiano. Cuando el hombre es tocado por Dios y llega al conocimiento de El como Salvador, Dios comunica también el modo de vivir, o sea, la semejanza con Él, como hemos visto en la primera parte dedicada al discernimiento. El conocimiento de Dios es transformador, cambia a la persona porque es una relación en la que el Espíritu Santo obra en la persona y con la persona. Si conoce a Dios es porque El se relaciona con nosotros, nos salva con la donación de sí mismo. Y su don nos hace se mejantes, porque nos une radicalmente a su amor. La fe en Dios nos da un estilo de vida y una mentalidad que crece en el conocimiento espiritual. Por ese motivo crece una cultura cada vez más fuertemente impregnada del don recibido. Si, al contrario, el enemigo consigue llevarnos al cisma entre Rostro y contenido, aparece cada vez más grave el divorcio entre el Evangelio y la cultura. La cuestión cultural es preval ente mente una cuestión espiritual, o sea, de la vida espiritual. La sensualidad 31 Cuando sentimos fervor por el Señor, sobre todo durante algunos ejercicios espirituales, puede nacer en nosotros el deseo de hacer algún sacrifi cio por Dios, para mostrar al Señor la mayor responsabilidad con la que se ha aceptado su don, para responderle con más energía, con más determinación. Entonces se pueden escoger también algunas formas de ascesis (oraciones prolongadas, algún ayuno, algún sacrifi cio, alguna renuncia, etc.), y sucede a veces que se sienten alegrías espirituales, verdaderas y luces interiores propias que dan mucho consuelo. Poco a poco sucede que la persona se empieza a centrar con atención en este calor interior, en esta luz agradable que da satisfacción. Sucede que se prueba mucho consuelo deteniéndose en esta luz que nos visita durante un determinado ejercicio espiritual. Los pensamientos que nacen durante este estado agradable empiezan a estar más defi nidos, más precisos, giran en torno a uno o dos objetos, uno o dos elementos que se hacen cada vez más insistentes, que comienzan a interpelarnos casi en la forma de una pregunta desafiante. Esos pensamientos exigen de nosotros una reacción, un compromiso y eleccio nes inmediatas, hasta el punto de ir acompañados a menudo por un afán de ejecución. Y fácilmente empezamos a dialogar con ellos. El pensamiento propone un reto, y la persona llega a ser cada vez más combativa, deseosa, pero siendo ella la protagonista de esta acción que está haciendo. Se trata de un paso muy sutil: de una sensación de calor espiritual, de celo, poco a poco se pasa a ser protagonista de todo el razonamiento y de toda la lucha 31 Diadoco, «Definizioni 31, 36 y 38», op. cit.; Ignacio de Loyola, Autobiografía 19-

2O; EESS 331 y 333; Gora'inoff, I., Serafino di Sarov. Vita, co- ¡loquio con Motovilov, scritti spirituali, trad. italiana, Turín 1981, 156; Teó- fanes el Recluso, citado por Caritone di Valaam, L'arte dellapreghiera, trad. italiana, Turín 1980, 130.

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espiritual: somos nosotros los que nos estamos empeñando. El enemigo emplea una táctica contraria con las personas que son de carácter más débil, menos creativas y emprendedoras. Por medio de esa luz interior, atrae la atención de la persona, se hace seguir, inspirando pensamientos de abandono, de quietud, de no hacer, de no cansarse demasiado. Le hace ver más bien el valor de la oración, del si lencio y del abandono a un estado placentero que nace con estos pensamientos. Poco a poco la per sona misma decide que no tiene sentido una lucha espiritual: ya no sirve, basta con gozar de la salvación. El enemigo consigue crearle la ilusión de que basta el bienestar conseguido. Esas personas no se dan cuenta de que poco a poco están cediendo a un pensamiento que en realidad ya no es espiritual. Este fenómeno sucede porque, cuando el corazón está encendido e infl amado por el Señor, los dos espíritus pueden «soplar sobre el fuego», pero cada uno para su propio fin: uno para unirnos más a Cristo y llevar los frutos de Cristo en la vida, el otro para alejarnos de Cristo, para hacer que nos encontremos de nuevo solos, plegados sobre nosotros mismos, al servicio de nuestra voluntad. Practicar un ejercicio espiritual, o sea, orar, participar en la liturgia, dar limosna, son realidades que se ejecutan con atención y sobriedad, porque al principio de un camino espiritual existe el riesgo de comenzar a hacer estos ejercicios más por su efecto psicológico inmediato que por la relación con Dios. Y cuando se empieza a buscar el calor, el bienestar, la dulzura y la paz en las oraciones y en los ejercicios que se hacen, el enemi go es hábil para entrar por la puerta de nuestras expectativas y para responder a nuestros deseos, presentándonos imágenes de nosotros, de nuestra vida espiritual, de Dios, de los santos, toda una imaginación sabrosa que alimenta mucho los afectos, los sentimientos, y que ocupa nuestra mente, con el fin de vendernos así sus pensamientos y hacer que empecemos a razonar a su manera. Cuando se está tan enamorado de algunos efectos psicológicos del camino espiritual y se esperan siempre, el enemigo nos los procura captando nuestra atención para después poco a poco dirigirnos a su verdadero propósito. Quien camina por la sequela Christi debe tener bien claro que todos los ejercicios de devoción espiritual no tienen peso en sí mismos, sino que son sólo medios para adquirir la vida de Dios, el Es píritu Santo, y para reforzar el amor por El. Por eso, no conviene entusiasmarse demasiado con ninguna de las modalidades del camino espiritual, sino más bien permanecer sobrios. ¿Y qué hacer con la imaginación como tal? Muchos maestros espirituales, precisamente por el engaño que se puede ocultar detrás de una imaginación rica y gustosa, han sugerido un camino espiritual sin imágenes y sin imaginación. Baste pensar en Eva- grio el Póntico o, en Occidente, en la escuela de los orantes del Carmelo. Esta

eliminación de la imaginación se debe a querer proteger a la persona de los engaños que acabamos de describir. Pero hay otros autores espirituales que no han eliminado la imaginación, y más bien nos sugieren cómo examinarla para evitar las trampas del enemigo (por ejemplo Diadoco e Ignacio de Loyola). ¿Cómo hacer esta verifi cación? Es importante estar atentos al proceso de los pensamientos y de los sentimientos en las oraciones y en los momentos espirituales de gran calor e intensidad. Si el pensamiento al principio, durante y al fi nal sigue siendo un pensamiento evangélico orientado hacia el Señor para hacernos más cristoformes, para darle más a El la precedencia, para abrirnos más a El, entonces el calor y la luz son espirituales. Lo mismo sucede con el sentimiento: si al principio, en medio y al final nos orienta hacia el Señor y nos inflama por El tal como el Señor es presentado por la Palabra de Dios y por la Iglesia, entonces los pen samientos que acompañan a esos sentimientos son espirituales. Pero si se descubre que el pensamiento comienza a inclinarse hacia nosotros, suscitando preocupaciones, o bien haciendo nacer en nosotros un protagonismo o, al contrario, una resignación placentera, una especie de ocio espiritual, entonces se trata evidentemente de una imagina ción «soplada» por el enemigo. Conviene comprobar los pensamientos, dirigiéndoles réplicas precisas y breves, a modo de respuesta taxativa. Es el método que los Padres llamaban antirrhésis (contradicción), a ejemplo de Jesús que, tentado por el demonio, replica citando la Escritura, sin entrar en discusión con el Maligno (cfr. Le 4>I~12)• Pero lo que se responde debe estar totalmente orientado hacia Cristo, debe tener como objeto a Cristo, mirarle a El. En la réplica hay que hacer ver que el enemigo no puede darnos realmente ninguna de las cosas que han sido dadas a los hombres con la muerte y la resurrección de Cristo. Hay que responder de manera que el enemigo admita que no puede procurarnos una determinada cosa. O bien haciendo ver que a nosotros no nos interesa ninguna otra cosa que una unión fuerte con el Cristo «del misterio de la pasión y de la resurrección. Replicando así, los pensamientos se descubren en su realidad. El objetivo de la verifi cación de los pensamientos y de los sentimientos es ser mas auténticos en la relación con Cristo. Se venden las ilusiones y las imaginaciones falsas con el realismo de la relación con El. Así pues, el enemigo se sirve de una imaginación que tiene por objeto las cosas de Dios, las cosas santas, las personas santas, o bien nosotros mismos, nuestro futuro espiritual, con el fi n de suscitar en nosotros convicciones y pensamientos que, o nos hacen protagonistas «sensuales» de la vida espiritual -deseosos sobre todo de esta satisfacción- o bien, nos hacen sentirnos contentos de estar en este camino porque es tan satisfactorio, o

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incluso nos hacen sentir que ya hemos lle gado porque probamos sentimientos tan fuertes. Bajo el infl ujo del enemigo, puede empezar uno a imaginarse a sí mismo en ciertas prácticas religiosas, o incluso en las vocaciones religiosas de manera mundana, o sea, sensual. Se puede imaginar a sí mismo profundamente espiritual, pero con muchas satisfacciones y sensaciones placenteras, con total ausencia de sufrimiento, dolor, fracaso: o sea, fuera de todo realismo cristiano. A al gunas personas el enemigo puede, en cambio, suscitar grandes satisfacciones imaginándose víctimas, perseguidos, en el sufrimiento, etc. En todo caso, la conclusión es siempre la misma: por la búsqueda de lo placentero, de lo satisfactorio, de lo sensual en un ejercicio espiritual, se llega a ser protagonista de la propia vida, también de la vida espiritual. El apego a la propia misión 32 A las personas que progresan en el camino tras el Señor, el enemigo tenderá sus trampas bajo la apariencia del celo, de modo que la persona se concentre cada vez más en el bien que hace, en la misión que tiene, en la obra que realiza. El enemigo atrae su atención sobre el éxito que la persona vive en el servicio del Señor. Así, poco a poco, sin que se dé cuenta, la persona empieza a sentir importante el servicio que hace y empieza a ligarse a este servicio, se siente responsable, hasta pensar que es imprescindible. Empieza entonces a emerger progresivamente un apego que a primera vista se parece a la propia misión o al bien que la persona siente que «debe» continuar haciendo, pero que en realidad se trata de un apego a la satisfacción, a lo placentero que proviene de la obra que realiza. También ésta es una forma de sen sualidad, de fi laucía. La persona defiende a capa y espada el bien que hace. Por un idealismo moralista puede llegar a frases de total disponibilidad, a una actitud de obediencia casi ejemplar, pero en realidad en cuanto no se hace como él piensa y quiere, comienza a estar mal. Este malestar sur giría en todo caso aunque la persona continuase su obra con su celo típico. Porque antes o después emergería la verdad de la filaucía o del apego pasional, sensual, al éxito, a la satisfacción, al protagonismo. A menudo empieza a buscar pretextos para sostener y justificar su actividad. Estos pretextos versan casi todos sobre el bien que se ha hecho, el éxito que se ha tenido, lo que demuestra todavía más el engaño al que le ha inducido el enemigo. Si tiene un carácter fuerte, la persona llega fácilmente a sentirse indispensable para los demás y, en un equívoco de fondo, indispensable también para Dios, para su obra. Gomo se ve, logra por me dio del bien ofuscar el bien uniéndolo a la necesidad de la satisfacción, de la aprobación, por tanto a una preocupación por sí mismo y, poco a poco, hace que la mirada de la persona se deslice, 32 Doroteo de Gaza, Vita di san Dositeo, trad. italiana, Roma 198O; id., «Insegnamenti spirituali», 5> 66, ibíd.

por las propias obras, del Señor a sí mismo. El tentador consigue que la persona, en pleno celo por el Señor y su servicio, esté continuamente atenta a sí misma, a cómo se siente, qué experimenta, cómo es aceptada, cómo está de satisfecha, etc. Aparentemente el celo es por el Señor, pero en realidad el celo es vivido con una actitud y una mentalidad de pecado, o sea, del hombre viejo, que todavía no está salvado y que todavía tiene que merecerse la atención. Sucede también que la persona que da los primeros pasos en el seguimiento de Cristo llegue a un cierto conocimiento de Dios e, impulsada por el celo apostólico, trate de comunicarlo y enseñarlo a los otros. También aquí se introduce la acción del enemigo que hace que la persona trate de comunicar prematuramente los conocimientos espirituales. El enemigo instiga a la prisa, de modo que la persona lleva como un embarazo estas realidades espirituales, pero las comunica y las enseña a los otros de manera abortiva, precipitada. La persona asume un papel que el enemigo convierte en prisión. La persona se convence de que puede iluminar espiritualmente, pero desde ese momento no consigue darse a sí misma el más pequeño consejo espiritual, porque el enemigo le ha inducido a una falsa comprensión de sí misma. Se llega así a un equívoco de fondo en la comprensión que esta persona tiene de sí misma. El enemigo le ha inducido, por medio del bien y la prisa, a tener de sí misma una imagen y una idea que es confi rmada por las personas a las que se siente enviada. Así, puede dar consejos basándose en esa imagen que ha aceptado de sí misma, que sin embargo no es su verdad. Y como la persona empieza a estar mal porque comienza una degradación de la vida espiritual, una vida según la ilusión, el enemigo hace todo lo posible para que la persona no profundice de nuevo en su verdad delante de Dios. Pero el engaño está claro en el hecho de que la per sona se siente incomprendida precisamente por las personas más cercanas, culpables a su juicio de no comprender su grandeza, su preparación, sus dones, o sea, de no verla como la tentación le ha hecho creer que es. Esta discrepancia evidenciada en las relaciones revela el engaño. Podría suceder también exactamente lo contrario, como a menudo ha sucedido a los santos, que eran verdaderos y auténticos maestros de la vida espiritual, buscados por tantos, con largas fi las para un coloquio, pero pisoteados por los hermanos más cercanos. La verdad de este estado espiritual se descubre en la actitud pascual de la persona, que entra en el sufrimiento sabiendo que la pas cua no se la prepara uno solo, sino que a menu do la preparan los más próximos. De hecho estos santos se reforzaban en la fe con el Señor, que les enviaba el Consolador de manera que pudiesen no sólo morir sino también resucitar como personas de paz y con rostros misericordiosos.

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Sentirse los justicieros de Dios 33 Cuando nos adherimos a Cristo de modo tan radical, puede suceder que nuestra atención se concentre en un comportamiento o modo de pensar preciso. Por ejemplo: la obediencia, la ortodoxia, la castidad, algunas prácticas concretas, o bien una escuela teológicoespiritual... Como si quisiéramos, por medio de eso, expresar nuestra voluntad de seguir al Señor. Podemos incluso experimentar ese comportamiento o razonamiento como una gracia particular. El enemigo se aprovecha de esta preferencia nuestra y empieza a atraer nuestra atención sobre las actitudes, los pensamientos y los comportamientos de los otros que tienen una gran diferencia con el nuestro. Y como nosotros vivimos este comportamiento como estrictamente conectado con la adhesión a Dios, comenzamos a pensar que los que no hacen o no piensan como nosotros no viven una vida espiritual. Sin que nos demos cuenta, estalla una especie de actitud de «guerra santa» con respecto a los que no viven como nosotros juzgamos que se debe vivir. El ene migo ha conseguido así hacer que seamos criterio de juicio de quién vive o no vive la fe, de cómo se vive o no se vive la adhesión al Señor, pronunciando sentencias preeminentemente ético-morales con fondo religioso sobre todo lo que sucede a nuestra vista. Cuando el enemigo endurece a las personas, aprovechando su sensibilidad para el juicio moral sobre el comportamiento y sobre el razonamiento, las impulsa después a una especie de sentimiento de reparación: entonces se dedican a la oración, a largas vigilias y a la penitencia por los que no tienen, a su parecer, las actitudes y los razonamientos justos. Pero, extrañamente, a pesar de la abundancia de las oraciones, su veredicto es inamovible, no cambia. El enemigo, jugando con el carácter, puede también hacer más apremiante su acción de manera que quien ha cedido a la tentación llore en las oraciones por los errores de los otros, hasta que su actitud se hace de «justiciero» y ya no es capaz de hablar de los sucesos de la vida, de lo que sucede en el mundo, o de expresar un simple parecer sobre los otros sin que aparezca esta tendencia suya. Una persona así habla siempre como si lo hiciese ex cáthedra, con una certeza inamovible, sin percibir el peso perjudicial de sus palabras. El enemigo ha conseguido así llevarla de una atención espiritual a una actitud que no tiene nada de espiritual, porque se traiciona a la humildad y se traiciona al amor. Pero los pasos de este deslizamiento de conciencia no han sido banales. Han estado siempre envueltos en un misti cismo de reparación, de compasión, de dolor por el mundo. Este «inundo» ha sido reducido a un 33 Doroteo de Gaza, «Insegnamenti spirituali, 5, 61-68», ed. italiana, op. cit., 1980, pp. 105-114, y 6, 71, 74-75, 77, pp. 117, I20-I2I, 123-124; Vita e detti deipadri del deserto, op. cit., I, p. 271, n. 2 y II, p. 99, n. 64; Máximo el Confesor, «Sulla carita. II:

Centuria 49» III: Centuria 39, 54~55> 84^, en Filocalia, II, op. cit.; Ignacio de Loyola, Autobiografía op. cit.

grupo preciso, a una zona restringida, o bien ha permanecido completamente abstracto, porque la persona está dominada por un juicio totalmente obcecado, completamente separado de la misericordia y del amor, y por tanto ha cerrado las puertas a la relación con Dios y con los otros. Se tra ta de un mecanismo del tentador muy frecuente, sobre todo en nuestro ámbito cultural, donde el ele mento ético-moral siempre ha sido fuerte. Pero tan frecuente es otro mecanismo que a menudo opera a la vez del que acabamos de describir. Puede suceder que quien se encamina hacia una adhesión personal a Cristo, se entusiasme con una verdad intelectual, con una estructura de pensamiento que esté estrechamente unida a este camino hacia el Señor. Como antes el enemigo lograba presentar a quien se esfuerza en ser espiritual una determinada actitud o un comportamiento como indispensable y absolutamente necesario, índice de la totalidad de lo verdadero, de modo que quien no lo tiene en esta forma precisa está lejos del recto obrar cristiano, así ahora consigue aislar algunas verdades con precisas for mulaciones verbales, conceptuales o formales y ha cerlas considerar como absolutamente indispensables, como la condición para cualquier paso real en la fe. El enemigo actúa concentrando la atención en algunos detalles, haciendo perder de vista el conjunto. La persona empieza a valorar sobre la base de estos fragmentos -que considera como el todo- el modo de hablar y de pensar de todos. Sucede así una verdadera y propia ideologización de la fe, sin que ni siquiera nos demos cuenta de cómo se ha realizado el cisma entre la persona de Cristo y su doctrina. El enemigo ha conseguido separar la doctrina de Cristo del amor y presentarla como algo con entidad propia. Si se ama la doctrina, hay que combatir por ella, o mejor, en nombre de esa doctrina. Evidentemente se trata de un refi nado juego para separar la fe del amor. El tentador hace que la persona se sienta entregada, muy religiosa, cercana a Cristo, y precisamente por esta cercanía a El le hace notar el deber de combatir en nombre de una determinada enseñanza, de una determinada idea. Combatir por Cristo, pero no al modo de Cristo. Así, las ideas se convierten en idolatría, y siguiendo ese camino se puede llegar a confundir la fe con un filón de pensamiento preciso, con una escuela precisa, in cluso con un método preciso, perdiendo así un enganche real con Cristo Salvador de los hombres, ya sin ninguna experiencia viva del amor que salva, juzgándose a sí mismo como de Cristo y comprometido en la obra de salvación. El enemigo consigue manejar a la persona de tal modo que le hace considerar una idea sobre Cristo más importante que Cristo mismo, más importante que las personas y su vida. De este modo el tentador llega a fragmentar el horizonte del cristiano y su misma vida, consiguiendo una verdadera desintegración de las virtudes, no sólo de su praxis, sino también

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de su concepción. La persona es capaz de defender los valores en un sector de la vida moral y de pisotearlos fuertemente en otro campo, sin notar ningún chirrido. Es incluso difícil que lo note porque el valor que defiende ha adquirido una dimensión tan totalizadora de la relación con Dios que la hace sen tir adecuada, justifi cada e incluso meritoria. Y sa bemos que cuando uno se considera con mérito es difícil que perciba su necesidad de tener que crecer, porque comienza la lógica de lo «debido». Así el enemigo consigue hacer saltar la autenticidad de la redención experimentada, porque la persona que mantiene viva la salvación operada en ella tiene una constante actitud de humildad, porque no olvida de dónde la ha sacado el Señor, tanto en lo que respecta a los comportamientos como a la mentalidad. Si mantiene el recuerdo de la venida del Señor a ella para redimirla, le es connatural una mirada benévola hacia los otros, porque sabe que si los otros hubiesen recibido las gracias que ha recibido ella, estarían ya muy avanzadas en la vida espiritual. La persona tiene presente la oscuridad en la que estaba, la oscuridad de la mente y del obrar, de los comportamientos concretos, y sabe que la ha visitado una gracia, un don gratuito, una luz, a la cual ella sólo ha podido responder. Por eso mira con amor y ternura a quien todavía se debate en la oscuridad, en el frío.

Pensamientos conformes a la psique 34 Con las personas que han tenido un encuentro con Dios más fuerte, más intenso y más total, que se encaminan con mucha decisión y llegan también a guardar la memoria del amor de Dios con más facilidad, el enemigo obra de manera más refinada, al no conseguir vencerles con propuestas banales, como en los dos primeros ejemplos. Para estas personas el enemigo usa su arte de disfrazarse pero obrando sobre la psique. Entonces propone pensamientos conformes a la persona: por ejemplo, a quien es devoto le inspira pensamientos devotos, a quien es valeroso pensamientos valerosos, a quien es generoso pensamientos generosos, etc. Dentro de este mismo mundo espiritual religioso, el enemigo llega a fi ngir que reza con quien reza, ayuna con el que ayuna, que hace caridad con quien da limosna, para atraer la atención, entrar por las puertas de la persona y después hacerla salir donde él quería llevarla. Hay una estrecha relación entre la psique y la acción del espíritu, tanto el bueno como el de la tentación. En efecto, la persona es también su historia, la memoria, la educación recibida, su cultura, incluso la naturaleza y el contexto geográfico en que ha crecido. Nosotros comprendemos, percibimos, pensamos, sen34 Macario, «Discorsi, I47^> °P- cit-'> Máximo el Confesor, Ad Thalas- sium, Praef., PG 90, 257 B; EESS 33?; Hausherr, I., Philautía. Dalla- more di sé alia carita, op. cit., 81-15O; Spidlík, T., La spiritualitá dell1 Oriente cristiano, op. cit., 96-98.

timos e intuimos con todo lo que somos. Y somos por un lado nuestra historia y la herencia recibida, y, por otro, las aspiraciones, los deseos, los impulsos para nuestra realización. Se ve con claridad que no es el intelecto el que piensa, el raciocinio el que razona, sino que es la persona, el hombre como tal el que piensa, percibe, siente, desea, proyecta y responde. Vale la pena entonces tener un buen conocimiento de sí mismo, de las estratifi caciones de nuestra memoria psicológica, de sus puntos más activos, más fuertes, más dolientes y sensibles, para estar más atentos a qué pensamientos surgen, dónde se pueden agarrar, por qué experiencias o por qué aspectos del carácter pueden estar condicionados, para ser más fácilmente cautos, prudentes y agudos al ponderar los pensamientos. Para la vida espiritual, es importante saber que el Espíritu obra por medio de toda la persona, tiene en cuenta toda nuestra historia, nuestra estructura psicosomática. El Espíritu Santo conoce nuestro mundo mejor que nosotros, tanto el de nuestro espíritu como el de la psique y el cuerpo. También el espíritu de la tentación conoce nuestro mundo interior, y lo tiene en cuenta. Como las potencias espirituales consideran lo que se es en concreto y obran siempre por medio de esta concreción nuestra, así también es necesario que nosotros nos conozcamos a nosotros mismos para te nerlo en cuenta en el diálogo con el Espíritu San to y para desenmascarar los engaños de las tentaciones. Para la lógica del espíritu, una ilusión dramática es pensar que basta con organizarse psíquicamente para poder vivir espiritualmente. El Espíritu Santo habla a las personas concretas y Cristo salva a las personas concretas. Dios no ama los fantasmas y nuestras proyecciones idealistas, que nos expropian y exilian de nuestra verdad y de nuestra realidad. La psicología nos sirve de ayuda en esta comprensión de nosotros mismos, de nuestra historia, de las interacciones dentro de nuestro mundo psicosomático. Puede facilitar muchas de nuestras reacciones haciéndolas más pacífi cas, limpias, menos dramáticas, pero esto no signifi ca que automáticamente somos más espirituales. Se puede conseguir una cierta tranquilidad psicológica, pero no por eso se crece en la fe, en el amor o en el celo por Cristo. Sólo una psicología que acompaña al hombre hacia el misterio íntegro de su persona sin excluir el fundamento -tanto de la persona como de la psicología- en el mundo del Espíritu es una psicología que puede ayudar de veras a la maduración espiritual. Además, un conocimiento del mundo espiritual nos libera de un idealismo formal reductor al que nos puede lle var un «psicologismo» unilateral. Efectivamente, una especie de reduccionismo «psicologista», que insiste en el bienestar de la persona, no valora el sufrimiento, el dolor y la imperfección. Dando una explicación racional a toda costa,

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tratando de evitar los choques, las incomodidades, etc., puede ilusionar con una vida humana ajustada, organizada de forma que no tenga que sufrir, renunciar, asu mir la imperfección y la fragilidad. La lógica del Espíritu ve derechas las cosas que nosotros vemos torcidas, claro lo que percibimos opaco y llega también a integrar un sufrimiento psicológico transfigurándolo en un valor espiritual. No hay que olvidar nunca que el principio vital para el cuerpo es el alma y para el alma el espíritu. Y para el espíritu el principio vital es el Espíritu Santo. La fuerza y el ámbito de la integración es, pues, el mundo del espíritu que alcanza nuestro meollo. Por eso hace falta un conocimiento del mundo espiritual por lo menos tan profundo y agudo como el que se tiene del mundo corpóreo y psíquico, porque hay que conocer el arte con el que se ve cómo penetra el Espíritu en nuestro mundo psicosomático, cuáles son las resistencias y cómo se puede favorecer una disposición nuestra más íntegra. El objetivo de ese proceso es la cris- toconformidad hacia la cual el Espíritu Santo mueve a cada uno. Y la cristoconformidad no es una cuestión de claridad de formas, sino que es un misterio del ágape, o sea, un misterio del triduo pascual. Sólo el Espíritu Santo conoce cómo se está realizando el amor de Dios en personas extremadamente sufrientes y turbadas. A las personas espirituales se les concede conocer un poco de este misterio porque sólo los espirituales pueden juzgar las cosas espirituales. Así pues, el conocimiento de la psicología no puede sustituir al de la espiritualidad, pero un diálogo entre ellas en su justa jerarquía ilumina el misterio de la per sona. Como ya hemos recordado, hay que ser conscientes de que el enemigo no puede vencer a quien está muy implicado en la vida espiritual más que entrando íntimamente en las categorías de la persona, escogiendo las que le son más propias, a las que más unida está, por un motivo u otro. Y como el camino está orientado hacia Cristo, es obvio que la persona lee los pensamientos desde la óp tica de su camino espiritual. Eso quiere decir que los pensamientos inspirados por el maligno no podrán ser juzgados formalmente como negativos o como ambiguos, ni siquiera como tentaciones explícitas, porque el enemigo hablará de modo conforme a la persona y a sus ideales espirituales. En esto está la lucha de la segunda fase del discernimiento. Los pensamientos apuntarán exactamente a lo que la persona tiende, en su camino en Cris to. Por ejemplo, a quien está lleno de celo, el enemigo no sugerirá un pensamiento de pereza, de atonía: encerrarse en casa, prestar atención a las cosas propias, etc. El enemigo sabe que la persona no hará caso a estas sugestiones. Más bien le inspirará el pensamiento de ofrecerse al obispo para la mi sión, entrar en una orden misionera muy radical, utilizar todo el tiempo libre para visitar a la gente, para hablar de Cristo, de la

salvación. Sólo algo de ese tipo podría ser aceptado por una persona así. A otros, el enemigo sugerirá el deseo de hacerse víctimas expiatorias, o de encerrarse en un eremitorio, de ser rechazados por todos, etc. Pero, si no se trata de la voluntad de Dios, hasta el pensamiento aparentemente más santo, una vez aceptado, hace que la persona se deslice de nivel en la calidad de la vida espiritual y en algunos casos se puede descubrir que se está en un camino equivocado, un camino que no es para nosotros, aunque sea bueno en sí mismo. En este camino a la persona le será más difícil seguir al Señor y cumplirá con más dificultad su voluntad hasta llegar quizá a perderse tras la propia voluntad. En la segunda fase del discernimiento, o sea, en el camino sobre cómo seguir al Señor, cómo saber elegir en lo cotidiano una vida conforme a El, esta astucia del enemigo es la más frecuente para los que andan en la vida espiritual. A menudo las personas ni tan siquiera llegan a darse cuenta de que están siguiendo un «pensamiento-trampa» . Al contrario, como lo sienten tan suyo, lo abrazan con celo, con la determinación que las caracteriza. El indicio de que se trata de una auténtica trampa lo da el hecho de un cierto empecinamiento en este pensamiento. Pero la testarudez es un síntoma de la enfermedad espiritual llamada fi laucía, el amor propio, que a menudo tiene la forma de amor a la voluntad propia. Precisamente algunos se dan cuenta de la trampa cuando dicen en voz alta, o formulan en la oración: «Este pensamiento lo siento tan mío», «este proyecto es para mí, lo siento a mi medida», «esta realidad me gusta mucho, la siento mía», «ésta es una opción mía»... Este «mío» tan recalcado debe hacer sospechar a una persona espiritual, que sabe bien que el hecho de que una cosa le guste o no, la sienta suya o no, cuenta muy poco. También defender a ultranza un pensamiento es a menudo el indicio de que se trata de una trampa. Muchos autores espirituales antiguos ponían en guardia contra el hecho de empecinarse en un pensamiento y defenderlo a toda costa, siempre con categorías sacrosantas, apoyándose incluso en las palabras de la Escritura o de la Iglesia. Defi nían esta actitud como dikaioma, el intento de autojustifi carse para hacerse la ilusión de estar en el camino justo, y consideraban también esto como indicio de fi laucía. De hecho yo defi endo este pen samiento porque no es de Dios, el enemigo me agita para luchar por él, porque sabe que, si no, cederá, al no ser un pensamiento vital. Como es un pensamiento mío, si no lo defiendo yo, no lo defenderá nadie. Por eso se toma su defensa. Pero la señal más reveladora de una trampa es lo que indica que, mientras se cultivan o se expresan esos pensamientos, la mirada permanece fundamentalmente orientada hacia nosotros y que nuestra preocupación es realizar nuestro proyecto, nuestro

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pensamiento. En el primer lugar ya no está Dios con su gracia, su acción, su voluntad, que quiere que todo sea realizado en el amor, un amor que se realiza en la pascua. Se puede haber recibido también la inspiración de un pensamiento pascual. El enemigo es capaz de inspirar un pensamiento así. Pero se consigue reconocer su verdadera naturaleza si, después de repetirlo, pensarlo y orarlo, nos descubrimos con la mirada sobre nosotros, sobre nuestra autoafirma- ción, sobre la preocupación por nosotros. Secun dando también un pensamiento aparentemente espiritual, orientado hacia Cristo, por el bien de muchos, se empieza a elaborarlo cada vez más aislado de los demás, de su mismo contexto y de Cristo. Y aunque ese pensamiento se perciba como si estuviese hecho para nosotros, observando repetidamente su contenido, repensándolo, acabamos por no abrazar globalmente el conjunto de nosotros, y empezamos a exagerar una dimensión nuestra. Lo mismo respecto a Cristo y los otros. Se termina por no conseguir ya mantener una relación armónica, una mirada de conjunto, y se empieza por apoyarse en algo que de por sí es de Cristo o para el bien de los otros, pero poco a poco se nos olvida lo que los otros necesitan realmen te o lo que caracteriza radicalmente a Cristo. La exageración es siempre un ataque a la unidad, a la armonía, a la belleza. Y cuando es atacada la armonía lo siente el corazón. El corazón es el órgano que cuida el conjunto, la totalidad, la belleza de la persona. Los pensamientos inspirados que poco a poco se revelan pensamientos de amor a la voluntad propia y rompen la armonía, traicionan a la persona misma. Los Padres decían que el phi¡autos, el amante de sí mismo es «amigo de sí mismo contra sí mismo». Se acaba así fuera del amor, ocupándonos de nosotros mismos. Entonces, un criterio de seria verificación es el del corazón, de este órgano atento al conjunto. Es como si uno dibujase una figura femenina donde cada detalle del cuerpo está hecho con precisión, con elegancia, pero pertenece a una mujer de edad diferente: el rostro es de una muchacha, las manos de una mujer adulta, y así sucesivamente... El detalle de por sí puede ser hermoso, pero no forma parte del conjunto, no es de esa persona. Hay que observar los pensamientos que nacen durante las oraciones, en nuestras prácticas espirituales, para ver su desarrollo y verificar si siguen siendo siempre de la misma calidad, integrados siempre en la globalidad, en el conjunto, o bien si se pervierten cayendo en el aislamiento, en la expropiación, consecuencias típicas de una vida que sigue la voluntad propia. Al principio el amor a la propia voluntad nos hace pensar que sacaremos alguna ganancia de ello, que conseguiremos alguna realización. Pero acaba siempre en una expropiación, en un exilio, en una esclavitud semejante a la del hijo pródigo, que se encuentra cuidando los cerdos y luchando contra el hambre. El amor, según

Solov'év, es la única realidad absoluta y personal, porque une todo lo que existe. En el amor están fundados los nexos de todo lo que existe. Amarse signifi ca verse en la globalidad, como individualidad y junto a la humanidad. Amarse signifi ca ver los ne xos que unen mis diversas dimensiones, las diferentes etapas de mi historia y que me unen a los otros hombres. El amor propio, que se presenta al hombre con los pensamientos urgentes de amor por sí mismo y de los benefi cios que se sacarán, acaba exactamente en lo opuesto de lo que es el amor, o sea, en el aislamiento, en la fragmentación, en que no se llegan a entrever los lazos vitales que crean esa unidad que es la única capaz de suscitar la felicidad. A las personas con una psique más herida o más vulnerable, el enemigo sigue recordando las propias debilidades, la propia fragilidad e incapacidad. El enemigo puede usar todos los medios posibles para retener la atención de esta persona fi ja sobre los propios pecados, aunque haya vivido una verdadera y auténtica reconciliación con el Señor en la Iglesia, y, por tanto, también una reconciliación con los hombres, con la comunidad. Pero una fuerza oscura le hace centrarse continuamente en sus propios pecados, se los muestra en toda su crudeza y gravedad, para sumirla cada vez más en la desolación y el desaliento. El enemigo puede también jugar la carta de una falsa humildad, llevando a la persona a una verdadera soberbia, haciéndole dar más peso a los propios sentimientos, a las propias sensaciones que a la Iglesia que, oran do sobre ella, ha afi rmado explícitamente que le son perdonados los pecados. Por motivos aparentemente espirituales como la humildad, sentirse pequeña, la persona acaba dando más peso a sí misma que a Cristo en la Iglesia. El enemigo quiere que, por un camino u otro, la persona se ocupe del mal de modo equivocado. Muchos maestros espirituales aconsejan acordarse del pecado, pero con esa actitud de penthos de que ya hemos hablado, es decir, con la memoria de quien se acuerda de los pecados asumidos por el Señor y que se transforma así en una memoria de Aquel que ha perdonado. Con esta memoria, la persona guarda la actitud de humildad sincera que la hace amable y cercana a Dios. El tentador en cambio hará todo lo posible para que la persona se ocupe del mal de manera sensual, o sea, prácticamente disfrutando con ello, aunque sea entre lágrimas. Y si se llega a concluir que no se es digno de servir al Señor, de estar con El, de abrazar una opción defi nitiva con El, seguimos en una afirmación de la propia voluntad, que es un acto destructivo y peligroso. A menudo la tentación, recordando los pecados y los sufrimientos infl igidos o sufridos, establece un dinamismo malsano en las relaciones entre esta persona y quien en cierto modo participaba de estos pecados y estos sufrimientos. La persona puede llorar sintiéndose indigna, pero de hecho todavía

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está acusando a los otros, y además apuntando con el dedo. Vaciando el significado del perdón, el enemigo poco a poco hace aflorar una realidad no perdonada. La persona no siente el perdón ni de Dios ni de sí misma ni de los otros, ni a sí misma ni a los otros.

La tentación de una falsa perfección 35 Otra tentación que se repite es la de la falsa perfección. El enemigo puede actuar así: tentar con tentaciones que las personas pueden superar, vencer, hasta creerse que son buenas luchadoras, que saben vencer las seducciones, que saben superar las dificultades. Se cae así en la trampa más peli grosa, la de la soberbia espiritual. No son los hombres los que consiguen vencer al príncipe de las tinieblas, sino que es sólo Dios el que vence, es el Espíritu Santo quien nos comunica la fuerza del Señor de la luz para desechar las tinieblas y vencer los engaños del tentador. A quien soporta bien la lucha espiritual y puede vivir la relación con Cristo con mucha alegría, gran gusto, celo, entusiasmo e incluso fuerte gracia sensible, el enemigo puede hacer creer que ese estado rico del alma es un mérito propio, el fruto de la propia capacidad y del propio esfuerzo, en resumen, de la propia rectitud y destreza. Se trata de un paso sutil: el enemigo al principio se deja vencer en algunas tentaciones, de modo que la persona empieza a sentirse fuerte, capaz. Después, siguiendo un paso psíquico que se considera bastante natural, induce a pensar que como somos capaces, sabemos hacer, nos esforzamos, el Señor nos da esta alegría, este entusiasmo, este celo. El paso siguiente es también natural: es obvio que me siento así porque soy así, lo merezco. Yo doy, y por eso recibo. Vence así una lógica mercantil, una lógica de satisfacción, que es fundamentalmente una auto- satisfacción. La persona comienza a considerar que ha alcanzado prácticamente la sabiduría espiritual, que es merecedora de gozar de los frutos de la vida espiritual. Empieza a considerarse perfecta, o sea, que es como debería ser y que por eso expe rimenta las alegrías espirituales propias de esa situación. Pero esta persona es turbada por los otros y, de modo indirecto, por la propia memoria. Puede suceder que se acuerde de alguien que tiene alguna diferencia con ella, o de una relación no armónica, y de repente empiece a estar mal, a repensar en los nudos de la relación, atribuyendo evidentemente el fastidio y el malestar a otros. Pero ella no puede ser cuestionada, porque es justa. Comienza entonces la lucha con este pensamiento. discurrir cómo arreglar a esa 35 Macario, «Discorsi, lio y 115^, op. cit.; Máximo el Confesor, «Sulla carita. II Centuria, 46; III Centuria, 48, 7 5 ^ > °P- cit-; Ignacio de Loyola, Constituciones, examen general, n. 101, EESS 322; Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti, trad. italiana, Turín 1978, 127-129.

persona, cómo llamarle la atención, cómo corregirla, etc. El punto más doloroso es la relación con aquellos de los que se ha recibido alguna injusticia. Esta injusticia viene continuamente a la mente y quema como una gran ofensa, porque es una ofensa a una persona de tanto valor, de tanto peso espiritual. Pero como la fe enseña que hay que perdonar, entonces se puede llegar a afi rmar que se ha rezado mucho -y de hecho se puede rezar mucho por quien ha cometido esta desconsideración-, pero no podemos ya relacionarnos normalmente con quien nos ha ofendido. Lo que signifi ca que no se ha dado el perdón. Es evidente que no se trata de ser particularmente obsequioso con quien nos ha hecho mal, pero el perdón lleva la relación a un equilibrio, porque es una relación vivida estrechamente en Cristo, que se da a las dos partes de un confl icto, que quiere salvar a los dos. Nuestro perdón es la participación en el perdón de Cristo. Y es precisamente esta ausencia de perdón la que comienza a chirriar en quien se presume perfecto. Porque se vive una espiritualidad encerrada dentro del mundo propio, por tanto una fe que es más una proyección que una actitud que crece en una relación real con Dios, entre estas dos personas falta el tercero, es decir falta Cristo como fuente de la reconciliación. Más aún, quien se considera «espiritual » empieza a sentirse un «llamado», enviado a los otros como «profeta», como una llamada a la conversión. Pero una llamada muy precisa, que pone en evidencia los males y lo que los otros deberían hacer a partir del propio punto de vista. Sin embargo, él no hace más que hincharse e infl arse en una complacencia «mística», «espiritual», falsa porque no exige ningún paso real ulterior en la propia conversión. Por este motivo su perfección, en la que cree, aunque humildemente -puesto que la humildad es una virtud que «hay que tener necesariamente»- le lleva de hecho al aislamiento. Habla de la compasión, pero es intransigente con aquellos hacia los cuales él mismo debería tener compasión porque le han hecho mal. Y precisamente en este campo de la injusticia, esta persona que se presume perfecta no ve la injusticia que ella ha cometido hacia los otros. Fundamentalmente es esta perfección suya la que le impide admitir que haya podido cometer una injus ticia. Pero también aquí el enemigo es hábil: consigue que aparezca como un relámpago una huella, un matiz de alguna injusticia suya, de modo que la persona se pueda sentir todavía más perfecta porque reconoce esta imperfección. Una «imperfección» que no es aún el reconocimiento del mal real cometido y de los rostros de las personas a las que se ha perjudicado, sino de algunos deta- lies por los que se es capaz de verter lágrimas que pueden convivir al mismo tiempo con palabras muy duras y falsas sobre los otros que entran en este asunto, como si se quisiera justificar

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religiosamente que a fin de cuentas era justo comportarse así, y casi se sale del asunto conquistando un rasgo de virtud, porque se ha combatido a una especie de enemigo de Dios. El aislamiento al que lleva esta falsa perfección determina la distancia entre quien se cree perfecto y aquellos que piensa que le han hecho mal, excepto algunos que son objeto de su benevolencia, de su perdón, para poder gozar todavía más de la propia «riqueza espiritual». Su modo de hablar, de lanzar advertencias, de dárselas de íntegro, todo trasluce esta mentalidad suya de separatismo, de presunta elite, de división del mundo en blanco y negro, en el que el eje es ella misma. Es natural entonces que el resultado normal de esta falsa perfección llegue a fanatismos, una vez que el tentador, habiendo entrado en posesión del razonamiento de la persona, consigue investir al sujeto con misiones y vocaciones especiales, sin que ya se pare ni admita la ilusión en la que se encuentra. La mejor medicina para prevenir esta tremenda tentación es la Iglesia. Nadie elige la propia Iglesia, los propios pastores, según el criterio de lo que a uno le apetece. Vivir seriamente la eclesia- lidad es el mejor modo de superar los subjetivismos propios. Es la comunidad, son los otros los que me ayudan a purificar la mente. Y como lo que realmente purifica es el amor, o sea, la caridad, un ejercicio constante de caridad sirve de defensa contra este tipo de tentaciones. Si se logra permanecer en cierta paz, aunque se descubra que algunos trabajan contra nosotros, hablan mal de nosotros, entorpecen nuestro trabajo o nuestra vida, significa que vivimos en una dinámica de caridad. La paz es también una cierta impasibilidad en los momentos en que vivimos los golpes del mal dados por los otros. Y el modo de impedir el éxito del ene migo en las tentaciones es sobre todo no hablar mal de los otros. Como dice san Máximo el Confesor, hablar mal de los otros es, por un lado, un pecado de pereza y de no guardar el corazón puro: quien tiene tiempo de hablar mal y de buscar el mal en los otros no cumple la propia vocación, la voluntad de Dios, y para esto tiene tiempo en abundancia. Por otro lado, hablar mal de los III

CÓMO VENCER LAS TENTACIONES

La lectura' En esta fase del crecimiento espiritual, una lectura espiritual es de fundamental importancia. Por lectura espiritual se entiende la lectura de textos que están impregnados del Espíritu Santo y mueven a la persona hacia Dios, la unen a El, la hacen cristo- forme, refuerzan un razonamiento espiritual y ali mentan el gusto espiritual. Por eso se aconsejan textos de los grandes padres y

otros es posible porque uno se considera mejor. Por tanto se ha caído de lleno en la trampa de la propia perfección. Quien dedica mucho tiempo a hablar mal de los demás es una persona encerrada en su mundo, en la proyección de la propia perfección, y también la fe forma parte de este mundo ilusorio. No salen de sí mismos para tender hacia los otros y hacia el Otro que es Dios, sino que caminan en un mundo de creaciones, ilusiones y sugestiones. Pueden justifi car su perfección con razonamientos cerrados, lógicos, demostrativos, pero el simple hecho de dedicarse a señalar el mal de los otros revela esta plaga espiritual -que es una especie de muerte de la vida espiritual- que es la falsa perfección. La verdadera perfección se reconoce en la dimensión cristológica y pneumatológica de la pascua. Entonces la persona vive su existencia cotidiana en la clave de morir y de resucitar. La verdadera perfección se testimonia con una humildad tal que permite soportar en paz las difi cultades y las cargas de cada día. La perfección no se demuestra y no se realiza en gestos o empresas especiales, sino en la constancia de la humildad y del amor pas cual. Las tribulaciones que nos procura cada día en sus aspectos cotidianos son sufi cientes para probar la verdadera perfección espiritual. Quien soporta esas tribulaciones y dificultades con paz y serenidad, porque se une cada vez más fuertemente a Cristo, es espiritualmente maduro. Pero la espina más dolorosa en estas tribulaciones cotidianas la causan las enfermedades y las personas que nos son más cercanas. Son ellas las que nos preparan la pascua. Un criterio infalible de la verdadera perfección es el amor a los enemigos. Por eso los autores espirituales ponían de relieve el arte espiritual capaz de sufrir oprobios, humillaciones, calumnias e injusticias no con un simple autocontrol, apretando los dientes, sino acudiendo directamente al Espíritu Santo que da el amor del Padre y que es el úni co capaz de incluir y transfi gurar estos sufrimientos y estas muertes en la luz y en la resurrección. madres espirituales de la rica tradición de la Iglesia. Como esta lectura puede no resultar sencilla para quien no ha sido introducido en ella, se puede iniciar con autores que saben usar bien a los autores espirituales, haciéndolos alimento accesible para el hombre de hoy. El texto se lee con atención a lo que dice el autor, de modo que nazca un diálogo con él. ComI Spidlík, T., Manuale fondamentale di spiritualitá, Casale Monferrato 1993, 421-424- prendiendo lo que dice el autor, se ve lo que yo ya conozco de esto, lo que he experimentado, y se trata de entrar de manera dialógica en una visión en la que las realidades

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se corresponden, se relacionan y crecen orgánicamente. De la misma manera, párrafo tras párrafo, hay que poner de relieve lo que es nuevo o diferente para mí. Conviene leer un texto más veces, hasta que lo absorba y asimile nuestra mentalidad, que cambia a causa de esta asimilación. Se debería llegar también a alguna opción concreta: qué sugiere este texto a mi experiencia, qué podría comenzar a experimentar, probar, tanto en el pensamiento como en la acción. Es útil preguntarse: ¿cómo ilumina esta lectura lo que hasta ahora he experimentado?, ¿cómo me ayuda a leer mi historia de modo sapiencial? ¿Cómo obliga a mi pensamiento a abrirse, a considerar otras realidades, otros puntos de vista, a descubrir otros nexos, otras correspondencias, y cuál de estos pensamientos podría ser el mío, y yo podría tratar de incluirlo en mi pensamiento? Otros textos muy importantes son las vidas de los santos. Hoy nos quedamos perplejos ante ciertos relatos que evidentemente no tienen ningún criterio de veracidad histórica. Pero las antiguas historias de los santos estaban escritas según las categorías de su tiempo, también para alimentar una imaginación espiritual. La persona es creativa sólo si tiene imaginación y con los ejemplos de los santos se alimenta la imaginación espiritual y se desarrolla cierta creatividad. Muchas imágenes, muchos episodios, muchas escenas de los santos sirven para dar una inspiración a quien lee. Sólo dentro de ese principio dialógico, inspirador, creativo, se puede entender de modo correcto también la imitación de los santos. San Cirilo, apóstol de los eslavos, se ha inspirado en su deseo de hacer hablar al Evangelio en una nueva cultura en san Gregorio Nacianceno, que había escogido como patrono suyo. A menudo ha sido la amistad con un santo el modo en que alguno se ha inspirado después, ha tratado de caminar con él, de seguir sus huellas, ha estado en un clima de diálogo y de oración con él. Paralelamente, el moralismo moderno ha insistido en la imitación de los santos en sentido directo, formal; ése es un camino que mal entendido corre el riesgo de la despersonalización y de toda una serie de patologías psicológicas y espirituales. Las anécdotas y las leyendas, la multitud de imágenes de santos en diversas circunstancias con las que los antiguos gustaban de rellenar los relatos espirituales, servía para favorecer la inspiración espiritual. Pero el moralismo de los siglos pasados subrayaba la imitación de los santos. La invitación a imitar todas estas anécdotas y ricas imágenes se convertía en un peligroso juego psicológico y ha suscitado una violenta reacción contra un cristianismo moralista y voluntarista. En época más reciente, racionalista y positivista, por desgracia hemos quitado de las historias de los santos las partes de los episodios, de las leyendas, y se ha reducido todo al seco resultado de la aplicación del método histórico

crítico, resultando que los relatos hagiográfi cos se han hecho casi ilegibles e inútiles. Pero hoy que nos encontramos sin imaginación espiritual, se siente la fuerte urgencia de tener ante los ojos no sólo teorías y pensamientos abstractos, sino un estilo de vida, episodios, imágenes, inspiraciones con los que nuestra imaginación creativa pueda dialogar y crear. . En nuestros días, generaciones enteras se nutren sólo de una imaginación televisiva, por tanto prevalentemente sensorial, sensual y carnal. Más aún, las generaciones más jóvenes están expuestas a la cultura invasora de la imagen virtual, y la cultura digital crea todo un paradigma basado en la imaginación que hace que la sensualidad y la sen- sorialidad sean mucho más intensas y totales que la clásicamente televisiva. Esto corre el riesgo de ahogar una verdadera y saboreada vida espiritual y causa la crisis de las vocaciones, tanto matrimoniales como sacerdotales y religiosas, puesto que los jóvenes difícilmente eligen un camino que no ven que se viva de un modo que les convenza del valor de la elección. Sólo los genios llegan a crear sin una confrontación imaginativa. Pero, algo to davía más grave puede suceder, y está ya sucediendo: que una potente imaginación sensual -por una especie de «ley del péndulo» por la que a una tendencia unilateral le sigue otra exactamente contrariapromueva una reacción religiosa idealista, abstracta, desencarnada, etérea. Las vidas de los santos, junto a esta modalidad de servir de referen cia no en el sentido imitativo formal, sino más bien a la manera «inspirativa», contribuirían a hacer personas capaces de crear de nuevo. Además es muy peligrosa una espiritualidad alejada de los santos como personas vivientes. Es perjudicial para la vida espiritual un enfoque teórico que da la precedencia a las ciencias humanas en vez de a la vida realizada en la santidad. Las ciencias sólo pueden servir de ayuda para agotar en todas sus dimensiones la repercusión de esas fi guras . La amistad con un santo es una de las realidades que más favorece el crecimiento en un camino auténticamente radical. El hombre escoge las amistades según el acuerdo que siente con las personas. Por ejemplo, un marido que no es fiel a su mujer, difícilmente elegirá sus amigos entre hombres fieles y entusiastas de la vida familiar; preferirá más bien personas que tengan una actitud pa recida a la suya, para conseguir de ellos apoyo y aceptación. Se puede intuir entonces la importancia que tiene en la vida espiritual una red de amistades con personas con las que se está de acuerdo en la comunidad eclesial, pero sobre todo en la Iglesia glorifi cada. Y si los santos son las per sonas que han vivido la caridad, podemos imagi nar la ayuda que podrán ofrecer a quien es su amigo y les invoca.

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El coloquio 36 Para desenmascarar las intrigas del enemigo que se disfraza de ángel de luz y trata de entrar en nuestro mundo espiritual, para desviarnos desde dentro y llevarnos a vivir de nuevo como pecadores, es muy útil tener un coloquio regular con una persona espiritual. Es preferible elegir una persona muy adentrada en la gran tradición espiritual cristiana, que sepa no sólo algunas cosas en el ám bito teórico y pedagógico, sino que posea también los contenidos y sobre todo conozca el verdadero camino de la vida en Cristo y de las trampas que tiende el enemigo. No se trata de tener una persona con quien confi arse como entre amigos o en la que buscar incluso consuelo. Se trata de buscar una persona que nos ponga radicalmente ante el Señor, que tenga en el corazón un solo deseo, el de servir al Señor y fomentar en las personas que escucha la obra que el Espíritu Santo está ya cumpliendo. El padre espiritual es el que mira cómo se realiza en las personas la salvación y cómo pueden abrirse más esas personas a la redención y servir a Cristo, para que su redención pueda penetrar en el mundo. En estos coloquios no se hacen averiguaciones sobre el pasado, sobre los padres, etc., sino que se trata de desvelar los propios pensamientos, propósitos, proyectos y deseos, de hablar de la oración, de lo que sucede en la oración, de cómo actúa, porque es ahí donde el enemigo tiende sus insidias. Los verdaderos coloquios espirituales son una medicina preventiva. Al padre espiritual no le in teresa mucho de dónde se viene, porque sabe que todos provenimos del pecado. A él le interesa dónde andamos, cuáles son nuestras aspiraciones, qué ideas seguimos, qué pensamientos consideramos más inspirados, etc. Desvelando a una persona es piritual nuestros proyectos, nuestras inspiraciones, se pone un auténtico filtro, o sea, una especie de discernimiento, en que los pensamientos movidos por el tentador se descoloran, pierden fuerza. Quizá, antes del coloquio, durante semanas se pre sentaba un pensamiento con mucha insistencia inflamando el corazón, encendiendo el celo, y, después de haber hablado con el padre espiritual, no tiene ya ninguna fuerza, ningún poder. A menudo los padres espirituales filtran estos pensamientos con la indiferencia espiritual con la que escuchan. Efectivamente, si un pensamiento es nuestro y nos agarramos mucho a él pero el padre espiritual no se muestra interesado, sino que, al contrario, pasa por encima, fácilmente nos senti mos mal. Eso quiere decir que en nuestra misma reacción se descubre su verdadera naturaleza. Es importante en estos coloquios expresar también las relaciones que se viven, no para 363 Doroteo de Gaza, «Insegnamenti spirituali, 5.66», op. cit., IIO-III; EESS 17, 2,2 y 326; Hauskerr, I., «Direction spirituelle en Orient autrefois», OCA 144 (1955),

hacer inadecuados análisis, sino para poner a la luz del sol los influjos y condicionamientos que se dan a través de ellas, para comprender mejor la acción tanto del espíritu bueno como del tentador.

La memoria de la obra de Dios 37 Como ya se ha indicado, diferentes autores espirituales sugieren que se mantenga viva la memoria de lo que Cristo ha operado en nosotros, que se tenga continuamente la memoria en el hecho fundante, en el éxodo de la muerte. Como para el pueblo elegido el éxodo se ha convertido en la piedra miliar de su historia y como para la Iglesia la Pascua es el acontecimiento fundante de la salvación, celebrado en cada acto cristiano, así el cristiano crece recordando qué aspecto ha asumido para él el acontecimiento fundante, o sea, cuándo y de qué manera el Espíritu Santo le ha comunicado el misterio pascual como su salvación personal. En la primera parte he indicado una especie de perithos como memoria viviente del perdón. Un ulterior desarrollo connatural de este penthos es la contemplación del Rostro del Salvador. La memoria de los benefi cios realizados por Dios en mí y de las gracias recibidas supone mirar constantemente el Rostro de Aquel que se ha inclinado sobre mí, que me ha llamado de la muerte, que me ha perdonado el pecado y que lo ha asumido. Es la contemplación del santo Rostro como memoria perenne de los benefi cios. Los Padres decían que se llega a ser lo que se contempla. Para quien ha vivido conscientemente el acontecimiento fundante, o sea la pascua del Señor, como salvación de su vida, la memoria de Cristo no es difícil, las líneas y los rasgos de su Rostro son cada vez más explícitos. El pensamiento de quien pone su atención en el Rostro del Salvador es un pensamiento siempre vivo, atento, que logra pensar para la vida, porque contempla la vida. Es un pensamiento que atiende a la persona, porque contempla la persona, y por eso no puede crear ni pensar de modo despersonalizador, separado de la vida. Así la persona camina segura, porque el enemigo no la encuentra perezosa, distraída, dispersa. La oración en esta segunda fase del discernimiento es ya un ejercicio de la memoria de Dios, el ejercicio de in vocar el nombre del Señor lo más frecuentemen te posible, es recorrer de nuevo los fragmentos espirituales leídos, repetir una palabra de la Escritura, consciente de que está llena del Espíritu Santo. La oración se simplifica, se desvincula de los efectos inmediatos, psicológicos y toma las connotaciones de una relación cada vez más madura. En momentos fuertes como los retiros, los ejercicios espirituales o al ritmo de una vez por sema na, por ejemplo, la persona hace una oración más

2I2ss.; Spidlík, T., «La direzione spiri- tuale nell'Oriente cristiano», en Centro Aletti (ed.), In colloquio, Roma 1995. H-54; Rupnik, M. I., En el fuego de la zarza ardiente,

37 Véase la nota 3 del capítulo I de esta segunda parte. Además, EESS 230-237 y

PPG, Madrid 1998.

Sieben, H.J., Mnémé Theou, DSX, 1980, col. 1407-1414.

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ordenada, recorriendo de nuevo la estructura de igi oración presentada en la primera parte. Se trata de un ejercicio extremadamente importante para llegar a un cuidadoso examen de oración y, por consiguiente, para poder ser capaz de ver el desarrollo y el proceso de los pensamientos y de los sentimientos. Cuando he hablado de las tentaciones del enemigo, he dicho a menudo que hay que observar si el pensamiento y el sentimiento bajan de calidad espiritual. Entonces, sólo una oración con un examen final me ofrece un instrumento para verifi car el estado de los pensamientos y de los sentimientos. Para esto conviene tener un cuaderno en el que se anoten las cosas esenciales que maduran en la oración y en la relación con Dios.

La Iglesia38 Un escollo duro para el tentador es la integración del cristiano en la Iglesia. En el corazón de la Iglesia está Cristo, reconocido y celebrado por la Iglesia como el Señor que se da, que nos salva y nos lleva al Padre. En la Iglesia, todo acto confluye en la liturgia, en el culto de nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre. En este cul to, toda la humanidad se abre a lo divino en Cristo. En El, el amor absoluto y tripersonal de Dios se abre a la humanidad. En la Iglesia, por medio de Cristo, la Trinidad desciende entre los hombres y en Cristo la humanidad adquiere la forma filial, y por tanto fraterna, que puede volver al cielo como comunión, como imagen de la misma Trinidad. Este misterio del éxtasis de Dios hacia el hombre en la Iglesia es celebrado en la santa liturgia con la que rendimos culto a nuestro Dios y vivimos al mismo tiempo nuestro éxtasis hacia Él. Por este motivo, la liturgia tiene una dimensión transtemporal que alcanza directamente a Cristo, con el cual ella se comunica. Por eso, la liturgia debe ser capaz de presentar y comunicar en su lenguaje la objetividad de los dogmas cristológicos que conservan la verdad de Cristo. Pero, al mismo tiempo, la li turgia tiene una dimensión temporal, cultural, sellada por la historia humana. Cuando en la litur gia prevalece un cierto subjetivismo, se demuestra la debilidad de la fe, porque el principio subjetivo prevalece sobre el eclesial que tiene por fundamento, objeto y fin la objetividad de Cristo. En esta segunda etapa de la maduración espiritual se comprende que lo que cuenta en la liturgia es el Cristo divinohumano que allí se celebra, que no pue de ser organizada de modo subjetivo, según los gustos y las inclinaciones de los fieles, porque así podría ser minada la realeza objetiva de Cristo que allí se manifiesta y se nos

comunica, que nosotros celebramos y a la cual nos entregamos. El cristiano comienza así a recomponer de modo maduro la siempre difícil relación entre eterno y temporal» entre objetivo y subjetivo. Esta actitud co mienza también a caracterizar la relación con la Iglesia como tal. Se da siempre menos espacio al deseo subjetivo de crear una Iglesia a la propia imagen, según nuestros gustos, pero se empieza a sentir respecto a la Iglesia el mismo gusto que se experimenta en la mayor madurez litúrgica. Como si en cierto modo se superase un enfoque prevalentemente psicológico y sociológico. La verdadera dimensión teológica de la eclesialidad ya no es una cosa teórica, sino experiencial, y entonces uno se siente parte de la Iglesia tal como la encuentra, con determinadas personas, que pueden gustar o no, con tradiciones concretas, etc. Se comienza a sentir con la Iglesia. Nuestra experiencia de la Iglesia comienza con el bautismo. Se experimenta que se ha sido engendrado por la comunidad eclesial, dado a luz a una vida nueva, y esto determina un nuevo modo de sentir la Iglesia y de sentirse parte de la Iglesia. Las dificultades que las dimensiones cultural, histórica y humana de la Iglesia pueden hacer vivir, son causa de. sufrimiento, de un dolor que cada vez más frecuentemente se abre al misterio pascual. Una mirada realista nos acompaña. Y en este realismo divino-humano, transtemporal e histórico, de la santidad y del pecado, de la perfección y de los errores, el cristiano lleva a cumplimiento su misterio pascual, que se convierte así en un filtro infalible de verifi cación de las even tuales tentaciones del enemigo. Los pensamientos que llevan fuera de este realismo eclesial, que no lo consideran o que lo evitan, son reconocidos inmediatamente como una trampa.

La desolación educativa 39 Entre los diversos pasos que atraviesa una persona espiritual al seguir a Cristo, es importante subrayar la desolación educativa. La desolación educativa -así la llama Diadocoes un momento en que el Señor retira del corazón humano el efecto sensible de la gracia. En realidad la gracia perma nece en la persona, pero se esconde su luz, su calor. El Señor permite que una cierta tristeza envuelva al alma y llegue la hora de la tentación. El alma está sin consuelo, sin fervor, desolada y experimenta una gran difi cultad para cada paso espiritual: es el momento en que la oración es difícil, la memoria de Dios lejana, los recuerdos no se consiguen reevocar, no se puede leer la Sagrada Escritura, los santos se sienten ausentes. De la Iglesia se ven sobre

38 EESS 352; Staniloaé, D., II genio deü'ortodoxia, trad. italiana, Milán 1986, 79-

39 Diadoco, «Definizioni, 86, 90», op. cit.; Vita e detti deipadri del deserto, op. cit., I,

125; Taft, R. F., Oltre VOriente e ¡'Occidente. Pero una tradizione litúrgica viva,

p. 85, n. 5; Máximo el Confesor, «Sulla caritá. II Centuria, 67^, op. cit.;

Roma I999> 259"28l e id., La liturgia delle ore in Oriente e in Occidente, Roma

Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos: La vita, la dottrina, gli scritti, trad.

200I, 435-442.

italiana, op. cit., 202ss.

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todo las cosas que no van y se nos presentan delante todos los obstáculos. Nos parece que el Señor nos ha abandonado, pero no es así. La presencia de la gracia está ahí, la mira da benigna del amor de Dios vela sobre nosotros, nada nos podrá golpear, herir, hacer daño, ofender, si no perdemos la cabeza y permanecemos en una situación de paciencia invocando el nombre del Señor, sin hacer caso a las insidias del enemigo y a los pensamientos que nacen en la aflicción. Conviene tener firme la regla de que en la tristeza, en la afl icción, en la desolación, el enemigo siembra sus pensamientos, y por eso no hay que darles crédito. Más bien hay que estar sordos a todo lo que surge del alma y permanecer fi rmes invocando la ayuda del Señor y de los santos. Dios nos hace pasar esta especie de desierto para darnos la posibilidad de animar también esas dimensiones de nuestra persona que quizá en una vida más ferviente y más rica en el sentir no están im plicadas en la salvación. Dios nos lleva hasta el borde de nuestras posibilidades, de nuestras fuerzas, de modo que todo lo que somos sea interpelado, utilizado, al invocar el nombre del Señor, al desear la gracia, al negarnos a volver a la muerte, al infierno, a la noche de la fe. Por otra parte, hay dimensiones de nuestro es píritu de las que no nos damos cuenta cuando la vida espiritual nos va bastante bien y el corazón está infl amado por Dios. Hay aspectos de nuestro espíritu ávidos de gloria que en cuanto no todo va bien se abaten y de ellos parte el abatimiento que tira hacia abajo todo lo que somos. Entonces el Señor mismo nos lleva al desierto de modo que con estas dimensiones más salientes, y por eso mismo más expuestas a la ambigüedad -y exactamente aquí se introduce el enemigo con la tentación de la perfección, de ha ber llegado ya-, aprendamos a vivir el realismo, comprendamos que no se gusta automáticamente la dulzura del Señor, el fervor de su presencia, sino que a menudo se crece en el desierto, en la desolación, porque ahí nuestros deseos se purifican. En esa desolación el Señor hace imposible que el enemigo tienda la trampa de la perfección, de la capacidad, de la facilidad, del automatismo. Por un lado vivimos las tentaciones de toda clase típicas de la desolación, pero puesto que el Señor y su gracia están en nuestro corazón, lo importan te es no escuchar el malestar y el vacío, y nada malo puede suceder. En realidad en ese momento el Señor nos está curando, sana un punto nuestro muy vulnerable, que es aquel en el que el enemigo puede introducir un pensamiento de autosuficiencia, de mérito, de autosalvación. Los momentos de esa desolación son así momentos de gracia, porque madura nuestra relación con Dios, de modo que aprendemos a no seguir al Señor porque nos produce satisfacción de modo sensible con su gracia, sino que lo seguimos

sólo por amor. Ni por temor ni por conveniencia, sino por amor. El Señor nos enviará las desolaciones educativas mientras tengamos necesidad de ellas, hasta que disminuya al mínimo el riesgo de tener una relación mercantil con Él, que es lo que nos hace caer más fácilmente en las trampas del enemigo. En el desierto de esa desolación se queman todos los consuelos y todos los placeres sustitutivos con los que el mal disfrazado de ángel de luz trata de seducir nuestro corazón. Y la persona» pasando por estas humillaciones, va hacia esa humildad con la que podrá reconocer que la consolación viene sólo de Dios, de su Espíritu Santo, que es un don gratuito, no merecido, que vale más y es más segura y preciosa cuando no está causada por nuestro esfuerzo espiritual. Así la persona sabe ser cauta para no asociar demasiado automáticamente a un pensamiento un bienestar, una consolación. Es importante subrayar que una desolación provocada por el Señor para nuestro bien se caracteriza por la ausencia de turbaciones. El alma está desolada, puede estar triste, vacía, pero no turbada. Permanece en el fondo la certeza de que el Señor está ahí y que no permitirá nuestro retorno a la vida del hombre viejo.

El pensamiento sin causa 40 Muchos padres espirituales consideran el pensamiento más espiritual el llamado «pensamiento sin causa». ¿De qué se trata? Es el pensamiento que viene cuando la persona no está atenta a un objeto del que es comprensible que podría derivar ese pensamiento ni está haciendo un ejercicio espiritual que lo podría suscitar. O sea, no está refl exionando sobre las cosas espirituales, no lee los textos espirituales, no participa en una liturgia ni vive algún hecho de especial intensidad. El pensamiento que le viene no deriva, según una lógica «consecuencial» o deductiva, de una situación o una acción precedente. El pensamiento sin causa es posible si el corazón está habitado por el Señor, si la persona le pertenece, si se le ha entregado, si se siente suya y el Señor puede entrar en ella, según la imagen ya usada, como si entrase en su habitación, y puede remover los pensamientos en el corazón cuando El quiere. El es el principio y el protagonista. Este Señor es el Espíritu Santo, que tiene acceso libre al corazón y puede mover los pensamientos y sentimientos en la dirección de un más pleno reconocerse hijo, de una más plena filiación. Entonces «sin causa» signifi ca «libre». En realidad, verdaderamente libre es sólo Dios en su amor tri- personal. El hombre entra en el proceso de la liberación y se experimenta a sí 40 EESS 330; Spidlík, T., «La doctrine spirituelle de Théophane le Reclus. Le Coeur et l'Esprit», OCA 172 (1965) Roma, 253; id-, La spiritualitá dell'Oriente cristiano, op. cit., 296; id., Ignacio de Lyiola e la spiri- tualitá orientale, Roma 1994, 86-88.

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mismo libre en virtud de la relación que Dios y él establecen. Cuanto más responde el hombre a esta relación, cuanto más se abre, más le hace libre esta relación. Un ejemplo muy plástico de este hecho es el episodio evangélico de san Pedro caminando sobre las aguas. Según la naturaleza humana, Pedro no puede hacer una cosa de ese tipo, pero por la relación con Cristo, por la respuesta a la llamada de Cristo, Pedro camina sobre el lago. Tanto es así que cuando Pedro iba hacia el Señor y se basaba en su palabra «ven», caminaba. Cuando le agarró el miedo del viento que le soplaba en la cara y de la oscuridad del agua bajo sus pies, su atención se desliza hacia estos hechos y empieza a hundirse, volviendo a la lógica de las leyes naturales. «Sin causa» es lo que parte de un acto libre que sucede entre dos personas y que hace que el hombre supere, gracias al principio agápico, el determinismo a que está habituado. En el amor que le viene de Dios, supera este determinismo, vive una especie de éxodo de las leyes de la «consecuencia- lidad», de la evidencia, y tiene relaciones a un nivel superior. El propio san Pedro, que combatía el dolor contra el que se rebela la naturaleza hu mana, que rechazaba el pensamiento de la derrota, que trataba de impedir a Cristo la pasión, realizará plenamente el principio agápico, o sea, el amor de Dios en su naturaleza humana, consumando hasta el fondo su martirio. Por un lado hay un movimiento desde el determinismo hacia una nueva calidad de vida, un nuevo nivel de existencia, y por otro, un regreso desde este nivel de calidad y su realización en este mundo natural que estamos llamados a personalizar, asumir y transfi gurar. Por tanto, un pensamiento sin causa es un pensamiento que viene con un principio libre, que atrae, implica y se realiza en la vida sobre la base de la libre adhesión. Es un pensamiento de gran calidad espiritual, que apunta directamente a la vida en Cristo por el bien nuestro y de todos. No es violento, no fuerza, no presiona sobre nosotros y no tiene una carga negativa hacia nadie. Es un pensamiento que nace libre y así permanece. Es un pensamiento que llama a nuestra libre adhesión, un pensamiento libre que nos hace libres. Cuando aparece un pensamiento así, conviene estar muy atentos a cómo se desarrolla, a qué. camino toma, a cómo implica al razonamiento y los sentimientos, porque los pensamientos que le si guen más tarde no están necesariamente en línea directa con él. Efectivamente, a menudo un pensamiento así inflama el corazón, ilumina la mente, hace percibir que se ha encontrado una intuición, y por este motivo la persona empieza de manera fácil y veloz a añadir los propios pensamientos, los propios razonamientos. Por eso, al observar el razonamiento que sigue, conviene estar atentos a la dimensión de la libertad. Si en el razonamiento se manifiestan una presión y

una urgencia mayor, y disminuye el espacio de la libre adhesión, es ya indicio de que estamos deslizándonos fuera del pensamiento originario. Conviene entonces volver al pensamiento originario, conservarlo y mante ner este sentimiento de la libertad. El enemigo hará todo lo posible por entrar y agarrarse directamente al pensamiento espiritual, porque ese pensamiento se le ha escapado totalmente, está fuera de su posible trampa, a causa de su origen libre. El tentador es por defi nición no libre, puesto que no es agápico, es la peí-versión del ágape. Por eso todo lo que es libre está fuera de su radio de acción. Con la ayuda de los medios indicados, la persona consigue más fácilmente individuar los sentimientos y los pensamientos que nacen en las tentaciones, o, al revés, los que son de inspiración espiritual y nos llevan a una recta interpretación de cómo responder a la voluntad de Dios, de cómo razonar como salvados, de cómo pensar como redimidos dentro de nuestro mundo y de nuestra cultura. Siguiendo los pensamientos reconocidos como buenos, secundándolos, madura la realización de la vocación cristiana en el mundo. LAS PRUEBAS DE NUESTRA LIBRE ADHESIÓN A CRISTO

Hijos en el Hijo 41 La redención que Cristo ha operado para toda la humanidad y que el Espíritu Santo abre a cada uno de modo personal, comunicando a Cristo como Señor y Salvador personal, nos une con El de modo tan radical y absoluto que somos y nos hace sentirnos hijos adoptivos del Padre. Descubrimos de nuevo que somos hijos en el Hijo. La naturaleza humana está creada predispuesta a ser asumida y unida a un principio personifi cador humano -o sea, creado- pero puede ser asumida y unida íntegramente a la Persona divina. La segun da Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, que posee plenamente la naturaleza divina que le da la impronta de Hijo de Dios, con la encarnación asume y por tanto posee la naturaleza humana. Ahora bien, como la naturaleza humana es la que pertenece a las personas humanas que la poseen - puesto que no existe una naturaleza humana abstracta, genérica, sin rostros-, cuando Cristo en la encarnación ha asumido la naturaleza humana, ha encarnado en ella un principio agápico absolutamente personal, como Hijo de Dios. Ha establecido así una relación real y totalmente personal con cada persona existente, que posee la natura leza humana. La persona es esta inseparable unidad de la naturaleza que es propia de todos los seres que participan en ella y el principio agápico, el principio de amor personalizador que posee esta naturaleza de tal modo que la hace ser una persona única, irrepetible, inconfundible, 41 Cfr. Rupník, M. I., Decir al hombre, 86-172.

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con un rostro totalmente personal. Cristo, asumiendo la naturaleza humana, la posee como Hijo de Dios. Lleva así la na turaleza humana a esa verdad marcada en ella desde la creación y al mismo tiempo hace hijos adoptivos a las personas que poseen la misma naturaleza que El ha asumido. Cuando Cristo asume la naturaleza humana, establece con la persona una relación tan íntima, personal y total que esta persona llega a ser hijo adoptivo de Dios. Sobre este fondo cristológico-antropológico se explícita el camino espiritual del hombre como una adhesión cada vez mayor al Hijo de Dios, para dar a nuestra naturaleza humana una impronta cada vez más íntegra de hijos. Ésta es nuestra vida en Cristo: Cristo nos hace hijos del Padre y el don del Espíritu Santo que grita en nosotros «Abba» nos une al Hijo y nos hace conscientes de nuestra fi liación (cfr. Gal 4,6-7), llevándonos a adherirnos con todo lo que somos a la obra de Cristo que plasma toda nuestra realidad humana a su imagen, es decir, de Hijo. Con el pecado ha venido la perversión del principio agápico, o sea, del principio filial, ya que nosotros, creados como hijos, nos hemos hecho rebeldes, haciendo de nosotros mismos el centro de todo y de todos, rechazando el estado de hijos. En lugar de ser una continua referencia al Padre, el pecado nos ha hecho ansiosos de autoafi rmación, deseosos de sentirnos como creadores en los que todo debe converger y por cuya voluntad debe funcionar todo. La salvación de Cristo consiste exactamente en hacernos entrar si guiendo la estela del hijo pródigo, muriendo bajo el peso de la consecuencia del pecado, siendo tratado como pecado, asumiendo así íntegramente la catástrofe y el destino del hombre rebelde y abriendo el camino de la filiación real, o sea, de la vuelta al Padre. Entonces en el camino espiritual hay que ver cómo y cuánto nos adherimos al amor de Cristo, cómo y cuánto nos exponemos a la acción del Espíritu Santo que nos hace cristoformes. Así el camino espiritual comprueba lo viva que es en nosotros la conciencia de que somos de Cristo y en El somos hijos, o si en vez de Cristo queda un ideal lejano que imitar, un maestro que seguir, un Dios que adorar, pero de modo externo. Una cosa es percibirnos a nosotros mismos en Cristo, hijos en el Hijo, que con el Espíritu Santo tratamos de averiguar cómo vivir como hijos, cómo ex- plicitar el hecho de que estamos radicados en Cristo y que Cristo vive en nosotros. Otra cosa es, estando ante Cristo, admirándolo, entusiasmándose con El, escuchando su enseñanza, tratar de vivir lo que El pide, rogándole que nos ayude a cumplir lo que enseña. Aquí la trampa posible es no tener en cuenta suficientemente al Espíritu Santo. Adorando al Espíritu Santo, invocándolo, damos toda la disponibilidad a la sinergia, y entonces la fe tiene una base ontológica. De otro modo hacemos de la fe

algo parecido a una ideología, con brotes voluntaristas y moralistas. En este último caso se puede pedir, por ejemplo, que Cristo nos ayude a trabajar por la justicia y a luchar por ella, pero como una especie de «programa» político. En cambio, quien tiene este fondo pneumático sabe que la justicia es Cristo, que es realizada por El y que nosotros participamos por el Espíritu en Cristo- Justicia. Y, si estamos llamados a trabajar por la justicia, sabemos que está ya realizada en El y que nuestra vocación hoy en la historia es vivir la justicia que es Cristo, o sea, al modo de Cristo. El Espíritu Santo nos comunica a Cristo de manera que, combatiendo por la justicia, se combata como Cristo combate, de modo que se trasluzca a Cristo. O bien, se puede invocar a Cristo, tenerlo siempre en la boca, hacer referencias a los valores y buscarlos como un programa que hacer efectivo con la etiqueta de Cristo, pero no como participación en Él. Por tanto no se trasluce a Cristo en el modo en que se actualizan los valores y proyectos propuestos. La conciencia de que todas las virtudes son Cristo y de que nuestra par ticipación por el Espíritu Santo en las virtudes es la participación en un organismo vivo, donde cada virtud es camino para otra (donde, por tanto, no se puede ser justo y al mismo tiempo violento, o pacífi co e injusto), esta conciencia elimina los riesgos de un cristianismo ideológico, de una fe entendida en sentido voluntarista y moralista y que, como consecuencia, provoca reacciones de tendencia contraria.

La prueba de la mentalidad 42 Macario el Grande hace notar que la persona puede estar encadenada con cepos visibles y con cepos invisibles y que puede llegar a liberarse de los cepos visibles, pensando entonces que es ya libre, y sin embargo permanecer su condición de esclavitud. ¿Cuáles son las cadenas invisibles más difíciles de desenmascarar? Muchos autores espirituales están de acuerdo en que hay que liberarse de la mentalidad propia. Efectivamente, cada día vemos que se encuentran personas muy generosas, dispuestas a ayudar a todos los niveles, pero a duras penas se encuentra a quien sea capaz de pensar con los otros, de dejar que le digan cosas, de tener una mentalidad de apertura, o sea, una mentalidad auténticamente religiosa. Se puede tener una lista de valores religiosos cristianos, un sistema de pensamiento rigurosamente de acuerdo con el catecismo, citar de corrido la Palabra de Dios, las encíclicas, los documentos de la Iglesia, etc. Pero eso no signifi ca todavía que se esté desvinculado de la mentalidad propia. Estar ligados a la mentalidad propia significa tener 42 Máximo el Confesor, «Sulla carita. I Centuria, 94; III Centuria, 44; y IV Centuria,

40, 41», op. cit.; EESS 136-147.

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una mentalidad pasional, un modo de pensar que es fundamentalmente -aunque de modo refi nado- pasional, desordenado. Se trata de una mentalidad capaz de elaborar un gran aparato para proteger un punto pequeño -pero vital y extremadamente sensible- en que la persona ama sobre todo el propio querer. Es esta pasión por el propio querer, este amolde sí mismo como afirmación unilateral lo que hace a la mentalidad pasional. De aquí se deduce que comprobar si el propio modo de pensar refleja el Evangelio, si comienza a adherirse al pensamiento de Cristo, no consiste en contrastar formalmente, comprobando, por ejemplo, si se emplean las mismas palabras que el Evangelio, que las declaraciones ofi ciales de la Iglesia, que el santo fundador de la propia orden... Se trata más bien de ver si mi mentalidad me permi te hacer un razonamiento sobre cualquier cosa de la vida, de la historia, tanto mía como de la sociedad o de la Iglesia, basándome en una libertad espiritual que me impida que surja la chispa de la filaucía. Por eso conviene estar especialmente atentos a qué reacciones se desencadenan en nosotros cuando, por ejemplo, alguien nos trata injustamente, cuando descubrimos que han hablado mal de nosotros; cuando nos hacen una injusticia económica, social, cuando se corre el riesgo de perder algo importante; cuando empieza a crujir la salud.. . Son circunstancias que revelan si nuestra mentalidad, nuestro modo de razonar, tiene un fundamento espiritual, y por tanto nos estamos adhiriendo íntegramente a Cristo, o si nuestro fundamento es pasional, sensual, según la lógica del mundo en el sentido juánico, para después cons truir sobre este fundamento una estructura con toda la apariencia de la perfección cristiana, para defender este lazo pasional subterráneo. Hay que comprobar si tenemos un enfoque de la mentalidad que puede servir para pensar el camino hacia la verdadera vida, o bien una mentalidad que nos lleva a una vida ilusoria, donde nuestro yo es soberano, pero en realidad estamos aislados. Y el aislamiento es signo de muerte, porque la vida está sólo en el amor, o sea, en las relaciones, en la comunión. El pecado radicado profundamente en nosotros crea esa mentalidad que trata de evitar en nuestra vida el triduo pascual. El pecado ha sido aniquilado por la cruz de Cristo, pero la mentalidad de pecado hace todo lo posible para que el hombre no acepte la lógica pascual, y permanezca así siempre en el pecado. Pero para evitar el camino de la pas cua, el pecado debe hacer ver que la pascua de Cristo no es argumento suficiente para mi pascua, que El ha sufrido la pasión y ha muerto, pero ése no es el recorrido paradigmático para mí y para mi vida; hace falta más bien trabajar para salvarse, y salvarse signifi ca sobre todo evitar el triduo pascual. Pero la salvación viene de la pascua de Cristo, a pesar de que la mentalidad del

pecado se defi enda de ella con todas las fuerzas. El camino para la verdadera vida recorre el camino de Cristo pascual, mientras que la mentalidad del pecado trata de hacerme ver que cualquier otro camino va bien, basta con evitar la pascua. La tentación puede hacerse muy sutil: a algunas personas, ayudadas por su estructura psíquica o por su historia personal, la estructura del pecado consi gue presentar como camino adecuado el de la cruz, de la abnegación, del sufrimiento, pero sin la resurrección. Es decir, es una especie de auto afi rmación en el dolor, en el sufrimiento o mediante el dolor y el sufrimiento. De esta forma, la mentalidad del pecado usa también el sufrimiento, el dolor y las derrotas para afi rmarse. Hay numerosas realidades del mundo contemporáneo y de su cultura que ofrecen muchos estímulos a la mentalidad del pecado: vivimos, por ejemplo, en una cultura caracterizada por la afi rmación del individuo que se impone en formas de vida cada vez más particulares, inconfundibles; una cultura, por otra parte, gobernada por las leyes de la economía y las fi nanzas, que determinan una actitud prevalentemente agresiva ante los otros; una cultura que, sin embargo, está en poder del protagonismo de la forma, sea porque se quiere ser formalmente perfecto según los dictámenes de moda, sea porque, en la onda de la reacción contraria, se destruyen las formas. Todas estas realidades culturales, junto a muchas otras, alimentan una mentalidad de pecado, que está movida y propuesta por ellas, mientras una mentalidad espiritual es marginada de modo que se hace difícil razonar según sus criterios también para las personas espiritualmente muy serias. Por tanto, la prueba de la mentalidad en sentido espiritual consiste en ver si llego a comprender racionalmente que el camino que lleva a la verdadera vida es el triduo pascual del Señor, o sea, un camino en que encontraré incomprensiones, sufriré oprobios, seré juzgado mal a causa de esta actitud cristoforme que incluso podrá ser consi derada estúpida y costarme la pobreza, tanto de los bienes materiales como de los sentimientos fuertes, consoladores, que me podrían dar alimento en el camino del Señor. La prueba de la mentalidad está en ver si llego a comprender racionalmente que la cruz es el camino de la resurrección, o bien si pienso que en la vida, para realizarse, hay que tener éxito, poder, gozar de consideración, afi rmar las propias ideas, ser estimado por todos y aplaudido, ser sano, rico y tener seguridades desde el punto de vista social y económico. Mientras compruebo si mi modo de pensar parte de este presupuesto de la pascua o lo tiene siempre presente, debo ver si, cuando esté pensando en alguna cosa, mi voluntad es libre ante este razonamiento. Eso significa que no soy yo el que debo escoger esa forma de pensar y de vivir, sino que, como orante sincero, pido a Dios la gracia de que, si a El le

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place y si para mi salvación es realmente bueno que yo viva este camino, pueda yo aceptar mi vida en este camino. De esta manera, el modo de pensar se filtra a través de la petición de una vida según ese pensamiento que explícita mi libertad espiritual y mi verdadero fundamento. La unidad entre el modo de pensar y vivir puede estar basada en mi ideología, en mis principios éticos, o bien en Cristo que es una Per sona viviente. Y en Cristo esta unidad se realiza de modo absoluto, pero al mismo tiempo de manera que puedo participar en ella, como persona insertada como hijo en el Hijo. El Espíritu Santo es el que me abre la salvación de Cristo, en la cual Cristo asume toda mi realidad en la fi liación respecto al Padre. Entonces, en esta relación estrechísima y real entre yo y Cristo, el Espíritu Santo me comunica esta unidad de pensamiento y de vida, al estilo del pensamiento de Cristo, que deriva de una participación en la persona de Cristo. Vivo en Cristo, y por eso la unidad que está en El es una realidad orgánica en la que yo me puedo reconocer y que puedo hacer mía. El Espíritu Santo me la hace sentir mía. Si el fundamento es Cristo, mis obras y mi pensamiento tendrán un alto compromiso y valor moral, pero serán vivificados y sostenidos por Cristo, que es el fundamento de mi devenir personal. En eso se funda la unidad entre la vida espiritual y la vida moral. Esta prueba la pongo por obra haciendo oraciones en las que contemplo la vida de Cristo, sobre todo en la clave del triduo pascual, de la pasión y de la resurrección, y todo el tiempo verifi co la profundidad, la prontitud y la sinceridad de mi oración al Señor, si a Él le complace darme la gracia de vivir este camino, porque es el único que lleva a la verdadera vida, ya que Él es la verdad y la vida.

La prueba de la voluntad 43 En la primera prueba habíamos constatado la importancia de la libertad espiritual respecto a la voluntad, tratándose de nuestra dimensión más vulnerable al amor propio. Por eso, la segunda prueba en nuestra adhesión a Cristo es la prueba de la voluntad. Sucede a menudo que después de una fuerte purificación, después de una verdadera reconciliación, la voluntad se siente dispuesta a la lucha contra el pecado, contra el mal, dispuesta a renunciar a las insidias del mal, y por eso la persona puede fácilmente pensar que es verdaderamente libre, o sea, totalmente inclinada a hacer el bien. Pero, como ya hemos visto, la verdadera trampa es la de la filaucía. Hay que comprobar si tenemos todavía las cadenas interiores de una relación desordenada con nuestros talentos, nuestras virtudes, o sea, de nuevo con una mentalidad que aparentemente tiende 43 EESS 149-157; Solov'év, V., I fondamenti spirituatí della vita, op. cit., 37.

completamente a cumplir la voluntad de Dios, pero que en realidad impulsa sus apegos y ataduras. Así, la persona puede estar muy apegada a su propuesta positiva, a su proyecto, a su visión de la misión que ha de cumplir, porque es tan buena, tan evangélica que ni tan siquiera se da cuenta de que se trata de una auténtica fi laucía. Efectivamente, la fi laucía se puede camufl ar detrás de un apego a las cosas y a los buenos propósitos, a las ideas y a los proyectos buenos. Puede suceder que la persona que tiene un apego se dé cuenta de que sería bueno ser completamente libre, porque sólo así podemos confi arnos a Dios y fundar la propia vida sobre El. Pero aunque sabe que esto es necesario, no se mueve, no hace nada para ello, aplaza siempre para más adelante la decisión sin usar los medios que la espiritualidad cristiana ofrece para este paso. Se puede llegar a orar tiempo y tiempo, pero sin hacerlo de modo que la oración ayude a la libertad. Se puede ayunar sin que esto sirva para una mayor libertad interior. Por tanto, puede ser que no use los medios de la ascesis cristiana o que los use pero no para este fi n. La filaucía mantiene en jaque por una especie de tibieza, por la cual la persona nunca se decide con vigor a obrar contra este apego que impide una total entrega a Dios. Normalmente nos convencemos con razonamientos devotos, protegidos con discursos sobre los valores humanos, de que estamos ya viviendo bien y haciendo más de lo necesario para alcanzar la salvación. Otro modo de actuar de la filaucía es sabiendo la persona de qué tiene que liberarse, pero queriendo hacer de manera que el Señor acepte esta atadura como si El la quisiese. Trata así de atraer al Señor a su apego en vez de liberarse de él para ir a su encuentro. Estas personas normalmente re zan mucho, pero de la forma mencionada antes, o sea, usan la oración para resolver algo muy ur gente, muy importante, pero que en realidad es artifi cioso. He aquí un ejemplo para ser más claro: un religioso se ha ligado mucho a un lugar donde estaba en misión. Muy buenos amigos, buena comida, una buena habitación, etc. Ahora está en período de discernimiento de un nuevo destino para otra misión. El es muy consciente de sus ataduras, pero en vez de orar por la libertad del corazón, propone al Señor un compromiso muy importante en esa ciudad: ¿es más provechoso un trabajo entre jóvenes marginados y expuestos al mal del mundo o dedicarse a la pastoral entre los hombres de cultura? Se trata de un clásico ejem- pío de desplazamiento de la verdadera problemática, manteniendo la atadura, el apego que se tiene. Porque con esa oración, poco a poco, el religioso sobrentiende que permanece en ese puesto. Para desenmascarar la fi laucía y para una real prueba de nuestra voluntad, conviene orar al Señor por la gracia de ser libres de dejar o mantener una realidad que se tiene

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por buena, de sostener o no un proyecto, pidiendo que el único objetivo sea el de adherirse a lo que Dios quiere. No sólo eso. Hay que pedir también al Señor que sea El mismo quien mueva nuestra voluntad hacia lo que es nuestro bien, y que tengamos la gracia de no querer ni esto ni cualquier otra cosa, si la voluntad no es movida únicamente por el amor del Señor y para el Señor. Así, en cierta manera, para ser más libres, se renuncia también a la pon deración, o sea, a optar por lo que creeríamos que era lo mejor para caminar tras el Señor y servirlo. Pero todo esto podría ser algo abstracto, y la persona podría renunciar a todo y no hacer nada, envolviéndose en una especie de tibieza con el pretexto de la libertad, de estar desligados de todo, dispuestos para todo, sin dar en realidad ningún paso. Y así la filaucía le habría vencido de nuevo. Para evitar esta trampa, los autores espirituales aconse jan apretar el nexo entre la voluntad y la vida. Para estar seguro de no tener ninguna atadura y de ser verdaderamente libre, sin ninguna sutil propensión por una u otra realidad, los maestros espirituales aconsejan hacer verdaderas ofrendas, donde en la oración se dan al Señor de modo sincero y real los dones por los cuales podemos estar atados, los propósitos, los proyectos, etc. Y si ofrecemos, el Señor puede tomar. Él sabe que, si para mí es mejor tener estas realidades, me las devolverá, y, si no, las retendrá. Y si me devuelve estas cosas, yo las usaré -y por tanto las viviré- de modo verdaderamente espiritual, porque sabré que no son mías y, por tanto, podré amar a través de ellas, en vez de hacerme la ilusión de amar, pero en realidad buscarme a mí mismo. No puede uno entregarse en manos del Señor, seguir al Señor, servir al amor, tratando de afirmar la propia voluntad. Y, para estar seguros de que se está verdaderamente ofreciendo, los maestros espirituales aconsejan pedir a menudo lo contrario. O sea, si una cosa rae es particularmente querida, pido al Señor que Él se la tome, y si son realidades de las que tengo miedo o que no me gustan, empiezo a pedir la gracia de poder probar también esas cosas. Los maestros espirituales son conscientes de que esto va contra los sentidos de la persona, pero también aquí se ve que es exactamente el nexo con la existencia, con la vida, al ser el campo de la verdadera prueba. Así pues, la verdadera prueba se cumple en relación a Cristo, porque es Él quien ha realizado una voluntad agápica en plenitud, o sea, una voluntad sacrificada a la voluntad del Padre. Pero en el sacrificio de su voluntad. Cristo se revela a sí mismo como Hijo de Dios» Salvador de los hombres. En Getsemaní, Cristo se confía todo El al querer del Padre, o sea, se adhiere con su voluntad a la voluntad del Padre; quiere lo que quiere el Padre, lo cual es más que confi arse simplemente al querer de otro.

En Getsemaní la voluntad de Cristo se expresa en querer lo que quiere el Padre. Y el Padre quiere la salvación del mundo, o sea, que la humanidad se descubra amada por Dios, que vea que es Dios quien da el primer paso y se entrega en manos de la humanidad, considerando a los hombres dignos de su entrega. Pero esto signifi ca para Cristo entregarse en manos de una generación pecadora y enemiga de Dios. Y efectivamente confi ar la propia voluntad al Padre significa para Cristo en Getsemaní entregarse en las manos paternas, que son las manos de los soldados que vienen a arrestarlo . Es verdad que es el sacrifi cio de la propia voluntad lo que salva a la persona, pero esta salvación se cumple dentro de un sacrificio muy concreto, real, absolutamente fuera de todo idealismo y romanticismo religioso o moral. Para nosotros los hombres, llegar a la libertad de la voluntad signifi ca admitir que todo lo que podamos realizar con nuestra voluntad no se invertirá en el bien, y antes o después se descubrirá que el bien verdadero permanece más allá de nuestros esfuerzos. Nuestro supremo acto religioso consiste en admitir que nosotros podemos sólo pensar el bien, conocerlo, desearlo y querer ponerlo en obra, pero que en realidad no sólo no somos capaces de ello, sino que incluso, pensando realizarlo, hacemos el mal. Se quiere hacer el bien, y se hace el mal que no queremos hacer: